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-2 - Los Camarones CAPÍTULO 10 a vida con José continuó de hotel en hotel, acompañados por mi tío Ramón y Tomatito. A mí, José me hizo una mujer. Cuando volvíamos a La Línea, me decía: «Chispa, hazme un potajito», porque él desde chico estaba acostumbrado al cuchareo, que era la comida que preparaba mi suegro, que en paz descanse, y yo le contestaba: «Que te lo haga mi madre, José, que a mí no me sale bien», porque yo me casé tan joven, que no tuve tiempo de aprender a cocinar. Pero José me contestaba: «No, Chispa, tienes que hacerlo tú, porque si no, nunca vas a aprender». Y lo mismo que con la comida, me orientaba a hacer las cosas de la casa. José, como casi todos los gitanos, estaba educado en una cultura machista. Y digo machista en el sentido de que los hombres no se dedican a las labores de la casa. Distinto es que me ayudara, como muchas veces lo hacía, porque compartía conmigo las tareas; pero nosotros tenemos claro que la mujer, si es ama de casa, si no trabaja, es la responsable de que todo esté en orden, y esa forma de pensar me la enseñó José. Poco a poco le fui cogiendo la fórmula a la cocina, pero muy poco a poco, porque cuando me empezaban a salir bien los potajes y los guisos, me tenía que ir a acompañarle en los conciertos, y le perdía la ciencia a las sartenes y las ollas. L José en el patio de su casa.

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Los CamaronesCAPÍTULO 10

a vida con José continuó de hotel en hotel, acompañados por mi tío Ramón y Tomatito. A mí, José me hizo una mujer. Cuando volvíamos a La Línea, me decía: «Chispa, hazme

un potajito», porque él desde chico estaba acostumbrado al cuchareo, que era la comida que preparaba mi suegro, que en paz descanse, y yo le contestaba: «Que te lo haga mi madre, José, que

a mí no me sale bien», porque yo me casé tan joven, que no tuve tiempo de aprender a cocinar. Pero José me contestaba: «No, Chispa, tienes que hacerlo tú, porque si no, nunca vas a aprender». Y lo mismo

que con la comida, me orientaba a hacer las cosas de la casa. José, como casi todos los gitanos, estaba educado en una cultura machista. Y digo machista en el sentido de que los hombres no se dedican a las labores de la casa.

Distinto es que me ayudara, como muchas veces lo hacía, porque compartía conmigo las tareas; pero nosotros tenemos claro que la mujer, si es ama de casa, si no trabaja, es la responsable de que todo esté en orden, y esa forma de pensar me

la enseñó José.

Poco a poco le fui cogiendo la fórmula a la cocina, pero muy poco a poco, porque cuando me empezaban a salir bien los potajes y los guisos, me tenía que ir a acompañarle en los conciertos, y le perdía la ciencia a las sartenes y las ollas.

LJosé en el patio de su casa.

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Los Camarones Muy cerquita de la casa, José alquiló en un patio otra casita para hacerse un estudio de grabación. Lo insonorizó, compró los aparatos que le hacían falta para preparar los temas de los discos y montó un estudio de grabación.

Tenía un magnetófono de esos de cinta abierta, donde dejaba grabado lo que pensaba; muchas de esas cintas las tenemos guardadas y a menudo las pongo para oír su voz, sus comentarios y su cante. Ahí, en ese cuartito, es donde él se sentía a gusto. Porque se dedicaba a lo que le apasionaba, la música. Todo el día pensando en cómo hacer una cosa y otra. Recuerdo que te acercabas y le preguntabas algo, y no se enteraba; como dice mi tío Ramón, estaba en otro planeta:

«Yo le llevaba las cosas suyas de los conciertos, los festivales y

todo ese jaleo, porque Camarón no quería saber nada de papeles.

Llegaba y le decía: “José, que nos han llamao para actuar en tal

sitio”, y no me hacía caso; “José, joé, que te estoy hablando”.

“¿Cómo…? Ah, dime, dime”

Se sentaba en el suelo con las guitarras moras, con una que tenía que la apoyaba en la moqueta, se la ponía entre los muslos,

y cruzaba las piernas. Cuando hacía esto, ya le podía sacar de comer o que cayera una bomba nucleá, que este no se enteraba de nada. A mí me impresionaba cómo tocaba las cuerdas de estos cacharros, y los afinaba a la perfección.

»Cuando terminaba, le preguntaba quién se lo había enseñao y me contestaba: “Esto se lleva dentro. No hay nada que enseñar”. Siempre estaba estudiando los instrumentos y a los gachés raros, ingleses».

José se pasaba el día entero en el estudio de grabación; tanto es así, que colocó un sofá cama, para quedarse a dormir cuando estaba preparando los temas y se le hacía tarde. Se llegaba a casa, que estaba a unos metros, y me decía: «Chispa, hoy voy a terminar tarde. Según a qué hora termine, vengo o no, para no despertarte».

Como no le gustaba dormir solo, cuando sabía que se quedaba tarde preparando canciones, llamaba por teléfono a Manolito el del lunar a San Fernando, para que se viniera a La Línea a dormir con él al estudio. Allí le daban las horas y las horas escribiendo por bulerías, creando temas.

Jose en su estudio de grabación.

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Manuscritos de letras de canciones.

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Porque José era imprevisible. Se cansaba de todo, hasta de comer. Muchas veces estábamos almorzando y decía: «Estoy cansao», y a lo mejor tenía hambre, pero le parecía monótono y aburrido estar sentado en la mesa comiendo, y, si en ese momento se le había ocurrido una cosa que le llamara más la atención, dejaba de comer para hacer lo que le venía en gana. Era un hombre de inspiración continua. Yo lo calé al poco tiempo de casarnos, y sabía que tenía que dejarle su espacio. Dejar que hiciera lo que quisiera, porque esos impulsos que le llegaban, para él eran inaguantables.

Por otro lado, tenía una capacidad de memoria impresionante. Escuchaba una canción o una letra, se la cantaba una o dos veces y se le quedaba grabada para siempre. En otras ocasiones, estaba cantando por alegrías o por bulerías y mezclaba las letras porque no se acordaba justo en el momento de entonar. Una vez le preguntaron: «José, ¿a ti no se te olvidan las letras mientras cantas?», y él contestó: «Siempre».

Cuando estaba enclaustrado en el estudio, yo me iba al patio a charlar con los vecinos, dos familias que conocíamos desde siempre, y José, mientras, se pasaba el rato desarmando radios y arreglándolas. Era un experto; muchos vecinos le traían los cacharros averiados y él siempre los ponía en funcionamiento. Si se encontraba una radio o un tocadiscos escacharrado, se lo llevaba, le quitaba las piezas y las guardaba para arreglar otros equipos. Fue un visionario. Una tarde, en ese mismo patio del estudio, me dijo: «Chispa, llegará un momento en que los teléfonos los llevemos encima sin cables. Serán así», y pintaba un teléfono como los antiguos de góndola, de estos que tenían en la base del teléfono la rueda con los números; entonces dibujaba el auricular con una antena de televisión, como un teléfono móvil, y la antena de estas de parrilla. Decía: «Con esto, algún día vamos a estar trabajando en Nueva York, y vamos a hablar con nuestros hijos a cualquier hora». Y hay que recordar que esto lo pintaba en el año 1976.

José era un amante de los niños. Le encantaba la idea de tener hijos. Se había criado en una familia numerosa, viviendo todos en una habitación. Yo creo que echaba de menos esa vida. Estar juntos todos los miembros de la familia a la hora de comer, al despertarse… Hoy en día, los niños de cualquier casa tienen cada uno una televisión en sus habitaciones, los ordenadores…, pero la infancia de José fue de estar todos acostados, al anochecer, bien cantando o riendo por cada cosa que se decía. Es difícil para alguien que no es de Cádiz entender esto.

Pie de foto.

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Porque en Cádiz se caricaturiza todo; a cualquier circunstancia, buena o mala, se le saca punta desde la gracia. Así la convivencia era divertida, nadie se aburría en el transcurso normal del día. Por esto José quería llenar la casa de niños. Quería revivir aquellos tiempos pasados en los que era hijo, pero ahora como padre. Sin embargo, la descendencia no venía. En esos momentos me acordaba de lo que le dije cuando me contó que iba a tener un niño con la otra mujer, que no me importaba que fuera padre de una niña, que no fuera mía, porque yo pensaba tener más hijos…, y resulta que, después de casarme, no me quedaba embarazada.

Estuvimos año y medio sin quedarme embarazada. Yo ya estaba asustada, por si podía tener algún problema que me impidiera tener hijos. Pensaba que me pasaba algo, porque si había algún problema tenía que ser mío, José ya tenía la niña de Barcelona… Él me decía para que no me preocupara, que éramos muy jóvenes, que solo tenía dieciséis años, que con el tiempo vendrían los hijos… hasta que un día me di cuenta de que estaba en estado de buena esperanza. Pero al poco tiempo lo perdí. Otro disgusto, porque para José, en cuanto que se confirmaba que estaba embarazada, ese embrión era su hijo, un miembro más de la familia, aunque no hubiera nacido. A los pocos meses me volví a quedar en estado, y esta vez parecía definitivo. Cuando se lo conté, se le cambió la cara. Era lo que esperaba, que Dios le diera muchos Camarones.

Pie de foto.

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José me aseguraba que sería niño, y así fue: el 6 de febrero de 1979 nació mi Luis. Mi marido le puso el nombre de mi suegro, porque José quería mucho a su padre, a su madre y a sus hermanos. Y tenía claro que el primer niño se llamaría como el patriarca de los Monge. Era la forma de que el nombre de su padre siguiera vivo en la familia…

El bautizo de Luisito fue una fiesta por todo lo alto. Había nacido el primero de sus hijos y estaba eufórico.

Después de Luis tuve otro aborto, pero unos meses más tarde, el 2 de octubre de 1981, nació mi Gema.

Los niños estaban siempre con él, desde que se levantaban. Como vivíamos muy cerca del estudio de grabación que José se montó en el patio de la calle Teatro, cuando acababa de aviar la casa, yo cogía a la niña en brazos, llevaba a Luisito pegado a mí con su bicicleta, y nos íbamos a buscar a su padre.

Pie de foto.

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José se volvía loco cuando veía entrar a sus niños por la puerta. Se metían con él en el estudio de grabación y los dejaba trastear con el piano y las guitarras. Quería que Luis se dedicara desde pequeñito a estudiar la guitarra, así que lo apuntamos a clases particulares de un profesor de guitarra flamenca que había en La Línea, que se llamaba… Luego, en casa, José se sentaba con él y seguía dándole clases y grabando los acordes que hacía su hijo.

Los niños, desde pequeñitos, se educaron en la música. Con apenas unos meses, escuchaban los cantes de su padre sentados en sus rodillas, de la misma manera que José oía a su padre en la fragua cantar por soleá y martinete. Mi marido imitaba el comportamiento de su padre, porque desde siempre estuvo muy marcado por su infancia.

Pie de foto.

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José siempre fue un hombre de su casa. De sus hijos. Disfrutaba muchísimo viendo a los niños felices. Hacía todo lo posible para que sonrieran. A veces yo le tenía que reñir, porque les daba todos los antojos. Llegaban los cumpleaños y aquello parecía Reyes. Todo lleno de juguetes. José le cantaba a la vida, a lo que él vivía, a sus hijos… Las letras que elegía para cantar formaban parte de su día a día.

Después me nació un clavé

pa alegrarme a mí los días

y ahora que tengo a los tres

qué maravilla la mía,

que en el jardín de mi casa

nunca falte la alegría…

Pie de foto.

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A él solo le apetecía estar con su familia. No quería saber nada de prensa, ni de recepciones, ni de fama, ni de prestigio. Era Camarón cuando estaba encima del escenario. Cuando bajaba el último escalón del tablao o salía del estudio de grabación, su familia era lo primero. Y después de su familia, sus amigos de siempre, los de su infancia, Paco de Lucía y todos los demás. Lo llamaban por teléfono los medios de comunicación, bien las emisoras de radio o la televisión y siempre decía: «Si llaman los gachés, di que no estoy». No consentía gastar ni un minuto de su tiempo con gente que no fuera de los suyos.

Pie de foto.

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Después de nacer Luisito y Gema, me volví a quedar embarazada. Él se ilusionaba con los embarazos y solo hablaba de su nuevo hijo, discutiendo con mis tíos sobre si iba a ser varón o hembra. Quería un niño como tercer hijo, para que su Luis no estuviera solo y lo acompañara un hermanito, porque José quiso a todos sus hijos por igual, pero con Luisito, quizás por ser el primero y ser varón, tenía una cosita especial.

El 4 de noviembre de 1983 nació Rocío. Esta es la que más tiene de los Monge. Y su padre, aunque quería un nuevo niño, estaba loco con su hija. En cuanto podía, tenía a sus hijos en brazos, porque disfrutaba mucho de ellos. Si era cariñoso para los amigos y para todos los que iban con él, y se desvivía por que no les faltara de nada, ¿cómo no iba a comportarse igual con sus hijos? Solo tenían que pedir algo, para que fuera su padre y se lo comprara. Y no todo era dinero. Porque, aunque José no era un hombre de besos y abrazos, constantemente regalaba estas caricias con su familia.

Sacaba el tiempo de donde podía para estar con ellos. Y cuando terminaba los conciertos llamaba a cada momento, a ver cómo estaban. Su obsesión era que no les faltara la comida. Que sus hijos no tuvieran escasez de nada.

José con su hija Focío..

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Cada vez que teníamos un niño, en cuanto podíamos, José iba enseñándoselo y presentándolo a los amigos más íntimos. Llegábamos a San Fernando e íbamos casa por casa de todos sus hermanos. Por casa de Isabel, de Remedios, de Manuel… para que vieran ellos lo guapos y sanos que crecían sus hijos. Otro de los sitios donde José paraba era en la Venta de Vargas. José quería mucho a María Picardo, viuda de Juan Vargas, y a su sobrino Joselito y a su mujer Manuela, que desde pequeñitos habían estado juntos por Las Callejuelas.

María era muy buena persona. Una mujer que vivió para trabajar y para su familia. Conocía bien a los gitanos, pues se casó con uno de los más importantes y conocidos de la provincia de Cádiz. Ella sabía la importancia que tenía que un hombre como José le llevara a sus hijos cada vez que iba a San Fernando para que viera cómo crecían. Sabía que José, como gitano, si tenía este gesto con ella, era de corazón, de verdad. María gozaba cuando veía entrar a José en la venta, porque se querían como si fueran familia.

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Después de nacer Rocío, estuvimos varios años sin tener más niños. Pero José vivía con el ansia de darle a su hijo un hermanito. Tener otro varón para que, en los momentos malos de la vida, Luis no estuviera solo. Era como una ley de vida para él. Igual que hay mucha gente que quiere tener la parejita, para que no sea un hijo solo en la casa, él pensaba que las niñas tenían que estar acompañadas por otra hermanita y los niños por un hermano. Porque, como decía José: «Al final, la familia es lo que nos queda».

Pero no todo es felicidad en la vida. Y en las familias también hay desgracias.

José no quería a nadie en su casa. Cuando se colaba alguien que no fuera de su familia o de sus amigos íntimos, lo recibía y le decía: «Vámonos a tomar algo», para sacarlos de su intimidad, de su hogar. Para él su casa era sagrada. Solo quería a sus hermanos, a sus amigos y a mi gente con él. Uno de ellos, de los que estaban siempre acompañándolo, era su hermano Juan Luis, al que tío Joseíco le puso de apodo Enano. Cuando José se iba a la Isla desde La Línea o desde Madrid, lo esperaba su hermano para ayudarle en lo que necesitara. Juan Luis sabía que si José quería ver a alguien, nunca iba a ir a buscarlo, se lo pedía a él. Enano era muy buena persona. Muy gracioso, un poquito tartamudo… Cuando estaban todos juntos decía: «Ustedes que entendéis de cante, os voy a hacer yo unos cantes de Fulanito de Tal, que os vais a quedar muertos en la piedra», y nombraba a algún cantaor viejo, que a lo mejor ni existía. Cantaba muy gracioso, muy bien, aunque nunca se dedicó a esto… Cuando hacía los cantes que decía, se le notaba que se los estaba inventando. Se inventaba las letras, se lo inventaba todo, y a José le hacía mucha gracia. Iba siempre con un escudo del Barcelona en la chaqueta. Por las mañanas se dedicaba a la herrería, y por las tardes trabajaba como corredor de pisos, buscándoles casa a los militares que llegaban a la Isla, o a los soldados que llevaban tiempo en el servicio militar y podían vivir fuera de los cuarteles. Todo esto lo hacía cuando regresó de Alemania, porque se fue como emigrante a buscarse la vida en aquellos años duros en que los españoles se fueron

al extranjero. José lo buscaba para que le contara historias del tiempo que estuvo allí, de cómo se peleaba con los alemanes, pues decía que él solo tenía a media Alemania rectos como palos… ¡que era temido! José se reía de cómo contaba aquello. Y el pobre mío era igual de tímido que José e incapaz de partir un plato.

En febrero de 1984, Juan Luis se pone muy malito. Le dolían mucho las piernas, no podía con su mal. Se iba a la azotea para moverse porque los dolores no lo dejaban estar quieto. Decía que se quería tirar a la calle porque aquello era insoportable. Mi cuñada Isabel lo llevó al médico y le diagnosticaron artrosis. Le mandaron unas pastillas, y le dijeron que estos dolores eran así, que había que aguantarlos. La madrugada del 17 de marzo de 1984 se seguía quejando de que le dolían las piernas, pero se levantó de la mesa del salón, y salió fuera del patio, aguantando dolores, y tosiendo… y al momento, se cayó al suelo. Los hermanos se lo llevaron al hospital de Cádiz en un taxi. Eso era a las cinco de la madrugada.

Isabel se enteró más tarde, y cuando llegó al hospital con el resto de la familia, salía el médico de la zona donde estaba ingresado Juan Luis, y ella, aún con el abrigo puesto, le pidió explicaciones al médico; le pregunto cómo estaba su hermano y el doctor dijo: «Lo siento mucho, pero acaba de fallecer. Se ha muerto hablando de su hermano Camarón. Me decía que lo que necesitara se lo pidiera, porque su hermano era el artista Camarón de la Isla. Y que con él, lo que quisiera… Ha muerto de un infarto». José en esa noche estaba actuando y se enteró por la mañana. Llorando todo el camino se vino hasta la Isla, para enterrar a su hermano, el que siempre estaba con él. El artesano del hierro de una dinastía de herreros que poco a poco se iba perdiendo. Se le iba parte de su querida infancia, de su vida. Parte de su corazón. Cuando llegó y vio al resto de los Monge esperándolo para dar sepultura a su hermano, era un paño de lágrimas. La última muerte que José recordaba, la última vez que vio rotos los rostros de sus hermanas, fue aquella mañana de enero, cuando su padre Luis dejaba esta vida para irse con Dios.