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Lírica ecuatoriana del siglo XX Hernán Rodríguez Castelo La suma de nuestra lírica del siglo que feneció. Este es el asunto. Asunto con alta carga de pasión, porque nada cifró tan hondamente la pasión como la palabra lírica. Mirada larga a las avenidas de un pasado que en buen tramo caminamos junto a esos grandes cifradores, l anterior lo vivimos de cálidas noticias, lecturas y memorizaciones escolares y ese repetir poemas que, como toda poesía auténtica, tenían algo de fórmula sagrada: “Hay tardes en las que uno desearía...”, “El viejo campanario / toca para el rosario...”, “Hoy cumpliré veinte años, amargura sin nombre...” ¡Torres de Dios! ¡Poetas! ¡Pararrayos celestes, que resistís las duras tempestades, como crestas escuetas como picos agrestes rompeolas de las eternidades!, escribió Rubén al romper el siglo -en París, en 1903-. Y cumbres son poemas y poetas, altas torres, graves crestas silenciosas y plenas de sonido, hieráticas y festivas de juegos fascinantes, luminosas y traspasadas de livideces y enigmas. Son las palabras de la tribu. No palabras sueltas, sino un coro: detrás de muchas de las voces de este libro -que es un libro de voces- cabe escuchar las de un escuadrón que, hermanado, irrumpía en el tiempo provisto de rico bagaje de voces antiguas y equipado con buen instrumental para decir la novedad de lo propio. Toda antología tiene algo de galería de piezas memorables y hasta, si el antólogo se acartonó de frialdades y solemnidades, de mausoleo ilustre. Lo que dijo -con la nerviosa intensidad de la expresión lírica- Bruno Sáenz en su poema “Un poeta, en una antología”: Un nombre descarnado, igual al hueso limpio, a la piedra porosa; las fechas -dos-, abajo, entre paréntesis: algo muy parecido a una esquela mortuoria, a lápida esculpida en la inmortalidad de un trozo de papel, a un epitafio escrito sobre la nada, sobre casi nada. ¡Voltea, ya, el sudario, la hoja amarillenta!

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Lírica ecuatoriana del siglo XX

Hernán Rodríguez Castelo

La suma de nuestra lírica del siglo que feneció. Este es el asunto. Asunto con alta carga de pasión, porque nada cifró tan hondamente la pasión como la palabra lírica. Mirada larga a las avenidas de un pasado que en buen tramo caminamos junto a esos grandes cifradores, l anterior lo vivimos de cálidas noticias, lecturas y memorizaciones escolares y ese repetir poemas que, como toda poesía auténtica, tenían algo de fórmula sagrada: “Hay tardes en las que uno desearía...”, “El viejo campanario / toca para el rosario...”, “Hoy cumpliré veinte años, amargura sin nombre...”

¡Torres de Dios! ¡Poetas!¡Pararrayos celestes,que resistís las duras tempestades,como crestas escuetascomo picos agrestesrompeolas de las eternidades!,

escribió Rubén al romper el siglo -en París, en 1903-. Y cumbres son poemas y poetas, altas torres, graves crestas silenciosas y plenas de sonido, hieráticas y festivas de juegos fascinantes, luminosas y traspasadas de livideces y enigmas.

Son las palabras de la tribu. No palabras sueltas, sino un coro: detrás de muchas de las voces de este libro -que es un libro de voces-cabe escuchar las de un escuadrón que, hermanado, irrumpía en el tiempo provisto de rico bagaje de voces antiguas y equipado con buen instrumental para decir la novedad de lo propio.

Toda antología tiene algo de galería de piezas memorables y hasta, si el antólogo se acartonó de frialdades y solemnidades, de mausoleo ilustre. Lo que dijo -con la nerviosa intensidad de la expresión lírica- Bruno Sáenz en su poema “Un poeta, en una antología”:

Un nombre descarnado,igual al hueso limpio, a la piedra porosa;las fechas -dos-, abajo, entre paréntesis:algo muy parecido a una esquela mortuoria,a lápida esculpidaen la inmortalidad de un trozo de papel,a un epitafio escritosobre la nada, sobre casi nada.¡Voltea, ya, el sudario, la hoja amarillenta!

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Valga el aviso. Aquí no estará el hueso limpio, sino haces de nervios y girones de carne palpitante; espíritu reacio a dejarse sepultar, así fuese con la promesa de marmóreo monumento funerario. De allí que en los casos más altos -más altas las torres, más agrestes los picos-estas páginas -luminosas, no amarillentas- incitarán a seguimientos y lecturas o nuevas o renovadas.

Y como, en su hora, estos poetas y poemas memorables, imprescindibles para dibujar el horizonte de la palabra ecuatoriana en el sigloXX, fueron parte de una historia viva, bullente, siempre en agónico tránsito -a la vanguardia de tantos otros tránsitos- es lo que tratará de mostrar sumariamente este prólogo.

REZAGADOS Y ANUNCIADORES

El siglo XX de la literatura -se ha dicho hasta hacer del aserto lugar común- comienza bien entrado el siglo. Acaso lo que hacía falta era un corte traumático que acabase con la inercia dulzona de la belle epoque. Y eso fue la primera gran guerra.

Con mayor razón aún, el siglo XX de la lírica ecuatoriana comienza bien tardíamente. Es sabido que nuestros poetas dependían por lecturas, modas y posturas de lo que se hacía en Europa y que les llevaba su buen tiempo apropiarse de lo que les llegaba acá como novedad exactamente cuando había dejado de serlo.

Testimonian este fenómeno literario -con raíces sociales y económicas que el Marxismo nos enseñó a ver debajo de la epidermis de los aconteceres y producciones de cultura- los poetas de las dos primeras secciones de esta antología.

La primera atestigua la presencia lírica de esa que he llamado generación de transición hacia la modernidad -es decir, de tránsito del XIX al XX-. Gentes nacidas entre 1875 y 1890 y que comienzan a hacer literatura de significación ya bien entrado el nuevo siglo -algunos perduran en el quehacer largamente.

Con las gentes más lúcidas y decididas de ella nuestra lírica se despega definitivamente de la expresión lastrada de mensaje, directamente emotiva -hasta dar en lo sentimental del romanticismo y la grandilocuencia neoclásica- y cómodamente instalada en lo obvio, y busca condensación de fórmula verbal y recatada intensidad emotiva. Es nuestro parnasianismo.

Representan esta hora matinal de nuestra lírica del siglo un poema justamente famoso de Alfonso Moscoso: “Los aserradores” -vesión provinciana y rural del parnasianismo-, y una selección mínima de nuestros dos mayores parnasianos, Aurelio Falconí y J. Fálquez Ampuero, este último nuestro mayor parnasiano, selectivo de grandes lecturas -su maestro de perfección formal fue Heredia- y dueño de fina erudición cultural y artística.

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Importa recordar que dos poetas habían anunciado este parnasianismo: el Llona más contenido y plástico -al estilo de los poemas sobre cuadros de Cluysenar o Gleyre- y César Borja.

Y LLEGO EL MODERNISMO

Y llegó el modernismo -he escrito en una anterior antología 1-. Con su fanfarria rubendariana, con sus languideces y splen , con sus ávidas y un poco enfermizas lecturas de “Heine, Samain, Laforgue, Poe y sobre todo mi Verlaine”, que decía Noboa Caamaño.

Y no resisto a seguir con ese texto que, releído, hallo imposible de superar en los cortos espacios concedidos a esta introducción.

Hacia 1910 hizo entrada el cortejo. Las revistas se multiplicaron para acoger todo ese bullir de voces -Altos Relieves y Letras fueron las más notables-, y los diarios abrieron un espacio para la brillante novedad: El Guante sus “Páginas literarias” y El Telégrafo su “El Telégrafo Literario” -que sería el hogar de Medardo Angel Silva.

La turbulenta y radical transformación política nacional -la Revolución Liberal- que había llegado hasta a hacer temblar algunas rancias estructuras feudales y había abierto paso a una nueva burguesía -municipal y espesa como todas las burguesías que se asoman a un nuevo “status”-, leudaba en el fondo de este agitarse de las aguas líricas. De abajo surgirá el mayor poeta guayaquileño de lahora, al que la cerrada aristocracia porteña mirará con invencible recelo, y en los cafés quiteños se apiñarán aristócratas venidos a menos con gentes de la recién estrenada clase media. Y hasta el joven burócrata dará sus tímidos pasos por jardines de exquisiteces antes reservados a los privilegiados de la fortuna. Unos y otros -estos otros sin conciencia del contrasentido que su postura implicaba- se daban a la fuga de la realidad social y el compromiso político. Pero en el caso de los auténticos creadores literarios -y los mayores creadores del período fueron poetas- abrían nuevos espacios a la libertad y conferían un nuevo sentido y dimensión a la poesía misma y al arte. Con ellos, según lo dijera J. J. Pino de Icaza, que tan cerca estuvo de la empesa, “pasó la hora del indocto Filisteo, que, académico, político, banquero, seudo moralista -en el mundo burgués de la traición placista- se indignaba contra los cánones del Arte por el Arte, se enfurruñaba contra las audacias mentales de los estetas novecentistas...”. Eso fue lo que onquistaron con sus febriles experiencias a lo belle epoque de voluptuosidad, placer, opio y morfina los primeros modernistas ecuatorianos.

Pero lo que cuenta son los poetas. De un escuadrón tupido y rico, la criba del tiempo dejaría seis altas figuras: Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro, Arturo Borja, Medardo Angel Silva, Alfonso Moreno Mora y José María Egas.

Ciertos rasgos estéticos constituyen un auténtico aire de familia -generacional, por supuesto- de los seis, a pesar de que la geografía

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hacía de Moreno Mora un ser un tanto extraño y ráfagas de devoto misticismo enfervorizaban el canto de Egas.

Los seis poetas -y todos los otros modernistas del primer irrumpir generacional- son en extremo sensibles a los refinamientos estetizantes del modernismo y procuran crear un ámbito en donde cualquier lujo tenga su lugar natural. Del parnasianismo toman, gustosos, las calidades plásticas, prefiriendo las más sensuales. Y aportan una musicalización de los motivos que el parnasianismo -un poco hierático siempre- apenas desarrolló: nuevos ritmos, juegos y efectos sonoros inéditos, extrañas y sutiles impresiones auditivas.

Son estos poetas dignos nietos de los más exaltados románticos y de allí su extremo subjetivismo, su agobiadora carga sentimental; pero el Parnasianismo les ha enseñado contención formal y condensación lírica, y del Simbolismo han aprendido el arte de la sugestión, las extrañas resonancias, los ambiguos silencios.

De los seis, el más directo y desgarrado, el más cordial en la expresión de sus vivencias es Ernesto Noboa Caamaño. De “doloroso expresivismo” habló en su caso Benjamín Carrión. Su musicalidad es menos sutil que la de Fierro y menos armónica y rica que la de Borja, pero es más fácil y libre. En la mayor parte de su obra -y la más característica- el clima es gris y desolado. De un gris desvaído y triste. Y apenas hay clima en poemas como “A mi madre”, que es la nuda queja salmodiada. Cuando el clima se adensa -es el caso de “Emoción de una flauta en la nohe” y “Luna de aldea”- es delicadamente nostálgico. Directo y siempre en tono de visceral confesión, Noboa apenas usa más recursos que los patéticos de interrogación, admiración, suspensión, repetición. Y los usa con gran espontaneidad. Y toda la imaginería participa de ese ser como interior, con mucho más de emocional y patético que de plástico.

Arturo Borja es el más musical de los modernistas ecuatorianos. Para todo, hasta para los más obscuros y dolorosos sentimientos de melancolía y tedio, halla formas melódicas brillantes. Y, dado a esa sostenida musicalización de los motivos, ensaya y combina con capricho versos de variadas medidas y ritmos de insólitos efectos. A todo ello debe su fina calidad sonora, de tan mágicas resonancias, “Primavera mística y lunar”. Aprendió, de modo ejemplar, este raro adolescente la lección parnasiana y simbolista y rodeó sus impresiones estéticas y evocaciones culturales de un clima de admirable refinamiento. Al estilo de la bella postal a Lola Guarderas. Pero generalmente su paleta, reducida, está asordinada; su color tiene algo de delicuescente y casi desvaído. Y lo plástico se reduce a imaginaciones y vagos ensueños: el mundo exterior le producía hastío. Y acabó por escapar a él, tan prematura como dolorosamente. Poemas como “A Misteria” dejan entrever, a una luz de sobrecogedoras livideces, las honduras hacia las que señalaba el timón de su frágil nave. ¡Qué formidables imágenes las de esos cuatro últimos alucinantes versos!

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En Humberto Fierro damos con la actitud más estetizante del modernismo ecuatoriano. Señorial en sus maneras líricas y celoso de la perfección formal, no es, sin embargo, frío, ni mucho menos. Es un simbolista de corazón unas veces trémulo (¡esos dos últimos versos de “El fauno”!), otras vibrante (el júbilo interior de “Pascua de resurrección”). El poeta, dado, como todos sus compañeros, a saborear tedios y amarguras, sabía que el arte tiene sus poderes y ama las distancias. Y recató sus sentimientos en la rica alusión cultural. Sólo que el hastío de vivir y la melancolía pusieron una pátina nostálgica en todos esos castillos, cacerías, ojivas de piedra, selvas, náyades, faunos, antigüedades y lacas. Convirtieron lo que en manos de un parnasiano pudieron haber sido espléndidos paneles en postales un tanto tristes de asordinada música. Jugó con las tintas más añejas y nostálgicas de Wateau, Corot y Fragonard, sólo para terminar por sumirse en la más dolorosa desnudez del sentimiento. Apenas un matiz de condensación y densidad intelectual separa “Dilucidaciones” de los cantos desgarrados de Noboa Caamaño.

Medardo Angel Silva se abrió a la poesía bajo el alto patrocinio formal de Rubén Darío, que le enseñó musicalidad sonora y, algo, exotismo de los motivos, y de Herrera y Reissig, maestro de perfección y contención líricas. Pero la sustancia espiritual la tomó de otros lados; de la poesía francesa de finales de siglo: Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Samain; Baudelaire, sobre todo. Y en América, Amado Nervo. Con todo ello, tanto el espectro temático como el registro sonoro del poeta fueron más amplios que los de sus compañeros de promoción, y espectro y registro se abrían a luminosos horizontes cuando un absurdo accidente segó la vida del poeta a los veintiún años.

De 1915 es el libro de madurez del poeta, El árbol del bien y del mal. Dominio del movimiento estrófico, fina captación sensorial y certera metáfora de cuño modernista se ponen al servicio de una lírica de entrañable humanismo y cálida ternura (“Aniversario”). A partir de ese nivel formal y tono se darían ahondamientos y vuelos. En las “Estancias”, al mundo brillante, sensual y sibarita del modernismo de moda (en Ecuador, porque en América declinaba ya), se sobrepone un mundo más extraño y abisal -obscuras llamadas de infancia, vivencias religiosas de culpa y expiación, un amor saturnal-, que afonda hasta la Estancia XIV, agitada por ese hálito de que sólo son capaces los grandes poetas. A partir de entonces, variaron los motivos, pero el tono fue sostenido y la forma tuvo la coherencia de un estilo. Decidieron de la grandeza de los poemas obscuros llamados o altas iluminaciones. En los momentos de mayor plenitud el poeta se asomó por encima de su facilidad formal, a simas, casi siempre religiosas, sombrías y desasosegantes. Así “El cazador” o ese verso, alto y hondo, de la “Epístola” a Arturo Borja, que tiene algo de dantesco: “Tú, que ves la increada luz del alba que ciega”. De allí se abrió el canto, acaso tras las huellas de Walt Whitman, a un discurso lírico de amplio módulo y exaltado tono. De los dolores personales, a júbilos patrióticos. Esta etapa

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fue la que truncó, apenas iniciada, su prematura partida. La hermana tornera, que el poeta dijera, le cayó encima, impaciente, cuando él templaba su instrumento para himnos de oro y vibrantes dianas a la aurora triunfal.

Alfonso Moreno Mora florece en una comarca saturada de poesía rural y devota, la bella región azuaya, y su lírica se puebla de cantos de pájaros, colinas, tierra, yerba, árboles, apriscos. El ritmo se contagia de la dulce paz campesina, y en esa paz el sentimiento cala tranquilo y hondo. Hombre muy al día, se apoya en categorías simbolistas -y aun más avanzadas: las Arias Intimas de Juan Ramón Jiménez- para superar el facilismo y sentimentalismo de la poesía cuencana del XIX. De todas esas tensiones y contrastes cobra personalidad su expresión poética.

En José María Egas el sentimiento simbolista del tedio, hastío y angustia se carga de religiosidad hasta tornarse plegaria. Se mueve en los niveles estéticos del Modernismo: es musical y sensual. Pero en ambas notas rehúye lo refinado, y prefiere lo fácil: retórica más bien simple y como espontánea; ritmos marcados y músicas sonoras. La peculiaridad mayor de Egas es que fue el único de los seis poetas que atravesó las ocho primeras décadas del siglo y las atravesó con su espíritu y formas modernistas intactas. Mientras los compañeros de generación que no habían sucumbido al primer asalto iniciaban y consumaban las más variadas expediciones líricas -como se verá en el siguiente apartado de este libro-. Pasado el tiempo del Modernismo -del cual son los poemas de la antología- Egas se convirtió en una figura aberrante de la lírica ecuatoriana.

Página heroica y en mucho ejemplar de la historia literaria ecuatoriana fue el modernismo, que llegó atrasado y vivió breve y atormentada existencia. Desbrozó caminos y señaló el norte a la poesía ecuatoriana del siglo: entregha total al quehacer poético, celoso respeto a la autonomía del arte y absoluta fidelidad a los requerimientos interiores del poeta. Sobre ese espíritu se alzaría lo que estaba por venir, la primera gran cordillera de la lírica ecuatoriana del siglo, con los picos más altos.

VANGUARDIA Y POSTMODERNISMO

Fue arduo para los poetas ecuatorianos coetáneos de los modernistas liberarse de las seducciones a que ellos sucumbieron. Y es en extremo sugestivo indagar por qué caminos, primero humanos y después líricos, lo hicieron. Acaso no se ha reparado lo suficiente en las maneras de ese tránsito y en cómo marcaron la expresión de estos poetas.

Un camino era estrictamente literario y consistía en unirse a la ola de inquietud vanguardista que recorría América

Los vientos del nuevo siglo agitaron en Europa la fiebre de los “ismos”, desde el Futurismo de Marinetti y el Dadaísmo de Tristan Tzara,

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que se lanzó el 8 de febrero de 1916, en el Café Voltaire de Zurich, en ceremonia bohemia iconoclasta, irracional, caprichosa y lúdica. Seguiría el Superrealismo de Breton al comienzo de los veinte.

Un chileno se abrió desde París a esas novedades que parecía que iban a demoler y revolucionar la formas artísticas convencionales. Sin más haber que un puñado de poemas innovadores nutridos por todos esos “ismos”, pero con la más firme decisión vanguardista, Huidobro funda en Chile el Creacionismo.

La respuesta argentina al reto del Creacionismo fue el Ultraísmo, iniciado en 1921 por Borges.

Y la ola recorría toda la espina dorsal de esta América nuestra, explotando en nuevos “ismos”, como el Estridentismo mexicano, o cuajando en la obra de figuras vigorosas que sin adscribirse a “ismo” alguno creaban con el espíritu que los animaba. En Colombia fue León de Greifff. Y en el Ecuador, Hugo Mayo.

Del 20 al 30 hay en nuestro país fervor por unirse a esas expediciones de vanguardia. Nacen las revistas Singulus, Proteo y, sobre todo Motocicleta, subtitulada “índice de la poesía de vanguardia”. El alma de todas ellas fue Hugo Mayo, y en Motocicleta lo fue todo: el dueño del taller, el mecánico que urdía sus divertidas piezas y el piloto que echaba a correr vertiginosamente esa “motocicleta” espantando a gazmoños que aún circulaban en coches de caballos. Hugo Mayo fue, además, el único gran poeta de ese empeño y el que persistió, en austera soledad, en el quehacer sin abdicar nunca de un fresco y libre espíritu vanguardista. Por ello abre nuestra selección de este tercer capítulo y lo abre con poemas de varias épocas -hasta donde es posible establecer una cronología estricta en obras que se publicaron tan tardíamente (solo en 1976 Poemas, en 1982 El zaguán de aluminio y en 1984 Chamarasca) y tan desordenadamente y con absoluta falta de referencias temporales.

Comienza esta breve selección por poemas de El zaguán de aluminio. Hablaba allí el poeta de sus “novimorfos poemarios”, y “Visión de esquina” luce en su nerviosa imaginería toda la osadía de Dadá y el Futurismo -ese final de 110 VOLTIOS y 42 CYCLOS está en pleno futurismo.

Pero, sin perder sorpresa en sus imágenes, las traspasa de nostalgia y adensa de un lirismo muy americano en “El zaguán de aluminio” o las abre, ¡qué tempranamente!, al realismo maravilloso. En pleno realismo maravilloso está ya “Sepelio del papagayo K”, de Poemas.

No fueron solo las excentricidades -necesarias en la hora de ruptura- de Dada: era el goce de la libertad creadora que los dadaístas habían estrenado. Hugo Mayo, libre, no ejercía esa libertad en la epidermis del trabajo lírico. “Me quemo en lo esencial”, proclamaba (“Los insomnios”). Pudo por ello calar con ese instrumental renovado en la angustia humana (“La vida es un traspié”) y esa libertad le permitió aprovecharse del tesoro acumulado por el modernismo, musical y rítmico. Su ritmo manejó por igual la quiebra versal que los serenos

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endecasílabos de “Poema turbio”. Y el ritmo cobraría poderes para evocar los motivos (“Presencia de la golondrina”). Igual libertad en la sintaxis, que llegó a los más audaces extremos de la parataxis, que corta y une con efectos inéditos -entonces y aun mucho después- de sorpresa y choques semánticos de los que saltan chispas y luz.

Los últimos poemas recogidos son de Chamarasca -su último libro-, cuando toda esa retórica -que fue nueva en la hora vanguardista y nunca dejó de serlo- cobró severidad, casi austeridad, hasta llegar a la desnudez de impresiones fraguadas en metáforas, vivencias cifradas en choques de imágenes y conceptos, extrañezas y perplejidades hechas asombro formal-verbal, hasta llegar al borde del hermetismo, un hermetismo rico de incitaciones. Se llegó, sin perder estos brillantes poderes de juego lírico, a grupos versales tan simples que se redujeron, suficientes, plenos, al par de líneas: “Traidora flecha en mi agonía / llegaste a destiempo” (“Mensaje de un insepulto”). Y fueron pares de líneas que cifraron la totalidad final de riquísima vivencia poética, tensas de extraños sentidos (“¿Por qué la vigilancia del sol / en la mañana del Paraíso?”) y desolados sentimientos (“Los días lloran / por su cielo de pájaros mendigos”).

El otro camino para escapar de la trampa hedonista y de paralizante ensimismamiento del modernismo fue un abrirse a la acción política y un volver a las cosas y la tierra. “En el Romanticismo y el Modernismo se concedió poco lugar a las cosas y la tierra, y estas servían solo de ocasión para probar la maestría del lenguaje, efectuar juegos musicales o presentar la decoración de fondo del poema”, escribió Carrera Andrade. La acción política de los jóvenes poetas fue entusiasta y apasionada por el hombre -era la hora del naciente socialismo-, pero daría pronto en frustraciones y desencanto. Quienes en verdad eran poetas entendieron que su ministerio era el de la palabra y a él se entregaron con pasión y celo ejemplares. Cabe decir que su grandeza corrió pareja a la dimensión de esa pasión.

Tres son las cumbres mayores del postmodernismo que así se alzó de las desoladas iluminaciones de nuestro modernismo: Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y Alfredo Gangotena, y con amplios espacios dedicados a estos tres poetas se abre esta sección de la antología.

Jorge Carrera Andrade fue uno de los poetas de la generación que más decididamente se dio a purgar sus extravíos hedonistas modernistas en la acción política. En calidad de secretario general del Partido Socialista viajó al V Congreso Internacional de Moscú. Pero nunca pasó de Hamburgo y en Europa volvió a darse por entero a lo que era su destino: la poesía. Sobreponiéndose a imágenes de bucólica provinciana, las fugitivas vistas de un convulsionado mundo de preguerra se harían poemas en El tiempo manual (1935). El contacto con el mundo japonés invitó al poeta a una forma de extrema condensación y produjo Microgramas y País secreto (de 1940 los dos). Comenzó el retorno a los motivos vernáculos con Lugar de origen (1945),

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y se abrió a la interpretación lírica del mundo y sus claves de sentido en Aquí yace la espuma (1950), Familia de la noche (1954) y Hombre planetario (1959). Después sería la fascinación de la historia y el descubrimiento de las fuerzas elementales de América.

De un tono y maneras amablemente rurales, a lo Francis Jammes, aunque de mayor ingenio (como el que luce en ese delicioso “Vida del grillo”, que podrá leerse en la antología), Carrera Andrade pasó a un inteligente asimilar nuevos ritmos y experiencias imaginistas ultraístas (de esa hora es el penetrante juego metafórico de “Boletín de viaje” y“Edición de la tarde”). Dueño ya de un brillante instrumental retórico, el poeta presenta, deslumbrado, las maravillas de su “lugar de origen”, conjugando ingenio con nostálgica emoción (Lugar de origen). Pero en ese mismo libro, dedicado a laa cosas de su tierra, anuncia los grandes temas, altos y hondos, que le .solicitaban ya. El poema “El viaje infinito” adelanta los motivos cósmicos de la siguiente jornada, la de Aquí yace la espuma y Familia dela noche.

A la etapa rural y provinciana, a la del viajero por la desolada Europa y a la del hombre americano que redescubre su tierra, sigue la del ser elemental y cósmico. Obertura de notas tan sutiles y bellas como cargadas de sentido es “Aquí yace la espuma”, que da su tono y nivel de exigente condensación lírica al libro (de igual título) y los que seguirían.

Vino entonces, más sostenido y sólido, Familia de la noche, de estructura estrófica amplia, de gran libertad métrica y entonación solemne y grave. Con los leitmotivos de la llave y la puerta, símbolos de entrada en el mundo primordial de la infancia -personal y colectiva-con sus procesiones de fantasmas. ¡Y qué hermosa, qué plenamente hermosa, esa superposición de historia e infancia! (Que explicó, líricamente, el poeta en “Las llaves del fuego”, cuando dijo: “Yo fundé una república de pájaros / sobre las armaduras de los conquistadores”).

Y entonces estalló la luz. “Mi hábito de las profundidades -escribió el poeta- me conducía insensiblemente a considerar la luz como el supremo bien. La luz contenía la llave de la existencia terrenal. Cada día era, en sí, el fruto de un combate en que la luz salía victoriosa de la sombra. De ese convencimiento nació mi poema “Las armas de la luz” “. “Las armas de la luz”, uno de los momentos más altos de la poesía deCarrera Andrade -como tal, se lo hallará íntegro en la antología-, se compuso como un discurso contenido y apasionado a la vez, en siete movimientos, con tono de exaltado himno y estupendas imágenes. La revelación suprema del libro -y de la hora- fue de cosmovisión panteísta que se resumía en luz.

De este libro estupendo hay que saltar a Hombre planetario, que es un gran empeño de reconocimiento -lírico- de signos. Atiende -con deliciosa ironía- a los signos de la cínica sociedad capitalista (ese míster Huntington de XI) y contrapone al maquinismo deshumanizante la maravilla de la abeja (XIII) para tornar al gran motivo de la luz como sustancia cósmica a la que todo aspira (XIV) y cantar, con espléndida

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grandeza, su ser de hombre planetario (XVI-XX). Profeta de ese hombre planetario, anuncia el día en que “estallará la paz sobre la tierra”. Todavía habría en “El alba llama a la puerta” una imagen más alta; una utopía más jubilosa e iluminada, que terminaría así: “Todo era lenguaje / divino. / Cada día era un viaje / hacia el dios de la alegría, / todo luz. / El mundo ardía”.

Carrera Andrade, poeta visual por excelencia, mago de un asombroso “taller de metáforas”, con inagotable poder de sorprender, había ido cargando su juego de sustancias; esas chispas de ingenio lírico habían dado luz para ver el mundo; para ver todos los seres integrados en una sola y grande empresa cósmica. Así llegó el poeta a la más honda y totalizadora inteligencia de esas cosas y seres a los que desde sus primeros poemas miró con entrañable simpartía -en el más estricto sentido etimológico de sin-pathos: sentir con-. De un “¡Taller infatigable de la imaginación, en donde se tejen y destejen las más sutiles asociaciones de ideas, fábrica de analogías y metáforas, gran productora de imágenes, al mismo tiempo, antena hurgadora en las esferas del conocimiento, escala tendida desde la tierra para alcanzar las alturas de la libertad espiritual!”, .habló, emocionado, el poeta. En la madurez, seducido por abismos, tentado por hallar llaves y puertas, emprendió incursiones más sostenidas hacia la altura. Hasta llegar a sentir vértigo. Y volver a refugiarse en las cosas. Las amadas cosas de siempre 4.

Carrera Andrade, aventurero de tan alta y sostenida travesía lírica, es, sin duda, uno de los grandes poetas universales del siglo XX 5.

El caso de Gonzalo Escudero es el de un poeta que, formado en el modernismo, quiere apurar esa perfección formal y elevarla a plenitud significante. En un primer momento, el salto es de refinamiento a potencia (a las poderosas imágenes de Hélices de huracán y de sol, 1933); de las tersas superficies parnasianas a las audaces pesadillas superrealistas. Todavía en Altanoche (1947) el poeta está empeñado en un juego metafórico desenfadado, de cuño superrealista: metáforas e imágenes desconcertantes para hacer la crónica lírica de la caótica ciudad moderna. Pero ya se adivina, detrás de toda esa pirotecnia superrealista, cubista y futurista, al poeta de las simples y abisales iluminaciones escatológicas y ontológicas. Ya en esa hora un tanto experimental, una honda emoción cuaja en piezas de alta y estremecida belleza: la “Carta a mi padre muerto”. Y con “Altanoche” -el poma que dio nombre al libro- Escudero alcanza el enrarecido nivel de perfección formal que caracterizaría su expresión lírica, única e inconfundible en la América hispana.

Estatua de aire(1951) significa el hallazgo de la octava real como unidad formal de belleza plena y alto y hermético sentido. En un clima de aire enrarecido y sutilísimas resonancias, el poeta comienza a organizar un mundo nuevo, translúcido, donde ni la tiniebla es tiniebla ordinaria, ni la agonía, agonía cotidiana. Más allá del placer de una

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forma de encaprichado acabamiento, está el dolor esencial de la existencia y la paradojal presencia de la muerte.

A partir de allí el poeta ahonda morosa y lúcidamente en ese trascendental drama ontológico que él dice en términos de ángel, espuma, pájaro, rosa, mármoles, luz, hasta el póstumo Réquiem por la luz (fechado en 1971). Materia del ángel (1953) se abre con el juego tan leve como penetrante de “Contrapunto”; construye entre el tiempo y el no-tiempo de la muerte la “memoria de la transparencia” y culmina con el lírico recuento de los quehaceres del ángel en “Materia del ángel”. Tienta luego una suerte de balance lírico interior en “Autorretrato”, que se construye entre la espléndida síntesis autobiográfica del “Preludio”, donde un alejandrino muy libre ha dado un nuevo tono -tan libre como solemne- al recuento, y el nostálgico “Testamento”. Vuelve a la octava real perfectísima para “Introducción a la muerte”, y canta, con una plenitud formal deslumbradora, el amor de la Señora en los sonetos (otra agrupación estrófica hecha para el acabamiento) de “Balada en cuatro tiempos”. Este ahondar ejemplar en el ser y destino de la poesía frente a luz y muerte se cerró con Réquiem por la luz. Allí el poeta se empeña en penetrar en el secreto de la luz: esa encaprichada y luminosamente agónica octava tercera, que comienza “Esa mi luz de adentro en celosía”; todos esos juegos de paradoja y retruécanos; todas esas interogaciones, como significante lírico del ansia de luz esencial y de trémula fluctuación entre luz y nada. Así culminó la aventura. La aventura de más alta plenitud formal de la lírica ecuatoriana -acaso de la americana- del siglo. Este sostenido e iluminado conjugar ritmo y sonoridades, metáforas y símbolos, paradojas y juegos verbales. Todo con el más admirable equilibrio y todo -esto es lo más admirable de los poemas escuderianos- a la vez leve y grávido de contenido conceptual. Todo ese mundo de imágenes y resonancias es, a la vez, un mundo de sentido.

Alfredo Gangotena se injerta dentro de corrientes de la lírica francesa del tiempo, junto a Suipervielle y a Henri Michaux, y su discursolírico corre por los anchos cauces abiertos por Claudel -la “línea claudeliana”- y las medidas de himno de Saint-John Perse. Para que nada faltase, escribe todos sus grandes poemas menos uno en francés. En la antología se hallará el único poema que escribió en español: Tempestad secreta.

En Gangotena, de entre una tempestad de imágenes arcanas y grandes, emerge un mundo coherente en su sustrato último de espantos y gozos, noches y luz. Su poesía tiene la grandiosidad de un formidable salto a las tinieblas, abisal y trágico. Cuaresma es el libro de la partida a la aventura; del salto al vacío; Ausencia es el libro del no poder arribar y del refugiarse en una sorda e invencible esperanza. En Noche se adensan las tinieblas e irrumpen los terrores nocturnos. Y Tempestad secreta es el poema del hallazgo. Hallazgo final del mundo. Tras tantas soledades, ausencias, noche, amor y espera, un mundo nuevo.

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La poesía de Gangotena es la más libre que se haya escrito en el postmodernismo ecuatoriano. Es torrente irreductible a moldes, a medidas, a maneras y hasta a cauces. Corre bullente, al parece caótica. Estallando en imágenes de perturbadora belleza. Los versos son amplios, magníficos, solemnes, se organizan como los versículos de un salmo bárbaro.

El poeta tiene altos poderes para plasmar en fórmulas felices extrañas sensaciones y altas vivencias. La metáfora es instrumento privilegiado de ese poder. Bellas y sorprendentes metáforas que se suceden a menudo en series enriqueciendo cada una el ámbito de la anterior. Y para las últimas claves de sentido está el símbolo. El clima exaltado y tenso confiere calidades de símbolo hasta a los seres más ordinarios -desde los que se parte para esta agónica búsqueda de luz-. La noche, los muros, la Señora y, por supuesto, la luz misma son símbolos que se nutren de la gran tradición mística de occidente. Y la suma hace de estos hondos poemas una selva de símbolos, donde cada símbolo aporta su nota de luz al gran efecto sinfónico.

Pero el postmodernismo ecuatoriano tiene otros nombres que exigían lugar destacado en una antología de lo que del siglo que feneció debe quedar en la memoria colectiva.

No podía faltar, por supuesto, la gran figura femenina de nuestro postmodernismo: Aurora Estrada, la compañera de Hugo Mayo en la empresa vanguardista de Proteo, poetisa de voz intensa para el desgarramiento interior; de exacto y variado registro formal; con poderes para afondar en impresionantes honduras, agitadas por sobrecogedores vientos desolados (Tiniebla, el Treno IX, sobre todo), y para iluminar reconditeces del corazón humano. La de Aurora Estrada es voz que ha de ponerse junto a las mayores del postmodernismo latinoamericano: Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral.

Solo Como el incienso y Tiniebla se habían publicado de Aurora Estrada cuando, en 1976, apareció en un libro de amplio estudio y al parecer exaustiva recolección de textos el inédito Nuestro Canto2 , y él nos descubrió a otra cantora: abierta a los dolores y tragedias sociales y políticas de esta América nuestra, con canción de cauce ancho y lenguaje recio; grito rebelde y solidario al que la metáfora se integra aportando drama y fuerza, rica de sentidos (“Tu bandera roja manchaba el azul de mi soledad orgullosa / como una ala sangrienta tendida sobre un apasionado mar”). Hemos recogido uno de esos poemas para completar la imagen de nuestra gran postmodernista: “A Francis Laguado Jaime” -que cabe datar en 1929 o 1930-. En “Estroncio 90” esa palabra fue premonitoria del apocalipsis nuclear y contaminante, que pone en riesgo la vida del mundo. Fue siempre fiel la gran fluminense -nació en Juana de Oro, enorme hacienda cacaotera, del cantón Pueblo Viejo, provincia de Los Ríos- a eso que elogiara en memorable retrato de la poetisa uruguaya Sofía Arzarello: “su canción profunda y angustiada” 3.

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Y no podía faltar Miguel Angel Zambrano, el más fiel a la temprana pasión social y política de la generación -llegó hasta la elaboración del Código del Trabajo-, poeta de graves y altas emociones, que irrumpió, tardíamente, en nuestro horizonte lírico con Diálogo de los seres profundos (1957), dolorosa y abisal meditación sobre el hombre, en un clima de símbolos y metáforas de raigambre superrealista, y culminó su parca obra -la publicada se redujo a tres libros- con Mensaje, canto al hombre de la tierra, sus quehaceres, su cólera y esperanza, en verso de acordes amplios florecido en poderosas imágenes. Dos de las XXV “Palabras” en que está dividido ese sostenido discurso lírico han llegado a la antología.

No podían faltar algunos de los entrañables poemas de Miguel Angel León. En ellos apenas se despega del Modernismo, pero se insufla a esa poética y retórica un nuevo aliento, con sabor a tierra y logros de una imaginación que pudiéramos llamar “rural”, anunciadora del realismo maravilloso latinoamericano (“El viento”).

Tampoco podía faltar el gran postmodernista de Cuenca, CésarAndrade Cordero, poderoso en sus metáforas, señorial en su ritmo y hondo en sus iluminaciones de los seres -Neruda o su padre muerto, en los poemas recogidos.

Y ha de completarse la pequeña nuestra con piezas de Augusto Arias -de sostenido y fina producción desde 1920 hasta 1963-, José Rumazo González -creador de la “antimetáfora”, que dio un golpe de timón hacia una poesía iluminada y de alta carga intelectual-, Jorge Reyes -que en su Quito arrabal del cielo logró piezas célebres con deliciosos juegos de imaginería traspasados de nostalgia y animados por sutil humor-, unos memorables poemas vanguardistas de Falconí Villagómez y unos bellísimos sonetos tempranos de Remigio Romero y Cordero, que muestran lo buen poeta que era antes de que lo traicionasen elocuencia, facilidad de versificación y fácil fama.

TRANSICION A LA CONTEMPORANEIDAD

El siguiente tramo de nuestra antología corresponde a poetas de una generación: gentes que nacieron, año más año menos, entre 1906 y 1920. Desde Augusto Sacoto Arias (1907) hasta Nelson Estupiñán Bass (1915). César Dávila Andrade, nacido en el fronterizo 1919, se desprende de perplejidades generacionales -que diremos- y se pone a la cabeza del inquieto y rico primer escuadrón de los poetas de la siguiente generación.

En lírica, la generación resulta pobre si se la compara con la anterior y la por venir. Es, en cambio, importa recordarlo, innovadora y rica en novela -atiéndase a estos nombres: Pablo Palacio, Jorge Icaza, Alfredo Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert, Angel F. Rojas, Pedro Jorge Vera, Alfonso Cuesta-. Diríase que lo que marca a los creadores de esta generación es una seducción por la novela. Es tal, que hasta sus poetas acaban por instalarse en la novela,

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donde se sienten más a sus anchas: Pedro Jorge Vera, Adalberto Ortiz, Nelson Estupiñán Bass y aun Alejandro Carrión -que nunca abandonó el ejercicio poético- tienen obra más consistente en la novela. El mismo Atanasio Viteri se divide entre su lírica y una vigorosa narrativa, épica -La tierra de cristal obscurecida- y novelística -El dios terrestre.

En lírica asistimos con esta generación a un típico período de transición y, como suele acontecer en tales períodos, los creadores se mueven entre el cuidado de no quedarse en lo epigonal de lo anterior y la urgencia de aportar esa cuota de novedad que la historia literaria reclama de cada generación.

Los poetas mayores se aprovecharon de las libertades conquistadas por el postmodernismo y, aunque menos, la vanguardia, y aportaron relativa novedad con una radicalización de las innovaciones retóricas ya en uso para empresas líricas de firme empaque intelectual y decidida voluntad de abordar intransigentemente conflictos interiores y desquiciamientos colectivos.

En esta dirección Augusto Sacoto Arias hace, en 1940, el que me parece el poema paradigmático de la generación: “Sismo” -recogido íntegro en la antología-. En él la angustia y el dolor que agobian el corazón del poeta ante la catástrofe telúrica -que se convierte en metáfora de las catástrofes que flagelaban ya o amenazaban a la humanidad del siglo- hallan poderoso correlato lírico en la ruptura de versos y dislocaciones rítmicas, y en una retórica recia y eficaz: metáforas trágicas, enumeración objetivizante, frialdad descriptiva cuasi documental, repeticiones obsesivas, violentas dislocaciones.

La misma retórica fuerte sirvió para otras creaciones de Sacoto. Así, aunque templada por la gravedad severa del asunto, en “Exortación a la muerte”: ruptura de los ritmo fáciles y avance austero a través de imágenes de gran carga intelectual.

Carrera Andrade -el poeta mayor de nuestro postmodernismo-saludó la novedad de esta manera: “ “Sismo” y “Exortación a la muerte” son dos poemas nuevos que nos estremecen por su realismo y sus imágenes mágicas” (En la página preliminar de la edición de Sismo; exortación a la muerte).

Solo años más tarde fue posible completar la imagen del poeta, cuando Filoteo Samaniego publicó las Obras completas, en 1993 6. Allí pudieron leerse poemas que emparentaban con las empresas dramáticas -traspasadas de un lirismo lorquiano- de Sacoto -Velorio del albañil y La furiosa manzanera , publicadas, y la nunca publicada y solo conocida en fragmentos y enigmáticas noticias Adah-, como el impresionante “Abelito el ciego”, que hemos recogido. Dispersa, increíblemente dispersa, quedó a su muerte la obra lírica del gran poeta -y, pese al notable empeño, me temo que las Obras completas de Samaniego deben tener mucho de incompletas-. Hemos querido completar la selección antológica con uno de sus cantos que abordaron la actualidad del mundo con apasionada voluntad lírica de desnudarlos o iluminarlos. Como la bellísima y dolorosa “Epopeya del

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niño vasco”, su contribución cuando los poetas ecuatorianos dedicaron a la España martirizada de la guerra el cuadernillo Nuestra España 7. El doloroso treno se orquestó en cuatro movimientos. Una pena que solo hayamos podido incluir íntegro el primero, y del segundo, donde se desencadena la tragedia, el comienzo.

Atanasio Viteri fue depurando un juego metafórico riquísimo, hasta hacer de la metáfora instrumento de penetración lúcida y apasionada de motivos de gran intensidad intelectual y cultural -así el “Señor Zola”, recogido en la antología-. Pero volvió a una combinatoria rica de metáforas e imágenes para un férvido captar los obscuros fondos sensuales de la vida y los seres, y con ese instrumental evocó nuestra prehistoria en La tierra de cristal obscurecida, libro de los más bellos que se hayan escrito en nuestra literatura, lírico y épico, en el que una fastuosa imaginería y espléndida plenitud verbal adensa climas para cuadros de estupendo brío narrativo y alta emoción.

Dos aportes significativos hace a la lírica ecuatoriana la generación: formas líricas para la denuncia política y el humor.

En la línea de la poesía política denunciadora se fue desde la evocación de acontecimientos históricos contemporáneos -hecha por Sacoto con altísima tensión lírica en la ya citada “Epopeya del niño vasco”- hasta los poemas desnuda y vehementemente cartelistas de Estupiñan Bass;

En el humor importa destacar la poesía sardónica de Adalberto Ortiz en El animal herido.

Por fin, la generación inicia la poesía de la negritud ecuatoriana. Son dos poetas negros esmeraldeños los que lo hacen: Adalberto Ortiz y Nelson Estupiñán Bass.

Negritud es, también en lírica, ritmo marcado y música elemental -el lector podrá sentirlo y escucharlo en “La tunda para el negrito” y “Sinfonía bárbara” de Ortiz-. Y son tradiciones ricas de mito y magia y bullentes de vida. Una de estas son esos sabrosos e intencionados duelos contrapuntísticos entre poetas populares. Uno de esos duelosentre famosos decimeros y copleros sirvió a Estupiñán Bass de matriz para el más logrado de sus libros, Timarán y Cuabú.

Pero hubo en la generación otras voces que han llegado nítidas hasta esta hora del balance de fin de siglo.

Poetas que forjaron su instrumental en los talleres del postmodernismo y lo ejercitaron en una poesía intimista de nuevos y a veces penetrantes acordes fueron Ignacio Laso, Alejandro Carrión, Pedro Jorge Vera, José Alfredo Llerena, Jorge I. Guerrero.

Otras voces llegaron del campo y la provincia, ricas de entrañables acentos campesinos, lejos ya de la eglógica sentimental, y con recios acordes aprendidos en poetas rurales modernistas. Es el caso de “Avilantés” de Carlos Bazante, bolivarense, poderoso canto waltwitmaniano.

Y hubo poetas que al margen de las grandes corrientes de la renovación retórica hallaron cauces cristalimos para emociones frescas

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-es lo que hallamos en “Algo” de Carlos Suárez Veintimilla, que ha atravesado los tiempos sin perder nada de su primera cristalinavibración.

SE INAUGURALA CONTEMPORANEIDAD

La generación del 50 -gentes nacidas entre 1920 y 1935- madura su expresión lírica en el clima de ufanías que recorría nuestra América desde la Argentina de Borges y el Chile de Neruda y Parra a la Cuba de Guillén, y que en la patria seducía o incitaba en los poemas de Carrera Andrade, Escudero, Gangotena, Aurora Estrada, Miguel Angel Zambrano.

Carrera Andrade ha sentado cátedra de iluminación del mundo -desde las cosas más simples- con una metáfora tan libre y fresca como penetrante y rica de carga semántica, y muchos de los poetas de la generación que irrumpía en torno a 1950 se dieron en esa hora primeriza a encaprichado y multiplicado urdir metáforas -así, por citar dos ejemplos de grandes poetas de la generación, Dávila Andrade y Efraín Jara-. Pero la metáfora seguiría siendo por largo trecho el instrumento prefererido de estos poetas. Una metáfora que se enriquece con nuevos climas y acordes -la vibración telúrica de “Baltra” de Moreno Heredia, el clima intimista de los de “Club 7” (Ledesma e Ileana Espinel), las hondas resonancias míticas de Carlos Eduardo Jaramillo, el intencionado juego irónico (Cazón) o denunciador (Granda).

Gangotena -y, por supuesto, el caudaloso Neruda de Residencia en la tierra- incitó a los jóvenes poetas a la ancha libertad rítmica y a la desmesura telúrica de imaginería y otra instrumentación. Esas libertades se irían templando en lo más alto de la nueva lírica y cobrarían una intensidad a veces sobrecogedora: en el “Boletín y elegía de las mitas” de Dávila Andrade, el “Sollozo por Pedro Jara”de Efraín Jara, la poesía honda y grave de Jacinto Cordero, los desolados himnos del Tobar de “Cantos a Lydia”, el discurso de ancho cauce y solemne andadura del mejor Filoteo Samaniego.

Gonzalo Escudero dictó una lección en dirección contraria a toda esa abundancia: la suya fue de exactitud y rigor -que para exigirse más se reducía a estrictas formas métricas y estróficas: el soneto, la octava real-. Solo un poeta estuvo a la altura del maestro en la manera: Francisco Granizo, que alcanzó altas cimas de perfección formal cifradora de sentidos en “Muerte y caza de la madre”. Pero hubo en la generación otros estimables cultivadores del soneto: Noboa Arízaga, Zabala; por supuesto, el propio Granizo; Efraín Jara.

Pero, en una y otra vertiente, la libertad fue rasgo de familia generacional y sería lo mejor de su “traditio”para las siguientes. En ejercicio de esa nueva libertad se cantó la historia patria (Adoum, Salazar Tamariz), las angustias del hombre contemporáneo (Edgar Ramírez Estrada, Jorge Torres Castillo, el último Jacinto Cordero), los desgarramientos interiores propios de la condición humana (Tomás

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Pantaleón, Efraín Jara, Jacinto Cordero, Tobar, Granizo, Ledesma, Carlos Eduardo Jaramillo), los desórdenes e injusticias del eufemísticamente llamado “ordenamiento” social vigente (Salazar Tamariz, Adoum, Alicia Yáñez, Torres Castillo, Cazón, Euler Granda).Y esa libertad abrió nuevos espacios al erotismo (Tobar, Granizo, Efraín Jara, César Dávila Torres, Carlos Eduardo Jaramillo). E incitó a abordar el tema de Dios y lo religioso desde la más desolada situación existencial, sin rehuir ni los más viscerales desgarramientos (Pantaleón, Granizo, Ramírez Estrada, Torres Castillo).

Esta nueva libertad lírica se extremó hasta lo anti-lírico -otra conquista de la generación-. Entendieron los poetas más libres -y más apasionados por abrir cauces a la libertad en una sociedad cercada por bardas y alambradas de toda índole- que la ruptura de ataduras, imposiciones, convenciones y toda suerte de policías debía darse en el poema mismo: en su forma, en su retórica, en su lenguaje. Entonces la generación inauguró poderosamente la anti-lírica. La burla y la parodia.

Efraín Jara rompió el flujo del discurso en un soberbio ejercicio de anti-discurso aleatorio -el “Sollozo por PedroJara”, aquí recogido íntegro-; Adoum ensayó variadas maneras de textos anti-sintácticos y de transgresión de los usos lógicos y socialmente exigidos del lenguaje -las que se hallarán aquí en sus poemas “Prohibido fijar carteles” y “Americanismos”-; Edgar Ramírez Estrada violentó el idioma con las más abruptas elipsis y distorsionó implacablemente imágenes hasta el absurdo-; Jorge Torres Castillo se rió de todas las convenciones líricas al uso con un lenguaje crudo en una empresa acremente iconoclasta; Euler Granda des-solemnizó el poema y abrió la puerta a los variados usos de lo coloquial y hasta jergal que la siguiente generación extremaría.

Y los poetas de orientación más política denunciaron la circunstancia histórica desnudando cuanto tenía de hipocresía, mentira, alienación de grandes mayorías. Se lo hizo desde ese canto de ejemplar decisión social que fue “Boletín y elegía de las mitas”.

Nunca antes en nuestra lírica tantas grandes tareas habían sido asumidas generacionalmente -es decir, animadas por una misma sensibilidad, madurada como maduran en la escuela del devenir histórico y al calor de sus grandes incitaciones esas formas de pensar y sentir comunes en que la generación, en rigor, consiste-. De allí que en esta introducción hayamos comenzado por atender al conjunto del aporte de los poetas elegidos para representar a la generación.

Los mayores poetas de la generación ostentan sugestivas historias poéticas. Sostenidas trayectorias se han abierto, en horas decisivas, a nuevos territorios de lenguaje y a otros horizontes de cosmovisión o de comprometimiento con lo humano. Tratóse en privilegiadas ocasiones de verdaderos saltos hacia vacíos tan luminosos como acaso enigmáticos y hasta riesgosos. La antología aspira a dar cuenta de esos pasos largos en esas trayectorias incorporando poemas de diversos tramos líricos de esas grandes figuras.

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Del Dávila Andrade de “Oda al Arquitecto” (1946) y la poderosa y exaltada “Catedral salvaje” (1951) al “Boletín y elegía de las mitas”, con que cerró su etapa telúrica e histórica. De allí el paso largo a Arco de instantes (1959), ingreso al tiempo en su mismidad de drama existencial -de donde los “instantes” del título-, con imágenes más extrañas que antes e impresiones logradas por raras aproximaciones y sustituciones, por alusiones esotéricas (“De la solemnidad de los altos tumbados, / la garra celestial cuelga sus ángeles y sus espadas. / Allí resplandecen las uñas del gran triángulo”: “Consagración de los instantes”). En el prisma de la angustia metafísica se han fraccionado las imágenes y los conceptos. No se atina a usar el lenguaje ya dominado, y se lo busca nuevo. Quebrándolo. Sujetándolo a las más poderosas alquimias. Siempre absorto por una visión honda y desolada del ser del hombre pendiente del abismo, “expósito en la nada”. Y tras unas últimas Conexiones de tierra (1964) y el recuento general de La corteza embrujada (1966) se dio el salto a lo más abisal y desolado del enigma radical del existente humano. Fueron los poemas últimos, que aparecieron póstumamente en Materia real (1970). Ahora el poeta se siente avanzando, en un aire enrarecido, por “lo profundo de la analogía” y parece saber que la poesía tiene poderes para el hallazgoconceptual-verbal al que por otros caminos llegaron místicos e iluminados. “La imagen última del poeta -he escrito- es la del demiurgo que, en lo más alto y desolado de la montaña, trataba de “reunir en un haz todas las quintaesencias” y luchaba con la “tela opaca de la poesía”, hasta concluir que “el pez solo puede salvarse en el relámpago” 8.

Adoum comenzó por el canto amargo de la “áspera patria”, radicalizando la metáfora al uso (Ecuador amargo 1949), y avanzó hacia formas nuevas de poesía histórica en los cuatro Cuadernos de la tierra (1952 a 1961), donde se liberó de los últimos influjos de Carrera Andrade y Neruda y llevó a límites magníficos la transmutación lírica y anti-lírica, épica y anti-épica de la crónica y el mito. Y en la década de los 70 dio el salto a otros territorios: Curriculum mortis (1968) y Pre-poemas en postespañol (1979) rompen con cualquier convención y, con lenguaje nuevo, lúdico, irónico, desenfadada e intencionadamente violentado en sintaxis y lógica, desenmascaran alienaciones y mentiras del ser humano, enredado en las telas de araña de la sociedad contemporánea. Nunca renuncia a esos nuevos lenguaje y retórica -y al espíritu que los animaba-, pero sondea en los últimos textos sus posibilidades para variadas maneras de intimismo y para un discurso narrativo de incitante juego lírico-antilírico (El amor desenterrado y otros poemas (1993) ).

En el camino lírico de Efraín Jara cabe distinguir cuatro grandes jalones. Un primero, el de encaprichado juego metafórico, tensa adjetivación y brillante dominio de la forma, con largo y concienzudo caminar que culmina en la bellísima “Balada de la hija y las profundas evidencias” (1963) -iluminado inventario de evidencias profundas- y

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“Añoranza y acto de amor” (1971), recogidos en 2 poemas (1973). Es una hora de descubrimiento de los seres y el misterio mismo del ser y de interrogar, a esa luz, la perplejidad de lo humano. Y este fue, además, un primer momento de fascinación por la lengua y sus mecanismos fonético-semánticos, cuyos hallazgos estarán presentes en toda la producción posterior del poeta. Un segundo, lleno por un único y gran poema, en que lo más radicalmente experimental no restó nada a la más desolada pasión: el “sollozo por pedro jara” (1978): poema abierto, cuyos 363 segmentos versales, ordenados en cinco series, se prestan a sugestiva combinatoria -en la línea de la música serial y aleatoria (Stockhausen, Boulez)-, en cualquiera de sus variantes desgarrado y hondo treno por el hijo suicida. Un tercero está representado por In memoriam (1980): con seguro instinto artístico para la musicalización de los motivos y el juego con los tiempos, incorpora a una alta y tensa expresión lírica -de evocación del amigo muerto y la amistad misma- el lenguaje coloquial y prosaico. Y el cuarto, de recolección de todas las sabidurías de oficio y exasperación de la emoción poética para la confesión de lo más desagarrado de la propia condición humana -el ser-para-la-muerte de Heidegger- (Alguien dispone de su muerte 1988), que busca un último y exasperado asirse a la vida en el erotismo de los sonetos de Los rostros de eros (1997).

Francisco Tobar, desde su primera obra de madurez, Naufragio (196l), gran símbolo poblado de símbolos, en lenguaje de sostenido aliento y de voluntad estética rayana en cultismo, dio el salto a Canon perpetuo (1969), discurso de desenfrenado autismo, apenas velado por imágenes y símbolos arquetípicos, para el recuento de una infancia acosada y poblada de espantos y la confesión de obscursos desgarramientos interiores que, tras cantos de purgamiento, estalla en himnos de amor, entre cósmicos y sacros, extraños y grandes. Y en el período, los momentos más líricos de su teatro afondaron en lo desolado de la condición humana. Tras un largo silencio, los catorce libros quereunió en Ebrio de eternidd (1991), que fue desde estampas de pasado y presente en que conviven extrañamente nostalgias con despiadada crítica y denuncia de estupideces y mentiras humanas hechas con acre humor -el de obras teatrales como Balada para un imbécil, intensificado- hasta desolados e intensos cantos elegíacos en que alternan inagotablemente alto y puro lirismo con prosaísmo duro e inconoclastas y amargas efusiones. Culminó Tobar sus entregas líricas con La luz labrada (1996). Siempre la confesión personal -el mundo decantado en el yo- y la crítica amarga de mentiras sociales, pero ahora todo ello con un distanciamiento un tanto triste que da en lo sapiencial.

En otros poetas de obra también sostenida -a sus setenta años siguen creando con no desfallecida pasión y con siempre nueva sabiduría- no se daban saltos, sino un moroso, casi obsesivo seguir calando en las grandes angustias y perplejidades del existente humano -Francisco Granizo- y en la historia y geografía patria como fuente de

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iluminaciones y revelaciones -Filoteo Samaniego-, con un instrumento lírico cada vez más rico -Samaniego- y de filo más cortante para tan sutiles disecciones -Granizo.

Jacinto Cordero Espinosa, de voz poética desde sus comienzos grave de tono y ritmo y austera en sus recursos, alzó el vuelo en Poema para el hijo del hombre (1954), poema de sustantiva grandeza, y con la misma tónica, honda y alta, en “Los centinelas del alba”, de Despojamiento (1956), cantó la esperanza del hombre con grupos estróficos de gran belleza y apasionada emoción telúrica y solar -llevando a su última plenitud la lírica rural de su región azuaya-. En Alambrada (1989) el discurso cobró una forma narrativa cercana a la crónica o la memoria -memoria de un yo colectivo, representante de sus hermanos, los hombres- y solo el corte versal confirió al material de sórdido prosaísmo y desoladora crueldad un tono de himno o salmo que devuelve la obscura grandeza de lo humano a todo el horror perpetrado contra el hombre. En Contra el solitario roquedal (1992), se pasa del animismo antropológico de Alambrada a una suerte de comunión con todo el universo (“concentrar en mí el universo”: “La ola”), que mantiene tensa en la entraña la angustia del ser en cuya misma esencia está la fugacidad. Se multiplican revelaciones teñidas de ese doloroso sentimiento de contingencia. Todo fluye y lo que van quedando aun del cosmos son despojos. Poesía sapiencial -o filosófica-traspasada del grave sentimiento existencial de humano, ávido de ser, que se sabe condenado a no ser.

Carlos Eduardo Jaramillo culmina su forja de un lenguaje lírico personal en los sesenta e inaugura la década de los setenta con dos libros de gran madurez: El hombre que quemó sus brújulas y Las desvelaciones de Jacob . Su aporte a la expresión generacional fue el conjugar lo grande con lo banal, lo mítico con lo prosaico, lo analógico con lo irónico. La manera madurará hasta Tralfamadore (1977) donde coexisten el intencionado tono menor y el juego irónico con imágenes grandes, de extrañas resonancias. Y todo comienza a resumirse en el empeño de recuperar lo cotidiano en su honda dimensión lírica, sin restarle su condición de cotidiano, a lo cual apuntan ritmos narrativos, lenguaje coloquial, ironía, reticencia, emoción simple y fina captación de cuanto la vida ordinaria tiene de extraño. Entretanto, desde La edad del fuego (1977) su poesía se abría a los anchos horizontes de la conflictiva historia contemporánea. En la década de los noventa, en Blues de la calle Loja (1990) instrumentó nuevas maneras para la nostalgia: narratividad y musicalización de los motivos, en lenguaje coloquial adensado por casi imperceptible juego retórico y sutil humor con alta carga de humanidad. Y en Canciones levemente sado-masoquistas (2000) instaló en la cotidianidad y la memoria la desencantada sabiduría de los últimos balances.

Fernando Cazón Vera, del común comienzo metafórico -en Cazón con ritmo especialmente seguro (Las canciones salvadas)-, pasa a una etapa de nuevos enriquecimientos sonoros (negristas) y

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sutilización del juego metafórico (La guitarra rota, 1967). Tras la empresa radicalmente nueva en su poesía (pero en una dirección netamente generacionl) de La misa (1967) -lírica religiosa agónica y casi blasfema, de forma desgarrada que va de lo vociferante a lo litánico-, en El extraño (1968) se apropia de nuevos instrumentos líricos contemporáneos de penetración en lo humano: ironía y sarcasmo, dislocación y paradoja. Y todos estos enriquecimientos de lenguaje y retórica culminan, depurados, en El hijo pródigo (1977), cuyos poema conjugan en fino equilibrio ingenio con gravedad, simplicidad con brillantez, formas casi sapienciales con juegos irónicos, y en El libro de las paradojas (1977), donde hay nuevos asaltos a la ya antigua inquitud religiosa, por caminos de radical ironía (“De la gran tentación”), y nuevo ahondar, con la fórmula hallada, en las radicales perplejidades del existente humano -como la muerte y la contingencia-. Y hay un tema apenas insinuado antes que ahora se aborda con pasión y penetración:el de las palabras, con ejercicio poético que se convirte en honda y tensa reflexión sobre el lenguaje, el quehacer poético y la poética misma. En La pájara pinta (1983) aligeró su registro melódico y el instrumental retórico para recuperar motivos infantiles lúdicos y de poesía sapiencial popular; en Rompecabezas (1986) alternó lo narrativo coloquial con la fórmula sapiencial para el tratamiento al que apenas ironía y humor sardónico salvan de ser desolado de temas graves dominados por el sombrío de la muerte, y, tras el ensayo de codificar sus angustias y sabidurías en coplas de raigambre popular (Cuando el río suena , 1996), en Este pequeño mundo (1996) ironía y humor cobraron un dejo acre, se cifraron rumiadas sabidurías en fórmulas poemáticas cortas -que llegaron hasta la brevedad de grafitos y refranes lúdicamente desplazados de su sentido de lugar común a otro líricamente penetrante- y se volvió, con esta forma más intensa por corta, a las grandes denuncias, como la del cristianismo manipulado por la sociedad de consumo.

EN BUSCA DE CONTINUIDADES Y RUPTURAS

La siguiente generación -gentes nacidas entre 1935 y 1950 y que irrumpen, como generación, en torno a 1965- transita generalmente caminos roturados por la vigorosa e innovadora generación anterior. En los mejores casos los transita con la holgura que da el camino ya abierto y probado como certero. Pero nuevas inquietudes sacuden al mundo y a esta América nuestra en perpetua agonía antes del alba. En Quito, en plena dictadura militar -una dictadura manipulada por la urgencia norteamericana de aislar a la Cuba socialista de la Revolución-, nace un movimiento virulento, que, al hallar los caminos políticos clausurados, se da a la algarada callejera y maneja entre sus armas preferidas la poesía. Una poesía de protesta, colérica e iconoclasta que se grita en tumultuosos recitales populares. Son los “tzántzicos” -de “tzantza”, cabeza de un enemigo, reducida y momificada por indios de ciertas

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tribus orientales ecuatorianas-. Y esa es la primera novedad generacional: una radicalización de esa retórica para la denuncia y la provocación inaugurada ya por Adoum, Ramírez Estrada, Torres Castillo, Euler Granda. Pero en este primer momento hay apenas texto válido; lo válido es el gesto. Y un espíritu de rebeldía que se mantendrá a través de las maduraciones líricas de Estrella, Vinueza, Egüez, Arias y Larrea. Y Guayaquil también conoció de las rebeldías de la hora y de ese primer fervor de poemas que se agruparon en la publicación Generación huracanada persistieron en una poesía de protesta Vulgarín y Artieda. Y en Esmeraldas hubo otro espíritu altivo que dedicó buena parte de su poesía sonora y comunicativa a la denuncia: el poeta negro Antonio Preciado.

Un segundo aporte generacional está en la dirección de la recuperación de hablas populares y jergales, iniciado también por poetas de la generación anterior, pero ahora asumido desde la más estrecha vecindad con esas hablas. El empeño logra su punto más alto con Fernando Nieto Cadena, que construye con lucidez y brío una poética y retórica de la ordinariez cotidiana cifrada en hablas populares y hasta “lúmpen”, en matrices pautadas por ritmos de la música popular -la salsa, especialmente-. Esto hace de él uno de los poetas importantes de la generación. Pero cuentan también los aportes de Vulgarín, Egüez y Artieda.

Un tercer capítulo del aporte generacional a la construcción de la novedad lírica es la invención de nuevos lenguajes para lo histórico. Se había ya contado-cantado la historia con sugestivas notas nuevas -el Dávila Andrade del “Boletín y elegía de las mitas”, el Adoum de los Cuadernos de la tierra, Salazar Tamariz, Dávila Torres-, pero ahora los poetas buscan ir a lo histórico con su carga de inquietudes y sensibilidad contemporánea o -lo que cuenta más- se instalan en hablas del tiempo histórico para contarlo desde su interioridad, desnudándolo, penetrándolo, desmitificándolo (y a veces re-mitificándolo). El logro mayor en el empeño fue el de Javier Ponce con Postales y, sobre todo, A espaldas de otros lenguajes, uno de los grandes poemas del período, al que daremos amplio espacio en la antología..

Un cuarto renglón del aporte generacional lo dan poetas que hacen pie en logros de poetas de generaciones anteriores para tentar expresiones líricas de cala aun más profunda y desgarrada en lo existencial, renovando imaginativa y audazmente el instrumental retórico -el sinsentido, la paradoja exasperada, toda suerte de desplazamientos del sentido, intencionada alusión y violenta elusión, metáfora con nuevos poderes de sorpresa y sugestión-. Los poetas que más lejos y de modo más seguro han avanzado por este camino son Iván Carvajal y Marco Zurita. Y por lo que al empeño han aportado de peso de cultura cuentan especialmente Bruno Sáenz, Juan Andrade Heymann y Alexis Naranjo.

Y hay aún un último renglón de aporte: la lírica narrativa, que, instalada en un contar -con todas las sabidurías del mejor narrador-,

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carga ese relato de todas las intensidades de la lírica -que se traducen en sutil humor (negro casi siempre), sugestivas ambigüedades, elipsis que movilizan perturbadoras percepciones e imágenes con la belleza -en este caso de especial extrañeza y pertubadoras resonancias- de lo lírico-. Buen ejemplo de todo esto es la pieza de Huilo Ruales incluida en la antología. Y para una narración que no es sino pretexto para hilvanar intencionados sinsentidos, el fragmento de “El sueño (Poema con personajes)” de Marco Zurita, que lamentamos -y el lector lo lamentará sin duda- no poder entregar entero por su extensión.

Otros poetas asumen lenguajes ya probados y, liberados de exigencias de buscar o tentar, se extreman en su ejercicio, logrando en los riscos más altos piezas poderosas. Es el caso, en primer lugar, de Rubén Astudillo, creador solitario en una Cuenca dominada por las voces grandes de Efraín Jara y Jacinto Cordero y apartada de los focos de la rebeldía de los sesenta.

Antonio Preciado enriquece la poesía de la negritud con temas, acordes y ritmos y espíritu alerta para lo contemporáneo de la tierra y el mundo.

Y la mujer exige un nuevo espacio en esta lírica, con aportes propios de su fina sensibilidad: Ana María Iza, Ruth Bazante, Violeta Luna, Marta Lizarzaburu, Sonia Manzano y Sara Vanegas. Especialmente Sara Vanegas. Sara Vanegas es otra de las cumbres de la generación y aun de esta lírica nuestra. Es un caso único en la poesía ecuatoriana del siglo por sus imágenes que llegan estremecidas a estremecernos, tensas de extrañezas y asomadas a honduras, en poemas que, por su intensidad y poder de fórmula verbal, se resuelven en la desnudez de una como esencialidad lírica.

En fin, del bullir de inquietudes de la generación y de su variado aporte a esta lírica nacional dará testimonio la antología con número de poetas que acaso parezca excesivo pero que reconoce lo que contó -y en las figuras más notables cuenta- para una poesía que en nuestro país ha enriquecido día a día la sensibilidad del hombre ecuatoriano y le ha abierto anchos horizontes de humanidad.

LA GENERACION QUE CIERRA EL SIGLO

Y aún hay otra generación en escena -vale recordar que cada hoy histórico es varios hoy, vivido cada uno de ellos por una generación desde su peculiaridad de cosmovisión y sensibilidad-: la del 80, de nacidos entre 1950 y 1965. Es, en lírica, propiamente, la generación que cierra el siglo. La siguiente está llamada ya a inaugurar el nuevo9.

Su ingreso en la acción histórica se produce a comienzos de los ochenta, cuando los primeros cumplían sus sacramentales treinta años -Canto de vuelo firme de Alfonso Chávez es de 1980; Cuchillería del fanfarrón de Fernando Balseca, de 1981; Huracanes de sangre de Pedro Reino, de 1982; Planos eróticos y temas ausentes de Maritza Cino, de 1983-. Hay, por supuesto, libros más tempranos -en esto de la lírica suelen

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darse irrupciones muy tempranas, a veces geniales-; pero se ofrecen inmaduras.

La generación, en su período formativo, se halla tensa entre el lenguaje culto y hablas populares -por la dos vertientes del discurso lírico discurría la producción de los poetas de generaciones anteriores-, y ello invita a los poetas más lúcidos a una reflexión, a veces vehemente (“El poeta” de Edgar Allan García, que se podrá leer en la antología), ávida de purificaciones -ese “necesito destrozar los verbos terrenales”, que decía Itúrburu en Vástagos-. Y esta suerte de “poéticas” para el nuevo canto, hechas en el mismo canto, llegó hasta la nostalgia de un lenguaje otro -que solo es dable, se piensa, en la lírica-: esa deprecación conmovedora a Francisco de Asís que hace Leopoldo Tobar (y se hallará en la Antología).

Hay entonces jóvenes poetas que optan por las hablas ordinarias. “Los cantos populares son más sobrios y concisos / que la trápala del Minotauro” -proclama Itúrburu. Otros van más lejos -por la ruta tan estupendamente transitada ya por Fernando Nieto Cadena-: las rebeliones contra el lenguaje de la convención social. Ese “ser los contraventores del buen decir”, que proclamaba Martillo. Claro que este era un camino riesgoso y se lo caminó con muy desigual fortuna. Los transgresores del lenguaje debían ser dominadores del lenguaje -allí estaba el ejemplo de ese poeta con sólido y rico bagaje de lingüista que es Efraín Jara-, y, aun sin este tan difícil requisito, debía tratarse de transgresiones que tuvieran sentido y lograsen nuevas expresividades líricas -por más que los territorios de lo lírico se hubiesen abierto casi sin fronteras.

Más importante aún era violentar tabús. Ello daba sentido a las violentaciones del tranquilo y ordenado lenguaje común. La cosa venía de atrás. La habían hecho ejemplarmente Edgard Ramírez Estrada y Jorge Torres Castillo; la hacían aún, lúcidamente iconoclastas, Adoum y Vulgarín. La lírica había mostrado ser el frente donde tales asaltos al buen sentido idiomático -que protegía el buen sentido burgués de la existencia- podían ser más radicales y eficaces. Hubo en la generación jóvenes que violentaron los asaltos hasta el desenfado y lo que la “buena” sociedad calificó de groserías e inmoralidades. Un libro de los jóvenes irrumpentes guayaquileños fue condenado. Léase si se quiere de Rafael Montalván, que se instala en pleno mundo y hablas lumpen porteñas, fue menospreciado como simple grosería.

De la poesía de protesta política -que entre nosotros tan fácilmente dio en cartel- se pasa a una extensa denuncia de múltiples formas de alienación. Holger Córdova apuntó a sacudir conciencias alienadas y domesticadas. Eso fueron su Todo va peor con Coca-Cola (1976) e Invitación a sepelio (1977) (el sepelio de Nixon, al cual invitan los hijos: Hugo Banzer, Augusto Pinochet, Ernesto Geisel, J. M. Bordaberry, Anastasio Somosa, Alfredo Stroesner y Estela Martínez de Perón; las hijas adoptivas: OEA, ITT, AID, BID y CIA; el hijo político: Paulo VI; los hermanos: Nelson Rockefeller, Gerald Ford, Henry Kissinger y Galo

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Plaza...). Y volvió a fustigar la alienación de la sociedad de consumo en Encuentro fortuito de Caperucita y el lobo (1984). Y esta línea se sostiene entre estas gentes jóvenes imaginativamente, con vigoroso trabajo idiomática y variadas maneras de anti-lírica. Y con un alerta sentido de lo que requería con urgencia denuncia. Así la bancocracia en el poema de Ron cubano de Galo Fernando Vega, que comienza “El banco es templo. Los bankchulqueros, dioses”.

Con la opción entre lenguaje culto y hablas populares se relacionaba otra: si echar a andar por la cotidianidad o rehuirla por territorios de extrañeza y atmósferas de alta tensión histórica o cultural. Y hay en la generación lo uno y otro, en los mejores casos con gran lucidez. Hay los poetas que, trepados en la ola de retorno del vaivén generacional, se sienten de regreso de una cotidianidad que se agotó. “Escarbando en el fondeadero de razones se llega a odiar los triviales cantos”, confesaba el Itúrburu de Maitines y laudes. Pero estaba claro que la cotidianidad como asunto y clima de lo lírico distaba de agotarse y que debajo de su epidermis latían muchas cosas nuevas. Piénsese en esas formidables recuperaciones de la cotidianidad hechas por Efraín Jara en textos como In memoriam -que es de 1980 y ha pesado sin duda en las gentes jóvenes-. Surgen entonces libros como Esquitofrenia de Ramiro Oviedo -junto, claro está, a infinidad de textos donde la cotidianidad no es sino insignificancia-. Y Fernando Balseca des-solemniza el erotismo sumiéndolo en una cotidianidad dicha con desenfadado humor (Cuchillería del fanfarrón).

Lo otro fue soltar amarras hacia mares en que la historia confinaba con el mito. Y de estas navegaciones, la más sugestiva e incitante fue Cuadernos de Godric de Mario Campaña, que sostiene a gran altura la ilusión del pasado épico tornándolo presente desde una sensibilidad contemporánea. Pero estuvo también la recuperación del mito de Odiseo para otras navegaciones contemporáneas del Martillo de Aviso a los navegantes. Jorge Martillo en sugestivos pasajes de esa obra tienta recuperaciones de la historia vieja y sombría. Y Edwin Madrid logra en su Caballos e iguanas -al que no se le ha dado la importancia que tiene, y la antología repara tamaño despiste crítico- una estupenda reescritura de la crónica hispánica, con alarde de imaginación y fina ironía, cosas ambas que animan estupendamente el lenguaje lírico. Otra poesía de materia histórica encalló, lamentablemente, en lo tópico.

Con esas travesías por lo histórico se relaciona un variado ejercicio de recuperaciones culturales ilustres. El bagaje cultural -que en más de un poeta de la generación anterior quedó tan a la vista, casi como alarde erudito- está en Roy Sigüenza decantado, digerido por la intensidad del lenguaje lírico. Véase en la antología ese bellísimo poema a Safo, de cuatro líneas. Mario Campaña, en su segundo libro -Días largos- estrella esas alusiones míticas ilustres en sórdidos arrecifes de cotidianidad.

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La mayor parte de las empresas líricas generacionales estuvo animada por el humor. El humor fue el gran catalizador de la denuncia, el des-solemnizador de lo que pudiera haberse tornado engolado (así la burla de la historia y sus explicaciones dialécticas en “Yo quisiera tener junto al pueblo un barquito velero” de Fernando Balseca), el gran desmitificador de cuanto mito quisieron estos jóvenes iconoclastas echar por tierra -así recontaron la historia del Génesis Diego Velasco (“Génesis”, en la antología) y la historia sexual de la humanidad Makarios Oviedo (“Historia sexual de la humanidad”, también en la antología). Fue el humor de la parodia, del sinsentido y el absurdo, de la desenfadada hipérbole, del juego de palabras. Fue la seriedad lírica burlada como gesto supremo de burla de todas las seriedades instaladas por la sociedad como aduanas para dejar fuera lo que pudiera perturbar lo establecido.

El humor fue expresión de libertad. Porque esta generación disfruta como ninguna antes la libertad que la lírica ecuatoriana fue conquistando tan apasionada y lúcidamente a lo largo del siglo. Libertad para violar tabús -el de lo sagrado falsificado en ortodoxias y disciplinas eclesiásticas, el de unas libertades usadas como instrumentos de quienes lo poseen todo para mantener en la ilusión de libertad a quienes perdieron cualquier posibilidad de ser realmente libres, el de la decencia ocultador de toda suerte de hipocresías.

Y estos aires de libertad abrieron anchos espacios al erotismo y el sexo. Estupendo el coro de voces femeninas que, con variados registros, confiesan y exaltan, desnudan y enriquecen erotismo y sexo. Martiza Cino canta la bienaventuranza del sexo -como parte de un sostenido empeño de des-sacralización y re-sacralización laica del sexo-, Catalina Sojos vela los más perplejos sentidos de lo erótico con perturbadoras metáforas, Thalía Cedeño -en Detrás de las campanas, el gran libro de su despegue lírico- lleva al amor carnal a un extraño límite con un más allá entre agónico e iluminado y Jetsy Reyes sume la confesión erótica en territorios de cotidianidad recatándolo con metáfoas de sugestiva ambigüedad. Y Margarita Laso, sin reflexión alguna, sin la menor angustia existencial, sin más que tenue velo metafórico elusivo-alusivo, canta la entrega sexual: “tuve un hombre y él me tuvo”, y hace del sexo crónica directa, objetiva, concreta, simple; para quienes se sentían protegidos del sexo por el tabú, intolerablemente cruda -”un ceibo en tus piernas africanas / matará mi deseo. /La cadera cruje como un cangrejo. / Un crujido en la tenaza de mis huesos / matará mi deseo” (En Erosonera, su serie poemática de 1990). Se me antoja ver como una gran síntesis de esa libertad que el siglo conquista en la lírica el salto que se da entre “El hombre que pasa” de Aurora Estrada y Erosonera de Margarita Laso: de la mujer que ve pasar al hombre que desea , “tan pálida y débil sobre el musgo tendida”, a la mujer que lo goza y canta ese gozo primordial y dionisíaco.

CODA

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Llegados al final de la tan ingrata como indispensable tarea antologizadora -ingrata porque, entre otras penosas urgencias, fuerza a mutilar textos que a su integridad deben su grandeza y a dejar fuera a poetas de obra vasta y acaso interesante, pero sin piezas del acabamiento que una antología exige- volvemos la mirada al largo camino de este siglo repasado y sujeto a criba en exigentes filtros de calidad e importancia, y sentimos que hemos registrado esos momentos de la palabra de este país tan pequeño como rico de poetas que significan lo que Frost llamó “una clarificación”, un “remanso momentáneo contra la confusión”. Poema a poema hemos quedado ante momentos del fluir, al parecer opaco y casi caótico de un siglo, en los que, en palabras de Seamus Heaney, “establecemos contacto directo con ese almacén de imágenes, ese banco de sueños, ese tesoro de palabras, o cueva de la verdad, ese lugar, el que sea, del que surge un poema como “Long-Legged Fly” de Yeats”. Reemplace el lector el título del poema del gran irlandés por el de esos poemas que le devuelvan los poderes del sueño, el tesoro de palabras de la tribu y las claves de verdad para entender y vivir el mundo, y el antólogo sabrá que, sin importar toda suerte de distancias, se ha iniciado el más enriquecedor de los diálogos que entre humanos pueden darse.

Alangasí, 7 de febrero de 2003

Notas:

l. Antología de la poesía ecuatoriana. Selección y textos histórico-críticos Hernán Rodríguez Castelo. Quito (Impreso en Colombia), Círculo de lectores, 1985, p. 171 y ss.

2. Isabel Ramírez Estrada, Aurora Estrada i Ayala. Estudio biográfico-literario y antología. 2 vols. Guayaquil, Casa de la Cutura Ecuatoriana,Núcleo del Guayas, 1976.

3. Ob. cit. en la nota anterior, T. II, p. 151

4. Otra vez, como en el caso del Modernismo, en el de estos tres grandes posmodernistas reproduzco, casi sin variaciones

el estudio preliminar de la Antología de Círculo de Lectores, ya citada (nota 1). Las razones son las mismas y debe añadirse otra: que esa Antología -a pesar de haber conocido dos ediciones- está absolutamente agotada.

5. Eso de que Jorge Carrera Andrade es uno de los grandes poetas de América -y, consiguientemente, del mundo- lo pruebo -si tal cosa necesita prueba y si pruebas de esta laya pueden darse- en mi ensayo

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de homenaje al poeta por su centenario Jorge Carrera Andrade, poeta universal en re/incidencias, Anuario del Centro Cultural Benjamín

Carrión, N. l (Quito, diciembre 2002), pp. 33-68

6. Augusto Sacoto Arias. Obras completas. Estudio introductorio y recopilación de Filoteo Samaniego, Quito, Ediciones del Banco Central del Ecuador, 1993.

7. Nuestra España. Homenaje de los poetas y artistas ecuatorianos, Quito, Editorial Atahualpa, 1938

8. Cf. Introducción a la selección de Dávila Andrade en Hernán Rodríguez Castelo, Lírica Ecuatoriana Contemporánea, Quito (Impreso en Colombia), Círculo de Lectores, 1979, p. 35. El resumen de la evolución lírica del poeta se hallará allí de modo un tanto más amplio.

9. A esta nueva generación -o ladera de una generación de 30 años, que viene a dar en lo mismo- atiende, de modo concienzudo, un libro de reciente data: Antología de nuevos poetas ecuatorianos, Estudio introductorio, selección de textos y notas de Xavier Oquendo Troncoso, Loja, Universidad Técnica Particular de Loja, 2002. Constan allí poetas de obra ya estimable, a quienes ya conocíamos y seguíamos con interés, como César Molina (1965), Cristóbal Zapata (1968), Marcelo Báez (1969), Luis Carlos Mussó (1970), Pedro Gil (1971), Ana Cecilia Blum (1972), Xavier Oquendo Troncoso (1972), Carlos Garzón (1972), Alfonso Espinosa Andrade (1974), Javier Cevallos (1976) y David Guzmán (1980). Sus obras cierran la panorámica lírica del siglo.