Lo Percibido Y Lo Nombrado, Christian Metz

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Christian Metz, Lo percibido y lo nombrado (1975) Traducción: Domin Choi Revisión: Oscar Traversa Lo propio del «mundo» consiste en remitir indefinidamente de objeto en objeto (Mikel Dufrenne, Phénomenologie de l'expérience esthetique.) Presentación El texto de Christian Metz que presentamos a continuación, Lo percibido y lo nombrado, si bien guarda todas las características proveniente del campo semiológico en el que se movió la reflexión metziana, sorprenderá, sin embargo, al lector desprevenido, ya que el conocido teórico del cine, el instaurador de la discursividad llamada "semiología del cine", esta vez se aventura a una empresa más amplia, que excede su objeto: el cine. Este texto publicado inicialmente en un volumen homenaje a Mikel Dufrenne (Pour une esthétique sans entrave-Mélange Mikel Dufrenne), fue recogido luego su Essais sémiotiques y en éste Metz se "confronta" desde la lingüística saussuriana con la fenomenología, dando como resultado un trabajo que intenta, sobre todo, establecer el estatuto del significante lingüístico con respecto al significante perceptual con sus posibles pasajes y equivalencias. Si publicamos en este número de Otrocampo un texto de estas características que exceden las problemáticas del cine es porque consideramos que Lo percibido y lo nombrado, leído retrospectivamente, cobra un valor de sobrevuelo con respecto a la obra de Metz dedicado al cine. El espectador de la imagen experimenta la necesidad de «reconocer» (de identificar) los objetos que ella representa. Cuando es figurativa, fotografía, cuadro o film, etc. ella va al encuentro de esta necesidad y propone, a partir de sí misma, objetos a reconocer; sin embargo, puede suceder, incluso con imágenes fuertemente representativas, que la demanda del consumidor resulte más o menos insatisfecha: el occidental que ve un film etnográfico se queda por lo general perplejo frente a los objetos que discierne allí, pero que no sabría nombrar ni clasificar (utensilios de cocina, armas de caza o de pesca, etc.). Nombrar, clasificar: aquí comienza nuestro problema, el de las taxinomias culturales, por las que es necesario comprender tanto la taxinomia de los objetos culturales (objetos de civilización) como la taxinomia de los objetos naturales, por ejemplo, las clasificaciones zoológicas o botánicas, variables de una sociedad a otra. La fenomenología ha mostrado pertinentemente que vivimos en un mundo de objetos, y que nuestra percepción inmediata es una percepción de objetos, y que, además, esta disposición no es superficial ni transitoria (es más, agregaría que ella es profundamente tranquilizadora y esta es sin duda una de las raíces de su existencia). Pero, ¿cómo no relacionar esta característica tan sorprendente de nuestro vivido consciente con la fuerza más subterránea de las clasificaciones culturales y sociolingüísticas?

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Christian Metz, Lo percibido y lo nombrado (1975)

Traducción: Domin ChoiRevisión: Oscar Traversa

Lo propio del «mundo» consiste en remitir indefinidamente de objeto en objeto(Mikel Dufrenne, Phénomenologie de l'expérience esthetique.)

PresentaciónEl texto de Christian Metz que presentamos a continuación, Lo percibido y lo nombrado, si bien guarda todas las características proveniente del campo semiológico en el que se movió la reflexión metziana, sorprenderá, sin embargo, al lector desprevenido, ya que el conocido teórico del cine, el instaurador de la discursividad llamada "semiología del cine", esta vez se aventura a una empresa más amplia, que excede su objeto: el cine.Este texto publicado inicialmente en un volumen homenaje a Mikel Dufrenne (Pour une esthétique sans entrave-Mélange Mikel Dufrenne), fue recogido luego su Essais sémiotiques y en éste Metz se "confronta" desde la lingüística saussuriana con la fenomenología, dando como resultado un trabajo que intenta, sobre todo, establecer el estatuto del significante lingüístico con respecto al significante perceptual con sus posibles pasajes y equivalencias.Si publicamos en este número de Otrocampo un texto de estas características que exceden las problemáticas del cine es porque consideramos que Lo percibido y lo nombrado, leído retrospectivamente, cobra un valor de sobrevuelo con respecto a la obra de Metz dedicado al cine.

El espectador de la imagen experimenta la necesidad de «reconocer» (de identificar) los objetos que ella representa. Cuando es figurativa, fotografía, cuadro o film, etc. ella va al encuentro de esta necesidad y propone, a partir de sí misma, objetos a reconocer; sin embargo, puede suceder, incluso con imágenes fuertemente representativas, que la demanda del consumidor resulte más o menos insatisfecha: el occidental que ve un film etnográfico se queda por lo general perplejo frente a los objetos que discierne allí, pero que no sabría nombrar ni clasificar (utensilios de cocina, armas de caza o de pesca, etc.). Nombrar, clasificar: aquí comienza nuestro problema, el de las taxinomias culturales, por las que es necesario comprender tanto la taxinomia de los objetos culturales (objetos de civilización) como la taxinomia de los objetos naturales, por ejemplo, las clasificaciones zoológicas o botánicas, variables de una sociedad a otra. La fenomenología ha mostrado pertinentemente que vivimos en un mundo de objetos, y que nuestra percepción inmediata es una percepción de objetos, y que, además, esta disposición no es superficial ni transitoria (es más, agregaría que ella es profundamente tranquilizadora y esta es sin duda una de las raíces de su existencia). Pero, ¿cómo no relacionar esta característica tan sorprendente de nuestro vivido consciente con la fuerza más subterránea de las clasificaciones culturales y sociolingüísticas?

El caso de las imágenes no figurativas (pintura moderna, film de «vanguardia», etc.) no hacen más que confirmar las impresiones iniciales de las que ha partido este estudio, ya que es llamativo que el espectador tienda asiduamente a introducir en ellas, por la fuerza, por la mirada que les consagra, los objetos que el autor no ha puesto: así las formas vagas, curvas, difuminadas van a convertirse en nubes o juegos de agua, los dibujos rectilíneos en vías de tren, etc.; hay muchas menos imágenes no figurativas en la recepción que en la emisión; y en la emisión, la tendencia a la representación es más fuerte de lo que se cree, incluso en aquellos que desean evitarla conscientemente (los libres contornos que se nos proponen son frecuentemente variaciones involuntarias alrededor de la forma de un objeto ya conocido): hay muchas menos imágenes no figurativas que imágenes queridas como tales.

Los códigos icónicos de nominaciónLa filosofía, la psicología de la percepción y la observación corriente nos han enseñado desde hace mucho que la identificación de los objetos sensibles y su nominación lingüística están estrechamente mezcladas entre sí. La organización semántica de las lenguas naturales, en algunos de sus sectores lexicales, viene a recubrir con un margen variable de desfasaje las configuraciones y el desglose de la percepción; el mundo visible y el idioma están en múltiples y profundas interacciones estructurales, que no han sido aún estudiadas en detalle, en términos técnicos en relaciones intercódicas: este estudio quiere hacer una contribución justamente por esta vía.

Pero una cosa ya me parece segura: incluso si la relación de la lengua y de la vista no puede ser concebida como una «copia» integral y servil de la una con respecto a la otra (ni de la otra con respecto a la una), hay una función de la lengua (entre otras) que es nombrar las unidades que desglosa la vista (pero también ayudarlas a desglosar), y una función de la vista (entre otras) que es inspirar las configuraciones semánticas de la lengua (pero también inspirarse en ellas).

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Recientemente y en una perspectiva semiológica, estos problemas, en sí mismo muy antiguos, han sido abordados por dos vías: desde su vertiente lingüística por A. J. Greimas (1968: 3-35), y desde su vertiente icónica por U. Eco (1972: 217-320) (1). Por mi parte le he consagrado algunos muy breves esbozos de análisis (2), donde la articulación de estas dos vertientes era el centro de interés. Porque es, efectivamente, el centro de la cuestión. He propuesto el término códigos icónicos de nominación para los sistemas de correspondencias que explican cómo en las imágenes figurativas, inclusive esquematizadas, se puede a la vez reconocer y nombrar objetos (por lo tanto estos códigos están entre los mecanismos constitutivos de la «analogía», de la «iconicidad», de la impresión de semejanza y de realidad que nos dan las imágenes representativas; contribuyen a crear la ficción, la diégesis, lo seudo-real). Ya es tiempo -y el estado general de las investigaciones anteriores habilita empresas de toda suerte- de intentar una descripción más detallada y más sistemática de estos dispositivos-pasarelas por los que se hacen posible, entre la lengua y la imagen, la producción objetiva de toda una red de confluencias tan interiorizadas por la cultura que los fenomenólogos han podido describirlas como espontáneas (y así son en efecto), de estos dispositivos que, por otro lado, están profundamente ligados, en Occidente, a la tradición aristotélica (cuantitativamente dominante aún hoy) del arte diegético o mimético, vale decir, el arte de la representación.

¿Qué parte de la imagen qué parte de la lengua?En primer lugar es necesario delimitar el objeto de la investigación sobre dos flancos. Los códigos icónicos de nominación no ponen en relación el todo del lenguaje y el todo de la imagen; su estudio no debe pretender agotar la vasta cuestión de los lazos entre lo perceptivo y lo lingüístico, sino concentrarse, por el contrario, sobre uno de sus niveles para intentar aclararlo mejor.

Léxico

Del lado de la lengua, nos limitaremos al léxico (noción que será precisada más adelante). No parece casi posible, por el momento, establecer seriamente correlaciones precisas entre la percepción de los objetos en una sociedad y las estructuras fonológicas o gramaticales de la lengua correspondiente. Esta dificultad, que tal vez no será para siempre, se vincula con otra, más general y bien conocida por los lingüistas: a pesar de algunas tentativas interesantes (3) no se ha podido hasta ahora poner en relación de manera convincente los sistemas fonológicos o sintácticos con las estructuras sociales, y es a través de esos dos sistemas que la lengua conserva por el momento esta fuerte autonomía relativa con relación a otras instituciones, allí se funda la existencia misma de la lingüística en tanto que disciplina distinta de la sociología (pero formando parte de las ciencias sociales, ya que la lengua es una institución). De todos los sectores internos de la lengua, es por el contrario el léxico que aporta el material más importante y más inmediatamente explotable para todos aquellos que quieren fundar una sociolingüística (4); es claro que las palabras están ligadas a la civilización (y entre otras a la vista) en un circuito más corto y más directo que los fonemas o las reglas gramaticales. Además, el léxico es la única parte de la lengua que ejerce inmediatamente la función de nominación, es decir, enumera los objetos del mundo y le da un nombre; la dimensión referencial que caracteriza el lenguaje en su totalidad, aparece únicamente de manera directa en el léxico.

Esta situación disimétrica se refleja muy bien en las concepciones de un semántico como A. J. Greimas (1966: 102-118): de los semas propiamente dichos, que constituye el «nivel semiológico» (es decir, allí en donde la lengua se articula sobre el «mundo natural»), distingue los «clasemas» cuyo conjunto forma el «nivel semántico» (nivel de autonomía de organización lingüística), vemos por un lado, en efecto, la diferencia entre los semantismos como Tiene una forma oblonga, Está hecho de cuero, Pertenecen a la raza felina (= semas propiamente dichos, o mejor «nucleares»), en última instancia, tan diversos y particulares como los objetos perceptivos de una cultura, que ellos designan y constituyen a la vez; y por otro lado las unidades de sentido como Humano/No-humano, Objeto material/Noción abstracta o Animado/Inanimado (= «clasemas», o «semas contextuales»), que tienen un alcance más general en el interior del léxico, intervienen en la nominación de numerosos objetos sensibles y, además, muy diferentes. De este modo, los semas son sometidos a una segunda clasificación (en mallas mucho más amplias que la primera, operado por las nominaciones mismas), y que desbordan por otro lado el lexema de la gramática, de la que corresponden frecuentemente a marcas formales (de este modo para «Humano/No-humano» a ¿Quién/Qué? en español, Who/Which en inglés, etc.). Si los clasemas, en una lengua, son comunes al léxico y a la gramática, los semas «nucleares» (que los llamo de ahora en más «semas» tout court, ya que este trabajo se limita a ellos) son propios al léxico y únicamente a él. Una vez más, no consideraré todos los semas lexicales, sino únicamente aquellos que intervienen en el léxico de los objetos visuales.

«Reconocer el objeto»

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Sobre la otra vertiente, la de la imagen, los códigos icónicos de nominación tampoco comprometen el conjunto del material semiológico. No se podría dar cuenta únicamente con ellos de todo el sentido (de todos los sentidos) de la imagen representativa. Reconocer el objeto no es comprender la imagen, aunque sea su comienzo. Se trata únicamente de un nivel del sentido, al que llamamos literal (= denotación, o representación), y no por completo. Porque la aprehensión de las relaciones entre objetos, o al menos de sus relaciones más factuales, participa aún del sentido literal pero es tomado a cargo por otros códigos, sobre todo los del montaje en el sentido más general del término (englobando la composición interna de una imagen incluso única): comprender que un objeto aparece, en la diégesis, únicamente unos minutos tras otro objeto, o que por el contrario estén constantemente en co-presencia, o que uno esté a la izquierda del otro (o muy lejos atrás, etc.), es ya otra cosa que identificar visualmente cada uno de estos objetos. El «reconocimiento» debe ser comprendido como una operación que articula algunos sectores de la actividad lingüística sobre algunos sectores de la actividad perceptiva, y no directamente la lengua entera sobre la percepción entera.

De la palabra al semema

Si se plantea así el problema, se vuelve esencial saber a qué especie de unidad lingüística corresponde en su exactitud el objeto ópticamente identificable, ya que la lengua comporta unidades muy diversas por su talla como por su estatuto.

Para el sentido común no hay duda: es la palabra. El acto de nominación, considerado en su forma concreta y directamente observable, corresponde muchas veces a una palabra, aquélla que nos viene al espíritu cuando nuestro ojo ha reconocido el objeto (= «Es un perro», «Es una lámpara», etc.). Sin embargo, la pertinencia de la palabra no resiste al análisis. La palabra es una unidad de dos caras, con su significado y su significante fónico. Ahora bien, lo que puede «corresponder» a un elemento icónico será forzosamente una unidad del significado lingüístico y sólo a ella: una unidad «mono-facial». La nominación de los objetos visibles es un caso más de transcodificación entre otros, y en toda transcodificación (por ejemplo en la traducción propiamente dicha), el único tránsito directo es el que pasa por los dos respectivos significados. Volveré sobre este punto, que es realmente más complejo. La nominación es más que una transcodificación, sin dejar de ser una. Es claro que entre el significante de una imagen que representa una casa y el significante de la palabra «casa» (o «house» o «maison», etc.), no es concebible ninguna correspondencia directa (es una de las consecuencias de la «arbitrariedad» del signo lingüístico), ya que las dos materias significantes son absolutamente heterogéneas una de la otra: aquí los trazados, los colores, las sombras etc., allí una emisión de la voz humana. El aspecto óptico de la casa no está gratuitamente en el hecho como la palabra francesa que tiene cuatro fonemas antes que tres o cinco. Son los significados que se articulan el uno sobre el otro: el objeto reconocido y el sentido de la palabra.

El lexema (morfema lexical), otra suerte de unidad lingüística, menor que la palabra no se adecua más a nuestros propósitos por las mismas razones. Es aún una unidad de dos caras que comporta elementos fonéticos.

Entonces, ¿el significado-de-palabra?, o ¿el significado-de-lexema? Tampoco esto. Pero esta vez por otras razones. En el nivel de una palabra e incluso de un lexema, el significante puede recubrir varias unidades que sobre el plano óptico son completamente distintos, por ejemplo el «gato» como animal y el «gato» como instrumento de auxilio mecánico. Es el problema de las acepciones múltiples.

En suma, la correspondencia visual debería establecerse con una unidad lingüística de puro significado, y que sería más «pequeña» que el significado-de-lexema: el significado de una acepción de un lexema (o la acepción única de un lexema con acepción única).

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Pero por otro lado, la unidad lingüística que buscamos puede coincidir en algunos casos con un segmento más largo que el lexema o incluso que la palabra, a condición de que se considere siempre una única acepción del significado de este segmento. El objeto que llamamos «matambre» es reconocible en una imagen, y corresponde en español a dos lexemas (agrupados en este ejemplo en una sola palabra). A lo que llamamos «queso de chancho» corresponde a tres lexemas (que aquí son también tres palabras), y, sin embargo, como elementos perceptivos están evidentemente sobre el mismo plano que el «jamón», cuya nominación compromete un solo lexema (que coincide con una palabra). Esto no es azaroso, ya que en el orden lingüístico en sí, tratándose de casos de secuencias de varios lexemas (eventualmente de varias palabras) éstos están lexicalmente fijados y conmutan con un único lexema. Desde el punto de vista de André Martinet (1967: 1-14), no son sintagmas (= libre combinaciones sintácticas) sino sintemas, combinaciones operado una vez por todas y que entran en el léxico con el mismo estatuto que los segmentos indescomponibles; si un queso de chancho es de color rojo hablaremos de un «queso de chancho rojo» y no un «queso rojo de chancho». Por otra parte, como propone Martinet, el término «tema» para designar en común los sintemas y los lexemas propiamente dichos, nos permite plantear a su vez que el objeto visualmente identificable corresponde, en el plano de la nominación, a una acepción de un tema, es decir, exactamente lo que Greimas (43-45, 38) (5) llama un semema.

Taxinomia culturales de los objetos

Cada semema (unidad específica del plano del significado) traza una clase de ocurrencias y no una ocurrencia singular. Existen miles de trenes, incluso en la única acepción de «convoy ferroviario», y difieren de manera pronunciada los unos de los otros por sus colores, sus alturas, el número de sus vagones, etc. Pero la taxinomia cultural implícita en la lengua ha decidido considerar estas variaciones como irrelevantes y los considera como un mismo objeto (= de una misma clase de objetos); ella ha decidido también que otras variaciones eran pertinentes y suficientes para «cambiar de objeto», como por ejemplo la separación entre «tren» y «tranvía». Es la misma repartición, tan variable según las sociedades -rasgos pertinentes y rasgos irrelevantes, en suma, el mismo principio «arbitrario» de enumeración de los objetos- que preside a las clasificaciones operada por la percepción de los objetos correspondientes en la misma cultura. También la vista es ligeramente incomodada cuando la imagen no le permite decidir si se trata de un tren o un tranvía; desde que ella ha podido zanjar, el espectador tiene el sentimiento de haber «reconocido el objeto»; y es notable que una percepción defectuosa del color de este tranvía (si es uno), o de su exacta amplitud, o del metal con que está hecho, etc., no acarree una obstaculización comparable, un obstáculo del mismo nivel.

Todo sucede como si los rasgos que no participan en el desglose de los objetos fueran culturalmente experimentados como una suerte de cualidades segundas, determinaciones agregadas y no indispensables en la intelección inmediata, vale decir, cualidades adjetivas antes que substantivas. Y es cierto que las más de las veces la expresión lingüística de estas particularidades visuales pasa por los adjetivos (= «un extenso tranvía»), o por algunos determinantes de tamaño mayor, pero sintácticamente intercambiables con los adjetivos, como por ejemplo la proposición subordinada relativa (= «un tranvía que viajaba muy rápido»; cf. «muy veloz»). Por el contrario, las cualidades visuales pertinentes, aquellas que por su agrupamiento en «paquetes», determinan la lista de los objetos a reconocer, se expresan en la lengua por sustantivos. Como se sabe desde hace tiempo, la nominación de los objetos -porque también está la de las acciones, volveré sobre este tema- procede por nombres. Las gramáticas tradicionales decían que el sustantivo corresponde a un objeto, el adjetivo a una «cualidad», el verbo a una acción. Simplemente, los objetos no son más que unos conjuntos de cualidades considerados como definitorios, y lo que llamamos cualidades recubre únicamente algunas cualidades, y cuya propiedad es no entrar en las definiciones de los objetos. Los objetos ópticamente identificables son por lo tanto clases de ocurrencias, como los sememas que los nombran; es por eso que A. J. Greimas propone llamarlos «figuras visuales» (son las unidades pertinentes), y distinguir de ello los «signos visuales» que serían las ocurrencias singulares (6-7) (6): cada dibujo de una casa, cada fotografía de un árbol, etc. Pero el término signo, en la tradición lingüística, evoca en demasía la unidad pertinente para que podamos tener alguna posibilidad de hacer designar lo contrario. Me parece preferible no adoptar términos especiales y hablar simplemente de objetos visuales reconocibles, oponiéndolos a las ocurrencias visuales.

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Acerca de la «nominación»Vemos que el fenómeno fundamental de la nominación está en sí mismo muy mal llamado. En el término (francés) «nomination», el semema nom (nombre) que aparece es al que corresponde a name en inglés, y no al noun inglés; pero designa de todas maneras una unidad lingüística que pertenece al orden de la palabra. Ahora bien, es únicamente en el nivel de la superficie que la nominación procede por palabras. Las verdaderas correspondencias entre el mundo visible y la lengua se establecen en el nivel de los rasgos pertinentes, unidades más profundas y no-aparentes, y la palabra (el «nombre») que designa el objeto óptico sólo constituye la parte emergida del sistema, la consecuencia manifiesta del juego de los rasgos pertinentes y su organización interna: cuando una superficie icónica comporta todos los rasgos definitorios requeridos para que podamos reconocer una lámpara (eléctrica) y que a su vez accedemos al semema correspondiente (= «lámpara» en tanto que accesorio de electricidad), éste último nos lleva al lexema del que contribuye a articular el significado (aquí, «lámpara» en todas las acepciones –que además forma una palabra en sí mismo), y esta palabra, a su vez, funciona como una entidad de dos caras, que también tiene un significante propio y por ende puede pronunciarse: el espectador exclamará «Es una lámpara». En el proceso completo de la nominación, la palabra habrá jugado un papel, pero únicamente al final del recorrido.

El término «nominación» no es propio de la lingüística y de las semiologías modernas. Viene de muy lejos: del pasado de la lengua, y también de toda una tradición filosófica. Lleva condensado en él una cierta concepción de vínculo entre el lenguaje y el mundo, una concepción que ya criticaba Saussure, o el lógico Gilbert Ryle, es decir, el «realismo ingenuo». Para éste, habría una suerte de lista de objetos, prexistiendo a su denominación, y las palabras vendrían a «nombrar» estos objetos a destiempo, y uno por uno. Aunque nos atengamos durante mucho tiempo al nivel de la superficie estamos atraídos indefectiblemente hacia creencias de este tipo. La palabra, y el lexema (y sobre la otra cara del problema el objeto visual una vez reconocido) no son más que productos terminales, mientras que el desglose del mundo en objetos (y de la lengua en sememas) es un procedimiento complejo de producción cultural en el seno del cual el papel central es atribuido a los rasgos pertinentes: rasgo de identificación (Eco) y semas lingüísticos por otro (Greimas).

Determinación por la práctica social

Este doble desglose no preexiste a la actividad social y a las características de cada civilización. Está determinado por ellas, formando parte de éstas al mismo tiempo. Se sabe que los Esquimales disponen de una docena de lexemas diferentes (y por ende de sememas diferentes) para designar la nieve, según sea desmenuzable, endurecida, deslizante, amontonada, etc. (Shaff, 1965: 153-175) Cada una de estas unidades consiste en un lexema indescomponible, mientras que las lenguas de la Europa occidental están obligadas -para designar los «objetos» correspondientes- a formar un sintagma nominal que combine cada vez el adjetivo apropiado (= «derretida», etc.) con un sustantivo nieve como invariante (o snow, Schnee, o neige, etc.). De este modo, nuestras culturas ven un único objeto con determinaciones variables allí donde los Esquimales ven diez objetos distintos. Un rasgo semejante como «desmenuzable» o «endurecida» (con el sema correspondiente) es considerado como irrelevante en nuestras lenguas -al menos cuando se trata de nominar la nieve-, mientras que es pertinente para los Esquimales.

Esta diferencia de organización lexical está evidentemente en relación con una diferencia de percepción de la nieve, que es más fina y diferenciada en los Esquimales. Cada sociedad lexicaliza las distinciones que ella percibe más nítidamente, e inversamente percibe con particular nitidez las distinciones que ella lexicaliza. Sería en vano una querella de anterioridad: intentar saber si en el comienzo es la lengua que ha provisto a la percepción o la percepción a la lengua. De hecho tanto la una como la otra han sido formadas por la sociedad (Shaff, 1965) (7) En nuestra civilización, los modos de producción y el trabajo son de un modo tal que la nieve no juega en ellos más que un pequeño papel, ya que una atención precisa llevada a sus diferentes estados no tendría una utilidad inmediata, mientras que el Esquimal que caza y que pesca en paisajes ampliamente nevados, y cuya supervivencia depende de ello, está obligado a conocer bien la nieve en sus diferentes variedades: las que permiten la caza, las que representan un peligro de hundimiento, las que anuncian la tempestad, etc. Una sociedad lexicaliza y percibe las distinciones de acuerdo a las necesidades más urgentes.

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Los rasgos pertinentes de la identificación perceptiva.El esquematismoLa visión no identifica un objeto según el conjunto de su cariz sensible (ni según el conjunto de la superficie de papel, si se trata de un mismo objeto en estado de «representación» en un dibujo o en una fotografía, es decir, el objeto visual trasmitido por los códigos de la analogía). Así se explica que las representaciones esquematizadas de los objetos, donde la mayor parte de las características sensibles ha sido deliberadamente suprimida, sean tan reconocibles (y a veces mucho más) que las representaciones más fieles y completas en el plano de la materia de la expresión (= respeto más exhaustivo del detalle, de las formas, de los colores, etc.), representaciones cuyo grado de esquematización es menor y mayor el grado de iconicidad, para retomar los términos de Abraham Moles (1968: 22-29). Ahora bien, es notorio que las imágenes fuertemente esquematizadas sean muy bien identificables (todo el arte de la caricatura reposa sobre este asunto). Es que el reconocimiento visual se funda sobre algunos rasgos sensibles del objeto o de su imagen (con exclusión de otros), aquéllos que conservan justamente -y esta vez aislándolos materialmente- el esquema y la caricatura: si ellos son a veces más «parlantes» que una figuración detallada, es porque evitan el riesgo de ahogar estos rasgos en medio de otros y retardar de este modo el punto de referencia; por el contrario, una imagen detallada se convierte a veces en una imagen confusa.

Los rasgos que retiene el esquema -o al menos el esquema figurativo, ya que hay otros (diagramas, etc.)- corresponden exactamente a los rasgos pertinentes de los códigos de reconocimiento muy bien descrito por Umberto Eco (1972: 217-320) que cita diversos ejemplos (8). Otros podrían ser sacado de la caricatura: los brazos levantados por encima de la cabeza y una buena talla, son suficientes para que reconozcamos a de Gaulle; unas cejas tupidas, un rostro redondeado, y es el presidente Pompidou; en algunos dibujos cómicos cuando un personaje presenta dos protuberancias de un lado y del otro, consideradas como senos y nalgas, son suficientes para reconocer a una «mujer» (es inútil decir que esta elección de rasgos pertinentes se debe a una ideología a la vez misógina y maternalista, bastante característico del mundo en que vivimos; los códigos son máquinas formales, pero es justamente como tales que tienen un contenido histórico y social; en este ejemplo como en otros la oposición entre la forma y el contenido lleva a un punto muerto).

***

De este modo, el esquematismo desborda ostensiblemente a la esquematización. Esta última es una actividad social específica que consiste en producir esquema materialzadas (= esquemas propiamente dichos). Por el contrario, el primero es un principio mental, perceptivo y sociolingüístico de alcance muy general, que hace posible la comprehensión de los esquemas de las imágenes detalladas con alto grado de iconicidad así como de los espectáculos de la vida real. Si, fuera de toda esquematización, las ocurrencias visuales incluso difiriendo por casi todos los rasgos pueden ser percibidos como ejemplos múltiples de un mismo objeto y no como objetos distintos, es porque algunos rasgos importan únicamente para la identificación. Y si muchos dibujos llevan en común los rasgos definitorios del objeto visual clave (= una cabeza y un tallo, cierto tipo de festón, etc.), pueden por otro lado –y sin inconveniente para la permanencia socio-taxinómica del ítem «clave»- diferir muy ampliamente por su talla, su color, el diámetro de la cabeza, la profundidad del escote, etc.

En la percepción ordinaria, o en las imágenes fuertemente figurativas, es el sujeto social, el espectador mismo quien elabora el esquema, por sustracción mental de los rasgos no pertinentes; en los casos de esquematización, es un especialista (dibujante, etc.), un «emisor», quien opera materializándola antes de la misma sustracción. La diferencia está en que el proceso de abstracción y de clasificación -la «sustracción»- en un caso interviene en el nivel de la recepción y en otro en el nivel de la confección; el primero está ausente del estímulo pero es reintroducido por el acto perceptivo, en cambio el segundo está integrado al estímulo artificialmente construido (Metz, 1971: 207-209) (9).

Exclusiones e inclusiones perceptivas

Es una vez más el esquematismo -y de manera más general la existencia misma de los rasgos pertinentes y clases de ocurrencias- que es responsable de una particularidad estructural bastante sorprendente, común a los desgloses perceptivos y a los desgloses lexicales: dos «objetos» pueden estar incluidos el uno en el otro, y, sin embargo, valer, cada uno por separado, para un ítem autónomo y distinto. De este modo no se podría saber si son o no del mismo rango. Desde el punto de vista de la teoría de los conjuntos, se diría que se trata de dos clases que mantienen a la vez relaciones de exclusión y de inclusión: por ejemplo los sememas (y los objetos visuales) automóvil y rueda, la rueda es una parte del automóvil y podría ser mencionada en el artículo «automóvil» en un diccionario de nominaciones icónicas, pero la rueda es también una unidad completa y del mismo «rango» que el automóvil, y nuestro diccionario los consideraría como dos entradas exteriores respectivamente y del mismo nivel.

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Esta aparente rareza, que se constata de manera general y permanente, se debe a la naturaleza fundamentalmente clasificatoria y «arbitraria» de las nominaciones. Cuando el objeto considerado es el automóvil (visto o dicho), la rueda no interviene más que como rasgo de reconocimiento, lo mismo que el volante por ejemplo. Pero si el objeto considerado es la rueda en sí misma, en otras circunstancias de la vida (como en el caso de pinchadura y reparación): entonces, es ella la que funciona como objeto reconocido, o a reconocer, y que lleva a su vez rasgos de reconocimiento (= forma exterior circular, localización de un «centro» y una estructura radial, etc.).

En suma, un único y mismo elemento material puede operar en dos niveles distintos de codificación: como sema y semema, como «identificantes» y «identificantum» (o «identificandum»). Constantemente, los objetos que hay que reconocer sirven para reconocer otros en él. Según las exigencias múltiples y diversas de la práctica, la percepción y el léxico se reservan el derecho de reagrupar de modo distinto sus rasgos de base, en «paquetes» variables por su contenido y por su tamaño; pero todo paquete que aparece de manera un poco estable y frecuente es un objeto, y los objetos son todos iguales como objetos, incluso si es susceptible de «perderse» en ocasiones -y únicamente en ocasiones- entre los rasgos de otro objeto: es cuando el segundo permanece como objeto mientras que el primero, dejando por un momento de serlo, se contenta con participar en el desglose del segundo. Es por eso que jamás existe, hablando con propiedad, objetos que estén incluidos en otros: lo que encontramos son elementos (semánticos y perceptivos) que el código hace jugar unas veces como objetos y otras veces como partes de objetos, ya que de todas maneras este mismo código dispone soberanamente la lista de los objetos, y no únicamente aquéllos que tienen eclipses.

Lengua/percepción: su doble relación, intercódica y metacódicaLas reflexiones precedentes muestran que la correspondencia entre visión y lengua se establece en dos niveles diferentes: por un lado entre los sememas y los objetos ópticamente identificables, por otro entre los semas y los rasgos pertinentes de reconocimiento visual. El alcance de esta dualidad merece ser tratado con mayor amplitud.

El tránsito por los significados

En la medida en que los sememas corresponden a los objetos ópticos (o viceversa), el tránsito intercódico -la articulación recíproca del código lingüístico y del código perceptivo- pasa por los dos significados. El semema, en la lengua, es una unidad específica del plano del significado; para la actividad perceptiva, el «objeto» es igualmente un significado: significado ya encontrado si se trata de un objeto una vez reconocido, significado buscado cuando el objeto no está identificado aún pero que es sentido como identificable (es decir, como siendo un objeto). En el código de reconocimiento visual, el significante no es nunca el objeto (señalado o sospechado), sino el conjunto del material gracias al que podemos señalarlo o sospecharlo: formas, contornos, trazados, sombreado, etc.: es la sustancia visual en sí misma, la materia de la expresión en el sentido de Hjelmslev.

Si se consideran las correspondencias entre la lengua y la visión como resultante de un proceso social de producción intelectual que consiste justamente en establecerlas de modo activa, el tránsito por los significados representa el nivel terminal, directamente observable, es el producto final de este conjunto de procesos. Gracias a los rasgos pertinentes del significado icónico, el sujeto identifica el objeto (= establece el significado visual); de ahí, pasa al semema correspondiente en su lengua materna (= significado lingüístico): es el momento preciso de la nominación, el franqueamiento de la pasarela intercódica; disponiendo del semema, puede pronunciar la palabra o el lexema al que se vincula éste semema: puede producir el significante (fónico) del código lingüístico. De este modo se ha rizado el rizo.

También ella puede ser recorrida en el sentido contrario, desde el significante fónico hasta la marca perceptiva, hasta un complejo espectáculo visual -el objeto correspondiente y por ende los rasgos ópticos pertinentes- o aún (en ausencia de todo «estímulos», real o icónica) hasta la evocación mental del objeto, es decir, de nuevo: sus rasgos ópticos pertinentes. Estas dos operaciones son muy usuales, en la vida cotidiana, a tal punto que ni siquiera se piensa en ello. Sin embargo, sin ellas no se podría comprender cómo cuando digo a un amigo «¿Podrías pasarme el sacapuntas que está en algún lugar de la mesa?», éste llega a encontrarlo y me lo alcanza, o también cuando me dicen «Mi hermana tiene puesto unos anteojos de sol», soy capaz de representarme en el espíritu un objeto-anteojos incluso si la hermana de mi interlocutor está ausente e ignoro por ende el modelo exacto que ella lleva puesto.

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Cuando el trayecto va del significante perceptivo (rasgos de reconocimiento) al significante lingüístico (emisión fónica, real o mental), es la nominación propiamente dicha; cuando va del significante lingüístico al significante visual, como los ejemplo de hace un momento, tenemos una circunstancia de visualización, que siendo el correlato inseparable de la nominación es lo contrario (es por eso que este último término, en un sentido un poco más amplio, puede designar sin inconveniente el fenómeno de conjunto independientemente de su orientación en cada caso). El punto común a las dos orientaciones, consiste en que el pasaje de lo lingüístico a lo perceptivo, o inversamente, tiene lugar en el nivel de los dos respectivos significados, semema y objeto:

Aunque demos vueltas sobre este aspecto -que si bien no es el más profundo tiene su realidad propia- la relación entre el léxico visual y la percepción visual queda del lado del la transcodificación ordinaria. Como rasgo definitorio de esta última, propongo retener el hecho del tránsito por los significados. La transcodificación es una operación socio-semiológica muy común; su forma más típica es la traducción: sub-caso de transcodificación en que los dos códigos son lenguas.

El tránsito por los significados no es una particularidad empírica o un hecho excepcional; por el contrario reposa sobre un dato permanente y fundamental: si los diversos códigos en uso se distinguen entre sí -si son simplemente variados-, es por la materia y la organización interna de su significante (códigos visuales, códigos auditivos, etc.), o bien únicamente por su organización cuando la materia es idéntica (ejemplo: la pluralidad de las lenguas), y por ende y de todas maneras por la organización de su significado (= «forma del contenido» en Hjelmslev), ya que ella es el correlato directo o indirecto (10) de la del significante; pero no por la materia del significado («materia del contenido»), que es común a todos lo códigos y que es siempre el «sentido», el tejido semántico: por lo que el sentido constituye la pasarela intercódica universal. Podemos conectar un código con otro cuando dos unidades de la forma del significado, perteneciendo respectivamente a cada uno de los dos (y que por ende no son nunca simplemente superponibles) ocupan no obstante una posición asaz vecina en la materia del significado (o, como se dice usualmente, «tienen más o menos el mismo sentido»): es cuando el traductor, partiendo de una palabra de la lengua-fuente, está en la búsqueda de una «palabra equivalente» en la lengua-meta. En suma, existe un nivel de las relaciones entre códigos que autoriza siempre a decir que el pasaje se efectúa a través de los significados.

La representación como metalenguaje

Sin embargo, en muchos casos, y sobre todo en aquél que nos ocupa, este nivel no es el único ni sin duda el más importante. Ciertas relaciones intercódicas son mucho más que transcodificaciones (sin dejar de ser una). La relación entre la lengua y la percepción es muy diferente de aquélla que une dos lenguas (= traducción), porque esta vez los dos códigos ya no tienen un idéntico estatuto semiológico y tampoco ocupan el mismo lugar en el proceso general de la socialización.

Frente a todo los códigos no lingüísticos, frente a ella misma cuando es necesario, la lengua está en posición de metalenguaje: metalenguaje no-científico universal, «equivalente mayor» intercambiable por todos los otros códigos, como el dinero por otros bienes. También existen metalenguajes científicos (lenguajes formalizados, notación matemática, química, etc.), pero todavía es la lengua la que sirve para la introducción, la previa explicitación y la definición del campo de validez de ellos. Y en otros dominios, la lengua en sí misma, una vez sometida a un trabajo específico que la transforma en terminología, es decir, en teoría, proporciona directamente el metalenguaje científico fuera de toda notación especializada, o tomando sólo una a título de auxiliar intermitente; este metalenguaje consiste en un cuerpo de enunciados lingüísticos, se confunde con el discurso mismo de la ciencia. De esta manera, la vocación meta-lenguajera de la lengua, universal en el nivel no científico, es afirmada aún más en el nivel científico; las dos cosas van juntas, y las clasificaciones sociales corrientes son, además, ciencias a su manera: es el problema del «pensamiento salvaje» tan bien planteado por Lévi-Strauss (y toda sociedad es una sociedad de salvajes, todo hombre es el nativo de una cultura).

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Si la lengua es el principal metalenguaje, es porque evidentemente ningún otro código está tan estrechamente ligado como ella a la comunicación social cotidiana así como a una cierta forma (abstracta, explícita) del pensamiento, que no es la única pero que es por naturaleza la más emparentada a operaciones de metalenguaje. Todo los semiólogos han señalado que la lengua, con relación a otros códigos, ocupa una posición disimétrica y privilegiada (Benveniste, 1969, Hjelmslev, 1968) (11) en lo que concierne a la extensión cuantitativa de la materia del significado (el campo total de las «cosas que queremos decir»): la lengua puede decir, aunque a veces de modo aproximado, lo que dicen todos los otros códigos, mientras que inversamente de ninguna manera es posible (no existe por ejemplo ningún grado de aproximación, que fuese considerable, a partir del que se pueda admitir que una melodía de caramilla o un juego de colores sea capaz de «decir» lo que dice una frase incluso muy simple, como El tren llegó con cuarenta minuto de atraso). Cada código «ocupa» una parte, y sólo una parte, de la materia semántica total, es decir, del conjunto de las aserciones socialmente posibles, mientras que la lengua ocupa todas. Entre la lengua y los códigos no lingüísticos, el quantum de «traducibilidad» se equilibra bastante mal y se inclina ampliamente de un solo lado. Esta ventaja de extensión semántica es igualmente mucho mayor en el estatuto social de la lengua como comentadora universal.

***

Una de las consecuencias más notables de esta situación en la vida cotidiana (percepción usual, desciframiento de numerosas imágenes que se ofrecen a la mirada en las ciudades modernas, conversaciones espontáneas a este propósito, etc.), es que la lengua hace mucho más que transcodificar la visión, traducirla en otro significante del mismo estatuto (que «verbalizarla», como dicen a veces los pedagogos audiovisuales): ella la acompaña permanentemente, es la glosa continua de ella, la explica, la explicita, en última instancia la efectúa, sea en voz alta o por una simple evocación mnémica del significante fónico. Hablar de la imagen, es en realidad hablar la imagen: no esencialmente una transcodificación, sino una comprehensión, una re-socialización de la que esta transcodificación no es más que el caso, el caso necesario. La nominación remata la percepción en tanto que la traduce; una percepción insuficientemente verbalizable no es plenamente una percepción, en el sentido social del término.

Si dispongo mentalmente de un semema (helicóptero por ejemplo) y si no logro dibujar el objeto correspondiente sobre una hoja de papel, se trata únicamente de mi torpeza accidental, soy alguien «que no sabe dibujar», y por esta situación nadie sospecharía de que ignoro lo que es un helicóptero. Pero si el helicóptero está dibujado sobre otra hoja y no logro nombrarlo –o en todo caso a encontrar el semema, a falta del significante fónico, como cuando tenemos la palabra «en la punta de la lengua»-, la situación, invertida en ciento ochenta grado, se vuelve más grave: no he comprendido el dibujo, ignoro realmente lo que es, no soy capaz de hacerlo existir (al menos en el plano de la representación, únicamente en la consideración que se hace de ella a lo largo de este estudio). La lengua no es un código entre otros, es el metacódigo.

Transcodificar/Metacodificar: relaciones entre dos operaciones

Entonces, es necesario distinguir la relación metacódica (relación de un metacódigo con su código-objeto) de la relación intercódica que une dos códigos situados sobre el mismo nivel, es decir, en el que cada uno puede funcionar llegado el caso como «interpretante» del otro, pero siempre con carácter reversible. En la relación metacódica, el tránsito por el significado (donde se expresa la igualdad de estatuto de los dos códigos) no es lo principal. Se sabe desde Hjelmslev (1968) (12) que el significado del metacódigo se articula sobre la totalidad del significante-significado del código-objeto; es otra clase de tránsito, de tipo disimétrico, que compromete, además, los dos significados, y un único significante (el del código-objeto). En cuanto al significante del metacódigo, constituye, en esta estructura «desprendida» que hoy conocemos bien, la parte que «supera» del código-objeto en su totalidad; de este modo, en una exposición oral las emisiones fónicas de la lengua francesa me sirven para describir los significantes y los significados del código icónico:

La relación intercódica simple podría por el contrario ser representada de la forma siguiente:

Únicamente los significados aseguran el contacto entre los dos códigos. Los significantes se «superan» entre sí, cada uno puede «traducir» el significado del otro; se suprime la disimetría.

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Estas advertencias teóricas encuentran una ilustración sorprendente en el problema que nos ocupa. Evocando la taxinomia cultural de los objetos visibles, A. J. Greimas considera que los rasgos pertinentes del significante icónico (= rasgos de reconocimiento en Umberto Eco) coinciden con aquellos significados lingüísticos, es decir, con los semas del semema (pp. 9). Esta proposición me parece de gran importancia. Por otro lado, podríamos retomar aquí, en una perspectiva de la semiología visual y no de pura lingüística, el análisis que hace Greimas (43-50) de la palabra francesa «tete» (cabeza) en una de sus acepciones (= objeto material), nos permitiremos simplificar un poco, para abreviar la exposición. Greimas señala en este semema cuatro semas: extremidad (de un objeto más vasto), extremidad discontinua (= culturalmente sentida como distinta del resto, que lo llamaremos con gusto el «cuerpo»), extremidad superlativa (= superior y/o anterior), extremidad esférica (o todo caso «ovalado»).

Estos cuatros rasgos pertinentes son del significado lingüístico. Pero son también –y en este punto las dos cosas se confunden- cuatro rasgos pertinentes del significante icónico: si en un film etnográfico (a)percibimos un objeto que nos es desconocido (arma de caza, por ejemplo, o instrumento de música), y si este objeto en su extremidad anterior presenta una parte distinta con una forma redondeada, no dudaremos en percibirla como la «cabeza» de este utensilio que nos era imposible identificar anteriormente; todo lo que sabe nuestra mirada es que una de sus partes consiste en sí misma en un objeto conocido, una cabeza. Por lo tanto, los cuatro semas corresponden a cuatro caracteres físicos (ópticos) del significante visual, es decir, a la «mancha» visible que formaba sobre la pantalla la fotografía de esta cabeza. Del mismo modo, reconocemos una «casa», sea en una imagen o durante un paseo en el campo, gracias a ciertos rasgos perceptibles separables del conjunto; la silueta que tenemos bajo los ojos evoca un objeto que ha sido construido por el hombre, ella tiene varios muros, tiene un techo, una puerta, etc. Ahora bien, estas diferentes características son también los semas de la palabra «casa» en una de sus acepciones (= edificio).

El retorno del significante

De este modo se confirma que la articulación entre las taxinomias de la vista y la parte visual del léxico, en el seno de una misma cultura, se establece en dos niveles a la vez: entre los significados respectivos (objeto y semema) aunque se considere la relación intercódica ordinaria, la simple «traducción», la lista terminal de las correspondencias de superficie; y entre los rasgos pertinentes del significante (del lado del código-objeto) y los del significado (del lado del metacódigo) cuando se considera la clasificación cultural de los objetos como una operación activa del tipo metacódico en la que lo esencial se pone en juego a través de unidades más «pequeñas» que el objeto-entero y el semema-entero, más acá de la nominación concreta que no es más que el resultado: cuando la concebimos como producción histórica de esta nominación, producción en que la lengua, comentadora universal, viene a dictar la ley y las divisiones, aunque en última instancia ella esté en sí misma, como el mundo visible, enteramente determinada en sus formas por las fuerzas sociales. En el cuadro que sigue hemos intentado representar esta doble relación de la lengua y la visión. Constatamos que las dos vertientes del código-objeto (significante-significado) se articulan entre sí sobre el significado del metacódigo y únicamente sobre él; el significante del metacódigo, formado por secuencias fonéticas que designan las unidades perceptivas, no tiene ninguna relación directa con el código-objeto; solamente puede «hablar» globalmente y como desde el exterior, por mediación de su significado propio, del significado metacódico:

De los objetos a las accionesNo hemos hablado hasta aquí más que de «objetos». Pero existe también «acciones» visualmente reconocible. El problema de la nominación va a desplazarse del sustantivo hacia el verbo, al menos en nuestras sociedades y en nuestras lenguas en que el nombre y el verbo, el objeto y la acción, son netamente distintos. Hecha esta reserva, el principio de análisis no varía. Así, en un film cuyas imágenes son confusas y poco legibles, nos son suficiente algunos rasgos ópticos netamente localizables para percibir que alguien ha lanzado algo. En este ejemplo, me parece que los rasgos pertinentes de la acción perceptible, y el lexema «lanzar» en la acepción correspondiente, son dos en total (mínima descomposición que otras puestas en paradigma vendrían a extender):

-objeto material que se aleja del cuerpo de la persona (opuesto a «recibir», «ser alcanzado por», etc., en las que el objeto se acerca)

-Acción muscular por parte de la persona (opuesto a «dejar escapar», «dejar caer», «perder», etc., en que el objeto también se aleja, pero la persona es pasiva).

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Es claro que el análisis debería ser llevado más lejos. Habría que conmutar, progresivamente, con una buena parte de los verbos franceses de movimiento, con la organización del mundo visual en general (o al menos de las principales unidades gestuales) de las sociedades que francófonas. Por ejemplo, los dos rasgos que retuve como los más sorprendentes presuponen otros dos por la relación de implicancia: «objeto material» o al menos inerte (en este caso, el proyectil), en oposición a un «ser animado» (persona, animal), o incluso a un objeto material pero concebido y percibido como «activo» (una catapulta también puede lanzar algo).

Los ruidos - los objetos sonorosLa perspectiva que se ha propuesto aquí puede aplicarse igualmente al mundo sonoro (= ruidos reconocibles) y al sector correspondiente del léxico. Este aspecto del problema es particularmente importante en el caso del cine sonoro (que en nuestra época es el cine tout court), de la televisión, de la emisión radiofónica, etc. No obstante, ha sido mucho menos estudiado, ya que nuestra civilización concede un fuerte privilegio a lo visual y no le presta atención a la esfera auditiva más que cuando se trata de sonidos de lenguaje: ubicado entre los dos, el «ruido» es frecuentemente dejado de lado (13).

¿Cómo explicar que en la banda sonora de un film de paisajes, o en el murmullo confuso de un bosque donde caminamos, seamos capaces de reconocer y aislar un chapoteo, si ignoramos el origen e incluso si identificamos como chapoteo, de una ocasión a otra, ruidos que difieren casi completamente? Hay que admitir que el chapoteo existe como objeto sonoro autónomo, con los rasgos pertinentes de su significante acústico que corresponden a los del significado lingüístico, a los semas del semema «chapoteo». Cuatro de estos aparecen bastante rápido, que resultan de las conmutaciones más «próximas»:

-Este ruido es relativamente débil (oposición a «estrépito», «alarido», «estruendo», etc.)

-Es discontinuo, mientras que un «rumor», un «silbido», un «ruido de fondo» no lo es.

-Es acústicamente «doble», o en todo caso no-simple, si entendemos por ello que cada una de sus emisiones se descompone al menos en dos sonidos sucesivos: / - - / .... / - - / .... / - - / .... (en este aspecto, los dos primeros fonemas del significante lingüístico, ch-a-poteo, pueden ser considerados como onomatopéyicas). La conmutación muestra que otros ruidos identificables no presentan esta característica y que cada una de sus emisiones es «simple»; como «detonación», o incluso «golpe» o «choque» en su acepción auditiva. Es la oposición entre FLOC y TAC (14).

-Este ruido es sentido como «líquido», o como provocado por un líquido, cf. por el contrario «frotación» o «raspadura» en su semema auditivo, presenta un rasgo «sólido», o bien «sibilante» y «silbido», un rasgo «gaseoso».

Estos cuatros rasgos, y todos aquellos del mismo género que estoy olvidando, son estrictamente comunes a la percepción auditiva y a la lengua; no tendría ningún sentido preguntarse si definen el «chapoteo», ya que este ruido y esta palabra sólo existen el uno por el otro. Nuestros cuatros rasgos son constitutivos del nivel de la articulación en que las dos cosas coinciden, en virtud del estatuto metacódico de la lengua.

El decaimiento ideológico de la dimensión sonora

No obstante hay una diferencia entre lo visual y lo sonoro en su definición cultural. Cuando reconozco una «farola» que puedo nombrar, la identificación está terminada y todo lo que podría agregar estaría del lado del adjetivo o de los determinantes. Por el contrario, si escucho de manera diferenciada un «chapoteo» o un «silbido», y si lo puedo decir, sólo tengo el sentimiento de una primera identificación, de una localización aún incompleta. Esta impresión desaparece únicamente cuando reconozco que se trata de un chapoteo de una rivera, o el silbido del viento en los árboles; en suma, el reconocimiento de un ruido conduce directamente a la pregunta «¿un ruido de qué?». En el primer abordaje, hay algo de paradoja, ya que los sememas de identificación inicial («silbido», «sibilante», «frotación», etc.) corresponden a perfiles propiamente sonoros mientras que los de la identificación final (el viento, la rivera), que no tiene nada de auditivo, enuncian la fuente del ruido y no el ruido mismo.

En la lengua, como metacódigo de los ruidos, la identificación más acabada es evidentemente la que designa a la vez el sonido y su fuente («estruendo de un trueno»). Pero si una de las dos indicaciones debe ser suprimida, es curioso constatar que es la del objeto sonoro la que puede ser con menor daño para el grado global de reconocimiento. Si percibo un «gruñido», sin otra precisión, subsiste algún misterio y como un suspenso (los films de terror y de espanto están cargados de estas cuestiones); la identificación está únicamente esbozada. Si percibo «el trueno» sin prestar la menor atención a sus caracteres acústicos, la identificación es suficiente.

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Se responderá quizás que el ejemplo es tendencioso, ya que el trueno es un objeto que no puede ser otra cosa que sonoro (así, no podemos verlo, lo que vemos es el rayo). Pero la situación no varía con los objetos que no se agotan en su ruido. Si hago alusión al «zumbido de un mecanismo», mi interlocutor consideraría que no sabe bien de qué hablo (= «¿Qué mecanismo?»); no obstante he estado preciso en la clasificación del ruido; pero me quedé en la vaguedad con respecto a la fuente. Es suficiente para que invierta mis ejes de precisión, que diga «es un ruido de avión a reacción», para que todos estimen que me expresé claramente, y se sientan satisfechos. A partir del momento en que la fuente sonora es reconocida (= avión a reacción), las taxinomias del ruido en sí mismo (zumbido, silbido, etc.) no pueden proporcionar, al menos en nuestra época y bajo nuestras latitudes, más que precisiones suplementarias y sentidas como no indispensables, de naturaleza en el fondo adjetiva, incluso cuando ellas se expresan lingüísticamente por sustantivos: en el nivel del discurso, no estamos más en la nominación, sino ya un poco en la descripción.

***

Ideológicamente, la fuente sonora es un objeto, el sonido una característica. Como toda característica está ligada al objeto, y es por eso que para identificar a este último es suficiente evocar el ruido, mientras que a la inversa no es posible. «Comprender» un dato perceptivo, no es captar en él exhaustivamente todos los aspectos, es la capacidad de clasificar y poner en cuadro (15): de designar el objeto cuyo dato perceptivo es un caso. También los ruidos son clasificados mucho más según los objetos que los emiten que según sus reparticiones propias.

Pero esta situación no es para nada de natural: desde un punto de vista lógico, el «zumbido» es un objeto, un objeto acústico, con el mismo estatuto que el tulipán que es un objeto óptico. Además, la lengua tiene en cuenta este asunto -o al menos el léxico, a falta del discurso-, ya que un gran número de ruidos reconocibles, rebajados, sin embargo, al rango de características, corresponden aún a sustantivos: hay allí una suerte de convenio, que no impide a los rasgos auditivos participar más débilmente que otros en el principio dominante del reconocimiento de los objetos. Además, cuando queremos nombrar el concepto mismo de objeto sonoro, es necesario, como lo hice hace un momento o como lo hacen los defensores de la música llamada concreta, agregar a la palabra «objeto» el epíteto sonoro, mientras que ninguna precisión es requerida para aquello que se debería lógicamente llamar «objeto visual»: consideramos como evidente que un estandarte es un objeto (tout court), pero por un gemido dudamos: es un infra-objeto, un objeto únicamente sonoro.

Sobre un substancialismo salvaje

Existe de este modo, profundamente enraizado en nuestra cultura (y sin duda en otras, pero no forzosamente en todas), una especie de substancialismo salvaje que distingue bastante estrictamente las cualidades primeras, según las cuales se determina la lista de los objetos (= substancia), y las cualidades segundas que corresponden a tanto atributos susceptibles de ser vinculados a estos objetos. Concepción que se refleja en toda la tradición filosófica de Occidente, comenzando por las nociones de Descartes y de Spinoza que retomaba la frase precedente. Es claro igualmente que esta «visión del mundo» tiene algo que ver con la estructura sujeto-predicado, particularmente fuerte en las lenguas indo-europeas.

Podemos pensar que las cualidades primeras están en nosotros en el orden principalmente visual y táctil. Táctil porque el tocar es tradicionalmente el criterio mismo de la materialidad (16). Visual porque las localizaciones necesarias a la vida cotidiana y a las técnicas de producción apelan al ojo más que a los otros sentidos (es únicamente en el lenguaje que el orden auditivo, como para compensar, se encuentra «rehabilitado»). El tema es demasiado vasto para ser abordado de modo útil aquí. Por el contrario, es posible comenzar a circunscribir desde ahora ciertas cualidades que parecen ser «segundas»: así los ruidos, evocados hace instante, al igual que las cualidades olfativas (un «perfume» es apenas un objeto), y lo mismo algunas sub-dimensiones del orden visual como el color (17).

En una revista de vestidos, si dos artículos son de corte idéntico y se distinguen por el color, se estima que se trata del mismo pullover (o del mismo pantalón) en dos «tonos»: la cultura afianza la permanencia del objeto, la lengua la afirma: sólo el atributo ha cambiado. Pero si los dos artículos tienen el mismo color y un corte diferente nadie dirá ni pensará que la boutique le ofrece «el mismo tono en dos vestidos» (fórmula incorrecta y no por azar, en la que el color estaría en posición de sujeto gramatical); se dirá más bien que estos «dos vestidos», esta faja, esta falda por ejemplo, «son del mismo tono»: la enunciación restablece el color en su lugar, en el predicado: son dos objetos distintos que tienen un atributo común.

El «sonido off» en el cine

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La repartición de las cualidades primeras y de las cualidades segundas juega un gran papel en uno de los problemas clásicos de la teoría del cine, el del «sonido en off». En un film, un sonido es considerado como off (literalmente: fuera de la pantalla) cuando lo es la fuente sonora; así definimos la «voz en off» como la voz de un personaje que no aparece (visualmente) en la pantalla. Se olvida que el sonido mismo no está nunca en «off»: o es audible o no existe; cuando existe, no sabría ser situado en el interior del rectángulo o fuera, ya que lo propio de los sonidos consiste en difundirse más o menos en el espacio circundante: el sonido está a la vez «en» la pantalla, delante, detrás, alrededor, en toda la sala del cine (18).

Por el contrario, cuando decimos que un elemento visual del film está en off, es que lo está verdaderamente: podemos volver a establecer por inferencia a partir de lo que es visible en los límites del rectángulo, pero que no vemos; un ejemplo bien conocido sería el del «cebo»: adivinamos la presencia de un personaje del que percibimos únicamente, sobre un lado de la pantalla, la mano o la espalda; todo el resto está (realmente) fuera de campo.

El asunto es claro: el lenguaje de los técnicos y de los estudios, sin darse cuenta, aplica al sonido una conceptualización que únicamente tiene sentido para la imagen: se pretende hablar del sonido, y se piensa de hecho en la imagen visual de la fuente sonora.

***

Esta confusión se encuentra evidentemente favorecida por una característica del ruido que es físico y no social: el anclaje espacial de los datos sonoros es mucho más vago y más difuminado que los datos visuales, las dos órdenes sensoriales no tienen la misma relación con el espacio, el del sonido es mucho menos apremiante, incluso cuando indica una dirección general (pero raramente un emplazamiento totalmente preciso, como es, por el contrario, indispensable para lo visible). Se comprende que los técnicos del cine hayan fundado su clasificación sobre aquél elemento menos inasequible entre los dos. (Además, es necesario recordar que la elección filogenética de un material acústico, el sonido de la voz, para los significantes del lenguaje humano se deben muy probablemente a razones del mismo orden: la comunicación fónica no es interrumpida por la oscuridad, por la noche, se puede hablar a alguien que se encuentra detrás de uno, a aquél que está oculto por un obstáculo, o a aquél que ignoramos la ubicación, etc. La relativa debilidad de la relación con el espacio procura aquí ventajas múltiples a la humanidad, que habría perdido -el beneficio- si hubiera elegido un lenguaje visual.)

Pero para volver al sonido en off del cine, los datos de la física no son suficientes para explicar la confusión persistente entre el objeto sonoro en sí mismo y la imagen visual de su fuente (ahora bien, desde su definición más literal, el concepto de sonido en off reposa sobre esta confusión). Hay otra cosa detrás, y es cultural, que ya hemos comentado en este estudio: la concepción del sonido como atributo, como no-objeto, y por ende la tendencia a descuidar sus características propias en provecho de las de la «substancia» correspondiente, que es aquí el objeto visible emisor de sonidos.

Semiología y fenomenologíaEl subtítulo que precede se perfila hacia una interrogación epistemológica que no es novedosa. Por mi parte me parece que toda la empresa semiológica, a través de su anclaje inicial en la preocupación del significante perceptible, de sus separaciones perceptibles, etc., se inscribe de alguna manera en el prolongamiento de la inspiración fenomenológica. Yo mismo «señalé» esta etapa necesaria (también la deuda) en el primer capítulo de mi primer libro, publicado gracias al autor de la Phénomenologie de l’expérience esthétique, a quién hoy rendimos homenaje con estudios, de perspectivas tan diferentes, que componen este volumen colectivo (19)

Por supuesto, los «prolongamientos» son siempre inversiones, reacciones. Los fenomenólogos han querido «describir» la aprehensión espontánea de las cosas (y lo han hecho a veces con justeza, y que permanecerá por más tiempo que ciertas inflaciones semiológicas). Sin embargo, ellos no han tenido el suficiente cuidado de esta «apercepción» que es en sí misma un producto, y que por ende ésta puede ser muy diferente en las culturas que no son de aquél que describe. No obstante (yo no busco la paradoja), permanece como verdad que estas formaciones terminales son también puntos de partida. Es una gran ilusión del cientificismo positivista segarse en todo lo que hay de no-cientificismo en la ciencia o en el esfuerzo hacia ella, sin el que ésta no sabría incluso existir. Todos estamos en nuestra hora de fenomenolólogos, y aquéllos que se declaran como tales tienen al menos el mérito de confesar un cierto tipo de relación con el mundo, que no es la única posible, ni la única deseable, pero que existe en cada uno de nosotros aunque en muchos se ignore o se oculte.

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Cuando sueño con mi propio campo de investigaciones, el análisis cinematográfico, ¿cómo podría disimularme -¿y para qué?- que todo un saber cultural previo, -sin el cual no sería incluso una visión la «primera visión» del film, ni en consecuencia las siguientes, más descomponente, menos descriptivas (o bien en otro sentido), más «semiológica» si nos atenemos al término-, que todo un saber ya presente en la percepción inmediata se encuentra necesariamente movilizada para que pueda solamente trabajar? Y este saber ¿cómo no comprender que es -que es y no es- el «cógito perceptivo» de la fenomenología? El contenido es el mismo, el estatuto que le acordamos no lo es.

***

En este estudio, he querido mostrar que el objeto perceptivo es una unidad construida, socialmente construida, y también (por una parte) una unidad lingüística. Se dirá que estamos ya muy lejos de este «espectáculo adverso» del sujeto y del objeto, de este hay cosmológico tanto como existencial (de todos modos trascendental) en el que la fenomenología ha querido instalar nuestra presencia en los objetos, y la presencia de los objetos en nosotros. No estoy tan seguro de ello, o en tal caso este «alejamiento» no es tal más que sobre ciertos ejes, y no implica una ruptura completa de horizonte. Claro está, hablé de semas, de rasgos ópticos pertinentes, etc., es decir, de elementos cuya propiedad es no tener ninguna existencia vivida y que son por el contrario -¿por el contrario o justamente?- las condiciones de posibilidad de lo vivido: las estructuras de producción que lo forman y se suprimen en él, y que encuentran en lo vivido el lugar de su manifestación y de su negación a la vez: las determinaciones objetivas del sentimiento subjetivo. Concentrar el interés sobre este estrato in-aparente, es alejarse del camino fenomenológico. Pero el estrato manifiesto -además de tener su realidad propia, autoriza los estudios posibles o los ya llevados a buen término- es igualmente el único dispuesto en el comienzo que luego su movimiento va a alejar de él.

He intentado comprender mejor porqué la percepción procede por objetos. Pero en primer lugar sentí, y vivamente, que ella procede en efecto de ese modo, los fenomenólogos no dicen otra cosa. Para que haya intentado desmontar los «objetos» que sorprenden tanto al nativo (y en primer lugar para que haya tenido ganas), fue necesario que yo mismo fuera un nativo, y que fuera sorprendido por las mismas cosas que él. Sabemos que toda empresa psicoanalítica comienza por una «fenomenología», según la palabra de los mismos psicoanalistas. No es verdad más que en este dominio. Todas las veces que queremos explicar algo, es más prudente empezar experimentándolo.

Bibliografía

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Martinet, André1967 «Syntagme et syntheme», en La linguistique, P.U.F., París.

Metz, Christian1971 Langage et cinéma, Larousse, París.1973 Essais sur la signification au cinéma, Kilcksieck, París.

Moles, Abraham1968 «Théorie informationelle du schema», en Schemas et schematisation, vol. I, n 1, París.

Schaff, Adam1965 «Langage et réalité» en Problémes du langage, número especial de Diogène, n 51.

Sommerfelt, Alf1938 La langue et la societé, caractères sociaux d?une langue de type archaïque, Publications de L?Instittutet for Sammelignende Kulturforskning, Oslo.

Luis J. Prieto1966 Messages et signaux, P.U.F., colección «Le linguiste», París.

Notas

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1. La estructura ausente; sobre todo la sección B, titulada La mirada discreta (Semiótica de los mensajes visuales) p. 217–320; es esta parte que ha sido traducida al francés en el número de Communications consagrado al Análisis de las imágenes (15, 1970, p. 11-51), bajo el título de «Sémiologie des messages visuels». (Versión castellana Análisis de las imágenes Ed. Buenos Aires Barcelona 1982). [volver]

2. Acerca de la noción de esquematismo, en el capítulo X.6 («Cinéma et idéographie») de Langage et cinéma; a propósito de la analogía (o iconicidad), en «Au-delà de l’analogie, límage» (publicada en Communications 15, citada previamente, y retomada en el tomo II de mis Essais sur la signification au cinéma); y sobre todo, como se dice un poco más adelante en el texto, proponiendo el concepto de «códigos icónicos de nominación» en Langage et cinéma p. 22-25, 150, 172, 202-203, 207-209. [volver]

3. Pienso por supuesto en la famosa «hipótesis de Sapir-Whorf», y también en las tentativas aisladas como la de Alf Sommerfelt sobre la lengua y la civilización de una etnia australiana: los Aranta (La langue et la societé, caractères sociaux d’une langue de type archaïque. [volver]

4. La sociolingüística actual, que se sitúa «luego» de la lingüística generativa transformacional, intenta superar este estadio puramente lexical. Ésta quiere superar también la distinción chomskyana entre «competencia» y «parformance», que llega a rechazar en la pura performace importantes variaciones sociales en el uso de una misma lengua nacional. De ahí el cruce de estas dos perspectivas: la idea de construir gramáticas (sintácticas o/y fonológicas) propios por ejemplo al «negro-english», es decir, el inglés tal como lo hablan los Negros de Estados Unidos, o en otros grupos socio-lingüísticos. Cf. Los trabajos de Labov y la escuela «variacionista». [volver]

5. Es un semema cada «acepción» de un lexema (p. 43-45), o de un «paralexema» (p. 38) -el paralexema de Greimas corresponde más o menos al sintema de Martinet. Greimas no propone un término especial para designar en común el lexema y el paralexema, como lo hace el «tema» de Martinet. Retomo pues este último que me es particularmente util ya que el objeto perceptivo puede corresponder indiferentemente a un lexema o a un paralexema (sintema), pero únicamente por el lado del significado y con una sola acepción (y aquí el único término que se nos ofrece es el «semema» greimasiano). [volver]

6. Greimas habla de figuras y de signos «naturales»; el contexto muestra que entiende por ello lo «perceptivo» (es un poco como cuando los lingüistas hablan de «lenguas naturales», por oposición a los lenguajes formalizados y a los metalenguajes y, sin pensar nada del mundo, estas lenguas son verdaderamente naturales). En mi texto prefiero evitar la palabra «natural». [volver]

7. La misma idea en Adam Schaff op. cit.: Es verdad que el lenguaje es un «instrumento», ya que contribuye a desglozar las unidades perceptivas, pero es también (como la percepción misma) un «producto» de la vida social. [volver]

8. «Seleccionamos los aspectos fundamentales de lo percibido según códigos de reconocimiento: cuando, en el jardín zoológico, vemos de lejos una cebra, los elementos que reconocemos inmediatamente (y que nuestra memoria retiene) son las rayas, y la silueta que se asemeja vagamente a la de un burro o una mula. Así, cuando dibujamos una cebra, nos preocupamos para que lo reconocible sean esas rayas, icluso cuando la forma del animal sea aproximativa y pueda, sin rayas, reemplazarse por la de un caballo. Pero supongamos que exista una comunidad africana donde los únicos cuadrúpedos conocidos sean la cebra y la hiena y donde no se conozcan los caballos, ni burros, ni mulas: para reconocer a la cebra, no será necesario percibir rayas (se la podrá reconocer de noche, como sombra, sin necesidad de identificar su piel), y para dibujar una cebra será más importante insistir sobre la forma del hocico y la longitud de las patas, para distinguirla de la representación del cuadrúpedo hiena (que también tiene rayas, de modo que éstas no constituyen un factor de diferenciación). (Eco, 1972). [volver]

9. Había distinguido en Lagage et cinéma dos casos muy parecidos, retomando y esforzándome en precisar la tradicional comparación entre la imagen cinematográfica y el ideograma. Notaba que en el primero es el mismo espectador quien hacía el esquema, mientras que en el segundo hay una propuesta terminada, o en todo caso en alguna de sus formas, sobre todo en el pictograma y el morfograma. [volver]

10. Directo cuando cada unidad de la forma del significado corresponde a una unidad de la forma del significante, sin que ninguna de las dos tenga luego articulaciones internas propias (= códigos de tipo simbólico en Hjelmslev). Indirecto cuando, en el caso contrario (= códigos «lingüísticos» en sentido amplio, formados por «signos» y no por símbolos), el plano del significante y el plano del significado tienen cada uno sus «figuras» (unidades menores que el signo), que no son isomorfas entre sí; De este modo, la organización interna del significado no es una copia exacta de la del significante. Pero ella depende de él (de ahí mi expresión «correlato indirecto»), porque la forma del significante y la del significado continúan coincidiendo en el nivel del signo, a riesgo de divergir luego en el nivel de las figuras. En esta concepción, el símbolo es por lo tanto un signo sin figura (o el signo un símbolo con

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figuras). Las lenguas propiamente dichas son el mejor ejemplo de sistema del tipo «lingüístico» (con figuras): no hay correspondencia bi-unívoca entre los fonemas o los rasgos fónicos (figuras del significante de un signo) y los semas, figuras del significado de este mismo signo -Cf. Hjelmslev (1943), cap. 21. P. 139-153, de los Prolégomènes à une théorie du langage, traducción francesa de una obra danesa de 1943.- La distinción hjelmsleviana de los sistemas simbólicos y de los sistemas lingüísticos es más conocida bajo el nombre de «sistemas simbólicos/sistemas semióticos» o «sistemas simbólicos/lenguajes» (que, además, figura en el autor). [volver]

11. La lengua es el único sistema semiótico que es universalmente «interpretante» (Benveniste, 1969: 130-131 del I, 2.). La misma idea en toda la obra de Hjelmslev (1968: 178-179) de la «Estructura fundamental del lenguaje» («Strutural Analysis of Language») curso dictado en la Universidad de Edimburgo, traducción francesa en anexo (p. 173-227) a las de los Prolegomène a une théorie du langage. Los otros códigos, diferentes de la lengua, son «lenguajes restringidos», las lenguas son «lenguajes no restringidos». [volver]

12.Capítulo 22 («Lenguajes de connotación y metalenguajes»). [volver]

13. Una opinión muy expandida quiere que el privilegio del lenguaje fónico conduzca en nuestra civilización a un sub-desarrollo de la riqueza visual. Y no es una equivocación. !Pero, cuanta más verdad hay en la riqueza de lo «ruidos» en la directa concurrencia por el lenguaje ya que éste último está dotado de un significante auditivo! [volver]

14. Las onomatopeyas, que son la excepción de la «arbitrariedad» de la significación lingüística, representan el único caso en que existe un lazo directo entre el significante del metacódigo (lengua) y el conjunto del código-objeto (código perceptivo). Para los casos de éste género, en que aparece una «motivación» del significante lingüístico, ver los importantes trabajos de Pierre Guiraud. [volver]

15. En el campo de la semiología, esta idea ha sido desarrollada de manera particularmente clara y demostrativa por Luis J. Prieto (1966: 15-27), sobre todo en Messages et signaux, Paris, P.U.F., colección «Le linguiste», 1966; cf. por ejemplo el cap. 2, «Le mécanisme de l’indication»: toda indicación es indicación de una clase, una clase no tiene sentido más que con relación a la clase (o a las clases) complementaria(s) en el universo del discurso que está presupuesto en cada caso, etc. [volver]

16. Ya me había llevado a este señalamiento por otro camino, en mi artículo «Acerca de la impresión de realidad en el cine» (1965) retomado en Ensayos sobre la significación en el cine Ed. Tiempo Nuevo Bs. As. 1972. [volver]

17. No es por nada que el film sin colores, el film en blanco y negro, haya sido «posible» (culturalmente, con relación a la demanda) durante largos años, y lo sea aún en amplia medida, -el film con olores no corresponde a ninguna espera fuerte y generalizada-, el film «sonoro y parlante» (el film ordinario de hoy) es casi siempre mucho más parlante que sonoro, los ruidos son pobres y estereotipados. De hecho, los únicos elementos cinematográficos que interesan a todo el mundo, y no solamente a los especialistas, son las imágenes y el habla. [volver]

18. Esto está en relación con otro hecho característico del cine actual: los datos visuales no son «reproducidos» en él más que mediado por algunas distorsiones perceptivas (= ausencia de factores binoculares de relieve, presencia del rectángulo de la pantalla que por el contrario falta a la visión real, etc.), mientras que los datos auditivos, a condición de que el registro esté bien hecho, no acusan ningún déficit fenomenal con relación al ruido correspondiente al mundo real: nada distingue en principio un tiro escuchado en un film de uno escuchado en la calle. «Los sonidos no tienen imagen» decía ya el teórico de cine Béla Balázs. De este modo, los sonidos del cine se difunden en el espacio como los sonidos de la vida, o casi. Esta diferencia de estatuto perceptivo entre lo que llamamos «reproducción» cuando se trata de lo visible y a eso que llamamos por el mismo nombre para lo auditivo me había parecido importante ya en los «Problème actuels de théorie du cinéma»p. 57-58 del tomo II de los Essais sur la signification au cinéma, y en Langage et cinéma p. 209-210. [volver]

19. Se trata de Mélanges Mikel Dufrenne («Pour une esthétique sans entrave»), en que este estudio había sido inicialmente publicado. [volver]

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