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Literatura y escepticismo El argumento 1 En su ensayo sobre “El narrador”, Benjamin propone la idea de un fin del arte de narrar, fundado en una crisis radical de la posibilidad de la experiencia. Formalmente, se trata de una variación de la tesis hegeliana sobre el fin del arte, pero por su contenido es una radicalización de la misma: si en ésta se sostiene la insuficiencia del arte como modo supremo de hacerse cargo el espíritu de su experiencia vigente, es decir, moderna, en el planteo benjaminiano se afirma que es precisamente el despliegue de lo moderno mismo como mundo lo que trae consigo la crisis de la posibilidad de la experiencia. Si el comienzo del fin del que habla Benjamin está en el origen del surgimiento de la literatura como forma general del arte de la palabra que se impone universalmente desde el Renacimiento (en Benjamin, el fin del arte de narrar hace sitio a la novela), entonces la condición moderna de la literatura da testimonio precisamente de esa crisis. Pero esto querría decir que el fin del arte de narrar llevaría consigo in nuce el fin de la literatura como tal. 1 Con este argumento histórico que refiere las transformaciones de lo literario a los cambios de los modos y relaciones sociales de producción como matriz de experiencia, quizá, se puede combinar un argumento estructural, a fin de hacer inteligible la inherencia de ambos fines: la narración, que quiere acoger e inscribir lo singular de la experiencia, está aquejada por una contradicción en los términos, por una paradoja, si se quiere: la imposibilidad de narrar (es decir, de repetir) lo irrepetible. En cierto modo, pues, el “fin” está prescrito en esta imposibilidad, y la narración prepararía laboriosa y silenciosamente, y a contrapelo, la crisis de la experiencia. Sin duda, se puede argüir que la paradoja es en sí misma especulativa, y que la historia de la narración en sentido lato —y en todo el tiempo que llamamos la “era moderna”— es su superación práctica: que la narración pertenece a ese tipo de “tareas” que, como la traducción, según dice Rosenzweig, son teóricamente imposibles pero prácticamente realizables. Más aun: se puede sostener que el quid de esa superación consiste en que la (imposible) repetición de la experiencia se constituye en una (actual) experiencia de la repetición, es decir, en el interés, la participación y el goce de la narración misma. Pero precisamente por esto cabría suponer que hay también un límite estructural para dicha superación, y que el límite se alcanza cuando entra en crisis aquella peculiar experiencia. En esta medida, quizá la formulación 2 1 Los guarismos al margen refieren a unos comentarios que desarrollan las ideas contenidas en los párrafos numerados. Tras la exposición sumaria del argumento, cada uno de esos comentarios va flanqueado por el párrafo del caso y su respectivo número.

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Literatura y escepticismo

El argumento1

En su ensayo sobre “El narrador”, Benjamin propone la idea de un fin del arte de narrar, fundado en una crisis radical de la posibilidad de la experiencia. Formalmente, se trata de una variación de la tesis hegeliana sobre el fin del arte, pero por su contenido es una radicalización de la misma: si en ésta se sostiene la insuficiencia del arte como modo supremo de hacerse cargo el espíritu de su experiencia vigente, es decir, moderna, en el planteo benjaminiano se afirma que es precisamente el despliegue de lo moderno mismo como mundo lo que trae consigo la crisis de la posibilidad de la experiencia. Si el comienzo del fin del que habla Benjamin está en el origen del surgimiento de la literatura como forma general del arte de la palabra que se impone universalmente desde el Renacimiento (en Benjamin, el fin del arte de narrar hace sitio a la novela), entonces la condición moderna de la literatura da testimonio precisamente de esa crisis. Pero esto querría decir que el fin del arte de narrar llevaría consigo in nuce el fin de la literatura como tal.

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Con este argumento histórico que refiere las transformaciones de lo literario a los cambios de los modos y relaciones sociales de producción como matriz de experiencia, quizá, se puede combinar un argumento estructural, a fin de hacer inteligible la inherencia de ambos fines: la narración, que quiere acoger e inscribir lo singular de la experiencia, está aquejada por una contradicción en los términos, por una paradoja, si se quiere: la imposibilidad de narrar (es decir, de repetir) lo irrepetible. En cierto modo, pues, el “fin” está prescrito en esta imposibilidad, y la narración prepararía laboriosa y silenciosamente, y a contrapelo, la crisis de la experiencia. Sin duda, se puede argüir que la paradoja es en sí misma especulativa, y que la historia de la narración en sentido lato —y en todo el tiempo que llamamos la “era moderna”— es su superación práctica: que la narración pertenece a ese tipo de “tareas” que, como la traducción, según dice Rosenzweig, son teóricamente imposibles pero prácticamente realizables. Más aun: se puede sostener que el quid de esa superación consiste en que la (imposible) repetición de la experiencia se constituye en una (actual) experiencia de la repetición, es decir, en el interés, la participación y el goce de la narración misma. Pero precisamente por esto cabría suponer que hay también un límite estructural para dicha superación, y que el límite se alcanza cuando entra en crisis aquella peculiar experiencia. En esta medida, quizá la formulación

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1 Los guarismos al margen refieren a unos comentarios que desarrollan las ideas contenidas en los párrafos numerados. Tras la exposición sumaria del argumento, cada uno de esos comentarios va flanqueado por el párrafo del caso y su respectivo número.

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benjaminiana podría ser modulada diciendo que la modernidad es el tiempo en que ese límite se convierte en el problema esencial de la literatura, de su misma posibilidad.

Y podría ser ésta la primera señal de una relación de literatura y escepticismo: afectada por la evidencia categórica del límite, enfrentada a la ineludible urgencia de ese problema, la literatura adquiere una lucidez peculiar: sabe ahora —esto es, en el contexto de la modernidad— que ya sólo es posible como el saber de ese fin, es decir, de esa imposibilidad, de ésa su primordial incertidumbre. Resta por preguntar si un saber de esta índole no estuvo alojado desde un comienzo en el seno de lo literario, y si no es precisamente cierto estado letárgico y latente de ese mismo saber el que determinó su ejercicio y su articulación como principio constructivo del espacio de la ficción y como base de legitimidad de la repetición. De ser así, este saber huérfano, este paradójico saber de incertidumbre, determinaría en la literatura, en su propio fundamento, un carácter esencialmente escéptico.

Pero éste es sólo un aspecto del problema que examinaremos aquí.

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Una segunda observación hallamos en el ensayo citado que puede ayudarnos a completar el cuadro. Al caracterizar el surgimiento de la novela, en los albores de la era moderna, como el indicio más temprano del proceso que rematará en el ocaso del arte de la narración, Benjamin señala la ruptura con el colectivo y con su suelo compartido de experiencias. La novela está destinada esencialmente al libro y, en esa medida, se sustrae decididamente a la transmisión oral, que se mantiene embebida en la existencia de la comunidad. La mediación técnica de la comunicación es solidaria de un distanciamiento fundamental respecto de la experiencia, que el novelista ya no puede acuñar paradigmáticamente. Ha perdido esa especie tan peculiar de certidumbre que es congénita a la genuina experiencia. Una certidumbre que no se empina por encima de ésta, para otearla desde el pináculo de la universalidad —puesto que no cuenta con el órgano certero del concepto—, sino que sabe —con el conocimiento a la vez frágil y firme que le cuadra al testigo— que ha pasado algo, que algo ha tenido lugar y que eso que ha pasado reclama su institución memoriosa: sabe del acontecimiento. En cambio, el novelista, aunque tenga el barrunto de lo acontecido, no sabe exactamente qué ni precisamente dónde, y, para averiguarlo, tiene que abrirse paso a través de la ciega espesura del lenguaje, buscando las pistas a medio borrar, exprimiendo de las palabras insuficientes al menos la pura posibilidad. Radicalmente incierta, sostiene Benjamin, la novela signa la perplejidad del sujeto —el individuo aislado— en medio de la pletórica existencia.

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Pero esta posición originaria del individuo marca, a la vez que la fuente de una narración puramente problemática, el principio de otra forma literaria, que ya no consiste en la “exposición de la plenitud de la vida humana”, sino en la exposición de la primaria perplejidad que aqueja al viviente, al yo de esa vida. Tal forma es el ensayo.

A diferencia del arte de narrar que ha ingresado al dominio de la literatura, y que se sostiene en vilo en el espacio de la ficción, la intención del ensayo va dirigida a la verdad. En principio, pues, el suyo es un movimiento de superación de aquella perplejidad elemental. Sin embargo, la verdad de la que se trata aquí sólo se construye mediante la

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crítica, a través de la destrucción de verdades recibidas y convertidas en acervo prejuicioso o escolástico. Por eso, permanece siempre en suspenso, amenazada por la labor de zapa que le hace sitio: su estatuto es, pues, perennemente provisional, y si el resultado de un ensayo en particular puede sobreponerse temporalmente a la perplejidad que lo ha motivado, nada garantiza que un nuevo material o un nuevo punto de vista no eche por tierra lo verosímil conquistado. El ensayo determina, entonces, una comprensión perspectivista de la verdad y una disposición a apelar a la “vérité de faits” como piedra de toque de toda verdad discursiva. Así, aquellos que se considera fundadores del género, Montaigne y Bacon, aunque puedan estar en flagrante oposición en vista de sus respectivos proyectos y actitudes —fortuito, digresivo y personal el primero, metódico, analítico y distanciado el segundo—, tienen ambos como rasero de su “ensayo”, de su tentativa, a la experiencia, como medio de contraste y principio de réplica de las pretensiones de verdad del discurso. Ya sea como rendimiento, ya como procedimiento, el escepticismo es, notoriamente, la regla del ensayo.

Por último, una señal se dispara desde la consideración general de la forma ensayística hacia nosotros, hacia la localidad desde la cual proferimos este “nosotros”. Tanto Montaigne como Bacon tienen a sus espaldas el descubrimiento de América. La estrategia (diversamente) experimental de sus obras expresa el efecto incalculable que este primer ensayo de facto, que pareciera verificar el espacio de la ficción, provocó en la inteligencia y la imaginación europeas. Con inequívoca vena escéptica, Borges, uno de “nosotros”, sugirió que la metafísica podía o debía ser estimada más bien como rama de la literatura fantástica. A partir del esbozo que aquí hacemos, quizá podríamos aventurar que es posible considerar a la literatura como variante del escepticismo.

Si las conjeturas precedentes tienen asidero, cabría seguir la pista de esta conexión escéptica que comprometería manifiestamente a dos formas fundamentales de lo literario. Es lo que haremos aquí, preguntando en general por la relación de literatura y escepticismo. Para ello, sin duda, nos será preciso establecer una noción rigurosa de escepticismo, dejándonos guiar en ello por su orquestación filosófica, antigua y moderna, y averiguar el carácter que la experiencia adquiere en ese contexto. Entre tanto, y para referirnos a aquellas dos formas, diremos que distintas, e incluso, si se quiere, opuestas, ambas, la narración y el ensayo, dan testimonio de que cierto no saber y, sobre todo, cierta relación con el no saber abriría la posibilidad de la escritura.

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El desarrollo

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En su ensayo sobre “El narrador”, Benjamin propone la idea de un fin del arte de narrar, fundado en una crisis radical de la posibilidad de la experiencia. Formalmente, se trata de una

El ensayo “El narrador” lleva por subtítulo “Observaciones sobre la obra de

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variación de la tesis hegeliana sobre el fin del arte, pero por su contenido es una radicalización de la misma: si en ésta se sostiene la insuficiencia del arte como modo supremo de hacerse cargo el espíritu de su experiencia vigente, es decir, moderna, en el planteo benjaminiano se afirma que es precisamente el despliegue de lo moderno mismo como mundo lo que trae consigo la crisis de la posibilidad de la experiencia. Si el comienzo del fin del que habla Benjamin está en el origen del surgimiento de la literatura como forma general del arte de la palabra que se impone universalmente desde el Renacimiento (en Benjamin, el fin del arte de narrar hace sitio a la novela), entonces la condición moderna de la literatura da testimonio precisamente de esa crisis. Pero esto querría decir que el fin del arte de narrar llevaría consigo in nuce el fin de la literatura como tal.

Nikolai Leskov”.2 Ciertamente, estas “observaciones” no se limitan a comentar la obra de Leskov, sino que buscan hacerla comprensible, a ella y su poder narrativo, desde una perspectiva histórica abarcadora. Escrito en 1936, se nutre de múltiples apuntes que se extienden desde 1928 a 1935, y apuntan, según declaración del propio Benjamin, a una “teoría de la novela” o, de manera más general, a una “teoría de las formas épicas”.3

La perspectiva en cuestión lleva consigo un sesgo peculiar. Presentar a Leskov como narrador, dice Benjamin, no es aproximárnoslo, sino aumentar la distancia que nos separa de él:

Esta distancia —continúa— [...] nos l[a] prescribe una experiencia que tenemos ocasión de hacer casi cotidianamente. Nos dice ella que el arte de narrar (die Kunst des Erzählens) llega a su fin. [...] Es como si una facultad que nos parecía inalienable, la más segura entre las seguras, nos fuese arrebatada. Tal, la facultad de intercambiar experiencias.

Una causa de este fenómeno es palmaria: la cotización de la experiencia ha caído (die Erfahrung ist im Kurse gefallen). Y da la impresión de que sigue cayendo en un sin fondo. (439 / 60).

Benjamin prosigue su argumento retomando una indicación sobre el mutismo de los soldados que retornaban de la Gran Guerra:

[...] Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que desde entonces no ha llegado a detenerse. ¿No se advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? No más rica, sino más pobre en experiencia comunicable. Lo que diez años más tarde se derramó en la marea de los libros de guerra, era todo lo contrario de una experiencia que se transmite de boca en boca. Y eso no era extraño. Pues jamás fueron desmentidas más profundamente las experiencias como [lo fueron] las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corpóreas por la batalla mecánica, las éticas por los detentadores del poder. Una generación que todavía

2 W. Benjamin, Gesammelte Schriften. Herausgegeben von Rolf Tiedemann und Hermann Schweppenhäuser. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1991, II-2, 438-465. Tomo las citas de este ensayo de W. Benjamin, El Narrador. Introducción, traducción, notas e indices de P. Oyarzun R. Santiago: Metales Pesados, 2008, 57-96. En adelante, después de la indicación de página de la edición alemana, mediando una barra separadora, se señala la de esta última. La introducción a esta edición contiene a trechos algunos ingredientes del argumento que aquí se propone.

3 Cf. las notas de los editores alemanes en op. cit., II-3, 1276 ss.

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había ido a la escuela en el carro de sangre, se encontró a la intemperie, en un paisaje en que nada quedó inalterado salvo las nubes, y bajo ellas, en un campo de fuerza de torrentes devastadores y de explosiones, el ínfimo y quebradizo cuerpo humano. (Ibíd. / 60 s.)

La indicación ya constaba en el ensayo “Experiencia y pobreza”, escrito probablemente hacia 1933, sólo con pequeñas diferencias. En la más importante de ellas hablaba el texto de la guerra como “una de las experiencias más monstruosas (ungeheuersten) de la historia universal” (II-1, 214). En cierto sentido, pues, la guerra que debía terminar con todas las guerras aparecía a los ojos de Benjamin como la experiencia que sellaba el fin de toda experiencia. En ese mismo texto, y con la intención de dar cuenta de la relación que le daba título, se refería este inopinado acontecimiento al imperio de la técnica y a sus consecuencias devastadoras para los intentos individuales y sociales de construir y configurar experiencia:

Una pobreza enteramente nueva le sobrevino a los hombres con este monstruoso despliegue de la técnica (mit dieser ungeheuren Entfaltung der Technik). Y la sofocante riqueza de ideas que ha advenido entre los hombres —o más bien sobre ellos— con la resurrección de la astrología y la sabiduría yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo es el reverso de esta pobreza. Pues no tiene lugar aquí una auténtica resurrección, sino una galvanización. [...] Pero aquí [Benjamin acaba de referirse a las pinturas de James Ensor y su mascarada carnavalesca] se muestra de la manera más nítida que nuestra pobreza de experiencia es sólo una parte de la gran pobreza que ha vuelto a adquirir un rostro con tanta agudeza y exactitud como el de los mendigos del Medioevo. Porque ¿qué valor tiene todo el patrimonio cultural si no le asociamos experiencia? Hacia dónde conduce esto, cuando se finge o se afecta mañosamente [la experiencia], nos lo ha hecho sobradamente notorio la pavorosa mezcolanza de los estilos y de las concepciones de mundo en el siglo pasado, como para que no tengamos por honroso confesar nuestra pobreza. Sí, admitámoslo: esta pobreza de experiencia no es sólo pobreza en [experiencias] privadas, sino en experiencias humanas en general. Y con ello, una especie de nueva barbarie.4

Hay varias cosas que importa subrayar a propósito del argumento de Benjamin. Una me interesa resaltar especialmente, y si bien no se lee en la letra del texto, creo que puede desprenderse de ella sin pecar de sobreinterpretación. Desde luego, Benjamin no se limita a consignar una transformación de los modos en que se realiza la experiencia humana, debida a trastornos históricos de gran envergadura; pero tampoco habla, en sentido propio, de una conmoción meramente fáctica del contenido de verdad de la experiencia común y comunitaria.5 No; el factum histórico al que se refiere Benjamin lleva consigo un efecto

4 “Erfharung und Armut”, en: W. Benjamin, Gesammelte Schriften, op. cit., II-1, 214 s. Citado en: W. B., El Narrador, op. cit., 11.

5 El contenido de verdad, decimos, y quizá habría que enfatizar más la idea: no se trata solamente de un contenido determinado que la experiencia común pone a disposición de sus partícipes como fundamento de comunicación

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trascendental: es la posibilidad misma de la experiencia la que queda puesta radicalmente en entredicho, en la medida en que aquellas transformaciones le sustraen las condiciones de verdad, participación, pertenencia e identidad que la determinan como tal.6 Justamente así puede entenderse la afirmación de que en ese mutismo trasunta un cabal “desmentido” de las experiencias que le dan a los sujetos lugar y orientación en el mundo: si “las experiencias” son el modo en que el existente se relaciona con las verdades de la existencia, su “desmentido” implica una crisis estructural. En consecuencia, la guerra no es aquí un evento en una cadena de eventos, no importa la magnitud que se le atribuya, no es un suceso en una serie de sentido (bajo el nombre de historia), sino la subversión del sentido de la historia misma. Síntoma de esta perspectiva es la aplicación del término “ungeheuer” (“monstruoso, violento, terrible, insólito”) tanto a la guerra como a la técnica, y a la primera precisamente por ser una guerra esencialmente técnica; tal designación indica que la guerra misma es concebida aquí como el acontecimiento de lo radicalmente in-sólito, es decir, como el advenimiento del imperio de la técnica.

Precisamente este núcleo del argumento de Benjamin es el que permite confrontar de manera aguda su sentencia con la que Hegel había pronunciado más de un siglo atrás, y con la cual, aunque ello pase sin decirse, mantiene un vínculo estrecho. La idea de un “fin del arte” cobraba sentido para éste en la medida en que se podía afirmar el paso a una nueva forma de experiencia histórica del espíritu que reclamaba un distinto tipo de configuración y apropiación de la experiencia cuya verdad ya no podía ser satisfecha por la fantasía, como fuente esencial del arte.

¿Cuál es esta experiencia, cuál es la experiencia que determina el presente desde el cual se sanciona el “fin del arte”? Tal como la formula Hegel en la Introducción a las Lecciones sobre la estética, cabe decir que el índice fundamental del “presente” es la complejidad de las relaciones que constituyen al mundo moderno, una complejidad que impone por doquier el trabajo de la mediación.7 Pero no se trata de la complejidad como un dato, sino como resultado de que el mundo como tal es cada vez más construido por la diligente y paciente agencia humana. El mundo como obra humana desplaza a la obra de arte como reflejo de un mundo: tal sería el sentido que la modernidad posee en el plano estético para Hegel. De ahí que también la única vía por la cual sea posible hacerse cargo de tal complejidad, llevando a la concreta realización de ese mundo como espacio histórico de la libertad realizada, es la misma que está en las bases de su progresiva construcción, es decir, el desarrollo pleno de la reflexión. Ésta, en un sentido general, podría referirse como el modo de producción del mundo moderno en cuanto tal, cuya experiencia matriz tendrá que ser, de ahora en adelante, reflexiva, no reflejada.

entre ellos, sino de la experiencia como condición de apropiación de contenidos, cualesquiera que ellos, con la sola condición de que sean, de un u otro, efectivamente comunicables. Es precisamente en este sentido que Benjamin vincula la pérdida de la facultad de intercambiar experiencias —facultad que el arte de narrar cultiva y desarrolla— con la crisis de la experiencia misma.

6 En esta medida me parece válido decir que Benjamin no limita su observación a la comunicabilidad de la experiencia, como si se tratara de un proceso extrínseco a ésta; por el contrario, entiendo que presupone que es esencial a la experiencia dicha comunicabilidad, y que un quiebre de la última equivale a un quiebre de la primera.

7 G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Ästhetik, I. Hearusgegeben von Eva Moldenhauer und Karl Markus Michel. Werke, 13. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1970, 24 s.

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Lo que separa teóricamente a Benjamin de Hegel es la reinterpretación materialista de la mediación por Marx, para el cual sólo puede hablarse (figuradamente) del trabajo de la mediación a condición de entender que se trata realmente de la mediación del trabajo que, en el contexto moderno, adquiere el carácter de un sistema universal de la producción. Esto tiene consecuencias para la propia concepción del arte, como queda ya de manifiesto en los esbozos que Marx dejó a este respecto.8 Desarrollando de manera original estos esbozos, Benjamin concibió que era posible y necesario abordar los desarrollos del arte a partir de las transformaciones de los modos y medios de producción en cuanto éstos condicionan y afectan los cambios de la creación artística: propuso, pues, establecer una relación histórica y sistemática entre el devenir de las técnicas y el del arte, a fin de hacer comprensible a este último desde una perspectiva materialista emancipada de hipotecas ideológicas.

Pero precisamente la irrestricta disposición y realización técnica de la mediación (aquello a lo que Benjamin se refiere, en su célebre ensayo sobre la obra de arte, como “reproducibilidad técnica”, es decir, como modo de producción basado en la reproducción) trae consigo una transformación esencial para la experiencia del espíritu, de modo tal que ésta ya no puede ser pensada como espacio de re-apropiación del espíritu a través del proceso de la reflexión, ya no puede ser procesada y decantada como capital identitario del sujeto metafísico. La experiencia del espíritu sólo podría ser descrita ahora como la de una pérdida, que no lo es meramente de un atributo o una propiedad, sino la pérdida de sí mismo y, por tanto, la experiencia del duelo por esa pérdida, formulada en términos benjaminianos como la evanescencia del aura.

Esta misma evanescencia es la que signa el trance histórico al que se refiere Benjamin bajo el título del “fin del arte de narrar”, que supone la clausura de un modo atávico de transmisión de la experiencia basado en la producción artesanal.

Esto es, entonces, lo que permite pensar que el enunciado benjaminiano sobre el fin del arte de narrar implica una radicalización de la tesis de Hegel.

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Con este argumento histórico que refiere las transformaciones de lo literario a los cambios de los modos y relaciones sociales de producción como matriz de experiencia, quizá, se puede combinar un argumento estructural, a fin de hacer inteligible la inherencia de ambos fines: la narración, que quiere acoger e inscribir lo singular de la experiencia, está aquejada por una contradicción en los términos, por una paradoja, si

Hablamos de una inherencia de los dos fines mencionados: el del “arte de narrar” y el de la literatura en general. Mi argumento tiene, como rasgo asociado a su intención de tesis, un sesgo interpretativo respecto del planteo benjaminiano, como debe haber quedado claro. El hilo que enlazaría desde el punto de vista conceptual el “fin

8 Cf. K. Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie (Fundamentos de la Crítica de la Economía Política) (1857/58), Introducción, capítulo 4, en: K. Marx, Texte zur Methode und Praxis, III. Herausgegeben von Günther Hillmann. Reinbek bei Hamburg: Rohwolt, 1967, 34 s.

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se quiere: la imposibilidad de narrar (es decir, de repetir) lo irrepetible. En cierto modo, pues, el “fin” está prescrito en esta imposibilidad, y la narración prepararía laboriosa y silenciosamente, y a contrapelo, la crisis de la experiencia. Sin duda, se puede argüir que la paradoja es en sí misma especulativa, y que la historia de la narración en sentido lato —y en todo el tiempo que llamamos la “era moderna”— es su superación práctica: que la narración pertenece a ese tipo de “tareas” que, como la traducción, según dice Rosenzweig, son teóricamente imposibles pero prácticamente realizables. Más aun: se puede sostener que el quid de esa superación consiste en que la (imposible) repetición de la experiencia se constituye en una (actual) experiencia de la repetición, es decir, en el interés, la participación y el goce de la narración misma.9 Pero precisamente por esto cabría suponer que hay también un límite estructural para dicha superación, y que el límite se alcanza cuando entra en crisis aquella peculiar experiencia. En esta medida, quizá la formulación benjaminiana podría ser modulada diciendo que la modernidad es el tiempo en que ese. límite se convierte en el problema esencial de la literatura, de su misma posibilidad.

del arte de narrar”, es decir, el colapso de la “forma épica”, con el fin de la “literatura” sin más sería la común remisión a la experiencia. Esta remisión, que es consustancial a lo que dice Benjamin, presupone cierta característica de la experiencia misma, que aquí estoy consignando, de manera sumaria, bajo las nociones de lo singular y lo irrepetible: en una palabra, bajo el tema del acontecimiento. Y es precisamente la agudeza de esta cuestión, el filo y la punta del acontecimiento lo que permitiría desatar el problema, o mejor, la paradoja de la narración, tal como pretendo esbozarla aquí, como repetición de lo irrepetible. Con esto me refiero a la idea —o, si se quiere, al desideratum— de la narración, que quisiera decir el acontecimiento de manera tal que le fuese posible satisfacer ambos requerimientos: tornarlo disponible para su rememoración, pero indicando a la vez su absoluta singularidad, esto es, dicho todo de una vez, instituir el acontecimiento como tal.

Sin duda, se evocará inmediatamente, a propósito de esto, la paradoja de la iterabilidad tal como la propone Derrida en referencia a la data en la poesía de Paul Celan: “¿Cómo datar lo que no se repite si la datación apela también a alguna forma de retorno, si evoca en la legibilidad de una repetición? ¿Pero como datar otra cosa sino aquello mismo que jamás se repite?”10 De manera semejante a lo que, según sostiene Derrida, constituye la posibilidad de esta repetición de lo irrepetible —del “acontecimiento sin testigo, sin otro testigo”11—, es decir, a la borradura de la data por el mismo trazo de inscripción, de manera semejante al anuncio de una reaparición (revenance), es decir, de un retorno espectral de lo que no puede retornar en virtud de esa misma borradura que asegura la legibilidad de la data12, la narración repite el acontecimiento que narra en la medida en que se niega a sí misma como repetición imposible de aquél en el acontecimiento que ella misma —ahora— es, y en cuanto que así se dispone como el lugar de un retorno espectral (vale decir, aquí, ficticio13) del acontecimiento

9 Con ello hace sistema, obviamente, la clave que permitiría explicar también teóricamente la superación de la paradoja: la repetición de la experiencia no tiene lugar en el plano mismo de la experiencia original, sino en el orden de la ficción.

10 Jacques Derrida, Schibboleth. París: Galilée, 1986, 13.

11 Op. cit., 32.

12 Cf. op. cit., 37.

13 Ciertamente, esta sinonimia reduce la eficacia del retorno a que se refiere Derrida, que implica, en su espectralidad, una crisis de la distinción entre realidad y ficción. No obstante, me parece interesante seguir laborando todavía por un largo trecho con el concepto de ficción —esto es, todavía al interior del encuadre metafísico de lo literario—, no sólo porque ello permite, según creo, elaborar de manera crítica la relación entre literatura y escepticismo, sino también porque una versión más radicalizada de lo ficticio mismo presupone un análisis fundamental de lo que podríamos llamar la “lógica de la borradura” o de la “negación” que estaría a la obra en la operación literaria. Podría aventurarse que en la medida en que sea posible pensar dicha lógica a partir

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mismo. Bajo el relato del acontecimiento que narra, la narración susurra a la vez su propio fin como condición de posibilidad de tal relato.

Dicho de otro modo, una narración no es jamás una repetición simple, si es posible pensar que existe tal cosa. En consecuencia, debe tenerse en cuenta que la narración está determinada por la estructura de una repetición de repetición. La paradoja de la iterabilidad del acontecimiento sólo se resuelve por la iterabilidad misma. Esta estructura no sólo hace posible una relación con el acontecimiento narrado que lo repite en otro tiempo —el tiempo de la escritura, de la audición, de la lectura—, sino que administra también todas las repeticiones posibles de esta relación (desde la escucha y la comprensión al comentario, la explicación, la interpretación, etc.). En cierto sentido, podría decirse que la estructura repetitiva de la narración no sólo posibilita la repetición del acontecimiento en su singularidad y el encuentro de la singularidad del auditor o lector con aquélla, y, si se quiere decirlo así, del idioma de éste con el idioma de la repetición, sino que rige también la reiterativa repetición de la imposibilidad y, por tanto, del fin. Como he tratado de sugerir, cada narración no sólo repite el acontecimiento que narra, sino que repite (también en el modo de la anticipación) su propio fin, a fin de hacer posible la inscripción del acontecimiento. Toda narración implica virtualmente su propio desmentido en referencia a la verdad del acontecimiento narrado, pero, al hacerlo, incorpora dicha verdad al espacio que abre esa misma operación autocrítica (si podemos llamarla así): el espacio de la ficción.14

Es desde este punto de vista que sostengo que su carácter podría ser asociado, pues, a lo que Franz Rosenzweig, al comienzo de su ensayo “La Escritura y Lutero” (1926), define como la tarea, también paradójica, de la traducción. Creo que no será ocioso transcribir los dos párrafos iniciales:

Traducir significa servir a dos señores. Por tanto, nadie lo puede. Por tanto, es como todo lo que, teóricamente visto, nadie puede, pero prácticamente es tarea de todos. Cada cual tiene que traducir y cada cual lo hace. El que habla traduce a partir de su opinión a la comprensión de otros que él espera, y no, por cierto, de un otro universal que no está dado, sino de éste perfectamente determinado que ve ante sí y cuyos ojos, según el caso, se abren o cierran. El que escucha traduce palabras, que resuenan en su oído, a su entendimiento, dicho, pues, concretamente: al lenguaje de su boca. Cada cual tiene su lenguaje propio. O más bien: cada cual tendría su lenguaje propio si en verdad hubiese un hablar monológico (como pretenden para sí los lógicos, esos monológicos a gusto) y todo hablar no fuese ya hablar dialógico.

de un vector temporal —y más precisamente, el del diferimiento— cabría también avanzar en la dirección del problema del “retorno” (de la revenance) a que se refiere Derrida.

14 Indiquemos aquí, en complemento de lo dicho en la nota anterior, que este “espacio de la ficción” surge, por lo tanto, a partir de una doble “borradura” o “negación”: la de la narración en pro del acontecimiento narrado —es decir, en vista de la singularidad y puntualidad de su acaecer— y la del acontecimiento en pro de su narración —es decir, en vista de preservación memorable—. Esta duplicidad marcaría la estructura de la repetición de repetición que le atribuimos a la narración, y sólo sería necesario pensar cada una de las dos “borraduras” y su relación en clave temporal para entender que el tejido de aquel “espacio de ficción” es tramado por el diferimiento.

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Si todo hablar es traducir, aquella imposibilidad teórica del traducir que conocemos y reconocemos sólo puede tener para nosotros la significación que todas las imposibilidades teóricas semejantes, las cuales son conocidas desde la perspectiva de la cigüeña por el que está enfrente de la vida, tienen después en la vida misma: nos dará, en los compromisos “imposibles” y necesarios cuya sucesión se denomina vida, el valor de la modestia, que no exige de sí lo imposible conocido, sino lo necesario impuesto (aufgegebenen). No, por tanto, que en el hablar y escuchar tenga el otro mis oídos y mi boca, con lo cual el traducir sería innecesario, pero también el hablar y escuchar. Y no que en el hablar y escuchar entre los pueblos la traducción no sea ninguna traducción, sino ya el original, con lo cual el pueblo que escucha sería superfluo, ya un nuevo original, con lo cual se suprimiría el pueblo que habla. Ambas cosas sólo podría quererlas un egoísmo enloquecido, que creyera contentarse en su existencia propia, personal o nacional y anhelase en torno a sí el desierto. En el mundo, que no fue creado para ser desierto, sino en divisiones y según especies, no hay sitio para tal sentir.15

En la explicación de Rosenzweig, la totalidad del lenguaje, desde el habla común y corriente, íntima o callejera, hasta las creaciones literarias más complejas y, aun, la palabra divina plasmada en texto, es susceptible de ser concebida y experimentada bajo el modelo de la traducción. Dicho modelo no tiene sólo un alcance descriptivo, sino también una dimensión prescriptiva. La peculiaridad de la propuesta de Rosenzweig consiste en ofrecer, bajo el concepto de traducción, una ética de la comunicación que tiene su núcleo en la articulación dialógica de la misma. Obviamente, no toda comunicación es de hecho un diálogo en el sentido de una relación entre libertades mutuamente irreducibles; pero toda comunicación debe ser un diálogo, con un deber de apertura a la libre alteridad. Sustraerse a este deber, entablar una comunicación unidireccional, proferir un monólogo cerrado y autosuficiente, que no esperase del otro y en el otro la revelación de un sentido imprevisto, trae consigo no sólo el riesgo de desertizar el mundo, sino, incluso, de abolirlo.

Si vinculamos este postulado con lo que antes hemos examinado del planteamiento benjaminiano (con cuyas premisas más generales hay tanto parentesco), podemos suponer que lo que Benjamin denomina la “guerra” en su eficacia trascendental define precisamente la alternativa del “egoísmo enloquecido” al que Rosenzweig hace referencia.

Una señal de la supresión de lo que el último llama el “diálogo” y de lo que Benjamin rubrica con la idea de la “comunicabilidad de la experiencia” (parece haber, en efecto, justificación para aproximar ambas nociones) la da el examen que dedica éste a la emergencia de una nueva forma de la comunicación en el capitalismo maduro, que tiene su medio propio en la prensa: esta nueva forma, responsable principal en la crisis de la narración, no obstante el grado de afinidad que pudiera hallarse entre una y otra, es la información16, que toma a su cargo “casi todo” lo que acontece17. Esta misma señal puede ayudar a complementar lo que hemos

15 “Die Schrift und Luther”, en: Hans Joachim Störig (ed.), Das Problem des Übersetzens. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1963, 194 s.

16 Op. cit., 444 / 67.

17 Op. cit., 445 / 68.

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dicho acerca de la crisis de la experiencia. Benjamin cita una declaración del fundador del Figaro, en que cree reconocer “la esencia de la información”: “A mis lectores [...] el incendio de una techumbre en el Quartier Latin les es más importante que una revolución en Madrid.” Y comenta Benjamin: “De golpe queda claro que ahora ya no la noticia que proviene de lejos, sino la información que suministra un punto de reparo para lo más próximo, es aquello a lo que se presta oídos de preferencia.”18 Dejo de lado los significativos addenda a este comentario (la verificabilidad y la verosimilitud de la información versus la autoridad y la maravilla de la narración) para concentrarme sólo en el cambio a que apunta Benjamin: la disolución de la apertura experiencial propia de la narración en la puntualidad de la explicación que suministra el acceso a lo acontecido. Si se quisiera proponer una apostilla a la declaración de Villemessant que la pusiese al día con respecto a las nuevas condiciones de la comunicación que advienen con el capitalismo tardío, habría que decir probablemente: “Para mis lectores es equivalente cualquier suceso, próximo o distante, en la medida en que viene formateado por la técnica de la información.” Ésta, que por lo pronto es una manera moderada de formular aquellas condiciones, debiera acusar también cómo no sólo el “arte de narrar” benjaminiano se sume definitivamente en la noche de lo arcaico bajo el peso de la totalización informacional de la comunicación, sino cómo también la “literatura”, en general, es arrojada por ella a una situación crítica. Una consideración de las relaciones en curso entre literatura y globalización podría ayudar a clarificar este punto.

La sola mención de ese enlace suscita una contrariedad: aquello que denominamos “literatura” y que estamos acostumbrados a suscribir bajo el principio general de la posibilidad —en esa peculiar variante suya que es la ficción— se lleva mal con la idea de la saturación de los contextos que implica el régimen de la globalización, ya sea que se la entienda desde el punto de vista de la cabal integración de los mercados o desde la perspectiva de la expansión planetaria de las comunicaciones. Vista de manera inmediata, mal se lleva con esa integración, porque la dictadura de lo “vendible” obstruye la libertad del juego de los signos y los sentidos (o si no la obstruye, la vuelve predecible), y fija y ordena —en un menú preestablecido— la materia viscosa del deseo, que la llamada “literatura” fortalece en su lenta fluidez. Y se lleva mal, también, con la expansión comunicativa, porque la homogeneidad lingüística que ésta promueve sin tregua abarata los matices y deslices y pavimenta los desfiladeros de la traducción. Pero más decisivamente, en una y otra forma de la globalización —y, por cierto, entre ambas hay un vínculo tan estricto como indiscernible—, la saturación a que me refiero levanta la diversidad de las experiencias, la diferencia de los lugares. Al hablar de ambos —de lugares y experiencias—, entiendo referirme a un mismo complejo: el complejo de lo acontecedero, de lo que “tiene lugar” o está en trance de tenerlo. Ya sea que se consideren los “lugares” bajo la figura de los emplazamientos geográficos, de los nudos de relación, de las situaciones y circunstancias, de los sucesos, de los sujetos, todos ellos llevan la signatura de una experiencia, a título de encuentro o descubrimiento, de apercibimiento o de hallazgo, de frecuentación o de incidente. Diversidad de experiencias, diferencia de lugares, pues, como una misma constelación, que el régimen de la globalización levanta. Y ocurre que la llamada “literatura” es —se supone que sea— la provocación y la inscripción de tal diferencia, de tal diversidad.

18 Op. cit., 444 / 67.

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Casi con dejo nostálgico podría decirse que así era antes: obraba la “literatura” como perforación (y hasta voladura) del granito de las experiencias empedernidas, que traía de vuelta el instante vertiginoso de la irrupción de lo inopinado en la experiencia misma: el instante, por eso mismo, de lo memorable, de lo digno de relato. Para ese ejercicio de lo “literario”, el contexto de una experiencia era siempre —podría decirse que por definición— un marco fisurable, y el “lugar” era, a la vez, así la propia dimensión de esa experiencia como la hendija a través de la cual ella se abría hacia lo otro. Pero ahora la trama sutil de las redes que es propia de la globalización, su tejido souple, enerva esa fuerza alteradora. En los múltiples cruces del sistema reticular las “cosas”, los hechos y acaecimientos, lo “vivido” mismo, no son más que titilaciones, nodos y parpadeos fugaces. Todo lo que se conocía bajo el nombre de “experiencias” (así, en plural) y que cifraba el evento de su intercambio precisamente en su mutua irreductibilidad, en, si se quiere, su “valor de uso”, es subsumido bajo una facultad general de formato, cuya aplicación es tan ilimitada como indiferente. Tampoco la experimentación es ya una vía: ha perdido su punta, que consistía en proyectar, en producir —en pro-ducir, en llevar por delante— la experiencia no habida, y hasta la experiencia imposible. Tanto lo “posible” como lo “imposible” —y su misma diferencia— se convierten en variaciones atmosféricas en el espacio de lo virtual. Y es así: el contexto globalizado trae consigo la virtualización de la experiencia, en la que ésta misma acentuadamente tiende a extinguirse.19

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Y podría ser ésta la primera señal de una relación de literatura y escepticismo: afectada por la evidencia categórica del límite, enfrentada a la ineludible urgencia de ese problema, la literatura adquiere una lucidez peculiar: sabe ahora —esto es, en el contexto de la modernidad— que ya sólo es posible como el saber de ese fin, es decir, de esa imposibilidad, de ésa su primordial incertidumbre. Resta por preguntar si un saber de esta índole no estuvo alojado desde un comienzo en el seno de lo literario, y si no es precisamente cierto estado letárgico y latente de ese mismo saber el que determinó su ejercicio y su articulación como principio constructivo del espacio de la ficción y como base de legitimidad de la repetición. De ser así, este saber huérfano, este paradójico saber de incertidumbre, determinaría en la literatura, en su propio fundamento, un carácter esencialmente escéptico.

Obviamente, éste es el punto álgido de mi argumento. ¿Qué relación consistente puede establecerse entre literatura y escepticismo? ¿Supone esto referir la literatura al conocimiento, proponerla, por ejemplo, como una forma de conocimiento del mundo para mostrar enseguida, con desplante paradójico, que sería precisamente una forma que enseña —del modo que se quiera— la imposibilidad de tal conocimiento? ¿Y estamos tomando la noción de “escepticismo” en una noción más laxa o más estricta?

19 Esta “virtualización” implica levantar la diferencia ontológica entre realidad y ficción en su conjunta remisión a la esfera de lo posible en cuanto ésta depende y es administrada por lo que llamo una “facultad general de formato”: y éste sería es el modo propiamente técnico de superación de aquella diferencia. Es, entonces, una reticencia a conceder de plano la eficacia absoluta de dicho modo lo que me lleva a insistir en el concepto de ficción.

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Desde luego, aquí no se trata de ofrecer una determinación exhaustiva de esa putativa relación. Su problema queda establecido como horizonte de nuestra labor de seminario, y esto quiere decir también que la legitimidad del planteamiento de un problema semejante sólo puede ser decidida mediante esa misma labor. Pero en todo caso, debe asegurarse al menos un principio de verosimilitud para la relación que, si bien puede ser sugerente, no salta a la vista con perfiles nítidos.

Para empezar, conviene que intentemos alguna explicación del concepto de literatura con que trabajamos aquí. Ese concepto ya ha sido insinuado en el primer párrafo del texto introductor, aunque de manera subrepticia y, por eso mismo, ambigua. Lo hice sugiriendo que lo que Benjamin piensa como el comienzo del fin del “arte de narrar” coincide con el surgimiento de la literatura “propiamente dicha” (no sólo con el de la novela), donde esta “propiedad” tiene que ver con el sentido de lo que por largo tiempo se concebirá como las “bellas letras”: me refiero, por lo tanto, a la literatura como sistema que tiene su criterio de validación primario en la experiencia estética. La noción benjaminiana de un “arte de narrar” tiende ya un puente hacia este sentido, en la medida en que supone una intencionalidad artística de forma y de efecto que, aunque no del todo ajena al narrar cotidiano, no es de ningún modo temática ni prioritaria en éste. A propósito de esto, uno podría preguntarse si es posible dar acabada cuenta de dicho arte tomando como criterio del acto narrativo sus formas elaboradas e intencionadas como tales, de la manera en que lo hace Benjamin refiriendo el universo de la narración a los dos arquetipos del campesino sedentario y el marino mercante, como “maestros ancestrales de la narración”20. ¿No tendría también su beneficio mirar hacia las formas incipientes y espontáneas y hacia los usos del narrar cotidiano, desde el chisme a la confesión y al testimonio? Cierto, para el argumento que Benjamin está interesado en desarrollar, esta consideración podría resultar relativamente superflua, pero para nuestro fin presente quizá tenga alguna pertinencia. Ésta se hace notoria en la medida en que atendemos a lo que, según el planteo benjaminiano, constituye la diferencia esencial entre el “arte de narrar” y la “novela”, como acuñaciones históricas sucesivas de la forma épica. La diferencia recae, como ya hemos visto, en la constancia de un fondo sustantivo de experiencias comunes y comunicables (comunes en cuanto comunicables, y comunicables en cuanto comunes) en la base de dicho “arte”: fondo que, naturalmente, hay que suponer también con respecto al espontáneo narrar cotidiano, pero que ya no regiría en modo alguno para la “novela”.

Siguiendo esta pista, podríamos decir que la literatura “propiamente dicha” surge con el desarraigo respecto de las experiencias. No, sin más, con la pérdida de la facultad de comunicar experiencias propia de la crisis radical del “arte de narrar” en la concepción de Benjamin, pero sí con un proceso que tiende a disminuir el valor de las experiencias reales: un proceso, por lo tanto, en que éstas se muestran paulatinamente menos determinantes para la configuración de la vida individual y colectiva. Dicho de otro modo, quizá sería posible sostener que la literatura surge cuando se vuelven cada vez más importantes las experiencias inactuales. Desde el punto de vista histórico, éste es el momento que por primera vez signa Aristóteles, cuando defiende la aptitud de verdad universal de la poesía y la distingue de la historia21. Esta distinción es cardinal para reconocer aquel punto de inflexión en el narrar mismo por el cual éste deviene “arte”: el

20 Op. cit., 440 / 62.

21 Poética, 9, 1451 a 39 – b 11.

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punto en que, a partir de un fundamento común donde historia, mito y relato de invención permanecen más o menos fundidos entre sí (lo que atestigua la doble significación de la propia palabra “historia” en las lenguas occidentales), se separan unas de otras estas formas discursivas. Como se sabe, Aristóteles cifra la diferencia entre historia y poesía en que la primera dice las cosas que han sucedido, mientras la segunda dice las que podrían suceder (hoia an genoito). Con la remisión de la poesía al ámbito de lo posible (to dynaton), se ha abierto por primera vez, bajo el título de ficción, un espacio de despliegue en que el discurso de las experiencias inactuales puede probar su pertinencia y su eficacia.22

Desde esta característica podemos quizá prestar algún viso de credibilidad a la relación que postulamos. Para ello será necesario volvernos ahora hacia el escepticismo y ofrecer de él una mínima reseña, que obviamente no puede sustituir las precisiones y distinciones de indispensable consideración ulterior y que, por eso mismo, tiene aquí una función meramente indicativa y provisoria.

El escepticismo sostiene que, sobre la base de nuestras experiencias, como fuente de nuestra información acerca del mundo, no es posible forjar un conocimiento respecto a cómo es el mundo verdaderamente. Las creencias que a su propósito sustentamos, las opiniones que vertemos acerca de éste, de sus elementos y sus estados, no pueden ser fundamentadas de manera tal que respecto de cada asunto —o de una gama acotada de asuntos— fuese posible mantener una opinión como verdadera e incontrovertible sin que sea posible aportar razones de peso equivalente para su contraria. En la medida en que la duda acerca de la verdad o falsedad de las opiniones induce perturbaciones anímicas en el que duda, el escepticismo recomienda, como estrategia general, la suspensión del juicio, es decir, dejar indeciso el asunto sobre el que tales opiniones versan. Tal suspensión proporciona al abstinente la curación de la búsqueda obsesiva de la verdad y el consiguiente sosiego mental.

Aceptada la previa característica de la literatura, aunque sólo sea a manera de prueba, y admitida esta reseña —la cual ha de ser harto menos discutible que aquélla, en sus grandes trazos—, cualquiera tendría derecho a preguntarse si con la confrontación de ambas no se suprime de inmediato toda relación posible entre escepticismo y literatura. En tanto que aquel parece empeñado en salvar los fenómenos de los intentos de colonización y reducción por el logos filosófico, ésta pareciera ocuparse en suministrarle al discurso nuevos modos de interpretación de la experiencia, nuevos modos de relación con ella (a esto nos referimos con la expresión “experiencias inactuales”), en que aquellos fenómenos suelen aparecer bajo una luz tan distinta e insospechada como puede ocurrir con las explicaciones metafísicas. En ambos casos el fenómeno —como remanente esencial de la suspensión del juicio (del logos)— tendería a quedar obliterado bajo el peso de una poderosa articulación discursiva. Sin embargo, hay algo

22 Ciertamente, la palabra “ficción” es ajena a Aristóteles, pero no sólo cabe sostener que el término poiesis da cuenta precisamente de su sentido, sino, sobre todo, que lo hace en cuanto Aristóteles establece los criterios fundamentales de determinación de la “ficción” (plasma, argumentum, fictio): la presentación de eventos articulados por una secuencia causal y no meramente temporal (como ocurre en el relato histórico), la exposición de los universales implicados en dicha secuencia, en el sentido de lo que un determinado carácter haría en un contexto dado, la imbricación de verdad y mentira bajo el principio general de la verosimilitud (concebida más bien como probabilidad real que como credibilidad psicológica, aunque ésta no se excluye como recurso persuasivo del poeta). En los términos más amplios, podría reducirse el conjunto de estos criterios a un propósito fundamental de inteligibilidad de la experiencia al cual serviría la creación literaria a partir de su lógica específica.

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que la literatura claramente no comparte con el logos reductor de la metafísica: su dogmatismo, es decir, las notas de universalidad, necesidad y exclusividad que éste se atribuye. El pluralismo de las experiencias inactuales, su particularidad (su concreción en un universo de sentido determinado), su suspensión en la dimensión de la posibilidad (la proposición hipotética de dicho universo), indican otra configuración del logos.

En la medida en que la literatura nos expone a experiencias inactuales, contribuye a comprender que no es posible determinar en última instancia la verdad o falsedad de los juicios que formamos acerca de toda experiencia. De hecho, habría en el fundamento del ejercicio literario una suspensión primaria del juicio, que le confiere a la ficción (como dominio de las posibilidades) su peculiar eficacia. Sin esta suspensión sería imposible la estructura de la repetición de repetición que resuelve la paradoja de la iterabilidad. Si, como hemos dicho antes, toda narración implica virtualmente su propio desmentido en referencia a la verdad del acontecimiento narrado, la literatura “propiamente dicha” actualiza ese desmentido en la configuración misma de las experiencias inactuales.23

Sería esta suspensión la que emerge como tal en el ejercicio de la literatura en la modernidad, patentizando la afinidad escéptica de la literatura.

Aquí, en todo caso, es preciso señalar que no estamos sin más definiendo la literatura por el escepticismo. Se trata, en cambio, de averiguar si hay en el fenómeno literario una matriz escéptica, sin perjuicio de otras aproximaciones y perspectivas, y si el discernimiento de esa hipotética matriz permitiría comprender determinadas manifestaciones literarias, tanto desde el punto de vista de las formas como de las realizaciones.

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Una segunda observación hallamos en el ensayo citado que puede ayudarnos a completar el cuadro. Al caracterizar el surgimiento de la novela, en los albores de la era moderna, como el indicio más temprano del proceso que rematará en el ocaso del arte de la narración, Benjamin señala la ruptura con el colectivo y con su suelo compartido de experiencias.24 La novela está destinada esencialmente al libro y, en esa medida, se sustrae

La segunda observación se encuentra en el quinto acápite del ensayo. Conviene que leamos íntegramente este acápite:

El indicio más temprano de un proceso en cuya conclusión está el ocaso de la narración es el surgimiento de la novela al comienzo de la era moderna. Lo que separa a la novela de la narración (y de lo épico en sentido estrecho) es su remisión esencial al libro. La expansión de la novela se hace posible sólo con la invención del arte de la imprenta. Lo oralmente transmisible, el patrimonio de la épica, es de otra

23 Así con la narración en su carácter heredado: la primaria suspensión del juicio abriría la dimensión de las posibilidades para dar lugar en ella a la configuración de una “historia”. Cabría la pregunta de si es posible una literatura que presentara la suspensión misma.

24 Cf. op. cit., 442 / 65.

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decididamente a la transmisión oral, que se mantiene embebida en la existencia de la comunidad. La mediación técnica de la comunicación es solidaria de un distanciamiento fundamental respecto de la experiencia, que el novelista ya no puede acuñar paradigmáticamente. Ha perdido esa especie tan peculiar de certidumbre que es congénita a la genuina experiencia. Una certidumbre que no se empina por encima de ésta, para otearla desde el pináculo de la universalidad —puesto que no cuenta con el órgano certero del concepto—, sino que sabe —con el conocimiento a la vez frágil y firme que le cuadra al testigo— que ha pasado algo, que algo ha tenido lugar y que eso que ha pasado reclama su institución memoriosa: sabe del acontecimiento. En cambio, el novelista, aunque tenga el barrunto de lo acontecido, no sabe exactamente qué ni precisamente dónde, y, para averiguarlo, tiene que abrirse paso a través de la ciega espesura del lenguaje, buscando las pistas a medio borrar, exprimiendo de las palabras insuficientes al menos la pura posibilidad. Radicalmente incierta, sostiene Benjamin, la novela signa la perplejidad del sujeto —el individuo aislado— en medio de la pletórica existencia.

consistencia que aquello que constituye el material (Bestand) de la novela. Destaca a la novela contra todas las demás formas de la literatura en prosa —cuento de hadas, leyenda, incluso la novela corta (Novelle)— el que no venga ni vaya a dar a la tradición oral. Pero sobre todo [la destaca] contra el narrar. El narrador toma lo que narra de la experiencia; de la propia o de la referida. Y lo convierte a su vez en experiencia de aquellos que escuchan su historia. El novelista se ha apartado. La cámara natal de la novela es el individuo en su soledad, que ya no puede pronunciarse ejemplarmente sobre sus preocupaciones más importantes, que carece de consejo y tampoco puede darlo. Escribir una novela significa llevar al extremo, en la exposición de la vida humana, lo inconmensurable. En medio de la plenitud de la vida y a través de la exposición de esta plenitud, la novela anuncia la profunda perplejidad del viviente. El primer gran libro del género, el Don Quijote, enseña al punto cómo la magnanimidad, el arrojo, la disposición a ayudar de uno de los más nobles —precisamente Don Quijote— están completamente huérfanas de consejo y no contienen ni la mínima chispa de sabiduría. Cuando en el curso de los siglos se intentó una y otra vez —y quizá de la manera más tenaz en los Años de peregrinaje de Wilhelm Meister— introducir enseñanzas en la novela, tales intentos resultaron siempre en una variación de la forma novelesca. Por el contrario, la novela de formación (Bildungsroman) no se aparta en modo alguno de la estructura fundamental de la novela. En tanto que integra el proceso de la vida social en el desarrollo de una persona, hace madurar la justificación más frágil que pueda imaginarse de los órdenes que determinan a ese [proceso]. Su legitimación está en posición oblicua (steht windschief) respecto de su realidad. Lo insuficiente deviene, en la novela de formación, precisamente acontecimiento.25

En la explicación de Benjamin la referencia a la técnica juega un papel esencial. Ya hemos visto que eso que él mismo llama “monstruoso despliegue de la técnica”, y que tiene en la guerra el laboratorio en que se lleva a cabo su experimento crucial, es lo que estipula la crisis trascendental de la experiencia. El acápite que ahora leemos señala otro hito de esta tensión entre técnica y experiencia, un hito inaugural para el proceso que tiene allá su remate. La técnica de la imprenta introduce una crisis en la comunicación, es decir, en la participación de experiencias en el seno de la comunidad, de manera semejante a como la expansión intermitente de las técnicas de reproducción trae consigo, finalmente, la crisis de la experiencia aurática de la obra de arte, según el ensayo “La obra de arte en la época de su reproducibilidad

25 Op. cit., 442 s. / 66.

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técnica”.26 Esa condición crítica, si bien no suprime la posibilidad de compartir experiencias, enajena a sus sujetos, los sustrae del suelo comunitario de sentido y tiende a exponerlos a la desnuda facticidad que en aquéllas se ha mantenido latente y que la comunicación narrativa —cierto que de manera imperceptible— ha mantenido a raya. El “sujeto” de la experiencia, que en el seno de su configuración comunitaria no es todavía, en sentido propio, un sujeto, deviene de esta manera individuo.27

Los dos paradigmas novelescos que menciona Benjamin dan cuenta de la dualidad de destinos que están deparados para este “individuo” a lo largo del desarrollo de la novela moderna. Si el Quijote puede ser descrito como una novela que precisamente expone al individuo ejerciendo con impertinente y cómico heroísmo la enajenación a que lo arroja su primaria perplejidad, si puede decirse que es algo así como una historia de la de-formación del sujeto, de su desconstitución in statu nascendi, la “novela de formación” quiere mostrar el itinerario por el cual, no importa cuán laberínticas puedan ser las vías, se llega a ser tal. Pero, a pesar de la diferencia, y aun de la flagrante oposición entre ambos destinos, lo que está en su base es una misma premisa de existencia y de (no) saber. En el pasaje citado, dos términos dan la pauta para entender el modo en que concibe Benjamin esa premisa: lo inconmensurable (das Inkommensurable) y lo insuficiente (das Unzulängliche). Estos dos términos son, en verdad (o al menos así me lo parecen), conceptos que intentan caracterizar el estatuto esencial de eso que llamamos el “individuo”. Ambos, enfatizando la pérdida de una medida sustantiva de las relaciones orgánicas entre el ser humano y el mundo, medida que precisamente la narración habría estado encargada de acuñar y recrear y transmitir una y otra vez, indican el cambio radical de la experiencia que de aquí en adelante se abre paso. La noción de “acontecimiento” está en el centro de esta mutación, pero no de cualquier modo, puesto que también hay acontecimiento en el universo de la narración, sólo que allí es el acontecimiento de la continua re-fundación de la comunidad por medio de la continua remisión al acontecimiento que la funda. Lo que se piensa bajo esa noción es, ahora, justamente, el acontecimiento de lo inconmensurable, de lo insuficiente, que remite al individuo una y otra vez a la pérdida que lo constituye.

26 Sin duda, se puede argüir que este parangón adolece de asimetría, puesto que la noción de aura no implica, al menos explícitamente, factores comunicativos. Pero también cabría pensar que precisamente esta diferencia refuerza el parangón, no en un sentido analógico, sino complementario: lo que Benjamin concibe como experiencia aurática —la “aparición irrepetible de una lejanía por cercana que pueda ser (einmalige Erscheinung einer Ferne, so nah sie sein mag)”— define el caso de una experiencia que es en sí misma plenitud de sentido, sin requerimiento de una mediación narrativa en el proceso de su ocurrencia. El misticismo de la experiencia que encierra el fenómeno del aura economiza, por un lado, la participación intersubjetiva, pero a la vez, y por otro lado, hace posible una comunicación indirecta de tal experiencia a título de comunicación estética.

27 La salvedad que hago aquí tiene, creo, su importancia: ciertamente, no cabe hablar de un “sujeto” de las experiencias configuradas y compartidas en el seno de una comunidad de narración, precisamente en la medida en que eso que denominamos un “sujeto” presupone la ruptura con dicha comunidad, es decir con el contexto de sentido en que el miembro de ésta se mueve, por decir así, espontáneamente. Quiere decir esto que el “sujeto” supone la disolución de ese contexto y que se constituye como tal en la medida en que resuelve por sí y para sí el problema que —a título de experiencia de incertidumbre o perplejidad, como única experiencia irredargüible que resta— plantea tal disolución. En este sentido, podría decirse que el “individuo” es un momento estructural en la génesis del “sujeto”.

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Quizá pueda esto darnos ocasión para insistir en el cruce entre hipótesis histórica e hipótesis estructural de que hablaba al comienzo, para justificar la idea de una implicación del “fin de la literatura” en el “fin del arte de narrar”. Y es que —creo— de aquí, de lo dicho, de esta distinta característica del acontecimiento, se sigue también una modificación esencial de las relaciones entre acontecimiento y lenguaje con respecto a la estructura que ellas ostentaban en el seno de la comunicación narrativa. Para atenernos exclusivamente a la frase con que Benjamin remata su breve reseña de la “novela de formación” —y que, cabría suponer, da asimismo el tono de su comprensión del surgimiento de la novela—, podríamos decir que el devenir acontecimiento de lo insuficiente en virtud del cual se traza el advenimiento del individuo, pone de manifiesto, para el individuo, lo insuficiente del acontecimiento. Y si, desde el punto de vista del ser del individuo, es verosímil que esta insuficiencia sea el acicate principal de su devenir sujeto, ella misma plantea, desde el punto de vista de la apropiación del acontecimiento en el lenguaje, la necesidad de suplirla mediante el discurso. El discurso es ahora la institución del acontecimiento de una manera completamente distinta a como pudo serlo antes, y debe implicar —sería ésta una pregunta a la que habría conferirle la forma de una hipótesis— una alteración esencial de lo que más atrás he llamado la estructura de repetición. Mientras en la narración de matriz oral el acontecimiento goza de una certificación (una verdad) primigenia debido a que es la condición misma que hace posible producir y recibir su relato, y a éste sólo le cabe aumentarla (también en el sentido de la fabulación), sin jamás desmedrarla (sin regatearle al acontecimiento, en última instancia, su derecho primario a la verdad), en la narración técnicamente vehiculada el discurso aporta al acontecimiento la certidumbre de la que éste carece por principio: es decir, no participa, sino que media el acontecimiento. Precisamente esta determinación sería la que contiene como posibilidad esencial suya, a partir de la comunicación masiva que permite la imprenta y la prensa, lo que Benjamin caracteriza en el siguiente capítulo de su ensayo como la información, que no ofrece nada de “lo que pasa” sin aditamento de explicación en pro de la plausibilidad de la información misma.

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Pero esta posición originaria del individuo marca, a la vez que la fuente de una narración puramente problemática, el principio de otra forma literaria, que ya no consiste en la “exposición de la plenitud de la vida humana”, sino en la exposición de la primaria perplejidad que aqueja al viviente, al yo de esa vida. Tal forma es el ensayo.

A diferencia del arte de narrar que ha ingresado al dominio de la literatura, y que se sostiene en vilo en el espacio de la ficción, la intención del ensayo va dirigida a la verdad. En principio, pues, el suyo es un movimiento de superación de aquella perplejidad elemental. Sin embargo, la verdad de la que se trata aquí sólo se construye mediante la crítica, a través de la destrucción de verdades recibidas y convertidas en acervo prejuicioso o

El ensayo, forma literaria propia de la era moderna, es, sin duda, la que satisface de manera más inmediata la relación de la literatura con el escepticismo. En esta relación está comprendida también la afinidad que guarda el ensayo con las inquietudes epistemológicas que mueven las pesquisas teóricas en esta misma era. Y, en efecto, la gravitación que tiene el escepticismo, como problema o como estrategia, para el proyecto de la fundamentación del conocimiento —gravitación que permanece a lo largo de todo el desarrollo

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escolástico. Por eso, permanece siempre en suspenso, amenazada por la labor de zapa que le hace sitio: su estatuto es, pues, perennemente provisional, y si el resultado de un ensayo en particular puede sobreponerse temporalmente a la perplejidad que lo ha motivado, nada garantiza que un nuevo material o un nuevo punto de vista no eche por tierra lo verosímil conquistado. El ensayo determina, entonces, una comprensión perspectivista de la verdad y una disposición a apelar a la “vérité de faits” como piedra de toque de toda verdad discursiva. Así, aquellos que se considera fundadores del género, Montaigne y Bacon, aunque puedan estar en flagrante oposición en vista de sus respectivos proyectos y actitudes —fortuito, digresivo y personal el primero, metódico, analítico y distanciado el segundo—, tienen ambos como rasero de su “ensayo”, de su tentativa, a la experiencia, como medio de contraste y principio de réplica de las pretensiones de verdad del discurso. Ya sea como rendimiento, ya como procedimiento, el escepticismo es, notoriamente, la regla del ensayo.

del pensamiento moderno, en Descartes, Hume, Kant y Hegel— encuentra uno de sus medios primarios de escenificación y de exploración en la forma ensayística, tal como es acuñada por aquellos dos autores que pueden ser considerados como sus iniciadores: Michel de Montaigne (1533-1592) y Francis Bacon (1561-1626). Precisamente en este sentido asociamos con la cuestión del ensayo lo que en el texto de Benjamin se señala a propósito de la perplejidad del individuo, vinculando el carácter existencial que él le atribuye con la demanda de un saber —o de un modo de saber— que le permita a ese individuo al menos enfrentar esa perplejidad, si no administrarla o superarla.

Apelando a los mismos términos en que Benjamin establece su tesis acerca de la novela, se trataría aquí de una exposición, que no es la de la vida en su plenitud, como ocurriría en la novela, que presenta al existente enredado en la trama densa de la realidad, abriéndose paso o sucumbiendo en ella, sino la exposición de la perplejidad primaria que lo afecta por causa de esa misma trama, y que toca incluso al verdadero alcance que haya que darle a la palabra “realidad”, puesto que las notas enfáticas que cabe atribuirle a ésta han quedado sofocadas en la experiencia de la incertidumbre.

En la advertencia “Au lecteur” del que se reputa como documento fundacional del género ensayístico, los Essais de Michel de Montaigne, queda suficientemente expresada la idea de la exposición que referimos aquí como origen de esta forma. Tal exposición es una intención y una pasión de verdad: pero de una verdad cuyo único contenido es el “yo mismo”, íntegro, llano y sin aditamentos, de Montaigne. La “buena fe”, sostiene la primera frase de esta advertencia (que es a la vez una exculpación y un gesto disuasivo), es la matriz y el temple del libro. “Buena fe”, entonces, en nombre de la cual el autor sólo quiere que se le “vea en mi manera de ser simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio”, sin empeño de ocultar los defectos y debilidades propias; la verdad de sí —la pintura fiel de sí mismo— se opone al encubrimiento, a la cosmética y el maquillaje: en una palabra, a la ficción. La integridad y la desnudez son, en última instancia, el desideratum que preside la obra.

Así, lector —concluye Montaigne—, yo mismo soy la materia de mi libro (je suis moi-même la matière de mon livre): no hay razón para que emplees tu ocio en un tema tan frívolo y tan vano.28

28 Michel de Montaigne, Essais. Édition présentée, établie et annotée par Pierre Michel. 3 tomos. París: Le Livre de Poche, 1972, 23.

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Como quiera que se la piense, la cuestión de la verdad es la matriz del ensayo. En el caso ejemplar de Montaigne, se trata de la verdad del yo en su trato con el mundo al menudeo como eclipse o abolición de toda verdad mayúscula, en particular la de los presuntos saberes y conocimientos. A diferencia del modo en que, 60 años más tarde29, articulará Descartes esta condición, una suerte de duda sin método define una situación de tabula rasa, sólo aminorada por la memoria de las lecturas de autores clásicos que suministran el arsenal de citas —con función ilustrativa, prudencial o decorativa— que pueblan las páginas del libro.30 Verdad singular y paradójica, por lo tanto, en cuanto supone la supresión de la verdad en nombre de lo que caracteriza el devenir del yo que es ahora su contenido, pero también su forma y su principio: esto es, la experiencia, sinónimo esencial de essai. Pero no ha de pensarse que este modo de concebir lo verdadero está condenado a sumirse en el solipsismo. Por el contrario, la remisión a yo individual, personal e idiosincrásico libera también de la horma de una gran verdad exclusiva y excluyente, las verdades puntuales y peculiares de las cosas. En este sentido sostiene La Rochefoucauld: “Lo verdadero, en cualquier tema que se encuentre, no puede ser borrado por ninguna comparación con algún otro verdadero, y cualquier diferencia que pueda haber entre dos temas, lo que es verdadero en uno no borra en absoluto lo que es verdadero en el otro: pueden tener más o menos extensión y ser más o menos deslumbrantes, pero siempre son iguales por su verdad, que no es más verdad en lo más grande que en lo más pequeño.”31

El “ensayo” de Montaigne define, en el momento inaugural de la forma, una primera vertiente fundamental. La otra queda establecida en la obra de Bacon.32 También aquí se trata de la experiencia como contexto fundamental de las relaciones del individuo con la realidad. También aquí despunta la necesidad de orientación y consejo, la demanda de un juicio certero sobre las cosas. Pero hay en su obra una diferencia marcada con lo que ocurre en Montaigne. Éste, surcado de dudas a propósito de cada asunto, porque en cada caso se disputan la primacía opiniones contrarias y perfectamente atendibles, renuncia a una opción que, desde el punto de vista teórico, sería injustificable, y sólo se inclina en pro de alguno de aquellos pareceres si la situación se vuelve apremiante. La perplejidad —para seguir empleando este término— es la dimensión gnoseológica en que el individuo inevitablemente habita; es su condición de saber sempiterna. Para Bacon, como también para Descartes, poco más tarde, la cuestión estribará en ajustar cuentas con la perplejidad primordial, superar su estado deficitario, en la medida en que ello no sólo tiene consecuencias para la situación teórica del hombre, sino sobre todo porque de allí habrán de desprenderse efectos decisivos para su vida práctica. El propósito de un conocimiento cierto surge, entonces, como proyecto esencial, si bien su caldo de cultivo es la incertidumbre y el desconcierto, tal como lo es para ocasionalismo práctico de Montaigne.

29 La primera edición de los Ensayos es de 1580, a la que sigue ocho años más tarde una segunda, que incorpora un tercer libro; Descartes publica sus Meditaciones en 1641.

30 Ciertamente, el regateo de todo método de que hago objeto a Montaigne es hiperbólico. Hay, efectivamente, un método en su proceder, o, si se quiere, hay, en todo lo que Montaigne dice un poder fundamental a la obra, que tiene la capacidad para adaptarse a la peculiaridad de cada asunto. Ese poder es el juicio.

31 François de La Rochefoucauld (1613-1680), Réflexions diverses (I. De lo verdadero) en : Maximes. París: Booking International, 1994, 129.

32 Tanto Montaigne como Bacon refieren los orígenes del ensayo a la antigüedad: el primero a Platón y Jenofonte, el segundo a Séneca.

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Se sigue de aquí una distinta noción de experiencia o, si se quiere, una diferencia interna en lo que para Montaigne aparece como una masa tan plural como indistinta. Bacon concibe, pues, en primer término, un tipo de experiencia automática, que se deja asaltar continuamente por los acontecimientos de la realidad y por sus impredecibles avatares. De semejante experiencia vaga no cabe esperar ninguna guía confiable para la conducción de las empresas cognoscitivas y de la vida misma, y, sin embargo, ha sido precisamente aquélla a la que todos los investigadores precedentes se han acogido al abordarlas. A esta experiencia vaga se opone, sin embargo, la experiencia ordenada, que puede hacer acopio sistemático de las tentativas del pasado, corregirlas y enderezarlas por una senda segura. Con esta distinción, Bacon funda la noción de experimento. El experimento tiene la peculiaridad de ser, como dice Bacon, una “experiencia buscada” (experientia quaesita), y no una que “simplemente” se limita a registrar de manera pasiva (esto es, sin propósito) lo que “acaece”, lo que “sale al paso” (occursus rerum). Lo que distingue al experimentum respecto de la experiencia vaga o simple es la quaesitio, la quaestio, es decir, la intención de saber expresada en una pregunta, surgida, no, desde luego, del mero presentarse de las cosas, sino de la espontaneidad intelectual, y, por tanto, la inserción de las experiencias en un plan general de indagación construido por la actividad de la razón. Así, la experiencia ordenada tiene que sustituir a la experiencia vaga para asegurar la marcha de la ciencia hacia su meta propia, de acuerdo a una estructura y una estrategia de investigación que coordina experimentos con experimentos y experimentos con axiomas, y a éstos, nuevamente (progresivamente) con experimentos.33 Un esquema puede ayudar a visualizar las relaciones que Bacon tiene en mente:

33 Cf. Novum Organum, c. LXXXII, en: The English Philosophers from Bacon to Mill. Edited, with an Introduction, by Edwin A. Burtt. New York: The Modern Library, s/f, 56 s.:

“Y así como los hombres han colocado erróneamente la finalidad y meta de las ciencias [meta que Bacon concibe como el “dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y poderes”, cf. LXXXI, op. cit., 56], así también, aun cuando lo hayan colocado correctamente, han escogido un camino hacia ella que es enteramente erróneo e intransitable. Y es algo asombroso, para quien rectamente considera el asunto, que ningún alma mortal se haya aplicado seriamente a la apertura y puesta al descubierto de una senda para el entendimiento directamente a partir de los sentidos, a través de un curso de experimento ordenadamente conducido y bien construido; pero todo eso se ha abandonado ya sea a la niebla de la tradición, ya a la vorágine y al remolino del argumento, ya a las fluctuaciones y laberintos del azar y de la experiencia vaga y mal clasificada. Que cualquier hombre sobria y diligentemente considere cuál es el camino por el cual los hombres se han acostumbrado a proceder en la investigación y descubrimiento de las cosas; en primer lugar observará, sin lugar a dudas, un método de descubrimiento muy simple y no artificial, y es no más que lo siguiente. Cuando un hombre se dirige a descubrir algo, busca y pone ante sí, primeramente,, todo lo que ha sido dicho por otros; luego empieza a meditar por propia cuenta; y, así, a través de mucha agitación y labor del ingenio, solicita y, por decir así, invoca a su espíritu para darle oráculos: método que no tienen ningún fundamento, sino que solamente descansa en opiniones y es llevado a cabo con ellas.

“Otro, quizás, pedirá el auxilio de la lógica para descubrir aquello para él; pero esto no tiene más que una relación nominal con la materia. Pues la invención lógica no descubre principios ni axiomas capitales, de los cuales están compuestas las artes, sino sólo cosas tales como aquéllas que aparecen como consistentes con ella. Pues si os hacéis más curiosos e importunos y afanoso, y le preguntáis por pruebas e invención de principios o axiomas primarios, su respuesta es bien conocida: os remito a la fe que estáis obligados a prestar a los principios de cada arte por separado.

“Resta solamente la experiencia simple (experientia mera); que, si se la toma como viene, es llamada accidente (casus); si buscada (quaesita), experimento. Pero esta clase de experiencia no es mejor que una escoba sin atadura, como se dice; un mero tanteo de hombres en la oscuridad, que palpan todo lo que está en su derredor con vistas

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experientia vaga — experientia ordinata

ars iudicii

� �

experientia literata interpretatio naturae

ab experimentis ad experimentum ab experimentis ad axiomata ab axiomati ad experimenta

Pero más allá de las diferencias que pueda haber entre una y otra vertiente, y entre las diversas modalidades intermedias, la afinidad esencial de la forma ensayo con el escepticismo se justifica en primer término porque el ensayo es la formalización literaria de una opinión, de un punto de vista sobre el mundo, sobre un elemento o conjunto de elementos suyos, o sobre un estado del mismo. Aquí la formalización misma, en cuanto tiene como único sustento la posición del emisor de la opinión, y ésta sólo puede apoyarse, a su vez, en las experiencias de tal emisor, está afectada de duda. Por muy aseverativo que pueda ser un ensayo, su enunciación está de antemano relativizada por la posición del emisor, y lleva a cabo, pues, en sentido propio, una suspensión del juicio más bien que un juicio positivo y decisivo, o bien sólo se hace posible a partir de una tal suspensión. Pero no se trata sólo de dicha formalización. Lo que está en juego en el ensayo es la exposición de un modo particular de habérselas un yo en el mundo y, por lo tanto, estas dos cosas: que, dondequiera que quepa afirmar una verdad (si ello en general es dable), ésta reclama y supone la atestiguación de un yo que en la afirmación delata su posición (y, por tanto, no admite para aquélla un carácter categórico); y que el mundo mismo, que el ensayista tiene siempre en el vértice de su intención, pero que sólo se le da, en la experiencia, a través de la concreción y el prorrateo de los fenómenos, sólo puede ser comprendido (y ésta, por cierto, es una comprensión exigua) en la clave de la complejidad.

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al azar de hallar su camino; cuando mucho mejor sería que esperasen la luz del día o encendiesen una candela, y luego emprendiesen la marcha. Pero el verdadero método de la experiencia, por el contrario, enciende primero la candela, y luego, por medio de ésta, muestra el camino; comenzando, como hace, con la experiencia debidamente ordenada (ordinata) y clasificada, de modo no chapucero o errático, y extrayendo axiomas de ella, y [emprendiendo] nuevos experimentos a partir de axiomas establecidos, tal como no fue sin orden ni método que la palabra divina operó sobre la masa creada. Que cesen, pues, los hombres de sorprenderse por el hecho de que el curso de la ciencia no se haya recorrido hasta ahora totalmente, viendo que se extravía por completo, ya dejando y abandonando la experiencia enteramente, ya perdiendo su camino en ella y vagando una y otra vez como en un laberinto; mientras que un método rectamente ordenado lleva, por una ruta ininterrumpida, a través de la selva de la experiencia hacia el suelo despejado de los axiomas.”

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Por último, una señal se dispara desde la consideración general de la forma ensayística hacia nosotros, hacia la localidad desde la cual proferimos este “nosotros”. Tanto Montaigne como Bacon tienen a sus espaldas el descubrimiento de América. La estrategia (diversamente) experimental de sus obras expresa el efecto incalculable que este primer ensayo de facto, que pareciera verificar el espacio de la ficción, provocó en la inteligencia y la imaginación europeas. Con inequívoca vena escéptica, Borges, uno de “nosotros”, sugirió que la metafísica podía o debía ser estimada más bien como rama de la literatura fantástica. A partir del esbozo que aquí hacemos, quizá podríamos aventurar que es posible considerar a la literatura como variante del escepticismo.

Esta última señal apunta a una “región”, si cabe decirlo así, en que la relación de literatura y escepticismo, en la doble forma de la narración y el ensayo, y sobre todo en una mixtura de ambas formas, alcanzaría un punto álgido de su actividad. Si la complejidad es la condición bajo la cual se despliega la literatura en la era moderna, la emergencia de esa “región”, no sólo como una nueva repartición al interior del orbe consabido, como un nuevo coto donde ir a la siga de realidades familiares, sino como “nuevo mundo”, sería el dato más flagrante de dicha complejidad.

En un ensayo leído en la Sorbona con ocasión de una entrega de premios de ensayo de autores latinomericanos, Germán Arciniegas anunciaba desde el título mismo la convicción que animaba a su lectura: “América es un ensayo”.34 Arciniegas se pregunta allí por la predilección que en Latinoamérica se tiene por la forma ensayística, y que es de tan larga data —arguye— que precede en años, con sus primeros productos, a la instauración del género por Montaigne. Y refiere esa predilección a un motivo histórico fundamental: “La razón de esta singularidad es obvia. América surge en el mundo, con su geografía y sus hombres, como un problema. Es una novedad insospechada que rompe con las ideas tradicionales. América es ya, en sí, un problema, un ensayo de nuevo mundo, algo que tienta, provoca, desafía a la inteligencia.”35 No se trata aquí de detenerse en los argumentos con que Arciniegas busca prestarle asidero a su hipótesis, y que muy marcadamente tocan el tópico del mestizaje. Tendremos tiempo para ocuparnos más adelante de todo esto. Sólo se trata de sugerir una línea de reflexión para nuestro tema, cierto meridiano, si se quiere, a cuya luz empezar a repasar (ya desde un comienzo) las evidencias y opacidades sobre las que ahora nos cernimos.

Una guía para esa reflexión podría extraerse del credo displicente de Jorge Luis Borges, en que aquel cuño ensayístico latinoamericano encuentra uno de sus paradigmas insoslayables. Su aseveración de que más vale tomar la metafísica (o la teología) como una rama de la literatura fantástica formula de manera tan absolutamente económica como humorística la recusación escéptica de toda pretensión enfática de verdad, de verdades últimas. Con esa misma aseveración, Borges alude a una totalización ficticia del universo del discurso, en la medida en que todos sus productos y piezas son susceptibles de ser recibidos estéticamente, pero también de acuerdo a una comprensión de esta experiencia (la estética) que la separa de todo rendimiento positivo de verdad: se recordará que Borges sostiene que el hecho estético es acaso la inminencia de una revelación que no llega a producirse. La indicación de esta inminencia es quizá, a su vez, una señal de aquel diferimiento, de aquella temporalidad del diferimiento que creo reconocer en el origen de lo que llamamos la “ficción”, y que relacionaría a la literatura, al menos problemáticamente, con la estrategia suspensiva del escepticismo.

34 En Juan Gustavo Cobo Borda (comp.), América ladina. México: FCE, 1993, 331-340.

35 Op. cit., 331.

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Precisamente en este sentido imagino posible retrucar el aserto de Borges, en la suposición de que esto mantiene afinidad con su tenor, diciendo que la literatura, en su conjunto, podría ser considerada como una rama o una variante del escepticismo.

Marzo de 2001