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Los desafíos de la democracia por JUAN CARLOS PORTANTIERO sociólogo, profesor consulto de la UBA ¿Podrá la sociedad argentina encontrar el camino que concilie las nuevas expresiones de la política que emergieron a partir de la crisis con el tradicional sistema de representación a través de los partidos? Esta búsqueda no debe demorarse. El año próximo se cumplirán dos décadas de vigencia de la democracia en la Argentina. Se trata del período más largo de nuestra historia, ya que no podríamos hablar de democracia en el período anterior a la ley electoral de 1912 –aunque no haya habido interrupciones de la Constitución–, y la etapa abierta con la Ley Sáenz Peña, que garantizó el pluralismo político, culminó 18 años después con el golpe militar de Uriburu, es decir que ese primer ciclo democrático duró menos que el actual. Desde 1930 hasta 1983, nuestra historia política estuvo sesgada por el autoritarismo y la proscripción bajo diversos signos ideológicos, para culminar en el baño de sangre de los años setenta y en el colapso de la dictadura tras la derrota en Malvinas, que abrió paso a una restauración democrática. A partir de entonces se inició un proceso calificado como de transición hacia una reconstrucción institucional que consolidara la democracia, en el que se alternaron gobiernos pertenecientes a las dos grandes fuerzas políticas del país. Hoy, sin embargo, casi veinte años después, la idea de crisis se asocia nuevamente con la democracia y un grito colectivo –"¡que se vayan todos!"– sitúa en su nivel más bajo la legitimidad de la representación política. ¿Habrá perdido también la democracia su capacidad de convocatoria en la ciudadanía? Dos mediciones realizadas en octubre de 2001 y febrero de 2002 en un informe que coordinara para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) proporcionan una interesante información al respecto. Mientras en octubre un 57% de los entrevistados declaraba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno, tras la crisis que sucediera al derrocamiento del gobierno de la Alianza en febrero esa cifra ascendía al 62%. Pero, simultáneamente con ese crecimiento de la adhesión a la democracia disminuía la convicción sobre la necesidad de los partidos políticos. En octubre 60% de los consultados opinaba que sin partidos no podría hablarse de democracia, cifra que descendía al 47% en febrero, mientras la convicción de que la democracia podía funcionar sin partidos políticos subía en exacta proporción: un 41% de los argentinos así lo señalaba contra un 28% que pocos meses antes percibía lo contrario. Un dato adicional torna más comprensibles estas variaciones, que por un lado hacen crecer la valoración de la democracia y por otro decrecer el papel de los partidos en ella: un 20% de la población manifestaba haber participado en alguna reunión pública vecinal o marcha de protesta en los dos meses anteriores y un 57% consideraba que esas formas espontáneas eran eficaces para influir sobre las decisiones de la dirigencia, lo que indica que la ciudadanía se halla en la búsqueda de otras formas democráticas de asociación y de protesta, complementarias y más directas y horizontales. La visión de los argentinos A esta altura es pertinente interrogarse sobre qué es lo que entienden los argentinos por democracia. Vale aclarar que en cualquier lugar del mundo la democracia se traduce en la demanda colectiva por derechos iguales: trabajo estable con un ingreso razonable, acceso a la educación y a la salud y seguridad para las vidas y para el patrimonio. Si estos bienes públicos son insuficientes o están en retroceso, la mirada sobre la política democrática se torna inevitablemente crítica. En el plano conceptual, la discusión sobre la democracia se resume en el debate sobre los alcances de la ciudadanía, porque si la democracia es, primordialmente, una forma del gobierno del Estado a la vez instituye un tipo de sociedad. Consiste, de modo simultáneo, en la vigencia de las libertades públicas y los derechos individuales y en una forma de vida colectiva que reclama valores de 1

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Los desafíos de la democracia

por JUAN CARLOS PORTANTIERO sociólogo, profesor consulto de la UBA ¿Podrá la sociedad argentina encontrar el camino que concilie las nuevas expresiones de la política que emergieron a partir de la crisis con el tradicional sistema de representación a través de los partidos? Esta búsqueda no debe demorarse. El año próximo se cumplirán dos décadas de vigencia de la democracia en la Argentina. Se trata del período más largo de nuestra historia, ya que no podríamos hablar de democracia en el período anterior a la ley electoral de 1912 –aunque no haya habido interrupciones de la Constitución–, y la etapa abierta con la Ley Sáenz Peña, que garantizó el pluralismo político, culminó 18 años después con el golpe militar de Uriburu, es decir que ese primer ciclo democrático duró menos que el actual. Desde 1930 hasta 1983, nuestra historia política estuvo sesgada por el autoritarismo y la proscripción bajo diversos signos ideológicos, para culminar en el baño de sangre de los años setenta y en el colapso de la dictadura tras la derrota en Malvinas, que abrió paso a una restauración democrática. A partir de entonces se inició un proceso calificado como de transición hacia una reconstrucción institucional que consolidara la democracia, en el que se alternaron gobiernos pertenecientes a las dos grandes fuerzas políticas del país. Hoy, sin embargo, casi veinte años después, la idea de crisis se asocia nuevamente con la democracia y un grito colectivo –"¡que se vayan todos!"– sitúa en su nivel más bajo la legitimidad de la representación política. ¿Habrá perdido también la democracia su capacidad de convocatoria en la ciudadanía? Dos mediciones realizadas en octubre de 2001 y febrero de 2002 en un informe que coordinara para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) proporcionan una interesante información al respecto. Mientras en octubre un 57% de los entrevistados declaraba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno, tras la crisis que sucediera al derrocamiento del gobierno de la Alianza en febrero esa cifra ascendía al 62%. Pero, simultáneamente con ese crecimiento de la adhesión a la democracia disminuía la convicción sobre la necesidad de los partidos políticos. En octubre 60% de los consultados opinaba que sin partidos no podría hablarse de democracia, cifra que descendía al 47% en febrero, mientras la convicción de que la democracia podía funcionar sin partidos políticos subía en exacta proporción: un 41% de los argentinos así lo señalaba contra un 28% que pocos meses antes percibía lo contrario. Un dato adicional torna más comprensibles estas variaciones, que por un lado hacen crecer la valoración de la democracia y por otro decrecer el papel de los partidos en ella: un 20% de la población manifestaba haber participado en alguna reunión pública vecinal o marcha de protesta en los dos meses anteriores y un 57% consideraba que esas formas espontáneas eran eficaces para influir sobre las decisiones de la dirigencia, lo que indica que la ciudadanía se halla en la búsqueda de otras formas democráticas de asociación y de protesta, complementarias y más directas y horizontales. La visión de los argentinos A esta altura es pertinente interrogarse sobre qué es lo que entienden los argentinos por democracia. Vale aclarar que en cualquier lugar del mundo la democracia se traduce en la demanda colectiva por derechos iguales: trabajo estable con un ingreso razonable, acceso a la educación y a la salud y seguridad para las vidas y para el patrimonio. Si estos bienes públicos son insuficientes o están en retroceso, la mirada sobre la política democrática se torna inevitablemente crítica. En el plano conceptual, la discusión sobre la democracia se resume en el debate sobre los alcances de la ciudadanía, porque si la democracia es, primordialmente, una forma del gobierno del Estado a la vez instituye un tipo de sociedad. Consiste, de modo simultáneo, en la vigencia de las libertades públicas y los derechos individuales y en una forma de vida colectiva que reclama valores de

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igualdad. Esto es, según la clásica descripción de T. E. Marshall, acumulación de derechos civiles, políticos y sociales. Cuando los argentinos son consultados al respecto, surgen dos rasgos significativos. Por un lado, valoran casi del mismo modo los derechos civiles, sociales y políticos como sus principios constitutivos. Pero, por otro, en el momento de jerarquizarlos ponen el acento sobre los derechos sociales: salud, educación, vivienda y trabajo. En consecuencia, 6 de cada 10 argentinos consideran que hay democracia cuando se garantiza el bienestar de la gente, atribuyéndoles al voto y a la libertad de expresión un carácter secundario: sólo 3 de cada 10 consideran que hay democracia cuando se garantizan los derechos políticos aunque mengüen los derechos sociales. Como ya señalé, esta elección a favor de los derechos sociales en desmedro de los otros, a los que en todo caso se considera como instrumentales para acceder a un bien sustantivo, no es patrimonio de los argentinos, pero en nuestro caso interesa explorar si a partir de ella podría definirse un perfil particular de ciudadanía. En sus estudios sobre modernización, Gino Germani distinguía dos formas de acceso a la democracia con participación total: una, que llamaré "republicana", parte de la consecución de los derechos civiles, prosigue con los derechos políticos y culmina con los derechos sociales configurando los rasgos del Estado de Bienestar. Otra situación es aquella –apuntaba Germani– en la que la participación total llega de la mano de regímenes de tipo "nacional-popular". Una característica del perfil de ciudadanía resultante de esa última fórmula histórica particularmente argentina fue, en sus orígenes, la anticipación por parte del Estado de los derechos de la ciudadanía social en desmedro de sus aspectos civiles y políticos, así como la recuperación de elementos del patrimonialismo y del corporativismo en la organización de las demandas de la sociedad, en el marco de una situación temporaria de prosperidad. Estos rasgos determinaron una sobrevaloración del Poder Ejecutivo y una cultura política orientada a la negociación directa con el gobierno y no a las mediaciones que implica la representación. Por otro lado, los procesos de inclusión no acompañaron su etapa de expansión con el necesario desarrollo de una ciudadanía fiscal capaz de subvenir a sus costos, lo que implicó un financiamiento inflacionario que terminaría desvalorizando la moneda y el poder. De todos modos, tanto en las situaciones que he denominado republicanas cuanto en las nacional-populares tienen primacía en la mayoría de la población las aspiraciones al bienestar general: la democracia es concebida como un régimen que debe combinar los derechos, por lo que la discusión entre aspectos procedimentales y sustanciales de la ciudadanía democrática resulta ociosa; unos y otros forman parte de sus condiciones necesarias pero ninguno es condición suficiente. La diferencia entre los modelos señalados residiría, en todo caso, en que en las situaciones culturalmente "nacional-populares" existe una conciencia corporativa de "derechos adscriptos" que deben provenir del Estado, y en el sistema republicano lo que prima es, según la expresión de Hanna Arendt, el "derecho a tener derechos", como una batalla que debe emprender la sociedad civil mediante el uso de sus derechos civiles y políticos. "Promesas incumplidas" Desde principios de los años ochenta la democracia se ha reinstalado en la Argentina pari passu con un creciente deterioro de la calidad económico-social. Aquella emblemática invocación de que con la democracia se educaba, se curaba y se comía no encontró confirmación en la realidad: ha sido bajo un régimen democrático de gobierno de inédita duración que ha estallado la crisis económica y social más grave de nuestra historia moderna. La exclusión social creciente, el retroceso económico, la inseguridad, esto es, algunas de las más importantes "promesas incumplidas" de la democracia, no han dado como resultado —al menos hasta ahora— el desprecio hacia la misma y la búsqueda de soluciones autoritarias para los problemas, pero sí la quiebra de la legitimidad de la representación sobre la cual se basa la democracia. Si la continuidad institucional no parece estar en juego en la percepción de la mayoría de los argentinos, la evaluación del desempeño de sus representantes resulta francamente negativa, de

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modo que los políticos a cargo de la gestión de gobierno de la sociedad aparecen como los grandes responsables del fracaso colectivo. En casi todas las sociedades occidentales la representatividad de los partidos políticos ha declinado, pero el caso argentino, entre algunos otros en América Latina, aparece como un caso límite de desfuncionalización: han fracasado como mecanismos de representación y como órganos de gestión. Podría decirse, con razón, que la crisis de la política como subsistema social es parte de una crisis más general: la crisis del Estado de Bienestar (en sus distintas modalidades; la nuestra es la del Estado de compromiso nacional-popular) en las condiciones de globalización del capitalismo y de predominio de los mercados. Quizás allí resida la causa más profunda del descontento frente a la política: mientras la gente vota para que los políticos acoten los poderes del mercado ellos se alían o doblegan frente a él. Pero lo político no desaparece, simplemente se reorganiza activando lo que algunos autores llaman la "subpolítica", es decir, la lucha por una nueva dimensión de la política en la que ella irrumpe más allá de las jerarquías formales. Esta visión parece estar presente en buena parte de la población argentina como producto de la crisis actual. Una agenda necesaria ¿Cómo hacer para que este nuevo estilo colectivo que se expresa de manera primitiva en la consigna genérica "que se vayan todos" converja en una revisión de la democracia que amplíe sus horizontes sin descartar la representación ciudadana en los partidos políticos? Dicho de otra manera, ¿cómo combinar la democracia directa y horizontal con la democracia representativa que, en sociedades complejas, no puede ser sustituida por la primera? Ésta parece ser la principal tarea y el desafío mayor que enfrenta la democracia en la Argentina, en medio de la gravísima crisis actual de legitimidad, asumiendo como punto de partida que la única posibilidad de abordar seriamente la crisis político-institucional consiste en ocuparse simultáneamente del contexto catastrófico que impone la recesión económica y de sus consecuencias sociales. Admitida esa condición necesaria, la reforma política para ajustar el régimen democrático a las nuevas condiciones planteadas por la necesidad colectiva de una ciudadanía plena adquiere prioridad. Una agenda mínima debería incluir los siguientes aspectos: - mecanismos que transparenten el financiamiento de la política; - régimen electoral que optimice las relaciones entre representantes y representados, respete a las minorías y asegure el pluralismo; - agencia electoral independiente; - reforma del régimen de los partidos políticos: programas de capacitación de sus cuadros, auditorías externas sobre el uso de los fondos, reafiliación obligatoria; - reglamentación de los mecanismos de democracia directa incluidos en la reforma constitucional de 1994, y - reforma de la Administración Pública profesionalizando la elección de sus cuadros, reforma del sistema tributario y de su relación con el sistema federal. Esta problemática requiere acuerdos que impulsen políticas de Estado y que, incluso, permitan abrir un debate sobre reformas constitucionales. Sería entonces posible discutir, entre otros temas, la funcionalidad de un sistema semiparlamentario capaz de expresar mejor la complejidad de las opciones ciudadanas para fortalecer el poder gubernamental y minimizar el costo institucional de las crisis políticas. •

¿Polis ilusoria, democracia irrelevante? por MANUEL ANTONIO GARRETÓN sociólogo, profesor de la Universidad de Chile

El problema central de nuestras sociedades ya no es construir un sistema democrático a partir de la situación de guerra civil, autoritarismo o régimen militar como en los años ochenta, sino

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recomponer la base social en que la democracia tenga sentido y relevancia. De lo que se trata es de reconstruir nuestras polis, es decir, países que sean comunidades histórico-morales, socioeconómicas y políticas. La erosión de la sociedad política La teoría democrática, o la idea de democracia, tuvo siempre como supuesto la existencia de una sociedad, es decir, de un territorio con una población, en que economía, estructura social, cultura y política se correspondían o eran coextensivos en ese espacio y, además, existía un centro de decisiones. Más precisamente, se trataba de una polis, dado que el poder en torno a la marcha general de esta sociedad residía en el Estado, objeto de lucha y cooperación que representaba a los habitantes convertidos en ciudadanos. No hay democracia, ni ningún tipo de régimen político, allí donde no hay polis. Así, el debilitamiento de la polis es el problema central de las democracias actuales, una vez que se han superado las formas autoritarias o los regímenes no democráticos a través de las transiciones o democratizaciones, en otras palabras, una vez que ellas existen como el único régimen político legítimo. Esto significa que no hay un espacio de correspondencia entre economía, cultura y política y que, por lo tanto, no existe un centro de decisiones o, más simplemente, que el poder está fuera de la sociedad o dentro, pero no controlado por ella. Por ejemplo, si la Bolsa de Tokio decide lo que pasa con el empleo en un país o un grupo de inversores extranjeros determina a través del riesgo-país qué candidato hay que elegir, no estamos en presencia de una polis en el sentido clásico: el espacio donde los habitantes toman las decisiones que los afectan. Este estallido de la polis la torna ilusoria y deja sin base de sustentación a la democracia o a cualquier régimen político. Y ello se produce en la época actual debido al predominio irrestricto en la vida social, y al desborde territorial, de aquello que precisamente muchos consideraron una condición sine qua non de la democracia: la existencia de un espacio económico no controlado por el Estado y la política, el mercado. Para decirlo con toda claridad: la existencia de mercados globalizados independientes de los Estados, es decir, la independización del espacio económico de su base territorial y del control y regulación del Estado es incompatible con la idea o teoría democrática. En teoría, la economía de mercado globalizada y la democracia son incompatibles. En términos prácticos y en la realidad de la mayoría de los países dependientes en este mercado globalizado, esta incompatibilidad entre los dos sistemas permite una coexistencia de ambos en cuyo marco la democracia puede volverse irrelevante. América Latina, ¿democracia sin sociedad? Ese desajuste entre democracia y economía de mercado explica la paradoja de América Latina: nunca antes habíamos tenido regímenes democráticos prácticamente en todos los países y ello en el exacto período en que se impone el modelo económico de mercados transnacionales o, en términos más precisos, de poderes económicos que atraviesan los espacios nacionales y reorganizan las economías a partir de su inserción, siempre fragmentaria, en la economía mundial. En efecto, al desaparecer la sociedad-polis, el espacio donde los ciudadanos toman las decisiones centrales a través de sus sistemas de representación, el régimen político se debilita y, por lo tanto, puede coexistir con los poderes fácticos nacionales o transnacionales que de hecho deciden. Es cierto que estamos hablando en términos absolutos de un fenómeno relativo, porque ni han desaparecido totalmente la polis y el Estado ni, en consecuencia, la democracia es enteramente irrelevante. Además, porque para lo que queda de las decisiones que no toman los poderes fácticos y para morigerar su arbitrariedad y permitir un mínimo espacio de libertades, soberanía popular y expresión ciudadana, no hay otro régimen que el democrático. No obstante, la legitimidad de la que goza este régimen en nuestras sociedades en los últimos tiempos no guarda relación con su

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incapacidad para abordar y resolver los problemas que le corresponde resolver, y ello no es culpa de la democracia sino del tipo de sociedad que se ha ido constituyendo bajo esta modalidad de desarrollo. La reconstrucción de la sociedad política De lo expuesto se desprende que la tarea fundamental de nuestras sociedades ya no es construir un régimen democrático a partir de la situación de guerra civil, autoritarismo o régimen militar como en los años ochenta, sino recomponer la base social en que la democracia tenga sentido y relevancia. Se trata de reconstruir nuestras polis, nuestras comunidades políticas. Y esta reconstrucción, específica según la realidad de cada país de la región, tiene al menos tres dimensiones. En primer lugar, resulta necesario reconstruir un país (que es otra manera de nombrar la sociedad-polis) como comunidad histórico-moral. Las sociedades latinoamericanas han sufrido, a lo largo de su historia, quiebres y desgarramientos que no han sido asumidos ni superados de modo de poder proyectarse como un conjunto moral hacia el futuro. Ese momento de división y desgarro, común a casi todos los países de la región, hace que los diversos sectores involucrados o sus herederos simplemente coexistan en un mismo espacio pero no se sientan parte de una misma comunidad histórico-moral. A veces, este proceso tomó la forma de guerra civil larvada o abierta, otras la de grandes crímenes masivos contra la humanidad perpetrados por dictaduras militares, otras el avasallamiento de las poblaciones indígenas. Es decir, en cada sociedad hay un estigma en virtud del cual unos niegan a otros, y que no se ha podido resolver todavía en los términos de una verdadera reconciliación (aun cuando no sepamos con certeza en qué consistiría esa reconciliación), por lo que algunos se quedan encerrados en ese pasado y otros, por el contrario, lo desconocen. En cualquier caso, la historia y proyección común desaparecen. A ello hay que agregar que en otras épocas las visiones históricas e ideológicas antagónicas sobre el país compartían, sin embargo, la idea de proyecto de país, aunque se disputara sobre el sentido, contenido o dirección de ese proyecto. Hoy es la noción misma de proyecto de país la que está en cuestión, desaparece la voluntad de un destino común. En segundo lugar, es necesario reconstruir una comunidad socioeconómica, lo que exige, por un lado, la superación de las exclusiones que hoy se presentan no sólo como explotación o dominación sino como simple y masiva expulsión de vastos sectores. La pertenencia a la polis, que se traduce en un piso estable de nivel de vida y derechos mínimos, queda reducida a veces a la mitad de la población debido a esa situación. Por otro lado, hay una cuestión que va más allá de la superación de la pobreza y la exclusión, y que atañe a la igualdad socioeconómica, puesto que si las primeras afectan la vida de la gente, las desigualdades o diferencias extremas de riqueza y poder dificultan la existencia de un país como tal y lo convierten en varios países dentro de un mismo espacio, sin intereses y aspiraciones comunes. Finalmente, no hay comunidad económica si no existe la capacidad de la acción colectiva de controlar y regular la economía y si los núcleos decisorios de ella residen fuera del país, escapan a sus controles y regulaciones o los hacen imposibles. En tercer lugar, y en relación con lo anterior, es importante reconstruir la comunidad política, es decir, hacer que el Estado asuma su papel de garante de la unidad y cohesión sociales y de dirigente del desarrollo por encima de los poderes fácticos y de los mercados transnacionalizados, y que la política sea efectivamente el campo donde se deciden los grandes asuntos de la sociedad. Si la reconciliación ético-histórica y el cambio del modelo de desarrollo son expresión de las dos primeras dimensiones de la reconstrucción de la sociedad, base de cualquier régimen, la reforma política es la principal expresión de la tercera. Y cuando hablamos de reforma política suponemos que ella abarca todos los componentes de lo que llamamos política: el Estado, para asegurar el principio de estaticidad o capacidad de orientar el desarrollo y ser referente de la acción colectiva; el régimen democrático, para mejorar su calidad y hacerlo relevante; los actores políticos, para consolidar la representatividad; y la sociedad civil o ciudadanía, para garantizar la participación.

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Crisis estructural y crisis coyuntural Esta desestructuración de las sociedades como base de la polis y, por lo tanto, de la democracia define una crisis estructural en los países latinoamericanos, de la que se puede empezar a salir sólo mediante un proceso de reconstrucción de la sociedad política en las tres dimensiones que hemos indicado. Pero es preciso reconocer que en la medida en que existe un aspecto estructural que concierne a la realidad del mundo globalizado, y que no puede manejarse sólo en el plano de los Estados nacionales, de lo que se trata es de una ampliación de la polis, más allá de la comunidad nacional-estatal, en una doble dirección. Hacia "abajo", en términos del fortalecimiento del espacio local, llámese municipio o región. Y hacia "arriba", en términos del espacio supraestatal-nacional, lo que en nuestro caso significa la construcción y fortalecimiento de la comunidad política latinoamericana, tal como lo han comprendido los europeos que consolidaron a la vez sus propios Estados nacionales y la Unión Europea. Y esta construcción de la polis latinoamericana –de algún modo en ciernes– a través de instancias como la cláusula democrática del Mercosur, por citar sólo un ejemplo, es una tarea de hoy y no de mañana. En este sentido, ella se irá haciendo a través de tres ejes, el mexicano-centroamericano, el andino y el brasileño-Mercosur. En lo que atañe específicamente al último eje, la asociación e integración chileno-argentina aparece como una condición sine qua non para su realización, condición a su vez de una polis más amplia en el ámbito latinoamericano. Ahora bien, los diversos países se han visto afectados de diferente manera por este gran cambio desestructurador de las relaciones entre economía, cultura y sociedad. De modo que más allá de la crisis estructural, algunos enfrentan una crisis coyuntural de enorme magnitud que los amenaza con su disolución como país. Pero esta situación, más generalizada de lo que parece a simple vista, afecta también al conjunto de la región en la medida en que retarda el proceso de construcción de la comunidad política o polis latinoamericana. Existen tres grandes modelos de salida de esta crisis coyuntural, una vez superadas la simple constatación y contemplación autocompasiva que espera una solución surgida mágicamente del hecho de “tocar fondo”. El primero es la ilusión “tocquevilliana”, que centra todas sus esperanzas en la sociedad civil y la recomposición del tejido social a través de nuevas formas de asociatividad y organización y que rechaza la política. El segundo es la ilusión “cesarista”, que centra toda la esperanza en un líder o en la política tecnocrática cupular, ambos de tendencia autoritaria, y que desconfía absolutamente de la sociedad. Estos dos modelos han sido probados en diversos grados en la actual situación por algunos países. La tercera salida consiste en emprender el camino en los términos aquí analizados: aprovechar la crisis como una oportunidad de refundar la polis, contando para ello con la legitimidad de las instituciones democráticas que, quizás por milagro, permanecen sólidas. Cabe preguntarse, para no caer en una nueva ilusión, si existe en nuestras sociedades la reserva de actores sociales y políticos capaces de emprender este camino. •

La democracia y los ricos por JOSÉ NUN politólogo, Investigador Principal del CONICET

Por definición, la dinámica del capitalismo genera grandes desigualdades mientras que uno de los principios básicos de la democracia es la igualdad de todos los ciudadanos. ¿Pueden combinarse ambas lógicas? ¿Cómo? ¿Y hasta dónde? Comencemos por algunos puntos acerca de los cuales hay acuerdo entre los estudiosos de la democracia liberal. El primero es que puede haber capitalismo sin democracia liberal pero, históricamente, no se ha dado nunca el caso de una democracia liberal que funcionase fuera de un contexto capitalista. El segundo acuerdo es que las razones de que esto sea así no son evidentes: la dinámica propia del capitalismo genera permanentemente desigualdades (entre los capitalistas y

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entre éstos y los trabajadores) mientras que uno de los principios básicos de la democracia es la igualdad entre todos los ciudadanos. Se desprende, entonces, una tercera cuestión, menos consensual que las anteriores: el maridaje entre el capitalismo y la democracia liberal implica siempre un compromiso, garantizado por el Estado, que trate de acomodar (si no de armonizar) esas lógicas divergentes de ambos regímenes. De ahí la gran importancia que adquirieron –desde mediados del siglo XX y sobre todo en Europa– los llamados Estados de Bienestar, los cuales impulsaron la integración social al ponerle límites a la acción de los mercados y brindarles una amplia protección a los trabajadores, en el clima de prosperidad de la posguerra. Como sostuve en otros trabajos, es muy difícil pensar que sin esos Estados se hubiesen podido consolidar las democracias liberales, especialmente en países donde carecían de tradición (Alemania, Austria, Italia, España, Grecia, Portugal, etcétera). Es claro que a nadie le gusta que le pongan límites y, mucho menos, si goza de poderes económicos y sociales cada día más considerables y extendidos. Fue lo que sucedió desde mediados de la década del setenta en los países capitalistas avanzados, cuando los grandes empresarios y sus intelectuales comenzaron a denunciar que la balanza se había desequilibrado fuertemente en favor de los trabajadores, que éstos se habían tomado demasiado en serio la idea de igualdad, que se iban disipando así tanto la "ética del trabajo" como la disciplina de los asalariados y que, en tales condiciones, se estaba ingresando a una crisis generalizada de gobernabilidad. Se había roto el compromiso, decían, por un "exceso de democracia", y era urgente devolverles toda su potencia a los mercados. Fue la tarea que emprendieron Thatcher y Reagan, y un neoliberalismo de corte neoclásico desplazó del espacio público a las políticas keynesianas. Tanto la lucha contra la inflación como contra las regulaciones que se le habían impuesto al libre arbitrio patronal sustituyeron entonces al pleno empleo y al bienestar colectivo como las principales preocupaciones de los gobiernos, y en pocos lugares resultó esto tan claro como en los Estados Unidos, erigidos en única superpotencia mundial luego de la caída del Muro de Berlín. Las consecuencias están a la vista y fueron expuestas con mucha claridad por Kevin Phillips en su libro Wealth and Democracy ["Riqueza y democracia"] (Londres, Broadway Books, 2002). El boom de los años noventa enriqueció sólo a unos pocos norteamericanos. Por ejemplo, "entre 1989 y 1997, el 1% superior se metió en el bolsillo el 42% de las ganancias accionarias y el 10% de ingresos más altos se quedó con el 86%". No es de extrañar que los niveles de desigualdad hayan alcanzado así sus máximos históricos en el país más avanzado del mundo. Pero esas utilidades desmesuradas no fueron en absoluto un simple mérito de la supuesta libre operación de los mercados. Por una parte, políticos cada vez más corruptos y ávidos de contribuciones para sus campañas se dedicaron mucho menos a des-regular los mercados que a re-regularlos en favor de sus benefactores. Por la otra, del mismo modo que décadas atrás los barones de los ferrocarriles amasaron sus fortunas gracias a la generosidad del Estado, ahora el éxito de los triunfadores de Silicon Valley se ha debido en gran medida a las inversiones oficiales en investigación (no por nada Galbraith bautizó a Reagan como un "gran keynesiano" por los enormes fondos públicos que destinó a la industria de armamentos). Uno de los aspectos más vergonzosos de la depredación en curso es la venalidad sin freno de los ejecutivos de muchas grandes empresas, cuyos ejemplos más recientes y resonantes son los casos de Enron, de WorldCom y de Xerox. Según señala Richard Cohen, en 1985 un gerente general de primer nivel ganaba 70 veces más que un empleado promedio; hoy gana 410 veces más. Pero lo que quiero destacar muy especialmente es la conclusión que extrae Phillips de su cuidadoso análisis. En sus palabras: "El desequilibrio entre la riqueza y la democracia en los Estados Unidos se ha vuelto insostenible". Es que el compromiso se ha roto a tal extremo en favor de los ricos que, si no es replanteado a fondo, el riesgo para el mundo son prácticas imperialistas cada vez más brutales y, para los norteamericanos, la consolidación de una plutocracia directamente no democrática.

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En las últimas dos décadas del siglo XX, los procesos de transición a la democracia que han tenido lugar en América Latina se han enfrentado a condiciones terriblemente adversas que ninguno de ellos ha conseguido superar. Vale la pena detenerse por lo menos en dos de estas condiciones, de distinto carácter. Primera. Según he dicho en otros sitios, cuando se habla de democracia liberal se hace una inversión de neto corte ideológico en virtud de la cual se logra que lo adjetivo se vuelva sustantivo. Históricamente, en países como Inglaterra o Estados Unidos existieron ante todo regímenes liberales muy establecidos e institucionalizados que debieron incorporar luego algunos elementos democráticos, en especial (y casi exclusivamente) el sufragio universal. Es decir que se ha tratado, en verdad, de liberalismos democráticos y no al revés, lo que tiene su importancia porque, a pesar de la retórica, en la práctica –y dentro de ciertos límites– han conducido siempre al "gobierno de los políticos" y no al "gobierno del pueblo". Son verdaderas "oligarquías electivas", sólo que, con sus más y sus menos, preservan un núcleo duro e importante de derechos ciudadanos. Salvo contadísimas excepciones (entre las cuales no se halla la Argentina), la evolución de América Latina fue distinta y los efectos, sensiblemente menos republicanos y democráticos. No hubo tradiciones liberales fuertemente enraizadas y, más aún, en general los procesos de transición recientes tuvieron como punto de partida regímenes dictatoriales y autoritarios que se ocuparon de desquiciar cualquier semblante de respeto a la justicia o a la división de poderes. Es decir que no sólo era necesario levantar edificios institucionales casi desde cero sino que esto debía hacerse sin cimientos previos que allanaran la tarea. Segunda. Tampoco existían en la región las bases de prosperidad ni los compromisos sociales que permitieron el desarrollo de los Estados de Bienestar en las sociedades capitalistas avanzadas. No por azar los años ochenta fueron bautizados aquí como la "década perdida" y los años noventa transcurrieron a la sombra del "modelo de Wall Street", también conocido como "consenso de Washington". Ciertamente, han existido diferencias nacionales y en pocos lugares los excesos de los poderosos han alcanzado dimensiones tan virulentas y han llevado a un saqueo tan notable como el padecido por la Argentina (donde, en 2001, un gerente general de primer nivel ganaba apenas un 20% menos que sus pares de los Estados Unidos). Con el agravante de que, en otros países, se arrancó de bajos niveles de integración social mientras que, entre nosotros, sucedió al revés: se produjo una regresión que más que triplicó las cifras del desempleo, sumergió en la pobreza a la mayoría de la población, desindustrializó y extranjerizó la economía y generó una desigualdad sin precedentes. En este contexto, campearon por sus fueros la corrupción política, la ruptura de los lazos de representación, el vaciamiento institucional y la destrucción de los sistemas de educación, salud, justicia y seguridad. Nos hallamos ante una réplica mucho más miserable y con muchos menos resguardos de ese cuadro de descomposición social que tan bien describe Phillips en su estudio acerca de la nación más rica del planeta. Y si no es el único en temer que el desenlace pueda ser allí no democrático, ¿qué decir de nosotros? Sencillamente que si no se acuerdan de inmediato nuevas reglas de juego y se pone coto a los excesos de los poderosos y de sus aliados instrumentales, las elecciones periódicas (en el supuesto de que se mantengan) serán aquí el pobre disfraz de una oligarquización cada vez mayor, asentada en la exclusión social y en la violación de los derechos humanos. No es un vaticinio sobre el futuro. Es una advertencia sobre el presente. •

La democracia brasileña en los años noventa por MARIA HERMÍNIA TAVARES DE ALMEIDA cientista política, Universidad de San Pablo

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A pesar de que los análisis más difundidos sostienen que existiría una crisis de gobernabilidad en Brasil, el actual diseño institucional ha permitido implementar reformas económicas y sociales en un período de cambios profundos. ¿Existe un problema institucional en el sistema político brasileño? Esa pregunta se ha formulado con frecuencia a lo largo de nuestra historia. Casi siempre, la respuesta de académicos y analistas políticos ha sido afirmativa. No fueron pocos los autores que describieron los primeros diez años del régimen democrático brasileño como un caso agudo de crisis de gobernabilidad atribuida a las (malas) opciones institucionales que se implementaron en ese período. Éstas habrían sido, básicamente, las siguientes: - un sistema federativo descentralizado, en el que los gobiernos estaduales adquirieron más autonomía en su ámbito de acción y una influencia significativa en la esfera federal;

- un sistema electoral proporcional de voto preferencial, que ha tenido consecuencias fragmentadoras sobre el sistema de partidos y sobre la conducta de los parlamentarios;

- un sistema multipartidario escindido, con partidos indisciplinados y de poca cohesión, resultado de la proclamada autonomía individual de los parlamentarios; - un sistema presidencialista en el que el Ejecutivo tuvo dificultades para constituir mayorías parlamentarias estables. La independencia del Parlamento creó fuertes incentivos para que se desarrollaran estrategias de confrontación –o, por lo menos, de falta de compromiso– con el Ejecutivo, e incluso, según el caso, para que se negociaran favores políticos a cambio de votos. En síntesis, según este enfoque las características de la organización federativa, del sistema de gobierno, del sistema electoral y de partidos habrían tenido como consecuencia la constitución de una estructura de decisión con muchos puntos de veto e innumerables agentes con poder de veto. El resultado sería una crisis de gobernabilidad de raíz institucional que comprometería la capacidad del gobierno nacional para definir, aprobar e implementar políticas en un corto plazo, y amenazaría la propia estabilidad de la democracia en el futuro. Los ejemplos más evidentes de ese déficit de gobernabilidad habrían sido los reiterados intentos por estabilizar la moneda, entre 1985 y 1994. Otros que podrían ser citados son: la dificultad para impedir estrategias oportunistas y predatorias del gasto por parte de los gobiernos de los distintos estados; la problemática transferencia de competencias y atribuciones de la esfera federal a los estados y municipios en materia de políticas sociales; la falta de rumbo de las esperadas reformas al sistema tributario y al sistema de protección social. Y para quienes consideraban las reformas de mercado como ineludibles, cuando no deseables, la dificultad para transformarlas en ítems prioritarios de la agenda gubernamental constituiría otro indicio de una gobernabilidad problemática. Sin embargo, la experiencia de la década del noventa parece indicar que esta hipótesis de ingobernabilidad, como resultado de una combinación de instituciones que multiplica puntos de veto y agentes con poder de veto, no se apoya en evidencias empíricas sólidas. A partir de 1995 –y aún antes– los gobiernos nacionales lograron poner en marcha una amplia agenda de reformas tanto económicas como del sistema de protección social. La implementación de esa agenda de reformas, que en general respondía a la iniciativa del Ejecutivo, demostró que el Congreso rara vez actuó como agente con poder de veto, ya que se requirieron una ardua producción legislativa y un buen número de enmiendas a la Constitución, situaciones en las que se multiplican las oportunidades de veto. La Constitución de 1988 fue enmendada 37 veces, 27 de ellas durante los seis años de la presidencia de Fernando Henrique

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Cardoso. Las enmiendas fueron tantas como las aprobadas en los 21 años de vigencia de la Constitución de 1946, y muchas más que en cualquier otro momento de la historia brasileña. Naturalmente, la interferencia del Congreso sobre las iniciativas del Ejecutivo fue variando en cada reforma. Fue nula en la reforma de la política de comercio exterior, que se realizó modificando las normas administrativas. Fue bastante limitada en la privatización de empresas públicas incluidas en el Programa Nacional de Desestatización, y algo mayor en la privatización de los servicios públicos y en la creación de entes reguladores. Fue, finalmente, significativa en la reforma de la administración pública y, principalmente, en la reforma de la Previsión Social. La descentralización federativa y el peso político de los gobernadores tampoco los convirtieron en agentes importantes con poder de veto. Dan testimonio de esto la renegociación de las deudas de los estados con el gobierno federal y, especialmente, la rápida aprobación de la Ley de Responsabilidad Fiscal, dos hechos que afectaban directamente los intereses de los estados. En el mismo sentido, la complejidad de las negociaciones intergubernamentales no fue un obstáculo serio para la descentralización de las políticas sociales, dado que el gobierno federal fue capaz de crear incentivos para la transferencia de atribuciones y responsabilidades. Eso ocurrió con la atención básica de la salud, después del Plan de Asistencia Básica (PAB) y de las Normas Operacionales Básicas del Sistema Único de Salud (NOB) de 1996 y 2001; también con la educación primaria, a partir del Fondo de Desarrollo de la Educación Fundamental (FUNDEF), en 1997; y con la asistencia social, en 1996. En realidad, la hipótesis de la ingobernabilidad se apoyaba en el supuesto de que la fragmentación partidaria producto del sistema electoral se reflejaría directamente en el funcionamiento del Congreso, como si éste actuara sin reglas y como si no existieran otras instituciones para contrarrestar los efectos del sistema electoral y del sistema federativo descentralizado. Estudios más recientes demostraron, en cambio, que las atribuciones legislativas del Ejecutivo –principalmente, la facultad de emitir medidas provisorias– y las normas que regulan el funcionamiento del Congreso fueron capaces de lograr tanto el control de la agenda legislativa por parte del Ejecutivo, como la disciplina partidaria e incluso una cierta previsibilidad en el comportamiento de los partidos. Otros trabajos advirtieron también que en el terreno de la descentralización de las políticas sociales el gobierno federal puede limitar las posibilidades de veto, eludiendo la vía del Congreso y recurriendo a normas administrativas ministeriales. Por otra parte, estudios recientes que retoman la obra pionera de Sergio Abranches develaron la lógica del sistema de gobierno brasileño: el presidencialismo de coalición, diferente de aquel presidencialismo bipartidista que sirvió de modelo a muchos trabajos sobre las tensiones y vicisitudes del sistema. Esta forma de presidencialismo se asienta en la construcción de coaliciones reflejadas en la formación del gabinete, tal como ocurre en muchos regímenes parlamentarios. Los momentos de crisis política –o de crisis de "gobernabilidad"– parecen corresponder así a la situación específica de gobiernos no partidarios en los que la composición del gabinete deja de reflejar una coalición parlamentaria. Por lo tanto, de acuerdo con las investigaciones realizadas, no hay indicios fuertes de que las instituciones políticas de la Constitución de 1988 hayan estimulado la formación de gobiernos condenados a la inmovilidad y a la impotencia. Se puede estar de acuerdo o no con las políticas de los gobiernos de la década del noventa, pero no se puede decir que ellos hayan encontrado obstáculos institucionales para la implementación de sus agendas.

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Observaciones finales Los argumentos presentados no deben llevar a la conclusión de que todo funciona a la perfección en el sistema político brasileño. Solamente procuramos debatir interpretaciones bastante difundidas, en los ámbitos académicos y fuera de ellos, sobre la supuesta deformación institucional de la democracia en Brasil. Se intentó demostrar que las instituciones que conforman el juego político en Brasil no bloquearon la capacidad de gobernar. En realidad, las opciones institucionales materializadas en la Constitución de 1988 están más próximas al modelo asociativo que al modelo mayoritario, en los términos de Arend Lijpihart (Patterns of democracy, New Haven, Yale University Press, 1999). De esa manera, ellas multiplican las instancias de decisión y vuelven más complejas y negociadas las decisiones del gobierno. Bajo esa estructura institucional, la democracia brasileña pasó por una dura prueba: permitir que cambios profundos en las relaciones entre Estado y mercado, por un lado, y entre Estado y sociedad, por el otro, se hicieran bajo reglas democráticas. Éste no es un logro menor, ya que cambios de esta naturaleza tienen consecuencias redistributivas importantes, crean ganadores y perdedores y, por ello, generan divisiones políticas y presiones fuertes sobre el sistema político. En los años noventa, la sociedad brasileña estuvo, de hecho, dividida con respecto a temas de política sustantiva, tales como la estabilización de la moneda, las reformas de mercado y el papel del Estado, las formas de enfrentar la desigualdad y la pobreza y, por lo tanto, los cambios en el sistema de protección social. Las instituciones democráticas fueron capaces de permitir la controversia, procesar esas disputas y generar decisiones. El hecho de que tales decisiones no hayan sido de pleno agrado de ninguno de los actores políticos tal vez sea un indicio adicional de que las instituciones democráticas cumplieron su papel. •

La Historia en tiempos difíciles por ALEJANDRO CATTARUZZA historiador, profesor de historiografía,

UBA - Universidad Nacional de Rosario La actitud de mirar hacia el pasado y evocarlo se apoya en la creencia de que allí se encuentra alguna clave para explicar el presente. Pero, ¿qué tipo de historia puede contribuir a una reflexión crítica sobre la situación argentina actual? Miradas hacia atrás Las apelaciones al pasado nacional, realizadas de múltiples modos, se han convertido en un ejercicio frecuente en la Argentina de la crisis. Tanto el Estado como los medios de comunicación, algunos intelectuales y también dirigentes de la protesta social recurren en estos tiempos al uso de imágenes que remiten a la historia, reciente o lejana, de la Argentina. A su vez, amplios sectores del público parecen dispuestos a escuchar con atención esas voces que aluden al pasado. En el Informe Preliminar de la Encuesta Nacional de Lectura y Uso del Libro, de mayo de 2001, se señalaba que entre los "temas" más leídos aquello que los encuestados llamaban historia ocupaba el primer lugar. Por supuesto que esta información debe completarse con muchas otras, como las cifras de lectores de libros frente a las de quienes sólo leen diarios; quien esté decidido a un análisis en detalle, por otra parte, debe afrontar la mucho más delicada y compleja tarea de definir qué es para estos lectores un texto de historia. Sin embargo, el dato no deja de ser significativo. Pueden agregarse a él los éxitos de venta de libros como el de Ignacio García Hamilton sobre San Martín, el de Pacho O´ Donnell sobre Rosas, o el más reciente de Jorge Lanata, que ha llegado a los 100.000 ejemplares en muy poco tiempo. Parece existir, entonces, un mercado amplio –muy amplio si se tiene en cuenta el estado del negocio editorial– para libros que, se supone, son libros de historia y se presentan como tales.

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Otros indicios pueden agregarse a este conjunto. Uno de ellos es la recurrencia, por parte de actores muy diversos, y en algunos casos fuertemente críticos del estado de las cosas, a un procedimiento clásico: la exaltación de los próceres, la conmemoración de los héroes de la nacionalidad. Libros con fragmentos de escritos de Moreno o San Martín, o su lectura en actos públicos de resistencia cultural, son productos y prácticas corrientes en estos días. Es posible conjeturar que, al menos en parte, esta actitud de mirar hacia el pasado y evocarlo se funda en la creencia de que allí puede hallarse alguna clave para enfrentar la situación actual. Una vieja imagen ¿Por qué razón tantos hombres entienden que esas evocaciones del pasado de la nación tienen alguna eficacia sobre el presente, algún poder sobre nuestras conciencias y sobre la realidad? A mi juicio, para comprender esta actitud conviene recordar en qué contexto se organizaron ciertas convicciones que terminarían tornándose sentido común y que demostrarían una gran capacidad de perdurar. En los años que rodearon el paso del siglo XIX al siglo XX, se ingresaba a lo que suele denominarse la era de la política de masas; en ese mundo en transformación, el Estado y las elites interpelaron a los miembros de grandes grupos humanos en su condición de ciudadanos, lo que significaba considerarlos parte de una comunidad política que, se planteaba, era la nación. Mientras la ampliación del derecho al voto aceleraba la incorporación de las masas a la escena electoral, el Estado buscó una de las fuentes de su legitimidad en la organización de identidades colectivas en clave nacional. Esas identidades no estaban ya allí, sino que debían ser construidas y, por ende, imponerse a las que existían, que solían ser aldeanas, regionales, quizás de clase en algún caso, étnicas. Ellas debían ser reemplazadas por la certeza de integrar aquella comunidad nacional cuyas evidencias materiales eran débiles aún, y uno de cuyos núcleos se encontraría en la existencia de un pasado común. La "invención de tradiciones" fue así una acción crucial en los esfuerzos estatales por construir identidades nacionales, y la escuela una herramienta muy importante en tal empresa. En el sistema escolar, que entre otras cosas funcionaba como un ámbito de estandarización cultural, y también por fuera de él, el Estado se empeñaba en enseñar y celebrar el pasado de la nación, en versiones que muchas veces rozaban el mito, entendiendo que de tal modo contribuía a legitimar su existencia a ojos de aquellos grupos sociales que comenzaban a ser integrados. La enseñanza y la celebración ritual del pasado nacional, que no eran sin duda fenómenos del todo nuevos, asumieron por entonces un sentido político muy preciso: dotar de legitimidad a la nación que se estaba construyendo y al orden que en ella reinaba. Los historiadores, por su parte, experimentaban un proceso de cambio importante: paulatinamente, con ritmos diversos en cada país, durante el siglo XIX la historia fue dejando de ser una actividad intelectual más o menos libre, para convertirse en una disciplina institucionalizada, sometida a controles académicos y a rutinas de investigación. Este proceso tenía como eje la estabilización de un conjunto de normas de método que, se decía, harían de la disciplina una práctica objetiva y científica: según los propios historiadores, el conocimiento de los misterios del método era, precisamente, aquello que los diferenciaba del resto de la sociedad y del mundo de la cultura. Así, al tiempo que conquistaba una relativa autonomía, ya que se instauraba un sistema de reconocimiento que controlaban los propios historiadores, fundado tanto en la participación en las entidades de la profesión como en los títulos obtenidos, la historia institucionalizada exhibía una estrecha dependencia del Estado. Era el aparato estatal el que aportaba los recursos para la investigación mediante la apertura de facultades, institutos, archivos y museos, y el que ofrecía la posibilidad de inserción laboral masiva en la escuela. Este proceso de transformación de la historia en una profesión peculiar se encontró, también por otros caminos, relacionado estrechamente con el poder. Se suponía que existía un grupo de

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expertos que, gracias a su paso por las universidades, manejaba un saber que no era conocido por el resto de la gente; entre los historiadores profesionales reclutaba el Estado el personal que, en escuelas y fiestas patrias, a través de sus libros o de la inauguración de monumentos que recordaban a los próceres, habría de conquistar las conciencias populares haciendo de los miembros de los sectores subalternos unos más integrados "ciudadanos y patriotas". Entre aquellos expertos se repartían también los recursos estatales dedicados a la exploración del pasado. Los fenómenos a los que aludimos fueron particularmente visibles en Europa, pero tuvieron lugar también en América Latina, con características específicas. En la Argentina, la gran inmigración de fines del siglo XIX y comienzos del XX hizo que muchos de los esfuerzos nacionalizadores estuvieran destinados a los extranjeros, y en particular a sus hijos. En el cruce de todos estos procesos, iba consolidándose la certeza de que la investigación en historia, su enseñanza y la celebración ritual del pasado tenían un sujeto privilegiado y un objetivo claro: se trataba de escrutar y honrar el pasado de la nación, para fomentar entre tantos hombres el sentimiento de pertenecer a ella. La historia profesional se constituía como una empresa simultáneamente científica y patriótica, y los historiadores que formaban en sus filas se planteaban dirigir la enorme misión, tan funcional a los intereses estatales, de crear o consolidar la llamada "conciencia nacional". Desde fines del siglo XIX, entonces, y por mucho tiempo, los historiadores se mostraron confiados en que practicaban una disciplina científica, seguros de que tenían un papel en la sociedad, satisfechos del reconocimiento estatal, despreocupados por la visible circunstancia de que por fuera de los claustros circularan otras imágenes del pasado. Algo más de un siglo después, algunas cosas han cambiado. Rupturas y continuidades A lo largo del siglo XX, los historiadores comenzaron a explorar otras dimensiones de la actividad humana; parece también evidente la distancia que separa al capitalismo de fines del siglo XIX del actual, así como la situación argentina en una y otra coyuntura. Sin embargo, algunas otras cosas que atañen directamente al problema que he propuesto han permanecido casi inalteradas. Entre ellas, la que a mi juicio resulta más notoria es la persistencia en la Argentina de una imagen heredada del siglo XIX, que hace de los historiadores una suerte de custodios de la tradición nacional, asignándoles la tarea de explorar el "alma de la nación". Esa persistencia, que no puede considerarse general, ha sido sostenida por ciertas demandas que el Estado plantea a la disciplina, probablemente por el tipo de historia enseñado en muchas escuelas y, con absoluta seguridad, también por los argumentos que todavía proponen algunos historiadores, enrolados en el sector más conservador de la profesión, que continúa sin registro alguno de que tal programa no sólo no parece deseable, sino que es imposible. Una expresión de estos razonamientos tradicionales, que de todas maneras no son mayoritarios, puede hallarse en la declaración que la Academia Nacional de la Historia incluía en su informe del año 2000 acerca de la enseñanza de la historia en la Argentina. Allí se apelaba nuevamente a la vieja fórmula, insistiendo en que el objetivo de tal actividad es "la formación de la conciencia nacional". Desde ya, esta situación revela también los límites que otros historiadores, comprometidos en renovar la práctica de su disciplina, han tenido a la hora de divulgar sus propias concepciones acerca de la historia y de los "beneficios" colectivos que pueden esperarse de su enseñanza. Por fuera del mundo de la historia profesional, circula también una creencia más general y más profunda, que en parte se alinea con las posiciones historiográficas tradicionales. Ella postula que los programas políticos o los modelos de organización social son más legítimos por ser más

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"nuestros", y más legítimos y más nuestros si logran inscribirse en una tradición nacional que suele remontarse a Mayo de 1810, o incluso a algún momento más lejano. También se advierte la presencia de ese presupuesto en el planteo de muy dudosas continuidades esenciales; por ejemplo, cuando se afirma que la violencia en el sistema político del siglo XX deriva de las matanzas de indios ejecutadas por los conquistadores españoles, o que las formas patológicas del capitalismo argentino proceden de la existencia del contrabando en el siglo XVII. En estos modos de concebir la relación entre el pasado y el presente la explicación es reemplazada por la apelación a los orígenes: allí habrían estado, desde el comienzo, las características nacionales esenciales, en la acción de Moreno o aun en la de Pedro de Mendoza. Desde el instante primigenio, ellas sólo se despliegan en el tiempo, y la función de la historia se reduce a detectar esos rasgos primordiales. Un modo de pensar el presente Si, como venimos sugiriendo, los historiadores no pueden ofrecer un registro de aquello que constituye el núcleo originario e inmutable de la nacionalidad, dado que tal cosa no existe, ni tampoco pueden sugerir cuál era el "mandato" de determinado prócer, ya que no lo hubo, ¿qué es lo que pueden ofrecer? La formulación misma de esta pregunta elude un punto crucial: tal como planteamos, es difícil imaginar una disciplina homogénea. No sólo existen interpretaciones diversas sobre el pasado, sino, y esto es aún más importante, distintos modos de concebir la profesión y la disciplina. Es imposible situar en el mismo espacio a quien entiende que el público al que hay que dirigirse es apenas el académico y a quien piensa en cambio que la condición de historiador entraña, inevitablemente, una voluntad de intervención en el más vasto mundo de la cultura. Asimismo, no puede sostenerse que formen parte del mismo universo quienes practican una historia sin preguntas y quienes creen que, para ponerlo en términos de Lucien Febvre, plantear un problema es el comienzo y el final de todo trabajo histórico. Estas diferencias, mucho más que las de contenido, son las que impiden pensar la cuestión como si los historiadores fueran un bloque. Algunos historiadores entendemos que la historia que puede ser útil en estos tiempos es, sobre todo, un modelo de pensamiento crítico. Desde ya, la disciplina así concebida y practicada no puede reclamar privilegios frente a otras ciencias sociales o prácticas intelectuales; no se trata de reducir los múltiples modos del pensamiento crítico al molde de la historia, sino de reinstalarla en el conjunto de saberes y prácticas que merezcan aquel nombre. Ese tipo de historia debe enseñar, en un sentido fuerte del término, a ver problemas donde otras miradas sólo reconocen datos, a dudar de la existencia de una relación transparente y obvia entre los discursos y la realidad, a comprender las mediaciones que se interponen entre aquello que aparece, a primera vista, como causa central de un proceso y sus efectos, a explicar el valor del trabajo intelectual riguroso y de una comunicación de sus resultados que les permita circular más allá de las sectas de iniciados. Sin abolir, naturalmente, la referencia a lo ocurrido en el pasado, entiendo que el aporte mayor residiría en la explicación de nuestro modo de trabajar. Una reflexión sobre estos aspectos me parece, hoy, imprescindible, y su puesta en práctica podría tener efectos en muchos ámbitos. Por una parte, reabriría la oportunidad para que los historiadores que creemos que nuestros procedimientos entrenan en el ejercicio del juicio crítico sobre la realidad volviéramos a actuar allí, en la sociedad; ése es un horizonte que nunca debimos haber abandonado si, como es mi convicción, la condición de historiador es sólo uno de los modos de ser del intelectual. A su vez, ayudaría a desmontar aquella imagen que sólo asignaba al historiador las tareas de custodio de la tradición, las que no parecen exigir el menor ejercicio de inteligencia. Si el mundo de la cultura y aun la sociedad reclamaran de la historia algo más, probablemente saldrían a la luz los trabajos ya disponibles de muchos historiadores, que difícilmente contribuyan a la consolidación de una identidad colectiva, pero que bien pueden ayudar en la explicación de algunos aspectos decisivos de la crisis actual. A pesar de la

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urgencia por actuar ante tantos males, la situación reclama un esfuerzo de pensamiento; liberada de aquella obligación patriótica, un cierto modo de practicar la historia puede colaborar en esta empresa. •

El "otro" Mercosur y sus retos por GERARDO CAETANO historiador, director del Instituto de Ciencia Política de la

Universidad de la República, Uruguay La confluencia de los países el cono sur en un proyecto de crecimiento común requiere revitalizar los aspectos sociales, políticos y culturales de la integración. La preeminencia de las cuestiones económicas ha relegado esas otras dimensiones del proceso, situación que demanda una rápida revisión. Desde finales de los años ochenta y como respuesta a los desafíos planteados por la creciente globalización y a las dificultades que enfrentan las economías nacionales para reinsertarse en el nuevo escenario económico internacional, se ha producido un auge de los procesos de integración regional en América Latina y el Caribe. En ese contexto se inscribe la creación en 1991 del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), actualmente conformado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay como miembros plenos, más Bolivia y Chile como asociados. Estos proyectos de integración regional han sido, en su mayoría, procesos intergubernamentales con objetivos esencialmente económicos: unos pretenden acuerdos de libre comercio mientras que otros se plantean alcanzar (como ocurre u ocurría con el Mercosur) niveles más profundos de integración, como uniones aduaneras o mercados comunes. Por lo general, se trata de proyectos impulsados por la voluntad de las elites y la decisión política de gobiernos y agentes económicos transnacionalizados. Las discusiones y negociaciones formales que sustentan dichos procesos suelen centrarse en cuestiones arancelarias y macroeconómicas, en el marco de una agenda que privilegia los aspectos comerciales y financieros. Sin embargo, en los temas explícitos de negociación subyace otro nivel de significados, que atañe a las dimensiones político-institucionales, culturales y subjetivas de los proyectos de integración. Allí se perfila el accionar de otros actores y escenarios del ámbito social y político, con vocación regional e integracionista definida. Es así como, en forma paralela al desarrollo de los diferentes procesos de integración regional en curso, las organizaciones y redes de la sociedad civil (SC) también se han multiplicado y tienen una presencia y protagonismo cada vez mayores no solamente en el ámbito local y nacional sino también en la escena regional e internacional. En función de ello, ha aumentado la preocupación de estos actores por su falta de participación en la toma de decisiones de los procesos de integración y por la ausencia de una dimensión política, social y cultural en dichos desarrollos. Ante estas demandas, se han producido dos respuestas. La primera proviene de los mismos procesos intergubernamentales, en la medida en que han respondido a la presión ejercida por la SC creando mecanismos consultivos con la finalidad de hacer posible una mayor participación de las organizaciones y redes sociales. La segunda respuesta está asociada con la llamada integración intersocietal. En los últimos diez años se han conformado una serie de organizaciones y redes que proponen una agenda propia para la integración y, en función de ello, constituirse en interlocutores de los procesos intergubernamentales. En un mundo que camina aceleradamente hacia un ordenamiento de "archipiélagos", los procesos de integración regional adquieren una importancia creciente y exigen cada vez más abordajes capaces de hacerse cargo de la pluralidad de sus consecuencias e implicaciones. Por lo general, los análisis más usuales sobre este tipo de procesos pecan de economicismo, subvalorando los aspectos políticos, sociales y culturales involucrados. Por esta razón, incluso los procesos económicos integradores no son debidamente comprendidos en toda su complejidad. De allí que se imponga una revisión profunda de esta tendencia, que entre otras cosas asuma como prioridad el

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estudio de los formatos institucionales, de las filosofías integracionistas y sus sustentos de ciudadanía, de las identidades culturales y sus cambios. Esto requiere incorporar nuevos temas y enfoques que permitan: - repensar la integración regional como un proceso de delegación múltiple y diversa de soberanías; - concebir las regiones como construcciones plurales, sustentadas en el conocimiento recíproco y el estímulo de "capital social" compartido; - incorporar la multidimensionalidad de las "cuestiones a escala" en este tipo de procesos; - tomar como eje de estudio el análisis riguroso de las experiencias comparadas; - considerar también los diferentes modelos y filosofías de integración; - trabajar a fondo el complejo tema de las nuevas esferas públicas transnacionales, el de las instituciones internacionales y su rol en los procesos de integración regional. Para un análisis atento de las múltiples implicaciones en el terreno de las identidades culturales de los procesos de integración regional, la consideración de las políticas culturales —condicionadas tanto por las iniciativas como por las omisiones— se vuelve también prioritaria. Si se asume que tradicionalmente las políticas culturales han sido pensadas para el Estado-nación, la necesidad de repensarlas para marcos de integración supranacional y ámbitos regionales se torna imperiosa. En el actual escenario de crisis de los Estados deberán, asimismo, revisarse las políticas públicas, en especial aquellas que posean una orientación más nítidamente social. Impulsar esa operación analítica implica enfrentar problemas no menores: la disociación frecuente entre las ciencias sociales y las prácticas políticas, el vínculo complejo y cambiante entre políticas culturales e industrias culturales, la consideración de la dimensión dinámica del mercado en el plano del flujo de los productos culturales, etcétera. Es evidente que ya no bastan los estudios restringidamente nacionales para dar debida cuenta de estos problemas. Como es sabido, estos últimos años incluyeron una marcada incertidumbre sobre la evolución política en los países de la región (crisis severísima y no resuelta en la Argentina, crisis persistente en Paraguay, año electoral en Brasil, inestabilidad en el caso uruguayo) y también sobre la suerte del propio proceso de integración (incumplimiento de acuerdos, iniciativas autónomas de algunos países miembro hacia países extra-bloque, realineamientos internos). Sin embargo, también es cierto que el proceso mercosureño nunca tuvo una agenda externa más atractiva y que iniciativas como la reciente instalación del Tribunal Permanente de Arbitraje y Solución de Controversias constituye un avance cierto en el proceso de institucionalización del bloque. No obstante, una reflexión sustancial sobre los nuevos marcos políticos e institucionales de la integración regional no puede omitir el señalamiento de la reacción antipolítica y la demanda de reforma política en la región y el continente. Mientras crece la marea de la antipolítica, las instituciones públicas dan visibles señales de debilitamiento, los partidos se muestran a menudo inoperantes para canalizar las demandas ciudadanas y la crisis económica y social proyecta escenarios muy inciertos. Todo ello afecta también la salud del proceso integrador y requiere respuestas políticas consistentes, que lleguen incluso al terreno de la ciudadanía. ¿Pero resulta, en rigor, legítimo hablar de ciudadanía en relación con un proceso sociopolítico de integración eminentemente económica y que atraviesa semejante problemática? ¿Hacerlo así no implica desvirtuar un vocablo solemne para describir la pertenencia individual y grupal a una asociación delimitada, ceñida a ciertos intereses trascendentes pero en conjunto situados muy por debajo de las Constituciones nacionales propiamente dichas, con su carga de valores y principios, precisamente reforzados en momentos de crisis? ¿Proyectar estas dimensiones de "otro" Mercosur bien distinto por cierto del "realmente existente" no es pecar de utopía o voluntarismo en las actuales circunstancias?

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Ante estos y otros interrogantes similares que podrían hacerse, hoy más que nunca resulta legítimo —a nuestro juicio— ese modo de concebir a los agentes incluidos en proyectos de integración. Pensamos, más específicamente, que las integraciones representan siempre construcciones (parciales o incompletas, si se quiere) de naturaleza similar a la de los Estados nacionales, y que no admiten ser emprendidas sino mediante compromisos valóricos análogos a los de éstos, como lo prueba la historia de todas las integraciones exitosas, desde la actual Unión Europea hasta el Mercosur. Se diría que no cabe unificar deliberadamente los mercados de producción y consumo, de trabajo y servicios, de ahorro e inversión, de exportación e importación (en términos de una política común de comercio exterior), de moneda y crédito, etcétera, sin un pacto político mínimo, sin un perfil de participación, sin garantías, sin ciudadanía. La nueva ciudadanía requiere, en efecto, contenidos tan relacionales como los símbolos (por ejemplo, el pasaporte único o con características comunes a los demás de la región en proceso de unificación), las memorias sociales (por ejemplo, la del acuerdo de fundación de la asociación integradora o la de la superación de ciertas crisis graves), las efemérides (es decir, un "calendario" consagrado, un conjunto de conmemoraciones), los lugares de solidaridad emocional (por ejemplo, el territorio del área de integración o algunas afinidades culturales que, no obstante las infinitas rivalidades que cualquier esquema político gestiona, sustentan la adhesión a "Europa" o "el Sur"). Ninguno de estos contenidos se afirma fuera de las transferencias múltiples entre Estados y sociedades civiles, entre individuos y corrientes de opinión, entre intelectuales y portadores de cultura popular. También parece necesario dotar a la participación de la SC de "más Mercosur", es decir, propiciar foros y otros espacios de interrelación que involucren a los más diversos sectores de la SC de los países del bloque, ampliando los niveles de participación en los distintos temas (políticos, económicos, sociales, culturales) que atañen al proceso de integración. Para ello se debería fortalecer el vínculo de los distintos actores de la SC entre sí a los efectos de desarrollar iniciativas conjuntas, que no solamente aumenten la capacidad de participación social en la marcha del proceso, sino que también contribuyan a fortalecer la legitimidad social y política de la integración regional en su conjunto. Finalmente, debe reconocerse que la inexistencia de una "agenda social" constituye una de las grandes carencias del Mercosur hasta el presente. El predominio de los aspectos comerciales sobre otros instrumentos de integración ha relegado un vasto conjunto de necesidades y aspiraciones de las sociedades de la región. La necesidad de avanzar en su formulación y tratamiento puede bien constituirse entonces en un elemento articulador de los esfuerzos de la SC, tanto de cara a la profundización de la integración como en relación con un protagonismo social ampliado. En suma, como han destacado en forma reiterada las organizaciones como el Foro Consultivo Económico y Social (FCES) o la Coordinadora de las Centrales Sindicales del Mercosur (CCSCS) —creada en 1986, un lustro antes del Tratado de Asunción—, el debate actual acerca de la reversibilidad o no del Mercosur como proyecto histórico debe dar paso a una discusión mucho más abierta y profunda sobre cuáles son los mejores modelos y filosofías integracionistas ante los grandes desafíos de la hora. A más de diez años de su fundación, el Mercosur vive de manera radical una situación muy paradójica: nunca se encontró en una posición más crítica a nivel intrabloque (incumplimiento sistemático de los acuerdos, contenciosos permanentes, declaraciones agresivas entre los socios, incapacidad de lograr posturas comunes); al mismo tiempo, nunca tuvo frente a sí una agenda externa más relevante y con mayores oportunidades y desafíos (negociaciones del bloque con los Estados Unidos, con el NAFTA, por la propuesta del ALCA, con la Unión Europea, en el seno de las controversias de la OMC, con otros interlocutores internacionales como Rusia, Japón o China, por ejemplo).

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Las dificultades intrabloque, así como la inestabilidad manifiesta de las economías de la región, han provocado recientemente algunos pronunciamientos que revelan tensiones y diferencias emergentes en el seno de los actores de la SC. Pongamos como ejemplo, entre otros posibles, la declaración de la Unión Industrial Argentina, dada a conocer días antes de las elecciones legislativas del 14 de octubre de 2001, en la que se proponía "pactar" una suspensión del Mercosur. "El Mercosur —se señalaba en la citada declaración— es la herramienta que necesitamos para el desarrollo nacional y nuestra integración con el mundo. [...] Sin embargo, nuestros trabajadores y productores enfrentan hoy una coyuntura ineludible. [...] La Argentina soporta 38 meses de recesión mientras que Brasil ha devaluado su moneda en términos reales un 45% de enero de 1999 a la actualidad. Por ello creemos necesario que se pacte una suspensión en el Mercosur que le permita a la Argentina recuperar los instrumentos de comercio exterior durante esta transición. [...] La suspensión propuesta es a favor del Mercosur, para crear las condiciones que permitan alcanzar las soluciones de fondo". En principio, estas declaraciones tan tajantes, que tuvieron lugar antes del derrumbe de finales de 2001, y que por cierto no se diferencian demasiado de las opiniones vertidas en los últimos años por connotados miembros de los elencos políticos de los países de la región, crearon fricciones entre las cámaras reunidas en el Consejo Industrial del Mercosur (CIM), que posteriormente debió suspender sus reuniones en varias ocasiones. Por su parte, la CCSCS emitió también recientemente, en medio de una de las últimas Plenarias del FCES, una declaración categórica pero de sentido totalmente contrario a la anterior: "Reafirmamos —se decía en ese documento— una vez más, nuestro apoyo a la continuidad del proceso de creación del Mercado Común del Sur (Mercosur) de acuerdo al Tratado de Asunción y nos ubicamos absolutamente contrarios a la adopción de medidas que impliquen la suspensión casuística de ítems del AEC (arancel externo común) y menos todavía de la suspensión temporal o permanente del proceso de consolidación de la Unión Aduanera. [...] Al contrario de lo que proponen algunas áreas políticas de nuestros gobiernos, la superación de los problemas económicos y estructurales no se dará solamente por la adopción de medidas compensatorias y/o bandas cambiarias. La superación de la crisis no se dará por el retroceso, suspensión o flexibilización de los mecanismos comerciales y políticos vigentes. Al contrario, el momento exige la profundización del proceso de integración, el fortalecimiento de su estructura institucional y la adopción de medidas inmediatas que contemplen metas productivas y sociales". Aun con matices y diferencias importantes como las señaladas, los actores de la SC parecen ser, sin embargo, los principales sostenedores del proceso de integración del Mercosur en estos tiempos de crisis profunda. Los pronunciamientos de la mayoría de sus autoridades y representantes, así como las recomendaciones emanadas del FCES, contrastan con el silencio y la omisión crecientes que se advierten con respecto al tema entre los partidos políticos de la región. Por citar un ejemplo ilustrativo, el FCES ha sido mucho más firme en el reclamo de una mayor participación de los Parlamentos en una nueva institucionalidad del bloque que la propia Comisión Parlamentaria Conjunta (CPC), que los articula y representa dentro de la ingeniería de gobierno del Mercosur. La SC parece adelantarse así al sistema político y a sus actores en lo que concierne a su compromiso mercosureño y a la visualización estratégica de todo lo que está en juego en estos momentos, con la decisiva agenda externa que el bloque tiene frente a sí. Más allá de la persistencia de "lobbies antimercosur" en nuestras sociedades, que ante las dificultades actuales amplifican su voz y su presión, una buena parte de los agentes privados parecen ser hoy por hoy los pilares más firmes para sostener y profundizar un alicaído proceso integracionista sobre nuevas bases, renovando la apuesta de "regionalismo abierto" por la que muchos adhirieron al Mercosur desde sus inicios. Tal vez sea el registro de la trascendencia de esas ramificaciones externas que hoy puede negociar el Mercosur lo que lleva a estos actores de la SC, aun con diferencias, debilidades y hasta inconsecuencias, a encontrar motivo suficiente para el relanzamiento del bloque desde una perspectiva renovada y más eficiente. De ese modo, no resulta arriesgado aseverar que muchos de

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los actores sociales de nuestros países han comenzado a modificar, con suerte y alcances diversos, muchas de sus pautas de acción tradicionales en relación con la experiencia histórica del proceso de integración. A partir de las transformaciones mencionadas, esos actores coinciden en esta hora crítica en la demanda de cambios en el modelo mercosureño: impulsan una nueva institucionalidad que consolide el rol de los Parlamentos y de los actores de la sociedad civil, no sólo como forma de superar el "déficit democrático" del proceso sino para aumentar también la eficacia socioeconómica de sus acciones; reivindican un perfil de políticas integradas más proactivo y articulado, que no se limite a lo arancelario o a la coordinación macroeconómica sino que amplíe la agenda hacia temas como la complementación productiva y la articulación de políticas sectoriales, entre otros puntos; defienden, en suma, un enfoque integracionista más amplio, que contemple las dimensiones sociales, políticas y culturales del proceso y que incluso se atreva (sin espíritu de fusión ni de eliminación de las identidades nacionales preexistentes) a construir los cimientos de una nueva ciudadanía mercosureña, sobre la base de los derechos y el sentido de pertenencia de proyección regional. Con Romeo Pérez hemos planteado las posibilidades e implicaciones de esa eventual ciudadanía emergente, no sustitutiva sino complementaria de las ciudadanías nacionales actuales de los países miembros del tratado (Los parlamentos del Mercosur: desafíos y modernización, en Cuadernos del CLAEH, n° 81-82). En su hora más difícil, tal vez le haya llegado al Mercosur la oportunidad de discutir en serio estos temas. •

Pura ciencia por NORA BÄR periodista científica

Cuando se escriba la historia nacional del último siglo, probablemente pocos de sus protagonistas resistirán la crítica del futuro. Sin duda, uno de ellos será don Manuel Sadosky, quien como maestro, investigador o funcionario fue un protagonista indiscutido de la ciencia argentina de los últimos sesenta años. Un camino sembrado de éxitos, pero también de obstáculos y dificultades. Sadosky es, en cierto sentido, un testigo incómodo: nació el 13 de abril de 1914, en un momento en que la Argentina lo prometía todo, y hoy asiste a la caótica crisis que amenaza todos los planos de la vida local y el sistema científico que ayudó a construir. Se doctoró en Matemática en la Universidad de Buenos Aires y obtuvo su posdoctorado en Francia; fue docente y vicedecano de la Facultad de Ciencias Exactas. Creó el Instituto de Cálculo e importó a la Argentina la primera gran computadora de América Latina. Organizó, junto con su mujer, la matemática Cora Ratto, la Fundación Alberto Einstein, para que los alumnos destacados pero sin medios pudieran dedicarse por completo al estudio, e impulsó la ciencia tanto en el país como en Uruguay y Paraguay. Durante su gestión como secretario de Ciencia y Tecnología (entre 1983 y 1989, en el gobierno del doctor Raúl Alfonsín) inauguró el Observatorio El Leoncito y el Laboratorio Nacional de Insulina, creó el museo de ciencias para niños Puerto Curioso, impulsó la construcción de un satélite científico para estudiar el sol y convenció a César Milstein para que dirigiera el Instituto Tecnológico de Chascomús. A los 88 años, aunque mantiene intacto su interés por los vaivenes de la vida pública, no hay en sus ojos celestes rastros de amargura. Con esa mirada bondadosa que nunca lo abandona y sin dejar de lado ni por un instante la sonrisa, contempla la realidad con la sabiduría de quien no admite la resignación: "Leyendo los diarios parece que todo es muerte –afirma–. Pero en la universidad las cosas funcionan y existe el deseo de seguir adelante. Hay mucha gente con capacidad de trabajo. No todo es desastroso".

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Doctor Sadosky, usted suele decir que, para los inmigrantes, el país anterior a 1930 era un paraíso. ¿Por qué? He tenido mucha suerte. Mi padre y mi madre tuvieron siete hijos. La vida no era fácil entonces: el trabajo de ellos era muy pesado, mis hermanos eran mayores que yo y por eso tenían más responsabilidad, pero de todos modos siempre nos arreglamos para poder seguir. Los siete estudiamos y los cuatro varones nos graduamos en la universidad. Es un poco la síntesis de lo que era el país. Fíjese: el padre zapatero, a cargo de un pequeño taller, se defendía un poco; enfrente había una escuela, que auscultaba lo que pensaban los chicos, los guiaba y los distintos alumnos iban oriéntandose a carreras diferentes. Se cumplía un sueño, que parecía que iba a generalizarse para todo el país y para siempre. Pero pasaron muchas cosas que nos llevaron a una situación muy distinta... A principios de siglo algunos creían que la Argentina iba a ser una potencia tan importante como los Estados Unidos o incluso más, y que la llave de ese futuro estaba en la educación. ¿El deterioro actual tiene relación precisamente con un menosprecio por la educación y la ciencia? La Argentina nunca fue un país rico: era rico en potencia intelectual. El hecho de que la escuela pública recibiera a chicos de todos los niveles era muy estimulante. Imagínese la calidad de la educación que, en el Mariano Acosta, la escuela a la que fui y que quedaba enfrente de mi casa, era maestro Alberto Fesquet y fueron practicantes José Luis Romero y Jorge Romero Brest. Pero en 1930 se cerró la inmigración y nosotros, los que somos hijos de gringos, tenemos que señalar la diferencia enorme que se produjo a partir de entonces. Además, el espíritu de la ley 1420, que fue la que formó la escuela pública, también cambió. ¿Cómo era la universidad cuando usted estudiaba? La Argentina, desde el punto de vista de la materia que a mí me interesaba, la matemática, tuvo la suerte de que en el año 1918 gente con mucha visión contratara a Julio Rey Pastor, un español brillante, muy joven, que no había tenido muchas posibilidades en su país. Rey Pastor trató de difundir no solamente el estudio, sino también la investigación. No era cuestión de tomar un libro, repetirlo, tratar de adaptarlo para que los alumnos lo entendieran, sino de buscar caminos propios. Eso es lo que permitió que un grupo de personas comenzaran a dedicarse cada vez más a esa disciplina. En la actualidad, los investigadores reclaman más fondos para la ciencia local. Usted ya hacía lo mismo en la década del sesenta... En ese tiempo, Risieri Frondizi fue el primero en darse cuenta de que había posibilidades de construir una gran universidad. Una universidad que hiciera, además de enseñanza, investigación, ya que hasta entonces se debían completar los estudios en el exterior, porque no podíamos preparar gente sólo con nuestros medios. Fue justamente en esa época cuando usted trajo a la inglesa Clementina y la Argentina se convirtió en el primer país de América Latina que tenía una gran computadora... Yo no la traje... era muy pesada (se ríe), pesaba varios miles de kilos. Efectivamente, por lecturas que hacía de lo que se estaba estudiando en el mundo, vimos que nosotros también podíamos hacerlo. Entonces convencimos a la gente que decidía en ese momento; ya se había formado el Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), que presidía el doctor Houssay. Cuando él vio que la máquina que proyectábamos comprar costaría alrededor de 300.000 dólares, casi le da un síncope, porque nunca en su laboratorio había manejado cifras de esa naturaleza. Por suerte, había

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personas como Rolando García, que era el decano de Ciencias Exactas, como Braun Menéndez, que era un biólogo muy progresista, como Leloir, y todos nos apoyaron porque ya sabían que eso era absolutamente inevitable. Se decidió comprar una computadora, y se formó un grupo y una orientación totalmente nueva en el país: la informática. ¿Qué lo impulsó a brindar los servicios de Clementina a científicos de otros países? ¡Ah! Siempre pensé –tal vez fue una premonición– que los avances científicos no tenían que darse sólo en la Argentina, sino que el movimiento tenía que ser continental. Por eso, desde el principio invitamos a gente de Montevideo. Venían aquí con el Vapor de la Carrera, con los cálculos preparados, utilizaban la computadora, y a la noche se volvían con el mismo barquito. Ya era un hábito, de modo tal que fue formándose gente aquí y en Uruguay. Todo eso se interrumpió con la Noche de los Bastones Largos... Todo eso se derrumbó, muchas veces de forma muy precipitada. Lo grave es que se desorganizó, y la gente buscó distintos caminos para resolver sus problemas, yéndose a Chile, a Venezuela o a los Estados Unidos... Otros se fueron a Francia... Y pasaron bastantes años hasta que se pudo recuperar lo que se había logrado. ¿Cómo decidió participar en la gestión de la ciencia? Bueno, pudimos reunir un grupo que pensaba de forma más o menos análoga: queríamos lograr la recuperación de la ciencia y la técnica, que habían estado muy entorpecidas por razones políticas. La tarea que pudimos llevar adelante fue parcial, pero de todos modos vimos que había dos temas para desarrollar en el país: por un lado la computación y, por el otro, la biología o biotecnología. Precisamente pusimos el acento en esos aspectos y, en particular, en la informática. Por ejemplo, creamos la Escuela Superior Latinoamericana de Informática (Eslai). Fue un instituto modelo que en tres años produjo una cantidad apreciable de gente preparada, no sólo con alumnos argentinos, sino de toda América Latina. Pero cuando estábamos en pleno florecimiento y con grandes alegrías desde el punto de vista profesional, cambió el gobierno. El nuevo elenco no tuvo el mismo punto de vista y se borró la escuela Eslai. Como Secretario de Ciencia y Tecnología, una de sus obsesiones fue recuperar a los científicos argentinos radicados en el exterior, una necesidad que sigue vigente. ¿Con qué resultados? Sí, los argentinos que están fuera del país representan una pérdida enorme, un derrame de la mejor gente, la más preparada. Por ejemplo, con Milstein tuve buenos resultados, pero transitoriamente. Fue invitado al país en 1984. Vino y se hizo una gran presentación. Estaban Leloir y sus discípulos, la gente de Stoppani... Fue muy conmovedor ver cómo lo recibieron y aceptó, entonces, el compromiso de viajar sistemáticamente durante pequeños períodos para adiestrar a gente de su especialidad. Esto sucedió en abril de 1984, pero como en octubre ganó el Premio Nobel, las cosas tomaron un carácter muy distinto. Se comprendió entonces lo que significaba que hubiera gente capaz de apreciar con cierta agudeza el porvenir. ¿A qué atribuye los obstáculos que encuentra el desarrollo de la ciencia local? En nuestro país hay una considerable tradición científica pero, por otro lado, mucha incomprensión de los gobiernos para alentarla. Y la ciencia requiere un ambiente favorable para que se puedan formar los nuevos talentos. Cuando un grupo recibe estímulo, hay resultados notables; cuando hay descalabros políticos, la gente más valiosa se va. Así es como tenemos miles de argentinos dispersos por el mundo. Casi no existe universidad de los Estados Unidos en la que no haya

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científicos argentinos. Es gente que se ha formado en la escuela y la universidad argentinas, lo cual ha costado dinero, y el beneficio que podemos obtener de esa gente especialmente preparada lo aprovechan en el extranjero. Según su óptica, ¿qué se necesita para desarrollar la investigación en el país? Antes que nada, asegurar la continuidad de los grupos. Creo que, efectivamente, hay que insistir mucho sobre ese aspecto. Fíjese que hay países que no tienen tantas reservas humanas como nosotros, y sin embargo progresan porque tienen esa continuidad que permite acumular y seleccionar a los más capaces. En cambio, nosotros nos vemos permanentemente afectados por las discontinuidades, por la imposibilidad de llevar a cabo un trabajo persistente que dé sus frutos. Se necesita que los gobernantes otorguen prioridad a la ciencia. Y eso no es sólo cuestión de dinero... ¿Qué se puede hacer para retener a los científicos en el país? Bueno, muchas cosas. Pero una de ellas es modernizar el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, que ya hace cincuenta años que existe, ser muy riguroso para decidir los ingresos, controlar la producción y el trabajo. Frecuentemente se discute si hay que fomentar la ciencia pura o la aplicada... Me parece que eso no tiene mayor sentido. No hay ciencia pura y aplicada, hay ciencia buena y mala. Hace más de dos mil años, a nadie se le hubiera ocurrido pensar si la geometría de Euclides tenía una aplicación. Y, sin embargo, la geometría es una parte indisoluble del mundo actual, por ejemplo, en la construcción. No hay que dejarse entrampar en discusiones estériles. Lo importante es contar con gente dispuesta a dedicarse, con pasión por lo que hace y con ganas de formar nuevos investigadores. También hay quienes opinan que la Argentina no se puede dar el lujo de tener ciencia propia... Bueno, ésa es una mentalidad realmente anacrónica. La ciencia no es como la ropa que, cuando hay un modisto muy conocido en París, se la compra allá y se la luce acá. Incluso para poder aprovechar los adelantos de la tecnología hay que desarrollar ciencia propia. Además, la ciencia es primordialmente un modo de situarse frente a la realidad, necesario para formar, para educar, para aprender a pensar. ¿Qué reflexión le merecen las penurias actuales del sistema científico? La situación actual es muy confusa desde el punto de vista político, pero así como en un momento dado hubo un desarrollo fenomenal en este país promisorio por tantos motivos, no hay que dejarse vencer ahora, sino pensar que acá podemos hacerlo, que se puede retomar ese camino y que habrá que buscar la gente capaz de llevarnos al destino que nos corresponde. •

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