Lissagaray Prosper Olivier, Historia de La Comuna de París

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Lissagaray nos escribe sobre la comuna de París un suceso de gran relevancia en la historia

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Sinopsis

Entre la crónica histórica, la línea del frentey la reflexión política, este valioso texto desgranalas razones y acontecimientos que llevaron desdela agrupación de los trabajadores, la luchadesesperada por la supervivencia y la resistenciacontra el ultraje de la burguesía francesa y lasfuerzas alemanas, hasta el violentoderrumbamiento de la Comuna en 1871. Lo pocomás de dos meses en los que la Comuna resistióheroicamente son narrados por Lissagaray condetalle y crudeza. Los más de 30.000 fusilamientospúblicos de communards, las torturas yconfinamientos de obreros y simpatizantes sonrecogidos en sentida combinación de desolaciónpor la épica caída y admiración por el valor ydignidad de los combatientes. Un testimoniofundamental, un clásico para la izquierda, un relatoconmovedor sobre el primer levantamiento obreroen una gran ciudad europea, al que Karl Marx

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llegó a definir como «el mayor acontecimiento delsiglo XIX».

Prosper-Olivier Lissagaray

HISTORIA DE LA COMUNA DE PARÍSFB2Enhancer

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Título original: Historie de la Comuna de 1871

Traducción: Wenceslao Roces

Revisión: Francesc Cusó

Editoral: TXALAPARTA

1ª edición: 1876

Presente edición: 2003

ISBN: 978-8481362879

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Primera Parte : EL DESASTRE

CAPÍTULO I

Prologo del combate. El derrumbamiento delsegundo imperio. Francia antes de la guerra.

El Imperio es la paz.

Luis Napoleón Bonaparte. (Octubre de 1891.)

Nueve de agosto de 1870. En tres días, el Imperioha perdido tres batallas. Douay, Frossard,MacMahon se han dejado sorprender, aplastar.Alsacia está perdida, el Mosela al descubierto,Emile Ollivier ha convocado al Cuerpo

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Legislativo. Desde las once de la mañana, París seha echado a la calle, llena la plaza de laConcordia, los muelles, la calle Bourgogne, rodeael Palais-Bourbon.

París espera la consigna de los diputados de laizquierda. Son, desde la derrota, la únicaautoridad moral. Burgueses, obreros, todos se lesunen. Los talleres han vomitado un verdaderoejército a la calle; capitaneando los grupos, se venhombres de probada energía.

El Imperio cruje; está a punto de derrumbarse. Lastropas, formadas delante del Cuerpo Legislativo,están emocionadas, dispuestas a pasarse al pueblo,a pesar del viejo mariscal Baraguey-d'Hilliers,gruñón y cubierto de entorchados. Gritos: «¡A lafrontera!» Los oficiales murmuran: «¡Nuestropuesto no está aquí!»

En la sala de Pas-Perdus, republicanos que hanforzado la consigna, apostrofar a los diputadosadictos al Imperio y claman por la República. Los

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mamelucos, pálidos, se escabullen por entre losgrupos. Thiers llega, asustado; le acosan yresponde: «¡Implantadla, pues, vuestraRepública!» Pasa el presidente Schneider hacia elsillón presidencial. Gritos: «¡Abdicación!¡Abdicación!»

Los diputados de la izquierda, a quienes acosanlos delegados de los que aguardan fuera, acudenaturdidos: «¿A qué esperáis? ¡Está todopreparado! ¡Presentaos en lo alto de la escalinatao en la verja!» «¿Hay bastante gente? ¿No seríamejor dejarlo para mañana?» No hay, en efecto,más que cien mil hombres. Alguien viene a decir aGambetta: «En la plaza Bourbon aguardaremosvarios millares». Otro, el que escribe, apremia:«Haceos cargo del poder, que aún es tiempo;mañana os veréis obligados a afrontar la situación,cuando sea ya desesperada». De aquellos cerebrosembotados no brota una idea; de las bocas abiertasno sale una palabra.

Se abre la sesión. Jules Favre invita a la asamblea

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del desastre a que tome en sus manos el gobierno.Los mamelucos, furiosos, amenazan, y, en la salade Pas-Perdus, se presenta, desgreñado, JulesSimon: «Quieren fusilarnos»: yo me presenté enmedio del recinto con los brazos cruzados y lesdije: «¡Fusiladnos si queréis!» Una voz le grita:«¡Acabad de una vez!» «¡Sí —dice— es precisoacabar!», y vuelve a sentarse, con gesto trágico.

Se acabaron las contemplaciones. Los mamelucos,que conocen bien a la gente de la izquierda,recobran el aplomo, y, quitándose de encima aEmile Ollivier, imponen por la fuerza unministerio encabezado por Palikao, el saqueadordel Palacio de Verano. Schneider levanta la sesiónprecipitadamente. El pueblo, suavementerechazado por las tropas, vuelve a apelotonarse ala entrada de los puentes, corre detrás de los quesalen de la Cámara, a cada instante creeproclamada la República. Jules Simon, ya lejos delas bayonetas, le cita para el día siguiente en laplaza de la Concordia. Al día siguiente, la policíaocupa todas las bocacalles.

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La izquierda dejaba en manos de Napoleón III losdos últimos ejércitos de Francia. El 9 de agosto,hubiera bastado un empujón para barrer aqueldespojo de Imperio; Pietri, el prefecto de policía,lo ha reconocido. Guiado por su instinto, el pueblobrinda sus brazos. Pero la izquierda rechaza larevuelta liberadora, y abandona al Imperio elcuidado de salvar a Francia. Hasta los turcostuvieron en 1876 más inteligencia y más ímpetu.

Francia pasa tres semanas enteras rodando alabismo, ante la impasibilidad de los imperialistasy los apóstrofes declamatorios de la izquierda.

En Burdeos, meses más tarde, una asamblea aúllacontra el Imperio, y en Versalles se alza un clamorentusiasta cuando un gran señor declama: «¡Varus,devuélvenos nuestras legiones!» ¿Quién increpa yquién aplaude de esta suerte? La misma altaburguesía que se pasó dieciocho años muda,besando el polvo y entregando a Varus suslegiones.

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Aceptó el segundo Imperio por miedo alsocialismo, como sus padres se habían entregadoal primero para clausurar la revolución. NapoleónI le prestó dos grandes servicios, que no se pagancon la apoteosis, por grande que ésta sea. Impuso aFrancia una centralización y mandó a la tumba acien mil miserables, que caldeados aún por elvendaval revolucionario, podían alzarse el díamenos pensado, reclamando la parte que lescorrespondía en los bienes nacionales. A cambiode esto, la dejó aparejada para los amos demañana. Al arribar al régimen parlamentario,adonde Mirabeau quería exaltarla de un salto,estaba absolutamente incapacitada para gobernar.Su motín de 1830, transformado en revolución porel pueblo, fue una irrupción de estómagosglotones. La alta burguesía de 1830 no tenía másque una aspiración, como la del 89; atracarse deprivilegios, artillar la fortaleza que defendía susdominios, subyugar y explotar al nuevoproletariado. Con tal de engordar, el porvenir delpaís le importa poco. Para dirigir a Francia yembarcarla en sus aventuras, el rey orleanista tiene

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carta blanca, como el César. Cuando en el 48 unnuevo arranque del pueblo le entrega el timón, noacierta a empuñarlo más de tres años en su manogotosa, a pesar de todas las proscripciones ymatanzas, y el primer advenedizo se alzainsensiblemente con él.

Del 51 al 69 reanuda sus orgías de Brumario.Jubilosa de ver salvados sus privilegios, deja queNapoleón III desangre el país, lo enfeude a Roma,lo deshonre en Méjico, lo aísle en Europa, loentregue al prusiano. Lo puede todo, por susinfluencias, por su riqueza, y no protesta ni con unvoto ni con un murmullo. En el año 69, otroempujón del pueblo la enfrenta con el poder; notiene más que veleidades de eunuco: se lanza abesar la bola del tirano, y pone lecho de rosas alplebiscito que rebautiza la dinastía.

¡Pobre Francia! ¿Quién pugna por salvarte de lainvasión? El humilde, el trabajador, el que, desdehace tantos años, lucha por rescatarte al Imperio.

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Al llegar aquí, tenemos que detenernos unmomento. ¿A quién se debe esta jornada del 9 deagosto de 1870, esta guerra, esta invasión, estoshombres, estos partidos? Viene obligado unprólogo en las tragedias que van a reseñarse. Lomenos árido posible, pero el lector que quieraenterarse deberá estar atento a él.

Ojeada retrospectiva.

Seis años después de 1852, el Imperio industrialsoñado por los saint-simonianos estaba flamantetodavía. Muy rezagado respecto a sus máshumildes vecinos, el país seguía siendo un grantaller, alimentado por la fuente hasta entoncesmisteriosa del ahorro. Enriquecida por nuevosmercados, la provincia se había olvidado de lossiete u ocho mil deportados y proscritos,hábilmente seleccionados por el terror.

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El clero, tan crecido por la instauración delsufragio universal, acogía con los brazos abiertosa aquel emperador «salido de la legalidad parareintegrarse al derecho», como había dicho de élel obispo Darboy, comparándole con Carlomagnoy con Constantino. La alta y la media burguesía,brindábanse solícitas para todos los servicios queplaciese al amo encomendarles. El CuerpoLegislativo, galoneado como un lacayo, humilladoy sin derechos, se hubiera aterrado de tenerlos.Una vasta red de policía, hábil y alerta, vigilabalos menores movimientos. Estaban suprimidos losperiódicos de oposición, salvo cinco o seisatraillados, suspendido el derecho de reunión yasociación; el libro y el teatro, castrados; con talde asegurarse la paz, el Imperio cerrabaherméticamente todas las válvulas.

De tarde en tarde, en París una estrofa de laMarsellesa, un grito de libertad en el entierro deLamennais o en el de David d'Angers; una silba enla Sorbona, durante las palinodias de Nisard;algún que otro manifiesto clandestino de los

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proscritos de Londres o de Jersey, a que apenas seprestaba oído; un destello de los Castigos, deVictor Hugo; ni un ligero estremecimiento de lamasa; la vida animal lo absorbía todo. NapoleónIII, ridículo fantoche cesáreo, podía decir en el 56a las víctimas de la inundación del Ródano: «Lasinundaciones son como la revolución, y a una y aotras hay que volverlas a su cauce para que no sesalgan nunca más de él». Sus prodigiosasempresas, su riqueza multiplicada, las fanfarriasde la guerra de Crimea, con la que Napoleón IIIpagó su deuda a los ingleses, todo en el mundohablaba de Francia, excepto la propia Francia.

Los obreros de París se rehacían, no del golpe deEstado del 51, que apenas les había salpicado,sino de la matanza de junio del 48, que ametrallósus barrios y fusiló y deportó a millares detrabajadores. Ganaban el pan, sin creer debérseloal Imperio, osando, incluso, manifestarse contra éla las veces. En las elecciones del 57, salieronelegidos por París cinco candidatos hostiles, entreellos Darimon, discípulo de Proudhon, y Emile

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Ollivier, porque, hijo de un proscrito, habíapronunciado estas palabras: «Yo seré el espectrodel 2 de diciembre». Al año siguiente, otros doscandidatos de la oposición: Ernest Picard,abogado de lengua acerada, y Jules Favre,celebridad del foro, defensor de los insurrectosbajo Luis-Felipe, ex constituyente del 48, queacababa de cobrar nuevo prestigio con su defensade Orsini.

Este italiano tuvo la fortuna de vencer con suderrota. Las bombas de enero de 1858 respetaronla única víctima que buscaban. Napoleón III, decuyo yugo quería Orsini liberar a Italia, fueprecisamente su libertador. Siguió en seguida unareacción que arrojó a las prisiones y al destierrouna nueva hornada de republicanos; pero, a lospocos meses de morir ejecutado Orsini, el ejércitofrancés marchaba sobre Austria. Esta guerra deliberación encontró el calor de la opiniónfrancesa; el arrabal de Saint-Antoine aclamaba alemperador, y cada victoria obtenida era una fiestaen nuestros hogares. Y cuando Napoleón III volvió

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al país sin acabar la campaña de liberación deItalia, el alma francesa se llenó, como la italiana,de amargura.

Creyó aplacar los ánimos de la nación con unaamnistía general que no benefició a casi nadie,pues la mayoría de los vencidos de diciembregozaban ya de libertad desde hacía tiempo. Apenasquedaban unos centenares de víctimas en Argelia,en Francia, y los desterrados más ilustres o másconocidos: Victor Hugo, Raspail, Ledru-Rollin,Louis Blanc, Pierre Leroux, Edgard Ouinet,Bancel, Félix Pyat, Schoelcher, Clément Thomas,Edmond Adam, Etienne Arago, etc. Unos pocos,los más famosos, se aferraban al pedestal deldestierro, que les daba fama y quietud. De todosmodos, su actuación política hubiera sido estéril;no era la hora de los hombres de acción. ABlanqui volvieron a meterle en la cárcel apenasponerle en libertad y le condenaron a cinco años1

de prisión, acusado de conspirar contra elrégimen.

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Se tramaban verdaderas conspiraciones contra elImperio, se preparaban acontecimientos. Al año desellarse la falsa paz con Austria, Garibaldireanuda la campaña de emancipación de Italia,desembarca en Sicilia con mil hombres, franqueael estrecho, marcha sobre Nápoles, y el 9 denoviembre de 1860, pone en manos de VíctorManuel un nuevo reino. Napoleón III, que quierecubrir la retirada del rey de Nápoles, se veobligado a retirar su flota. Pronto le dará orden deque zarpe rumbo a Méjico.

Méjico.

España e Inglaterra tenían créditos que liquidar.También los tenía Jecker, un suizo, aventurero degrandes vuelos y acreedor usurario del gobiernoclerical de Miramon, que había huido ante elgobierno legal de Juárez. Jecker púsose de

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acuerdo con Morny, hermano del emperador ypresidente del Cuerpo Legislativo, eleganteempresario del 2 de diciembre, príncipe de losgrandes agiotistas enriquecidos en las innúmerasempresas de los últimos años. Convinieron elprecio, y el segundo hijo de Hortensia se encargóde poner al cobro los créditos del suizo con unaexpedición del ejército francés. Ya antes habíasido éste mancillado con la expedición a China, enla que el general Cousin-Montauban le condujo alsaqueo, reservando un collar ofrendado a laemperatriz, la cual le premió ridículamente con eltítulo de duque de Palikao.

Esta mujer —que no era francesa, como no lo fueninguna de las soberanas que se distinguieron ennuestros desastres—, hábilmente influida porMorny, por el arzobispo de Méjico, por Almonte yMiramon, solicitada por el clero y los realistasmejicanos, fue ganada en seguida para la idea dela expedición. Su marido, un soñador, sonrió antela perspectiva de conquistar a Méjico para elImperio, aprovechándose de la guerra de secesión

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que dividía a los Estados Unidos. En enero del 62,las fuerzas francesas e inglesas desembarcaban enVeracruz, donde los españoles las habíanprecedido. Inglaterra y España se dan cuenta enseguida de que no van allí más que a gestionar losintereses de Jecker y de una dinastía cualquiera, yse retiran, dejando solas a las tropas francesas,mandadas por Lorencey. Corren rumores de queAlmonte negocia la corona de Méjico conMaximiliano, hermano del emperador de Austria,de acuerdo con las Tullerías. El ministro Billaultniega descaradamente; un mes después, Lorenceyse pronuncia por Almonte y declara la guerra a laRepública mejicana. El general Forey acude aMéjico con refuerzos; la opinión se alarma. Laizquierda, Emile Ollivier, Picard, Jules Favre,hablan en nombre de Francia. Billault les contestacon un ditirambo.

Las elecciones del 63.

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El pueblo da señales de vida. Las válvulasempiezan a funcionar, el niño del golpe de Estadoiba haciéndose hombre. París se agitaba, en elBarrio Latino brotaban a cada paso periódicospanfletarios; manifestaciones de estudiantes yobreros protestaban contra las matanzas dePolonia, que se levantaba heroicamente contraRusia. El gallinero estaba más que alborotado; enlas elecciones parisienses de mayo del 63 salieronderrotados todos los candidatos oficiales y triunfóla coalición de izquierdas, con los nombres de losdiputados salientes a la cabeza: Jules Favre, EmileOllivier, Picard, Darimon; tras ellos, EugenePelletan, lamartíniano rezagado; Jures Simon,filósofo ecléctico, que en el 51 se había negado aprestar juramento y lo prestó en el 63; Guéroult,cesarista liberal; Havín, burgués volterianizante, yThiers, antiguo ministro de Luis-Felipe, jefe de loscoaligados contra la República del 48, que se dejóengañar por Luis Bonaparte, y a quien ahora seelegía por el daño que podía hacer al Imperio.

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Blanc, obrero tipógrafo, presentó su candidaturacontra la de Havin, director de «Le Siécle»,alegando que también los obreros tenían derechos.Su actitud fue muy mal vista; varios talleres sedeclararon en contra de él. Todavía los obreros noveían más allá de la política. ¡Con tal de que seaun proyectil de oposición, tanto me da uno comootro!, decía un obrero ante el cual se discutían losméritos de Pelletan. Pero quería que el proyectilfuese conocido.

Los Sesenta.

Meses después, en febrero del 64, se reproduce laafirmación obrera, esta vez con mayor precisión.Se trataba de sustituir en París a dos diputados,Jules Favre y Havin, elegidos también porprovincias. Sesenta obreros publicaron unmanifiesto redactado por Tolain, un obrero

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cincelador. Ultramoderado en la forma, era, por suespíritu, categóricamente revolucionario: Señoresde la oposición —dice el manifiesto—, enpolítica estamos de acuerdo con ustedes, pero ¿loestamos también en lo que toca a la economíasocial? Se ha repetido hasta la saciedad quedesde 1789 no hay clases, que todos los francesesson iguales ante la ley. ¿Cómo hemos de creer enla verdad de eso, nosotros que no tenemos másbienes de fortuna que nuestros brazos, quesufrimos todos los días las imposiciones delcapital, que vivimos sujetos a leyes deexcepción? Nosotros, que vemos como la infanciade nuestros hijos se asfixia en la atmósferadesmoralizadora y malsana de las fábricas y delaprendizaje; que tenemos que contemplar comonuestras mujeres desertan forzosamente delhogar en busca de un trabajo con el que nopueden, afirmamos que la igualdad proclamadapor la leyes letra muerta. Pero, se nos dirá, losdiputados que elegís pueden abogar tan biencomo vosotros, mejor que vosotros por lasreformas que anheléis. ¡No!, contestamos. A

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nosotros no nos representa nadie, pues en unareciente sesión del Cuerpo Legislativo no hubo niuna sola voz que se levantase a formular, talcomo nosotros los sentimos, nuestros anhelos,nuestras aspiraciones, nuestros derechos; no,nosotros, que nos resistimos a creer que lamiseria sea una institución de origen divino, noestamos representadas en el Parlamento; noestamos representadas, porque nadie ha dichoque en la clase obrera se atenúe diariamente elespíritu antagónico. Proclamamos que doce añosde paciencia han sido bastante, que el momentopropicio ha llegado... En 1848, la elección dediputados obreros consagró de hecho la igualdadpolítica: en 1864 consagrará la igualdad social.

¡Qué lejos estamos del Parlamento de 1848, en quela clase obrera volvía contra la burguesía suspropias máximas! En 1863 se estatuía su propioprincipio sobre una base absolutamente nueva: elderecho económico. Era ya una inmensarevolución.

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Los Sesenta tenían razón al decir que para losobreros no regía la ley. Un año antes, habían sidocondenados por delito de coalición los tipógrafoshuelguistas de varias imprentas de París. Mas nopor ello dejó de ser malísimamente recibido elmanifiesto. Contra estos obreros que se jactabande ser una clase, no solamente se alzó el clamor dela prensa, sino que apareció un nuevo manifiestofirmado por ochenta obreros que reprochaban asus camaradas aquel llamamiento tan inoportuno ala cuestión social, que venía a sembrar ladiscordia y a restablecer las distinciones de casta.Los Sesenta presentaron como candidato a Tolain,cuya profesión de fe apoyó Delescluze, antiguocomisario general de la República, dos vecesproscrito, en el 52 y en el 58. La candidaturaobrera no logró más que 424 votos contra 14.807que obtuvo Garnier-Pages, lamentable despojo delgobierno provisional de 1848.

Pero el grito de los Sesenta no se lo llevó el aire.Los diputados de la izquierda pidieron que sederogase la ley sobre coaliciones. El Imperio se

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avino a modificarla, y Emile Ollivier, pocoinclinado a desempeñar el papel de espectroinfecundo, se prestó a hacer suyo el proyecto. Esteera lo bastante pérfido para autorizar las huelgas,pero sin reconocer el derecho de asociación. Apesar de todo, los obreros consiguieron que seredujese algo la jornada de trabajo y seconstituyeron algunas sociedades obreras: las delos broncistas, joyeros, hojalateros, ebanistas,estampadores de telas, etc.

La Internacional.

El 28 de setiembre del 64 se echó a volar por todoel mundo, más fuerte que el de los Sesenta, estemagnífico grito: La emancipación de lostrabajadores ha de ser obra de los trabajadoresmismos. Salió del Saint-Martin's Hall, de Londres,de una asamblea de delegados obreros en que

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estaban representados varios países de Europa.Aunque se venía gestando desde hacía varios añosla idea de unión, no tomó cuerpo hasta el año 62,en que la Exposición Universal, celebrada enLondres, puso en contacto a los delegados obrerosde Francia con las Trade's Unions inglesas. Fueentonces cuando se pronunció este brindis: ¡Por lafutura alianza de todos los obreros del mundo!En el año 63, en un motín pro Polonia, surgió enSaint-James la idea de una reunión internacional.Tolain, Perrachon, Limousin, por Francia, y losingleses por su país, pusiéronse a organizar lasconvocatorias. Y en el año 64 Europa presenció,por primera vez, un congreso de los EstadosUnidos del Trabajo. Ningún político asistió a estasesión extraordinaria, ninguno cooperó a lafundación de la gran obra. Karl Marx, el genialinvestigador, desterrado de Alemania y deFrancia, que aplicó a la ciencia social el métodode Spinoza, fue el que ofreció la admirablefórmula. Se decidió dar a la asociación el nombrede «Internacional», se nombró un comitéencargado de redactar los estatutos y se acordó

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que el consejo general residiese en Londres, únicoasilo seguro, y se convocó una segunda asambleapara el año siguiente. Un mes más tarde, aparecíanlos estatutos de la nueva organización, y losdelegados franceses, entre los que estaban Tolainy Limousin, abrían la oficina francesa de laInternacional en esa calle de Gravilliers de tanfuerte tradición revolucionaria.

Proudhon moría a principios del año 65, despuésde comprender y describir este mundo nuevo; losobreros hicieron una gran manifestación de duelo asu cadáver. Un mes después, viendo desfilar porlos bulevares el fastuoso entierro de Morny, elhermano del emperador, que se había muertodejando muy preocupado a su socio y compincheJecker, el público gritaba: ¡Que se repita!

La idea más grande del reino.

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Las tropas del general Forey entraron en Méjico el3 de junio del 63. Doscientos notables, escogidospor Almonte, llamaban a Maximiliano de Austria aocupar el trono mejicano. La maniobra eraclarísima. La izquierda interpela, demuestra que laexpedición cuesta a Francia 14 millonesmensuales, y retiene lejos del país a 40.000hombres. El archiduque no se ha marchado aún;todavía es tiempo de tratar con la Repúblicamejicana. El ministro que había reemplazado aDillault, Rouher, ardiente republicano en el 48 yahora acérrimo imperialista, exclama con tonopatético: «La historia proclamará genio al que tuvoel valor de abrir nuevas fuentes de riqueza y deprogreso a la nación por él gobernada». Y por unamayoría abrumadora, el Parlamento, tan servil enel 64 como en el 63, integrado en gran parte porlos mismos, vota por aclamación que continúe laguerra. Maximiliano, tranquilizado por lavotación, cede a las instancias del emperador, y,provisto de un buen tratado, que articula NapoleónIII, acepta la corona y entra en Méjico, escoltadopor el general Bazaine, el sucesor de Forey. Los

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patriotas mejicanos vuelven a alzarse contra elsobrino de Napoleón, repitiendo la guerra deEspaña de 1808, atacan, aíslan a las tropasfrancesas. Bazaine organiza contraguerrillas debandidos y, en nombre de Francia y del nuevoImperio, saquea ciudades, confisca bienes depropiedad privada y comunica a sus jefes decuerpo: «No admito que se hagan prisioneros; todorebelde, cualquiera que sea, debe serinmediatamente fusilado». Sus atrocidadesindignan al gobierno de Washington,desmoralizando a sus propias tropas. Nos lo diceun alto jefe, un hombre nada gazmoño por cierto,un antiguo juerguista arruinado, que, protegido porlas actrices, se refugia en el ejército a la sombrade un matrimonio ventajoso: el marqués deGalliffet. Pero Méjico no suministraba, por elmomento, más que cadáveres. Maximilianosolicita de Francia un empréstito de 250 millones.Los diputados de la izquierda describen el trágicodesarrollo de aquella desdichada aventura.Rouher, el ministro, los cubre de desdén y deprofecías: «La expedición de Méjico es la idea

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más grande del reino; Francia ha conquistado a ungran país para la colonización». Los mamelucosaplauden. El empréstito mejicano, moralmentegarantizado, es cubierto por banqueros avispados.Y el presupuesto de la expedición —no se atrevena llamarla guerra-queda en pie: 330 millones parapagas y mantenimiento de las tropas. La extremaizquierda, que aún se atreve a protestar, esabucheada.

La opinión despierta.

Fuera, les aplaudían. En abril, una manifestaciónde mil quinientos estudiantes acude ante laembajada de los Estados Unidos, sin que la policíalogre contenerla, a rendir un homenaje alpresidente Lincoln, asesinado por los esclavistas.En junio, estallan en París numerosas huelgas. Enlas elecciones municipales de julio, las

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provincias, hasta entonces fieles al Imperio,parecen desertar. «¡Derrumbemos el ídolo!», diceel Comité de Descentralización de Nancy, en elque figuran, como iconoclastas, al lado de losciudadanos Jules Simon y Eugene Pelletan, losseñores de Falloux, de Broglie, Guizot. Enseptiembre, «Le Siécle» entona un himno extraño:«Algo grande acaba de levantarse en el mundo.Nos constaba que este frío de muerte que sopla porla superficie de nuestra sociedad no había ganadola entraña del pueblo, ni helado el alma popular,que las fuentes de vida no estaban cegadas.Nuestro oído no estaba acostumbrado a palabrastales, que nos han hecho estremecer de júbilo hastael fondo del corazón». El que así vaticina es HenriMartin, el de la Historia de Francia clásica ycoronada. He aquí unas líneas sacadas delManifiesto de la Internacional, reunidas enLondres: «Considerando que la emancipación delos trabajadores ha de ser obra de lostrabajadores mismos; que los esfuerzos de lostrabajadores deben tender a conseguir paratodos derechos y deberes iguales y a vencer el

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predominio de toda clase... que, no siendo laemancipación de los obreros un problema localni nacional, sino social, interesa por igual atodos los países... esta Asociación internacional,al igual que todas las sociedades e individuosadheridos a ella, declaran que no reconocen másbase de conducta hacia los hombres en generalque la Verdad, la Justicia y la Moral, sindistinción de color, de nacionalidad, ni de credo,y consideran como un deber reclamar para todospor igual los derechos del hombre y delciudadano». Los grandes diarios de Europa seexpresan en los mismos términos que HenriMartin. A través de ellos, la Internacional entrasolemnemente en la escena del mundo comopotencia reconocida y eclipsa al congreso deestudiantes de todos los países celebrado pocodespués en Lieja. El congreso de Lieja no lograconmover más que al Barrio Latino, representadopor Albert Regnard, Germain Casse, Jaclard yotros. Los delegados franceses se presentantremolando una bandera negra, la única —dicen—que cumple a Francia, de duelo por la pérdida de

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sus libertades. Al regresar, les expulsaron de laAcademia de París. El Barrio Latino no olvidóesto, y, cuando el emperador fue al Odeón unanoche de marzo del 66, organizó una manifestaciónde protesta, vengándose a la vez de quien le habíamutilado el jardín de Luxembourg.

Hacia esta época, se oyó un gemido en el Palais-Bourbon. A pesar de las urnas mixtificadas, unoscuantos, muy pocos, muy ricos o de viejainfluencia provincial, lograron atravesar lasmallas administrativas y llegar al CuerpoLegislativo. Si es cierto que votan por lasTullerías, se inquietan un poco por el gerente delinmueble y cuarenta y cinco de ellos piden unasbriznas de libertad. Rouher se enfada y loscuarenta y cinco, cuya enmienda obtuvo sesenta ytres votos, retroceden y votan el mensaje que elCuerpo Legislativo depositó a los pies delemperador.

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El clero y el Imperio.

Uno solo de los poderes del Estado, el inmutable,no había abdicado. Do ut des: tal es la divisaclerical. El clero tendió los brazos a LuisNapoleón a cambio de que éste le doblase lapitanza. El presidente hubo de pagar la expediciónde Roma —1849— con la ley Falloux sobreenseñanza, y con una serie de favores dispensadosa las congregaciones, las asociaciones religiosas ylos jesuitas. El emperador abrazó las doctrinasultramontanas, dejó que en su suelo brotasenvírgenes milagrosas, se allanó al dogma de laInmaculada Concepción y sobre todo a estequasidogma: Roma, soberana del universocatólico. La guerra de Italia, la expedición deGaribaldi, la derrota de las tropas pontificias, laanexión de Nápoles, pusieron furioso al papa. Sedesató contra Napoleón III una rabiosa campañapontificia y episcopal. El emperador ya no eraConstantino, sino «Judas». Napoleón III cobra

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miedo, no se atreve a seguir adelante; además, estásu mujer. Y si él padece a los curas como aliados,ella los ama con el amor galante de la convertida.El papa ha apadrinado a un hijo suyo y le haofrendado la rosa de oro, reservada a lassoberanas virtuosas. El convenio celebrado con elreino de Italia, acordando retirar de la zona, dentrodel plazo estipulado, el ejército francés deocupación, puso frenético al clero. El hombreblanco de Roma contestó con una encíclicaseguida del Syllabus. Los obispos no hicieroncaso del gobierno, anatematizando el espíritu y lavida modernos y publicaron el Syllabus, lleno deinsultos. Esto les valió los plácemes de SuSantidad. Su actitud era tan retadora, que en marzodel 65, el propio ministro que, cediendo apresiones del clero y la emperatriz, habíaexpulsado a Renan de su cátedra por llamar aJesucristo un hombre incomparable, pronunció enel Senado una violenta diatriba contra el Syllabus,Un senador dio a conocer una estadística según lacual, en 1856, las asociaciones religiosasreconocidas agrupaban a 65.000 personas, con una

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fortuna inmueble de 260 millones de francos,habiendo razones para suponer que la de lasasociaciones no reconocidas no bajaba tampocode esa cifra. ¡Imagínese lo que esta fortuna habríacrecido en los últimos diez años! El cardenalBonnechose no se dignó disfrazar apenas elpensamiento del Syllabus, y sostuvo que lascongregaciones religiosas sólo tenían deudas.Rouher hízose el desentendido, temiendo a esteclero que, a pesar de las cortesanías de forma, sealzaba en bloque frente al Imperio, dispuesto atodas las luchas por la dominación.

La amenaza prusiana.

Es el punto muerto del régimen. El Imperio no dioa Francia ningún principio nuevo; las condicioneseconómicas que le alentaron han desaparecido.Perdió su razón de ser; exteriormente, no es ya más

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que una expresión militar sujeta a todas lasrivalidades. Los cientos de discordia sembradosen Italia empiezan a brotar por todas partes.Alemania ansiaba, como la península, la unidad.Dos potencias se la brindaban. Austria, aunquedemasiado vieja ya para hacer de Fausto, seadelantó, y mientras Napoleón III se hundía enMéjico, ella convocaba en Fráncfort, el año 63, alos príncipes confederados. Prusia, su rival, quepresumía de liberalismo, no acudió, pero de lasintrigas de la Dieta brotó una voz alemana quepermitió a Prusia y a Austria reivindicar unosderechos cualesquiera sobre los ducadossometidos a la soberanía de Dinamarca: Sleswig yHolstein. Los mandatarios de la Dietadesmiembran el territorio dinamarqués, cocinan laConfederación, y, en el año 6, Austria ocupaHolstein, Prusia Sleswig. A los periódicosfranceses que protestan, les contestan brutalmentelos periódicos de Berlín: «Francia teme queAlemania se transforme en la primera potencia delmundo. La misión de Prusia es implantar la unidadalemana». Prusia no oculta esta misión cuando

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Bismarck acude a Biarritz a pedir a Napoleón IIIla neutralidad de Francia en una guerra contraAustria. La obtiene, hace inevitable el conflictodesde el año 66, denuncia en marzo los planesmilitares de Austria y en abril firma un tratado dealianza con Italia, que el emperador aprueba. Lavíspera de las hostilidades, el 11 de junio,Napoleón III informa al Cuerpo Legislativo de estapolítica mortal. El Cuerpo Legislativo la hace suyapor 239 votos contra 11. El punto muerto estáfranqueado; el Imperio va a precipitarse por laotra pendiente.

El 3 de julio del 66, Austria es aplastada enSadowa. Su victoria en Italia no cambia lasituación. Cede Venecia y abandona Alemaniapara dejar sitio a una Prusia rica y poderosa,dictador militar, jefe de la gran familia. NapoleónIII intenta hablar de compensaciones territoriales.Bismarck le contesta con una Alemania presta aalzarse como un solo hombre; el otro le cree, se ledice que el ejército francés no está preparadocontra aquella Prusia abrumada por sus victorias y

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lo escucha sin replicar. Cuatro años más tarde, novacilará en lanzar a este mismo ejército francéscontra una Prusia alemana con fuerzasdecuplicadas.

Sin periódicos que la instruyan, simpatizandosiempre con Italia, hostil a la Austria absolutista,fiada en el liberalismo de Prusia, la masa francesano advierte el peligro. Fue en vano que unoscuantos hombres de estudio lo demostrasenclaramente en el Cuerpo Legislativo. Los servilesno quisieron oír, y 219 votos contra 45 declararonque, lejos de sentirse amenazada, Francia debíaconfiar. Celebraron como una victoria laneutralización de Luxemburgo. El público no vioen esto más que una guerra que se evitaba. Almanifiesto de los estudiantes de Alsacia-Lorenaprotestando contra los odios y las guerrasnacionalistas, los estudiantes de Berlínrespondieron que ellos protestaban contra laneutralización. He ahí el tono de la jovenburguesía prusiana. El gobierno de Prusia prohibíaa sus súbditos afiliarse a la Internacional.

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Internacionalistas y blanquistas.

La Internacional, apartada del estruendo de lasarmas, celebraba en Ginebra, algunas semanasdespués de Sadowa, el 3 de septiembre del 66, suprimer Congreso general. Sesenta delegados,provistos de mandatos en forma, representaban avarios cientos de miles de adheridos. «El pueblono quiere seguir combatiendo locamente para dargusto a los tiranos —dice el informe de losdelegados franceses—. El trabajo quiereconquistar el puesto que le corresponde en elmundo por su sola influencia, al margen de todaslas que ha venido padeciendo siempre, e inclusobuscado». En la fiesta que siguió a los trabajos delCongreso, la bandera de la Internacional,enarbolada por encima de las banderas de todaslas naciones, ondea su divisa en letras blancas: Nomás derechos sin deberes, no más deberes sin

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derechos. Los delegados ingleses fueronregistrados a su paso por Francia; los de Franciahabían tomado precauciones. Apenas regresar,reanudaron su propaganda. Se ofrecen —febrerodel 67— a la huelga de los broncistas contra suspatronos. El cincelador Theisz y algunos otros delComité de Huelga se adhieren a la Internacional;otros permanecen ajenos a ella, e incluso hostiles.El Comité en pleno se dirige a Londres, donde lasTrade's Unions le entregan 2.500 francos; el efectomoral de esto es tan grande, que los patronoscapitulan. El prefecto de policía felicita al Comitépor el buen comportamiento de los huelguistasdurante la crisis. Les había dejado celebrargrandes reuniones. El gobierno quería dar unalección a los burgueses de la oposición y acentuarla diferencia entre la Internacional y la jovenburguesía revolucionaria.

Ésta veía con muy malos ojos aquellasorganizaciones de trabajadores, cerradas a todo elque no fuera obrero, recelaba de su apartamientode la política, las acusaba de fortalecer el Imperio.

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Algunos de estos jóvenes, educados en lastradiciones de Blanqui y de los agitadores deantaño, que creían la miseria generadora de laliberación, fogosos, no sin valor, como Protot, elabogado, y Trídon, el rico estudiante, casi célebrepor sus Hébertistes, habían acudido al Congresode Ginebra a censurar a estos delegados obreros,traidores, según ellos, a la revolución. Losdelegados, que no veían en estos hijos deburgueses más que la reencarnación juvenil de suspadres, les reprocharon su absoluta ignorancia delmundo obrero y los maltrataron. Equivocadamente.Esta generación era mejor, y ahora, sus órganos,los periódicos del Barrio Latino —«La LibrePensée», de Eudes Flourens, el hijo del fisiólogo,que había luchado por la independencia de Creta;«La Rive Gauche», donde Longuet publicaba suDinastie des Lapalisse y Rogeard sus Propos deLabienus— no se aislaban del proletariado, en sucuerpo a cuerpo con el Imperio. La policía hacíaincursiones frecuentes en aquellos locales,perseguía las menores reuniones, urdía «complots»tomando como pretexto la simple lectura en el café

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de la Renaissance de una proclama en la que FélixPyat, revolucionario honorario, incitaba desdeLondres a los estudiantes a las barricadas: «Esnecesario obrar; vuestros padres no iban a Lieja,acampaban en Saint-Merry.»

Vejeces que suenan a hueco, sobre todo envísperas de la Exposición Universal, en la queParís se echa a la calle, a disfrutar de la alegría ydel espectáculo de los soberanos extranjeros.Bismarck, pudo tomar las últimas medidas de loshombres y de las cosas del Imperio. Moltke, elvencedor de Austria, visitó tranquilamentenuestras fortificaciones. Sus oficiales brindaron¡por la toma de París! París, casa de Europa, comodecía la princesa de Metternich, divirtióprodigiosamente a todos los príncipes. Sólosilbaron una bala polaca disparada contra el zarpor un refugiado, Berezowski, y el vientohuracanado de Méjico.

Abandonado desde el 66 por su imperialexpedidor, dócil a los Estados Unidos, el

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emperador Maximiliano fue preso y fusilado el 19de junio del 67. «La más bella idea del reino» seresumía en millares de cadáveres franceses, en elodio de Méjico saqueado, en el desprecio de losEstados Unidos, en la pérdida escueta de milmillones. Bazaine, que regresó de la campañacubierto de oprobio, no tardó en florecer de nuevoentre los generales más en boga.

La Exposición Universal fue el último cohete delesplendor imperial. No dejó más que el olor apólvora. La burguesía republicana, inquieta antelos puntos negros que se cernían en el horizonte, sededicó a copiar a la Internacional, imaginó laalianza de los pueblos y encontró bastantesadhesiones para celebrar un gran congreso enGinebra el 8 de setiembre del 67. Lo presidióGaribaldi. La Internacional celebraba en estemomento, en Lausana, su segundo Congreso, y losobreros alemanes, al contrario de los estudiantesde Berlín, enviaron una calurosa proclama contrala guerra. El Congreso de Ginebra convocó al deLausana; llega, habla de un nuevo orden que

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arrancaría al pueblo de la explotación del capital,y acapara hasta tal punto la discusión, que algunosrepublicanos, delegados de París en el congresode alianza —entre ellos Chaudey, uno de losejecutores testamentarios de Proudhon—brindaron a los obreros el apoyo de la burguesíaliberal para la emancipación común. Éstosaceptaron, y el congreso terminó con la fundaciónde una Liga de la Paz.

Republicanos y socialistas

Dos meses después, habla el cañón a las puertasde Roma. Garibaldi se ha lanzado sobre losEstados Pontificios y se estrella en Mentana contralas tropas francesas enviadas por la emperatriz ypor Rouher. El general De Faílly, que lasmandaba, supo atizar el odio de los patriotasitalianos, telegrafiando a las Tullerías: «Nuestros

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fusiles nuevo modelo han hecho maravillas». Perosi Napoleón III pudo hacer una vez más de Franciael soldado del papa, la democracia francesa siguesiendo la reivindicadora de la idea como en el 49.Cinco días antes del encuentro de Mentanaresuenan gritos de «¡Viva Italia! ¡Viva Garibaldi!»ante Napoleón III y el emperador de Austria, quesalen de un banquete en el Hótel-de-Ville. El 2 denoviembre, la multitud, agolpada en el cementeriode Montmartre, rodea la tumba de Manin, el grandefensor de Venecia. Por primera vez, los obrerosllenan los bulevares. Pocas horas después de laocupación de Roma, una delegación conducida porel internacionalista Tolain exige a los diputados dela izquierda que dimitan en masa. Jules Pavre larecibe, protesta contra la forma y contesta a losobreros que le dicen: «Si el proletariado selevanta por la República, ¿puede contar con elapoyo de la burguesía liberal, como fue convenidohace dos meses en Ginebra?»: «Señores obreros,ustedes solos hicieron el Imperio, a ustedes tocaahora deshacerlo». Jules Favre aparentaba olvidarque el Imperio había sido engendrado por la

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Asamblea del 48, de la que él fuera mandatario.En los hombres del 48 persistía aún la aversióncontra los obreros revolucionarios. Sus herederoseran también de corazón cerrado: «El socialismono existe, o por lo menos, nosotros no queremoscontar con él», había dicho Ernest Picardo «LeCourrier Français», único periódico socialista dela época, muestra muy bien la línea trazada. Unjoven escritor, Vermorel, conocido ya por «LaJeune France» y por sus excelentes estudios sobreMirabeau, le daba vida con su pluma y su dinero.Este periódico reveló la historia de los hombresdel 48, su política mezquina, antisocialista, quehabía hecho inevitable el 2 de diciembre. Losobreros, los republicanos de vanguardia, lo leían,pero los viejos y muchos de los nuevosrepublicanos se indignaban de que se tocase a susglorias. En vano las condenas, los anónimos másamenazadores, todos los duelistas del Imperiocayeron sobre Vermorel; las gentes del 48clamaron que estaba sobornado, que era un agentede Rouher. Y el periódico le fue arrebatado. Otrosmuchos habían de seguirle.

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Napoleón III, cacoquimio de cincuenta y sieteaños, pretende rejuvenecerse con una posiciónliberal. El espectral Emile Ollivier, ascendido alrango de consejero, alienta la experiencia con laesperanza de gobernar al impotente. Con ayuda degrandes recursos financieros, será posible lanzarun periódico y celebrar reuniones políticas, bajoel riesgo de incurrir en graves penas. Rouher gime,Persigny escribe: «El Imperio parece hundirse portodas partes». Pero el Imperio se obstina, fiado ensus magistrados y en su policía. Para el ramilletede mayo del 68, contaba con «La Lanterne»,folleto semanal. Les Propos de Labienus, lasimpertinencias académicas del «Courrier duDimanche», las crudezas acerbas del «CourrierFrançais» no sacudieron la risa contagiosa. «LaLanterne» de Rochefort lo hizo, aplicando a lapolítica los procedimientos y los despropósitosdel vodevilismo. Y todos los partidos pudieronregodearse con los dioses y diosas de lasTullerías, transformados en héroes de la BelleHéléne. La burla no plació al príncipe ni a suesposa. Dos meses después, Rochefort, condenado

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a prisión, se refugiaba en Bruselas, pero losrevoltosos brotaban por todas partes. En París,«Le Rapper», inspirado desde Jersey por VíctorRugo, a quien un alejandrino retenía en la orilladel mar; «Le «Réveil» de Delescluze, ásperojacobino hostil a los charlatanes; en Toulouse,Agen, Auch, Marsella, Lille, Nantes, Lyon, Arras,en el Mediodía, en el Norte, en el Centro, en elEste, en el Oeste, cien periódicos encendíanhogueras de libertad. Surgía una muchedumbre dejóvenes, desafiando las prisiones, las multas, losencuentros con la policía y agarrando al Imperio ya sus ministros, a sus funcionarios por el cuello,detallando los crímenes de diciembre, diciendo:«¡Hay que contar con nosotros; la generación quelevantó el Imperio ha muerto!» Folletos,publicaciones populares, pequeñas bibliotecas,historias ilustradas de la Revolución, bastabanapenas para satisfacer el ansia de saber que sedespertaba. La joven generación obrera, que nohabía disfrutado el fuerte alimento de la que hizoel 48, lo engullía todo a grandes bocados.

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Las reuniones públicas, extraordinariamenteconcurridas, atizaban estas llamaradas de ideas.Hacía veinte años que París no veía una palabralibre florecer en los labios. A pesar de que elcomisario estaba dispuesto a disolver lasreuniones a la menor palabra malsonante, muchosexaltados venían a volcar su fuego sobre unpúblico insospechado, sobre todo en los barriospopulares, donde dominaban los provincianos,atraídos desde hacía quince años por las grandesobras de París. Estos, más nuevos que losparisienses de pura sangre, mezclan su robustez asus nerviosa prontitud, reclaman discusiones biennutridas.

La Internacional en el correccional.

La policía pudo entrever entonces que laInternacional no era el instigador, como

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estúpidamente creía desde la manifestación deMentana. Ordenó persecuciones de las que la calleGravilliers se aprovechó para desplegar subandera, desconocida hasta entonces de lasmultitudes. El fiscal de S. M. Imperial estuvoatentísimo con aquellos honrados —¡oh, ya locreo!— trabajadores, cuya asociación no estaba—¡desgraciadamente!— autorizada.

El instigador, Tolaín, hizo la defensa colectiva:»Desde 1862, nuestra consigna es que lostrabajadores no deben buscar su emancipaciónmás que por sí mismos. No teníamos más que unmedio de salir de la falsa situación que noscreaba la ley; violarla para que se viese que eramala; pero no la hemos violado, pues elgobierno, la policía, la magistratura han podidoo han sabido tolerarlo todo». El juez, tan amablecomo el propio fiscal, impuso a los detenidos cienfrancos de multa y declaró disuelta la AsociaciónInternacional domiciliada en París. Sin pérdida demomento, constituyóse un nuevo bureau: Malon,Landrin, Combault, Varlin, un encuadernador, que

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en unos cuanto días reunió diez mil francos paralos huelguistas de Ginebra. Nuevas persecuciones.Varlin asume la defensa; esta vez, el tono sube:«Una clase oprimida en todas las ¿pocas y bajotodos los reinos, la clase del trabajo, pretendeaportar un elemento de regeneración. Solamenteun viento de absoluta libertad conseguirá limpiaresta atmósfera cargada de iniquidades. Cuandouna clase ha perdido la superioridad moral quela hacía predominante, debe desvanecerse si noquiere ser cruel, porque la crueldad es el únicorecurso de los poderes que caen». Tres meses deprisión rezaba la sentencia, «por haber afirmado laexistencia, la vitalidad y la acción de laAsociación Internacional, interviniendo en lareciente huelga de los obreros de Ginebra,moralmente o alentando la lucha entre patronos yobreros», y nueva disolución del bureau de París.

No por eso dejó la Asociación de estarrepresentada en septiembre, en Bruselas, en el IIICongreso de la Internacional, que invitó a todoslos trabajadores a oponerse a una guerra entre

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Francia y Alemania. La mayoría votó, a pesar deTolain, por la propiedad colectiva; y el gobiernoimperial se aprovechó de esto para asustar aalgunos republicanos que empezaban a inquietarleseriamente.

Gambetta.

El 2 de noviembre del 68, día de difuntos,descubren en el cementerio de Montmartre, bajouna piedra enmohecida, la tumba del representanteBaudin, asesinado el 2 de diciembre del 51 enSaint-Antoine. Quentin, redactor de «Le Réveil»,increpa al Imperio. De la multitud gritan ¡Viva laRepública! Uno que se titula «Pueblo y Juventud»habla de venganza y la promete para pronto. «LeRéveil» de Delescluze, «L'Avenir National» dePeyrat, «La Revue Politique» de Challemel-Lacoury otros periódicos conquistados por el ejemplo,

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abren una suscripción para erigir a Bandín unatumba que perpetúe su memoria. Hasta Berryer sesuscribe. El Imperio lleva a los tribunales a losperiodistas y a los oradores del 2 de diciembre.Un abogado joven defiende a Delescluze.Totalmente desconocido del público, se destacadesde hace algunos años entre la juventudestudiantil y la del foro, donde sorprendió a losmaestros en un extraño proceso llamado de los 54.No se entretiene alabando a Baudin. Ya deentrada, Gambetta ataca al Imperio, evoca contrazos de Corneille el 2 de diciembre, encarna eldolor, la cólera, la esperanza de los republicanos;con su voz torrencial, sumerge al fiscal de S. M.Imperial y, con los cabellos flotando al viento,desabrochado, aparece durante una hora como elprofeta del castigo. La nueva Francia viosesacudida como por el alumbramiento de unaconciencia. El proceso de Baudin marcó el límitefatal del Imperio. Cometió éste la tontería de creerque el 2 de diciembre habría manifestaciones ypuso en pie un ejército, dirigido por un pequeñoministro del Interior, Pinard, París, suficientemente

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vengado, se contentó con reír. El Imperio,ridiculizado, agobió a los periodistas con multas ymeses de prisión, clausuró las reuniones públicasy tendió todos sus tentáculos administrativos. Estoocurría en vísperas de unas elecciones generales.

La misión de los serviles del 63 había terminado.Siguieron a Napoleón III hasta el crimen de lesapatria. Bastante más culpables que en el 57, dierona luz la hegemonía prusiana, lanzaron a Italia enbrazos de Prusia, continuaron financiando laguerra de Méjico, aclamaron a la segundaexpedición romana y a Rouher con su: «Jamás,jamás dejará Francia que Italia tenga a Roma porcapital.»

No hay disculpas para estas bajezas, para estastraiciones. Todos estos diputados oficiales eranaltos burgueses, grandes industriales, financieros,emparentados con la administración, el ejército, lamagistratura, el clero. Contra su opinión nadapodía prevalecer. Preferían seguir viviendo asabiendas de que, a fin de cuentas, el trabajo lo

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paga todo. En las elecciones del 69 no tuvieronotro programa que el del emperador, no buscaronotro elector que el ministro. Fue el pueblo quien,una vez más, hubo de salvar las apariencias.

Las elecciones del 69.

París no quiere más periódicos dictadores deelecciones. Encuentra él mismo candidatos yfrecuentemente contra los diputados del 63, aquienes los mejores oradores de las reunionespúblicas, Lefrançais, Bríosne, Langlois, Tolain,Longuet, etc., desafían en vano a controversiaspúblicas. Frente al viejo Carnot, Belleville alza aljoven tribuno Gambetta, que acepta lasreivindicaciones de los electores y enarbola labandera «intransigente»; frente a Jules Favre, aRochefort. Contra Garnier-Pages, afrontando lacompetencia de Raspail, los obreros presentan a

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Briosne, uno de los suyos, con el fin de afirmar «elderecho de las minorías, la soberanía del trabajo».Guéroult será combatido por el abogado JulesFerry, autor de un bonito juego de palabras sobreel prefecto Haussmann. Jules Simon, Pelletan,tendrán también contrincante. Emile Ollivier, queha acumulado los odios, quiere medirse en unareunión pública del Chátelet con Bancel, jovendiputado del 52 que vuelve del destierrorejuvenecido. ¡Viva la libertad, gritan al renegado.La policía desenvaina y persigue a losrepublicanos, que suben a la Bastilla cantando laMarsellesa.

El 24 de mayo salen elegidos Gambetta, Bancel,Pelletan, Picard y Jules Simon. En el segundoturno, los señores Thiers, Garnier-Pages y JulesFavre. Este último nombre arranca gritos de ¡Viva«La Lanterne»!, y comienzan en el bulevar lasmanifestaciones, que ganan Belleville y Saint-Antoine. La policía desliza en ellas bandas dechulos disfrazados de blusas blancas, que derribanlos quioscos, rompen los cristales de los

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escaparates y provocan detenciones en masa. Losredactores de «Le Rappel» y de «Le Réveil» y losoradores de los mítines son detenidos. Lasprisiones y los fuertes de Bicétre albergan a milquinientos presos. Un habitual de las Tullerías,Jules Amigues, escribe: «Hay que descapitalizarParís».

El material electoral de provincias dio al Imperio,reconciliado con los obispos después de lo deMentana, bajo la presión de la tuercaadministrativa, una gran mayoría. Sin embargo, losorleanistas se habían infiltrado. Formaban laoposición izquierdista una cuarentena. De 280diputados, Napoleón III disponía de las dosterceras partes, bastantes para responderásperamente a los poco perspicaces que hablabande reformas y para escribir que no cedería «a losmovimientos populares». El tiroteo de LaRicamarie subraya estas frases. El 17 de junio, latropa dispara sobre los mineros huelguistas, mata aonce hombres y a dos mujeres, y tiende en tierra anumerosos heridos, entre ellos a una muchacha a la

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que Palikao impidió que se enviasen socorros. Erael primer éxito en Francia de aquella maravilla defusil Chassepot. Un senador, general de lagendarmería, propuso una especie de fusilamientoen bloque y que se llegase a una inteligencia conlos demás gobiernos para suprimir todas lasasociaciones y ligas obreras.

El Imperio y los obreros.

Aquel bellaco no era tonto más que a medias; lassociedades obreras no auguraban nada bueno aeste gobierno sin principios que jugaba con dosbarajas, tolerando la huelga de los broncistas ycondenando la de los sastres, suprimiendo elbureau de la Internacional y alentando lasreuniones del pasaje Raoul, tan pronto autorizandoa los delegados de las cámaras sindicales areunirse, como persiguiéndolos. Estas cámaras

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sindicales, formadas desde hacía algún tiempo enmuchas industrias, querían constituirse enfederación. Sus delegados, Theisz, Avrial,Langevin, Varlin, Dereure, Pindy, que erraban delocal en local, acabaron, en el verano del 69, porencontrar uno grandísimo en la calle de LaCorderie, que más tarde había de hacerse célebre.La Federación subarrendó una parte del local adiferentes círculos y sociedades: las del bronce,los carpinteros, el círculo mutualista, integrado engran parte por el primer bureau de laInternacional: D'Alton-Shee, Langlois, etcétera, elcírculo de estudios sociales, que habíareorganizado la Internacional después del primerproceso. La comunidad de local hizo creer en laidentidad de la Asociación Internacional y laFederación de Cámaras Sindicales. Era un error.Varios de los delegados de la Federación sóloformaban parte de la Internacional personalmente;las sociedades que representaban no queríancomprometer su existencia ligándose a laInternacional, algunos de cuyos miembros, por estarazón, no eran muy partidarios de estas

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sociedades.

El público no tomaba muy en serio estasagrupaciones sindicales; le sugestionaba másaquella misteriosa Internacional que contaba,según se decía —y el bureau de París lo dejabadecir—, por millones sus afiliados y sus fondos.En setiembre del 69, celebró en Basilea su cuartocongreso. Entre los delegados franceses figurabanTolain, Langlois, Varlin, Pindy, Longuet, Murat,Aubry de Rouen. Se discutió sobre colectivismo,individualismo, abolición del derecho de herencia,etc.: pero se proclamó la misión militante delsocialismo, pues le había salido una rival: laAlianza Internacional de la Democracia Socialista,fundada el año anterior por el anarquista Bakunin.Un delegado alemán, Liebknecht, felicitó a losobreros de París: «Sabemos que habéis estado yseguiréis estando en la vanguardia del ejércitorevolucionario». Como sede del próximo congresose proclamó el París libre.

Hubiérase dicho, en efecto, que lo era, a juzgar por

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sus periódicos y por lo que se hablaba en lasreuniones. El Cuerpo Legislativo se clausuró sinfijar fecha de apertura, después de una carta delemperador concediendo algunos menudosderechos a los diputados, y esto hacía que lasvoces de la calle se oyesen mucho más. En la calledábase al hombre de las Tullerías por moralmenteacabado y físicamente quebrantado. «Le Réveil»,analizando su enfermedad, no le concedía más quetres años de vida; la emperatriz, la corte, losfuncionarios, eran acribillados por flechazosmucho más agudos que los de «La Lanterne» deotro tiempo; los mítines se orientaban hacia lapolítica; en Belleville los hubo que fuerondisueltos a sablazos. En las vallas de los nuevosedificios de las Tullerías, donde el contratistahabía mandado escribir: «Aquí no entra elpúblico», una mano escribió: «Sí, algunas veces».

Los tribunales de justicia no funcionaban. Y comoRouher había sido mandado al Senado y losnuevos ministros eran desconocidos, se creyó enun nuevo régimen. Se aprovechaba cualquier

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ocasión para atacar. El emperador convocó alCuerpo Legislativo para el 29 de noviembre. Undiputado de la izquierda, Kératry, se permite decirque debe serlo para el 26 de octubre, que se violala Constitución, que es preciso que los diputadosvayan el 26 a la plaza de la Concordia, areconquistar, aunque sea a la fuerza, su sitio en elPalais-Bourbon. «La Réforme» se apodera de laidea. Gambeta escribe desde Suiza: «¡Allí estaré!»Raspail y Bancel lo mismo. Jules Ferry declaraque responderá «al insolente decreto».

El tiroteo de Aubin habla también; el 8 de octubre,son muertos por las tropas catorce obreroshuelguistas y heridos cincuenta más. París secaldea. El 26 puede convertirse en una jornadamemorable; la izquierda se asusta y firma, unmanifiesto fuertemente razonado para cubrir suretirada. Los hombres de vanguardia van aincreparla para que explique esta doble actitud.Jules Simon, Ernest Picard, Pelletan, Jules Ferry,Bancel se dirigen a la convocatoria recusada porJules Favre, Garnier-Pages y otros que pretenden

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no depender más que de su conciencia. En la salahay apenas doscientos militantes, jóvenes y viejos,escritores, oradores de reuniones públicas,obreros, socialistas conocidos. La presidenciarecae en Milliere, recientemente despedido poruna gran compañía que no admite empleadossocialistas. Los diputados dan un espectáculolamentable, excepto Bancel, envuelto en sufraseología del 48, y Jules Simon, que conservatoda su sangre fría. Este último disculpa laausencia de Gambetta, al que califica de «reservapara el porvenir», expone las razones estratégicasque hacen de la plaza de la Concordia un lugarpeligroso, fustiga al Imperio, que finge ignorar queallí están todos para entablar su proceso. Lesinterrumpen, les recuerdan lo ocurrido en junio.Los diputados salieron llenos de un resentimientoque tenían que tragarse. No volvió a hablarse del26 de octubre; pero el gobierno hizo formidablespreparativos de los que se burló París como en elaño anterior.

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Dos oposiciones.

Desde este momento, hay ya dos oposiciones: lade los parlamentarios de izquierda y la de lossocialistas, a los que se adhiere un grancontingente de obreros, de empleados, de lapequeña burguesía. Éstos dicen: «Los máshermosos discursos no han impedido nada, nadanos han dado; es menester hacer algo, sacudir elImperio hasta descuajarlo». Se presenta ocasiónpara ello. El 21 de noviembre, París tiene quesustituir a cuatro diputados: Gambetta, JulesFavre, Picard y Bancel, que han optado por lasprovincias. Belleville pasa de manos de Gambettaa manos de Rochefort. El autor de «La Lanterne»acepta los votos de Gambetta, llega de Bélgica yprovoca en las reuniones un entusiasmodescabellado. Sus competidores, salvo Carnot, seretiran, Para abofetear al emperador, se admiteque Rochefort preste el juramento obligatorio; en

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todos los demás sitios, el partido de acción exigeno juramentados, designa a Ledru-Rollin, Barbes,Félix Pyat. El viejo tribuno se niega a ir, elsegundo muere en La Haya, Félix Pyat no tiene elmenor deseo de dedicarse a resolverrompecabezas. Sólo Rochefort es elegido: en lasotras tres circunscripciones triunfan los hombresdel pasado, dos del 48, Emmanuel Arago, elatravesado Crérnieux, y un viejo y gárrulorepublicano, Glais-Bizoin, Los tres se unieron a laizquierda, que acaba de fustigar en un manifiesto elmandato imperativo: «La libertad de discusión —decían estos señores—, el poder de la verdad, sonlas armas a que piensan recurrir los abajofirmantes; no emplearán otras, salvo en el caso deque la fuerza trate de ahogar sus voces». Tuvieronque oír lo suyo. «La izquierda no ha sido formadapara reivindicar las libertades que el tercerpartido obtendrá más fácilmente. Al aislarse delpueblo, se incapacita uno de antemano para tomarotras armas, deja de cooperar al advenimiento dela República y se convierte en conservador delImperio».

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Esto era leer en el alma de muchos. Se dibujabandos izquierdas, una llamada cerrada, bajo lapresidencia del dragón Jules Grévy, custodia delos principios puros; la otra, abierta a un tercerpartido, conglomerado de híbridos, liberales,orleanistas, imperialistas incluso, amasada por elamigo de Emile Ollivier, Ernest Picard, víctima dela comezón ministerial.

El Ministerio Emile Ollivier.

Como la lesión imperial se hacía cada vez mayor,Emile Ollivier suplicó a Napoleón III que releyesecierto capítulo de Maquiavelo, en que se habla dela necesidad de adaptar nuevos ministros a cadanueva situación. Napoleón III lo leyó, y encargó deconstituir ministerio a este maquiavélico Ollivier,que se comprometía, aun garantizando la libertad,a luchar «cuerpo a cuerpo con la Revolución».

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«¡Del orden, respondo yo!», había dicho elemperador al Cuerpo Legislativo. El año 1870 seabrió bajo la doble constelación de estaspotencias. Emile Ollivier, presidente del Consejode Ministros; en Hacienda, un reaccionario del 48,Buffet; el general Le Boeuf, en Guerra; uncualquiera, en el Interior, donde, según el generalFleury, perro viejo del 2 de diciembre, hacía faltauna mano de hierro.

Después de la elección de Belleville, el partido deacción no se detuvo. Las reuniones públicas noeran más que fiebre, hasta el punto de inquietar aDelescluze, que constataba la existencia de unaavalancha de exaltados desconocidos. Su «Réveil»y «Le Rappel» se quedaban bastante más atrás que«La Marseillaise», fundada en diciembre porRochefort, ametralladora que disparaba sindescanso, y cuya redacción, por la que desfilabadesde la mañana hasta la noche la multitud,parecía algo así como un campamento. Losredactores están dispuestos a todo. Un primo delemperador, el príncipe Pierre Bonaparte, fiera

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encerrada en Auteuil, atacó violentamente, en«L'Avenir de la Corse», al periódico corso «LaRevanchel», cuyo corresponsal parisiense, PaschalGrousset, respondió en «La Marseillaise». Elpríncipe provoca a Rochefort, pero PaschalGrousset se ha anticipado y ha enviado a Auteuil ados de sus colaboradores, Ulric de Fonvielle yVictor Noir, buen mozo de veinte años, valiente enextremo. Pierre Bonaparte responde brutalmenteque se batirá con Rochefort, no con dosinstrumentos. Habla de carroñas. Un disparo.Víctor Noir va a caer al patio con el corazónatravesado de un balazo. París en pleno recibe eltiro. Aquel joven muerto, aquel Bonaparte asesino,conmueven todos los hogares, despiertan la piedadde la mujer y la pasión del marido. Cuando, al díasiguiente, «La Marseillaise» grita: «Pueblofrancés, ¿no crees que decididamente esto es yademasiado?», el motín fue cosa fuera de duda, yhubiera estallado, de no haber retenido la policíael cadáver en Auteuil.

El 12 de enero del 70, doscientos mil parisienses

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suben por los Campos Elíseos para hacer a su hijograndes funerales. El ejército, reforzado con lasguarniciones vecinas, ocupa todos los puntosestratégicos, y el mariscal Canrobert, olfateando eltufo de diciembre, promete el tiroteo. En Auteuil,Delescluze y Rochefort, que ven inminente lamatanza, obtienen la promesa de que se llevará elataúd al cementerio, en contra de Flourens y de losrevolucionarios, que quieren llevarlo a París. Nohubiesen franqueado la barrera, que dejó pasarapenas a Rochefort y al frente de una columna,rápidamente rechazada a la altura de los CamposElíseos. Los mamelucos se quejaron de que no sehubiera aprovechado la ocasión para hacer lasangría que estimaban indispensable.

El primer acto del liberal Emile Ollivier fue pedirque se persiguiese a Rochefort. Obtiene el votoafirmativo el 17, a pesar, preciso es decirlo, de laoposición de la extrema izquierda. La multitud querodeaba el Palais-Bourbon, rechazada a golpes,gritó: ¡Viva la República!, ante la terraza de lasTullerías por donde se paseaba el emperador.

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El segundo acto liberal del ponente de la ley sobrelas coaliciones fue dirigir al ejército contra losobreros de Creusot, que pedían administrar por símismos su caja de retiro, alimentada con su propiodinero.

El presidente del Cuerpo Legislativo, Schneider,jefe de este coto feudal, había expulsado a losmiembros del comité obrero, que llevaban a Assi ala cabeza. Schneider abandonó el sillónpresidencial, acudió a su baronía con tres milsoldados y dos generales, volvió a toda su gente alas canteras y envió un gran número de sus obrerosal Tribunal de Autun.

El bureau de la Internacional, formado de nuevocon otro nombre, protestó contra «la pretensión delos capitalistas que, no contentos con detentartodas las fuerzas económicas, quieren ademásdisponer, y disponen, de hecho, de todas lasfuerzas sociales, ejército, policía, tribunales, parael mantenimiento de sus inicuos privilegios». Elrumor de la huelga fue ahogado por la marea

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ascendente de París.

Rochefort, condenado a seis meses de cárcel, esentregado por los diputados. La noche del 7 defebrero lo detienen ante la redacción de «LaMarseillaise». Flourens grita: «¡A las armas!»,echa la zarpa al comisario y, seguido por uncentenar de manifestantes, se dirige a Belleville ylevanta una barricada en el Temple. La tropa llega,Rochefort se ve abandonado y encuentra a duraspenas un refugio. Al día siguiente, París se enterade la detención de Rochefort, así como de todoslos redactores de «La Marseillaise» y denumerosos militantes. Se agitan las masas en losbarrios. En la calle Saint-Maur se levanta unabarricada que es defendida. Va a presentarseocasión para la sangría, cuando aparece unmanifiesto firmado por obreros, muchos de loscuales pertenecen al bureau de la Internacional:Malon, Pindy, Combault, Johannard, Landrin, etc.:«Por primera vez, desde hace diecinueve años sehan levantado barricadas; la ruina, la bajera, lavergüenza, van a acabar de una vez.... La

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Revolución adelanta a grandes pasos; noobstruyamos su camino con una impaciencia quepodría resultar desastrosa. En nombre de laRepública social que todos queremos, invitamosa nuestros amigos a no comprometer semejantesituación.»

Estos trabajadores fueron escuchados por elpueblo; pero las detenciones continuaron. Unobrero mecánico, Mégy, detenido antes de la horalegal, mata al policía que fuerza su puerta.Delescluze sostiene que Mégy estaba en suderecho. Se le condena a trece meses de prisión.El abogado de Mégy, Protot, es apaleado,amordazado. El día 14 hay cuatrocientas cincuentapersonas encerradas, acusadas de haberparticipado en el «complot de febrero», como lollamaba esta magistratura, a quien su actual jefe,Emile Ollivier, trataba en el 59 de«podredumbre».

Como tal se manifestó el 21 de febrero, en Tours,en el proceso del asesino de Victor Noir. La

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Constitución imperial concedía a los Bonaparte elprivilegio de un Tribunal Supremo, compuesto defuncionarios del Imperio. La fiera de Auteil rugió.Seguro de sus jueces, dijo que Victor Noir le habíaabofeteado. El profesor Tardieu, médico oficial,lo confirmó, y el procurador general, un vulgarcriado, arrancó la absolución. Tardieu, abucheadopor los estudiantes de París, hizo suspender suscursos. La juventud de las escuelas se tomó eldesquite en un banquete ofrecido a Gambetta.«Nuestra generación —dijo éste— tiene pormisión terminar, completar la RevoluciónFrancesa; no debe llegar el centenario de 1789 sinque Francia haya hecho algo por la justiciasocial». Fustigó el culto a Napoleón I, que habíallevado a la restauración del Imperio, y dijo: «Esun monstruo en lo moral, como los monstruos loson en lo físico.»

El plebiscito.

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En la discusión sobre el plebiscito, Gambettaigualó a Mirabeau. Napoleón III, hipnotizadosiempre por la sombra de su falso tío, se habíaresuelto a adoptar el gran remedio que intentaraNapoleón I cien días antes de Waterloo. El 19 dejulio del 69, rechazaba todavía la idea de unplebiscito; el 4 de abril del 70 lo pedía con estafórmula: «¿El pueblo francés aprueba las reformasoperadas en la Constitución desde 1860?»Gambetta puso al descubierto la trampa, probó queel Imperio no podía soportar la más mínima dosisde libertad, y habló en favor de la República. Elplebiscito fue servilmente votado.

«Daremos pruebas de una actividad devoradora»,había dicho Emile Ollivier, que continuaba suserie de frases inauditas. Los primeros devoradosfueron los obreros de Anzin, en seguida los deCreusot, condenados el 6 de abril. La Internacionallos encomendó a los trabajadores. «Cuando seabsuelve a los príncipes que matan y se condena

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a los obreros que no piden más que vivir de sutrabajo, nos corresponde salir al paso de estanueva iniquidad, con la adopción de las viudas ylos huérfanos». Todos los periódicos devanguardia, respondiendo a este llamamiento,abrieron suscripciones.

El 8 de mayo era la fecha señalada para lacomedia. Durante un mes, los poderes públicos, laadministración, los magistrados, el clero, losfuncionarios de todas clases, no vivieron más quepara el plebiscito. Se fundó un comitébonapartista, dotado con un millón por el CréditFoncier. Para espantar al burgués, un redactor de«Le Figaro» llenó un volumen con las estupidecesque se escaparon en algunas reuniones públicas.Su periódico lanzó contra los republicanos laSociedad de los garrotes reunidos. El bergante del«Lampion», inventor, en el 48, de los guardiasnacionales aserrados entre dos planchas, delvitriolo lanzado con bombas, de las mujeres quevendían a los soldados aguardiente envenenado,del municipal empalado, de los bonos por tres

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damas de Saint-Germain, etc.; bajo este Imperioque hizo brotar todas las pústulas, Villemessanthabía creado el periódico-tipo de la prensaregocijante, «Le Figaro». Una escuadra degraciosuelos, más o menos plumíferos, iban a lacorte, a la ciudad, al teatro, a la caza del chisme,del escándalo del día, de la anécdota incitante,escuchando detrás de las puertas, olisqueando loscubos del agua sucia, registrando los bolsillos,cobrando a veces la pieza, y recibiendo a menudoun puntapié. Liviano, conservador, religioso, «LeFigaro» era órgano y publicista del trabajo dedignatarios, bolsistas y golfas que se alzaban conlos escudos tan picarescamente como alzaban laspiernas. La gente de letras lo había adoptado,hallando en él a un tiempo cebo y tablado. Elgobierno lo utilizaba para insultar a la oposición,ridiculizar a los republicanos, calumniar lasreuniones públicas, dar fe de los falsos complotsque podían empujar a los tímidos hacia el Imperio.Su éxito creó rivales. En el año 70, esta prensaaretinesca, rica, con clientela pingüe, daba decomer a una nube de proxenetas literarios, que

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hubiesen desnudado a su propia madre en públicocon tal de colocar sus artículos. Se les lanzó a lalucha plebiscitaria, y muchos de ellos fueron aprovincias a reforzar la prensa local obligada acierta moderación.

Los republicanos, los de la oposición, escasos deperiódicos, andaban aún peor de organización. Encasa del viejo Crérnieux, que se las daba deNéstor, celebraron una reunión en que tresdiputados, entre ellos Jules Simon, y sieteperiodistas, se encargaron de hablar al pueblo y alejército. Redactaron dos artículos. Los diecisietediputados del grupo Picard rehusaron adherirse,por no querer hacer «ninguna revolución»; «LaMarseillaise» y «Le Rappel» se negaron a insertarlos dos artículos porque en ellos no se hablabamás que de República y no llevaban firmas deobreros. Estos, afortunadamente, sabían pasar sinportavoces. El 24 de abril, la Corderie envió estemanifiesto a los trabajadores de las ciudades y delos campos: «Insensato será quien crea que laConstitución de 1870 ha de permitirle más cosas

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que la de 1852... No... El despotismo no puedeengendrar más que despotismo. Si deseáis acabarde una vez con las máculas del pasado, el mejormedio, a nuestro juicio, es que os abstengáis oque depositéis en la urna una candidatura noconstitucional.»

Más vibrante que el de la izquierda fue elllamamiento de Garibaldi al ejército francés: «Yoquisiera no ver en vosotros más que a losdescendientes de Fleurus y Jemmapes; entonces,aunque inválido, saludaría vuestra soberbiabandera de la República y marcharía aún avuestro lado.»

Por su parte, los periodistas republicanos, lasreuniones públicas, suplieron la pobreza delmanifiesto, hicieron la verdadera campaña,jugándose la libertad con una abnegación a la queeran totalmente ajenos los republicanos de relieve,los más ricos de los cuales daban un escudo, nimás ni menos. El único generoso fue Cernuschi, elantiguo miembro de la Constituyente romana, que

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envió doscientos mil francos.

Esto no era nada contra este Imperio que tenía ensus manos los Bancos públicos y el terror. El 30de abril enviaba a Mazas a los redactores delmanifiesto de la Corderie y a los agitadoresobreros Avrial, Malon, Theísz, Héligon, Assi, etc.El 17 de mayo amañó un complot. Su policíaacababa de detener en una casa pública a unantiguo soldado, Beaury, provisto de dinero y deuna carta de Flourens, refugiado en Londres, que lemandaba a Francia para que asesinase alemperador. La Internacional anda mezclada en elasunto, juran «Le Figaro» y el mundo oficial. Denada sirve que las sociedades de la Corderieprotesten, ni que la Internacional escriba:»Sabemos de sobra que los sufrimientos de todasclases que padece el proletariado obedecen másal estado económico que al despotismoaccidental de unos cuantos fabricantes de golpesde Estado, y no hemos de perder el tiempo ensoñar con la si, presión de uno de ellos». Elgobierno secuestra el manifiesto, se incauta de los

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periódicos. Emile Ollivier ve la mano de laInternacional por todas partes, telegrafía a todoslos tribunales para que se detenga a los afiliadosque residan en sus respectivas demarcaciones. Lasdetenciones con orden en blanco caen sobre todoslos techos. Del 1 al 8 de mayo, ningún republicanoestá seguro. Los diputados de la izquierda noduermen en sus casas. Delescluze y variosperiodistas se ven obligados a refugiarse enBélgica.

El plebiscito arrojó siete millones doscientos diezmil votos a favor y un millón quinientos treinta milen contra. Desde 1852, el régimen imperial habíareunido, por tres veces, más de siete millones desufragios, favorables, pero nunca tantos votoshostiles. Las grandes ciudades estabanconquistadas, las poblaciones pequeñas y elcampo seguían al lado del poder establecido.Resultado previsto. Sabiamente contenidas por unaadministración de innumerables tentáculos, laspoblaciones de los campos, a quienes asusta elpillaje, se dejaron llevar a las urnas a depositar en

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ellas un «sí», que aseguraban, según les decían, lapaz. El Imperio tomó estos millones de súbditospasivos por militantes; el millón quinientos mil deactivos, por una expresión desdeñable. Losmamelucos pidieron que se hiciesen cortessiniestros. Emile Ollivier les organizó un procesoen el Tribunal Supremo, donde se juzgaría,confundidos, al famoso Beaury y a setenta y dosrevolucionarios de nombres más o menos famosos,Cournet, Razoua, de Le «Réveil»: Mégy, Tony-Moilin, Fontaine, Sapia, Ferré, de las reunionespúblicas.

Tercer proceso de la Internacional

Mientras tanto, los obreros del manifiestoantiplebiscitario fueron entregados a los tribunalescorreccionales, confundidos con acusados aquienes no conocían. El procurador había

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inventado dos categorías: los jefes y los miembrosde una sociedad secreta. Desde ahora —dice a losobreros— os perseguiremos sin tregua nidescanso, y leyó su requisitoria, publicada lavíspera por «Le Figaro», requisitoria en que elpobre hombre atribuía la Internacional a Blanqui.Chalain habló por sus amigos del primer grupo,demostró que la Internacional era la asociaciónmás conocida y discutida del mundo. »Tija de lanecesidad, ha surgido para organizar la Ligainternacional del trabajo esclavizado, en París,en Londres, en Viena, en Berlín, en Dresde, enVenecia, en los departamentos franceses... Sí,somos culpables por no aceptar las fórmulas deunos economistas tan ignorantes que califican deleyes naturales los fenómenos industrialesresultantes de un estado transitorio y son lobastante duros de corazón para glorificar unrégimen apoyado en la explotación y elsufrimiento... Sí, los proletarios están hartos deresignarse... A pesar de la nueva ley sobrecoaliciones, la fuerza armada está a disposiciónde los fabricantes. Los trabajadores que se

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libraron de los fusiles han padecido largos mesesde prisión, han recibido de los magistrados losepítetos de bandidos, de salvajes... ¿Qué podráobtener con impedirnos que estudiemos lasreformas que tienden a asegurar una renovaciónsocial? Con eso, sólo se logrará hacer la crisiscada vez más profunda, el remedio cada vez másradical... Theisz habló por las Cámaras sindicalesy probó que su organización era distinta de laInternacional; y, remontándose a la verdaderacausa del debate, dijo: Todas vuestrasconstituciones afirman y pretenden garantizar lalibertad, la igualdad y la fraternidad. Ahorabien. Cada vez que un pueblo acepta una fórmulafilosófica abstracta, política o religiosa, no seconcede a sí mismo tregua ni reposo hasta que nohace pasar este ideal al terreno de los hechos. Espreciso que la conciencia del pueblo sea hartogenerosa para que, afligido sin cesar por lapenuria y el paro, no os haya pedido aún cuentade vuestras riquezas. Todo el que vive de sutrabajo, obreros, pequeños industriales,pequeños negociantes, languidece, vegeta, y la

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fortuna pública pertenece a los usureros, a losnegociantes, a los agiotistas». Léo Frankel,representante de los extranjeros afiliadosresidentes en Francia, dice: «La unión de losproletarios de todos los países se ha realizado;ninguna fuerza podrá ya dividirlos». Otrosdetenidos defendieron su causa. Duval recordó lafrase de los patronos durante la huelga de losfundidores de hierro: Los obreros volverán altrabajo cuando tengan hambre.

Desde la primera audiencia, los abogados, losprofesionales del Foro asistían a las sesiones,encadenados por la novedad de opiniones, por laclaridad y la elocuencia de aquel mundo obreroque no sospechaban. «No hay nada que decir,después de oírles», nos confesaba un jovenabogado, Clément Laurier, no inferior a Gambettaen el proceso Baudin. Elocuencia de corazón, tantocomo de razón. Al principio de una de lasaudiencias, el tribunal despacha los delitos dederecho común. Comparece un pequeño a quiensus padres abandonan: «¡Dádnoslo!, exclamaron

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los obreros; lo adoptaremos, le daremos mediosde vida y un oficio». El presidente encontró estafórmula improcedente. Los acusados, Avrial,Theisz, Malon, Varlin, Pindy, Chalain, Frankel,Johannard, Germain, Casse, Combault, Passedouet,etc., fueron condenados de dos meses a un año decárcel. Solamente dos fueron absueltos: Assi, aquien fue imposible, a pesar de «Le Figaro»,descubrir relaciones con la Internacional, yLandeck, que renegó.

La candidatura de Hohenzollern.

La paz de diciembre ha vuelto. Paz en la calle,agitadores detenidos o en el destierro, periódicossuprimidos, como «La Marseillaise», oaterrorizados. Paz en el Cuerpo Legislativo, dondela extrema izquierda está aterrada, la oposición delos Picard dinástica. De repente, a principios de

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julio, por todas partes rumores de guerra. Unpríncipe prusiano, un Hohenzollern, se presentacomo candidato al trono de España, vacante desdela expulsión de Isabel, y esto constituye, alparecer, un insulto a Francia. Un aturdido,Cochery, interpela al ministro de AsuntosExtranjeros, el duque de Gramont, un fatuo a quienBismarck llamaba «el hombre más necio deEuropa». El duque acude el 5 de julio, puesto enjarras, y declara que Francia no puede dejar queuna potencia extranjera «ponga a uno de suspríncipes en el trono de Carlos V». La izquierdaexige explicaciones, documentos diplomáticos.«¡Huelgan los documentos!», aúlla un soldado decaballería salido de un bosque de Gers, llamadoCassagnac, deportado en 1852, rey de los bribonesen tiempos de Guizot, jefe de los mamelucos conNapoleón III, que se desvivía desde hacía veinteaños por llenar sus bolsillos sin fondo. ¡Bravo!,exclaman con él los familiares de las Tullerías.Toda ocasión es buena contra esa Prusia que se haburlado de Napoleón III.

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Su hijo no reinaría, había dicho la emperatriz, sino tomaba venganza de Sadowa. Ésta era tambiénla opinión del marido. Este criollo sentimental,cruzado de flemático holandés, peloteado siempreentre dos contrarios, que había ayudado a renacera Italia y a Alemania, llegó a soñar con ahogar elprincipio de las nacionalidades, que con tantocalor había proclamado y del que había sido elúnico en no comprender nada. Prusia, que seguíaesta evolución, se armaba desde hacía tres añossin descanso, sentíase preparada, deseaba laagresión. La extranjera, enardecida por su locacamarilla de bailarines de cotillón, de oficiales desalón tan bravos como ignaros, de neo-decembristas que querían refrescar su 52;empujada por un clero que presentaba comoaliados a los católicos de Alemania, Eugenia deMontijo, hizo franquear a su débil marido elumbral del sueño a la realidad, le puso en lasmanos la bandera de la guerra «suya», de ella,como decía la camarilla. El 7, «el hombre másnecio» pidió al rey de Prusia que retirase lacandidatura de Hohenzollern; el Senado creyó que

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convenía esperar, y el 9, declara el emperador«puede conducir a Francia donde él quiera, quesólo él debe ser quien pueda declarar la guerra».El 9, el rey responde que aprobará la renuncia delHohenzollern; el 10, Gramont exige una respuestadel príncipe, y, por su parte, añade: «Tomo misprecauciones para no ser sorprendido». El 12, elpríncipe ha retirado su candidatura. «Es la paz —dice Napoleón III—; lo siento porque la ocasiónera buena».

La camarilla, consternada, cada vez más loca porla guerra, rodea, acucia al emperador, logra, singran trabajo, encender de nuevo la antorcha. Larenuncia de Hohenzollern no basta; es preciso queel propio rey Guillermo firme una orden. Losmamelucos lo exigen, van a interrogar al gabinetesobre sus «irrisorias lentitudes», Bismarck noesperaba tener tan buena suerte. Seguro de vencer,quería aparecer como atacado. El 13, Guillermoaprueba sin reservas la renuncia del príncipe. Noimporta; en las Tullerías quieren la guerra a todacosta. Por la noche, nuestro embajador Benedetti

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recibe orden de pedir al viejo rey que se humillehasta prohibir al prusiano que se vuelva atrás desu renuncia. Guillermo responde que es inútil unanueva audiencia, que se atiene a sus declaraciones,y, al encontrarse en la estación de Ems con nuestroembajador, le repite sus palabras. Un telegramapacífico anuncia a Bismarck esta entrevista, que hasido muy cortés. El canciller consulta a Moltke yal ministro de la Guerra: «¿Estáis dispuestos?»Ellos prometen la victoria. Bismarck amaña eltelegrama, le hace decir que el rey de Prusia hadespachado, sin más, al embajador de Francia, lopublica como suplemento en la «Gaceta deColonia», y lo envía a los agentes de Prusia en elextranjero.

La guerra.

La emperatriz y los mamelucos están mucho más

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entusiasmados aún que Bismarck. Ya tienen suguerra: «¡Prusia nos insulta!», estampainmediatamente «Le Constitutíonnel». «¡Crucemosel Rin! ¡Los soldados de Iéna están listos!» Lanoche del 14, bandas encuadradas por la policíarecorren los bulevares vociferando: «¡AbajoPrusia! ¡A Berlín!» Benedetti llega al díasiguiente. Puede aclararlo todo con una palabra.No le oyen, se hunden cada vez más en la trampa.Gramont y Le Boeuf leen en el Senado unadeclaración de guerra en que se considera alsuplemento de la «Gaceta de Colonia» como undocumento oficial. El Senado se alza en una solaaclamación. Un ultra quiere hacer unaobservación: le atajan: «¡Nada de discursos!¡Hechos!» En el Cuerpo Legislativo, los servilesse indignan cuando la oposición exige que seexhiba ese despacho «oficialmente comunicado atodos los gabinetes de Europa». Emile Ollivier,que no puede enseñarlo, invoca comunicacionesverbales, lee telegramas de los que se desprendeque el rey de Prusia ha aprobado la renuncia. «Coneso, no se puede ir a la guerra», dice la izquierda,

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y Thiers: «Rompéis por una cuestión de forma...Yo pido que se nos muestren los despachos quehan motivado la declaración de guerra». Se leinjuria. «¿Dónde está la prueba —dice Jules Favre— de que el honor de Francia se hallacomprometido?» Los mamelucos patalean, 159votos contra 84 rechazan toda investigación. EmileOllivier exclama, radiante: «Desde hoy comienza,para mis colegas y para mí, una granresponsabilidad. La aceptamos de todo corazón».

Inmediatamente, una comisión finge estudiar losproyectos de ley que van a alimentar la guerra.Llama a Gramont, no exige el despacho que sesupone dirigido a los gabinetes —y que no existe—, le hace leer lo que quiere, y vuelve a decir alCuerpo Legislativo: «Guerra y Marina seencuentran en condiciones de hacer frente, connotable prontitud, a las necesidades de lasituación». Gambetta pide explicaciones. EmileOllivier tartamudea de cólera; la comisiónconcluye: «¡Con nuestra palabra basta!» Losproyectos de ley se votan casi por unanimidad;

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sólo diez diputados votan en contra. Ése es todo elvalor de la izquierda.

Ésta había combatido la guerra, desde luego, perotoda su vitalidad se había refugiado en la lengua.Nadie entró de lleno en el problema. Ni unllamamiento al pueblo, ni una frase dantoniana.Entre todos aquellos jóvenes y viejos, hombres del48, tribunos irreconciliables, no hubo ni una solagota de la pura sangre revolucionaria que tantasveces, no hacía mucho, había corrido a torrentesen las épocas heroicas.

El único que se levantó, de toda esta alta burguesíadescontenta, su verdadero jefe, Thiers, se habíalimitado a hacer una demostración. Él, tanveterano en los secretos de Estado, sabía quenuestra ruina era segura, pues conocía bien nuestraespantosa inferioridad en todos los órdenes.Hubiera podido congregar a la izquierda, al tercerpartido, a los periodistas, hacer palpar la locuradel ataque y, apoyándose en sus colegas,conquistada la opinión, decir a la tribuna, a las

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Tullerías: «Combatiremos vuestra guerra comouna traición». Pero no quiso más que descartar suresponsabilidad, dejar limpia «su memoria», comoél decía. No pronunció las palabras que realmentecontenían la verdad: «No podéis absolutamentenada». Y aquellos opulentos burgueses, que nohubieran expuesto ni una migaja de su fortuna sinformidables garantías, se jugaron las cien milexistencias y los millones de franceses sobre lapalabra de un Gramont y las bravatas de un LeBoeuf.

El ministro de la Guerra dijo cien veces a losdiputados, a los periodistas, en los pasillos, en lossalones, en las Tullerías: «¡Nosotros estamospreparados, Prusia no lo está!» Jamás losLoriquets pudieron atribuir a los generalespopulares de la Revolución, los Rossignol, losCarteaux, enormidades como las que este tambormayor, de feroces mostachos, prodiga a todo elque quiere oírle: «¡Niego el ejército prusiano!»«¡Aquí tienen ustedes el mejor mapa militar!», yenseñaba su espalda; «¡No me falta ni un mal

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botón de polaina!», «¡Le llevo quince días deventaja a Prusia!» El plebiscito había revelado aPrusia el número exacto de nuestros soldados enfilas: trescientos treinta mil; de ellos, sólo unosdoscientos sesenta mil a lo sumo —cifratransmitida desde hacía tiempo por las embajadasextranjeras—, podían oponerse al enemigo. En lasTullerías se almacenaban informes sobre elcrecimiento militar de aquella Prusia que podía, enel 66, concentrar doscientos quince mil hombresen Sadowa, y que disponía ahora de medio millón.Sólo nuestros gobernantes se negaban a ver y aleer. El 15 de julio, Rouher, seguido de un tropelde senadores, fue a decir a Napoleón III: «Desdehace cuatro años, el emperador ha elevado almáximo poder la organización de nuestras fuerzasmilitares. ¡Gracias a Vuestra Majestad, Franciaestá preparada, Señor!»

Las blusas blancas hicieron de jaleadores, fueron,con la policía, a manifestarse, embadurnaron conbasura la puerta de la embajada alemana. Elburgués, ganado por las mentiras oficiales, cerrado

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a los periódicos extranjeros, creyendo en elejército desde hacía tantos años invencible, sedejó arrastrar, después de haber ansiado tanto laItalia una, contra la Alemania que buscaba suunidad. La Opera se sintió patriota, reclamó laMarsellesa, a petición de un viejo escéptico,Girardin, senador designado, que desde lascolumnas de su periódico arrojaba a Alemania alotro lado del Rin.

A esto era a lo que Napoleón III llamaba el ímpetuirresistible de Francia.

Resistencia obrera.

Para honra del pueblo francés, había otra Franciaharto distinta. Los trabajadores parisiensesquisieron cortar el paso a esta guerra criminal, aesta hez patriotera que agita sus fangosas oleadas.

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El 15, en el momento en que Emile Ollivier hinchasu ligero corazón, algunos grupos que se hanformado en la Corderie bajan a los bulevares. Enla plaza Cháteau-d'Eau2 se les une mucha gente; lacolumna, grita: «¡Viva la paz!», canta el estribillodel 48: Para nosotros, los pueblos son hermanosY los tiranos enemigos Desde Cháteau-d'Eauhasta la puerta de Saint-Denis, barrios populares,se alzan ruidosamente los aplausos. La gente silbaen los bulevares Bonne-Nouvelle y Montmartre,donde se producen riñas con bandas heterogéneas.La columna llega hasta la calle Paix, a la plazaVendóme, donde es abucheado Emile Ollivier, a lacalle Rivoli y al Hótel-de-Ville. Al día siguiente,se encuentran grupos mucho más numerosostodavía en la Bastilla, y vuelve a empezar lapugna. Ranvier, pintor de porcelanas, muy popularen Belleville, marcha a la cabeza con una bandera.En el bulevar Bonne-Nouvelle cargan sobre elloslos gendarmes y los dispersan.

Impotentes para sublevar a la burguesía, lostrabajadores franceses se vuelven hacia los de

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Alemania: «Hermanos, protestamos contra laguerra; queremos paz, trabajo y libertad.Hermanos, no escuchéis las voces a sueldo quetratan de engañaros respecto al verdaderoespíritu de Francia». Su noble llamamientorecibió su recompensa. Los trabajadores deBerlín, respondieron: «También nosotrosqueremos paz, trabajo y libertad. Sabemos que aun lado y otro del Rin viven hermanos con loscuales estamos dispuestos a morir por laRepública universal». Grandes y proféticaspalabras, escritas en el libro de oro del porvenirde los trabajadores.

Desde hace tres años, como se ha visto, no haestado realmente en la brecha nadie más que unproletariado de espíritu moderno, y con él losjóvenes que de la burguesía se pasaron al pueblo.Sólo ellos mostraron algún valor político; ellosson, asimismo, los únicos que, en la parálisisgeneral de julio de 1870, encuentran algún nerviopara intentar la salvación. El odio del Imperio nolos olvidará nunca, ni aun en lo más encarnizado

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de la guerra. En esos momentos, los tribunales deBlois juzgan a setenta y dos acusados, a unos delcomplot urdido contra el plebiscito, a otros detoda clase de crímenes políticos. La mayor partede ellos no se conocían. Sólo treinta y siete seránabsueltos; entre ellos, Cournet, Razoua, Ferré.Mégy irá a presidio.

La bestia de la guerra está suelta, los pulmonesresuenan en París, que se ilusiona con victorias, ylos periodistas bien informados entran en Berlíndentro de un mes; lo malo es que en la fronterafaltan víveres, cañones, fusiles, municiones,mapas, zapatos. Un general telegrafía al ministro:«No sé dónde están mis regimientos». No hay nadapara equipar y armar a los guardias móviles,ejército de segunda fila. Toda ilusión de alianza esimposible. Austria está inmovilizada por Rusia;Italia, por la negativa de Napoleón III a cederRoma a los italianos.

Napoleón sale de Saint-Cloud el 28, en elferrocarril de circunvalación, sin atreverse a

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cruzar por París, a pesar del «ímpetu irresistible»;él, que durante tanto tiempo hizo piafar en lacapital a sus cien guardias. Jamás volverá a entraren sus muros. Su único consuelo será, algunosmeses más tarde, ver a sus oficiales, a su servilburguesía, superar cien veces sus matanzas.

El principio del fin.

Su caída será fulminante. Su primer parte aFrancia es la noticia de que su hijo ha ganado unbalazo en el campo de batalla de Sarrebruck,escaramuza insignificante transformada envictoria. Apenas llegado a Metz, se derrumba; suslugartenientes no obedecen sus órdenes y se hacenderrotar a su antojo. Aquel ejército prusiano que«negaba» el jefe de Estado Mayor Le Boeuf,opone desde fines de julio cuatrocientos cincuentamil hombres a los doscientos cuarenta mil

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franceses, penosamente desperdigados por nuestrafrontera. Ésta es invadida por el enemigo, que nosataca el 4 de agosto, destroza en Wissembourg ladivisión Abel Douay; el 6, en Spickeren-Forbach,a Frossard, el preceptor del joven héroe deSarrebruck; el mismo día, en Worth-Freschwiller,derrota a todo el cuerpo de MacMahon, cuyosrestos huyen atropellándose. El águila de hojalatadorada ha caído de la bandera. Napoleón IIItelegrafía a su mujer: «Todo está perdido, tratadde sosteneros en París».

Toda la guerra ofrece una buena presa a la Bolsa.La de Crimea tuvo el canard tártaro; esta otra tuvo,el día 6, el canard macmahoniano: veinticinco milenemigos y el príncipe Carlos, prisioneros. Parísse engalana, la gente se abraza, canta laMarsellesa; a última hora, se acuerda decomprobar la noticia. Era falsa; el Ministerio loanuncia así a las seis de la tarde, dice que sabe —mentira— quién ha sido el falsario y que lopersigue. La verdadera victoria fue una jugada deBolsa.

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El 7, ya no hubo más remedio que confesar losdesastres. Por mucho que Emile Ollivier amañelos partes, por más que la española declame a loMaría Teresa: «¡Seré la primera en el peligro!», loúnico que ve París es la invasión. La República, elgran recurso de las horas trágicas, la que expulsó alos prusianos de Valmy, acude a todos los labios.Emile Ollivier proclama el estado de sitio, lanza alos gendarmes contra los grupos, no quiereconvocar al Cuerpo Legislativo. Sus colegas leobligan a ello; entonces hace anunciar que todamanifestación será considerada como signo deconnivencia con el enemigo, y que en el bolsillode un espía prusiano se ha encontrado este parte:«¡Valor! ¡París se subleva, el ejército francés serácogido entre dos fuegos!» Algunos diputados de laizquierda y varios periódicos han pedido que searme inmediatamente a todos los ciudadanos.Emile Ollivier amenaza a los periódicos con la leymarcial. Vana amenaza; desde que la patria está enpeligro, renacen las energías. El 9, en la aperturadel Cuerpo Legislativo, parece lucir, por unmomento, la esperanza de salvación.

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No fue más que un relámpago, ya lo hemos dicho.La izquierda siguió siendo la izquierda,desconfiando de un pueblo que, por su parte, semuestra refractario a tomar la iniciativa. Rechazóel 10 de agosto que se le ofrecía, y dejó que laespada prusiana entrara hasta la empuñadura.

CAPÍTULO II

Cómo los prusianos se apoderaron de París y losrurales de Francia.

—¡Atrevámonos! Esta palabra encierra toda lapolítica del momento.

Informe de Saint-Just a la Convención.

El día 12 ya no cabe negar la evidencia, cerrar losojos a las mentiras de Rouher, de Le Boeuf —destituido a la fuerza—, ni a la estupidez del

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mando general confiado por el emperador aBazaine, entre el júbilo del público que no hacesado de decir: «¡Lo que nos hace falta es unBazaine!» El 13, algunos diputados piden que senombre un comité de defensa. ¿Para qué? «El paísse ha tranquilizado», dice Barthélemy-Saint-Hilaire, hombre sagacísimo, alter ego de Thiers.

Los encarnizados del día 9, que se hallan muylejos de estar tranquilos, recurren a tantascalamidades para agitar los ánimos. En «LeRappel» se encuentran los hombres de acción queescaparon de Sainte-Pélagie; los diputados deizquierda son citados en casa de Nestor. Estosseñores, tan atolondrados como el día 9, parecenmucho más preocupados ante la idea de un golpede Estado que ante las victorias prusianas.Crérnieux exclama sencillamente: «Esperemosalgún nuevo desastre; la toma de Estrasburgo, porejemplo».

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El asunto de La Villette.

No había más remedio que esperar. Sin estosfantasmas no se podía hacer nada. La pequeñaburguesía parisiense creía en la extrema izquierda,ni más ni menos que había creído antes en losejércitos de Le Boeuf. Los que quisieron ir másallá se estrellaron. El 14, domingo, el reducidogrupo blanquista, que nunca había querido, bajo elImperio, mezclarse a los grupos obreros y no creíamás que en los golpes de mano, intenta unasublevación. Contra el parecer de Blanqui, a quiense consultó, Eudes, Brideau y sus amigos, atacanen La Villette el puesto de zapadores bomberos, enque se guardan algunas armas, hieren al centinela ymatan a uno de los gendarmes que acuden al lugardel asalto. Dueños del terreno, los blanquistasrecorren el bulevar exterior, hasta Belleville,gritando: «¡Viva la República! ¡Mueran losprusianos!» Lejos de constituir un reguero depólvora, hacen el vacío en torno suyo. La multitud

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los mira de lejos, asombrada, inmóvil, inducida ala sospecha por los policías que la desviaban delverdadero enemigo: el Imperio. Gambetta,pésimamente informado acerca de los mediosrevolucionarios, pidió que se juzgase a laspersonas detenidas. El consejo de guerra solicitóseis penas de muerte. Para impedir estos suplicios,algunos hombres de corazón fueron a visitar aGeorge Sand y a Míchelet, que les dio una cartaconmovedora. El Imperio no tuvo tiempo de llevara cabo las ejecuciones.

El general Trochu escribió también unas líneas:«Pido a los hombres de todos los partidos quehagan justicia con sus propias manos a esoshombres que no ven en las desgracias públicasmás que una ocasión para satisfacer detestablesapetitos». Napoleón III acababa de nombrarlegobernador de París y comandante en jefe de lasfuerzas reunidas para su defensa. Este militar, cuyaúnica gloria consistía en unos cuantos folletos, erael ídolo de los liberales por haber criticado unpoco al Imperio. A los parisienses les cayó en

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gracia porque tenía buen tipo, hablaba bien y nohabía fusilado a nadie en los bulevares. ConTrochu en París y Bazaine fuera, todo podíaesperarse.

El día 20, Palikao anuncia desde la tribuna queBazaine ha rechazado a tres cuerpos de ejército enJaumont el día 18. Se trataba de la batalla deGravelotte, cuyo último resultado fue dejarincomunicado a Bazaine con París y arrojarlehacia Metz. Pronto se abre camino la verdad:Bazaine está bloqueado. El Cuerpo Legislativo nodice una palabra. Aún queda un ejército libre, elde MacMahon, mezcla de soldados vencidos y detropas bisoñas; poco más de cien mil hombres.Ocupa Chálons, puede resguardar a París. Elpropio MacMahon se ha dado cuenta de ello,según dicen, y quiere retroceder. Palikao, laemperatriz y Rouher se lo prohíben y telegrafían alemperador: «Si abandonáis a Bazaine, estalla larevolución en París». El temor a la revolución espara las Tullerías una obsesión mayor que elmiedo a Prusia. Tanto es así, que mandan a

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Beauvais, en vagón celular, a casi todos los presospolíticos de Sainte-Pélagie.

Sedan.

MacMahon obedece; por contener la revolución,deja en descubierto a Francia. El 15 llegan alCuerpo Legislativo las noticias de esta marchainsensata que lleva al ejército deshecho por entredoscientos mil alemanes victoriosos. Thiers, quevuelve a estar en candelero después de losdesastres, dice, demuestra en los pasillos que esoes una locura. Nadie sube a la tribuna. Todosesperan estúpidamente lo inevitable. La emperatrizsigue mandando sus equipajes al extranjero.

El 30 por la mañana somos sorprendidos,aplastados en Beaumont, y durante la nocheMacMahon empuja al ejército desbandado a la

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hondonada de Sedan. El 1 de setiembre por lamañana, se ve sitiado por doscientos mil alemanesy setecientos cañones que rodean todas las alturas.Napoleón III sólo acierta a desenvainar su espadapara entregársela al rey de Prusia. El día 2, todo elejército cae prisionero. Europa entera lo sabeaquella misma noche. Los diputados no semovieron. En la jornada del 3, algunos hombresenérgicos trataron de sublevar los bulevares;fueron rechazados por los gendarmes. Por lanoche, una inmensa multitud se apiñaba ante lasverjas de la Cámara de Diputados. Hasta medianoche, la izquierda no se decide. Jules Favre pideque se constituya una comisión de defensa, ladestitución de Napoleón III, pero no la de losdiputados. Fuera, grita la gente: «¡Viva laRepública!» Gambetta corre a las verjas y dice:«No tenéis razón. Es menester seguir unidos y noandar con revoluciones». Jules Favre, rodeado porel pueblo al salir de la Cámara, se esfuerza porcalmar al público.

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El 4 de setiembre.

De haber dado oídos París a la izquierda, Franciahubiera capitulado. El 7 de agosto —lo confesaronmás tarde—, Jules Favre, Jules Simon y Pelletan,habían ido a decir al presidente Schneider: «Ya nopodemos resistir; no hay más remedio que entraren tratos cuanto antes»;3 pero el 4 por la mañanaParís leyó esta engañosa proclama: «No han sidohechos prisioneros más que cuarenta mil hombres;dentro de poco, tendremos dos nuevos ejércitos; elemperador ha caído prisionero durante la lucha».París acude como un solo hombre. Los burgueses,recordando que son guardias nacionales, seendosan el uniforme, toman el fusil y quierenforzar el puente de la Concordia. Los gendarmes,asombrados al ver a una gente tan distinguida,dejan el paso libre; tras ellos, la multitud sigueadelante e invade el Palais-Bourbon. A la una, noobstante los desesperados esfuerzos de la

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izquierda, el pueblo obstruye las tribunas. Ya eshora. Los diputados, en funciones de ministerio,tratan del gobierno. La izquierda secunda contodas sus fuerzas esta combinación, y se indigna deque haya quien se atreva a hablar de República.Estallan gritos en la tribuna. Gambetta haceesfuerzos inauditos, conjura al pueblo a queaguarde el resultado de las deliberaciones, Esteresultado se sabe de antemano. Es una comisión degobierno nombrada por la asamblea; es la pazsolicitada, aceptada a toda costa; es, para colmode vergüenzas, la monarquía más o menosparlamentaria. Una nueva ola echa abajo laspuertas, llena la sala, expulsa o anega a losdiputados. Gambetta, lanzado a la tribuna, tieneque pronunciar la destitución. El pueblo quiere aúnmás: ¡la República!, y se apodera de los diputadosde la izquierda para ir a proclamarla al Hótel-de-Ville.

Éste pertenecía ya al pueblo. En el patio de honorse disputaban el campo la bandera tricolor y labandera roja, aplaudidas por unos, silbadas por

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otros. En la sala del Trono, numerosos diputadosarengaban a la muchedumbre. Llegan, entreaclamaciones, Gambetta, Jules Favre y otrosdiputados de la izquierda. Milliere cede su sitio aJules Favre, diciendo: «Hoy por hoy, lo que urgees una cosa: expulsar a los prusianos». JulesFavre, Jules Simon, Jules Ferry, Gambetta,Crérnieux, Emmanuel Arago, Glaís-Bizoin,Pelletan, Garníer-Pages y Picard se constituyeronen gobierno y leyeron sus nombres a la multitud.Hubo muchas reclamaciones. Les gritaron nombresrevolucionarios: Delescluze, Ledru-Rollin,Blanqui. Gambetta, muy aplaudido, demostró quesólo los diputados de París eran aptos paragobernar. Esta teoría hizo entrar en el gobierno aRochefort, ex recluso de Sainte-Pélagie, quevolvía cubierto de popularidad.

Enviaron a buscar al general Trochu, parasuplicarle que dirigiese la defensa. El generalhabía prometido, bajo su palabra de bretón,católico y soldado, «hacerse matar en lasescaleras de las Tullerías en defensa de la

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dinastía». Como las Tullerías no fueron atacadas—el pueblo las desdeñó—, Trochu, libre de sutriple juramento, subió las escaleras del Hótel-de-Ville. Exigió que se le garantizase a Dios, y pidióla presidencia. Se le concedió ésta, y lo demás.

Doce ciudadanos entraron así en posesión deFrancia. Se declararon legitimados por aclamaciónpopular. Tomaron el pomposo nombre deGobierno de Defensa Nacional. Cinco de estosdoce hombres eran de los que habían perdido a laRepública del 48.

Francia era completamente suya. Al primermurmullo levantado en la Concordia, la emperatrizse recogió las faldas, escurriéndose por unaescalera de servicio. El belicoso Senado, conRouher a la cabeza, se había despedido a lafrancesa. Como pareciera que algunos diputadosiban a reunirse en el Palais-Bourbon, bastó enviara su encuentro un comisario provisto de sellos.Los grandes dignatarios, los empingorotadosfuncionarios, los feroces mamelucos, los

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imperiosos ministros, los solemnes chambelanes,los bigotudos generales: todos se escabulleronmiserablemente el 4 de setiembre, como unapandilla de cómicos de la legua abucheados.

Los delegados de las Cámaras sindicales y de laInternacional se presentaron aquella misma nocheen el Hótel-de-Ville. Durante el día, laInternacional había enviado una nueva proclama alos trabajadores de Alemania, conjurándoles a quese negasen a intervenir en la lucha fratricida. Unavez cumplido su deber de fraternidad, lostrabajadores franceses no pensaron más que en ladefensa, y pidieron un gobierno que la organizase.Gambetta los recibió muy bien y respondió a todassus preguntas. El 7, en el primer número de superiódico «La Patrie en Danger», Blanqui y susamigos, puestos en libertad como todos losdetenidos políticos, fueron a ofrecer al gobierno suapoyo más enérgico y absoluto.

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La confianza de París.

París entero se entregó a estos diputados de laizquierda, olvidó sus últimos desfallecimientos,los engrandeció con las proporciones del peligro.Asumir, acaparar el poder en semejante momento,pareció uno de esos golpes de audacia de que sóloel genio es capaz. Este París, hambriento desdehacía ochenta años de libertades municipales, sedejó imponer como alcalde al antiguo empleado deCorreos del 48, Etienne Arago, hermano deEmmanuel, que lloriqueaba frente a cualquieraudacia revolucionaria: él nombró en los veintedistritos los alcaldes que quiso, los cuales, a suvez, eligieron los adjuntos que les plugo. PeroArago anunciaba elecciones para pronto, y hablabade hacer revivir los grandes días del 92; encambio, Jules Favre, orgulloso como un Danton,gritaba a Prusia, a Europa: «No cederemos ni unapulgada de nuestro territorio, ni una piedra denuestras fortalezas». Y París aceptaba,

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entusiasmado, esta dictadura de heroica facundia.El 14, cuando Trochu pasaba revista a la guardianacional, trescientos mil hombres escalonados enlos bulevares, la plaza de la Concordia y losCampos Elíseos, prorrumpieron en una aclamacióninmensa, llevando a cabo un acto de fe análogo alde sus padres en la mañana de Valmy.

Sí, París se entregó sin reservas a esta izquierda, ala que había tenido que violentar para larevolución. Su impulso de voluntad no duró arribade una hora. Una vez por tierra el Imperio, creyóque todo había terminado y volvió a abdicar. Fueen vano que lúcidos patriotas trataran demantenerle en pie. Inútilmente escribía Blanqui:«París es tan inexpugnable como invencibleséramos»; París, engañado por la prensa fanfarrona,ignora lo grande del peligro; París abusa de laconfianza. París se entregó a sus nuevos amos,cerró obstinadamente los ojos. Sin embargo, cadadía traía un síntoma nuevo. La sombra del sitio seaproximaba, y la defensa, lejos de alejar las bocasinútiles, llenaba la ciudad con doscientos mil

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habitantes del extrarradio. Los trabajos exterioresno avanzaban. En lugar de hacer que todo Parísempuñase las palas y, con los clarines a la cabeza,banderas al viento, conducir fuera del casco de laciudad, en columnas de a cien mil hombres, a losnietos de los desniveladores del Campo de Marte,Trochu confiaba los trabajos a los contratistasordinarios que, según decían, no encontrabanbrazos. Apenas se ha estudiado la altura deChátillon, clave de nuestros fuertes del Sur,cuando, el 19, se presenta el enemigo, y barre delllano una tropa enloquecida de zuavos y soldadosque no quisieron batirse. Y al día siguiente, aquelParís que los periódicos declaraban imposible decercar, es envuelto por el ejército alemán, quedaaislado de las provincias.

Esta falta de pericia alarmó rápidamente a loshombres de vanguardia. Éstos habían prometido suapoyo, no una fe ciega. El 5 de setiembre,queriendo centralizar para la defensa y elmantenimiento de la República las fuerzas delpartido de acción, habían invitado a las reuniones

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públicas a que nombrasen en cada distrito uncomité de vigilancia encargado de fiscalizar laactualización de los alcaldes y de recibir lasreclamaciones. Cada comité debía nombrar cuatrodelegados; el conjunto de éstos constituiría uncomité central de los veinte distritos. Esta formade elección tumultuaria dio como resultado uncomité de obreros, de empleados, de escritoresconocidos en los movimientos revolucionarios yen las reuniones de los últimos años. El comitéestaba instalado en la sala de la calle de laCorderie, cedida por la Internacional y por laFederación de Cámaras Sindicales.

Primeros desacuerdos.

La Internacional y la Federación de CámarasSindicales habían suspendido sus trabajos, ya quela guerra y el servicio de la guardia nacional

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absorbían todas las actividades. Algunos de losmiembros de los Sindicatos y de losinternacionalistas se hallaban en los comités devigilancia y en el Comité Central de los veintedistritos, lo que hizo que se atribuyeraequivocadamente este comité a la Internacional. El15, el comité fijó un manifiesto pidiendo: laelección de las municipales; que se pusiese lapolicía en manos del comité; la elección y laresponsabilidad de todos los magistrados; lalibertad absoluta de prensa, de reunión, deasociación; la expropiación de todos los productosde primera necesidad; el racionamiento; que searmase a todos los ciudadanos; envío decomisarios para conseguir el levantamiento de lasprovincias. En todo ello, no había nada que nofuera perfectamente legítimo. Pero París empezabaapenas a gastar su provisión de confianza, y losperiódicos burgueses gritaban: «¡Al prusiano!», elgran recurso del que no quería razonar. Sinembargo, los nombres de algunos firmantes eranconocidos de la prensa: Germain Casse, Ch. L.Chassin, Lanjalley, Lefranoais, Longuet,

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Leverdays, Milliere, Malón, Pindy, Ranvier,Vaillant, Jules Vallés.

El 20, Jules Favre vuelve a Ferrieres, donde haperdido a Bismarck que indique sus condicionesde paz. Había ido a Ferrieres como simpleamateur, sin que lo supieran sus colegas, segúndice en el informe de su entrevista, entrecortadapor las lágrimas. Si hemos de dar crédito alsecretario de Bismarck, «no derramó ni una sola,aun cuando se esforzase por llorar».Inmediatamente, el comité de los veinte distritos sereunió en masa y mandó a pedir al Hótel-de-Villeque se procediese a la lucha a todo trance y a laelección municipal, ordenada por decreto cuatrodías antes. «Tenernos necesidad —había escrito elministro del Interior, Gambetta— de ser apoyadosy secundados por asambleas directamente nacidasdel sufragio universal». Jules Ferry recibió a ladelegación, dio su palabra de honor de que elgobierno no negociaría en modo alguno, y anunciólas elecciones municipales para fines de mes. Tresdías más tarde, un decreto las aplazaba

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indefinidamente.

Así, este poder, apenas instalado, reniega de suscompromisos, rechaza el consejo que él mismo hasolicitado. ¿Tiene, tal vez, el secreto de lavictoria? Trochu acaba de decir: «La resistenciaes una locura heroica». Picard: «Nosdefenderemos porque no padezca el honor; pero esquimérica toda esperanza». El elegante Crérnieux:«Los prusianos entrarán en París como un cuchilloen la manteca».4 El jefe del Estado Mayor deTrochu: «No podemos defendernos; estamosdecididos a no defendernos», y, en lugar deadvertir lealmente de ello a París, en lugar dedecirle: «Capitula inmediatamente o dirige túmismo tu lucha», estos hombres, que declarabanimposible la defensa, reclaman la direcciónexclusiva de ésta.

¿Qué se proponen, entonces? Lo que se proponenes pactar. No llevan otra mira, desde las primerasderrotas. Los reveses, que exaltaban a sus padres,habían puesto a los hombres de la izquierda al

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nivel de los diputados imperiales. Transformadosen gobierno, tocan la misma tocata, mandan aThiers a que recorra toda Europa postulando lapaz, y a Jules Favre a que se vea con Bismarck.Cuando todo París les grita: «¡Defendednos!¡Expulsemos al enemigo!», aplauden, aceptan, ydicen por lo bajo: «Tú, anda a tratar». No hay enla historia una traición más vil. Los hombres delCuatro de Setiembre, ¿han falseado o no la misiónque se les había encomendado? «Si», dirá elveredicto de los siglos.

El mandato que habían recibido era tácito,ciertamente, pero de tal modo formal, que todoParís se estremeció ante el relato de lo deFerrieres. La simple idea de capitular conmovía alos tenderos más tranquilos; París, de un extremo aotro, había abrazado el partido de la lucha a todotrance. Los defensores tuvieron que avenirse ademorar las cosas, ceder a lo que llamaron la«locura del sitio», considerándose los únicos deParís que no habían perdido la cabeza. Selucharía, puesto que los parisienses no querían

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cejar; pero se lucharía solamente para queperdiesen su petulancia. El 14, cuando Trochuvolvió de ver «lo que jamás, dijo, no tuvo ante susojos a ningún general de ejército: trescientosbatallones organizados, armados, rodeados portoda la población que aplaudía la defensa deParís», dicen que se emocionó y anunció quepodría sostener los fuertes.5 Hasta ahí llegó elcolmo de su entusiasmo. Sostenerse, no abrir laspuertas. En cuanto a instruir a fondo a aquellostrescientos mil guardias nacionales, unirlos a losdoscientos cuarenta mil soldados móviles ymarinos amontonados en París y hacer con todasestas fuerzas un poderoso torrente con el que seexpulsaría, hasta el Rin al enemigo, en semejantecosa nunca pensó. Tampoco se les pasó por lasmientes a sus colegas, que sólo discutieron con élacerca del juego que había que hacer con losgenerales prusianos.

La comedia de la defensa.

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Trochu era partidario de los procedimientossuaves, como beato poco amigo de escándalosinútiles. Puesto que, conforme a todos losmanuales militares, la gran ciudad tenía que caer,ya se encargaría él de que su caída fuese lo menossangrienta posible. Así, dejando que el enemigo seinstalase con toda comodidad en torno a París,Trochu organizó, con miras a la galería, algunasescaramuzas. Sólo en Chevilly tuvo lugar, el día30, un encuentro serio, donde, después deconseguir alguna ventaja, retrocedimos,abandonando una batería falta de refuerzos y deservicios.

El público creyó en un éxito, engañado siemprepor aquella prensa que había gritado: «¡A Berlín!»Pero en esto suenan dos toques de rebato: Toul yEstrasburgo han capitulado. Flourens,popularísimo en Belleville, da el empujón. Sinescuchar más que a su propia fiebre, llama a losbatallones del barrio y el 5 de octubre desciende

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al Hótel-de-Ville, exige la leva en masa, que sehaga una salida, las elecciones municipales, elracionamiento. Trochu que, por distraerle, le habíacolgado el título de jefe de las fortificaciones, lecoloca un hermoso discurso y consiguedesembarazarse de él. Como afluían delegacionespidiendo que París tuviese voz y voto en ladefensa, que nombrase su consejo, su comuna, elgobierno acabó por decir que su dignidad leprohibía acceder a tales peticiones. Este malestarprodujo el movimiento del 8. El comité de losveinte distritos protestó por medio de un enérgicobando. Setecientas u ochocientas personas seestacionaron bajo las ventanas del Hótel-de-Villegritando: «¡Viva la Comuna!» La masa no habíallegado todavía a perder la fe. Acudió un grannúmero de batallones. El gobierno los revistó ydeclaró imposibles las elecciones, teniendo encuenta la razón irrefutable de que todo el mundotenía que estar en las murallas.

El gran público se tragaba ávidamente estos bulos.El 16, Trochu había escrito al compadre Etienne:6

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«Seguiré hasta el final el plan que me he trazado»;los papanatas volvieron a repetir el estribillo deagosto, cuando lo de Bazaine: «Dejémosle hacer,tiene su plan». Los agitadores fueron acusados deprusianos, y la acusación no encontró el menorobstáculo, ya que Trochu, como buen jesuita, nohabía dejado de hablar —repitiendo su proclamainaugural— de «un pequeño número de hombrescuyas opiniones culpables cooperan a losproyectos del enemigo». París se dejó mecer todoel mes de octubre por un rumor de expedicionesque empezaban con triunfos y acababan enretiradas. El 13 tomamos Bagneux, y un ataque unpoco vivo nos hubiera devuelto Chátillon: peroTrochu no tiene reservas. El 21, una cuña porencima de la Malmaison traspasa de parte a partela debilidad del bloqueo, lleva el pánico hastaVersalles; pero, en lugar de empujar a fondo; elgeneral Ducrot no utiliza más que seis milhombres, y los prusianos lo reducen de nuevo,tomándole dos cañones. El gobierno transformabaestos retrocesos en reconocimientos afortunados,embriagaba a París con la magnífica defensa de

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Cháteaudun, explotaba los despachos de Gambetta,a quien habían enviado a provincias el día 8,porque, en París, como creía en la defensa, lesmolestaba.

Los alcaldes alentaban esta dulce confianza.Tenían su sede en el Hótel-de-Ville con susadjuntos, a dos pasos del gobierno, y estos sesentay cuatro hombres no tenían más que abrir los ojospara ver claro. Pero pertenecían, en su mayorparte, al número de los liberales y republicanosdoctrinarios tan bien representados por laizquierda.7 A veces, arañaban la puerta de losdefensores, les dirigían tímidas preguntas, recibíanvagas seguridades, no creían en ellas, y queríanque París creyese. «Puestos —dijo Corbon, uno delos más importantes— frente a una poblaciónansiosa que nos preguntaba qué pensaba elgobierno, nos veíamos obligados a respaldar aéste, a decir que se consagraba por entero a ladefensa, que los jefes del ejército estaban llenosde abnegación y trabajaban con ardor. Decíamostodo esto sin saberlo, sin creerlo; porque la verdad

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es que nosotros no sabíamos nada».8

En la Corderie, en los clubs, en el periódico deBlanqui, en Le «Réveil» de Delescluze, en «LeCombat» de Félix Pyat, se da publicidad al plandel Hótel-de-Ville. ¿Qué significan estas salidasparciales, nunca sostenidas? ¿Por qué se deja a laguardia nacional mal armada, desorganizada, fuerade toda acción militar? ¿Cómo va la fundición decañones? Seis semanas de charlatanería, deociosidad, no dejan lugar a dudas respecto a laincapacidad, ya que no respecto a la malaintención de la defensa. El mismo pensamientoapunta en todos los cerebros. ¡Que losconvencidos sustituyan a los escépticos! ¡Que serehaga París! ¡Que la casa común del 92 salve otravez a la ciudad y a Francia entera! Cada día quepasa hunde más profundamente esta resolución enlas almas viriles. «Le Combat», que predicaba laComuna en apóstrofes hinchados, cuyos oropelesatraían más que la nerviosa dialéctica de Blanqui,lanzó el 27 una bomba espantosa: «Bazaine va aentregar Metz, a negociar la paz en nombre de

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Napoleón III; su edecán está en Versalles». ElHótel-de-Ville desmiente esta noticia, «tan infame—dice-como falsa. Bazaine, el glorioso soldado,no ha cesado de hostigar al ejército sitiado conbrillantes salidas». El gobierno pide para elperiodista «el castigo de la opinión pública». Laopinión pública respondió a esta petición con undiluvio de abucheadores, quemó el periódico, yhubiera acuchillado al periodista, si éste no llega ahuir. Al día siguiente, «Le Combat» declaró haberrecibido la noticia de Flourens, al cual habíallegado por mediación de Rochefort, que sehallaba en inmejorables relaciones con su colegaTrochu.

Este mismo día, un golpe de mano afortunado nosentregaba Le Bourget, al noroeste de París, y elEstado Mayor cacareó un triunfo el día 29.Durante todo este día, dejó a nuestros soldados sinvíveres, sin refuerzos, bajo el fuego de losprusianos, que volvieron el 30 con quince milhombres y arrebataron de nuevo el pueblo a susseiscientos defensores. El 31 de octubre, París

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recibió, al despertar, tres golpes en mitad delpecho: la pérdida de Le Bourget, la capitulaciónde Metz y de todo el ejército del «gloriososoldado Bazaine», y la llegada de Thiers, quevenía a negociar un armisticio.

Jornada del 31 de octubre.

Los defensores, convencidísimos de que París iríaa la paz; hicieron pegar en las paredes, uno junto aotro, el armisticio esperado y la capitulaciónindudable, «una noticia buena y otra mala».9

París dio un respingo, ni más ni menos que a lamisma hora Marsella, Toulouse y Saint-Etienne.Una hora después de haber sido pegados loscarteles bajo la lluvia, la multitud grita delante delHótel-de-Ville: «¡Nada de armisticios!», y, apesar de la resistencia de los guardias móviles,

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invade el vestíbulo. Etienne Arago, sus adjuntosFloquet y Henri Brison, acuden, juran que elgobierno se desvive por la salvación de la patria.La primera oleada de gente se retira; otra llama ala puerta. A mediodía, Trochu aparece en laescalera, cree poner fin al conflicto con unaarenga. Le responden: «¡Muera Trochu!» y JulesSimon le releva y llega hasta la plaza, a detallarlas ventajas del armisticio. Le gritan: «¡Nada dearmisticios!» No consigue salir del paso sinopidiendo a la multitud que designe diez delegadosque le acompañasen al Hótel-de-Ville. Trochu,Jules Favre, Jules Ferry y Picard los reciben en lasala del Trono. Trochu demuestra, con una oratoriaciceroniana, que Le Bourget no tiene ningún valor,y asegura que acaba de tener noticia de lacapitulación de Metz. Una voz: ¡Mentira! La vozsale de una diputación del comité de los veintedistritos y de los comités de vigilancia, que acabade entrar en la sala. Otros, para acabar de una vezcon Trochu, quieren que continúe; de pronto suenaen la plaza un tiro que interrumpe el monólogo yhace que el orador desaparezca. Le sustituye Jules

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Favre, que reanuda el hilo de su demostración.

Mientras perora Jules Favre, los alcaldesdeliberan en la sala del Consejo Municipal. Paracalmar la agitación, proponen la elección de lasmunicipalidades, la formación de los batallones dela guardia nacional, y su unión al ejército. Ellacrimoso Etienne va a llevar estos pañoscalientes al gobierno.

Son las dos y media; una multitud enorme,contenida de mala manera por los guardiasmóviles, invade la plaza y grita: «¡Muera Trochu!¡Viva la Comuna!», tremolando banderas con elletrero: «¡Nada de armisticio!» Las delegacionesque han entrado en el Hótel-de-Ville no acaban desalir, a la muchedumbre se le agota la paciencia,atropella a los móviles, lanza a la sala de losalcaldes a Félix Pyat, que había ido allí decurioso. Pyat se agita, protesta de que aquello escontrario a las normas, de que él quiere entrar allí«por elección, no por irrupción». Los alcaldes leapoyan lo mejor que pueden, anuncian que han

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pedido las elecciones de las municipalidades, queel decreto está puesto a la firma. La multitud sigueempujando, sube hasta la sala del Trono, dondepone fin a la oración de Jules Favre, que va areunirse con sus colegas. Éstos votan laproposición de los alcaldes, en principio, salvo enlo que se refiere a fijar la fecha de las elecciones.

A eso de las cuatro, la gente invade el salón.Rochefort promete las elecciones municipales. Lamultitud lo asimila a los demás defensores. Uno delos delegados de los veinte distritos se sube a lamesa, proclama la destitución del gobierno, pideque se encargue a una comisión de hacer laselecciones en un plazo de cuarenta y ocho horas.Los nombres de Dorian, el único ministro quetomó en serio la defensa, de Louis Blanc, Ledru-Rollin, Victor Hugo, Raspail, Delescluze, Blanqui,Félix Pyat, Milliere, son aclamados.

Si esta comisión hubiera podido hacer evacuar yguardar el Hótel-de-Ville, fijar una proclama, lajornada hubiera terminado bien. Pero Doriat se

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negó, Louis Blanc, Victor Hugo, Ledru-Rollin,Raspail, Félix Pyat se callaron o volvieron laespalda. Flourens tiene tiempo de acudir. Irrumpeen el local con sus tiradores de Belleville; sube ala mesa en torno a la cual se hallan los miembrosdel gobierno, los declara prisioneros, y propone laformación de un comité de salud pública. Unosaplauden, otros protestan, declarando que no setrata de sustituir una dictadura por otra. Flourensgana la partida, lee los nombres, el suyo elprimero, seguido de los de Blanqui, Delescluze,Milliere, Ranvier, Félix Pyat, Mottu. Se entablandiscusiones interminables. Los hombres del Cuatrode Setiembre se sienten salvados a pesar de losguardias nacionales que les tienen presos, ysonríen a estos vencedores que dejan que se lesescape de las manos la victoria.

A partir de este momento, todos se pierden en undédalo de embrollos. Cada sala tiene su gobierno,sus oradores, sus tarántulas. Tan negra es latormenta, que, hacia los ocho, algunos guardiasnacionales reaccionarios pueden, en las mismas

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narices de Flourens, liberar a Trochu y a Ferry.Otros se llevan a Blanqui, que es libertado por losfrancotiradores. En la sala del alcalde, EtienneArago y sus adjuntos convocan para el díasiguiente a los electores, bajo la presidencia deDorian y de Schoelcher. Hacia las diez, se fija suproclama en todo París.

Durante toda la jornada, París se mantuvo enactitud expectante. «El 31 de octubre por lamañana —ha dicho Jules Ferry—, la poblaciónparisiense era, de lo más alto a lo más bajo de laescala, absolutamente hostil a nosotros.10 Todo elmundo decía que merecíamos ser destituidos».Uno de los mejores batallones, —llevado a apoyaral gobierno por el general Tamisier, comandantesupremo de la guardia nacional, alza las culatas desus fusiles al llegar a la plaza. Todo cambió encuanto se supo que el gobierno había sido hechoprisionero; sobre todo, al conocer los nombres delos que le sustituían. La lección pareció demasiadofuerte. Unos, que hubieran admitido a Ledru-Rollino a Victor Hugo, no podían tragar a Blanqui ni a

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Flourens. La llamada había resonado inútilmentetodo el día. Por la noche, la generala dioresultado. Los batallones, refractarios por lamañana, llegaron a la plaza Vendóme: verdad esque la mayor parte de ellos fueron creyendo laselecciones cosa concedida. Una asamblea deoficiales reunidos en la Bolsa no consintió enesperar el voto regular hasta que no vio el pasquínDorian-Schcelder. Trochu y los evadidos delHótel-de-Ville volvieron a encontrar a sus fieles.El Hótel-de-Ville, en cambio, quedabadesamparado.

La mayor parte de los batallones que estaban enfavor de la Comuna, creyendo las eleccionesdecretadas, se habían vuelto a sus cuarteles.Quedaban apenas un millar de hombres sin armas,y los ingobernables tiradores de Flourens quevagaban en aquel caos. Blanqui firmaba, firmaba.Delescluze trató de salvar algún resto de estemovimiento. Buscó a Dorian, recibió la seguridadformal de que las elecciones de la Comuna secelebrarían al día siguiente, las del gobierno

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provisional al otro día, registró estas promesas enuna nota en que el poder insurreccional declarabaesperar a las elecciones y la hizo firmar porMilliere, Blanqui y Flourens. Milliere y Dorianfueron a dar cuenta de este documento a losmiembros de la defensa. Milliere les proponía quesaliesen juntos del Hótel-de-Ville, dejando aDorian y a Schoelcher proceder a las elecciones,con la condición expresa de que no se ejerceríaninguna persecución. Los miembros de la defensaaceptaron y Milliere les dijo: «Señores, quedanustedes en libertad», cuando los guardiasnacionales pidieron que los primeros secomprometiesen por escrito. Los prisioneros seindignaron de que se dudase de su palabra.Milliere y Flourens no pudieron hacer comprendera los guardias la inutilidad de las firmas.

De pronto, Jules Ferry ataca la puerta de la plazaLobau. Se ha aprovechado de su libertad, hareunido algunos batallones, uno, sobre todo, demóviles bretones que apenas entienden el francés.Delescluze y Donan marchan delante, anuncian el

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arreglo que creen concluido, deciden a Ferry a queespere. A las tres de la mañana, como persistiesela modorra, baten en la plaza los tambores deTrochu; el batallón bretón penetra en el Hótel-de-Ville por el subterráneo del cuartel Napoleón, ysorprende y desarma a muchos tiradores; JulesFerry invade la sala del gobierno. Losindisciplinables no opusieron resistencia. JulesFavre y sus colegas fueron libertados. El generalTamisier recordó a los bretones, que amenazaban,los acuerdos debatidos durante la noche y, comoprenda de un olvido recíproco, sale del Hótel-de-Ville entre Blanqui y Flourens. Trochu recorre lascalles y los muelles rodeado de una apoteosis debatallones.

Plebiscito y elecciones.

Así se desvanecía en humo esta jornada que

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hubiera podido dar nueva vida a la defensa. Laincoherencia de los hombres de vanguardia rehízoal gobierno su maltrecha virginidad setembrina. Elgobierno explotó aquella misma noche lo ocurrido,arrancó los pasquines de Dorian-Schoelcher,concedió las elecciones municipales para el 5,pero las hizo pagar con un plebiscito, planteandola cuestión imperialmente: «Los que quieransostener al gobierno votarán que si». De nadasirvió que el comité de los veinte distritos lanzaseun manifiesto, ni que Le «Réveil», «La Patrie enDanger», y «Le Combar» expusieran las milrazones porque había de votar que no. París, pormiedo a dos o tres hombres, abrió un nuevocrédito a este gobierno que acumulaba inepciassobre insolencias, y le dijo «te quiero» 322.900veces. El ejército, los móviles, dieron 237.000síes. No hubo más que 54.000 civiles y 9.000militares que dijeran que no.

¿Cómo es que estos sesenta mil hombres lúcidos,tan rápidos, tan enérgicos, no supieron gobernarnunca a la opinión? Porque se fraccionaron en cien

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corrientes. La fiebre del sitio no era como paradisciplinar al partido revolucionario, tan divididoalgunas semanas antes, y nadie trataba de imponeresa disciplina. Delescluze y Blanqui vivíanencerrados en su círculo de amigos o departidarios. Félix Pyat, que ofrecía un fusil dehonor a quien matase al rey de Prusia opatrocinaba la hoguera en que debía asarse alejército alemán, no se convertía en hombrepráctico más que cuando se trataba de salvar lapropia pelleja. Los demás, Ledru-Rollin, LouisBlanc, Schoelcher, etc., la esperanza de losrepublicanos bajo el Imperio, habían vuelto deldestierro asmáticos, comidos de vanidad y deegoísmo, irritados contra la nueva generaciónsocialista que ya no hacía caso de sus sistemas.Los radicales, inquietos por su porvenir, no iban acomprometerse en el comité de los veinte distritos.Por eso la sección de los Gravilliers de 1870-71no pudo ser nunca más que un foco de impresiones,y no un centro director, y todo lo arreglaba conmanifestaciones, como la de 1793.

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Mas allí, por lo menos, había vida, una lámpara,aunque humosa, siempre vigilante. ¿Qué dan lospequeños burgueses? ¿Dónde están sus jacobinos,sus cordeliers? En la Corderie veo perfectamentea los hijos perdidos de la pequeña burguesía queesgrimen la pluma o toman la palabra, pero,¿dónde está el grueso de su ejército?

Todo calla. Fuera de los faubourgs, París es laalcoba de un enfermo, donde nadie se atreve alevantar la voz. Esta abdicación moral es elverdadero fenómeno psicológico del sitio,fenómeno tanto más extraordinario, cuanto quecoexiste con un admirable ardor de resistencia.Unos hombres que dicen: «Preferimos poner fuegoa nuestras casas antes que rendirlas al enemigo»,se indignan de que haya quien se atreva a disputarel poder a los miedosos del Hótel-de-Ville. Sitemen a los aturdidos, a los febriles, a lascolaboraciones comprometedoras, ¿por qué noasumen ellos la dirección del movimiento? Y selimitan a gritar: «¡Nada de motines ante elenemigo! ¡Nada de exaltados!», como si valiese

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más una capitulación que un motín, como si el 10de agosto, el 31 de mayo, no hubiesen sido otrostantos motines ante el enemigo, como si no hubieseuna solución entre la abdicación y el delirio.

El 5 y el 7 repitieron su voto plebiscitario,nombrando entre los veinte alcaldes a docecriaturas de Etienne Arago. Cuatro de los nuevos,Dubail, Vautrain, Desmarest y Vacherot,demócrata intransigente bajo el Imperio, eran unosburgueses intratables. La mayor parte de losadjuntos, de tipo liberal; apenas algunosinternacionalistas muy moderados: Tolain, Murat,Héligan, y unos cuantos militantes: Malon, Jaclard,Dereure, Oudet y Léo Meillet.

Los barrios, fieles, eligieron a Delescluze por elXIX y, por el XX, a Ranvier, Milliere, Flourens,que no pudieron asistir, ya que la gente del Hótel-de-Ville, violando la convención Dorian-Tamisier,habían cursado órdenes de detención contra losmanifestantes del 31 de octubre.11 Les acusaron,naturalmente, de haber sido agentes a sueldo de la

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policía imperial, dijeron que acababan dedescubrirse sus expedientes en la Prefectura. En laAlcaldía central, Jules Ferry sustituye a EtienneArago, demasiado comprometido el 31 de octubre,y ponen al mando de la guardia nacional a ClémentThomas, el que cargó contra los proletarios enjunio del 48, en vista de que Tamisier, indignadopor la violación de los acuerdos, había dimitido.

A principios de noviembre, no había nada perdido.El ejército, los móviles, los marinos, daban, segúnel plebiscito, 246.000 hombres y 7.500 oficiales.Se podían entresacar cómodamente, en París,125.000 guardias nacionales capaces de hacer lacampaña, y dejar otros tantos para la defensainterior. Las transformaciones de armas, loscañones, debían procurarse en algunas semanas;los cañones sobre todo, dando cada cual lo quepodía para dotar al batallón de magníficas piezasde artillería, orgullo tradicional de los parisienses.¿Dónde encontrar mil artilleros?, decía Trochu. Encada mecánico de París hay madera de artillero,cosa que la Comuna puso bien de relieve. Y en

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todos los órdenes la misma superabundancia. Paríshormigueaba de ingenieros, de contramaestres, déjefes de taller, de equipos con los que podíanformarse todos los cuadros. Había, esparcidos porel suelo, todos los materiales necesarios para unavictoria.

París, engañado.

Los pedantes del ejército regular no veían en todoesto más que barbarie. Aquel París para el que niHoche, ni Marceau, ni Kléber hubiesen sidodemasiado jóvenes, ni demasiado creyentes, nidemasiado puros, tenía como generales a lospeores guiñapos del Imperio y del orleanismo: alVinoy de Diciembre, a Ducrot, a Suzanne, a Lefló.Un fósil presuntuoso como Chabaud-Latourmandaba como genial jefe. En su amableintimidad, les divertía mucho esta defensa, pero

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encontraban la broma demasiado larga. El 31 deoctubre les exasperó contra la guardia nacional, yhasta última hora se negaron a utilizarla.

En lugar de coordinar las fuerzas de París, de dara todos los mismos cuadros, la misma enseña, elhermoso nombre de guardia nacional, Trochu dejóen pie las tres divisiones: ejército, móviles,civiles. Esto era consecuencia natural de suopinión acerca de la defensa. El ejército,amotinado por los estados mayores, aborrecía aaquel París que le imponía, según decían, fatigasinútiles, Los móviles de provincias, empujadospor sus oficiales, flor y nata de hidalgüelos, seagriaron también. Todo el mundo, al verdespreciados a los guardias nacionales, losdespreciaban, los llamaban los «a todo trance»,los «treinta sueldos». (Desde el comienzo delsitio, los parisienses recibían un franco cincuentacéntimos —treinta sueldos o sous— deindemnización.) Todos los días se temíancolisiones.

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El 31 de octubre no trajo ningún cambio en cuantoal fondo de las cosas. El gobierno rompió lasnegociaciones que no hubiera podido, a pesar desu victoria, llevar adelante sin sucumbir, decretóla creación de la fundición de cañones; pero nopor eso creyó más en la defensa, y siguiónavegando con la proa puesta a la paz. Su granpreocupación, como él mismo ha escrito, era elmotín. No era solamente de la locura del sitio delo que quería salvar a París, sino, ante todo, de losrevolucionarios. Los grandes burgueses atizaroneste magnífico celo. Antes del cuatro de setiembrehabían declarado, dice Jules Simon, «que si searmaba a la clase obrera y ésta tenía algunaprobabilidad de imponerse, no se batirían deningún modo», y la noche del cuatro de setiembre,Jules Favre y Jules Simon fueron al CuerpoLegislativo a tranquilizarlos, a decirles que losdefensores no estropearían la casa. La fuerzairresistible de los acontecimientos había armado alos obreros; era preciso, al menos, inmovilizar susfusiles; desde hacía dos meses, la gran burguesíaacechaba el momento oportuno. El plebiscito le

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dijo que ese momento había llegado ya. Trochutenía en sus manos a París, y la burguesía, pormedio del clero, tenía en sus manos a Trochu, tantomás cuanto que éste creía no depender más que desu conciencia. Curiosa conciencia de infinitosfosos, con más artilugios que los de un teatro.Trochu creía en los milagros, mas no en losprodigios; en las Santas Genovevas, pero no en lasJuanas de Arco; en las legiones del más allá, perode ningún modo en los ejércitos que brotan de latierra. Por eso, desde el cuatro de setiembreconsideraba como un deber engañar a París.Pensaba: «Voy a rendirte, pero es por tu bien».Después del 31 de octubre creyó su misióndoblada, vio en sí mismo al arcángel, al SanMiguel de la sociedad amenazada. Este es elsegundo período de la defensa, que se sostiene talvez en un gabinete de las calles Postes, porque losjefes del clero vieron, con más claridad que nadie,el peligro de un advenimiento de los trabajadores.Sus manejos fueron muy hábiles. Una especie deobispo a lo Turpín, calzado, barbudo, jovial, granvaciador de botellas y trenzador de cotillones, de

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mano ancha y lengua expedita, Bauer, no seseparaba de Trochu y atizaba sus recelos en contrade la guardia nacional. Supieron poner en todaspartes el grano de arena en el punto vital,penetrando en los estados mayores, en lasambulancias, en las alcaldías. Como el pescadorque forcejea con un pez demasiado grande,ahogaron a París en su fluido, le extrajeron susavia a tirones. El 28 de noviembre dio Trochu elprimero de estos tirones: una salida de granespectáculo. El general Ducrot, que mandaba lasfuerzas, se anunció cual un nuevo Leónidas: «Lojuro ante vosotros, ante la nación entera: novolveré a París si no es muerto o victorioso.Podréis verme caer, pero no me veréisretroceder». Esta proclama exaltó a todo París. Secreyó en vísperas de Jemmapes, cuando losvoluntarios parisienses escalaban las crestasguarnecidas de artillería, porque esta vez laguardia nacional iba a entrar en fuego.

Hubiéramos debido abrirnos paso por el Mamepara unirnos a los ejércitos de provincias y pasar

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el río Nogent. El ingeniero Ducrot había tomadomal las medidas; los puentes no estaban encondiciones. Hubo que esperar hasta el díasiguiente. El enemigo, en lugar de ser sorprendido,pudo ponerse a la defensiva. El 30, con unmagnífico impulso, ganamos Champigny. Al díasiguiente, Ducrot permaneció inactivo, mientras elenemigo, desguarneciendo Versalles, acumulabasus fuerzas sobre Champigny. El 2, reconquistóuna parte del pueblo. La lucha fue ruda durantetoda la jornada. Los miembros del gobierno, aquienes su grandeza retenía en el Hótel-de-Ville,se hicieron representar en el campo de batalla poruna carta de «su muy querido presidente». Por lanoche acampamos en nuestras posiciones, perohelados. El «querido presidente» tenía dada ordende que se dejasen las mantas en París, y habíamospartido sin tiendas ni ambulancias. Al díasiguiente, Ducrot declaró que debíamos retirarnos,y ante París, ante la nación entera, este bravucóndeshonrado se volvió a la capital a reculones.Volvíamos con ocho mil bajas, entre muertos yheridos, de cien mil hombres, de los cuales habían

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entrado en combate cincuenta mil.

Trochu descansó veinte días sobre estos laureles.De este ocio se aprovechó Clément Thomas paradisolver y difamar al batallón de tiradores deBelleville, poco disciplinado, sin duda, pero quehabía tenido muertos y heridos. Basándose en elsimple informe del general que mandaba enVincennes, difamaba igualmente al 200° batallón.Echaban el guante a Flourens. El 21 de diciembre,estos encarnizados depuradores dignáronse, porfin, preocuparse un poco de los prusianos. Losmóviles del Sena fueron lanzados, sin cañones,contra las murallas de Stains, y al ataque contra LeBourget. El enemigo los recibió con una artilleríaaplastante. La ventaja conseguida por la derechaen Ville-Evrard no fue aprovechada. Los soldadosregresaron desmoralizados. Algunos gritaron:«¡Viva la paz!» Cada nueva empresa acusaba alplan Trochu, fatigaba a las tropas, pero no podíanada contra el valor de los guardias nacionales.Éstos, durante dos días, en la explanada de Avron,casi al descubierto, sostuvieron el fuego de sesenta

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piezas. Cuando los muertos eran ya muchos,Trochu descubrió que la posición no tenía ningunaimportancia, y mandó evacuarla.

La confianza se quebranta.

Estos fracasos empezaron a gastar la credulidadparisina. El hambre picaba cada vez más. La carnede caballo era ya una gollería. La gente devorabaperros, ratas y ratones. Las mujeres, con un frío de17 grados bajo cero, o entre el barro del deshielo,esperaban horas enteras una ración de náufrago. Envez de pan, una masa negra que retorcía las tripas.Las criaturitas se morían sobre el seno exhausto.La leña valía a peso de oro. El pobre no tenía paracalentarse más que los despachos de Gambettaanunciando los éxitos conseguidos en provincias.A fines de diciembre, se encendieron los ojos,agrandados por las privaciones. ¿Iban a sucumbir

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con las armas intactas?

Los alcaldes seguían sin moverse, se acantonabanen su papel de despenseros, vedándose a símismos toda pregunta indiscreta, evitaban abrirprocesos verbales para evitar hasta la aparienciade una municipalidad.12 Jules Favre les ofrecíapequeñas reuniones semanales, en las que secharlaba amistosamente acerca de lasinterioridades del sitio. Sólo hubo uno quecumpliese con su deber: Delescluze. Habíaadquirido una gran autoridad por sus implacablesartículos contra la defensa, publicados en Le«Réveil». El 30 de diciembre interpeló a JulesFavre, dijo a los alcaldes y adjuntos: «Vosotrossois los responsables» y pidió que se agregase elconsejo a la defensa. La mayor parte de suscolegas protestaron, sobre todo Dubail y Vacherot.El 4 de enero, Delescluze volvió a la cargapresentando una proposición radical: dimisión deTrochu y de Clément Thomas; movilización de laguardia nacional; institución de un consejo dedefensa; renovación de los comités de guerra.

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Tampoco fue escuchado.

El comité de los veinte distritos apoyó aDelescluze, hizo aparecer el 6 un cartel rojo,redactado por Tridon y por Jules Vallés: «¿Hacumplido con su misión el gobierno que se haencargado de la defensa nacional?... No... Con sulentitud, su inercia; su indecisión, los que nosgobiernan nos han conducido al borde delabismo... No han sabido ni administrar nicombatir... La gente se muere de frío, ya casi dehambre... Salidas sin objeto, mortales luchas sinresultado, fracasos repetidos... El gobierno hadado la medida de su capacidad, nos mata. Laperpetuación de este régimen es la capitulación...La política, la estrategia, la administración del 4de setiembre, continuación del Imperio, estánjuzgadas. ¡Paso al pueblo! ¡Paso a la Comuna!»Por impotente que el comité fuese para la acción,su pensamiento era justo, y él siguió siendo, hastael fin del sitio, el mentor sagaz de París.

La masa, que quería nombres ilustres, se apartó de

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los carteles. Algunos de los firmantes fuerondetenidos. Trochu, sin embargo, se sintiólastimado, y aquella misma noche hizo escribir entodos los muros: «El gobernador de París nocapitulará».

Cuatro meses después del 4 de setiembre, Parísvolvió a aplaudir. Pareció muy extraño que, apesar de la declaración de Trochu, dimitieranDelescluze y sus adjuntos.

Era preciso, sin embargo, taparse los ojos para nover el nuevo Sedan hacia el que la defensaconducía a París. Los prusianos bombardeaban lascasas por encima de los fuertes de Issy y deVanves, sus obuses jalonaron de cadáveresalgunas calles. El 30 de diciembre, Trochudeclaraba imposible toda nueva acción, invocabala opinión de todos los generales, y acababapidiendo ser sustituido. Los días 2, 3 y 4 de enerodel 71, los defensores discutieron la elección de laasamblea que habría de sobrevivir a la catástrofe.París no duraría ni hasta el 15, a no ser por la

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indignación de los patriotas.

Los barrios no llamaban ya a los hombres de ladefensa más que la banda de Judas. Los grandeslamas democráticos que se habían retirado el 31de octubre, volvían a la Comuna. La AlianzaRepublicana, en la que el antiguo Ledru-Rollinoficiaba ante una media docena de turiferarios, laUnión Republicana y las demás capillas se volvíana ella, pidiendo enérgicamente una asamblea,parisiense que organizase la defensa. El gobiernose sintió sobremanera acuciado. Si la pequeñaburguesía y la clase media se unían al pueblo, eraimposible capitular sin una protesta formidable.Aquella población, que lanzaba hurras bajo losobuses, no se dejaría entregar como un rebaño.Antes, había que mortificarla, que curarla de su«enfatuamiento», según la frase de Jules Ferry,había que purgarla de su fiebre. La guardianacional no estará satisfecha, sino cuando hayatumbados en tierra diez mil guardias nacionales,decían en el Hótel-de-Ville. Acosados por JulesFavre, y Picard, de un lado, y de otro, por los

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sencillos Emmanuel Arago, Garnier-Pages,Pelletan, el emoliente Trochu se decidió a dar unaúltima representación.

Buzenval.

Se resolvió como una farsa, preparadaparalelamente a la capitulación. En la noche del 18al 19 de enero, los defensores reconocían que unnuevo fracaso traería consigo la catástrofe. Trochuquiso asociar así a los alcaldes para lo referente ala capitulación y al aprovisionamiento. JulesSimon, Garníer-Pages se avienen a que se rindaParís, sólo oponen reservas en lo que concierne aFrancia. Garnier-Pages propone que se nombrenen unas elecciones especiales los mandatariosencargados de capitular. Tal fue su vela dearmas.13

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El 18 ponen a París en pie y a los prusianos alerta,con gran estruendo de trompetas y tambores. Paraeste esfuerzo supremo, Trochu no ha sabido reunirarriba de 84.000 hombres, entre ellos 19regimientos de la guardia nacional, a los que hacepasar la noche, fría y lluviosa, en los barrizales delos campos del monte Valérien, El ataque ibacontra las defensas que cubren Versalles por laparte de La Bergerie. El 19, a las diez de lamañana, con un arranque de tropas veteranas —asílo confesó Trochu en la tribuna versallesa—, losguardias nacionales y los móviles que formaban lamayoría del ala izquierda y del centro ganaron elreducto de Montretout, el parque de Buzenval, unaparte de Saint-Cloud, llegaron hasta Garches;ocuparon, en una palabra, todas las posiciones queles fueran señaladas. El general Ducrot, quemandaba el ala izquierda, llegó con dos horas deretraso, y por más que su ejército estuvieseintegrado principalmente por tropas de línea, noavanzaba.

Habíamos conquistado algunas alturas capitales.

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Los generales no las artillaron. Los prusianospudieron barrer a sus anchas dichas crestas. A lascuatro, lanzaron sus columnas de asalto. Alprincipio, los nuestros flaquearon, pero después serehicieron y detuvieron el movimiento delenemigo. A eso de las seis disminuyó el fuego deéste; Trochu ordenó la retirada. Quedaban intactos,sin embargo, cuarenta mil hombres de la reservaentre el monte Valérien y Buzenval. De cientocuarenta piezas de artillería, treinta, a lo sumo,hablaron. Los generales, que apenas se habíandignado comunicar con la guardia nacional,declararon que no soportarían una segunda noche,y Trochu hizo evacuar Montretout y todas lasposiciones conquistadas. A la vuelta, algunosbatallones lloraban de rabia. Todoscomprendieron que se les había hecho salir parasacrificarlos.14

París, que había creído en la victoria, se despertóal toque de difuntos de Trochu. El general pedía unarmisticio de dos días para recoger los heridos,enterrar a los muertos y, además, «tiempo,

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carruajes y muchos camilleros». Entre muertos yheridos, las bajas no pasaban de 3.000 hombres.

Esta vez, por fin, París vio el abismo. Losdefensores, dejando de disimular por más tiempo,reunieron a los alcaldes y les dijeron que todaresistencia era imposible. Trochu añadió, paraconsolarles, que «desde el cuatro de setiembre porla noche había declarado que sería una locuraintentar sostener un sitio contra el ejércitoprusiano».15 Pronto la siniestra noticia corrió porla ciudad.

Durante cuatro meses de sitio, París lo habíaaceptado todo por anticipado, el hambre, la peste,el asalto, todo menos la capitulación: En estepunto, seguía siendo, el 20 de enero del 71, apesar de su credulidad, de su debilidad, el Parísde setiembre del 70. Cuando estalló esta palabra,hubo primero una estupefacción enorme, como antelos crímenes monstruosos, contra natura. Lasllagas de los cuatro meses se avivaron clamandovenganza. El frío, el hambre, el bombardeo, las

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largas noches en las trincheras, los niños quemorían a millares, los muertos sembrados en lassalidas, ¡todo esto para caer en la vergüenza, paradar escolta a Bazaine, para convertirse en unsegundo Metz! París creía oír la burla prusiana. Enalgunos, la estupefacción se transformó en furor.Los mismos que suspiraban por la rendiciónadoptaron actitudes encrespadas. El pálido rebañode alcaldes se encabritó. El 21 por la noche lesrecibió de nuevo Trochu y les dijo que todos losgenerales consultados, e incluso los oficiales demenos graduación, habían convenido aquellamisma mañana en la imposibilidad de una nuevasalida. En pie, de espaldas al fuego, con apuestosademanes, les demostró matemáticamente laabsoluta necesidad de entablar negociaciones conel enemigo, declaró que por su parte no queríaintervenir en ellas, y, con aquella lengua suya deincontables revoluciones, insinuó a los alcaldesque capitulasen por él. Los alcaldes hicieronalgunos gestos, llegaron hasta a protestar,imaginándose que no eran responsables de lasolución.

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Al salir de allí, los defensores deliberaron. JulesFavre pidió a Trochu que dimitiera. El apóstolpretendía que se le destituyese, queriendo aparecerincapitulable ante la historia, ofreciéndoles, por lodemás, una frase digna de Escobar: «Detenerseante el hambre es morir, no capitular».16 Losdefensores se caldearon un poco cuando, a las tresde la mañana, se anunció que la prisión de Mazasacababa de ser forzada. Flourens y otros detenidospolíticos han sido libertados por una tropa deguardias nacionales. Nuestros defensores, queolfateaban un 31 de octubre, precipitan susresoluciones y reemplazan a Trochu por el generalVinoy. El bonapartista se hizo rogar. Jules Favre yLefló, ministro de la Guerra, le hicieron ver alpueblo en pie, la inminente insurrección, y elprefecto de policía que presentaba su dimisión.Los hombres del cuatro de setiembre del 70estaban suplicando a los del dos de diciembre del51. Vinoy se dignó ceder. Empezó, como buenbonapartista, por armarse contra París,desguarneció sus líneas frente a los prusianos,llamó a las tropas de Suresnes, Gentilly, Les Lilas,

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puso en pie a la caballería y a la gendarmería. Unbatallón de móviles de Finistere se hizo fuerte enel Hótel-de-Ville, mandado por un coronel de laguardia nacional, Vabre, cruelísimo reaccionario.Clément Thomas, en una furibunda proclama, «Losfacciosos se unen al enemigo», conjuró a laguardia nacional a «levantarse como un solohombre para destrozarlos». No la había alzadocomo un solo hombre contra los prusianos.

El 22 de enero.

Flotaban en el aire signos de cólera, pero no deuna jornada seria. Muchos revolucionarios, entreellos Blanqui, sintiendo que las cosas estabanllegando ya al fin, no admitían un movimiento que,de resultar victorioso, hubiera salvado a loshombres de la defensa y ocupado el lugar de éstospara capitular. Otros, cuya razón no iluminaba al

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patriotismo, enardecidos aún por los ardores deBuzenval, creían en la salida en masa y decían:«hay que salvar el honor». Algunas reunionesvotaron, la víspera, que se opondrían con lasarmas a la capitulación, y se dieron cita delantedel Hótel-de-Ville.

Al mediodía, el tambor redobla en Batignolles. Ala una y media, aparecen algunos grupos armadosen la plaza del Hótel-de-Ville. La multitud seapelotona. El adjunto del alcalde, G. Chaudey,recibe a una diputación; desde el 31 de octubre elgobierno moraba en el Louvre. El orador exponelas quejas de París, pide que se implante laComuna. Chaudey afirma que la idea de la Comunaes una idea falsa, que él la ha combatido y lacombatirá enérgicamente. Era hombre denaturaleza muy violenta y terriblemente ergotista.Llega en esto una nueva diputación más fogosa.Chaudey se enfada, insulta, incluso. La emocióncrece; el 101, que llegaba de la orilla izquierda,grita: «¡Mueran los traidores!» El 207, deBatignolles, que ha recorrido los bulevares,

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desemboca en la plaza por la calle del Temple yse alinea delante del Hótel-de-Ville, cuyas salidasestán todas cerradas.

Suenan disparos; las ventanas del Hótel-de-Villese envuelven en humo. Resguardados detrás de losfaroles y de los montículos de arena, algunosguardias nacionales, mandados por Sapia y RaoulRigault, hacen frente al fuego de los móviles.Otros disparan contra las casas de la avenidaVictoria. El tiroteo sonaba desde hacía muchashoras, cuando aparecieron los gendarmes por laesquina de la avenida. Detrás iba Vinoy. Losinsurrectos se baten en retirada. Fueronaprehendidos una docena de ellos y conducidos alHótel-de-Ville, donde Vinoy quería fusilarlos.Jules Ferry los hizo reservar para los consejos deguerra. Los manifestantes, la multitud inofensiva,tuvo treinta bajas entre muertos y heridos; las delHótel-de-Ville no pasaron de un muerto y dosheridos.

El gobierno cerró los clubs y lanzó numerosas

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órdenes de detención. Ochenta y tres personas,inocentes en su mayor parte, según ha dicho elgeneral Soumain, fueron detenidas. Se aprovechóesta ocasión para enviar a Delescluze, a pesar desus sesenta y cinco años y de la bronquitis agudaque le minaba, a reunirse en Vincennes con losdetenidos del 31 de octubre, arrojados, en revueltaconfusión, a la húmeda fortaleza. Le «Réveil» y«Le Combat» fueron suprimidos.

Una indignada proclama denunció a los insurrectoscomo «partidarios del extranjero», único recursode los hombres del cuatro de setiembre en susvergonzosas crisis. Sólo en esto fueron jacobinos.¿Quién servía al extranjero, el gobierno, dispuestoen todo momento a capitular, o los prisioneros,siempre encarnizados en la resistencia? La historiadirá que en Metz un numeroso ejército,debidamente dotado de oficialidad, instruido, consoldados veteranos, se dejó entregar sin que unmariscal, un jefe de cuerpo, se levantase parasalvarle de Bazaine, mientras que los parisienses,sin guías, sin organización, ante doscientos

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cuarenta mil soldados y guardias móviles ganadospara la paz, hicieron retrasar tres meses, con susangre, la capitulación y la venganza.

Esta indignación de traidores hizo perder alientosa la gente. Ninguno de los batallones antes adictosa Trochu respondió a la llamada de ClémentThomas. Este gobierno, defendido mientras se lecreyó gobierno de defensa, aprestaba a todos a lacapitulación. El mismo día de la refriega, hizo suúltima jesuitada. Jules Simon reunió a los alcaldesy a una docena de altos oficiales, y ofreció elmando supremo al militar que propusiera un plan.

Los hombres del cuatro de setiembre abandonarona otros, en cuanto lo dejaron exangüe, el París quehabían recibido exuberante de vida. Ninguno delos asistentes echó de ver la ironía. Se limitaron arepudiar aquella herencia desesperada. Allí lesesperaba Jules Simon. Alguien —el generalLeconte dijo: «Hay que capitular». Los alcaldescomprendieron, por fin, para qué se les habíaconvocado, y algunos se enjugaron una lágrima.

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París, entregado.

Desde entonces, París vivió como el enfermo queespera la amputación. Los fuertes seguíantronando, continuaban llegando muertos y heridos;pero se sabía que Jules Favre estaba en Versalles.El 27, a media noche, enmudeció el cañón.Bismarck y Jules Favre se habían entendido «porsu honor». París estaba entregado.

Al día siguiente, la defensa dio a conocer lasbases de las negociaciones: armisticio de quincedías, reunión inmediata de una asamblea;ocupación de los fuertes; todos los soldados yguardias móviles, menos una división,desarmados. La ciudad quedó sumida en lúgubretristeza. Las largas jornadas de emoción habíanaquietado la cólera. Solamente algunos chispazoscruzaron París. Un batallón de la guardia nacional

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fue a gritar ante el Hótel-de-Ville: «¡Abajo lostraidores!» Por la noche, cuatrocientos oficialesfirmaron un pacto de resistencia, eligieron por jefeal comandante del 107°, Brunel, ex oficialexpulsado del ejército en tiempos del Imperio porsus opiniones republicanas, y resolvieron marcharsobre los fuertes del Este, mandados por elalmirante Saisset, a quien los periódicos atribuíanuna reputación de heroísmo. A media noche, lallamada y el rebato sonaron en los distritos X, XIIIy XX. Pero la noche era glacial, y la guardianacional estaba demasiado fatigada para intentarun golpe desesperado. Solamente dos o tresbatallones acudieron a la cita. Dos días después,Brunel fue detenido.

El 29 de enero del 71, la bandera alemanaondeaba sobre los fuertes. El pacto estaba firmadodesde la víspera. Cuatrocientos mil hombresarmados de fusiles, de cañones, capitulaban antedoscientos mil. Los fuertes, las defensas, fuerondesarmados. Todo el ejército —doscientoscuarenta mil soldados, marinos y móviles—

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quedaba prisionero. París debía pagar doscientosmillones en quince días. El gobierno se jactaba dehaber dejado las armas a la guardia nacional; perotodos sabían que hubiera sido preciso saquearParís para arrebatárselas. En fin, no contento conentregar la capital, el gobierno de la defensanacional entregaba al enemigo Francia entera.

El armisticio se aplicaba a todos los ejércitos deprovincias, excepción hecha del de Bourbaki,cercado casi por completo, el único a quienrealmente hubiera beneficiado el armisticio.Cuando llegó un poco de aire fresco de provincias,se supo que Bourbaki, empujado por los alemanes,había tenido que lanzar su ejército a Suiza,después de una comedia de suicidio.

Las elecciones.

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La fiebre electoral sustituyó a la fiebre del sitio.El 8 de febrero debía enriquecer a Francia con unanueva Asamblea Nacional, y París se preparó paraello. De los hombres de la defensa, Gambetta fueel único inscrito en la mayor parte de las listas,por no haber desesperado de la patria, sobre todocuando fue esparcida la proclama en que fustigabala vergonzosa paz y su explosión de decretosradicales.

Algunos periódicos ensalzaban a Jules Favre y aPicardo que habían tenido suficiente maña parahacerse pasar por los elementos más extremistasdel gobierno; nadie se atrevió a llegar hastaTrochu, Jules Simon, Jules Ferry. El partido devanguardia multiplicó las listas que explicaban suimpotencia durante el sitio. La gente del 48,negóse a admitir a Blanqui; pero aceptó, con el finde aparentar lo que no eran, a varios miembros dela Internacional, y su abigarrada lista deneojacobinos y de socialistas tomó el título de losCuatro Comités. Los clubs y los grupos obreroshicieron listas cerradas: en una de ellas figuraba el

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socialista alemán Liebknecht. La más definida vinode la Corderie.

La Internacional y la Cámara Federal deSociedades Obreras, mudas durante el sitio,volvieron a alzar su programa: «Es necesario quefiguren trabajadores entre las gentes del poder».Se entendieron con el comité de los veintedistritos, y los tres grupos publicaron unmanifiesto común. »Esta es la lista —decía— delos candidatos presentados en nombre de unmundo nuevo por el partido de los desheredados.Francia va a reconstituirse nuevamente: lostrabajadores tienen derecho a hallar y ocupar supuesto en el orden que se prepara. Lascandidaturas socialistas revolucionariassignifican: denegación a quienquiera que sea, deponer a discusión la República; afirmación de lanecesidad del advenimiento político de lostrabajadores; caída de la oligarquíagubernamental y del feudalismo industrial».Aparte de algunos nombres familiares al público,como Blanqui, Gambon, Garibaldi, Félix Pyat,

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Ranvier, Tridon, Malon, Lefrançais, Vallés,Tolain, los candidatos socialistas no eranconocidos fuera de los medios populares:empleados, mecánicos, zapateros, obrerossiderúrgicos, sastres, carpinteros, cocineros,ebanistas, cinceladores. Los pasquines fueronescasos. Disponían de muy pocos periódicos parahacer competencia a las trompetas burguesas. Yales llegará el momento dentro de unas semanas,cuando se elijan los dos tercios de la Comuna.Hoy sólo los aceptados por los periódicosburgueses obtendrán un acta. En total, cinco —Garibaldi, Gambon, Félix Pyat, Tolain y Malon.

La lista que salió el 8 de febrero fue un arlequín detodos los matices republicanos y de todas lasfantasías. Louis Blanc, que había sido una buenacomadre durante el sitio, y a quien presentabantodos los comités, salvo la Corderie, abrió lamarcha con 216.000 votos, seguido de VictorHugo, Gambetta y Garibaldi. Delescluze, al quehubiera sido preciso aliarse antes, reunió 154.000sufragios. Después venían un baratillo de

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jacobinos, radicales, oficiales, alcaldes,periodistas, excéntricos. Uno fue elegido por haberinventado una cañonera; otro, por místico. Un solomiembro del gobierno se escurrió entre ellos,Jules Favre, al que Milliere acababa de denunciar,con pruebas auténticas en la mano, defalsificación, de bigamia, de suplantación deestado. Milliere, es cierto, fue elegido. Por unacruel injusticia, el vigilante centinela que durantetodo el sitio había demostrado tan gran sagacidad,Blanqui, no obtuvo más que 52.000 votos —aproximadamente los de los opositores delplebiscito— mientras que Félix Pyat sacó 145.000por sus cantinelas de «Le Combat».

Este escrutinio confuso, descabellado, dabatestimonio, por lo menos, de la idea republicana.París, derrumbado por el Imperio y los liberales,se aferraba a la República, que volvería a abrirleel camino del porvenir. Pero he aquí que, aun antesde haber visto proclamar su voto, oyó salir de lasurnas de provincias un salvaje grito de reacción.Antes de que uno solo de sus elegidos hubiese

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abandonado la ciudad, vio encaminarse haciaBurdeos una tropa de campesinos, dePourceaugnacs,17 de sombríos clericales,espectros de 1815, de 1830, 1849, que llegabanpavoneándose, furiosos, a tomar posesión deFrancia, por medio del sufragio universal. ¿Quéera esta siniestra mascarada? ¿Cómo había podidosubir, cual subterránea vegetación, a la superficiey desplegarse en la cumbre del país?

Fue preciso que París y las provincias fuesenaplastados, que el Shylock prusiano se llevaranuestros millones y cortase dos jirones en nuestrosflancos, que el estado de sitio se abatiese durantecuatro años sobre cuarenta y dos departamentos,que cien mil franceses fuesen borrados de la vidao del suelo natal, que las cucarachas echasen a lacalle sus procesiones en toda Francia, para que sereconociese la existencia de aquella granmaquinación reaccionaria que desde el primermomento hasta la explosión final los republicanosde París y de provincias, infatigables, denunciarona los poderes traidores o languidecientes.

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La defensa en provincias.

En provincias, en el campo, la táctica no fue lamisma. En lugar de ser en el propio gobierno, laconspiración fue en torno de él. Durante todo elmes de setiembre, los reaccionarios se agazaparonen sus madrigueras. Las gentes del Hótel-de-Ville,creyéndose seguras de negociar la paz, noenviaron a provincias más que a un generalcualquiera, para el papeleo administrativo. Perolas provincias tomaban la defensa, como laRepública, en serio. Lyon comprendió incluso sudeber antes que París, proclamó la República elcuatro de setiembre por la mañana, y nombró unComité de Salud Pública. Marsella y Toulouseorganizaron comisiones regionales. Losdefensores, seriamente alarmados por esta fiebrepatriótica que contrariaba sus planes, dijeron queFrancia se dislocaba, delegaron, para rehacerla, en

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los dos hombres más gotosos de su tropa,Crérnieux y Glais-Bizoin, más un antiguogobernador de Cayena, bárbaro para con losdeportados del 52, el almirante bonapartistaFourichon.

Los tres llegaron a Tours el 18 de setiembre, conlas oficinas de los Ministerios, todo lo que sellamó después la Delegación. Los patriotasacudieron. En el Oeste y en el Mediodía habíanorganizado ligas de unión para agrupar a losdepartamentos contra el enemigo y suplir la faltade impulso central. Rodearon a los delegados deParís, pidieron la consigna, medidas vigorosas, elenvío de comisarios, y prometieron un apoyoabsoluto. Los gotosos respondieron: «Estamosentre gente de confianza; digamos la verdad; notenemos ejército. Toda resistencia es imposible. Siresistimos, es sólo para obtener mejorescondiciones». El que lo cuenta lo oyó. No hubomás que una reacción de asco: ¿Cómo? ¿Y ésa esvuestra respuesta, cuando millares de franceses osofrecen sus brazos y su fortuna?

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El movimiento de Lyon.

El 28 estallaron los lyoneses. Cuatrodepartamentos les separaban apenas del enemigo,que podía de un momento a otro ocupar la ciudad,y desde el 4 de setiembre estaban pidiendo armas.La municipalidad elegida el 16, en sustitución delComité de Salud Pública, no hacía más quedisputar con el prefecto Challemel. Lacour,jacobino muy quisquilloso. El 27, por todadefensa, el consejo redujo en 50 céntimos el jornalde los obreros empleados en las fortificaciones, ynombró a un tal Cluseret general de un ejército devoluntarios que aún estaba por crear.

Este general in partibus era un antiguo oficial aquien Cavaignac había condecorado por sucomportamiento en las jornadas de junio.Fracasado en el ejército, pidió su separación del

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mismo, se hizo periodista en la guerra americanade Secesión y se engalanó con el título de general.Incomprendido por la burguesía de los dosmundos, volvió a la política por el otro extremo,se ofreció a los fenianos de Irlanda, desembarcóen ese país, indujo a los fenianos a la sublevación,y una noche los abandonó. La nacienteInternacional le vio acudir a ella. Escribió mucho,dijo a los hijos de los mismos a quienes habíafusilado en junio: «¡Nosotros o la Nada!», ypretendió ser la espada del socialismo. Como elgobierno del 4 de setiembre se negase a confiarleun ejército, trató a Gambetta de prusiano, y se hizonombrar delegado de la Corderie —donde le habíaintroducido Varlin, al que engañó mucho tiempo—en Lyon. Este cobarde zascandil persuadió alConsejo de Lyon de que él organizaría un ejército.Todo andaba de mala manera, cuando los comitésrepublicanos de Brotteaux, Guillotiere, Croix-Rousse y el Comité Central de la guardia nacionaldecidieron, el 28, llevar al Hótel-de-Ville unenérgico programa de defensa. Los obreros de lasfortificaciones, capitaneados por Saigne, apoyaron

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esta actitud con una manifestación, llenaron laplaza Terreaux y, con la ayuda de los discursos yla emoción, invadieron el Hótel-de-Ville, Saignepropuso que se nombrase una comisiónrevolucionaria y, como viese entre el público aCluseret, muy preocupado por sus futuras estrellas,sólo salió al balcón para exponer su plan yrecomendar calma. Constituida la comisión, no seatrevió a resistir, y partió en busca de sus tropas.En la puerta, el alcalde Hénon y el prefecto leagarraron del cuello: habían entrado en el Hótel-de-Ville por la plaza de la Comédie. Saigne selanzó al balcón, gritó la noticia a la multitud, que,cayendo de nuevo sobre el Hótel-de-Ville, libertóa Cluseret y detuvo a su vez al alcalde y alprefecto.

Los batallones burgueses llegaron a la plazaTerreaux. Poco después desembocaron los deCroix-Rousse y Guillotiere. Grandes desgraciaspodían seguir al primer disparo. Se parlamentó. Lacomisión desapareció. Cluseret tomó el tren deGinebra.

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Era una advertencia. En varias ciudadesaparecieron otros síntomas. Los prefectospresidían las Ligas, se convocaban entre sí. Aprincipios de octubre, el almirante de Cayena nohabía logrado reunir, acá y allá, más que algunosmillares de hombres de los depósitos. De Tours nollegaba ninguna consigna.

La delegación de Tours.

El jefe del triumfamulato, el israelita Crérnieux,residía en el arzobispado, donde Guibert, papa delos ultramontanos franceses, le daba casa y comidaa cambio de toda clase de servicios reclamadospor el clero. Crérnieux estuvo un día a punto deser puesto de patitas en la calle. Garibaldi,burlando la vigilancia de Italia, tullido,deformadas las manos por los reumatismos, llegó aTours a poner al servicio de la República lo que

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de él queda, el corazón y el nombre. Guibert creyóver llegar al diablo, se enfadó con Crérnieux, queconfinó a Garibaldi en la prefectura y le expidiótan rápidamente como pudo a provincias.

Desesperando de poder salir de apuros, losdelegados convocaron a los electores. Fue éste suúnico pensamiento honrado. El 16 de octubre,Francia va a nombrar sus representantes, cuando,el 9, una racha de viento trae a Tours a Gambetta,a quien había llamado Clément Laurier.

Los hombres del Hótel-de-Ville le vieron partircon alegría, tan seguros de que chocaría con loimposible, que «nadie del gobierno, ni el generalTrochu, ni el general Lefló, había movido lalengua para hablar de una operación militarcualquiera».18 También él tenía su plan: no creermuerta a la nación. Desesperó un instante, alencontrarse con una provincia sin soldados, sinoficiales, sin armas, sin municiones, sin equipos,sin intendencia, sin tesoro; pero se recobró,entrevió inmensos recursos, hombres

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innumerables: Bourges, Brest, Lorient, Rochefort,Talan, como arsenales; los talleres de Lille,Nantes, Burdeos, Toulouse, Marsella, Lyon; losmares libres; cien veces más que en el 93, cuandohabía que luchar a la vez contra el extranjero ycontra los vendeanos. Una magnífica llama en laspoblaciones; consejos municipales, consejosgenerales que se imponían, votaban empréstitos,campañas sin un chuán, A su admirablellamamiento respondió Francia con el mismoentusiasmo que París el 14 de setiembre. Losreaccionarios se volvieron a sus madrigueras.Gambetta tuvo de su parte el alma del país, lopudo todo.

Hasta aplazar las elecciones, como quería undecreto del Hótel-de-Ville. Se anunciabanrepublicanas, belicosas. Bismarck le había dicho aJules Favre que él no quería una asamblea, porqueesta asamblea votaría la guerra. Razón de máspara quererla. Enérgicas circulares, algunasmedidas contra los intrigantes, instruccionesprecisas, hubieran libertado y atizado victoriosa

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esta llama de resistencia. Una asambleafortalecida por todas las energías republicanas yque tuviera su asiento en una ciudad populosa,podía centuplicar la energía nacional, exigirlotodo del país, la sangre y el oro. Proclamaría laRepública y, en caso de desgracia, si se veíaobligada a negociar, la salvaba del naufragio, nosresguardaba de la reacción. Pero las instruccionesde Gambetta eran formales: «Unas elecciones enParís llevarían a unas jornadas de junio».«Prescindiremos de París», se le contestaba. Todofue inútil, incluso la insistencia de sus íntimosmenos revolucionarios, como Laurier. Comovarios prefectos, incapaces de levantar el nivel delmedio en que se ejercían sus funciones, hacíanpresentir que las elecciones serían dudosas,Gambetta se apoyó en su timidez, y, por falta deaudacia, asumió la dictadura.

Él mismo expuso su lema: «Mantener el orden y lalibertad y empujar a la guerra». Nadie perturbabael orden, y todos los patriotas querían ir a la lucha.Las Ligas contenían excelentes elementos, capaces

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de dar cuerpos militares, y cada departamentoposeía grupos de republicanos probados, a los quese podía confiar la administración y la defensa,bajo la dirección de los comisarios.Desgraciadamente, aquel joven, tan gran agitador,creía en las viejas formas. Las Ligas en cuestión leparecieron gérmenes de secesionismo. Ató de piesy manos a los raros comisarios que designó,entregó todo el poder a los prefectos —astillas del48, en su mayoría— o a sus colegas de laconferencia de Molé, blandos, tímidos,preocupados por no malgastar nada, algunos porprepararse un colegio electoral. En algunasprefecturas conservaron en sus puestos a losmismos empleados que habían formado las listasde proscripción del 2 de diciembre. ¿No habíallamado Crérnieux a los bonapartistas«republicanos»? En Hacienda, baluarte de losreaccionarios, en Instrucción Pública, repleta debonapartistas, se prohibió destituir a ningún titular,y llegó a ser casi imposible trasladarle. Fueobservada la consigna de los gotosos: conservar.Salvo algunos jueces de paz y un pequeño número

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de magistrados, no hubo más cambio que el delalto personal político.

Hasta en Guerra se toleró la presencia deadversarios. Las oficinas, que estuvieron muchotiempo bajo la dirección del bonapartista Loverdo,minaron sordamente el terreno a la delegación. Elalmirante Fourichon pudo disputar al gobierno lastropas de marina; las compañías de ferrocarrileshiciéronse dueñas de los transportes. Se llegóincluso a suplicar al representante del Banco deFrancia, que no dio sino lo que quiso. Algunosdepartamentos votaron un empréstito forzoso, y enproporciones en que era posible cubrirlo de sobra.Gambetta se negó a confirmar sus decisiones.Francia pasó por la humillación de tener que ir aLondres a conseguir un empréstito de guerra.

La defensa emprendió su marcha en provinciasapoyándose en dos muletas: un personal sinnervio, la deprimente conciliación. A pesar detodo, surgían los batallones. A la voz de aquelconvencido, bajo el activo impulso de Freycinet,

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su delegado técnico, reuníanse restos de tropas,los depósitos vaciaban sus reservas, acudían losmóviles. Hacia fines de octubre, estaba enformación un verdadero ejército en Salbris, nolejos de Vierzon, provisto de buenas armas y bajoel mando, ¡ay!, del general D'Aurelles de Paladine,ex senador y beato, que pasaba por ser un buencaudillo.

A fines de octubre, si en París no había nadaperdido, en provincias se ofrecía la victoria. Paraorganizar el bloqueo de París, los alemanes habíanempleado todas sus tropas, salvo tres divisiones,treinta mil hombres de infantería, y la mayor partede su caballería. No les quedaba ninguna reserva.Estas tres divisiones estaban inmovilizadas, enOrleans y Cháteaudun, por nuestras fuerzas delLoira. Al Oeste, al Norte, al Este, la caballería —1° y 2.° bávaros, 22.° prusiano—, aun recorriendoy vigilando una gran extensión de terreno, eraincapaz de sostener ese terreno contra lainfantería. A fines de octubre, la línea alemana quecercaba a París, excelentemente fortificada por la

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parte de la ciudad, estaba a descubierto por ellado de la provincia. La aparición de cincuenta milhombres, aun cuando se tratase de tropas bisoñascomo las que mandaba D'Aurelles de Paladine,hubiera bastado para romper el cerco.

Liberar a París de éste, aunque sólo fueramomentáneamente, podía significar la presión deEuropa y una paz honrosa; no cabía duda de quehabría sido de un efecto moral inmenso,consiguiendo que París fuese aprovisionado porlos ferrocarriles del Mediodía y del Oeste, y quese ganaría tiempo para la organización de losejércitos de provincias.

El Ejercito del Loire.

Nuestro ejército del Loire —el 15° cuerpo, enSalbris; el 16°, en Blois—, contaba con 70.000

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hombres. El 26 de octubre, D'Aurelles de Paladinerecibió orden de ir a tomar Orleans a los bávaros.El 28 entra en Blois con 40.000 hombres, por lomenos. Por la noche, a las nueve, el comandante delas tropas alemanas le manda decir que Metz hacapitulado. Pasa Thiers, que se dirige a París, y leaconseja que espere. D'Aurelles telegrafíainmediatamente a Tours que aplaza el movimiento.

Un general de mediana vista, en cambio, lo hubieraprecipitado todo. Puesto que el ejército alemán deMetz iba a quedar libre para operar y dirigirlehacia el centro de Francia, no había momento queperder para adelantarle. Cada hora que pasabaempeoraba las cosas. Fue el momento crítico de laguerra.

La delegación de Tours, en lugar de destituir aD'Aurelles, se contentó con decirle queconcentrase todas sus fuerzas. Esta concentraciónestaba terminada el 3 de noviembre, y D'Aurellesdisponía de 70.000 hombres repartidos entre Mery Marchenoir. Los acontecimientos le ayudaban.

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Ese mismo día, la caballería prusiana —unabrigada— se vio obligada a abandonar Mantes y areplegarse sobre Vert, intimidada por laspoderosas bandas de francotiradores; al mismotiempo, se había señalado la presencia deconsiderables fuerzas francesas, compuestas detodas las armas, y que desde Courville se dirigíana Chartres. Si el ejército del Loira hubiese atacadoel día 4, arrojando a los bávaros a Orleans y a la22° división prusiana a Cháteaudun, derrotandouno tras otro a los alemanes gracias a su aplastantesuperioridad numérica, la ruta de París habríaquedado libre, y es casi indudable que la capitalhubiera sido libertada.

Moltke estaba lejos de ignorar el peligro. Estabadecidido a obrar en caso de necesidad, comoBonaparte ante Mantua, y levantar el bloqueo,sacrificar el parque de asedio que se estabaformando en Villacoublay, concentrar su ejércitopara la acción en campo raso, y no volver a formarel sitio hasta después de la victoria: es decir,después de la llegada del ejército de Metz. Los

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bagajes del cuartel general de Versalles estaban yaen los coches; no quedaba más que «enganchar loscaballos», ha dicho un testigo ocular, el coronelsuizo D'Erlach.

D'Aurelles no se movió. La delegación, tanparalítica como él, se contentó con cambiar cartasde delegado a ministro: «Señor ministro —escribeel 4 de noviembre Freycinet—: desde hacealgunos días, el ejército y yo mismo ignoramos siel gobierno quiere la paz o la guerra... En elmomento en que nos disponemos a ejecutarproyectos laboriosamente preparados, rumores dearmisticio turban el ánimo de nuestros generales;yo mismo, si trato de levantar su moral y deempujar, los hacia adelante, ignoro si habré deverme desautorizado mañana». Gambettaresponde: «Señor delegado: me doy cuenta comousted de la detestable influencia de lasvacilaciones políticas del gobierno... Hay quedetener desde hoy nuestra marcha hacia adelante».El 7, D'Aurelles sigue aún inmóvil. El 8 se muevey recorre como cosa de quince kilómetros; por la

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noche habla de detenerse. Sus fuerzas reunidaspasan de cien mil hombres. El día 9, se decide aatacar a los bávaros en Coulmiers. Los bávarosevacuan inmediatamente Orleans y se retiran haciaToury. Lejos de perseguirlos, D'Aurelles anunciaque va a hacerse fuerte delante de la ciudad. Ladelegación le deja hacer, y Gambetta, que viene alcuartel general, aprueba el plan. Mientras tanto,dos divisiones prusianas (la 3' y 41 expedidas deMetz por ferrocarril, habían llegado al pie deParís, circunstancia que permitió a Moltke dirigirla 17' división prusiana contra Toury, adonde llegóel 12. Además, tres cuerpos del ejército de Metzse aproximaban al Sena a marchas forzadas.Gracias a la voluntaria inacción de D'Aurelles y ala debilidad de la delegación, el ejército del Loiradejó de inquietar a los alemanes.

Hubiera sido necesario destituir al tal D'Aurelles,pero se había dejado pasar la ocasión única paraello; el ejército del Loira, cortado en dos, luchócon Chanzy sólo por defender el honor. Ladelegación tuvo que trasladarse a Burdeos.

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A fines de noviembre, era evidente que se estabaperdiendo el tiempo. Los prefectos, encargados deorganizar a los móviles y a los movilizados, dehacer la leva en los campos, estaban en luchaperpetua con los generales y no sabían por dóndeandaban en lo referente al armamento. Los pobresgenerales del antiguo ejército, que no sabían sacarel menor partido de estos contingentes faltos detoda instrucción militar, no actuaban, como hadicho Gamberra, «más que cuando no les quedabaotro remedio».

Debilidad de la delegación.

La debilidad de la delegación daba alas a la malavoluntad de estos mismos generales. Gambettapreguntaba a algunos de ellos si se avendrían aservir a las órdenes de Garibaldi: admitía que senegasen, hacía libertar a un cura que desde su

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púlpito ponía a precio la cabeza del general,condescendía en dar explicaciones a los oficialesde Charette, y permitía a los zuavos pontificiosque enarbolaran otra bandera que la de Francia.Confió el ejército del Este a Bourbaki,completamente extenuado y que acababa de llevara la emperatriz una carta de Bazainc.

¿Le faltaba autoridad? Sus colegas de ladelegación no se atrevían siquiera a levantar losojos, los prefectos no conocían a nadie más que aél, los generales adoptaban en presencia suyamaneras de colegiales. El país obedecía, lo dabatodo con ciega pasividad. Los contingentes sereclutaban sin dificultad alguna. Las campañas noencontraban ningún refractario, a pesar de hallarseen el ejército todos los gendarmes. Las Ligas másardorosas cedieron a la primera observación. Noestalló movimiento alguno hasta el 31 de octubre.Los revolucionarios marselleses, indignados porla debilidad del Consejo Municipal, proclamaronla Comuna. Cluseret, que desde Ginebra habíapedido al «prusiano» Gambetta el mando de un

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cuerpo de ejército, apareció en Marsella, se hizonombrar general, desapareció de nuevo y volvió aSuiza, porque su dignidad le impedía servir comosimple soldado. En Toulouse, la poblaciónexpulsó al general, un sanguinario de junio del 48.En Saint-Etienne, la Comuna duró una hora. Entodas partes bastaba una palabra para poner laautoridad en manos de la delegación; hasta talpunto se temía en todas partes crearle la menordificultad.

Esta abnegación sirvió exclusivamente a losreaccionarios. Los jesuitas pudieron urdir susintrigas, parapetándose detrás de Gambetta que loshabía vuelto a Marsella, de donde los habíaexpulsado la indignación del pueblo: el clero seencontró en condiciones de seguir negando a lastropas sus edificios, sus seminarios, etcétera; losantiguos jueces de las comisiones mixtas pudieronseguir insultando a los republicanos —el prefectode Haute-Garonne fue destituido un momento porhaber suspendido en el ejercicio de sus funcionesa uno de esos honorables magistrados—. Los

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periódicos podían publicar proclamas depretendientes. Hubo consejos municipales que,olvidándose de todo patriotismo, votaron lasumisión a los prusianos. Por todo castigo,Gambetta los abrumó con un sermón.

Los bonapartistas se reunían descaradamente. Elprefecto de Burdeos, republicano ultramoderno,pidió autorización para detener a algunos de estosagitadores. Gambetta respondió: «esas sonprácticas del Imperio, no de la República».

Alzóse, en vista de esto, la Vendée conservadora.Monárquicos, clericales, especuladores,esperaban su hora, agazapados en los castillos, enlos seminarios intactos, en las magistraturas, en losconsejos generales, que la delegación se negódurante mucho tiempo a disolver en masa. Eran lobastante hábiles como para hacerse representar,por poco que fuera, en los campos de batalla, conel fin de conservar las apariencias del patriotismo.En unas semanas calaron perfectamente aGambetta, descubriendo detrás del tribuno

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grandilocuente al hombre irresoluto.

Thiers.

Su campaña fue trazada y dirigida desde su origenpor los únicos tácticos de alguna importancia quehabía en Francia, los jesuitas, dueños y señoresdel clero. Thiers fue el jefe político.

Los hombres del 4 de setiembre habían hecho deél, como es sabido, su embajador. Francia, escasaen diplomáticos desde Talleyrand, no ha tenidootro más fácil de manejar que este hombrecillo.Había ido a Londres, a San Petersburgo, a Viena, aItalia, de la que fue enemigo encarnizado, a buscar,para la Francia vencida, alianzas que se le habíannegado. Consiguió que se burlaran de él en todaspartes, no obtuvo más que ser recibido porBismarck, y negoció el armisticio rechazado el 31

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de octubre. Cuando llegó a Tours, en los primerosdías de noviembre, sabía que la lucha, desde aquelmomento, había de ser a vida o muerte. En lugar deabrazarla valerosamente, de poner su experienciaal servicio de la delegación, no tuvo más que unobjetivo: enterrar la defensa.

No podía ésta tener un enemigo más temible. Lasuerte que alcanzó este hombre, sin principios degobierno, sin visión de progreso, sin valor, nohubiera podido alcanzarla en parte alguna más queentre la burguesía francesa. Pero estuvo siempreen todas partes donde hizo falta un liberal paraametrallar al pueblo, y raras veces se vio un artistamás maravilloso en intrigas parlamentarias. Nadiesupo, como él, atacar, aislar un gobierno, agruparlos prejuicios, los odios los intereses, disfrazar suintriga con una careta de patriotismo y de buensentido. La campaña de 1870-71 será,indudablemente, su obra maestra. Se había resueltopara su gobierno la cuestión de los prusianos, y nose preocupaba de ellos más que si hubiesen vueltoa pasar el Mosela. El enemigo, para él, era el

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defensor. Cuando nuestros pobres «móviles» seagitaban de un lado para otro con un frío de veintegrados, Thiers triunfaba con sus desastres.Mientras que en Bruselas y en Londres losmamelucos, fieles a las tradiciones de Coblenza,los Cassagnac, los Amigues, trabajaban pordesacreditar a Francia, por hacer fracasar susempréstitos, enviaban a los prisioneros deAlemania insultos contra la República yllamamientos en pro de una restauración imperial,Thiers agrupaba en Burdeos, en contra de laRepública y de la defensa, a todas las reaccionesde provincias.

La prensa conservadora había denigrado desde elprimer momento a la delegación. Después de lallegada de Thiers, hizo una guerra descaradacontra aquélla, sin cansarse de hostigarla, deacusar, de calumniar. Gambetta es un «locofurioso»: la frase procede de Thiers. Conclusión:la lucha es una locura, la desobediencia, legítima.En el mes de diciembre, esta consigna, repetidapor todos los periódicos del partido, se extendió

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por los campos.

Por primera vez, los terratenientes hallaron oídosen los campesinos. Después de los «móviles», laguerra iba a llevarse a los movilizados; loscampos de batalla se aprestaban a recibirlos.Alemania tenía en su poder 260.000 franceses;París, el Loire, el ejército del Este más de350.000; 30.000 habían muerto, y los hospitalesalbergaban a millares de heridos. Desde el mes deagosto, Francia había rendido 700.000 hombres,por lo menos. ¿Dónde iban a detenerse las cosas?Este grito fue lanzado en todas las chozas: ¡Es laRepública la que quiere la guerra! ¡París está enmanos de los secesionistas! ¿Qué sabía entonces elcampesino francés, y cuántos podían decir dóndese encontraba Alsacia? A él, sobre todo, era aquien apuntaba la burguesía, hostil a la instrucciónobligatoria. ¿No consagró esa burguesía todos susesfuerzos, por espacio de cuarenta años, entransformar en un cootie al nieto de los voluntariosdel 92?

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Un aliento de rebeldía pasó por los «móviles»,mandados con excesiva frecuencia porreaccionarios de nota. Unos decían al ejército delLoire: «No queremos batirnos por el señorGambetta». Oficiales hubo que se vanagloriaronde no haber expuesto nunca la vida de sushombres.

A principios de 1871, las provincias estabantotalmente deshechas. A cada paso se reuníanconsejos generales disueltos. La delegación seguíael avance del enemigo interior, maldecía a Thiersy se guardaba muy mucho de detenerle. Loshombres de vanguardia que vinieron a decir hastadónde llegaba el torrente fueron despedidos másque aprisa. Gambetta, cansado, desalentado, veríatristemente cómo se deshacía la defensa. A susreproches, la gente del Hótel-de-Ville, respondíaenviándole palomas con mensajes declamatorios.En enero, sus despachos llegaban a la invectiva.La capitulación, Vinoy, la entrega del ejército delEste, la convocatoria de una asamblea, fueron elgolpe final. Gambetta, fuera de sí, pensó en no

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autorizar las elecciones, y ante lo inevitable,proclamó inelegibles a los grandes funcionarios ydiputados oficiales del Imperio, disolvió losconsejos generales, y destituyó algunosmagistrados de las comisiones mixtas. Bismarckprotestó. La gente del Hótel-de-Ville se asustó.Jules Simon corrió a Burdeos. Gambetta le recibiócon la punta del pie, y ante un grupo derepublicanos, le escupió su desprecio por lasgentes de la defensa. El jesuita, bajo estasimprecaciones, dobló la espalda, perdió eldominio de su lengua, no pudo responder más que:«¡Tomad mi cabeza!» «¿Qué quiere usted que hagayo con ella? —le gritó Gambetta—, ¿un dije?»Expulsado de la prefectura, el defensor se refugióen casa de Thiers, llamó a los periodistasreaccionarios y les dictó una protesta colectiva.Gambetta tuvo por un momento la idea de hacerlodetener; pero, viendo el callejón sin salida en queiba a meterse, se retiró.

Al sonar el silbato de las elecciones, ladecoración tan laboriosamente preparada apareció

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por entero, dejando ver a los conservadorespreparados, en pie, con sus listas en la mano. ¡Quélejos estaba el mes de octubre, en que en muchosdepartamentos no se habían atrevido a presentarcandidatos! El decreto sobre los inelegibles noalcanzó más que a algunos náufragos. La coaliciónno tenía ninguna necesidad de los carcamales delImperio, ya que había formado cuidadosamente unpersonal de nobles de cola, grandes boyeros ylobos cervales de la industria. El clero, conextraordinaria habilidad, había unido en sus listasa legitimistas y orleanistas, echando los cimientosde la fusión. Los votos se recogieron como si setratase de un plebiscito. Los republicanos trataronde hablar de una paz honrosa; el campesino notuvo oídos más que para la paz a toda costa. Lasciudades apenas se defendieron; a lo sumo,eligieron diputados liberales. Sólo algunos puntossobrenadaron en el océano de la reacción. LaAsamblea albergó, entre 750 miembros, 450monárquicos de nacimiento. El jefe aparente de lacampaña, el rey de los liberales, Thiers, salióelegido en veintitrés departamentos.

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La conciliación a todo trance podía hombrearsecon Trochu. Uno había desprestigiado a París; laotra, a la República.

CAPÍTULO III

Primeros ataques de la coalición contra París. Losbatallones de de la guardia nacional se federan yse incautan los cañones. Los prusianos entran enParís.

Ni el Jefe del Poder ejecutivo, ni la AsambleaNacional, apoyándose el uno en la otra yfortaleciéndose mutuamente, provocaron en modoalguno la Insurrección parisiense.

Discurso de Dijaure contra la amnistía. (Mayodel 76.)

¡Qué dolor! Después de la invasión, la Cámara

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inencontrable. ¡Haber soñado con una Franciaregenerada que con poderoso vuelo se lanzarahacia la luz, y sentirse retroceder medio siglo,bajo el yugo del jesuita, del terrateniente brutal, enplena congregación! Hombres hubo cuyo corazónestalló. Muchos hablaban de expatriarse. Algunoszascandiles decían: «Esta Cámara es cosa de unahora; lo único que se le ha encomendado es la pazo la guerra». Los que habían seguido laconspiración, al ver a estos devotos de sotanas decolor violeta comprendieron que semejanteshombres no dejarían a Francia antes de haberlahecho pasar bajo su rodillo.

El odio a París.

Cuando los escapados de París, todavíaestremecidos de patriotismo, con los ojoshundidos pero brillantes de fe republicana,

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llegaron al Gran Teatro de Burdeos donde sereunía la Asamblea, se encontraron delante decuarenta años de odios hambrientos. Notoriedadesde villorrio, castellanos obtusos, mosqueteros decabeza de chorlito, dandies clericales, reducidos,para expresar ideas de 1815, a los tercerospapeles de 1849, todo un mundo cuya existencia nosospechaban las ciudades, alineado en orden debatalla contra el París ateo, contra el Parísrevolucionario que había hecho tres Repúblicas yarrollado tantos dioses. Desde la primera sesiónreventó su hiel. Al fondo de la sala, un viejo, soloen su banco, se levantó y pidió la palabra. Bajo suamplia capa, flamea una camisa roja. EsGaribaldi. Ha querido responder al oír su nombre;ha querido decir, en una palabra, que rehúsa elacta con que París le ha honrado. Los aullidoscubren su voz. Sigue de pie, alza su mano resecaque ha tomado una bandera a los prusianos;arrecian las injurias. El castigo cae de las tribunas.«¡Mayoría rural! ¡Vergüenza de Francia!», gritauna voz sonora: Gastan Crérnieux, de Marsella.Los diputados se vuelven, amenazan. Los bravos y

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los desafíos siguen cayendo de las tribunas. Alsalir de la sesión, la multitud aplaude a Garibaldi.La guardia nacional le presenta armas, a pesar deThiers, que apostrofa al oficial que la manda. Elpueblo vuelve al día siguiente, forma fila delantedel teatro y obliga a los diputados reaccionarios aaguantar sus aclamaciones republicanas. Peroellos conocen su fuerza y atacan desde el momentoen que se abre la sesión. Un rural, apuntando a losrepresentantes de París, exclama: «¡Estánmanchados por la sangre de la guerra civil!» Unode los elegidos de París grita: «¡Viva laRepública!» Los rurales responden: «¡Vosotros nosois más que una fracción del país!» Al díasiguiente, el teatro fue rodeado de tropas querechazaron a distancia a los manifestantes.

Al mismo tiempo, los periódicos conservadoresunían sus silbidos contra París, y negaban hasta sussufrimientos. La guardia nacional había huido antelos prusianos; sus únicos hechos de armas eran el31 de octubre y el 2 de enero; nadie más que ellatenía la culpa de la derrota, ya que hizo fracasar

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con la sedición los magníficos planes de Trochu yde Ducrot. Estas ideas fructificaban en unaprovincia que desde hacía mucho tiempo eraterreno abonado para ellas. Hasta tal punto llegabasu ignorancia de los sucesos del sitio, que habíaelegido, y a algunos varias veces, a Trochu,Ducrot, Jules Ferry, Pelletan, Garnier-Pages yEmmanuel Arago, a quienes no había concedidoParís la limosna del voto.

Correspondía a los representantes de París hablardel sitio, de las responsabilidades, de lasignificación del voto parisiense, alzar contra lacoalición monárquico-clerical la bandera de laFrancia republicana. Se callaron, o se limitaron acelebrar reuniones pueriles de las que Delescluzesalía lastimado, como cuando abandonó la reuniónde los alcaldes. Los Epiménides del 48 respondíancon banalidades al estruendo de armas delenemigo; la respuesta de los menos viejos fue quehabía que ver cómo se presentaban las cosas.

Estas elecciones, estas amenazas, los insultos a

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Garibaldi, a sus representantes, todos estos golpessucesivos cayeron sobre un París febril, malabastecido, al que llegaba mal la harina. (El 13 defebrero, Belleville había recibido solamente 325sacos, en lugar de 800.) Ésta era, pues, larecompensa de cinco meses de dolor y detenacidad. Las provincias, a que París habíaapelado durante todo el sitio y hacia las cualestendía los brazos, le gritaban: «¡cobarde!»,lanzándole de Bismarck al rey. Pues bien, si erapreciso, París defendería él solo la Repúblicacontra aquella Asamblea rural. El peligroinminente, la dura experiencia de las divisionesdel sitio, concentraron las voluntades, follaron denuevo a la gran ciudad un alma colectiva. Laguardia nacional empezó a cerrar filas.

Orígenes del Comité Central.

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Hacia fines de enero, algunos republicanos yvarios intrigantes que corrían tras un mandato,intentaron agrupar a los guardias nacionales con unfin electoral. Celebróse una reunión magna en elCirco de Invierno, bajo la presidencia de unnegociante del tercer distrito, Courty. En ella sepreparó una lista bastante heterogénea, se decidiócelebrar una nueva reunión para acordar lo quehabía de hacerse en caso de elecciones dobles, yse encargó a un bureau que convocaseregularmente a todas las compañías.

Esta segunda reunión tuvo lugar el 15 de febrero,en la sala de Wauxhall, en la calle de la Douane,Pero, ¿quién pensaba entonces en elecciones? Unsolo pensamiento ocupaba todos los corazones: launión de todas las fuerzas republicanas parisiensescontra los rurales triunfantes. La guardia nacionalera tanto como el París viril en su totalidad. Laidea clara, simple, esencialmente francesa, defederar los batallones, vivía desde hacía tiempo enel espíritu de todo el mundo. Brotó de la reunión, yse decidió que los batallones se agruparían en

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torno a un Comité Central.

Se encargó a una comisión que redactase losestatutos. Cada distrito representado en la sala —dieciocho de veinte— nombró inmediatamente uncomisario. ¿Quiénes son? ¿Los agitadores delsitio, los socialistas de la Corderie, los escritoresde fama? Nada de eso. No hay entre los elegidosningún hombre que tenga una notoriedadcualquiera. Los comisarios son pequeñosburgueses, tenderos, empleados, ajenos a todos losgrupitos, incluso a la misma política, en su mayorparte. Se llamaban Génotel, Alavoine, Manet,Frontier, Badois, Morterol, Mayer, Arnold,Piconel, Audoynaud, Soncial, Dacosta, Masson,PP., Weber, Trouillet, Lagarde, Bouit. Supresidente, Courty, no es conocido más que por lareunión del Circo; es republicano, pero moderado.La idea de la federación apareció desde el primerdía como lo que realmente era: republicana, nosectaria, y, por lo mismo, irresistible. ClémentThomas lo comprendió así, dijo al gobierno que norespondía de la guardia nacional y presentó su

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dimisión. Se le sustituyó provisionalmente por elfirmante de la capitulación, Vinoy.

El 24, en Wauxhall, ante dos mil delegados decompañías y guardias nacionales, la comisión leyósu proyecto de estatutos e instó a los delegados aque procedieran inmediatamente a la elección deun Comité Central.

Ese día, la reunión era tumultuosa, inquieta, nadacapacitada para un escrutinio. Cada uno de losocho últimos días había traído de Burdeos nuevasamenazas: Thiers, el enterrador de la Repúblicadel 48, nombrado jefe del poder ejecutivo, quetenía por ministros a Dufaure, a De Larcy, aPouyer-Ouertier, la reacción burguesa, legitimista,imperialista; Jules Favre, Jules Simon, Picard, losque habían entregado París; el salario todavíaindispensable hasta que se abriesen los talleres,transformado en limosna,19 y, sobre todo, laterrible humillación inminente. El armisticio,prorrogado por ocho días, expiraba el 26, y losperiódicos anunciaban para el 27 la entrada de los

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prusianos en París. Desde hacía una semana, unapesadilla velaba en los lechos de toda la ciudad.De ahí que la reunión tratase en seguida lascuestiones más candentes. Un delegado propuso:«La guardia nacional no reconoce por jefes másque a sus elegidos». Esto equivalía a emanciparlade la plaza Vendóme. Otro: «La guardia nacionalprotesta contra todo intento de desarme, y declaraque se resistirá a ello, incluso por la fuerza de lasarmas». Votado por unanimidad. Y ahora, ¿va asufrir París la visita del prusiano, a dejarle que sepasee por los bulevares, como en 1815? No haydiscusión posible. La Asamblea, caldeada, lanzaun grito de guerra. Algunas observaciones deprudencia son ahogadas. Sí, ¡se opondrán por lasarmas a la entrada de los prusianos! Estaproposición será sometida por los delegados a sucírculo de compañía. Y, aplazándose hasta el 3 demarzo, la reunión se dirige en masa a la Bastilla,arrastrando consigo a un gran número de«móviles» y de soldados.

París, ansioso de libertad, se apiñaba desde por la

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mañana en torno a su columna revolucionaria, deigual suerte que había rodeado la estatua deEstrasburgo cuando temía por la patria. Losbatallones desfilaban, con tambores y banderas ala cabeza, cubriendo la verja y el pedestal decoronas de siemprevivas. A veces, un delegadosubía al zócalo y arengaba al pueblo, querespondía: «¡Viva la República!» Una banderaroja hiende la multitud, se sume en el monumento,vuelve a aparecer en la balaustrada. Un granclamor la saluda, seguido de un largo silencio. Unhombre, escalando la cima del Genio. Y, en mediode las frenéticas aclamaciones del pueblo, se ve,por vez primera desde el 48, la bandera de laIgualdad sombrear esta plaza más roja que ella,teñida por la sangre de mil mártires.

El gobierno hizo tocar alarma en los barriosburgueses; ningún batallón respondió. Al díasiguiente continuaron las peregrinaciones deguardias nacionales, de «móviles», de soldados,conducidos por sus furrieles; cuando aparecieronllevando grandes coronas de siemprevivas, los

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clarines, en pie en las cuatro esquinas delpedestal, dieron el toque de carga. Siguió elejército. Desfiló un batallón de cazadores de a pie.Mujeres vestidas de negro colgaron una banderatricolor: «¡A los mártires, las mujeresrepublicanas!» Banderas y estandartes seenrollaron a la columna, la envolvieron, colgaronde la balaustrada, y, por la noche, la columnarevolucionaria, revestida de siemprevivas, deflores y de oriflamas, apareció triunfante ysombría, duelo del pasado, esperanza delporvenir, hito y mayo gigantesco.

Fiebre patriótica.

El 26 redoblaron las manifestaciones. Un agentede policía, sorprendido por los soldados cuandoles tomaba el número de sus regimientos, fueaprehendido y arrojado al canal, que le arrastró al

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Sena, hasta donde le siguieron algunos furiosos.Veinticinco batallones desfilaron en esta jornada,preñada de angustia. Los periódicos anunciabanpara el día siguiente la entrada del ejército alemánpor los Campos Elíseos. El gobierno replegabasus tropas sobre la orilla izquierda y abandonabael Palais de l'Industrie. No olvidaba más que loscuatrocientos cañones de la guardia nacionalacampados en la plaza Wagram y en Passy. Ya laincuria de los capituladores —Vinoy lo ha escrito— había entregado doce mil fusiles de más a losprusianos. ¿Quién sabe si no iba también aextender sus garras aguileñas hasta estas hermosaspiezas de artillería salpicadas con la sangre y lacarne de los parisienses, marcadas con la cifra delos batallones? Todo el mundo pensó en elloespontáneamente. Los primeros en partir fueron losbatallones del orden de Passy y de Auteuil. Deacuerdo con la municipalidad, arrastraron alparque Monceau las piezas del Ranelagh. Losdemás batallones de París vinieron a buscar suscañones al parque Wagram y los condujeron a laciudad, a Montmartre, a La Villette, a Belleville, a

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la plaza Vosges, a la calle Basfroí, Barriered'Italie, etc.

Por la noche, París recobró su fisonomía del sitio.La llamada, el somatén, los clarines, lanzaronmillares de hombres armados a la Bastilla, aCháteau-d'Eau, a la calle Rivoli. Las tropasenviadas por Vinoy para sofocar lasmanifestaciones de la Bastilla fraternizaban con elpueblo. La prisión de Sainte-Pélagie fue forzada,Brunel puesto en libertad. A las dos de la mañana,cuarenta mil hombres subían por los CamposElíseos y la avenida de la Grande-Armée alencuentro de los prusianos. Los esperaron hasta eldía. Los batallones de Montmartre se engancharona los cañones, a su paso, y los llevaron hastadejarlos enfrente de la alcaldía del distrito XVIII yen el bulevar Omano.

A este impulso caballeresco, respondió Vinoy conuna insultante orden del día. Este gobierno queinjuriaba a París le pedía que, encima, inmolase aFrancia. Thiers había firmado la víspera, con

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lágrimas en los ojos también, los preliminares depaz, dando a Bismarck, a cambio de Belfort, libreacceso a París.

El 27, por medio de un bando, seco como un acta,Picard anunció que el 1 de marzo treinta milalemanes ocuparían los Campos Elíseos.

El 28, a las dos, la comisión encargada de redactarlos estatutos del Comité Central se reunió en laalcaldía del distrito III. Convocó en la calleRosiers a los jefes de batallones y a los delegadosde los diferentes comités, militares que se habíancreado espontáneamente en París, como el deMontmartre. La sesión, presidida por Bergeret, deMontmartre, fue terrible. La mayoría no hablabamás que de batallas, exhibía manda losimperativos, recordaba la reunión de Wauxhall.Casi por unanimidad, se resolvió tomar las armascontra los prusianos. El alcalde, Bonvalet, muyinquieto por sus huéspedes, hizo rodear la alcaldíay, mitad de grado, mitad a la fuerza, consiguiódesembarazarse de ellos.20

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Durante toda la jornada se armaron los barrios, seapoderaron de las municiones. Algunas piezas desitio fueron montadas en sus afustes. Los móviles,olvidando que eran prisioneros de guerra,volvieron a tomar las armas en los sectores. Por lanoche invadieron el cuartel de la Pepiniere,ocupado por los marinos, y llevaron a éstos enmanifestación a la Bastilla.

La catástrofe hubiera sido indudable sin el valorde algunos hombres que se atrevieron a ir contra lacorriente. Toda la Corderie —Comité Central delos veinte distritos, Internacional, Federación delas Cámaras Sindicales— observaba con suspicazreserva aquel embrión de comité compuesto dedesconocidos, al que no se había visto en ningúnmovimiento revolucionario. Al salir de la alcaldíadel tercer distrito, algunos de los delegados debatallones, que pertenecían asimismo a los gruposde la Corderie, fueron a ésta a contar la sesión y laresolución desesperada que en ella se habíaadoptado. Se esforzaron en disuadirles, y seenviaron oradores a Wauxhall, donde se celebraba

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una gran reunión. Los oradores consiguieronhacerse oír. Muchos ciudadanos hicieron tambiéngrandes esfuerzos por llevar a la concurrencia arazones. El 28 por la mañana, los tres grupos de laCorderie publicaron un manifiesto conjurado a lostrabajadores a que se abstuvieran. »Todo ataque—decían— servirá para exponer al pueblo a losgolpes de los enemigos de la Revolución, queahogarían las reivindicaciones en un torrente desangre. Recordemos las lúgubres jornadas dejunio».

Esto no era más que una voz, y de poco timbre.Desde las elecciones generales, el comité de losveinte distritos se reducía a una docena demiembros; la Internacional y las cámarassindicales no contaban. Los elegidos delWauxhall, por el contrario, representaban la masaarmada. Que un obús partiese de Montmartrecontra los prusianos, y se entablaría el horriblecombate. Así lo supieron comprender, y el 28fijaron una proclama, enmarcada en negro,imperativa: »Ciudadanos, toda agresión

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equivaldría al derrumbamiento de la República.Se establecerá, alrededor de los barrios que debeocupar el enemigo, una serie de barricadas,adecuadas para aislar completamente esta partede la ciudad. La guardia nacional, de acuerdocon el ejército, vigilará para que el enemigo nopueda comunicarse con las zonas atrincheradasde París». Seguían veintinueve nombres.21 Estosveintinueve capaces de calmar a la guardianacional fueron aprendidos, incluso por laburguesía, que no pareció extrañarse de tal poder.

Los prusianos en París.

Los prusianos pudieron entrar el día primero demarzo. El París que el pueblo había reconquistadono era ya el París de los nobles y de los grandesburgueses del 30 de marzo de 1815. La banderanegra que colgaba en las casas, las calles

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desiertas, las tiendas cerradas, las fuentes cegadas,las estatuas de la Concordia veladas, el gasnegándose a alumbrar por las noches, hablaban deuna ciudad indómita. Así debió de entregarseMoscú al Gran Ejército. Acampados entre el Senay el Louvre, que tenía las salidas cerradas, y uncordón de barricadas bordeando el barrio Saint-Honoré, los alemanes parecían cogidos en unatrampa. Algunas mujeres públicas que seatrevieron a franquear el límite, fueron tratadas alatigazos. Un café de los Campos Elíseos que sehabía abierto para ellos, fue saqueado. Solamenteen Saint-Germain se encontró un gran señor queofreció su techo a los prusianos.

París estaba todavía pálido por la afrenta, cuandouna avalancha de nuevas injurias le llegó deBurdeos. La Asamblea no sólo no habíaencontrado una frase para asistirle en esta crisisdolorosa, sino que todos sus periódicos, con«L'Officiel» a la cabeza, se indignaban de quehubiera pensado siquiera en manifestarse contralos prusianos. En las oficinas se firmaba una

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proposición para fijar la residencia de laAsamblea fuera de París. El proyecto de ley sobrelos vencimientos y los alquileres retrasados seanunciaba, preñado de quiebras. La paz acaba deser aceptada, votada a marchas forzadas. Alsacia,la mayor parte de Lorena, un millón seiscientosveinte mil franceses arrancados a la patria, cincomil millones, los fuertes del Este de Parísocupados hasta la entrega de los primerosquinientos millones, y los departamentos del Estehasta el pago final; tal era el precio con queBismarck nos traspasaba la Cámara inencontrable.

Para consolar a París de tantas vergüenzas, Thiersnombraba general de la guardia nacional alevacuador de Orleans, el brutal comandante delejército del Loire, destituido por Gambetta, elmismo que, en una carta al emperador publicadarecientemente, aún se lamentaba de no haberpodido venir a París el 2 de diciembre del 51,para aplastar a los parisienses: D'Aurelles dePaladine. Dos senadores bonapartistas, losfusiladores, a la cabeza del París republicano; en

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París soplaban vientos de golpe de Estado.

El 3 de marzo enviaron sus delegados al Wauxhalldoscientos batallones. El proyecto de estatutosredactado por el Comité Central provisionalcomenzaba por afirmar la República »como únicogobierno de derecho y de justicia, superior alsufragio universal, que es obra suya. Losdelegados —decía el artículo— deberán prevenirtodo intento que tenga por fin el derrumbamientode la República». El Comité Central debía estarformado por tres delegados por distrito, elegidossin distinción de grado por las compañías, laslegiones y el jefe de legión. Estos estatutos fueronaprobados. Mientras llegaban las eleccionesregulares, la reunión nombró una comisiónejecutiva. Formaban parte de ella: Varolin, Pindy,Jacques Durand, delegados por sus batallones. Sevotó por unanimidad la reelección de todos losgrados. Se presentó esta moción: «Eldepartamento del Sena se constituirá enRepública independiente, caso de que laAsamblea descapitalizara París». Moción mal

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concebida, mal presentada, que parecía aislar aParís del resto de Francia; ideaantirrevolucionaria, antiparisiense, que se volviócruelmente contra la Comuna. ¿Y quién tealimentará, París, si no es la provincia? ¿Y quiénte salvará, hermano de los campos, sino París?Pero París vivía solo desde hacía seis meses; sóloél había querido la lucha hasta el fin; sólo él habíaprotestado contra la Asamblea realista. Y elabandono, los votos de la provincia, la mayoríarural, hicieron creer a unos hombres prestos amorir por la República universal, que podíanencerrar la República en París.

CAPÍTULO IV

Los monárquicos abren el fuego contra París. Seconstituye el Comité Central. Thiers ordena elasalto.

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Abrigábamos un gran respeto hacia esta granciudad, honor de Francia, que acababa de soportarcinco meses de sitio.

Discurso de Dufaure contra la amnistía. (Mayodel 76.)

La guardia nacional respondió al plebiscito ruralcon la federación; a las amenazas de losmonárquicos, con las manifestaciones de laBastilla; al proyecto de descapitalización, albofetón de D'Aurelles, con las resoluciones del 3de marzo. Lo que no pudieron hacer los peligrosdel sitio, lo hizo la Asamblea: la unión de lapequeña burguesía con el proletariado. Laburguesía media se sublevó; el alejamiento de laAsamblea lastimaba su orgullo, la alarmaba encuanto a la marcha de sus asuntos. La inmensamayoría de París vio sin pena cómo se organizabauna defensa parisiense. El 3 de marzo, el ministrodel Interior, Picard, denunció al Comité Centralcomo anónimo y llamó «a todos los buenosciudadanos a ahogar sus culpables

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manifestaciones». Nadie se conmovió. Laacusación, además, era ridícula. El Comité semanifestaba visiblemente, enviaba informes a losperiódicos y actuó exclusivamente para salvar aParís de una catástrofe. Al día siguiente de seracusado, respondió: »El Comité no es anónimo;es la reunión de los mandatarios de unoshombres libres que quieren la solidaridad entretodos los miembros de la guardia nacional. Susactas han sido siempre firmadas. Rechaza condesprecio las calumnias que le acusan deexcitación al pillaje y a la guerra civil. Firmado:Los elegidos de la ciudad en el Wauxhall «.22

El mismo día, D'Aurelles, recién llegado a París,convocaba a los jefes de batallón. De doscientassesenta respondieron una treintena. Él venía, segúnles dijo, a purgar a la guardia nacional de susmalos elementos, y dio una orden del día digna deun gendarme. Por toda respuesta, el Comité, pormedio de un pasquín, invitó a todos los ciudadanosa organizar círculos de batallón, consejos delegión, y a que nombrasen sus delegados para el

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comité definitivo.

Los jefes de la coalición realista vieronperfectamente adónde se iba; tanto más cuanto quela comisión que acompañó a Thiers en susnegociaciones de paz en Versalles les expusocuadros espantosos de París. La ciudad de laRepública aumentaba todos los días su arsenal defusiles, de cañones. Un poco más, y el armamentoseria completo, si no se daba rápidamente ungolpe.

Lo que no acabaron de ver fue la talla de suenemigo. Creyeron en los cuentos de sus gacetas,en la cobardía de los guardias nacionales, en lasfanfarronadas de Ducrot, que juraba en las oficinasde la Asamblea odio eterno a los demagogos, sinlos cuales hubiera vencido, a lo que decía. Loscapitanes de la reacción se hincharon hasta creerque se tragarían a París.

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Toda la reacción contra París.

La operación fue llevada a cabo con habilidad,constancia y disciplina clericales. Legitimistas,orleanistas, bonapartistas, divididos en la cuestióndel nombre del monarca, aceptaron un compromisoimaginado por Thiers: partes iguales en el poder,lo que se llamó el pacto de Burdeos. Además,tratándose de ir contra Parás, no podía haberdivisión.

Desde los primeros días de marzo, sus periódicosde provincias anunciaron incendios y saqueos enParís. El 4 de marzo no hubo más que un rumor enlas oficinas de la Asamblea: acaba de estallar unainsurrección, las comunicaciones telegráficas estáncortadas, el general Vinoy se ha retirado a la orillaizquierda. Thiers, que dejaba propalar estosrumores, destacó a París cuatro diputadosalcaldes: Arnaud de l'Ariege, Clemenceau, Tirardy Henri Martin. Los emisarios encontraron a París

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«absolutamente tranquilo», y se lo dijeron alministro del Interior. Picard respondió: «Esatranquilidad no es más que aparente, es precisoobrar»; y el alcalde del cuarto distrito, Vautrain,dijo: «Hay que coger al toro por los cuernos ydetener al Comité Central».

La coalición no dejó pasar un día sin picar al toro.Cayeron sobre París y sus representantes risas,provocaciones, injurias. Algunos. Malon, Ranc,Rochefort, Tridon, se retiraron ante el voto quevenía a mutilar a la patria, como lo habían hechoGambetta y los de Alsacia y Lorena. Se le gritó:¡Buen viaje! El 8, Hugo es maltratado al defendera Garibaldi. Dimite. Abuchean a Delescluze, quepide que se entable acusación contra losdefensores. El 10, cuatrocientos veintisiete ruralesse niegan a residir en París. Quieren más: ladescapitalización definitiva, Bourges oFontainebleau. Thiers los halaga. «JamásAsamblea alguna recibió poderes más extensos —no tenía ni siquiera archivos—, Podrían ustedeshacer, si quisieran, hasta una Constitución».

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Obtuvo, con gran trabajo, el traslado a Versalles,más fácil de defender. Esto era llamar a laComuna, porque París no podía vivir sin gobiernoy sin municipalidad.

Fijado así el campo de batalla, se formó unejército de la desesperación. Los efectoscomerciales vencidos, del 13 de agosto al 13 denoviembre del 70, se hicieron exigibles sietemeses después, fecha por fecha, con sus intereses.Así, dentro de tres días, el 13 de marzo, erapreciso pagar las letras vencidas el 13 de agosto.Decreto imposible, ya que los negocios estaban ensuspenso desde hacía siete meses y no había modode encontrar crédito; el Banco no había vuelto aabrir sus sucursales. Algunos diputados de Parísvisitaron a Dufaure, que había vivido la vida delsitio. Se mostró irreductible; seguía siendo elverdadero Dufaure del 48. Quedaba en pie lacuestión de los alquileres retrasados, temible paratodo París. Milliere conjuró a la Asamblea a quela resolviese equitativamente. No obtuvorespuesta. Trescientos mil obreros, comerciantes,

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artesanos, pequeños fabricantes y tenderos, quehabían gastado su peculio durante el sitio y noganaban nada todavía, quedaron a merced delcasero y de la quiebra. Del 13 al 17 de marzo,hubo ciento cincuenta mil protestos. Las grandesciudades industriales reclamaron. Nada.

Cargada así la mina, la Asamblea se aplazó hastael 20 de marzo, después de haber obligado aThiers a afirmar que podría deliberar en Versalles«sin miedo a los adoquines del motín». Elhombrecillo tenía también su vencimiento.

París no retrocedía ante todas estas amenazas.Picard, con la intención de amedrentarle, llamó aCourty y le dijo «que los miembros del ComitéCentral se jugaban la cabeza», Courty hizo casi lapromesa de devolver los cañones. El Comité lodesautorizó.

Desde el día 6 el Comité residía en la Corderie,absolutamente independiente de los tressimulacros de grupos. Dio pruebas de habilidad

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política, burló las intrigas de cierto Raoul duBisson, ex oficial de ejércitos exóticos, cargadode dudosas aventuras, que había presidido lareunión del 24 en Wauxhall y trabajaba porconstituir un Comité Central de arriba, con losjefes de batallón. El Comité despachó tresdelegados a este grupo, que ofrecía una resistenciamuy viva. Un jefe de batallón, Barberet, se mostróparticularmente intratable; otro, Faltot, arrastró ala reunión: «¡Yo estoy con el pueblo!» La fusión sellevó definitivamente a cabo el 10, día deasamblea general de delegados. El Comitépresentó su informe, exponiendo la historia de lasemana, el nombramiento de D'Aurelles, elincidente de Courty: «Lo que somos, losacontecimientos lo han dicho; los ataquesreiterados de una prensa hostil a la democracianos lo han enseñado, y los amigos del gobiernohan venido a confirmarlo. Somos la barrerainexorable levantada contra todo intento dederrumbar la República». Los delegados fueroninvitados a apresurar las elecciones del ComitéCentral. Se redactó en seguida un llamamiento

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dirigido al ejército.

Desde hacía varios días, el gobierno enviaba aprovincias los 220.00 hombres desarmados por lacapitulación, móviles o desmilitarizables en sumayoría, y los reemplazaba por soldados de losejércitos del Loire y del Norte. París se inquietabacon estas tropas que los periódicos reaccionariosexcitaban contra él. El llamamiento de la reunióndecía: «Soldados, fijos del pueblo, unámonospara salvar a la República. Los reyes y losemperadores nos han hecho demasiado daño». Aldía siguiente, los soldados defendían este pasquíncontra la policía.

La jornada del 11 fue pésima para París. Supo a unmismo tiempo su descapitalización y su ruina.Vinoy suprimía seis periódicos republicanos,cuatro de los cuales, «Le Cri du Peuple», «Le Motd'Ordre», «Le Pere Duchéne» y «Le Vengeur»tiraban doscientos mil ejemplares. El consejo deguerra que juzgaba a los acusados del 31 deoctubre condenaba a muerte a varios de ellos,

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entre otros a Flourens y a Blanqui. Tripledetonación que asustaba a todo el mundo, aburgueses, republicanos y revolucionarios.Aquella Asamblea de Burdeos, tan mortífera enParís, de un corazón, de un espíritu, de una lenguatan contrarios a París, se mostró como un gobiernode extranjeros. Desaparecieron las últimasvacilaciones. El diputado-alcalde del distritoXVIII, Clemenceau, trabajaba desde hacía variosdías para conseguir la entrega de los cañones deMontmartre, y encontró oficiales bastante biendispuestos a ello. El comité de la calle Rosiers seopuso; era el comité más importante de todos, porsu situación, por el número de sus cañones, ytrataba en un pie de igualdad con el ComitéCentral, al que no envió delegados hasta muytarde. Cuando D'Aurelles expidió los tiros decaballos a Montmartre, los guardias nacionalesnegaron las piezas y las transportaron a lascolinas, donde el comandante Poulizac, que habíade morir en las filas del ejército versallés,construía una especie de parapeto. El comité de lacalle Rosiers proporcionó los centinelas, las

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piezas afluyeron, y llegaron a reunirse cientosetenta.

Se constituye el Comité Central.

La Revolución, que no tenía ya periódicos,hablaba ahora por medio de pasquines de todoslos colores, de todas las ideas. Flourens y Blanqui,condenados en rebeldía, fijaban protestas en lasparedes. Los grupos moderados protestabantambién contra los decretos sobre vencimientos.Se organizaban comités en los barrios populares.El del distrito XVIII tenía por jefe al fundidorDuval, hombre de energía fría y dominadora.Todos estos comités anulaban las órdenes deD'Aurelles. Disponían, en realidad, de la guardianacional.

Vinoy decía, como Vautrain: «Detengamos al

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Comité Central» y nada parecía más fácil, ya quetodos sus miembros inscribían sus señas en lospasquines. El propio Picard respondía: «Yo notengo policía, deténgalos usted mismo». Vinoyreplicaba: «Eso no es de mi incumbencia». Se ledio al general Valentín, hombre de mano de hierro.El Comité Central, tranquilamente, se presentó el15 en la tercera asamblea general de Wauxhall. Sehallaban representados doscientos quincebatallones. Garibaldi fue proclamado general enjefe de la guardia nacional. Un orador —Lullier,ex oficial de marina—, arrebató a la asamblea,pues tenía cierta apariencia de instrucción militar,y, cuando no estaba aturdido por el alcohol,algunos momentos de lucidez que despertabangrandes ilusiones. Se hizo nombrar comandante deartillería. A continuación, fueron proclamados losnombres de los elegidos para el Comité Central,unos treinta aproximadamente; varios distritos nohabían votado aún. Era el Comité Central regular,el que habría de entrar en el Hótel-de-Ville.Muchos de los elegidos pertenecían a la anteriorcomisión. Los demás, de todas las capas del

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pueblo, conocidos solamente en los consejos defamilia o en su batallón. Los hombres de másrelieve no intrigaron para obtener sufragios. LaCorderie, los mismos blanquistas, no queríanadmitir que esa Federación, ese Comité, esosdesconocidos fuesen una fuerza.

Verdad es que no les guiaba ningún programaconcreto. El Comité Central no es la cabeza decolumna de un partido, no tiene un ideal querealizar. Sólo ha podido agrupar a tantosbatallones una idea sencillísima: defenderse de lamonarquía. La guardia nacional se constituye encompañía de seguros contra un golpe de Estado; elComité Central es el centinela. A eso se reducetodo.

El aire es pesado, nadie sabe a dónde se va. Elpequeño grupo de la Internacional convocaingenuamente a los diputados socialistas, para quele expliquen la situación. Nadie piensa en elataque. El Comité Central ha declarado, por otraparte, que el pueblo no abrirá jamás el fuego, que

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solamente se defenderá en caso de agresión.

He aquí el agresor.

El agresor llegó el 15: el señor Thiers. Habíaesperado apoderarse de nuevo insensiblemente dela ciudad con soldados bien escogidos, a los quese había mantenido aislados de los parisienses;pero faltaba tiempo para ello, la fatídica fecha del20 se echaba encima. Apenas llegó, Thiers fueasaltado, se le acució para que obrase. Losbolsistas andaban en el ajo. Los mismos quehabían precipitado la guerra para echar una laña asus chanchullos, le decían: «No logrará ustedhacer operaciones financieras si antes no acabacon estos malvados».23 ¡Acabar con ellos! Lasiniestra palabra de junio del 48, monstruosa enmarzo del 71.

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¡Cómo! Ante los ojos de los prusianos, cuandoFrancia palpita apenas, cuando sólo el trabajopuede reconstruirla, ¿va a correr el gobierno deesa misma Francia el riesgo de una guerra civil, vaa aventurar tantas vidas de trabajadores? ¿Estáseguro, por lo menos, de que acabará con ellos?Por espacio de tres días, casi sin armas, losinsurgentes de junio del 48 hicieron frente a losmejores generales de África. En el 71, contra estehaz de batallones provistos de buenos fusiles, decañones que ocupaban las alturas, el gobierno notiene más que a un Vinoy, la división tolerada porlos prusianos, tres mil, y los gendarmes, quincemil hombres y harto estropeados. Los siete u ochomil que han sido traídos del Loire y del Norte, hanestado a punto de amotinarse en la primera revista.Mal alimentados, mal abrigados, vagan por losbulevares exteriores. Las parisienses les llevansopa, mantas, a las barracas donde se hielan.

¿Cómo desarmar a cien mil hombres con estatropa, de mala muerte? Porque para llevarse loscañones, había que empezar por desarmar a la

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guardia nacional. Los coaligados se burlaban delos atrincheramientos de Montmartre, de losveinticinco hombres de la calle Rosiers,consideraban cosa de elemental facilidad recobrarlos cañones. Éstos se hallaban, en efecto, muypoco guardados, porque cincuenta adoquines porel aire bastaban para detener todo intento deapoderarse de ellos. Que hubiera quien los tocase,y París entero acudiría. No bien hubo llegado aParís, recibió Thiers una lección a este respecto.Vautrain había prometido los cañones de la plazaVosges; los guardias nacionales desclavaron laspiezas, y los pequeños burgueses de la calleToumelles se lanzaron a desempedrar las calles.

Era una insensatez atacar. Thiers no vio nada, ni ladesafección de todas las clases sociales, ni lairritación de los barrios. Contemporizar, desarmara París con concesiones, neutralizar a los ruralescon la gran ciudad eran expedientes que estabanmuy por encima de su política. Su desprecio alpueblo hizo lo demás. Espoleado por elvencimiento del 20, se lanzó a la aventura, celebró

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consejo el 17, y, sin consultar a los alcaldes, comoPicard había prometido, sin dar oídos a los jefesde los batallones burgueses, que aquella mismanoche afirmaban que no podían contar con sushombres, ese gobierno, incapaz de detener a losveinticinco miembros del Comité Central, dioorden de requisar los doscientos cincuentacañones guardados por todo París.

Segunda Parte : LA COMUNA

CAPÍTULO V

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El 18 de marzo.

Hicimos, pues, lo que debíamos hacer; nadieprovocó la insurrección de París.

Dufaure (mayo del 70.

La ejecución de la orden fue tan descabelladacomo la idea.

El 18 de marzo, a las tres de la mañana, las tropasde choque, sin víveres, sin mochilas, sedesperdigaron en todas direcciones, por el cerrode Chaumont, por Belleville, por el Temple, por laBastilla, por el Hótel-de-Ville, por la plaza Saint-Michel, por el Luxembourg, por el distrito XIII,por los Inválidos. El general Susbielle, que sedirige a Montmartre, manda dos brigadas —seismil hombres, aproximadamente—. El barrioduerme. La brigada de Paturel ocupa, sin dispararun tiro, el Moulin de la Galette. La brigada deLecomte se apodera de la torre de Solferino y noencuentra en ella más que un faccioso, a Turpin.

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Éste cala la bayoneta, los gendarmes lo tiendenpor tierra, corren al puesto de la calle Rosiers, seapoderan de todos los guardias y los echan a lossótanos de la torre. En las alturas de Chaumont, enBelleville, los cañones son sorprendidos de lamisma suerte. El gobierno triunfa en toda la línea:D'Aurelles envía a los periódicos una proclama devencedor, que se publica en algunas hojas de latarde.

No faltaban más que caballos y tiempo para hacerla mudanza de esta victoria. Vinoy casi lo habíaolvidado. Hasta las ocho no empezaron aenganchar algunas piezas de artillería; muchas deellas estaban desmontadas, faltas de los armones.

Mientras tanto, los barrios despiertan. Se abren lastiendas matinales. Alrededor de las lecherías, antelas bodegas, se habla en voz baja; las gentes seseñalan unos a otros, los soldados, lasametralladoras enfiladas contra las víaspopulosas; en las paredes, un pasquín todavíahúmedo, firmado por Thiers y sus ministros.

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Hablan del comercio paralizado, de los pedidossuspendidos, del capital aterrado: «Habitantes deParís, en interés vuestro, el gobierno estáresuelto a obrar. Que los buenos ciudadanos seseparen de los malos, que ayuden a la fuerzapública. Con eso, prestarán un servicio a lapropia República», dicen los señores Pouyer-Ouertier, de Larcy, Dufaure y otros republicanos.El final es una frase de diciembre del 51: «Losculpables serán entregados a la justicia. Espreciso, a toda costa, que renazca el orden,íntegro, inmediato, inalterable...» Se hablaba deorden, iba a correr la sangre.

Las primeras que se lanzaron fueron las mujeres,lo mismo que en las jornadas de la Revolución.Las del 18 de marzo, curtidas por el sitio —leshabía correspondido doble ración de miseria—,no esperaron a sus hombres. Rodean lasametralladoras, increpan a los jefes de pieza: «¡Esindigno! ¿Qué hacéis aquí?» Los soldados secallan. A veces, un suboficial dice: «Vamos,buenas mujeres, váyanse de aquí». La voz no es

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adusta; las mujeres se quedan. De pronto, suena untoque de atención. Algunos guardias nacionaleshan descubierto dos tambores en el puesto de lacalle Doudeauville y recorren el distrito XVIII. Alas ocho, son trescientos, entre guardias yoficiales, los que suben por el bulevar Ornano. Unpuesto de soldados del 88° sale. La gente les grita:«¡Viva la República!» Los soldados siguen. Elpuesto de la calle Dejean se les une y, con laculata al aire, soldados y guardias confundidos,trepan por la calle Muller, que conduce a lascolinas, guardadas de este lado por los soldadosdel 88° estos al ver a sus camaradas mezcladoscon los guardias, hacen signo de que se acerquen,que les abrirán paso. El general Lecomte se dacuenta de su movimiento, los hace sustituir por losagentes urbanos, y los lanza a la torre Solferino,añadiendo: «¡Ya arreglaremos cuentas!» Los queles sustituyen apenas tienen tiempo de haceralgunos disparos. Guardias y soldados franqueanel parapeto; gran número de otros guardias, con laculata al aire, mujeres y niños, desembocan por elflanco opuesto, por la calle Rosiers. Lecomte,

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situado, da por tres veces orden de hacer fuego.Sus hombres permanecen con el arma al pie. Lamultitud se une a ellos, fraterniza con ellos,detiene a Lecomte y sus oficiales.

Los soldados a quienes Lecomte acaba de encerraren la torre quieren fusilarle. Los guardiasnacionales consiguen arrancárselo de sus manos ycon grandes dificultades —la multitud le toma porVinoy— le llevan, con sus oficiales, al Cháteau-Rouge, cuartel general de los batallones deMontmartre. Allí se le pide que haga evacuar lasalturas. Él firma la orden sin vacilar, como lo hizoen el 48 el general Bréa.24 La orden es llevada alos oficiales y soldados que ocupan todavía lacalle Rosiers. Los gendarmes rinden sus fusiles ygritan: «¡Viva la República!» Tres salvas decañón anuncian a París la toma de las alturas.

A la izquierda de Lecomte, el general Paturelintentó en vano hacer descender por la calle Lepicalgunos de los cañones del Moulin de la Galette.La multitud detiene los caballos, corta los tiros, se

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mezcla con los soldados y, vuelve a conducir loscañones a los cerros. Los soldados que guardan laparte baja de la calle, la plaza Blanche, han alzadoal aire las culatas. En la plaza Pigalle, el generalSusbielle da orden de cargar sobre la multitud quese apiña en la calle Houdon. Intimidados por losgritos de las mujeres, los cazadores hacenretroceder a sus caballos a reculones, y dan quereír al gentío. Un capitán se lanza, sable en mano,hiere a un guardia y cae acribillado a balazos. Losgendarmes que abren el fuego detrás de lasbarracas del bulevar son desalojados de éstas. Elgeneral Susbielle desaparece. Vinoy, apostado enla plaza Clichy, vuelve grupas. Unos sesentagendarmes prisioneros son conducidos a laalcaldía de Montmartre.25

En el cerro de Chaumont, en Belleville, en elLuxembourg, el pueblo había detenido también yrecobrado sus cañones. En la Bastilla, donde elgeneral Lefló está a punto de ser hecho prisionero,la guardia nacional fraterniza con los soldados.Hay en la plaza un momento de gran silencio.

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Detrás de un ataúd que viene de la estación deOrleans, un viejo, con la cabeza destocada, al quesigue un largo cortejo: Victor Hugo conduce alPere Lachaise el cuerpo de su hijo Charles. Losfederales presentan armas y entreabren lasbarricadas para dejar pasar a la gloria y a lamuerte.

La agresión rechazada.

A las once, el pueblo ha dominado la agresión entodos los puntos, ha conservado casi todos suscañones —de los tiros de caballos no se hanllevado más que diez—, se han adueñado demillares de fusiles. Los batallones federados estánen pie; en los barrios la gente arranca losadoquines.

Desde las seis de la mañana, D'Aurelles de

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Paladine tocaba inútilmente a rebato en los barriosdel centro. Batallones en otro tiempo archi-reaccionarios, no enviaban ni veinte hombres a lacita. Todo París, al leer los carteles, había dicho:«Esto es el golpe de Estado». A mediodía,D'Aurelles y Picard hacen repicar la campanamayor: »El gobierno os llama a defender vuestroshogares, vuestras familias, vuestras propiedades.Algunos hombres obcecados, que sólo obedecen aunos cuantos jefes ocultos, dirigen contra Paríscañones que habían sido sustraídos a losprusianos». Como esta acusación de indelicadezarespecto de los prusianos no subleva a nadie, elministerio entero acude en su auxilio: «Circula elabsurdo rumor de que el gobierno prepara ungolpe de Estado. Lo que ha querido y quiere esacabar con un Comité insurrecto cuyos miembrosno representan más que las doctrinas comunistasy que llevarán a París al saqueo y a Francia a latumba». Estas evocaciones de junio dieronlástima. Los batallones del orden hubieran podidoalinear un serio contingente; no acudieron arribade quinientos a seiscientos hombres.

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Thiers y su gobierno se habían refugiado en elMinisterio de Negocios Extranjeros. Cuando supola desbandada de las tropas, dio orden de hacerlasreplegarse en dirección al Campo de Marte.Abandonado por los batallones burgueses, hablóde evacuar París, de ir a rehacer un ejército aVersalles; antigua idea girondina, propuesta aCarlos X por Marmont, a Luis Felipe, a laAsamblea del 48 que tan bien le había resultado algeneral austríaco Windischgroetz. Algunosministros protestaron, querían que se conservasenalgunos puntos, el Hótel-de-Ville, sus cuartelesocupados por la brigada de Derroja, la EscuelaMilitar, y que se tomasen posiciones en elTrocadero. El hombrecillo no quiso oír más que aun partido extremo, y decidió que se evacuase todala ciudad, incluso los fuertes del Sur, devueltospor los prusianos quince días antes. A eso de lastres, los batallones populares del Gros-Caílloudesfilaron por delante del Hótel-de-Ville, conclarines y tambores a la cabeza. Los ministros secreyeron perdidos.26 Thiers huyó por una escalerasecreta y partió para Versalles, tan fuera de sí que,

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al llegar al puente de Sevres, dio por escrito,orden de evacuar el monte Valérien.

A la hora en que él huía, los batallones federadosno habían intentado nada contra nadie. La agresiónde la mañana sorprendió al Comité Central como atodo París. La víspera, por la noche, el Comité sehabía separado, como de costumbre, dándose citapara el 18, a las once de la noche, detrás de laBastilla, en la escuela de la calle Basfroi, toda vezque la Corderie, especialmente vigilada por lapolicía, había dejado de ser lugar seguro. Desde el15 de marzo, nuevas elecciones habían aportadoalgunos colegas al Comité Central, que habíanombrado otro de Defensa. Al recibir la noticiadel ataque, unos volaron hacia la calle Basfroi,otros se dedicaron a poner en pie de guerra a losbatallones de sus barrios. Hacia las diez, seencontraron reunidos una docena de miembros,asaltados por un sin fin de peticiones, dereclamaciones, abrumados de prisioneros que lesllevaban de todas partes. No llegaron informesprecisos hasta las dos de la tarde. Varlin se

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ocupaba de Batignolles; Bergeret, de Montmartre;Duval, del Panteón; Pindy, en el III; Faltot, en lacalle Sevres: Ranvier y Brunel, sin pertenecer alComité, agitaban a Belleville y al distrito X.Entonces, pudo trazarse algo que se pareciese a unplan para hacer converger los batallones en elHótel-de-Ville, y los miembros del Comité Centralse dispersaron en todos los sentidos.

Los batallones estaban, desde luego, en pie, perono se movían. Los barrios revolucionarios, quetemían una contraofensiva, que ignoraban laextensión total de la victoria, se atrincherabanrigurosamente, manteniéndose estacionarios.Nadie salía de Montmartre, inmenso hormiguerode guardias que venían a buscar noticias, y desoldados a la desbandada, para los que se hacíancolectas, porque no habían probado bocado desdela mañana. Hacia las tres y media, alguien fue adecir al comité de vigilancia establecido en lacalle Cignancourt que el general Lecomte sehallaba en gran peligro. Un tropel de soldadosrodeaba al Cháteau-Rouge y exigía la ejecución

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inmediata del general. Los miembros de estecomité: Ferré, Bergeret, Jaclard, enviaroninmediatamente al comandante del Cháteau-Rougeorden de velar por el prisionero. Cuando llegóesta orden, acababan de llevárselo.

Ejecución de los generales.

Lecomte pedía insistentemente ser conducido apresencia del Comité Central. Los jefes de puesto,que, desconcertados por los gritos, querían eludirtoda responsabilidad y no conocían más comitéque el de la calle Rosiers, decidieron trasladar aél al general y a sus oficiales. Llegaron a eso delas cuatro, cruzando por entre una multitudterriblemente irritada. Nadie les maltrata, sinembargo. El general queda custodiado en unareducida habitación del entresuelo; a los oficialeslos dejan en el primer piso, donde encuentran a

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varios de sus camaradas, igualmente prisioneros.Reprodúcense las escenas del Cháteau-Rouge. Lossoldados, frenéticos, gritan: «¡Muera!» Losoficiales de la guardia nacional se esfuerzan porcontenerlos, atrancan la puerta, les dicen:«¡Esperad al Comité!»

¿A cuál? El Comité Central está en el otro extremode París. El comité de la calle Rosiers se hallamaterialmente dispersado: algunos de losmiembros están en el Comité de vigilancia de laChaussée Cignancourt; otros, en la alcaldía, dondeel comandante Dardelles, Raoul Rigault y PaschalGrousset discuten con el alcalde Clemenceau, muydescontento de todo lo que ocurre, se consigueponer centinelas y aplacar un poco la cólerageneral.

A eso de las cuatro y media, un rumor llena lacalle, y, como lanzado por una tromba, un hombrede barba blanca es lanzado contra una casa. EsClément Thomas, el hombre de junio del 48, el quehabía injuriado a los batallones populares, el que

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hizo aún más que Ducrot por deshonrar a laguardia nacional. Reconocido, detenido en la calleMartyrs, donde inspeccionaba la barricada, hasubido el cerro en medio de una espantosa grita.¡Irónico azar de las revoluciones, que deja huir altiburón y entrega a la rana a la venganza!

Su llegada lo decide todo. No se oye más que ungrito: «¡Muera!» Algunos oficiales de la guardiaquieren luchar; un capitán garibaldino, un hércules,Herpin-Lacroix, se agarra a las paredes delpasillo. La gente lo maltrata, fuerza la entrada.Clément Thomas es precipitado hacia el jardín quese extiende a espaldas de la casa. Las balas lesiguen, cae de bruces a tierra. Aún no ha muerto, yya los soldados del 88° hacen saltar las ventanasde la habitación en que está el general Lecomte,arrastran a éste hasta el jardín, donde las balas lomatan. Inmediatamente el furor se aplaca. Aúnquedan diez oficiales; nadie los amenaza. Al llegarla noche, son conducidos al Cháteau-Rouge, dondeJaclard los pone en libertad.

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En la estación de Orleans, a la misma hora, lamultitud detenía a un general con uniforme de gala.La gente creía haber echado mano a D'Aurelles.Era Chanzy. La equivocación podía ser mortal.Algunos oficiales federados, un adjunto deldistrito XIV, Léo Meillet, se interponen, loprotegen, le ponen en seguridad en la prisión delsector, donde se encuentra con el generalLangourian, también detenido. No había modo delibertar sin grave riesgo a los generales; pero eldiputado Turquet, que acompañaba a Chanzy, fuepuesto en libertad.

Poco a poco, los batallones federados toman laofensiva. Brunel rodea el cuartel Prince-Eugene,27

ocupado por el 120 de línea, dispuesto afraternizar. Las puertas se dejaron forzar. Elcomandante, rodeado de oficiales, quería aúnpermitirse ciertas ínfulas. Brunel hace encerrar atoda aquella gente. De allí baja por la calleTemple, al Hótel-de-Ville. Pindy se encaminabahacia el mismo lugar por la calle Vieille-du-Temple, y Ranvier por los muelles.

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La imprenta nacional queda tomada a las cinco. Alas seis, la multitud asalta las puertas del cuartelNapoleón. Del cuartel parte una descarga quederriba a tres personas. Los soldados gritan desdelas ventanas: «¡Viva la República! ¡Son losgendarmes los que han disparado!» Después, abrenlas puertas y entregan sus fusiles.28

A las siete y media, la gente rodea el Hótel-de-Ville. Los gendarmes que lo ocupan huyen por elsubterráneo del cuartel Lobau. Hacia las ocho ymedia, Jules Ferry y Vabre, totalmenteabandonados por sus hombres y por el gobierno,que les ha dejado sin órdenes, se retiran a su vez.Poco después desemboca en la plaza la columnaBrunel y toma posesión del Ayuntamiento, negro ydesierto. Brunel hace encender el alumbrado degas e izar la bandera roja en la torre.

No cesan de afluir batallones. Brunel empezó alevantar barricadas en la calle Rivoli, en losmuelles, guarneció las cercanías, distribuyó lospuestos y organizó numerosas patrullas. Una de

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ellas, mientras sitiaba la alcaldía del Louvre,donde deliberaban los alcaldes, estuvo a punto deprender a Jules Ferry, que saltó por la ventana.

Gestión de los alcaldes.

Los alcaldes y muchos adjuntos se habían reunidoya durante toda la jornada en la alcaldía de laBolsa. Aturdidos por lo repentino del ataque,esperaban informes e instrucciones. A eso de lascuatro nombraron una delegación que se pusiese alhabla con el gobierno. Thiers había desaparecido;Picard no les hizo caso; D'Aurelles se lavó lasmanos en todo este asunto y dijo que los abogadoseran quienes lo habían querido. Por la noche, nohabía más remedio que encontrar alguna solución.Los batallones federados rodeaban el Hótel-de-Ville, ocupaban la plaza Vendóme, adonde Varlin,Arnold y Bergeret habían llevado los batallones de

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Batignolles y de Montmartre. Vacherot, Vautrain yalgunos reaccionarios furibundos hablaban deresistir a todo trance, como si dispusieran de unejército. Otros, más sensatos, buscaban una salida.Creyeron que podrían arreglarlo todo haciendonombrar prefecto de policía a Edmond Adam —que se había distinguido contra los sublevados dejulio—, y general de la guardia nacional al coronelLangloís, internacionalista en otro tiempo, quehabía estado al lado del movimiento el 31 deoctubre por la mañana y en contra de él por latarde, diputado gracias a una contusión recibida enBuzenval, burgués empedernido con aires deexaltado. Hacia las siete, Tirard, Méline, Tolain,Hérisson, Vacherot, Peyrat y Milliere fueron allevar estas soluciones a Jules Favre. Éste les hizoesperar, se sobresaltó al ver a Milliere, y lesinterrumpió a la primera frase: «¿Es cierto que hanfusilado a los generales?». En cuanto oyó que asíera, exclamó: «¡Con asesinos, no trato!» Vacheroty Vautrin quedaron encantados ante esta firmeza, yasí se lo dijeron. Llega una estafeta: Acaba de serevacuado el Hótel-de-Ville. Jules Favre despidió

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a los alcaldes, que se fueron a la alcaldía delLouvre, donde el secretario general de la alcaldíacentral les pidió que fuesen a ocupar el Hótel-de-Ville. En esto, llegó la patrulla de federados. Losalcaldes no pudieron hacer más que replegarsehacia la alcaldía de la Bolsa, que se transformó ensu cuartel general.

Lo que quedaba del gobierno, Dufaure, JulesSimon, Pothuau, Picard, Lefló, se había reunidosecretamente en la calle Abbatucci, donde JulesFavre les dio cuenta de la gestión de los alcaldes.Depusieron a D'Aurelles, mandaron a llamar aLanglois, cuya gesticulación les tranquilizaba, y lenombraron general en jefe de la guardia nacional.Langlois aceptó, fue a media noche a llevar estabuena noticia a la alcaldía de la Bolsa, prometióque el gobierno elevaría a Dorian a la alcaldíacentral, sorprendería a la Asamblea con una leymunicipal y, acompañado de los diputadosLockroy y Cournet, el nuevo Lafayette partió parael Hótel-de-Ville, diciendo: «¡Voy al martirio!»

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La plaza bullía como en pleno día. Por lasventanas del Hótel-de-Ville se veía circular lavida, pero nada que se pareciese a los pasadostumultos. Los centinelas no dejaban pasar más quea los oficiales o a los miembros del ComitéCentral. Estos habían ido llegando uno a uno desdelas once, y se encontraban reunidos, ansiosos yvacilantes, en número de una veintena, en el mismosalón donde había conferenciado Trochu. Ningunode ellos había soñado con este poder que caía tanpesadamente sobre sus hombros. Muchos noquerían quedarse en el Hótel-de-Ville y repetíansin cesar: «No tenemos mandato para sergobierno». La discusión surgía de nuevo con cadarecién llegado. Un joven, Edouard Moreau, pusoorden en las ideas. Se convino en que no eraposible abandonar el puesto conquistado, pero queno se quedarían allí más que para hacer laselecciones, dos o tres días a lo sumo. De momento,había que hacer frente a los posibles ataques. Allíestaba Lullier, en uno de sus momentos másgraves, respondiendo de todo, invocandoasimismo el voto del Wauxhall. Los del Comité

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cayeron en la imprudencia de nombrarlecomandante de la guardia nacional, mientras queBrunel, que tanto había hecho, era instalado en elHótel-de-Ville.

Langlois en el Hótel-de-Ville.

A las dos de la mañana se hace anunciar Langlois.Había enviado su proclama a «L'Officiel».«¿Quién es usted?», preguntan los centinelas.General de la guardia nacional, responde el bravocoronel. El Comité Central accede a recibirle.«¿Quién le ha nombrado?» «¡La Asamblea! Minombre es prenda de concordia». Pero EdouardMoreau dice: «La guardia nacional quiere nombrarpor sí mismo a su jefe; su investidura, recibida deuna asamblea que acababa de atacar a París no es,en modo alguno, prenda de concordia». Langloisjura que no ha aceptado más que para acabar de

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una vez con el equívoco. «Comprendido —dice elComité—, pero nosotros pretendemos nombrarnuestros jefes, hacer elecciones municipales,tomar garantías contra los monárquicos. Si estáusted con nosotros, sométase a la elecciónpopular». Langlois y Lockroy sostienen que no haymás que un solo poder legítimo, la Asamblea; queésta no concederá nada a un Comité que ha nacidode la insurrección. Este alegato en favor de losrurales agota la paciencia de todos. «¿Reconoceusted, sí o no, al Comité Central?» «No», dijoLanglois, y huyó en pos de su proclama.

La noche fue tranquila, de una tranquilidad mortalpara la libertad. Vinoy llevaba a Versalles, por laspuertas del Sur, regimientos, artillería, bagajes.Los soldados se dejaban arrastrar, insultaban a losgendarmes. El Estado Mayor, fiel a sustradiciones, había perdido la cabeza, se dejabaolvidados en París tres regimientos, seis baterías,todas las cañoneras que hubiera bastadoabandonar a la corriente del río. La menordemostración de los federados hubiera detenido

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aquel éxodo. Lejos de cerrar las puertas, el nuevocomandante de la guardia nacional. Lullier, dejólibres al ejército todas las salidas y aún sevanaglorió de ello ante el consejo de guerra.

CAPÍTULO VI

El Comité Central convoca a los electores. Losalcaldes de París y los diputados del Sena se alzancontra aquél.

Nuestros corazones destrozados, llaman a losvuestros.

(Los alcaldes y adjuntos de París y los diputadosdel Sena a la guarda nacional y a todos losciudadanos.) París no se enteró de su victoriahasta el 19 por la mañana. ¡Qué cambio dedecoración, incluso después de las decoraciones

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innumerables de estos tres meses de drama! Labandera roja en el Hótel-de-Ville. Con las brumasde la mañana, el ejército, el gobierno y laAdministración se han evaporado. Desde lasprofundidades de Saint-Antoine, desde la oscuracalle Basfroi, el Comité Central se ha proyectadoa la cabeza de París, a pleno sol del mundo. Así sedesvaneció el Imperio el 4 de setiembre; asírecogieron el poder abandonado los diputados dela izquierda.

El honor, la salvación del Comité estuvieron en notener más que un pensamiento: devolver el poder aParís. De haber sido sectario, incubador desecretos, el movimiento hubiera retrocedido al 31de octubre. Afortunadamente, se componía derecién llegados, sin pasado ni pretensionespolíticas, poco preocupados de sistemas, inquietosante todo por la salvación de la República. En estaaltura vertiginosa no les sostuvo más que una idea,pero la idea lógica, parisiense por excelencia:asegurar a París su municipalidad.

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Éste era, bajo el Imperio, el tema favorito de laizquierda, con el que Jules Ferry y Picard habíanganado a la burguesía parisiense, humillada por suminoría de ochenta años, escandalizada por loschanchullos de Haussmann. Para el pueblo, elConsejo Municipal era la Comuna, la madre deantaño, ayuda de los oprimidos, garantía contra lamiseria.

El Comité Central delibera.

A las ocho y media, el Comité Central está reunidoen sesión. Preside Edouard Moreau,completamente desconocido, pequeñocomisionista que tan a menudo fue el pensamientoy el verbo elocuente del Comité. «Yo no era deopinión —dijo-de atacar el Hótel-de-Ville, peropuesto que nos encontramos en él, tenemos quenormalizar rápidamente la situación, decir a París

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lo que queremos: hacer las elecciones en el másbreve plazo, atender los servicios públicos,defender a la ciudad contra una sorpresa».

Otros: «Hay que atacar Versalles, dispersar laAsamblea y llamar a Francia entera a que sepronuncie». «No —dijo el autor de la proposicióndel Wauxhall—; no tenemos atribuciones más quepara asegurar los derechos de París. Si lasprovincias piensan como nosotros, que nosimiten».

Algunos quieren liquidar la Revolución antes derecurrir a los electores. Otros combaten estafórmula tan vaga. El Comité decide procederinmediatamente a las elecciones, y recomienda aMoreau la redacción de un manifiesto. Mientras sefirma éste, llega Duval: «Ciudadanos, vienen adecirnos que la mayor parte de los miembros delgobierno está todavía en París; en los distritosprimero y segundo se organiza la resistencia; lossoldados salen camino de Versalles. Hay queadoptar medidas rápidas; es menester apoderarse

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de los ministros, dispersar los batallones hostiles,impedir al enemigo que salga».

En efecto, acababan de dejar París, Jules Favre yPicard, mientras que Jules Simón. Jules Ferry,Dufaure, Leila y Pothuau habían huidoaprovechando la noche. Los ministeriosemprendían la mudanza manifiestamente;interminables bandas de militares se escurrían aúnpor las puertas de la orilla izquierda. El Comitésiguió firmando, olvidó tomar esta precauciónclásica: cerrar las puertas, y se acantonó en laselecciones. No vio —la vieron muy pocos— a lamuerte rondar entre París y Versalles.

El Comité, repartiéndose el trabajo, enviódelegados que se apoderaron de los ministerios yde los diferentes servicios. Varios de estosdelegados fueron elegidos de fuera del Comité,entre los hombres de acción que conocían de lossublevados: Varlin y Jourde fueron a Hacienda;Eudes, a Guerra; Duval y Raoul Rigault aPrefectura de Policía; Bergeret, a la Plaza; a

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Edouard Moreau se le encomendó la vigilancia de«L'Officiel» y de la Imprenta; a Assi, el gobiernodel Hótel-de-Ville. Como alguien del Comitéhablase de un suplemento de sueldo, sus colegasprotestaron: «Cuando actúa uno sin freno y sintener quien fiscalice sus actos —dijo Moreau— esinmoral concederse un sueldo cualquiera. Hastaahora, hemos vivido con nuestros treinta sous, ycon ellos seguiremos». Se constituyó una comisiónpermanente, y se suspendió a la una el trabajo delComité.

Fuera se oía un alegre zumbido. Un sol deprimavera sonreía a los parisienses. Era, desdehacía ocho meses, el primer día de esperanza. Loscuriosos hormigueaban delante de las barricadasdel Hótel-de-Ville, en el cerro de Montmartre, portodos los bulevares. ¿Quién hablaba, pues, deguerra civil? Sólo «L'Officiel», que relataba losacontecimientos a su manera: »El gobierno habíaagotado todas las vías de conciliación y,haciendo un llamamiento desesperado a la guardianacional, seguía: Un Comité que se da el nombre

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de Comité Central ha asesinado a sangre fría alos generales Clément Thomas y Lecomte.¿Quiénes son los miembros de ese Comité? ¿Soncomunistas, bonapartistas o prusianos? ¿Queréisasumir la responsabilidad de esos asesinatos?»

Estas lamentaciones de desertores noimpresionaron más que a algunas compañías delcentro. Sin embargo, grave síntoma, los jóvenesburgueses de la Escuela Politécnica acudieron aagruparse a la alcaldía del segundo distrito, y sevio pronunciarse contra el Comité Central a losestudiantes de las Escuelas, vanguardia hastaentonces de todas las revoluciones.

Pero ésta es obra de proletarios. ¿Quiénes son?¿Qué quieren? A las dos, el pueblo rodea lospasquines del Comité, que acaban de salir de laImprenta nacional: »Ciudadanos, el pueblo deParís, tranquilo, impasible en su fuerza, haesperado sin temor y sin provocación a los locosdesvergonzados que querían tocar a laRepública. Que París y Francia juntas pongan

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las bases para una República aclamada contodas sus consecuencias, el único gobierno quecerrará para siempre la era de las invasiones yde las guerras civiles. Queda convocado elpueblo de París en sus secciones para hacer laselecciones comunales. Y la guardia nacional: Noshabéis encargado de organizar la defensa deParís y de vuestros derechos. En estos momentosha expirado el plazo de nuestras atribuciones, yos devolvemos vuestro mandato. Preparaos, pues,y haced inmediatamente vuestras eleccionesmunicipales. Nosotros, mientras tanto,conservamos, en nombre del pueblo, el Hótel-de-Ville «. Siguen a continuación veinte nombres,29

que, salvo tres o cuatro —Assi, Varlin, Lullier—,eran conocidos únicamente por los pasquines delos últimos días. Desde la mañana del 10 deagosto de 1792, no había visto París taladvenimiento de hombres oscuros.

Y sin embargo, sus pasquines son respetados, susbatallones circulan libremente, ocupan sinresistencia todos los puestos; a la una, los

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ministerios de Hacienda y del Interior; a las dos,los de Marina y Guerra, Telégrafos, «L'Officiel»,la Prefectura de Policía. Es que la primera nota esjusta. ¿Qué decir contra este poder que apenasnacido habla de desaparecer?

En torno a él se apiñan los haces de bayonetas.Veinte mil hombres acampan en la plaza del Hótel-de-Ville, con el pan en la punta del fusil.Cincuenta bocas de fuego, cañones yametralladoras, alineadas a lo largo de la fachada,sirven de friso a la Casa del Pueblo. Los patios,las escaleras están llenas de guardias queconsumen allí mismo su comida. La gran sala delTrono está repleta de oficiales, de guardias, deciviles. Cesa el ruido en la sala de la izquierda,donde está el Estado Mayor. La habitación que daal Sena es la antecámara del Comité. Unacincuentena de hombres escriben en una largamesa. Aquí, disciplina, silencio. De cuando encuando, la puerta, custodiada por dos centinelas,deja paso a un miembro del Comité que lleva unaorden o hace un llamamiento.

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La sesión ha vuelto a empezar. Babick pide que elComité proteste contra las ejecuciones de ClémentThomas y de Lecomte, a las cuales escompletamente ajeno. «Importa —dice— que elComité ponga a salvo su responsabilidad. A estole responden: Guárdese de desautorizar al pueblo,o tema que él, a su vez, le desautorice». Rousseau:«El “Journal Officiel” declara que las ejecucionesse han hecho ante nuestra vista. Debemos ponerdique a esas calumnias. El pueblo y la burguesíase han dado la mano en esta Revolución. Espreciso que esa unión persista. Necesitáis que todoel mundo tome parte en el escrutinio». «Bueno,pues abandonad al pueblo por conservar laburguesía; el pueblo se retirará, y ya veréis si sehacen las revoluciones con burgueses».30

El Comité decide que se inserte en «L'Officiel»una nota que ponga en su lugar la verdad. Moreaupropone y lee un manifiesto, que es aprobado.

El Comité discute la fecha y la forma de laselecciones, cuando le anuncian una gran reunión de

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jefes de batallón, alcaldes y diputados del Sena enla alcaldía del tercer distrito. Asegúrase al Comitéque los que celebran esa reunión están dispuestosa convocar a los electores.

«Si es así —dice Moreau— hay que entendersecon ellos para normalizar la situación». Otros,acordándose del sitio, quieren, sencillamente, queun batallón rodee la alcaldía y detenga a losreunidos en ella. Grélier busca modo de llegar aun acuerdo. Babick: «Si queremos arrastrar connosotros a Francia, no hay que asustarla. Pensemosqué efecto produciría la detención de losdiputados y de los alcaldes, y cuál su adhesión».Arnold: «Es necesario reunir un número imponentede sufragios. Todo París acudirá a las urnas si losrepresentantes y los alcaldes se unen a nosotros».«Decid más bien —exclama un exaltado— que noestáis cortados a la medida de vuestro papel; quevuestra única preocupación es la de volverosatrás». En resumen, se delega en Arnold para quevaya a la alcaldía. Por la mañana, Thiers habíaencomendado a los alcaldes la administración

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provisional de París, y varios diputados de laciudad se habían unido a ellos. Langlois, furiosopor su perdido generalato, aullaba contra los«asesinos»; Schoelcher excomulgaba al Hótel-de-Ville; Henri Brisson declaraba que la Asambleasabría mantener el orden. El cincelador Tolain seencogía de hombros cuando le hablaban de esteComité de obreros. Algunos, menos amargados,temían la intervención de los prusianos y, tras ella,el Imperio; varios socialistas abnegados, Milliere,Malon y otros que luego formaron parte de laComuna, temían que los proletarios fuesenaplastados.

Los diputados y los alcaldes contra el Comité.

En la alcaldía del tercer distrito, adonde se habíandirigido muchos jefes de batallones abandonadospor sus hombres —hostiles, por tanto, al Comité

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Central—, fue muy mal recibido Arnold. Los másestrepitosos no querían ni oír hablar siquiera delComité. Por fin se decidieron a enviar delegadosal Hótel-de-Ville, ya que, quisiéranlo o no, allíestaba la fuerza.

El Comité Central, mientras tanto, habíaconvocado elecciones para el miércoles 23 demarzo, decretando la suspensión del estado desitio, la abolición de los consejos de guerra, laamnistía para todos los crímenes y delitospolíticos. A las ocho de la noche celebró unatercera sesión para recibir a los delegados deltercer distrito. Eran éstos los diputados Milliere,Clemenceau, Tolain, Cournet, Lockroy; losalcaldes Bonvalet y Mottu; los adjuntos Malón,Murat, Jaclard y Léo Meillet.

Habló primeramente Clemenceau. El joven alcaldede Montmartre comprendía los complejossentimientos de sus colegas y los resumióvigorosamente. El Comité Central está en unaposición muy falsa, la insurrección se ha

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producido por un motivo ilegítimo; los cañonespertenecían al Estado. Recuerda sus numerosasgestiones cerca del Comité de la calle Rosiers,deplora que no se hayan seguido sus consejos, yhabla de la opinión sublevada por el fusilamientode los generales. Tirándose a fondo, afirma que elComité Central no tiene de ningún modo a París ensus manos, que en tomo a los alcaldes y diputadosse agrupan numerosos batallones. El Comité, siguediciendo, se pondrá muy pronto en ridículo, y susdecretos serán despreciados. Admite lalegitimidad de las reivindicaciones de la capital,lamenta que el gobierno haya desencadenado lacólera popular, pero niega a París el derecho aalzarse en rebeldía contra Francia; París estáobligado a reconocer los derechos de laAsamblea. Al Comité no le queda más que unmedio de salir del atolladero: ceder el sitio a lareunión de los diputados y de los alcaldes queestán decididos a obtener de la Asamblea lassatisfacciones reclamadas por París.

Algunas voces del Comité le interrumpieron de

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vez en cuando. ¿Cómo? ¿Se atreven a hablar deinsurrección? ¿Quién desencadenó la guerra civil,quién atacó? ¿Qué hizo la guardia nacional másque responder a una agresión nocturna y recuperarlos cañones pagados por ella? ¿Qué hizo el ComitéCentral más que seguir al pueblo, ocupar un Hótel-de-Ville abandonado?

Un miembro del Comité: «El Comité Central harecibido un mandato regular, imperativo. Estemandato le prohíbe dejar que el Gobierno o laAsamblea toquen a las libertades, a la República.Ahora bien, la Asamblea no ha dejado ni un solodía de poner en tela de juicio a la República. Hapuesto a nuestro frente a un general deshonrado, hadescapitalizado París, ha tratado de arruinar sucomercio. Se ha burlado de nuestros dolores; hanegado la abnegación, el valor que París demostródurante el sitio, ha atropellado a nuestrosdelegados más queridos: Garibaldi, Hugo. Laconjura contra la República es evidente. Elatentado empezó con la mordaza de la prensa;esperaban rematarlo con el desarme de nuestros

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batallones. Nos hallábamos ante un caso delegítima defensa. Si hubiéramos bajado la cabezaante esta nueva afrenta, la República se habríaterminado. Venís a hablarnos de la Asamblea, deFrancia. El mandato de la Asamblea ha expirado.En cuanto a Francia, no pretendemos dictarle leyes—demasiado hemos gemido bajo las suyas—,pero no queremos tampoco sufrir sus plebiscitosrurales. Ya lo ven ustedes, no se trata de ver cuálde nuestros mandatos es el más regular. Nosotrosdecimos: la Revolución está hecha, pero no somosusurpadores. Queremos llamar a París para quenombre su representación. ¿Quieren ustedesayudarnos, hacer que se proceda a las elecciones?Nosotros aceptamos de buena voluntad suconcurso».

Como hablase de Comuna autónoma, de federaciónde las comunas, Milliere interviene. Este,perseguido por el Imperio y por la Defensa, frío,mesurado, exclusivo, un hombre de semblantetriste, en el que se enciende a veces un resplandorde entusiasmo, tiene en su haber campañas

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socialistas. «Tened cuidado —dice—; sidesplegáis esa bandera, el gobierno lanzará a todaFrancia contra París, y preveo para el porvenirotras fatales jornadas de junio. La hora de larevolución social aún no ha sonado. Tenéis querenunciar a ella o perecer, arrastrando en vuestracaída a todos los proletarios. El progreso seobtiene con una marcha más lenta. Descended delas alturas en que os colocáis. Victoriosa hoy,vuestra insurrección puede ser vencida mañana.Sacad de ella el mejor partido posible y novaciléis en conformaros con poco. Una concesiónes un arma que abre camino a otra. Yo os conjuroa que dejéis libre el campo a la reunión dediputados y alcaldes: vuestra confianza no serádefraudada».

Boursier: «Puesto que por primera vez se acaba dehablar de revolución social, declaro que nuestromandato no llega hasta ahí. (Voces del Comité:¡Sí! ¡Sí! ¡No! ¡No!) Se ha hablado de federación,de París convertido en ciudad libre. Nuestramisión es más sencilla; se limita a convocar las

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elecciones. El pueblo decidirá el camino que ha deseguir. En cuanto a ceder el puesto a los alcaldes ydiputados, es imposible. Son impopulares y notienen ninguna autoridad en la Asamblea. Laselecciones se celebrarán con su concurso o sin él.¿Qué quieren ayudarnos? Nosotros les tendemoslos brazos. Si no, prescindiremos de ellos, y, siintentan estorbarnos, sabremos reducirlos a laimpotencia».

Los delegados sienten escalofríos. La discusión setorna encrespada. «Pero, en fin —diceClemenceau—, ¿cuáles son concretamente vuestraspretensiones? ¿Limitáis vuestro mandato a pedir ala Asamblea un Consejo Municipal?»

Muchos del Comité: «¡No! ¡No!» «Querernos —dice Varlin— no sólo que se elija el ConsejoMunicipal, sino que se implanten libertadesmunicipales serias, la supresión de la prefecturade policía, que se reconozca a la guardia nacionalel derecho a nombrar sus jefes y a reorganizarse,la proclamación de la República como gobierno

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legal, la rebaja pura y simple de los alquileres ensuspenso, una ley equitativa sobre losvencimientos, que se prohíba al ejército laestancia en territorio parisiense».

Malon intenta un último esfuerzo: «Yo comparto,no lo dudéis, todas vuestras aspiraciones, pero lasituación es peligrosísima. Es evidente que laAsamblea no querrá oír nada mientras el ComitéCentral sea dueño de París. En cambio, si París seentrega a sus representantes legales, éstos podránconseguir el Consejo Municipal por elección, elmismo régimen para la guardia nacional, e inclusoque se retire la ley sobre vencimientos. En lo quese refiere al ejército, por ejemplo, no hay ningunaesperanza de que obtengamos satisfacción anuestras demandas».

«¡Eso es, para llevarnos a un 31 de octubre!» Ladiscusión se prolongó hasta las diez y media,defendiendo el Comité su derecho a hacer laselecciones, y los delegados su pretensión desustituirla. Por fin, el Comité se avino a enviar a

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cuatro de sus miembros: Varlin, Moreau, Jourde yArnold, a la alcaldía del segundo distrito.

Allí encontraron reunido a todo el estado mayordel liberalismo y del radicalismo: diputados,alcaldes y adjuntos, Louis Blanc, Schoelcher,Carnot, Floquet, Tirard, Desmarest, Vautrain,Dubail —unos sesenta, aproximadamente—. Lacausa del pueblo tenía allí algunos partidariossinceros, pero profundamente asustados ante lodesconocido. Presidía el alcalde del segundodistrito, Tirard, altivo liberal, uno de los quehabían inmovilizado París, poniéndolo en manosde Trochu. Ante la comisión rural, truncó luego,disfrazó esta sesión en la que la burguesía puso aldescubierto sus vergonzosas entrañas. He aquí laverdad escueta.

Los delegados: «El Comité Central no pide otracosa que entenderse con las municipalidades, siéstas quieren hacer las elecciones».

Schoelcher, Tirard, Peyrat, Louis Blanc, todos los

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radicales y liberales, a curo: «Lasmunicipalidades no tratarán con el Comité Central.No hay más que un poder regular: la reunión de losalcaldes investidos con la delegación delgobierno».

Los delegados: «No discutamos eso. El ComitéCentral existe. Hemos sido nombrados por laguardia nacional. Tenemos en nuestro poder elHótel-de-Ville. ¿Queréis hacer las elecciones?»

«Pero ¿cuál es vuestro programa?»

Varlin lo expone. Le atacan por todas partes. Loscuatro tienen que hacer frente a veinte asaltantes.El supremo argumento de los antiguos rebeldes de1830, del 48 y del 70, es que París no puedeconvocarse a sí mismo, que debe esperar a que laAsamblea tenga a bien hacerlo.

Los delegados: «El pueblo tiene derecho aconvocarse a sí mismo. Es un derecho innegable,del que ha hecho uso varias veces en nuestra

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historia, en los días de gran peligro. Estamos enuno de esos movimientos, ya que la Asamblea deVersalles corre hacia la monarquía».

Llueven las recriminaciones: «Estáis frente a unafuerza —dicen los delegados—. Guardaos dedesencadenar con vuestra resistencia la guerracivil». «Vosotros sois quienes queréis la guerracivil», responden los liberales. A media noche,Moreau y Arnold, descorazonados, se retiran. Suscolegas van a seguirles, cuando los adjuntos lessuplican que se queden, que agoten todos losmedios de conciliación.

«Prometernos —dicen algunos alcaldes ydiputados— hacer todos los esfuerzos posiblespara conseguir del gobierno las eleccionesmunicipales en breve plazo». «Muy bien —responden los delegados—; pero nosotrosconservamos nuestras posiciones, necesitamosgarantías». Diputados y alcaldes se encarnizan,pretenden que París se entregue en sus manos adiscreción. Jourde va a retirarse, algunos adjuntos

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le retienen. Por un instante, pareció que seentendían; el Comité entregará los serviciosadministrativos a los alcaldes, que ocuparán unaparte del Hótel-de-Ville: mientras él seguiráresidiendo en el mismo Hótel-de-Ville, conservarála dirección exclusiva de la guardia nacional yvelará por la seguridad de la ciudad. No queda yamás que afirmar el acuerdo por medio de unpasquín común, cuando la discusión vuelve aencenderse más violenta, al tratar de la fórmula deacuerdo. Los delegados quieren que se hagaconstar: «los diputados, alcaldes y adjuntos, deacuerdo con el Comité Central». Estos caballeros,por el contrario, pretenden seguir enmascarados.Tirard, Schoelcher declaman contra los delegados.Hubo un intermedio cómico. Súbitamente, como uncuco que sale de un reloj, Louis Blanc, que hastaentonces había estado metido en sí, se empinósobre sus pequeños tacones, agitó los brazos,volvió a encontrar sus ínfulas del 16 de marzo del48 y empezó a vociferar maldiciones: «¡Sonustedes unos insubordinados contra la Asambleamás libremente elegida! —la frase era de Thiers

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—. ¡Nosotros, mandatarios regulares, no podemosconfesar una transacción con gentes facciosas!Queremos evitar la guerra civil, pero no aparecera los ojos de Francia como cómplices vuestros».Jourde respondió al homúnculo que para que elpueblo de París aceptase la transacción, ellostenían que dar francamente su consentimiento, y,desesperando de conseguir semejante cosa, seretiró de la reunión.

De aquella espuma de la burguesía liberal, deantiguos proscritos, abogados, escritoresrevolucionarios, no se alzó ni una voz indignadapara exclamar: «Pongamos fin a estas cruelesdisputas. Vosotros, los del Comité Central, quehabláis a París, nosotros, a quienes escucha laFrancia republicana, vamos a señalar, a deslindarel campo preciso de nuestras reivindicaciones.Vosotros traéis la fuerza, la materia; nosotros osdaremos la experiencia de las realidadesinexorables. Presentaremos a la Asamblea unacarta práctica, tan respetuosa para con losderechos de la nación como para con los de la

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ciudad. Y cuando Francia vea a París en pie, bienequilibrado de pensamiento y de fuerza, uniendo alos nombres viejos que Francia busca, los nuevos,vigorosos, seguro escudo contra los monárquicos ylos clericales, su voz sabrá hablar a Versalles, ysu aliento sabrá hacer que Versalles se doblegue».

Pero ¿qué se podía esperar de aquellos castradosque no habían podido reunir el valor suficientepara disputarle París a Trochu? Varlin, que sequedó solo, aguardó el ataque de toda la tropa.Agotado, extenuado —la lucha duró cinco horas—acabó por ceder, con todo género de reservas. Unavez al aire libre, recobró su inteligente serenidad,y, de vuelta en el Hótel-de-Ville, dijo a suscolegas que ahora veía la trampa, y les aconsejabaque rechazasen la pretensión de los alcaldes y losdiputados.

CAPÍTULO VII

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El Comité Central se proclama, reorganiza losservicios y se adueña de París.

Yo creía que los insurrectos de París no podríantimonear su barca.

(Jules Favre: Encuesta sobre el 18 de marzo.)

No hubo, pues, convenio. De los cuatro delegados,sólo uno había flaqueado un instante, con la fatiga.Por eso, el 20 por la mañana, cuando el alcaldeBonvalet y los dos adjuntos fueron a tomarposesión del Hótel-de-Ville, los miembros delComité exclamaron unánimemente: «No hemosllegado a ningún acuerdo». Bonvalet: «Losdiputados van a pedir hoy las franquiciasmunicipales; los alcaldes les apoyan. Susnegociaciones no pueden llegar a buen términocomo la administración de París no se encomiendea los alcaldes. So pena de matar unos esfuerzosque van a salvaros, debéis hacer honor al

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compromiso de vuestros delegados».

El Comité: «Nuestros delegados no han recibidoatribuciones para comprometernos. No pedimosque se nos salve».

Uno que entra: «Vengo de la Corderie. El Comitéde los veinte distritos y la Internacional conjuranal Comité Central a que permanezca en su puestohasta las elecciones».

Otro: «Si el Comité abandona su puesto, laRevolución será desarmada. Seguiremos dondeestamos, pero yo protesto contra la intervención dela Corderie. Nosotros sólo recibimos órdenes dela guardia nacional. Si la Internacional está hoy anuestro lado no siempre ha sido así».

Van a empezar de nuevo los discursos. Bonvaletdeclara que él a lo que ha venido es a tomarposesión del Hótel-de-Ville, no a discutir, y seretira. Esta rigidez confirma los recelos. El Comitéve acechar detrás de los alcaldes a la implacable

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reacción. Esta gente quieren entregarnos, pensaronlos mismos que habían transigido la víspera. Decualquier modo, pedir al comité que devolviese elHótel-de-Ville, era pedirle la vida. Para remate,toda salida se había cerrado.

Proclama a la población.

Al venir a manos del pueblo por vez primera«L'Officiel», los pasquines habían hablado: «Laselecciones del Consejo Municipal se celebraránel miércoles próximo 22 de marzo, anunciaba elComité Central. Y en el manifiesto: Hjo de laRepública que escribe en su divisa la magnapalabra Fraternidad ¡el Comité Central!,perdona a sus detractores, pero quiere persuadira las gentes honradas que han aceptado lacalumnia por ignorancia... El Comité no haestado oculto, sus miembros han estampado sus

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nombres en todas las proclamas. No ha sidodesconocido, ya que era la libre expresión de lossufragios de doscientos quince batallones. No hasido provocador de desórdenes, ya que laguardia nacional no ha cometido ningún exceso...Y sin embargo, no le han faltado provocaciones.El gobierno ha calumniado a París y haamotinado contra él a las provincias, ha queridoimponernos un general, ha intentadodesarmarnos, ha dicho a París: Acabas demostrarle heroico, te tenemos miedo, y, porconsiguiente, le arrancamos la corona de capital.¿Qué ha hecho el Comité Central para respondera estos ataques? Fundar la Federación, predicarla moderación, la generosidad. Uno de los másgrandes motivos de cólera que abrigan contranosotros es la oscuridad de nuestros nombres.Hartos nombres conocidos, demasiadoconocidos, ha habido ya, cuya notoriedad nos hasido fatal. La fama se obtiene a poca costa:bastan para ello algunas frases hueras y un pocode cobardía; un reciente pasado lo demuestra.Desde el momento en que, por nuestra parte,

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vemos que hemos llegado al fin, decimos alpueblo que nos ha estimado lo bastante paraescuchar nuestras opiniones, aun cuando amenudo hayan contrariado su impaciencia: Aquítienes los poderes que nos has confiado; dondeempezaría nuestro interés personal acabanuestro deber; haz tu voluntad. Señor nuestro, tehas hecho libre. Oscuros hace algunos días, nosvolveremos oscuramente a tus filas, demostrandoa los gobernantes que es posible befar con lafrente muy alta las escaleras de tu Hótel-de-Ville, con la seguridad de encontrar al pie deellas el apretón de tu leal y robusta mano».

Junto a esta proclama, de una vibración tan nueva,los representantes y los alcaldes fijaron algunaslíneas secas y pálidas, en que se comprometían apedir a la Asamblea que todos los mandos de laguardia nacional fuesen electivos y que se creaseun consejo municipal.

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En Versalles.

En Versalles se encontraron con una ciudad delocos. Los funcionarios llegados de París,aterrorizados, propagaban el terror. Se anunciabancinco o seis insurrecciones en provincias. Lacoalición estaba consternada. París, vencedor, elgobierno en fuga; no era esto, ni mucho menos, loque se había prometido. Y estos conspiradores,lanzados por la mina que ellos mismos habíanpreparado y encendido, gritaban:«¡Conspiración!», y hablaban de refugiarse enBourges. Picard había telegrafiado a provincias:«El ejército, en número de cuarenta mil hombres,se ha refugiado en Versalles». En lugar de talejército, no se veían más que hordas —palabras deJules Simon— que no saludaban a los oficiales ylos miraban con expresión amenazadora; lossoldados declaraban en plena calle que no sebatirían contra sus hermanos de París.31 Vinoyconsiguió a duras penas instalar algunos puestos en

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las rutas de Chatillon y de Sevres.

La sesión se abrió en la sala del Teatro, porqueesta Asamblea, hecha a base de trucos de ópera, semovía siempre en las tablas. El presidente, Grévy,muy estimado de los reaccionarios —el 4 deseptiembre por la noche había intentadoreconstituir el Cuerpo Legislativo contra el Hótel-de-Ville y combatió a la delegación durante todala guerra civil, comenzó por fustigar aquellainsurrección «que ningún pretexto podría atenuar».Los diputados de París, en lugar de un manifiestocolectivo, presentaron una serie de proposicionesfragmentarias, sin ilación, sin visión de conjunto,sin preámbulo que las explicase, un proyecto deley convocando en breve plazo a los electores deParís, otro que concedía a la guardia nacional laelección de sus jefes. Sólo Milliere se preocupóde los vencimientos, y propuso que se aplazasenpor seis meses.

Salvo las exclamaciones, las injurias mediomasticadas, no hubo una requisitoria formal contra

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París. En la sesión de la tarde surgió Trochu, ¡Oh,escena de Shakespeare! Se oyó al hombre negroque había ido empujando lentamente a la granciudad hacia las manos de Guillermo, hacer recaersu traición sobre los revolucionarios, acusarles dehaber estado diez veces a punto de llevar a losprusianos a París. La asamblea, reconocida, lecubrió de bravos. Un ex procurador imperial,Turquet, detenido una hora la víspera, contó ladetención de los generales Chanzy y Langourian.«Espero, dijo el hipócrita, que no seránasesinados».32

En aquella hora crítica, los conservadores,abandonando por un momento su sueño,compitieron en celeridad para ver de salvarse dela Revolución. Rodeando a Thiers, rehicieron lacoalición de 1848-49, tan bien definida porBerryer: «Somos hombres monárquicos queesperamos nuestra hora, pero lo que importa esque nos unamos primero para constituir unvigoroso ejército que resista al socialismo». Así,apenas habían salido de la escaldadura, Thiers y

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sus ministros cayeron en la jactancia. ¿Es que,además, no iban a levantarse las provincias comoen junio del 49? ¿Es que aquellos proletarios sineducación política, sin administración, sin dinero,sabrían «timonear su barca»?

En 1831, los proletarios, dueños de Lyon durantediez días, no habían sabido administrar la ciudad.¡Cuánto mayores eran las dificultades, tratándosede París! Todos los poderes nuevos habíanrecibido la máquina administrativa intacta,dispuesta a funcionar en provecho del vencedor.El Comité Central no encontraba más queengranajes dislocados. A una seña de Versalles, lamayor parte de los funcionarios habían desertadode sus puestos. Arbitrios, inspección de calles,alumbrado, mercados, asistencia pública,telégrafos, todos los aparatos digestivos yrespiratorios de esta ciudad de un millónseiscientos mil habitantes tenían que serreorganizados. Algunos alcaldes se llevaron lossellos, los registros y las cajas de sus alcaldías. LaIntendencia militar abandonaba, sin dejar un

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céntimo, a seis mil enfermos en los hospitales yambulancias. ¡Ni el servicio de los cementeriosrespetó el señor Thiers!

¡Pobre hombre, que no supo jamás una palabra deParís, de su inagotable corazón, de su maravillosoempuje! De todas partes acudían al ComitéCentral. Los comités de distrito proporcionaronpersonal a las alcaldías; la pequeña burguesíaprestó el concurso de su experiencia. En un abrir ycerrar de ojos, los principales servicios fueronpuestos de nuevo en marcha por hombres dotadosde buen sentido y de aplicación. Se demostró queesto valía más que la rutina. Los empleados que sequedaron en sus puestos para desviar los fondos aVersalles no tardaron en ser descubiertos.

París se organiza.

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El Comité Central venció una dificultad muchomás temible. Trescientas mil personas sin trabajo,sin recursos de ninguna clase, esperaban los treintasueldos diarios de que se vivía desde hacía sietemeses. El 19, los delegados Varlin y Jourde sedirigieron al Ministerio de Hacienda. Las arcascontenían, según el estado de cuentas que seentregó a los delegados, cuatro millonesseiscientos mil francos; pero las llaves estaban enVersalles. En vista de las negociacionesentabladas con los alcaldes, los delegados noquisieron forzar las cerraduras, y pidieron aRothschild la apertura de un crédito en el Banco;éste les anunció que les adelantaría quinientos milfrancos. El Comité Central, abordando la cuestiónmás francamente, envió al Banco tres delegados.Les respondieron que tenían un millón adisposición de Varlin y Jourde. Los dos delegadosfueron recibidos por el gobernador y a las seis dela tarde. “Esperaba su visita —dijo el señorRouland—. El Banco, al día siguiente de cualquiercambio de régimen, debe acudir en ayuda delpoder nuevo. Yo no tengo por qué enjuiciar los

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acontecimientos. El Banco de Francia no hacepolítica. Ustedes son un gobierno de hecho. ElBanco les da, por hoy, un millón. Tengan labondad, únicamente, de mencionar en su reciboque esta suma ha sido requisada por cuenta de laciudad”. Los delegados se llevaron un millón enbilletes de banco. Faltaba distribuirlos, pero losempleados del Ministerio de Hacienda habíandesaparecido; gracias a algunos abnegados seconsiguió repartir bastante rápidamente la sumaentre los oficiales-pagadores. A las diez, Varlin yJourde anunciaban al Comité Central que estabadistribuyéndose el sueldo en todos los distritos.33

El Banco procedió hábilmente; el Comité Centraltenía plenamente en sus manos, bien agarrado, aParís. Los alcaldes y los diputados no habíanconseguido reunir más que trescientos ocuatrocientos hombres. El Comité estaba lobastante seguro de su fuerza para hacer demolerlas barricadas. Todo el mundo se ponía de su lado;la guarnición de Vincennes se ofrecíaespontáneamente, con la plaza. Todos estos

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triunfos llegaban incluso a ser peligrosos, ya queobligaban al Comité a desperdigar sus tropas, paratomar posesión de los fuertes del Sur, que habíansido abandonados. Lullier, encargado de estamisión, mandó ocupar, entre el 19 y el 20, losfuertes de Ivry, Bicétre, Montrouge, Vanves, Issy.El último al que envió la guardia nacional fue lallave de París, y, entonces, de

Versalles: el monte Valérien.

Por espacio de treinta y seis horas quedó vacía lainexpugnable fortaleza. El 18 por la noche,después de la orden de evacuación enviada porThiers, no contaba más que con veinte fusiles y loscazadores de Vincennes internados en la fortalezapor haber tomado parte en la manifestación de laBastilla. Aquella misma noche, rompieron lascerraduras de las poternas y entraron en París.

Diputados y generales suplicaban a Thiers que

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volviese a ocupar el monte Valérien. Él se negabaobstinadamente, sosteniendo que el fuerte no teníaningún valor estratégico. Toda la jornada del 19fracasaron en este punto. Por fin, Vinoy, hostigadopor los diputados, consiguió arrancar a Thiers unaorden, el día 20 a la una de la mañana. Envióseuna columna, y el 21, a mediodía, un millar desoldados ocupaban la fortaleza mandada por elgeneral Noél, que sin duda había prometidocambiar su método de tiro.34 Hasta las ocho de lanoche no se presentaron unos batallones deTermes. El gobernador parlamentó, dijo que él notenía orden alguna de atacar, y despidió a losoficiales. Lullier, al dar al Comité Central cuentade su misión, indicó los batallones que, a juiciosuyo, debían ocupar el monte Valérien.

CAPÍTULO VIII

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Los alcaldes, los diputados, los periodistas y laAsamblea se lanzan contra París. La reacción seenfrenta a los federados.

La idea de presenciar una matanza me llenaba dedolor.

Jules Favre (Encuesta sobre el 4 de septiembre.)El 21, la situación se dibujó con toda claridad.

En París, el Comité Central. Con él todos losobreros, todos los hombres generosos yperspicaces de la pequeña burguesía. El Comitéhabía dicho: «No tengo más que un objetivo: laselecciones. Acepto todos los apoyos, pero noabandonaré el Hótel-de-Ville antes de que esaselecciones se hayan celebrado».

En Versalles, la Asamblea. Todos losmonárquicos, toda la gran burguesía, todos losesclavistas. Todos gritan: París no es más que unrebelde, el Comité Central un hatajo de bandidos.

Entre París y Versalles, algunos diputados,

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alcaldes, adjuntos. Agrupan a los burgueses, a losliberales a la banda de asustados que hace todaslas Revoluciones y deja hacer todos los Imperios.Desdeñados por la Asamblea, sospechosos para elpueblo, gritan al Comité Central: «¡Usurpadores!»,a la Asamblea: «¡Vais a destrozarlo todo!»

La jornada del 21 es memorable. En ella se oyerontodas estas voces.

El Comité Central: «París no abriga ni la másremota intención de separarse de Francia; lejosde eso, ha padecido por ella al Imperio, alGobierno de la Defensa Nacional, ha pasado portodas sus traiciones y cobardías. Todo esto no es,evidentemente, como para que la abandone hoy,sino solamente para que le diga en calidad dehermano mayor: sostente tú misma, como yo mehe sostenido, oponte a la opresión como yo me heopuesto».

Y en «L'Officiel», en el primero de los hermososartículos en que Moreau, Rogeard y Longuet

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comentaban la nueva Revolución: »Losproletarios de la capital, en medio de losdesfallecimientos y de las traiciones de las clasesgobernantes, han comprendido que había llegadopara ellos la hora de salvar la situación,tomando en sus manos la dirección de losasuntos públicos. Apenas llegados al poder sehan apresurado a convocar los comicios delpueblo de París. No hay en la historia ejemplo deun gobierno provisional que se haya dado másprisa a deponer su mandato. Frente a estaconducta tan desinteresada, se pregunta unocómo puede encontrarse una prensa bastante irjusta para lanzar la calumnia, la injuria y elultraje sobre estos ciudadanos. Los trabajadores,los que lo producen todo y no disfrutan de nada,¿habrán de ser eternamente víctimas del ultraje?¿No les será permitido jamás trabajar por suemancipación sin levantar en contra suya unconcierto de maldiciones? La burguesía, suhermana mayor, que realizó su emancipaciónhace más de tres cuartos de siglo, ¿no comprendeque hoy le ha llegado la hora de la emancipación

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al proletariado? ¿Por qué persiste, pues, ennegar al proletariado su parte legitima?»

Era la primera nota socialista de esta revolución,profundamente justa, conmovedora y política. Elmovimiento, al principio de defensa republicanapuramente, cobró después color social pura ysimplemente porque los trabajadores lo dirigían.

El mismo día, el Comité suspendía la venta deobjetos empeñados en el Monte de Piedad,prorrogaba por un mes los vencimientos, prohibíaa los propietarios despedir a sus inquilinos hastanueva orden. En tres líneas hacía justicia, vencía aVersalles, ganaba a París.

Se hace el cuadro contra París.

Frente a este pueblo que se pone en marcha y se

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define, los representantes y los alcaldes dicen:nada de elecciones, todo va perfectamente.»Nosotros queríamos —dicen en un pasquín— elmantenimiento de la guardia nacional, y lotendremos; queríamos que París conquistase sulibertad municipal, y la tendremos. Vuestrosdeseos han sido llevados a la Asamblea, y ellagarantiza las elecciones municipales. En esperade estas elecciones, las únicas legales, nosotrosdeclaramos que permaneceremos cienos a laselecciones anunciadas para mañana, yprotestamos contra su ilegalidad».

Proclama tres veces mentirosa. La Asamblea nohabía dicho una palabra de la guardia nacional. Nohabía prometido ninguna libertad municipal.Muchas de sus firmas eran supuestas.

Siguió la prensa burguesa. Desde el 19, en lashojas figaristas, en las gacetas liberales, pormedio de las cuales Trochu había empujado aParís a la capitulación, los plumíferos de todos losregímenes, coaligados, como en junio del 48,

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contra los trabajadores, no dejaban de despotricarcontra la guardia nacional. Fueron ellos quienespropalaron la bárbara leyenda de la ejecución delos liberales, de una multitud despojando loscadáveres y pisoteándolos. Hablaban de las cajaspúblicas y de las propiedades saqueadas; del oroprusiano que corría a raudales por los suburbios;de los miembros del Comité Central queaniquilaban a sus cajeros judiciales. Algunosperiódicos republicanos se indignaban asimismoante la muerte de los generales, olvidando que el14 de julio el gobernador de la Bastilla y elpreboste de los comerciantes fueron muertos porlos burgueses en idénticas condiciones. Tambiénellos descubrían el oro que andaba en elmovimiento, pero oro bonapartista, y los mejores,convencidos de que la República pertenecía a suspatronos, decían: «¡Esta gentuza nos deshonra!» ElComité Central dejaba decir, y protegía inclusive alos que le insultaban. Habiendo invadido unamultitud indignada el día 19 las redacciones de«Le Gauloís» y de «Le Figaro», el Comité Centraldeclaró en «L'Officiel» que haría respetar la

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libertad de prensa, esperando que los periódicostomarían corno un deber el respeto a la República,a la verdad y a la justicia. Creciéndose con estatolerancia, exaltados por la resistencia de losalcaldes y de los diputados, los reaccionarías seconjuraron para la revuelta, y el 21, mediante unadeclaración colectiva, redactada en casa de unamigo del príncipe Napoleón, invitaron a loselectores a considerar como no decretada laconvocatoria ilegal del Hótel-de-Ville.

¡La ilegalidad! Así era como planteaban lacuestión los legitimistas dos veces exaltados alpoder sobre las bayonetas, los orleanistas surgidosde las barricadas, los bandidos de diciembre, losproscritos libertados por la insurrección. ¿Cómo?Cuando los grandes que hacen todas las leyesproceden siempre fuera de ellas, ¿cómo ha deproceder el trabajador, contra el cual todas lasleyes se hacen?

Estos dos ataques, el de los alcaldes y losdiputados y el de los periódicos, dieron nuevos

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bríos a los fierabrás de la reacción. Desde hacíados días, la turba de estos franco-fugitivos35 quedurante el sitio infestaron los cafés de Bruselas ylas aceras de Haymarket, gesticulaban en losbulevares elegantes pidiendo «orden y trabajo». El21, hacia la una, en la plaza de la Bolsa, como uncentenar de trabajadores de estos, con banderas ala cabeza, formaron la procesión del arca santa,desembocaron en el bulevar a los gritos de ¡Vivala Asamblea!, y llegaron a la plaza Vendóme,gritando ante el Estado Mayor: «¡Abajo elComité!» El comandante de la plaza, Bergeret,trató de convencerles: «¡Enviadnos delegados!»«¡No, no! ¡Nada de delegados! ¡Los asesinaríais!»Los federados, perdiendo la paciencia, hicieronevacuar la plaza. Los bolsistas se dieron cita parael día siguiente ante la nueva ópera.

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La Asamblea versallesa, a la misma hora, hacía sumanifestación. Su Officiel afirmaba que «se habíaencontrado la prueba indudable de las estrechasrelaciones de los facciosos con los másdetestables agentes del Imperio, así como de lasintrigas enemigas». Picard leyó una proclamadirigida al pueblo y al ejército, llena de falsedadesy de injurias contra París. Milhere se permite decirque la proclama contiene frases desacertadas. Leabuchean. Langlois y sus amigos aceptarían laproclama si los demás asambleístas se aviniesen asuscribir el ¡Viva la República! La inmensamayoría se niega. Clemenceau, Brisson y el propioLouis Blanc conjuran a la Asamblea a que delibereinmediatamente sobre el proyecto de la leymunicipal, que ponga el veto a las elecciones quese anuncian para mañana. «Dejadnos tiempo paraestudiar la cuestión —responde agriamente Thiers—. París no puede ser gobernado como una ciudadde tres mil almas». «¡Tiempo! —exclamaClemenceau—; ¡eso es lo que nos falta a todos!»«Entonces —continúa Thiers—, ¿de qué serviríanlas concesiones? ¿Qué autoridad tenían en París?

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¿Quién les escuchaba en el Hótel-de-Ville? ¿Esque se figuraban que la adopción de un proyectode ley desarmaría al partido del bandidaje, alpartido de los asesinos?» Después, muyhábilmente, en lo que se refería a las provincias,encargó a Jules Favre la solemne orquestación.Durante hora y media, el amargo discípulo deGuadet, retorciendo alrededor de París sus sabiosperíodos, lo inundó con su baba. Creíase vuelto,sin duda, al 31 de octubre, torturador recuerdopara aquel alma orgullosa, de rencoresinextinguibles. Empezó por leer la declaración dela prensa, «valerosamente trazada bajo el cuchillode los asesinos». Mostró a París «en manos de unpuñado de malvados que ponían por encima de losderechos de la Asamblea no se sabe qué idealsangriento y rapaz». Y halagando a la vez amonárquicos, católicos y republicanos: «lo que sequiere, lo que se está realizando, es un intento deesa funesta doctrina, que en filosofía puedellamarse individualismo y materialismo, y que enpolítica se llama la República colocada porencima del sufragio universal». Ante esta necia

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logomaquia, la Asamblea gruñe de alegría. «Estosnuevos doctores —continúa— pregonan lapretensión de separar a París de Francia. Mas queno lo olviden los alborotadores: si hemosabandonado a París, ha sido con el propósito deregresar para dar resueltamente la batalla aldesorden». (¡Bravo! ¡Bravo!) Y atizando el pánicode estos rurales que creían ver desembocar a cadainstante los batallones federados, sigue: «Sialgunos de vosotros cayerais en manos de esoshombres que han usurpado el poder gracias tansólo a la violencia, al asesinato y al robo, vuestrasuerte sería la misma que han corrido lasdesventuradas víctimas de su ferocidad». Porúltimo, jugando sucio, explotando mañosamenteuna torpe nota de «L'Officiel» sobre la ejecuciónde los generales, dice: «¡Nada decontemporizaciones! Yo he combatido tres días laexigencia del vencedor que quería desarmar a laguardia nacional. ¡Pido perdón por ello a Dios y alos hombres!» Cada nueva injuria, cada banderillaclavada en la carne de París, arrancaba a laAsamblea rugidos de guerra. El almirante Saisset

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brincaba ante ciertas frases. Jules Favre,aguijoneado por los aplausos, se alzaba cada vez amayor altura en la invectiva. París no habíarecibido una imprecación semejante desde laGironda, desde Isnard. El propio Langlois, sinpoder contenerse, exclamó: «¡Oh, es espantoso, esatroz, oír estas cosas!» Cuando Jules Favre,implacable, impasible, con un poco de espuma enla comisura de los labios, acabó diciendo:«Francia no caerá hasta el sangriento nivel de losmiserables que oprimen a la capital», toda laAsamblea, delirante, se puso en pie: «¡Llamemos alas provincias!» y Saisset: «¡Sí, llamemos a lasprovincias y marchemos contra París!» Fue inútilque uno de los diputados-alcaldes suplicara a laAsamblea que no se les dejase volver a París conlas manos vacías. Aquella gran burguesía queacababa de entregar al prusiano el pudor, lafortuna y el suelo de Francia, temblaba de furor ala sola idea de ceder algo a París.

Al día siguiente de esta horrible sesión, losrepresentantes radicales no pudieron publicar más

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que un lacrimoso pasquín, invitando a París a quetuviera paciencia. Las elecciones anunciadas paraese día, por el Comité Central eran imposibles. ElComité las aplazó para el día siguiente, 23 demarzo, pero advirtió a los periódicos que lasincitaciones a la rebelión serían severamentereprimidas.

La manifestación de la plaza Vendóme.

Los potentados reaccionarios, caldeados al rejovivo por los discursos de Jules Favre, se rieron dela advertencia. A mediodía hormigueaban en laplaza de la Ópera. A la una, un millar de gomosos,bolsistas, periodistas, antiguos familiares delImperio, bajaban por la calle de la Paix al grito de«¡Viva el orden!» Su plan era forzar la plazaVendóme, con la apariencia de una manifestaciónpacífica, y expulsar de ella a los federados. Desde

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allí, dueños de la alcaldía del Louvre, de la mitaddel segundo distrito, de Passy, cortarían a París endos e intimidarían al Hótel-de-Ville. El almiranteSaisset les seguía.

Ante la calle Neuve-Saint-Augustin,36 estospacíficos manifestantes desarman y maltratan a dosguardias nacionales destacados de centinela. Losfederados de la plaza Vendóme empuñan susfusiles y acuden en formación a la altura de lacalle Neuvedes-Petits-Champs. No son más quedoscientos, toda la guarnición de la plaza. A pesarde la advertencia de la víspera, Bergeret no habíatomado ninguna precaución; los dos cañones queapuntan a la calle de la Paix carecen demuniciones.

Los reaccionarios tropiezan con las primeras filasy gritan frente a la guardia: «¡Abajo el Comité!¡Abajo los asesinos!» Agitan una bandera,pañuelos, y algunos echan mano a los fusiles delos federados. Bergeret y Maljournal, del Comité,que acuden a los primeros puestos, instan a los

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amotinados a que se retiren. Furiosos clamoresahogan su voz: «¡Cobardes! ¡Bandidos!», y sealzan los bastones. Bergeret hace una seña a lostambores. Se repiten diez veces las intimaciones.Por espacio de cinco minutos no se oyen más quelos redobles y, en los intervalos, los silbidos. Lassegundas filas de la manifestación empujan a lasprimeras, tratan de abrirse paso por entre losfederados, pero, impotentes para desbordarlos,sacan los revólveres.37 Caen muertos dos guardias,otros siete son heridos.

Los fusiles de los federados disparaninstintivamente. Una descarga, gritos, silencio. Lacalle de la Paix se despeja en cinco segundos. Unadecena de cuerpos, revólveres, bastones deestoque, sombreros, cubren la calzada desierta,cegadora de sol. Si los federados hubiesenapuntado, solamente con que hubieran disparado ala altura de un hombre, hubiera habido doscientasvíctimas; todos los tiros habrían hecho blanco enaquella masa compacta. El motín mató a uno de lossuyos, el vizconde Molinet, que cayó en primera

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fila, de cara a la plaza, con una bala en eloccipucio; sobre su cuerpo se encontró un puñalsujeto a la cintura por una cadenita. Una balairónica alcanzó en el ano al redactor jefe del«París-Journal», el bonapartista de Pene, uno delos más soeces en el insulto de cuantos formabanen el movimiento.

Los fugitivos gritaban: «¡Al asesino!» En losbulevares se cerraron las tiendas; en la plaza de laBolsa se forman grupos furibundos. A las cuatroaparecen compañías del orden, resueltas, fusil alhombro, y ocupan todo el barrio de la Bolsa.

En Versalles, la Asamblea acababa de rechazar elproyecto de Louis Blanc, y Picard leía otronegando toda justicia a París, cuando llegó lanoticia de lo ocurrido. La Asamblea levantóprecipitadamente la sesión; los ministros estabanconsternados.

Sus silbidos de la víspera no eran más que paraasustar a París, galvanizar a los hombres de orden,

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provocar un golpe de mano. El incidente se habíaproducido; el Comité Central triunfaba. Porprimera vez empezaba a creer Thiers que aquellosrevoltosos que sabían reprimir un motín podríanser acaso un gobierno.

Las noticias de la noche fueron más dulces para él.Los hombres de orden acudían a la plaza de laBolsa. Un gran número de oficiales, de regreso deAlemania, acababan de ofrecerse para mandarlos.Las compañías reaccionarias se atrincheransólidamente en la alcaldía del noveno distrito,vuelven a ocupar la del sexto, desalojan a losfederados de la estación Saint-Lazare, guardantodos los puntos de acceso a los barrios ocupados,detienen a la fuerza a los transeúntes. Había otraciudad dentro de la ciudad. Los alcaldes seconstituyeron en sesión permanente en la alcaldíadel distrito II. Su resistencia contaba con unejército.

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CAPÍTULO IX

El Comité Central vence todos los obstáculos yobliga a los alcaldes a capitular.

El Comité Central estuvo a la altura de lascircunstancias. Sus proclamas, los artículossocialistas de L'Officiel, el encarnizamiento de losalcaldes y de los diputados, habían atraído a sulado a los grupos revolucionarios hasta entonces almargen. Uniéronse a él, asimismo, algunoshombres como Ranvier y Eudes, más conocidos dela masa. Por orden suya, la plaza Vendóme seprotegió con barricadas, se reforzaron losbatallones del Hótel-de-Ville, nutridas patrullassubieron por los bulevares Montmartre e Italiens,conteniendo a los puestos reaccionarios de lascalles Vivienne y Drouot. Gracias a estasprecauciones, la noche transcurrió tranquila.

Tampoco al día siguiente, 23, que era la fecha

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señalada, iba a ser posible celebrar laselecciones. El Comité decidió que se celebraríanel domingo 26, y así se lo anunció a París: «Lareacción, sublevada por vuestros alcaldes yvuestros diputados, nos declara la guerra.Debemos aceptar la lucha y quebrantar laresistencia. Ciudadano, París no quiere reinar,pero quiere ser libre; no ambiciona otradictadura que la del ejemplo, no pretende niimponer ni abdicar su voluntad,. no aspira alanzar decretos, mas tampoco a soportarplebiscitos; demuestra el movimiento andando, yprepara la libertad de los demás fundando lasuya propia. No empuja a nadie violentamentepor la vía de la República; se contenta conentrar en ella el primero». Siguen las firmas.38 Almismo tiempo, el Comité declaraba quedenunciaría ante sí a los que insultaban al pueblo,y enviaba a un batallón de Belleville areconquistar la alcaldía del distrito IV; susdelegados sustituían a los alcaldes y adjuntos delos distritos III, X, XII y XVIII; ocupaba la vía delferrocarril de Batignolles, anulando así la

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ocupación de la estación Saint-Lazarc, y obrabaenérgicamente respecto del Banco.

La reacción contaba con el hambre para hacercapitular al Hótel-de-Ville. El millón del luneshabía sido devorado. El 22, el Banco prometíaotro millón y entregaba un anticipo de 300.000francos. Varlin y Jourde fueron a buscar el dinero;los mandaron a paseo. Escribieron: «Señorgobernador: acosar a París por hambre es el armade un partido que se dice honrado. El hambre nodesarmará a nadie; no hará más que impulsar a lasmasas a la devastación. Recogemos el guante quese nos ha lanzado». Y sin dignarse ver a loscapitanes de la Bolsa, el Comité envió a dosbatallones para que se estacionaran ante el Banco,el cual no tuvo más remedio que entregar la suma.

El Comité no perdonaba medio alguno paratranquilizar a París. Muchos criminales andabansueltos por las calles. El Comité los denunció a lavigilancia de los guardias nacionales, y escribiósobre las puertas del Hótel-de-Ville: «Todo

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individuo sorprendido en flagrante delito de roboserá fusilado». La policía de Picard no habíapodido acabar con el juego, que, desde el final delsitio, invadía la vía pública. Duval lo consiguiócon un simple bando. Los soldados que quedaronen París fueron asimilados a la guardia nacional.El espantajo máximo de los reaccionarios eran losprusianos, cuya próxima intervención anunciabaJules Favre. El comandante de Compiegneescribió al Comité: «Las tropas alemanaspermanecerán pasivas, en tanto que París noadopte una actitud hostil». El Comité respondió:«La revolución realizada en París tiene un carácteresencialmente municipal. Nosotros no tenemoscategoría para discutir los preliminares de paz». Ypublicó los despachos.39 Por este lado, París notenía nada que temer.

La agitación de los alcaldes.

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La única agitación procedía de los alcaldes. El 23,autorizados por Thiers, nombraban comandante dela guardia nacional al frenético de la sesión del21, almirante Saisset, agregando a él a Langlois ySchoelcher, que se esforzaban por atraer gente a laplaza de la Bolsa, donde estaba, según decían, laúnica caja legal. Acudieron unos cuantoscentenares de hombres de mucho orden, a cobrar,no a luchar. Los propios jefes comenzaban adividirse. Algunos furiosos —Vautrain, Dubail,Denormandie, Degouve-Denuncques, Héligon,antiguo miembro de la Internacional, admitidodesde el 4 de setiembre en las cocinas burguesas yfurioso del orden como todos los renegados—hablaban de arrasarlo todo. La mayoríainclinábase a una conciliación, sobre todo desdeque varios diputados y adjuntos, Milliere, Malon,Dereure, Jaclard, etc., al separarse de la reunión,habían acusado su perfil reaccionario. A algunosalcaldes se les metió en la cabeza preparar a losrurales con una escena enternecedora.

El 23 fueron a Versalles, en el momento en que la

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Asamblea, recobrando valor, hacía un llamamientoa las provincias para marchar sobre París.Solemnemente, aparecieron en la tribunapresidencial, cruzadas al pecho las bandas. Laizquierda aplaude, grita: «¡Viva la República!»Los alcaldes recalcan más aún su actitud. Laderecha y el centro: «¡Orden! ¡Viva Francia!», yamenazan con el puño a los diputados de laizquierda, que responden: «¡Insultáis a París!» Losrurales: «¡Vosotros insultáis a Francia!» Su amigoGrévy se cubre, se levanta la sesión. Por la tarde,un diputado-alcalde, Arnaud de l'Ariege, lee en latribuna la declaración que sus colegas habíantraído, y termina: «Estamos en vísperas de unaespantosa guerra civil. No hay más que un mediode evitarla: que la elección del general en jefe dela guardia nacional se señale para el 28; la delConsejo Municipal, para el 3 de abril». Este deseofue a enterrarse en las oficinas.

Los alcaldes volvieron a París indignadísimos.París estaba ya muy irritado por un despacho en elque Thiers anunciaba a las provincias que los ex

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ministros bonapartistas Rouher, Chevreau,Boitelle, detenidos por el pueblo de Boulogne,habían sido protegidos, y que el mariscalCanrobert, cómplice de Bazaine, acababa de llegara Versalles a ofrecer sus servicios al gobierno.Hubo un súbito viraje en los periódicos de losburgueses republicanos. Aflojaron los ataquescontra el Comité Central. Los moderadosempezaron a temerlo todo de Versalles.

El Comité Central supo aprovechar esta corriente.Acababa de conocer la proclamación de laComuna en Lyon, y el 24 habló sin ambages:»Algunos batallones, extraviados por jefesreaccionarios, han creído que debían entorpecernuestro movimiento. Alcaldes, diputados,olvidadizos de su mandato, han alentado esaresistencia. Nosotros contamos con vuestro valorpara llegar hasta el fin. Se nos objeta que laAsamblea promete, para un plazo que no sedetermina, la elección comunal y la de nuestrosjefes, y que, por tanto, nuestra resistencia notiene por qué prolongarse. Hemos sido

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engañados demasiadas veces para no serloahora; la mano izquierda recogería lo quehubiera dado la mano derecha. Ved lo que hahecho ya el gobierno. Acaba de lanzar en laCámara, por boca de Jules Favre, el másespantoso llamamiento a la guerra civil, a ladestrucción de París por las provincias, y viertesobre nosotros las calumnias más abominables».

Después de hablar, el Comité obró, nombró a tresgenerales: Brunel, Duval y Eudes. Habíaencerrado a Lullier, borracho perdido, que,asistido por un estado mayor de intrigantes, DuBisson, Ganier d'Abin, había dejado salir de París,la víspera, con armas y bagajes, a todo unregimiento acampado en el Luxembourg. Faltópoco para que sirviese al Comité Central elgeneral Cremer, brillante oficial del ejército delos Vosgos, que había llegado al Hótel-de-Villepara reclamar la libertad del general Chanzy y fueaclamado por la multitud.40

Los generales se anunciaron vigorosamente: «Ya

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no es tiempo de parlamentarismos... Es precisoobrar... París quiere ser libre. Todo el que noesté con nosotros está contra nosotros. La granciudad no permite que se turbe impunemente elorden público».

Advertencia directa al campo de la Bolsa, que sedesguarnecía considerablemente. Cada sesión deVersalles traía nuevas deserciones. Las mujeresiban a buscar a sus maridos y les decían: «Estáteen paz». Los oficiales bonapartistas, que estabanpasando ya de la raya, tenían fastidiada a la gente.El programa de los alcaldes —completa sumisióna Versalles— desalentaba a la burguesía media. Elestado mayor de este ejército en desbandada fueestúpidamente alojado en el Grand-Hótel. Allíresidía el trío de chiflados: Saisset, Langlois,Schoelcher, que de la confianza extremada habíanpasado a un gran desaliento. Al más chocho deellos, Saisset, se le ocurrió anunciar que laAsamblea había concedido el reconocimientocompleto de las franquicias municipales, laelección de todos los oficiales de la guardia

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nacional, incluso el general en jefe, la introducciónde modificaciones en la ley sobre vencimientos, unproyecto de ley sobre alquileres, favorable a losinquilinos. Este infundio no podía engañar a nadiemás que a Versalles.

Había que acabar de una vez. El Comité Centraldio a Brunel encargo de apoderarse de lasalcaldías de los distritos primero y segundo.Brunel, con seiscientos hombres de Belleville, dospiezas de artillería y acompañado de dosdelegados del Comité, Lisbonne y Protot, sepresentó a las tres en la alcaldía del Louvre. Lascompañías del orden adoptan una actitud deresistencia; Brunel hace avanzar sus cañones. Leabren paso. Declara a los adjuntos Méline yEdmond Adam que el Comité desea celebrar laselecciones en el plazo más breve. Los adjuntos,intimidados, hacen pedir a la alcaldía del segundolicencia para entrar en tratos. Dubail responde quepueden prometerse las elecciones para el 3 deabril. Brunel exige la fecha del 30; los adjuntosceden. Los guardias nacionales de los dos campos

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saludan este acuerdo con entusiasmo, y, mezcladosunos con otros, se dirigen a la alcaldía del segundodistrito. A su paso se engalanan las ventanas, lesacompañan los aplausos. En la calle Montmartre,algunas compañías de la Bolsa quieren cortarles elpaso. La gente grita: ¡está hecha la paz! En laalcaldía del segundo distrito, Dubail, Vautrain,Schoelcher se niegan a ratificar la convención.Pero los miembros de la reunión la aceptan; uninmenso clamor de júbilo saluda la noticia. Losbatallones populares, saludados por los batallonesburgueses, desfilan por la calle Vivienne y por losbulevares, arrastrando sus cañones en quecabalgan los chicos de la calle, con ramas verdesen las manos.

El Comité Central no podía abandonarse a estaconfianza. Había aplazado por dos veces laselecciones, y los batallones federados, en piedesde el 18, estaban realmente extenuados.Ranvier y Arnold fueron por la noche a la alcaldíadel segundo distrito a ratificar la fecha del 26.Algunos alcaldes y adjuntos que no perseguían

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otro fin, como confesaron después, que dar tiempoa que Versalles se armase, alzaron el grito con laacusación de mala fe. «El ciudadano Brunel —lesrespondió Ranvier— no ha recibido más ordenque la de ocupar las alcaldías». La discusión fuemuy viva. Arnold y Ranvier se retiraron a las dosde la mañana, dejando a los más intransigentes quecalculasen las probabilidades de una resistencia.El irreprimible Dubail redactó un llamamiento alas armas, lo mandó imprimir, pasó la noche con elfiel Héligon, transmitiendo órdenes a los jefes debatallones, y mandó meter las ametralladoras en elpatio de la alcaldía.

Mientras sus amigos se obstinaban en laresistencia, los rurales creíanse traicionados. Cadavez más nerviosos, privados de sus comodidades,acampaban en los pasillos del Cháteau, abiertos alos vientos y al pánico. Las idas y venidas de losalcaldes les irritaban; la proclama de Saisset lesexasperó. Creyeron que Thiers coqueteaba con losrevoltosos, que el pequeño burgués, como élmismo se llamaba hipócritamente, quería jugar con

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los monárquicos, con París; que, como él era lapalanca, pretendía moverlos a su antojo. Hablabande nombrar general en jefe a uno de los Orleans,Joinville o D'Aumale. El complot podía estallar enla sesión de la tarde, a la que debía llegar laproposición de los alcaldes. Thiers se adelantó aellos, les suplicó que aplazasen toda discusión,dijo que una frase desacertada podía hacer corrertorrentes de sangre. Grévy escamoteó la sesión endiez minutos; el rumor del complot no pudo serahogado.

La agitación quebrantada.

El sábado era el último día de la crisis. El Comitéo los alcaldes tenían que ser destrozados. ElComité anunció aquella misma mañana: »Hemosofrecido lealmente a los que nos combatían unamano fraternal, pero el traslado de las

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ametralladoras de la alcaldía del distritosegundo nos obliga a mantener nuestraresolución. La votación se celebrará el domingo26 de marzo». París, que creía la pazdefinitivamente sellada y que por primera vez encinco días había dormido tranquilo. Se disgustósobremanera al ver que los alcaldes volvían a lasandadas. La idea de las elecciones se habíainfiltrado en todos los medios; muchos periódicosse unían a ella, incluso los mismos que habíanfirmado la protesta del 21. Nadie comprendía quese batallase por una fecha. Una irresistiblecorriente de fraternidad arrastraba a la ciudad. Elgrupo de doscientos o trescientos bolsistas quehabían permanecido fieles a Dubain, sufríacontinuas bajas, dejando al almirante Saisset quehiciese llamamiento desde el desierto del Grand-Hótel. Los alcaldes no tenían ya ejército cuandoRanvier y Arnold volvieron, hacia las diez de lamañana, a recoger su última palabra. Schoelcher,siempre áspero, se mantenía firme. Llegandiputados que traen de Versalles el rumor delnombramiento del duque D'Aumale como teniente

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general. La mayoría ya no se contuvo y accedió aque se convocase a los electores para el domingo26. Se redactó un pasquín que habían de firmarparte de los alcaldes y diputados y, por el ComitéCentral, sus delegados Ranvier y Arnold. ElComité Central quiso firmar en masa y,modificando ligeramente el preámbulo, hizoconstar: «El Comité Central, al que se han unidolos diputados de París, los alcaldes y losadjuntos, convoca..». Con este motivo, algunosalcaldes se levantaron a protestar: «Eso no es loconvenido. Nosotros habíamos dicho: losdiputados, los alcaldes, los adjuntos y losmiembros del Comité Central». Y, exponiéndose areavivar las cenizas, protestaron con unaproclama. El Comité, sin embargo, podía decir:«al que se han unido», puesto que él no habíacedido absolutamente en nada. Estas humaredas dediscordia fueron ahogadas en el abrazo de París.El almirante Saisset licenció a los cuatro hombresque le quedaban. Tirard invitó a los electores avotar. Thiers le había dado la consigna aquellamisma mañana: «No prolonguéis una resistencia

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inútil; estoy reorganizando el ejército. Espero queantes de quince días o tres semanas tendremossuficientes fuerzas para libertar a París.»

Solamente cinco diputados firmaron el pasquín:Lockroy, Floquet, Clemenceau, Tolain, Greppo. Elgrupo de Louis Blanc ya no salía de Versalles.Aquellas mujerzuelas que se habían pasado la vidacantando a la Revolución, en cuanto la vieronerguirse huyeron espantados, como el pescadorárabe ante la aparición del Genio.

Junto a estos mandarines de la tribuna, de lahistoria, del periodismo, incapaces de encontraruna palabra, un gesto de vida, nos encontramos conlos hijos de la masa, anónimos, rebosantes devoluntad, de savia, de elocuencia. Su proclama dedespedida fue digna de su advenimiento: «Noperdáis de vista que los hombres que mejor osservirán, serán los que escojáis de entre vosotrosmismos, los que vivan vuestra propia vida, losque sufran vuestros propios dolores. Desconfiadde los ambiciosos tanto como de los recién

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llegados. Desconfiad igualmente de loscharlatanes. Evitad a aquellos a quienes hafavorecido la fortuna porque el favorito de lafortuna es Oled que esté dispuesto a mirar altrabajador como a un hermano. Concedervuestras preferencias a los que no busquenvuestros sufragios. El verdadero mérito esmodesto, y a los trabajadores correspondeconocer a sus hombres, y no a éstospresentarse».

Podían bajar «con la frente alta por las escalerasdel Hótel-de-Ville», aquellos hombres anónimosque acababan de anclar en puerto la Revolucióndel 18 de marzo. Nombrados únicamente paradefender la República, lanzados a la cabeza de unaRevolución sin precedentes, habían sabido resistira los impacientes, contener a los reaccionarios,restablecer los servicios públicos, alimentar aParís, hacer fracasar todas las añagazas,aprovechar todos los errores de Versalles y de losalcaldes; y, acosados por todas partes, bordeandoa cada minuto la guerra civil, negociar, obrar en el

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momento y en el lugar necesario. Habían sabidodar a luz la idea del día, limitar su programa a lasreivindicaciones municipales, llevar a lapoblación entera a las urnas. Habían implantado unlenguaje vigoroso, fraternal, desconocido de lospoderes burgueses.

Y eran gente desconocida; casi todos elloshombres de educación deficiente, algunosexaltados. Pero el pueblo pensó con ellos, lesenvió los alientos de inspiración que hicierongrande a la Comuna del 92 y 93. París fue lahoguera; el Hótel-de-Ville, la llama. En aquelmismo Hótel-de-Ville en que unos ilustresburgueses habían ido acumulando traiciones sobrederrotas, unos recién llegados encontraron lavictoria por haber escuchado a París.

Que sus servicios les absuelvan de haber dejadosalir al ejército, a los funcionarios, y ocupar denuevo el monte Valérien. Se dice que hubierandebido marchar el 19 o el 20 sobre Versalles. LaAsamblea, al primer grito de alerta, hubiera

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escapado a Fontainebleau con el ejército, con laadministración, con la izquierda, con todo lo quehacía falta para embaucar, y gobernar a lasprovincias. La ocupación de Versalles no hubierahecho más que cambiar de sitio al enemigo; nohubiese durado mucho; los batallones popularesestaban demasiado mal preparados para dominaral mismo tiempo a París y a esta villa abierta.

En todo caso, el Comité Central dejaba tras de síuna sucesión franca y medios sobrados paradesarmar al enemigo.

CAPÍTULO X

Proclamación de la Comuna.

Una parte considerable de la población y de laguardia nacional de París solícita el concurso de

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los departamentos para el restablecimiento delorden.

Circular de Thiers a los prefectos (27 de marzodel 71).

Esta semana, iniciada con un golpe de fuerzacontra París, terminaba con el triunfo de éste. Cadadía le había hecho avanzar más en la posesión desu idea. ParísComuna recobraba su papel decapital, volvía a ser el iniciador nacional. Pordécima vez desde el 89, los trabajadores volvían aponer a Francia en el camino recto.

La bayoneta prusiana acaba de sacar a luz anuestro país tal como lo habían dejado ochentaaños de dominación burguesa: un Gulliver amerced de unos enanos. Llegaba París, cortaba losmillares de hilos que ataban al país al suelo,devolvía la circulación a sus miembros atrofiados,decía: «Que cada fragmento de la nación posea engermen la vida de la nación entera».

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La unidad de la colmena. y no la del cuartel. Lacélula orgánica de la República francesa es elmunicipio, la comuna.

El Lázaro del Imperio, del sitio, resucitaba.Después de sacudir la nube de su cerebro, dearrancarse las trabas, iba a empezar una nuevaexistencia, a vivir con su cabeza, con suspulmones, a tender una mano fraternal a todos losmunicipios franceses regenerados. Losdesesperados del último mes estaban radiantes deentusiasmo. Las gentes se abordaban sinconocerse, hermanados por la misma voluntad, porla misma fe, por el mismo amor.

El domingo 26 de marzo es un verdadero retoñar.París respira como si saliese de las tinieblas o deun gran peligro. En Versalles, las calles presentanun aspecto lúgubre; los gendarmes tienen tomadala estación, exigen brutalmente los papeles a losviajeros, confiscan los periódicos parisienses,detienen a la gente por la menor palabra desimpatía hacia la Ciudad. En París, la entrada es

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libre. Las calles hierven de vida, de bullicio loscafés; el mismo golfillo vocea el «París-Journal» y«La Commune». Los ataques contra el Hótel-de-Ville, las protestas de algunos amargadososténtanse junto a los pasquines del ComitéCentral. El pueblo no está ya encolerizado, porqueya no tiene miedo. La papeleta de voto hasustituido al fusil. El proyecto de Picard noconcedía a París más que sesenta concejales, trespor distrito, cualquiera que fuese el censo depoblación; los ciento cincuenta mil habitantes deldistrito once no tenían una representaciónnumérica mayor que el dieciséis, que contaba concuarenta y cinco mil habitantes. El Comité Centraldecretó que habría un concejal por cada veinte milelectores y por fracción de diez mil —noventa entotal—. Las elecciones habrían de hacerseateniéndose a los planos electorales de febrero del71 y conforme al procedimiento ordinario; pero elComité había expresado el deseo de que en loporvenir se considerase el voto nominal como elmás adecuado a los principios democráticos. Lossuburbios lo comprendieron así, y votaron con

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papeleta abierta. Los electores del barrio de Saint-Antoine desfilaron por la plaza de la Bastilla encolumna, con la papeleta en el sombrero, y fuerona las secciones en el mismo orden.

La adhesión, la convocatoria de los alcaldes hizovotar a los barrios burgueses. Las eleccionespasaban a ser legales, puesto que los apoderadosdel gobierno habían consentido en ellas. Votarondoscientos veintisiete mil, muchos más,relativamente, que en las elecciones de febrero. YThiers telegrafiaba: «Los ciudadanos amigos delorden se han abstenido de acudir a laselecciones». Escrutinio sincero de un pueblo libre.Ni policía, ni intrigas a la entrada de los colegios.«Las elecciones se harán hoy sin libertad»,telegrafiaba, además, Thiers. La libertad fue hastatal punto absoluta, que muchos de los adversariosdel Comité Central salieron elegidos, y otrosconsiguieron minorías muy nutridas —LouisBlanc, 5.600 votos; Vautrain, 5.133, etc.—, sinque hubiera una sola protesta.

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Los periódicos moderados elogiaban incluso elartículo de «L'Officiel», que exponía la misión dela futura Asamblea comunal: «Ante todo, tendráque definir sus poderes, que delimitar susatribuciones... La primera obra habrá de ser ladiscusión y redacción de la Carta... Hecho esto,tendrá que ocuparse de los medios de hacerreconocer y garantizar por el poder central esteestatuto de la autonomía municipal». Estaclaridad, esta discreción, la moderación quecaracterizaba los actos oficiales, acababan porganarse la voluntad de los más refractarios.Únicamente Versalles no cejaba en susimprecaciones. El 27, Thiers decía desde latribuna: «No, Francia no dejará que triunfen en suseno los miserables que quieren bañarla ensangre».

«¡Viva la Comuna!»

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Al día siguiente, doscientos mil miserables deéstos fueron al Hótel-de-Ville a instalar en él a loshombres elegidos por ellos. Los batallones, atambor batiente y con la bandera coronada por elgorro frigio, con una cinta roja en el fusil,engrosado su número por los soldados, artilleros ymarinos fieles a París, bajaron por todas las calleshacia la plaza de Greve, como afluentes de un ríogigantesco. En medio de la fachada del Hótel-de-Ville, adosado a la puerta central, se había alzadoun gran estrado. El busto de la República, terciadala bandera roja, resplandeciente de rojos haces,domina y protege a la muchedumbre. Inmensasbanderolas, en el frontón y en la torre del edificio,restallan enviando su saludo a Francia. Cienbatallones alinean delante del Hótel-de-Ville susbayonetas, a las que el sol arranca destellos. Losque no han podido entrar en la plaza se extiendenhacia los muelles, por la calle Rivoli, por elbulevar Sebastopol. Las banderas apiñadasdelante del estrado, rojas, en su mayor parte,algunas tricolores, todas con cintas rojas,simbolizan el advenimiento del pueblo. Mientras

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los batallones se alinean, estaban los cantos, lamúsica entona la Marsellesa, el Chant du Départ,los clarines tocan a carga, en el muelle truena uncañón de la Comuna del 92.

Se interrumpe el barullo, la gente escucha. Losmiembros del Comité Central y de la Comuna, conuna banda roja colgando como un collar sobre elpecho, acaban de aparecer en el estrado. Ranvier:«El Comité Central entrega sus poderes a laComuna. Ciudadanos, tengo el corazón demasiadohenchido de alegría, para poder pronunciardiscursos. Permitidme tan sólo que glorifique alpueblo de París por el gran ejemplo que acaba dedar al mundo». Un miembro del Comité Central,Boursier, hermano del muchacho muerto en lacalle Tiquetonne el año 51 («el niño recibió dosbalas en la cabeza»), proclama a los concejaleselectos. Resuenan los tambores. Las músicas,doscientas mil voces entonan de nuevo laMarsellesa, no quieren más discurso que ése.Apenas si Ranvier, en un intervalo, puedeexclamar: «¡Queda proclamada la Comuna en

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nombre del pueblo!»

Un solo grito, en el que se funde toda la vida delos doscientos mil pechos, responde: «¡Viva laComuna!» Los kepis danzan en la punta de lasbayonetas, las banderas azotan el aire. En lasventanas, en los tejados, millares de manos agitanpañuelos. Los precipitados disparos de loscañones, las músicas, los clarines, los tambores,se funden en formidable comunión. Los corazonessaltan, en los ojos brillan las lágrimas. Nunca,desde la Federación de 1790, se vieron tanfuertemente sacudidas las entrañas de París; lospeores hombres de letras, al describir esta escena,experimentan un instante de fe.

El desfile fue hábilmente dirigido por Brunel, quesupo hacer entrar los batallones de fuera, queardían en deseos de aclamar a la Comuna. Ante elbusto de la República, las banderas se inclinaban,los oficiales saludaban con el sable, los hombreslevantaban sus fusiles. Las últimas filas noacabaron de pasar hasta las siete.

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Los agentes de Thiers volvieron consternados:«¡Allí se congregaba lo que se dice todo París!»El Comité Central pudo exclamar con entusiastagratitud: «Hoy abría París por una página enblanco el libro de la historia, y escribía en esapágina su nombre poderoso... Que los espías deVersalles que rondan en torno a nosotros vayan adecir a sus amos cuáles son las vibraciones quesalen del pecho de toda una población. Que leslleven la imagen del espectáculo grandioso de unpueblo que recobra su soberanía».

Este resplandor hubiera iluminado a los ciegos.Doscientos veintisiete mil votantes, doscientos milhombres que no tenían más que un grito, no eran unComité oculto, un puñado de facciosos y debandidos, como se venía diciendo desde hacíadiez días. Había allí una fuerza inmensa puesta alservicio de una idea perfectamente definida: laindependencia comunal. Fuerza inapreciable enesta hora de anemia universal, hallazgo tanprecioso como la brújula librada del naufragio,que salva a los supervivientes.

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Hora única en esta historia. La unión de nuestraaurora renace. La misma llama caldea las almas,suelda la pequeña burguesía al proletariado,enternece a la clase media. En estos momentos,puede un pueblo refundirse.

Liberales, si habéis pedido la descentralización debuena fe; republicanos, si habéis comprendido porqué junio engendró a diciembre, si queréis que elpueblo sea dueño de sí mismo, oíd la nueva voz,orientad la vela hacia este viento de renacimiento.

¿Que amenaza el prusiano? ¡Qué importa! ¿No esmás grande forjar el arma a la vista del enemigo?Burgueses, ¿no fue ante el enemigo donde vuestroantecesor, Etienne Marcel, quiso rehacer aFrancia? Y la Convención, ¿no maniobró bajo elsoplo de la tempestad?

¿Mas, qué es lo que responden? ¡Muera!

El rojo sol de las discordias civiles hace caer lasmáscaras y los afeites. Ahí están, unidos siempre

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corno en 1791, en 1794, en 1848, los monárquicos,los clericales, los liberales, con los puñostendidos contra el pueblo: el mismo ejército conuniformes diferentes. Su descentralización es lafeudalidad rural y capitalista; su selfgovernment,la explotación del presupuesto por ellos, comotodo el saber político de su estadista no es másque la matanza y el estado de sitio.

¿Qué poder en el mundo, después de tantos

desastres, no hubiera incubado, no hubieraadministrado avaramente este depósito de fuerzasinesperadas?

Ellos, al ver este París capaz de alumbrar unmundo nuevo, este corazón henchido de la mejorsangre de Francia, no tuvieron más que una idea:sangrar a París.

CAPÍTULO XI

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La Comuna en Lyon, en Saint-Etienne, en LeCreussot.

Todas las partes de Francia se han unido yagrupado alrededor de la Asamblea y delGobierno.

Circular de Thiers a las provincias el 23 demarzo del 71 por la noche.

¿Qué hacían las provincias?

Vivieron primeramente fiándose de los embusterosboletines redactados por el propio Thiers,41

privadas de periódicos parisienses. Acudieronluego a las firmas del Comité, y al no ver entreellas a las gentes de la izquierda ni sus parrafadas

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democráticas, se dijeron, a su vez: ¿Quiénes sonestos desconocidos? Los republicanos burgueses,ignorando la trampa, mañosamente aguijados porla prensa conservadora, fallaron gravemente —como sus padres decían «Pitt y Cobourg» cuandono comprendían los movimientos populares—:«Estos desconocidos no pueden ser más quebonapartistas». Sólo el pueblo, únicamente él,adivinó por instinto.

Lyon.

El primer eco partió de Lyon; repercusiónnecesaria. Desde el advenimiento de la Asamblearural, los trabajadores sentíanse acechados. Losconcejales, débiles y tímidos hasta la reacciónalgunos de ellos, habían retirado la bandera roja,con el pretexto de que «la orgullosa bandera de laresistencia a todo trance no sobreviviese a la

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humillación de Francia». Esta grosera treta nohabía engañado al pueblo que, en la Guillotiere,montaba la guardia en torno a su bandera. El nuevoprefecto Valentín, ex oficial vulgarote y brutal, unaespecie de Clément Thomas, indicaba de sobra alos trabajadores qué clase de República lesestaban aderezando.

El 19 de marzo, al conocer las primeras noticias,los republicanos lyoneses se ponen en pie y noocultan sus simpatías por París. Al día siguiente,Valentín redacta una proclama provocadora,secuestra los periódicos parisienses, se niega adar cuenta de los partes recibidos. El 21, en elConsejo Municipal, varios se indignan, y uno dice:«Tengamos el valor de ser la Comuna de Lyon».El 22, a mediodía, ochocientos delegados de laguardia nacional se reúnen en el palacio Saint-Pierre. Un ciudadano que llega de París explica elmovimiento. Muchos quieren declararseinmediatamente en contra de Versalles. La reuniónacaba enviando al Hótel-de-Ville a pedir laampliación de las libertades municipales, al

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alcalde, jefe de la guardia nacional, que asume,además, las funciones de prefecto.

En el Ayuntamiento, el alcalde Hénon, uno de losCinco bajo el Imperio, combate toda resistenciarespecto de Versalles. El alcalde de la Guillotiere,Crestin, pedía que, por lo menos, se protestase.Hénon amenazaba con presentar la dimisión siseguían por ese camino, y proponía que sedirigiesen al prefecto, que en ese mismo momentoconvocaba a los batallones reaccionarios. Llegan,mientras tanto, los delegados del palacio Saint-Pierre. Hénon los recibe mal. Las diputaciones sesuceden, síguense las negativas. Entretanto, losbatallones de Brotteaux y de la Guillotiere sepreparan; a las ocho, una densa multitud llena laplaza Terreaux y grita: «¡Viva la Comuna! ¡AbajoVersalles!» Los batallones reaccionarios noresponden al llamamiento del prefecto.

Una parte del Ayuntamiento vuelve a reunirse ensesión a las nueve, mientras la otra, con Hénon,hace frente a los delegados. Ante una respuesta del

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alcalde, que no admite ya esperanzas, losdelegados invaden la sala del Ayuntamiento. Lamultitud, advertida, irrumpe en el Hótel-de-Ville.Los delegados se instalan en la mesa del Consejo ynombran alcalde de Lyon a Crestin. Éste se niega,hace ver que la dirección del movimientocorresponde a los que han tomado la iniciativa delmismo. Tras un largo tumulto, se nombra unacomisión comunal, a la cabeza de la cual estáncinco concejales: Crestin, Durand, Bouvatier,Perret y Velay. Los delegados hacen venir aValentín y le preguntan si está a favor deVersalles. Responde que su proclama no dejalugar a dudas; queda detenido. Es la Comuna;disolución del Ayuntamiento, destitución delprefecto, del general de la guardia nacional,sustituido por Riccioti Garibaldi, indicado paraeste cargo por su nombre y por sus servicios en elejércitos de los Vosgos. Estas resoluciones,anunciadas a la multitud, son aclamadas. Labandera roja vuelve a ondear en el balcónprincipal.

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Desde las primeras horas del día 23, los cincoconcejales nombrados la víspera se vuelven atrás,y los insurrectos tienen que presentarse solos enLyon y en las ciudades vecinas: »La Comuna —dicen— debe mantener para Lyon el derecho aestablecer y percibir sus impuestos, a formar supolicía y disponer de su guardia nacional, dueñade todos los puestos y de los fuertes». Esteprograma fue ligeramente desarrollado por loscomités de la guardia nacional y de la AlianzaRepublicana. «Con la Comuna se aliviarán losimpuestos, no se derrochará el dinero público, seimplantarán las instituciones sociales ansiadaspor los trabajadores. No pocas miserias ysufrimientos serán aliviados hasta que hagamosdesaparecer la odiosa plaga social delpauperismo». Proclamas insuficientes, sinconclusiones, mudas respecto al peligro que corríala República, acerca de la conspiración clerical,únicas palancas capaces de sublevar a la pequeñaburguesía.

La comisión se encontró en seguida aislada. Había

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podido tomar el fuerte de Charpennes, acumularcartuchos, disponer cañones y ametralladoras entorno al Hótel-de-Ville. Los batallones populares,con excepción de dos o tres, se habían retirado sindejar un piquete, y la resistencia se ibaorganizando. El general Crouzat reclutaba en laestación a los soldados, marinos y movilizadosdiseminados por Lyon. Hénon nombraba generalde la guardia nacional a Bouras, antiguo oficial delejército de los Vosgos; los oficiales de losbatallones del orden protestaban contra la Comunay se ponían a las órdenes del Consejo Municipalconstituido en el gabinete del alcalde, a dos pasosde la comisión, Esta, en el colmo de laperplejidad, invitó al Consejo a que volviera aocupar el Salón de sesiones. El Consejo llegó alas cuatro. La comisión le cedió el sitio, ocupandolos guardias nacionales la parte reservada alpúblico. De haber habido un poco de vigor enaquella clase media, alguna previsión de losfurores conservadores, los concejalesrepublicanos hubieran encabezado el impulsopopular. Pero unos constituían esa aristocracia

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comercial que desprecia a los pobres; otros erande esos orgullosos que pretenden administrar a lostrabajadores, no emanciparlos. Mientrasdeliberaban sin atinar a resolver nada, losguardias nacionales les lanzaron algunosapóstrofes. Se ofendieron, y levantaronbruscamente la sesión para ir a redactar unaproclama con Hénon.

Por la noche, Amouroux y dos delegados delComité Central de París llegaron al Club de lacalle Duguesclin. Fueron llevados al Hótel-de-Ville, desde cuyo balcón principal arengaron a lamultitud. Esta respondió: «¡Viva París! ¡Viva laComuna!» El nombre de Riccioti fue tambiénaclamado.

Los delegados, jóvenes sin ninguna experiencia dela política y de las provincias, no podían dar vidaa aquel movimiento. El 24 no quedaban en la plazaTerreaux más que algunos grupos de curiosos. Loscuatro grandes periódicos de Lyon «repudiabanenérgicamente toda connivencia con las

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insurrecciones parisienses, lyonesas ocualesquiera que fuesen». El general Crouzatpropalaba el rumor de que los prusianos,acampados en Dijon, amenazaban con ocupar Lyonen veinticuatro horas si no se restablecía el orden.La comisión, cada vez más desconcertada, sevolvió otra vez hacia el Consejo Municipal queresidía en la Bolsa, y propuso abandonarle laadministración. «¡No, dijo el alcalde, noaceptaremos jamás la Comuna!» Y, como estabananunciados los guardias móviles de Belfort, elConsejo decidió hacerles un solemne recibimiento.

Las negociaciones habían durado toda la tarde yparte de la noche. Poco a poco, se desguarnecía elHótel-de-Ville. A las cuatro de la mañana noquedaban más que dos de los miembros de lacomisión; se retiraron, relevando a los centinelasque guardaban al prefecto. Por la mañana, Lyon seencontró con que su Comuna se había desvanecido.

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Saint-Etienne.

La misma noche en que se extingue en Lyon, elmovimiento estalla en Saint-Etienne. Desde el 31de octubre, en que faltó poco para proclamaroficialmente la Comuna, los socialistas no habíancesado de reclamarla, no obstante la resistencia ylas amenazas del Consejo Municipal.

Había dos focos republicanos: el Comité de laGuardia Nacional, empujado por el clubrevolucionario de la calle de la Vierge, y laAlianza Republicana, que agrupaba a losrepublicanos avanzados. El Consejo Municipalestaba formado, con dos o tres excepciones, poresos republicanos que no saben resistir al pueblomás que para hacerse destrozar por la reacción. ElComité y la Alianza coincidían en pedir larenovación del Consejo.

El 18 de marzo entusiasmó a los obreros. El

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órgano radical, «L'Eclaireur» decía: «Si laAsamblea domina, se acabó la República; si, porotra parte, los delegados de París se separan delComité Central, es que tienen muy buenas razonespara ello». El pueblo se lanzó de frente. El 23, elClub de la calle de la Vierge envió sus delegadosal Hótel-de-Ville a pedir la implantación de laComuna. El alcalde prometió exponer la cuestión asus colegas. La Alianza pidió que se uniesen alConsejo cierto número de delegados.

El 24 volvieron las delegaciones. El Consejoanunció que presentaba la dimisión y que seguirlatrabajando hasta que fuese sustituido por loselectores, a quienes se convocaría en breve plazo.El mismo día, el prefecto interino, Morellet,conjuraba a la población a que no proclamase laComuna, a que respetase la autoridad de laAsamblea. A las siete de la tarde, una compañíade guardias nacionales revelaba a la guardia a losgritos de «¡Viva la Comuna!» El Comité Centralpidió a la Alianza que se le uniese para tomar elHótel-de-Ville. La Alianza se negó, dijo que

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bastaba la promesa del Consejo, que losmovimientos de París y de Lyon no eran claros,que era preciso afirmar el orden y la tranquilidadpúblicos.

Durante estas negociaciones, el Club de la Viergeacusaba de debilidad a sus primeros delegados,decidía enviar otros, y los acompañaba para queno pudiesen flojear. A las diez, dos columnas decuatrocientos hombres se presentan ante las verjasdel Hótel-de-Ville, cerrado por orden del nuevoprefecto, L'Espée, autócrata de fábrica, quellegaba muy decidido a reducir a los turbulentos.La multitud destroza la verja, hasta que entran losdelegados, que piden la Comuna y, mientras tanto,el nombramiento de una comisión popular. Elalcalde se niega. Morellet se empeña en demostrarque la Comuna es una invención prusiana.Desesperando de convertir a los delegados, va aavisar a L'Espée —la prefectura está en la alcaldía— y los dos, escurriéndose por el jardín, corren aunirse al general Lavoye, que manda la división.

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A media noche, los delegados, que no habíanconseguido nada, decidieron que nadie abandonaseel Hótel-de-Ville y fueron a decir a losmanifestantes que les avisasen de cualquiernovedad que hubiese. Unos fueron a buscar armas,otros penetraron en la sala de los sensatosmunícipes, donde celebraron una reunión. Losdelegados, que acababan de saber el fracaso deLyon, vacilaban. El pueblo, quería que se tocase allamada. El alcalde se negó. A las siete encontróuna salida y prometió proponer un plebiscito sobreel establecimiento de la Comuna. Un delegadoleyó esta declaración al pueblo, que abandonóinmediatamente el Hótel-de-Ville.

En este mismo momento, L'Espée tuvo la felizocurrencia de hacer tocar la llamada que el puebloreclamaba desde media noche. Reunió a algunosguardias nacionales del orden, entró en el Hótel-de-Ville, completamente evacuado, y gritó victoriaen una proclama. El Consejo Municipal acudió acomunicarle el acuerdo tomado por la mañana;L'Espée se negó a señalar fecha para las

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elecciones; el general le había prometido el apoyode la guarnición.

A las once de la mañana, la llamada del prefectoreunió a los batallones populares. Algunos gruposgritan ante el Hótel-de-Ville: «¡Viva la Comuna!»De l'Espée hace venir a su tropa; doscientoscincuenta soldados de infantería y dos escuadronesde húsares que llegan, haciéndose los remolones.La multitud los rodea, el Consejo Municipalprotesta; el prefecto tiene que mandar a lossoldados retirarse. No quedan frente a la multitud,en el Hótel-de-Ville, más que una fila debomberos y dos compañías, de las que sólo una esdel orden.

A eso de mediodía, una delegación exige delConsejo Municipal que cumpla su promesa. Losconsejeros presentes —muy pocos— consentiríanen que se les uniesen dos delegados por compañía.De l'Espée rechaza toda concesión. A las cuatro,se presenta una delegación del comité de laguardia nacional, muy numerosa. El prefecto no

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quiere admitirla; habla de atrincherarse, de blindarlas verjas. Los bomberos apuntan a tierra susarmas, dejan el paso libre a los que llegan, y Del'Espée se ve obligado a recibir algunosdelegados.

Fuera, la multitud se irrita ante estasnegociaciones. A las cuatro y media llegan losobreros de la manufactura de armas. De una de lascasas de la plaza parte un disparo, y mata a unobrero de las pasamanerías, llamado Lyonnet.Responden cien disparos, redobla el tambor,suenan los clarines, los batallones se lanzan haciael Hótel-de-Ville, mientras se registra la casa dedonde se cree que ha partido la agresión.

Al ruido de estos disparos, el prefecto rompe laconferencia y emprende de nuevo su fuga de lanoche antes. Se equivoca de pasillo; le reconoceny le detienen, lo mismo que al sustituto delprocurador de la República, en unión del cual lollevan a la sala grande y lo sacan al balcón. Lamultitud le abuchea, convencida de que ha sido él

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quien ha ordenado disparar contra el pueblo. Unguardia nacional del orden. Ventavon, trata desalir de la alcaldía, la gente le toma por el matadorde Lyonnet y lo pasean en las parihuelas que hanservido para llevar el cadáver al hospital.

El prefecto y el sustituto se quedan en la salagrande, caldeada como un horno. Se acusa aL'Espée de haber mandado disparar el año antescontra los mineros de Aubin. Protesta; él no hadirigido esas minas, sino las de Archambault. Seexige de él que proclame la Comuna o que dimita.De l'Espée se resiste, discute. Poco a poco, lamultitud, cansada, se retira. A las ocho, sóloquedan en la sala una docena de guardias, y lospresos toman algún alimento. El presidente de lacomisión que se organiza en una sala vecina,viendo que todo está tranquilo, se retira. A lasnueve vuelve la multitud. Renace la cólera. Elpueblo le grita al prefecto: «¡La Comuna! ¡LaComuna! ¡Qué firme!» De l'Espée se ofrece afirmar, con tal de que se le deje añadir que ha sidoobligado a ello. Estaba con el sustituto, en manos

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de dos exaltados, Victoire y Fillon: este último,antiguo proscrito, cerebro desequilibrado, tanpronto se volvía contra la multitud como contra losprisioneros. A las diez se produce una algarada;Fillon se vuelve, hace dos disparos de revólver, alazar, mata a su amigo Victoire y hiere a un tambor.Instantáneamente, los guardias se echan los fusilesa la cara; Fillon y De l'Espée caen muertos. Elsustituto, cubierto por el cuerpo de Fillon, haescapado a la descarga. Al día siguiente fue puestoen libertad, al igual que Ventavon.

Durante la noche, se constituyó una comisión —formada por oficiales de la guardia nacional y porlos oradores del Club de la Vierge— que hizoocupar la estación, se apoderó del telégrafo, de loscartuchos, del polvorín, y convocó a los electorespara el día 29. »La Comuna —dijo— no es ni elincendio, ni el robo, ni el saqueo, como muchosse complacen en repetir, sino la conquista de laslibertades y de la independencia que nos habíanarrebatado las legislaciones imperial ymonárquica; es la verdadera base de la

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República». En aquella colmena obrera, al lado delos mineros de la Ricamarie y de Firminy, no sededicaba ni una sola palabra a la cuestión social.La comisión no supo más que tocar a llamada, queno dio resultado.

Al día siguiente, domingo, la tranquila ciudad leíalos pasquines de la Comuna, pegados junto a losllamamientos del general y del procurador. Elgeneral pedía al Consejo Municipal que retirase sudimisión; fue a decir a los concejales refugiadosen su cuartel: «Mis soldados no quieren batirse,pero yo tengo mil fusiles. Si quieren ustedesservirse de ellos, ¡adelante!» El Consejo nodescubrió en sus miembros ninguna aptitud militar,y, al mismo tiempo, como en Lyon, se negó aenviar a nadie al Hótel-de-Ville, «puesto que no sedebe tratar más que con gentes honradas».

El 27, la Alianza y L'Eclaireur se separaron porcompleto. La comisión se dislocó. Por la noche,los pocos fieles que quedaban recibieron a dosjóvenes enviados de Lyon por Amouroux.

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Hablaron de resistencia, y el Hótel-de-Ville quedólimpio de defensores. El 28, a las seis de lamañana, no había más que un centenar de hombrescuando el general Lavoye se presentó con losfrancotiradores de los Vosgos y algunas tropas quehabían llegado de Montbrison. Se envió unparlamentario a los guardias nacionales, a los queconjuró a que depusiesen las armas, con el fin deevitar la efusión de sangre. Consintieron enevacuar la alcaldía.

Siguiéronse numerosas detenciones. Losconservadores contaron que entre los matadoresdel prefecto se habían visto caníbales. Su sucesor,Ducros, el autor de los puentes demasiado cortosdel Mame, que fue más tarde el famoso prefectodel Orden moral, declaró en estos términos ante lacomisión versallesa: «No se respetó su cadáver; lehicieron saltar la cabeza. Por la noche, cosaespantosa, uno de los hombres que tomó parte enel asesinato y que ha comparecido ante la justicia,fue a un café ofreciendo a los consumidoresalgunos trozos del cráneo de L'Espée, del que

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hacía crujir entre sus dientes algunos pedazos».Ducros precisaba: «Ese hombre había sidodetenido, juzgado y absuelto». Horribleimaginación que han fustigado hasta los radicalesde Saint-Etienne, bien poco simpatizantes con laComuna, en la que «L'Eclaireur» veía unmovimiento bonapartista. Los trabajadores sedieron perfecta cuenta de que estaban vencidos, yen el solemne entierro de De l'Espée, se oyeronsordas protestas.

Le Creusot.

Igual derrota de los proletarios en Le Creusot,donde, sin embargo, los socialistas administrabanla ciudad desde el 4 de septiembre. El alcalde eraDumay, antiguo obrero fabril. El 25 de marzo, antelas noticias de Lyon, se habló de proclamar laComuna. El 26, los guardias nacionales, al ser

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revistados gritaron: «¡Viva la Comuna!» y lamultitud les acompañó hasta la plaza delAyuntamiento, ocupada por el coronel decoraceros Gerhardt, Este da orden de hacer fuego;la infantería se niega. Quiere hacer cargar a lacaballería; los guardias calan las bayonetas einvaden la alcaldía. Dumay promulga ladestitución de los versalleses y proclama laComuna. Después, como en todas partes, sequedan cruzados de brazos. El comandante de LeCreusot vuelve al día siguiente con refuerzos,dispersa a la multitud que se estacionaba, curiosay pasiva, en la plaza, y se apodera delAyuntamiento.

En cuatro días, todos los focos revolucionarios delEste, Lyon, Saint-Etienne y Le Creusot, caenbatidos. Bajemos por el Ródano y corrámonos alMediodía.

CAPÍTULO XII

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La Comuna de Marsella, Toulouse y Narbone.

Desde las elecciones del 8 de febrero, Marsellahabía vuelto a experimentar la efervescencia de laguerra. El advenimiento de los reaccionarios, elnombramiento de Thiers, la vergonzosa paz hechade cualquier manera, la monarquía entrevista, losdesafíos y las derrotas, todo lo había sentido tanvivamente como París la valerosa ciudad. Lanoticia del 18 de marzo cayó en un polvorín. Sinembargo, se esperaban informes, cuando el 22llegó el parte de Rouher-Canrobert,Inmediatamente se llenaron los clubs, verdaderosfocos de la férvida vida marsellesa. Los radicales,prudentes y metódicos, dominaban el Club de laGuardia Nacional. Las corrientes populares semanifestaban en el «Eldorado» donde se aplaudíaa Gaston Crérnieux, hombre de palabra elegante yfemenina, con verdaderos aciertos, como lodemostró en Burdeos. Gambetta le debía suelección por Marsella en el 69. Acudió al Club de

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la Guardia Nacional, denunció a Versalles, dijoque no se podía dejar que pereciese la República,que había que hacer algo. El club, aunque muyindignado ante las noticias, no quiso precipitar losacontecimientos. Las proclamas del ComitéCentral no anunciaban, decía, una políticafrancamente definida. Firmadas por desconocidos,tal vez fuesen obra bonapartista.

El argumento resultaba ridículo en Marsella,donde era el despacho de Thiers el que provocabala indignación. ¿Quiénes olían a bonapartismo,aquellos desconocidos sublevados contraVersalles, o Thiers, que protegía a Rouher y a susministros y se jactaba de la oferta de Canrobert?

Después de un discurso del sustituto delprocurador de la República, Bouchet, GastonCrérnieux volvió sobre su primer impulso y,acompañado de delegados del club, se trasladó al«Eldorado». Leyó, comentó «L'Officiel» de Parísy, arrastrado por sus propias palabras, acabódiciendo: «El gobierno de Versalles ha levantado

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su muleta contra lo que llama la insurrección deParís; pero la muleta se ha destrozado en susmanos, y de ella ha surgido la Comuna. Juremosque estamos unidos para defender al gobierno deParís, único que reconocernos».

La población se contenía aún. El prefecto laabofeteó con una estúpida provocación. Elalmirante Cosnier, marino distinguido, perfectanulidad política, ajeno a aquel medio al queacababa de llegar, fue el instrumento de lareacción. Ésta había chocado ya varias veces,desde el 4 de setiembre, con la guardia nacional—los cívicos— que habían proclamado laComuna y expulsado a los jesuitas. El padreTissier, aunque ausente, continuaba dirigiéndola.La moderación de los clubs le pareció cobardía;se creyó bastante fuerte para un golpe estrepitoso.

Por la noche, el almirante celebró consejo con elalcalde Bories, que había arrastrado a lascoaliciones clerical-liberales al procurador de laRepública Guibert, tímido y fluctuante, y al

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general Espivent de la Villeboisnet, una de esassangrientas caricaturas que engendran las guerrasciviles del Ecuador para abajo. Legitimista obtuso,devoto embrutecido, general de antecámara,antiguo miembro de comisiones mixtas, expulsadode Lille durante la guerra por el pueblo indignadoante su inepcia y sus antecedentes, aportó a laprefectura la consigna de los curas y de lostraganiños reaccionarios: una manifestación de laguardia nacional en favor de Versalles. Máshubiera hecho, sin duda, de haber sido toda suguarnición algo más que unos cuantos desechos delejército del Este y de los artilleros desbandados.El almirante-prefecto, totalmente engañado,aprobó la manifestación y dio orden al alcalde y alcoronel de la guardia nacional para que seaprestasen a ella.

El 23 de marzo, a las siete de la mañana, suena eltambor y responden los batallones populares. Alas diez, están alineados en Cours du Chapitre,mientras forma en Cours Saint-Louis la artilleríade la guardia nacional. A mediodía,

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francotiradores, guardias nacionales, soldados detodas las armas, se mezclan y agrupan en CoursBelzunce. Los batallones de la Belle-de-Mai y deEndoume llegan gritando: «¡Viva París!» Losbatallones del orden faltan a la cita.

El Consejo Municipal se asusta, desautoriza lamanifestación fija una proclama republicana. ElClub de la Guardia Nacional se une al Consejo ypide que vuelva a París la Asamblea, que seincapacite para el desempeño de los cargospúblicos a todos los cómplices del Imperio.

Los batallones no se mueven de su sitio, gritan:«¡Viva París!» Pasan frente a ellos oradorespopulares, los arengan. El club, que ve inminentela explosión, envía a Crérnieux, Bouchet yFrayssínet a pedir al prefecto que dé orden deromper filas y que dé cuenta de los partesrecibidos de París. Los delegados discuten conCosnier, cuando en la plaza se alza un inmensoclamor. La prefectura está sitiada.

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Cansados por un plantón de seis horas, losbatallones se habían puesto en conmoción, con sustambores a la cabeza. Varios millares de hombresdesembocan en la Canebiere y, bajando por lacalle Saint-Ferréol, se presentan ante la prefectura.Los delegados del club parlamentan, suena undisparo. La multitud se arremolina, detiene alprefecto, a sus dos secretarios y al generalOllivier. Gastan Crérnieux aparece en un balcón,habla de los derechos de París, recomienda que semantenga el orden. La multitud aplaude y continúainvadiéndolo todo, busca, quiere armas. Crérnieuxorganiza dos columnas y las envía a las forjas y alos astilleros de Menpenti, que entregaron susfusiles.

La ciudad, del pueblo.

Se forma, en mitad del tumulto, una comisión de

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seis miembros: Crérnieux, Job, Etienne, mozo decuerda; Maviel, zapatero; Guillard, ajustador, yAllerini. Deliberan en medio de la multitud.Crérnieux propone que se ponga en libertad alalmirante y a los demás. El pueblo quiere quesigan presos como rehenes. Al almirante lo llevana una habitación vecina, donde quedaestrechamente custodiado. Le piden que dimita,singular manía de todos estos movimientospopulares. Canier, completamente desorientado,firma, como un hombre honrado que quiere evitarla efusión de sangre. Meses más tarde, injuriadopor los reaccionarios y temiendo que seinterpretase la dimisión como una cobardía, selevantó la tapa de los sesos.

La comisión hizo saber que concentraba en susmanos todos los poderes, y, dándose perfectacuenta de que debía ampliar su base, invitó alConsejo Municipal y al Club de la GuardiaNacional a que le enviasen cada uno tresdelegados. El Consejo designó a David Bosc,Desservy y Sidore; el club, a Bouchet, Cartoux y

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Fulgéras. Al día siguiente publicaron una proclamamoderada: «Marsella ha querido evitar la guerracivil provocada por las circulares de Versalles.Marsella apoyará al gobierno republicanoregularmente constituido que resida en la capital.La comisión departamental, formada con elconcurso de todos los grupos republicanos, velarápor la República hasta que una nueva autoridad,emanada de un gobierno regular, que resida enParís, venga a relevarla».

Los nombres del Consejo Municipal y del clubtranquilizan a la clase media. Los reaccionarioscontinúan escondiendo la cabeza. El ejército habíaevacuado la ciudad durante la noche.Abandonando al prefecto en el hondón a que élmismo lo había arrojado, el cobarde Espiventhabía ido a ocultarse, al ser invadida la prefectura,en casa de la querida de un comandante de laguardia nacional, al que hizo condecorar más tardepor este servicio de orden moral. A media nochelogró escabullirse, reuniéndose con las tropas que,sin que nadie las molestase, llegaron al pueblo de

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Aubagne, a 17 kilómetros de Marsella.

La ciudad quedaba por entero en manos delpueblo. Este completo triunfo hizo perder lacabeza a los más entusiastas. En esta ciudad delsol no hay matices. El cielo, el campo, loscaracteres, tienen colores crudos, de batalla. El24, los cívicos enarbolaron la bandera roja. Lacomisión, que se reunía bajo su dependencia, lespareció tibia. Sidore, Desservy, Fulgéras seabstenían de acudir a la prefectura. Cartoux habíaido a informarse a París. Todo el peso descansabasobre Bosc y Bouchet, que se esforzaban, conGastan Crérnieux, en encauzar el movimiento,consideraban peligrosa la bandera roja e inútil elconservar rehenes. No tardaron en hacersesospechosos por esto, y fueron amenazados. El 24por la noche, Bouchet, desalentado, presentó sudimisión; Gastan Crérnieux fue a quejarse al Clubde la Guardia Nacional, y Bouchet consintió envolver a su puesto.

Por la ciudad corría el rumor de estos

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desacuerdos. La comisión anunció el 25 que «launía al Consejo Municipal la inteligencia másestrecha». El mismo día, el Consejo se declarabaúnico poder existente, y exhortaba a los guardiasnacionales a que saliesen de su apatía. Comenzabaentre la reacción y el pueblo un juego miserable,copiado de los diputados de la izquierda, en losque se apoyaba Dufaure en sus despachos.

Espivent imitaba la táctica de Thiers. Desvalijó aMarsella de todas sus administraciones. Las cajaspúblicas, los servicios de la plaza habían huido aAubagne. Mil quinientos garibaldinos del ejércitode los Vosgos, que estaban esperando a serrepatriados, soldados que volvían a sus depósitosde África, sin pan, sin dinero, sin hoja de ruta, sehubieran quedado en medio del arroyo de no haberhecho Crérnieux y Bouchet que el consejonombrase un intendente provisional. Gracias a lacomisión, los que habían derramado su sangre porFrancia recibieron pan y abrigo. Crérnieux les dijoen una proclama: «Cuando sea preciso, osacordaréis de la mano fraternal que os hemos

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tendido». ¡Apacible entusiasta que veía larevolución en forma de bucólica!

El día 26 se acentuó el aislamiento. Nadie searmaba contra la comisión, pero nadie se uníatampoco a ella. Casi todos los alcaldes deldepartamento se negaban a hacer pegar en sitiospúblicos sus proclamas. En Arles fracasó unamanifestación en favor de la bandera roja. Loshuéspedes de la prefectura no hacían nada porexplicar su bandera, y en esta calma chicha, anteMarsella curiosa, colgaba del campanil labandera, in móvil y muda como un enigma.

Toulouse.

La capital del suroeste veía morir su movimiento.Toulouse se había estremecido ante el golpe del18 de marzo. En Toulouse —en el barrio Saint-

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Cyprien— vibra una población obrera inteligente yvalerosa. Formaba parte el núcleo de la guardianacional y desde el día 19 se relevaban en lospuestos al grito de «¡Viva París!» Fueron a pedirleal prefecto Duportal, antiguo proscrito del 51, quese pronunciase en pro o en contra de París.«L'Emancipation» que inspiraba Duportal, hacíacampaña contra los rurales, y el prefecto habíaacentuado en una reunión pública la notarepublicana. Los clubs le acuciaron, imponiendo alos oficiales de la guardia nacional el juramentode defender la República, pidiendo cartuchos.Thiers, al ver que Duportal seguiría fatalmente lapendiente, nombró en su lugar a Kératry, el antiguoprefecto de policía del 4 de setiembre. LlegóKératry en la noche del 21 al 22, se enteró de quela guarnición no pasaba de 600 hombresdesbandados, que toda la guardia nacional sedeclararía a favor de Duportal, y se batió enretirada hacia Agen.

El 22, la guardia nacional preparaba unamanifestación para apoderarse del arsenal.

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Duportal y el alcalde acudieron al Capitolio, elHótel-de-Ville de Toulouse. El alcalde declaróque la revista no se celebraría. Duportal, quedimitiría antes que pronunciarse. Los generales,asustados ante el empuje del faubourg, serefugiaron en el arsenal. El alcalde y la comisiónmunicipal escurrieron el bulto, y Duportal, en suprefectura, parecía tanto más destinado a lassimpatías de la guardia nacional. Se esforzó portranquilizar a los generales, les habló de su firmeresolución de mantener el orden en nombre delgobierno de Versalles, único cuya legitimidadreconocía, y supo infundirles el convencimientosuficiente para que escribiesen a Thiers que lemantuviese en su puesto. Kératry, apoyándose ensus declaraciones, le pidió su apoyo para tomarposesión de la prefectura. Duportal le dio cita antelos oficiales de los móviles y de la guardianacional, convocados para el siguiente día 24. Elotro comprendió y se quedó en Agen.

En esta reunión debían recibirse los alistamientospara Versalles. De sesenta, sólo se ofrecieron

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cuatro oficiales de los móviles. Los de la guardiaasistían en ese mismo momento a unamanifestación que no podía ser más diferente,organizada contra Kératry. Ala una, dos milhombres salen de la plaza del Capitolio y sedirigen a la prefectura. Duportal recibe a losoficiales. Lejos de sostener a la Asamblea, estándispuestos, dicen, a ir contra ella. Si Thiers noquiere hacer la paz con París, ellos proclamarán laComuna. De todos los rincones se alzan gritos de«¡Viva la Comuna! ¡Viva París!» Los oficiales seexaltan, deciden la prisión de Kératry, proclamanla Comuna, obligan a Duportal a ponerse al frentede ella. Él se niega y ofrece solamente consejos.Los oficiales le acusan de desmayar, le deciden aque vaya a la plaza de la prefectura, donde losguardias nacionales le aclaman. La manifestaciónvuelve al Capitolio.

Apenas han llegado a la sala grande, los directoresdel cotarro parecen en el colmo de la perplejidad.Ofrecen la presidencia al alcalde, a otrosmunícipes que hurtan el cuerpo, a Duportal, que

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sale del apuro redactando un manifiesto, al que seda lectura desde el balcón principal. La Comunade Toulouse declara querer la República una eindivisible, conjura a los diputados de París a quehagan de intermediarios entre el gobierno y la granciudad, y a Thiers a que disuelva la Asamblea. Lamultitud aclama a esta Comuna, que creía en losdiputados de la izquierda y en un Thiers oprimido.

Por la noche, los oficiales de la guardia nacionalnombraron una comisión ejecutiva en la que nofiguraban los principales directores delmovimiento. La comisión se contentó con fijar elmanifiesto, no se preocupó de adoptar las menoresprecauciones, ni siquiera la de tomar la estación.Los generales, con todo, no se atrevían a moversedel arsenal.

El día 26, el primer presidente y el procuradorgeneral fueron a unírseles, y lanzaron unaproclama para agrupar en torno suyo la población.La guardia nacional quería responderapoderándose del arsenal, y el barrio Saint-

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Cyprien se dirigió inmediatamente a la plaza delCapitolio. La comisión ejecutiva prefirió negociar,mandó a decir al arsenal que se disolvería si elgobierno nombraba un prefecto republicano enlugar de Kératry, y abandonó por completo aDuportal, que no había hecho nada por ponerse encabeza del movimiento. Las negociaciones durarontoda la noche. Los guardias nacionales sevolvieron a casa, creyéndolo todo terminado.

Kératry, informado de estos desfallecimientos,llegó el 27 con tres escuadrones de caballería, sedirigió al arsenal, rompió todas las negociacionesy dio la orden de marcha. A la una, el ejército delorden sale con doscientos soldados desparejados.Un destacamento ocupa el puente de Saint-Cyprienpara aislar a este barrio de la ciudad; otro sedirige a la prefectura; el tercero, con el generalNansouty, Kératry y los magistrados, marchacontra el Capitolio. Trescientos hombresguarnecen los patios, las ventanas, la terraza.Kératry despliega sus tropas, enfila seis piezas asesenta metros del edificio, al alcance de los

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fusiles de los insurgentes. El primer presidente yel procurador general avanzan para parlamentar;Kératry hace algunas intimaciones, que el griteríoahoga. Una sola descarga al aire hubieradispersado a estos asaltantes, si los dirigentes nohubiesen huido del Capitolio. El arrojo de unospocos hombres iba a hacer que se entablase lalucha, cuando la Asociación Republicana intervinoy persuadió a los guardias nacionales de quedebían retirarse. La toma de la prefectura fuemenos difícil aún, y aquella misma noche Kératrydurmió en el lecho de Duportal. Los miembros dela comisión ejecutiva publicaron al día siguienteun manifiesto que les aseguró la impunidad; uno deellos se hizo nombrar alcalde por Kératry.

La generosa población obrera de Toulouse,sublevada al grito de «¡Viva París!», fueabandonada de esta suerte por los mismos que lahabían insurreccionado. Desastroso fracaso paraParís, porque el suroeste hubiera seguido aToulouse.

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Narbona.

El hombre de cabeza y de acción que faltó en losmovimientos del Mediodía se encontró en lainsurrección de Narbona. La vieja ciudad, gala porel empuje, romana por la tenacidad, es elverdadero foco de la democracia en el Aude. Enninguna parte, durante la guerra, se protestó másvigorosamente contra las flaquezas de laDelegación. La guardia nacional de Narbona notenía fusiles cuando la de Carcassona estabaarmada desde hacía mucho tiempo. Al recibir lanoticia del 18 de marzo, Narbona no vaciló, sepuso al lado de París. Para proclamar la Comunase pensó inmediatamente en Digeon, proscrito delImperio, hombre de convicciones arraigadas y decarácter seguro. Digeon, tan modesto comoresuelto, ofreció la dirección del movimiento a sucamarada de destierro, Marcou, conocido jefe de

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la democracia en el Aude y uno de los más fogososadversarios de Gambetta durante la guerra.Marcou, astuto abogado, por miedo acomprometerse y temiendo la energía de Digeon enla capital del distrito, le empujó hacia Narbona.Llegó el 23 y pensó primeramente en convenir elConsejo Municipal a la idea de la Comuna. Elalcalde, Raynald, se negó a reunir el Consejo, y elpueblo invadió el Hótel-de-Ville el 24 por lanoche, se armó con los fusiles que lamunicipalidad tenía en su poder, e instaló en lacasa consistorial a Digeon y a sus amigos. Digeonsalió al balcón, proclamó la Comuna de Narbonaunida a la de París y adoptó inmediatamentemedidas defensivas.

Al día siguiente, el alcalde trató de reunir laguarnición, y algunas compañías aparecieron anteel Hótel-de-Ville. El pueblo, sobre todo lasmujeres, entusiastas de la Comuna, dignas de sushermanas parisienses, desarmaron a los soldados.Un capitán y un teniente fueron detenidos comorehenes. El resto de la guarnición fue a encerrarse

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en el cuartel Saint-Bernard. Raynald, que persistíaen animar la resistencia, fue detenido por lamultitud el 26. Digeon puso a los tres rehenes a lacabeza de un destacamento de guardias nacionales,se apoderó de la prefectura, dejó algunos piquetesen la estación y en el telégrafo. Para armarse,forzó el arsenal, donde, a pesar del teniente quemandaba el fuego, los soldados entregaron susfusiles. Ese mismo día llegaron los delegados delas Comunas vecinas, y Digeon se ocupó degeneralizar el movimiento.

Se había dado perfecta cuenta de que lasinsurrecciones departamentales se derrumbaríaninmediatamente si no estaban fuertemente unidas, yquería tender la mano a las sublevaciones deToulouse y de Marsella. Ya Béziers, Perpiñán yCette, habían hecho que les prometiera su apoyo.Se disponía a partir para Béziers, cuando, el 28,llegaron dos compañías de turcos, seguidasinmediatamente por otras tropas enviadas deMontpellier, Toulouse y Perpiñán. Digeon tuvoque encerrarse en la defensiva, hizo levantar

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barricadas, reforzó los puestos, recomendando alos sublevados que esperaran siempre a seratacados y que apuntasen únicamente a losoficiales.

Hemos de volver sobre esto. París nos reclama. Elresto de las agitaciones de provincias no pasaronde ser estremecimientos. El 28, en el momento enque París se absorbe en su júbilo, no hay en todaFrancia más que dos Comunas en pie: Marsella yNarbona.

CAPÍTULO XIII

Primeras sesiones de la Comuna. Deserción de losalcaldes y adjuntos.

La Revolución está en el pueblo, y no en lacelebridad de unos cuantos personajes.

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Saint-Just a la Convención. 31 de mayo de 1794.

Todavía vibraba la plaza, cuando unos sesenta delos concejales elegidos se congregaron en elHótel-de-Ville. Muchos de ellos no se habían vistonunca; la mayor parte se conocían, como amigos ocomo adversarios; liberales humillados por suúltima derrota, revolucionarios exuberantes con lavictoria. El escrutinio había dado dieciséisalcaldes o adjuntos liberales, algunosirreconciliables, y sesenta y seis revolucionariosde todos los matices.42

Duraba aún el eco del fervor del sitio y de lasúltimas semanas. Por más que el Comité Centralhubiese dicho el día 19: preparad vuestraselecciones comunales, y aunque «L'Officiel» habíatrazado algo así como un programa, ningúndistrito, salvo dos o tres, había dispuesto suspreparativos. Por propio impulso, los barriosricos habían elegido muchos alcaldes o adjuntos;los barrios populares, a algunos veteranos de laRepública: Delescluze, Gambon, Blanqui,

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detenido el 17 en provincias, Félix Pyat, JulesMiot, Ch. Beslay, uno de los militantes del Imperioy del sitio, Flourens, Tridon, Vermorel, Valles,Lefrançais, Vaillant, Raoul Rigault, Ferré,Cournet, Paschal Grousset, etc., revueltos concelebridades de mitin. El Comité Central no sehabía presentado a los electores; a pesar de ello,fueron elegidos algunos de sus miembros: Jourde,Mortier, Assi, Billioray, etc.

Veinticinco obreros, de los cuales sólo trecepertenecían a la Internacional, representaban elpensamiento, el esfuerzo; el honor del proletariadoparisiense: Malon, Varlin, Duval, Theisz, Avrial,Ranvier, Pindy, Langevin, Amouroux, Frankel,Champy, etc. La inmensa mayoría revolucionariaestaba constituida, por tanto, por pequeñosburgueses, empleados, contables, médicos,maestros, hombres de ley, publicistas (hubo hastadoce de éstos). De los inocentes de la política quefueron los del Comité Central, París, por unaconsecuencia inevitable, pasaba a los socialistas ya los políticos conocidos desde hacía tiempo en

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sus respectivos círculos. La mayor parte de losconcejales elegidos eran sumamente jóvenes;algunos de ellos tenían, a lo sumo, veinticincoaños.

La primera sesión.

El encuentro tuvo lugar a las nueve, en la sala dela antigua comisión municipal del Imperio, que daa la famosa escalera, de doble vuelta, del patioLuis XIV. Fue un encuentro ocasional; el ComitéCentral no había dejado ninguna orden derecepción.

La presidencia correspondía al «tío» Beslay. Consus setenta y dos años,43 flaco, de estatura más queregular, dotado de una huesuda armazón bretona,hijo de un diputado liberal, elegido en 1830 y en1848, Beslay había ido pasando, en una marcha

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ascendente, del liberalismo a la República, y,dueño de industrias prósperas, al socialismo. Conser uno de los fundadores de la Internacional, senegó a entrar en los consejos de ésta, diciendo alos obreros: «Arreglaos entre vosotros; no deisacogida a los capitalistas ni a los patronos».Después de la invasión, a los setenta y un años,corre a Metz, se encuentra con un hulano cerca deSaint-Privat, y lo tiende en tierra con su bastón denudos. Logra volver a París, alienta a la gente a ladefensa, firma los pasquines de la Corderie,hostiga a su compatriota Trochu, y se expone a serdetenido. Es un raro superviviente de unaburguesía vigorosa; pero aún es más raro comoejemplo del agradecimiento del pueblo, que loenvió al Hótel-de-Ville.

No es una sesión lo que preside, sino un choqueconfuso de mociones que corta a veces el rumor delos guardias nacionales acampados en el patio.Paschal Grousset y Mortier piden que sea Blanquipresidente honorario, y hubiera habido unadiscusión a cuenta de ello, de no haber presentado

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Lefrançais la siguiente moción previa: «LaGuardia Nacional y el Comité Central hancontraído evidentes méritos respecto de París yde la República», votada por aclamación.Lefrançais, Rane y Vallés quedan encargados deredactar una proclama, de acuerdo —pide J. B.Clément— con el Comité Central, cuyos delegadosesperan en una sala vecina. Se encarga aLefrançais de unirse a ellos. Se habla de someter arevisión las elecciones, con arreglo a tal o cualley. Los más entusiastas no sienten necesidad deninguna ley, proponen el orden del día, declaranque la asamblea es revolucionaria, y sobre todo noquieren que haya sesiones públicas. Danton, en laapertura de la Convención, hizo justicia a unamoción idéntica. Pero la de ahora produceextrañeza en la Comuna. Arthur Arnould: «Nosomos el consejo de ninguna pequeña Comuna».«Somos un consejo de guerra —declara PaschalGrousset—, no tenemos necesidad alguna de dar aconocer nuestras decisiones a nuestros enemigos».Varios —Jourde, Theisz—: «Hay que serresponsables siempre». Ranc hace que se aplace la

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cuestión hasta el día siguiente. Loiseau-Pinsonpide la abolición de la pena de muerte en todos losórdenes de delitos. Vuelve a hablarse de laselecciones; las actas de diputado y de Comunadeben ser incompatibles, dicen Valles, Jourde,Theisz. En este momento, Tirard, que difícilmentelograba contenerse ante aquella balumba deproposiciones, pide la palabra: «Mí acta —dice—es puramente municipal; puesto que se ha habladode abolición de leyes y de una Comuna que habráde ser un consejo de guerra, yo no tengo derecho aseguir aquí por más tiempo. En cuanto a la dobleacta, antes de ahora es cuando hubiera debidoimponerse la rescisión», y envuelve su dimisión enuna ironía: «Os dejo mis votos más sinceros; ojalátriunféis en vuestra tarea». Esta zumba, su evidentemala fe, irritan a la concurrencia. Lefrançaisdesestima la dimisión, quiere que se declare nulael acta; los que no pueden contenerse hablan dedetención. Al fin, dejan a Tirard en libertad,atendiendo a que había dicho en la tribunaversallesca: «Cuando entra uno en el Hótel-de-Ville, no está seguro de salir de allí».

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A diferencia de Tirard, Cournet presenta sudimisión como diputado, y Delescluze explica porqué no ha dimitido en Burdeos y hoy, en cambio,está dispuesto a hacerlo. Vuelven a empezar lasmociones. Se da orden de encomendar la custodiade las puertas de Passy y de Auteuil a los guardiasnacionales fieles. Lefrançais vuelve a decir quelos delegados del Comité Central mandan apreguntar a qué hora podrá venir dicho Comité aldía siguiente, para hacer entrega de sus poderes.Por fin, se logra establecer el orden del día para lasesión siguiente.

El viejo reloj de la torre da las doce. Medianoche. La Asamblea se pone en pie gritando:«¡Viva la República! ¡Viva la Comuna!» Ferré,secretario con Raoul Rigault, recoge las notasinformes que habrán de constituir el acta de lareunión. Los guardias del patio gritan «¡Viva laComuna!» al paso de los miembros elegidos parala Asamblea. París se durmió entre las charangasque se iban desvaneciendo; por primera vez desdeel 18 de marzo se apagaron las luces del Hótel-de-

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Ville y los centinelas no tuvieron que cambiarentre sí santo y seña alguno.

Al día siguiente, Delescluze presentó su dimisióncomo diputado, y declaró que optaba por la nuevaacta que le había conferido París. Rochard, encambio, siguió el ejemplo de Tirard, y se retiró.Raoul Rigault, recogiendo la proposición de lavíspera, pidió la presidencia honoraria paraBlanqui. Delescluze se opuso a ello, y Cournetdijo: «Respecto de Blanqui, debemos ocuparnosde hacer algo que sea más eficaz». Se decidió quela mesa estaría formada por un presidente, dosasesores y dos secretarios, y que se renovaría cadasemana. Lefrançais fue elegido presidente. Antesde cederle el sitio, el «tío Beslay», con voz recia,saludó a la Comuna y definió felizmente la jovenrevolución: »La liberación de la Comuna deParís es la liberación de todas las comunas de laRepública. Más valientes que vuestrosantecesores, habéis salido adelante, y puedecontarse con que la República saldrá adelantecon vosotros. Nuestros adversarios han dicho

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que maltratamos a la República. Si lo hemoshecho, es como a la estaca que se clava másprofundamente en la tierra. La República del 93era un soldado que necesitaba centralizar todaslas tuerzas de la patria, la República del 71 es untrabajador que necesita, ante todo, libertad parahacer que la paz sea fecunda. ¡Paz y trabajo! Esees nuestro porvenir. Ahí tenéis la seguridad denuestro desquite y de nuestra regeneraciónsocial. La Comuna se ocupará de lo que es local;el departamento, de lo que es regional; elgobierno, de lo que es nacional. Con que nopasemos de ese límite, el país y el gobierno sesentirán felices y orgullosos al aplaudir estaRevolución tan grande, tan sencilla». Ingenuailusión de un viejo que, sin embargo, tenía laexperiencia de una larga vida política.

La Asamblea se dividió en comisiones encargadasde los diferentes servicios: Comisión Militar, deHacienda, de Justicia, de Seguridad General, deTrabajo y de Cambio, de Subsistencias, deRelaciones Exteriores, de Servicios Públicos, de

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Enseñanza. Se nombró una comisión ejecutivapermanente por un mes, compuesta por LefranÇais,Duval, Félix Pyat, Bergeret, Tridon, Eudes,Vaillant. Tres de ellos —Ouval, Bergeret y Eudes— pertenecían también a la Comisión Militar.

Se recibe, por fin, a la delegación del ComitéCentral. »Ciudadanos —dice Boursier— elComité Central viene a entregar en vuestrasmanos sus poderes revolucionarios. Volvemos alas atribuciones concedidas por nuestrosestatutos. El Comité Central no puedeinmiscuirse en los actos de la Comuna, únicopoder normal; los hará respetar, y se limitará areorganizar la guardia nacional». Estasexplicaciones, dice el acta, son favorablementeacogidas, y el Comité Central se retira a los gritosde «¡Viva la República! ¡Viva la Comuna!»

En la sesión de la noche, los empleados deconsumos vinieron a adherirse a la Comuna.Lefrançais leyó, en nombre de la comisiónnombrada la víspera, una proclama que a unos

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pareció larga, a otros incompleta. Se encargó aotra comisión redactar un nuevo proyecto.Mientras esta comisión trabajaba, Pyat, por matarel tiempo, propuso que se aboliesen las quintas.

El 3 de marzo, Pyat se había escabullido de laAsamblea Nacional sin presentar su dimisión, deigual modo que había desertado del Hótel-de-Villeel 31 de octubre y de la prisión días después. El18 de marzo se había estado agazapado, ni más nimenos que el 31 de octubre. Delescluze se unió ala Asamblea desde los primeros días. Félix Pyatesperó la hora del triunfo, y la víspera de laselecciones hizo sonar los címbalos ante el Comité«que hace modesto todo nombre y pequeño todogenio». Elegido por doce mil votos en el distritoX, acudió arrogantemente al Hótel-de-Ville.

Entre la multitud de dramaturgos, taumaturgos,románticos y visionarios que desde 1830 tirabande las piernas a la revolución social, lecorrespondía a él la parte de los llamamientos alregicidio, a la chuanería revolucionaria, cartas,

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alegorías, brindis, invocaciones, trozos de retóricasobre los acontecimientos del día, toda lahojalatería de la Montaña, refrescada con una capade barniz humanitario. Durante el Imperio, sustruculentos manifiestos del destierro hicieron lasdelicias de la policía y de los periódicosbonapartistas; excelente carne sin sustancialanzada al pueblo, que no podía extraer de ella elmenor jugo vital. Esta embriaguez de ilota era, ensus tres cuartas partes, fingida. El desmelenado, elloco de los tablados, resultaba entre bastidoresastuto, retorcido, prudentísimo. En el fondo, no eramás que un escéptico amargado, sincero solamenteen la idolatría de sí mismo. Llegaba a la Comunacon los bolsillos atestados de decretos.

Cuando leyó su proposición, los románticosaplaudieron, y la proposición pasó volando. Por lamañana, sin embargo, se había aplaudido a Beslay,que pedía se reservasen al Estado los serviciosnacionales, y el proyecto de proclama que lacomisión vino a traer no erigía, ni mucho menos, ala Comuna en Constituyente. Fue votado, sin

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embargo, y firmado por La Comuna de París.Loustalot, en 1789, se quejaba de que lamunicipalidad de París usurpase el nombre deComuna, que significa, decía, la universalidad delos ciudadanos. El caso era diferente en 1871, enque la Comuna se había transformado en unnombre de partido. Los elegidos el 18 de marzotomaron el nombre de miembros de la Comuna queel público les daba, y que era preciso conservarpara la claridad de la historia.

El 30 de marzo por la mañana, París supo lo queera su Comuna. »Hoy —decía la primera proclama—, la esperada decisión sobre los alquileres,mañana la de los vencimientos, todos losservicios públicos restablecidos y simplificados,la guardia nacional inmediatamentereorganizada: tales serán nuestros primerosactos». Un decreto establecía una rebaja general,para los plazos comprendidos entre octubre del 70y julio del 71, de las sumas adeudadas poralquileres. Versalles no ofrecía más queaplazamientos; una verdadera iniquidad. La

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Comuna libraba de pagar, diciendo con razón quela propiedad debía contribuir con su parte desacrificios, pero se olvidaba de exceptuar a unamultitud de industriales que habían obtenidoescandalosas ganancias durante el sitio; seretrocedía ante una investigación.

Comité Central y Comuna.

El Comité Central quiso adherirse, por medio deuna proclama, a los decretos de la Comuna. Estase molestó por ello en la sesión del 30, y Duvalpidió que se negase al Comité todo poder político.Llegó, en esto, una delegación del Comité. Era elmomento de que la Comuna se afirmase. Únicarepresentante de la población, única responsable,absorbía en aquellos momentos todos los poderesy no podía tolerar a su lado a un Comité nostálgicode su antiguo papel. La Comuna había hecho

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justicia al Comité Central reconociendo con suvoto que el Comité había merecido bien de París yde la República; lo había recibido calurosamentela víspera, pero hoy tenía que declarar terminadasu misión. En lugar de hablar francamente, lo quehubo fue una serie de recriminaciones.

Un miembro de la Comuna recordó la promesa delComité de disolverse después de las elecciones. Amenos que tendiese a conservar el poder, no secomprendía para qué hacía falta su organización.Los delegados, dirigidos por Arnold, queperteneció luego a la Comuna, se mostraronhábiles.

»Es la Federación —dijeron— la que ha salvadoa la República. Todavía no se ha dicho todo.Disolver esta organización es disgregar vuestrafuerza. El Comité Central no pretende retenerninguna parte de gobierno; es el lazo de uniónentre vosotros y la guardia nacional, el brazo dela revolución. Volvemos a ser lo que éramos, elgran consejo de familia de la guardia nacional».

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Esta imagen dio en el blanco. Los delegados nopedían, según decían, más que ver definidos lospoderes del Comité. Se les creyó. Pero he aquí queal día siguiente llega a la Comuna esta nota oficial:»El Comité Central delega en el general Cluseretpara el departamento de Guerra, dondereorganizará la guardia nacional bojo ladirección del Comité». La Asamblea se sublevó.Mortier y Paschal Grousset piden la supresión delComité. Se pregunta a Duval si garantiza laseguridad de la Asamblea. Duval se apresura arelevar al gobernador del Hótel-de-Ville, ynombra a Pindy en lugar de Assi. Arthur Arnouldquiere que el Comité Central sea citado para quecomparezca. Se encarga a los miembros de laComuna que han pertenecido a dicho Comité deque le exijan explicaciones. Las presentan en lasesión de la noche. El Comité desautoriza sunombramiento. La Comuna se declara satisfecha, yno zanja nada.

Al día siguiente, el Comité vuelve a la carga. Susdelegados reclaman la intendencia, el derecho a

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reorganizar la guardia nacional, a nombrar al jefede estado mayor, una asignación personal. LaComuna los envía a las comisiones ejecutiva ymilitar, y no se resuelve nada. Por fin, ese mismodía se piensa en las provincias, a las que semandarán delegados.

Los decretos, las usurpaciones de poder, lodesordenado de las deliberaciones, sirvieron depretexto a la fracción radical-liberal de laAsamblea. No había sesión en que no seregistrasen tres o cuatro dimisiones. Si su acuerdodel 25 hubiera sido sincero, si hubieran sentidoalguna inquietud por la suerte de París, losalcaldes y los adjuntos electos hubieran aceptadovalerosamente su acta, y tal vez hubiesenarrastrado mayorías.

Como los de provincias, desertaron, por más quehubiesen aceptado las candidaturas. Muchos deellos no habían estado nunca en el Hótel-de-Ville.Otros alzaban los brazos y exclamaban,gemebundos: «¿Adónde vamos?» Este estaba

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moribundo: «Ya lo veis, no me queda más que unsuspiro». Los que más injuriaban, más tardebuscaban humildes disculpas con muchos «votosbien sinceros», como Méline. Sus dimensiones ylas elecciones dobles dejaron veintidós puestosvacantes cuando la Comuna declaró válidos lospoderes. Fiel a las mejores tradiciones de laRepública francesa, admitió al húngaro LéoFrankel, uno de los más inteligentes de laInternacional, que había sido nombrado por eldistrito XIII. Seis candidatos no reunían la octavaparte de los sufragios exigidos por la ley del 49;no se tuvo en cuenta, ya que sus distritos,compuestos de barrios reaccionarios, sedespoblaban por días.

Los ricos, los hombres de orden, dos vecesderrotados, en la plaza Vendóme y en el escrutinio,seguían huyendo a Versalles, que alimentaban connuevas cóleras. La villa reaccionaria había tomadouna fisonomía de batalla. Todo anunciaba lapróxima lucha. Ya Thiers había desgarrado a Parísde Francia. La víspera de los vencimientos de

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abril, el 31 de marzo, el director de Correos,Rampont, faltando a la palabra dada al delegadode la Comuna, Theisz, huía, después de haberdesorganizado los servicios. Versalles suprimía lallegada de coches correos y detenía lacorrespondencia dirigida a París.

El primero de abril, Thiers anunció oficialmente laguerra:

«La Asamblea trabaja en Versalles, donde acabade organizarse uno de los Ejércitos másformidables que nunca ha tenido Francia. Losbuenos ciudadanos pueden, pues, tranquilizarse yesperar el fin de una lucha que habrá sidodolorosa, pero corta». Cínica petulancia de aquelmismo viejo que había dificultado la organizaciónde los ejércitos contra los prusianos. Aquelejército, «uno de los más formidables», no era aúnmás que el desordenado tropel del 18 de marzo,reforzado con cinco o seis regimientos, treinta ycinco mil hombres aproximadamente, con tres milcaballos y cinco mil gendarmes, único cuerpo, este

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último, que ofrecía alguna consistencia.

París ni siquiera quería creer en este ejército. Losperiódicos populares pedían una salida, hablandodel viaje a Versalles como de un paseo. El másexaltado era «Le Vengeur», desde el que FélixPyat, sacudiendo sus cascabeles, exhortaba a laComuna a «estrechar a Versalles ¡Pobre Versalles!Ya no se acuerda del 5 y del 6 de octubre; lasmujeres de la Comuna, sin más, bastaron paraapoderarse de su rey». El 2 de abril, este miembrode la comisión ejecutiva, perfectamente situadopara saber la verdad, anunciaba a París estaasombrosa noticia: «Ayer hicieron votar, a sí o no,si quería ir contra París. Los soldados hanrespondido: ¡no!»

CAPÍTULO XIV

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Salida del 3 de abril. Los parisienses sonrechazados en todas partes. Flourens y Duvalasesinados. Los versalleses asesinan a losprisioneros.

Aquel mismo día, domingo, a la una, sin el menoraviso, sin intimación alguna, los versalleses abrenel fuego y lanzan obuses sobre París.

Desde hacía algunos días, su caballería cambiabaalgunos disparos con los puestos avanzadosparisienses de Chátillon y de Puteaux. Losfederados ocupaban Courbevoie, que domina lasalida, hacia Versalles, y la Asamblea estaba muyintranquila por este motivo. El 2 de abril, a lasonce de la mañana, tres brigadas versallesas,repartidas en dos columnas, una de las cuales llegapor Rueil y la otra por Montretout, se unen en laexplanada de Bergeres. De seis a setecientosjinetes de la brigada Galliffet apoyan estemovimiento. Los federados no tenían enCourbevoie más que quinientos o seiscientoshombres defendidos por un embrión de barricada

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sobre la ruta de Saint-Germain. Contaban con unaexcelente guardia montada: aquella misma mañana,habían herido mortalmente al médico-jefe delejército versallés, Pasquier, que había salido acaballo a un reconocimiento, incidente que calificóThiers de asesinato de un parlamentario.

A mediodía, los versalleses, después de habercañoneado el cuartel de Courbevoie y labarricada, intentaban el asalto. A los primerosdisparos de los federados escaparon, abandonandoen la carretera cañones y oficiales. El generalVinoy se vio obligado a unirse a los fugitivos.Mientras tanto, el 113 de línea daba la vuelta aCourbevoie por la derecha, y la infantería demarina iba por la izquierda, por Puteaux. Muyinferiores en número, temiendo verse aislados deParís, los federados evacuaron Courbevoie, y,perseguidos por los obuses, se replegaron sobre laavenida de Neuilly, dejando doce muertos yalgunos prisioneros. Los gendarmes tomaron cincode ellos y los fusilaron al pie del monte Valérien.Hecha esta expedición, el ejército volvió a sus

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acantonamientos.

Al ruido del cañón, París quedó suspenso. Nadiecreía en un ataque, hasta tal punto vivía la ciudad,desde el 28 de marzo, en una atmósfera deconfianza. Era, sin duda, una salva de aniversario;uno equivocación, a lo sumo. Cuando llegaron lasnoticias, las ambulancias, cuando empezó acircular de un lado a otro la voz de: «¡Vuelve aempezar el sitio!», una misma explosión llegó detodos los barrios. Álzanse de nuevo lasbarricadas. La muchedumbre lleva cañones arastras a las fortificaciones de la puerta Maillot yde Ternes. A las tres, cincuenta mil hombresgritan: «¡A Versalles!» Las mujeres quieren irdelante.

La comisión ejecutiva se reunió e hizo fijar unaproclama: «¡Los conspiradores realistas hanatacado! ¡Han atacado! ¡Han atacado, noobstante la moderación de nuestra actitud!Nuestro deber es defender a la gran ciudadcontra esas culpables agresiones». Duval, que

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tiene a su cargo el mando militar de la prefecturade policía, y Bergeret encargado de la plaza,Eudes, delegado de Guerra, se pronuncianenérgicamente por el ataque. El empuje, dicen, esirresistible, único. ¿Qué puede Versalles contracien mil hombres? Hay que hacer una salida.Tridon, Vaillant, Lefrançais, Félix Pyat resisten;sobre todo Félix Pyat, apeado de sus fanfarronadasde por la mañana. No se sale así como así, dice, ala ventura, sin cañones, sin oficialidad, sin jefes;pide que se señalen las posiciones. Duval, quedesde el 19 no podía contener sus deseos de salir,le apostrofa violentamente: «Entonces, ¿por qué,desde hace tres días, no hace usted más que gritar:¡A Versalles!?» El más enérgico en pronunciarsecontra la salida es Lefrançais. Por fin, los cuatromiembros civiles, es decir, la mayoría, decidenque los generales presentarán un estado detalladode sus fuerzas, indicando hombres, artillería,municiones y transportes. A las siete, la comisiónagrega Cluseret a Eudes, creyendo poner con elloa un militar serio en el departamento de Guerra.

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A pesar de la mayoría de la comisión, losgenerales salieron. No habían recibido ningunaprohibición formal. Félix Pyat había acabado,incluso, por decir: «Después de todo, si ustedescreen que están en condiciones...» Vieron aFlourens —dispuesto siempre a los golpes demano—, a otros colegas tan arriesgados como él,y, por propia resolución, seguros de ser seguidospor la guardia nacional, circularon a los jefes delegión la orden de formar las columnas. Losbatallones de la orilla derecha debían concentrarseen las plazas Vendóme y Wagram; los de la orillaizquierda, en la plaza de Italia y en el Campo deMarte.

Estos movimientos, sin oficiales de estado mayorque los guiase, fueron pésimamente llevados acabo. Muchos hombres, a quienes se hizo ir porespacio de varias horas de plaza en plaza, sefatigaron. Por la noche quedaban todavía veintemil hombres en la orilla derecha, y unos diecisietemil en la orilla izquierda.

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Desde las diez a las doce y media de la noche, laComuna estuvo reunida en sesión. Se decidióprimeramente aplazar la publicación de las actaspedida con insistencia desde el 28 de marzo yvotada por fin la víspera. Félix Pyat anunció quehabían quedado resueltas las diferencias con elComité Central, habló del nombramiento deCluseret para Guerra, explicó la emboscada deNeuilly, y presentó un decreto acusando a Thiers,Favre, etc., a quienes habían de ser secuestradostodos los bienes, y, siempre oportuno, pidió que seaboliese el presupuesto de cultos. Lo mismo lehubiera costado haber hecho decretar la disolucióndel ejército versallés, Algunos hombres sensatospidieron el aplazamiento. Pyat exigió que sedeclarase la urgencia; la consiguió, se llevó eldecreto. Se pidió que, a lo menos, no aparecieseaún en «L'Officiel». Como Pyat insistía, se ordenósu inmediata publicación. Se nombró a Léo Meilletencargado de impedir el acceso a lasinmediaciones de la sala, invadidas por reporterosy espías. Protot hizo votar que la Comunaadoptaría las familias de los ciudadanos que

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habían sucumbido o sucumbiesen en la luchacontra Versalles. De la salida, de los preparativosmilitares, que ensordecían a París, nadie abrió laboca, nadie les disputó el campo a los generales.

La salida del 3 de abril.

Su plan, que comunicaron a Cluseret, consistía enhacer una intensa demostración contra Rueil,mientras dos columnas se deslizaban haciaVersalles por Meudon y la meseta de Chátillon.Bergeret, secundado por Flourens, debía operarpor la derecha: Eudes y Duval mandarían lascolumnas del centro y de la izquierda. Idea simpley de fácil ejecución con oficiales experimentadosy sólidas cabezas de columna. Pero muchosbatallones estaban sin jefes desde el 18 de marzo;los guardias nacionales, faltos de oficialidad; losgenerales improvisados que asumían la

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responsabilidad de dirigir a cuarenta mil hombrescarecían del menor conocimiento militar, nohabían llevado nunca a ningún batallón al fuego.No se cuidaron de tomar las disposiciones máselementales, no reunieron artillería, ni furgones, niambulancias, se olvidaron de trazar una orden deldía, dejaron varias horas sin víveres a loshombres, en medio de una bruma que los calabahasta los huesos. Cada federado siguió al jefe quequiso. Muchos no tenían cartuchos, creyendo, porlo que decían los periódicos, que se trataba de unsimple paseo militar. La comisión ejecutiva habíahecho público, a eso de las seis, este despacho dela plaza: «Bergeret está en Neuilly. Llegansoldados de línea y todos declaran que, salvo losoficiales superiores, nadie quiere batirse».

El 3 de abril, a las tres de la mañana, la columnade Bergeret, formada por unos seis mil hombres, ysin más que ocho bocas de fuego, quedaconcentrada en el puente de Neuilly. Hubo quedejar a la tropa —que no había tomado nada desdela víspera— tiempo para que se repusiera.

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Bergeret llegó de madrugada en carretela, lo queprovocó murmuraciones; las tropas toman elcamino de Rueil. Los batallones van por seccionesen línea, por medio de la calle, sin llevargastadores, y escalan alegremente la meseta deBergeres, cuando un obús, primero, y luego otro,caen en las filas. Han disparado del monteValérien.

Un espantoso pánico dispersa los batallones:estallan mil gritos clamando traición. Toda laguardia nacional creía que el monte Valérienestaba ocupado por la Comuna. Algunos, en elHótel-de-Ville, en el Comité Central, en la Plaza,sabían que lo cierto era lo contrario, y loocultaban neciamente, viviendo con la esperanzade que la fortaleza no dispararía. Verdad es que notenía más que dos o tres piezas mal montadas, acuyo radio de acción era posible sustraerse de unacarrera. Pero los guardias, sorprendidos en suconfianza, creyéndose traicionados, huían portodas partes. Un obús parte en dos a Prodhomme,hermano del jefe de estado mayor, teniente del

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ejército regular, que se había pasado a la Comuna.La mayoría de los federados se dispersan por loscampos y vuelven a París, únicamente elregimiento 91 y algunos restos, mil doscientoshombres, en pequeños grupos, llegan hasta Rueil,Poco después, llega Flourens por el camino deAsniéres, trayendo apenas un millar de hombres;los demás se han desperdigado en París o por elcamino. Flourens sigue, a pesar de todo, hastaRueil.

Los versalleses, sorprendidos por esta salida, noformaron sus filas hasta muy tarde, a las diez.Entonces enviaron en dirección a Bougival diezmil hombres. Las baterías emplazadas en el ribazode la Jonchere cañonearon Rueil. Dos brigadas decaballería por la derecha, la de Galliffet por laizquierda, operan sobre las alas. La vanguardiaparisiense —un puñado de hombres— opusoresistencia para dar a sus camaradas de Rueiltiempo a batirse en retirada. Esta comenzó a esode la una, hacia Neuilly, cuya cabeza de puente sefortificó. Unos cuantos valientes que se habían

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quedado rezagados, luchando en Rueil, se lasvieron y desearon para llegar al puente deAsniéres, perseguidos por la caballería, que hizoprisioneros a algunos de ellos.

Muerte de Flourens.

Flourens fue sorprendido en Rueil. Desde el 18 demarzo, aquel hombre exuberante se había vueltotaciturno, como si advirtiese la sombra que leacechaba. Después de la desbandada se negó avolver a París, apeóse del caballo y echó a andartristemente por la orilla del Sena, sin responder aCipriani, su antiguo camarada de Creta, joven yvaliente italiano dispuesto a defender todas lascausas nobles, que le suplicaba no se expusiese.Rendido y desalentado, Flourens se tendió en lahierba y se quedó dormido. Cipriani descubrió unacasita vecina, cerca del puente de Chatou, alquiló

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una habitación, adonde le siguió Flourens, que sequitó el sable, el revólver, el kepis, y se dejó caeren la cama. Un individuo enviado para practicar unreconocimiento los denunció, y una cuarentena degendarmes sitiaron la casa. Cipriani, descubiertoel primero, quiere defenderse, y caen todos sobreél. A Flourens, reconocido por un parte que leencuentran encima, lo llevan a la orilla del Senadonde se mantiene en pie, con la cabezadescubierta y cruzado de brazos. Un capitán degendarmería, Desmarets, acude a caballo y ruge:«¡Usted es Flourens, el que ha disparado contramis gendarmes!», y levantándose en los estribos,le hiende el cráneo de un sablazo tan furioso «quele hizo dos charreteras», dijo un gendarme chusco.Cipriani, vivo aún, es echado con el muerto en unvolquete de estiércol y ambos trasladados de estasuerte a Versalles, donde las amigas de losoficiales acuden a olisquear el cadáver. Así acabósu carrera aquel buen caballero andante, amado dela Revolución.

En la extrema izquierda, Duval había pasado la

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noche del día 2 con seis o siete mil hombres, en lameseta de Chátillon. El 3, hacia las siete de lamañana, formó una columna de gente escogida,avanzó hasta Petit-Bicétre, dispersó lasvanguardias del general Du Barail y envió unoficial a reconocer Villecoublay, que domina elcamino. El oficial anuncia que los caminos estánlibres, y los federados avanzan sin temor, cuando,cerca del caserío, estalla el fuego de fusilería. Loshombres se despliegan en guerrilla. Duval, enmedio del camino, al descubierto, les da ejemplo.El tiroteo dura varias horas de un lado y de otro.Unos pocos obuses bastarían para desalojar alenemigo; Duval no tiene artillería. Le faltan loscartuchos; envía a buscar más a Chátillon.

Los federados que ocupan el reducto, confundidosen un desorden inexplicable, se creen ya envueltospor el enemigo. Los emisarios de Duval suplican,amenazan, no logran obtener refuerzos nimuniciones. Un oficial ordena la retirada. Duval,abandonado, es asaltado por la brigada Derroja ypor toda la división de Pellé, 8.000 hombres. Se

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retira con sus valientes a la meseta de Chátillon.

En el centro el esfuerzo no fue más afortunado.Diez mil hombres dejaron el Campo de Marte a lastres de la mañana, con Ranvier y Avrial. Elgeneral Eudes, por todo orden de batalla, habíadicho que siguieran adelante. A las seis, elregimiento 61 ataca Moulineaux, defendido por losgendarmes. Se ven obligados a retirarse a Meudon,inexpugnablemente ocupado por una brigadaversallesa atrincherada en las villas y provista deametralladoras. Los federados no tienen más queocho piezas, mientras París las posee a centenares,y cada pieza no dispone más que de ocho tiros. Alas nueve, hartos de disparar contra los muros, serepliegan sobre Moulineaux. Ranvier corrió abuscar cañones y los instaló en el fuerte de Issy.Con ello se impidió que los versalleses tomasen laofensiva.

Las tropas de la Comuna habían sido derrotadas entodos los puntos, y los partes cantaban victoria.Distraída por unos estados mayores que ni siquiera

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sabían el nombre de los generales, la comisiónejecutiva anunciaba la unión de Flourens y Duvalen Courbevoíe. Félix Pyat, nuevamente belicoso,gritaba en «Le Vengeur»: »¡A Versalles, si noqueremos subir en globo! ¡A Versalles, si noqueremos volver al palomar! ¡A Versalles, si noqueremos ser reducidos a pan de centeno! ¡AVersalles, si etc.» A pesar de los fugitivos de porla mañana, el empuje popular no disminuía. Unbatallón de trescientas mujeres subía, conbanderas a la cabeza, por los Campos Elíseos,pidiendo que las dejaran salir contra el enemigo.Los periódicos comunales de la noche anunciabanla llegada de Flourens a Versalles. ¡Ya lo creo quehabía llegado a Versalles, el desventurado!

Poco más es lo que se sabe en la Comuna, reunidadesde las diez de la noche. Félix Pyat pide que sesustituya en la Comisión ejecutiva a Eudes, Duvaly Bergeret, retenidos fuera de París; habrá quesustituir también a Lefrançais, que presenta sudimisión, indignado ante lo descabellado de lasalida. Se le insta a que se quede. Se niega, se

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queja de haber sido engañado, exige que sepublique su dimisión en «L'Officiel». Viard llegade Chátillon, donde la situación, según él, esbuena. No es esa la opinión de Arthur Arnould,que trae de Guerra noticias absolutamentecontrarias. Pascal Grousset y Dumay piensan lomismo que Arnould. Otros delegados de Issy, deMeudon, de Neuilly, cuentan relatostranquilizadores. Se habla de otra cosa, y PascalGrousset pide que se haga saber a las potencias eladvenimiento de la Comuna, en contra del parecerde J. B. Clément, que niega que la Comuna tenganecesidad de afirmarse ante las realezas. A la unade la mañana, la Asamblea se separa sin adoptarmás resoluciones, mientras Duval se agota enesfuerzos desesperados por retener a sus hombresjunto a sí.

Muerte de Duval.

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Como Flourens, tampoco él puede avenirse aregresar a París. A diferencia de Flourens, eltaciturno Duval se había transformado, desde el 18de marzo, en hombre de gran facundia, casi locuaz.Rodeado solamente de un puñado de hombres, nocesó de repetir toda la noche: «¡No retrocederé!»

El día 4, a las cinco de la mañana, la meseta y lospueblos vecinos están rodeados por la brigadaDerroja y la división Pellé. «Rendíos y salvaréisla vida», les manda decir el general Pellé. Losfederados se rinden. Inmediatamente, losversalleses se apoderan de los soldados quecombatieron en las filas federadas y los fusilan.Los demás prisioneros, entre dos filas decazadores, salen en dirección de Versalles. Susoficiales, con la cabeza descubierta, arrancadoslos galones, marchan a la cabeza del convoy.

En Petit-Bicétre, la columna encuentra a Vinoy.Éste ordena que se fusile a los oficiales. El jefe dela escolta recuerda la promesa del general Pellé.Entonces, Vinoy pregunta: «¿Hay algún jefe?»

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«¡Yo!», dice Duval, saliendo de las filas. Seadelanta otro: «Yo soy el jefe de estado mayor deDuval». El comandante de los voluntarios deMontrouge viene a ponerse junto a ellos. «¡Soisunos canallas!», dice Vinoy, y, volviéndose haciasus oficiales, exclama: «¡Que los fusilen!» Duval ysus camaradas no se dignan responder; bajan a unfoso, se colocan de espaldas a una tapia, seestrechan la mano y gritan: «¡Viva la Comuna!» Ypor ella mueren. Un jinete le arranca las botas aDuval y las pasea como un trofeo; un redactor de«Le Figaro» se apodera del cuello postizoensangrentado.44

El ejército del orden, reanudando la horribletradición de junio del 48, asesina a losprisioneros. Comenzó el día 2. El 3, en Chatou, elgeneral Gallifet hizo fusilar a tres federadossorprendidos en un albergue donde estabancomiendo, y dispuso la publicación de este ferozbando: «La guerra ha sido declarada por losbandidos de París... Me han asesinado a missoldados... Declaro a estos asesinos una guerra sin

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cuartel... He tenido que hacer un escarmiento».

El general que llamaba bandidos a loscombatientes parisienses y a tres asesinatos unescarmiento, no era otro que el ganapán de laguerra de Méjico, transformado en general debrigada después de una carga en Sedan, que él nohabía mandado. Nada más edificante, en estaguerra civil, que los portaestandartes de la gentehonrada.

Su banda, sin que faltase ni un solo hombre, acudióa la avenida de París para recibir a los prisionerosde Chátillon. La emigración parisiense,funcionarios, elegantes, mujeres de mundo ymujeres públicas, los chacales y las hienas,acudieron a maltratar a los cautivos con los puños,con bastones, sombrillas, arrancando kepis,mantas, gritando: «¡A la guillotina! ¡Asesinos!»Entre los asesinos iba Elisée Reclus, hechoprisionero con Duval. Para dar tiempo a que sedesfogara el furor, la escolta hizo alto varias vecesantes de conducir a los prisioneros al cuartel de

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gendarmes. En seguida, fueron encerrados en loscobertizos de Satoy, y de allí enviados a Brest envagones de ganado.

Picard quiso asociar a esta operación a todas lasgentes honradas de Francia. «Jamás —telegrafióeste Falstaff granujiento— la baja demagogiahabía ofrecido a las miradas afligidas de la gentehonrada rostros más innobles».

Ya la víspera, después de los asesinatos del monteValérien y de Chatou, había escrito Thiers a susprefectos: «El efecto moral es excelente». Cuandoel ruso decía «el orden reina en Varsovia», yFaílly «el fusil nuevo modelo ha hechomaravillas», hablaban, al menos, de extranjeros yno de compatriotas. De sobra se sabía; no fue laburguesía francesa, sino una hija del pueblo, quienpronunció estas hermosas palabras: «Nunca hevisto correr sangre francesa sin que se me pusieranlos pelos de punta».

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CAPÍTULO XV

La Comuna vencida en Marsella y en Narbona.

El mismo sol que vio el mal paso de París, iluminala derrota del pueblo en Marsella.

La paralítica comisión seguía dormitando. El 26,Espivent tocó a rebato, declaró el estado de sitioen todo el departamento, lanzó una proclama a loThiers. El Consejo Municipal se echó a temblar yretiró los delegados de la prefectura, GastanCrérnieux fue a decir a la alcaldía que la comisiónestaba dispuesta a desaparecer ante el Consejo. ElConsejo pidió que se le dejara reflexionar.

Transcurría la noche. La comisión se daba cuentade que entraba en el vacío. Boucher propusotelegrafiar a Versalles que la comisión entregabasus poderes en manos de un prefecto republicano.

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¡Pobre desenlace de un gran movimiento! Ya sesabía a qué atenerse en cuanto a los prefectosrepublicanos de Thiers. La comisión, desalentada,dejaba redactar el telegrama, cuando se vio entrara Landeck, Amouroux y May, enviados, segúndijeron, por París.

Los más ardientes de la comisión se exaltaron anteel nombre del París victorioso. Por el contrario, elConsejo Municipal decidió sostener su resolucióny dio parte de ella, por la noche, al Club de laGuardia Nacional, que le imitó. A la una y mediade la mañana, los delegados del club informaron ala comisión que sus poderes habían cesado. Laburguesía liberal retrocedía, los radicalesesquivaban el bullo; sólo quedaba el pueblo parahacer frente a la reacción.

Es ésta la segunda fase del movimiento. El másexaltado de los tres delegados, Landeck, pasó aser la autoridad de la comisión. Los republicanos,que conocían sus inepcias desde el proceso aquelde la Internacional, sospechaban que bajo el

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bravucón se ocultaba un bonapartista. En realidad,no era más que un cómico de la legua, que nodudaba de nada porque lo ignoraba todo. Lasituación, con semejante saltimbanqui a la cabeza,se hacía trágica. Gastan Crérnieux, que no acertabaa dar con una solución, se mantenía firme en la dela víspera. El 28 escribió al Consejo que lacomisión estaba dispuesta a retirarse dejándole laresponsabilidad de los acontecimientos, e instó asus colegas a que pusiesen en libertad a losrehenes. No consiguió más que hacersesospechoso de moderantismo, y al llegar la noche,harto de estas disputas, abandonó la prefectura. Susalida dejaba completamente en descubierto a lacomisión. Ésta logró dar con su escondite, apeló asu abnegación, y volvió a llevarle a la prefectura,a que reanudase su singular papel de jefe cautivo yresponsable.

El Consejo Municipal no contestó a la carta deCrérnieux. El 29, la comisión renovó suproposición. El Consejo siguió callado. Por lanoche, cuatrocientos delegados de la guardia

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nacional, reunidos en el museo, decidieron federarlos batallones y nombraron una comisiónencargada de llevar a cabo las negociaciones entreel Hótel-de-Ville y la prefectura. Estos delegadosno representaban más que el elementorevolucionario de los batallones, y el Hótel-de-Ville se hundía cada vez más en el miedo.

Se entabló una guerra de proclamas entre ambospoderes. El 30, el consejo respondió a ladeliberación del museo con una proclama de losjefes de los batallones reaccionarios. La comisiónrespondió con un manifiesto en que pedía laautonomía de la Comuna, la abolición de lasprefecturas. En vista de esto, el Consejo declaró alsecretario general del prefecto representante legaldel gobierno, y le invitó a que volviera a hacersecargo de su puesto. El secretario se hizo el sordo yse refugió en la fragata Couronne, anclada en elpuerto nuevo. Muchos consejeros llevaron tambiénsu gorro de dormir a bordo, precaución hartogratuita, toda vez que los reaccionarios másnotarios iban de un lado para otro sin que nadie les

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molestase. La energía de la comisión se reducía auna serie de gestos. No detuvo más que a dos otres funcionarios: al procurador, al sustituto, porun momento al director de la aduana, y al hijo delalcalde. El general Ollivier fue puesto en libertaden cuanto se supo que se había negado a formarparte de las comisiones mixtas del 51. Tuvieronincluso la candidez de dejar, a dos pasos de laprefectura, un puesto de cazadores olvidado porEspivent, La huida del Consejo pareció másvergonzosa. La ciudad siguió en su actitudtranquila, socarrona. Como el aviso Renard sepresentase a exhibir sus cañones en la Cannebiére,la multitud le hizo (*jeto de tal pita, que largó lasamarras y volvió a reunirse con la fragata.

La comisión concluyó de todo esto que no seatreverían a atacarla, y no adoptó ninguna medidadefensiva. Hubiera podido armar a Notre-Dame-de-la-Garde, que domina la ciudad, y alistar ungran número de garibaldinos. Varios oficiales dela última campaña se ofrecían a organizarlo todo.La comisión se lo agradeció, dijo que las tropas no

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vendrían y que, en todo caso, confraternizarían. Secontentó con enarbolar la bandera negra, condirigir una proclama a los soldados y acumular enla prefectura armas y cañones sin proyectiles decalibre adecuado. Landeck quería distinguirse.Declaró dimitido a Espivent y nombró en su lugara un antiguo brigadier de caballería, Pélissier.«Hasta que entre en funciones Pélissier —decía laorden— las tropas seguirán a las órdenes delgeneral Espivent». Divertida farsa fechada el 1 deabril. Ante el consejo de guerra, Pélissier tuvo unafrase afortunada. Cuando le preguntaron de quéejército y de qué era general, contestó: «Generalde la situación». Jamás tuvo otra tropa. El 24, losobreros reanudaron el trabajo, ya que a la guardianacional, salvo los guardianes de la prefectura, nose le paga. Difícilmente se encontraba gentebastante para guarnecer los puestos. La prefectura,a media noche, no tenía ni cien defensores.

Un golpe de mano era cosa fácil. Algunos ricosburgueses quisieron intentarlo. Se hallaronhombres para ello y quedaron convenidas las

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maniobras. A media noche se apoderarían de lacomisión y ocuparían la prefectura; Espivent,mientras tanto, marcharía sobre la ciudad de modoque llegase a ella al amanecer. Se envió un oficiala Aubagne. El general se negó, pretextando lanecesidad de obrar con prudencia; los que lerodeaban descubrieron el verdadero motivo de sunegativa: «Hemos salido de Marsella como unoscobardes; queremos volver dando un golpesensacional».

El golpe sensacional parecía difícil, con elejército de Aubagne, de seis a siete mil hombres,sin oficialidad y sin disciplina. Sólo unregimiento, el 6° de Cazadores, presentaba unaspecto regular; pero Espivent contaba con losmarinos de La Couronne, con los guardiasnacionales del orden, en constante relación con ély, sobre todo, con la incuria de la comisión.

Esta trató de reforzarse agregándose algunosdelegados de la guardia nacional. Votaron ladisolución del Consejo Municipal, y la comisión

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convocó a los electores para el 3 de abril. Estamedida, tomada el 24, tal vez lo hubierapacificado todo; adoptada el 2 de abril, llegaba envísperas de la catástrofe.

La catástrofe.

El 3, al recibir noticias de Versalles, Espiventhizo advertir a los jefes de los batallonesreaccionarios para que estuvieran preparados. Porla noche, a las once, algunos oficiales garibaldinosvinieron a decir a la prefectura que las tropas deAubagne se ponían en marcha. El comisariocomenzó su estribillo. «Que vengan, estamosdispuestos a recibirlas». A la una y media sedecidió a tocar llamada. Hacia las cuatro, llegarona la prefectura cuatrocientos hombresaproximadamente. Un centenar de francotiradoresse acostó en la estación, donde la comisión no

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había sabido montar un cañón siquiera.

A las cinco de la mañana del día 4, algunascompañías reaccionarias aparecían en la plaza delPalacio de Justicia y en el paseo Bonaparte. Losmarinos de La Couronne se alinean ante la Bolsa;suenan en la estación los primeros disparos.

Espivent se presenta por tres puntos: la estación,la plaza Castellane y la Plaine. Losfrancotiradores, a pesar de que se defienden bien,se ven obligados a batirse en retirada. Losversalleses fusilan al comisario de la estación,ante los ojos de su propio hijo, un muchacho dedieciséis años, que se arroja a los pies del oficialofreciendo su vida a cambio de la de su padre. Elsegundo comisario, Funel, pudo escapar con unbrazo roto. Las columnas de la Plaine y de laEsplanade sitúan avanzadillas a trescientos metrosde la prefectura.

La comisión, que sigue en la luna, envía unaembajada a Espivent. Gastan Crérnieux y Pélissier

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parten, seguidos de una multitud de hombres y deniños que gritan: «¡Viva París!» En las avanzadasde la plaza Castellane, donde se halla el estadomayor, el jefe del 6° de Cazadores, Villeneuve, seadelanta hada los delegados. «¿Cuáles sonvuestras intenciones?», dice Crérnieux. «Venimosa restablecer el orden». «¡Cómo!, ¿os atrevéis adisparar contra el pueblo?», exclama Crérnieux, ycomienza una arenga. El versallés amenaza conhacer que avancen sus cazadores. Los delegados,entonces, piden ser llevados a presencia deEspivent. Éste habla de detenerlos, les da cincominutos para evacuar la prefectura. GastanCrérnieux, a su regreso, halla a los cazadoresenzarzados con la multitud, que trata dedesarmarlos. Una nueva avalancha de pueblo,precedida de una bandera negra, llega y embistecontra los soldados. Un oficial alemán que haentrado en calidad de aficionado al servicio deEspivent, detiene a Pélissier. Los jefesversalleses, viendo a sus hombres muyquebrantados, ordenan la retirada.

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La multitud aplaudió creyendo que se rebelaban.Ya dos cuerpos de infantería se habían negado aavanzar. La plaza de la prefectura se llena degrupos confiados. A eso de las diez, los cazadoresdesembocan por las calles Rome y Armény. Lagente grita, les rodea. Muchos alzan al aire losfusiles. Un oficial logra, con todo, hacerse dueñode su compañía, que ataca a la bayoneta; el oficialcae con la cabeza atravesada de un balazo. Sushombres, irritados por esta muerte, cargan contralos guardias nacionales hasta la prefectura, adondelos siguen y donde son hechos prisioneros. Lasventanas de la prefectura vomitan una lluvia debalas. Los cazadores y los guardias nacionales delorden disparan desde el paseo Bonaparte y desdelas casas vecinas. De la de los Hermanos de SanJuan de Dios sale un fuego graneado.

Dos horas hacía ya que duraba el tiroteo, sin quelos federados recibiesen refuerzo alguno.Inexpugnables en la prefectura, sólido edificiocuadrado, no por ello dejaban de estar vencidos,ya que no tenían víveres ni muchas municiones.

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Para reducirlos, no había más que esperar, arma albrazo, a que hubiesen agotado sus cartuchos. Peroel general del Sagrado Corazón no quería untriunfo a medias. Era ésta su primera campaña,necesitaba sangre y, sobre todo, ruido. A las Oncehizo bombardear la prefectura desde lo alto deNotre-Dame-de-la-Garde, distante quinientosmetros de aquélla. El fuerte Saint-Nicolas abriótambién el fuego. Menos atinados que los deSainte-Vierge, sus obuses derrumbaron las casasaristocráticas del paseo Bonaparte y mataron a unode los guardias del orden que disparaba a espaldasde los soldados. A las tres, la prefectura izababandera de parlamento. Espivent seguíadisparando. Le enviaron un parlamentario.Espivent pretendía que se rindiesen a discreción.A las cinco, habían hecho blanco en el edificiotrescientos obuses, hiriendo a muchos federados.Poco a poco, como los defensores no recibíansocorro, abandonaron la plaza. De la prefectura nodisparaban desde hacía largo rato, y Espiventseguía bombardeándola. A las siete y media, losmarinos de La Couronne y de La Magnanime se

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lanzaron valerosamente contra la prefecturadesierta. «Fue tomada por asalto —dijo Thiers alos bausanes de la Asamblea—. ¿Saben ustedescómo? ¡Con hachas de abordaje!» (Sensación.)Encontraron a los rehenes sanos y salvos, ni más nimenos que a los cazadores apresados por lamañana. La represión jesuítica fue atroz. La gentede orden detenían al azar y arrastraban susvíctimas a la lampistería de la estación. Allí, unoficial revisaba a los prisioneros, hacía señas deque avanzase a uno cualquiera, y le levantaba latapa de los sesos. En los días siguientes, se oyóhablar de ejecuciones sumarísimas en loscuarteles, en los fuertes y en las cárceles. Elnúmero exacto de muertos, por parte del pueblo, sedesconocía. Pasó de ciento cincuenta; muchosheridos se ocultaron. Los versalleses tuvierontreinta muertos y cincuenta heridos. Más denovecientas personas fueron encerradas en lasprisiones del castillo de If y del fuerte Saint-Nicolas. Gastan Crérnieux fue detenido en casa delportero del cementerio israelita. Se descubrióvoluntariamente a los que le buscaban, fiado en su

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buena fe y creyendo en los jueces. El bravoEtienne fue detenido. Landeck se había eclipsado.

El día 5, Espivent hizo una entrada triunfal,aclamado por la embriaguez de los reaccionarios.De las segundas filas de la multitud partierongritos y silbidos contra los asesinos. En la plazade Saint-Ferréol alguien disparó contra un capitán,y la multitud apedreó las ventanas de una casadesde donde habían aplaudido a los marinos.

Dos días después de la lucha, el ConsejoMunicipal, de vuelta ya de La Couronne, volvía asentirse valiente para ensañarse con los vencidos.

La guardia nacional fue desarmada. Espiventperegrinó al grito de «¡Viva Jesús! ¡Viva elSagrado Corazón!» El Club de la GuardiaNacional fue clausurado, y los radicales,injuriados, perseguidos, supieron una vez más loque cuesta desertar de la causa del pueblo.

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Narbona vencida.

Narbona se hallaba ya dominada. El 30 de marzo,el prefecto y el procurador habían publicado unaproclama en la que hablaban del puñado defacciosos, decían que ellos eran la verdaderaRepública, y telegrafiaban a todas partes elfracaso del movimiento en provincias. «¿Es razónesa —había declarado Digeon en un pasquín—para humillar ante la fuerza la bandera roja, tintaen la sangre de nuestros mártires? ¡Qué consientanotros en vivir eternamente oprimidos!» Y alzóbarricadas en las calles que conducían al Hótel-de-Ville. Las mujeres, las primeras una vez más,desempedraron las calles y amontonaron muebles.Las autoridades, que temían una seria resistencia,delegaron a Marcou para que se pusiese al hablacon su amigo Digeon. El Bruto de Carcassona fueal Hótel-de-Ville acompañado de dosrepublicanos de Limoux y ofreció, en nombre del

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procurador general, una amnistía completa paratodos los que evacuaran el edificio, y a Digeonveinticuatro horas para ganar la frontera. Digeonreunió a su consejo; todos se negaron a huir.Marcou dio cuenta de ello a la autoridad militar.El general Zentz fue enviado a Narbona.

A las tres de la mañana, un destacamento de turcostanteó la barricada de la calle Pont. Los federadosque querían confraternizar, les dejan libre el paso.Una descarga los recibe, mata a dos hombres yhiere a tres. El 31, a las siete, Zentz anuncia que vaa empezar el bombardeo. Digeon le escribe:«Tengo derecho a responder a una amenazasalvaje de una manera análoga. Le prevengo que sibombardea usted la ciudad, fusilaré a las trespersonas que tengo en mi poder». Zentz detiene alportador de la carta y hace distribuir aguardiente alos turcos. Estos árabes llegaban a Narbona comoa una razzia y habían saqueado ya tres cafés. Elprocurador general envía otros dosparlamentarios. Mantiene en pie la promesa deamnistía hecha la víspera para todos los que

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evacúen el Hótel-de-Ville antes de que empiece elfuego; la ejecución de los rehenes será castigadacon la muerte de todos los ocupantes del Hótel-de-Ville. Digeon escribe estas condiciones al dictadode uno de los parlamentarios, se las lee a losfederados y deja a todos en libertad para retirarse.En este momento, se presenta el procuradorgeneral con los turcos ante la terraza del jardín.Acude Digeon. El procurador arenga a la multitudy habla de clemencia. Digeon protesta; acaban deprometerles la amnistía. El procurador corta ladiscusión con un redoble de tambores, va a repetirlas intimaciones legales ante la fachada del Hótel-de-Ville, y reclama los rehenes, que le entreganunos soldados tránsfugas.

Estas negociaciones habían debilitadoconsiderablemente la defensa. El Hótel-de-Villeno podía hacer frente a un bombardeo que hubieradestrozado la ciudad. Digeon manda evacuar eledificio y se encierra él solo en el gabinete delalcalde, resuelto a vender cara su vida. La multitudacude y, a pesar de su resistencia, se lo lleva. El

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Hótel-de-Ville estaba vacío cuando llegaron losturcos. Hurgaron en todos los rincones; se vio aalgunos de sus oficiales pavonearse con objetosrobados.

A pesar de las promesas formales en contra,dictáronse numerosas órdenes de detención.Digeon se negó a huir, y escribió al procuradorgeneral que podía mandarle detener.

Limoges.

La nefasta jornada del 4 de abril tuvo un brevefulgor de esperanza en Limoges. La capitalrevolucionaria del centro no podía asistir cruzadade brazos a los esfuerzos de París. El 23 de marzo,la Sociedad Popular, que centralizaba lasactividades democráticas, dio un voto de graciasal ejército de París por su conducta del 18 de

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marzo. Cuando Versalles pidió voluntarios, laSociedad exigió del Consejo Municipal queevitase esta excitación a la guerra civil. Pocodespués de proclamada la Comuna en París, lassociedades obreras enviaron a aquélla un delegadopara que se informase de los principios de laComuna, recogiese su programa y pidiese, en fin, ala Comuna un comisario. La comisión ejecutivarespondió que lo que le pedían era imposible demomento, que ya se vería de conseguirlo mástarde. La Sociedad Popular, reducida a sí misma,instó al Consejo Municipal a que pasase revista ala guardia nacional, segura de que de ella saldríauna manifestación contra Versalles. El Consejo,compuesto, con pocas excepciones, de hombrestímidos, aplazaba las cosas, dando largas a estaspeticiones, cuando un despacho triunfal deVersalles anunció la derrota del 3 de abril. El 4,los obreros de Limoges se amotinan. Iba a partirpara Versalles un destacamento de 500 soldados.Los obreros le siguen, arengan a los soldados, lesinstan a que se unan al pueblo. Los soldados, asíacosados, confraternizan y entregan sus armas,

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muchas de las cuales son escondidas en laSociedad Popular.

El coronel de coraceros, Billet, que recorre laciudad acompañado de sus ordenanzas, es rodeadoy obligado a gritar: «¡Viva la República!» A lascinco, la guardia nacional forma, en armas, en laplaza del Ayuntamiento. Sus oficiales se reúnen enéste; un consejero propone que se proclame laComuna. El alcalde se resiste a ello; por todaspartes se alza el mismo clamor, y el capitánCoissac se encarga de ir a la estación a detener lostrenes de tropas. Los demás oficiales consultancon las compañías. Estas no tienen más que ungrito: «¡Viva París! ¡Abajo Versalles!» Losbatallones se agitan, desfilan ante el Hótel-de-Ville precedidos de dos consejeros municipalesque van a pedir al general la liberación de losmilitares detenidos ese día. El general da orden deque sean puestos en libertad y manda decir ensecreto al coronel Billet que se prepare a lucharcontra la insurrección. Desde la plaza Tourny, losguardias nacionales se dirigen a la prefectura, la

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ocupan a pesar de la resistencia de losconservadores, y empiezan a levantar algunasbarricadas. Un puñado de soldados que llegabapor la calle Prisons, en unión de variosciudadanos, suplican a los oficiales que no dencomienzo a la guerra civil. Los oficiales vacilan yse retiran. El coronel Billet, a la cabeza de unoscincuenta coraceros, desemboca en la plaza EgliseSaint-Michel y ordena a sus hombres quedesenvainen los sables. Hacen fuego con susrevólveres. Los guardias nacionales responden; elcoronel cae herido de muerte. Su caballo vuelvegrupas y, seguido por los demás, se lleva al jinetehasta la plaza Saint-Pierre. Los guardiasnacionales quedan dueños del campo de batalla.Pero, faltos de organización, se desperdigarondurante la noche y abandonaron la prefectura. Aldía siguiente, la compañía que ocupaba laestación, abandonada, se retiró. Comenzaron lasdetenciones. Muchos tuvieron que esconderse.

Las revueltas de las ciudades se extinguían así, unatras otra, como los cráteres laterales de un volcán

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agotado. Los revolucionarios de provincias sehabían mostrado en todas partes completamentedesorganizados, impotentes para empuñar elpoder. Vencedores en todas partes en el primerchoque, los trabajadores no habían sabido hacerotra cosa que gritar: «¡Viva París!» Por lo menos,demostraban su corazón y su arrogancia, y queochenta años de dominación burguesa no habíanpodido transformarlos en un pueblo de mendigos.

CAPÍTULO XVI

Los grandes recursos de la Comuna. Lasdebilidades de su Consejo. El Comité Central.Decreto sobre los rehenes. La Banca.

Al cabo de setenta días de armisticio, Parísreanuda él solo la lucha por Francia. Ya no esúnicamente el territorio lo que se disputa, sino las

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bases mismas de la nación. Vencedor, su triunfo noserá estéril como los de los campos de batalla;razas renovadas continuarán la obra del edificiosocial comenzada por él. Si resulta vencido, laslibertades se extinguirán; la burguesía trenzará dehierro sus látigos, una generación bajará a latumba.

París, tan bueno, tan fraternal, no tiembla ante estalucha entre franceses. La idea cubre a losbatallones con sus amplias alas. Van con la frentelevantada, con los ojos brillantes, con un gesto deorgullo. Si el burgués se niega a luchar y dice:«Tengo familia», el trabajador responde: «Pues yocombato por mis hijos».

Por tercera vez desde el 18 de marzo, la ciudad notiene más que un aliento. Los despachos oficiales,los periodistas a sueldo sentados ante la mesa enVersalles, describen a París como el pandemóniumde todos los malvados de Europa. Las mujereshonradas no se atreven a aventurarse por lascalles: un millón quinientas mil personas

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oprimidas por veinte mil malvados, hacían votosardientes por el triunfo de Versalles. La verdad esque el viajero que se arriesgase a recorrer París seencontraba con que las calles y los bulevaresestaban tranquilos y llevaban su existenciaordinaria. Estos saqueadores no habían saqueadomás que la guillotina, solemnemente quemada antela alcaldía del distrito XI. De todos los barrios sealzaba el mismo murmullo de execración contralos asesinatos de prisioneros y las innoblesescenas de Versalles. Y cualquiera que llegaseindignado contra París, al ver aquella tranquilidad,aquella unión de los corazones, aquellos heridosque gritaban: «¡Viva la Comuna!», aquellosbatallones entusiastas, aquel monte Valérienescupiendo muerte, aquellos hombres viviendocomo hermanos, sentía sus ojos húmedos, unestremecimiento recorría su piel y contraía enpocas horas la enfermedad parisiense.

Era una fiebre de fe, de abnegación, de esperanza,sobre todo. ¿Qué rebelión estuvo armada de estasuerte? No se trata ya, como en junio del 48, de

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unos desesperados, reducidos a cargar sus fusiles,detrás de un montón de piedras, con postas o conpedruscos. La Comuna del 71, mucho mejorarmada que la del 93, cuenta con más de sesentamil hombres aguerridos, millares de fusiles, mildoscientos cañones, cinco fuertes, un cerco defortificación cubierto por Montmartre, Belleville,el Panteón, municiones para varios años, millonesde francos si quiere. ¿Qué le falta para vencer? Unpoco de instinto revolucionario. No hay nadie enel Hótel-de-Ville que no se vanaglorie de poseerese instinto.

El día 4, el Comité Central, envalentonado por laderrota, reclama la administración de la urbe y elderecho de reorganizar la guardia nacional. LaComuna se lamenta de su obstinación en aferrarseal poder y, unos instantes después, acepta que elComité se encargue de la administración. Más aún,ruega a Bergeret, que acaba de llegar, que informedetalladamente respecto a la situación militar.«Bergeret hace fríamente su elogio, pone laderrota a cuenta de los «retrasos enojosos», y “se

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retira”, saludado por los aplausos unánimes de laAsamblea». Así se expresa el acta, inédita hastahoy, como las de las dieciséis primeras sesiones.45

La Comuna no sólo no amonesta a los autores de lasalida, sino que «les deja en plena libertad paradirigir las operaciones militares, tan lejos dedisgustarles como de debilitar su autoridad». Y sinembargo, su incuria, su incapacidad habían sidomortales. La Comuna comprendió indudablementeque la responsable era ella y que, para ser justa,hubiera tenido que acusarse también a sí misma.

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Creyó arreglarlo todo ratificando la elección deCluseret como delegado de Guerra. Desde el 19 demarzo, Cluseret había acosado al Comité Central,buscando un generalato, ofreciendo planes debatalla contra los alcaldes. Despedido, se habíaaferrado a la comisión ejecutiva, que, a pesar deLefranoais, unió a Cluseret a los generales, en lanoche del 2 de abril. En aquel momento sonaba eltoque de llamada para la funesta salida. Cluseretvio a los generales, los dejó que secomprometieran, y al día siguiente denunció su«chiquillada». ¡A este publicista militar, sin másprenda que la condecoración ganada en lasbarricadas de junio, le encargaban de defender laRevolución los socialistas del 71! Como Trochu,traía su plan, y de igual suerte que se lo habíaprometido a los lyoneses, prometió a la Comunaponer en pie de guerra, en veinte o veinticincodías, un ejército capaz de tomar la ofensiva.

Esta elección no disgustó demasiado al ComitéCentral. Habíase instalado éste en la calle delEntrepót, detrás de la Aduana, cerca de su cuna, y

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el 3 respondía al ataque de Versalles con unaproclama: «Trabajadores, no os engañéis, hallegado la gran lucha. El parasitismo y eltrabajo, la explotación y la producción se hallanen pugna. Si estáis hartos de vegetar en laignorancia y de consumiros en la miseria, siqueréis que vuestros hijos sean hombres queobtengan el fruto de su trabajo, y no quepertenezcan a la especie de los animalesamaestrados para el taller y el combate; si noqueréis que vuestras lijas, a las que no podéiseducar y vigilar a vuestro gusto, seaninstrumentos de placer en brazos de laaristocracia del dinero; si queréis, en fin, elreinado de la Justicia, sed inteligentes, ¡en pie!»

El Comité Central declaraba en otro pasquín queno apetecía ningún poder político; el poder, entiempos de revolución, va por sí mismo a aquelque la define. El Hótel-de-Ville no había sabidoexplicar aún qué era la Comuna, y todo su bagajepolítico consistía en dos decretos lanzados alviento. El Comité Central, en cambio, no había

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cesado de indicar con toda claridad el carácter deesta lucha que había pasado a ser social, y,desgarrando la decoración política, ponía aldesnudo, detrás de este conflicto en torno a laslibertades municipales, la cuestión delproletariado.

La Comuna podía aprovechar en esta nuevalección, apuntar, a ser preciso, al manifiesto, yluego, apoyándose en las protestas del Comité,obligar a éste a disolverse y distribuir susmiembros entre los diferentes servicios. Pero secontentó con decir pestes del Comité.

Decreto sobre los rehenes.

Y, sin embargo, si alguna vez se creyó enérgica laComuna, fue precisamente ese día. El salvajismoversallés, el asesinato de los prisioneros, de

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Flourens y de Duval, habían exasperado a los másecuánimes. Allí estaban, tres días antes, llenos devida, aquellos bravos compañeros que eran a lapar amigos y hermanos. Su sitio vacío parecíaclamar venganza. Pues bien, ya que Versalleshacía esa guerra salvaje, se respondería a ella ojopor ojo, diente por diente. Por otra parte, si laComuna no hacía algo, el pueblo, según seaseguraba, se vengaría de un modo más terrible. Eldía 4, Vaillant pidió que, para responder a losasesinatos de Versalles, la Comuna se acordase deque tenía rehenes y devolviese un golpe por otro.El 5, Delescluze presentó un proyecto, y se decretópor unanimidad que todo reo de complicidad conVersalles sería juzgado en un plazo de cuarenta yocho horas y, si se le reconocía culpable, seríaretenido como rehén. La ejecución por Versallesde los defensores de la Comuna iría seguida de lade los rehenes en número triple, decía el decreto;en número igual o doble, decía la proclama.

Estas variaciones delataban la turbación de losespíritus. Los periódicos burgueses gritaron contra

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semejante abominación, y Thiers, el que fusilabasin sentencia, denunció la ferocidad de la Comuna.En el fondo, todo este mundo se reía para susadentros. Los reaccionarios más destacados habíanhuido hacía tiempo. No quedaban en París más quelos peces chicos y algunos rezagados, queVersalles sabría sacrificar, si era necesario. «¡Losrehenes! ¡Los rehenes! ¡Tanto peor para ellos!»Así decía el dulce Barthélemy Saint-Hilaire a todoel que le hablaba de una posible jornada en lasprisiones. La Comuna, en su ciega indignación, noveía los verdaderos rehenes que saltaban a lavista: la Banca, el Registro y los Dominios, laCaja de depósitos y consignaciones, etc. Con ello,tenían en su poder las glándulas genitales deVersalles; podían reírse de su experiencia, de suscañones. Sin exponer un solo hombre, la Comunano tenía más que decirle: «Transige, o mueres».

Pero los elegidos el 26 no eran quiénes para esaosadía. El Comité Central había cometido el errorgarrafal de dejar marcharse al ejército versallés;la Comuna cometió otra torpeza, cien veces más

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grave. Todas las insurrecciones serias hanempezado por apoderarse del nervio del enemigo:la caja. La Comuna ha sido la única que se negó ahacerlo. Abolió el presupuesto del clero, queestaba en Versalles, y se quedó en éxtasis ante lacaja de la gran burguesía, que tenía al alcance dela mano.

La Comuna y la Banca.

Escena de alta comicidad, si fuera lícito reírse deuna negligencia que tanta sangre ha hecho correr.Desde el 19 de marzo, los mangoneadores de laBanca esperaban todas las mañanas la incautaciónde su caja. No había manera de pensar entrasladarla a Versalles, a menos de disponer decien furgones y de un cuerpo de ejército. El 23,Rouland, gobernador del Banco, no esperó a más ydesapareció. Le sustituyó el subgobernador, De

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Ploeuc. Ya en la primera entrevista con losdelegados del Hótel-de-Ville, se dio cuenta de sutimidez, batalló, pareció reflexionar, soltó eldinero escudo a escudo. Lo cómico del caso esque regateaba a París el dinero del mismísimoParís, un saldo acreedor de nueve millonescuatrocientos mil francos, depositado en el Banco.De esta manera maniobró hasta el 28 de marzo. ElBanco atesoraba: 77 millones en numerario; 166millones en billetes de zanco,46 en cartera, 899millones; valores en garantía, 120 millones; enlingotes, 11 millones; alhajas en depósito, 7millones; títulos depositados, 900 millones; o sea,en total, 2.180 millones. Ochocientos millones enbilletes, que no esperaban más que el sello delcajero, sello bien fácil de poner. La Comuna tenía,pues, cerca de 3.000 millones en su mano; deellos, 1.000 millones líquidos; de sobra paracomprar mil veces a todos los Galliffets y altosfuncionarios de Versalles. Como rehenes, los90.000 depósitos en títulos y los 2.000 millones encirculación, cuya prenda se encontraba en la calleVrilliére.

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El 30 de marzo, Beslay, delegado por la Comuna,se presentó ante el tabernáculo. Había queridoretirarse después de su discurso de apertura,encontrándose demasiado viejo para servir de algoen una lucha como ésta; pero permaneció en supuesto, a instancias de todos sus colegas. DePloeuc, para recibirle, había puesto en pie deguerra sus cuatrocientos empleados, armados defusiles sin cartuchos. Beslay, que le conocíamucho, le pidió que atendiese a las necesidadesque significaban los sueldos. De Ploeuc habló dedefenderse. «Pero, bueno —dijo Beslay—, si paraevitar la efusión de sangre, la Comuna nombra ungobernador... —¿Un gobernador? ¡Jamás! —dijoDe Ploeuc—. Un delegado, y si ese delegado fuerausted, podríamos entendernos». Y pasando al tonopatético: «¡Vamos, señor Beslay, ayúdeme asalvar esto; se trata de la fortuna de su país, de lafortuna de Francia!»

Beslay, conmovidísimo, fue aquella misma noche ala Comuna a repetir el argumento, tanto más cuantoque se creía ducho en cuestiones de hacienda: «El

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Banca de Francia es la fortuna del país; sin él nohay industria, no hay comercio. Si lo violáis, todossus billetes darán en quiebra». Estas necedadescircularon por el Hótel-de-Ville. Losproudhonianos del Consejo, olvidando que sumaestro había puesto la supresión del Banco alfrente de su programa revolucionario, apoyaban al«tío» Beslay. La fortaleza capitalista no tenía enVersalles defensores más encarnizados. Si, en todocaso, se hubiera dicho: «¡Ocupemos, por lo menos,el Banco!» La Comuna no tuvo ni siquiera esearranque, y se contentó con comisionar a Beslay.De Ploeuc le recibió con los brazos abiertos, leinstaló en el despacho más próximo al suyo, leconvenció, inclusive, de que durmiese en elBanco, y desde ese momento, respiró.

La Comuna se reveló desde la primera semanadébil para con los autores de la salida; pocoenérgica en sus decretos respecto al ComitéCentral y al Banco, en la elección de su delegadode Guerra, sin plan militar, discutiendo a tontas y alocas. Los irreconciliables que se quedaron

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después de la fuga de los liberales comprendieronadónde iba a parar todo aquello. Y como no teníanganas de ser mártires, dimitieron.

CAPÍTULO XVII

Los primeros combates de Neuilly y de Asniéres.Organización y derrota de los conciliadores.

La derrota del 3 de abril abatió a los tímidos yexaltó a los fervientes. Irguiéronse batallonesinertes hasta entonces. No se descuidó elarmamento de los fuertes. Salvo Issy y Vanves, enpésimo estado, los demás se hallaban intactos.París oyó a las hermosas piezas de artillería del 7—tan desdeñadas por Trochu, que no habíaquerido recibir más que cuarenta de ellas— tirarcon toda su alma, con tal precisión, que el día 4por la tarde evacuaban los versalleses la meseta

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de Chátillon, Se guarnecieron las trincheras queprotegían los fuertes. Moulineaux, Clamart, Val-Fleury ardieron. Por la derecha, los federadosvolvieron a ocupar Courbevoie, y el puente deNeuilly fue defendido con barricadas.

Desde allí amenazaban a Versalles. Vinoy recibióorden de apoderarse de Neuilly. El día 6 por lamañana, el monte Valérien, recientemente armadocon piezas del 24, abrió el fuego contraCourbevoie. Al cabo de seis horas de bombardeo,los federados desalojaron la encrucijada ytomaron posiciones detrás de la gran barricada delpuente de Neuilly. Los versalleses la cañonearon;pero resistió, protegida por el cañón de la puertaMaillot.

Esta puerta Maillot, que se hizo legendaria, notenía más que algunas piezas, que disparaban aldescubierto, bajo el fuego que llovía del monteValérien. Por espacio de cuarenta y ocho días, laComuna encontró hombres para defender laavanzada indefendible. Los curiosos acudían a

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mirarlos, resguardándose detrás de los macizosdel Arco de Triunfo; los chicuelos jugaban en laavenida de la Grande-Armée, esperando apenas laexplosión para correr detrás de los cascos deobús.

La intrepidez parisiense salió a luz bien pronto,con las primeras escaramuzas. Hasta losperiódicos burgueses se dolían de que tanto valorno hubiera sido lanzado contra los prusianos. Enlas horas de pánico del día 3 había habido variosactos heroicos. La Comuna, para hacer a susdefensores funerales dignos de ellos, llamó alpueblo. El día 6, a las dos, una enorme multitudacudió al hospicio Beaujon, donde estabanexpuestos los muertos con la cara descubierta.Madres, esposas, retorcidas sobre los cadáveres,lanzaban gritos de furor y juramentos de venganza.Tres catafalcos, cada uno de los cuales conteníatreinta y cinco ataúdes envueltos en negroscrespones, empavesados de banderas rojas,arrastrados por ocho caballos, rodaron lentamentehacia los grandes bulevares, anunciados por los

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clarines y por los Vengeurs de París. Delescluze ycinco miembros de la Comuna, con escarapelasrojas, descubiertos, presidían el duelo. Tras ellosiban los parientes de las víctimas, las viudas dehoy, sostenidas por las de mañana. Millares ymillares, con siemprevivas en la solapa,silenciosos, marchaban al paso de los tamboresorlados de crespones. De cuando en cuando, se oíaalguna música con sordina, a modo de expresióninvoluntaria de un dolor demasiado contenido. Enlos grandes bulevares, había doscientos milrostros lívidos, y cien mil volvían los ojos a loscruces de las calles. Muchas mujeres sollozaban;hubo algunas que se desmayaron. Pocas veces estavía sacra de la Revolución, lecho de tantosdolores y de tantas fiestas, ha presenciadosemejante llamarada de corazones. Delescluzeexclamó: «¡Qué pueblo más admirable! ¡Y todavíadirán que somos un puñado de facciosos!» EnPére-Lachaise, el mismo Delescluze se adelantóhacia la fosa común. Las crueles pruebas de laprisión de Vincennes habían quebrantado su frágilenvoltura. Encorvado, lleno de arrugas, afónico,

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sostenido únicamente por su fe indomable, elmoribundo saludó a los muertos: «No voy adirigiros largos discursos; demasiado caros noshan costado... Justicia para las familias de lasvíctimas... Justicia para la gran ciudad que,después de cinco meses de sitio, traicionada porsu gobierno, tiene todavía en sus manos elporvenir de la humanidad... No lloremos anuestros hermanos caídos heroicamente; lejos deeso, juremos continuar su obra y salvar laLibertad, la Comuna, la República».

A la mañana siguiente, los versalleses cañonearonla barricada de la avenida de Neuilly. Los vecinosde la misma, a quienes no tuvieron la humanidadde avisar, se vieron obligados a refugiarse en lossótanos. Hacia las cuatro y media cesó el fuego delos versalleses, y los federados gozaban descanso,cuando los soldados se lanzaron en masa sobre elpuente. Los federados trataron de detenerlos;mataron a dos generales —uno de ellos, Besan,culpable, en la marcha sobre Sedan, de la sorpresade Beaumont-l'Argonne—, e hirieron a un tercero.

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Los soldados, mucho más numerosos, consiguieronllegar hasta el antiguo parque de Neuilly.

Dombrowski.

La pérdida de esta posición era tanto más sensiblecuanto que Bergeret, en carta dirigida a«L'Officiel», había respondido de Neuilly. Lacomisión ejecutiva sustituyó a Bergeret porDombrowski, un polaco al que había reclamadoGaribaldi para su ejército de los Vosgos. Elgaloneado estado mayor de Bergeret protestó, ysus chillerías hicieron que fuese detenido su jefe,puesto ya en ridículo de sobra por el parte del día3. La guardia nacional mostró alguna desconfianzahacia Dombrowski, y envió una delegación a laComuna. Vaillant y Delescluze defendieron aDombrowski, al cual tuvo que presentar en Parísla comisión ejecutiva. Inexactamente informada,

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hizo surgir en torno a él una leyenda, que el mismoDombrowski no tardó en dejar chiquita.

El día 7, los federados de Neuilly vieron a unhombre joven, de escasa estatura, vestido con unmodesto uniforme, que inspeccionaba lasavanzadas, moviéndose con paso tranquilo bajo unfuego de fusilería. En lugar de la furia francesa,hecha de ostentación y de ardor, el valor frío,inconsciente casi, del eslavo. Al cabo de breveshoras, el nuevo jefe había conquistado a su gente.No tardó en revelarse el jefe. El día 9, por lanoche, con dos batallones de Montmartre,Dombrowski, acompañado por Vermorel,sorprendió a los versalleses en Asniéres, losexpulsó de allí, se apoderó de sus piezas y, desdela línea férrea, utilizando los vagones blindados,cañoneó de flanco Courbevoie y el puente deNeuilly. Su hermano se apoderó del castillo deBécon, que domina el camino de Asniéres aCourbevoie. Y cuando Vinoy, en la noche del 12,quiso recuperar esta posición, sus hombres,rechazados, huyeron hasta Courbevoie.

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París no supo nada de este triunfo; tanrudimentario era el servicio del estado mayorgeneral. Este brillante ataque se debía a unhombre, de igual suerte que la defensa de losfuertes surgía espontáneamente de la guardianacional. Aún no había ninguna dirección. El quequería hacer avanzadas las hacía; el que queríacañones, refuerzos, corría a pedirlos a dondepodía, a la Plaza, al Hótel-de-Ville, al ComitéCentral, al generalísimo Cluseret.

Este había empezado por cometer un error, alllamar a filas exclusivamente a los solteros dediecisiete a treinta y cinco años, con lo queprivaba a la Comuna de sus más enérgicosdefensores, los hombres que peinaban canas, losprimeros y los últimos en el fuego en todas lasinsurrecciones. A los tres días, hubo que dejar sinefecto el bando. El 5, en su informe a la Comuna,este estratega anunciaba que el ataque de Versallesdisimulaba un movimiento para ocupar los fuertesde la orilla derecha, que se hallaban en aquelentonces en poder de los prusianos. Lamentaba,

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como Trochu, los cañoneas de los últimos días,que derrochaban, decía, las municiones, cuandoParís estaba repleto de pólvora y de obuses,cuando la ciudad contaba con tropas jóvenes alasque apoya y anima la artillería, cuando losversalleses de Chátillon, incesantementeperseguidos por nuestro fuego, se veían forzados aretirarse todas las noches, cuando sólo un continuocañoneo podía conservar Neuilly.

No hacía mucho más la Comuna en pro de ladefensa. Decretaba el servicio obligatorio y eldesarme de aquellos que se mostrasen refractarios;ahora bien, las requisas, hechas a ciegas, sinpolicía, no podían dar ni un hombre ni cien fusilesmás. La Comuna votaba para las viudas de losguardias nacionales muertos ante el enemigo,fuesen o no casadas, pensiones vitalicias de 600francos; para los parientes de los muertos porlínea ascendente, pensiones proporcionales de 100a 800 francos; a sus hijos, una renta de 365francos, hasta los dieciocho años, y adoptaba a loshuérfanos; excelentes medidas que liberaban el

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espíritu de los combatientes, pero que presuponíanun París victorioso. ¿No valía más, como se hizocon las viudas de Duval y de Dombrowski, otorgarinmediatamente una indemnización a los quetuvieran derecho a ella? Los titulares de rentas nopercibieron, en realidad, más que algunos míserosanticipos.

Estas decisiones incompletas o irreflexivasrevelaban una gran falta de estudio. Pero aúnpudieron entrever algo peor los que frecuentabanel Hótel-de-Ville. ¡Qué pocos eran los concejaleselegidos que daban muestras de percatarse de suenorme responsabilidad! ¡Cuántos había que seabstenían de concurrir a las sesiones! El 30 demarzo, el 4 y 5 de abril, pasadas ciertas horas, yano hay quórum; el 9 se acuerda por votación retirarlas dietas a los que falten. La mayor parte de losasistentes llegan sin preparación alguna,dispuestos a votar guiándose por la primeraimpresión. El Hótel-de-Ville se parece a unaCorderie parlamentaria; se olvidan los acuerdosde la víspera. El 5 de abril se vota, a pesar de la

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decisión del 29 de marzo, que el presidente seránombrado en cada sesión; el 11, a pesar delacuerdo del 2, que las actas se publicarán en«L'Officiel». Las cuestiones se resuelven amedias. La Comuna instituye consejos de guerra,un tribunal marcial, y deja al Comité Central elcuidado de decidir cuáles hayan de ser elprocedimiento y las penas. Organiza la mitad delservicio médico, y Cluscret la otra mitad. Suprimeel título de general, y el delegado se lo confiere alos comandantes superiores. El 14, en su sesióndel día, la Comuna juzga al mismo Bergeret quehabía sido saludado el 4 de abril «con aplausosunánimes», acusado ahora de «haber conducido alos federados bajo el fuego del monte Valérien, dehaber puesto en ridículo las operaciones militares,de haber desplegado un fausto peligroso y haberexcitado a las tropas a la insubordinación». En susesión de la noche, la Comuna discute el proyectode demolición de la columna de Vendómepresentado por Félix Pyat y votado a pesar deAvrial, Malon, Theisz, Langevin, J. B. Clément,que quieren suprimir los considerandos, y

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permanece sorda a los llamamientos desesperadosde Dombrowski.

Este apenas cuenta con 2.500 hombres paradefender a Neuilly, Asniéres, la península deGennevilliers, y los de Versalles acumulan contraél sus mejores tropas. Del 14 al 17 cañonearon elcastillo de Bécon, y el 17 por la mañana loatacaron con una brigada. Los 250 federados queocupaban el castillo se defendieron durante seishoras, y los supervivientes se replegaron haciaAsniéres, donde entró con ellos el pánico.Acudieron Dombrowski, Okolowitz y algunoshombres sensatos, que consiguieron restablecer untanto el orden y fortificaron la cabeza del puente.Dombrowski pedía refuerzos; de Guerra leenviaron sólo algunas compañías, Al día siguiente,los puestos avanzados eran sorprendidos pornutridos destacamentos, y el cañón de Courbevoieasolaba Asniéres, Después, de reñida lucha, a esode la una, varios batallones, muy castigados,abandonaron la parte sur del pueblo. En la partenorte seguía desarrollándose un combate

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encarnizado. Dombrowski, a pesar de enviardespacho tras despacho, no recibió más que 300hombres. A las cinco de la tarde, los de Versallesrecibieron grandes refuerzos; los federados,agotados, temiendo que les cortasen la retirada, selanzaron sobre el puente de barcas, que cruzaronen el mayor desorden.

Los conciliadores.

Los periódicos reaccionarios comentaronruidosamente esta retirada. París entero se alarmó.Lo rudo del combate abrió los ojos hasta a los másoptimistas. Hasta entonces, muchos que habíancaído en una equivocación funesta, formarongrupos de conciliación. El 4 de abril, algunosindustriales y comerciantes fundaron la UniónNacional de Cámaras Sindicales, con esteprograma: «Sostenimiento y liberación de la

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República, reconocimiento de las franquiciasmunicipales de París». En el barrio de lasescuelas, de los profesores, médicos, abogados,ingenieros, estudiantes, se pidió en un manifiestola República democrática y laica, la Comunaautónoma, la federación de las Comunas. Un grupoanálogo publicó una carta dirigida a Thiers:»Usted cree que se trata de un posible motín: sehalla en presencia de unas conviccionesconcretas y generalizadas. La inmensa mayoríade París quiere la República como un derechosuperior, fuera de toda discusión. París ha vistoen toda la conducta de la Asamblea el designiopremeditado de restablecer la monarquía.Algunos dignatarios francmasones enviaron elmismo llamamiento a Versalles y a la Comuna:¡Contened la efusión de esta preciosa sangre!»

Por último, cierto número de alcaldes y adjuntosque sólo habían capitulado a última hora ante elComité Central, constituyeron la Liga de UniónRepublicana de los Derechos de París. Pedían elreconocimiento de la República, el derecho de

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París a gobernarse a sí mismo, que la custodia dela ciudad se encomendara exclusivamente a laguardia nacional; todo lo que pedía la Comuna,todo lo que ellos mismos habían combatido del 18al 25 de marzo. Algunos diputados de París quetuvieron la conciencia de enviar su dimisión,Clemenceau, Lockroy, Floquet, se unieron a ellos.

Se formaron otros grupos, todos los cuales estabande acuerdo en dos puntos: consolidación de laRepública, reconocimiento de los derechos deParís. Casi todos los periódicos comunalesreproducían este programa; los periódicosradicales lo aceptaban. Los diputados de París,que residían decididamente en Versalles, fueronlos últimos que hablaron. Para injuriar a París.Con el tono lacrimoso y jesuítico con que ocultabala sequedad de su corazón, Louis Blanc escribía eldía 8, en nombre de sus colegas: «Ni un solomiembro de la mayoría ha puesto aún en tela dejuicio los principios republicanos. En cuanto alos que están en la insurrección, a ésos lesdecimos que hubieran debido estremecerse ante

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el sólo pensamiento de agravar, de prolongar elazote de la ocupación extranjera, añadiendo a élla calamidad de las discordias civiles».

Todo lo cual repitió Thiers, palabra por palabra, alos primeros conciliadores que fueron a verle, losdelegados de la Unión Sindical: «Que lainsurrección sea la primera en dejar las armas; laAsamblea no puede hacerlo. —¡Pero, París quierela República! —La República existe; y juro por mihonor que mientras yo esté en el poder nosucumbirá. —París quiere franquiciasmunicipales. —La Cámara prepara una leyconcediéndolas a todos los municipios. París lastendrá ni más ni menos que ellos». Los delegadosleyeron un proyecto de transacción que hablaba deamnistía general, de suspensión del empleo de lasarmas. Thiers les dejó leer, no rechazóformalmente ningún artículo, y los delegados sevolvieron a París convencidos de que habían dadocon una base de arreglo.

Apenas habían salido, cuando Thiers corría a la

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Asamblea. Ésta acababa de reconocer a todos losmunicipios el derecho a elegir su alcalde. Thierssubió a la tribuna, pidió que ese derecho fueselimitado a las ciudades menores de veinticinco milalmas. Se le gritó: «¡Está votado!» Thiers insistió,sostuvo que en una República debe armarse tantomás el poder, «cuanto que en ella es más difícilmantener el orden», amenazó con dimitir, y obligóa la Asamblea a rectificar el acuerdo votado.

El 10, la Liga de los Derechos de París hizo sonarla trompeta: »Que el gobierno renuncie aperseguir los hechos consumados el 18 demarzo... Que se proceda a la reelección generalde la Comuna... Si el gobierno de Versallespermaneciese sordo a estas legítimasreivindicaciones, sépalo bien: París entero sealzaría para defenderlas». Al día siguiente, susdelegados fueron a Versalles. Thiers repitió suestribillo: «Que París deponga las armas», y noquiso oír hablar de armisticio, de amnistía. Seperdonará —dijo— a todos aquellos que dejen lasarmas, excepto a los asesinos de Clément Thomas

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y de Lecomte. Equivalía reservarse la elección devíctimas, volver a colocarse en el 18 de marzo,con la victoria por añadidura. El mismo día dijo alos delegados de las logias masónicas: «Dirigíos ala Comuna; lo que hay que pedir es la sumisión delos sublevados, no la dimisión del poder legal.Para facilitar la sumisión, el periódico oficial deVersalles comparaba a París con la llanura deMarathón, recientemente infestada por una bandade bandidos y asesinos». El 13, un diputado,Brunet, preguntó al gobierno si quería hacer laspaces con París. La Asamblea lo aplazó paradentro de un mes.

La Liga, vapuleada de esta suerte, fue el 14 deabril al Hótel-de-Ville. La Comuna, ajena a todasestas negociaciones, les dejaba entera libertad ysólo había prohibido una reunión anunciada en laBolsa por unos Tirard mal disfrazados. Se limitó aoponer a la Liga su declaración del 10: «Habéisdicho que si Versalles permanecía sordo, todoParís se alzaría. Versalles se ha hecho el sordo:alzaos. Para que París juzgase, la Comuna publicó

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lealmente en “L'Officiel” el informe de losconciliadores».

CAPÍTULO XVIII

El manifiesto de la Comuna. Las eleccionescomplementarias del 16 de abril hacen que surjauna minoría. Primeras disputas. Gérmenes dederrota.

Por segunda vez quedaba trazada con toda claridadla línea. Si el Hótel-de-Ville no había definidoapenas lo que era la Comuna, la batalla, elbombardeo, los furores versalleses, los fracasosde los conciliadores, la presentaban claramente alos ojos de todo París como lo que era: un campode rebeldes. Las elecciones complementarias del16 de abril —la muerte, las actas dobles y lasdimisiones, habían dejado treinta y un puestos

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vacantes-revelaron los efectivos de los rebeldes.Las ilusiones del 26 de marzo se habíandesvanecido; ahora, la gente votaba bajo losobuses. Los periódicos de la Comuna, losdelegados de las cámaras sindicales, llamaron alos electores a las urnas; no acudieron arriba de61.000. Los distritos de los dimisionarios dieron16.000 en lugar de 51.000 votantes.

Era, más que nunca, hora de hablar a Francia. El 6de abril, la comisión ejecutiva, en una proclamadirigida a la provincia, protestó contra lascalumnias versallesas, diciendo que Paríscombatía por Francia entera. Pero no formulabaningún programa. Las protestas republicanas deThiers, la hostilidad de la izquierda, los estérilesdecretos del Consejo, desconcertabancompletamente a las provincias. Era precisoorientar a éstas con la mayor rapidez posible. Eldía 19, Jules Vallés, en nombre de la comisiónencargada de redactar un programa, presentó sutrabajo, o mejor dicho, el trabajo de otro. Triste ycaracterístico síntoma: de los cinco miembros de

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la comisión, sólo Delescluze aportó algunospárrafos —¡y aún así! La parte técnica fue obra deun periodista, Pierre Denis, proudhoniano,discutidor hasta dejar chicos a los héroes dePascal.

El manifiesto de la Comuna.

Denis había recogido y formulado como ley, en«Cri du Peuple», la salida de París, ciudad libre,que había surgido con las primeras cóleras deWauxhall. París se transformaba en ciudadhanseática, se coronaba con todas las libertades, ydesde lo alto de sus fortalezas decía a las comunasde Francia encadenadas: «¡Imitadme si podéis!Nada he de hacer por vosotras, como no sea con elejemplo». Este hermoso proyecto volvió locos avarios miembros de la Comuna, y de esa locuraquedaron huellas de sobra en la declaración.

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»¿Qué pide París? —decía ésta—. Elreconocimiento y la consolidación de laRepública. La autonomía absoluta de la Comuna,extendida a todas las localidades de Francia. Losderechos inherentes a la Comuna son: el voto delpresupuesto comunal; el señalamiento y repartodel impuesto; la dirección de los servicioslocales; la organización de su magistratura, desu política interior y de la enseñanza; laadministración de los bienes comunales; lagarantía absoluta de la libertad individual, de lalibertad de conciencia y de trabajo; laorganización de la defensa urbana y de laguardia nacional; que la Comuna se encargueexclusivamente de asegurar y vigilar el libre yjusto Ejercicio del derecho de reunión y deprensa. Nada más quiere París... a condición deque vuelva a encontrar en la gran administracióncentral, delegación de las comunas federadas, larealización y la práctica de los mismosprincipios».

¿Cuáles serían los poderes de esta delegación

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central, cuáles las obligaciones recíprocas de lascomunas? La declaración no lo decía. Según estetexto, cada localidad tendría derecho a suautonomía. ¿Qué esperar entonces de lasautonomías de la Baja Bretaña, de las nuevedécimas de las comunas de Francia —más de lamitad de ellas no tenían ni seiscientos habitantes—cuando la declaración parisiense violaba losderechos más elementales, encomendaba a laComuna la incumbencia de vigilar el justoejercicio del derecho de reunión y de prensa, y seolvidaba de mencionar el derecho de asociación?

Débil, desorganizada, amarrada por mil ataduras,la población de los campos no podía ser libertadapor nadie más que por las ciudades, y éstas, a suvez, en modo alguno podían pasarse sin París. Desobra lo probaba el hecho de que hubiesenabortado todas las insurrecciones de provincias.Cuando la declaración decía: «La unidad, talcomo nos ha sido impuesta hasta hoy por elImperio, por la monarquía y el parlamentarismo,no es más que la centralización despótica,

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ininteligente», etc., descubría el cáncer quedevoraba a Francia; pero cuando añadía: «launidad política, tal como la quiere París, es laasociación voluntaria de todas las iniciativaslocales», daba muestras de no saber ni una palabrade lo que se refería a las provincias. Esto es laoración fúnebre del jacobinismo, pronunciada poruno de sus jefes, exclamó Rastoul. Era más queeso: era la oración fúnebre de los débiles.

La declaración continuaba, en estilo de proclama,muy justa cuando decía: «París trabaja y mire portoda Francia, cuya generación intelectual,moral, administrativa y económica prepara consus combates y sacrificios. La Revolucióncomunal, comenzada por la iniciativa populardel 18 de marzo, inaugura una nueva era»; perosin exponer nada concretamente. ¿Por qué norecoger la fórmula del 29 de marzo? «A laComuna lo que es comunal; a la Nación lo que esnacional». ¿Por qué no definir la Comuna futura,tan amplia como fuese posible, para la vidapolítica, suficientemente limitada para que los

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ciudadanos pudiesen combinar fácilmente suacción social, la Comuna de quince a veinte milalmas, la Comuna-cantón, y exponer claramentesus derechos y los de la colectividad? Tal comoera, este programa oscuro, incompleto, peligrosoen más de un respecto, no podía, a pesar de lasideas fraternales, dar a las provincias lo quenecesitaban.

En cuanto al resto del mundo, no decía nada. Estarevolución, hecha al grito de la Repúblicauniversal, parecía como si no reparase en lainmensa familia obrera que la observabaansiosamente. El Hótel-de-Ville de 1871 sequedaba a la zaga de la Comuna de 1793.

Se trataba simplemente de un proyecto que sinduda iba a ser estudiado a fondo. La Comuna lovotó en su reunión de la noche, sin discutirloapenas. Esta asamblea, que concedió cuatro días ala cuestión de los vencimientos comerciales,interminables horas a la del Monte de Piedad, nofue capaz de someter a una discusión solemne una

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declaración que había de ser su programa, caso deque triunfase, y su testamento si sucumbía.

Elecciones complementarias del 16 de abril.

Surgieron, en cambio, los casuistas, La Comuna,por mayoría absoluta, había declarado válidas seisde las elecciones del 26 de marzo. El informadorde las elecciones del 16 de abril proponía ratificarigualmente todas aquellas que hubiesen reunidomayoría absoluta. Los escrupulosos se indignaron:«Eso sería —dijeron— la mayor zancadilla quegobierno alguno haya echado nunca al sufragiouniversal». Sin embargo, no era cosa de convocara cada paso a los electores. Tres distritos de losmás abnegados, especialmente el XIII, cuyosmejores elementos estaban en la línea de fuego, nohabían dado ningún resultado. Un nuevo escrutiniono hubiera hecho más que acusar con mayor

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evidencia el aislamiento de la Comuna.

La discusión fue muy enconada; había quienesmostraban su frenesí por la legalidad, en aquelHótel-de-Ville fuera de la ley. París debíaestrangularse con sus principios salvadores. Ya,en nombre de la santa autonomía que prohíbeintervenir en la autonomía del vecino, la comisiónejecutiva se había negado a armar comunas queestaban bajo la dependencia de París y que pedíanque se les dejara ir contra Versalles. El mismoThiers no podía hacer nada mejor para aislar aParís.

Por veintiséis votos contra trece se aprobaron lasconclusiones del informe. Sólo se confirmaronveinte elecciones,47 decisión completamente faltade lógica. Había que confirmar la elección detodos o de ninguno, ya que hubo quien fue admitidocon menos de 1.100 votos, mientras que otrosquedaron fuera con 2.500. Cuatro eran periodistas,seis obreros. Once, enviados por las reunionespúblicas, fueron a reforzar el partido de los

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románticos. Dos de los ratificados en la elecciónse negaron a aceptar el fallo por no haber obtenidola octava parte de los votos. Briosne y el autor delos admirables Propos de Labienus, Rogeard, quese dejó engañar por un falso escrúpulo delegalidad. Fue la única flaqueza de este corazóngeneroso, que consagraba a la Comuna unaelocuencia brillante y pura. Su dimisión privó alConsejo de un hombre lleno de buen sentido, ydesenmascaró una vez más al apocalíptico FélixPyat.

El primero de abril, viendo venir el nublado, FélixPyat, a quien los golpes inspiraban el mismohorror que a Panurgo, había enviado su dimisiónde miembro de la comisión ejecutiva, declarandoque su presencia era indispensable en Marsella.Como los cazadores de Galliffet hacían peligrosala salida, se resignó a quedarse, pero adoptandodos máscaras, una para el Hótel-de-Ville y otrapara el público. En la Comuna, en sesión secreta,impulsaba a los demás a las medidas violentas; ensu periódico oficiaba de pontifical, sacudía sus

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grises cabellos, decía: «¡A las urnas, y no aVersalles!» También aquí tenía dos caras. Si pedíala supresión de los periódicos, firmaba «LeVengeur»: para murmurar, firmaba «Félix Pyat».Vino la derrota de Asniéres. Se apoderó de él elmiedo, y buscó otra vez una salida. La dimisión deRogeard se la abrió. Al abrigo de este nombre sinreproche, Félix Pyat deslizó su dimisión. «LaComuna ha violado la ley —escribía—; yo noquiero ser cómplice». Para cerrarse a toda réplica,comprometió la dignidad de la Comuna. «Sipersiste —dijo— me veré obligado, sintiéndolomucho, a dimitir antes de la victoria».

Esta treta asqueó a todo el mundo. Precisamenteacababa «Le Vengeur» de censurar la supresión detres periódicos reaccionarios, supresión que habíapedido innumerables veces Félix Pyat en lassesiones secretas. Vermorel denunció esta doblez.Un miembro: «Aquí se ha dicho que las dimisionesserían consideradas como traiciones». Otro: «Nose debe abandonar el puesto cuando es un puestode peligro y de honor». Un tercero pide

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formalmente la detención de Félix Pyat. «Siento —dijo otro— que no se haya comprendido que es aquienes nos han nombrado a los que hay quepresentar la dimisión». Y Delescluze: «Nadiedebe retirarse por un rencor personal o porque elideal perseguido no esté de acuerdo con elproyecto. ¿Es que se figuran ustedes que todo elmundo aprueba lo que se hace aquí? Pues bien, haymiembros que se han quedado y que permaneceránhasta el fin, a pesar de las injurias que se nosprodigan. En cuanto a mí, estoy decidido apermanecer en mi puesto, y si no vemos lavictoria, no seremos los últimos en morirdespedazados en las fortificaciones o en lasescaleras del Hótel-de-Ville».

Ruidosos aplausos acogieron estas palabrasviriles. Ninguna abnegación era más meritoria.Encanecido en la defensa de las ideas decentralización, Delescluze no podía ver sin sufrirque alguien las atacase. Nada tan noble comoaquel viejo, sediento de justicia, que al final de suvida estudiaba las cuestiones sociales; aquel

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hombre que se consagraba al pueblo sin hacerfrases y a pesar de todo. Hubo un momento en que,abrumado por la enfermedad, contristado por lassesiones, habló de retirarse. Bastó con decirle quesu retirada infligiría un gran perjuicio a la causadel pueblo para que se quedase a esperar, no lavictoria —sabía, tan bien como Pyat, que eso eraimposible—, sino la muerte que siembra elporvenir.

Félix Pyat, que no se atrevía a morder aDelescluze, se revolvió contra Vermorel, le tratóde confidente y, como Vermorel era miembro de lacomisión de seguridad, le acusó en «Le Vengeur»de revelar sus notas a la prefectura de policía.Este bicho calificó a Vermorel de gusano. Bajo elrefinado literario latía la verdulera. En el 48, en laConstituyente, llamaba a Proudhon cochino; en laComuna trató de basura a Tridon. Fue el únicomiembro de esta asamblea —en la que habíaobreros de profesiones rudas— que lanzarasemejantes inmundicias en la discusión.

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Vermorel respondió en «Le Cri du Peuple», y no lecostó demasiado trabajo vencerle. Por tres vecesle intimaron sus electores a que permaneciese ensu puesto: «Es usted un soldado y debe continuaren la brecha. Sólo nosotros tenemos derecho adestituirle». Acosado por sus mandatarios,amenazado con la detención en el Consejo, tuvoque volver, haciendo remilgos, al Hótel-de-Ville.

Versalles triunfaba al descubrirse todas estascominerías. El público conoció por vez primeralas interioridades de la Comuna, sus minúsculoscatarros formados por amistades y antipatíaspuramente personales. El que perteneciese a talgrupo era sostenido a pesar de todo, cualesquieraque fuesen sus yerros. Para ser admitido alservicio de la Comuna, había que pertenecer a talo cual camarilla. Se ofrecieron muchasabnegaciones sinceras por parte de los demócratasprobados, de los empleados y hasta de algunosoficiales republicanos desertores de Versalles.Todos ellos fueron recibidos y mirados de arribaabajo por algunos ineptos que habían nacido la

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víspera y cuya abnegación no habría de sobrevivira la entrada de las tropas. Y sin embargo, lainsuficiencia de personal y de orientación se hacíacada vez más evidente. «Desde hace un mes —dijoVermorel en la sesión del 20— estamosadormilados; no tenemos organización». «Se haadmitido a Cluseret —decía Delescluze—exclusivamente porque no teníamos otro soldado».La comisión ejecutiva no sabía mandar; el ComitéCentral no quería subordinarse. El Gobierno, laAdministración, la Defensa, iban a la ventura,como la salida del 3 de abril.

CAPÍTULO XIX

Las parisienses. Suspensión de hostilidades parala evacuación de Neuilly. El ejército de Versallesy el de París.

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La intensa hoguera de París ocultaba todavía estosflacos. Quien no haya sido abrasado por ella noacertará a describirla. Los periódicoscomunalistas, a pesar de su romanticismo,resultaban fríos al lado de ella, como resultababien poca cosa la escenografía. En las calles, enlos bulevares silenciosos, un batallón de cienhombres que va al fuego o vuelve de él, algunamujer que le sigue, un transeúnte que aplaude; tales el drama de esta Revolución, sencillo ygigantesco como una tragedia de Esquilo.

El comandante, en camisa, cubierto de polvo, conlos galones chamuscados, los hombres, todos elloscanosos o de rubios cabellos, los viejos de junio ylos párvulos de la idea. No pocas veces va el hijoal lado del padre.

Las comunalistas.

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Esta mujer que saluda o acompaña a la tropa es lavalerosa y auténtica parisiense. La inmundaandrógina nacida de los fangos imperiales haseguido a su clientela a Versalles o explota lamina prusiana de Saint-Denis. La que tiene ahorapor suya la calle es la mujer fuerte, abnegada,trágica, que sabe morir de la misma manera queama, la mujer que tiene por alma ese puro ygeneroso filón que desde el 89 corre vivaz por lasprofundidades populares. La compañera de trabajoquiere también asociarse en la muerte. «Si lanación francesa se compusiera solamente demujeres, ¡qué terrible nación sería!», escribía elcorresponsal del «Times». El 24 de marzo, unfederado dijo a los batallones burgueses delprimer distrito esta frase, que hizo que abatieransus armas: «Creedme, no os podréis sostener;vuestras mujeres están llorando y las nuestras nolloran».

Esta mujer no detiene a su hombre;48 lejos de eso,lo empuja a la batalla, le lleva la ropa y la comidaa la trinchera como antes al taller. Muchas no

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quieren volver ya a la ciudad, y empuñan el fusil.El 4 de abril, en la meseta de Chátillon, son ellaslas que sostienen el fuego. Las cantineras vanvestidas sencillamente, de trabajadoras. El 3 deabril, en Meudon, la del 66°, la ciudadanaLachaise, se estuvo todo el día en el campo debatalla cuidando a los heridos casi sola, sinmédico.

A la vuelta tocan a rebato, llamando a todas lasabnegaciones, las centralizan en un comité en laalcaldía del distrito X, fijan proclamasconmovedoras: «Es preciso vencer o morir. Losque dicen: ¿qué importa el triunfo de la causa si hede perder a quienes quiero?, deben saber que elúnico medio de salvar a los que le son queridoses lanzarse a la lucha». Se ofrecen a la Comuna,piden armas, puestos de combate, se indignancontra los cobardes. »Me sangra el corazón —escribe una— al ver que sólo están combatiendoestrictamente aquellos que quieren hacerlo. Noes de ningún modo, ciudadano delegado, unadenuncia lo que trato de hacerle. Lejos de mí

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semejante idea; pero mi corazón de ciudadanateme que la debilidad de los miembros de laComuna haga abortar nuestros proyectos para elporvenir».

André Léo, con pluma elocuente, explica lo queera la Comuna, instaba al delegado de Guerra aque utilizase «la santa fiebre que abrasa elcorazón de las mujeres». Una joven rusa deelevada cuna, instruida, rica, que se hacía llamarDimitrieff, fue la Théroigne49 de esta revolución.Asimilada íntegramente al pueblo en su actitud yen el fondo de su corazón es esta Louise Michel,maestra del distrito XVII. Dulce y paciente con lospequeños, que la adoraban, la madre setransformaba en leona por la causa del pueblo.Organizó un cuerpo de camilleras que cuidaba alos heridos bajo la metralla. También iban a loshospitales a disputar sus queridos camaradas a lasásperas religiosas, y los ojos de los agonizantes sereanimaban al murmullo de aquellas suaves vocesque hablaban de República y de esperanza.

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En esta pugna de abnegación, los niños competíancon los hombres y con las mujeres. Losversalleses, al vencer, apresaron a 660 criaturas, yotras muchas perecieron en los combatescallejeros. Seguían a los batallones hasta lastrincheras, iban con ellos a los fuertes, se poníanal pie de los cañones. Algunos de los que servíana los de la puerta Maillot eran muchachos de treceo catorce años. En campo raso, hacían locuras devalor.

Esta llamarada parisiense irradiaba más allá delcerco de la ciudad. Las municipalidades de Sceauxy de Saint-Denis se reunían en Vincennes paraprotestar contra el bombardeo, exigir lasfranquicias municipales y la instauración de laRepública. El ardor de París llegaba a lasprovincias.

Éstas empezaban a creer a París inexpugnable, apesar de los partes de Thiers. El 3 de abril: «Estajornada es decisiva para la suerte de lainsurrección»; el 4: «los insurrectos han sufrido

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hoy un fracaso decisivo»; el 7: «esta jornada esdecisiva»; el 11: «se preparan contra losinsurrectos medios irresistibles»; el 12 «losinsurrectos huyen a todo correr, se espera elmomento decisivo», el 15: «intentaremos, con unaprueba decisiva, poner fin a esta guerra civil»; el17: «persistimos en evitar las pequeñas acciones,hasta que llegue la acción decisiva». A pesar detantos éxitos decisivos y de tantos mediosirresistibles, el ejército versallés se enfriabainvariablemente al llegar a las avanzadasparisienses. Sus únicas victorias decisivas eranlas que conseguía contra las casas de las afueras.

Las cercanías de la puerta Maillot, la avenida dela Grande-Armée, Ternes, se alumbraban conincendios continuos. Asniéres y Levallois sellenaban de ruinas. Los habitantes de Neuillyvegetaban, hambrientos, en sus sótanos. Losversalleses lanzaban, solamente sobre estospuntos, mil quinientos obuses diarios, y Thiersescribía a sus prefectos: «Si se dejan oír algunoscañonazos, la culpa no es del gobierno, sino de

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algunos insurrectos que quieren hacer creer queluchan cuando apenas se atreven a dejarse ver».

Suspensión de hostilidades.

La Comuna atendía a los bombardeados de París;pero nada podía hacer por los de Neuilly, cogidosentre dos fuegos. De toda la prensa se alzó unllamamiento a la piedad, pidiendo un armisticiopara la evacuación de Neuilly. Los francmasones,la Liga de los Derechos de París, intervinieron.Con mucho trabajo —los generales no querían elarmisticio— los delegados de la Liga obtuvieronuna suspensión de hostilidades por ocho horas. LaComuna encargó a cinco de sus miembros querecibiesen a los bombardeados, y lasmunicipalidades les prepararon asilo. Salieron consocorros los comités de mujeres.

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El 25, a las nueve de la mañana, enmudeció elcañón desde la puerta Maillot hasta Asniéres. Unainmensa muchedumbre de parisienses fue a visitarlas ruinas de la avenida, la puerta Maillot,convertida en un montón de tierra, de granito, decascos de obús, y se detuvo ante los artilleros,apoyados en las piezas ya legendarias. Muchosllegaron hasta Neuilly. El pueblecito, tan coquetónen otro tiempo, sólo ofrecía ya a los hermososrayos del sol sus casas desmoronadas. En loslímites convenidos, dos filas, una de soldados delínea, otra de federados, a veinte metros dedistancia. Los versalleses, escogidos entre los másseguros, estaban guardados por oficiales de caraspatibularias. Cuando los parisienses seaproximaban bonachonamente a los soldados, losoficiales alzaban el grito. Cuando un soldadorespondió cortésmente a dos señoras, un oficial learrancó el fusil y calando la bayoneta contra lasparisienses dijo: «¡Así es como hay que hablar!»Algunas personas que cruzaron, de una y otraparte, las líneas, fueron hechas prisioneras. Pudoaguantarse hasta cinco horas sin lucha. Cada

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parisiense, a la vuelta, llevó su saco de tierra a lasfortificaciones de la puerta Maillot. Dombrowskihizo fusilar a uno de los miserables que se habíanaprovechado de la situación para entregarse alpillaje.

Por la noche volvieron a romper el fuego losversalleses. No había cesado contra los fuertes delSur, donde el enemigo puso al descubierto nuevasbaterías, primera parte del plan de Thiers.

El Ejército de Versalles.

El 6, Versalles entregó el mando de un ejércitofrancés al mismo MacMahon que nunca diocuentas del ejército precipitado por él en Sedan.Las tropas versallesas, reunidas acá y allá,contaban al principio con 46.000 hombres, en sumayor parte residuos de depósitos, incapaces de

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una acción seria. El llamamiento a los voluntariosde París y de provincias no había dado más quedos cuerpos: los voluntarios del Sena, con 350hombres; los de Sena y Oise, con unos 200; algoasí como unas guerrillas de antiguos oficiales osuboficiales de francotiradores y móviles, cuyouniforme recordaba mucho al de la guardianacional. Para tener alguna fuerza, Thiers envió aJules Favre para que volviese a llorarle lástima aBismarck. El prusiano devolvió 60.000prisioneros y autorizó a su cofrade a aumentarhasta 130.000 hombres el número de soldados deParís que, según los preliminares de paz, no debíaexceder de 40.000. El 25 de abril, el ejércitoversallés comprendía cinco cuerpos, dos de ellos,Donai y Clinchant, formados con libertados deAlemania, y una reserva mandada por Vinoy; entotal, 110.000 hombres. Este ejército llegó acontar con 130.000 combatientes y alimentar a170.000. Thiers dio muestras de evidentehabilidad al poner en pie un ejército así contraParís. Los soldados fueron bien alimentados, bienvestidos, severamente alejados de todo contacto

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con el exterior. Se restableció la disciplina. Contodo, no era un ejército de ataque, y los hombresflaqueaban ante una resistencia sostenida. A pesarde las arrogancias oficiales, los generales nocontaban realmente más que con la artillería, a laque debían los éxitos de Courbevoie y deAsniéres. Sólo el cañón podía abatir a París.

Este se hallaba literalmente rodeado de bayonetas,como en los tiempos del primer sitio, aunque estavez fuesen la mitad francesas, la mitad extranjeras.El ejército alemán, dispuesto en semicírculo desdeel Mame hasta Saint-Denis, ocupaba los fuertesdel Este —salvo el de Vincennes, desmantelado—y del Norte; el ejército versallés, por su partecerraba el círculo desde Saint-Denis hastaVilleneuve-Saint-Georges, dueño solamente delmonte Valérien. Los federados tenían los cincofuertes de Ivry, Bicétre, Montrouge, Vanves e Issy,las trincheras, las vanguardias que las unían, y lospueblos de Neuilly, Asniéres y Saint-Ouen.

El punto vulnerable del cerco, al sudoeste, era el

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saliente del Point-du-Jour. El fuerte de Issy loguardaba. Suficientemente defendido a la derechapor el parque, por el castillo de Issy y, por unatrinchera que lo unía al Sena, barrido por losartilleros federados, este fuerte estaba dominadode frente y a la izquierda por las alturas deBellevue, Meudon y Chátillon, Thiers las armó conpiezas de gran calibre traídas de Toulon,Cherbourg, Douai, Lyon y Besancon —293 bocasde sitio— y su efecto fue tal, que desde losprimeros días crujió el fuerte de Issy. El generalCissey, encargado de llevar adelante estasoperaciones, comenzó inmediatamente a prepararlos golpes finales.

Acabar con el fuerte de Issy y con el de Vanvesque lo sostenía, forzar en seguida el Point-du-Jour,desde donde podía desplegarse hasta París unejército; tal era el plan de Thiers.

Las operaciones de Saint-Ouen a Neuilly no teníanotro (*jeto que el de entretener las fuerzasparisienses en Courbevoie.

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El Ejército parisiense.

¿Qué fuerzas y qué plan oponía a esto la Comuna?

Los efectivos hablaban de 96.000 soldados y unos4.000 oficiales en la guardia nacional activa; en lareserva, 100.000 soldados y 3.500 oficiales.Cifras muy aproximativas, ya que las listas eranerróneas, frecuentemente ficticias, sobre tododesde la administración de Mayer, jefe del estadomayor. Treinta y seis cuerpos francos pretendíanreunir entre todos 3.450 hombres. Hechas todas lasdeducciones, se podían obtener 60.000combatientes, si se sabía hacer bien las cosas.Pero la debilidad del departamento del Ministeriode la Guerra dejaba fuera de su fiscalización a losmenos arrojados o a los que podían pasar sinsueldo. En realidad, de Saint-Ouen a Ivry no fueposible oponer al ejército de Versalles más que

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una cortina de 15.000 a 16.000 federados.

La caballería existía exclusivamente en el papel:quinientos caballos, a lo sumo, para arrastrar loscañones o los furgones y proporcionarcabalgaduras a los oficiales y estafetas. Elservicio de ingenieros era rudimentario, a pesar deque no faltaban magníficos bandos. De las 1.200bocas de fuego que París poseía, sólo 200 utilizóel departamento de la Guerra. No había más que500 artilleros, a pesar de que los estadosanunciaban 2.500.

Dombrowski ocupaba el puente de Asniéres,Levallois y Neuilly, con cuatro o cinco milhombres a lo sumo.50 Para cubrir tenían: en Clichyy Asniéres, una treintena de bocas de fuego y dosvagones blindados, que desde el 15 de abril hastael 22 de mayo, aun después de la entrada de lastropas, no cesaron de recorrer la vía; en Levallois,una docena de piezas. Le apoyaban lasfortificaciones del Norte, y la valerosa puertaMaillot le cubría por la parte de Neuilly.

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En la orilla izquierda, de Issy a Ivry, en losfuertes, en los pueblos, en las trincheras, había dediez a once mil federados. El fuerte de Issycontenía un promedio de seiscientos hombres ycincuenta piezas de siete y de doce, dos tercios deellas inactivas. Los bastiones 72 y 73 le aliviabanun poco, secundados por cuatro locomotorasblindadas, detenidas, por haberse estropeado, enel viaducto del Point-du-Jour. Por abajo, lascañoneras, armadas de nuevo, disparaban sobreBreteuil, Sevres, Brimborion, y osaban llegarhasta Chátillon y cañonear Meudon al descubierto.Algunos centenares de tiradores ocupaban elparque y el castillo de Issy, Moulineaux, el Val ylas trincheras que unían el fuerte de Issy con el deVanves. Este último, dominado como Issy, sosteníavalientemente su esfuerzo con una guarnición dequinientos hombres y una veintena de cañones. Losbastiones de circunvalación le secundaban muymal.

El fuerte de Montrouge, con trescientos cincuentahombres y diez o quince bocas de fuego, no tenía

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otro papel que el de apoyar los disparos deVanves. El de Bicétre, provisto de quinientoshombres y de veinte bocas de fuego, disparaba abulto. Tres considerables reductos le hacían ladescubierta: Hautes-Bruyeres, con quinientoshombres y veinte piezas; el Moulin-Saquet, consetecientos hombres y unas cuarenta piezas;Villejuif, con trescientos hombres y algunosmorteros. En la extrema izquierda, el fuerte de Ivryy sus dependencias tenían quinientos hombres yuna cuarentena de piezas. Los pueblos intermedios,Gentilly, Cachan, Arcueil, estaban ocupados pordos mil o dos mil quinientos federados.

El mando nominal de los fuertes del Sur, confiadoprimero a Eudes, asistido de un ex coronel deingenieros en el ejército del Loira, La Cécilia,pasó, el 20 de abril, al alsaciano Wetzel, oficialdel mismo ejército. Desde su cuartel general deIssy debía vigilar las trincheras de este pueblo yde Vanves, y la defensa de los fuertes. En realidad,los comandantes de los fuertes, que cambiabanfrecuentemente, obraban siempre a su antojo.

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El mando de Ivry a Arcueil fue asignado amediados de abril a Wroblevski, uno de losmejores oficiales de la insurrección polaca del 63,joven, con buenos estudios militares, bravo,metódico, sagaz, que sabía sacar partido de todo yde todos, excelente jefe para unas tropas bisoñas.

Falta de plan.

Todos estos generales no recibieron más que unaorden: ¡defendeos! No hubo plan general alguno.Jamás existió un consejo general de defensa. Lossoldados se vieron a menudo abandonados a símismos, sin cuidado ni vigilancia. Poco o ningúnrelevo. Todo el esfuerzo pesaba siempre sobre losmismos. Algunos batallones se pasaban veinte,treinta días en las trincheras, desprovistos de lonecesario; otros permanecían continuamente dereserva. Si algunos intrépidos se endurecían en el

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fuego hasta el punto de no querer volver a laciudad, otros se desalentaban, venían a enseñar susropas piojosas, pedían descanso; los jefes se veíanobligados a retenerlos, pues no tenían con quiénreemplazarlos.

Esta negligencia acabó rápidamente con ladisciplina. Los valientes no querían relevar másque a los que eran como ellos; los demásesquivaban el servicio. Los oficiales hacían lomismo; unos dejaban su puesto para ir al fuego delvecino, otros lo abandonaban. El tribunal marcialque presidía Rossel quiso imponer castigos. Sequejaron a la Comuna de su severidad. Longuetdijo que Rossel «no tenía espíritu político». LaComuna casó sus órdenes, conmutó por tres mesesde arresto una condena de muerte. Rossel se retiróy fue sustituido por Gois.

Puesto que se retrocedía ante la disciplina de laguerra, había que cambiar de táctica. No se hizomás que acusar a Cluseret. En la sesión del 23,Avrial lo llevó al banquillo, le acosó a preguntas

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sobre el número de hombres, de cañones, de quedisponía la Comuna. Cluseret se engalló: «No levan bien los aires de dictador», le dijo brutalmenteDelescluze, que reprobó a Cluseret que hubieseabandonado a Dombrowski en Asniéres con 1.200hombres, y dejó oír la palabra traición. «¡Soy unhombre deshonrado!», exclama Cluseret, y quiereabandonar la sala. Los demás se oponen a ello.Cluseret se disculpa largo y tendido sin convencera nadie, ya que al día siguiente un miembro de laComuna pidió que fuera detenido por haberfavorecido a los subcomités.

Estos subcomités son retoños del Comité Central,que brotaron por todas partes. El 1° de abril, laComuna preguntó qué significaba el Comité de lacalle de Aligre, que estaba dando órdenes; el 6,decide que esos subcomités sean disueltos; el 9,Theisz denuncia que persisten, que acaba de serinstalado por el Comité Central el del distritoXVIII. El 26, los subcomités se extralimitan hastatal punto, que la Comuna vota de nuevo sudisolución, y Vermorel dice: «Es preciso saber

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quién tiene el poder, si la Comuna o el ComitéCentral». Quiere que se acabe con esto; pero no seacaba. El 26, la comisión militar, reconociendoque las órdenes y decretos son letra muerta,encarga a las municipalidades, al Comité Central,a los jefes de legión, que reorganicen la guardianacional. Ninguno de estos mecanismos funcionaseriamente, lo que hace que algunos miembros dela Comuna y varios generales empiecen a soñarcon una dictadura militar.

Antes de fines de abril, la ofensiva prometida porCluseret aparece imposible para cualquierobservador experimentado. Hombres activos,abnegados, se agotan en luchas enervantes contralas oficinas, los comités, los subcomités, contralos mil rodajes pretenciosos de lasadministraciones rivales, y pierden todo un díapara hacer que les entreguen un cañón. En lasfortificaciones, algunos artilleros acribillan laslíneas de Versalles, y, sin pedir más que pan yhierro, no abandonan sus piezas como no seaarrebatados por los obuses. Los fuertes, con sus

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casamatas derrumbadas, con sus troneras hechaspolvo, responden al chaparrón de las alturas. Losesforzados tiradores, a la descubierta, van asorprender a los soldados de línea en sus agujeros.Estas abnegaciones, estos heroísmos, se pierden enel vacío. Dijérase la caldera de una máquina cuyovapor se escapa por cien agujeros.

CAPÍTULO XX

Los servicios públicos: Hacienda, Guerra, Policía,Relaciones Exteriores, Justicia, Enseñanza,Trabajo y Cambio.

El 20 de abril, la Comuna había decidido sustituirla comisión ejecutiva por los delegados de lasnueve comisiones que se repartían los serviciospúblicos. Estas comisiones fueron renovadas elmismo día. Habían estado bastante abandonadas.

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¿Cómo atender al mismo tiempo a las sesionesdiarias del Hótel-de-Ville, a su comisión, a sualcaldía? Porque la Comuna había sobrecargado asus miembros con la administración de su distrito.Así, todo el trabajo pesaba sobre los delegados.La mayor parte de los electos del 20 presidían,desde su origen, esas mismas comisiones.Continuaron, como hasta entonces, actuando pocomenos que solos. Echemos una ojeada sobre sustrabajos antes de volver a hundimos en la batalla.

Había dos delegaciones que no exigían más quebuena voluntad: la de subsistencias y la deservicios públicos o municipales. Elaprovisionamiento se hacía por la zona neutra enque Thiers, que se esforzaba en asediar porhambre a París, no podía impedir que sepresentasen los productos; como la mayor parte delos equipos se habían quedado en sus puestos, losservicios municipales no se resintieron demasiado.Cuatro delegaciones, Hacienda, Guerra, SeguridadGeneral y Relaciones Exteriores, requeríanaptitudes especiales. Otras tres debían recoger la

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filosofía de esta Revolución: Enseñanza, Justicia yTrabajo, y Cambio. Todos los delegados, menosuno, Léo Frankel, obrero joyero, eran hombrescultos de la pequeña burguesía.

Comisión de Hacienda.

La comisión de Hacienda era Jourde, el jovencontable que se había revelado el día 18 de marzocomo hombre de rara pericia. Muy agudo yentusiasta, dotado de extraordinaria facilidad depalabra, conquistó la amistad de su colega Varlin.El primer problema de cada mañana era alimentara trescientas o trescientas cincuenta mil personas.De los 600.000 obreros al servicio de patronos, oque trabajan en sus casas, que había en París en1870-71, sólo tenían ocupación unos 114.000,aproximadamente, de los cuales 62.500 eranmujeres.51 Además, había que alimentar al

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personal de los diferentes servicios. Versalles,como ya hemos visto, no había dejado en las cajasmás que 4.658.000 francos, y Jourde queríaconservar intactos los 214 millones de títuloshallados en el Ministerio de Hacienda. Verdad esque allí estaba el opulento Banco de Francia; perolos hombres de la Comuna se habían impuesto laprohibición de tocarlo. La Delegación se veíareducida, para hacer vivir y defender a París, a losingresos de las administraciones: telégrafos,correos, consumos, contribuciones directas,aduanas, mercados, tabacos, registro y timbre, cajamunicipal, ferrocarriles. El Banco de Franciadevolvió poco a poco los 9.400.000 francos quepertenecían a la ciudad y adelantó, autorizado aello por Thiers.52 7.290.000 francos suyos. Del 20de marzo al 30 de abril, la Comuna recaudó así 26millones. En el mismo período, la Comisión deGuerra tomó más de 20 millones de esa suma.Intendencia recibió 1.813.000 francos; el conjuntode las municipalidades, 1.446.000; el Interior,103.000; Marina, 29.000; Justicia, 5.500;Comercio, 50.000; Enseñanza, 1.000; Relaciones

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Exteriores, 112.000; bomberos, 100.000; laBiblioteca nacional, 80.000; la comisión debarricadas, 44.500; la imprenta nacional, 100.000;la asociación de sastres y zapateros, 24.662. Estasproporciones siguieron siendo las mismas, sobrepoco más o menos, desde el 1 de mayo hasta lacaída de la Comuna. Los gastos de este segundoperíodo ascienden a unos 20 millones. La cifratotal de los gastos del Comité Central y de laComuna, en nueve semanas, sube a poco más de46.300.000, de los cuales, 16.696.000 fueronproporcionados por el Banco y el resto por losservicios; los consumos contribuyeron con unadocena de millones. Jules Simon escribe: «Nunca,en ningún régimen, hubo tal despilfarro de dinero».Mientras la Comuna obtenía lo estrictamenteindispensable para no morir, el Banco de Franciaaceptaba 257.630.000 francos en efectos girados acuenta de él por Versalles para combatir a lacapital.

Estos servicios eran atendidos por obreros o porel proletariado de los empleados. Bastó en todas

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partes con la cuarta parte de los empleadosordinarios. El director de Correos, Theisz, uncincelador, encontró el servicio desorganizado, lasoficinas de barrio cerradas, los sellos habían sidoescondidos o se los habían llevado; el material,coches, etc., se había perdido; la caja había sidosaqueada. Carteles fijados en las salas y en lospatios ordenaban a los empleados que sedirigieran a Versalles, bajo pena de serdespedidos. Theisz procedió rápida yenérgicamente. Cuando los empleados subalternosllegaron, como de costumbre, para salir a sutrabajo, les arengó, discutió con ellos, hizo cerrarlas puertas. Poco a poco se unieron a él. Leayudaron algunos empleados socialistas. Losprimeros empleados recibieron la dirección de losservicios. Se abrieron las oficinas de barrio, y enespacio de cuarenta y ocho horas se reorganizó larecogida y distribución de cartas para París.Agentes expertos fueron a echar a los buzones deSaint-Denis y de diez leguas a la redonda lascartas para provincias. Para la introducción decartas en París se dejó amplio margen a la

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iniciativa privada, que se encargó de organizaragencias. Se instituyó un Consejo superior queaumentó los sueldos de los carteros, guardas deoficina y cargadores, redujo el número desupernumerarios y decidió que las aptitudes de lostrabajadores serían verificadas en lo sucesivo pormedio de pruebas y de examen.

La Casa de la Moneda fabricó los sellos decorreos, dirigida por Camélinat, montador enbronce. Al igual que en el edificio de Correos, ladirección y los principales empleados de la Casade la Moneda habían parlamentado primeramente,desapareciendo luego. Camélinat, ayudado poralgunos amigos, hizo proseguir los trabajos, y,aportando cada uno su experiencia profesional, seintrodujeron mejoras en el material, y nuevosmétodos. Se acuñó la plata enviada por el Hótel-de-Ville,53 por la Legión de Honor y por diferentesadministraciones, así como algunos objetos delculto. El Banco, que ocultaba sus lingotes, tuvoque proporcionarlos por valor de 1.100.000francos, convirtiéndose inmediatamente esta plata

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en monedas de cinco francos. Se fabricó un troquelnuevo que iba a funcionar cuando entraron losversalleses.

La Beneficencia pública dependía también de laHacienda. Un hombre de gran mérito, Treilhard,antiguo proscrito del 51, reorganizó estaadministración, bárbaramente deshecha. Losmédicos, los agentes del servicio, habíanabandonado los hospicios. El director y elecónomo de los Petits-Ménages de Issy habíanhuido, reduciendo a la mendicidad a sus asilados.Los empleados hacían esperar a nuestros heridos ala puerta de los hospitales; los médicos, lasmonjas, pretendían hacerles sonrojar de susgloriosas heridas. Treilhard lo puso todo en orden.Por segunda vez desde 1972, enfermos y enfermasencontraron amigos en sus administradores ybendijeron a la Comuna, que los trataba como unamadre. Este hombre de corazón y de cabeza,asesinado por los versalleses el 24 de mayo en elpatio de la Escuela Politécnica, dejó un informemuy estudiado sobre la supresión de las oficinas

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de beneficencia, que encadenan el pobre algobierno y al clero. Proponía sustituirlas con unaoficina de asistencia en cada distrito, bajo ladirección de un comité comunal.

El Telégrafo, el Registro y los Dominios,hábilmente dirigidos por el honrado Fontaine: losservicios de contribuciones, de nuevo y porcompleto puestos en pie por Failiet y Combault, laImprenta Nacional, que Debock y Alavoinereorganizaron y administraron con gran pericia, asícomo los demás servicios agregados a laHacienda, reservados de ordinario a la altaburguesía, fueron manejados con habilidad yeconomía —nunca se llegó al sueldo máximo, queera de 6.000 francos— por hombres que nopertenecían a la carrera administrativa, y no fueéste, a los ojos de la burguesía versallesa, uno desus menores crímenes.

Comisión de Guerra.

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Comparado con el servicio de la Hacienda, el deGuerra era un cuarto a oscuras, en que todo elmundo se daba de trompicones. Los oficiales, losguardias, llenaban las oficinas del ministerioreclamando municiones, víveres, quejándose deque no los relevaban. De allí los mandaban a laPlaza, gobernada primero por el coronel HenryProdhomme, después por Dombrowski. En el pisosuperior, el Comité Central, instalado porCluseret, se agitaba en sesiones difusas,amonestaba al delegado, se entretenía en crear unainsignia, recibía a los descontentos, pedía datos alestado mayor general, pretendía dar su opiniónsobre las operaciones militares. Por su parte, elComité de Artillería, nacido del 18 de marzo,disputaba los cañones al servicio de Guerra. Estetenía los del Campo de Marte, y el Comité los deMontmartre. No hubo nunca manera de crear unparque central, ni siquiera de saber el númeroexacto de bocas de fuego. Ascendía éste a más de1.100 cañones, obuses, morteros y ametralladoras.

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Algunas piezas de largo alcance quedaron, hasta elúltimo momento, tendidas a lo largo de lasfortificaciones, mientras los fuertes no tenían, pararesponder a los cañones monstruos de la marina,más que piezas del 7 y del 12. Frecuentemente, lasmuniciones que se enviaban no eran del calibreque se había pedido.

El servicio de armamento no pudo proporcionarfusiles de aguja a todos los hombres en campaña, ylos versalleses, después de la victoria,encontraron 285.000, aparte de 190.000 «detabaquera», y 14.000 carabinas Enfield. Añádase aesto el desorden. «He visto cuentas espantosas enlo que se refiere al material de artillería, diceAvrial el 6 de mayo; desde el 18 de marzo se hanentregado a los oficiales millares de revólveres dea cincuenta francos, armas, espadas de un precioexcesivo. Yo había instalado un hombre de miconfianza, el Comité Central ha enviado undelegado con fajín, que puso a mi hombre en lapuerta». Inmediatamente la Comuna decreta quelos funcionarios civiles y militares culpables de

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concusión, pasen inmediatamente a presencia delconsejo de guerra. El día 8, Johannard arremeteviolentamente contra los oficiales de estado mayorcreados por el Comité Central: «¡Chiquillos,hombres de todas clases, que no reparan en venir anuestros almacenes a escoger las armas que másles gustan!»

La Comuna se había quejado de la Intendenciadesde el principio. «Es un verdadero caos»,vuelven a decir el 24 de abril; Delescluze señalalo mal equipados que van los hombres: no tienenni pantalones, ni zapatos, ni mantas. El día 28arrecian las quejas. Los hermanos May,intendentes, son destituidos, y la Comuna losfustiga en una nota publicada en «L'Officiel». El 8de mayo, Varlin dice que, por falta defiscalización, varios batallones han recibido másde una vez ropas, al paso que otros no las recibennunca.

Igualmente grande era el desorden en la direcciónde las barricadas que debían formar un segundo y

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un tercer reducto. Su dirección estabaencomendada a un chiflado que ordenaba trabajossin método y en contra de los planes de sussuperiores.

Los otros servicios andaban lo mismo, sinprincipios firmes, sin límites debidamentetrazados; los piñones engranaban en falso. En esteconcierto sin director que llevase la batuta, cadamúsico tocaba lo que le parecía, mezclando sutocata a la del vecino. Una mano firme hubieraimpuesto en seguida la armonía. El ComitéCentral, a pesar de sus pretensiones de regentar laComuna, de la que decía: «Es nuestra hija,tenemos que impedir que se descarríe», era fácilde reducir. Se había renovado en gran parte pormedio de elecciones muy discutidas; sólo docemiembros del antiguo Comité figuraban en elsegundo, para el que no fue reelegido EdouardMoreau. Hubo que dar un rodeo para hacerleentrar. Lo único que daba importancia al Comitéactual eran los celos de la Comuna. El Comité deArtillería, acaparado por un grupo de buscavidas,

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hubiera cedido al primer intento; la Intendencia ylos demás servicios dependían de la energía deldelegado.

El general-fantasma, tendido en su canapé, dictabaórdenes circulares, melancólicas unas veces,doctorales otras, y se daba media vuelta. Contó alos periódicos ingleses que, gracias a suscuidados, el 30 de abril había 41.500 soldadosdotados de oficialidad, equipados, armados, y quequince días después habría 103.000; todo ello sehabía venido abajo en cuanto fue detenido, ya quelos guardias nacionales no tenían confianza ennadie más que en él. Este charlatanismo revela alhombre. La verdad es que todo lo que hacía erarevolver papelotes. Si alguien iba a sacudirle:«¿Qué está usted haciendo? ¡Hay peligro en talparte!», él respondía: «He tomado todas lasprecauciones. No hay más que esperar a quetengan tiempo de dar fruto mis combinaciones». Unbuen día hacía detener a un miembro del ComitéCentral, y éste se trasladaba, ofendido, a la calleEntrepót. Ocho días después, el general corría

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detrás del Comité, reinstalándolo en el Ministerio.Vanidoso hasta decir que el enemigo le estimabaen un millón, enseñaba supuestas cartas deTotleben, en que éste le ofrecía planes de defensa.Y aun hizo más, como fue solicitar el 15 de abriluna entrevista con el estado mayor alemán; laconsiguió, y según él, le llenó de elogios el condede Hastfeld, secretario del conde de Bismarck.

No pocas esperanzas se volvían hacia su jefe deestado mayor, Rossel, joven radical de veintiochoaños, reconcentrado, puritano, que estaba pasandola fiebre revolucionaria. Capitán de Artillería enel ejército de Bazaine, había intentado resistir yescapó de los prusianos. Gambetta le nombrócoronel de ingenieros en el campo de Nevers,donde no daba una, cuando llegó el 18 de marzo.Se deslumbró, vio en París el porvenir de Franciay también el suyo, dimitió y acudió a enrolarse atoda prisa. Algunos amigos le colocaron en la 17'legión; mostróse agrio, impopular luego, y fuedetenido el 3 de abril. Dos miembros de laComuna, Malon y Ch. Gérardin, consiguieron su

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libertad y se lo presentaron a Cluseret, que loaceptó como jefe de su estado mayor. Rossel creyóque el Comité Central constituía una fuerzaauténtica, le pidió parecer, buscó a los hombresque él creía populares. Su frialdad, su vocabulariotécnico, la precisión de su palabra, su máscara degran hombre entusiasmaron a la gente de lasoficinas; los que le estudiaron de cerca observaronsu mirada furtiva, signo irrecusable de un almainquieta. Poco a poco, el joven oficialrevolucionario se puso de moda, y su actitudconsular no disgustó al público, desalentado por elapoltronamiento de Cluseret.

Nada, sin embargo, justificaba esteencaprichamiento. Jefe del estado mayor generaldesde el 5 de abril, Rossel dejaba que losservicios siguieran en la ociosidad. El único deellos que estaba casi organizado, el Control deInformación General, procedía de Moreau, quetodas las mañanas llevaba al Departamento deGuerra y a la Comuna informes detallados, a vecesmuy pintorescos, sobre las operaciones militares y

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el estado moral de París.

Seguridad y policía.

Esa era, sobre poco más o menos, toda la policíade la Comuna. La Seguridad General, que hubieradebido iluminar los menores rincones, noproyectaba más que una luz caprichosa.

El Comité Central agregó a Duval, delegado civilen la prefectura de policía, al joven Raoul Rigault,que pasaba equivocadamente por un sabueso demarca. Rigault, dirigido con el debido rigor,hubiera podido ser un buen subalterno, y, enefecto, mientras vivió Duval, no cometió dislates.La Comuna cometió la equivocación de dejarle alfrente de un servicio en que la menor maniobra enfalso era tan peligrosa como en las avanzadas. Susamigos, tan atolondrados como él, con excepción

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de unos pocos, Ferré, Regnard, Levrault, etc.,desempeñaron como unos chiquillos las funcionesmás delicadas. La Comisión de Seguridad, quehubiera debido vigilar a Rigault, no hizo más queseguirle. También en este terreno vivían todoscomo camaradas, disculpándose unos a otros todaslas ligerezas.

El primero de abril, Ranc y Vermorel interpelan aRigault, que inserta en «L'Officiel» decretos de sucosecha. El 4, Lefrançais le reprocha que no hayanotificado a la Comuna la detención de uno de susmiembros, Assi: el 5, Delescluze señala lasintromisiones de Seguridad General, y Lefrançaispide que se sustituya a Rigault. Pero los hombresdel Hótel-de-Ville no tenían nada de inflexibles.Muchos de ellos habían combatido y conspiradojuntos bajo el Imperio, veían la revolución en susamigos. Rigault se contentó con encogerse dehombros, con su gesto de golfillo.

Muy pronto se vio a las ratas danzar en torno a laprefectura. Los periódicos suprimidos por la

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mañana eran voceados tranquilamente por lanoche; los conspiradores pasaban por todos losservicios sin alarmar los oídos de Rigault ni de lossuyos. Nunca descubrieron nada; siempre teníanque ser otros los que descubriesen las cosas enlugar de ellos. Llevaban a cabo las detencionescomo si se tratase de paseos militares, de día, congran lujo de guardias nacionales. Después deldecreto sobre los rehenes, no encontraron más quea algunos eclesiásticos: el arzobispo galicanoDarboy, muy bonapartista; su vicario Lagarde; elcura de la Madeleine, Deguerry, una especie deMorny con sotana; el abate Allard, el obispo Surat,un puñado de jesuitas y de curas, entre ellos el deSaint-Eustache, al que Beslay mandó poner enlibertad. En la Comuna, no todo el mundoaprobaba estas razzias de sotanas. Vermorel,Arthur Arnold no consideraban rehenes serios alos curas que no se metían en política. «Losparientes, los auxiliares de los miembros de laAsamblea Nacional: esos son, dijo Vermorel, losverdaderos rehenes. Nuestro objeto no es derramarla sangre de Versalles y de los rehenes, sino

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impedir que se derrame la nuestra». Raoul Rigaultrespondió con esta otra frase, más seria que él:«Los curas son los más poderosos agentes de lapropaganda». Fueron, en efecto, los más fuertesagitadores contra la Comuna, los más encarnizadosen la represión.

La ligereza de las detenciones preocupó a algunosmiembros de la Comuna. Ostyn, Clément, Theiszno quieren que se siga ese sistema de detencionesa la ventura. «En lugar de policía, lo que tenemoses una vergüenza», escribía Malon; mejor hubieradicho una fantasmagoría. Los verdaderoscriminales se aprovecharon de ello. Los guardiasnacionales habían sacado a luz los misterios delconvento de Picpus, habían descubierto a tresdesgraciadas encerradas en jaulas con rejas,instrumentos extraños, coseletes de hierro,cinturones, potros de tortura, cascos que olían aInquisición, un tratado sobre el aborto, doscráneos cubiertos todavía de pelo. Una de lasprisioneras, la única que conservaba la razón,contó que vivía desde hacía diez años en aquella

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jaula. La hermana que hacía funciones desuperiora, un marimacho descomunal y de pelo enpecho, respondió a las preguntas de Rigault entono bonachón. «¿Por qué han encerrado ustedes aestas mujeres?» «Por servir a sus familias; estabanlocas. Ustedes, señores, que son hijos de familia,comprenderán que, a veces, es muy cómodo deocultar la locura de los parientes». «Pero ¿noconocían ustedes la ley?» «No, señor comisario;nosotras obedecíamos a nuestros superiores».«¿De quién son estos libros?» «No sé nada». Deesta manera se hicieron las tontas y engañaron alos necios. Algunos vecinos del décimo distritodescubrieron en los sótanos de la iglesia de Saint-Laurent esqueletos femeninos. La prefectura nohizo más que un simulacro de investigación, que nocondujo a nada.

La idea de humanidad se cernía por encima detodas estas faltas; tan fundamentalmente sana eraesta revolución popular. No se encuentran en laSeguridad de la Comuna esas frasessanguinolentas, tan familiares, en tiempos de la

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Convención, a los miembros del Comité deSeguridad General. David: «¡Inundémoslo todo derojo!»: Vadier: «Cortemos cabezas; estasconfiscaciones son indispensables». El jefe de laSeguridad de la Comuna del 71 tiene frases dignasde Chálier y de Cháumette: «La Comuna haenviado pan a noventa y dos mujeres de los quenos matan. Para las viudas no hay bandera. LaRepública tiene pan para todas las miserias ybesos para codos los huérfanos». Acosada adenuncias, la Seguridad declara que no tendrá encuenta para nada las que sean anónimas. «Elhombre —decía “L'Officiel”— que no se atreve afirmar una denuncia, sirve a un rencor personal yno al interés público». El respeto a los prisionerosfue absoluto. El 9 de abril, la Comuna rechazó sindiscusión la proposición de Blanchet de devolvera los rehenes los malos tratos infligidos enVersalles a los prisioneros federados.

Tentativa de canje de rehenes.

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Los rehenes más preciosos tenían absoluta libertadpara hacerse llevar de fuera alimento, ropas,libros, periódicos, para recibir las visitas de losamigos, e incluso las de los corresponsales de losperiódicos extranjeros. Incluso se le ofreció aThiers el canjeo del arzobispo, de Deguerry, deBonjean y Lagarde por Blanqui. He aquí el hecho:Uno de los hombres más destacados de laprefectura, Levrault, había pedido al arzobispoque interviniese acudiendo a Thiers para detenerlas ejecuciones de los prisioneros. Darboyescribió una carta patética y aprovechó la ocasiónpara hablar de los rehenes. Thiers no contestó. Unantiguo amigo de Blanqui, Flotte, fue a proponer alpresidente un canje, y le dijo que el arzobispopodía correr peligro. Thiers hizo una mueca muysignificativa. Flotte reanudó las negociaciones enlugar de Darboy, que designó a Deguerry para ir aVersalles. La prefectura, que no queríadesprenderse de un rehén como aquel, lo sustituyópor Lagarde, su vicario general. El arzobispo le

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dio instrucciones, y el 12 de abril Flotte condujo aLagarde a la estación y le hizo jurar que volveríasi su misión fracasaba. Lagarde juró. «Aunquehaya de ser fusilado, volveré. ¿Cree usted quepuedo abrigar por un momento la idea de dejarsolo aquí a monseñor?» En el momento en que eltren iba a arrancar, Flotte insistió de nuevo: «Nose vaya, si no tiene intención de volver». El curavolvió a jurar. Partió, y entregó a Thiers una carta,en la que el arzobispo solicitaba el canje. Thiers,fingiendo ignorar esta circunstancia, respondió a laque acababa de publicar un periódico de laComuna. Su respuesta es una obra maestra dehipocresía y de falsedad: «Los hechos sobre queme llama usted la atención son absolutamentefalsos y estoy verdaderamente sorprendido deque un prelado tan ilustrado como usted,monseñor... Nuestros soldados no han fusiladonunca prisioneros, ni han intentado rematar a losheridos. Que en el calor del combate hayanusado sus armas contra los hombres queasesinan a sus generales, es posible; pero, unavez terminado el combate, recobran la

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generosidad del carácter nacional. Rechazo,pues, monseñor, la calumnia que le han contado,y afirmo que nuestros soldados no han fusiladonunca a los prisioneros». El 17, Flotte recibió unacarta en la que Lagarde le anunciaba que supresencia seguía siendo indispensable enVersalles. Flotte fue a quejarse al arzobispo, queno guiso creer en un abandono. «Es imposible —dijo— que Lagarde se quede en Versalles.Volverá. Me lo ha jurado a mí mismo». Y entregóa Flotte un billete para el vicario general. Lagarderespondió que Thiers le retenía. El 23, Darboyescribió otra vez a su vicario general: «Al recibode esta carta, el señor Lagarde se servirá tomarinmediatamente el camino de París y volver aMazas. Este retraso nos compromete gravementey puede tener los más desagradables resultados».Lagarde no contestó. Thiers había rechazado elcanje, resguardándose tras la Comisión de losQuince. Su pretexto fue que Blanqui serviría decabeza a la insurrección; su verdadera finalidadera empujar a la ejecución de los rehenes. Lamuerte del galicano Darboy era doblemente

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provechosa, ya que dejaba una sucesiónambicionada por los ultramontanos y creaba unmártir.

El vicario general Lagarde, considerando inútilimitar a Régulo, se quedó modestamente enVersalles. La Comuna no castigó al arzobispo poresta falta de palabra, y unos días después libertó asu hermana. Jamás, ni en los días de desesperanza,se olvidaron los privilegios de las mujeres. Lasculpables hermanas de Picpus y las demásreligiosas, conducidas a Saint-Lazare, fueronencerradas en un departamento aparte.

La prefectura y la delegación de Justiciaafirmaron, además, su humanidad mejorando elrégimen de las cárceles, cuyo personal, conexcepción de los directores, fue conservado en suspuestos. La Comuna, que se esforzaba porgarantizar la libertad individual, decretó el 14 deabril que toda detención sería notificadainmediatamente al delegado de Justicia y que no sellevaría a cabo ningún registro sin una orden legal.

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Como algunos guardias nacionales, malinformados, habían detenido a individuosreputados como sospechosos, la Comuna declaróen «L'Officiel» que todo acto arbitrario iríaseguido de la destitución de su autor y de lainmediata persecución del mismo. Un batallón quebuscaba armas en la Compañía del gas se creyóautorizado a incautarse de la caja. La Comuna hizodevolver inmediatamente el contenido de la caja ylevantar los sellos. El comisario de policía quedetuvo a Gustave Chaudey, acusado de habermandado disparar el 22 de enero —detencióndesdichada, ya que Chaudey defendía en «LeSiécle» la causa de París— se había apoderadodel dinero del preso; la Comuna destituyó alcomisario e insertó la destitución en «L'Officiel».Para descubrir los abusos de autoridad ordenó el23 que se abriese una información sobre el estadode los detenidos y los motivos de su detención, yreconoció a todos sus miembros el derecho devisitar a los presos.

En vista de todo esto, Rigault presentó su

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dimisión, que fue aceptada. Delescluze habíatenido que reprenderle en varias ocasiones. Susextravagancias llenaban de regocijo a losperiódicos de Versalles. Acusaba a su infantilpolicía de tener aterrorizado a París, presentabancomo asesinos a los miembros de la Comuna quese negaban a poner el visto bueno a las condenasdel tribunal marcial, decían que estaban enlibertad los presos de derecho común54 mientrasse encarcelaba al falsificador bonapartistaTaillefer, libertado el 4 de septiembre. Estaburguesía, que había agachado la cabeza ante lastreinta mil detenciones del Imperio, que aplaudíalas cincuenta mil detenciones de mayo y losmillares de registros que siguieron a aquéllas,chilló durante años enteros con el pretexto de loscuarenta o cincuenta registros y de las miltrescientas o mil cuatrocientas detencionesrealizadas durante la Comuna. No pasarán de estacifra en dos meses de lucha; y aun así, las dosterceras partes de los detenidos, refractarios orevoltosos callejeros, no estuvieron encarcelados,arriba de unos días, y algunos solamente horas.

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Las provincias, alimentadas exclusivamente por laprensa versallesa, creían en sus invenciones, queThiers, por otra parte, amplificaba telegrafiando alos prefectos: «Los sublevados desalojan las casasprincipales para poner en venta el mobiliario».

Relaciones exteriores.

Abrir los ojos a las provincias, provocar suintervención, tal era el papel de la delegación deRelaciones Exteriores que, con su nombrepretencioso, seguía en importancia a la de Guerra.Ya en los comienzos de la Comuna, las provinciashabían solicitado de ella el envío de delegados. El6 de abril, Mégy, Amouroux, Caulet de Tayac,fueron enviados de nuevo a Marsella. El 7,Gambon, detenido un instante en Córcega, hizo unasombría relación. En la Comuna escuchaban a esteviejo republicano, que en tiempos del Imperio

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había tenido el valor de rechazar el pago delimpuesto. «Francia dormita, la instauración de laComuna estaba asegurada en Lyon, en Marsella yen otros sitios, si se hubiese sabido procederrevolucionariamente». Pidió que se enviarandelegados a todas partes. Desde el 4 de abril —más adelante se verá— los departamentos volvíana agitarse. A no ser en Marsella, la guardianacional conservaba fusiles. En el Centro, en elEste, en el Oeste, en el Sur, podían hacersevigorosas operaciones de distracción, alterar losservicios en algunas estaciones, detener losrefuerzos, la artillería dirigida a Versalles.

La delegación se contentó con enviar unos pocosemisarios, faltos de todo conocimiento del lugar aque se les mandaba, y sin autoridad. Es más: ladelegación fue explotada por algunos traidores quese embolsaron su dinero y entregaron susinstrucciones a Versalles. En vano se ofrecieronconocidos republicanos que estaban al corrientede las costumbres de provincias. En la delegaciónde Relaciones Exteriores, corno en otras, había

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que empezar por caer bien. Por último, parasublevar a toda Francia, se arriesgaron por juntocien mil francos.

La delegación no expidió más que un númerobastante limitado de documentos: un resumenelocuente y auténtico de la revolución parisiense:dos manifiestos a los campesinos, uno de MadameAndré Léo, sencillo, caluroso, muy al alcance delcampo. «Hermano, te engañan. Nuestrosintereses son idénticos. Lo que yo pido es lomismo que pides tú; la emancipación que yoreclamo es la tuya. Lo que París quiere, enresumidas cuentas, es la tierra para loscampesinos y la herramienta para los obreros».Estas buenas semillas eran llevadas por globoslibres, que dejaban caer de trecho en trecho losimpresos. ¿Cuántos se perdieron, cuántos cayeronfuera del surco?

Esta delegación, creada únicamente para elexterior, se olvidó del resto del mundo, o pocomenos. En toda Europa, la clase obrera sorbía

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ávidamente las noticias de París, luchaba de todocorazón al lado de la gran ciudad, transformada ensu capital, multiplicaba los mítines, lasmanifestaciones, las proclamas. Sus periódicos,pobres en su mayor parte, luchaban valerosamentecontra las calumnias de la prensa burguesa. Eldeber de la delegación consistía en alimentar aestos preciosos auxiliares. Apenas hizo nada.Algunos periódicos extranjeros se llenaron dedeudas, hasta perecer, por sostener a aquellaComuna de París que dejaba caer, faltos de pan, asus defensores.

La delegación cometió otro error. Según lascláusulas del convenio militar, el ejército alemándebía evacuar los fuertes del Este de París una vezque el Estado entregase 500 millones. A laComuna le interesaba saber si había sido hechaesa entrega, en cuyo caso París quedabacompletamente sitiado por Versalles. El delegadocometió la torpeza —verdad es que autorizado porla Comuna— de escribir al general Fabrice, jefede las fuerzas alemanas, el cual se apresuró a

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pasar la carta a Jules Favre, que la leyó en laAsamblea versallesa con los adecuadoscomentarios. La delegación se cegaba ante la ideade que la Comuna podría pagar esos 500 millones,haciéndose así dueña de los fuertes del Este. Elalemán se reía de esta pretensión de suplantar alEstado, y no regateaba a Versalles sus buenosoficios. Los federados, que volvieron a armar elfuerte de Vincennes, sitiado de cerca por losprusianos, recibieron de los alemanes la peticiónde que la Comuna desmantelase inmediatamentedicho fuerte. La delegación se sintió herida por nohaber recibido la petición; surgió un incidentelamentable, y el parlamentario alemán pudo visitarel fuerte. Rossel se quejó de esto en la sesión del 5de mayo. Estas negociaciones, estos movimientosinútiles, permitieron a los calumniadores decir quela Comuna negociaba con el extranjero.

Esta delegación, llevada en tales términos, nopodía pesar nada contra las astutas mañas deThiers. Cuando aquélla, el quince de mayo, llamóa las provincias a las armas y les ofreció, para que

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deliberasen, el Palacio del Luxembourg, lasprovincias estaban ya, desde hacía tiempo,atenazadas. Verdad es que dieron muestras de ungran celo en proteger a los extranjeros, y queenviaron a la Casa de la Moneda la plata delMinisterio, «que esos señores se apropiaron»,como no dejó de decir Jules Favre. El trabajo útilse redujo a muy poca cosa.

He aquí las delegaciones vitales. Puesto que laComuna se ha transformado, por la fuerza de lascosas, en el campeón revolucionario, puesto quese arroga derechos nacionales, que proclame losderechos del siglo, y, si sucumbe, ¡dejará unabandera sobre su tumba! Le hubiera bastado conformular claramente las reivindicacionesacumuladas desde el estancamiento de laRevolución Francesa.

La Justicia.

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Al delegado de Justicia le hubiera bastado conresumir las reformas exigidas desde hacía tantotiempo por todos los demócratas. Correspondía auna revolución proletaria poner de manifiesto elespíritu aristocrático de nuestro sistema judicial;las doctrinas despóticas y atrasadas del Códigonapoleónico; que el pueblo soberano no se juzgabanunca a sí mismo, sino que era juzgado por unacasta emanada de otra autoridad que la suya; lasuperposición absurda de jueces y tribunales; lainstitución notarial y sus abusos, el cuerpo deprocuradores, los cuarenta mil notarios, abogados,alguaciles, escribanos, procuradores, que sellevaban todos los años varios cientos de millonesde la Hacienda pública; trazar las grandes líneasde un tribunal en que el pueblo, reintegrado a susderechos, sentenciaría por medio del jurado entodas las causas civiles, comerciales ycorreccionales, así como en las criminales,tribunal único inapelable, como no fuese para losvicios de procedimiento. El delegado se limitó a

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nombrar notarios, procuradores, alguacilesdotados de sueldo fijo, nombramientos inútiles entales tiempos de brega, y que tenían elinconveniente de consagrar el principio de esosoficios. Apenas si traslucieron algunas buenasintenciones. El juramento profesional fue abolido;se decretó que en los autos de detención seindicasen los motivos de la misma y los testigosque habían de ser escuchados; los papeles, valoresy efectos de los detenidos tenían que serdepositados en la caja de depósitos yconsignaciones. Una disposición oficial ordenabaa los directores de los manicomios que enviasenen el término de cuatro días una estadísticanominal y explicativa de sus enfermos. Si laComuna hubiera puesto en claro lo que ocurría enesos cubiles, la humanidad le debería gratitud nopequeña.

A falta de saber revolucionario, la delegaciónpodía mostrar cierto instinto, sacar a luz las jaulasde Picpus, los esqueletos de Saint-Laurent. Noparecía que se ocupase de ellos, y la reacción se

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burló de tales supuestos descubrimientos. Ladelegación dejó incluso escapar la ocasión deunir, por lo menos durante un día, toda la Franciarepublicana a la Comuna. El autor de laexpedición a Méjico, Jecker, había ido a hacerseprender a la prefectura, donde pidió ingenuamenteun pasaporte. Bravo, muy audaz, había vividosiempre en la impunidad, ya que en las legalidadesburguesas no existe ningún castigo para esoscrímenes. Nada tan sencillo como instruirleproceso. Jecker, que se decía engañado por elImperio, pedía que le dejaran hacer revelaciones.En audiencia pública, ante doce jurados escogidosal azar, ante el mundo entero, podía reconstruir laexpedición a Méjico, descubrir las intrigas delclero, volver del revés los bolsillos de losladrones, demostrar cómo la emperatriz, Miramon,Almonte, Morny, habían preparado el golpe, porqué causa y por qué hombres había perdidoFrancia treinta mil soldados y más de 1.000millones. La expiación podía realizarse a plenosol, en la plaza de la Concordia, ante las Tullerías,cuyas paredes habían sido cómplices. Los poetas,

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raramente fusilados, hubieran gemido acaso; lavíctima innumerable hubiera aplaudido diciendo:«Sólo la revolución hace justicia». Pero los quepodían interrogar a Jecker no se dignaron hacerlo.

La Enseñanza.

La delegación de Enseñanza estaba obligada aescribir una de las más bellas páginas de laComuna. Después de tantos años de estudios y deexperimentaciones, esta cuestión debía surgir,armada de pies a cabeza, de un cerebroverdaderamente revolucionario. La delegación noha dejado nada que pueda servir como testimoniode su actuación ante el porvenir. El delegado, sinembargo, era un hombre de los más cultos. Secontentó con suprimir los crucifijos de lasescuelas y hacer un llamamiento a todos los quehabían estudiado las cuestiones de la enseñanza.

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Se encargó a una comisión que organizase laenseñanza primaria y profesional; todo lo que estacomisión hizo fue anunciar para el 6 de mayo laapertura de una escuela. Se nombró otra comisiónpara la enseñanza de las mujeres, el día de laentrada de los versalleses.

El papel administrativo de esta delegación seredujo a unas cuantas órdenes poco realizables yalgunos nombramientos. Dos hombres abnegados yde talento, Elisée Reclus y Benjamín Gastineau,quedaron encargados de reorganizar la BibliotecaNacional. Prohibieron los préstamos de libros,poniendo fin al escándalo de los privilegiados quese hacían una biblioteca a cuenta de lascolecciones públicas. La Federación de Artistas,que tenía por presidente a Courbet, nombradomiembro de la Comuna el 16 de abril, y quecontaba entre sus miembros al escultor Dalou, seocupó de volver a abrir y vigilar los museos.

Nada más se sabría de esta revolución, en materiade enseñanza, a no ser por las circulares de las

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municipalidades. Varias de ellas habían vuelto aabrir las escuelas abandonadas por loscongregacionistas y por los maestros de lasciudades, o expulsado a los frailes que habíanquedado. La del distrito XX vistió y alimentó a losniños, poniendo con ello los cimientos de las cajasde las escuelas, tan prósperas más tarde. Ladelegación del IV decía: «Enseñar al niño a amara sus semejantes, inspirarle el amor a la justicia,enseñarle que debe instruirse para bien de todos,son los principios de moral sobre los quedescansará la educación comunal en lo sucesivo».«Los maestros de las escuelas y salas de asilo —prescribía la delegación del XVII— emplearánexclusivamente el método experimental ycientífico, que parte siempre de la exposición dehechos físicos, morales, intelectuales». Faltabamucho aún para llegar a un programa completo.

Traba jo y Cambio.

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Entonces, ¿quién va a hablar por el pueblo? Ladelegación de Trabajo y Cambio. Compuestaexclusivamente de socialistas revolucionarios, sepropuso corno (*jeto «el estudio de todas lasreformas que puedan introducirse, ya en losservicios públicos de la Comuna, ya en lasrelaciones de los trabajadores, hombres y mujeres,con sus patronos; la revisión del Código deComercio y de las tarifas aduaneras; latransformación de todos los impuestos directos eindirectos; el establecimiento de una estadísticadel trabajo». Pedía a los ciudadanos los elementosde todos los decretos que propondría a la Comuna.

El delegado, Léo Frankel, se hizo asistir por unacomisión de iniciativas compuesta detrabajadores. Abriéronse en todos los distritosregistros de informes para las ofertas y lasdemandas de trabajo. A petición de muchosobreros panaderos, la delegación hizo suprimir eltrabajo nocturno, medida de higiene tanto corno de

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moral. Preparó un proyecto de liquidación delMonte de Piedad, un decreto concerniente a lasretenciones sobre los salarios, y apoyó el decretorelativo a los talleres cerrados por suspropietarios.

El proyecto entrega gratuitamente sus prendas a lasvíctimas de la guerra y a los necesitados. Los quese negaran a invocar este último título, debíanrecibir su prenda a cambio de una promesa dereembolso dentro de un plazo de cinco años. Elinforme decía al final: «Queda bien sentado que ala liquidación del Monte de Piedad debe sucederuna organización social que dé a lostrabajadores garantías reales de auxilio y apoyoen caso de falta de trabajo. La implantación dela Comuna exige nuevas institucionesreparadoras, que pongan al trabajador al abrigode la explotación del capital».

El decreto que abolía las retenciones sobre lossalarios ponía fin a una de las más escandalosasiniquidades del régimen capitalista, ya que estas

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multas eran infligidas frecuentemente, con el másfútil pretexto, por el propio patrón, quien de estemodo era juez y parte.

El decreto relativo a los talleres abandonadosdevolvía a la masa desposeída la propiedad de sutrabajo. Una comisión investigadora, nombradapor las cámaras sindicales, debía hacer laestadística y el inventario de los talleresabandonados que habían de volver a manos de lostrabajadores. Así, «los expropiadores setransformaban en expropiados». El siglo XX veráesta revolución. Cada progreso del maquinismonos acerca a ella. Cuanto más se concentra laexplotación en pocas manos, más se apiña ydisciplina el ejército del trabajo; muy pronto, laclase de los productores, consciente y unida, noencontrará ante sí más que un puñado deprivilegiados, corno la joven Francia del 89. Elrevolucionario socialista más encarnizado es elmonopolizador.

Es indudable que el decreto contenía ciertas

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lagunas y requería serias explicaciones, sobre todoen cuanto al artículo de las asociacionescooperativas a quienes debían entregarse lostalleres. No era tampoco, corno el otro, aplicableen estos momentos de lucha, y necesitaba multitudde decretos complementarios; pero, por lo menos,daba una idea de las reivindicaciones obreras, yaunque no tuviese en su haber más que la creaciónde la comisión de Trabajo y Cambio, la revolucióndel 18 de marzo hubiera hecho más por eltrabajador que todas las asambleas burguesashasta entonces reunidas a partir del 5 de mayo de1789.

La delegación del Trabajo quiso examinar lo queocurría en los mercados de Intendencia. Demostróque las rebajas pesaban sobre la mano de obra yno sobre los beneficios de los contratistas, quevenden a cualquier precio, seguros de desquitarsesiempre a expensas del trabajador. «¡Y la Comunaes bastante ciega para prestarse a tales maniobras!,decía el informe. ¡Y, en estos momentos, eltrabajador se hace matar por no sufrir más esa

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explotación!» El delegado pidió que los cuadernosde cargas indicasen el precio de la mano de obra,que los mercados fuesen confiadospreferentemente a las corporaciones obreras, y quelos precios fuesen señalados arbitralmente deacuerdo con la Intendencia, la Cámara sindical dela corporación y el delegado del Trabajo.

Para vigilar la gestión financiera de todas lasdelegaciones, la Comuna instituyó en el mes demayo una comisión superior de contabilidadencargada de fiscalizar sus cuentas. Decretó,también, como hemos visto, que los funcionarios oabastecedores culpables de concusión,depredación o robo, fuesen llevados ante unconsejo de guerra.

En resumen, salvo la del Trabajo, donde se tratóde hacer algo, las demás delegaciones nocumplieron con su cometido. Todas pecaron de lomismo. Tuvieron en sus manos por espacio de dosmeses los archivos de la burguesía desde el 89. ElTribunal de Cuentas contenía los misterios de las

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trampas oficiales; el Consejo de Estado, lasdeliberaciones secretas del despotismo; elministerio de Justicia, el servilismo y los crímenesde los magistrados; el Hótel-de-Ville, losexpedientes de la Revolución Francesa, los del1815, 1830, 1848 y 1851, por explorar aún; laprefectura de policía, los secretos másvergonzosos de todos los poderes sociales; todaslas diplomacias temían ver abrirse las carpetas deNegocios Extranjeros. Podía presentarse a los ojosdel pueblo la historia íntima de la Revolución, delDirectorio, del Primer Imperio, de la Monarquíade julio, de 1848, de Napoleón III. Bastaba condar al viento todos los documentos, dejando alporvenir el cuidado de hacer la selección. No sepublicaron más que dos o tres cuadernos. Losdelegados durmieron al lado de estos tesoros sinque, por las trazas,sospecharan su existencia.

Los Louis Blanc y compinches, viendo a aquellosabogados, a aquellos doctores, a aquellospublicistas, que permitían que Jecker semantuviese mudo, que el Tribunal de Cuentas

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siguiera clausurado, los papeles del Imperiointactos, no quisieron creer que todo ello fueseobra de la ignorancia, y lanzaron la acusación debonapartismo. Acusación estúpida, desmentida pormil pruebas. Es preciso, en honor de losdelegados, decir toda la verdad. Y la verdad esque ninguno de aquellos hombres conocía elmecanismo político y administrativo de laburguesía, de la que casi todos ellos habían salido.

CAPÍTULO XXI

Los francmasones se unen a la Comuna. Primeraevacuación del fuerte de Issy. Creación del Comitéde Salud Pública.

Thiers conocía a fondo todas estas impotencias.Preocupadísimo, a fines de marzo se tranquilizó enseguida acerca de esta insurrección, temerosa del

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Banco, ignorante de sus recursos, y cuyo Consejose evaporaba en palabras. Pero conocía ladebilidad de sus tropas, los cambiazos fulminantesde la gran ciudad, y temía anticipar torpemente lasuerte. Ponía, por otra parte, cierta coquetería enjugar a soldados ante los prusianos, instalababaterías, dirigía la construcción de trincheras,decía a MacMahon, que gruñía al obedecer alfalderillo: «Conozco estas fortificaciones, soy yoquien las ha hecho». Para calmar a losintransigentes de la Asamblea, que le instaban adar el asalto, recibió, mirándolos por encima delhombro, a los conciliadores que multiplicaban susgestiones y sus desdichadas combinaciones.

Todo el mundo echaba su cuarto a espadas en esteasunto, desde el bueno y visionario deConsidérant, hasta el acróbata de Gérardin, hastael edecán de Saisset, Schoelcher, que habíasustituido su plan de batalla del 24 de marzo porun plan de conciliación. La gente se reía mucho acuenta de estas conversaciones. Desde la tregua deNeuilly y el «París entero se alzará», la Liga de

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los Derechos de París seguía sin ganar terreno. Ladenodada conducta de los francmasones dejó a losligueros muy en segundo término.

El 21 de abril, al pedir el armisticio, losfrancmasones se habían quejado de la leymunicipal votada recientemente por la Asamblea.«¿Cómo? —les dijo Thiers—, ¡pero sí es la másliberal que hemos tenido desde hace ochenta años!—Perdón, ¿y nuestras instituciones comunales de1791? —¡Ah!, ¿quieren ustedes volver a laslocuras de nuestros padres? —Entonces, ¿estáusted resuelto a sacrificar a París? —Quedaránagujereadas algunas casas, algunas personasmuertas, pero se hará respetar la ley». Losfrancmasones habían dado a conocer a París, pormedio de carteles, esta horrible respuesta.

La ferocidad del soldado, por bestial que fuese, noera más cruel. Estos infelices creían firmementeque los federados eran ladrones libertados por laComuna, o prusianos, y que torturaban a susprisioneros. Algunos de ellos se negaron durante

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algún tiempo a tomar ningún alimento, por miedo aque los envenenasen. Los oficiales, bonapartistasen su mayoría, propalaban tales infundios; algunosllegaban incluso a creerlos.55 Llegaban deAlemania en un estado de extraordinariasobreexcitación contra París; decían públicamente:«No concederemos cuartel a esos canallas».Daban ejemplo con las ejecuciones sumarísimas.El 25 de abril, en la Belle-Epine, cerca deVillejuif, cuatro guardias nacionales, sorprendidospor unos cazadores a caballo e intimados arendirse, entregaron las armas. Ya se los llevabanlos soldados, cuando se presentó un oficial y, sindecir palabra, descargó su revólver contra losprisioneros. Dos de ellos quedaron sin vida; losdemás, dejados por muertos, se arrastraron hastala trinchera vecina, donde uno de ellos expiró y elcuarto fue transportado a la ambulancia.

El 26, Léo Meillet da cuenta del asesinato a laComuna. La venganza agita a los más moderados.«Hay que tomar represalias y fusilar a losprisioneros que tenemos en nuestras manos».

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Varios: «¡Al arzobispo de París!» Tridon:«Cuando se presenta una cuestión viril, andáistodos a porfía a ver quién le echa tierra... Encambio, os pasáis las horas discutiendonimiedades filosóficas; hoy ya no podéis tomarrepresalias». Blanchet quiere que se fusile alamanecer a los gendarmes y a los confidentesencarcelados. Antoine Arnaud: «Que se ejecutepúblicamente a doce gendarmes». Tridon: «¿Porqué se han de tomar doce hombres a cambio decuatro? No tenéis derecho a hacer eso». Ostyn seopuso a las ejecuciones: «La Comuna debe vivirpor sus actos». Vaillant: «Donde hay que hacersangre es en la propiedad». Avrial y Jourde: «Quese proceda legalmente». Arthur Arnould: «Que secastigue a Thiers demoliendo su casa». Másperspicaz, el generoso Gambon se levantó: «Si lagente de Versalles fusila a nuestros prisioneros,que la Comuna declare ante Francia, ante el mundoentero, que ella respetará a todos los prisionerosque haga, que los oficiales que obligan a loshombres a atacar serán también respetados hastacierto punto». Terminó pidiendo que se nombrase

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una comisión investigadora. Esta comprobó larealidad del crimen. La discusión recae sobrecuestiones personales, y llega a ser tan viva, que laAsamblea decide no publicar el acta de la sesión.El anuncio de una delegación de francmasonesimpone un poco de calma.

Los francmasones.

Los dirigía Ranvier. Los francmasones se habíanreunido por la tarde en el teatro del Chátelet. Unode ellos propuso ir a plantar las banderasmasónicas a las fortificaciones, la concurrenciarespondió con una ovación. Algunos que eran deparecer contrario no pudieron hacer nada contraeste entusiasmo, y se decidió salir inmediatamente,con la bandera a la cabeza, a llevar al Hótel-de-Ville la magna resolución. La Comuna recibió alos delegados en el patio de honor. «Si al

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principio —dijo el orador Thirifocq— losfrancmasones no han querido actuar, es quequerían adquirir la prueba de que Versalles noestaba dispuesto a ninguna conciliación. Hoy estánresueltos a plantar sus banderas en lasfortificaciones. Si una sola bala los toca, losfrancmasones marcharán con ímpetu unánimecontra el enemigo común». Aplausos. La gente seabraza al oír esta declaración. Jules Vallés, ennombre de la Comuna, cuelga su banda roja en labandera; una delegación de la Comuna acompaña alos «hermanos» hasta el templo de la calle Cadet.

Tres días después acudieron a cumplir su palabra.La intervención de esta misteriosa potencia habíaprovocado una gran esperanza en París. El 29 porla mañana, una enorme multitud llenaba lasbocacalles del Carrousel, lugar de cita de todaslas logias. A pesar de algunos francmasones queprotestaron por medio de un cartel, a las diez, seismil «hermanos», en representación de cincuenta ycinco logias, estaban alineados en el Carrousel.Seis miembros de la Comuna los llevaron al

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Hótel-de-Ville, cruzando por entre lamuchedumbre y los batallones que acordonaban eltrayecto. Una música solemne, de carácter ritual,precedía al cortejo; los oficiales superiores, losgrandes maestros, los miembros de la Comuna ylos «hermanos», con la ancha cinta azul, verde,blanca, reja o negra, según el grado, seguían,apiñados en torno a sesenta y cinco banderas queaparecían por primera vez a la luz del sol. La quemarchaba a la cabeza, la bandera blanca deVincennes, mostraba en letras rejas la divisafraternal y revolucionaria: «Amémonos los unos alos otros». Fue especialmente aplaudida una logiade mujeres.

Las banderas y una numerosa delegaciónpenetraron en el Hótel-de-Ville. Los miembros dela Comuna, agrupados en el rellano de la escaleradel patio de honor, les esperaban. Escalonáronselas banderas hasta el descansillo. Aquellosestandartes de paz que se codeaban con la banderareja, aquella pequeña burguesía que unía susmanos a las del proletariado bajo la imagen de la

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República, aquellos gritos de fraternidad, dieronnuevos ánimos a los más desalentados. Félix Pyatpronunció una alocución de retórico, hinchada deantítesis. El abuelo Beslay estuvo mucho máselocuente, dirigiendo al auditorio breves palabras,entrecortadas de sinceras lágrimas. Un «hermano»recabó para sí el honor de ser el primero queplantase en las fortificaciones la bandera de sulogia, la Perseverancia, fundada en 1790, en elmomento de las grandes federaciones. Un miembrode la Comuna les dio la bandera roja: «Queacompañe a vuestras banderas. Que ninguna manopueda en lo sucesivo lanzarnos a unos contra otros,como no sea para que nos abracemos». Y elorador Thírifocq, señalando la bandera deVincennes, dijo: «Vamos a presentarla la primeraa las filas del enemigo. Diremos a éste: ¡Soldadosde la madre patria, fraternizad con nosotros, venida abrazarnos!... Si fracasamos, iremos a unirnos alas compañías de guerra».

A la salida del Hótel-de-Ville, un globo marcadocon los tres puntos simbólicos fue a sembrar por

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los aires el manifiesto de la francmasonería. Elinmenso cortejo, después de haber exhibido en laBastilla y en los bulevares sus banderasfrenéticamente aplaudidas, llegó a las dos a laglorieta de los Campos Elíseos. Los obuses delmonte Valérien les obligaron a tomar las víaslaterales para llegar al Arco de Triunfo. Unadelegación de todos los «venerables» fueplantando las banderas desde la puerta Maillothasta la de Bineau. La bandera blanca fueenarbolada en el sitio más peligroso, en laavanzada de la puerta Maillot. Los versalleseshicieron alto el fuego.

Los delegados y algunos miembros de la Comunadesignados por la suerte, avanzaron, con labandera a la cabeza, por la avenida Neuilly. En elpuente de Courbevoie, ante la barricadaversallesa, un oficial los recibió y les llevó apresencia del general Montaudon, francmasóntambién. Hablan, piden una tregua. El generalpermite que tres delegados se dirijan a Versalles.Esa noche se hizo silencio de Saint-Ouen a

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Neuilly.

Al día siguiente volvieron los delegados. Thiershabía consentido apenas en recibirlos. Impaciente,resuelto a no acceder a nada, no quería admitirninguna diputación. Al mismo tiempo, las balasversallesas agujereaban las banderas. Losfrancmasones se reunieron inmediatamente en lasala Dourlan y decidieron ir al fuego con susinsignias. Dos días después, la Liga de losDerechos de París acordó oponer al cañón deVersalles «una inmensa cantidad de firmas».

A la tarde, la Alianza Republicana de losdepartamentos vino a adherirse a la Comuna.Milliere conducía este ejército de varios millaresde hombres. Francamente unido a la Comuna,había conseguido agrupar a los oriundos de lasprovincias. Ya se sabe cuánto dieron éstas, ensangre y en nervio, a la gran ciudad. De los treintay cinco mil prisioneros de origen francés queconfesaron haber cogido los versalleses,solamente nueve mil habían nacido en París.

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Milliere organizó la alianza por gruposdepartamentales, y cada uno de ellos se esforzabapor informar a su región acerca de losacontecimientos de París, enviaba circulares,prospectos, delegados. El 30 de abril, todos losgrupos, reunidos en el patio del Louvre, votaronuna proclama a los departamentos y se trasladaronal Hótel-de-Ville para «reiterar su adhesión a laobra patriótica de la Comuna de París». Algunosmiembros de la Comuna bajaron para fraternizar.

El fuerte de Issy, evacuado.

Aún se veía la manifestación, cuando estalló unrumor en la plaza: ¡el fuerte de Issy ha sidoevacuado!

Protegidos por sus baterías mientras ibanadelantando cada vez más sus avanzadillas, los

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versalleses habían sorprendido en la noche del 26al 27 los Moulineaux, lo cual les abría el caminodel parque de Issy. En los días siguientes, sesentapiezas de grueso calibre concentraron su fuegocontra este fuerte, mientras otras hostilizaban aVanves, Montrouge, las cañoneras y la líneaexterior. Issy respondía lo mejor que podía, perolas trincheras, que Wetzel no sabía mandar, sesostenían muy mal. El 29 arreció el bombardeo, ylos proyectiles cayeron en el parque. A medianoche, los versalleses suspendieron el fuego ysorprendieron a los federados en las trincheras. El30, el fuerte, que no había recibido ningún avisode esta evacuación, se despertó rodeado de unsemicírculo de versalleses. El comandante Mégyse azoró, mandó a pedir refuerzos, no recibióninguno. La guarnición se alborotó, y aquellosfederados que soportaban tan valerosamente lalluvia de los obuses cobraron miedo a un puñadode tiradores. Mégy celebró consejo. Se decidió laevacuación. Clavaron los cañonesprecipitadamente, y tan mal, que se desclavaronaquella misma noche. El grueso de la guarnición

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salió. Algunos hombres entendieron de otro modosu deber, y quisieron quedarse para dejar a salvoel honor. Un oficial versallés les conjuró a que serindiesen en el término de un cuarto de hora, sopena de ser pasados por las armas. Sin embargo,ellos no respondieron. Los versalleses, por lotanto, no se atrevieron a arriesgarse.

A las cinco, Cluseret y La Cécilia llegaron a Issycon algunas compañías formadas apresuradamente.Se desplegaron en guerrilla; a las ocho, losfederados volvieron a entrar en el fuerte. En lapuerta de entrada, un muchacho, Dufour, junto a uncarrito de mano lleno de balas y de cartuchos deartillería, estaba dispuesto a hacerse volar,creyendo que se llevaría consigo la bóveda. A latarde, Vermarel y Trinquet trajeron otrosrefuerzos, y los federados volvieron a ocupartodas las posiciones.

A los primeros rumores de evacuación, losguardias nacionales acudieron al Hótel-de-Ville ainterpelar a la comisión ejecutiva. Ésta afirmó que

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no había dado ninguna orden de evacuar el fuerte,y prometió castigar a los traidores, si los había.Por la noche detuvo a Cluseret, a su regreso delfuerte de Issy. Cluseret salió del ministeriodejando una situación militar mucho peor que laque había encontrado a su llegada; el ejército deoperaciones que había prometido no se formó; niel armamento ni el equipo habían progresado;había menos hombres en armas, y el fuerte de Issyestaba comprometido. Toda su defensa interiorhabía sido enterrar en el Trocadero algunoscañones que, según Cluseret, batían en brecha elmonte Valérien. Más tarde había de intentaratribuir su incapacidad a sus colegas, tratándolosde imbéciles, de vanidosos, acusando a Delescluzede estafador, diciendo que su detención lo habíaechado a perder todo y calificándosemodestamente a sí mismo de «encarnación delpueblo».

Creación del Comité de Salud Pública.

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Este pánico de Issy determinó la creación delComité de Salud Pública. El 29 de abril, al finalde la sesión, Jules Miot, uno de los figurones del48, se levantó para pedir «sin frases», la creaciónde un Comité de Salud Pública que estuviesedotado de autoridad sobre todas las comisiones yfuera capaz de «hacer caer las cabezas de lostraidores». Instándosele a que concretara lasrazones que le movían a hablar así, respondiósolemnemente que «creía necesario ese Comité».Todo el mundo estaba de acuerdo en la necesidadde robustecer el control y la acción, ya que lasegunda comisión ejecutiva se había mostrado tanimpotente como la primera; pero ¿qué significabaesa frase de Comité de Salud Pública, parodia delpasado, espantajo de ingenuos? Desentonaba enesa revolución proletaria, en ese Hótel-de-Ville,de donde había hecho arrancar el Comité de SaludPública a Jacques Rou, a Chaurnette y a losmejores amigos del pueblo. Desgraciadamente, losmás de los que constituían el Consejo no habían

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leído la historia de la Revolución. El títulorimbombante les subyugó. Lo hubieran votadoinmediatamente, de no ser por la energía dealgunos colegas que exigieron se pusierapreviamente a discusión el caso. «Sí —decíanestos últimos—, queremos una comisión enérgica,pero no plagios revolucionarios. Que la Comunase reforme, que deje de ser un gárrulo parlamentoen pequeño que desbarate a la mañana, al antojode su fantasía, lo que ha creado la víspera». Yproponían un comité ejecutivo. Los votos seequilibraron.

La cuestión de Issy decidió a la Asamblea. El 1 demayo, por 34 votos contra 28, triunfó el título. Encuanto al conjunto del proyecto, 45 votaron a favory 23 en contra. Algunos habían votado a favor, apesar del título, con el solo (*jeto de crear unpoder fuerte. Muchos explicaron su voto. Otrospretendieron obedecer al mandato imperativo desus electores. Unos «querían hacer temblar a loscobardes y traidores». Otros declarabansencillamente, como Miot, que «era una medida

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indispensable». Félix Pyat, que había empujado aMiot y sostenido violentamente la proposiciónpara conservar la estimación de los que gritaban,adelantó esta poderosa razón: «Voto a favor, envista de que las palabras salud pública pertenecenen absoluto a la misma época que las de Repúblicafrancesa y Comuna de París». Tridon, en cambio:«Voto en contra, porque no me gustan los desechosinútiles y ridículos». Vermorel: «En contra; eso noes más que una palabra, y demasiado tiempo llevaya el pueblo contentándose con palabras».Longuet: «Como las palabras salvadoras meinspiran tan poco crédito como los talismanes yamuletos, voto en contra». Vallés: «En nombre dela salud pública, me abstengo y protesto».Diecisiete declararon colectivamente que votabancontra la institución de un Comité que crearía unadictadura, y algunos más invocaron el mismopueril motivo. La Comuna seguía siendo tanabsolutamente soberana, que ocho días despuésbarría al Comité.

Los que se oponían se negaron a votar una lista:

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«Yo no veo los hombres que puedan ponerse enese Comité», dijo Tridon. «No podemos —decíantodos-nombrar a nadie para una institución queestimamos inútil y fatal. Consideramos laabstención como la única actitud digna, lógica ypolítica». Sí, perfectamente; sería lógica, pero,tratándose de la Revolución, abstenerse equivale afavorecer al adversario.

El escrutinio, así censurado de antemano, diocomo consecuencia un poder falto de autoridad.No hubo más que treinta y siete votantes. Fueronnombrados Ranvier, Antoine Arnaud, Léo Meillet,Ch. Gérardin y Félix Pyat. Los alarmistas podíantranquilizarse. El único dotado de verdaderaenergía. Ranvier, alma recta y cálido corazón,estaba a merced de una bondad que la debilidadechaba a perder.

Mayoría y minoría.

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El acta de esta sesión apareció, muy abreviada, en«L'Officiel» que insertó, sin embargo, los votosrazonados. Los amigos de la Comuna, los valientesde las trincheras, de los fuertes, de la batalla,supieron entonces que había una minoría en elHótel-de-Ville, Esa minoría se afirmaba en elpreciso instante en que Versalles descubría susbaterías del sur. Esa minoría, que comprendía, conunas diez excepciones, a los más inteligentes, a losmás cultos de la Comuna, no pudo jamásencuadrarse en la situación. La ilusión general eraque se podría resistir y salir adelante, hasta elpunto de que se prorrogaron por tres años losreembolsos de las deudas anteriores a la Comuna.La minoría, exagerando también en esto, nuncaquiso comprender que la Comuna era unabarricada.56 Algunos blandían sus principios amodo de escudo, como una cabeza de Medusa, yno hubiesen hecho concesiones ni aun por lavictoria. Decían: «Durante el Imperio estábamospor la libertad; no vamos a renegar de nosotros

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mismos en el poder». Hasta en el destierro hanpretendido algunos que la Comuna había perecidopor sus inclinaciones autoritarias. En lugar deaplicar su inteligencia a la conquista de lamayoría, de transigir con las circunstancias y conlas debilidades de sus colegas, lo único quesupieron hacer fue acantonarse en su autonomía,esperando que todo el mundo fuese a ellos talcomo lo había hecho Tridon.

El sitio había presentado a éste a la masa. Susartículos de «La Patrie en Danger», iguales a losde Blanqui, en lúcido vigor, su clara y mordientepalabra en las reuniones públicas, le valieron enfebrero sesenta y cinco mil votos. Elegido por laCosta de Oro, donde tenía grandes propiedades,abandonó la Asamblea de Burdeos después delvoto mutilador. En el Hótel-de-Ville hablaba rarasveces, y a ráfagas. Hombre de buen sentido tantocomo revolucionario, enemigo de los charlatanes,cuando vio la vacuidad de los románticos, lainsuficiencia de sus antiguos amigos blanquistas,rompió con ellos y no arrastró en pos de sí a

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nadie. Su carácter arrebatado, receloso —agriado,además, por una enfermedad que le hacía orinarsangre y a consecuencia de la cual murió, pocodespués de que la Comuna acabase también susdías, legando su fortuna a la causa—, le hacíapoco adecuado, en realidad, para captarsevoluntades.

Este papel tentaba a Vermorel. Encarceladodespués del 31 de octubre, desafió a los hombresdel 48 a que substanciasen las calumnias con quele perseguían, ahora que tenían en su poder lospapeles del Imperio. Después del sitio, presa deuna gran tristeza como tantos otros, se retiró a casade su madre, a provincias, adonde fueron abuscarle los electores de Montmartre. El aire de labatalla social le reanimó; se entregó a ella contoda su alma. Más activo y laborioso que nadie, nosalía del Consejo como no fuera para ir a lasavanzadas. Varias veces corrió el rumor de sumuerte. A pesar de esta feliz conjunción de buensentido y valentía, no lograba ganar en autoridad.Su exterior le mataba. Demasiado grande, torpe,

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tímido, con cara y cabellos de seminarista, con unapalabra precipitada que parecía pelear con supensamiento, no tenía el menor poder de atracción.

La mayoría contaba con varios hombres serios aquienes hubiera atraído una actitud clara; pero estaminoría demasiado ergotista los desanimaba. Lahabilidad de Pyat hacía el resto. La enfermedad deDelescluze, obligado a guardar camafrecuentemente, dejaba el campo libre a susartimañas. Delescluze no hablaba nunca más quepor la unión; el otro hubiera preferido ver muerta ala Comuna, antes que salvada por aquellos aquienes odiaba. Y odiaba a todo aquel quesonriese ante sus demencias. Poco le importabadesacreditar a la Asamblea con tal de vengar suorgullo. Podía mentir descaradamente, cincelar lamás infame calumnia, y después, súbitamenteenternecido, abrir los brazos y decir:«¡Abracémonos!» En su periódico insinuaba queJourde no rendía cuentas, y al ser apostrofado porJourde declaró por su honor que no había queridoatacarle. Acusaba ahora a Vermorel de haber

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vendido el «Courrier Français» al Imperio,después de haber ofrecido a los Orleans. No se levio nunca en las avanzadas, pero con su paso deCeladon envejecido se deslizaba por los pasillos,recorría las comisiones, unas veces acariciador,adulador, hecho un verdadero Barére de entrebastidores, otras veces patriarcal. «¡La Comuna!¡Si es mi hija! ¡Yo he velado por ella veinte años,yo la he alimentado, yo la he acunado!» Según él,se le debía el 18 de marzo. «No tengo —decía—la energía de Marat, pero sí su espíritu devigilancia; yo soy el amigo del pueblo», ignorando—todo su saber se limitaba a unos cuantosadjetivos-que los títulos de Marat son el buensentido revolucionario, la lucidez, que Marat fueun guía seguro, y que no huía de la muerte. Losblanquistas se burlaban de Pyat bajo cuerda, perose servían de él para conservar a su lado a losrománticos y para contener a los socialistas, loscuales eran demasiado argumentadores.

A partir de ese momento, las divergencias setransformaron en hostilidades. La sala de sesiones

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era pequeña, mal ventilada, perturbada, además,por los ruidos de afuera, por más que Pindyhubiese barrido el Hótel-de-Ville de los parásitosque lo llenaron al principio. La atmósfera,rápidamente caldeada, daba fiebre. Sopló ladiscordia, madre de la derrota. Cesó, sin embargo—que lo sepa el pueblo, lo mismo que sus culpas—, cuando pensaron en el pueblo, cuando su almase alzó por encima de las miserables rencillaspersonales. Acompañaron el entierro del filósofoPierre Leroux, que había defendido a lossublevados de junio, ordenaron la demolición dela iglesia de Bréa, erigida en memoria de untraidor justamente castigado, la del monumentoexpiatorio que escarnece la revolución yennoblecieron la plaza de Italia con el nombre deDuval. Todos los decretos socialistas fueronaprobados por unanimidad, ya que, por más quehayan querido diferenciarse, todos aquelloshombres fueron socialistas. El Consejo no tuvomás que una voz y un voto unánimes cuando setrató de expulsar a dos de sus miembros, culpablesde estafas anteriores.57 Y nadie, ni aun en lo más

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recio del peligro, osó hablar de capitulación.

CAPÍTULO XXII

Rossel sustituye a Cluseret. Estallan lasrivalidades. Rencillas en la Comuna. Rosselcontinúa la obra de Cluseret. La defensa del fuertede Issy.

El último acto de la segunda comisión ejecutivafue nombrar a Rossel delegado de Guerra. Lomandó a buscar en la noche del 30. Acudió, contóla historia de los sitios célebres, prometió hacer aParís inexpugnable, los hechizó cuando creíancazarle: Nadie le pidió un plan definido, y lefirmaron inmediatamente el nombramiento. Él, porsu parte, escribió a la Comuna: «Acepto estasdifíciles funciones, pero necesito vuestro apoyototal para no sucumbir bajo el peso de las

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circunstancias».

Rossel conocía a fondo estas circunstancias. Jefede estado mayor general desde hacía veinticincodías, debía ser el hombre más al corriente, enParís, de todos los recursos militares de la ciudad.Había visto de cerca a los hombres de la Comuna,del Comité Central, a los principales oficiales, losefectivos, el carácter de las tropas cuya direcciónaceptaba.

Rossel, delegado de Guerra.

Empezó por dar una nota falsa al responder aloficial versallés que había intimado la rendicióndel fuerte de Issy: «Querido camarada: laprimera vez que se permita usted enviarnos unaintimación tan insolente, haré fusilar a suparlamentario... Su devoto camarada». Esta

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desenvoltura acusaba al condotiero. Nocomprendía nada del alma de París, de esta guerracivil, el que amenazaba con fusilar a un inocente,el que trataba de querido y de devoto camarada alcolaborador de Galliffet.

Nadie comprendió menos que él a la Ciudad, a laguardia nacional. Se imaginaba que «Le PéreDuchéne» era la voz del trabajador, y se encerrabacon su director, Vermesch, escéptico y vanidoso.Apenas se encontró instalado en el ministerio,habló de acuartelar a los guardias nacionales, decañonear a los que huyesen. Quería desmembrarlas legiones, hacer de ellas regimientos cuyoscoroneles nombraría él mismo. El Comité Centralprotestó, los batallones se quejaron a la Comuna,que mandó llamar a Rossel.

Acudió éste el 2 de mayo, y sufrió una especie deexamen. El antediluviano Miot le preguntó cuáleseran sus antecedentes democráticos. «No diré yo—respondió Rossel— que haya estudiadoprofundamente las reformas sociales, pero siento

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horror hacia esta sociedad que acaba de entregartan cobardemente a Francia. Ignoro lo que será elnuevo orden del socialismo; pero tengo confianzaen él, siempre valdrá más que el antiguo». Luegoentró en materia, dio explicaciones acerca delfuerte de Issy, expuso su proyecto de formación deregimientos como hombre de oficio, con palabrasobria, a veces tan feliz, que la Asamblea quedóseducida. «Sus explicaciones han satisfecho a laComuna —le dijo el presidente—; puede ustedestar seguro de su ayuda sin reservas».

El Comité Central no se dio por vencido; al díasiguiente, de acuerdo con los jefes de las legiones,los envió al Hótel-de-Ville. Rossel se olió elproyecto e hizo detener a uno de los jefes; losdemás llegaron al Comité de Salud Pública con elsable al cinto, y, no encontrando a nadie, dejaronesta esquela: «El Comité de Salud Públicarecibirá al Comité Central a las cinco». Félix Pyat,que se encuentra, a su regreso, con esta nota, sepresenta en la Comuna, espantado, a preguntar quéhay que hacer. La Comuna se indigna ante la

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insolencia del Comité Central, dice que el Comitéde Salud Pública tiene poderes para responder aaquél.

Rencillas en la Comuna.

A ese Comité de Salud Pública le traen muy sincuidado las responsabilidades. Al día siguientevuelve a pedir consejo a propósito de ciertoproyecto de conciliación presentado a la Comuna ya Versalles por la candorosa Liga de los Derechosde París. «Me extraña —dice Paschal Grousset—que el Comité de Salud Pública venga a damoslectura de este ultimátum insolente; la únicarespuesta que merece es la detención y el castigode sus autores», y acaba dirigiendo unaamonestación al Comité. «¡Que se anule elComité!», dice otro. «En lo sucesivo —diceRanvier— tomaremos nuestras decisiones sin

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consultar con ustedes». En resumen, la Comuna seremite de nuevo al decreto que concede plenospoderes al Comité. Inmediatamente. Félix Pyat quedimite. Tridon le apostrofa. «El ciudadano Pyat —dice Johannard— ha sido uno de los promotoresde este Comité; pido un voto de censura para elciudadano Pyat, que dimite todos los días paravolver siempre aquí». Pyat: «Encuentro aquí unaoposición personal contra mí». Vallés: «Lo que esyo, en el lugar de Pyat no dimitiría». Pyat: «¡Puesbien!, pido que se me hable en conciencia,francamente. Que los que me han atacado, losciudadanos Tridon, Johannard, Vermorel, retirensus injurias, y por mi parte no guardaré en micorazón ningún recuerdo de este triste incidente.(Interrupciones.) Pido que se liquide todo, que lopasado se dé por pasado». Vermorel: «Es precisoque haya reciprocidad en ese respecto. Yomanifesté mi simpatía hacia el ciudadano Pyat el31 de octubre. Cuando dimitió por primera vez, noencontré ninguna razón para ello, y así lo dije.Cuando se trató de suprimir «Le Bien Public», elciudadano Pyat apoyó aquí esta suspensión, y

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protestó contra ella en su periódico; yo constatéesta contradicción. En respuesta, el ciudadano Pyatme acusó de haber mantenido relaciones conRouher. Mis electores de Montmartre me pidieronexplicaciones, no me han vuelto a enviar aquí sinsaber que estaba absolutamente limpio de culpa.Es preciso que la Asamblea lo sepa de una vez.Existe un informe de Mercadier... (Interrupciones)Quiero explicarme... Entre los papeles del 4 deseptiembre se ha encontrado una comunicación deRouher quejándose de que yo no hubiera sidocondenado más que a quinientos francos de multapor un artículo de periódico; eso le parecía unescándalo. El ciudadano Pyat ha encontrado uninforme de ese mismo Mercadier en que éste diceque soy, “como es sabido”, el agente de Rouher.La acusación se basa en los informes de un talLucien Morel, una granujilla sobre el que ya habíallamado yo la atención a mis amigos. Si Pyat mehubiera pedido explicaciones, yo se las hubieradado». Malon: «Yo formaba parte del jurado entreVermorel y Rochefort, y debo declarar que jamáshe sabido que se pudiera decir que Vermorel fuese

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agente de Rouher». Numerosas voces: «¡Basta,basta!» Tridon y Johannard dicen, el uno, que haestado demasiado vivo; el otro, que no hainsultado a Pyat. Este responde que se le haacusado hace un momento de cobardía, que se haaplicado a su dimisión la palabra deserción, queVermorel ha hecho insertar en el periódico deRochefort una calumnia —se trata de la historia deun barco de carbón—, y termina: «Requiero a laComuna para que declare que soy un hombrehonrado». Vermorel: «Pido a Pyat que declare quejamás he transigido en lo que se refiere a losprincipios del honor». Por todas partes: «Estasdiscusiones son deplorables». Pyat se levanta.Alguien grita: «¡El orden del día!» El incidentePyat-Vermorel no figurará en «L'Officiel». Desdeque se publicaban en éste las sesiones, aparecíanen su mayor parte mutiladas, expurgadas, y sóloofrecían un pálido reflejo de las discusiones.

El asunto del Moulin-Saquet.

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Todavía están discutiendo, cuando llega Mortier ycuenta la sorpresa del Moulin-Saquet. Fatigados,mal dirigidos, los federados se resguardaban malcontra las sorpresas. La más terrible acababa detener lugar en la noche del 3 al 4, en el reducto delMoulin-Saquet, ocupado en aquel momento porquinientos hombres. Dormían en sus tiendascuando los versalleses, después de apoderarse delos centinelas, se introdujeron en el reducto yasesinaron a unos cincuenta federados. Lossoldados destrozaron los cadáveres, se apoderaronde cinco cañones y de doscientos prisioneros. Seacusa al comandante del 55 de haber revelado laconsigna al enemigo.

La Asamblea se constituye en comité secreto yhace llamar a Rossel.

Llega éste; vuelve a exponer la situación de Issy,dice que la sorpresa del Moulin-Saquet obedece aque el Comité de Salud Pública dio orden a

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Wroblevski y a Dombrowski de dirigirse al fuertede Issy; lee un parte de Wroblevski. No es ésta,por otra parte, la única torpeza del Comité.Dombrowski recibió, sin que Rossel fuese avisadode ello, la dirección general de las operacionesmilitares, y ha tenido que dejar Neuilly en manosde un hombre valeroso, pero insuficiente, que seha dejado desbordar por los acontecimientos. «Enestas condiciones —termina Rossel— yo no puedoser responsable, y pido que sean públicas lassesiones». Félix Pyat: «Mi respuesta es biensencilla: ni el Comité de Salud Pública ni yohemos firmado ninguna orden mandando alciudadano Wroblevski que se trasladase al fuertede Issy; la única medida revolucionaria que hemosadoptado es la supresión de la Plaza de París».Rossel: «Pues es una medida de desgobierno; elciudadano Pyat ha omitido decir si no había dadoplenitud de poderes a Dombrowski para laejecución de las operaciones militares». Pyat:«Para la ejecución sí; pero la dirección seguíaencomendada al ciudadano Rossel».

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En la sesión de la noche, Tridon encuentragravísimas las faltas señaladas por Rossel:Vermorel dice que el Comité de Salud Pública esun Comité de obstrucción; Félix Pyat desmienteformalmente a Rossel, en ausencia de éste. ArthurArnould: «Si el Comité no ha dado órdenes yRossel, por su parte, niega haberlas dado, ¿cómono se detiene a Wroblevski y a Dombrowski?»Pyat sigue negando; Vaillant demuestra que elComité se ha excedido en sus atribuciones. Ladiscusión, muy viva, no termina hasta las doce ymedia.

Al día siguiente vuelve a empezar. Arnould leecopia de la orden enviada a Wroblevski. Estaorden está firmada por Léo Meillet, A. Arnould,Félix Pyat. Léo Meillet se defiende. No es eltraslado de Wroblevski lo que ha dado lugar a lasorpresa, sino la traición. Avrial: «Hay en todoesto una mentira que es preciso esclarecer».Mandan a buscar a Félix Pyat. Mientras tanto,Parisel pide que se constituya el comité secreto ydice: «Yo puedo, en los momentos actuales»...

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Aquí termina el acta. El 23 de abril, el original deParisel había pedido que la Comuna, utilizandotodos los recursos de la ciencia para combatir alos versalleses, formase un nuevo ministerio dehombres competentes, al que Allix, radiante,denominó «Ministerio del progreso», calificativoque dio mucho que reír. Parisel reclama un hombreenérgico que se encargue de hacer requisas. LlegaFélix Pyat, le hablan del despacho enviado aDombrowski. «Confieso, avergonzado —dice—,que no conservo el menor recuerdo de esedocumento». Se lo ponen delante de los ojos. «¿Esesta su firma?» Pyat: «Yo no creía, al firmar doslíneas en el documento, que firmase una ordendirigida al general Wroblevski». Arthur Arnouldlee otras órdenes militares enviadas por el Comitéde Salud Pública. Langevin: «Que la Asambleadecida hasta qué punto debe tener confianza en unComité que ha negado enérgicamente haber dadounas órdenes que hoy ya no le es posible negar». J.B. Clément: «No hay flaquezas de memoria quevalgan, ciudadano Pyat; soy del parecer que debíausted presentar la dimisión». Pyat: «Presentada la

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tengo... y suplico a la Asamblea que la acepte...Además, como ya no podré ser creído por ustedes,me veo obligado a renunciar a las funciones que seme han confiado». Ferré pide que se llame a todoslos miembros del Comité de Salud Pública. Ladiscusión se bifurca. ¿Dónde está Cluseret? Pyat:«No lo sé; es una nuez que ha desaparecido bajo elcubilete de los prestidigitadores de la comisiónejecutiva». Andrieu, miembro de esta Comisión:«Al Comité de Salud Pública es a quien debemospedir cuentas». Pyat: «¿Cuentas? Tendrán querendirlas ustedes». (Rumores prolongados.)Mientras reñían así en el Hótel-de-Ville, Versallestriunfaba con los asesinatos del Moulin-Saquet;Thiers anunciaba «este elegante golpe de mano —escribía uno de sus oficiales— en un parte burlónen que decía que habían sido muertos doscientoshombres, habiendo huido los demás tan aprisacomo se lo permitieron sus piernas; esta era lavictoria que la Comuna podía anunciar en susboletines». Los prisioneros conducidos aVersalles fueron asaltados por la turba que acudíaa la llegada de todos los convoyes para cubrir de

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golpes y salivazos a los defensores de París; laturba que tenía justamente el valor que hacía faltapara escuchar los cañones que bombardeaban aIssy.

Los versalleses habían reanudado el fuego confuror. Los obuses desmoronaban las casamatas,pulverizaban los revestimientos; la metrallaempedraba de hierro las trincheras. Parte delpueblo de Issy era de los soldados. En la nochedel uno al dos, procediendo siempre por sorpresasnocturnas, atacaron la estación de Clamart, de laque se apoderaron casi sin lucha, y el palacio deIssy, que tuvieron que conquistar palmo a palmo.El 2, por la mañana, el fuerte se encontraba tancomprometido como la antevíspera. Durante eldía, el batallón de francotiradores de París lesdesalojó a la bayoneta. Eudes vino a declarar queél no seguía en su puesto como no relevasen aWetzel. Este fue sustituido por La Cécilia, Eudesdejó el mando a su comandante de estado mayor yno volvió. A pesar de este abandono, Rossel lenombró comandante de la segunda reserva activa.

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Bien pronto se hizo evidente que, a pesar de susocurrencias, todo seguiría con Rossel el mismopaso que había llevado ya con Cluseret. Rosselpedía que las municipalidades se encargasen debuscar armas, de cuidar de los caballos, deperseguir a los refractarios, pero no indicaba elmedio de llevar a cabo todo ello. Ordenaba laconstrucción de un segundo reducto de barricadas,de tres ciudadelas en Montmartre, en el Trocaderoy en el Panteón, que podían hacer a Parísinaccesible o inexpugnable para el enemigo; perono ponía manos a la obra. Extendía el mando deWroblevski a todas las tropas y a los fuertes de laorilla izquierda; tres días después se lo retiraba enparte. No daba ninguna instrucción de ataque o dedefensa a los generales. Como su predecesor,tampoco enviaba informes a la Comuna. Ni más nimenos que Cluseret, no fue capaz de indicar enesta lucha sin precedentes una táctica nueva, ni dehallar un campo de batalla para aquellos soldadosimprovisados. La cabeza bien asentada que se lesuponía, era únicamente la de un hombre deescuela que soñaba con batallas campales; un

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soldado de manual, original solamente en laactitud y en el estilo, Siempre quejándose deindisciplina, de falta de hombres, y dejando correrla mejor sangre de París en las luchas estériles defuera, en desafíos heroicos tales como Neuilly,Vanves, Issy.

La agonía del fuerte de Issy.

Issy, sobre todo. Aquello ya no era un fuerte, niapenas una posición firme, sino un revoltijo detierra y de pedruscos azotados por los obuses. Lascasamatas desfondadas dejaban ver el campo,quedaban al descubierto los polvorines; la mitaddel bastión 3° estaba en el foso, se podía subir a labrecha en coche. Una decena de piezas, a lo sumo,respondía al torrente de las sesenta bocas de fuegode Versalles; la fusilería de las trincherasenemigas, que apuntaba a las tropas, mataba a casi

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todos los artilleros. Los versalleses renovaron el 3su intimación, y recibieron como respuesta lapalabra de Cambronne. El jefe de estado mayordejado por Eudes había desaparecido. El fuertequedó en manos de dos hombres de valor, elingeniero Rist y Julien, comandante del batallón131, del distrito XI. Sobre ellos y sobre losfederales que supieron resistir recae el honor deesta defensa extraordinaria. He aquí algunas notasde su diario: »4. Recibimos balas explosivas queestallan con un ruido de cápsulas. No llegan losfurgones; los víveres escasean, y los obuses del 7,nuestras mejores piezas, van a faltarnos. Losrefuerzos prometidos todos los días no aparecenpor ninguna parte. Dos jefes de batallón han ido aver a Rossel. Los ha recibido muy mal y les hadicho que tenía derecho a fusilarlos por haberabandonado su puesto. Le han hecho ver nuestrasituación. Rossel ha respondido que un fuerte sedefiende a la bayoneta; ha citado la obra deCarnot. Con todo, ha prometido refuerzos. —Losfrancmasones vienen a plantar una bandera ennuestras fortificaciones. Los versalleses la

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derriban. Nuestras ambulancias están repletas. Laprisión y el pasillo que conduce a ella están llenosde cadáveres; hay más de trescientos. Un ómnibusde ambulancia llega por la noche. Apilamos en élel mayor número posible de nuestros heridos. Enel trayecto del fuerte al pueblo de Issy, losversalleses acribillan el coche a balazos.

5. El fuego del enemigo no cesa un minuto.Nuestras troneras no existen; las piezas del frentesiguen respondiendo. A las dos recibimos 10furgones de obuses del 7. Rossel ha venido, hamirado largamente las fortificaciones. Los Enfantsperdus que sirven las piezas del bastión 5.°pierden mucha gente, pero siguen firmes en supuesto. Hay ahora en los calabozos cadávereshasta dos metros de altura. Todas nuestrastrincheras, acribilladas por la artillería, han sidoevacuadas. La trinchera de los versalleses está asesenta metros de la contraescarpa. Avanzan cadavez más. Están tomadas las precaucionesnecesarias, para en caso de que haya un ataqueesta noche. Todas las piezas de los flancos están

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cargadas con metralla. Tenemos dosametralladoras encima de los terraplenes parabarrer a la vez el foso y la explanada.

6. La batería Fleury nos envía regularmente susseis disparos cada cinco minutos. Acaban de traera la ambulancia a una cantinera que ha recibidouna bala en la ingle izquierda. Desde hace cuatrodías hay tres mujeres que van a los lugares en quees más fuerte el fuego, a recoger heridos. Esta semuere y nos deja encomendados a sus dos hijos.Ya no hay víveres; no comemos más que carne decaballo. Por la noche, la fortificación esinsostenible».

El mismo día, Ranvier anuncia a la Comuna unadesbandada en Vanves, y hay muy malos informesdel fuerte de Issy. Se quejan de que las piezas desitio de Vaugirard y de Montrouge no apoyen alfuerte. Parisel pide el envío de seis piezas del 7,la orden de disponer en batería las piezas demarina del bastión. Objétase a esto que el Comitéde Salud Pública es el único calificado para dar

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órdenes militares.

Al día siguiente, el diario del fuerte relataba:

«7. Recibimos hasta diez obuses por minuto. Lasfortificaciones están totalmente al descubierto.Todas las piezas, salvo dos o tres, estándesmontadas. —Las fortificaciones versallesascasi nos tocan. Hay treinta cadáveres más. —Acaban de comunicarnos la muerte de Wetzel;unos dicen que ha recibido una bala en la espalda.—Estamos a punto de ser envueltos».

CAPÍTULO XXIII

París bombardeado. El fuerte de Issy sucumbe. LaComuna renueva su Comité de Salud pública.Rossel huye.

Acaba de cometerse la mayor infamia de que la

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historia moderna haya guardado recuerdo. París hasido bombardeado.

Trochu, Jules Favre, E. Picará, Jules Simon,Jules Ferry, E. Arago, Garníer-Pages, Pelletan.

Es calumniar a un gobierno, cualquiera que éstesea, suponer que trate de sostenerse bombardeandola capital.

Thiers, Proyecto de ley sobre las fortificacionesde París (Diciembre de 1840.) Hemos hechopolvo todo un barrio de París.

Thiers en la Asamblea Nacional. (5 de agosto de1871.)

Hay que volver de esta atmósfera heroica a lasdisputas de la Comuna y del Comité Central.¡Lástima que no celebren sus sesiones en LaMuette! Los obuses de Montretout, que acaba dedescubrir su potente batería, les harían, sin duda,volverse hacia el enemigo común. Está abierto elataque en brecha.

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En la mañana del 8 de mayo, setenta piezas demarina comenzaron a batir el cerco, desde elbastión 60 hasta el Point-du-Jour. Los obusesllegaban ya al muelle de Javel, y la batería deBreteuil cubría de proyectiles el barrio deGrenelle. En pocas horas se hizo inhabitable lamitad de Passy.

Thiers acompañaba sus obuses de una proclama:«Parisienses, el gobierno no bombardeará París,como no dejarán de deciros las gentes de laComuna. Disparará sus cañones... El gobiernosabe, hubiera comprendido, aunque por todaspartes no se lo hubierais hecho decir, que tanpronto como los soldados hayan franqueado elcerco os uniréis a la bandera nacional». Einvitaba a los parisienses a abrirle las puertas.¿Qué hará la Comuna ante este llamamiento a latraición?

El 7 no hay quórum; los fieles que permanecen ensu puesto despiden a los taquígrafos y secretarios

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y firman un acta de falta de quórum. El 9 sequerellan con el secretario, Amouroux, por susinformes de «L'Officiel». No es ésta la primeravez; ya el 1 de mayo había respondidofrancamente: «Si suprimo una parte del informe, esen interés de la Comuna, para suprimir inepcias».Hoy baja el tono: «Cada miembro podría venir areleer sus intervenciones; a menudo nos vemosobligados a introducir cortes». ¿Por qué nosuprimir la publicación de las sesiones?, proponeuno de la mayoría, olvidando que cinco días antesse había votado la admisión del público a lassesiones, encargando a una comisión de buscarlocal adecuado. Siguen las quejas a cuenta delComité Central, que invade todos los servicios, apesar de la Comisión de Guerra. «A ustedes se lodigo, a los del Comité de Salud Pública —exclama Jourde—. ¡Han metido ustedes al lobo enel redil!» Félix Pyat acusa a Rossel. Desde lasesión del 4 no cesaba de minarle el terreno con suincomparable hipocresía. «¡Ya ven ustedes esehombre! —decía a los románticos—. ¡Es untraidor, un cesarista! ¡Después del plan Trochu, el

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plan Rossel!» Responde al ataque del día: «No esculpa del Comité de Salud Pública si Rossel notiene la fuerza ni la inteligencia necesarias parahacer que el Comité Central no se exceda en susatribuciones». Régére: «El Comité Central es unmal necesario». Jourde no puede tolerar que elComité se entrometa en sus servicios. Jourde,dimisionario de Hacienda al constituirse el Comitéde Salud Pública, en cuya ocasión decía: «Dejo ami sucesor más dinero que el que he tenido yonunca; se encontrará con una situaciónperfectamente despejada», se había visto obligadoa volver a su puesto por obra de una votaciónsumamente halagadora.

La Comuna no dejaba de tener razón parapreocuparse a cuenta del Comité Central. Ocurríanen aquel momento extrañas escenas en eldepartamento de Guerra. Los jefes de legión, quecada vez estaban más agitados en contra deRossel, habían resuelto aquel día ir a pedirle unarelación de todas las decisiones que preparabasobre la guardia nacional. Rossel se enteró de su

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proyecto, y al llegar al ministerio se encontraronen el patio con un pelotón en armas. El delegadolos veía llegar desde su ventana: «Son ustedesaudaces —les dijo—, ¿Saben ustedes que esepelotón está ahí para fusilarlos?» Ellos, sininmutarse gran cosa, respondieron: «Para lo queaquí nos trae no hace falta audacia; venimossimplemente a hablarle a ustedes de laorganización de la guardia nacional». Rossel secalma y dice: «¡Que vuelva a su puesto elpelotón!» Esta demostración burlesca produjo suefecto. Los jefes de legión combatieron elproyecto referente a los regimientos, demostrandola imposibilidad de su realización. Rossel,cansado de luchar, dice: «Sé muy bien que notengo fuerza, pero sostengo que tampoco ustedes latienen. ¿Dicen ustedes que sí? ¡Pues bien, denmeuna prueba de ello! Mañana, a las once, lleven a laplaza de la Concordia doce mil hombres, y yointentaré algo». Quería disponer un ataque por laestación de Clamart. Los jefes de legión secomprometieron y anduvieron toda la noche de unlado para otro para reunir batallones.

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Evacuación del fuerte de Issy.

Mientras tenían lugar todos estos altercados, seevacuaba el fuerte de Issy. Agonizaba desde por lamañana. Cada hombre que aparecía en las piezascaía muerto. Por la noche se reunieron losoficiales y reconocieron que era imposiblesostenerse; sus hombres, expulsados de todaspartes por los obuses, se apiñaban bajo la bóvedade entrada. Un obús del Moulin de Pierre cayó enmedio de ellos y mató a dieciséis. Rist, Julien yalgunos otros que querían obstinarse, a pesar detodo, en no abandonar aquellas ruinas, se vieronobligados a ceder. La evacuación comenzó a esode las siete. El comandante Lisbonne, hombre deextraordinario arrojo, protegió la retirada, que sellevó a cabo en medio de las balas.

Algunas horas después, los versalleses,

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atravesando el Sena, se establecían más allá deBoulogne, ante los bastiones del Point-du-Jour, yabrían una trinchera a trescientos metros del cerco.Toda aquella noche y durante la mañana del 9, eldepartamento de Guerra y el Comité de SaludPública ignoraron la evacuación del fuerte.

El 9, a mediodía, los batallones pedidos porRossel se alineaban en la plaza de la Concordia.Rossel llegó a caballo, recorrió rápidamente elfrente de las líneas, lanzó a los jefes de legión un:«No hay los que yo esperaba», y volvió grupas. EnGuerra le anunciaron la evacuación del fuerte deIssy. No quiso escuchar nada, echó mano a lapluma y escribió: «La bandera tricolor ondeasobre el fuerte de Issy, abandonado ayer por laguarnición», y sin advertir de ello a la Comuna nial Comité de Salud Pública, dio orden de imprimirestas dos líneas, haciendo una tirada de diez milejemplares, cuando la ordinaria era de seis mil.

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En seguida, escribió su dimisión: »Ciudadanos,miembros de la Comuna, me siento incapaz deasumir por más tiempo la responsabilidad de unmando donde todo el mundo delibera y nadieobedece. Cuando fue necesario organizar laartillería, el Comité Central de artilleríadeliberó y no prescribió nada. La Comuna hadeliberado, y nada ha resuelto. El ComitéCentral delibera y todavía no ha sabido actuar.Mientras tanto, el enemigo envolvía el fuerte deIssy con ataques arriesgados e imprudentes, porlos que yo le castigaría si tuviese la menor fuerzamilitar disponible». Contaba a su manera y contodo detalla la evacuación del fuerte, la revista dela Concordia, decía que en lugar de doce milhombres no había más que siete mil,58 y concluía:«Por tanto, la nulidad del comité de artilleríaimpedía la organización de la artillería; lasvacilaciones del Comité Central detienen a laadministración; las preocupaciones mezquinasde los jefes de legión paralizan la movilizaciónde las trepas. Mi predecesor tuvo el error dedebatirse en medio de esta situación absurda. Yo

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me retiro y tengo el honor de pediros una celdaen Mazas».

Creía eludir de esta manera la responsabilidadmilitar; pero podían abrumarle por todas partes.¿Por qué aceptó aquella situación «absurda», queconocía a fondo? ¿Por qué no puso ningunacondición a la comisión ejecutiva el 30 de abril,ninguna condición el 2, el 5 de mayo a la Comuna?¿Por qué despidió aquella mañana a «siete milhombres», cuando pretendía no tener la menorfuerza militar disponible? ¿Por qué ignoró durantequince horas la evacuación de un fuerte cuyaangustiosa situación hubiera debido vigilar de horaen hora? ¿Dónde está su segundo cerco? ¿Por quéno hizo ningún trabajo en Montmartre, en elPanteón?

Rossel podía, ciertamente, dirigir sus reproches ala Comuna; cometió una falta imperdonable conenviar su carta a los periódicos. En menos de doshoras desalentaba a millares de combatientes,sembraba el pánico, difamaba a los valientes de

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Issy, denunciaba al enemigo las flaquezas de ladefensa.

En el otro lado, todo el mundo estaba de fiesta.Thiers y MacMahon arengaban a los soldados quearrastraban, cantando, las pocas piezasencontradas en el fuerte. La Asamblea suspendíasus sesiones y salía al patio de mármol a aplaudira aquellos hijos del pueblo que se creíanvencedores. Un mes más tarde, Thiers decía en latribuna: «Cuando veo a estos hijos de nuestroscampos, frecuentemente ajenos a la instrucción queeleva, morir por vosotros, por nosotros, me sientoprofundamente conmovido». Conmovedoraemoción de cazador ante su pieza. ¡Acordaos deesta confesión y de por quién morís en las guerrasciviles, hijos del campo!

¡Y aún siguen discutiendo en el Hótel-de-Ville!Raoul Rigault recrimina a Vermorel, que quiereponer en claro el funcionamiento del servicio deseguridad. Contra la opinión de Gambon, lamayoría había nombrado a Rigault procurador de

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la Comuna.

Habla Delesclure.

Se agriaba la discusión, cuando Delescluze entrasúbitamente y usurpa la palabra: «¡Estándiscutiendo aquí cuando se acaba de hacer saber alpueblo que la bandera tricolor ondea sobre elfuerte de Issy! La traición nos envuelve por todaspartes. ¡Hay ochenta cañones que nos amenazandesde Montretout, y ustedes se están aquídiscutiendo! Estos deplorables debates de laúltima semana, a los que tuve la suerte de noasistir, son los que han traído el desorden. ¡Y enun momento como éste, pierden ustedes el tiempocon cuestiones de amor propio!... Yo esperaba queFrancia sería salvada por París, y Europa porFrancia. Pues bien, hoy la guardia nacional ya noquiere batirse, ¡y ustedes deliberan sobre los

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puntos del acta! Yo quisiera que Mégy, el exgobernador del fuerte de Issy, fuese citado ante unconsejo de guerra, que el ciudadano Eudesrindiese cuentas de su conducta; tenía lainspección de los fuertes del sur, y el sur ha sidocompletamente abandonado. ¡Y la bandera tricolorondea sobre el fuerte de Issy! El Comité Central vaa poner a la Comuna en la puerta, y eso es herir ala Revolución en el corazón. A pesar de lainsuficiencia de los miembros que componen estaasamblea, de la Comuna se desprende un poderososentimiento revolucionario, capaz de salvar a lapatria. La salvaremos, pero tal vez detrás de lasbarricadas. Deponed hoy todos vuestros odios...He visto a Rossel esta mañana en la revista de laplaza de la Concordia; estaba más desolado quenunca... El parisiense no es cobarde; tiene queestar mal mandado o creerse traicionado para quese niegue a batirse. Es menester que adoptemosmedidas inmediatas o que nos hundamos en nuestraimpotencia, como hombres indignos de haber sidoencargados de defender el país. Francia nos tiendelos brazos. El Comité de Salud Pública no ha

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respondido a lo que se esperaba de él. Hay quedarle el retiro. ¿Qué es lo que hace?Nombramientos particulares, Una orden firmadapor Léo Meillet nombra a ese ciudadanogobernador del fuerte de Bicétre; teníamos allí unsoldado que parecía demasiado severo. VuestroComité de Salud Pública está aniquilado,enterrado bajo el peso de los recuerdos con que sele carga. Para la población de París, ese Comité eslos haces, el hacha permanentes. Se pueden hacergrandes cosas empleando palabras sencillas. Yono soy partidario de los Comités de salud pública;todo eso no es más que palabras».

La Asamblea, electrizada, aplaudía, interrumpíatambién, subyugada por aquel hombre severo, queera el deber en persona. La Asamblea seconstituye en comité secreto, discute a fondo todolo referente al Comité de Salud Pública. ¿Qué hahecho en ocho días? Ha implantado el ComitéCentral en Guerra, ha aumentado el desorden, hasufrido dos reveses. Sus miembros se embebecenen los detalles o prestan un servicio de

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aficionados. Un miembro del Comité quieredefender a éste, invoca la poca precisión de susatribuciones. Se le opone el artículo 3 del decretode institución, que otorga plenos poderes alComité. Se decide, al cabo de varias horas,renovar el Comité, nombrar un delegado civil en lacomisión de Guerra, redactar una proclama, noreunirse más que tres veces por semana, salvo encaso de urgencia, instalar al nuevo Comité concarácter permanente en el Hótel-de-Ville,quedando así permanentemente los miembros de laComuna en sus respectivos distritos.

Se renueva el Comité de Salud Pública.

Por la noche volvieron a reunirse. La mayoríaotorgó la presidencia a Félix Pyat, furioso por losataques de la tarde. Abrió la sesión pidiendo quefuese arrestado Rossel. Agrupando con habilidad

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apariencias que parecieron pruebas a lossuspicaces, convirtió a Rossel en chivo emisariode los yerros del Comité, desvió contra eldelegado la indignación del Consejo. «Ya os habíadicho yo, ciudadanos, que era un traidor, pero noquisisteis creerme. Sois jóvenes, no habéis sabido,como nuestros maestros de la Convención,desconfiar del poder militar». Esta evocaciónentusiasmó a los románticos, que no tenían másque un sueño: parecer convencionales; hasta talpunto esta Revolución de nuevos estabagangrenada de imitaciones.

No hacían falta los arrebatos de Pyat paraconvencer a la Asamblea. El acto de Rossel eraculpable a los ojos de los menos clarividentes. Sudetención fue decretada casi por unanimidad —menos dos votos—, y la comisión de Guerrarecibió orden de llevarla a cabo, habida cuenta delas circunstancias.

A continuación se pasó al nombramiento delComité. La minoría, un tanto tranquilizada por la

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presencia de Jourde en Hacienda y por la actitudde Delescluze, resolvió votar esta vez, y pidió serincluida en la lista. Excelente ocasión para borrarlas disidencias, para volver a formar el haz contraVersalles. Pero las perfidias de Pyat habíanllevado a los románticos a considerar a suscolegas de la minoría como verdaderosreaccionarios. Después del discurso de Pyat sehabía suspendido la sesión. Poco a poco, losmiembros de la minoría se encontraron solos en lasala. Descubrieron a sus colegas en una habitacióninmediata, amañando una lista. Tras algunas frasesviolentas, volvieron a llevarlos a la Asamblea.

Un miembro de la minoría pidió que se acabasecon aquellas discusiones indecorosas. Unromántico respondió pidiendo la detención de la«minoría facciosa», y el presidente Pyat entreabríaya su bolsa de hiel, cuando Malon dijo: «¡Cálleseusted! Usted es el genio malo de esta Revolución.No siga extendiendo sus venenosas sospechas,atizando la discordia. ¡Es su influencia la quepierde a la Comuna!» Y Arnold, uno de los

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fundadores del Comité Central, exclamó: «¡Sonesta gente del 48 los que volverán a perder a laRevolución!»

Pero era demasiado tarde para entablar la lucha, yla minoría iba a expiar su doctrinarismo y sutorpeza. La lista de la mayoría pasó íntegra:Ranvier, Arnaud, Gambon, Delescluze, Eudes.

La Asamblea se separó a la una de la madrugada:«¡Bien los hemos embaucado! ¿Y qué me diceusted de la forma en que he llevado la cuestión?»,decía a sus amigos Félix Pyat. El «honradopresidente», preocupado por entero de embaucar asus colegas, se había olvidado de la toma delfuerte de Issy. Y aquella misma noche, veintiséishoras después de la evacuación, el Hótel-de-Villehacía pegar en la puerta de las alcaldías esta nota:«Es falso que la bandera tricolor ondee sobre elfuerte de Issy. Los versalleses no lo ocupan ni loocuparán». El mentís de Pyat valía tanto como elmentís de Trochu a propósito de Bazaine.

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Mientras estallaban estas tormentas en el Hótel-de-Ville, el Comité Central hacía venir a Rossel,le reprochaba el cartel de por la tarde y el númeroinusitado de ejemplares. Rossel se defendióagriamente. «Era mi deber; cuanto mayor es elpeligro, más enterado debe estar el pueblo». Y sinembargo, no había hecho nada de eso al ocurrir lasorpresa de Moulin-Saquet. Después de su partida,el Comité deliberó. Alguien dijo: «Estamosperdidos como no venga una dictadura». Esta ideatenía obsesionados desde hacía varios días aalgunos miembros del Comité. Se vio que habríaun dictador, que ese dictador sería Rossel, y abuscarle fue una diputación compuesta de cincomiembros. Vino Rossel, reflexionó, y acabó pordecir: «Es demasiado tarde. Ya no soy delegado.He presentado la dimisión». Algunos seencolerizaron; él los tranquilizó y salió. Losmiembros de la comisión de Guerra, Delescluze,Tridon, Avrial, Johannard, Varlin, Arnold, leesperaban en su gabinete.

Delescluze expuso la misión que traían. Rossel

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dijo que la orden de detención era injusta, peroque, con todo, se sometía a ella. Describió lasituación militar, las rivalidades de todo géneroque le habían estorbado continuamente, ladebilidad de la Comuna. «Ésta —dijo— no hasabido ni servirse del Comité Central, nidestrozarlo oportunamente. Nuestros recursos sonmuy insuficientes, y yo, por mi parte, estoydispuesto a asumir todas las responsabilidades,pero a condición de ser apoyado por un poderfuerte, homogéneo. No he podido asumir ante lahistoria la responsabilidad de ciertas represionesnecesarias, sin el asentimiento y el apoyo de laComuna». Estuvo hablando un buen rato, con lanerviosa verbosidad que por dos veces le habíapermitido atraerse en el Consejo a sus adversariosmás decididos. La Comisión, sobremaneraimpresionada por sus razones, se retiró a una salavecina. Delescluze declaró que no podía decidirsea detener a Rossel antes de que la Comuna lehubiese oído. Sus colegas fueron de la mismaopinión, y dejaron al ex delegado bajo la custodiade Avrial y de Johannard.

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Fuga de Rossel y de Gérardin.

Al día siguiente llega al Hótel-de-Ville durante lasesión de la Comuna, que ha nombrado aDelescluze delegado de Guerra por 42 votos de46, y discute el informe de Courbet, encargado debuscar una sala de sesiones. El gran pintorpropone la sala de los Mariscales, de lasTullerías; otros indican la de los Estados, elLuxemburgo, la sala de San Juan, que deja laComuna en el Hótel-de-Ville. Entra Johannard:«Rossel —dice— está esperando a que se lejuzgue». La comisión de Guerra pide que haganpasar a Rossel. «Debemos juzgarle sin oírle ennuestra barra», dice Paschal Grousset, Arnold: «Sibien es verdad que ha faltado a lo que debía a laComuna, no ha cometido ningún acto de traición».Félix Pyat: «Si la Comuna no reprime la insolenciade esa carta, se suicida». Dupont: «No se escuchó

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a Cluseret; ¿por qué ha de oírse a Rossel?»Veintiséis votos contra dieciséis se niegan a oírle.¿Quién ha de juzgarle? El tribunal militar, decidela Asamblea por 34 votos contra 2, y 7abstenciones. ¿Adónde han de mandarlos? ¡AMazas, como él mismo ha pedido!

La Asamblea escuchaba distraídamente a uno desus miembros, Allix, detenido por susextravagancias, cuando llega Avrial a decir queRossel y Gérardin han desaparecido.

Ch. Gérardin, amigo de Rossel, viendo el carizque tomaba el debate, había abandonado laAsamblea, saliendo al vestíbulo. «¿Qué hadecidido la Comuna?», le pregunta Avrial. «Nada,todavía —responde Gérardin y, viendo sobre unamesa el revólver de Avrial, dice a Rossel—: Suguardián de usted cumple escrupulosamente con sudeber». «No creo —replicó vivamente Rossel—que esa precaución me concierna. Además,ciudadano Avrial, le doy mi palabra de honor desoldado de que no trataré de evadirme».

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Avrial, rendido por su largo servicio devigilancia, había pedido que le relevasen. Creyóque podría aprovechar la presencia de Gérardin y,dejando bajo la custodia de éste al preso, sedirigió a la Asamblea. Cuando volvió, Rossel y suguardián habían desaparecido. El ambicioso jovense había escabullido, a pesar de su palabra, deaquella Revolución en la que se había extraviadoatolondradamente.

Ni que decir tiene que Pyat asaeteó de adjetivos alfugitivo. El nuevo Comité redactó una proclamadesesperada; precisamente acababan de revelarlelas nuevas conspiraciones: «La traición se habíadeslizado en nuestras filas. El abandono delfuerte de Issy anunciado en un cartel impío porel miserable que lo ha entregado, no era más queel primer acto del drama. Debía seguirle unainsurrección monárquica en el interior,coincidiendo con la entrega de una de nuestraspuertas. Todos los hilos de la tenebrosa tramaestán actualmente en nuestras manos. La mayorparte de los culpables han sido detenidos. ¡Que

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todos los ojos estén abiertos, que todos losbrazos estén dispuestos a golpear a lostraidores!»

Era melodrama, cuando lo que hacía falta era lamayor sangre fría. Y el Comité de Salud Públicase jactaba extrañamente cuando pretendía haberdetenido a la mayor parte de los culpables y teneren sus manos «todos los hilos de la tramatenebrosa».

CAPÍTULO XXIV

Las conspiraciones contra la Comuna.

La Comuna había hecho nacer toda una industriade tejedores de tramas tenebrosas, agentes quehacían comercio de entregar puertas, corredoresde conspiraciones. Vulgares tramposos, Cadoudals

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del arroyo, a quienes una sombra de policíahubiera dispersado, no contaron con más fuerzaque la debilidad de la prefectura y la negligenciade las delegaciones. Publicaron mucho, declararoncopiosamente unos contra otros, y, gracias ainformes particulares —gracias, también, aldestierro, que es un gran descubridor—, podemospenetrar sus mañas.

Desde el 1 de abril explotaron a todos losministerios de Versalles ofreciendo entregar laspuertas o apoderarse de los miembros de laComuna. Poco a poco se les fue clasificando. Elcoronel de estado mayor Corbin se encargó deorganizar a los guardias nacionales del orden quequedaban en París. El comandante de un batallónreaccionario, Charpentier, antiguo oficialinstructor de Saint-Cyr, se ofreció, se hizo admitir,y presentó a algunos compadres, Durouchoux,negociante de vinos, Dernay, Gallimard. Se lesdieron instrucciones para que reclutasen batallonesclandestinos, que ocuparían los puntos estratégicosdel interior el día en que el ataque general atrajese

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a todos los federados a las fortificaciones. Unteniente de navío, Domalain, coronel de la legiónbretona, ofrecía en ese momento sorprenderMontmartre, el Hótel-de-Ville, la plaza Vendóme,la Intendencia, con algunos millares de voluntariosque pretendía tener en su mano. Se fusionó conCharpentier.

Estos guerreros tenebrosos se agitaron mucho,agruparon una cantidad asombrosa de gentealrededor de los bocks oficiales, y anunciaron enseguida que contaban con 6.000 hombres y 150artilleros provistos de herramientas para clavarcañones. Todos estos bravos sólo aguardaban unaseñal; pero hacía falta dinero para saciar su celo, yCharpentier y Domalain, por mediación deDurouchoux, le sacaban al Tesoro centenares demiles de francos.

A fines de abril tuvieron un temible competidor,Le Mere de Beaufond, antiguo oficial de marina ygobernador interino de Cayena. En lugar dereclutar burgueses, idea que tachaba de ridícula,

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proponía paralizar la resistencia valiéndose deagentes hábiles que provocarían defecciones ydesorganizarían los servicios. Su plan,absolutamente conforme con las ideas de Thiers,fue bien acogido, y Beaufond recibió encargo dellevarlo a cabo. Agregó a sí dos hombresresueltos, Laroque, empleado en el Banco, yLasnier, antiguo oficial de la legión Schoelcher.

El gobierno tenía, además, otros sabuesos:Aronsohnn, coronel de un cuerpo franco durante laguerra, degradado por sus hombres, y que habíanegociado con el Comité Central la liberación deChanzy; Franzini, más tarde entregado por elgobierno de Inglaterra, en virtud de extradición,como estafador; Barral de Montaud, que sepresentó sin rodeos a la comisión de Guerra y sehizo nombrar, por su aplomo; jefe de la 7ª legión;el abate Cellini, pater de no se sabe qué flota,asistido de varios curas y patrocinado por JulesSimon. Por último, los conspiradores porresentimiento, los grandes generales desdeñadospor la Revolución: Lullier, Du Bisson, Ganier

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d'Abin, Estos honrados republicanos no podíantolerar que la Comuna perdiese a la República. Siaceptaban dinero de Versalles era únicamente porsalvar a París y al partido republicano de loshombres del Hótel-de-Ville. Ellos queríanderribar a la Comuna, pero hacer traición... ¡Oh,no, eso no!

Un tal Briére de Saint-Lagier redactaba informesde conjunto, y el secretario de Thiers, Troncin-Dumersan, condenado tres años más tarde porestafa, iba y venía de París a Versalles, llevaba lapaga, vigilaba los hilos de estas conspiraciones,desconocidas frecuentemente unas de otras.

De aquí los continuos roces. Los conspiradores sedenunciaban mutuamente. Briére de Saint-Lagierescribía: »Ruego al Sr. Ministro del Interior quehaga vigilar al Sr. Le Mere de Beaufond. Tengovehementes sospechas de que es un bonapartista.El dinero que ha recibido ha servido, en granparte, para pagar sus deudas. Otro informe, encambio, decía: Los señores Domalain,

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Charpentier y Briére de Saint-Lagier me sonsospechosos. Van frecuentemente a casa dePeters y, en lugar de ocuparse de la gran causade la liberación, imitan a Pantagruel. Pasan porser orleanistas».

El más activo de todos, De Beaufond, consiguiócrearse relaciones en el estado mayor del coronelHenry Prodhomme, en la escuela militar mandadapor Vinot, en Guerra, donde el jefe de artillería,Guyet, se dedicaba a hacer chanchullos a cuenta delas municiones. Sus agentes Lasnier y Laroquemanejaban a un tal Muley que, sorprendiendo elapoyo del Comité Central, se había hecho nombrarjefe de la 17ª legión, a la que inmovilizaba enparte. Un oficial de artillería puesto a sudisposición por el ministerio, el capitán Piguier,trazaba el plano de las barricadas, y uno de lossuyos, Basset, escribía el 8 de mayo: «No hayexplosivos dispuestos; el Ejército podrá entrar alson de charangas. Hay un espantoso desorden enlos diferentes servicios». Tan pronto hacían creera los ex oficiales de la guardia nacional que el

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Comité Central o la Comuna los habían condenadoa muerte y les distribuían en regimientos, como lesextraían mañosamente informaciones. Varios deellos ocupaban puestos oficiales. Ante el tribunalprebostal a que fue conducido, Ulysse Parent,antiguo miembro de la Comuna, presenció estaescena: «Dos o tres acusados sobre los cualespesaban graves cargos —uno había sido comisariode policía; otro, director de un depósito demuniciones en el barrio de Reuilly—, después deescuchar tranquilamente el informe formulado encontra suya, sacaron no menos tranquilamente unpapel de su bolsillo y se lo entregaron a losoficiales, deslizándoles algunas palabras al oído,retirándose en libertad inmediatamente después».

La imprudencia de algunos empleados de laComuna favorecía la labor de los espías. Oficialesde estado mayor, jefes de servicio, por darseimportancia, se expresaban en voz alta en los cafésde los bulevares, llenos de espías varones yhembras. Cournet, que sustituyó a Rigault en laprefectura, aunque con más fachenda, no hacía

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mucho más que Rigault por la seguridad general.Lullier, detenido dos veces, evadiéndose siempre,hablaba a todo el mundo de barrer la Comuna.Troncin-Dumersan, conocido desde hacía veinteaños como instrumento policíaco del ministeriodel Interior, pasaba revista a su gente en losbulevares. Los contratistas encargados defortificar a Montmartre encontraban todos los díasnuevos pretextos para aplazar la apertura de lostrabajos. La iglesia de Bréa seguía intacta. Elsubencargado de la demolición del monumentoexpiatorio supo prolongar el asunto hasta laentrada de las tropas. Sólo la casualidad descubrióel complot de los brazaletes, y fue la fidelidad deDombrowski la que descubrió los manejos deVaysset.

El espía Vaysset.

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Este agente de negocios había ido a Versalles aproponer al ministro una operación deaprovisionamiento. Despedido, sacó de su carteraotro negocio y ofreció al almirante Saisset, tanchiflado siempre, comprar a Dombrowski, a quienno había visto en su vida. Montó su empresa comouna sociedad comercial, reunió asociados, 20.000francos para gastos, y se puso al habla con unedecán de Dombrowski, Hutzinger. Vaysset le dijoque Versalles daría un millón a Dombrowski, si elgeneral consentía en entregar las puertas quemandaba. Dombrowski dio inmediatamente cuentadel caso al Comité de Salud Pública, y le propusoque se dejara entrar a uno o dos cuerpos deejército de Versalles, a los que se aplastaría conbatallones de federados convenientementeapostados. El Comité no quiso correr estaaventura, pero ordenó a Dombrowski que siguieseadelante las negociaciones. Hutzinger acompañó aVaysset a Versalles, vio a Saisset, que se ofreciócomo rehén, en garantía de la ejecución de laspromesas hechas a Dombrowski El almirantedebía dirigirse en secreto, cierta noche, a la plaza

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Vendóme, y el Comité de Salud Pública,previamente advertido, se disponía a detenerles,cuando Barthélemy Saint-Hilaire le hizo desistirde esta nueva torpeza. La prefectura de policía,que, ignorando la diplomacia del Comité, seguíade cerca a Vaysset, estuvo a punto de detenerle, yel 10 detuvo a su mujer y a su asociado Guttin.Vaysset, que se había retirado a Saint-Denis,continuó sus negociaciones con Hutzinger.59

El fracaso de esta conspiración hizo desistir aThiers de la esperanza de una sorpresa, su maníade los primeros días de mayo. Basándose en lapalabra de un portero que se comprometía a hacerabrir la puerta Dauphine por su amigo Laporte,jefe de la 16ª legión, Thiers proyectó unaexpedición, a pesar de la repugnancia deMacMahon y de los oficiales que estaban por elasalto. «Valía más apoderarse a viva fuerza de laciudad —decía el apostólico de Mun— capitán decoraceros, amigo de los buenos trabajadores; elderecho se manifiesta de una manera indiscutible».El derecho a la matanza; y bien lo probó. A las

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órdenes del general Thiers, el ejército activo y unaparte de la reserva fueron puestos en pie la nochedel 3 de mayo, y el presidente fue a acostarse aSevres. A media noche, las tropas estabanapiñadas en el Bois de Boulogne, delante del lagoinferior, con la vista fija en las puertas. Estasdebían ser franqueadas por una compañíareaccionaria que se había formado en Passy a lasórdenes de Wéry, teniente del 38, provisto depoderes por su antiguo comandante Lavigne. Loque ocurrió fue que los conspiradores no se habíandignado avisar a Lavigne. Como la compañía nohabía recibido órdenes de su jefe superior, temióque se tratase de una trampa y se negó a llevar acabo el servicio. El puesto federado no fuerelevado. Al amanecer, después de haberse ateridodurante varias horas, las tropas volvieron a susacantonamientos. Dos días después, Laporte fuedetenido; pero encontró modo de hacer que lepusieran en libertad.

Beaufond se encargó de llevar adelante el asunto,y prometió también la entrega de las puertas de

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Auteuil y Dauphine para la noche del 12 al 13.Thiers se dejó atrapar otra vez, y envió todo unmaterial de escalo. Varios destacamentos fuerondirigidos hacia el Point-du-Jour, y el ejército semantuvo dispuesto a seguirlos. A última horafracasaron las profundas combinaciones de losconspiradores y, lo mismo que el día 3, el ejércitose volvió sin laureles. De esta intentona tuvoconocimiento el Comité de Salud Pública, quenada había sabido de la primera.

Lasnier fue detenido al día siguiente. El Comitéacababa de echar mano a los brazaletes tricoloresque los guardias nacionales del orden debíanostentar a la entrada del ejército. La señoraLegros, que los fabricaba, se descuidaba en elpago de sus obreras. Una de éstas, creyendotrabajar por cuenta de la Comuna, fue a reclamarsu salario al Hótel-de-Ville. Los registrosrealizados en casa de la Legros pusieron sobre lapista de Beaufond y de sus cómplices. Beaufond yLaroque se escondieron. Troncin-Dumersan volvióa Versalles, Charpentier quedó dueño del terreno.

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Corbin le daba prisa para que organizase a sushombres en decenas, en centenas, y le trazaba unplan para apoderarse del Hótel-de-Ville en cuantoentrasen las tropas. Charpentier, imperturbable, lehablaba todos los días de nuevas conquistas,hablaba de 20.000 reclutas, pedía dinamita parahacer saltar las casas, y absorbíapantagruélicamente las considerables sumas que letransmitía Durouchoux.

Además de estas grandes agencias oficiales, habíauna nebulosa de traidorzuelos. Ante los consejosde guerra se vanaglorió de no haber servido a laComuna más que para traicionarla una multitud deindividuos, oficiales superiores, jefes de serviciosparticulares. Alegaban que los servicios prestadosno era para ellos más que un medio de defensa.

Todos los conspiradores reunidos, en suma, nopudieron entregar una puerta, pero ayudaron adesorganizar los servicios. Uno de ellos, elcomandante Jerriait, pareció incluso quereclamase para sí el honor de la explosión de la

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avenida Rapp. Es preciso, sin embargo, leer conreservas los informes de toda esa gente, abultadosa menudo con sucesos imaginarios para justificarel empleo de los centenares de miles de francos yde las cruces que se embolsaron.

CAPÍTULO XXV

La política de Thiers con las provincias. Latraición de la izquierda.

Con el cañón y la política es como hemos tomadoParís.

Thiers. Encuesta sobre el 18 de marzo.

Un gran discurso del presidente del Consejo hasido aplaudido por la extrema izquierda.

Dufaure al procurador general de Aix.

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¿Quién es el máximo conspirador contra París? Laizquierda versallesa.

¿Qué le queda a Thiers el 19 de marzo paragobernar a Francia?

No cuenta con ejército, ni con cañones, ni congrandes ciudades. Éstas tienen fusiles, sus obrerosse agitan. Si la pequeña burguesía que haceaceptar a las provincias las revoluciones de lacapital llega a haber seguido el movimiento, imitaa su hermana de París, Thiers no hubiera podidooponerle un verdadero regimiento. Verdad es queBismarck se había ofrecido a sustituirle, pero esohubiera sido el final de todo. Para subsistir, paracontener a las provincias, para impedir que nodejen salir los cañones que han de reducir París,¿cuáles son los únicos recursos del jefe de laburguesía? Una palabra y un puñado de hombres.La palabra: República; los hombres: los jefestradicionales del partido republicano.

Si los toscos rurales ladran al simple nombre de

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República y se niegan a insertarlo en susproclamas, Thiers, mucho más astuto, se llena laboca con ella y, falseando los votos de laAsamblea,60 la da como consigna. A las primerassublevaciones, todos estos funcionarios deprovincias reciben la misma fórmula: Nosotrosdefendemos a la República contra los facciosos.

Esto ya era algo. Pero los votos rurales, el pasadode Thiers, se daban de cachetes con estas protestasrepublicanas, y tampoco los antiguos héroes de laDefensa ofrecían una garantía suficiente. Thiers sedaba cuenta de ello, e invocó a los puros de entrelos puros, a los galoneados, que el destierro noshabía devuelto. Su prestigio se hallaba intacto aúna los ojos de los demócratas de provincias. Thierslos cogió en los pasillos, les dijo que tenían en susmanos la suerte de la República, halagó suvanidad senil, los conquistó tan bien que hizo deellos un escudo y pudo telegrafiar que habíanaplaudido los horribles discursos del 21 de marzo.Cuando los republicanos de la pequeña burguesíaprovinciana vieron al famoso Louis Blanc, al

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intrépido Schoelcher y a los más célebresveteranos radicales insultar al Comité Central,como no recibían de París programas ni emisarioscapaces de construir una argumentación, sehicieron a un lado, como ya hemos visto, y dejaronque se extinguiese la llama encendida por losobreros.

Movimientos en provincias.

El cañón del día 3 los despertó un tanto. El 5, elConsejo Municipal de Lille, compuesto denotabilidades republicanas, habló de conciliación,pidió a Thiers que afirmase la República. Otrotanto hizo el de Lyon. Saint-Ouen envió delegadosa Versalles. Troyes declaró que «estaba en alma yvida con los heroicos ciudadanos que combatíanpor sus convicciones republicanas». Mácon instóal Gobierno y a la Asamblea para que pusieran fin

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a la lucha reconociendo las institucionesrepublicanas. Dróme, Var, Vaucluse, Ardeche,Loire, Savoie, Hérault, Gers, Pyrénées-Orientales,veinte departamentos hicieron parecidaspeticiones. Los trabajadores de Rouen declararonque se adherían a la Comuna; los obreros delHavre, rechazados por los republicanos burgueses,constituyeron un grupo que simpatizaba con París.El 16, en Grenoble, seiscientos hombres, mujeresy niños, fueron a la estación a impedir la salida detropas y municiones para Versalles. El 18, enNimes, una manifestación, con la bandera roja encabeza, recorrió la ciudad gritando: «¡Viva laComuna! ¡Viva París! ¡Abajo Versalles!» El 16, el17 y el 18, en Burdeos, fueron encarceladosalgunos agentes de policía, golpeados variosoficiales, apedreado el cuartel de infantería, y segritó: «¡Viva París! ¡Muera los traidores!» Elmovimiento se extendió a las clases agrícolas. EnSancoin (Cher), en La Charité-sur-Loire, enPouilly (Niévre) pasearon la bandera roja guardiasnacionales armados. Siguió Cosne el 18, Fleury-sur-Loire el 19. La bandera roja flotó

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permanentemente en Ariege: en Foix detuvieronlos cañones; en Varilhes se trató de hacerdescarrilar los vagones de municiones; enPérigueux, los obreros de la estación se incautaronde las ametralladoras.

El día 15 se presentaron a Thiers cinco delegadosdel Consejo Municipal de Lyon. Protestó aquél desu devoción a la República, juró que la Asambleano se transformaría en Constituyente. Si tomabasus funcionarios fuera de las filas republicanas,era para contentar a todos los partidos, en interésde la propia República. La defendía contra loshombres del Hótel-de-Ville, sus peores enemigos,decía. Los delegados podían cerciorarse de ello enel mismo París; él estaba dispuesto a concederlessalvoconductos. Además, si Lyon se permitíamoverse, allí estaban 30.000 hombres dispuestos areducirlo a la obediencia. Gran mentira queconfesó cuatro años más tarde en Burdeos. Lasdemás diputaciones hubieron de oír el mismodiscurso, pronunciado con expresión bonachona,con una abundancia de familiaridad que ganaba a

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los provincianos.

Traición de la izquierda.

Desde la presidencia pasaban a ver a laslumbreras de la extrema izquierda, Louis Blanc,Schoelcher, Edmond Adam y otros célebresdemócratas que estampillaban la palabra deThiers. Estos doctores estaban dispuestos aadmitir que la causa de París era justa enprincipio, pero la declaraban mal enfocada,comprometida en un combate criminal. Como lesfaltaba el valor necesario para decir con elProudhon del 48: «hay que matar al hijo parasalvar a la madre», deshonraban al hijo. LouisBlanc, que toda su vida había aullado contra lasociedad —del modo más inocente, por lo demás—, estaba ahora de uñas contra los comunalistasque le habían condenado a muerte, según

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aseguraba. Decía a los delegados: «¿Con quién sepuede tratar en París? La gente que allí se disputanel poder son unos fanáticos, imbéciles o malvados,sin hablar de las intrigas bonapartistas oprusianas». Y toda su gente se engallaba: «¿Es queno estaríamos nosotros en París, si París estuvieseen lo justo?» La mayor parte de los delegados deprovincias, abogados, doctores, negociantes,educados en el respeto a las glorias, oían hablar alos jóvenes como pontífices, se volvían a suscasas, y, lo mismo que la izquierda les habíapredicado a ellos, predicaban que era precisoseguirla para salvar a la República. Muy pocosllegaban hasta París. Testigos de las divisiones delHótel-de-Ville, recibidos por hombres que no erancapaces de formular sus ideas, amenazados porFélix Pyat en «Le Vengeur», por otros en laComuna, se volvían convencidos de que no sesacaría nada en limpio de aquel desorden. Cuandovolvían a pasar por Versalles, los diputados de laizquierda triunfaban: «¿Eh? ¿Qué os decíamosnosotros?» Hasta Martin-Bernard, el antiguomártir y ferviente de Barbés, daba a sus electores

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la coz del asno.

Muchos, en París, no podían creer en una traicióntan completa por parte de la izquierda, y seguíanconjurándola: «¿Qué hacen ustedes en Versalles,cuando Versalles bombardea a París? —decíauna proclama de fines de abril—. ¿Qué puedenhacer ahí en medio de sus colegas que asesinan asus electores? Si persisten en permanecer enmedio de los enemigos de París, por lo menos nose hagan cómplices suyos con el silencio. ¡Cómo!¿Dejan ustedes a Thiers que escriba a losdepartamentos: LOS INSURRECTOSDESALOJAN LAS PRINCIPALES CASAS DEPARÍS PARA PONER A LA VENTA ELMOBILIARIO, y no suben ustedes a la tribunapara protestar? ¡Cómo! ¿Toda la prensabonapartista y rural puede inundar losdepartamentos de artículos infames en los que seafirma que en París se mata, se viola, se roba, yustedes se callan? ¡Cómo! ¿Thiers puede afirmarque sus gendarmes no asesinan a los prisioneros,ustedes no pueden ignorar esas atroces

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ejecuciones, y se callan? Suban a la tribuna,digan la verdad a los departamentos, esa verdadque los enemigos de la Comuna les ocultan contanto cuidado. ¡Nuestros enemigos son lossuyos!»

Inútil llamamiento, que la cobardía de la izquierdasupo desviar. Louis Blanc tartufeó: ¡Oh, guerracivil! ¡Lucha espantosa! ¡Ruge el cañón! ¡Se mata,se muere, y los que en la Asamblea daríangustosamente su vida por ver resuelto de unamanera pacífica este problema sangriento, estáncondenados al suplicio de no poder realizar unacto, lanzar un grito, decir una palabra! Desde elnacimiento de las Asambleas francesas no se dioun banco de izquierda tan ignominioso. Los golpes,los insultos con que se abrumaba a los prisionerosno lograron arrancar una protesta a aquellosdiputados parisienses. Sólo uno, Tolain, pidióexplicaciones acerca del asesinato de la Belle-Epine.

Sus calumnias pudieron ahogar la acción, pero no

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las angustias de las provincias. Los obreros deFrancia estaban de todo corazón con París. Losempleados de las estaciones arengaban a su paso alos soldados, les conjuraban a que no hiciesen usode sus armas; los carteles oficiales eranarrancados. Los centros enviaban sus proclamas acentenares. Todos los periódicos republicanospredicaban la conciliación. La agitación se hacíacrónica. Thiers lanzó a Dufaure, el Chapelier de laburguesía moderna, uno de los más odiososejecutores de sus bajas acciones. El 23 de abrilpidió a sus procuradores que persiguiesen a losescritores que defendiesen a la Comuna, «esadictadura usurpada por extranjeros y criminalesque señala su reinado con el robo con violencia,nocturnidad y a mano armada en casa de losparticulares», que no hiciesen caso «de losconciliadores que suplicaban a la Asamblea quetendiese su noble mano a la mano ensangrentada desus enemigos». Versalles esperaba así sembrar elterror en el momento en que iban a celebrarse laselecciones municipales, que tuvieron lugar el 30de abril, en virtud de la nueva ley.

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Las elecciones fueron republicanas. Lasprovincias que se habían alzado contra París enjunio del 48 y en las elecciones del 49, no queríanmás que combatir a la Asamblea del 71. EnRochefort, un gran número de boletines decía:«¡Viva la Comuna!» En Thiers, el pueblo ocupó elayuntamiento, enarboló la bandera roja y seapoderó de los telégrafos. Hubo algaradas enSouppes, Nernours, Cháteau-Landon, en el distritode Fontainebleau. En Villeneuve-sur-Yonne, enDordives los Comunalistas plantaron ante laalcaldía un árbol de la libertad con la banderaroja. En Montargis pegaron carteles con elllamamiento de la Comuna a los campos, yobligaron a un abogado que había querido destruirel cartel a pedir perdón de rodillas. EnCoulommiers, la gente formó una manifestación alos gritos de: «¡Viva la República! ¡Viva laComuna!»

Insurrección en Lyon.

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Lyon se sublevó. La bandera tricolor reinaba allídesde el 24 de marzo, salvo en la Guillotiere,donde el pueblo mantenía la suya. El ConsejoMunicipal, de vuelta de París, había pedido elreconocimiento de los derechos de París, laelección de una Constituyente, y nombró aBourras, oficial de francotiradores, comandante dela guardia nacional. Mientras multiplicabaproclamas y gestiones cerca de Thiers, la guardianacional lyonesa volvía a agitarse. Presentaba unprograma al Consejo Municipal, que éste senegaba a aceptar oficialmente. El fracaso de losdelegados enviados a Versalles aumentó lairritación. Al anuncio de las elecciones comunales,el elemento revolucionario sostuvo que la leymunicipal era nula, ya que la Asamblea no teníalos derechos de una Constituyente. Dos delegadosde París instaron a Hénon a que aplazase laselecciones. Uno de los actores de la refriega del28 de setiembre, Gaspard Blanc, volvió a apareceren escena. La izquierda, con su rebusca del

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bonapartista, triunfó con la presencia de estepersonaje, que no era más que un atolondrado yque sólo en el destierro vistió la librea imperial.El 27, en Brotteaux, en una magna reunión pública,se decidió la abstención, y el 29, en la Guillotiere,oponerse al voto.

El 30, a las seis de la mañana, suena el toque dellamada en la Guillotiere, Los guardias nacionalesse apoderan de la urna y ponen vigilantes a laentrada de la sala. En los muros se lee estaproclama: «La ciudad lyonesa no puede consentirpor más tiempo que se asesine a su hermana, laheroica ciudad de París. Los revolucionarioslyoneses, de acuerdo todos, han nombrado unacomisión provisional. Sus miembros estánresueltos, antes que verse arrebatar la victoria, ahacer no más que un montón de ruinas de unaciudad suficientemente cobarde para dejar quese asesine a París y a la República». La plaza dela alcaldía se llenó de una multitud exaltada. Elalcalde Crestin y su adjunto, que queríanintervenir, no fueron escuchados; una comisión

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revolucionaria se instala en la alcaldía.

Bourras envía a los comandantes de la Guillotiereorden de que reúnan sus batallones. Se alinean,hacia las dos, en el paseo de Brosses. Un grannúmero de guardias reprueba esta formación;ninguno quiere ser soldado de Versalles. Lamultitud los rodea y acaban por romper filas. Uncentenar de ellos, conducidos por su capitán, van ala alcaldía a enarbolar su guión rojo. Van a buscaral alcalde, a quien la comisión quiere unir almovimiento. El alcalde se niega, como se negó el22 de marzo. De pronto retumba el cañón.

Hénon y el Consejo Municipal hubieran queridoque se contemporizase, como el mes pasado. Elprefecto Valentín y Crouzat pensaban end'Espivent. A las cinco desemboca por el puentede la Guillotiere el 38 de línea. La multitud semete por las filas de los soldados, conjura a éstosa que no disparen. Los oficiales se ven obligados avolver a sus hombres a los cuarteles. Mientrastanto, la Guillotiere se fortifica. Una gran

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barricada que va desde los almacenes Nouveau-Monde hasta el ángulo de la alcaldía cierra laGrande-Rue; otra se alza a la entrada de la calleTrois-Rois y una tercera al nivel de la calleChabrol.

A las seis y media sale de su cuartel el 38,encuadrado esta vez por un batallón de cazadores.A la cabeza marchan Valentín, Crouzat y elprocurador de la República, Andrieux,encarcelado durante el Imperio por sus discursosdescabellados, libertado por el pueblo el 4 desetiembre, y que había entrado en la magistraturagracias al favor de Gambetta. Intima a rendirse asus antiguos camaradas; le responden variosdisparos, y es herido el prefecto. La caballeríadespeja el paseo de Brosses y la plaza delayuntamiento; dos piezas de cañón abren fuegocontra el edificio. Vuelan hechas astillas laspuertas; los ocupantes abandonan el edificio. Latropa entra en él, después de matar a loscentinelas, que quisieron montar guardia hasta elúltimo momento. Se dice que varios sublevados,

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sorprendidos dentro, fueron muertos a tiros derevólver por un oficial versallés.

Continúa la lucha en las calles vecinas duranteparte de la noche. Los soldados, engañados por laoscuridad, dieron muerte a varios de sus mismoshombres. Las pérdidas de los comunistas fueronmuy escasas. A las tres de la mañana cesó todo.

En la Croix-Rousse, algunos ciudadanos habíaninvadido la alcaldía y roto las urnas; el fracaso dela Guillotiere puso fin a su resistencia.

Los versalleses aprovecharon la victoria paradesarmar a los batallones de la Guillotiere: perola población no quiso unirse a los vencedores.Durante la jornada fueron elegidos algunosmonárquicos. Se vieron obligados a someterse aun segundo escrutinio, ya que todo el mundoconsideraba nulas las elecciones del 30. Ningunode ellos fue reelegido. La agitación en favor deParís continuó.

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Se intenta celebrar un Congreso.

Estos consejos republicanos recién elegidospodían hacer fuerza a Versalles. La prensaavanzada les alentaba. «La Tribune» de Burdeospropuso un congreso de todas las ciudades deFrancia para acabar con la guerra civil, asegurarlas franquicias municipales y consolidar laRepública. El Consejo Municipal de Lyon tenía unprograma idéntico, e invitó a todas lasmunicipalidades a enviar delegados a Lyon. El 4de mayo, los delegados de los consejos de lasprincipales ciudades del Hérault se reunieron enMontpellier. «La Liberté de l'Hérault», en uncaluroso llamamiento reproducido por cincuentaperiódicos, convocó a un congreso a la prensadepartamental. Una acción común iba a sustituir ala agitación incoherente de las últimas semanas. Silas provincias llegaban a percatarse de su fuerza,

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del momento, de sus necesidades, si conseguíanencontrar un grupo de hombres que estuviese a laaltura de la situación, Versalles, aprisionado entreParís y los departamentos, tendría que capitularante la Francia republicana. Thiers advirtió elpeligro, y dando una prueba de audacia prohibióenérgicamente los congresos. «El gobiernotraicionaría a la Asamblea, a Francia, a lacivilización —dijo “L'Officiel” del 8 de mayo—si dejase constituirse junto al poder regular salidodel sufragio universal los organismos delcomunismo y de la rebelión». Picard, en la tribuna,hablando de los instigadores del Congreso, dijo:«Jamás hubo tentativa más criminal que la suya. Elderecho no existe fuera de la Asamblea». Losprocuradores generales, los prefectos, recibieronorden de impedir todas las reuniones y de detenera los consejeros municipales que se dirigiesen aBurdeos. Varios miembros de la Liga de losDerechos de París fueron detenidos en Tours, enBiarritz. No hacía falta más para asustar a losradicales.

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Los organizadores del congreso de Burdeos sereplegaron. Los de Lyon escribieron a Versallesque ellos no pretendían otra cosa que convocar unaespecie de asamblea de notables. Thiers, quehabía conseguido su (*jeto, no se dignóperseguirlos, permitió a los delegados de dieciséisdepartamentos que expusieran su sentimiento porlo ocurrido y declarasen seriamente que hacíanresponsable de ello a «aquel de los combatientesque rechazase sus condiciones».

La pequeña burguesía pierde la partida.

Así, la pequeña burguesía de provincias perdióuna ocasión rarísima de recuperar su gran papel de1792. Del 19 de marzo al 5 de abril abandonó alos trabajadores, en lugar de secundar su esfuerzo,de salvar y continuar con ellos la Revolución.Cuando quiso hablar, estaba sola, servía de

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juguete e irrisión a sus enemigos.

El 10 de mayo, Thiers dominaba por completo lasituación. Echando mano de todo, de lacorrupción, del patriotismo, mentiroso en sustelegramas, haciendo mentir a los periódicos,bonachón o altanero, según las diputaciones,lanzando tan pronto a sus gendarmes como a susdiputados de la izquierda, había llegado adescartar todos los intentos de conciliación.Acababa de ser firmado en Frankfurt el tratado depaz, y, libre por este lado, desembarazado de lasprovincias, se quedó a solas con París.

Ya era tiempo. Cinco semanas de sitio habíanagotado la paciencia de los rurales. Renacían lassospechas de los primeros días, acusaban alpequeño burgués de prolongar las cosas porfavorecer a París. Justamente la Unión deSindicatos acababa de publicar el informe de unanueva entrevista en la que Thiers parecía habersemostrado más débil. Un diputado de la derecha selanza a la tribuna y acusa a Thiers de diferir la

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entrada. El responde, ceñudo: «Cuando nuestroejército abre trincheras a 600 metros de París, esono significa que no queramos entrar». Al díasiguiente, la derecha vuelve a la carga. ¿Es ciertoque Thiers ha dicho al alcalde de Burdeos que «silos insurgentes querían interrumpir lashostilidades, se dejarían las puertas abiertasdurante una semana a todos, excepto a los asesinosde los generales?» ¿Es que el gobierno pretenderíasustraer algunos parisienses a los garfios de laAsamblea? Thiers lloriquea: «Escogen ustedes eldía en que se me declara proscrito y en que ha sidodemolida mi casa. Eso es una indignidad. Estoyobligado a ordenar actos terribles, los ordeno...Necesito un voto de confianza». Acosado, oponesu ceño a los gruñidos de la derecha. «Digo quehay entre ustedes imprudentes que tienendemasiada impaciencia. Necesitamos ocho díasmás. Al cabo de esos ocho días ya no habrápeligro y la tarea será proporcionada a su valor ya la capacidad de esos impacientes».

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CAPÍTULO XXVI

Impotencia del segundo Comité de Salud Pública.Son evacuados el fuerte de Vanves y el pueblo deIssy. El manifiesto de la minoría. La explosión dela Avenida Rapp. Cae derribada la columnaVendôme.

El 10, al advenimiento del nuevo Comité de SaludPública, la situación militar de la Comuna nohabía cambiado desde Saint-Ouen a Neuilly,donde se disparaba sin tregua; pero donde seagravaba era a partir de La Muette. La batería deMontretout, la de Meudon, el monte Valérien,cubrían Passy de obuses y abrían hondas brechasen las fortificaciones. Las trincheras de losversalleses se extendían desde Boulogne hasta elSena. Sus tiradores rodeaban de cerca el pueblode Issy y ocupaban las trincheras entre este fuerte yel de Vanves, que trataban de dejar aislado de

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Montrouge. La incuria de la defensa seguía siendola misma. Las fortificaciones, desde La Muettehasta la puerta de Vanves, estaban armadasapenas; las cañoneras eran casi las únicas quesostenían el fuego de Meudon, de Clamart, delVal-Fleury.

El primer acto del nuevo Comité fue ordenar lademolición de la casa de Thiers, sugerida porArthur Arnould. Esta ligereza valió albombardeador un palacete, cuya construcción votóal día siguiente la Asamblea rural. En seguida, elComité lanzó su proclama: La traición se habíadeslizado...

Delescluze redactó otra, por su parte. Searrastraba, jadeaba, podía decir perfectamente:«Si sólo hubiese atendido a mis fuerzas, hubieradeclinado esta función. La situación es grave...pero cuando considero el sublime porvenir que hade abrirse para nuestros hijos, aun cuando no nosfuese dado recoger lo que hemos sembradoseguiría saludando con entusiasmo la revolución

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del 18 de marzo».

Al entrar en el ministerio se encontró con elComité Central, que también elaboraba unaproclama: «El Comité Central declara que tieneel deber de no dejar sucumbir esta revolución del18 de marzo, que él ha hecho tan bella...Quebrantará implacablemente todas lasresistencias... Pretende poner fin a losdesacuerdos, vencer las malas voluntades, hacercesar las rivalidades, la ignorancia y laincapacidad». Esto era hablar más alto que laComuna y jactarse más allá de lo que hubiera sidojusto.

Pérdida del fuerte de Vanves.

La primera noche hubo que reparar un desastre. Elfuerte de Vanves, sobre el que se concentraban

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todos los fuegos dirigidos antes contra el de Issy,había llegado a ser punto menos que indefendible,y su comandante lo había evacuado. Wroblevskitornó el mando de manos de La Cécilia, enfermo, yen la noche del 10 al 11 acudió a la cabeza de losbatallones 187 y 105, de aquella l la legión quehasta el último día dio tropas sin tasa a la defensa.A las cuatro de la mañana, Wroblevski aparecióante la explanada en que se hallaban losversalleses, cargó a la bayoneta, los puso en fuga,hizo algunos prisioneros, y volvió a poner el fuerteen nuestras manos. Una vez más, los bravosfederados mostraron de lo que eran capacescuando estaban bien mandados.

Durante el día, los versalleses llenaron de obusesy de granadas de picrato de potasa el convento deOiseaux y el pueblo de Issy, cuya calle mayor noera más que un montón de escombros. Durante lanoche del 12 al 13, sorprendieron el liceo deVanves; el 15 atacaron el seminario de Issy. Desdehacía cinco días, Brunel se esforzaba por poner unpoco de orden en la defensa de este pueblo. Rossel

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había enviado a buscar a este esforzado miembrode la Comuna, a quien los celos de las camarillastenían alejado, y le había dicho: «La situación deIssy es poco menos que desesperada; ¿quiere ustedencargarse de aquello?» Brunel se consagró a Issy,levantó barricadas, pidió artillería (no había másque cuatro piezas en el pueblo), y nuevosbatallones para reemplazar a los 2.000 hombresque llevaban allí cuarenta y un días. No leenviaron más que doscientos o trescientoshombres. Esto es lo que el general Appert llama labrigada Brunel, constituida por 7.882 hombres.Brunel fortificó el seminario, donde los federados,acosados por los obuses, no pudieron sostenerse.Organizó una segunda línea en las últimas casasdel pueblo, y por la noche se dirigió aldepartamento de Guerra, donde Delescluze lehabía citado para un consejo de guerra.

El primero que se celebró desde el 3 de abril.Dombrowski, Wroblevski, La Cécilia, seencontraron allí. Dombrowski, entusiasta aún,hablaba de hacer una leva de cien mil hombres.

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Wroblevski, más práctico, proponía trasladar a lastrincheras del sur el esfuerzo inútilmente gastadoen Neuilly. Se habló mucho, sin llegar a ningunaconclusión. Ya se había levantado la sesión,cuando llegó Brunel; fue a ver a Delescluze alHótel-de-Ville, y volvió a tomar el camino de Issy.En la puerta de Versalles distinguió, fuera de lasfortificaciones, a sus batallones que, sordos a lavoz de sus jefes, habían evacuado el pueblo ypretendían volverse. Brunel, que no queríadejarles pasar, trató de salir por la puerta deVanves, donde se negaron a franquearle el paso.Volvió a Guerra, expuso la situación, vio tambiénal Comité Central, pidió hombres, anduvo toda lanoche de un lado para otro en busca de gente, y alas cuatro de la mañana partió con ciento cincuentafederados. El pueblo estaba en manos de losversalleses. Los oficiales de Issy fuerondenunciados a los tribunales militares. Bruneldeclaró, y se quejó vivamente de la desidia quehabía paralizado la defensa. Por toda respuesta fuedetenido.

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Lo que decía Brunel no era más que la verdad. Eldesorden de Guerra hacía que la resistencia fuesequimérica. Delescluze no había aportado más quesu abnegación. Hombre débil de carácter, a pesarde su rigidez aparente, se hallaba a merced delestado mayor, dirigido ahora por HenryProdhomme, que sobrevivió a todos sus jefes. ElComité Central, fortalecido por las divisiones dela Comuna, se imponía en todas partes, publicabaórdenes, ordenaba gastos sin someterse a lafiscalización de la comisión militar. Los miembrosde ésta, hombres inteligentes, pero de la minoría,se quejaron al Comité de Salud Pública, que lossustituyó por unos cuantos románticos. La disputasiguió, a pesar de todo, y tan violenta, que seextendió por las legiones el rumor de una rupturaentre el Hótel-de-Ville y el Comité Central.

Los versalleses seguían avanzando. En la nochedel 13 al 14, el fuerte de Vanves, que no disparabamás que escasas andanadas, volvió a enmudecer yno hubo manera de reanudar el fuego. Laguarnición copada por todas partes, se retiró por

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las canteras de Montrouge. Los versallesesocuparon lo que quedaba del fuerte. Una vez más,hubo ovación en Versalles.

El 16, París no tenía ya ni un solo defensor desdela orilla izquierda hasta el Petit-Vanves, dondeestaban acampados unos 2.000 federados al mandode La Cécilia y de Lisbonne. Intentaron el regresoal pueblo de Issy, regreso que fue rechazado. Elenemigo pudo continuar adelantando susfortificaciones y armar los dos bastiones del fuertede Issy que miraban a la ciudad. Su fuego,dificultado un momento por las fortificaciones,conquistó una marcada superioridad y se unió alde las baterías que barrían el distrito XVI. Estedesgraciado distrito era enfilado de frente, deflanco, en diagonal, por cerca de cien bocas defuego. Entonces se empezó a pensar un poco en ladefensa interior. Delescluze extendió los poderesde tres generales hasta los barrios de la ciudad queconfinaban con sus mandos, licenció el batallón debarricadistas, que ya no era de ninguna utilidad, yencomendó sus trabajos a los ingenieros militares.

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La mayor parte de estas órdenes fueron letramuerta o se cruzaron con otras. Cuando eldelegado ofrecía 3,50 francos a los cavadores, elComité de Salud Pública, en la misma columna de«L'Officiel», ofrecía 3,75.

El Comité de Salud Pública colaboraba en ladefensa con un decreto que obligaba a losparisienses a proveerse de una carta cívica, cuyaexhibición podía ser solicitada por cualquierguardia nacional, decreto tan irrealizable eirrealizado como el concerniente a losrefractarios. El Hótel-de-Ville no inspiraba terrora nadie. Detrás de todas aquellas voces se echabade ver la impotencia. Habiendo sitiado algunosbatallones el Banco para hacer una requisa, Beslayse metió por medio, y los terribles dictadores delComité desautorizaron a su agente. El públicosonreía. Un último golpe, y se habría acabado laautoridad de la Comuna. El golpe se lo dio laminoría.

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Manifiesto de la minoría.

La verdad es que a ésta la trataban muy mal. Yacuando se habló de sustituir a Delescluze, lamayoría había elegido, frente a Varlin, a unhombre absolutamente indigno, Billioray; despuéshabía eliminado de Intendencia a Varlin; aVermorel, de Seguridad; a Longuet, de«L'Officiel». Irritada y sobremanera preocupada,al mismo tiempo, por el creciente desorden, quisosalvar su responsabilidad, y lo hizo en unmanifiesto que fue llevado a la sesión del 15. Lamayoría, avisada, no fue, con excepción de cuatroo cinco de sus miembros. La minoría hizo queconstase esa ausencia, y, en lugar de esperar a lareunión siguiente, envió su declaración a losperiódicos: »La Comuna —decía— ha abdicadosu poder en manos de una dictadura a la que hadado el nombre de Comité de Salud Pública. Lamayoría, con la adopción de esa medida, se ha

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declarado irresponsable. La minoría afirma, porel contrario, que acepta todas lasresponsabilidades del movimientorevolucionario. En cuanto a nosotros,reclamamos el derecho a ser los únicos querespondamos de nuestros actos, sinatrincheramos detrás de una dictadura suprema.Nos retiramos a nuestros distritos».

Error grave e inexcusable. La minoría no teníaderecho a gritar «dictadura» después de habervotado en pro del segundo Comité de SaludPública. La publicación de las votaciones ladejaba suficientemente a cubierto ante suselectores. Más digno hubiera sido desautorizarpúblicamente los actos del Comité y proponer porsu parte algo mejor. Lo lógico, puesto que, segúnella misma decía, «la cuestión de la guerra estabapor encima de todas las demás», hubiera sido nodestronar moralmente la defensa, desertando delHótel-de-Ville. Si los distritos habían enviado susmandatarios al Hótel-de-Ville, no era para queesos mandatarios se volviesen enfurruñados a sus

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distritos.

Sus electores, a los que varios de ellos reunieron,les invitaron a que se reintegraran a sus puestos;pero el golpe estaba dado; los periódicosversalleses lanzaron gritos de júbilo. Los queacababan de protestar comprendieron la torpezaque habían cometido, y quince de ellos sepresentaron a la sesión del 17. El llamamientonominal dio 70 miembros, cosa que nunca se habíavisto. Se discutió primeramente una proposiciónpresentada por un traidor. Barral de Montaut, jefede estado mayor de la 7ª legión, acababa de hacerpublicar que los versalleses de Vanves habíanfusilado a una enfermera de las ambulancias de laComuna. Un miembro de la mayoría, impulsadopor Montaut, pidió que se fusilase, comorepresalia, a cinco rehenes en el interior de París,y a otros cinco en las avanzadas. La Comuna, anteesto, se refirió a su decreto del 7 de abril.Acababa de salir de esta moción, cuando PaschalGrousset interpela a los miembros de la minoría,demuestra lo fútil de las razones invocadas en su

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manifiesto, y acaba calificándolos de girondinos.«¡Girondinos! —responde Frankel—. ¡Girondinosvosotros, que os acostáis y os levantáis con elMonitor del 93! ¡De otro modo, de sobra sabríaisla diferencia que hay entre ser girondinos ysocialistas!» La discusión se envenena. Vallés, quehabía firmado el manifiesto, exclama: «Yo hedeclarado que hay que entenderse con la mayoría,pero también hay que respetar a la minoría, que esuna fuerza», y pide que todas esas fuerzas sevuelvan contra el enemigo. Miot responde con unsevero gruñido. Uno de la mayoría habla deconciliación; Félix Pyat, buscando atizar la cólerade unos y otros, pide que se dé lectura almanifiesto. En vano dice Vaillant, lleno de sentidocomún y de espíritu de justicia: «Cuando nuestroscolegas vuelven con nosotros, desautorizan sumismo programa; no hay que volver a ponérseloante los cj os para empujarlos a que perseveren ensu error». A pesar de sus esfuerzos, se echa abajouna orden del día conciliadora, y triunfa la deMiot, redactada en términos ofensivos para laminoría.

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Explosión de la fábrica de cartuchos Rapp.

Una explosión interrumpe la querella. Billiorayentra precipitadamente en la sala y anuncia queacaba de volar la fábrica de cartuchos de laavenida Rapp.

Todo el barrio de Grenelle está alborotado. Un hazde llamas, de plomo fundido, de restos humanos,de vigas ardiendo que han volado, desde el Campode Marte hasta una altura enorme, ha sembrado deproyectiles los alrededores. Cuatro casas sederrumban; más de cuarenta personas estánmutiladas. La catástrofe hubiera sido más terribleaún, de no haber acudido los bomberos de laComuna a arrancar de entre las llamas algunosfurgones llenos de cartuchos y varios barriles depólvora. Una multitud enloquecida llega y cree enun crimen. Quedan detenidos algunos individuos;

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llevan a un artillero a la Escuela Militar.

¿Dónde está el culpable? Nadie lo ha dicho. Ni laComuna ni su procurador instruyen este asunto:como el de Moulin-Saquet, quedó en la oscuridad.El Comité de Salud Pública, sin embargo, anuncióen una proclama que tenía en su poder a cuatroculpables, y Delescluze declaró que intervenía enel asunto el tribunal militar. Una seriainvestigación hubiera puesto en claro el crimen, deseguro. Las obreras, que salían de ordinario a lassiete de la tarde, fueron despedidas ese día a lasseis. Se vio a Charpentier pedir dinamita alcoronel Corbin. Podía ser muy útil a losconspiradores sembrar a la vez el pánico enGuerra, en la Escuela Militar, en el parque deartillería y en las barracas del Campo de Marte,que seguían alojando a algunos federados. Paríscreyó firmemente en un complot. Los reaccionariosdijeron: «Esto es la venganza por lo de la columnaVendóme».

Ésta había caído la víspera, con gran ceremonia,

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justificando a los treinta años la profecía de HenriHeine: «Ya una vez la tormenta arrancó de la cimade la columna Vendóme al hombre de hierroerguido sobre su fuste, y en caso de que lossocialistas llegasen al gobierno podía ocurrirle elmismo accidente por segunda vez, o bien el ansiade igualdad radical sería capaz de derribar toda lacolumna, con el fin de que ese símbolo de gloriafuese por entero descuajado de la tierra».

El ingeniero encargado de la demolición secomprometió «en nombre del club positivista deParís», en un contrato lleno de prolijasexplicaciones, a ejecutar «el 5 de mayo,aniversario de la muerte de Napoleón, el fallopronunciado por la historia y publicado por laComuna de París contra Napoleón I». Pero a cadapaso le sobornaban a sus obreros, y la operaciónse retrasó hasta el 16. Ese día, a las dos, lamultitud llenaba las calles vecinas, muy inquietaporque se habían predicho toda clase decatástrofes. El ingeniero, en su contrato, se decíaen condiciones «de evitar todo peligro». Serró la

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columna horizontalmente, un poco más arriba delpedestal. Un corte oblicuo debía facilitar la caídahacia atrás sobre un vasto lecho de leña, de arenay de estiércol, amontonado en el eje de la calle dela Paix.

Un cable amarrado a la cima de la columna seenrolla en el cabrestante fijado a la entrada de lacalle. La plaza está llena de guardias nacionales;las ventanas y los tejados, de curiosos. Enausencia de Jules Simon y de Ferry, partidarios enotro tiempo del derrumbe, Glais-Bizoin, el exdelegado de Tours, felicita al nuevo delegado depolicía Ferré, que acaba de reemplazar a Cournet,y le confiesa que su ardiente deseo, desde hacecuarenta años, era ver demolido el monumentoexpiatorio. Las bandas tocan la Marsellesa. Elcabrestante gira, la polea se rompe; resulta heridoun hombre. Circulan rumores de traición. Seinstala inmediatamente una nueva polea. A lascinco aparece un oficial en la balaustrada, agitalargo rato una bandera tricolor y la fija en la reja.A las cinco y media, el cabrestante gira de nuevo.

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Unos minutos después, César oscila y su brazo,cargado de victorias, azota en vano el cielo. Lacolumna se inclina, se quiebra de golpe en el aire,y se abate en zig-zags contra el suelo que gime. Lacabeza de Bonaparte rueda, y el brazo homicidayace separado del tronco. Brota de millares depechos una aclamación, como surgida de un pueblolibertado. La gente se abalanza sobre los restos, yla bandera roja, saludada con entusiastasclamores, es plantada en el pedestal.

El pueblo quería repartirse los fragmentos de lacolumna. La Casa de la Moneda se opuso a elloalegando la necesidad de calderilla. Uno de losprimeros actos de la burguesía victoriosa fuevolver a levantar aquel bastón enorme, símbolo desu soberanía. Para volver a poner al amo en supedestal se necesitó un andamiaje de 30.000cadáveres. ¡Como las madres del Imperio, cuántasde las de nuestros días no han podido contemplarese bronce sin llorar!

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CAPÍTULO XXVII

PARÍS en vísperas de la muerte. Versalles.

Al París de la Comuna no le quedan más que tresdías de vida. Grabemos en la historia su luminosafisonomía.

El que ha respirado tu vida, que es fiebre para losotros, el que ha palpitado en tus bulevares yllorado en tus suburbios, el que ha cantado en lasauroras de tus revoluciones y algunas semanasdespués ha lavado de pólvora sus manos detrás delas barricadas; el que puede oír bajo tus piedras lavoz de los mártires de la idea y saludar tus callescon una fecha humana; aquel para quien cada unade tus arterias es un nervio, aún no te hace justicia,gran París de la rebelión, si no te ha visto desdefuera. Los filisteos extranjeros dicen con unamueca desdeñosa: «¡Miren ese loco!» Pero

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acechan a su proletario que ha dejado en suspensosu martillo y está mirando; tiemblan, no sea que tugesto le enseñe a ese proletario cómo tendrá quehacer saltar el resorte de su soberanía. Laatracción del París rebelde fue tan poderosa quehubo quien vino desde América para, contemplareste espectáculo desconocido en la historia: lamayor ciudad del continente europeo en manos delos proletarios. Los pusilánimes se sintieronatraídos.

Los primeros días de mayo nos llegó un amigo delos tímidos de las tímidas provincias. Los suyos leescoltaron a la salida, con lágrimas en los ojos,como si bajase a los infiernos. Nos dijo: «¿Quéhay de cierto? —¡Venga usted a registrar todos losrincones de la caverna!»

Paseo a través de París.

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SALGAMOS por la Bastilla. Los vendedores deperiódicos, atronando los oídos, vocean el «Motd'ordre», de Rochefort; el «Pére Duchesne», «LeCri du Peuple!», de Jules Vallés; «Le Vengeur», deFélix Pyat; «La Commune!», «Le Tribun duPeuple!», «L'Affranchi!», «L'Avant-Garde!», «LePilori des mouchards!», «L'Officiel» se ve pocosolicitado; lo ahogan los miembros de la Comunacon su competencia; uno de ellos, Vésinier, llegaincluso a publicar en el «París libre» una sesiónsecreta; «Le Cri du Peuple» tira cien milejemplares. Es el primero que se levanta; alza suclamor con el gallo. Si tenemos algo de Vallés estamañana, buena suerte; pero Vallés cede condemasiada frecuencia la palabra a Pierre Denis,que nos automatiza a todo trance. No compréis másque una vez el «Pére Duchesne», aunque tiresesenta mil ejemplares. No tiene nada del deHébert, que no fue ningún señorón. Tomad en «LeVengeur» el artículo de Félix Pyat como una lindamuestra de embriaguez literaria. «La Commune» esel periódico doctrinario en el que escribe algunasveces Mílliére, en el que Georges Duchesne

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zarandea a los jóvenes y a los viejos del Hótel-de-Ville con una severidad que exigiría otro carácter.

Ahí tenéis, en los quioscos, las caricaturas: Thiers,Picard y Jules Favre en figura de las tres Graciasenlazando su ventripotencia. Ese pez de escamasverde-azules que arregla un lecho con coronaimperiales el marqués de Galliffet. «L'Avenir»,monitor de la Liga; «Le Siégle», muy hostil desdela detención de Chaudey; «La Vérité», del yanquiPortalis, se apilan, melancólicos e intactos. Unatreintena de periódicos versalleses ha sidosuprimida por la prefectura de policía; no por esoestán muertos: un vendedor nada recatado nos losofrece.

Buscad, a ver si dais con una incitación a lamatanza, al pillaje, con una línea cruel en estosperiódicos comunalistas, caldeados por la batalla,y comparadlos ahora con las hojas versallesas quepiden fusilamientos en masa para cuando lastropas hayan vencido a París.

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Sigamos esos féretros que suben por la calle de laRoquette. Entremos con ellos en el Pére-Lachaise.Todos los que mueren por París son enterrados enla gran familia, y la Comuna reclama el honor depagar sus funerales. Su bandera roja flamea en losángulos del coche mortuorio seguido por loscamaradas del batallón, a los cuales se unensiempre algunos transeúntes. Una mujer acompañaal cuerpo de su marido. Un miembro de la Comunava también detrás del coche. Al borde de la tumbahabla, no de lamentos, sino de esperanza, devenganza. La viuda estrecha a sus hijos contra sí yles dice: «¡Acordaos y gritad conmigo: viva laRepública, viva la Comuna!» «Es la mujer delteniente Chátelle», nos dice uno de los presentes.

Volviendo sobre nuestros pasos, pasamos porjunto a la alcaldía del XI, cubierta de negro, deduelo por el plebiscito imperial de que el pueblode París es inocente y de que resulta ser víctima.La plaza de la Bastilla está jubilosa, animada porla feria del pan de especias. París no quierecederle nada al cañón; incluso ha prorrogado por

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una semana esta feria. Los columpios sebalancean, los torniquetes rechinan, losvendedores pregonan sus chucherías, los acróbataslucen sus habilidades y prometen la mitad de losingresos para los heridos. Un guardia que vuelvede las trincheras contempla, apoyado en su fusil, elpanorama del sitio, la entrada de Garibaldi enDijon.

Bajemos por los grandes bulevares. En el circoNapoleón se apiñan cinco mil personas desde lapista hasta el remate. Un sinfín de banderolasinvitan a los paisanos a agruparse pordepartamentos. La reunión ha sido organizada poralgunos negociantes que proponen a losciudadanos de los departamentos el envío dedelegados a sus respectivos diputados; creen quese les podrá atraer, que será posible conquistar lapaz con explicaciones. Un ciudadano pide lapalabra, sube al tablado. La multitud aplaude aMílliére: «¡La paz! Todos la buscamos. Pero¿quién ha comenzado la guerra, quién se ha negadoa toda reconciliación? ¿Quién atacó a París el 18

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de marzo? —Thiers, ¿Quién le atacó el 2 de abril?—Thiers. ¿Quién ha hablado de conciliación,quién ha multiplicado las tentativas de paz? —París. ¿Quién las ha rechazado siempre? —Thiers.¡La Conciliación!, ha dicho Dufaure; pero lainsurrección es menos criminal... ¡Y lo que nohan podido hacer ni los francmasones, ni las Ligas,ni las proclamas, ni los consejeros municipales deprovincia, lo esperáis de una delegación elegidaentre los parisienses! ¡Pues bien, sin saberlo,estáis debilitando la defensa! ¡No, no másdiputaciones!, ¡correspondencias activas con lasprovincias!, ¡ahí está la salvación!» —«¿Conqueése es el energúmeno de Mílliére con que nosespantan en provincias?, exclamó mi amigo—. Sí,y estos millares de hombres de todas condicionesque buscan la paz en común, que se escuchan, quese responden con cortesía, ésos son el pueblodemente, el puñado de bandidos que tienen en supoder la capital».

En el cuartel Prince-Eugene están los milquinientos soldados que se quedaron en París el 18

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de marzo y que la Comuna alberga sin obtener deellos ningún servicio, porque estos holgazanes noquerían estar, según decían, ni con París ni conVersalles. En el bulevar Magenta se ven losnumerosos esqueletos de la iglesia Saint-Laurent,alineados en el mismo orden en que fueronhallados, sin rastros de ataúd ni de mortaja. ¿Esque no están formalmente prohibidos los entierrosen las iglesias? Algunas, sin embargo,especialmente Notre-Dame-des-Victoires, abundanen esqueletos. ¿No tiene la Comuna el deber deponer en claro estas ilegalidades, que tal vez seancrímenes?

En los bulevares, desde el de la Bonne-Nouvellehasta la Opera, el mismo París vaga por losalmacenes, o toma asiento en las terrazas de loscafés. Los carruajes son raros; el segundo sitio hareducido mucho el aprovisionamiento de caballos.Por la calle 4-Septembre llegamos a la Bolsa,coronada por la bandera roja, y a la Bibliotecanacional, en la que no faltan lectores. Cruzandopor el Palais Royal llegamos al Museo del Louvre.

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Las salas, con todos los lienzos que dejó laadministración del 4 de setiembre, están abiertasal público. Jules Favre y sus periódicos no dejande decir, a pesar de ello, que la Comuna vende alextranjero las colecciones nacionales.

Bajamos por la calle Rivoli. En la calleCastiglione, una enorme barricada disfraza laentrada de la plaza Vendóme. La desembocadurade la Concordia está cerrada por el reducto deSaint-Florentin, que va desde el ministerio deMarina a las Tullerías, ocho metros de espesor,con tres troneras bastante mal dirigidas. Un ampliofoso que descubre el sistema arterial de la víasubterránea separa la plaza del reducto. Algunosobreros le hacen su última toilette y cubren decésped los parapetos. Muchos curiosos miran ymás de una cara se ensombrece. Un pasadizohábilmente dispuesto lleva a la plaza de laConcordia. La estatua de Estrasburgo destaca suarrogante aspecto sobre las banderas rojas. Estoscomunalistas, a quienes se ha osado acusar de quepara ellos no existía Francia, han sustituido

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piadosamente las muertas coronas del primer sitiocon frescas flores de primavera.

La zona de fuego.

AHORA entramos en la zona de combate. Laavenida de los Campos Elíseos presenta su largalínea desierta, que cortan con surcos siniestros losobuses del monte Valérien y de Courbevoie.Llegan hasta el Palais de l'Industrie, donde losempleados de la Comuna, dirigidos por Cavalier,el famoso Pipe-en-Beis, un hombre de talento,protegen valerosamente sus riquezas. A lo lejos, elArco de Triunfo perfila su poderoso volumen. Losaficionados de los primeros días han desaparecidode esta plaza de l'Etoile, que ha llegado a ser casitan mortífera como las fortificaciones. Los obusesrebotan en la fachada, mutilan los bajorrelievesque Jules Simon había hecho blindar contra los

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prusianos. Los cascos de metralla extienden entorno a sí su mortal rociada. El arco principal estácegado, para detener los proyectiles que enfilan laavenida. Detrás de esta barricada se montanaparejos para instalar cañones sobre la plataformaque domina las avenidas convergentes.

Por el barrio Saint-Honoré bordeamos los CamposElíseos. En el rectángulo comprendido entre laavenida de la Grande-Armée, la de Ternes, lasfortificaciones y la avenida Wagram, no hay unasola casa intacta. Ya lo ven ustedes, Thiers nobombardea París, como no dejarán de decir lasgentes de la Comuna. Un trozo de cartel cuelga deun muro medio derrumbado, el discurso de Thierscontra el rey Bomba, que un grupo deconciliadores ha tenido el acierto de reproducir.«Ustedes saben, señores —decía a los burguesesde 1848—, lo que ocurre en Palermo. Se hanestremecido ustedes de horror al saber que unagran ciudad ha sido bombardeada por espacio decuarenta y ocho horas. ¿Y por quién? ¿Por unenemigo extranjero que ejercía los derechos de la

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guerra? No, señores. Por su propio gobierno. ¿Ypor qué? Porque esa infortunada ciudad reclamabaunos derechos. ¡Pues bien, por la petición de esosderechos ha habido cuarenta y ocho horas debombardeo! ¡Dichoso Palermo! París esbombardeado desde hace cuarenta días por supropio gobierno».

Tenemos alguna probabilidad de llegar al bulevarPereire, rasando con el lazo izquierdo de laavenida de Ternes. Desde allí hasta la puertaMaillot, todo el mundo tiene la misma edad.Acechando un minuto de calma, llegamos a lapuerta, o, mejor dicho, al montón de escombrosque indica su lugar. La estación ya no existe, eltúnel está cegado, las fortificaciones se deslizanhasta los fosos. Salamandras humanas se agitanentre estos escombros. Delante de la puerta, casial descubierto, hay tres piezas que manda elcapitán «La Marseillaise»; a la derecha, el capitánRochat con cinco piezas; a la izquierda, el capitánMartin con cuatro. Monteret mantiene estaavanzada, desde hace cinco semanas, bajo un

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huracán de obuses. El monte Valérien, Courbevoiey Bécon han lanzado más de ocho mil. Diezhombres bastan para el servicio de estas docepiezas, desnudos hasta la cintura, con el torso y losbrazos negros de pólvora; Craon, muerto en supuesto, manejaba él solo dos piezas del 7; con undisparador en cada mano, hacia partir al mismotiempo los dos tiros. El único que sobrevivió delprimer equipo, el marinero Bonaventure, vio volarhechos pedazos a sus camaradas. Y sin embargo semantienen firmes y estas piezas desmontadasfrecuentemente se renuevan. Los versalleses hanquerido muchas veces intentar sorpresas y puedenseguir intentándolo. Monteret vigila día y noche;puede, sin jactancia, escribir al Comité de SaludPública que mientras él esté allí, los versallesesno entrarán por la puerta Maillot.

Cada paso hacia La Muerte es un desafío a lamuerte. Sobre la fortificación, cerca de la puertade La Muette, un oficial agita su kepis hacia elBois de Boulogne; las balas silban en torno de él.Es Dombrowski, que se divierte burlándose de los

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versalleses de las trincheras. El general nosconduce al castillo de La Muette, uno de suscuarteles generales. Todas las habitaciones estánacribilladas por los obuses. Allí sigue firme elgeneral, sin embargo, y hace que sigan firmes lossuyos. Se ha calculado que sus ayudas de campovivían, por término medio, ocho días. En estemomento acude el vigía del mirador, que acaba deser atravesado por un obús. «¡Siga usted allí! —ledice Dombrowski—; si no ha de morir usted, allínada tiene que temer». Su arrojo es puro fatalismo.No recibe ningún refuerzo, a pesar de susdespachos a Guerra: cree perdida la partida, y asílo dice frecuentemente. Éste es mi único reproche;no esperéis que justifique a la Comuna por haberaceptado el concurso de unos demócratasextranjeros. ¿Es que no era ésta la revolución detodos los proletarios? ¿Es que los franceses no hanabierto sus filas en todas las guerras a los grandescorazones de todas las naciones que quisieroncombatir con ellos?

Dombrowski nos acompaña, a través de Passy,

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hasta el Sena, y apunta con un ademán triste a lasfortificaciones abandonadas casi. Los obusestrituran o siegan los pasos a nivel de ferrocarril.El gran viaducto se cae a pedazos por variossitios. Las locomotoras blindadas han sidodestrozadas y derribadas. La batería versallesa dela isla Billancourt dispara al ras de nuestrascañoneras, echa a pique en este momento una deellas, L'Estoc. Una gasolinera recoge a latripulación y remonta el Sena bajo el fuego que lapersigue hasta el puente de léna.

Una atmósfera tibia, un sol de vida, un silencio depaz envuelven este río, este naufragio, estosobuses que vuelan en medio de la soledad. Lamuerte parece más cruel al ser lanzada en estaplenitud de la naturaleza. Vamos a saludar a losheridos de Passy. Ya sabe usted que Thiers hahecho disparar contra las ambulancias de laComuna. A las protestas de la SociedadInternacional de Socorros a los Heridos,respondió: Como la Comuna no se ha adherido a laconvención de Ginebra, el gobierno de Versalles

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no tiene por qué acatar para con ella esaconvención. La Comuna se ha adherido a laconvención; ha hecho más, ha respetado las leyesde humanidad en presencia de los actos mássalvajes. Thiers sigue haciendo rematar heridos.Véalos. Precisamente un miembro de la Comuna,Lefrançais, está visitando la ambulancia del doctorDemarquay; al interrogar sobre el estado de losheridos: Yo no comparto sus ideas —le respondeel doctor—, y no puedo desear el triunfo de sucausa; pero jamás he visto heridos que conservenmás calma y sangre fría durante las operaciones.La mayor parte de los heridos preguntaansiosamente cuándo podrán reanudar susservicios. Un joven de dieciocho años al que hanamputado la mano derecha, levanta la otra yexclama: «¡Todavía me queda ésta para servir a laComuna!» A un oficial herido de muerte le dicenque la Comuna acaba de hacer llegar su sueldo asu mujer y a sus hijos. «Yo no tenía derecho aeso», responde. Ahí tiene usted, amigo mío, losbrutos alcoholizados que, según Versalles, formanel ejército de la Comuna.

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Volvemos por el Campo de Marte. Sus vastosbarracones están bastante mal defendidos. Haríafalta otra oficialidad, otra disciplina para sujetar alos batallones.

Ante la Escuela, cien bocas de fuego permaneceninertes, enmohecidas, a mil quinientos metros delas fortificaciones, a dos pasos de la comisión deGuerra. Dejemos a la derecha este semillero dediscordias, y entremos en el Cuerpo Legislativo,transformado en taller. Mil quinientas mujerescosen los sacos terreros que han de tapar lasbrechas. Una mujer alta y guapetona, Marta,distribuye el trabajo, ceñida la banda roja confranjas de plata que le han regalado suscamaradas. Alegres canciones hacen más corta latarea. Todas las tardes se entrega su paga a lasobreras, que reciben la totalidad de su trabajo,ocho céntimos por saco; el empresario anteriorapenas si les dejaba dos céntimos para ellas.

Subamos por los muelles soñolientos, sumidos ensu calma inalterable. La Academia de Ciencias

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sigue celebrando sus sesiones de los lunes. No sonlos obreros los que han dicho: «La República notiene necesidad de sabios». Delaunay preside. Eliede Beaumont revisa la correspondencia y lee unanota de su colega J. Bertrand, que ha huido a Saint-Germain; este matemático estéril no está por lasaudacias creadoras, por no haber podido encontrarnunca un teorema natural. Mañana encontraremosel resumen de la sesión en «L'Officiel» de laComuna.

No abandonemos la orilla izquierda sin visitar laprisión militar. Pregunte usted a los prisionerosversalleses si han encontrado en París unaamenaza, una injuria, si no se les trata como acamaradas, si no están sometidos al mismorégimen que todos, si no se les devuelve lalibertad cuando quieren ayudar a sus hermanos deParís.

París de noche.

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ESTAMOS ante la noche de la gran ciudad. Seabren los teatros. El Lyrique da una granrepresentación musical a beneficio de los heridos,y la Opéra Comique prepara otra. La Opera, queMichot, el gran cantante, no ha abandonado,anuncia para el lunes 22 una solemnidadexcepcional en la que Raoul Pugno cantará elhimno de Gossec. Los artistas de la Gaité,abandonados por su director, dirigen por símismos su teatro. El Gyrnnase, el Chátelet, elThéátre Français, el Ambigu-Comique, losDélassements se llenan todas las noches. Vamos alos espectáculos que París no ha visto desde 1793.

Se abren diez iglesias, y la revolución sube alpúlpito. En el viejo Gravilliers, Saint-Nicolas-des-Champs se llena de un potente murmullo.Algunos faroles de gas temblequean en elhormiguero de la multitud, y allá lejos, sumido enla sombra de los arcos, Cristo aparececondecorado con la banda comunalista. El único

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foco luminoso, la mesa que está frente al púlpito,está asimismo tapizada de rojo. El órgano y lamultitud rugen la Marsellesa. El pensamiento delorador, caldeado por este ambiente fantástico, sedispara en invocaciones que el eco repite comouna amenaza. Trata del suceso del día, de losmedios de defensa. Los miembros de la Comuna seven tratados bastante mal. Los deseos de lareunión serán llevados mañana al Hótel-de-Ville,Algunas veces, las mujeres piden la palabra;tienen en Batignolles un club especial del que sealzan frases de guerra y de paz. Si salen pocasideas precisas de estas reuniones enfebrecidas,¡cuántos, en cambio, encuentran en ellas provisiónde brío y de valor!

Las nueve: podemos llegar al concierto de lasTullerías. A la entrada, algunas ciudadanasacompañadas de comisarios hacen una colectapara las viudas y los huérfanos de la Comuna. Porprimera vez, mujeres honestamente vestidas estánsentadas en las banquetas del patio. Tres orquestastocan en las galerías. El corazón de la fiesta está

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en la sala de los Mariscales. En este sitio en quediez meses antes se pavoneaban Bonaparte y subanda, la señorita Agar declama los Castigos, el'dolo, a pesar de los periódicos versalleses que lainsultan. Mozart, Meyerbeer, las grandes obras dearte han expulsado a las obscenidades musicalesdel Imperio. Por la gran ventana del centro cae aljardín la armonía. Linternas, jubilosos farolillosconstelan el césped, danzan en los árboles,colorean los surtidores. El pueblo ríe en losmacizos. Los Campos Elíseos, negros, parecenprotestar contra estos amos populares, a los quenunca han reconocido. También Versalles protestacon resplandores de obús que iluminan con unpálido reflejo el Arco de Triunfo, que encorva sumasa sombría sobre la gran guerra civil. A lasonce oímos un rumor por la parte de la capilla:acaban de detener a Schoelcher. Ha abandonadoun momento Versalles para ver las fiestas de esteParís, que él está ayudando a entregar a Versalles.Lo llevan a la prefectura, donde Raoul Rigault ledevuelve la libertad burlándose de él.

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Los bulevares se llenan con la multitud que sale delos teatros. En el café Peters —el Americano—una afluencia escandalosa de mujeres y deoficiales de estado mayor con botas blandas devueltas rojas, con sables vírgenes. Undestacamento de guardias nacionales llega y se loslleva. Los seguimos hasta el Hótel-de-Ville, dondeRanvier, que está de guardia, los recibe. Elproceso no es largo; las mujeres a Saint-Lazare;los oficiales a las trincheras, con palas y picos.

La una: París duerme con su aliento regular. Ahítiene usted, amigo mío, el París de los bandidos.Lo ha visto usted pensar, llorar, combatir, trabajar;entusiasta, fraternal, severo con el vicio. Suscalles, libres durante el día, ¿son menos seguras enel silencio de la noche? Desde que París seencarga por sí mismo de su policía, los crimineshan disminuido.61 ¿Dónde ve usted el libertinajevencedor? Estos obreros que podían nadar enmillones, viven con una paga ridícula encomparación de sus salarios ordinarios. A mercedsuya están los ricos hoteles de los que les

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bombardean. ¿Dónde están los saqueadores?

¿Reconoce usted a este París siete vecesametrallado desde 1789, más sufrido hoy queAlsacia y Lorena a que ha defendido, este París deincapitulables, siempre en pie para la salvación deFrancia? ¿Dónde está su programa, dice usted?Búsquelo usted ante sí, no en ese Hótel-de-Villeque tartamudea. Estas fortificaciones humeantes,estas explosiones de heroísmo, estas mujeres,estos hombres de todas las profesiones,confundidos, todos los obreros de la tierraaplaudiendo nuestra lucha, todas las burguesíascoaligadas contra nosotros, ¿no expresan elpensamiento común, no dicen claramente que aquíse lucha por la República y por el advenimiento deuna sociedad social? Vuélvase en seguida a suprovincia para hablar de este París. Dígales a lasprovincias republicanas: «Esos proletariosparisienses combaten por vosotros, que seréis losperseguidos de mañana. Si sucumben, quedaréispor espacio de largos años enterrados bajo susfunerales».

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Versalles en la época de la Comuna.

A mil leguas de aquí, Versalles, la amenazaconstante. Ciudad de destinos inmutables, llenasiempre de odio a París. Anteayer, el rey; ayer,Guillermo; Thiers hoy. Y, desde 1789, siempre lamisma sentencia, la de Breteuil: «¡Sí es necesarioquemar París, se quemará a París!» La primeraidea de incendiar a París se le ocurrió a laaristocracia francesa.

Las regias avenidas están erizadas de cañones.Agazapados en el patio de honor, los dogos debronce guardan el palacio, la Asamblea, el antro.Para pasar hay que ostentar galones, ser diputado oconfidente; nadie entra en Versalles, nadie puedepermanecer allí como no esté incluido en la lista.

El estado mayor rural piafa en los Depósitos: purasangre de la derecha, caballería ligera, orleanistas,ensotanados. También hormigueaban allí losdesplumados funcionarios del Imperio,diplomáticos a lo Gramont, prefectos,

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chambelanes, domésticos, fugitivos del 4 desetiembre. Para salir de esta situación «no hay másque el rey», dicen unos; «no hay más que elemperador», dicen otros. Reunidos por la tormentaen esta arca de Noé, los antiguos proscritos y losantiguos proscriptores se espían, llenos de odio, aver quién se engulle la victoria.

Los bonapartistas tienen de su parte al ejército,pero no cuentan con el gobierno, y éste lo es todoen estos momentos en que los rurales reinan en laAsamblea. Esta tiene una necrópolis por vestíbulo:la Cámara de los aparecidos, la galería de lastumbas, bolsín de diputados, funcionarios,oficiales, mercaderes, porque trae buena suertealimentar y equipar a estos ciento treinta milhombres, sin contar los grandes trabajos dereparación de carreteras, puentes, edificiospúblicos. Preocupados por sus departamentos, losprefectos escuchan a los grupos, siguen a losmisteriosos conspiradores que anuncian a fechafija la entrada en París. Esos que miran de arribaabajo a los derechistas son los honorables de la

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izquierda, que sirven de diversión en las sesiones.

Tolain pide explicaciones, desde la tribuna, sobrelos asesinatos de la Belle-Epine, El que fue pilarde la Internacional se ha quedado en Versallespara representar al verdadero pueblo, al bueno,porque él no está contaminado de las «lupercalespopulacheras» de París.

«¡Basta, basta! —le gritan a este hombredemasiado puro—; todo el mundo sabe quenuestros bravos oficiales no son unos asesinos».El ministro responde parlamentariamente: «Elhonorable Tolain...» Se alza un toletole al oír lo dehonorable, y Grévy zanja el incidente: «No hacefalta desmentir una calumnia abominable». Todo elmundo vuelve a sentarse; lo mismo que Tolain,indignado por la pifia.62

La Asamblea, cuando no ruge, se arrodilla; lossermones alternan con los gritos de muerte.Gavardie pide los tribunales, a falta de la hoguera,para quien niegue la existencia de Dios o la

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inmortalidad del alma. Si sé tarda en votar, elgeneral Du Temple llama a sus colegas al orden:«¡Que estamos haciendo esperar a Dios!»

Fuera de este teatro y de los convoyes deprisioneros, a cuenta de los que surgen no pocasescaramuzas en la Asamblea, la vida es monótonapara los rurales. A los más encopetados de ellosles queda el recurso de los grandes cabarets deSaint-Germain, cuya terraza de fresca verdura seha transformado en un Longchamp de mujeres demundo, de artistas, de actrices y también de lasprostitutas y de los periodistas que han trasladadosu industria a Seinet-Oise. No hay ni un sologacetillero que no haya sido, como Louis Blanc,condenado a muerte por el Comité Central, por laComuna o por alguno de los consejos de guerra,cuyo presidente indica; ni uno que no tengadetalles auténticos de las sesiones del Hótel-de-Ville, de los asesinatos, robos, pillajes yfusilamientos de París. Según los monárquicos, laComuna está inspirada por Hugelmann,bonapartista notorio; el Comité Central, presidido

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por el general Fleury, y las barricadas sonconstruidas bajo la dirección de los generalesprusianos.63 Es Gambetta, dicen los bonapartistas,quien, por mediación de su amigo Ranc, inspira aesos Comunalistas, cuya infame obstinación haelevado a 5.000 millones las exigencias deBismarck, y que se atreven a pedir que se juzgue aBazaine. Los rurales se lo tragan todo; Schoelcheres un fenómeno por haber salido de ese infiernoque describe el «Journal Officiel» como «un lugarpestífero del que todos tratan de huir. Losdesgraciados que no pueden escapar, se venreducidos a invocar el apoyo de las potenciasneutrales... como en esos países de Oriente dondese necesitan capitulaciones para preservar a loseuropeos de las atrocidades de los indígenas».¡Eso es!, chirría un poetastro que ha abandonado asu madre, a su hermana y a su querida por puromiedo, y ahora mezcla su flauta al concierto rural.El bajo es un rumiante de la Normal, que lanzacatilinarias. El gordo Francisque Sarcey escribevulgaridades, lo ve todo rejo, y hace su papel deBreteuil: «Aunque haya que ahogar en sangre esta

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insurrección, aunque haya que enterrarla bajo lasruinas de la ciudad en llamas, no hay transacciónposible. Si la guillotina llega a ser suprimida,habrá que conservarla para los que levantanbarricadas».64 Los comunistas le reconcilian conlos prusianos, «buena gente a la que se hacalumniado» y cuyo «¡ja!» da gusto oír cuandosala uno de «esa jaula de monos y de tigres». «Nosería posible imaginar —dice «Le Drapeautricolore»— todo lo que había en ese ja. Parecíadecir: Sí, pobre francés, aquí estamos, no temasnada; ya no volverán a meterte en la cárcel,tendrás derecho a ir adonde te dé la gana; ya no teverás reducido a leer las bobadas de Jules Valléso las sangrientas bufonadas del vodevillistaRochefort: aquí estás en tierra libre, ja, en tierraamiga, ja, bajo la protección de las bayonetasbávaras, ja... No pude menos, a mi vez, de repetireste ja, tratando de tomarle la entonación. Elalemán se quitó la pipa de la boca y exclamó: ¡Ah,los franceses, siempre alegres! ja, ja. Y los dosnos echamos a reír, el uno frente al otro».

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A Versalles, este Sarcey le parece oportunísimo.Muchas cosas más ha de aplaudir aún Versalles.El 16 de mayo, día de oraciones, «Le Figaro»publica un verdadero programa de matanza: «Sepide formalmente que todos los miembros de laComuna, del Comité Central y otras institucionesde la misma naturaleza; que todos los periodistasque han pactado cobardemente con la matanzatriunfante; que todos los polacos ambiguos; quetodos los válacos fantásticos que por espacio dedos meses han reinado sobre la más bella y nobleciudad del mundo, sean conducidos, en compañíade sus edecanes, coroneles y demás granujas de lamisma calaña, después de un juicio sumarísimo,desde la prisión en que se les haya encerrado, alCampo de Marte, donde serán pasados por lasarmas ante el pueblo reunido».

París leyó todo esto, y le dio no poco que reír.Estos versalleses le hacen el efecto de unosposesos del baile de San Vito. París se burla deellos. Jamás creerá que esos seine-et-oisillons,como él los llama, puedan ser unos buitres

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espantosos.

Tercera Parte : LUCHA A VIDA O MUERTE

CAPÍTULO XXVIII

LOS versalleses entran el domingo 21, a las tresde la tarde. Se disuelve la asamblea de la Comuna.

La puerta de Saint-Cloud acaba de ser abatida. Elgeneral Donai se ha lanzado por ella.

Thiers A los prefectos. 21 de mayo del 71.

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Se anuncia el gran ataque. El 16, la Asamblea seha negado a reconocer a la República comogobierno de Francia. El 17, Versalles descubre lasbaterías de brecha dirigidas contra las puertas deLa Muette, de Auteuil, de Saint-Cloud, de Point-du-Jour y de Issy. Las baterías de retaguardiacastigan sin tregua el recinto de Point-du-Jour yarrasan Passy. Las piezas del castillo de Béconaran el cementerio de Montmartre, llegan hasta laplaza Saint-Pierre. París tiene cinco distritos bajoel fuego de los obuses.

El 18 por la noche, los versalleses sorprenden alos federados de Cachan, acercándose a ellos a losgritos de: «¡Viva la Comuna!» Se consigue, contodo, atajar su movimiento en Hautes-Bruyéres.Los monjes dominicos, que desde su convento deArcueil avisan al enemigo, son detenidos yconducidos al fuerte de Bicétre. En Hautes-Bruyéres, un espía de veinte años que confesóhaber llevado a los versalleses el plano de lasposiciones de los federados, es juzgado por unconsejo de guerra, condenado a muerte y, ante su

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negativa a hacer revelaciones, ejecutado: latercera ejecución militar durante la Comuna.

Día 19. A pesar de la proximidad de losversalleses, la defensa no se anima. Los bastiones72 y 73 envían unos cuantos obuses, pocos, contrael pueblo y el fuerte de Issy. Desde Point-du-Joura la puerta de Maillot, solamente los cañones de lapuerta Dauphine responden a las cien bocas de losversalleses, estorbando sus operaciones en el Boisde Boulogne. Algunas barricadas en las puertas deBineau y de Asniéres y en el bulevar de Italia, dosreductos en la plaza de la Concordia y en la calleCastiglione, un foso en la calle Royale, otro en elTrocadero; esto es todo lo que el Hótel-de-Villeha hecho en siete semanas por la defensa interior.Ninguna obra en la estación de Montparnasse, enel Panteón, en los cerros de Montmartre, dos decuyas piezas no despiertan hasta el 14, para matar,por un tiro mal calculado, a unos federados, enLevallois. En la terraza de las Tullerías, unadocena de picos caen melancólicamente sobre unfoso inútil. El Comité de Salud Pública dice que

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no puede encontrar hombres, y tiene cien milsedentarios y varios millones en su poder.

Estamos en el período de inmenso cansancio. Lasrivalidades, las disputas han destemplado todaslas energías. ¿De qué se ocupa la Comuna el día19? De los teatros. Vaillant sostiene que laintervención del Estado es legítima, que elpersonal es explotado, que no hay más remedioque aplicar a los teatros el régimen de asociación.Félix Pyat no quiere que el Estado tenga nada quever con el teatro ni con la literatura; «loscampesinos de Berry no deben pagar lasdanzarinas de la Opera», y lanza una diatribacontra las Academias de música y de medicina.«¿Qué hemos producido de notable desde quetenemos un Teatro Francés? Si la ciencia francesaestá atrasada, si su genio es inferior al de lasdemás naciones, la causa de ello hay queachacarla, sobre todo, a esos patronatosperjudiciales». Y le responden, y él replica, hastaque un miembro exclama: «¡No es ocasión deocuparse de teatros cuando están disparando

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contra nosotros!» Pasan entonces a tratar de ciertocartel del Comité Central, que, en virtud de un«pacto» concertado con algunos miembros de laComuna, acaba de absorber la administración deGuerra. Y es cierto; los miembros del Comité sefiguran hasta tal punto ser los amos, que uno deellos, en un decreto insertado en «L'Officiel»,«invita» a los habitantes de París a que sereintegren a sus domicilios en el término decuarenta y ocho horas, «so pena de ver quemar sustítulos de rentas y su libro mayor». Estadescabellada imbecilidad habrá de quedar impune.

¡Bueno, pues que se quede con la administraciónde Guerra ese ambicioso Comité Central, si escapaz de reconstituir los batallones que sedisgregan! Apenas quedan dos mil hombres, deAsniéres a Neuilly, cuatro mil acaso de La Muettea Petit-Vanves, Los batallones asignados a lospuestos de Passy no están en su lugar o se hallanen las casas, lejos de la fortificación; muchos desus oficiales han desaparecido. Del bastión 36 al70, precisamente en el punto del ataque, no hay ni

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veinte artilleros. Los centinelas brillan por suausencia.

¿Traición? Los conspiradores se jactaron, algunosdías después, de haber desguarnecido estasfortificaciones. El espantoso bombardeo bastabapara explicar semejante abandono. Hay, sinembargo, una desidia culpable. Dombrowski,cansado de luchar contra la inercia de Guerra, yano visita tan asiduamente los puestos, sino que seretira con demasiada frecuencia a su cuartel de laplaza Vendóme. El Comité de Salud Pública,informado del abandono de las fortificaciones, selimita a dar cuenta de ello a Guerra, en lugar deacudir a remediar el mal.

El sábado 20 de mayo, a la una de la tarde, sedescubren las baterías de brecha. Trescientaspiezas de marina y de sitio, confundiendo susdetonaciones, anunciaron el comienzo del dramadefinitivo.

El mismo día, De Beaufond, al que no había

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quitado ánimos la detención de Lasnier, envió,como de costumbre, un emisario para que hiciesesaber al jefe del estado mayor versallés que laspuertas de Montrouge, Vanves, Vaugirard, Point-du-Jour y Dauphine estaban enteramenteabandonadas. Diéronse órdenes de concentración.El día 21, los versalleses volvían a encontrarse enexcelentes condiciones, como el 3 y el 12. Estavez, el éxito parece seguro. La puerta de Saint-Cloud estaba destrozada.

Diversos miembros de la Comuna veníanseñalando esta brecha desde hacía varios días aljefe del estado mayor. Este respondía, a loCluseret, que tenía tomadas sus medidas, que iba aponer en camino, para la defensa de esa puerta,una barricada móvil y blindada. Pero nada de ellollegaba. El domingo, Lefrançais, al cruzar el fosopor los restos del puente levadizo, oyó y vio a losversalleses en las trincheras. Asustado por lainminencia del peligro, envió a Delescluze unanota que se extravió.

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A las dos y media, bajo las sombras de lasTullerías, se celebraba un concierto monstruo abeneficio de las viudas y huérfanos de la Comuna.Las mujeres, vestidas con trajes primaverales,daban colorido a las verdes avenidas. Adoscientos metros, en la plaza de la Concordia, losobuses versalleses lanzaban su nota de mal agüeroen medio de la alegría brillante de los cobres y elhálito bienhechor de pradial.

Al final del concierto, un oficial de estado mayorsubió al tablado del director de orquesta:«Ciudadanos, Thiers había prometido entrar ayeren París; Thiers no ha entrado, no entrará. Osinvito para el próximo domingo aquí, en estemismo sitio, a nuestro segundo concierto abeneficio de las viudas y de los huérfanos».

Los versalleses entran en París.

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EN ese mismo instante, a distancia de dos tiros defusil, la vanguardia de los versalleses entraba enParís.

La señal esperada se había dejado ver por fin en lapuerta de Saint-Cloud. Un confidente de afición,Ducatel, que no había tomado parte en lasconspiraciones, atravesaba estos barrios cuandovio todo desierto, las puertas y las fortificaciones.Trepó al bastión 64, agitó un pañuelo blanco ygritó a los soldaos de las trincheras: «¡Entrad, nohay nadie!» Al oírle, asomó un oficial de marina,interrogó a Ducatel, pasó sobre los restos delpuente levadizo, se aseguró de que los bastiones ylas casas vecinas se hallaban abandonados, entróen las trincheras y telegrafió la sorpresa a losgenerales más próximos. Las baterías de brechasuspendieron el fuego; los soldados de lastrincheras inmediatas entraron, en pequeñospelotones, en el reducto. Thiers, MacMahon y elalmirante Pothuan, que se encontraban en esemomento en el monte Valérien, telegrafiaron aVersalles para poner en movimiento a todas las

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divisiones.

Dombrowski, que llevaba algunas horas ausente desu cuartel general de La Muette, llega a las cuatro.Un comandante le anuncia la entrada de losversalleses, Dombrowski deja que el oficial acabesu relato; después, volviéndose hacia uno de lossuyos con aquella tranquilidad que exageraba enlas situaciones críticas, dijo: «Que envíen a buscaruna batería del 7 al ministerio de Marina; avisen atales y cuales batallones. Yo me encargaré delmando». Dirige un parte al Comité de SaludPública y a Guerra, y envía el batallón devoluntarios a ocupar la puerta de Auteuil.

A las cinco, un puñado de guardias nacionales, sinkepis, sin fusiles, lanza el grito de alarma en lascalles de Passy. Algunos oficiales desenvainan yse afanan por contenerlos. Los federados salen delas casas; unos cargan sus fusiles, otros sostienenque se trata de una falsa alarma. El comandante devoluntarios recoge y arrastra en pos de sí a todoslos que puede hallar.

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Estos voluntarios eran una tropa curtida en elfuego. Cerca del ferrocarril ven los pantalonesrojos, y los reciben a tiro limpio. Un oficialversallés trata de llevarse a sus hombres, y caebajo las balas. Sus soldados retroceden. Losfederados se instalan en el viaducto y en ladesembocadura del bulevar Murat, y construyenuna barricada que cubre el muelle hasta el puentede Iéna.

Última sesión del Hótel-de-Ville.

EL parte de Dombrowski llegó a las siete alComité de Salud Pública. Billioray, el único desus miembros presente en la guardia, se dirigeinmediatamente al Consejo. La Asamblea estabajuzgando a Cluseret, y Vermorel tenía la palabra.El ex delegado, sentado en una silla, escuchaba alorador con aquella descarada indolencia que los

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ingenuos tomaban por talento. Billioray entra,pálido, y se sienta un momento. Como Vermorelcontinúa, le grita: «¡Acabe usted, acabe usted!¡Tengo que presentar una comunicación de lamayor importancia, para la que pido comitésecreto!»

Vermorel: «Cedo la palabra al ciudadanoBillioray».

Billioray lee un papel, que tiembla ligeramente ensus manos: «Dombrowski a Guerra y Comité deSalud Pública: Los versalleses han entrado porla puerta de Saint-Cloud. Tomo disposicionespara rechazarlos. Si pueden ustedes enviarmerefuerzos, respondo de todo «.65

Un silencio de estupor; a continuación estallan lasinterrogaciones. «Ya han salido algunos batallones—responde Billioray—; el Comité de SaludPública está alerta».

Se reanuda la discusión aunque, como es natural,

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abreviando. El Consejo absuelve a Cluseret. Larequisitoria de Miot se componía solamente de unaserie de gruñidos; desdeñaba los únicos hechosacusadores, la inercia de Cluseret durante sudelegación, y sus sospechosas relaciones. Seforman grupos. Coméntase el despacho. Laconfianza de Dombrowski, la seguridad deBillioray bastan a los románticos. En general, secree en la solidez de las fortificaciones, en lainmortalidad de la causa. No hay nada concreto; elComité de Salud Pública es responsable, que vayacada cual a informarse, y que se dirija a su distritosi es necesario.

El tiempo se va en charlas. Ya no hay ni moción nidebate. Dan las ocho. El presidente, Jules Vallés,levanta la sesión. ¡La última sesión del Consejo dela Comuna! Nadie pide una guardia permanente,nadie insta a sus colegas a que esperen losinformes sin moverse de allí, a que hagan llamar alComité de Salud Pública. No hay nadie que diga,en ese momento de crítica incertidumbre, cuandodebiera improvisarse un plan de defensa, una gran

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resolución en caso de desastre, que el puesto delos guardianes de París está en el centro, en laCasa común, y no en los distritos.

Así salió de la historia y del Hótel-de-Ville elConsejo de la Comuna de 1871, en el instante demayor peligro, cuando los versalleses entraban enParís.

El mismo desconcierto reina en Guerra. El ComitéCentral se había dirigido a Delescluze, que sehabía mostrado muy sereno y dijo, como creíantambién algunos más jóvenes, que la lucha en lascalles sería favorable a la Comuna. El comandantede la sección de Point-du-Jour vino a decir: «Noocurre nada», y el delegado aceptó, sin más, susafirmaciones. El jefe del estado mayor no juzgósiquiera necesario hacer un reconocimientopersonal, y a eso de las ocho hizo anunciar pormedio de carteles: ''El puesto de observación delArco de Triunfo niega la entrada de losversalleses; por lo menos, allí no ven nada que separezca a eso. El comandante Renaud, de la

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sección, acaba de salir de mi gabinete, y afirmaque no ha habido más que un pánico y que lapuerta de Auteuil no ha sido forzada; que, si sehan presentado algunos versalleses, han sidorechazados. He enviado a buscar once batallonesde refuerzo con otros tantos oficiales de estadomayor, que no deben separarse de ellos hastahaberlos llevado al puesto que deben ocupar».

A la misma hora, Thiers telegrafiaba a susprefectos: «La puerta de Saint-Cloud acaba decaer bojo el fuego de nuestros cañones. Elgeneral Douay se ha precipitado por ella». Doblementira. La puerta de Saint-Cloud estaba abiertadesde hacía tres días, sin que los versalleses seatreviesen a franquearla; el general Douay se habíadeslizado por ella, hombre tras hombre,introducido por una traición.

Por la noche, el ministerio pareció abrir los ojos.Los oficiales llegan pidiendo órdenes. El estadomayor se niega a dejar tocar a rebato o a darórdenes para que toquen a generala, con el

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pretexto de que no hay que alarmar a la población.Algunos miembros de la Comuna, inclinados sobreel plano de París, estudian, al fin, los puntosestratégicos de que se han olvidado durante seissemanas; el delegado se encierra para redactar unaproclama.

París, invadido.

MIENTRAS que, en medio del París confiado,algunos hombres sin soldados, sin informaciones,disponen la primera resistencia, los versallesessiguen infiltrándose por la hendidura de lafortificación. Ola tras ola, su torrente crece,silencioso, velado por la noche que cae. Poco apoco se acumulan entre el ferrocarril decircunvalación y las fortificaciones. A las nueveson ya bastante numerosos para dividirse en doscolumnas: una, sesgando a la izquierda, corona los

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bastiones 66 y 67; la otra se dirige a la derecha,por el camino de Versalles. La primera se aloja enel corazón de Passy, ocupa el asilo de Sainte-Périne, la iglesia y la plaza de Auteuil: la segunda,después de demoler la rudimentaria barricadaconstruida en el muelle, a la altura de la calleGuillou, hacia la una de la mañana, por la calleRaynouard, escala el Trocadero, que se halla sindefensa ni defensores por aquella parte.

En el Hótel-de-Ville se han reunido, por fin, losmiembros del Comité de Salud Pública. SóloBillioray ha desaparecido, y no ha de volver aaparecer. Se ignora el número y la posición de lastropas, pero se sabe que algunas masas se agitanen la oscuridad de Passy. Los oficiales de estadomayor enviados a La Muette vuelven con noticiastranquilizadoras. A las once, Assi se aventura porla calle Beethoven, cuyas luces están apagadas. Sucaballo se niega a avanzar; acaba de resbalar enlos grandes charcos de sangre; a lo largo de losmuros hay guardias nacionales que parecendormir. Varios hombres se lanzan contra él y le

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prenden. Son los versalleses, que estabanemboscados. En cuanto a los durmientes, soncadáveres de federados.

Los versalleses se desbordan por el interior deParís, y París lo ignora. La noche es azul,estrellada, tibia, cargada de perfumes deprimavera. La gente se agolpa en los teatros. Losbulevares rebosan de vida. Enmudece el cañón entodas partes, con un silencio desconocido desdehace tres semanas. Si el «más bello ejército queFrancia haya tenido nunca» se lanzase de frentepor los muelles y los bulevares totalmentevírgenes de barricadas, de un salto, sin disparar untiro, estrangularía a la Comuna de París.

Los voluntarios se sostienen hasta media noche enla línea férrea. Como no reciben ningún refuerzo,se repliegan hacia La Muette. El general Clinchantlos sigue, ocupa la puerta de Autcuil, deja atrás lade Passy, marcha sobre el cuartel general deDombrowski. Cincuenta voluntarios disparantodavía algún tiempo desde el castillo, vueltos

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hacia el este, a punto de ser sitiados por elTrocadero; se baten en retirada, a la una y media,hacia los Campos Elíseos.

En la orilla izquierda, el general Cissey habíaapiñado sus fuerzas, durante toda la noche, adoscientos metros del reducto. A las doce de lanoche, los zapadores franquean el foso, escalan lasfortificaciones sin tropezar con un «¿Quién vive?»,y abren las puertas de Sevres y de Versalles.

A las tres de la mañana, los versalleses inundanParís por las cinco llagas abiertas de las puertasde Passy, Auteuil, Saint-Cloud, Sevres yVersalles. La mayor parte del distrito XV estáocupada. La Muette ha sido tomada. Tomado todoPassy y la altura del Trocadero. Tomado elpolvorín de la calle Beethoven, las inmensascatacumbas que corren por debajo del distritoXVI, llenas con tres mil barriles de pólvora,millones de cartuchos, millares de obuses. A lascinco cae el primer obús versallés sobre la Legiónde Honor. Como en la mañana del 2 de diciembre,

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París dormía.

CAPÍTULO XXIX

EL lunes, 22. Los versalleses invaden los barriosdel este. París se alza.

«Los generales que han dirigido la entrada enParís son grandes hombres de guerra.»

Thiers, a la Asamblea Nacional, el 22 de mayodel 71.

Hacia las dos de la mañana llega Dombrowski alHótel-de-Ville, deshecho, pálido, contuso de unapedrada en el pecho. Cuenta al Comité de SaludPública la entrada de los versalleses, ladesbandada de Passy, sus inútiles esfuerzos parareunir a sus hombres. Los que le oyen se quedanpasmados ante esta invasión tan rápida —tan poco

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conocía el Comité la situación militar—.Dombrowski, que no entiende bien lo que le dicen,exclama: «¿Cómo? ¿Pero es que puede tomarsepor un traidor el Comité de Salud Pública? ¡Mivida pertenece a la Comuna!» Sus ademanes, suvoz, revelan una amarga desesperación.

Nace el día, cálido y brillante como la víspera. Eltoque de generala y el de rebato han puesto en piea tres o cuatro mil hombres que corren camino delas Tullerías, del Hótel-de-Ville y del edificio deGuerra. Otros muchos abandonan en ese momentosus puestos, abandonan Passy, desguarnecen eldistrito XV. Los federados del Petit-Vanves, queentraron en París a las cinco de la mañana, se hannegado a resistir por más tiempo, al ver aVersalles en el Trocadero. En la orilla izquierda,en el square Sainte-Clotilde, algunos oficiales seesfuerzan por detenerlos. Los guardias losrechazan. «Ahora viene la guerra de barricadas —dicen—; cada cual a su distrito». Fuerzan el pasoen la Legión de Honor. La proclama de Delescluzeha quebrantado sus lazos.

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¡Basta de militarismo!

ESTA proclama de otros tiempos, profusamentepegada en las paredes, empieza así:

»¡Basta de militarismo!, ¡no más estadosmayores galoneados con dorados en todas lascosturas! ¡Paso al pueblo, a los combatientes dedesnudos brazos! La hora de la guerrarevolucionaria ha sonado... El pueblo noentiende nada de maniobras técnicas. Perocuando tiene un fusil en la mano y adoquinesbojo sus pies, no le dan miedo todos losestrategas de la escuela monárquica juntos».

Cuando el ministro de la Guerra arremete contratoda disciplina, ¿quién va a querer obedecer?Cuando él desprecia todo método, ¿quién querrárazonar? Y se verá a centenares de hombres

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negarse a abandonar el empedrado de su calle,cerrar ojos y oídos ante el vecino barrio queagoniza; esperar, inmóviles, que el enemigo sigacercándolos.

A las cinco de la mañana empieza la retiradaoficial. El jefe del estado mayor hace evacuarprecipitadamente el edificio de Guerra, sinllevarse consigo ni destruir los papeles. Caerán enpoder de los versalleses, y darán, millares devíctimas a los consejos de guerra.

A la salida del ministerio, Delescluze encuentra aBrunel. Éste, en libertad desde la víspera, hareunido su legión y viene a ofrecerse; es uno deesos hombres de una fe que no pueden hacervacilar las más crueles injusticias. Delescluze leda orden de que defienda la plaza de la Concordia.Allí se dirige Brunel, dispone en la terraza de lasTullerías y a la orilla del agua 150 tiradores, trespiezas del 4, una del 12 y dos del 7. El reducto deSaint-Florentin recibe una ametralladora y unapieza del 4; el de la calle Royale, a la entrada de

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la plaza de la Concordia, dos piezas del 12.

Delante de Brunel, algunos hombres de la 8°legión se esfuerzan por detener en la plazaBeauvau a los fugitivos de Passy y de Auteuil.Arrollados, ponen el barrio en estado de defensa.Levántanse barricadas en la calle del Faubourg-Saínt-Honoré, a la altura de la embajada inglesa,en la calle Suresnes y en Ville-l'Evéque.Amontónanse obstáculos en la plaza Saint-Augustin, en la esquina de la calle Abbatucci, en ladesembocadura del bulevar Haussmann, y delantedel bulevar Malesherbes. Los versalleses sepresentan.

Los versalleses se lanzan adelante.

DESDE las primeras horas han iniciado el avance.A las cinco y media, Douay, Clinchant y

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Ladmirault, pasando al pie de las fortificaciones,desembocan en la avenida de la Grande-Armée.Los artilleros de la puerta Maillot se vuelven yven detrás de sí a los versalleses, sus vecinosdesde hace cerca de diez horas. Ningún centinelaha dado aviso de su presencia. Monteret hacedesfilar a sus hombres por Ternes, carga uno delos cañones de la puerta Maillot, asesta su últimogolpe al enemigo, y escapa hacia Batignolles.

La columna Douai sube por la avenida hasta labarricada de delante del Arco de Triunfo, queocupa sin lucha. Los federados tienen tiempoapenas de llevarse los cañones que debíandominar el Arco de Triunfo. Los soldados enfilanel muelle y se aventuran confiadamente por lasilenciosa plaza de la Concordia. Súbitamente seilumina la terraza de las Tullerías. Losversalleses, recibidos a bocajarro, pierden muchagente y huyen hasta el Palais de l'Industrie.

Por la izquierda, los soldados ocupan el Elíseoabandonado, y por las calles Morny y Abbatucci

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desembocan en la plaza Saint-Augustin. Susbarricadas, esbozadas apenas, no puedensostenerse, y a eso de las siete y media se instalanlos versalleses en el cuartel de La Pépiníére. Losfederados establecen más atrás una segunda líneaque corta el bulevar Malesherbes a la altura de lacalle Boissy-d'Anglas.

A la izquierda de Douai, Clinchant y Ladmiraultsiguen avanzando, a lo largo de las fortificaciones.Los importantes parapetos de las puertas deBineau, Courcelles, Asniéres y Clichy, vueltoscontra las fortificaciones, se hacen inútiles, y losversalleses ocupan Ternes sin disparar un solotiro. Al mismo tiempo, una de las divisiones deClinchant rodea por la parte de afuera lasfortificaciones. Los federados de servicio enNeuilly, Levallois-Perret y Saint-Ouen, se venacribillados a balazos por la espalda. Es laprimera noticia que tienen de la entrada de losversalleses. Muchos federados caen prisioneros.Otros consiguen entrar en París por las puertas deBineau, Asniéres y Clichy, sembrando en el

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distrito XVIII el pánico y los rumores de traición.

Toda la noche había estado sonando en Batignollesel toque de llamada, poniendo en pie a lossedentarios y a los niños. Un batallón deingenieros se lanza al encuentro de los tiradores deClinchant, y abre el fuego delante del parqueMonceau y de la plaza Wagram; los guardiasnacionales, engañados por sus pantalones rojos,lanzan sobre el batallón un fuego mortífero. Elbatallón se repliega y deja en descubierto alparque. Los versalleses ocupan éste y se lanzan aBatignolles. Allí les detienen las barricadas: porla izquierda, la que va desde la plaza Clichy hastala calle Lévis: en el centro, las que se alzan en lascalles Lebouteux, La Condamine y Dames. Por laderecha se fortifica La Fourche, posición rival dela plaza Clichy. Batignolles forma poco despuésuna avanzada en Montmartre.

La fortaleza principal permanece muda. Diecisietehoras lleva asistiendo en silencio a la entrada delas tropas de Versalles. Por la mañana, las

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columnas de Douai y de Ladmirault, su artillería ysus furgones, se han encontrado y mezclado en laplaza del Trocadero; algunos obuses deMontmartre hubiesen cambiado esta confusión enderrota, y el menor fracaso a la entrada de lastropas hubiera sido para los versalleses unsegundo 18 de marzo; pero los cañones de loscerros permanecen mudos.

Ochenta y cinco cañones, una veintena deametralladoras yacen allí, sucios, en revueltaconfusión. En estas ocho semanas, nadie hapensado en ponerlos en línea. Abundan losproyectiles del 7, pero no hay cartuchos. En elMoulin de la Galette, sólo dos piezas del 24 estánprovistas de afustes; no hay parapetos, niblindajes, ni plataformas. A las nueve de lamañana aún no han disparado las tres piezas. Alprimer disparo, la fuerza del retroceso hunde entierra los afustes, que costó no poco tiempo poneren condiciones de nuevo. Por otra parte, estas trespiezas tienen ya muy pocas municiones. En cuantoa fortificaciones y fajinas, no se encuentran por

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ningún lado. Apenas si se empieza a levantaralgunas barricadas en los bulevares exteriores. Alas nueve, La Cécilia, enviado a Montmartre,encuentra la defensa en estas vergonzosascondiciones. Dirige varios partes al Hótel-de-Ville, conjurando a los miembros de la Comuna aque acudan o, por lo menos, envíen refuerzos dehombres y municiones. Otro tanto ocurre en laorilla izquierda, en la Escuela Militar. Frente alparque de artillería, los versalleses maniobran enel Trocadero desde la una de la madrugada. Ni unosolo de los cañones de la Comuna les hamolestado.

Al rayar el día, la brigada Langourian avanzahacia los barracones del Campo de Marte, puntomenos que vacíos, aunque otra cosa haya escritoVinoy. No por eso dejan de ser incendiados porlos obuses del Trocadero —el primer incendio delas jornadas de mayo, confesado por los mismosversalleses—. La Escuela Militar cae en susmanos.

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El distrito VII se levanta. La gente alza barricadasen el muelle, frente a la Legión de Honor, en lascalles Lille y Université y en el bulevar Saint-Germain, a la altura de la calle Solferino. Unadocena de brassardiers66 dirigidos porDurouchoux y Vrignault, bajan velozmente por lacalle Balvis; el miembro de la Comuna, Sicard, yalgunos federados más, los detienen frente a Petit-Saint-Thomas. Una bala derriba a Durouchoux: susacólitos se lo llevan y aprovechan la ocasión paradesaparecer. Las calles Beaune, Verneuil, Saints-Peres son acondicionadas para la defensa: en laAbbaye-au-Bois de la calle Sevres se alza unabarricada.

Por la derecha, los soldados de Cissey bajan, sinhallar obstáculo alguno, por la calle Vaugirard,hasta la avenida Maine; otra columna sigue a lolargo de la vía férrea, y llega a las seis y media ala estación de Montparnasse. Esta posición capitalno está preparada como debiera. La defiende unaveintena de hombres, escasos de cartuchos, que serepliegan hacia la calle Rennes, donde improvisan,

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bajo el fuego de las tropas, una barricada a laaltura de la calle Vieux-Colombier. En su extremaderecha, Cissey ocupa la parte de Vanves yguarnece la línea del ferrocarril del Oeste.

En el Hótel-de-Ville.

AL retumbar del cañón, París se levanta y ve laproclama de Delescluze. Vuelven a cerrarse losalmacenes, los bulevares siguen desiertos, la viejainsurrecta cobra su fisonomía de combate. Lasestafetas corren a rienda suelta. Fragmentos debatallones llegan al Hótel-de-Ville, donde se hanconcentrado el Comité Central, el de Artillería ytodos los servicios militares.

A las nueve hay reunidos veinte miembros delConsejo. ¡Prodigio! Allí está Félix Pyat, que acabade gritar: «¡A las armas!«en «Le Vengeur» de por

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la mañana. El hombre ha asumido sus ínfulas depatriarca. «¡Amigos míos, ha llegado nuestraúltima hora! ¡Oh, por mí no me importa! Blancosestán mis cabellos, mi carrera ha terminado. ¿Quéfin más glorioso puedo esperar que el de labarricada? Pero cuando veo a mí alrededor tantascabezas rubias, tiemblo por el porvenir de laRevolución». Pide que se levante acta de lospresentes, a fin de hacer constar debidamentequién estaba en su puesto; firma y, con los ojoshúmedos, después de saludar a sus colegas, elviejo comediante corre a ocultarse en algúnsótano, dejando atrás, con esta última cobardía,todas sus villanías pasadas.

Reunión estéril en la que no se hace más quecambiar noticias. Nadie se preocupa de dar unimpulso, de dotar de un sistema a la defensa.Abandónase a los federados a su inspiración. Entoda la última noche, ni Dombrowski, ni Guerra, niel Hótel-de-Ville han pensado en los batallonesque están fuera. Ningún cuerpo puede esperar nadaque no surja de su propia iniciativa, de los

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recursos que sepa crearse, y de la inteligencia desus jefes.

Pero si falta dirección, abundan, en cambio, lasproclamas del Comité de Salud Pública. Amediodía anuncia: «¡Álcense los buenosciudadanos! ¡A las barricadas! El enemigo estádentro de nuestros muros... ¡No hayavacilaciones! ¡Adelante por la Comuna y por lalibertad! ¡A las armas!»

Una hora después:

»AL PUEBLO DE PARÍS:

El pueblo que destronó a los reyes, que destruyólas Bastillas, el pueblo del 89 y del 93, el pueblode la revolución, no puede perder en un día elfruto de la emancipación del 18 de marzo.

¡A las armas, pues, a las armas!

Que París se erice de barricadas, y que, detrásde esas murallas improvisadas, lance otra vez a

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sus enemigas su grito de guerra, grito de orgullo,grito de descfío, pero también grito de victoria:porque París, con sus barricadas, esinexpugnable.

Hótel-de-Ville, 2 pradial, año 71.»

Palabras, nada más que palabras.

El lunes por la tarde.

MEDIODÍA. — El general Cissey ha invadido laexplanada de los Inválidos, y sus soldados entranpor la calle Grenelle-Saint-Germain: la Escuela deEstado Mayor da un respingo y los pone en fuga.Dos cañones federados enfilan la calle Université.Cuatro cañoneras, emboscadas bajo el Pont-Royal,guardan el río y cañonean el Trocadero. En elcentro, en el distrito VIII, tirotean los versalleses.

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En Batignolles no avanzan; pero sus proyectilesdejan desierta la calle Lévis. Los federadospierden mucha gente en la calle Cardinet, donde sebate furiosamente un puñado de muchachos.

Malon y Paclard, que dirigen esta defensa, pidendesde la mañana refuerzos a Montmartre. A eso dela una van a buscarlos ellos mismos. En el estadomayor nadie puede darles la menor indicación. Losfederados vagan al azar por las calles o charlanentre sí, en pequeños grupos. Malon quierellevárselos; ellos se niegan, reservándose, segúndicen, para su distrito. Los cañones de los cerrosestán mudos. Faltos de municiones. El Hótel-de-Ville no ha enviado más que palabras.

Hay, sin embargo, dos generales allí arriba:Cluseret y La Cécilia. El ex delegado paseamelancólicamente su soñolienta incapacidad. LaCécilia, desconocido en este barrio, se veimpotente.

Las dos. El Hótel-de-Ville ha recobrado su

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aspecto de marzo. El Comité de Salud Pública, ala derecha, y, a la izquierda, Guerra, se veninvadidos. El Comité Central multiplica susórdenes y declama contra la incapacidad de losmiembros de la Comuna: pero lo cierto es quetampoco él es capaz de formular una idea precisa.El Comité de Artillería sigue haciéndose un tacocon sus cañones, no sabe a quién dar la razón, yniega frecuentemente piezas para las posicionesmás importantes.

Los delegados del congreso de Lyon vienen aofrecer su intervención. La antevíspera, Thiers loshabía despachado con cajas destempladas; ¿quépodían hacer ahora, después de la entrada de lastropas? Nada. El Comité de Salud Pública locomprende así y los recibe fríamente. En el Hótel-de-Ville son muchos los que creen en la victoria, ycasi se regocijan de la entrada de los versalleses,a los que se aplastará más fácilmente de estamanera.

Empiezan a surgir barricadas. La de la calle

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Rivoli, que protegerá al Hótel-de-Ville, se alza ala entrada del square Saint-Jacques, en la esquinade la calle Saint-Denis. Cincuenta obreros deloficio construyen la barricada, y algunos golfillosacarrean la tierra del square. Esta obra, de variosmetros de profundidad y seis de altura, con fosos,troneras, una avanzada, es tan sólida como la delreducto de Saint-Florentin, que tardó en hacersevarias semanas: fue terminada en pocas horas,ejemplo de lo que hubiera podido, para defender aParís, un esfuerzo inteligente, realizado a tiempo.En el distrito IX, las calles Auber, Chaussée-d'Antin, Cháteaudun, los cruces del barrio deMontmartre, de Notre-Dame-de-Lorette, de laTrinité, la calle Martyrs, levantan prontamente suadoquinado. Se atrincheran las principalesbocacalles: La Chapelle, Buttes-Chaumont,Belleville, Ménilmontant, La Roquette, la Bastilla,los bulevares Voltaire y Richard-Lermir, la plazaCháteau-d'Eau, los grandes bulevares, sobre todo apartir de la puerta de Saint-Denis: en la orillaizquierda, el bulevar Saint-Michel en toda sulongitud, el Panteón, la calle Saint-Jacques,

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Gobelins, y las principales avenidas del distritoXIII. Muchas de estas defensas no pasarán de unestado rudimentario.

El júbilo de Versalles.

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MIENTRAS París se yergue aprestándose para laúltima lucha, Versalles está loco de contento. LaAsamblea se ha reunido temprano. Thiers no haquerido dejar a ninguno de sus ministros la gloriade anunciar que en París se están matando. Suaparición en la tribuna es saludada frenéticamente.«¡La causa de la justicia, del orden, de lahumanidad, de la civilización, ha triunfado! —grita el hombrecillo—. Los generales que handirigido la entrada de las trepas en París songrandes hombres de guerra... La expiación va aser completa. Se llevará a cabo en nombre de lasleyes, por las leyes, con las leyes». La Cámaracomprende esta promesa de carnicería, y, pormedio de una votación unánime, derecha,izquierda, centro, clericales, republicanos ymonárquicos, decretan que el ejército versallés yel jefe del poder ejecutivo son beneméritos de lapatria.

Se levanta la sesión. Los diputados corren a «LaLanterne» de Diogene, a Chátillon, al monteValérien, a todas las alturas desde donde se puede,

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como desde un inmenso Coliseo, seguir sin peligrola degollina de París. Les acompaña la turbamultade los desocupados, y en este camino de Versalles,diputados, cortesanas, mujeres mundanas,periodistas, funcionarios, todos, encelados por lamisma histeria, ofrecen a los prusianos y a Franciaentera el espectáculo de una saturnal bizantina.

Por la mañana, Thiers había telegrafiado a JulesFavres: «Vuelvo de París, donde he visto terriblesespectáculos. Venga, amigo mío, a compartir misatisfacción». Pudo ver, en efecto, algunasejecuciones sumarias, lo que el vulgo llamamatanzas de prisioneros. Ese día empezaron, yprobablemente fue el cuartel Babylone el queinició la semana sangrienta. Dieciséis federados,apresados en la calle Bac, fueron fusilados en elpatio.

A partir de las ocho, el ejército no avanza, fueradel distrito VIII, en que rodea la barricada de laembajada inglesa por la parte de los jardines. Lalínea del barrio Saint-Germain resiste de firme,

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desde el Sena hasta la estación de Montparnasse,que cañonean los federados.

Cae la noche.

LA noche amortigua la fusilería; el cañoneocontinúa aún. Rojos fulgores se alzan de la calleRivoli. Está ardiendo el ministerio de Hacienda.Todo el día ha estado recibiendo parte de losobuses destinados a la terraza de las Tullerías, ylos papeles almacenados en sus guardillas se hanquemado. Los bomberos de la Comuna hanapagado, la primera vez, este incendio, quedificulta la defensa del reducto de Saint-Florentin:pero no tarda en prender de nuevo con mayoresbríos, inextinguibles.

Comienzan entonces las noches trágicas quehabrán de retumbar siete veces. El París de la

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revuelta está en pie. Algunos batallones bajanhasta el Hótel-de-Ville, con banda y bandera rojaal frente, doscientos hombres resueltos por cadabatallón. Otros se forman en las calles principales;los oficiales recorren los frentes, distribuyencartuchos; las cantineritas trotan, orgullosas decorrer los mismos peligros que los hombres. Laprimera impresión había sido terrible; la creenciageneral fue que las tropas estaban en el corazónmismo de París. La lentitud de su avance rehízo laesperanza; acudieron todos los combatientesdecididos. Se vio echarse el fusil al hombro amuchos de aquellos que habían señalado loserrores sin ser escuchados. Pero en estosmomentos no se trata de vanas recriminaciones.¿Deben desertar de su bandera los soldados por laineptitud de los jefes? El París del 71 alza contraVersalles la Revolución social entera. Hay queestar con él o en contra suya, cualesquiera quesean las equivocaciones cometidas; los mismosque no tienen ninguna ilusión respecto al desenlacede la lucha, quieren servir a su causa inmortal,despreciando la muerte.

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Las diez. Una tropa de federados, excitadísima,viene trayendo a Dombrowski. El general, al queha sido retirado el mando desde por la mañana, sehabía dirigido con sus oficiales a las vanguardiasde Saint-Ouen. Al ver que su papel se habíaacabado, quería atravesar a caballo, por la noche,las líneas prusianas y ganar la frontera. Uncomandante llamado Vaillant, que fue al díasiguiente fusilado por traidor, sublevó a sushombres contra el general. Conducido a presenciadel Comité de Salud Pública, exclama como lavíspera: «¡Dicen que he hecho traición!» Losmiembros del Comité le tranquilizaronafectuosamente. Dombrowski salió, fue a comercon sus oficiales, y al final de la comida, sin decirpalabra, estrechó la mano, uno por uno, a suscompañeros. Todos se dieron cuenta de que seharía matar.

Llegan al Hótel-de-Ville mensajeros de todos lospuntos donde se desarrolla la lucha. Un grannúmero de guardias y oficiales, encorvados sobrelas mesas, expiden órdenes y despachos. Los

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patios se llenan de furgones, de carros; loscaballos, enganchados al tiro, comen o duermen enlos rincones. Llegan municiones, e inmediatamentevuelven a salir. Por ninguna parte se ven muestrasde desaliento ni de inquietud; antes, por todoslados, una actividad casi alegre.

Las calles y los bulevares han recibido suiluminación reglamentaria, a no ser en los barriosinvadidos. A la entrada del barrio de Montmartre,la luz cesa bruscamente; se abre como un enormeagujero negro. Esta oscuridad está bordeada decentinelas federados que lanzan a intervalos sugrito: «¡Pasad de largo!» Más allá, un silenciolleno de amenazas. Estas sombras que se muevenen la noche cobran formas gigantescas; es como sicaminase uno a través de una pesadilla; los másvalientes se sienten transidos de espanto.

Las barricadas.

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HUBO noches más clamorosas, más surcadas decentellas, más grandiosas, cuando el incendio y elcañoneo envolvieron por completo a París;ninguna entró más hondo ni más lúgubremente enlas almas. La gente se busca en las tinieblas, hablabajo, cobra esperanza, se la da a los demás. En lasencrucijadas se consultan para estudiar lasposiciones; después, ¡al trabajo!, ¡adelante con elpico y los adoquines! Que se amontone la tierra; enella se amortiguarán los obuses. Que los colchonesarrojados desde las casas abriguen a loscombatientes; nadie ha de dormir ya desde ahora.Que las piedras, a que el odio sirve de argamasa,se aprieten unas contra otras, como pechos dehombre en el campo de batalla. ¡Los versalleseshan sorprendido a París sin defensa: que seencuentren mañana con Zaragoza y Moscú!

Requiérese el auxilio de todo el que pasa:«¡Vamos, ciudadano, a echar una mano a laRepública!» En la Bastilla y en los bulevares

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interiores se encuentran a veces hormigueros detrabajadores; unos cavan la tierra, otros acarreanpiedras. Los muchachos manejan picos y palas tangrandes como ellos. Las mujeres espolean a loshombres. Los sustituyen. La delicada mano de lasjóvenes levanta la dura azada, que cae con unruido seco, haciendo saltar chispas. Hace falla unahora para descortezar seriamente el suelo; habráque pasarse la noche trabajando.

En la plaza Blanche, escribía Maroteau en el«Salut Public» del día siguiente, «hay unabarricada perfectamente construida y defendidapor un batallón de mujeres, unas ciento veinte. Enel momento en que llego, se destaca una formanegra del umbral de una puerta cochera. Es unajoven con el gorro frigio derribado sobre unaoreja, el fusil en la mano, la cartuchera a losriñones: ¡Alto, ciudadano! ¡De aquí no pasanadie!» El martes por la noche, en la barricada delsquare de Saint-Jacques y del bulevar Sebastopol,varias mujeres del barrio de La Halle trabajarondurante mucho tiempo, llenando de tierra sacos y

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cestas de mimbre.

Ya no son los reductos tradicionales, de una alturade dos pisos. La barricada improvisada en lasjornadas de mayo se componen de unos cuantosadoquines y llega apenas a la altura de un hombre.Detrás, algunas veces, el cañón, o unaametralladora. En medio, sujeta entre dos piedras,la bandera roja; color de venganza. Grupos deveinte hombres, detrás de esos guiñapos defortificaciones, contuvieron el empuje deregimientos enteros.

Si la menor idea de conjunto hubiera dirigido esteesfuerzo, si Montmartre y el Panteón hubierancruzado sus fuegos, si el ejército versallés sehubiera encontrado con alguna explosiónhábilmente dirigida, hubiera vuelto espaldas másque a prisa. Pero los federados, faltos de direccióny de todo conocimiento de la guerra, no vieron másallá de sus barrios y de sus propias calles. Enlugar de doscientas barricadas estratégicas,solidarias, fáciles de defender con siete u ocho mil

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hombres, sembraron centenares de ellas,imposibles de guarnecer. El error generalconsistió en creer que el ataque vendría de frente,cuando los versalleses ejecutaron en todas partesmovimientos envolventes.

Por la noche, la línea versallesa se extiende desdela estación de Batignolles hasta el extremo delferrocarril del Oeste, en la orilla izquierda,pasando por la estación Saint-Lazare, el cuartel deLa Pepiniere, la embajada inglesa, el Palais del'Industrie, el Cuerpo Legislativo, la calleBourgogne, el bulevar de los Inválidos y laestación de Montparnasse.

Ante el invasor no hay más que unos embriones debarricadas. Con que rompa con un esfuerzo estalínea todavía tan débil, sorprenderá el centro,absolutamente desguarnecido. No se atreverán ahacerlo estos ciento treinta mil hombres. Jefes ysoldados tuvieron miedo de París. Creyeron quelas calles iban a entreabrirse, que las casas sederrumbarían sobre ellos. El mejor testimonio de

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esto es la fábula de los explosivos, de las minaspuestas en las alcantarillas, imaginada más tardepara justificar su indecisión. El lunes por la noche,dueños de varios distritos, temblaban todavía demiedo ante una sorpresa terrible. Necesitaron todala tranquilidad de la noche para darse cuenta de laextensión de su conquista y convencerse de que losComités de defensa no habían previsto nipreparado nada.

CAPÍTULO XXX

MARTES, 23. Torna de Montmartre. Las primerasmatanzas en bloque. Arde París. La última nochedel Hótel-de-Ville.

Los defensores de las barricadas duermen sobrelas piedras de éstas. Las avanzadas enemigasvigilan. En Batignolles, la guardia versallesa se

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apodera de un centinela. El federado grita contodas sus fuerzas: «¡Viva la Comuna!», y suscamaradas, advertidos, pueden ponerse en guardia.El centinela es fusilado inmediatamente.

A las dos de la mañana, La Cécilia, acompañadode Lefranoais, Vermorel y Johannard, miembros dela Comuna, y de los periodistas Alphonse Humberty Maroteau, lleva a Batignolles un refuerzo de cienhombres. A los reproches que Malon le dirige porhaber dejado al barrio sin auxilio todo el día,responde el general: «Es que no me obedecen».

Las tres. ¡En pie en las barricadas! ¡La Comuna noha muerto! El aire fresco de la mañana baña losrostros fatigados y da nuevo pábulo a la esperanza.El cañoneo enemigo saluda en toda la línea elnacimiento del día. Los artilleros de la Comunaresponden desde Montparnasse hasta los cerros deMontmartre, que parecen animarse un poco.

Ladmirault, punto menos que inmóvil la víspera,lanza sus hombres a lo largo de las fortificaciones,

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tomando por la espalda todas las puertas, desdeNeuilly a Saint-Ouen. A su derecha, Clinchantataca con el mismo movimiento las barricadas deBatignolles. La primera que cede es la calleCardinet: después, las calles Nollet, Truífaut, LaCondamine y la avenida baja de Clichy. De prontose abre la puerta de Saint-Ouen, y vomitaversalleses. Es la división Montaudon, que opera,desde la víspera, extramuros. Los prusianos le hancedido la zona neutra. Gracias a la ayuda deBismarck, Clinchant y Ladmirault van a aprisionarlos cerros por los dos flancos.

Próximo a ser sitiado en la alcaldía del distritoXVII, Malon ordena la retirada hacia Montmartre.Hacia allí se dirige también un destacamento deveinticinco mujeres que acaban de ofrecerse,capitaneadas por las ciudadanas Dimitrieff yLouise Michel. Malon y sus amigos puedenescapar por una salida.

Clinchant sigue su camino y acaba por tropezarcon la barricada de la plaza de Clichy. Para echar

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abajo estos adoquines amontonados de malamanera y detrás de los cuales luchan apenascincuenta hombres, hace falta el esfuerzocombinado de los versalleses de la calle Saint-Pétersbourg y el de los tiradores del colegio deChaptal. Los federados, como ya no tienen obuses,cargan sus cañones con piedras y asfalto; cuandose les ha agotado la pólvora, se repliegan hacia lacalle Carrieres. Ladmirault, dueño de la avenidaSaint-Ouen, rodea la barricada por el cementeriode Montmartre. Una veintena de guardias se niegana rendirse. Los versalleses los fusilan.

Más atrás, el cuartel de Epinettes lucha algúntiempo todavía. Poco a poco cesa toda resistencia,y, a eso de las nueve, Batignolles pertenece alejército.

El Hótel-de-Ville no sabe nada del avance de lastropas, cuando Vermorel va allí a buscarmuniciones para Montmartre. Vuelve atrás conalgunos furgones, y no consigue llegar al cerro,sitiado ya por los versalleses.

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Toma de Montmartre.

DUEÑOS de Batignolles, les basta alargar la manopara apoderarse de Montmartre. El cerro parecemuerto. Se ha extendido en él el pánico durante lanoche. Han ido aclarándose las filas de losbatallones, hasta que éstos se han desvanecido. Eljefe de la 18° legión, Mílliére , homónimo deldiputado, es incapaz de una iniciativa vigorosa.Individuos a quienes se vio horas más tarde en lasfilas del ejército, siembran noticias falsas,detienen a cada instante a jefes civiles o militares,so pretexto de que son traidores. No más que uncentenar de hombres guarnece la vertiente norte.Durante la noche han empezado a construirse, sinningún entusiasmo, algunas barricadas; únicamentelas mujeres dieron pruebas de ardor.

Cluseret se ha evaporado, como de costumbre. A

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pesar de sus despachos y de las promesas delHótel-de-Ville. La Cécilia no ha recibidorefuerzos ni municiones. A las nueve ya no se oyeel cañón del cerro. Los artilleros se han ido. Losfugitivos de Batignolles, que llegan a las diez, notraen consigo más que el pánico. Puedenpresentarse los versalleses: no hay arriba dedoscientos combatientes para recibirlos.

MacMahon, a todo esto, no se atreve a intentar elasalto más que con sus mejores tropas; tan temiblees la fama de Montmartre. Dos nutridosdestacamentos lo asaltan por las calles Lepic yMarcadet y por la calzada Cignancourt. De vez encuando salen disparos de alguna casa.Inmediatamente se detienen las columnas ycomienza el cerco en regla. Estos millares dehombres que rodean totalmente a Montmartre,secundados por la artillería instalada en elterraplén del reducto, tardan tres horas en tomarunos posiciones defendidas sin método alguno porunas cuantas docenas de tiradores.

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A las once, los versalleses toman el cementerio.En las inmediaciones de éste hay algunos tiroteos.Los escasos combatientes que se obstinan en hacerfrente a los asaltantes caen muertos o se repliegan,desalentados por el aislamiento en que se ven. Losversalleses escalan el cerro por todas las laderas,se instalan a mediodía en el Moulin de la Galette,bajan a la alcaldía, a la plaza Saint-Pierre yocupan sin la menor resistencia todo el distritoXVIII.

Así fue abandonada, sin lucha, sin una protesta dedesesperación siquiera, esta altura inexpugnabledesde donde unos centenares de hombres resueltoshubieran podido tener en jaque a todo el ejércitode Versalles y obligar a la Asamblea a unatransacción. Por dos veces, en este siglo, estebastión defraudó las esperanzas de París.

Matanzas en masa.

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APENAS instalado en Montmartre, el estadomayor versallés dio comienzo a los holocaustosofrecidos a los manes de Lecomte y de ClémentThomas. Cuarenta y dos hombres, tres mujeres ycuatro niños, cogidos al azar, son conducidos alnúmero 6 de la calle Rosiers, obligados a doblarlas rodillas, con la cabeza descubierta, ante elmuro al pie del cual fueron ejecutados losgenerales el 18 de marzo. Después de esto, losmatan. Una mujer que tiene a su hijo en brazos seniega a arrodillarse, grita a sus compañeros:«¡Haced ver a estos miserables que sabéis moriren pie!»

Esos sacrificios continuaron en los días siguientes.Cada hornada de prisioneros se estacionabaprimero ante el muro acribillado a balazos. Se lesfusilaba en seguida a dos pasos de allí, en la faldadel cerro que domina el camino de Saint-Denis.

Batignolles y Montmartre vieron las primeras

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matanzas en masa. Junio del 48 había tenido susfusilamientos sumarios de insurrectos apresadosen las barricadas. Mayo del 71 conoció lascarnicerías al antojo del soldado. El martes,mucho antes de los incendios, los versallesesfusilaban a todo el que encontraban en el squareBatignolles, en la plaza del Hótel-de-Ville, en lapuerta de Clichy. El parque Monceau es elprincipal matadero del distrito XVIII. EnMontmartre, la matanza se centraliza en el cerro,en el Elíseo —cada uno de cuyos escalones estáhecho de cadáveres—, y en los bulevaresexteriores.

A dos pasos de Montmartre se ignora la catástrofe.En la plaza Blanche, la barricada de las mujeres sesostiene algún tiempo contra los soldados deClinchant. En seguida se repliegan a la barricadade Pigalle, que cae a eso de las dos. Su jefe esconducido a presencia de un comandanteversallés: «¿Quién eres?, le dice. —Lévéque,albañil, miembro del Comité Central—. ¡Ah, conque son los albañiles los que quieren mandar

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ahora?», responde el versallés, disparándole elrevólver en plena cara.

La orilla izquierda.

LA resistencia es más afortunada en la otra orilladel Sena. Varlin contiene a los versalleses en laencrucijada de la Croix-Rouge, que será célebreen la defensa de París. Las calles que desembocanen este punto han sido atrincheradas, y esta plazade armas no será abandonada hasta que el incendioy los obuses hayan hecho de ella un montón deruinas. En las orillas del río, en las callesUniversité, Saint-Dominique y Grenelle, losbatallones 67, 135, 138 y 147, sostenidos por losEnfants perdus y los Tirailleux, resistenobstinadamente. En la calle Rennes y en losbulevares vecinos se obstinan en vano losversalleses. La calle Vavin, donde la resistencia

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es maravillosa, retrasará por espacio de dos díasla invasión del Luxembourg.

Estamos menos seguros en la extrema izquierda.Los versalleses han sitiado desde la mañana elcementerio de Montparnasse, defendido por unpuñado de hombres. Cerca del restauranteRichefeu, los federados han dejado acercarse alenemigo, descubriendo a bocajarro lasametralladoras. Es inútil. Los versalleses,numerosísimos, se apoderan de los federados.Desde aquí, rasando las fortificaciones del distritoXIV, llegan a la plaza Saint-Pierre. Lasfortificaciones de la avenida de Italia y de lacarretera de Chátillon, preparadas con muchaanterioridad —siempre contra las fortificaciones— son tomadas por la espalda, por la calzada delMaine; la defensa de la encrucijada de Quatre-Chemins se concentra en torno a la iglesia. Desdelo alto del campanario, una docena de federadosde Montrouge apoyan la barricada que corta en susdos tercios la calzada del Maine. Treinta hombresla defienden por espacio de varias horas. Se les

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acaban los cartuchos, y la bandera tricolor esizada en la alcaldía a la misma hora en que dominael cerro de Montmartre. A partir de ese momentoestá expedito el camino hasta la plaza Enfer. Hastaallí llegan los versalleses, después de habersufrido el fuego del Observatoire, donde se hanagrupado algunos federados.

Más allá de estas líneas, ya franqueadas, se alzanotras defensas, gracias a Wroblevski. La víspera,al recibir la orden de evacuar los fuertes,respondió: «¿Es un error o una traición? De ningúnmodo los evacuaré». Tomado Montmartre, elgeneral fue a pedir a Delescluze que llevase lalucha a la orilla izquierda. El Sena, los fuertes, elPanteón, la Bievre, formaban, a su juicio, unreducto seguro, quedando el campo libre para laretirada. Su concepción hubiera sido acertadatratándose de tropas regulares; pero no se desplazamilitarmente el corazón de una insurrección, y losfederados se obstinaban cada vez más enconservar sus barrios.

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Wroblevski se volvió a su cuartel general, reunió alos comandantes de los fuertes, prescribió lasdisposiciones para la defensa, y volvió a tomar elmando de la orilla izquierda, que le concedían losdecretos anteriores. Cuando envió órdenes alPanteón, le contestaron que allí quien mandaba eraLisbonne. Wroblevski, sin desalentarse, puso enestado de defensa el radio que le quedaba. Instalóen Butte-aux-Cailles —posición dominan tesituada entre el Panteón y los fuertes— una bateríade ocho piezas y dos de a cuatro, fortificó losbulevares Italic, Hópital, Gare, estableció sucuartel general en la alcaldía de Gobelins, y susreservas en la plaza Italic, en la plazaJeanned'Arc, y en Bercy.

En el otro extremo de París, los distritos XIX yXX preparaban su defensa. El esforzadoPassedouet ha sustituido a Du Bisson, que aún seatrevía a presentarse como jefe de legión de LaVillette. Se atrincheran la calle ancha de LaChapelle, detrás del ferrocarril de Estrasburgo, lascalles Aubervilliers. Flandre, y el canal, hasta

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formar cinco líneas de defensa protegidas en losflancos por los bulevares y las fortificaciones;montan un cañón en la calle Riquet, en la fábricade gas. Arrástranse a brazo algunas piezas de sitiohasta el cerro de Chaumont: otras, hasta la callePuebla. Sube otra batería al Pére-Lachaise, ycubre a París con su estruendo.

Un París desierto y mudo. Como la víspera, losalmacenes están cerrados. Las calles, blancas desol, se extienden desiertas y amenazadoras. Lasestafetas a rienda suelta, los galopes de laartillería que se desplaza, los combatientes enmarcha, son los únicos que interrumpen la soledad.Agudos gritos atraviesan el silencio: ¡Abrid lascontraventanas, levantad las persianas! Por encimade las ventanas falsas se pone una señal, despuésde comprobada la ausencia. Dos periódicos,«Tribun du Peuple» y «Salut Public», han salido, apesar de los obuses versalleses que caen sobre laimprenta de la calle Aboukir.

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Proclamas.

EN el Hótel-de-Ville, algunos hombres hacen loque pueden para atender a las necesidades delmomento. Ante todo hay que alimentar a loscombatientes. El Comité envía a buscar 500.000francos al Banco, que se apresura a darlos;millones daría. Un decreto autoriza a los jefes debarricada a requisar los víveres y útilesnecesarios. Otro condena al incendio a toda casadesde la que se dispare contra los federados. ElComité de Salud Pública fija un llamamiento «alos soldados del ejército de Versalles»: »Elpueblo de París no creerá nunca que podáisdirigir vuestras armas contra él cuando su pechotoque a los vuestros; vuestras manosretrocederán ante un acto que sería un verdaderofratricidio.

Sois proletarios como nosotros... Lo que hicisteis

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el 18 de marzo volveréis a hacerlo... Venid anosotros, hermanos; venid a nosotros, nuestrosbrazos están abiertos».

El Comité Central, por su parte: «Somos padres defamilia. Vosotros lo seréis un día. Si hoydisparáis contra el pueblo, vuestros lujos osmaldecirán como nosotros maldecimos a lossoldados que desgarraron las entrañas delpueblo en junio de 1848 y en diciembre de 1851.Hace dos meses, vuestros hermanos fraternizaroncon el pueblo; ¡imitadlos!«Pueril ilusión, aunqueharto generosa. En este respecto, el pueblo deParís pensaba como sus mandatarios. A pesar delos furores de la Asamblea, de los fusilamientosde heridos, de los tratamientos infligidos a losprisioneros desde hacía seis semanas, lostrabajadores no querían admitir que unos hijos delpueblo pudiesen «desgarrar las entrañas» de esteParís que combatía por libertarlos.

A las tres, Bonvalet y otros de la Liga de losDerechos de París se presentan en el Hótel-de-

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Ville, donde les reciben los miembros de laComuna y del Comité de Salud pública. Se quejan,gimoteando, de esta lucha, proponen intercedercomo lo hicieron tan felizmente durante el sitio, yllevar a Thiers la expresión de su dolor. Además,se ponen a disposición del Hótel-de-Ville.«¡Perfectamente! —les responden—. Cojanustedes un fusil, y ¡a las barricadas!» Ante esteargumento directo, la Liga se repliega hacia elComité Central, que tiene el candor de darle oídos.

¡Se trata nada menos que de entablarnegociaciones en plena batalla! Los versalleses,prosiguiendo sus éxitos de Montmartre, van enesos momentos al bulevar Omano y a la estacióndel Norte. A las dos, las barricadas de la calzadade Cignancourt son abandonadas. En la calleMyrrha, Dombrowski cae muerto al lado deVermorel. Por la mañana le había dichoDelescluze que hiciese lo que pudiera por la partede Montmartre. Sin esperanzas, sin soldados,sospechoso desde la entrada de los versalleses, aDombrowski sólo le queda morir. Expira, dos

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horas más tarde, en el hospital Lariboisiére. Sucuerpo es llevado al Hótel-de-Ville: lasbarricadas por donde pasa presentan armas.

Clinchant, libre por la izquierda, apunta al distritoIX. Una columna baja por las calles Fontaine-Saint-Georges y Notre-Dame-de-Lorette, y hace unalto forzoso en el cruce. La otra cañonea alcolegio Rollin, antes de embocar por la calleTrudaine, donde habrá de verse detenida hasta lanoche.

Más al centro, en el bulevar Haussmann, Douaiacosa la barricada de los almacenes Printemps.Desaloja a cañonazos a los federados de la iglesiade la Trinité, monta en el pórtico cinco piezascontra la importante barricada que cierra lacalzada de Antin, a la entrada del bulevar. Undestacamento entra por las calles Cháteaudun yLafayette. En el cruce de Montmartre, unabarricada de un metro de alto, defendida por diezhombres, lo detiene hasta que llega la noche.

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La derecha de Douai sigue siendo impotente contrala calle Royale. Desde hace dos días, Brunelsostiene en este lugar una lucha que sólo tendrá parcon las de Butte-aux-Cailles, la Bastilla yCháteaud'Eau. Los obuses acribillan el bulevarMalesherbes. La principal barricada que corta alsesgo la calle es dominada por las casas de laizquierda, desde las cuales diezman a losfederados los versalleses. Brunel, que se daperfecta cuenta de la importancia del puesto que leha sido encomendado, da orden de pegar fuego alas mortíferas casas. Un federado que le haobedecido recibe una bala en un ojo y viene amorir cerca de su jefe, diciendo: «Pago con lavida la orden que me ha dado usted. ¡Viva laComuna!» Las casas comprendidas entre elnúmero 13 y el barrio de Saint-Honoré son pastode las llamas. Con esto se detuvieron losversalleses.

A la izquierda de Brunel, la terraza de lasTullerías, denodadamente ocupada desde el díaantes, secunda su resistencia. Sesenta piezas de

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artillería montadas en Quai d'Orsay, en Passy, enel Campo de Marte, en la barrera de l'Etoile,hacen converger sus fuegos sobre esta terraza ysobre la barricada de Saint-Florentin. Una docenade piezas federadas hacen frente al diluvio. Laplaza de la Concordia, cogida en medio de estosfuegos cruzados, se llena de restos de fuentes, defarolas, de estatuas. La de Lille queda decapitada;la de Strasbourg, acribillada por los proyectiles.

En la orilla izquierda, los versalleses avanzancasa a casa. Los habitantes del barrio los apoyan ydisparan sobre los federados, parapetados detrásde sus persianas. Los federados, a su vez, fuerzane incendian las casas traidoras. Los obusesversalleses comenzaron el incendio; el resto delbarrio no tardó en ser pasto de las llamas. Lastropas siguen ganando terreno, ocupan elministerio de la Guerra, la dirección deTelégrafos, llegan al cuartel de Bellechasse y a lacalle Université. Sus obuses destrozan lasbarricadas del muelle y de la calle Bac. Albatallón federado que ocupa desde hace dos días

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la Legión de Honor no le queda más retiradaposible que acogerse a los muelles. A las cincoevacúa esta capilla, después de haberlaincendiado.

A las seis sucumbe la barricada de la calzada deAntin. El enemigo, avanzando por las calleslaterales, ha ocupado la nueva Opera, enteramentedesguarnecida. Desde lo alto de los tejados, losfusileros de marina han dominado la barricada. Enlugar de imitarles, de ocupar las casas, losfederados, allí como en todas partes, seempeñaron en atrincherarse detrás de losadoquines.

A las ocho cede la barricada de la calleNeuvedes-Capucines, en la desembocadura delbulevar, bajo el fuego de las cuatro piezasinstaladas en la calle Caumartin: los versallesesestán llegando a la plaza Vendóme, que defiendetodavía el coronel Spinoy.

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Balance de la jornada.

EL ejército ha hecho decisivos progresos en todoslos puntos. La línea versallesa, que parte de laestación del Norte, sigue por las callesRochechouart, Cadet, Drouot, cuya alcaldía estátomada, por el bulevar Italiens, irrumpe en la plazaVendóme y en la de la Concordia, da un rodeo porla calle Bac, para llegar a la Abbaye-au-Bois, albulevar Enfer, y acaba en el bastión 81. La plazade la Concordia y la calle Royale, rodeadas por elflanco, avanzan como un cabo en medio de lasrompientes. Ladmirault hace frente a La Villette; asu derecha, Clinchant ocupa el distrito IX; Douaise presenta en la plaza Vendóme; Vinoy se da lamano con Cissey, que opera en la orilla izquierda.En este momento, los federados ocupan apenas lamitad de París.

El resto pertenece a la matanza. Todavía se lucha

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en el extremo de una calle, cuando ya es entregadaal saqueo la parte conquistada. Desgraciado delque posea un arma, un uniforme o esos zapatonesque tantos parisienses calzan desde el sitio;desgraciado del que se azore; desgraciado del quesea denunciado por un enemigo político opersonal. Se lo llevan. Cada cuerpo tiene suverdugo en jefe, el preboste, instalado en el cuartelgeneral; para apresurar la labor hay prebostessuplementarios en las calles. Allí llevan a lavíctima, que es fusilada inmediatamente. El furordel soldado, guiado por los hombres de orden quesalen a luz en cuanto ha sido ocupado cada barrio,sirve a los odios, liquida las deudas. El robo siguea la matanza. Las tiendas de los comerciantes quehan servicio a la Comuna o que son acusados deello por sus competidores, son saqueadas. Lossoldados destrozan los muelles, se llevan losobjetos preciosos. Alhajas, vinos, licores,comestibles, ropa blanca, artículos de perfumería,todo desaparece en sus mochilas.

Cuando Thiers se enteró de la caída de

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Montmartre, creyó terminada la batalla, y así lotelegrafió a los prefectos. Desde hacía seissemanas no se cansaba de decir que los insurrectoshuirían una vez franqueadas las fortificaciones;pero París, contra todas las costumbres de loshombres de Sedan, de Metz y de la Defensa, sedefendía calle por calle y ardía antes que rendirse.

Con la noche se alza un resplandor cegador. Ardenlas Tullerías, la Legión de Honor, el Consejo deEstado, el Tribunal de Cuentas. Formidablesdetonaciones parten del palacio de los reyes,donde se derrumban los muros, se desploman lasvastas cúpulas. Las llamas, perezosas unas veces,otras veloces como dardos, surgen de cienventanas. El rojo torrente del Sena refleja losmonumentos y duplica el incendio. Atizadas por unsoplo del este, las llamas irritadas se alzan contraVersalles y dicen al vencedor de París que ya noencontrará allí su sitio, y que estos monumentosmonárquicos no volverán a dar albergue a ningunamonarquía. La calle Bac, la calle Lille, la Croix-Rouge lanzan al aire luminosas columnas. De la

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calle Royale a Saínt-Sulpice, todo es un muro defuego que el Sena cruza. Torbellinos de humoocultan todo el oeste de París, y las espiralesinflamadas que se alzan de las hogueras vuelven acaer como lluvia de centellas sobre los barriosvecinos.

Ultima noche del Hótel-de-Ville.

LAS once. — El Hótel-de-Ville. Los centinelas,colocados en puestos muy avanzados, atajan todasorpresa. De vez en cuando, una luz agujerea laoscuridad. En varias barricadas hay antorchas yfuegos de vivaques. La del square Saint-Jacques,frente al bulevar de Sebastopol, reforzada conárboles abatidos cuyas ramas agita el viento, hablay se agita en la temible oscuridad.

La fachada de la Casa Común palidece con un

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reflejo de llamas lejanas. Las estatuas, que losreflejos cambian de lugar, se mueven en su marco.El barullo ensordece los patios interiores. Lascarretas, los ómnibus cargados de municiones, setrasladan a la alcaldía del distrito XI. Ruedanestrepitosamente bajo las estrechas bóvedas.Llegan heridos. La vida y la muerte, el estertor y larisa de la lucha chocan entre sí en las escaleras.

Los pasillos inferiores están repletos de guardiasnacionales envueltos en sus mantas. Los heridosgimen y lloran por un poco de agua: de lascamillas arrimadas a los muros gotean regueros desangre. Traen a un comandante que ya no tiene fazhumana; una bala le ha agujereado la mejilla, le haarrancado los labios, le ha saltado los dientes.Incapaz de articular un sonido, este valiente agitauna bandera roja, para intimar a los que descansana que vayan a sustituirle en el combate.

En la sala de Valentine Haussmann, Dombrowskiestá tendido en un lecho de raso azul. Una bujíadeja caer su media luz sobre el heroico soldado.

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El rostro, de una palidez de nieve, está tranquilo;tiene una nariz de fino trazo, la boca es delicada;su barbita rubia se alza en punta. Dos edecanes,sentados en los rincones oscuros, le velan ensilencio. Otro esboza a toda prisa los últimosrasgos de su general.

En la doble escalera de mármol que conduce a losdepartamentos oficiales hay un continuo ir y venirde guardias nacionales. Los centinelas se las ven ydesean para impedir que la gente llene el gabinetedel delegado. Delescluze firma órdenes, pálido,mudo como un espectro. Las congojas de estosúltimos días le han sorbido lo que le quedaba devida. Su voz ya no es más que un soplo ronco.Sólo la mirada y el corazón viven aún.

Dos o tres oficiales dotados de sangre fríaredactan órdenes, sellan, expiden despachos. Unsinnúmero de oficiales y guardias rodean la mesa.Ningún discurso; algunas conversaciones porgrupos. Si ha palidecido la esperanza, laresolución no ha disminuido.

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¿Quiénes son esos oficiales que se han despojadode su uniforme, esos miembros de la Comuna, esosfuncionarios que se han afeitado la barba? ¿Quévienen a hacer aquí, entre los valientes? Ranvier,que encuentra disfrazados de esta suerte a dos desus colegas de los más empenachados durante elsitio, los amenaza con hacerlos fusilar si no se vaninmediatamente a sus distritos.

No estaría de más un buen escarmiento. Ladisciplina decae de hora en hora. El ComitéCentral, que se cree investido del poder por laabdicación del Consejo, ha lanzado un manifiestoen que pone condiciones: disolución de laAsamblea y de la Comuna; el ejército saldrá deParís; el gobierno será provisionalmente confiadoa los delegados de las grandes ciudades, que haránelegir una Constituyente; amnistía recíproca. —Unultimátum de vencedor. Este sueño fue pegado enalgunas paredes, y vino a añadir un nuevotrastorno a la resistencia.

De vez en cuando se alza algún clamoreo en la

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plaza; están fusilando a un espía contra labarricada de la avenida Victoria. Algunos, llenosde audacia, entran en los consejos más íntimos.Esa noche, en el Hótel-de-Ville, que ha enviado aBergeret autorización verbal para incendiar lasTullerías, se presenta un individuo reclamando esaorden por escrito. Aún está hablando cuando entrael propio Bergeret. «¿Quién le ha enviado a usted?—dice al personaje». —«Bergeret». —«¿Dónde leha visto usted?» —«Ahí al lado, hace un instante».

Chaudey, fusilado.

ESA misma noche, hacia las dos, Raoul Rigault,sin más órdenes que su voluntad y sin consultar aninguno de sus colegas, se encaminó a la prisiónde Salute-Pelagie, dirigida por el hermano deRanvier, víctima de una exaltación febril y que seahorcó de allí a dos días. Raoul Rigault pretendió

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haber recibido órdenes, hizo que le trajesen aChaudey y le comunicó que iba a morir. Chaudeyno podía creerlo; recordó su pasado republicano,socialista. Rigault le echó en cara el fuego defusilería del 22 de enero. Chaudey juró que él erainocente En aquel momento, sin embargo, era laúnica autoridad del Hótel-de-Ville. Sus protestasse estrellaron contra la resolución tomada hacíatiempo por Rigault, que se acordaba de su amigoSapia, muerto a su lado. Conducido al camino deronda, Chaudey fue pasado por las armas, en uniónde tres gendarmes apresados el 18 de marzo.Después del 31 de octubre, Chaudey había dicho aFevré y a unos partidarios de la Comuna quepedían la libertad de Louise Michel y de susamigos: «Los más fuertes fusilarán a los otros».Quizá fuese esta misma frase lo que le mató.

CAPÍTULO XXXI

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MIÉRCOLES, 24. Los miembros de la Comunaevacúan el Hótel-de-Ville. Toma del Panteón. Losversalleses fusilan a los parisienses en masa. Losfederados fusilan a seis rehenes. La noche delcañón.

Nuestros valientes soldados se conducen de unmodo digno de la más alta estima, de la máximaadmiración del extranjero.

Thiers a la Asamblea Nacional, 24 de mayo de1871.

La dificultad social está resuelta o en vías desolución.

«Le Siécle», 21 de mayo.

Los defensores de las barricadas, sin refuerzos yay sin municiones, se quedan, además, sin víveres,exclusivamente abandonados a los recursos delbarrio. Muchos de ellos, extenuados, van en buscade algún alimento. Sus camaradas, viendo que novuelven, se desesperan; los jefes de las barricadas

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se esfuerzan por contenerlos.

A las nueve de la noche recibió Brunel orden deevacuar la calle Royale. Insiste en sostenerse enella. A media noche, el Comité Central le reiterala orden de replegarse. Forzado a abandonar elpuesto que tan bien ha defendido durante dos días,Brunel evacúa primero sus heridos, después suscañones, por la calle Saint-Florentin. Siguen losfederados; a la altura de la calle Castiglione sonasaltados por un tiroteo.

Los versalleses, dueños de la calle Paix y de lacalle Neuvedes-Capucines, habían invadido laplaza Vendóme, completamente desierta, y, por elhotel del Rhin, habían rodeado la barricada de lacalle Castiglione. Los federados de Brunelabandonan la calle Rivoli, fuerzan las rejas deljardín de las Tullerías, siguen adelante por losmuelles, y así llegan al Hótel-de-Ville, El enemigono se atrevió a perseguirlos, y únicamente alamanecer ocupó el ministerio de Marina,abandonado desde hacía tiempo.

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El cañón enmudece durante el resto de la noche. ElHótel-de-Ville ha perdido su animación. Losfederados duermen; en las oficinas, los miembrosde los comités y los oficiales se toman algunosminutos de descanso. A las tres, un oficial deestado mayor llega de Notre Dame, ocupada porun destacamento de federados que han hecho unahoguera con las sillas y los bancos. Viene a deciral Comité de Salud Pública que el Hotel-Dieucontiene ochocientos enfermos, a quienesseguramente alcanzaría un incendio; el Comité daorden de evacuar la catedral, con objeto de evitarque pueda pasarles nada a aquellos desgraciados:en los días siguientes, ningún obús federado cayóen Notre Dame.

El sol sustituye la luz de los incendios. El díaradiante nace sin un rayo de esperanza para laComuna. París no tiene ya ala derecha. Su centroestá roto. La ofensiva es imposible. Ya no lucha;lo que hace es debatirse.

Los versalleses aprietan de firme, desde muy

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temprano, por todas partes; en el Louvre, en elPalais-Royal, en el Banco, en la Caja deDescuentos, en el square Montholon, en el bulevarOrnano, en la línea del ferrocarril del Norte. A lascuatro cañonean el Palais-Royal, que losfederados cercan con su tiroteo. Sobre las sieteestán en el Banco, en la plaza de la Bolsa, y bajanhacia Saint-Eustache, donde la resistencia es muyviva. También aquí los niños ayudan a loshombres. Cuando los federados fueron rodeados ymuertos allí mismo, esos niños tuvieron el honorde no ser exceptuados.

En la orilla izquierda, las tropas suben congrandes trabajos por los muelles y por toda laparte del distrito VI que bordea el Sena. En elcentro, la barricada de Croix-Rouge ha sidoevacuada durante la noche, como la de la calleRennes, que han defendido treinta hombres porespacio de dos días. Los versalleses pueden entrarpor las calles Assas y Notre-Dame-des-Champs.Por la extrema derecha llegan a Val-de-Gráce yavanzan contra el Panteón.

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Evacuación del Hótel-de-Ville.

A las ocho, una quincena de miembros de laComuna, reunidos en el Hótel-de-Ville, decidendesalojar éste. Sólo dos de ellos protestan. Eltercer distrito, cortado por calles estrechas, bienatrincheradas, cubre perfectamente el flanco delHótel-de-Ville, que desafía todo ataque de frente ydel lado de los muelles. En estas condiciones dedefensa, replegarse es tanto como huir, despojar alComité de Salud Pública de la poca autoridad quele queda. Pero, como la antevíspera, nadie sabeponer en orden dos ideas. Se teme todo porque nose sabe ver nada. El comandante del Palais-Royalha recibido ya orden de evacuar el edificiodespués de prenderle fuego. Protestó, declaró queaún podía sostenerse. Le reiteran la orden. Tal esel azoramiento, que un miembro por pone laretirada a Belleville. Tanto valdría abandonar

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inmediatamente Cháteau-d'Eau y la Bastilla. Comode costumbre, están dejando pasar el tiempo enbalde. El gobernador del Hótel-de-Ville, Pindy,pasea de un lado para otro, impacientado por estascharlas.

Hacia las diez se alzan llamas de la torre. Unahora después, el Hótel-de-Ville es un brasero. Lavieja casa, testigo de tantos perjurios, la casa enque el pueblo instaló tantas veces los mismospoderes que le ametrallaron, cruje y se viene abajocon su verdadero dueño. Al estruendo de lospabellones que se derrumban, de las bóvedas ychimeneas que se desploman, de las sordasdetonaciones y del retumbar de las explosiones, semezcla la seca voz de los cañones de la barricadade Saint-Jacques, que domina la calle Rivoli.

El departamento de Guerra y los servicios seencaminan por los muelles hacia la alcaldía delXI. Delescluze ha protestado contra el abandonodel Hótel-de-Ville, y predice que esa retiradadesalentará a muchos combatientes.

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Al día siguiente fue desalojada la Imprentanacional, en que apareció por última vez el día 24el Journal officiel de la Comuna. Como todoofficiel que se respete, está retrasado en un día.Contiene las proclamas de la antevíspera y algunosdetalles sobre la batalla, que no van más allá delmartes por la mañana.

Beaufort, fusilado.

EL abandono del Hótel-de-Ville parte en dos ladefensa, aumenta la dificultad de lascomunicaciones. Los oficiales de estado mayorque no han desaparecido llegan con grandesdificultades al nuevo cuartel general. Sondetenidos en las barricadas, obligados a acarrearadoquines. Si enseñan sus despachos, invocando laurgencia, se les responde: «¡Hoy ya no haygalones!» La cólera que inspiran desde hace

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tiempo estalla esa misma mañana. En la calleSedaine, cerca de la plaza Voltaire, un jovenoficial del estado mayor general, el conde deBeaufort, es reconocido por dos guardias delbatallón 166, a los que amenazó días antes en elministerio de la Guerra. Detenido por violación dela consigna, Beaufort había anunciado que iba ahacer una limpia en el batallón, y éste perdiósesenta hombres la víspera, cerca de la Madeleine.Detenido y llevado a presencia de un consejo deguerra que se instala no lejos de la alcaldía, en unatienda del bulevar Voltaire, Beaufort presenta suhoja de servicios en Neuilly, en Issy, y talescertificados, que se retira la acusación contra él.Sin embargo, los jefes deciden que preste serviciocomo simple guardia en el batallón. Algunos delos presentes intervienen en favor suyo y hacen quese le nombre capitán. Sale triunfante. La multitud,que no conocía sus explicaciones, protesta al verleen libertad; un guardia se abalanza sobre él.Beaufort comete la imprudencia de sacar surevólver. Inmediatamente le echan mano y loarrastran de nuevo a la tienda. El jefe del estado

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mayor no se atreve a acudir en auxilio de suoficial. Acude Delescluze, pide una prórroga, diceque Beaufort será juzgado. La gente no quiere oírnada. No hay más remedio que ceder, para evitaruna lucha espantosa. Beaufort, conducido a unterreno situado a espaldas de la alcaldía, espasado por las armas. Probablemente, como másadelante se verá, estaba complicado en lasconspiraciones.67

Funerales de Dombrowski.

A dos pasos de allí, en el Pére-Lachaise, el cuerpode Dombrowski recibe los últimos honores. Lohabían transportado al cementerio durante lanoche, y en el trayecto, en la Bastilla, se produjouna conmovedora escena. Los federados de estasbarricadas detuvieron el cortejo y colocaron elcuerpo al pie de la columna de Julio. Varios

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hombres, con antorchas en la mano, formaron entorno suyo una capilla ardiente, y los federadosvinieron uno tras otro a depositar un beso en lafrente del general. Durante el desfile batían lostambores en los campos. El cuerpo, envuelto enuna bandera roja, es confiado ahora al ataúd.Vermorel, el hermano del general, sus oficiales ydoscientos guardias aproximadamente, están en piecon la cabeza descubierta: «¡Vedle —exclamoVermorel—, el que acusaban de traición! Ha sidouno de los primeros que ha dado su vida por laComuna. ¿Y nosotros, qué hacemos en lugar deimitarle?» Continúa fustigando las cobardías y lospánicos. Su palabra, embrollada de ordinario,fluye, caldeada por la pasión, como un arroyo demetal fundido: «¡Juremos no salir de aquí más quepara morir!» Esta fue su última palabra; y lacumplió. Los cañones, a dos pasos, cubrían su vozél intervalos. Hubo muy pocos de aquelloshombres que no lloraran.

¡Dichosos los que tuvieron tales funerales!¡Dichosos los que sean enterrados en la batalla,

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saludados por sus camaradas, llorados por susamigos!

El agente Veysset, fusilado.

EN ese mismo momento estaban pasando por lasarmas a Veysset, el agente versallés que se habíajactado de que corrompería a Dombrowski. Haciaeso de mediodía, los versalleses, intensificandovigorosamente su ataque en la orilla izquierda, sehabían apoderado de la Escuela de Bellas Artes,del Instituto y de la Casa de la Moneda. A punto deser cercado en la isla de Notre Dame, Fevré dioorden de evacuar la prefectura de policía ydestruirla. Se puso previamente en libertad a loscuatrocientos cincuenta detenidos, acusados dedelitos poco graves. Sólo se retuvo prisionero a undetenido, Vaysset, a quien Hutzinger, su asociado,se había decidido a entregar la antevíspera. Se le

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fusiló en el Pont-Neuf, ante la estatua de EnriqueIV. En el momento de morir dijo estas extrañaspalabras: «Responderéis de mi muerte ante elconde de Fabrice».

Los versalleses, desdeñando la prefectura, entranpor la calle Taranne y por las inmediatas. Porespacio de dos horas se ven forzados a detenerseante la barricada de la plaza de L'Abbaye, que losreaccionarios del barrio ayudan a rodear. Sonfusilados dieciocho federados. Más a la derecha,las tropas penetran en la plaza Saínt-Sulpice,donde ocupan la alcaldía del VI. Desde allí entran,por un lado, en la calle Saínt-Sulpice; del otro, porla calle Vaugirard, en el jardín del Luxembourg,Después de dos días de lucha, los federados de lacalle Vavin se repliegan, volando, en su retirada,el polvorín del jardín del Luxembourg. Laexplosión suspende por un momento el combate. Elpalacio no está defendido. Algunos soldadosatraviesan el jardín, rompen las rejas que dan a lacalle Soufflot, atraviesan el bulevar y sorprendenla primera barricada de esta calle.

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Toma del Panteón.

TRES barricadas se escalonan ante el Panteón. Laprimera, a la entrada de la calle Soufflot; éstaacaba de ser tomada. La segunda, en medio; latercera va de la alcaldía del V a la Escuela deDerecho. Varlin y Lisbonne, apenas escapados dela Croix-Rouge y de la calle Vavin, vuelven otravez al encuentro del enemigo. Desgraciadamente,los federados no quieren ningún jefe, seinmovilizan en la defensiva y, en lugar de atacar alpuñado de soldados que se han aventurado hasta laentrada de la calle Soufflot, dan tiempo a que sepresente toda la tropa.

Llega al bulevar Saint-Michel el grueso de losversalleses por las calles Racine y de la Escuelade Medicina, que las mujeres han defendido.Como el puente Saint-Michel ha suspendido el

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fuego por falta de municiones, los soldados puedenatravesar en masa el bulevar y llegar hasta cercade la plaza Maubert. Por la derecha, han subidopor la calle Moulfetard. A las cuatro, la montañade Sainte-Geneviéve, casi abandonada, esinvadida por todas partes. Sus escasos defensoresse desperdigan. Así cayó el Panteón, casi sinlucha, como Montmartre. Lo mismo que enMontmartre, comienzan inmediatamente lasmatanzas. Cuarenta prisioneros fueron, uno trasotro, fusilados en la calle Saint-Jacques, a la vistay por orden de un coronel.

Muerte de Raoul Rigault.

RAOUL Rigault fue muerto en un sitio de éstos.Lejos de ocultarse como algunos de sus colegas,desde la entrada de las tropas había cambiado susropas habituales de paisano por un uniforme de

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comandante. Sitiado y tomado su barrio, no tuvomás remedio que retirarse. Los soldados, viendo aun oficial federal que llamaba a la puerta de unacasa de la calle Gay-Lussac, hicieron fuego contraél, sin alcanzarle. La puerta se abrió, Rigault pasóadentro. Los soldados, conducidos por unsargento, entraron precipitadamente en la casa, seapoderaron del propietario, que probó suidentidad, y llamó a Rigault. Éste bajó, se fue a lossoldados y les dijo: «¿Qué me queréis? ¡Viva laComuna!» El sargento le hizo ponerse junto a lapared, y fue fusilado. El cuerpo fue cubierto conuna manta. Se presentó el subteniente Ney, quereconoció a Rigault, compañero suyo de colegio, yreprochó al sargento que lo hubiera fusilado sinuna orden.

En la alcaldía del distrito XI, la caída del Panteón,tan duramente disputado en junio del 48, fuecalificada de traición. ¿Qué hicieron, pues, enGuerra y en el Comité de Salud Pública para ladefensa de este punto capital? Nada. Como en elHótel-de-Ville, en la alcaldía del bulevar Voltaire

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no se hacía más que deliberar.

En la alcaldía del bulevar Voltaire.

EL distrito XI empezaba a convertirse en el puntode refugio de los restos de los batallones de losotros distritos. Sentados o tendidos a la sombra delas barricadas, con un calor asfixiante, loshombres se contaban las luchas y los terrores porque habían pasado; no llegaba ninguna orden. Sinembargo, a las dos, algunos miembros de laComuna, del Comité Central, varios oficialessuperiores y jefes de servicio, se reunieron en lasala de la biblioteca. Para escuchar a Delescluzese hizo un gran silencio, porque el menor murmullohubiera ahogado su voz, casi muerta. Dijo que noestaba perdido todo, que era preciso intentar ungran esfuerzo, que se sostendrían hasta el últimoaliento. Los aplausos le interrumpieron.

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«Propongo —dijo— que los miembros de laComuna, ceñido el fajín, pasen revista en elbulevar Voltaire a todos los batallones que puedanreunirse. A la cabeza de ellos nos dirigiremos enseguida a aquellos puntos que debamosconquistar».

La idea entusiasmó a los asistentes. Jamás, desdela sesión en que había dicho que muchos elegidosdel pueblo sabrían morir en su puesto, habíaconmovido tan profundamente Delescluze a lasalmas. El fuego de fusilería, el cañón del Pére-Lachaise, el confuso murmullo de los batallonesentraban a bocanadas en la sala. Ved a este viejo,en pie ante la derrota, con los ojos llenos de luz,con la mano derecha en alto, desafiando a ladesesperanza; ved a estos hombres armados,sudorosos por la lucha, suspendiendo el alientopara escuchar esta invocación que sale de latumba; no hay ninguna escena más trágica entre lasmil tragedias de este día.

Las proposiciones se amontonan. Sobre la mesa

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está abierta una gran caja de dinamita. ¡Unaimprudencia cualquiera podría volar la alcaldía!Se habla de cortar los puentes, de levantar lasalcantarillas. ¡Qué vale ese estallido de palabras!Son otras municiones las que hacen falta. ¿Dóndeestá el director de ingenieros que había dicho quecon un solo ademán podía abrir abismos? Hadesaparecido. Y lo mismo el jefe del estado mayorde guerra. Desde la ejecución de Beaufort hasentido soplar malos vientos para sus cordones.Continúan presentándose mociones, y así ha deseguirse mucho tiempo aún. El Comité Centraldeclara que se subordinará al Comité de SaludPública. Parece cosa convenida, al fin, que el jefede la 11ª legión agrupará a todos los federadosrefugiados en el distrito XI. Tal vez llegue aformar las columnas de que ha habladoDelescluze.

El delegado de Guerra va a visitar las defensas.En la Bastilla se hacen sólidos preparativos. En lacalle Saint-Antoine, a la entrada de la plaza, estánacabando una barricada defendida por tres piezas

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de artillería. Otra, a la entrada del barrio, cubrelas calles Charenton y La Roquette. Tampoco allíse guardan los flancos. Los cartuchos, los obuses,están apilados a lo largo de las casas, a merced delos proyectiles enemigos. Se armanapresuradamente las bocacalles de entrada del XI.En el cruce de los bulevares Voltaire y RichardLenoir construyen una barricada con toneles,piedras y grandes fardos de papel. Esta obra,inabordable de frente, será también tomada por laespalda. Más adelante, a la entrada del bulevarVoltaire, en la plaza Cháteau-d'Eau, se alza unmuro de piedras de metro y medio de altura.Detrás de esta mortífera fortificación, asistidossolamente por dos piezas de cañón, los federadosdetendrán por espacio de veinticuatro horas a lascolumnas versallesas que desembocan en la plazaCháteau-d'Eau. A la derecha, en la parte baja, lascalles Oberkampf, Angouléma, Faubourgdu-Temple, Fontaine-au-Roi y avenida Amandiers,están en buenas condiciones de defensa. Másarriba, en el X, Brunel, que ha llegado esa mismamañana de la calle Royal, está, como Varlin,

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buscando con impaciencia nuevos peligros. Unagran barricada cierra el cruce de los bulevaresMagenta y Strasbourg; la calle Cháteau-d'Eau estácerrada; las obras de las puertas Saint-Denis ySaint-Martin, donde se ha trabajado día y noche,se guarnecen de fusiles.

Hacia la una, los versalleses han podidoapoderarse de la estación del Norte, dando vueltaa la calle Stephenson y a las barricadas de la calleDunkerque; el ferrocarril de Estrasburgo, segundalínea de defensa de La Villette, resiste al choquede los versalleses, a los que hostiliza intensamentela artillería federada. En el cerro de Chaumont,Ranvier, que vigila la defensa de estos barrios, hamontado tres cañones del 12, dos piezas del 7cerca del Temple de la Sybille, y otras del mismocalibre en la eminencia inferior. Cinco cañonesenfilan la calle Puebla y protegen La Rotonde. A laaltura de Carrieres d'Amérique hay dos baterías detres piezas. Las del Pére-Lachaise disparan sobretodos los barrios invadidos, secundadas por piezasde grueso calibre montadas en el bastión 24.

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El distrito IX está lleno de tiroteos. Los federadospierden mucho terreno en Poissonniére. Encambio, a pesar de sus triunfos en Halles, losversalleses no logran hacer mella en el distrito III,abrigado por el bulevar Sebastopol y la calleTurbigo. El segundo distrito, ocupado en sus trescuartas partes, se debate todavía en las orillas delSena, a partir del Pont-Neuf. Las barricadas de laavenida Victoria y del muelle de Gévres resistiránhasta la noche. Las cañoneras han sidoabandonadas. El enemigo se apodera de ellas y lasarma de nuevo.

El único éxito de la defensa es el de Butte-aux-Cailles. Allí, gracias al valor de Wroblevski, laresistencia se convierte en ofensiva. Durante lanoche, los versalleses han tanteado las posiciones;se lanzan al asalto desde las primeras horas. Losfederados no los esperan, y corren a su encuentro.Cuatro veces son rechazados los versalleses:cuatro veces vuelven; cuatro veces retroceden: lossoldados, desalentados, ya no hacen caso de susoficiales.

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Si La Villette y Butte-aux-Cailles, los dosextremos, no ceden, ¡cuántas brechas, en cambio,en toda la línea! De todo su París del domingo, losfederados no poseen más que los distritos XI, XII,XIX y XX, y sólo una parte del III, V y XIII.

Arrecian las matanzas.

AQUEL día, la matanza tomó ese vuelo furiosoque dejó atrás, en pocas horas, a la noche de SanBartolomé. Hasta entonces sólo se ha dado muertea algunos federados o a personas denunciadas;ahora, en cuanto os mira un soldado tenéis quemorir; cuando registra una casa, hay que temerlotodo. «Ya no son soldados en el cumplimiento deun deber —escribía, espantado, un periódicoconservador, “La France”—, son seres que hanvuelto a la condición de las fieras». Imposible iren busca de provisiones sin exponerse seriamente

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a la muerte. Destrozan a culatazos el cráneo de losheridos,68 registran los cadáveres, cosa que losperiódicos extranjeros llamaban la «últimarequisa», y, ese mismo día, Thiers dice a laAsamblea: «Nuestros valientes soldados secomportan de un modo digno de la más alta estima,de la más grande admiración del extranjero».

Entonces fue cuando se inventó la leyenda de laspetroleras, que, propalada por la prensa, costó lavida a centenares de desgraciadas. Corrió el rumorde que las furias lanzaban petróleo ardiendo a lossótanos. Toda mujer mal vestida o que lleva uncacharro para leche, una botella vacía, puede seracusada de petrolera. Arrastrada, despedazada, lamatan a tiros de revólver contra la pared máspróxima.

Los que han logrado escaparse de los barriosinvadidos cuentan estas matanzas en la alcaldía deldistrito XI. La misma confusión reina allí que en elHótel-de-Ville, aunque más apretada yamenazadora. Los estrechos patios están

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materialmente tupidos. En los peldaños de laescalera principal, las mujeres cosen sacos paralas barricadas. En la sala de matrimonios, dondeestá la Seguridad General, Ferré, ayudado por dossecretarios, visa permisos, interroga a la gente quele traen como acusados de espionaje, decide convoz tranquila.

Ejecución de seis rehenes.

A las siete se alza un gran clamoreo ante la prisiónde La Roquette, a la que han sido trasladados lavíspera los trescientos prisioneros de Mazas.Algunos de ellos, los gendarmes y agentes presosel 18 de marzo, comparecieron la semana anteriorante el jurado de acusación instituido por decretode cinco de abril. Toda su defensa se redujo adecir que obedecían a sus jefes. Los demásprisioneros eran curas, personas sospechosas,

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antiguos confidentes policíacos. Entre una multitudde guardias nacionales exasperados por lasmatanzas, aparece un delegado de SeguridadGeneral, Genton. Viejo revolucionario, en juniodel 48 lo iban a fusilar en la prefectura de policía,cuando le salvó una casualidad. Blanquistamilitante, se había distinguido en las luchas contrael Imperio. Ha luchado de firme durante la guerra,durante la Comuna. Dice: «Puesto que losversalleses fusilan a los nuestros, van a serejecutados seis rehenes. ¿Quién quiere formar elpelotón?»

«¡Yo!, ¡yo!», responden de un lado y otro al mismotiempo. Uno se adelanta y dice: «Así vengaré a mipadre. Otro: Pues yo, a mi hermano». «A mí, diceun guardia, me han fusilado a la mujer». Todoshacen valer su derecho a la venganza. Gentonacepta treinta hombres y entra en la cárcel.

Hace que traigan el registro de presos, señala losnombres del arzobispo Darboy, del presidenteBonjean, de Jecker, de los jesuitas Allard, Clerc,

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Ducoudray. En el último momento Jecker essustituido por el cura Deguerry.

Los hacen bajar de sus celdas; el primero, alarzobispo. Ya no es el cura orgulloso queglorificaba el 2 de diciembre; ahora balbucea:«Yo no soy enemigo de la Comuna; he hecho loque he podido, he escrito dos veces a Versalles».Se recobra un poco cuando la muerte le pareceinevitable; Bonjean no se tiene de pie. Ya no es elruidoso enemigo de los insurrectos de junio.«¿Quién nos condena?», dice. «La justicia delpueblo». «¡Oh, ésa no es la que vale!» Palabras demagistrado. Sacan los rehenes al camino de ronda.Algunos hombres del pelotón no puedencontenerse: Genton impone silencio. Uno de loscuras se lanza al rincón de una garita; le hacenseguir adelante. A la vuelta de una esquina sealinea a los rehenes contra el muro de ejecución.Sicard manda. «No es a nosotros —dice— a quienhay que acusar de vuestra muerte, sino a losversalleses que fusilan a los nuestros». Da laseñal, y los fusiles disparan. Cinco rehenes caen

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en la misma línea, a igual distancia. Darboy sigueen pie, herido en la cabeza. Una segunda descargalo derriba. Los cuerpos fueron enterrados por lanoche. Genton volvió a las barricadas, donde fuegravemente herido al día siguiente.

A las ocho, los vcrsalleses rodean de cerca labarricada de la puerta Saint-Martin. Sus obuseshan incendiado hace rato el teatro; los federados,acosados por este brasero, se ven obligados areplegarse.

Noche de llamas.

ESTA noche, los versalleses vivaquear ante lalínea férrea de Estrasburgo, en la calle Saint-Denis, ante el Hótel-de-Ville, ocupado hacia lasnueve por las tropas de Vinoy, ante la EscuelaPolitécnica, Les Madelonnettes y el parque

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Montsouris. Parecen en cierto modo un abanicocuyo clavillo estuviese en Porit-au-Changeformando su borde derecho el distrito XIII; elizquierdo, las calles Faubourg-Saint-Martin yFlandre, y el arco de círculo las fortificaciones. Elabanico va a cerrarse sobre Belleville, que ocupael centro.

París sigue ardiendo. La puerta Saint-Martin, laiglesia Saint-Eustache, la calle Royale, la calleRiveli, las Tullerías, el Palais-Royal, el Hótel-de-Ville, el Teatro Lírico, la orilla izquierda desde laLegión de Honor hasta el Palacio de Justicia y laprefectura de policía, se destacan, rejos, en lanoche negrísima. Los caprichos del incendioconstruyen una flamante arquitectura de arcos, decúpulas, de edificios quiméricos. Enormes hongosblancos, nubes de chispas que suben hasta muyalto, dan testimonio de las formidablesexplosiones. De minuto en minuto se encienden yse apagan nuevas estrellas en el horizonte. Son loscañones federados de Bicétre, del Pére-Lachaise,del cerro Chaumont, que disparan sobre los

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barrios invadidos. Las baterías versallesasresponden desde el Panteón, desde el Trocadero,desde Montmartre. Los cañonazos tan pronto sesuceden a intervalos regulares, como ruedan portoda la línea. El cañón dispara sin tregua; losobuses, impacientes, estallan a mitad de camino.La ciudad parece retorcerse en una inmensaespiral de llamas y de humo.

¡Qué hombres los que forman este puñado devalientes que, sin jefes, sin esperanzas, sin retiradaposible, disputan su último terreno como si en élse escondiese la victoria! La reacción les haacusado de los incendios como de un crimen;como si en la guerra no fuese el incendio un armanatural, como si los obuses versalleses nohubieran incendiado tantas casas como los de losfederados, como si la especulación, la avidez, elcrimen de algunas gentes honradas no tuvieran suparte en las ruinas. Y el mismo burgués quehablaba de «quemarlo todo» durante el sitio,trataba ahora de malvado al pueblo que preferíaenterrarse bajo los escombros antes que abandonar

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su familia, su conciencia, su razón de existir.

¿En qué consistes, oh patriotismo, si no es endefender las leyes, las costumbres, el hogarpropio, contra otros dioses, contra otras leyes,contra otras costumbres que quieren encorvamosbajo su yugo? Y el París republicano, que luchapor la República y por las reformas sociales, ¿noes tan enemigo del Versalles feudal como lo era delos prusianos, como los españoles y los rusos lofueron de los soldados de Napoleón I?

A las once de la noche, dos oficiales entran en lahabitación donde trabaja Delescluze, y le cuentanla ejecución de los rehenes. Delescluze escucha,sin dejar de escribir, el relato que le hacen convoz conmovida, y sólo dice: «¿Cómo han muerto?»Cuando se hubieron retirado los oficiales,Delescluze se vuelve hacia el amigo que trabajacon él, y, escondiendo la cara entre las manos,exclama: «¡Qué guerra, qué guerra!» Pero conocede sobra las revoluciones para perder el tiempo enlamentaciones inútiles, y, dominando sus

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pensamientos, dice: «¡Sabremos morir!»

Durante la noche, los partes se suceden sininterrupción; en todos ellos piden cañones yhombres, bajo la amenaza de abandonar tal o cualposición.

¿Dónde encontrar cañones? También los hombresempiezan a escasear, ni más ni menos que elbronce.

CAPÍTULO XXXII

JUEVES, 25. Toda la orilla izquierda en manos delas tropas. Muerte de Delescluze. Los brassardiersactivan la matanza. La alcaldía del XI,abandonada.

Algunos millares de hombres —los federados sonahora uno contra doce— no pueden sostener

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indefinidamente un frente de batalla de varioskilómetros. Llegada la noche, muchos van en buscade un poco de descanso. Los versalleses ocupansus barricadas, y el nuevo día ve la banderatricolor plantada en el mismo lugar en que estabala víspera por la noche la bandera reja.

Se evacúa en la oscuridad la mayor parte deldistrito XI, cuyas piezas de artillería sontransportadas a Cháteau-d'Eau, Brunel y lasesforzadas hijas de la Comuna permanecentenazmente en la calle Magnan y en el muelleJemmapes, mientras la tropa ocupa la parte altadel bulevar Magenta.

En Butte-aux-Cailles.

EN la orilla izquierda, los versalleses instalanbaterías en la plaza Enfer, en el Luxembourg, en el

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bastión 81. Cincuenta cañones o ametralladorasapuntan contra Butte-aux-Cailles. Desesperando detomarla por asalto, Cissey quiere aplastarla con suartillería. Wroblevski no está inactivo. Además delos batallones 175 y 176, tiene en sus líneas allegendario 101, que fue para las tropas de laComuna lo que la brigada 32 para el ejército deItalia. El 101 no se ha acostado desde el 3 deabril. Día y noche, con el fusil terciado, ronda porlas trincheras, por los pueblos, por la explanada.Los versalleses de Asniéres, de Neuilly, huyendiez veces ante él. Les ha tomado tres cañones,que le siguen a todas partes, como leones fieles.Hijos todos del XIII y del barrio Moulfetard,indisciplinados, indisciplinables, feroces, roncos,con las ropas y la bandera desgarradas, sinescuchar más que una orden, la de avanzarsiempre, se amotinan en el reposo, y apenassalidos del fuego es preciso volver a hundirlos enél. Los manda Serizier: mejor dicho, losacompaña, porque lo único que manda en estospropios demonios es su propia furia. Mientrasintentan, de frente, sorpresas, se apoderan de las

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avanzadas y tienen en continua alarma a lossoldados, Wroblevski, descubierto por la derechadesde la toma del Panteón, asegura suscomunicaciones con el Sena por medio de unabarricada en el puente de Austerlitz, y protege conel cañón la plaza Jeanned'Arc, para batir a lastropas que se aventuren a lo largo delembarcadero.

Thiers telegrafió ese mismo día a provincias queMacMahon acababa de derrotar por última vez alos federados. ¡Mentira! Lejos de eso, lo que quisohacer fue prolongar el combate. Sabía que susobuses incendiaban París, que la matanza de losprisioneros, de los heridos, provocaría fatalmentela de los rehenes. Pero ¿qué le importaba a él lasuerte de unos cuantos curas y gendarmes? ¿Qué leimportaba a la gran burguesía triunfar de unasruinas, si sobre ellas podía escribirse: «¿Elsocialismo ha acabado por mucho tiempo?»

Como lo que queda del Hótel-de-Ville estáocupado, las tropas suben por los muelles y la

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calle Saint-Antoine para tomar de flanco lavalerosa Bastilla. El ataque versallés va aconcentrarse sobre esta plaza, la de Cháteau-d'Eauy Butte-aux-Cailles. Hacia las cuatro, Clinchantreanuda su marcha hacia Cháteau-d'Eau y Bondy;otra avanza contra las barricadas del bulevarMagenta y Strasbourg, mientras que una tercera,partiendo de la calle Jeúneurs, hunde su vérticeentre los bulevares, y la calle Turbigo. El cuerpode Douai, por la derecha, apoya el movimiento yse esfuerza en subir hasta el distrito III por lascalles Charlot y Saintonge. Vinoy avanza hacia laBastilla por las callejuelas que cruzan la calleSaint-Antoine, los muelles de la orilla derecha ylos de la izquierda. Cissey, con una estrategia másmodesta, sigue cañoneando Butte-aux-Cailles, antela cual llevan retrocediendo tanto tiempo sushombres.

En los fuertes ocurren escenas lamentables.Wroblevski, que tenía su ala izquierda cubiertapor ellos, contaba, para conservarlos, con laenergía del miembro de la Comuna delegado en

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cada fuerte. La víspera por la noche, elcomandante de Montrouge había abandonado estefuerte y se había replegado con su guarnición haciaBicétre. El fuerte de Bicétre tampoco había deresistir mucho tiempo. Los batallones declararonque querían volver a la ciudad para defender susbarrios. Léo Meillet no supo contenerlos, y laguarnición entró en París, después de clavar loscañones. Los versalleses ocuparon los dos fuertesevacuados y establecieron en ellos bateríasapostadas contra el fuerte de Ivry y Butte-aux-Cailles.

El ataque general contra La Butte no empieza hastamediodía. Los versalleses avanzan ciñéndose a lafortificación hasta la avenida de Italia y el caminode Choisy, con la plaza de Italia como objetivo, ala que atacan también por la parte de Gobelins.Las avenidas de Italia y de Choisy estándefendidas por fuertes barricadas, que no hay nique soñar en forzar; pero la del bulevar Saint-Marcel, que protege, por una parte, el incendio deGobelins, puede ser rodeada, aprovechando para

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ello los numerosos jardines que cortan este barrio.Los versalleses lo consiguen. Se apoderan primerode la calle Cordieres-Saint-Marcel, donde caenmuertos veinte federados que se niegan a rendirse;después entran en los jardines. El tiroteo, largo,encarnizado, envuelve por espacio de tres horas elcerro fulminado por los cañones versalleses, seisveces más numerosos que los de Wroblevski.

La guarnición de Ivry llega hacia la una. Alabandonar el fuerte, puso fuego a una mina quehizo saltar dos bastidores. Entran los jinetesversalleses en el fuerte abandonado, y no «sableen mano», como quiso hacer creer Thiers en suboletín, calcado del «hacha de abordaje» deMarsella.

En la orilla derecha, a eso de las diez, llegan losversalleses a la barricada de Saint-Denis, cerca dela cárcel Saint-Lazare, le dan la vuelta ysorprenden a diecisiete federados. Instadosreiteradamente a que se rindan, responden: «¡Vivala Comuna!» Uno de ellos estrechó contra sí la

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bandera roja de la barricada. Ante esta fe, eloficial versallés sintió cierto rubor. Se volvióhacia los presentes que habían acudido de lascasas vecinas, y dijo varias veces, como parajustificarse: «¡Ellos lo han querido! ¡Ellos lo hanquerido! ¿Por qué no se rinden?» ¡Corno si losprisioneros no fuesen, las más de las veces,asesinados sin piedad!

Desde la cárcel, los versalleses van a ocupar labarricada de Saint-Laurent, en la esquina delbulevar Strasbourg, instalan baterías contraCháteau-d'Eau, y entran, por la calle Récollets, enel muelle de Valmy. Por la derecha, retrasa susalida al bulevar Saint-Martin la calle Lancry,contra la que abren un nutrido tiroteo desde elteatro del Ambigu-Comique. En el distrito III lesentretienen en las calles Meslay, Nazareth, Vert-Bois, Charlot, Saintonge. El II, invadido por todaspartes, disputa todavía su calle Montorgueil. Máscerca del Sena, Vinoy consigue escurrirse poralgunas calles apartadas hasta el Grenierd'Abondance. Para desalojarle de allí, los

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federados incendian el edificio, cuya ocupacióndomina la Bastilla.

Las tres. Los versalleses invaden cada vez más eldistrito XIII. Sus obuses caen en la cárcel de laavenida de Italia. Los federados abren las puertasa todos los presos, entre los cuales se encuentranlos dominicos de Arcueil, que ha traído consigo laguarnición de Bicétre. Los monjes se apresuran ahuir por la avenida de Italia; la vista de sus hábitosexaspera a los federados que ocupan lasbocacalles, y una docena de apóstoles de lainquisición es alcanzada por las balas.

Evacuación de la orilla izquierda.

WROBLEVSKI había recibido por la mañanaorden de replegarse sobre el distrito XI. Peropersistía en mantenerse en su puesto, y había

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trasladado el centro de su resistencia un poco másatrás, a la plaza Jeanned'Arc. Los versalleses,dueños de la avenida Gobelins, se unen en laalcaldía del XIII a las columnas de las avenidas deItalia y de Choisy. Uno de sus destacamentos siguedeslizándose a lo largo de las fortificaciones yentra por el terraplén del ferrocarril de Orleans;los pantalones rojos asoman ya por el bulevarSaint-Marcel. Wroblevski, a punto de ser cercado,se ve obligado a consentir en la retirada, toda vezque los jefes secundarios habían recibido la ordende replegarse. Protegido por el fuego del puente deAusterlitz, el hábil defensor de Butte-aux-Caillespasa ordenadamente el Sena con sus cañones y unmillar de hombres. Algunos federados que seobstinan en permanecer en el XIII son hechosprisioneros.

Los versalleses no se atreven a hostilizar laretirada de Wroblevski, por más que ocupen partedel bulevar Saint-Marcel y la estación de Orleans,y que sus cañoneras remonten el Sena. Detenidasun momento a la entrada del canal de Saint-Martin,

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las cañoneras franquean el obstáculo forzando lamáquina, y por la noche apoyan el ataque aldistrito XI.

Toda la orilla izquierda está en manos delenemigo. La Bastilla y Cháteau-d'Eau son ahora elcentro del ataque.

Esperanza de una mediación alemana.

EN el bulevar Voltaire se encuentran ahora todoslos hombres valientes que no han perecido, o cuyapresencia no es indispensable en los barrios. Unode los primeros es Vermorel, que mostró durantetoda esta lucha gran valor y sangre fría. A caballo,con la banda roja cruzada, recorría las barricadasalentando a los hombres, buscando y llevandorefuerzos. En la alcaldía se había celebrado unanueva reunión, a eso de mediodía. Asistieron a

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ella veintidós miembros de la Comuna y delComité Central. Arnold expuso que, la víspera porla tarde, el secretario de Washburne, embajador delos Estados Unidos, había venido a ofrecer lamediación de los alemanes. La Comuna, decía, notenía más que enviar comisarios a Vincennes paraarreglar las condiciones de un armisticio. Elsecretario, a quien hacen pasar a la sesión,reiteraba estas declaraciones. Delescluze dejabaver una gran repugnancia. ¿Qué motivo impulsabaal extranjero a intervenir? Para poner coto a losincendios y conservar su prenda, se le decía. Perosu prenda era el gobierno de Versalles, cuyotriunfo no ofrecía dudas en este momento. Otrosafirmaban gravemente que la encarnizada defensade París inspiraba admiración a los prusianos.Nadie preguntó si aquella insensata proposición noencubriría algún lazo, si el supuesto secretario nosería acaso un espía. Se agarraron como náufragosa esta última tabla de salvación. Arnold expuso,inclusive, las bases de un armisticio, iguales a lasdel Comité Central. Fue delegado con Vermorel,Vaillant y Delescluze, para que acompañase a

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Vincennes al secretario americano.

A las tres llegaron a la puerta de Vincennes. Elcomisario de policía les negó el paso. Mostraronsus bandas, sus cartas. El comisario exigió unsalvoconducto de la Seguridad. Durante estadiscusión acudieron los federados. «¿Dónde vanustedes?», preguntaron. «A Vincennes». «¿A qué?»«Comisionados». Hubo un doloroso debate. Losfederados creyeron que los miembros de laComuna querían huir de la batalla. Iban, incluso, ahacérselo pagar caro, cuando alguien reconoció aDelescluze. Este nombre salvó a los demás; peroel comisario de policía siguió exigiendo elsalvoconducto.

Delescluze se prepara a morir.

UNO de los delegados corrió a buscarlo a la

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alcaldía del distrito XI. Pero los guardias ni auncon la orden de Ferré accedieron a bajar el puentelevadizo. Delescluze los apostrofó, dijo que setrataba de la salvación común. Exigencias,amenazas, nada pudo desarraigar la idea de unadefección. Delescluze volvió a la alcaldía, dondeescribió esta carta, confiada a un amigo seguro:«Mi buena hermana: ni quiero ni puedo servir devíctima y de juguete a la reacción victoriosa.Perdóname que parta antes que tú, que me hassacrificado tu vida. Pero no me siento con valorpara sufrir una nueva derrota, después de tantasotras. Te quiero y te abrazo mil veces. Turecuerdo será el último que visite mipensamiento antes de ir al reposo. Te bendigo, mihermana querida, a ti que has sido mi únicafamilia desde la muerte de nuestra pobre madre.Adiós, adiós. Te abrazo otra vez. Tu hermano quete quiere hasta su último instante».

En los alrededores de la alcaldía, una multitudgritaba detrás de unas banderas coronadas deáguilas que acababan, según decían, de ser

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tomadas a los versalleses; astucia infantildestinada a excitar el valor. Llegaban heridos dela Bastilla. Madame Dimitrieff, herida asimismo,sostenía a Frankel, herido en la barricada de Saint-Antoine. Wroblevski llegaba de Butte-aux-Cailles.Delescluze le ofreció el mando general. «¿Tieneusted unos mil hombres resueltos?», dijoWroblevski. Unos cuantos centenares, respondió eldelegado. Wroblevski no podía aceptar ningunaresponsabilidad de mando en condiciones tandesiguales, y continuó la lucha como simplesoldado. Fue él, con Dombrowski, el únicogeneral de la Comuna que mostró cualidades dejefe de cuerpo. Siempre pedía que le enviasen losbatallones que nadie quería, jactándose de poderutilizarlos.

El ataque se acercaba cada vez más aCháteaud'Eau. Esta plaza,69 trazada por el Imperiocon la mira de contener a los barrios, y de la quearrancan ocho amplias avenidas, no ha sidorealmente fortificada. Los versalleses, dueños delas Folies-Dramatiques y de la calle Cháteau-

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d'Eau, la atacan dando la vuelta al cuartel. Casatras casa, arrancan la calle Magnan a los hijos dela Comuna. Brunel, que hizo frente al enemigodurante cuatro días, cae herido, con un musloatravesado. Los federados se lo llevan en unacamilla, cruzando la plaza Cháteaud'Eau.

Ya en la calle Magnan, no tardan los versallesesen trasladarse al cuartel. Los federados, muy poconumerosos para defender este vasto edificio,tienen que abandonarlo. La caída de esta posicióndeja desamparada la calle Turbigo. Losversalleses pueden desde ese momento extendersepor toda la parte alta del tercer distrito y cercar elConservatorio de Artes y Oficios. Tras una luchabastante larga, los federados abandonan labarricada del Conservatorio, dejando unaametralladora cargada. También queda en labarricada una mujer que, cuando los soldadosestán a tiro, descarga la ametralladora.

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Rasgos de heroísmo.

LAS barricadas del bulevar Voltaire y del teatroDéjazet soportan desde entonces los fuegos delcuartel Prince-Eugene, del bulevar Magenta, delbulevar Saint-Martin, de la calle del Temple y dela calle Tubirgo. Tras sus frágiles abrigos, losfederados reciben valientemente esta avalancha.¡A cuántos ha consagrado héroes la historia, quejamás mostraron ni la centésima parte de estevalor tranquilo, sin efectismos teatrales, sintestigos, que surgió en mil lugares a la vez duranteestas jornadas! Sobre la famosa barricada deCháteau-d'Eau, clave del bulevar Voltaire, unmuchacho de dieciocho años que agita unbanderín, cae muerto. Otro toma el banderín, seencarama a las piedras, muestra el puño alenemigo invisible, le acusa de haber matado a supadre. Vermorel, Theisz, Jaclard, Lisbonne,quieren que baje; el muchacho se niega y sigue allíhasta que una bala lo derriba. Parece como si esta

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barricada ejerciese verdadera fascinación; unamuchacha de diecinueve años, Marie M..., vestidade fusilero de marina, encantadora y sonrosada, decabellos negros y rizados, se bate allí todo un día.Una bala que le parte la frente mata su sueño. Unteniente cae muerto delante de la barricada. Unacriatura de quince años, Dauteuille, salta porencima de los adoquines, va a recoger, bajo lasbalas, el kepis del muerto, y se lo lleva a suscompañeros.

En esta lucha de calles, los niños se mostraron, lomismo que en campo raso, tan grandes como loshombres. En una barricada del Temple, el tiradormás rabioso es un niño. Cuando la barricada cae,sus defensores son arrimados contra la pared paraser fusilados. El niño pide tres minutos de tregua:«Su madre vive enfrente; que le dejen llevarle sureloj, de plata, para que al menos no lo pierdatodo». El oficial, involuntariamente conmovido, ledeja partir, creyendo que ya no lo volverá a ver.Tres minutos después se oye un: «¡Aquí estoy!» Esel niño que salta a la acera y, ligero, se adosa al

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muro cerca de los cadáveres de sus camaradasfusilados. ¡Inmortal París mientras nazcan hombresde estos!

La plaza Cháteau-d'Eau es devastada por un ciclónde obuses y balas. Son proyectados enormesbloques; los leones de la fuente, ladeados oderribados; el pilón que la corona está retorcido.De las casas salen llamas. Los árboles no tienenhojas y sus ramas rotas cuelgan como miembrosdescuartizados que sostiene un jirón de carne. Delos jardines asolados vuelan nubes de polvo. Lamano de la muerte se abate sobre cada piedra.

Muerte de Delescluze.

A las siete menos cuarto, aproximadamente, cercade la alcaldía, vimos a Delescluze, a Jourde y unacincuentena de federados que iban en dirección de

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Cháteau-d'Eau, Delescluze, con su atuendo deordinario, sombrero, levita y pantalón negro,banda roja a la cintura, poco aparente, como lallevaba siempre, sin armas, apoyándose en unbastón. Temiendo algún pánico en Cháteau-d'Eau,seguimos al delegado, al amigo. Algunos denosotros se detuvieron en la iglesia de Saint-Ambroise, a coger cartuchos. Allí nos encontramoscon un negociante de Alsacia70 que había llegadocinco días antes, para disparar sus tiros contra estaAsamblea que había entregado su país: volvió aAlsacia con un muslo atravesado. Más lejos esherido Lisbonne, a quien sostienen Vermorel,Theisz y Jaclard. Vermorel cae, a su vez,gravemente herido. Theisz y Jaclard lo levantan, selo llevan en una camilla; Delescluze estrecha lamano del herido y le dice algunas palabras deesperanza. A cincuenta metros de la barricada, lospocos guardias que han seguido a Delescluzedesaparecen, porque los proyectiles nublan laentrada del bulevar.

El sol se ponía detrás de la plaza. Delescluze, sin

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mirar si le seguía o no alguien, avanza con pasouniforme, único ser vivo en la calzada del bulevarVoltaire. Al llegar a la barricada, sesga hacia laizquierda y trepa por los adoquines. Por últimavez, esta faz austera, encuadrada por su barbablanca recortada, se nos apareció vuelta hacia lamuerte. Súbitamente, Delescluze desapareció.Acababa de caer fulminado en la plaza Cháteau-d'Eau.

Algunos hombres quisieron levantarlo; tres ocuatro de ellos cayeron. Había que pensarexclusivamente en la barricada, agrupar susescasos defensores. Johannard, en mitad delarroyo, levantando su fusil y llorando de cólera,grita a los que se amilanan: «¡No, no sois dignosde defender a la Comuna!» Cayó la noche. Nosvolvimos, dejando abandonado a los ultrajes de unenemigo irrespetuoso con la muerte el cuerpo denuestro pobre amigo.

No había advertido de su pensamiento a nadie, nisiquiera a sus íntimos. Silencioso, sin más

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confidente que su severa conciencia, Delescluze sedirigió a la barricada, como los antiguosmontagnards iban a la guillotina. La larga jornadade su vida había agotado sus fuerzas. No lequedaba más que un soplo, y lo dio. No vivió másque para la justicia. Ése fue su talento, su ciencia,la estrella polar de su vida. La llamó, la confesótreinta años a través del destierro, de lasprisiones, de las injurias, desdeñando laspersecuciones que destrozaban sus huesos.Jacobino, cayó con los socialistas por defenderla.Su recompensa fue morir por ella, con las manoslibres, al sol, a su hora, sin ser afligido por lavista del verdugo.71

Los versalleses se encarnizaron, a la caída de latarde, contra la entrada del bulevar Voltaire,protegido por el incendio de las dos casas de laesquina. Por la parte de la Bastilla llegan pocomás allá de la plaza Royale, hostigando al distritoXII. Al abrigo de la muralla del muelle habíanentrado, durante el día, bajo el puente deAusterlitz. A la noche, protegidos por sus

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cañoneras y sus baterías del Jardin des Plantes,llegan cerca de Mazas.

Nuestra ala derecha se ha sostenido mejor. Losversalleses no han podido trasponer la línea férreadel Este. Atacan de lejos la calle Aubervilliers,ayudados por los fuegos de La Rotonde. Desde loalto del cerro Chaumont, Ranvier cañoneavigorosamente a Montmartre, cuando un parte leasegura que la bandera roja ondea en el Moulin dela Galette. Ranvier, que no puede avenirse acreerlo, se niega a interrumpir el fuego.

Por la noche, los versalleses forman ante losfederados una línea quebrada que, partiendo delcamino de hierro del Este, pasa por Cháteau-d'Eau, cerca de la Bastilla, y llega hasta elferrocarril de Lyon. A la Comuna no le quedanmás que dos distritos intactos, el XIX y el XX, y lamitad de los distritos XI y XII.

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Escenas sangrientas.

EL París que ha hecho Versalles ya no tieneapariencia civilizada: Es una locura furiosa —escribe Le Siécle del 26 por la mañana—. Ya nose distingue al inocente del culpable. La sospechaestá en todos los ojos. Abundan las delaciones. Lavida de los ciudadanos no pesa más que uncabello. Por un sí o un no, detenido, fusilado. Losrespiraderos de las cuevas son cegados por ordendel ejército, que quiere acreditar la leyenda de laspetroleras. Los guardias nacionales del ordensalen de sus agujeros, orgullosos de su brazalete,se ofrecen a los oficiales, registran las casas,reclaman el honor de presidir los fusilamientos. Enel distrito X, el ex alcalde Dubail, asistido por elcomandante del batallón 109, guía a los soldadosen la caza de sus antiguos administrados. Gracias alos «brassardiers», el torrente de prisioneroscrece de tal modo, que es necesario centralizar lacarnicería con el fin de poder dar abasto a ella. Se

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empuja a las víctimas a los patios de las alcaldías,de los cuarteles, de los edificios públicos dondese hallan los prebostazgos, y se los fusila en masa.Si el tiroteo no basta, la ametralladora siega. Nomueren todos al primer tiro, y por la noche salende estos montones desesperados clamores deagonía.

Ya no basta con rematar a los heridos de lasbatallas callejeras. Los versalleses van a buscar alos heridos fuera de París, a los que están en lasambulancias. Hay una en el seminario Saínt-Sulpice, dirigida por el doctor Faneau, muy pocosimpático a la Comuna; la bandera de Ginebra laprotege. Llega un oficial. «¿Hay federados?»,pregunta. «Sí —dice el doctor—, pero son heridosque tengo aquí desde hace mucho tiempo». «Ustedes amigo de estos bandidos», dice el oficial.Faneau es fusilado. Varios federados sonasesinados en la misma ambulancia. Más tarde, el«honrado» oficial puso como pretexto un disparohecho por uno de estos heridos. Los fusileros delorden tienen pocas veces el valor de asumir la

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responsabilidad de sus crímenes.

La sombra hace renacer el resplandor de losincendios. Donde los rayos del sol ponían negrasnubes, vuelven a surgir ardientes braseros. ElGrenier d'Abondance ilumina el Sena hasta muchomás allá de las fortificaciones. La columna deJulio, acribillada por los obuses que hanincendiado sus adornos de coronas secas y debanderas, flamea como una antorcha humeante; elbulevar Voltaire se inflama por el lado deCháteau-d'Eau.

La alcaldía del XI, evacuada.

LA muerte de Delescluze había sido tan sencilla ytan rápida que fue puesta en duda hasta en laalcaldía del XI, adonde habían transportado aVermorel. Algunos de sus colegas le rodearon.

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Ferré le abraza, y Vermorel le dice: «Ya ve ustedque la minoría saber hacerse matar por la causarevolucionaria». Hacia media noche, algunosmiembros de la Comuna deciden evacuar laalcaldía. ¡Siempre huir ante el plomo! ¿Ha sidotomada la Bastilla? ¿Ya no se sostiene el bulevarVoltaire? ¡Toda la estrategia del Comité de SaludPública, todo su plan de batalla se reduce, pues, areplegarse! A las dos de la mañana, cuando andanbuscando un miembro de la Comuna que ayude asostener la barricada de Cháteau-d'Eau, sóloencuentran a Gambon, amodorrado en un rincón.Un oficial le despierta y se disculpa. El viejorepublicano responde: Tanto da que sea yo comootro; yo bastante he vivido ya. Y se echa a la calle.Pero las balas han dejado desierto el bulevarVoltaire hasta la iglesia Saint-Ambroise. Labarricada de Delescluze ha sido abandonada.

CAPÍTULO XXXIII

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LA resistencia se concentra en Belleville. Elviernes, 26, son fusilados 48 rehenes en la calleHaxo. El sábado, 27, es invadido todo el distritoXX. Toma del Pére-Lachaise. El domingo, 28,termina la batalla a las once de la mañana. Ellunes, 29, se rinde el fuerte de Vincennes.

Los soldados, continuando sus sorpresasnocturnas, se deslizan hasta las desiertasbarricadas de la calle Aubervilliers y del bulevarde la Chapelle. Por la parte de la Bastilla ocupanla barricada de la calle Saint-Antoine, en laesquina de la calle Castex, la estación delferrocarril de Lyon, la cárcel de Mazas; en el III,las abandonadas defensas del mercado y delTemple. Llegan a las primeras casas del bulevarVoltaire y se instalan en los Magasins-Réunis,Entre las sombras de la noche, un comandanteversallés fue sorprendido por las avanzadasfederadas de la Bastilla y fusilado «sin respeto alas leyes de la guerra», como dijo al día siguiente

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Thiers. ¡Como si en los cuatro días que llevabafusilando sin piedad millares de prisioneros,viejos, mujeres y niños, siguiera Thiers otra leyque la de los salvajes!

Viernes, 26 de mayo.

EL ataque empieza de nuevo al rayar el día. En LaVillette, los vcrsalleses, abriéndose paso por lacalle Aubervilliers, rodean y ocupan la fábrica delgas, abandonada; en el centro se apoderan delcirco Napoleón. A la derecha, en el XII, invadensin lucha los bastiones más próximos al río. Undestacamento sigue el terraplén del ferrocarril deVincennes y ocupa la estación; otro el bulevarMazas (hoy Diderot), y entra en Saint-Antoine. LaBastilla, de esta manera, queda acosada por suflanco derecho, mientras que las tropas de la plazaRoyale la atacan, a la izquierda, por el bulevar

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Beaumarchais.

El viernes, el sol niega su presencia. Este cañoneode cinco días ha provocado la lluvia que sigue deordinario a las grandes batallas. El tiroteo haperdido su breve voz y zumba sordamente. Loshombres, cansados, calados hasta los huesos,distinguen apenas, tras el húmedo velo, el punto dedonde viene el ataque. Los obuses de una bateríaversallesa instalada en la estación de Orleansquebrantan la entrada de Saint-Antoine. A las sietese anuncia la aparición de los soldados en la partealta del barrio. Acude allí la gente con cañones. Espreciso que se sostenga esta parte del barrio; si no,la Bastilla quedará copada.

El barrio se sostiene. Las calles Aligre y Lacuéerivalizan en abnegación. Atrincherados en lascasas, los federados ni cejan ni retroceden. Y,gracias a su sacrificio, la Bastilla disputarátodavía al enemigo, por espacio de seis horas, losrestos de sus barricadas y sus casas destrozadas.Cada piedra tiene su leyenda en este estuario de la

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Revolución. El ojo de bronce encajado en lamuralla es de un proyectil relleno de metralla,lanzado en el 89 por la fortaleza. Respaldándosecontra los mismos muros, los hijos de loscombatientes de junio disputan el mismo suelo quesus padres. ¡Los conservadores del 48 mostraronaquí un encarnizamiento semejante al de los del71! La casa que hace esquina a los bulevaresBeaumarchais y Richard Lenoir, la esquinaizquierda de la calle de La Roquette, la de la calleCharenton se derrumban a ojos vistas, comodecoraciones de teatro. En esas ruinas, bajo lasvigas en llamas, hay hombres que disparan elcañón, que levantan diez veces la bandera roja,diez veces abatida por las balas versallesas.Impotente para triunfar de un ejército, la viejaplaza gloriosa quiere morir con una muerte digna.

¿Cuántos son a mediodía? Cien, puesto que por lanoche hay cien cadáveres en la barricada matriz.Han muerto los de la calle Crozatier. Los de lacalle Aligre han muerto, han muerto en la lucha odespués del combate. ¡Y cómo mueren! En la calle

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Crozatier hay un artillero del ejército que se pasóal pueblo el 18 de marzo. Está acorralado.«¡Vamos a fusilarte!», le gritan los soldados. Él seencoge de hombros y dice: «¡No se muere más queuna vez!» Más lejos, es un viejo el que se debate.El oficial, con un refinamiento de crueldad, quierefusilarle sobre un montón de basura. «Yo me hebatido valerosamente —dice el viejo—; ¡tengoderecho a no morir entre mierda!»

Muerte de Mílliére.

POR lo demás, en cualquier parte se muere bien.Ese mismo día, a Mílliére, detenido en la orillaizquierda, lo llevan al estado mayor de Cissey.Este general del Imperio, comido de suciasdeudas, de que murió, y que, siendo ministro de laGuerra, dejó sorprender por su querida, unaalemana, el plano de uno de los nuevos fuertes de

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París, hizo del Luxembourg uno de los mataderosde la orilla izquierda. El papel de Mílliére, comose ha visto, fue el de conciliador, y su polémica enlos periódicos, de un tono muy elevado.Permaneció ajeno a la batalla, aunque se fingiesehaberlo confundido con el jefe de la 18' legión;pero el odio de los oficiales bonapartistas, el deJules Favre, le acechaba. El ejecutor, el capitán deestado mayor Garcin, hoy general, ha contado conla cabeza alta este crimen. La historia debeconcederle la palabra, para que se vea qué lodohumano hicieron surgir las venganzas del orden.

«Nos traen a Mílliére; estábamos almorzando conel general en el restaurante de Tournon, a un pasodel Luxembourg. Oímos un gran alboroto. Salimos.Alguien me dice: «Es Mílliére». Velé porque lamultitud no se tornase la justicia por su propiamano. Mílliére no entró en el Luxembourg: fuedetenido en la puerta. Yo me dirigí a él y le dije:“¿Es usted Mílliére?” —Sí; pero, como usted noignora, soy diputado. —Es posible, pero creo queha perdido usted su carácter de tal. Además, entre

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nosotros hay un diputado, Quinsonas, que lereconocerá».72

«Entonces dije a Mílliére que las órdenes delgeneral eran de que se le fusilase. Él me dijo:«¿Por qué?'»'

«Le respondí: «No le conozco a usted más que denombre; he leído artículos suyos que me hanrepugnado; es usted una víbora a la que hay queaplastar. Aborrece usted a la sociedad». Meinterrumpió, diciendo con expresión significativa:«¡Oh, sí; aborrezco a esta sociedad!» «Bueno,pues esta sociedad va a arrancarle a usted de suseno; va usted a ser pasado por las armas». «¡Esose llama justicia sumaria, barbarie, crueldad!»«¿Y todas las crueldades que han cometidoustedes? ¿Es que ésas no valen nada? De todasformas, desde el momento en que dice usted que esMílliére, no cabe hacer otra cosa'.

«El general había ordenado que se fusilara aMílliére en el Panteón, de rodillas, para que

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pidiera perdón a la sociedad por el daño que lehabía hecho. «Yo le dije: Es la consigna; seráusted fusilado de rodillas, y no de otro modo». Élhizo un poco de comedia, se desabrochó la ropa,mostrando el pecho al pelotón de ejecución. Yo ledije: «Está usted haciendo gestos teatrales; lo queusted quiere es que se diga cómo ha muerto; másvale que muera usted tranquilamente. —Soy libre,en mi propio interés y en el de mi causa, de hacerlo que quiera. Sea, póngase de rodillas». Entoncesme dijo: «No me pondré de rodillas como no meobliguen ustedes a ello con dos hombres». Le hicearrodillarse, y se procedió a la ejecución. Mílliéregritó: “¡Viva la humanidad!” Iba a gritar otra cosa,cuando cayó muerto».

Un militar subió los escalones, se aproximó alcadáver y le descargó su fusil en la sien izquierda.La cabeza de Mílliére rebotó y, derribada haciaatrás, destrozada, negra de pólvora, parecía miraral frontispicio del monumento.

«¡Viva la humanidad!» La frase entraña las dos

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causas: «Quiero la libertad para los demáspueblos, tanto como para Francia», decía unfederado a un reaccionario. En 1871, como en1793, París lucha por todos los oprimidos.

Belleville, centro de la resistencia.

LA Bastilla sucumbe hacia las dos. La Villettesigue siendo disputada. Por la mañana, labarricada de la esquina del bulevar y de la calleFlandre ha sido entregada por su comandante. Losfederados se concentran a retaguardia sobre lalínea del canal y atrincheran la calle Crimée. LaRotonde, destinada a soportar el choque principal,es reforzada con una barricada en el muelle delLoira. El batallón 269, que lleva dos díashaciendo frente al enemigo, vuelve a empezar lalucha detrás de estas nuevas posiciones. Comoesta línea de La Villette era muy extensa, Ranvier

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y Passedouet van a buscar refuerzos al XX, dondese refugian los restos de todos los batallones.

Llenan la alcaldía, que distribuye boletos dealojamiento y bonos de víveres. Cerca de laiglesia se apiñan ruidosamente furgones ycaballos. El cuartel general y los diferentesservicios han sido instalados en la calle Haxo,dentro de la «cité Vincennes», una serie deconstrucciones separadas entre sí por jardines.

Casi todas las barricadas, numerosísimas en lasinextricables calles de Ménilmontant, están vueltashacia el bulevar. La ruta estratégica, que en estepunto domina el Pére-Lachaise, el cerro Chaumonty los bulevares exteriores, ni siquiera estáguardada.

Desde lo alto de las fortificaciones se ve a losprusianos en armas. Según los términos de unconvenio anteriormente concertado entre Versallesy el príncipe de Sajonia, el ejército alemán sitiabaa París, desde el lunes, por el norte y por el oeste.

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Había cortado el ferrocarril del norte, guarnecidola línea del canal por la parte de Saint-Denis,apostado centinelas desde Saint-Denis a Charenteny alzado en todos los caminos barricadas armadas.El jueves, a las cinco de la tarde, cinco milbávaros bajaron de Fontenay, Dogent y Charenton,y formaron un cordón infranqueable desde elMame a Montreuil. Por la noche, otro cuerpo decinco mil hombres ocupó Vincennes, con ochentapiezas de artillería. A las nueve, los prusianossitiaban el fuerte y desarmaban a los federados quequerían volver a París. Aún hicieron más:detuvieron la caza para que se cebase en ellaVersalles. Ya durante la Comuna habían prestadolos prusianos un concurso indirecto al ejércitoversallés. Su acuerdo con los conservadoresfranceses se evidenció sin rebozo en las ochojornadas de mayo. De todos los crímenes deThiers, uno de los más odiosos será el de haberintroducido a los vencedores de Francia ennuestras discordias civiles y mendigado su ayudapara aplastar a París.

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A mediodía se declara el fuego en la parte oestede los docks de La Villette, inmenso depósito depetróleo, de esencias y materias explosivas,incendiado por los obuses de ambas partes. Esteincendio aniquila las barricadas de las callesFlandre y Riquet. Los versalleses tratan de cruzaren barco el canal, pero los detienen las barricadasde la calle Crimée y de La Rotonde.

Vinoy sigue avanzando por el distrito XII arriba,dejando en la Bastilla los hombres necesarios paralos registros y los fusilamientos. La barricada dela calle Reuilly, en la esquina de Saint-Antoine, sesostiene algunas horas contra los soldados que lacañonean desde el bulevar Mazas. Los versalleses,siguiendo este bulevar y la calle Picpus, seextienden hacia la plaza del Tróne, que tratan derodear por las fortificaciones. La artillería preparay ampara sus menores movimientos. Habitualmentecargan las piezas en el ángulo de las calles quepiensan reducir, las hacen avanzar, disparan yvuelven a ponerlas a cubierto. Los federados nopodían alcanzar a este enemigo invisible más que

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desde las alturas; es imposible centralizar allí laartillería de la Comuna. Cada barricada quieretener su pieza, sin preocuparse de ver a dóndellega su tiro.

Ya no hay autoridad de ninguna especie. En lacalle Haxo, gran confusión de oficiales sinórdenes; no se conoce la marcha del enemigocomo no sea por la llegada de nuevos restos debatallones. Tal es la confusión, que llega a estelugar, mortal para los traidores, Du Bison, deuniforme y expulsado de La Villette. Los escasosmiembros de la Comuna que allí se encuentranvagan al azar, en el XX, absolutamente ignorados;pero no han renunciado a deliberar. El viernes haycomo una docena de ellos en la calle Haxo; llegael Comité Central, y reclama para sí la dictadura.Se le concede, agregando a él a Varlin. Nadiehabla ya del Comité de Salud Pública.

El último cartel.

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EL único de sus miembros que hace un buen papeles Ranvier, hombre de soberbia energía en lasbatallas. Él fue, durante esta agonía, el alma de LaVillette y de Belleville, empujando a los hombres,vigilándolo todo. El 26 hizo imprimir unaproclama: «¡Ciudadanos del XX: si sucumbís, yasabéis la suerte que nos está reservada!... ¡A lasarmas! Mucha vigilancia, sobre todo por lanoche. Os pido que ejecutéis fielmente lasórdenes. Prestad vuestro concurso alAD(distrito; ayudadle a rechazar al enemigo. Vaen ello vuestra seguridad. No esperéis a queBelleville sea atacado, y Belleville habrátriunfado una vez más... ¡Adelante, pues!... ¡Vivala República!» Éste fue el último bando de laComuna.

Pero ¿cuántos hay que lean u oigan? Los obuses deMontmartre, que desde la víspera destrozan aBelleville y Ménilmontant, los gritos, la vista delos heridos que se arrastran de casa en casa

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buscando ayuda, los signos demasiado evidentesde un próximo fin, precipitan los fenómenosordinarios de la derrota. Las miradas se tornanferoces. Todo individuo sin uniforme puede serfusilado si no le abona un nombre muy conocido.Las noticias que llegan de París aumentan lacólera. Se dice que los versalleses tienen pornorma la matanza de prisioneros; que asesinan a lagente en las ambulancias; que millares de hombres,de mujeres, de niños, son llevados a Versalles conla cabeza descubierta y muertos frecuentementepor el camino; que basta pertenecer a la familia deun combatiente o darle asilo, para compartir susuerte; se cuentan las ejecuciones de las supuestaspetroleras.

Ejecución de cuarenta y ocho rehenes.

SOBRE las seis llega a la calle Haxo un grupo de

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gendarmes, eclesiásticos y civiles, rodeados porun destacamento que manda el coronel Gois.Vienen de La Roquette y se han detenido unmomento en la alcaldía, donde Ranvier se hanegado a recibirlos. En el primer momento se creeque son prisioneros recién detenidos, y desfilan enmedio del silencio general. Luego se extiende elrumor de que son rehenes que van a morir. Sontreinta y cuatro gendarmes presos el 18 de marzoen Belleville y en Montmartre, diez jesuitas,religiosos, curas, cuatro confidentes del Imperio:Ruault, el del complot de la Ópera Cómica;Largilliere, condenado en junio y en el proceso dela Renaissance: Greffe, organizador de losentierros civiles, transformado en auxiliar del jefede Seguridad, Lagrange: Dureste, su jefe debrigada. Sus expedientes han sido hallados ypublicados durante el sitio.

La multitud aumenta, apostrofa a los rehenes ygolpea a uno de ellos. El cortejo entra en la citéVincennes, cuyas rejas se cierran, y empujan a losrehenes hacia una especie de trinchera cavada ante

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un muro. Un miembro de la Comuna, Serraillier,acude: «¿Qué vais a hacer? ¡Hay ahí un polvorín;nos vais a hacer volar a todos!» Esperaba retrasarde este modo la ejecución. Varlin, Louis Piat yotros con ellos, luchan, se desgañitan por ganartiempo. Son rechazados, amenazados, y a duraspenas consigue salvarlos de la muerte la autoridadde Varlin, Los fusiles disparan sin que suene vozde mando alguna. Caen los rehenes. Un individuogrita: «¡Viva el emperador!» Es fusilado con losotros. Afuera aplauden. Y sin embargo, desde hacedos días, los soldados hechos prisioneros desde laentrada de las tropas atravesaban Belleville sinprovocar el menor murmullo. Pero estosgendarmes, estos policías, estos curas que porespacio de veinte años pisotearon a París,representaban el Imperio, la alta burguesía, losasesinos en sus formas más odiadas.

Por la mañana había sido fusilado el compinche deMorny, Jecker. La Comuna no había sabidojuzgarlo; la justicia «inmanente» lo apresó.Genton, Français, Boulflers y Clavier,73 comisario

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de policía, fueron a prenderlo a la cárcel de LaRoquette. Él se resignó muy pronto, como unaventurero que era, despreciando su vida comodespreciaba la de los demás. Salió con las manoslibres, en medio del grupo, que se dirigió hacia elPére-Lachaise. En el camino, Jecker habló de laexpedición de Méjico, que ahora era causa de sumuerte. ¡Ah, dijo, no hice un buen negocio! ¡Esagente me robó!, que era lo que repetía desde sudetención. Llegado al muro que mira a Charonne,le dicen: «¿Aquí? —¡Si les parece a ustedes...!»Murió tranquilamente. Le pusieron, cubriéndole lacara, el sombrero y un papel con su nombre.

No hay grandes movimientos de tropas en estajornada. Los cuerpos de ejército de Douai yClinchant bordean el bulevar Richard Lenoir. Ladoble barricada de detrás del Bataclan contiene lainvasión del bulevar Voltaire. Un general versalléscae muerto en la calle Saint-Sébastien. La plazadel Tróne se defiende todavía con las barricadasde Philippe-Auguste. La Rotonde y La Villette sesostienen también. Hacia el final del día, el

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incendio alcanza a la parte de los muelles máspróxima a la alcaldía.

Por la noche, el ejército acosa a los que aún seresisten entre las fortificaciones y una línea curvaque, desde los mataderos de La Villette lleva a lapuerta de Vincennes, pasando por el canal Saint-Martin, el bulevar Richard-Lenoir y la calle delFaubourg-Saint-Antoine. Ladmirault y Vinoy, enlos extremos; Douai y Clinchant, en el centro.

La noche del viernes es febril en Ménilmontant yBelleville, atormentados por los obuses. Losservicios que subsisten han abandonado la «citéVincennes», ensangrentada, y Jourde puso en lugarseguro el poco dinero que quedaba para a tender alas pagas. Los federados viven desde hace cuatrodías gracias a los quinientos mil francos delBanco, a los residuos de caja y a algunosempleados fieles, como fue uno de Consumos, quevino, bajo una lluvia de balas, a traer sus ingresosdel día. Los centinelas exigen la consigna a lavuelta de cada calle (Bouchotte-Belleville): a

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menudo, con alguna misión, y cada jefe debarricada se cree con derecho a negar el paso.

Llegan en tumulto los restos de los batallones;como en su mayor parte no encuentran sitio,acampan al aire libre, bajo los obuses, a los quesaludaban indefectiblemente con un: «¡Viva laComuna!»

En la calle mayor de Belleville, los guardiasnacionales improvisan camillas con sus fusilescruzados. Algunos hombres van delante conantorchas. Redobla el tambor. Estos combatientesque entierran en silencio a sus camaradas resultande una grandeza conmovedora, encontrándosecomo se encuentran también ellos a las puertas dela muerte.

Durante la noche, las barricadas de la calleAllemagne son abandonadas. Mil hombres, a losumo, han luchado durante dos días contra losveinticinco mil soldados de Ladmirault. Casi todosellos eran hombres sedentarios.

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Sábado, 27 de mayo.

LOS primeros fulgores del sábado 27 de mayodescubren un paisaje lívido. La niebla espenetrante, viscosa; la tierra está empapada.Bocanadas de humo blanco se alzan penosamentepor encima de la lluvia; es el tiroteo.

Desde el alba, las barricadas de la rutaestratégica, las puertas de Montreuil y Bagnoletestán ocupadas por las tropas, que se extienden sinresistencia por Charonne. A eso de las siete seinstalan en la plaza del Tróne, cuyas defensas hansido abandonadas. A la entrada del bulevarVoltaire, los versalleses disponen seis piezas enbatería contra la barricada de la alcaldía del XI,donde hay otras dos bocas de fuego que respondende tarde en tarde. Seguros del éxito, los oficialesquieren triunfar estruendosamente. Más de un obús

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se extravía y va a dar contra la estatua de Voltaire,cuya risa sardónica parece recordar a sussobrinos-nietos el magnífico alboroto que leshabía prometido.

En La Villette, los soldados avanzan por todaspartes, pasan ciñéndose a las fortificaciones,atacan las calles Puebla y Crimée. Su izquierda,comprometida todavía en lo alto del distrito X,trata de apoderarse de las calles de éste que llevanal bulevar de La Villette. Sus baterías de la calleFlandre, de las fortificaciones, de La Rotonde,unen sus fuegos a los de Montmartre y acribillande obuses el cerro Chaumont.

La barricada de la calle Puebla cede hacia lasdiez. Un marino que se ha quedado solo,parapetado detrás de los adoquines, espera a losversalleses, descarga su revólver, y salta sobreellos hacha en mano. El enemigo se despliega porlas calles adyacentes, hasta la calle Meynadier,que los tiradores federados sostienen firmemente.En la plaza Fétes, dos piezas enfilan la calle

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Crimée y protegen nuestro flanco derecho.

A las once se encuentran en la calle Haxo nueve odiez miembros del Consejo. Jules Allix, con másempaque que nunca, viene radiante. Según él, todova perfectamente; los barrios del centro estándesprovistos de tropas, no hay más que bajar enmasa a ellos. Otros se imaginan que van a ponerfin a las matanzas rindiéndose a los prusianos, quelos entregarán a Versalles. Uno o dos expresan laabsurda esperanza de que los federados no dejensalir a nadie; apenas se les hace caso, y JulesVallés se dispone a lanzar un manifiesto. En estollega Ranvier, que busca hombres para la defensadel cerro Chaumont: «¡Vayan a batirse, les grita,en lugar de discutir!» Esta frase de un hombredotado de sentido común, deshace el grupo. Cadacual tira por su lado; último encuentro de estosperpetuos deliberadores.

Los versalleses ocupan el bastión 16. A mediodíase extiende el rumor de que las tropas llegan porlas calles de París y las fortificaciones. Una

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multitud de hombres y mujeres, expulsados de suscasas por los obuses, asedian la puerta deRomainville para salir al campo. A la una bajan elpuente levadizo para dar paso a seis francmasonesque han ido a pedir a los prusianos que dejenpasar a los federados; la multitud se lanza fuera,hacia las primeras casas de la aldea de Lilas,quiere atravesar la barricada prusiana que se alzaen mitad de la carretera. El brigadier de lagendarmería de Romainville grita a los prusianos:«¡Disparen, disparen contra esa canalla!» Unsoldado prusiano hace fuego y hiere a una mujer.

Hacia las cuatro, un tal Parent, que se presentacomo coronel, uno de esos seres que brotan de laescoria de las derrotas, imponiéndose gracias a suaventajada estatura, hace que bajen el puentelevadizo para él, y se dirige, sin ningún mandato, apedir paso a las tropas prusianas. El extranjeroresponde que entregará a los federados a lasautoridades versalleses.

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En ese momento, un miembro de la Comuna,Arnold, que creía, a pesar de todo, en laintervención americana, fue a las avanzadasalemanas a llevar una carta para el embajadorWashburne, más hostil que nunca a la causa de laComuna, ya que era amigo de Darboy. Arnold fuerecibido con bastante dureza y despedido con lavaga promesa de que su billete sería retransmitido.

Varios batallones versalleses, que habían llegadopor la ruta estratégica a la calle Crimée, sondetenidos en la calle Bellevue. Desde la plazaMarché, tres cañones unen su fuego al de la plazaFétes, para proteger el cerro Chaumont. Cincoartilleros sirvieron esas piezas todo el día, sinnecesidad de órdenes ni de jefes. A las cuatro, loscañones del cerro callan, faltos de municiones; losque los servían van a unirse a los tiradores de lascalles Ménadier, Fessart y Annelets.

A las cinco, Ferré lleva a la calle Haxo a lossoldados de línea del cuartel Prince-Eugene,trasladados desde el miércoles a La Petite

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Roquette. La actitud de la muchedumbre que los vepasar no tiene nada de amenazadora; el pueblo noguardia odio al soldado, que es tan pueblo como élmismo. La tropa es acuartelada en la iglesia deBelleville. Su llegada da lugar a una distracciónfatal. La gente acude a su paso, y la plaza Fétesqueda desamparada. En esto surgen losversalleses, la ocupan, y los últimos defensoresdel cerro se repliegan hacia el Temple y la calleParís.

Mientras su frente cede, los federados sonatacados por la espalda. Desde las cuatro de latarde, los versalleses sitian el Pére-Lachaise, queencierra apenas doscientos federados, como decostumbre carentes de disciplina y de previsión;los oficiales no han conseguido hacer almenar losmuros. Los versalleses abordan por todas parteseste terrible reducto, cuyo interior barre laartillería del bastión. Las piezas de la Comunaapenas tienen ya municiones desde mediodía. Alas seis, los versalleses, que no se atreven, a pesarde su número, a intentar el escalo, cañonean la

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puerta principal del cementerio, que cede bienpronto, a pesar de la barricada que la protege.Resguardados detrás de las tumbas, los federadosdisputan su refugio a los asaltantes. En las fosas sedesarrollan combates con arma blanca. Losenemigos ruedan y mueren en las mismas tumbas.La oscuridad no detiene la desesperación.

El sábado por la noche.

EL sábado por la noche ya no les quedan a losfederados más que dos trozos de los distritos XI yXX. Los versalleses ocupan la plaza Fétes, lascalles Fessart, Pradier, hasta Rebeval, donde suavance se ve contenido, lo mismo que en elbulevar. El cuadrilátero comprendido entre lascalles Faubourgdu-Temple, Folie-Méricourt, LaRoquette y los bulevares exteriores, estáparcialmente ocupado por los federados. Douay y

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Clinchant esperan, en el bulevar Richard Lenoir, aque Vinoy y Ladmirault se apoderen de las alturasy destrocen con sus fusiles a los últimossublevados.

Llueve a torrentes. El incendio de La Villettepresta a estas tinieblas su cegadora claridad. Losobuses siguen asolando a Belleville, llegan hastaBagnolet y hieren a algunos soldados prusianos.Los heridos afluyen a la alcaldía del distrito XX,donde no hay ni médicos, ni medicinas, nicolchones, ni mantas; los desgraciados agonizansin auxilios. Los Vengadores de Flourens llegancon su capitán a la cabeza, un hombretón grande yfuerte, que se tambalea, herido, sobre su caballo.La cantinera, delirante, con un pañuelo alrededorde la ensangrentada frente, jura y llama a loshombres con un rugido de loba herida. Las armasse disparan solas entre los dedos irritados. Elestruendo de los furgones, las amenazas, loslamentos, la fusilería, el silbido de los obuses semezclan en un aquelarre enloquecedor. Cadaminuto trae un nuevo desastre. Un guardia llega:

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«¡Acaba de ser abandonada la barricada Pradier!»Otro: «Hacen falta hombres en la calle Rebeval».Otro: «¡Los de la calle Prés están huyendo!» Losúnicos que oyen este reiterado tañido de agoníason seis o siete miembros de la Comuna —Trinquet, Ferré, Varlin, Ranvier, Jourde—. Y,desesperados ante su propia impotencia, hechospolvo por los seis días que llevan sin descansar uninstante, los más fuertes se hunden en el dolor.

Domingo, 26 de mayo.

A la madrugada, Vinoy y Ladmirault lanzan sustropas a lo largo de las fortificaciones, por la rutaestratégica, que ha quedado sin defensa, y sereúnen en la puerta de Romainville. Hacia lascinco, las tropas ocupan la barricada de la calleRebeval y, tomando por la calle Vincent y elpasaje Renard, atacan por la espalda las últimas

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barricadas de la calle París. Hasta las ocho noocupan la alcaldía del distrito XX. La barricadade la calle París, en la esquina del bulevar, siguesiendo defendida por el comandante del batallón191 y por cinco o seis guardias que se mantienenfirmes hasta que se les agotan las municiones.

Hacia las nueve de la mañana, una columnaversallesa, que ha salido del bulevar Philippe-Auguste, entra en La Roquette y pone en libertad aciento cincuenta gendarmes, sacerdotes,refractarios, adversarios de todo género de laComuna, a quienes nadie ha molestado ni poco nimucho. Dueño del Pére-Lachaise desde la nocheanterior, Vinoy hubiera podido ocupar la cárcel,evacuada mucho antes por el puesto de federados.Pero profesaba la teoría de Thiers, de que nuncahabría bastantes mártires. Varios detenidos quehabían salido la víspera, entre ellos el obispoSurat y dos curas, fueron aprisionados de nuevo yfusilados en las barricadas; cabía esperar queotros corriesen la misma suerte que ellos,justificando así las represalias.

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A las diez, la resistencia está reducida al pequeñocuadrado que forman las calles Faubourgdu-Temple, Trois-Bornes y Trois-Couronnes, y elbulevar Belleville. Dos o tres calles del XXluchan todavía: entre otras, la calle Ramponneau.Una pequeña falange, capitaneada por Varlin,Ferré y Gambon, con la banda reja a la cintura y elfusil en bandolera, baja por la calle Champs ydesemboca en el bulevar. Un garibaldino degigantesca estatura lleva una inmensa bandera reja.Entra en el distrito XI. Varlin y sus colegas van adefender la barricada de la calle Faubourgdu-Temple y Fontaine-au-Roi. La barricada esinabordable de frente; los versalleses, dueños delhospital Saint-Louis, consiguen rodearla por lascalles Saint-Maur y Biehat.

A las once, los federados casi no tienen yacañones; los tercios del ejército los rodean. En lascalles Faubourgdu-Temple, Oberkampf, Saint-Maur y Parmentier, quieren luchar todavía. Hayallí unas cuantas barricadas a las que no se puededar la vuelta, y varias casas que no tienen salida.

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La artillería versallesa las cañonea hasta que losfederados han agotado sus últimas municiones.Quemado el último cartucho, se lanzan contra losfusiles que los acorralan.

Disminuye el ardor de la fusilería: hay largossilencios. El domingo 28 de mayo, al mediodía, sedispara el último cañonazo federado desde la calleParís, tomada por los versalleses. La pieza,atacada con doble carga, exhala el supremosuspiro de la Comuna de París.

La última barricada de las jornadas de mayo es lade la calle Ramponneau. Por espacio de un cuartode hora la defiende un solo federado. Por tresveces rompe el asta de la bandera versallesaenarbolada sobre la barricada de la calle París.Como premio a su valor, el último soldado de laComuna consigue escapar.

Todo ha terminado.

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A la una, todo había terminado. La plaza de laConcordia se había sostenido dos días; Butte-aux-Cailles, dos; La Villette, tres; el bulevar Voltaire,tres días y medio. De los setenta y nueve miembrosde la Comuna en funciones el 21 de mayo, unomurió en las barricadas: Delescluze: dos fueronfusilados: Jacques Durand y Raoul Rigault; dosestaban gravemente heridos: Brunel y Vermorel:tres heridos: Protot, Oudet y Frankel. Losversalleses perdieron poca gente; los federados,tres mil muertos o heridos. Las pérdidas delejército, en junio del 48, y la resistencia de losinsurrectos, fueron relativamente más serias. Perolos sublevados de junio no tuvieron enfrente másque treinta mil hombres; los de mayo lucharoncontra ciento treinta mil. El esfuerzo de junio noduró más que tres días; el de los federados durósiete semanas. La víspera de junio, el ejércitorevolucionario estaba intacto; el 20 de mayoestaba diezmado. Sus defensores más aguerridoshabían perecido en las avanzadas. ¿Qué no

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hubiesen hecho en París, en Montmartre, en elPanteón, los quince mil valientes de Neuilly, deAsniéres, de Issy, de Vanves y de Cachan?

Rendición del fuerte de Vincennes,

LA ocupación del fuerte de Vincennes tuvo lugarel lunes 29. Este fuerte, desarmado, no habíapodido tomar parte alguna en la lucha. Suguarnición se componía de trescientos cincuentahombres y de veinticuatro oficiales, mandados porel jefe de legión Faltot: veterano de las guerras dePolonia y garibaldinas, uno de los más activos del18 de marzo. Se le ofreció un asilo seguro.Respondió que su honor le prohibía abandonar asus compañeros de armas.

El sábado, un coronel de estado mayor versallésvino a negociar una capitulación. Faltot pedía

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pasaportes en blanco, no para sí, sino para algunosde sus oficiales de nacionalidad extranjera. Antela negativa de Versalles, Faltot cometió la torpezade dirigir la misma petición a los alemanes.MacMahon, en previsión de un asedio, habíavuelto a solicitar la ayuda del príncipe de Sajonia,y el alemán velaba por su cofrade. Durante estasnegociaciones, el general Vinoy se habíaprocurado cómplices dentro de la plaza, dondealgunos hombres se ofrecían a reducir a losfederados intratables. De estos últimos era Merlet,guardia general de ingenieros y de artillería,antiguo suboficial, plenamente dispuesto a volar laplaza antes que rendirla. El polvorín contenía diezmil kilogramos de pólvora y cuatrocientos milcartuchos.

El domingo, a las ocho de la mañana, sonó undisparo en la habitación de Merlet. Acudieron;yacía en tierra con la cabeza atravesada de unbalazo. El desorden de la habitación, la direcciónde la bala eran testimonios evidentes de que habíahabido lucha. Un capitán, ayudante mayor del 99,

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Bayard, muy exaltado durante la Comuna y a quienlos versalleses pusieron en libertad, confesósolamente que él había dispersado los elementosde la pila eléctrica preparada por Merlet paravolar el fuerte.

El lunes, el coronel versallés renovó suproposición. La lucha en París había terminado.Los oficiales deliberaron, y convinieron en que seabrirían las puertas. A las tres entraron losversalleses. La guarnición, sin armas, estabaagrupada al fondo del patio. Nueve oficialesfueron encerrados aparte.

Por la noche, en los fosos, a cien metros del lugaren que cayó el duque de Enghien, estos nueveoficiales se alinearon ante el pelotón de ejecución.Uno de ellos, el coronel Delorne, se volvió haciael versallés que mandaba la tropa y le dijo:«Tómeme el pulso; verá usted si tengo miedo».

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Cuarta Parte : LA VENGANZA

CAPÍTULO XXXIV

LA furia versallesa. Los mataderos. Los tribunalesprebostales. Muerte de Varlin. La peste. Losenterramientos.

Somos gente honrada; se hará justicia con arregloa las leyes ordinarias. Sólo recurriremos a la ley.

Thiers a la Asamblea Nacional, el 22 mayo del71.

Puedo afirmar que el número de ejecuciones hasido muy restringido.

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MacMahon. Encuesta sobre el 18 de marzo.

El orden reinaba en París. Por todas partes ruinas,muertos, siniestros crujidos. Los oficiales andabanpor medio de la calle, provocadores, haciendosonar el sable; los suboficiales copiaban suarrogancia. Los soldados vivaqueaban en todas lasgrandes calles; algunos, embrutecidos por la fatigay la matanza, dormían en mitad de la acera; otrospreparaban la comida cantando canciones de sutierra.

La bandera tricolor pendía desmayadamente detodas las ventanas, para alejar los registros. Losfusiles, las cartucheras, los uniformes, seamontonaban en el arroyo, en los barriospopulares, arrojados por las ventanas o traídosdurante la noche por los aterrorizados vecinos. Enlas puertas, las mujeres de los obreros, sentadas,con la cabeza entre las manos, miraban fijamenteante sí, esperando a un hijo o a un marido quejamás habrían de volver.

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Los emigrados de Versalles, los inmundos seresque arrastran en pos de sí las victorias cesáreas,ensordecían los bulevares. Este populacho seabalanzaba desde el miércoles sobre los convoyesde prisioneros, aclamaba a los gendarmes acaballo —se vio a algunas damas besar sus botas—, aplaudía al paso de los carruajesensangrentados, acaparaba a los oficiales quecontaban sus proezas, en la terraza de los cafés,materialmente acosados por las prostitutas. Lospaisanos competían en desenvoltura con losmilitares. Uno que no había pasado de la calleMontmartre, describía la zona de Cháteau-d'Eau,se vanagloriaba de haber fusilado su buenadocenita de federados. Algunas mujeres elegantesiban a mirar los cadáveres y, para gozar de losvalerosos muertos, levantaban sus últimas ropascon la punta de sus sombrillas.

»Habitantes de París —dijo MacMahon el día 28— ¡París ha sido libertado! Hoy ha terminado lalucha; el orden, el trabajo y la seguridad van arenacer».

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¡Ay de los vencidos!

«PARÍS libertado» fue dividido en cuatro mandos—Vinoy, Ladmirault, Cissey, Douai— y sometidode nuevo al régimen de estado de sitio levantadopor la Comuna. No hubo en París más que ungobierno: el ejército que asesinaba a París. Lostranseúntes se vieron obligados a demoler lasbarricadas, y todo signo de impaciencia fuecastigado con la detención, como toda imprecacióncon la muerte. Se anunció que cualquier detentadorde un arma sería llevado inmediatamente apresencia de un consejo de guerra; que toda casadesde la que se disparase sería entregada aejecución sumarísima. Los establecimientospúblicos tuvieron que cerrar a las once; sólo losoficiales vestidos de uniforme tuvieron la callepor suya. Por las noches recorrían la ciudadpatrullas de jinetes. La entrada en París se hizo

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difícil; la salida, imposible. Los hortelanos nopodían entrar y salir cuando querían; estuvieron apunto de faltar los víveres.

Acabada la lucha, el ejército se transformó en uninmenso pelotón de ejecución. En junio del 48,Cavaignac prometió el perdón y asesinó; Thiershabía jurado por las leyes, y dejó carta blanca alejército. Era partidario del «máximo rigor», parapoder así lanzar su célebre frase: «El socialismoha acabado por mucho tiempo». Más tarde contóque no había habido manera de contener alsoldado; excusa inadmisible, ya que los mayoresasesinatos no tuvieron lugar hasta después de labatalla.74

El domingo 28, terminada la lucha, varios millaresde personas reunidas en los alrededores del Pére-Lachaise fueron conducidas a la cárcel de LaRoquette. Un jefe de batallón que estaba a lapuerta miraba de arriba abajo a los prisioneros y,según le daba la vena, decía: «¡A la derecha!», o«¡A la izquierda!» Los de la izquierda eran para

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ser fusilados. Después de vaciarles los bolsillos,se les alineaba ante un muro y se les mataba.Frente al muro, dos sacerdotes canturreaban larecomendación del alma.

Del domingo al lunes por la mañana, sólo en LaRoquette se mató a mil novecientas personas. Lasangre corría por los arroyos de la cárcel. Lamisma carnicería hubo en Mazas, en la EscuelaMilitar, en el parque Monceau.

Los tribunales prebostales.

MÁS siniestros aún, si cabe, eran los tribunalesprebostales, en los que se hacía un simulacro dejuicio. No habían surgido al azar, obedeciendo alos furores de la lucha. Mucho antes de la entradaen París, Versalles había señalado su número,sitio, limites y jurisdicción. Uno de los más

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célebres de estos tribunales tenía su sede en elChátelet y estaba presidido por el coronel de laguardia nacional, Louis Vabre, el del 31 deoctubre y del 18 de marzo, un vigoroso animal detalla gigantesca. La historia posee varias actas delas matanzas de L'Abbaye, en que los prisioneros,conocidísimos, pudieron defenderse. Losparisienses de 1871 no alcanzaron la justicia deMaillard: apenas hay huellas de cuatro o cincodiálogos. Los millares de cautivos conducidos alChátelet eran encerrados primeramente en la sala,bajo el fusil de los soldados; después, empujadosde pasillo en pasillo, desembocaban comocorderos en la Cámara, donde Vabre sepavoneaba, rodeado de oficiales del ejército y dela guardia nacional del orden, con el sable entrelas piernas, algunos con el cigarro en la boca. Elinterrogatorio duraba un cuarto de minuto. «¿Hatomado usted las armas? ¿Ha servido a laComuna? ¡Enséñeme las manos!» Si su actitud eraresuelta o su facha antipática, sin preguntar elnombre, la profesión, sin tomar nota en ningúnregistro, el reo era clasificado. «¿Y usted?»,

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decían al vecino, y así sucesivamente, hasta llegaral último de la fila. Aquellos a quienes uncapricho salvaba, eran llamados ordinarios yreservados para Versalles. No se ponía en libertada nadie.

Los clasificados eran entregados inmediatamente alos ejecutores, que los llevaban al cuartel Lobau.Allí, a puerta cerrada, los gendarmes disparabansin agrupar a sus víctimas. Algunos, malheridos,corrían a lo largo de las paredes. Los gendarmeslos cazaban, les tiroteaban hasta que se lesacababa la vida. Edouard Morcau pereció en unade estas hornadas. Sorprendido en la calle Rivoli,fue llevado al Chátelet. Su mujer le acompañóhasta la puerta del cuartel Lobau, y oyó losdisparos que mataban a su marido.

En el Luxembourg, las víctimas del tribunalprebostal eran arrojadas, primero, a un sótano quetenía la forma de un verdadero laberinto, querecibía únicamente el aire por una angostaabertura. Los oficiales estaban en una sala del

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entresuelo, rodeados de brassardiers, agentes depolicía y burgueses privilegiados que iban enbusca de emociones fuertes. Como en el Chátelet,el mismo interrogatorio inútil, y ninguna defensa.Después del desfile, los prisioneros volvían a unsótano o eran conducidos al jardín; allí, al pie dela terraza de la derecha, eran fusilados. El murochorreaba masa encefálica, y los soldadoschapoteaban en la sangre.

Los asesinatos prebostales se llevaban a cabo deidéntica manera en la Escuda Politécnica, en elcuartel Dupleix, en las estaciones del Norte, delEste, en el Jardín des Plantes, en varios cuartelesque coincidían en los procedimientos de mataderosin frases. Las víctimas morían sencillamente, sinfanfarronadas. Muchas se cruzaban de brazos,otras mandaban el fuego. Algunas mujeres y niñosseguían a su marido, a su padre, gritando:«¡Fusiladnos con ellos!» Se vio a algunas mujeres,ajenas a la lucha, pero a quienes estas carniceríasenloquecían, disparar contra los oficiales y luegoarrojarse contra un muro, esperando la muerte.

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Para los oficiales, en su mayor parte bonapartistas,los republicanos eran víctimas selectas. El generalDe Lacretelle dio orden de fusilar a Cernuschi,que había contribuido con doscientos mil francos ala campaña contra el plebiscito. El doctor TonyMoilin, orador de las reuniones públicas, fuecondenado a muerte, no, según se le dijo, porquehubiese cometido ningún acto que lo mereciera,sino por ser republicano, «una de esas personas dequienes hay que desembarazarse». Losrepublicanos de la izquierda, cuyo odio a laComuna estaba harto probado, no se atrevieron aponer el pie en París, por miedo a sercomprendidos en la matanza.

No todo el mundo tenía la suerte de tropezar conun tribunal prebostal o con los azares de unmatadero. Muchos fueron muertos en el patio de sumisma casa, delante de su puerta, acto continuo desu detención, como el doctor Napias-Piquet,fusilado en la calle Rivoli y cuyo cadáver estuvoabandonado todo el día, no sin que los soldados lequitasen las botas. Otro tanto le ocurrió a un

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presidente del club de Saínt-Sulpice, que fuesacado a la calle en camisón. El ejército, que nodisponía de policía ni de informes precisos,mataba a diestra y siniestra, guiado únicamente porlos furores de los «brassardiers», e incluso por lasdelaciones de funcionados que tenían faltas desobra que ocultar. Cualquiera que señalase a untranseúnte con un nombre revolucionario, podíahacerlo fusilar. En Grenelle fusilaron a un falsoBillioray, a pesar de sus desesperadas protestas;en la plaza Vendóme lo fue un Brunel no másauténtico, en las habitaciones de Madame Fould.«Le Gaulois» publicó el relato de un cirujanomilitar que conocía a Vallés y había asistido a suejecución. Testigos oculares afirmaron haber vistofusilar a Lefrançais, el jueves, en la calle de laBanque. El verdadero Billioray fue juzgado en elmes de agosto; Vallés, Brunel y Lefrançaislograron llegar al extranjero. De este modo fueronfusilados varios funcionarios de la Comuna, yfrecuentemente varias veces en la persona deindividuos más o menos parecidos a ellos.

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Muerte de Varlin.

VARLIN tampoco debía escapar. El domingo, 28,en la plaza Cadet, fue reconocido por un cura, quecorrió en busca de unos oficiales. El teniente Sicreagarró a Varlin, le ató las manos a la espalda y selo llevó hacia el cerro donde se hallaba el generalDe Laveaucoupet. Varlin, que había expuesto suvida por salvar a los rehenes de la calle Haxo, fuearrastrado durante más de una hora por lasempinadas calles de Montmartre. Bajo lagranizada de golpes, su joven cabeza meditabunda,que nunca había alojado más que pensamientos defraternidad, se convirtió en un informe montón decarne, con un ojo colgándole de la órbita. Cuandollegó a la calle Rosiers, al estado mayor, ya noandaba, sino que lo llevaban. Lo sentaron parafusilarlo. Los soldados destrozaron su cadáver aculatazos. Sicre le robó el reloj, con el que se

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pavoneaba.

El Mont des Martyrs no cuenta con mártir másglorioso. ¡Que sea también él enterrado en el grancorazón de la clase obrera!75 Toda la vida deVarlin es un ejemplo. Se había formado por sísolo, con el encarnizamiento de su voluntad,consagrando al estudio, por las noches, las escasashoras que deja libres el taller, aprendiendo, nopara llegar a cosechar honores como los Corboriso los Tolain, sino para instruir y libertar al pueblo.Fue el nervio de las asociaciones obreras de laspostrimerías del Imperio. Infatigable, modesto,parco en palabras, hablando siempre en elmomento oportuno y aclarando entonces con unasola frase lo confuso de la discusión, conservósiempre el sentido revolucionario que seenmohece frecuentemente en los obrerosinstruidos. Uno de los primeros, el día 18 demarzo, constante en la labor durante toda laComuna, estuvo en las barricadas hasta el últimomomento. Este muerto pertenece por completo alos obreros.

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Los periodistas versalleses escupieron sobre sucadáver, dijeron que se habían encontrado sobre élcentenares de miles de francos, por más que elinforme oficial dijese: «Un portamonedas quecontenía 284,15 francos». Los periodistas habíanvuelto a París a la zaga del ejército, seguían a éstecomo chacales, y hundían su hocico en loscadáveres. Olvidando que en las guerras civilessólo los muertos sin los que vuelven, todos estosSarceys no tenían más que un artículo: ¡Mata!Publicaban los nombres, los escondites deaquellos a quienes había que fusilar, mostrábanseinagotables en invenciones para atizar el furor delburgués. Después de cada fusilamiento, gritaban,¡todavía!: «Hay más. Hay que cazar a loscomunalistas». («Bien public».) «Esos hombresque han matado por matar y por robar, están ahorapresos, y ¿habremos de responderles:¡clemencia!?...» «Esas horribles mujeres queacribillaban a puñaladas el pecho de los oficialesagonizantes están ahora presas ¿y ha derespondérseles: ¡clemencia!?...» («Patrie».) «¿Quées un republicano? Una bestia feroz... ¡Vamos,

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hombres honrados, un empujón para acabar contoda la gusanera democrática e internacional!»(«Figaro».) «El reino de los malvados haterminado. Jamás se sabrá con qué refinamientosde crueldad y de salvajismo han cerrado esta orgíade crimen y de barbarie. Dos meses de robo, depillaje, de asesinatos y de incendio». («OpiniónNationale».) “Ni uno solo de esos malhechores, encuyas manos se ha encontrado París durante dosmeses, será considerado como político; se lestratará como a bandidos que son, como a los másespantosos monstruos que se hayan visto nunca enla historia de la humanidad”. (“MoniteurUniversel»). Un periódico médico inglés pidió, el27 de mayo, la vivisección de los prisioneros.

Para acabar de excitar a los soldados —¡como sihiciera falta!—, la prensa tejió coronas para ellos.«¡Qué admirable actitud la de nuestros oficiales ysoldados!», decía «Le Figaro». «Sólo al soldadofrancés le es dado rehacerse tan bien y tan pronto».«¡Qué horror!», exclamaba el «Journal desDébats». «Nuestro ejército ha vengado sus

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desastres con una victoria inestimable».

Así se vengaba el ejército de sus desastres; sevengaba cebándose en París. París era un enemigo,lo mismo que Prusia, y tanto menos digno de quese le guardasen miramientos, cuanto que el ejércitotenía que reconquistar su prestigio. Para completarla semejanza, hubo un desfile triunfal después dela victoria. Los romanos no concedían nuncasemejante honra después de las luchas civiles.Thiers organizó un magno desfile con todas lastropas, a la vista de los prusianos, a los quelanzaba los cadáveres de los parisienses como undesquite.

La soldadesca frenética.

¿QUÉ de extraño tiene que, con semejantes jefes,el furor del soldado llegase a extremos tales de

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embriaguez, que ni siquiera la muerte le saciara?El domingo, 28, ante la fachada de la alcaldía deldistrito XI, a cuyas paredes estaban adosadosvarios cadáveres, vimos a un fusilero de marinaque cortaba con su bayoneta los intestinos que sedeslizaban del vientre de una mujer; los soldadosse divertían poniendo carteles en el pecho de losfederados: asesino, ladrón, borracho, y hundíanen su boca los golletes de las botellas.

¿Cómo explicar estos refinamientos desalvajismo? El informe oficial de MacMahonregistra tan sólo 877 muertos versalleses desde el3 de abril hasta el 28 de mayo. La furia versallesano tenía, pues, la excusa de las represalias.Cuando un puñado de exasperados, para vengar amillares de hermanos suyos, fusila sesenta y tresrehenes de cerca de trescientos que tiene todavíaentre sus manos, la reacción se cubre la faz con unvelo y protesta en nombre de la justicia. ¿Qué dirá,entonces, esa justicia de aquellos quemetódicamente, sin ansiedad respecto al resultadode la lucha, y, sobre todo, acabada ésta, fusilan a

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veinte mil personas que en sus tres cuartas partes,por lo menos, no habían combatido? Algunosresplandores de humanidad pasaron por el ánimode los soldados, a algunos de los cuales se viovolver de las ejecuciones con la cabeza gacha. Losoficiales bonapartistas, en cambio, no desmayaronen su ferocidad. Aun después del domingoremataban con sus propias manos a losprisioneros; le llamaban al valor de las víctimas«insolencia, resolución de poner fin a su vidaantes que vivir trabajando». El «hombre de peso»es la criatura más insaciablemente cruel.

Espectáculos atroces.

«EL suelo está sembrado de sus cadáveres —telegrafió Thiers a sus prefectos—: este espantosoespectáculo servirá de lección». Era preciso, apesar de todo, poner término a esta lección de

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cosas. No es que llegara la piedad, sino la peste.Los tábanos salían a millares de los cadáveresdescompuestos. Las calles se cubrían de pájarosmuertos. «L'Avenir Liberal», elogiando lasproclamas de MacMahon, le había aplicadopalabras de Flóchier: «Se oculta, pero su gloria ledescubre». La gloria del Turena de 1871 sedescubría hasta en el Sena, jaspeado por un largoreguero de sangre que pasaba bajo el segundo arcodel puente de las Tullerías. Los muertos de lasemana sangrienta se vengaban, apestando lasplazas, los solares, las casas en construcción, quehabían servido de alivio a los mataderos y a lostribunales prebostales. «¿Quién no recuerda —decía “Les Temps”—, si lo vio aunque fuese sólounos minutos, no digamos la plaza, sino el osariode la torre de Saint-Jacques? De en medio de estastierras húmedas, recién removidas por la pala,salían, acá y allá, cabezas, brazos, pies y manos.Veíanse a flor de tierra contornos de cadáveres; elespectáculo era abominable. Un olor glacial,repugnante, salía de aquel jardín. A ratos, enalgunos sitios, se hacía fétido». En el parque

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Monceau, ante los Inválidos, fermentados por lalluvia y el sol, los cadáveres rasgaban su parvosudario de tierra. Un gran número de ellosquedaban todavía al aire, salpicados únicamentede cloro; en Saint-Antoine se veían montones«como de basura», decía un periódico del orden;en la Escuela Politécnica cubrían una extensión decien metros de largo por tres de alto; en Passy, queno fue uno de los grandes centros de ejecución,había 1.100 cerca del Trocadero. Trescientos quefueron lanzados a los lagos del cerro Chaumontsubieron a la superficie y paseaban, hinchados, susefluvios mortales. La gloria de MacMahon sedescubría demasiado. Los periódicos se asustaron.«Es preciso —dijo uno de ellos— que esosmiserables que tanto mal nos hicieron vivos nopuedan hacernos todavía más después de sumuerte». Los mismos que habían atizado lasmatanzas gritaron: ¡Basta!

«¡No matemos más! —dijo el “París-Journal” del2 de junio—. ¡Ni a los asesinos, ni a losincendiarios! ¡No matemos más! No es su indulto

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lo que pedimos, sino una prórroga».

«¡Basta de ejecuciones, basta de sangre, basta devíctimas —dicen «Le National» y «L'OpinionNationale»—. Hace falta proceder a un examenserio de los inculpados. No quisiéramos vermorir más que a los verdaderos culpables».

Las ejecuciones se espaciaron, y empezó lalimpieza. Carruajes de todo género, carrosdescubiertos, carretas, ómnibus, recogieron loscadáveres en todos los barrios. Desde la época delas grandes pestes no se habían visto talescarretadas de carne humana. Por las contorsionesde la violenta agonía era fácil reconocer quemuchos de aquellos hombres, enterrados en vida,habían luchado contra la tierra. Había cadáverestan putrefactos, que fue preciso conducirlos a granvelocidad en carros cerrados, depositándolos enfosas llenas de cal.

Los cementerios de París absorbieron todo lo quepodían contener. Las víctimas innumerables, unas

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junto a otras, descalzas, llenaron inmensas zanjasen el Pére-Lachaise, en Montmartre, enMontparnasse, adonde el recuerdo del pueblo va abuscarlas todos los años. Otras fueron llevadas aCharonne, a Bagnolet, a Bicétre, a Berey, donde seutilizaron las trincheras abiertas durante el sitio, eincluso algunos pozos. «Allí nada hay que temerde las emanaciones cadavéricas —decía «LaLiberté de Girardin»—; el surco del labrador seabrevará de una sangre impura que lo fecundará.El delegado de Guerra muerto podrá pasar revistaa sus fieles a media noche; la consigna será:Incendio y Asesinato». Mujeres en pie a la orillade las trincheras y de los fosos, buscaban a alguienentre aquellos despojos. La policía esperaba quesu dolor las traicionase para detener a tales«hembras de insurrectos». Durante mucho tiempose oyeron en aquellos fosos los aullidos de losperros fieles, de los animales tan superiores, estavez, a los hombres.

Como la inhumación de este ejército de muertosexcedía a todas las fuerzas, se trató de disolverlos.

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Las casamatas habían quedado llenas decadáveres; se extendieron sobre ellos sustanciasinflamables y se improvisaron hornos crematorios,que formaron una inmensa papilla. En el cerroChaumont se hizo una hoguera colosal inundada depetróleo, y, por espacio de varios días, un humodenso, nauseabundo, empenachó los jardines.

La cuenta de los muertos.

LAS matanzas en masa duraron hasta los primerosdías de junio, y las ejecuciones sumarias hastamediados del mismo mes. Durante mucho tiempo,misteriosos dramas visitaron el Beis de Boulogne.Jamás se sabrá el número exacto de las víctimasde la semana sangrienta. El jefe de la justiciamilitar confesó que había habido diecisiete milfusilados. El Consejo Municipal de París pagó lainhumación de diecisiete mil cadáveres; pero un

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gran número de personas fueron muertas oincineradas fuera de París. No es exagerado decirque llegaron a veinte mil, cifra admitida por losfuncionarios oficiales.

No pocos campos de batalla han contado unnúmero mayor de muertos. Pero ésos, por lomenos, cayeron en el furor de la lucha. El sigloXIX no vio nunca semejante degollina después delcombate. Nada hay que se le parezca en la historiade nuestras guerras civiles. La noche de SanBartolomé, junio del 42, el 2 de diciembre, seríaniguales, a lo sumo, a un episodio de matanzas demayo. Sólo las hecatombes asiáticas pueden daruna idea de esta carnicería de proletarios.

Tal fue la represión «por las leyes, con las leyes».Todas las potencias sociales aplaudieron a Thiers,tratando de sublevar al mundo contra este puebloque, después de dos meses de reinado soberano ydel asesinato de millares de los suyos, habíasacrificado a sesenta y tres rehenes. El 28 demayo, los curas, grandes consagradores de

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asesinatos, celebraron un oficio solemne ante laAsamblea en pleno. Cinco días antes, los obispos,capitaneados por el cardenal De Bonnechose,habían pedido a Thiers que restableciese al papaen sus Estados. El Gesu avanzaba, dueño de lavictoria, y sobre el orgulloso escudo de París,borrando la nave de la esperanza, ponía elSagrado Corazón sangriento.

CAPÍTULO XXXV

LOS convoyes de prisioneros. El invernaderoSatory. Las detenciones. Los delatores. La prensa.La extrema izquierda maldice a los vencidos.Manifestaciones en el extranjero.

La causa de la justicia, del orden, de la humanidady de la civilización, ha triunfado.

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Thiers a la Asamblea Nacional, el 22 de mayo del71.

Son estas jornadas de furia y de sangre uno de losmayores eclipses de la civilización que de losCésares acá hayan ensombrecido a Europa. Asícayó Vitelio sobre Roma; de igual modo sitió a susadversarios con un movimiento envolvente.Idéntica ferocidad en la matanza de prisioneros, demujeres y niños; los mismos «brassardiers» a lazaga de los vencedores; pero Vitelio, por lomenos, no hablaba de civilización.

¡Dichosos acaso los muertos, que no tuvieron quesufrir el calvario de los prisioneros!

Si los fusilamientos se habían llevado a cabo enmasa, júzguese lo que serían las detenciones.Furibundas razzias de hombres, de mujeres, deniños. Parisienses, provincianos, extranjeros,indiferentes, una mescolanza de gente de ambossexos, de todas las edades, de todos los partidos,de todas condiciones. Se llevaban en masa a los

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inquilinos de una casa; algunas veces, inclusive, alos vecinos de toda una barriada. El miedo cerrabalas puertas; no había ya hospitalidad en la calle.Una sospecha más o menos motivada, una actitudmal interpretada, bastaban para ser apresado porlos soldados. Éstos, del 21 al 30 de mayo,recogieron de esta suerte a cuarenta mil personas.

Los cautivos, formados en largas cadenas, unasveces sueltos, otras atados con cuerdas hastaformar un bloque, como en junio del 48, eranconducidos a Versalles. Al que se negaba a andarlo aguijaban con la bayoneta; si se resistía, lofusilaban sobre la marcha o lo ataban a la cola deun caballo. Ante las iglesias de los barrios ricosse les obligaba a arrodillarse, con la cabezadescubierta, mientras la turba de lacayos,elegantes y prostitutas gritaba: «¡Matadlos!¡Matadlos! ¡No vayáis más lejos! ¡Fusiladlos aquímismo!» En los Campos Elíseos quisieron romperlas filas, probar a qué sabía la sangre.

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Galliffet en funciones.

GALLIFFET los esperaba en La Muette. Allícobraba su diezmo, recorría las filas y con su carade lobo flaco: Tú tienes facha de ser inteligente —le decía a uno—. Sal de la dila. Tú tienes un reloj—decía a otro—. Debes de ser funcionario de laComuna, y lo ponía aparte. Una de estas hornadasfue descrita por el corresponsal del «DailyNews», que se vio obligado, envuelto en unarazzia, a acompañar a una columna hasta LaMuette: «En la avenida Uhrich, la columna hizoalto, y los cautivos fueron dispuestos en cuatro ocinco filas en medio de la calle. El generalmarqués de Galliffet, que nos había precedido consu estado mayor, se apeó del caballo y empezó suinspección por la izquierda, cerca del sitio en queme encontraba yo. Marchaba lentamente,examinaba las filas como en una revista, golpeabaen el hombro a un prisionero o le ordenaba que

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pasase atrás. El individuo así escogido, a menudosin más interrogatorio, era sacado inmediatamentefuera de la fila, y por este procedimiento seformaba otra columna suplementaria. Los que lacomponían se daban perfecta cuenta de que habíallegado su última hora, y era de un interés terribleobservar su actitud. Uno, herido, con la camisaempapada en sangre, se sentó en la calle rugiendode dolor. Otros lloraban en silencio. Dossoldados, presuntos desertores, suplicaban a losdemás prisioneros que dijesen si los habían vistoalguna vez en sus filas. Varios sonreían, retadores.¡Qué cosa más horrible ver así a un hombrearrancado a sus semejantes y muerto sin másformalidades de proceso! A algunos pasos de mí,un oficial de a caballo indicó al marqués deGalliffet a un hombre y una mujer culpables de nosé qué clase de delito. La mujer se lanzó fuera delas filas, se arrodilló, y tendiendo los brazosimploró piedad, haciendo protestas de suinocencia en los términos más patéticos. El generalestuvo contemplándola un rato; después, conabsoluta impasibilidad: “Señora —le dijo—, he

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frecuentado todos los teatros de París; no vale lapena representar una comedia”. Seguí al general,por mi parte, siempre prisionero, pero escoltadopor dos cazadores a caballo, y traté de darmecuenta de lo que podía guiarle en su elección.Advertí que no convenía ser ostensiblemente másalto, más bajo, más sucio, más limpio, más viejo omás feo que el vecino. Un individuo debióespecialmente a su nariz partida el ser libertado delos males del mundo. El general, después deescoger así un centenar de prisioneros, formó unpelotón de ejecución, y la columna reanudó sumarcha. Algunos minutos después oímos detrás denosotros las descargas, que duraron un cuarto dehora. Era la ejecución sumarísima de aquellosdesgraciados.»76

El domingo, 28, dijo Galliffet: «¡Que rompan filastodos los que tengan el pelo gris! Avanzaron cientoonce prisioneros. Vosotros —continuó Galliffet—habéis sido testigos de junio del 48; por lo tanto,sois más culpables que los demás». E hizo rodarsus cadáveres a los fosos de las fortificaciones.

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Una vez sufrida esta depuración, los convoyesseguían adelante, camino de Versalles, entre dosfilas de jinetes. Hubiérase dicho la toma de unaciudad por las hordas tártaras. Muchachos de docea dieciséis años, hombres de barba blanca,soldados con el capote vuelto del revés, hombreselegantes, otros de blusa, seres de las másvariadas condiciones, las más delicadas y las másrudas, arrastrados por la misma catarata. Muchasmujeres; algunas con las manos esposadas; éstacon su bebé que apretaba el cuello maternal consus manitas asustadas; aquélla con el brazo roto ola camiseta tinta en sangre; una, agotada, secolgaba del brazo de su vecino más vigoroso: otra,en una actitud estatuaria, desafiaba el dolor y losultrajes; siempre la misma mujer del pueblo, quedespués de haber llevado pan a las trincheras yconsuelo a los agonizantes, «harta de dar a luz,desventurados», se había lanzado al encuentro dela muerte liberadora.

Su actitud, que los extranjeros admiraban77

exasperaba la ferocidad versallesa. «Viendo pasar

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los convoyes de mujeres insurrectas —decía “LeFigaro”—, se siente uno, que quiera que no, presode una especie de piedad. Tranquilicémonospensando que todas las casas de tolerancia de lacapital fueron abiertas por los guardias nacionalesque las protegían, y la mayor parte de estas damaseran inquilinas de aquellos establecimientos».

Jadeantes, manchados de basura, con la cabeza alaire bajo un sol ardiente, embrutecidos por elcansancio, el hambre y la sed, los convoyes searrastraban horas y horas por el polvo ardiente delcamino, hostigados por los gritos y los golpes delos cazadores a caballo. No trató tan cruelmente elprusiano a estos soldados encarnizados cuando,prisioneros a su vez, meses antes, eran conducidosde Sedan o desde Metz. Los cautivos que caíaneran rematados a tiros de revólver; pocas veceslos echaban a las carretas de la impedimenta.

Los cautivos en Versalles.

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LA multitud los esperaba a la entrada deVersalles: siempre lo más escogido de la sociedadfrancesa, diputados, funcionarios, sacerdotes,mujeres de todas las esferas. Los furores del 4 deabril y de los convoyes precedentes fueron tansuperados como el mar se supera a sí mismo en lasmareas del equinoccio. Las avenidas de París y deSaint-Cloud estaban bordeadas por estos salvajesque rodeaban a los convoyes con su griterío y susgolpes, cubriéndolos de inmundicias y cascos debotella. «Se ven —decía “Le Siécle” del 30 demayo— mujeres, no ya mujeres públicas, sinomujeres del gran mundo, que insultan a losprisioneros a su paso e incluso los golpean con susombrilla». Algunas recogían polvo con susenguantadas manos y lo arrojaban a la cara de loscautivos. ¡Desgraciado del que dejase escapar ungesto de piedad! Era arrojado al convoy; y porsatisfecho podía darse si no hacían más quellevarlo al puesto de policía, como a Ratisbonnen,que acaba de escribir en «Débats»: «¡Qué

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inestimable victoria!» ¡Espantoso retroceso de lanaturaleza humana, tanto más odioso cuanto máscontrastaba con la elegancia en el Vestir! Algunosoficiales prusianos vinieron de Saint-Denis a veruna vez más qué clases gobernantes habían tenidoante sí.

Los primeros convoyes fueron paseados comoespectáculo por las calles de Versalles. Otros seestacionaron horas enteras en la plaza de lasArmas, tórrida, a dos pasos de los grandesárboles, cuya sombra se les negaba, tan agobiadosde ignominias que los desgraciados soñaban con elrefugio de los depósitos.

Había cuatro de éstos: los sótanos de las GrandesEcuries, la Orangerie del Palacio, los almacenesde Satory, y el picadero de la Escuela de Saint-Cyr. En sótanos húmedos, nauseabundos, en que laluz y el aire entraban tan sólo por unos ventanucos,fueron almacenados los cautivos, sin paja siquiera,en los primeros días. Cuando la tuvieron no tardóen reducirse a estiércol. Ni una gota de agua para

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lavarse; ningún medio de cambiar sus andrajos; losparientes que les traían ropa eran brutalmentedespedidos. Dos veces al día, en una gamella, lesdaban un líquido amarillento: la comida. Losgendarmes les vendían tabaco a preciosexorbitantes, y se lo confiscaban después pararevenderlo. Sin médico. La gangrena roía lasheridas: se declararon muchas oftalmías. El deliriose hizo crónico. La noche barajaba las quejas, losgemidos, con los gritos de los locos. En frente, losgendarmes, con los fusiles cargados, más agrios yduros de corazón que nunca; jamás habían visto,según decían, bandidos semejantes a aquellosparisienses.

Estas tinieblas encerraban otras mayores aún: elfoso de los leones, cueva sin aire, negraantecámara de la tumba, bajo la gran escalera rosade la Terrasse. Allí echaban a todo el que eratachado de peligroso o, sencillamente, quedesagradaba al brigadier. Al menor ruido, elcapitán daba orden de que los apaleasen, a menosque no los golpease él mismo. Los más robustos no

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resistían arriba de unos pocos días. Al salir, con lacabeza vacía, cegados por la luz, iban dandotraspiés. ¡Por dichosos podían tenerse siencontraban la mirada de una esposa! Tras lasverjas de la Orangerie se apretaban las mujeres,tratando de reconocer a alguien en aquel rebañovagamente entrevisto. Suplicaban a los gendarmes,que las rechazaban y les aplicaban nombresinfamantes.

El infierno de Satory.

EL infierno a plena luz era el almacén de laexplanada Satory, vasto paralelogramo cercado demuros, edificado sobre un terreno arcilloso que lamenor lluvia empapaba. Los primeros que fuerondestinados a él no tardaron en llenar los edificios,que podían albergar, a lo sumo, mil trescientaspersonas; a los demás los dejaron fuera.

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El jueves por la noche, a las ocho, un convoy,compuesto principalmente de mujeres, llegó alalmacén. «Varias de nosotras —me ha dicho unade ellas, la mujer de un jefe de legión—, habíanquedado en el camino. No habíamos tomado nadadesde por la mañana. Aún era de día. Vimos unagran muchedumbre de prisioneros. Las mujeresestaban aparte, en una barraca cerca de la entrada.Fuimos a reunirnos con ellas».

«Nos dijeron que allí había un charco. Muertas desed, nos lanzamos a él. Las primeras que bebieronlanzaron un grito espantoso: «¡Oh, qué miserables!¡Nos hacen beber la sangre de los nuestros!»Desde la víspera, los prisioneros heridos iban allía lavar sus heridas. La sed nos torturaba tancruelmente, que algunas se humedecieron suslabios en aquel agua sanguinolenta.

«Como la barraca estaba abarrotada, nos hicieronacostarnos en el suelo, en grupos de unasdoscientas. Vino un oficial y nos dijo: «Vilescriaturas, escuchad la orden que vaya dar:

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¡Gendarmes, a la primera que se mueva, disparencontra estas putas!»

«A las diez nos sobresaltaron unas detonacionesque se oían cerca. «¡Acostaos, miserables!»gritaron nuestros gendarmes, apuntándonos. A dospasos de allí estaban fusilando a unos prisioneros.Creímos que las balas nos atravesaban la cabeza.Los fusileros vinieron a relevar a nuestrosgendarmes. Toda la noche estuvimos custodiadaspor aquellos hombres salpicados de sangre. A lasque se retorcían de terror y de frío les gruñían:«¡No te impacientes, que ya te llegará la vez!» Alamanecer vimos los muertos. Los gendarmes sedecían unos a otros: «¡Vaya vendimia tendremos!»

Una noche, los prisioneros oyeron un ruido deazadones en el muro sur. Los fusilamientos, lasamenazas, los habían enloquecido; esperaban lamuerte por todas partes, en todas las formas;creyeron que esta vez los iban a volar. Se abrieronalgunos agujeros, y aparecieron unasametralladoras.

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El viernes por la noche estalló una tormenta queduró varias horas. Los prisioneros fueronobligados, so pena de ser ametrallados, a pasarsetoda la noche echados en el barro. Una veintena deellos murieron de frío.

El campo de Satory se convirtió en el lugar deexcursión predilecto de la buena sociedad deVersalles. El capitán Aubry hacía los honores a lasdamas, a los diputados, a los escritores, comoDumas hijo, que iba allí en busca de estudiossociales, les mostraba a sus siervos chapoteandoen el barro, royendo algunos bizcochos, bebiendoa tragos el agua del charco, en que los guardianesno se recataban de hacer sus necesidades. Algunosse volvían locos, se rompían la cabeza contra losmuros; otros rugían, se arrancaban los cabellos yla barba. Una nube pestilencial se elevaba deaquel montón de harapos y de espantos. «Hay allí—decía «La Independence Française»— variosmillares de seres envenenados de mugre y deparásitos, que están infestando un kilómetro a laredonda. Los cañones están apuntados contra esos

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miserables, enredilados como bestias salvajes.Los habitantes de París temen la epidemia queresulte de los entierros de los insurrectos muertosen la ciudad; los que “L'Officiel” de París llamabalos rurales, temen todavía más la epidemia quepuede resultar de la presencia de los sublevadosque viven en el campo de Satory».

Tal era la gente honrada que acababa de hacertriunfar la «causa de la justicia, del orden, de lahumanidad y de la civilización». ¡Cuánto mejoresy más humanos habían sido aquellos bandidos, apesar del bombardeo y de los sufrimientos delsitio, que esa gente honrada! ¿Quién maltrató a unsolo prisionero en el París de la Comuna? ¿Quémujer pereció o fue insultada? ¿Qué rincón decárcel parisiense ocultó una sola de las miltorturas que se exhibían a plena luz en Versalles?

Del 24 de mayo a los primeros días de junio, nocesaron de afluir a este sumidero los convoyes.Las detenciones continuaban por redadas, día ynoche. Los gendarmes acompañaban a los

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militares y a la gente de orden, con pretexto deregistro, forzaban los muebles, acribillaban abayonetazos los rincones sospechosos, seapropiaban los objetos de valor. Los pisos de losmiembros o funcionarios de relieve de la Comunafueron desvalijados, y más tarde se condenó porrobos demasiado flagrantes a algunos oficiales,como el teniente coronel Thierce, alcaldeprovisional del distrito XIII, Lyoén, preboste delXVII, etc.78 Detenían no sólo a las personascomprometidas en los últimos acontecimientos, alas que denunciaban imprudentemente losdocumentos abandonados en las alcaldías yministerios, sino a cualquiera que fuese conocidopor sus opiniones republicanas. También fuerondetenidos los proveedores de la Comuna, e inclusolos músicos, que jamás habían pisado lasfortificaciones. Los hombres de las ambulanciascorrieron la misma suerte. Y, sin embargo, duranteel sitio, un delegado de la Comuna, al inspeccionarlas ambulancias de la prensa, había dicho alpersonal de las mismas: «No ignoro que la mayorparte de ustedes son amigos del gobierno de

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Versalles: pero deseo que vivan para quereconozcan su error. No me interesa saber si laslancetas al servicio de nuestros heridos Sonrealistas o republicanas; lo que veo es quecumplen ustedes dignamente con su deber. Se loagradezco, e informaré de ello a la Comuna».79

Algunos federados se refugiaron en lascatacumbas; se les cazó con antorchas. Los agentesde policía, ayudándose de perros, disparabancontra cualquier sombra sospechosa. Seorganizaron batidas en los bosques próximos aParís. La policía ocupó todas las estaciones, teclaslas salidas de Francia. Los pasaportes tuvieronque ser renovados y visados en Versalles. Lospatrones de barcos fueron vigilados. El 26 demayo, Jules Favre pidió a todas las potenciasextranjeras la extradición de los fugitivos, con elpretexto de que la lucha de los comunalistas no erauna lucha política.

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Cuatrocientas mil delaciones.

LA extradición florecía en París. Pocos amigos,ningún camarada. Negativas implacables odelaciones. Un médico renovó las infamias de1834. Todo el mundo, en Beaujon, quería salvar aun federado herido. El cirujano Dolbeau, profesorde la Facultad, hizo subir a los soldados y llevarsea aquel desgraciado, que fue fusilado. Afloraron ala superficie los más cobardes instintos, y Parísdescubrió cenagales de ignominia que nunca habíasospechado, ni siquiera bajo el Imperio. La gentehonrada, dueña de la calle, hacía detener comocomunalistas a sus rivales, a sus acreedores,formaba comités de depuración en sus distritos. LaComuna había rechazado a los delatores; la policíadel orden los recibió abriéndoles de par en par susregistros. Llegaron las denuncias a la fabulosacifra de 399.823 —cifra oficial—, una veinteavaparte de las cuales, a lo sumo, iban firmadas.

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La odiosa prensa.

LA mayoría de esas denuncias se debe a la prensa.Por espacio de varias semanas vivió de atizar larabia y el pánico de los burgueses. Thiers,reeditando una de las inepcias de 1848, «habló delíquidos venenosos recogidos para envenenar a lossoldados» y dejó decir, cuando se propuso en laAsamblea una pensión para el comandanteSégoyer, muerto en la Bastilla, que «había sidoempapado en petróleo y quemado vivo». Comoésta, fueron recogidas todas las invenciones de lasmalvados del 48, horriblemente rejuvenecidos porlos del 71. Minas en las alcantarillas, conexplosivos e hilos preparados; ocho mil petrolerasmandadas por Ferré, divididas en batallonescorrespondientes a cada barrio; rotulillosengomados, de las dimensiones de un sello decorreos, con las letras B.P.B. y una cabeza de

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bacante, para ser pegados en las casas que habíande ser incendiadas, jeringas, barriletes, globos depetróleo guarnecidos de cápsulas; vitrioladorasencargadas de «desfigurar a todos los individuosque tenían la desgracia de no ser tan feos comoDelescluze o Vermorel»; bombas de vitriolo,globos libres lastrados con materias inflamables;moños incendiarios empapados en lo mismo;esferas de veneno, gendarmes asados, marinoscolgados, mujeres ricas violadas, requisas deprostitutas, robos sin fin, saqueo del Banco, de lasecretaría del Palacio de Justicia, de las iglesias,de la plata de los cafés; cuanto la locura y elmiedo idiota pueden inventar, fue contado, y elbuen burgués se lo creyó todo. Algunos periódicostuvieron la especialidad de las falsas órdenes deincendio, de autógrafos cuyos originales nopudieron ser presentados nunca pero que fueronconsiderados pruebas fehacientes en los consejosde guerra y en las historias. Cuando creyó que elfuror burgués se debilitaba, la prensa se esforzópor rejuvenecerlo. «París, ya lo sabemos —decía“Le Bien Public”—, no pide más que volver a

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dormir; aunque tengamos que aburrirle, lodespertaremos». El 8 de junio, «Le Figaro»reeditando su artículo de Versalles, trazaba unnuevo plan de matanza: «La represión debe igualaral crimen... Los miembros de la Comuna, los jefesde la insurrección, los miembros de los comités,los tribunales militares y revolucionarios, losgenerales y oficiales extranjeros, los desertores,los asesinos de Montmartre, de la Roquette y deMazas, los petroleros y petroleras, los criminalesreincidentes, deben ser pasados por las armas. Laley marcial debe aplicarse con todo su rigor a losperiodistas que han puesto la antorcha y el fusil enmanos de fanáticos imbéciles. Parle de estasmedidas ha sido ya puesta en vigor. Nuestrossoldados han simplificado la obra de lostribunales marciales de Versalles fusilandoinmediatamente; pero no hay que ocultar quemuchos de los culpables han escapado al castigo».Este «Le Figaro» publicó, a guisa de folletón, lahistoria de los últimos días del Hótel-de-Ville y«Le Gaulois» reeditó, endosándosela aDelescluze, una historia sádica atribuida en el 48 a

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Ledru-Rollin.

Cincuenta mil detenciones.

LAS denuncias y las detenciones volvieron aempezar con más fuerza. Fueron detenidos Jourde,Rossel, Ferré, Paschal Grousset, al cual quisodespedazar la multitud; a Courbet, cuya detenciónfue celebrada por Dumas hijo de este modo: «¿Porqué cópula fabulosa de un limaco y un pavo, porobra de qué antítesis genesíacas, de qué rezumosebáceo puede haber sido engendrado eso que sellama Gustavo Courbet? ¿Bajo qué campana, conayuda de qué estiércol, como resultado de quémezcla de vino, de cerveza, de mucosidadcorrosiva y de edema flatulento, ha podido surgiresa calabaza sonora y peluda, este vientre estético,encarnación del Yo imbécil e impotente?» Elenteco lameculos de los burgueses hubiera

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encontrado muy natural que se destruyese la obrade Courbert. El Consejo Municipal de Ornans, supueblo natal, compartiendo esta opinión, echóabajo una de sus obras que adornaba la fuentepública.

La prensa ilustrada, que habla más vivamente a laimaginación, no dejó de atribuir a los federados ya sus mujeres las actitudes y fisonomías másabyectas.

Hubo, para honra de Francia, algunos rasgos decoraje e incluso de heroísmo, en esta erupción decobardía. Vermorel fue recogido por la mujer deun portero, que consiguió durante algunas horashacerlo pasar por hijo suyo.80 La madre de unsoldado versallés dio asilo a varios miembros dela Comuna. Un gran número de insurrectos de notafueron salvados por desconocidos; y, sin embargo,se exponían a la muerte, en las primeras horas, y ala deportación más tarde, todos los que albergabana los vencidos.

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El término medio de detenciones fue, en junio yjulio, de unas cien diarias. En Belleville,Ménilmontant, en el distrito XIII, algunas calles noalbergaban más que viejas. Los versalleses, en susembusteras estadísticas, confesaron 38.568prisioneros; de ellos, 1.058 mujeres,81 como sihubieran contado de algún modo las multitudes quealimentaban a pala. El número de personasdetenidas llegó probablemente a cincuenta mil.

Las equivocaciones fueron innumerables. Mujeresdel gran mundo que iban, con las narices dilatadasde gusto, a contemplar los cadáveres de losfederados, fueron englobadas en las razzias yconducidas a Satory, donde, con los vestidosdesgarrados, roídas de miseria, representaron congran propiedad el papel de las petrolerasimaginadas por sus periódicos.

Millares de personas tuvieron que ocultarse enFrancia o en el extranjero para huir de laspersecuciones o de las denuncias. Las pérdidas deconjunto se calculan por el hecho de que en las

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elecciones complementarias de julio hubo cien milelectores menos que en las de febrero. El «Journaldes Débats» estimaba que «las pérdidas sufridaspor el partido de la insurrección, incluyendomuertos y prisioneros, ascendía a la cifra de cienmil individuos».

La industria parisiense quedó destruida aconsecuencia de ello. Sus jefes de taller,contramaestres, ajustadores, obreros artistas quedan a su fabricación su valor especial, perecieron,fueron detenidos o emigraron. La zapatería perdióla mitad de sus obreros; la ebanistería, más de untercio; diez mil obreros sastres, la mayor parte delos pintores, fontaneros y plomeros,desaparecieron; la guantería, la mercería, lacorsetería, la sombrerería, sufrieron el mismodesastre; hábiles joyeros, cinceladores, pintoresde porcelana, huyeron. La industria del mueble,que antes daba trabajo a más de sesenta milobreros, tuvo que rechazar pedidos por falta debrazos. Un gran número de patronos quereclamaron a Versalles el personal de sus talleres,

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recibieron de los Mummios del estado de sitio larespuesta de que enviarían soldados para sustituira los obreros.

El salvajismo de las pesquisas, el número dedetenciones, que se añadían a la desesperación dela derrota, provocaron algunas convulsionessupremas en esta ciudad desangrada. Algunosoficiales y soldados cayeron heridos por manosinvisibles; cerca del cuartel de la Pepiniere huboquien disparó sobre un general. Los periódicosversalleses se asombraban, con ingenua impudicia,de que el furor popular no estuviese calmado, y nocomprendían «qué fútiles razones de odio podíahaber contra unas tropas que tenían la aparienciamás inofensiva del mundo».

El puntapié de la izquierda.

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LA izquierda siguió hasta el final la línea deconducta que se había trazado el 18 de marzo. Loshombres del 48, acusados entonces de haberrobado, estafado, dilapidado a su paso por elpoder, volvieron contra los federados las mismascalumnias que a ellos les habían indignado.Etienne Arago los llamó «monstruos», y HenriMartín, el cantor de la Internacional, los comparóa Nerón. Después de descarriar a las provincias,de haber pedido votos de gracias para el ejército,aquellos honrados republicanos unieron susmaldiciones a las de los rurales. A continuación dejunio del 48, Louis Blanc había rechazado todasolidaridad con los insurrectos, pero sininsultarles; en el 71 escribió, para flagelarlos, quese inclinaba ante sus jueces y declaraba legítima laindignación pública. En junio del 48 se abatiósobre las matanzas la sombría imprecación deLamennais, y Pierre Leroux defendió a losvencidos; los grandes pensadores de la Asamblease alzaron como un solo hombre contra losfederados; esta izquierda, que cinco años mástarde había de inflamarse en pro de la amnistía, se

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negó a oír el estertor de los veinte mil fusilados ylos alaridos de la Orangerie, que se alzaban a cienmetros de ella.

Era, en el 71, el mismo Calígula de ochocientascabezas estigmatizado por Herzen en el 48. «Sehan erguido en toda su grandeza para dar al mundoel espectáculo inaudito de ochocientos hombresobrando como un solo monstruo de crueldad. Lasangre corría a torrentes, y ellos no encontraronuna palabra de amor o de conciliación. Y laaustera minoría calló: la Montaña se ocultó detrásde las nubes, contenta por no haber sido fusilada osepultada para que se pudriese en los sótanos; veíaen silencio cómo se desarmaba a los ciudadanos,cómo se decretaba la deportación, cómo seencarcelaba por todo o por nada, a algunos,incluso, porque no habían querido disparar contrasus hermanos».

El propio Gambetta, el «loco furioso» denunciadopor Thiers, dijo que un gobierno capaz de venceruna insurrección semejante había demostrado con

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esto su legitimidad, y lanzó esta funesta frase:«Los tiempos heroicos han pasado», que era, sinque él lo advirtiese, la glorificación de la Comuna.

La emoción en provincias y en el extranjero.

NO hubo hombres valientes más que en provinciasy en el extranjero. «Les Droits de l'Homme», deJules Guesde, en Montpellier, «I'Emancipation» deToulouse, el «National du Loiret» y otros variosperiódicos, denunciaron a los asesinos. La mayorparte fueron suprimidos. Se produjeron algunasagitaciones: un comienzo de motín en Pamiers, enVoiron. En Lyon hubo que acuartelar las tropas, yel prefecto Valentín hizo cerrar las puertas de laciudad para detener a los evadidos de París. Hubodetenciones en Burdeos.

En Bruselas, Victor Hugo protestó en una carta —

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muy mal documentada, por lo demás—, contra ladeclaración del gobierno belga, que se avenía adevolver los fugitivos.

La prensa de los fusiladores declaró que se habíavuelto loco. Francisque Sarcey le llamó «viejopayaso, garza melancólica, rabo rojo, saltimbanquigastado, pobre hombre hinchado de frases,enormemente ridículo».82 Otro hombre ilustre,Xavier de Montépin, propuso excluirle de laSociedad de Escritores. Louis Blanc y Schoelcherle escribieron una carta llena de reproches. Lacasa del poeta fue lapidada por una banda deelegantes, y el país de Artevelde expulsó a VictorHugo, como había expulsado a Proudhon.

Mazzini había fustigado a estos insurrectos que noquerían ni Dios ni amo; pero Bebel, en elParlamento alemán, Whalley en la Cámara de losComunes, denunciaron la furia versallesa ydefendieron a la Comuna de París. García Lópezdijo en la tribuna de las Cortes: «Nosotrosadmiramos esta gran revolución, que nadie puede

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apreciar sanamente hoy». El Congreso de losEstados Unidos rindió solemne homenaje a laInternacional.

Los trabajadores extranjeros hicieron grandesfunerales a sus hermanos de París. En Londres, enBruselas, en París, en Ginebra, en Zúrich, enLeipzig, varias reuniones monstruos se declararonsolidarias de la Comuna, condenaron a losasesinos a la execración del mundo, y declararoncómplices de estos crímenes a los Gobiernos queno dirigieron contra aquéllos ningunaamonestación. Todos los periódicos socialistasglorificaron la lucha de los vencidos. La gran vozde la Internacional contó su esfuerzo en unaelocuente proclama, y confío su memoria a lostrabajadores del mundo entero.

CAPÍTULO XXXVI

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LOS pontones. Los primeros procesos.

La conciliación es el ángel que aparece después dela tormenta, para reparar el daño que ésta hacausado.

Dufaure. Sesión del 26 de abril del 71.

Nos acusáis de haber empleado la fuerza contralos defensores de la ley; yo os acuso de haberprolongado la lucha sin necesidad, de haberenterrado familias enteras bajo las ruinas denuestras casas; de haber permanecido sordos a laspeticiones de tregua y de conciliación que osfueron hechas de todas partes, y de no haber tenidoconsideración alguna para con los vencidos.Habéis hecho vuestra requisitoria; he aquí la mía.Veremos cuál será la que Francia lea con másindignación.

Jules Fauvre. Proceso de los sublevados de Lyon1834.

Los lagos humanos de Versalles y de Satory se

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colmaron en seguida. En los primeros días dejunio se trasladó a los prisioneros a los puertos demar, apilados en vagones de ganado, cuyas bacas,extraordinariamente tirantes, no dejaban pasar elaire. En un rincón, un montón de galletas; «al caersobre él, los prisioneros habían reducidoinmediatamente a polvo la galleta». Veinticuatrohoras, y a veces treinta y dos, pasaban sin másvíveres y sin bebida. Todos luchaban en aquellaconfusión por lograr un poco de aire, un palmo desitio. No dejaban apearse de los furgones a nadie;los excrementos de los enfermos se mezclaban albarro que formaba la galleta pisoteada.

Algunos, «alucinados, se transformaban enfieras».83 Un día, en Ferté-Bernard, salen gritos deun vagón. El jefe de escolta detiene el convoy; losagentes descargan sus revólveres a través de lostoldos, se hace el silencio... y los sepulcrosrodantes parten de nuevo a todo vapor.

Del mes de junio al mes de septiembre, Versallesarrojó veintiocho mil prisioneros a las radas,

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fuertes e islas del Océano, desde Cherbourg hastala Gironda. Veinticinco pontones alojaron a másde 20.000 de esos prisioneros; los fuertes y lasislas, a 7.837.

Los pontones.

EN los pontones hay torturas reglamentarias. Lastradiciones de junio del 48 y de diciembre del 51fueron religiosamente seguidas en el 71. Losprisioneros, amontonados en jaulas hechas demaderos y de barras de hierro, sólo recibían unhilo de luz por unas troneras clavadas. Ningunaventilación. La infección fue intolerable desde lasprimeras horas. Los centinelas se paseaban por elpasillo central, con orden de disparar a la menorqueja. Cañones cargados de metralla enfilaban lasbaterías. Ni hamacas, ni mantas. Por todoalimento, galleta, pan y judías. Nada de vino, ni de

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tabaco. Los habitantes de Brest y de Cherbourgque llevaron provisiones y algunos obsequios a losprisioneros fueron despedidos por los oficiales.

Más tarde, esta crueldad cedió un tanto. Losprisioneros recibieron una hamaca para cada dos,algunas camisas, blusas, y vino de cuando encuando. Pudieron lavarse, subir al puente pararespirar un poco. Los marineros dieron muestrasde cierta humanidad. Los fusileros de marinafueron siempre los carniceros de las jornadas demayo, y más de una vez tuvo la tripulación quearrancarles de las manos a los prisioneros.

El régimen de los pontones variaba según lahumanidad de los oficiales. En Brest, elcomandante segundo del Vide de Lyon prohibíaque se insultase a los detenidos, mientras que elcapitán de armas del Breslaw los trataba como aforzados. En Cherbourg, uno de los tenientes delTage, Clemenceau, se mostró realmente feroz. Elcomandante del Bayard hizo de su barco unaminiatura de la Orangerie. Los flancos de este

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navío han dado cabida a los actos másabominables que jamás hayan mancillado lahistoria de la marina francesa. El silencio absolutoera la norma a bordo. En cuanto se hablaba en lasjaulas, la guardia amenazaba; varias veces hizofuego. Una reclamación, un simple olvido delreglamento, bastaban para que los prisionerosfuesen amarrados a los barrotes de las jaulas porlos tobillos y por las muñecas.

Los fuertes.

LOS calabozos de tierra firme fueron tan cruelescomo los pontones. En Quélern, cerca de Erest,encerraron hasta cuarenta prisioneros en la mismacasamata. Las de abajo producían la muerte. Losfosos de los retretes «rezumaban su contenido, ypor la mañana el suelo aparecía cubierto por unacapa de materia fecal de dos pulgadas». Al lado

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había alojamientos salubres y disponibles; pero nose quiso trasladar a ellos a los prisioneros. JulesSimon fue a verlos, «le pareció que sus antiguoselectores tenían muy mala cara, y supuso que sehabría recurrido a la severidad con ellos». EliséeReclus abrió una escuela y sacó de la ignorancia aciento cincuenta y un detenidos que no sabían leerni escribir. El ministro de Instrucción Pública hizocerrar ese curso, así como la pequeña bibliotecacreada por los detenidos.

Los prisioneros de los fuertes, como los de lospontones, eran alimentados con galleta y tocino.Más tarde se añadió sopa y puchero todos losdomingos. Estaba prohibido el uso de cuchillos ytenedores. Hubo que batallar varios días paraconseguir cucharas. Los beneficios del cantinero,que según el reglamento debían limitarse a un 10por 100, llegaron «hasta el 500 por 100».

En el fuerte Boyard, hombres y mujeres estabanencerrados en el mismo cuarto, separados por unaclaraboya, obligadas las mujeres a hacer sus

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abluciones a la vista de los carceleros. A veces,los marinos se encontraban en el compartimientoinmediato: «Vemos —escribía un prisionero— unahermosa joven de veinte años que se desmaya cadavez que la obligan a desnudarse».

Según numerosos testimonios, la prisión más cruelfue la de Saint-Marcouf. Más de seis mesespasaron en ella los prisioneros, privados de aire,de luz, de conversación, de tabaco, sin másalimento que unas migajas de galleta negra ytocino rancio. Todos ellos cayeron enfermos deescorbuto.

Las torturas en Versalles.

PARA formarse idea de las torturas de lospontones y de los fuertes, lejos de la vigilancia dela opinión pública, no hay más que ver las que se

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llevaban ostensiblemente a cabo, ante los ojos delGobierno y de la Asamblea, en Versalles, dondese confesaba la existencia de 8.472 detenidos. Elcoronel Gaillard, jefe de la justicia militar, dijo alos soldados que custodiaban la prisión deChantiers: «En cuanto vean ustedes que rebullen,que levantan los brazos, disparen. Se lo mandoyo».

En los almacenes de la estación del Oeste había800 mujeres. Por espacio de varias semanas, estasdesgraciadas tuvieron que dormir en unos puñadosde paja, sin poder mudarse siquiera de ropa. Almenor ruido se precipitaban sobre ellas losguardias, golpeándolas de preferencia en lospechos. Charles Mercereau, veterano «cent-gardes», tenía a su cargo aquella sentina, hacíaamarrar a las detenidas que no le caían en gracia,las golpeaba con su bastón, paseaba por susdominios a las bellas damas de Versalles, curiosasde ver petroleras, decía delante de ellas a susvíctimas: «¡Vamos, pícaras, bajad los ojos!» Yesto era lo menos que nuestras federadas debían a

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aquellas gentes honradas.

Prostitutas apresadas en las razzias ycuidadosamente conservadas para que espiasen alas otras prisioneras, se entregaban a losguardianes en presencia de todo el mundo. Lasprotestas de las mujeres de la Comuna fueroncastigadas a zurriagazos. Con verdaderorefinamiento, los versalleses rebajaron a estasvalientes mujeres al nivel de las otras; todas lasprisioneras fueron sometidas a reconocimientomédico.

La dignidad, la naturaleza escarnecidas, sevengaron con crisis terribles: «¿Dónde está mipadre, dónde está mi marido? ¡Yo sola y todosestos cobardes contra mí! ¡Yo, la madre, la mujerlaboriosa, bajo el látigo, la injuria, y mancilladapor estas manos inmundas!» Varias de ellas sevolvieron locas. Todas tuvieron su hora de locura.Las que estaban encinta abortaron o dieron a luzniños muertos.

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Tampoco faltaron los curas en las cárceles, comono habían faltado cuando se ametrallaba al pueblo.El capellán de Richemont decía a las presas: «Desobra sé que estoy en un bosque de Bondy,84 peromí deber..., etcétera». El día de Santa Magdalena,el obispo de Argel, aludiendo delicadamente a lasanta, dijo a sus oyentes «que todas ellas eranMagdalenas, aunque no arrepentidas, y que laMagdalena no había asesinado ni incendiado», yotras amenidades evangélicas por el estilo. EnToulon, un capellán amenazaba con el puño a loscomunistas.

Los niños fueron encerrados en un departamentode la prisión de mujeres y tratados tan brutalmentecomo los hombres. El secretario de Mercereau leabrió de una patada el vientre a un niño. El hijo deRanvier, que tenía doce años, fue cruelmenteapaleado por haberse negado a decir dónde estabaescondido su padre.

Esta continua ferocidad acabó con las naturalezasmás robustas. Bien pronto hubo dos mil enfermos

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en los hospitales y en los pontones. Los informesoficiales confesaron 1.179 muertos, de 33.665prisioneros civiles. Esta cifra está manifiestamentepor debajo de la realidad. En los primeros días, enVersalles, fue asesinado cierto número deindividuos, y otros murieron sin que se llevaracuenta de su muerte. No hubo estadística antes delos pontones. No es exagerado decir que dejaronla vida en manos de los versalleses dos milprisioneros. Un número aún mayor de ellospereció más tarde, de anemia o de enfermedadescontraídas durante su cautividad.

Estos desgraciados recluidos en los pontones o enlos fuertes y en las cárceles pasaron varios mesescomidos de miseria, antes de conseguir que sehiciera entre ellos una simple selección. ElMoloch versallés tenía más víctimas de las quepodía digerir. En junio degolló a 1.090 de ellas,exigidas por los reaccionarios. Pero ¿cómoinstruir proceso a 36.000 prisioneros? PorqueThiers había pensado en sustituir las conduccionesen masa, que tantas protestas habían suscitado en

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el 48, por procesos formales; sólo que daba comojueces a los federados los mismos soldados quelos habían vencido. En 1832, el foro habíaprotestado contra la pretensión del gobierno dehacer juzgar a los sublevados por militares; lamisma medida pareció perfectamente natural alforo del 71, teniendo en cuenta que entonces habíaque vérselas con monstruos.

Estos tribunales fingidos no llevaban interrogadosarriba de tres mil detenidos a fines de julio, y laAsamblea se impacientaba. Thiers tenía en susmanos a varios miembros de la Comuna, yorganizó una gran representación judicial para losrurales.

El primer proceso.

ESTE proceso debía ser el proceso modelo, había

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de servir de tipo a la jurisprudencia de losconsejos de guerra. El procurador Dufaure y supresidente aplicaron su cazurra astucia paraempequeñecer el debate. Negaron a los acusadosel carácter de procesados políticos, y redujeron lainsurrección a un inmenso crimen de delito común,asegurándose así el derecho a cortar de raíz todoslos alegatos ruidosos y la ventaja de las condenasa la pena de muerte, que la hipocresía burguesapretendía abolida desde el 48 en materia política.El tercer consejo de guerra fue cuidadosamenteseleccionado. Tuvo por fiscal al comandanteGaveau, energúmeno de ojos extraviados queacababa de salir de una casa de locos y apaleaba alos prisioneros en las calles de Versalles; porpresidente, al coronel Merlin, uno de los oficialesde Bazaine; el resto del tribunal lo formabanbonapartistas a toda prueba. Sedan y Metz iban ajuzgar a París.

La solemnidad empezó el 7 de agosto, en una vastasala, capaz para dos mil personas. Los personajesempingorotados se sentaron en butacas de

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terciopelo rojo; los diputados ocupabantrescientos asientos; el resto se componía deburgueses destacados, familias honradas, laaristocracia de la prostitución, la prensaladradora. Aquellos periodistas gárrulos, aquellastoilettes ostentosas, aquellos rostros sonrientes,aquel juguetear de abanicos, aquellos pompososramilletes, aquellos impertinentes apuntados entodas direcciones, recordaban los estrenosteatrales más elegantes. Los oficiales de estadomayor, con uniforme de gala, conducían a lasdamas a sus sitios, sin olvidar la reverencia derigor.

Esta espuma hirvió cuando aparecieron losacusados. Eran diecisiete: Ferré, Assi, Jourde,Pasehal Grousset, Régére, Billioray, Courbet,Urbain, Victor Clément, Trinquet, Champy,Rastoul, Verdure, Decamps, Ulysse Parent,miembros de la Comuna; Ferrat y Lullier, delComité Central.

Gaveau leyó el acta de acusación, un revoltijo de

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las tonterías que desde hacía tres meses veníanarrastrándose por los periódicos versalleses. Estarevolución había nacido de dos complots, el delpartido revolucionario y el de la Internacional;París se había alzado el 18 de marzo pararesponder al llamamiento de algunos bandidos; elComité Central había ordenado la ejecución deLecomte y de Clément Thomas: la manifestaciónde la plaza de Vendóme era una manifestación sinarmas; el médico jefe del ejército había sidoasesinado en el momento en que hacía un supremollamamiento a la conciliación; la Comuna habíacometido robos de todas clases, los artilugios delas monjas de Picpus se transformaban eninstrumentos de ortopedia; la explosión delpolvorín de Rapp era obra de la Comuna,«deseosa de encender el odio violento al enemigoen el corazón de los federados»; Ferré habíapresidido la ejecución de los rehenes de LaRoquette e incendiado el ministerio de Hacienda,como lo probaba el facsímil de una orden escritade su puño y letra: «¡Incendiad Hacienda!» Cadamiembro de la Comuna debía responder de hechos

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referentes a sus funciones privativas y,colectivamente, de todos los decretospromulgados. Este informe de polizonte,comunicado previamente a Thiers, convertía laComuna en un simple asunto de incendiarios.

Ocupó toda la audiencia. Al día siguiente, Ferré,interrogado el primero, se negó a responder ypresentó unas conclusiones a la mesa. «¡Lasconclusiones del incendiario Ferré no tienenimportancia!», dijo Gaveau, y se hizo avanzar alos testigos de cargo. De veinticuatro que eran,catorce pertenecían a la policía; los demás erancuras o empleados del gobierno. Un peritocalígrafo, célebre en los tribunales por sus pifias,afirmó que la orden: «¡Incendiad Hacienda!»estaba escrita por Ferré. En vano pidió el acusadoque fuese confrontada la firma de esa orden conlas suyas que figuraban en gran número en losregistros, que se presentase al menos el original yno el facsímil; Gaveau exclamó indignado: «¡Peroeso es desconfiar!»85

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Sabiendo de esta suerte desde el principio a quéatenerse en cuanto al complot y al carácter de susjueces, los acusados podían declinar semejantedebate y, como los de mayo de 1839, tender ensilencio la cabeza al verdugo. Aceptaron ladiscusión que Gaveau entablaba. ¡Si al menoshubiesen reclamado el reconocimiento de sucarácter político! Algunos renegaron de él. Casitodos se encerraron en su defensa personal; enmuchos de ellos, la preocupación de salvarse setraicionó en desfallecimientos. Lullier se alabómuy alto de haber traicionado a la Comuna. Perodel propio banco de los acusados se alzó,vengadora, una voz del pueblo abandonado. Unobrero, un hombre de esa vigorosa raza que lomismo hace cara al trabajo que al combate, unmiembro de la Comuna, inteligente y convencido,modesto en el Hótel-de-Ville, uno de los primerosen el fuego, Trinquet, reclamó para sí el honor dehaber cumplido su mandato hasta el fin. «Yo hesido —dijo— enviado a la Comuna por misconciudadanos; lo pago con mi persona. Estuve enlas barricadas, y lo que siento es no haber sido

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muerto en ellas: así no asistiría hoy al tristeespectáculo de estos colegas que, después dehaber tenido su parte en la acción, no quierentenerla en la responsabilidad. Soy un sublevado,no tengo por qué negarlo».

Hubo que oír también a Jourde. Sin documentos amano, gracias a un prodigioso esfuerzo dememoria, el antiguo delegado de Haciendaestableció los ingresos y gastos de la Comuna conabundancia de detalles, con una moderación detérminos, con un brío que por espacio de una horalarga obligaron a la sala a guardar silencio.

Los interrogatorios se arrastraron durantediecisiete sesiones. El mismo público desoldados, de burgueses, de rameras, abucheando alos acusados; idénticos testigos: curas, agentes,funcionarios; los mismos furores de Gaveau, elmismo cinismo del tribunal, los mismos furores dela prensa. Las matanzas no la habían dejado harta.Aullaba contra los acusados, exigía su muerte y losarrastraba por el lodo en sus informaciones. «No

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hay que engañarse —decía “La Liberté”—; sobretodo, no hay que tratar de andarse con epílogos.Estamos ante una banda de malvados, de asesinos,de ladrones e incendiarios. Alegar su situación deacusados para exigir respeto hacia ellos y elbeneficio de la muerte, que los supone inocentes,es obrar de mala fe. ¡No, no, y mil veces no! Esosno son acusados ordinarios. Han sidosorprendidos, los unos, en flagrante delito, y losotros hasta tal punto han rubricado su culpabilidadcon actos auténticos y solemnes, que bastaestablecer su identidad para exclamar con la vozllena y sonora de la convicción: ¡Sí, sí!, ¡sonculpables!» Este era uno de los más serenos. Loscorresponsales extranjeros estaban indignados:«Es imposible imaginar nada más escandaloso queel tono de la prensa de la clase media durante esteproceso», decía el «Standard», periódicoconservador de los más injuriosos para laComuna. Habiendo reclamado algunos de losacusados la protección del presidente, Merlinsalió en defensa de los periódicos.

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Vino la requisitoria. Gaveau, por seguir fiel a suconsigna, sostuvo que París había combatido porespacio de seis semanas con el fin de permitir aalgunos individuos robar los saldos de las cajas,quemar las casas y fusilar a unos cuantosgendarmes. El rábula galoneado demolía comomilitar los argumentos que construía comoprocurador. «La Comuna —decía— había hechoacto de gobierno», y cinco minutos después negabaa los miembros de la Comuna el carácter deprocesados políticos. Pasando a los diversosacusados, decía de Ferré: «Malgastaría mi tiempoy el vuestro discutiendo los numerosos cargos quesobre él pesan»; de Jourde, de cuyas palabras niuna sola había entendido: «Las cifras que nospresenta son absolutamente imaginarias; no he deabusar de vuestro tiempo para discutirlas».Mientras se desarrollaba la contienda en lascalles, Jourde recibió orden del Comité de SaludPública de entregar mil francos a cada uno de losmiembros de la Comuna, para hacer frente a nopocas necesidades. Solamente una treintena deellos, que tomaban parte activa en la lucha, habían

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recibido esa suma: Gaveau dijo: «Se han repartidomillones». Debía de creerlo así. ¿Qué soberano haabandonado el poder sin llevarse millones?Acusaba a Paschal Grousset de haber robadopapel para imprimir su periódico; a otro, de habervivido con una querida. A fuer de soldado grosero,era incapaz de comprender que cuanto másempequeñecía a los hombres, más engrandecía larevolución, tan vivida a pesar de las flaquezas yde las incapacidades.

Declaración de Ferré.

EL auditorio llevaba el compás de estarequisitoria con frenéticos aplausos. Al final hubollamadas, como en el teatro. Merlin concedió lapalabra al defensor de Ferré. Pero Ferré declaraque quiere defenderse a sí mismo, y empieza a leeruna declaración: »Después de la conclusión del

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tratado de paz, consecuencia de la vergonzosacapitulación de París, la República estaba enpeligro, los hombres que sucedieron al Imperiohundido entre fango y sangre...

MERLIN: ¡Hundido entre fango y sangre!... ¡Alto!¿Es que el gobierno de ustedes no se hallaba en lamisma situación?

FERRÉ: ...se agarraban al poder y, aunqueabrumados por el desprecio público, preparabanen la sombra un golpe de Estado; persistían endenegar a París la elección de su consejomunicipal...

GAVEAU: ¡Eso no es cierto!

MERLIN: Lo que dice usted ahí, Ferré, es falso.Continúe, pero a la tercera vez le haré callar.

FERRÉ: Suspendíase la publicación de losperiódicos honrados y sinceros, los mejorespatriotas eran condenados a muerte...

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GAVEAU: El acusado no puede continuar esalectura. Voy a pedir la aplicación de la ley.

FERRÉ: Los realistas se disponían a repartir losrestos de Francia; por último, en la noche del 18de marzo, se creyeron en condiciones e intentaronel desarme de la guardia nacional y la detención enmasa de los republicanos...

MERLIN: Vamos, siéntese usted. Concedo lapalabra a su defensor.

El abogado nombrado de oficio pide que Ferrépueda leer las últimas frases de su declaración.Merlin accede a ello.

FERRÉ: ...Miembro de la Comuna, estoy en manosde sus vencedores. Quieren mi cabeza, ¡que latomen! Jamás salvaré mi vida con una cobardía.He vivido libre; y pretendo morir lo mismo.

Sólo he de añadir unas palabras: La suerte escaprichosa: confío al porvenir el cuidado de mimemoria y de mi venganza.

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MERLIN: ¡La memoria de un asesino!

GAVEAU: ¡A presidio es adonde hay que enviarsemejante manifiesto!

MERLIN: Todo eso no responde a los actos porlos que está usted aquí.

FERRÉ: Esto significa que acepto la suerte que seme reserva.»

Durante este duelo entre Merlín y Ferré, la salapermaneció ansiosa, en suspenso; al acabar Ferréestalló un abucheo. El presidente tuvo que levantarla sesión, y ya se retiraban los jueces, cuando unabogado pidió que se hiciese constar en acta queel presidente había tratado a Ferré de asesino.Reanudóse el alboroto del auditorio. El defensorse volvió hacia el tribunal, hacia los bancos de laprensa, al público. Injurias surgidas de todos losrincones de la sala cubrieron su voz durante variosminutos. Merlin, radiante, respondió

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caballerosamente: «Reconozco que me he servidode la expresión de que habla el defensor. Elconsejo le entrega acta de sus conclusiones».

La víspera, a un abogado que le decía: «Todospodemos ser juzgados, no por la opinión públicade hoy, sino ante la historia que ha deenjuiciarnos», Merlin había respondidotranquilamente: «¡La historia! ¡Para entonces ya noestaremos aquí nosotros!» La burguesía francesahabía encontrado su Jeffries.

Al día siguiente, la sala estaba de bote en botedesde hora muy temprana. La curiosidad delpúblico, la ansiedad de los jueces eranextraordinarias. Gaveau, para acusar a susadversarios de todos los crímenes a la vez, hablódurante dos días de política, de historia, desocialismo. Bastaba responder a cada uno de susargumentos para dar a la causa el carácter políticoque él le negaba. ¿Habría algún acusado quedespertase por fin y, menos preocupado de supersona que de la Comuna, siguiera paso a paso la

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requisitoria y supiese oponer a las grotescasteorías de conspiración la eterna provocación delas clases privilegiadas; que describiese a Parísofreciéndose al gobierno de la defensa,traicionado por él, atacado por Versalles,abandonado luego; que hablase de los proletariosreorganizando todos los servicios de la inmensaciudad, y, en estado de guerra, rodeados detraiciones, gobernando dos meses sin confidentespolicíacos y sin suplicios, pobres, teniendo en susmanos los millones del Banco, todas las riquezaspúblicas y las de sus enemigos, y que mostrase,frente a los sesenta y tres rehenes ejecutados, losveinte mil fusilados; que entreabriese lospontones, las cárceles pobladas por cuarenta mildesgraciados, y, tomando al mundo por testigo, ennombre de la verdad, de la justicia, del porvenir,convirtiese a la Comuna acusada en acusadora?

El presidente podría interrumpirle, los gritos delauditorio ahogarían su reivindicación, el consejolo declararía fuera de la ley; pero ese hombresabría, como Danton, como Barbes, Blanqui,

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Raspail, Cabet, encontrar un gesto, un grito quetraspasase las murallas, y escupir un anatema a lacabeza del tribunal.

La causa vencida no tuvo esa venganza. En lugarde presentar una defensa colectiva o de encerrarseen un silencio que hubiera salvado su dignidad, losacusados cedieron la palabra a los abogados.Cada uno de estos señores tiró de su lado parasalvar a su cliente, a expensas del cliente delcolega, inclusive. El abogado de Courbet era el de«Le Figaro» y confidente de la emperatriz; otro,uno de los manifestantes de la plaza Vendóme,rogaba al tribunal que no confundiera su causa conla del malvado de al lado. Hubo alegatosabsolutamente vulgares y ramplones. Esta bajezano desarmaba ni al tribunal ni al público. A cadainstante, Gaveau se erguía en su butaca: «¡Es ustedun insolente! —decía a un abogado—. ¡Si hay aquíalgo absurdo, es usted!» El auditorio aplaudía,dispuesto siempre a lanzarse sobre los acusados.El 31 de agosto fue tal su furor, que Merlinamenazó con hacer desalojar la sala.

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Condenas.

EL 2 de septiembre, el consejo fingió deliberar. Alas nueve de la noche leyó Merlin la sentencia.Ferré y Lullier eran condenados a muerte; Trinquety Urbain, a trabajos forzados a perpetuidad; Assi,Billioray, Champy, Régére, Paschal Grousset,Verdure y Ferrat, a la deportación en un reductofortificado; Rastoul y Jourde, a simpledeportación; Courbet, a seis meses, y VictorClément, a tres meses de cárcel. Decamps y UlysseParent eran absueltos. A Courbet, además se lecondenaba a abonar los gastos de reconstrucciónde la columna Vendóme, cuya demolición no habíavotado. El auditorio se retiró decepcionado por nohaber obtenido más que dos penas de muerte, unade las cuales, la de Lullier, no pasaba de ser unacondena por fórmula.

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En suma, esta representación judicial no habíaprobado nada. ¿Podía juzgarse la revolución demarzo por personalidades secundarias, y aDelescluze, Varlin, Vermorel, Malon, Tridon,Moreau y tantos otros, por lo que parecieronLullier, Decamps, Victor Clément o Billioray? Yaunque la actitud de Trinquet, de Ferré, de Jourdeno hubiese testimoniado que en la Comuna habíahabido hombres e inteligencias, ¿qué probaban losdesfallecimientos sino que este movimiento eraobra de todos, no de algunos genios, que larevolución estaba en la Comuna-pueblo y no en laComuna-gobierno?

La burguesía, por el contrario, había evidenciadoplenamente su cobardía. Algunos testigos habíanmentido manifiestamente. Durante los debates, enlos pasillos, en los cafés, los bribones que habíantratado de engañar a la Comuna se atribuíandescaradamente los éxitos del ejército. «LeFigaro», que abrió una suscripción para Ducatel,recogió cien mil francos y una condecoración.Alentados por estos éxitos, los más oscuros

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conspiradores reclamaron cruces y dinero. Lospartidarios de Beaufond-Lasnier, los deCharpentier-Domalain, se tiraron de los pelos,jurando todos ellos que lo habían hecho muchomejor que sus rivales, publicando sus altos hechos,citando nombres que proyectan viva luz sobre suhistoria.

Mientras en Versalles se vengaba a la sociedad,los tribunales de París vengaban el honor de JulesFavre. Inmediatamente después de la Comuna, elministro de Asuntos Extranjeros había hechodetener a su antiguo amigo Laluyé, que habíaentregado a Mílliére los documentos publicadospor «Le Vengeur». El honrado ministro, que noconsiguió hacer fusilar a Laluyé como comunalista,le llevó por difamador a los tribunales, donde elex miembro de la Defensa nacional, el ex ministrode Asuntos Extranjeros, el ex diputado por París,confesó públicamente haber cometidofalsificaciones. Alegó que lo había hecho porasegurar una fortuna a sus hijos. Ante estaconmovedora confesión, los padres de familia se

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enternecieron, y Laluyé, condenado a un año deprisión, moría poco después en Sainte-Pelagie.Jules Favre tenía una suerte terrible. En menos deseis meses, los fusilamientos y la cárcel le habíanlibrado de dos temibles enemigos.86

El proceso de las «petroleras».

MIENTRAS el tercer consejo de guerra se peleabacon los abogados, el cuarto precipitaba sin frasessu obra. El 16 de agosto, apenas abiertas sussesiones, había dictado ya dos condenas demuerte. Si el uno tenía su Jeffries, el otro tenía suTrestaillon, el coronel Boisdenernetz, jabalírojizo, hombre culto a ratos perdidos y redactor de«Le Figaro». El 4 de setiembre le llevaron algunasmujeres acusadas de haber incendiado la Legiónde Honor. Entonces surgió el proceso de laspetroleras. Las ocho mil furias formadas en

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brigadas que habían anunciado los periódicos delorden, se redujeron a cinco. Los debates probaronque las supuestas petroleras eran simplementeenfermeras dotadas de un admirable corazón. Laciudadana Rétiffe dijo: «Lo mismo hubierarecogido a un soldado versallés que a un guardianacional». «¿Por qué —le preguntaron a otra-sequedó usted cuando el batallón huía?» «Teníamosheridos y agonizantes», respondió ellasencillamente. Los testigos de cargo declararonque no habían visto a ninguna de las acusadasiniciar ningún incendio; pero su suerte estabadecidida de antemano. Entre audiencia yaudiencia, Boisdenernetz gritaba en un café: «¡Quematen a todas esas golfas!»

De cinco abogados, tres habían desertado.«¿Dónde están?», preguntó Boisdenernetz. «Hansolicitado que se les permitiera ausentarse para iral campo», respondió el comisario. El consejoencomendó a unos soldados la defensa de lasacusadas. El suboficial de caballería Bordelaispronunció este magnífico alegato: «Me atengo a la

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sabiduría del tribunal».

Su cliente Suétens, fue condenada a muerte, lomismo que Rétiffe y Marchais, «por haberintentado cambiar la forma de gobierno» —no seosó hablar del petróleo—; las otras dos, a ladeportación y a la reclusión. Una de lascondenadas gritó al secretario que leía lasentencia: «¿Y mi hijo, quién va a darle decomer?»

—¿Tu hijo? ¡Ahí lo tienes!

Algunos días después, ante el mismoBoisdenernetz, comparecían quince muchachos deParís. El mayor, de dieciséis años; el más joven,tan pequeño que apenas alcanzaba a la balaustradade los acusados, tenía once. Llevaban blusa azul ykepis militar.

«Druet, dijo el soldado, ¿qué hacía tu padre? —Era mecánico—. ¿Por qué no trabajabas tú comoél? —Porque no había trabajo para mí».

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«Bouverat, ¿por qué entraste en los hijos de laComuna? —Para tener qué comer. —¿Has sidodetenido por vago? —Sí, dos veces; la segunda,por haber robado unos calcetines».

»Cagnoncle, ¿eras hijo de la Comuna? —Sí, señor.

—¿Por qué abandonaste a tu familia? —Porque noteníamos pan. —¿Has hecho muchos disparos defusil?

—Unos cincuenta».

«Lescot, ¿por qué abandonaste a tu madre? —Porque no podía alimentarme. —¿Cuántoshermanos erais? —Tres. —¿Fuiste herido? —Sí,de un balazo en la cabeza».

«Lamarre, ¿tú también abandonaste a tu familia?—Sí, señor; el hambre... —¿Y adónde fuisteentonces? —Al cuartel, a alistarme».

«Leberg, trabajaste con un patrono y tesorprendieron llevándote la caja. ¿Cuánto te

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llevaste? —Cincuenta céntimos. —¿No tequemaba las manos ese dinero?»

¿Y a usted, hombre de manos rojas, no leabrasaban los labios esas palabras? ¡Tontossiniestros que no comprendíais que ante estosniños arrojados a la calle, sin instrucción, sinesperanza, por la necesidad que vosotros mismoshabíais creado, los culpables erais vosotros, elministerio público de una sociedad en que unosseres de doce años, capaces, ávidos de trabajar, seveían obligados a robar para tener calcetines y noles quedaba otra alternativa que la de caer bajo lasbalas o morirse de hambre!

CAPÍTULO XXXVII

LOS consejos de guerra. Los suplicios. Balance delas condenas.

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En Versalles se emplearon todos los medios paraasegurar la Instrucción más seria, más atenta y máscompleta de todos los procesos juzgados. Afirmo,pues, que las sentencias dictadas son, no solamenteen derecho, según todas nuestras leyes,inatacables, sino que, para la conciencia másescrupulosa, son sentencias que han expresado laverdad. (¡Muy bien, muy bien!) El ministro deJusticia Dijaure, sesión del 18 de mayo de 1876.

Veintiséis consejos de guerra, veintiséisametralladoras judiciales funcionaron enVersalles, París, Vincennes, en el monte Valérien,en Saint-Cloud, Sevres, Saint-Germain,Rambouillet y Chartres. En la composición deestos tribunales se despreciaron todos losreglamentos militares, todas las apariencias dejusticia. La Asamblea no se preocupó siquiera dedefinir sus prerrogativas. Y aquellos oficiales,caldeados todavía por la lucha y para quienes todaresistencia, hasta la más legítima, era un crimen,fueron lanzados contra sus abatidos adversarios,sin más jurisprudencia que su fantasía, sin otro

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freno que su humanidad, sin más conocimiento delderecho que su hoja de servicios. Con semejantesjenízaros y con un código penal que lo encierratodo en su elástica oscuridad, ninguna falta hacíanleyes de excepción para alcanzar a París entero.Bien pronto se vio nacer y difundirse por esascavernas judiciales las teorías más extravagantes.Así, la presencia en el lugar del crimen, constituíala complicidad legal; para aquellos magistrados,esto era un dogma.

En lugar de establecer los consejos de guerra enlos puertos, se hizo recorrer de nuevo a losprisioneros las dolorosas etapas del mar aVersalles, Elisée Reclus fue paseado por catorcecárceles. Desde los pontones llevaban a los presosa pie hasta el ferrocarril, con las esposas puestas;pero cuando pasaban por las calles, mostrando suscadenas, los transeúntes se descubrían.

Con excepción de algunos acusados de relieve,cuyos procesos voy a referir brevemente, la masade los prisioneros fue llevada a presencia de estos

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tribunales después de una instrucción que enmuchos casos ni siquiera garantizaba su identidad.Demasiado pobres para tener un defensor, estosdesgraciados, sin asesores, sin testigos dedescargo —los que eran llamados no se atrevían aacudir por miedo a ser detenidos—, no hacían másque aparecer y desaparecer ante el tribunal. Laacusación, el interrogatorio, la sentencia quedabanamañados en unos minutos. «—¿Usted se ha batidoen Issy, en Neuilly? Condenado a deportación. —¿Y mi mujer y mis hijos?» A otro: «—¿Usted haservido en los batallones de la Comuna? —¿Quiénhubiera alimentado a los míos, cuando todo estabacerrado, el taller y la fábrica? —¡A ladeportación! —¿Y usted?... ¡Detención ilegal!... ¡Apresidio!...» El 14 de octubre, en menos de dosmeses, el primero y segundo consejos habíandictado más de seiscientas condenas. ¡Que nopueda yo trazar el martirologio de los millares quedesfilaron en compactas filas, guardias mujeres,niños, viejos, enfermeras, médicos, funcionariosde esta ciudad diezmada! ¡A vosotros losinnominados es a quienes daría yo el primer lugar,

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como lo tuvisteis en el trabajo, en las barricadasoscuras! El verdadero drama de los consejos deguerra no está en las sesiones aparatosas, en quelos acusados, el tribunal, los abogados, componíansu figura ante el público, sino en estas salasdesiertas, que fueron las únicas en contemplar aldesdichado frente a un tribunal tan inexorablecomo el fusil. ¡Cuántos de estos humildesdefensores de la Comuna hubo que mantuvieronerguida la cabeza, con más orgullo que sus jefes, ycuyo heroísmo no será contado por nadie! Cuandose saben las insolencias, las injurias, laargumentación grotesca de los jueces que actuabana la luz pública, se adivina a qué ignominiasfueron entregados, en la sombra de estos procesosllamados legales, los acusados sin notoriedad.¿Quién vengará estas hecatombes dedesconocidos, ejecutados en el silencio, como losúltimos combatientes del Pére-Lachaíse, en laoscuridad de la noche?

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Jueces-verdugos.

LOS periódicos no han dejado huella de suscausas; pero, a falta del nombre de las víctimas, lahistoria conoce el de alguno de sus jueces.

En 1795, después de Quíberon, para formar losconsejos de guerra qué debían juzgar a losvendeanos, fue preciso amenazar de muerte a losoficiales de la República. Y, sin embargo,aquellos vendeanos, bajo los cañones, con armasinglesas, habían herido a la patria por la espalda,mientras los coaligados la atacaban de frente. En1871, los oficiales de Bazaine solicitaron el honorde juzgar a este París que había sido el baluartedel honor nacional. Durante muchos meses, 1.509militares, entre ellos 14 generales, 266 coroneles ytenientes coroneles, 284 comandantes, seimprovisaron presidentes, jueces y comisarios.¿Cómo escoger en esta selección de bestialidades?Tomar al azar algunos presidentes, Merlin,

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Boisdenemetz, Jobey, Delaporte, Dulac, Barthel,Donnat, Aubert, es hacer injusticia a otros cien.

Ya hemos visto a Merlin y a Boisdenemetz. Elcoronel Delaporte, leopardo viejo, gastado,enfermo, sólo revivía después de una condena amuerte. Él fue quien dictó el mayor número deellas, ayudado por el secretario Duplan, quepreparaba de antemano las sentencias y cometíadespués las falsificaciones más descaradas. DeJobey se decía que había perdido a su hijo en lalucha contra la Comuna. ¡Cómo se vengaba! Susojillos entreabiertos acechaban la angustia en elrostro del desgraciado a quien condenaba. Todollamamiento a la justicia, al buen sentido, era paraél una injuria. «Hubiera sido feliz —decía—haciendo cocer a los abogados con los acusados.»

Y, sin embargo, ¡qué pocos abogados cumplíancon su deber! La mayor parte de ellos declarabanque no se podía ayudar decentemente a talesacusados. Otros querían que se les eximiese.Aparte de cuatro o cinco excepciones, Dupont de

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Bussac, Laviolette, Bigot, que murió en el foro, losdefensores banqueteaban con los oficiales.Abogados y fiscales se comunicaban sus mediosde ataque y de defensa. Los oficiales anunciabanpor anticipado las sentencias. El abogado Riché sejactaba de haber redactado el acta de acusación deRossel. Los abogados nombrados de oficio norespondían al llamamiento.

Estos jueces ignorantes, fanfarrones de laviolencia, que insultaban a los acusados, abogadosy testigos, eran dignamente secundados por loscomisarios. Grimal vendía a los periódicospapeles de los acusados célebres, y fue más tardecondenado a cinco años de prisión; Douville,célebre por sus implacables requisitorias, hubo desufrir veinte años de trabajos forzados porfalsificación, robos y estafas; Gaveau, necio yfuribundo, tuvo que ser reintegrado al manicomio;Bourboulon buscaba los efectos oratorios;Barthélemy, bebedor de cerveza, rubio ymofletudo, hacía chistes mientras pedía la cabezade los acusados; Charriére, capitán todavía a los

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cincuenta años, decía que él había hecho a Césarvoto de crueldad; Jouesne, célebre en el ejércitopor su tontería, se desquitaba con suencarnizamiento. No hacía falta mucho consemejantes consejos. Los más intratables fueron el3°, 4° y 6° y 13°, de Saint-Cloud, que se alababapúblicamente de no absolver a nadie.

Tales fueron los jueces y la justicia que laburguesía dio a los proletarios a quienes no habíaconseguido ametrallar. Quisiera seguir paso a pasoestas militaradas, tomar uno a uno los procesos,hacer ver las leyes violadas, las reglas deprocedimiento más elementales despreciadas, losdocumentos falsificados, los testimoniosretorcidos, los acusados condenados a presidio y amuerte sin la sombra de una prueba que hubiesesido admisible para un jurado serio, el cinismo delos tribunales prebostales de la restauración y delas comisiones mixtas de diciembre, aumentadocon la brutalidad de un soldado que venga sucasta; tal obra requeriría un largo trabajo técnico.No voy a indicar más que las líneas principales.

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¿No están ya, por otra parte, juzgadas estassentencias?

Extradiciones denegadas.

VERSALLES pidió a Suiza la extradición delgobernador de la Escuela Militar, Razoua, y aHungría la del delegado del Trabajo, Frankel, unoy otro condenados a muerte por asesinato eincendio. Ambos fueron detenidos y presentados alos tribunales de Ginebra y de Pest. Suiza yHungría estaban dispuestas a entregarlos si elgobierno versallés presentaba la prueba legal deque hubiesen cometido los asesinatos e incendiosde que se les acusaba. Ninguno de los dos paíseshizo ninguna objeción desde el punto de vistapolítico, y admitieron que los condenados lohabían sido por crímenes de derecho común.Respecto a Frankel, Jules Favre se limitó a dar la

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orden del consejo de guerra, y no pudo añadirninguna traza de fundamento, ninguna declaraciónprecisa, ningún testimonio que estableciese laculpabilidad; así se expresa el tribunal de Pest,que puso en libertad a Frankel. Por lo que respectaa Razoua, se habló de una maleta y de un par debotas robadas en la Escuela Militar; Suizadevolvió a Razoua la libertad.

Otros procesos.

EL 8 de setiembre compareció Rossel ante eltercer consejo. Su defensa consistía en decir que élhabía servido a la Comuna con la esperanza de quela insurrección volviese a empezar la guerracontra los prusianos. Merlin se mostró lleno demiramientos, y el acusado, por su parte, manifestóel mayor respeto al ejército. Pero hacía falta unescarmiento para los soldados románticos, y

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Rossel fue condenado a muerte.

El 21 fue condenado Rochefort a la deportación aun reducto fortificado. Había salido de París tresdías antes de que entrasen en la ciudad losversalleses. Reconocido en Meaux, fue detenidoen unión de su secretario. Valentín expidió unagente con orden de conducir al preso a Versalles«muerto o vivo». El oficial alemán que mandabaen Meaux exigió que se le dejase darle unaescolta, a causa, según dijo, de órdenessuperiores, y la formó de húsares bávaros querodearon el coche hasta el puente de Pecq, límitemilitar en que los prisioneros fueron entregados aGalliffet. Este les dejó la vida. En Versalles, unaencarnizada multitud acribilló a pedradas el coche,hasta llegar a la cárcel de Chantiers. Losbonapartistas del consejo de guerra vieron en él alautor de la Lanterne. Merlin defendió al príncipePierre Bonaparte. Trochu, a quien Rochefort habíallamado como testigo de descargo, renegódesdeñosamente de su antiguo colega. Gambettademostró poseer un alma mucho más elevada, y le

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buscó un defensor elocuentísimo.

A continuación le tocó a Blanqui. El Comité deSalud Pública había puesto a disposición de susamigos cincuenta mil francos para facilitarle laevasión del fuerte de Taureau. Hubiera hecho faltamás, y, ante todo, agentes diestros, porque se habíadado orden de matarle al menor intento de evasión.Parte de los fondos estaba en la caja del Comité eldía de la entrada de los versalleses.

¿Qué sabía Blanqui, detenido antes del 18 demarzo, de la Comuna? Nada. Ni siquiera por losperiódicos, que no le llegaban. Se le condenó porlo del 31 de octubre; sobre todo, porque era, desde1830, el insurrecto. Este gran Hamletrevolucionario, lanzado a pesar suyo a la cumbrede unas olas que jamás gobernó, mal comprendidopor sus fanáticos, expiando faltas que no habíacometido, recorrió su noble y larga vida pisandolas espinas que el bronce de Dalou hainmortalizado bajo sus pies.

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El periodismo revolucionario tuvo también susvíctimas. El joven Maroteau fue condenado amuerte por dos artículos del «Salut Public». Apresidio, Henri Brissac, secretario del Comité deSalud Pública; a presidio, Alphonse Humbert, quehabía pedido en el «Pére Duchesne» la detenciónde Chaudey; los publicistas detenidos más tarde,Henry Maret, Lepelletier, Peyroutori, etc., fueroncondenados a varios meses de cárcel, y los quepudieron refugiarse en el extranjero, a nueve añosde destierro. ¿Cuál fue su crimen? Haberdefendido a la Comuna. Por haber defendido aVersalles, la Comuna se había limitado a suprimirlos periódicos. En el fondo, los consejos teníanorden de exterminar al partido revolucionario.

El asunto de la calle Rosiers.

EL miedo al porvenir les hizo ser implacables.

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Después de los innumerables fusilamientos de lacalle Rosiers, quisieron ofrecer tambiénsacrificios a los manes de Lecomte y de ClémentThomas. No había manera de encontrar a losverdaderos ejecutores. La explosión de furor quearrebató la vida a los dos generales había sidoespontánea, fulminante. Los autores del drama sellamaban la multitud, y se habían desvanecido conella. Los jueces militares recogieron acusados alazar, lo mismo que sus colegas, en el cerro deMontmartre, habían fusilado a ciegas.

«Simon Mayer —decía el informe— trató hasta elúltimo momento de defender a los prisioneros, y elpropio Kazdanski quiso oponerse a la ejecución delas amenazas de muerte. La multitud le injurió y learrancó los galones». Herpin-Lacroix hizodesesperados esfuerzos. Lagrange, que se habíanegado a formar el pelotón de ejecución, se sentíatan seguro de su inocencia, que fue a ofrecerse alos jueces. El informe hacía de él el principalacusado, en unión de Simon Mayer, Herpin-Lacroix, Kazdanski y un sargento regular,

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Verdagner, que el 18 de marzo se había negado ahacer uso de su fusil.

El asunto fue llevado por el coronel Aubert,burlón, melodramático y devoto. A pesar de susesfuerzos y de los del fiscal, no fue posible hallarla menor prueba contra los acusados. Hasta losoficiales del ejército que acompañaban al generalLecomte declararon en favor de aquéllos. «SimonMayer hizo todo lo posible por salvarnos», decíael comandante Poussargue. Este oficial había oídouna voz que gritaba: «¡No matéis sin juicio, nisiquiera a los traidores! ¡Formad un tribunalmilitar!» Textualmente, las palabras de Herpin-Lacroix. De todos los acusados no recordaba másque a Mayer. Otro oficial hizo una declaraciónidéntica. Verdagner demostró que a la hora de laejecución se hallaba en los cuarteles deCourcelles. La acusación negaba, sin aducir unsolo testimonio en su apoyo. Ribemont probabaque se había lanzado a la cabeza de los asaltantesen la habitación de la calle Rosiers. Masselot notenía contra él más que algunos testimonios de

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mujeres enemigas, que pretendían que se habíavanagloriado de disparar contra los generales. Elcapitán Beugnot, ayudante de campo del ministro ypresente en la ejecución, afirmaba, por elcontrario, que los generales habían sido rodeadospor los soldados; Douville-Maillefeu, que el frentede los pelotones estaba compuesto por nuevesoldados cuyos regimientos designaba.

No había ni siquiera testigos falsos oficiales,como en el asunto de los miembros de la Comuna;sin embargo, la acusación, lejos de soltar la presa,se encarnizaba incluso con aquellos que habíanexpuesto su vida por salvar a los generales. Elfiscal amenazó con detener a un testigo que depusocalurosamente en favor de un acusado. Al cabo devarias audiencias se dieron cuenta de que estabanjuzgando a un individuo por otro; el presidenteordenó a la prensa que callase el incidente. Cadasesión, cada nuevo testimonio descargaba a losacusados, hacía imposible toda condena; el 18 denoviembre, Verdagner, Simon Mayer, Herpin-Lacroix, Lagrange, Masselot, Leblond, Aldenhoff,

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fueron condenados a muerte; los demás, a penasque oscilaban entre la de trabajos forzados y la decárcel. Uno de los condenados a muerte, Leblond,no tenía más que quince años y medio. Siete añosmás tarde, el consejo de guerra de Paríscondenaba por la misma causa a un viejo desetenta y dos años, Garcin.

Dada esta satisfacción al ejército, los consejos deguerra, como buenos cortesanos, vengaron lasofensas inferidas a Thiers. El funcionarioencargado por la Comuna de demoler el hotel delque había demolido centenares de casas, Fontaine,compareció, ante el 5° consejo, que se esforzó porhacerle aparecer como un ladrón. Nadie ignorabaque los cuadros, los muebles, las porcelanas y laplata de Thiers habían sido enviados a unguardamuebles, los objetos de arte a los museos,los libros a las bibliotecas públicas, la ropablanca a las ambulancias, y que, desde que habíanentrado en París las tropas, el hombrecillo habíarecobrado la posesión de casi todas suschucherías. Un pequeño número de ellas

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desapareció en el incendio de las Tullerías: elinforme acusó a Fontaine de haberlas sustraído,por más que no se encontrase en su casa se creíagarantizado por una larga vida de probidad,Fontaine no supo responder más que con lágrimas.La gentuza se rió mucho a cuenta de esto. Fuecondenado a veinte años de trabajos forzados.

La Comisión de los asesinos.

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EL 28 de noviembre volvió a empezar laAsamblea con sus fusilamientos. Thiers habíahecho recaer hábilmente sobre los diputados elderecho a conmutar las penas, consiguiendo que laCámara nombrase una Comisión de indultos.Integraban ésta quince miembros que habíanformado parte de las comisiones mixtas de 1851,grandes propietarios, realistas a machamartillo:Martel, Piou, el conde Octave de Bastard, FélixVoisin, Batbie, el conde de Maillé, el condeDuchatel, Peltercau-Villeneuve, François Lacaze,Thailhard, el marqués de Quinsonnaz, Bigot,Merveilleux-Duvignan, París, Come, Torquemada,este último, de junio del 48. El presidente, Martel,traficaba indultos con las lindas solicitantes.

Los primeros expedientes de que se ocuparonfueron los de Ferré y Rossel. La prensa liberaldefendía ardientemente la causa del joven oficial.En este inquieto joven, sin opiniones políticasmalsonantes, y que había vuelto la espalda tan

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caballerescamente a la Comuna, la burguesíareconoció bien pronto a uno de sus hijosdescarriados. Él, por otra parte, había cantado lapalinodia. Los periódicos publicaban susmemorias, en que vilipendiaba a la Comuna y a losfederados. Contaban día por día su vida deprisionero, sus sublimes conversaciones con unpastor protestante, sus desgarradoras entrevistascon su familia. El bonapartista Jules Amiguesorganizó una manifestación de estudiantes parapedir su indulto. En cuanto a Ferré, ni una palabra,como no fuese para decir que era «odioso». Sumadre había muerto loca; su hermano estabarecluido en una celda en Versalles; su padre,prisionero en la ciudadela de Fouras; su hermana,una joven de diecinueve años, silenciosa,resignada, consumía sus días y sus nochesganándose los veinte francos que enviaba cadasemana a los prisioneros. Rechazó la ayuda de susamigos, por no querer compartir con nadie elhonor de cumplir con su deber. No cabía imaginarnada más «odioso».

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Tres Ejecuciones en Satory

LA muerte estuvo suspendida durante docesemanas sobre los condenados. El 28 denoviembre, a las seis de la mañana, se les dijo quetenían que morir. Ferré saltó de la cama sin darmuestras de emoción, declinó la visita del cura,escribió a la justicia militar para pedir laliberación de los suyos, y a su hermana para queenterrase su cadáver de modo que sus amigospudiesen encontrarlo. Rossel, bastante sorprendidoen el primer momento, habló con un pastor,escribió para pedir que no se vengase su muerte,precaución inútil, y redactó un testamento místico.Tenían por compañero de condena a un sargentodel 45 de línea —el regimiento de los cuatrosargentos de La Rochelle—, Bourgeois, que sehabía pasado a la Comuna y mostraba la mismaserenidad que Ferré. Rossel se indignó cuando le

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pusieron las esposas. Ferré y Bourgeois no sedignaron protestar.

El día apuntaba apenas; hacía un frío espantoso.Ante el cerro de Satory, cinco mil hombres enarmas encuadraban tres postes blancos, guardadocada uno por un pelotón de doce ejecutores.Mandaba el coronel Merlin, que reunía el triplecarácter de vencedor, juez y verdugo. Algunoscuriosos, oficiales y periodistas, componían elpúblico.

A las siete llegaron los furgones de loscondenados; redoblaron los tambores, sonaron losclarines. Los condenados bajaron de los furgones,escoltados por algunos gendarmes. Rossel saludóa los oficiales. Bourgeois, que contemplabaaquellos preparativos con expresión indiferente,fue a colocarse en el poste de en medio. Ferréllegó el último, vestido de negro, con lentes, elcigarro entre los labios. Con paso firme se dirigióal tercer poste.

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Rossel, asistido de su abogado y de su pastor,pidió que le dejasen mandar el fuego. Merlin senegó a ello. Rossel quiso estrecharle la mano pararendir homenaje a la sentencia. La misma negativa.Durante estas idas y venidas, Ferré y Bourgeois semantenían inmóviles y silenciosos. Para dar fin alas expansiones de Rossel, un oficial le dijo quecon ellas prolongaba el suplicio de los demás. Seavino a que le vendasen los ojos. Ferré arrojó lavenda, rechazó al cura que se le acercaba y,ajustándose los lentes, miró de frente a lossoldados.

Leída la sentencia, los ayudantes bajaron el sable.Rossel y Bourgeois cayeron hacia atrás. Ferréquedó en pie, herido en el costado. Volvieron adisparar contra él, y cayó. Un soldado le arrimó elfusil a la oreja y le hizo saltar los sesos; el mismogolpe de gracia recibió Bourgeois. A Rossel no selo dieron.

A una seña de Merlin rompieron a tocar lascharangas y, según la costumbre de los salvajes, la

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tropa desfiló en triunfo ante los cadáveres. ¡Quégrito de horror hubiera lanzado la burguesía si,ante los rehenes ejecutados, se hubiesenpavoneado los federados con músicas a la cabeza!

Los cuerpos de Rossel y de Ferré fueronreclamados por sus familias; el de Bourgeoisdesapareció en la fosa común del cementerio deSaint-Louis. La prensa liberal reservó sus lágrimaspara Rossel. Valerosos periódicos de provinciashonraron a todas las víctimas y denunciaron a laexecración de Francia a la Comisión de Indultos,la comisión de asesinos, como dijo en laAsamblea un diputado. Llevados a los tribunales,dichos periódicos fueron absueltos.

Gaston Crérnieux, fusilado.

DOS días después de las ejecuciones de Satory, la

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Comisión de Indultos hizo matar a GastonCrérnieux. Estaba condenado desde hacía seismeses, y esta larga espera, su moderación duranteel movimiento, parecían hacer imposible sumuerte; la comisión rural quiso vengar el famosoapóstrofe de Burdeos. El 30 de noviembre, a lassiete de la mañana, Gaston Crérnieux fueconducido al Pharo de Marsella, vasta explanada ala orilla del mar. Crérnieux dijo a sus guardianes:«Haré ver cómo sabe morir un republicano». Loarrimaron al mismo poste en que un mes anteshabía sido fusilado el soldado Paquis por habersepasado a la insurrección. Quiso tener los ojoslibres y mandar el fuego. Se lo consintieron.Dirigiéndose a los soldados, dijo: «Apuntad alpecho, no tiréis a la cabeza. ¡Fuego! ¡Viva laRepú...!» La última palabra fue cortada por lamuerte. Como en Satory, hubo música y desfile. Lamuerte de este joven entusiasta produjo una granimpresión en la ciudad. Los pliegos puestos a lapuerta de su casa se llenaron, en unas horas, demillares de firmas.

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El mismo día, el 6° consejo vengaba la muerte deChaudey. Esta había sido ordenada y vigiladaexclusivamente por Raoul Rigault. Los hombresdel pelotón estaban en el extranjero. Préau deVedel, el principal acusado, detenido en Sainte-Pélagie por delito de derecho común, no habíahecho más que sostener la linterna. Como lajurisprudencia de los oficiales atribuía a lossimples agentes la misma responsabilidad que alos jefes, Préau de Vedel fue condenado a muerte.

El 4 de diciembre, en la sala del 3er consejo,apareció una especie de fantasma de rostro pálidoy simpático, Lisbonne, que arrastraba desde hacíaseis meses sus heridas de Cháteau-d'Eau. Tanto enel consejo como durante la Comuna y en Buzenval,se jactó de haber combatido, y no rechazó más quelas acusaciones de pillaje. Los versalleses lecondenaron a muerte.

Louise Michel.

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ALGUNOS días después, el mismo consejo oyóuna

voz de mujer. «¡No quiero defenderme, no quieroser defendida! —exclamó Louise Michel—.Pertenezco por entero a la revolución social, ydeclaro aceptar la responsabilidad de todos misactos. La acepto sin restricciones. ¿Me reprochanustedes que haya tomado parte en la ejecución delos generales? Responderé: sí; si yo me hubieseencontrado en Montmartre cuando quisieron hacerdisparar sobre el pueblo, no hubiera vacilado enmandar hacer fuego yo misma contra los que dabansemejantes órdenes. En cuanto al incendio deParís, sí, he tomado parte en él. Quería oponer unabarrera de llamas a la invasión de Versalles. Nohe tenido cómplices; he obrado por propioimpulso».

El relator Dailly pide pena de muerte. Ella: «Loque yo reclamo de ustedes, que se dicen consejo

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de guerra, que se presentan como mis jueces, queno se disfrazan como la Comisión de Indultos, esel campo de Satory, en que han caído ya mishermanos. Es preciso amputarme de la sociedad.Se os dice que lo hagáis; ¡pues bien!, el fiscal dela República tiene razón. Puesto que parece quetodo corazón que late por la libertad no tienederecho más que a un poco de plomo, yo reclamomi parte. Si me dejan vivir, no cesaré de gritarvenganza de mis hermanos a los asesinos de laComisión de Indultos».

EL PRESIDENTE: No puedo dejarle que sigahaciendo uso de la palabra.

LOUISE MICHEL: He terminado... Si no sonustedes unos cobardes, ¡mátenme!

No tuvieron el valor de matarla de una vez. Fuecondenada a la deportación en un reductofortificado. Louise Michel no fue la única que tuvoeste valor. Otras muchas, entre las cuales hay quemencionar a Lemel, Augustine Chiffori, mostraron

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a los versalleses qué terribles mujeres son lasparisienses, aun vencidas, aun encadenadas.

La cuestión de los rehenes.

EL asunto de la ejecución de los rehenes de LaRoquette fue juzgado a principios del 72. Aquí,como en los procesos de Chaudey y ClémentThomas, no tenían a ninguno de los verdaderosactores, excepción hecha de Genton. Casi todoslos testigos, antiguos rehenes, depusieron con larabia natural en gente que ha tembladoanteriormente de miedo. La acusación construyó unridículo andamiaje de tribunal marcial queaparecía discutiendo, ordenando la muerte de losprisioneros. Se habían disputado los cadáveres,decía. Así lo afirmaba un abate. Se le hizocomparecer. «No tengo seguridad de ello —dijo—, pero tal vez me lo dijeran y yo lo haya

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repetido». ¡Prueba! La acusación afirmaba que unode los acusados era el jefe del pelotón deejecución, y ya iba a ser condenado, a pesar de lasreiteradas protestas de Genton, cuando trajeron aSicard, que acaba de ser descubierto, agonizante,en una prisión. Genton fue condenado a muerte. Suabogado había procedido odiosamente en contrade él, después había huido, y el consejo se negó aconcederle un nuevo defensor.

El caso de los dominicos.

EL asunto más importante que siguió fue el de losdominicos de Arcueil. Ninguna ejecución habíasido menos premeditada. Estos religiosos habíancaído al atravesar la avenida de Italia, alcanzadospor las balas del regimiento 101. El informeacusaba a Sérizier, que en aquel momento noestaba en la avenida. El único testigo citado contra

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él decía: «Yo no afirmo nada por mi cuenta;únicamente he oído decir...» Pero ya se sabe quéestrechos lazos unen al ejército y al clero. Sérizierfue condenado a muerte, así como uno de suslugartenientes, Bouin, contra el cual no se adujoningún testimonio. El consejo aprovechó laocasión para condenar a muerte a Wroblevski, quese hallaba a aquella hora en Butte-aux-Cailles, y aLéo Frankel, que combatía en la Bastilla.

El asunto de la calle Haxo.

EL asunto de la calle Haxo se sustanció ante elsexto consejo, siempre presidido por Delaporte, el12 de marzo. Fue tan imposible dar con losejecutores de los rehenes como con los de la calleRosiers. La acusación recaía sobre el director dela prisión, François, que se había negado aentregar a sus detenidos, y sobre veintidós

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personas denunciadas por chismes de comadres.Ninguno de los testigos de cargo reconoció a losacusados. Dos vicarios de Belleville, unacosturera, contaban historias truculentas, peroañadían: «Yo no he visto nada, he oído decir...»Delaporte multiplicaba sus amenazas con talcinismo, que el comisario Rustaut, que habíapresentado sus pruebas en los procesosprecedentes, no pudo contenerse y dijo: «¡Perousted quiere condenarlos a todos!» Fuereemplazado por el embrutecido Charriére. Laacusación se desvanecía a cada momento ante lasdeclaraciones de los testigos. Ninguno de losacusados escapó. Siete fueron condenados amuerte, nueve a trabajos forzados, y los demás a ladeportación.

Otro cuadro de caza.

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LA Comisión de Indultos esperaba, fusil en mano,las presas que le entregaban los consejos deguerra. El 22 de febrero del 72, fusiló a tres de lossupuestos ejecutores del Clément Thomas y deLecomte, aquellos cuya inocencia se habíaevidenciado más en los debates: Herpin-Lacroix.Lagrange y Verdagner. En pie ante el poste deFerré, gritaron: «¡Viva la Comuna!», y murieroncon la faz resplandeciente. El 19 de marzo fueejecutado Préau de Vedel. El 30 de abril le tocó lavez a Genton. Habían vuelto a abrírsele las heridasde las barricadas, y se arrastró hacia el cerro conmuletas. Llegado al poste, las lanzó al aire y gritó:«¡Viva la Comuna!» El 25 de mayo, los tres postesfueron guarnecidos con Sérizier, Bouin y Boudin,condenado por haber suprimido a un versallés quese alzaba contra la construcción de barricadas enla calle Richelieu. Éstos dijeron a los soldados delpelotón: «Nosotros somos hijos del pueblo yvosotros también. Vamos a mostraros cómo sabenmorir los hijos del pueblo». Murieron tambiéngritando: «¡Viva la Comuna!»

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Estos hombres que tan intrépidamente se lanzabana la tumba, que desafiaban con un gesto a losfusiles y gritaban al morir que su causa no moriría,estas voces vibrantes, estas miradas orgullosas,turbaban profundamente a los soldados. Los fusilestemblaban y, con disparar casi a bocajarro, raravez mataban al primer tiro. En la ejecuciónsiguiente, el 6 de julio del 72, el comandante Colinordenó que se vendara los ojos a los reos. Estoseran dos: Baudouin, acusado de haber incendiadola iglesia de Saint-Eloi y de haber matado a unindividuo en la defensa de una barricada, yRouilhac, que había fusilado a un burgués quecazaba a los federados a tiros. Los dos rechazarona los sargentos que iban a vendarles los ojos. Elcomandante Colin dio orden de atarlos al poste.Baudouin rompió por tres veces las cuerdas;Rouilhac luchó desesperadamente. El cura queayudaba a los soldados recibió varios golpes en elpecho. Acabaron por abatirlos. «¡Morirnos por labuena causa!, exclamaron. Después del desfile, unoficial psicólogo, revolviendo con la punta de labota los sesos, que salían por los agujeros del

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cráneo, decía a un colega: Con esto es con lo quepensaba».

En junio del 72, como se habían acabado todas lascausas célebres, el tribunal militar vengó la muertede un oficial de federados, el capitán De Beaufort.No hay más que una explicación posible de esteextraño caso, y es que Beaufort perteneciese a losversalleses, cosa verosímil. Tres de los cuatroacusados se hallaban presentes: Deschamps,Denívelle y Lachaise, la célebre cantinera del 66.Ésta había seguido a Beaufort al consejocelebrado en el bulevar Voltaire, y después de oírsus explicaciones se había esforzado porprotegerle. No por eso la acusación dejaba dehacerla instigadora de su muerte. Basándose en ladeclaración escrita de un testigo a quien no fueposible encontrar y que jamás llegó a ser careadocon la acusada, el relator acusó a la Lachaise dehaber profanado el cadáver de Beaufort. Antesestas innobles palabras, la esforzada mujer se echóa llorar. Fue condenada a muerte, lo mismo queDenívelle y Deschamps.

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La sucia imaginación de algunos soldados decostumbres disipadas se afanaba en emporcar a losacusados. El coronel Dulac, al juzgar a un amigode Raoul Rigault, pretendió que sus relacioneshabían tenido un carácter infame. El acusado seesforzó en vano en desmentirlo; el miserableoficial insistió.

La prensa burguesa, sin tregua, sin cansancio,acompañaba todos los procesos con el mismo corode imprecaciones y con las mismas suciedades.Habiendo protestado algunas voces contra unasejecuciones llevadas a cabo tanto tiempo despuésde la batalla, uno de estos Sarceys escribió: «Elcuchillo debería estar soldado a la mano delverdugo».

Los escritorzuelos y la Comuna.

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LA alta y baja hampa literaria había encontrado enla Comuna un lucrativo filón, lo explotabamañosamente. No hubo ni un solo granuja de lasletras que dejase de lanzar su folleto, su libro, suhistoria, ni un insignificante prisionero que seabstuviese de lanzar sus lamentaciones. Hubomontones de: París incendiado, París en llamas,Libro rejo, Libro negro, Memorias de losrehenes, Carnaval rejo, Historia del 18 de marzo,de la Comuna, de las ocho jornadas; losnovelistas del presidio, los Pierre Zaccone, losMontépin, emborronaron Misterios de laInternacional sin cuento, en entregas ilustradas;los editores no querían más que comunalismo. Talfue la demanda, que los belgas se pusieron tambiéna la obra. Estos escritos, frecuentemente obscenos,excitaban los cerebros burgueses. Para las almasdelicadas, el delicado Dumas, hijo, estudiaba la«zoología» de estos revolucionarios, cuyas«hembras parecen mujeres cuando están muertas»:poetas como Paul de Saint-Víctor, ThéophileGautier, Alphonse Daudet, escritores más o menosilustres como About, Sardou, Claretie, Mendes,

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Ernest Daudet, etc., pulían sabrosos epítetos paradescribir a estos bárbaros, cuyos cadáveresapestaban tanto. Pressensé, Beaussire y Lavalléecolocaban filosóficas historias del otro mundo alos sesudísimos lectores de la «Reveu des DeuxMondes». Todos, desdeñosos del pueblo,ignorantes de las recientes evoluciones, impotentespara darse cuenta de sus múltiples causas,reducían el 18 de marzo, el Comité Central y laComuna a un denominador común: laInternacional. Esta contaba con ochocientos miladherentes, según Daru, presidente de la encuestaparlamentaria dispuesta por la Asamblea, ante lacual sólo depusieron los versalleses, sin admitirtestigos ni debates contradictorios. Los periódicospublicaban fragmentariamente esas purulentasdeclaraciones, con lo cual pudo verse lo niños queeran en materia de calumnias y de imbecilidadeslos Quentin-Bauchard del 48 en comparación conlos rufianes burgueses del 71.

Fustigados de esta suerte por el odio, los consejosde guerra, la Comisión de Indultos seguía adelante,

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cada vez con mayores bríos. Hasta entonces, laComisión no había hecho morir más que a treshombres a un tiempo; el 24 de julio del 72 abatió acuatro: François, director de La Roquette, Aubry,Dalivoust, De Saint-Omer, condenados por elasunto de la calle Haxo. De Saint-Omer era másque sospechoso, y en la prisión sus camaradas lotenían al margen. Ante los fusiles, aquéllosgritaron: «¡Viva la Comuna!», y él respondió:«¡Muera!»

El 18 de septiembre fueron ejecutados Lolive,acusado de haber intervenido en la ejecución delarzobispo, Denívelle, y Deschamps. Estos dosúltimos gritaron: «¡Viva la República universal ysocial! ¡Abajo los cobardes!» El 22 de enero del73, diecinueve meses después de la batalla en lascalles, la Comisión de Indultos amarró tres nuevasvíctimas a los postes: Philippe, miembro de laComuna, culpado de haber defendidoenérgicamente a Bercy; Benot, que prendió fuego alas Tullerías; Decamps, condenado por el incendiode la calle Lille, aunque no pudo presentarse

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contra él ningún testimonio. «¡Muero inocente! —gritó—. ¡Abajo Thiers! Philippe y Benot: ¡Viva laRepública social! ¡Viva la Comuna!» Cayeron sindesmentir el valor de los soldados del 18 demarzo.

Fue ésta la última ejecución de Satory. Veinticincovíctimas enrojecieron los postes de la Comisiónde Indultos. En el 75, hizo fusilar en Vincennes aun joven soldado acusado de la muerte delconfidente Víventíní, arrojado al Sena porcentenares de manos durante las manifestacionesde la Bastilla. Los periódicos reaccionariosdecían que había sido atado a una tabla; nada huboen los debates que justificase ni la más levesombra de intervención.

La represión en provincias.

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LOS movimientos de provincias fueron juzgadospor los consejos de guerra o por los tribunalesordinarios, según que los departamentosestuviesen o no en estado de sitio. En todas partesse esperaba el desenlace de la lucha parisiense.Después de la victoria de Versalles, la reacciónreanudó su curso. El consejo de guerra de Espiventabrió la marcha de todos los procesos. Tuvo suGaveau —el comandante Villeneuve, uno de losfusiladores del 4 de abril—, su Merlín, suBoisdenemetz —los coroneles Thomassin yDonnat. El 12 de junio aparecieron ante lossoldados, en unión de Gaston Crérnieux y de todoslos que habían podido complicar en el movimientodel 23 de marzo, Etienne Pélissier, Roux, Bouchet,etc. La pretenciosa estupidez de Villeneuve sirvióde norma a las requisitorias militares de que sevio inundada Francia. Al igual que Crérnieux,Etienne Pélissier y Roux, fueron condenados amuerte. Pero aún no le bastaba con esto a lareacción jesuítico-burguesa. Espivent hizo que elTribunal de Casación declarase que eldepartamento de Bouches-du-Rhóne estaba en

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estado de sitio desde agosto del 70, en virtud de undecreto de la emperatriz regente que no había sidopublicado en el Boletín de las leyes, ni sancionadopor el Senado, ni promulgado. Provisto de estearma persiguió a todos aquellos a quienesseñalaba el dedo de la congregación y que sehabían mostrado contrarios al Imperio. Elconsejero municipal David Bosc, ex delegado enla Comisión, armador multimillonario, acusado dehaber robado a un agente de policía un reloj deplata, fue absuelto únicamente porque la mayoríavotó en favor suyo. Al día siguiente fue sustituidoel coronel presidente por el teniente coronel del 4°de Cazadores, Donnat, medio enloquecido por elajenjo. Un obrero de setenta y cinco años de edadfue condenado a diez años de trabajos forzados y aveinte de privación de derechos civiles ypolíticos, por haber detenido el 4 de setiembre,durante media hora, al agente de policía que lohabía enviado a Cayena en el 52. Una vieja loca,proveedora de los jesuitas, detenida un momentoel 4 de setiembre, acusó de su detención al antiguocomandante de los cívicos. Su acusación aparecía

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contradicha por la misma denunciante, ymaterialmente anulada por coartadas y pruebas sincuento. El ex comandante fue condenado a cincoaños de prisión y a diez de privación de derechosciviles. Uno de los jueces-soldados, cuando salíade cometer su crimen, decía: «Se necesita tenerprofundas convicciones políticas para condenar enestos asuntos». Con tales colaboradores, Espiventpudo satisfacer todos sus odios. Pidió al tribunalde Versalles que le cediese al miembro de laComuna Amouroux, que había sido delegadomomentáneamente en Marsella. «Le persigo —escribió Espivent— por reclutamiento, crimencastigado con la pena de muerte, y estoypersuadido de que se le aplicará esa pena.»

El consejo de guerra de Lyon no estuvo muy pordebajo. Persiguió a cuarenta y cuatro personas porlos sucesos del 22 de marzo, y condenó a treinta ydos de ellas a penas que oscilaban entre ladeportación y la cárcel. La insurrección del 30 deabril dio setenta acusados, al azar, en Lyon, ni másni menos que en Versalles. El alcalde de la

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Guillotiere, Crestin, llamado a declarar comotestigo, no reconoció a ninguno de los que habíavisto ese día en la alcaldía. (Presidentes de losconsejos: los coroneles Marion y Rebillot.) EnLimoges, Dubois y Roubeyrol, demócratasestimados por toda la ciudad, fueron condenados amuerte en rebeldía y como principales autores dela jornada del 4 de abril; dos, condenados a veinteaños, por haberse vanagloriado de conocer a losque habían disparado contra el coronel Billet. Aotro lo condenaron a diez años de cárcel por haberdistribuido municiones.

Las sentencias del jurado variaban. El de Basses-Pyrénées absolvió el 8 de agosto a Duportal y alas cuatro o cinco personas acusadas delmovimiento de Toulouse. Absolución en Rodez,ante cuyos tribunales comparecieron Digeon y losacusados de Narbona, tras una detención de ochomeses. Un público simpatizante llenaba la sala ylas inmediaciones del tribunal, y aclamó a lasalida a los acusados.

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El jurado de Riom condenó por los sucesos deSaint-Etienne a veintiún acusados; uno de ellos apresidio, un miembro de la Comuna, Amouroux,que se había limitado a enviar desde Lyon dosdelegados a presidio.

El jurado de Orleans fue severo con los acusadosde Montargis, a los que condenó a la cárcel, yatroz con los de Cosne y Fleury-sur-Loire, dondeno se había hecho ninguna resistencia. Eranveintitrés, entre ellos tres mujeres. Todo su crimenconsistía en haber paseado una bandera roja yhaber gritado: «¡Viva París! ¡Abajo Versalles!»Malardier, antiguo representante del pueblo, quehabía llegado la víspera de la manifestación, en laque no tomó parte alguna, fue condenado a quinceaños. Ningún acusado fue absuelto. Lospropietarios de Loiret vengaban los terrores de sushermanos de Niévre.

Las agitaciones de Coulommiers, Nimes, Dordivesy Voiron dieron lugar a algunas condenas.

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Balance judicial.

EN el mes de junio del 72 había terminado la partemás importante de la obra de represión. De los36.309 prisioneros, hombres, mujeres y niños, sincontar los 5.000 militares que los versalleseshabían declarado, habían muerto a sus manos,según ellos, 1.179; 22.326 fueron libertados en el72, después de largos meses de invierno en lospontones, en los fuertes y cárceles; 10.488,denunciados ante los consejos de guerra, quecondenaron a 8.525. Las persecuciones nocesaron. Al advenimiento de MacMahon, el 24 demayo del 73, hubo un recrudecimiento de ellas. El1 de enero del 75, el resumen general de la justiciaversallesa anunciaba 10.137 sentenciascondenatorias, y 3.313 en rebeldía. Las penasdictadas se repartían así: Pena de muerte 270 8mujeres Trabajos forzados 410 29 mujeres

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Deportación a un recinto fortificado 3.989 20mujeres Simple deportación 3.507 16 mujeres 1niños Detención 1.269 8 mujeres Reclusión 64 10mujeres Trabajos públicos 29 Encarcelamientopor menos de tres meses 432 Encarcelamiento detres meses a un año 1.622 50 mujeres 1 niñosEncarcelamiento de más de un año 1.344 15mujeres 4 niños Presidio 322 Sometidos a lavigilancia de la policía 117 1 mujeres Multas 9Niños menores de 16 años enviados a una casacorreccional 56 TOTAL 13.450 157 mujeres 6niñosEste informe no mencionaba ni las condenasdictadas por los consejos de guerra fuera de lajurisdicción de Versalles, ni las de los tribunales.Hay que añadir 15 condenas a muerte, 22 atrabajos forzados, 28 a deportación en recintofortificado, 29 a simple deportación, 74 adetención, 13 a reclusión, y cierto número aprisión. La cifra total de condenados en París y enprovincias pasaba de trece mil setecientos; deellos, ciento setenta mujeres y sesenta niños.

Las tres cuartas partes de los condenados —7.418,

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de 10.137— eran simples guardias o suboficiales,y 1.942 oficiales subalternos. No había más que225 oficiales superiores, 29 miembros de laComuna y 49 del Comité Central. A pesar de susalvaje jurisprudencia, de las encuestas y testigosfalsos, los consejos de guerra no pudieron inventarpara las nueve décimas partes de los condenados—9.285— otro crimen que el de llevar armas o elejercicio de funciones públicas. De los 766condenados por delitos de derecho común, 276 lofueron por simples detenciones, 171 por las luchasen las calles, 132 por crímenes clasificados comootros delitos en el informe, requisas, registroshechos en virtud de mandatos regulares y que losconsejos calificaron de robos, pillaje, etc. A pesardel gran número de criminales englobados en laspersecuciones, cerca de las tres cuartas partes delos condenados —7.119-carecían de antecedentespenales; 524 habían sufrido condenas por delitospolíticos o simplemente de orden público; 2.381por delitos o crímenes que el informe se guardababien de especificar. Esta insurrección, tanfrecuentemente acusada de haber sido provocada y

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dirigida por el extranjero, no arrojó, en total, másque 396 condenados extranjeros. Estainsurrección, que los burgueses decían nacida ysostenida por el robo y el pillaje, habíaconservado toda su pureza a través de la criba delos consejos de guerra. Nadie, ni aun los testigosmás rencorosos, fue a acusar de robo a estosmillares de bandidos: nadie osó pretender queestos saqueadores hubiesen explotado losincendios.

CAPÍTULO XXXVIII

NUEVA Caledonia. El destierro.

«Yo he sido proscrito; no seré proscriptor».

Thiers, Asamblea Nacional, abril del 71.

«Los deportados están mejor que nuestros

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soldados, porque nuestros soldados tienen queprestar servicio de centinela, mientras que eldeportado vive entre las flores de su jardín».

Almirante Faurichon, Sesión del 17 de mayo del76.

A un día de distancia de Francia hay una coloniaávida de trabajadores, bastante rica paraenriquecer a centenares de millares de familias, lagran reserva de la metrópoli. La burguesíavencedora de los trabajadores ha preferidosiempre lanzarlos a través de los océanos, antesque fecundar con ellos a Argelia. La Asamblea del48 tuvo a Nouka-Hiva: la Asamblea versallesa, aNueva Caledonia. En este peñasco, a seis milleguas de la patria, decidió inmovilizar a millaresde seres viriles. «El gobierno —decía el redactorde la ley— proporciona a los deportados unafamilia y un hogar». La ametralladora era máshonrada.

Los condenados fueron apiñados en varios

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depósitos: el fuerte Boyard, Saint-Martin-de-Ré,la isla de Oléron, la isla de Aix, el fuerte deQuélern, donde languidecieron por espacio devarios meses entre la desesperación y la esperanzaque nunca abandona a los vencidos políticos. Undía, cuando ya se creían olvidados, suena unllamamiento brutal: «¡A reconocimiento!» Unmédico los examina, no les atiende, dice: «Puedeponerse en camino». Si un tísico en último gradoalega su aspecto cadavérico: «¡Bah —dice elmédico—, también tienen que comer lostiburones!» ¡Adiós familia, patria, sociedad, vidahumana! ¡En marcha hacia el sepulcro, a losantípodas! El condenado a la deportación aúnpodía considerarse privilegiado: ha podidoestrechar una mano amiga, recibir una lágrima, unúltimo beso. El galeote de la Comuna no verá másque la chusma. Un silbido, y a desnudarse; leregistran, le arrojan la ropa infamante, y, sinvolver la cabeza, ha de hundirse en el presidioflotante.

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La partida de los condenados.

LA Danaé abrió la marcha el 3 de mayo del 72,con trescientos deportados. La Guerriere, laGaronne, el Var, la Sybille, el Orne, el Calvados,la Virginie, la siguieron. Los habitantes de lospuertos saludaban, aplaudían a las víctimas; enTolón hicieron una ovación a los deportados delVar, que pudieron darles las gracias. «El gobiernode Versalles ha querido deshonrarnos; vosotrosnos habéis engrandecido. Vamos a encontrar anuestros hermanos que nos han precedido, y lesdiremos que aún hay quien vele en Francia por lasalvación de la República».

El navío de los transportados es el pontón enmarcha. Grandes jaulas a derecha e izquierda delas baterías, separadas por un pasillo en medio,encerraban a los condenados. Los de las bateríasaltas reciben alguna luz de las enrejadas

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ventanillas; las baterías bajas están sumidassiempre en tinieblas. Todas ellas son focos deinfección. En todo el día, los encerrados no tienen,para aspirar un poco de aire, más que media horaescasa que pasan en el puente, entre dos cuerdastendidas, bajo la cruel mirada de los pasajerosdistinguidos, mujeres de funcionarios que acudíana los convoyes como sus semejantes de Versalles.Ante las jaulas, los guardianes gruñen y amenazancon el calabozo.

El calabozo es un agujero en el fondo de la cala,sin otra abertura que la puerta parcialmenteenrejada. Con hierros en los pies, a pan y agua,frecuentemente abrasados por la máquina, hubovalientes como Cipriani, más heroico que cuandoestaba al lado de Flourens, que agonizaron durantecinco meses de travesía por haber respondido a uninsulto o negarse a sufrir una afrenta. ¡Al calabozo,tanto los hombres como las mujeres! Las religiosasque las guardaban son peores que la chusma. ¡Cuánraros los comandantes que abrevian el suplicio; Elde la Danaé, Riou de Kerprigent, cree llevar

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consigo un cargamento de malvados; el del Loire,Lapierre, a bordo del Sémiramis había hechoamarrar a la caldera a dos hombres, que murierona consecuencia de las heridas. Este consiguió 34muertos y 60 enfermos, de 650 transportados.

Por espacio de cinco meses, y aún de más, hay queestar en la promiscuidad de la jaula, hundidos enlas inmundicias del vecino, sacudidos por elbalanceo, magullados por el cabeceo, viviendo degalleta, a menudo podrida, de tocino, de agua casisalada; tostados bajo los trópicos, helados por elfresco del Sur o por el rocío que barre la batería.De este modo, ¡qué espectros llegan! Cuando elOrne ancla en la rada de Melbourne, lleva 300enfermos de escorbuto, de 588 transportados. Loshabitantes de Melbourne quieren ayudarlos, reúnenen algunas horas cuarenta mil francos; elcomandante del Orne se niega a hacer llegar a losdeportados la suma, ni aun transformada envíveres, vestidos, útiles, objetos de primeranecesidad.

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El navío es una prisión segura. No hubo, en total,más que dos evasiones que fuesen coronadas porel éxito. El 1 de julio del 75, Nueva Caledoniarecibió a 3.859 comunalistas.

Los tres círculos del infierno.

ESTE infierno tenía tres círculos: en la Grande-Terre, no lejos de Nouméa, la península Ducos,para los condenados a la deportación en un recintofortificado: 811, de ellos 6 mujeres —losblindados—; al sudeste y a unas veinticinco millasde la Grande-Terre, la isla Pins, para loscondenados a deportación simple: 2.088, entreellos 13 mujeres; y, al fondo, allá donde el sol sepone, frente a la península Ducos, el presidio de laisla Nou, para 240 galeotes.

La península Ducos y la isla Nou forman los dos

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brazos de la rada, al fondo de la cual se alzaNouméa, chocante muestra de la incuria y de loscaprichos administrativos. Y todo ello dominadopor los cañones del cuartel de artillería situado enla punta Chaleix. Los avisos de la rada podíancubrir de hierro la península y el presidio.

La península, estrecha lengua de tierra, cerrada enla garganta por soldados, sin agua, sin vegetación,está surcada por pequeñas colinas áridas, cortadaspor dos valles, Numbo y Tendu, que mueren a laparte de la marina, con unos pantanos dondecrecen mezquinos mangles y raros niaoulis. Jamásse le ocurrió a ningún colono perder media hora enesta tierra muerta. Los deportados, aunque se lesesperaba desde hacía varios meses, no encontraronmás que unas chozas de paja; por todo mobiliario,algunos bidones, unas cuantas gamellas y unahamaca.

La isla Pins, una meseta desolada en el centro,estaba rodeada de tierras fértiles, aunqueacaparadas desde hacía tiempo por los Padres

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Maristas, que explotaban el trabajo de losindígenas. Tampoco allí había nada preparadopara recibir a los deportados. Los primeros quellegaron tuvieron que vivir errantes entre lamaleza. Mucho después les dieron tiendas, que lasfrecuentes tormentas deshicieron a pedazos. Losmenos desgraciados pudieron, pagándolo de subolsillo, hacerse jergones. Los indígenas huían deellos, azuzados por los misioneros, o les vendíanvíveres a precios disparatados.

La vida de los condenados.

LA administración debía facilitar a todos loscondenados las ropas indispensables; no fueobservada ninguna prescripción reglamentaria. Loskepis y los calzados se gastaron en seguida. Comola inmensa mayoría de los deportados no contabacon ningún recurso, hubieron de resistir, con la

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cabeza y los pies desnudos, el sol y la estación delas lluvias. Ni tabaco, ni jabón, ni vino, niaguardiente para quitar el mal sabor al aguasalobre. Como alimento, legumbres frecuentementerechazadas por la comisión sanitaria del presidio,tocino y galleta, raras veces un poco de carne ypan. Los víveres venían en crudo, y no había quiendiese a los deportados combustible ni grasa; lapreparación de los víveres era un problema decada día.

Buenos guardianes los del presidio, violentos,agresivos, que, frecuentemente borrachos,amenazaban a los deportados con sus revólveres.A más de uno hirieron. En la isla Pins, como en lapenínsula Ducos, los centinelas de la zona militartenían orden de hacer fuego sobre los deportadosque se acercasen a más de cincuenta pasos.

Jóvenes en su mayoría, activos y trabajadores, conla aptitud universal del obrero parisiense, losdeportados quisieron forjarse de nuevo su vida. Elrelator de la ley sobre la deportación había

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ponderado los mil recursos de Nueva Caledonia,la pesca, la cría de ganado, la explotación deminas, y presentado esta emigración forzosa comoel origen de un nuevo imperio francés en elPacífico. Los deportados intentaron arrancar unaapariencia de patria a esta tierra tan elogiada.Pidieron trabajo, cualquiera que fuese. Los«blindados» de la península, encerrados en unterritorio muerto, carpinteros, herreros, torneros,sastres, expidieron a Nouméa sus productos. Losde la isla Pins se ofrecieron para la construcciónde un acueducto, de almacenes administrativos, dela carretera central: de dos mil, fueron aceptadossolamente ochocientos, y su salario no pasó deochenta y cinco céntimos diarios. Los menosfavorecidos solicitaron algunas concesiones; se lesentregaron algunos trozos de tierra —quinientashectáreas para novecientos— y se les vendierongranos y aperos de labranza a precios muyelevados. Algunos pasaron grandes fatigas paraobtener del sueldo algunas pobres legumbres; losotros se volvieron hacia los contratistas y loscomerciantes de Nouméa. Pero la colonia, ahogada

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por el régimen militar, acosada por el personalburocrático, dotada de recursos muy limitados, nodio trabajo más que a unos cuatrocientos escasos.Y aun así, muchos de ellos, abandonados por susreclutadores, tuvieron que volver a la isla Pins, aseguir arrastrándose entre la maleza. «Nos hemosequivocado en lo que se refiere a los recursos queofrece la isla Pins», dijo filosóficamente elministro de Marina. «Ya se lo había advertidohace tres años», respondió Georges Périn.

Era la edad de oro de la deportación. A mediadosdel 73 cae en Nouméa un despacho del ministro deMarina. El gobierno versallés deja en suspensotodos los créditos administrativos que sostienenlos talleres del Estado. «Si se admitiera —decía—el derecho al trabajo de los deportados, notardaríamos en ver renovarse el escandalosoejemplo de los talleres nacionales de 1848». Nadamás lógico. Versalles no tenía por qué dar trabajoa aquellos a quienes había despojado de lafacultad de trabajar. Los talleres se cerraron. Lasmaderas de la isla Pins ofrecían preciosos

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recursos a los ebanistas, y algunos deportadosfabricaban muebles muy buscados en Nouméa; laadministración les retiró el permiso detransportarlos a la Grande-Terre. Y el ministro deMarina dijo en la tribuna que la mayor parte de losdeportados rechazaban toda clase de trabajo. Estemismo año, solamente los ingenieros militarestuvieron que pagar 110.525 francos a losdeportados de la península.

En el momento en que acortaba la vida de losdeportados, la administración citaba en elministerio a las mujeres de aquéllos y les hacíauna encantadora descripción de Caledonia. Allíencontrarían, en cuanto llegasen, una casa,terrenos, granos, útiles. La mayor parte de ellas,olfateando un lazo, se negaron a partir sin serllamadas por sus maridos. Sesenta y nueve sedejaron persuadir, y fueron embarcadas en elFénelon con mujeres de la asistencia públicaexpedidas para emparejar a los colonos. Aldesembarcar, no encontraron más que ladesesperación y la miseria de sus maridos. El

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gobierno se negó a repatriarlas.

Los que la muerte liberta.

AHÍ están esos millares de hombres hechos altrabajo, a la actividad del espíritu, encerrados,ociosos y miserables; unos, en la estrechapenínsula Ducos, bajo el constante llamamientodel carcelero; los otros, en la isla Pins, sin máshorizontes que la mar desierta, vestidos deandrajos, mal alimentados, ligados apenas almundo por alguna carta lejana que se retrasa tressemanas en Nouméa. Empezaron los sueños sin fin;después, el desaliento y la sombría esperanza.Aparecieron los casos de locura. Llegó la muerte.El primer libertado de la península Ducos fue elprofesor Verdure, miembro de la Comuna. Elconsejo de guerra no encontró contra él más queeste crimen: «Es un utopista filántropo». Quiso

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abrir una escuela en la península; se le denegóautorización para ello. Inútil, lejos de los suyos,languideció y murió. Una mañana del 73, loscarceleros y los curas vieron subir por el senderosinuoso que conduce al cementerio un ataúdcoronado de flores, llevado a hombros por losdeportados; detrás, ochocientos amigossilenciosos. «El ataúd —ha contado uno de ellos,Paschal Grousset—, es depositado en la fosa: unamigo dice algunas palabras de despedida, cadacual lanza sobre el muerto su florecilla roja; gritosde: “¡Viva la República! ¡Viva la Comuna!”, ytodo está dicho». En noviembre, en la isla Pins, seextinguió Albert Grandier, redactor del «Rappel».Su corazón había quedado en Francia, junto a suhermana, a la que adoraba. Todos los días iba aesperarla a la orilla. Allí encontró la locura. Laadministración se negó a admitirle en un asilo. Seles escapó a los amigos que lo guardaban, y unamañana fue hallado, muerto de frío, entre lamaleza, no lejos del camino que conducía al mar.Los deportados de la isla Pins escoltaron suféretro.

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Más trágica aún fue la suerte de algunos de los quequedaban con vida. En enero del 74, cuatrodeportados fueron condenados a muerte por habermaltratado a uno de sus delegados, infiel,restablecido de las lesiones al cabo de algunosdías. Uno de ellos no tenía en contra suya más queser amigo de los otros tres. Se levantaron cuatropostes en la explanada. Las víctimas, tranquilas,saludando a los camaradas, desfilaron ante susféretros. El más joven, viendo a uno del pelotónque temblaba, le gritó: «¡Vamos, número uno! ¡Hayque tener sangre fría, que no es a ti a quien van aejecutar!» No se permitió a los deportadosenterrar a sus amigos, y los cuatro postes, másotros dos, fueron pintados de rojo y quedaronplantados con carácter permanente, como lashorcas feudales.

Los forzados.

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LOS de la península Ducos y de la isla Pins,tenían, por lo menos, el consuelo de morir entresus iguales; pero ¿y los desgraciados encerradosen la cloaca de la isla Nou? «No conozco más queun presidio», había dicho el ministro republicanoVictor Lefranc a una madre republicana que lepedía algún alivio para su hijo. Y, en efecto, nohabía más que un presidio, en el que valientescomo Trinquet, Amouroux, Dacosta, Cipriani,Allemane, Lisbonne, Lueipia, etc., etc., hombreshonradísimos como Fontaine, Roques de Filhol —tantos nombres se presentan, que resulta injustocitar sólo algunos de ellos—, periodistas comoMaroteau, Brissac, Alphonse Humbert, cuyocrimen había sido llevar a cabo una orden dedetención, fueron, desde su llegada, emparejadoscon asesinos y envenenadores, obligados adisputarles la ración, y sufrieron sus injurias,algunas veces sus golpes, unidos al mismo trabajo,al mismo lecho de campaña que ellos. El versallésquería algo más que el cuerpo, necesitaba el almarebelde, rodearla de una atmósfera que la hiciesedesfallecer. La degradación de los carceleros

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fraterniza con la de un criminal, se encarniza conel vencido de una idea, azuza a los malvadoscontra los comunalistas. No hay empleo para estosúltimos en los almacenes, en las oficinas; es elcarcere duro italiano. La menor infracciónprovocaba penas terribles, la celda, la reducciónde la ración de pan a la cuarta parte, la suspensiónpor los pulgares. Esta tortura roía los huesos yhacía caer las falanges. Todos los viernesfuncionaba el látigo. Si el médico —y hubo varios— daba muestras de alguna humanidad, laadministración penitenciaria, que dirigía unahiena, Charriére, anulaba el tratamiento prescrito.

Los forzados de la Comuna empleados en lostrabajos en la Grande-Terre fueron reservadospara las faenas más rudas. Rodaban troncos deárboles por las escarpaduras o los transportaban através de vastos pantanos. Muchas veces erandespertados por la noche y conducidos al trabajo.Para los que se refugiaban en la manigua selanzaba a los canacos armados de azagayas yrompecabezas. Los salvajes, con un olfato

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increíble, descubrían siempre al fugitivo y lotraían amarrado a un palo por los cuatromiembros, como un puerco.87

Jourde, Rochefort y Grousset se evaden.

HUBO de intervenir la casualidad para que sealzase una punta del velo. El 20 de marzo del 74,Jourde, Rochefort, Paschal Grousset, Balliére,Olivier Pain y Granthille se escaparon de NuevaCaledonia. La evasión fue hábilmente preparada ydirigida por Jourde y Balliére, empleados desdehacía seis meses en Nouméa. Un intérprete,Wallenstein, los puso en relación con el capitán denavío australiano P. C. E., que se avino a recibir abordo a uno o dos deportados por el precioordinario de doscientos cincuenta francos porpasajero. Jourde y Balliére, que poseían estacantidad, quisieron asociar a algunos camaradas a

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esta posibilidad de salvación. Vieron en lapenínsula Ducos a Rochefort, Paschal Grousset yOlivier Pain, y propusieron al capitán que salvasea toda esta gente a cambio de diez mil francos, milquinientos al contado, y el resto al llegar aAustralia. Jourde añadió a Granthille, que ibatodos los días en canoa a llevar provisiones a lapenínsula por cuenta de un comerciante deNouméa, se las agenció para negociar una letra decambio de 1.200 francos firmada por Rochefort, yfue, la noche del 19 de marzo, con Balliére yGranthille, cruzando la oscuridad de la rada, abuscar a los demás camaradas cerca de un islotedonde los había citado. Después de vencernumerosas dificultades, la embarcación abordó alP. C. E., que aparejó al día siguiente. Siete díasdespués, los refugiados llegaban a Newcastle, yRochefort telegrafió a Edmond Adam pidiéndole25.000 francos. Por iniciativa de Gambetta seorganizó una suscripción entre sus amigos íntimos,y Georges Périn fue a Londres a expedir losfondos telegráficamente. Los fugitivos pudieronvolver a Europa.

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Sus revelaciones hicieron saber a Francia loshorrores caledonianos. Así se enteró de lastorturas suplementarias infligidas a loscomunalistas, de la suspensión por los pulgares, ellátigo, los fusilamientos, los insultos calculadospara enviar a la gente a presidio. Estasrevelaciones empeoraron la situación de losdeportados. En cuanto tuvo noticias de la evasión,el ministerio de Broglie despachó alcontraalmirante Ríbourt, y el potro de torturatrabajó con más crueldad. Los que teníanautorización para residir en Nouméa, fuerondevueltos a la península Ducos y a la isla Pins;quedó prohibida la pesca; fue confiscada todacarta cerrada, y suprimido el derecho de ir albosque a buscar leña para cocer los alimentos. Loscarceleros redoblaron su brutalidad, dispararoncontra los condenados que pasaban del límite o noentraban en su choza a la hora reglamentaria.Fueron expulsados de Nouméa algunoscomerciantes acusados de haber facilitado laevasión.

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Más brutalidades.

RÍBOURT había llevado la destitución delgobernador, La Richerie, ex gobernador deCayena, que se había labrado en Caledonia, consus rapiñas, una fortuna personal escandalosa. Elgobierno provisional fue confiado al coronelAlleyron, que se había hecho célebre durante lasmatanzas de mayo. Alleyron decretó que cadadeportado daría al Estado media jornada detrabajo, so pena de no recibir más que los víveresestrictamente indispensables: 70 gramos de pan, uncentilitro de aceite y 60 gramos de legumbressecas. Los deportados protestaron. Alleyronensayó su régimen en cincuenta y siete de ellos,entre los que figuraban cuatro mujeres.

Éstas eran sometidas a los mismos rigores que loshombres, ya que habían pedido que se les aplicase

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el derecho común. Louise Michel, Lemel y lascondenadas a la deportación en un recintofortificado, declararon que se matarían si se lasquería separar de los demás deportados. Insultadaspor los gendarmes, injuriadas en las órdenes deldía del comandante de la península Ducos,desprovistas de ropas de su sexo, se vieron aveces obligadas a vestirse de hombres. Algunaseran jóvenes y agradables. «Nunca —dijo uno desus compañeros, Henry Bauer— fueron causa deescándalo estas mujeres cautivas entre ochocientoshombres, ni de riñas, ni de disputas; se guardarondel desorden y de la venalidad». Otro tantoocurrió con las deportadas de la isla Pins.

La llegada, en el 75, de Pritzbuer, nuevogobernador, puso fin a la brillante carrera deAlleyron. Este renegado del protestantismo,enviado a Caledonia por las influencias jesuíticasdel Sagrado Corazón, encontró modo de agravar lamiseria de los comunalistas, aun empleando gestosdulzarrones. Fue asistido por monseñorAnastasiópolis, obispo de Nouméa, y por aquel

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Charriére que declaraba a los criminales delpresidio mucho más honorables que loscondenados de la Comuna. Pritzbuer mantuvo laorden de Alleyron, proclamó la supresióncompleta de la ración para los que en el términode un año no hubieran sabido crearse recursossuficientes, y, al cabo de cierto tiempo, sucompleto abandono por la Administración. Creóseuna oficina para poner a los deportados enrelación con los comerciantes de Nouméa, pero laburocracia no podía aumentar el comercio o laindustria de un país en donde faltan los fondos y, apesar de todos los premios y medallas obtenidospor ellos en las exposiciones, los comunalistas noencontraron compradores; los menos hábilesestuvieron mucho tiempo sujetos a la disposicióndel 74. En realidad, a partir de esta época, lossimples deportados vivieron sometidos al régimende hambre, con la facultad de trasladarse de unlugar a otro.

A pesar de todos los esfuerzos hechos porreducirlos, el honor de los deportados salió

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triunfante. Los consejos de guerra mezclarondeliberadamente con los verdaderos combatientesa un pésimo elemento, criminales reincidentes,vagabundos que se denominaban a sí mismos «laterciaria». Los comunalistas hicieron entrar enrazón a los peores, y el contacto con obreroshonrados mejoró a los demás. En el 74, no secontaban más que 13 condenas, por hechos más omenos graves, de 4.000 deportados, y 83 porindisciplina, embriaguez o intentos de evasión.

Intentos casi siempre sancionados de antemano.Los combatientes de París no tenían derecho a lasuerte de Bazaine, al que MacMahon hizo evadirsede su veraneo. Y ¿cómo huir sin dinero, sinrelaciones? Apenas se cuentan una quincena deevasiones. En el año 75, Rastoul, miembro de laComuna, y diecinueve de sus camaradas de la islaPins, se aventuraron en una barca; el mar devolvióalgunos maderos y guardó los cuerpos. Más tarde,Trinquet y un amigo huyeron de la isla Nou en unachalupa de vapor. Perseguidos y alcanzados, searrojaron al agua, donde uno de ellos pereció.

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Trinquet fue devuelto a la vida y al presidio.

Éste trituraba a los comunalistas, pero no losvencía. Sólo uno de ellos se mostró miserable; fueLullier, a quien le había sido conmutada la pena demuerte, y que denunció un intento de evasión.Maroteau murió allí a principios del 75. LaComisión de Indultos le había conmutado laejecución en Satory por la isla Nou. Condenado aveinticinco años de presidio por dos artículos, seextinguió en el confinamiento, mientras losperiodistas versalleses que habían pedido yobtenido la matanza se regodeaban en París. «Noes difícil morir —dijo a los amigos que lerodeaban en su agonía—; pero hubiera preferido elposte de Satory a este jergón infecto. Amigosmíos, pensad en mí, ¡qué va a ser de mi madre!»No pasaba un mes sin que hubiese varios muertos;cada nuevo año traía los mismos funerales. En el78, Pritzbuer es sustituido por Olry, nada clerical,justo, según se aseguraba. Los comunalistas delpresidio siguieron recibiendo palos como entiempos de Pritzbuer y de La Richerie. Los

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deportados de la Grande-Terre no tuvieron mejorsuerte. Algunos, amnistiados, pero obligados aquedarse en Caledonia, pidieron al comisario deNouméa un trabajo que no podían encontrar; él lesrespondió: «Roben, y así tendrán pan para muchotiempo». Uno de ellos se ahorcó. El hospital dedementes de la isla Pins siguió llenándose.

Los proscritos de Londres.

RARAMENTE, a bocanadas, llegaban laslamentaciones de estos enterrados hasta sushermanos, los desterrados que pudieron atravesarlas mallas versallesas. Al principio fue enorme eléxodo de todos los que tenían persecuciones odenuncias, y muchos se quedaron en el extranjeromeses enteros. Los consejos de guerradeterminaron la partida definitiva de unos 3.500.Suiza e Inglaterra recibieron el mayor número de

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ellos, ya que Bélgica no era lugar seguro. Laacogida de Inglaterra fue bastante franca; allíestaban enterados de las matanzas versallesas, ylos ingleses comprendieron qué preciososelementos aportaban estas proscripciones. Losobreros encontraron empleo en seguida, ya quemuchos de ellos eran obreros escogidos;cinceladores: Barré, Landrín, Theisz, Mainfroid...;decoradores de porcelana y abaniqueros: Léonce,Mallet, Villers, Ranvier...; grabadores de metal, decamafeos: Leblond, Desoize, Kleinmann:escultores de madera, de marfil; Duelos, Pierlet,Picavet...; mecánicos: Langevin, Joffrin, Ferran...;tapiceros: Lhéman, Privé, que decoraron elespléndido hotel de Richard Wallace; pintores devidrio: Lhuillier, Dumousset...; ebanistas de lujo:Guillaume, Maujean, Macdonal...; dibujantesindustriales y de telas: Le Moussu, Andrés, Pottier,Philippe...; floristas: Johannard, Hanser: sastres,cocineros, zapateros, etc. Muchos de estos obrerosse llevaban consigo el secreto de la fabricación yde algunos comercios de París. Las mujeres,costureras, floristas, modistas, lenceras,

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impregnadas del gusto parisiense, fueroninmediatamente acaparadas por los talleres ycrearon modelos. Algunas se establecieron por sucuenta. Más difíciles fueron los comienzos paralos proscritos que no tenían un oficio manual —empleados, profesores, médicos, hombres deletras—; pero llegaron las lecciones, ya que losperiódicos hicieron observar que con ellos seofrecía una excelente ocasión de aprender elfrancés.

Algunos proscritos del Imperio que se habíanquedado en Londres ayudaron a los de la Comuna;éstos, además, se procuraban trabajo unos a otros.Poco a poco, todos fueron acomodándose. Muchosdescollaron bien pronto en su especialidad. Elgran talento de Dalou adquirió todo su desarrollo;Tissot se hizo adoptar por los ingleses: Montbardentró en los periódicos ilustrados: antiguosmiembros de la Comuna, como Andrieu, Longuet,Protot, Léo Meillet y otros, como La Cécilia,Dardelles, Roncier, Bocquet, Regnard, dieronclases en las universidades: Barrére, Frunce, en la

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Academia militar de Woolwich; Brunel, en laEscuela naval de Darmouth, enseñó a los hijos delpríncipe de Gales. Martín, que había dotado a laComuna de una ametralladora, dirigió enBirmingham una fábrica de importancia; dosobreros de Gobelins introdujeron en Old Windsoresta industria. Jules Vallés escribió JacquesVingtras, inspirado en Dickens; Paschal Grousset,sus estudios sobre Irlanda, elogiados porGladstone: Venmesch, después de sus lncendiairesy de algunos agrios folletos, preparaba una historiade la Comuna, que interrumpió la manía degrandezas. El autor del presente libro emprendióla tarea de narrar los hechos de la Comuna.

Los proscritos de Suiza

LA proscripción de Londres era la más espiada; lade Ginebra, la más numerosa. Los proscritos de

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Suiza tuvieron que vencer las prevenciones de unambiente que se tiene por puritano. Esasprevenciones desaparecieron tan pronto como sevio de cerca a aquellos hombres tan calumniados yse reconoció la superioridad de los obrerosparisienses en diversos oficios. Algunosestuvieron en la misma casa hasta el fin deldestierro; otros fueron jefes de industria: Bonnet yOstyn, antiguo miembro de la Comuna, fundaronlas fábricas Gutenberg; Alavoine, uno de losdelegados en la Imprenta nacional, imprimióediciones de lujo y billetes para los Bancos deGinebra y del comercio; Clermont y Porretfundaron en Ginebra una fábrica de perfumería;Bertrand, de Saint-Etienne, creó un importantecomercio de maderas y carbones: Vílleton, unagran perfumería; Perríer, uno de los más bellosalmacenes de novedades; Morel-Pineau, una tiendade modas; Weltí, otra de confección; Loreau, ungran bazar de artículos de París. Berthault, coronelde la novena legión, tuvo la contrata delmonumento de Brunswick; Berchtold construyópara una sociedad cooperativa más de ciento

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cincuenta casas; Lauzan se metió a contratista;Decron hizo hermosos trabajos de arquitectura; elescultor Niquet trabajó en el teatro de Ginebra;Largere, en la ornamentación de la ciudad deNeuchatel, Chardon, miembro de la Comuna,representó a la casa Raoul Pictet y llegó a ser, mástarde, uno de los más grandes comerciantes deHaití. Pindy, el antiguo gobernador del Hótel-de-Ville, fue lavador de oro en el Locle. De losdemás miembros de la Comuna, Clémence fueempleado en una de las principales casas deBanca; Lefrançais fue profesor, con Joukowski,enel gran pensionado Tudienne, de Ginebra; Marteletenseñó dibujo en el colegio municipal, de Chaux-des-Forids: Kuffner, obrero broncista, formó partede la escuela profesional creada por el Estado deGinebra. Legrandais fue secretario general de lacompañía de ferrocarriles de la Suiza occidental,en la que figuraba asimismo Paul Piat; MaximeVuillaume, de la empresa de perforación del Saint-Gothard.

Malón, sin dejar de trabajar en su oficio, escribía

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La tercera derrota del proletariado y preparabasus estudios de economía social. Arthur Arnould,Lefrançais, Charles Beslay, Maxime Vuillaume,escribieron historias, estudios, recuerdos de laComuna. En Clarens, Elisée Reclus, arrancado alas garras de Versalles gracias a las instancias delos principales sabios de Europa, prosiguió sumagistral Geografía Universal; Courbet, en la torrede Pelz, rehízo su fortuna a fuerza de obrasmaestras y dotó a la ciudad que le daba asilo de unmagnífico busto de la República, que el consejomunicipal hizo erigir en una de sus plazas.

Los proscritos de Bélgica.

DE las tres proscripciones principales, la deBélgica no fue la menos notable, aunque muyvigilada. Los refugiados fueron acogidos por losmilitantes belgas, Brismée, De Paepe, Hector

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Denis, Janson, De Greef , etc., por los proscritosdel Imperio doctor Watteau. Boichot, Berru,Laussédat, etc. Los grandes arquitectos ycontratistas encontraron en la proscripciónauxiliares estimables, en aquellos momentos enque Bruselas se estaba transformando. Loscontramaestres Guillaume, jefe de los trabajos delnuevo Palacio de Justicia, Perret, que construyólos invernaderos reales; Michevant , que edificóuna de las casas más originales; escultores enpiedra y en madera como Leroux, Martel, Mairet,maestro en su arte, contribuyeron en gran medida ala originalidad de los bulevares y de lasmagníficas avenidas de la moderna Bruselas.Albert Ricaud, Oscar François ejecutan aún hoygrandes trabajos. Perrachon, uno de los fundadoresde la Internacional, creó una fábrica de broncesartísticos; Personne introdujo la industria de lascamas y butacas mecánicas; los hermanos Tantót,la de los toldos móviles. Poteau importó lacromolitografía. Grabadores meritísimos, comoGossin; joyeros, como Detaille, Deliot, Taillet:dibujantes, como Aubry, Ducerf, Devienne:

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contables, como Faillet, Bouit, Darnal, Sorel, sevieron en seguida solicitadísimos. Había librerose impresores, Debock, Moret, Marcilly;ingenieros, como Henry Prodhomme, Iribe; grannúmero de comerciantes, como Bayeux-Dumesnile,ex alcalde del distrito IX; Béon, uno de losorganizadores de las almonedas de los mercadoscentrales de Bruselas; Bernard, contratista deobras; Thirifocq, el orador de la manifestación delos francmasones. El profesor de esgrima y boxeoCharlemont mantenía los ardores militantes. Otrosaceptaban intrépidamente la lucha por la vida ytejían cestos de mimbre. Como en Londres y enGinebra, las mujeres, costureras, modistas,llevaban consigo el gusto parisiense. El artículo deParís, tan ingenioso, tan delicado, que hacía deEuropa nuestra tributaria, comenzó a fabricarse enBélgica.

Esta proscripción tuvo, como las otras, profesoresy escritores. El autor de las Hebertistas y delMoloquismo, Tridon, antiguo miembro de laComuna, murió poco después de su llegada.

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Aconin enseñó derecho romano antes de serdirector de seguros; Leverdays, el autor de lasAsambleas parlantes, espíritu enciclopédico, hizopara la Universidad de Lieja dibujos anatómicos ytrabajos micrográficos de alta ciencia. Entre losperiodistas, Ranc, Vaughan, Tabaraud,Cheradarne, Gally, Fernand Delisle, Drulhon,Jules Meeüs, Georges Cavalié; Jourde fue aBruselas después de su expulsión de Alsacia.

Cerca de Estrasburgo, en Schiltigheim, algunosproscritos, como Avrial, Langevin,ex miembros dela Comuna, Sincholle, uno de los mejores alumnosde la Central, fundaron en el 74 un granestablecimiento de construcciones mecánicas, alque fue agregado Jourde como contable. Suindustria era próspera; pero el gobierno deMacMahon pidió su expulsión.88 Bismarck hizopresente a los proscritos la orden de partir enquince días. En vano hicieron ver que unaliquidación en tan breve plazo era la ruina; un grannúmero de industriales de Schiltigheim y deEstrasburgo apoyaron su petición, el periódico

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conservador de Estrasburgo rindió homenaje a suhonorabilidad y reconoció que habían observadouna actitud reservada y tranquila:89 pero tuvieronque partir por culpa de MacMahon, que una vezmás llamaba a los alemanes contra los hombres dela Comuna.

Austria hizo más que Prusia. Convocó a uncongreso de policía de los diferentes países, parahacer una limpia de comunalistas en toda Europa.Vivía en Viena un pequeño número de proscritos;algunos profesores, entre ellos Sachs Rogeard;Barré, llamado de Londres por la casa másimportante de cincelados, autor del escudo quefiguró en la exposición de 1878. Un decretoimperial los expulsó. Rogeard, exceptuado de lamedida general, quiso seguir a sus camaradas a sunuevo destierro.

Holanda no vio más que proscritos de paso,llegados en el 72 para el congreso de laInternacional de La Haya. Después de la guerra yde la Comuna, el consejo general que residía en

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Londres no era más que una sombra; la secciónfrancesa había perecido; los delegados ingleses,inquietos por su porvenir político, se habíanretirado; Bakunin, en Suiza, desarrollaba suorganización rival. Las sesiones del congresofueron tempestuosas, y la mayoría excomulgó aBakunin y a sus partidarios. El lazo internacionalse había roto; el congreso lo advirtió tan bien, quedesignó a Nueva York para el año siguiente. Lainmortal idea proclamada en 1864 iba a asumiruna nueva forma.

La altivez de los proscritos.

LA vida de los proscritos de la Comuna no tienehistoria política. Poco supieron del ridículo de lasproscripciones precedentes, que se desvanecían enmanifiestos. Si se reunían, era para conferenciasinstructivas o para la celebración del 18 de marzo.

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Su único sueño, cuando amenazó la entrada deChambord, fue ir a Francia a defender a laRepública que los perseguía. Sus únicosllamamientos fueron para los desgraciados deNueva Caledonia, a los que abandonaban loscomités de París.

La proscripción de tantos hombres de méritosdiversos no sólo había lanzado por encima de lasfronteras, como la expulsión de los protestantes entiempos de Luis XIV, la riqueza nacional yenseñado a los rivales los secretos de nuestraindustria, de nuestros talleres, hasta el punto deque la explotación de nuestros artículos másdelicados sufrió una larga pausa, sino que habíaexpulsado también el honor nacional. A pesar dela aspereza de los comienzos, de lasenfermedades, del paro, imperfectamentecombatidos por las sociedades de solidaridad, loscomunalistas no se desviaron nunca de su camino.No hubo condenas por actos indelicados, ni caídasde mujeres, a pesar de soportar ellas lo máspesado de la carga. Entre estos millares de

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proscritos, no se señalaron más que cuatro o cincoconfidentes; sólo Landeek y Vésinier editaron unperiódico delator. Se les hizo justicia en seguida,porque ninguna proscripción se mostró máspreocupada de su dignidad, hasta el punto de queun antiguo miembro de la Comuna tuvo quedefenderse de haber recibido un socorro de losdiputados de la izquierda. Sin duda, laproscripción del 71 tuvo sus grupos enemigos ysus amarguras —todas las proscripciones sonaluviones de odio—; pero todos se encontrabandetrás del féretro de un camarada envuelto en labandera roja, y todos, con la misma angustiapatriótica, seguían las luchas que nos quedan porcontar hasta explicar su regreso y justificar, unavez más, su combate.

CAPÍTULO XXXIX

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LA Asamblea de la desgracia. El mac-mahonado.Los indultos. El gran regreso.

El cadáver está en tierra y la idea en pie.

Victor Hugo.

Aplastado París, sometido el ejército, pujante elclero, disueltas todas las guardias nacionales, ¿porqué no dar a luz su sueño esta Asamblea quecuenta con dos terceras partes de realistas? Afirmósu carácter de constituyente —un rural llegóincluso a decir a las gentes de la izquierda:«Nosotros constituiremos este país, a pesar deustedes y a pesar del país mismo, si es preciso»:ha podido ver al conde de Chambord, el 5 de julio,con un manifiesto en la mano; ¿por qué, entonces,no acaba con el rey esa potencia que ha ganado lapartida?

Es que entre Burdeos y Versalles media toda unaépoca; es que las provincias han seguido adelante,después de sus elecciones republicanas de abril

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del 71; es que la lucha de París les ha hecho ver elabismo; es que, en este mes de julio del 71,cuarenta y cuatro departamentos convocados parallenar los vacíos legislativos han dado a losrepublicanos una mayoría aplastante, y que hastaParís, aterrorizado, ha elegido, de veintiún nuevosdiputados, solamente a cuatro monárquicos; esque, de cien diputados nuevos, no hay más que unlegitimista; es, en una palabra, que la granbarricada de París, los millares de federados quese hicieron blanco de todos los esfuerzos delenemigo, han salvado al grueso de su ejército consu resistencia heroica, muriendo por la Franciarepublicana.

París, desarmado el 18 de marzo, era la monarquíaa breve plazo; el país republicano no podíaofrecer resistencia; tres meses después, el Parísaplastado hace retroceder a los realistas, laFrancia republicana ha podido rehacerse contraellos. Si los republicanos no contrapesan todavía alos rurales, después de las elecciones de juliohacen imposible el golpe de Estado. La Asamblea

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no puede ya violar a Francia; lo más que puedenlograr los realistas es hacerla sufrir.

A ello se dedicaron durante cuatro años.Decretaron que Versalles seria la capitaldefinitiva; habiendo tenido los diputados de laextrema izquierda la desvergüenza de pedir unaamnistía, fueron abandonados con sus treintamonedas, como Judas. Los príncipes de Orleans,habiendo recuperado los cuarenta millones que elImperio les había confiscado justamente, vinierona ocupar su puesto en el centro derecha; en marzodel 72, con el pretexto de la Internacional, seintrodujo el espionaje en el taller, en el hogardoméstico; se votó la ley sobre deportación.

MacMahon sucede a Thiers (1873).

GAMBETTA, enviado a la Asamblea y que ha

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asumido la jefatura del partido republicano,deniega a los rurales el poder constituyente, rindea París un homenaje tardío, habla de enviar estaAsamblea al enterrador. La Asamblea obliga aThiers a denigrarle por dos veces. La Asambleaquiere más, quiere un gobierno de combate,suprime la alcaldía central de Lyon, obliga alpresidente Grévy a retirarse, pone en su lugar aBuffet, que significa la reacción belicosa. París,para vengar a Lyon, hace a su alcalde, Barodet,diputado en contra del candidato Thiers, al quesigue espantado París; los rurales castigan a Thierspor no haber vencido a París una segunda vez. El24 de mayo del 73, dos años, día tras día, despuésde las matanzas en masa, rechazan a este viejocomo a un limón exprimido. El que había hecho aLuis Felipe, el que había ayudado a Luis Napoleóny salvado a la Asamblea versallesa, debía serarrollado y burlado por sus propias criaturas.MacMahon le juraba el 24 que no era competidorsuyo, y el 25 acudió a sentarse en su sillón.

El eterno engañado había soñado con un régimen

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anónimo que, prescindiendo del pueblo,neutralizando a los partidos monárquicos,estableciese una oligarquía burguesa, a la que élserviría de protector —lo que él llamaba «laRepública sin republicanos»—: la izquierda lesiguió por este camino que llevaba a la República,no ya sin republicanos, sino en contra de ellos.

De Broglie, primer ministro de MacMahon, hizodecir a éste: «No se tocará ni a las instituciones nia las leyes». Era, en efecto, inútil; las leyes habíanpermitido la gran sangría, las institucionesrepublicanas no existían. No quedaba en pie másque la administración, constitutivamentereaccionaria, por entero de esta Asamblea a la queotro ministro macrnahoniano, Beulé, designó, sinpercatarse de ello, con su verdadero nombre:«Asamblea del día de la desgracia». El clero fueel primero en reclamar nuevos derechos,estigmatizó los entierros civiles, hizo restablecerlas capellanías castrenses, y, no pudiendo renovarlas misiones de la Restauración, hizo decretar laconstrucción, en Montrnartre, de una basílica que

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dominase a París. Los príncipes de Orleans,creyendo también llegada su hora, fueron aFroshdorf a doblar las rodillas ante el conde deChambord y le dijeron: «Sois el único rey». Elgeneral Changarnier reanudó su estribillo:«¡Hundiremos a la Golfa!» Los realistas creyeronestar ya en la regia consagración. El conde deChambord vino a Versalles, se compró unahermosa carroza, caballos, y no faltaron quienes sehicieron bordar carteras.

Se olvidaban del bueno del mariscal-presidente.Antes de ser legitimista, fue toda su vidamacmahoniano. Pidió a la Asamblea queprorrogase sus poderes, y dijo fríamente al másalto de los caballeros del rey: «Que no searriesgue; los fusiles se dispararían solos». Losrealistas suplicaron al príncipe que cambiara subandera por otra de colores. El obeso señorfeudal, presintiendo las futuras batallas, aun consus barones, rico y venerado por las viejas,prefirió su papel de retrato con un marco opulento,y se arrojó más que nunca en el blanco estandarte

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de aquel Enrique IV que para reinar tuvo queabandonar más de una bandera. Pero el Dios deChambord tenía inteligencia y nervio. Le hizo unareverencia, llamando a MacMahon el Bayard delos tiempos modernos. Un Bayar al que le habíaengañado —pocos intelectuales fueron tan hábilescomo este obtuso— y que obtuvo el 19 denoviembre del 73 el poder por siete años.

Con el rnac-rnahonado redobló el terror. DeBroglie realizó tremendas purgas de funcionarios;se había vuelto a imponer la fianza a losperiódicos, pero las hojas republicanasabundaban. Fueron perseguidas. Se reanudaron laspersecuciones contra los comunalistas de París yde provincias. Los consejos de guerra repasaronlos expedientes viejos, se adjudicaron lacompetencia en delitos ya juzgados por tribunalesordinarios. Un antiguo miembro de la Comuna,Ranc, había sido nombrado diputado por Lyon; fuecondenado a muerte. Lo mismo le ocurrió a otrodiputado, Melvil-Bloncourt, agregado a ladelegación de Guerra; a algunos condenados a la

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deportación, entre ellos Rochefort y Lullier, se leshabía dejado permanecer en Francia, y fueronexpedidos a Nueva Caledonia.

Muy pronto se alarmaron todos los intereses.Francia, en plena reconstrucción de sus recursos,estaba necesitada de paz interior. A lasrepresentaciones de los tribunales de comercio, elmariscal respondió: «Yo haré respetar durantesiete años el orden establecido». Este orden estabarepresentado por los funcionarios del Imperio, queseguían vengándose de los republicanos.

Su emperador había muerto el 9 de enero del 73—último plazo fijado por «Le Reveil» deDelescluzeen Chislehurst, en una casa queostentaba un lema heroico, Potius morí quamfaedari («antes morir que decaer»), realmenteadecuadísimo para el que había capitulado enSedan. Murió a consecuencia de una operación,intentada con miras a su vuelta a Francia; desdehacía dos años subvencionaba a los periódicos, alos comités dirigidos por Rouher, entonces

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diputado, y recibía delegaciones de falsos obreroscapitaneados por Amigues, y de oficialesauténticos. Su muerte rejuveneció al partido, y lamayoría de edad de su hijo fue solemnementefestejada el 15 de marzo del 74 por todas lasnotabilidades del Imperio y por un gran número deoficiales venidos de Inglaterra, a pesar de laprohibición formularia del ministro de Guerra. Ladivisa del partido era el llamamiento al pueblo, elplebiscito salvador, y se explotaba la presencia enel poder del duque de Magenta, que habíaamnistiado a Bazaine, condenado a muerte el 10 dediciembre del 73, después de un proceso queThiers no quería. La influencia de losbonapartistas había llegado a ser tal que, amediados del 74, teniendo MacMahon quereconstituir su ministerio, pudieron deslizar en él auno de los suyos, Fourtou. En julio eran bastantefuertes para promover en la estación de Saint-Lazare motines contra los diputados republicanosy empujar a la policía, que dirigían por medio desus antiguas criaturas, a que espiase a MacMahonhasta en sus habitaciones. Tanto hicieron, que

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Fourtou fue despedido.

El cazurro del Elíseo no quería saber nada delemperador ni del rey. Si los bonapartistas sereponían un poco, los republicanos se apoderabande casi todos los escaños vacantes. Instruido porDe Broglie, pidió a la Asamblea que definiese elrégimen constituyendo los poderes públicos.Gambetta creyó que podría sacarse partido de estaAsamblea dislocada por cuatro años de intrigasestériles, invadida por los republicanos, y dandomedia vuelta admitió que era capaz de constituir, ybuscó aliados. El 30 de enero del 75, con mayoríade un voto, se decidió que el presidente de laRepública fuese elegido por el Senado y laCámara de Diputados; todo estuvo a punto deestropearse el 12 de febrero. El 25, ayudandotodos y pensando cada cual engañar a los demás,fue aceptada la República como gobierno legal deFrancia.

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La República se hace legal.

ESTA República, aclamada el 4 de setiembre porFrancia entera, cuyo nombre había levantadoejércitos, tuvo que ser pagada, gracias a la políticade Thiers y de la izquierda, con el aplastamientode París, cien mil existencias, más de milmillones, y cuatro años de persecuciones, sincontar las que iban a seguir. El pícaro de laaventura era MacMahon, que sacaba las castañasdel fuego en que el pequeño burgués se habíaquemado. Le quedaban aún cinco años depresidencia, en virtud de una Constitución, sindeberle nada al pueblo.

El primer ministro de la República, reconocida alfin, fue un ex ministro del Imperio, el presidente decombate de la Asamblea, Buflet, miope enpolítica, que sudaba desde el 48 bilisreaccionaria, uno de esos grandes burgueses a losque se ve con gusto atrapar por los usurpadores.

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Dejó que sus periódicos oficiales vilipendiasen ala República, que sus prefectos olvidasen lafórmula republicana en los actos administrativos; alas demandas de persecuciones contra los comitésbonapartistas respondió denunciando a losrepublicanos y a los refugiados de Londres y deGinebra. Los periódicos republicanos siguieronpereciendo. En dos años de Mac-Mahonado fueronsuprimidos veintiocho, veinte suspendidos,prohibida en la vía pública la venta de cientosesenta y tres; un poco más que la débil Comuna,con sus treinta prohibiciones de mentirijillas. Semantuvo el estado de sitio en París, en Versalles,en Lyon, en Marsella y en sus respectivosdepartamentos. Los consejos de guerra continuaronametrallando al pueblo con sus condenas.

El 31 de diciembre del 75, cuando la Asamblea dedesgracia se dispersó, había rechazado todas lasproposiciones de amnistía, trasladado a algunosdeportados de la península Duces a la isla Pins,abreviado la duración de algunas condenas yconcedido incluso seiscientos indultos de las

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penas más ligeras; el depósito caledoniano seguíaintacto.90

Pero el pueblo no olvidó en las eleccionesgenerales a sus defensores. En los centrosimportantes, la amnistía figuró en los programasdemocráticos; las reuniones públicas se laimpusieron a los candidatos. Los radicales secomprometieron a pedir una amnistía completa; losliberales prometieron «borrar las huellas denuestras discordias civiles», como dice la altaburguesía cuando quiere lavar el pavimentoenrojecido por ella.

Las elecciones del 76.

LAS elecciones de febrero del 76 fueron en suinmensa mayoría republicanas. A pesar deldesesperado llamamiento de MacMahon a los

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reaccionarios, hubo 350 republicanos, de 530electos. Las famosas capas nuevas anunciadas porGambetta en sus infatigables campañas, subían a lasuperficie e iban a reverdecer a Francia. Una nubede abogados, de médicos, de comerciantes, depropietarios liberales, habían levantado a lasprovincias con palabras de libertad, de reformas,de apaciguamiento. Buffet era derrotado en losrincones más rurales. Las hojas radicales sepusieron de acuerdo para decir que la Repúblicaestaba definitivamente ganada; los fervientes de laamnistía no dudaron que la nueva Cámara haría alpueblo ese don en cuanto tuviese lugar su jubilosoadvenimiento. ¿Es que París no había enviado alos antiguos diputados dimisionarios de laAsamblea rural, Floquet, Lockroy, Clemenceau ymuchos otros, sin contar a Louis Blanc, quehablaba ahora del malentendido del 18 de marzo?

Un convoy de deportados iba a hacerse a la vela.Victor Hugo, a quien París había elegido senador,pidió a MacMahon que aplazase la partida hasta ladecisión, indudablemente favorable, de las

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Cámaras. Una petición apresuradamenteorganizada reunió en pocos días más de cien milfirmas. La cuestión de la amnistía se hizo tanaguda, que el nuevo ministro de MacMahon, elDufaure del 18 de marzo, quiso liquidarlainmediatamente.

Raspad pide la amnistía.

SE depositaron cinco proposiciones. Sólo Raspailpidió la amnistía plena y cabal. Las demásexceptuaban los crímenes calificados como dederecho común por los consejos de guerra y quecomprendían los artículos de periódico; la Cámaranombró varios comisionados. Nueve, de once, semostraron contrarios a la amnistía de Raspail. Lasnuevas capas se manifestaban. Era la burguesíamedia del Imperio, miedosa, altanera con elpueblo, abogadesca y mañosa. No estaba enterada

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de la Comuna más que por las rapsodiasreaccionarias, y, atacadísima en abrirse paso,respondía francamente: «¡Que nos dejen en pazesos comunalistas! ¡Más tarde ya veremos!» «Lainsurrección del 18 de marzo fue un gran crimen—decía el autor—; sus principales jefes volveríana Francia tal y como eran entonces. Ha habidohoras en nuestra historia en que la amnistía hapodido ser una necesidad, pero la insurrección del18 de marzo no puede ser, desde ningún punto devista, comparada a nuestras guerras civiles. Yoveo en ella una insurrección contra la sociedadentera».

Raspail defendió noblemente su proyecto, señaló alos verdugos, pidió que se persiguiese «a losverdaderos provocadores, parte de los cualesgozaban de impunidad en las Asambleas».Clemenceau hizo una exposición del 18 de marzo,demasiado conforme con la ignorancia y lostemores de su auditorio. Otros, en la extremaizquierda, hablaron por los vencidos,abrumándolos: «Se engañan absolutamente sobre

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el carácter de esta revolución —dijo desde muyalto, uno de ellos—; se ve en ella una revoluciónsocial, mientras que en realidad no hubo más queun ataque de nervios y un arrebato de fiebre». Eldiputado del distrito que había nombrado, dondehabía muerto Delescluze, llamó al movimiento«detestable». Marcou declaró que la Comuna eraun «anacronismo». Ninguno habló de la sangre, delos pontones, de las prisiones, de los consejos deguerra, preocupados únicamente por desprendersede su palabra ante sus electores.

A estos abogados que agachaban la cabeza, losministros y las nuevas capas les respondieronacremente: «No, señores —dijo Dufaure—, no fueun movimiento comunal, fue, por sus ideas, por suspensamientos y hasta por sus actos, la revoluciónmás radical que haya emprendido nunca elmundo». Un antiguo irreconciliable negó que laRepública hubiese estado amenazada por laAsamblea rural: «Esta no se había señalado másque por dos actos: la elección del poder ejecutivoy la aceptación de un gabinete republicano».

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Dufaure ensalzó los consejos de guerra, sostuvoque «habían sido seguidas todas las reglas; que sehabía empleado todos los medios para asegurar lainstrucción más seria, más completa, de todos losprocesos; que los oficiales habían igualado a losmejores jueces de instrucción». El almiranteFourichon, ministro de Marina, negó que losforzados de la Comuna fuesen asimilados a losotros, contó que «el deportado, más dichoso quelos soldados, vivía en medio de las flores de sujardín». Como alguien dijese: «¡Se ha restablecidola tortura!, se le respondió en esta forma deliciosa:¡Son ustedes los que nos torturan!» Langlois, tanrabioso como el 19 de marzo, gritaba en lospasillos: «¡Nada de piedad para los asesinos!»

La amnistía, rechazada.

EL 18 de mayo, 372 votos contra 50 rechazaron la

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amnistía plena y absoluta. Gambetta se abstuvo. Lacomisión no admitió las demás proposiciones, dijoque había que remitirse a la clemencia delgobierno. No se le abucheó más que por fórmula, yun radical acabó por decir: «No desafiaremosnunca al gobierno por una cuestión degenerosidad». Se dio carpetazo a todas lasproposiciones. En el Senado, Víctor Hugodefendió la amnistía parcial: «El poste de Satory,el de Nouméa, los 18.924 condenados a ladeportación simple o entre muros, los trabajosforzados, el presidio a cinco mil leguas de lapatria: ahí tenéis en qué forma ha castigado lajusticia el 18 de marzo —se olvidaba de los veintemil fusilados—. Y en cuanto al crimen del 2 dediciembre, ¿qué ha hecho la justicia? La justicia leha prestado juramento». Su proposición ni siquierafue discutida.

Dos meses más tarde, MacMahon, completando lacomedia, escribía al ministro de la Guerra, Cissey,el fusilador del Luxembourg: «En lo sucesivo nodebe tener lugar ninguna persecución, a menos que

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lo exija el sentimiento unánime de la gentehonrada». Los honrados consejos de guerracomprendieron y continuaron su tarea. Algunosfugitivos que se habían aventurado en Francia, conla esperanza de los primeros días, fueronapresados. Sus penas fueron confirmadas. Losorganizadores de grupos obreros fueron golpeadosimplacablemente cuando se les pudo complicarcon la Comuna.91 En noviembre del 76, un consejode guerra dictó una condena a muerte porinsurrección.

Esta persistente barbarie, al sobrevivir así al pasode los años, irritaba a la opinión, y MacMahon fuerecibido en un viaje a Lyon a los gritos de: «¡Vivala amnistía!» Los radicales tuvieron que agitarse ypedir que por lo menos acabasen laspersecuciones. Gambetta, por esta vez, estuvo conellos. Su política consistía en tranquilizar a losburgueses, tratando a la Comuna de «insurreccióncriminal», de «convulsión de la miseria, delhambre y la desesperación», y obtener así algúnalivio a las torturas. En la Cámara llegó incluso a

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elogiar a los consejos de guerra por «laabnegación, la prudencia, el espíritu militar» conque habían examinado los expedientes. El 6 denoviembre se votó una ley que podía, en algunoscasos, significar la prescripción. El Senado larechazó.

En diciembre del 76, Jules Simon trepó alministerio, pasando de la casaca de Thiers a lalibrea de MacMahon. El untuoso fusilador traíauna frase-programa: «la República amable»: laamabilidad no llegaba hasta los comunalistas. Sucolega de Justicia, el galante Martel, ex presidentede la comisión de los asesinos, que declarabaabominables las comisiones mixtas del Imperio,llevó adelante las persecuciones. Un federado,Marin, tres veces condenado a muerte, vio por finresuelto su caso, y seis años después de la luchafue enviado a presidio.

La clemencia del mariscal iba al mismo paso.Dufaure, al día siguiente de ser rechazada laamnistía, instituyó una nueva comisión de indultos,

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compuesta de amables liberales, en la que brillabaDubail, el antiguo cazador de federados. Losestablecimientos penitenciarios de Franciaalbergaban, en aquel momento, a mil seiscientoscondenados de la Comuna, y el número dedeportados ascendía a cuatro mil cuatrocientos,aproximadamente. La segunda comisión deindultos fue digna de la de Martel. A propuestasuya, MacMahon indultó a algunos condenados aquienes les quedaban cinco o seis semanas, yconcedió la libertad a dos o tres muertos. En mayodel 77, Nueva Caledonia no había devuelto másque doscientos cincuenta o trescientos deportados,cuyas penas quedaban solamente conmutadas.

El 16 de mayo.

YA era demasiado. El 16 de mayo puso orden enesto. Su derrota del 76 no había desalentado a los

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reaccionarios. Si los republicanos tenían por suyala Cámara, ellos tenían el Senado y el mariscal, alque empujaban al desquite. El clero sostenía lacampaña, dirigida militarmente por el fogosocardenal del 64 y del 71, Bonnechose, que seburlaba de los progresos de Jules Simon, cardenalen expectativa. Desde hacía un mes, los obispospedían por la Santa Sede oprimida, por el papa,multiplicaban las rogativas y cantaban tan alto, queel aprendiz de cardenal se vio obligado a censurardesde la tribuna a uno de los mitrados másardientes. Unos días después, el 16 de mayo por lamañana, MacMahon despidió con un billetito alamable Jules Simon. La Cámara respinga;MacMahon le envía un ministerio de combatemandado por De Broglie, y el 18, con una misivachocarrera, la invita a ir a refrescar sus ideas conlas brisas de mayo.

El gabinete del 16 de mayo estaba compuesto deorleanistas y bonapartistas, que habían vuelto encrecido número, pero el público se dio cuenta, yun solo grito corrió por toda Francia: «¡Es un

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golpe de los curas! ¡Es un ministerio de curas!»Preparada desde hacía tiempo con el método y laprecisión jesuíticos, la conjuración entró enfunciones inmediatamente. Al día siguiente delacontecimiento, sesenta y dos prefectos fuerondestituidos, ciento veintisiete subprefectos ysecretarios generales, jueces de paz yprocuradores, reemplazados. Se dio orden deacabar con la prensa. Los periódicos fueronperseguidos, los lugares de reunión cerrados; sedetuvo al presidente del Consejo Municipal deParís, que acababa de asistir a un banqueteofrecido por los proscritos de Londres. El 25 dejunio, MacMahon despachó definitivamente a laCámara, secundado por el Senado, el gran consejode las comunas, como había dicho Gambetta en susorígenes, y que resultó la fortaleza legal de lareacción.

Abusando del texto constitucional, tenía aún tresmeses de reinado absoluto. Durante tres meses ymedio, Francia vivió en perpetua alarma; muchosveían surgir la guerra del conflicto entablado; los

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negocios no marchaban; a MacMahon, que habíaintentado una jira por provincias, se le gritó:«¡Viva la República!» El se vengaba diciendo alos alcaldes que le pedían que pusiera fin a lacrisis: «Voten a mi gobierno». Sus tonterías —erarico en frases ridículas-distendían un poco lascóleras que hacían arma de todo, incluso deThiers, muerto el 3 de septiembre con el vientrecontra la mesa.

Muerte de Thiers.

PARÍS hizo al Foutriquet unos funerales dignos deAquiles. ¡Ah, realmente es conocida la turbulentaTebas de las cien salidas, por donde pasan lasgrandezas y las maldades sin dejar más huella queel viento en la cima de sus árboles o la tormenta enel arroyo! Pero este París, al que había fusilado en1832, que había entregado en junio del 48 a los

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furores de los burgueses y de la calle Poitiers, alque había calumniado durante la guerra, vendido ala Asamblea rural, provocado el 18 de marzo,atacado el 2 de abril, bombardeado por espacio deseis semanas, saqueado, cubierto de veinte milcadáveres, arrojado a millares a los consejos deguerra, el París que dispersó en tantos jirones porlos dos hemisferios aún no hacía siete años, eseParís, ¿tuvo ni siquiera por un momento ladebilidad de tomar a este asesino del pueblo porun prototipo de libertad? ¡No!, ¡no! El heroicojuego de las cosas dispuso la enorme hilera delentierro. Como Sansón se armó con los restos dela fiera para golpear al filisteo, así el París del 77empuñaba los viejos huesos del rival paraabofetear al adversario vivo.

MacMahon, en una proclama a lo Carlos X,imponía sus candidatos, amenazaba con resistirsea unas elecciones adversas. Todo lo que eraRepública se indignaba: ¡Cuando Francia hayahablado, será preciso someterse o dimitir!,respondía, con los aplausos de la Francia

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Republicana, Gambetta, que volvió a ser elcorazón de la nación, multiplicando las reuniones,los llamamientos, desafiando las condenas, lascalumnias y la prensa figarista, ¿Por qué no habíamostrado contra los adversarios de la Repúblicala misma arrogancia durante la guerra y tambiéndurante la Comuna, con cuyo peso hubiera hechoinclinarse a las provincias?

Victoria republicana (octubre de 1877).

LA victoria fue para el valor republicano quehabía sabido disciplinarse. A pesar de losprefectos y magistrados y de las condenas —hubodos mil setecientas—, ganaron los republicanos enlas elecciones del 24 de octubre del 77, por unamayoría de ciento diecisiete votos, que lasinvalidaciones de los candidatos debían aumentaraún. De Breglie, que escribía historia sin entender

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nada de ella, quería que MacMahon resistiese; lanueva Cámara formó una comisión de saludpública, ordenó una encuesta electoral, obligó aDe Broglie a retirarse entre bastidores. Todavíadesde allí gobernaba a MacMahon lo suficientepara hacerle nombrar un gabinete de cabos. LaCámara se negó a presentar el presupuesto;MacMahon no tuvo el valor de dimitir; se hizo elherido, como en Sedan, y delegó en Dufaure, quefirmó el revés por él.

La Cámara victoriosa empezó por amnistiar atodos sus amigos condenados desde el 16 de mayo.No pensó siquiera en los de la Comuna. Solamenteel pueblo se acordó de ellos. La ExposiciónUniversal del 78 ocupó primeramente todas lasactividades; pero en septiembre, en el aniversariode la muerte de Thiers, pomposamente preparadocon artículos, ilustraciones en que el enemigo deParís era representado apoteósicamente,rechazando con el pie a una Comuna con cara demacaco, el Consejo Municipal de París se negó aenviar una delegación. En Marsella se combatió el

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envío de delegados, porque Thiers había sido elverdugo de la Comuna. Dufaure respondió contreinta y cuatro condenas, con la detención de unamultitud de rebeldes que habían entrado enFrancia, y la prohibición del congreso socialistainternacional que debía celebrarse en París.

El socialismo siempre vivo.

LAS matanzas, las deportaciones, el destierro, nohabían aniquilado al partido socialista, comoThiers había anunciado en la Asamblea rural.Durante siete años de aparente letargo, Alemaniahabía hecho su entrada en la vida. De la Comunadata su era de socialismo militante. La lucha deParís contra Versalles se había hecho popular enAlemania, y esta historia servía de tesis a losnumerosos oradores del partido. Másdisciplinados que en Francia, dando oídos a guías

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seguros, como Bebel, Liebknecht, en posesión denumerosos periódicos, los socialistas tenían en elReichstag, en el 78, doce diputados, y Bismarckdecía en la tribuna: Alemania se ha transformadoen el campo cerrado de las agitaciones con queFrancia ha terminado. Se engañaba como Thiers enlo referente a Francia. Al cabo de siete años, elpartido socialista reaparecía joven, vigoroso,preciso, tal como se mostraba en los últimos añosdel Imperio, con el programa de los 63, bastantenumeroso como para convocar en París uncongreso internacional.

MacMahon dimite.

EL 30 de enero del 79, el fanfarrón MacMahon seevadía de la presidencia con el pretexto de quealgunos generales habían sido puestos de lado; enrealidad, por no ver acusados a sus cómplices del

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16 de mayo. Como Thiers, el carnicero de París,escapó al castigo; catorce años más tarde, estepolítico militar, que para evitar la República habíallevado a Francia a Sedan, que por salvar a losrurales había aplastado a montones a losparisienses, que por engrandecer a los curas habíaalarmado durante varios años a Francia, seencaminó dulcemente a la gloria de los Inválidos.No hay justicia para estos grandes criminales,fuera de las horas de la revolución.

Grévy ocupó su puesto aquella misma noche, a lasocho. El pueblo republicano tomó esteacontecimiento como una victoria. Era el primerpresidente de la República que fuese republicanoy que no hubiera fusilado a nadie. La erarepublicana tenía el campo libre. Precisamente laselecciones senatoriales del mes de enero habíandado al Senado una mayoría republicana decincuenta votos. Esta vez, la amnistía no sólo eraposible, sino que se imponía. ¿Es que el jefe delgabinete, Waddington, no tenía de secretario a uncondenado a muerte de los consejos de guerra,

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encontrado en Berlín y traído por él a París?

Nueva Caledonia encerraba todavía a mil ciencondenados; el destierro, de quinientos aseiscientos rebeldes. Los demás habían sidoamnistiados después de un promedio de siete añosde deportación o de entierro. De no haber sido porel mariscal, se hubiera indultado todavía a más,dijo sin rebozo la Comisión de Indultos, cuandoMacMahon partió. Waddington lo amalgamó todoen el indulto-perdón. Era muy sencillo, sedeclararía amnistiados a todos los que fuesenperdonados. ¿Pero a quién per donaréis?, se decía.Y él: «No dejaremos fuera de la amnistía más quea aquellos contra los cuales proteste la concienciapública». Este Waddington, un inglés, era muy fríopara las bromas; ésta gustó mucho a losoportunistas, que se preocupaban muy poco por elregreso de tal o cual condenado.

El perdón-amnistía.

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LA extrema izquierda no podía menos de reclamarla amnistía completa. La agitación pro amnistía, nohabía cesado nunca en el pueblo. Un periódico deParís, la «Révolution Franeaise» publicaba, adespecho de multas y prisiones, artículos de losmiembros de la Comuna que se hallaban en eldestierro. Se depositó una proposición deamnistía. De once comisiones, la rechazaronnueve. Louis Blanc la defendió tan calurosamentecomo había defendido los derechos de losfusileros. El ponente fue Andrieux, el antiguoanarquista de tiempos del Imperio, procurador dela Guillotiére en el 71, ahora diputado. «Jamás —dijo— se encontrará una Asamblea francesa quevote una amnistía completa. En cuanto a loscondenados que hayan de permanecer en NuevaCaledonia, su número será restringido a milquinientos, una parte de la espuma de las grandesciudades que está siempre dispuesta al pillaje». Elministro de Justicia había dicho mil doscientos;Andrieux aumentaba ese número, haciendo un

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guiño a la prefectura de policía que recibiódespués de este mordisco. El Marcou del 76excluía de la amnistía «a los salvajes que habíandeshonrado, si esto fuese posible, la banderatricolor». No nombraba a los salvajes, que, por lodemás, no habían combatido bajo la banderatricolor, pero esto permitió a Waddington decir:«hay mil doscientos». La amnistía total fuerechazada por 350 votos contra 99, y sólo fueronamnistiados los perdonados en el plazo de tresmeses. En el Senado, Bérenger declaró queFrancia no quiere insurrectos de profesión; elSenado votó, a pesar de todo, el perdón-amnistíade los tres meses, contando con el ministerio paraexcluir a los «peligrosos o a los indignos». Seissemanas después, la Cámara se negaba, por 317votos contra 159, a pronunciar la acusación contralos hombres del 16 de mayo que habían expulsadoa la Cámara y provocado durante cuatro meses unaguerra civil, Los interesados se lo agradecieron ala Cámara con un manifiesto de desafío.

Los excluidos de la amnistía-perdón protestaron

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contra los calumniadores: «Labios oficiales,mezclando el ultraje a la iniquidad, han declaradoque no quedarían en el destierro más que ladronesy asesinos. Los que engañan así a la opinión sabenque no hay un solo proscrito al que esos epítetospuedan ser aplicados. Los ladrones y los asesinosno están en nuestras filas». Se vio estoperfectamente cuando la justicia llevó a loscorreccionales o a los tribunales a tantos quehabían injuriado a los comunalistas.

La discusión de esta ley-tamiz había hecho surgirla teoría absolutamente nueva del buen y del malinsurgente. Lo mismo que Louis Blanc distinguíaentre la bandera reja de su tiempo, la buena, y labandera reja de la Comuna, la infame, el ministrode Justicia declaraba dignos de estima a todos losinsurgentes anteriores a los del 18 de marzo, quehabían sido abominables. «Sería injuriar a losdemás insurgentes —decía— compararlos con losorganizadores de la insurrección del 18 demarzo», suficientemente criminales «para habersealzado cuando el enemigo ocupaba los fuertes».

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Continuaba así la leyenda del París agresor el 18de marzo. Durante ocho años, los republicanos derelieve se habían guardado de contradecir lashistorias versallesas, e incluso, como ha dichoCamille Pelletan, «exageraban a veces por miedoa comprometer su causa». Esta noble política diosus frutos; el partido republicano ignorabacompletamente la verdadera historia de laComuna; nadie había refutado las innumerablescalumnias, y durante la última discusión losperiódicos conservadores habían publicado, comodocumentos, extractos del libro de un polígrafoque no tenía talento de ningún género, Maxime DuCampo.

Vil escarnecedor de la Comuna.

HABÍA empezado éste haciendo fusilar a losinsurgentes del 48, y se ganó una cruz en aquellas

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barricadas. Vuelto a condecorar por LuisNapoleón, se enfurruñó un momento con elImperio; la princesa Matilde lo atrajo al redil. Ibaa ser senador, cuando el 4 de septiembre se volcóla cacerola. Con la rabia, se refugió en Alemaniay, vuelto a Francia bajo la Comuna, tropezó conuna orden reservada por ésta para losbonapartistas militantes. Durante seis mesesrecogió cuidadosamente las invenciones, lascalumnias, las salacidades que corrían a cuenta dela Comuna, añadió de su cosecha lo que pudo, ydio su gran colector a las mil letrinasreaccionarías —las Convulsiones de París.

Los aficionados a obras pornográficas pudieronenriquecer su colección con una Justina política yde estilo florido. No era, decía Maxime Du Camp,un movimiento histórico lo que iba a describir,sino un caso patológico. «Todas las fieras de laspasiones humanas habían roto su jaula y durantelargos meses se revolcaron en plena bestialidad.Como una prostituta sin vergüenza, la Comuna loha enseñado todo, y nos hemos visto

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sorprendidos ante la cantidad de úlceras que laroían». Este es el comienzo; siguen cuatrovolúmenes de esta convulsión.

Según Maxime Du Camp, el movimiento de laComuna era92 «un acceso de epilepsia moral; unasangrienta bacanal; un libertinaje de petróleo yaguardiente; una orgía, una inundación deviolencias, de borracheras que hacía de lacapital de Francia un pantano de los másabyectos; un caso análogo al histerismo, a lasepidemias del baile de San Vito, a los poseídosde la Edad Media». El personal se componía«arriba, de hombres llegados a los accidentesterciarios de la envidia purulenta»; abajo «debrutos obtusos que no comprendían nada, comono fuese tener una buena paga, mucho vino ybastante aguardiente «.93 El Comité Central eraun racimo de holgazanes; los gobernantes: de laComuna, «pirománticos, lobos cervales; loritosamaestrados; papas de la demagogia; Anticristosladrones; un puñado de estafadores que reinapor la violencia, manda en borrachos, protege

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asesinos, disciplina a incendiarios; fantochesepilépticos; gesticuladores; políticos delechería; cesaruelos de cejé». El Hótel-de-Ville:«un cubil de perros furiosos, un figón doblado del'Apanar»; la prefectura de policía: «elcampamento de los ebrios»; los federados«apestaban a vino, al ajo de las comidas, su idealera dos meses de juerga y después el presidio».Las mujeres: evadidas «de los dispensarios;maestras laicas que se atizaban cepas deaguardiente y se casaban en el altar de lanaturaleza». Los federados, «galopines nacidosal margen del arroyo y crecidos en el estercolerode las bajas promiscuidades». El abate Vidieuhabía encontrado algo mejor: todos eran «lujos deladulterio». Verdad es que el buen cura no se lasdaba, como el convulsionario, de ser un hombre«sin pasión», un «moderado» «de firme rectitud, alque las obras del odio inspiraban un invenciblehorror». Como se le reprochase haber exagerado,Maxime Du Camp, respondió: «He habladosiempre de los comunalistas con extraordinariamoderación. Nosotros, la gente honrada, nos

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hemos apaciguado mucho. La hez de las grandescóleras se ha aposado y se indignaba contra lagente para quienes la última palabra de la políticaes escupir sobre sus adversarios».

Por este vocabulario puede verse cómo será lahistoria. Por lo demás, ninguno de esos sabiosartificios a lo Jules Simon, que entretejen laverdad y la mentira. Las invenciones y laignorancia de este furioso erótico eran las de unprimitivo. No se preocupaba del carácter de losobreros, de los hechos mejor establecidos, nisiquiera de la verosimilitud. Todo lo que fueseversallés, chisme reaccionario, era fuente segura;un trozo cualquiera de papel, procedente decualquier parte, un documento; todo funcionarioque se había quedado en París durante la Comuna,una autoridad indiscutible, cuyas más chocarrerasjactancias consignaba religiosamente; lasrequisitorias de los consejos de guerra, lostestigos de cargo, eran los únicos que merecíancrédito; todos los acusados habían mentido.Acumulaba imperturbablemente patochadas sobre

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patochadas, hacía de Blanqui el inspirador de laInternacional, de Assi un personaje dominante, deFrankel una bestia, de Varlin un poltrón, deDombrowski un traidor; confundía a Cournet conLatappy, a Ranvier con su hermano. Su sistema deargumentación era harto simple. Citaba un caso dedetención, de registro, de ejecución de un espía,inclusive, y terminaba: «podríamos multiplicar amillares estos ejemplos»; o bien: «otro tantoocurría en todas partes». Otras veces negabarotundamente. Delescluze, «ese Bridoisonpatibulario», no había muerto voluntariamente, éllo sabía por un testigo al que no quería nombrar;no era verdad que se hubiese fusilado a falsosVallés, Billioray, Brunel, etc.; fueron ellos losque, para despistar las pesquisas, enviaron a losperiódicos el relato de su ejecución. Falso,también, que las ejecuciones fuesen tan numerosas.El general Appert hablaba de 17.000, esto no eracierto; él, Máxime Du Camp, poseía la cifraexacta: «6.500, a lo sumo», «hechos de guerra,añadía, inherentes al derecho de legítima defensa».Él conocía esa cifra «exacta» por la

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administración de los cementerios, por las actas deentierros; como si los administradores hubierancontado los cuerpos enviados a carretadas, comosi los comisarios hubieran tenido tiempo delevantar actas, como si los incineradores sehubiesen preocupado de contar los cadáveresapilados. Maxime Du Camp «tenía todas las actasen sus manos»; en caso necesario hubiera dado elnombre de las víctimas, porque él se jactaba deexactitud. «Yo no he afirmado nada —decía— queno estuviera demostrado con documentosauténticos. Cuando el documento positivo ypreciso me ha faltado, he hablado siempre conrestricciones». No presentaba ni uno siquiera.Caso de que existan, puede suponerse cómo hatenido que amañarlos, dada su manera de disfrazarlos hechos más conocidos.

Arregladas a lo Montépin, adornadas conarabescos, embellecidas con «han debido deciresto, aquello», con diálogos de este género:«Todos estos rebeldes se habían hecho ladrones;cuando el hombre regresaba a casa, la mujer le

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decía invariablemente: ¿qué me traes?», las suciasimaginaciones de estas porteras versallesas hacíanlas delicias de la «Revue des deux Mondes» y delos periódicos figaristas. La Academia Francesaquiso poseer a este raro historiador, y el año 85hubiera hablado en nombre de ella en el entierrode Victor Hugo si los proscritos, entonces deregreso, no hubieran amenazado con una enérgicaintervención. Maxime Du Camp fue a morir aAlemania, la patria de su corazón, pero siguióreinando en la Academia. En junio del 95, susucesor, Paul Bourget, con patente en diseccionesde almas, afirmó que «había trazado con terriblevigor» la requisitoria del «salvaje vandalismo», yel interlocutor de Paul Bourget, un elegante esnob,calificó a la Comuna de «acceso de fiebreobsesiva y alcohólica». Otro académico,versificador para señoritas, declaró a Maxime DuCamp «injuriado, pero irrefutable».

Los verdaderos republicanos se sublevaban contraestas convulsiones, olvidando que también susjefes habían tratado a la Comuna de acceso de

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fiebre, de convulsión del hambre y de ladesesperación. Además, ningún escritor estabapreparado para la respuesta. Las historias que losradicales se pusieron a redactar denunciaban suescasez de conocimiento de los hombres, de losmedios, e incluso de los acontecimientos de laComuna. Para ellos, el bonapartismo desempeñabaun gran papel en los orígenes y en el desenlace deaquélla. Uno tomaba el término medio entre unapágina de Maxime Du Camp y otra de un proscrito,y con ello creía haber encontrado la diagonalhistórica. ¿No decía en «Le Rappel», el año 80, elsenador Corbon, antiguo obrero como Tolain, quehabía sido casi condenado a muerte por el Comitéde Salud Pública?

Blanqui, elegido en Burdeos.

SE comprende la idea que podían tener de la

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Comuna los señores parlamentarios. El pueblo,aunque sin historia, sentía por instinto que aquelmovimiento era suyo, y no dejaba de manifestarsea favor de los vencidos. En la elección legislativadel 21 de abril del 79, Burdeos dio una mayoría de4.000 votos a Blanqui, La Cámara anuló laelección, y Blanqui no fue indultado hasta queexpiraron los tres meses en que hubiera podido seramnistiado; es decir, elegible. Durante esos tresmeses, la clemencia de Grévy había amnistiado aotros tres mil trescientos condenados. Mildoscientos, cuando menos, excluidos por el odio yel miedo, quedaban en Caledonia o en el destierro.

Los primeros convoyes de caledonianos llegaronen septiembre del 79 a Port-Vendres, donde fueronrecibidos con entusiasmo por los comitésrepublicanos de la región. Louis Blanc, que hacíauna excursión por el Midi, les abrió los bracitoscon que los amenazaba en otro tiempo.«¡Bienvenidos! —exclamó—. ¡Si hubiera habidosentido de la justicia, no hubierais partido!» Yhabiéndole ofrecido una logia masónica una

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corona, dijo: «Dejadme compartir este homenajecon los que han combatido y han sufrido más queyo» —y hubiera podido añadir «gracias a mí».

Regreso de los primeros amnistiados.

EN París esperaban a los amnistiados varioscomités especiales: el Comité Central, el ComitéSocialista. Ya desde el 71 se había formado enParís un comité de socorro para las familias de losdetenidos políticos, sostenido con suscripciones,donativos, indemnizaciones del ConsejoMunicipal. Los diputados de la extrema izquierda,para halagar a su clientela electoral, se habíanlanzado a ese Comité Central que en el 77 recibió272.163 francos y socorrió a unas tres milfamilias. A más de este comité semioficial, existíaun comité socialista absolutamente independientede los diputados de la extrema izquierda; este

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comité recibía también suscripciones y pudoprestar varios servicios a los caledonianos, paralos que el Consejo Municipal había votado,además, 100.000 francos.

Se les veía bajar de los vagones, sacudidostodavía por los cinco meses de una travesíasometida a la disciplina penitenciaria, con la tezcetrina, cubiertos de extraños sombreros de anchasalas, vestidos de blusa, algunos envueltos en unamanta, con el bidón o la cantimplora en bandolera,vacilantes y paseando en torno de sí inquietasmiradas. Radiantes si un grito les llamaba, si seles abrían los brazos de una mujer, de un niño, deun amigo, y les corrían dulcemente las lágrimas;pero el pobre olvidado que busca y no ve venir anadie, ni a la que no ha tenido el valor deesperarle, ni a los viejos que están muertos, dejael muelle de la estación con paso pesado, va adonde puede, hasta que un camarada de convoy lellama, le lleva al comité de socorros, donde tomauna comida, recibe una moneda de oro y se va aenterrar en el enjambre de París, que ya no le

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conoce, la desesperación de los eternos vencidos.

Los favorecidos por la amnistía, aquellos aquienes la vida no había negado la gracia,supieron defender la causa de los excluidos. Sobrela tumba de uno de los amnistiados, su camarada,Alphonse Humbert, glorificó a los combatientes dela Comuna; París le hizo concejal. En Lyon fueelegido un amnistiado; en Lille, un candidatosocialista que defendía la amnistía triunfó sobre unoportunista. Lejos de aplacarse con la amnistíaparcial, la opinión se pronunciaba cada vez másásperamente desde el regreso de los caledonianos.Louis Blanc, para que comenzase la justicia, fuecolocado en pleno congreso de Marsella entre losfusiladores del 71. El Consejo General del Senaemitió un voto en pro de la amnistía total; laprensa, las reuniones públicas crearon talagitación de simpatía hacia los excluidos, que elministro de Justicia ordenó varias persecuciones.El centro izquierda le apoyó; el secretario de laUnión Republicana, el virtuoso Baihaut; seindignó, dijo que la cuestión de la amnistía plena

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estaba juzgada, que las Cámaras no se volveríanatrás. La extrema izquierda preguntó al ministropor qué había excluido de la amnistía a tantoshombres honorables, perdonando, en cambio, a loscriminales englobados por los consejos de guerra.El justiciero respondió que algunos excluidoshabían rechazado el indulto o afirmado suresponsabilidad. «¿Por qué quiere usted —replicóClemenceau— que los que han sido golpeadosolviden los horrores de la represión? Usted dice:Nosotros no olvidamos; si ustedes no olvidannada, sus adversarios se acordarán también». Elgabinete consiguió el 18 de diciembre un voto deconfianza, pero la agitación continuó. El partidosocialista, completamente reorganizado con elnombre de Partido Obrero y en el que habíanentrado muchos amnistiados, multiplicaba lasreuniones, las conferencias, se afirmaba cada vezmás irreconciliable en la cuestión de la amnistía.

Lucha por la amnistía total.

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FREYCINET sustituyó a Waddington a fines dediciembre, y el nuevo ministro no habló deamnistía. El 22 de enero del 80, la extremaizquierda, a la que hostigaban los periódicos devanguardia y las reuniones, presentó una nuevapetición de amnistía total. Como el año anterior,fue rechazada por ocho comisiones, de once. LouisBlanc volvió a gemir, aunque había repetido en sucomisión que el Comité Central le habíacondenado a muerte.94 Casimir Périer le respondióduramente, y Freycinet declaró: «No sólo nonecesita el país la amnistía, sino que le inquieta.Construyamos nuestros ferrocarriles, nuestrospuertos, mejoremos nuestras tarifas, reduzcamoslos impuestos, y tal vez entonces podrán realizarselas audaces medidas que ustedes nos aconsejan».La amnistía, aplazada así por varios lustros, fueenterrada por 316 votos contra 115.

Tres meses más tarde, vuelve a resucitar. Elaniversario del 18 de marzo se celebró en muchos

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barrios de París y de provincias. El 23 de mayodel 80, aniversario de la semana sangrienta, unamultitud de parisienses va a llevar coronas alPére-Lachaise. El prefecto de policía, Andrieux,hace dar varias cargas y detener a algunosmanifestantes. El Consejo Municipal le flagela conun voto; él se ríe. La extrema izquierda hace unainterpelación. La Cámara da la razón al Gobiernopor 299 votos contra 28. Menos de un mesdespués, el 20 de junio. Belleville, en lacircunscripción de Gambetta, a pesar de éste, eligeconcejal a Trinquet, tan valiente en la Comuna, enlos consejos de guerra y en el presidio.

El envite era evidente. Gambetta comprendió quehabía que cerrar esta llaga, que encontraba en laCámara tantos médicos entre sus adversarios, losradicales. Desde el 72 se había erigido enreivindicador de la democracia; desde el 76, enautoridad de la Cámara, en su presidente y jefeabsoluto desde la caída de MacMahon, y habíaimpuesto al Senado el regreso del Parlamento aParís; el 14 de julio iba a inaugurar la gran fiesta

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nacional, y hasta los periódicos moderadosaceptaban que se asociasen a ella todos losantiguos condenados. Gambetta, interpeladodirectamente, se resolvió a intentar un últimoesfuerzo. Reunió a los representantes de los gruposmoderados, habló en favor de la amnistía total, yel 21 de junio la propuso Freycinet.

Votación de la amnistía.

CASIMIR Perier, que la había combatido enfebrero al lado de Freycinet, protestóamargamente. Freycinet contestó que lacontradicción era sólo aparente; sin duda losferrocarriles, los puertos, etc., no estabanconstruidos aún, ni los impuestos aliviados, peroel orden estaba asegurado, y esto era lo esencial.La gente se hubiera reído de mala gana, de nohaber bajado Gambetta de su escaño para ablandar

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aquellos duros cerebros. Describió a Franciacansada, exasperada por estos continuos debatessobre la amnistía, que se reproducían a cadacuestión, a cada elección, y diciendo a susgobernantes: «¿Cuándo vais a desembarazarme deese jirón de guerra civil?» Se hizo con ellos por ellado del interés, les mostró las elecciones paradentro de quince meses, y en seguida lostranquilizó: «Podéis conceder la amnistía, osdespejará considerablemente el terreno; laelección de Trinquet es la última maniobra de unpartido en cuya mano se va a quebrar la únicaarma con que cuenta». Si él no lo creía así, elloslo creyeron, y votaron la amnistía por 312 votoscontra 136, como la habían rechazado enproporciones inversas cuatro meses antes.

La comisión senatorial rechazó el proyecto. Eltorturador de los prisioneros, el lacayo de Thiers yMacMahon, el calumniador de París, aún más queMaxime Du Camp, el constante reptil contrario aGambetta, Jules Simon, armó sus viejos colmillosde un veneno siempre fresco contra la Comuna,

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disputó con el ministerio, suplicó a sus colegasque resistiesen. Lo hubiesen hecho si no fuera porel temor a un conflicto con la Cámara y a un motínde la opinión, completamente ganada porGambetta. Todavía se halló un medio desoslayarla con la amnistía-perdón; pero esta vez elgobierno perdonó a todos los condenados el 10 dejulio. Gallifet no quedó satisfecho y escribió aGambetta, al que lamía las botas, que la amnistíatotal había producido un efecto deplorable en elejército.

El gran regreso.

LOS proscritos poco alejados aparecieron el 14de julio, para mezclar su alegría a la de París; aúnhubo que esperar otros cinco meses la vuelta delos lívidos caledonianos. En nueve años, losindultos, las leyes, la muerte habían libertado a

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todas las víctimas de Versalles. El Imperio nohabía estado hiriendo siete años; no había hechoveinte mil cadáveres. No hay como un poderanónimo para aplastar a las multitudes; cadaverdugo puede volver la cabeza, frotarse la boca ydecir: «¡Yo no era de esos!»

Los repatriados rehicieron su vida en el taller, enla industria, en el comercio, en las artes, en elperiodismo. La administración municipal, enmanos de los republicanos, ocupó a cierto númerode ellos, algunos consiguieron incluso empleosoficiales. Los militantes del socialismo fueron,como los primeros amnistiados, a engrosar lasfilas del Partido Obrero, que recibió de ellos unimpulso considerable y algunos años más tardeentró en crecido número en el Hótel-de-Ville. Eldía del peligro, en el 89, cuando el generalBoulanger, que había fusilado a diestro y siniestroen tiempos de MacMahon, quiso, bajo capa deregenerar a Francia, edificar con los monárquicosy los clericales una dictadura cuya inevitablesalida era la guerra, la inmensa mayoría de los

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combatientes de la Comuna no vaciló en presentarbatalla, sin pedir otra cosa sino que la Repúblicaresultase salvada. Desinterés dichoso para laRepública, pero que a ellos no les valió siquierael honor de honrar a sus muertos.

En el Pére-Lachaise, no lejos de las trincherasrepletas de cadáveres de La Roquette, en unrincón, está el muro histórico donde, al final de laSemana Sangrienta, fueron fusilados los federados.El Consejo Municipal de París ha consagrado alreposo de tantos republicanos este recintosembrado de valentías, y los supervivientesquisieron señalarlo con un recuerdo; las piedras ylas rejas de su modesto monumento han sidoarrebatadas. Todavía se dejaba, en losaniversarios, al pueblo de París que colgaselibremente coronas en el muro; hoy no se llega a élmás que de uno en uno, bajo la escolta de lospolicías; está prohibida toda palabra, todo grito derecuerdo se considera sedicioso. Un diputado fueexpulsado de la Cámara por haber gritado: «¡Vivala Comuna!» De igual modo, se necesitaron treinta

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años para conseguir una primera amnistía para laMarsellesa, y la historia de la RevoluciónFrancesa no se vio un poco limpia de la costra defango reaccionario hasta veinticinco años despuésde ser aplastada la Revolución.

Enumeración.

VEINTE mil hombres, mujeres, niños, muertosdurante la batalla o después de la resistencia, enParís y en provincias; tres mil, por lo menos,muertos en los depósitos, en los pontones, en losfuertes, en las cárceles, en Nueva Caledonia, en eldestierro, o de enfermedades contraídas en elcautiverio; trece mil setecientos condenados apenas que para muchos duraron nueve años;setenta mil mujeres, niños y viejos, privados de susostén natural o arrojados fuera de Francia; cientosiete mil víctimas, aproximadamente, tal es el

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balance de la venganza de la alta burguesía por larevolución de dos meses del 18 de marzo.

Conclusión.

¿HE velado los actos, he ocultado las faltas delvencido? ¿He falseado los actos de losvencedores? Que el contradictor se levante, perocon pruebas.

Los hechos sentencian: basta resumirlos paraextraer las conclusiones.

¿Quién luchó constantemente, solo a menudo,frecuentemente en la calle, contra el Imperio,contra la guerra del 70, contra la capitulación del71? ¿Quién sino el pueblo?

¿Quién creó la situación revolucionaria del 18 demarzo, quién pidió la ejecución de París, quién

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precipitó la explosión, quién sino la Asamblearural y el señor Thiers?

¿Qué es el 18 de marzo sino la respuesta instintivade un pueblo abofeteado? ¿Dónde hay el menorrastro de complot, de secta, de cabecillas? ¿Quéotro pensamiento que el de: ¡Viva la República!?¿Qué otra preocupación que la de erigir unamunicipalidad republicana contra una asamblearealista?

¿Es cierto que el reconocimiento de la República,la promulgación de una buena ley municipal, laderogación de los ruinosos decretos, en losprimeros días, lo hubiera pacificado todo, y queVersalles lo negó todo? ¿Es cierto que Parísnombró su Asamblea comunal con una de lasvotaciones más numerosas y más libres que jamásse hayan emitido?

¿Es cierto que Versalles atacó a París sin habersido provocado, sin intimación, y que desde elprimer choque Versalles fusiló a los prisioneros?

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¿Es cierto que los intentos de conciliaciónprocedieron siempre de París o de las provincias,y que Versalles los rechazó siempre?

¿Es cierto que, durante dos meses de lucha y dedominación absoluta, los federados respetaron lavida de sus prisioneros de guerra, de todos susenemigos políticos?

¿Es cierto que, desde el 18 de marzo hasta elúltimo día de la lucha, los federados no tocaronlos inmensos tesoros que tenían en su poder, y quese contentaron con una paga irrisoria?

¿Es cierto que Versalles fusiló por lo menos adiecisiete mil personas, en su mayor parte ajenas ala lucha, entre ellas mujeres y niños, y que detuvoa cuarenta mil personas por lo menos, para vengarlos muros incendiados, la muerte de sesenta ycuatro rehenes, la resistencia a una Asamblearealista?

¿Es cierto que hubo millares de condenados a

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muerte, a presidio, a la deportación, al destierro,sin juicio serio, condenados por los oficialesvencedores, en virtud de órdenes cuya iniquidadfue reconocida por los gobiernos másconservadores de Europa?

¡Que respondan los hombres justos! ¡Que digan dequé lado está lo criminal, lo horrible, si del ladode los asesinados o de los matadores, de losbandidos federados o de los civilizados deVersalles! ¡Que digan cuál es la moralidad, lainteligencia política de una clase gobernante quepudo reprimir de esta suerte una sublevación comola del 18 de marzo!

Y si ahora me sitúo frente a los acontecimientosque siguieron, ¿no tengo derecho a seguirpreguntando?

¿Es cierto que la gran mayoría de la Asamblea deBurdeos quería restablecer una monarquía, y queno retrocedió sino después de la Comuna?

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¿Es cierto que el aplastamiento de París permitió alos reaccionarios sostenerse cuatro años en elpoder y pelear otros cuatro al amparo deMacMahon? ¿Es cierto que, de haber dado oídos ala voz de París, se hubiera ahorrado Francia ochoaños de luchas estériles, de angustias mortales, eladvenimiento de esta política enervante y oblicua,que es la negación de nuestro genio nacional? ¡Oh,sí! Razón tenían en querer conservar sus cañones yfusiles estos parisienses que se acordaban de junioy de diciembre; sí, tenían razón al decir que losaparecidos de los antiguos regímenes tramaban unarestauración; sí, tenían razón al combatir a muerteel advenimiento de los curas; sí, tenían razón paratemer en la República conservadora, cuyo vérticemostraba Thiers, una opresión anónima tan duracomo los yugos del pasado; sí, tenían razón paraluchar, a pesar de todo, hasta la última piedra;razón, como la última barricada de junio, como lade Baudin; razón, como los vencidos poranticipado de Bazeilles, de Bourget, deMontretout: razón para lanzar al cielo su últimocartucho, como los Gracos el polvo de donde

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debía nacer el vengador.

¿Dónde estaban sus grandes hombres?, se hadicho. No los había. Y precisamente la potencia deesta revolución está en haber sido hecha por lamedianía y no por unos cuantos cerebrosprivilegiados.

¿Qué significaba?, se ha dicho también. Unllamamiento al orden, dirigido por el pueblorepublicano de Francia a los vestigiosresucitadores del pasado. Dio a los trabajadoresconciencia de su fuerza; trazó una líneaperfectamente definida entre ellos y la clasedevoradora, aclaró las relaciones de clase, con talresplandor, que la historia de la RevoluciónFrancesa se iluminó con él y gracias a él se ha dereconstruir.

La revolución del 18 de marzo fue asimismo unllamamiento al deber, dirigido a la pequeñaburguesía. Decía a ésta: Despierta, recobra tupapel iniciador; toma el poder con el obrero, y

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poned entre los dos a Francia en sus carriles.

Ahí tenéis lo que significaba el 18 de marzo. Poreso, este movimiento es una revolución; por esotodos los trabajadores del mundo la reconocen yaclaman; por eso todas las aristocracias nopiensan en ella más que con furor.

No fue, sin duda, más que un combate devanguardia, en que el pueblo, comprimido en unasabia lucha militar, no pudo desplegar sus ideas nisus legiones; por eso no comete la torpeza deencerrar la Revolución en ese episodio gigantesco.Pero ¡qué pujante vanguardia la que por espaciode más dos meses tuvo en suspenso a todas lasfuerzas coaligadas de las clases gobernantes! ¡Quéinmortales soldados los que en las vanguardiasmortales respondían a un versallés: «Nosotrosestamos aquí por la Humanidad!»

1896.

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VEINTICINCO años han pasado sobre la Comuna.Ahí están todavía los Galliffet. Vencido, el pueblose encontraría con la misma metralla. La antiguatropa de la reacción no tiene ni un terrateniente, niun cura, ni un esclavista menos que en 1871; tiene,incluso, algunos pífanos burgueses que, bajo lamáscara de demócratas, facilitan sus ataques.

En el 48 le dijeron al pueblo: «El sufragiouniversal hace criminal toda insurrección; lapapeleta de voto ha sustituido al fusil». Y cuandoel pueblo vota contra los privilegios de ellos, seencabritan; todo gobierno es faccioso si toma encuenta los deseos populares. ¿Qué le queda alpueblo, sino el argumento perentorio, la fuerza? Ypor fin la tiene.

Después de haber probado a una masa de doctores,el obrero de las ciudades y de los campos haacabado por testimoniar una idea, una voluntadpropia: curarse él mismo; tras largas vacilaciones,

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la pequeña burguesía, empujada hacia elproletariado por las potencias financieras, haterminado por comprender la identidad de susintereses. Está operada casi la soldadura entreestas dos clases que constituyen —puesto que sóloellas producen— el verdadero pueblo francés.

Después de una larga curva, ha vuelto a laconciencia de su origen. Durante cien años,Francia ha ensayado todas las formas de gobierno,ha deparado a todos los partidos políticos losinstrumentos de poder, y todos los servicios delEstado, administraciones, ministerios, han seguidoarrastrando en pos de sí su mundo de criaturas, suspresupuestos siempre crecientes, su vastoparasitismo en provecho de una casta, ruinoso parala nación; durante cien años, Francia ha encargadoa unos hombres, más o menos ilustrados, que lefabricasen leyes, y esas leyes, siempre enprovecho de un pequeño número, han conducido ala disminución del poder nacional. La experienciaha durado demasiado; ya ha terminado. El león noremolcará por más tiempo a la borrica.

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El proletario francés ha hecho tres veces laRepública para los demás: ya está maduro para lasuya. Las luces que le faltaban antes, sólo de élmismo brotan ahora. El puñado de sus adversariosya no agita más que cenizas, restos de un mundoantimoderno, antieconómico, fuerte solamente enleyes y administraciones envejecidas. Quedesaparezcan y se centuplicará la potencia de unaFrancia obligada hoy a consumirse en su rincón. Elgobierno del pueblo significa tanto como poner enmarcha una reserva de trabajo acumulado, hoyimproductivo.

Nunca tuvo la nación mejores músculos paraadueñarse del poder. Algunos cuarterones deanémicos y lechuguinos fin de siglo y que se dicenulcerados por la incertidumbre, no constituyen aFrancia, como no la constituían los marqueses deantes de 1789. ¡Ah, los trabajadores de los camposy de la ciudad, no están inseguros de su capacidad!¿Qué generación fue, desde hace cien años, másinstruida, más comprensiva ante el ideal?

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¿Qué hace falta para dispersar a los zánganos yatravesar victoriosos los rojos horizontes que selevantan? Atreverse. Como antaño, esta palabraencierra toda la política del momento. Atreverse ylabrar hondo. La audacia es el esplendor de la fe.Por haberse atrevido, domina el pueblo de 1789las cumbres de la historia. Por no haber temblado,la historia reservará un puesto al pueblo de 1870 y71, que tuvo fe hasta morir por ella.

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Notas a pie de página

1. A cuatro (el 14 de junio de 1861). (N. del ed.)2. Hoy plaza de la República.

3. Encuesta parlamentaria sobre el 4 de setiembre:Jules Favre.

4. Encuesta parlamentaria sobre el 4 de setiembre:Petetin, de Lareinty.

5. Encuesta sobre el 4 de setiembre: Garnier-Pages.

6. Etienne Arago, (N. del E.)

7. Tenaille-Saligny, Tirard, Bonvalet, Greppo,Bertillon, Hérisson, Ríbeacourt, Carnot, Ranc,O'Reilly, Mottu, Grivot, Pernolet, Asseline,Corbon, Henri Martin, F. Favre, Clernenceau,Richard, Braleret.

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8. Encuesta sobre el 4 de setiembre.

9. Encuesta sobre el 4 de setiembre: Jules Ferry.

10. Encuesta sobre el 4 de setiembre: Jules Ferry.

11. Jaclard, Vermorel, G. Lefranwis, Félix Pyat,Ludes, Levrault, Tridon, Ranvier, Razoua, Tibaldi,Goupil, Vésinier, Regere, Maurice Joly, Blanqui,Milliere, Flourens. Estos tres últimos pudieronescapar. Félix. Pyat se salvó gracias a unapayasada, escribiendo a Emmanuel Arago: ¡Quélástima que sea prisionero tuyo; hubieras sido miabogado!

12. Encuesta sobre el 4 de setiembre: Jules Ferry.

13. Véanse las actas de la Defensa, arregladas porel abogado Dréo, yerno de Garnier-Pages.

14. "Vamos, pues, a hacer escaldarse un poco a laguardia nacional, ya que ella lo quiere", decía uncoronel de infantería, molesto por este asunto. -Encuesta sobre el 4 de setiembre: coronel Chaper.

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15. Encuesta sobre el 4 de setiembre: Corbon (1.4, p. 389).

16. Jules Simon: Recuerdos del 4 de setiembre.

17. Grotesco patán, personaje de Moliere. (N. delT.) 18. Encuesta sobre el 4 de setiembre:Gambetta. (T. 1, p. 561.) 19. Para obtener unjornal, era preciso pedirlo por escrito, y probarque no se podía conseguir trabajo. (Tules Simon,El gobierno de Thiers.) 20. Un cura, Vidieu, autorde una Historia de la Comuna, pretende haberdescubierto el objeto de este movimiento. "Había,evidentemente, una consigna. Al primer disparoacudiría el enemigo, el monte Valérien incendiarialos más bellos barrios de París, las demás fuerzaspondrían fuego a la ciudad y, mientras tanto, sepescaría libremente en río revuelto".

21. Alavoine, Bouit, Fronrier, Boursier, David-Brísson, Barroud, Gritz, Tessier, Ramel, Badois,Arnold, Piconel, Audoynaud, Masson, Weber,Lagarde, Laroque, Bergereí, Pouchain, Lavalette,

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Fleury, Maljournal, Chouteau, Cadaze, Castioni,Dutil, Matté, Ostyn. Sólo diez de la comisiónelegida el 15 figuran en esta lista; algunos, comoDacosta, se habían retirado creyendo que se ibademasiado lejos; otros no asistían a la sesión en laque se firmó el cartel. Delegaciones, juntasrevolucionarias, habían presentado a losdiecinueve restantes, tan desconocidos como losdemás. Varios nombres figuraban deformados.

22. Arnold, J. Bergeret, Bourt, Castioni,Chauviere, Chouteau, Courty, Dutilh, Fleury,Frontier, H. Fortuné, Lacord. Lagarde, Lavalerte,Maljoumal. Mallé, Ostyn, Piconel, Pindy,Prudhomme, Varlin, H. Verlet, Viard. Cincosolamente de los electos del 15 de febrero.

23. "Algunos especuladores de Bolsa, creyendoque bastaría con una campaña de seis semanaspara devolver el impulso a las .especulaciones deque vivían, decían: Es un mal momento por el quepasar, unos cincuent2a mil hombres que habrá quesacrificar, después de lo cual el horizonte se

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aclarará, y los negocios volverán a marchar"."(Encuesta sobre el 4 de setiembre: Thiers.) 24.Esta orden, pidiendo a la tropa que desfilara enmedio de los guardias nacionales, fue redactada alápiz por un capitán. Lecomte la transcribió apluma sin cambiar ni una sola palabra. El consejode guerra lo negó, para no desprestigiar a estegeneral, que murió oscuramente.

25. Entonces situada en la plaza Abesses.

26. Thiers, en la Encuesta, dice primero: "Se lesdejó desfilar"...; después, veinte líneas más abajo:"e les rechazó"... El general Lefló no ha ocultadoel miedo del Consejo: "El momento me pareciócrítico, y dije: Creo que estamos perdidos; se nosvan a llevar... Y, en efecto, los batallones notenían más que haber entrado en el Palacio, yhubieran apresado hasta el último de nosotros.Pero los tres batallones pasaron de largo sin decirnada".

27. Hoy cuartel de Cháteau-d'Eau. (N. del E.)

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28. Vinoy, embustero como la Gaceta, dice en ElArmisticio y la Comuna: "El general agrupó a sushombres y, espada en mano, se puso bravamente ala cabeza de sus soldados".

29. Assi, Billioray, Babick, Ferrat, EdouardMoreau, C. Dupont, Varlin, Boursier, Mortier,Gouhier, Lavalette, F. Jourde, Rousseau, C.Lullier, Blanchet, J. Grollard, Barroud, H.Geresme, Fabre, Fougeret: los miembros presentesen la sesión de la mañana y que habían firmado. ElComité decidió más tarde que sus publicacionesllevarían el nombre de todos los miembros,presentes o no.

30. El Comité Central no levantó nunca acta de sussesiones; pero uno de sus más asiduos miembrosha reconstituido las principales. De estas notas,revisadas por la mayor parte de los colegas de suautor, tomamos los presentes datos. Lasinformaciones del "París Journal" que han nutridoa los historiadores reaccionarios, son incompletase inexactas, y han sido redactadas tomando como

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base torpes indiscreciones, frecuentementefantásticas. Hacen presidir a Assi todas lassesiones y le atribuyen un papel capital, todoporque durante el Imperio dirigió la huelga deCreusot. Ahora bien, el presidente cambiaba encada sesión, y Assi jamás tuvo influencia en elComité, como tampoco sobre la Comuna, que lomandó detener.

31. Jules Favre: Encuesta parlamentaria.

32. Los dos generales depusieron en la encuestaparlamentaria, haciendo constar la extremaconsideración que con ellos se había tenido. Antela promesa escrita que hizo Chanzy de no servircontra París, el Comité Central les devolvió lalibertad.

33. La izquierda vio en esto una maniobrabonapartista, escribió, dijo en la tribuna: "Eldirector bonapartista del Banco de Francia hasalvado al Comité Central; sin el millón del lunes,el Comité hubiera capitulado". Dos hechos

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responden: El 19, el Comité podía tomar deHacienda 4.600.000 francos, y la Caja municipalcontenía 1.200.000; el 21 los arbitriosproporcionaban 500.000.

34. Alude a que el Comité Central encontró en lasoficinas de Guerra documentos que probaban queel general Noél hacía disparar los cañones al aire.(N. del T.) 35. Francs-tireurs, en el original. Juegode palabras basado en el parangón irónico quesugiere el autor entre los francs-tireurs, ofrancotiradores -tropas que, sin pertenecer alejército regular, defendieron enérgicamente enFrancia, en aquella época, la causa de la libertad-,y los cobardes reaccionarios, que huían. (N. del T)36. La calle Neuve-Saint-Augustin y la Neuvedes-Petits-Champs llevan hoy los nombres de calleSaint-Augustin y Petits-Champs, respectivamente.(N. del E.) 37. La agresión fue de tal modoevidente, que ninguno de los veintiséis consejos deguerra que registraron hasta los menoresrecovecos de la Revolución del 18 de marzo seatrevió a sacar a relucir la cuestión de la plaza

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Vendóme.

38. He aquí los nombres de los que firmaron lasproclamas, convocatorias y avisos del ComitéCentral. Reconstituimos lo mejor posible suverdadera ortografía, frecuentemente alterada,incluso en "L'Officiel" de la Comuna, hasta elpunto de dar nombres ficticios. A pesar de lasdecisiones del Comité, no figuran en laspublicaciones oficiales los nombres de todos susmiembros: Audoynaud, A. Arnaud, G. Arnold,Andignoux, Assi, Avoine (hijo), Babick, Barroud,Bergeret, Billioray, Bouit, Boursler, Blanchet,Castioni, Chouteau, C. Dupont, Duval, Eudes,Fabre, Ferrat, Fleury, H. Fortuné, Fougeret,Gaudier, Geresme, Gouhier, Grélier, J. Grollard,Josselin, Jourde, Lavalette, Lisbonne, Lullier,Maljournal, E. Moreau, Mortier, Pindy,Prudhomme, Ranvier, Rousseau, Varlin, Viard.Solamente dos o tres pertenecían a laInternacional.

39. A esto es a lo que los buenos autores han

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llamado el pacto con los prusianos, lascomplacencias con los prusianos. Jules Claretie seindigna de que el Comité Central no lanzase aParís contra los alemanes.

40. Cremer exigía el mando de la guardia nacional.Se le negó. Se vengó de ello injuriando al ComitéCentral ante la Comisión investigadora, riñódespués con Versalles y murió abandonado.

41. El 19: "El ejército, en número de 40.000hombres, se ha concentrado en buen orden enVersalles". Había 22.000 hombres (cifra dada porThiers a la Comisión investigadora) en francadesbandada. El 20: "El gobierno no ha queridoacometer una acción sangrienta, a pesar de verseprovocado". El 21, el ejército ha subido a 45.000hombres: "La insurrección es desautorizada portodo el mundo". El 22: "De todas partes se ofrecenal gobierno batallones de móviles para sostenerlecontra la anarquía". El 27, mientras se realiza elescrutinio: "Una parte considerable de lapoblación y de la guardia nacional de París

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solicita el concurso de los departamentos para elrestablecimiento del orden". Todos estos boletinesoficiales fueron escritos, según escribió JulesSimón, desde el 19 de marzo hasta la toma deParís, noche tras noche, de puño y letra de Thiers.

42. Ad, Adam, Méline, Rochard, Barré (Louvre). -Brelay, Loiseau-Pinson, Tirard, Chéron (Boursé).- Charles Murat (Templé). - Albert Le Roy,Robínet (Luxembourg), - Desmarets, E. Ferry, Nast(Opéra). - Marmottan, De Bouteiller (Passy).Goupil (Luxembourg), - E. Lefevre (Palais-Bourbon), - A. Ranc, Ulysse Parent (Opéra).Demay, Antoin Arnaud, Pindy, Dupont (Temple). -Arthur Arnould, Lefrançais, Clémence, E.Gérardin, Amouroux (Hótel-de-Ville). - Regere,Jourde, Iridon, Blanchet, Ledrot (Pantheon).Beslay, Varlin (Luxembourg). - Parizel, Urbain,Brunel (Palais-Bourbon). - Raoul Rigault,Vaillant, Arthur Arnould, Jules Alix (Champs-Elysées). - Gambon, Félix Pyat, Fortuné Henry,Champy, Babick, Rastoul (Enclos-Saint-Laureen).- Mortier, Delescluze, Assi, Protot, Eudes, Avrial,

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Verdure (Popincourt). Varlin, Geresme, Theisz,Fruneau (Betún). - Léo Meillet, Duval, Chardon,Léo Frankel (Gobelins). - Billioray, Martelet,Decamp (Observatoire). - V. Clément, JulesValles, Langevin (Vaugirard). Varlin. E. Clément,Ch. Gérardin, Chalain, Malon (Batignolles). -Blanqui, Theisz, Dereure, J. B. Clément, Ferré,Vermorel, Paschal Grousset (Montmartre). -Oudet, Puget, Delescluze, Jules Miot, Ostyn,Flourens (Buttes-Chaumont). - Bergeret, Ranvier,Flourens, Blanqui (Ménitmontant). Lissagarayescribe: "72 revolucionarios de todos losmatices". Pero omite a Cournet, cuyo nombre hayque incluir entre los concejales elegidos porButtes-Chaumont. Por otra parte, no tiene en cuentaque, como Varlin fue elegido por tres distritos a lavez, y Arnould, Theisz, Blanqui, Delescluze yFlourens por dos, hay que borrar siete nombres dela lista de "revolucionarios de todos los matices",que, como se ve, quedan reducidos a sesenta y seis(72 + 1-1). (N. del T) 43. En realidad, Beslayhabía nacido el 4 de julio de 1795. Porconsiguiente, en marzo de 1871 no tenía setenta y

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dos años, sino que andaba por los setenta y seis.(N. del E.) 44. Vinoy notifica: "Los insurrectosarrojan las armas y se rinden a discreción; elllamado Duval perece en la refriega".

45. Las actas oficiales de la Comuna fueronsalvadas del Hótel-de-Ville el martes 23 de mayo,por un amigo del secretario Amouroux, hechoprisionero la víspera. El autor ha vuelto aencontrarlas recientemente en el museoCarnavalet. Con ellas, puede rectificar muchascosas y llenar ciertas lagunas.

46. Beslay, en su libro Mes Souvenirs, publicadoen 1873, dice: "La caja era de algo más decuarenta millones". No quiso, sin duda, hablar másque del numerario que le habían enseñado. DePloeuc dice en su declaración: "243 millones".(Encuesta sobre el 18 de marzo.) 47. Vésinier,Cluseret, Pillot, Andrieu (Louvre); Pothier,Serraillier, J. Durand, Johannard (Boursé);Courbet, Rogeard (Luxembourg); Sicard (Palais-Bourbon); Briosne (Opéra); Philippe, Lonclas

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(Reuilly); Longuet (Passy); A. Dupont(Batignolles); Cluseret, Arnold (Montmartre);Menotti Garibaldi (Buttes-Chaumemt); Viard,Trinquet (Ménilmontant).

48. Eran de una fe sublime, en su ingenuidad.Oímos en un ómnibus a dos mujeres que volvíande las trincheras de ver a sus maridos. Unalloraba, la otra decía: "No te apures, nuestroshombres volverán. Además, la Comuna haprometido cuidarse de nosotras y de nuestroshijos. Pero no, es imposible que muerandefendiendo una causa tan buena. Y mira, yoprefiero ver al mío muerto antes que en manos deesos versalleses".

49. Heroína que se distinguió por su arrojo en lasjornadas francesas del 92.

50. Estas cifras han sido cuidadosamentecompulsadas; de visu, primero, durante la lucha;después, por los comandantes de ejército, oficialessuperiores y funcionarios de la Comuna. El general

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Apert ha trazado cuadros puramente fantásticos.Ha creado brigadas imaginarias, ha construidoefectivos de ejército en condiciones de tomar lasarmas, como si todos los batallones designadoshubieran realmente salido; ha hecho doblesempleos continuos. Llega así a asignar más de20.000 hombres a Dombrowski, y hasta 50.000 alos tres comandantes. Su informe está lleno deerrores de nombres y de distribuciones, ignorahasta el apellido de algunos comandantesgenerales.

51. Audiganne, « Revue des Deux Mondes ». 15 demayo de 1871.

52. El Banco reclamó más tarde sus millones alseñor Thiers, que remitió la reclamación alConsejo de Estado. Éste consideró que el Bancopodía estar satisfecho por no haber tenidopérdidas mayores, y declaró al Estadoirresponsable, como pudo comprobar la comisiónde presupuestos. Pules Simon, Le Gouverment deM. Thiers.) 53. "Los federados que ocuparon el

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Hótel-de-Ville emplearon las cucharas y tenedoresde hierro, no los de plata. La plata entregada a laComuna fue exactamente fundida en la Casa de laMoneda: no se extravió ni una pieza". (Informeenviado el 9 de marzo de 1887.) 54. Solamente selibertó a condenados militares, un individuocondenado por robo de madera durante el sitio,algunos inculpados; en total, veinte personas.

55. El 12 de mayo, en la barricada del Petit-Vanves, un oficial de ingenieros de la divisiónLacretelle, 2° cuerpo, el capitán Rozhern, fuehecho prisionero. Conducido ante el comandantede trinchera, dijo: "¡Sé lo que me espera!¡Fusílenme!" El comandante se encogió dehombros y le llevó el preso a Delescluze: "Capitán-dijo el delegado-, prométame no combatir contrala Comuna, y le dejo libre". El oficial lo prometió,y profundamente conmovido, pidió permiso aDelescluze para estrecharle la mano. Desde laapertura de las hostilidades hasta el 23 de mayo,los federados no fusilaron un sólo prisionero,oficial ni soldado. Los rigores de la guerra no se

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aplicaron más que a tres espías, y eso después deser juzgados.

56. La minoría tenía por lo menos veintidósmiembros: Andrieu, Arnold, Arthur Arnould,Avrial, Beslay, Clémence, Víctor Clément,Courbet, Frankel, Eug. Gérardin, Jourde,Lefrançais, Longuet, Malan, Ostyn, Pindy,Serraillier, Theisz, Tridon, Vallés, Varlin yVermorel.

57. Blanchet, ex capuchino, declarado variasveces en quiebra; Émile Clément, que en tiemposdel Imperio se había ofrecido a la policía. RaoulRigault había registrado cuidadosamente loslegajos de la prefectura.

58. Los jefes de legión dijeron que diez mil; laverdad está entre ambas afirmaciones.

59. Después de la muerte de su jefe, la sociedadVaysset reclamó a Barthélemy Saint-Hilaire unos39.000 francos. El almirante Saisset apoyó la

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reclamación, y fue entregada una cantidad de15.000 francos. La sociedad insistió para que lepagasen el resto con los fondos tomados a losfederados; trató incluso de hacer un chantaje alalmirante, que acabó por mandarla a paseo.Perdida toda esperanza, la sociedad publicó en1873, con el nombre de la viuda de Vaysset, unfolleto lleno de falsedades, para justificar sureclamación, folleto adoptado por los figaristascontra todos los hechos y documentos. Hutzingerprotestó, comenzó incluso un folleto de refutación,después se hizo confidente y, descubierto,abandonó Londres, Bruselas.

60. El 23, Picard telegrafía al procurador generalde Aix: "La República ha sido afirmada de nuevoen una proclama de la Asamblea". La proclamaque la Asamblea se negó a terminar con el gritode: "¡Viva la República!"

61. Claude, jefe de seguridad durante el Imperio.(Encuesta sobre el 18 de marzo.) 62. Nadie seindignó más que Tolain en 1876 contra Jules

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Favre, que declaraba que no dependía de nadiemás que de su conciencia. En abril de 1896, esteex trabajador, transformado en senador biencebado, escribía a sus electores, que leconvocaban para que diese cuentas de su gestión,que él no tenía "otra regla de conducta que suconciencia".

63. "Le Soir".

64. "Le Drapeau tricolore", revista semanal.

65. El original de este despacho se ha perdido: lohemos reconstituido gracias al testimonio delhermano de Dombrowski y de varios miembros dela Comuna.

66. Civiles con brazalete tricolor, al servicio deVersalles dentro de París. La entrada de las tropasde Thiers armó a los que aún no habían sidoarmados por las conspiraciones. Véase, a esterespecto, el capítulo 24.

67. No es ésta la opinión de Vuillaume, que

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explica la participación de Beaufort en la Comunapor el hecho, desconocido de Lissagaray, de serBeaufort primo de E. Morcau, miembro destacadodel Comité Central.

68. Paul Bourget, "Le Figaro", 13 de diciembre de1895.

69. Hoy plaza de la República.

70. Charles Keller, autor de la canción: ¡Obrero,coge la máquina!

71. En el mes de agosto de 1870, en Bruselas,donde el destierro nos había reunido, me dijo: "Sí,creo en la proximidad de la República, pero caeráen manos de la izquierda actual y después seguiráuna reacción. Yo moriré en una barricada,mientras que Jules Simon será ministro".

72. Este Quinsonas formó parte de la "comisión delos asesinos".

73. Lissagaray no designa a Boulflers y Clavier

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más que por sus iniciales. Nosotros restablecemoslos nombres, de acuerdo con la "Calhiers Rougesde Vuillaume", t. II; p. 174 y X, p. 182. SegúnVuillaume, ni Genton ni François se encontrabanpresentes.

74. En una bodega de la plaza Voltaire, vimosentrar el domingo por la mariana a unos soldadosjóvenes, fusileros de marina de la quinta de 1871.¿Hay muchos muertos?, preguntamos. "-¡Ah,tenernos orden de no hacer prisioneros! El generallo ha mandado. (No pudieron darnos el nombre desu general.) Sí no hubieran incendiado, no se lesharía eso; pero como lo han hecho, hay quematarlos". (Textual.) Después, dirigiéndose a sucamarada: "Esta mañana, ahí (y señalaba labarricada de la alcaldía) llegó uno de blusa. "¡Nome fusilaréis!", dijo. -¡Oh, no! Le hicimos pasardelante de nosotros, y ¡pim, pum!... ¡Cómopataleaba!"

75. Karl Marx acaba así La Guerra Civil enFrancia: "El París de los obreros de 1871, el París

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de la Comuna, será celebrado siempre como laavanzada de una nueva sociedad. La memoria desus mártires vivirá, como en un santuario, en elgran corazón de la clase obrera".

76. "Daily News", 8 junio del 71. "Times", 31 demayo del 71.

77. "He visto, decía el "Times" del 29 de mayo,una joven vestida de guardia nacional, con lafrente erguida, entre los prisioneros que llevabanlos ojos bajos. Esta mujer, alta, de largos cabellosrubios, desafiaba a todo el mundo con la mirada.La multitud la insultaba; ella no pestañeaba, yavergonzaba a los hombres con su estoicismo".

78. Juicios del 28 de diciembre del 72 y abril del73.

79. El "Times".

80. La calumnia versallesa le persiguió hasta en suagonía -murió en Versalles-. Contó que se habíaconfesado con un jesuita y desautorizado sus

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escritos ante los gendarmes y las hermanitas. Laverdad es que su madre, muy devota, introdujo alcura a la cabecera del moribundo, aprovechandoun acceso de fiebre purulenta.

81. Informe del capitán Guichart: Encuesta sobreel 18 de marzo, 1. 3, p. 318.

82. "Le Drapeau tricolore", 1.° de julio de 1871.

83. Estos detalles están tomados de numerosasnotas proporcionadas por los prisioneros y porpersonas enteramente ajenas a la Comuna:consejeros municipales de los puertos de mar,periodistas extranjeros, etc.

84. La frase francesa: "Estar en el bosque deBondy equivale a estar en una ladronera". (N. delT.) 85. La orden de pegar fuego a Hacienda erarealmente apócrifa. (V. Vuillaume, Mes CahiersRouges, 1. VII).

86. La familia y la moral triunfaban en toda la

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línea. Al día siguiente de la caída de la Comuna, elprimer presidente del tribunal de casación,Devienne, mediador oficial en los amores deNapoleón III con Marguerite Bellanger, volvía aocupar solemnemente, ante todas las cámarasreunidas, su sitio, de donde el pudor de les gentesdel 4 de setiembre le había expulsado.

87. Henri Brisac: Recuerdos de la prisión y delpresidio. A. Balliére: Recuerdos de un evadido deNouméa. Viaje de circunnavegación.

88. "L'Industriel Alsacien", 5 de abril de 1876.

89. "Le Journal de l'Alsace", 29 de marzo de 1876.

90. Informe de la Comisión de Indultos, presentadopor Martel y Voisin.

91. El 2 de diciembre de 1876, Baron, ex delegadode los contables en el congreso obrero, fuepresentado al tercer consejo por haber sidosecretario de la delegación de Guerra. "Losseñores del consejo -dijo el presidente-observarán

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que el acusado mantiene los sentimientos que leanimaban en 1871, ya que le hemos visto en 1876formar parte de un congreso obrero". Para estemilitar, un congreso obrero equivalía a unainsurrección. Baron fue condenado a ladeportación.

92. No damos recortes, sino citas enteras.

93. La embriaguez ha sido siempre el argumentoescogido de los narradores reaccionarios. Elpadre Loriquet atribuía al vino los decretos de lanoche del 4 de agosto; en 1848, en el Luxembourgse deliberaba entre botellas, etc.

94. Jules Simon decía otro tanto en "Le Gaulois"de 1895.