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LLÉVAME A CUALQUIER LUGAR

Alice Kellen

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LLÉVAME A CUALQUIER LUGAR

2013. Alice Kellen. Todos los derechosreservados.

Todos los derechos están reservados,incluida la reproducción parcial o totalde esta obra.

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1. Léane2. Blake3. Léane4. Blake5. Léane6. Blake7. Léane8. Blake9. Léane10. Blake11. Léane12. Blake13. Léane14. Blake

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15. Léane16. Blake17. Léane18. Blake19. Léane20. Blake21. Léane22. Blake23. Léane24. Blake25. Léane26. Blake27. Léane28. Blake29. Léane

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30. Blake31. LéaneEPÍLOGO

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1Léane

Me sudaban las manos, tenía el

estómago revuelto y notaba un ligerotemblor que se extendía por mis piernas,como si éstas fuesen de gelatina.

Jamás me había sentido tannerviosa. Probablemente, estaba a puntode sufrir un ataque de ansiedad.

Respiré hondo repetidas veces,intentando alejar mis temores.

Había bastantes alumnos reunidosen el salón de actos de la universidad ytodos ellos tenían el mismo objetivo:participar en el concurso convocado porla cadena local de la televisión delcondado de Berkshire.

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Cada cuatro años ―como si deunas olimpiadas se tratase―, la cadenaPrincett colaboraba con la universidadde Reading, dirigiendo y organizando elconcurso Joven Promesa.

Podían presentarse al castinginicial los alumnos matriculados enperiodismo en la universidad, abarcandotodos los cursos. En la primera criba,que era exactamente donde meencontraba, se elegía a los seisparticipantes que formarían parte delconcurso. Durante el año universitario,exactamente hasta marzo, los seisafortunados se batirán en duelorealizando reportajes como locutores,que se emitirán en directo a través delcanal online del campus.

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¿Cómo ganar? Conquistando alpúblico.

Los reportajes se publicarán en lapágina web de la universidad y losalumnos votarán sus favoritos, dandocomo resultado a los dos finalistas trasvarias rondas de eliminación. Eso sí,afortunadamente el ganador definitivoserá decisión de los jueces. Sinembargo, para conseguir llegar aparticipar en el último reportaje, eraobvio que había que caerle en gracia alpúblico. Así funcionaba también laaudiencia en la vida real.

El suculento premio era podertrabajar durante uno de los meses deverano en la cadena Princett. A pesar deque consistía en cubrir un puesto de

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b e c a r i a ―nunca estaba de másaprender a preparar cafés oreorganizar el papeleo de tussuperiores―, era una oportunidadúnica. Podías conocer desde dentrocómo funcionaba una cadena detelevisión, conseguir valiosos contactosy, todavía más importante, tener unaexperiencia en el sector para podertrazar la primera línea del currículum.

Años atrás, ganar el concurso habíasido crucial para muchos locutores queterminaron ocupando puestosprivilegiados e importantes. Hacersecon el galardón Joven Promesa, abríamuchas puertas.

En el salón de actos de launiversidad, se llegaron a congregar

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alrededor de treinta alumnos parapresentarse al casting. Todos estábamosde pie, formando una perfecta fila india,a la espera de que el acto comenzase.

En la primera hilera de butacas,estaban sentados los colaboradores dela cadena que se encargarían, pocodespués, de elegir a los seisparticipantes; entre los jueces se incluíatambién el famoso presentador estrellade la cadena Princett, Owen Gabsen.Observé con atención cómo seacomodaban en los asientos ypreparaban algunos papeles para tomaranotaciones, antes de desviar la miradapara centrarme en mis compañeros.

La mayoría parecía compartir minerviosismo. Eh bien. Intenté distinguir

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algún rostro familiar, pero apenas habíaalumnos de primero, casi todos eran decursos más avanzados. Una pequeñaventaja que a mí no me favorecía.

Cuando Owen Gabsen se levantóde una de las butacas y subió alescenario, logró acaparar la atención delos alumnos. Los murmullos sesilenciaron rápidamente dando paso a uninquietante silencio. El famosopresentador dirigió el micrófono haciasus labios sin prisa y sonrió de un modoestúpidamente encantador antes dehablar.

―Supongo que muchos meconoceréis por presentar las noticias dela noche en la cadena Princett ―cogiómucho aire de golpe y fingió sentirse

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abrumado por la emoción. Luego mirónuevamente al público y, cuando volvióa hablar, advertí el leve eco de su vozque parecía golpear contra las paredesdel salón de actos―. Pero hoy quierodirigirme a vosotros como uno más.Hace unos años, también estaba ahíabajo, mirando de reojo a un escenarioque me aterrorizaba, a la espera derealizar el primer casting de mi vida.

Intentaba mostrarse cercano, queríaque nos sintiésemos identificados.Pestañeó en exceso, fingiendo estarconmovido; Owen Gabsen sabía quégesto debía utilizar en cada momento.Habitualmente vestía riguroso traje dechaqueta, pero para la ocasión habíaoptado por unos pantalones color caqui

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y una camiseta informal. No me gustabacomo presentador, pero debía admitirque actuar se le daba genial.

―¿Sabéis lo que ocurrió al final,verdad? Gané el concurso ―sonrió consatisfacción―. Es una experienciainigualable. Un trampolín laboral―señaló con un dedo al público y lomovió de un lado a otro, abarcando elperímetro del salón de actos―. Todostenéis la oportunidad de ganar. Dejadatrás los nervios, subid al escenario ydemostrad lo que sois capaces de hacer.

Una entusiasta tanda de aplausosretumbó en las paredes del salón deactos. Los estudiantes se manifestaronsumamente emocionados tras eldiscurso, sentimiento que no compartía.

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Me pregunté cuántos de mis compañerosse habían presentado al casting solopara poder ver al presentador en vivo yen directo.

No me gustaba Owen Gabsen, sumirada era siempre esquiva. No solo eraconocido por presentar las noticias de lanoche, sino también por sus escarceoscon jóvenes famosas y por protagonizarportadas en conocidas revistas delcorazón. Su vida privada, había sido eldesencadenante hacia la audiencia.

Cuando él volvió a sentarse, sinmás preámbulos, el jurado le indicó alprimer alumno de la fila que subiese alescenario. Guardamos silencio absoluto.

Observé al joven delgado que sedirigía hacia el micrófono con cautela.

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Se colocó con el dedo meñique lasenormes gafas redondas que acaparabanla atención sobre su rostro y comenzó ainformar sobre un asesinato cometidocerca del centro de Londres, a plena luzdel día.

Tras la primera prueba, elescenario fue ocupado por un alumnotras otro hasta que la longitud de la fila,donde me encontraba, disminuyó.Algunos estudiantes tartamudeaban, setrababan o repetían en exceso ciertaspalabras; probablemente seríandescalificados por ello. Distinguírápidamente a los que más destacaban:una chica menuda de voz dulce parecíahaber seducido al jurado con suinocencia, a pesar de que se mostraba

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nerviosa. Mark Dabbent ―a quiénconocía de la clase de literatura,aunque cursaba segundo curso, porquehabía repetido esa asignatura―, hizoun reportaje sobre una fábrica de ositosde peluche y encandiló al público concomentarios graciosos.

Cuando llegó mi turno, exhalédespacio. Ascendí con una lentitudpreocupante los escalones que dirigíanal escenario. Quería huir. Durante unosinstantes, me convencí de quepresentarme al concurso había sido unamala idea. Casi me obligué a caminar,porque mis piernas no parecían quererhacerlo por inercia.

Centré la mirada en el micrófono,evitando así enfrentarme al jurado.

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Percibía decenas de ojos clavados en míevaluándome con detenimiento,exactamente como yo había hecho conmis compañeros minutos atrás. Intentédejar atrás la inseguridad que meabrazaba e imaginé que estaba sola enmi habitación, ensayando. Cogí elmicrófono y sonreí.

―Las últimas estadísticas indicanque París continua siendo el segundodestino turístico más popular del mundo,por detrás de Londres, con más de 42millones de visitantes extranjeros al año―dije―. Cuenta con muchos de losmonumentos más admirados, tales comola Catedral de Notre Dame, el Arco deTriunfo, el Panteón, la Ópera Garnier…y por supuesto la famosa Torre Eiffel,

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que podéis ver a mi espalda ―extendíla mano hacia atrás, ladeandoligeramente la cabeza, como si estuviesemostrándole al espectador la obra deGustave Eiffel, fingiendo que meencontraba en el extremo del Campo deMarte, a la orilla del río Sena―. Lacapital francesa también albergareconocidas instituciones culturales,como el Louvre, el Museo Orsay o elMuseo Nacional de Historia Natural―concluí, dedicándole al jurado la másamplia de mis sonrisas―. Les hainformado Léane Bouvier.

Al terminar, respiré hondo. Cuandomiré hacia el grupo del jurado, distinguía Owen Gabsen sonriendo; quise pensarque aquello era una buena señal.

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Mientras bajaba los escalones delescenario, y avanzaba hacia el grupo dealumnos que ya habían realizado supresentación, rememoré mi actuación.

No me había trabado o equivocadoni una sola vez. Había utilizado un tonoclaro y lineal y, aunque me preocupabaque mi acento francés pudiese notarse enexceso y desagradarles, estabaconvencida de que lo había hechobastante bien.

Agité las manos, como si de esemodo fuese a expulsar el nerviosismo yla energía negativa que se apoderaba demí. Ya estaba hecho, no había vueltaatrás.

Alcé la vista hacia el escenario, altiempo que el siguiente estudiante

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caminaba con despreocupación hacia elcentro, preparándose para dar su noticia.Tenía el cabello oscuro, ligeramentedespeinado, y vestía de un modoinformal pero andaba con ciertaelegancia. Sonrió cuando sus dedosrozaron el micrófono. No era unasonrisa inocente. Era una de esasladeadas sonrisas provocadoras e,inmediatamente, advertí que algunaschicas a mi alrededor comenzaban asusurrar entre ellas. Pathétique.

En cuanto empezó a hablar,conquistó al público y probablementetambién al jurado. Tenía una vozprofunda, algo ronca y su inglés eraclásico, con ese típico acento refinadocaracterístico de ciertas zonas del país.

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No se mantenía quieto en el escenariocomo sí habíamos hecho todos losdemás, sino que caminaba de un lado aotro con seguridad y soltura. Cuandoterminó el reportaje, mostró otrairresistible sonrisa e, inconscientemente,puse los ojos en blanco. Bien. Vale. Erainsultantemente guapo, ¿pero acaso noera triste que utilizase sus encantosfísicos para destacar entre los demás?Ligeramente molesta, miré a varias delas concursantes y advertí que la granmayoría llevaban ajustadas camisetasque dejaban a la vista pronunciadosescotes. Touché. Empecé a sentirmecomo una especie en extinción.

A pesar de que al finalizar miactuación me había sentido bastante

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satisfecha, cuando el casting concluyó yel jurado se reunió para deliberar suselecciones, me convencí de que noformaría parte de los seisseleccionados; era más fácil prepararmepara lo peor y luego alegrarme en casode que hubiese suerte. Mark Dabbentapoyó una mano en mi brazo, llamandomi atención.

―¿Nerviosa?―Como todos, supongo ―me

encogí de hombros―. Tu reportaje hasido genial. Muy divertido.

―Gracias ―sonrió consinceridad―. Pero si alguien tieneposibilidades de ganar, sin duda, erestú.

Bufé, incrédula.

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―En serio, el acento te da un puntoextra ―entrecerró los ojos―, además,tienes una vocecita encantadora.

Dejamos de hablar cuando eljurado comenzó a ponerse en pie. Mesorprendió que tomasen la decisión tanrápido; no era un buen augurio. Sedirigieron hacia nosotros y OwenGabsen volvió a convertirse en el centrode atención cuando habló.

―Antes de dar los nombres de losseis estudiantes seleccionados, quierofelicitar a todos los presentes ―dijo―.El nivel ha sido muy alto desde elprincipio. Es un honor para mí y miscompañeros poder descubrir el talentoque tenéis.

Dejando a un lado las palabras de

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consuelo, Owen clavó la mirada en elpapel que sostenía en las manos.

―Los nombres de losseleccionados son: Marlenne Nipton,Susan Faith, Mark Dabbent, BlakeLakker…

El joven que tanto había destacadosobre el escenario gracias a susencantos físicos, consiguiendo suspirospor parte de algunas chicas, dio un pasoal frente rompiendo la fila.

―Es Blake Lekker ―le corrigió,sin el menor tono de duda en la voz.

Owen Gabsen frunció el ceño,molesto por la interrupción.

―Como sea, Blake Lekker ―tosió,aclarándose la garganta―. LéaneBouvier y Nina Clarson.

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Solté todo el aire que habíacontenido, respirando al fin tranquila.Quise gritar de emoción, saltarfelizmente o bailar alguna danza ridículapero, lógicamente, me contuve comotodos los demás y apenas me moví unoscentímetros. Permanecí clavada en elsuelo como una fría estatua con lamirada fija en los integrantes de lacadena. Sonreí tímidamente, pero luegome sentí algo alicaída por los alumnosno seleccionados que comenzaron aabandonar el salón de actos.

Dos de las chicas ganadoras, que alparecer también eran amigas, seacercaron a felicitarme.

―Me llamo Marlenne ―dijo lamás bajita. Era la joven que tenía una

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voz angelical.―Yo Léane ―respondí, notando

las palabras espesas, como si todavíame costase pronunciar adecuadamente acausa de los nervios―. Encantada.

Miré a su amiga Susan, dispuesta apresentarme, pero antes de que pudiesehacerlo Nina Clarson se interpuso entrenosotras. Alzó los brazos hacia mí,gesticulando en exceso con las manos,detalle que habitualmente me sacaba dequicio.

―¡Me ha encantado tu actuación,Léane! Eres muy mona ―apoyó susdedos en mi hombro, adueñándose deuna confianza que no le había dado―.¿De dónde eres?

―París, Francia ―dije de forma

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autómata. Había respondido infinidad deveces esa pregunta durante el cursillo deverano de la universidad, donde casitodos éramos extranjeros.

―Oh, qué envidia ―sonrió―,¡adoro la ciudad del amor!

En cuanto Owen Gabsen se acercóa nosotros, Nina me dio la espaldadispuesta a aprovechar la oportunidadpara charlar con él.

Miré a mi alrededor y advertí quelos alumnos que no habían sido elegidosya habían abandonado el salón de actos.Me sobresalté al notar una manorozando delicadamente mi cintura; di unpaso hacia atrás, apartándomesúbitamente, como si el contactoquemase.

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Blake Lekker sonrió.―Enhorabuena ―dijo secamente.―Lo mismo digo.Durante más tiempo del adecuado,

Blake me miró fijamente. Estaba a puntode decir algo que lograse romper elincómodo silencio, cuando él dio mediavuelta y empezó a hablar con Marlenne.

Me situé al lado de Mark, dado queera el único finalista al que conocía.Una mujer, que había formado parte deljurado, se acercó a nosotros y nosrepartió unas carpetas de color azul.

―Supongo que estaréis al tanto decómo funciona el concurso ―dijo―, sitenéis alguna duda, encontraréis uninforme detallado dentro de las carpetas,así como las fechas y el horario de los

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reportajes que debéis realizar―especificó―. Os recuerdo que seemitirán en directo a través del canalonline de la universidad y que,dependiendo de las votaciones recibidasen la página web de la cadena, tras cadatanda se descalificará a dosparticipantes que deberán abandonar elconcurso.

No parecía emocionarle la idea deexplicarnos los detalles, se mostrabadesganada y fruncía los labiosconstantemente. Aclaró que iríamosacompañados por un cámara y unprogramador informático para grabar losreportajes y que no había opción derepetir la toma en caso de que saliesemal. Hizo hincapié en el elevado coste

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que suponía un directo.―… tal como acordamos con el

consejo de la universidad, el concursofinalizará en marzo para que no supongaun problema de cara a los exámenesfinales ―nos recordó―. Cada mes serealizará un reportaje. Y cada tandaeliminatoria consta de dos reportajes, locual supone que en diciembre habrácuatro participantes y, por ende, enfebrero quedarán los dos finalistas―suspiró sonoramente―. La final seráen marzo. Ese reportaje seráimprovisado, no os daremos un tema enconcreto sobre el que tratar. Y comosabéis, el ganador será elegido pornosotros, los jueces.

Se llevó las manos a la cabeza y

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cerró los ojos durante unos segundos,como si estuviese intentando recordaralgo importante.

―Ah, sí, necesitamos vuestrosdatos completos ―añadió, rebuscandoen su carpeta hasta que dio con lospapeles indicados―. Es de crucialimportancia que el teléfono quefacilitéis, esté operativo.

Nos indicaron que en cuantoterminásemos de rellenar el papel conlos datos correspondientes, podíamosmarcharnos; así que en cuanto tracé mifirma, me guardé el bolígrafo en el bolsoy me despedí rápidamente de los demás,salí casi corriendo del salón de actos.

Agradecí el viento que soplaba,revolviéndome el cabello y despejando

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mi mente. Respiré hondo, sintiéndomesatisfecha conmigo misma, y comencé acaminar a paso raudo por lasinmediaciones de uno de los tres campusrepartidos por la zona estudiantil de laciudad. Empezaba a oscurecer, perotodavía había bastante gentedeambulando por las calles de piedraque recorrían la universidad de Reading.

Reading se encontraba dentro delcondado de Berkshire, en Inglaterra; amedio camino entre Londres y Oxford.Albergaba alrededor de 15.000estudiantes de diferentes nacionalidades.A menudo la denominaban <<ciudaduniversitaria>>.

Llegué a Reading, junto a mi mejoramiga Lissa, a principios de julio con la

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intención de aprovechar el periodovacacional para instalarnos en laresidencia, así podríamos acudir alcurso que ofrece la universidad paraalumnos extranjeros y conocer mejor laciudad.

Casi todos los alumnos de primeraño ―especialmente si no eran denacionalidad inglesa―, convivían en lasnumerosas residencias que había en lostres campus universitarios. En resumidascuentas, significaba que tenías quecompartir habitación con otroscompañeros, ser puntual con el horariode comidas si no querías quedarte con elestómago vacío y sociabilizarte más delo deseado.

Los estudiantes que llevaban un par

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de años en la universidad, solíanabandonar la residencia en busca delibertad. Alquilaban pisos compartidossi podían permitírselo económicamentee incluso habitaciones sueltas.

Proseguí caminando por el campusuniversitario, que estaba repleto dejardines cuya viveza contrastaba con loscaminos peatonales y los edificiosconstruidos en piedra. Me dirigí haciauno de los jardines y, tras sacar el móvildel bolsillo del pantalón, me senté sobreel césped con las piernas cruzadas.Advertí que mi padre me había enviadonuevamente uno de sus filosóficosmensajes. O como él solía decir, citotextualmente: <<Palabras llenas deinspiración>>. Desde que había

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abandonado París para acudir a launiversidad a principios de verano, sehabía convertido en una costumbrediaria.

<< El éxito consiste en vencer eltemor al fracaso >>. Charles AugustinSainte-Beuve

Sonreí en cuanto terminé de leer elmensaje y marqué a toda prisa el númerode mi casa.

―Hola, cielo ―respondió mimadre al otro lado de la línea―, ¿cómoha ido el día?, ¿qué has comido? Mepreocupa que la comida del comedor nosea sana…

―¡Mamá, me han seleccionadopara el concurso!

―Cariño, ¡eso es… maravilloso!

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―escuché cómo llamaba a mi padre agritos para contarle la noticia―.Estamos orgullosos de ti.

No pude evitar sonreír.―Tendrás que explicarme dónde

puedo ver los reportajes ―dijo―. Yasabes que el Sr. Internet y yo no nosllevamos demasiado bien.

Les relaté a mis padres cómo habíasido mi actuación, lo que sentí sobre elescenario frente a todos los estudiantes,el proceso de selección y las primerasimpresiones de los otros cincofinalistas. Mientras contaba lo ocurridodetalladamente, mamá reía de vez encuando con cierto nerviosismo; por eltono de su voz, notaba que intentabadisimular lo mucho que le emocionaba

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la noticia.El único propósito de mis padres,

desde que tenía uso de razón, era quefuese a la universidad. Ellos eran dosartistas, cada uno a su manera, yvaloraban la cultura como pocos más lohacían.

Mamá era pintora. Había estudiadoeconomía en la universidad, pero dejar aun lado su pasión para sumergirse en unmontón de papeles repletos de númerosno era una opción. Ella necesitabapintar. Y nosotros necesitábamos vercómo lo hacía.

Era cierto que no era un trabajobien valorado ―al menos noeconómicamente―, pero no existía nadamás gratificante que verla con su bata

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blanca, repleta de coloridas manchas depintura, moviéndose ajetreada por supequeño estudio con una brocha en lamano. Me encantaba sentarme en el sofáque había al fondo de la habitación, bajoel ventanal tras el que se dibujaba laciudad de París, para observarensimismada cómo pintaba un cuadrotras otro. La inspiración le llegaba atrompicones, mamá no eraespecialmente constante, pero cuandoeso ocurría entraba en un maravillosoestado creativo. Se le iluminaban losojos y éstos se tornaban ligeramenteacuosos, casi como si fuese a llorar porla emoción contenida. Un rubor rosadose propagaba por sus mejillas y eraincapaz de escuchar o ver nada de lo

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que ocurría a su alrededor, como si elmundo entero se hubiese congelado paraella.

Vendía algunos cuadros. Cada vezmás, probablemente por el efectoproducido por el boca a boca de susfieles clientes. Sin embargo, seguía sinser suficiente ―especialmente sicomparábamos las ganancias con elsalario medio―, pero tanto mi padrecomo yo teníamos la certeza de quealgún día sería reconocida como unagran artista.

Papá, por el contrario, sí tenía untrabajo estable. Y además, era el trabajode sus sueños. Desde hacía más dequince años, ocupaba un puesto en unaescuela de adultos como profesor de

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literatura. A él le entusiasmaba que,personas que habían dejado atrás sujuventud, todavía mantuviesen la menteabierta con ganas de aprender. Era unalabor gratificante. Salía de casa a lasocho de la mañana con una radiantesonrisa en los labios. Y cuandoregresaba, contra todo pronóstico, esasonrisa no había disminuido sino que eratodavía más amplia.

Mis padres se conocieron en laferia cultural independiente que seorganizaba anualmente en la ciudad. Ellapresidía una pequeña caseta, junto aotros pintores poco reconocidos, dondeexponían sus cuadros. Papá era unvisitante más a la espera de pasar un díaagradable en la transitada feria.

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Él se quedó totalmente prendidopor uno de los cuadros de mi madre y sedecidió a comprarlo, aunque para ellotuviese que gastarse los ahorros de todoun año. Cuando él pagó y ella fue adevolverle el cambio, sus dedos serozaron y… ya está. Así fue su historiade amor. Increíble, pero cierto. Dosaños después, me trajeron al mundo.

Decidieron llamarme Léane porqueetimológicamente el nombre proviene de<<Leona>>. Les gustó porque era unsímbolo de fuerza y coraje. Nunca me heinteresado demasiado por el significadode los nombres, pero mis padres le danmucho valor a ese tipo de cosas que amí suelen parecerme poco fiables.

Gracias al esfuerzo de mis padres,

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asistí desde pequeña a un colegiobilingüe. Obtener el certificado de usode inglés como primera lengua era unagran ventaja para, más tarde,introducirme en el mundo laboral.Cuando, el pasado año, convocaron lasbecas para acudir a una universidadextranjera de habla inglesa, no me lopensé dos veces.

Siempre me había preocupado pormis calificaciones, no solo porquequería compensar todo lo que mispadres habían hecho por mí ―pordecirlo de un modo elegante, en casa nosobraba ni un céntimo―, sino porquerealmente me importaba. Me habíainteresado por el periodismo desdepequeña, había participado en todos los

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diarios escolares desde primaria y meencantaba ver las noticias, contrastardatos, comparar diferentes puntos devista, documentarme… Siempre quisepensar que sin información, en todos lossentidos, no éramos nada.

Y ahora, era finalista del concurso.Y quería ganar.

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2

Blake

Mientras caminaba por la calle

Castle, rememoré las actuaciones de losotros cinco finalistas. Estaba seguro deque el bromista, Mark, me daríaproblemas. Nina, como mediauniversidad bien sabía, no era de fiar. Alas otras chicas apenas las conocía.

Me preocupaba Léane y su ridículoacento francés. Cautivaba. Llamabademasiado la atención. Tenía un malpresentimiento sobre ella.

No recordaba haberla vistoanteriormente por la universidad,

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suponía que era de primer año. Losestudiantes recién llegados, siempresolían ser temerosos. Se sentíanvulnerables ante las novedades que lespresentaba la vida universitaria, peroLéane no se mostraba así. Si se habíasentido nerviosa, sabía bien cómoocultar sus emociones para que nadie sepercatase de ello.

Metí las manos en los bolsillos dela chaqueta.

No había demasiada gente por lascalles de Reading porque era casi lahora de la cena, así que caminé por lacalzaba sin tener que esquivar lasbicicletas que habitualmente recorrían laciudad, ya que era el medio detransporte más común entre los

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estudiantes. Conocía bastante bienReading, no solo porque cursaba terceraño de carrera y llevaba tiempoasentado allí, sino porque me habíacriado en una urbanización de Romford,muy cerca de la capital, Londres.

Asistir a esa universidad, y elhecho de mi padre me regalase un cochetras cumplir los dieciocho, me permitíavisitar habitualmente a mamá y a Emma,mi hermana pequeña, ya que Romfordestaba a unos ciento veinte kilómetrosde Reading.

La mayoría de las viviendas de laciudad son del estilo reina Ana,pequeñas casas de ladrillo rojounifamiliares, normalmente de dosalturas o más. Me gustaba Reading, su

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estética, su estilo de vida… habíanumerosos pub y lugares de ocio ―entreotras cosas, albergaba uno de losfestivales musicales más conocidos delmundo, el Reading Festival―; ademásera, probablemente, el centro denegocios más significativo del sudestede Inglaterra, aparte de Londres, y lamayoría de las compañías importantesde Gran Bretaña tenían su sede en laciudad, lo cual era una ventaja a la horade realizar las prácticas al finalizar lacarrera y poder optar a un puesto en unagran empresa.

Dejé de caminar, tras distinguir elbar Sahara a lo lejos. Saqué el móvil delbolsillo y respiré hondo. Hablar con mimadre, en ocasiones, era complicado.

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Había momentos de calma que, sinprevio aviso, se transformaban entormentas bajo las que no podíacaminar. Mejor dicho: no sabía hacerlo.

―Mamá, ¿cómo estás? ―apoyé elhombro sobre el cristal del escaparatede una tienda de electrodomésticos.

―Genial, cariño ―tosió―, ¿quétal ha ido el concurso?

―Lo cierto es que bien.―¿Significa que vas a participar?―Sí ―sonreí, aunque ella no

pudiese verme.―¡Es fantástico! Me alego mucho,

Blake ―hizo una pausa y advertí queestaba bebiendo agua―. Locelebraremos cuando vengas este fin desemana.

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―Claro ―asentí con la cabeza―,díselo a Emma.

―Le hará muy feliz ―dijo―.¡Pero no quiero que dejes de lado losestudios por culpa del concurso! Yrecuerda planchar la ropa, es importanteBlake.

―Lo sé, mamá.Puse los ojos en blanco. ¿Por qué

siempre le preocupaba tanto que noplanchase la ropa? Solo tenía queestirarla un poco… y punto. Todos lohacíamos, no era el único. Cuando iba acasa, mamá solía evaluar mi ropa aldetalle en busca de arrugas que alisar atoda prisa, como si el destino de mi vidadependiese de ello.

―Voy a llamar a tu padre para

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contarle la noticia ―exhaló un suspiro,seguido de un silencio incómodo―. Legustará saberlo.

―Tengo que colgar, mamá ―bajéla mirada, hasta clavar los ojos en miszapatillas, como si temiese mirar a mialrededor―. He quedado con unosamigos.

―Vale, cariño. Pásalo bien.Respiré hondo cuando colgué.Odiaba siquiera el simple hecho de

que le nombrase. Era humillante paraella; no comprendía cómo podíamantener una relación cordial con éldespués de todo lo ocurrido.

Llevaba tres años sin hablar con mipadre, justo desde el verano que hice lainscripción para la universidad. Robert

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Lekker se había separado de mi madrecuando ella descubrió que él leengañaba. Tras aquello, ni siquierahabía dicho un <<lo siento>> o un<<cometí un error. Perdóname>>. No.En absoluto. Todavía recuerdo la broncamonumental que mis padres tuvieron esedía, en la cocina de casa. Le pedí a mihermana pequeña que subiese a suhabitación, con la esperanza de que noescuchase los gritos de ambos, y mequedé junto a la puerta a la espera deque él rogase que le perdonara. Peronunca ocurrió. Lo único que mi padredijo fue:

<<Esto no funciona. No estáfuncionando. Voy a estar a tu lado entodo lo que necesites, pero creo que

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cada cual debería seguir su camino>>.Tras aquellas palabras hubo un

silencio que se me antojó eterno.Después, mamá contestó.

<<Ya lo sé, Robert. Lo sé.Tendremos que hablar con los chicos…>>.

<<¿Puedo abrazarte?>>, preguntóél.

<<Sí, claro que sí>>.Eso había sido todo. Un

matrimonio terminado con cuatro frasescortas y sin sentido. Nunca logréentenderlo pero, pasado cierto tiempo,dejé de intentarlo. Ya no me importabacomprender por qué a ella no lecabreaba la situación, ni tampoco porqué él era un gilipollas.

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Mi padre y yo siempre habíamosestado muy unidos, hasta que me enteréde lo que había hecho. Desde eseinstante, supe que no volvería a verledel mismo modo, independientemente dela incomprensible reacción de mi madreante lo ocurrido. Me había pasado lavida idolatrándolo, quizá por eso lacaída del pedestal fue tan brusca.Odiaba que mi padre fuese el causantedel dolor de mamá, de la ansiedad deEmma, de la separación familiar…Porque en líneas generales, de un modou otro, todo era por su culpa.

Tras el divorcio, él se mudó aNueva York para trabajar como socioactivo en una gran empresa de abogados.

No sé qué me molestó más, si el

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hecho de que traicionase a mi madre oque huyese como un cobarde.Probablemente, ambas cosas.

El día que subió a ese avión, rumboa Nueva York, fue la última vez quehablamos. Mientras observaba cómocaminaba hacia la puerta de embarque,con su típico andar despreocupado, sentíque algo se rompía dentro de mí. Y noquise hacer nada por repararlo, estababien así.

Nunca volví a cogerle el teléfono, apesar de que seguía llamándomesemanalmente. No creía que lomereciese. En cambio, tanto mi madrecomo Emma continuaban manteniendo elcontacto con él e incluso mi hermanahabía pasado un mes en Nueva York,

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durante los dos últimos veranos. Jamásle reproché nada a ella, respetaba sudecisión. Entendía que para Emmahubiese sido complicado decirle<<adiós>> a su padre, aunque para mífue una decisión sumamente fácil.Demasiado fácil, en realidad. Y no mearrepentía en absoluto.

A veces, cuando llamaba y dejabaque el móvil vibrase hasta que élcolgaba, imaginaba a mi padre, sentadoen su elegante despacho con las piernascruzadas sobre la mesa de madera deroble y el teléfono pegado a la oreja,mientras observaba por el gigantescoventanal de su despacho los rascacieloscolindantes que se alzaban hacia el cieloazul de Nueva York.

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Sacudí la cabeza, desprendiéndomecon ese simple gesto de todos misproblemas. Cuando entré en el barSahara, divisé a mis amigos en una delas mesas del fondo. Pedí una cerveza enla barra mientras percibía de reojocómo Ryder alzaba una mano en alto,señalándome antes de gritar:

―¿ERES FINALISTA?Algunos clientes del bar le miraron

cuando alzó la voz. Cogí la cerveza dela barra y me acomodé en la única sillaque quedaba libre alrededor de la mesa.

―¿Eres finalista? ―repitió.―Sí, claro que sí ―me dejé caer

sobre el respaldo de la silla―, pero nohace falta que lo anuncies a los cuatrovientos.

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―Enhorabuena, Blake ―Adamapoyó su mano en mi hombro.

―Prometo que si terminas ganandoy te haces famoso como Owen Gabsen,iré a los platós de televisión para hablarde ti y sacar tajada ―comentó Ryder,divertido.

No me gustó que me comparase conOwen Gabsen, ese tío era idiota.

Bebí un trago de cerveza.―¿Quiénes son los demás

finalistas? ―preguntó Kristen, el nuevoligue de Ryder. Tanto ella como suamiga, a la cual no conocía, me miraroninteresadas.

―Un tal Mark Dabbent de segundocurso que va de graciosillo ―respondícon una mueca de asco―. Otras dos

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chicas de cuarto, la víbora de NinaClarson...

―Oh, qué horror, odio a Nina―comentó la joven que no conocía,interrumpiéndome.

―Y Léane Bouvier, que debe serde primer año porque no la había vistoantes.

Kristen frunció los labios.―Conozco a Léane. El otro día fue

a uno de los entrenamientos de fútbolcon una amiga; al parecer tiene un líocon Nathan.

―¿Quién es Nathan? ―pregunté, einteresado me incliné ligeramente haciadelante, apoyando los brazos en la mesa.Kristen se sacudió el cabello rubiohacia atrás con orgullo, tras lograr

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captar mi atención.―Es un chico americano de primer

año que ha sido admitido en el club defútbol de Reading; en realidad solo estáen la universidad por la beca deportiva―explicó―, debieron conocersedurante el verano, en el cursillo paraalumnos extranjeros.

―Él no parece demasiadointeresado ―añadió su amiga―. Quierodecir, no sé si están saliendo o no, peroa Nathan se le ha visto en muchasfiestas. Corre el rumor de que se haliado con varias chicas.

Durante una fracción de segundo,me compadecí de Léane. Sin embargo,gran parte de la culpa era de ella. ¿Aquién se le ocurría intentar atarse en la

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universidad? Menos aún durante elprimer año. Todo el mundo quiereexperimentar en la universidad, pasarlobien, no tener responsabilidades niproblemas… es lo lógico.

Sonreí con fingida timidez y clavémi mirada en la amiga de Kristen.

―¿Cómo has dicho que tellamabas?

―No lo he dicho ―respondiópícara―. Puedes llamarme Sand.

Terminé de beber lo poco quequedaba de mi cerveza e hice el amagode levantarme.

―¿Queréis que continuemos lacharla en casa? Está a solo dosmanzanas de aquí y además, ofrecemoscerveza gratis.

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Las dos chicas asintieronencantadas y Ryder se mostróemocionado mientras pagábamos lacuenta. Sin embargo, Adam puso losojos en blanco, seguramente molestoante la perspectiva de pasar otra nocheen vela.

Nos dirigimos, sin hablardemasiado por el camino, hacia la casaque compartíamos los tres. Habíamospasado el primer año en la residencia, alprincipio era complicado encontrar unavivienda en la que sentirse cómodocuando apenas conocías a nadie. Sinembargo, al año siguiente, los trestomamos la decisión de mudarnos.Pagando el alquiler entre todos, salíacasi al mismo precio que la carcelaria

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residencia. Y no era comparable el nivelde libertad que ahora presidía nuestrasvidas. En resumen: hacíamos lo quequeríamos, cómo y cuándo queríamos.

Convivir con Adam era sencillo. Apesar de que a simple vista podíaparecer que tenía más cosas en comúncon Ryder, no era cierto. Adam era mimejor amigo, el único en quién confiaríaen los momentos difíciles; era unapersona con los pies en la tierra,tranquilo e inteligente. Siempre manteníala calma ante cualquier circunstancia.Sabía afrontar las cosas, admiraba esode él.

Ryder era, en pocas palabras, unputo desastre.

Pero eso sí, no existía nadie tan

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divertido como él. Con Ryder habíapasado noches increíbles. Estabacompletamente loco. Era un genio delcaos.

Cuando llegamos a la puerta decasa, le pedí a Adam las llaves, puestoque las mías las había perdido el fin desemana anterior en una fiesta de la queapenas recordaba nada.

―Se las dejé a Ryder porque noencontraba las suyas ―dijo,encogiéndose de hombros.

―Pues dame las llaves, Ryder.Extendí la mano hacia él, a la

espera. Ryder rebuscó en los bolsillosde sus pantalones durante más de unminuto, terminando con mi paciencia.

―No las tengo ―se palmeó

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también los bolsillos del trasero―. Nosé dónde las he metido… Qué mierda.

―¡Joder Ryder, eran mis llaves!―exclamó Adam, enfadado.

―¡Te juro que no las he perdidopor ahí! ―extendió las manos en alto―.Creo que he olvidado cogerlas, eso estodo.

―¿Eso es todo? ―repetí―. Nopodemos entrar y en los últimos dosaños hemos llamado tantas veces alcerrajero que, en breve, podrácomprarse un puto Mercedes gracias anosotros.

―Eh, tú no digas nada; perdiste tusllaves esta semana.

Touché. Respiré hondo e intentétranquilizarme mientras Adam se

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sentaba en uno de los escalones de laentrada principal. Las dos chicas nosmiraban en silencio, manteniendo losbrazos cruzados; no parecían sentirseespecialmente cómodas.

―Voy a ver si hemos dejadoalguna ventana abierta.

―Te acompaño ―dijo Ryder.Bordeamos la estructura por la

derecha; era una casa de ladrillos rojosque tenía dos plantas y estaba rodeadapor una pequeña porción de césped querara vez se regaba. Cuando alcé la vista,descubrí que la ventana del cuarto debaño estaba ligeramente entreabierta.

Francamente, no era la primera vezque teníamos que entrar en nuestrapropia casa como si fuésemos a robar. A

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decir verdad, ni siquiera era la segundavez.

―Agáchate, voy a subir ―le dije aRyder.

Se situó de cuclillas frente a mí,permitiendo que colocase los pies sobresus hombros e intenté sostenerme,asiendo con la punta de los dedos elpoco relieve que tenían los ladrillosrojos de la fachada. Ryder se fuelevantando poco a poco, hasta que logréalcanzar una tubería y conseguí mantenerel equilibrio. Él rió como si la situacióntuviese algo de divertida.

―Ya casi llego ―le indiqué.Estiré la mano todo lo posible

hasta alcanzar la ventana. Logréapoyarme en el alfeizar, la abrí

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completamente y entré en el cuarto debaño.

El suelo estaba repleto de ropasucia, toallas todavía húmedas y habíaagua acumulada en el lavabo tras unafeitado. Botes de todo tipo estabandispersos por la habitación: gomina, gel,champú, desodorantes… Abrí elarmario blanco del baño, saqué la cestade la ropa y fui guardando ahí todos lostrastos que encontraba a mi paso; por siacaso alguna de las chicas decidía ir alservicio.

Cuando bajé las escaleras,descubrí que las habitaciones de laplanta inferior también se encontrabanen un estado caótico. Escuché golpes enla puerta, de modo que me encogí de

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hombros ante el desastre que inundabala casa y abrí para que pudiesen entrar.

Kristen parecía conocer bien lavivienda, seguramente porque Ryder lahabría traído anteriormente. Sand mirócon expectación su alrededor.

―Bonita casa ―dijo mientrasinspeccionaba el perímetro manteniendoel ceño fruncido―. Pero, ¿por qué estátodo lleno de plantas?

―Son de Adam ―respondí deforma autómata―. Le apasiona labotánica.

Unas arrugas se dibujaron en lafrente de Adam, pero mantuvo la bocacerrada mientras se dirigía hacia lacocina. Regresó al comedor minutosdespués, con un refresco en la mano y le

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pidió a Kristen que se levantase del sofáporque ésta se había sentado encima desus apuntes.

―Voy a terminar el trabajo decomunicación ―dijo.

―¿Ahora? ―alcé una ceja enalto―. No hay que entregarlo hasta lapróxima semana. Tómate una cerveza.Relájate.

Adam negó con la cabeza,ignorando mi sugerencia, antes dedesaparecer en su habitación y dar unsonoro e innecesario portazo. Mihermana solía actuar de un modo similarcuando estaba enfadada; tras convivirdurante dos años con Adam, habíallegado a la conclusión de que él teníaun lado femenino.

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Encendí la televisión al tiempo queRyder sacaba unas cervezas y las dejabasobre la mesa auxiliar, frente al sofádonde estábamos sentados. Sand fingióque no tenía suficiente espacio en el sofáy colocó su pierna derecha sobre lasmías, sin siquiera molestarse enpreguntar. Me obligué a no apartarla,que era lo que realmente me apetecíahacer.

―¿No tenéis vasos? ―preguntóKristen, tras abrir su lata de cerveza.

―Sí tenemos, pero no nos gustafregar ―le aclaré.

Ryder rió ante mi respuesta ydespués comenzaron a hablar de unprograma de televisión que nunca habíavisto. Sentía la pierna adormecida.

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Apenas escuchaba lo que decían, poralguna razón me inquietaba la actitud deAdam; no era extremadamente sociablepero solía ser simpático, no era habitualque se comportase de aquel modo tan…extraño. Me moví con incomodidad a laespera de que la chica captase laindirecta y dejase de apoyar su rodillasobre mi pierna.

―Vuestro amigo es un poco raro―comentó Sand. Bebió un trago decerveza y señaló las numerosas plantasque invadían el comedor―. ¿Por quétiene tantas plantas?, ¿es un obseso oalgo así?

Ryder me miró sin saberdemasiado bien qué decir. Suspiréhondo.

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―No están tan mal.―Si tú lo dices… ―puso los ojos

en blanco.Punto final. Me levanté del sofá,

dejando que la pierna de Sand cayesepor inercia, y realicé el gesto para queRyder se percatase. El gesto consistíaen masajearse ligeramente el lóbulo dela oreja y significaba que había llegadola hora de despedir a nuestras invitadas.

―Esto… Adam no se encuentrabien, así que… será mejor que dejemosla fiesta para otro día ―dijo Ryder.Mentía francamente mal.

―¡Pero si solo ha pasado mediahora! ―Kristen le miró con los ojosmuy abiertos.

Sin más preámbulos, me despedí de

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ambas y me dirigí a la habitación deAdam, dejando a Ryder con el marrónde deshacerse de ellas porque, al fin y alcabo, eran sus invitadasindependientemente de que él fuese unanfitrión de mierda.

La habitación de Adam no tenía niuna sola planta, básicamente porque a élno le gustaban. La botánica tan solo meapasionaba a mí. Me fascinaba comopocas cosas lo hacían; ¿no era increíbleque de una simple semilla más un pocode agua y tierra, pudiese surgir unanueva vida?

En nuestra casa había alrededor decincuenta plantas: enredaderas quetrepaban por los redondeados pilaresdel comedor e incluso por la barandilla

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de la escalera, flores de todos loscolores imaginables, plantas colgantescuyas ramas caían desde estanteríaselevadas…

Tiempo atrás, mi madre había sidouna de las mejores decoradoras dejardines de toda la ciudad. Me habíaenseñado todo lo que sabía sobre lasplantas. Dedicaba gran parte de mitiempo libre a podarlas dándole forma,regalarlas ―no era nada fácil, cadaplanta necesitaba una cantidad concretade agua―, trasplantarlas… era unaafición que me mantenía ocupado; meayudaba a no pensar en nada y a dejar lamente en blanco.

Sin embargo, era un incordio quetodo el mundo preguntase sobre las

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plantas en cuanto ponían un pie en casa,¿qué narices les importaba? No megustaba dar explicaciones, de modo queel año anterior había hecho una apuestacon Adam que él terminó perdiendo.Desde entonces, siempre le señalabadirectamente cuando alguien meinterrogaba sobre el exceso devegetación y él estaba obligado amantener la boca cerrada.

Prefería proteger mi intimidad, mesentía más cómodo así.

―¿Qué quieres, Blake? ―preguntóAdam, sacándome de miensimismamiento―. No pienso salir,tengo que terminar el trabajo.

―Ya se han marchado.Me dejé caer sobre su cama con los

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brazos cruzados tras la cabeza y la vistafija en el techo. Advertí que Adam semovía tras escuchar el ligero chirridoque producía la silla de ruedas.

―No hacía falta que se fueran, essolo que… últimamente me incomodantantas visitas.

―¿Por qué? ―me incorporéligeramente, apoyándome sobre elcodo―. ¿Estás enamorado?, ¿crees quevas a suspender?, ¿te ha bajado laregla…? Vamos, sea lo que sea, puedescontármelo.

Adam no rió ante mis palabrascomo pensé que haría. Dejó caer sobrela mesa el bolígrafo que sostenía en lasmanos y suspiró de un modomelodramático como si estuviese

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reviviendo la tragedia de Romeo yJulieta.

―Estoy cansado de hacer siemprelo mismo ―se mordió la uña del pulgar,con la vista clavada en el suelo―. Escomo un déjà vu constante. Salimos,conocemos a unas chicas, vienen acasa…

―¿Cuál es el punto que tedesagrada exactamente? ―pregunté―.A mí me parece un plan cojonudo engeneral. No me molestaría repetirlodurante… el resto de mi vida, porejemplo.

―Empieza a ser aburrido, Blake.―¿Te aburres de nosotros?Tragué saliva despacio. Por

extraño que pudiese parecer, siempre

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me había asustado perder a las pocas―poquísimas― personas queapreciaba. No creía poder soportar quealguien de mi entorno se alejase a causade mi forma de ser, eso tiraría por tierratodo lo que había construido duranteveintiún años... A mí mismo. Ytristemente, era todo cuanto tenía opodía ofrecer. No había nada más.

―No, claro que no ―enfatizó,negando con la cabeza también―. Enrealidad me hubiese apetecido salir acelebrar esta noche que has quedadofinalista. Nosotros tres, sin compañía.

Era posible que Adam tuvieserazón.

Sonreí aliviado tras su respuesta.―¿Qué te parece si salimos los

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tres ahora mismo? Todavía son lasnueve, podemos ir a Oceans.

―¿Prometes que no nosdejarás tirados en cuanto tecruces con una tía?

―Lo juro ―aseguré con inocencia.―Está bien ―cerró la carpeta

donde guardaba los apuntes―.Coméntaselo a Ryder a ver qué dice.

Me levanté de la cama y medispuse a salir de la habitación, peroantes de cerrar la puerta me giré hacia ély señalé su camiseta amarilla dondepodía leerse: <<Soy un frikiorgulloso>>.

―Romperé el trato de esta noche sisales a la calle con esa camiseta.

―¿Qué tiene de malo? ―Adam

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frunció el ceño.―Ser friki tiene su encanto solo

cuando no vas anunciándolo por ahí.

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3

Léane

Con sumo cuidado, extendí una

capa de pintura de color morado sobrela uña del dedo índice. Me apasionabanlos pintauñas de todos los colores, aexcepción del negro y el rojo.

Mi aversión por el rojo era algopersonal.

Sin embargo, con respecto al colornegro, era un asunto bastante obvio.¿Qué cosas positivas simbolizaba? Casininguna.

Años atrás, cuando era pequeña, mimadre había pintado un terrorífico

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cuadro donde representaba un oscurobosque. El color que más predominabaera el negro, pero también había detallesen rojo, ya que los troncos de losárboles parecían llorar sangre. Measustaba tanto aquella obra que empecéa sufrir pesadillas. Y a pesar de quenunca supe explicarle por qué meatemorizaba, finalmente mamá no esperóa que algún cliente se decidiese acomprarlo y terminó regalándolo. Encuanto el cuadro salió por la puerta decasa, volví a soñar con luminososbosques encantados, repletos de hadas ysimpáticos conejitos blancos.

Tristemente, no había heredado lafaceta artística de mi madre, peropintarme las uñas me parecía una

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actividad sumamente relajante. Requeríaconcentración si lo hacíaadecuadamente. Me mantenía ocupadaalrededor de veinte minutos ―si decidíaincluir dibujos podía alargarse más deuna hora―. Dependiendo de mi estadode ánimo me decantaba por un color uotro. En esa ocasión elegí el morado, uncolor que me infundía calma ytranquilidad.

Hacía apenas una semana que elcurso dio comienzo y había estado muyocupada preparándome para el castingdel concurso Joven Promesa. Redactémás de doce reportajes que acabédesechando, razón principal por la queapenas había salido del recintouniversitario. Era la primera noche que

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iríamos a pasar un buen rato fuera de losmuros de la residencia.

Durante el verano, salimos enmuchas ocasiones. Recorrimos laciudad, paseamos por las calles deReading haciendo mil fotografías, comosi fuésemos turistas; conocimos losbares más transitados, visitamos algunosmuseos y famosos monumentos… Todoera bastante diferente, dado que apenashabía alumnos a excepción de los queasistían al curso para estudiantesextranjeros.

Pero sin duda, lo más destacable deaquel verano había sido conocer aNathan. Era un chico americano quevivía cerca de Texas y había sidoadmitido en la universidad de Reading

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gracias a una beca deportiva, dado queera toda una promesa futbolística.Pasaba el día hablando de regates,goles, posiciones estratégicas…

Era una verdadera lástima queodiase el fútbol.

No era un odio profundo porrazones concretas, sino un odio de no-entiendo-qué-hacen-detrás-de-un-balón.

Por suerte, Nathan tenía otrasfacetas interesantes. Era gracioso ―leencantaba contar chistes, aunque amenudo se repetía―, me gustaba sumarcado acento y su forma de vestirformal. Tenía una sonrisa inocente ysiempre llevaba el cabello peinado a laperfección.

El único problema era que, tras

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más de un mes saliendo, todavía nosabía cómo calificar nuestra relación.Entendía que hubiera sigo infantil queNathan me dijese <<Léane, ¿quieres sermi novia? Estoy localmente enamoradode ti…>> Bien, aceptaba que ese tipo dedeclaraciones estaban fuera de lugar, noteníamos diez años. Es más,probablemente huiría despavorida si élllegase a pronunciar esas palabras. Sinembargo, hubiese sido interesante quecuando la gente me preguntase quérelación tenía con Nathan, pudiese haberrespondido algo concreto. Nunca sabíadecir si era un amigo, un amigo conderechos o un novio. Él jamás me habíapresentado ante sus nuevas amistadesdiciendo << Chicos, esta es mi novia

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>>. No. Nathan simplemente comentaba<< Eh, chicos, os presento a Léane >>.

Lissa abrió de golpe la puerta de lahabitación, asustándome y provocandoque el pincel se saliese del perímetro dela uña.

―¡Mierda! Pásame elquitaesmalte.

―¡Léane, son las nueve y veinte!―se quejó, antes de darme el frasco yun trozo de algodón.

―Ya lo sé ―respondí―. No mepongas más nerviosa, ya me estresasuficiente ir a esa fiesta… sabes queodio las multitudes. Preferiría un planmás tranquilo.

―No te preocupes, estarásconmigo ―se sentó junto a mí, en la

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cama―. Y también van Rachel, Nathan,Zandra, Sadie…

Fruncí el ceño mientras guardaba elpintauñas en el neceser. Mantuve lasmanos en alto, para no fastidiar denuevo la manicura, y me miré en elespejo. Llevaba un ajustado vestidonegro que contrastaba con mi cabellorubio. Había pasado gran parte de latarde probándome ropa y finalmente elmodelo elegido seguía sin convencerme.

―¡Estás estupenda! Venga,vámonos.

Suspiré con resignación y metí unpaquete de caramelos M&M en mibolso, antes de salir de la habitación.Adoraba esos caramelos. La vidahubiese sido infinitamente más amarga si

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no existiesen M&M. Siempre llevabaencima, era adicta a ellos.

Salimos del recinto de laresidencia cinco minutos después ycontinuamos caminando calle abajo, tansolo acompañadas por el sonido denuestros tacones repiqueteando sobre laacera. Lissa me cogió del brazo y sonrióemocionada.

―¡Todavía no puedo creer queseas finalista! Ya verás, vamos acelebrarlo por todo lo alto.

Conocía a Lissa Leveque desde quetenía uso de razón. Siempre habíamosido juntas mientras estudiábamos en elcolegio bilingüe de Francia e inclusonuestros padres eran buenos amigos. Encuanto supo que me habían concedido la

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beca universitaria, creó un estratégicoplan para que sus padres le permitiesenestudiar en mi misma universidad.

Primero se centró en convencerlosde lo importante que era no perdercontacto con el inglés, asegurándolesque el idioma se olvidaba con el pasodel tiempo.

Después alegó que la experienciale haría madurar y que, si le dejabanirse, sus notas globales no bajarían delnotable. También colgó fotografías de launiversidad de Reading en las paredesde su habitación, asegurando quefuncionaría como publicidad subliminal.

Por último, juró que se comportaríacomo una monja de clausura,básicamente.

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Finalmente, sus padres aceptaron.Los padres de Lissa eran dos

personas encantadoras, pero teníanserios problemas de control sobre susdos hijas. A menudo, se agobiaba ante laextenuante presión que ejercían sobreella. A pesar de que había cumplido losdieciocho, solían tratarla como si fueseuna niña de doce años. La llamabanconstantemente e incluso, de vez encuando, también pedían hablar conmigopara investigar más a fondo si las cosasiban bien. Generalmente, su padre meinterrogaba sobre los chicos y emitía unsuspiro de alivio en cuanto le respondíaque Lissa no estaba saliendo con nadie;como si el hecho de que algo así pudieseocurrir fuese para él la peor de las

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catástrofes. De modo que ahí estábamos, en

Reading, una ciudad que me habíagustado más de lo esperado, caminandohacia la discoteca Oceans donde nosesperaban los pocos estudiantes con losque habíamos entablado relación.

La puerta de Oceans estabacustodiada por dos tipos enormes,vestidos de negro de los pies a lacabeza, que nos dejaron pasar trascobrar la entrada y revisar nuestrasidentificaciones, para comprobar queambas éramos mayores de edad.

En el interior, luces de diversoscolores trazaban destellos intermitentesalrededor de la primera sala de ladiscoteca; el brillo que emergía de los

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focos se entremezclaba con las sombrasde los estudiantes que bailaban sindescanso, moviendo sus cuerpos al sonde la música. Sonaba una canción tecnocon un timo constante y repetitivo capazde martillear cualquier mente sana.Dentro del edificio hacía calor.Muchísimo calor.

―¿Te apetece una copa?Sin esperar respuesta por mi parte,

Lissa me cogió de la mano y caminamosjuntas hasta la barra. A pesar de que lazona donde servían las bebidas estabaapenas a unos metros de distancia,tardamos más de cinco minutos en llegarhasta allí; no era tarea sencilla hacersehueco entre la gente.

La barra estaba completamente

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rodeada, como si allí acabase decometerse un asesinato y los jóveneshubiesen decidido cercarla a modo decordón policial. El problema residía enque los clientes decidían tomarse suscopas alrededor del reducido espacio,ocupando el lugar e impidiendo que losdemás pudiésemos pedir una bebida.

―Abran paso, por favor ―repetíaLissa una vez tras otra, sin ningún atisbode vergüenza―. Sí, ¿me dejas pasar?¡Merci!, ¡obrigado!, ¡gracias!,¡mahalo!

Nos situamos en una esquina de labarra, donde solo quedaban dospersonas delante de la cola. Comencé amirar a mi alrededor, preguntándomedónde estaría Nathan; no solo habíamos

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quedado con él esa noche, sino tambiéncon Rachel que era nuestra compañerade habitación y con Zandra y Sadie, doschicas que habíamos conocido duranteuna clase de documentación einformación.

―¿Puedo pasar? ―continuópreguntando Lissa.

―No ―contestó un chico, luegome miró y sonrió de un modoestúpido―. ¿Qué tal la noche, Léane?

Pronunció mi nombre mal. Arrastrólas palabras como con desgana, hasta elpunto de situar el acento en la últimavocal.

Lissa le señaló con desdén.―¿Conoces a este idiota?Blake Lekker nos miró impasible.

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Parecía divertirle la situación, de modoque continuó acaparando la barra con elbrazo derecho apoyado sobre la repisade madera. El chico que estaba a sulado, dejó caer una mano sobre suhombro.

―Vamos, Blake, déjalas pasar―dijo el joven.

Tenía el cabello ligeramentecobrizo y unos ojos grandes yexpresivos. Había algo en él queemanaba tranquilidad.

Blake puso los ojos en blanco, peroluego se hizo a un lado sin dejar desonreír. Cuando dio un paso atrás, notéque se tambaleaba. Me incliné haciaLissa para susurrarle al oído.

―Es uno de los finalistas…

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Dejé de hablar cuando su amigo sepresentó ante nosotras diciendo que sellamaba Adam. Mientras Lissaconversaba animadamente con él,aproveché la ocasión para acercarme unpoco más a mi objetivo y logré tocar conla punta de los dedos la ansiada barra dela discoteca. Era casi un milagro.Definitivamente, Dios me amaba.

Sacudí las manos en alto,intentando llamar la atención de una delas camareras.

―¿Qué te sirvo? ―preguntó lajoven, que llevaba el cabello tintado deun estridente tono rosa.

―¡Dos cervezas! ―grité conalegría, antes de tenderle los tickets dela entrada de la discoteca para canjear

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el descuento que ofrecían del cuarentapor ciento, aplicable a la primerabebida.

Cuando conseguí tener una cervezaen cada mano, me sentí orgullosa de mímisma como si acabase de escalar elEverest. Me di la vuelta, dispuesta aescapar de aquella sala atestada degente, pero Blake Lekker se interpuso enmi camino.

―¿Sabes que vas a perder,verdad?

―¿Cómo dices?Mantuve el ceño fruncido ante la

incómoda situación. Giré la cabeza yadvertí que Lissa continuaba hablandocon Adam; se mostraba realmenteentusiasmada y gesticulaba en exceso.

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Ambos se habían alejado de nosotros.Brilliant.

―Digo que vas a perder elconcurso. Es una pena ―dijo y luego lascomisuras de sus labios se curvaronhacia arriba. Cuando habló de nuevo, susonrisa se tornó ligeramente lasciva y elsonido de su voz fue más ronco de lohabitual―. Aunque, si quieres, puedoconsolarte cuando eso suceda.

Intenté no sonrojarme, tras advertirlas intenciones que escondían suspalabras.

―¿Estás borracho?―Es posible ―se encogió de

hombros e intentó quitarme una cervezade las manos, como si fuese de supropiedad. En cualquier otra situación le

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habría ofrecido, pero no después depasar una odisea para conseguir pedir enla barra y, como extra, soportar elmolesto timbre de su voz hilando frasessin sentido.

―Ya veo que bebes a dos manos―farfulló Blake.

―Es para olvidar las tonterías queestás diciendo ―y con un movimientosutil, aparté las cervezas de su alcanceretirando el brazo hacia atrás―. ¿Porqué no te compras tú una?

―Es agradable compartir, Léane―respondió entrecerrando los ojos―.Y ya que compartimos las ganas deganar el concurso, deberíamos añadirtambién una cerveza. Es más, ahora quelo pienso, tú y yo podríamos compartir

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momentos muy interesantes.Sus últimas palabras fueron apenas

un susurro. Me pregunté si era unaespecie de insinuación o si estabaempezando a delirar. Busquérápidamente con la mirada a Lissa, quecada vez se alejaba más de nosotrosmientras charlaba animada con el talAdam.

Cuando volví a clavar los ojos enel idiota que tenía delante, advertí quealzaba la vista hacia el techo de ladiscoteca, que era negro y liso en sutotalidad. Lo observó con detenimientodurante unos instantes, ladeando lacabeza. Seguí su mirada, intentandodescubrir qué era lo que llamaba suatención. Allí no había nada fuera de lo

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normal.―¿Qué se supone que estás

mirando? ―pregunté finalmente.―El techo ―respondió casi de un

modo irascible, como si la respuestafuese totalmente lógica.

―Deberías dejar de beber ―leaconsejé.

―Sí ―sonrió de lado―. Y túdeberías dejar de ser tan aburrida.Relájate, chica.

Cuando pasé por su lado, mecontuve para no darle un codazo.Interrumpí la fantástica conversaciónque Lissa mantenía con Adam y le roguéque nos marchásemos en busca denuestros amigos. Ella sacó su teléfonomóvil y le pidió su número de teléfono

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con total naturalidad, sin un atisbo devergüenza. Y a pesar de la oscuridad dellugar, pude advertir cómo él sesonrojaba. Quel amour.

Ambos se despidieron y, sin másinterrupciones, logramos avanzar entreel gentío y dirigirnos hacia otra salamucho más tranquila, donde sonabamúsica de los ochenta. Suspiré aliviadacuando la canción tecno se tornó casiinaudible.

―Lissa, sé que ese tipo pareceinofensivo, pero ves con cuidado. Nome da confianza que sea amigo deBlake.

―Se llama Adam ―puntualizóella―. Y es majo.

Puse los ojos en blanco, pero

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cuando distinguí en alto la mano deRachel, cambié rápidamente de actitud.Mientras nos acercábamos, busqué conla mirada a Nathan hasta que logréencontrarlo. Estaba bailando con unachica morena. Una-chica-que-no-era-yo.Logiquement.

Respiré hondo. No queríacomportarme como una paranoica, peroes que… ¿no era lamentable que nopudiese saber si ese chico era mi novioo, por el contrario, estaba libre paratodas las demás?

―¡Pensábamos que no llegaríaisnunca! ―gritó Rachel, al tiempo quesaludábamos a Zandra y Sadie.

Rachel comenzó a bailar como sise hubiese vuelto loca tras encontrarnos,

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danzaba de un lado a otro moviendo lascaderas al son de la música. Miré dereojo a Nathan, que se había alejadomás del grupo y no se había percatadode nuestra llegada, puesto que seguíadivirtiéndose con una desconocida.Volví a centrar la vista en Rachel. Nosería yo quien le dijese a Nathan:<<Hola, estoy aquí, ¿puedes dignarte asaludarme? ¡Merci!>>.

Bebí un trago largo de cerveza yopté por fingir que no me importaba sercompletamente ignorada. Rachel cogiómi mano y me tiró hacia ella mientrascontinuaba sacudiéndose al compás dela música. Intenté imitar susmovimientos. Pasados unos primerosinstantes de vergüenza y timidez,

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empecé a divertirme de verdad, a pesarde que había perdido de vista a Nathan.Tanto Lissa como Zandra se unieron anosotras formando un pequeño círculoen la pista de baile mientras Sadie, algomás alejada, hablaba con un chico.

Meses atrás, cuando descubrimosque debíamos compartir la habitación dela residencia con otra chica más,entramos en estado de pánico. Nospreocupaba no conectar con nuestranueva compañera y habíamos pasado elverano, durante el curso paraextranjeros, imaginando cómo sería ella.Sin embargo, tras conocer a Rachel enoctubre, todas nuestras dudasdesaparecieron. Fue algo así como unaamistad a primera vista.

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Rachel vivía en el sur de Inglaterra,concretamente en Leeds. Ella erarealmente encantadora. Pasase lo quepasase, siempre estaba sonriendo ylograba contagiar ese positivismo que lecaracterizaba.

Solía bailar constantemente. Ytambién cantaba. A menudo, mientras seduchaba, escuchábamos sus conciertosparticulares desde la habitación. Sentíaabsoluta fascinación por David Bowie yalegraba nuestras mañanas cuandocomenzaba a tararear “There's astarman waiting in the sky. He'd like tocome and meet us, but he thinks he'dblow our minds. There's a starmanwaiting in the sky...”

En la pista de baile, empezó a

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sonar una balada de Scorpions y unchico muy alto y excesivamente delgado,logró introducirse en nuestro círculo ybailó la canción con nosotros. Nospartíamos de risa. Él fingía que tenía unmicrófono en las manos y, tras cantarle aLissa parte de la canción, se acercó amí.

Justo en ese instante, noté cómounas manos me rodeaban la cintura porla espalda.

―Ya creía que no vendrías ―sentísu aliento cálido en la nuca y me separédel grupo de chicas.

Nathan me miraba sonriente. No mesorprendió que pareciese feliz, teniendoen cuenta lo fantásticamente bien que selo había pasado junto a la otra chica.

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Estaba sudado y durante unos instantesla idea de tocarlo me dio repelús. Tiróde mi mano hacia él, hasta que choquécontra su pecho de un modo brusco, yluego me besó.

El beso sabía salado, como asudor. Me separé de Nathan en cuantotuve oportunidad.

―Te he visto bailando con unachica y no quería interrumpir ―dije conun tono neutro, intentando sonar casualcomo si estuviese hablándole del tiempoatmosférico.

―Léane, cariño, tú puedesinterrumpirme cuando quieras.

―Eh, ¿gracias?Odiaba la palabra <<cariño>>. Me

sonaba falsa, forzada y ridícula. Yo

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nunca la usaba, aunque solía fingir queno me molestaba cuando alguien mellamaba así.

Seguía notando el desagradablesabor salado del beso de Nathan, demodo que busqué en mi bolso hasta darcon el paquete de M&M. Cogí una bolitaazul de chocolate con leche y me la metíen la boca. Mejor, mucho mejor.

―¿Vamos a pedir algo?―Ya me he bebido una cerveza,

pero te acompaño ―respondí.Nathan entrelazó sus dedos con los

míos, antes de comenzar a caminar haciala sala de música tecno; volver a eselugar de nuevo era una tortura lenta ydolorosa. La sala de los ochenta estabacasi vacía, pero aun así podrían haberse

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dignado a poner allí también un serviciode bebidas.

Intentábamos avanzar hacia lamultitud, cuando una chica tropezó frentea mí y me tiró encima su cubata.Fantástico. Estaba completamenteempapada. Creí que la noche no podríaempeorar más, pero entonces distinguí aNathan riéndose mientras me miraba. Sí,sí podía empeorar.

―¿Te parece gracioso?―Lo siento, cariño ―se tapó la

boca con la mano para disimular otraestúpida risita.

La chica que me había tirado elcubata encima, había desaparecido sinsiquiera disculparse. Conseguí encontraren mi bolso un paquete de pañuelos y me

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sequé el cuello y la zona del escotecomo buenamente pude.

―Creo que es hora de que memarche ―le comenté a Nathan.

―¡Pero si la noche acaba deempezar! ―protestó―. Vamos, Léane,solo es un poco de bebida, no es paratanto…

Me planteé el hecho de pedirmeotra cerveza para poder derramársela aél por encima y comprobar si realmentecarecía de importancia sentir cómo laropa se pegaba a la piel casi condesesperación. Respiré hondo.

―Tu puedes quedarte ―dije demala gana―. Llamaré a Lissa.

―Eres la mejor.Se acercó y me besó de nuevo. Al

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parecer no era consciente de que, enesos momentos, fantaseaba conasesinarle de un modo lento y cruel.Giré sobre mis talones y, sin antesdespedirme de Nathan, comencé acaminar decidida hacia la puerta desalida como si fuese la luz al final de untúnel infernal. La joven se recepción seofreció a ponerme un sello de ladiscoteca por si deseaba regresar ydeseché su ofrecimiento sin disminuir lavelocidad de mis pasos. Pedí michaqueta en el guardarropa y agradecí locálida que era. Cuando salí al exterior,me sentí profundamente aliviada.

El aire frío de la noche logrócalmarme. Había bastante gente en laacera porque dentro de la discoteca no

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se permitía fumar. Saqué mi paquete deM&M y me comí una bolita verdemientras llamaba a Lissa.

―¿Dónde estás?―No te escucho bien ―dije. Su

voz era casi inaudible a causa delelevado volumen de la música―.Quiero irme a casa. Tú quédate, puedocoger un taxi.

―Voy contigo. ¿Dónde estás?―Fuera. Te espero en la puerta.Antes siquiera de que pudiese

colgar, advertí que una mano intrusapretendía quitarme mi paquete decaramelos. Cuando descubrí quién era elladrón, puse los ojos en blanco. Esa síera definitivamente una noche horrible.

―¿Tampoco puedes permitirte

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unos caramelos?Guardé los M&M en mi bolso para

que no pudiese alcanzarlos. Blake memiró sonriente. Un chico rubio,seguramente otro de sus amigos, estabaapoyado en la pared y nos observabarisueño mientras se fumaba un cigarro ytirabuzones de humo ondeaban sobre sucabeza.

―He bebido demasiado, necesitoun poco de azúcar ―dijo.

Blake Lakker se sacudió el pelocon despreocupación y algunosmechones negros se deslizaron por sufrente. Le miré de arriba abajo. Teníaunos brazos bien torneados, era alto ylos vaqueros que llevaba parecían habersido hechos a medida pero, siendo justa,

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en la universidad había infinidad dechicos dignos de mirar, así que noentendía la fama que Blake tenía entrelas chicas… hasta que alcé la miradahacia su rostro y descubrí dos cosas.

En primer lugar, los lugarescerrados no le sentaban nada bienporque hasta el momento no habíaadvertido que tenía unas pestañas largasy negras que enmarcaban los ojos verdesmás impactantes que había visto jamás.Y, en segundo lugar, esosimpresionantes ojos estaban mirandofijamente mi escote.

Ante su indiscreción, me llevé lasmanos al pecho en un acto reflejo.

―¿Qué crees que estás haciendo?―Tú también me estabas mirando

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―se encogió de hombros. Al parecer, leapasionaba encogerse de hombros, comosi las situaciones que desencadenabansus actos no tuviesen nada que ver conél.

―Al menos podrías disimular unpoco ―protesté.

―¿Me das un caramelo?Tardé unos segundos en decidir si

se estaba burlando de mí o si sucomportamiento se debía al alcohol. Laimagen de Blake Lakker caminando conelegancia sobre el escenario mientrasrealizaba su reportaje, empezaba adistorsionarse.

Reprimiendo un suspiro, saqué elpaquete de caramelos de mi bolso yautomáticamente él extendió la palma de

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su mano hacia mí.―¿Prometes que me dejarás en

paz?―Oui ―respondió sonriente.Le dirigí una mirada asesina. No

me hizo ninguna gracia su afirmación enfrancés.

Dejé caer sobre su mano cuatrobolitas rojas. Él las observó condetenimiento.

―¿Por qué todas son rojas?―preguntó. Encima tenía el descaro dequejarse.

―Son las únicas que no me gustan.Se metió uno de los caramelos en

la boca y sonrió.―Todas saben igual, solo se

diferencian por el colorante.

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―Lo sé.Encontré en el paquete otras tres

bolitas rojas y se las di, mientrasdivisaba a Lissa saliendo de la puerta dela discoteca con expresión depreocupación. Cogió mi mano en cuantome alcanzó.

―¿Ha ocurrido algo, Léane?, ¿noestabas con Nathan?

―¿Quién es Nathan? ―preguntóBlake, con los ojos entrecerrados, sindejar de zamparse un caramelo tras otro.Ambas le ignoramos.

―Simplemente quiero volver a laresidencia ―dije― Me he agobiado yestoy cansada.

―Está bien, vamos.Le di la espalda a Blake, sin

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tomarme la molestia de despedirme, yavancé junto a Lissa calle abajo. Ellacomenzó a contarme todo lo que habíahablado con Adam. Y me relajóescuchar su cálida y familiar voz,mientras caminábamos.

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4

Blake

Mientras saboreaba el último

caramelo rojo, observé cómo Léane sealejaba calle abajo. Poco después, megiré lentamente e intenté caminar haciaAdam y Ryder que me mirabandivertidos. Las luces de las farolasalineadas en la acera se distorsionaban ami alrededor. Exhalé hondo y logré darun paso al frente. No sé por qué,mentalmente repetía la frase <<esto esun pequeño paso para el hombre, peroun gran salto para la humanidad>>. Mispiernas se movían tan sumamente

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despacio que tenía la sensación de estarflotando en la luna; había vuelto a beberdemasiado. Mi hígado gritaba <<Blake:tenemos un problema>>.

Noté la mano de Adampalmeándome la espalda.

―Es hora de volver a casa, amigo―dijo.

―¿Queréis que intente conducir?Últimamente saco buena puntuación enese juego de carreras de lavideoconsola…

Ryder emitió una sonora carcajada;probablemente él también había bebidomás de la cuenta.

―Será mejor que conduzca yo―se ofreció Adam.

―¡Quedémonos un poco más!

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―pidió Ryder.―Es un milagro que logréis

manteneos en pie ―Adam nos señaló―.Nos vamos.

Ryder ni siquiera insistió.Caminamos dos manzanas hasta llegar allugar donde había aparcado el cochehoras atrás. Adam me pidió las llaves y,en cuanto abrió el coche, me dejé caersobre el asiento del copiloto. Ryder,directamente, optó por tumbarse en laparte de atrás.

Quince minutos después, llegamosa casa. Tanto Ryder como yo nosdirigimos hacia la cocina. Abrí la puertade la nevera y recibí la luz delfrigorífico como si fuese un destellodivino. Comer tras una noche de fiesta,

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era casi una especie de ritual.Metimos una pizza en el horno y

nos sentamos en la mesa de la cocina.Adam se asomó por la puerta vestidocon un pijama de color crema del quesolíamos burlarnos, ya que era casiidéntico al que usan los pacientes en loshospitales.

―Me voy a la cama ―bostezó.―¡Descansa, tío!Ryder revisó los mensajes de su

móvil sin demasiado interés. Soltó unacarcajada poco después y me dio elteléfono para que pudiese ver qué lehabía parecido tan gracioso. Mientras élsacaba la pizza del horno, leí el mensajecon cierta dificultad: <<No piensovolver a entrar en esa selva hasta que no

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me pidas perdón por echarme la otranoche. Y tampoco quiero ver a tusamigos. Llámame YA>>.

―Se comporta como si fuese tunovia ―dejé el móvil sobre la mesa ycogí un trozo de pizza.

―Kristen está loca. Le dije desdeel principio que no quería nada seriocon ella.

―Así son las mujeres ―hice unapausa para dar otro bocado y saboreé elqueso fundido―. Siempre intentanmanipularnos. Ves con cuidado, creoque quiere cazarte.

―Sí ―Ryder frunció el ceño―.No pienso acabar como Adam.

Cuando cursábamos primer año enla universidad, Adam comenzó a salir

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con Katie Heder y estuvieron juntosalrededor de tres meses, hasta que ellale dijo algo así como <<me estoyagobiando, es mi primer año en launiversidad y antes de mantener unarelación estable quiero… experimentary probar cosas nuevas, ya sabes>>.Adam estuvo bastante jodido tras laruptura y decidió que tampoco queríanada serio con ninguna chica, así quetuvo algún que otro lío poco importante.

Sin embargo, durante el segundoaño, volvió a enamorarse ―lo deenamorarse, Adam lo llevaba en losgenes, era casi inevitable―. En esaocasión la afortunada fue Shui Naoko,una estudiante japonesa. Salierondurante siete meses. Shui medio vivía en

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nuestra casa, no había forma de echarla―probamos todo tipo de técnicas, desdeindirectas sutiles, pasando por hacerlepequeñas putadas, hasta terminarpaseándonos desnudos por el comedor.Pero ni por esas―. Se adueñó denuestra comida, tardaba horas enducharse e incluso intentó cambiar ladecoración de la casa porque odiaba amis queridas plantas.

Finalmente, ella le dejó por otro.―¿En qué piensas? ―preguntó

Ryder tras coger el último trozo depizza.

―En nada ―sacudí la cabeza―,solo espero que Adam tenga máscuidado este año.

Me levanté de la mesa. Me sentía

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cansado y tenía sueño. Tras despedirmede Ryder, subí a mi habitación y metumbé sobre la cama sin siquieradesvestirme.

Antes de dormirme, comoacostumbraba a hacer desde que teníauso de razón, taché el día quecorrespondía en el calendario quecolgaba sobre la pared de la cama. Lacruz no salió perfecta, pero elsignificado era lo importante: un díamenos.

Me dolía la garganta. Tragué salivadespacio, notando una especie dequemazón. Segundos después, logréabrir los ojos, pero los cerré de nuevorápidamente tras advertir los rayos de

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sol que penetraban por la ventana de lahabitación. Me di la vuelta en la camacon la esperanza de dormir un poco más.

Juré que no volvería a beber nuncamás. Solía prometerlo a menudo, peroen esa ocasión iba en serio. Tenía laboca tan seca, que al final me levanté dela cama para poder beber agua.

Adam estaba sentado en la mesa dela cocina y comía tostadas demantequilla de cacahuete. La cocinaestaba ordenada; había recogido yfregado los platos que dejamos la nocheanterior. Cogí agua fría de la nevera yme bebí casi media botella de golpe.

―Me duele la cabeza ―me quejé,frotándome las sienes con las manos.

―¿Y eso te sorprende? ―sonrió

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tímidamente.Me senté en la mesa, frente a él.

Intenté robarle una tostada pero, antes deque pudiese hacerlo, Adam me dio unmanotazo en la mano.

―En la nevera tienes el cacahuete―sentenció con firmeza como hubiesehecho mi madre.

Me levanté con resignación parapreparar unas tostadas.

―No controlas Blake, ése es tuproblema ―Adam habló con la bocallena.

―¿A qué te refieres? ―sin dejarde untar el cacahuete sobre el pan, lemiré por encima del hombro. Cambié elpeso del cuerpo de una pierna a otra; medolía cada centímetro de mi ser como si

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la noche anterior hubiese corrido en unamaratón.

―Anoche ni siquiera podíasconducir.

―Lo importante es que lo pasamosbien. Además, cumplí mi promesa y nome acerqué a ninguna tía ―sonreíinocentemente.

―Sí ―se levantó y dejó el platoen el fregadero―. Especialmente siexceptuamos que te encontraste con unade las finalistas. No sé qué le dijiste,pero creo que nada bueno.

La imagen de Léane acudió a mimente. Trazos dispersos de la nocheanterior comenzaron a volverse másuniformes. Ella enfundada en un vestidonegro, cuyo escote había llamado mi

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atención. Una apuesta de cervezas juntoa otros compañeros de tercero. Bolitasrojas de caramelos deslizándose una trasotra sobre la palma de mi mano. Unasuperficie negra y lisa, el techo de ladiscoteca. Y luces, muchas luces dediferentes tonalidades que seentremezclaban en la oscuridad…

―¿Por qué piensas eso?―pregunté. Adam, que estaba a punto desalir de la cocina, apoyó una mano sobreel marco de la puerta.

―Le mostraste tu lado mássimpático ―explicó con sarcasmo.

Me encogí de hombros. Ya losuperaría; así podía ir decidiendo contraquién no enfrentarse en el concurso. Nocreía que ella fuese una competencia

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real, no parecía estar demasiadoespabilada, pero por si acaso…

En silencio, observé ensimismadola valla de casa a través de la ventanade la cocina. Pensé en los caramelos yme pregunté por qué Léane no queríacomerse los que eran de color rojo.Menuda chorrada. Emití un leve bufido,a pesar de que no había nadie en lacocina que pudiese oírme.

Léane era bastante normalfísicamente, pero me gustaba su rostroaniñado; irradiaba inocencia. Nunca mehabían agradado las facciones marcadasni las caras excesivamente llamativas.Tenía el cabello largo y de un tono rubioceniza; no estaba seguro de si sus ojoseran marrones.

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La primera vez que la habíaescuchado hablar, durante el casting delconcurso, me había desagradado suacento francés. No porque fuesehorrible, sino porque era un punto a sufavor. Cuando pronunciaba las palabras,especialmente si lo hacía despacio,sonaba de un modo sensual.

Era una ventaja injusta. Yo era un tío, joder; no podía

fingir que tenía voz de línea erótica. De todos modos, dudaba que Léane

pudiese soportar la presión compitiendocontra estudiantes que tenían mucha másexperiencia que ella. Además, por ende,conocíamos a más gente y eso influía enlas votaciones.

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Después de ducharme, me sentímucho más relajado y con la mentedespejada, aunque seguía estandocansado. Me acomodé en el sofá, junto aRyder y Adam, que estaban jugando a unvideojuego de guerra.

―Oye, ¿tú le has comprado algo aSarah? ―preguntó Ryder.

Mierda. Había olvidado que esatarde era su cumpleaños e íbamos acelebrarlo con una merienda tranquila.Negué con la cabeza. Hacer regalos noera mi punto fuerte; nunca solía acertarcon los detalles.

Sarah era mi única amiga. No teníademasiada confianza con ella, a decirverdad, pero me parecía divertida,inteligente y, lo más importante, no me

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atraía en lo más mínimo físicamente.Manteníamos una relación cordial desdeprimero, siempre habíamos ido con elmismo grupo y me supo mal haberolvidado su cumpleaños.

―¿Por qué no cortamos algunas detus flores y le regalamos un ramo?

―Ni de coña ―alcé un dedo enalto―. Por encima de mi cadáver.

―¿Qué hacemos entonces?―No sé, llama a los demás y di

que participamos en el regalo conjunto.Ryder dejó de mirar la pantalla de

la televisión y sonrió lentamente dando aentender que una idea maquiavélicaacababa de recorrer su mente como unaestrella fugaz.

―¡Ya lo sé! Preparé una tarta de

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cumpleaños.―No, tío.―¿Por qué?―Eso no sería un regalo, sino un

castigo cruel.Adam apagó la videoconsola y la

pantalla se quedó de color azul.―Olvidé decíos que no iré al

cumpleaños ―se llevó las manos alestómago―. No me encuentro bien.

Ambos le evaluamos en silencio.Cada fibra de su cuerpo, cada gesto desu rostro o, mejor dicho, el fuerte intentode no mostrar ninguna expresión, meindicó que Adam estaba mintiendo. Optépor no inmiscuirme en sus asuntos y nohice ninguna pregunta.

Alrededor de las cinco de la tarde,

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nos marchamos al cumpleaños de Sarah.Ryder había logrado hacer una

especie de tarta, tras investigar sobre eltema en internet. No tenía intención deprobarla. Por fuera podía parecernormal, pero por dentro era una bombade relojería. Los únicos ingredientes quehabía utilizado eran azúcar, agua, harinay un tarro entero de canela. Delicioso.

No quise utilizar el coche para ir ala residencia, donde Sarah vivía, porqueera complicado estacionar en esa zona.Cogimos el autobús para ir hasta allí yavanzamos caminando por el recintouniversitario. Ryder sacó la cajetilla detabaco del bolsillo del pantalón y seencendió un cigarro.

A lo lejos, se extendían varios

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edificios construidos en piedra,rodeados de un enorme jardín repleto decésped. Había numerosos alumnostumbados sobre la hierba, aprovechandola relajante tarde de sábado y losescasos rayos de sol que prontodesaparecerían, dando paso alencapotado cielo que habitualmentepresidía la ciudad.

Cuando llegamos a la entradaprincipal, nos encontramos con varioscompañeros de clase. Jack me saludódándome una fuerte palmada en laespalda y mi cuerpo se sacudiódolorido; todavía no me habíarecuperado de la pasada noche.

Algunas chicas del grupo, junto aSarah, bajaron poco después. Todas

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portaban platos cubiertos con papel dealuminio y supuse que escondían lamerienda que habían preparado.

Nos acomodamos sobre el césped,apenas a unos metros de distancia de lapuerta principal de la residencia.Formamos un pequeño círculo,colocando los platos en medio para queestuviesen al alcance de todos.

Sí había algo que valoraba de lasmujeres, era lo detallistas que podíanllegar a ser. Entre todas habíanpreparado la merienda, un pastel decumpleaños decente ―a diferencia delde Ryder―, e incluso le habíancomprado regalos.

―¡Me encantan! ―grito Sarah, trasdesenvolver uno de los regalos.

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Manteniendo los ojos cerrados, abrazóunos zapatos rojos de tacón―. ¡Muchasgracias!

Ladeé la cabeza, con la vista fija enlos zapatos… ¿Por qué demonios Léaneno se comía las bolitas rojas?Probablemente era una estupidez, perola urgencia de averiguar la razón setornaba más latente.

Cuando Sarah terminó dedesenvolver los regalos, empezamos acomer. Apenas probé bocado, todavíatenía el estómago revuelto. Varioscompañeros tuvieron que escupir trasdegustar el pastel de Ryder, él se mostrótan apenado que me dieron ganas deconsolarle.

Aprovechando que todos hablaban

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animadamente, me acerqué a Sarah parasusurrarle al oído.

―¿Sabes si Léane Bouvier vive entu residencia?

―¿Por qué quieres saberlo? ―ellame miró con cautela―. Oye, parece unabuena chica, no es tu tipo Blake.

―Muy graciosa ―repliqué―.Solo quiero hablar con ella de unosasuntos relacionados con el concurso―le mostré mi sonrisa más inocente.

―Está bien ―puso los ojos enblanco―. Sí está en mi residencia, creoque en la habitación veintiocho. O no,espera, quizá sea la veintiséis ―serascó el mentón pensativa, antes devolver a mirarme―. No, no,definitivamente es la veintiocho, sí.

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Me levanté y me sacudí los restosde césped de los pantalones vaqueros.Ryder alzó la vista para mirarme.

―Ahora vuelvo ―le dije―. Tengoque hacer una cosa.

Atravesé los jardines del campusque me separaban de la residencia yentré por la puerta principal. Subí losescalones lentamente, casi jadeando;ansiaba meterme de nuevo en la cama ydescansar, no pensaba salir esa noche.Recorrí el pasillo de la tercera planta ygolpeé con los nudillos la puerta de lahabitación veintiocho.

Sinceramente, no sabía qué cojonesestaba haciendo allí.

Lo único que me interesaba deLéane, era averiguar el misterio de los

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caramelos rojos.Cuando ella abrió la puerta, me

miró confundida.Llevaba el cabello rubio

despeinado y recogido en una especie demoño. Vestía un pijama de verano conun colorido estampado; el pantalón cortodejaba al descubierto sus piernas y nopude, o no quise, evitar bajar la mirada.

―¿Qué haces aquí?―Estaba de paso ―le mostré mi

sonrisa más encantadora―, ¿me dejasentrar?

Sin darle tiempo a contestar, mecolé en la habitación. Manteniendo elceño fruncido, ella empujó la puerta conel pie hasta cerrarla y sostuvo los brazosen alto como si alguien le estuviese

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apuntando con una pistola.―¿Qué te pasa en las manos?―Me he pintado las uñas y el

esmalte todavía no está seco―respondió secamente.

La habitación tenía el mismotamaño que la que había alquiladodurante el primer año, cuando viví en laresidencia. Cada una de las tres camasestaba acompañada por un escritorio y,al fondo, había una puerta que conducíaa un baño minúsculo.

Varios peluches descansaban sobreuna de las camas. Para romper el hielo,me propuse comentar algo graciososobre ello, pero advertí que Léaneapartaba con el codo un oso azul y sesentaba sobre la colcha. La cama

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ridícula era de ella. Intenté no reír.Se frotó el párpado con el codo,

ladeando la cabeza.―¿Qué haces?―Se me ha metido algo en el ojo. ―Déjame ver.Me incliné hacia ella, apenas a

unos centímetros de distancia de surostro y observé con atención su ojoizquierdo. Definitivamente, eranmarrones; de un color miel, dulces.

Un intenso aroma a vainilla meembargó. En cuanto encontré elproblema, me aparté de Léane.

―Era una pestaña ―sacudí losdedos deshaciéndome de ella.

―¿No sabes que tienes que pedirun deseo?

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La miré fijamente y Léane seruborizó de un modo encantador.

―¿Te avergüenzas por la tonteríaque acabas de decir? ―pregunté burlón.

Se levantó de la cama de un modobrusco y extendí un brazo, impidiéndoleavanzar. Sonreí de lado y bajé la miradahacia su rostro.

―No me avergüenzo ―respondiómolesta―. Pero tu presencia meincomoda.

Descendí la mano hasta dejarlacaer en su cadera y, cuando me inclinéligeramente hacia ella, retrocedió contorpeza dando un pequeño salto haciaatrás que me hizo reír. A decir verdad,era bastante graciosa.

―Hueles bien ―admití―, ¿a

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vainilla, verdad? O quizá coco…―¿Te estás insinuando o algo así?

―me miró dubitativa, pero luego suexpresión se tornó seria―. Tengo novio,por cierto.

―Lo sé ―sonreí―. Si considerasque esto es una posible insinuación…todavía tienes mucho que aprender,chica.

Léane se cruzó de brazos. Me giréy comencé a ojear su escritorio concierto desinterés, como si estuvieseviendo una exposición de artesumamente soporífera.

―Eres bastante insufrible, ¿nuncate lo ha dicho nadie?

―Puede que alguien lo comentasede pasada ―me encogí de hombros.

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Escuché cómo Léane suspirabahondo.

―No sé por qué has venido, perotengo cosas importantes que hacer…

La miré por encima del hombro.―¿… cómo pintarte las uñas?―Por ejemplo ―asintió con la

cabeza.Exhalé despacio y aparté la vista

de su escritorio.―Necesitaba saber por qué no te

comes los caramelos rojos ―expliqué.Léane arrugó la frente.―¿Y a ti qué te importa? No

pienso decírtelo.―¿Es por algún tipo de trauma

infantil? ―inquirí, sin dar mi brazo atorcer.

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Puso los ojos en blanco y, dandolargas zancadas, avanzó hasta la puertade la habitación y la abrió, invitándomea salir.

―Márchate, Blake ―me pidió―.En serio, estoy ocupada.

Acepté su sugerencia y caminéhacia la puerta.

―Sí, será mejor que dediques tutiempo a ensayar para el concurso ―leaconsejé―. Te hace falta; al menos paraigualar el nivel de los demás. Suerte coneso.

Léane cerró la puerta dando unruidoso portazo que resonó en el pasillode la residencia. Negué con la cabezasin dejar de sonreír. Qué mal carácter.

Llegué a tiempo para ver a Sarah

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soplar las velas y cantar cumpleañosfeliz junto a los demás. Deseché la ideade comer tarta y regresamos a casatemprano. Ryder entró primero y,mientras dejaba las llaves en la repisade la entrada, le escuché vociferar.

―¡Qué cabrón tío!, ¡nos hasmentido!

Cuando avancé hasta el comedor,advertí que Adam estaba sentado en lamesa, rodeado de apuntes, junto a unachica que me resultaba familiar: laamiga de Léane. Al parecer, ambosestaban estudiando.

Adam escondió el rostro entre lasmanos, seguramente avergonzado pornuestra interrupción y la reacción deRyder. Por el contrario, ella sonrió.

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―Me llamo Lissa ―dijo,tendiéndome la mano con firmeza―.Espero que tu idiotez de anoche fuesetemporal.

Parpadeé confuso.Adam me dirigió una mirada

asesina; parecía que me estaba retandopara ver si me atrevía a contestarle.Presioné los labios con fuerza,aguantando las ganas. Él comenzó arecoger los libros y a meterlos dentro deuna mochila.

―¿Te parece bien que continuemosen la biblioteca?

―Claro ―Lissa le dedicó unasonrisa no apta para diabéticos.

Ella se colocó el asa de la mochilasobre el hombro derecho, pero Adam se

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ofreció rápidamente a llevarla como sifuese un burro de carga y Lissa aceptógustosa. Qué escena más patética.

En cuanto se marcharon, Ryder sellevó dos dedos a la boca y fingió quevomitaba. El gesto me hizo reír.

―Nos ha mentido por una tía―protestó―. Dijo que estabaenfermo…

―¿Crees que eso es lo peor?―palmeé su espalda y le mirédivertido―. Lo peor es que hay más dequince mil estudiantes en esta ciudad yél tenía que fijarse en la mejor amiga deuna de mis contrincantes. Cojonudo―Suspiré―. Felicidades Adam, estavez te has lucido ―concluí irónico,aunque él ya no pudiese escucharme.

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5

Léane

Me senté sobre el bordillo de la

acera, frente a la puerta principal de launiversidad, a la espera de que llegasenlos demás. Nota mental: debería dejarde ser siempre tan puntual.

Era viertes 26 de octubre, el díaelegido por los organizadores delconcurso para realizar el primerreportaje en directo. Quité las gomas dela carpeta azul que sostenía en las manosy revisé por cuarta vez las instruccionesdadas en la nota informativa:

<<El primer reportaje en directo se

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llevará a cabo el día 26 de octubre a las17:00 horas en el centro de Reading. Endicho reportaje se deberá dar a conocerla ciudad al público de un modoatractivo, pero manteniendo un tonoformal.

El equipo de la cadena Princett,recogerá a los seis finalistas en la puertaC de la universidad a las 16:00>>.

El sitio era correcto, la hora eracorrecta, el día era correcto… todobien, así que no tenía de quépreocuparme. Respiré hondo una y otravez, cogiendo mucho aire de golpe ysoltándolo despacio.

Estaba muy nerviosa y no me sentíapreparada para realizar un reportaje endirecto porque sabía que no tenía un

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buen día; en realidad toda la semanahabía sido horrible.

Echaba de menos a mis padres,especialmente por las noches. Hubieseaceptado gustosa que me arropasen en lacama, como cuando era pequeña, y queme hiciesen sentir segura. Adoraba lasensación de calma que me producíasiempre su presencia; creía que mientrasellos estuviesen cerca nunca podríaocurrirme nada malo, como si ambosfuesen una especie de superhéroesinvencibles. Sabía que, a mis dieciochoaños, era un pensamiento estúpido einfantil, pero lo sentía así. Mis padresemanaban una energía positiva que mellenaba de fuerza. Y ese vacío no podíacompensarse con llamadas telefónicas ni

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mensajes de texto; no era lo mismo.Además, me sentía sola,

especialmente desde que Lissa habíaempezado a salir con Adam. Según ella,tan solo estaban conociéndose, perosolía quedar con él casi diariamente,con la excusa de que estudiaban juntos yAdam, al cursar tercero, le ayudaba conlas cosas que no comprendía.

Lissa dijo que le gustó desde elprimer momento, cuando lo conoció enla discoteca unas semanas atrás.Supuestamente, a él le había ocurridoexactamente lo mismo. ¿En serio lagente tenía flechazos como quien cogeun resfriado? Por descontado, a míC u p i d o me odiaba profundamente,porque mi relación con Nathan seguía

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tan estancada como siempre.El lunes me pidió que acudiese a

ver su entrenamiento y tuve que hacergrandes esfuerzos para no dormirme enla grada; había descubierto que el fútbolcausaba una extraña sensaciónsoporífera en mí.

El día anterior, quedamos para ir atomar un refresco a una conocidazumería que estaba cerca del campus. Élpareció aburrirse cuando comencé acontarle todas mis inquietudesrelacionadas con el concurso. Es más, nisiquiera intento disimular lo poco que leinteresaba el tema.

Sin duda, lo mejor de las últimassemanas, fue no toparme con Blake enningún momento. Tras su inquietante

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visita a mi habitación, no había vuelto averle.

Me quité un peso de encima cuandovi a Marlenne y Susan saliendo delrecinto universitario y acercándose a mí.

―¿Cómo va todo, Léane? ―la vozdulce de Marlenne era realmenteinconfundible. Me levanté, sacudí misvaqueros con las manos y me aparté elcabello de la cara antes de saludarlas aambas.

―¡Me va a dar un infarto! ―Susancaminó de un lado a otro, con una manoen la cabeza, mientras Marlenne lamiraba divertida―. En serio, no creoque pueda hacerlo.

―Todos podemos hacerlo ―dije,intentando animarla.

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―No todas Léane, no teequivoques ―puntualizó Nina Clarson,cuando apareció por la calle de laderecha. Miró a Susan―. Si no estáspreparada, mejor retírate ahora y nohagas perder tiempo a los productoresde la cadena; ¿sabes cuánto cuesta undirecto?

―¡Déjala en paz! ―Marlenne seenfrentó a ella―. Todas estamosnerviosas, es lo normal.

Un taxi paró a un lado de la calle yMark Dabbent bajó del vehículo. Dejócaer sus manos sobre mis hombros y mesacudió animado.

―¡Ha llegado el día!Justo en ese instante, una furgoneta

blanca que llevaba dibujado en el lateral

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el logotipo de la cadena Princett,estacionó frente a nosotros. Contuve larespiración. El chico que conducía nodebía tener más de treinta años, llevabarastas en el pelo y, tras abrir la puertade la furgoneta, le dio una última caladaa su cigarro antes de tirarlo al suelo yaplastarlo con la suela de la zapatilla.

―¿Sois los finalistas? ―preguntósin demasiado interés.

―Sí ―Mark le ofreció la manocomo saludo, pero el chico de la cadenase limitó a ignorar su gesto y seencendió otro cigarro.

Por el contrario, el joven que ibaen el asiento del copiloto, sí nos saludóuno a uno y se presentó como Gael. Nosexplicó que era ingeniero de

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telecomunicaciones y que se encargaríade la programación del reportaje endirecto.

―¿Y él quién es? ―preguntó Nina,señalando con desdén al otrocolaborador.

―El cámara que grabará vuestrosadorables reportajes ―respondió elaludido, con cierto retintín, y soplóhacia nosotros el humo de sucigarrillo―. Llamadme Jaden.

―¿No eran seis chiquillos?―preguntó Gael.

Jaden nos contó, señalándonos conel dedo uno a uno. El bolsillo delpantalón comenzó a vibrarme, saqué elmóvil y descolgué el teléfono.

―¿Diga?

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―¿Cómo va eso, Léane? ―elestúpido tono de su voz erainconfundible, casi como un sello deidentidad―. ¿Te importa decirles a loscolaboradores que acudo por mi cuenta?Merci.

Blake colgó la llamada sin darmetiempo a pronunciar ni una sola palabra.Con resignación, les expliqué a Jaden yGael lo que me había dicho; a ellos nopareció importarles la decisión tomadapor Blake.

Gael nos abrió la puerta trasera dela furgoneta e indicó que entrásemosmientras encendía la luz del techo.Había dos bancos, uno a cada lado delvehículo. Me senté al lado de Mark. Enel suelo de la furgoneta descansaba un

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maletín que parecía ser la funda de unordenador y otra bolsa negra mucho másgrande. Observé mi alrededor einmediatamente me pregunté si aquelloera ilegal. Seguramente sí. Mi inquietudaumentó cuando advertí los cinturonesdeshilachados que colgaban a amboslados del asiento; no estaba segura deque fuesen funcionales, pero me abrochéel mío por si acaso.

Jaden se giró hacia nosotros,acomodado en el asiento del conductor,y nos guiñó un ojo antes de arrancar elmotor e incorporarse a la carretera.

―No sabía que conocieses a Blake―me dijo Mark.

―Y no lo hago.―¿Entonces por qué tiene tu

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teléfono?Esa era una buena pregunta.Deduje que se lo habría dado

Lissa.Jaden le pitó a un coche y sacó la

cabeza por la ventanilla vociferando milimproperios. Cuando logró calmarse,tras el percance, comenzó a hablar dearañas.

Nos dijo que tenía un terrario en sucasa repleto de diferentes arañas, dadoque eran su pasión. Explicó cómo eranlas glándulas venenosas que tenían enlos quelíceros y de qué modoparalizaban a sus presas; despuésdetalló que le habían picado en variasocasiones y se recreó en los efectos quecausaban.

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―Ahora me he apuntado a un cursode aracnología ―concluyó sonriente.

―Suena divertido ―contestó Markinseguro.

―Lo es ―tosió tras atragantarsecon el humo de un cigarro y me preguntécuántos paquetes se fumaríadiariamente―. Deberíais hacer unreportaje sobre las arañas. Molaría quete cagas.

Nina arrugó la nariz, mostrando unaexpresión de asco. Ella era casi tanrepelente como Blake. Es más, podríanhacer una buena pareja.

No había demasiado tráfico enReading porque gran parte de loshabitantes eran estudiantes y eran pocoslos que podían permitirse un coche.

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Aparcamos en la entrada de unacalle peatonal y, cuando Gael nos abrióla puerta trasera, fuimos bajandomientras ellos cogían el equipo quenecesitaban para la grabación.

Nos miramos entre nosotros concierto nerviosismo y les seguimoscuando comenzaron a caminar por lacalle peatonal hasta llegar a unapequeña plaza; el suelo era de piedra yestaba rodeada por numerosos edificiosde ladrillo rojo que tenían aspecto deser bastante antiguos. En medio de laplaza, había una fuente coronada por lafigura de una mujer semidesnuda quesostenía en sus manos un jarrón, dedonde emanaba el agua. Alrededor de laplaza había dos cafeterías, una

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cervecería que estaba cerrada y unatienda de antigüedades que llamó miatención. Las pocas personas que habíaen la calle, ocupaban las terrazas de lascafeterías.

Gael abrió y colocó una mesadesplegable e instaló encima unordenador portátil. Mientras tanto, Jadensacó diferentes piezas de la cámara ycomenzó a montarla con parsimonia.Observé ensimismada cómo lopreparaban todo, hasta que medesconcentré al distinguir a Blake, a lolejos, caminando hacia el grupo.

Se había vestido de un modoformal que no solía ser habitual en él;llevaba unos pantalones vaqueros y unaimpecable camisa blanca. Aparentaba

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más de veintiún años. Sus pasosdesprendían tal seguridad en sí mismoque, durante unos instantes, me sentícomo una de las arañas de Jaden:pequeña e insignificante.

―Esto está casi listo… ―comentóGael, sin dejar de mirar la pantalla delordenador―. ¿Quién es el valiente quequiere empezar?

―Yo lo haré ―dijo Blake. Jadense giró hacia él.

―Ya era hora de que llegaras,chaval.

―Sí, siento el retraso ―se colocóbien los puños de la camisa―. De todosmodos, normalmente acudiré por micuenta.

―Como quieras ―Jaden mantuvo

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el cigarro entre sus labios mientrasterminaba de ajustar la cámara sobre eltrípode, con los ojos entrecerrados acausa del molesto humo.

Cuando Blake me sonrió, evité sumirada fijando la vista en la estatua dela fuente. Intenté no pensar en nada,dejar la mente en blanco, ser un espectroque observaba todo aquello desdelejos… Quería creer que todo saldríabien, pero la idea de que personasdesconocidas me viesen en directo, merevolvía el estómago.

Los reportajes se realizaban losviernes por la tarde precisamenteporque terminaban las clases; de esemodo los estudiantes podían verlos porel canal online de la universidad, desde

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internet o reuniéndose en las salascomunitarias de las residencias. Eraconsciente de que la mayoría delalumnado estaría tomando cervezas encualquier local y el concurso lesimportaría bien poco o incluso nisabrían de su existencia; pero aun asíseguro que otros muchos decidiríanverlo, quizá por puro aburrimiento. Medesquiciaba la idea de cometer un errory que el desternillante video corriesedespués como la pólvora por todo elcampus.

Era importante que a losestudiantes les gustase el reportaje, pueseran ellos quiénes luego votaban a supreferido en la página web de launiversidad. Y nunca se me había dado

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demasiado bien contentar a lasmultitudes.

Antes de que nadie más pudiesehacerlo, me acerqué a Gael para decirleque quería ser la siguiente en salir.Pensé que sería lo mejor terminar cuantoantes con esa tortura. Fuese bien o mal,me quitaría un peso de encima.

Gael conectó el cable delmicrófono a su ordenador, tecleó consoltura algo que no llegué a leer y que,seguramente, sería una introducciónantes de que los directos comenzasen.Luego le tendió el micrófono a Blake,que lo sujetó con la mano derecha conseguridad. Jaden le indicó cómo debíacolocarse frente a la cámara, justodelante de la fuente. El resto de los

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concursantes también observaban laescena casi con temor, seguramentepensando que en breve ellos serían losque ocupasen el lugar de Blake. Dabavértigo.

Susan parecía a punto de sufrir unataque de ansiedad y Marlenne intentabatranquilizarla; Nina se limpió una uñacon parsimonia y Mark mantuvo lamirada fija en Blake casi de un mododesafiante.

―¿Estás preparado? ―le preguntóJaden, con el ojo puesto en la cámara.

―Sí, cuando quieras.Gael alzó tres dedos en alto y fue

bajándolos uno a uno, indicándolecuándo debía entrar en escena.

Cada palabra que pronunciaban sus

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labios, provocaban que le odiase unpoco más. ¿Por qué parecía tan segurode sí mismo?, ¿por qué no le temblabanlas manos?, ¿por qué lo hacía tan…bien?

Advertí que había sido mala ideapedir salir en segundo lugar, porqueinconscientemente todo el mundo mecompararía con él y debía admitir queestaba dejando el listón muy alto, casiinalcanzable.

Estaba entrando en un estadocercano a la histeria. Caminé de un ladoa otro mientras buscaba en mi bolso elpaquete de M&M. Necesitabaurgentemente un caramelo, necesitaba-urgentemente-un-caramelo-o-moriría.

Toda la bolsita de plástico estaba

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repleta de detestables bolitas rojas. Mehabía comido las demás y no quedabande otros colores. ¿Cómo no habíapodido prever algo así? Enfadadaconmigo misma, sacudí el paquete ynumerosas bolitas rojas cayeron alsuelo. Rebusqué en el fondo, con laesperanza de que quedase alguna de otrocolor; continué caminando mientrashurgaba con las manos en el paquete decaramelos. Entonces noté algoresbaladizo bajo el pie derecho, ladeé elcuerpo hacia un lado intentandomantener el equilibro pero finalmentetropecé, caí al suelo, mi otro pie seenredó en un cable y me golpeé lamejilla derecha contra la fría piedra delsuelo.

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―¡Has desenchufado el sonido!―gritó Gael.

Oh-Dios-mío. Escuché a Jadendecirle a Blake que continuase hablandocomo si no ocurriese nada mientras Gaelintentaba desenredarme el cable del pie.Cuando lo consiguió, me incorporé ynoté que tenía la vista borrosa y los ojosacuosos; estaba a punto de llorar.

Gael volvió a conectar el cable delmicrófono. Tanto Mark como Marlennese acercaron y ella me rodeó por loshombros.

―¿Estás bien? ―me preguntóMark en susurros, para no entorpecermás la grabación.

Asentí, mintiendo. Notaba unaquemazón palpitante en la mejilla

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derecha tras el golpe pero, lo peor, erael hecho de sentirme como un monstruo:había arruinado totalmente el reportajede Blake.

Marlenne sacó un pañuelo de subolso, me lo enseñó y sonrió condulzura.

―Voy a limpiarte la mejilla, tienesun poco de sangre.

Blake terminó su reportaje mientrasMarlenne me limpiaba la herida,provocándome un terrible escozor. Markse ofreció voluntario para salir ensegundo lugar y darme tiempo para quepudiese recuperarme. En cuanto Susanreclamó a su amiga para comentarle pordécima vez consecutiva lo nerviosa queestaba, aproveché para acercarme a

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Blake.Se había alejado del grupo y

permanecía apoyado en la pared de unedificio con la vista clavada en el cielo.Caminé hacia él con cierto temor.

―Lo siento mucho, de verdad―dije y continué hablando ante susilencio―. Ha sido un accidente, estababuscando un caramelo y… tropecé.

Blake me miró de un modo tanaterrador que temí por mi vida. Traguésaliva despacio.

―Lo siento ―repetí.―Yo también siento mucho todo lo

que va a ocurrirte de ahora en adelante―cada una de sus palabras parecíamaterializarse en una daga afilada―. Notienes ni idea de con quién te has

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topado. Vigila cada paso que des,porque mi único propósito va a serhacer de tu existencia un infierno ―meseñaló con el dedo y di un paso atrás―.Y te aseguro que se me da genial ser uncabrón.

Parpadeé incrédula.Quise creer que estaba demasiado

cabreado como para ser plenamenteconsciente de lo que decía. Había sidouna mala idea hablar el tema en caliente,lo mejor hubiese sido esperar a que secalmase para abordar la situación desdeotra perspectiva.

―Ha sido un accidente y te hedicho que lo siento.

―Lo has hecho a propósito―sentenció. Sentí que el verde de sus

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ojos se encendía más y más pormomentos―. Has saboteado mireportaje.

Comenzó a caminar hacia donde seencontraba el grupo y al pasar por milado aprovechó para darme un pequeñocodazo. Me pilló tan desprevenida queme faltó poco para caer al suelo denuevo.

No podía creer que pensase que lohabía hecho a propósito. No era capazde algo semejante. Alcé la vista ydistinguí a Nina a lo lejos dirigiéndomeuna mirada malévola que me dioescalofríos.

Mark terminó su reportajesonriendo frente a la cámara de Jaden.Le dije a Gael que estaba preparada

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para hacer mi directo a continuación.Por alguna misteriosa razón, tras elenfrentamiento con Blake, habíaconseguido dejar atrás los nerviosdando paso a la rabia. Me situé frente aJaden y cogí el micrófono que me tendíaGael.

Alisé mi cabello con la punta delos dedos y carraspeé para afinar la voz.Gael alzó los tres dedos en alto ycuando bajó el último de ellos, mostré lamejor de mis sonrisas.

Comencé a hablar utilizando untono de voz claro y lineal. Pronunciéalgunas palabras con emoción y énfasispara dar a entender lo fascinante que meparecía la ciudad de Reading.

―… pero sobretodo, cabe destacar

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la conocida universidad de Reading. Nosolo es una de las mejoresuniversidades, sino que además susaulas son un ejemplo de diversidad.Miles de alumnos extranjeros logranintegrarse con facilidad, gracias a loscursos de verano que ofrece launiversidad, donde se reivindica quetodos debemos tener las mismasoportunidades.

De nuevo sonreí hacia la cámaracon afectación, dando a entender que yotambién formaba parte de ese grupo dealumnos extranjeros que habíaconseguido hacerse un hueco en launiversidad. Finalmente me despedídiciendo <<Les ha informado LéaneBouvier>> y mantuve una expresión

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seria hasta que Gael cortó la grabación.Cuando terminé me sentí

increíblemente aliviada. Todo había idobien. Lo más difícil había sido evitardesviar mis ojos hacia Blake durante elreportaje; no era sencillo mantenerseserena y concentrada mientras alguienme miraba de un modo casi aterrador.Parecía estar planificando algo terrible.

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6

Blake

Cuando monté en el coche dejé

caer la cabeza sobre el volante. Respiréhondo e intenté recuperar la tranquilidadque acababa de perder por culpa deLéane.

A primera vista parecía una chicadulce e inocente. Ahora sabía que no loera.

Mientras hacía el reportaje podíadistinguir ligeramente sus movimientos.Había ido directa hacia el cable;prácticamente se lanzó sobre éste paradesconectarlo. Me había saboteado.

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Justo cuando colocaba bien elespejo retrovisor del coche, dispuesto alargarme de allí cuanto antes, sonó lamelodía de los Rolling Stones quellevaba como tono en el móvil.Descolgué la llamada tras ver el nombrede mi hermana parpadeando en lapantalla.

―Hola Emma.―¿Cómo ha ido el concurso?

―Preferiría no hablar de eso ―mefroté los párpados lentamente―. ¿Quétal estás tú?

Tras unos instantes de silencio,Emma habló.

―He suspendido el primer parcialde matemáticas ―confesó―. Mamá estámuy enfadada.

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Mascullé entre dientes, molesto.―¿No puedes ser un poco más

responsable?―¿Cómo puedes decirme

justamente tú algo así? ―preguntóalzando la voz. Escuché su respiraciónentrecortada y, cuando habló de nuevo,lo hizo más calmada―. Mamá haempezado a hablar sobre el futuro y yasabes lo que ocurre cuando hace eso―hubo un tenso momento de silencio―.Quiere contratar a una profesoraparticular para que me dé clases.

―Me parece bien ―observéensimismado la calzada por dóndecruzaban varios transeúntes.

―¿Cuándo vendrás a visitarnos?―El fin de semana.

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―Vale ―suspiró de nuevo―.Odio que no estés aquí, es todo máscomplicado.

―Lo sé, Emma ―me mordí ellabio inferior, pensativo―. Es unaputada que tengas que pasar por esto túsola, pero te prometo que todo volverá ala normalidad pronto.

―Ajá ―respondió desanimada―.Tengo que colgar, ha llegado mi amigaSam.

―De acuerdo. Pásalo bien.Lancé el móvil sobre el asiento del

copiloto con desgana.Emma solo tenía dieciséis años,

pero parecía más mayor; no físicamente,sino mentalmente. Solía mostrarsesiempre reflexiva y un aura de

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negatividad rodeaba cada uno de suspensamientos. Jamás veía el vaso mediolleno, siempre se aferraba a la peoropción. Quizá era el único modo queencontraba para sentirse protegida.

Era la persona que más quería eneste mundo. Mi debilidad. Estaba segurode que hiciese lo que hiciese, jamáspodría darle la espalda. Ella estabafuera de cuestión.

La había visto nacer. Noliteralmente, pero casi. Antes siquierade que llegase al mundo, ya hablaba conella; le contaba historias acercandomucho mi cabeza a la enorme barriga demamá. Cuando Emma nació… tuveciertos problemas de celos, era tanadorable que siempre acaparaba toda la

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atención. Sin embargo, pasado untiempo, comencé a compartir misjuguetes con ella e incluso, en contadasocasiones, la dejaba entrar en mihabitación.

La mejor época que recuerdo juntoa Emma fue cuando ella tenía ocho años.Me adoraba, me seguía a todas partes eimitaba hasta mi forma de hablar. Era unproblema importante que tuviese lacostumbre de pronunciar la muletilla<<joder, qué mierda>> cada vez quealgo me desagradaba, o al menos así locorroboraron varios partes del colegiode Emma que llegaron a casa. Por aquelentonces, yo tenía trece años y entre loscolegas quedaba g u a y soltar tacosmalsonantes sin ton ni son. Mis padres

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se esforzaron en vano por erradicar estacostumbre.

Había pasado muchas horasjugando con Emma a la videoconsola―recuerdo sufrir mucho con un juego decaballitos saltarines que era unabazofia―; e incluso soporté vertropecientas veces las mismas películasde Disney, a pesar de que era una torturalenta y dolorosa.

Pero un día todo se rompió. No séqué ocurrió o qué cambió, pero estuvodirectamente relacionado con eldivorcio de mis padres. Fue como siEmma abriese los ojos de golpe yadvirtiese que yo no era la persona queella creía tener enfrente.

Dejó de idolatrarme, empezó a

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tomar sus propias decisiones y, todasellas, eran contrarias a las mías. Fue unatransformación tan rápida que nisiquiera pude intentar frenarlo.

Seguíamos estando unidos, pero nodel mismo modo. Ahora había un muroque nos separaba y cuando intentabaacercarme a ella me golpeaba contraéste una y otra vez. No sabía cómoderribarlo.

Solté el volante de golpe cuandodescubrí que lo sujetaba con más fuerzade la necesaria; tenía los nudillosblancos. Encendí la radio del coche,sintonicé una cadena de música actual ysubí el volumen al máximo antes deincorporarme a la carretera y dejar atrásmis pensamientos.

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Al llegar a casa entré en elcomedor y me encontré a Adam y Lissasentados en el sofá. Me impactódescubrir que estaban viendo la películaLo que el viento se llevó; no creí quenadie pudiese caer tan bajo por unachica, pero Adam lo había logrado.

Lissa se giró en cuanto me vioentrar, arrugó la frente y me miró conasco. Me abstuve siquiera de saludarlesy me encerré en mi habitación.

Ladeé el cuello hacia ambos lados,intentando relajar los hombros. Cogí labotella de agua que estaba sobre elescritorio y comencé a regar las plantas.Cuando empecé a sentirme máscalmado, encendí el ordenador y entréen la página web de la universidad.

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Accedí al anuncio del concurso queestaba en la columna lateral y se abrióuna nueva ventana donde aparecían enminiatura los seis vídeos. Me estiréhacia atrás en la silla del escritoriomientras veía la repetición de miactuación.

Al principio parecía seguro de mímismo, sonreía sin esfuerzo, hablabacon tranquilidad dejando unos instantesde silencio entre palabra y palabra…pero de pronto el sonido desapareció, apesar de que movía los labios no seescuchaba nada. Mis ojos abandonaronla cámara ―cuando miré a Léane en elsuelo― e incluso, mostrando un clarogesto de enfado, llegué a tensar lamandíbula. Después, dirigí de nuevo la

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mirada hacia el espectador y, unossegundos más tarde, mi voz volvió aescucharse. Finalicé el reportaje másnervioso de lo habitual.

Durante la siguiente hora me torturérevisando una y otra vez las actuacionesde los otros finalistas. Mark continuabaotorgando a sus reportajes un tonocómico que me sacaba de quicio;Marlenne también destacaba porqueparecía simpática ante la cámara. Sinembargo, Nina se mostraba fría y altiva,así como a Susan le fallaban los nervios.Pero, sin duda, el mejor reportaje era elde Léane.

Léane era dulce e inocente ―soloen apariencia, claro está― y parecíatener un aura a su alrededor de… no sé,

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¿armonía? Su encantador acento francésle daba el toque perfecto al reportaje.

Bajé la pantalla del ordenadorcuando escuché que llamaban a lapuerta. Sin esperar respuesta, Adamasomó la cabeza y crucé los dedos conla esperanza de que Lissa no estuviesetras él, porque después de ver tres vecesseguidas el reportaje de Léane mipaciencia estaba bajo mínimos.Afortunadamente, Adam estaba solo.Entró en la habitación sin decir nada yse sentó en mi cama.

―Ya me he enterado de lo que hapasado con el sonido en el reportaje―dijo―. Léane ha llamado a Lissa.

―Dime que no estás aquí porque tunovia te ha obligado a que hables

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conmigo ―dije a la defensiva―. Enserio, acepto que seas fan de Lo que elviento se llevó o mierdas similarespero, por favor, guárdate un poco dedignidad. Nunca viene mal tenerreservas.

Adam frunció el ceño molesto.―No está tan mal, Scarlett O'Hara

tiene sus momentos ―fijó la vista en elsuelo; estaba seguro de que odiaba esapelícula pero no quería reconocerlo―.En realidad nosotros hemos estadohablando sobre los problemas que tenéisLéane y tú ―comenzó a decir con ciertacautela―. Y hemos llegado a laconclusión de que no queremos formarparte de lo que sea que os traéis entremanos. Es decir, apañaos como querías.

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―Sabia decisión ―me froté lasmanos con incomodidad―. ¿Tanto teimporta esa tal Lissa? Deberíastomártelo con calma, después de lasexperiencias que has tenido…

―Sí, nos estamos conociendo―sonrió más animado―. Pero ella esgenial, en serio Blake.

Asentí y evité suspirar conpesadez.

Cogí un rotulador, me incliné sobreel calendario que colgaba en la pared ytaché otro día más dibujando una cruzsobre el cuadrado correspondiente.

―Por cierto, el martes de lapróxima semana es mi cumpleaños―dijo Adam―. No tenía intención decelebrarlo, pero al final he pensado que

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una cena tranquila no estaría nada mal.―Está bien ―me encogí de

hombros―. Si es lo que quieres…―Sí, mañana por la noche sería

perfecto. Es viernes, todo está mástranquilo ―tosió de un modo extraño―.Lissa me ha recomendado un restaurantefrancés que está por la zona sur.

―¿Significa eso que ella irá a tucumpleaños? ―pregunté y me obligué acontar hasta diez para tomarme las cosascon más calma.

―Claro ―se rascó la nuca conparsimonia y me miró de reojo―. Yahora que lo dices, Léane tambiénvendrá con ella, lógico.

¿Lógico?, ¿era lógico que Léaneasistiese al cumpleaños de mi mejor

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amigo? No, desde luego que no. Uno,dos, tres, cuatro, cinco, seis… nisiquiera contar me relajaba. Cojonudo.Fijé la vista en el techo de la habitacióne intenté encontrar un piloto rojoparpadeante.

―¿Esto es una cámara oculta,verdad? ―pregunté―. ¿Un nuevoprograma de la MTV?

Adam se puso en pie.―Quiero que te comportes mañana

por la noche ―continuó hablando conuna tranquilidad exasperante―. Esimportante para mí.

Salió de la habitación con calma, alparecer sin advertir que tenía lamandíbula tan tensa que hasta notaba unligero dolor.

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*** **** ***

En octubre todavía no hacía

demasiado frío, pero empezaba aoscurecer temprano y los árboles quedelineaban las calles de Readingperdían el color verde que lescaracterizaba en verano para dar paso alotoño. Era la estación que menos megustaba del año, no solo porqueprovocaba que las plantas perdiesentoda su viveza, sino porque se meantojaba melancólica.

Durante gran parte del año, el cielode Reading se transformaba en unacúpula gris, sin vida, sin color.Lloviznaba constantemente y un desfile

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de paraguas se abría paso por las callesde la ciudad. Me había acostumbrado alclima; no conocía otro, en realidad.Cuando era pequeño, solía preguntarle ami padre sobre el sol; era algo que meobsesionaba. <<¿Por qué casi nuncaviene el sol a Romford, papá?>>,cuestionaba. Y él siempre contestaba:<<Creo que el sol está ahora en España.Ten paciencia, Blake, ya llegará aquí, elsol no puede estar en todas partes>>.

Tiempo después, comprendí que elsol había decidido jubilarse en España yque pocas veces se dejaba caer porGran Bretaña. Supe entonces que tendríaque ir en su busca; estaba convencido deque, en un futuro no muy lejano, viviríaen un lugar cálido donde el cielo fuese

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azul. Completamente azul.―Son las siete y veinte ―alcé el

brazo y le mostré a Adam el reloj quecolgaba de mi muñeca para que pudiesecomprobar por sí mismo qué hora era.

―Tú tienes la culpa ―contestó―.Te pedí que fuésemos a recogerlas encoche. Probablemente han perdido elautobús.

No pensaba permitir que esa críametiese un solo pie en mi coche, todavíatenía algo de dignidad, así que me habíanegado en rotundo cuando Adampropuso la idea de ir a por ellas a laresidencia.

Estábamos los tres sentados en laparada del autobús, frente al restaurantedonde Adam quería celebrar su

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cumpleaños. Ni siquiera había invitadoa otros amigos del grupo porque, segúnafirmó, pretendía que fuese <<una cenaíntima>>. Yo había intentadoexplicárselo varias veces, pero seresistía a entender que el concepto deintimidad contrastaba con el hecho deinvitar a dos desconocidas que, encima,se tomaban la libertad de llegar tarde.

Ya eran las siete y media cuando unautobús frenó en la parada y las puertasde éste se abrieron con un chirrido.Tanto Lissa como Léane bajaron lasescaleras del vehículo con una lentitudpasmosa. Los tres nos pusimos en pie.Saludé a Lissa con desgana, luego meacerqué a Léane y le di un pequeñocodazo en brazo. No me importó la

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mirada asesina que Adam me dedicó;era demasiado tentador como paraintentar evitarlo.

―¡Uy, lo siento! Me he tropezado―dije burlón―Ha sido sin querer. Yasabes, son cosas que pasan.

Léane entrecerró los ojos almirarme, pero se giró rápidamente ycruzó la calle para alcanzar a suinseparable amiga. Lissa llevaba unpaquete de regalo en las manos y,mientras caminaban, los tacones deambas resonaban al golpear sobre elasfalto. Odiaba el repetitivo sonido queproducían los tacones, siempre me habíadesagradado.

La entrada del restaurante erabastante original, en la parte superior se

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alzaba un cartel donde letras azulestrazaban el nombre del local: lumièresdu théâtre.

Cuando entramos en el restaurante,un hombre que llevaba una absurdaboina negra nos acompañó hasta nuestramesa. El interior del local parecíarealmente un teatro, no solo por lossillones acolchados de color granate,sino por la tenue luz ambiental y loscarteles de obras antiguas que vestíanlas paredes.

Léane se sentó a mi lado porque losdemás habían ocupado las otras sillasque rodeaban la mesa.

―Ryder, ¿me cambias el sitio?―Claro ―accedió, levantándose

de inmediato.

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Mientras me acomodaba en el otroextremo de la mesa, observé de reojocómo Léane fruncía el ceño. No entendíapor qué usaba siempre el mismo gestopara mostrar enfado, era bastantedesagradable ver su frente fruncirse enun montón de pequeñas arrugas.

―No tengo ninguna enfermedadcontagiosa ―protestó ella conindignación.

Desdoblé mi servilleta de tela conparsimonia, antes de mirarla yencogerme de hombros.

―Prefiero prevenir, por si acasotus manos también tropiezaninvoluntariamente y terminasclavándome un tenedor o algo peor.

―¡Leamos la carta! ―exclamó

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Adam alzando la voz y rompiendo eltenso momento.

<<Ratatouille, quenelle, crêpesalado, degustación de quesos, kouglof,chucrut, degustación de foie gras, quichelorraine, confit de pato…>>

―Joder, no entiendo nada ―Ryderse frotó el mentón, confuso.

Cerré la carta con un golpe seco.―¿Cuál es la traducción de

<<hamburguesa con queso y patatas>>?―pregunté.

―No estamos en un McDonald’s―contestó Léane, sin levantar la vistade su carta.

―Podemos preguntarle a lacamarera si pueden hacerte unahamburguesa ―añadió Lissa, intentando

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mostrarse amable.―Yo me pido lo mismo que Blake

―concluyó Ryder, antes de centrar lamirada en su móvil.

Minutos después, la camareraaccedió a preparar dos hamburguesascon patatas fritas. Adam escogió unquiche lorraine y ellas pidieron unoscrepes salados. Cuando la camarera semarchó, Adam rompió el incómodosilencio que reinaba en la mesapreguntándole a Léane su opinión sobreReading.

―Me gusta bastante, es un sitiotranquilo, pero sigo echando de menosParís ―miró a Lissa con nostalgia―.Tenéis que visitar la ciudad, esrealmente impresionante la catedral de

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Notre Dame, la Torre Eiffel…―¿Te refieres a ese amasijo de

hierros que abandonaron tras laExposición de 1889?

Si Léane hubiese tenido poderesespeciales estilo rayos láser, me habríamatado en ese mismo instante. Presionélos labios procurando no sonreír; lacena estaba siendo más divertida de loesperado.

―Eres un ignorante. Infórmatemejor antes de hablar y quedar enridículo.

―Cada cual tiene una opinión…―comenzó a decir Adam, alzando lasmanos en alto como si así intentasecalmar los ánimos―. Estas cosas pasan,no discutáis.

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Léane parecía verdaderamenteindignada por mi inocente comentariosobre esos hierros que representaban elamor. Empujó su silla hacia atrás,haciéndola chirriar ligeramente.

―Si me disculpáis… ―dijo―,tengo que ir al servicio.

Observé atentamente cómo sufigura desaparecía al girar la esquinadel extremo del restaurante.

―Yo también necesito ir alservicio ―comenté, apoyando ambasmanos sobre la mesa y levantándome.

Adam me dirigió una severa miradade advertencia y luego prosiguióhablando con Lissa. Ryder bien podríano haber acudido al cumpleaños, porquellevaba toda la noche abducido por su

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móvil.Caminé decidido hacia la zona de

los servicios. Ignoré el cartel donde seleía <<messieurs>> y entré en el de<<dames>>, abriendo la puerta degolpe.

Léane estaba inclinada sobre elespejo, que ocupaba toda la pared,retocándose el brillo de labios. Soltéuna carcajada y ella me miró a travésdel espejo.

―¿A quién intentas impresionar?―pregunté―. Adam está pillado, Ryderte ignora y yo no te tocaría ni aunque mivida dependiese de ello.

Ella guardó el brillo de labios ensu bolso, antes de girarse hacia mí concierta brusquedad.

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―Me arreglo para mí misma,idiota.

―Déjame dudarlo, conozco bien alas mujeres.

Léane puso los ojos en blancomientras presionaba con más fuerza dela necesaria el botón de la máquina dejabón; luego comenzó a lavarse lasmanos.

―Blake, creo que te lo dejé claroel otro día, pero estoy saliendo conalguien ―cogió papel y se secó lasmanos―. Sé que te parecerásorprendente, pero no me interesas y nome preocupo por mi aspecto paraimpresionarte ―tras secarse las manos,hizo una bola con el papel, la lanzó yencestó en la papelera. Pestañeé

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sorprendido y ella me miró―. Asientecon la cabeza si has logrado entendertodo lo que he dicho.

No pude asentir con la cabeza,estaba demasiado ocupado riéndome acarcajadas.

―Tienes una imaginacióndesbordante, Léane. Apuesto quellegarás lejos como reportera de prensarosa, donde está bien visto inventarsehistorias y sabotear a la competencia.

―¿Cuántas veces debo repetirteque no lo hice apropósito?

―Me trae sin cuidado si fueintencionado o no ―puntualicé―. Loimportante es que arruinaste mireportaje y probablemente eso influiráen las votaciones.

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―Lo dudo ―se cruzó de brazos―,seguro que tu harén de féminas te votaincondicionalmente.

Abrí el grifo y me enjuagué lasmanos; después las sacudí frente aLéane, salpicando su rostro conpequeñas gotas de agua. Sonreí,satisfecho tras mi impulso.

―Oh, lo siento, ¡ha sido sinquerer! ―exclamé, imitando su vozaguda.

―¡Estás agotando mi paciencia!―gritó. Abrió otro grifo, junto lasmanos bajo éste y me lanzó encima unacantidad de agua considerable.

A partir de ese instante, olvidé quetenía veintiún años y empecé acomportarme como un crío de diez.

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Ambos dejamos atrás cualquier indiciode civilización mientras continuábamoslanzándonos agua y, más tarde, bolasque papel que terminaron formando unapasta resbaladiza sobre el suelo delservicio.

―¡Ahora sí pienso ganar elconcurso cueste lo que cueste! ―chillóella, tras tropezar y sujetarse en la pilapara no caer―. Te juro que te sabotearéde verdad si es necesario.

Hice una bola con un trozo depapel, la dejé bajo el chorro del grifopara que se llenase de agua y luego se lalancé. Acerté de pleno en el moño altoque coronaba su cabeza. Genial, triplepara mí.

Léane corrió hacia los

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compartimentos de los servicios y saliósujetando en alto una escobilla del váter.Me apuntó con el arma y retrocedí hastaque mi espalda chocó contra losazulejos de la pared. Justo en eseinstante, se abrió la puerta del servicio yel hombre de la ridícula boina nos miróa los dos con los ojos muy abiertos,como si nunca hubiese visto nada igual.

Comprendía su sorpresa.El cabello de Léane, que horas

atrás había estado recogido en unelegante moño, se disparaba en todasdirecciones dándole aspecto de locapsicópata y ambos estábamos totalmenteempapados. El suelo estaba ligeramenteencharcado y repleto de papel mojado,así como los espejos totalmente

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salpicados de agua. El toque final de lamemorable escena era que ella todavíasostenía en alto la escobilla del váter.

Léane balbuceó en un vano intentopor explicarse, pero antes de quepudiese decir ninguna palabra coherente,el hombre se le adelantó.

―¿Qué está ocurriendo aquí?―Estaba así cuando llegamos

―me encogí de hombros conindiferencia.

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7

Léane

El recepcionista nos permitió

volver a nuestra mesa tras acordar quepagaríamos un recargo que se incluiríaen la cuenta, por los desperfectoscausados en el servicio.

Antes de comenzar a recorrer elpasillo del restaurante, me escurrí lacamiseta con las manos mientrasdistinguía a lo lejos la mirada atónita deLissa. Intenté caminar con dignidad y,cuando nos sentamos en la mesa, todos―incluido Ryder que apartó la vista desu teléfono móvil― nos evaluaron con

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cautela. Adam tosió, aclarándose lagarganta antes de hablar.

―¿Qué ha ocurrido?―Ha estallado una tubería en los

servicios ―contestó Blake, sin dejarentrever ningún atisbo de duda.

Me miró con complicidad y dedujeque, por razones desconocidas, noquería dar detalles de lo queverdaderamente había pasado. Adampuso los ojos en blanco, dando aentender que ninguno de los tres iba acreer la farsa de la tubería.

―¿Qué tienes en el pelo?Lissa se inclinó hacia mí y me quitó

un trozo de papel mojado mientras unamueca de asco cruzaba su rostro.Comencé a retirar las numerosas

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horquillas que, horas atrás, había usadopara sostener un sofisticado moño y mehice una coleta alta.

En silencio, empecé a comer micrêpe salado.

Me sentía ridícula cenandotranquilamente en un eleganterestaurante al tiempo que notaba el pesode la ropa empapada sobre mi cuerpo. Por el contrario, a Blake no parecíapreocuparle.

Observé con cierta indignacióncómo devoraba su hamburguesa, sinhacer uso de cubiertos. Masticabaenérgicamente; me sorprendió descubrirque incluso ser testigo del rítmicomovimiento de su mandíbula lograbairritarme.

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Blake tenía serios problemas. Nosolo porque a nivel personal era un serinestable, egocéntrico y vengativo sinoporque, además, intuía que toda esaseguridad en sí mismo que parecíairradiar, era una mera fachada.

Él necesitaba ganar, tener elcontrol y anteponerse a las situaciones.Era incapaz de competir como un buenconcursante ―y aceptar como tal queexistía la posibilidad de perder―. Estaba segura de que, incluso antes depresentarse al casting de selección,Blake se había convencido de queganaría el concurso. Nunca parecíadejar nada al azar. Jamais.

Tras el espectáculo que habíamosdado en los servicios del restaurante,

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nos dimos una especie de tregua duranteel resto de la cena. Nos relataron cómoera el Reading festival y lo bien que selo pasaron acudiendo a los conciertoslos años anteriores.

Durante un corto periodo detiempo, Blake se comportó como unapersona normal. Comía sus patatasfritas, mientras explicaba animado quedurante el pasado festival había perdidoa sus amigos en medio de la multitud e,incapaz de encontrarlos de nuevo porqueno llevaba el móvil encima, terminódisfrutando de la noche con un grupo dejóvenes que, sorprendentemente,resultaron ser policías infiltrados.

―Disimulaban muy bien queestaban de servicio. Uno de ellos se

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bebió más de ocho cervezas y me rogóque saliésemos juntos de fiesta en otraocasión.

Lissa rió animada cuando Blaketerminó de contar la anécdota delfestival. Era incapaz de predecir cuántotiempo duraría la tregua entre nosotros,pero en cierto momento de la noche,dejé de preocuparme. Disfruté de micrêpe salado y me relajé, apoyando laespalda sobre el respaldo de la silla.Llevaba toda la noche en tensión; notabala rigidez que se había apoderado de micuerpo, como si hubiese estadopreparada y alerta para encararme conél ante el mínimo contratiempo.

Miré el móvil cuando éste vibrósobre la mesa. Mi padre insistía en

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enviarme constantemente filosóficasfrases. Leí malhumorada su últimomensaje:

<< Nadie puede hacer el bien en unespacio de su vida, mientras hace dañoen otro. La vida es un todo indivisible>>. Mahatma Gandhi.

Claro, claro.Era fácil decirlo para Gandhi, que

no había tenido el placer de conocer aBlake. Si así hubiese sido,probablemente el curso de la historia nosería el mismo. Todos mis sentimientosbondadosos se esfumaban en cuanto mimirada chocaba con esos ojos verdes.Papá no estaba fino a la hora deinspirarme con sus frases.

Sin embargo, a pesar de que

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todavía seguía molesta tras lo ocurridoen los servicios, la velada prosiguió sinque aconteciese ningún otro percance.Tras terminar de cenar, una camarerasirvió la tarta de cumpleaños. Era dechocolate, mi debilidad número uno.

En cuanto la depositó sobre lamesa, comenzamos a cantar Cumpleañosf e l i z y aplaudimos al terminar, aexcepción de Ryder que aprovechó elmomento de celebración para silbaranimado, llamando así la atención delresto de los clientes, como si inundar losservicios no hubiese sido un espectáculosuficientemente jugoso para el público.Pues ahí tenían más.

Adam sopló las velas y sonrió.Parecía realmente feliz.

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Mientras Ryder cortaba la tarta decumpleaños en porciones, Lissa leentregó a Adam su regalo. El paqueteera de un tamaño considerable y estabaenvuelto en papel color dorado conreflejos metalizados, todo elloaderezado por una cinta rojasemitransparente que coronaba la cajacon un vistoso lazo.

No me ilusionaba especialmente laidea de que Lissa comenzase a salir conAdam, teniendo en cuenta que su mejoramigo ansiaba aplastar mis sueños, perointuía que Adam era una buena persona;a pesar de que averiguar por quéapreciaba a Blake era un misterio que,probablemente, carecía de una respuestalógica.

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Dejando a un lado mis prejuicios,no había podido evitar ayudar a Lissacon el regalo. Envolver regalos era unade mis pasiones. No solo porque meemocionaba la idea de que, más tarde,alguien abriese la caja con ilusión, sinoporque me encantaba decorar el paquete.

Cuando advertí que Adam estaba apunto de rasgar el papel de regalo sinantes percatarse de los pequeñosdetalles, le arrebaté el paquete de lasmanos mientras reparaba en ladubitativa mirada que Lissa me dirigía.

―Mira, el papel cambia de color―dije, al tiempo que giraba el regalo endiferentes ángulos―. Dependiendo de laluz, si lo mueves, se ve de un color uotro, ¿lo notas?

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Adam parpadeó confuso, perofinalmente asintió sin demasiado interés.

Le devolví el regalo y él forzó unasonrisa.

―Ah, qué guay ―respondió.Tanto Blake como Ryder,

estallaron en una sonora carcajada queprovocó que me avergonzase de nuevocuando una señora de la mesa deenfrente se giró para mirarles.

―¿Es una broma? ―preguntóRyder sin dejar de reír.

Blake habló antes de que pudieseresponder.

―¿Qué más lleva esa caja?,¿purpurina de colores, estrellitasbrillantes y nubes de algodón?

―¡Blake! ―exclamó Adam a

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modo de advertencia al tiempo querasgaba el papel de regalo.

Fijó su mirada en mí con talintensidad que me hizo estremecer y,durante unos instantes, sentí que mehundía en el verde de sus ojos.

―Es como si intentasesprovocarme a propósito.

―Me da igual lo que pienses de mí―declaré―. Si quiero hablar sobreenvoltorios brillantes, lo hago. Y punto.

―¡Eh, chicos, mirad qué pasada!―exclamó Adam, poniendo fin a ladiscusión.

Mostró un oso azul de peluche deun tamaño considerable que casi dejó enshock a sus amigos; luego sacó una cajafina y rectangular que Blake le arrebató

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rápidamente de las manos y alzó en altocon delicadeza, manteniendo los ojosmuy abiertos. Ryder incluso se levantóde la silla para acercarse a suinseparable amigo y admirar más decerca la estúpida caja que simplementeera un juego de videoconsola.

―¡Es el juego nuevo! ―Ryder sellevó las manos a la cabeza―. ¡Pero sitodavía no ha salido a la venta!

―¿Cómo demonios lo hasconseguido? ―exigió saber Blake.

Centraron su atención en Lissa.Ella sonrió con orgullo antes de hablar.

―Mi padre es el director de lasucursal de Francia de una distribuidorade videojuegos. Se lo pedí y me lo envió―explicó, cruzando las manos sobre la

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mesa.―¿Por qué no comentaste eso

antes? Te habría tratado de otro modo―bromeó Blake, dedicándole una desus encantadoras sonrisas―. ¿Te hedicho que fui yo quien animó a Adampara que saliese contigo?

Todos reímos ante su comentario.Terminamos de comernos la tarta dechocolate mientras ellos hablaban sincesar sobre el famoso juego. Apenasmedia hora después, pagamos la cuenta―con recargo incluido―, yabandonamos el restaurante.

Lissa me asió del brazo cuando elsemáforo se puso en verde.

―¿Qué opinas de que pase lanoche en casa de Adam?

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―Me parece bien ―fruncí el ceñotras percatarme de un detalle―.¿Significa eso que debo volver sola enautobús?

―¡No, claro que no! ―Lissa meapretó el brazo con más fuerza―. Nodejaría que te fueses sola a estas horas.Blake te llevará a casa.

―¿Qué?Dejé de caminar y me crucé de

brazos en actitud defensiva.―Por favor, Léane. Es el

cumpleaños de Adam ―me mirósuplicante―. Además, la cena no ha idotan mal… a excepción de lo que, sepasolo Dios, haya ocurrido en losservicios.

Suspiré hondo.

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―¿A Blake le parece bien?―¡Por supuesto!Ante la falsedad de la sonrisa de

Lissa, me giré para mirar a Blake.Parecía realmente enfadado. Adam

apoyó la mano derecha en su hombro, enactitud calmada, mientras él fruncía elceño y le mostraba una mueca de asco,como si la idea de que tocase su cochefuese el peor de los calvarios.

Apenas un minuto después, junto alos demás, subí al coche.

Antes de introducir la llave en elcontacto, Blake me dirigió una miradaasesina a través del espejo retrovisor.Lo hizo con tal intensidad, que logró queme encogiese en mi asiento.

Arrancó el coche. Ryder, sentado

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en el asiento del copiloto, encendió laradio y subió el volumen hasta tal puntoque, por momentos, creí que meestallarían los tímpanos. Mientrasavanzábamos por las calles de Reading,advertí de reojo cómo Adam cogía aLissa de la mano mientras susurrabanentre ellos.

Mi primer impulso era opinar queambos eran sumamente empalagosos;apenas hacía unas semanas que seconocían y ya parecerían declararseamor eterno.

Mi segundo impulso era admitirque me hubiese encantado tener algo asícon Nathan.

Contradictorio, sí.Seguía sin saber en qué consistía

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mi relación con Nathan. Me gustaba,pero no sentía un nudo en la gargantacuando le veía, ni me estremecía si sumano tocaba la mía o anhelaba susllamadas… Y estaba segura de queLissa sí sentía todo aquello con Adam;casi podía palpar su emoción cuandohablaba de él.

Sumida en mis pensamientos,apenas fui consciente del trayecto encoche cuando Blake estacionó en doblefila, frente a una casa de dos alturasrecubierta por los típicos ladrillos rojosque adornaban gran parte de lasfachadas de la ciudad.

Los tres se despidieron antes debajar del coche y, de forma repentina,reparé en que me había quedado a solas

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con Blake. ¡Puf!, fue como si todos sedisolviesen de golpe y alguien hubiesehecho estallar, con la punta de un alfiler,la burbuja en la que me había refugiado.Sintiéndome descolocada por lasituación, permanecí en el asientotrasero sin moverme y guardé silencio.

Sin apagar el motor del coche,Blake se giró y me miró por encima delhombro.

―¿Crees que soy tu chófer o algoasí? Sube delante.

No rechisté. Me quité el cinturónde seguridad y accedí a sentarme en elasiento del copiloto. Tenía miedo por loque podía llegar a suceder. Era laprimera vez que estábamos a solas trasel percance durante el reportaje. Me

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mantuve en silencio.Blake comenzó a conducir.La tensión era tal que creí que, si

extendía las manos, podría palparla.Él frenó cuando un semáforo se

puso en rojo, ladeó la cabeza y sumiraba recorrió mi cuerpo de los pies ala cabeza hasta que nuestros ojoschocaron. Los latidos de mi corazóndejaron atrás su ritmo habitual y setornaron más rápidos.

―¿Nerviosa?―No, ¿acaso debería estarlo?La comisura de sus labios se alzó

ligeramente, pero no contestó. Cuando elsemáforo cambió de rojo a verde, centróla vista nuevamente en la carretera.

Tras otros angustiosos minutos de

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silencio, habló y su voz sonó más roncade lo habitual.

―¿Sabes por qué accedí a llevartea la residencia?

―Sorpréndeme ―puse los ojos enblanco, pero él no se dio cuenta de ello.

―Porque quiero probar ese juegonuevo que Lissa acaba de regalarle aAdam y él amenazó con no dejarmehacerlo a menos que te llevase―explicó con calma.

Podía distinguir un atisbo dediversión en su voz que me manteníaalerta. Segundos después, abandonó lacarretera, confirmando mis sospechas.Estacionó el coche en el lado izquierdode la acera y apagó el motor.

Observé el perímetro con atención.

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No tenía ni la más remota idea de dóndeestábamos.

―¡Hemos llegado! ―Blake sonrióde lado―. Ya puedes bajar del coche.

―¿Pero qué dices? ¡Esto no es laresidencia! ―miré de nuevo a mialrededor―. ¿Dónde demoniosestamos?

―¿Y a mí qué me cuentas? ―serecostó sobre el asiento del coche―. Noes mi problema.

―¿Eres consciente de que Adam tematará si se entera de esto?

―¿Y cómo va a enterarse? ―alzóuna ceja en alto―. Simplemente le diréque discutimos, te entró una pataleta,paré en un semáforo en rojo, te bajastecorriendo del coche como una loca y te

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perdí de vista ―me miró consuficiencia―. No negarás que esbastante creíble.

Me sentía absolutamenteaterrorizada. A lo lejos, se extendía unacalle repleta de casas adosadas deladrillos rojos, exactamente igual quetodas las demás malditas calles de esaciudad. No tenía ni idea de dónde meencontraba, apenas conocía el recintouniversitario y la zona del centro.Respiré hondo e intenté parecer calmadaante los ojos de Blake. No iba a darle lasatisfacción de mostrar mi nerviosismo.

Me temblaban las manos cuandoabrí la puerta del copiloto y el aire fríode la noche penetró en el interior delcoche. Saqué una pierna del vehículo,

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apoyando el tacón con decisión sobre laacera y, antes de salir finalmente delcoche, me giré hacia Blake.

―Buenas noches, idiota.Cerré la puerta del copiloto con

toda la fuerza que pude, comencé acaminar calle abajo y observé de reojocómo el coche de Blake se alejaba hastadesaparecer de mi vista. Justo en eseinstante, cuando advertí que él no seríatestigo de ello, me derrumbé.

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8

Blake

Mierda, mierda, mierda.¿Por qué Léane conseguía siempre

complicar las cosas?Esperaba que patalease, que gritase

mil improperios e incluso que merogase, pero contra todo pronóstico ellahabía bajado del coche con decisióndando un fuerte portazo. En realidadsolo pretendía divertirme un rato, notenía intención de abandonarla en mediode la nada en plena madrugada.

Golpeé el volante con rabia antesde arrancar el coche. Di una vuelta

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completa a la manzana y regresé al lugardonde la había visto por última vez. Nohabía rastro de ella. Maldiciendo entredientes, bajé del coche y comencé acaminar por la acera en línea recta.

La noche no era demasiado fría,pero la humedad daba la sensación decalar hasta los huesos; el manto quecubría el cielo estaba completamentepintado de negro, no había estrellas nitampoco se vislumbraba el resplandorde la luna, tan solo las farolas alineadassobre el borde de la acera iluminabanlas calles de la ciudad. Empezaría allover de un momento a otro, lo notabaen el ambiente.

Continué caminando a un paso másrápido, advirtiendo que un pequeño

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nudo se formaba en mi garganta, ¿dóndedemonios se había metido Léane? Si leocurría algo…

Al llegar a la esquina de la calle,giré hacia la izquierda y vislumbré al finsu inconfundible cabellera rubia entrelas sombras de la noche. Estaba sentadasobre el escalón de un portal, con laspiernas juntas ladeadas hacia la derechay el rostro escondido entre las manos.

Frené en seco cuando escuché unprimer sollozo.

Léane estaba llorando.Había visto llorar a mi madre

incontables veces, más concretamentecuando mis padres se divorciaron. Ellaestaba enfadada, repleta de rabia,frustración y odio, de modo que

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simplemente lloraba. Carecía de sentidooptar por lamentarse, en vez deenfrentarse a lo ocurrido. No entendíaqué se conseguía con ello.

No recordaba la última vez quehabía llorado, debía de ser muypequeño. Mientras observaba a Léane ensilencio, durante unos instantes dedebilidad, me pregunté qué se sentiría alnotar los ojos húmedos y, más tarde,apreciar lágrimas recorriendo la piel ensilencio. Debía ser sumamente raro…

Respiré hondo y me propusearmarme de paciencia. Léane sollozómás fuerte y percibí una sensaciónextraña, una especie de vuelco en elestómago que me incomodaba;probablemente fuese remordimiento. No

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soportaba la idea de pensar que ellalloraba por mi culpa.

―Eh, estoy aquí ―dije, hablandoen voz baja―. Vamos, te llevo a laresidencia.

―¡Márchate! No quiero que meveas así.

Puse los ojos en blanco, ¿por quéme ocurrían a mí ese tipo desituaciones? Solo había sido unapequeña inocentada, no era para tanto.

Finalmente me senté a su lado,sobre el escalón del portal. Léanecontinuó manteniendo el rostroescondido entre sus manos.

―¿No crees que estás exagerandoun poco? Solo era una broma, nopensaba dejarte aquí.

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Mis palabras parecieron enfadarlatodavía más pero, gracias a ello, logréque alzase la cabeza y me dedicase unamirada repleta de odio. Me fijé en elsurco negro de rímel que recorría susmejillas.

―¿No es para tanto? ―repitió mispalabras elevando el tono de voz―.¡Creí que te habías ido! ¡Tengo el móvilsin batería, no llevo dinero suficientepara coger un taxi por culpa del recargodel restaurante y no sé en qué lugarestamos como para localizar un malditoautobús a estas horas!

Suspiré hondo y me levantédespacio.

―Oye, ya te he pedido perdón,¿qué más quieres?

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―¡No me has pedido perdón!―¡Claro que sí, he vuelto a por ti!―E s o no es pedir perdón

―puntualizó alzando un dedo en alto.Le tendí la mano con la esperanza

de que, ese gesto en son de paz, fuesesuficiente para ella. Tras unos segundosde tenso silencio finalmente aceptó mimano. Su piel era cálida y suave, teníaun tacto agradable… Y joder, ¿en quénarices estaba pensado?

Molesto conmigo mismo, estiré sumano con tanta fuerza para ponerla enpie que Léane tropezó con sus tacones ychocó contra mi pecho; un mechón de sucabello rubio me rozó la barbilla y,cuando comencé a distinguir el dulcearoma de su colonia de vainilla, me

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aparté bruscamente de ella.―¿Por qué usas tacones si no

sabes caminar con ellos? ―pregunté ala defensiva. Después comencé a andarcalle abajo, hacia el coche.

La sensación al tenerla tan cerca demí había sido electrizante. Y extraña.Demasiado extraña.

―Sé caminar con ellos, a menosque me levanten como si fuese un sacode arena.

A partir de ese momento novolvimos a pronunciar palabra algunaninguno de los dos, realizamos todo eltrayecto en coche sumidos en un silencioviolento, hasta que estacioné cerca de lapuerta de la residencia y ella murmuróadiós antes de bajar del vehículo.

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Durante el camino de regreso, bajélas ventanillas del coche a pesar de queempezaba a chispear. Esperaba que elaroma a vainilla de su colonia, que loimpregnaba todo a su paso,desapareciese definitivamente. A serposible, para siempre.

*** **** ***

Noviembre transcurrió contranquilidad.

Me centré en las clases, comencé aestudiar para los exámenes y preparé elsiguiente reportaje con esmero,cuidando todos los detallesminuciosamente. Era de vitalimportancia, puesto que tras el próximo

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directo se descalificaría a dosconcursantes y, tras el desastre delprimer reportaje, no podía permitirmedejar nada al azar. Quizá de ese modopudiese sonar artificioso, pero preferíaque así fuese antes que cometer erroresde nuevo.

La relación de Adam con Lissa,llegó a un punto de calma. Pasado elprimer mes de enamoramientodesmesurado, ambos comenzaron aactuar con normalidad; como si hubiesenestado sumergidos en una enormeburbuja de delirantes emociones que,finalmente, estalló.

Adam volvía a salir con nosotrosde vez en cuando, a pesar de que Lissacontinuaba pasando los fines de semana

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en casa, así como ciertas tardesesporádicas. Como punto positivo adestacar en su defensa, apreciaba queambos se encerrasen en la habitación deAdam a modo de bunker, eso me librabade tener que verla a todas horas.Además, otro detalle a tener en cuenta,era que Lissa solía hacer la compra ytraer bastante comida los viernes,particularidad que no compartían lasotras novias que Adam había tenido.Tanto Ryder como yo, apreciábamos queno engullese nuestra comida.

El mes de noviembre no fue solotranquilo por centrarme en los estudios,sino también porque apenas vi a Léane.

Según había entendido por ciertoscomentarios de Lissa, básicamente no

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salía de la biblioteca y pasaba los días,incluidos sábados y domingos,estudiando sin descanso.

Me había cruzado con ella, en treso cuatro ocasiones, por los pasillos deledificio de comunicación. Ninguno delos dos hizo siquiera el amago desaludarse. En otra ocasión, la vi en elb a r Que e n tomando algo con otraschicas de primero, sentada en una de lasmesas del fondo. Cuando pasé por sulado, fingí no haberla visto.

Por momentos, incluso llegué apensar que la echaba de menos. No aella en sí, sino en referencia a nuestrarivalidad. Me motivaba tener un retoconstante con Léane, lograbamantenerme ocupado. Y eso era algo

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que necesitaba casi con desesperación.Odiaba los vacíos en mi mente. La

sensación de no tener nada que hacerprovocaba que me plantease asuntos conlos que no quería tratar. La calmacarcomía mis pensamientos. Siemprebuscaba una distracción que me alejasede mis demonios. No ignoraba losproblemas, simplemente los apartaba aun lado, manteniendo una plenaconfianza en que se resolverían; sabíaque así sería, tan solo debía esperar, serpaciente y conservar la positividadcontra cualquier pronóstico.

Estiré las piernas bajo el pupitre,hasta rozar con los pies a la compañeraque tenía delante. Sarah se giró con elceño fruncido.

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―Deja de incordiar, Blake.―Hecho, pero préstame un

bolígrafo ―pedí―; el mío se haquedado sin tinta.

Volví a encoger las piernas, altiempo que Sarah me tendía un modernobolígrafo de color rosa. Comencé aintentar tomar apuntes, siempre me habíaresultado compleja la tarea de entenderqué estaba diciendo el profesor mientrasanotaba sus palabras.

―¿Tiene purpurina rosa?―pregunté, inspeccionando el bolígrafotras escribir algunas frases. Ryder seinclinó sobre mis apuntes.

―Sí ―bostezó―. Mola.Proseguí tomando notas, intentando

ignorar el estridente color fucsia que

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inundaba mi libreta. Cuando la claseterminó, decidimos tomar un cafédurante la hora libre que teníamos antesde que comenzase la siguiente clase.Fuimos todo el grupo a una cafeteríacercana a la universidad que siempreestaba atestada de gente.

―¿Esta tarde es el concurso, no?―preguntó Sarah, tras sentarse a milado en la mesa.

―Sí ―señalé a los sietecompañeros que me rodeaban―.Recordad votarme.

―Claro, tengo una alarma en elmóvil con la fecha de todos los directos―explicó Ryder con orgullo.

―El concurso consta de seisreportajes en total, ¿tu mente no es capaz

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de memorizar algo tan simple? ―Sarahrió. Siempre solía atacar a Ryder,aunque nunca supo responderme por quélo hacía; sospechaba que había algo enla esencia cavernícola de mi amigo quea ella le atraía.

―Prefiero prevenir.Adam cruzó las manos sobre la

mesa.―Yo te votaré desde Londres.―Tardabas en recordárnoslo

―puse los ojos en blanco, pero luegosonreí con sinceridad.

Adam había reservado una pensiónen Londres durante dos noches parapasar allí el fin de semana con Lissa.Ella todavía no había visitado la capital,de modo que él se había propuesto hacer

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de guía turístico. Todo muy romántico.―¿Alguien tiene apuntes decentes

de Marketing? ―preguntó Brooke sindejar de remover su café con leche.

―No ―respondimos casi todos alunísono.

―Genial.Durante las siguientes horas de

clase, los relojes parecían habersecongelado. Estaba ansioso por realizarel reportaje y quitarme ese peso deencima. Estaría mucho más tranquilocuando todo terminase. Presentía que nome descalificarían, casi podría haberloasegurado, de modo que antes siquierade que llegase al lugar desde donde seretrasmitía el directo, ya había acordadocon Ryder y otros compañeros que

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celebraríamos la victoria en un local delcentro que acababa de inaugurarse esamisma semana.

Por la tarde, me relajé regandotodas las plantas que había en casa―excepto tres, que solo necesitabanagua una vez al mes ―. No era nadafácil recordar el mantenimiento querequería cada una.

Me llevó bastante tiempo podar unarbusto que compré dos semanas atrás,poco a poco dejó de tener una formaredondeada y se volvió alargado, conmás fuerza. También quité de las plantaslas flores que se habían secado, parasanearlas, y coloqué bien las ramas delas enredaderas para que creciesen en ladirección correcta. Cuando terminé,

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advertí que era casi la hora.El reportaje se desarrollaba frente

al Centro Europeo de Meteorología quetenía su sede en Reading y, como era desuponer, el tema a tratar era el tiempoatmosférico. Acudí hasta allí en mipropio coche con diez minutos deantelación y esperé pacientemente hastaque llegaron los demás.

Gael, el programador informático,estuvo a punto de estrellar la furgonetade la cadena de televisión contra micoche. Jaden me palmeó el hombrocuando salió del vehículo y me pidióque le ayudase a transportar la cámaramientras los demás bajaban de lafurgoneta.

Léane me miró de reojo, después

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comenzó a caminar con determinaciónhacia la puerta del centro demeteorología, mientras Mark Dabbent lecontaba algo que le hacía reír.

Cuando todos nos situamos en ellugar adecuado, tanto Gael como Jadencomenzaron a montar el equipo conparsimonia, como si el tiempo fuesegratis. Solo pensaba en terminar y, másconcretamente, en celebrarlo a lo grandemás tarde.

Marlenne intentaba calmar a suamiga Susan, para no variar. Casi podíaescuchar a varios metros de distanciacómo Susan Faith hiperventilaba.

En cuanto Gael anunció que todoestaba listo, me adelanté y pedí salir enprimer lugar. A Mark Dabbent no

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pareció agradarle la idea, abrió la bocacomo si fuese a protestar por lasituación, pero pareció arrepentirse y sehizo a un lado para dejarme pasar.

Me situé exactamente tras el CentroEuropeo de Meteorología y sostuve elmicrófono con la mano derecha. Recorrícon la vista el cable que lo unía alordenador advirtiendo que, en esaocasión, difícilmente alguien podríadesconectarlo sin llamar demasiado laatención. Toda precaución era poca. Losdemás concursantes guardaron silencioabsoluto cuando Jaden me indicó quepodía comenzar.

En vez de informar del tiempometeorológico en sí, enfoqué elreportaje de forma diferente, explicando

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las funciones del Centro Europeo deMeteorología, alabando el trabajorealizado por la institución ycomentando las modernas instalacionesde las que hacían uso.

Tras pronunciar las últimaspalabras <<Les ha informado, BlakeLekker>> supe, modestia aparte, queiba a ganar.

Como había esperado, MarkDabbent, Susan Faith y Nina Clarsonabordaron sus reportajes comentando eltiempo meteorológico de la ciudad, demodo que todos fueron bastanterepetitivos a pesar de que Mark fingióque le arrastraba la fuerza descomunalde una ráfaga de viento inexistente.

Mientras Léane se preparaba para

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salir en directo, contemplé con atencióncada uno de sus movimientos. Solíaapartarse constantemente el cabello delrostro, incluso cuando no parecíamolestarle, casi lo hacía como un actoreflejo y mientras movía las manospodía escuchar el tintinear de variaspulseras o algo similar. No dejé demirarla en ningún momento y, de algúnmodo, presentía que Léane eraconsciente de ello; cuando finalmentereunió el valor para clavar sus ojos enlos míos, por primera vez durante casitodo el mes, noté que se ruborizaba. Miatención parecía incomodarla, así que laobservé con más intensidad.

Se aclaró la garganta y Jaden leindicó, alzando tres dedos en alto y

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bajándolos uno a uno, que podíacomenzar con el reportaje.

Léane no solo habló del tiempoatmosférico en Reading, sino quecomparó los datos actuales con otrosmás antiguos, enfocando el tema hacialos posibles efectos del cambioclimático.

Era una gran idea, lástima que nome gustase perder.

Pensé en comenzar a cantar lacanción de unos dibujos animados quesolía acudir a mi mente con bastantefrecuencia, decía algo así <<Oliver,Benji, los magos de balón. Benji,Oliver, sueños de campeón, ¡Oliver,Benji, el fútbol es su pasióoooon!>>;pero finalmente deseché la idea, a pesar

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de que me tentaba divertirme un rato, yaque era demasiado descarado haceraquello y no quería que medescalificaran del concurso.

Opté por fingir un ataque de tos.Práctico y fácil.

Comencé a toser despacio,llevándome la mano a la boca como siintentase evitarlo, luego aumenté elritmo y, en vez de alejarme de allí parano estropear el reportaje de Léane, meacerqué hacia ella todo lo que pude.Gael dejó de mirar la pantalla de suordenador, donde se retrasmitía laimagen de Léane y, sacudiendo unamano hacia atrás, me indicó que meapartase de allí. No lo hice.

Podía distinguir cómo Léane

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cambiaba el peso de su cuerpo de un piea otro, presa del nerviosismo y ladesconcentración. Procuró terminar elreportaje lo mejor posible a pesar deque, gracias a mí, su voz sería pocoaudible. Cuando le tendió el micrófono aMarlenne, me acerqué a ella.

―¿No tendrás una botella de agua?―me señalé la garganta―. Como haspodido comprobar, estoy fatal.

Léane me fulminó con la mirada.

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9

Léane

―¿Por qué no intentas ganar por

méritos propios? ―le señalé, intentandocontrolar la rabia que me sacudía yprocurando no elevar demasiado la vozpara evitar estropear también elreportaje de Marlenne. A fin de cuentas,ella no tenía la culpa de que Blake fuesegilipollas. A secas.

―¿Consideras méritos propiosdesconectar cables?

Alcé las manos en alto conimpotencia y luego las dejé caer,consciente de que Blake era la persona

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más testaruda que había conocido; pormucho que lo intentase él nuncacomprendería que lo ocurrido en elprimer reportaje había sido unaccidente. Su diminuto cerebro eraincapaz de aceptarlo.

―No pienso dialogar contigo―bufé, hastiada―. Es perder el tiempo.

Blake sonrió felizmente como simis palabras no tuviesen nada que vercon él.

―Suerte con los resultados de estanoche ―dijo, antes de dirigirse hacia sucoche y marcharse, sin siquieradespedirse del equipo y los demáscompañeros.

Durante el camino de regreso, mesenté junto a Mark en la furgoneta. Me

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sugirió que hablase con losorganizadores del concurso sobre lo queestaba ocurriendo con Blake ―alparecer todos se habían percatado de sufalsa tos―, y le dije que lo pensaría.

No quería chivarme como haría unacría, buscando que alguien meprotegiese. Esperaba que, tras vengarse,esta disputa llegase a su fin. ¿Era un unoa uno, no? Por lógica matemáticaestábamos en paz.

Había esquivado a Blake durantetodo el mes. Apenas nos habíamoscruzado en unas cuantas ocasiones y nohubo siquiera un triste saludo. Cada vezque Lissa me había propuesto estudiaren casa de Adam con ella o ir a tomar uncafé, había denegado la oferta si él

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también acudía.Lo mejor era que no estuviésemos

bajo el mismo techo en ningún momento,de lo contrario, saltaban chispas.

Había comprobado que existía unaespecie de electricidad entre nosotros.Era una electricidad negativa. Blakelograba sacar lo peor de mí. Si existíaen mi interior un trasfondo oscuro, frío yegoísta, él conseguía que estossentimientos ocultos estallasen y semostrasen con toda su fuerza.

No había nada bueno en él.Era superficial, egocéntrico,

avaricioso, rencoroso e inestable.Su nivel se sensibilidad,

sencillamente era inexistente.

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Cuando llegué a la residencia,varias compañeras de primero quecharlaban en el vestíbulo común, mefelicitaron, asegurándome que elreportaje había sido genial. Quise ponerlos ojos en blanco, dado que sabía queBlake lo había fastidiado todo. Por puraeducación, cambié de opinión antes dehacerlo y simplemente mostré un amagode sonrisa.

Rachel permaneció toda la tardeconmigo en la habitación a la espera deque, unas horas después, se hiciesenpúblicos los resultados del concurso através de la página web de launiversidad.

Le hice la manicura mientrashablábamos de todo un poco. Pensé en

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encender el ordenador para vernuevamente el reportaje, pero desechérápidamente la idea; no queríatorturarme más de lo necesario.

Intentando matar el tiempo, meduché, recogí la habitación y reorganicéel minúsculo armario, clasificando laropa por colores.

―¿Qué estás haciendo? ―preguntóRachel observando el armario, tras salirdel servicio―. Los resultados debenestar al caer, ¡enciende el ordenador! Ysi sigues clasificada, que sé queocurrirá, saldremos a celebrarlo.

―No, estoy agotada ―me excusémientras enchufaba el cargador de miportátil.

Entré en la página web de la

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universidad para descubrir, con ciertadesilusión, que todavía no habíanactualizado ninguna noticia.

―Zandra y Sadie han quedado conotras chicas de primero para ir a unlocal nuevo; deberíamos acudir conellas ganes o no.

Lo último que me apetecía erasalir. La simple idea de vestirme ycaminar después hasta el local, con elfrío que hacía, me daba muchísimapereza.

Durante la siguiente media hora,recargué la página web en numerosasocasiones. Ya casi había desistido,cuando vi mi nombre, junto a otros tres,en primera plano.

Seguía clasificada.

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Apenas expresé emoción alguna,mientras Rachel daba saltos de alegría ami alrededor, porque me costaba creerque el público me hubiese votado tras eldesastre del segundo reportaje. Para misorpresa, Blake también estaba entre loselegidos, así como Marlenne Nipton yMark Dabbent.

Tanto Susan Faith como NinaClarson habían sido descalificadas.

Busqué por la página web elporcentaje de las votaciones, pero noencontré datos de ningún tipo; al parecerno querían indicar quién iba aventajado.

Mi móvil comenzó a sonar minutosmás tarde de saber los resultados. Lissame felicitó emocionada desde Londres;explicó que hacía un par de horas que

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habían llegado y dio numerosos detallesdel largo paseo que dieron por el centro.

Nathan llamó poco después.―Eh, campeona, ¡felicidades!

―dijo animado―. ¿Te apetececelebrarlo?

―No había planeado salir,¿quieres venir aquí? ―pregunté―.Podemos comprar algo y cenar en lahabitación.

―En realidad he quedado con loschicos, vamos a ir a ese local nuevoque…

―… abrió la semana pasada―terminé su frase sin demasiadointerés―. Sí, lo sé, está en boca de todoel mundo.

―¿Seguro que no quieres venir?

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―Seguro.―Está bien, podemos vernos el

domingo, creo que por la tarde tengo unhueco libre.

<<Un hueco libre> > , repetí lafrase mentalmente. Sonaba como siestuviese concertando una cita con mimédico de cabecera.

―Mañana es sábado ―le recordé.―Sí, pero tengo partido ―se

apresuró a decir―. Ven a verme, megusta que me animes.

―Lo pensaré ―mentí―. Pásalobien, Nathan.

Él se despidió y colgó.Si esperaba que perdiese otra

espléndida mañana de sábado para ir aver un partido, tenía mucha fe en mí.

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No solo odiaba el hecho desentarme en una grada fría durante másde una hora, sino que la idea deanimarle me resultaba patética. Siseguía por ese camino, terminaríavestida con una falda de cuatrocentímetros de largo y unos pomponesen las manos que se sacudirían al ritmode mis saltitos. Y no era algo queformase parte de mis expectativas parael futuro.

Rachel comenzó a prepararse parasalir. Se probó tres modelos diferentes ydesfiló frente a mí pidiéndome quepuntuase cada uno de ellos del uno aldiez. Finalmente me decanté por elconjunto de unos pantalones negrospitillo con un corsé granate que quitaba

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la respiración, casi literalmente.Le abroché la espalda del corsé,

estirando con fuerza de cada uno de loshilos que terminé atando a la altura de sunuca.

―¿Estás segura de que puedescaminar? ―pregunté preocupada.

―Sí ―se movió despacio por lahabitación―; pero dudo que puedaagacharme, espero que no se me caiganada al suelo, porque tendré que darlopor perdido.

Reí algo más animada y le ayudé aponerse los zapatos de tacón, puesto queera cierto que apenas podía inclinarse.Me miró sonriente cuando estuvo lista.

―¿Por qué no quieres venir? ―sequejó―, ¿es porque no está Lissa?

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―No, claro que no.Hasta cierto punto, Rachel había

dado en el clavo.Tenía reparos en salir con ella a

solas, a pesar de que llevábamos unosmeses compartiendo habitación eíbamos conociéndonos más. Temía queme abandonase durante la noche enmedio del local o algo similar. Siemprehabía detestado la idea de quedarmesola en un antro, nunca sabía qué hacer,en qué dirección mirar y me molestabaque se acercasen desconocidos a charlarconmigo. Era una situacióntremendamente incómoda.

―Yo apenas conozco a las otraschicas ―dijo―. ¡Vamos, anímate!

Ella advirtió que empezaba a

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dudar.―No me separaré de ti, lo prometo

―añadió, como si pudiese leer mispensamientos.

―Está bien.Rachel aplaudió cuando accedí.Me vestí a toda prisa con un

vestido rojo y cogí la chaqueta que másabrigaba, con la esperanza de combatirel frío nocturno. Cuando salíamos a lacalle, me arrepentí de no habermeagenciado también de guantes y bufandaa pesar de lo ridículo que habría sido elconjunto.

―¿Dónde está ese famoso local?―pregunté.

―Se llama Ki s s , está un pocolejos, tendremos que coger un taxi.

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Suspiré hondo. No quería nipararme a contar la cantidad de dineroque había malgastado en taxis. Uno demis principales propósitos de añonuevo, iba a ser aprenderme de memoriatoda la guía de autobuses y empezar asituarme correctamente en cualquierpunto de la ciudad.

Tras el trayecto en taxi, entramosen el local y descubrí que no era paratanto. Se trataba de un antro pequeño,había una barra larguísima en unextremo, iluminada por luces azules quebrillaban con demasiada intensidad. Enlo alto del techo, colgaban telarañassimuladas, fabricadas con cuerdas, queresultaban poco logradas. Todo elmundo estaba de pie, ni siquiera había

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taburetes frente a la barra principal.Para colmo, nada más entrar,

reconocí el inconfundible cabello negrode Blake. Estaba segura de que podíaadvertir la corriente eléctrica que sedesencadenaba cuando él estaba cerca,como si un aura de negatividad loenvolviese todo ―incluida a mímisma―, siendo arrastrada por supresencia.

Cogí a Rachel de la mano,guiándola hacia el extremo opuesto dedonde él se encontraba, con la intenciónde que no descubriese mi presencia.

Desgraciadamente, pude verclaramente cómo su amigo Ryder meseñalaba con el dedo índice sin ningúntipo de disimulo y, poco después, Blake

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se giraba para mirarme. Sonrió. No erauna sonrisa amable, era del estilo soyidiota sin remedio. Una chica morenaestaba susurrándole algo al oído pero,contra todo pronóstico, él la ignoródescaradamente cuando la hizo a un ladoy comenzó a caminar hacia mí.

No-quería-discutir-con-él, era loúltimo que necesitaba. Casi a ladesesperada, intenté avanzar más rápidoentre el gentío, hasta que noté su manopresionando mi hombro y me obligué agirarme. No había escapatoria. Me dijeque así debía sentirse un inocentecervatillo cuando el cazador loconvertía en su presa. Ciertamente, noera una sensación agradable.

―Di rápido todo lo que quieras

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decir, porque tengo prisa ―farfullé demala gana.

―Solo quería felicitarte.Le miré con incredulidad. Llevaba

una ajustada camiseta negra que no soloquitaba la respiración, sino queprovocaba que el verde de sus ojospareciese más intenso ante el contraste.Me obligué a no bajar la vista de nuevohacia su torso, a pesar de que era casiuna necesidad vital para cualquier mujercon ojos. No quería darle esasatisfacción.

―Si te hubiesen descalificado, elconcurso habría sido mucho másaburrido. Y ya sabes lo mucho que nosdivertimos juntos ―añadió con ironía,estropeando cualquier atisbo de

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felicitación sincera.Casi podía escuchar el rechinar de

mis dientes. Cerré los ojos, respirédespacio y procuré encontrar la calmaque él siempre lograba arrebatarme;debía aprender a gestionar mis propiasemociones.

Entonces escuché que Racheldejaba escapar un pequeño gemido desorpresa y, cuando intenté darme lavuelta, ella se interpuso en mi camino.

―¿Qué ocurre?―¡Nada! ―respondió con

demasiado ímpetu. Parecía nerviosa.Ignorando por completo a Blake y a

su inseparable amigo, conseguí queRachel se apartase, alcé la cabeza y levi.

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Nathan estaba casi frente a mí,apenas a unos metros de distancia,besando a una chica. No era un besotímido o inseguro, era pasional, como siintentasen devorarse el uno al otro.Cuando ella se apartó el cabello delrostro, la reconocí. Nathan estababesando a Sadie.

Me quedé petrificada observandola escena. Comencé a notar que algunascompañeras de primero advertían mipresencia y me miraban con lástima. Esofue, por encima de todo lo demás, lo quemás me molestó e hirió.

Cuando percibí que me temblabanlas piernas, me di la vuelta dispuesta amarcharme de aquel antro infernal a todaprisa. Caminé a trompicones,

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sintiéndome ligeramente mareada, comosi no supiese demasiado bien dónde meencontraba. Reparé en que Rachel meseguía y extendí las manos entrenosotras como si así pudiesedistanciarme.

―Necesito estar sola ―le pedí.Hice un gran esfuerzo por no llorardelante de ella, notaba un leve escozoren los ojos que se volvía más intenso acada minuto que pasaba.

―No pienso dejar que te marchessola.

―Cogeré un taxi e iré a laresidencia ―expliqué, parpadeando enexceso.

―Pero, Léane…―En serio, en estos momentos no

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quiero ver a nadie ―supliqué―. Porfavor…

Temí haber herido sussentimientos, pero no soportaba la ideade escuchar los típicos consejos estilo<<Todo pasará>> o <Es un idiota, no temerece…>> ni mucho menos recibirmiradas de pena. Si Lissa hubieseestado allí esa noche, todo habría sidomucho más fácil; ella me conocía comonadie más lo hacía.

Casi corrí hacia la salida del local.Cuando logré salir, me despojé de losincómodos zapatos de tacón con torpezay caminé descalza por la acera,alejándome de la puerta principal.Respiré hondo y dejé que las lágrimasque había estado conteniendo se

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deslizasen por mis mejillas. Habíaempezado a lloviznar, pero no meimportó.

Apenas un minuto después, escuchéunos pasos a mi espalda, me enjuaguélas lágrimas y me giré con la sospechade que Rachel había ignorado missuplicas, pero me equivoqué.

Era Blake.

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10

Blake

Léane se giró. Tenía los ojos

enrojecidos, el rímel se deslizaba porsus mejillas a causa de las lágrimas ymantenía los labios apretados. No sabríaexplicar con palabras qué sucedióentonces, pero podría jurar que escuchéun leve clic en mi corazón, como si éstese cerrase… o se abriese… Quise deciralgo estúpido, algo hiriente, algocargado de sarcasmo que lograsedesquiciarla todavía más, ¿para esohabía salido de aquel antro, no?

Pues no. Por extraño que pudiese

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parecer en mí, no logré hilar ningunafrase irónica en mi cabeza ni articularuna sola palabra. Lo que sí conseguíhacer fue acercarme a Léane, extenderlentamente los brazos y abrazarla. Ellaescondió su rostro en mi cuello, sindejar de temblar ni sollozar.

Mientras estuvimos allí abrazados,bajo la oscuridad de la noche, pensé enmil formas diferentes de torturarlentamente a Nathan, e incluso dudésobre si debía entrar de nuevo al antro ymontar un espectáculo. Por algunamisteriosa razón, no podía dejar depensar en mi hermana Emma, ¿qué haríayo si algún día ella se cruzaba con unidiota similar?, ¿cómo reaccionaría si lehiciesen daño…?

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Unos minutos después, advertí queLéane había dejado de temblar. Mesentía inquieto e inseguro; mis manos,presionando su espalda, se me antojabanextrañas y su cuerpo presionado contrael mío parecía pequeño e indefenso…Respiré hondo y ladeé la cabeza hastaque mis labios casi rozaron su oreja.

―Vámonos de aquí ―le susurré―.Te llevaré a la residencia.

Léane colocó ambas manos sobremi pecho y me empujó unos centímetroshacia atrás.

―¡No, Blake! ―sollozó de nuevo,pero no apartó la mirada―. ¿Por quéestás aquí?

―No lo sé ―respondí consinceridad.

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―¿Es para poder burlarte de mímañana? ―preguntó, alzando la voz―.¿Es por pena?

Suspiré hondo. Joder, qué mierda.Yo también tenía curiosidad por saberqué demonios hacía allí, pero no tenía niidea. Simplemente estaba, ¿no era esosuficiente?

Me acerqué a Léane de nuevo,dando un paso al frente.

―Prometo que no me burlaré de loocurrido esta noche, pero deja que telleve a la residencia ―le pedí―. No espor ti, es por mí. Quiero dormirtranquilo esta noche, todavía tengo algode conciencia.

Pareció dudar y, durante unossegundos, nos retamos en silencio con la

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mirada, hasta que ella apartó sus ojos delos míos.

―Está bien ―accedió mientras selimpiaba las mejillas con las manos.

Esperé mientras ella volvía aponerse los tacones, y despuéscaminamos en silencio por las calles dela ciudad hasta llegar al lugar dondehoras atrás había aparcado el coche.Antes de arrancar el motor, le mandé unmensaje a Ryder diciéndole quevolviese en taxi a casa; no estaba segurode querer regresar al local tras dejar aLéane en la residencia.

Mientras conducía, ninguno de losdos habló. Léane mantenía la cabezaapoyada contra el cristal de la ventanillay su rostro carecía de expresión, como

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si se hubiese puesto una máscara paraocultarme sus emociones. Y, duranteunos instantes, me pregunté qué estaríasintiendo.

Quise decir algo que pudieseanimarla, pero presentía quemantenerme callado era la mejor opción.Afrontar momentos delicados, no erauno de mis puntos fuertes.

Ser testigo de dolor, dolor deverdad, me aterraba como nada más lohacía.

Cada célula de mi cuerpo me pedíahuir cuando me enfrentaba al lamento deotra persona. Desde que tenía uso derazón, había aprendido a esquivarcualquier situación dolorosa; fingía queno ocurría o me convencía de que era

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algo pasajero. Y luego me esforzaba enolvidar.

Al estacionar el coche frente a lapuerta principal de la residencia, respiréaliviado. Esperé pacientemente queLéane bajase del coche, pero no lo hizo.

―Ya hemos llegado ―insistí―.¿Qué ocurre?

Giró el rostro hacia mí y descubríque volvía a llorar. ¿Qué pretendíalograr con ello? Observe con cautela elbrillo sutil de sus lágrimas, valorando elposible significado de cada una de ellas.

―Espera, creo que tengo papel poraquí ―me incliné hacia Léane paraabrir la guantera―. Ten.

Ella lo aceptó y se limpió laslágrimas.

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―Todo el mundo lo ha visto yvolverán a la residencia en cuanto acabela fiesta ―escondió el rostro entre susmanos, como si la idea de mirarme leavergonzase―. No quiero entrar.

―¿Por qué me has hecho traertehasta aquí, entonces?

―Me lo has propuesto tú. Y notengo otro lugar a donde ir.

―Vas a tener que enfrentarte a élde todos modos, ya sea esta noche,mañana o la semana que viene,¿entiendes? No puedes evitarlo.

―Lo sé…―Puedo acompañarte a tu

habitación, si quieres ―propuse,intentando mantener la calma.

―¿No podríamos ir a algún otro

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lugar? No sé, quizá a un bar o un parquesolitario…

Eché la cabeza hacia atrás,apoyándola sobre el respaldo delasiento del coche, y me mordí el labioinferior indeciso mientras Léane memiraba de reojo.

―Bien ―suspiré―. Hagamos unpacto.

―¿Qué clase de pacto?―Finjamos durante esta noche que

nos llevamos bien ―dije―. Peromañana todo volverá a ser comosiempre.

―Vale ―Léane sonrió por primeravez aquella noche.

Puse el coche en marcha de nuevo.―Iremos a mi casa, ¿de acuerdo?

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Puedes dormir en la habitación deAdam.

Ella asintió y permaneció el restodel trayecto en silencio hasta queaparqué frente a casa y, antes de quebajase del coche, dejó caer su mano enmi hombro y sonrió de nuevo antes dehablar.

―Gracias, Blake.―No hay de qué.―Lo digo en serio ―me aseguró.Cuando bajó del coche, volvió a

quitarse los tacones. La miré por encimadel hombro con curiosidad.

―¿Por qué vas descalza?―Me hacen daño ―respondió al

tiempo que subía los tres escalones de laentrada.

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―Entonces, ¿por qué los usas?―Son bonitos, supongo ―miró los

tacones sin mucho interés―. Pero creoque a partir de ahora usaré más amenudo zapatillas de deporte.

Encendí la luz cuando entramos enla casa y avancé por el pasillo mientrasLéane se quedaba rezagada observandola estancia con curiosidad. El hecho deque ella analizase mi casa me hacíasentir incómodo, como si estuviesehurgando en mi intimidad.

―Dios mío, ¡cuántas plantas!―exclamó. Luego extendió los dedoslentamente y rozó con la punta de éstosuna enredadera que trepaba por un pilarhasta llegar al techo. Sus uñas, pintadasde color rosa chicle, contrastaban con

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las hojas verdes―. Son todas preciosas,no imaginaba que vuestra casa sería así.

La observé en silencio, todavía conlas llaves en la mano, mientras ellaacariciaba delicadamente los pétalos deuna flor amarilla; luego se inclinó paraver más de cerca un cactus de diversoscolores.

―Esta me gusta, es alegre ―dijo,señalando una flor morada con motasazules―. Así que, por lo que veo, osgusta la botánica.

―En realidad solo me gusta a mí.No supe por qué le había confesado

aquello, cuando habitualmente decía quetodas las plantas eran de Adam. Léaneme miró fijamente y aprecié un brillofugaz en sus ojos marrones; luego

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sonrió.―Es genial.―¿Quieres comer algo?

―pregunté, cambiando de tema.―Sí, estaría bien ―asintió

lentamente con la cabeza―. Aunque…¿podría antes lavarme la cara, al menos?

Intenté no reírme, pero no loconseguí.

―Puedes ducharte, será lo mejor.Supongo que tus pies no estarán muylimpios ―puntualicé, señalando loszapatos de tacón que todavía llevaba enla mano―. Además, pareces unmapache por el rímel y…

―Ya lo he pillado ―me cortóLéane frunciendo el ceño. No parecióque le agradase ser comparada con un

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mapache.―Está bien, puedo dejarte algo de

ropa limpia ―dije―. El baño estáarriba, la primera puerta a la derecha.

―Vale, gracias.Léane desapareció escaleras arriba

segundos después. Dejé las llaves sobrela repisa de la entrada y me quité lachaqueta. Realmente me estabacomportando como un estúpido, eratotalmente consciente de ello.

No tenía por costumbre traer achicas a pasar la noche en casa sin unaclara intención, esa intención pasabapor mi cama y, sin lugar a dudas, conLéane no ocurriría tal intención.

Subí a mi habitación y encontré enel armario un pijama limpio de color

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azul oscuro que me venía algo pequeño.Después fui hasta el baño y abrí lapuerta de éste, fue entonces cuandoescuché un grito desgarrador, tanhistérico como el de la películaPsicosis.

―¡Fuera! ―chilló, al tiempo quecogió la cortina de la ducha e intentótaparse con ella―. ¡Sal de aquí, malditasea!

―¡Joder! ―exclamé asombrado.Salí del baño y cerré la puerta de

nuevo, apoyé el hombro sobre la pared eintenté, en vano, no sonreír. Advertí queel corazón me latía acelerado.

―¿Se puede saber qué haces yadesnuda? ―pregunté, sin dejar desonreír.

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―¿Es que tú te duchas con la ropapuesta?

―No, pero si alguien me dice queva a traerme ropa limpia, tengo lacostumbre de no dedicarle un striptease.Llámame raro.

―¡No sé en qué estaba pensando!Creí que la dejarías fuera. Además, lonormal es llamar antes de entrar―gritótras la puerta, luego se mantuvo unosinstantes en silencio antes deproseguir―. Solo… prométeme queolvidarás lo que acabas de ver, de algúnmodo… mágico o algo así.

Sonreí todavía más.Desde el instante en que la vi,

había hecho copias de seguridad de laimagen de Léane desnuda por todo mi

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cerebro. Básicamente, esas imágenesocupaban ahora toda mi capacidadmental. Era incapaz de pensar en algomás.

―Créeme, no voy a poderolvidarlo ―reconocí―. Es más, puedeque lo rememore a menudo antes de irmea dormir…

Escuché a Léane gritar de nuevo ygolpear algo.

―¿Estás destrozando el baño?―¡No! ¡Me he caído! ―explicó,

haciéndome reír de nuevo―.Simplemente deja la ropa frente a lapuerta y vete, ¿de acuerdo?

―Está bien. O, si lo prefieres, teayudo con lo que sea que estés haciendo.

―¡Márchate!

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―Tú te lo pierdes...Bajé a la cocina y me propuse

preparar algo para comer; tenía hambrea pesar de que era la una de lamadrugada. Sacudí la cabeza mientrasabría la nevera, saqué una pizza cuatroquesos y la metí el horno.

Me senté en la silla de la mesa dela cocina, mientras observaba a travésdel cristal cómo se horneaba la pizza.

Pensé en lo dolida que parecíaLéane tras ver al tal Nathan besar a laotra chica, pensé en las lágrimas quesurcaban sus mejillas, en su cuerpotembloroso…, pero por encima de todosaquellos sentimientos tan puros yemotivos, con una gran diferencia encuanto a tiempo de recreación, pensé en

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ella desnuda.El trazado de su silueta era

exactamente como a mí me gustaba,rozando la perfección, con una ligeracurvatura que diferenciaba la cintura delas caderas y luego se pronunciaba másal llegar a la zona del trasero. No teníalos pechos demasiado grandes, estabaseguro de que cabían perfectamente enmis manos. Es más, casi parecíaevidente que habían sido creados por ypara estar en mis manos.

Extendí las manos frente a mí,sopesando el volumen que ocuparíanentre mis dedos.

―¿Qué estás haciendo?Léane se sentó en la mesa sin dejar

de mirarme. Dejé caer las manos de

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golpe sobre mi regazo y sonreí coninocencia.

Estaba calculando, en base alvolumen y la distancia de X e Y encondiciones de presión atmosféricanormal y un grado de humedad relativadel 70%... cómo son de grandes tuspechos.

―Leía las líneas de la mano―respondí finalmente.

―Ah, ¿sí? ―extendió sus manossobre la mesa blanca de la cocina―.¿Qué dicen las mías?

Reprimiendo un suspiro, toqué susmanos con resignación. Tracé la líneamás larga con la punta del dedo índice,haciéndole cosquillas.

―Esta línea augura que vas a vivir

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muchos años, pero esta otra especificaque no te irá demasiado bien en el temaprofesional, especialmente si siguespresentándote a concursos.

―¿En serio dice eso? ―puso losojos en blanco, pero luego sonrió.

―Sí, claro ―le dediqué unamirada traviesa―. La línea del amor,dice que lo mejor es que te centres enrelaciones de una sola noche.

Léane apartó las manos hastaposarlas de nuevo en sus rodillas. Trasla ducha, llevaba el cabello recogido enuna coleta alta mal hecha y no habíarastro de maquillaje en su rostro. Megustaba al natural, parecía más inocente.Como era de esperar, el pijama le veníagrande; era extraño verla vestir mi ropa,

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se me antojaba demasiado íntimo.―Blake, ¿por qué me has ayudado?

―preguntó―. Tú reputación es bastantepeor que la de Nathan, seguro que hasavergonzado a docenas de chicas.

Me levanté, apagué el horno ysaqué la pizza, luego la coloqué sobre lamesa y comencé a cortarla en trozos.

―Eso no es cierto.―Pues todo el mundo lo dice

―comentó con indiferencia, mientrasintentaba coger un trozo de pizza―.¡Auch, quema!

―¡Qué raro! ¡Si la he sacado delhorno hace ya… ah, sí, un segundo!

―¿Por qué crees que no eres comoNathan? ―insistió, ignorando micomentario―. Yo no sabía el

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significado real del adjetivo idiota hastaque te conocí hace un par de meses.

―Muy graciosa.Comimos un trozo de pizza en

silencio, después me levanté a por dosvasos de agua y le tendí uno a ella.Crucé las manos sobre la mesa.

―La diferencia entre ambos es queyo siempre dejo las cosas claras desdeel principio. O ella, sea como sea. Elsecreto está en la comunicación. Si meapetece un lío de una noche, lo digo―expliqué―. Respeto a la otra personaimplicada; se supone que ambos somosadultos y tenemos los mismos intereses.

―¿Y si quieres algo más serio?Me encogí de hombros.―Supongo que lo diría, lo cierto

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es que todavía no se ha dado el caso.―¿Lo dices de verdad?, ¿nunca has

tenido novia?―¡Qué demonios! Estoy en la

universidad, quiero disfrutar de la vida,de la libertad… ―bajé la mirada ytamborileé con los dedos sobre lamesa―. Bueno, en realidad sí tuvealguna novia, pero era joven, fue hacemuchos años. Ni siquiera nosacostamos, así que supongo que nocuenta.

Léane abrió mucho los ojos comosi acabase de cometer un pecado sinprecedentes.

―¿Estás de broma? ―arqueó unaceja, incrédula―. ¿Si no hay sexo, no esnada serio?, ¿es una regla general para

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todos los hombres…?―No lo sé, ¿por qué lo preguntas?Léane se frotó las manos y evitó mi

mirada con cierto nerviosismo; parecíaincómoda. Y en ese momento, sin saberexactamente cómo, supe en qué estabapensando.

―¿Intentas decirme que no te hasacostado con Nathan? ―me inclinésobre la mesa, acortando la distanciaque nos separaba.

―Es probable… ―susurró, con lamirada fija en la superficie blanca de lamesa.

Sonreí lentamente, casi a cámaralenta, asimilando sus palabras. Léane memiró indecisa, como si estuviesesopesando mi reacción.

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―Así que llevas tiempo sin darteuna alegría ―ladeé la cabeza a un lado,sin apartar mis ojos de los suyos―. Siquieres podemos solucionarlo. Ahora,por ejemplo.

―¡No sigas por ese camino…!―exclamó ruborizándose y arrastró lasilla hacia atrás para levantarse de lamesa―. Pasar la noche aquí ha sido unamala idea.

Me levanté también y me acerquéhasta ella, que permanecía quieta enmedio de la cocina, como si hubieseentrado en un ataque de pánico. No sépor qué me entusiasmaba tanto la ideade intimidarla, pero era realmenteestimulante.

―¿… una mala idea porque tienes

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miedo de lo que pueda llegar a suceder?―le susurré al oído. Después le dediquéuna mirada traviesa y me propusecontrolar mis instintos másprimitivos―. Me gustaría seguirprofundizando en este tema, y nuncamejor dicho, pero creo que has tenidosuficiente acción por hoy.

―Me haces parecer patética―protestó, presionado los labios. Luegosiguió mis pasos hacia el comedor.

―¿Por qué?, ¿por ser virgen?―¡No soy virgen, idiota!Dejé de caminar en seco y me giré

hacia Léane, que me miraba con unamezcla de timidez y rabia. Esaafirmación me hizo imaginarme milescenas diferentes, todas ellas

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perversas. En ese instante supe quenuestra relación habría sido diferente sino se hubiese entrometido en mi camino,porque cada gesto, cada centímetro desu piel... me llamaba a gritos.

Me senté en el sofá y ella seacomodó a mi lado, poniendo ciertadistancia entre nosotros.

―¿No quieres ir a dormir?―pregunté.

―No creo que pueda dormirmucho ―bufó―. ¿Sabes qué es lo peorde todo? Lo peor es que apenas me hadolido el engaño de Nathan, en realidadno sé por qué estábamos juntos si noteníamos nada en común. ―permanecióunos segundos en silencio, ausente, conla mirada fija en una planta―. Lo que

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más daño me ha hecho ha sido lahumillación pública, que todo el mundofuese partícipe de lo que ocurría, comosi interpretásemos una obra de teatrodramática para todos los espectadores.

―Ya no estás en el instituto, Léane―dije―. Se supone que no somos críosy que no debe importarnos lo que losdemás opinen. Simplemente, disfruta dela vida.

―Es difícil, no soy tan fuerte―cogió un almohadón y lo apretó entresus brazos―. Además, a ti también teimporta lo que piensen la gente.

―No es cierto.―¿Entonces por qué les dices a

todas que las plantas son de Adam?Parpadeé confuso, girándome más

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hacia ella, hasta que mi rodilla rozó supierna.

―¿Cómo sabes eso?―Lissa medio vive aquí, es mi

fuente de información.Puse los ojos en blanco.―¿Por qué me has dicho a mí la

verdad? ―insistió.―Quizá porque lo que tú pienses

de mí, me importa una mierda.―Tan elegante como siempre,

señor Lakker.―Gracias.Suspiré hondo y me recosté

despreocupadamente sobre el brazo delsofá, inclinando la cabeza para mirarla.

―De todas formas, se supone queel que ha quedado como un idiota esta

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noche delante de media universidad hasido él, no tú ―aclaré. Por algunamisteriosa razón, no me gustaba sertestigo de su sufrimiento.

Escondió el rostro bajo elalmohadón, como una niña de cincoaños, antes de mirarme de nuevo.

―No quiero volver a la residencia,ni tampoco ir a clase ―gimoteó―. Solome apetece volver a casa, con mispadres…

Tragué saliva, nervioso, antes deincorporarme en el sofá. Aparté la vistade ella, no estaba seguro de lo que debíadecir para animar la situación.

―¿Los echas de menos, verdad?Léane asintió. Le palmeé la

espalda, como hubiese hecho con Adam

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o Ryder si se encontrasen en unasituación similar. Quizá lo hice condemasiado ímpetu, porque Léane sebalanceó delante y atrás al compás demis palmadas de aliento.

―¿Qué haces? ―me miró confusa.―Joder, no lo sé. Intento…

animarte, creo.Y entonces, casi como si fuese un

milagro, Léane sonrió. Y luego emitióuna carcajada dulce, que pareció llenarla habitación. Sonreí también.

―Me alegra que no decidiesesestudiar psicología ―dijo, y rió conmás fuerza―. Se te da mejorperiodismo, desde luego.

―Gracias, dime algo que no sepaya.

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Léane sacó un paquete decaramelos M&M de su bolso e introdujouna bolita azul en su boca. Observécómo sus labios se movían lentamentemientras saboreaba el caramelo.

―Pues pienso hacerlo ―me apuntócon el dedo, ahora parecía divertida―.Por ejemplo, te diré que, cuando estáshaciendo un reportaje en directo,siempre usas los mismos gestos, como silo tuvieses ensayado. Pareces un robot,personalmente creo que a losespectadores les gusta ver que somoshumanos, te falta naturalidad.

Excusez-moi, Mademoiselle? Elhecho de que se atreviese a darme unconsejo, podría haberme cabreado, peropor el contrario, me pareció sumamente

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gracioso.―¿Y cómo sabes que soy

humano…? ―le dirigí una miradaafilada―. Quizá sea un vampiro, unlicántropo, un ángel caído… Siempreintento disimular mi verdaderanaturaleza frente a la cámara, ¿cuándo tediste cuenta? ―Léane rió, sujetándoseel estómago con las manos e inclinandola cabeza hacia atrás―. Ahora estamoscondenados a vivir un amor imposible,¡serás la envidia de todas tus amigas!

―Si tú fueses el protagonista deuna novela romántica… ¡Dios mío!, soloimaginármelo me produce escalofríos―dijo, recomponiéndose tras el ataquede risa.

―¿Qué tendría de malo? ―fruncí

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el ceño―. Soy encantador.―Blake, no quiero ofenderte, pero

las chicas tenemos un prototipo deprotagonista en el que no encajarías.

―Te estás tomando muchasconfianzas ―advertí―. Ya que estamosconfesándonos ciertas verdades, voy adarte también un consejo para tuspróximos reportajes.

―Ilústrame, Blake.―Deja de fingir que eres una

mosquita muerta bondadosa, adorable ydulce, a los espectadores les molestaque les engañen ―dije―. Frente a lacámara, te comportas como una niñainocente de doce años. Y se nota queexageras el acento francés cuando estásen directo, queda demasiado obvio.

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Léane abrió la boca, mirándomeindignada.

―¿Eso piensas? ¡No es cierto!―me reprochó―. Es todo lo contrario,creí que mi acento sería un impedimentode cara al concurso…

―¿Cómo no iba a gustarle alpúblico? Cuando hablas suenas como latípica chica que atiende llamadaseróticas.

Arqueó las cejas y permanecióunos instantes mirándome, con los labiosentreabiertos.

―¿Has dicho lo que creo que hasdicho?

―No te hagas la inocente―espeté―. Siempre alargas las ges,exageras las eses… Lo haces mucho más

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excesivo que cuando no estás grabando.Disfruté, viendo cómo sus mejillas

se tornaban lentamente de un colorrosado, hasta que el teléfono comenzó avibrar dentro del bolsillo de misvaqueros.

Era mi hermana Emma. Descolguémientras me levantaba y caminé hacia lacocina.

―Hola, ¿va todo bien?―Sí, no te asustes. Solo llamaba

porque no podía dormir… y me apetecíahablar contigo ―dijo, hablando ensusurros―. Me he levantado para ver latelevisión, he visto que estabanemitiendo esa película rara de Brad Pittque tanto te gusta y me he acordado deti.

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Me dirigí hacia la cocina en buscade intimidad, abrí la ventana y apoyé elcodo sobre el alfeizar.

―¿El club de la lucha?―Sí ―suspiró hondo―. Por

cierto, esta tarde me llamó papá. Pidióque te dijese que te ha visto en elconcurso y que… que está orgulloso deti ―dijo.

―Ajá… ―asentí distraído. Evitémostrarle lo mucho que me incomodabansus palabras.

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11

Léane

Hice un esfuerzo por dejar de

pensar en mi supuesto acento sensual, eintenté escuchar la conversación queBlake mantenía por teléfono cuandoregresó al comedor. Caminaba de unlado a otro, moviéndose por lahabitación, sin poder mantenerse quieto.

―Claro, perfecto, podemos comerjuntos el sábado de la próxima semana―dijo, luego escuchó pacientemente loque respondía la persona al otro ladodel teléfono y volvió a hablar―. Yotambién te echo de menos.

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Observé en silencio cómo Blakecolgaba el teléfono y se acomodaba denuevo en el sofá. Ignorando mipresencia, encendió la televisión con elmando a distancia e hizo zapping.

―¿A quién echas de menos?―¿Y a ti qué te importa? ―me

miró por encima del hombro.Bueno, tanto como importarme en

sí no era lo que ocurría, pero desdeluego me moría de curiosidad. Me mordíel labio inferior con indecisión, antes dearmarme de valor para seguirindagando.

―¿No decías que no estabasinteresado en mantener una relaciónseria? ―pregunté―. Echar de menosalguien, sí es serio.

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Blake apagó la televisión y dejó elmando sobre la mesa auxiliar delcomedor, se giró hacia mí y de nuevo surodilla me rozó la pierna.

Describir a Blake era realmentedifícil, su proximidad siempre lograbaintimidarme. Tenía unos felinos ojosverdes, imposibles de evitar, que memiraban de un modo ligeramenteperverso, como si fuese un manjar que éldeseaba devorar. Y viéndolo de estaforma, comprendía el furor que podíacausar entre la población femenina,especialmente porque parecía peligrosoy, como bien sé, a las mujeres nosapasiona la idea de que alguien nosrompa el corazón.

Blake era el perfecto susodicho

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para cumplir tal función ―la deaplastar corazones inocentes―. Sinduda, era una buena opción, porque almenos disfrutabas de las vistas antes deque todo terminase de un mododramático.

Varios mechones de cabello negrose deslizaron por su frente cuando ladeóla cabeza.

―¿Yo he dicho que no quería nadaserio? ―arrugó la frente, fingiendo estarconfuso. Y digo fingiendo, porque de susojos parecían saltar chispas, como sifuese totalmente consciente de lo queestaba haciendo―. En tal caso meestaría refiriendo, de forma concreta, aque nunca querría nada serio con alguiencomo tú. Ya sabes, una tía que tiene

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ositos de peluche en la cama, sueleacojonar.

Me incliné hacia atrás, hasta que miespalda tocó el brazo del sofá,procurando alejarme de él. Pronto me dicuenta de que era una misión casiimposible, dado que cada vez seacercaba más y más… No sabía por qué,pero tenía la boca seca. Tosí,aclarándome la garganta.

―Tranquilo, no te tocaría ni con unpalo ―respondí con más brusquedad delo esperado, después me expresé denuevo con un tono neutro―.¿Entonces… hablabas con una especiede… novia?

Blake sonrió burlón, parecíadivertirle la situación. ¿Qué situación?

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Pues no sé, pero el ambiente habíacambiado, el silencio a nuestroalrededor parecía poder cortarse, sumirada era más fría, más calculadora,más intensa… Apreté con fuerza elalmohadón que, tras su acercamiento,era lo único que se interponía entrenuestros cuerpos. Y en serio, estaba casisegura de que mi temperatura corporalacababa de dispararse porque, depronto, tenía muchísimo calor. ¿Habríaencendido la calefacción sin que mediese cuenta? Me pregunté si resultaríademasiado obvio que comenzase aabanicarme con la carpeta que reposabasobre la mesilla.

―¿Estas celosa? ―preguntó,sonriendo de lado. Y anoté mentalmente

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la idea de que ese tipo de perversassonrisas deberían estar prohibidas porley. Era justo. Era coherente.

―¡No, claro que no! ―exclamé,alzando la voz más de lo normal―.¿Crees que me importa lo que hagas contu vida?

―Eso parece.Reí con indiferencia, pero dejé de

hacerlo cuando noté que Blake se acercótodavía más, hasta el punto de que casipodía sentir su aliento cálido en mirostro y sus misteriosos ojos estaban tancerca que podía ver en ellos un pradoinfinito de hierba recién cortada,enmarcado por sus gruesas pestañasnegras. Presioné, por cuarta vezconsecutiva, el almohadón que sostenía

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entre los dedos tras advertir que elcorazón me latía atropelladamente. Y meestremecí cuando descubrí el cítrico yagradable aroma que Blake desprendía.

Casi como si él fuese consiente decada una de mis reacciones, sus ojosdescendieron hasta posarse mis labios y,por alguna ilógica razón, la idea de querompiese los escasos centímetros queseparaban su boca de la mía, me resultósumamente tentadora.

Pero no me besó. No.<<Perfecto, Léane, porque eso es

exactamente lo que tenía que ocurrir. Nobesos. No acercamientos. No Blake>>.

Canté victoria demasiado prontoporque, dejándome totalmentedescolocada, ―y omitiendo el hecho

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que no podía mover ni un solo músculode mi cuerpo como si estuviesepetrificada―, Blake me dedicó otra desus sonrisas ilegales, instantes antes deque su mano se posase en mi cintura condecisión y sus labios me rozasen ellóbulo de la oreja. El contacto fue tanleve, que me pregunté si era real o frutode mi imaginación.

Incapaz de reaccionar ante elcúmulo de estimulantes sensaciones, quedesplazaban a un lado cualquier atisbode sentido común, cerré los ojos confuerza cuando sentí su aliento cálido enmi cuello, a la espera de notar tambiénel tacto de sus labios sobre mi piel...porque la lentitud de los movimientos deBlake era desesperante e inconcebible y,

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y, y...Y no pude seguir pensando en la

impaciencia que me envolvía, porquejusto en ese instante escuché el sonidode una cerradura girando y, acontinuación, el ruido de la puertacerrándose tras un par de pisadas. Abrílos ojos de golpe, descubriendo queBlake me miraba fijamente como sifuese una especie en peligro deextinción o algo similar. Parecíaconfuso; esta vez el sentimiento era realy recíproco. Tras unos eternos eincómodos segundos, se giró hacia sucompañero de piso.

―Eh, hola ―saludó Ryder.Cuando descubrió mi presencia, arrugóla frente y nos miró con desconcierto.

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Después, como si su mente fuese unabombilla de bajo consumo, sonriólentamente―. ¿Interrumpo algo?

―No ―respondió Blake,tajante―. Se queda a dormir esta noche.

―Vale, perfecto.Ryder nos miró como si ambos

fuésemos unos perturbados en plenoestado de locura, después se encogió dehombros y se dirigió hacia su habitaciónsubiendo las escaleras.

―Será mejor que nos acostemos,es tarde.

Asentí. Me ruboricé ante elsegundo significado de la frase <<…nos acostemos>>; después advertí queBlake se mostraba serio y cauteloso yque, sin lugar a dudas, no había dicho

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aquello con otro sentido que no fuesemeramente el de dormir. Así pues…¿qué demonios me pasaba en la cabeza?

Mi ex novio ―ex amigo, ex lío, osimple gilipollas, como preferíallamarlo de ahora en adelante―acababa de traicionarme, colocándomeunos bonitos cuernos sobre la cabeza. Yahí estaba yo, como una pánfila,preguntándome estúpidamente si mimayor enemigo, desde que puse un pieen esa universidad, me estabaproponiendo que nos acostásemos.

Definitivamente deliraba.Blake me acompañó hasta la

habitación de Adam que, para misorpresa, parecía sacada de una revistade decoración. Todo estaba en orden:

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los libros perfectamente apilados en lamesa, no había ropa sobre la cama nipolvo en las estanterías.

―Si quieres sábanas limpias,puedo buscar un par.

―No hace falta ―sonreí y mesenté en la cama―. Está bien así.

―Vale. Buenas noches ―asió elpomo de la puerta y la entornó.

―Lo mismo digo.Me acomodé en la cama,

tapándome con las mantas hasta labarbilla y ahuecando la almohada conlas manos porque era demasiadovoluminosa para mi gusto.

Apenas hacía un minuto que Blakese había marchado, cuando éste volvió aentrar en la habitación y me miró con los

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ojos entornados y una sonrisa burlona.―Sospecho que sé con qué soñaré

esta noche.―¿Crees que me interesa?

―resoplé, empezaba a sentirmehastiada. Fuera de cuestión, necesitabadescansar.

―Es posible ―chasqueó la lenguay apoyó la cadera contra el marco de lapuerta―. Soñaré que estoy en casa,pasando una noche aburrida y, depronto, se me ocurre ir al servicio y meencuentro allí a una chica rubia desnuda,¡fíjate tú qué cosas, eh! Tengo unaimaginación desbordante.

Tosí, sintiéndome nerviosa denuevo.

―… entonces la chica te gritará

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horrorizada, pidiéndote que te largues.―No, lo cierto es que no ―me

corrigió―. Creo que en mi sueño lachica rubia sugerirá que nos duchemosjuntos.

―Tu novia debe de estar orgullosade ti.

―Supongo que sí, lo estaría si latuviese, pero no es el caso ―sonrió ycomenzó a dar unos golpecitos sobre lamadera del marco con la punta de losdedos, sacándome de mis casillas―. Detodos modos, ha sido interesante ver tureacción.

―¿Qué reacción? ―pregunté, peroluego me arrepentí y suspiré hondo―.Da igual. Ahora, si no te importa, quierodormir.

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Dio un paso hacia atrás y rozó conla mano el pomo de la puerta.

―Sí, será mejor que descanses―dijo, sin dejar de sonreír―. Recuerdaque mañana termina nuestra tregua.

―Estoy deseándolo ―farfullé,dándome la vuelta en la cama.

Cuando estuve completamentesegura de que Blake se había marchado,exhalé todo el aire que había contenidoe intenté relajarme, pero me fueimposible. ¿Por qué me aliviaba saberque no tenía novia? Él era…exasperante, la mayor parte del tiempo.

Esa noche había tenido susmomentos, definitivamente Blake teníaun trasfondo oculto. Se habíacomportado como una persona normal

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―a excepción del hecho de que mehabía visto desnuda, lo cual era bastanteperturbador―. ¿Por qué Nathan nohabía ido en mi busca después de lo quehabía hecho?, ¿por qué Blake sí habíacorrido tras mí?

No es que quisiese que Nathan sedisculpase… porque el daño estabahecho o, mejor dicho, el ridículo vividoera irreversible. Pero me habríaencantado verle salir por esa puerta,correr hacia él hecha un mar delágrimas, como siempre ocurre en laspelículas románticas, y gritarle con vozde loca lo miserable que era, delante detodo el mundo porque, siendo unapelícula, la gente habría salido del localpara asistir al fatal desenlace. Al menos,

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si hubiese sido así, me habríadesahogado.

Aquella noche soñé que meencontraba en un baile de máscaras, loshombres cogían a las damas del codo yparecían de una época pasada, sonabamúsica de violín de fondo y losasistentes sonrían.

Llevaba un vestido amarillo pálidocon cancán, de modo que apenas podíacaminar. Cogí la zona baja del vestidocon la punta de los dedos, intentando asíno tropezar, y avancé asustada entre elgentío. Por alguna misteriosa razón, lasplumas, las máscaras y los trajesantiguos me aterrorizaban. Empecé asudar, presentía que algo horrible iba aocurrir.

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Entonces comenzaron a escucharsepequeñas risas, que parecían enlatadas,y poco a poco se fueron transformandoen carcajadas que resonaban en misoídos. Varios dedos me señalaron condesdén, ¿se reían de mí? Agaché lacabeza hasta mirarme las manos.Llevaba las uñas pintadas de un colornegro brillante.

Cuando alcé de nuevo el rostro vien el centro de la sala a un jovenenmascarado besando a una chica. Lasrisas continuaron aumentando a mialrededor y sentí que me encontraba enmedio de un huracán sin salida.Entonces él rompió el beso, se giró y memiró. Lentamente se quitó la máscararoja y reconocí sus ojos verdes y su

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sonrisa perversa. La chica, que lebesaba instantes atrás, deslizó su lenguapor el cuello de Blake sin que ésteapartase la mirada de mí; deseabacorrer, pero no podía moverme, estabatotalmente paralizada…

Y entonces sentí algo frío sobre mirostro, algo… húmedo.

Desperté con la cara empapada.Tosí, atragantada por el agua que habíatragado e intenté averiguar dónde estaba.

―¡Ya era hora!Blake dejó un vaso de cristal,

ahora vacío, sobre la mesita de noche yabrió las ventanas de la habitaciónpermitiendo que penetrase el vientogélido propio del invierno en Reading.

―¿Te has vuelto completamente

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loco? ―grité, cuando conseguí salir delestado de shock.

―He intentado despertarte dosveces amablemente, pero me lo haspuesto difícil ―dijo―. La tregua queteníamos ha terminado, no estás en elmaldito cuento de La Bella Durmiente,es hora de levantarse.

Bostecé. Me incorporé lentamenteen la cama, a propósito, con la intenciónde terminar con su paciencia. Volví abostezar. Estiré la espalda, alzando losbrazos hacia arriba. Luego cogí la mantay me acurruqué de nuevo bajo ella.

―¿Qué haces? ―preguntó,irritado.

―Hace demasiado frío, no piensosalir de aquí. Culpa tuya por abrir las

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ventanas.Blake cerró las ventanas con un

golpe seco y de un modo tan brusco, queme hizo dar un pequeño salto en la camaa causa del susto.

―Ahora ya puede levantarse laSeñorita de los ronquidos.

―¿De qué estás hablando?―pregunté, incorporándome al fin.

―Hablo de que, mientras duermes,roncas como un camionero con resaca.

―¡No es cierto! ―chillé conindignación.

Blake sonrió con suficienciamientras sacaba el móvil del bolsillo desu pantalón. Presionó la pantalla táctilun par de veces y finalmente me mostróun vídeo donde salía yo durmiendo y…

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roncando.―¡Borra eso, ahora mismo!―Ni por todo el oro del mundo

―se guardó el móvil―. Es mi seguro devida. Si en algún momento tienes lamínima oportunidad de ganar elconcurso, cosa que dudo, lo distribuirépor internet. A tus fans les encantaráconocerte un poco más.

Di un salto hasta levantarme de lacama y situarme frente a él.

―Ayer dijiste que no te burlaríasde mí ni utilizarías trapos sucios…

―¿Eres consciente de que ayer noe s hoy? ―me miró con indiferencia―.Supéralo, la vida continúa.

Salió de la habitación, dejándomecompletamente consternada. No podía

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ser la misma persona que la pasadanoche. Eso, o bien actuaba como unprofesional. Es más, quizá todo habíasido una trampa desde el primermomento, posiblemente planeaba utilizartodo aquello que le había contado…¡Dios mío!, ¡lloriqueé delante de él!,¡me había visto desnuda!, ¡y le didetalles concisos sobre mis relacionessexuales!

Salí de la habitación corriendo,como si estuviese dentro de una películade terror donde al final se descubre queBlake es el asesino. Seguí escalerasarriba, donde todavía estaba mi ropatras la ducha de la pasada noche, y mecambié a toda velocidad. Cuando bajé alcomedor, advertí que allí no había

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nadie. Abrí la puerta de la calle,dispuesta a escapar de aquel infierno,cuando las vi sobre la mesa delrecibidor, relucientes, casi gritando minombre <<Léane, llévanos contigo>>.

Sin pensar en lo que estabahaciendo, cogí las llaves del coche deBlake.

Caminé varias calles con losincómodos zapatos de tacón que mehabía puesto la noche anterior y elvestido rojo, sintiéndome ridícula.Verdaderamente, varios transeúntes memiraron con descaro como si fuese unajoven fuera de lugar. Cuando llegué auna avenida amplia y transitada, esperéhasta que pasó un taxi y subí.

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―Hacia la residencia deestudiantes número B, por favor ―leindiqué.

Mientras el taxista conducía ensilencio por las calles de Reading, mequedé ensimismada mirando las llavesque todavía estaban en mis manos. Blakeiba a matarme después de esto. Pero nome importaban las consecuencias,realmente merecía un castigo porque, sibien la pasada noche parecía conservaralgún atisbo de sensibilidad, por lamañana volvía a ser el mismo idiotaegocéntrico de siempre.

Cuando llegué a la residencia, medi una ducha y me puse el pijama antesde dejarme caer sobre la cama. Erasábado, hacía frío y solo me apetecía

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vaguear. Encendí el portátil y empecé aver los últimos capítulos de Gossip Girlen francés, porque me habíaacostumbrado a las voces de losdobladores. Busqué el paquete decaramelos en mi bolso y devorémúltiples M&M, mientras disfrutaba delas ocurrencias de Blair Waldorf.

Tras ver tres capítulos seguidos,rodé sobre la cama hasta alcanzar elmóvil y lo puse a cargar poco antes deencenderlo. Me sorprendió la cantidadde llamadas perdidas y mensajesdesesperados que encontré. Al parecer,Rachel salió de la discoteca minutosdespués, a pesar de mi insistencia, y alno encontrarme allí ni, media hora mástarde, en la residencia, entró en estado

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de pánico, de modo que alertó a mediaresidencia de mi desaparición, incluidaLissa.

Leí el último mensaje que ésta mehabía enviado, alrededor de las cinco dela madrugada: <<Por la mañanavolveremos a Reading, espero que estésbien, ¡por favor, avisa si lees esto!>>

Llamé a Lissa de inmediato.―¿Léane?, ¿eres tú? ―gimoteó.―¡Claro que sí! ―afirmé―. Estoy

bien, no te preocupes, tan solo pasé lanoche fuera, esto es un malentendido,¡no se te ocurra volver aquí hasta eldomingo!

―Pe-pero Rachel me ha contado loque ocurrió con Nathan. Puedo volver aLondres otro fin de semana. Además, ya

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estábamos a punto de salir del hostal―dijo.

―¡Estoy perfectamente, de verdad!―insistí.

Lissa permaneció en silenciodurante unos segundos, parecía dudar.

―¿Se puede saber dónde haspasado la noche?

―Yo… ―me aclaré la garganta―,conocí a un mendigo bastantesimpático… ¡me fui a un hotel…!¡Estuve con Blake! No estuve con él enun sentido raro ni nada similar… dormíen la habitación de Adam, simplemente―farfullé atropelladamente, laspalabras parecían encadenarse unas conotras.

―¿Es una broma?

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―No ―le aseguré―. Mañana te loexplicaré todo, no tiene importancia.

Tuve que convencer a Lissa,durante cinco minutos más, de que nocancelase su fin de semana romántico.

Cuando colgué, leí el mensaje quepapá me había enviado. No pude evitarponer los ojos en blanco.

<<La razón no me ha enseñadonada. Todo lo que yo sé me ha sido dadopor el corazón>>. Leon Tolstoi.

Estuve a punto de llamarle paradiscutir acaloradamente el significadode esa frase. En primer lugar, y sin irdemasiado lejos, la razón me habíaenseñado cosas realmente valiosascomo, por ejemplo, que jamás volveríaa acercarme a ningún tío. Je promets.

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Durante el resto de la mañana,ordené la habitación, organicé la ropasucia para llevarla más tarde a lalavandería, y finalmente, me quité elesmalte rosa porque, si algo habíaaprendido de la fatídica noche anteriorera, sin duda, que la vida no es de colorrosa. Y mucho menos, de color rosachicle.

Escogí un esmalte apagado, triste ypesimista que hiciese juego con mifantástico estado de ánimo. Lentamente,extendí el esmalte gris por cada una demis uñas. No era un color gris conpurpurina o glitter ni un tono plateado,era un gris feo y sin vida.

Durante el resto de la tardedormité, hasta que Rachel llegó a la

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habitación y se lanzó sobre mí con losbrazos extendidos.

―¿Dónde te habías metido, Léane?―gritó―. ¡Estaba muy preocupada!

―Me quedé en casa de Blake―respondí cuando me soltó―.Simplemente me sentía ridícula, noquería ver a nadie. Siento habertepreocupado, debí avisar.

―Sí, ¡debiste hacerlo! ―frunció elceño, pero luego su gesto se ablandó―.Así que en casa de Blake, eh… ¿Nodijiste que no querías ver a nadie?

―En realidad él es como nadiepara mí ―farfullé de mala gana.

Rachel se tumbó sobre mi cama yluego me miró por encima del hombro.

―Lamento lo de Nathan, es idiota.

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Y ella también.―Sí, bueno, supongo que son cosas

que pasan ―dije, intentando aparentardespreocupación.

―Está bien, si no quieres hablar deello, podemos ver una película.

―Me parece perfecto. Cuando Lissa llegó a la habitación

de la residencia el domingo al mediodía,portaba entre sus manos un sinfín deapuntes, libros e incluso un paquete deregalo. Lo dejó todo en el suelo y meabrazó como si llevásemos varios mesessin vernos.

―Me he sentido tan culpable estefin de semana ―susurró―. Siento nohaber estado aquí cuando más me

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necesitabas.―Deja de decir tonterías, no es

culpa tuya.Cuando nos acomodamos sobre la

cama de Lissa, Rachel se sentó frente anosotras, en una de las sillas delescritorio.

No tenía mucha confianza conRachel, apenas hacía unos meses quenos conocíamos, pero no meincomodaba su presencia. Ella parecíasincera, como si en realidad leimportasen mis sentimientos.

―¡Te juro que como me cruce conNathan…! Dios, pienso matarle―exclamó Lissa, mientras se despojabade los guantes azules de lana, a juegocon el gorro que todavía abrigaba su

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cabeza.¿Por qué teníamos que hablar de lo

ocurrido? Yo prefería fingir que nadahabía pasado. Era masoquista recordarla situación una vez tras otra. Una de lasrazones por las que me había sentidocómoda con Blake, la noche del viernes,fue porque a él le importaba trespimientos el desenlace de mi relacióncon Nathan; apenas hablamos de ello yBlake no sacó el tema a relucir enningún momento. En el fondo, le estabaagradecida.

―Lo pasado, pasado está―respondí con seguridad.

Lissa intercambió una miradadubitativa con Rachel.

―¿No quieres despotricar contra

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él, al menos?―No ―sonreí de un modo falso y

luego extendí mis manos frente a ella―.Mira mi nueva manicura, ¿qué te pareceeste tono gris mierda?

Lissa parpadeó, confundida.―¿Debo suponer que todavía

intentas reflejar tu estado de ánimo através de tus uñas?

―¡Por supuesto! ―respondí conentusiasmo―. Y como ahora mi vida esclaramente una mierda, pensé que estecolor sería ideal.

Lissa arrugó la frente en un primermomento, pero luego aflojó el gesto yme miró con pena, detalle que logródesquiciarme.

―¿Por qué me miras así? Tengo

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razones para pensar que el mundo es decolor gris. Siempre me sale todo mal, losabes mejor que nadie―me quejé―.Quiero decir, la vida es injusta, tú nisiquiera querías encontrar novio, decíasque deseabas pasar unos años alocadosen la universidad y, de buenas aprimeras, te topas con un chico tanabsolutamente perfecto, adorable ybondadoso que podría ser elrepresentante de Naciones Unidas y nome sorprendería en absoluto.

No había terminado de pronunciarla última palabra cuando advertí lohorriblemente egoísta que estaba siendo.Tuve ganas de darme cabezazos contrala pared; debería haber contado hastadiez antes de soltar toda aquella

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estupidez.Por primera vez en mi vida, desde

que nos conocíamos, me pregunté siestaba celosa de Lissa. Probablementesí. Era extraño advertir el punto deenvidia que ella despertaba en mí,provocaba que me sintiese como la peorpersona del mundo.

Noté cómo se me humedecíanlentamente los ojos e intenté pestañearrepetidamente para evitar llorar, pero nolo logré. No lloraba por el idiota deNathan, sino por lo egoísta que estabasiendo y por ese atisbo de envidia quehabía crecido en mi interior; erasombrío.

Lissa me abrazó, mostrándoseinmune a mis últimas palabras. Esa

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chica valía su peso en oro.―No quiero que vuelvas a pensar

estupideces así, nunca más ―dijo, y vicómo Rachel asentía―. Es cierto queencontré a Adam, justo cuando nobuscaba a nadie, pero tú tienes muchascosas que a mí me gustaría conseguiralgún día. Todos nos sentimientosincompletos de algún modo.

Cogí un pañuelo y me soné la nariz.―¿A qué te refieres?―Has entrado en la convocatoria

de un concurso que puede cambiar tufuturo, ¡y solo estás en el primer año decarrera! ―dijo―. Sabes exactamente loque quieres hacer con tu vida, cosa queadmiro de ti porque, francamente, notengo ni idea de qué haré cuando termine

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la universidad y eso es algodesquiciante, a veces creo que nisiquiera me conozco a mí misma.

―Tú quieres ser escritora ―lerecordé.

―Sí, no…, no lo sé, realmente notengo las cosas claras ―dijo―.Además, tienes unos padres increíblesque confían en ti a ciegas. Mi madre,cada vez que hablamos por teléfono,sigue preguntándome si me cambio deropa interior todos los días; piensa quetengo cinco años, es horrible.

Reímos las tres a carcajadas.Rachel alzó un dedo en alto, antes dehablar.

―Y lo más importante, no tienesque plancharte nunca el pelo. Nosotras

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debemos hacerlo diariamente y nospasamos el día cruzando los dedos paraque no haya humedad.

―¡Ah, no te olvides de las uñas,Rachel! ―apuntó Lissa―. Las tienesperfectas, mientras que a mí se merompen constantemente.

―¡Has sacado buenas notas entodos los parciales! Envidio lo bien quetomas apuntes, ¡no sé cómo lo haces!

Alcé los brazos en alto, sin dejarde sonreír.

―Vale, ya está bien, chicas―dije―. Aunque parezca increíble, mesiento más animada. Podéis parar ya.

―¡No, todavía no he terminado!―se quejó Rachel―. Olvidaba lo másimportante. Has dormido con Blake y

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eso sí me mata de envidia.Bufé.―No he dormido con Blake, sino

en su casa. Y más concretamente, en lahabitación de Adam ―recalqué.

Lissa se levantó de un salto de lacama, con los ojos abiertos de par enpar.

―¡Hablando del tío másinsoportable de esta universidad! ―corrió hacia la puerta de la entrada,donde había dejado los montones depapeles al llegar―. Antes de venir aquí,he pasado con Adam por su casa, porquetenía allí todos mis apuntes y Blake meha dado esto para ti.

Lissa me tendió una caja cuadradaenvuelta en papel de regalo rojo. Alcé

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una ceja en alto, con escepticismo.Debía ser un error. Observé conatención el misterioso paquete, estabamal envuelto, con las puntas arrugadas ycinta adhesiva de sobra como paraenvolver un armario de dos metros. Eratan imperfecto que, definitivamente,tenía que ser de Blake.

―¿A qué esperas? ―preguntóRachel, casi quitándomelo de lasmanos―. ¡Blake Lekker te ha enviadoun regalo!, ¡ábrelo!

―Eso, ábrelo de una vez ―leapoyó Lissa―. Y después, a serposible, cuéntanos por qué pasaste lanoche con él. Llevo dándole vueltasdesde ayer y es como intentar descubrirquién es el asesino en la primera página

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de una novela de Agatha Christie.Rasgué el papel con las uñas.

Dentro había una caja de color marrónque era bastante fea. Quité la tapa concuidado, mientras Rachel y Lissaacercaban sus cabezas hasta ver elcontenido.

―¿Qué demonios ha ocurrido entrevosotros? ―exigió saber Lissa.

―¡No ha pasado nada!, ¡noentiendo por qué envía… esto!

Saqué una flor recién cortada. Erala misma flor que el viernes habíatocado, aquella de la que comenté queme gustaba porque era alegre; teníamotas negras sobre un fondo azulado,era preciosa.

En el interior de la caja, había

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también un sobre y una caja debombones.

Por más que intenté descifrar quésignificaba todo aquello, no logré pensaren ninguna razón lógica. Era… raro,especialmente porque el sábado por lamañana había vuelto a comportarsecomo un gilipollas.

Exhalé despacio, con el sobrecerrado todavía entre mis manos, alrecordar que le había quitado las llavesdel coche. Me sentía terriblementeculpable. Pensé que, seguramente, no sepercataría de ello hasta que llegase elfin de semana y se propusiese salir porla noche. Era casi imposible queutilizase también el coche para asistirdiariamente a la universidad, ya que era

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más probable ganar la lotería queestacionar cerca del recintouniversitario por las mañanas.

―¿Adam suele venir a launiversidad en autobús, verdad?

―Sí, ¿por qué lo preguntas?―Lissa me estudió con cautela.

Sacudí una mano en alto.―Simple curiosidad ―sonreí―.

Podéis coger bombones, si queréis.Todos eran de chocolate negro, el

que menos me gustaba, así que cogí tansolo uno y le tendí la caja a Rachel.

Todavía tenía la oportunidad dearreglar el asunto de las llaves. Teníacinco días para encontrar una excusaconvincente, ir a su casa y volver adejarlas sobre la repisa de la entrada.

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Quizá podría pasar por allí y fingir queme había perdido o decirle a Lissa queno entendía algún tema de los apuntes ysugerirle que Adam me lo explicase.Mejor aún, le diría la verdad a Lissasobre el robo de las llaves y le pediríaque las devolviese ella misma.

Rachel también cogió un bombón,le tendió la caja a Lissa y ésta lainspeccionó con cautela.

―Me sorprende que Blake sea tandetallista ―comentó.

―A mí también ―puntualicé,llevándome el bombón a la boca.

―¿No te parece todo un pocoraro…? ―Lissa me miró con el ceñofruncido―. Nunca creí que una personasin corazón pudiese llegar a enamorarse,

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pero debes haberle calado hondo.Quise contestar, pero no pude

hacerlo. Inconscientemente, miré aRachel y descubrí que se encontrabaexactamente en el mismo estado que yo.Casi como si pudiésemos comunicarnostelepáticamente, ambas nos levantamosal mismo tiempo y corrimos hacia elservicio. Escupí el bombón sobre ellavabo, gesto que Rachel imitóinmediatamente, saqué la lengua fuera,intentando sofocar el calor que seextendía por mi garganta. Sentía que meardía la boca y, aunque había oído enalguna parte que el agua no era la mejorsolución en estos casos, abrí el grifo dellavabo y bebí como si me fuese la vidaen ello; la quemazón era de tal calibre

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que temía no poder volver a hablarjamás. Y ciertamente, necesitaba misfacultades lingüísticas para podergritarle a Blake lo imbécil que era.

Rachel me dio un codazo,indicándome que me hiciese a un ladoporque ella también quería beber agua.Corrí por la habitación, con la lenguafuera, hasta alcanzar mi bolso mientrasLissa nos miraba estupefacta. Saqué elpaquete de M&M y me metí un puñadode caramelos en la boca, quitando conprisas las dos bolitas rojas que sehabían colado. Mastiqué enérgicamentey tragué. Advertí que la sensación deardor se desaparecía lentamente.

―¡Maldito cabrón! ―grité,histérica.

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―¿Qué le pasa a los bombones?Rachel salió en aquel momento del

baño, con los ojos empañados a causade la intensa quemazón. Cogí la caja debombones y le señalé a Lissa la partedel eslogan donde ponía <<… rellenosde un licor de cerezas que hará lasdelicias del paladar>>.

―El muy cerdo ha rellenado losbombones de picante ―expliqué―Picante puro.

―Pero… ¿cómo narices…?―Lissa cogió un bombón entre susmanos y lo inspeccionó cuidadosamente.

El corazón me latía a mil por hora.Estaba a punto de sufrir un ataque dehisteria. Me incliné en la cama y abrí elsobre rompiendo el papel de un modo

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brusco. Blake tenía una caligrafíaimpoluta, detalle que me desquiciótodavía más, si es que eso erahumanamente posible, ya que bullía tantarabia en mi interior que estaba al bordede palmarla por combustión instantánea.

Querida Léane. Espero que estés pasando un día

agradable y estimulante… pensando enmí.

Yo también pienso en ti, comopuedes ver, ya sabes que soy un chicosensible. Conste que cortar esa flor fueuna decisión difícil; era una de mispreferidas, pero luego pensé queconquistar a una dama como túrequería una acción arriesgada.

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Espero que disfrutes losbombones. Sospecho que te gustarán.Son como tú, dulces por fuera yexplosivos por dentro. Deliciosos. Ymuy… comestibles.

PD: Siento que el envoltorio deregalo sea un simple papel rojo.Pregunté en la papelería porenvoltorios mágicos que cambian decolor y, no sé por qué, me dieron latarjeta de visita de un psicólogo.

Con cariño,Blake.

Exhalé despacio, una, dos, tres…

hasta cuatro veces, intentando mantenerla calma. Quería gritar, necesitabacorrer o romper algo. Me planteé la

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posibilidad de comenzar a comportarmecomo una loca psicópata, sacando laropa del armario, rompiendo apuntes yfinalmente lanzando la lamparita denoche por la ventana y desquebrajandoel reluciente cristal.

No, no, no.Tenía-que-tranquilizarme.Y casi como si fuese un regalo del

cielo, un tentador pensamiento meenvolvió momentáneamente,infundiéndome la calma que habíaperdido. Ese pensamiento tenía muchoque ver con unas brillantes llaves quedescansaban en el interior de mi bolso.

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Blake

La siguiente semana fuesumamente… estimulante.

No volví a ver a Léane desde elsábado por la mañana, tras habersemarchado de casa sin siquieradespedirse ―a eso se le llama tenerpoca educación―. Cuando advertí quese había ido, busqué las llaves del cochepara seguirla y, en caso de dar con ella,llevarla a la residencia.

Finalmente no salí en su buscaporque no logré encontrar las llaves delcoche. Honestamente, no le di

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importancia. Perder llaves era un donque tenía.

Medité la idea de caminar tras ella,pero surgieron tres inconvenientes:

1). Todavía llevaba el pijama,hacía frío y vestirme me daba pereza.

2). No me gusta caminar. Y muchomenos, caminar detrás de una chicaimpertinente.

3). Ese fin de semana daban puntosdobles en el Call of Duty, dejar pasar laoportunidad de subir de nivel era casidenunciable.

De modo que sí, preferí no ir trasella para poder jugar a la videoconsola,junto a Ryder. El asunto de los puntosdobles era tan tentador que inclusodecidimos no salir de fiesta el sábado

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por la noche y, como resultado por ello,el domingo por la mañana ambos nosdespertamos temprano.

Hacía semanas que no disfrutaba deuna mañana de domingo. Desayunamosjuntos, le expliqué a Ryder lo ocurridocon Léane, pero omití ciertos detalles.Prefería guardar el recuerdo de Léanedesnuda solo para mí, era así de egoísta.

Cuando le comenté que nuestratregua había terminado la mañana delsábado, y le relaté que la habíadespertado tirándole un vaso de agua enla cara, a Ryder se le ocurrió lafantástica idea de los bombones.

Ryder debería haber estudiadopublicidad. Es un tío muy creativo.

Pasamos toda la mañana del

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domingo inyectando dosis de picantelíquido en el interior de los bombones.Era una actividad bastante entretenida,la verdad.

Cuando terminamos ―creo queestuvimos varias horas trabajandosobre la mesa de la cocina―, Ryder semarchó porque había quedado con unachica. Fue entonces cuando, sentado enel sofá sintiéndome aburrido, vi la flor.Recordé sus dedos acariciando lospétalos azules con delicadeza, apenasrozando la superficie, como si tuviesemiedo de dañarla. Entonces me acerquéhasta la flor, y estuve más de cincominutos mirándola fijamente hasta que,finalmente, decidí cortarla.

Metí la flor en la caja, junto a los

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bombones y terminé de escribir la cartajusto cuando llegaron Adam y Lissa, trasdisfrutar de su empalagoso fin desemana romántico en Londres. Después,le pedí a su amiga que le entregase elpaquete e intenté evitar todas laspreguntas que me hizo.

Por la tarde medité bastante sobreel asunto de los bombones. ¿Era un errorpor mi parte?, ¿había ido demasiadolejos? Tras la noche del viernes, mesentía ¿confuso? Lo había pasado…bien. Incluso, hubo un momento, cuandoestábamos en el sofá justo antes de queRyder llegase, que pensé, pensé que ibaa… no lo sé, no sé qué narices pensé enrealidad. Nada bueno. Nada apropiado.

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Si me hubiese dejado llevar por misinstintos más primitivos, seguramente lahabría tumbado sobre la mesa y lehabría arrancado la ropa. Porque cuandoestaba cerca de ella ―demasiado cerca,probablemente―, el aroma a vainillaque desprendía parecía envolverlo todoa su paso y nublarme los sentidos, hastael punto de exterminar las pocasneuronas que me quedaban.

Afortunadamente, Ryder habíainterrumpido el momento. Le estabaagradecido. Me había librado decometer un tremendo error.

Sin embargo, la <<manipuladoravainilla>> no se había disipado todavíaporque, cuando antes de irnos a dormir,le dije que soñaría con ella, no fue una

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broma. Al menos, no exactamente.Soñé con Léane.El escenario no era el cuarto de

baño, sino mi propia habitación. Elargumento, en cambio, sí era el mismo y,al menos en mi sueño, era jodidamenteperfecto.

El sueño se repitió, con ciertasvariaciones, la noche del sábado. Notenía ni la más remota idea de por quéme ocurría aquello. Era como unaespecie de maldición inmerecida. Habíamiles de chicas en la universidad, eraestúpido que mi mente solo quisiesepensar en una de ellas. Probablementenecesitaba un desahogo con alguna otrachica, pero aunque así fuese, no estabade acuerdo con las decisiones que

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estaba tomando mi cerebro, de modoque la idea de los bombones me parecióperfecta. Quería que todo volviese a lanormalidad, cuanto antes.

Y así fue.El lunes, Léane me mandó un

mensaje de texto que decía:<<Son muy brillantes>>No respondí.El martes, llegó otro mensaje:<<Es genial abrir cosas con ellas,

¿hay algo que tú no puedas abrir, Blake?>>

Tampoco respondí en esta ocasión.Me pilló en un bar, por la tarde,tomándome una cerveza con Ryder yunas amigas; así que la ignoré de nuevo.Ese día debí acabar con su paciencia, o

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bien ella advirtió que no estaba conánimos para jugar, así que su siguientemensaje, el jueves, fue algo más claro yconcreto:

<<Tengo las malditas llaves de tucoche que, por si no lo sabes, sonbrillantes y abren cosas. Despídete deellas. Y a propósito, para la próximavez, recuerda que no me gusta elchocolate negro. Siempre lo prefierocon leche. Chocolate-con-leche.Imbécil>>.

Leí tres veces el mensaje. Podríanhaberme dicho que unos alienígenasacababan de conquistar el planeta tierray hubiese estado menos sorprendido.Sencillamente, no era posible. Joder.¡Me había robado las llaves del coche!

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Le había dado toda mi confianza,dejándole pasar la noche en mi casa…era como una pequeña delincuente.

No era un genio de lasmatemáticas, pero hice rápidamente uncálculo mental y advertí, asombrado,que me había robado las llaves elsábado por la mañana, o sea, antes deque a Ryder se le ocurriese la broma delos bombones.

<<Arpía sin corazón>>, fue la fraseque acudió a mi mente en esosmomentos.

―¿Ocurre algo? ―me preguntó lachica con la que había estadocoqueteando en la cafetería. Eraconsciente de que ella era el desahogoque necesitaba para dejar de soñar con

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Léane. Se llamaba Shayla, Sheila,Shaina… o algo similar. Me dije quedebía averiguarlo cuanto antes si queríaseguir progresando con ella pero,lamentablemente, mi mente estaba enotro lugar y su nombre me importabamás bien nada.

Ryder, pendiente del camarero, memiró por encima del hombro.

―No, nada ―le sonreí coninocencia.

―¿De quién es el mensaje que teha llegado? ―Ryder se recostó sobre elrespaldo de la silla y me miró divertido,como si realmente estuviese al tanto delo que estaba ocurriendo. Hombre, notenía ni pajolera idea de que estaba apunto de explotar.

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Presioné los labios con fuerza,antes de mostrar un <<intento de sonrisaamable>> y mirar a Shayla, Sheila oShaina.

―Un amigo ―suspirédramáticamente―. Quería avisarme deque este fin de semana hay una maratónsolidaria. Sabe que siempre me apunto acualquier causa benéfica.

La joven dejó escapar un<<ohhh>> que fue realmenteconmovedor, pero no lo suficiente comopara retenerme allí ni un segundo más.Aparté delicadamente la mano de lachica, que descansaba sobre mi rodilla,y sentí ganas de darme a mí mismo unpuñetazo por lo idiota que estabasiendo. Dejar pasar una oportunidad así,

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era un delito. Pero tenía que salir delestablecimiento cuanto antes porque nolograba quitarme de la cabeza la imagende Léane sujetando mis llaves. En miimaginación, las llaves era el únicoaccesorio que ella llevaba encima, claroestá. Mis hormonas no entendíanadecuadamente el hecho de que estabacabreado con ella, era como intentarexplicarle a un niño un problema defísica cuántica.

Cuando escapé de allí, respiréhondo, intentando recuperar la calmaperdida, y llamé a Léane.

―¡Hola Blake, qué sorpresa!Me sorprendió el tono

despreocupado de la voz de Léane.Presioné los labios con fuerza,

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intentando contener lo que realmente meapetecía decirle; por el contrario preferífingir que me divertía la situación.

―Sí, llamaba para disculparmepor los bombones. La próxima vez teenviaré unos de chocolate con leche,aunque no sé si esos los rellenan de…licor de cerezas ―dije con aparenteamabilidad―. Espero que el detalle dela flor, contrarrestase mi pequeño error.

―¡Me encantó! Era una florpreciosa, Blake ―contestó conalegría―. Lástima que ya no exista. Olíabien, mientras ardía en la papelera. Lacarta quiso acompañarla en su viaje almás allá.

Me esforcé por no reír. Era unasunto serio, joder.

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―Hagamos un trato, Léane―propuse―. Te ofrezco pasar otranoche conmigo, a cambio de que medevuelvas mis llaves, ¿qué opinas? Noestá mal, eh.

Ella emitió una sonora carcajada.―Qué divertido eres, Blake

―contestó risueña y terminando con mipaciencia.

―¿En serio? Gracias ―musitéirónico―. Tú también parecíasdivertirte la otra noche. Especialmente,unos segundos antes de que Ryderllegase. Te noté bastante… receptiva.

―Eres un capullo ―siseó.Bien. Vale. El juego había

acabado.―¿Qué es lo que quieres?

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―Me apetece verte suplicar,simplemente.

―¿Cómo dices?―Suplícame, ruégame, arrástrate

un poco ―explicó―. Ah, y lo másimportante, pídeme perdón por todo loque me has hecho durante los últimosmeses.

Y sin decir nada más, colgó.Me apoyé sobre el cristal de la

cafetería. Soplaba un viento gélido quearrastraba las hojas a su paso y, a pesarde que todavía era media tarde, ya habíaanochecido. No había luna.

Mis opciones eran escasas. Elsábado había quedado con Emma y, sinlugar a dudas, ella era mi prioridadprincipal; no pensaba faltar a la cita. Por

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otra parte, mi padre tenía la otra copiade las llaves del coche. Decidióquedárselas tras regalarme el coche, locual servía de bien poco teniendo encuenta que no solo no nos hablábamos,sino que ni siquiera vivíamos en elmismo continente.

Mi última opción era no ir a claseal día siguiente, llamar al seguro, hacertodo el papeleo… pero tenía unapráctica a la que no podía faltar, ya quepuntuaba para el examen.

Aquella noche, ni siquiera cené. Alrededor de las ocho llamó papá, comosiempre, puntual a su cita con el buzónde voz. En esta ocasión, me molesté enobservar atentamente cómo su nombre

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parecía vibrar en la pantalla del móvil,hasta que se dio por vencido y lapantalla volvió a teñirse de negro.

No pude evitar preguntarme hastacuándo seguiría llamando. Llevaba tresaños haciéndolo. Y por lo tanto, yollevaba tres años sin cogerle el teléfono.Casi se había convertido en una especiede tradición.

Intentando dejar apartado a un ladocualquier pensamiento que tuviese quever con mi padre, ojeé mi estanteríallena de guías de viaje y elegí Paris.Tumbado en la cama, con un brazo trasla cabeza y el otro sosteniendo el libro,comencé a sentir una tristezaextendiéndose lentamente en mi interior.No tenía nada que ver con Léane, era

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algo más allá, más lejano, algo queparecía reclamarme pero que no podíaaceptar. Yo no estaba allí.

Estaba en el concurso, en salir porlas noches, en las clases, en jugar a lavideoconsola, en conocer gente nueva,en discutir con Léane… pero no allí. Meincomodaba que se adueñase de mí unsentimiento de culpabilidad. Nada iba acambiar, porque nada iba a pasar.

Tiré la guía de viaje a un lado ycogí el teléfono, que descansaba sobrela mesita de noche, para llamar a mimadre.

―Hola cariño ―respondió―.Justo ahora acabamos de cenar, se nosha hecho tarde. Te iba a llamar.

―¿Qué habéis cenado?

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Me recosté en la cama, cobijadoentre las mantas, y cerré los ojos. Tansolo quería escuchar el timbre de su voz,era un sonido dulce y reconfortante.

―He hecho un puré de patatas conzanahoria. Ya sabes que a tu hermana leencanta.

―Sí.―¿Estás bien, cariño?, ¿quieres

que hablemos?―Ya estamos hablando, mamá.―Me refería a hablar de algo…

más.―No ―dije secamente―. Todo va

bien, no hay nada de qué hablar.―Blake, no quiero presionarte,

pero…―Lo haces. Me presionas todo el

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tiempo, mamá ―le reproché―. Eres túla que no entiende cómo funcionan lascosas. Nada va a cambiar, comosiempre. Lo sabes. No es la primera vez.

―Vale, hijo, dejemos el tema ―laescuché suspirar―. ¿Nos vemos elsábado?

―Sí, iré con Emma a comer alrestaurante de la carretera. Luego pasaréla tarde en casa, ¿te parece bien?

―Claro, cariño ―dijo condulzura―. Compraré esas galletas quete gustan, para merendar.

―Gracias, mamá ―me di la vueltaen la cama, hasta quedar tumbado bocaabajo.

―Nos vemos el sábado, entonces.Asentí, sin contestar con palabras,

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como si ella pudiese verme. Luegoexhalé despacio.

―¿Sabes que te quiero, verdad?―pregunté, dejando entrever un atisbode duda.

No estaba realmente seguro de quelo supiese. Iba a casa todas las semanaspara verlas a ambas, siempre encontrabaun hueco el domingo o cualquier tardedurante la semana; me gustaba pasartiempo con ellas, no lo hacía como unaobligación. Intentaba ser cariñoso,aceptaba los eternos abrazos de mamá,pero aun así, no acostumbraba a decirlelas palabras te quiero. Pronunciarlas seme antojaba muy difícil, me sentía vacíopor dentro cuando decía tales palabras,como si me estuviesen arrebatando esos

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sentimientos.―Claro que lo sé, Blake ―dijo

casi en un susurro―. Yo también tequiero, no sabes cuánto.

Escuché el atisbo de un sollozo yluego ella colgó. Pensé en llamarla denuevo, quería hacerlo en realidad, perome fue imposible. Era más fácilesconderme bajo las mantas y fingir quetodo iba bien.

El viernes solo pensé en las llavesdel coche. Tal como Léane decía, eranbrillantes, abrían cosas y, lo másimportante, eran mías. Pasé las clasescontando los minutos, a la espera de queterminasen cuanto antes, con la intenciónde ir a la residencia de Léane y exigirle,

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sin juegos ni tonterías, que medevolviese mis llaves.

Cuando caminaba por uno de lospasillos, tras salir de la clase delprofesor Riddle, distinguí a Nathan enuna esquina, riendo despreocupadamentecon un colega. No sé si es que se notódemasiado que estaba deseando borrarleesa estúpida sonrisa de la cara, pero mesorprendió que Adam me cogiese delcodo y comenzase a hablarme con laclara intención de distraerme.

―Esta noche iremos a Queen, nosapetece algo tranquilo ―dijo―.Vendrán también Léane y Rachel, ¿teapuntas?

―No. Paso.Giramos a la izquierda y perdí de

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vista a ese idiota.Lástima. Darle un puñetazo hubiese

sido sumamente agradable.―¿Te ocurre algo?―Claro que no.―Estás tenso, tío ―Adam se

encogió de hombros.Fruncí los labios, molesto.―Estoy genial ―protesté.Salimos al exterior del recinto

universitario y caminamos por el mediodel césped, esquivando así a losalumnos que se congregaban en lacalzada peatonal. Suspiré hastiado ymiré a Adam de reojo.

―Está bien, iré esta noche a Queen―dije finalmente, tras descartar la ideade ir a la residencia. Adam tenía razón:

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estaba demasiado tenso como parahacerle una visita Léane en esosmomentos y no quería empeorar más lascosas―. Tengo un asunto pendiente quearreglar.

―¿Cogeremos un taxi?Adam, tan correcto y educado

siempre, no pudo evitar desternillarsede risa.

―¿Te parece gracioso que hayanentrado a robar en nuestra casa?

Ante el aumento de sus risas,avancé más rápido, saliendo del recintouniversitario y dejándolo atrás. En miopinión no tenía ni puta gracia.

―Eh, espera ―Adam dejó caer sumano sobre mi hombro―. La parada delautobús está hacia el otro lado.

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―Me apetece caminar.―Lo siento, tío, prometo que no

volveré a reírme ―dijo―. Acordé conLissa que no nos inmiscuiríamos envuestros asuntos, y eso es lo que piensohacer. Ha sido un momento dedebilidad.

―¿Vienes conmigo o coges elautobús? ―pregunté, algo más tranquilo.

―Te acompaño.Subí la cremallera de la chaqueta

hasta arriba y escondí las manos en losbolsillos, intentando así protegerme delfrío invernal, antes de comenzar acaminar por las calles de la ciudad.

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Léane

Hacía más de un día que había

hablado con Blake y éste todavía nohabía vuelto a llamarme para pedirmeperdón o… suplicarme. Cuando Lissame contó que esa noche vendría connosotras a Queen, comprendí que debíaesconder las llaves en un lugar seguro.Y así lo hice, con la ayuda de Rachel,justo antes de que la universidad cerraseal caer la tarde del viernes. Eraperfecto. El idiota de Blake tenía hastael lunes para disculparse, de locontrario, alguien las encontraría.

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Me apetecía pasar una nochetranquila, sin arreglarme para salir,simplemente tomando algo y hablando.Era justo lo que necesitaba.

Me vestí con unos vaqueros, botasplanas y cómodas, y un grueso jerseyblanco de lana. Llevaba las uñaspintadas de un color marrón oscurobastante desagradable.

Rachel entró en la habitación, conel correo entre las manos.

―Ten, esta es para ti ―dijo,tendiéndome una carta.

La dirección del remitente era la demi propia casa, en París. Arrugué lafrente, extrañada. Mis padres solíanllamar por teléfono todos los días, perono me enviaban cartas.

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Abrí el sobre despacio, sin rasgarel papel. En el interior había un billetede avión y una nota escrita por mamá;reconocí perfectamente su caligrafíairregular. Contuve el aliento,esperanzada.

¡Sorpresa, cariño!Sé que papá te comentó hace unas

semanas que lo mejor sería quepasases las navidades en Inglaterra,para no incrementar más los gastosque conlleva la universidad, pero…¡hemos decidido tirar la casa por laventana y que pases las navidades encasa! Te echamos muchísimo de menosLéane, ¡no sabes las ganas que tenemosde verte!

Eso sí, el vuelo sale desde el

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aeropuerto de Londres, era mucho máseconómico así.

Te quiero.Mamá.

Me senté en la silla del escritorio y

releí la carta de nuevo, sin poder dejarde sonreír.

Cuando mis padres me habíandicho que debía pasar en Reading lasnavidades, no había podido evitardesilusionarme. Entendía los problemaseconómicos, mi beca solo cubría unsesenta por cien de los gastosuniversitarios. Lo peor no era el gastodel billete de avión en sí, sino que seseguía pagando el servicio de habitacióny de comedor en la universidad durante

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esos días, incluso aunque no disfrutasede ello. Y era como tirar el dinerodirectamente a la basura.

Había hablado con Lissa delasunto, e incluso con Rachel de pasada,de modo que teníamos en mente salir dela residencia el próximo año. Elproblema no era en sí el gasto de lahabitación, sino lo caro que era elservicio de comidas. Ahorraríamosmucho, alquilando un piso económico yhaciendo nosotras mismas la compra.

Me giré hacia Rachel, ya que Lissatodavía no había llegado.

―¡Pasaré en casa las navidades!―¡Genial! Yo también, mi padre

vendrá a recogerme en coche―sonrió―. Voy a darme una ducha.

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Cuando Rachel desapareció en elcuarto de baño, cogí el quitaesmalte yeliminé ese color oscuro y horrible demis uñas. Luego comencé a pintarlasnuevamente, con un tono verde brillanterepleto de purpurina. Al fin y al cabo,para mí ya era navidad.

Dos horas después, las treshacíamos cola en la fila del comedor dela universidad, sosteniendo nuestrasbandejas con pesadez. Lissa comenzó aprotestar, alzando la voz, porque era latercera vez durante la semana queservían puré de patatas.

―¿Acaso en este país no sabenhacer otra cosa?

Varios estudiantes más, queaguardaban su turno en la fila, se giraron

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para mirarla. Ella se sacudió el cabellohacia atrás con orgullo. Pretendíadecirle que se cortase un poco, cuandosentí que alguien pasaba por mi lado yme daba un codazo intencionado, sinlugar a dudas.

―Oh, disculpa, no te había visto―Sadie sonrió falsamente y Zandra, asu lado, agachó la cabeza fijando lavista en el suelo del comedor.

Llevaba toda la semana intentandoesquivar tanto a Sadie como a Nathan.Durante las clases, acompañada porRachel y Lissa, me había escondido alfondo de las aulas, como si pretendiesefundirme con las sombras porque loúltimo que deseaba era un encontronazocon ellos. Ya no me sentía tan

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avergonzada por lo sucedido ―tan soloquedaban resquicios de humillación―sin embargo, aunque normalmente solíamantener la calma, mi paciencia tenía unlímite.

Correspondí la falsa sonrisa deSadie, justo mientras dejaba mi bandejasobre la barra y abría la botella pequeñapara darle un trago de agua. Bebí contranquilidad, sin apartar en ningúnmomento mis ojos de los de Sadie, apesar de inclinar la cabeza hacia atráspara tragar. Sentía las miradasdubitativas a mí alrededor, como siestuviesen a la espera de mi reacción.

Lissa me cogió del codo.―¿Estás bien, Léane?―Claro, ¿por qué no iba a estarlo?

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―sonreí animada, entonces mi giréhacia la derecha, justo donde estabaSadie, fingí que tropezaba y volquémedia botella de agua sobre su suéter―.Oh, disculpa, ha sido sin querer.

Zandra, su inseparable amiga, nopudo evitar reír por lo bajo ante laatónita mirada de Sadie. Y entonces,mientras algunos estudiantes de primeraño se percataban de la escena y nosmiraban con curiosidad, como sillevasen meses siendo espectadores denuestro culebrón particular y deseandopresenciar tal desenlace, observé por elrabillo del ojo que el idiota ―conocidocomo Nathan, según su partida denacimiento― se levantaba de una de lasmesas del comedor y se acercaba a paso

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rápido hacia nosotras.Me incomodaba que más de la

mitad de los estudiantes nos mirasenatentamente. Cierto era que algunos deellos continuaban entretenidosconversando sin dejar de comer o con lavista fija en sus bandejas, pero comencéa distinguir que otros estudiantes sedaban codazos o susurraban entre ellosy, durante un instante, imaginé qué cosaspodrían estar diciéndose, algo así como:<<eh, ahí está el trío que el pasadoviernes la lió en el nuevo local. Lacornuda le ha tirado agua a la nuevachica del deportista…>> Sonabatremendamente bien.

Respiré hondo, la mano cálida deRachel sobre mi hombro realmente me

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reconfortaba. No-iba-a-desmayarme.Debía seguir manteniéndome en pie,mirando a Sadie con la cabeza alta.Apreté los puños con fuerza,sintiéndome indignada cuando Nathan seposicionó frente a mí y rodeó con subrazo la cintura de Sadie. Durante unossegundos, sin saber por qué, deseé queBlake estuviese allí.

―¿Qué crees que estás haciendo,Léane? ―Nathan se inclinó hacia mí,hablando en voz baja―. Le has tiradoagua a Sadie en medio del comedor,estás montando un espectáculo. Ten unpoco de dignidad.

―¿Cómo dices? ―pregunté,atónita. Me sorprendió especialmente laparte de <<montar un espectáculo>>,

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teniendo en cuenta que él habíaprovocado esa situación.

Lissa dio un paso al frente condeterminación.

―Ya lo mato yo, Léane.Pero antes de que Lissa pudiese

acabar con Nathan, sin razón aparente,comencé a reír. Al principio fue unarisita casi inaudible, pero poco a pocose trasformó en tal carcajada que tuveque sujetarme el estómago con lasmanos.

Tanto Nathan como Sadie memiraban con la boca abierta,asombrados.

Ciertamente, por mi parte tambiénestaba sorprendida. No entendía por quéreaccionaba así, solo sabía que no podía

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parar, que me apetecía reír y llorar almismo tiempo…

―Será mejor que nos vayamosdirectamente a Queen ―dijo Rachel,también riendo tras contagiarse por mirisa.

Nathan sacudió la cabeza como sisintiese lástima de mí. Y con ese simplegesto, logró que dejase de reír y mesintiese furiosa de nuevo. Abrí otra vezla botella de agua y sacudí los restosque quedaban por encima de él.

―¿Cómo te atreves? ―Sadie abriómucho los ojos―. Estás loca.

Rachel me arrastró hacia la salida.Había empezado a reír de nuevo. Nopodía parar. Era como si estuviesedrogada, totalmente fuera de control.

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Cuando el viento de la noche rozómi rostro, cerré los ojos, exhalédespacio y sonreí, mientras dejabaescapar otra tanda de risitas tontas.Todo este tiempo, había necesitadohacer algo después de lo que habíaocurrido en esa discoteca. Sí, quizá noera la mejor opción quedar como unademente en medio del comedor de laresidencia, pero me daba absolutamenteigual.

No quería esconderme más, niintentar evitarles en los pasillos oescuchar mal a los profesores porsentarme al fondo; era ridículo. Dabaigual si me miraban o cuchicheabansobre mí. Me sentía más libre, másligera, más… feliz.

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―Ha sido raro, pero genial ―dijoLissa, mientras salíamos del recinto.

―Sí, ¡me ha encantado la cara queha puesto Nathan! ―Rachel sacó brillode labios del bolso y se lo aplicó condelicadeza―. Es tan patético.

Rachel tenía razón. Tras todo loocurrido me costaba rememorar quécualidades había visto en Nathan paraque éste me hubiese gustado. No solo nopodía mantener una conversacióndurante más de veinte minutos ―y esoera todo un logro para su diminutocerebro―, sino que, además, ni siquierame parecía guapo.

Medité sobre lo que considerabaatractivo y las dos partes en las que sedividía mi cerebro, una enfocada a las

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emociones y la otra al razonamiento,parecieron librar una batalla épica.Ganó el Señor Emociones y, muy a mipesar, la imagen de Blake apareció enmi mente. Rememoré sus ojos verdes, elcabello negro ligeramente despeinado,la varonil mandíbula cuadrada, susonrisa traviesa… Erairremediablemente sexy y opinar locontrario significaba mentirme a mímisma. Sacudí la cabeza, procurandoque su rostro no se apoderase de todosmis pensamientos.

Comenzamos a caminar, entre risasy bromas, recordando una y otra vez loque acaba de ocurrir, hasta llegar allocal Queen.

Había estado dos veces en aquel

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lugar, tomando café con Lissa. Megustaba la decoración de aspectoantiguo; los sillones granates querodeaban las mesas formando unsemicírculo, los cuadros viejos quecolgaban de las paredes, la máquina demúsica al fondo y la madera oscura queresaltaba la barra y el mobiliario.

Nos acomodamos en una de lasmesas y pedimos hamburguesas conpatatas para cenar. Media hora después,justo cuando habíamos empezado acomer el postre, llegaron Adam y Blake.

Casi me sobresalté al verle. Tras loocurrido en el comedor de la residenciame había olvidado por completo delasunto de las llaves. Tragué salivadespacio, mientras Blake se sentaba

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frente a mí, al lado de Rachel, sin dejarde mirarme de forma inquisitiva altiempo que cruzaba las manos sobre lamesa; notaba a leguas la tensión en sushombros, en su mandíbula y en cada unode sus movimientos. Mientras Lissa lerelataba a Adam lo ocurrido en elcomedor, disfruté de la última cucharadade la deliciosa mousse de chocolate quenos habían servido de postre y le sonreía Blake con inocencia.

―Estaba riquísima ―dije―,deberías probarla.

Blake sonrió de lado, pero lasonrisa se perdió a medio camino y nollegó a sus ojos.

―No tientes a la suerte. Se meocurren muchas ideas perversas

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relacionadas con el chocolate, ¿sabesque es un afrodisiaco?

Bajé la mirada tras advertir queRachel, sentada al lado de Blake, lehabía escuchado. Ella intentó disimularuna pequeña sonrisa y continuó hablandocon Adam, fingiendo no enterarse denada. Blake se giró hacia Lissa,dedicándole toda su atención cuandoempezó a explicar la escena en la queNathan intervenía para defender a Sadie.

Si no fuese porque Blake medemostraba constantemente lo muchoque me detestaba, hubiese jurado que leimportaba de verdad mi discusión conNathan en el comedor de la residencia.

Cuando Lissa terminó de relatartodo lo ocurrido, Blake se giró hacia mí.

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―Ya era hora de que comenzases arepartir tu odio entre más personas.

―¡Tú te tienes merecido una buenaparte! ―exclamó Rachel antes de quepudiese responder―. Que sepas quetambién probé los bombones.

Blake rió despreocupado einclusive, a mi derecha, escuché unaleve risita por parte de Adam que,rápidamente, quedó ahogada tras elcodazo que Lissa le asestó.

―No te lo tomes a mal, Rachel―él se relajó en el asiento―. Sondaños colaterales.

Ella se cruzó de brazos,enfurruñada, y él mostró un atisbo deremordimiento.

―Piensa que al menos os

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divertisteis quemando cosas ―añadió.Oh, no, mierda.―¿Quemando cosas?, ¿de qué

estás hablando?Con la esperanza de que Rachel no

terminase arruinando mi pequeña ―einocente― mentira (dado que la flor erademasiado bonita y en realidad la habíacolocado en un vaso con agua sobre miescritorio), me incliné sobre el asiento eintenté darle una patadita de atención ami compañera de habitación. Elresultado fue más fuerte del esperado eindudablemente equivocado.

―¡Auch! ―Blake gritó y miró bajola mesa antes de fijar la vista de nuevoen mí―. ¿Acabas de darme una patada?

Todos los presentes se quedaron en

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silencio. Por un lado, era algo bueno, yaque la conversación sobre quemar floresenviadas por Blake parecía haberllegado a su fin. Por otra parte, debíaresponder algo rápido porque notabaque comenzaba a ruborizarme, de modoque opté por mostrarme despreocupada.Me encogí de hombros, apoyé un codosobre la mesa con indiferencia, extendíla mano y me miré las uñas con atención.

―Sí, simplemente… me apetecíapegarte un poco.

Blake parpadeó confuso y apreciécómo su expresión recorría un cortocamino que comenzaba en la <<calleAsombro>> y terminaba en la<<avenida Enfado>>. Ya no parecíadivertirle la entretenida velada.

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Mostrándose más serio que nunca, selevantó de la mesa, se alisó el suéterantes de ponerse la chaqueta y meapuntó con el dedo.

―Nos vamos ―dijo conrotundidad―. Necesito mis llaves paramañana.

―¿A dónde os marcháis?―preguntó Lissa indignada, al ver quetambién me ponía en pie―. ¡Pero si casiacabamos de llegar!

―Sí ―Adam miró su reloj depulsera―, todavía son las nueve ymedia.

―Perfecto. Cuanto antesterminemos, mejor ―concluyó Blake.

―¿Piensas dejarme de sujetavelas? ―se quejó Rachel.

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Sin decir nada más, Blake comenzóa caminar hacia la puerta de salida.Miré a mis amigas, agarré el asa delbolso con fuerza y me encogí dehombros a modo de disculpa, segundosantes de seguirle.

En el exterior hacía frío. Me tapélos labios con el grueso cuello delsuéter de lana, desdoblándolo, y escondílas manos en los bolsillos de lachaqueta. Blake permaneció quieto en elborde de la acera, extendiendo el brazocada vez que un taxi pasaba. Me mirópor encima del hombro cuando advirtióque estaba tras él.

―¿Tienes las llaves en tuhabitación?

―No, pero están cerca de allí

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―respondí, sonando risueña apropósito―. Podemos jugar alescondite, cuando vea que te estasaproximando a las llaves diré<<caliente, caliente>>.

Blake extendió el brazonuevamente cuando un taxi avanzó por laavenida pero, por tercera vezconsecutiva, ya estaba ocupado.Después, se giró bruscamente hacia mí.Tenía las pupilas ligeramente dilatadas.

―En cualquier otro momentohubiese apreciado la palabra<<caliente>> pronunciada por ti pero,por si no lo has notado, esta noche noestoy de humor.

―¡Pues te jodes! ―grité,sorprendiendo tanto a Blake como a mí

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misma por mi reacción―. Recuerda quetú comenzaste esta rivalidad…¡estúpida! Ahora, atente a lasconsecuencias. ¿Pensabas que mequedaría de brazos cruzados, dejandoque me humillases?

Él frunció el ceño.―¿Sufres algún tipo de

enajenación mental? Empezaste tú,saboteándome.

Me guardé mi respuesta cuando untaxi estacionó frente a nosotros. Blakeentró primero en el asiento trasero y leseguí sin rechistar.

―¿A dónde quieren ir? ―preguntóel taxista, rondaría la cincuentena y semostró serio al tiempo que ponía elcontador automático a cero.

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Blake me señaló con desgana.―Pregúnteselo a la señorita

cleptómana.Me aclaré la garganta antes de

hablar, avergonzada.―Hacia la residencia C ―dije―,

pero pare antes de llegar a la primeramanzana de la avenida principal.

―De acuerdo.El taxista puso el intermitente e

instantes después se incorporó a lacirculación, conduciendo con cuidado ya un ritmo más lento de lo normal.

Me relajé, apoyando la espaldasobre el respaldo del asiento y mirandopor la ventanilla del coche. Me habíalibrado por los pelos. Estaba segura deque si Blake hubiese averiguado que

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tenía la flor en mi escritorio, no solo lohabría utilizado para burlarse de mí,sino que hubiese podido sacarconclusiones erróneas. No habíaquemado la flor porque, sencillamente,olía bien. Y era bonita.

Saqué el paquete de M&M y cogíun caramelo azul, justo cuando el taxidobló a la derecha, provocando que elpaquete se me escapase de las manos,cayendo bajo los pies de Blake. Él memiró alzando una ceja.

―¿Esperas que lo recoja?―No te molestes.Dejé el bolso a un lado, tras

quitarme el cinturón de seguridad, y meincliné hasta que mi cabeza se perdióbajo el asiento. Noté cómo Blake se

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sobresaltó súbitamente cuando mi manorozó su pierna e intenté tantear con losdedos el suelo del vehículo.

―Léane, cariño, espera hasta quelleguemos a casa ―dijo Blake, alzandola voz para que el conductor pudieseescucharle―. No necesitamosespectadores para pasarlo bien.

Encontré el paquete de caramelos yvolví a mi asiento. Intenté arreglarme elcabello peinándomelo con la punta delos dedos, mientras advertía que eltaxista me dirigía una mirada de enfadoa través del espejo retrovisor. Me giréhacia Blake, confundida, y entoncesentendí lo que él había insinuado alencontrarse mi rostro casi entre suspiernas.

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Respiré hondo, intentando sofocarel rubor que encendía mis mejillas.Pensé en aclararse al taxista que solobuscaba unos caramelos… ahí abajo,pero finalmente decidí no empeorar másla situación.

Le di un codazo a Blake.―¿No decías que no estabas para

juegos?―Me lo has puesto en bandeja

―sonrió―… o en perspectiva desdeaquí arriba, como prefieras.

Le dediqué una mueca de ascocomo toda respuesta.

Cuando llegamos a nuestro destino,el ala este de la universidad que eraparalela a la residencia, Blake pagó elimporte del taxi y ambos bajamos, tras

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despedirnos de un conductor todavíamalhumorado por ciertas insinuaciones.

Él se cruzó de brazos en medio dela calle.

―¿Dónde están las llaves?

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Blake

Léane tragó saliva despacio.

Estaba nerviosa, de modo que presentíque el destino de mis llaves era máspeliagudo de lo que pensé en un primermomento.

Sacudió algunos mechones rubiosondulados hacia atrás, con la manoderecha y gesto de aparentedespreocupación, antes de imitar mipostura y cruzarse también de brazos.

―¿No piensas pedirme perdón?―Es obvio que no.―¿Entonces qué se supone que

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gano a cambio? ―protestó―. ¿Te quitolas llaves, y luego te las devuelvo?, ¿asíde fácil?

―Exacto ―sonreí consatisfacción―. Respuesta correcta, tehas ganado una palmadita en la espalda.

Léane se llevó una mano a loslabios en actitud meditativa, se mantuvodurante un largo minuto en silencio yfinalmente comenzó a mirarme de reojocomo si fuese un bicho raro.

―Te propongo una treguadefinitiva ―dijo―. Ya estoy harta detener que enfrentarme a ti, empieza a serrepetitivo.

Su oferta me pilló por sorpresa.Dudé durante un instante, pero

luego un atisbo de madurez desconocida

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en mí me inundó y terminé asintiendolentamente con la cabeza.

―Hecho.―Vale.Léane me sonrió con sinceridad y

sus ojos brillaron alegres. Después mepidió que la siguiese y comenzó acaminar hacia el pabellón deportivo dela universidad. La intriga de saberdónde estaban escondidas mis llaves,empezaba a carcomerme por dentro.Ella se mostraba extrañamente feliz yandaba con determinación lo cual,desgraciadamente, no era buena señal.

Observé el contoneo de sus caderasal caminar y me deleité con la curvaturade su trasero enfundado en aquellosestrechos pantalones vaqueros. Mi

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mente divagaba a su antojo. Pisé confuerza el césped por el quecaminábamos, molesto por el hecho dedesear mirarla.

Cuando llegamos a la puerta delpabellón más alejado del recintouniversitario, que pertenecía a lafederación de natación, Léane giró elpomo despacio y, extendiendo la manohacia atrás con firmeza, me indicó queguardase silencio. Ella asomó la cabezapor la ranura de la puerta.

―Richard no está ―susurró conalegría―. Vamos, entra ―añadió,agarrando la manga de mi chaqueta ytirando de ella.

Léane cerró la puerta por la queacabábamos de colarnos en el pabellón

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y la estancia se sumió en una oscuridadcasi impenetrable. Extendí el brazoderecho, intentando tantear mi alrededorcon el propósito de no tropezar, hastaque mis dedos se toparon con unasuperficie suave: el suéter de lana deLéane. Distinguí el contorno de suespalda y tracé su silueta hacia abajocon la mano entreabierta hasta notar eltacto de sus vaqueros. Entonces reprimími instinto y mantuve la mano quieta.

Tras aquel simple roce, el silencioy la tensión se hicieron más palpables.Si había algo que me inquietaba eradesconocer por qué Léane no seapartaba y retiraba bruscamente mimano.

Me incliné hacia ella, intentando

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distinguir su rostro en la oscuridad.―¿Quién es Richard? ―pregunté

tranquilamente, como si fuese lo másnormal que mi mano estuvieseacariciando la parte baja de su espalda,casi llegando a la zona del trasero.

Escuché su respiraciónentrecortada antes de que hablase.

―El conserje que hace guardia losfines de semana ―explicó―. Es unchico joven, tiene un lío con lacompañera de literatura de Rachel, asíque no suele volver por aquí hastapasadas las tres de la madrugada.

―Qué profesional.―Sí ―Léane comenzó a caminar y

aparté la mano, rompiendo elcontacto―. No creo que tarden

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demasiado en pillarle saliendo de laresidencia una de estas noches. Sus díasaquí están contados.

Intenté seguir sus pasos, ahora quemis ojos se habían acostumbrado a laoscuridad del lugar. Caminamos por unpasillo eterno, giramos dos veces a laderecha y finalmente entramos por otrapuerta. Olía a humedad.

―Ya hemos llegado ―dijo ella.Léane encendió las luces. Parpadeé

confuso por la claridad que me inundóde golpe y, más concretamente, por lavisión que se dibujó ante mis ojos. Laestancia era casi en su totalidad de colorblanco roto a excepción, claro está, delazul brillante del agua de la inmensapiscina que ocupaba la mayor parte del

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pabellón. Era el maldito centro denatación y ya me había hecho a la ideade dónde descansaban mis llaves.

―Lo siento mucho ―me miró coninocencia, mordiéndose el labio inferiorde un modo encantador, como si con ellofuese a conseguir evitar lasconsecuencias―. Las llaves están en elprimer carril de la piscina, casi en laesquina ―añadió, señalando lasuperficie de agua.

Si cualquier otra persona mehubiese hecho algo similar, mi enfadohabría sido terrible. Pero extrañamente,Léane siempre motivaba mi lado mástravieso, me sentía un poco niño cuandoella estaba cerca. Era una mezcla entredivertido y desquiciante, al mismo

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tiempo.―No lo sientas, Léane ―me quité

la chaqueta y la dejé sobre el banquillomás cercano, luego me despojé de laszapatillas y el reloj―. No pasa nada,será divertido darme un chapuzón.

Ella no pareció advertir la ironíaque guardaban mis palabras.

Disimulé una sonrisa al quitarme lacamiseta y esconder el rostro tras ella.Descubrí que Léane me echaba unrápido vistazo y luego apartaba lamirada, avergonzada.

Honestamente, no me molestaba enabsoluto que me mirase. Es más, mehubiese gustado poder observarla a ellatambién. Desnuda, claro. A eso merefería. Siempre había sido de ideas

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claras. Negro o blanco, frío o calor,dulce o salado, desnuda o vestida…Desnuda, sí.

―Vale ―respiró tranquila, todavíacon la vista fija en el suelo―. Esperaréa que las recojas, si quieres.

―Querrás decir recojamos.Léane alzó la cabeza de golpe, con

los ojos muy abiertos. Di un paso haciaella y sonreí cuando extendió las manosfrente a mí, como si así fuese a logrardetenerme. Tras ver que empezaba acorrer hacia la puerta de salida, la cogía toda prisa y la cargué sobre mihombro.

Ella pataleó, gritó, suplicó eincluso me arañó la espalda. Estabafuera de control pero, cuando

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comprendió que no había marcha atrás,tiró el bolso al suelo con la intención desalvar sus pertenencias.

Disfrutando del momento ysujetando a Léane con fuerza, salté a lapiscina.

Noté la sensación de vacíomientras caíamos y luego frío, muchofrío. Esa piscina no merecíaconsiderarse climatizada.

Sumergido bajo el agua, rodeé sucintura con los brazos, antes de sacar lacabeza para respirar. Léane tosió yparpadeó repetidas veces, a causa delcloro, antes de clavar sus ojos en losmíos. Su expresión cauta me hizo sentirextraño, como si fuese la primera vezque me miraba de verdad. De pronto, el

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silencio a nuestro alrededor se tornómás denso y el agua que ondeaba en lasuperficie de la piscina se sumió en unafalsa calma.

Inconscientemente, dejé de respirardurante unos segundos. Léane no apartósu mirada de mí, mientras mis ojos serecreaban en sus largas pestañas,inundadas de gotas diminutas de agua,recorriendo ávidos las graciosas pecasque rodeaban el contorno de su nariz ydescendiendo después hasta concluir ensus labios mojados y entreabiertos queparecían requerir mi atención.

De pronto, besar esos labios mepareció una buena idea. Es más, joder,probablemente era la mejor idea quehabía tenido en toda mi vida.

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Casi había decidido hacerlo,cuando Léane se me adelantó.

Su beso fue primero un roce tímido.Después, me rodeó el cuello con lasmanos, se pegó más a mí y su bocapresionó la mía con fuerza.

La reacción de Léane me pilló tandesprovisto, que no fui capaz decorresponder aquel beso. Cerré los ojosy permanecí quieto durante unossegundos, atento a todas las sensacionesque me envolvían y, ante mi nularespuesta, Léane rompió el contacto eintentó alejarse. Ese corto instante deseparación, logró hacerme despertar demi letargo. La retuve, acercándola más amí, y entonces la besé con brusquedad,como si llevase meses deseando

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aquello, perdiendo el control.Deslicé lentamente la lengua por el

contorno de sus labios y ella entreabrióla boca, permitiendo que nuestraslenguas se rozasen. Mis manosabandonaron su cintura y se movierondespacio hacia abajo, hasta acariciar sutrasero. Jadeé, al sentir sus uñasclavándose en mi hombro y me moví enel agua, avanzando hasta que la espaldade Léane chocó contra la pared de lapiscina. Presioné mis caderas contra lassuyas y Léane emitió un leve gemido alpercibir mi excitación.

Nadie había provocado en mí unefecto similar con un simple beso,jamás. Tenerla entre los brazos fuecomo una explosión de emociones

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contradictorias que luchaban en miinterior, intentando abrirse paso atrompicones.

Quería ahogarme en ella. Pormucho que la besase no parecíasuficiente y, a pesar de que nuestroscuerpos se presionaban entre sí condesesperación, necesitaba todavía más.Mucho más.

Léane rodeó con sus piernas miscaderas y ante el contacto, aún máspróximo, ahogué un gruñido por lacantidad de sensaciones quecomenzaban a desbordarme. Sus manosse deslizaron por mi estómago,recorriendo cada tramo de mi piel, sinseparar en ningún momento sus labios delos míos. Buscando también tocar su

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piel, introduje mis dedos bajo el pesadosuéter de lana, acaricié su espalda conla palma de la mano y Léane me besócon más intensidad. Recorrí el contornode sus caderas y me obligué a frenarcuando la punta de mis dedos se deslizóunos centímetros por el interior delborde de sus vaqueros.

Rompí el beso y deslicé mis labiospor su cuello, besando, lamiendo ymordiendo su piel a un mismo tiempo.Cuando al escuché gemir, haciendo unenorme esfuerzo por apartarme de ella,alcé la cabeza para mirarla.

Léane se perdió en mis ojos. Teníalos labios enrojecidos, pero se inclinóde nuevo para besarme. Disfruté delcontacto de su boca sobre la mía, como

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si fuese la primera caricia de aquellanoche, y después me aparté.

―Mírame ―le rogué en unsusurro.

Léane me sostuvo la mirada. Movíla mano por su estómago, acariciando sucuerpo bajo la ropa y deleitándome conel tacto suave de su piel. Sin apartar misojos de los suyos, ascendí muylentamente hasta rozar el contorno de supecho. Dudé un instante, tras advertiruna mezcla de miedo y deseo en sumirada, y finalmente volví a deslizar lamano hacia su estómago y la besédespacio, intentando tranquilizarme.

En mi cabeza solo había un únicopensamiento: deseaba quitarle la ropa,tocar cada centímetro de su piel y

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terminar lo que habíamos empezado.Pero era demasiado consciente deltemor que escondía la mirada de Léane.De modo que respiré hondo y meobligué a mantener la calma.

No sé cuánto tiempo estuvimossumergidos en la piscina, besándonosuna y otra vez; tenía la sensación de quelos relojes del mundo se habíancongelado y que solo existíamosnosotros. Y me gustó ese pensamiento.

Cuando Léane comenzó a temblar,la obligué a salir del agua. Tiritando, sesentó en un banquillo y comenzó aescurrirse la ropa.

Me guardé las llaves en el bolsillodel pantalón, con la esperanza de quetras secarse continuasen funcionando, y

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me puse la camiseta de manga larga.―¿Cómo vamos a salir así? Hace

muchísimo frío ―protestó, abrazándosea sí misma.

―Quítate el suéter, puedes ponertemi chaqueta.

Léane se removió incómoda en elbanquillo, mirándome de soslayo.

―Te espero fuera ―añadí muy ami pesar, tendiéndole la chaqueta.

Cuando Léane salió un minutodespués, reprimí el impulso de besarlanuevamente y me obligué a caminar porel pasillo del edificio casi sin mirarla,hasta que salimos al exterior y la abracé,intentando protegerla en vano del fríonocturno.

―No puedes coger un taxi con los

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pantalones empapados ―susurró―.Deja que llame a Rachel para ver si havuelto a la residencia.

Asentí. Continuamos caminandohacia la residencia al tiempo que Léanehablaba por teléfono, sin dejar detemblar. El viento sacudía las pocashojas que quedaban en los árboles,silbando entre los edificios de piedra;observé el perímetro de la universidad,advirtiendo que había pocos estudiantestransitando el lugar a aquellas horas dela noche.

Cuando colgó la llamada, sonrió.―Rachel dice que están viendo una

película en tu casa ―explicó―. Tardarámás de una hora en llegar, ¿quieresquedarte aquí, hasta entonces? Tenemos

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un calefactor en el baño, así podríassecarte… porque no creo que la ropa deninguna de las tres te venga, como eslógico… ya sabes…

―Sí, está bien ―la interrumpí,intentando no reír ante su nerviosismo.

Mientras andábamos hacia suhabitación, medité sobre lo inquieto queme sentía. No me gustaba esa sensación.Intenté mantener la calma, ¿qué tenía deraro? Eran cosas que ocurrían. Cosas noligadas a sentimientos, sino a purasreacciones químicas. Estímulos,respuestas. Nos habíamos besado y… yaestá.

En cuanto entramos en lahabitación, Léane cogió ropa delarmario y se fue al cuarto de baño para

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cambiarse. No me senté en ningún sitio,para no mojar nada, y me entretuveobservando su escritorio.

Las paredes estaban pintadas de unsuave color crema, similar al tono de losmuebles de madera. En la pared másgrande, frente a las tres camas, había unenorme cuadro rectangular. Era uno delos cuadros más simples que había vistoen mi vida, pero le otorgaba a laestancia un toque de ensoñación. Setrataba de un fondo azul oscuro, casinegro, con infinidad de brillantesestrellas. Y era tan grande, querealmente parecía representar el cielonocturno.

Aparté la vista del cuadro cuandola posé en el escritorio de Léane, que

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estaba repleto de libros y apuntes. Apesar de que no parecía haber hueco nipara una sola hoja de papel más, todoestaba pulcramente ordenado.

Y al fondo, tras el ingente montónde libros, descubrí un vaso de agua conla flor que le había mandado la semanaanterior.

No la había quemado. No solo erauna pequeña delincuente, sino tambiénuna pequeña mentirosa. Claro, ambaspeculiaridades formaban parte de unmismo perfil.

Sonreí estúpidamente, hasta que medi cuenta de que un detalle así podíaimplicar intenciones que no existían enmí, como una relación romántica o algosimilar… me sentía atraído por Léane,

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cada centímetro de su cuerpo había sidocreado para provocarme, pero fuera deuna mera atracción física y un interéspor el periodismo, no sabíamosabsolutamente nada el uno del otro.

Me estaba costando toda una vidaconocerme, llevaba veintiún añosintentándolo constantemente. La idea deconocer a alguien más se me antojabaimposible. Ni siquiera era una opción.

Cuando escuché el sonido delsecador que provenía del baño,inspeccioné las cosas de Léane con máscalma. Revisé lo que había sobre sumesita de noche: pintauñas de diversoscolores, dos piruletas de fresa, una cartay bálsamo labial.

Estuve a punto de abrir los cajones,

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pero la atenta mirada de varios peluchesque reposaban sobre su cama, me loimpidió. Parecían observarme de unmodo acusador, como si supiesen queera un intruso. Suspiré hondo,sintiéndome estúpido. Me acerqué hastaun estridente oso de color azul ―era elque más me inquietaba― y le di lavuelta, como si le estuviese castigandocara a la pared.

Fue una suerte no haber empezadoa abrir los cajones, porque Léane saliódel baño justo en el instante en el queacababa de sancionar al oso y, cargadacon el calefactor, frunció el ceño.

―¿Qué haces con el peluche?―Es solo que… no deja de

mirarme ―ella rió―. En serio, es

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tenebroso, prefiero no tener queenfrentarme a esos ojos tétricos.

Conectó el calefactor, trascolocarlo frente a la cama. Me acerqué yme puse de cuclillas, extendiendo lasmanos y agradeciendo el calor quecomenzaba a emanar del aparato. Léanese sentó sobre el edredón de colores,detrás de mí. Me rodeó el cuello con losbrazos y comenzó a depositar pequeñosbesos en la línea de mi mandíbula. Cerrélos ojos y me concentré en lassensaciones que provocaban sus labiossobre mi piel.

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Léane

Le besé la línea de la mandíbula

despacio, al tiempo que escurría lasmanos por su cabello. Blake inclinó lacabeza hacia atrás, para que pudiesellegar mejor a sus labios y percibí elintenso aroma cítrico que lecaracterizaba. Era misteriosamenteembaucador. Me pregunté si sería una deesas exóticas fragancias conpropiedades afrodisiacas, porqueconseguía sepultar bajo tierra mi sentidocomún. O el poco que me quedaba.

―Deberías afeitarte ―le susurré,

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sonriendo.Él cambió de postura y se giró,

tocándose la cara con ambas manos.―¿Raspo? Me afeité ayer.―Un poco.Me tumbé sobre la cama y extendí

los brazos, indicándole que se acercase.―Mis pantalones siguen mojados.―No me importa.Blake se tumbó a mi lado. Con una

delicadeza que me sorprendió, meapartó un mechón de cabello que seescurría por el rostro y lo colocó tras mioreja; después trazó con su dedo índiceel contorno de mi cara, recorriendo elpuente de la nariz, hasta terminardibujando mis labios.

―Deberíamos hablar… sobre esto

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―dijo, en un tono tan bajo que apenasera un susurro. Y de pronto, su miradaera dura y fría.

―¿Vas a soltarme todo el rollo detus intenciones para que no me enamorede ti? ―sonreí, relajada―. Tranquilo,no pienso hacerlo.

Me observó con atención. Sus ojosverdes, brillantes, analizaban todos mismovimientos, como si intentase ver másallá de lo que le estaba mostrando.Durante ese eterno minuto de silencio,no dejó de acariciarme los labios con eldedo y, cuando logró hacermeestremecer, las comisuras de sus labiosse elevaron hacia arriba.

―¿Tan horrible sería?Reí ante la sola idea de pensarlo.

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―Yo no diría horrible, pero sísería una estupidez ―mientras hablaba,se mantuvo muy quieto, mirándomefijamente―. Puedes estar tranquilo, noeres exactamente mi tipo.

Él pareció dudar. Apoyé el codo enla cama, sosteniendo mi rostro sobre lapalma de la mano. No iba a sentir nadapor él. Nunca. Jamás. Blake no era esapersona especial que llevaba añosbuscando.

No sabía cuándo llegaría mipríncipe azul ―y sí, sonaba cursi, perome importaba un bledo porque estabarealmente convencida de que asísería―; probablemente ese príncipe sehallaba en medio de un atasco o habíatropezado con algunas piedras durante el

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camino… Bien, vale, ¿quién no hallegado alguna vez tarde a una cita? Seestaba retrasando un poco, pero eratotalmente excusable.

Además, no tenía prisa.Afortunadamente, en la senda por la queavanzaba en mi vida, de vez en cuandome encontraba con tipos como Blake―no exactamente tipos que me odiaban,eso no era lo más común, pero sí teníauna de las características másindispensables para formar parte de micorta lista de ligues: ser idiota―. Yo notenía la culpa de que oliese tan bien, nide que tuviese un torso queirremediablemente me apetecía tocar, nide que su elegante acento inglés fueseimpecable y resultase irresistible, ni

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mucho menos de que usase suencantadora sonrisa a todas horas, comosi fuese el comodín del público.

A mi favor, tenía una defensairrefutable. Y sí, me declarabatotalmente inocente en mi alegato final.

Asimismo, también existía laremota posibilidad de que mi príncipeno estuviese en un atasco, sino quehubiese sufrido un terrible accidente. ¿Ysi no llegaba nunca?, ¿qué tenía de maloque me divirtiese durante un tiempo conBlake? Estaba cansada de sufrir. Porprimera vez, los sentimientos y lasemociones no se materializaban comocuerdas que me apresaban y mebalanceaban a su antojo. Era libre.Completamente libre.

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Y estaba convencida de que nocorrería riesgos con Blake. ¿Qué riesgopuede haber cuando tus expectativas sereducen a cero? No tenía nada en comúncon él, lo cual se traducía a que eracompletamente absurdo que llegase asentir algo por Blake. Meilleurimpossible.

―Lo que siento es solo…atracción. Discutir es estimulante, yasabes ―expliqué, mostrándole unasonrisa sincera. Había pasado porvarias decepciones y, por primera vez,podría controlar la situación sinencadenarme a un sinfín deemociones―. Tú y yo somos como elagua y el aceite. Si fuésemos químicos,supongo que podríamos experimentar e

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intentar conseguir juntar amboselementos pero, dado que no lo somos,podemos divertirnos observando cómose mezclan durante unos instantes paraluego terminar repeliéndose. Porque nome gustas, Blake. En serio. Sé que teparecerá increíble, pero necesito que loentiendas; quiero dejar las cosas claras―hice una pausa para coger aire,sintiéndome exhausta tras hablar a todavelocidad―. Y bien, ¿qué opinas?

Antes de besarme, Blake susurró:―Me parece… perfecto.Sin abandonar su boca, me coloqué

sobre él y le sujeté las muñecas sobre elcolchón, impidiendo que me tocase.Blake no intentó soltarse, tan solo sonrióde un modo provocativo y me permitió

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llevar las riendas de la situación.Deslicé la lengua por el lóbulo de suoreja y después por su cuello, hasta queemitió una mezcla entre gruñido y jadeo.Moví mi mano hacia su pecho, justosobre su corazón, y sonreí satisfecha aladvertir que latía a un ritmo acelerado.

Reí y me aparté de él, tumbándomea su lado.

Blake habló con los ojos cerrados.―¿Pretendes volverme loco? ―su

voz sonó ronca―. Deberíamos fijarunas reglas. La primera norma es queestá prohibido que me incites así, sidespués pretendes apartarte, ¿quedaclaro?

Cuando me miró, a pesar de quesonreía divertido, advertí lo mucho que

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se había oscurecido el verde de susojos.

―A eso me refería con no sentirmeatada a nada ―recalqué―. Contigopuedo hacer cualquier cosa sinplantearme si está bien o no. Es como sitú estuvieses fuera de mi límite moral.

Blake hundió sus dedos en micabello, con cuidado, mientras suspirabapesadamente.

―¿Pasarás aquí la navidad?―No. Mis padres han estado

ahorrando y me han regalado un billetede avión.

―¿Qué día te marchas?―El domingo ―dije―Podemos

quedar mañana, si quieres.―Tengo planes ―se frotó el

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mentón―, ¿recuerdas que necesitaba lasllaves del coche?

Abracé la almohada con fuerza. Meimaginé a Blake en la piscina, pero noconmigo, sino con otra chica y noté untirón de incomodidad en mi estómago.¿La otra noche había aclarado que notenía novia, cierto? Intenté recordartrazos de la conversación que él habíamantenido por teléfono la semanaanterior pero, después de lo ocurridoaquella noche, todo me resultaba unpoco borroso.

―¿Con quién has quedado?Blake emitió una suave carcajada.―¿Vas a empezar tan pronto con

los celos? ―arqueó una ceja―. Esperaun par de días, al menos.

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―No, idiota ―me contuve para nolanzarle el almohadón―. Pero paso dehacer un horario de visitas con el restode tus amigas para poder quedarcontigo.

Él rió con más fuerza, llevándoselas manos al estómago. Le di un codazoen las costillas y su risa se evaporó deinmediato. Se llevó una mano al costadoy frunció el ceño.

―Mañana he quedado con mihermana, eso es todo.

Me quedé callada, sin saberdemasiado bien qué decir.

Debía empezar a plantearmenuevas ideas, como el hecho de nopreguntarle habitualmente qué hacía, adónde iba, qué pensaba… ni eran cosas

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de mi incumbencia, ni me importaban.Solo tenía que relajarme, sonreír ydisfrutar del momento sinpreocupaciones.

Le observé, tumbado frente a mí ymirándome orgulloso. Fingídespreocupación.

―¿Tienes una hermana?―Como he dicho, sí.―Vale, solo intentaba ser amable y

sacar algún tema de conversación―repliqué.

―Ya que te apetece hablar y hascomentado el tema antes… ―pareciódudar, pero finalmente continuóhablando―, ¿tú tienes planeado quedarcon otras personas mientras nosotros…?Sabes que soy bastante egoísta. No me

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gusta compartir.―¡Claro que no! ―le interrumpí,

indignada―, no sé qué imagen tienes demí.

Blake abrió la boca dispuesto aresponder, pero luego la cerró y desvióla mirada. Fruncí el ceño, molesta.

―¿Qué ibas a decir?―Nada ―sonrió con inocencia.―Dímelo ―exigí, casi sin mover

los labios al pronunciar.Él se incorporó en la cama,

sentándose y apoyando la espalda en elcabezal de madera.

―Solo iba a recordarte que haceuna semana tenías novio. Tampoco esque hagas luto, pero no tengo ningunaimagen de ti en sí ―dijo, y sonrió

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tímidamente como si así fuese a quitarleimportancia a su comentario.

―Recuérdame que no insistacuando no quieras decirme algo―contesté enfadada―. No me gusta loque estás insinuando. Incluso si cadasemana estuviese con una personadiferente, tú, justamente tú, serías elúltimo que tendría derecho a juzgar algoasí.

Permaneció pensativo durante unosinstantes, después fijó la vista en laspulseras que colgaban de mi muñeca ylas observó detenidamente como sifuesen sumamente interesantes. Con lapunta del dedo índice, tocó un pequeñocascabel que colgaba de una de laspulseras y se escuchó un leve tintineo.

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Alzó la mirada hasta encontrar mis ojos.―¿Con cuántos chicos has estado?

―preguntó sin ningún atisbo devergüenza. A mí me hubiese costado unmundo hacerle una cuestión similar.Pero no a Blake. Él iba directo al grano,sin preámbulos.

Noté cómo me ardían las mejillas eintenté disimular mi nerviosismomostrándole una sonrisa. Él no dejó demirarme. Estaba casi segura de que susojos podían penetrar a través de mí,atravesar mi alma y descubrir toda laverdad sobre mi catastrófica vidasexual. Tragué saliva despacio.

―¿Y a ti qué te importa?Se encogió de hombros.―Simple curiosidad.

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Rodeó mi cintura, atrayéndomehacia él y presionó su boca sobre la mía.Fue un alivio que no insistiese en elasunto; si algo sabía de Blake, a raíz delos últimos meses, era que su testarudezno conocía límites.

Besar a Blake era extrañamenteenloquecedor.

No besaba de forma suave oinsegura, lo hacía de un modo bruscoque lograba hacerme delirar. Podíaolvidar todo lo demás si sus labiosestaban sobre los míos, era comosumergirme en una burbuja donde soloestábamos nosotros. Cada vez que susmanos rozaban mi piel, conseguíahacerme estremecer. Besarle era casi unacto impulsivo.

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―Creo que debería irme―susurró.

―¿Tan pronto? ―intenté besarlede nuevo y él sonrió, al tiempo que seapartaba.

―Sé qué te cuesta asimilar la ideade estar sin mí…

―Y por lo que veo, a ti te esimposible dejar de ser un estúpido.

―Es probable ―se levantó de lacama y se inclinó hacia mi escritorio,cogiendo algo. Sostuvo entre sus manosla flor que me había mandado la semanaanterior e hizo girar el tallo entre susdedos―. ¿Sabes que cada vez quemientes muere un gatito? ―sonrió delado―. Tendré que ir con cuidado,ahora que sé que no solo eres

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cleptómana sino también una pequeñamentirosa. ¿Qué más secretos escondes,Léane?

Le arrebaté la flor de las manos yla lancé a la papelera de mala gana.Para no variar, Blake estaba agotandomi paciencia.

―¿No habías dicho que te ibas?Ya estás tardando.

Cogí el paquete de caramelos de lamesita de noche y me llevé una bolitaazul a la boca. Blake observóatentamente cada uno de mismovimientos, sin apartar la vista de mislabios. Cuando terminé de comerme elcaramelo, se inclinó y me besó. Y fue unbeso raro, extrañamente casto, perofirme al mismo tiempo.

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―Nos vemos en un par de semanas―dijo, antes de salir de la habitación.

Clavé los ojos en la puerta por laque acababa de marcharse y miréensimismada la superficie de maderadurante casi cinco minutos.

Me resultaba complicadodiseccionar el cúmulo de emocionescontradictorias que me inundaban.Todavía estaba sorprendida por mireacción en la piscina. Le había besado.Era la primera vez que hacía algo así,siempre esperaba que la otra personadiese el primer paso.

No lo había meditado, había sidoun impulso.

Cuando contemplé los labiosmojados y entreabiertos de Blake, la

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idea de besarle se dibujó en mi mente yse convirtió casi en una necesidad.Había algo en él que me atraíaintensamente; desde su miradaprovocadora hasta sus gestosindulgentes. Me hacía vibrar. Lograbadespertar en mí una actitud diferente, mesentía más fuerte y segura cuando estabacon Blake, como si por su culpa fluyesetodo el carácter que no sabía mostrarante los demás. Era liberador.

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Blake

El sábado, casi a la hora de comer,

recogí a Emma en la puerta de la casa desu amiga Sam, donde se había quedado adormir la noche anterior. Se acomodó enel asiento del copiloto y me sonrió;parecía feliz.

Nos dirigimos hacia su restaurantepreferido, un local situado en medio deuna carretera bastante transitada, dondesolían comer transportistas y turistas quepasaban por allí. Lo habíamosdescubierto dos años atrás cuando,regresando a casa tras un día de

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compras en Londres, tuvimos que pararporque Emma necesitaba ir al servicio.La comida no era especialmente buenapero, por razones desconocidas, a mihermana le fascinaba.

Al llegar al restaurante, nosacomodamos en una de las pocas mesasque quedaban libres. Emma se quitó lachaqueta, dejando al descubierto unsuéter blanco repleto de flecos azules,seguramente cosidos por ella misma,que se sacudían al compás de susmovimientos. Si algo caracterizaba a mihermana, era su fascinación por la moda.Le encantaba crear sus propios diseñoso modificar prendas que compraba.

Tosí, con la intención de romper elsilencio tras sentarnos en la mesa, uno

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frente al otro.―¿Cómo van las clases?, ¿estás

estudiando?―Sí, lo normal ―acarició con el

dedo índice unas letras talladas sobre lasuperficie de madera de la mesa.

―Recuerda que necesitasconseguir una nota alta para entrar en launiversidad.

―Lo sé, Blake ―dejó de prestarleatención a la mesa y alzó la cabeza paramirarme―. Confía en mí. Sé que misnotas no son brillantes, pero solo hesuspendido una y me estoy esforzando.

Asentí con la cabeza, aceptando suspalabras. Después suspiré e intentésonreír.

―Espero que no te distraigas

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con… chicos, ni con nada, durante elúltimo trimestre.

Emma rió y algunos mechones decabello ondulado y negro ocultaron surostro, hasta que ella los apartó sinmucha delicadeza.

―¿De qué te ríes? ―pregunté.―De ti ―soltó una nueva

carcajada―. Blake, ya no tengo doceaños.

Me removí incómodo en la silla y,justo antes de que pudiese responder, lacamarera se acercó a nuestra mesa,portando un bloc de notas en las manos.

―¿Qué van a tomar? ―preguntó,sin demasiada simpatía.

―El menú del día ―respondióEmma sin dudar―, para beber, agua.

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―Perfecto ―dijo ella, tras apuntarel pedido en la libreta, luego se giróhacia mí―. ¿Y usted, caballero?

―Lo mismo que ella ―decidífinalmente, tras hojear la carta sinmucho ánimo.

―Bien ―me quitó la carta de lasmanos bruscamente―. Ahora les traigolas bebidas.

Suspiré sonoramente, dándole aentender mi desagrado por el tratorecibido. Crucé las manos sobre lamesa, mientras Emma tecleaba en sumóvil escribiendo un mensaje de texto.

―¿Qué pretendías decir antes,Emma? ―pregunté, inclinándome haciadelante hasta terminar hablando ensusurros―. ¿Has hecho… cosas… con

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algún chico?―¡Blake! ―exclamó alzando la

voz y levantando la vista del móvil―.No he hecho nada. Pero si fuese el caso,no te lo contaría, ¡eres mi hermano!

Escondí las manos bajo la mesa.Acababa de invadirme tal rabia, traspensar en que algún chico rozasesiquiera a mi hermana, que intenté queno descubriese mis puños apretados.Necesitaba romper algo. No sé, la mesatal vez. Esa madera no parecíademasiado dura.

―Emma, esto no es un juego―dije, e intenté relajar la mandíbula―.Si haces… algo, tienes que usarprotección. Siempre. Y además, eresdemasiado… joven, pequeña y frágil.

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Conseguí captar finalmente suatención. Dejó el móvil a un lado y memiró frunciendo el ceño. En apariencia,mi hermana era como una adorablemuñeca de porcelana. Pero cuando seenfadaba, se trasformaba en un aterradordragón que expulsaba fuego por la boca.Y si no te apartabas a tiempo, podíaquemarte. Afortunadamente, sabía biencómo tantearla y llevarla a mi terrenosin sufrir grandes riesgos.

―¿Vamos a tener ese tipo decharla?

―Sí ―respiré hondo y conté hastacinco antes de hablar de nuevo―. Usarprotección es algo básico, Emma.

―Ya lo sé, no soy estúpida.―Sí eres estúpida ―le corregí―.

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Si fueses lista no perderías el tiempocon chicos. Los hombres son malosEmma, muy malos. No confíes enninguno, te diga lo que te diga ―dije,hablando despacio y claro, como si medirigiese a una niña de cinco años.

Ella me miró divertida sin dejar dejuguetear con un mechón de su cabello,enrollándolo y desenrollándolo entre susdedos.

―Tú eres un chico ―puntualizó―,¿significa eso que no debo confiar en ti?

―¡Yo soy tu hermano! ―exclaméairado―. Lo que intento decirte, es quelos demás chicos tienen intenciones.Intenciones malas. Un tío nunca hacenada sin un objetivo claro y conciso. Yel noventa por ciento de los objetivos

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masculinos se culminan en una cama. Esasí de simple.

Emma sonrió tímidamente.―No te preocupes, Blake, el chico

que me gusta… es diferente a todos losdemás.

Creí que comenzaría ahiperventilar de un momento a otro. Esaera exactamente la frase que no deseabaoír. Si Emma pensaba que ese chico eradiferente, significaba que algo no ibabien.

―¡Error! ―exclamé, alzando lavoz sin pretenderlo―. Te hamanipulado, por eso ahora piensas queél es diferente ―le expliqué―. ¿Quéedad tiene?, ¿dónde vive?, ¿cómo sellama? No me des solo el nombre,

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quiero también los apellidos.La camarera interrumpió nuestra

conversación cuando dejó los platossobre la mesa con desgana. Me giréhacia ella y le dediqué la mejor de missonrisas.

―Gracias ―dije―. Preciosocolgante, por cierto.

Ella bajó la vista hasta observar supropio cuello, como si no recordase quécolgante llevaba. Después alzó lamirada y sonrió.

―¿De veras? ―tocó la gargantillacon sus manos―. Era de mi tatarabuela,es una reliquia familiar.

―Tendrá un gran valorsentimental, entonces.

―Sí, claro ―sonrió nuevamente y

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sus ojos desprendieron un atisbo deemoción contenida―. Mi tatarabuelo selo regaló antes de marcharse a la guerra,como símbolo de su amor. No lovendería por nada del mundo.

―Desde luego ―asentí―. Eldinero nunca podrá comprar lossentimientos.

―Ajá ―dejó de acariciar elcolgante―. ¿Quieren que les traiga unpoco de pan? Invita la casa.

―Por supuesto, gracias.La camarera se alejó, dirigiéndose

hacia la barra. Me giré hacia Emma, quehabía comenzado a cortar en pequeñostrozos su filete de carne.

―¿Has visto lo que he hecho? Lahe manipulado ―le expliqué―. Los

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hombres hacemos eso constantemente,está en nuestra naturaleza, nacemos conese don. Ahora mismo, no solo hemosconseguido pan gratis por hablar de uncolgante que me importa una mierda,sino que, si quisiese, tendría en el bote aesa camarera.

Emma se atragantó con el trozo decarne que acababa de llevarse a la boca.Tragó como pudo, tosió y luego bebióagua.

―¡Esa mujer rondará los cincuentaaños!

―¡Solo era un ejemplo, Emma!―repliqué―. Lo que quiero queentiendas es el concepto general.

―Esta conversación es divertida.Me lo estoy pasando bien, en serio, pero

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creo que es hora de que te tranquilices yempieces a comer. No tienes de quépreocuparte, Blake, no soy estúpida.

Me acerqué mi plato y observé laspatatas fritas recalentadas, tenían unaspecto pésimo. El simple hecho deimaginar que un chico pudiese dañar outilizar a mi hermana, me había quitadoel hambre. Cuando la camarera seacercó de nuevo, portando la bandejacon pan cortado, lo hizo con una sonrisa.Aproveché para pedirle un bolígrafo.

―Puedes quedártelo ―me dijo,entregándome uno de tinta azul.

Le sonreí agradecido y, cuando semarchó, cogí varias servilletas y lascoloqué frente a mí, desplazando elplato de comida hacia un lado. Emma

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me miró alzando una ceja en alto,dubitativa, pero sin dejar de comer.

―Quiero darte unos últimosconsejos ―le expliqué―. Te prometoque después de esto, no volveremos ahablar del asunto.

Comencé a escribir en la servilleta,sin apenas pararme a pensar. Cuandoterminé, releí mis anotaciones.

1. Si un chico te dice lomucho que le gusta turopa, tu peinado, tuspendientes… ¡huye! Estámintiendo. Ningún chicose fija en esos detalles,lo que realmente quierees que te desprendas detu peinado, de tus

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pendientes y, peortodavía, de tu ropa.2. Jamás acudas al cineen una primera cita. Si tepropone algo así, ¡huye!Cualquier cita digna debeacontecer en lugaresluminosos y, porsupuesto, debe ser dedía.3. Si el chico tienefama de mujeriego, ni teacerques a él, ¡huye! Nopienses que puedescambiarlo o que tiene untrasfondo oculto. Escomo es. Y punto.4. Si habla con

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prepotencia e intentaimpresionarte, ¡huye! Elchico ideal tiene queadorarte por encima detodas las cosas. Piensasiempre que tú debes serespecial para él, peronunca una más de tantas.Eres única. Créetelo.5. Usa protección.Siempre.

PD: Si en algúnmomento necesitas huir,recuerda que puedesllamarme a cualquierhora e iré a por ti.

Le tendí a Emma la servilleta y

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mientras ella leía en silencio lo quehabía escrito, pensé en Léane.Definitivamente incumplía todas y cadauna de mis propias normas, a excepciónde la última; esa regla siempre la seguíaa rajatabla. Lástima que todavía nohubiese tenido ocasión de ponerla aprueba.

Cuando Emma terminó de leer laservilleta, se levantó y rodeó la mesapara acercarse a mí y abrazarme.Entonces sollozó.

―Eh, ¿qué ocurre, Emma? ―lefroté la espalda, intentando calmar sullanto.

―Ojalá siempre estuvieses…cuando te necesito, y lo afrontases todoasí.

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―¿Por qué dices eso?―pregunté―. Siempre estoy, puedescontar conmigo para cualquier cosa.

―Pero con mamá…Sollozó más fuerte y sentí, de

golpe, que me ardía la garganta; como sialgo escondido en mi interior quisiesesalir. Tragué saliva bruscamente,intentando calmar aquella sensación yretener esos sentimientos en algún lugarprofundo. No pensaba dejarlos escapar.

―¿Confías en mí? ―pregunté sinsoltarla. Noté su cabello rozando mislabios al hablar y advertí que asentíasobre mi hombro.

―Entonces no tienes quepreocuparte por nada ―dije―. Todo irábien, lo sé.

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Emma se separó de mí y me mirócon los ojos muy abiertos, humedecidospor las lágrimas, como si no diesecrédito a mis palabras. Exhalé despacio.¿Por qué no podía creerme? Era laverdad.

Se recompuso instantes después.Sacudió la cabeza, negándose algo a símisma, y se acomodó nuevamente en susilla.

―Emma… ―pronuncié casi en unsusurro―, cuando confías plenamente enalgo, termina cumpliéndose. Por eso sélo que va a ocurrir. Estoy convencido deello.

―¡No tienes ni idea, Blake! ―memiró con lástima―. No es juego, no setrata de confiar o no hacerlo, sino de

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asumir la realidad tal como es. Eresincapaz de aceptar que ciertas cosas seescapan de tu control. Y esto está fuerade tu alcance, por eso te alejas cada vezmás. ¿Crees que porque ignores elproblema realmente se vuelveinexistente?

―No entiendo qué es lo queesperas de mí ―la miré inquisitivo y meremoví en la silla con cierta molestia―.¿Quieres que tire la toalla?, ¿no puedesser un poco, solo un poco, positiva?¡Joder, siempre haces lo mismo! Telanzas de cabeza hacia la peor opción.

―No importa, Blake ―Emmadeslizó su mano sobre la mía y observéatentamente nuestros dedos entrelazadossobre la mesa de madera―. Sé que no

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lo haces a propósito. Y ella también losabe.

Fruncí el ceño. ¿Por qué pensabatodo aquello?, ¿por qué quería ver elvaso medio vacío en vez de mediolleno? Carecía de sentido. Nuevamente,comencé a sentir ese calor ascendiendopor mi garganta. Era una sensaciónasfixiante. Me obligué a pensar encualquier otra cosa.

―¿Qué quieres que te traiga SantaClaus por navidades? ―pregunté.

―Ropa ―sonrió algo másanimada―. Y telas variadas que heseleccionado de un catálogo. Ah,también lentejuelas para un nuevoproyecto.

―¿Qué proyecto?

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―Mi vestido de graduación―explicó―. ¿No vas a comerte nisiquiera las patatas? ―preguntóseñalando mi plato, que seguía intacto.

―Todas para ti ―dije, deslizandoel plato hacia su lado de la mesa―.¿Eres consciente de que queda un año ymedio para tu graduación, verdad?

―Sí ―engulló una patata y luegohabló con la boca llena―, pero eldiseño de ese vestido es muy elaboradoy quiero empezarlo cuanto antes.

―¿No será muy escotado, no?―alcé una ceja.

Emma intento no reír, en vano.Cogió una servilleta y comenzó a trazarel diseño que había ideado. No tenía niputa idea de vestidos, pero parecía

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absolutamente asombroso; estaba segurode que un proyecto así solo podía salirde la pequeña cabecita de mi hermana.

Pasamos el resto de la comidahablando de diversos temas y, cuandoterminamos, nos dirigimos a casa.Caminé por el jardín, sintiéndomealicaído; las malas hierbas brotaban sincontrol, entremezclándose con el céspedque estaba casi seco.

Tiempo atrás, aquel jardín habíasido el mejor de toda la urbanización.Mamá era decoradora de jardines, ellame había enseñado todo lo que sabíasobre botánica, no solo tenía un gustoincreíble sino que, además, lo hacía conamor.

Siempre solía decir que el secreto

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de que una planta floreciese mejor queotra, residía en el amor que se volcabaen ella. Defendía que, como cualquierser vivo, necesitaba ser cuidada conesmero.

Ver el jardín en aquel estado, meremovía las entrañas. Aparté la vista deun rosal completamente seco y muertoque todavía se sostenía en alto y entré encasa.

Mamá estaba sentada en el sofá,leyendo un libro con las gafas puestas.Le brillaron los ojos al verme. Sonrió ysin mediar palabra extendió los brazosreclamándome, me senté a su lado y dejéme que abrazase.

―¡Blake, hijo, tienes buen aspecto!―posó sus manos frías en mis mejillas.

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―Tú sí que estás genial ―lesonreí. Ella hizo una mueca, traguésaliva y le señalé el libro que habíadejado sobre su regazo―. ¿Qué estásleyendo?

Fijó la vista en la portada de lanovela y sonrió risueña.

―Es una historia de amorpreciosa, Blake. Deberías leerlo.

―Quizá lo haga algún día ―mentí.Era incapaz de leer sobre algo en lo queno creía.

Me quité la chaqueta, dejándolasobre el brazo del sofá. Inmediatamente,ella comenzó a quitarme pequeñasbolitas que había en el suéter de lanatras varios lavados, mientras con la otramano intentaba estirar la prenda.

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―¿Seguís sin planchar la ropa?―preguntó.

―Lo intento, mamá, pero casi notengo tiempo ―mentí de nuevo―. Entrelos estudios, el concurso…

Ella me miró fijamente y presionólos labios como solo una madre sabehacerlo, con determinación.

―Siempre hay tiempo, Blake.―Lo sé, mamá.―Llevo diciéndotelo toda la vida.

Tienes que ser más organizado.―Te prometo que intentaré

planchar más a menudo.Emma apareció en el comedor,

portando un plato repleto de galletas dechocolate con menta, mis preferidas. Sequitó las zapatillas y se sentó en el

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sillón despreocupadamente.―Dale galletas a tu hermano,

Emma.Ella giró levemente la cabeza y me

miró por encima del hombro.―¿Quieres…?―No, no tengo hambre.En ese momento, sonó el teléfono

de mi hermana y ella salió del comedorpara atender la llamada, dejando lasgalletas sobre la mesa.

Mi madre quitó una última bolitade lana de mi suéter y me miró con elceño fruncido.

―¿No quieres galletas? ¿Qué teocurre?

―No tengo hambre. Emma haempezado a hablarme de chicos… ―me

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quejé. Mi madre me revolvió el pelocon cariño, despeinándome.

―Ya es mayorcita. Tienes quedejar que aprenda de sus propioserrores, que experimente y viva.

Tragué saliva despacio; aquellaúltima palaba <<…viva>> se quedóretenida en mi mente más tiempo deladecuado. Sacudí la cabeza.

―Es solo una niña ―protesté.Mamá me miró fijamente. Tenía los

ojos enrojecidos y le temblabaligeramente el labio superior. Aparté lavista, incapaz de sostenerle la miradadurante más tiempo.

―Tú también eres solo un niño,Blake ―dijo en un susurro apenasaudible. Y después me abrazó con

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fuerza.―Todo irá bien, mamá.Cerré los ojos, correspondiendo su

abrazo, y aspiré su aroma. Mi madresiempre había olido a tierra húmeda, aflores diversas... pero, ahora, no olía anada.

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17

Léane(París, Francia)

Comenzó a sonar la melodía de mimóvil. Casi sin abrir los ojos, tanteé conlas manos la mesita de noche paraencontrar el teléfono. Advertí que noestaba en la residencia, sino en casa demis padres, y que la mesita seencontraba en el lado derecho y no alcontrario. Distinguí el nombre de Blakeen la pantalla del móvil y descolgué lallamada.

―No puedo dormir ―dijo,hablando despacio―. Créeme, lo heintentado, pero no dejo de pensar en el

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asunto de los caramelos rojos…Me di la vuelta en la cama, encendí

la luz del despertador que reposabasobre la mesita de noche y descubrí queeran las tres de la madrugada.

―¿Sabes qué hora es? ―preguntécasi en un susurro, ya que no queríadespertar a mis padres.

―Sé que es tarde, pero no paro dedarle vueltas al asunto, ¿por qué naricesno te comes los caramelos rojos?―insistió―. Si me dices la respuesta,creo que lograré dormir.

―Bien por ti, Blake. Yo dudo quepueda volver a dormirme.

Permanecimos ambos en silenciodurante un largo minuto. Podía escucharsu respiración calmada; sentí un leve

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cosquilleo al recordar su aliento cálidosobre mi piel y me removí incómodabajo las mantas.

―¿Vas a desvelarme el secreto delos caramelos?

―No, es algo personal ―dije―. Yademás, es una tontería sin importancia.

―Me encantan las tonterías. Yasabes, esos pequeños detalles quesiempre pasan de largo; creo queesconden la verdadera esencia de unapersona.

Medité sus palabras durante unosinstantes, antes de incorporarmedespacio en la cama e inclinarme paraencender la lamparita de noche. Mihabitación se iluminó con una tenue luzanaranjada.

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―¿Por qué te gustan las plantas?―pregunté.

―Eso es un modo poco sutil dedesviar el tema de conversación.

―Sí, pero también es el modo dedemostrarte que a ti tampoco te gustaque nadie se inmiscuya en tus asuntos.

Le escuché suspirar conresignación.

―Hace un tiempo, mi madre sededicaba a la decoración de jardines.He vivido rodeado de plantas, ella meenseñó a cuidarlas ―respondió,hablando más rápido de lo normal―. Esrelajante. Me gusta la idea de conseguirque algo nazca y luego viva gracias amí.

Nunca me había planteado la

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botánica de tal forma.Tiempo atrás, habíamos tenido

plantas en casa, pero siempreterminaban muriendo. Las regábamosdurante los primeros días, mas pocodespués caían en el olvido; la única quesobrevivió fue un Aloe vera, cuyoextracto mi madre utilizaba a modo demascarilla, y fue un milagrodesencadenado por el hecho de que esaespecie apenas necesita agua.

Quise comentarle a Blake queapreciaba el sentido de responsabilidadque mostraba hacia sus plantas, perofinalmente deseché la idea.

―¿Y a qué se dedica tu padre?Mi pregunta sonó formal, como

cuando estás dentro de un ascensor y el

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vecino del cuarto empieza a comentar eltiempo atmosférico sin demasiadointerés.

―Es abogado. Trabaja en NuevaYork.

―Debe ser duro que viva tanlejos…

―No creas, es un alivio enrealidad ―respondió pareciendoincómodo, y luego habló conbrusquedad―. ¿Cuántas preguntaspersonales debo responder para quedesveles el asunto de los caramelos?

Me llevé la mano a la boca,intentando no hacer ruido al reír.

Era divertido descubrir que Blaketenía un punto débil. No saber larespuesta de ciertas cuestiones parecía

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sacarle de quicio.―Déjame interrogarte un poco más

―le pedí y, antes de que pudiesecontestar, continué con más preguntas―.¿Por qué es un alivio que tu padre vivaen Nueva York?

Me di la vuelta en la cama y fijé lavista en el techo de la habitación.Observé, sin demasiado interés, lasestrellitas fluorescentes que habíapegado allí años atrás, cuando erapequeña, y que habían ido perdiendoluminosidad con el paso del tiempo.Tras advertir que Blake parecía estarmeditando su respuesta más tiempo delesperado, comencé a contarlas ensilencio.

―Hace tres años, mis padres se

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divorciaron ―dijo al fin―. Él laengañaba.

―Oh, lo siento, no sabía que tuspadres estuvieran divorciados.

―No lo sientas, es mejor así.El tono frío de su voz me hizo

sentir incómoda.Por un lado, no quería seguir

indagando en sus asuntos; me sentíacomo una intrusa que no es bienvenida.Pero por otra parte, notaba la curiosidadbullendo en mi interior. Blake siemprese me antojaba lejano y demasiado…superficial. Saber más de él era comobucear en un océano desconocido. Yquizá ni siquiera existían esas aguas,quizá solo era un cascarón vacío.

Por alguna razón, me asustaba la

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idea de que Blake tan solo fuese unosojos verdes bonitos y una sonrisaseductora, con un gran dominio delsarcasmo y un ego fuera de control.

―¿Cómo es tu familia?―preguntó, tras mi silencio―. ¿Tieneshermanos?

―Mi familia es bastante normal.Mi padre es profesor de literatura ymamá trabaja en casa, pintando cuadros―contesté―. Y sí, soy hija única,aunque reconozco que siempre quisetener una hermana.

Me hubiese gustado decirle que mispadres eran absolutamente increíbles,pero no quise herir sus sentimientos,teniendo en cuenta que acababa deconfesarme que sus padres estaban

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divorciados.―Hace poco leí una guía de viajes

de París… ―comenzó a decir―, secomentaba que los apartamentos erandiminutos y que las calles de la ciudadapestan. ¿En qué zona vives tú?

Uhm. Era difícil contradecirle.Los apartamentos eran minúsculos

porque era caro poder vivir en unaciudad tan llena de magia, amor, turistasy… suciedad. Teníamos un sistema delimpieza basado en el arrastre por aguaque no funcionaba demasiado bien.

La zona donde vivía era bastanteantigua. No había ascensor, sinoelevadas escaleras interminables y lomás característico de mi barrio eran lasmudanzas.

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Cuando un vecino se mudaba, seproducía todo un espectáculo. Losmuebles y la mayoría de laspertenencias de gran volumen, debíanintroducirse por las ventanas delapartamento. La calle se colapsaba, losciudadanos se quejaban… en fin, lotípico.

―No vivo demasiado lejos delcentro ―contesté, sin dar detalles―. ¿Ytú?

―En Romford, a unos ciento veintekilómetros de Reading.

―Tienes suerte de estar tan cercade tu familia ―respondí, sintiéndomenostálgica a pesar de estar en casa.

―Sí ―suspiró―. ¿Vas aconfesarme lo de los caramelos algún

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día?Me di la vuelta en la cama,

tumbándome de lado y extendiendo elbrazo que tenía libre debajo de laalmohada.

―Simplemente odio el color rojo,todo lo que representa ―respondífinalmente, e hice una pausa parabostezar―. Simboliza violencia, muerte,sangre… es horrible. Me causa malasvibraciones.

Blake permaneció unos instantes ensilencio, como si estuviese esperandoque añadiese algo más. Cuando dedujoque mi explicación había concluido,emitió un bufido de indignación.

―¿Eso es todo?―Básicamente, sí.

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―¿Te he relatado parte de mismemorias por semejante tontería?

―Avisé de que no teníaimportancia ―le recordé―. Tú teempeñaste en saberlo, asegurando que laesencia de las personas está en losdetalles. Y por cierto, no sé de dóndehas sacado esa frase, pero es un tantocursi.

―¿Sabes que uno de los requisitosmás importantes para ser una buenaperiodista es la objetividad? El colorrojo no solo simboliza violencia yderivados ―apuntó―, tambiénrepresenta el amor, la pasión, laatracción… ―dijo, haciendo hincapiéen la última palabra de un modoprovocador―. Quizá sí signifique algo

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que odies el color rojo.Parecía divertirle la situación, era

como si intentase provocarme.En realidad siempre había visto el

amor de color verde. Raro, pero cierto.El verde simbolizaba la esperanza, laarmonía, la vida, la estabilidad, latranquilidad… todo ello encarnaba miideal de una relación.

No quería acción ni una pasióndesbordante, lo que verdaderamentesiempre había buscado en una relaciónera calma, confianza, poder ser yomisma y sentirme en paz.

―No tengo nada en contra delromanticismo ―aseguré―, pero no megusta precipitarme, el rojo es como¡pum!, te desborda de sopetón.

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Blake rió con ganas.Se me antojaba extraño mantener

con él una conversación desenfadada.Cuando su risa menguó, se mantuvo ensilencio unos instantes antes de hablarde nuevo.

―El rojo simboliza cómo mesiento cuando te veo ―dijo con un tonoronco, bajando la voz―. Y cuando tetoco, te beso o te lamo…

Tragué saliva despacio, notandoque mi garganta se estrechaba pormomentos y mi respiración se tornabamás audible. Sus palabras provocaronen mí una reacción que desconocía, undeseo intenso. Era sorprendente quelograse hacerme sentir aquello, inclusoestando en otro país, a miles de

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kilómetros de distancia.Y al mismo tiempo, me sentía

segura, tranquila, con la certeza de quesabía lo que estaba haciendo y que, dealgún modo, manejaba las riendas de mivida sin que nada ni nadie seinterpusiese en mis decisiones.

―¿Te ha dado un infarto, o algoasí? ―preguntó tras mi silencio, con untoque burlón en su voz.

―Se me había caído el teléfono―mentí y luego tosí, aclarándome lagarganta con nerviosismo―. Será mejorque intentemos dormir, mañana tengoque levantarme temprano para ir a ver amis tíos…

―Tienes razón. Ya habrá tiempopara descubrir más cosas sobre el color

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rojo.¿Por qué tenía esa-maldita-voz-tan-

sumamente-seductora?―Buenas noches ―me despedí―.

Y Blake, feliz Navidad.Cuando colgué, alejé el teléfono de

mi oreja y descubrí que habíamoshablado durante más de media hora. Dosfenómenos se habían sucedido en eseespacio de tiempo. En primer lugar, eltiempo se me había pasado volando. Yen segundo lugar, aunque no por ellomenos importante, no habíamosdiscutido ni una sola vez. Casi podíaconsiderarse un milagro navideño.

Los siguientes cuatro días fueronagotadores. No recordaba que estar en

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casa fuese tan estresante. Los días seesfumaron uno tras otro, ya que me viobligada a visitar a mis tíos por parte deambas familias, a mi querida abuela―que vivía en las afueras, casi a doshoras de trayecto en coche, en la enormevilla de mi tía Agnès―y a dos primasque se habían independizado durante eseaño.

Cuando terminé la ardua tarea decumplir el horario de visitas que exigíami extensa familia, descubrí que mimadre había organizado una cena encasa con los padres de Lissa. Loscompromisos parecían no tener fin.

Había imaginado unas navidadestranquilas saliendo a pasear por laciudad, comprando regalos navideños

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con mi madre o preparando la cena conpapá que era, sin duda, el mejorcocinero del mundo. Por el contrario,apenas había tenido un hueco libre, mesentía como una ejecutiva sumamenteocupada que debía atender numerosasreuniones; parecía que estaba en unviaje de negocios y no de placer.

Las únicas horas de calma llegabanal anochecer, cuando hablaba con Blakepor teléfono. El primer día me habíasorprendido. Y el segundo también. Sinembargo, los siguientes tres días habíacolocado directamente el móvil bajo laalmohada, con la esperanza de que no sehiciese de rogar y llamase rápido. Esmás, el penúltimo día de vacaciones, lellamé yo a media tarde sin ninguna razón

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concreta.―¿Ocurre algo? ―preguntó en

cuanto descolgó la llamada.Fruncí el ceño. Era toda una suerte

que no pudiese verme.―No, ¿por qué lo preguntas?―No sé, son las seis de la tarde. Y

me estás llamando.―No lo pillo, Blake ―me levanté

de la cama y me miré en el espejo de mihabitación, evaluando el atuendo quehabía elegido para la cena de aquellanoche con los padres de Lissa―.¿Intentas decirme que tú puedesllamarme cuando te dé la gana, pero yono puedo hacer exactamente lo mismo?

―¿Por qué no admites que nopodías aguantar hasta esta noche para

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escuchar mi voz?―Eres idiota.Y antes de colgar, escuché cómo

reía.Llamó varias veces, pero no lo

cogí.Me convencí a mí misma de que no

estaba enfadada. ¿Por qué iba acabrearme por alguien que me importabaentre poco y nada, aproximadamente?

Lissa vino a casa dos horas antesde que sus padres llegasen. Como en losviejos tiempos, trajo una bolsa enormede golosinas que había comprado enBarthélemy, una tienda de dulcesfamosa en la zona, y nos tumbamos en micama. Mientras intentaba atrapar con losdedos un osito de frambuesa, ella

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inspeccionó los pintauñas que me habíanregalado por Navidad.

Llevaba todas las vacacionessopesando la idea de contarle loocurrido con Blake, no sabía demasiadobien por dónde empezar, era difícilexplicar que hacía unas semanas meapetecía matarle, pero ahora preferíabesarle... porque había descubierto queera más excitante de lo esperado.

―¿Qué más te han regalado?―preguntó, levantándose de la cama yabriendo mi armario en busca de ropanueva.

―Este anillo ―dije, extendiendola mano para que pudiese verlo. Eraprecioso, de plata, con una pequeñamariposa tallada en la punta―. También

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unas zapatillas y un suéter, pero loestrené en cuanto abrí el regalo y ahoraestá en la lavadora.

Lissa no hizo más comentarios.Supongo que intuía que mi verdaderoregalo navideño había sido pasar lasvacaciones en casa. Se acomodó denuevo a mi lado y admiró el anillo conuna sonrisa.

―¿Qué te han regalado a ti?―Lo de siempre, ropa y más ropa,

ya sabes que mis padres rebosanoriginalidad ―dijo con ironía―. Ah, yesto ―añadió, sacudiéndose el cabellode los hombros y dejando al descubiertoun colgante con forma de corazón―. Loenvió Adam.

―Es perfecto ―rocé con la punta

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de los dedos el corazón y leí lainscripción de sus nombres talladossobre el colgante―. Tenéis suerte dehabeos encontrado el uno al otro.

―Lo sé ―sonrió y luego me cogióde la mano―. A ti también te llegará tumomento, ya verás. Y será cuandomenos te lo esperes. Lo presiento.

Desvié mi mirada de la de Lissa.―Hablando de momentos…

―entrelacé mis dedos connerviosismo―, el otro día tuve uno deesos instantes en los que pensé, <<¡eh!,¿qué demonios me pasa en la cabeza?>>, pero después sopesé mis opciones yme dije: <<Bueno, tampoco está tan mal.Es más, si me dejo guiar solo por elsentido de la vista, el tacto y el olfato

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está muy bien>>.Sonreí con inocencia cuando

terminé de hablar.Lissa inclinó la cabeza hacia un

lado, entrecerró los ojos y me observócon atención como si un extraterrestreme hubiese abducido durante la cena denavidad.

―¿Se puede saber de quédemonios estás hablando?

―Hablo de la atracción, de lapasión, del color rojo…

―¿Te encuentras bien, Léane?―Sí. O quizá no, porque el otro

día me besé con Blake ―confeséfinalmente, sintiendo que si retenía mástiempo esa información, estallaría en milpedazos.

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Al principio Lissa rió, comenzócon un sonido flojo que se fue haciendomás estridente para, segundos después,terminar por extinguirse al advertir quemis palabras no eran una broma.

―Sé que estoy enferma ―meexcusé, antes de que ella pudiesecomenzar a gritar mil improperios―. Esobvio que a mi cerebro le ocurre algo,es la única explicación lógica.

―¿Estáis juntos? ―Lissa presionósus dos dedos índices comorepresentación de nuestra posible unión.

―No, en absoluto ―respondí atoda prisa―. Hemos hablado de ello. Esalgo meramente físico, nada más. Comoese lío que tú tuviste el año pasado conGautier.

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Lissa meditó la idea durante unlargo minuto que se me antojótremendamente incómodo, me sentíacomo si tuviese cinco años y mi madreestuviese valorando la posibilidad decastigarme sin salir o concluir elpercance manteniéndolo como unasimple anécdota.

Cuando sonrió, me sentí mástranquila.

―Mientras no sientas nada porél… ―se llevó un dedo al mentón―. ¿Yqué ocurre con el concurso?

―Sigo queriendo ganar. Supongoque tendré que machacarle ―ambasreímos.

Los padres de Lissa y su hermanapequeña llegaron a casa poco después.

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Pasamos la cena relatándoles todo loque habíamos vivido en Inglaterra; teníala sensación de que había contado lasmismas historias una vez tras otra, peroni a mis padres ni a los de Lissa parecíaimportarles. Toda información quepudiésemos darles era siempreinsuficiente para ellos.

Si hubo un nombre que se repitió enla cena alrededor de veinte veces fue,sin duda, el del pobre Adam. Los padresde Lissa básicamente me interrogaronsobre él y, lo hicieron con tal intensidad,que hasta la policía consideraría susmétodos como poco éticos. Queríansaber qué comía, dónde vivía, qué notashabía sacado en el último trimestre, cuálera el oficio de sus progenitores y hasta

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la talla de su pantalón. Apreciaba a losseñores Leveque, pero si me hubiesenpedido que los definiese con unapalabra habría optado por asfixiantes.

La cena se tornó todavía más tensacuando el señor Leveque descubrió quemi vuelo de regreso en avión nocoincidía con el de Lissa y que, paracolmo, aterrizaría en el aeropuerto deLondres. Se empeñó en reservar unbillete a primera hora de la mañana paraque pudiésemos volver juntas, costase loque costase.

A mis padres no pareció gustarlesla idea y, a pesar de que estuvierondiscutiendo el tema durante gran partede la velada, terminaron cediendo.Entendía que el señor Leveque lo hacía

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con la mejor de las intenciones, perotambién comprendía que para mi familiaera una especie de desprecio a todo eltrabajo que habían realizado para podercomprar un billete de avión que nisiquiera llegaría a utilizar.

Cuando finalmente la veladaterminó y se marcharon nuestrosinvitados, mi madre pasó el resto de lanoche criticando que se hubiesenempeñado en regalarme el billete deavión. Es más, dijo que durante la cenase había inspirado y que tenía en mentepintar un cuadro bastante macabro quereflejase las diferencias sociales de unmodo abstracto. No me preocupaba laactitud de mi madre, sabía queapreciaba a los señores Leveque y que

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su enfado se habría esfumado antes deque amaneciese.

El sábado por la tarde, me despedíde mis padres en el aeropuerto. Hubolágrimas, eternos abrazos y numerosossollozos incontrolados. Ya los echabade menos, incluso antes de subir alavión.

El viaje se tornó interminable,gracias a Lissa.

A pesar de que seguía teniendociertas reticencias hacia Blake, noparecía desagradarle lo que habíaocurrido entre nosotros. Es más, pasóhoras hablando de todos los detalles quehabía conocido de él mientras estaba encasa de Adam, sacándome de quicio.

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Tras bajar del avión, cogimos untaxi para llegar a la residencia. Me dolíamuchísimo la cabeza, concretamente enla zona de las sienes. Lissa tan solosubió a la habitación para dejar lasmaletas, puesto que había quedado conAdam en una cafetería cercana y estabadeseando reunirse con él. Bien por mí,porque necesitaba descansar.

Me vestí con el pijama ―tras ellargo día entre aeropuertos no teníaintención de salir, ni tan siquiera para ira cenar al comedor de la residencia―,cogí una novela que tenía a medias ycomencé a leer tumbada en la cama. Nohabía nada más relajante en el mundoque leer en soledad y, sobretodo, ensilencio.

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18

Blake

Recosté la espalda sobre la pared

del pasillo y esperé paciente a que seabriese la puerta de enfrente. Miré mireloj, advirtiendo que pasaban cincominutos de la hora prevista. Teníaentendido, gracias a información queAdam me había proporcionado, queLéane acababa la clase dedocumentación a las doce del mediodía.

No había visto a Léane desde elcomienzo de las vacaciones navideñas.

Cuando la puerta del aula dedocumentación se abrió, numerosos

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estudiantes comenzaron a salir por ella,portando libros en las manos y mochilascolgadas del hombro condespreocupación. Léane no se percatóde mi presencia cuando comenzó acaminar por el pasillo. La seguí y laobligué a frenar rodeando su cintura conmis brazos. Rocé con los labios ellóbulo de su oreja.

―¿Me has echado de menos?―susurré―. No hace falta quecontestes, sé que sí.

Léane se giró, enfrentándome caraa cara.

―Apenas recordaba tu existencia.¿Te llamabas Bane o algo así?―bromeó.

Sonreí y la cogí de la mano.

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―Ven― le pedí y comencé acaminar por el pasillo de la universidad,casi arrastrándola a mi paso.

―¿A dónde vamos?Ignoré su pregunta y avancé hasta

llegar al aula donde había dado miúltima clase. Sabía que allí no habríanadie hasta las cuatro, cuando empezabanuevamente el turno de clases. Cerré lapuerta en cuanto entramos.

―¿Qué estamos haciendo aquí?En vez de responder, la besé.Presioné mi cuerpo contra el suyo

casi con brusquedad. Notaba la tensiónde Léane en sus hombros rígidos y susmovimientos poco naturales… peropasados unos instantes comenzó arelajarse. Me rodeó el cuello con las

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manos y entreabrió los labiospermitiendo que nuestras lenguas serozasen.

La cogí entre mis brazos,alzándola, y la senté sobre uno de lospupitres. Separé sus piernas con larodilla y me pegué más a ella.

La oscuridad que invadía la clase,provocaba que cada caricia se tornasemás íntima. Podía escuchar nuestrasrespiraciones, agitadas e intercaladas,como si no tuviésemos suficiente aire.

Léane, sentada sobre la mesa,rodeó con sus piernas mi cintura. Rompíel beso para mirarla y le aparté elcabello de la cara.

―Yo sí te he echado de menos―le aseguré.

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Y era cierto. Durante lasvacaciones, había pensado en ella másde lo correcto.

Ante su impenetrable silencio, mearrepentí de las palabras que habíapronunciado.

―¿Qué haces esta tarde?―pregunté.

―Tengo que estudiar ―se mordióel labio inferior―, ¿quieres venir a labiblioteca?

―Suena tentador ―respondíirónico―, pero creo que paso.

Cuando intentó bajar de la mesa, laretuve sujetándola de las caderas.Apoyé mi frente sobre la suya.

―¿Y el viernes?―Tenemos reportaje ―me

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recordó.―Después del reportaje

―sonreí―. Así será más interesante.―¿Más interesante porque tendré

que consolarte? ―me hizo a un lado ysaltó del pupitre, luego me señaló con undedo acusador―. Espero que no tengaspreparada ninguna treta.

―En absoluto. Qué gane el mejor―aseguré―. O sea, yo.

Léane no rió. Me dedicó unamirada traviesa y abandonó la clase conpaso decidido.

Cuando se fue, me senté en una delas sillas y permanecí un buen rato en elaula vacía.

El viernes me levanté extrañamente

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animado. Había preparadoconcienzudamente el reportaje de esatarde; el hecho de querer ganar a Léanelograba motivarme como pocas cosas lohacían.

Llegué antes que los demás a losjardines Forbury, el lugar dondedebíamos realizar el siguiente directo.Los jardines eran uno de los puntos másturísticos de la ciudad, el parque daba ala parte exterior de la Abadía deReading. Caminé por uno de los muchossenderos del jardín, hasta llegar alcentro de éste, donde se alzaba laes ta tua Maiwand Lion del escultorGeorge Blackall Simonds. Me senté enuno de los bancos de madera, estirandoun brazo sobre el respaldo, y aprecié los

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vivos colores que lo inundaban todo.Siempre me había gustado ese lugar, losjardines eran tranquilos e irradiabanarmonía.

No tardaron demasiado el llegar. Alo lejos, Léane me sonrió. Centré mimirada en ella, ignorando a todos losdemás, y la observé caminar bajo eltenue sol de invierno.

―Acabemos cuanto antes―farfulló Jaden de mala gana al tiempoque dejaba los bártulos en el suelo.

―Sí ―clavé mis ojos en Léane―,tengo cosas importantes que hacer.

En esta ocasión, Mark Dabbent seadelantó y pidió salir en primer lugar.Durante el reportaje, dejó aparcado a unlado su faceta más humorística y no lo

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hizo nada mal. Pocas bromas se podíanhacer con el tema que teníamos quetratar.

Cuando llegó mi turnó, busqué aLéane con la mirada. Tenía la certeza deque, tras lo ocurrido entre nosotros, lacompetición sería limpia. La encontrésentada en un banco de madera, frente amí, con las manos apoyadas en su regazoy observándome con atención; en cuantodescubrió que la miraba, sonriótímidamente.

Su sonrisa me tranquilizó de unmodo extraño.

Me llevé el micrófono a los labiosy comencé cuando Gael me indicó quelo hiciese.

―Me encuentro en los jardines

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Forbury, como podéis ver a mi espalda―estiré la mano hacia un lado, a modode indicación―. Muchos de vosotrosreconoceréis la estatua Maiwand Lioncomo uno de los símbolos másemblemáticos de la ciudad ―el león depiedra se alzaba a mi derecha―. Laestatua fue erigida en 1886 paraconmemorar la pérdida de más de 300oficiales y soldados del RegimientoReal de Berkshire en la batalla deMaiwand ―bajé ligeramente el tono devoz, intentando mostrar empatía―.Desde la re-apertura de los jardines, enmayo de 2005, incontables turistas hanpasado por aquí para visitar la obra deGeorge Blackall Simonds, másconocido localmente como el León

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Forbury.Me recreé explicando diferentes

detalles del parque, como el quiosco demúsica o la zona del estanque. Estabarelajado. Mientras hablaba, notaba micuerpo liviano. Y me gustaba esasensación.

Le tendí el micrófono a Léanecuando terminé y rocé sus dedos apropósito.

―Supera eso ―le susurré al oído.―Hecho ―sonrió de un modo

encantador―, será fácil.Enfocó su discurso a las bases

históricas del jardín. Era interesante,pero también aburrido. No iba asuperarme. A los espectadores lesimportaba bien poco la vida del rey

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Enrique I, de eso estaba seguro.Nos marchamos de allí en cuanto

Marlenne terminó su directo. Léane semostró nerviosa mientras subía al coche.

―¿Vamos a tu casa? ―preguntócon cautela.

―No ―giré las llaves en elcontacto, arrancando el coche―. Tengohambre.

―¿No tenéis comida allí?―Solo pizza, básicamente

―expliqué―. Me apetece algodiferente.

Japonés. Hacía semanas quedeseaba cenar comida japonesa. Ahorael antojo se había vuelto más fuerte. Mepregunté si a Léane le gustaba ese tipode gastronomía.

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Abandonamos el centro de laciudad y nos dirigimos hacia Berkshireatravesando una carretera concurrida.

―Vas demasiado rápido―protestó Léane por cuarta vezconsecutiva. Giré levemente la cabezapara mirarla―. ¡Céntrate en lacarretera! ―se quejó.

Suspiré hondo. También por cuartavez. Estaba logrando desquiciarme.Cogí el volante con más fuerza de lanecesaria.

―¿Por qué no te duermes hasta quelleguemos? ―propuse―. Creo que asíel viaje será más ameno para los dos.

―No tengo la culpa de que nosepas conducir.

―¿Qué sabrás tú? ¡Ni siquiera

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tienes carné!Léane bufó de un modo exagerado.

Ignoré sus quejas cuando me inclinéligeramente para sacar un CD de músicade la guantera. Lo introduje y comenzó asonar la canción Blue Suede Shoes, deElvis Presley.

―¿Elvis? ―Léane me miró―. Mesorprendes cada día.

―Lo sé.Se acomodó en al asiento del

copiloto, estiró las piernas y pareciórelajarse.

―No te imagino cantando esto enla ducha ―dijo.

―¿Me imaginas muy a menudo enla ducha?

Aparté la vista de la carretera para

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mirarla y advertí cómo sus mejillas seencendían levemente. Pero no comootras veces. Parecía menos avergonzada,más segura.

―Era solo un decir ―fijó la vistaen la ventanilla del coche.

Aparqué cerca del restaurante. Tansolo había estado allí en dos ocasionesdurante el pasado año; Ryder lo habíadescubierto durante una de sus salidas.Cuando iba a un japonés, exigía poderver cómo un japonés preparaba micomida japonesa. Era genial.

Léane leyó el letrero de la entradacuando llegamos al restaurante.

―¿Shintori Teppanyaki? ―unasarrugas se dibujaron en el puente de sunariz―. No. Yo no como cosas crudas.

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Me molestó su reacción. No es queaquello pudiese considerarse una cita,pero había hecho bastantes kilómetrospara llegar hasta Berkshire eindudablemente me había imaginado otrarespuesta por su parte. Un poco deemoción no habría estado nada mal.

Intentando no mostrar mi enfado,me encogí de hombros con indiferencia.

―Pues no comas ―dije―. Puedesesperar sentada hasta que termine decenar.

Cuando avancé hacia la entrada,Léane me retuvo sujetándome del brazo.Observé su pequeña mano sobre la telade mi sudadera; llevaba las uñaspintadas de un amarillo limón.

―Nunca he comido japonés

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―confesó―. No sé si me gustará o sime dará asco. Y supongo que no podrésaberlo hasta que lo pruebe ―sonrió ypresionó ligeramente sus dedos sobre mibrazo―. Entremos. Tengo hambre.

La decoración del restaurante eragris con toques rojos aquí y allá, losmuebles eran de estilo minimalista, conformas simples y geométricas. Nosacomodamos en una especie de barrabastante ancha, frente a uno de loscocineros que limpiaba la plancha ensilencio. Levantó la mirada en cuantonos sentamos.

Léane observó con atención cadauno de los movimientos que hizo elcocinero. Acerqué más mi silla a la suyahasta que nuestras piernas se rozaron.

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―No es como si fueses a probarpicante… otra vez ―sonreí burlón―.Esto es mejor, te lo aseguro. Además, notodo lleva pescado, puedes pedir sushide verduras.

Ella chocó su rodilla contra la mía,a modo de advertencia, pero nocontestó. Volvió a centrar la vista en laespátula que el cocinero japonésarrastraba sobre la plancha. Cuandoterminó, entrecerró los ojos y nossonrió.

―¿Qué van a pedir? ―preguntócon un marcado acento extranjero.

Abrí la boca dispuesto a responder,pero Léane se me adelantó.

―¿Congeláis todo el pescado?―se inclinó ligeramente sobre la barra.

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Puse los ojos en blanco ante supreocupación por la salmonelosis.

―Sí, señorita.―De acuerdo… ―miró con cierta

desconfianza al cocinero―. Probaréalgo de sushi. No tengo mucha idea, lodejo a su elección.

―Pónganos a ambos maki, nigiri einari ―dije―. También unchirashizuhi.

El cocinero comenzó a trabajar.Cortó el pescado con asombrosaprecisión, después lo enrolló con arrozen una hoja de alga nori y nos entrególos maki, antes de preparar el resto de lacena.

Léane cogió entre sus dedos elmaki con cara de asco y lo observó

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durante un largo minuto. Con lapaciencia bajo mínimos, le quité el makide las manos y lo acerqué a su boca.

―Muerde ―le pedí.Léane le dio un bocado minúsculo

y luego masticó despacio, casi a cámaralenta. Me recreé en el lento movimientode sus labios y me asusté al descubrir lomucho que me apetecía besarla.

―No está nada mal… ―dijo, sindejar de mirar su rollito de algas―.Casi no sabe a pescado.

Satisfecho tras su reacción, empecéa cenar. Estaba todo delicioso,especialmente el chirashizuhi , uncuenco que contenía arroz con trozos depescado y algunos ingredientes más quedesconocía. Léane no comió demasiado,

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pero probó todas las variedades desushi y opinó sobre cada una de ellascomo si fuese crítica gastronómica.

Una mujer japonesa, que vestía unasobria falda de tubo, se acercó a nuestrosilencioso cocinero y le indicó quehabía otros clientes a la espera. Él sefue hacia la plancha de al lado y escuchóel pedido de una acaramelada pareja.Observé cómo la pierna de ella colgabasobre las del chico; en cuanto elcocinero se giró para preparar lacomida, comenzaron a besarse entresonrisas de complicidad. Léane volteóla cabeza para descubrir qué estabamirando y, cuando vio a la pareja, losbordes de sus labios se alzaronlentamente hasta formar una sonrisa.

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―¿Por qué sonríes? ―le pregunté.Me miró confusa.―No sé, es una escena agradable

―se apartó el cabello hacia atrás―.¿Qué tiene de malo?

―Son patéticos ―entrecerré losojos―. ¿Es que acaso crees en el amor?

―¡Por supuesto que sí!Léane cogió los palillos japoneses,

que no habíamos usado para cenar, yjugueteó con ellos distraída.

―¿Entonces qué haces aquíconmigo? ―me incliné más hacia ella.

Se mordió el labio inferior. Y enese momento, se me antojó frágil y meodié a mí mismo por provocar aquellareacción en Léane.

―Creo en el amor, pero todavía no

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lo he encontrado ―clavó sus ojos en losmíos―. Sé que llegará en cualquiermomento. Mientras tanto, como tú bienme aconsejaste, me conformo conpasarlo bien y disfrutar del presente.

―¿Cómo es posible que creas enalgo tan irreal?

―Por mis padres ―contestó―.Ellos se quieren como el primer día.

Me removí incómodo en miasiento.

―Eso es imposible ―afirmé, conmás seguridad de la que realmentetenía―. ¿Cuánto tiempo llevancasados?, ¿veinte años…, por ejemplo?

―Algo así.―¿En serio piensas que a estas

alturas no están cansados el uno del

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otro?Léane frunció los labios, molesta.―No es que lo piense, es que lo sé

―puntualizó, pero descubrí un leveatisbo de duda en su voz.

Medité sus palabras en silencio.Veinte años… eso era mucho tiempo.Demasiado. Lo ideal sería que losmatrimonios tuviesen una fecha decaducidad, como todo lo demás en lavida. Las palabras <<para siempre>>estaban sobrevaloradas.

Veinte años con alguien eranalrededor de 7.300 días levantándotejunto a la misma persona. En horas, lacifra ascendía hasta 175.200. Asustaba.Asustaba de cojones. Tragué salivadespacio e intenté recomponerme.

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Dejé caer una mano sobre su piernay presioné levemente, ascendiendo porsu rodilla hasta la zona del muslo.Advertí cómo Léane se estremecía. Tansolo hacía falta aquello, para que elcorazón me comenzase a latir atrompicones.

―¿Vamos a mi casa?Asintió con la cabeza y sus mejillas

se encendieron levemente.Pagué la cuenta del restaurante

antes de salir. Durante el camino devuelta, ninguno de los dos habló. Noquise poner música, me gustó esesilencio entre nosotros. Era un silencioprevio; ambos presentíamos qué iba aocurrir.

Cogí su mano cuando llegamos a

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casa y ascendimos sin prisa lasescaleras que dirigían hacia mihabitación. Cerré la puerta en cuantoentramos. Los ojos de Léane recorrieronávidos cada rincón; primero fijó la vistaen la cama y luego ascendió la mirada yvislumbró las plantas, el escritorio y laestanterías.

Sin dejar de analizar cada uno desus movimientos, me quité la chaqueta yla dejé sobre el respaldo de la silla.Léane se giró y me miró de un modoextraño.

―Quizá tengas razón ―dijohablando en voz baja―. No sé si existeel amor. Puede que mis padres solosigan juntos por mí o por simplecomodidad… muchos matrimonios lo

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hacen.Se le quebró la voz.Quise decirle que no era cierto,

incluso aunque no creyese en ello. 7.300días era mucho tiempo, podía significaralgo. Tenía que significar algo.

Pero fui incapaz de decir nada. Tansolo la besé.

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19

Léane

Entreabrí los labios y nuestras

lenguas se rozaron. Respondí su besocon tal intensidad que hasta él pareciósorprenderse. Le necesitaba ahora. Soloa él. Solo eso.

El tacto de su piel, el cítrico aromamasculino, su aliento cálido, sus manosexplorando mi cuerpo… necesitabasentir todo aquello. Dejé la mente enblanco y mis movimientos se tornaronimpulsivos. Acaricié su estómago yluego alcé lentamente el borde de sucamiseta. Él extendió los brazos sin

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dejar de mirarme, permitiendo que lequitase la ropa. Le besé de nuevo yrodeé sus hombros con las manos.

Blake presionó más su cuerpocontra el mío hasta que mi espaldachocó contra la estantería y ésta setambaleó ligeramente. Y durante unosinstantes, me sentí pequeña frente a él,frente a la intensidad de su mirada,frente a su cuerpo, frente a la atracciónque parecía desbordarnos…

Los ojos verdes de Blake seclavaron en los míos, y advertir el deseoque emanaba su mirada me hizo sentirmás fuerte. Alcé los brazos, él medespojó del suéter y luego desabrochó elsujetador con una facilidadsorprendente. Me estremecí cuando su

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mano acarició mis pechos y, todavíamás, cuando lo hizo su lengua. Cerré losojos con fuerza y hundí los dedos en sucabello negro.

No quería que parase. Y necesitabamás.

Desabroché el botón de suspantalones vaqueros.

Como toda respuesta, Blake memordió el labio inferior, deslizandodespués su lengua por el contorno,haciéndome temblar.

Bajé la mano hasta acariciar suexcitación y él gruñó ante el contacto.

Parecía que la temperatura de lahabitación había aumentado más deveinte grados. Un calor sofocante seapoderaba de todo mi cuerpo,

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dejándome sin aliento. Casi condesesperación, como si no pudieseesperar ni un segundo más, Blake mequitó la poca ropa que todavía mecubría. Acarició la curvatura de miespalda, antes de alzarme fácilmenteentre sus brazos y permitir que rodeasecon las piernas su cintura.

Caímos sobre la cama. Y entoncestodo se convirtió en una competición dedeseo por ver quién tocaba más, quiéngemía más, quién besaba más… Solopodía escuchar el sonido de nuestrasrespiraciones entrecortadas.

Blake rompió el beso para abrir elcajón de la mesita y sacar unpreservativo. Ahogué un gemido deanticipación. Cuando abrió el

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envoltorio, me lo tendió y las comisurasde sus labios se alzaron levemente hastaformar una sonrisa irresistible.

―Soy todo tuyo ―se inclinó parasusurrarme al oído.

Mientras se lo ponía, él no dejó demirarme fijamente, haciéndome temblar.

Pensé que había llegado elmomento. Deseaba e s e momento. PeroBlake frenó. Sus manos ascendieronlentamente por mis piernas hastaterminar entre los muslos y comenzó aacariciarme con cortos movimientoscirculares. Advertí que un intenso placerse apoderaba de todos mis sentidos,clavé las uñas en su espalda, intentandoaferrarme a algo, y él sonrió. Respirarse tornó una tarea compleja. Gemí y,

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poco después, todo mi cuerpo vibró.En cuanto terminé, sin darme

tiempo a recobrar el aliento, Blake seintrodujo en mí con fuerza. Y fue unasensación indescriptible. Todo volvió acomenzar de nuevo, como si el calor queme ahogaba no fuese a extinguirsejamás. Se movió lento al principio yluego más rápido, más intenso, másprofundo. Minutos después, noté cómosu cuerpo se tensaba y jadeó antes dederrumbarse sobre mí y esconder elrostro en mi cuello.

El silencio se apoderó de lahabitación. Cerré los ojos con fuerza yvolví a abrirlos cuando sentí la mano deBlake apartándome el cabello sudadodel rostro. Me miró serio y me perdí en

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la profundidad de sus ojos.―Tú ganas. Tienes razón, sí que

existe el amor ―susurró―. Existe paraaquellos que realmente quierenencontrarlo. Puedes aferrarte a ello odarle la espalda.

Tragó saliva despacio, al tiempoque sus dedos rozaron mis labios condelicadeza. Por alguna razón, no podíadejar de mirarle.

―Si es lo que quieres… lohallarás tarde o temprano ―concluyó.

Mi reacción tras sus palabras, mepilló por sorpresa. Lo abracé con fuerza,con muchísima fuerza, y el dejó que lohiciese.

Me gustó escuchar cómo su corazónlatía. Permanecí muy quieta, con la

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cabeza apoyada en su pecho. Pasó tantotiempo que creí que se habría dormidopero, cuando alcé el rostro para mirarle,descubrí que seguía despierto, con lavista clavada en el techo blanco de lahabitación. Sonrió cuando descubrió quele observaba.

―¿En qué piensas?Su sonrisa se tornó más amplia.―Esa pregunta debería estar

prohibida ―respondió.Apoyé un codo sobre el colchón y

me separé de él. Blake se acercó más amí, eliminando la distancia que acababade crear entre nosotros.

―Pienso que deberías quedarte adormir ―dijo finalmente.

―¿Crees que es una buena idea?

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―Solo es una idea. Y no quieropensar si es buena o mala.

Sonreí como toda respuesta.Blake se levantó de la cama, abrió

el armario y me tendió un pijama azul; elmismo que había usado la noche quedormí en la habitación de Adam. Élcomenzó a vestirse.

―Voy a la cocina a ver si cojoalgo para comer ―dijo.

―¿Todavía tienes hambre? ―alcéuna ceja en alto.

―Sí ―sonrió de un modoprovocador y no supe si su hambreguardaba más de un sentido.

En cuanto salió, fijé la vista en elcalendario que colgaba al lado de lacama. Todos los días pasados estaban

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tachados con una cruz y me pregunté conqué fin hacía aquello. Merodeé por lahabitación, observando en derredor. Mesentía rara e incluso incómodacotilleando sus cosas, pero la curiosidadera tan fuerte que aplastaba cualquierotro sentimiento.

Fijé la vista en su estantería y mesorprendió descubrir que no habíaninguna novela. La mayoría de los libroseran guías de viaje de diversascolecciones, había ciudades que inclusoestaban repetidas; los que quedabanfuera de esa categoría eran manuales otomos informativos de botánica yastrología.

Blake entró en la habitación y memiró con cierta reticencia durante un

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instante, pero luego apartó la vista ydejó sobre la mesita de noche unpaquete de galletas.

―¿Solo lees guías de viaje?―pregunté mientras me sentaba junto aél en la cama.

―Sí.Abrió el paquete de galletas, que

eran de chocolate con menta. Me tendióuna, pero denegué la oferta con la mano.

―¿Por qué?―Me gusta viajar mentalmente a

otros lugares ―respondió―. Es útilconocer de antemano sitios que quierovisitar algún día.

Fijé la vista en la mesita dondereposaba una de las guías. El título eragigantesco y ocupaba casi toda la

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cubierta: <<Paris>>. Él siguió elrecorrido de mi mirada y frunció elceño.

―Sé que no iré a todos ellos―repuso, pareciendo incómodo―.Algunos los leo solo por curiosidad.

Asentí con la cabeza.―¿Has viajado mucho?―Sí ―mordió otra galleta,

masticó y tragó―. Antes de que mispadres se divorciasen, solíamos viajar amenudo.

Levanté los pies del suelo frío y loscrucé sobre la cama, acomodándomemás. Tenía la sensación de que élanalizaba cada uno de mis movimientos.

―¿Hace mucho que no ves a tupadre?

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Blake ladeó la cabeza de un modobrusco. No me gustó lo que vi en susojos; su mirada parecía diferente.Advertí cómo sus dedos se tensabanligeramente y presionaban la galleta confuerza.

―¿Por qué me preguntas eso?―Me dijiste que vivía en Nueva

York ―respondí con un hilo de voz.Él dejó el paquete de galletas a un

lado, se levantó de la cama y abrió laventana de la habitación. Un viento fríopenetró en la estancia y me estremecí.Evitó mirarme mientras se sentaba denuevo.

―No tengo relación con él desdehace tres años ―dijo, luego emitió unsuspiro―. Por si no lo has notado, no

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me gusta hablar del tema.―Lo entiendo.Blake sonrió aliviado y me estiró

hacia él. Nos tapó a ambos con lasmantas de la cama y se inclinó paraapagar la luz de la habitación. Meabrazó y no quise que se apartara; eraagradable sentir su cuerpo junto al mío.Todo estaba en calma. Empecé a notaruna sensación de cansancio y, al mismotiempo, de tranquilidad. Sentí que se merelajaban los parpados hasta casicerrarse… y entonces Blake habló en unsusurro casi inaudible.

―¿Crees que es algo malo?―preguntó.

―¿A qué te refieres?Su respuesta tardó en llegar.

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―Que no hable con mi padre―dijo―. ¿Piensas que soy peorpersona?

Intenté encontrar su mirada en laoscuridad, pero no lo logré. Tanteé conlos dedos su rostro y, sin saber por qué,sentí que aquello era más íntimo quetodo lo demás.

―No lo sé, Blake ―respondí,hablando en voz baja―. No sé qué es loque ha ocurrido entre vosotros. Pero noeres una mala persona, de eso puedesestar seguro.

El agarre de sus brazos se tornómás fuerte. Conforme el sueño leinvadió, él se relajó. Solo entonces,cuando escuché su respiración rítmica ypausada, logré dormirme también.

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Durante las siguientes semanas, las

quedadas con Blake se volvieron cadavez más frecuentes. Fue una necesidadlenta. Al principio no sentía esedesasosiego cuando no sabía qué estabahaciendo y no nos veíamos durante unosdías; pero poco a poco me encontré a mímisma buscándolo en cada pasillo de launiversidad, rememorando una y otravez los momentos que habíamos pasadojuntos, escuchando los planes que Lissatenía con Adam para intentar averiguarqué haría él... Quería pensar que a Blakele ocurría algo parecido, porquehabíamos llegado al inquietante punto devernos casi todos los días.

Lissa había comenzado a

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preocuparse más de lo necesario.―Si sigues así, acabarás

quemándote ―me advirtió mientrasrecogíamos la habitación. Tiró unpantalón con desgana sobre la cesta dela colada―. Blake no es lo que tú estásbuscando.

―Eso ya lo sé ―suspiré y guardélos pintauñas que había dejadodesperdigados encima del escritorio―.La cuestión es que ahora mismo nobusco nada. Así de simple.

Lissa clavó su mirada en mí,haciéndome sentir incómoda.

Cuando terminamos de ordenar lahabitación, miré el reloj que descansabasobre la mesita de noche. Ya eran lasocho. Cogí el móvil y leí el mensaje que

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me había enviado mi padre:<<Aprendí que no se puede dar

marcha atrás, que la esencia de la vidaes ir hacia adelante. La vida, enrealidad, es una calle de sentidoúnico>> Agatha Christie.

Lo releí cuatro veces. No sabíacómo lo hacía, pero mi padre siemprelograba mandarme la frase acertada enel momento exacto en el que lanecesitaba. O quizá aquello era comolos horóscopos, que de un modo u otrolograban que te identificases al ser todotan ambiguo.

De cualquier forma, tras meditarlobrevemente, le escribí un mensaje aBlake preguntándole qué hacía. Apenastardó medio minuto en responderme que

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estaban en Soho, un local del centro, ypreguntó si pensábamos ir.

<<Sí>>, respondí.Necesitaba mi dosis de Blake. Era

como una adicción sin riesgos. Sabíaque, si me lo proponía, podíadesengancharme. No más Blake. No másmomentos explosivos. No más instantesdivertidos. El problema era que noquería dejarlo.

Me vestí cómoda, con vaqueros yzapatillas de deporte.

Otra de las cosas buenas de micuestionable relación con Blake, era queno me preocupaba sobre qué ponermecuando quedaba con él. No importaba.Daba igual. No tenía que intentarimpresionarle a todas horas o darle una

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imagen concreta de mí misma, tan solodebía ser Léane, tranquila ytransparente, sin complejos niproblemas.

Decidimos ir caminando hastaSoho, puesto que no estaba demasiadoalejado de la residencia. Lissa no hizoningún comentario más sobre mirelación con Blake y me sentíagradecida por ello. Habló del señorBurdock, el profesor de literatura, yaque había sacado un seis en su examen ysospechaba que la nota tenía mucho quever con la manía que él le procesabadesde el comienzo del curso.

―Es imposible, estuve semanasestudiando para el examen ―protestó.

―¿Has ido a revisión?

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―Se me pasó, olvidé el día queera ―farfulló―. Le he pedido por favorque me deje ver el examen, pero seniega en rotundo.

Cuando entramos en Soho, avanzódecidida hasta encontrar a Adam. Ésteestaba recostado contra la pared, enactitud aburrida, pero sus ojos seiluminaron en cuanto la vio y le dedicóuna sonrisa inmensa. Suponía que,aunque mi relación fuese bastantecómoda, debía de ser mucho másgratificante que esa persona especial teesperase siempre con los brazosabiertos. Deseché rápidamente la idea ybusqué a Blake con la mirada,intentando distinguir su rostro entre lagente que bailaba y saltaba al ritmo de

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una música electrónica que no era de miagrado.

Lo vi al fondo, cerca de Ryder,bailando animado. Una atractiva chicamorena reía a su lado y su rostro meresultó familiar; estaba segura de que lahabía visto anteriormente en laresidencia, pero no podía distinguir biensus rasgos desde lejos. Estuve tentadade irme, ¿quién era yo para interrumpirsu divertida velada? Ya había dado unpaso atrás, cuando observé que Blakedejaba caer sus manos en la cintura de lachica y ésta movía su cuerpo con másímpetu, siguiendo los acordes de lacanción que sonaba, pegándose todo loposible a Blake.

Sentí que algo se encogía en mi

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interior. No me gustó esa sensación,pero estaba ahí. Era como un pequeñotirón de incomodidad que empezaba enel estómago y ascendía lentamente por lagarganta.

Ryder me vio y movió la mano enalto, saludándome. Me acerqué hasta él.Durante las visitas ―casi diarias― acasa de Blake, había entabladoconversación con su amigo en variasocasiones. Tenía una mentalidad similara la de un niño de diez años y porsorprendente que pudiese parecer, dadoque pasaba cada noche con una chicadistinta, yo vislumbraba en él un toquede inocencia que no tenían los demás.Era un como un niño grande. Muygrande, en realidad. Ryder medía

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bastante más que sus dos compañeros decasa y, para poder vislumbrar el cabellorubio y sus ojos de un azul intenso, teníaque alzar la cabeza varios centímetros.

En cuanto Blake descubrió quehabía llegado, se apartó de la otra chica,me sonrió y me atrajo hacia él. Esotambién me molestó, aunque no supesiquiera por qué; estaba segura de quecualquier cosa que Blake hiciese en esosmomentos lograría cabrearme.

―Estás preciosa ―dijo―,¿bailas?

Me miré a mí misma y observéatentamente las zapatillas de deporte yla sudadera roja que llevaba. Mi enfadose tornaba más punzante por momentos.

―¿Es una ironía? ―pregunté

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secamente.Blake me miró confuso e inclinó su

cabeza para hablar por encima delelevado volumen de la música.

―No, lo decía en serio. Me gustascuando vistes informal ―aseguró―. Ytodavía más cuando no vistes nada―sonrió de un modo encantador y meaparté de él.

Sentía que estaba siendo injustacon Blake.

En las últimas semanas noshabíamos enfadado un sinfín de veces,pero siempre era por algo relacionadocon el concurso o por tonterías sinimportancia. <<No son enfados, sondiscusiones chispeantes>>, había dichoél. Pero ahora estaba molesta de verdad,

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casi más conmigo misma por habernotado ese leve atisbo de celos, que conBlake.

Hasta el momento, él habíacumplido todo lo acordado. Teníapráctica en este tipo de relaciones. Nadacambiaba en Blake. Era legal, seaferraba a sus promesas.

―¿Te pasa algo? ―preguntó.―Hace calor aquí ―me quejé.Blake me miró de un modo extraño,

con demasiada intensidad. A menudo laidea de que él podía leer mi mente meatormentaba. Sabía que era imposiblepero, aun así, cuando me observabacomo si lograse ver más allá de lo queyo quería mostrarle, me intimidaba.

―¿Nos vamos? ―preguntó.

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Antes de que pudiese contestar,Blake me cogió de la mano con firmezay comenzó a caminar hacia la puerta desalida.

―¿A dónde?―No sé, a cualquier lugar.No protesté. La oferta de estar con

él a solas era demasiado tentadora. Nome molestaba cuando salíamos con másamigos ―aunque había sido en contadasocasiones―, pero sentía que no era lomi s mo . É l no era el mismo. Secomportaba de un modo diferente ante lagente.

Blake condujo con calma por unacarretera donde no había demasiadoscoches. No recordaba haber estado allíantes. Conforme ascendíamos, nos

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alejábamos más de la ciudad y las lucesque iluminaban Reading se tornarondiminutas, como pequeñas luciérnagasque dejábamos atrás.

Cuando llegamos a cualquierlugar, él apagó el motor del coche.

Cualquier lugar era la colinasobre la que nos encontrábamos. Nohabía nada a nuestro alrededor y elsilencio de la noche solo erainterrumpido por el débil cantar de losgrillos. Al salir del coche, noté que latemperatura era más baja que en laciudad. El frío era tan intenso, queresultaba casi punzante.

―¿Dónde estamos?―No lo sé ―miró a su

alrededor―. No recuerdo cómo se

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llamaba este sitio.Le miré en la oscuridad y escuché

su respiración pesada.―He venido aquí otras veces, por

ella ―abrió el maletero del coche yencendió una linterna.

―¿Ella?Tirones, tirones y más tirones. Casi

nauseas. Dios, ¿de quién demoniosestaba hablando Blake? Yo era unapersona terrible incapaz de manejar mispropias emociones.

―Ven, quiero enseñártela―volvió a cogerme de la mano ycomenzó a caminar, aplastando a supaso las briznas de hierbas escarchadas.

―¿Cómo dices?Blake encendió de nuevo la linterna

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y la dirigió hacia el suelo. Vislumbré aver infinidad de pequeñas plantas decolor verde oscuro; eran diminutas,¡pero había tantas…! Me puse decuclillas para observarlas más de cerca.

―¡Son tréboles! ―exclamé.―Sí ―tocó con los dedos algunas

hojas―. Y esta planta se me resiste, noconsigo que viva.

―¿A qué te refieres?Blake me miró.―He venido aquí a veces

―explicó―. Me he llevado varias deellas y las he intentado trasplantar, ¡perosiempre se muere! ¿Y quién no querríatener un trébol de la suerte en casa?

Él suspiró hondo y las observó condetenimiento, como si no pudiese

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comprender el enigma que escondían.―Lo he probado de mil maneras

―confesó.―¿No te has planteado que quizá

es una planta que necesita vivir enlibertad? ―pregunté―. No sé muchosobre el tema, pero nunca he visto quese vendan tréboles. Puede que por esosea tan especial.

Se quedó unos instantes en silencio,meditando mis palabras. Tocó de nuevolas hojas con la punta de los dedos.

―Casi todos los que hay aquí sonde cuatro hojas, el trébol tiene queheredar dos versiones del gen recesivopara que esto ocurra ―dijo― Por esoes poco frecuente encontrar un ejemplarde este tipo. Hay diez mil tréboles de

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tres hojas por cada uno de cuatro.―Entonces creo que debería

llevarme uno ―lo arranqué del suelocon cuidado―. Quizá sea verdad que dasuerte.

Blake se incorporó cuando yo lohice y clavó la mirada en el trébol decuatro hojas que sostenía en la mano.

―¿Sabes lo que significa?Negué con la cabeza.―Según la leyenda cada hoja

representa algo ―explicó―. La primeraes esperanza, la segunda fe, la terceraamor y la cuarta suerte.

Sonreí como una tonta, o quizátambién como lo hubiese hecho una niña,y me puse de puntillas para poderbesarle.

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Blake

Imité su sonrisa, satisfecho tras su

reacción. Aprecié que le gustase eselugar, no sabía por qué, pero eraimportante para mí. Realmente había idoallí en numerosas ocasiones parallevarme varios tréboles e intentarplantarlos, pero seguía sin lograrhacerlo bien.

Yo quería tener el control. Yonecesitaba que viviese.

Pero Léane tenía razón, quizádeseaban crecer el libertad y no habíanada que pudiese hacer para remediarlo.

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Presioné mis labios contra lossuyos e introduje la mano bajo susudadera para acariciar su espalda; notéque tenía la piel de gallina y la abracécon más fuerza. Pensé en hacerlo allímismo, sobre el capó del coche, sinnadie alrededor y bajo el manto deestrellas, pero me contuve. Hacíademasiado frío.

―Vamos dentro ―dije.Subimos en el asiento trasero del

coche y ella permaneció sentada a unlado. Sonreí, la alcé en brazos y lacoloqué a horcajadas sobre mí, antes debesar despacio su cuello. Me separécasi al instante.

―¿Qué te ocurre? ―pregunté.Vi cómo Léane dudaba,

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mordiéndose el labio inferior.Descubrir eso, me asustó. Me

asustó el hecho de advertir quecomenzaba a conocerla cada vez unpoco más. Empezaba a distinguir susgestos de enfado, los signos queindicaban que algo le preocupaba, laforma que tenía de mover las manoscuando estaba nerviosa. Y no solo eso,sino su manera de actuar en general.

Me fijaba en cómo variaba el colorde sus uñas dependiendo de su estado deánimo e intentaba esforzarme pordescubrir qué demonios podía significarel color verde que las cubría en esemismo instante. Tenía grabada en mimente la imagen de cómo se sacudía elcabello de la cara constantemente, de su

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cuerpo desnudo, de la forma en la quesonreía tímidamente cuando algo leavergonzaba, del aroma a vainilla queimpregnaba su piel…

Era una mala señal que mepercatase de los pequeños detalles,porque significaba que habíamos pasadojuntos demasiado tiempo. El problemaera que demasiado nunca parecíasuficiente.

―Cuando te vi en Soho, estabasbailando con una chica… ―empezó adecir, pero dejó la frase a medias,incapaz de concluirla.

Exhalé despacio. Andábamos porterrenos pantanosos. Aflojé mi agarresobre ella.

―¿Eso te ha molestado?

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―pregunté serio.―No lo sé…, ha sido extraño ―se

zafó y se sentó a mi lado, clavando lamirada en la ventanilla del coche.

Rocé sus dedos despacio antes decoger su mano.

Una parte de mí quería sonreír.Otra, más oscura y escondida, tan solodeseaba huir.

―Sarah solo es una amiga más delgrupo ―me excusé, sin saber por quétenía que hacerlo exactamente―. Notienes de qué preocuparte.

―¿Cómo sé que puedo confiar enti?

―No puedes saberlo, perodeberías hacerlo ―posé los dedos en subarbilla y la obligué a mirarme, girando

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su rostro―. Tenemos un trato. Estamosbien, ¿no? Tú. Yo. Aquí. No necesitonada más.

Los dedos de Léane tantearon mimano, ascendieron por los nudillos ytrazaron mi piel con lentitud.

―¿Qué pasaría si necesitase algomás? ―preguntó y agachó la cabeza,evitando que nuestras miradas secruzasen.

Más. Algo más. Se me encogió elestómago. La idea de perderla, si ellallegaba a querer buscar algo diferenteque implicase ese más, se me antojócomo hundirme en un vacío infinito. Mehabía acostumbrado a su presencia, atenerla para mí solo. Con Léane eratodo sencillo. Discutir era divertido,

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sonreír casi impulso y desearla unaobligación.

―No lo sé, pero no deberíamosplantearnos esas cosas ahora ―logrédecir―, quizá más adelante…

Dejé de hablar cuando comenzó asonar mi móvil y estuve agradecido porla interrupción porque lo que habíaestado a punto de decir… no era unaopción. Quedaba claro que ese más queella pudiese necesitar, no me incluía amí.

―Blake, ¿puedes venir arecogerme?

Escuché a Emma sollozar y cadacélula de mi cuerpo se mantuvo alerta.

―¿Dónde estás?, ¿qué ocurre?Salí del coche y le indiqué a Léane,

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con la mano, que subiese delante.―En el centro comercial Water

―respondió―. Estoy bien, peronecesito que vengas.

Arranqué el motor del coche antesde colgar.

―Llegaré allí en media hora.Empecé a descender la colina,

conduciendo a más velocidad de lanormal. ¡En el centro comercial! ¿Quénarices hacía allí a esas horas? Mamáno la dejaba salir tan tarde. Maldije pordentro, incapaz de encontrar unaexplicación razonable.

―Tengo que recoger a mi hermana―le dije a Léane, pasados unosminutos―. Necesito que me acompañes.Tardaría mucho más tiempo si te dejase

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en la residencia.―De acuerdo, no hay problema.Se mantuvo en silencio durante el

resto del trayecto. El camino se me hizoeterno, como si el coche no avanzase losuficientemente rápido; no veía la horade llegar y recogerla.

Emma nunca me había necesitado;no en un sentido estricto, al menos.Siempre intentaba apartarme a un lado yvalerse por sí misma, como si así fuesea demostrarse que era más fuerte.

Reduje la velocidad cuandollegamos al centro comercial y medetuve cerca de la puerta. En cuantobajé del coche, la vi sentada en el tercerescalón de la entrada principal. En esemomento, no advertí que Léane seguía

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mis pasos.―¿Qué ha pasado? ―pregunté.―Lo siento, Blake ―poniéndose

en pie, se tapó con las manos elrostro―. Había quedado con un chico…pero no salió bien.

Quise darle un abrazo de consuelo,pero no pude moverme. Estaba ancladoen el suelo, intentando contener la rabiaque se apoderaba de mí; notaba losmúsculos agarrotados por la tensión.Cuando la miraba, solo veía a una niñapequeña e indefensa. No quería que ellacreciese o avanzase, ni que tuviesenuevas inquietudes y decidiese explorarcosas nuevas… deseaba que solosiguiese siendo mi hermana pequeña,para siempre.

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Y entonces me di cuenta de que laspalabras <<para siempre>> no estabansobrevaloradas como había pensadotiempo atrás. Eran importantes. Quisesumergirme en la seguridad quedesprendían.

―¿Mamá te dejó salir a estashoras?

―No ―Emma dejó caer las manospara mirarme―. Le mentí. Le dije queestaba en casa de Sam. Por favor, Blake,no le digas nada. No quierodecepcionarla. No ahora.

Permanecí inmóvil. No sabía quédebía decir o hacer y ser consciente deello me frustraba todavía más. Léane merozó el brazo al pasar por mi lado,avanzó con seguridad hacia mi hermana

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y la abrazó. Sin mediar palabra, dimedia vuelta y volví a entrar en el cochecerrando la puerta con un sonoroportazo.

En silencio, observé la escena.Léane le limpiaba a Emma las lágrimas,deslizando la punta de los dedos por surostro y ella sonreía agradecida, como siambas fuesen viejas conocidas. Mesentía impotente e incapaz de tratarciertas situaciones difíciles de la maneraadecuada. Yo también quería abrazarla ylimpiar sus lágrimas, pero no podía.Joder, qué mierda. Dejé caer la cabezahacia atrás hasta apoyarla en el respaldoy cerré los ojos con fuerza.

Tras diez largos minutos durantelos que estuvieron hablando, ambas

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entraron en el coche. Emma subió atrás,la observé por el espejo retrovisor peroella no alzó la cabeza para mirarme.

―Explícame qué ha ocurridoexactamente con ese chico ―le pedí.

―Quedamos para ir al cine―habló en voz baja―. Pero cuandoestuvimos en la sala… él fue demasiadorápido y propuso cosas que no queríahacer, así que me marché de allí.

―¿Qué clase de cosas? ―noté quese me rompía la voz.

Emma tardó en contestar. Se moviócon incomodidad en el asiento trasero,tanteando el cinturón con las manos.

―Estábamos besándonos en elcine, como es normal ―puntualizó,clavándome una mirada afilada―, pero

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luego la cosa fue a más y quiso quefuésemos a los servicios para… yasabes… Por eso me fui y te llamé―suspiró―. Yo pensaba que él eradiferente…

Sin mediar palabra, bajé del cochede nuevo.

Necesitaba aire.Me masajeé las sienes con los

dedos, intentando relajarme.Durante un leve instante, conforme

Emma relataba todo aquello, habíadejado de ser yo mismo. Habíaabandonado mi cuerpo, como unespectro, y me había metido en uncuerpo mucho más oscuro, cruel eirascible. Me esforcé por mantener elcontrol.

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Saber por qué reaccionaba así, eraun misterio.

Era consciente de que Emma meimportaba más que nada en el mundo.Sabía también que era una de las pocaspersonas que me quedaban, y en ciertomomento llegué a pensar que la veíacomo una especie de propiedad. Unapropiedad que era mía y que no queríaque nadie más pudiese tocar.

―¿Estás bien? ―Léane se apoyó ami lado, sobre el capó del coche.

―No puedo con… esto. ¡Mírala!―me giré para ver a mi hermana,sentada en el asiento y observándonos aambos con cautela―, ¡es una niña!

―Creo que deberías hablar conella en otro momento ―opinó. Apretó

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mi mano y el gesto me reconfortó―.Demasiadas emociones para un solo día,tu hermana ha tenido suficiente.

Asentí con la cabeza.―Me alegra que estés aquí ―logré

decir.Montamos de nuevo en el coche y

nos dirigimos hacia casa, en laurbanización de Romford. Léane entablóuna conservación sobre moda con mihermana, le preguntó por sus pantalones,que eran unos vaqueros repletos defrases positivas que había trazado conun rotulador negro. Fue genial quehablasen entre ellas, porque necesitabaun tiempo para calmarme.

Faltaba poco para llegar, cuandoEmma se inclinó en el asiento para

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acercarse.―¿Por qué no me habías dicho que

conocías a una de las finalistas?―preguntó en tono de reproche.

Léane se mantuvo en silenciomostrándose incómoda. Yo también loestaba.

―No era algo importante ―advertíque Léane se giraba hacia mí y medirigía una afilada mirada. Tosí,aclarándome la garganta; entre las dosme lo estaban poniendo realmentedifícil―. Es decir, pensaba contártelomás adelante.

Joder. Qué complicado.Ambas se mostraron más o menos

satisfechas tras mi respuesta. Respiréhondo.

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Me relajé cuando entramos en laurbanización; el aire familiar quedesprendía era agradable. Las casaseran similares y la disposición formabados filas perfectas. Me gustaba muchomás que Reading, había pasado grandesmomentos en esas calles. Reading noconocía nada de mí, era un fantasmapara esa ciudad. Romford me habíavisto crecer, sabía todos mis secretos.

En cuanto estacioné frente a casa,Emma bajó del coche.

Léane me miró dubitativa.―Espérame aquí ―pedí―, vuelvo

enseguida.Me invadió un olor familiar cuando

entré en casa. Era un olor dulce ynostálgico. Mamá estaba sentada en el

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sofá y desvió la mirada de la televisióncuando nos vio llegar.

―¿No ibas a dormir en casa deSam? ―le preguntó a Emma.

Con un nudo en la garganta, di unpaso al frente. Odiaba mentirle, a pesarde que solía hacerlo, aunque solo fuesepor pequeñas cosas sin importancia. Mehacía sentir culpable. Ella ya habíaescuchado demasiadas mentiras de mipadre.

―Me apetecía quedar con Emma,así que la recogí en casa de Sam haceunas horas y fuimos a cenar ―dije y meinquietó la frialdad en mi voz. Mentíajodidamente bien.

―Sí ―Emma hizo un amago desonrisa y se frotó las manos―. Ha

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venido con una amiga, la chica francesadel concurso.

Mamá giró la cabeza y miró haciala puerta, como si esperase verla allí.

―Está fuera, en el coche ―repuserápidamente e hice tintinear las llavesseñalando que debía marcharme.

―¿No la has invitado a pasar?―mi madre se puso en pie con ciertadificultad―. ¿Qué modales son esos,Blake?

Puse los ojos en blanco.―Mamá, en serio, tengo que irme.―No seas grosero ―colocó bien

los almohadones rojos que había en elsofá―. Dile que entre. Prepararé té.

Le dirigí a Emma una miradaasesina por haber sacado el tema a

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relucir y ella se encogió de hombros deun modo similar a como solía hacerloyo. Maldita sea. Lo último que queríaera que Léane se metiese en mi vidatodavía más. Y entrar en mi casa, mic a s a de verdad, era una intrusiónforzada en toda regla.

―Iré a buscarla ―se ofrecióEmma terminando con mi paciencia.

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Léane

Había comenzado a llover.

Pequeñas gotas de agua golpeabanenérgicamente contra el parabrisas,provocando que la vista de la calle sevolviese borrosa. Todavía me costabaacostumbrarme al tiempo atmosféricoque presidía la ciudad, era demasiadogris. Sin embargo, me gustaba ver cómolas gotas de agua se deslizaban sobre elcristal dejando un rastro brillante a supaso y, sobre todo lo demás, agradecíael olor que la lluvia abandonaba tras desí.

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A pesar de que el cristal estabaempañado por el agua y el vaho,distinguí cómo Emma se dirigía hacia elcoche con paso decidido; tenía un andardelicado, como si fuese una bailarina deballet. Físicamente, era exactamentecomo Blake, pero todavía más guapa;sus ojos verdes parecían más vivacesque los de su hermano y el cabello,negro y largo, ondeaba hasta rozarle lacintura. Me indicó que bajase laventanilla, apoyó las manos en la puertay sonrió.

―Blake dice que entres.―¿Blake ha dicho eso? ―titubeé.

Ella asintió.―Son órdenes de mi madre, pero

viene a ser lo mismo ―sus labios se

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curvaron ligeramente hacia arriba―.Blake siempre hace todo lo que mamá lepide.

Los nervios se apoderaron de mí.No estaba segura de querer entrar. Teníacuriosidad… pero no me sentíapreparada para algo así. Emma insistió yme quité el cinturón mientras emitía unsuspiro de resignación.

Tras traspasar la puerta principal,con las manos sobre la cabeza paraintentar en vano no mojarme, advertí queel jardín de la casa estaba abandonado.Me pregunté por qué, teniendo en cuentaque la madre de Blake era decoradorade jardines y que a él le encantaban lasplantas.

En cuanto entramos en la estancia,

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escuché el sonido de la televisión.Caminé insegura, siguiendo a Emmahasta llegar al comedor. Blake estabasentado en el sofá, con la vista fija en lapantalla y los brazos cruzados sobre elpecho. No estaba entusiasmado porcompartir una velada familiar, eso podíaasegurarlo.

El comedor era acogedor. Estabadecorado con colores cálidos; marrones,rojos, naranjas, ocres… Posérápidamente la visa en las estanterías eintenté observar las fotografías quereposaban en el mueble, pero estabademasiado lejos para poder verlas.

―Léane, cielo ―escuché quedecía una voz cálida. Me giré para mirara la madre de Blake y, en un primer

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momento, dejé la boca entreabierta porla sorpresa. Fijé la vista en su cabeza;estaba completamente calva. Sedistinguía algo de vello, pero era débil ycasi imperceptible. A pesar de que eradelgada, todo su cuerpo parecíahinchado ―. Perdona que no teinvitásemos a entrar, Blake noacostumbra a traer visita ―sonrió ydejó caer sus manos sobre mishombros―. ¿Te gusta el té?

Asentí con la cabeza y despuéslogré responder con normalidad.

―Sí, mucho ―dije―. Encantadade conocerla.

―Llámame Claire ―respondió.Sorprendiéndome, se acercó

decidida hasta Blake, le arrebató el

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mando de las manos y apagó latelevisión. Él frunció el ceño, pero selevantó del sofá ipso facto sin protestar.Sus ojos se clavaron en los míos y meestremecí.

―¿Puedes echarle un ojo al lavabodel baño? Se atascó esta mañana ―lepidió Claire.

―De acuerdo ―Blake subió lasescaleras arrastrando los pies hastadesaparecer en el piso superior. Sumadre me miró sonriente.

―Este hijo mío… ―suspiró―.Espero que no sea siempre tanmaleducado. Ahora que está fuera, nopuedo reñirle lo suficiente.

―No lo es ―dije con demasiadoímpetu.

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Claire sonrió de lado consatisfacción y me pidió que la siguiese ala cocina. Emma comentó que iba acambiarse de ropa y, cuando advertí queme había quedado a solas con la madrede Blake, empecé a sudar. En plenoinvierno, sí.

Cuando caí en la cuenta de que laobservaba sin ningún recato, clavé lamirada en el suelo. Me pregunté por quéBlake nunca me había hablado de sumadre. Y más concretamente, del cáncerque sufría.

De pronto, Blake se me antojótremendamente lejano, como siestuviésemos separados por kilómetrosy mares de distancia. ¿Cómo podíaconfiar tan poco en mí, después de todo

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el tiempo que habíamos pasado juntos?Deseé meterme en la mente de

Blake. Quería ser cómplice de lo quesentía, de lo que le dolía, de lo quepensaba, de lo que nunca decía…Anhelaba que me dejase entrar, pero élnunca permitiría eso.

Claire cogió un pañuelo quecolgaba de la puerta de la cocina y se loató en la cabeza de un modo elegante.Era de color marrón y tenía un preciosobordado dorado. Nuevamente, me dicuenta de que la miraba con demasiadaatención y bajé la cabeza, abochornada.

―Así está mejor ―dijo y luegosonrió. Tenía una sonrisa preciosa―.Blake no te había hablado de mí ni de laenfermedad, ¿verdad?

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Incapaz de murmurar ningunapalabra, negué con la cabeza.

―No te preocupes, en realidad élno habla de esto con nadie. Ni siquieraconmigo.

Suspiró con cierta desolaciónmientras cogía una olla tetera y lallenaba de agua fría. Después la calentóa fuego máximo.

―¿Cómo puede no hablar contigo?―pregunté, incapaz de contener mifrustración.

Claire se apoyó en la encimera dela cocina, antes de mirarme.

―Él piensa que todo irá bien―explicó―. Pero me estoy muriendo.Blake no puede aceptar eso―repiqueteó con los dedos sobre la

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encimera y le echó un rápido vistazo a laolla tetera―. No me malinterpretes,quiero a mi hijo tal como es, pero debeafrontar las situaciones difíciles quepresenta la vida y pensar en los demásantes que en él mismo.

Desvié la mirada y observé cómoel agua hervía. Me sentía así por dentro.Hirviendo a fuego rápido. Por un ladono creía posible estar manteniendo estaconversación con la madre de Blake, ensu cocina, mientras preparaba típico téinglés. Por otra parte, me sobrecogíasaber que él podía llegar a ser tanegoísta.

―Cuando sabes que vas a morir,necesitas hacer ciertas cosas ―continuódiciendo la madre de Blake,

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implacable―; desde gestiones bancariashasta hablar con tu familia sobre elrumbo que tomarán sus vidas cuando temarches.

Me sorprendió su forma de hablarsobre la muerte.

Nunca había saboreado con calmalo que implicaba la <<muerte>>, peroalgo en mí lo asociaba con la palabra<<vacío>>. Jamás me paré a pensar enqué ocurriría si mis padres muriesen,seguramente porque la idea se meantojaba casi absurda, como si ellostuvieran que estar siempre a mi lado,por obligación. No podía concebirlo deotro modo.

Claire no le tenía miedo a lamuerte, de eso estaba segura. Pero sí

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parecía temer no poder irse en paz y mepregunté por qué Blake no le concedíaese último deseo.

―Lo entiendo ―dije con un hilode voz.

Ella me miró agradecida, antes degirarse y poner cucharadas de té en laolla. Observé con atención cómo vertíael té en cuatro pequeñas tazas.

―¿Te gusta suave? ―preguntó yyo asentí con la cabeza.

―Entonces déjalo reposar solotres o cuatro minutos ―comentótranquilamente, como si la conversaciónanterior hubiese sido solo un espejismo.Intenté coger una de las tazas, pero ellase negó―. Ya las llevo yo al comedor.Sube y avisa a Blake de que el té está

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listo.Desvié la mirada hasta posarla en

la puerta de la cocina.―¿Subir…?―Sí, date prisa o el té estará

demasiado fuerte ―Claire me dio unempujoncito a modo de impulso―. Elbaño es la primera puerta a la derecha―añadió, antes de salir de la estanciaportando una bandeja con las cuatrotazas.

La seguí y observé la escalera ensilencio. Subir a la segunda planta eracomo dar un paso más allá. Y no estabasegura de querer hacerlo.

Respiré hondo antes de empezar aascender por la escalera. La plantasuperior estaba sumida en la oscuridad,

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a excepción de la iluminada rendija queprovenía de la puerta del servicio.Avancé hasta allí y golpeé con losnudillos la superficie de madera.

―¡Entra! ―gritó Blake.Cuando abrí la puerta, lo encontré

tumbado bajo el lavabo, boca arriba,trabajando con un destornillador. Alzólevemente la cabeza para mirarme y mepareció que reprimía una mueca defastidio.

―No sabía que eras tú ―dijo. Eltono de su voz guardaba una ligeraacusación―. ¿Puedes ayudarme?Necesito que sujetes esta pieza ―mepidió, señalando un semicilindro queconectaba con la parte inferior.

―Claro.

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Me arrodillé a su lado y sujeté conla mano la pieza indicada. Blakepresionó los cuatro tornillos que lasujetaban. En cuanto terminó, lanzó eldestornillador sobre la caja deherramientas y se incorporó. Me acerquéhacia él, dejando una prudente distanciaentre nosotros.

―Entiendo que estés molesto―comenté―. Tampoco entraba en misplanes esta visita.

Accionó el grifo del agua y seagachó para comprobar que todofuncionaba correctamente. Después memiró y su expresión se suavizó.

―No pasa nada. No tienes laculpa.

Abrió la puerta del servicio y

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esperó hasta que salí. Bajamos lasescaleras en silencio y regresamos alcomedor. Tanto Emma como su madrehabían terminado de beberse el té. Creíque Claire haría algún comentario por latardanza, pero no dijo nada. Me senté enel hueco que quedaba libre, al lado deBlake.

―Hemos visto tus reportajes,Léane ―comenzó a decir la madre deBlake―. Lo haces realmente bien, nosgustó especialmente el del cambioclimático, ¿verdad que sí, Emma?

―¡Sí! ―ella sonrió conentusiasmo―. ¡También mereces ganar!

Blake tosió tras tomar un trago deté y dejó la taza sobre la mesa con másímpetu del necesario.

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―Gracias ―farfulló―, por laparte que me toca.

Emma rodó los ojos.―Queremos que ganes tú ―le

explicó su madre, hablando despaciocomo si Blake tuviese ocho años―,pero eso no quita que pueda gustarnoscómo lo hace otro concursante. Seríagenial que pudiese haber dos ganadores.

―¿Y por qué no seis ganadores?Así la competición sería todavía másinteresante ―ironizó Blake.

Claire desvió la mirada hacia suhijo y frunció los labios.

―En casa siempre te hemosenseñado que lo importante esparticipar. Ganar es algo secundario―le recordó.

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―Por supuesto, mamá ―Blakeasintió con la cabeza y noté que susdedos se posaban sobre mi cintura ypresionaban ligeramente―. Léane opinalo mismo, ¿verdad? ―se giró paramirarme y advertí un brillo de diversiónen sus ojos.

―Sí, claro ―sonreí con inocencia.Me bebí lo que quedaba del té de

un solo trago y, en cuanto terminé,Claire se levantó y comenzó a recoger,colocando las tazas sobre la bandeja demetal.

―¿Te ayudo? ―preguntéponiéndome en pie.

―No ―respondió tajante.Desvié la mirada hacia el mueble

del comedor y observé la fotografía más

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cercana. Blake aparentaba unos diezaños y sostenía a su hermana pequeña enbrazos. Apenas había cambiado; unasonrisa traviesa, que me resultó familiar,cruzaba su rostro.

―Blake era muy guapo de pequeño―Claire volvió a dejar la bandeja sobrela mesa y se inclinó para coger lafotografía. Me avergonzó quedescubriese lo que estaba mirando.

―¿Ahora ya no lo soy?Su madre le ignoró y me dio la

fotografía para que pudiese verla más decerca.

―Emma y él siempre estabanjuntos ―continuó hablando y pareciósumirse en sus propios recuerdos.

Blake clavó sus ojos en la

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fotografía y una expresión extraña cruzósu rostro. Mientras su madre volvía adejar aquella imagen repleta devivencias sobre el escritorio, dejé caerla mano sobre la rodilla de él y presionéligeramente; como si un simple apretónpudiese lograr apaciguar lospensamientos que parecían invadirle.Blake observó atentamente mi manodurante unos segundos y luego sacudióla cabeza.

―Se está haciendo tarde ―miró sureloj de reojo―, deberíamos irnos.

―Todavía es temprano ―Emmabalanceó los pies sobre el brazo delsofá y le dirigió una sonrisa risueña a suhermano.

―Sí ―opinó Claire, tras regresar

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al comedor―. ¿Le has enseñado tuhabitación, Blake?

―No. Quizá otro día.Me puse en pie cuando Blake

también lo hizo.―No dejes pasar la oportunidad

―su madre alzó un dedo en alto―,siempre te digo que pienses en elmomento presente porque no sabes quépuede ocurrir cualquier otro…

―No sigas, mamá ―advertí quecontenía la respiración cuandointerrumpió las palabras de Claire.Después me miró con cierta frialdad―.¿Te apetece ver mi cuarto de juegos?Bien. Subamos.

Posó las manos en mi espalda y meempujó suavemente hacia las escaleras.

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No hablé mientras recorríamos elpasillo de la planta superior y memantuve quieta cuando él abrió una delas puertas y me invitó a entrar en suhabitación.

A pesar de la incomodidad delmomento, no pude evitar observar cadarincón con curiosidad. Era unahabitación amplia, sin demasiadosmuebles y ordenada. Sobre la camahabía varias estanterías con libros,juguetes y recuerdos que no supedescifrar. Inclinado hacia la ventana,como si quisiese escapar de allí,reposaba un telescopio de tamañoconsiderable. Y más allá del cristal delventanal, la lluvia caía sin descanso.

Nos observamos en silencio

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durante unos instantes hasta que mimirada se deslizó por el divertidoedredón que cubría la cama. El hombrearaña parecía sonreír, con los ojosligeramente desenfocados cubriendo laalmohada.

―Así que… Spiderman, eh.―¿No te gusta? ―Blake relajó los

hombros y se sentó sobre el gruesoedredón, observando el dibujo que locubría.

―Yo era más de Batman.―¿En serio? ―frunció el ceño,

como si estuviésemos hablando de untema realmente importante―. Batman nisiquiera es un superhéroe. No tieneningún poder.

―Puede volar.

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―¿Quién lo dice?Sus ojos verdes desprendieron un

brillo infantil y de pronto me sentítranquila. Olvidé incluso que estábamosen su habitación, la de verdad, y susonrisa me contagió.

―Solo es rico. No puede volar, lacapa la lleva de adorno ―detalló.

―Spiderman tampoco puede volar.Blake me miró incrédulo. Evité

reírme y caminé por la habitación hastael telescopio que reposaba sobre eltrípode. Deslicé los dedos por lasuperficie de hierro.

―No existe comparación algunaentre ambos ―se quejó, mientras selevantaba de la cama―. ¿Qué importaq u e Spiderman no pueda volar? Su

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cuerpo fabrica tela de araña, Léane, ¿sepuede pedir más?

―¿Si pudieras pedir un deseo,sería eso?, ¿fabricar tela de araña?

―Es posible ―intentó no reír altiempo que se acomodaba en la silla,tras el telescopio. Sus manos rodearonmi cintura y me sentó sobre sus piernas.

―¿Qué estás haciendo?Le miré por encima del hombro y

me estremecí al sentir su aliento cálidoen mi nuca.

―¿Quieres ver las estrellas?―susurró en mi oído y, sin esperarrespuesta por mi parte, levantó la miradel telescopio y se inclinó hacia elobjetivo. Esperé pacientemente mientrasél ajustaba la lente―. Ven. Mira ahora.

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Con cuidado de no mover eltelescopio, me acerqué y cerré un ojopara ver mejor. El cielo era negro,completamente negro, y en el centro unpunto brillaba con fuerza, variaba laluminosidad como si fuese el latir de uncorazón, se apagaba levemente paravolver a encenderse de golpe.

―¿Qué te parece? ―apoyó subarbilla en mi hombro.

―No está mal ―reconocí, sindejar de mirar la palpitante estrella―,aunque no es muy diferente a como se vesin telescopio.

―Es verdad. ¿Pero sabes por quées más interesante que ver cualquier otracosa?

―Dímelo tú ―giré la cabeza hasta

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encontrar un reflejo de sus ojos.―Porque podrías estar viendo el

pasado ―dijo―. ¿Sabías que algunasde las estrellas que ves en el cielo handejado de existir hace años? Solo ocurrecon las más lejanas. La distancia semide en años luz y esa luz tarda años, oincluso siglos, en llegar a la tierra―hizo una pausa―. Por eso es posibleestar viendo la luz que emitieronestrellas que ya no existen.

Permanecí en silencio observandoaquella ventana al pasado. Sentí cómolos dedos de Blake me rozaban el cuelloy se deslizaban lentamente hasta mihombro. Fue una caricia tan delicadaque llegué a preguntarme si realmentehabía sucedido o era producto de mi

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imaginación.―Enséñame más cosas.―¿Buscamos a Júpiter? ―miré su

cabello negro cuando se inclinó―,seguro que está por aquí cerca.

Júpiter era increíble. Rodeado detres lunas perfectas, parecía un dibujo enlo alto del cielo, coloreado con un tonopálido que tenía matices y rayas quesurcaban la superficie. Me sentídiminuta frente a la inmensidad deluniverso, sentada sobre las piernas deBlake, con sus brazos rodeando micintura y un silencio sobrecogedorenvolviéndonos.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí,sin decirnos ni una sola palabra, peroera relajante observar el titilar de las

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estrellas mientras sentía su respiraciónpausada en el cuello. Llovía. Llovía sincesar. Si fijaba la vista en la luz quedesprendían las farolas de la calle,podía distinguir cómo las gotas de lluviacaían ladeadas, arrastradas por elviento, para terminar precipitándosebruscamente sobre el suelo.

Estaba tan relajada que mesobresalté cuando la puerta de lahabitación se abrió. Abandonérápidamente las piernas de Blake,poniéndome en pie.

―Solo quería despedirme ―Emmanos miró pícara y advertí que conteníauna sonrisa―, me voy a la cama. Tengomuchísimo sueño. Ha sido un día delocos.

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Blake se levantó manteniendo elceño fruncido.

―¿Un día de locos? ―repitió―.Esto no termina aquí, Emma. Tenemosuna conversación pendiente, no vas alibrarte.

Su hermana puso los ojos enblanco.

―Solo ha sido un pequeño error,he aprendido la lección ―se quejó―.Pero si quieres que la semana que vienesigamos hablando sobre condones, deacuerdo, lo haremos.

Emma desapareció por el pasilloarrastrando los pies y dejando a suhermano con la boca abierta. Llevabapuestas unas adorables zapatillas rosas,pomposas y enormes. Bajamos al

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comedor para despedirnos de Claireque, en esta ocasión, no intentó impedirnuestra marcha.

―Espero que vuelvas pronto poraquí ―me dijo―. Si me avisáis contiempo, prepararé unas galletas demantequilla deliciosas.

―Claro, será un placer.Blake depositó un corto beso en la

frente de Claire y antes de que pudieseescapar, ella lo retuvo entre sus brazossin dejar de sonreír.

―Plancha la ropa, Blake.Prométemelo. Y estudia mucho.

Él emitió un suspiro de fastidio.―Te lo prometo, mamá.―Bien. Id con cuidado ―nos abrió

la puerta y salimos―. ¡No corras con el

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coche, Blake! ―gritó, casi cuando yaestábamos montando en el vehículo.

El golpeteo de la lluvia contra loscristales retumbaba en el interior delcoche. Me puse el cinturón de seguridadmientras él arrancaba el motor y, trasapenas cinco minutos de trayecto,dejamos atrás las acogedoras calles dela urbanización y el paisaje cambióradicalmente. En medio de unaoscuridad tan solo resquebrajada por laluz de los faros del coche, se extendíauna carretera recta, aburrida ymonótona. Alrededor solo habíainmensos campos en estado deabandono.

―¿Qué te ha parecido la velada?Blake no me miró y supe que le

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había costado un mundo formular esapregunta.

―Bien. Perfecta ―me esforcé porsonreír―. ¿Qué suponías?

Silencio, seguido de más silencio.―Si en realidad lo preguntas por tu

madre… ―tragué saliva antes deproseguir―. Reconozco que me hasorprendido, no me lo esperaba, pero amí no me molesta que me hable de ello.

―¿Qué te hable de qué,exactamente?

Sus dedos se cerraron sobre elvolante con fuerza, pero no apartó lavista de la carretera.

―Ya lo sabes, Blake ―le miré dereojo y suspiré―. ¿Por qué nunca mehabías dicho que estaba… enferma?

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Una risa amarga escapó de suslabios y, por primera vez durante todo eltrayecto, sus ojos encontraron los míos.

―¿Por qué iba a decírtelo, Léane?,¿acaso te importa? Creo que ambossabemos que la respuesta es <<no>>.

―¿Cómo puedes pensar eso?―protesté, enfadada―. Me contaste, encambio, que no te hablabas con tu padre,¿verdad?

―¿Eso qué tiene que ver?, ¿adónde quieres llegar?

―Te escuché. Y si te escuché fueporque me importaba ―alcé las manos,sintiéndome frustrada, y las bajéinstantes después―. ¿Sabes?, da igualque no me lo dijeses, eso es lo demenos. Simplemente… creo que estás

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siendo un poco egoísta… con tu familia.Quizá deberías replantearte las cosas eintentar ver la situación desde otraperspectiva.

Apoyé el codo en la ventanilla delcoche y me llevé una mano a la boca,como si así fuese a conseguir callarme amí misma. No quería seguir hablando,no quería inmiscuirme en asuntos que nome concernían, pero había sido casiinevitable decir algo al respecto. Yademás, me molestaba advertir lo muchoque Blake me importaba.

El coche abandonó la carretera y sedesvió hacia el arcén, adentrándose enuno de los campos. Frenó con un golpeseco y el cinturón pareció congelarsecuando me balanceé hacia delante. El

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ruido del motor del coche se extinguió.―¿Estás juzgándome? ―exclamó,

alzando la voz―. ¿Quién te crees queeres?, ¿pasas cinco minutos con mifamilia y ya piensas que sabes unamierda de mi vida, incluso para decirmecómo demonios debo comportarme?

―Solo pretendía ayudar ―medefendí―, pensé que quizá podíasnecesitar apoyo o un pequeño empujónpara enfrentarte a tus problemas.

―¿De qué estás hablando?―De tu madre, Blake ―entrelacé

las manos con cierto nerviosismo―. Seestá muriendo y yo no entien…

―¡Joder, no vuelvas a decir eso!―gritó fuera de sí. Su mano se cerrósobre mi muñeca y me sujetó con fuerza,

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como si temiese que fuese a escapar―.¡Es mi madre, Léane! ¿Es que no te dascuenta?

―Lo siento ―susurré―. Pero ellame lo dijo… ―insistí sin poderevitarlo.

―¡Mi madre no se está muriendo!―la frialdad de sus ojos me asustó y meencogí en el asiento―. No sabes nada.Esta es la tercera recaída que tiene, yahemos pasado por esto muchas otrasveces. Nada ha cambiado.

El silencio nos invadió duranteunos tensos segundos y, después, Blakeabrió la puerta del coche para salir eintenté retenerle agarrando su chaqueta.

―¡Espera!, ¿a dónde vas? ¡Estálloviendo!

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La puerta del coche se cerró con ungolpe seco. Respiré hondo. Una, dos,tres, cuatro… hasta cinco veces. Era unabocazas y me había entrometidodemasiado. Me arrepentía de nohaberme mantenido callada, ¿quépensaba ganar con ello? Era obvio quesi su madre no había logrado hablar conél, mucho menos iba a conseguir hacerloyo.

Finalmente, mientras exhalaba unlargo suspiro, salí del coche.

Me estremecí cuando mesalpicaron las primeras gotas de agua.Encontré a Blake en la parte trasera delcoche, con la espalda apoyada sobre elmaletero, manteniéndose de brazoscruzados con la vista fija en el cielo.

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Llovía tanto que, cuando logré llegarhasta él y entrelazar sus dedos entre losmíos, ya estaba completamenteempapada.

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22

Blake

Bajé la vista hasta encontrar

nuestras manos entrelazadas e intentédistinguir, en la oscuridad, cómonuestros dedos parecían encajar a laperfección unos con otros, acoplándoseen los huecos, piel con piel.

―Siento haberte gritado ―estirésu mano, atrayéndola hacia mí, hasta quesu cuerpo chocó suavemente contra elmío―. No volvamos a hablar de estetema.

―De acuerdo.Su voz fue apenas un susurro casi

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silenciado por el sonido de la lluvia.Incliné la cabeza para besarla; tenía loslabios mojados y entreabiertos. Enrealidad, tenía unos labios perfectos.Siempre. Pero aquel beso lo sentídistante y frío a pesar de la calidez de suboca sobre la mía.

En cuanto entramos de nuevo en elcoche, accioné la calefacción yrecorrimos todo el trayecto en silencio.No puse música, no quise interrumpir elsonido de la lluvia. Era un repiqueteoconstante de agua cayendo, golpeandocontra el cristal una vez tras otra…similar al ruido que invadía mi mente,repetitivo e insistente hasta terminarinundándolo todo a su paso.

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No volví a mirarla hasta queentramos en Reading.

―¿Te quedas a dormir?Léane pareció dudar y mantuvo la

vista fija en el cinturón de seguridadmientras lo retorcía entre sus dedos.

―Quiero levantarme tempranopara ir mañana a la biblioteca aestudiar.

Frené frente a un semáforo en rojo.―Puedo llevarte por la mañana a

la biblioteca.Se mordió el labio inferior con la

vista fija en la ventanilla, instantes antesde girarse y tropezar con mi mirada.

―Vale. Bajó del coche en cuanto estacioné

en frente de casa. Observé en silencio

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cómo abría la verja de la entrada confamiliaridad y ascendía los dosescalones hasta pararse de cara a lapuerta.

Mientras la miraba, en medio delsilencio de la noche, seguía escuchandosu voz penetrante e insistenteretumbando en mi cabeza, buscandoalgún hueco donde quedarse. <<Se estámuriendo…>>

Léane se giró en ese momento ysonrió. Una sonrisa tímida, pero sincera.Respiré hondo, antes de avanzar haciaella y abrir la puerta de casa.

No sabía cómo ocurría o a qué sedebía pero, cuando estábamos juntos, eltiempo parecía avanzar más deprisa. Las

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manecillas del reloj que reposaba sobrela mesita de noche, se ponían de acuerdopara romper la barrera del tiempo ycorrer a su antojo.

―¿A qué hora quieres ir mañana ala biblioteca? ―pregunté, mientras ellase acomodaba en la cama tras vestirsecon el pijama. Su propio pijama, lo cualera jodidamente preocupante. Habíapasado tantas noches en esta habitacióndurante el último mes que, finalmente,propuso dejar aquí una muda de cama.Lo alarmante fue que, cuando me lopreguntó, me pareció una buena idea.

El pijama era bastante veraniego.Unos pantalones cortos, blancos, con unestampado de cursis corazoncitos rosasy una camiseta de tirantes a conjunto.

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Quise pensar que la única razón por laque había aceptado que ese pijamaformase parte de mi armario, era porqueme gustaba verla con poca ropa.

Léane se recogió el cabello en unacoleta alta y después se tapó con eledredón hasta la barbilla. Me preguntépor qué usaba un pijama de verano sisiempre tenía frío; solía quitarme lamanta en mitad de la noche y seenroscaba en ella como una oruga. Quizáse lo ponía para provocarme, puede quetodo fuese una estrategia bien planteada.Funcionaba.

―¿Qué guía estás leyendo ahora?―se inclinó para coger el libro quedescansaba sobre la mesita de noche―.<<Roma de cerca>> ―leyó el título y

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frunció el ceño.―¿No te gusta?Se encogió de hombros. Me tumbé

a su lado y ella extendió la mano y ladeslizó lentamente por la línea de lamandíbula hasta ascender y tocar mislabios.

―Me encantaría ir a Islandia―dijo, tras fijar la vista en la estanteríadonde reposaban las demás guías deviaje.

―¿Islandia? No está mal.En realidad estaba más que bien.

Era uno de mis lugares preferidos. Lohabía visitado cuando apenas tenía treceaños. Mi padre había organizado elviaje en verano, dándonos una sorpresa,y todavía podía recordar la cara de

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felicidad de mi madre cuando él,utilizándonos como compinches, lehabía vendado los ojos hasta llegar alaeropuerto. Seguía siendo un misteriopara mí averiguar por qué la habíaengañado si tanto parecía quererla.Suponía que el amor, a veces, erarelativo o que, aunque no pudiesecomprenderlo, había diferentes formasde amor. Lo cual no quitaba que él lohubiese destrozado todo.

Dejé de pensar en mi padre cuandoLéane apoyó su cabeza en el hueco demi clavícula y sentí su respiracióncálida en el cuello.

―¿Sabes cómo son loscementerios en Islandia?

―¿Los cementerios? ―rió―.

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Pues… no.Su mano se perdió bajo mi

camiseta y sus dedos comenzaron atrazar suavemente círculos en mi piel.Cuando hacía eso, conseguía relajarme.

―Es como si fuese Navidad. Lastumbas están adornadas con un montónde luces de colores… y en cada lápidaacostumbran a poner la profesión deldifunto. Los cementerios no parecenlugares solitarios y tristes, sino un sitiode reunión luminoso y alegre.

―Suena bien, aunque es raro―alzó ligeramente la cabeza paramirarme―. A mí me gustaría ver unaaurora boreal.

Sus dedos se deslizaron lentamentehasta traspasar el borde del pantalón y

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me estremecí. Mis manos sujetaron sucintura con fuerza y pegué más su cuerpoal mío.

―También podríamos bañarnos enla Laguna Azul… ―añadí y mi voz sonómás ronca de lo normal. Léane colocóuna pierna entre las mías.

―¿ P o d r í a m o s ? ―repitió,destacando el sentido plural de lapalabra.

―En el supuesto caso de queestuviésemos ahora mismo en Islandia―expliqué, intentando reparar mi error.

Ella sonrió y se movió hastatumbarse sobre mí.

―Y podríamos ver las ballenas―me mordisqueó la barbilla antes debesarme. Cerré los ojos con fuerza.

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―… en Húsavík. Es el mejor sitiopara ver ballenas ―añadí y le quité confacilidad la camiseta de tirantes, antesde recorrer su espalda con las manos.Me obligué a no desesperarme porhacerla mía en aquel mismo instante ydisfrutar del tacto de su piel.

―También querría pasear por lascalles, ver las típicas casitas decolores… ―prosiguió.

Se frotó contra mí de un modoprovocador y gruñí con impaciencia. Memoví a un lado y me di la vueltaconsiguiendo situarme sobre ella. Hablé,mientras terminaba de desnudarla.

―¿Sabes? Me encantaría seguirimaginando qué haríamos siestuviésemos en Islandia ―tras lanzar a

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un lado los pantalones cortos de supijama, empecé a despojarme de miropa y Léane sonrió―. Quizá en otromomento retomemos esa conversación,porque en apenas un minuto vamos aestar demasiado ocupados como parapoder hablar.

Casi no le dio tiempo a decir nadamás. Tras colocarme un preservativo,me hundí en ella con fuerza; sinpreliminares, sin juegos. No dejé debesarla, me gustaba sentir su alientocálido en mis labios cuando gemía yjadeaba. Advertí que la hacía mía concierta posesividad y busqué sus ojosdulces antes de terminar y sentir laexplosión de placer que se adueñaba denosotros.

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Permanecimos quietos durante unosinstantes. Finalmente, rodé a un lado y laabracé rodeando su cintura con un brazo.

Observé ensimismado la curvaturade sus caderas e hice el recorrido queéstas marcaban con los dedos, mientrasnotaba cómo la piel de Léane seestremecía ante la caricia. Una extrañainquietud, que anteriormente ya habíahecho acto de presencia, comenzó ainvadirme.

Medité, medité mil veces y llegué ala clara conclusión de que debíamantener la boca cerrada. Pero lacuriosidad era más fuerte. Necesitabasaberlo, lo había necesitado desde elinstante en el que había probado suslabios. No era la primera vez que quería

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preguntarle aquello. Es más, en realidadya lo había hecho tiempo atrás.

―¿Léane?―¿Sí? ―se dio la vuelta en la

cama y me miró. Tenía las mejillasligeramente sonrojadas y quise posar mimano sobre ellas y sentir el calor queirradiaban.

―Probablemente me vas a mandara la mierda, pero… ¿con cuántos chicoshas estado?

Al principio pestañeó, confundida.Después, cuando asimiló mi pregunta,me dirigió una mirada de enfado y seincorporó. Buscó su ropa interior porlos alrededores de la cama y comenzó avestirse.

―¿Y a ti qué te importa?

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―Dijiste exactamente lo mismocuándo te lo pregunté por primera vez―repliqué, y también yo comencé aponerme la camiseta.

―¡Es que no entiendo a qué vieneeso! Y menos después de acabar de…¡ya sabes!

―Es el momento perfecto porquees exactamente cuando me preguntoquién más te habrá tocado ―dijealzando la voz, incapaz de controlar lafrustración que me invadía.

Terminó de vestirse y se sentó en elborde la cama, con los pies colgando ybalanceándose ligeramente sin llegar atocar el suelo. Me miró de reojo.

―¿Y tú…?―Yo, ¿qué? ―alcé una ceja, sin

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comprender.―¿Cuántas relaciones has tenido?

―preguntó casi en un susurro, como sile avergonzase decirlo en voz alta.

―Bastantes.Léane frunció el ceño.―<<Bastantes>> no es una cifra.―Lo sé ―clavé mis ojos en ella e

intenté, en vano, mantener la bocacerrada―. Pero no pago a ningúnadministrativo para que me lleve lascuentas.

Cuando me miró abrió mucho losojos, pero luego se recompuso y surostro se tornó impasible. Sabía quehabía sido un capullo, pero me cabreabaque no quisiese hablar de aquello, ¿quédemonios pretendía esconder?

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―¿Sabes? Eso mismo me ocurre amí ―chasqueó la lengua―. Creo que mirespuesta también es <<bastantes>>―me sonrió. Una sonrisa tensa eirascible―. Quizá deberíamos buscarjuntos un administrativo. Será lo mejor.Reconozco que es difícil llevar la cuentacuando se tratan cifras tan elevadas.

Me obligué a relajar la mandíbula ylos puños que mantenía fuertementeapretados, hasta el punto de que misnudillos empezaron a tornarse de uncolor blanquecino. No me gustaron lospensamientos que empezaron ainvadirme; imágenes difusas sesucedieron por mi mente y, para misorpresa, me sentí totalmentedescolocado.

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Cuando advertí que Léane tenía losojos brillantes, como si fuese a llorar deun momento a otro, intenté calmar larabia y la incomodidad que seadueñaban de mi sentido común. Meacerqué a ella, rodeé sus hombros conun brazo y la impulse hacia mí, hasta quesu cabeza descansó contra mi pecho.

―Soy imbécil. No quería decir eso―suspiré―. No necesitaría un contablepara recordar con cuántas chicas heestado, era solo una broma.

―Una broma un poco denigrante―añadió ella y, por el tono de su voz,constaté que estaba bastante enfadada. Yaunque, efectivamente, <<bastante>> noera una cifra, podría haber jurado quedel uno al diez su cabreo se situaba, al

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menos, en un ocho y medio.―Sí, a pesar de que tú has seguido

con la broma ―le reproché.Asintió, con la cabeza todavía

sobre mi pecho.―Así que… ―me mordí el labio

inferior pensativo―, dejémoslo en…<<bastantes>> y no volvamos a hablardel tema. No quiero volver a pensarlo―deslicé una mano por su pelo ydespués enrollé entre mis dedos unmechón de cabello rubio―. ¿Quieresque traiga algo de comer?, ¿tienessueño?

―Me apetecen caramelos ―selevantó y buscó en su bolso el paquetede M&M que siempre solía llevar―,¿quieres?

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Asentí y, sin necesidad de quedijese nada, comencé a comerme todaslas bolitas rojas que encontré. Léanesonrió satisfecha, agradeciéndome elgesto en silencio.

―Aunque participe en la causa deexterminar todos los caramelos rojos, terepito que saben igual que los demás.Desperdicias dinero y, además, ¿tanhorrible crees de verdad que es estecolor?

Sostuve entre los dedos una de laspequeñas bolitas rojas. Léane miró elcaramelo ensimismada durante unosinstantes y después fijó la vista en mí.Una mirada penetrante e intensa que nosupe qué significaba.

Abrió la boca para hablar, la cerró

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y luego volvió a abrirla.―Te he mentido ―dijo

finalmente―. Yo no he estado con<<bastantes>>. Y en ningún casonecesitaría un administrador para llevarlas cuentas ―dejó de mirarme, como sile avergonzase hacerlo―. En realidadsolo estuve con una persona. Tú eres elnúmero dos. ¿Fácil recordar la cifra, nocrees?

Sus palabras fueron como unaespecie de bálsamo mágico y, a pesar desentir cierta culpa por ello, me invadióuna fuerte sensación de alivio.

―¿El segundo? ―cuando volví ahablar, lo hice todavía con ciertaincredulidad―. No lo entiendo. ¿Elprimero fue… Nathan?, ¿ese idiota?

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Joder, mi cabeza parecía fuera decontrol. Las emociones burbujeaban enmi interior intentando abrirse paso, apesar de que no quería dejarlas salir.Qué mierda, algo estaba fallando en esacomplicada ecuación. No era yo mismo,era otra persona muy distinta la que seestaba adueñando de mi ser.

―Ya sabes que no ―frunció elceño―. Y en realidad… preferiría nohablar de ese primer chico que estuvo enmi vida.

―¿Por qué?―Es obvio. Me hizo daño…

aunque no fuese su intención ―fijó lavista en el suelo de la habitación―. Noquería decírtelo, no me gusta hablar deeste tema. Todavía me crea cierta…

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inseguridad.Le quité la bolsa de caramelos de

las manos y la dejé sobre la mesita denoche.

―¿Inseguridad en qué sentido?―En mí, en toda yo ―suspiró

hondo―. Bien, te lo contaré, peroprométeme que no te reirás ni creerásque es algo gracioso. Porque para mí nolo fue a pesar de que, en su momento, amucha gente del instituto se lo pareció.

Entrelacé mis dedos entre los suyosy presioné su mano.

―Te lo juro ―Léane me miródubitativa―. De verdad. Juro que no mereiré.

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23

Léane

Me debatí interiormente. No estaba

segura de querer contarle lo que habíaocurrido con Benôit o, mejor dicho, porqué razón él decidió poner fin a nuestrarelación. Seguía sin culparle por ello,pero las burlas que se sucedieron en elinstituto tras aquello me afectaron másde lo esperado.

Blake se inclinó y depositó un besodulce y suave en mis labios.

―Confía en mí.Observé su mirada sincera bajo las

negras pestañas que acentuaban el verde

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de sus ojos.―Vale ―me aparté algunos

mechones que habían escapado de lacoleta y se escurrían por mi rostro―.Benôit siempre fue mi mejor amigo,íbamos juntos desde bien pequeños.Cuando tenía dieciséis años, empecé averle como algo más…

―¿Benôit? ―me interrumpióBlake y frunció el ceño―. ¿Qué tipo denombre es ese?

―Tampoco es tan horrible―sonreí, algo más tranquila por el tonodistendido de la conversación―. Elcaso, como te decía, es que empezó agustarme. Y supuestamente, a él leocurrió lo mismo conmigo. Empezamosa salir y estuvimos juntos nueve meses y

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once días.Blake pestañeó sorprendido.―¿Nueve meses y once días?,

¿llevabas la contabilidad?―Sí, lo hacía ―me mordí el labio

inferior, entre pensativa yavergonzada―. Era mi primer novio ycada día que pasaba con él para mí eraimportante.

Blake mantuvo su mirada tensa enmí, pero no hizo ningún comentario alrespecto, de modo que continuéhablando.

―Siempre había deseado tener unnovio que, además, fuese un buen amigo.Todo parecía ir bien, pero un día mecomentó que teníamos que hablar ―mefroté las manos nerviosa―. Me dijo que

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era una chica fantástica y que siempresería mi mejor amigo, pero que estabaenamorado de otra persona.

―¿En serio? ―Blake abrió laboca sorprendido y agradecí queestuviese escuchándome con interés.

―Sí, pero eso no era lo peor―proseguí―. La otra persona de la queestaba enamorado no era… no era… unamujer ―dije finalmente―. Benôit eragay.

Un silencio aplastante reinó en lahabitación durante el siguiente minuto.Finalmente, Blake lo rompió cuandoemitió una fuerte carcajada y yo escondíla cara entre las manos, arrepintiéndomede haberle contado ese hecho de mipasado.

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―Te odio, Blake, ¡en serio! ―leempujé, apartándolo a un lado―. Sabíaque no lo entenderías; la insensibilidades uno de los efectos secundarios quetiene ser un gilipollas.

Al levantarme de la cama, Blakepresionó mi muñeca entre sus dedos y,estirándome del brazo, me obligó asentarme sobre su regazo. Bufé, molesta.

―Eh, no te enfades, pequeña ―lemiré, confundida ante el tono dulce de suvoz a pesar de que seguía sonriendo―.No me reía por lo que te ocurrió.

―¿Y qué te hacía tanta gracia, sipuede saberse?

―Me reía de tu inseguridad―frunció el entrecejo―, es estúpidoque lo que pasó con ese tipo pueda

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hacer que tengas dudas sobre ti misma.Sacudí la cabeza, negando sus

palabras.―¿En serio?, ¿sabes lo que es que

tu supuesto ex novio aparezca semanasdespués en el instituto cogido de lamano de otro chico? ¡Quería morirme,Blake! ―exclamé―. La gente se reía.Es más, algunas chicas inclusoafirmaron que, gracias a mi nulasensualidad, había decidido cambiar deacera. ¡Como si yo tuviese la culpa de…algo así!

Blake me tumbó en la cama y apoyóel rostro en su mano para mirarme desdearriba. Su otra mano acunó mi mejilla yla sonrisa desapareció de su rostro. Esofue suficiente para que continuase

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hablando. Hablando sin parar, como sillevase años deseando desprenderme detodo aquello.

―Benôit no tuvo la culpa. Todavíasomos amigos o, bueno, más bien viejosconocidos que se saludan si se cruzanpor la calle ―exhalé despacio―. Ydespués, por si aquello no fuesesuficiente, ocurre lo de Nathan. ¿Por quéen todas mis relaciones la gente terminaenterándose de lo que ha pasado como sifuese un espectáculo? Es unahumillación pública. Solo pido… unpoco de privacidad, nada más.

Blake se mantuvo en silencio hastaque terminé de hablar. Deslizó susdedos por mi rostro, ascendiendo hastami frente y terminando por acariciar mis

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labios con la punta de los dedos.―Eres preciosa ―susurró y me

estremecí ante sus palabras―. En serio,Léane, no me gusta decir estas cosas,pero lo eres.

―¿Por qué no te gusta decirlo?―Porque prefiero guardarme esos

pensamientos para mí solo ―sonriótímidamente y eso me sorprendió.

―Tan egoísta como siempre, Blake―rodeé su cuello con mis manos.

―Sí ―rozó con sus labios losmíos―. Pero en serio, no te sientasinsegura. Eres mejor que cualquier otrachica. Más lista, más guapa, más dulce ymás desquiciante que ninguna. Te loaseguro.

―Gracias, Blake.

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Nos tumbamos en la cama y él nostapó a ambos con la manta. Apagó la luzde la habitación antes de encender lalamparita de noche y cogió su móvil.

―¿A qué hora quieres ir a labiblioteca?

―No sé, temprano. Elije tú la hora.―Bien, entonces no será tan

temprano ―dijo mientras configuraba laalarma en el teléfono.

Sintiéndome tremendamentecansada, acepté su decisión. Bostecé yme acurruqué más entre las mantas. Unminuto después, Blake dejó el móvilsobre la mesita de noche y me miró.

―Por curiosidad, ¿cuánto tiempollevamos nosotros juntos? En meses y endías ―preguntó.

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―No lo sé ―le miré dubitativa.―¿No lo has contado?―No.―¿Por qué?―Porque, hasta ahora, no sabía

que nosotros estábamos juntos―respondí, usando un tono más tajantede lo esperado. En realidad, estabanerviosa; podía sentir los latidos de micorazón bombear con fuerza,desenfrenados. Por un momento, deseéque fuese verdad, que realmenteestuviésemos juntos, que Blake dijesede pronto: <<ah, sí, es verdad, habíaolvidado comentarte que quiero que seasmi novia>>.

―Cierto ―Blake asintiólentamente con la cabeza, sin dejar de

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mirarme intensamente, haciéndometemblar―. Y no lo estamos, ¿verdad?―su mirada se tornó fría y presionó loslabios hasta convertirlos en una finalínea―. Haces bien en no contar losdías. Es una gilipollez.

Volver a reencontrarme con el ladomás imbécil de Blake no fue la mejorforma de poner punto y final alarrollador día que ambos habíamosvivido, pero no hubo nada más quepudiese hacer. Él apagó la luz de lalámpara de noche y se acomodó en lacama sin rozarme siquiera. Tras unosminutos en silencio, en medio de laoscuridad, rompí la inusual distanciaque Blake había impuesto entre nosotrosy apoyé la cabeza en su hombro. Le

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escuché suspirar y, a pesar de que norodeó mi cintura con sus brazos ni meapretó contra él como solía hacer,tampoco se apartó.

A la mañana siguiente, bostecé yme acurruqué junto a Blake antes deabrir los ojos. No me hizo falta mirar através de la ventana para comprobar queseguía lloviendo. La furia de la tormentase había apaciguado dando paso a unatierna llovizna. Podía escuchar el sonidodel agua cayendo mientras continuabaenvuelta entre las cálidas mantas. Blakeemitió un gruñido ronco ante mismovimientos y me estrechó con másfuerza contra su cuerpo, impidiendo queintentase levantarme. Aspiré,

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deleitándome con el excitante aromacítrico que Blake desprendía.

Me hubiese gustado quedarme todoel día en la cama, aprisionada entre susposesivos brazos, pero tenía la claraintención de estudiar ese fin de semana.Ya llevaba semanas atrasandonumerosos trabajos a causa de laadictiva e innegable necesidad de pasarmás tiempo con Blake.

―Tengo que levantarme.―No.―Lo siento, pero… me prometiste

que me llevarías a la biblioteca ―alcéla cabeza intentando ver la hora quemarcaba el reloj. No lo conseguí―. Noshemos dormido. Seguro que es tarde.

―No ―repitió tajante.

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Me removí con más ímpetuintentando zafarme de sus brazos.Advertí cómo los labios de Blakeesbozaban una sonrisa divertida contrami sien y eso me molestó todavía más; leestiré de la mano con todas mis fuerzas,pero sus dedos parecían adheridos alcontorno de mi cintura.

―No vas a escapar ―susurró convoz ronca, antes de impulsarse,conseguir que ambos girásemos yposicionarse sobre mí.

Sonrió, con los ojos entrecerrados,y me deslizó la lengua por el cuellohasta terminar mordisqueándome condelicadeza el lóbulo de la oreja,haciéndome estremecer. Noté cómo seme aceleraba la respiración pero, a

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pesar de la tentadora oferta matinal deBlake, volví a tomar conciencia de lotarde que debía ser. Se me ocurrió unaidea poco probable y aproveché sumomento de debilidad para llevarla acabo. Acaricié con las manos su espalday descendí hasta situarlas cerca de sucintura. Le hice cosquillas. Y funcionó.En cuanto mis dedos presionaron supiel, Blake comenzó a sacudirse entrerisas y se hizo a un lado. Me incorporéen la cama y él, todavía tumbado y conun brazo tras la cabeza, sonrió risueño yme acarició el cabello con la punta delos dedos sin dejar de mirarme.

―Vale, has ganado ―su miradaverde desprendió un brillo juguetón―.Tú te lo pierdes.

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Cogí los vaqueros que habíadejado doblados sobre la silla la nocheanterior y, antes de quitarme lospantalones cortos del pijama, le di laespalda a Blake. Seguía tumbado en lacama, en actitud despreocupada, con lavista fija en mí como si acabase dedescubrir mi existencia y no pudieseapartar sus ojos de cada centímetro demi cuerpo.

―¿Puedes dejar de mirarme? ―lepedí, avergonzada. Salté a la pata cojaintentando meter la pierna en el otrocamal del pantalón.

Le escuché suspirar.―Todavía no puedo entender lo

que me dijiste anoche…―¿El qué? ―me abroché el botón

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de los vaqueros con cierta dificultad y,tras desprenderme de la camiseta, giréligeramente la cabeza para mirarle―.¿Acaso no piensas vestirte?

―Que no eras sexy ―elevó lacomisura de sus labios mostrándome unasonrisa que me quitó la respiración―. Ysí, me gustaría vestirme, pero estoydemasiado ocupado mirándote. Nuncadigo que no a un espectáculo gratuito.

―¡Dios, Blake! ―puse los ojos enblanco―. ¡No hace falta que intentes…halagarme! Es algo interior, ¿entiendes?,lo solucionaré algún día por mi cuenta.

―No lo entiendes ―Blake negócon la cabeza, se levantó y abrió elarmario―. Sé que solo tú puedessuperar tus inseguridades. Si te digo que

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eres sexy, es porque lo creo y porque meapetece decírtelo ―me mostró unatímida sonrisa―. ¿Ves? No siempre soytan egoísta, a veces comparto cosas.

Le lancé un almohadón, pero nopude evitar sonreír.

Cuando saqué el móvil del bolsodescubrí que eran casi las nueve ymedia, mucho más tarde de lo que habíaplaneado. Desayunamos a toda prisa yfinalmente nos pusimos en marcha haciala residencia. Al llegar, Blake noestacionó el coche en doble fila, sinoque continuó circulando por losalrededores.

―¿A dónde vamos? ―preguntéinsegura.

―Intento aparcar.

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―No es necesario ―fruncí elceño, extrañada―. Déjame en la puerta,como siempre.

Noté que Blake tensaba lamandíbula.

―Yo también tengo que estudiar.Pestañeé y le miré con

incredulidad. Cuando encontró un sitiolibre, aparcó en batería mirando haciaatrás, sin hacer uso de los espejosretrovisores. Apagó el motor del cochey nos sumergimos en un silencioincómodo.

―¿Vas a venir a la biblioteca?,¿conmigo? ―pregunté.

―Sí ―me mostró una sonrisainocente―, ¿por qué te sorprende tanto?

Respiré hondo, advirtiendo el

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dulce aroma a frambuesa que procedíadel ambientador del coche. Sus ojoshabían adquirido un brillo extraño queme mantenía alerta. Por primera vez,sentí que me miraba con suavidad, casicon un toque de dulzura.

―Te he preguntado varias veces sime acompañabas a la biblioteca ysiempre has dicho <<pff, paso>>―expliqué, intentando imitar su voz y elmodo en el que arrastraba las palabrasal hablar. Le miré de arriba abajo―.Además, ni siquiera llevas libros.

Sonrió mientras salía del coche eimité sus movimientos. Comenzamos acaminar hacia el campus de launiversidad.

―Tú tampoco.

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―Pensaba recogerlos de laresidencia ―permanecí un largo minutoen silencio y tras comprobar que él nodecía nada, proseguí hablando―.¿Cómo piensas estudiar sin libros?

―Las bibliotecas son esos lugaresque huelen a humedad y que estánrepletos de estanterías. Y esasestanterías sirven para guardar libros,¿me equivoco? ―con prepotencia, alzóuna ceja en alto, sin dejar de caminar.Ante el balanceo del movimiento alandar, su mano rozó la mía. Meestremecí y una parte de mí, una partemuy muy escondida, anheló queentrásemos en el campus cogiéndonos dela mano. Por supuesto, eso no ocurrió.

―Me encanta cuando me deleitas

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con tu inteligencia ―respondí molesta ycaminé a un ritmo más rápido.

Tras coger los libros de laresidencia y convencer a Blake de queno podíamos quedarnos allí―afortunadamente Rachel estabadurmiendo, lo cual fue de gran ayudapara disuadirle―, entramos en labiblioteca. Enseñamos el carné dealumnos de la universidad en recepcióny ascendimos hasta la segunda planta yaque, a esas horas tardías, la primerasolía estar totalmente ocupada.Avanzamos hacia una zona del fondo ynos acomodamos en una mesa amplia,donde había cuatro sillas.

Esperaba que Blake se sentaseenfrente, pero decidió acomodarse a mi

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lado. Y, para más inri, hizo chirriar lasilla cuando la arrastró para acercarsetodavía más. Me llevé un dedo a loslabios y le dirigí una mirada dereproche.

―No hagas ruido.―Lo siento ―descubrí que

aguantaba las ganas de reír.Saqué los libros de la mochila, así

como también varias libretas de apuntes,y los esparcí sobre la mesa. Comencédespués a organizar el desastre deanotaciones por materias. Suspiré hondotras advertir que Blake se manteníaquieto, mirándome en silencio. Habíaacercado tanto su silla a la mía que, siapoyaba las manos sobre la mesa comosolía hacer, mi codo se toparía con él.

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No era la posición más cómoda paraestudiar.

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24

Blake

Cuando se concentraba, Léane

fruncía el ceño.En realidad, solía hacerlo a todas

horas.Recordaba lo mucho que ese gesto

me había molestado meses atrás. Sinembargo, ahora se me antojaba como sumarca personal. No parecía enfadada,sino reflexiva, relajada, ausente en supropio mundo…

Me recliné sobre la silla,apoyándome en el incómodo respaldo yreprimiendo un suspiro de resignación.

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No tenía muy claro qué narices haciaallí, malgastando un apacible día festivoen el interior de una biblioteca. Pero laidea de pasar el sábado en casa, solo―o lo que es lo mismo, sin Léane―había sido un estímulo suficiente comopara empujarme a pisar ese sitio.

Observé en derredor con ciertaincomodidad. Era un lugarclaustrofóbico. Apenas entraba luz porlas pocas cristaleras que recorrían laestancia y, a causa de ello, todas lasluces estaban encendidas a pesar de queapenas eran las diez y pico de lamañana. Inmensas hileras de estanterías,construidas en madera oscura, sealzaban por todas partes formando unlaberinto de libros y polvo. Arrugando

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la nariz con cierto desagrado, ignoré alos alumnos que estudiaban manteniendola cabeza gacha centrados en sus libros,y me centré en Léane.

Sacudía hojas de apuntes aquí yallá, como si estuviese intentando buscaralgo concreto que no llegaba aencontrar. Giraba libros, colocándolosboca abajo, y pequeños trozos de papelcon garabatos caían y se balanceabanhasta posarse en la mesa.

Me acerqué a su oído, intentandono hacer ruido.

―¿Qué estás buscando?―Me faltan apuntes―se mordió el

labio inferior, pensativa, y luego memiró―. Soy la típica idiota que se hapasado el curso dejando apuntes a media

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clase. Algunos los devuelven después defotocopiarlos, pero otros…

―Quizá pueda echarte una mano.No tengo una gran memoria, pero algorecordaré de primero ―observé el librodonde se leía Principios deeconomía―, aunque elegí otrasoptativas menos… soporíferas.

Léane torció el gesto.―No te ofendas, pero realmente

me sorprende que estés en tercer curso.Me rasqué el mentón pensativo.―Aunque no lo creas, estudio ―le

aseguré―. Que no lo haga en unabiblioteca no significa que no puedahacerlo en mi casa. Además, tampocome salto tantas clases, y se me quedanrápido las cosas. Soy así de listo e

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increíble ―le dediqué una sonrisadeslumbrante y ella rió por lo bajo.

―¿No acabas de decir que tienesmala memoria?

―Sí. Retengo los datos tan solodurante el tiempo justo necesario ―lequité el libro más cercano y lo coloquéen medio de los dos, para que ambospudiésemos verlo―. Leamos y, si noentiendes algo, podemos discutirlo entrelos dos.

―Qué gran solución ―puso losojos en blanco.

―Sé que te apasiona discutir. Nolo niegues.

Léane comenzó a leer el texto eintenté hacerlo también.

<<Proporciona el contenido ético y

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el modo de actuar. Procede del estadode padre y principalmente del padreprotector o nutricio…>>. Bostecé y meesforcé arduamente por no dormirmesentado. Imaginé lo feliz que estaría sime hubiese quedado en la cama,cobijado bajo las mantas, con todo elsábado por delante y Léane a mi lado… uhmm… sonaba tentador <<En elloactúa el patrón o programa, que dan lainstrucción, el modo de actuación yproceden de la activación del estado depadre>>.

Observé el largo cabello rubio quese escurría por su espalda, hasta casirozarle la cintura. Era brillante y suave,muy suave. Quizá podía pasardesapercibido, porque no era un rubio

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platino deslumbrante, sino un tono másoscuro.

Me llevé una mano a la cabeza conconsternación, preguntándome quécojones hacia allí, fijándome en el pelode Léane como si no hubiese nada másinteresante en el mundo.

<<… es el elemento que luchacontra todos los otros materiales delguión y principalmente rompe con losmandos del guión. Procede de laactivación del estado de niño>>. Adecir verdad, no recordaba haber leídoese texto en mi vida; los planetas debíande haberse alineado dos años atrás paraconseguir que aprobase el examen.

Incapaz de resistir durante mástiempo sumergirme en ese tostón,

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escabullí una mano bajo la mesa y tanteéel borde de la silla de Léane,ascendiendo poco a poco hasta rozar surodilla. Noté cómo se sobresaltaba,poniéndose tensa, con la espalda recta.Seguí leyendo el libro de textoimpasible e ignorando la mirada asesinaque me dedicó.

<<… introduce sorpresa en la viday en el origen de la noticiaperiodística>>. Ascendí despacio,acariciándole la pierna por encima delpantalón vaquero y disfrutando porcómo se estremecía ante la sutil caricia.Cuando mis dedos avanzaron hacia elinterior de sus muslos, se removió en lasilla antes de inclinarse hacia mí.

―¿Qué-estás-haciendo? ―siseó

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furiosa. Sin embargo, a pesar de suaparente enfado, podía advertir el deseoen su mirada. En fin defensa, comentarque mi mano seguía exactamente en elmismo lugar porque ella no habíaintentado apartarla.

―¿Cuál es tu problema? ―lesonreí con inocencia, como si no supiesede lo que estaba hablando. Señalé ellibro con la cabeza―. Concéntrate oacabarás suspendiendo.

―Blake, en serio, ¡para!―¿Realmente es lo que quieres?

―le susurré al oído.―Sí, claro que sí ―miró a su

alrededor avergonzada, como si creyeseque alguien podría estar mirándonos.

―No te creo ―mis dedos reptaron

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hábiles hasta hundirse en la cinturilla delos vaqueros y Léane pareció sofocarse,se le sonrojaron las mejillas y surespiración dejó de ser pausada―.Nadie nos está mirando. Tranquila.

―¡No! ―exclamó más alto de loadecuado―. ¡Estamos en una biblioteca,Blake!

Me dio un codazo, haciéndome a unlado. Reí. Ella también lo hizo.Aproveché el momento para introduciruna mano bajo su suéter y acariciar lasuave piel de su espalda, hasta querecordé su venganza matinal y presionélos dedos bajo su cintura, haciéndolecosquillas. Léane se llevó una mano a laboca para no gritar, mientras secontorsionaba entre mis brazos.

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―¡Para, por favor! ―cerró losojos sin dejar de reír―. ¡Te lo ruego,Blake!

Intentó apartar mis manos y, cuandodescubrió que no tenía la suficientefuerza como para lograrlo, cogió elaburrido libro de texto de la mesa y,justo cuando me aparté, dejó caer elpesado volumen sobre mi mano,exactamente encima del dedo meñiqueque mantenía ligeramente curvado haciaabajo.

Pude escuchar perfectamente elcrujido que emitió el dedo al doblarse.

Ella también lo oyó porque, tras elimpacto, se quedó paralizada,manteniendo los ojos muy abiertosmientras miraba mi mano.

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Respiré profundamente, sin apartarla vista del dedo meñique, que ahora semostraba enrojecido y en direcciónopuesta a donde debía estar. Clavé lamirada en Léane.

―¿Acabas de… romperme undedo?

Intenté ignorar el dolor quecomenzaba a invadirme. Un dolor seco,agudo.

―¡Dios mío, Blake! ¡Ha sido sinquerer! ―se lanzó sobre mi cuello,abrazándome y sorprendiéndome―.¡Vamos, levántate! Iremos al hospital…¡no sabes cuánto lo siento!

Apreté la mandíbula,convenciéndome de que el dolor erasolo mental. Solo eso. Si lograba

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dominar mi cerebro, la intensaquemazón desaparecería. Seguro.

Observé cómo Léane comenzaba arecoger los libros para empezar aguardarlos, después, en su mochila rosa.Volví a fijar la vista en el dedomeñique, la imagen que ofrecía era cadavez más desagradable y grotesca; elcolor rojo se acentuaba más ycontinuaba ladeado en una posiciónantinatural. Quise moverlo, pero noestaba seguro de qué pasaría si lohiciese y las palabras de Léaneinterrumpieron mis intenciones.

―¡Ni se te ocurra moverlo!―exclamó. Tras colgarse la mochila alhombro, se inclinó hacia mí y acunó mirostro entre sus manos, dejándome

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totalmente desconcertado. No ya por elgesto en sí, sino por su mirada cálida ypreocupada. Sacudí la cabeza,rompiendo el extraño momento, y melevanté.

―Quédate aquí estudiando―suspiré hondo y me palmeé el bolsillodel pantalón vaquero, cerciorándome deque llevaba las llaves del coche―. Noes nada importante, me acercaré en unmomento al hospital y, si quieres, terecojo cuando vuelva.

―¿Te has vuelto loco? ¡Voycontigo!

Asió mi brazo con decisión ycomenzó a caminar hacia las escaleraspara bajar a la primera planta. El dedocomenzaba a dolerme lo suficiente como

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para no intentar siquiera detenerla.Cuando montamos en el coche, loobservé con más detenimiento y apreciéla hinchazón que casi duplicaba eltamaño del meñique.

Adam llamó justo antes de queintentase arrancar el motor. Tanto élcomo Lissa acababan de levantarse y sepreguntaban si nos apetecería ir adesayunar a Mandey, una conocidazumería del centro especializada enrefrescos de todos los saboresimaginables. Denegué la oferta, trasexplicarle lo que había sucedido. Detodos modos, era un incordio quesiempre intentasen hacer planes connosotros, como si fuésemos pareja;llevaban semanas insistiendo y, hasta el

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momento, habíamos rehusado todo tipode variadas propuestas.

―¿Crees que podrás conducir?―preguntó Léane dubitativa cuandocolgué.

―¿Existe otra alternativa?―Sí. Un taxi, quizá.―¿Hasta Romford? ―negué con la

cabeza y giré la llave con muchocuidado, intentando que nada me rozaseel dedo―. Mi hospital es privado y estáallí. No es una urgencia tan grave comopara acudir a otro.

Durante el trayecto en coche, Léanese mantuvo quieta emitiendodesesperantes suspiros de vez encuando, mirándome de reojo conpreocupación y pidiéndome en repetidas

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ocasiones que evaluase el nivel de dolorvalorándolo del uno al diez.

Y joder, era un diez, a pesar de quea Léane preferí decirle <<cinco>>.

El hospital de Romford se situabaen un extremo de la ciudad, a unosveinte minutos de distancia de laurbanización donde vivía mi familia.Unas escaleras de color blancoconducían al interior del enormeedificio. En cuanto entramos, percibí eseolor. Un olor típico de hospital, querecordaba la ausencia, la enfermedad yla miseria. Si había algo que odiaba eneste mundo con todas mis fuerzas era,sin lugar a dudas, estar en el interior deun hospital.

Me desagradaban las estancias

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blancas, sin personalidad, sin fuerza. Elaroma a desinfectante, los rostrosimpertérritos de los trabajadores delhospital que deseaban que terminase lajornada laboral para regresar a suscálidos hogares, las interminables horasen desquiciantes salas de espera…

Con Léane pisándome los talones, eintentando no mirar demasiado a mialrededor, me acerqué al mostradorprincipal y, después de que una chica metomase los datos, me pidieron queesperase en una sala cercana a que eldoctor llamase.

Emití un largo suspiro cuando medejé caer sobre la silla. Léane seacomodó a mi lado y posó una de suspequeñas manos en mi pierna; llevaba

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las uñas pintadas de un alegre colornaranja.

―¿Estás bien?―Sí ―contesté secamente.Frente a nosotros, una mujer

retorcía entre sus manos un papel, podíaapreciarse a leguas el nerviosismo quese apoderaba de ella. Tres asientos másallá, una pareja de ancianos esperabacon paciencia su turno; el hombreportaba un elegante bastón que temblababajo el alocado pulso de su mano. Anuestra derecha, un bebé llorabadesconsolado a pesar de que su madrelo mecía con cariño mientras lesusurraba palabras de aliento. Otrastantas personas paseaban sus miradaspor la sala o permanecían quietos con la

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vista fija en el suelo. Si algo seescuchaba en la estancia era, sin duda,suspiros. Suspiros de preocupación,suspiros de nerviosismo, suspiros deimpaciencia, suspiros de pesar…

―¿Estás enfadado porque… te heroto el dedo? ―aparté la vista de todasaquellas personas anónimas y la mirécuando habló; la culpabilidad se leía ensus ojos―. Ha sido un accidente, no lohe hecho a propósito.

Intenté sonreír, a pesar de laansiedad que empezaba a sentir.Recordar la cantidad de veces que habíaestado ahí, en ese mismo hospital, en esamisma sala de espera… no eraagradable.

―¿No he vivido ya esto? Creo que

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no es la primera vez que te disculpaspor atacarme sin proponértelo. Esposible que inconscientemente quierasmatarme.

Léane emitió una dulce risa y mecogió de la mano ilesa, entrelazando susdedos entre los míos. Intenté relajarme.Imaginé que estábamos en otro lugar. EnCualquier lugar.

Hubiese sido un perfecto plan defin de semana y, todavía mejor, parapasar un día caluroso. Era un lugaridílico para el verano, para tumbarsesobre cientos ―miles, quizá― detréboles de la suerte y dejarse envolverpor el aroma a tierra húmeda, a briznasde hierba cubiertas de rocío, a vida.

―No estás enfadado conmigo

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―aseguró Léane, hablando ensusurros―. Estás mal porque estamos enun hospital y odias este lugar.

Abrí los ojos de golpe, alejándomerápidamente de aquel prado repleto detréboles y enfrentándome de nuevo a larealidad. Recé para que se callase y novolviese a tocar ese tema, tal comohabíamos acordado la noche anterior,pero cuando la miré y vi su miradasincera y repleta de ternura me dio unvuelco el corazón. Léane acababa detraspasar una puerta importante en miinterior y no estaba seguro de quereralejarla y continuar solo el resto delcamino.

―Sí.Me sorprendió mi propia respuesta.

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―Supongo que aquí es donde vienetu madre…

―Sí ―exhalé aire despacio.Sus dedos presionaron con más

fuerza los míos.―No tienes por qué aparentar que

no te importa.Me giré bruscamente hacia ella.―¿Es eso lo que piensas? ―noté

cómo se me tensaba la mandíbula―. Meimporta. No sabes cuánto. Ella y mihermana son lo más importante quetengo. Lo único que tengo, en realidad.

―¿Le has dicho eso a ellas?―inquirió.

Léane usaba un tono dulce al hablary, a pesar de lo incómodo de laconversación, su aparente preocupación

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por mí y por mi familia, de un mododesinteresado, calmaba la ira que sentíaen ese momento.

―No, pero lo saben. No esnecesario que lo diga.

―A veces, eso no es suficiente―opinó―. Que quieras a alguien noimplica que a esa persona no vaya agustarle escuchar todos los días, mañanatras mañana, lo mucho que le quieres―respiró hondo y apartó su mirada demí para posarla en el frío suelo delhospital―. Decir <<te quiero>> implicapronunciar tan solo dos palabras, nocuesta nada y para la persona que loescucha puede suponer algo inmenso.

Hubo un tenso momento de silencioy, durante unos segundos, no quise

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añadir nada más. Pero, finalmente, trasbucear en sus ojos repletos de anhelo,decidí romperlo.

―Decir <<te quiero>> no implicapronunciar tan solo dos palabras.Implica mucho más. Implica pérdida einseguridad.

―Y curiosamente, tambiénencuentros y seguridad ―repuso sinapartar su mirada de mí.

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25

Léane

Nos retamos con la mirada durante

un eterno minuto que parecía no llegar asu fin. Finalmente, cuando escuchamosuna voz femenina pidiéndole a Blakeque pasase a consulta, la tensión sedisipó y ambos nos levantamos ycomenzamos a caminar hacia el lugarque nos indicó una de las enfermas, apesar de que Blake parecía conocer bienel edificio.

―Puedes esperarme aquí ―mepidió, segundos antes de que su manogirase la manivela de la consulta del

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médico.―No. Te acompaño.Ignoré la molesta mirada que me

dirigió y me colé tras él, cerrando lapuerta después de entrar. El doctor selevantó de su mesa de trabajo y saludó aBlake con afectación, tras indicarle quese sentase en la camilla. Llevaba elcabello castaño peinado con la raya allado y una larga bata blanca cubría suvestimenta. Inspeccionó con delicadezael dedo de Blake desde diferentesángulos, antes de preguntar:

―¿Cómo te lo has hecho?Advertí el disfrute de Blake ante la

cuestión y cómo la comisura de suslabios se curvaba lentamente mostrandouna sonrisa divertida. Me alivió que

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volviese a ser el de siempre.―Dejó caer sobre mi mano un

libro de varios kilos ―me señaló con lamano ilesa―. Y ya van varios asaltos,doctor.

El hombre me miró distraídamentepor encima del hombro y, tras descubrirla mueca que le hacía a Blake, sonriótambién.

―Todas las parejas discuten, perono es aconsejable lanzarse libros ―meadvirtió jocoso.

Puse los ojos en blanco.―No discutíamos. Él me estaba

haciendo… me estaba haciendo…―negué con la cabeza, incapaz decontinuar. ¿Qué iba a decir?, ¿qué meestaba haciendo… cosquillas? No

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sonaba lo suficiente amenazante comopara fracturarle un dedo a alguien―.Fue un accidente, doctor.

Quise añadir <<Y no somospareja>>, pero no creí apropiadohacerle partícipe de nuestra relaciónsentimental. O sexual. O lo quedemonios fuese.

―Bien… ―ladeó la cabeza trastocarle la zona del tendón y el dolor quele provocó pudo palparse en el rostro deBlake. Tuve ganas de gritarle que dejasede hacerle daño, y me sentítremendamente estúpida por ello― Tepondremos una tablilla y tendrás quellevar el dedo inmovilizado durante untiempo.

―Fantástico ―murmuró Blake con

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ironía―. ¿Eso significa que no podréescribir durante unas semanas?, ¿nihacer exámenes?, ¿podría hacerme unjustificante para la universidad donde sediga que estoy convaleciente?

El doctor rió a carcajadas mientrascomenzaba a sacar vendas y otrosartefactos de uno de los cajones.

―No tan rápido, chico. Puedesescribir. Tu letra no será perfecta, peroseguro que logras que sea legible.

Blake le miró con fastidio, pero nodijo nada más.

Entre muecas de dolor queintentaba disimular bastante mal, eldoctor le colocó la tablilla,inmovilizándole el dedo meñique, antesde ajustarlo todo con la venda. En

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cuanto terminó, y tras volver asolicitarle ciertos datos, le pidió quevolviese en dos semanas a su consultacon cita previa.

Respiré aliviada cuando todoterminó y salimos de la consulta.Mientras nos acercábamos hacia lapuerta de salida a paso rápido, Blake seinclinó para susurrarme al oído.

―No sé si podré ducharme conesto puesto ―dijo―. Quizá necesite tuayuda.

―Quizá necesites también unpsicólogo.

Ambos reímos. Nos colamos en lapuerta giratoria del hospital y, en cuantosalimos, el aire frío chocó contra mirostro y me revolvió el cabello. Justo en

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ese instante, mientras me apartabaalgunos mechones de pelo de la cara, metopé con la alarmada mirada de Claire.

No estaba sola. Un hombre alto,fornido y de penetrantes ojos verdes laacompañaba. Hubiese podido sercualquiera pero, el parecido era de talcalibre, que supe sin dudar que setrataba del padre de Blake.

Un silencio sepulcral se adueñó dela escena. A nuestro alrededor,numerosas personas entraban, salían delhospital y paseaban por los alrededores,pero apenas era consciente de ellas. Latensión y la ira de Blake parecíaninundarlo todo a su paso. Advertí queClaire tenía los ojos excesivamentebrillantes, como si fuese a llorar, y una

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mueca de desesperación se apoderó desu rostro cuando el padre de Blakehabló, con una voz ronca y fuerte,similar a la de su hijo.

―Blake, déjame explicarte…―Cállate ―ni siquiera alzó la voz

cuando le interrumpió. Sus afiladaspalabras implicaban tal determinaciónque su padre no intentó hablar de nuevo.Después, como si él no estuviese allísiquiera, se giró hacia su madre―. ¿Quédemonios haces con él? ¿Desde cuántoestá aquí, en Inglaterra?

Claire se llevó una mano al pecho,al principio pareció afligida, perorápidamente su rostro se tornó enfadado,casi más que el de Blake.

―Tú padre y yo somos adultos,

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nos conocemos desde que éramos niñosy, aunque te cueste aceptarlo, nos uneuna amistad ―me asombró el tonodefinido de su voz―. Se mudó aInglaterra hace meses. Si hubiesesaccedido a hablar conmigo, afrontandolos problemas, habrías estado al tanto detodo lo que está sucediendo.

El padre de Blake, que imponía unprofundo respeto vestido con un elegantetraje de chaqueta a juego con su refinadamirada, apoyó una mano en el hombrode Claire y le frotó el brazo con cariño.

―Tranquila, no te alteres, el chiconecesita un tiempo…

―Robert, ha tenido mucho tiempo―le reprochó Claire que, después,como si su enfado se disipase de

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repente, fijó la vista en el dedo de Blakey se llevó una mano al pecho―. ¿Qué teha ocurrido?

Advertí que Blake respiraba concierta dificultad y, aunque deseabafundirme entre las sombras ydesaparecer de aquel lugar con toda mialma, di un paso al frente paraacercarme más a él con la esperanza deque pudiese sentir mi proximidad y nosentirse tan solo.

―Nada ―contestó secamente―.¿Emma lo sabe?

Claire se acercó a él, con la vistatodavía fija en la mano de su hijo, peroBlake dio un paso atrás, rechazando suatención.

―¿Sabe que él está aquí?

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―repitió, de nuevo actuando como si supadre, que parecía verdaderamentedolido por su desprecio, no estuvieseallí.

―Claro que sí, Blake.Él presionó los labios formando

una fina línea antes de comenzar adescender los escalones de la puertaprincipal del hospital y abandonar ellugar sin siquiera despedirse de sufamilia. Me quedé quieta, sin saber quédebía hacer, a pesar de que en mi fuerointerno lo único que deseaba eraseguirle allá donde fuese. Inclusoaunque se equivocase. Incluso aunqueestuviese cometiendo el peor error de suvida.

La mirada de Claire se suavizó en

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cuanto sus ojos chocaron con los míos.―Robert, esta es Léane, la chica

de Blake ―me presentó.Él avanzó hasta mí y sacudió mi

mano con firmeza, provocándome unescalofrío. Si fuese mi padre, no meatrevería a enfrentarle. Parecía tanseguro de sí mismo que me sentídiminuta junto a él. Me abstuve decorregir a Claire, explicándole que yono era <<la chica>> de su hijo.

―Encantado de conocerte―sonrió, mostrándome una blancahilera de dientes―. Espero quepodamos vernos en otra ocasión. Quizáen una situación más apacible, si mi hijolo permite, ¿qué opinas?

Sonreí, algo más tranquila. Al

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parecer Blake y su padre tambiéncompartían un peculiar sentido delhumor.

―Me encantaría ―tras el saludo,me froté las manos con nerviosismosobre el pantalón vaquero―. Creo quedebería irme, Blake se preguntará dóndeestoy…

―Déjame decirte que, para sudesgracia, Blake sabe bien dónde estásahora mismo ―su sonrisa se tornótodavía más amplia y su ex mujer leregañó, dándole un sutil codazo―. Perosí, ve con él, será lo mejor.

Asentí con la cabeza, todavíacohibida, y me despedí antes de bajarlos escalones hacia la acera. Su madrese giró en el último momento y me miró

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suplicante.―Haz que entre en razón, Léane

―le tembló el labio inferior―. Y cuidade él, por favor.

Caminé enfadada dando grandes ysonoras zancadas, hasta el lugar dondehoras atrás Blake había aparcado elcoche. Esperaba que no se hubiesemarchado. No sería capaz de hacer algoasí, ¿verdad? Me di más prisa, temerosade que me hubiese abandonado en mediode Romford. No es que no confiase enél, pero no era nada tranquilizador saberque se trataba de la persona másimpredecible que había tenido el placerde conocer.

No solo estaba cabreada con

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Blake. Que lo estaba. Y mucho. Peroaparte de su reprochable actitud hacia supadre, me molestaban las últimaspalabras que Claire había dicho. <<Hazque entre en razón, Léane. Y cuida de él,por favor>> ¡Cómo si estuviese en mimano!, ¡cómo si fuese mi obligación!,¡cómo si yo pudiese hacer algo,siquiera! Blake era totalmente herméticoy, aunque al principio eso no había sidode mi agrado, me había acostumbrado asu forma de ser y, contra todopronóstico, había aprendido a valorarletal como era. Me gustaba que nocompartiese su interior a la primera decambio, que se abriese poco a poco, quesus miradas fuesen adquiriendoprogresivamente un toque diferente…

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Entendía el sufrimiento que estabacausando a su familia pero, aunqueestuviese cometiendo ciertos de errores,¿quién era yo para inmiscuirme en susasuntos?

Desgraciadamente, no era nadie. Y<<nadie>> era una palabra horrible.

Giré la última calle y,afortunadamente, comprobé que el cocheseguía donde lo habíamos dejado.Cuando me acerqué, descubrí que Blakeno estaba en el interior. Suspiré de unmodo dramático y, tapándome la caracon las manos, apoyé la espalda en ellateral del coche.

No pasó más de un minuto hastaque escuché una ronca voz a mi espalda.

―Te lo he pedido de chocolate

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―Se situó frente a mí y me tendió unbatido tamaño gigante―. Chocolate conleche ―puntualizó, mostrándome unamago de sonrisa.

Me tranquilicé al instante,correspondiendo su sonrisa y aceptandoel batido.

―Veo que tu memoria no está tanmal.

―Solo para algunas cosas―depositó un fugaz beso en mi mejilla,dejándome desconcertada, antes de abrirla puerta del copiloto y sujetarlamientras entraba.

No hablamos durante el camino deregreso. Agradecí el silencio entrenosotros. No era un silencio incómodo.Tan solo eso, silencio, sin más. Disfruté

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del batido mientras miraba distraída elpaisaje por la ventanilla.

―¿Puedes creerlo…? ―me girésobresaltada cuando escuché su voz.Blake negó, moviendo la cabeza de unlado a otro, sin apartar la vista de lacarretera―. Mi padre lleva meses enInglaterra y tanto mi madre como mihermana lo sabían ―chasqueó lalengua―. No puede ser cierto. Tieneque ser una jodida broma.

No dije nada y, pasados unossegundos de silencio, él continuóhablando.

―¿Y por qué está aquí?, ¿quécojones hace en Romford? ―golpeó elvolante con la palma de la mano ydespués me miró de lado―. ¿Qué

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opinas, Léane?Entreabrí los labios, sin saber

demasiado bien qué responder; estabademasiado sorprendida por su reacción,por el hecho de que me preguntase miopinión sobre la situación.

―Es obvio que está aquí por tumadre. Creo que ella le importa deverdad. Quizá no como pareja pero…tienen hijos en común, se conocen desdehace muchos años y Claire necesita unapoyo ―solté todo el aire que estabaconteniendo―. ¿Por qué te niegas aescuchar lo que tenga que decirte tupadre? No pierdes nada.

―Pierdo mi orgullo ―siseó entredientes.

―El orgullo está sobrevalorado

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―puntualicé―. Hay otras cosas muchomás importantes.

Blake asintió con la cabeza sinmirarme y no volvió a decir nadadurante el resto del viaje. Me dejó en laresidencia, ya que debía adelantarvarios trabajos tras la fallida mañana deestudio y, antes de que su coche sealejase por la calle principal delcampus, me despidió con un corto besoen los labios.

Cuando subí a la habitación, meencontré con Lissa y Rachel, que estabanpintándose las uñas. Emitiendo unsuspiro de cansancio, me cambié deropa para ponerme cómoda y me dejécaer sobre la cama de Lissa, a su lado.

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Alcé la cabeza para observar cómoRachel le realizaba la manicura.

―¿Qué es eso de que le has roto eldedo a Blake? ―preguntó Lissa,frunciendo el ceño y mordisqueando unabarrita de chocolate con avellanas―.¿Es una excusa para no salir nunca connosotros?

―¡Claro que no! Es verídico, peroha sido sin querer ―sonreí, desenrosquéel tapón un pintauñas marrón quellevaba siglos sin usar y olí el horriblearoma que desprendía―. Uhg, quédesastre―volví a ponerle el tapón y lolancé a la papelera.

―Jo, me gustaba ese color.Rachel miró nostálgica la papelera,

meditando si debía volver a coger el

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pintauñas.―Estaba casi seco. Pero iré esta

semana a comprar algunos, acompáñamesi quieres, la mejor tienda es la delcentro ―abracé la almohada con fuerzay sonreí―. Interminables hileras depintauñas de todos los colores. Elparaíso.

Lissa revolvió la multitud depotingues que guardaba en el neceser,escogió un bote de crema hidratante y loestrujó hasta que la palma de su mano sellenó de la cremosa sustanciablanquecina. Sin antes preguntarnos,esparció un poco tanto por la cara deRachel como por la mía.

―Tenéis la piel seca ―explicó,encogiéndose de hombros mientras ella

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misma se masajeaba el rostro cubiertode crema―. Por cierto, Léane, estamañana mi madre me ha propuesto queAdam vaya a casa en verano, duranteuna semana.

―¿A casa… Francia?―tartamudeé sorprendida.

―Sí ―emitió un largo suspiro―.Papá quiere cerciorarse de que no es unasesino en serie en potencia. Ha dicho,palabras textuales: <<Nunca sabes sipuedes estar durmiendo con elenemigo>>. Entonces, por supuesto, lehe contestado que yo jamás he dormidocon Adam.

Las tres reímos al unísono.―Claro, estáis siempre demasiado

ocupados haciendo otras cosas como

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para dormir ―añadió Rachel.―Exacto, pero eso he preferido

omitírselo. Mi padre ha cumplido ya loscincuenta y tres años y no me gustaríaque sufriese un infarto. Lo hago por subien. Algún día me lo agradecerá.

Terminé de extenderme la cremapor el rostro, sin poder dejar de reír.Imaginar al señor Leveque sabiendo quesu hija dormía ―entre otras muchascosas― con un chico, era tanpreocupante como si un meteoritoamenazase con destruir la tierra esamisma noche.

―¿Y se lo has comentado a Adam?―preguntó Rachel.

―Sí ―sonrió satisfecha―. Haaceptado. Es más, está encantado.

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―¡Genial! ―exclamé, realmenteemocionada por lo bien que parecía irsu relación.

Agarré la bolsa de caramelos y mequité las zapatillas para tumbarmecompletamente sobre la cama. Cuandofui a coger una bolita y advertí que ya noquedaba ninguna de color rojo, sonreícomo una tonta recordando a Blake.

―¡Por cierto! ―Lissa me dio unsuave manotazo en el brazo―. ¿Por quéno invitas a Blake? Sería genial quetambién pudiese venir en verano. Y a tuspadres les encantaría. Serían todoamabilidad y cariño hacia él, no comolos míos, que seguro que intentan matara Adam mientras duerme o le envenenanla comida.

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Puse los ojos en blanco.―Porque no es mi novio. No

somos nada. Ya lo sabes ―insistí,cansada de hablar del mismo tema unavez tras otra.

Rachel me miró dubitativa.―Lleváis más de un mes

comportándoos como cualquier otrapareja ―se quitó una goma del pelo dela muñeca y comenzó a recogerse ellargo cabello castaño―. Además, estáistodos los días juntos, sois inclusoempalagosos.

―Sí, ¡Rachel tiene razón! ―Lissase cruzó de brazos―. Sé que alprincipio pensábamos que Blake eraimbécil, pero creo que le gustas deverdad, Léane.

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Arrugué la nariz, molesta.No es que no me gustase lo que

estaban diciendo. Es más, a menudo meencontraba a mí misma fantaseando conla idea de que éramos novios, peroBlake era imprevisible y no estabadispuesta a crearme falsas esperanzas.

Había comenzado esa especie derelación con él con la certeza de que porfin podía ser yo misma, sinpreocupaciones, sin pensar en cadamomento qué decir o qué omitir, sinsentir que debía dar una imagendeterminada. Simplemente Léane, sinadornos ni florituras.

Pero también me había encontradocon <<simplemente Blake>> y lo peorera que, contra todo pronóstico, me

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gustaba.Nos reíamos juntos sin parar, lo

pasábamos bien a todas horas. Meencantaba hablar con él, de cualquiercosa, fuese lo que fuese; el sonido roncode su voz me relajaba y, por suerte,siempre teníamos algo que decirnos. Yademás, era agradablemente impulsivo,me sorprendía en todo momento, lograbaque me sintiese segura de mí mismacuando estaba a su lado y la idea de quenuestra relación pudiese tener un final,provocaba que me temblase el corazón.

No, no quería planteármelosiquiera. Era mejor vivir y disfrutar delpresente.

―Por lo que veo, te estásvolviendo tan imbécil como él. Ahora sí

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que estáis hechos el uno para el otro―farfulló Lissa y después chasqueó losdedos frente a mi rostro―. ¡Léane,despierta! ¿En qué estás pensando?

―Seguramente en Blake a lomosde un caballo blanco, sin camisa,diciéndole <<Léane, cásate conmigo.Tengamos ocho hijos. Hazme el hombremás feliz del mundo>> ―bromeóRachel.

Tanto ella como Lissa rieron acarcajadas, especialmente cuando fruncíel ceño y emití un suspiro exasperado.Mientras seguían divirtiéndose a micosta, tiradas sobre la cama, me levantéy cogí una toalla del armario.

―Bien, reíros todo lo que queráis,pero no tiene ninguna gracia

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―puntualicé―. Me voy a la ducha.Podéis seguir con vuestras tonterías;tengo muchas cosas que hacer, comoestudiar y preparar el reportaje delviernes.

Me encaminé hacia la ducha dandograndes zancadas, para que advirtiesenlo enfadada que estaba. Sin embargo,cuando cerré la puerta del servicio ypuse el pestillo, permití que unapequeña sonrisa se adueñase de mislabios.

Cogí el móvil para poner algo demúsica y descubrí que acababa dellegarme otro mensaje de mi padre.

<<Aprendemos a amar no cuandoencontramos a la persona perfecta, sinocuando llegamos a ver de manera

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perfecta a una persona imperfecta>>Sam Keen.

Dejé de respirar durante unosinstantes. Me senté en el suelo del baño,con el móvil en las manos, y finalmentemarqué el número de casa.

―Hola, cariño ―respondió mimadre―. ¿Qué tal ha ido el día?

―Bien ―cerré los ojos confuerza―. Solo quería decíos que osquiero. A los dos. Os quiero mucho.

―Nosotros también te queremos,Léane ―aseguró con voz dulce―. Perocielo, ¿te ocurre algo? Sea lo que sea,sabes que puedes contármelo.

Curve los labios con una pequeñasonrisa.

―No, mamá. Todo va bien

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―respiré hondo―. Solo… creo que noos lo digo lo suficiente. Y si algún día,no sé, os pasase algo a vosotros o amí… me gustaría que supieseis lo muchoque os quiero.

―No sabes cuánto me alegra oíreso pero, cariño, me estás asustando.

Reí, sintiéndome más tranquila.―No te preocupes, tan solo tengo

un día nostálgico. Os echo de menos.Hubo un silencio en la línea antes

de que escuchase un sollozo.―¿Estás llorando, mamá?―Sí, hoy ha sido un día inspirador

y, ya sabes, las emociones se me ponena flor de piel ―rió nerviosa―.Nosotros también te echamos de menos,Léane. Y te queremos más que a nada en

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este mundo.

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26

Blake

Miré el reloj que colgaba de la

pared blanca de la cocina.Eran las seis en punto.Exactamente la hora a la que

empezaban los reportajes en directo. Laúnica nota discordante, en una situaciónaparentemente normal, era que no estabaen el centro de la ciudad junto a losotros tres participantes, sino en lacocina de casa. Y a pesar de que tenía elordenador enfrente, descansando sobrela mesa, era incapaz de abrirlo.Tampoco me hacía falta ver el reportaje

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de Léane para saber que se clasificaríapara la fase final. Cualquier persona condos dedos de frente podía prever algoasí.

Suspiré, manteniendo la mirada fijaen la ventana de la cocina y observandocómo la fina cortina grisácea sebalanceaba al compás del viento;producía un movimiento hipnótico.

No estaba realmente seguro de porqué razón el lunes, a primera hora de lamañana, había contactado con laorganización del concurso para explicartranquilamente que no me interesabaseguir participando.

Hecho. Me había retirado.Y contra todo pronóstico, me

importaba una mierda.

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Durante las últimas semanas milpensamientos habían inundado mi mente,pero ninguno de ellos tenía relación conel concurso. Había pensado en Emma,en Léane… e incluso en mi padre. Pero,sobre todo lo demás, había reflexionadosobre mi madre y la oscuridad que secernía a su alrededor y que yo noayudaba a disipar.

Había sido extrañamente dolorosoadvertir que ni ella ni Emma confiabanen mí. Saber que mi padre llevabameses viviendo en Inglaterra y queninguna de las dos hubiese queridodecírmelo… provocaba que meplantease qué horrible imagen tenían demí.

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Me sobresalté cuando Lissa entróen la cocina canturreando distraída.Cuando descubrió mi presencia, memiró con los ojos muy abiertos. Llevabaunos pantalones de chándal que levenían enormes, a juego con unacamiseta de Adam.

―¿Qué estás… haciendo aquí?―frunció el ceño, confusa―. Elconcurso… Acaban de terminar losreportajes. Tú, tú no…

Crucé las manos sobre la mesa yme encogí de hombros como todarespuesta. Lissa se sentó frente a mí yme escrutó con la mirada.

―¿Has abandonado el concurso?―preguntó retóricamente―. ¿Lo hashecho por Léane?

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―¡Claro que no!Me levanté molesto y cogí un

refresco de la nevera. Apoyé la caderacontra el mármol de la cocina, incapazde sentarme frente a Lissa. No tenía niuna pizca de confianza con ella comopara tener que responder a suspreguntas, ni siquiera ser la mejor amigade Léane le daba derecho a ello. Trassuspirar sonoramente, le di un trago alrefresco.

―En parte sí lo has hecho por ella―giró el torso hacia mí, sin levantarsede la silla―. Te gusta. Y te gusta deverdad, no solo para pasar el rato.

―No me interesaba el concurso,era solo un pasatiempo para matar lashoras de aburrimiento ―mentí―. El

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dinero de la beca me da igual. Además,paso de ganar y tener que estar medioverano en un plató sirviendo cafés.

Sorprendiéndome, Lissa emitió unabrusca carcajada.

La chica estaba jodidamente loca.Puse los ojos en blanco.

―¿Qué cojones te hace tantagracia? ―pregunté. Empezaba acabrearme.

―Tu actitud ―fingió que selimpiaba una lágrima inexistente a causade la risa―. Se te da genial fingir ser eltípico tío idiota al que no le preocupanada ni nadie. Es divertido ver cómointentas serlo… aunque sea todo unfracaso, claro está.

Presioné los labios con fuerza.

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Lissa siempre conseguía sacarmede mis casillas de un modo u otro.

―¿Por qué no das media vuelta yvuelves a la cama con Adam? ―siseé,furioso―. Quizá él pueda aliviar tusfrustraciones. Tendré que comentartealgunos trucos para que se esfuerce más,no pareces satisfecha.

La silla de la cocina se precipitóhacia atrás cuando Lissa se levantócomo un huracán. Me mostró una falsasonrisa.

―Bien. Si es lo que quieres, siguesiendo un imbécil ―me señaló con undedo acusador―. Pero supongo quesabrás que Léane no va a esperar toda lavida. Es más, últimamente hay unmontón de chicos interesantes que

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revolotean a su alrededor como moscas.El concurso le ha dado ciertapopularidad.

Lissa casi escupió las últimaspalabras. Cuando asimilé lo que habíadicho, sentí que se me disparaban laspulsaciones. Antes de que ella saliesede la cocina, logré hablar de nuevo,aunque las palabras salieron roncas yforzadas de mi garganta.

―¡Eh, espera!―¿Sí? ―alzó una ceja en alto,

manteniendo los brazos cruzados yarqueando la espalda para apoyarse enel marco de la puerta.

Permanecí unos instantes ensilencio, sin saber muy bien cómoformular la pregunta que tenía en la

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punta de los labios sin sonar demasiadoevidente. Finalmente, mandé a la mierdala discreción.

―¿Léane está quedando con otrostíos?

Lissa sonrió con satisfacción.―Todavía no ―dijo,

provocándome una fuerte sensación dealivio―. Pero no creo que tardedemasiado. Vas listo si crees que teesperará eternamente.

Extendí los brazos a los lados,frustrado.

―¿Y por qué iba a querer esperaralgo de mí?, ¿cómo puedes estar tansegura de que ella siente algo… algo…?

Miré embobado la pared, con laboca entreabierta, incapaz de finalizar la

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frase.―¿… siente algo por ti? ―terminó

Lissa. Para mi desgracia, parecíadivertirle tremendamente la situación―.La conozco. Soy su mejor amiga. Y adiferencia de ti, no estoy ciega.

Respiré hondo.La idea de tener algo serio con

Léane… era extrañamente tentadora.Pero también acojonaba. Mucho.―¿Hay algo más que necesites

saber para que dejes de mirar tu propioombligo durante el resto de tu vida?―preguntó con ironía―. Ciertamente,tenías razón, Adam me está esperandoen la cama para hacer cosas mucho másinteresantes que perder el tiempohablando contigo.

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La miré en silencio, sintiéndomeestúpido. Mil pensamientos inconexoszumbaban por mi mente. Tenía elcerebro entumecido, casi parecía queestuviese sufriendo resaca. Me sentíafuera de lugar, como si una naveextraterrestre acabase de depositarmesobre la faz de la tierra y no tuviesedemasiado claro qué hacer o haciadónde ir. ¿Cuál era la direccióncorrecta? Es decir, necesitaba un jodidomapa.

―¿Sabes planchar? ―preguntéfinalmente.

Lissa me miró confusa mientras serascaba la mejilla derecha.

―¿Puedes repetirme la pregunta?―¡Vamos, ya lo has oído!

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―incapaz de terminarme el refresco,volví a dejarlo dentro de la nevera―.Necesito planchar. Quizá puedasecharme una mano.

―¿Me estás pidiendo ayuda?―Supongo que sí.Lissa me miró de arriba abajo,

como si fuese una agente policial yestuviese evaluando si estaba limpio.Finalmente, tras un análisis completo,sonrió. Por primera vez desde que nosconocíamos, la sonrisa era sincera yextrañamente cálida.

―Espera aquí. Avisaré a Adam.Y sin más, salió a toda velocidad

de la cocina.Apoyé los brazos sobre el alfeizar

de la ventana y vislumbré el exterior, el

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césped ligeramente seco y el muro quemarcaba el final de la propiedad. Elcielo, completamente gris, estabacubierto de nubarrones de un peligrosocolor negruzco con pinceladas moradas.No presagiaba una tarde apacible.

Acepté que Léane había conseguidohacerse un hueco en mi vida. No sabíacómo ni cuándo había ocurrido, pero eraun hecho irrevocable y se materializabacomo la tormenta que, en apenas unashoras, provocaría que el cielo temblase.

―¿Para qué quieres planchar?La voz de Adam me sacó de mis

pensamientos.―No lo sé, son cosas mías. Pero

quiero hacerlo ―insistí.Tenía previsto ir a casa para hablar

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con Emma y mamá y, por primera vez,estaba empeñado en que ésta no meechase la bronca por no planchar eintentase alisar en vano las arrugas de laropa. Lo haría bien. Ésa era la idea queme había perseguido durante la últimasemana, tras el encontronazo en elhospital. <<Tenía que hacer las cosasbien>>.

―Vale, sacaré la plancha.―No sé si ni dónde está ―admití,

sonriendo.―Creo que la guardamos en el

cuarto de los trastos ―dijo Adam.Después bostezó y fue en su busca.

Planchar era jodidamente difícil.Ahora ya sabía por qué nunca lo

había intentado.

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Era un proceso lento, sofocante einútil. Sin duda, estaba sobrevalorado.

A decir verdad, ni Lissa ni Adamtenían claro cómo debía hacerse.Llevábamos casi media horaenfrascados en la tarea, leyendo elininteligible manual que habíamosencontrado en la caja y haciendodiversas pruebas con dudososresultados.

Escuché el brusco sonido de lapuerta al cerrase cuando Ryder llegó acasa. Entró en la cocina, lanzó lachaqueta volando sobre la mesa sinningún tipo de preocupación y nos miróa los tres con el ceño fruncido.

―¿Qué cojones estáis haciendo,tíos?

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―No me considero propiamente untío ―se quejó Lissa.

Ryder la ignoró y avanzó hacianosotros. Le dio un pequeño empujón aAdam para apartarlo de la tabla demadera y a mí me arrebató la plancha delas manos.

―No tenéis ni idea ―tocó algunosbotones del artefacto, abrió una tapa y seacercó al grifo para llenar uncompartimento de agua. Después, señalóla tabla de planchar donde estaba micamiseta―. Para empezar, la ropa seestira.

Con manos ágiles, colocóadecuadamente la camiseta sobre lamullida superficie.

―En segundo lugar, si la ropa está

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llena de arrugas como es el caso, hayque ayudarse del vapor de agua. Así esmás fácil planchar ―añadió,presionando un botón y consiguiendoque una nube caliente de humo y aguasaliese de la plancha―. Y en tercerlugar, no dejes demasiado tiempo laplancha sobre el mismo lugar o la ropase quemará. Las costuras, los cuellos ylos bordes se hacen por separado y concuidado.

Rápidamente, planchó la camisetahasta dejarla impecable. Después,dejando el aparato a un lado en posiciónvertical, dobló la camiseta con unamaestría propia de un jodidodependiente de ropa que hiciese aquellodurante ocho horas al día.

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Los tres nos habíamos quedadomudos.

Estaba seguro de que ningunohubiésemos apostado ni un solo céntimoa que el pirado de Ryder sabía haceralgo semejante.

―¿Quién demonios te haenseñado…? ―comencé a preguntar.

Ryder se sentó sobre la mesa de lacocina y se encendió un cigarro conparsimonia.

―Mi abuela ―contestósecamente―. ¡Y joder, Blake, tendríasque ver cómo lo hace ella! Es la reinade las tareas del hogar.

Alzó las manos en alto ymanteniendo el cigarrillo firmementeapretado entre sus labios, se estiró,

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haciendo crujir su espalda.―¿Y por qué nunca haces nada de

todo esto? ―preguntó Lissa, todavíaincrédula―. Eres desordenado y en mivida te he visto llevar nada planchado.

―Que sepa hacerlo no significaque quiera hacerlo ―le sonrió burlón―.Por cierto, esta noche Jack celebra sucumpleaños, ¡va a ser cojonudo!, ¿quiénse apunta?

―Ni siquiera sé quién es Jack―Lissa bufó―. Y hacen Pretty Womanen la televisión.

―¿Y a quién le importa ver cómouna puta se acuesta con un viejo rico?¡Vamos, venid, no seáis muermos!

Llamaron a la puerta y Adam fue aabrir.

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Hasta a mí me impresionaba ellenguaje de Ryder. Sin duda, siempredecía lo primero que se le pasaba por lacabeza. Eso también tenía su partepositiva, ya que no conocía a nadie mássincero que él. Le palmeé la espalda concariño.

―Seguramente cenaré en casa conla familia y llegaré tarde.

―¡Da igual, ven cuando acabes!―Otro día, quizá ―suspiré.Ryder se levantó con cara de

fastidio.―Joder, ¡os he enseñado a

planchar! Me debéis una ―se quejó―,¿por qué ya nadie quiere salir adivertirse un rato?

―Yo sí que quiero ―contestó una

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voz dulce a mi espalda.Me giré y los ojos de Léane

chocaron con los míos. Tenía loshombros en tensión, pero aun así sonreíay era difícil advertir a simple vista loenfadada que estaba. Desgraciadamente,a esas alturas conocía tan bien cada unode sus gestos, que podría haberme dadocuenta a varios kilómetros de distanciadel cabreo que se adueñaba de ella.Estaba a punto de estallar. Era como unabomba atómica en manos de un niño dedos años.

Ryder le sonrió.―Vale, perfecto pues ―me

miró―. ¿A qué hora crees que terminarála cena y podréis venir?

Frustrado, iba a aceptar la

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invitación, cuando Léane me interrumpióantes siquiera de que pudiese pronunciaruna sola palabra.

―Yo no he dicho que vaya a ir conél ―puntualizó―. Y según heescuchado al entrar, no tiene pensadoacudir. Así que, Ryder, ¿dónde es lafiesta y a qué hora empieza?

La tensión en la cocina empezaba apalparse. Lissa miró dubitativa a suamiga y finalmente arrastró a Adamfuera de allí, dejándonos a los tressolos. Nos retamos con la mirada,mientras Ryder parecía preso de laconfusión.

―¿Podemos hablar unos minutos asolas? ―le pregunté a Léane, intentandosonar indulgente.

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―Sí, aunque no tengo muchotiempo ―farfulló, al tiempo quecomenzaba a caminar hacia el comedory se limpiaba una uña sin mucho interés.

Cuando estuvimos a solas, la cogídel brazo pero ella se zafó rápidamente.

―¿ Qué estás haciendo?―hablé en susurros.

―No, esa no es la preguntacorrecta ―matizó― La cuestiónadecuada es: ¿por qué he sido la últimapersona en enterarse de que habíasabandonado el concurso? Gael me hadicho que los organizadores se lodijeron el lunes, ¿cómo es posible quehayamos quedado todos los días de estasemana y hayas sido incapaz de decirmelo que habías hecho?

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Me llevé una mano a la cabeza,sacudiéndome el pelo.

―No lo sé, no creí que fuese algoimportante ―contesté y luego me sentíirritado al rememorar la conversaciónque había mantenido con Lissa en lacocina―. ¿Y cuándo pensabas decirmetú que tenías pensado salir con otrostíos? Tenemos un trato, supongo quedebería estar al tanto de cuándo termina.

―¿De qué estás hablando?―Joder ―me controlé para no

alzar la voz―. Sé que hay varios quevan detrás de ti y que no piensas esperartoda la vida para pasar al siguiente o nosé qué mierda, ¿qué opinas tú de eso?,¿pensabas decírmelo?

Léane negó con la cabeza,

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manteniendo la boca entreabierta,haciéndose la sorprendida. Era rastrerocómo estaba distorsionando laconversación que había mantenido conLissa pero me molestaba que ellahubiese puesto fecha de caducidad a lonuestro cuando, por mi parte, ni siquierame lo había planteado. Cerré los ojoscon fuerza durante unos instantes. Eracomo un jodido ultimátum. Y no, no megustaba la idea de que nadie mepresionase.

―Te repito que no sé de qué estáshablando o qué te habrás fumado estatarde ―dijo, casi gritando y respirandoentrecortadamente―. Pero me molestaque no confíes en mí. Jamás me cuentasnada, ni siquiera como haría un simple

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amigo, ¿es tanto pedir?, ¿es que no teimporto absolutamente nada?

Nos miramos fijamente, ensilencio, durante un eterno minuto.

―¿Piensas ir de fiesta esta nochecon Ryder?

Léane me fulminó con la mirada, apesar de que tenía los ojos ligeramentebrillantes, como si estuviese a punto dellorar.

―Sí, me apetece divertirme. Talvez hasta conozca a alguien a quien deverdad le importe ―respondió confirmeza―, ¿por qué?, ¿acaso te molesta?

―No ―respondí, perdiendo elcontrol―, me trae sin cuidado. Por mí,como si no vuelves nunca por aquí.

Con el corazón latiéndome

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desbocado, di media vuelta y salí decasa dando un sonoro portazo. Y sinsaber por qué, empecé a correr.

Corrí a toda velocidad por lascalles de la ciudad, sin parar, sin miraratrás.

A cada paso que daba, dejaba atrástodos los problemas que parecíanperseguirme. No me importó el sudorque comenzaba a escurrirse por mifrente, ni la sensación de asfixia, ni elescozor de la garganta o el hecho de quese me hubiesen disparado laspulsaciones. Solo quería seguircorriendo. Nada más.

No sé cuánto tiempo estuvecorriendo, pero cuando advertí que nopodría huir de los problemas, frené en

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seco. No podía librarme. Era imposible.Principalmente, porque acababa dedescubrir que yo era el problema delque estaba intentando huir. Y da igual lorápido que seas, es jodidamente difícilescapar de uno mismo.

Me incliné, hasta apoyar las manosen las piernas, e intenté respirar connormalidad. El corazón me latíaacelerado, como si fuese a salírseme delpecho de un momento a otro. Me sequéel sudor de la frente con la manga de lacamiseta y permanecí quieto hasta quelogré tranquilizarme.

Yo era el maldito problema.De todo. De absolutamente todo.El último comentario de Léane me

había afectado tanto que todavía me

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preguntaba cómo unas simples palabraspodían doler de un modo semejante.Después, preso del pánico, me habíacomportado como el imbécil que era. Yde nuevo, huir había sido mi opciónnúmero uno.

<<Por mí, como si no vuelvesnunca por aquí>>.

Suspiré, consciente de que si novolvía, tendría que ir a buscarla. Estarsin Léane había dejado de ser unaopción posible. Ya no quería correr endirección contraria. Quería correr conella a mi lado, al compás de sus pasos.Y no importaba cuántos rodeosdiésemos o cuántas piedrasencontrásemos en el camino, siempre ycuando lo hiciésemos juntos.

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Cuando regresé a casa, comprobé

que Léane se había marchado. Subí lasescaleras a trompicones e irrumpí en lahabitación de Ryder. Dejó de rebuscaren su armario y se giró, mirándomecohibido.

―No la pagues conmigo, Blake.Era lo que realmente quería hacer:

desahogarme contra él. Me contuve yrespiré hondo antes de hablar.

―¿Habéis quedado al final?―Sí. La fiesta es en Oceans

―dijo, y recordé la primera noche quela había visto allí, tras el casting delconcurso―. Le he dicho que larecogería en la residencia, pensé que noquerrías que fuese sola.

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―¿Con la moto? ―presioné loslabios con fuerza.

―¿Cómo quieres que lo haga sino?

Saqué mis llaves del pantalónvaquero y se las lancé.

―Llévala en coche. Dame tusllaves, cogeré la moto para ir a casa―le pedí, extendiendo la mano haciaél―. Y conduce con cuidado.

―Oye, no te preocupes, solovamos a salir un rato por ahí―poniendo los ojos en blanco, me diolas llaves de la moto―. Puedes estartranquilo. Cuidaré de ella.

Clavé mi mirada en él.―Ya sabes cómo son Jack y esos

idiotas. No dejes que se acerquen a ella

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―le exigí―. Iré allí en cuento terminede cenar.

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27

Léane

Me contuve por no llorar delante

de todo el mundo mientras regresaba enautobús hacia la residencia. El vibranteruido del enorme vehículo, acallaba mispensamientos. Me froté los ojos,procurando mantenerme serena.

Todo había terminado. Todo.Jamás había visto que el verde de

sus ojos se tornase tan intenso comocuando dijo que no volviese. Y a pesarde que le había provocado antes dellegar a ese fatídico final, seguíasintiéndome cabreada porque tenía

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buenas razones por las que estarlo.Me había sentido ridícula en el

centro, cuando tras ver que Blake nollegaba le había preguntado a Gael quéocurría. Él había cancelado suparticipación en el concurso el lunes.Hacía cuatro días. De los cuales, dos deellos, había dormido en su cama, a sulado. Y no había sido capaz dedecírmelo.

Ya ni siquiera quería que fuésemosuna pareja normal, como todas lasdemás; me hubiese conformado con queme tratase como a una simple amiga.Pero ni a eso llegaba. Cada cosa quehabía descubierto de Blake, había sidopor pura casualidad, no porque élquisiese compartirlo conmigo.

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Supe que debería haber puesto fin aesa situación mucho antes.

Antes de que su rostro mepersiguiese durante veinticuatro horas aldía. Antes de que me importase tanto.Antes de que sus palabras empezasen allenarme por dentro. Antes de que supresencia se me antojase irremplazable.Antes de todo eso.

Cuando llegué a la habitación de laresidencia, Rachel estaba tumbada en sucama mirando el ordenador portátil.

―Todavía no han dado losresultados ―me dijo, refiriéndose alconcurso―, pero has estado estupenda.

―Gracias. Imagino que tardarán unpoco en anunciar los finalistas.

Me quité la chaqueta roja y la

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guardé con cuidado en el armario.Rachel parecía evaluar cada uno de mismovimientos. Se mordió el labioinferior antes de hablar.

―No me dijiste que Blake habíadejado el concurso.

―Porque no lo sabía ―contestésecamente.

―¿Estás bien, Léane?―Sí ―suspiré hondo, dispuesta a

no derrumbarme―. ¿Quieres queveamos una película?

Rachel se hizo a un lado en la camapara dejarme espacio. Me quité laszapatillas antes de sentarme a su lado.Sin mediar palabra, metió el disco de<<El diario de Noa>> en el reproductory contemplamos con cierta envidia el

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maravilloso romance que sedesarrollaba ante nuestros ojos.

Ya habíamos visto más de la mitadde la película, cuando cogí mi paquetede caramelos. Observé atentamente elinterior, repleto de bolitas verdes,azules, amarillas, naranjas y marrones.No había ninguna bolita roja. Ninguna.

Recordé que Blake se los habíacomido todos la noche anterior y, poralguna estúpida razón, comencé a llorar.Y sabía que esta vez no podría parar laangustia que comenzaba en la boca delestómago y se extendía por todo micuerpo, porque ya no quedabancaramelos rojos; habían desaparecidotodos.

Rachel me abrazó en silencio y

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agradecí el contacto de su cuerpo juntoal mío. Saber que no estaba sola, fue unconsuelo.

―Tranquila, Léane ―susurró,mientras me acariciaba el pelo condelicadeza―. Sea lo que sea, searreglará.

―Ya no quedan bolitas rojas―gemí.

Dos horas después, tras darme unaducha, logré tranquilizarme. Más omenos. Había dejado que el agua cayesesobre mí durante más de media hora,hasta tener la piel arrugada. Erarelajante. El golpeteo del agua calmabalas emociones.

Cuando salí de la ducha, me tomé

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mi tiempo para desenredarme el cabello,peinándolo con cuidado e intentandoreconocer el rostro que me devolvía lamirada a través del espejo. Parecíarealmente abatida. Y no me gustabaverme de nuevo en ese estado. Siempreacababa quemándome; por mucho queintentase evitar situaciones dolorosas, alfinal caía en ellas.

La puerta del servicio se abrió degolpe y Rachel entró dando saltitos yaplaudiendo animada.

―¡Estás clasificada, Léane!,¡acaban de salir los resultados!

Acepté su enorme abrazo y sualegría me contagió lo suficiente comopara que acabase sonriendo. Eraimportante. El concurso era importante,

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debía seguir recordándomelo a mímisma. Realmente necesitaba esa beca.

―¿Quién es el otro finalista?―Mark ―posó sus manos en los

hombros―. Pero no te preocupes, estoysegura de que la semana que viene serásla justa vencedora. ¡Qué bien! ¿No estáscontenta?

―¡Sí, claro que sí!Asentí con la cabeza y me escurrí

el cabello mojado en el lavabo.―Es más, estoy tan contenta que

esta noche pienso salir ―dije―. ¿Teapuntas?

Rachel mostró una pequeñasonrisa.

―Me encantaría, pero no puedo―su rostro se tornó misterioso―.

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Tengo una cita.―¿Y quién es el afortunado?―Alec ―suspiró risueña.―¿El chico de literatura que

siempre lleva unos auriculares rojos?―Sí, ese chico.A pesar de que tan solo deseaba

decirle <<Aléjate de él y de todos losdemás hombres del planeta tierra>>, memordí la lengua y sonreí másampliamente. No era justo quecontagiase mi frustración a Rachel, notodas tenían tan mala suerte como yo.Lissa era un claro ejemplo de ello.

―¡Es genial! ―exclamé,intentando no sonar forzada―. Deja queescarbemos juntas tu armario. Vas aestar impresionante. Quiero que cuando

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te vea, olvide hasta su propio nombre.Rachel rió como una chiquilla.Pasar la tarde viendo como Rachel

se probaba diferentes modelos ydesfilaba por la habitación, logró quepudiese apartar todo lo que sentía a unlado. Ella estaba realmente espléndida yno dejaba de tararear canciones deDavid Bowie.

Lissa me envió un mensaje de texto,pidiéndome que fuese a cenar con ella yAdam a una conocida hamburguesería,pero denegué la oferta.

Al principio, cuando Ryder habíapreguntado si alguien quería salir con élde fiesta, solo había aceptado lapetición por molestar a Blake, ya que élno pensaba hacerlo y no tenía intención

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de que pasásemos ni una sola noche másjuntos, cobijados en su habitación,teniendo en cuenta que no había ningúnnexo de confianza o unión entrenosotros, tal como él se empeñaba endemostrarme constantemente.

Al final el reportaje, había cogidodirectamente el autobús hacia su casa,dispuesta a pedirle explicaciones. Eraconsciente de que no hubiese servidopara nada. Es imposible abrir una cajafuerte si nadie te da la clave, a menosque lo hagas a la fuerza. Blake era unacaja fuerte con una seguridadenvidiable. Y no, no tenía la clave. Élno quería dármela.

Cuando Rachel se marchó a su cita,

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bajé al comedor de la residencia y cenéen silencio, sola, sentada en una mesaapartada e intentando olvidar loscaramelos rojos que ya no tenía y laimagen de Blake.

Curiosamente, el repetitivo einsípido puré de patatas me supo muchopeor que otras veces. A mi alrededor,los estudiantes reían y hablaban casi agritos, pero estaba tan ensimismadaperdida en mis propios pensamientosque apenas era consciente de que elmundo continuaba su firme paso haciadelante, impasible ante los sucesos quea mí me hacían retroceder de nuevo.

Parecía moverme por pura inerciacuando subí de nuevo a la habitación yme puse un vestido azul de un solo

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tirante, con un fruncido a la altura de lacintura. Como las noches seguían siendofrías, me cobijé bajo un abrigo a mediaaltura de color blanco.

Me sentí extrañamente nerviosamientras esperaba en la esquina máscercana a la puerta principal de launiversidad, pero me relajé en cuantodistinguí a Ryder en la acera de enfrente,alzando una mano en alto.

Había venido en el coche de Blake.Un intenso deseo de verle de nuevo

me sobrecogió y, mientras cruzaba lacalle, escudriñé el interior del vehículo,pero tan solo estaba Ryder.

Me sonrió cuando monté en elasiento del copiloto. Llevaba el cabellorubio despeinado, pero de un modo

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previamente planificado y sus ojosazules eran tan claros que se apreciabael color a pesar de la oscuridad. Nosinvadió un silencio incómodo cuando seincorporó a la carretera.

―¿Por qué te ha dejado Blake elcoche?

Ryder no apartó la vista de lacarretera cuando contestó.

―No quería que te llevase en lamoto. Puede ser más peligroso, supongo.

―¿Ahora finge que le preocupo?No pude terminar de chasquear los

dedos porque el coche frenó de golpe yme sujeté a la manija de la puerta. Ryderbajó la ventanilla y agitó una mano en elaire, mirando al otro conductor quehabía estado a punto de saltarse un stop.

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―¡Eh, gilipollas! ¡Estásjodidamente ciego, imbécil de mierda!

Cuando retomamos el camino, nopude evitar reír.

―No sabía que fueses capaz depronunciar tantos insultos en una solafrase.

―Es un don ―Ryder sonrióanimado―. Pero, sobre lo queestábamos hablando antes, sí, Blake síque se preocupa por ti. Siempre lo hahecho.

Bufé, molesta.―Oye, Ryder, tan solo quiero

pasarlo bien. Quizá bailar o escucharalgún chiste estúpido. No hace falta queintentes convencerme de lo fantásticoque es Blake. Entiendo que es tu amigo.

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―Yo solo digo la verdad. Es loque pienso. Lo has cazado. ―aseguró―.Pero tienes razón, va siendo hora depasar un buen rato. Olvida todo lo quesabes sobre esas tristes reuniones entreamigos que tú llamas <<fiestas>>, estanoche aprenderás del maestro.

Y dicho aquello, encendió la radioy subió el volumen al máximo.

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28

Blake

―No sabes cuánto me alegro de

que hayas entrado en razón ―me susurrómi madre al oído, sin dejar deabrazarme con fuerza―. Te necesito,Blake. Necesito que estés a mi lado.

―Lo sé. Y lo siento, mamá ―noté,por primera vez en mucho tiempo, queme escocían los ojos―. Lo sientomuchísimo.

Un nudo comenzó a formarse en migarganta, al tiempo que me daba unvuelco el estómago. Era sobrecogedor.No recordaba haber notado

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anteriormente una sensación semejanteen el interior del pecho. El corazón melatía a trompicones y todo parecía tanintenso… como si el mundo fuese aextinguirse en ese mismo instante.

Tiempo atrás, me había preguntadoqué se sentía al llorar. Ahora podíadecir que era extraño, sumamenteextraño, como si las emociones seprecipitasen fuera de uno mismo,desbordándome, vaciándome por dentro.

Antes de que pudiese derramar unasola lágrima, mi madre extendió susdedos suavemente por la comisura demis ojos y le agradecí el gesto ensilencio.

―No debería ser así ―alcé lamano, sintiéndome torpe e inseguro, y la

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deslicé por su cabeza, apreciando elsuave tacto del vello que quedaba―. Noquiero que te marches. Tú no.

―Blake, todos nos vamos algúndía, antes o después ―me sonrió condulzura―. He disfrutado de una vidaperfecta que no cambiaría por nada delmundo. Tengo dos hijos increíbles. Tupadre me hizo feliz durante muchosaños, a pesar de sus errores. Misamigas, las pocas que lo son de verdad,han estado a mi lado en todo momento.Y me labré un futuro en algo que meapasionaba, cada día iba al trabajo conuna enorme sonrisa. ¿Qué más hubiesepodido desear?

―Vivir ―respondí, todavíaenfadado con el mundo.

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―Ya he vivido, Blake ―acogió mimano entre las suyas―. Algunaspersonas fallecen a los noventa años sintener la mitad de cosas que Dios me hadado a mí.

Me dije que si Dios realmenteexistiese, ella no estaría contando losdías que le quedaban. Según me habíaexplicado detalladamente, así como enotras recaídas los médicos habían vistoposibilidades, en esa ocasión inclusohabían interrumpido el tratamiento.Desde hacía unas semanas, tan solo leproporcionaban calmantes para el dolor.

―La semana que viene haremos lasgestiones que están pendientes―murmuré, y aparte los ojos de ella,incapaz de mirarla más tiempo.

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―Gracias, Blake ―me besó lamejilla―. Pero no hablemos más deltema. Quiero saberlo todo de ti.Cuéntame, ¿cómo está Léane?, ¿vendrápronto? El martes compré harina, parahacer las galletas de mantequilla que leprometí.

―Mamá…Mi mirada suplicante, pidiéndole

que dejase a un lado esa conversación,provocó que se llevase una mano alpecho y frunciese el ceño.

―¿ Qué has hecho ahora,hijo?

―Nada ―me llevé los dedos alpuente de la nariz, cerré los ojos ypresioné con fuerza―. No he hechoabsolutamente nada, de verdad.

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Mi madre ladeó la cabeza,mirándome incrédula.

―¡Está bien! ―respiré hondo―.Nos dijimos cosas poco agradables. Notiene importancia.

―¿Y tuvo que ver con el hecho deque abandonases el concurso?

―No, ocurrió después ―aclaré, apesar de que sí había sido eldesencadenante principal de ladiscusión.

―¿Lo has dejado por ella?―Lo he hecho por ti, mamá

―negué con la cabeza―. Es estúpidoque pierda el tiempo en algo así, cuandotú me necesitas. He sido un idiota.

―No eres idiota, Blake. Novuelvas a decir eso ―exigió, alzando

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levemente un dedo en alto―. Pero pormucho que digas, sé que también lo hashecho por esa chica. Solo me falta saberpor qué.

Me crucé de brazos, molesto,recostándome contra el respaldo delsofá y estirando las piernas hasta casitocar la mesita del centro.

―Necesita esa beca, según tengoentendido ―mascullé―. Creo que es laprimera vez que hago algo desinteresadoy solo he conseguido joderlo todo.

―Blake, no digas palabrotas ―meriñó, como si todavía fuese un niñopequeño, e intenté no reír―.Cuéntamelo todo. Quiero saber qué teocurre, no me gusta verte mal. Quizápueda ayudarte.

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Dudé durante unos instantes pero,cuando abrí la boca, no pude parar.

Y era extraño estar hablando conmi madre como lo hacía años atrás,abriéndome, permitiéndole entrar en mivida sin mantener un sinfín de puertascerradas.

Le conté el problema que tenía conlos caramelos rojos, lo electrizante queera discutir con ella al principio, lalucha de papel y agua que tuvimos en ellavabo del restaurante francés, la nocheque se quedó en casa tras el engaño deNathan, lo frustrante que fue que merobase las llaves, la sensación detranquilidad que sentía cuando ellaestaba a mi lado, lo mucho que legustaba Islandia, el hecho de que ella

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había sido quien me había roto el dedo,su afición por llevar las uñas pintadasde mil colores diferentes… todo.Absolutamente todo.

Y cuando no quedó nada que decir,me sentí mucho mejor.

―¿Y bien? ―la miré, nervioso―.Di algo, mamá. Lo que sea.

Sonrió risueña.―Estás enamorado.―Si dices algo que no sea una

chorrada, todavía mejor.―Lo digo en serio, Blake ―me

estremecí ante el agradable sonido de surisa―. Vamos, ve a buscarla.

Cuando nos levantamos del sofá,ella me empujó delicadamente, dándomepequeños toquecitos en la espalda.

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―Debería despedirme de Emma―dije, con la vista fija en la escalera,ya que se había ido a su habitación paradejarnos hablar a solas.

―No te preocupes, ya tedespedirás otro día ―abrió la puerta yla sostuvo con firmeza invitándome asalir. A decir verdad, casi me estabaechando de casa.

―Vendré mañana.―Cariño, no hace falta ―sacudió

una mano en el aire condespreocupación.

―Quiero hacerlo ―le aseguré y,cuando crucé el umbral de la puerta,miré a mi alrededor antes de alzar denuevo la cabeza hacia ella―. Tengocosas que hacer aquí.

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―¿Cosas?, ¿qué cosas?―preguntó.

―Cosas ―me encogí de hombrosy sonreí―. Es una sorpresa.

Me abrazó con fuerza.―Suerte, Blake ―dijo, antes de

mirarme de arriba abajo―. Y graciaspor planchar esa camiseta, cariño. Estáimpecable. Yo no lo habría hecho mejor.

Sonreí nostálgico cuando cerró lapuerta, pero rápidamente mi rostrovolvió a tornarse serio cuando recordédónde estaba Léane. La idea de que unmontón de tíos estuviesen rondando a sualrededor me provocaba ganas deromper algo, cualquier cosa queencontrase en mi camino. Si hubiesetenido tan solo un atisbo de seguridad,

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no me sentiría tan nervioso. Pero sinduda, la escasa <<seguridad>> queexistía entre nosotros la había aplastadoaquella misma tarde, tras pedirle que novolviese.

Agradecí haberle dejado el coche aRyder, porque el viento frío de la nochelograba despejarme, a pesar de que elcamino se me hizo eterno, especialmenteal tener que sujetar mal la manivela acausa de la tablilla que todavía llevabaen el dedo meñique.

Dejé la moto en la puerta de ladiscoteca y me quité el casco mientrascaminaba hacia el interior. Tras pagar laentrada, me sumergí en un mar de gente,luces dispersas y un extraño olor a

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humedad que parecía invadirlo todo.A pesar de que el local no era

demasiado grande, me estaba costandoencontrar a Léane; no había rastro deella. Divisé el cabello rubio de Ryder alo lejos, ya que por su altura destacabaentre la multitud, y me acerqué hacia él atrompicones, haciéndome un hueco entrela multitud. Le sujeté por los hombroscuando logré alcanzarle.

―¿Dónde está Léane?―¡Eh, Blake, cómo me alegro de

verte tío! ―exclamó animado.Entrecerré los ojos, armándome de

paciencia.―Te lo repetiré una vez más:

¿dónde está Léane?Ryder miró a su alrededor, alelado,

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como si hubiese perdido unas llaves oalgo de poco valor. Tocó el hombro deJack y éste se giró.

―¿Has visto a Léane? ―lepreguntó, casi balbuceando.

La sonrisa de Jack me disgustó másde lo que razonablemente normal.

―¿La chica del vestido azul? ―ledio un trago a su bebida, a pesar de queparecía incluso más ido que Ryder―. Siestuviese por aquí cerca ya estaríapegado a ella. Hace rato que no la veo.

Me abalancé sobre él, incapaz decontrolar las ganas que tenía dedesfigurarle un poco la cara, pero Ryderse interpuso en mi camino recobrandoalgún atisbo de lucidez. Me sujetó porlos hombros y me empujó hacia atrás

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bruscamente. Jack fue lo suficienteinteligente como para marcharse de allía toda velocidad y esconderse entre elgentío.

―Eh, tranquilízate. Ha bebido, nole hagas caso ―logró decir―. Seguroque Léane estará por aquí cerca. Vamosa buscarla.

Presioné los labios con fuerza yRyder se estremeció cuando sus ojos setoparon con los míos.

―Te pedí que cuidases de ella,joder. Y ni siquiera sabes cuidar de timismo.

Di media vuelta, ignorando lodolido que Ryder parecía, e intentéencontrar a Léane. Caminé de un lado aotro, barriendo la pista. Había un

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montón de chicas rubias, un montón dechicas de su misma estatura, un montónde chicas con malditos vestidos azules;pero ninguna era ella.

Finalmente, estaba casi a punto deir a la residencia en su busca, cuando lavi en la barra, con los antebrazosapoyados sobre la superficie de maderay la cabeza inclinada hacia atrásmientras se reía de las palabras que unimbécil le estaba susurrando casi aloído, acercándose más de lo necesario aella.

La cogí del brazo, obligándola agirarse hacia mí. Pareció sorprendersecuando me vio.

―Tenemos que hablar.Ella permaneció unos instantes en

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silencio, evaluándome, antes de rompera reír. Sin miramientos, aparté de unempujón al chico que estaba a su lado yocupé su sitio.

Léane estaba completamenteborracha.

Iba a matar a Ryder.Le quité el vaso que sostenía entre

los dedos y, sujetándola con firmeza dela muñeca, la arrastré a mi paso.

―¿Qué estás… qué estáshaciendo…? ―protestó entre gemidos,como si fuese una cría.

Intenté armarme de paciencia.Cuando encontré de nuevo a Ryder, lepedí las llaves del coche y se tambaleóligeramente al dejarlas con torpezasobre la palma de mi mano.

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―Dame las de la moto ―exigió.―No puedes secuestrarme

―escuché que balbuceaba Léane a miespalda.

―¿Te has vuelto loco? No vas aconducir, coge un jodido taxi ―suspiré,ignorando el monólogo ininteligible deLéane y centrándome en Ryder―.¿Llevas dinero encima?

No le di tiempo a contestar. Saquéunos billetes del bolsillo del pantalón yse los tendí, antes de salir de aquel lugarsin soltar a Léane, que se retorcía entremis manos de un modo casi cómico.

Afortunadamente, encontré el cochetres calles más atrás por mi propiacuenta, ya que ella fue incapaz derecordar dónde habían aparcado. Joder.

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Ryder se las iba a tener que ver conmigoy no sería agradable, de eso estabaseguro.

Me relajé cuando, a mitad detrayecto, advertí que se había dormido.

Al aparcar cerca de la residencia,apagué el motor y sumido en el silencioque reinaba, me tomé unos instantes paraobservarla mientras dormía. Eraincreíble, en todos los sentidos. Deslicéla punta de los dedos por su rostro,acariciando su piel, y ni siquiera seinmutó. Estaba totalmente sumida en unsueño inquebrantable.

Hice un esfuerzo sobrehumanollevándola en brazos hasta la residencia.De vez en cuando abría los ojos eintentaba decir algo ―<<algo>> que no

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lograba comprender―, e instantesdespués volvía a cerrarlos. Cuandocrucé el umbral de la residencia yrecordé que su habitación estaba en lasegunda planta, supe que cargarla hastaahí sería imposible. El dedo meñiqueme dolía horrores.

―Léane, despierta ―susurré,acunando su mejilla.

Ella entreabrió los ojos, pero noparecía enfocar la mirada hacia ningúnlugar concreto.

―Vamos, ya casi hemos llegado―la dejé en el suelo y se tambaleótorpemente, pero conseguí cogerla antesde que cayese―. Apóyate en mí.

La sostuve entre los brazosmientras subíamos las escaleras, como

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si fuese una muñeca de trapo. Cadaescalón parecía un mundo, tardamos unaeternidad.

―¿Por qué estás aquí? ―preguntóen un susurro―. No te necesito.

―¿Preferirías que te hubiesedejado en la discoteca con esedesconocido?

―Quizá a él le hubiese importado―se quejó, con la cabeza apoyada en lapared, mientras yo intentaba abrir lapuerta de la habitación.

―No vuelvas a decir eso ―laayudé a entrar y la tumbé sobre la camacon cuidado―. No hay nadie a quien leimportes más que a mí.

Los ojos enrojecidos de Léane, acausa del alcohol, se tornaron acuosos.

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Sin dejar de mirarme, tumbada bocaarriba, comenzó a sollozar. Se tapó lacara con las manos e intenté apartarlasde allí, no quería que se escondiese demí.

―No llores, por favor ―le rogué,con un hilo de voz.

Traté de calmar la ansiedad que mesacudía. Cuando supe que aquello seríaimposible mientras Léane continuasellorando, me incliné hacia ella y laabracé en silencio. Tal como habíaempezado a llorar de golpe, dejó dehacerlo. Sus manos me rodearon elcuello, estrechándome con fuerza. Meconcentré en el sonido de su respiraciónque, poco a poco, se volvió más rítmicay lenta, al compás de los apacibles

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latidos de su corazón.―Tengo sueño… ―susurró, tan

bajito que era casi ininteligible.―Lo sé.Me acerqué al armario y rebusqué

en el interior hasta dar con un pijama.Cuando volví a inclinarme hacia ella,buscando la cremallera del vestido, seremovió incómoda.

―No, no, no ―intentóapartarme―. No vas a desnudarme.

―¿Por qué no? ―fruncí el ceño―.Dormirás más cómoda. Necesitasdescansar.

Léane cruzó las manos sobre supecho en ademán protector.

―No quiero que me veas desnuda―gimió, con los ojos entrecerrados por

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el agotamiento.Ignorando su petición, la incliné

hacia un lado y, cuando encontré lacremallera, la bajé hasta que la parte deatrás del vestido se abriócompletamente.

―No digas tonterías ―dije, altiempo que se lo quitaba y ella comenzóa reír cuando rocé la sensible zona de sucintura, haciéndole cosquillas―. Te hevisto mil veces desnuda.

Con cuidado y evitando la tentaciónde tocarla como realmente deseaba,terminé de ponerle el pijama y la tapécon el grueso edredón. Respiré hondo,mientras colocaba la silla del escritoriofrente a su cama y me sentaba. Apoyélos codos en las rodillas y la miré.

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―¿Estás enfadado? ―preguntó,hecha un ovillo entre las mantas.

―Sí, bastante ―le acaricié lafrente con los dedos―. No me gustaverte así.

―No me encuentro bien.―Ya lo sé, Léane ―suspiré―.

Duérmete. Mañana estarás mejor, te loprometo.

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29

Léane

El conejo blanco me perseguía allá

donde fuese. Daba igual cuánto corriese,él siempre me alcanzaba y no dejaba derepetir <<Vamos, Léane, ¡salta a lamadriguera de una vez por todas!>>.Corrí con todas mis fuerzas atravesandoel continente entero, pero no habíaescapatoria posible. Finalmente,sintiéndome exhausta, caí de rodillas alsuelo. Estaba en mitad de un desierto,tenía la garganta seca y una sensaciónincómoda ascendía por la boca de miestómago…

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Abrí los ojos de golpe e intentédistinguir lo que había a mi alrededor,pero tuve que volver a cerrarlos. Lacabeza me daba vueltas y me dolíahorrores el lado izquierdo.

―¿Estás bien, Léane?Al distinguir la voz de Blake en

medio de la oscuridad, extendí un brazopara encontrarle a tientas y sus dedosatraparon rápidamente los míos. Neguécon la cabeza, en respuesta a supregunta.

―¿Qué te pasa?―Voy… creo que… voy a vomitar

―conseguí decir finalmente.Le escuché suspirar hondo y luego

mi cuerpo se movió cuando me levantó.Entreabrí los ojos cuando llegamos al

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servicio, a pesar de lo mucho que memolestaba la intensa luz que desprendíanlos focos; era cegadora, casi dañina.

Sentí el suelo bajo mis rodillas,cuando Blake me colocó delicadamentefrente al retrete. En cualquier otromomento, el hecho de que él me viese enese estado y en esa situación, mehubiese horrorizado; pero me encontrabatan tremendamente mal que ni siquierame paré a pensarlo más de dos segundosantes de empezar a vomitar.

―Vale, tranquila ―me sujetó porla cintura, temiendo que no pudiesesostenerme por mí misma, mientras meapartaba el cabello de la cara con laotra mano―. Ya está.

Tras ayudarme a enjuagarme la

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boca en el lavabo, me llevó de nuevohasta la cama y colocó bien las sábanasy mantas a mi alrededor. Agradecida,traté de mostrarle una sonrisa queterminó siendo apenas una mueca.

―Yo siempre pensaba que elamor… era… ―intenté encontrar laspalabras que quería decir, pero mecostaba pensar―. Creía que era decolor verde.

Blake me miró en silencio, atento,inmóvil.

Su rostro me pareció tan perfectoen aquellos momentos que, de no serporque apenas podía moverme sin que lahabitación empezase a dar vueltas a mialrededor, me hubiese abalanzado sobreél para abrazarle y no soltarle jamás.

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―Y a ti siempre te vi rojo ―sentíala boca espesa al hablar―. Ahora ya nosé… no sé…

Blake se inclinó hacia mí cuandopermanecí en silencio, incapaz de decirnada más. Su mano acunó mi mejilla condelicadeza y me recreé en el tactoligeramente áspero de su piel sobre lamía.

―¿Qué es lo que no sabes?―preguntó. Su voz sonó ronca en misoídos.

―No sé nada.Blake se apartó de mí suspirando y

se recostó sobre el respaldo de la silla.―Hablaremos cuando estés mejor.―No sé si volveré a recuperarme.

Todo da vueltas ―gemí, dolorida por

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los pinchazos que sentía en las sienes.―Por experiencia, te aseguro que

sí.Las comisuras de sus labios se

alzaron cuando me mostró un amago desonrisa. Presioné la cabeza sobre lamullida almohada, intentando calmar eldolor. No quería dormirme. Deseabapermanecer despierta para poder seguirmirándole. Él tampoco apartaba sus ojosde mí y eso me reconfortaba. Muy a mipesar, mis párpados fueron cerrándoselentamente conforme me rodeaban losbrazos de Morfeo.

A pesar de que la luz que entrabapor la ventana era escasa, me resultabamuy molesta. Me removí incómoda en la

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cama y, cuando me incorporé, sentí queme dolían músculos que hasta esemomento no sabía que existían. Todo.Cada célula de mi cuerpo parecíaresentida por los acontecimientos de lanoche anterior pero, afortunadamente, lahabitación había dejado de dar vueltas.

Estaba sola. No había nadie más enla estancia.

Me pregunté si realmente Blake mehabía llevado hasta allí la nocheanterior, o si todo era fruto de miimaginación y deliraba.

Me metí en la ducha a todavelocidad y rememoré las últimas horas.Ryder se había vuelto loco en cuantohabíamos entrado en aquel local. Mehabía presentado a tanta gente que tan

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solo recordaba un desfile de personassin rostro y un montón de diferentescopas de colores que alguien ibadepositando sobre mi mano. Nada más.Después, me transportaba de un modomágico hasta las escaleras de laresidencia, donde Blake me habíaayudado a subir…

Era real.Y tenía que hablar con él cuanto

antes.Necesitaba explicarle lo que sentía.

No importaba si me rechazaba, o si éladmitía no profesarme esos mismossentimientos. Daba igual. Quería darlela llave de mi caja fuerte,independientemente de si decidíaguardarla como su bien más preciado o

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tirarla a la basura. No podía seguirpendiendo de un hilo. Estaba dispuesta acorrer el riesgo. Era todo o nada.

―¡Léane, te hemos traigo eldesayuno! ―escuché gritar a Lissa trasla puerta del baño.

―¡Gracias! Ahora mismo salgo.Me puse un chándal cómodo que

hacía siglos que no usaba y sonreícuando me topé con mis dos compañerasde habitación, que me mirabanexpectantes.

―¿Y bien…? ―Lissa alzó unaceja en alto de un modo bastantecómico.

―¿Qué pasa?Rachel rió tontamente. Las miré

extrañadas, mientras abría uno de los

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típicos paquetes plastificados degalletas que daban en el comedor de laresidencia como acompañamiento aldesayuno.

―Sé que Blake estuvo aquí anoche―puntualizó mi mejor amiga―Cuéntamelo todo.

―¡Puagh! ¿Cómo pueden estar tanmalas? ―pregunté, con la vista fija en larepugnante galleta.

―La verdad es que sí ―Rachelmiró sin mucho ánimo su paquete, luegoalzó la cabeza y sonrió―. ¿Por qué novamos a la crepería del centro? Meencantan los de chocolate conframbuesa. Mataría por uno de esos.

―¡Sí! ―aplaudí, emocionada porsu propuesta.

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―¡Solo si nos cuentas todo,absolutamente todo, lo que ocurrió ayer!―exigió Lissa.

―Hecho. Tampoco tengo muchoque decir ―me encogí de hombros.

―Doy fe de ello. Estaba como unacuba como llegué ―aseguró Rachel.

A pesar de que quedaba a mediahora de distancia, decidimos ir al centrocaminando. El cielo seguía nublado,pero se entreveían débiles rayos de solque luchaban fervientemente por hacerseun hueco en la encapotada cúpula deReading. Tristemente, sabía que no loconseguían hasta bien entrado el verano.

Sin embargo, a pesar del frío quetodavía se alzaba protagonista, era

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agradable percibir los indicios de laprimavera. La ciudad estaba cubierta dejardines, cuyo verdor comenzaba aavivarse lentamente, en contraste con lasgrisáceas calles y los rojizos edificiosde ladrillo.

Casi toda la zona del centro erapeatonal y resultaba placentero pasearlibremente por las calles. Todavía nosfaltaban unos metros para llegar a lacrepería más famosa de la ciudad,cuando distinguí el delicioso aroma dela masa recién hecha.

Nos sentamos en una acogedoramesa de madera. El local era tanestupendo como los manjares queservían. Las paredes estaban pintadas dediferentes tonos de color rosa, desde el

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fucsia hasta el rosa palo. Las servilletastenían un bonito diseño a rayas decolores pastel, a juego con la cuberteríay encima de la barra, en la zona de laderecha, había un enorme tiovivo quegiraba sin cesar.

Sonreí mientras colgaba el bolso enel respaldo de la silla.

Pedimos una crêpe cada una.―¿Ya habéis hablado entre

vosotros? ―preguntó Lissa. Tamborileócon sus dedos sobre la mesa,impaciente, poniéndome nerviosa.

―No, apenas nos dijimos nada―me encogí de hombros y ataqué lacrêpe en cuanto el camarero sirvió elplato―. ¿Por qué te interesa tanto?Estás muy rara.

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No parecía ella misma. Con ciertainquietud, comenzó a doblar la bonitaservilleta sobre sí misma, formando uncuadrado tras otro. Después, tras emitirun interminable suspiro, clavó su miradaen mí y pude apreciar un atisbo de dudaen sus ojos.

―Yo sí que hablé con él. Y le dije,en resumen, que debía darse prisa―confesó―. Le advertí que teníacompetencia, ¡y es cierto! Hay muchoschicos interesantes con los que podríassalir si él sigue sin valorarte losuficiente.

Sintiéndome estúpida, permanecíen silencio con la boca entreabierta,asimilando sus palabras. Tiré la crêpesobre el plato y me limpie los restos de

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azúcar sacudiendo las manos.Por fin comprendía a qué se refería

Blake cuando habíamos discutido. Ypara colmo, había hecho más hincapiéen la mentira de Lissa al decirle a gritosque pretendía encontrar a una persona ala que sí le importase lo suficiente.

―¿Puedes evaluar lo enfadada queestás del uno al diez? ―me pidió Lissa,sacando a relucir el <<método demedición>> que utilizábamos cuandoéramos pequeñas.

―¡Diez! ―exclamé―. ¿Por qué ledijiste algo así?

―¡Podría ser cierto! ―sedefendió.

―¡Pero no lo es! ―sacudí unamano en alto―. Incluso aunque las

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cosas entre nosotros no terminasen bien,no me iría en busca de otro. ¿Por quéharía algo así? No necesito a un tío enmi vida para ser feliz. En todo caso,solo a él ―bajé el tono de voz,perdiéndome en mis propiascavilaciones―. ¿Le has hecho creer quebarajo diferentes opciones parasustituirle? Es horrible. Encima, ayerpor la noche le dije algo similar… ¡perono iba en serio! Estaba enfadada. Ycuando me enfado, se me nubla la mentey… no sé por qué tuve la necesidad dehacerle daño de algún modo…

―¡Lo siento! ―Lissa frunció elceño, molesta―. Solo intentaba darle unpequeño empujoncito. Eres mi amiga, séque te gusta, nos conocemos desde que

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llevábamos pañales.―¡Yo no me meto en tu relación!

―repliqué, exaltada―. Que seas mimejor amiga no te da derecho ainmiscuirte.

Antes de que Lissa pudiesecontestar, Rachel extendió los brazossobre la mesa y nos miró a ambas.

―¡Ya basta!, ¡parad de discutir!―exigió―. Es una tontería. Lissa hacometido un error, pero lo hizo conbuena intención ―dijo, mirándome―. Yahora que lo sabes, puedes hablar conBlake y solucionarlo fácilmente.

La mirada triste de mi mejor amiga,provocó que asintiese con la cabeza sinpensármelo dos veces. Lentamente,Lissa estiró una mano hasta tocar la mía

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y estreché sus dedos con fuerza. Sonreídébilmente.

―Siento haberte gritado. Es laresaca, todavía me dura.

Ella rió y sus ojos, redondos yazules, volvieron a cobrar vida.

―Yo siento haberme convertido enuna alcahueta.

Rachel nos miró a las dossatisfecha, le dio un mordisco a su crêpey habló con la boca repleta de masa yframbuesa líquida.

―Y ahora, si no os importa, voy arelataros punto por punto cómo fue midesastrosa cita con Alec ―musitó, sinperder su sonrisa habitual.

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30

Blake

Hundí con un golpe seco la pala en

la tierra seca y comencé a removerlacon fuerza, intentando romper losenormes grumos que se habían formadoa causa de la falta de agua. Cuandoterminé de agitar la tierra de toda lajardinera que cubría un lado entero deljardín, abrí la enorme bolsa de abonoque había comprado y empecé aesparcirlo por encima, con la esperanzade que aquello fuese suficiente paraconseguir que sobre aquel montón detierra seca volviese a surgir vida.

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Mientras amanecía y el cielo setornaba de un agradable coloranaranjado, fui arrancando todas lasmalas hierbas que encontré, así como lasplantas secas que todavía se sosteníanen pie a pesar de que no quedaba ni unresquicio de vida en ellas.

El sol casi coronaba ya lo alto decielo, cuando escuché unos pasos a miespalda.

Mi madre y Emma me mirabansorprendidas.

Mi hermana sonrió, al tiempo quemamá se llevaba una mano al pecho.

―Pensábamos que algún animalestaba escarbando en el jardín… ―dijo.Podía notar la emoción que se adueñabade su voz―. ¿Qué estás haciendo,

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Blake?―Lo que ves ―señalé con la pala

mi alrededor―. Arreglar el jardín. Estáhecho un desastre. Alguien tiene quehacerlo, ¿no?

Emma pasó por mi lado dandopequeños saltitos de alegría y seentretuvo observando todos misprogresos.

―¡Qué bien!, ¡es una idea genial!―exclamó ilusionada, antes de que susmanos me rodeasen por detrás,abrazándome.

Permanecí muy quieto, incapaz derespirar. No podía recordar la últimavez que había escuchado aquel deje deorgullo en la voz de mi hermana. Cerrélos ojos con fuerza.

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―¿A qué hora has llegado? ―mimadre alzó la muñeca para mirar sureloj―. ¿Has desayunado?

Negué con la cabeza.Ni siquiera había dormido.En cuanto Rachel había llegado a la

habitación y le había hecho prometerque cuidaría de Léane, me habíamarchado de allí con la clara idea deregresar a casa para arreglar eldesastroso jardín.

Mamá sonrió.―Os dejo a solas ―nos miró a

ambos con dulzura―. Iré a preparar eldesayuno.

En cuanto volvió a entrar en lacasa, Emma me abrazó de nuevo, estavez con más fuerza.

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―¡Me alegra tanto que hayasentrado en razón, Blake! ―gimió―. Mesentí muy sola durante todos estosmeses… no vuelvas a hacer algo asínunca, por favor.

―Lo siento. De corazón ―suspiréy acuné su mejilla con delicadeza―. Novolveré a marcharme nunca. Te loprometo. Siempre estaré para ti.

Advertí cómo le temblaba el labiosuperior e, instantes después, se enjugóuna lágrima con fuerza, impidiendo queresbalase por su rostro.

―No hagas eso. No llores. Porfavor…

―Lamento haberte escondido quepapá estaba en la ciudad desde hacemeses ―se tapó la cara con las manos e

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intenté apartarlas de su rostro concuidado―. Quería decírtelo, pero nosabía cómo te lo tomarías. Temíamosque te volvieses loco ―rió torpementeentre lágrimas.

Emití un largo suspiro. El asuntocon mi padre continuaba siendo para míun camino repleto de obstáculos.Comencé a remover la tierra de nuevo,en silencio. Emma cogió una pala máspequeña e imitó mis movimientos.Pasados unos minutos de calma, volví ahablar.

―Puedo entenderlo, Emma―reconocí, muy a mi pesar. Arranquécon fuerza un pequeño matorral seco,lanzándolo después a un lado―. ¿Dóndeestá él ahora?

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Ella se mordió el labio inferior conindecisión.

―Se aloja en el hotel Sea―respondió casi en un murmullo―,aunque viene aquí a menudo. Ya sabes,se queda a cenar o a comer. El otro díame ayudó a limpiar la casa, para quemamá no tuviese que hacerlo ―el tonode su voz se fue tornando más seguro―.También es él quien la lleva al hospital,así no tenemos que coger un taxi.

Respiré hondo. Tenía que seguirhaciéndolo. Lo de respirar era unrequisito para eso de seguir viviendo.Sí.

―Te echa de menos, Blake ―dijo,hablando alto y claro. Después selevantó, tiró también la pala al suelo y

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comenzó a sacudirse los pantalonesrosas del pijama, intentando quitarse losrestos de tierra―. Ya sabes, siemprefuiste su preferido.

―No digas chorradas ―hundí laherramienta en el suelo con más fuerza.

―Es cierto. Lo sabes ―suspiró―.Vosotros siempre estabais juntos. Veíaspartidos de fútbol, os ibais a pescar losfines de semana… te llevaba a todaspartes. Papá nunca tuvo ese tipo deunión conmigo.

―Eras más pequeña, Emma―expliqué, clavando mis ojos enella―. Esa es la única razón,¿entiendes? Luego llegó el divorció, élse fue y todo cambió, ya lo sabes.

Mientras mi hermana me miraba

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dubitativa, me esforcé por olvidar todoslos momentos junto a mi padre que meinundaron de golpe. Por muy idílica quehubiese sido nuestra relación, ¿quéimportaba a esas alturas? Nada volveríaa ser nunca igual que antes.

Cuando mi madre salió y nos avisóde que el desayuno estaba listo, ambosdejamos a un lado nuestros recuerdosantes de entrar en casa.

La siguiente semana fue apenas unespejismo. Estuve ocupado entre clases,idas y venidas a casa de mi madre y enla tarea que me había impuesto a mímismo: arreglar el jardín.

Sabía lo feliz que la hacía con esesimple detalle. Mamá sonreía cuando me

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miraba a través de la ventana de lacocina mientras trabajaba en el jardín.De vez en cuando, sacaba una silla y sesentaba a mi lado, observandoatentamente todo lo que hacía yaconsejándome sobre ciertos detalles.

Visité con mi hermana variosviveros por las tardes, tras recogerla delcolegio, y compramos numerosas plantasde diversos tamaños y colores que, pocoa poco, fuimos colocando en el jardínhasta que éste comenzó a coger forma.Ya no parecía abandonado.

No supe nada de Léane hasta elmartes. Me atemorizaba dar el primerpaso, no sabía qué debía hacer ni cómocomenzar la conversación que tantasveces había recreado en mi cabeza

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durante los últimos días. En el mensajeque me mandó, decía:

<<Gracias por llevarme a laresidencia la otra noche. No sé qué mepasó. Lo siento. ¿Podemos vernos? Creoque necesitamos hablar>>.

A lo cual fui capaz de contestar:<<No tienes nada que agradecerme.

Ahora concéntrate en el reportaje deviernes. Puedes hacerlo. Hablaremospronto, estaré allí para ver cómoconsigues esa beca>>.

Cuando llegó el viernes, ellatodavía no había contestado mi últimomensaje. Probablemente había sido unamala idea no acudir en su busca en elmismo instante en el que me habíapedido si podíamos vernos, pero no me

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había sentido preparado para ser sincerocon Léane. Reconocer todo lo que mehacía sentir, era como saltar al vacío. Yno quería hacerlo hasta que todos losfrentes que me acechaban estuviesencerrados.

Acudí a casa por la mañana, apesar de que tenía clase. Mi madre mepidió que fuese a hablar con ella. Yahabíamos hecho todas las cuestionespertinentes a lo largo de esa semana.Habíamos cambiado el titular del segurode la casa, de la cuenta bancaria y demil asuntos de papeleos más. Norecordaba qué más cosas faltaban porsolucionar.

Me invitó a sentarme en la mesacuando entré en casa y preparó té.

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―¿Ocurre algo? ―pregunté.―No, no tengo noticias nuevas

―sonrió―. El médico dice que estoyasimilando bien los calmantes.

Asentí incómodo.―Me alegro.―Tengo que darte unas cosas,

Blake ―comentó―. Sé que esta tardeacaba el concurso. Imagino que iras aver a Léane, ¿no?

―Supongo que sí ―reconocí,antes de darle un trago largo al té.

Mi madre se levantó y se acercó almueble del comedor. Abrió una de laspuertas de madera y sacó una cajapequeña y ligeramente rectangular, juntoa un sobre blanco. Se sentó en la mesa yme tendió la caja, que estaba envuelta

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con papel de regalo rojo.―Lo compré hace años

―explicó―. La primera vez que mediagnosticaron el cáncer. Recuerdo quecuando salí del hospital sentía… sentíacomo si estuviese flotando, como sifuese otra persona y nada de aquellopudiese ser real. Entonces, todavía sinser yo misma, pasé por el escaparate deuna tienda y la vi. Casi de un modomágico una frase se adueñó de mimente… y me hice prometer que lacumpliría a raja tabla hasta el fin de misdías. Por eso nunca me dejé llevar porla tristeza. Tenía muy claro hacia quédirección debía ir.

Nos quedamos unos instantes ensilencio mientras intentaba entender qué

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quería decirme exactamente. Antes deque pudiese preguntar, ella deslizó lacaja por la superficie de madera de lamesa hasta dejarla frente a mí.

―Quiero que te la quedes tú―dijo―. Ábrela.

Comencé a romper lentamente elpapel rojo hasta descubrir una caja decolor negro, de aspecto antiguo.

Abrí el cierre de seguridad ydeslicé la tapa hacia arriba paradescubrir qué había dentro.

Era una brújula.Una brújula que parecía tener

varios siglos de antigüedad.Los bordes, de color dorado,

estaban ligeramente envejecidos. Y,bajo el cristal que la cubría, las agujas

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que marcaban las direcciones, sebalanceaban ligeramente ante elmovimiento de mi mano.

―Dale la vuelta ―me pidió mimadre.

Giré lentamente la delicada brújulay descubrí que en la chapa dorada de laparte trasera, había una inscripción:

<<Nunca pierdas el norte>>Respiré hondo, intentando coger

aire.―Sé que puede parecer una

tontería ―mamá me miró dubitativa y seremovió incómoda en su silla―, pero aveces, las personas, nos sentimosperdidas. No te puedes dejar arrastrar,Blake, tienes que seguir siempre haciadelante caminando en la dirección

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correcta, independientemente de lo quepase.

Le mostré una pequeña sonrisa,todavía sobrecogido por un sinfín deemociones.

―No es ninguna tontería, mamá―estiré la mano para tocar sus dedos―.Es el mejor regalo que me han hechonunca. Gracias.

Se limpió una lágrima, presa de laemoción, antes de sacudir los brazos enalto.

―¡No más momentos tristes!―exclamó, medio riendo, mediollorando. La miré con adoración,conmovido ante todas las cosas buenasque ella representaba―. El otro regaloes mucho más agradable, te lo aseguro.

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Extendió el sobre blanco frente amí. Lo abrí con delicadeza y miré en suinterior. Automáticamente volví acerrarlo y fruncí el ceño.

―¿Te has vuelto completamenteloca?

―No ―sonrió ampliamente―. Yonunca pierdo el norte.

Faltaban tres horas para que diesecomienzo el final del concurso.

Arranqué el motor del coche y medispuse a regresar a Reading a todavelocidad.

Por alguna extraña razón, depronto, necesitaba verla. Necesitaba vercómo ganaba, cómo conseguía tocar conla punta de los dedos sus sueños. Quería

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estar a su lado en ese preciso instante y,sobre todo lo demás, deseaba que ellasupiese que me tenía, que se habíaconvertido en el centro de mi vida sobrelo que giraban todas las demás cosas.Era mi brújula particular.

Estaba convencido de que todo lobueno que había hecho en las últimassemanas, había sido gracias a Léane.Incluso aunque ella no fuese plenamenteconsciente de ello. De algún modo, supresencia lograba apaciguar mi ladomás oscuro y sacaba a relucir lo mejorde mí.

Avancé por la calle principal deRomford, sumido en mis pensamientos, yfrené en seco cuando el semáforo sepuso en rojo. Suspiré. Mis dedos

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tamborilearon sobre el volante. Alcé lamirada y después la posé en la acera dela calle de la derecha. Y allí, como sifuese un fantasma aparecido de la nada,leí el cartel donde rezaba: <<HotelSea>>.

Maldije entre dientes.No es que no supiese dónde estaba,

conocía al dedillo cada tramo de laciudad donde me había crecido. Habíapasado mil veces por esa carretera, cadavez que volvía a Reading, pero nuncaese nombre había adquirido el valor queahora tenía. Desgraciadamente, en esosmomentos, era plenamente consciente dequién era uno de los clientes queocuparía seguramente la suite principal.Fue como si viese por primera vez la

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elegante entrada de aquel hotel.Con resignación, como si los

músculos de mi cuerpo no respondiesena las verdaderas órdenes que emitía micerebro, giré en la siguiente calle yaparqué en el primer sitio que vi, apesar de que era un carril de autobús.

Casi corrí hacia la puerta del hotel,como si verle fuese una necesidad.

No en sí el hecho de verle, sino laurgente sensación de que quería acabarcon todo de una vez por todas. Ponerleel punto final a nuestra historia.

No estaba seguro de si podríaaguantar las ganas de darle un puñetazoen cuanto me topase con él. Tendría queintentar resistir la tentación.

Tras persistir un poco,

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asegurándole que era el hijo de sucliente, la recepcionista accedió adarme el número de la habitación dondese alojaba. Subí por las escaleras hastala cuarta planta, incapaz de esperar aque llegase el ascensor. Al llamar,aporreé con los nudillos la puerta.

Dejé de respirar cuando abrió.Reconocí la sorpresa en los ojos de

mi padre. En cuanto reaccionó,asimilando que me tenía frente a él, sehizo a un lado para invitarme a entrar.

Efectivamente, era la suite delhotel. La estancia estaba divida en doszonas, a la derecha se alzaba eldormitorio coronado por una enormecama y a la izquierda se extendía unazona de descanso con varios sofás y una

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mesa que estaba repleta de papeles,junto al ordenador portátil.

―Qué grata sorpresa, hijo ―mipadre sonrió y, durante unos instantes,odié el brillo de sus ojos verdes quetanto se parecían a los míos―. Siéntate.¿Quieres tomar algo? Puedo pedir enrecepción que traigan…

―No, no hace falta ―le corté.Me dejé caer en el sofá, irritado,

sin saber realmente qué quería decirle opor qué había ido a visitarle. ¿Cuál erami intención? Ahora que lo tenía tancerca, no estaba seguro.

Cogió una lata de cerveza de lapequeña nevera de la habitación y le dioun trago largo antes de acomodarse a milado. Señaló la televisión, donde

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emitían un partido de fútbol.―Está jugando la selección inglesa

contra Brasil ―comentó―. El árbitroestá comprado. Ha pitado un penaltiinexistente en contra. Siempre igual.

No contesté. Observé en silencio elpartido. La selección estaba jugandobien, tenía la posesión absoluta delbalón, pero había que tener en cuentaque en Brasil estaban varios de losmejores jugadores del mundo. El árbitropitó una falta injusta en contra, eljugador inglés comenzó a protestar yfinalmente le sacó una tarjeta amarilla.Bufé con indignación.

―¿Ves? Te lo dije ―corroboró mipadre.

Le miré de reojo y asentí

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lentamente con la cabeza.―Bueno, de todos modos, tan solo

es la fase de clasificación ―añadió, ydespués le dio otro trago a su cerveza―.A ver si este año tenemos más suerte.

Era extraño volver a ver un partidode fútbol con mi padre, sentados uno allado del otro, con la vista fija en latelevisión, como si no llevásemos treslargos años sin dirigirnos la palabra.

―¿Qué tal te va con esa chica?Parecía simpática.

Me giré lentamente y nos miramosfijamente durante unos segundos.Flotaba tal tensión en el ambiente, queme pregunté si sería posible que lahabitación estallase en llamas de unmomento a otro.

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―Bien ―contesté secamente.―Mientes exactamente igual que tu

padre. Es decir, horriblemente mal.Ese comentario no tenía ni puta

gracia.Lo último que podía tranquilizarme

en ese instante, era que me comparasecon él.

―Perfecto, porque no aspiro a serun mentiroso como tú. No es uno de mispropósitos.

Mi padre suspiró hondo y dejó lacerveza sobre la mesa con un golpeseco. Me miró y, por primera vez en mivida, encontré un resquicio dearrepentimiento y angustia asomando ensus ojos.

―¿Qué tengo que hacer para que

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me perdones, Blake?Me levanté del sofá, incapaz de

continuar allí sentado, plácidamente,como si no ocurriese nada. Me pasé lasmanos por el cabello, intentando pensarcon rapidez.

―Cometí errores. Todos lohacemos ―dijo, poniéndose también enpie―. Mi relación con tu madre nuncatendría que haberse convertido en unobstáculo entre nosotros. Entendía quepudieses estar enfadado conmigo, peropensé que con el tiempo… llegarías aperdonarme. La vida no es dos más dos,es algo mucho más complicado que nosiempre se ajusta a lo que queremos.

Fui caminando lentamente hacia lapuerta. Sin saber por qué, necesitaba

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salir de allí. Tenía que marcharme. Rocéel pomo de la puerta con los dedos y medetuve cuando volvió a hablar.

―Blake, yo siempre te perdonaría,hicieses lo que hicieses. No meimportan los errores que puedas llegar acometer. Eres mi hijo. Vas a serlosiempre. Nunca te daré la espalda. Yquiero que lo sepas y no lo olvides.

Me di la vuelta, sin llegar a abrir lapuerta, mirándole de nuevo.

―¿Vas a quedarte? ―pregunté.―Alguien tiene que hacerse cargo

de tu hermana cuando… ―dejó la fraseinacabada, pero ambos entendimosperfectamente a lo que se refería―.Abriré aquí un nuevo bufete deabogados. Ya he conseguido algunos

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socios.―Nos veremos pronto, entonces.―Sí, siempre que tú quieras.Asentí con la cabeza.―Tengo que irme. Llego tarde.Mi padre sostuvo la puerta cuando

salí.―¿Crees que podríamos quedar

algún día para comer? ―preguntó,hablando en voz baja y utilizando untono extraño en comparación con laseguridad y firmeza que solíandesprender sus palabras.

Algo se removió en mi interior.―Podríamos ―asentí lentamente

con la cabeza―. Sí, supongo que sí.

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31

Léane

Era plenamente consciente de que

la decisión de Blake había sido la mássensata.

Yo también debería habermeretirado del concurso, cuando todavíaestaba a tiempo.

Lamentablemente, era demasiadotarde.

El último reportaje se realizaba enpleno corazón de la universidad.Exactamente, en los jardines quecoronaban la entrada principal. El

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equipo había sido montado conantelación, los jueces ―que decidían alganador final, arrebatándole todo elpoder al público― estaban acomodadosa un lado sentados en confortables sillasblancas que habían colocadoespecíficamente para ellos y formabanuna rigurosa línea recta. Owen Gabsensonreía felizmente mientras firmabaautógrafos sin cesar. Porque no, noestábamos solos. Una ingente cantidadde gente se había reunido en losalrededores para ver el concurso endirecto. A los primeros curiosos, lessiguieron muchos estudiantes que sepresentaron allí emocionados por elhecho de poder ver al famosopresentador en directo. Para mi

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desgracia, la noticia se fue extendiendoa través de un boca a boca frenético portodo el campus hasta conseguircongregar allí a un montón de personas.Apenas podía tragar saliva, mi gargantaestaba totalmente cerrada. Soloquedaban veinte minutos para que diesecomienzo el final del concurso.

Lissa me sacudió con ahínco. Loúnico positivo de aquella aglomeraciónde gente, era que mis amigos tambiénestaban allí.

―Mantente serena. No tedesconcentres. Respira hondo ―meordenó.

―No puedo hacerlo.―Sí puedes ―me animó Adam,

que estaba al lado de Lissa―. Ya sabes,

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imagínate que están todos desnudos.Dicen que eso siempre funciona.

―¿Funciona en qué sentido?, ¿enponerme más nerviosa?

Tanto Ryder como Rachel rierontras Adam. Les dirigí a ambos unamirada asesina, a pesar de que elcomentario que les hacía gracia habíasalido de mis propios labios. Cualquiercosa lograba desquiciarme. Solodeseaba largarme de allí corriendo ydejar plantados a los organizadores, alos jueces, a todo el equipo y al público.Estilo novia a la fuga, pero en lavariante <<concursante a la fuga>>. Elplan era tentador.

Desgraciadamente, había tantagente a mi alrededor que ni siquiera

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hubiese conseguido fugarme de haberlointentado. Un mar de manos, pies, brazosy cabezas parecía ocuparlo todo a mialrededor, quitándome el aire.

Para más inri, era incapaz deapartar la mirada de toda esa gente―por más que Lissa me obligase a nohacerlo para que no me pusiese másnerviosa―, porque no podía evitarquerer encontrarle a él. A Blake. A laúnica persona que realmente deseabaque estuviese allí en ese precisoinstante.

Desvié la mirada hacia Ryder yAdam, mientas Rachel me colocaba bienel pelo.

―¿Ha dicho algo Blake sobre… sipensaba… venir? ―pregunté, notando

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cómo me ardían las mejillas.―Esta semana apenas ha estado en

casa… ―comenzó a decir Adam.―Vendrá. Claro que vendrá ―le

cortó Ryder rápidamente.Le sonreí, algo más tranquila. A

pesar de la catastrófica noche delsábado en la discoteca Oceans, habíaterminado cogiéndole cariño a Ryder.Aunque aparentaba todo lo contrario,tenía un toque infantil que le hacíaespecial. Y además, adoraba a Blakecomo pocas personas podrían llegar ahacerlo. Era un amigo leal.

Mark Dabbent hablaba con elpúblico, a unos metros de distancia denosotros. Parecía extrañamente calmado,lo cual lograba ponerme más nerviosa.

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Inhalé despacio y después me concentréen mis piernas, con el firme propósitode que dejasen de temblarme. Me sentíacomo una muñeca hecha de plastilina.

Cuando Owen Gabsen se levantóde su silla, el público enmudeció degolpe, casi como si estuviesenhechizados por su presencia. Lissa medio unas palmaditas en la espalda, antesde alejarse unos metros, consciente deque el reportaje final estaba a punto decomenzar.

―Queridos amigos, meenorgullece estar hoy aquí presente, enesta universidad que tantassatisfacciones me ha dado ―comenzó adecir, acercando en exceso el micrófonoa sus labios. Se paseó con placidez por

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el mullido suelo recubierto de césped―.Tanto la organización del concursocomo los directivos de la cadena,estamos sumamente agradecidos a launiversidad de Reading por su firmecolaboración con este gran proyectoeducativo que, cada cuatro años, nosdescubre nuevos talentos del mundoperiodístico.

El público aplaudió animado, comosi todo lo que Owen decía no fuese unamera actuación previamente ensayada.

Me esforcé por no vomitar. No ensí por las palabras del presentador, sinopor los nervios que bullían en miestómago haciéndome temblar.

―Sin más dilación, va a darcomienzo la final de la convocatoria de

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este año. Espero de todo corazón quedisfruten del espectáculo. Estad atentosporque, como ya sabéis, solo uno de losdos finalistas se alzará con la victoria―estúpidamente, giñó un ojo hacia elpúblico―. Y ahora os presento aljurado encargado de decidir al ganador:¡Eva Lasen, Fred Gilder, Alice Kellen y,por supuesto, Owen Gabsen!―concluyó, señalándose a sí mismocomo si existiese la remota posibilidadde que alguien no le pusiese cara a esenombre―. ¡Suerte a los dos finalistas!

Más y más aplausos.¿Valoración del uno al diez en

cuanto a probabilidades de vomitar?Rozando el nueve.

La jueza Eva Larsen, sustituyó al

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presentador. Cuando cogió el micrófono,se giró levemente para mirarnos aambos. Llevaba puestas unas graciosasgafas de color rosa chicle que alzó condelicadeza, deslizando el dedo índicesobre el puente de su nariz.

Esperé con ansiedad a que dijese eltema a tratar en el reportaje ya que,siendo la final, reservaban esa sorpresa.De ese modo, se aseguraban de que nose pudiese preparar el texto conantelación, para evaluar a conciencia elnivel de improvisación de losconcursantes. No estaba segura de poderdesenvolverme demasiado bien en eseámbito.

―El tema a tratar en el reportaje,será <<el aprendizaje>>. No se requiere

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que la objetividad sea un factorobligatorio, pero se valorará laprofundidad del enfoque, así comoevitar los habituales errores devocabulario o pronunciación que suelensurgir a la hora de improvisar ―sonrióa todos los asistentes―. Y la primera endar comienzo al reportaje, por ordenalfabético del apellido, será LéaneBouvier.

Lo primero que pensé, en medio deaquella marabunta de gente, porestúpido que pareciese, fue que ladecisión no era justa. O mejor dicho, laorganización. Mark iba a tener mástiempo para meditar su reportaje,exactamente los minutos que durase elmío.

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El segundo pensamiento que nublómi mente mientras avanzaba a paso lentohacia el centro del parque, también fueestúpido: Blake no estaba allí. Blake nohabía venido. A Blake no le importabalo suficiente. La idea de que aquellofuese cierto, logró quebrarme pordentro. Cada paso que daba, se meantojaba más pesado e imposible.

La mujer me tendió el micrófono yadvertí cómo Gael me giñaba un ojo,dándome ánimos.

Tras unos cuantos aplausos más, elpúblico volvió a guardar silencio.

Empecé a temblar. Tenía la mentecompletamente en blanco.

Cero ideas. Cero palabras quedecir. Me había quedado muda.

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―Yo siempre pensé… pensé…―repetí la palabra, incapaz deencontrar las que le seguían, cometiendoel primer error―, siempre pensé que elaprendizaje consistía en memorizar unmontón de definiciones y… eh… datosque venían escritos en los libros…

Temblando como una hoja depapel, alcé la mirada al frente trasadvertir que había permanecido durantetodo el tiempo con la vista clavada en elsuelo, concentrada en las briznas dehierba que se sacudían al compás delviento.

Y entonces le vi.Cuando encontré el verde de sus

ojos, más brillante que nunca, sentí queel corazón volvía a latirme con fuerza.

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Blake sonrió. Me sonrió solo a mí, enrealidad. Y fue como si la palabra<<aprendizaje>> cobrase un nuevosentido en mi mente. Las piezas, en micabeza, comenzaron a encajar unas conotras rápidamente y apenas tuve quebuscar las palabras adecuadas, pues casiparecía que ellas acudían a miencuentro.

―Muchas personas miden elaprendizaje en función de los títulosacadémicos conseguidos o exámenesaprobados. Es más, yo era una de esaspersonas. Creía, estaba convencida, deque sacar un diez era la pruebafehaciente de lo mucho que habíaaprendido ―respiré hondo. No apartémi mirada del perfecto rostro de Blake

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en ningún instante. No me importó si esedetalle podía restar puntos al reportaje.Lo necesitaba―. Sin embargo, lasvivencias de este año lejos de casa,cursando mis estudios en la universidadde Reading, me han hecho darme cuentade que no existe ningún modo posible demedir el aprendizaje. Existen muchasformas de aprender y una de ellas es através de los libros. Pero sin duda, lamás importante, se adquiere gracias alas experiencias que la vida nos ofrece.

Hice una pausa y tragué saliva,notando que me faltaba el aire.

―¿Acaso hay libros que tepreparen para no echar de menos a tuspadres cuando te encuentras tan lejos dela casa donde has crecido?, ¿existen

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libros que nos enseñen a conservar unaamistad o a cómo comportarse cuandoen el camino de la vida vas encontrandonuevos amigos? ―por primera vez,desvié mi mirada de Blake paracentrarla en la esquina donde misamigos, tanto Lissa como aquellos quese habían ido incorporando al club, memiraban emocionados―. Y si elaprendizaje no es vida y experiencias,¿alguno de vosotros puede decirmedonde conseguir un manual deinstrucciones que me explique todos lossecretos sobre el amor? ―gran parte delpúblico rió ante mi comentario, peroapenas los vi, pues mis ojos volvían aestar fijos en Blake―. Este año heaprendido que es necesario cometer

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errores para saber rectificar. Heaprendido que todo el mundo, inclusoaquellas personas que consideramosenemigos, nos enseña valiosas leccionesque deberíamos tener más en cuenta. Heaprendido que es importante mantener lamente abierta, porque nunca sabes quépuedes descubrir tras cada amanecer.He aprendido a valerme por mí misma.Y sobre todo lo demás, he aprendidoque el color rojo no es tan horriblecomo siempre creí. El color rojosimboliza la pasión que volcamos entodo aquello que verdaderamente nosimporta. Y estoy convencida de que lapasión y el hecho de estar dispuestos aaprender nuevas cosas cada día, son dosde las cosas más importantes de la vida.

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Me sorprendí cuando el públicocomenzó a aplaudir. Cerré los ojos confuerza, cogiendo aire de golpe, incrédulaante las palabras que acababa depronunciar. No estaba segura de que eljurado buscase una especie de artículode opinión sentimental… pero habíasido incapaz de parar, incluso asabiendas de que me estaba extendiendoen cuanto a la media de tiempo quesolíamos utilizar para cada reportaje.

Quería decir todo aquello.Necesitaba expresar cómo me

había sentido a lo largo de aquel curso,lejos de casa, conociendo a gente nueva,pendiendo de un hilo invisible en eldifícil camino del amor. ¿Cómo iba aaprender a reaccionar ante todas

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aquellas emociones?Me habían enseñado a estudiar.

Debía leer el texto despacio,concentrada y entendiéndolo. Después,procedía el subrayado del mismo y, mástarde, la redacción de mis propiosesquemas para que a la hora de repasartodo fuese más sencillo y claro.

Por el contrario, mis padres nuncase habían sentado a mi lado, en la mesadel comedor, para explicarme cómodebía trabajar mis relaciones de amistado cómo tenía que ser una historia deamor, indicándome los pasos adecuadosa seguir. No. Aquellos secretos, querepresentaban para mí las cosasimportantes de la vida, se los guardabanpara sí mismos, con la esperanza de que

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yo escribiese mi propio manual deinstrucciones. Entendí que no existía unaforma buena de hacer las cosas, sinomúltiples caminos que derivaban eninfinitos senderos. Y nadie excepto yomisma, podía decidir qué bifurcacióntomar en cada momento.

Apenas presté atención al reportajede Mark. Estaba demasiado ocupadaintentando poner en orden mispensamientos, al tiempo que miraba aBlake. Supe que Mark había finalizadocuando el público aplaudió nuevamente.

El jurado indicó que necesitabaunos minutos para deliberar la decisióny varios estudiantes pitaron conindignación, aunque no llegué aaveriguar por qué lo hacían.

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Había dejado de temblar.Fuese cual fuese el resultado,

estaba satisfecha conmigo misma. Erauna sensación tan agradable que nopodía ser descrita con palabras.

Mientras esperaba el resultado,varios estudiantes que estaban cerca mefelicitaron por el reportaje. Sonreícuando descubrí a Lissa abriéndosepaso entre el gentío casi a codazos. Seapartó el cabello de la cara cuandologró alcanzarme.

―Ha sido… genial ―su sonrisa nopodía ser más amplia―. Estoy orgullosade ti, Léane.

La abracé, contenta de que sehubiese acercado. Tenía los nervios aflor de piel.

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Cuando Owen Gabsen se levantóde su asiento, con el micrófono en lasmanos, intenté encontrar de nuevo aBlake entre la multitud, pero no conseguídar con él. ¿Dónde se había metido?

―Señores, señoras… ―añadióOwen con una sonrisilla pícara―. Trasmucho deliberar, puesto que como hanpodido comprobar el nivel de estaconvocatoria ha estado más reñido quenunca, el jurado ha tomado una decisión―hizo una pausa y fijó la vista en elpapel que llevaba en la mano derecha,como si no fuese plenamente conscientede quién había sido elegido. Ahogué ungemido, presa de la desesperación―. Yeste jurado, formado por grandesprofesionales del sector, ha decidido

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por votación unánime que quien mereceser justo ganador es…

Silencio y más silencio.―… ¡Léane Bouvier!Abandoné mi cuerpo y, durante

unos instantes, creí verdaderamente queestaba flotando.

No era cierto.No podía ser cierto.El público rugió emocionado con

silbidos de alegría y aplausosdesacompasados. Un montón de brazosme rodearon, apresándome cálidamente.Estaba demasiado patidifusa como paradistinguir quién era quién; todavía nosalía de mi asombro. Me dejé llevar,aceptando todo tipo de felicitaciones,incluida la de Mark.

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Minutos después, los miembros deljurado se acercaron hasta donde meencontraba para darme la enhorabuena.Uno a uno, me especificaron lo muchoque les había gustado conocer miopinión sobre la palabra<<aprendizaje>>, asegurándome queesperaban con ganas que me incorporaseal equipo durante los dos meses deverano.

Poco a poco, el público fuedispersándose. Algunos alumnos, sequedaron rezagados hablando, mientrasque otros se acomodaron en el césped,tumbados plácidamente con la intenciónde aprovechar lo que quedaba de latarde del viernes.

―¡Ha sido tan genial! ―Rachel

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dio saltitos a mi alrededor.―Cojonudo, Léane ―Ryder apoyó

la mano en mi hombro―. Tenemos quecelebrarlo a lo grande. Será la mejorfiesta de la historia.

―¿Crees que a Blake le pareceráuna buena idea después de lo queocurrió el sábado pasado? ―se burlóAdam.

Iba a contestar que no importaba loque él pensase, ya que ni siquiera estabaallí, pero una inconfundible vozprofunda y ronca me lo impidió.

―La mejor fiesta de la historiaserá tu funeral como no cierres esabocaza que tienes.

Me giré de golpe, tropezando conmis propios pies como si fuese imbécil.

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Blake apartó la vista de Ryder cuandome sujetó con fuerza, impidiéndomecaer. Aguanté la respiración. No podíadejar de mirarle. Era como si un imánme lanzase hacia él con fuerza; mecontuve para no acariciar con el dedoíndice, despacio, la línea de su perfectamandíbula.

Un montón de libélulas seinstalaron en la boca de mi estómago,aleteando como locas, intentandoescapar. Fue como si nos mirásemos porprimera vez en mucho tiempo,redescubriéndonos a nosotros mismos.Me sobresalté cuando los dedos deBlake rozaron suavemente los míos. Mehabía quedado tan embobada mirándoleque, hasta ese momento, no había

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advertido que nuestros amigos se habíanalejado y estábamos a solas.

En silencio, Blake levantó mi manoy observó ensimismado mis uñas, queestaban pintadas de un brillante einconfundible color rojo. Era tanintenso, que casi podría haberse visto avarios kilómetros de distancia. Esperabaque aquel pequeño gesto fuese suficientepara que entendiese todo lo que nopodía decirle con meras palabras.Delicadamente, como si pudieseromperse ante su contacto, deslizó lapunta de sus dedos por la uña de miíndice.

―Creí que te habías marchado―dije al fin, esforzándome pormantenerme serena.

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Inclinó ligeramente la cabeza paramirarme.

―¿Y a dónde podría haber ido sinti?

El corazón comenzó a latirme tanrápido que estaba segura de que, no soloBlake, sino todo el campus, estaríaescuchando los atropellados martilleosque se agolpaban en mi pecho. Era unconcierto gratuito de emociones.

―Léane… sé que no soyperfecto…

―Para mí lo eres ―le interrumpí,incapaz de contenerme.

La comisura de sus labios se alzólevemente.

―También sé que piensas que soyde color rojo ―dio un paso al frente,

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hasta que nuestros cuerpos se rozaron―,pero si me dejas intentarlo, voy ademostrarte que puedo ser del color quetú quieras que sea. ¿Quieres que mañaname despierte verde? Puedo hacerlo. Enrealidad, la palabra no es <<puedo>>,sino <<quiero>>. Quiero hacerlo,Léane.

Abrí la boca dispuesta a hablar,pero Blake me lo impidió, colocando undedo sobre mis labios.

―Siento haber sido un idiota.Le aparté la mano, incapaz de

permanecer callada durante más tiempo.―¡No eres idiota!, odio que tengas

tan mala imagen de ti mismo y no sepasver todo… todo lo bueno que hay enti―casi estaba gritando―. ¿Por qué

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piensas eso?―Porque si no fuese un completo

idiota hubiese reconocido hace muchotiempo que te quiero ―dijo, casisusurrando. Se inclinó y sus labiosrozaron los míos pero, antes de quepudiese besarle, se alejó unoscentímetros―. Te quiero a ti. Toda tú.Te quiero en mi vida. Quiero tuscolores, tus enfados, tus locuras, elsonido de tu risa… lo quiero todo de ti.

Por primera vez, Blake logrósilenciarme con sus palabras.

La emoción que sentía era muchomás intensa que la que habíaexperimentado cuando anunciaron quehabía ganado el concurso, o que meaceptaban en aquella universidad, o

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cualquier otra vivencia de la hubiesesido partícipe. Nada podía compararsecon el efecto que habían causado en milas palabras de Blake.

―¿Qué me dices?, ¿lo quieres tútodo de mí? ―preguntó con un hilo devoz.

―Sí.―¿En serio? ―me miró dubitativo,

nunca le había visto tan indefenso―.<<Todo>> significa lo bueno, lo malo…no quiero esconderme más. Necesito quepuedas coger de mí lo que tú desees, sinsecretos.

―Sí ―respiré hondo―. Sí a ti. Sía todo.

Las grandes manos de Blakeacogieron mi rostro y sus labios

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presionaron los míos con fuerza, casicon desesperación. Y poco a poco,cuando pareció desprenderse de todossus miedos, el beso se tornó más suave,más dulce.

Deslizó la lengua por mi labioinferior, haciéndome delirar. Gemí yadvertí que él sonreía satisfecho, antesde abrazarme con más fuerza, hasta elpunto de que empecé a preguntarmedónde empezaba mi cuerpo y terminabael suyo. Descubrí entonces que, a pesarde todas nuestras diferencias,encajábamos de un modo perfecto, comosi fuésemos dos piezas de uncomplicado puzle que al fin se habíanunido entre sí.

Protesté cuando Blake rompió el

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contacto y sacó un sobre del bolsillo desus vaqueros.

―Es una sorpresa ―me lo tendió,sin dejar de sonreír―. Un regalo de mimadre.

Fruncí el ceño, incapaz dedescubrir qué podría esconderse enaquel sobre. Lo abrí lentamente y saquédos papeles alargados que tenían unatextura acartonada.

Eran dos billetes de avión.¿Destino? Islandia.Le miré incrédula.―¿Qué opinas?, ¿te parece

apetecible?Sonrió provocador y su mano se

deslizó lentamente por mi trasero. Megustaba el Blake juguetón, a pesar de

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que era casi una tortura, teniendo encuenta que estábamos en un lugarpúblico en aquel momento.

―¿Cuándo…? ―giré el billete,intentando contener la emoción―. ¿Enqué fecha sale el vuelo…?

Blake comenzó a depositarpequeños y húmedos besos en mi cuello,ascendiendo lentamente hastamordisquear el lóbulo de mi oreja.Finalmente, me susurró al oído:

―¿Qué importa? ―preguntó convoz ronca, haciéndome temblar―.Tenemos todo el tiempo del mundo.

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EPÍLOGO

(Seis meses después)

Un manto negro se cernía sobre

ellos, aislándolos del resto del mundo.Tan solo el crujir de sus pisadas alcaminar, lograba romper el inquietantesilencio que reinaba a las afueras deReykjavík. En cuanto habían dejadoatrás la ciudad, intentando alejarse de laligera neblina que allí cubría el cielo, sehabían visto transportados a lo queparecía ser el fin del mundo.

―¿Nos hemos perdido?―preguntó Léane en voz baja, casisusurrando―. Y no te atrevas a

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mentirme.Blake sonrió. Afortunadamente, la

joven no pudo vislumbrar lo mucho quea él le divertía su incertidumbre, ya quela oscuridad lo invadía todo a su paso.

―¿Blake…? ―insistió.Sin dejar de caminar, él presionó

con más fuerza la mano de Léane.―No nos hemos perdido, pequeña.

Confía en mí.―Odio confiar en ti ―farfulló y

sus pisadas se volvieron más sonoras,en un vano intento por demostrar suincomodidad.

Hacía más de veinte minutos quehabían dejado atrás la ciudad, con laesperanza de poder llegar a ver algunaaurora boreal. Desde que el avión había

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aterrizado en Islandia, Blake se habíaempeñado en poder vislumbrar eseextraño fenómeno que se sucedía en elcielo casi de un modo mágico. Y Léanehabía disfrutado enormemente aldescubrir que ese chico entusiasta quese empeñaba en poner su vida patasarriba, por fin había regresado.

No había sido fácil para él aceptarla muerte de su madre.

Claire les había abandonado el 7de agosto. Y a pesar de que le habíahecho prometer a Blake que sonreiríatodos los días incluso aunque ella noestuviese ahí para poder verle, a él leestaba costando cumplir su promesa.

Cuando se decidieron a utilizar, afinales de septiembre, los billetes de

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avión que Claire les había regalado,Léane no esperaba que esa fuese laclave para que Blake volviese arecuperar la alegría que había dejadoatrás. Había sido un soplo de aire frescopara él.

Mientras seguían caminando, Léanese arrimó más a su novio, permitiendoque él rodease con un brazo su cintura,atrayéndola más hacia sí mismo.

¿Por qué no iba a confiar en él?, sepreguntó. Al fin y al cabo, no le habíafallado ni una sola vez. Seis meses atrás,Blake le había prometido que novolvería a esconderse más, que semostraría tal como era.

Lo había cumplido.Le permitió entrar en su vida, en su

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familia, en todo aquello que a él leimportaba. Y además, durante los dosmeses que Léane había hecho lasprácticas en la cadena Princett, Blake seconvirtió en su fan número uno; a pesarde que tan solo en una ocasión salió derefilón en la televisión y fue por error.Cuando le llevaba un café con canela auna de las redactoras del programa, lacámara inmortalizó su perfil sinpercatarse de ello.

―¿Qué te parece este sitio?Blake dejó de caminar.Léane miró a su alrededor,

intentando distinguir algo en medio de laoscuridad. Tan solo logró descubriralgunos árboles que se sacudían a lolejos movidos por el gélido viento.

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―Si significa dejar de caminar, meparece perfecto.

Blake sonrió y, sin mediar unapalabra más, se tumbó sobre el heladosuelo. Emitiendo un suspiro desatisfacción, cruzó los brazos tras sucabeza y contempló en silencio elmaravilloso cielo de Islandia.

Léane le imitó, acomodándose a sulado. A pesar de que llevaban ropatérmica y especial para aguantar lasbajas temperaturas, no estaba segura deque eso fuese suficiente. Con cadarespiración, ondulaciones de vaho seescapaban de sus labios.

―Ven, no apoyes la cabeza en elsuelo.

Blake la incorporó ligeramente,

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hasta acomodar el rostro de la jovensobre su pecho. Después la abrazó confuerza, procurando darle calor con sucuerpo. En medio de la oscuridad, en unlugar que bien podrían haber bautizadocomo <<la nada>>, Blake cerró los ojoscuando el cabello de Léane rozó sumejilla y un inconfundible olor avainilla inundó todos sus sentidos.

No podía explicarlo con palabras,pero era plenamente consciente de quejamás se cansaría de ese aroma. Si teníaa Léane con él, la vida adquiría otrocolor. Los matices se tornaban másvibrantes, más luminosos e intensos.Ella pintaba los trazos de felicidad queél, en ocasiones, no sabía cómo dibujar.Y ahora, por primera vez en su vida,

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estaba convencido de que jamásperdería el norte.

―¿Crees que veremos algunaaurora boreal? ―preguntó Léane.

―Seguro que sí ―le dio un besoen la frente―. Tan solo tenemos queesperar…

Permanecieron en silencio duranteun largo rato, relajados, tan soloescuchando el pausado sonido de susrespiraciones. Léane se acomodó mejorsobre el pecho de Blake; escuchar elrítmico sonido del latir de su corazónsiempre lograba apaciguar todos sustemores. Era la melodía más perfectadel mundo.

―¿En qué estás pensando?―preguntó en un susurro.

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―En ti. En mí. Y en que quiero queel cielo sea de color verde.

―Verde… ―los labios de Léanedibujaron una tímida sonrisa.

Casi como si el cielo les hubieseestado escuchando a escondidas,pequeñas ondulaciones de un intensocolor verde comenzaron a deslizarselentamente sobre la cúpula. Blake sesobresaltó de golpe y ambos seincorporaron rápidamente sin apartar losojos del cielo.

Parecía un fenómeno mágico einexplicable, como si no pusiese serreal. Solo que, contra toda lógica, sí eracierto.

Los bucles que comenzaban aformarse parecían estar hechos de humo

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y el color verde era tan sumamente vivazque, por momentos, también aparecíanmatices de un amarillo brillante. Léanellegó a pensar, aunque sonase estúpido,que de un momento a otro una naveespacial alienígena aparecería en lo altodel cielo.

Blake la abrazó por detrás,descansando la cabeza en su cuello, sinpoder dejar de admirar aquelmaravilloso espectáculo que parecíaestar aconteciéndose exclusivamentepara ellos.

Paso un buen rato hasta que, talcomo de súbito había aparecido laaurora boreal, ésta volviese a marcharsecomo si nunca hubiese estado allí.

Cuando la oscuridad se cernió de

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nuevo sobre ellos, Blake buscó a tientaslos labios de Léane, trazando su rostrocon la punta de los dedos, hasta quefinalmente sus bocas se encontraron.Ella ahogó un gemido, aturdida por lapasión que escondía de aquel beso. Trassepararse, ambos sonrieron.

―Volvamos al hotel antes de queacabemos congelados ―propuso Blake,cogiéndola de la mano y comenzando acaminar en la dirección correcta.

―¿Y a dónde iremos mañana?―Léane dio un saltito a su alrededor,sintiéndose feliz y animada―. ¿A verlas ballenas?, ¿a conocer mejor laciudad?, ¿visitaremos unas aguastermales?

El cálido sonido de la risa de

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Blake pareció disipar el intenso fríodurante unos instantes.

―No lo sé, Léane. Decídelo tú―presionó su mano con fuerza―.Podemos hacer lo que queramos.Podemos ir a cualquier lugar.

FIN