Libro Sin Red

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1 Sin red Miguel Ángel Pita Galego

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Libro sobre historias de montaña

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Sin red

Miguel Ángel Pita Galego

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SIN RED

Autor: Miguel Ángel Pita Galego

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Para Jose, compañero de fatigas y amigo. Siempre

estarás en mi memoria.

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Para Berta, la única cuerda a la que me pude

agarrar en los momentos más difíciles.

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Índice.

Mensaje 6

Huayllapa 7

Alcatraz 11

Viva el Perú glorioso 13

Justino 20

La Cordillera del Huayhuash 22

La expedición de verano del 2006 30

El treking del Huayhuash 53

Primera jornada. De cuartelhuaín a Carhuacocha 53

Segunda jornada. De Carhuacocha al Caserío Huayhuash 61

Tercera jornada. Desde el Caserío huayhuash a Huanacpatay 67

Intento al Puscanturpa 76

En el Trapecio 94

La otra mirada 116

El rescate 126

De Huánuco a Huaraz 149

En Lima 154

Conversaciones 155

Al margen 157

La vía y el intento 159

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Mensaje.

Mensaje de correo electrónico recibido en el consulado de España en Lima el

lunes 7 de agosto de 2006:

“Estimados señores:

Les envío este comunicado esperando que me puedan ayudar a obtener

información sobre el accidente sufrido por unos montañeros españoles en el

nevado Huayhuash, el pasado sábado, y que acabó con la vida de uno de ellos,

(según pone el teletexto José Hernández) y que fue puesto en conocimiento de

las autoridades policiales a través de otro compañero que, según indica el

teletexto, es Miguel Pite Galeo.

El motivo de mi desasosiego es el saber que tengo un amigo, llamado Miguel

Pita Galego, escalando en dicha zona junto con un conocido de nombre José

Manuel Fernández, y me temo que los nombres arriba indicados vengan mal y

sean ellos. Estamos intentando ponernos en contacto con ellos y es imposible.

Por favor si pueden dennos información . Gracias. Mi nombre es Javier Sánchez

y mis datos son…..”

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Huayllapa.

El día 4 de agosto de 2006 suena un teléfono en la ciudad de León, en España.

- Diga.

- ¿Javi?

- Sí, soy yo.

- Hola. Soy Nuria.

- ¿ Qué Nuria?

- ¿Cuál va a a ser? Tu cuñada.

- ¡Ah! Hola. Perdona... No te había conocido, ¿qué tal?

- Bueno... pues no muy bien…Te llamo porque Jose sufrió un accidente.

- ¿Cómo dices?¿Cuándo?

- Se cayó anteayer cuando rapelaban del Trapecio.

- Y ¿Cómo está? ¿Está bien?.

- No lo sé. Miguel dice que hay una posibilidad de que se encuentre en una

repisa. Él subió hoy para ver si lo localiza. Nosotras ......Javi.¿Me

oyes?...¿Javi?....

- Nada. Se ha cortado. Necesitamos otra tarjeta .

Berta, agarra una de las diez tarjetas de 20 soles que han comprado en la tienda-

bar del pueblo y empieza a dictar la secuencia de números, que Nuria debe de

marcar en el aparato.

Mientras, una multitud se agolpa en la puerta de este locutorio improvisado en

una habitación de la planta baja de un edificio municipal. Muchos son niños y

niñas que atraídos por las modernas ropas de montaña de las “gringas”, las

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rodean, esperando que les den un caramelo. También hay adultos que acuden por

el morbo que suscita el hecho de que se haya producido un nuevo accidente en

sus nevados.

Unos y otros quemados por el sol, achatados por el peso del trabajo y por la

influencia de la altitud en su fisiología, y mermados por una alimentación pobre

en aportes proteicos. Gorros llenos de polvo, jerseys de lana de alpaca, pantalones

de tergal o chandals y calzados con zapatillas de deporte humildes, sin cordones,

rotas…

- Disculpe. ¿ Qué es lo que ha pasado señorita?

- ¿ Se ha accidentado un gringo?.

- Y, ¿ está vivo?

Las preguntas no cesan y las ganas de contestar son pocas.

- Perdonen pero tenemos que comunicar con España. Es urgente.

Mientras esto sucede en Huayllapa, una pequeña aldea de los Andes del Perú

enclavada en el fondo de una quebrada estrecha, a unas cuantas decenas de

kilómetros, yo me encuentro sólo y caminando.

Desando el sendero que había recorrido la víspera cargado de noticias funestas.

Mi cabeza no quiere andar y mis pies se niegan a dar un paso más. Lo que

necesitan ambos es un descanso de una semana. Tal vez en el sueño pudiera

encontrar la desconexión de esta realidad tan negra que nos está tocando vivir.

Pero ésta se impone, como siempre, y me obliga a ir en busca de una situación

que no deseo enfrentar, encontrarme el cuerpo sin vida de Jose.

El cansancio y el estado mental en el que me hallo tienen un efecto positivo: me

hacen inmune al “miedo”. No percibo en su justa medida la soledad

acongojante de estos parajes, no siento intranquilidad por recorrer estos

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“cráteres” que ha dejado el, todavía reciente, retroceso del glaciar que desciende

desde las mismas faldas de la cara oeste de nuestra montaña y que aún cubre

una parte del paso Jurau, hacia el que me dirijo.

Paso a paso asciendo hasta los 5000m del collado, desde el que contemplo otra

vez un escenario ya familiar; a mi izquierda el Trapecio con toda su carga de

nieve y séracs a punto de caramelo, y a partir de él toda la cadena del

Huayhuash, que reluce bajo el sol de mediodía, extendiéndose hasta a su punto

culminante; el Yerupaja. Frente a mí hoyos llenos de piedras, algunas pequeñas

lagunas y en un segundo término la planicie, bajo la cara sur del Trapecio,

donde tenemos instalada nuestra tienda de campaña.

Me lanzo por la pedrera, bordeo las lagunas y me asomo al mismo balcón desde

donde el día anterior traté de encontrar la figura de Jose. Sigo queriendo creer

que un “bulto”, que hay al final del corredor del centro de la pared, unos 150m

por encima del suelo es él. Si no es así el vuelo hasta las rampas de la base

borraría cualquier esperanza. Aprovecho para agarrar un piolet y los crampones,

que había dejado escondidos en un improvisado depósito de material y sin

novedades llego a nuestro campo avanzado. Abro la cremallera de la “carpa”

deseando un milagro…que no se produce. Descanso un rato, escudriñando el pie

de vía, pero no consigo distinguir nada determinante y, ahora sí, empiezo a

recorrer la senda que me situará al pie mismo de la pared. Al cabo de unos

cuarenta y cinco minutos de marcha empiezo a apreciar con claridad los restos

del naufragio. Cada paso se hace más duro y la visión más difícil de soportar.

Ya se intuyen las cuerdas desplegadas por la pendiente y el cuerpo tendido, al

final de ellas.

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Después de una hora y pico llego al final de las pedreras y tengo que entrar en la

nieve. Me equipo, con polainas, crampones y un piolet y me acerco despacio. No

quiero verlo así, pero he de taparlo con la manta térmica y con nieve para que

no se acerquen las aves carroñeras a darse un festín. Lo hago y me despido de él.

Descansa en paz, amigo.

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Alcatraz.

¿ Cómo se puede describir con palabras lo que acontece en una situación como

la que se dio en el Nevado Trapecio los días 2 y 3 de agosto del año 2006? Desde

luego si uno no es un escritor experimentado lo tiene complicado. Y yo no lo soy.

Lo que ahora sé es que una montaña puede convertirse en una prisión y los

alpinistas en reos condenados “injustamente” a cadena perpetua.

En este caso o el preso encuentra una salida por la que huír o cumple la pena

que le ha sido impuesta, no se sabe bien por quien.

Yo viví esa circunstancia, con la salvedad de que mi compañero fue condenado a

pena de muerte.

No se nos permitió alegar nada en nuestra defensa, pero yo tuve la opción de

escaparme.

Hubo un momento que fue una metáfora muy clara de la lucha por mi libertad;

por abandonar mi cautiverio.

Tuvo lugar cuando, después de escalar en travesía hacia la derecha una pala de

nieve azúcar de unos 15 metros y unos 60º de inclinación, me vi obligado a

cavar un túnel en una cornisa que me permitiera salir a la luz.

Durante cuarenta y cinco minutos o una hora, con la pequeña pala del piolet,

fui abriendo un agujero por el que salir de allí. Los pies apelmazando la nieve

para no marchar directo al infierno, revisando a cada rato si todavía estaba en

su sitio el seguro precario que había colocado, temiendo, en todo momento, que

la cornisa se me viniera encima y me arrastrara sin remedio. Los músculos

doloridos, el corazón bombeando, la cara y el pelo mojados por la nieve que me

cae encima a cada golpe de piolet. Y de repente el agujero atraviesa la cornisa, y

lo voy agrandando y cuando creo que ya está listo, destrepo ese metro que me

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separa del fisurero que me asegura entre dos bloques enterrados en la nieve, y lo

saco, y estoy otra vez a pelo.

Subo hasta el túnel, me elevo todo lo que puedo, doy patadas y más patadas para

dar algo de consistencia a esta “nieve absurda”. Paso un brazo y un piolet al otro

lado, intentando clavarlo en un lugar sólido. Tras varios fallos lo consigo sólo a

medias pero aún así me permite pasar el otro brazo y el tronco. Dejo de verme

los pies, que ahora están un poco en el aire. Tengo el corazón a mil. Repto por

este agujero dando más pioletazos, para encontrar firme y poder traccionar. Lo

logro. Salgo del túnel para encontrarme con el sol, que me calienta. Como

premio un instante en el que poder recuperarme un poco, después del cual

puedo mirar hacia abajo, a mi derecha, y contemplar los pastos que rodean el

caserío Huayhuash, mil metros bajo mis pies. Allí la vida continúa ajena a mi

desgracia. Al volver la vista hacia arriba para estudiar el terreno descubro como

a unos 60 metros sobre mí “me da sombra” un hermoso serac del tamaño de

una casa, que parece que se encuentra muy a gusto, al menos de momento, en

esta pala cimera del Nevado Trapecio.

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Viva el Perú glorioso.

En el libro de Javier Reverte (muy recomendable por cierto) El Río de la

Desolación, se refiere a un autor peruano que describe Lima como “la capital

mundial de la desesperanza”. Si me baso en la primera impresión que tuvimos

de la ciudad, desde luego que estaría de acuerdo con esa definición. En cambio

mi visión de la urbe fue evolucionando hasta matizarla moderamente en el

tiempo que pasamos en ella en el primer viaje y, sobre todo, en el último.

El día 28 de junio de 2002, a las dos de la madrugada, hora del Perú,

aterrizamos por primera vez en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez de

Lima. Habíamos cruzado el charco, hecho escala en Caracas, sobrevolado una

parte de Colombia y Ecuador, pasado sobre las cumbres andinas, iluminadas

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por la luz de la la luna llena y, al fin, llegado a nuestro destino. Tras unas pocas

horas de avión hemos dado un salto en el tiempo y en el espacio. Un poco

aturdidos, tomamos tierra y nos dirigimos a la cinta transportadora para

recoger nuestra pesada carga.

Una vuelta, dos, tres… y los bultos no aparecen. Comprendemos que tenemos

un problema, pero nos lo tomamos con calma. Casi la misma que el amable

empleado de la oficina de información que nos explica que la situación está bajo

control: la mitad del equipaje se ha quedado en Caracas por problemas de

capacidad de la aeronave. Más o menos nos transmite la idea de que “volaban

los equipajes o volaban ustedes”. Pero al día siguiente sin falta, sobre “las once y

media de la mañana estará todo solventado”.

“Más tranquilos”, tras las explicaciones recibidas, salimos de la zona de

desembarque. Por suerte tenemos un contacto en la ciudad. Un taxista llamado

Mario, con familia en Béjar, que Jose conoce a través de un amigo. Nos

saludamos, nos disculpamos por la tardanza y le pedimos que nos lleve al casco

histórico, donde pensamos alojarnos. Aunque Mario insiste en que durmamos

en su casa no aceptamos para no causar molestias.

Dejamos el aeropuerto, y empezamos a callejear por estas avenidas a medio

iluminar, que recorren barrios llenos de casas inacabadas pobladas por gentes

marginadas. Los seguros de las puertas del “microcarro” cerradas a cal y canto.

Miradas y sonrisas nerviosas entre nosotros, sobre todo, cuando se coloca a

nuestra espalda un gran todoterreno de los agentes del orden que nos hace luces

para que nos detengamos.

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Mario nos da rápidas instrucciones: nada de bajarse del carro y explicaciones las

justas. Ya se sabe como se las gastan por aquí algunos y como consiguen

completar las pagas un buen número de policías.

Tras una corta charla y tras comprobar que somos unos gringos recién llegados

al país nos permiten continuar la marcha.

Más calles llenas de basuras, más gentes deambulando por ellas y conseguimos

llegar al centro monumental donde al fin podremos descansar del largo viaje.

Por desgracia el barrio está cercado por tanquetas del ejército y de la policía,

debido a la ola de protestas contra el presidente Alejandro Toledo.

Aún así Mario consigue llegar a la puerta del Hostal España, donde íbamos a

pasar la noche, pero sus puertas están cerradas y nadie responde a nuestras

llamadas.

Corremos mejor suerte “al ladito mismo”, en el Hostal Europa, donde nos

acomodamos. La higiene no es el punto fuerte de las instalaciones de este

alojamiento y nosotros dormimos vestidos sobre la cama ya que las sábanas no

nos inspiraron mucha confianza, aún así por la mañana pudimos disfrutar del

hermoso patio interior y de la belleza de esta auténtica casa colonial en el mismo

centro histórico de Lima.

Como se puede comprender, tras esta descripción, la primera impresión de la

capital del Perú es coincidente con la imagen de una ciudad desolada y

desoladora.

Pero el amanecer del nuevo día será bien distinto. Desde la habitación

escuchamos un alboroto procedente del exterior y nos tememos lo peor, tras lo

vivido la noche anterior. Nada más lejos de la realidad. Bajamos a la calle y

descubrimos una gran fiesta.

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En mi diario se recoge: “que alegría se respira aquí”. Y esa fue la sensación que

nos transmitió aquella ciudad en nuestra primera toma de contacto bajo la luz

del sol. Aunque bien es sabido que es difícil ver la luz del sol en esta época del

año en Lima, teniendo en cuenta que la ciudad se halla cubierta por una

peremne capa de nubes bajas mezcladas con gases variados, que imposibilitan la

apreciación directa del astro rey.

Los ingredientes que completaron el cóctel de nuestra percepción inicial de la

ciudad, aquella mañana del 29 de junio, fueron la alegría de las gentes, un olor

particular, los sonidos ininterrumpidos de los claxons y del bullicio de las gentes

y una realidad que se presenta de forma dramática ante nosotros: la imagen de

los niños de la calle.

La alegría procedente, no sólo, del ambiente festivo de la jornada de celebración

de San Francisco, sino también de la sonrisa permanente que se observa en

muchas de estas personas, de la cordialidad en el trato que nos transmiten

aquellos con los que nos relacionamos y quizás del uso del lenguaje y del acento

tan agradables que toma el español en boca de los peruanos.

El olor de Lima es especial, al igual que lo serán los sabores de todos los platos

de comamos en nuestra estancia en el país. Olor mezcla de humedad del aire

marino, de la combustión de motores viejos de los “carros” y quizás de las

mercancías que se venden en los puestos de productos frescos que proliferan en

cada esquina.

El sonido de los claxons, las voces de las gentes de la calle: los gritos de los

currantes que en las combis atestadas anuncian el destino al que se dirigen,

combinado con la música que amenizaba la procesión frente a la catedral de

San Francisco nos resultaba muy atractivo.

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Todo ello contribuyó, aquel día, a levantarnos la moral y nos permitió afrontar

con optimismo la espera de nuestro equipaje, que tal como había anunciado el

trabajador del aeropuerto llegó esa mañana sin mayor novedad.

Mención especial merece el problema que tiene el país con la cantidad de niños

que recorren las calles tratando de conseguir algo de “plata” .

“Cómpreme algo señor o deme algo señor” son frases que escucharemos cientos

de veces si recorremos las calles más transitadas de las ciudades y de las zonas

turísticas del país, reflejo de la situación de pobreza en la que se halla el Perú y

la mayor parte de los países de América Latina. Seguramente esta realidad sea la

consecuencia del viaje en el tiempo al que se vieron avocados, sin pedirlo, hace

unos cinco siglos sus habitantes y del sistema de “producción y progreso” que

desde entonces hasta hoy impuso el hombre blanco en estas tierras. El choque

brutal entre dos realidades opuestas; las sociedades de los pueblos indígenas

viviendo en armonía con el ecosistema y el modo de vida de las potencias

colonizadoras, basado en el desarrollismo, ha dado lugar a países

desestructurados con un grado de cohesión social escaso y con unas

desigualdades salvajes a todos los niveles.

En definitiva, en este primer viaje fuimos formando un conocimiento de la

capital y del país a partir de estas primeras referencias.

El mismo día que recuperamos el equipaje nos marchamos a las montañas,

directos al norte, a donde llegamos tras un viaje que duró toda la noche y que

nos enseñó algo más: si vas al Perú ten cuidado con el autobús en el que te

metes. El nuestro, con mala ventilación, calor, ruído y, sobre todo, una

velocidad endiablada y el uso, más que discutible, del punto muerto que hacía el

piloto en el descenso del puerto de Conococha, de 4000m de altitud, hasta la

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ciudad de Huaraz así nos lo mostró. También los hay buenos, con aire

acondicionado… que fueron los que utilizaríamos desde ese momento.

Amanecía cuando arribamos a Huaraz y, aún estando cansados y algo

alucinados por la experiencia que acabábamos de vivir, a lomos de un autobús

enloquecido, nos quedamos prendados de estos nevados que lucían sus mejores

galas bajo las primeras luces de un nuevo día. La sonrisa se pintaba en nuestros

rostros y la emoción en nuestro interior por llegar al fin al destino, tras un viaje

que había comenzado hacía dos días, pero que en nuestras cabezas se había

estado fraguando varios años.

En los siguientes veinticinco días, las emociones estuvieron a flor de piel. Era tal

la motivación que teníamos por conocer estos montes y la belleza de las

quebradas y de las cumbres de la Cordillera Blanca y, sobre todo, de la del

Huayhuash, que todas nuestras expectativas se colmaron plenamente.

Es bien sabido que el mayor número de andinistas que se aproximan a estas

cumbres lo hacen con la intención de ascender aquellas más conocidas de la

“Blanca”; Huascarán, Alpamayo, Chopicalqui, Artesonraju…, haciendo una

aclimatación previa en algún nevado de las quebradas más próximas a Huaraz,

como la Ishinca.

Este tipo de actividad permite pasar unos pocos días en montaña y bajar luego a

la ciudad para descansar, reponer fuerzas, celebrarlo a tope y volver a por otro

objetivo. Se consigue así practicar un andinismo similar a la actividad que se

realiza en cualquier valle de los Alpes. Incluso hay quien nombró a Huaraz como

el “Chamonix de los Andes”.

Nosotros no queríamos eso. Veníamos buscando una expedición a un sitio

alejado, salvaje y auténtico.

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Nos subiríamos veinte días a la Cordillera Huayhuash, más remota y con unos

nevados más vertiginosos, con la intención de escalar su cumbre más elevada; el

Yerupaja, de 6634 metros. Para ello se necesitaba una logística algo mayor.

Nos reunimos para organizarlo con el dueño del hotel en el que nos alojamos. El

Casablanca; uno de los pocos que en Huaraz ocupa una casa de tipo colonial y

que resultó ser un lugar tremendamente agradable.

Willi Gordillo es el jefe de la casa y de una agencia de turismo de aventura y nos

echará una mano para contactar con un cocinero, para contratar los servicios de

un arriero en el Huayhuash y para conseguir un transporte hasta las montañas.

En mi diario anoto su recomiendación de llevar un guardián de campamento

que haga funciones de cocinero, que sepa utilizar la cocina y que “no nos queme

las carpas”, que “sepa matar pollos”, (que podremos llevar vivos) y que, además,

sea capaz de soportar veinte días de montaña. Nos dice que hay alguno que, a

los dos días, nos abandonaría en el Huayhuash y se volvería a su casa. Por

suerte, él conoce a un chico de confianza, que cumple estas premisas.

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Justino

Justino, un joven de LLupac -aldea próxima a Huaraz- será el elegido. Lo

conocimos al día siguiente y se puso manos a la obra acompañándonos en la

compra de los víveres y en la organización de los bultos que en pocas horas

tendremos que cargar en la combi rumbo a nuestro destino definitivo. Pronto

apreciamos que la locuacidaz no era su principal característica, pero sí lo serán

la buena educación, el respeto, la lealtad y el trabajo.

La siguiente noche comenzaremos a comprobar sus habilidades como “cocinero

de altura”, cuando, después de instalar nuestro primer campamento en las

estribaciones del Huayhuash, elabora un suculento guiso de verduras y unas

infusiones de hoja de coca que nos dejan el cuerpo listo para un plácido

descanso. Esta primera cena bajo el cielo estrellado de los Andes será uno de

esos momentos que no se olvidan jamás. El preámbulo de un sueño que

comienza a hacerse realidad.

En los siguientes días observaremos como Justino camina por estas montañas

sin materiales de última generación, tal como lo hacen tantos compatriotas

suyos que trabajan para los “gringos”: botas viejas o zapatillas, pantalón

vaquero, camisa y jersey, cazadora tipo impermeable y gorra, mochila vieja y

saco de dormir playero. No se estilan las gafas de sol, ni las cremas solares.

Para paliar el frío intenso de las noches a 4000m se valía de las mantas de los

burritos, mientras estos nos acompañaron.

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Trabamos una buena amistad con él, desde los primeros días y poco a poco

fuimos corrigiendo esta precaria equipación, dotándolo de gafas de sol, caña de

pescar, saco de dormir, botas, carpa, piolet.

“¡ Gracias Miguel! o ¡ Gracias José Manuel!” entonado con el acento particular

de los peruanos descendientes directos de los incas, fueron frases que Justino

nos regaló a cada momento.

La interrelación intensa que estos pueblos todavía tienen con la “pachamama”

(madre tierra) hace que transmitan un saber hacer natural en las habilidades

básicas de subsistencia, que nosotros tenemos algo oxidado: la pesca de truchas

en los lagos o la prepararación de la pachamanca - una carne asada en un horno

improvisado en un hoyo excavado en la tierra – fueron ejemplos que pudimos

observar día a día.

No siempre se traban buenas relaciones entre expedicionarios y trabajadores de

la montaña, de hecho, se producen situaciones en las que la comida que se les da

a cocineros y ayudantes es mala, se les trata de forma desconsiderada e incluso

no se les pagan las cantidades acordadas previamente y, a la inversa, se han

dado casos de escaladores que han vuelto al campamento después de una

actividad y se lo han encontrado desvalijado.

En fin, en nuestro caso esa colaboración se convirtió en amistad y llegó a tal

punto que Jose y Vavi(amigo mugardés que visitó Perú en otra expedición)

apadrinaron a los niños de Justino y Sonia - que así se llama su mujer.

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La Cordillera del Huayhuash

Apuntábamos bien alto cuando pensamos en escalar el Yerupaja, cumbre más

elevada de esta cadena montañosa tan agreste y alejada. El pico destaca más de

cuatrocientos metros por encima de todas sus vecinas y hasta el año 2000

llevaba muchos años sin ser escalada.

Pero vistas las fotografías en la revista Desnivel, del reportaje que firmó Juanjo

Tomé en 1999, creímos que tendríamos nuestras posibilidades en este coloso.

Luego conoceríamos las circunstancias por las que esta cumbre está negada

para los alpinistas: literalmente se está desmoronando debido a la recesión

glaciar.

El Huayhuash es una cordillera que se sitúa unos 300 kilómetros al norte de

Lima. Relativamente pequeña en extensión, concentra en su interior algunas

joyas muy valiosas. Y no estoy hablando de las minas de oro y otros metales

preciosos, que ya están siendo expoliados por aquellos a los que no importa

despojar a la tierra de su virginal hermosura. Lo hago de las faldas de montañas

míticas, de cornisas que adornan las cimas coronando a las auténticas reinas del

planeta, de praderas inmensas pobladas de cabañas de pastores, de glaciares

que desbordan quebradas vertiginosas, de lugares en los que han plasmado su

actividad algunos de los más grandes alpinistas del siglo XX.

En este pequeño grupo de montañas han firmado primeras escaladas gentes

como Ricardo Cassín, Walter Bonatti, Reinhold Messner y Jeff Lowe, por citar a

los más grandes, pero también Ferrari, Egger, Fonrouge, Buhler, Simpson,

Daudet, Rouse, Kodjec, Monasterio o potentes grupos japoneses y americanos

con menos nombre pero no menor calidad…

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Cuando uno se desvía de la carretera asfaltada que une el puerto de Conococha

con la ciudad minera de la Unión y toma la pista de tierra que baja hacia

Chiquián, “el espejito del cielo” , como reza en el cartel indicador a la entrada

del pueblo, se encuentra de frente con una panorámica espléndida. En la

distancia aparece la pared de hielo que constituye el grueso del cordal del

Huayhuash: en primer término el Rondoy y el Ninashanca, luego el esbelto

Jirishanca (pocas montañas en el mundo lucen tan hermosas como la cara oeste

de este nevado) y presidiendo toda la estampa, la madre de todas ellas, el

Yerupaja, escoltado a izquierda y derecha por el Yerupaja Chico y el Siula, nada

más y nada menos.

En una de las revueltas del camino le pedimos a David, nuestro conductor que

se detenga.

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Sonrisa de tontos en el rostro, por la emoción contenida, fotos, exploración

visual con prismáticos y esperanzas redobladas por ver cara a cara nuestras

montañas, que son bonitas a más no poder.

Grandes expectativas en el terreno deportivo, en nuestro primer intento a un

nevado andino, que se vieron rapidamente truncadas por una enfermedad de

Jose que, desde el primer día de llegar al campo base, empezó a vomitar y a

sufrir una diarrea galopante, que lo tuvo seis días fuera de combate, le obligó a

retornar a LLamac con Justino y le imposibilitó recuperar las fuerzas y la moral

hasta nuestro regreso a Huaraz.

La primera toma de contacto con la alta montaña andina fue dura en este

sentido. Estando sólo dos alpinistas si uno sufre un contratiempo, el otro tiene

muy difícil realizar todo el trabajo y reaccionar ante una eventual necesidad de

evacuación.

Los quebraderos de cabeza aquellos días fueron muchos. Primero parecía claro

que se trataba de una indisposición debido a un alimento o al agua, pero esto

nos resultaba extraño pues siempre tuvimos cuidado con todo ello. Luego las

dudas incluso nos llevaron a pensar en la posibilidad de que se tartara de una

mala aclimatación a la vida en altura. Difícil saber qué hacer en un caso así.

¿ Nos vamos de aquí?

¿ Cómo y cuándo podremos recoger los depósitos de material que ya he ido

subiendo hasta el glaciar?.

¿Con qué arrieros podemos contar para bajarlo todo?

Finalmente acertamos con la decisión. Jose, acompañado por Justino, bajará en

un caballo, que hemos alquilado a un pastor, hasta Llamac (el último pueblo que

hemos pasado en la subida) y allí tendrá la fortuna de coincidir con la

enfermera, que sube una vez por semana, y que le recetará unos antibióticos que

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le cortarán la intoxicación. Las investigaciones de Jose le llevarán hasta el

origen de sus males: la cloaca de donde ha cogido agua el arriero para hacer la

cena el día que pernoctamos en la aldea ( la única vez que no fuimos a buscar el

agua personalmente echó por tierra nuestras posibilidades de éxito en el

Yerupajá)

Pero el alpinismo no sólo tiene como aliciente el hecho mismo de escalar.

Siendo capaces de aislar todo lo malo, las vivencias que experimentamos

durante quince días en la laguna Jahuacocha fueron intensísimas.

La entrada en la quebrada, con el Jirishanca presidiendo la escena, nos

emocionó. La pesca o, mejor dicho, las tentativas nos divirtieron. El encuentro

con el señor de las alturas; el cóndor, en un instante mágico, no se borrará ya de

mi mente y merece ser contado.

Los días que Jose bajo a la enfermería me quedé solo en el campamento. En una

de las caminatas que me sirven para terminar de aclimatar subo por la ladera

derecha del valle, hacia el Rasac. Cansado, me siento a contemplar el atardecer

sobre la laguna y entonces, planeando a menos de 50 metros, muy cerca del

suelo veo pasar uno, otro y finalmente un tercero. Escucho como sus alas

rompen el aire, se separan de esta ladera tan empinada que los protege, se

alejan hacia el centro del valle y, finalmente, hacia las alturas cerca ya de los

Rondoy. Trato de empaparme de este momento y desciendo corriendo entre la

vegetación a preparame algo de cena.

Cuando uno esta solo en estas montañas, si tiene la suficiente sensibilidad,

podrá percibir la esencia misma que destilan las tierras salvajes. En los porteos

que hice en dirección al glaciar del Yerupaja comprendí el significado verdadero

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de la palabra “compromiso”, que tan vacía se queda en boca de algunos cuando

se aplica al alpinismo. Si caminas por un sendero vertiginoso, apenas marcado,

con la mochila bien cargada, cansado y solo. “Pero solo, solo”. Es decir, sin nadie

a tu alrededor que te eche una mano, sabes que debes de cuidar de ti mismo y

que no te puedes permitir ningún fallo. Es en esos momentos cuando toda la

intensidad de la actividad montañera fluye por tus venas. En los reposos elevas

la mirada y observas como “la oeste” del Jirishanca te desafía, luciendo todos

sus encantos. Casi puedes entrar en un estado de éxtasis. Al poco, el estruendo

de una avalancha te obliga a despertar de tus sueños y te recuerda las leyes de

este juego en el que estas metido hasta el cuello. Cuando llegas al punto donde

tienes el depósito de material ya puedes dejar la pesada carga, sentarte a

descansar y, al mirar atrás, captar la hermosura total de este lago azul turquesa

que tienes a tus pies, cientos de metros más abajo. Contemplas el conjunto:

lago, picos rocosos, nevados del Rondoy, Mituraju, Jirishanca, Toro, Yerupaja

Chico y, entre las nubes, el coloso del Yerupaja, y te sientes el dueño del mundo.

Una vez curado, Jose y Justino retornan a Jahuacocha. Para celebrarlo nos

damos un festín de “pachamanca” preparada por Justino, su padre ( que pasa

por el fondo del valle trabajando para un grupo de treking norteamericano) y

otros compañeros. La pachamanca es una forma de cocinar la carne de vaca o de

cordero que especiada y envuelta en hojas se asa en un horno excavado en la

tierra.

Nada mejor que proteína en vena para recuperar las maltrechas fuerzas de un

enfermo. Aquella noche charlamos con unos colegas argentinos y con los guías

americanos de las esperanzas y de los sueños en estas montañas.

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En los días siguientes podremos, al fin, subir a pie de vía juntos. Vamos

acompañados por un andinista argentino, llamado Darío, que quiere recabar

información de primera mano para una guía que está preparando sobre los

seismiles más altos de sudamérica. En el glaciar del Yerupaja, viendo la estampa

tan desastrosa de la montaña y las pocas energías que tenemos como cordada,

tomamos la decisión de hacer un cambio de rumbo y marcharnos a la Cordillera

Blanca. Toca retirada.

Que las derrotas tienen aspectos positivos es un hecho. En este caso, las

vivencias que tuvimos al descender desde la quebrada Jahuacocha, en la que

estábamos instalados, hasta el carro- que vendría a recogernos en las

proximidades de Chiquián- siguieron sumando alegrías para el espíritu en

nuestro haber.

Como no esperábamos a Rober Venturo - el arriero que habíamos contratado

para portear nuestras cargas a la subida- hasta unos cuantos días más tarde,

contratamos a Euladio, un pastor de Pacllón, que es una aldea situada a medio

camino entre Chiquián y Jahuacocha, en el valle por el que vierte las aguas la

laguna. Ya habíamos trabado relación con él en los días anteriores, trocando

algunos medicamentos, algo de fiambre español y otras viandas por truchas

recién pescadas y algo de carne de vaca. Además le habíamos comprado papas,

cebollas y alguna otra cosa.

Mientras estamos recogiendo el campamento se presenta Euladio con los

burritos. Aparentemente cada uno de los animales va por libre y al arriero le

cuesta tenerlos controlados. Carrera para un lado detrás de uno, pelea con él

para cargarlo, mientras los compañeros se han dispersado por los campos

entorno al lago. Más carreras y más peleas entre hombre y bestia. Cada uno

intentando imponer su criterio. Y ya se sabe que los burros son casi tan tercos

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como las mulas. Si tenemos en cuenta que en la recua hay tres burritos y una

mula…

Una vez recogido el campamento y cargados los equinos empezamos a bordear

la laguna, momento en el que también viviremos escenas de lucha. En alguna de

ellas nos veremos involucrados, tomando partido por la facción humana de la

contienda.

La compañía que formamos no estará completa hasta una hora después, cuando

Justino aporte al grupo dos tiernos corderos que ha comprado a los pastores de

la zona. Atados, como si se tratara de dos perritos, se verán obligados contra su

voluntad a caminar durante dos largas jornadas hasta nuestro destino.

Para descender tomamos el camino que pasa por la aldea de Euladio, que es

diferente del que habíamos utilizado en la subida. Éste es recorrido, casi en

exclusiva, por los lugareños para comunicar los pastos de altura, situados a

4000m, con el pueblo que está un poco por debajo de los 3000. Se trata de un

sendero muy estrecho, que en ocasiones aprovecha parte del propio cauce del

río (que en esta época se encuentra bastante bajo de caudal) que al principio

bordea una sucesión de cascadas y luego recorre el desfiladero que, al final, se

abre para dar paso a los campos en los que se asienta el pueblo de Pacllón.

Extraños en un extraño mundo. Así nos sentimos al callejear con toda nuestra

recua por el centro de la aldea. Somos la atracción que rompe la monotonía de la

vida de estas gentes. Los lugareños nos miran desde las puertas de sus casas.

Algunos, más bien, nos escudriñan con curiosidad.

- Buenas tardes.

- Buenas, tengan ustedes.

- ¿ Qué vienen de Jahua?

- Sí. Así es.

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- Buenas tardes…

Las calles, polvorientas. Las casas, humildes, de adobe. Los chanchos (un tipo

de cerdo pequeño, de color negro muy típico en el Perú) campando a sus anchas,

ejerciendo de eventuales trabajadores del servicio de recogida de basuras.

Pretendemos acampar en las afueras del pueblo pero Euladio insiste en que

usemos su casa. Aceptamos la invitación, gracias a lo que tendremos la

oportunidad de dormir acompañados por algún que otro roedorcillo y de

alimentar a alguna pulga juguetona, a la que parece que le gusta la sangre de los

gringos. Además conoceremos las correrías amorosas de nuestro arriero, que

muy entrada la madrugada es reclamado a grandes voces desde la calle por una

mujer despechada.

A la mañana siguiente emprenderemos la segunda y última jornada de marcha y

terminaremos el día instalados en nuestro hotel de Huaraz.

En el mismo punto en el que quince días atrás, le pedimos a David, el conductor,

que detenga el coche para tomar unas fotos del Hauyhuash nos detenemos para

contemplar ahora una estampa conocida y comprendemos que la sensación

agridulce que nos invade en este momento no nos va a abandonar por una

temporada, aunque al día siguiente, sentados en la terraza de la crepperie

Patrick delante de una ensalada deliciosa, de un plato inmenso de carne asada y

de unas buenas cervezas las penas parecen algo más llevaderas.

Y unos días después, cuando oteamos el mundo desde los 6000m de la cumbre

del Artesonraju, comprendemos que como primer viaje al “Perú glorioso” éste

ha estado muy bien.

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La expedición del verano de 2006.

Este viaje se había engendrado cuatro años antes cuando, buceando por la red,

en busca de fotografías actualizadas del Yerupaja, se nos apareció una en la que

se veía una quebrada amplia, con verdes praderas en las que pastaba el ganado,

que estaba presidida por una pared, que se levantaba majestuosa, con forma de

fachada de catedral con dos torres.

La estampa era, sin duda, muy sujerente. En nuestras mentes “calenturientas”-

desde el punto de vista alpinístico- se empezaron a arremolinar las

ensoñaciones.

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- “ Tío. ¿Te imaginas abrir una vía allí?. A cuatro días de marcha, en una

quebrada perdida…

- Sería una pasada”.

Sabíamos que la quebrada era la Huanacpatay, que ese nevado se llamaba

Puscanturpa, que tenía unos 5500m de altitud y que en la pared había abierto

una vía Jeff Lowe, el gran escalador americano, porque se refería a ella en su

libro El mundo del hielo describiéndola como su mejor escalada en roca y en

solitario.

En todo caso el proyecto se fue al limbo temporalmente y sólo de vez en cuando

aparecía en nuestras charlas.

- “¿ Cuándo vamos al Puscanturpa?”

Por suerte o, por desgracia en este caso, a nosotros pocos objetivos que nos

planteáramos se nos quedaban en el tintero. Normalmente donde pusimos el

ojo pusimos la bala. Esta no iba a ser una excepción, y poco a poco fue

apareciendo información que nos ayudó a dar forma a la idea de abrir una vía en

“nuestra montaña”.

Primero se publicó en la revista Desnivel una reseña de una nueva ruta abierta

por Oriol Baró en el vecino Cuyoc. Luego en internet leímos las reseñas de una

expedidión francesa, que había escalado el pilar derecho de la pared norte y,

finalmente, en el verano del 2005 completamos los datos que necesitábamos,

al salir a la luz la guía actualizada de escaladas en la Cordillera Huayhuash –

escrita por el canadiense Jeremy Frimer.

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El proyecto estaba a punto de fraguar. Pensamos en alternativas en los nevados

cercanos y barajamos la posibilidad de completar la expedición con la escalada

del Nevado Sarapo, si las condiciones eran propicias.

Comentamos nuestras intenciones con nuestro amigo Jesús y con algún otro

compañero, ya que creíamos que era mejor que fuéramos tres o cuatro

escaladores y, desde el inicio, tuvimos la idea de que nos acompañaran nuestras

mujeres, que podrían disfrutar del afamado treking del Huayhuash y de la

estancia en una quebrada tan agradable.

Al final del verano del año 2005 nos juntamos los que íbamos a ser los

protagonistas de la expedición y, para “celebrarlo”, nos fuimos a la Peña Santa,

donde abrimos un nuevo itinerario en la cara sur, que navegaba entre el mar de

canalizos del muro superior, situado a la izquierda de la vía Sur Directa(la gran

clásica de la montaña).

Esta actividad fue un fiel reflejo de nuestra forma de hacer las cosas en

montaña. Un puñado de clavos, algún spit(para protegerse en estos muros tan

compactos), el juego de friends y fisureros, fuerte determinación y muy buen

rollo.

Aquel día el sol brilló radiante, y las cosas fueron rodadas. La línea estaba ahí y

tuvimos la fortuna de descubrirla. Todo fluyó de una forma mágica. Los puntos

de seguro naturales nos permitieron progresar y desentrañar los entresijos de

esta parte de la montaña. Jesús se lució en el largo más difícil del recorrido,

abriéndonos las puertas del cielo, que pudimos contemplar con todos los

matices de la paleta de colores en el ocaso. Abrazo de cumbre y descenso largo y

complicado, que hará que no lleguemos a nuestra tienda hasta entrada la

madrugada.

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Hoy en día esta vía es uno de “los caminos verticales” que llevan su nombre en

honor de Jose.

Además de escalar también charlamos del futuro. Del Huayhuash. De cómo

organizaríamos una escalada lo más rápida y ligera posible a la pared norte del

Puscanturpa Norte.

Jose, después de haber consultado las últimas fotos de las que disponíamos y,

haciendo gala de sus dotes de “diseñador de vías”, tenía bastante claro los

puntos débiles de semejante frontón, los posibles lugares donde vivaquear y ya

no hubo dudas de que en diez meses estaríamos analizando en directo, a los pies

de nuestro objetivo, sus secretos.

Y así fue, pero, como tantas veces, solos Jose y yo, ya que Jesús y Mila, su mujer,

no pudieron unirse al grupo por circunstancias personales. Este hecho influyó

de manera decisiva en todo lo que sucedería después, pero nosotros no lo

podíamos sospechar.

Tras el otoño llegó el invierno y, en el mes de enero, cosechamos un nuevo éxito.

Como entrenamiento nos fuimos al Hoyo Grande: el centro sobre el que gira el

macizo central de los Picos de Europa. Quizás el lugar más salvaje de la

montaña española y, me atrevería a decir que, en la estación fría, se convierte en

uno de los más agrestes de la montaña europea. Allí accedimos, tras más de

cinco horas de penosa caminata recorriendo los senderos perdidos de la canal

de Dobresengros, que supera un desnivel de unos 1500m, hasta la entrada de

esta especie de cráter rodeado de los picos más altos y esbeltos de la Cordillera

Cantábrica.

Plantamos la tienda en la nieve en un balcón sobre las nubes, vigilados desde

lejos por la Peña Santa, y descansamos placidamente hasta que, todavía de

noche, pusimos rumbo a la pared suroeste del Pico de los Cabrones.

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Los crampones agarrándose firmemente a la nieve dura, la frontal iluminando

nuestros pasos y nosotros dirigiéndonos con determinación hacia una actividad

dura y exigente. Este fue un día glorioso. Un día frío, soleado y con una luz

limpia que nos permitió completar una escalada que nos condujo a unos lugares

de una belleza fuera de categoría: agujas recubiertas de merengue, lenguas de

hielo, calizas claras destacando entre tanto blanco y aristas de nieve y roca, que

no habían sido recorridas con anterioridad por ninguna otra persona. Acaso,

¿no es esto la esencia del alpinismo?

La jornada terminó bien entrada la noche, después de más de 17 horas de

actividad, cuando, otra vez, a la luz de las frontales encontramos la tienda de

campaña y nos desplomamos en nuestros sacos con los cuerpos molidos por el

esfuerzo.

El invierno llegó a su fin y en el mes de julio nos marchamos al Perú, tal como

habíamos previsto. Primero Berta, mi mujer, y yo, con intención de hacer un

poco de turismo, una semana después Nuria y Jose.

Comparada con mi primera expedición esta supuso una experiencia plena desde

el inicio. El hecho de ir acompañado por Berta hizo que no apareciera esa

sensación de angustia por dejar atrás a los seres queridos, y transformó todo en

puro placer.

Los días previos fueron de alta tensión para ajustar todos los detalles,

empaquetar el material duro de escalada y la vestimenta necesaria para

combinar escalada en nieve y roca con algo de vida en sociedad. Pero todo se

solucionó y conseguimos ordenar el equipaje e incluso ajustarnos a las

limitaciones de peso que marcan las aerolíneas.

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Cuando uno se marcha al otro lado del océano con la intención de abrir una

nueva de vía de dificultad en una montaña de más de 5000m, aparece la

emoción, los nervios, las ganas de anticiparse a lo que vendrá, los sueños. Ese

cóctel provoca un estado de ánimo que, en mi caso, fui capeando porque sentía

que, como cordada, nos encontrábamos en un momento de madurez y porque

los objetivos que nos habíamos propuesto eran muy atractivos: los nevados

Puscanturpa y Sarapo.

El día 11 de julio, pasada la media noche, aterrizamos en el aeropuerto

internacional Jorge Chávez de Lima. Nos hemos acostumbrado a recorrer medio

mundo en unas pocas horas, sin embargo no dejo de asombrarme del cambio de

dimensión que supone pasar en tan escaso periodo de tiempo de la realidad

europea a la sudamericana. Una vez fuera de la aeronave tenemos que dejar la

seguridad del aeropuerto y enfrentarnos a las calles limeñas. En esta ocasión

nuestro alojamiento se encuentra en el barrio de Miraflores (una de las zonas

vip de la ciudad).

La experiencia hace que ya sepamos las precauciones que hay que tener con los

taxis en el Perú. Dada la mala situación económica del país muchos peruanos se

convierten en improvisados taxistas para ganarse la vida. Entre ellos se cuelan

algunos delincuentes que quieren conseguirlo, pero de forma más rápida. Por

ello sólo se han de tomar taxis que pertenezcan a las compañías oficiales.

Actualmente en el aeropuerto sólo les permiten trabajar a estas empresas.

En Miraflores se encuentra el aparthotel que habíamos contratado por internet.

Para llegar allí recorremos grandes avenidas desiertas, algunas calles a medio

iluminar rodeadas por casas inacabadas, bordeamos el litoral del Océano

Pacífico, que rompe con energía en estas playas, y subimos por una bien cuidada

avenida a uno de los guetos de las clases medias y altas en Lima.

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Llegamos al hotel. El hall magnífico, la amabilidad del personal superior, la

cama dos por dos ideal para reparar unos cuerpos fatigados.

El despertar en esta ocasión es muy diferente a la primera estancia en el país.

Desde el balcón de un séptimo piso podemos ver calles rodeadas de altos

edificios bastante modernos, un centro comercial justo enfrente y, eso sí, la

neblina típica que cubre la ciudad tanto en la zona de los ricos como en la de los

más desfavorecidos. Un desayuno tipo autoservicio muy completo nos carga de

energía para un día de turismo por las zonas de mayor interés de la ciudad.

La plaza de Armas está cerrada por el ejército para evitar que unos

manifestantes puedan acceder a ella. No podremos visitarla durante unas horas

pero mientras caminamos por calles atestadas, contemplamos algún edificio

emblemático del centro histórico y descansamos en la gran plaza de San

Martín. El ambiente es vigoroso y se contagia facilmente.

Por la tarde nos conducimos hasta la Plaza de Armas, que luce espléndida, con

sus jardines, sus edificios con galerías de maderas nobles talladas con maestría,

la catedral y el Palacio de Gobierno.

El día se termina en el hotel con los preparativos para el viaje al Cuzco que

iniciaremos a primera hora de la mañana del día siguiente, tomando un vuelo

interior.

Cuando se visita el Perú se tiene la fortuna de estar en uno de los países del

mundo con mayor biodiversidad. Las diferencias de paisajes entre la costa, los

altiplanos, las cordilleras y las selvas son abismales. La variedad de sus

manifestaciones culturales inmensa y el interés de los restos arqueológicos y de

las muestras de la arquitectura colonial indudable.

Nosotros, en esta ocasión, nos desplazamos al Cuzco, para visitar el

archiconocido Machu-pichu: la ciudad perdida de los Incas. Aprovechamos para

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caminar mucho, como parte inicial de la aclimatación a la altitud, ya que la vida

a los 3000m sobre el nivel del mar, a la que se encuentra, favorece este proceso

fisiológico de producción de glóbulos rojos.

Las callejuelas empinadas, las escaleras interminables, que sirven para

comunicar los barrios más bajos con las zonas elevadas, permiten ir

acostumbrándose a los esfuerzos con escasez de oxígeno en el aire. La ciudad de

Cuzco tiene todavía el encanto de las que combinan el legado de los

colonizadores españoles con los restos preincaicos e incas.

La vida gira entorno a una plaza de armas rodeada por soportales y

construcciones de carácter religioso. También giran entorno a ella cientos de

coches que hacen sonar sus claxóns intentando llamar la atención de potenciales

clientes del servicio de taxis. La melodía que suena hora tras hora le llega a uno

hasta lo más hondo…de su cabeza.

Es digno de reflexión que para el visitante gran parte del interés resida en la

pobreza del país. Las gentes de todo tipo tratando de ganarse la vida, dotan al

conjunto de un sabor especial: los niños y niñas vendiendo muñecas de trapo,

los limpiabotas que quieren limpiar hasta las zapatillas de deporte por un par de

soles, los “supuestos” alumnos aventajados de la escuela cusqueña de pintura,

ofreciendo sus últimas creaciones, los indígenas de postal que, ataviados con sus

mejores galas, venden su imagen típica. El turismo con destino en los países

pobres tiene este tipo de cosas.

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Cuzco es hermosa de día y de noche, pero no atraería a tantos miles de viajantes

si no fuera el punto de arraque para la visita del Machu-pichu.

Desde la estación de trenes parte un convoy turístico que, por la módica

cantidad de 170 dólares USA, permite recorrer los ciento y pico kilómetros que

hay hasta la localidad de Aguas Calientes (enclave situado entre cerros cargados

de vegetación a la sombra de los restos arqueológicos más importantes del

imperio inca), subir en autobús hasta la ciudad y visitarla durante unas cuantas

horas.

La sensación de estar en un parque temático no me abandonó durante esa

jornada: tren exclusivo para turistas, lugareños que sólo están presentes para

cumplir con su rol y organización rígida para que nada se escape al control de

los encargados de explotar el enclave arqueológico. Unicamente se mitigó algo al

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contemplar el Nevado Salcantay emergiendo en la lejanía, las laderas

exhuberantes, o los pueblos auténticos al pie de las vías del tren…

El Machu Pichu muy espectacular. Bien es cierto que mi cabeza, de forma

instintiva, lo comparaba con la “ciudad perdida de los celtas”: Santa Tecla, que

dominando el inmenso Océano Atlántico extendía su influencia por tierras lusas

y galaicas mucho antes de que el pueblo Inca habitara estos lugares.

Admito la osadía de tales pensamientos, pero me resulta divertido practicar este

tipo de juegos mentales.

Existe la opción de llegar al Machu Pichu caminando desde Cuzco, aunque

actualmente es obligatorio hacerlo en grupo y contratando un “guía profesional”

debido a razones de cuidado del medioambiente y de los restos arqueológicos,

aunque también cabe la posibilidad de que haya algún tipo de interés económico

detrás de esta medida.

Y el turismo se terminó. Y “empezó lo bueno”. Escribo en mi diario: “nos

marchamos de Cuzco de mala leche, con la idea de que en la ciudad hay un

deporte bastante extendido: el robo al gringo. El gringo tiene plata y hay que

sacársela”.

Teníamos ya esa percepción después de varias malas experiencias, pero la

discusión con el taxista por el dinero que nos quería cobrar a mayores del

acordado y sus malas maneras nos encendieron. Confiemos en que los peruanos

no terminen matando a la gallina de los huevos de oro.

De vuelta a Lima reunimos el grupo de expedicionarios y centramos nuestra

atención en los nevados, las quebradas y los hielos.

Por la mañana del día 17 de julio emprendemos el viaje a Huaraz. Vamos en la

Clase Imperial de los autobuses de la Cruz del Sur. Pero el imperio parece que

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está a punto de caer en manos bárbaras, y eso se traduce en que no funciona el

aire acondicionado y sí la calefacción. Aún así el bingo, que organizan las

señoritas azafatas, y el almuerzo, ambos incluídos en el precio del billete son

agradecidos por el cuerpo.

No nos deja indiferentes la ascensión al puerto de Conococha. De cero a

cuatromil metros en sesenta o setenta kilómetros. Para acometer semejante

desnivel es normal que el “comandante de la aeronave” anuncie por megafonía

una parada para revisar la máquina. Normal también que los motores rujan

como leones tras cada curva de herradura, tratando de tomar impulso para

superar otra rampa. En esos kilómeros se ve como el paisaje muda: playas

infinitas de la costa del Pacífico, desiertos, dunas, cañaverales, montañas de

escombros, quebradas sedientas y finalmente planicies rematadas por altivos

nevados. Al final del trayecto llegamos a destino: Huaraz.

- Está más desordenada, caótica, sucia y ruidosa que la última vez, o ¿nos lo

parece a nosotros?

En esta ocasión no pensamos quedarnos mucho tiempo aquí. Sólo el justo para

que Berta, la única del grupo que no la conoce, la visite, para comer unas ricas

carnes y crepes, en la creperie Patrick, para visitar a Justino y familia y para

hacer las compras de lo que necesitamos para vivir algo más de quince días en la

montaña.

Y así lo hacemos. Nos asentamos en un hotel, que ya nos es familiar, el

Casablanca, y a partir de ese instante nos lanzamos a estas calles que rebosan

gente por todas las esquinas. Gentes diversas. Sobre todo morenas, de baja

estatura, pero también blancos peruanos y bastantes gringos, en su papel de

turistas de montaña.

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Son especialmente llamativas las mujeres, con sus ropas de colores vivos y sus

sombreros de ala ancha, portando sus críos a la espalda.

El conjunto se completa con el sonido incansable de los claxons, presente desde

que despunta el sol hasta bien entrada la noche, el olor resultante de la mezcla

de gases procedentes de la mala combustión de motores viejos con los productos

frescos que se venden en cada esquina de las calles, y los acentos de un español

dulcificado con toques indígenas. Y cómo olvidarnos del fondo de este decorado,

compuesto por una línea de nevados, que se recortan en el cielo. En primer

término el Churup, dominando las quebradas, flanqueado por el Ranrapalca,

con su llamativas aristas y por todos los colosos de la Cordillera Blanca. La mole

del Huascarán, al fondo, destaca entre todos haciendo gala de la autoridad que

le confiere ser la máxima elevación de estas tierras.

La vida de los turistas andinistas, que disponen de algo de plata en los bolsillos,

en Huaraz es muy agradable: por la mañana paseo por las calles y compras, al

mediodía almuerzo exquisito a base de ensaladas, carnes rojas o pizzas, por la

tarde, tras la siesta, cafés o cervezas y por la noche, cenas deliciosas en

cualquiera de los locales que ya son famosos entre la comunidad extranjera.

A nosotros, por la noche, nos gustaba especialmente el Patrick, local regentado

por un francés, que prepara unas crepes dulces o saladas, unas carnes y unas

ensaladas de primera categoría. El local tiene un gran ambiente y siempre hay

alguna actuación de música tradicional, que lo dota de un carácter especial.

Pero aquellos que no estamos sólo de turismo tenemos que abandonar tarde o

temprano esa rutina maravillosa y ponernos a trabajar. Así que el día 18 de julio,

nos ponemos manos a la obra.

Hay un montón de preparativos que acometer. Sólo el hecho de ir al mercado a

surtirnos de comida para cinco personas durante quince días ya consume un

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tiempo precioso, y el día 20 tenemos que salir rumbo a las montañas. Contamos

en esta ocasión con la ayuda de Berta y Nuria, lo que aligera la carga, pero que

también produce divertidas discusiones de pareja en las que salen a relucir los

tópicos de ambos sexos. “Pero, ¿para dónde vais con quince kilos de pan? Es que

en la montaña se agradece. O ¿ y no tenéis pensado llevar nada de …..? Bueno,

pues yo no renuncio a comprar más chocolate”.

Como árbitro de estas disquisiciones Justino, que, en teoría, es el jefe de cocina

de la expedición, pero que poco tiene que hacer ante el poderío de dos mujeres y

de dos alpinistas algo sibaritas.

Justino nos acompaña en las compras del día 19, porque el víspera habíamos ido

a visitarlo a su aldea de Llupac, y habíamos quedado con él para comenzar todos

los preparativos. Llupac es una pequeña aldea cercana a Huaraz, a la que se

accede por la carretera que sube hacia la quebrada Cojup.

Hasta allí suben algunos “colectivos”, cuando tienen suficiente clientela, pero

como el tiempo del que disponíamos era escaso nos propusimos agarrar un taxi

para los cuatro.

Conviene recordar que las carreteras por aquellos lares reciben su nombre por el

sentido original del término: caminos para carros. Y aunque en el Perú, con la

palabra carro se denomina a los automóviles, los carros que mejor podrían

circular por las mismas serían los de tracción animal. Los de tracción mecánica

sufren con cada uno de los baches y ondonadas del camino, y sus tripulantes

también.

- “Señor. ¿Puede acercarnos hasta Llupac?

- Me gustaría, pero esa carretera tiene muchas piedras y hay que cruzar el

cauce de un río. Mi carro no camina por esa carretera.

- ¿ Sabe usted quién podría llevarnos?

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- No lo sé señor. Pregúntele a otro compañero.

- Gracias.

- No hay de que”

Los coches que se utilizan para el servicio de taxi en la zona, no son

todoterrenos, precisamente. Suele tratarse, más bien, de modelos pequeños y

utilitarios, de combis, o de autos tipo ranchera de varias marcas japonesas.

Después de un par de intentos infructuosos.

- “Señor, oiga. ¿Puede llevarnos hasta Llupac?.

- Sí, claro.

- Pero sus compañeros nos dicen que la carretera está muy mal y que los

autos normales no suben.

- Ustedes no se preocupen. Yo he subido... Si quieren yo les llevo.

- Y ¿ Cuánto nos va a costar?

- Veinte soles caballeros.

- Vale. Pues vamos allá.”

Tras algo más de 45 minutos de viaje llegamos a nuestro destino. Ya habíamos

estado allí en otras ocasiones y la dichosa carretera estaba a día de hoy en

peores condiciones , pero nuestro taxista lo consiguió.

Encontramos la nueva casa de Justino y familia, preguntando a unos vecinos.

Su mujer, Sonia, y los dos niños nos esperaban. Nos saludamos afectuosamente

y les ofrecimos los regalos que les habíamos comprado: ropa, material escolar y

algún juguete. Al poco rato la conversación perdió fluídez. El español no deja de

ser un idioma que les cuesta cierto esfuerzo. El suyo es el Quechua.

- “Padrino necesitábamos una televisión.

- Bueno…ejem….en el próximo viaje a ver….si la podemos traer en el

avión.”

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Pudimos recorrer las estancias de la casa, y encontramos la explicación a la

petición del ahijado: una flamante antena parabólica estaba instalada en la

parte trasera de la casa. Tras la visita concluímos, que a pesar de que el dinero

del que disponen para la construcción no es mucho, quizás le podrían dar unos

retoques para hacerla más caliente y más sana, sobre todo, pensando en unos

niños, que tenían las manos y la cara ennegrecidas por el frío. Y es que el altillo

sobre el que se situaba la habitación principal estaba hecho con tablones, entre

los que se colaba el aire con total libertad y debajo había un espacio vacío y

abierto, que facilitaba la circulación del mismo. El caso es que la construcción la

había hecho Justino, con sus propias manos, contando con la ayuda de su papá

y algún vecino, y con el aporte de plata extra que supone, para ambos, el trabajo

como cocineros y guardianes en los trekings y expediciones.

Al regresar a Huaraz comentábamos estas cuestiones. La curiosa demanda del

crío, que nos había dejado descolocados por un momento, tiene una cierta lógica

si la achacamos a la contaminación que el sistema de consumo tiene sobre

gentes acostumbradas a vivir con lo mínimo. Casi no necesitan ropas. La comida

la consiguen de la tierra, pero la televisión es demasiado atractiva como para no

desearla. Lo de los fallos de aislamiento nos pareció más extraño, porque la

sabiduría popular en la arquitectura es un hecho cierto.

Este día, al margen de las compras y de la visita a nuestro amigo contactamos

con Alfredo Quintana, guía de montaña, que tiene una de las mejores tiendas de

material de Huaraz. En principio sólo íbamos a comprar algo de gas para

nuestros hornillos, pero terminamos charlando con él largo y tendido sobre los

posibles accesos para llegar hasta nuestro objetivo, sobre los avatares de esta

temporada de andinismo, sobre la seguridad de los caminos…

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Alfredo posee información privilegiada y muy buenas fotos recientes de los

nevados que nos interesan. Nos comenta que las noticias sobre los asaltos a

grupos de caminantes en el Huayhuash son ciertas. Los lugareños se han

organizado para defenderlos pero, a cambio, cobran una cantidad por pasar por

cada uno de los sectores o quebradas. En los días siguientes veremos como

funcionan estas patrullas cívicas de defensa, al final Alfredo nos gestionó el

transporte hasta Llamac y nos consiguió el arriero y los burritos para portear

todo el peso hasta el campo base del Puscanturpa.

Este encuentro en la tienda supuso una muy grata sorpresa, ya que no habíamos

tenido, hasta la fecha, oportunidad de conocer a los verdaderos profesionales de

la montaña que trabajan en esta zona.

Por la tarde, dos pequeñas habitaciones de hotel, con sus alegres edredones

estampados, ahora se hallan decoradas con un buen puñado de sopas de sobre,

paquetes de pasta, bolsas de zanahorias, guisantes y demás productos de la

tierra, mezclado todo ello con botas dobles de escalada, piolets, cuerdas,

juguetes variados para escaladores, petates, utensilios de comida, cartuchos de

gas....Y que no se nos olvide nada, que allí arriba, no hay supermercados, y ya

sabemos que eso de pescar truchas para sobrevivir en las montañas es una

pretensión poco realista.

Empaquetar todos los bultos en sacos equilibrados para cargar a los burritos no

es tarea fácil, más bien es una labor complicada, que consume bastante tiempo y

esfuerzo.

Pasadas las doce logramos cerrar el último paquete y pudimos dedicarnos a

soñar con el próximo día: un día grande, como todos aquellos en los que se

inicia una aventura.

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A primera hora se presenta ante nuestro hotel la furgoneta que vamos a utilizar

en el transporte: marca japonesa y colores vivos en sus laterales, tamaño amplio

y bastante nueva para lo que se estila.

Otro contraste con el anterior viaje, en el que tras salir de la ciudad de Huaraz y

acometer la primera subida, el vapor de agua ya estaba rebosando por el tapón

del radiador de nuestro vehículo y en un segundo desplazamiento tuvimos que

descender en punto muerto unos cuantos kilómetros, hasta el taller más

cercano, después de romper la correa del ventilador.

Este tipo de historias me recordaban a otras vividas hacía más de veinte años,

cuando a bordo de un seat 850 una típica familia española se trasladaba, con la

casa a cuestas, hasta un hermoso pueblo de las “rías baixas galegas” para pasar

unos días de camping. Aquella máquina tampoco soportaba el esfuerzo y cada

año fundía una correa de ventilador al cabo de unos cientos de kilómetros.

Pero volviendo al presente, gracias a nuestro “progreso personal” podemos

disfrutar de un flamante vehículo. Lo cargamos, sin más novedades que la

emoción de regresar al Huayhuash, y arrancamos. En el carro llevamos dos

acompañantes; el conductor y un compañero, que podrá ser de utilidad si hay

algún contratiempo en los caminos de la montaña y dará seguridad al grupo. No

recuerdo los nombres de ninguno de los dos, pero compartimos esta jornada de

viaje y charlamos mucho acerca de la situación del país y de los pueblos de la

región. No sufrimos ningún percance, pasamos los controles policiales, que hay

entre Huaraz y Conococha, con éxito y recorrimos esta carretera que rasga el

altiplano andino a una altitud que supera los tresmil metros.

La panorámica está compuesta en esta zona por enormes praderas ocres, que

mueren a los pies de los nevados, engalanados con los glaciares que cubren sus

laderas. Uno esperaría contemplar grupos de llamas o alpacas en este paisaje,

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pero sólo se ven algunos “chanchos”, cuando se pasa cerca de alguna cabaña y

también algunas cabezas de ganado lanar.

El asfalto se termina cuando uno toma el desvío hacia Chiquián. La carretera

por la que veníamos circulando continúa, perdiéndose detrás de unos cerros y se

intuye que conduce bien lejos al interior del Perú salvaje.

Al final del viaje tendré, por desgracia, la oportunidad de conocerla desde su

origen.

Curvas enlazadas, baches y un desnivel de 1200m definen a la pista de tierra que

conduce a la “capital del Huayhuash”, Chiquián.

En el año 2002, estuvimos aquí por primera vez. Estábamos emocionados.

Paramos el coche en una vuelta del camino para analizar con calma el Yerupaja,

la montaña deseada. Hicimos fotos y soñamos con las próximas jornadas. La

música de, la cantante local, Alicia Delgado amenizaba este tramo del viaje y

nuestro conductor, David, que es primo de Justino, recogió a una anciana y a su

nieto para acercarlos al pueblo. La mezcla de los sentimientos, que afloraban

por el hecho de estar en el lugar soñado, con la fortuna que supuso compartir

estos momentos con ellos creó un momento intenso que guardo con cariño en la

memoria.

Los nevados presiden el panorama, dando forma a uno de los lugares más

hermosos del planeta. La combinación de estas esbeltas cumbres, cargadas de

hielos, con los tonos ocres de las sierras que las preceden produce ese resultado

grandioso.

Chiquián es un pueblo grande situado en una terraza con vistas. En el cartel que

hay en su entrada se lee el nombre de “espejito del cielo”, apelativo cariñoso con

el que lo denominan sus habitantes. Quizás los tejados de cinc de sus casas

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reflejen los rayos del sol pero, por desgracia para ellos, la villa no puede

competir en belleza con la luminosidad intensa de los cielos andinos, con el

blanco nuclear de los nevados, ni con el espectáculo, que aquí muestra la madre

naturaleza en forma de afiladas cumbres.

Calles polvorientas, casas de adobe de planta baja y chanchos campando a sus

anchas por las esquinas es lo primero que se observa al recorrer los recobecos de

Chiquián.

No vimos construcciones atractivas para el viajero, más allá de la pequeña

iglesia blanca que preside la plaza principal. En estos pueblos lo más interesante

son sus gentes; las mujeres con sus vestidos tradicionales y los niños, que

reflejan en sus caras las circunstacias que les ha tocado vivir.

Poco más abajo del pueblo terminaba hasta hace pocos años el camino

polvoriento.

Allí habíamos comenzado nuestra primera exploración de esta cordillera. Allí

habíamos pertrechado a los burritos que portarían las cargas hasta la laguna

Jahuacocha, base para las ascensiones de la cara oeste del Yerupaja y

Jirishanca, entre otros. Actualmente la carretera continúa hasta Llamac, Pocpa

y unas explotaciones mineras que se sitúan en las mismas faldas de estas

cumbres míticas.

La minería descontrolada en esta área se está convirtiendo en una amenaza

severa y constituye un núcleo de problemas que esperemos que se puedan atajar

en el futuro. Hay unos cuantos defensores de los valores naturales del

Huayhuash que se están empeñando en defenderlo, pero el peso que puedan

tener frente a enemigos tan poderosos y a la fuerza de los dólares quizás sea

escaso.

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Precisamente nos habíamos quedado alucinados cuando en el 2002, apareció en

Jahuacocha un activista norteamericano portando una bicicleta a sus espaldas,

que estaba tratando de concienciar a las poblaciones locales de la necesidad de

preservar estas tierras de la codicia y la explotación descontrolada de los

recursos y de las personas, que en demasiadas ocasiones llevan a cabo algunas

empresas extranjeras. Hay personas que tienen un tesón envidiable y nos

quitamos el sombrero ante ellas.

En este segundo viaje nuestra furgoneta continuó avanzando a duras penas

hasta llegar a Llamac. Antes de entrar en la aldea nos encontramos una puerta.

En ella hay unos hombres. Son una especie de porteros. Los porteros del

Huayhuash.

Se acercan al coche.

- Buenos días señores.

- Buenos días.

- ¿ A dónde se dirigen? ¿ Qué van a caminar a Jahua?.

- No señor, vamos hacia la zona del Puscanturpa.

- Bien, bien. No sé si tienen conocimiento de que actualmente registramos los

nombres de todos los caminantes que circulan por aquí… Pueden ir anotando

sus nombres en esta carpeta.

Tomamos la carpeta y apuntamos nuestros datos. Nombre, apellidos, edad, y

nacionalidad.

- Son cien soles caballeros. En concepto de seguridad y ayuda en las quebradas.

- ¿ Qué hay mucho peligro por los caminos?

- No, amigo. Hubo algún caso en el que robaron a unos gringos pero ya lo

tenemos controlado. Los pillamos y se acabó el problema.

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El hombre ilustra esta última sentencia con un gesto. Se pasa su mano por el

gaznate indicando el tipo de solución que han adoptado para zanjar el tema.

Continuamos el trayecto, “más tranquilos”, después de esta charla y de haber

cumplido con el pago de este impuesto, de dudosa “legalidad”. Aquí no llegan

las leyes estatales y las comunidades se autogestionan de forma libre.

El camino no deja de subir hasta un punto en el que nos encontramos un nuevo

sobresalto. Llegamos a la confluencia con la carretera que conduce a las

instalaciones mineras. Allí un nuevo control “de seguridad”, esta vez llevado a

cabo por hombres con uniforme nos obliga a detenernos. Parece que estos

indivíduos quieren ponernos algún tipo de traba a nuestra libre circulación.

Supongo que, como muchos otros, esperan sacar algo de nosotros. La sensación

de “dólar con patas”, que ya habíamos tenido en otras ocasiones nos vuelve a

acompañar.

Después de un tira y afloja entre los conductores y los guardias continuamos

libres y sin pagar un solo sol. Eso sí la tensión y el enfado tardarán un tiempo en

dejarnos. La impunidad por estas tierras para los corruptos es total.

Y llegamos al punto final del trayecto en vehículos motorizados. Apagamos la

máquina, desmontamos y contemplamos con calma las praderas en las que nos

hallamos, a unos 4000m de altitud, con las cumbres resplandecientes del

Rondoy y el Ninashanca sobre nuestras cabezas. La tranquilidad se verá rota

periodicamente por el tránsito de enormes camiones cargados de mineral, con

destino hacia Japón, quizás, o a algún país de norteamérica tal vez.

A pesar de ello el grupo se pone a funcionar. Bajamos los petates y tomamos un

tentempié en compañía de nuestros conductores, que en breve tendrán que

marcharse, para salir con luz de día de los maltrechos caminos de la Cordillera.

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Desde Huaraz hemos consumido más de seis horas en este viaje hasta estas

praderas llamadas Quartelhuain.

Buscamos las tiendas de campaña entre el equipaje e instalamos el

campamento, que consta de tres carpas: una para cada pareja y la tercera para

Justino y los víveres. Antes de que se ponga el sol llega junto a nosotros Alfonso,

nuestro arriero y su recua, formada por tres mulos y un caballo. Alfonso es uno

de los muchos arrieros que trabajan durante toda la temporada seca

acompañando a los grupos de caminantes y andinistas porteando sus cargas de

campamento en campamento, y resultará ser uno de los más competentes. Muy

trabajador, experimentado y, a diferencia de muchos, buen conocedor de las

actividades andinistas que se realizan en sus montañas.

Cuando finalmente llega la hora del ocaso la tranquilidad que se respira es total,

las últimas luces tiñen de colores anaranjados y rojos las nieves de las cornisas

cimeras. No sopla nada de aire, pero pronto la helada se hace presente.

Justino prepara sus fogones y en poco tiempo podemos disfrutar de una cena

deliciosa a base de papas guisadas, algo de lomo de Vegacervera y fruta fresca.

Todo está saliendo perfecto, las chicas están pudiendo aclimatarse a la vida de

alta montaña con un tiempo fantástico y los fanáticos del hielo y la roca lo

vemos todo de color de rosa. Por si fuera poco, Justino y Alfonso congenian

perfectamente, tranquilos e introvertidos.

Un cielo de esos que buscan afanosamente los astrónomos, libre de

contaminación lumínica alguna, nos permite disfrutar de otro de los grandes

espectáculos naturales: las estrellas, planetas y demás cuerpos celestes en

armonioso equilibrio sobre nuestras cabezas y al fin nos retiramos a nuestros

aposentos a descansar para la larga jornada de mañana.

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Foto de grupo antes de iniciar el treking

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El Treking del Huayhuash.

Primera jornada. Desde Quartelhuaín hasta Carhuacocha.

Dicen algunos, que este es uno de los recorridos de alta montaña más hermosos

que se pueden realizar.

El mundo es muy grande y los atractivos que se nos presentan en tantas

cordilleras alrededor del globo infinitos, pero la amplitud de estos valles, la

altivez de las cumbres que los circundan, la belleza de las lagunas glaciares, la

autenticidad de las gentes que guían sus rebaños por las quebradas, es de tal

valor que, sin duda, merecen ser destacados entre las áreas montañosas más

impresonantes e interesantes. Por si fuera poco, para los andinistas aún hay

vertientes de montañas que están inescaladas e incluso alguna cumbre virgen.

Nosotros comenzamos nuestro camino en Quartelhuaín, hasta donde habíamos

llegado en furgoneta.

La primera etapa la empezamos con mucha fuerza y ambición con intención de

recorrer en este día la distancia que se suele completar en dos jornadas. El

destino final es la laguna Carhuacocha, pasando por otra laguna, que es donde

se suele plantar el primer campamento: la Mitucocha.

Temprano comenzamos la caminata, por sendas que rasgan estos campos

alrededor de las cabañas de pastores. A nuestra derecha, en el sentido de la

marcha, se levanta una muralla rocosa, que nos impedirá durante la subida, ver

las joyas de la corona. Esta barrera supone el primer obstáculo serio que hay

que superar, cuando se comienza el treking en esta vertiente. Para cruzarlo hay

que ascender durante una hora y media hasta una horcada situada a 4600m de

altitud por un sendero, que recuerda a los sedos, labrados en la roca, que se

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utilizan en los Picos de Europa para salvar grandes desniveles. Sobra decir que

una buena aclimatación es fundamental para manejarse con soltura por estos

lares. Una vez en este punto ya se abre ante el caminante un valle que hace

honor a la categoría que se le supone a este recorrido.

Dos cumbres picudas en su cabecera, y una amplia zona de turberas y

humedales que son las fuentes de un río, que quizás alimente el Marañón que,

junto con el Ucayali forman la mayor cuenca fluvial del mundo al unirse para

engendrar el Amazonas. Esta cabecera fluvial describe una curva delimitada por

su vertiente oeste por toda la cadena montañosa del Huayhuash.

Desde el paso en el que nos encontramos, llamado Cacanampunta tenemos a

tiro de piedra los Rondoys y el Ninashanca, que son cumbres que no llegan a los

6000m, pero que son altivas y muy salvajes, empezamos a adivinar la grandeza

de los Jirishancas y vemos, a lo lejos, el grupo del Yerupaja, que nos marcará la

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dirección que seguiremos en los próximos días, pues el circuito de senderos

discurre paralelo al eje principal de la Cordillera, pasando por debajo de todas

sus cumbres principales.

Unificamos el grupo, que se había ido dispersando en la larga subida, nos

hidratamos y acometemos el descenso hacia uno de laterales del valle. En una

de las curvas del camino hay una placa en recuerdo de un explorador que dejó

su vida en estas tierras buscando las fuentes del Amazonas. Estos territorios

imponen su ley cuando flaquean o se descuidan quienes se adentran en ellas.

Este hito nos lo recuerda una vez más.

Después de varias horas de caminata por esta estepa, en un día, que se ha

tornado caluroso nos plantamos en otro punto de control de paso, con sus

correspondientes cobradores.

Sentados en un cercado de piedras encontramos a un par de achaparrados

lugareños.

- Buenas tardes señores.

- Buenas tardes.

Esperamos impacientes a que nos comuniquen el montante del impuesto que

debemos abonar en este punto.

- Pueden anotar sus nombres en este papel.

Nos enseñan una carpeta con una tabla donde apuntamos nombre, nacionalidad

y edad.

- ¿ Cuánto se debe?

- 150 soles.

Pagamos lo que se nos exije y, sin más demora continuamos la ruta. La

impresión que tenemos es la misma que aquella que se siente cuando un

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aparcacoches callejero te indica amablemente el lugar en donde puedes colocar

tu vehículo en el aparcamiento de un centro comercial lleno de plazas vacías.

Estamos en Mitucocha. Todavía nos resta una parte importante de la etapa,

pero nosotros interpretamos, con optimismo, que tras la subida que tenemos

delante de nosotros, se abrirá un amplio valle por el que descenderemos con

rapidez al punto donde instalaremos el segundo campamento: Carhuacocha.

Afrontamos con fuerza la ascensión al collado que nos cierra el paso, y lo

alcanzamos en poco más de hora y media. Desde allí empezamos a intuír el

panorama que vamos a disfrutar desde el lugar en el que acamparemos. Parece

claro que El Yerupaja y el Siula Grande van a cuidar de nuestros sueños.

Parada técnica para tomar un tentempié.

- ¡Que pasada! ¿ Te imaginas estar metido en uno de esos paredones?

- ¡ Que va tío! Ni borracho. ¡Vaya bacalao!

- Pues por el medio de aquellos seracs va la vía de Messner, y creo que ahí

tenemos la línea de los franceses en el Jirishanca.

- Que una vía como esta haya pasado desapercibida es penoso. Pero cómo

demonios se accederá a la base de la este del Siula…

- Parece que por medio de aquel glaciar hecho polvo de allí enfrente, después de

trepar por la pared de roca de abajo…

Con estas charlas amenizábamos la parada a nuestras chicas, entre loncha y

loncha de lomo de León.

Al poco rato toca volver a la carga e iniciamos el descenso.

Estas quebradas son largas y varias horas después aún continúa la caminata. No

llegamos a Carhua hasta una hora antes de anochecer, donde encontramos a

Alfonso que se había adelantado y nos esperaba desde hacía más de tres cuartos

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de hora. No perdemos el tiempo, ya que ahora toca instalar las tiendas y

preparar la cena.

Justino y Alfonso toman la iniciativa en este trabajo y asumen con

profesionalidad su papel de asalariados de la montaña.

Después de un rato de descanso y de cambiarnos la camiseta mojada nos

ponemos manos a la obra. No tardamos en tener todo listo y en extasiarnos al

tirarnos en el interior de las tiendas y relajar espalda y piernas. Bastan diez

minutos de relax para retomar la actividad.

Al ponerse el sol se desploma la temperatura, de tal forma que una hora después

del ocaso ya está helando, lo que implica que cada día a estas horas en los días

que dure la expedición tocará rutina de abrigo: calcetines secos y limpios, mallas

interiores, pantalones, camisetas térmicas, forros, plumas, gorros y guantes.

Asomamos la cabeza y nos quedamos de nuevo sin palabras al contemplar este

lugar en el que estamos instalados y nos ponemos a currar echándole una mano

al chef y su ayudante.

Otro grupo de caminantes está acampado aquí. Son unos jóvenes isrraelitas, con

los que no tenemos una relación cordial, pues han ido sembrando el camino de

papeles de sus chocolatinas y, no se han mostrado demasiado afables cuando

hemos coincidido con ellos en esta jornada.

Tenemos buena agua en este emplazamiento, algo muy importante en estas

tierras, así que podremos cocinar y beber sin preocupaciones y también

asearnos esta tarde, lo que supone un lujo asiático en una expedición y permite

descansar mejor por la noche.

El campamento de Carhuacocha está en un pequeño ático, elevado doscientos

metros sobre la laguna. Ésta se encuentra cerrada en su ribera oeste por el Siula

Grande, los Yerupajas, el Toro y los Jirishancas, cuyas caras este emergen

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2000m sobre sus aguas. Decir cara este de cualquiera de estas montañas

significa hablar de inaccesibilidad, altísima dificultad, verticalidad, terrenos

mixtos y belleza pura y salvaje. Desde el punto de vista alpinístico son objetivos

reservados para los mejores que estén dispuestos a poner toda la carne en el

asador en el afán de escalarlas.

Cae la noche, la cena está lista.

Nos juntamos para reponer fuerzas y charlar sobre lo que estamos viviendo.

Aunque el día ha sido duro el tiempo acompaña y Berta y Nuria han respondido

muy bien ante una marcha muy larga en altitud. Hasta el momento, todo está

yendo tal como estaba previsto.

Otra cena exquisita. No nos privamos de productos frescos que no son

habituales en nuestras escaladas domésticas, donde las bestias de carga somos

nosotros y hay que aligerar al máximo.

Mientras cenamos y en la “sobremesa” (es una forma de hablar, ya que no

tenemos mesa) nos sorprende que Alfonso, el arriero, conozca además del

circuito de treking las diferentes vertientes de estos nevados y las actividades

más destacadas de los últimos tiempos. Nos cuenta que ha trabajado con

algunos escaladores de renombre y por eso está al corriente de detalles de

escaladas en la zona.

El cielo nocturno se abre ante nosotros por segunda vez en el Huayhuash; el

cielo del sur, que tan diferente es del que observamos en el hemisferio norte.

Especulamos sobre las constelaciones y estrellas que estamos contemplando. En

nuestras montañas identificamos cada noche a Venus, el madrugador, a la osa

mayor, la menor y, si me apuras, hasta la casiopea. Aquí la cosa cambia y

no hemos tenido la iniciativa de traernos una guía de astronomía.

- Mira. Allí está la cruz del sur.

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- ¿ Estás seguro?

- Pues no, pero por la orientación que tiene y la intensidad de su luz puede

serlo.

- Pero mira que eres fantasma. Si no tienes ni idea.

- Vale pero cuando tenga oportunidad me voy a comprar un atlas de

astronomía y ya verás...

El caso es que esta segunda noche en las montañas también nos obsequia con

un espectáculo fantástico, y con un frío que nos conduce al saco al instante.

Dentro de una tienda de campaña en la noche de una remota cordillera de los

Andes del Perú uno se siente muy afortunado. Se tumba, trata de entrar en calor

y se queda en silencio escuchando y pensando. Y se oyen cosas. Sobre todo

desprendimientos de hielo y piedras, que de vez en cuando se sueltan de una u

otra pared. También suena el viento. En este caso una ligera brisa, que apenas

mueve el doble techo.

El hecho de ir de expedición en pareja permite que los pensamientos más

íntimos, las certezas y los miedos puedan formar parte de esas conversaciones

nocturnas… Además. Dar un beso de buenas noches al compañero de escaladas

no suele ser lo más habitual.

El amanecer del segundo día de caminata es igual de bueno que el primero.

Estoy algo impaciente por hacer alguna foto de los nevados iluminados por la

luz de la mañana, así que pronto asomo el “hocico” fuera de la tienda deseoso de

poder disfrutar de estos decorados recién instalados. La atmósfera transparente

del amanecer y los primeros rayos permiten tener las mejores vistas de estas

cumbres. Busco emplazamientos apropiados para obtener las mejores

instantáneas, y consigo cuando menos que salgan al instante.

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La fotografía digital permite tener un resultado inmediato reflejado en la

pantalla. Fotos, un paseo calmado y observación de la naturaleza en su estado

puro es un buen comienzo para una nueva jornada.

Veo que Alfonso está ya tratando de juntar a la recua, que durante la noche se ha

dispersado en busca de pastos frescos, y no le cuesta demasiado hacerlo, porque

sus mulas se conocen y están acostumbradas a formar equipo, pero sí tiene que

darse una caminata matutina bastante intensa antes del desayuno.

El sol se gana su sitio en lo alto y va haciendo más llevaderos estos primeros

esfuerzos. Lavarse la cara en cualquier arroyo, coger agua, preparar las viandas

del almuerzo aquí requieren cierta voluntad, mientras no se caldea el ambiente.

La voz cantante en estas labores la llevamos los motivados andinistas y los

currantes. Las señoras se encuentran más a gusto en el interior de sus sacos

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calientes, pero qué menos que llevarles el desayuno a su habitación en el primer

despertar en las montañas después de una etapa de esta dura marcha de

aproximación.

Segunda jornada. De Carhuacocha al Caserío Huayhuash.

Fruta, leche, pan, cereales, chocolate y mermeladas varias forman parte de

nuestra dieta mañanera. Pero tras el copioso yantar empezamos las labores de

recogida y organización del equipaje, de carga de las mulas y de preparación de

nuestras propias mochilas.

En esta etapa nos las prometemos muy felices. Empieza en descenso, luego

toma una quebrada, que parte por la margen derecha del valle principal, que

sube hasta un collado, desde el que se inicia el descenso hasta el final del

recorrido.

Esto es así en teoría. Sobre el plano, que dicho sea no es demasiado preciso.

Aparentemente será coser y cantar. La realidad es algo más cruda. La quebrada

que tomamos a nuestra derecha en el sentido de la marcha se llama quebrada

Carnicero y culmina en un paso situado a más de 4500m de altitud, que se

conoce con el nombre de Carniceropunta, luego se bordean unas lagunas y se

inicia el descenso final al Caserío Huayhuash.

La primera parte resulta placentera. Senderos entre chozas de pastoreo, vadeo

de riachuelos saltando de piedra en piedra y las imponentes vertientes este de

los nevados a nuestra espalda engalanados con sus mejores joyas. Revisando las

fotografías de esta jornada me encontré una que recoge la perspectiva desde este

sector de la quebrada Carhuacocha que es insuperable: el sendero por el que

avanzamos al lado de una caseta de adobe, con techo de paja, a su derecha el

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arroyo por el que desagua la laguna, los tonos ocres de la hierba iluminada por

las luces del alba, las pedreras, los glaciares colgantes y sobre todo ello la cara

este del Yerupaja Grande, el Chico y la sureste del Jirishanca, que culmina sus

paredes de roca y hielo por unos hermosos hongos de nieve helada y por unas

cornisas afiladas.

Dejamos el valle principal y acometemos la dura subida hacia Carniceropunta.

El tiempo pasa y las distancias resultan ser más largas de lo que cabía pensar. El

ascenso se hace por un pisoteado sendero, muy reseco y polvoriento. Las mulas

se paran de cuando en cuando y se revelan a su amo. Se pegan una a la otra,

dándose sombra y se niegan a continuar. El calor aprieta en las horas centrales

del día y una vez pasada la parte con mayor pendiente nos tenemos que

enfrentar a un largo valle más tendido, que nos conducirá a ese collado desde el

que ya podremos iniciar un tramo descendente.

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En todo momento vamos bordeando el Yerupaja y la cara este del Siula Grande

pero sólo podemos vislumbrar, de vez en cuando sus aristas cimeras, porque

entre nosotros y ellas se interpone un modesto cordal desnudo de vegetación.

Alcanzamos el collado, que resulta ser una especie de desfiladero salpicado de

bloques calizos. Nos han contado que aquí fue donde el año anterior se produjo

un asalto a un grupo francés. Incluso se dice que aparte del robo asesinaron a

uno de los caminantes por resistirse a los atracadores. No sabemos con certeza

el resultado del suceso pero el lugar es perfecto para haberlo llevado a cabo.

Una hora después, ya cerca de la bajada final es cuando vemos a lo lejos el

grupo de los Puscanturpas (nuestro objetivo) y, más cerca, las aristas del

Carnicero y la cara nordeste del Trapecio. Montaña que yo conocía por haber

leído el libro de Lowe.

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En este punto nos detenemos, sacamos los prismáticos y analizamos todas estas

paredes. Nos parece ver a un grupo de escaladores en esta vertiente del

Carnicero, montaña que no llega a los 6000m por poco, y que tiene unas

hermosas aristas nevadas en esta orientación. Contemplamos el Puscanturpa

Este, con su gran pared de roca que no presenta ninguna vía. Todavía no se ve el

Puscanturpa Norte hacia el que nos dirigimos.

¡Qué largo se nos está haciendo el trayecto final alrededor de las lagunas…!

Ya estamos en el caserío Huayhuash, tras unas siete horas de marcha. Lo vemos

desde un punto en el que el sendero desciende de forma abrupta hacia esta zona

de pastoreo, con cercados de piedra y algunas cabañas, situada en las mismas

fauces del Carnicero, donde pasaremos la noche. Aprovechamos todas las

fuerzas que nos quedan en las piernas para alcanzar al fin nuestro destino.

En la entrada del lugar donde se acampa topamos de nuevo con esta especie de

guardianes del parque. En este caso son tres tipos con rasgos típicos de la

región, uno de los cuales lleva colgada una vieja escopeta en su hombro. La

conversación con ellos se conduce hacia la seguridad por estos caminos.

- Tranquilos compadres, ahora ya estamos nosotros vigilando para que no

haya problemas.

- Sí que hubo algunos robos, pero este año está todo calmado. Ya

agarramos a los ladrones y les dimos su merecido…

- Pero. ¿A quién le puede interesar que los caminantes dejen de venir por

estas tierras? Esto deja dinero a todas estas comunidades.

- Sí amigo pero no todos reciben algo. Y siempre hay alguien que prefiere

llevarse todo el botín al momento.

- Pues la verdad es que ya hay gente que está dejando de venir para

evitarse problemas.

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- Ya sabemos. Ya. Pero nosotros vamos a solucionar esto. Nos estamos

organizando para ayudar a los gringos y para limpiar los campamentos.

Por cierto. ¿ Hacia dónde van ustedes?

- A la quebrada Huanacpatay. A escalar en el Puscanturpa.

- Vaya… Difícil el Puscanturpa… Suerte compadres.

- ¿ Cuánto tenemos que pagar aquí?

- Doscientos soles caballeros.

Reunimos el dinero que nos pide y se lo entregamos.

- Buenas noches, señores.

- Buenas noches.

La limpieza de los lugares de acampada es un tema que aún está pendiente en

este circuito. Determinados grupos arrojan sus basuras en los lugares más

insospechados, y no es raro encontrarse desagradables sorpresas en forma de

bolsas repletas de desperdicios.

No estamos seguros de que este sistema de autogestión sea la solución definitiva

para este o para los demás problemas que azotan el Huayhuash, y el gobierno de

la República no tiene, hasta el momento, capacidad de actuación directa en

tierras tan apartadas de la capital.

Tras la charla toca ponerse manos a la obra para preparar el campamento.

Alfonso ya hace rato que ha descargado el material de las acémilas, que ya se

encuentran pastando a sus anchas por los alrededores, Justino ordena, afanoso,

los petates de la cocina y todos nos ocupamos de ir ordenando nuestras

pertenencias, de colocar las tiendas y de instalarnos en su interior.

Podemos disfrutar de nuevo de este rato de placer que se produce al estirar la

espalda en la colchoneta recién desenrrollada sobre el suelo de nuestro iglú.

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Desde dentro se oyen difuminadas las voces de los compañeros, se suavizan las

luces del exterior y uno se puede sentir en paz por un momento. Al instante hay

que volver a la acción y, justo después de asearse y colocarse las capas de ropa

correspondientes ya se puede preparar la cena. El sol ya se ha escondido hace

tiempo detrás de las paredes heladas de los nevados y la temperatura se

desploma como sucede cada día.

Mañana llegaremos a nuestro destino, y accederemos a él por unos senderos

poco transitados, que se corresponden con una de las etapas del recorrido

alpino del treking.

Comentamos con Alfonso los pormenores del itinerario. Él conoce bien el

terreno que pisaremos, pero tiene algo de preocupación porque el descenso a la

quebrada Huanacpatay es muy dificultoso para las mulas. Nosotros esperamos

que todo vaya bien y que nuestros cuerpos estén ya aclimatados para superar el

paso Jurau situado a 5000m de altitud.

Otra noche espléndida nos espera. Cientos de estrellas vuelven a deleitarnos

adornando el vacío del firmamento, mientras paladeamos una infusión de hoja

de coca bien azucarada, que nos templará el cuerpo para ir directamente al

interior del saco de dormir.

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Tercera jornada. Desde el Caserío Huayhuash hasta la Quebrada

Huanacpatay.

Una luz ténue se aprecia al otro lado de las telas de las tiendas lo que indica que

hay que ponerse en pie. Hacerlo no es fácil cuando hay que enfrentarse a

temperaturas bajo cero fuera de este capuyo, que es el saco donde dormimos.

Dentro, el calor nos retiene, nos invita a dar una nueva cabezada. Sabemos que

salir de él siempre tiene su complicación y la mejor solución pasa por dejar

como ropa interior aquella con la que se había dormido y, sobre ella, colocar las

capas de ropa de rigor, la chaqueta de plumas, el gorro y unos guantes calientes.

Después de todo este proceso ya se puede salir, con cuidado porque la helada

nocturna ha convertido la transpiración en escarcha y cada movimiento del

interior de la carpa da como resultado una fina ducha de copos de hielo, que le

activa a uno de forma instantánea.

No se puede terminar de detallar los pormenores de estos despertares sin

comentar que, al igual que el resto de los días del año en la mayoría de los

mortales, al levantarse el cuerpo suele presentar unas necesidades de tipo

fisiológico que hay que satisfacer. Por lo tanto, dependiendo de cuál haya que

atender, habrá que exponer a los rigores climatológicos alguna parte de nuestra

anatomía. Las mujeres siempre se encuentran con un condicionante mayor en

estas circunstancias… Y no me extenderé más en este apartado.

Alfonso detrás de sus mulas, Justino preparando las cosas para el desayuno de

la tropa y Jose asomando la cabeza por la cremallera de su refugio. El sol

empezando a realizar la tarea que tiene encomendada. Primeras instantáneas

del día, que reflejan la normalidad de una nueva jornada.

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Una hora y media después está todo listo. Nuestros cuerpos con las pilas

cargadas, todo el material sobre los animales y a caminar. El grupo de israelíes

ha salido hace un rato, pero están siguiendo el recorrido del valle por lo que

nuestros itinerarios se separan.

El sendero hoy empieza subiendo con fuerza, por incómodas laderas herbosas.

Seguimos a nuestro guía, que avanza al ritmo que marcan las mulas, para

alcanzar sin novedad, al cabo de una hora y media, una planicie que se extiende

hasta las morrenas que caen desde la cara sureste del Trapecio. El panorama

que vemos emocionaría a cualquier montañero.

Una perfecta pirámide de roca y hielo se yergue 1000m sobre estas pampas que

estamos pisando. Desde la cumbre se deslizan tres regueros de hielo rasgando

toda la pared hasta alcanzar los neveros de la base. En el margen derecho un

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glaciar en recesión muestra sus seracs terminales y a la izquierda enormes

masas de nieve constituyen el glaciar de la vertiente oeste de la montaña.

Como ya comenté anteriormente había leído la descripción que Jeff Lowe hacía

de este lugar en su libro El mundo del hielo: “ En el año 1985 cuatro amigos

hicimos un rápido viaje a Perú(…..) y a pesar de las historias que corrían acerca

de turistas asesinados y robados por bandidos, sentimos la paz que ofrece el

caminar por un lugar especial rodeando un compacto macizo de fantásticas

cumbres nevadas(…) Después de siete días perfectos, llegamos a los 4500m de

un campamento base a los pies de la hermosa cara sur del Trapecio, de 5624m

de altitud(….). Raras veces había visto yo en una montaña una pared tan

atractiva y de aspecto tan difícil”.

Y en este momento nosotros estábamos en la misma situación que el gran Lowe

había vivido 21 años antes.

Nos sentamos en una piedra, dejamos las mochilas, agarramos los prismáticos y

la guía de escalada y empezamos a analizar en detalle la pared sur.

- ¡ La línea de la derecha no está escalada!

- ¿ Seguro?

- Seguro. No figura por ningún lado…

- Pues hay que meterse en ella.

Estábamos viendo con detalle un recorrido que surcaba toda la parte derecha de

la tapia.

- Entramos por el corredor diagonal, que no parece muy difícil, después

tiramos por el campo de nieve….travesía a la derecha. ¿ Allí arriba tendrá

salida?

- Parece que hay unas cascadas. Pero si las superamos tenemos la vía en el

bolsillo.

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- ¿ Y cómo te bajas de ahí?

- Habrá que rapelarla, digo yo.

- “El Frimer” marca como descenso la vía del la nordeste.

- Bueno….ya lo veremos.

- Vaya, vaya. Esto es impresionante tío.

Mientras, las mujeres, Justino y Alfonso habían continuado su marcha y se

habían perdido detrás de una loma. Nos costaba levantarnos de nuestro

emplazamiento. Ante nosotros se abría una posibilidad que no habíamos tan

siquiera soñado.

Al cabo de un rato despertamos del sueño.

- Primero vamos a lo nuestro y si todo va bien podemos hacerle un ataque

rápido al Trapecio.

- Sí, traemos una tienda y los cacharros…

- Nos puede echar una mano Justino.

- Sí. Además a él le “mola” eso de portear con nosotros.

Varias fotos más y nos ponemos en camino de nuevo. Ya no vemos a Alfonso.

Berta, Nuria y Justino están ahora en el tramo más pendiente de esta parte de la

senda; unos zigs-zags por pedreras finas que tratan de ganar metros para llegar

a la siguiente planicie.

Estamos cerca de los hielos y se nota en este paisaje formado por acumulaciones

de cascajos bordeando pequeñas lagunas. La vegetación escasea.

Alfonso sigue con su fuerte ritmo y ya está a punto de cruzar el collado que nos

dará paso a la vertiente en la que nos acomodaremos durante las próximas

semanas.

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Ese collado es el paso Jurau y tiene 5000m de altitud. A su derecha el glaciar

oeste del Trapecio forma una loma enorme suavizada por la acción constante del

viento.

Esta cara de la montaña presenta grandes masas de hielo que rebosan por todas

las esquinas, seracs colgantes y cornisas de gran tamaño remarcando las aristas.

Alcanzamos el paso después de pelearnos con las piedras finas que forman estos

canchales, que obligan a dar tres pasos para avanzar uno, y nos encontramos de

frente con la catedral de Notre Dame hecha montaña: el Puscanturpa Norte se

eleva ante nosotros con sus dos torres verticales y sus característicos diedros

gigantes configurando sus paredes.

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A sus pies, grandes masas de piedras de los tamaños más dispares; unas

abandonadas por los glaciares en su inexorable retroceso, otras recién

desprendidas de sus paredes. En medio de todo, varias lagunas con aguas azul

turquesa dan una nota de color a este paisaje ocre y gris.

A nuestras espaldas la luz y el color contrastan con el frío y oscuro mundo en el

que estamos a punto de entrar.

Nos sentamos y tratamos de reponernos del esfuerzo. Los últimos metros han

resultado más pesados de lo esperado y lo que nos encontramos ahora no ayuda

a levantar la moral a la “tropa”.

Aún queda un trecho largo hasta el campamento, y por un terreno que se

adivina laberíntico y engorroso. Alfonso nos lleva ventaja. Se le ve de vez en

cuando asomar entre los despojos de estas montañas acumulados, de forma

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arbitraria, por todas partes. Nos lanzamos hacia abajo, destrepando en algunos

lugares, corriendo por las pedreras en otros.

Alcanzamos una parte con menor pendiente al cabo de media hora.

El sendero atraviesa ahora laderas de piedra fina hasta alcanzar el borde de la

primera laguna, a donde está a punto de llegar Alfonso.

De repente me percato de que las mulas están paradas y su guía lucha con una

de ellas (algo extraño en terreno descendente). Centro la vista fijando la

atención. Al animal se le han enterrado las patas traseras en un lodazal y no

consigue salir.

- ¡Compañeros! Parece que se enterro una mula.

- ¿Qué dices?

- Que se le ha enterrado una mula a Alfonso. Voy para abajo a ayudarle.

Enfilo una pedrera por su parte más empinada y, a correr. Deslizo por ella todo

lo rápido que puedo.

- ¿ Cómo va todo, Alfonso?

- Pues se le metieron las patas traseras en el barro y no sale. No sé que

hacer. Lo único, quitarle la carga.

Dicho y hecho. Mientras yo sujeto y trato de tranquilizar a la sufrida mula, su

dueño le saca los fardos de encima.

Al momento, tras dos o tres nuevos impulsos, se solucionó el problema.

El resto de caminantes ha llegado hasta nosotros. Intercambiamos opiniones y

respiramos aliviados por haber superado este contratiempo.

Recuerdo que los ánimos en estos instantes se encontraban algo caldeados

debido a la fatigosa subida y a un episodio natural de discusiones de pareja, por

lo que lo que podía haber sido un condicionante serio sirvió para distraer la

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atención y afrontar con las nuevas energías, que aportan los momentos de alta

tensión, la parte final de la caminata.

Un tramo que comenzó con dificultades para las acémilas, ya que nos

encontramos una zona de trepada en la que los cascos de sus pezuñas sacaron

chispas de la roca. Alfonso, sin contemplaciones azuzándolas, ellas, con miedo y

con las pocas fuerzas que les restaban tratando de superar los obstáculos.

Después de ganar unos setenta y cinco metros de desnivel por unas “llambrías”

(término que se utiliza en los Picos de Europa para denominar a las grandes

placas de roca pulida no muy vertical) de granito estriadas por la acción de los

hielos lo vemos claro. Las dificultades de esta etapa se han terminado.

Al cabo de media hora de marcha la moral está otra vez algo baja. Curva, tras

curva el sendero va salvando las constantes ondulaciones de este zócalo que ha

tenido que soportar el peso y el deslizamiento del glaciar durante miles de años

y que al final ha terminado así de arrugado, para nuestra desgracia.

Pero arribamos a puerto. Y, ahora sí, el poco ánimo que teníamos se nos ha

caído hasta los pies. Cierto que en las últimas horas no habíamos vísto nada que

nos hiciera pensar que en medio de este desierto nos encontraríamos un vergel

en el que pudiéramos plantar las tiendas. Aún así en nuestro subconsciente

permanecía la imagen del Puscanturpa elevándose sobre unas praderas en las

que pastaba el ganado. Pero dónde estaban esas praderas.

La pequeña laguna en la que íbamos a acampar no tenía esas orillas de hierba

mullida en las que instalarnos de forma lujosa, que esperábamos.

Una vuelta a su perímetro. Exploración detrás de unas cuantas piedras grandes.

Regreso al punto en donde habíamos posado nuestros bultos. Deliberaciones.

Nueva revisión del primer lugar que nos había gustado. Y decisión final.

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Limpieza de piedrecillas, de las matas más duras del suelo. Y, ahora sí. Tomamos la

bolsa de los iglús.

- ¿ Dónde preferís colocaros vosotros?.

- A nosotros nos da igual. ¿ Y vosotros?.

- Nosotros ya elegimos la tienda, o sea que os toca decidir donde plantaros.

- Bueno, pues aquí mismo.

Y al fin, tras un debate a la gallega, podemos estirar los interiores de las carpas, meter

los mástiles de aluminio por sus conductos, y levantarlas para darles su forma, clavar

piquetas, tensar vientos, abrir cremalleras, estirar colchonetas y tumbarnos diez

minutos en su interior.

Estamos en el campamento base de la cara norte del Puscanturpa Norte, en la cabecera

de la quebrada Huanacpatay. El altímetro registra 4600m de altitud.

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Intento al Puscanturpa.

El precio a pagar para poder sentirse como un cóndor oteando el mundo desde

su atalaya es demasiado alto para la mayoría de los mortales. Para gran parte de

los alpinistas, sin embargo, ese tributo forma parte de los condimentos que

dotan de un sabor especial a una escalada.

Nosotros pudimos sentirnos así después de un largo viaje, de una caminata de

tres días, de dos días y medio de porteos y escalada y tras pasar una mala noche

debajo de una nevada persistente.

Superado todo ello nos encontramos en nuestra repisa, tratando de asomar la

cabeza fuera del saco, preparados para contemplar el estado en el que ha

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quedado todo bajo el manto helado. Cuando lo conseguimos la estampa que

vemos es fantástica: la nieve se extiende hasta el final del valle, el tono azulado

de las lagunas resalta, todavía más, sobre fondo blanco y la luz del sol naciente

se refleja en los nevados tintándolos de tonos rosas y anaranjados.

El primero que consigue salir de su refugio soy yo, como casi siempre. Con

cuidado intento que no se cuele la nieve en su interior, me incorporo, me pongo

el plumas y empiezo a paladear el aire frío de la mañana, a disfrutar del

amanecer. Los dos sacos estirados a lo largo de la pared, buscando algo de

protección, en esta repisa que tiene dos metros de anchura. Lo que ayer eran

piedras ahora nieve. El vacío a nuestros pies.

Agarro la cámara y me pongo a grabar un vídeo. En él le pregunto a Jose, en

tono irónico, cómo había soportado una noche tan dura. Él, sin sacar la cabeza

de su abrigo, me respondía que con resignación. En esa grabación de treinta

segundos se refleja muy bien el sentimiento de la montaña.

Ahora guardo aquel documento como oro en paño.

Luego regreso al interior del saco a esperar que el sol nos caliente y nos permita

preparar el desayuno con una temperatura más agradable. Cuando estoy a

punto de entrar en él un estruendo enorme nos acongoja. Es un

desprendimiento de piedras que se ha producido a unos diez metros de

nosotros. Un pequeño techo bajo el que nos íbamos a resguardar anoche se ha

venido abajo.

Pero ¿Cuáles fueron los detalles de la escalada que nos llevó a alcanzar el punto

en el que nos encontramos?

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“ 24/07/06.

Día de descanso en Huanacpataycocha… Verdad a medias ya que hay muchas

cosas que hacer.

El campamento, al final, no está tan mal y la visión del Puscanturpa nos anima.

Buscamos y encontramos la ruta y soñamos con empezar a superar las

dificultades de la escalada.

Ordenamos la comida y el material…Y pasamos frío puesto que se ha levantado

un viento puñetero que no nos deja en paz”.

Esta es la transcripción literal de la página de mi diario referida a este primer

día de estancia en nuestro campamento. Simple y muy escueta descripción de

toda una jornada. Si ampliamos la imagen haremos que afloren los detalles de

un buen día de montaña.

No madrugamos. Hasta que los rayos de sol caldean el aire dentro de nuestros

habitáculos no nos atrevemos a salir. La mañana, como de costumbre, es fría.

Estamos teniendo unas noches en las que el termómetro baja a -10ºC, por lo que

la escarcha siempre está presente en nuestros amaneceres.

Después del copioso desayuno Alfonso nos abandona. Ha cumplido con la

primera parte de su trabajo que consistía en conducirnos hasta este punto.

Ahora se va a su pueblo, Llamac, y dentro de 15 días regresará a recogernos para

portear las cargas, de vuelta al punto de encuentro con la furgoneta. Nos

despedimos de él y lo vemos alejarse con sus mulas que, sin peso, caminan

alegres de vuelta al hogar.

En este preciso momento empieza la acción para nosotros. Se nos presentan

unos cuantos días de actividad intensa, que esperamos sean productivos y nos

lleven a dejar una nueva línea dibujada en la tapia que se levanta ante nosotros

y, quien sabe si obtendremos premio extraordinario con la vía del Trapecio.

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A media mañana, con el sol cumpliendo su papel, nos dedicamos al aseo

personal.

Hay que acercarse al riachuelo, tomar un poco de agua en un barreño, alejarse

un poco de su cauce (para evitar que el poco jabón que se utiliza vaya a parar a

él) y lavarse por partes, tratando de sacarse la mayor parte del polvo del camino.

Una vez limpios ojeamos la guía de escalada, para determinar por donde van las

vías que ya están abiertas.

Poco antes de la comida ya hay que ponerse manos a la obra para ayudar a

Justino a ordenar la despensa.

Pasada la sobremesa Jose y yo salimos a dar un primer paseo por los

alrededores para estudiar el sendero por el que nos aproximaremos al pie de vía

y controlar el trazado definitivo que seguiremos. Empezamos la caminata por

una ladera de piedra suelta que conduce a la parte alta de la morrena situada

frente a nosotros.

Con el esfuerzo que supone el lavado diario en este agua tan fresca no nos

apetece nada volver a tener motivos para una nueva sesión en este día y nos lo

tomamos con mucha calma. Aún así en unos quince minutos ya saludamos,

desde la cima de este depósito de materiales en forma de colina, a las chicas y

tiramos fotos de todo el panorama ¡Cómo nos gusta estar instalados en paraje

del fin del mundo!

Tres manchas de colores, que se corresponden con las tiendas de campaña,

destacan en medio de la aridez de las gravas. Cincuenta metros a su izquierda

está una lagunilla. Más allá, en la dirección contraria, un regato que desciende

zigzagueando desde una de las grandes lagunas que se hallan escondidas detrás

de un gran dique de cascajos. Al otro lado de su cauce uno se topa con una

pequeña cresta que nos proteje del viento, siguiendo su curso se desciende hacia

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esos prados en los que originalmente queríamos instalarnos y a lo lejos se pierde

de vista este valle kilométrico que es la quebrada Huanacpatay.

Volvemos la mirada hacia nuestro objetivo y ya no la quitaremos de sus paredes

durante unas horas. Saltamos de roca en roca hasta encontrar un lugar en el que

tenemos una perspectiva clara de la ruta de escalada que pensamos seguir.

- Si entramos por aquella canal de la izquierda podemos llegar

rapidamente hasta los diedros que conducen a aquella terraza. ¿ Qué te

parece?

- ¿Y no quedaría mejor si empezáramos más a la derecha, por los muros

verticales de la parte izquierda de la canal?

- Puede que sí pero eso se ve chungo y no sé como andaremos de tiempo

para atacar después el pilar de arriba.

- Si va todo bien, y vamos sobrados de tiempo, le podemos enderezar al

final en un viaje relámpago.

Tras un buen rato de disquisiciones y observación queda decidido que va a

primar la efectividad y rapidez en la táctica para escalar los primeros doscientos

o trescientos metros. Al no tener cuerdas fijas y dado el tamaño de la pared lo

más inteligente será solucionar de la forma más sencilla la primera sección, para

establecer un depósito de material en una terraza situada a unos doscientos

cincuenta metros del suelo. Desde ella podremos afrontar el pilar superior en

uno o dos días de escalada. Esas son nuestras previsiones originales. Al día

siguiente comenzaremos a ponerlas en práctica.

Descendemos a las tiendas y, entre todos preparamos una nueva cena. Esta

noche se produce una novedad. El tiempo cambia, se levanta aire, las nubes se

condensan en el collado y en la cresta por la que accedimos a este valle, e incluso

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se escapa algún copo de nieve. Todavía más temprano que de costumbre

buscamos el calor en el interior de los iglús.

Amanece despejado. Así que pronto estamos en marcha. Las mochilas

rebosantes de material, agua y comida ya están sobre nuestras espaldas y

salimos del campamento. Empezamos con los porteos hasta la base de la

montaña. Nos acompañan Justino, como porteador, y Berta y Nuria que harán

una parte del recorrido y luego regresarán.

Este día la ayuda de Justino es fundamental ya que nos permite ahorrar un

viaje, y eso se agradece.

En este lugar nosotros abrimos camino, no sólo en la roca sino también en tierra

firme. Nadie ha escalado en la segunda torre del Puscanturpa y no hay senderos

pisados que seguir. Podemos acceder por donde queramos y tenemos que

decidir cual es la opción menos fatigosa de aproximarnos al punto donde nos

introduciremos en las entrañas de la pared.

El tamaño de los bloques de piedra que forman este caos en las pendientes de la

base nos da una idea clara de los constantes desprendimientos que se producen

en una tapia formada por enormes pilares de roca unidos entre sí, que le

confieren este aspecto tan característico.

Esta cuestión nos preocupa bastante. En el tiempo que llevamos aquí nos han

acompañado periódicas descargas de materiales, que en su mayor parte se

producen por una especie de canalón que divide los dos pilares de la fachada

norte de la montaña. Pero también hay esporádicas caídas de piedras por otros

puntos de la pared. Nunca nos ha gustado asumir riesgos objetivos, y tener que

estar escalando con proyectiles silbando a nuestro alrededor no es algo a lo que

estemos dispuestos.

A pesar de estos miedos, la sensación de privilegio y de satisfacción es enorme.

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El aire fino y frío inunda nuestros pulmones, que tratan de oxigenar un cuerpo

que se enfrenta al esfuerzo de superar estos desniveles con una buena carga

encima. Es sabido que altitud y peso en la mochila son grandes enemigos,

principalmente en las primeras jornadas de porteo, y ahora lo estamos

comprobando en nuestras carnes.

Al cabo de una hora y media estamos en los últimos metros de una canal de

piedra muy fina que se empina muchísimo. De hecho, tenemos que ir buscando

las pocas piedras que afloran de la tierra para poder avanzar, incluso

apoyándonos sobre las manos. Terminamos el fatigoso porteo debajo de un

desplome que nos proteje.

Después de depositar la carga y reponer fuerzas Justino se marcha. Estamos

solos ante el peligro, como tantas otras veces. Nos tomamos un refrigerio y nos

preparamos para empezar a trepar. Casco y arnés, lo primero; montaje de la

primera reunión, aprovechando las fisuras, y para arriba. El plan para hoy es

sencillo: toma de contacto con la roca, escalando un par de largos de cuerda, y

subir el petate hasta el punto más alto alcanzado.

El primer largo resultó ser una trepada fácil por un terreno especial, con

bastante piedra suelta sobre una base más sólida.

Lo escalo con cuidado y monto una reunión con un par de clavos y un friend a

los pies de unos diedros.

Da gusto ir ganando altura y sentirse parte del Puscanturpa, pero la sensación

que tengo es la de estar escalando la pared de un frágil castillo de naipes.

Jose se une a mí con el sacrificio de portar el petate, lo que hace que el corazón

se dispare en cada paso, y sirve como “entrenamiento perfecto” para tonificar

los músculos del tronco.

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Nos relevamos, intercambiando los papeles, y afrontamos un tramo de travesía

ascendente y luego unos diedros de quinto grado, que conducen a una primera

terraza inclinada llena de piedra suelta. La superamos y al pie del que será el

primer tramo de escalada de dificultad posamos nuestras cargas.

Decidimos abrir otro largo y fijar una cuerda para poder ir más rápido al día

siguiente.

Me toca a mí hacer ese trabajo.

- A ver si me acuerdo como era esto de escalar.

Típico comentario para ir rompiendo el hielo, sobre todo cuando hace más de

tres semanas en las que no le exijo a los músculos que se empleen a fondo

escalando.

- Venga, dale duro que eso no es nada para ti – me anima Jose.

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Pero creo recordar que sufrí más de lo debido en este tramo de quinto grado por

culpa de la mala calidad de la roca que me encontré en el paso clave del largo.

En una repisa instalo un relevo potente, a base de clavos y friends, tras valorar si

la cuerda va a rozar una vez fijada y testar la solidez de los bloques alrededor de

los seguros.

El primer día de trabajo se ha terminado. El petate se quedara anclado en este

punto y nosotros nos vamos para abajo.

Rapelamos y comprendemos que esta maniobra en un terreno tan caótico se

complica bastante. Hay filos por todas partes y hasta el momento estamos

abriendo un itinerario demasiado sinuoso.

Alcanzamos el suelo, corremos pedrera abajo hasta llegar a los primeros bloques

grandes y, desde allí, nos giramos para contemplar como está quedando nuestra

obra.

- La verdad es que de momento el terreno es cochambroso. Esperemos que

el pilar de arriba sea tan bueno como parece.

- Ten fe hermano. Seguro que esos diedros y fisuras van a ser una gozada.

Fíjate en la verticalidad que gana en la parte alta. Eso tiene que ser muy

guapo.

- Esperemos. De todos modos no me gusta nada la idea de tener que

rapelar toda una pared como esta.

- Ya. A mi tampoco, pero es lo que hay. En su momento valoraremos las

posilidades que se nos plantean.

Con alguna que otra parada para continuar con el concienzudo estudio de la vía,

y soltar alguno de nuestros argumentos ya gastados, desandamos el camino

hasta el campamento.

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Nos despojamos de las mochilas y nos relajamos un rato contestando a las

cuestiones que nos plantean las chicas y Justino.

Tras el aseo, la organización del material y la cena nos vamos al sobre, porque

mañana nos toca un nuevo día de trabajo en la vertical. Desde el interior de las

tiendas escuchamos el sonido del viento y el golpeteo de algunos copos que la

ventisca, que hoy también se ha formado, arrastra hasta nosotros.

Al amanecer nuestra primera mirada al exterior se vuelve hacia el Puscanturpa.

La pared está algo mojada. Parece que estuvo en medio de las nieblas toda la

noche.

Sin embargo a esta hora el fondo del valle está ya iluminado por la luz del sol y

nos parece que se disiparán las nubes y que, en las horas centrales, se

estabilizará la situación, como viene sucediendo en estos últimos días.

Hoy queremos subir toda la carga hasta la repisa central y dejar todo listo para

el ataque definitivo, por lo que tras el desayuno enfilamos de nuevo cara a

nuestro “puesto de trabajo”.

Morrena, bloques grandes, pedrera gruesa, pedrera fina y canal final. Anclaje en

la reunión inicial. Casco, arnés, “gatos”, trago de agua, encordamiento y acción.

Porteamos bastante peso, para acabar de surtirnos de agua y comida y

escalamos rápido hasta el punto más alto que hemos alcanzado.

La siguiente tarea consiste en subir el petate por este primer largo difícil, lo cual

es bastante costoso. Lo hacemos con una polea y con el constante trabajo del

que escala de segundo, que lo va desincrustando de cada esquina en la que se

traba. Todas estas maniobras ralentizan el avance, pero tenemos tiempo.

El siguiente largo de escalada lo encabezó Jose y resultó ser el mejor de los que

abrimos. Diedros y fisuras que rondaron el 6a de dificultad y que se dejaron

proteger bastante bien. El izado del “muerto” se vio facilitado porque las formas

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de la pared fueron aquí más suaves. Y así alcanzamos la repisa desde la que

pensamos atacar el pilastro vertical de unos trescientos metros que nos

conduciría a la cumbre.

Atravesamos hacia la parte derecha de la terraza para instalarnos en su parte

más estrecha, pero más plana y cómoda y más protegida de la caída piedras.

Anclamos todo el material y nos ponemos cómodos para tomar un refrigerio

antes de bajarnos de aquí.

Misión cumplida.

Tras un rato de reposo preparamos el lugar para hacerlo más cómodo. Sacamos

las piedras más gruesas y aplanamos un poco el terreno. Comunicamos con las

tiendas, usando unos pequeños intercomunicadores de corto alcance que nos

hemos traído, e informamos de que todo ha ido bien y que en pocas horas

estaremos de regreso.

Nos tendríamos bien merecido un descanso más largo para disfrutar del

panorama desde este nido de águilas, pero la nube que nos visita a diario se

adelanta, nos envuelve, y empieza a descargar unos copos. Pronto, el viento nos

azota con fuerza y ponemos pies en polvorosa. Con toda la rapidez posible y algo

de tensión alcanzamos el pie de vía, tras dejar fijadas un par de cuerdas, en los

largos más difíciles y rapelar los doscientos y pico metros que hemos escalado.

Una vez en el suelo nos deslizamos pedrera abajo hasta salir de la boca del lobo.

Desde la zona de bloques vemos las nubes cubriéndolo todo a nuestra espalda,

pero el fondo del valle está despejado y los campos relucen bajo los rayos

solares.

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Al llegar al campamento nos encontramos con un pequeño “motín”.

Como el sol se oculta muy pronto, este lugar se convierte en una nevera. Las

mujeres, que son las que pasan más horas en él, nos piden que nos traslademos

a las praderas más cálidas y cómodas que se extienden por el fondo del valle

unos doscientos metros de desnivel por debajo de la cota en la que nos

encontramos.

Lo debatimos y acordamos cambiar de emplazamiento al día siguiente.

A lo largo de la mañana nos ponemos manos a la obra para desmontar y

empaquetar todos los bultos. Finalmente en un sólo porteo conseguiremos

hacer la mudanza, dejando en el emplazamiento original una tienda que se va a

quedar una noche más arriba para poder hacer desde ella el ataque definitivo a

la pared.

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Tardamos cuarenta y cinco minutos en alcanzar los prados deseados, por un

sendero que desciende culebreando entre los peñascos de la morrena terminal.

Una vez allí instalamos las tiendas al abrigo de unas piedras, en las

proximidades de una bulliciosa cascada.

Sin duda el lugar es bastante más agradable que el anterior y también más

entretenido, ya que por allí pasa la ruta principal del treking del Huayhuash, lo

que hizo que pudiéramos establecer en los días siguientes contacto con unos

cuantos caminantes de diferentes nacionalidades, que se acercaron para

preguntarnos la dirección correcta para acceder al paso San Antonio, que es un

collado por el que se comunica la quebrada en la que estamos con la del grupo

del Sarapo.

Al atardecer, con el nuevo campamento instalado, Jose y yo, nos trasladamos al

que se ha convertido en campo avanzado pensando en meternos

definitivamente en la pared al día siguiente y terminar nuestro proyecto.

Para desandar el trecho que hemos recorrido desde el emplazamiento original

hay que superar unos doscientos metros de desnivel, que ahora es ascendente.

Lo bueno es que es un paseo con vistas. Se domina toda la cabecera de este valle

alpino en el que los cantos rodados, que han arrastrado los torrentes, salpican

los prados en los que pastan rebaños de ovejas. En la esquina superior de esta

estampa se aprecian dos pequeñas tiendas de campaña, plantadas cerca de un

gran riñón rocoso que forma una barrera que impide ver el fondo de la

quebrada.

Amanece un nuevo día y nosotros, con la moral “a tope” vamos a meternos en la

tentativa definitiva.

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Morrena, bloques grandes, pedrera gruesa, pedrera fina, canal, reunión. Casco,

arnés, gatos, acción. Escalada hasta llegar a nuestra terraza con vistas.

Refrigerio y observación de los alrededores y de lo que tenemos por encima de

nosotros. El mal tiempo parece que se está volviendo a instalar, pero a pesar de

ello seguimos para arriba. Escalo un nuevo largo y aseguro a Jose. Estamos

empezando lo bueno. Aún así estamos inquietos. El panorama meteorológico

no mejora y esta sección está dominada por enormes bloques que parecen estar

en equilibrio inestable.

Juntos, en el punto de relevo, estudiamos el siguiente tramo; un diedro fisurado

que aparenta ser difícil.

- Allí arriba hay un clavo.

- No me vaciles.

- Que sí tío. Un clavo con un cordino. ¿No lo ves?

- No me jodas. ¿Qué demonios pinta un clavo ahí arriba?

Forzamos la vista y confirmamos la primera impresión.

- Voy a tirar hasta allí. Y a ver que pasa.

- Pues venga, dale.

Escalo unos quince metros, que resultaron ser los más difíciles de toda la vía, y

alcanzo los clavos, de una antigua reunión.

Desde este punto puedo ver el inicio del siguiente largo, que se encuentra

protegido por varias clavijas, seguramente para avanzar en artificial.

- Hay dos clavos en la reunión y el siguiente largo está abierto también!

Empieza a nevar.

- ¿Qué hacemos?

- No lo sé, pero esto se pone feo.

- Esto no se explica. Si no hay datos de ninguna vía que pase por aquí.

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No entendemos por donde pudieron escalar hasta aquí, porque hacia nuestra

derecha está la canal de desagüe de la pared y parece muy peligroso meterse por

ahí.

- Es posible que hace años estuviera más estable toda la parte de arriba. A

lo mejor había más nieve…..

- Mira, nos bajamos y ya está. No nos está quedando nada guapa la vía y no

me gusta nada seguir aquí metido.

Arrecia la nevada.

- De todas formas podemos dejar la cuerda fijada, rapelamos hasta la

repisa y mañana, con más calma, decidimos qué hacer. ¿Te parece?

- Vale. Está bien.

En pocos minutos estamos en nuestro “refugio”. Un refugio sin un techo que nos

proteja de la nieve que no para de caer. Jose ni siquiera se subió la funda de

vivac, por aquello de aligerar, y aún lo tiene peor que yo. Usando las mantas

térmicas gruesas preparamos una pequeña carpa en la que poder resguardarnos

para cenar algo. Ya se ha hecho de noche y dentro de nuestra morada de color

plata el reflejo de las luces de la frontal, la humedad del ambiente y los copos,

que se cuelan por las rendijas, crean un ambiente extraño.

Reponemos fuerzas y nos acordamos de los parientes más cercanos de

Montesdeoca, Maldonado y Pemán (insignes hombres del tiempo). No vemos

dónde está la estabildad meteorológica de la que se supone que se goza por estas

latitudes en plena época seca.

En un instante en que parece que la precipitación se va a detener Jose intenta

encontrar más allá un lugar que nos dé más protección. Afloja un poco el

ballestrinque que lo une a la reunión y agarra bastante cuerda para caminar

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unos cuantos metros por la repisa. Lo pierdo de vista y al cabo de un par de

minutos oigo que grita mi nombre.

- Miguel!

- Dime!

- Aquí parece que podemos estar mejor!

Salgo de la funda y coloco todo con la mayor delicadeza para que la nieve no

termine por encharcar las pocas cosas que están secas. La luz de alguna estrella

trata de abrirse camino entre las nubes.

Me acerco hasta el lugar del que procedía la voz.

- Mira, tiene un techito. ¿ Qué te parece?

Lo que veo no me gusta. Es una repisa inclinada, que hay que alisar, para que al

final entre sólo uno con dificultad.

- Hombre, yo creo que con el montaje que tenemos allí, si para de nevar un

poco, podemos ahorrarnos el traslado.

Jose, que ahora se lamenta de no haber subido la funda impermeable, hace una

pausa valorativa.

- Pero si quieres venirte tú para aquí. A lo mejor uno sólo encuentra mejor

acomodo en este sitio.

Regresamos al punto de partida, pero Jose se vuelve de nuevo a analizar el

emplazamiento que ha descubierto.

Yo, por el contrario me preparo para dormir. Funda de vivac, saco de dormir en

su interior y manta térmica tapándolo todo, bien sujeta con piedras para que el

aire no la mueva. Aislando la espalda del suelo media esterilla y las cuerdas.

Como pijama toda la ropa que tenemos y un buen gorro. Estamos a 5200m de

altitud y hace frío aquí.

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Cuando ya me he instalado y el calorcillo empieza a amodorrarme, reaparece mi

compañero.

- Nada. No consigo que aquello sea medianamente cómodo.

- Vente para aquí, que parece que esto se está calmando un poco.

Al rato ya estamos definitivamente preparados para descansar. Tumbados boca

arriba contemplamos, entre nubes, algunas estrellas.

Tengo la suerte de que en condiciones difíciles duermo muy profundamente, así

que hasta que salen los primeros rayos de sol del nuevo día no me despierto.

Cuando consigo sacar la cabeza del interior del saco la estampa que observo es

el horizonte maravilloso del Huayhuash tapizado por la nieve caída en la noche.

Al instante se produce el estruendo ocasionado por el derrumbe, ya comentado,

del techo en el que casi nos cobijamos unas horas antes, lo que contribuye a

bajarnos un poco más la moral.

Hacemos una nueva valoración de la situación: parece que hemos confluído con

una vía ya abierta, el tiempo no acaba de estabilizarse, la roca mejora hacia

arriba, pero hay unos bloques que nos tienen atemorizados, la ruta en la que

estamos metidos no nos está gustando y si nos bajamos todavía nos puede dar

tiempo a intentar la escalada del Trapecio.

Con todos estos argumentos sobre la mesa la decisión que tomamos es

marcharnos de aquí.

Subimos a recoger las cuerdas, apoyándonos en una roca mojada y cubierta por

la nieve. Volvemos a la terraza, empaquetamos todo, vaciamos el agua y

comenzamos el proceso de rapelar hasta el pie de vía, teniendo mucho cuidado

al recuperar las cuerdas en un terreno muy propicio para que se produzcan

atascos de los nudos o de los extremos. El Puscanturpa se despide de nosotros

arrojando algunas piedras que silvan al rasgar el aire en su caída libre. La nieve

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derritiéndose provoca esos desprendimientos y la única protección con la que

contamos son las oquedades que encontramos en nuestro descenso.

Alcanzamos el suelo en el momento en el que la nube ya cubre la mitad superior

de la pared. Ya no la veremos más en lo que resta de tarde.

Justino sube a echarnos una mano en el porteo de todo el material.

Tras el saludo y las explicaciones nos repartimos la carga y corremos pedrera

abajo.

En el campo base nos reciben abrazos y besos que sirven para animarnos un

poco tras el fiasco que hemos tenido.

- No esperábamos encontrar roca tan mala.

- Había que haber traído más cuerdas para fijar.

- El tiempo está siendo especialmente malo estos días. Y mira que empezó

bien.

Otras muchas justificaciones fueron saliendo a la luz en los días siguientes.

Algunas, incluso razonables, pero la conclusión definitiva será: no nos salió bien

y punto.

De todos modos, la experiencia de un intento de este tipo es mucho más

enriquecedora que muchas escaladas que terminan con éxito y aporta un bagaje

muy positivo para la vida de un alpinista.

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En el Trapecio.

¿ Dónde han quedado la emoción, la euforia y esas sensaciones que le hacen a

uno sentirse privilegiado por poder estar escalando en estos lugares tan

maravillosos?

En mi situación todo se ha tornado tristeza, preocupación y miedo. Miro al

frente y veo mis piolets hundidos en la nieve. Me giro y el suelo no está a mi

alcance, el pie de vía queda tan lejos.

- No me jodas Jose. No me jodas.

- ¡Joseee!

Nadie responde a mi grito.

- ¿ Cómo voy a bajarme de aquí? ¿Cómo cojones voy a bajarme de aquí?

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- No me quiero quedar aquí.

- ¿Cómo me voy a bajar de aquí?

Estoy solo en medio de esta pared de hielo y roca, acabo de ver como Jose se

despeña llevándose consigo las cuerdas y la mayor parte del material, el agua y

la comida, son más de las cinco de la tarde, pronto va a anochecer, no tengo saco

de dormir y no sé como voy a salir de aquí.

Parece como si en estos primeros instantes mi mente no fuera capaz de asimilar

tanta desgracia, semejante pérdida. Tras el impacto inicial, el cuerpo trata de

centrar todos los sistemas de recepción de estímulos, intenta procesar toda la

información para encontrar la solución a este problema.

Empiezo a buscar alternativas y no las encuentro, en cambio la cabeza se me va

a lugares en los que halla calor y protección, y me pongo a pensar en Berta, en la

persona a la que quiero, que está cerca en distancia, pero a la que es posible que

no vuelva a ver.

Jose se ha matado, mi amigo no volverá, pero no me hundo por ello, no entro en

colapso, al contrario los pensamientos se apelotonan en mi cerebro y tras la

debilidad comienzan a producir posibilidades de acción. Aunque me cueste

tengo que actuar de algún modo para tratar de salvarme del naufragio.

- Tranquilo Miguel. Céntrate. Tranquilo.

Mi primera reacción es descender por donde habíamos subido, destrepar unos

metros para ver si ha habido milagro y se han enredado las cuerdas de Jose en

algún saliente de roca y han frenado la caída. Me pongo manos a la obra:

Piolet, piolet. Patada, patada. Piolet, piolet. Patada, patada. Esa es la sencilla

rutina que se repite hasta el infinito en el avance por superficies heladas, y yo la

estoy utilizando para bajar unos veinte o treinta metros.

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− ¿ Cómo es posible que haya fallado la estaca? Si Jose dijo que estaba

cañón.

− No me lo explico.

Al rato, cambio de planes. No veo el final del corredor y por aquí no me voy a

poder bajar, estoy entrando en el tramo de nieve azúcar que había escalado con

tanto esfuerzo hace unas horas y destreparlo me parece difícil y peligroso.

- Me voy para arriba. Decidido, tengo que salir por arriba.

Me pongo a escalar. Recupero los metros que había descendido y retorno al

punto en el que estaba instalado el rapel que se ha llevado a Jose a los infiernos.

Al momento lo abandono definitivamente.

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Aprovecho la huella de subida para alcanzar la entrada del corredor que

conduce a las cascadas que habíamos superado un par de horas antes.

Último vistazo hacia atrás.

La nieve es mala en esta zona, muy blanda, y nuestra huella continúa impresa

en ella, de momento, lo que me facililita un ascenso más cómodo.

Hago un esfuerzo mental para tomar decisiones.

- ¿Esta pala enlazará con el glaciar colgante?

Me decido a explorar la rampa de nieve que cae hacia mi derecha.

Patada, patada. Piolet, piolet. Destrepo. Repito la secuencia y consigo descender

unos cincuenta metros hasta comprobar que voy directo a unos cortados.

- Mierda, por aquí no llego a ninguna parte, tengo que escalar de nuevo

hasta el punto de partida.

Piolet, piolet. Patada, patada. Gano metros siguiendo la huella que acabo de

abrir hace unos minutos.

Miro el reloj. Son las seis menos cuarto y cada vez hay menos luz. Ya tengo claro

que me toca prepararme para un vivac.

- Ayuda!!!

Se me ocurre gritar, pero no hay respuesta.

- ¿Cómo va a haberla si no hay nadie por aquí que me vaya a echar un cabo?

- A lo mejor mañana pasa algún grupo de treking y, con unos buenos.

prismáticos, tal vez puedan verme.

- Mi salida es por arriba. Tengo que subir a la cumbre.

Es la solución definitiva. Está claro.

- Pero mañana, hoy ya no tengo tiempo.

- Me voy de aquí.

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Piolet, piolet. Patada, patada. Estoy rabioso. Ahora no siento miedo. Escalo con

fuerza y en quince minutos alcanzo la reunión al pie de un primer resalte de

hielo. Tiene un clavo, al que me aseguro.

Por fin hallo un momento de cierta calma y seguridad. Estoy protegido de la

caída de piedras y anclado a la reunión. Trato de respirar y organizar mis

pensamientos.

- Hay que meter otro seguro.

Lo hago, aprovechando uno de los pequeños fisureros con los que me quedé,

triangulo los dos puntos de anclaje, los uno a un cintajo largo que tengo y

empiezo a preparar la repisa para pasar la noche.

Con la pala del piolet le doy forma al asiento y al respaldo, con los pies hago lo

propio, y a base de patadas amplío la plataforma donde voy a posar mis botas

las próximas doce horas.

Tardo un buen rato en terminar el trabajo. Me lo tomo con calma.

- Cuanto antes te pares antes empezarás a sentir el frío.

Pruebo el asiento: me giro de cara al valle, me siento y compruebo que el

respaldo no es lo suficientemente profundo.

Lo mejoro, vuelvo a sentarme y me tomo unos minutos de descanso.

Contemplo como el sol se ha ocultado y la noche está cayendo sobre mí, como

los colores rojos del horizonte resaltan por encima de los nevados de la

Cordillera Raura.

Podría imaginar que las llanuras lejanas se corresponden con grandes

extensiones selváticas. Y, sin embargo, mis ocupaciones son otras. Veo con

cierta inquietud como en el infinito espacio que se abre ante mí también hay

lugar para una tormenta, que lejana, me ofrece su espectáculo pirotécnico.

Reflexiono sobre las circunstancias del día que ha pasado, sobre nuestra

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escalada, sobre el instante en el que se nos va la vida, sobre una jornada gloriosa, que

por una casualidad, por un error, por una fatalidad, ha resultado un desastre. Los

elementos se han aliado en nuestra contra, como podían haberlo hecho a nuestro favor.

Tal vez si la nevada que cayó la noche pasada hubiera sido más copiosa no nos

hubiéramos metido en la pared. Tan sólo con que hubiera parado dos horas más tarde

ya no nos habríamos planteado empezar.

− Si estuvimos a punto de no salir del campamento base, viendo la nube y la

ventisca que cubrían el paso Jurau.

Incluso esta mañana nos levantamos tarde, porque a las cuatro el viento azotaba de lo

lindo y seguía nevando. Es más, no pudimos ver la entrada de la vía hasta las nueve.

Eso sí, una vez en faena, avanzamos a buen ritmo hasta que nos topamos con ese largo

cabrón de nieve azúcar que me obligó a cavar una trinchera de sesenta metros de largo

por uno cincuenta de alto, en medio de una pendiente de cerca de sesenta grados.

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Menos mal que ya me había enfrentado a esto hacía cuatro años y, más o menos,

tenía claro como actuar. Al final escalamos la cascada vertical, donde

terminamos la vía, y renunciamos a continuar para evitar un vivac a pelo,

metidos bajo las mantas de aluminio.

Creíamos que allí se terminaban las dificultades y que la cumbre estaba a un

paso. Decidimos bajarnos y rapelamos hasta el lugar en el que falló la estaca

que provocó el despeñamiento de Jose. Y ahora me toca tratar de solucionar un

entuerto de grandes proporciones en el que me encuentro: bajarme de aquí, casi

sin material, sin comida ni agua, ni saco o funda de vivac.

Despierto de mis ensoñaciones y retomo mi labor. Saco la mochila de la espalda,

con el mayor de los cuidados, ya que no se me puede caer nada de lo poco que

tengo y la fijo a mi arnés. Busco la linterna frontal, para colocarla en el casco.

- Ánclala en el arnés.

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Me aflojo el casco. Lo saco.

- Pero si este casco no tiene enganches para la frontal.

- Se te va la cabeza, Miguel.

Me fijo la dichosa frontal alrededor de la frente y coloco el casco encima.

Cierro todas las cremalleras de la chaqueta, busco en el interior de la mochila,

por si quedara alguna barrita energética.

Nada.

Agua. La bolsa del “camel” está vacía. Un trago en el fondo, nada más. Hemos

ido bebiendo de esta todo el día, porque es más cómodo que el termo, que se

caído con Jose.

Entonces, se me ocurre rellenarla con un poco de nieve y meterla en el pecho,

por si se derritiera, con el calor que despide mi cuerpo.

Busco la manta térmica de aluminio. Hace tiempo que sabemos que las buenas

son las gruesas, que tienen una base de plástico que las hace resistentes. Las que

se usan para los accidentes , y muchas de las que llevan los montañeros, sirven

de poco porque se rasgan en mil pedazos con las piedras o con los pinchos que

llevamos. La desenrrollo con todo el cariño. Es mi salvación para esta noche.

En la mochila no hay nada más que esto, unos guantes y unas gafas de repuesto.

Meto la manta en la mochila, al mogollón.

Me cambio los guantes.

- Une la mochila a la reunión con una cinta larga que te permita usarla como

asiento.

Lo hago.

La manta otra vez fuera preparada para envolverme.

Doy una vuelta completa a mi cuerpo, la piso con los crampones para que no

entre aire por debajo, trato de cerrarla por la parte de la cabeza, para que todo el

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aliento sirva para calentar el habitáculo. Parezco un trozo de fiambre envuelto

en papel de aluminio, pero en el interior de este capullo hay luz y un poco de

calor y encuentro una curiosa sensación de seguridad, ya que al estar aislado del

exterior parece que se suaviza el desamparo en el que me encuentro.

En un determinado instante me acuerdo de mi cámara de fotos. Reviso las

imágenes que hay en la tarjeta intentando encontrar una toma que me facilite la

salida, y después de una detenida observación de las fotos que contiene la

tarjeta, me topo con ella. Entre las diferentes panorámicas de las vertientes del

Trapecio, hechas desde el entorno del Puscanturpa se encuentra un primer

plano de su cara oeste, en el que observo unos canalones que bajan directos al

glaciar.

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Sé que la vía más fácil (el Trapecio no tiene normal) surca la cara nordeste, pero

se la ve seca y termina en un glaciar con mala pinta. Además me aleja

demasiado del campamento.

Opto por la cara oeste.

Para llegar hasta ella primero tengo que superar la cascada que abrió Jose.

Luego la cosa se tiene que poner más fácil, ya que según nuestros cálculos

después de escalarla alcanzaríamos la arista por terreno más tumbado y

terminaríamos justo en la cumbre.

Asomo la cabeza fuera de mi refugio y me encuentro con la noche. Apago la

linterna. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y observo que a lo lejos sigue

descargando la tormenta, los destellos de los relámpagos son la única luz en

todo mi horizonte. El abismo que tengo a mis pies se hace especialmente tétrico;

en la oscuridad se torna más vertical y amenazante.

Me pongo a hacer señales con la luz de la frontal.

- ¿ No podrá verme algún lugareño?

No encuentro ningún tipo de respuesta y desisto.

Cabeza dentro de la manta. Consulto la hora. Son las siete y media de la tarde.

La velada se presenta larga y soy consciente de que las horas pasarán

lentamente.

- Voy a chupar un poco de agua de la bolsa. Le meto luego algo de nieve

para reponer y a ver si voy consiguiendo un poco de líquido.

- Pero si no sale nada.

Al mezclarle la nieve a las pocas reservas que restaban, estas se han congelado

momentaneamente y me tengo que conformar con un puñado de nieve.

Lo meto en la boca y lo paladeo, tratando de calentarla para extraer algo de

líquido.

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Se me ocurre deshacer una aspirina en el interior de mi camel, para darle algo

de sustancia a esta agua de nieve, para evitar la diarrea, y lo que consigo es dotar

de un sabor asqueroso al poco líquido del que dispongo.

Ya no tengo nada más que hacer y son las ocho de la tarde.

De momento mi cuerpo esta soltando algo de calor, acumulado tras el esfuerzo

de todo el día, y dentro de la manta la temperatura es soportable.

Entre pensamientos y algunos instantes de somnolencia llego a las doce.

Empieza la cuenta atrás. Todavía faltan seis horas para que salga el sol, pero

trato de animarme.

- Levántate y mueve un poco los brazos y piernas.

Trato de hacerlo.

- Cuidado con la manta.

La meto en la mochila, me pongo a hacer ejercicios para entrar en calor, muevo

los brazos, las piernas, me incorporó un rato, tratando de no caerme de mi

pequeño nido.

Hace frío fuera, así que al momento me toca colocar todo el tinglado de nuevo.

Esta maniobra me ayuda a consumir algunos minutos, hasta que al fin logro

encerrarme de nuevo dentro de la manta, tapando todas las rendijas que puedo.

Apago la luz.

- Si consiguiera dormir un rato…

- ¡Como funcionan estas prendas modernas y esta manta de aluminio!

En el exterior menos de diez grados negativos y en mi nido consigo soportarlo,

con el frío metido hasta la médula, pero sin riesgo de congelaciones y sin perder

las pocas energías que me restan.

Las horas van cayendo y, en algún momento, se empieza a vislumbrar un poco

de claridad a lo lejos.

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Con las primeras luces empiezo a animarme pensando que en poco tiempo

podré sacudirme este frío e iniciar la huída hacia arriba.

A las seis y media decido que es hora de salir de mi refugio. Recojo la manta,

que ha cumplido su papel, la doblo, la meto en la mochila, le agradezco que me

haya salvado la vida, ya que aunque la noche ha sido estrellada y el viento ha

estado en calma sin ella estaría perdido.

Me desentumezco, trato de calentar un poco estos músculos agarrotados, de

comprobar la sensibilidad de los dedos de los pies y vuelvo mi vista a la cascada

de hielo que voy a tener que afrontar a pelo.

- Tú puedes hacerlo, Miguel.

Acabo de preparar la mochila y en ese momento me toca enfrentarme al

momento de abandonar la seguridad de la reunión, sacando el clavo y el fisurero

que me protegían.

Ahora toda mi seguridad depende de mi pericia como escalador y del uso que

haga de piolets y crampones.

Me pongo en marcha, haciendo una travesía hasta el centro del corredor. Desde

este lugar puedo analizar todo lo que tengo sobre mi cabeza. La adrenalina está

recorriendo los vericuetos de mis células y ejerciendo su cometido,

preparándome para el esfuerzo de los próximos minutos. Valoro los problemas

que se me plantean.

El corredor que llega a un primer resalte en pocos metros, continúa hasta la

cascada. A la derecha está esa especie de marquesina de hielo que se ha formado

adosada a la pared rocosa.

- Parece firme.

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Me pongo manos a la obra. Mi ánimo está fuerte, me autoconvenzo de que voy a

poder escalar esa cascada sin problemas.

Avanzo hasta la base del primer resalte, clavo los dos piolets en el hielo, me

supero y planto las puntas frontales de los crampones. Trato de percibir la

verdadera pendiente de esta sección y la seguridad que me transmiten las

herramientas.

Piolet, piolet. Patada, patada. Gano metros y en unos pocos minutos llego a la

base de la cascada. Elevo la vista. Desde el lugar donde habíamos instalado la

reunión el día anterior analizo la goulote que conduce a la lámina de hielo y la

sección vertical. Al cabo de unos minutos me lanzo.

Escalo con decisión pero tratando de economizar. La principal preocupación

que tengo es que las pocas fuerzas que me quedan se agoten en medio del muro

helado.

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Me enfrento a todos mis miedos y cambio de plano. De los 65º de la sección

previa a los 80º de la cascada. Progreso por el hielo vertical.

- Saca el golpe desde más atrás.

- Sanea el hielo.

Las conversaciones internas continuan.

El día anterior me había dado la impresión de que a Jose le había costado más

trabajo del esperado superar este tramo. Ahora compruebo los motivos en mis

carnes. Aunque la forma de diedro permite abrir las piernas para equilibrarse

mejor, el hielo es frágil en la sección central y obliga a sanear la superficie en

cada golpe. Aún así gano metro a metro y me acerco a la salida de este muro.

Tengo los músculos endurecidos y vacíos de energía. La adrenalina a tope.

- Aguanta Miguel.

Salgo del tramo vertical. El vacío que se ve abre bajo mis pies en este momento

es pavoroso, alcanzo el tornillo desde el que se descolgó Jose, intento

recuperarlo pero está soldado al hielo y me fatigo luchando con él.

- Mira, tiro para arriba. Ahí te quedas.

Un poco por encima se suaviza ligeramente la pendiente, pero no veo el fin de

las dificultades sino una goulote de hielo alpino que se dirige hacia la izquierda.

Este largo sería fantástico en condiciones normales, pero pasar por aquí a pelo

es muy distinto.

Me río. Me río de rabia. Escalo con rabia. Todo me da igual.

Este pasillo helado culmina en un resalte de mixto con una inclinación de

setenta grados.

- Delicadeza, chaval.

Trato de no perder los papeles. Me anima la percepción de que encima de esto

está un nevero más tumbado por el que voy a salir de aquí.

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Me asomo al nevero.

Es un cono muy pendiente de nieve reblandecida que termina en la base de una

franja rocosa. Salgo de la nieve dura y me encuentro con unos metros más

fáciles. Mis botas empiezan a dejar una huella cada vez mayor, hasta que

empiezo a hundirme en la nieve. Cada paso se me hace más penoso.

Descanso, buscando en el fondo de los músculos los últimos resquicios de fuerza

y escruto lo que tengo delante. Centro mi atención en la pared rocosa que

remata estas rampas.

- Por ahí no pasas.

- No me voy a meter en la roca.

A mi derecha está la única solución para comunicar con la arista cimera; un

nevero que termina en una cornisa que me cierra el paso y que tendré que

agujerear para seguir mi camino. Acometo la travesía para alcanzarla y me

encuentro metido de lleno en un nevero de azúcar.

No repetiré las palabras que salieron por mi boca.

- Me voy a tener que jugar el físico para avanzar unos míseros diez metros.

Tardaré más de media hora en recorrerlos, cavando más y más hasta hacerme

un hueco medianamente firme para labrar el siguiente espacio.

Poco antes de llegar a la cornisa me topo con la roca bajo mis pies. Los

crampones rasgan la piedra anunciándome los nuevos problemas.

Siento como en cualquier momento todo se puede ir para abajo.

- No puede ser. No puede ser.

Se me viene el mundo encima.

- Sigue cavando.

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Lo hago. Y de pronto tengo un instante de fortuna, al encontrarme con un

bloque de roca firme en el que puedo meter un fisurero. Lo instalo y me anclo a

él. Eso me da algo de tranquilidad.

Prolongo todo lo que puedo el cabo de anclaje con las cintas largas y consigo

acercarme a la cornisa.

Tomo aire para el nuevo reto; abrir un túnel en la nieve de la cornisa para pasar

al otro lado.

Empiezo a cavar con el primero de los cientos de golpes necesarios para

conseguir perforar un agujero en esta extraña formación de nieve. El nevero con

unos 60º de inclinación está cerrado en su borde derecho por este muro de

nieve retorcido por la acción de los vientos dominantes.

Tardaré tiempo en ver la luz del otro lado, al conseguir abrir un pequeño

foramen, por el que se cuela el sol cegándome.

Tras un buen rato de trabajo conseguí agrandarlo lo suficiente como para poder

atravesarlo en busca de la salvación.

Me sentía seguro con el anclaje que había colocado y en cambio me veo obligado

a soltarlo y continuar mi progresión libre de ataduras.

Destrepo, saco el fisurero, planto los piolets, comienzo a dar patadas firmes para

labrarme unos buenos apoyos e intento colarme por el agujero.

Me incorporo con todo el cuidado. Estoy muerto de miedo. Tengo la impresión

de que todo es demasiado inestable, la nieve blanda no me facilita las cosas y el

túnel me ha quedado un poco estrecho. Me voy introduciendo en él, me sitúo en

horizontal con un pie en el aire y el otro apoyado todavía. Trato de fijar con

firmeza un piolet al otro lado, el otro no lo puedo utilizar. Consigo un buen

anclaje. Me agarro a él y repto. El sol me impacta en todo el rostro,

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deslumbrándome aún más porque las gafas están empapadas, al igual que el

pelo y la cara.

Salgo a la vida. Me incorporo en una nueva pala de nieve, planto los dos piolets

y me derrumbo. El sol me calienta por fin. Estoy agotado y sus rayos son el

único modo que tengo de reponer energías. Succiono las pocas gotas de agua

que quedan en el camel y meto un poco de nieve en la boca.

Me reconforta el calor que siento en este momento. Las tinieblas se han

quedado detrás, pero estoy tan lejos del suelo. Mirando desde aquí arriba los

prados en los que hace unos días estábamos acampados placidamente me siento

desdichado. Me giro hacia arriba de nuevo. Me encuentro treinta metros por

debajo de un bloque de hielo del tamaño de una casa pequeña, que está apoyado

en esta rampa cimera en equilibrio precario. Este serac lo teníamos controlado

desde abajo, y ahora estoy siendo amenazado por él.

- Hay que salir rápido de aquí, Miguel.

Piolet, piolet, patada, patada. Este gesto automático es cada vez más fatigoso

pero en este tramo estoy espoleado por el deseo de escapar de la trayectoria de

este proyectil. Cada tres o cuatro secuencias me apoyo contra la nieve, sobre los

piolets. Resoplo. Lleno mis pulmones con la esperanza de que los músculos

encuentren todavía algo que quemar.

Al rato ya he superado este problema y me meto en otro corredor estrecho de

hielo.

- ¡ Cómo se empina esto¡

Miro a derecha e izquierda buscando una zona más tumbada. No la encuentro.

Me enfrento a unos metros de hielo fino sobre la roca. Afirmo las puntas

delanteras de los crampones y trato de fijar las hojas de los piolets en las zonas

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de hielo más grueso y sigo avanzando. Mi objetivo ahora es llegar a otra zona de

nieve fácil, que me va a conducir a la base de la pirámide cimera. Lo consigo.

- Esto se tumba.

El ánimo sube un poco, pero la alegría no dura mucho porque otro sobresalto

me surge un poco más allá al encontrarme una grieta que traza una diagonal

perfecta en esta pala y que se prolonga hasta los bloques de hielo que sustentan

toda la masa de nieve que da forma a la cumbre del Trapecio.

En una situación más favorable colocaría un seguro por debajo de ella,

plantaría mis herramientas con delicadeza y tiraría millas con rapidez.

Ahora sólo puedo hacer esto último.

Unos diez metros por encima me siento seguro.

He superado la última dificultad para acceder al vértice de esta pirámide. El

terreno se va suavizando hasta transformarse en una pala de nieve de 35 o 40

grados.

Me cuesta más caminar con la técnica de pies de pato, que escalar con puntas

frontales y los últimos cincuenta metros se hacen largos. Pero todo tiene un

final, y la cara sur del Trapecio, no es una excepción.

Me dejo caer en el primer sitio un poco plano con el que me topo. Un puñado de

nieve a la boca. Vistazo a mi alrededor. El Huayhuash está a mis pies.

Yo que tanto había valorado siempre la soledad en las montañas, ahora la tengo

toda para mí y no resulta fácil gestionarla en momentos como estos.

No me paro en la cumbre más tiempo que el necesario para reponerme un poco,

meter un par de puñados de nieve en la boca y juntar algo de arrojo para seguir

con la huída.

Se me ocurre filmar un vídeo en la cumbre. Todos mis sentidos están activados y

a mi mente llega un impulso de autodefensa que me lo aconseja.

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El plano que recojo es un recorrido circular desde las cumbres del Siula y

Yerupaja hasta mi rostro quemado y deshidratado.

- Hay que levantarse, compañero.

Al momento camino por la ancha arista cercana a la cumbre y me acerco al

borde que se precipita hacia el oeste. Empiezo la búsqueda de la entrada al

corredor que tengo pensado utilizar para el descenso.

En la primera tentativa me equivoco. Desciendo unos veinte metros y me topo

con nieve profunda con la que tengo que pelearme, lo que me obliga a retornar

al punto de partida hundiéndome hasta la cintura.

Desde allí continúo. La arista se vuelve más fina y aparecen las primeras

cornisas.

- Otra vez a moverse por terrenos difíciles.

Me da la risa.

Destrepo una pala inclinada y empiezo el flanqueo hacia mi derecha hasta una

horcada que puede ser la entrada de la canal oeste.

- Ojo con la línea de fractura.

No se me olvida nada a pesar del cansancio.

Me asomo. Veo una línea directa al glaciar. Quinientos metros de destrepe me

esperan.

El corredor se encuentra engalanado en la arista por grandes cornisas y seracs,

pero no queda otra alternativa que lanzarse hacia abajo.

Planto los piolets, me giro de cara a la pared y empiezo el descenso.

- ¡ “Manda carallo”, que con lo que odias estos destrepes te veas metido en

una de estas!

No me valen escusas en este momento.

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113

Piolet, piolet, patada, patada. La nieve está en muy buenas condiciones en esta

primera parte. Monotonía en mis gestos. Las cornisas cada vez más lejos. El

suelo más cerca. Pero la prueba no está superada todavía. Me encuentro con un

resalte de hielo sobre rocas. El momento más delicado de toda la bajada. Puntas

de piolets y crampones rasgando las superficies de forma poco fiable, búsqueda

del equilibrio físico y mental.

Más abajo otro resalte. Este es inviable. No encuentro soluciones para un tramo

tan largo y delicado.

Tocará flanqueo hacia mi izquierda por un nevero de nieve azúcar para alcanzar

otro canalón. Recuerdo la técnica de escalada de este tipo de nieve: cavar y cavar

a cada paso, hasta tener un hueco del tamaño del cuerpo, plantarse dentro de él

y volver a empezar.

Más patadas y pioletazos, travesías ahora en sentido opuesto y la rimaya que

cada vez está más cerca. Y llego a ella. Y es enorme. Continúo la travesía en este

desierto blanco. Cien metros a la derecha está el paso que me permitirá pisar el

glaciar.

El sol, que me da de lleno ahora está provocando desprendimientos de piedras

desde la arista.

- Sal pitando de aquí.

Estoy en la cabecera de un glaciar que esperaba que fuera inofensivo. Y sin ser el

más agresivo, aquí arriba, en su cabecera, tiene un montón de bloques que hay

que ir esquivando para salir del laberinto que forman. Este sí que es el último

escollo que tengo que superar. Tanteo cada callejón antes de meterme por él,

pero aún así me equivoco y acabo en un punto sin salida, lo que me obliga a

trepar un poco más buscando el camino correcto.

Termino con una pierna hundida en una grieta. Aferrado a los piolets.

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114

- ¡ A ver si la vas a cagar al final!

Desando el camino y al cabo de unos minutos alcanzo la zona libre de peligros.

Desciendo libre, al fin, por una rampa fácil. Las piernas van solas, sin freno

alguno, que les evite ampliar la zancada. Ante mí un plató glaciar bastante

plano, que no parece encerrar nuevas trampas.

En la primera superficie llana me dejo caer. Miro hacia atrás. Mi huella está

marcada entre los canalones que rasgan la cara oeste del Trapecio.

Otro puñado de nieve a la boca y a caminar.

El corazón trata de bombear oxígeno y algún nutriente con el que mover la

máquina.

- Con las reservas de grasa puedo seguir tirando pero ya debo de estar

quemando proteínas a tope.

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115

La cabeza se pone a pensar en las vías metabólicas. Deformación profesional. El

caso es seguir tirando y llegar a lo alto de esta loma, por la que progreso. Desde

allí sólo falta bajar “corriendo” hasta salir del glaciar y pisar tierra firme.

Lo intento. Incluso cuesta abajo el esfuerzo me mata por culpa de esta nieve

costra, pero meto todo lo que tengo en la reserva y me acerco a la tierra firme.

Ya puedo oír como corre el agua por uno de los costados de la lengua glaciar.

Page 116: Libro Sin Red

116

La otra mirada.

Acabamos de celebrar el cumpleaños de Miguel; un palillo incrustado a modo de

vela en una manzana. Tuvimos que repetir varias veces la foto del “apagado”

porque la llama no se mantenía, pero al final salió, y ahí ha quedado la

instantánea de Jose sujetando la “tarta-manzana” con un “palillo-vela” y

nosotros cantando el cumpleaños feliz.

Mientras recogían los aperos utilizados para la comida y posterior celebración,

Jose y Miguel, decidían si arrancar esa misma tarde para el Trapecio, montaña

de 5600 metros que habian “fichado” en el treking de camino al objetivo inicial:

El Puscanturpa. Lo cierto es que sin ser experta en la materia, esa montaña (El

Trapecio) tenía algo especial ya que era como una pirámide perfecta de nieve,

piedra y hielo puesta en un alto, cuyo pico se perdía entre las nubes.

Este segundo objetivo estaba a dos horas y media del campamento base a los

pies del Puscanturpa en el que ya llevábamos ocho días acampados. Esta

distancia fue la que condicionó el hecho de que Justino, Nuria y yo nos

quedásemos y que ellos fuesen en un viaje relámpago a intentar una vía por la

cara Sur . Esta vía la habían estado “diseñando” durante casi hora y media

cuando pasamos delante, camino de la quebrada Huanacpatay.

Nunca olvidaré el momento de los preparativos: Miguel agarrando el material

de escalada, metiendo tornillos, preguntando a Jose si llevaba tal o cual

cacharro y Jose poniéndose las botas y andando por el campamento y, al tiempo

que se iba vistiendo, canturreando un pasaje de una canción de Mecano que a

modo de presagio me inquietó, ya que decía “ Miguel no va a volver” . En ese

momento tuve un presentimiento, una intuición de que algo malo iba a suceder

y sólo comenté que porqué no esperaban al día siguiente para ver si de verdad el

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117

tiempo mejoraba, ya que en ese mismo instante estaba lloviendo y había mucha

niebla en el valle, así que allá arriba tenía que estar peor y no había nada que

indicase la situación fuese a cambiar. Tengo que mencionar que la meteo no nos

había acompañado en todos estos días, incluso había nevado y, curiosamente,

esto cambiaría a partir del día 2 de agosto, por suerte para nosotros.

Pero la verdad es que no seguí insistiendo y tampoco dije lo de mi mal rollo, ya

que despúes de todo yo era la novata e inexperta en esto de la montaña. Pero lo

cierto es que desde el mismo momento en que les vi marchar, tuve la sensación

de que algo no iba a salir bien y, de hecho, nos quedamos Nuria y yo mirándoles

hasta que desaparecieron detrás de la primera montaña que teníamos delante.

Mencionar que antes de despedirnos habiamos aclarado el “ planing” de trabajo

de los chicos y el acuerdo era el siguiente: Miguel y Jose salían el 1 de agosto.

Ese día acamparían a los pies del Trapecio. Al día siguiente escalarían e, incluso

barajamos la posibilidad, de que cuando estuviesen en la cumbre, al mediodía

más o menos, conectaríamos el walki e intentaríamos ponernos en contacto. Si

todo iba bien, volverían el día 2 por la noche o el 3 si bajaban muy tarde de la

pared.

La noche del día 1, ya no pude dormir nada, y eso que te metías en el saco sobre

las seis de la tarde y la noche se hacía eterna hasta las 7 de la mañana en que

amanecía. Eran trece horas para pensar y un silencio solo interrumpido por el

ruído contínuo y ensordecedor de una maravillosa y espectacular cascada

situada justo destrás del campamento. Aún no les había transmitido mi mal

rollo y preocupaciones ni a Nuria ni a Justino.

Nos pasamos el día siguiente (el día 2) deambulando por el campamento,

aprovechando para lavarnos la cabeza la una a la otra con el agua cristalina y

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118

helada de la cascada, de cuyo sonido nunca me olvidaré despúes de convivir

once días con un estruendo, al que terminé cogiendo manía y que para mí

significa algo traumático y negativo, ya que sigo asociándolo a aquellos días de

angustia y desesperación.

Así llegamos al mediodía, y ahí estábamos las dos clavadas en una colina de las

que rodeaban el campo base intentando establecer comunicación sin obtener

respuesta alguna.

- Bueno. Es normal, decíamos. Hay varios picos por medio, seguro que no

alcanza la potencia. Qué porquería de walkis etc

Fue pasando el día, hasta llegar a las cinco y media, momento en el que

empezaba a anochecer, aún así no nos metimos en la tienda hasta las siete y

cada vez que oímos un ruído salíamos rápido a ver si eran ellos, pero no eran.

Así, hasta que asumimos que esa noche no vendrían a dormir . Nuria y yo

charlamos sin parar como no queriendo quedarnos en silencio porque éste nos

daba miedo, tanto como la oscuridad de la noche y la incertidumbre de no saber

como les habría ido.

Esa noche tratando de aparentar una normalidad, para mí, “rara” planeamos

una ruta para el dia siguiente. Iríamos al famoso Paso San Antonio y, decimos

famoso, porque los pocos trekings que pasaron por el campamento en días

anteriores nos preguntaban, a modo de oficina de turismo en medio de los

Andes, si iban bien para el Paso, por lo que dedujimos que debía de merecer la

pena subir hasta allí y, como íbamos a tener tiempo y Justino se quedaría en el

campamento, para informarles de nuestro paradero podíamos intentarlo y hacer

nosotras también “ cumbre”.

Así lo hicimos. El día siguiente amaneció muy bueno y después de desayunar y

ordenar las tiendas empezamos la marcha cruzando la inmensa pradera antes

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119

de iniciar la subida que nos llevaría unas dos horas, en las que íbamos dudando

si habría merecido la pena, porque salimos sin mucho material ni comida y la

subida resultó bastante dura, ya que no había sendero y hubo que subir por un

terreno muy empinado y embarrado en el que incluso nos llegamos a enterrar

en algunos momentos.

Por fin llegamos a la cumbre y…….alucinamos! Vaya si merecía la pena, porque

lo que nos encontramos fue un balcón-mirador desde el que la vista era

increíble: bajo nuestros ojos estaban todas las cumbres de los nevados desde el

Yerupaja a Los Siulas, El Carnicero etc… formando un cordal de cumbres y

aristas que resplandecían al sol cual cuchillas afiladas.

Desde allí incluso divisamos la cumbre del Trapecio (después me enteraría de

que a esas horas estaba Miguel luchando por bajarse de la cumbre por la cara

oeste). Eran las doce del mediodía. Seguíamos llevando el walki y hacíamos

pruebas sin más, sin esperar respuesta ya que contábamos que ya no estuviesen

por ahí abajo si no llegando al campo base. Ya estarán en las tiendas, o eso

creíamos.

Hacia las dos de la tarde ya acercándonos al campamento ( la imagen de las dos

tiendas, una de color azul y amarilla y la otra naranja enclavadas en medio de

este inmenso valle verde, nunca se borrará de mi mente) acelerábamos el paso

para ver si veíamos a tres personas moverse alrededor de las tiendas,

- A lo mejor están dentro descansando.

Y así llegamos corriendo y llamando: Justino! Justino!

Justino salió de su tienda y nos dijo que por allí no había aparecido nadie, nos

ve decepcionadas e intenta quitarle hierro a la situación; -estarán llegando,

seguro que se acostaron y se levantaron tarde, y arrancarían despues de comer, -

no sé , no sé y allí nos vamos las dos para nuestra torre de control particular a

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120

intentar una y otra vez contactar con el walki. Allí estuvimos hasta las

4h30/5h00 de la tarde. Cada vez hace más frío, se acerca la noche y Justino

prepara la cena. Yo no tengo hambre y a lo que me dedico es a fijar la vista en el

sendero por el que les vi marchar para ver si les veo aparecer, si veo algún

movimiento.

Cada poco le pregunto a Justino si no aprecia tal o cual mancha, movimiento o

silueta. Él no ve nada y ya todo le parece raro. En ese momento Nuria y yo nos

planteamos qué vamos a hacer. Tenemos que ir a buscarles y ver si les pasó algo,

sin embargo ya son las seis y en diez minutos es noche cerrada; mientras los tres

seguimos barajando hipótesis:

A lo mejor no pudieron subir ayer y lo hicieron hoy por lo que casi no habrían ni

llegado a su tienda. El nudo que tengo en el estómago desde que se fueron es ya

una pelota, escudriño con la vista todos lo picos, colinas y paredes que nos

rodean. Todo esto escuchando los comentarios ya nerviosos de Nuria, pero para

mí en segundo plano. Eso sí no dejo de mirar la cara de Justino que en esos

momentos parece ser la única fuente de información, pero él tampoco dice nada

sólo mira hacia el horizonte.

Cuando de repente en la penumbra de esta noche despejada veo la silueta de un

hombre que aparece por la arista, muy lejos. Realmente es un punto

moviéndose.

- Eh! ¿Eso de allí no es una persona? ¿Justino lo ves?

Centramos los tres la vista hacia esa dirección y sí, coincidimos en que es una

persona. Por la forma de andar es un hombre pero, que cosa rara, viene sin

mochila ¿Alguno le ve una mochila o algo? Nos invade una extraña sensación

entre incertidumbre, decepción y miedo. Se me acelera el corazón ¡ Dios mío!,

¿qué pasa aquí?¿ cómo es que viene sólo uno ? y ¿ quién de ellos es?

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- ¡Es Miguel! ¡es Miguel!, exclama Justino,

- Pero, Miguel no anda así , no es su forma de andar, apunto yo ¿ y Jose?¿

y su mochila? y ¿ por qué viene él sólo? pero ¿ será él? Todas esas

preguntas nos hacen dudar de sí realmente es uno de los nuestros.

La silueta cada vez da pasos más grandes, ya son zancadas y casi tumbos, y en

ese momento empiezo a correr hacia él , cruzo la llanura y a medida que me

acerco me voy fijando si es o no Miguel, voy corriendo y gritando hacia Justino y

Nuria que se quedaron atrás. Sí, ES MIGUEL, ES MIGUEL. Llegó a su lado y se

me cae literalmente en los brazos y abrazándome me dice: Jose se cayó, Jose se

cayó. Te quiero. Te quiero.

Y yo lo beso, lo abrazo fuerte casi sujetandolo y temblando le digo que yo

también lo quiero y no se imagina cuanto, pero acto seguido ya le asedio con

preguntas:

- ¿Cómo que se cayó?, ¿ dónde?, ¿ cúando?, ¿ dónde está?, ¿ dónde están tus

cosas?, ¿ cúando fue?, ¿ cómo fue?, ¿ cómo está?, hay que decirselo a Nuria, y….

Nuria estaba llegando, me giro sin dejar de sujetar a Miguel que deshidratado,

exhausto y desfallecido le dice :

- Nuria. Jose se cayó. Estábamos bajando , se salió una estaca y se cayó con

todo.

Nuria recibe la noticia y se enfada:

- No, no, no , no me digas eso, pero cómo, ¿dónde está? Maldita montaña,

maldita vuestra obsesión , maldita. Mierda, mierda.

Ese momento fue para los cuatro un momento de dificil descripción:

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122

Nuria: en el momento o fase de incredulidad lógico ( el primero de los cinco

estadios ante una situación de dolor o muerte inesperada de un ser querido).

Miguel: desfallecido, casi sin poder andar, tras haber estado veinticuatro horas

luchando por salir vivo de esa pared, contando como único material con sus

piolets. Sin cuerda, sin agua (tendría que tomar nieve) sin comida (ya que

estaban bajando ), pasando la noche sentado en una repisa, sin saber lo que

realmente le había ocurrido a su amigo, sólo sabía que lo oyó gritar y vio como

salía despedido desde un especie de tobogán para luego caer al vacío desde una

altura de unos 400 mts y luego el silencio, un silencio que me imagino

aterrador. Y por último la soledad, el saberse sólo y no poder contar con nadie ni

con nada ( pasados los días, y siendo el mundo un pañuelo, hablaría yo con el

arriero de un treking, que esa noche estuvo acampado cerca del Trapecio y me

dijo que esa noche había oído gritar y llamar en muchas ocasiones, pero que no

sería hasta la mañana siguiente cuando viendo la tienda que Jose y Miguel

dejaron en la base de la pared cuando los relacionaría con el hecho de que

podían ser alpinistas escalando) así pasaria la noche pensando si bajarse

destrepando o salir escalando otra vez hacia la cumbre. Todo esto ya cansado de

la jornada inicial de escalada. Más tarde me relataría la odisea que vivió, como

casi cae en varias grietas, tuvo que salvar varios seracs para bordear toda la

pirámide para buscar una bajada más asequible y, que , una vez en el suelo ,

decidir si volver hacia el punto de salida y comprobar lo que se temía desde que

vió caer a Jose o venir a avisarnos y pedir ayuda.

Se inclinaría por la segunda opción guiado por el agotamiento y también porque

se imaginaba nuestra preocupación.

Justino: Quedó impactado, no sabía que hacer. Jose aparte de su cliente era

también su compadre, ya que era el padrino de uno de sus hijos y apreciaba y

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123

aprecia a Jose y a Miguel por lo que estaba tan consternado y asustado como

todos nosotros.

Por ultimo, yo misma : de repente me encontraba en una situación muy

contradictoria de tristeza y alegria , abrazaba a Miguel y me alegraba de la

suerte que habíamos corrido pero miraba y abrazaba a Nuria y no podía dejar de

ponerme en su lugar, porque perfectamente me habría podido pasar a mí, y en

dos días quedarte sin la persona que amas, sin tu mitad, y todo por la maldita

montaña y los sentimientos incomprensibles que ésta provoca…

Por otra parte había que empezar a tomar decisiones; y así pasamos esa noche;

Miguel metido en la tienda recuperándose, ya que al día siguiente tenía

intención de volver a subir junto a Jose, mientras nosotras iríamos con Justino

al pueblo de Huayllapa a pedir ayuda y a notificar el accidente para poder ir a

rescatar a Jose donde estuviese .

Esa noche Nuria y yo la pasamos caminando alrededor del campamento, Nuria

no se podía creer lo que estaba pasando y yo tampoco, la verdad. Así estuvo, en

estado de shock durante esa noche y los dias siguientes que nos tocaría vivir.

Esa noche Nuria y yo hablamos, ella se desahogó; se encontraba mal fisicamente

como si se le hubiese helado la sangre, por otro lado ella también albergaba la

esperanza de que Jose hubiese tenido un accidente y aunque estuviese muy mal

por lo menos estuviese vivo y así con esa esperanza durmió un poco.

Al día siguiente tan pronto amaneció estabamos bajando hacia Huayllapa , que

era el pueblo más cercano que estaba a cuatro horas de camino pero nosotras

,que casi lo hicimos corriendo, en tres horas estábamos llamando a la puerta de

la única tienda de “ ultramarinos” que había para comprar las tarjetas de

prepago y poder utilizar el único teléfono que había; y ahí empezaría la otra

parte de esta tremenda aventura.

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124

En esa aldea nos dimos cuenta de que el tiempo, el dinero, la suerte, la vida y la

muerte no tienen ni el mismo valor, ni el mismo sentido que en nuestro primer

y acomodado mundo.

En Huayllapa estaríamos todo el día, intentando contactar primero con Huaraz

, lugar de partida de las espediciones, luego con España y con la familia de Jose.

Fue un autentico número de paciencia y resignación, pero también aprendimos

que esto funciona así: si tienes un problema es tu problema y, no exijas, porque

de donde no hay no se puede sacar. Comprobaríamos como las mujeres del

pueblo nos miraban con compasión y pena, pero también intentando ayudarnos

a que el dolor de Nuria, a la que ya daban el pésame, fuese menor y los hombres

entre asombrados e intimidados por el hecho de que dos “ gringas” como nos

llamaban, bajasen desde la quebrada, que para ellos estaba lejanísima e incluso

consideraban peligrosa, se adueñaran del teléfono y que a última hora

decidiesen alquilar unos caballos para regresar al campamento por unos

senderos casi impracticables a pie.

Así fue como abandonamos este pueblo, famoso por haberse rodado allí algunas

escenas de la película “ Tocando al vacío” y llegamos, no sin problemas, al

campamento en el que ya estaba Miguel de vuelta .

Hasta aquí, parte de nuestras vivencias. Esta es mi visión particular de lo que

vivimos mientras, Miguel , mi pareja vivía su odisea particular. Este viaje que,

sin duda ha marcado nuestras vidas, sobre todo la de Nuria , supuso un mes de

intensas emociones y de sentimientos encontrados así como un cursillo

intensivo y a marchas forzadas de lo que supone el mundo de la montaña, y de

los accidentes que en ella se pueden sufrir.

Creo que no hay día que no me venga a la mente alguna escena o momento

vivido en aquel viaje. Me acuerdo de Jose, al que no tuve tiempo de conocer, y

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125

de Nuria, víctima injusta de una situación que, aún hoy, me parece imposible

que hubiese sucedido. También recuerdo con agrado todos los días vividos en El

Perú hasta ese fatídico 2 de agosto de 2006.

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126

El rescate.

He regresado a la tierra.

Trato de despojarme del material.

Los piolets al suelo. El casco, los guantes y la mochila también. El arnés fuera.

Los crampones igual, aunque siempre haya uno rebelde que no quiere salir.

Polainas, gafas, abrir cremalleras del impermeable, forro y camiseta interior.

Mucho trabajo para alguien que sólo quiere mojar los labios con el agua de este

pequeño regato que corre al lado del hielo del glaciar.

¡Qué bien me supo el primer sorbo que pude tomar! Y el segundo.

Un rato después, una vez hidratado, retomo los pensamientos sobre mis

posibilidades de actuación.

Deseo ir al campamento. Reunirme con Berta. Abrazarla. Aliviar mi pena con un

poco de cariño, pero las dudas sobre que hacer siguen presentes:

- Hay que dar aviso para rescatar a Jose.

- Pero primero tengo que excudriñar el pie de la pared para ver donde se

encuentra.

Esto último es lo primero que voy a hacer. Meto todo el equipo dentro de la

mochila y me pongo a caminar hasta que alcanzo el borde de una morrena desde

la que puedo ver la vertiente sur del Trapecio. La perspectiva no es la mejor y las

dimensiones de este gran espacio no me permiten obtener una respuesta a mis

dudas. Tengo claro que la única posibilidad de que Jose haya sobrevivido, es que

las cuerdas se hayan enredado antes de llegar al cortado en el que termina el

corredor central, a la altura de la travesía del tercer largo de la vía, a más de cien

metros del suelo.

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127

Después de esforzar la vista durante un tiempo, de aplicar a tope el zoom de la

cámara de fotos, me parece que puede haber un bulto cerca del borde de esa

pared de roca que se despeña hasta el pie de vía.

- Aunque fuera él para llegar allí tengo que buscar ayuda.

- Me voy al campamento.

Escondo la mochila y me llevo la frontal, el agua y un bastón.

A mi alrededor sólo hay materia inorgánica en forma nieve y roca. La vegetación

escasea en la subida final hasta el collado de 5000m que tengo que superar para

volver sobre mis pasos.

- ¡ Cuánto esfuerzo para mi corazón cansado!

Desde el punto más elevado aprecio el cráter gigante que se abre ante mí,

cerrado por las tapias del Puscanturpa. Lagos, cascajos por doquier, aire y

soledad. Tengo que llegar hasta lo más hondo.

Destrepes, pasos apresurados y precisos en los primeros metros de descenso,

grandes zancadas para avanzar por las pedreras cercanas al primer lago. No

quiero que me alcance la noche.

Entro en el tramo caótico que bordea el conjunto lacustre de lo alto de la

quebrada Huanacpatay. Llambrías, roca desnuda irregular, continuas subidas y

bajadas indicadas por algún hito. A mi izquierda, en lo alto, la pared norte del

Puscanturpa Norte, en la que estuvimos metidos varios días, me contempla.

No le devuelvo la mirada. Sólo trato de caminar.

A cada paso me cuesta más contener la emoción. Como un niño pequeño que

trata de sofocar el sollozo y no puede, me salen las lágrimas, el pecho me

oprime, la tristeza me desborda. Necesito sentir algo de calor que me reconforte

pero soy consciente de que pronto tendré que enfrentarme a la cruda realidad

de transmitir la amarga noticia a Nuria. Llegaré al mundo real y todo esto se

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128

tornará cierto. El sueño quedará atrás. Me despertaré de él, pero la pesadilla

seguirá conmigo. Ya no me abandonará.

Alcanzo la laguna en la que montamos el primer campamento, la bordeo y

pronto la dejo atrás. En un momento me asomo al borde de la morrena y veo las

carpas y también a Berta, Nuria y Justino. Ellos también me divisan a mí.

A partir de este momento todo es descenso rápido por un sendero empinado en

medio de rocalla. Mi zancada se amplía apurando todo lo que puedo y en quince

minutos estoy pisando el prado, cerca de las tiendas.

Mis compañeros se acercan hacia mí. Berta, la primera.

Camino rápido, cruzo los riachuelos y la alcanzo. Me desplomo en sus brazos.

- Jose se ha caído.

- Jose se ha caído….

- Tuvimos un accidente.

Preguntas y explicaciones. Tengo pocas ganas de hablar. Lo que necesito es

comer y descansar.

No voy a describir momentos íntimos de dolor. Me quedo con mi sentimiento.

En un momento de cierta calma me voy al riachuelo cercano y me meto en él.

Tengo el recuerdo de echarme agua sobre la cara una y otra vez con la necesidad

de purificarme, de sacarme de encima este sufrimiento, esta agonía. Berta me

acompaña. Empezamos a razonar y a pensar en qué hacer mañana.

La noche ha llegado y nos resguardamos en las tiendas. Justino prepara algo de

cenar.

La decisión que tomamos es que Justino, Berta y Nuria irán al pueblo más

cercano; Huayllapa y yo volveré sobre mis pasos a buscar algún rastro de Jose al

pie de la pared del Trapecio. Ellos tres tratarán de dar la voz de alarma y de

buscar ayuda telefoneando a Huaraz, para contactar con Alfredo Quintana y con

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129

quien sea necesario para sacar a Jose del lugar donde se encuentre y ayudarnos

a nosotros a regresar a Huaraz. Además llamarán a España para dar aviso del

suceso.

Noche dura. Difícil recuperarse para afrontar los esfuerzos que nos esperan.

Por la mañana las chicas salen algo más temprano que yo puesto que el camino

es largo y los ánimos no son los mejores para afrontarlo. La intención es que

puedan regresar esta tarde al campamento con noticias. Yo trataré de hacer lo

mismo.

Le confío a Justino la responsabilidad de ayudarlas y cuidarlas. Aunque Berta

tiene carácter y fuerza le falta experiencia en alta montaña. Nuria no tiene

ánimo en este trance para nada.

Despedida.

Termino los preparativos y me marcho. Comienzo a desandar el sendero que

seguí ayer por la tarde, rumbo al Trapecio.

Marcha triste por un paisaje pavoroso. Llego al punto desde el que puedo

enfrentarme de nuevo con nuestra montaña. La que nos ha arrebatado la vida

de Jose y un trocito de la mía. La miro y la desafío. Alcanzo el lugar del depósito

de material y cojo los aperos que necesito. En el momento en el que ya se ve el

pie de vía vuelvo a analizar las rampas de nieve por si puedo distinguir algo.

Nada. Sigo con mis ilusiones. Me acerco a la tienda que habíamos utilizado la

víspera de la escalada. Se me ocurre que a lo mejor dentro puede estar Jose

recuperándose. Ilusión algo disparatada, que se desvanece en el momento que

abro la cremallera, para comprobar como en su interior se encuentra el saco

vacío y el desorden de todo aquello que no habíamos llevado.

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Ni siquiera desde aquí, con la cara sur elevándose frente a mí soy capaz de

distinguir nada al pie de la montaña utilizando los pequeños prismáticos de los

que disponíamos para estudiar los proyectos alpinos.

Como algo.

Recupero fuerzas para superar el duro trance de acercarme a la pared en busca

del cuerpo de mi amigo. Reanudo mi marcha siguiendo esos senderos

inexistentes que conducen a las laderas nevadas y, al fin, alcanzo un sitio desde

el que no tengo dudas del destino que había corrido Jose. Sobre la nieve están

todas las cuerdas desplegadas y al final de ellas hay un bulto. Me aproximo a él,

despacio, con el ánimo abatido y el pecho congestionado y compruebo, como no

podía ser de otro modo, que se trata de él.

Y nada puedo hacer por salvarlo, ni por recuperar el cadáver. Nada más que

cubrirlo con mi manta de aluminio y con algo de nieve. Nada más que

despedirme.

Emprendo el camino de retorno al campo base de la expedición, con las funestas

noticias.

Vuelvo sobre mis pasos.

Llegando al paso Jurau, cuando el sol se cae sobre el horizonte, veo a mi

derecha, una huella solitaria sobre la nieve que cubre el glaciar: la huella que yo

había dejado el día anterior en mi huída de los hielos del Trapecio.

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La noche casi me atrapa antes de alcanzar el campamento pero, al llegar al

borde de la morrena desde el que se divisan las tiendas, aún hay luz suficiente

para que pueda contemplar sorprendido como las tres se han transformado, por

arte de magia, en quince o veinte. Inicialmente no comprendo nada. Lo primero

que se me ocurre es que hayan llegado refuerzos, para ayudarnos, pero pronto

me doy cuenta de que se trata de un grupo de treking. No habíamos visto

ninguno tan grande desde nuestra llegada al Huayhuash, y en esta quebrada

habíamos estado completamente solos en los lugares de acampada.

Desciendo hasta el llano y al alcanzar el campo compruebo que no han

regresado mis compañeros. Ya ha oscurecido y empiezo a preocuparme. Daba

por sentado que ellas estarían esperándome a estas horas.

Me aseo, me cambio de ropa, saludo con poco entusiasmo a mis vecinos, que

resultan ser unos veteranos estadounidenses, y me resguardo en la carpa

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132

mientras como algo, haciendo tiempo hasta el retorno de Berta, Nuria y Justino,

que se produce cuando la preocupación ya alcanzaba proporciones alarmantes.

Las emociones de nuevo a flor de piel en el reencuentro.

Les comunico mis nefastas noticias, que aunque no son una sorpresa acaban por

hundir el ánimo.

Ellas me ponen al día de lo ocurrido en Huayllapa. Me cuentan que han podido

hablar con España y también con Alfredo Quintana, en Huaraz. En esta última

conversación surge la posibilidad de que un helicóptero vuele desde Huaraz y

que acuda en nuestra ayuda un grupo de grandes alpinistas, entre los que está el

mismísimo Aritza Monasterio (gran andinista vasco afincado en Huaraz, que

posee algunas de las escaladas más duras realizadas por estas tierras). Además

Alfredo tratará de telefonear a Alfonso, nuestro arriero, para que se dirija a la

quebrada Huanacpatay para evacuarnos de allí. Aunque aparenten ser noticias

positivas, no tenemos certezas de ningún tipo y no sabemos como vamos a

sacar a Jose de las laderas del Trapecio.

Esa noche la noticia de nuestra desgracia corre por el campamento de los

norteamericanos, que acuden a reconfortarnos, abrazan y dan ánimos a Nuria y

nos ofrecen la posibilidad de contactar con Huaraz utilizando el teléfono

satelital que posee el guía del grupo.

Para nuestra desgracia esa noche la alineación de la constelación de satélites

debía de estar desviada de la Cordillera Huayhuash, y nos resultó imposible

entablar conversación con nadie. Ante esa realidad y teniendo la necesidad de

concretar los pormenores de nuestro rescate, decidimos que Justino y yo

tornaremos a Huayllapa y las chicas se quedarán recogiendo el campamento,

con la esperanza que el arriero se presente en los dos próximos días y se pueda

iniciar la marcha de regreso.

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El tiempo continúa estable y amanece un día radiante.

En la jornada anterior Berta, Nuria y Justino habían alquilado unos caballos

para que les facilitasen el camino de regreso, de los que nosotros nos valdremos

ahora. Pronto compruebo lo duro que es cabalgar por estos senderos tan

complicados, para alguien que nunca lo había hecho antes, dirigiendo a unas

monturas que rehusan avanzar en numerosos pasos, por parecerles peligrosos o

por causa de las piedras o de las zonas de barro que habían de atravesar. Justino

demostraba pericia y avanzaba con rapidez y yo traté de seguirle el ritmo,

corriendo el riesgo de acabar en el suelo en más de una ocasión y, de hecho,

poniendo pie a tierra en varios momentos para conducir a mi compañero de

cuatro patas, sobre todo en la última parte de la quebrada, cuando el sendero

rasga en vertiginosos zig-zags unas laderas terrosas que descienden hasta la

confluencia con el valle en el que se asienta Huayllapa.

La parte final de la cabalgata se hace eterna, cada vez más ralentizada por unos

mulos fatigados y por unos jinetes, que van en la reserva desde hace días.

A la entrada del pueblo toca pago de peaje, que finalmente evitamos, después de

tener que explicar los motivos de nuestra visita a un hombre, que quizás por el

aburrimiento de su ocupación y por el calor del mediodía había bebido gran

parte de las reservas de cerveza del bar de la aldea.

Una vez en Huayllapa buscamos un lugar desde el que poder comunicar con la

embajada, con Alfredo y con España.

Sólo hay un teléfono, situado en el local social, y aunque vengo prevenido de la

dificultad que supone hablar con tarjetas prepago de diez y veinte soles, que

permiten comunicar muy pocos minutos en cada llamada, me desespero en cada

intento de explicar nuestra situación y nuestras necesidades. Por si fuera poco,

tenemos demasiado público alrededor que quiere saber lo que ha ocurrido.

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Niños y adultos que se agolpan en la puerta o se acomodan en las sillas que hay

dentro de la sala.

A pesar de esta incomodidad consigo entablar contacto con el hombre

encargado de atendernos desde el Consulado de España en Lima, Manuel

Sánchez, que después de intentar localizar el lugar en el que nos encontramos y

de pedirme los datos personales, me informa de las dificultades que hay para

encontrar un helicóptero que pueda venir en nuestra ayuda. De todos modos me

garantiza que están haciendo todo lo posible para que se avance en este tema. La

familia de Jose está desde el día anterior haciendo gestiones desde España para

agilizar las labores de rescate y esto empieza a notarse.

Hablo con Alfredo, que en teoría se iba a encargar de que Alfonso, nuestro

arriero, viniera a recogernos, pero que no acaba de localizarlo y no tiene la

certeza de que aparezca por aquí. Me aconseja que contrate otro en el pueblo,

para subir a Huanacpatay a buscar todo el material y que si Alfonso llega a

Huayllapa en las próximas horas hagamos el cambio de la carga.

El helicóptero que tenía posibilidades de volar desde Huaraz no existe ya que lo

han destinado para la lucha contra el narcotráfico en la selva, y la presencia de

alpinistas de alto nivel, de los que le había hablado a Berta, por lo tanto, no va a

ser posible.

Por momentos siento que todo el mundo me cuenta milongas: el helicóptero no

aparece, el arriero que tenía que estar de camino no se sabe donde está, no sé

como voy a sacar de aquí el cuerpo de Jose y tampoco como vamos a salir de

aquí el resto del grupo.

En la llamada a España hablo con Javier, el hermano mayor de Jose. Le

confirmo las malas noticias y trato de ponerlo al día de como se encuentra la

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situación para ver si él puede mover los hilos, dadas las dificultades que nos

estamos encontrando.

Pasado el mal trago de las llamadas telefónicas nos dirigimos a la tienda-bar,

para comer algo e instalarnos para pasar la próxima noche. El trato en la

humilde hospedería fue el más agradable y cordial que recuerdo, y la discrección

en los comentarios de la dueña del local resultó muy de agradecer en esos

momentos. Tras el tentempié subimos a nuestro alojamiento situado en una

habitación comunitaria con varios camastros en la planta superior de la casa.

Suelo de tableros apoyados sobre viejas vigas de madera carcomida, colchones

de lana colocados encima de canapés rústicos, techos a la medida de los

habitantes de estas tierras. Deshacemos las mochilas, estiramos los sacos y

descansamos unos minutos. Aquí dentro siento calma, seguridad y encuentro un

refugio libre de miradas indiscretas, de preguntas inoportunas. Pero no

podemos encerrarnos aquí. Es muy temprano, a través del fino suelo de madera

escuchamos el bullicio del bar y al cabo de un tiempo salimos de la burbuja.

Esa tarde vagamos por las calles polvorientas del pueblo, con las gentes

preguntándonos a cada paso.

Primero se dirijen a Justino.

- Y el gringo ¿ Era su amigo?

- Y, ¿dónde está? ¿en Sarapococha?

- Y, ¿está vivo?

- Vaya.

- Si ustedes quisieran nosotros podíamos haber ido a buscarlo.

- Gracias, pero parece que van a venir a echarnos una mano desde Huaraz.

La espera se hace larga. Menos mal que Justino me acompaña.

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- Tranquilo, Miguel. Ya verás como al final sacamos de allí a Jose.

- ¿ Pero tú crees que va a venir Alfonso?

- No lo sé, Miguel.

- Es que me daba confianza que viniera y pudiera subir a buscar a las

chicas. No me gusta nada que estén allí sólas.

- Ya lo sé, Miguel. Pero a lo mejor viene, o encontramos aquí a alguno de

confianza.

- Es que me parece que todos me mienten.

Nos retiramos a nuestra habitación a descansar un rato antes de volver a

exponernos al público.

Al atardecer salimos y nos topamos con un grupo de caminantes italianos, con

los que toca otra charla sobre nuestras circunstancias.

Al anochecer nos marchamos a la cama buscando sosiego. Me duermo

profundamente hasta que unos golpes en la puerta y unas voces nos despiertan.

- Señores. Los llaman al teléfono. El subperfecto “Lucho Visarres” les

telefonea.

Nos sobresaltamos y tratamos de reaccionar a ese brusco despertar.

- ¿ Quién es? ¿ Cómo dice?

- Que les telefonean. Está al habla el subperfecto “Lucho Vizarres”.

- Vale, vale. Ahora mismo vamos.

Nos vestimos rapidamente y nos dirigimos al local social.

- Diga. Buenos días.

- Buenos días. El Subperfecto “Lucho Visarres” al habla. Quiero comunicar

con don Miguel Ángel. ¿ Es usted?

- Sí señor.

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- Le llamo porque después de múltiples gestiones y gracias a la implicación

del mismo ministro de defensa del gobierno de la República, se ha

conseguido movilizar un helicóptero para proceder al rescate de su

compañero. Así mismo se ha reclutado al grupo de rescatadores de

montaña de Huaraz y se les ha conducido hasta el pueblo de Cajatambo,

donde ahora se encuentran.

- Muy bien. Gracias. Gracias, de verdad. ¿ Cuándo podremos contar con

ese helicóptero?

- Esta misma mañana, señor. En menos de una hora les recojerán ahí, en

Huayllapa. Tienen que procurar acondicionar una zona para el aterrizaje,

en la parte alta del pueblo. El comandante de la aeronave quiere contar

con usted para que les indiqué el lugar preciso del siniestro.

- Entonces, ¿ quieren que yo les acompañe hasta el Trapecio?

- Sí, sí. Eso parece. El helicóptero viaja desde Lima y la tripulación no

conoce estos nevados. Por cierto, el alcalde sabe en qué lugar se puede

realizar la maniobra de aterrizaje. Por último, ¿puede darme datos

precisos para que el grupo de rescate se desplace hasta la zona del

siniestro, señor?

- ¿ En qué se van a desplazar hasta allí desde Cajatambo?

- Pienso que irán caminando hasta la base de la montaña.

- Es que mire. Desde Cajatambo hasta el Trapecio debe de haber tres días

de caminata. Como poco dos días saltándose una etapa.

- Vaya.

- ¿ No existe la posibilidad de que el helicóptero los recoja en el pueblo?

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- Bueno, comunicaré con el comandante para ver como se puede

solucionar. Ustedes procuren tener lista la zona de aterrizaje para el

helicóptero.

- Muy bien, señor. Gracias. Adiós.

En un instante trato de interiorizar todo lo que ha sucedido. Termino de hablar

con el dirigente de esta región peruana, que me acaba de dar la noticia de que

un helicóptero acude en nuestra ayuda en poco menos de una hora. Parece que

se nos allana un poco el camino.

- Justino. Vamos rápido a preparar las cosas. Tú puedes subirte a

Huanacpatay a reunirte con Berta y Nuria, preparáis todo con el arriero y

empezáis el regreso hacia Huaraz. Vale.

- Sí, Miguel. Tú tranquilo, que yo las acompaño.

Corremos a preparar mi equipaje y hablamos con el marido de la dueña del bar,

que es el alcalde, que nos explica donde se puede posar el helicóptero.

El valle es tan angosto que sólo hay una zona en la que una aeronave, de este

tipo puede tomar tierra. Este lugar está en las afueras del pueblo, en la zona por

la que nosotros entramos el día anterior. Caminamos rápido por estas cuestas

para localizarlo. El tiempo corre y hay que disponerlo todo.

En quince minutos estamos en el helipuerto pero, después de echar un vistazo,

tengo serias dudas de que ese terreno sirva para su cometido: rocas grandes

muy cerca, poco espacio y terreno inclinado. Después de unos minutos de

deliberación cambiamos de emplazamiento. Parece que al otro lado del río hay

un sitio mucho mejor y allí nos vamos. Un campo más despejado y plano resulta

ser mucho más apropiado. Hacemos limpieza rápida, estudiamos una vez más el

lugar y nos disponemos a esperar la llegada de los rescatadores. Tirando de

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recuerdos de lecturas sobre rescates en montaña trato de organizar todo para la

inminente llegada de la aeronave: marco la dirección del viento con un pañuelo

colgado en un palo y me dispongo a dirigir la maniobra.

Al cabo de unos minutos empieza a retumbar el sonido del motor en las paredes

que conforman esta quebrada y, al instante, aparece ante nuestros ojos un

enorme helicóptero militar, que pasa sobre nuestras cabezas reconociendo el

terreno y nos enfila para realizar el descenso.

Yo estoy colocado de espaldas al viento y de cara al piloto, los brazos elevados en

forma de uve, indicando que todo está perfecto.

Pronto los patines están tocando el suelo y el sonido de la máquina se suaviza, al

bajar las revoluciones del motor, una vez posado.

Mis emociones están a flor de piel. Supongo que desde el fondo de la mente

aflora la sensación de ser salvado, ayudado por gentes que saben lo que hacen y

que nos van a solucionar una parte de nuestros problemas.

Desciende un tripulante que se me acerca.

- ¿ Es usted Miguel Ángel?

- Sí.

- ¿ Está listo?

- Sí.

- Pues nos vamos. Sígame y agáchese.

Me despido de Justino.

Subimos a la carrera por la puerta lateral. Dentro están cinco rescatadores,

sentados a ambos lados del habitáculo, además del tripulante que me ha

recogido. El ruído es enorme allí dentro. Me saludan y me acomodo.

La maniobra de despegue se realiza sin problemas y al momento estamos

sobrevolando el pueblo.

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Poco se puede hablar allí dentro, dado el ruído, pero uno de los rescatadores me

hace preguntas sobre el lugar en el que está Jose, sobre las circunstancias del

siniestro y sobre la forma en la que lo podremos sacar de allí.

Pasados unos minutos de vuelo el tripulante que me había recogido en el suelo

me pide que vaya a la cabina para indicarle al comandante el emplazamineto de

nuestra carpa. Me plantea unas cuestiones, para ver si reconozco las zonas que

estamos sobrevolando y me muestra un mapa para que le marque el punto en el

que acampamos.

El Trapecio no tarda en aparecer ante nosotros. El piloto reconoce la zona con

varias pasadas por las proximidades del campamento mientras los miembros

del equipo de rescate se afanan en colocar todos sus pertrechos para el

momento de tomar tierra.

El descenso se realiza sin novedades y en cuestión de minutos tenemos todo el

material en tierra firme y el aparato ha levantado el vuelo y ha desaparecido de

nuestra vista, cosa que me deja bastante perplejo.

Yo contaba que con el apoyo del helicóptero pudiéramos ir a recuperar el

cuerpo en estos momentos, pero rapidamente comprendo que la realidad es

otra.

- El aparato se va a la selva. A Tingo María. Y no sabemos cuando vendrá a

buscarnos. Tenemos víveres para varios días y un teléfono satelital para

comunicar, pero no hay certeza de que a día de hoy o de mañana

podamos salir. Nosotros no decidimos el cuando. Esto depende de Lima.

- Vaya. Pero si yo no tengo más ropa que la que traigo, y ni siquiera me

traje el saco de dormir.

Por cierto. El de Jose que estaba dentro de nuestra tienda ha desaparecido, para

colmo de males.

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No esperaba este nuevo contratiempo, pero no tengo otra alternativa que

aceptarlo y ponerme a echar una mano a esta gente para montar sus carpas y

preparar este campo a los pies del Trapecio.

Me sorprende el estado de ánimo tan alegre del que hacen gala mis nuevos

compañeros e incluso me molesta esa predisposición dada la realidad que estoy

teniendo que vivir estos días. Preparan sus pertrechos para hacer la comida y

me vuelvo a sorprender, en este caso por el tamaño de la despensa de la que

disponen: carne fresca de pollo, fideos, verduras, pasta, latas de conserva...

Durante el almuerzo empiezo a conocer sus circunstancias y me doy cuenta de

que la única forma de afrontar su duro trabajo es con buen talante y armonía en

las relaciones entre ellos. Muchas horas de guardia, pocas certezas en cuanto al

tiempo de cada intervención… El material del que disponen está bien para

trabajos en zonas sencillas, pero para actuar en lugares complejos no es el

apropiado. La intención y el esfuerzo de este grupo es encomiable, pero faltaría

algo más de formación y medios mejores para que pudieran ejercer en

condiciones dignas y consiguieran llegar a las quebradas más alejadas o a los

nevados más complicados. En poco tiempo empiezo a establecer unos lazos de

compañerismo y amistad con mis nuevos compañeros de fatigas.

- Por la tarde subiremos a recuperar el cuerpo de Jose. ¿ Te parece bien,

Miguel?

- Perfecto. Querría acabar cuanto antes aquí para poder reunirme con las

chicas y poner rumbo a Lima.

Poco después de comer ya estamos caminando por el sendero de aproximación

a la base de la cara sur del Trapecio. Mis rescatadores cargan con sus equipos de

intervención, entre los que destaca la camilla que se utilizará para transportar a

Jose. La comitiva fúnebre que formamos sube con rapidez hasta el punto en el

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que la piedra deja paso a la nieve. Allí hacemos una parada técnica para colocar

polainas y guantes, y sacar el resto de los aperos para manejarse en ella. Al

instante ya avanzan por las pendientes que conducen hasta el cuerpo. Yo me

acomodo entre unas piedras, esperando. Prefiero evitar otro mal trago al

encontrarme de nuevo con Jose.

Ellos se acercan al lugar del accidente y comienzan a recoger todos los restos del

naufragio, anotando en un cuaderno cada cosa que se encuentran . Una vez

terminado este proceso suben a Jose en la camilla, ajustan las cintas y cierran

las cremalleras. No hay bromas, ahora. Sólo solemnidad y respeto. Amarran la

camilla con una cuerda y la dejan deslizar por la pala de nieve en dirección al

punto desde el que observo la maniobra. Al llegar a mi lado me presentan sus

respetos uno a uno.

- Bien, Miguel. Tu amigo está con nosotros y ya podemos llevarlo para Lima y

para España.

- Así, es. Hubo momentos en los que me parecía imposible sacarlo de aquí.

- Gracias, compañeros.

- Tranquilo, Miguel. Por nosotros no te preocupes.

Es el momento de presentar a estos esforzados componentes de los grupos de

rescate de Huaraz. Sus nombres son Mauro, César, Yeri, Carlos y Cántaro, y ante

ellos me quito el sombrero. Sus rostros los recuerdo vagamente, después de todo

este tiempo, pero de vez en cuando echo un vistazo al par de fotos que nos

hicimos en el campamento. Su dedicación y su trabajo fueron enormes.

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- Bien empecemos el descenso. Lo vamos a portear entre cuatro y el

quinto, va a ir delante dirigiendo. ¿Vale?

Una vez de acuerdo iniciamos el vía crucis por el tramo de pedreras y por los

senderos que rasgan las laderas herbosas que conducen a las carpas.

- ¿ Puedo pisar aquí?

- Sí, por ahí vas bien.

- Cuidado con esa piedra.

- Échame una mano que no puedo.

- Ya voy.

- Corre..

Entre tropezones, descansos, cambios de posiciones se pasa el tiempo y nos

acercamos al llano. Trato de echar una mano, en lo que puedo, pero no me dejan

que participe en el traslado, cosa que agradezco.

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En un par de horas estamos cerca del campamento.

La procesión se detiene un poco antes de llegar y deposita a Jose en el suelo.

Allí se quedará a la espera de que retorne el helicóptero.

La luz está menguando y toca preparar algo para la cena y preocuparse por

comunicar con el mando de la operación para ver si es posible que la aeronave

venga a sacarnos de aquí mañana.

Creo recordar que Mauro era el componete de mayor rango dentro del grupo y,

al margen de la camaradería que reinaba entre ellos, era el responsable de

dirigir el operativo, así que fue él el que inició los intentos de comunicación con

la base en Huaraz.

- ¿Aló?. Al habla el sargento Mauro… responsable del grupo del rescate en

el Huayhuash.

- …..

- Querría saber si será posible que el helicóptero….. vaya se ha cortado.

- ¿ Aló? Otra vez se cortó.

- Parece ser que los teléfonos satelitales no tienen buena cobertura por esta

tierras porque hace unos días tratamos de comunicar con el que nos

prestaban unos estadounidenses y tampoco lo conseguimos.

Después de unas cuantas tentativas consigue comunicar y recibe buenas

noticias. Mañana temprano el aparato estará entrando en la quebrada para

sacarnos de aquí, pero… tiene que haber algún pero más.

Pero nos conducirá hasta la ciudad capital de este departamento, que se llama

Huánuco.

- Y desde Huánuco a Huaraz cómo se puede ir. ¿ Está muy lejos?

- Desde allí lo mejor es irse a Lima. De hecho a Jose se lo van a llevar a

Lima.

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- Pero yo me tengo que ir a Huaraz. No puedo dejar solas a las chicas en

todo el viaje hasta Lima. Si hay algún problema entre el Huayhuash y

Huaraz y yo estoy en Lima, ¿cómo lo solucino?

- Pues creo que vas a tener que contratar un taxi y… en seis o siete horas a

lo mejor llegas allá. Pero las carreteras son malas.

- Yo mañana tengo que estar en Huaraz. Lo tengo claro.

Pasamos la última noche en el Huayhuash.

Con el amanecer comprobamos como una espesa niebla ocultaba todo

alrededor.

- Con esta niebla no sé si el helicóptero podrá entrar.

- Bueno, recojamos todo y esperemos a que el viento o el sol ayuden a

disiparla.

Al cabo de una hora y media todo el campamento está empaquetado en

mochilas y bolsas. Nosotros sentados sobre ellas esperamos que la suerte se alíe

con nosotros, al menos en esta ocasión. Y lo hace. Y escuchamos el sonido del

rotor amplificado por las paredes que cierran estos valles.

Lo veo pasar sobre nuestras cabezas reconociendo el terreno, girar a lo lejos

180º, enfilar de nuevo hacia el lugar en el que esperamos y hacer la maniobra de

aterrizaje.

Las emociones afloran por momentos. El principio del final de esta peripecia

está aquí. Nos vamos del Huayhuash.

Subimos todo el material al aparato y también la camilla de rescate. En un

instante estamos en el aire y puedo echar un último vistazo a una montaña que

nos tentó y en la que murieron nuestros sueños y algo más. Retiro mi mirada de

la ventanilla y me hundo en mis pensamientos.

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Hay una hora de vuelo hasta Huánuco, que parece más por las ansias de

terminar con todo esto.

Cuando iniciamos la maniobra de aproximación contemplo los arrabales de una

gran ciudad peruana, con todas las características que las suelen definir: caos,

desorganización en la ubicación de casas y edificios y movimiento intenso de

coches y personas.

Terminamos el viaje en un pequeño aeródromo, que me parece de tipo militar.

Los motores bajan su intensidad y el sonido se hace más tolerable. Tomamos

tierra y al abrirse la puerta nos golpea el calor y la humedad.

Hemos pasado del frío y la niebla del Huayhuash a 4000m de altitud a las

condiciones ambientales propias de una ciudad que se encuentra cerca de la ceja

de la selva que se extiende algo más al norte.

El agobio del ambiente es preludio de otro peor que tendré que vivir.

Me esperan en la misma pista de aterrizaje, entre otros, un jefe policial y un

representante de la autoridad judicial. Tras los saludos y presentaciones me

percato de que en segundo término hay un grupo de gente, entre la que observo

a periodistas y fotógrafos, a los que han filtrado la noticia del accidente y del

despliegue de medios que se han empleado en el rescate. El jefe policial

pretende que identifique el cadáver, pero mis rescatadores me evitan el mal

trago, explicándole que ya se había cumplido ese trámite. De todos modos se

acercan hasta el todoterreno donde han depositado el cuerpo y proceden a hacer

la comprobación. Hay algún carroñero que tiene la intención de fotografiar el

cadáver del gringo. Hay incluso una reportera emitiendo en directo para un

canal de televisión. Cuando veo la maniobra tomo cartas en el asunto y les exijo,

con no muy buenos modos, que nos dejen tranquilos .

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El jefe policial, viendo mi reacción, pide con desgana que despejen los

alrededores del helicóptero.

En mi diario escribo “extraño en extraño mundo”, que es como me siento en

estos momentos.

Mis compañeros del grupo de rescate me echan una mano, para agilizar mi

salida hacia Huaraz, pues la idea que tienen por aquí es que se hagan unos

trámites y papeleos para permitir el traslado del cuerpo hasta Lima, que se

pueden retrasar y….

El caso es que al final se acuerda que me desplace hasta la morgue, desde allí al

cuartel de la policía para redactar y firmar el informe sobre el accidente y

después me acompañarán a la búsqueda de un taxi que me pueda trasladar a

Huaraz. Mauro se compromete a presentarle su informe a las autoridades y a

quien corresponda en el juzgado y me aclara que una vez en el tanatorio, los

responsables de los seguros, en contacto con el consulado se harán cargo del

cuerpo en su desplazamiento hasta Lima.

- En todo caso, dos de nosotros nos vamos a quedar aquí hasta mañana y

vamos a estar pendientes de él. Tú no te preocupes, Miguel.

Abrazos y apretones de manos. Me despido de mis “amigos”, del piloto de la

aeronave, que también me resultó muy agradable y generoso en su colaboración

y me subo a un coche con el jefe y su adjunto.

A Jose lo cargan en una camioneta con la trasera abierta y arrancan camino de

la morgue. Nosotros le seguimos. Y los reporteros también, haciendo fotos

desde una vieja motocicleta.

Ensimismado, contemplo un paisaje urbano que ya me resulta familiar: calles

sin asfaltar o con grandes socavones, circulación alocada, sonido de claxóns,

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pobreza en cada esquina que doblamos. Hago poco caso a los comentarios de

mis acompañantes, que me resultan fríos y poco agradables.

En algo más de hora y media he terminado con las gestiones. Jose se quedará

esperando hasta el día siguiente el traslado en este tanatorio de Huánuco.

En este intervalo hago un par de llamadas telefónicas. Comunico con Manuel

Sánchez, nuestro contacto en el consulado, para explicarle como se encuentra la

situación y para confirmar la tutela del traslado del cuerpo y telefoneo también a

Huaraz, a nuestro hotel para ver si obtengo noticias de Berta, Nuria y Justino.

No me dan ninguna nueva de ellas.

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De Huánuco a Huaraz.

Un policía me acompaña a buscar un taxi. La información que me transmiten

por aquí es del tipo: no es aconsejable transitar por esa carretera de noche con

un taxista que no conoces. Es una zona muy peligrosa y el trayecto es largo.

Una vez en la parada sólo hay un conductor dispuesto a hacer ese viaje. El resto

ponen excusas: es muy lejos, no me compensa hacerlo por la cantidad que le

puedo cobrar, las carreteras son muy malas, señor.

El policía le pone las cosas muy claras al osado taxista, que es un joven de unos

veinte años con mirada avispada.

- Dame tus datos.

- ¿Tienes los permisos del auto en regla?

- Conduces a este señor hasta Huaraz. No subas al carro a nadie más. Yo

voy a telefonear a todos los puestos de policía que hay en el trayecto para

que te controlen. No quiero ningún problema ¿Entendido?

Una vez está todo aclarado nos despedimos. Le agradezco las gestiones y

emprendo el viaje.

- Señor, ya sé que el policía me ha ordenado que no lleve a nadie pero

querría que nos acompañara mi novia. Se lo pido por favor. El regreso lo

tendré que hacer yo sólo y ella me hará compañía y me puede ayudar si

hay algún problema. Por favor, señor. Mi casa nos queda de camino. En

cinco minutos estaremos saliendo.

- Bueno. Está bien. Hay alguna tienda donde pueda comprar algo de fruta

y agua. Tengo hambre y sed.

- Sí señor, justito al lado de mi casa.

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La novia de mi compañero resultó ser una niña, todavía más joven que él. Le

dejé que ocupara la plaza de copiloto y yo me acomodé en el asiento trasero del

desvenzijado carro, de origen asiático, como la mayoría de los que componen el

parque móvil peruano.

Me intriga saber lo que me espera, pero a estas alturas no estoy yo para andar

con miedos. Lo que quiero es llegar cuanto antes a Huaraz y reunirme, al fin con

Berta.

Salimos de Huánuco y enfilamos el fondo de un valle en el que se ven pequeñas

cabañas en medio de las huertas y bosques de eucaliptos trepando por las lomas

de las montañas.

Trato de entablar conversación con mis acompañantes para ver si conocen esta

carretera, el tiempo que podemos tardar y, en definitiva, para romper el

incómodo silencio, pero compruebo que son gente de pocas palabras.

Justo a la salida de la ciudad nos topamos con un primer control policial, de los

que se estilan por aquí.

- Buenas tardes. ¿ A dónde se dirigen, señores?

- Vamos a Huaraz.

El policía escruta el interior del auto.

- ¿Tiene los permisos de conducción y la licencia del taxi?

- Sí, señor.

El chófer busca en la guantera y saca los papeles que se le reclaman.

- La licencia está caducada, señor.

Ya veo que vamos a tener problemas con este funcionario.

- No, señor. Todavía está vigente hasta el próximo martes día 14.

- Hoy es martes 14.

- No, señor. Aún falta una semana para el día 14.

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Al principio no comprendo nada de esa charla tan surrealista. El conductor no

miente, hoy es el día que él dice.

Traducción: “Yo soy quién decide qué día es hoy y si tú pasas o no pasas. Si

quieres continuar la marcha aportas algo de plata. De lo contrario te quedas en

Huánuco”.

Trato de echarle una mano al chico.

- Señor, escuche. Vamos camino de Huaraz porque es muy urgente que yo

pueda llegar allí. Acabo de estar con el jefe de policía que nos ha ofrecido

su protección. No sé si sabe que…

Le cuento un poco mi situación y, al final, el duro agente del orden se ablanda y

nos deja continuar nuestro camino.

El poco asfalto que había en las calles de la ciudad se ha quedado atrás. Polvo,

piedras y baches serán nuestros compañeros durante cientos de kilómetros. La

sucesión de collados, quebradas y pueblos perdidos es infinita. Trato de

orientarme, pero no tengo muy claro la dirección en la que nos movemos y la

distancia que nos puede faltar.

Al cabo de tres horas atravesamos un nuevo pueblo, en el que el taxista hace una

parada para saludar a un pariente. Aprovecha además para cargar a tres

mujeres que van a un pueblo que está un poco más adelante.

- ¿No le importa que lleve a mi tía a su pueblo, verdad?

¿Cómo me voy a negar a llevar a estas humildes señoras evitándoles una

caminata de kilómetros o el coste de un colectivo?

La única parada larga que hacemos es en el pueblo minero de La Unión: cruce

de caminos en los viajes interplanetarios de star wars.

Hay mercado en sus calles y el ambiente es total. Soy el único gringo por estas

tierras, y así lo percibo. Veo como me observan como a un ser extraño, como a

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alguien que está fuera de lugar. Aún así saco fuerzas y me tomo una cerveza en

un barucho de la calle principal. Tras un rato, en el que mis compañeros visitan

a algún familiar que tienen también en el pueblo reemprendemos el viaje.

Empiezo a saber donde estamos. Sé que la carretera que parte de Conococha, la

que tomamos para ir hacia el Huayhuash, sigue hasta este pueblo. Me parece

que ya falta poco para subir al altiplano.

Nos topamos con el asfalto en Huallanca, otra localidad minera, en la que están

trabajando una o varias compañías extranjeras. Para el negocio sí hay asfalto en

este país.

En dos horas alcanzamos el cruce de Conococha y enfilamos a la derecha

camino de Huaraz. Hace horas que ha anochecido, llevamos ocho horas de

trayecto y el conductor está bastante fatigado. Ahora sí que me esfuerzo por

darle conversación.

Conozco estas tierras, me siento muy cerca del final de esta pesadilla, cerca de

recibir un abrazo que me reconforte, cerca del Hotel Casablanca.

Poco después alcanzamos la ciudad de Huaraz. Ya en el hotel compruebo como

Berta y Nuria no han llegado todavía, pero sé que un “carro” las ha ido a buscar

al Huayhuash y que ya deberían estar aquí. Más preocupaciones para mi

maltrecha moral.

Me acomodo en la habitación, me doy una ducha caliente, muchos días después

de la última, que me revive un poco y, poco después, se produce el feliz

reencuentro con mi mujer y con Nuria.

El día siguiente no será fácil, ocupado en hacer llamadas telefónicas a la familia,

dando explicaciones de lo ocurrido, tramitando el viaje de regreso a Lima e

incluso atendiendo la llamada de la prensa ferrolana, que a estas alturas ya ha

publicado la noticia que, por cierto, ha sido acogida con gran interés entre los

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lectores y escuchantes. Interés que no era igual el día antes de haber tenido el

accidente, quizás porque nuestra actividad no lo suscita más que en contadas

ocasiones, casi siempre relacionadas con accidentes o ascensiones a montañas

de más de ochomil metros.

Al día siguiente, muy temprano, recorremos la carretera por la que un día antes

regresamos a Huaraz. Esta vez vamos en dirección contraria, de vuelta a casa.

Desde el asiento del autobús pasan ante nosotros imágenes, que me

emocionaron en otros momentos: llanuras ocres, a modo de escenario,

rematadas por unos decorados de color blanco nuclear sobre fondo azul.

En el punto más elevado que alcanza la carretera, poco antes de iniciar el

descenso hacia la costa del pacífico, se cruza con otra que se pierde, tras una

larga recta, en el horizonte. Ésta conduce a Huánuco y al Huayhuash, que se

vislumbra al fondo desafiante.

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En Lima.

En Lima sólo estuvimos el tiempo necesario para solucionar el tema de la

repatriación.

Hubo problemas, claro. El seguro de la tarjeta federativa se queda escaso, la

oficina con la que hay que negociar se encuentra en Brasil y tiene unos horarios

de trabajo demasiado estrechos.

De nuestra estancia en Lima yo me quedo con el trato que se nos dio en el

Consulado español, teniendo en cuenta que no dispone de los medios necesarios

para actuar en casos de accidentes en lugares lejanos de la capital. Pero la

persona que se encargó de atendernos, Manuel Sánchez, procuró en todo

momento de que nos encontráramos lo mejor posible y agilizó todas las

gestiones con las compañías aéreas para cambiar el billete de Nuria desde Air

Madrid, con la que habían volado, a Iberia, en la que lo habíamos hecho

nosotros.

El día 11 de agosto muy temprano despegamos rumbo a Madrid dejando atrás

una parte de la pesadilla……

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Conversaciones.

Conversación telefónica entre mi padre y un compañero de trabajo, cuando éste

ya sabía la noticia del accidente.

- Oye, Carlos ¿ Qué tal le va a Miguel por Perú?

- Las últimas noticias que tengo son de hace bastantes días, porque no hay

cobertura de teléfono por donde andan. Pero supongo que bien. Estos

están hechos unos cabras, pero parece que tienen cuidado con lo que

hacen. ¿ Por qué lo preguntas?

- No, por nada. Por saber.

Conversación telefónica entre mi hermano y mi padre.

- Papá. Jose y Miguel tuvieron un accidente en Perú.

- No me jodas. Y, ¿ cómo están? ¿ están bien?

- Jose no. Se mató. Miguel parece ser que está bien, tratando de recuperar

el cuerpo. Berta y la mujer de Jose están bien también.

- ¿ Cómo? ¿ Quién te dijo eso? ¿ Seguro que ellos están bien?

- Sí, seguro. Sabemos que se comunicaron con la familia de Jose y que

están intentando solucionar todo para salir cuanto antes para España.

- ¿ Sabéis cómo fue o dónde están ellos ahora?

- Aún no, pero parece que hoy o mañana podremos hablar con ellos.

- A ver como se lo digo yo a tu madre. Le va a dar un ataque de nervios.

Mira que le dijimos a este que fuera dejando lo de la montaña, pero

nada…

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Conversación telefónica entre un periodista ferrolano y yo, el día después de

llegar a Huaraz

- Buenos días. ¿ Hablo con Miguel Pita?

- Sí, soy yo. Buenos días.

- Antes de nada decirle que siento mucho lo que le ha pasado a su amigo.

- Gracias.

- Podría contarnos algunos pormenores de lo acontecido ahí, en Perú.

Porque ustedes están ahora en Cuzco. ¿ No es así?

- No, nosotros estamos en Huaraz.

- Es que teníamos la información de que estaban escalando el nevado

Huayhuash, cerca de Cuzco.

- Ya. Pero no está bien. Nosotros estuvimos de viaje por Cuzco y…..

- ¿ Y cómo se produjo el accidente?

- Mire, disculpe. Cuando lleguemos a España no me importaría hablar con

más calma pero ahora preferiría no seguir hablando del tema. Les

agradezco el interés, pero….

Conversación con cualquier miembro de la familia, una vez en España.

- ¿ Tendrás pensado dejar esto de la montaña, después de lo ocurrido? Eso

que hacéis es muy peligroso, y total para lo que ganáis. Porque, ¿ qué

ganáis con ir a la montaña?

- Bueno,…mmm, no lo tengo muy claro. De momento lo voy a dejar por un

tiempo, para aclararme. Después, seguro que dejaré de hacer viajes a

paises lejanos y… no sé…

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Al margen.

Sentado en esta repisa en la que me encuentro miro a mi alrededor.

Después de tres horas de espera y aseguramiento he tenido tiempo para

contemplar el panorama, animar a mi compañero, limpiar fisuras donde colocar

los anclajes para el rápel y meditar.

No es extraño que los escaladores nos volvamos un poco reflexivos con tanto

tiempo para nosotros mismos.

El sol de otoño todavía tiene fuerza y, a estas horas de la tarde, me está entrando

una modorra considerable. El sonido rítmico de la maza con el burilador tiene el

efecto de una nana y toqueo por unos instantes.

- ¡Al loro Miguel que salgo en libre! Me grita Jesús.

Instantaneamente trato de poner todos los sentidos en su protección. Poco

después oigo más voces:

- Tengo que colocar otro spit.

- Vale, como veas.

El primero tiene que valorar que tipo de seguros son los más adecuados en cada

largo, y como tenemos la intención de que, este duro tramo, se pueda hacer en

libre éstos han de ser fiables para detener las posibles caídas. Aún así otro spit

supone más tiempo de espera, más monotonía, en esta larga jornada.

Me desperezo y mis pensamientos comienzan a volar libres. Primero me

empapo de la belleza que me rodea. Recorro con la mirada las laderas de la base

de la pared, donde las pedreras dan paso a prados ordenados en forma de

bancales, que terminan cortados por esta carretera estrecha, que une Villamanín

con los pueblos de comarca de Luna y La Babia.

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Me llama la atención la forma de lengua glaciar que tienen estas tierras que caen

hasta cerca de donde están estacionados los coches.

Hay calma chicha y las formas del valle actúan como amplificador de los sonidos

de la naturaleza y también de los menos naturales.

Escucho el canto de una perdiz y como le responde una compañera. Espero que

la respuesta que obtengan ambas no sea una ráfaga de metralla, de las que

también se escuchan por estas tierras.

Llega hasta mis oídos la charla de una pareja que ha parado su coche y con los

prismáticos trata de localizar a los escaladores que están en mitad de esta pared.

- ¿ No los ves allí? Más o menos por la mitad.

- ¿ Dónde?

- Cerca de aquel agujero grande.

- ¡Qué van a ser escaladores! Aquello es un árbol.

Al rato un grupo de moteros pasa disfrutando de la sucesión de curvas y de las

espléndidas panorámicas alterando la paz del lugar.

Sin darme cuenta me entra una gran melancolía. Me pongo a pensar que desde

hace doce años vengo a las Peñas de Prado a escalar, casi siempre a abrir nuevos

caminos. Pienso que podría ser Jose el que estuviera ahora golpeando la

spitadora de nuevo, veinte metros más arriba. Que podría ser todo como antes,

que el accidente podría no haber tenido lugar.

Jose está aquí, sí. Ahora es parte de estas peñas para siempre. Quizás sus

cenizas hayan nutrido a alguna de esas setas de San Jorge que tanto nos

gustaban o a algún rebequillo que se haya comido las yerbas alrededor de ellas.

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La vía y el intento.

El motivo que nos llevó al abismo y a la muerte y el legado de nuestra actividad.

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El objetivo inicial se quedó inacabado.