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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Delpasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma:Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y suobsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor rusoModest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con losasesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarsecon Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimenhará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santodeberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar elmisterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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Juan BoleaCrímenes para una exposición

Martina de Santo - 03

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Para Alfonso Mateo-Sagasta

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PROMENADE

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Capítulo 1

Prater, 6 de diciembre de 1985, viernes.

Aquel hombre con abrigo tirolés y un sombrero adornado con plumas de faisánllevaba más de una hora subido a la Noria Gigante del Prater. Había alquilado unvagón para él sólo hasta la hora del cierre.

Cómodamente sentado, absorta la mirada en los blanquecinos hongos quecaían del cielo, bebía a lentos sorbos una copa de Riesling mientras daba unavuelta tras otra a bordo de la descomunal atracción.

Otros pasajeros subían o bajaban de los restantes vagones, encima o debajodel suy o: turistas, familias enteras, incluso una pareja de novios, vestidos deceremonia, todavía con arroz en los hombros, a los que el ocupante del solitariovagón, ajeno a su silencioso bullicio, vio besarse con esfumada pasión a travésdel vaho de las ventanillas.

Al caer la noche, la oscuridad envolvió el célebre parque de atracciones deViena.

A pesar de la escasa visibilidad, el hombre crey ó divisar a una mujerpelirroja entre las luces de las tómbolas.

Arrebujada en un abrigo de punto, a juego con el gorrito que apresaba sucabellera de fuego, ella le saludó con la mano. Al detenerse la noria, la mujer delpelo rojo indicó que deseaba subir al vagón.

—¿Por casualidad la espera el caballero del sombrerito de caza? —lepreguntó la taquillera—. ¿El que ha reservado sin límite? ¡Pensábamos que setrataba de un loco!

—De un loco maravilloso —le enmendó ella.—Y de un hombre afortunado, por disfrutar de la compañía de una mujer

como usted.Riendo, ella le dio las gracias. Entró al vagón y se acomodó en los asientos,

junto a su único y pintoresco ocupante.—Tenías razón, queridito. ¡Los vieneses son tan gentiles!El hombre enfundado en el abrigo tirolés hizo un ruidillo con los labios. La

rutina de la noria lo había sedado; le fatigaba hablar.—Y no has visto nada, mi reina. Te falta lo mejor: el Palacio de la Ópera.Consultó su reloj , un modelo antiguo, de cuerda.

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—Apenas queda una hora para el concierto de Maurizio Amandi. Será mejorque regresemos al hotel, si queremos cambiarnos de ropa y ocupar conpuntualidad nuestro palco. Me pondré el frac. Al deshacer la maleta me fijé enque has traído el vestido de seda negra. En la Ópera habrá mujeres hermosas,pero destacarás sobre cualquier rival.

Ella le acarició el lóbulo de la oreja.—¡Estamos subiendo! Fíjate en la nieve… ¡Es como si estuviéramos en el

cielo!—Te prometí que visitaríamos el Prater.La pelirroja hizo un mohín con los labios, como definiendo un beso.—¿Tendré que recordarte tus restantes promesas?Su pareja esbozó una reprensiva mueca.—¿Es que nunca tienes bastante, pecorilla?—¡No puedo irme de Viena sin probar la tarta Sacher!—Saborearás esa delicia —concedió él.De mejor humor, la abrazó y le pellizcó las puntas de los pechos, que apenas

destacaban sobre un jersey de cachemir.—Nos vendrá bien cenar algo antes del concierto. Ando escaso de fuerzas.

Para cumplir la misión que nos ha traído a Viena, necesitaremos energía extra.—Aquí estación espacial llamando a la Tierra —parodió ella, deslizándole

una mano entre los muslos—. Comprueben niveles energéticos.El hombre la apartó con rudeza.—¿Ya quieres retozar otra vez, cabrita loca? ¿Es que no has tenido bastante

con el revolcón del hotel? ¡Si no debe de hacer ni cuatro horas!—Estoy mareada, se me va la cabeza… Cuando venía estaba pensando en ti,

en tu… Me muero por…—¡Tú ganas! ¡Jugaremos a papás y a mamás! Pero antes, respóndeme: ¿has

hecho tus deberes?La boca de la pelirroja se curvó hacia abajo, como si fuera a llorar.—¿Acaso no cumplo siempre tus órdenes?—¿Porque te gusta hacerlo o porque me tienes miedo?—Porque adoro cumplirlas.—Niñita querida —murmuró, atrayéndola hacia sí y orientándole las manos

hacia su cinturón, que él mismo procedió a desabrochar—. Ahora ya puedesproseguir con… tus comprobaciones energéticas.

—¿Y si nos detienen por escándalo público?El varón apuró su copa de Riesling. Una amarillenta gota, del color de la

resina, le resbaló por la barbilla.—La nieve nos protege, nadie nos verá.Ella se arrodilló a su lado. Se quitó el gorrito de punto, sacudió la melena y le

miró con ojos húmedos.

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—¿Qué quieres que te haga?—Demuéstrame que el placer no está reñido con el deber, y que sigo siendo

tu único dueño.—Siempre lo serás.—Así lo espero —murmuró él, apoy ando la nuca contra el respaldo y

exhalando el aire con ansiedad al sentir los labios de ella allá abajo.

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Capítulo 2

Viena, 6 de diciembre.

A las ocho y media de aquella invernal tarde vienesa, Teodor Moser cerró sutienda de la Kärntnerstrasse, en el centro de la ciudad, y se dirigió caminandohacia el Palacio de la Ópera.

El anticuario judío llevaba un abrigo de pelo de camello, un traje de trespiezas y, en uno de los bolsillos, su abono de palco para asistir al concierto de esavelada: un programa doble sobre Cuadros de una exposición, la suite de ModestMussorgsky, con Maurizio Amandi como intérprete solista en la primera parte; enla segunda, dedicada a la versión de Ravel, el propio pianista dirigiría laFilarmónica de Viena.

La nieve, de un amarillo pálido a la luz de las farolas, se acumulaba en lasesquinas en blandos montones, que parecían de espuma.

Teodor Moser se sentía feliz. Unos meses antes, en junio, su primogénito,Joseph, se había graduado como arquitecto. No tardaría en establecerse por sucuenta ni en contraer matrimonio con la guapa y despierta Margarita, hija únicay, por lo tanto, heredera, de Günter Schultz, propietario de una de las empresasinmobiliarias más rentables de Austria.

A diferencia de Teodor Moser (y siendo éste el único lunar que nublaba elhoróscopo del anticuario), Günter Schultz, su futuro consuegro, no era un hombreinstruido.

Hecho a sí mismo a partir de sus comienzos como albañil, Schultz jamásasistía a una ópera o a un ballet, ni visitaba otras exposiciones que las ferias demateriales de construcción o, según murmuraban las malas lenguas de lasociedad vienesa, la exhibición de carne enjaulada en los escaparates de losprostíbulos de Amsterdam, cuando el constructor viajaba a esa ciudad porasuntos de negocios. Teodor Moser estaba seguro de que ni siquiera sabía dónderadicaba la casa en la que Mozart había compuesto Las Bodas de Fígaro, ni elapartamento entre cuyas paredes el doctor Freud había establecido los principiosdel psicoanálisis. En alguna oportunidad, Moser había oído alardear a Schultz deno haber leído más de dos o tres libros, incluida la Biblia, en toda su vida.

Por fortuna, su hija, Margarita, que estaba estudiando artes decorativas, había

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salido muy diferente a su padre. Cultivada, discreta, dotada de simpatía natural yde una innata habilidad para las relaciones públicas, sería una esposa idónea paraJoseph.

A diferencia de lo que le sucedía al propio Moser, Günter Schultz no estabasatisfecho con la unión de sus hijos. Pensaba que Margarita podría haberencontrado mejor partido que el de un muchacho judío. El constructor habíadado a entender al anticuario que los gastos del enlace deberían correr de subolsillo; sin embargo, llevado por el amor a su hija, anunció que, como regalo deboda, obsequiaría a los novios un ático de segunda mano, situado en los bulevaresdel Ring. El inmueble —había admitido Schultz— no se encontraba en el mejorestado, pero Joseph sabría reformarlo. Su futuro suegro había incurrido en unestro romántico (calificado de « patético» por Moser) al preguntarse en voz alta,con grosera facundia, si podría existir mayor placer para un arquitecto que« reconstruir y decorar su propio nido» .

Mientras caminaba por la Marinhilferstrasse a buen paso, pues el concierto deMaurizio Amandi daría comienzo en breve, Teodor Moser no dejó decongratularse por la excelente idea que había tenido al contratar a MargaritaSchultz.

Había conocido a su inminente nuera con antelación a su hijo Joseph, en elcurso de la fiesta de Navidad ofrecida por los Schultz durante el último invierno,en su residencia de Heiligenstadt, elevada al gusto neoclásico en un parajeboscoso a las afueras de Viena. La tienda de Moser había suministrado a losSchultz piezas decorativas; el magnate le invitó con la esperanza de rebajar elprecio.

A aquella recepción asistieron numerosos invitados, pero, por una afortunadacircunstancia, la muchacha que le recogió el abrigo en las escalinatas no habíaresultado ser otra que Margarita, la hija de los dueños. El viejo Moser debió decaerle en gracia; hasta que sonó el primer vals, no dejaron de charlar. Comocolofón a esa plática, el anticuario había invitado a la señora y a la señoritaSchultz a conocer su establecimiento. Ambas habían aceptado, halagadas; fijaronuna cita en la Kärntnerstrasse.

Moser había disfrutado mostrándoles sus tesoros, las piezas más refinadas, eldibujo de Rafael, su pareja de Rubens, el Pisarro, las primeras ediciones deKipling, firmadas con una esvástica, o las visionarias cartas del músicoMussorgsky al crítico ruso Stasov, protector del Grupo de los Cinco: aquelramillete de genios —Balakirev, Cesar Cui, Borodin, Rimsky -Korsakov, más elpropio Mussorgsky—, que habrían de revolucionar la música rusa. Habiéndolesofrecido un té a la menta en su abigarrado gabinete, donde guardaba suscolecciones particulares y la caja fuerte de hierro fundido que habíaacompañado a su padre, Jacob Moser, desde el gueto de Varsovia, en su éxodo deprincipios de siglo, el cerebro y la sonrisa del viejo Teodor se habían iluminado

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con una venturosa ocurrencia, con una oportuna intuición: la de ofrecer aMargarita Schultz un puesto de responsabilidad en su firma.

Enemigo de la improvisación, Moser era hombre de cálculos, depremeditadas estrategias comerciales. Pero, abandonando en esa ocasión suprudente dialéctica, se había sorprendido a sí mismo dirigiéndose a sus invitadascon absoluta franqueza. « El negocio crece y mi jubilación se acerca —habíaexpuesto ante las Schultz—. Es por eso, porque mi añoso tronco precisa saviajoven, que me permito ofrecerle, querida Margarita, el puesto de confianza alque mi hijo Joseph deberá renunciar, muy a pesar suy o, por exigencias de sucarrera» . Madre e hija se consultaban entre sí, sorprendidas, cuando el sagazjudío, alzando las palmas de las manos, había agregado: « No me respondanahora. Medítenlo. Para mí, supondría un honor contar con el asesoramiento deuna hija de nuestra alta sociedad, emprendedora y culta, y sin duda preparadapara desempeñar nuestro noble oficio» . Transcurridas algunas fechas, MargaritaSchultz, con el cabello recogido, vestida con un elegante traje de chaqueta decolor beis, se había presentado en el despacho de Teodor Moser para aceptar laoferta. Traía una carta de su padre, el constructor, expresándole su gratitud.

La hija de Schultz había comenzado a trabajar de inmediato, bajo un horarioflexible que le permitía seguir asistiendo a sus clases. Moser la nombró directorade compras, le destinó un despacho contiguo al suyo y le asignó un sueldosuperior al de los restantes empleados. « Será mi mejor inversión» , se decíacada mes, al ingresar la transferencia en la cuenta de su nueva empleada.

El desenlace de aquella trama, como si lo hubiera escrito él mismo, habíaobedecido a su soñado guión.

Desde que Margarita trabajaba en la tienda, la presencia de su hijo Joseph sehizo habitual en la Kärntnerstrasse. El joven arquitecto acudía con sus librosdebajo del brazo para, amparándose bajo cualquier excusa, introducirse en eldespacho de la jefa de compras.

Unas veces (con intención de obsequiar a sus maestros, en cuy os estudios dearquitectura realizaba prácticas), le urgía disponer de una determinada edición deVitrubio; en otras ocasiones, Joseph manifestaba un inaplazable interés porconfrontar la opinión de Margarita respecto a los fondos arquitectónicos de lospintores renacentistas, palacios y ciudades, tempestades y templos que sevislumbraban como telones de fondo a escenas profanas o místicas. Cuando,además, su hijo empezó a esperarla a la salida de sus lecciones, en el Liceo deArtes, aguardándola pacientemente a la intemperie, en el jardín salpicado deestatuas cuyos ciegos ojos habían visto a Schiele y a Klimt, Moser intuy ó que suinversión estaba próxima a conceder frutos.

Caminando por las heladas calles peatonales de Viena, el anticuario sonriópara sí. La petición de mano iba a celebrarse durante esas Navidades, y la boda,con visos de convertirse en un acontecimiento social, tendría lugar en la

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primavera próxima. El arzobispo de Viena, amigo personal de la señora Schultz(mecenas, a su vez, de la diócesis), iba a encargarse de oficiar el enlace en laCatedral de San Esteban. Para tranquilidad de Günter Schultz, Joseph no habíamostrado inconveniente en transigir con la fe de la novia. Formaban una parejaenamorada, equilibrada, y nadie, salvo el padre de la muchacha, dudaba de sufelicidad.

Una honda sensación de dicha, pero teñida de nostalgia, embargó a Mosercuando se detuvo en un quiosco donde se vendían flores y pájaros, para compraruna rosa roja.

Había adquirido esa costumbre tras el fallecimiento de su esposa, Ruth, comouna forma de recordar su ausencia en el palco de la Ópera. Durante lasfunciones, mantenía el tallo apoy ado sobre sus flacas rodillas, junto al programade mano. En el cenit de un aria, en la cumbre de una sinfonía casi podía sentir aRuth respirando a su lado, con la mirada brillante y todos sus sentidos entregadosal canto y a la música.

Al pagar la rosa, el anticuario pensó cuánto le habría gustado a Ruth haberconocido a su nuera, y qué hermosa habría estado entrando a la Catedral de SanEsteban del brazo de Joseph. Esa truncada esperanza hizo asomar la tristeza a susojos marchitos. Pero no quería abandonarse a la compasión y luchó contra susrecuerdos charlando con la florista sobre la belleza de Viena en diciembres comoaquél.

—Y eso que a los viejos no nos beneficia la nieve —había disentido lavendedora de flores.

—No estoy de acuerdo —replicó Moser. Y agregó, metafórico—: El misteriode la nieve sirve para anunciarnos que, tras el invierno, renacerá una nuevaprimavera.

La florista tiritaba bajo un pañolón de campesina y una hopalanda de sarga.Sus pequeños pájaros parecían a punto de congelarse dentro de las jaulas.

—¿Estaba pensando en la muerte, Herr Moser? No debería hacerlo. No, almenos, esta noche.

—¿Por qué razón?—Porque puedo sentirla ahí fuera, con su helado hocico, rondándonos,

queriendo arruinar mis flores.« ¡Tendrá que seguir esperando!» , iba a exclamar el anticuario, pero era

supersticioso y guardó silencio.Al alejarse del quiosco, no pudo evitar que un premonitorio escalofrío le

recorriese de pies a cabeza. Le había deprimido la visión de esos pajaritos con lacabeza entre las alas y las plumas rígidas a causa del frío.

La nieve se extendía sobre los adoquines de piedra; Moser estuvo a punto deresbalar. Le habría gustado ver gente, pero había tomado por un apartadocallejón y de pronto se encontró solo. Las fachadas traseras de las casas se

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alzaban como claustrofóbicos muros. Los gruesos portones, con sus aldabas dehierro, se hallaban cerrados, salvo un patio del que surgían los acordes delRéquiem de Mozart.

Casi esperando ver aparecer un fantasma entre los j irones de niebla, el viejoTeodor alzó el cuello de su abrigo y apretó el paso en dirección a la Ópera.

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DOS JUDÍOS

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Capítulo 3

—Buenas noches, Herr Moser.—¿Cómo se encuentra hoy de la ciática, Johan?—Muy mejorado.—Yo, en cambio, oigo resonar mis pelados huesos como tabas de cordero en

una bolsa de piel.El anticuario conocía a los acomodadores más veteranos del Palacio de la

Ópera desde hacía tantos años que a Johan, por ejemplo, tan envejecido como él(y como la goyesca florista de la Kärntnerstrasse), podía recordarlo sin canas,con la mata de pelo todavía lustrosa.

El tiempo mata, pensó el viejo Teodor, pero nunca transcurría en vano. Almenos, servía para valorar ciertos actos y ensalzar algunos méritos. En lafilosofía del anticuario, la constancia era un valor. Asimismo, la elegancia. Unapátina de la distinción del edificio se había contagiado a su personal. Avanzandopor el vestíbulo del teatro, entre el reflejo de los mármoles y los bajorrelieves delas molduras, Moser se benefició de una conjunción de equilibrio y respeto. Laspróximas horas iban a resultar de placer y descanso para él.

Su palco quedaba en el primer anillo, a la derecha del proscenio. Sufragarlole suponía un costoso dispendio. Lo mantenía por respeto a la memoria de sumujer, y procuraba amortizarlo invitando a amistades susceptibles de convertirseen clientes suy os, o de seguir siéndolo.

No siempre acudía acompañado a la Ópera; tampoco le importaba asistirsolo. Esa noche no había conseguido que sus próximos disfrutaran a su lado con ladoble sesión sobre Modest Mussorgsky. Günter Schultz, por supuesto, no habría idoen ningún caso, pero tampoco la novia de su hijo, Margarita, quien, como cabalvienesa, amaba la música tanto como él, se había animado a ir al teatro.

La dificultad del programa parecía haber desanimado a sus habitualesacompañantes. En la primera parte, Maurizio Amandi, el excéntrico pianista deorigen italiano que esa noche debutaba en Viena, se proponía interpretar lapartitura original de Cuadros para una exposición, tal como la había concebidoMussorgsky, su autor. En la segunda, arropado por la Filarmónica, cuy a batuta élmismo iba a esgrimir, Amandi repetiría esa pieza en la versión orquestal deRavel. Una apuesta arriesgada, surgida de la devoción que il bello Maurizio,

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según apodaba al pianista la prensa del corazón, testigo de sus affaires, sentíahacia la obra del compositor ruso, pero sin concesiones para el gran público.

Aunque Moser no conocía a Maurizio Amandi, ardía en deseos de saludarle.Su impaciencia venía justificada por un hecho inusual: la mañana anterior, deforma tan sorprendente como inesperada, había recibido una carta suya. Entre sucorrespondencia, Margarita Schultz, quien despachaba a diario con él, habíaapartado un sobre en cuyo remite figuraban el nombre y el apellido delintérprete.

Se trataba, en efecto, de una carta de puño y letra del pianista. Moser la habíaleído con asombro y después, doblándola con pulcritud, la había guardado en sucartera.

Una vez instalado en su palco, y tras comprobar que el aspecto de la platea, amedio aforo, no respondía al de las grandes veladas musicales, la desdobló con elcuidado de quien sospechaba pudiera tratarse de un futuro objeto de culto yvolvió a leerla. La carta decía así:

Apreciado Herr Moser:Me atrevo a dirigirme a usted en base a un dato suministrado por

alguien cuya identidad, por el momento, y en aras de una elementalprudencia, mantendré en secreto. Según ese informador, se encuentrausted en posesión de ciertos documentos pertenecientes al legado deModest Mussorgsky. Estoy dispuesto a ofrecerle una atractiva cantidad porsu venta, o bien a alcanzar con usted algún tipo de acuerdo o de canje.Debido a mis compromisos profesionales, sólo permaneceré en Vienadurante un par de jornadas. Puesto que los ensayos me ocuparán todo eldía de hoy, me permito proponerle que nos saludemos en el cóctel que laÓpera ofrecerá mañana, al término de mi debut. Acto para el que leadjunto invitación.

Respetuosamente,

Maurizio Amandi

La misiva, en forma de cuartilla escrita con tinta escarlata, había llegado a latienda de antigüedades de la Kärntnerstrasse en un sobre sin franquear del HotelSacher, uno de cuy os empleados se encargó de realizar la entrega.

Moser no había creído oportuno responder por idéntico conducto. Después depensar en ello, y de consultarlo con Margarita Schultz, había llamado por teléfonoal director del hotel, conocido y cliente suy o (varias de las antigüedades delSacher procedían de su tienda), encareciéndole comunicara al famoso pianistaque había recibido su mensaje y que, en calidad de abonado a la Ópera eincondicional suyo, asistiría al concierto y al posterior vino de honor, donde muy

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gustosamente se pondría a su disposición.A sus años, Moser no creía en los avatares del destino, pero la carta de

Maurizio Amandi había hecho despertar en él emociones que imaginabaadormecidas en el letargo de la vejez. Le recordó su propio estilo de cazador detesoros, su impronta de coleccionista, ese espíritu de avidez y aventura que lehabía llevado a perseguir las más variadas y, en apariencia, inabordables piezas,por media Europa, por medio mundo. También él había escrito cartas similares,utilizándolas como tarjeta de presentación y señuelo de un juego emocionante, ya veces peligroso, cuyas enrevesadas reglas sólo resultaban inteligibles para larestringida élite del coleccionismo selecto.

Pero lo que realmente había desconcertado a Moser fue el hecho de queMaurizio Amandi supiera que determinados manuscritos de Modest Mussorgskyobraban en su dominio.

Tales documentos se habían enajenado en un plazo muy reciente, siendocontados los testigos que accedieron a los términos de la transacción. Losoriginales de Mussorgsky procedían de la colección noruega Fiedhesen, cuy osherederos, acuciados por las deudas, habían decidido rematarla en lotes. Uno delos cuales, a cambio de doscientos cincuenta mil dólares, había ido a parar aViena, a la caja fuerte de Teodor Moser. Dicho lote integraba la partitura originalde una ópera de juventud de Mussorgsky —Han de Islandia— que se creíaperdida, más una serie de epístolas que el iluminado compositor había dirigido alcrítico Stasov, principal avalista del Grupo de los Cinco.

Ingenuas, plenas de exaltaciones y desdenes propios de la época y de laideología de los románticos nacionalistas, las cartas de Mussorgsky reunían uncierto interés. Muy superior, por supuesto, pensaba el anticuario, asesorado eneste punto por Franz Berger, uno de los maestros de la Filarmónica, devenía latrascendencia de un Han de Islandia jamás estrenado pero que, de serlo, derecuperarse y orquestarse, acreditaría los primeros esbozos operísticos del autorde Boris Godunov.

La básica educación musical de Moser le había permitido admirar, de lamano de Berger, las páginas del Han. El talento de Mussorgsky se vislumbraba enlas escenas corales y en ese mar de fondo, intrigante, ancestral, que pautaba lamelodía. Pese a las imperfecciones técnicas, aquel jovencísimo y, por entonces,hacia 1860, anónimo petersburgués de adopción, el cadete Mussorgsky, había sidocapaz de establecer líquidas cortinas de sonido sobre columnas musicales plenasde fortaleza y vigor. Los pentagramas de Han de Islandia irradiaban vida.

Berger pensaba que Mussorgsky no tenía nada que ver con los restantescompositores del Grupo de los Cinco, con Borodin, con Rimsky -Korsakov, nisiquiera con Schumann, de quien Mussorgsky se había reconocido discípulo en elprólogo de su carrera. Influido por su opinión, el anticuario se reafirmó en que lainspiración del Han obedecía a la confluencia de un milagro, a un relámpago en

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la oscuridad, a uno de esos escasos ejemplos en los que el genio se manifestabaen estado puro, simple y revelador, y verdadero más allá de las verdades de suépoca.

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Capítulo 4

En la soledad de su palco, Moser se irguió, expectante. Las luces se habíanapagado y el telón acababa de alzarse para dar entrada a una figura grácil,solemne y frívola a la vez, de la que emanaba un aura especial.

Iluminado por los focos, il bello Maurizio saludó al público vienés con unaleve inclinación de cabeza y se dirigió al Steinway varado en mitad delescenario. Cuando las notas comenzaron a desgranar su magia, Moser pensó enRuth, su difunta esposa. Acarició la rosa que reposaba sobre sus rodillas, cerró losojos y se dejó transportar por la música.

Maurizio Amandi acababa de concluir Promenade, el paseo melódico quevertebraba las imágenes de los cuadros o croquis de Viktor Hartmann residentesen el cimiento escénico de la composición, y atacaba el primero de losfragmentos de la serie, Gnomus. Sugestionado por el conjuro del piano, elanticuario pudo literalmente oír los pasos de esa criatura fantástica deslizándosepor el cielo del teatro con el sigilo de su alma de duende.

Acto seguido, intercalando una y otra vez la pegadiza melodía delPromenade, el pianista fue interpretando los siguientes cuadros: Il VecchioCastello, Dos judíos, la bruja Baba Yaga, hasta completar la suite con La GranPuerta de Kiev. Al concluir su interpretación, il bello Maurizio se puso en pie,avanzó hasta la boca del proscenio y, retirándose de la frente los rebeldesmechones rubios, agradeció los aplausos con una reverencia menos formal queparódica, pero ejecutada con el teatral donaire de quien está acostumbrado aseducir.

Saludando una y otra vez, el pianista permaneció en escena dos o tres minutosmás, por lo que las luces de la sala demoraron en encenderse.

Desde su palco, inclinado hacia delante, con los ojos arrasados y los codosapoyados sobre la barandilla, un cautivado Moser proseguía aplaudiendo. Hastaque, de improviso, la rosa resbaló de sus rodillas y el anticuario dejó de escucharel sonido de sus propias palmas.

Un brusco tirón había impulsado su nuca hacia atrás y un ardiente lazo lehundía y abrasaba la nuez.

Moser no había visto la cuerda que le enroscaba la garganta, pero no podíagritar ni respirar. A sus ojos afluía una película de sangre. Inútilmente, trató de

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liberar el cuello, de incorporarse en la butaca de terciopelo carmesí. Unasférreas manos lo mantenían sujeto y sólo consiguió patalear como un pelele enbrazos de un titán.

Contra el sudor febril que le helaba la cara, notó una fragancia a espliego.Y eso, la proximidad del ser humano, o inhumano, que lo estaba ejecutando,

fue lo último, junto con el rojo medallón de la rosa caída en la alfombra delpalco, que el viejo Teodor percibió antes de adentrarse en un nocturno dediabólicas notas y de emprender su particular promenade hacia la eternidad.

Que no era blanca, como la nieve de Viena, sino tenebrosa y pestilente comoel aliento de un viejo fantasma.

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PROMENADE

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Capítulo 5

Ermita de San Caprasio (Asturias), 16 de diciembre de 1985, lunes.

Después de conducir largo rato en la oscuridad, Anselmo Terrén vislumbró lasluces de Muruago parpadeando entre la niebla posada en el valle.

Ni adrede habrían elegido una noche mejor, pensó.Acababan de atravesar la sierra de La Clamor, a mil doscientos metros de

altitud, por una tétrica carretera escorada por planchas de hielo. A la luz de losfaros, bosques de hayas y pinos negros mostraban una fantasmal espesura. Lanieve se adentraba entre los troncos en opalinas lenguas sobre las que, de vezcuando, un ciervo o un zorro se dejaban deslumbrar.

La calefacción del furgón se había estropeado, obligándoles a soportar un fríopolar. Los dos hombres que acompañaban a Terrén, Niño Matesa, el valenciano,y un gallego, de apellido Castrón, guardaban silencio. Terrén los conocía bien; poresa razón, no sentía aprecio hacia ellos. En el fondo, prefería que mantuvieran lasbocas cerradas. Su hosca reserva venía a traducirse en respeto.

Él pagaba. Él era el jefe.—Estamos llegando —anunció Terrén—. ¡Las capuchas, venga! No hay más

remedio que cruzar el pueblo.No existía otro modo de llegar a la ermita de San Caprasio. Las calles de

Muruago, una villa montañesa de cincuenta casas, aparecían enlodadas por laslluvias y el paso de yuntas, caballos asturcones y la cabaña lanar que, si eltiempo lo permitía, pastaba en los prados altos, entre las peñas que rascaban elcielo.

Sólo estaba asfaltada la calle principal. El furgón recorrió a setenta kilómetrospor hora esa embarrada lámina de alquitrán y bosta. El bar estaba cerrado, comolas ventanas de las casas. Terrén habría jurado que nadie les vio.

—Debe de ser por la primera pista, pero comprueba el mapa —le pidió aNiño Matesa, cuando dejaron atrás el villorrio.

El valenciano le confirmó el desvío. Pasados unos tres kilómetros deMuruago, la furgoneta fue engullida por la masa forestal. En medio de unalechosa tiniebla, tan opaca que apenas se veían los troncos, empezó a traquetearpor el camino de cabras que ascendía al santuario.

Una piedra estuvo a punto de hacerles volcar. Terrén volvió a lamentarse por

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no haber utilizado un todoterreno, pero no había querido arriesgarse a robar uno.Sabedor de que la policía no le quitaba ojo, en los últimos tiempos se había

prodigado poco. Llevaba un año dedicándose a la venta ambulante y a lachamarilería, sus actividades legales, sus tapaderas. El golpe de Muruago veníadictado por la necesidad.

Los faros del furgón dibujaron la mole del ábside. La niebla era tan espesaque no se distinguía la torre.

—Los guantes —ordenó Terrén.El pórtico estaba asegurado por una gruesa llave de hierro, de las llamadas de

sacristán. Era la única entrada.Niño Matesa sacó un racimo de palanquetas. A la luz de una linterna, estuvo

manipulando la cerradura. La temperatura era ártica, pero un sudor como unasalsa fría empezó a humedecerle la piel.

—¿Atinas? —Lo apuró Castrón—. ¿O los valencianos no la sabéis meter?Niño Matesa le enfocó la linterna a la cara. Deslumbrado, Castrón no percibió

su siniestra mirada.—Eres tú quien me crispa los nervios, gallego.El jefe no esperó mucho más antes de abrir el maletero de la furgoneta en

busca de un mazo. Tomó aire y lo enarboló.—Aparta, Niño.El golpe resonó en el valle, pero todavía hicieron falta unos cuantos más hasta

que la hoja de roble giró sobre sus goznes.—El foco, Castrón.Colocaron la lámpara sobre el altar y las linternas apuntando al crucero. El

templo era lóbrego y rezumaba humedad. Restos de pinturas al fresco loscontemplaban desde los muros. Se oía el viento rechinando en las aspilleras.

—¿A qué esperáis? ¡Aprisa!Trabajaron sin descanso, sabiendo lo que tenían que hacer. Las tallas y los

óleos fueron trasladados al furgón. El mismo camino siguieron los bajorrelievesde los capiteles, arrancados a pico, y también los candelabros y cálices de lasacristía, cuya puerta apenas ofreció resistencia al mazo. Parte del retablo fuedesmontado sin reparar en si dañaban las figuras, los santos, las filigranasvegetales policromadas con pan de oro.

Cuando faltaba poco para el amanecer, Terrén dio por concluida la tarea.—Andando. Barrer el suelo y comprobar que no nos dejamos nada.Además de la nave, que parecía una trinchera, con molduras rotas y

fragmentos de y eso desparramados por el suelo de tarima, escobaron las losasdel porche. Castrón utilizó una pala para entrecavar y aplanar el terreno onduladoante el pórtico, intentando eliminar huellas. Quedarían en el lugar las marcas delos neumáticos, pero eran de un modelo común, como habría decenas enaquellas apartadas comarcas. Aunque la policía localizase con posterioridad las

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piezas robadas, no les sería fácil probar la relación de la banda de Terrén con elexpolio.

La banda de Terrén… Así habían titulado los periódicos a finales de los añossetenta, cuando la brigada de patrimonio de la Guardia Civil le sorprendió con lasmanos en la masa en su almacén de Pradilla del Monte, un pueblecito de ElBierzo. Terrén poseía allí una antigua granja familiar rehabilitada como almacénde antiguallas, ferralla y chapa. Los agentes encontraron detectores de metales,moldes para fabricar falsas monedas antiguas, picos, palas y piezas procedentesde yacimientos íberos y romanos: fíbulas, ídolos, bronces, bustos, cerámicas.

Anselmo Terrén nunca supo a ciencia cierta quién le había delatado, perotuvo que enfrentarse a una acusación que implicaba varios años de cárcel.Lograría reducir la condena a cambio de proporcionar una lista con los nombresde sus clientes, entre quienes figuraban relevantes ciudadanos de España yPortugal. Médicos, abogados, anticuarios… con muchos de los cuales Terrénhabía tratado en persona.

La sentencia lo recluyó en el penal de La Santidad, a las afueras de Bolsean,en una de cuyas celdas dormiría durante cuatrocientas veintitrés eternas noches.

En la cárcel, Terrén trabaría amistad con Boris Skaladanowski, el Berlinés,encarcelado por motivos parecidos a los suy os.

Descendiente del pionero del cine alemán, con residencia en España,Skaladanowski era hiperactivo, políglota, ludópata. Presumía de hechuras dedandi y conquistador, viajaba y frecuentaba museos, casinos, mujeres. Con unaafectada indiferencia, ganaba o perdía cifras de vértigo, y con la mismanaturalidad cambiaba de amantes. Solía afirmar que no le importaba la suerte,pues la tenía comprada, y que hasta los signos del zodíaco trabajaban para él.Skaladanowski se había especializado en el tráfico internacional de objetosartísticos. Experto en románico y gótico, figuraban en su haber decenas de robosa pequeñas iglesias rurales de la franja norte del país, desde la Cerdaña a lasestribaciones de los Picos de Europa.

El Berlinés saldría de la cárcel unos meses antes que él. Cuando Terrén dejóatrás los muros de La Santidad, volvieron a encontrarse y decidieron trabajarjuntos. Terrén se encargaría de reclutar a los integrantes de cada nuevo golpe, yde ejecutar los expolios; Skaladanowski, por su parte, iría colocando las piezas,una vez restauradas, y atenuada la alarma de su desaparición, en un zoco decoleccionistas particulares y comisarios sin escrúpulos que abarcaba buena partede Europa occidental, con ramificaciones en México y en Estados Unidos.Asimismo, Rusia y Oriente Próximo se estaban abriendo a ese rico mercado.

En los últimos meses, debido a la presión policial, apenas habíanprotagonizado un par de robos de poca monta, con escasos riesgos y mínimosbeneficios.

La ermita de San Caprasio, en Muruago, prometía un botín algo mayor. Una

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de las tablas, una Anunciación, podía alcanzar un alto precio en el mercadonegro.

Esa bella pintura viajaba ahora sana y salva en la furgoneta de Terrén, rumboal puerto de Gijón.

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GNOMUS

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Capítulo 6

Gijón, 17 de diciembre de 1985, martes.

Después de atravesar Muruago en sentido inverso, Terrén condujo sin desmayopor el corazón de los Picos de Europa, hasta que un grisáceo Cantábrico lesrecibió con alarma de temporal, altas olas de espuma sucia rompiendo contra losacantilados de Tina Mayor.

En Llanes descendió Castrón, el gallego, que regentaba una panadería cercadel puerto. Al despedirse de él, Terrén le alcanzó un sobre con la cantidadacordada.

Un poco más adelante, en un cruce de caminos, se bajó Niño Matesa. Elvalenciano era camarero de un restaurante de ruta que incluía la explotación deun club de mala muerte, con un travestí mal operado y media docena de putas dedesecho de tienta. Entre semana, frenaba algún camionero, por los cocidos, y lossábados, en el puticlub, los solteros de los valles se soltaban la melena y se cocíancon champán andorrano, a cuarenta duros la copa de una botella que costaba lamitad.

Poco antes del mediodía, sin detenerse salvo para llenar el tanque, AnselmoTerrén entraba en Gijón.

Boris Skaladanowski le esperaba en Cimadevilla, en una tienda de mueblesindonesios que había montado con su última novia, una muchacha rumana, ErikaUmanescu, pelirroja y alta (casi tanto como él), de una belleza fría que a Terrénle ponía caliente.

La tienda tenía dos entradas. Por la de atrás, un callejón de sentido únicopermitía labores de carga y descarga.

Terrén llamó al timbre y empezó a desembarcar el alijo. Aquejado de unfuerte lumbago, Skaladanowski no pudo ayudarle a trasladar los bultos a latrastienda, donde quedaron alineados sobre una mesa, bajo un retrato de AdolfHitler.

El Berlinés sonrió al ver La Anunciación.—Ésa ya tiene propietario —garantizó.Terrén expresó su curiosidad: ¿para quién era?—Para un anticuario de Bolsean, Gedeón Esmirna —desveló el marchante—.

Afable y grueso, así como tú. Deberías ponerte a dieta, Terrén.

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—¿Es de confianza, ese Esmirna?—Otras veces he trabajado para él, siempre de encargo. Erika y yo

acabamos de regresar de un viaje de placer por algunas capitales del viejoimperio austrohúngaro, donde nacieron las ideas que me han hecho fuerte.Esmirna quería quedar cuanto antes, pero le he comunicado que nos disponemosa pasar una semana de placer en las islas de… qué más da. A la vuelta contactarécon él y le llevarás esa Anunciación, junto con otra pieza por la que andaba loco.¿Quieres verla?

Sin esperar respuesta, Skaladanowski sacó de un armario un grabado querepresentaba una figurilla traviesa, un duendecillo o gnomo.

—Tócalo, los jorobados dan suerte.—¿Qué es? —se interesó Terrén.—Un dibujo de Viktor Hartmann.—¿De quién?—El pintor que inspiró los Cuadros para una exposición, de Mussorgsky.

¿Tampoco te suena?—No.—Un poco de cultura no te vendría mal, Terrén.—No tengo tiempo para mariconadas. ¿De dónde lo has sacado?—Viene de Francia, de una colección privada.—¿Robado?—Pregúntale a Erika.La pelirroja sonrió con sus labios llenos. Llevaba una falda corta y un top que

le marcaba el pecho. Terrén la miró de arriba abajo, sin aliento. Fue el Berlinésquien contestó por ella:

—Digamos que su dueño, un rico vinatero de Burdeos, no tomó las medidasadecuadas para proteger su corazón y su casa.

—¿Por ese orden? —Rió Terrén.—Erika es una gran profesional —la alabó su pareja—. En todos los sentidos.—¿Cuánto vale?La sonrisa del Berlinés no fue amistosa.—¿Erika?Terrén sintió que un cosquilleo le recorría las ingles.—La Anunciación.—Lo que Esmirna quiera pagar.—¿Cuánto?—Es coleccionista fanático. Soltará lo que le pidamos. Deja de hacer

preguntas, Terrén, y vamos a brindar.—No con tu vino. Me recuerda a meados de gato.Skaladanowski hizo una mueca de disgusto.—Los españoles seguís siendo unos bárbaros. He agotado las reservas de

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Riesling. Beberemos vino tinto, o sidra, y esta noche jugaremos a la ruleta en elcasino de Santander. Soy un hombre de suerte, y a lo sabes. Y también tú lo eres,Terrén, en especial a partir del momento en que me conociste en la cárcel. Notengas la menor duda de que nuestra buena estrella no nos abandonará mientrasestés de mi lado.

—Y del de Erika —murmuró Terrén.—Ni lo sueñes, socio —zanjó el Berlinés—. Esta mujer no es para ti.

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PROMENADE

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Capítulo 7

Isla de San Andrés (Colombia), 21 de diciembre de 1985, sábado.

Hacían una pareja tan estrafalaria como dos turistas en la Luna.Él, con sus gafas de espejo, sus bermudas yema, una estampada camisa

hawaiana y el calado gorro de tenis dejando asomar una sonrosada nuca y losrizos de las patillas teñidas de gena. Ella, alta y pecaminosa, explosiva y vulgar,con sus pendientes gitanos y la larga melena pelirroja destellando al sol quebrillaba a través de las cristaleras del aeropuerto de San Andrés.

La mujer era más frágil que su compañero, pero, ante su pasividad, tuvo quecargar con las maletas y empujar hacia la salida el carrito de ruedas con elequipaje. Para aliviar su sofoco, se detuvo a abanicarse. Un taxista la ayudó acargar los bultos. Tras acordar un precio, los trasladó al Coconut Resort.

El taxi carecía de refrigeración. Un bochorno húmedo que nada tenía que vercon el aire gélido, nevado, de Viena, ni con el viento marino, con el gallego queen aquella época del año refrescaba las costas de Gijón, Bolsean, Bilbao, lessaturó la piel.

La fachada del hotel caribeño daba a la playa y a un embarcadero desde elque partían lanchas hacia Johnny Kay, un cayo anunciado como una sucursal delparaíso.

—Onésimo Carranza —se presentó el hombre en la recepción del Coconut.Pese a su identidad, arrastraba las erres con un fuerte acento centroeuropeo—.Reservé desde Cartagena de Indias, ayer. Aquí tiene nuestros pasaportes.

—Les esperábamos. —El amable conserje recogía la documentación—. Yomismo atendí su reserva. Bienvenidos a San Andrés. ¿Necesitará algún servicioextra, señor?

Onésimo Carranza le dedicó un pícaro guiño.—De nada, amigo. Como verá —y la señaló, como si fuese una yegua—,

cargo con mi señora.Al recepcionista, un mulato chino, se le aclaró la tez.—No me refería a… esa clase de servicios.—Era broma. ¿Es que los colombianos no tienen sentido del humor?Para demostrar lo contrario, el mulato rió tardíamente.—En serio, señor: ¿puedo ofrecerles alguna atención adicional? ¿Automóvil

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de alquiler? ¿Excursiones en barco, una inolvidable travesía en el submarinopanorámico?

Onésimo Carranza no se había quitado las gafas de espejo ni su tenísticogorrito. Indicó, con alacridad:

—Sólo la prensa.—Los periódicos del día están a su disposición. ¿Desea que se los suban a su

habitación?—¿Se refiere a la prensa internacional?—Aunque llegan con retraso, disponemos de diarios españoles —agregó el

conserje, en consideración a la nacionalidad de los huéspedes.Pero Carranza iba a seguir revelándose insensible a la cortesía isleña.

Protestó:—¿Es que aquí, en San Andrés, no hay periódicos?—Por supuesto, señor —repuso el mulato, desconcertado—. Tenemos El

Vigía, de carácter semanal, y un boletín de noticias turísticas que financiamos loshosteleros.

Carranza le apuntó con el índice. Si lo hubiera hecho con una pistola no lehabría inspirado menor cautela.

—¿Usted costea ese boletín?—Me refería al consorcio hostelero, señor.—¡Así resulta mucho más inteligible y legítimo! —exclamó el huésped, con

un énfasis casi judicial—. Porque, tal como me ha parecido se atribuía en unprincipio, de su plural posesivo podría desprenderse que usted, además de editorde una publicación periódica, sería también accionista de este hotel. Y no se tratadel caso, ¿estoy en lo cierto? ¿Verdad que no es dueño de rotativos ni de hotelesde lujo?

Por encima de su humillación, el mulato intentó mantener aquellaimpertinente mirada. El turista se acodó en el mostrador y disparó una rociada desaliva al preguntarle:

—¿Estoy hablando, entonces, con un honrado asalariado del Coconut Resort?El empleado parpadeó. Un indígena frente a los conquistadores no se habría

sentido más desnudo.—Así es, señor.Carranza resopló.—En tal caso, hará dos cosas por mí. Me anotará la dirección de ese

semanario local, El Vigía, pedirá un taxi para dentro de quince minutos y nosgarantizará que mañana nos habremos trasladado a la isla de Providencia. ¿Meha entendido, o tendré que repetírselo punto por punto?

—Reserva de vuelo —murmuró el conserje, desbaratado—. Dos pasajes, sihay suerte, para el 24 de diciembre, martes…

—¿El 24? ¿No hay vuelo antes?

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—No, señor. Sólo los martes y los jueves.—Un helicóptero, entonces —insistió Carranza—. O por mar. Contrate en

exclusiva ese submarino panorámico. ¡No es dinero lo que me falta, ni lo que meha traído hasta aquí!

—Podemos volar en Nochebuena —intervino la mujer, que también teníaacento, si bien más suave—. Será muy romántico.

—¡Haced lo que os dé la gana! —Se irritó Carranza.Dejando al recepcionista al filo de una crisis, el grosero cliente se dirigió a su

habitación. La chica lo siguió con docilidad.Mientras ella se cambiaba, él salió a la terraza. La luz de San Andrés era tan

intensa que incluso tras los cristales protectores le escocían los ojos.La pelirroja abandonó el cuarto de baño y dio unos pasos de baile entre el

armario y la cama. Se había pintado los labios de rojo coral. Llevaba minifalda,medias de lycra y una camisa de algodón sobre la que refulgía un extrañobroche.

—¿Estoy guapa?—Deslumbrante —asintió él, sin mirarla.Ella se encaramó sobre unos zapatos blancos de tacón, muy caribeños.—¿No me dices nada de mis andamios?—Te levantan el culo. Eso me excita.La pelirroja rió y empezó a desnudarse.

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IL VECCHIO CASTELLO

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Capítulo 8

Isla de Providencia (Colombia), 22 de diciembre de 1985, domingo.

Caribe adentro, en la Isla de Providencia, a ochenta millas marinas de SanAndrés y a más de trescientas de Cartagena de Indias, a Alessandro Amandi lellamaban el patrón. Y no porque el sancionado excanciller italiano, decimoquintoconde de Spallanza, influyese en el gobierno del islote, pues se mantenía apartadode la comunidad nativa, hasta el punto de relacionarse tan sólo con su maltrechaconciencia, sino porque se sospechaba que era un intocable.

Al margen de ese invisible título, garante de una rutina sin sobresaltos nimolestias, los isleños apenas sabían nada de Alessandro Amandi. Quizá por eso,corrían a su costa rumores que lo identificaban con un perseguido mafioso, conun político corrupto, incluso con un destronado príncipe. Ninguna de esasversiones era en absoluto cierta, aunque, en la tradición de oscuros exiliados queallí, en Providencia, buscaban refugio y olvido, llegaran a rozar la superficie delpersonaje.

A los ojos de la ley, el decimoquinto conde de Spallanza seguía siendo unhonrado ciudadano, con pasaporte internacional y todos sus derechos vigentes,excluida la inmunidad diplomática.

Alessandro Amandi había desembarcado en Providencia cinco años atrás, eldía de los Inocentes de 1980, coincidiendo con su expulsión de la embajada deBogotá. Nada más descender, cargado de maletas y embalajes, del fokker deSan Andrés, el conde se había instalado en la mansión de Carlos Reulens,lugarteniente del cártel de Medellín, y uno de los narcos más conspicuos deColombia.

Carlos Reulens y a no residía en Providencia ni en ninguna de sus cesáreasresidencias de la costa caribe, sino en una celda de seis metros cuadrados en laprisión federal de Duganville, Florida, bajo la acusación de haber introducido enEstados Unidos cientos, quizá miles de toneladas de coca a través de sus bases deBahamas y Caimán.

Pilotando desde tierra una flotilla de avionetas capaces de burlar el espacioaéreo e invadir a los gringos con masivos envíos de polvo blanco, Reulens habíalevantado una reputación y una fortuna, y también, con el propósito de blanquear

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narcodólares, por un lado, y, tal vez, más adelante, con la idea de destinarlo aidílico retiro, su palacio de Providencia.

Pero el Tío Sam acabaría por echarle el guante. Sus agencias iban aencargarse de que el señor de la droga no necesitara en mucho tiempo su privadoy caribeño Shangri-la. Carlos Reulens sumaba un lustro a la sombra, siendo sulibertad no tanto un interrogante como tres puntos suspensivos.

A raíz de su detención, las propiedades de aquel capo del narco habían sidodecomisadas por la justicia de su país. En una subasta amañada por sus contactosde Bogotá, Alessandro Amandi, el embajador transalpino, se había hecho, a unprecio más que razonable, con una de las mansiones de Reulens: Villa Corina, enProvidencia.

Por lo que a las intrigas y operaciones del conde de Spallanza se refería,aquella prevaricación fue el abuso que colmó el vaso. Amandi recibió una cartade su ministro agradeciéndole los servicios prestados y conminándole aabandonar la sede oficial y la carrera diplomática.

El conde tenía sesenta y ocho años, pocos amigos en Roma y demasiadossecretos que silenciar. Sin otra alternativa, optó por embalar sus cosas en suresidencia bogotana (añadiendo un par de cuadros del patrimonio nacionalitaliano en concepto de indemnización por el daño originado a su honra), hablócon sus amigos de Medellín, de quienes obtuvo protección, y se trasladó aProvidencia.

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Capítulo 9

Situada en la ladera septentrional de la isla, la antigua mansión de Reulens era uncapricho colonial. Tenía tres plantas, catorce habitaciones inundadas de luz, conmosquiteros y balcones de teca labrada, y una piscina en forma de riñón desdecuy os jardines tropicales se admiraban los arrecifes turquesas y la Cabeza deMorgan, un promontorio costero en forma de busto de capitán pirata, en torno alcual abundaban leyendas de inmensos tesoros.

En su origen, la villa había ostentado el nombre de Corina en honor a unaquerida de Carlos Reulens, pero Alessandro Amandi, fervoroso melómano, lahabía rebautizado como Il vecchio castello en homenaje a uno de los cuadrosmelódicos de la famosa suite para piano de Modest Mussorgsky, hacia cuya obrasu hijo Maurizio sentía una hipnótica veneración, rayana en la idolatría. Pinchadoen un equipo de alta fidelidad, el disco de Cuadros para una exposición, en lavibrante grabación del propio Maurizio, sonaba de vez en cuando en los salonesde la planta baja, decorados con los trofeos de caza que el aristócrata habíacobrado en la selva amazónica.

A raíz de su mudanza a la isla, los habitantes de Providencia sólo pudieronsorprender al conde de Spallanza en esporádicas ocasiones, cuando, tocado consu j ipijapa, o con un sombrerito de papiroflexia confeccionado con las hojas deEl Vigía de San Andrés, el único periódico que se editaba en los cay os, bajaba entílburi a Pueblo Viejo para abastecerse de tabaco. Cigarrillos que, abstraído yaltivo, sin saludar a nadie, fumaba en una boquilla de espuma de mar mientraspaseaba descalzo, en guayabera, por las arenosas calles de la capital del islote.

Durante los primeros meses de su estancia en Providencia, hasta la sombradel aristócrata italiano llevaba detrás, como otra sombra, y tan atenta a sus pasosque no podría asegurarse si lo vigilaba o protegía, a su malencarado escolta. Unmestizo cartagenero de labios duros y rostro picado, con el gaznate cosido por lasonrisa de una navaja, que ni se molestaba en ocultar al cinto su pistolón de doblecaño. Hasta que, un buen día, el guardaespaldas del conde, de quien nadie podríaafirmar que hubiese pronunciado una sola palabra, embarcó de noche en unalancha fueraborda y puso mar de por medio a la isla y al desterrado monarca desí mismo, al exquisito prisionero que en ella residía.

Alessandro Amandi nunca supo si los cárteles le habían retirado la protección

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porque su vida había dejado de correr peligro o porque tenía los días contados,pero no se perturbó ni renovó su seguridad. Tal vez pensó (y sería típico de unSpallanza) que su perro y su arsenal le bastarían para defender Il vecchiocastello, emulando a aquel Andrea Spallanza, contemporáneo de Ludovico elMoro, que resistió a los aragoneses en su fortaleza siciliana.

Atendido por dos sumisas cuarteronas, madre e hija, a las que había provistode uniformes blancos, como novicias o enfermeras, porque de espaldas ycaderas, y de ojazos como lunas negras, ya las abastecía su linaje de nietas deÁfrica, don Alessandro prosiguió con su retirada existencia, solo y a salvo tras lossetos y empalizadas de Il vecchio castello.

Acaso feliz (vivo, al menos), el conde entretenía las horas, los días, cuidandolas plantas, escuchando música, leyendo biografías de emperadores, limpiando yengrasando sus pistolas y rifles, ordenando y clasificando sus coleccionesetnográficas y artísticas, cuidando a sus aves exóticas y a la pareja de buey es alos que Maurizio había bautizado como Rimsky y Korsakov. Comía poco, fruta,por lo general, y un plato de rondón un par de veces por semana. Bebía vino ychampán. Cuando la nostalgia lo acechaba con su puñal de astracán, se distribuíauna raya de una coca tan pura que visionaba su vida, su siglo, sus traiciones,como un botín por el que había valido la pena luchar.

Por Navidad, si los huracanes lo autorizaban, recibía la visita de su único hijo,Maurizio, el pianista. En compañía de una mujer, siempre distinta, siemprehermosa, siempre ligera de ropa, Maurizio y su circunstancial amiga solíanalojarse en Il vecchio castello hasta Año Nuevo o hasta el día de Reyes.

A diferencia de su padre, Maurizio Amandi bajaba a Pueblo Viejo confrecuencia para beber cerveza hasta hartarse en los bohíos de la playa. Amenudo, se le podía avistar navegando en aguas del arrecife, entre pescadores delangostas y algún flete de buscadores de tesoros atraídos por supuestos pecios deinimaginable valor.

Mientras Maurizio sentía el sol y la sal en la cara, arriba, casi en lo alto de laselvática ladera, desde el porche en forma de proa de Il vecchio castello, elconde enfocaba los prismáticos ora hacia la estampa de su hijo al timón de unamotora, con su nueva conquista luciendo un minúsculo biquini en cubierta, orahacia el quehacer de los buzos, que no siempre emergían con las manos vacías.Pero, de ahí, de encontrar un herrumbroso espadón o algunas monedasimperiales, a arrebatar al océano los cofres de un galeón, distaba una largaesperanza. Tras algunas jornadas, una quincena, a lo sumo, de costosas yarriesgadas inmersiones, los buceadores desaparecían en el horizonte celeste,rumbo a otros espej ismos submarinos.

Entonces, el patrón Amandi volvía a respirar tranquilo, como si hubieserecuperado su amenazada paz.

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Capítulo 10

Providencia, 23 de diciembre de 1985, lunes.

El conde de Spallanza jamás recibía a los blancos.Una de sus sirvientas negras, la alegre Jenny, la madre, nacida en

Providencia de simiente de esclavos cimarrones, se encargaba de la intendenciay de la cocina de Il vecchio castello, así como de planchar con esmero lospantalones de lino y la ropa interior del aristócrata.

Su hija, Felicidad, de carácter melancólico, fregaba las terrazas,desempolvaba los muebles y alimentaba a los animales domésticos de lamansión, a los que Maurizio había bautizado con humorísticos nombres: un lororespondón llamado Amadeus en honor a Mozart, otro de los compositores (conpermiso de Mussorgsky ), predilectos del joven Amandi; un rottweiler, Brahms, tanfiero como presumía su raza; los dos bueyes, Rimsky y Korsakov, y el poni, Liszt,al que el conde fiaba las guías del tílburi a cuyas riendas recorría los caminos dela isla en busca de especies para su suma botánica o de restos de las ceremoniasvudús que aún tenían lugar al amparo de la noche y de la vegetación del montede El Pico.

Poco a poco, debido a las aficiones y rarezas de su nuevo propietario, elterreno de Il vecchio castello se había ido desbrozando de árboles y poblándosede establos, invernaderos, incluso de un misceláneo museo donde el noble italianohabía ido acumulando las piezas reunidas durante toda una viajera existencia depasión coleccionista.

Con sus máscaras e ídolos, sus terracotas y puñales de obsidiana, erancolecciones ricas e insólitas, pero al conde no le gustaban y eran sólo Maurizio ysus renovadas amantes quienes las disfrutaban. Sólo el patrón y su hijo, yaquellas europeas delgadas y ávidas que creían amar a su heredero admirabanlos escudos y cerbatanas, los metates y las cabezas j íbaras, las cimitarras, loscamafeos, los incunables miniados y las botellas que habían dormido en lasbodegas de Napoleón Bonaparte. Con una mezcla de cortesía y hastío, el condesolía introducir a las invitadas en el origen y anecdotario de las piezas, a la esperade quedarse a solas con Maurizio para abordar los negocios de familia.

De sus múltiples empresas, Alessandro Amandi únicamente conservaba una

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firma maderera, ubicada en Gabón, y otra inmobiliaria, radicada en Cartagenade Indias, que se dedicaba a construir hoteles y bungalows. Del resto de suemporio se había desprendido a finales de los años setenta. Por sus ventas obtuvosuculentos beneficios, a cubierto en cuentas reservadas en bancos de Suiza,Panamá y Gran Caimán. Los intereses financieros del decimoquinto conde deSpallanza eran gestionados a través de un bufete londinense cuyos agentespujaban en Sotheby ’s, en Christie’s o en las principales subastas, si salía aescrutinio algún objeto artístico del interés de su acaudalado cliente.

Cuando el conde, en el curso de aquellas tertulias navideñas celebradas en losatardeceres de Providencia, antes o después de las cenas regadas con caldosfranceses, se refería al patrimonio familiar, a sus rentas y cargas, su hijoMaurizio fingía atender sus explicaciones y números. En realidad, no le prestabaatención.

El joven Maurizio había supuesto para el conde un constante desvelo, hastaque sus galardones como intérprete y sus éxitos en el circuito de la músicaclásica le redimieron de su tutela económica.

Su hijo jamás había obedecido sus consejos, muestra de independencia de laque el patrón, en el fondo de su indómita personalidad, se sentía orgulloso. Quien,en un no muy lejano día, debería de llegar a ser el XVI conde de Spallanza, sehabía revelado, desde muy temprana edad, como un espíritu libre, capaz deplanificar una vida a su medida y de sostenerla con sus propios recursos.

A primera vista, Maurizio y él no se asemejaban en nada, pero el viejoAmandi pronosticaba que el curso del tiempo acabaría embozándoles bajo unamisma capa: dos caballeros de sangre azul arrojados al prosaico mundo, sin otraesperanza de salvación que la renuncia a su casta. Ningún Spallanza habíadoblado la rodilla, salvo delante de un rey, por lo que resultaba fácil pronosticarque ambos, padre e hijo, morirían de pie, con la cabeza alta y los ojos abiertos.En una isla semidesierta o en un escenario triunfal, ¿qué más daba?

Pero ¿cuándo maduraría su hijo? Esas mismas Navidades, Maurizio iba acumplir la edad de Cristo, pese a lo cual, se temía el conde, seguía siendo elmismo muchacho inconsciente a quien debía azotar cuando sus excesosamenazaban mancillar sus álgidos blasones. Hacía tres lustros que no le ponía lamano encima, el plazo transcurrido desde que comprendió que no podríadomarle.

Ni él, ni mujer alguna. Maurizio no había contraído matrimonio, y tampococoncurrían indicios de que fuese a hacerlo en breve plazo. Al aristócrata, sinembargo, la soltería de su heredero no le quitaba el sueño. Una colección deruidosos nietecillos vociferando por las calles de Pueblo Viejo, veraneando en Ilvecchio castello, atando latas a las colas de Rimsky y Korsakov o arruinando susvariedades de orquídeas bien podía ilustrar su peor pesadilla.

Con una frívola reiteración, Maurizio se obstinaba en presentarle a las

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mujeres que compartían su afanosa existencia de actuaciones y giras. Sabedorde que durarían poco a su lado, el conde se limitaba a hospedarlas en la isla y amostrarse caballeroso con ellas, sin interesarse por sus actividades ni por la clasede vínculos que las unían a su hijo. En la eterna juventud de francachelas yamoríos de Maurizio, una sola de aquellas muchachas le había agradado:Martina, la hija de Máximo de Santo, el embajador español con quien habíacoincidido en Londres.

Siendo menores de edad, su hijo Maurizio y una jovencísima Martina deSanto (¿dieciséis, diecisiete?, intentaba establecer la memoria, acribillada por lasburbujas del champán, de don Alessandro) habían mantenido un romanceadolescente.

Allá por el año 70, eludiendo la expresa prohibición de sus respectivos padres,Maurizio y Martina se habían fugado al Festival de la Isla de Wight. Pero aquélladebía de haber sido una típica pasión quinceañera, pues pronto se truncó.Liberados de la expectativa de convertirse en tempranos consuegros, amboscancilleres, Amandi y De Santo, resolvieron enterrar el asunto, preservando surelación.

Esa mañana, cuando sólo faltaba un día para la Nochebuena de 1985, lafecha en la que iba a morir, Alessandro Amandi desayunó frente al océano, en laterraza de Il vecchio castello, un plato de camarones y una rodaja de piña. Unavez hubo tomado café y fumado un cigarrillo, se dirigió en guayabera al establo.Lucía un sol fulgente. Todo, hasta su alma, brillaba: la marquetería lacada delbarandal, las yucas, el Caribe. Don Alessandro cubrió su cabeza con el sombreroj ipijapa, subió al tílburi y arreó al poni. Bordeando los acantilados, bajó hastaPueblo Viejo y entró a la oficina de Correos.

El cable de Maurizio, girado en Viena, anunciaba su llegada a Providenciapara el 24 de diciembre. « Llevo regalo» , añadía la telegrafía. Dando porsupuesto que se trataba de una nueva novia, el conde sonrió con resignación.

El desequilibrio de Maurizio no residía en su inestabilidad sentimental, sino ensu genio. Porque su vástago lo tenía, de ello su padre estaba seguro. Lo habíaestado siempre, desde la primera vez que lo escuchó sentado a un piano. « Es sudestino, su condena» , pensó, fumando en su pipeta de espuma de mar mientrascaminaba por las abrasadas callejas de Pueblo Viejo.

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PROMENADE

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Capítulo 11

Providencia, 24 de diciembre, martes.

El día de Nochebuena, Alessandro Amandi despertó empapado en sudor. Habíatenido una pesadilla relacionada con las ceremonias vudús en el monte de ElPico.

En el sueño, su hijo Maurizio aparecía poseído por el espíritu del mal.Blanqueada la cara por pasta de arroz, soltando espuma por las comisuras yemitiendo incomprensibles gritos, su pequeño (porque en la pesadilla apenas eraun niño) se debatía entre sus brazos.

El mal sueño no le habría afectado de no ser Maurizio epiléptico. Lo eradesde los doce años. Su padre no había olvidado aquella traumática ocasión en laque él mismo tuvo que incrustarle entre las mandíbulas un estuche de cuero paraplumas estilográficas, cuya funda quedó destrozada. El tratamiento habíaconseguido controlar la enfermedad, pero el riesgo de otro brote estaba siemprepresente. Bajo ningún concepto su hijo debía prescindir de la medicación.

Una de las dudas que durante todos aquellos años había atormentado al condede Spallanza radicaba en establecer si el ejercicio de la música, en el nivelmagistral que Maurizio había alcanzado, operaba como lenitivo de la afección o,por el contrario, contribuía a estimular su desarrollo.

Los médicos habían considerado que sería temerario ignorar la vocación deMaurizio. Por otra parte, Oliver Praise, su profesor de piano en Londres,discípulo, a su vez, de Benjamin Britten, estaba persuadido de que el muchachoposeía cualidades innatas para la interpretación, y de que tenía ante sí un notablefuturo como pianista. En consecuencia, supondría un y erro irremediable vulnerarsu naturaleza y cercenar su don.

La música parecía obrar como un sedante para el nervioso temperamento deMaurizio. Sus primeros conciertos le aportaron aplomo y una suerte de enjauladafelicidad. El viejo Amandi debía admitir que Maurizio se transformaba sentado aun piano; aunque, en ocasiones, la exaltación que se apoderaba de su hijo lehiciese temer por una nueva recaída.

El fokker de San Andrés en el que viajaría Maurizio realizaba la ruta deProvidencia dos días por semana. Tenía previsto su aterrizaje a las doce delmediodía, pero ese horario casi nunca se respetaba. Unas veces, dependiendo del

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rigor de los pilotos o de las condiciones meteorológicas, aterrizaba con antelación,y otras —la mayoría— con retraso.

A la espera de dirigirse al aeropuerto, el conde hizo tiempo en Il vecchiocastello. Quiso asegurarse de que sus serviciales mucamas hubiesen dispuestotodos los detalles para hacer más grata la estancia de su vástago. Revisó suhabitación, en la segunda planta, la más luminosa y amplia, con una terraza convistas a la Cabeza de Morgan y a la inmensidad del Caribe, y estiró una arruga dela fresca colcha de algodón bajo cuy a tibieza habían dormido varias de susamigas, una por cada Navidad. A Jenny se le había olvidado colocar flores. Elconde cortó unas orquídeas y él mismo las colocó en un búcaro sobre la mesillade bambú.

Todos los años se ofrecía para trasladar al cuarto de su hijo el piano del salón,por si le apetecía ensayar o improvisar, pero Maurizio insistía en que si visitabaProvidencia, además de para estar con él, lo hacía con la única obligación desometerse a un terapéutico descanso. Maurizio jamás había tocado el piano en lacasa. Solía hacerlo, en cambio, en el teclado de El Galeón Hundido, uno de losbohíos de la play a, cuando llevaba demasiadas cervezas.

A las doce menos cuarto, el conde detuvo el tílburi en la explanada delaeropuerto, un área de tierra arcillosa sin balizar contigua a la pista. Junto a lahilera de palmeras se alineaban camionetas y estrepitosas motos de pequeñacilindrada, cuyo carburante quemaba nubes de humo entre las cortas distanciasde la isla.

Unos pocos residentes aguardaban a los pasajeros. En cuanto éstoscomenzaron a descender del fokker, el aristócrata los reconoció de vista, salvo ados extranjeros que destacaban entre el pasaje: un tipo alto y corpulento congafas de espejo y unas horrendas bermudas del color de la yema de un huevofrito, y una mujer pelirroja y sensual (pese a carecer de pecho), a la que donAlessandro, de forma instintiva, emparejó con su hijo.

Pero pronto quedó claro que la llamativa viajera no acompañaba a il belloMaurizio, sino a ese otro individuo de aspecto grotesco, el de las bermudasamarillas, quien, como si sufriera de alguna clase de impedimento físico, senegaba a cargar los bultos, permitiendo que su compañera lo hiciera por él.

Galante, Maurizio se ofreció a ay udarla hasta la terminal (sin torre de controlni equipamiento alguno, salvo una precaria oficina de planta baja, con un únicoempleado que había saludado al conde con un « buenos días, patrón» y uninmutable letrero con los horarios y precios de los vuelos a San Andrés).

Una vez se hubo despedido de la pelirroja, el pianista se dirigió al tílburi, encuyo asiento, con la cabeza resguardada del sol por su sombrero de paja, leesperaba don Alessandro.

—Hola, papá.—Bienvenido a la isla, hijo.

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—Te encuentro mejor que nunca.—¿Tan joven, y ya con vista cansada?Maurizio le besó en la cara. El sol había acartonado las mejillas del conde.—Pareces un actor retirado.El patrón se esponjó.—Los Spallanza han actuado mucho a lo largo de la historia, y siempre en

papeles principales. ¿Has venido solo?—Yo diría que sí.—Pensé que esa hembra colorada podría ser tu última víctima.—Durante el vuelo me confesó que estaba casada. « ¿Y qué?» , le repliqué.Maurizio rió solo, de manera un tanto histérica. Su padre apuntó:—Si uno de estos días te la encuentras paseando por la playa, tendrás la

oportunidad de atraerla a tus redes.—He decidido darle vacaciones al amor. Así tendremos más tiempo para

nosotros dos.—Me alegro mucho, hijo.Maurizio sonrió a su vez, sabiendo que ambos mentían. De un ágil salto, se

acomodó junto a su padre.—¿Vamos a casa?—Claro.—Dame las riendas.—¿Me consideras demasiado viejo para seguir llevándolas?—No es eso… ¡Venga, dámelas!El conde se hizo a un lado. Su hijo alzó el látigo y lo hizo restallar sobre el

lomo de Liszt.

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BYDLO(Carreta de bueyes)

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Capítulo 12

El tílburi comenzó a traquetear en dirección a Il vecchio castello. En lugar detomar por la carretera, Maurizio eligió la senda del monte de El Pico, sobre losacantilados, por donde no tendrían que soportar el timbre de las motocicletas niapartarse cada vez que se cruzasen con otro vehículo. A mitad de camino, sinembargo, se toparon con Rimsky y Korsakov, los bueyes del conde, que su dueñoprestaba al marido de Jenny para que acarreasen leña en una carreta.

Jenny y Felicidad les estaban esperando en las escaleras del porche. Paraellas era una oportunidad de lucir en sus almidonados uniformes mandiles ylazos, y también los zuecos que les aportaban un aire sanitario, como si su laborprincipal consistiese en el cuidado de un convaleciente. El patrón no reparó enque Felicidad se había pintado las uñas, ni en que su larga melena, alisada conaceite de coco, dividía con simetría su carita de ébano.

Tampoco percibió que sus melancólicos ojos, tras deducir que Maurizio habíavenido solo, aleteaban como alegres mariposas.

—Lleven el equipaje de mi hijo a su habitación —ordenó el señor—.¿Tomamos algo?

—Una cerveza helada me sentará bárbaro.Fue la primera de las muchas que el joven intérprete bebió ese día. La

consumió al sol, tumbado con indolencia al borde de la piscina, mientras las risasde las mujeres les llegaban desde la planta alta.

Su padre se había sentado protegiéndose del calor bajo la sombra de un árboldel paraíso, junto a los nopales donde crecían las cochinillas. Estuvo a punto decontarle el sueño que había tenido esa noche, pero lo pensó mejor y se limitó ainterrogarle por su última gira.

—Una locura —resumió Maurizio, bebiendo directamente de la botella—.Japón, Taiwan, París, Estambul, Viena… Es como un carrusel, como esa NoriaGigante del Prater, pero sin que se rompa el círculo de caras anónimas. Y sinpoderme apear.

—Es lo que querías.—Supongo que sí.El noble lo contempló con disimulada atención. Maurizio estaba más delgado.

Llevaba el pelo largo, en lacios mechones rubios. Muy pálido, profundas ojeras

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le abolsaban la piel de la cara. Un punto de fuga en su mirada, un reflejo huidizo,metálico, remitía a un ámbito irracional de su personalidad. El conde intentórecordar en qué alacena de la cocina se encontraban los cubiertos de madera,por si a su hijo le sobrevenía un ataque y se veía obligado a incrustarle unacuchara entre los dientes.

—¿Te encuentras bien?—Demasiado sereno, quizá.—¿Tomas la medicación?—Sólo cuando estoy sin copas. Lo que, para ser sincero, no sucede

demasiado a menudo.Don Alessandro se pellizcó la perilla, disgustado.—El alcohol te sienta mal. Recuerda lo que te advirtieron los médicos.—En esta isla rigen las leyes piratas.—¡Piratas, piratas! —Salmodió el loro Amadeus, desde su jaula del porche.Brahms, el rottweiler, se dejó acariciar, sumiso. Maurizio jugó un rato con el

perro, hasta que se dirigió a la casa para regresar con el bañador puesto y otracerveza en la mano. El señor indicó a Jenny que descorchara una botella dechampán. Padre e hijo retomaron una deslavazada conversación, interrumpidapor los frecuentes chapuzones de Maurizio.

Como si quisiera resarcirse de los silencios que le imponía la isla, elexembajador se mostraba locuaz. Describió las reformas que había llevado acabo en Il vecchio castello y las últimas piezas adquiridas en subastas, a través detestaferros. Cuando Felicidad, por indicación suya, trajo una bandeja deaperitivos, Maurizio se levantó y se quitó el bañador húmedo. Completamentedesnudo, y acaso, pensó el viejo Amandi, disfrutando con el azoramiento de lamuchacha, se sirvió arroz pinto y salsa de guacamole delante de ella.

—No tendrías que haber hecho eso —le reprendió su padre, cuando Felicidadhubo buscado refugio en la cocina.

—Es una mujer hecha y derecha. Debe de tener más de veinte años.—Dieciséis —le corrigió el conde—. La edad de la hija de Máximo de Santo

cuando la raptaste en la Isla de Wight.Maurizio puso cara de sorpresa.—Vino conmigo por voluntad propia. ¡Debimos de estar a punto de provocar

un incidente diplomático, para que todavía te acuerdes!—Me agradaba aquella chica. ¿Martina, se llamaba? ¿Qué habrá sido de ella?—No tengo ni idea.—¿Has vuelto a verla?—No.—¿Ni siquiera durante tus actuaciones en España?—¿Por qué insistes?—Y tú, ¿porqué mientes? Sé que habéis seguido viéndoos.

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—Es cierto, sí… Pero ¿qué más da?El aristócrata suspiró.—El otro día me acordaba con nostalgia de mi amigo Máximo de Santo.

Supongo que relaciono a su hija con una virtud a tu juicio superflua: la lealtad. Nosé por qué, me hice la ilusión de que esa sorpresa a que aludías en tu cartapudiera guardar relación con ella.

Dispuesto a cambiar de tema, Maurizio se palmeó la frente.—¡Tu regalo, es cierto! —exclamó; el calor y la cerveza entorpecían su voz

—. Casi lo había olvidado.Don Alessandro musitó, estoico:—Tu visita es suficiente recompensa.—Iba a facturar tu sorpresa en Viena —recordó su hijo—, pero la tienda

ardió y seguramente tu regalo también.El viejo Amandi contempló a Maurizio como especulando sobre su estado

mental.—¿Qué tienda?—La de antigüedades, en la Kärntnerstrasse. Apuesto a que estuviste allí en

tus correrías de coleccionista.—Es posible. Recuérdame a quién pertenece.Los ojos de Maurizio alabeaban un brillo cínico. Parecía divertirle aquella

escena.—Su propietario murió en su palco durante mi concierto en el Palacio de la

Opera.El conde mostró su lado irónico:—¿De un ataque cardíaco provocado por tu neurótica interpretación de

Mussorgsky?—Asesinado.Don Alessandro se puso en pie.—¿De qué estás hablando?—¿De quién?, deberías preguntar. De Teodor Moser, el anticuario judío.Al oír ese nombre, el patrón palideció.—¿Moser, de la Kärntnerstrasse?Los ojos aterciopelados de Maurizio concentraron el sol.—¿Le conocías?—Hace años tuvimos un breve encuentro. Una pieza acabó distanciándonos.—¿Qué pieza?El conde acarició el filo de su copa. Su voz se adelgazó:—Un objeto por cuy a posesión un coleccionista podría llegar a obsesionarse.—¿Un cuadro, una escultura?—No.—¿Una joya, un mapa?

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Don Alessandro se refugió en un silencio hostil.—¿No vas a revelarme de qué se trata? —le reclamó Maurizio.—Algún día te lo contaré, pues algún día esa pieza será tuy a.—¡Entonces, no hay derecho a que me mantengas en ascuas!—No lo haré eternamente. En Nelson Arateca, una notaría de Cartagena de

Indias, dejé instrucciones para formalizar mi última voluntad. Antes deabandonar tierra firme, mi añorada Bogotá, hice testamento. Cuando lo leas,saldrás de dudas.

Maurizio acogió esa novedad con reserva. Su padre jamás le había habladode testar. Era la primera vez que le oía referirse a tal asunto.

—Muy precavido por tu parte, pero no tengas prisa en reunirte con nuestrosantepasados.

—Con prioridad a ese fúnebre suceso, me gustaría saber qué le sucedió aTeodor Moser.

Maurizio se acuclilló en su hamaca, en posición fetal, y contempló el agua dela piscina.

—Lo estrangularon. Llevaba en el bolsillo una carta mía. La policía austríacaestuvo interrogándome en una horrible comisaría. Ni siquiera pude asistir a larecepción que la Opera ofrecía en mi honor. Puedo asegurarte que no fueagradable.

Un creciente desasosiego atenazaba al conde.—¿Qué le decías en tu carta?—Le proponía una cita para tratar sobre la adquisición de cierto legado de

Modest Mussorgsky. Según mis informes, Moser se había hecho con variosdocumentos del compositor, tras una negociación con la fundación Fiedhesen.

Don Alessandro debía de conocer esos fondos, porque preguntó:—¿Quién te dio el soplo?—Boris Skaladanowski. Amigo tuy o, creo.Su padre asintió. El Berlinés era uno de los marchantes europeos de peor

fama. Había trabajado para él en distintas ocasiones, pero hacía tiempo que elconde ignoraba su paradero.

—¿De qué documentos estamos hablando? ¿Quizá de algunas de las cartas deMussorgsky a su camarada Cesar Cui o al crítico Stasov?

—A este último, en efecto —corroboró Maurizio—. Y, lo más importante, elHan de Islandia. No se trataba de ley enda alguna. La partitura de la ópera existía,y Moser la adquirió. Según mis datos, que obtuve por otras vías, desembolsó a losherederos Fiedhesen más de doscientos mil dólares.

—¿Skaladanowski intermedió entre Moser y los Fiedhesen?—La transacción se llevó a cabo de manera directa.—¿Cómo has podido saber el precio? ¿Tenías otro informador?—Sí.

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—¿Fiable?—Todo lo que pueda serlo la secretaria particular de Teodor Moser, Margarita

Schultz.—¿Otra de tus víctimas, de tus fámulas?—Algo así —pareció burlarse el pianista, con narcisista hipocresía—. Yo

también estaba dispuesto a pagar una buena cantidad, pero la operación se truncópor causas ajenas a mi voluntad. Y a la de Teodor Moser, por supuesto.

Tanta frivolidad displació a su padre.—Eso no ha tenido gracia, Maurizio.—Creía que te gustaba el humor negro, como a buen siciliano.—¿Cuándo aprenderás a honrar a los muertos?—¿Respetas tú a los vivos?—No me contradigas. Sigue con tu relato.Maurizio arrugó la boca, pero obedeció:—Después de asfixiar a Moser con una cuerda, el criminal le robó las llaves,

abandonó la Ópera, se dirigió a la Kärntnerstrasse, penetró en su establecimiento,se apoderó de lo que había ido a buscar y le pegó fuego a la tienda. Losbomberos tardaron demasiado en llegar y el local resultó arrasado por las llamas.

—¿Cuál era el móvil?—Se ignora.—¿Pudo tener algo que ver con las cartas de Mussorgsky o con el Han?—Lo desconozco.—¿Han sido recuperados los manuscritos?—Según la policía, ni la partitura ni las cartas aparecieron entre los restos del

fuego. Fueron objeto de robo, probablemente, pero también pudieron quemarse.El conde se atusó el bigote. Lo tenía algo más oscuro que la perilla, asimismo

cuajado de hebras blancas.—Creo recordar que Moser disponía en su despacho de una enorme caja

fuerte de hierro fundido. ¿Comprobaron su interior?—La caja había sido forzada. Curiosamente, nada parecía faltar. Margarita

Schultz me aseguró que los documentos nunca estuvieron allí, sino en los cajonesdel escritorio del anticuario, que ardieron hasta convertirse en cenizas.

—Esa Margarita… ¿era tu amante?—Más o menos —repuso Maurizio, con frialdad.—Y, siéndolo, ¿no acudió a tu concierto en la Ópera?—Iba a casarse con el hijo de Moser. Supongo que prefirió no exponerse a

que la vieran conmigo.—Pobre Moser —se condolió el noble—. Todo lo que me cuentas es tan

absurdo…—Comenzando por mi propia implicación —asintió Mauricio—. Porque ese

inspector, esa mala bestia de Arno Hanke, cuy o nombre no olvidaré mientras

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viva, me sometió a un interrogatorio digno de la Gestapo…Su padre dio un respingo.—¿Es que la policía austríaca llegó a sospechar que tuviste algo que ver con la

muerte de Moser?Maurizio se encogió de hombros.—Las apariencias me señalaban.La barbilla del aristócrata había comenzado a temblar.—¡Dime que tú no…!—¡Claro que no, papá! ¡Por una vez que pretendía sorprenderte y devolverte

parte de todo lo que has hecho por mí!Don Alessandro pasó por alto esa muestra de infantilismo. El niño que

alentaba en Maurizio resucitaba de vez en cuando. Reintegrarlo a la madurez noera tan sencillo como poner el reloj en hora.

—¿Quedaste libre, sin cargos?Maurizio rompió en su característica risa.—En aquella comisaría, en los momentos de mayor apuro, pensé en recurrir

a nuestra sede diplomática. ¡Pero en las embajadas no soy yo, sino tú, quientiene antecedentes!

Ofendido, su padre lo contempló con asombro y dolor.—¿Te avergüenzas de mí?—Se oyen cosas, papá.—¿Qué insinúas?—Podría referirme a la suspensión de tu rango de embajador. A la

procedencia de esta mansión y al origen de tu fortuna.—¡Calumnias!—Será mejor que aplacemos esta aburrida charla —decidió Maurizio,

acabando de desquiciar al conde—. Creo que bajaré al pueblo. Dame suelto,olvidé cambiar en San Andrés.

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Capítulo 13

Entre las dos y las seis de la tarde, il bello Maurizio estuvo en El Galeón Hundido.Se bebió dieciséis cervezas, alternándolas con tragos de ron añejo, y tocó elteclado para una parroquia de pescadores y de desenfadadas muchachas nativas.

Al atardecer, borracho, el joven Amandi pagó una última ronda y seencaminó hacia Il vecchio castello. A medio trayecto, cuando atravesaba lascalles de Pueblo Viejo, se tropezó con la pelirroja del avión, que estaba sola. Lepareció que se le insinuaba y se las ingenió para arreglar una cita en el Puente delos Enamorados, la pasarela que unía Providencia con el itsmo de Santa Catalina.

Cuando llegó a la mansión, después de dar más de un tumbo por la senda deEl Pico, todo parecía en calma. Procedente de los salones abiertos al céfiro seoía, ray ada, la melodía de Cuadros para una exposición.

El perrazo Brahms no acudió a recibirle; tampoco se le oía ladrar. En cambio,Amadeus, el loro, se mostraba alterado; articulaba estridentes chillidos y sus alascepillaban los barrotes de su jaula en forma de pagoda. La brisa había barridoplumas en la tarima del porche.

Ni Jenny ni Felicidad se hallaban en la casa. Maurizio supuso que su padre leshabría dado fiesta, por Nochebuena.

El conde no se encontraba en los jardines. Tampoco en el museo o en losestablos. Maurizio lo buscó por las habitaciones, hasta que, harto de dar voces,decidió bañarse para que se le pasara la trompa.

Se quitó la ropa, arrojándola al césped. Iba a tirarse de cabeza cuando vio unjipijapa surcando el agua como un barquito de juguete.

Un poco más allá, hacia la oculta curvatura de la piscina, un hombre flotabasumergido de espaldas. Tenía los brazos abiertos en cruz y el blanco cabellocomo esponjado por el peine de una sirena.

Maurizio se metió en la piscina, lo sacó con gran esfuerzo y lo tendió en lahierba.

El decimoquinto conde de Spallanza debía de llevar muerto bastante rato. Sulívido rostro recordó a su hijo una pintura de El Greco que colgaba en sudormitorio y que ahora, como todo lo que allí, en Il vecchio castello, se contenía,acababa de transcurrir a su propiedad.

« Soy huérfano, soy rico, soy el decimosexto conde de Spallanza» , pensó el

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pianista, antes de romper a llorar sobre el cadáver de su padre.

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Capítulo 14

Bolsean, 8 de enero de 1986, miércoles.

Tras el mostrador de recepción de La Colmena, Miriam Gómez elevó sus miopesojos hacia el reloj de pared, sobre los archivadores donde se acumulabanperiódicos atrasados y carpetas contables. Sus cuatro dioptrías apenas le dejaronintuir la hora: ocho treinta de la tarde.

La noche anterior, mientras besaba a su novio, se le habían roto las gafas.Desde hacía un par de citas, permitía a Adrián deslizar una mano debajo de susujetador. ¿Resultado? En plena excitación, él le había tirado las gafas al suelo. Enla óptica le advirtieron que tardarían un día en reparárselas. Pese a lo cual,Miriam había ido a trabajar. ¡Qué remedio, si no quería problemas con su jefe,ese verraco de Vacas!

Sin sus lentes, aquella borrosa jornada se le había hecho interminable. Perdíalas facturas, las notas de prensa. No se atrevía a abandonar el mostrador pararecoger el correo que diariamente el cartero depositaba en el buzón porque,según decían que le había ocurrido a más de un ciego —y era casi como si ella loestuviera—, temía caer por el hueco del ascensor.

En su punto álgido, la jaqueca estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas,pero ya faltaba poco para cerrar. A las nueve en punto apagaría las luces yabandonaría la redacción de La Colmena. Había quedado con Adrián, el hombrecon quien, sonrió para sí (porque él aún no lo sabía), iba a casarse.

Adrián estaba terminando Medicina. Se lo tomaba con calma. Tanta, quehabía suspendido varios cursos. Pero eso iba a cambiar, le había prometido aMiriam.

Ella quería creer que Adrián —el futuro doctor Martínez— llegaría aconvertirse en uno de esos médicos de la Seguridad Social, con su uniformeverde quirófano y su salario fijo, guardias retribuidas y congresos gratuitos, enpareja, a lugares exóticos, como el Caribe; capaz de amarla en la salud y en laenfermedad (circunstancia esta última en la que, con un médico en casa, estaríamejor atendida) y de sacar adelante a una familia. La suya, los Martínez-Gómez. Con guión, sí, para dar lustre a los deslucidos galones que su padre,Alarico Gómez, un anónimo comandante del Ejército de Tierra, no había sabido

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o no había podido abrillantar.Pese a sus sueños de lujo y postín, derivados del consumo de revistas del

corazón y de las novelitas rosas que se apilaban en su mesita de noche, Miriamno pertenecía a esa clase de chicas que se engañan a sí mismas. Era apocada, decontadas palabras. Cuando la realidad la ponía a prueba, se valoraba en muypoca cosa. Jamás había conseguido refrendar en la realidad el consejo de sufallecida madre (« Hazte respetar, hija mía, porque las otras, por guapas y listasque parezcan, no valen más que mi niña» ), y solía esconder su timidez tras unacoraza de orgullo. Su corta existencia —ese mes cumpliría veintitrés— habíatranscurrido de cuartel en cuartel y de ciudad en ciudad, desde Malabo a Gijón,de Ceuta a Zaragoza, hasta que su padre fue destinado a la Academia Militar deBolsean.

Cuando conoció a Adrián, Miriam experimentó cierta vergüenza alconfesarle que a duras penas se ganaba el pan como secretaria de La Colmena.Una publicación de carácter satírico sostenida por escasos contratos publicitariosy las mínimas subvenciones que el director, Jaime Vacas, antiguo redactorpolítico del Diario de Bolsean, hombre conservador, látigo de nacionalistas yrojos —« el contubernio» , en su nostálgica visión—, era capaz de extraer a lasinstituciones mediante un cínico juego de servidumbres y amenazas.

A Adrián no pareció importarle. Ni la condición de su chica ni la tirada de LaColmena, que seguiría siendo un medio marginal, iban a prosperar. El sueldo deMiriam, modesto de por sí desde que había obtenido el puesto gracias a sus cursosde mecanografía, estaba congelado. Al no poder asumir nuevos gastos, elsemanal iba a seguir contando con la plantilla más corta de cuantos medios veíanla luz de la imprenta en la ciudad de Bolsean: un director, Jaime Vacas; unredactor, Sabino Sabanés; un maquetador, Ángel Fraile, y la propia MiriamGómez, secretaria de dirección, de redacción y del departamento comercial dela empresa editora. La chica para todo.

¿Qué habría visto Adrián en ella? El cabello se le crespaba, su cutis no erafino y su regordeta figura, lejos de parecerse a la de los anémicos ángeles queparecían flotar sobre las pasarelas de los desfiles de moda, se obstinaba en resistirlas horas invertidas en el gimnasio de la Academia Militar, cuyas instalaciones,como hija de oficial, se le permitía utilizar de manera gratuita.

—Abur —dijo en ese momento, a las ocho y treinta y cinco, Sabino Sabanés,el cáustico (y único) redactor de La Colmena.

Al igual que Vacas, Sabanés era un inadaptado veterano procedente de losperiódicos del Movimiento. Tenía fama de mal enemigo y propagador derumores infundados, que solía firmar con sus iniciales, una doble ese mayúscula.Dominguillo de cuadrillas taurinas y cofrade del Santo Cristo de la Corona deEspinas, sus salaces chistes y sus cotidianas resacas explotaban bajo su flequillochupado, con más grasa que el almanaque de un taller mecánico.

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—Hasta mañana —lo despidió Miriam.—¿Y tus gafas?—Se me rompieron.—¿Magreándote con tu bicho?Ella se ruborizó.—Hay que ver lo grosero que puede llegar a ser usted.Desde su nebulosa, Miriam intuyó que Ángel Fraile, el maquetador, iniciaba

su acostumbrado ritual para recoger su mesa en la sala de redacción. Fraile solíaesperar a que saliera el otro, para no compartir con Sabanés ni siquiera elascensor.

—Así se te ven mejor los faros —se relamió Sabino.La secretaria fingió sumergirse en los recibos pendientes, que colmaban un

archivador.—Aparecerá ese fantoche de Lobos —agregó Sabanés, arrojándole al toser

su aliento a tabacazo. Pese a padecer de asma, encadenaba un habano detrás deotro—. Para traer, él o uno de sus negros, el artículo del próximo número.

—¿Lobos emplea negros?—Becarios, o esas pardillas que se beneficia a cambio de enchufes. ¿Cómo

podría, si no, atender su pluriempleo?Además de columnista y tertuliano de radio, y de caballero elegante y

mundano, Manuel Lobos era un novelista de éxito. Miriam lo había saludado unascuantas veces, en la redacción. A sus ojos, simbolizaba el polo antípoda aSabanés, un canon de educación y de buen gusto.

Los rencores de Sabino solían cebarse con los triunfadores. A la cara, encambio, jamás les reprochaba nada. Antes bien, solía adularles. A Lobos o aldirector, los primeros. Esa mezquina actitud no le reportaba ventaja alguna; porel contrario, envenenaba hasta corromperla su envidia, que se revelaba estérilpara sus desapercibidas víctimas.

En el mundillo periodístico, más que su edad, pensaba Miriam, pesaría larijosidad de Sabanés como un lastre a la hora de pretender escapar a su destino.La muchacha cavilaba que su desarreglo erótico lo ensordecía, comoseguramente lo estaba importunando ya el eco de la muerte, y que por eso bebíay se empeñaba, a menudo con éxito, en amargar la vida a todo prój imo queusara faldas (o falda-pantalón, prenda predilecta de la secretaria para disimularlas redondeces de su cintura).

—¿Y si me pide un adelanto? —Planteó la chica—. Su nómina acumularetraso.

—Le das largas hasta febrero o marzo —dispuso Sabanés, ejerciendo dedirector en funciones—. Primero cobramos los galeotes. Luego, si quedamaquila, cada plumífero por orden de antigüedad.

—Hablaré con el director —lo ignoró Miriam, intuy endo que la respuesta de

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Vacas no iba a ser mucho más optimista. Los ingresos de La Colmena apenasalcanzaban para subsistir, y ella estaba harta de posponer el pago a loscolumnistas. Algunos de los cuales, con razón, protestaban.

Sabanés la taladró con una libidinosa mirada.—¿Cómo no me había fijado en esos oj itos moros? ¡Tus gafas deberían

romperse más a menudo! ¿Hacen unas cañitas con limón en La Espumosa?—Precisamente he quedado allí.—¿Con un punto?—Se llama Adrián.—¿Es que ese ternero que suele esperarte abajo, sacando brillo a la acera,

tiene nombre?Miriam se sulfuró.—Que y o sepa, no pertenece a la especie bovina.—Porque todavía no le pones los cuernos, pero todo se andará. Arriba y

abajo, mientras te aguarda con las manos en los bolsillos, sobándose el paquete,esa mirada degollada suy a me dice que no te merece.

—Nada que ver con la de usted, desde luego.—Esto se pone al rojo —estimó Sabanés, acodándose en el mostrador.

Miriam retrocedió un paso, hasta rozar las estanterías metálicas—. ¿Y cómo esmi forma de mirar, mimosa?

—La de un viejo verde —silabeó ella, asombrándose de su propio valor.—El mío es oficio de alcahuetes —rió Sabino, con acidez—. Algún día,

cuando me fiche un periódico importante, vendrás a suplicarme que te saque deaquí.

—¿Cuando sea usted tan famoso como el señor Lobos, que es un caballero?La boca de Sabanés se frunció en un despectivo ademán.—¿Quién le habrá hecho creer a ese pavo que sabe escribir?—Sus lectores, supongo.A la luz de los neones que iluminaban la redacción, el rostro del reportero se

envileció. Sus manos se extendieron en el espacio vacío, como si quisieranagarrar algo, el velo, acaso, de su perdida fortuna, y volvieron a caer a loscostados.

—No es de estilo literario de lo que me gustaría hablar contigo, chochín. ¿Quéhay de esa cañita? Te advierto que mis ofertas tienen fecha de caducidad.

Miriam cruzó los brazos.—Que un tipo como usted se considere irresistible…—¿Aprendemos a conocernos mejor?—¡Nunca!—¡Qué palabra tan fea!—No es romanticismo lo que me inspira.—Nunca digas de esta agua no beberé.

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—Ni cerveza ni agua. Adiós.—Abur, Cenicienta.La figura encorvada de Sabanés desapareció hacia el ascensor. Sin sus gafas,

Miriam no alcanzó a ver su torvo semblante. Respiró, aliviada, y se alisó la blusacon la sensación de que una zarpa había querido desgarrársela.

No sentía un temor genérico hacia los hombres, pero el acoso de Sabino laagobiaba como una amenaza.

En otra medida, la de la soledad, la de esa clase de odio callado que devora alos hombres hambrientos de justicia personal, lo relacionaba con su padre, elcomandante, cuando éste bebía en silencio, con las luces del apartamentoapagadas. Hundido en una mecedora del cuarto de estar, el viudo oficial dejabaque el anís lo embruteciese con una sombría exaltación, mientras contemplabalos reflejos de la noche en las ventanas de la casa de enfrente.

Durante esos trances, Miriam permanecía encerrada en su cuarto, que dabaal patio interior de la Residencia Militar. Una vez que su padre, tras recorrertambaleante el pasillo, se había derrumbado en la cama, y roto a roncar, entrabaen su dormitorio, le desanudaba los zapatos y lo cubría con una sábana. Con tantosigilo como si estuviera extendiendo un sudario sobre su flaco y aborrecidocuerpo de héroe sin medallas.

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BABA YAGA

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Capítulo 15

A las nueve menos cuarto, Ángel Fraile, el maquetador, abandonó como unespectro la redacción.

Su discreción rayaba en el autismo. A diferencia de Sabino Sabanés, que sepateaba los garitos de Bolsean, viviendo de madrugada, Fraile llevaba unaexistencia, nunca mejor dicho (bromeaba el director) monástica. Como si eldogal de un complejo de inferioridad le doblegara, no solía expresarse sino conmansas inclinaciones de cabeza.

Al despedirse de la secretaria, Ángel Fraile volvió a ejecutar su tristegenuflexión. Un incoherente chasquido —algo así como si mordiera un palo,pensó Miriam— brotó de su garganta.

—Hasta mañana —le ayudó ella.—Adiós —susurró Fraile, resecamente.La puerta de La Colmena se entornó tras él. Se oy eron los molestos chirridos

del ascensor.Transcurrido un rato, Miriam decidió que se hacía tarde para que se

presentase Lobos, o el negro, con su columna. Metió en el bolso el paquete derubio mentolado y los reportajes que debía pasar a limpio (prefería hacerlo en sucasa, en su propia máquina de escribir), vació las papeleras y apagó las luces dela sala de redacción, que olía a una mezcla de humanidad, tabaco y fracaso.

Estaba a punto de marcharse cuando el ascensor se detuvo en la planta de lagaceta. Las puertas se abrieron, clac-clac, y unos tacones, toc-toc, cruzaron elrellano. El difuso rostro de una desconocida asomó al vestíbulo del semanal.

—¿Puedo pasar? —preguntó con acento extranjero.—Estaba cerrando. —Miriam contrajo las pupilas hasta enfocar el rostro de

la inesperada cliente; nunca había visto a esa mujer—. No se preocupe. Laatenderé.

—Sólo será un momento.Era una pelirroja alta y vistosa. Vestía ropa cara, de color negro.—Vengo a poner una esquela —explicó.Aunque el director reservaba un espacio para tales inserciones, en La

Colmena casi nunca se contrataban muertos. A falta de encargos, la fúnebresección acababa rellenándose con la lista de los finados en Bolsean y con

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publicidad de las funerarias. « Contrate su esquela durante las veinticuatro horasdel día, domingos y festivos incluidos, llamando al teléfono…» .

—¿De algún pariente suyo? —preguntó la secretaria.—De mi tío, don Gedeón Esmirna, el anticuario —confirmó la llamativa

mujer.Tenía un tono pastoso y ojos garzos, de los que emanaba una opaca

luminosidad. « Si existiesen diamantes negros, así brillarían» , se le ocurrió pensara Miriam, mientras intentaba recordar dónde guardaba la lista de precios.Revolviendo los cajones, la miró de refilón. La pelirroja llevaba los labiosengrasados con un carmín a juego con el cabello. Larga y espesa, de bruñidosreflejos, su melena se derramaba sobre las solapas de su chaqueta, en cuy o ojalrefulgía un broche. Un lagarto azteca, un íncubo; sin sus gafas, Miriam no hubierapodido asegurarlo.

—¿Puedo preguntarle cuándo se produjo el óbito?—Mi pobre tío ha fallecido esta madrugada. De un ataque al corazón.—Lo siento.—Yo era su sobrina favorita.—Lo lamento sinceramente —reiteró la secretaria, con su tono más

afectuoso.Acababa de encontrar la hoja de tarifas y la consultó con disimulada avidez.

Podía imaginar la sonrisa del director cuando le informase de aquel ingresoextraordinario.

—Sírvase comprobar los módulos. Van desde la página entera hasta lamínima inserción reglamentaria. Los precios oscilan según los cíceros.

La pelirroja no vaciló.—Una página ya bastará. Menos sería desmerecer a mi tío.Las estrábicas pupilas de Miriam bizquearon de la impresión.—¿Ha traído el texto?La mujer sacó del bolso una carpeta de plástico e hizo caer sobre el

mostrador, sin tocarla, una hoja de papel escrito a pulso, con tinta escarlata, yrubricado con una esvástica de gran tamaño. Las líneas, regulares, trazadas conletra de calígrafo, rezaban así:

« En memoria de Gedeón Esmirna, fallecido en Bolsean. Te recordaremos alescribir tu nombre» .

—¿Es todo? —preguntó la secretaria.—Quisiera que lo reprodujeran con absoluta fidelidad. Incluida la firma.—Por supuesto —asintió Miriam. Sin embargo, a la vista de la esvástica,

albergó alguna duda—. ¿Desea hacer constar la fecha del fallecimiento?—No me parece que sea un día para recordar.La pelirroja frunció los labios. Forzando la vista, Miriam pudo admirar sus

rasgos marcados, de una belleza angulosa, como los de una modelo o los de una

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actriz. Su envaramiento emanaba algo vagamente perturbador. A Miriam leinquietó la idea de hallarse a solas con ella.

—Comprendo —volvió a asentir, dando por descontado que la familiatampoco deseaba publicitar el funeral.

Le informó de la cantidad a abonar e inquirió, con ganas de librarse de supresencia:

—¿Pagará en efectivo?—Es una buena costumbre que mi tío me enseñó. Él jamás extendía ni

aceptaba cheques. Tampoco utilizaba tarjetas de crédito.La pelirroja sacó del bolso un fajo de billetes, contó los que correspondían y

los arrojó sobre el mostrador.—¿Cuándo saldrá publicada la esquela?—Dentro de tres días, con la nueva edición.—Espero que le asignen una página destacada. Los Esmirna no somos gente

del montón. Mi tío tenía influyentes amigos. Era un hombre de otro tiempo,meticuloso y sensible. Un mecenas.

—Descuide.Mientras la secretaria contaba el dinero, se hizo un incómodo silencio. Para

compensar ese profano trámite, Miriam reiteró sus condolencias por ladesdichada pérdida.

—Otros lo sentirán más —vaticinó la desconocida, con un tono que a Miriamle pareció agresivo. Sus uñas, afiladas y pintadas de fucsia (« como las de unabruja» , pensó la secretaria) arañaron la superficie del mostrador.

La pelirroja le dio las gracias y salió de la oficina. Una nube de perfume conaroma a espliego quedó flotando en La Colmena.

Miriam oy ó, toc-toc, sus tacones en el rellano, y enseguida, clac-clac, lapuerta del ascensor y el gruñido de la sirga descolgando con lentitud la cabina. Lasecretaria volvió a contar los billetes y los guardó en la caja. « El director dará unbote» , presumió, alborozada.

Por alguna razón que tal vez tuviese algo que ver con el sugerente aspecto ycon el terroso tono de la desconocida, aquella escena la había puesto nerviosa.Cerró el periódico y se dirigió a la cervecería donde la esperaba Adrián.Deseaba abrazarle, volver a sentir sus cálidos besos.

De noche, todavía veía peor. Al cruzar la calle, un coche estuvo a punto deatropellarla. Por asociación, le vino a la cabeza el difunto anticuario. La vaganoción de la levedad de la vida la aturdió hasta que se obligó a reflexionar que niella ni Adrián habían empezado a quemar etapas, y que un futuro feliz lesaguardaba a la vuelta de la esquina.

La secretaria de La Colmena apresuró el paso y se olvidó de todo, excepto delo que pensaba hacer esa madrugada con su novio en las escaleras que bajabanal garaje de la Residencia Militar, junto al cuarto de calderas, cinco plantas por

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debajo del dormitorio donde roncaría, en sus pesadillas de cañones y anís, elcomandante Alarico Gómez, su padre, a quien pronto, en cuanto Adrián sedecidiera a casarse con ella, dejaría de deber obediencia.

Porque estaba harta, realmente harta, de obedecer. ¿De qué le había servido?

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Capítulo 16

Bolsean, 9 de enero de 1986, jueves.

Eran las nueve de la noche. Un cielo denso y oscuro oprimía el barrio portuario.La humedad calaba la ropa. A causa de la niebla, no se distinguía a diez pasos.

En la calle de los Apóstoles, salvo un negro asomado a un balcón, no se veíagente. Una percusión de bongos ponía ritmo al silencio. De otra ventana másalejada surgían gritos, con acento calé, de una riña doméstica.

En el único local comercial del callejón (porque, ¿podría recibir esaconsideración el Calypso, un lupanar de marineros con una novia en cadapuerto?) la campanilla de Antigüedades Esmirna emitió un repiqueteo.

Una esbelta pelirroja, vestida de negro, la había hecho sonar. Las sombras delcallejón se diluían hacia el interior del establecimiento. Impaciente, la mujercambió de postura sobre sus zapatos de tacón y volvió a tirar de la campanilla.

En el misceláneo escaparate, apenas iluminado, se disponían, entre otrosmuchos objetos, una armadura medieval con un hacha de formidable aspecto, unpar de jarrones orientales, un arcón castellano, la gorra de un oficial nazi y unaserigrafía firmada por Juan Gris. Más allá, hacia el lúgubre ámbito de la tienda,reinaba una espesa penumbra.

El anticuario demoró en abrir. Su humanidad se fue abriendo paso entre unabarricada de muebles, hasta que la acristalada puerta de entrada, decorada con ellogotipo del negocio, un guante de prestidigitador del que surgía una muñeca deporcelana, reflejó su reluciente rostro.

Gedeón Esmirna debía de pesar no menos de noventa kilos. Sobre la camisaazul lucía una corbata rosa con un alfiler de diamantes. Un batín de seda púrpura,anudado al estómago por un cinturón con borlas, cubría el tiro de un afelpadopantalón, que daba calor sólo de verlo. Las perneras caían sobre las redondeadaspuntas de unos zapatos hechos a mano.

El anticuario había sonreído mientras descorría el pestillo. Con una entonaciónamistosa, casi familiar, dijo:

—Entra.De pronto, enmudeció. Su globosa sonrisa dio curso a una expresión

precavida.—¿Qué desea usted?

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—Necesito hacer un regalo —contestó la mujer del pelo de fuego—. Estoyde visita en la ciudad. Si no puede atenderme, regresaré en otro momento. O talvez no me tome la molestia de hacerlo.

El sentido práctico del anticuario se impuso. Contestó, con afabilidad:—Estaba cuadrando la caja, pero nada me impide dejarlo para después.

Pase.—Gracias. Acabo de tener la impresión de que me confundía con otra

persona.—Me precio de ser buen fisonomista. Y no, no se parece usted a nadie que yo

conozca.El establecimiento era un ordenado caos. La mujer fue sorteando obstáculos

hasta que una otomana le impidió avanzar.Gedeón Esmirna conectó un interruptor: una luz cerúlea, de bodegón, se

difuminó por la tienda. De las cruces de las bóvedas colgaban ganchos parasostener lámparas de araña, cuyas teselas, lágrimas y caireles de cristaltranslúcido rozaban entre sí, tintineando a causa de la corriente. Un par deganchos exentos revelaban que esas piezas seguían vendiéndose.

La melodía de un piano surgía de algún rincón. El sonido no era nítido.Esmirna apartó la otomana y asió a su clienta del brazo.—Estaremos más cómodos en mi gabinete.Ella supuso que se refería a una especie de abierto y destartalado despacho

en el que, junto a un escritorio, el único mueble virgen de polvo, se arracimabaun foro vacío de sillas desparejas. En principio, podría pensarse que la mesa detrabajo era una propiedad particular, pero una etiqueta adherida al vade advertíaque estaba en venta, como las antiguallas amontonadas de cualquier manerahasta la boca de la trastienda, separada por una cortina.

El anticuario tosió como si hubiera tragado el polvo que flotaba en el avaroaire de su negocio y fue rodeando el escritorio hasta acomodarse en un sillónVoltaire.

Un brasero de propano emitía un calor enfermizo. Esmirna respiraba condificultad. Su frente transpiraba. De un frasco tapado con un corcho vertió unasgotas de colonia y se masajeó la cara. Un intenso efluvio impuso su aromavegetal.

—¿Eucalipto? —preguntó la pelirroja.—No soporto los perfumes industriales —explicó el anticuario, antes de

revelar—: Uso una colonia de hierbas que fabrico yo mismo.—Soy fanática de los cosméticos. ¿Me revelaría la fórmula?—Recolecto los ingredientes en la ladera del monte Orgaz. Cerca de la

refinería, si conoce la zona.—Ya le he dicho que soy forastera.—Las plantas vienen de ahí, pero el secreto morirá conmigo. Hablemos de su

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regalo. ¿Para hombre o para mujer?—Hombre —repuso ella, lacónica.—¿Alguien especial?—Para mí, lo es.—Eso está bien —aprobó el gordo Gedeón. Bajo unas cejas de mandarín, sus

ojos, de una decoloración castaña, no cesaban de escudriñar a su clienta—. ¿Untictac, tal vez?

Riendo, se abrió el batín. Contra su orondo vientre reposaba un reloj debolsillo, cuya tapa se expresó con un chasquido en cuanto su dedo pulgar,amoratado por una negruzca uña, hubo pulsado el mecanismo. A su costado,enfundada en una cartuchera, asomaba la culata de un Derringer. El anticuariodepositó el reloj y la pistola sobre el vade del escritorio.

—¿Le da miedo el revólver? No se asuste. A ratos perdidos me he entretenidoreparando el percutor. Una vez compuesto, me apeteció enfundármelo. No tienenada que ver con las armas que usábamos entonces, pero me sentí de nuevo en elFrente del Ebro.

—¿Estuvo en la guerra?—En Belchite, en primera línea, combatiendo sin desánimo. Más tarde, con

diecinueve años, me alisté en la División Azul. En cuanto al cronómetro —Esmirna sopesó el reloj , abriendo y cerrando su tapa—, le garantizo quesobrevivirá a cualquiera de nosotros. ¿Sería apropiado para ese hombre tanespecial para usted?

—Tiene reloj .—¿Y el Derringer?—Mi amigo sólo sabe disparar elogios envenenados.El anticuario celebró con una moderada risita la ingeniosa respuesta.—¿Puedo saber a qué se dedica tan singular caballero?Ella tardó unos segundos en responder.—Es pianista.Ese oficio pareció agradar a Gedeón. Comentó, expansivo:—Me encanta el piano. Yo mismo lo toco en mis ratos libres. Nada del otro

jueves, no vay a a creer. Estoy abonado al Balneario del Mar, aunque no siemprepuedo asistir a los conciertos. Me encanta abandonarme a un nocturno, a unasuite. El mejor momento de la jornada es precisamente éste, cuando medispongo a cerrar y puedo concentrarme en mis composiciones predilectas.Escuche con atención. ¿Reconoce la que está sonando?

La melodía se oía ahora con más brío. La mujer del pelo rojo apuntó:—¿Mussorgsky?El anticuario la evaluó con mayor indulgencia.—Acertó. Una de sus suites.—¿Cuadros para una exposición?

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Esmirna no disimuló su arrobo.—Volvió a acertar. Es eterna, ¿no cree?La afinidad musical creó un clima de confianza. Los dedos del anticuario

tabaleaban la melodía contra el filo del escritorio.—Adoro los Cuadros. En mi pick-up sólo suena la versión original, antes de

que Ravel decidiera colorearla, o profanarla. ¡Ese Maurice! —Le increpó, comoa alguien a quien conociera de toda la vida—. ¡Condenado impostor! Por suerte,algunos intérpretes jóvenes, como ese otro Maurizio, Amandi, quien, por cierto,es cliente mío, se han decidido a recuperar la partitura original. ¿No cree queAmandi es uno de los mejores pianistas vivos?

La pelirroja se alteró un tanto. Sin percibirse de ello, el gordo Gedeóncontinuó parloteando:

—Mañana, precisamente, en el Balneario del Mar, Maurizio Amandiinterpretará, en su versión original, los Cuadros. ¡No me lo perdería por nada delmundo! Aunque le resulte paradójico, y admitiendo que, en parte, subsistogracias a ellas, odio las restauraciones. Nada me halagaría tanto como que ustedllegase a pensar que cuanto contiene mi establecimiento es auténtico. Menos eltiempo, que se revela ilusorio. Por eso permito que el polvo cubra mis tesoros. Loindulto, prohíbo limpiarlo. ¿Una pluma estilográfica, tal vez, para su amigo?

—Tal vez.Gedeón se palpó el pecho para desprender un colgante del que pendía una

pequeña llave, con la que abrió el cajón central del escritorio. Extrajo unaarqueta y alzó su tapa. Inclinando con unción la urna, como si contuviese algunareliquia, mostró a su clienta varias estilográficas acostadas sobre un paño deterciopelo de color ciruela. Escogió una y la exhibió con delicadeza.

—Egmont-Snake, 1904. Una joy a de la escritura.La pelirroja tomó la pluma, decorada con una serpiente de plata, la destapó y

trazó unas líneas en la cuartilla que le ofrecía el anticuario. La tinta se deslizó confluidez. Los dedos de la mujer acariciaron las esmeraldas engarzadas a amboslados de la cabeza del reptil, a modo de hipnóticos ojos.

—Nunca había visto una pluma como ésta.—Ni volverá a verla, se lo puedo garantizar. John Egmont, el fabricante que

inventaría el sistema de émbolo, celebró el cambio de siglo con el símbolo de lamudanza, del renacimiento. La serpiente del XIX mudaba de piel para recibir ala nueva centuria. La suy a, el siglo XX, el de Eva y la sierpe, la centuria deldiablo. Porque vivimos bajo el imperio del mal, ¿o tiene usted alguna duda?

A la pelirroja no le seducía la disquisición filosófica. Inquirió:—¿Un ejemplar único?—Ah, no. Hace ochenta años, la edición conmemorativa, destinada a

coleccionistas, ascendió a trescientos ejemplares. De la Egmont-Snake deben dequedar apenas medio centenar en todo el mundo. Casi ninguno en tan buen estado

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de conservación, le doy mi palabra.—¿Precio?A la sonrisa de Esmirna asomó el desdén.—¿De verdad opina que cualquiera podría pagarla?—¿Cuánto? —insistió ella, herida en su orgullo.Una chispa relumbró en las pupilas de su interlocutor.—No saldrá de esta humilde morada. Pertenece a mi colección particular.La pelirroja observó las restantes plumas. Algunas, moldeadas con ebonita y

primitivos derivados del caucho, procedían del siglo anterior. Reparó en unaestilográfica muy curiosa, de oro, con giróvagas cruces de pedrería decorando elcapuchón y el cargador.

—¿Y ésa, está en venta?—¿La Egmont-Swastika? Se trata de una imitación —se apresuró a explicar el

anticuario, con un deje de vergüenza—. Tampoco los rubíes son auténticos. De laedición original de principios de siglo sólo deben de quedar… unos pocosejemplares. Su valor es incalculable. ¿Qué más puedo ofrecerle?

La clienta derivó una mirada errática por los ángulos de la tienda. El horror alvacío colmaba el espacio con atestadas alacenas y estanterías que alcanzaban eltecho.

—¿Pintura cubista, impresionismo? —Le sugirió el anticuario—. Detesto lasvanguardias, pero tienen su público y visten la ignorancia. ¿Un paisajedecimonónico, un Romero de Torres?

—Preferiría algo verdaderamente antiguo. Románico, gótico.El gordo Gedeón se incorporó con pesadez. Ajustándose el batín, se dirigió a

una galería contigua y encendió una lámpara turca de alabastro y latón. Unasuerte de pinacoteca quedó iluminada al trasluz. Había serrín en el suelo, yalguna baldosa fallaba.

—Elija usted misma. Puedo ofrecerle un poco de todo, como verá. Vistasvenecianas del Gran Canal. Retratos costumbristas de la escuela velazqueña.Tallas románicas y góticas, desde luego. Hasta un Goy a, ese Natanael que cuelgaenfrente de mí. Auténtico, por supuesto.

—No lo dudo.El tono del anticuario se tornó displicente.—He reparado en su gesto, y conozco los rumores que perjudican mi oficio.

Estoy en disposición de documentar cualquier pieza que decida comprar. Enmetálico, lo único. En esta casa no se aceptan cheques ni tarjetas de crédito.

—No he traído efectivo. Me aseguraron que este barrio no era de fiar.La garganta troncal de Esmirna emitió un suspiro.—Dígamelo a mí, que he sufrido un sinfín de atracos. No sé por qué sigo aquí.

Por respeto a mi padre, supongo, que instaló en su fecha, durante la dictadura dePrimo de Rivera, una prendería que era también bodega y nevero. Tampoco es

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imprescindible que pague al instante. Mande a recoger el regalo mañana, si sucaballero puede esperar.

—No está acostumbrado a hacerlo.—Yo, en cambio, esperaría, tratándose de una mujer como usted.La pelirroja entornó los párpados, rematados por largas pestañas.—Me lo tomaré como un cumplido.—Lo es, señorita. Porque no está usted casada, ¿verdad?—¿Cómo lo ha adivinado?—Mis clientas no usan esos zapatos de tango.Ella lo contempló, divertida.—¿Y usted, está casado?—Con el arte. Soy vehemente, no vaya a pensar. Cuando deseo una pieza, la

obtengo. Eso no me impide rendir homenaje a la belleza, aunque no mepertenezca.

La desconocida encendió un cigarrillo. Gedeón arrugó la nariz, pero se limitóa regresar al escritorio para perfumarse de nuevo y coger un cenicero de nácar,en forma de concha.

—Puede que me interese aquella pintura —señaló la pelirroja.—¿La Anunciación?—Sí.—¿Le atrae a su amigo el arte religioso?—Sólo cuando rezuma dolor. Y esa Virgen parece estar sufriendo, como si el

éxtasis la atormentase, como si no estuviera en el lugar que le corresponde.—¡Qué idea más peregrina! —Se extrañó Esmirna—. La tabla es

excepcional, en cualquier caso.—¿De qué época?—Siglo XIII, principios.—¿Procedencia?—Difícil de precisar, como la mayoría de obras indocumentadas de ese

período.—Me gusta saber el origen de lo que compro.—La adquirí a un experto. Yo diría que procede del Alto Aragón, pero

también podría ser románico asturiano. Estoy seguro de que a su amigo leencantará.

—¿Cuánto?—En un rapto de generosidad, la he marcado en un millón ochocientas mil

pesetas. Vale mucho más.La pelirroja tomó una decisión.—Vendré a buscarla mañana por la tarde, a última hora.—La estaré esperando.—¿Millón y medio?

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—Yo no he dicho eso.—Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué me pareció oírlo?—Está bien —sonrió Gedeón.Conforme, la mujer se encaminó hacia la salida. Justo cuando iba a salir,

entró un hombre joven, de unos veinte años, con el pelo negrísimo y rizado y unapiel tostada que proporcionaba un aire étnico a su rostro mediterráneo. Llevabauna bolsa de lona atravesada a la espalda.

El anticuario le saludó con familiaridad.—Buenas noches, Manolito. ¿Todo bien?—Todo bien.La pelirroja reparó en la sonrisa blanca y tímida del muchacho. Sus labios

brillaban como si los hubiera animado con una barra de cacao.—Manuel Mendes, mi ayudante —lo introdujo Esmirna—. Uno de los más

prometedores alumnos de la Escuela de Artes y Oficios. Me acompaña a lasferias y se introduce conmigo en los secretos del gremio. Es un chico serio.Aguárdame en la trastienda, pequeño —le indicó.

La mujer estrechó la blanda diestra del anticuario, le reiteró que regresaría aldía siguiente con la cantidad acordada y desapareció por la calle de los Apóstolesentre un ritmo de bongos y los gritos de la misma riña casera que había percibidoal llegar y que, a juzgar por un llanto convulso y los insultos que profería unvecino fuera de sí, amenazaba con pasar a mayores.

Tanto, pensó la pelirroja, sonriendo para sí, que tal vez tuviese que acudir lapolicía.

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PROMENADE

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Capítulo 17

Al llegar a la esquina, la mujer que acababa de salir de Antigüedades Esmirna sedetuvo para asegurarse de que nadie la seguía. Sonrió, se ajustó la peluca, cortópor las calles transversales al puerto y se dirigió hacia el Mercado de Pescados.

Entre los coches aparcados buscó el de Horacio Muñoz, el agente que laestaba aguardando desde hacía más de una hora.

Responsable del archivo documental de la Jefatura Superior de Bolsean,Horacio Muñoz era un policía atípico, con una mirada viva y hundida y barba deprofeta.

Su automóvil, un Volkswagen Escarabajo de color amarillo, no destacaba porsu discreción.

El motor estaba apagado, pero el zapato ortopédico del conductor permanecíaapoyado sobre el freno. Ajeno a cuanto sucedía en el exterior, Horacio leía unanovela policíaca. Sobre la guantera reposaba un envoltorio de caramelos. Porcada capítulo, se llevaba uno a la boca.

—Misión cumplida —anunció la pelirroja al abrir la portezuela—. ¿Se le hahecho larga la espera?

Horacio cerró el libro. Era una edición barata de E. Stanley Gardner, tomadade la Biblioteca Municipal.

—¡Realmente, está usted desconocida!—De eso se trataba.—¿Sabe? Hay veces en que me parece usted un personaje… novelesco.

Como esas detectives que salen en los libros y en las películas, ya me entiende.—¿Se refiere a la novia de Perry Masón?—Y a Lauren Bacall y a…—¿Tendré que recordarle que no son reales?—Yo prefiero pensar lo contrario. A lo mejor me animo a emular el oficio de

contador de historias. Sin ir más lejos, sus casos podrían servirme de inspiración.¿Me permite que le haga una pregunta?

—Si no es literaria ni personal, sí.—¿Dónde aprendió a caminar de ese modo?—Con los zapatos que llevo no hay otra forma de hacerlo.—¡Y esa peluca! Me recuerda a una mujer fatal, a una de esas francesas de

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los cafés de París. O a una vampiresa.—¿Me está acusando de chupar la sangre a mis colegas?—Usted sabe que tiene bula para abusar de mis modestos atributos.La subinspectora Martina de Santo se echó a reír. Después de una larga

jornada en las calles, inspeccionando tiendas de antigüedades, necesitabarelajarse.

—No crea que mi educación me impide apreciar sus dobles sentidos,Horacio. Recuérdeme que le invite a cenar, por las molestias.

—¿Cuántas cenas me debe ya?El sarcasmo era cariñoso. Martina encendió un cigarrillo.—Dos. Una por cada enigma que hemos resuelto juntos.—Como no me citaba, pensé que estaría ocupada atendiendo a algún

admirador.—No es fácil establecer relaciones con una mujer que termina de trabajar

cuando no han puesto las calles.—Porque quiere, Martina. Todos nuestros colegas están libres para cenar. En

especial, si no es con su pareja. ¿Cómo le ha ido esta vez?La subinspectora aspiró una profunda calada y expulsó el humo contra el

parabrisas.—Es posible que hayamos localizado a nuestro perista. Y, acaso, alguno de los

cuadros robados.—¿Quiere informar ahora? ¿Vamos a Jefatura?Martina de Santo tenía otros planes.—El pájaro no volará. Estos malditos zapatos me están matando. Necesito

quitarme el disfraz. Lléveme a mi casa. Desde allí llamaré al inspector Villa.El archivero encendió el motor del Escarabajo, que sonó como un concierto

de latas, y condujo hacia la zona alta de la ciudad. Aunque nunca había estado encasa de la subinspectora, sabía su dirección. Entre ambos, a raíz de los casos enlos que habían colaborado, venía cimentándose un sentimiento amistoso, unatácita complicidad que no incluía mayores confianzas.

Martina residía en uno de los pocos edificios modernistas que habíansobrevivido a la especulación de los años setenta. Su padre, el embajadorMáximo de Santo, había adquirido esa casa años atrás, cuando abandonó lacarrera diplomática para retirarse a Bolsean, su ciudad natal.

El Volkswagen frenó ante una verja de forja. La combustión del tubo deescape hizo que las hojas caídas de los plataneros revolotearan como moribundospájaros.

Martina descendió del Escarabajo y, arrancándose al caminar la pelucapelirroja que ocultaba su media melena castaña, se perdió entre las sombras deljardín.

Eran las diez de la noche. Horacio decidió regresar a su puesto en el archivo

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de Jefatura. Quería encontrarse allí cuando la subinspectora informara de losresultados de sus pesquisas.

Con ella, con Martina de Santo, nunca sabía si su concurso podía resultar útil,pero su olfato de antiguo patrullero le decía que un nuevo caso estaba en marcha.

Y no sería él quien fuese a perdérselo.

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Capítulo 18

El caso lo había expuesto ocho horas antes, ese mismo mediodía, ConradoSatrústegui, el comisario jefe, durante un almuerzo rápido en La Marea, unrestaurante que solían frecuentar mandos policiales y al que Satrústegui, desde sureciente y mal llevado divorcio, estaba abonado.

Además de la subinspectora De Santo, los inspectores Ernesto Buj , deHomicidios, más conocido como el Hipopótamo, y Baldomero Villa, deldepartamento de Robos, compartían la mesa del comisario.

—Un buen botín —había resumido Satrústegui—. Forzaron la puerta de laermita de San Caprasio, en Muruago, que carece de vigilancia. El cura estabaingresado y no se apercibió del robo hasta que hubo regresado al pueblo. Debidoa lo apartado del santuario, nadie advirtió el expolio. Fue un trabajo deespecialistas. Se llevaron varias tallas del siglo XIII, románicas, el lígnum crucisque se conservaba en la sacristía y lo que pudieron desmontar de capillas yretablos: capiteles, molduras, incluso la pila bautismal.

El comisario había hecho una pausa, antes de añadir:—La tabla más valiosa representa una Anunciación.El obispo está preocupado y el gobernador nos ha ordenado que colaboremos

con la Guardia Civil. Se supone que debemos impedir que las piezas robadassalgan del país.

—Como si no se hubiera concedido a los ladrones todo el tiempo del mundo—se quejó Villa.

—Son gajes del oficio.—¿Qué es eso del lígnum crucis? —había preguntado Buj , que llevaba

consumida media botella de tinto.—Ernesto, por Dios. —Villa era de los valles, y conocía la reliquia—. Un

trozo del madero donde crucificaron a Cristo.—¿Y estaba en ese pueblo, en Muruago, a miles de kilómetros de Jerusalén?—Eso dicen —había asentido Satrústegui, sin excesivo convencimiento.—¡Y este cristiano viejo sin saberlo! —Había exclamado el Hipopótamo,

masticando a dos carrillos—. ¿Cuánto vale?—No tiene precio.—Entonces, comisario, ¿para qué movilizarnos?

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Obviamente, Buj iba con un trago de más. Villa había apuntado:—Seguro que en el mercado negro aparece un chiflado dispuesto a pagar un

pico.La denuncia había sido adscrita al departamento de Robos, que andaba falto

de agentes y sobrecargado de trabajo. La conversación seguiría girandoalrededor de las piezas desaparecidas. Una vez servidos los cafés, Villa habíapostulado:

—Enviaré un par de hombres a ese pueblo, pero alguna ayuda me vendría deperlas.

El comisario había señalado a Martina.—¿Subinspectora?La mujer policía no solía pensarse dos veces ese tipo de propuestas.—Tengo gestiones pendientes, pero pueden esperar. Estoy lista para echar una

mano.—Se lo agradecería —se había apresurado a aceptar Villa—. Si usted,

Ernesto, no pone inconveniente, claro está.El Hipopótamo, jefe directo de Martina, había soltado uno de esos bufidos que

justificaban su mote.—¿Cómo sobrevivir sin usted, subinspectora, sin mi verdadera cruz?—Cuarenta y ocho horas —había dictaminado el comisario, comenzando a

irritarse como siempre que la mutua animadversión entre Buj y De Santo saltabaal terreno laboral—. Es el plazo que les concedo para que me presenten algúnavance.

Satrústegui había cogido la nota. Sin olvidar la factura, que pasaría a gastos,depositó unos billetes en el platillo de la cuenta. Antes de abandonar elrestaurante, había dispuesto:

—Usted, subinspectora, investigue los comercios de antigüedades. Algunosadmiten en depósito o peritan objetos de dudosa procedencia. Por mi parte, meacercaré al obispado para tranquilizar a monseñor y obtener un inventario debienes de la parroquia asaltada. ¿Alguna pregunta?

Villa denegó, por todos. Martina y él habían terminado a la vez sus cafés. Aldespedirse, Martina tuvo el detalle de dar las gracias a Buj .

—No tiene por qué —fue la réplica del Hipopótamo—. Sin usted, la secciónvolverá a ser lo que era.

Martina lo había fulminado con la mirada. En ese momento, le habría gustadoverle en un dantesco infierno, asándose en compañía de otros déspotas.

—La policía, como el coñac, es cosa de hombres —había epigramado Buj ,buscando al camarero—. ¡Un Soberano, mozo!

La subinspectora iba a replicar, pero el inspector Villa la había empujadohacia la puerta de La Marea. Martina se precipitó a la calle con el rostroarrebolado por la ira.

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—¡Estoy empezando a cansarme de tanto machista!Era la primera vez que Baldomero Villa la veía descompuesta. Se le ocurrió

pensar que, además de su permanente enfrentamiento con Buj , Martinaatravesaba un mal momento.

—Disfruta provocándola.—¡No sabe aún de lo que soy capaz!—Déjelo, no vale la pena.—¿Qué quiere, que contemporice con él, como han venido haciendo todos

ustedes?Villa no se había atrevido a objetarle. La vio alejarse por la acera, furiosa,

esgrimiendo un cigarrillo y mirando al suelo.

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TRILBY(BALLET DE POLLUELOS EN SUS CÁSCARAS)

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Capítulo 19

Una vez que Horacio Muñoz la hubo dejado en su casa, la subinspectora encendióla chimenea y se sirvió un whisky de malta con mucho hielo en copa de balón.Agotada, se había dejado caer en un sofá del salón. Olía a cerrado. No era deextrañar, pues pasaba el día fuera de casa. Normalmente, las persianaspermanecían bajadas. Las subió y abrió los ventanales al húmedo aire de lanoche.

Eran las diez y cuarto cuando llamó a Jefatura, al número directo deBaldomero Villa. Pese a lo avanzado de la hora, fue el propio inspector quiendescolgó el auricular.

—¿Me telefonea para darme buenas noticias, Martina, o necesitaba oír unavoz amiga?

Tal como le sucedía a Conrado Satrústegui, Baldomero Villa se encontrabainmerso en un proceso de separación matrimonial. Un dominó de divorciosestaba haciendo tambalear el equilibrio sentimental de los mandos. Las escasasagentes de la Comisaría Central comentaban que ir a trabajar era como soportara los Rodríguez en una noche de verano, cuando el setenta por ciento de lasmujeres adultas de Bolsean se encontraba de vacaciones en las play as. Pese asus corteses modales, Villa era de los que se dejaban caer. Martina le contestó,con timbre administrativo:

—La tarde ha sido fructífera. Cabe la posibilidad de que hayamos dado conuno de los objetos robados.

—¿Con el lígnum crucis?—Con esa Anunciación.—¡Bien hecho!De modo sucinto, la subinspectora le refirió su encuentro con Gedeón

Esmirna en la tienda de antigüedades de la calle de los Apóstoles.—¿Pudo ver el cuadro?—Está expuesto.—¡Qué valor! —exclamó Villa.—Fingí interés por él. Esmirna lo ofrece por millón y medio de pesetas. Me

comentó que lo había adquirido a un especialista.—Seguro —ironizó el inspector—. Incluso pondrá a nuestra disposición una

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factura con el precio de venta y los gastos de envío. Sin embargo, Martina, mecuadra su información. Aunque Esmirna carece de ficha, no hace mucho se vioenredado en un asunto turbio, relativo a un lote de joyas robadas. Salió indemne,pero me quedó una duda razonable acerca de su inocencia. Le interrogué,recuerdo. Un tipo resbaladizo, muy cursi. Homosexual, probablemente.

La voz de Martina sonó crítica.—¿Eso le convierte en sospechoso?—Claro que no —se enmendó Villa, recordando las habladurías sobre la

ambigüedad sexual de la subinspectora.A ese respecto, el Hipopótamo era, de todos los mandos de Jefatura, quien lo

tenía más claro. Simple y llanamente, para el inspector Buj ella era una JL. « ¿Yqué es una JL?» , le había preguntado alguien. « Una jodida lesbiana» , habíareplicado Buj .

—¿Sigo la pista de Esmirna? —preguntó Martina, rompiendo el embarazososilencio. Si Villa pensaba o no que era una JL, allá con su jodida conciencia.

—¿Ha levantado sospechas? —Quiso saber el inspector.—No lo creo. Esmirna acaba de recibir la visita de una mujer pelirroja, muy

llamativa, con aspecto de nadar en dinero. Lejos del estereotipo de unasubinspectora de policía.

Al otro lado del hilo se oyó una risilla.—¿Es que se ha disfrazado usted, Martina?—Ni siquiera el inspector Buj me habría reconocido.Villa emitió un gorjeo nasal.—No esté tan segura. Buj sueña con usted. Ha hecho bien en camuflar su

identidad. Últimamente, su foto ha salido con demasiada frecuencia en losperiódicos, y el gremio de anticuarios suele estar bien informado.

—No vaya a pensar que me entusiasma aparecer en los papeles.—Lo imagino. Continúe con la representación, en cualquier caso.—¿Quiere que despache con usted?—Se lo iba a proponer. El comisario me ha adelantado que mañana

dispondremos de la documentación de las piezas sustraídas.—¿A primera hora, entonces?—Perfectamente. Acérquese por mi negociado para comprobar si se trata de

la misma Anunciación. De coincidir las características del cuadro, usted y yoharemos una visita, no sé si de cortesía, a Gedeón Esmirna. ¿Advierto a misecretaria que permita pasar a una explosiva pelirroja?

La risa nasal de Baldomero Villa se repitió en sordina. Martina le secundó, poreducación.

De los inspectores, Villa era el único con quien la subinspector habíaconseguido establecer una cierta relación de igualdad. Los demás seguíanpercibiendo en ella una anécdota, o a un rival. No la contemplaba así el

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comisario Satrústegui, quien siempre le había deparado un trato profesional.Martina subió a su dormitorio y se asomó a la ventana. Un viento frío hacía

oscilar las copas de los tamarindos. No se divisaban estrellas. Según los informesmeteorológicos, una borrasca procedente de Europa Central se cernía sobre lapenínsula. El tiempo iba a empeorar. Se esperaban tormentas.

La subinspectora cerró la ventana y observó su rostro en el espejo del cuartode baño. Limpió sus labios de carmín y usó algodón desmaquillador hasta que sucutis recuperó su aspecto habitual, fresco y suave, sin impurezas ni brillos. ¿Hacíacuánto tiempo que no se disfrazaba?

Recordó haberlo hecho en el Londres de su salvaje juventud, en elapartamento en el que había conocido a Maurizio Amandi. ¡Qué ridículo, santoDios! ¡Utilizando una peluca, unos bombachos y un sujetador de lentejuelas sehabía caracterizado de princesa hindú para bailar la danza de los siete velos!

El espejo reflejó oblicuamente el telegrama que había recibido el díaanterior, y que permanecía tirado en la cama, sobre la funda de la almohada.Martina acabó de quitarse la ropa, se tumbó sobre el edredón y, con el corazónagitado, volvió a repasar sus taquigráficas frases:

Actúo Bolsean 10 enero. No lo haré si no asistes.Sueño, escribo tu nombre.Maurizio Amandi.

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Capítulo 20

La subinspectora cerró los ojos, negándose a resucitar el pasado.Hacía casi cuatro años que no veía a Maurizio, y temía volver a encontrarse

con él. Su última cita resultó tan decepcionante como las anteriores. Si ninguno delos dos había nacido para hacer feliz al otro, ¿para qué obstinarse en sufrir?

Una innata tendencia a la infidelidad descompensaba las virtudes de Maurizio,su encanto, su ingenio, su histriónico talento… ¿Cuántas mujeres habrían pasadopor sus brazos?

Maurizio era un coleccionista de amantes, un cazador. También, una víctimade sus íntimas inseguridades. A Martina nada podría extrañarle que, en el terrenomeramente deportivo del amor, Maurizio continuara siendo un vanidoso y falsodonjuán. Mucho tendría que llover para que aprendiese a convivir con unamujer, y toda una eternidad si pretendía que le fuesen conmutadas susinnumerables, y a veces inocentes, mentiras.

El pianista era famoso por su carácter ciclotímico y por sus numerosasrarezas.

Cuando estaba de gira, Maurizio exigía en los hoteles habitacionesinsonorizadas y un piano para sus ensayos, además de toallas nuevas, comidaoriental, gimnasio y suficientes bebidas como para abastecer a una orquesta.Pero aun siendo esas y otras cláusulas de sus contratos debidamente atendidas, suconducta devenía imprevisible. En muchos detalles imitaba a los ídolos del rock,cuy a estética había asimilado. Le encantaban las cruces, las drogas, el sexo.Durante una época en la que coqueteó con la heroína se quedó extremadamentedelgado. Fue su etapa más gótica, con candelabros junto al piano, dedosenjoyados, amistades peligrosas, lecturas esotéricas, irascibilidad yenfrentamientos con los periodistas…

La prensa no lo tragaba, a causa de su arrogancia, pero solía comentar susexcentricidades. A él le encantaba la publicidad, y hacía todo lo posible,actuando, maniobrando, por alimentar su ley enda. En una violenta discusión conThule Fey erdhal, una violinista sueca con la que mantuvo un tórrido romance,había destrozado una habitación en el Hotel Ritz de Barcelona. En otra ocasión, enel Danieli veneciano, apareció con un Picasso, lo colgó encima de su cama y sehizo fotografiar medio desnudo para una revista gay. Años atrás, en Múnich,

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había posado con indumentaria neonazi; poco antes, en Santiago de Chile, adondehabía viajado en compañía de Martina, firmó una proclama de artistas contra laJunta Militar. En cuanto a su origen aristocrático, unas veces presumía de linaje yotras abominaba de él. Portaba sangre siciliana, la de su padre, y española porparte de madre, una mallorquina que había vuelto a refugiarse en su isla nataltras separarse del conde de Spallanza, con quien había tenido un único hijo ydemasiadas noches de amargura; pero, en realidad, se consideraba ciudadano delmundo. « Sólo me inclino ante Mozart» , había respondido en una ocasión, cuandole interrogaron por su bandera o su patria. « O ante Modest Mussorgsky» .

En Madrid, en plena Gran Vía, el pianista poseía un lujoso apartamento en elque apenas pasaba unas semanas al año. Solía alquilar una limusina, con la querecorría las discotecas y los clubes recogiendo a lo peorcito de cada casa. Lacomunidad, compuesta por privilegiados vecinos de renta alta, estaba harta dedenunciar sus orgiásticas fiestas, pero él siempre se las arreglaba para emergerdel fango con un pícaro brillo en su sonrisa de arroz.

El dinero salía de sus bolsillos a manos llenas, y servía para tapar bocas. Todoeran contradicciones, caprichos y, sobrevolando su frívola vanidad, una actitudhistriónica, de incesante burla y provocación.

No obstante, al abrir el telegrama, Martina había experimentado una bofetadade calor, como si los buenos momentos transcurridos junto a él reviviesen en esasescuetas palabras.

Brasas de la hoguera, pensó. Al calor de su propia chimenea, que ahora, en elamplio y casi desnudo salón (desde la muerte de su padre, había ido retirandomuebles y objetos de una vivienda demasiado grande para ella), chisporroteabaalegremente, volvió a representarse su tersa sonrisa, esa expresión suya defingido desconcierto que le hacía parecer desvalido o frágil, como si nuncasupiera a qué carta quedarse. En el silencio de la casa, perturbado sólo por elcruj ido de los leños lamidos por el fuego, Martina casi pudo oír de nuevo,almacenada en el légamo de su memoria, la dionisíaca risa de Maurizio.« Nuestro amor es lo único que no envejece» , afirmaba el músico. « Porque noexiste» , alegaba ella.

También Martina, a su manera, había jugado con él, pero cometiendo el errorde dar por supuesto que ese invisible torneo duraría sólo el plazo necesario paraafirmar sus sentimientos.

Los suy os eran confusos. Los de Maurizio, tumultuosos y aleatorios como lasgeografías y climas de sus viajes. En esa cadena de eslabones partidos, undesencuentro había antecedido al siguiente.

Durante aquella tarde, mientras investigaba el paradero de los bienes deMuruago, Martina había sido incapaz de decidir si respondería o no al telegrama.Ella sabía, desde hacía semanas, que Maurizio iba a actuar en la ciudad, y habíadecidido que, llegado el momento, estaría en el concierto, cerca de él, dispuesta a

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dejarse mecer de nuevo por sus aterciopeladas argucias. Dispuesta a escucharle,si necesitaba su compañía o su consuelo, pero en ningún caso a levantarse otravez de su cama con el alma desgarrada, derramando las lágrimas que ya habíavertido en la Isla de Wight, en Santiago de Chile, en París, en todas las ciudades,en todos los hoteles donde se había desarrollado su tortuoso romance con elhombre con quien había vislumbrado la felicidad; el mismo, precisamente, quese la había arrebatado sin una razón clara, como pretendiendo castigarla, acaso, odemostrarle que el amor sólo podía existir en los otros, para los otros, en elcorazón de los otros.

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Capítulo 21

A fin de despejarse, Martina se puso un culotte de ciclista, un jersey viejo y unaszapatillas con la lona teñida de tierra batida, y se obligó a correr en mitad de lanoche.

Acababa de empezar a llover, pero salió de la casa y trotó con suavidad endirección al puerto.

No estaba en su mejor forma. Seguía fumando sin parar y alimentándose demodo frugal. Dormía poco y tenía demasiado trabajo. Contra su voluntad, sehabía visto obligada a alterar sus rutinas deportivas, como el footing, los partidosde tenis o la práctica de tiro.

Con carácter anual, todos los agentes en activo estaban obligados a sometersea un chequeo. El último parte médico de Martina había deparado conclusiones untanto alarmantes. Estaba baja de glóbulos rojos. Su tensión arterial y su tasa decolesterol rozaban los umbrales de riesgo.

La subinspectora no llevaba una vida sana. A menudo permanecía hastapasada la medianoche en Homicidios, aprovechando la tranquilidad de la salapara elaborar informes o adelantar casos pendientes. Y todavía, en su casa, demadrugada, insomne, leía tratados de psiquiatría y de medicina forense o jugabaal ajedrez contra sí misma. Se acostaba tarde, y por la mañana no tenía tiempo niganas de hacer deporte. Salía a correr cuando se lo permitía el servicio o cuandosus defensas emocionales se veían asediadas y necesitaba agotarse pararecuperar una sensación de bienestar.

La lluvia arreció cuando llegó al centro. Muy pocas cosas podíanproporcionarle tanto placer como el ritmo de su respiración y el rumor de laszapatillas sobre el asfalto mojado.

El oxígeno actuaba sobre sus músculos. Tras rodear las solitarias alamedas,Martina aceleró hacia los muelles. Las dársenas estaban desiertas. El vigilantesabía quién era; la dejó pasar.

Cerca de uno de esos cruceros en los que sus cantaradas de brigada soñabancon embarcarse algún día, percibió los primeros proyectiles de granizo estallandobajo sus pies. Unos minutos después, en medio de una granizada infernal, sedesviaba por una de las salidas del puerto hacia la fortaleza de San Sebastián,ordenada construir por Carlos III, cuyos espigones se adentraban en el mar.

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Un paisaje de excavadoras y zanjas acreditaba que el Ayuntamientopretendía rehabilitar las fortificaciones de Bolsean, de las que apenas quedabanen pie unas pocas casamatas, para destinarlas a usos culturales y reforzar lasolitaria presencia del Balneario del Mar, en cuyo escenario se celebrabanconciertos sinfónicos.

Hacía tiempo que Martina no se acercaba a esa fachada desconchada por lashumedades y el viento del norte, ni a su marquesina de cristales de color verdeámbar.

Como un barco varado cuya sentina, o platea, elevada sobre una sucesión depilastras que mantenían la nave principal en el aire, amenazase con derrumbarseal menor temporal, el Balneario del Mar se alzaba sobre una playa de arenaparda.

El majestuoso edificio había sido construido con ocasión de la ExposiciónHispano-Británica de 1920 y, desde entonces, alternando períodos de decadenciay esplendor, de efemérides y olvidos, se había mantenido en su sitio, rematandolos muelles de Bolsean con un aire báltico, limpio y aéreo como las gaviotas queen noches de vendaval cobijaban su vuelo bajo las acristaladas cúpulas,moteadas de guano, contra las que ahora rompía el granizo y escupían las olas.

A la espera de que amainase la tormenta, Martina encendió un Player’s sinfiltro, aspiró hasta enterrar el humo en el fondo de sus pulmones esponjados porla carrera y subió las escalinatas de granito.

Junto a la taquilla, descubrió un afiche de Maurizio Amandi, y otros cartelessuy os diseminados por el hall del teatro. Como correspondía a los artistas derelieve, capaces por sí mismos de convocar al público, la presencia del pianistase revelaba como la principal atracción del ciclo sinfónico de invierno. En laimagen publicitaria, Maurizio aparecía sentado ante un piano, con la espalda enángulo recto y los faldones del frac cayéndole como fúnebres alas.

La plancha impresora había proporcionado al perfil del pianista unaevanescente tonalidad. Su cabello rubio se derramaba en ondas sobre la frente,mientras sus dedos recorrían el teclado.

La subinspectora recordó esas mismas manos acariciando su cuerpo trece,catorce años atrás, dentro de una tienda de campaña, en los verdes prados de laIsla de Wight.

Allí, Maurizio y ella se habían acostado por primera vez. Pero antes, bajo unapegajosa nube de marihuana, tres músicos —Emerson, Lake & Palmer— habíaninterpretado, en el gigantesco escenario del festival, una versión psicodélica de lasuite de Mussorgsky, Cuadros para una exposición. ¡Parecía que hubiesetranscurrido una eternidad! Maurizio estaba obsesionado con esa melodía. Antesdel concierto, no sin pedantería, y mientras se ahogaba en cerveza, habíaelucubrado sobre si la banda de Keith Emerson, al elegir semejante programa,pretendía suicidarse o pasar a la posteridad.

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Martina había seguido la actuación en un clima de alucinación colectiva.Entre la multitud, que parecía agitarse con un sincopado ritmo, empujando,retrocediendo, las manos de Maurizio habían explorado su cuerpo. Se habíasentido libre, generacionalmente identificada, una más entre todas aquellaschicas que imitaban a Janis Joplin, que hacían el amor o se desbandaban por lasladeras de los acantilados, entre policías y perros policías y los grandes carteles yescenarios del festival. Tenía dieciséis años recién cumplidos. El mundo era suyoy Maurizio, también.

Aunque su padre llegó a enterarse por otro conducto, ella ocultó a su familiaque había estado en la Isla de Wight. Tampoco le contó a nadie que ningún chico,hasta ese momento, la había tocado así, despertando de golpe su instinto sexual.Sabía lo que iba a pasar, lo deseaba, y esa noche, horas después del concierto deEmerson, Lake & Palmer, sintió a Maurizio dentro de ella. Tras hacer el amor, sehabían abrazado toda la noche. En el sobreexcitado cerebro de Martina, hora trashora, había sonado la obertura de Cuadros para una exposición. Una melodía quey a no olvidaría jamás.

La subinspectora retornó al presente. La sombra del balneario se cernía sobrela playa, apenas revelada por las farolas del malecón. Había dejado de granizar.Una intensa sensación de soledad la obligó a mirar al mar como a un amigosordo y ciego.

Rachas de lluvia y granizo habían desteñido el cartel de Amandi. Por lasletras de su apellido resbalaba la tinta.

Martina terminó su cigarrillo y lo arrojó lejos de las escaleras. Las mismas,pensó, que a la noche siguiente, al término de su interpretación, entrefelicitaciones y autógrafos, descendería Maurizio como un joven y aclamadodios.

De nuevo bajo la lluvia, la investigadora retomó su carrera y fue sorteandolos charcos y los pedazos de hielo caídos del cielo, hasta regresar a su casa.

Le hubiera gustado sentirse mejor, pero se conformó con lo que tenía.Y con aquel telegrama.

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Capítulo 22

El teléfono rompió a sonar en la oscuridad.Después de darse una ducha de agua caliente, Martina se había sentado en

albornoz, estilo bonzo, frente al tablero de ajedrez, para disputar contra sí mismauna partida. Esa noche, habían ganado las negras.

Acababa de acostarse, pero no dormía. Encendió la luz y comprobó la hora:una de la madrugada. El teléfono seguía repicando. La subinspectora estiró unamano hacia la mesilla.

—¿Mar?¿Cuánto tiempo hacía que nadie la llamaba así?—¿Sigues ahí? —insistió la voz.« Cuelga» , le aconsejó su conciencia. ¿Por qué la desoy ó, por qué se

mantuvo a la escucha?—Sí —asintió débilmente.—¡Te oigo como si me hablases desde un submarino!Habría reconocido la voz de Maurizio entre un millón. Seguía siendo

mensajera de un cuerpo que ella había asociado a play as desiertas, a camisetasdesteñidas, a collares de hueso, a fragmentos musicales en medio de la pasión.

—¿Amandi?—¡Enhorabuena, señorita! Acaba de ganar un viaje al Caribe, a la Isla de

Providencia, para dos personas, con todos los gastos pagados. ¡Si lo desea, puedeinvitarme a mí!

A la subinspectora le costaba respirar.—¿Dónde estás?—Cerca de ti —divagó él, con naturalidad, como si retomasen una

conversación recién aplazada—. Acabo de llegar a Bolsean en un horrible vagón-cama, desde Biarritz, donde actué anoche. ¿O puede que fuese antes de anoche?¡Qué más dará! ¿Recibiste mi telegrama?

Martina emitió un murmullo afirmativo.—¿Te has casado? —le espetó Maurizio.Esta vez, el susurro significó negación.—Me alegro. ¿No vas a preguntarme por mi estado civil?—Hace mucho que dejó de importarme lo que hicieras con tu vida.

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—Tú sabes que eso no es cierto, Mar.—¿No te crees demasiado bien informado, para no haberme visto en unos

cuantos años?—No he dejado de pensar en ti. Ni siquiera un día, ni siquiera una hora.—No me hagas reír.—En serio, Mar. Necesito verte.—Es muy tarde.—¿Puedo ir a tu casa?—Naturalmente que no. Estoy acostada.—Para lo que me gustaría que hiciésemos, ni siquiera te pediría que te

levantases de la cama.Martina se sonrojó. El hecho de que él no pudiera verla no la consoló de su

flaqueza.—No has cambiado.—¿Puedo verte? ¡Ahora!—No insistas, por favor. Voy a colgar.Junto al otro auricular chasqueó un mechero. Martina notó cómo sus axilas se

humedecían de sudor.—Escucha, Mar —suplicó él—. Estoy en un hotel, no recuerdo cuál. Me fijé

en que en la esquina había un bar abierto. Se llama Quick, o algo así. ¿Loconoces?

—Por mi trabajo, conozco todos los garitos de Bolsean, incluidos los quegozan de buena reputación.

—¿Desde cuándo necesitas trabajar?—Soy policía.Fue como si Maurizio se hubiese caído de un guindo.—¿Qué significa eso?—Que, como subinspectora, pertenezco al Grupo de Homicidios de la

Jefatura Superior de Bolsean. Si mi teléfono suena a estas horas, mal asunto. ¿Note habrás metido en algún lío?

—Agente de la ley, válgame el cielo… ¡Jamás lo hubiera imaginado!—El factor sorpresa hace la vida más divertida, ¿no te parece?—¡Y yo que te llamaba para darte una!—Lo has conseguido. ¿Satisfecho?—Lo estaré cuando consiga verte. ¿Desde cuándo llevas uniforme y placa?—Me gradué hace dos años. Mi placa cuelga de aquella cadena de plata que

me regalaste en Santiago de Chile. Ah, y suelo vestir de civil.—El colgante, sí… ¡Investigadora de crímenes! —Volvió a exclamar el

músico, sin darle crédito—. ¿Cómo no me lo habías dicho?—¿Acaso tuve oportunidad?Si en la respuesta latía un reproche, Maurizio lo ignoró.

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—¿Vas armada?—En este momento no, pero contigo estaré prevenida.La intuición de que ella había sonreído animó al pianista.—Lo que debo decirte no puede esperar.—Compruebo que la paciencia sigue sin ser una de tus virtudes.—¿En el Quick, digamos, dentro de media hora?Martina aspiró hondo.—Tres cuartos. Me gustaría arreglarme un poco.—Tú siempre estás perfecta. Y otra cosa, Mar…La subinspectora no quería oír más, pero se oy ó preguntar:—¿Qué?—Te quiero.—No mientas.—Jamás he querido a otra.—Eres un farsante.—¡No me iré de Bolsean sin llevarte conmigo!—Entonces, tendrás que quedarte.—¡Anularé la gira, lo dejaré todo! ¡Me empadronaré!—Amandi…—¡Dime que no me has olvidado!—En eso tienes razón. Es imposible olvidar a alguien como tú.Martina colgó preguntándose qué iba a hacer. Pero no tenía demasiadas

dudas.Del entreabierto armario de su dormitorio colgaba el vestido negro que esa

tarde había usado para su disfraz. Aunque era más apropiado para una citagalante que para desanimar a un hombre, limpió el único tirante de un resto demaquillaje y decidió ponérselo.

Cuando se hubo peinado, el espejo le devolvió una sensual versión de símisma. Su rostro emitía un suave rubor. Ella no ignoraba el motivo. Si en elmundo había alguien capaz de descolocarla, ése era Maurizio.

Se retocó los labios y bajó al garaje.Su coche se deslizó por las silenciosas calles de la urbanización, en dirección

al centro.« Estás loca» , se dijo, encendiendo un cigarrillo.

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Capítulo 23

El Quick era una de esas whiskerías de luz tenue y tapicerías atigradas que sepusieron de moda a principios de los años ochenta.

Frente a la entrada, un portero aparcaba en doble fila automóviles de marca.Dentro, a media luz, entre estatuas griegas y paredes de papel pintado, departíauna clientela madura, con predominio de empresarios de la construcción,concejales y algún artista lampante de los que beben y viven, sablean y cuentanlos mejores chistes.

Engominados camareros que torcían el gesto si alguien tenía el mal gusto depedir un tinto atendían las mesas, redondas y bajas, chapadas en estaño y cuero.Los sofisticados cócteles de la carta de licores sentaban como un tiro, pero lanovedad y un provinciano esnobismo justificaban su indiscriminado consumo,alternado con los tradicionales whiskys y ginebras y con alguna que otra cerveza;negra, por supuesto, y jamás de barril.

Con sus largas piernas encogidas debajo de una de esas mesitas, fumando ybebiendo, Maurizio Amandi esperaba desde hacía un rato.

El artista llevaba una camisa de seda de color magenta, un pantalón de lino yunas botas de piel que debían de haberle costado casi tanto como el sueldo delmozo que en ese instante le servía el tercer « cubanísimo» de azúcar, hielopicado, albahaca y ron en un coco natural con tres paj itas de distintos colores.

En cuanto vio entrar a Martina, Amandi se puso en pie con tal ímpetu que lamesa se tambaleó. El camarero le sostuvo la copa a tiempo, pero no logróimpedir que unas salpicaduras bautizasen al cliente.

—Lo siento, señor.—¿Por qué? El culpable soy yo. Usted se ha limitado a hacer su trabajo.—Le traeré una toallita con agua caliente.—No se moleste.—No es molestia, señor.—Déjelo. Hola, Mar.La subinspectora evaluaba la escena con mirada crítica.—Hay gotas de un pringoso líquido en el asiento que se supone me estabas

reservando. ¿Pretendes que lo ocupe?—Lo limpiaré enseguida —volvió a excusarse el camarero.

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Maurizio, que se disponía a cambiar el taburete, le hizo tropezar. El mozoresbaló y volcó la mesita. Un estrépito de vidrios rotos motivó que unas cuantascabezas se girasen hacia ellos. Martina reconoció a un promotor inmobiliario queacababa de salir de la cárcel.

—Perdón otra vez —masculló el camarero.—Ya le he dicho que soy y o quien lo lamenta —reiteró Amandi. La

subinspectora sonreía. Lamparones de ron añejo decoraban el pantalón delpianista—. Usted se ha limitado a cumplir su trabajo. Quien cometió intrusismofui yo.

—Le pido disculpas, señor —dijo el maître. A la vista del estropicio, acababade abandonar la barra—. Permítame ofrecerle un quitamanchas.

—No será necesario —descartó Maurizio, sacudiéndose con exageración lasperneras, mientras Martina trataba de contener la risa—. En realidad, me hanhecho un favor. No me había cambiado de pantalones en una semana. Ytampoco recuerdo haberlo hecho de ropa interior. Confiaré en el servicio delavandería de mi hotel, y a que aquí, según he podido comprobar mientrasaguardaba a mi pareja, sólo les lavan la cara a los nuevos ricos de esta ciudad.He visto a uno de ellos sacarse algo de la nariz y pegarlo a un cacahuete. Puedoidentificarle, si lo desean.

El maître se puso pálido. Su indignación, sin embargo, no procedía de lossarcásticos comentarios de Amandi, sino de lo que acababa de descubrir junto ala derribada mesa. El jefe de camareros señaló al suelo:

—Ha debido de caérsele algo.Junto a las patas, una navaja de considerables dimensiones mostraba sus

cachas de asta. Las iniciales del pianista, M. A., figuraban grabadas en el mango.Con tranquilidad, su dueño la recogió y se la guardó en el caño de una bota.

—Acero albaceteño —alegó Maurizio, por toda explicación—. Productonacional bruto. Tiene mil usos, y algunos relacionados con la higiene personal.¿Un ejemplo? Úsese como mondadientes si se ha comido rodaballo o carnemechada.

—No creo que vaya a necesitar esa navaja en nuestro establecimiento —estimó el maître, engallándose—: es más, le pediría que lo abandonase deinmediato.

El pianista se irguió en su metro noventa.—¿Me está aplicando el derecho de admisión?En apariencia, Maurizio mantenía la calma, pero sus mejillas se estaban

arrebolando. También del maître emanaba un aire retador. La subinspectora seinterpuso entre ambos.

—Soy policía. Respondo de este caballero. Vamos, salgamos de aquí.—¡Si acabamos de llegar! —Se resistió Maurizio.La subinspectora lo enlazó por la cintura y lo fue empujando a lo largo de la

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barra. El promotor inmobiliario recién devuelto al seno de la sociedad lareconoció y le dedicó una mirada sardónica, como diciendo: « A ver, guapa,¿quién es ahora el que busca camorra?» . Martina consiguió sacar al músico a lacalle y alejarlo del radio de acción del portero del Quick, con el que unalborotado Amandi a punto estuvo de llegar a las manos.

El Saab estaba aparcado en una vía paralela. Martina ordenó a su amigo:—Sube.—Esto no va a quedar así, Mar.—¡Sube al coche!—No seguiría siendo un hombre si…—¡Te he dicho que subas al coche!—¡Dame un minuto! ¡Me sobrará para demostrarles con quién se juegan los

cuartos!—¿Quieres que te deje plantado?—¡Un minuto, Mar! ¡El tiempo justo para recuperar mi dignidad!—¡Sube al coche de una maldita vez!El dorso de su mano se detuvo justo antes de impactar en su mejilla. Atónito,

Maurizio se la quedó mirando como un alumno pillado en falta.—¿Ibas a pegarme?La expresión del músico había cambiado. Ahora revelaba mansedumbre.—Me sacas de quicio —masculló ella.—Perdóname tú, Mar. Creo que he bebido más de la cuenta.Martina le miró, resabiada. Había aceptado con anterioridad esa misma

excusa.—No importa. Sube.El músico inclinó sus anchas espaldas y entró al Saab. La subinspectora

accionó el cierre automático y encendió el motor.Atravesaron a demasiada velocidad las calles céntricas, hasta desembocar en

la ronda de circunvalación.Una vez en las afueras, Martina eligió la carretera de la reserva natural y

siguió conduciendo hacia sus largas play as, perdidas entre las nieblas invernales.—¿Adónde me llevas? —preguntó Maurizio.—A un lugar tan solitario y oscuro como tu conciencia.

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Capítulo 24

Martina apartó la vista de la neblina que desdibujaba el trazo de los carriles ymiró de reojo la esfera de su reloj de oro, herencia del embajador Máximo deSanto. Alessandro Amandi, el padre de Maurizio, y él, habían sido amigos.

Eran las dos de la madrugada. Como arrojado por el útero del océano, elnuevo año había nacido frío, gelatinoso, gris.

El automóvil rodaba cerca de la orilla del mar. La subinspectora encendió doscigarrillos, le pasó uno a Maurizio y bajó la ventanilla. Un helado silbido la obligóa subirla. El vapor de agua ascendía desde la costa, en veloces nubes a ras detierra.

—¿Qué es esto, un secuestro? —Tonteó Amandi.—¿Realmente crees que alguien estaría dispuesto a pagar por tu rescate?—¡Eh! ¿Eso que acabamos de pasar no era un acantilado?—¿Tienes vértigo?—Claro que no. Siempre controlo.—Seguro. Acabas de llegar a la ciudad y ya has organizado un escándalo.—Algunas cosas no cambian nunca —sonrió él—. Como lo nuestro, Mar.—No he venido a escuchar cuentos chinos, Amandi.Él le apoyó una mano en el muslo. La subinspectora pegó un volantazo. Las

ruedas rozaron el balasto del arcén. Más allá de la curva, Martina crey ó ver laespuma de las rompientes.

—Aparta, sátiro.—Está bien, cariño. Nada de contacto físico por ahora.Ella meneó la cabeza.—No sé qué clase de ilusiones te habrás hecho esta vez, pero te aconsejo que

las vayas olvidando.—¿Estás exigiéndome que me niegue a mí mismo? ¿Que ignore mis mejores

sentimientos?—Deberías consultar a un psiquiatra.—Lo hice.—¿Complejo de donjuán?—Últimamente he padecido… trastornos.—¿Doble personalidad? ¿Bilocación mística?

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—No tan sofisticados. Migrañas, depresión matinal, tristitia post coitum…—¿Pequeños traumas derivados del alcohol?—¡Aguanto como un estibador!—Acabo de comprobarlo en ese bar.—A partir de ahora me abstendré. Toco mañana, ya sabes. Los días de

concierto jamás bebo.Los faros se diluían en un espacio caliginoso, irreal. Martina se obligó a

concentrarse en la carretera. La oscuridad era cada vez más angosta.Prácticamente, no se veía nada.

—Estoy impresionada, Amandi. ¿Has probado a dejarlo?—¿Para qué? De alguna manera tengo que enfrentarme a la fealdad del

mundo.—¿A la realidad?—¿No son sinónimos?—¿Te sigues metiendo coca?El artista eludió responder.—¿Nada más? —insistió ella.—Marihuana —admitió él—, por los viejos tiempos. Me hace olvidar.—¿Lo vacío que estás?—Es cierto que a veces me siento estéril. Debería probar con la paternidad.

¿Nos animamos?La vena irónica de Maurizio no hizo que Martina olvidase antiguas ofensas.—¿Te has decidido a elegirme temporalmente para formar un hogar, hasta

que encuentres algo mejor?Maurizio arrastró el tono:—Bolsean no estaba contemplado en la gira, pero impuse una actuación.

Quería verte a toda costa, Mar. Sé que no te merezco. Sin embargo, he venido apedirte otra oportunidad. ¡A veces —exclamó, con un aire desconcertado— ni yomismo me entiendo!

La subinspectora tuvo que morderse los labios para no sonreír.—Podrías empezar por explicarme qué hacía esa navaja en tu bota.Ahora fue Maurizio quien explotó en una de sus contagiosas carcajadas.—¿Te fijaste en la cara del maître? ¡Pensaría que iba a rebanarle el cuello!—No me has contestado.—Fue un regalo. Ofrecí un concierto en un lugar de cuyo nombre no quiero

acordarme. En vez de una estatuilla del Quijote o de Sancho Panza, mesorprendieron con ese presente. Habían grabado mis iniciales, como detallepersonal. Metí la navaja en la maleta y aprendí a lanzarla como un bandolero deSierra Morena. También la uso para cortar los bistecs demasiado hechos y paraablandar a los promotores que se olvidan de pagarme en dinero negro.

—Tu vida es un puro desequilibrio, Amandi.

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—Eso dicen.—Acabarás en una residencia, con una camisa de fuerza.—Eso esperan.—Abandonado y solo, con la única compañía de una horrible enfermera que

te administrará sedantes vía intravenosa.—¿Mi cancerbera estará enamorada de mí?—Desesperadamente.—¿Habrá piano en el loquero?—Un órgano Hammond. Tocarás por Navidad y en cada Cumpleaños Feliz

de tus colegas residentes, cuando saquen la tarta sin velas para que no le peguenfuego al hospital.

El rostro del pianista se iluminó.—¿La felicidad será una locura o, simplemente, la locura?—¿Vas a ponerte trascendente?—Estoy componiendo.La subinspectora lo contempló de refilón, pero tornó a centrarse en la

carretera. El asfalto parecía flotar sobre un lecho de nubes.—Háblame de ello.—¿De esa sensación desnaturalizada y pura? Nada de lo aprendido sirve.

Mudar de piel, adentrarse en lo desconocido, en lo perverso. Llamar a las puertasdel reino del mal.

—¿Quién dijo que el arte no se construye con buenos sentimientos? —sepreguntó Martina, quizá porque a su memoria acababan de acudir las frases queGedeón Esmirna, el anticuario, había pronunciado sobre la centuria de Satán.

—Tenía razón —asintió Maurizio—. La alianza con el diablo resulta másproductiva. Venerar la muerte, acariciar el crimen. ¡Confiar en que la visión nosarrastre, en que las teclas del piano se inunden de sangre!

La subinspectora notó las manos frías sobre el volante.—Me gustaría escuchar algo.Su amigo la contempló con infinita gratitud.—Más adelante, tal vez. Te agradezco el interés, Mar. Eres muy buena.Como si le hubiese sobrevenido un súbito agotamiento, el pianista apagó el

cigarrillo y se recostó en el hombro de la subinspectora. Al poco rato, bostezó yse quedó dormido. Su peso la incomodaba, pero Martina encendió la radio, parano pensar en él, y prosiguió conduciendo hasta el desvío de la reserva.

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Capítulo 25

Cuando el músico despertó, el motor estaba apagado. Los faros del automóvililuminaban el mar.

—¿Dónde estamos?—En la playa. —Ella seguía fumando, para disipar el sueño—. Baja,

daremos un paseo.La negrura de la noche apenas dejaba adivinar la marea. Martina remontó

una duna. Los faros la iluminaron como si fuera un espectro.—Envuelta en una luz espiritual —comentó Maurizio—. Como un hada sin

corazón.—El amor de una mujer es un secreto para ti.—El tuyo, no. Eres igual que yo, Mar. Incapaz de perder. Incapaz de amar.Los hombros de la subinspectora tiritaban por la humedad. Ay udándola a

descender la duna, Maurizio le cogió una muñeca.Ella le retiró la mano. Pasearon escuchando el rumor de las olas, hasta que el

arenal se inundó y tuvieron que arrimarse al acantilado para evitar la resaca. Susespaldas rozaban las rocas.

—Puesto que no se ve lo bastante para coger conchas, ni los percebes quejuraría que acabo de tocar, déjame que te haga el amor —susurró él.

Martina gateó por las piedras, alejándose.—No tenemos dieciséis años. Me gustan las sábanas, y que alguien me traiga

un café al despertar.——He venido sin mi equipo de campaña. Y esos hornillos de gas me dan

pánico.—Hay un albergue marinero cerca de aquí.—¿Has reservado habitación?—Estamos en Navidad. La gente prefiere ir a esquiar. No habrá nadie.

Podemos alquilar dos cuartos.—¿En plural?—Eso he dicho.El aliento de Maurizio sopló cerca de su boca.—Vamos a esa posada. Más tarde negociaremos la cuestión de las

habitaciones.

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Regresaron al coche. El albergue al que había aludido Martina quedaba a unpar de kilómetros, por la pista de tierra que bordeaba las marismas y los sotos deanidamientos y cría de aves. La subinspectora comentó que a veces, fuera detemporada, se refugiaba allí. Para ella, equivalía a un santuario donde sacudirseel polvo de los días y recuperarse del estrés a base de una dieta de pescadofresco y silencio. Sobre todo, paz.

Por un sendero recorrieron la distancia que los separaba del albergue.Martina se disponía a llamar al timbre cuando el pitido del walkie, que ella habíadejado en el interior del coche, sujeto de un velero, la hizo regresar corriendo alSaab.

Abrió la portezuela y aferró el transmisor. Aunque la recepción era pésima,identificó a Baldomero Villa. El inspector estaba en Bolsean, en la calle de losApóstoles, cerca del puerto.

—¿Me escucha, subinspectora?—¿Qué sucede?La voz de Villa se impuso a las interferencias:—Malas noticias, Martina. Han asesinado en su tienda a Gedeón Esmirna, el

anticuario.Ella se quedó paralizada.—Le han rebanado el cuello —añadió Villa—. ¿Dónde está usted?—No muy lejos de la ciudad. A unos tres cuartos de hora.—Deje lo que esté haciendo y acuda de inmediato a la escena del crimen. El

inspector Buj se encuentra de camino, y acabo de alertar al comisario.Los ojos de la investigadora se desviaron hacia la silueta de Maurizio. Bajo el

umbral de la posada, que casi rozaba con su elevada estatura, Amandi lainvocaba con un mudo gesto de sus brazos abiertos.

La subinspectora pegó los labios al walkie.—Gracias por el aviso, inspector. Voy para allá.

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PROMENADE

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Capítulo 26

De regreso a Bolsean, la subinspectora dejó a Maurizio en su hotel, el MarinaRoyal, un cinco estrellas situado en el puro centro.

A partir del precipitado regreso de la play a, el músico se había mostrado depésimo humor. Durante el trayecto de vuelta, Amandi se mantuvo en silencio,respondiendo con hoscos monosílabos a los intentos de Martina por restablecer laconversación. A la subinspectora no le extrañó su comportamiento, más propio deun niño.

—Que duermas con los angelitos —le deseó Martina, en la puerta del hotel.—No te librarás tan fácilmente de mí —le advirtió Maurizio—. Tengo

Benzedrina. Te estaré esperando despierto.—Las diligencias me llevarán toda la noche —lo desanimó ella.Con aire confidencial, el músico le susurró al oído:—¿Habrá sido el mayordomo? Porque se trata de un crimen, ¿verdad?Antes, en la playa, al preguntarle por el súbito cambio de planes, Maurizio y a

había presumido que ella acudía a una emergencia. Lejos de confirmárselo, lasubinspectora se había acantonado en el mutismo.

—Te llamaré.—Eres cruel, Mar. No puedo creer que estés haciéndome esto.Intentó besarla, pero fue neutralizado. Martina ya no pensaba en él, sino en la

tienda de antigüedades y en Gedeón Esmirna.—Hazte un favor: no bebas más.El artista se cuadró.—A sus órdenes, mi sargento.Resignado, Maurizio iba a meterse al hotel cuando introdujo la mano en el

bolsillo y la alargó hacia la ventanilla del coche.—¿Te importaría guardarme la navaja? Todavía no me ha dado por

patrocinar un museo kitsch.Sin hacer preguntas, Martina cogió el arma, la metió en la guantera y

arrancó.Por el retrovisor vio desaparecer a Amandi entre las puertas giratorias del

hotel. Cambió de sentido en la Avenida del Príncipe y condujo a toda velocidadhasta la calle de los Apóstoles.

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El casco viejo estaba peor iluminado que las inmediaciones del MarinaRoy al. Los escasos faroles revelaban basuras en las esquinas y solares tomadospor gatos callejeros cuyas pupilas perforaban la noche.

El callejón que subía desde el Mercado de Pescados, cuy o ácido olor, asalitre y bodega, se entremetía en la niebla, estaba cortado por coches patrulla.Destellaban las sirenas. Varios policías vigilaban la zona. Inútilmente, por otraparte, pues el frío no invitaba a salir, y no se veía a nadie. Tan sólo un burdel, elCalypso, situado hacia el tramo final de la calle, acusaba movimiento, siluetasmasculinas entre el perfil de las putas, asomadas a la puerta para cotillear.

La subinspectora aparcó con brusquedad sobre la acera, mostró su placa a losagentes de la Unidad de Vigilancia Nocturna y corrió hacia el chaflán deAntigüedades Esmirna.

La puerta del establecimiento estaba abierta de par en par. Había luz, muchamás de la que ella recordaba.

Villa fumaba junto al escaparate. Los ojos de Martina se fijaron en laarmadura medieval. El hacha había desaparecido.

El inspector la recibió con un gesto preventivo.—Prepárese, Martina.—¿Por qué lo dice?—Porque yo he estado a punto de echar la cena.La subinspectora asintió, impávida. No era frecuente que Villa y los suyos se

enfrentasen a un asesinato. Desde Homicidios se contemplaba el departamentode Robos como un planeta bastante más amable que su galaxia de violenciacriminal.

La tienda era un hervidero de agentes. Las voces se mezclaban, esbozandoinconexas frases; los rostros de los detectives reflejaban dureza y tensión.

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Capítulo 27

Martina avanzó entre una barahúnda de trastos. Hacia la parte central de latienda, severos muebles antiguos servían de altar a una suerte de retablo de luz.Los focos policiales hacían resaltar la escena bajo la cruz de una de las bóvedas.

En medio de una orgía de sangre, la muerte sonreía con su expresión mássiniestra. El perfume de la dama negra, ese olor intenso y dulzón, vagamentecorrupto, que la subinspectora conocía bien, flotaba en el aire.

La sangre había empapado los geométricos dibujos de la alfombra persa quecubría el suelo, pero la rasa pared contra la que se recortaba el cadáver estabalimpia. Los focos radiografiaban cada grieta, cada mancha de humedad.

La corriente que penetraba por la puerta de entrada hacía oscilar ligeramenteel desnudo y masacrado cuerpo. De forma grotesca, los restos de GedeónEsmirna pendían de uno de los ganchos atornillados a la abovedada techumbre.Lo habían decapitado e izado boca abajo con ayuda de una soga anudada a labase de una columna.

Ni el brazo derecho ni la mano izquierda del anticuario estaban en su lugar, ytampoco su cabeza se veía por parte alguna. Por la segada base del cuello sedistinguían vértebras rotas y la sección de la médula espinal. La zona inguinal erauna pura tumefacción; le habían cortado el pene.

—Espeluznante, ¿no? —dijo Villa, a su espalda.

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Capítulo 28

Martina intentaba concentrarse en la escena, pero la visión del cadáver no lepermitía pensar con claridad.

—¿Quién dio el aviso?—El aprendiz del anticuario. Un tal Manuel Mendes. Aquel chico que está con

el inspector Buj .Martina desvió la mirada hacia la pinacoteca donde esa misma tarde, apenas

unas horas atrás, Gedeón Esmirna le había mostrado la Anunciación y aquelGoya que el anticuario insistió en acreditar como auténtico.

Con los glúteos aposentados sobre el escritorio de su difunto dueño, elHipopótamo procedía a practicar al testigo la declaración preliminar. Apoy adoen el respaldo de una silla, asidas las manos para disimular su temblor, ManuelMendes parecía estar pasando un mal trago.

Buj llevaba un rato interpelándole. Aunque no se le había imputado cargoalguno, era obvio que el aprendiz empezaba a sentirse arrinconado.

La impresión de haber descubierto el cadáver y permanecido a solas con losrestos hasta la llegada de la policía guardaría relación con el evidente desasosiegode Mendes; además, Martina sabía por experiencia hasta qué punto podía llegar aresultar desagradable carearse con Ernesto Buj .

En manos del Hipopótamo, hasta una simple toma de declaración podíaderivar en un proceso inquisitorial. El inspector era experto en conseguir que lostestigos perdieran su aplomo, cayendo, a menudo sin darse cuenta, en lacontradicción o el error. Buj pertenecía a ese club de sabuesos para quienes todoel mundo, hasta que no se demostrara lo contrario, era culpable de algo.

—Repitiendo las cosas, como en la escuela, es como mejor se aprende de lospropios errores —estaba diciendo un amostazado Buj—. De modo, hijo, quevamos a recapitular los hechos.

Junto al inspector, otro de los agentes de Homicidios, Carrasco, tomabaapuntes en una libreta. El Hipopótamo se la arrebató de un zarpazo, echó unvistazo a las notas y siguió tuteando al aprendiz:

—Acabas de afirmar que encontraste el cuerpo de tu jefe hará no más deuna hora, hacia las dos de la madrugada. Te sobrepusiste a la correspondienteconmoción y nos llamaste desde este mismo teléfono. ¿Correcto?

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Manuel Mendes asintió, mudo. Buj le dirigió una sonrisa cortada, y susiguiente pregunta:

—¿Puedes explicarnos qué hacías en esta tienda a semejantes horas de lanoche?

—Vivo aquí.La zurda del inspector dibujó un incrédulo arabesco.—¿Dónde?—En el piso de arriba.—¿En la primera planta?—Eso es.—¿A quién pertenece ese piso?—Pertenecía al señor Esmirna.El Hipopótamo consideró la posibilidad de que el aprendiz no estuviese

mintiendo.—¿Cómo se accede al apartamento?—Hay dos entradas —precisó Mendes, con un hilo de voz—. La principal, por

el portal, y una segunda por la trastienda, subiendo una escalera.El inspector indicó a Carrasco que descorriera la cortina del almacén y se

asomase a la trastienda. Estaba en penumbra, pero arriba, al cabo de lospeldaños, se intuía una especie de falsa silueteada por un trapecio de luz.

—¿Esa trampilla franquea el acceso a la vivienda?El joven Mendes lo corroboró.—Suba usted, Carrasco —le indicó Buj—, y registre el piso.—Yo le acompañaré —decidió el inspector Villa, desenfundando su arma—.

Podría haber alguien oculto.Ambos policías desaparecieron en el almacén. Buj volvió a descansar las

posaderas en el bufete de Esmirna y miró al testigo hasta obligarle a bajar lavista. Aquel chico moreno y delgado, con negros rizos y figura de efebo leinspiraba cualquier cosa menos confianza.

El Hipopótamo ordenó a la subinspectora:—Si quiere ser de utilidad, De Santo, hágame de escribana. Transcriba sus

respuestas, con los puntos sobre las íes.Martina se obligó a acatar la orden sin rechistar. Sacó su libreta y su pluma y

se situó a la derecha de Mendes.Buj preguntó a éste:—¿Qué hiciste antes de descubrir el cadáver?—Había salido a cenar.—¿Solo?—Sí.—¿Dónde cenaste?—En la calle. Compré pan y embutido en el ultramarino del barrio, que está

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abierto hasta medianoche, y me comí el bocadillo en los porches del Mercado.—¿Con esta temperatura?—Estoy acostumbrado al frío.—¿Alguien puede corroborar tu coartada?—¿Por qué me lo pregunta? ¿Es que necesito una?Meneando la enorme cabeza de un lado a otro, Buj hizo chasquear la lengua

contra el paladar, como si acabase de probar un guiso todavía crudo.—Yo diría que no andas muy sobrado de crédito, hijo. ¿Hablaste con alguien?

¿Alguien te vio?—Las calles estaban vacías. Granizó y llovió.Al tono del inspector afloró el sarcasmo.—Eso ya lo sé. ¿Por qué regresaste a la tienda, porque habías olvidado el

paraguas?—Se lo he dicho. Vivo aquí.—¿En el piso del anticuario?—Eso es.—¿Te unía algún parentesco con el difunto Gedeón Esmirna?—No. Tan sólo soy … Era su auxiliar.El Hipopótamo sonrió como cuando el Gordo pisaba al Flaco.—¿Nada más? ¿No cocinabas para él ni le hacías la cama?Un chispazo de odio incendió la mirada del testigo, pero la humillación no

alcanzó a desbordar su cautela. La boca de Buj se había fruncido en un mohínobsceno.

—¿Desde cuándo vivíais juntos, como tortolitos?Mendes iba a saltar, pero el amigo prudente que llevaría dentro le aconsejó

pensárselo mejor.—Siempre he ocupado una habitación independiente. Me trasladé a su casa

cuando el señor Esmirna me contrató.—¿Y cuándo sucedió eso?—Hará un año.—¿Cómo conociste a tu patrón?—Yo estudiaba en la Escuela de Artes y Oficios, con una beca. Él nos daba

clases de restauración.—Qué poco romántico. Pensaba que ibas a hablarnos de Mikonos o de Sitges.La oscura piel de Manuel Mendes pareció adquirir mayor densidad. Martina

experimentó un principio de indignación, pero se mantuvo al margen. ElHipopótamo decoró con una risita sus tareas de demolición, que iban a continuarpor otra vía:

—¿Tienes llaves de la casa?—Sí —murmuró Manuel.—¿Y de la tienda?

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El aprendiz lo negó con un pestañeo.—¿De qué manera pudiste entonces entrar esta noche al establecimiento, si

carecías de llave?—Subí al piso por el portal y bajé por la falsa.Buj volvió a señalar el almacén.—¿Por la trastienda, desde el apartamento de arriba?—Sí.—¿Hay cerradura en la falsa?—Desde hace algún tiempo, no. El señor Esmirna usaba la trampilla con

frecuencia, cuando trabajaba de noche. Me hizo quitar el pestillo, para evitar queuno de los dos, por un descuido, quedase encerrado abajo.

—¿A don Gedeón no le preocupaba que un ladrón pudiera acceder alestablecimiento, y de ahí a la vivienda?

—El señor Esmirna pensaba que la doble persiana metálica de la puerta deentrada, más la alarma, bastarían para evitar robos nocturnos.

—Pero durante el día sí sufrieron atracos —intervino la subinspectora,recordando su conversación con el anticuario.

Buj la contempló con aire impaciente. Mendes repuso:—Es verdad. Unos cuantos. Siempre a la luz del sol.—¿Podría usted identificar a los atracadores? —inquirió Martina.Manuel la miró con gratitud. El hecho de que al menos ella no le tutease le

reintegró un gramo de seguridad en sí mismo. Contestó:—El señor Esmirna estuvo mirando fotos cuando cursó las denuncias. Creía

que eran gentuza del barrio.—¿Capaz, alguno de ellos, de coger el hacha de la armadura que está en el

escaparate y de utilizarla contra el anticuario? —Apuntó Martina—. Lo digo,inspector, porque me fijé ay er en esa armadura, y acabo de darme cuenta deque le falta el hacha.

Buj asintió y retomó la palabra:—Por partes, subinspectora. Sigamos con los delincuentes de la vecindad.

¿Eran chulos, bujarrones?El joven Mendes le dirigió una mirada empozada.—¿Qué está insinuando?—Yo no insinúo; afirmo. —Pesada y sólida, la mandíbula del Hipopótamo se

recortaba con nitidez bajo la grasienta piel de su cara—. ¿Cuánto te pagaba tujefe?

—Teníamos un acuerdo personal.—Tu vida acaba de dejar de ser un asunto privado —le advirtió el inspector

—. ¿Cuánto?—Ochenta mil pesetas.—¿Al mes?

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El aprendiz asintió. Buj emitió un silbido.—No está nada mal. Bastante por encima del salario mínimo. Hay policías

que, jugándose el pellejo, no cobran eso. ¿Gastos, alojamiento y manutenciónaparte?

—El señor Esmirna era muy generoso. No me cobraba la comida ni la…Los porcinos ojos del Hipopótamo se achicaron como cantos de monedas.—¿Ni la cama?—¡No sé qué es lo que quiere decir!—¡Claro que lo sabes! ¿Por qué iba a cobrársela a un chico tan guapo como

tú?El testigo desasió sus manos. Un temblor convulsivo se le instaló en un

párpado. Sus largas pestañas aletearon como insectos atrapados.—Nuestra relación —se demudó— era de discípulo y maestro.—Como la nuestra —rió Buj , dirigiéndose a Martina—. Sólo que la

subinspectora pretende aprender demasiado deprisa, antes de proceder acortarme la cabeza. Metafóricamente, me refiero, no como le ha ocurrido alpobre diablo de tu jefe. ¿O le gustaría convertirse en una nueva Salomé, DeSanto?

Martina palideció. El Hipopótamo sonreía, feliz por poder atormentarla aplacer. Pero al ver entrar al comisario Satrústegui, que acababa de presentarseescoltado por algunos agentes y por el forense titular del Instituto Anatómico, eldoctor Marugán, se olvidó de ella y volvió a concentrarse en la propiciatoriavíctima que tan gentilmente parecían depararle las circunstancias del caso.

Satrústegui se había desplazado hasta ellos, pero decidió mantenerse a unospasos para asistir con discreción al careo. Consciente de que el comisario leagradecería un resumen de las declaraciones de Manuel Mendes, Buj recapituló:

—Nos decías, hijo, que regresaste al piso del anticuario en torno a las dos dela madrugada, solo, después de haberte comido un bocadillo en las escaleras delMercado de Pescados. Entraste al portal, con tu llave. ¿Te fijaste en el escaparatede la tienda?

—Pude hacerlo porque la persiana estaba subida.—¿Te extrañó?—No era normal.—¿Por qué?—Aunque se quedase trabajando, el señor Esmirna solía bajar la persiana y

conectar la alarma una vez cumplido el horario comercial.—¿Se te ocurre alguna razón para explicar que esta noche no lo hiciera?—Ninguna.Buj esperó a que Martina acabase de anotar sus respuestas.—¿Las luces de la tienda estaban encendidas o apagadas?—Apagadas —especificó Mendes—. A través de la luna no se veía nada.

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—¿Llamaste al timbre de la tienda?—No.—¿La puerta del establecimiento estaba cerrada?Martina adivinó que la pregunta de Buj tenía doble intención. En el caso de

haber contado con un cómplice dentro del negocio (el propio Manuel Mendes, sinir más lejos), lo lógico hubiera sido que éste hubiese cerrado la puerta y bajadola persiana, y que los autores del crimen hubieran escapado por la trastiendahacia el piso de arriba, a fin de mantener el cadáver oculto durante más tiempo,retrasando su descubrimiento y, en consecuencia, dificultando las pesquisaspoliciales.

—Supongo que sí, pero no lo comprobé —admitió el aprendiz—. Lo hicedespués, cuando les abrí a ustedes. La cerradura de seguridad estaba accionada.

El inspector decidió darle aire, pero sin reducir la presión:—Compruebo con alborozo, hijo, que tu memoria empieza a funcionar. De la

leal colaboración con la policía se derivan grandes ventajas.—Estoy dispuesto a contarles todo lo que sé.—Muy bien, chaval. ¿Qué hiciste después de entrar al portal? ¿Subiste por las

escaleras al piso de la primera planta, el que compartías con el señor Esmirna?—Sí.—Y abriste con tu llave. ¿Fue así?—Así fue.—¿Estaba echada la cerradura?Mendes volvió a asentir. Buj razonó:—Y, sin embargo, pudiste abrir con tu propia llave. Eso significa que Esmirna

no había dejado la suy a puesta por dentro.Mendes vaciló un instante. Fue como si hubiese presentido un peligro. Las

fosas nasales de Buj percibieron una leve y ácida sudoración procedente deltestigo: su miedo.

—No, no la dejó puesta —recordó Mendes—. Casi nunca lo hacía.—¿Casi nunca? ¿Algunas veces la dejaba puesta y otras no?Mendes parecía aturdido. Buj dejó que esa cuestión flotase en el aire.

Concedió al testigo diez segundos de descanso y le invitó a seguir reconstruyendola secuencia:

—Una vez estuviste en el interior de la casa, ¿cerraste la puerta con llave?—No puedo recordarlo.—Tendrás que hacerlo, hijo. ¿Dejaste tu llave puesta?—No, pero creo que eché el cerrojo.—¿No era el señor Esmirna, el propietario, quien cerraba la puerta cada

noche, antes de acostarse? Las personas mayores suelen asegurarse de que lacasa queda cerrada, y más en un barrio como éste.

—Normalmente, cerraba él. Salvo que se quedase dormido, leyendo en la

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cama. Entonces, lo hacía yo.—Esta madrugada, hace apenas un rato, cerraste con tu llave antes de

comprobar si el anticuario estaba dentro del piso. ¿Por qué?—Era tarde. Supuse que don Gedeón dormía.Buj sonrió. Mendes estaba aprendiendo a deducir que era preferible que no lo

hiciera.—Me encantan las suposiciones —afirmó el inspector, con un tono zumbón—.

Hay quien dice que las cárceles están llenas de presuntos delincuentes, pero y ocreo que se trata tan sólo de otra suposición. ¿Dónde se supone que están tusllaves, hijo?

Mendes se hurgó los bolsillos.—Aquí.—¿Quieres dármelas, si eres tan amable y te lo pido por favor?El testigo obedeció y Buj se guardó su llavero.—Sigamos —indicó el inspector—. ¿Qué hiciste a continuación?—Bebí un vaso de agua en la cocina y fui a mi cuarto —detalló Manuel—.

Iba a acostarme cuando observé que la trampilla estaba abierta. Me asomé aldormitorio del señor Esmirna y comprobé que la alcoba se hallaba vacía. Bajé ala trastienda y le llamé.

—¿Sólo había luz en la trastienda? ¿El resto del establecimiento estaba aoscuras?

El aprendiz volvió a vacilar.—Eso creo. Entré en la tienda por el almacén, encendí una lámpara, la de su

escritorio, y volví a llamarle. Como no respondía, me decidí a dar un vistazo. Fueentonces cuando le encontré.

Manuel no pudo ahogar un sollozo.—Estaba… Ustedes le han visto. ¡Sin cabeza, muerto! ¡Había sangre por

todas partes!El testigo había comenzado a deshacerse en un entrecortado llanto, pero Buj

no iba a darle cuartel.—¿Qué hiciste después?Mendes se pasó las manos por la cara.—Grité… ¡Estuve a punto de volverme loco! Intenté acercarme a él, pero no

tuve valor. Me puse a llorar y a buscar la cabeza. ¡Oh, Dios! Pensé tantas cosas…¡Pensé que no podía enterrarle sin ella! Luego cogí el teléfono y les llamé austedes.

—¿Sabías de memoria el número de la policía?—El señor Esmirna lo tenía anotado, por los robos. Lo encontré en su agenda.—¿Tocó usted algo más? —preguntó Martina.—No, no… Me quedé sentado hasta que llegaron ustedes. No sabía qué hacer.Desde hacía un par de minutos, Buj estaba manoseando su carnet de

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identidad, que le había reclamado al inicio de la declaración. Le consultó:—¿Eres de donde dice tu documentación, hijo? ¿Natural de Setúbal?—Soy portugués, pero me crié en Bolsean.—¿Realmente tienes dieciocho años?La pregunta era pertinente. Mendes aparentaba algunos más.—Cumpliré diecinueve en abril.—¿Dónde reside tu familia?—Mi padre murió. Creo que mi madre vive en algún lugar al sur de Portugal,

cerca del Algarve, pero no sé nada de ella. Me abandonaron cuando era un crío.Pasé algunos años en centros de acogida, hasta que me adoptó una familia.

—¿De Bolsean?—Sí.—¿Quiénes eran?El chico hizo un gesto disperso, como si no le resultase grato recordar su

pasado.—Salió mal y me hicieron probar con otra, y después con otra. Dijeron que

no me adaptaba. Con el señor Esmirna, en cambio, me resultó muy fácil. Fuecomo un padre para mí.

Haciendo honor a su apodo, Buj se sobó los carrillos y expulsó una bocanadade aire procedente de su esófago, capaz de contaminarlos a todos. Olía a gas. Elbrasero del escritorio seguía encendido. La temperatura de la tienda estabaprovocando al inspector auténticas ansias de beber una cerveza helada. Conocíaun tugurio, abierto hasta el amanecer, donde los policías eran bien recibidos. Siconseguía despistar al comisario, se acercaría para refrescarse el gaznate yolvidar cuanto antes aquel ingrato servicio. Sólo bebería un par de cervezas bienfrías. O quizá tres.

—Compruebe sus antecedentes, subinspectora —masculló el Hipopótamo,incorporándose con pesadez. Sobre el polvo del escritorio de Esmirna quedóimpresa la huella de su trasero.

Mendes livideció.—Yo… Estuve en la cárcel.Buj sintió que el cielo se abría ante él.—¿Bajo qué acusación?—Otro chico y yo atracamos una gasolinera. Fue un error. Estoy arrepentido.—El arrepentimiento deja de ser una virtud cuanto más se practica —filosofó

el Hipopótamo, enjugándose el sudor del cuello con un pañuelo barato—. Ahoracontéstame a una cosita, chaval. ¿Quién crees que mandó al otro barrio a tupatrón?

—No lo sé.—¿Le viste discutir con alguien, tenía enemigos?—No lo sé.

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—¿Se peleó con algún proveedor, con algún cliente?—Lo ignoro.—¿Había adquirido recientemente obras de arte robadas?—¡Claro que no! ¡Era un profesional honesto!Ernesto Buj se le aproximó tanto que su estómago rozó la delgada cintura del

chico.—¿Te cargaste al anticuario, hijo? ¿Mataste tú a Gedeón Esmirna?—¡No!—¿Ibas a robarle, te pilló in fraganti y se te fue la mano?—¡No!—¿Se resistió, luchasteis, cogiste el hacha, lo rebanaste a trocitos, le robaste la

cartera y las llaves y cerraste la puerta al huir?La cara del Hipopótamo estaba a tres centímetros de la suya. Con las pupilas

dilatadas, el chico contuvo la respiración para no absorber su aliento. Buj amagóun puñetazo, retrocedió un paso y se sonó ruidosamente la nariz.

—Con el permiso de nuestro comisario, aquí presente, voy a enviarte aJefatura, caballerete.

Satrústegui asintió, casi imperceptiblemente, y se dio media vuelta, endirección a la sección de la tienda donde los agentes habían precintado la escenadel crimen. El Hipopótamo agregó, satisfecho:

—Te diré que nuestros calabozos no son muy cómodos. Se duerme poco ymal. Tendrás tiempo para recordar si alguien puede ratificar tu coartada. Yasabes: tu bucólico paseo nocturno por el Mercado de Pescados. También podrásrecapitular sobre todo lo que no nos has contado aún. ¿Quieres un consejo,sincero y gratuito? Si pretendieses comprar tu libertad, ése sería tu único capital.

La última pregunta de Manuel Mendes sonó a culpabilidad:—¿Soy sospechoso?Buj lo contempló con una díscola compasión, como si llevara una mala mano

y no pudiera descartarse.—Todavía no sé, hijo, si eres un idiota o un criminal. Apostaría por lo

segundo, pero me estoy haciendo viejo y no siempre me funciona el olfato.A una indicación del Hipopótamo, el agente Carrasco sacó de la tienda al

aprendiz. Antes de subir al vehículo celular, el joven Mendes vociferó en plenacalle:

—¡Soy inocente! ¡Yo no maté al señor Esmirna! ¡Repito que le quería comoa un padre!

—Hay amores que matan —epilogó Buj , con la boca seca. Ahora sí que iba atomarse ese par de cervezas heladas en el bar de policías. O tres. Y uno o doscoñacs para compensar aquella noche de perros.

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Capítulo 29

La jueza Macarena Galván acababa de presentarse en la calle de los Apóstoles.Con treinta años cumplidos, era novata en la profesión, y bastante atractiva.

El aspecto de su señoría no permitía presumir que se acabase de levantar dela cama. Pese a la urgencia con la que debía de haber sido convocada, habíatenido tiempo de maquillarse. Más de un agente pensó que era como si lanotificación de un asesinato al Juzgado de Guardia le hubiese sorprendidotomando copas.

La señora Galván llevaba un abrigo de piel de nutria y un traje de chaquetade color marfil. Del cuello le colgaba una medalla de la Virgen del Rocío. El pelonegro, peinado con raya, le caía hasta la cintura en una larga cola de caballo. Losdedos de su mano derecha aferraban un portafolios con conteras metálicas, tannuevo que parecía sin estrenar; los de la izquierda lucían sortijas en los dedosíndice, anular y corazón.

Martina de Santo había salido a la calle para escoltar a Manuel Mendes hastala unidad celular cuando la vio apearse de un coche del Juzgado. La señoraGalván pasó junto a ella, por lo que Martina pudo fijarse en su nariz, aguileña, eincluso en su sombra de ojos. El rímel adherido a sus pestañas no conseguíaocultar, ni lo pretendía, un ligero estrabismo. Horacio Muñoz le había hablado deesa magistrada, que apenas llevaba unos meses destinada en Bolsean. « Trae decabeza al personal y se comporta como una diva» , le había prevenido elarchivero, que seguía manteniendo buenos contactos en los Juzgados.

El comisario Satrústegui conversó parcamente con la jueza, poniéndola enantecedentes sobre la identidad de la víctima.

—Le advierto que lo que se va a encontrar ahí dentro no tiene nada de grato.—Déjese de rodeos —le cortó ella—. ¿A qué hora se produjo la muerte?—El forense no ha practicado su examen, a la espera de que usted lo

ordenara, pero el cuerpo aún está caliente.—¿Qué medidas ha tomado?—Mis hombres patrullan el barrio, por si el criminal anduviese por las

inmediaciones, y acabo de ordenar controles en las principales salidas de laciudad.

—¿La víctima había recibido amenazas?

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—De este anticuario sospechábamos que pudiera estar implicado en un robode piezas sacras cometido en una ermita de los Picos de Europa. En ocasionesanteriores, Gedeón Esmirna habría podido ejercer como perista y receptor deobjetos robados. Respondiendo a su pregunta, no nos consta que hubiese sidoamenazado.

—¿Quién encontró el cuerpo?—Su aprendiz, un joven portugués, de raza gitana, con antecedentes penales.

Lo hemos trasladado a comisaría, para proseguir interrogándole.La jueza le clavó una mirada admonitoria.—¿Han interrogado y detenido a un testigo sin mi preceptiva autorización?Satrústegui se estiró las solapas. Las únicas referencias que tenía de esa

magistrada hablaban de una mujer de armas tomar. También él habíadesprendido que de Macarena Galván emanaba una impredecible combinaciónde inexperiencia y soberbia.

—Sus primeras declaraciones resultaron confusas —se justificó el comisario.—¿Consideran a ese aprendiz sospechoso de asesinato?—Su coartada es débil.—¿Tenía un móvil?—Quizá podamos responder a esa cuestión cuando se haya hecho inventario.

En la tienda hay objetos de mucho valor, y todavía no sabemos lo que elanticuario guardaba en la casa: dinero, joyas, piezas únicas…

La jueza hizo un gesto de aquiescencia. No obstante, advirtió:—Doy por supuesto que en interrogatorios sucesivos, si éstos fueran

necesarios, y siempre bajo mi prescripción, un letrado de oficio asistirá a eseciudadano.

Satrústegui afirmó con vigor:—Yo mismo le recordaré sus derechos.—Está bien, comisario. No perdamos más tiempo. Quiero ver el cadáver.—Vuelvo a prevenirle que…—No es necesario que se repita, Satrústegui. ¿Lo han asfixiado,

acuchillado…?—Decapitado.Macarena Galván recibió esa información con absoluta indiferencia y avanzó

con decisión por el establecimiento. Satrústegui le presentó al inspector Buj y alforense Marugán, a quienes no conocía. El Hipopótamo se había aflojado lacorbata. Debido al calor y a algún trago que llevaría encima, tenía el rostro comola grana. Buj extendió la diestra a la jueza, pero ella pasó a su lado como si elgrueso y desaseado inspector, simplemente, no existiera. Por su parte, el médicose puso a su disposición.

—¿Dónde está la víctima? —Parpadeó la señora Galván, aturdida por lacegadora luz de los focos; una polvorienta muralla de muebles abigarraba aquel

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opresivo ambiente.—Detrás de aquellos espejos —indicó Satrústegui.Una vez en la escena del crimen, pareció que a la titular del Juzgado le

hubiese impactado un ariete invisible. La impresión del cuerpo decapitado ysalpicado de sangre le aflojó las rodillas, revolviéndole el estómago y haciéndolapalidecer como una geisha pintada con talco.

—¿No se encuentra bien? —se interesó el comisario.La magistrada no pudo responder. Detrás de ella, el tono de Buj no disimuló

una intención satírica:—¿Es su primer fiambre, señora jueza, o es que éste nos lo han servido un

poquito peor conservado?La señora Galván se llevó las manos a la boca. Una arcada hizo temer a los

demás que fuese a vomitar ahí mismo. Con un gesto angustioso, como si sehubiera tragado un hueso de pollo, salió disparada hacia la salida. Enarcando unaceja, el comisario indicó a Martina que fuese tras ella.

En la esquina de la calle de los Apóstoles, a quince pasos de los agentes quecustodiaban la tienda, la jueza, doblada en un convulsivo arco, echó la papilla.Martina aguardó a que recuperase la posición vertical para ofrecerle su ay uda.

—Camine sin mirar al suelo —le aconsejó—. Enseguida se sentirá mejor.El vómito resbalaba por una sucia pared. Con una humillada expresión, la

jueza se apartó de esa inmundicia. Extrajo del bolso un frasco de colonia y seperfumó el cuello.

—¿Agua de Rochas? —apuntó Martina.—Chanel.Ambas rompieron a reír. Macarena Galván anduvo unos pasos, hasta que otra

vez las náuseas la hicieron detenerse.—Está mareada, apóy ese en mí —se ofreció la subinspectora, sujetándola.Cogidas del brazo, caminaron unos metros, hasta dar la vuelta a la esquina. La

palidez no liberaba el rostro de la magistrada. Martina propuso:—Siéntese en ese portal. Le traeré un poco de agua.Sin pensárselo, la subinspectora entró al Caly pso, en cuy o chaflán seguían

agolpándose unos cuantos curiosos. Compró un botellín de agua mineral, regresóal instante y le sugirió que se enjuagase la boca.

—¿Mejor?—Un poco —se animó la jueza, incorporándose—. No me diga que acaba de

comprar el agua en ese antro.—Me la han cobrado a precio de cava. ¿Prefiere que la lleve a su casa?—Debo cumplir con mi deber. Pero estoy tan abochornada… ¡Oh, perdone!Su señoría inclinó la cabeza. Estremecida por las arcadas, regresó una

bocanada de bilis. Cuando alzó la cabeza, se le saltaban las lágrimas.—No tiene por qué avergonzarse —la consoló Martina—. Un día de éstos le

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contaré cómo reaccioné frente a mi primer cadáver.—¿Por qué no me lo cuenta ahora?—Porque volverían a entrarme ganas de hacer pipí.Macarena Galván sonrió. Hinchó sus pulmones con el aire de la noche y

espiró como si acabase de subir una montaña.—¿Lista? —preguntó Martina.—Vamos allá.La subinspectora sacó un paquete de cigarrillos.—¿Me da uno, por favor?—Le sentará mal.—No puedo encontrarme peor. Al menos, mejorará mi aliento.Martina le ofreció uno de sus Play er’s, y fuego con un encendedor dorado.—Quisiera darle las gracias, agente…—Subinspectora De Santo.—¿Seguridad Ciudadana?—Homicidios.—Creía que en el Grupo no había ninguna mujer.—La soledad se manifiesta de distintas formas.Macarena la miró con solidaridad.—¿Cuál es su nombre?—Martina.—¿Opina usted, Martina, que esto podría ser el principio de una larga

amistad?La detective se colgó el pitillo en los labios.—No soy tan dura como Humphrey Bogart, y no tengo demasiadas amigas

que usen Chanel.—Tampoco y o conocía a ninguna mujer policía con un Dupont de oro.—Lo heredé de mi padre.—En ese caso, admitiré que, en realidad, rellené el frasco de Chanel. —

Mientras rebuscaba su monedero en el bolso, la jueza obtuvo otra sonrisa de lainvestigadora—. ¿Cuánto me ha dicho que le cobraron por el botellín de agua?

—No se lo dije, pero corre de mi cuenta. La próxima ronda será suya.—Entonces, habrá próxima vez.—Eso dependerá de usted.—Creo que me apetecerá invitarla un día. ¿Le gustan los daiquiris?—Prefiero el whisky de malta.—Lástima. Conozco un sitio donde de verdad saben combinar los cócteles.Los labios de Martina se estiraron en una contenida sonrisa.—Por una vez, romperé mis reglas.Ambas mujeres intercambiaron una mirada intensa.El mismo brillo seguía animando la expresión de Macarena Galván cuando,

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unos minutos después, de nuevo en la escena del crimen, todavía un tanto pálida,pero y a dueña de su voz, disponía:

—Más que el levantamiento del cadáver, voy a ordenar su descendimiento.Que sus hombres procedan, comisario, pero no vayan a cortar esa soga, ni adestruir pruebas.

—No suelen hacerlo —los defendió Satrústegui, molesto.—Por si acaso.—Aprende rápido —murmuró Buj al oído del comisario—. La subinspectora

se ha tomado a pecho lo de levantarle la moral.—Déjese de bromas estúpidas.—Prevengámonos contra una alianza matriarcal —le advirtió el Hipopótamo.—¿Se siente inseguro frente a tantos encantos? —bromeó Satrústegui.Sin embargo, el comisario seguía irritado por la altanería de la jueza. El

inspector Buj se limpió con la uña un resto de la cena pegado al colmillo ysentenció:

—No será a mí a quien esas dos den de comer sus manzanas.Satrústegui le dirigió una mirada estupefacta. Obedeciendo las instrucciones

de la jueza Galván, varios agentes, auxiliados por una escalera que uno de elloshalló en la trastienda, se aplicaron a la faena de recuperar el cuerpo.

La soga que ejercía el contrapeso, firmemente anudada a una de lascolumnas de hierro que dividían el espacio interior de la tienda, dificultaba laoperación. A medida que la destensaban, el cuerpo de Gedeón Esmirna, sostenidopor varios brazos, y en medio de un silencio sepulcral, fue descendiendo conlentitud. La falta de la cabeza debía de provocar en los agentes un efectoaterrador, pero, por otro lado, supuso Martina, contribuiría a deshumanizar elhecho criminal. La subinspectora pensó que era como si a la víctima, reducida ala condición de un despojo, se le hubiese querido arrebatar, además de la vida, suidentidad, su dignidad.

El forense había hecho traer una camilla. Los celadores izaron el cadáver,que los agentes habían depositado en la alfombra, y lo acostaron sobre unasábana.

Aun presentando una adiposa barriga, el cuerpo de Gedeón Esmirna era másfornido de lo que Martina hubiera podido imaginarse cuando habló con éldisfrazada de pelirroja. El bíceps de su único brazo se marcaba con rotundidad yla musculatura de las piernas estaba bien definida. Sólo el torso, con su mata devello todavía negra, aparentaba corresponderse con el de un hombre de menoredad, alejándose de esos sesenta años que el decapitado anticuario debía dehaber cumplido con creces en el momento de ser sorprendido por su trágicamuerte.

Antes de que el doctor extendiese un lienzo sobre los restos, la subinspectorareparó en la coloración de la piel, casi luminiscente bajo los inmisericordes focos

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cuyos generadores eléctricos emitían un molesto zumbido, como si un panal deabejas, alarmado por la presencia de intrusos, estuviera despertando bajo lasbóvedas de sillería. Los pies de la víctima eran espatulados, con las uñasdescuidadas y pronunciadas callosidades en varios de los dedos.

—Examinaré el cadáver de acuerdo a mi protocolo —dijo el doctor Marugán—. Si le parece, señora jueza, ordenaré una exhaustiva serie de fotografíasforenses.

La magistrada consintió y volvió a retomar su conversación con Satrústegui.La camilla había desaparecido en la sala contigua. Marugán cogió su maletín yse dirigió a esa improvisada enfermería, dispuesto a determinar la data de lamuerte.

Por su parte, Carrasco y Salcedo, dos de los detectives veteranos del Grupo,procedieron a la búsqueda de huellas dactilares y a la toma de muestras desangre en la escena del crimen. Había sueño y agotamiento en sus caras, perotambién una rutinaria determinación, los arrestos de un oficio que transcurríaentre disparos y cadáveres, más allá de los cánones de la vida, en el trágico einjusto umbral de las muertes violentas.

Otros agentes, al mando del inspector Villa, inspeccionaban el establecimientoy el piso superior. Todos sabían que las primeras horas resultaban claves en unainvestigación. Si el criminal había cometido algún error, lo atraparían con may orfacilidad.

La subinspectora se dirigió al almacén y subió las escaleras que accedían a latrampilla del apartamento.

Las luces de la vivienda de Esmirna estaban encendidas. Un ancho corredorcomunicaba las habitaciones. Que eran seis: dos dormitorios, un cuarto de baño,una salita, una cocina y un comedor, más un sombrío vestíbulo de cuyo percherocolgaban los abrigos y sombreros del difunto propietario.

Aquél no parecía en absoluto el piso de un amante del arte o de un experto enantigüedades. Numerosos detalles evidenciaban que allí jamás había residido unamujer. Una monástica austeridad limitaba los ornamentos a unos paños bordados,extendidos a modo de quitapolvos sobre las encimeras de las alacenas, y a unospocos y severos bodegones.

Con sus cabeceros de caoba negra y las floreadas colchas hundiéndose encolchones de lana, las alcobas adolecían de un aire entre rancio y rústico.

En el dormitorio principal destacaba un cartel de la película El gatopardo, deVisconti, acaso el personaje en el que hubiera deseado encarnarse GedeónEsmirna. En la otra alcoba, el dormitorio que debía de corresponder a ManuelMendes, fragmentos de papel celo fijaban sobre la cabecera de la cama el pósterde un grupo de rock satánico, Inferno, famoso en todo el país porque en losconciertos arrojaban a los fans barreños de sangre y vísceras de animales reciénsacrificados.

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Martina revisó los armarios. Tanto las prendas del anticuario como las de suaprendiz estaban apiladas con pulcritud, respetando un mismo orden: ropa interioren los primeros estantes, calcetines en los segundos, pijamas y toallas abajo. Enel ropero de Esmirna colgaban trajes y americanas confeccionados a medida enuna sastrería de Bolsean. El anticuario poseía varios pares de zapatos y botineshechos a mano en una zapatería madrileña. Su compañero de piso, en cambio,sólo parecía disponer de unas gastadas zapatillas deportivas.

A la luz de una desnuda bombilla, la cocina era triste, desolada, casi, y lanevera estaba vacía. No era de extrañar, pensó Martina, que Manuel hubieratenido que salir a comprar un bocadillo. Seguramente, el anticuario comería ycenaría fuera de casa.

En el cuarto de estar no había televisión, pero sí un viejo aparato de radio, unPhillips, un verdadero armatoste de los años sesenta, con el cursor de ondabañado en una verdosa resistencia.

Pasado de moda era, también, el tocadiscos arrumbado en la sala de visitas,pero propia de un melómano la colección de vinilos apilados junto a losaltavoces. El corazón de Martina le decía que iba a encontrarlas allí, y revisó losdiscos hasta descubrir, en efecto, las grabaciones de Modest Mussorgsky. Entreellas, la versión de Maurizio Amandi sobre Cuadros para una exposición.

De repente, se oy eron ruidos. Otro de los agentes golpeaba las paredes paraintentar localizar tabiques falsos o escondrijos secretos. En un negocio comoaquél, obligatoriamente tenía que existir un lugar donde ocultar piezas valiosas.Pero, aunque tantearon las baldosas y movieron las pesadas consolas delcomedor, no hallaron nada.

La subinspectora concluyó la inspección del apartamento, retornó a la plantabaja y se dispuso a analizar a fondo la escena del crimen.

Alrededor del lugar donde había colgado el cadáver había señales de lucha:una lámpara rota, un sillón caído. Carrasco había hecho un primerdescubrimiento en forma de una cerilla de madera a medio consumir, enredadaen los ensangrentados pelos de la alfombra. Tras un minucioso rastreo, Martinaencontró, oculto bajo un aparador, el colgante y la llavecita que habían pendidodel cuello de Esmirna. No había posibilidad de error: se trataba de la misma llavecon la que el anticuario había abierto delante de ella el cajón de su mesa detrabajo.

La subinspectora se apresuró a probar la llave: el cajón central del escritorio,el único que disponía de cerradura, se deslizó hacia ella.

El cofre con la colección de estilográficas antiguas seguía en el mismo lugar.En medio de aquel caos de luces y órdenes cruzadas, la subinspectora no pudorecordar con precisión las plumas que Gedeón le había mostrado. No estaba lacotizada Egmont-Snake, con su serpiente de plata y sus diabólicos ojos tallados enesmeraldas. Tampoco la Egmont-Swastika, con sus cruces de falsos rubíes

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incrustadas en el capuchón y en el cargador. Martina recordó que el anticuario,que tan orgulloso se mostraba de otras posesiones, se había referido a este últimoejemplar con cierto desprecio, al tratarse de una imitación.

En ese mismo cajón central del escritorio había, además, gemas antiguas yestuches de monedas clasificadas por épocas: desde cecas del emperadorAugusto hasta acuñaciones de los reinos medievales hispánicos. Pero, como y ahabía pronosticado el comisario, mientras no se cotejaran las existencias con losinventarios, si es que Esmirna llevaba un libro de asientos, les resultaría imposibleverificar si faltaba algo más.

La subinspectora abrió y revolvió los cajones laterales. En el izquierdo, unosviejos escapularios y un rosario de pétalos de rosa competían en esencias de olorcon los frascos de perfume que allí se guardaban. El cajón derecho contenía unapila de facturas y cartas sin ordenar.

Para asombro de Martina, una de esas cartas, fechada a principios dediciembre en el departamento colombiano de Providencia, estaba firmada por elpadre de Maurizio Amandi, el embajador italiano, quien, de manera hartolacónica, comunicaba a Gedeón Esmirna lo siguiente:

Muy Sr. mío:Lamento sinceramente no poder hacerme eco de su solicitud. En

cualquier otro asunto, como usted bien sabe, por la lealtad y el cariz denuestras pasadas relaciones, no dude en contar con mi auxilio.

Suyo, afectísimo

Alessandro Amandi, conde de Spallanza

Pero sería otra de las cartas, ordenada precisamente debajo de ésta, la queprodujo a Martina tal impresión que se le resbaló de los dedos. Certificada enBurdeos, y escrita con tinta escarlata y letra de calígrafo, llevaba lainconfundible firma de Maurizio, y decía así:

Apreciado Sr. Esmirna:Por una fidedigna fuente que mantendré en reserva, he podido saber

que está usted en posesión de ciertos documentos relacionados con ellegado de Modest Mussorgsky. Asimismo, me informan de que obra en supropiedad un busto del compositor utilizado por el artista Ilya Repin comomodelo para su último retrato. Estando en disposición de plantearle unasuculenta oferta por tales piezas, le ruego me reciba aprovechando miestancia en Bolsean, prevista para el 9 y 10 de enero. Con antelación a esafecha, intentaré contactar telefónicamente con usted. Conocedor de sureputación, no será necesario que le pida la máxima discreción respecto a

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nuestras futuras gestiones…

Mientras su mente trataba de adivinar entre líneas, la subinspectora releyó eltexto hasta memorizarlo. Introdujo ambas cartas, la de Maurizio y la de su padre,en sendas bolsas de pruebas, que entregó a Salcedo, y acabó de revisar lacorrespondencia de Esmirna, en la que no halló nuevos elementos de interés.

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Capítulo 30

Un minuto más tarde, el comisario la abordó para comentarle:—El inspector Buj opina que este crimen podría obedecer a una venganza

entre homosexuales. Se propone remover los bajos fondos de la prostituciónmasculina, por si puede reunir más información sobre las costumbres de GedeónEsmirna.

—¿Buj da por hecho que el anticuario era gay?—No tiene ninguna duda. El inspector Villa, tampoco.—Me dijo que había interrogado a Esmirna por otro asunto —recordó

Martina—. ¿Cuánto le costó colgarle la etiqueta de invertido, al primer vistazo? ¿Ose fueron a cenar a la luz de las velas?

Satrústegui se encogió de hombros.—No hace falta sulfurarse, subinspectora. No es más que una línea de

investigación.—Encontraremos otras más sólidas. Las finanzas de Esmirna, por ejemplo.—Tiene razón. Encárguese de que alguien de su equipo compruebe sus

cuentas. ¿Apareció la caja fuerte?—De momento, no.—Sería el primer anticuario que prescinde de ella.—Esmirna era un tipo singular.Satrústegui contempló durante un par de segundos los líquidos ojos de

Martina, del color del acero fundido; su densidad los hacía impenetrables.Comentó, sonriente:

—Villa me ha contado que esta misma tarde le hizo usted una visita,disfrazada de Rita Hayworth. Descontando a su asesino y al aprendiz, en el casode que ambos no sean, en realidad, sino un mismo individuo, debió de ser laúltima persona en ver con vida al anticuario. ¿Notó algo extraño en él?

—Todo lo contrario. Mostraba dominio de sí y me pareció un hombreinteligente. —La subinspectora divagó, abstraída—: Esmirna tenía personalidad.Y era ambicioso. Me aseguró con orgullo que podía conseguir cualquier piezaque se le antojara.

El comisario acababa de reparar en la urna con las estilográficas.—¿Qué cree que buscaba el asesino? Desde luego, no una simple pluma.

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Martina objetó:—Faltan, al menos, dos estilográficas, pero no desordenaron nada.—¿Tiene sentido matar a alguien por un par de plumas? El móvil del robo me

sigue pareciendo el más plausible. ¿A usted no?—Tengo mis dudas, comisario.—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?—Nada, pues carezco de ella. Por lo que respecta a este asunto, en ningún

momento he albergado convicción alguna.—Hay datos objetivos. El hurto de unas piezas, seguramente ofertadas al

mercado negro. El asesinato de un anticuario.—Si por un momento nos olvidásemos del expolio de esa ermita y de esa

Anunciación…—¿Qué lograríamos con eso? ¿En qué sentido avanzaríamos?—¿Y por qué empeñarnos en relacionarlos? —argumentaba Martina cuando,

inopinadamente, recayó en un olvido imperdonable.Para repararlo, dejó al comisario con la palabra en la boca y se precipitó a la

galería de pinturas, que el forense había ocupado como tanatorio. Afanosamente,buscó La Anunciación por todas partes. Desenfundó los lienzos embalados ycomprobó si la habían ocultado debajo, encima o detrás de los marcos.Desmontó luego las baldas de unos palés protegidos por esquineras de corcho.Pero el cuadro no estaba.

—¿Qué sucede, Martina? —le preguntó Satrústegui en voz baja, para nomolestar más a Marugán, quien, irritado por las constantes interrupciones,procedía a indicar al fotógrafo los planos e imágenes que iba a necesitar.

—Esmirna guardaba aquí una de las piezas robadas en la ermita de SanCaprasio. La Anunciación. Pude verla esta misma tarde, exactamente como leestoy viendo ahora a usted. Ha desaparecido.

—La relación con el móvil está clara. Informaré a los inspectores.El rostro de Martina era una máscara.—Lo haré y o misma.—Déjelo para después. Ya que estamos aquí, comprobemos si el forense ha

llegado a alguna conclusión.La sábana que cubría el cadáver del anticuario se había teñido de sangre. De

los muñones del hombro derecho y de la cercenada muñeca izquierda seguíarezumando un plasma rosado. Con las piernas ligeramente separadas y el granestómago sobresaliéndole como un cinturón de grasa, el cuerpo de GedeónEsmirna parecía más ancho, pero en absoluto humano. En los costadoscomenzaba a manifestarse el rigor mortis.

Martina y Satrústegui rodearon la camilla. El comisario preguntó:—¿Qué puede adelantarnos, doctor?—¿Provisional y confidencialmente, se entiende?

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—Por supuesto.Marugán apartó la cara para emitir una tosecita y dijo:—La temperatura del cuerpo indica que la muerte se produjo en torno a las

doce de la noche.—¿Qué margen de error se concede?—Me atrevería a sostener que muy pequeño.—¿La víctima fue golpeada o torturada antes de que la mutilaran?—Al margen de los cortes y heridas de arma blanca, no presenta contusiones.

Era un hombre corpulento, como puede apreciarse, y probablemente intentaríadefenderse de la agresión. Al faltarle las manos, no podré determinar si seenfrentó a su agresor.

—¿Puede que lo hubiesen reducido previamente? —insistió el comisario.—En los tobillos hay huellas de ligaduras, pero se corresponden con la soga

que utilizaron para colgarlo. Quizá estaba consciente cuando recibió el tremendoimpacto de una hoja de acero, y quizá no.

Martina inquirió:—¿Diría usted que fue una ejecución?—El corte no es lo bastante limpio como para presumir que la cabeza fuese

desprendida del tronco de un solo golpe —aseveró el forense, recorriendo con elpulgar los tej idos afectados, que mostraban colgajos de piel—. Por eltraumatismo de la nuca y los destrozos en las vértebras cervicales, sospecho queel difunto estaba de espaldas cuando sufrió el impacto, o acaso acostado einmovilizado en el suelo. No descarto que en la escena aparezcan esquirlas dehueso.

—¿Qué arma se utilizó? —preguntó Martina—. ¿El hacha que falta en latienda?

—Lo mataron con una hoja de considerable tamaño, pero y o no descartaríaun machete o una catana. El asesino es diestro.

Ambos policías, Satrústegui y De Santo, permanecieron pensativos. Marugánañadió:

—Por ahora, es cuanto puedo adelantarles. Si la señora jueza lo autoriza,trasladaré los restos al Instituto Anatómico. Voy a dar prioridad absoluta a estecaso, comisario. En veinticuatro horas espero haber concluido mi informe. Hastaentonces, les deseo los mayores progresos. Tengan cuidado.

El comisario fue a informar a la señora Galván. Por su parte, la subinspectorapermaneció junto al médico.

—No es imprescindible que nos acompañe a este caballero y a mí —carraspeó el forense; los síntomas de una incipiente gripe le estaban afectando lascuerdas vocales.

Sopesó un bisturí entre los dedos, pero no se decidió a cortar. Una vez elcomisario había aceptado su cálculo de la data, no vio la necesidad de practicar

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una incisión para poner en contacto el termómetro con algún órgano vital yprecisar un poco más el instante de la muerte; y a sajaría más tarde, sin testigos nimolestias, en las esterilizadas salas del Anatómico.

—¿Es usted religiosa, subinspectora? —preguntó, de improviso.—¿Por qué me lo pregunta?—Porque, desde que la conozco, me ha parecido percibir en usted una

cualidad espiritual.—Nunca me habían dicho nada semejante. ¿A qué se refiere, doctor?—A algo así como a una inclinación mística.Martina tuvo que hacer un esfuerzo para contener la hilaridad. Lo grave era

que el doctor parecía estar hablando completamente en serio.—¿Le recuerdo a alguna santa?—A Juana de Arco —rió Marugán—. Volveré a lo mío, perdone la

deformación.—¿Profesional?—Doméstica. Tengo una hija novicia.—No lo sabía.—En realidad, lo sabe muy poca gente. Cuando me enfrento a un cadáver, no

sé por qué, pienso en ella, en su bondad. Ingresó hace un año, en una orden declausura. Se encuentra recluida en un monasterio cisterciense, al pie de la sierrade Guara, en la provincia de Huesca. Se pasa el día pintando. Ya dibujaba muybien, pero tendría que ver los bocetos y óleos que ha hecho desde que tomó loshábitos. En sus cartas, afirma que es Dios quien mueve sus pinceles, siendo suemanada clarividencia la que le permite asomarse al alma de los demás yreflejarla en sus lienzos.

—En el fondo, tenemos algo en común. Nuestra ciencia es a las almas lo queel abogado al diablo.

—¿Querría traducirme ese adagio, subinspectora?—Usted me preguntaba si creo. Le responderé: creo en la inocencia, en los

inocentes. No me hice policía para bucear en las raíces del mal, sino paradescubrir la armonía.

—¿La paz interior?—El equilibrio. Lo que otros buscan en el arte, en la música o tras los muros

de un convento. ¿Cómo se llama su hija?—Brígida. Nombre de monja, ¿verdad?Martina se apartó de la camilla.—Los dos tenemos trabajo, doctor. Echaré otro vistazo, no sé si clarividente, a

los cuadros. Procuraré no molestarle.Al fondo de la pinacoteca de Esmirna, clausurando la colección de óleos que

colgaban de la improvisada galería, una hilera de dibujos reclamó la atención dela subinspectora.

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Aunque eran muy distintos, los grabados pertenecían al mismo autor, ViktorHartmann, cuyo nombre destacaba al pie de la serie, junto a una explicativaleyenda que abarcaba el conjunto: « Cuadros para una exposición, motivos queinspiraron a Modest Mussorgsky» . Rotulados por sus títulos originales, los dibujosrepresentaban una amplia variedad de temas: un carro con bueyes, una bruja,dos judíos, un día de mercado, cáscaras de huevo de las que surgían polluelos conforma humana, catacumbas, las puertas de un castillo… Y una, sin embargo,aparente anomalía: donde debería colgar el dibujo titulado Gnomus había unhueco vacío.

La investigadora empuñó su cámara y fotografió los grabados uno por uno,tratando de memorizarlos y de relacionarlos entre sí. Tarea, en principio,absurda, pues, aun siendo de un mismo autor, respondían a motivos, estilos yépocas distintas. Pese a lo cual, meditó la subinspectora, esa miscelánea deimágenes dispersas se había sublimado en una obra musical de fama ecuménica,en los Cuadros…

Martina terminó el carrete y regresó a la escena del crimen. Casi sesobresaltó. Horacio Muñoz, el archivero, estaba parado junto a una de lascolumnas de hierro, contemplando como un sonámbulo el gancho del que habíacolgado el cadáver.

—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó ella.—Me aburría en Jefatura. Pensé que podría necesitarme.—¿Nunca duerme, Horacio?—Sería una buena pregunta para que alguien con suficiente autoridad como

para esperar una respuesta se la formulase a usted.—¿Puede decirme a qué ha venido?—Uno de los agentes de Seguridad Ciudadana comentó en Jefatura que

acababan de descubrir un fiambre. Pensé que quizá tuviese algún trabaj illo paramí.

—Carece de competencias, Horacio. Si no se marcha, se buscará problemas.No me explico cómo no le han llamado la atención.

—Ya lo ha hecho ese melifluo inspector Villa. Le contesté que hablara conusted.

—Para eso están las amigas, ¿no? En fin, y a que ha venido…Martina atrajo al archivero a un ángulo muerto de la tienda, lejos de los

demás policías.—¿Qué sabe de música clásica?—Muy poco, se lo puede imaginar.—¿Y de un compositor ruso del siglo XIX llamado Modest Mussorgsky ?—Menos todavía. ¿Por qué?—Porque podría guardar relación con este caso.—¿Con el asesinato del anticuario o con el robo de los cuadros de esa ermita

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de montaña?—Tal vez con ambas cuestiones. Gedeón Esmirna había adquirido uno de los

lienzos expoliados. Por otra parte, admiraba la música de Mussorgsky. Tenía susdiscos. Yo misma escuché con él una de las suites.

—Mussorgsky, vaya nombrecito —repitió el archivero, anotándoloerróneamente; la subinspectora se lo deletreó—. Intentaré conseguirinformación.

—Toda la información —subrayó Martina—. Quiero saber dónde nació, conquién estudió, qué obras compuso, a quién legó sus bienes y, de manera muyparticular, cómo llegó a componer una de sus obras más famosas, Cuadros parauna exposición, inspirada en esa serie de dibujos que cuelgan ahí al fondo,concebidos por un tal Viktor Hartmann, a quien supongo conocido o amigo delmúsico. Necesitaría conocer el origen de cada uno de esos grabados y surelación con la partitura musical. ¿Me sigue?

—¿Una serie? ¿Está sugiriendo que esos dibujos encubren un comportamientopautado, algo así como un código?

—Pudiera ser.—¿Y que esa pauta sería homologable con una actividad criminal?La subinspectora enarcó las cejas.—No creo en las casualidades, y menos aún cuando se van presentando

conforme a una cierta lógica.La mente de Horacio se había puesto a trabajar.—¿Dicha pauta estaría relacionada con la muerte de Esmirna?—Creo entrever un juego de simetrías. Si es que se trata de un juego. Un

amigo mío, Maurizio Amandi…—¿El pianista? —apuntó Horacio. A la hora de retener nombres, la memoria

del archivero llevaba fama entre sus colegas. Era capaz de recitar lasalineaciones del Bolsean Fútbol Club desde los años cincuenta, cuando el equipode la ciudad conquistó su primera Liga y una Copa de Ferias.

—¿Le suena?—Suelo leer los periódicos. Anunciaban que ayer llegaría a la ciudad.—Está en el Marina Royal. Me llamó a medianoche.—¿Para qué?—Quería verme.—¿Por qué motivo?—¿Qué desea un hombre cuando está solo en un hotel y llama de madrugada

a una mujer a la que conoció en otra época?Horacio se sofocó.—¿Y usted se…?—A veces me gusta recibir llamadas en mitad de la noche. No me mire así,

Horacio. Le aseguro que muchas mujeres no se le resistirían. Amandi es

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hermoso como un Apolo.—No creo que le convengan esa clase de tipos.Martina le destinó una mirada franca.—Sé que es usted capaz de guardar un secreto. Entre Amandi y yo hubo algo,

pero eso fue hace mucho tiempo. Lo que él pretenda ahora de mí no tieneninguna importancia, y en cuanto a mis sentimientos… Dejemos el tema. Mire,esta carta le interesará más.

La subinspectora sacó del precinto de pruebas una de las cartas, la dirigidapor Alessandro Amandi a Gedeón Esmirna, y se la dio a leer. El archivero deslizósus ojos por sus excusatorias líneas.

—Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.—Le explicaré. Alessandro Amandi, conde de Spallanza, es el padre de

Maurizio. Don Alessandro era el embajador italiano en Londres cuando y o leconocí, hacia 1970. Mis padres y él fueron amigos. Yo misma asistí a algunasfiestas en su embajada. Recuerdo que el conde atesoraba las más variadascolecciones, desde mapas de los Descubrimientos y de las primeras colonias amáscaras africanas o plumas estilográficas, de las que poseía una magníficacolección; tan variada, que le permitía utilizar una distinta cada jornada. DonAlessandro viajaba por medio mundo a la caza de nuevos tesoros. Esta cartademuestra dos cosas: que estuvo relacionado con Gedeón Esmirna y que elanticuario asesinado se puso en contacto con él, en fecha reciente, para pedirleun favor o negociar alguna cuestión relacionada con el mundo de lasantigüedades y de sus respectivos intereses como coleccionistas. La respuesta,según evidencian las líneas del conde, fue negativa.

—Desconocemos la naturaleza de la petición —observó Horacio.—Por desgracia, así es.—¿Cómo averiguarla? —Se cuestionó el archivero—. ¿Localizando el

paradero de Alessandro Amandi?—Sería lo más natural. En principio, salvo que su hijo Maurizio posea

información al respecto, y esté dispuesto a facilitármela, no habría otro modo.—¿Se propone interrogar a Maurizio Amandi?—Algo me dice que haría mejor en no levantar sus sospechas.Horacio la miró con recelo.—¿No se fía de ese Apolo con pezuñas de macho cabrío?—Digamos que todavía no he resuelto la incógnita de su presencia en la

ciudad. Sería prematuro implicar a Maurizio en este enigmático crimen, pero locierto es que su padre conocía a la víctima, y que ésta le pidió un favor personal.Hay que tirar de ese hilo. ¿Podría encargarse de rastrear la pista del conde deSpallanza?

—Lo intentaré.—Creo recordar que, hará unos cuatro o cinco años, Alessandro Amandi

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ostentaba la cancillería italiana en Bogotá. Puede que todavía permanezca en elmismo destino.

—Eso será fácil de verificar. Llamaré al Ministerio de Asuntos Exteriores y…Un requerimiento les interrumpió.El comisario, que se hallaba a tan sólo unos pasos de ellos, conversando con

los inspectores Villa y Buj , les dirigía una seña.—Haga el favor de venir un momento, Martina.—Le veré en Jefatura, Horacio.—Me pondré a trabajar con ese músico. ¿Mussorgsky, me ha dicho?—Eso es.—¿Con tres eses y sílabas como onomatopeyas de sorber espaguetis?Martina sonrió.—¿Se lo vuelvo a deletrear?—Déjelo, con ese nombrecito no puede haber más de uno.—Y no se olvide de Viktor Hartmann, el pintor que le inspiró sus Cuadros para

una exposición. Consulte enciclopedias, intente contactar con algún especialista.Hágase con biografías, fotos, grabados, con el material que encuentre disponible.Es posible que exista correspondencia entre Mussorgsky y Hartmann. Y no dejede lado a Alessandro Amandi.

Horacio se llevó una mano al corazón, como si una pesada responsabilidadagobiara su ritmo.

—¡Caramba, subinspectora! ¡Menos mal que no tenía nada para mí!

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Capítulo 31

La jueza Galván acababa de marcharse.Eran las cuatro y media de la madrugada cuando el cuerpo de Gedeón

Esmirna cruzó por última vez, en dirección al Anatómico Forense, el umbral desu comercio de antigüedades.

Uno de los enfermeros tropezó con el biombo que protegía el escaparate y loderribó sobre los objetos expuestos. La armadura medieval cay ó contra el cristal,agrietándolo.

Los celadores elevaron la camilla con los restos. El ruidoso motor del furgóndel depósito se puso en marcha. Martina se arrimó a una fachada para dejarpasar al vehículo sanitario por la estrecha calle de los Apóstoles y se unió a losmandos que conversaban al relente.

Satrústegui acababa de informar a los inspectores de la desaparición de LaAnunciación y de su más que posible vínculo al móvil del crimen. Como paracelebrarlo, Buj repartió cigarrillos. En sus manazas, el paquete de Bisonte noparecía mayor que una caj ita de fósforos.

Ahora era Villa quien hablaba. Su aliento se condensaba en la niebla. Estabadiciendo:

—En el tráfico de obras de arte, las relaciones entre bandas de ladrones yperistas suelen ser de guante blanco. Por lo que a nuestra jurisdicción respecta,nunca han derivado en venganzas de sangre.

El comisario previo:—Comprueben posibles precedentes en otras demarcaciones. ¿Les he dicho

que el obispado ha puesto a nuestra disposición a uno de sus expertos enpatrimonio? Se trata de un sacerdote, el padre Hueso.

—¿Vamos a trabajar con un cura? —protestó el Hipopótamo.—Usted no, Buj .—Me alegro. Las sotanas me dan grima. De niño, el párroco de mi pueblo, el

padre Ceferino, que en paz descanse, me zurraba porque me bebía el vino demisa. Si no estuviera con su patrón, ahí arriba, le diría que todavía no heencontrado al Buen Ladrón.

El humor de Buj no despertó eco. Ignorando sus jocosos comentarios, elcomisario encargó a Villa:

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—Le sugiero que contacte con el padre Hueso para determinar si esaAnunciación, según sospechamos, no es otra que la de San Caprasio.Precisaremos su testimonio, subinspectora —añadió—, pues es usted la única queha visto el cuadro. —Satrústegui había aplicado una calada al Bisonte; el humo lehizo toser—. ¿Cómo puede fumar este veneno, inspector?

—Imposible estirar el sueldo —se encogió Buj .—No diga sandeces. Sé lo que gana usted.—Pero no lo que me cuesta sacar adelante a mis hijos.El comisario recordó que el Hipopótamo era padre de una numerosa prole.

En alguna ocasión, Buj le había presentado a dos o tres de sus chicos, losmayores. Eran obesos, con cráneos contundentes y redondeados como piedrasde molar, y la misma mirada cej ijunta y obsesiva del padre. La idea derelacionar al inspector con la función didáctica de la paternidad le pareció aSatrústegui tan absurda como especular sobre el talento artístico de Adolf Hitler.

—Cotejen los restantes óleos que Esmirna tenía en depósito, por si podemosidentificar otras piezas procedentes del mismo expolio. Ah, Horacio —añadió,observando que el archivero salía de la tienda.

—Diga, señor.—Quería pedirle… Pero, dígame: ¿qué demonios hace aquí?—Estaba de guardia y me apunté a echar una mano.—¿Guardias, en el archivo?—Puesto que esa unidad la integramos mi sentido del deber y yo, dispongo de

libre albedrío para establecer su intendencia.—Por esta vez, pase —condescendió Satrústegui—. Pero, en adelante,

limítese a cumplir sus funciones. Le asignaré una: encárguese de localizar losexpedientes de robos eclesiásticos de diez años a esta parte. Nombres, fechas,condenas. Quisiera disponer de esa documentación antes del mediodía.

—Descuide, comisario. Sólo con los deberes que me ha impuesto lasubinspectora ya pensaba pasarme la noche en vela.

—Añada otra petición, Horacio —sumó Martina—. Necesitaría saber algomás acerca de una pluma estilográfica fabricada a principios de siglo. En 1904,creo.

—¿Marca, modelo?—Egmont-Snake. En forma de serpiente, de plata maciza, con esmeraldas

engarzadas.—Y yo que pensaba que ya tenía usted pluma —dijo Buj , ahogando una

risita.La subinspectora se le encaró. El Hipopótamo y ella eran de parecida

estatura, pero Buj habría podido derribarla de un soplido.—¿Se trata de una nueva muestra de su ingenio, inspector?—En absoluto —repuso el Hipopótamo—. Soy de los que no les gusta que se

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les vea el plumero. De las cosas serias, hablo alto. Al pan, pan, y …—Tengamos la fiesta en paz —ordenó Satrústegui—. ¿O pretenden que les

abra un expediente?Martina encendió un cigarrillo mientras Buj se frotaba las manos, como solía

hacer cuando exudaba adrenalina.Apelando a su paciencia, el comisario agregó:—Algunas de esas bandas son extranjeras. No estaría de más que

consultásemos con Interpol.—Yo lo haré, señor —se ofreció Villa.Satrústegui adoptó un tono especulativo:—No sé por qué, este crimen me parece muy poco autóctono.—Soy del mismo parecer —coincidió el Hipopótamo, con un barniz de

adulación—. ¿Por qué tomarse tantas molestias para liquidar a un gordo ybujarrón ropavejero del casco viejo? El criminal pudo entrar en la tienda,pegarle un navajazo, coger lo que había venido a buscar y largarse con vientofresco.

—Cuadra —le secundó Villa—. ¿A qué tanta parafernalia? ¿Por quédegollarle? ¿Por qué mutilarle y colgarle de un gancho?

—Vay amos por orden —recomendó el comisario—. ¿Por dónde entró elasesino?

—Lo hiciera por la tienda o por el piso —opinó Buj—, el anticuario lefranqueó la entrada.

—¿Porque esperaba la visita de alguien de quien nada tenía que temer?—Eso, señor, parece claro.—Y revelaría que el criminal se integra en su entorno más íntimo —

desprendió Villa—. También existe la posibilidad de que el asesino estuvieradentro.

—En ese caso —derivó Buj—, sólo podría tratarse del aprendiz. Estoyconvencido de que Manuel Mendes nos ha contado una de indios.

—¿Por qué iba a liquidar a su patrón? —cuestionó Martina—. El empleadoaparenta ser un chico inmaduro. Esmirna le proporcionó trabajo y cobijo. Talvez, un futuro.

El Hipopótamo hizo un ademán desdeñoso.—Por dinero. El chaval estaría extorsionándole a cambio de favores sexuales.—Eso es simple presunción.—Déjele seguir, Martina —indicó Satrústegui.Buj remachó su tesis:—El anticuario se negaría a seguir pagando. Recuerde el caso de

Armendáriz, comisario, el sastre del Parque Buena Vista.Satrústegui no había olvidado aquella tragedia. Nicanor Armendáriz tenía una

clientela bastante selecta. Era un homosexual respetado. Le gustaba el juego y la

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buena vida. Un mal día, había amanecido en su sastrería con unas enormestijeras clavadas en el corazón. Previamente, con el mismo instrumento, le habíancortado el pene.

—Fue uno de sus patronistas —recordó Buj—. Un puto como Mendes,desclasado, sin apego familiar ni social. Se entendían. El patronista le llevaba alsastre carne fresca, efebos que reclutaba entre los yonquis o entre jóvenesdelincuentes. Lo tenían literalmente cogido por las pelotas. Cuando el sastre cortóel grifo, le dieron matarile. Se trata de un patrón delictivo, y no pretendo hacer unchiste.

Se hizo un penoso silencio. La ironía cruel del inspector arrasaba como unapala excavadora con cualquier misericordiosa consideración.

Buj avanzó otro paso:—A ver qué les parece esto… Mendes, el mancebo, estaba compinchado con

la banda que expolió la ermita de Muruago. Uno de ellos le ayudó a despachar alanticuario. Dicho cómplice escaparía con los miembros amputados de Esmirna,a fin de hacerlos desaparecer mientras el aprendiz se dirigía al ultramarino delbarrio, compraba su bocadillo y se lo tomaba al aire libre, en los porches delMercado.

—¿Por qué razón fingiría Mendes haber descubierto el cadáver? —objetóMartina—. ¿Para qué correr con semejante riesgo?

—Para teatralizar su coartada —repuso Buj—. Es listo, el condenado, pero denada le servirá.

La subinspectora continuó ejerciendo de abogada del diablo:—¿Por qué no había sangre en las ropas de Mendes?—Se cambió, obviamente.—¿Antes o después de comerse el bocadillo?—¡Ya salió doña sabihonda! —rezongó el Hipopótamo—. ¿Me va a dar una

clase práctica?Martina no se arredró:—Tiene usted una edad en la que cualquier aprendizaje exigiría grandes dosis

de humildad. Y esa virtud no se aprende.Buj achinó los ojos, como si fuese a embestirla.—¡No me extraña que los invertidos hay an encontrado en usted a un adalid!—¡Inspector! —bramó Satrústegui—. ¡Discúlpese!Buj no tuvo tiempo de hacerlo porque, en ese momento, uno de los sargentos

del Grupo de Robos, Ramiro Alcázar, que había acompañado en las diligencias alinspector Villa, irrumpió en la escena tras escoltar por el callejón a un individuode crapuloso aspecto.

—Quizá les interese saber lo que este sujeto tiene para nosotros —anuncióAlcázar.

El sargento vestía uno de esos trajes a cuadros procedentes de las rebajas de

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los grandes almacenes. Llevaba el pelo engominado y una barba de tres días quele daba aspecto de duro. Sin otro protocolo, empujó ante los mandos a un tipoflaco, escrofuloso, con todo el aire de tener un pie en la tumba.

—Amadeo Rubio, más popular como el Gamba —lo presentó Alcázar—. Vioa uno o dos hombres entrar a la tienda. ¡Despierta, « lej ía» , y da las buenasnoches al comisario!

Un estrafalario saludo militar acabó de descomponer la estampa del Gamba.El inspector Villa lo conocía bien. Se trataba de un antiguo legionario, unconfidente de poca monta. A cambio de ciertos favores, que incluían la vistagorda hacia sus trapicheos con hachís, y de algún modesto estipendio, Amadeoles pasaba información.

Pero el Gamba permanecía mudo. Buj le planchó las solapas con susmanazas y le propinó un cachete.

—¿Qué pasa, matamoros? ¿Se te ha comido la lengua el gato?—¿Qué quieren que les cuente?—Lo que has visto, sin omitir nada.—¿Por qué? —barbotó el exlegionario—. ¿Qué ha pasado?—Ya te enterarás por el periódico. No tenemos toda la noche. ¡Empieza a

desembuchar, escoria!El Gamba llevaba una de esas curdas instaladas a perpetuidad, pero su estado

no le impidió valorar el insulto.El naufragio de una patética dignidad asomó a su mirada turbia. Su raído

gabán apestaba a colchones meados y a vino a granel.—Yo estaba en el Calypso echando un Sol y Sombra cuando…—¿A qué hora? —le interrumpió Buj .—A cosa de las diez y media. Vengo todas las noches, después de cenar, y

suelo estarme un par de horas. Salí a tomar el fresco a la esquina y vi al primerode los hombres entrando en las antigüedades.

Se hizo un silencio expectante. El comisario ordenó:—Defínalo.—Corpulento, de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, con gorra y un

anorak azul o negro.—¿Cuánto rato estuvo en la tienda?—No lo sé. Volví a entrar al puti y no le vi salir.—¿Y el segundo hombre?—Apareció más tarde, cerca de las doce.—¿Cómo era?—Muy alto y rubio, con el pelo largo.Martina de Santo palideció. Villa reveló a Satrústegui en el interrogatorio:—¿De qué forma iba vestido?—Con un pantalón claro y una camisa oscura.

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La subinspectora encendió otro cigarrillo. Sus manos temblaban.—¿Nada más? ¿Ni americana ni abrigo?—Iba a cuerpo.Buj retomó su turno:—¿Quién le abrió?El Gamba miraba a los cuatro, alternativamente. La trompa le hacía

sostenerse sobre una pierna y otra, como un marinero ebrio.—La puerta se abrió, simplemente.—¿Cuánto tiempo permaneció dentro ese segundo hombre?—Una media hora.—¿Le viste salir?—A éste, sí.—¿Llevaba algo en las manos?—Una caja grande, de madera o de cartón.Era todo lo que el testigo podía aportar. Los investigadores le dirigieron

algunas preguntas más, pero sus respuestas no añadieron nada.Satrústegui le ordenó que compareciera al día siguiente en Jefatura, para

ratificar y firmar una declaración. El Gamba respiró, aliviado, y desaparecióhacia el Caly pso, de donde el sargento Alcázar lo había sacado.

—¿Es de fiar? —cuestionó el comisario.Alcázar se pellizcó la nariz.—Habrá notado cómo huele. Yo no lo dejaría solo con mi chaqueta a la vista.Satrústegui miró su reloj .—Son las cinco de la mañana. Deberíamos descansar. Que un retén concluy a

la recogida de pruebas, y dejen vigilado el establecimiento.—Creo que me quedaré un rato —dijo Martina.—Váyase a dormir, subinspectora —le aconsejó su superior—. Mañana les

necesitaré a todos bien despejados.—Estoy desvelada.—Usted misma. Les veré en mi despacho, a las nueve y media.El comisario desapareció por la calle de los Apóstoles. La niebla se lo tragó a

los pocos pasos, y luego sólo se oy ó el motor de uno de los coches celulares, elque debía de trasladarle a su domicilio.

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PROMENADE

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Capítulo 32

En cuanto el comisario y los inspectores se hubieron retirado, la subinspectoravolvió a entrar a la tienda. Revisó una vez más, de forma exhaustiva, la escenadel crimen, y luego se encaminó hacia su coche.

Abrió la guantera, encendió las luces y sacó la navaja que le había entregadoMaurizio Amandi. Con una meditabunda expresión, acarició sus inicialesgrabadas en la empuñadura de asta y examinó la hoja.

El acero cobró vida contra la mínima luminosidad del salpicadero. La navajaera pesada y manejable a la vez. En la mano, proporcionaba una sensación defuerza y dominio.

Debía de medir más de veinte centímetros. El filo presentaba melladuras yuna muesca más acusada hacia el centro. La subinspectora recordó queMaurizio, según él mismo había alardeado, disfrutaba lanzando la navaja contralos árboles. Pero esa imagen resultaba tan frívola que, aunque lo intentó, no pudoimaginarse al músico en los bosques de Viena, en Las Landas o en las afueras deBolsean practicando el lanzamiento de cuchillo. Tampoco, agrediendo a otrapersona. Era cierto que, en ocasiones, Amandi se manifestaba dialécticamenteagresivo, pero no solía mostrarse violento; no, al menos, hasta esa fecha…

¿Habría cambiado? Martina tenía ya una edad suficiente para saber que, conel paso del tiempo, no hay individuo que no sufra algún tipo de transformación.Hacía varios años que apenas sabía nada de Mauricio. Sometido a la fatiga y a latensión de las giras, el músico había rodado por medio mundo. Según ella mismahabía podido comprobar, bebía más que antes. A Martina le había alarmado suactitud en el Quick, esa manera de mirar al portero, a la salida. De haberlo estadoahogando con sus propias manos, no habría denotado mayor crispación. ¿De quémodo habría concluido ese episodio, de no haber estado ella presente?

La subinspectora no iba a seguir engañándose. Hasta ese momento, susubconsciente se había resistido a pensar que el obstáculo contra el que se habíamellado la navaja de Maurizio bien pudiera haber sido la columna vertebral deGedeón Esmirna. Pero, a la vista del arma desplegada en sus manos, tenía queadmitir que, en términos policiales, y en el incipiente estado de la investigación,aquélla era una hipótesis tan válida como cualquier otra.

La Estación Central de Ferrocarriles quedaba cerca del barrio portuario. Se

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dirigió hacia allí. Apenas había tráfico. Sólo algún taxi a la búsqueda de losúltimos trasnochadores.

Una densa niebla envolvía la estación. Bajo el hangar de techumbre cóncava,los andenes expulsaban bocanadas de humo de una locomotora a punto de partir.Era uno de esos viejos trenes de carga que todavía hacían la ruta del carbón.

En la cafetería, descontando a un par de borrachos sentados en los últimosbancos, y a media docena de somnolientos pasajeros del Estrella del Norte, nohabía ningún empleado.

Los horarios de las líneas estaban expuestos junto a las ventanillas de ventaanticipada. Martina verificó que, como cada jornada, el expreso de Biarritz,procedente de San Sebastián, donde los viajeros debían realizar un incómodotransbordo, había teóricamente arribado a Bolsean a las diez y media de lanoche.

Para asegurarse, se acercó a la oficina del factor. El responsable de losenlaces la atendió con una cara borrada por el sueño. Durante la jornadaanterior, no se había registrado el menor retraso. El tren cama procedente deBurdeos-Biarritz había llegado en punto al apeadero de Bolsean.

Y, sin embargo, Maurizio no la había llamado por teléfono hasta la una de lamadrugada. ¿Qué habría hecho desde las once?, se preguntó la subinspectora.Conociendo al pianista, podía haber dedicado ese lapso de tiempo a cualquieractividad, por extravagante que pudiera parecer, desde ensayar en su habitacióndel hotel a pasear sin rumbo por la ciudad dormida. Hasta, incluso… ¿cometer uncrimen? La voz interior de Martina volvió a alzarse contra ese razonamiento.Amandi podía ser muchas cosas, caprichoso, excéntrico, irracional, pero de ahí aconcebir y ejecutar un asesinato mediaba una estimable distancia. ¿Qué relación,por otra parte, podía unirle con el anticuario, y por qué razón habría queridoliquidarle?

Todo eran sombras chinescas alrededor de aquel caso. La subinspectora secuestionó si, en lugar de avanzar en el análisis de la mecánica criminal, suconciencia no estaría deslizándose hacia una mimesis con esas mismasmanifestaciones que debía combatir. ¿Qué había sido de su reconocida lucidez?No todo el mundo que poseyese un arma blanca y hubiese eludido comentar loshorarios de sus enlaces ferroviarios era sospechoso de asesinato en primer grado.Tal vez, se confesó Martina, obligándose a recuperar la objetividad, las cuentaspendientes que tenía con Maurizio, aquel latente rencor suy o hacia su manera devivir y de jugar con los sentimientos ajenos la estaban predisponiendo en sucontra; pero sería ésa una actitud mezquina, impropia de su rigor policial.

Inmersa en sus cavilaciones, la subinspectora condujo en la soledad de lanoche hasta aparcar frente a la puerta del Marina Royal. Antes de entrar en elhotel, guardó la navaja de Maurizio en su bolso.

Un portero entorchado como un chambelán se ofreció a vigilarle el coche.

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Martina avanzó por el desierto y lujoso vestíbulo e indagó en recepción elnúmero de la habitación de Amandi. Aunque eran las cinco y media de lamadrugada, el recepcionista, un joven de aspecto atlético, con un pendiente en ellóbulo de la oreja derecha, la miró con aire risueño. Al fin y al cabo, el hotel eratolerante con las profesionales de la noche.

—¿Quién pregunta por él?—Subinspectora De Santo.El conserje se demudó.—¿Ocurre algo? ¿Hay algún problema?—Espero que no, pero haga el favor de llamar a ese huésped.—El señor Amandi dejó expresamente encargado que no se le molestase

antes del mediodía.—Dadas las circunstancias, me temo que tendrá que atenderme.El recepcionista consultó con otro compañero de may or rango, que ocupaba

una mesa al fondo de un despacho adjunto. Hubo un asentimiento y el conserjeregresó a recepción.

—¿Le importaría identificarse?Martina le mostró la placa. La llevaba colgada de una cadenita, como un

medallón.—Comunicaré al señor Amandi que se encuentra usted aquí.—Se lo agradezco. Pero antes quisiera que me respondiese usted a algunas

preguntas.El portero de noche pareció retraerse. Era musculoso, y sus bíceps se

transparentaron bajo las mangas de la camisa blanca que asomaba bajo elchaleco.

—Se trata de algo muy simple —le tranquilizó Martina—. ¿Ocupaba usted supuesto cuando llegó al hotel el señor Amandi?

—Sí.—¿A qué hora se registró, con exactitud?—En torno a las once.—¿Está seguro?El mozo comprobó el libro.—Solemos anotar la hora de ingreso. Sí, a las once.—¿Sabía quién era? ¿Había oído hablar de él?—Su cara me sonaba. Luego caí en que se trataba de ese pianista tan famoso.—¿Qué impresión le produjo?—Me pareció muy educado. Incluso me dio una buena propina.—¿Cómo de generosa?—Quinientas pesetas.—¿Le dio un billete de quinientas sólo por registrarle?—También me pidió un pequeño favor. Quería que un taxista le esperase en la

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puerta, por si en algún momento le apetecía salir.Martina asintió. Tener a todo el mundo pendiente de él, aguardándole: ese

comportamiento era característico del músico.—¿Lo hizo? ¿Abandonó el hotel?—Bajó al poco rato, sobre las once y media, y subió al taxi.—¿Sabe adónde se dirigió?—Ni la menor idea. Comprenda que no solemos preguntar a nuestros

huéspedes…—¿Pidió un plano, consultó alguna dirección?—No.—Supongo que ese taxi pertenecerá a alguna de las compañías con las que

trabajan habitualmente. —El conserje le dio la razón—. ¿Quiere llamar a lacentralita de la agencia y pedir que me pasen con el conductor que realizó elservicio?

El recepcionista obedeció y le alcanzó el auricular. Martina habló con unaseñorita del turno de noche. Después de identificarse, y de facilitarle una someraexplicación, le rogó que localizase al chófer que había atendido a un cliente delMarina Royal alrededor de las once y media. Reacia, la telefonista comenzó aampararse en una serie de excusas.

—Es importante —la apremió la detective—. Estamos investigando un casode homicidio.

Cambiando de actitud, la locutora le aseguró que haría lo posible porcomplacerla. Martina se retiró a los sillones del vestíbulo, frente a la entradaprincipal, para matar la espera fumando.

Acababa de consumir un cigarrillo, apurándolo de tal manera que notó en lasuñas el calor de la combustión, cuando apareció el taxista. Era un hombre deunos cuarenta años, de aspecto corriente, con entradas en el pelo, cazadora depana y unas gafas de pasta que imitaban a las de algunos políticos socialistas.

La subinspectora le invitó a sentarse frente a ella.—Querría preguntarle por una de sus recientes carreras.—Eso me han dicho.El taxista no parecía especialmente inclinado a colaborar. Martina le dirigió

una mirada acerada.—¿Quiere describirme al cliente de este hotel que subió a su coche hacia las

once y media de la noche?—Un tipo alto y rubio.—¿Le reconocería, si se diese el caso?—Supongo que sí.—¿Adónde le trasladó?—Al barrio del puerto, cerca del Mercado de Pescados.—¿A la calle de los Apóstoles?

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—Sí.—¿Ese individuo sabía de memoria la dirección?—La llevaba anotada en un papel.—¿Hablaron durante el trayecto?—Es posible, no lo recuerdo.—¿Quizá porque, en realidad, su cliente se mantuvo en silencio?—Ahora que lo dice, es cierto: aquel tipo no abrió la boca.—¿Llevaba algo en las manos, una caja, una bolsa?—No.—¿Recuerda algo más?El conductor lo negó frunciendo las cejas. Su expresión era rutinaria,

abotargada. Todo el rato, con impaciencia, había estado haciendo girar unaalianza en su dedo anular. A menudo, Martina se preguntaba qué verían otrasmujeres en especímenes como aquél. Tampoco en esta oportunidad se le ocurrióuna respuesta.

—Siento haberle entretenido.—Para eso estamos.—Es posible que tenga que convocarle para una rueda de reconocimiento.—Ahí estaremos.El conductor se encaminó hacia la puerta giratoria. Martina tomó algunas

notas y volvió a acercarse a la recepción.—Si es tan amable, ya puede anunciarme al señor Amandi.—¿Desea que baje? —Le consultó el conserje.—Pregúntele si puedo subir a su habitación. A través del teléfono interior, la

voz de Maurizio sonó tomada, pero no era el sueño lo que impregnaba su tono.Aceptaba la visita, naturalmente.

—El señor Amandi la espera —indicó el conserje—. Suite Presidente. Ultimaplanta, junto al Spa.

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JUEGOS DE NIÑOS(«Tuileries»)

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Capítulo 33

Martina conocía el vestíbulo del hotel, el restaurante, los salones donde secelebraban actos relevantes y las bodas de las mejores familias de la ciudad,pero nunca había estado en las habitaciones.

Se dirigió hacia los ascensores y oprimió el botón de llamada.Al abrirse la cabina apareció una mujer de aspecto oriental,

provocativamente vestida, pero que por alguna razón no había tenido tiempo deabotonarse la blusa. Tras ocupar el ascensor, Martina vio cómo la otra seatravesaba el bolso en bandolera y se dirigía hacia las puertas giratorias del hotel.Las del ascensor se cerraron y la cabina apresó un fuerte aroma a pachulí, que lasubinspectora relacionó con las barras de alterne.

El elevador ascendió sin el menor ruido. Al pisar el rellano de la séptimaplanta, los pasos de Martina tampoco provocaron el más mínimo rumor. Lamoqueta era gruesa y mullida. Cuadros abstractos de una misma serie en la quevariaban los colores, pero apenas las formas, colgaban de ambas paredes delcorredor. Un reposado silencio, de esa clase de calma que sólo puede comprarsecon dinero, envolvía los pasillos.

La suite Presidente disponía de dos puertas, cada una con su correspondientetimbre. Sin embargo, Martina no precisó llamar.

El rostro de Maurizio se proyectaba en un cono de luz. Azuladas sombrasflotaban bajo su brillante mirada. « Demasiado brillante» , pensó lasubinspectora.

El pianista sostenía una copa en la mano. Sin decir palabra, abrazó a Martina.Al hacerlo, unas gotas del transparente licor derramaron su perfume dealmendras amargas. La barbilla de Amandi olía a la fragancia de la mujer con laque Martina acababa de tropezarse en el ascensor.

—Mar, querida…Ella se desasió de él y pasó al interior del lujoso alojamiento.Las persianas de la suite estaban alzadas; los ventanales, abiertos. Una

corriente de aire helado circulaba por las estancias.—¿No tienes frío?—Me concentro mejor así —se justificó él, con un timbre nasal—. El calor

me aturde.

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Maurizio fue a cerrar las ventanas. Una ráfaga de viento nocturno le alborotóel cabello e hizo revolotear pentagramas y unas cuantas hojas de papeldesperdigadas sobre la alfombra, entre latas de cerveza y una botella de vodkaAbsolut consumida a la mitad.

Daba la impresión de que el músico había estado trabajando febrilmente.Como un alfabeto rúnico, una incomprensible serie de combinaciones de escalasy notas había sido garabateada con tinta escarlata.

La subinspectora evitó pisar las hojas y se acercó a los ventanales. Un opacofulgor de luces eléctricas, difuminadas por la neblina que cubría la costa,ascendía como una nebulosa. Nada permitía adivinar que el mar se hallara tancerca, al otro lado de la avenida.

Abajo, en la sexta planta, la piscina aérea construida al exterior del gimnasioparecía colgar de un espacio ingrávido. Cada terraza equivalía al patio de unaguardería infantil; cada suite, sus habitaciones, el recibidor, el estudio, el regiodormitorio, a una vivienda común.

La subinspectora estaba tiritando. Había cogido frío en el escenario delcrimen y tenía la impresión de que esa misma humedad portuaria se habíacolado en el hotel. Localizó el termostato, subió los grados de la calefacción,eligió uno de los sillones del living y tomó asiento.

Con síntomas de haber bebido bastante más de lo que era capaz de aguantar,Maurizio se sirvió otra copa de vodka y permaneció en pie, junto a ella. Sufibroso cuerpo tan sólo estaba cubierto por una camiseta negra de tirantes, debailarín, y unos calzoncillos blancos.

Martina comentó:—Llevas un pijama muy original. Pensé que dormirías.—¿Sabiendo que podrías regresar en cualquier momento?—Te advertí que no me esperases.Maurizio se sentó en el brazo del sillón y le pasó una mano por los hombros.

Su mirada vidriosa la escrutaba con una indefinible intención.—Estaba seguro de que volverías a mí.—Pero no para lo que tú quisieras.—Despejaremos esa incógnita después de hacer el amor.Martina le apartó el brazo. Pese a su delgadez, se sorprendió de cuánto

pesaba. Había olvidado que Maurizio era un hombre fuerte.—Hablo en serio. No pensaba volver a verte esta noche.—Pero has regresado, Mar. Tu naturaleza apasionada…La subinspectora se puso rígida.—Estoy aquí en calidad de policía.—¿Qué quieres decir?—Que no es tu carisma lo que me ha hecho añorarte.Amandi la miró con la boca abierta.

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—¿Estás de servicio?No sin gravedad, la subinspectora se limitó a advertirle:—Tengo que hacerte algunas preguntas.La réplica de Amandi se quebró en una carcajada convulsa.—¡Es genial!—Dependiendo de lo que tengas que contarme, tal vez.El músico tardó en dejar de reír. Se secó los ojos con la punta de la camiseta

y se puso a caminar en círculos alrededor del sillón.—¡Genial, eres una chica genial!—Ya me lo has dicho antes. Además, ese adjetivo es atributo tuy o, no mío.El músico parecía estar albergando una creciente irritación.—Yo también tengo una pregunta para ti, Mar. Una pregunta genial.—No te reprimas.—¿A qué viene todo esto? ¿Piensas que soy un imbécil?—Son dos preguntas, Amandi. Ibas a formularme una.—¿Te crees que puedes dejarme tirado como una colilla, y encima

amenazarme?—No exageres. En ningún momento te he amenazado. Mira el lado positivo.

Piensa que a lo mejor puedo hacerte un servicio.—¿Me voy desnudando?—¿Es que sólo recibes esa clase de favores? Te diré a qué he venido. Estoy en

la obligación de asegurarme de que no tienes relación alguna con un asesinatoque ha sido cometido esta noche en… ¿Quieres dejar de dar vueltas?

Como si no la hubiera oído, Maurizio siguió con sus paseos. Ahora caminabaen cruz, de la ventana al sillón y de la pared a la cama.

—¿Otra vez la pesadilla de Viena? —murmuró de repente, como un lunático.Martina no entendió la alusión, pero se apresuró a agarrar al vuelo ese fortuito

cabo.—¿Viena? ¿Te sucedió algo allí?El artista miró a la subinspectora con expresión confusa. Trastabilló, de la

borrachera, y siguió murmurando:—¿Cómo explicártelo, Mar?—Inténtalo. Tengo la noche entera para escucharte.—Será mejor que te lo cuente, antes de que lo averigües por ti misma.

Porque la policía acaba por saberlo todo, ¿no es así? En fin, ahí va: hace unosdías, un caballero, un distinguido anticuario, murió estrangulado durante miconcierto en el Palacio de la Ópera de Viena. Llevaba encima una carta mía. Lapolicía me estuvo interrogando. ¡Y ahora vienes tú, pretendiendo enredarme enotro crimen!

En un tono más persuasivo, el que solía usar cuando necesitaba tiempo parapensar, la subinspectora le rogó que se explicara. Con celeridad y una cierta

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desgana, como si el contenido de esa desagradable información le quemase en lalengua, Maurizio le describió la muerte del anticuario vienés Teodor Moser,asfixiado en su palco de la Ópera mientras él interpretaba ante el público. En lamedida de su conocimiento del estado de la investigación, el músico se refirióluego a las infructuosas pesquisas de la policía austríaca a la hora de identificar alasesino.

—El inspector encargado del caso era, y supongo que sigue siendo, un talArno Hanke. Un verdadero bruto.

Martina le escuchó sin interrumpirle, tomando notas en su libreta. Lasubinspectora decidió que, en el plazo de unas pocas horas, intentaría recabarinformación de sus colegas vieneses.

Cambiando de tema, resituó al pianista en el terreno que a ella le interesaba:—Te repetiré mi cuestión anterior, que sigues sin contestar. ¿Qué hiciste desde

tu llegada a Bolsean, antes de quedar conmigo, entre las once y la una de lamadrugada?

—¿Qué puede hacer un hombre sólo en una ciudad desconocida y hostil?—Es imprescindible que me detalles todos tus movimientos.—Te recuerdo que soy un caballero.—De sangre azul —sonrió Martina—. Cuando te interesa, claro.—A lo mejor hay cosas que no debo contar.—¿Estuviste con una mujer?—¿Y qué, si así fue?—¿La misma que acabas de despedir mientras te anunciaban mi presencia y

y o subía en el ascensor? —El pianista no reaccionó—. ¿La contrataste al llegar ala ciudad y ha permanecido contigo hasta ahora, salvo el rato que estuvisteconmigo, o corriste a buscar a una fulana en cuanto te dejé en el hotel?

—Me temo que estoy sufriendo un ataque agudo de amnesia.—Estoy segura de que tu privilegiada memoria será capaz de recordar tus

andanzas. Te pediría que fueses muy preciso.Amandi apuró su copa y se deslizó hacia al dormitorio. Sus largas piernas

tropezaron con un mueble auxiliar. Con aire tragicómico, el pianista se sentó en elfilo de la cama, apoy ó los codos en sus huesudas rodillas y sepultó el rostro entrelas manos.

—¿Estoy soñando o es verdad? ¿Vas a interrogarme por un asesinato del queno sé una sola palabra?

Ella se limitó a mantenerle la mirada. Su amigo se acogió a un tono máscauto:

—¿Qué sucederá si no colaboro?—Lo más racional sería que lo hicieras.En los labios de Amandi volvió a asomar una burlona sonrisa.—¿Se me acusará de desacato? ¿Compareceré ante un juez? ¿Pasaré entre

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rejas el resto de mi existencia?—¿Prefieres que te lo pida por favor?Sin acabar de entender esa táctica, Maurizio la recibió de buen grado.—Siendo así, contestaré. Pero, antes, permíteme hacer una llamada.—¿A tu abogado?—No creo que vay a a necesitarlo —sonrió él. Se tumbó sobre la cama y, con

indolencia, estiró un brazo hacia el teléfono—. ¿Servicio de habitaciones?Quisiera una botella de champán, el mejor que tengan, y una bandeja de ostras.¿Recuerdas dónde las probamos por última vez, Mar? —Le consultó, al colgar—.¿En la Costa Azul?

—No me apetecen.—¿Y el champán? ¿O nunca bebes estando de faena?—Por tercera vez, Amandi: dime lo que hiciste entre las once y la una.—Ya veo que ésta no debe de ser mi noche.—¿Quieres hacerme creer que ves algo, en el estado en que te encuentras?

¿Por qué no te das una ducha y te despejas?—Buena idea.Maurizio se desnudó delante de ella. Su cuerpo era elástico, pero los tragos

entorpecían su agilidad. El pianista farfulló algo incomprensible y desapareció enel baño.

En cuanto el chorro de agua empezó a golpear la placa de mármol, lasubinspectora se aplicó a registrar la suite.

Junto a la llave electrónica de la habitación y a una caja de cerillas demadera, un cenicero lleno de colillas contenía un documento manuscrito a medioquemar.

Estaba escrito en francés, con una letra picuda y tinta negra decolorada por elpaso del tiempo. Pese a las marcas del fuego, podían leerse aún algunas frases:« ¡Vida, poder! ¡Tira, primer caballo! ¡No te canses! Yo no soy más que uncaballo secundario, y sólo tiro cada tanto, para huir del deshonor. ¡Tengo miedodel látigo!» . Junto al cenicero había otra carta, ésta todavía entera, en buenestado. « Cuando me acuerdo de ciertos artistas que se han quedado sin pasar lasbarreras, no es contrariedad lo que experimento, sino una desconsoladorainquietud. Todas las aspiraciones de esos hombres redúcense a destilar, una poruna, gotitas iguales y minúsculas; en eso se divierten; un hombre de verasquedaría aburrido y fastidiado. ¡Ve adelante, valiente, sin más preocupaciones,como un hombre que vive! Hazte ver: ¿tienes ganas, o sólo unos muñones lisos?¿Eres una fiera o un anfibio?» . Aturdida, Martina se guardó un fragmento de lacarta semidestruida y una de las requemadas cerillas, tan parecida a la que habíaencontrado en la tienda de antigüedades, en la escena del crimen de GedeónEsmirna, como a cualquier otro fósforo de madera de venta corriente en losestancos.

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Echó un vistazo a las cuartillas y pentagramas desordenados sobre laalfombra, en los que Amandi aparentaba haber estado trabajando de maneracompulsiva. Por las notas que colmaban los márgenes, los esfuerzos del músicoaparentaban estar tomando forma en lo que parecía la obertura de una ópera.Martina cogió una de esas cuartillas garabateadas con tinta escarlata y laescondió en la solapa de su libreta, con el resto de presuntas pruebas, el fósforo yel fragmento del manuscrito quemado.

Revisó después la maleta de su amigo. Estaba sin deshacer, abierta frente a lacama, sobre una chaise-longue.

Entre las ropas de Maurizio, la detective descubrió un estuche de centraminas,una bolsita de marihuana y un grabado enmarcado en un sencillo baquetón demadera blanda, protegido a su vez por una lámina de vidrio, que representabauna figura parecida a una especie de duende o de gnomo.

Al fondo de la maleta, debajo de las camisas, sus manos palparon un bultoduro y frío. Lo sacó. Era una Beretta de nueve milímetros, de cañón reluciente,prácticamente nueva.

Un ruido en el baño, como si hubiese caído al suelo algo metálico, la alertó.Con el corazón disparado, la subinspectora creyó percibir la silueta de

Maurizio cruzando el espacio iluminado del lavabo. Dejó la pistola en su lugar yregresó apresuradamente al sillón que ocupaba antes de que su embriagadoenamorado se metiera en la ducha.

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Capítulo 34

Mauricio reapareció pasándose un peine de madera por el cabello húmedo. Sehabía enroscado una toalla a la cintura. Gotas de agua brillaban en su torso,cubierto por un sedoso vello rubio, del color del oro viejo.

—¿Se te ha pasado la trompa? —le preguntó Martina.—Ahora sólo estoy ebrio de ti.—¿Y antes?—De vodka y de música.—¿Estilo Mussorgsky? —sugirió la subinspectora.—El maestro bebía y componía en serio, no como yo.—Se trata de tu ídolo, ¿verdad?—El chico no lo hacía mal del todo —repuso él, tarareando la melodía de

Una noche en el Monte Pelado.—¿Necesitas cócteles de alcohol y drogas para inspirarte?El músico sonrió torcidamente.—Cada maestrillo tiene su librillo.Martina señaló el cenicero.—¿Qué es lo que has estado quemando?—Una carta suya —admitió el pianista, con una extraña calma, no exenta de

cierta solemnidad.—¿De quién?—De Modest, por supuesto.—¿Por qué lo has hecho?—Del fuego sagrado aspiro los efluvios del genio. El humo de sus

pensamientos revela los míos.Martina lo miró con una mezcla de reproche y piedad.—¿Te has atrevido a destruir una carta original de Mussorgsky ?—De su puño y letra.—Ese documento debía de ser muy valioso, sin contar con su relevancia

histórica.—Así es. Me costó cuatro mil dólares.—¿Su lugar natural no sería una biblioteca, un museo? ¿Qué derecho tenías a

pegarle fuego?

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—Mi obra exige sacrificios. Pero estabas interrogándome, y eso esprioritario. Primun vivere…

Sin ofrecerle, Martina encendió un cigarrillo. Sentía hastío y vergüenza y,aunque se negaba a admitirlo, una sombra de temor. Pero se repuso y lecuestionó, impersonalmente:

—¿A qué hora llegó tu tren?—Con retraso, imagino, como todos los trenes españoles.—Te equivocas. Arribó a la estación de Bolsean a su hora en punto.—Estaba harto de viajar. No consulté el reloj .—¿Viniste directamente al hotel?—Sí. Todo el rato pensando en ti.—Aborrezco a los hombres empalagosos.—Mis besos y a no son tan dulces como lo fueron en la Isla de Wight.—Resérvalos para tus fans y para tus conquistas de abono.—Creía que ésta era una conversación oficial.—Lo es —aseguró Martina—. En la recepción del hotel consta que te

registraste a las once y que…Maurizio le hizo un gesto, como ordenándole callar. Se despojó de la toalla,

para secarse el pelo, volvió a peinarse y lució sus cueros, paseando arriba yabajo de la suite sin motivo aparente, hasta que decidió ponerse sus pantalones delino, que estaban arrugados, hechos un ovillo, sobre el cobertor de la cama.Luego tomó un cigarrillo de la pitillera de la subinspectora, lo encendió y expulsóel humo hacia ella.

—Has estado indagando un poco, ¿eh?—Es mi deber.Él le enfocó una mirada torva.—Te pagan por ello, ¿verdad?—Mal, pero sobrevivo.Los ojos de Amandi ardieron de indignación.—¡Odio que me fiscalicen!—Te guste o no, estuve haciendo algunas averiguaciones. Llamaste a un taxi

y lo tuviste esperando en la puerta hasta las once y media. El conductor te llevóal barrio del puerto, a la calle de los Apóstoles. Vengo de allí. Sólo permanecíanabiertos un burdel y una tienda de antigüedades. ¿Cuál de los dos establecimientosrecibió tu insigne visita?

Maurizio iba a responder cuando sonó el timbre. Un camarero empujó uncarrito con una cubitera y una bandeja. El músico le soltó una propina regia.

—Cárguelo a mi cuenta.—Gracias, señor.El camarero se retiró tras una inclinación que tuvo algo de reverencia.

Mauricio sirvió las copas y ofreció una a Martina. Sin probarla, ella la dejó sobre

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una mesa. Su voz sonó más fría al decir:—Un anticuario, Gedeón Esmirna, ha sido asesinado esta noche. El crimen

fue cometido en torno a las doce. Justamente, a la hora en que tú te encontrabascon él.

El pianista mantuvo una actitud serena. Sin apenas separar los labios, musitó:—Suena fascinante.—Yo también creo que puede ser una buena historia. Para que no le falte de

nada, disponemos incluso de testigos presenciales. Uno de ellos insiste enatribuirte un papel protagonista en la trama. Afirma que entraste a la tienda deantigüedades alrededor de la media noche, y que permaneciste en su interiordurante una media hora. ¿Admites que visitaste al anticuario?

Maurizio daba la impresión de estar divirtiéndose. Repuso con sencillez, comosi en ello no pudiera contenerse la menor maldad:

—De acuerdo: lo hice. ¿Contenta?La subinspectora respiró despacio. Una opresión se le había instalado en las

sienes. Podía sentir el latido de sus venas, la aceleración de su sangre.—¿Por qué motivo fuiste a ver a Esmirna?—Por un asunto relacionado con mi herencia. Mi padre murió hace escasas

fechas, en la Isla de Providencia, en el Caribe colombiano.La subinspectora dejó de escribir.—No lo sabía. Lo siento.—Te lo agradezco. Unas horas antes de morir, el viejo me preguntó por ti. En

su opinión, habrías sido mi mujer ideal, una esposa perfecta para mí. Deboadmitir que, por una vez, estuve de acuerdo con él.

—Siento no haber tenido oportunidad de agradecer su aval, pero me temo quehabría terminado por decepcionarle, como otras veces he debido dedecepcionarte a ti. ¿Falleció de alguna enfermedad?

—Se ahogó en su piscina, en Il vecchio castello.—¿El viejo castillo?—Es el nombre de su mansión caribeña.—¿Se ahogó accidentalmente?—Me inclinaría a pensar que su muerte fue natural, pero el inspector

Barrientos de la Cruz, de la policía colombiana, con jefatura en Cartagena deIndias, está empeñado en demostrar lo contrario. De hecho, fui interrogado sinconsideración alguna. Como ves, querida Mar, el mal sueño de Viena se repiteotra vez. Por suerte, a la hora en que mi padre perdió la vida yo estaba en ungarito de la isla, lejos de su casa, emborrachándome a conciencia y cantandorancheras. Creo que los polizontes lo llamáis una coartada.

Martina obvió el sarcasmo. Trataba de congregar sus recuerdos sobre elconde de Spallanza. Por una de las grietas del tiempo, don Alessandro Amandi sele representó con el aspecto más solemne que le recordaba, vestido de frac en

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una recepción diplomática, en Londres, con bigote y perilla y un toisóncruzándole el torso. La subinspectora se esforzó por imaginar su cuerpo inerte, alborde de una piscina, bajo el refulgente sol de una remota isla del Caribe.

—¿Alguien tenía motivos para matarle?Maurizio no lo negó.—Es posible. Su capital procedía de un origen oscuro, y a él se le había

relacionado con los cárteles. La casa que habitaba perteneció en su día a un capodel narcotráfico.

—¿Por eso sospechaba la policía colombiana que su muerte no fue natural?—Y por ciertos indicios. Mi padre tenía un perro guardián, un rottweiler. El

bicho no apareció por ninguna parte. Tal vez se cargaron al viejo, ¿quién sabe?—No parece que esa posibilidad te afecte.—Lloré encima de su cadáver, y también cuando lo enterré en Providencia,

en la cumbre del monte del pico. Un Spallanza no está obligado a más.—¿Hubo otros sospechosos?—¿Además de mí, quieres decir? No lo sé, la policía no ha vuelto a llamarme.

Supongo que algún juez de Cartagena de Indias me citará a declarar un día deéstos.

—¿Robaron en la mansión de tu padre?—Hasta donde y o sé, no.—¿Registraron las habitaciones en busca de algo?—No. Todo estaba en orden.—¿Absolutamente todo?—Salvo la caja fuerte.—¿Te importaría ser un poco más explícito?—Habían abierto la caja, pero no parecía faltar nada.—¿Contenía dinero?—No. Con el propósito de no excitar la codicia del servicio, mi padre sólo

manejaba modestas cantidades. Tenía una cuenta en la única oficina bancaria dela isla, e iba extray endo pequeñas sumas, la calderilla que necesitaba para susgastos diarios. En cuanto al régimen doméstico, se mostraba extremadamenterácano; algo que deberás tener en cuenta, Mar, cuando vay as a casarte conmigo.

—Presiento que esa boda nunca llegará a celebrarse. ¿Qué había en su cajafuerte?

—Miniaturas, joy as antiguas, documentos mercantiles y las mejores piezasde su colección de estilográficas.

—¿Estás seguro de que no faltaba nada?—Completamente. Entre sus papeles localicé un inventario escrito a máquina.

Mi padre conservaba las facturas de sus adquisiciones artísticas: libros, cuadros,antigüedades… Todo. Y todo, como te digo, permanecía en su lugar. No sellevaron nada.

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—Parece muy extraño.—Según el inspector Barrientos es un misterio. Para que te hagas una idea de

los delirios de mi padre, un Greco colgaba en su dormitorio, y allí seguía cuandoy o volví de mi juerga del chiringuito playero. En los salones y en un museo quehizo construir había piezas de mucho valor, pero las desdeñaron.

—¿Qué hiciste con las colecciones?—Ordené embalarlas y las transporté en contenedores, vía marítima, hasta

Cartagena de Indias. Permanecen bajo custodia judicial, en un almacén del quesomos propietarios. En cuanto se me autorice, trasladaré esos bienes a miapartamento de Londres o a mi piso de Madrid.

—Bienes que ahora te pertenecen.—Sí.Durante un minuto sólo se escuchó la pluma de Martina rascando en su

libreta. Sin levantar la vista del papel, la subinspectora formuló una nuevapregunta:

—¿Tu padre había hecho testamento?Maurizio asintió. Parecía tranquilo, con ganas de explay arse y colaborar.—Autógrafo, muy simple. Según me adelantó él mismo, horas antes de

morir, el documento se encontraba depositado en una notaría de Cartagena deIndias. Me dejaba heredero universal de todos sus bienes y adjuntaba una listacon sus propiedades y cuentas bancarias. También me legaba las deudaspendientes, que son cuantiosas. No obstante, es factible que pueda salvar unoscuantos millones para nuestros hijos.

Martina no evitó un respingo.—¿Qué hijos, Amandi?—Los que me gustaría tener contigo.La subinspectora meneó la cabeza.—¿De cuántos millones de pesetas estábamos hablando?El pianista rompió en una risa incontenible.—¿Pesetas? ¡Dólares, Mar!—¿Tu padre te ha dejado en herencia varios millones de dólares?—Ajá. ¿Tal vez necesites ahora esa copa?El músico volvió a sentarse junto a ella, en el brazo del sofá. Su piel olía a

jabón. Huy endo de su calor, Martina se levantó y encendió otro cigarrillo.—En el escritorio del anticuario asesinado apareció una carta de tu padre,

también autógrafa. Él y Gedeón Esmirna se conocían.—Lo sé.—¿Fuiste a verle en su nombre?—Supongo que Esmirna me recibiría en atención a su memoria.—¿Ibas armado?—Claro que no. ¿Para qué?

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—¿Dónde dejaste tu navaja?—En la maleta. La cogí después, cuando quedé contigo, por si tenía que

defenderte de un exhibicionista o de un violador.—No es momento para bromas. ¿Sabía Esmirna que tu padre había muerto?—Se lo anuncié por conferencia telefónica, cuando le llamé para solicitarle

una entrevista.—Previamente, lo habías hecho por carta.—Sí.—Carta que certificaste en Burdeos.Maurizio había terminado por sentarse en una silla. Se removió, incómodo.—Creo que sí. ¿No irá a traerme problemas esa dichosa carta, como me los

buscó la que escribí en Viena?Martina le replicó con otra pregunta:—¿Desde dónde hiciste la llamada telefónica a Gedeón Esmirna?—Desde Burdeos, a los dos o tres días de escribirle. ¿Estoy contestando bien?—Los comentarios los haré yo. ¿Dónde te alojaste en Burdeos?—¿Es ésa una pregunta pericial?—No se te acusa de nada.El pianista le dedicó una hipócrita mueca.—Nunca recuerdo los nombres de hoteles o mujeres de ruta.—Averiguaré dónde te hospedaste en Francia, puedes estar seguro. ¿Cuál iba

a ser el motivo de tu encuentro con Esmirna?Por toda respuesta, Maurizio se dirigió a la caja de seguridad de la suite,

oculta entre las baldas del armario ropero. Manipuló las claves y abrió la tapa deacero con una llavecita inserta en la cerradura. Blandió algo entre los dedos, y uncapuchón de oro con cruces de pedrería brilló en la habitación. El músico estuvocontemplando la estilográfica unos segundos, como hipnotizado por su belleza, ydespués se la entregó a Martina.

—¿Habías visto una pluma como ésta?—Nunca —mintió la subinspectora.—Es una Egmont-Swastika —explicó Maurizio—. Como diría, en vida, el

difunto Gedeón Esmirna, una exquisita muestra del más refinado arte de laescritura.

La mente de Martina ataba cabos a toda velocidad. Inquirió:—¿De dónde la has sacado?—Me la legó mi padre. Permanecía depositada en la notaría de Nelson

Arateca, en Cartagena de Indias, donde me fue leído el testamento. El notario medijo que mi padre le había insistido en que se asegurase de que llevara laestilográfica conmigo. También ponía como condición que firmase con ella laaceptación de la herencia. Fíjate en esas piedras. ¿No te maravilla su contrastecon el oro?

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La pluma era idéntica a la que le había mostrado Esmirna en su tienda deantigüedades, pero Martina se abstuvo de revelárselo a Maurizio. El oro purotenía una calidad mate, noble y eterna, y los rubíes emitían un suave fulgor, deltranslúcido tono de un vino joven. El diseño de las cruces esvásticas estaba ideadopara sugerir una impresión de movimiento, algo así como una especie de danzacósmica en un universo mineral, donde el núcleo de las estrellas ardiese en unmagma hirviente. Martina recordó que ese símbolo, la esvástica, habíasignificado el bien y el mal, el equilibrio espiritual, la cultura indoeuropea y lalocura nacionalsocialista. De la centenaria estilográfica emanaba algo misterioso,ancestral, sutilmente perturbador; la misma sensación, pensó Martina, que si unosostuviera en la palma de la mano un puñal de sacrificio.

—Esmirna me aseguró que sólo quedan unos pocos ejemplares en todo elmundo —dijo Amandi—. Por lo visto, vale mucho más que su peso en oro. Meadelantó que estaría dispuesto a pagar lo que le pidiese por ella. Pero, por lo queme has contado, me temo que ya no podrá hacerlo…

—Desde luego que no. ¿Te comprometiste a venderle tu pluma?—No lo hice por respeto a la memoria de mi padre.El músico se dirigió al armario para guardar la Egmont-Swastika en la caja

de seguridad. Cuando hubo cerrado la caja, silabeó, con una sonrisa pegada a losdientes:

—No me has dicho cómo mataron a Esmirna.Martina estaba acostumbrada a sus repentinos cambios de humor, pero el aire

morboso, casi macabro, del pianista, la puso en guardia.—Se ensañaron con él.—¿Fueron varios? ¿Quiénes?—La investigación acaba de abrirse.—Imagino que esa clase de mercaderes deben de tener multitud de

enemigos.—¿Por qué lo supones?—Suelen peritar objetos robados, y a sabes, y carecen de escrúpulos. Como

yo, cuando tengo que tratar con ellos.El artista se giró hacia su maleta, que continuaba abierta sobre la chaise-

longue, e introdujo las manos entre la ropa, buscando algo bajo la pila decamisas, justo donde Martina había vuelto a dejar la Beretta. De forma instintiva,la subinspectora se puso en pie y se llevó la diestra a la cadera.

—Las manos quietas, Amandi.Maurizio la miró, extrañado.—¿Qué haces?—Aléjate de la maleta. Así. Muéstrame las palmas. Muy bien. Retrocede

hasta el armario y quédate quieto.Martina apartó las camisas, cogió la Beretta, le quitó el cargador y la arrojó

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bajo la cama.—¿Es el inventario completo de tu armamento? ¿La navaja, primero, y ahora

esto?—Tengo permiso de armas.—Eso no justifica que viajes con un revólver.—Lo llevo por precaución, para mi defensa personal.—Claro. Probablemente, hay decenas de asesinos acechándote allá donde

vas.—No olvides lo que le pasó a mi padre.Maurizio permanecía apoyado contra la hoja abierta del armario. Debajo del

abrigo y del chaqué, junto a unos zapatos negros y a sus botas de piel, descansabauna caja cuadrada de cartón atada con cuerdas.

—¿Qué hay en esa caja? —preguntó Martina.—¡Sorpresa!La subinspectora arrastró la caja hasta depositarla junto a la cama. Pesaba

bastante. Lo que contenía se había movido, provocando golpes sordos,compactos.

La mujer policía reiteró, con un soplo de voz:—¿Qué hay dentro?—Ya te he contestado: una sorpresa.—¡Basta de juegos!—¿No lo adivinas? ¡No, claro! ¿Cómo ibas a adivinarlo?La subinspectora sacó su Astra y le apuntó.—Te doy cinco segundos, Amandi.Maurizio abrió mucho los ojos.—¡No irás a dispararme!—¿Qué hay en la caja?—Una cabeza.—¿Cómo?—Si no me crees, ábrela.—Nada de eso. Lo harás tú.Unas manchas negruzcas, como de sangre seca, se transparentaban por las

paredes laterales del cubo de cartón.—¡Abre la maldita caja, Maurizio!—¡Por fin has pronunciado mi nombre! ¿Será el prólogo a una inolvidable

noche de pasión?—¡Arrodíllate y abre la caja!El músico cogió las cerillas, prendió una y procedió a quemar las cuerdas.

Arrojó con descuido el fósforo a la alfombra, obligando a Martina a pisarlo, enmedio de un círculo de pelo chamuscado. La caja quedó abierta.

—¿Quieres mirar? —La invitó él, guiñándole un ojo.

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La subinspectora no había depuesto su arma.—Sea lo que sea lo que haya dentro, ¡sácalo!—¿Estás preparada? ¡Te vas a desmay ar de la impresión!Con un veloz movimiento, Maurizio metió una mano en la caja, extrajo lo que

parecía ser la cabeza de un hombre y la sostuvo junto a la suya, apoyándola enuno de sus hombros.

—¿Le reconoces? —La desafió, con una congelada sonrisa; una alienada luzse empozaba en sus pupilas—. ¡No te imaginas cuánto me costó obtener estetrofeo, pero te aseguro que valió la pena!

El músico reía con hilaridad. Martina bajó el cañón del arma y la enfundó.Desde su inerte busto de arcilla, dos ojos ciegos la contemplaban a mediopárpado.

—¿Qué significa…?Amandi reveló, en tono triunfal:—¡Es el modelo en barro que el pintor Ilya Repin utilizó para el retrato de

Mussorgsky ! ¡A partir de ahora, nunca se separará de mí! ¡Compondremosjuntos, juntos viajaremos hacia la inmortalidad!

La tensión de la subinspectora se apagó como una hoguera bajo un chorro deagua. Martina se dirigió a la mesa portátil que el camarero había dejado en mitaddel salón, se sirvió una copa de champán y la apuró de golpe. Cuando se huboserenado, concluy ó de interrogar a Maurizio.

El pianista accedió a relatarle su negociación con Gedeón Esmirna sobre laspiezas relacionadas con Mussorgsky : el busto de Ilya Repin y uno de los grabadosde Hartmann. El anticuario había documentado su autenticidad y ambosalcanzaron un acuerdo por el lote: dos millones redondos, cantidad que Mauriziohabía abonado en efectivo, en billetes de cinco mil pesetas. Resuelta latransacción, Amandi abandonó la tienda. Tomó otro taxi junto al Mercado dePescados y regresó al hotel.

Después, un Maurizio exaltado, cada vez más borracho, se había empeñadoen describir a Martina su proceso creativo. Su incoherente jerga musical terminóirritando a la subinspectora, a la que comenzaban a pesarle el cansancio y lascopas de champán que había bebido para mantenerse despierta.

El monólogo del músico equivalía al fragmentario discurso de un genioinmaduro, extraviado en los infiernos de la creación. Maurizio tenía talento, perosus ideas brotaban desde un manantial subterráneo, y ni el alcance ni la finalidadde su pensamiento sinfónico se vislumbraban, en sus arriesgadas e innovadorasformas, por parte alguna; al menos, desde la profana comprensión de unaescéptica Martina.

Hacia las seis de la madrugada, Maurizio se tumbó en la cama, rindiéndosede inmediato al sueño.

Martina apagó las luces, se encerró en el living, descolgó el teléfono, llamó al

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servicio de información y puso una conferencia a Colombia, al departamento dePolicía de Cartagena de Indias.

Allí también era de noche, más de las diez. Tras proporcionar innumerablesexplicaciones a una sucesión de agentes que se debatían entre la indiferencia y laconfusión, y temiendo a cada minuto que Maurizio despertase de su sueñoalcohólico y la sorprendiera traicionando su confianza, logró al fin hablar con unode los inspectores jefes, José Barrientos de la Cruz, quien, por pura casualidad, seencontraba aún en su despacho.

Pacientemente, tras explicarle quién era, en qué circunstancias le llamaba yde qué modo podía constatar su identidad, Martina se refirió a la muerte deGedeón Esmirna y a la relación del anticuario español con Alessandro Amandi,así como a la presencia en Bolsean de su hijo, Maurizio.

Tras alguna vacilación, y reiteradas referencias de Martina al comisarioSatrústegui, como prueba de veracidad, el inspector Barrientos supo entender laurgencia de su consulta y, sobre la hipótesis, en efecto, de que la muerte delexembajador italiano no había sido accidental, le confió cuanto sabía.

Desde la otra orilla del Atlántico, la voz de Barrientos llegaba con demora,como si se expresara a entrecortados impulsos.

—Estamos convencidos de que Alessandro Amandi fue víctima de unasesinato en su mansión de Providencia. Y también lo estamos de que su únicohijo, Maurizio, heredero de su fortuna, no fue por completo ajeno a la muerte desu padre. Pero, al disponer de coartada y no haber logrado nosotros demostrar suimplicación, la instancia judicial se vio obligada a dejarle en libertad.

A preguntas de Martina, Barrientos añadió que su departamento habíaelaborado una lista de sospechosos, la mayoría de ellos residentes habituales en laisla: desde las dos mujeres que el aristócrata mantenía a su servicio a ciertoselementos vinculados con los cárteles de la droga que, al igual que el conde deSpallanza, vivían en Providencia una suerte de forzado exilio. Por ese lado,tampoco habían avanzado nada, pero una circunstancia en apariencia ilógicahabía venido a ayudarles: en El Vigía, un modesto periódico de San Andrés, cay odel que Providencia y otros islotes dependían administrativamente, alguien, unamujer extranjera, pelirroja, muy llamativa, había contratado una esquela deAlessandro Amandi, para que fuese publicada tres días después de su muerte.

Se daba la circunstancia, había agregado Barrientos, de que una mujer queobedecía a esa descripción había tomado el fokker a Providencia el 24 dediciembre, en compañía de otro viajero, asimismo extranjero, y de MaurizioAmandi.

—¿Los tres viajaron en el mismo vuelo? —Quiso saber Martina,expresándose en susurros; desde el living acababa de ver el cuerpo de Mauriziomoviéndose, al compás de un largo suspiro, de un extremo al otro de la cama.

—Sin género de duda —ratificó Barrientos—. De ahí nuestra conjetura de

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que sean cómplices.—¿Qué fue de esa pareja?—El rastro de la pelirroja y de su compañero se pierde por completo. Nunca

llegaron a regresar a San Andrés vía aérea. Tal vez abandonaron Providencia enalguna embarcación particular, rumbo a otra escala caribeña, o a Cartagena deIndias.

—¿Le consta que hayan salido del país?—No.Eso era todo. Martina colgó el teléfono, salió a la terraza y respiró el aire del

amanecer. Desde la séptima planta del Marina Royal, una nueva y lúgubremañana de invierno se cernía sobre la ciudad.

La subinspectora cogió su chaqueta y dejó al pianista encogido sobre eledredón, roncando estrepitosamente. La cabeza de Mussorgsky lo contemplabadesde la mesilla de noche, junto a dos paquetes de cigarrillos vacíos y la últimacopa de champán, que él ya no pudo beber.

Desde el hotel, Martina había conducido hasta su casa. Se dio una ducha, secambió de ropa y salió disparada hacia la Jefatura Superior. Aparcó y sepresentó en el despacho del comisario a las nueve y cuarenta de la mañana, conla reunión de mandos ya comenzada.

Se encontró con caras largas. Satrústegui estaba indignado por la filtración delasesinato a la prensa. La noticia del crimen del anticuario era ya, a esa tempranahora, de dominio público, y la jueza Galván había llamado hecha una auténticafuria. Martina no tenía demasiadas dudas de que el autor del chivatazo, como yahabía sucedido en anteriores oportunidades, no había sido otro que Ernesto Buj ,pero el Hipopótamo se había limitado a poner cara de póquer y a criticar a « esosentrometidos periodistas» .

Finalizada la reunión, Martina bajó a la primera planta para sacar un café dela máquina. Un agente le informó de que una ciudadana llevaba un ratoesperando, dispuesta a revelar algo en relación con el caso del anticuario.Martina se olvidó del café y se dirigió hacia la sala de espera.

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PROMENADE

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Capítulo 35

Bolsean, 10 de enero de 1986, viernes.

Miriam Gómez había despertado con un fuerte dolor de cabeza y un viscososabor en los labios. A miel, o a uno de aquellos jarabes que su madre le hacíatomar de niña, cuando tosía en la cama.

Había tenido pesadillas eróticas. En sus promiscuos sueños estaba desnuda.Adrián, su novio, se asomaba a las oníricas escenas, alternándose con otroshombres para disfrutar de su cuerpo. Miriam se había sentido impotente yultrajada frente al rijoso Sabino Sabanés, quien trataba de poseerla en unasubmarina redacción de La Colmena, persiguiéndola entre algas gigantes yrosados pulpos, y blandiendo como mazas de papel húmedos periódicos conpáginas de sucesos que hablaban de crímenes y de violaciones de otras mujeres.Una heroína, una sirena, había venido a rescatarla. Era la misma mujerpelirroja, de atractivas curvas y culpable sonrisa, como una bruja disfrazada dehada, que había contratado la esquela del anticuario. ¿Cómo se llamaba eldifunto?, intentó recordar Miriam, todavía adormilada. Tenía un nombre degigante bíblico o de jenízaro turco. ¡Gedeón! Sí, eso era: Gedeón Esmirna…

Miriam se levantó de la cama y salió al baño del pasillo, el único de quedisponía el apartamento. Lo compartía con su padre, el comandante; no era otrala causa por la que aborrecía sus romboidales baldosas y el espejo, su enemigonatural.

Desde que residían en Bolsean, cada uno de los amaneceres de su metódicaexistencia (algo más variada desde que había intimado con Adrián) estabaasociado a los rumores que los hábitos paternos provocaban en el cuarto de baño:además de las distintas sintonías del transistor, los rítmicos golpecitos de lacuchilla de afeitar contra los bordes del lavabo, las líquidas agujas de la ducharestallando en la loza, y enseguida la manera en que el cuerpo de su padre, alentrar en la bañera, modificaba el sonido del agua… Una vez afeitado, elcomandante se ponía un albornoz que olía a Varón Dandy y desandaba elcorredor para vestirse en su dormitorio. Lo hacía con la radio puesta, a suficientevolumen como para que Miriam, aunque no quisiera, la escuchase desde suhabitación.

Su padre solía sintonizar Radio Nacional, con las desconexiones horarias que

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informaban de la actualidad regional. Frente a las enfáticas voces de la emisoraoficial, Miriam reaccionaba protegiéndose con la almohada, en busca de unapostrer cabezada antes de abrir los ojos a la realidad y ponerse a pensar en losdeberes que la esperaban en un semanario en el que, además de gestionar lacontabilidad, se responsabilizaba —¡ahora podía afirmarlo!— de la recogida deesquelas.

Pero aquella mañana ocurrió algo distinto. Las noticias de las ocho, filtradasdesde el dormitorio paterno, arrancaron con un suceso que la hizo incorporarse yescuchar con atención.

Un anticuario, Gedeón Esmirna —estaba informando el locutor—, hasido asesinado esta noche en el barrio portuario de nuestra ciudad. A unahora sin determinar de esta misma madrugada, agentes policialeslocalizaron su cuerpo en su establecimiento comercial. A raíz del macabrodescubrimiento, se emprendió la búsqueda de posibles sospechosos. Desdeinstancias oficiales no se ha emitido declaración alguna, pero fuentes detoda solvencia consultadas por nuestra redacción apuntan a que el móvildel crimen pudo haber tenido relación con el tráfico de obras artísticas porparte de una red especializada en expolios contra el patrimonioeclesiástico, trama de la que presuntamente podría haber formado parte elasesinado anticuario…

Miriam rogó que el comentarista siguiera ilustrando la exclusiva, a fin deratificarse en el nombre de la víctima, pero el carrusel informativo derivó haciala ola de frío que se abatía sobre la Península Ibérica en forma de heladas,vientos polares y tormentas de nieve. Incluso la costa meridional del país,Huelva, Málaga, Cádiz, iba a verse afectada por el temporal.

La chica tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que no habíasoñado, y de que la identidad del anticuario coincidía letra por letra con laesquela que ella misma había tramitado dos tardes atrás, en la recepción de LaColmena, a instancias de aquella desconocida mujer pelirroja.

Su mente empezó a girar a la misma velocidad que latía su pulso cuando lascaricias de Adrián la excitaban hasta volverla medio loca. La noche anterior,hacía apenas unas pocas horas, había cedido a sus súplicas y se había entregado aél de forma poco ortodoxa en las escaleras que bajaban al cuarto de calderas,dos pisos por debajo de la portería de la Residencia Militar. Adrián no llevabapreservativos. Aunque se había retirado a tiempo, respondiendo en mayormedida a las histéricas advertencias de la propia Miriam que a su débil voluntad,anulada por la pasión erótica, el pánico a un embarazo comenzó a atormentarla.Saldría de dudas, o así lo esperaba (¡rezaría, si hacía falta!) en un par desemanas.

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Mientras trataba de tomar alguna decisión, oy ó chirriar la persiana del cuartode su padre, e inmediatamente después lo que parecía el chasquido del percutorde una pistola, o quizá las hebillas de los correajes de campaña golpeando entresí. Recordó que ese día su padre no acudiría a la Academia, y sí a los campos detiro, donde le esperaban maniobras militares. Estaría fuera de casa hasta el fin desemana. Sus ausencias suponían, para Miriam, breves descansos en su rígida yagobiante relación. Nada le gustaba tanto como quedarse sola en el piso. A lomejor esta vez se animaba a invitar a subir a su novio.

Los últimos vestigios del sueño se habían disipado. Cada detalle de suconversación con la mujer del pelo rojo regresaba a su memoria con precisión.

Miriam volvió a oír su pastosa voz. « Soy la sobrina de Gedeón Esmirna —había dicho ella—. Su sobrina favorita» . Tenía una forma suave, fricativa, depronunciar las eses, y arrastraba las erres como si fuera extranjera. Sus ojosvelaban una mistificación o un misterio. « Los Esmirna no somos gente delmontón» , había añadido, con indisimulado orgullo. Su tío contaba con numerosose influyentes amigos, « algunos de los cuales le recordarían al escribir sunombre» . Si todo aquello, la propia esquela y la esvástica que la rubricaba, habíacarecido de sentido para Miriam, ahora, unido a la revelación de un homicidio, sele presentaba como un enigma insoluble.

—Acudiré a la policía —se propuso en voz alta, sintiendo que el sonido de suspropias palabras la reconfortaba un tanto.

Se vistió, bebió un vaso de leche en la cocina y se despidió de su padre, queestaba poniendo una cafetera.

—¿Adónde vas tan temprano? —Se extrañó el comandante—. Sólo son lasocho y cuarto. ¿Te encuentras bien? Me pareció que anoche volvías demasiadotarde.

Ella le miró sin saber qué contarle. Estaba bloqueada. Tenía la sensación deque la amenazaba un peligro invisible.

—Voy a… la calle.Su progenitor la estudió con el aire severo con que se imponía a los cadetes,

pero no atinó a detenerla y la dejó salir a toda prisa. Tanta, que Miriam nisiquiera se detuvo a esperar el ascensor, precipitándose escaleras abajo hastaasomarse a la negra mañana de Bolsean.

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Capítulo 36

Un miedo irracional se había apoderado de su ánimo.¿Alguien la seguía? No, claro que no. Entonces, ¿qué le hacía sugestionarse de

que iban tras ella? Mirando de cuando en cuando a sus espaldas, pero sin ver otrosbultos que borrosos fantasmas, las difusas siluetas de la gente, corrió, más quecaminó, hasta la óptica.

Tuvo que esperar en un bar a que abriesen. Los camareros habían oído lasnoticias, y estuvieron comentando el crimen del anticuario.

La persiana de la óptica se alzó a las nueve en punto. Sus gafas estabanreparadas. Al ponérselas, experimentó un profundo alivio. El mundo volvía asituarse en su lugar.

Miriam pagó el arreglo y se dirigió a la sede de La Colmena. En la gaceta nohabía un alma. Los redactores no iniciaban su jornada hasta las doce delmediodía; era improbable que el director se presentase antes de comer.

Protegida por una carpeta de plástico transparente, la esquela de GedeónEsmirna seguía estando donde ella la había dejado, al lado del pincho de facturas,a un extremo del mostrador. Hipnotizada, repasó el texto una y otra vez. Laspuntas de la esvástica rozaban los márgenes del papel.

Ese hombre, Esmirna, estaba muerto. Radio Nacional se había referido al« macabro» descubrimiento de su cuerpo. Miriam se preguntó si el locutorhabría empleado ese término de no haberse tratado de un truculento hallazgo.¿Cómo se habría enterado la prensa? ¿Tendría chivatos dentro de la policía?

Súbitamente, tuvo la certidumbre de que la esquela era, en realidad, elanuncio o la reivindicación de un asesinato. De que la pelirroja sabía, al menos,dos cosas: que Gedeón Esmirna estaba vivo cuando contrató el fúnebre espacio,y que el anticuario iba a morir en un plazo muy corto. « ¡Tres días! —Recordó—. ¡Ella sabía que la esquela se publicaría en el plazo de tres días, y no leimportó!» .

Miriam comprendió que su deber consistía en entregar aquella prueba a lapolicía. Pero, antes, pensó en comprobar un detalle. Hojeó el listín telefónico yapuntó una dirección. Luego descolgó el auricular y llamó a su novio.

—Adri, soy Miriam. ¡Ha ocurrido algo terrible!Adrián temió que el comandante los hubiese pillado, o que le fuese a caer una

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nueva bronca por su falta de prevención sexual. En ese sentido, la noche anteriorya hubo un conato por parte de una sofocada Miriam. Adrián estaba dispuesto aprometer que la próxima vez usaría condones. Si había próxima vez.

—El nombre y el apellido que facilitaron en la radio coinciden con los de laesquela —estaba diciendo su novia, acelerada; al resumir sus sospechas, se habíaexpresado con tal premura que Adrián apenas había entendido nada—. Acabo decomprobar la guía telefónica. Existe una tienda de antigüedades a nombre deGedeón Esmirna. En Bolsean no hay otras direcciones con ese apellido. Se lo hancargado, Adri, y alguien, una mujer que parecía salida de una película de cinenegro, vino a poner su esquela antes de que se cometiese el crimen.

Adrián trató de asimilar lo que estaba oyendo. Había dormido muy poco.Acababa de despertarse en su piso de estudiantes y estaba atontado. Todavíallevaba el olor de su chica adherido a la piel.

—Hazme un favor, Miriam. Repítemelo todo, pero más despacio.Ella lo hizo. Adrián discurrió:—¿Estás pensando que la mujer que encargó su esquela sabía que ese tipo

estaba vivo, pero que lo iban a liquidar?—Eso creo.—No es posible. Semejantes cosas no suceden en la realidad.—Pues ésta ha ocurrido.—Esa mujer no podía saberlo si…Miriam continuó la frase por él:—Si no era cómplice o…Fue Adrián quien puso la guinda:—¡La propia asesina!Ambos enmudecieron momentáneamente. Adrián exclamó:—¿Desde dónde me llamas?Miriam temió echarse a llorar de un momento a otro, pero su voz sonó firme.—Desde la redacción.—¿Estás sola?—Sí.—¡Acude a la policía, inmediatamente!—Es lo que había pensado.Miriam habría deseado que su novio se hubiese ofrecido a acompañarla, pero

Adrián se disculpó, compungido:—Iría contigo, cariño, pero tengo un par de clases a las que no puedo faltar.—No te preocupes. Te llamaré.—Hazlo. Y otra cosa, Miriam. Esa esvástica… Es el signo de los nazis, ¿no?La secretaria de La Colmena colgó, asustada. Acababa de oír el ascensor

deteniéndose en la planta del semanario. Pero no era la mujer pelirroja ni ningúnjoven con cazadora y botas militares, sino el vecino de enfrente, un pacífico

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jubilado que se desplazaba penosamente con ay uda de un bastón. Miriam cerróel semanario y bajó las escaleras de dos en dos, con la carpeta apretada contra elpecho.

Una vez en la calle, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dóndehabía una comisaría. Su relación con las fuerzas del orden se limitaba a saludar ala pareja de la Policía Militar que, en previsión de atentados, hacía guardia a laentrada de la Residencia. Tampoco, por supuesto, y al margen de que el asuntonada tuviera que ver con sus competencias, iba a recurrir a su padre. Comprobóque llevaba dinero en el bolso, detuvo un taxi y le indicó:

—Al puesto de policía más cercano, por favor. El chófer bajó la vista alasiento contiguo. Debía de ser novato, porque llevaba un mapa urbanodesplegado para su consulta en cualquier parada o semáforo. Recorrió con elíndice las direcciones de urgencia y dijo:

—La Jefatura Superior no queda lejos de aquí. Miriam exclamó, aliviada:—Lléveme, ¡pronto!Un cuarto de hora más tarde, había expuesto sus dudas a un agente de la

Policía Nacional y esperaba en una salita cuadrada, con sillas de tijera ocupadaspor otros ciudadanos que, como ella, se habrían desplazado para cursar algún tipode reclamación o denuncia.

Con la carpeta sobre las rodillas, tuvo que aguardar alrededor de veinteminutos, que se le hicieron eternos. Su mirada iba de la puerta al reloj y del reloja la puerta.

Por fin, fue a atenderla una mujer delgada y pálida, de unos treinta años, derostro impávido y melena corta. Parecía dueña de una de esas personalidadesdinámicas que atraen a los hombres y que otras mujeres menos activas suelenenvidiar. Sus ojos grises acunaban un brillo mortecino, como si su propietaria leshubiese concedido insuficiente descanso en las últimas horas.

—¿Miriam Gómez?La aludida levantó la mano. Una fuerte sensación de irrealidad y, al mismo

tiempo, la intuición de que aquello podía ir muy en serio, le reportaron unincómodo protagonismo. Cada vez estaba más convencida de que se hallabametida en un turbio conflicto.

—¿Quiere acompañarme?La mujer policía llevaba un traje de color óxido, bien cortado, aunque algo

masculino para el gusto de Miriam, y unas botas de cuero cuyos taconesresonaron por las dependencias policiales.

—No me he presentado. Soy la subinspectora De Santo. Siento haberle hechoesperar, pero estaba despachando otro asunto y mi compañero no ha podidoinformarme hasta ahora del motivo de su presencia. Tengo la impresión de queha venido usted a contarnos algo de mucho interés.

Miriam volvió a atropellarse.

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—Así es, inspectora, porque…—Sub.—¿Perdón?—Subinspectora. Todavía no he ascendido. —Martina le sonrió,

animosamente—: Quizá lo consiga con su ay uda.La actitud de la detective contribuy ó a sedar los nervios de Miriam. Se sintió

mejor, más confiada.—Hablaremos en la brigada —dijo Martina—. Sígame.

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Capítulo 37

La subinspectora fue precediéndola por una sucesión de corredoresprácticamente idénticos, de cuyas oficinas entraban o salían agentes uniformadosy auxiliares administrativos. Ambas mujeres subieron unas escaleras paraacceder a la segunda planta. La detective De Santo —Miriam había deducido esafunción al observar que el bulto de un arma le deformaba la americana— lacondujo hasta la brigada criminal: una sala oblonga, con suelos de linóleo yparedes de color vainilla, capaz para ocho o diez mesas distribuidas de maneraasimétrica y para un despacho situado al fondo, a través de cuy os esmeriladoscuarteles de vidrio se distinguían las cabezas y los torsos de dos hombres queconversaban entre sí.

Uno de ellos, el más corpulento, gesticulaba sin parar. La secretaria de LaColmena se quedó junto a la puerta, sin animarse a entrar. Martina le impelió:

—No se quede ahí.Pero Miriam permanecía como paralizada frente al letrero del Grupo de

Homicidios. De repente, se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida.Martina fue tras ella, alcanzándola en el rellano.

—¿Qué le pasa?—¡Me arrepiento de haber venido!—Tranquilícese. Puede que su aportación nos arroje alguna luz.—¡No estoy segura de nada!—Suele ocurrir. Relájese, está en buenas manos.Otros cuatro detectives trabajaban en la brigada. Todos, excepto un agente de

uniforme, el único, paradójicamente, que parecía encontrarse fuera de lugar,vestían de manera informal, camisas de cuadros, chalecos de lana y vaqueros opantalones de pana gruesa. Algunos llevaban barba y el pelo largo. Un par deellos mostraban las cartucheras colgadas al hombro, como si estuviesen a puntode salir hacia una misión donde se exigiera sangre fría y buena puntería.

No había otras mujeres que ellas dos.—Póngase cómoda —la invitó Martina, señalándole una silla.Miriam se sentó en el filo. Le sobraba el abrigo, pero no pudo descubrir dónde

colgarlo, pues no había percheros a la vista, y se lo dejó puesto.Los radiadores emitían un intenso calor. El aire seco se infiltraba en los

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pulmones con fatiga, como si fuese más denso. Las ventanas de la sala eran altasy estrechas; tenían más aspecto de permanecer cerradas que de ventilar amenudo.

La investigadora se había quedado en pie detrás de su mesa. A Miriam leresultó violento mirarla desde una posición más baja. Martina señaló la carpetaque la secretaria seguía apretando contra sí, como temiendo perderla.

—Veamos qué nos trae.Miriam soltó las gomas, abrió la funda de plástico y cogió la esquela.—¡Qué tonta! —se lamentó—. ¡Tantas precauciones y acabo de dejar mis

huellas dactilares!—No se inquiete por eso —la consoló Martina—. Déjela sobre la mesa.La subinspectora ley ó la hoja manuscrita, cuya letra coincidía con la de

Maurizio Amandi. Acto seguido, sin pronunciar palabra, se dirigió al despacho delfondo y llamó con los nudillos. Habló durante unos treinta segundos con susocupantes y regresó a su mesa acompañada por ambos.

Uno de esos policías era fornido, con aspecto de no haberse afeitado en unoscuantos días y de poseer una fuerza bruta difícil de controlar. El otro, en cambio,resultaba casi atildado, con un traje de color crema, impropio de la estación, elcabello entrecano peinado con fijador y ojos verticales y tristes como huevosduros.

—Inspectores Buj y Villa, de Homicidios y Robos, respectivamente —lospresentó Martina.

Sin reparar en Miriam, los mandos se inclinaron sobre el documento.—¿Qué diantre es esto? —Rezongó el Hipopótamo—. ¡Explíquese, señorita!Miriam lo hizo de manera deslavazada. Le faltaba oxígeno y se sentía como

una mariposa clavada con un alfiler. En la mirada de la subinspectora encontrócomprensión. Respiró hondo y se esforzó por proporcionarles una versióncoherente de lo ocurrido.

—Afirma usted que esta esquela fue contratada a las ocho de la tarde delocho de enero —resumió el inspector Villa, cuando Miriam terminó de hablar.

—A las ocho y media.—Bastante antes de que…—Hilvanaremos la secuencia más tarde —le interrumpió Buj , sin

miramientos; Villa asumió la implícita amonestación: era improcedenteproporcionar a una ciudadana cualquier dato susceptible de integrar el secretosumarial—. Describa a la mujer que visitó la redacción de su periódico —indicóel Hipopótamo.

Miriam trazó un retrato aproximado.—¿Una pelirroja? —exclamó Villa, mirando con sorpresa a Martina.—¿Qué tiene de raro? —preguntó Buj—. ¿Es que nunca ha visto ninguna,

aunque fuese de cintura para arriba?

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Ante la helada mirada de Martina, Villa reprimió un gesto de complicidad yse limitó a comentar:

—Últimamente parece haber una epidemia de pelirrojas en la ciudad.Sin colegir a qué se refería, Buj se dirigió a una intimidada Miriam:—Vay amos al grano, señorita. Básicamente, se encontraba usted en la

redacción de ese semanario, sola, cuando entró una cliente, a la que jamás habíavisto, dispuesta a contratar la esquela del señor Gedeón Esmirna. A modo detexto, le entregó esta curiosa holandesa, firmada por una cruz esvástica, pagó enefectivo y se fue. Dicha escena no debió de prolongarse más allá de unos pocosminutos. ¿Es correcto?

Miriam asintió. Se dio cuenta de que la subinspectora estaba anotando susdeclaraciones y eso la puso más nerviosa.

—¿Qué edad tendría esa mujer? —inquirió Buj .—Muy joven. No habría cumplido los veinticinco.—¿Era de aquí?—No lo dijo ni yo se lo pregunté. Por el acento, podría ser extranjera.—¿Francesa, inglesa?—Sudamericana, tal vez.—¿Hizo algún comentario sobre Gedeón Esmirna?La secretaria de La Colmena apeló a su memoria para reproducir con

fidelidad las frases pronunciadas por la mujer del pelo rojo. Que era sobrina delanticuario. Que su tío había fallecido la noche anterior, de un ataque al corazón.Que la familia Esmirna tenía relaciones influyentes, y que ciertas personas, sinespecificar quiénes, lamentarían su muerte. Y no le importó, agregó Miriam, quela esquela fuese a publicarse con tres días de demora, coincidiendo con la fechade distribución de la gaceta.

Los policías la escucharon en silencio. Buj se rascaba la nuez. Cuando latestigo hubo concluido, le ordenó:

—Aguarde aquí.El Hipopótamo hizo una indicación a Ulloa, el agente que se encontraba más

próximo, y, seguido por Villa y De Santo, regresó a su despacho. Con ay uda deunas pinzas, Ulloa cogió la esquela por una esquina del papel, introdujo laholandesa en una bolsa de pruebas, le pegó una etiqueta y salió para entregarlaen el laboratorio.

En su oficina, a puerta cerrada, Buj encendió un Bisonte y miró receloso a lasubinspectora.

—¿Me ha tomado por un pardillo, De Santo? Hay algo que ustedes saben deesa pelirroja y yo no. Así que ya están cantando.

—Utilicé un disfraz similar cuando visité a Esmirna —se explicó Martina—.Una peluca y un vestido negro, el que llevaba anoche en la tienda deantigüedades.

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—No estoy lo bastante desesperado como para fijarme en sus trapos —gruñóBuj—. Ni lo bastante despierto como para entender lo que se está cociendo a misespaldas. —El inspector alzó uno de sus nervudos brazos, como para descargar ungolpe en la mesa—: ¿Alguien podría explicármelo?

La subinspectora admitió:—A tenor de la descripción de la testigo, mi caracterización coincidía con el

aspecto de esa mujer de la esquela.—¡Y la mía con la de Edward G. Robinson en las películas de gánsteres! —

Saltó Buj—. ¡Esto es el colmo, De Santo! ¡Va a convertir mi sección en un bailede carnaval! ¿Me obligará a comprobar dónde se encontraba usted el ocho deenero, a las ocho y media de la tarde?

—Fue una coincidencia, Ernesto —medió el inspector Villa—. Eso es todo.—Ah, ¿sí? ¿Y quién le explicará al comisario que este caso está lleno de

inexplicables coincidencias?—Sólo pretendía evitar que el anticuario me reconociera —se justificó

Martina.—¡Porque todo el mundo, desde luego, conoce a la famosa subinspectora De

Santo! —Ladró Buj—. ¿Sabe cuántas veces ha aparecido mi foto en un periódico,en cuarenta años de carrera? ¡Nunca!

—Ya basta, Ernesto —volvió a contemporizar Villa.Refunfuñando, Buj se recostó en su butaca y cruzó los antebrazos detrás de la

nuca. Círculos de sudor le manchaban los sobacos. Su aspecto era hosco.Villa dijo:—Tenemos una prueba material que puede resultar trascendente. Es posible

que en la esquela aparezcan huellas.—No lo creo —opinó Martina—. Sería demasiado fácil, y la pauta de este

asesinato apunta hacia una laboriosa sofisticación.—¡Qué cosas tiene uno que oír! —Se mofó Buj—. Siga jugando a los

disfraces, y a disfrazar los hechos, que y o, mientras, interrogaré otra vez alpequeño delincuente que estaba al servicio del anticuario. Me da en la nariz queel tal Mendes sabe mucho más de lo que nos ha contado. —El Hipopótamo señalóun bate de béisbol atravesado en la falleba de la ventana, detrás de su silla—.Puede que un poco de mi medicina especial para casos difíciles le suelte lalengua.

Martina le previno:—Si le pone las manos encima, le denunciaré a la jueza.—¿A su nueva amiga? —De pura congestión, el rostro de Buj parecía a punto

de estallar—. Muy bien, no lo haré. Le llevaré un café y el boleto de apuestasmúltiples, por si a ese calorro le apetece participar en nuestra porra.

—Quisiera estar presente en su careo —insistió Martina.—De acuerdo. Baje conmigo.

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Pero la subinspectora planteó:—Antes necesito un poco de tiempo para seguir interrogando a la testigo. Con

ustedes delante, se la comían los nervios. La sacaré de Jefatura, puede que mecuente algo más.

—Media hora —convino el Hipopótamo, consultando su reloj de pulsera; ensu gruesa y peluda muñeca, la esfera parecía una moneda de dos reales—. Laestaré esperando en los calabozos. ¿Viene usted, Villa, o prefiere llevarle el bolsoa nuestra pelirroja de pacotilla?

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LA CABAÑA SOBRE PATAS DE GALLINA

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Capítulo 38

Cuando Miriam Gómez y la subinspectora cruzaron al Molino, una de lascafeterías de la avenida donde se alzaba el edificio blanco y azul de la JefaturaSuperior, la mañana se había preñado de negros nubarrones. El peso de la lluviasin caer confería a la atmósfera una expectativa fresca y estática.

Las cafeterías de esa zona tenían un aire alegre y moderno, nada pretencioso.Algunas abrían a las seis de la mañana, para servir los primeros cafés, ycerraban poco después de las diez de la noche, evitando a los bebedores tardíos,los más pendencieros.

El local estaba concurrido. La detective y su acompañante ocuparon sendostaburetes en la barra.

Mientras esperaban a que un camarero las atendiera, Martina hojeó el Diariode Bolsean. Al día siguiente, esa misma cabecera abriría sin duda con el crimendel anticuario, y quizá con una foto del escaparate de Antigüedades Esmirnaprecintado y vigilado por policías.

Frente a la subinspectora, Miriam experimentaba una curiosa mezcla deempatía y complejo. Le resultaba obvio que la investigadora estaba realizando unesfuerzo para ganarse su confianza. Pero había algo en ella, en la detective DeSanto, que no le permitía relajarse; una tensión interior, una rigidez, una suma, oresta, de movimientos contenidos. Miriam pensó que nunca había conocido a unamujer ni remotamente parecida a ella.

Cuando el camarero hubo depositado sus cafés sobre la pulida chapa de labarra, la subinspectora estiró una mueca casi dolorosa y, en forma de pregunta,le soltó a bocajarro la siguiente y taxativa afirmación:

—¿Por qué nos ha mentido, Miriam?La secretaria supo en el acto a qué se refería, y se ruborizó. Tenía que haber

dicho toda la verdad. Había cometido un error, pues no debía omitir nada. No conaquella interlocutora.

Martina ciñó su acusación:—En comisaría nos aseguró que no había hablado de esto con nadie, pero no

es cierto.—Yo… se lo conté a mi novio. ¿Cómo…?—¿Lo he sabido? Porque cuando miente se le dilatan las aletas de la nariz.

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Así.La subinspectora la imitó. Ahora sonreía abiertamente. Miriam encorvó la

espalda, jugueteó con el estuche de las gafas y limpió los cristales con la gamuzaque le habían obsequiado en la óptica.

—Es usted muy observadora.—En nuestro oficio, la capacidad de observación, más que un don, supone

una técnica. Científicamente, no siempre resulta aplicable la experienciaempírica, o la intuición, pero a veces los progresos policiales dependen de ungesto, de una palabra. De algo que no está en su lugar o que ocupa su ubicaciónhabitual de un modo en exceso notorio. Desde un puesto como el de Homicidiosse aprende a ver, no sólo a mirar.

Martina hizo un paréntesis para remover el café.—¿Únicamente se lo contó a su novio?—Sí.—¿Cómo se llama él?—Adrián Martínez.—¿Habló con Adrián antes o después de que una emisora de radio divulgase

la noticia del asesinato de Esmirna?—Después.Apenas había respondido, Miriam se dio cuenta de que la pregunta de la

subinspectora tenía doble intención. ¿Acaso sospechaba de ella y por eso acababade tenderle una trampa? La secretaria se quejó:

—¿Cómo podría haberlo hecho antes de oír el noticiario? ¡Yo no podía saberque habían matado a ese hombre!

—Por supuesto que no —la calmó Martina, derramando en su taza elsobrecito de azúcar—. ¿Le apetece comer algo?

—Gracias, no me entraría nada.—¿Ha desayunado?—No.—Yo tampoco. ¿Quiere acompañarme?—Se lo agradezco, pero no tengo ganas.—Permanecer en ayunas no le librará de partir en desventaja —la reconvino

Martina—. A raíz de su licencia anterior, y o podría pensar que ha faltado a laverdad en otros detalles. Pida algo, un cruasán. Son muy buenos, créame. Haydías en que sólo me alimento de ellos.

—No, en serio… Todo lo que les he contado es verdad, se lo juro. Hablé conmi novio porque no sabía qué hacer. Estaba desconcertada. Tenía que consultarlocon alguien, ¿no le parece?

Martina se limitó a clavarle una mirada quieta, indescifrable. La luz de labarra le daba sólo en un lado de la cara, haciendo que sus ojos parecieran dedistinto color, uno más azulado que gris.

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—¿De qué manera reaccionó su novio?—Adrián me aconsejó que acudiera a ustedes.—Hizo bien. Su testimonio es potencialmente valioso. Pero las versiones

circunstanciales, como la suya, casi nunca resultan exhaustivas. Los testigos nosuelen acertar a contárnoslo todo. Y no me refiero a lo que tuvo ocasión demirar, ¿entiende?

—Sí —murmuró Miriam.La secretaria experimentó una sensación de riesgo e intensidad, casi como si

estuviera transformándose en otro tipo de mujer, más arriesgada y valerosa. Sepreguntó si esa bizarra impresión obedecía a una involuntaria emulación de lainvestigadora, o si realmente ella misma estaba empezando a pensar que suconcurso podía resultar clave para esclarecer el crimen del anticuario.

—Hablando de esos conceptos tan distintos, ver y mirar… —continuóMartina, chupando la cucharilla del café—. ¿Cuántas dioptrías tiene usted?

—Dos y media en el ojo derecho y tres en el izquierdo.—¿Miopía y astigmatismo?—Por desgracia.—¿Cuándo llevó sus gafas a reparar?Miriam se quedó atónita. Su boca se abrió y cerró, como la de un pez fuera

del agua.—¿Cómo sabe que se me habían roto?—Muy sencillo: porque ha olvidado arrancar el etiquetado de la funda. Puesto

que el estuche no es nuevo, he deducido que las llevó a una óptica.La secretaria parpadeó.—Además de observadora, es usted muy perspicaz.Martina le demostró que también era modesta.—Ni siquiera la perspicacia logrará que juguemos en el mismo terreno. Todo

aquel que acude a la policía lo hace con reservas. En parte, puede que sea mejorasí. Voy a pedirle un favor, Miriam. Quiero que juegue en mi cancha, bajo misreglas. Luego podrá irse a su casa y la dejaremos en paz.

Miriam asintió. Parecía un buen acuerdo.La subinspectora encendió un cigarrillo.—¿Le molesta si fumo?—No.Martina echó la cabeza atrás y lanzó el humo hacia el techo.—Le revelaré algo que, desde un punto de vista oficial, debería reservarme.

A Gedeón Esmirna no lo mataron de una manera corriente. Le cortaron lacabeza y le dejaron colgando de un gancho, como a un animal. Creemos que sumuerte se produjo en torno a la pasada medianoche. Se extiende un margen deunas veintiocho horas entre el momento de la contratación de la esquela y laejecución del crimen.

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La mano de Miriam vaciló al tomar el asa de la taza.—¿Fue la pelirroja quien le mató?—Si no lo hizo físicamente, sabía que iba a ocurrir. En cuanto tenga un rato

me acercaré a la redacción de su periódico, para echar un vistazo al local yreconstruir el comportamiento de esa mujer. Necesito más datos sobre ella.

—Intentaré proporcionárselos. ¿Por dónde empezamos?A la subinspectora le agradó que utilizase el plural. Pese a su fuerte

componente individualista, creía en los equipos.—¿Llevaba joyas? Miriam se concentró a fondo.—Un broche prendido al vestido.—¿Representaba un animal, una flor, un símbolo?—No pude distinguirlo con claridad. Era extraño, del color de la plata vieja.

—¿Esotérico?—Puede.—¿Algún ser fantástico, una gárgola, un diablo?—Un diablillo, quizás.—¿Anillos en los dedos, una alianza?—No.—¿A qué distancia se le acercó esa mujer?—Permaneció al otro lado del mostrador. Si forzaba la vista, la veía un poco

mejor.—¿De qué tono eran sus ojos?—Avellana, creo.—¿Usaba perfume?—Sí, uno fuerte. Con aroma a hierbas.—¿Reconocería esa fragancia?—Tal vez.—Hábleme de sus manos. ¿Eran pequeñas o grandes?—Más bien grandes, pero no se lo…—Haga memoria, Miriam. ¿Pintura de uñas?—Fucsia, muy llamativa. De un tono que yo no me pondría jamás.—¿Largas o cortas, las uñas? Miriam dudó.—Esfuércese, puede ser importante.—Puntiagudas. Lo recuerdo porque pensé que eran como las de una bruja.—¿Postizas?—Tal vez.—¿De dónde sacó el dinero para pagar la esquela?—Del bolso.—¿Lo llevaba colgado?—Lo dejó sobre el mostrador. Abrió la cremallera y extrajo un fajo de

billetes.

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—¿Esos billetes estaban dentro de un monedero o de una cartera?—Los llevaba sueltos.—¿Ni siquiera protegidos en un compartimento interior?—No. Sueltos.—¿Se fijó en el contenido del bolso? ¿Había llaves, cosméticos?—Lo abrió hacia ella, pero se plegó sobre el mostrador, por lo que debía de

estar casi vacío.Martina apuró su café. Los ceniceros estaban ocupados por otros fumadores.

Apagó el cigarrillo en el plato.—Hábleme de su vestido.—Era negro, bastante atrevido.—¿El escote le resaltaba el busto?—Tenía poco pecho.—¿El vestido era de manga larga? Puesto que no se refirió a los brazos

cuando le pregunté por sus manos, doy por supuesto que los llevaba cubiertos.—Sí. Respecto a las piernas, eran muy largas. De hecho, ella era altísima. —

Martina sonrió; el ánimo de Miriam se había templado y estaba empezando adisfrutar con el juego deductivo—. Las llevaba enfundadas en medias —matizóla secretaria—, de esa clase de tej ido que brilla.

—¿Lycra?—Creo que sí. Iba fatal combinada, negro y blanco, todo brillante. Y con esa

cresta roja parecía… una gallina.Miriam rió, sonrojándose a causa de su atrevimiento.—Turno ahora para la voz —prosiguió Martina, mirándola con simpatía—. Ya

nos ha dicho que podía ser extranjera y que su acento no era de aquí ¿Tenía eltimbre algún rasgo característico? ¿Era una voz ronca, aguda?

—Era… pastosa.—¿Vocalizaba correctamente?—Con cierta lentitud.—¿Como si estuviera traduciendo mentalmente?—Yo no diría tanto. ¿Puedo hacerle una pregunta, inspectora?—Sub.—Subinspectora, es verdad. Uno de los periodistas de La Colmena, Sabino

Sabanés, suele firmar sus artículos con una doble ese mayúscula. ¿Podría esoguardar relación con la esvástica de la esquela?

En ese momento, otra mujer atravesó la zona despejada de la cafetería y seles acercó. Era morena, vistosa, con la melena recogida en cola de caballo.Martina reconoció a Macarena Galván.

—Buenos días, subinspectora.—Me alegro de volver a verla.—¿Ha descansado?

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—Apenas.—Tampoco yo, pero me encuentro en plena forma. ¿Algún avance en la

investigación?La jueza reparó en la presencia de Miriam; ella misma se vetó la respuesta.—Ya me comentará. ¿Suele venir por esta cafetería?—De vez en cuando.—Puesto que no estamos en una sala de audiencias, puede llamarme

Macarena.La subinspectora se limitó a asentir.—Le recuerdo, Martina, que tenemos una cita pendiente.—No lo he olvidado.—¿Digamos esta tarde, a las siete y media, en el bar del Gran Hotel?—Pensaba ir a un concierto.—¿No será, por casualidad, al de Maurizio Amandi, en el Balneario del Mar?La subinspectora se lo confirmó.—¡Qué coincidencia! —exclamó Macarena—. Resulta que tengo una

entrada, pero a nadie que me acompañe.—¿Quiere que nos encontremos en la entrada?—Allí estaré —sonrió la jueza—. Después podemos tomar algo. Recuerde

que esta vez seré yo quien pague las copas.El walkie de la subinspectora se puso a sonar. Era Adela, la secretaria de

Satrústegui. El comisario la reclamaba con urgencia.—Debo regresar a Jefatura. Discúlpeme.Macarena se alejó, no sin recordarle su cita. Martina pagó los desayunos y se

despidió de Miriam Gómez, asegurándole que la llamaría a lo largo del día. Nopodía saber que los acontecimientos iban a precipitarse y que tardaría bastantemás tiempo en volver a entrevistarse con la secretaria de La Colmena.

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Capítulo 39

—¿Disponemos de información sobre grupos neonazis? —Estaba preguntandoConrado Satrústegui cuando Martina entró a su despacho—. Siéntese,subinspectora.

Fiel a su hábito, ella permaneció en pie. Ernesto Buj y el inspector Villaocupaban las dos únicas butacas frente al escritorio del comisario. Martina sequedó detrás de ellos, en un deliberado segundo plano.

El Hipopótamo elevó los ojos al techo.—Algo sabemos.—¿Cuántos hay en calidad operativa, capaces de planificar y de llevar a cabo

un atentado?Buj contempló el suelo.—Básicamente, y estoy hablando de memoria, las agrupaciones con una

cierta capacidad de acción serían dos: Honor Nacional, de ámbito peninsular, conramificaciones en países sudamericanos, y Poder Blanco, un grupúsculo deantiguos guerrilleros de Cristo Rey reciclados a la estética nazi.

—¿Contamos con algún confidente entre ellos?Buj asintió alzando un dedo.—¿Sólo uno?—Vale por dos. De hecho, pertenece a ambos grupos.—¿Desde cuándo informa?—Desde hace años.—¿Desde cuándo, exactamente?—Desde los sucesos de Montejurra.—¿Quién lo captó?—Yo, señor.Satrústegui se lo quedó mirando de hito en hito. El inspector llevaba quince

años bajo sus órdenes, pero a menudo seguía sorprendiéndole. Buj mantenía enactivo redes y recursos de los que no siempre daba cuenta a sus superiores. Lamay oría de sus confidentes pertenecía al estrato más bajo. Chulos, camellos,prostitutas, aunque también, según era del dominio de los restantes inspectores,quienes, de vez en cuando, echaban mano de sus contactos, algún bala de buenafamilia necesitado de un plus económico, incluso ciudadanos en apariencia

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corrientes que disfrutaban protagonizando una doble vida, como si actuasen enuna película de serie negra. Con antelación a Homicidios, Buj había transcurridopor todas las secciones, por lo que su red de informantes resultaba variada. EnJefatura se hablaba de una colección de dossieres, algunos de los cualesafectarían a personalidades públicas. Documentos y datos que, de dar crédito alos rumores, el Hipopótamo guardaría con celo, por si en alguna ocasión leconvenía airearlos. Satrústegui siempre había pensado que aquel bulo teníaamplias posibilidades de ser verídico. Durante algún tiempo, Buj habíacoordinado los servicios de escoltas de la clase política, por lo que dispondría deinformación de primera mano acerca de sus horarios y hábitos. El comisario nosiempre aprobaba su manera de trabajar, pero tenía que reconocer su eficacia.

—Contacte con el confidente y sondéele a propósito de la esvástica dibujadaen la esquela. Investiguen si la víctima, Gedeón Esmirna, tenía alguna relacióncon grupos neonazis.

—Descuide, señor.A continuación, Satrústegui les mostró un teletipo redactado en inglés, que

alguien, seguramente su propia secretaria, había vertido al castellano de formaapresurada, y pasó a facilitarles un resumen de su contenido:

—Acabamos de recibir un informe urgente de Interpol, emitido a solicitudnuestra. Hace apenas unas semanas, otro anticuario fue asesinado en Viena. Setrata de un judío, Teodor Moser. Por las características de ese homicidio, nodescarto que presente algún vínculo con la muerte de Gedeón Esmirna.

El inspector Villa sondeó:—¿Qué le hace pensar que los dos casos están relacionados, comisario?—Enseguida les expondré sus comunes denominadores. A Teodor Moser lo

liquidaron en la noche del pasado seis de diciembre. Alguien lo asfixió con unacuerda durante una actuación en la Ópera de Viena. Robaron al cadáver susefectos personales, la cartera y las llaves y, con posterioridad, incendiaron suestablecimiento, situado en el centro de la capital austríaca. Tanto la autoría comoel móvil permanecen sin resolver.

Satrústegui hizo una pausa para releer el informe. Acto seguido se lo entregóa Buj , quien lo repasó por encima y se lo alcanzó a Villa. El comisario continuó:

—El caso Moser está bajo la jurisdicción del inspector Arno Hanke. Nuestroscolegas vieneses sondean el entorno familiar de la víctima. Por lo visto, elanticuario asesinado era un profesional intachable, de gran prestigio en la ciudad.Curiosamente, alguien contrató su esquela con antelación a su muerte. Unamujer pelirroja, extranjera, la pagó en efectivo, sin dar mayores explicaciones,en la redacción de un periódico local. El texto de la esquela decía: « En memoriade Teodor Moser, fallecido en Viena. Te recordaremos al escribir tu nombre» . Amodo de firma, figuraba una esvástica. Como deducirán, esa esquela era idénticaa la que esa misma pelirroja encargó aquí, en Bolsean, para Gedeón Esmirna.

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Satrústegui encendió un cigarrillo. Los inspectores lo imitaron. No así Martina.—Volvamos a Viena —prosiguió Satrústegui—. En una primera línea de

investigación, el inspector Hanke interrogó al concertista que esa noche actuabaen la Ópera, pues una carta suya, de su puño y letra, apareció en uno de losbolsillos del anticuario. El tipo de letra de esa carta coincidía con la de la esquelade Moser. Dicho intérprete, el músico que actuaba en la Ópera de Viena,responde al nombre de Maurizio Amandi y, ¡pásmense!, se encuentra en nuestraciudad.

—En el Hotel Marina Roy al —certificó la subinspector.El trío de hombres la contempló con estupor.—¿Cómo lo sabe? —le preguntó el comisario.—Porque he pasado la noche con él.Satrústegui, que no había vuelto a sentarse, se derrumbó en su butaca.—¿Qué significa esto? ¿Se trata de una broma pesada?Martina sacó un cigarrillo de su pitillera, pero no lo encendió.—Maurizio Amandi es uno de mis amigos de juventud. Su presencia en la

ciudad obedece al concierto que dará esta tarde en el Balneario del Mar. Decidióaprovechar su estancia en Bolsean para enriquecer su colección de antigüedadesy ayer por la noche visitó a Gedeón Esmirna.

El comisario ahogó una exclamación. No así el Hipopótamo:—¡Condenada mujer! ¡Y se lo calló en nuestra primera reunión matinal!—Tenía mis motivos —arguyó la subinspectora, con aparente solvencia; pero

estaba levemente mareada, y habría necesitado aire fresco.—Espero, por su bien, que sus razones resulten convincentes —la amonestó el

comisario—. ¿Quiere que le actualice las consecuencias de reservarse unainformación de relieve?

—¡Díganos lo que sepa! —la conminó Buj .Martina se decidió a revelar:—Maurizio Amandi era el hombre alto y rubio que fue sorprendido por el

confidente de Alcázar entrando a la tienda de antigüedades.—¡Manda carajo! —farfulló el Hipopótamo, encarándose con Martina; hasta

la subinspectora llegó flotando su aliento a coñac—. ¡Está protegiendo a eseindividuo!

—Yo no he hecho nada de eso.Buj dejó oír una risotada.—¡Se acuesta con un tipo que ha estado en la escena del crimen y pretende

que nos traguemos sus cuentos y los suyos!—Tampoco he dicho que me hay a acostado con él.—Perdone, subinspectora: había olvidado sus gustos. ¿Qué hicieron toda la

noche en el hotel, jugar al Monopoly?—Ya está bien, inspector —le cortó el comisario.

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Pero el Hipopótamo había hecho presa y no iba a soltar el bocado tanfácilmente.

—Solicito su permiso, señor, para practicar un interrogatorio preliminar a esesujeto, como sospechoso de asesinato en primer grado.

Satrústegui desvió la mirada hacia las cortinas que velaban la luz de lamañana, empalideciendo las franjas de la bandera española, cuyo mástil colgabadel balcón.

—Proceda —asintió, al cabo de una corta reflexión—. Informaré al Juzgado.Retírese, Martina, pero no abandone el edificio de Jefatura hasta que vuelva allamarla.

—Comisario, y o…—Ya he oído bastante. Regrese al Grupo.La subinspectora salió del despacho con la cabeza baja.

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Capítulo 40

Sin embargo, no iba a obedecer la orden del comisario.En lugar de enclaustrarse en Homicidios, Martina descendió a la planta

sótano, en una de cuyas mal ventiladas alas se disponía el archivo.Un demacrado Horacio Muñoz trabajaba a la luz de un flexo. El archivero

tenía delante de sí, en su abarrotada mesa, un montón de papeles y expedientespoliciales, así como una enciclopedia de Historia de la Música Clásica. Parecíahaber estado consultándola.

—¿Qué ocurre, subinspectora? —Le preguntó Horacio, al verla aparecerblanca como la nata y con una contrita expresión—. ¿Se ha encerrado con untigre, ha pillado la gripe o acaba de recibir malas noticias?

—De todo un poco.A pesar de la ducha caliente que había tomado en su casa, Martina sentía

helados los huesos. Con voz acatarrada, le resumió la situación. Cuando huboterminado, el archivero no disimuló su inquietud.

—Me temo que se ha metido usted en un callejón sin salida.—Yo también lo creo.—Le advertí que no le convenía ese tipo. Lo más sencillo habría sido

comunicar de inmediato a la superioridad su encuentro con Amandi.—Tuve una debilidad. Maurizio forma parte de mi vida privada.—Lo entiendo. Pero, antes o después, a tenor del expediente de Interpol, se

habría especulado sobre su implicación.—Sé que hice mal.Horacio ahondó en las consecuencias negativas de su conducta:—Al haber mencionado usted tardíamente a Amandi, no ha hecho sino

contribuir a aumentar las sospechas que en adelante puedan recaer sobre él. Yhay evidencias. No me extraña que Buj se hay a arrojado sobre ese cebo con lasfauces abiertas. En fin, subinspectora, lo hecho, hecho está —intentó consolarla elarchivero, pero sin aprobar su actitud—. ¿Qué pasará en las próximas horas?

En el archivo hacía verdadero frío. La subinspectora estornudó.—Buj registrará la habitación de Amandi en el Marina Royal y descubrirá un

arma de fuego. Una Beretta de nueve milímetros.Martina rebuscó en su bolso hasta encontrar una caj ita de aspirinas y se tomó

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dos a palo seco.—Hay más: Amandi estuvo en la tienda de antigüedades ayer por la noche.—¿Qué me está diciendo? ¿Su amigo el pianista se encontraba en el lugar del

crimen, a la hora en que se cometió la agresión?La subinspectora le proporcionó los detalles elementales. Antes de

pronunciarse, Horacio reflexionó durante un rato. Un abogado habría establecidosu defensa sobre el principio que él enunció:

—Esmirna murió decapitado. No dispararon contra él.—No, pero Maurizio tiene una pistola, y aparecerá en el registro.—Peor sería que le encontrasen una catana.—Amandi viajó hasta Bolsean con una navaja de grandes dimensiones.

Cuando quedé con él, la llevaba consigo. Es ésta.Para escándalo de Horacio, la subinspectora sacó la navaja del bolso y la

depositó sobre la enciclopedia que el archivero había estado utilizando. En lapágina de la izquierda se reproducía un retrato de Modest Mussorgsky,exactamente igual al busto de escayola que Maurizio le había comprado aGedeón Esmirna.

Sin tocarla, Horacio señaló la navaja.—Anoche, en la tienda de antigüedades, pude oír lo que les adelantaba el

forense. A Esmirna lo decapitaron con un arma blanca de considerablesdimensiones.

—Probablemente, con el hacha que faltaba en el escaparate.—Que, de momento, no ha aparecido. Y ahora me dice usted que Amandi

dispuso de la oportunidad de esgrimir su navaja contra la víctima. Estamoshablando de un sospechoso lógico, Martina. Quizá, del principal.

—A veces, la lógica puede causar daños irreparables.Horacio se echó atrás en su silla.—No me agrada hablarle así, pero es la primera vez que la veo ofuscada.—No estoy enamorada de él, si es eso lo que está pensando.—Entonces, se guarda usted un as en la manga.—Todo lo contrario. Maurizio Amandi carece de coartada.—¿Le ha confesado él que estuvo en la calle de los Apóstoles en torno a la

medianoche?—Sí.—¡Lo tiene claro! ¿Por qué motivo fue a ver al anticuario?—Quería consultarle sobre el valor de una pieza, una pluma estilográfica que

le había legado su padre; también pretendía adquirir un busto del músicoMussorgsky y alguno de los grabados de Hartmann que le sirvieron de inspiraciónpara componer Cuadros para una exposición. Uno de esos grabados, al menos,está en posesión de Amandi. Buj lo descubrirá en su habitación, junto a la pistola.

El archivero hizo un gesto de concordancia.

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—¿Blanco y en botella? ¡Es la leche, subinspectora! ¿No comprende que todole acusa?

La subinspectora dio por agotado el asunto. Ella misma se sentía exhausta.—Tiene mala cara —dijo Horacio—. ¿Puedo ofrecerle algo?—¿Todavía guarda por ahí esa botella de whisky?—Por supuesto.—No me vendría mal un trago.—Le serviré una copa. Pero sólo una.Cojeando, el archivero se perdió entre las estanterías metálicas donde

dormían cientos de historiales, incluidos los casos sin resolver. Cuando no teníanada mejor que hacer, Horacio se dedicaba a desempolvarlos, jugando aencontrar nuevas pistas, algún dato que a los investigadores se les hubiera pasadopor alto. Desde que un desgraciado disparo en el pie le había retirado del servicioactivo, pasaba tanto tiempo en el archivo que aquel lóbrego subterráneo se habíaconvertido en su segundo hogar. Martina de Santo seguía siendo uno de losescasos agentes que utilizaba con regularidad sus servicios, y que, con espíritusolidario, contaba con él para participar en alguna investigación. A ella y sólo aella debía Horacio su renovada consideración entre los mandos. Sin embargo, susentimiento de gratitud y la franca admiración que, debido a su corta perobrillante hoja de servicios, profesaba a la subinspectora, no le impedían percibirsus defectos. Resultaba evidente que sus lazos con aquel pianista, con MaurizioAmandi, fueran de la índole que fuesen, habían obcecado su habitual objetividady, lo que era más grave, anulado por completo ese sexto sentido que diferenciabaa Martina del resto de los detectives.

La botella de whisky estaba disimulada en un rincón de la sección de Robosque esa misma mañana Horacio había estado ordenando para localizar losexpedientes de atracos a parroquias rurales solicitados por el comisario. La cogióy regresó a su escritorio. No pudo ocupar su silla porque Martina se había sentadoen su lugar para hojear la enciclopedia. El archivero tomó un vaso del cajón,limpió sus propias huellas con un pañuelo y le sirvió dos dedos. Martina se bebióel whisky de un trago, como una medicina.

—Más.—Nada de eso, subinspectora. No son ni las doce de la mañana, y se acaba

de meter en el cuerpo un puñado de aspirinas.—El último.El archivero obedeció a regañadientes. Acto seguido, se apresuró a esconder

la botella.—¿Ha estado tomando apuntes sobre Mussorgsky? —le preguntó la

subinspectora.—Varias páginas.—Me interesan las referencias a una obra que desde hace años obsesiona a

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Maurizio, Cuadros para una exposición.—La enciclopedia le dedica un capítulo.Martina localizó el epígrafe. Las ilustraciones reproducían algunos de los

dibujos de Viktor Hartmann.—¿De qué tratan sus notas, Horacio?—De aspectos biográficos del músico.—Muy bien. Si le parece, practicaremos el siguiente ejercicio: usted me irá

leyendo sus apuntes mientras y o repaso el capítulo de los Cuadros y voytomando mis propias notas.

—¿No sería mejor que primero le ley era y luego…?—No tenemos demasiado tiempo, y puedo hacer ambas cosas a la vez.

Arrímese una silla.Horacio siguió sus indicaciones. La subinspectora sacó su libreta y se puso a

dibujar el primero de los grabados de Hartmann. La voz del archivero adquirióun barniz doctoral, como si estuviera dictando una conferencia:

—Mussorgsky, Modest. Nacido en 1839 en Karevo, cerca de Toropets, aorillas del lago Zhizhitso…

—No es necesario que ponga esa voz.—Vale… —aceptó Horacio, cortado—. Del lago Zhizhitso, ciento cincuenta

millas al sur de San Petersburgo. Hijo de un terrateniente, Py otr, y de Yuliy aIvanovna Chirikova, asimismo vástaga de modestos propietarios rurales. Uno desus antepasados, Roman Vasily evitch Monastirev, se apodaba Musorga, que enesloveno eclesiástico… ¿qué dialecto será ése?

—Limítese a recitar.—¡Malditos nombres! ¡Por eso nunca pude leer a los rusos!—Horacio…—Discúlpeme, subinspectora. No volveré a distraerla… Musorga, en

esloveno eclesiástico, significaba « músico» . Durante varias generaciones, losMussorgsky fueron soldados. El abuelo del compositor fue capitán en elregimiento de guardias de Preobrazevsky, uno de los más prestigiosos delimperio. Sin embargo, el padre, Pyotr, fue declarado inhábil para el serviciomilitar. Él y Yuliy a Ivanovna tuvieron cuatro hijos, todos varones. Los dosprimeros, nacidos en 1829 y 1833, murieron a corta edad. Sólo sobreviviríanFilareto, nacido en 1836, y el propio Modest. Ambos transcurrieron los diezprimeros años de su infancia en Karevo. Su nurse, o nana, los introdujo en loscuentos y ley endas de la vieja Rusia, que años después Modest trasladaría a susobras. Sería su madre quien les impartiría las primeras lecciones de piano. A lossiete años, Modest interpretaba obras de Liszt. No hay apenas documentación deaquel período, pero parece que el niño se relacionaba con los campesinos de lahacienda, y que consideraba al mujik como la encarnación ideal del hombre ruso—Horacio se interrumpió, alelado. Delante de él, profundamente concentrada,

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con la mirada fija en las páginas de la enciclopedia, la subinspectora estabaprocediendo a escribir con la diestra, mientras que su zurda, de modo simultáneo,trazaba dibujos en otro cuaderno. Sin poder creerlo, el archivero la estuvoobservando durante medio minuto.

—¿Por qué se detiene? —preguntó Martina, sin dejar de escribir y dibujarcon ambas manos ni alzar la vista de las satinadas ilustraciones.

—Por nada. Sólo que… es alucinante.—¿El qué?—Lo que está haciendo: utilizar ambas manos a la vez en funciones distintas.—En realidad, es muy sencillo.—¿Cómo lo consigue?—Poniendo en práctica la división de nuestros hemisferios cerebrales —

repuso la subinspectora, en un suave tono de burla.—A mí me sería imposible.—Y para mí —adujo Martina, mirándole con leve reconvención— lo es

trabajar en estas condiciones. Hemos quedado en que usted leía, ¿no?—A sus órdenes —musitó Horacio. Carraspeó y prosiguió textualmente—: De

acuerdo con el crítico Vladimir Stasov, primer biógrafo de Mussorgsky, unainstitutriz alemana se hizo cargo de su aprendizaje pianístico cuando la familia setrasladó a San Petersburgo. El propósito paterno impuso que Filareto y Modestsiguieran la tradición familiar ingresando en la Escuela de Cadetes.Paralelamente, Modest recibió clases particulares del pianista Antón Herke, bajocuyo magisterio realizaría notables progresos. Tanto, que incluso llegó a actuar enun concierto de caridad interpretando una sonata de Beethoven. La vida en laEscuela de Cadetes era muy dura. A los novatos se les torturaba y golpeaba. Losveteranos, o « cornetas» , tenían a su disposición un « vándalo» , un novato, quecargaba con él, para llevarlo, por ejemplo, al cuarto de baño. A menudo, loscadetes regresaban de los permisos borrachos de champán. La adicción deModest al alcohol procede de esta primera época. El director de la Escuela, elgeneral Sutgof, tenía una hija, también discípula de Antón Herke; a veces,invitaba a Modest a su casa para que practicara duetos con ella…

—¿Cómo se llamaba?—¿Quién?—Su hija.—Laura.—Muy bien. Siga.—No, espere… —dijo Horacio, aturdido—. ¡Laura es el nombre de mi hija!—Había olvidado que tenía usted una hija.—Da la casualidad que también es pianista, por eso he debido confundirme.

Por eso y por…—¿Lo que estoy haciendo? —Sonrió Martina.

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—Lo siento, subinspectora. No puedo seguir viéndola escribir a dos manos yleyéndole a la vez para que uno de sus dos hemisferios cerebrales capte lo quey o…

—No se preocupe, y a está —anunció Martina—. He terminado.—¿No quiere que continúe?—No será necesario. Ya tengo los Cuadros. Son diez. Fíjese.Martina arrancó una hojita y se la tendió al archivero. La subinspectora había

elaborado la lista de los Cuadros en el orden compositivo de la suite deMussorgsky :

1. Gnomus.2. Il Vecchio Castello.3. Tullerías: juegos de niños.4. Bydlo: carreta de bueyes.5. Trilby : ballet de polluelos en sus cáscaras.6. Dos judíos polacos.7. El mercado de Limoges.8. Catacumbae. Cum mortuis in lingua morta.9. Baba Yaga: La cabaña sobre patas de gallina.

10. Gran Puerta de Kiev.

Horacio desconocía la obra. Preguntó:—¿Son piezas distintas?—Cada uno de los fragmentos va precedido del Promenade, o paseo musical,

que otorga unidad a la obra.El archivero propuso:—¿Quiere quedarse con estos volúmenes? Puedo hacer que alguien se los

lleve a casa.—Buena idea. Así podré consultarlos con más calma.Martina volvió a hojear la enciclopedia por las páginas señaladas, y revisó

luego el índice general. En la lámina de respeto, un ex libris representaba unguante de prestidigitador del que surgía una muñeca de porcelana. Lasubinspectora tuvo un sobresalto: aquel huecograbado se correspondía con ellogotipo de Antigüedades Esmirna.

—¿De dónde ha sacado estos libros?—Acaba de facilitármelos un conocido mío, Leonardo Mercié, profesor de

piano.Martina lo miró casi con admiración.—¿No estaba usted a las cuatro de la mañana en la calle de los Apóstoles,

curioseando la escena del crimen? ¿Cuántas horas ha dormido?—Cero. Estoy en blanco. Vine aquí y me puse a trabajar. También el

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comisario me castigó con deberes, ¿recuerda? La verdad es que he estado muyocupado. A eso de las nueve salí para hacer una visita a Leonardo Mercié. Alpobre hombre lo saqué de la cama. Resulta hasta cierto punto conmovedorcomprobar que la gente corriente duerme, desayuna en su casa, abre la puertaen zapatillas y bata. Y eso que Mercié no es un tipo lo que se dice normal. Vivesolo, en uno de esos enormes pisos de la plaza de Sagasta. Se asombraría de loque sabe sobre ese dichoso músico.

A Martina le traicionó el subconsciente.—¿Amandi?—No, subinspectora. Conozco a hombres que darían un brazo porque pensase

usted en ellos la centésima parte del tiempo que dedica a ese gigoló. Me referíaal hermano de Filareto.

—A Mussorgsky. Hace un rato lo ha pronunciado muy bien.—Ya no me como los espaguetis con las eses de su apellido.Martina encendió un cigarrillo. Una tos bronquítica no la disuadió de seguir

fumando.—Hábleme de Mercié.—Es musicólogo, bibliófilo y coleccionista. Tiene una biblioteca increíble, del

suelo al techo, y no menos de media docena de teclados, hasta un órgano,repartidos por toda la casa.

—¿Qué colecciona?—Instrumentos antiguos, partituras… Me dijo que Mussorgsky era uno de los

grandes genios de la música clásica, pero que murió incomprendido.—¿No le extrañó que le pidiera documentación acerca de un compositor

olvidado?—Ese tipo, Mercié, es tan raro que no se extraña de nada.—¿Cómo le conoció?—Fue profesor de piano de mi hija Laura. Algunas tardes, siempre que podía,

yo iba a buscarla a su casa, a la plaza de Sagasta. Mi niña se quedaba mástranquila.

—¿Por qué razón?Horacio vaciló.—Verá. No era exactamente que Laura le tuviese miedo, pero a veces su

actitud… Mercié permanecía todo el rato detrás de ella, como una sombra,mientras le hacía repetir las escalas. Laura me decía que olía muy raro.

—¿A qué?—A bosque —repuso Horacio—. Laura decía que olía a bosque, y me

confesó que a veces se ponía encima prendas de mujer. Chales, mantones, cosasasí. Pero es inofensivo, créame.

Martina se levantó. Su mirada brillaba.—¿Leonardo Mercié y Gedeón Esmirna mantenían algún tipo de relación?

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—No tengo ni la menor idea.—Deme la dirección de ese hombre.—¿Va a hacerle una visita? ¿Quiere que le llame y la anuncie?—Todo lo contrario, Horacio. ¿En la plaza de Sagasta, me dijo?—El número tres, quinto piso. Toda la planta.—Voy para allá.—¿Qué espera encontrar?—Un vínculo.—Le deseo suerte.—Una cosa más —agregó la subinspectora, desde la puerta del archivo—:

Mucho me temo que el inspector Buj vay a a detener a Maurizio Amandi paraproceder a su interrogatorio. Quiero que me informe de inmediato si el inspectorllega a maltratarlo.

—Descuide, Martina. Aunque, bien mirado, un par de guantazos no levendrían del todo mal a ese niñato.

—Horacio…

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Capítulo 41

Desde la temprana visita de Horacio, Leonardo Mercié había tenido tiemposobrado para cambiarse y adecentarse un poco, pero no lo había hecho.

En su señorial apartamento de la plaza de Sagasta, la subinspectora losorprendió despeinado, con un pequeño cuerno enhiesto en la coronilla, tal comose habría levantado de la cama. El profesor de piano lucía una bata de seda; unquimono, realmente, con aves y orquídeas sobre un fondo celeste. Unasrecamadas babuchas dejaban asomar sus flacos tobillos.

A pesar de que su edad resultaba indefinida, y de que su piel, rosada y fresca,sin apenas sombra de barba en las mejillas, le aportaba un aire deinaccesibilidad, como el de esos ancianos con cutis de niños, la subinspectoracalculó que debía de tener alrededor de sesenta y cinco años.

Leonardo Mercié parecía un hombre franco, y muy amable. En cuantoMartina se presentó, y hubo mencionado a Horacio, el dueño de la casa la invitóa pasar.

—Ya disculpará el desorden. Soy un viejo solitario. Recibo muy poco.Sin embargo, un escrupuloso orden reinaba en el piso.Todo parecía estar en su sitio. Los suelos de madera relucían como si

acabaran de encerarlos, y de las blancas paredes, apenas decoradas, emanabauna limpia luminosidad. La calefacción debía de estar al máximo, porque hacíamucho calor. Uno de los radiadores goteaba sobre un platillo de estaño.

A una indicación suya, Martina siguió a Mercié a lo largo del pasillo principal,hasta un cuarto en forma de hexágono, con exóticas plantas de interior, un pianocentrado y una serie de silloncitos bajos dispuestos en círculo, como aguardandoa un público inexistente. La biblioteca ocupaba las paredes alternas a lasventanas. Todos los volúmenes estaban encuadernados en piel, de ahí el ligeroolor a cuero.

—¿Es aquí donde imparte sus clases?—Sí, aunque cada vez tengo menos alumnos. A los chicos de hoy apenas les

interesa la música. La clásica, claro.La subinspectora echó un rápido vistazo a la curiosa habitación. Algunas fotos

colocadas sobre una mesa camilla aportaban imágenes del pasado de Mercié. Enuna de ellas, recibiendo un premio, posaba con los reyes de España, pero en la

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mayoría aparecía sólo ante monumentos de diferentes países, o tocando el pianoen distintas salas. Los retratos resaltaban su aire andrógino, casi femenino endeterminados gestos. Martina sospechó que en varias de las fotografías estabamaquillado. La única foto que no reflejaba su imagen correspondía a una mujer.El parecido con el profesor era extraordinario.

—¿Le agrada mi salita? —preguntó Mercié. Sofocada por el mobiliario, loslibros, las cortinas, su voz no produjo resonancia.

—Disculpe, no pretendía parecer curiosa.—Pregunte lo que desee.—¿Quién es esa mujer?—Mi hermana. ¿Le apetece beber algo? Nunca tomo cafeína, por

prescripción médica, pero puedo ofrecerle algún refresco.—Quisiera molestarle lo menos posible.—No la conozco, pero su aspecto me ha agradado enseguida. Estoy

persuadido de que su visita no va a suponerme molestia alguna. ¿Sabe? Es laprimera vez en toda mi vida que hablo con un policía.

—Horacio Muñoz lo es.Educadamente, Leonardo Mercié replicó que nunca lo había considerado

como tal, sino como padre de una de sus alumnas.—Laura. Una chica con bastante talento, pero un tanto indisciplinada.—¿Le explicó mi colega el motivo de su consulta?—Ni él lo hizo ni yo se lo pregunté. Tan sólo me dijo que necesitaba

informarse sobre un compositor, Modest Mussorgsky.Martina sacó un cigarrillo. El gesto de horror de Mercié la invitó a guardarlo.

No obstante, el profesor adujo, con hospitalidad:—Mis pulmones están y a bastante contaminados, pero fume, si lo desea.—Puedo aguantar. Coincidirá conmigo en que la visita de nuestro común

amigo Horacio obedecía a una petición poco habitual. ¿No le extrañó?—Supongo que sí, pero recibo consultas de ese género con cierta frecuencia.

Presumí que el señor Muñoz necesitaba datos para algún tipo de trabajo y leproporcioné varios libros.

—Los he hojeado. Nos resultarán de utilidad para el caso que estamosinvestigando.

Mercié se llevó las manos a la boca.—¿Un caso policíaco? ¡Caramba! Pero tome asiento, subinspectora, hágame

el favor.—Preferiría permanecer de pie.—Como guste. Yo me sentaré, si no le importa. Arrastro un catarro mal

curado y he pasado mala noche.El rostro del profesor, delgado y anguloso, animado por unos enormes ojos

que concentraban su tensión vital, expresaban serenidad. Los años habían hecho

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ralear sus cejas y su cabello. La subinspectora se fijó en sus manos. Eran largas,de una gastada blancura y dedos anchos y fuertes, hechos a pulsar las teclas delpiano. En la muñeca derecha le colgaba una pulsera de oro con una plaquita en laque figuraba grabado un nombre que no era el suyo.

Mercié preguntó, en un tono ligeramente excitado:—¿Ha venido a verme porque cree que y o puedo ayudarla en ese caso?—Estamos tratando de aclarar una muerte reciente —comenzó a explicarle

Martina—. La de un anticuario, Gedeón Esmirna. ¿Le suena ese nombre?El profesor sonrió con distancia. Tenía los dientes amarillentos, con los

incisivos afilados y las palas manchadas de sarro.—Jamás lo había oído antes.—¿Está seguro?—Hasta donde alcanza mi débil memoria, lo estoy.—Su muerte ha sido noticia. ¿No escucha la radio?—¿Ese agresivo artefacto invasor? Me molesta su ruido, tanta cháchara inútil

destinada a llenar el vacío de quienes nada mejor tienen que oír. Me irritan losruidos de nuestra civilización: los coches, las sirenas, el llanto de un bebé, losgritos de la muchedumbre huérfana. Todos los ruidos.

La subinspectora reparó en la calidad del silencio que reinaba en la casa. Nose oía nada.

—¿Ha insonorizado esta habitación?—El piso entero, salvo la cocina y los cuartos de baño. No tenía otra forma de

combatir las agresiones externas, ni existe sistema mejor para acceder a uncierto grado de concentración. Cuando toco el piano, necesito que la músicapenetre en mi interior, hasta anular mi respiración, los propios latidos de micorazón. Sin embargo, cada vez me cuesta más alcanzar ese estado de dicha.Será porque voy haciéndome mayor.

—Se conserva usted muy bien.—Para mis ochenta años, supone un cumplido.Martina lo contempló, asombrada.—No le habría dado más de sesenta y cinco.—Es usted muy bondadosa. ¿De verdad no le apetece alguna bebida?—No, gracias. Pero quisiera ir al lavabo. Creo que me estoy mareando un

poco.Un tanto alarmado, Mercié razonó:—Puede que sea el calor.—O esa indisposición que nos aqueja a las mujeres todos los meses.El tono de Mercié hubiese servido para resumir un tratado de misoginia:—Segunda puerta a la derecha, en el pasillo.—Vuelvo enseguida.Martina entró en el cuarto de baño y pasó el pestillo. Una bañera con asas de

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hierro ocupaba el frontal. El espejo reflejaba objetos de aseo diario, ordenadosen una metódica hilera, desde la jabonera a los frascos de colonia.

La subinspectora abrió el grifo del lavabo, destapó los frascos y, dilatando lasventanillas de la nariz, fue aspirando su aroma.

Uno de ellos, en forma de anforita, sin etiqueta, y tapado con un corcho, teníaun diseño muy parecido al que Gedeón Esmirna había usado para perfumarsedelante de ella, en su tienda, horas antes de que alguien se ensañara con él.

Martina inclinó la pequeña ánfora de vidrio y vertió unas gotas en la palma desu mano. Su fragancia le recordó el aroma predilecto del anticuario asesinado,aquella colonia que fabricaba él mismo, a base de plantas silvestres recolectadasen el Monte Orgaz. Tapó el recipiente, lo guardó en su bolso y, procurando nohacer ruido, revisó el contenido de un armarito con medicinas y elementossanitarios de primeros auxilios. Registró después los bolsillos del pijama y delalbornoz que colgaban detrás de la puerta. Ordenó los frascos, dejándolos talcomo estaban, se lavó las manos, se humedeció la cara, cerró el grifo y regresóal estudio de música.

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Capítulo 42

Leonardo Mercié no se había movido. Seguía sentado, contemplando la plaza através de la cortina. El faldón del quimono dejaba ver una de sus flacaspantorrillas. La opaca luz de la mañana recortaba su silueta contra el cristal deuna ventana.

Martina fingió azoramiento:—Tenía verdadera necesidad de refrescarme.El profesor se mostró comprensivo.—Me encuentro mejor —dijo la detective—. Iré al grano, si le parece.Mercié inclinó hacia delante su liviano torso y trasladó sus sarmentosas

manos a ambos parietales del cráneo, como si esa presión le ayudara a fijar suatención.

—La escucho.Martina le expuso una versión blanda del crimen del anticuario, subray ando

su afición melómana y su particular admiración hacia las composiciones deMussorgsky.

—Gedeón Esmirna solía escuchar sus discos cuando cerraba la tienda.Disponía de una colección completa de sus obras, y tenía a la venta una selecciónde los grabados de Hartmann que inspiraron los Cuadros para una exposición.

La expresión de Mercié se afiló.—¿Grabados originales?—Lo ignoro. ¿Cabe la posibilidad de que lo fueran?—Muy remotamente. Por lo que yo sé, sólo seis de los diez dibujos de Viktor

Alexandrovitch Hartmann han sido identificados de manera positiva.—¿Qué pasó con los otros cuatro?—Permanecen en paradero desconocido.—¿El gnomo sería uno de ellos?Un destello de inteligencia animó la mirada de Mercié.—¿Se refiere al titulado Gnomus?—Imagino que sí.—¿Acaso ese dibujo ha sido localizado?Martina asintió.—¡En ese caso —exclamó Mercié—, se trataría de un verdadero

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descubrimiento! ¿Podría verlo?—¿Por qué no? Tal vez pueda ayudarnos a esclarecer su origen. ¿Sabe qué

representa?—Un pequeño monstruo. Un duendecillo de piernas retorcidas que le obligan

a caminar con convulsiones y aullidos. Hartmann lo diseñó con la forma de uncascanueces, pero nunca se llegó a fabricar. El croquis se creía perdido.

—¿Qué me dice del viejo castillo?Las manos de Leonardo Mercié se entrechocaron en un tímido aplauso.—¿Il Vecchio Castello? ¿Es que también ha sido hallado?—En la pinacoteca de Esmirna figura ese grabado.—Se tratará de una falsificación, sin duda.—La colección de Esmirna está pendiente de peritación —inventó Martina—.

¿Qué representaba, en cualquier caso?—Una fortaleza medieval, probablemente situada en alguno de los viejos

reinos italianos, frente a cuya muralla, en una alegoría de la poesía y de lamúsica, cantaba un trovador.

—¿Y las Tullerías?—¿Tuileries? ¡Ah, sí, otra de las acuarelas! Una alameda, un jardín, con

algarabía de niños que juegan y riñen… Me está haciendo muy feliz,subinspectora.

—¿Por qué?—Adoro este tipo de conversaciones. Nada puede interesarme en mayor

medida que la génesis de una composición clásica. En el caso de Cuadros parauna exposición, aun siendo música de programa, romántica y pantomímica, loselementos de inspiración me parecen fascinadores. En cuanto el señor HoracioMuñoz abandonó esta casa repasé algunos de los tratados que renuncié aprestarle, por su dificultad, y volví a enamorarme del proceso de composiciónrespetado por Mussorgsky. ¡Una partitura notable, los Cuadros! —afirmó elprofesor, con tanto énfasis como si estuviera pronunciando una lección magistral—. No es de mis favoritas, pero admiro sus méritos. Soy de los que piensan queMussorgsky fue dueño de un gran talento. Pero estaba endemoniado por el genio,y buena parte de ese puro manantial se corrompió por su desordenada existencia.De hecho, sólo alcanzó a vivir cuarenta años, y muchos de ellos los malempleóen sus recaídas y curas. Un epiléptico nunca debe probar el alcohol, pero él bebíacomo un cosaco.

—¿Mussorgsky era epiléptico?—La enfermedad se le diagnosticó en su juventud, y ya no le abandonaría.

Su dipsomanía no le ay udaría a curar su mal. Él mismo, con sus excesos, loalentaba. Era un joven de una belleza arrebatadora, un verdadero Adonis, pero elúltimo retrato que le hiciera Ilya Repin, poco antes de su muerte, representa a unhombre abatido por el vicio.

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—¿Qué más puede contarme de los Cuadros?El entusiasmo de Mercié parecía crecer a cada nueva pregunta. Recopiló sus

conocimientos y los resumió con criterio:—En el fondo, no fueron sino una exaltación de sus tendencias folclóricas.

Suelo denostar la música figurativa, porque me parece que no aporta nada, peroadmitiré que Mussorgsky no se limitaba a colorear las imágenes. Había algo másen él. Una fuerza telúrica, revelada. Es posible que, como sostienen sushagiógrafos, llegase a captar el alma de su pueblo, esepathos trágico y un pocogrotesco de los eslavos. Si no le mintió a Stasov en sus cartas, compuso losCuadros en tan sólo diez días, lo que puede considerarse una verdadera hazaña.

—¿Se conservan esas cartas?—Algunas de ellas, repartidas por museos y colecciones particulares.—¿Nunca le ha interesado reunirías?Un pensamiento de otra índole aparentó distorsionar la confianza de Mercié.

Su sonrisa fue igualmente cortés, pero un poco más distante.—Como coleccionista, Mussorgsky no entra en mis planes.—¿Qué clase de objetos colecciona usted?—Un poco de todo. Instrumentos antiguos, en particular. Poseo piezas muy

curiosas. Si quiere, puedo mostrárselas cualquier día de éstos, cuando hayancapturado al asesino de ese anticuario y disponga usted de un poco más detiempo para disfrutar de las cosas hermosas, del arte, de la música.

—Será un placer —adelantó Martina, sin el menor calor—. ¿Qué clase devínculo unía a Mussorgsky con Viktor Hartmann?

Esa cuestión transformó la actitud del profesor. Sus penetrantes ojosestudiaron a la subinspectora como si quisieran adivinar sus pensamientos.

—El castellano, como usted no ignora, es rico en refranes. Hay uno muy demi gusto: dar palos de ciego.

—¿Es ésa la impresión que le causo?—Más o menos. ¿Qué está buscando, exactamente?—Un vínculo.—¿Qué clase de nexo?—El que unía a Mussorgsky y a Hartmann.El profesor se contempló los nudillos. En su índice derecho brillaba un anillo

de oro con un rubí engarzado. Fue como si la luz de la piedra preciosa ruborizasesus imberbes mejillas.

—El mismo vínculo que le relacionaba con Balakirev, con el poetaGolesnichev-Kutusov o con Rimsky -Korsakov. Modest Mussorgsky estuvoenamorado de todos ellos, y todos le abandonaron.

—Enamorado, ¿en qué sentido?—Idealmente —matizó Mercié.—¿Nunca se relacionó con una mujer?

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—Desde luego. Con la Ochinina, una mecenas de la época, y con la hermanade Glinka, su padre espiritual en el movimiento nacionalista, pero era unhomosexual latente, torturado por su destino erótico, que siempre arrastró, sinatreverse a dignificarlo. —Los delgados labios de Mercié dibujaron una muecaamarga, como si condenaran esa actitud—. Eran otros tiempos, por supuesto —agregó, con magnanimidad.

—¿Él y Hartmann, entonces…?—No lo sé, ni creo que nadie lo sepa. ¿Qué importancia podría eso tener, por

otra parte? ¿Fueron transcendentes para la obra de Mussorgsky su onanismo, sumasoquismo, su incapacidad para mantener relaciones sexuales, suhomosexualidad encubierta, los hábitos o taras que algunos biógrafos leadjudican? Todos los hombres con los que estudió y trabajó, con los quecompartió su vida, acabaron aborreciéndole. Balakirev lo consideraba un imbécil.Golesnichev se casó para huir de él. Rimsky, igual. La muerte de Hartmann hizosufrir a Mussorgsky tanto o más que la pérdida de otro amor. El pintor falleció demanera súbita, de una dolencia de corazón, o de un aneurisma, y el músico nisiquiera pudo despedirse de él. Desconsolado, Mussorgsky escribió un obituarioque saldría publicado en un modesto periódico de San Petersburgo tres díasdespués de la muerte de Hartmann.

En el cerebro de la subinspectora se hizo una luz.—¿Exactamente tres días después? ¿Como una especie de nota necrológica?—Sí, pero aún tendrían que pasar varios meses para que Stasov y algunos de

los colegas arquitectos de Hartmann organizasen en San Petersburgo una muestrapictórica consagrada a su recuerdo póstumo. Mussorgsky asistió a la inauguracióncon parte del Grupo de los Cinco, Cesar Cui, Borodin, el propio Rimsky -Korsakov.Paseó entre los marcos, seguramente medio borracho, como un marino en lacubierta de un barco a punto de naufragar, y yo juraría que en ese momentoescuchó las primeras notas del Promenade. Contemplaría, con lágrimas en losojos, los dibujos y acuarelas de su amigo muerto. Decidió hacerle su particularhomenaje, revivirlo, inmortalizarlo, y concibió los Cuadros.

—Que componen una serie.—No en su concepto. Mussorgsky los adaptó a una sucesión seriada de

motivos iconográficos, pero en ningún momento salieron del lápiz o de lospinceles de Hartmann bajo esa condición orgánica. La exposición póstuma deSan Petersburgo y a no podía resultar más aleatoria. El propio Hartmann,escindido, en su sensibilidad, entre la tentación occidental y el rescate de lastradiciones rusas, de sus primitivas ley endas y arquitecturas, estaba a punto defracasar como artista. Stasov, sin ir más lejos, la pluma crítica del momento, loconsideraba un pintor mediocre. Descontando la Gran Puerta de Kiev, queHartmann trazó para participar en un concurso convocado por el zar Alejandro II, no valen gran cosa. Esos judíos, por ejemplo, caricaturizados, casi ridículos, nos

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hablan sin ambages de un antisemitismo atroz…—¿Hartmann era antisemita?—Como el propio Mussorgsky. No hubiera sido necesario esperar a los nazis

para alcanzar la solución final. Pero luego vino la revolución de los soviets, y lahistoria tomaría por otros derroteros.

—¿En alguna ocasión Mussorgsky utilizó el signo de la esvástica?—No lo creo. ¿Por qué lo pregunta?—Por nada. Siento haberle interrumpido. Continúe, por favor.—La semilla del nacionalismo ruso contenía el germen de un racismo que

había señalado a las poblaciones hebreas con su dedo acusador. Pero la voluntadde los pueblos en fase de emancipación dibuja a menudo curiosos meandros…¿Puedo preguntarle algo, subinspectora?

Martina asintió. Su cabeza estaba muy lejos de allí, en estepas y ciudades quereflejaban sus orientales torres en ríos de hielo.

—¿Qué tienen que ver Mussorgsky y Hartmann con el crimen de eseanticuario?

—Todavía no lo sabemos.—No se tomaría usted tantas molestias si no dispusiera ni siquiera de una

intuición.—Algunos indicios apuntan en esa dirección —se evadió la subinspectora, con

deliberada vaguedad—. Ya le he entretenido bastante, señor Mercié. Consultaréla documentación que le ha prestado a Horacio. Si tengo nuevas dudas, volveré allamarle.

—Estaré a su disposición.—No se moleste en acompañarme.Sin embargo, Mercié la siguió por el pasillo con un paso elástico, por

completo inapropiado a su edad.—¿Le gusta a usted la música clásica, subinspectora?—Desde luego.—Pero no tiene demasiadas oportunidades para disfrutar de ella, ¿no es así?—Mi tiempo es para los inocentes.—Los músicos lo son, siempre. Mussorgsky lo era. Creía en el hombre, no en

esa criatura vengativa e inferior que pasea por nuestras calles su pavorosamediocridad. La decadencia se ha instalado entre nosotros, y tardará mucho endesaparecer o en ser erradicada.

—Esa misión requeriría un líder.—Incondicionalmente. Alguien capaz de imponer su selectiva voluntad, a

imitación de César o de Napoleón.—O de Hitler.—También. Sin embargo, me temo que yo no viviré lo bastante como para

verlo.

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Martina estrechó la mano que el profesor le tendía. Su tacto era caliente, casifebril, y comunicaba una viscosa energía. Pero ella no se alteró por ese roce,sino a causa del nombre propio grabado en la pulsera que colgaba de la muñecade Leonardo Mercié, y que la subinspectora pudo leer al revés.

Manuel

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Capítulo 43

Cuando Martina regresó a Jefatura, un gran revuelo agitaba el vestíbulo. Elgriterío era atroz. La gente se había apartado, buscando la protección de lasparedes y del mostrador de atención al público.

Cuatro policías, al menos, estaban intentando reducir a un hombre que sedebatía con furia. Los agentes se afanaban por inmovilizarle en el suelo, pero eldetenido se resistía con todas sus fuerzas. Rechazándoles cuando se le echabanencima, se levantaba una y otra vez.

—Maurizio… —murmuró la subinspectora, abatida.Se acercó a él, pero apenas le reconoció. Con el pelo revuelto, hematomas en

la cara y una salvaje expresión, Amandi se encontraba en un estado de totaldescontrol. Presa de una crisis nerviosa, gritaba cosas sin sentido y lanzaba lospuños al aire. Un sargento le dobló el brazo detrás de la espalda.

—¡Quieto, cabrón!—Déjenlo, por favor —suplicó Martina.—Lo siento, subinspectora —le repuso el sargento—. Tenemos orden de

llevarle al calabozo.Martina se arrodilló junto a su amigo.—Soy yo, Maurizio —le susurró—. Estoy aquí. Contigo.—Casi me matan, Mar —repuso él, con voz ronca—. Entraron al hotel y se

me echaron encima. Me enfrenté a ellos en defensa propia. ¡En la peleadestrozaron el busto de Mussorgsky !

—No te preocupes, cuidaré de ti.La subinspectora continuó hablándole en voz baja. Penosamente, Amandi se

puso en pie. Su camiseta estaba desgarrada, y no llevaba zapatos.—Ha intentado huir —le informó el sargento, en un aparte, cuando la

subinspectora le exigió una explicación—. La primera vez en el hotel. Se pusocomo un loco en cuanto nos vio y se jugó la vida saltando por la terraza a lahabitación contigua. Tuvimos que reducirle por la fuerza, no nos dio opción. Lasegunda, ahora mismo, después de que le tomáramos las huellas. Ya lo ve, estáfuera de sí. ¡Pónganle las esposas!

—No lo hagan —rogó Martina—. Yo me encargaré de él. ¡Cálmate,Maurizio, por favor!

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Amandi extendió las manos, como para permitir que se las esposaran, perocuando fueron a apresárselas emitió un rugido, se desasió e intentó ganar lasalida. Uno de los agentes, lanzándose contra sus piernas, lo derribó en lasescaleras. Tras una confusa lucha, en la que alguno de los policías resultaríacontusionado por los puñetazos del músico, lo empujaron hacia la plantasubterránea, donde se disponían las celdas.

Martina bajó tras ellos, con el corazón encogido. El inspector Buj estabaaguardando al detenido en la sala de interrogatorios. La subinspectora se leencaró:

—¡No creo que sea necesario maltratar al sospechoso!Buj le dio una calada a su Bisonte.—Le aconsejo que no se meta en esto, De Santo.—Voy a elevar un informe.—Hágalo por triplicado y páseme una copia. Me la meteré en el bolsillo

trasero del pantalón, para cuando tenga que ir al servicio.—Le aseguro, inspector, que esto no quedará así.—Puede apostar por ello. Ahora, si me lo permite, debo interpelar a su

amiguito. ¿O sería más exacto que le llamara su amante? ¿Sería tan amable dedejarme a solas con él? No lo trataré con tanto cariño como usted, peroprocuraré devolvérselo entero.

Martina abandonó la sala de interrogatorios dando un portazo. Todavía furiosa,permaneció al otro lado del espejo, junto a los sistemas de vídeo y audio desdelos que se grabaría y filmaría el careo.

Los agentes que habían esposado a Maurizio le obligaron a sentarse en unasilla, junto a la mesa de fórmica en cuyo otro extremo, a unos dos metros ymedio de distancia, se situó Buj . La expresión del inspector era tranquila, casifeliz. Sin embargo, Martina sabía que ése podía ser el peor síntoma de lo que seavecinaba.

—¿Se ha calmado, campeón? —preguntó Buj , mirando al músico con ojosentrecerrados. El papel de su cigarrillo se le había pegado al labio inferior; lacolilla subía y bajaba con los movimientos de su boca.

Un tenso y humillado Amandi guardaba silencio. Su rostro parecía el de unboxeador al término de un combate. Uno de sus párpados se estaba hinchando demanera alarmante y una cárdena contusión le traumatizaba el pómulo.

—¿Está en disposición de declarar? —prologó Buj .—Jamás pensé que fuese a ser tratado de esta forma en mi propio país.—¿Su país? —se burló el inspector—. ¿No es usted un presumido espagueti?—Mi madre es española, y tengo residencia en Madrid.Buj extrajo unos papeles doblados de su bolsillo y enarboló lo que parecía un

atestado.—¿Se refiere a una propiedad que ha sido denunciada en repetidas ocasiones

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por la comunidad de vecinos como sede habitual de fiestas y orgías en las que, demodo habitual, se consumía toda clase de estupefacientes?

—No sé de qué me está hablando.—No se haga el Tancredo. ¡Claro que lo sabe!—¡Soy un artista de prestigio internacional!—¡Un golfo, eso es lo que es usted! —bramó Buj, descargando tal golpe en la

mesa que la superficie permaneció temblando durante varios segundos.—No le tolero…—Me temo que no está en condiciones de ejercer ningún veto. No mientras

pese sobre usted la sospecha de haber cometido un asesinato por el que podríacaerle el equivalente a una cadena perpetua.

—¡Un asesinato! ¡Está usted de broma!—Créame si le digo que dispongo de pruebas suficientes para que un juez le

envíe a prisión. Allí se le rebajarán los humos.—¡Yo no he matado a nadie!—Tiene derecho a proclamar su inocencia —condescendió un astuto Buj—.

También lo tiene a que le asista un abogado. ¿Quiere llamar a uno, o que se loasignemos de oficio?

—No necesito que ningún abogado me defienda de algo que no he hecho.—¿Está seguro?—Contrataré al mejor cuando les denuncie a ustedes por abuso de autoridad.El Hipopótamo se encogió de hombros.—Fue usted quien intentó agredir a mis hombres.—¡Invadieron mi intimidad y destrozaron una obra de arte! ¿Qué ha ocurrido

con mis papeles?—Sus pertenencias le serán devueltas. ¿Cuánto ha bebido usted?—Estoy sereno.—¿Lo bastante como para declarar?Amandi no contestó. El inspector sobrentendió que aceptaba el careo y

decidió descargar su primer golpe de efecto.—Vamos allá. Varias evidencias le relacionan con la violenta muerte de

Gedeón Esmirna. Incluso una conocida suya, la subinspectora De Santo, lo hasituado en la escena del crimen.

—No le creo.Buj continuó, impertérrito:—Usted estuvo anoche en la calle de los Apóstoles, en la tienda de

antigüedades de Esmirna. Le vieron entrar en torno a las doce y abandonar elestablecimiento una media hora más tarde. El ay udante del anticuario descubrióel cadáver hacia las dos de la madrugada. Le habían decapitado, mutilado ycolgado del techo con ayuda de una soga.

El Hipopótamo se relamió, antes de resumir:

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—Éstos son los hechos.Sucios y enredados mechones de pelo rubio caían sobre la frente de Maurizio.

El artista alzó sus esposadas manos para retirarlos. Ese reflejo reveló otra heridaen su frente, un corte ancho en cuy os bordes la sangre aún no se habíacoagulado.

—Es cierto que estuve con Esmirna. Pero y o no le maté.Buj contuvo una sonrisa. El sospechoso acababa de caer en sus redes. A juicio

del inspector, sus últimas palabras suponían prácticamente una confesión.—Le recuerdo que dos negaciones equivalen a una afirmación.—Es la verdad. La repetiré cuantas veces haga falta.—Probablemente, se verá forzado a hacerlo. Pero ¿con qué argumentos?Maurizio desprendió que las cosas comenzaban a complicársele, y que le

convenía apaciguarse. Por primera vez, echó en falta la asistencia letrada. Perosu orgullo le impidió reclamar ahora un abogado, y relató:

—Tenía una cita con el anticuario para formalizar una transacción. Adquirílas piezas que había ido a negociar y regresé al hotel.

Buj se sentó en el filo de la mesa.—Muy bien. Le recomiendo que siga manteniendo esa actitud colaboradora.

¿Esmirna y usted estuvieron solos en el establecimiento?—Sí.—¿Alrededor de media hora?—Más o menos.—Cuando usted llegó, ¿la puerta estaba cerrada?—Esmirna la abrió desde dentro.—¿Con una llave?—Creo que sí.—¿Estaba puesto el pestillo?—Sí.—¿Qué hizo con esa llave?—No lo sé. Supongo que la dejaría en la cerradura.—¿Por qué tenía tanto interés en verle? ¿Cuál iba a ser el objeto de su

compra?—Un grabado y el busto de Modest Mussorgsky que ustedes han destruido.—¿De quién?—Un compositor ruso.—¿De tanto prestigio internacional como el suy o?El rostro tumefacto de Amandi resplandeció de vanidad.—Su ignorancia me consuela, inspector. Ahora sé que saldré libre.Colérico, Buj le apartó la mirada para echar un vistazo al resto de sus papeles.

Desde el otro lado del espejo, Martina intuyó que el interrogatorio iba a tomarotro cariz.

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El Hipopótamo modeló su voz en un tono falsamente narrativo:—Los polizontes modestos, como yo, los que hemos estudiado en la

universidad de la vida, no tenemos residencia en Madrid y nunca nos alojamosen hoteles de cinco estrellas. Tampoco frecuentamos el Teatro de la Ópera deViena, donde recientemente se cometió otro crimen en el que asimismo sufamosa persona se vio implicada. La víctima respondía al nombre de TeodorMoser, pero eso usted y a lo sabe.

—Tampoco tuve nada que ver con su muerte.—Por supuesto. No hay nadie más inocente que usted bajo la capa del cielo.

Lástima que hay amos hablado con nuestros colegas austríacos. Entre las ropas dela víctima, un anticuario vienés, el mencionado Teodor Moser, se encontró unacarta suy a. Según dicha carta, usted le había citado esa noche en el teatro, donde,al finalizar su actuación, se proponía entrevistarse con él.

—No lo negaré. Pretendía adquirir algunos documentos que obraban en supoder.

Buj , asintió, fingiendo comprensión.—Sin embargo, Teodor Moser no pudo acudir a su cita. Lo asfixiaron en su

palco, como a un pollo. Una ejecución limpia, bien planificada, cuyainvestigación sigue abierta.

—No por lo que a mí respecta. Moser fue asesinado mientras yo permanecíaen el escenario. ¿O cree que mi karma sobrevoló el patio de butacas parasorprenderle a traición? No, inspector. Yo no pude hacerlo materialmente. Así loentendió la policía vienesa, cuy os agudos detectives tampoco lograron sostenermi presunta complicidad. De manera que me dejaron en paz; igual que haráusted en cuanto termine de molestarme.

—Tenemos tiempo. ¿Sabe que la letra de su carta coincide con la caligrafíade unas esquelas que anunciaban la muerte de Moser y de Gedeón Esmirna?

—No tengo la menor idea de qué está hablando.—Se lo anticipo porque el Juzgado ha solicitado la prueba del calígrafo.—¿Qué Juzgado?—El que entenderá de su culpabilidad.—¡Me están condenando de antemano!—No se ponga nervioso.—No lo estoy. ¡Indignado, sí! ¡Como lo estará el ministro de Cultura, en

cuanto se entere de las vejaciones a que me están sometiendo!—¿El ministro italiano o el español?El Hipopótamo celebró su propio chiste. Su entrecortada risa resonó en la

habitación blanca y rectangular, excesivamente iluminada con cuatro bombillasde cien vatios enroscadas a una única lámpara en forma de mediacircunferencia. Como si intuyera que al otro lado se hallaba Martina, Amandiclavó la vista en la única pared con cristal opaco.

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—Prosigamos —dijo Buj , secándose la boca con el pañuelo—. ¿Es ustedbisexual?

—No pienso responder una pregunta así a un ser tan repugnante como usted.El Hipopótamo se rascó la papada.—Mal chico. Dejaremos esa cuestión en blanco, con un interrogante. ¿De qué

conocía a Esmirna?—De nada.—¿Se presentó en su tienda a medianoche así, a las bravas?—Concerté con él una cita previa.—¿Telefónicamente?Amandi se abstuvo de responder. Buj adelantó un hombro.—¿Fue él quien le citó a medianoche?—Le avisé de que mi tren llegaba tarde a la ciudad, pero de todos modos

accedió a recibirme.—¿Qué referencias tenía de usted?—Mi padre y él habían mantenido contactos profesionales.—¿Alguien más sabía que se proponía visitarle?—No.—Cuénteme con exactitud qué es lo que hizo en la tienda del anticuario.Maurizio suspiró.—¿Quiere darme un vaso de agua?—Claro. ¿Mineral o del grifo?—Tengo la garganta seca.—Quizá le deje descansar en cuanto me haya respondido a lo que acabo de

preguntarle.—Esmirna me recibió con amabilidad. Intercambiamos unas cuantas frases

de cortesía y se interesó por mi padre. Ignoraba que había muerto, y lo lamentó.Luego me mostró las piezas por las que yo me había interesado: un grabado deépoca y el busto del compositor, la pieza que destrozaron sus hombres cuandovinieron a detenerme. Acordamos el precio y le pagué en efectivo.

—¿Qué cantidad?—Dos millones de pesetas.—¿Acostumbra viajar con tanto dinero?Maurizio replicó, burlón:—Nunca sé lo que gano ni lo que llevo encima.—¿No teme que le roben?—Jamás me ha faltado nada. No sé si después de esta mañana, a

consecuencia del registro de mi suite, podré sostener lo mismo.Buj descerrajó un palmetazo contra la mesa.—¿Está acusando a mi gente? ¿Sabe que esos dos millones que supuestamente

entregó a Esmirna no han aparecido por ninguna parte? ¿Cree el ladrón que todos

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son de su condición?—Yo no he robado nada. Y tampoco he matado a nadie.—¡Ya lo creo que lo hizo! ¡Le rajó el cuello al anticuario y le dejó colgando

como a una res!El detenido replicó, con insolencia:—Es a usted a quien deberían abrir en canal. Pero no se preocupe, yo mismo

me encargaré de ello.—¡Maldito mequetrefe! —vociferó el Hipopótamo, poniéndose en pie y

avanzando amenazadoramente hacia él—. ¡Por mis muertos que voy a acabarde arreglarte esa jeta!

El primer golpe levantó a Maurizio como si no pesara nada y lo arrojó a lasbaldosas. Sin permitirle incorporarse, Buj se puso a patearlo con saña. Uno de suszapatazos se le enterró en los testículos. Amandi rugió. Al otro lado del espejo,Martina abandonó el control y se lanzó hacia la puerta.

—¡Deténgase, inspector!Siguieron unos momentos de confusión. Dos agentes contuvieron a Martina,

para evitar que Buj pudiera golpearla. Desde el archivo, un congestionadoHoracio Muñoz se apresuró a llamar al despacho del comisario. Un minutodespués, un descompuesto Satrústegui se presentaba en la sala de interrogatorios.

—¿Qué está pasando aquí? ¡Ustedes dos, fuera!El Hipopótamo intentó explicarse, pero su superior lo despachó con cajas

destempladas. Martina permanecía sujeta por un compañero. Estaba tan alteradaque era incapaz de hablar.

Uno de los policías llamó la atención del comisario.—Fíjese, señor.Estaba señalando al detenido. Maurizio seguía tirado en el suelo, pero su

cuerpo se agitaba en espasmódicas convulsiones. Tenía las mandíbulas contraídasy de las comisuras de sus labios rezumaba una saliva blanca.

—Es epiléptico —acertó a advertir la subinspectora.Dos hombres lo izaron de los sobacos, pero no pudieron inmovilizarle.—¡Métanle algo en la boca! —Recomendó Satrústegui.Horacio corrió al archivo. Su zapato ortopédico le hizo una mala pasada,

porque resbaló, dándose un fuerte golpe en la nuca. Regresó atontado, sin aliento,sosteniendo una regla de madera.

—Esto servirá.—Déjeme a mí —dijo Martina.Maurizio se estaba mordiendo la lengua. Por el espacio libre, la subinspectora

introdujo la regla. La boca de Maurizio se llenó de sangre. Los espasmos seprolongaron durante algún rato, hasta que, poco a poco, fueron remitiendo.

Los ojos de Amandi giraron en sus órbitas y se apagaron con una luzmortecina. Había perdido la conciencia.

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Satrústegui dispuso:—Suéltenle las esposas y acuéstenlo en una celda hasta que le atiendan. Que

nadie diga una sola palabra de esto, ¿queda claro? Avísenme cuando llegue elmédico. Más tarde hablaré con usted, subinspectora. Antes quiero hacerlo con elinspector Buj .

Martina balbuceó:—Su indigno comportamiento…Satrústegui la señaló con un tembloroso índice:—¡No vaya a complicar las cosas más de lo que ya lo están!—Es una vergüenza para todos…—¡Cállese, subinspectora!—Me niego a pasar por alto…—¡Márchese, es una orden! ¡Queda relevada del caso!

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Capítulo 44

Los trastornos de índole neurológico no eran su especialidad, pero fue el doctorMarugán quien atendió a Maurizio Amandi en la celda donde le habían recluido.

El forense se había desplazado a Jefatura para informar verbalmente alcomisario sobre la autopsia de Gedeón Esmirna, cuyo informe acababa deentregar al Juzgado. El propio comisario, al encontrarle en la antesala de sudespacho, esperándole, le pidió que atendiera al músico.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Marugán.—Ha tropezado con uno de mis inspectores.Las cejas del forense se fruncieron a modo de censura.—¿Con el inspector Buj , tal vez?—Ya veo que conoce bien a mis hombres.Adelantándole que tomaría cartas en el asunto para evitar que algo así se

repitiera en el futuro, el comisario le rogó discreción.Marugán bajó a los calabozos para chequear el estado del músico. Amandi

estaba consciente, pero se negó a pronunciar una sola palabra. Necesitaba unacura de urgencia en los golpes y cortes de la cara, y tenía todos los síntomas dehallarse bajo una fuerte depresión. Mientras el doctor lo auscultaba se quejó deun dolor en el pecho, derivado de la tunda recibida. Temiendo que pudiese teneralguna costilla rota, Marugán hizo llamar una ambulancia y ordenó su ingresohospitalario.

Satrústegui dispuso que uno de sus efectivos, con orden de no separarse de él,le acompañara. La agente designada para escoltarle fue una joven policía,Matilde Ruiz, una de las pocas mujeres destinadas en la Comisaría Central.

Amandi no pudo abandonar la celda por su propio pie. Con claros síntomas dedesorientación, fue transportado en una camilla hasta la ambulancia aparcada enel patio de la Jefatura Superior y, desde allí, trasladado en dirección a lasUrgencias del Hospital Clínico.

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Capítulo 45

De un humor de perros, el comisario regresó a su despacho acompañado por elforense y pasó a comentar con Marugán la autopsia de Esmirna.

Esencialmente, el informe del forense no alteraba el primer examen, queSatrústegui ya conocía. El doctor se ratificó respecto al tipo de arma empleadaen el crimen: una hoja de acero de considerable tamaño, esgrimida concontundencia y decisión en un ángulo de noventa grados con respecto al suelo.No sin alguna vacilación, Marugán se inclinaba ahora por opinar que un sologolpe había bastado para decapitar y acabar con la vida del anticuario,provocándole una incontenible hemorragia; para terminar de desprender lacabeza del tronco, el asesino se habría visto obligado a cortarla con posterioridad.

—Para la amputación del pene se empleó una hoja más pequeña. Por otraparte —añadió el forense—, el contenido del estómago reveló que la víctima hizosu última comida varias horas antes de su muerte.

—No había cenado, en otras palabras.—No.—¿Alguna observación más?—Una última, sí, que también he hecho constar en mi acta. Sus zapatos.—¿Qué pasa con sus zapatos?—Solicité un par de los que se incautaron en el registro del piso y los probé en

sus pies, pero eran de un número más, y también algo más anchos.—Mucha gente suele calzar una talla superior, por comodidad.—Ya lo sé, pero quise asegurarme y pedí que me trajeran otros pares. Lo

raro es que los zapatos de la víctima, hechos a mano y de muy buena calidad,eran del cuarenta y tres, siendo la talla del cadáver un cuarenta y dos. No sé, meparece extraño.

Satrústegui se despidió del doctor, no sin quedarse copia del informe. Hablóluego por teléfono con la jueza, a fin de informarle escuetamente acerca deldesagradable episodio sucedido con Maurizio Amandi. El propio comisario lesugirió que, en cuanto el sospechoso se hubiese recuperado, pasara a disposiciónsuya para que pudiera tomarle declaración en los Juzgados y, si procedía,enviarlo de forma preventiva a prisión. A preguntas de la señora Galván,Satrústegui tuvo que admitir que el detenido había sufrido malos tratos.

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Reaccionando de manera virulenta, la jueza le exigió un detallado informe de sudetención.

Tras cortar la comunicación, sintiéndose cansado y con el ánimo por lossuelos, el comisario le pidió a Adela, su secretaria, que le trajese un café muycargado y que le permitiera tomarlo en su despacho sin interrupciones deninguna clase.

Tenía que decidir qué iba a hacer con Ernesto Buj y con Martina de Santo.Debía impedir que aquel escándalo interno saliese a la luz, colocándoles en ladiana de la opinión pública. Sin embargo, dada la personalidad de MaurizioAmandi, su carácter, su fama y la espectacularidad del caso en que se habíavisto envuelto, no estaba seguro de conseguir echar tierra sobre el asunto.

En otro orden de cosas, si el pulso le temblaba y se abstenía de aplicar unescarmiento a sus subordinados, la próxima vez que Buj y De Santo seenzarzaran tendría nuevas razones para arrepentirse por no haberles impuesto uncastigo ejemplar.

La lógica le aconsejaba acelerar los trámites de la jubilación del inspector ytrasladar a Martina a otra brigada, alejándola de la línea de acción. La primerade esas decisiones le exigiría contar, si no con el beneplácito, sí con una ciertacolaboración por parte de Buj , cuya hoja de servicios, a lo largo de cuarentaaños de entrega al Cuerpo, incluía un acumulado prestigio en las altas esferas. Laprevisión de tener que negociar con Buj le llevó a aparcar momentáneamenteese asunto, hasta que hubiera consultado con los servicios jurídicos.

Por lo pronto, y puesto que de su autoridad se esperaban actuacionesinmediatas, sancionaría a Martina.

Espigó las cláusulas disciplinarias del Reglamento, descartó una acusacióngrave por insubordinación u ocultamiento de pruebas y se dispuso a aplicar a lasubinspectora una sanción menor que implicara suspensión de empleo y sueldodurante un mes.

Redactó su resolución en un folio y se lo entregó a Adela para que lo pasara amáquina en papel timbrado. Después de leer los apretados párrafos, escritos conla letra picuda del comisario, Adela sonreiría taimadamente; hacía tiempo quetambién ella mantenía diferencias con la subinspectora, y le iba a proporcionarcierto placer teclear lo que podía ser, si no su acta de defunción profesional, sí undilatado responso.

Satrústegui sorbió el café negro, abrió el balcón y, para despejarse, se asomóa la fría mañana. La parte posterior del edificio de Jefatura daba al coso de laplaza de toros, con sus ladrillos rojos, sus carteles de matadores y las enormespuertas por las que, en las fechas de corrida, entraban los furgones con los torosde lidia.

El comisario pensó que algunos condenados días no deberían alcanzar elindulto de su amanecer. Se abrochó la chaqueta, debido a la extrema humedad, y

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fumó un cigarrillo apoyado en el mástil de la bandera que había jurado servir,sintiendo que su mundo se resquebrajaba en fragmentos de odio y rutina, endivorcios y fracasos, pero sobre todo en la implacable premura de tiempoexigida, a modo de tardía justicia, por las voces de los muertos, de las víctimasque, como aquel desdichado anticuario, descendían a la tumba empujadas por untropel de fantasmas.

Alguno de esos espíritus, como no podía ser de otra forma, acabaría teniendonombre y apellidos. Satrústegui albergaba la impresión, no por completo ingrata,de que las claves de aquel enrevesado caso de la calle de los Apóstoles seencontraban delante de ellos, reunidas en un caos de encrucijadas y pistas. Noacertaban a encontrar la salida al laberinto, eso era todo.

Como todo apuntaba, en principio, a que el asesinato de Gedeón Esmirna sólopodía haber sido cometido por uno de estos tres autores: Manuel Mendes,Maurizio Amandi o aquel hombre sin identificar que, según el testigo presencial,y confidente de la policía, Amadeo Rubio, el Gamba, había visitado la tienda deantigüedades con antelación a la llegada del músico.

A esa hora, precisamente, el inspector Villa se hallaba encerrado en sudespacho de la primera planta con Amadeo Rubio. El sargento Alcázar y él sehabían armado de paciencia para mostrar al Gamba fotos de delincuentes, por siel chivato era capaz de reconocer al primer hombre que en la noche del crimenfue recibido por Gedeón Esmirna.

Satrústegui cerró el balcón, se acomodó en su butaca, concluy ó su café, quese había enfriado, y siguió cavilando en el caso.

Necesariamente, según había concluido el doctor Marugán, el autor delcrimen tenía que ser un individuo de considerable fuerza y envergadura. Mendesy Amandi eran altos —metro ochenta el aprendiz, diez centímetros arriba elmúsico—; a ambos se les veía delgados, ágiles y en buena forma física.Cualquiera de los dos podía haber empleado el hacha o una catana. Pero ¿adóndehabría ido a parar el arma homicida?

Satrústegui repasó mentalmente las pruebas de que disponían y hundió la vistaen el informe de Marugán. Hasta el momento, los servicios forenses no habíanconseguido localizar el historial clínico de Gedeón Esmirna. El análisis de lasmuestras de sangre tomadas en el escenario del asesinato sólo aportaba,reiteradamente, un tipo, B positivo, coincidente, a partir de las muestras tomadasal cadáver, y del enorme charco de sangre que se había vertido sobre una de lasalfombras de la tienda, con el de Gedeón Esmirna.

Huellas dactilares de Manuel Mendes habían aparecido en diferentessecciones del establecimiento, pero ¿podía haber algo tan previsible como eso?Más probatorias, acaso, resultarían las de Maurizio Amandi, rescatadas delescritorio de Esmirna, donde debía de haber transcurrido su conversación con elanticuario, y de varios de los grabados de Hartmann, cuy a adquisición sopesaría

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el músico, estudiándolos delante de su propietario.Un nuevo interrogatorio practicado a Manuel Mendes, que permanecía

recluido en los calabozos de Jefatura, no había aportado novedades sustancialescon respecto a su primera declaración.

A pesar de que el inspector Villa le había apretado las tuercas, el aprendizhabía vuelto a relatar, punto por punto, la secuencia de sus movimientos yreacciones, y a descrita en la noche anterior. Mendes fue incapaz de aportartestimonios que refrendaran sus pasos. Sin embargo, a modo de compensación,hilvanó algunos comentarios episódicos que permitieron a los policíasaproximarse un tanto a la forma de ser de Gedeón Esmirna.

Dándole la razón a Buj , al anticuario le gustaban los chicos. Mendes aportóvarios nombres de supuestos amantes suy os. Un par de esos chaperas,relacionados con prácticas sadomasoquistas, empleaban a veces cazadoras osímbolos filonazis. El inspector Villa se había puesto a la faena de localizarles.

Tal vez, quiso animarse el comisario, de esa nueva pista surgiera alguna luz.

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Capítulo 46

Bolsean, 13 de enero de 1986, lunes.

Maurizio Amandi permaneció tres largos días ingresado en el Hospital Clínico.Una de sus costillas flotantes se había hundido como consecuencia de la paliza deBuj. A pesar de los calmantes, cualquier movimiento en la cama le causabadolor.

La subinspectora acudió varias veces a interesarse por él. Mientras sucompañera, la agente Ruiz, hacía guardia en el pasillo, Martina se quedaba a lospies del lecho, apoyada en el brazo del gastado sofá, charlando sobre cosas sintrascendencia, o simplemente dejándole dormitar. Le había llevado algunoslibros, pero él ni siquiera los había cogido; ahí seguían, apilados en la mesilla,junto al frasco de Valium y el reloj de pulsera que iba marcando las lentas horasde convalecencia clínica.

Deprimido, sin ganas de nada, el músico apenas le contestaba. No era fácildeterminar si su sonrisa triste agradecía la compañía de la subinspectora, o si, enel fondo, hubiera preferido estar solo.

El ministro de Cultura, mediante una llamada telefónica al gobernador, quien,a su vez, se la transmitió al comisario Satrústegui, había presionado a favor delartista.

Un prestigioso abogado de Bolsean, Juan Frei, visitó a Maurizio para hacersecargo de su representación legal. Frei logró entrevistarse con la jueza, y sería élquien comunicase a su cliente que la prueba caligráfica había deparado resultadonegativo: los peritos habían concluido que la esquela de Gedeón Esmirna no habíasido escrita por Maurizio Amandi; alguien había imitado su letra, lo que, en másde un sentido, liberaba al pianista de su condición de principal sospechoso.Escandalizada por el trato que había sufrido el detenido, y tras tomarledeclaración en el propio hospital, Macarena Galván renunció a decretar suingreso en prisión. Le impuso una fianza por resistencia a la autoridad y accedióa dejarle en libertad provisional a cambio de que no abandonase el país y de queel asunto no trascendiera. No obstante, Maurizio Amandi debería presentarse enel Juzgado en un plazo no superior a dos semanas, por si aparecían nuevaspruebas que aconsejaran instruirle diligencias.

Al tercer día, el músico se sintió mejor. En lugar de devolver la bandeja,

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como venía haciendo desde su ingreso hospitalario, accedió a comer un poco, eincluso se mostró amable con las enfermeras que le cambiaban los vendajes yreponían los goteros. El médico, un joven residente, le anunció que surecuperación iba por buen camino, y que en veinticuatro horas podríanconcederle el alta.

—Quiero marcharme de aquí, Mar —dijo Maurizio a la subinspectora; seexpresaba con torpeza, debido a una herida en la lengua—. No soporto estasituación.

—¿Adónde irás?—Al sur. Tengo amigos en Marbella y una gira comprometida en varias

ciudades de Andalucía. Interpretar en público me ayudará a olvidar estapesadilla.

—No estás en condiciones de viajar. ¿Quieres que te acompañe? Estoy devacaciones forzosas.

—Ya te he hecho bastante daño. Por mi culpa, te encuentras en una penosasituación. Últimamente, como si arrastrase una maldición, perjudico a laspersonas que me importan. Primero, mi padre; ahora, tú. Necesito estar solo.

Satrústegui retiró a la agente de vigilancia. La subinspectora era la únicapersona que estaba a su lado cuando Amandi recibió el alta. Maurizio se vistiócon ay uda de las enfermeras y, apoyándose en una muleta, abandonórenqueando el hospital. Martina se ofreció a llevarle en su coche y a recoger suequipaje en el Hotel Marina Royal.

Después se dirigieron a la estación. Amandi sacó un billete a Madrid y otro aMálaga, en un vagón cama que partía de Atocha. Tuvieron que esperar casi doshoras en la cafetería. Martina lo instaló en su asiento y aguardó en el andén a queel tren partiera.

Poco antes de que se pusiera en marcha, Maurizio se asomó a la portezuela yle hizo una seña para que se acercara. Él la abrazó, mientras ella permanecíarígida. Martina sintió los brazos del pianista enlazándola con fuerza, casi condesesperación, y cómo su mano subía por su camisa, dibujaba el contorno de supecho y le prendía algo en el bolsillo.

—El amarillo da mal fario, y es el color del oro. Guárdala como recuerdo yescríbeme.

Los vagones empezaron a desfilar por el neblinoso hangar, rumbo a lostúneles y a los espacios suburbanos. Cuando el tren desapareció, la subinspectorase palpó el bolsillo de la camisa y desprendió la Egmont-Swastika.

Sus cruces de rubíes, incrustadas en el capuchón, brillaron con un fulgormate, como brasas de una hoguera apagada.

El vagón de cola se había perdido de vista, pero Martina permaneció largorato en el andén, acariciando la estilográfica entre sus dedos.

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PROMENADE

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Capítulo 47

Playa Quemada, 20 de enero de 1986, lunes.

Una falsa primavera se había instalado en Bolsean y en buena parte del norte delpaís. La ola de frío se había retirado, dejando paso a unos cielos brillantes yazules, en los que parecía reflejarse una esperanza.

Al menos, para Martina de Santo.También el mar ofrecía su lado más amable, esa superficie tersa, apenas

rizada, de los días de calma.La subinspectora llevaba una semana ocupando una de las habitaciones de la

Posada de José, en Playa Quemada, dentro de la reserva natural que incluía lasmarismas costeras y los acantilados de Allaneras, una formidable sucesión deparedes, horadadas por cuevas, contra las que las corrientes rompían con fuerza.

Frente a Allaneras, apenas a un par de millas, sobresalía el rocoso colmillo deuna pequeña y casi inaccesible isla, a la que llamaban Diente de León, cuy oscortados y prados salvajes recordaban a la subinspectora la Isla de Wight.

Hasta allá navegaba Martina para practicar buceo deportivo. En el puertecitode Playa Quemada, apenas una aldea de pescadores, le alquilaban un bote conmotor. Aunque su propietario le había recomendado que no navegara sola, puesel Cantábrico no era de fiar en una época del año proclive a súbitas galernas, lasubinspectora costeaba las marismas y, protegida por un traje de neopreno, sesumergía en las gélidas aguas de Diente de León.

En esos fondos, revelados por un sol de invierno que al mediodía, en su cenitbajo, era capaz de quemar la piel, recuperó la paz. La sensación de limpieza ysilencio que le regalaban las transparentes aguas del peñón ejercía como unbálsamo para su alterado sistema nervioso. Cuando se sentía agotada, subía albote y se quitaba el pesado mono de goma. Desnuda bajo el sol, mordisqueabaun bocadillo y fumaba con los ojos entrecerrados, escuchando los graznidos delas gaviotas y dejándose mecer por la marea.

Al atardecer, paseaba por la playa. La temperatura había subido lo suficientecomo para poder hacerlo descalza. Nada podía proporcionarle tanto placer comosentir la arena húmeda bajo los pies. Caminaba durante horas, alejándose delpuerto y de la posada hasta perder de vista cualquier manifestación de vidahumana.

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En las dunas, la soledad era tan absoluta que el mundo parecía haberregresado al tiempo de la creación. Las puestas de sol se incendiaban de nubesanaranjadas que reflejaban en las marismas su atenuado esplendor. Esosbruñidos cirros teñían con un pálido fuego las alas de los patos marinos, y hasta elcaparazón de los escarabajos y de los ciervos volantes que arrastraban por laarena su plácida existencia reflejaban apagadas chispas de color caldero.

Al atardecer, Martina regresaba por las mismas rocas donde Maurizio se lehabía insinuado noches atrás, en un tiempo que ahora se le antojaba remoto.Cogía un jersey en su habitación y tomaba asiento en la cantina de la posadapara beber un vaso de sidra entre las buganvillas y los limoneros y dejarseaconsejar sobre el plato de pescado del día.

La familia de pescadores que regentaba el negocio la conocía de otrasocasiones, y no les importaba que, después de cerrar, se quedase sola en una delas mesas de la terraza, con una copa de whisky de malta y la pitillera al alcancede la mano, disfrutando de la calma nocturna hasta que las estrellas brillaban enla bóveda celeste y la intensa humedad hacía desaconsejable permanecer a laintemperie.

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Capítulo 48

Las madrugadas en la habitación resultaban más ingratas. Martina era incapaz dedormirse antes de las dos o de las tres. Echaba en falta su tablero de ajedrez y susmanuales de medicina forense, que había renunciado a llevar consigo debido a supeso. Combatía el insomnio redactando con la pluma estilográfica de Amandi,con la Egmont-Swastika, sus impresiones acerca del caso Esmirna.

Una y otra vez pasaba a limpio sus notas en busca de algún detalle que lehubiese pasado desapercibido o que pudiera arrojar una ráfaga de claridad sobrela solución del enigma. Como las aguas de la ensenada de Diente de León,aquella pluma que con tanta suavidad se deslizaba sobre el papel ejercía sobre suespíritu una suerte de benéfica sedación.

Tal como le había sucedido al comisario Satrústegui, con quien, después dehaber recibido la orden por la que se le suspendía de empleo y sueldo, no habíavuelto a mantener contacto alguno, Martina tenía la sensación de que sobre lasprimeras investigaciones flotaba un elemento intruso a la definición categóricadel caso como un conflicto de intereses entre bandas dedicadas al expoliopatrimonial, al tráfico de obras de arte. Un extremo, inconcreto todavía, que teníaque ver con el móvil del crimen, cuya razón última, para la subinspectora, noestaba en absoluto clara.

En el frontispicio de sus apuntes figuraban las tres víctimas. Por ordencronológico, Teodor Moser, el anticuario judío, asesinado en el Palacio de laOpera de Viena la noche del 6 de diciembre de 1985; Alessandro Amandi, condede Spallanza, ahogado en su piscina de Providencia, en el Caribe colombiano, el24 de diciembre; y Gedeón Esmirna, decapitado en Bolsean en la madrugada del10 de enero de 1986.

En su superficie, el trío de asesinatos deparaba un vínculo común: lapresencia física de Maurizio Amandi en las escenas de los crímenes.

Además de la estrecha relación que le vinculaba con su padre, Maurizio habíamantenido contactos profesionales con los otros dos anticuarios asesinados. Pudohaber urdido una trama para desembarazarse de los dos, y también de su propiopadre.

Su amigo, empero, había insistido una y otra vez en su inocencia, y logradoen parte probar su ausencia de culpabilidad.

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Maurizio no pudo ejecutar materialmente el crimen de Teodor Moser, puesen el momento en que éste era estrangulado en su palco de la Ópera de Viena, elpianista se hallaba sobre el escenario, ante más de un millar de personas.

También parecía relativamente sólida su coartada en las circunstancias de lamuerte de su padre. Según aportaciones del inspector colombiano Barrientos dela Cruz, con quien Martina había vuelto a conversar telefónicamente en un par deocasiones, varios testigos declararon haber visto a Maurizio en un bohío de unaplaya de Providencia, bebiendo y divirtiéndose mientras alguien acababa con lavida del conde de Spallanza.

Finalmente, y pese a haberse probado su visita a Gedeón Esmirna en sutienda de la calle de los Apóstoles, en el barrio portuario de Bolsean, ni elinspector Buj ni la jueza Galván habían conseguido implicar a Maurizio en ladecapitación del anticuario español.

Respecto a los posibles móviles, la pista que relacionaba los asesinatos con ellegado de Mussorgsky seguía arrojando más sombras que luces.

Según los datos que obraban en poder de la policía austríaca, a los queMartina había tenido acceso gracias a los buenos oficios de Horacio, quien, a suvez, recibía su información del inspector Villa, Teodor Moser se había hecho conuna temprana e inédita ópera de Mussorgsky, Han de Islandia, y con algunascartas del músico. Tanto la obra operística como las manuscritas epístolas habríanardido en el incendio provocado en su establecimiento de la Kärntnerstrasse, enel centro de Viena.

Por otro lado, la escena del crimen en la mansión caribeña de AlessandroAmandi incluía un elemento anómalo, aportado, en sus declaraciones, por elmismo Maurizio: sonando a todo volumen, el disco de Cuadros para unaexposición giraba, ray ado, en pick-up de la casa colonial cuando el pianistaregresó de su juerga playera.

Para rematar la serie de enrevesadas coincidencias, uno de los dibujos deViktor Hartmann que habían inspirado los Cuadros, el titulado Gnomus, habíaaparecido en la maleta de Maurizio Amandi, quien lo adquirió a GedeónEsmirna, junto con algunas cartas del autor ruso, por una elevada suma aportadaen efectivo, pero de la que no se había hallado rastro. En este epígrafe había queañadir otro misterio: poco antes de morir, Gedeón Esmirna había retiradoimportantes cantidades de sus dos cuentas corrientes, sin que ese dinero hubieseaparecido en los sucesivos registros de su vivienda.

En una hoja aparte, Martina anotó y desarrolló otras cuestiones pendientes deresolver: el significado de las esquelas contratadas con antelación, a modo demacabras advertencias; la enigmática y recurrente presencia de esa mujerpelirroja que, según los informes coincidentes de las policías austríaca,colombiana y española, había sido vista en las redacciones de los periódicos; laposible conjura neonazi, acreditada por la firma de las amenazadoras esvásticas;

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el paradero del arma blanca utilizada en la decapitación de Esmirna y ladesconocida identidad del visitante que antecedió a Maurizio en su visita alanticuario de Bolsean.

Varias de esas cuestiones, sin embargo, iban a ser aclaradas por HoracioMuñoz.

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Capítulo 49

Playa Quemada, 21 de enero de 1986, martes.

A la tarde siguiente, sin anunciarse, el archivero visitó Playa Quemada a bordode su renqueante Volkswagen amarillo.

Después de preguntar en la Posada de José, Horacio pudo localizar a lasubinspectora paseando por la playa. La divisó desde lo alto de las dunas y fue asu encuentro. Tras interesarse por su estado de ánimo y solidarizarse con lainjusticia de que estaba siendo objeto, pasó a informarle sobre las últimasnovedades del caso.

—Después de varias sesiones y de un acicate monetario, el Gamba halogrado identificar al misterioso visitante de Esmirna. Al primer hombre queentró en su tienda durante la noche de autos.

Martina se detuvo junto a la orilla. El viento agitaba su media melena.—¿De quién se trata?—De Anselmo Terrén, un delincuente habitual, condenado en varias

ocasiones por expolios artísticos. Según el Gamba, Terrén entró alestablecimiento de la calle de los Apóstoles previamente a que lo hicieraMaurizio Amandi, pero no le vio salir. Pudo hacerlo, desde luego, porque elconfidente no estuvo todo el rato en la calle.

—En ese caso, Terrén pasaría a ser el sospechoso número uno.Horacio le arrojó un jarro de agua fría.—El comisario Satrústegui no opina exactamente así. Más bien cree, por el

contrario, que el hecho de que coincidiera, dentro del establecimiento, conAmandi, añade un factor de presunta complicidad entre ambos.

La subinspectora se mostró escéptica.—¿Maurizio, miembro de una banda de ladrones de arte? No me encaja.—Al inspector Buj , sí. De hecho, intentando presionar a la jueza, no ha

descansado hasta conseguir que la Jefatura de Gijón procediera a la detencióndel socio de Terrén, un tal Boris Skaladanowski, apodado el Berlinés, quien poseeun comercio en Gijón. Skaladanowski fue trasladado a Bolsean en el día de ayer.Buj lo interrogó y pudo sacar algunas cosas en claro. La principal, que fueronellos, la banda de Skaladanowski y Terrén, quienes asaltaron la ermita de SanCaprasio, en Muruago. Gedeón Esmirna iba a ser receptor de La Anunciación y

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de una pieza relacionada con la herencia de ese músico de onomatopeya a lacarbonara…

—¿Mussorgsky ? —Sonrió Martina; pero estaba tensa como un cable de acero.—Eso es.—¿Dicha pieza consistía, por casualidad, en el dibujo titulado Gnomus, el que

fue adquirido por Maurizio?—Precisamente. Las cosas vuelven a complicarse para su amigo, ¿no,

Martina?Sin replicarle, la subinspectora se limitó a acuclillarse en la arena. Acababa

de descubrir una concha muy curiosa y la guardó para su colección. Desde niñale habían atraído los minerales y fósiles. Les atribuía propiedades y una suerte devida propia, evolutiva.

—¿Qué hay de los nazis? ¿Se ha avanzado algo por ese lado?Horacio lo negó. El comisario había encargado a Buj una investigación

paralela, pero hasta el momento no se había logrado relacionar a gruposultraderechistas con los crímenes de los anticuarios.

En cambio, sí se habían producido novedades relacionadas con la esquela deGedeón Esmirna.

En dicha esquela, tramitada en la redacción de La Colmena, no habíanaparecido huellas dactilares, pero el análisis de la tinta, según desveló Horacio,había revelado que ésta no era industrial ni de uso común, sino que había sidoelaborada de forma artesanal, obedeciendo a las proporciones de alguna antiguafórmula.

—Los del laboratorio —especificó el archivero— lograron aislar sustanciastan variopintas como agallas de pescado, palo de campeche, goma arábiga,azúcar, caparrosa roja, cochinilla y, ¡asómbrese!, restos de orina humana. Y undato trascendental: esa clase de tinta coincidía con la de la carta que el conde deSpallanza envió a Esmirna.

—¿La que y o misma encontré en su escritorio?Horacio afirmó. Martina estuvo reflexionando durante un largo rato.—¿Cómo se elabora ese tipo de tinta?—Hirviendo los distintos elementos y machacando el resto de ingredientes

sólidos, el índigo porfirizado o el sulfato de hierro, en un almirez.—¿Qué es la cochinilla?—Una especie de mariquita, procedente de México y Colombia. Se cría

sobre los nopales. De modo tradicional, se ha empleado para teñir de grana sedaso lanas.

—¿Y la orina? ¿Qué explicación tiene?—Según algunos manuales de época, la orina premenstrual de una mujer

serviría para fijar y abrillantar la mezcla.—¿Me está tomando el pelo?

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—Nada de eso, subinspectora. Esas fórmulas, en el siglo dieciocho odiecinueve, eran tan frecuentes como la tinta de Tarry o la tinta indestructible deldoctor Haldat.

—¿Cómo ha averiguado todo eso?—El inspector Villa olvidó recoger en su cajón el informe del laboratorio y no

me resistí a fotocopiarlo. Lo he guardado en el archivo, junto a esa botella dequitapenas que usted se obstina en ir vaciándome.

El archivero se quedó a cenar con Martina. En la posada compartieron unalubina de anzuelo y una botella de vino blanco.

De noche cerrada, Horacio se dispuso a dejar a la subinspectora ante unwhisky de malta, con el cenicero lleno de colillas.

—Cuídese, Martina.—No corro ningún peligro.—Me refiero a su salud.—Buceo todas las mañanas, y algunas tardes voy a correr.—¿Quiere que le diga algo a Satrústegui, de su parte?—No se atrevería a reproducirlo.—¿Hasta cuándo se quedará aquí?—No lo sé. Puede que todo el mes.—Si me necesita, llámeme. O silbe.Martina sonrió.—Lo haré.

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Capítulo 50

Playa Quemada, 22 de enero de 1986, miércoles.

Esa noche, alrededor de la una de la madrugada, sonó el teléfono de su cuarto.Martina estaba tan sumergida en sus notas del caso Esmirna, cruzando los datosproporcionados por Horacio, que dio un respingo. Encapuchó la Egmont-Swastikay descolgó el auricular.

—Hola, Mar.Era Amandi. A través de la ventana, que daba sobre la ensenada de Playa

Quemada, se veían las estrellas. Hacía una noche tan clara que se habría podidopasear a la luz de la luna.

—¿Cómo me has localizado?La risa de Maurizio repicó en el auricular.—Me acordé de cierta noche, de cierta posada… ¿Cómo está mi heroína?—Teniendo en cuenta que corro el riesgo de que me expulsen del Cuerpo,

bastante bien.—Vamos, Mar. Todo se reducirá a una simple sanción. Pronto volverás a

enfundarte esa pistola que te queda tan sexy y solucionarás el caso. A propósito…¿Se ha producido algún avance en la investigación?

Ella accedió a informarle sobre las novedades aportadas por Horacio Muñoz.Maurizio escuchó con atención, sin interrumpirla.

—¿Un hombre entró a la tienda de Esmirna antes que y o? ¡Y me lo dicesdespués de que casi me mataran en tu comisaría!

—Precisamente porque sucedió de esa manera sigues siendo sospechoso. ¿Tehas recuperado de la paliza?

—Podría tener una lesión pulmonar.—¿Por eso estás fumando?—¿Cómo sabes…?—Por tu manera de respirar. A menos que te falte oxígeno a causa de la

emoción de estar hablando conmigo.—Eres incorregible, Mar… ¿Quién diablos era ese tipo?—Anselmo Terrén, un viejo conocido de la Guardia Civil. ¿Te dice algo ese

nombre?—Claro que no.

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—Su banda se dedica al expolio de bienes artísticos. Parece ser que Terréntenía algún tipo de compromiso con Esmirna y que iba a entregarle una serie depiezas robadas.

—¡Entonces, fue él quien mató al anticuario!La subinspectora encendió un cigarrillo.—No tan deprisa, Amandi. Tú mismo viste vivo a Esmirna, y entraste a la

tienda con posterioridad a Terrén.—Ese tunante se quedaría escondido, o regresaría para liquidarlo después,

una vez me hube ido. ¡Debéis interrogarle!—No podemos hacerlo. Terrén ha desaparecido.—¿A qué esperáis para cogerle?—Te recuerdo que y o…—Tus colegas, quería decir. ¡Esa partida de inútiles!—Puede que no seamos perfectos, pero te aseguro que la mayoría de mis

compañeros respeta un código de conducta. Y son eficaces, créeme. Handetenido en Gijón al socio de Terrén. Un extranjero —añadió la subinspectora,tras una calada al pitillo que acababa de encender—. Un tal Boris Skaladanowski.¿Te suena?

Amandi tardó tres segundos en contestar:—No.—¿Estás seguro?—Por completo. ¿Ese Skalada…?—Skaladanowski.—¿Ha cantado?—¿Qué tenía que cantar?—No sé, Mar. Tal vez fue él quien urdió la trama.—¿Cuál de ellas, la de Bolscan, la de Viena, o la trampa de la que tu padre fue

víctima?—Carezco de datos.—También y o. Probablemente, se sabrá algo en las próximas horas.—Eso espero —respiró Amandi, con cautela—. ¿Qué tienes que hacer

mañana?—He quedado para practicar buceo.—¿Con quién?—Con una bandada de gaviotas reidoras, unos cuantos cormoranes y algunos

patos marinos. Sospecho que les encanta verme desnuda.—¿De qué estás hablando, Mar? ¿Es que te has vuelto loca?—¿No estarás celoso?—¿Por qué lo dices? ¿Es que entre esos pájaros hay algún buitre?—Si llega a gustarme alguno, serás el primero en saberlo.—Evitemos esa hipótesis. He cambiado de opinión con respecto a tu oferta.

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Ven al sur y acompáñame en mi gira. Un día de éstos, el 26, tengo un conciertoen el Teatro Falla. ¿Conoces Cádiz?

—No.—Es una ciudad preciosa. Ilustrada, colonial. Te encantará.—Ahora soy yo la que necesita estar sola.La voz de Maurizio sonó a decepción:—Si cambias de opinión, llama.—También podría silbar.—¿Cómo dices?La subinspectora se quedó mirando las estrellas a través de la ventana. Las

nebulosas se alejaban en el espacio infinito. Le pareció sorprender una estrellafugaz.

—Voy a colgar. Es tarde y estoy cansada.Al otro lado del hilo, el pianista porfió:—Te enviaré otro telegrama para recordarte la fecha de Cádiz. Reservaré un

hotel junto al malecón. Pasearemos por la play a a la luz de la luna y noshartaremos de pescado frito.

—Adiós, Amandi.—Aguarda, Mar. No te he dicho que cuando pienso en ti todo, absolutamente

todo, me parece mezquino…La línea se interrumpió. Todavía Martina garabateó unas notas, entre las que

incluyó el contenido de la conversación y la hora de la llamada que su amigo leacababa de hacer.

Cayó en la cuenta de que Maurizio no le había dicho desde dóndetelefoneaba. Se quedó un rato pensativa, dándole vueltas a la conveniencia delocalizar el número. Decidió encargárselo a Horacio, apagó la luz y volvió ameterse en la cama.

Pero estaba alterada, nerviosa, y ni siquiera el rítmico y relajante rumor delas olas la ayudó a conciliar el sueño.

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Capítulo 51

Como si la noche no hubiera sido indultada, el día amaneció agobiado por negrasnubes de tormenta. Martina bajó a la cantina para abastecerse de café y leertranquilamente el Diario de Bolsean.

Dominga, la posadera, estaba recogiendo las mesas de la terraza extendidasobre la arena. Martina le pidió que le dejara ocupar una.

Play a Quemada no tenía quiosco, pero el servicio de reparto incluía lacobertura de unas pocas suscripciones. El rotativo regional, distribuido a través delas mal comunicadas comarcas por una red de camionetas cuyos chóferes sejugaban la vida apretando el acelerador por carreteras de mala muerte, llegabacon puntualidad. El Diario era un típico tabloide de mitad de los años ochenta, conpredominio del texto sobre las fotos y un marcado acento local.

Martina se preguntó cuánto tiempo hacía que no leía la prensa de esa manera,en una mesa de madera pintada de rojo cuyas patas se clavaban en un harinosoarenal, y delante de un trozo de tarta de manzana y de un humeante café dobleservido en una jarra de barro.

Pasó páginas, pues las secciones de política apenas le interesaban. La crónicade sucesos incluía a doble plana un reportaje del caso Esmirna. La subinspectoralo ley ó con avidez.

El comisario Satrústegui había formulado unas esquemáticas declaraciones apropósito de la detención de Boris Skaladanowski, cómplice del desaparecidoAnselmo Terrén, a quien, según se especulaba en la información periodística, lapolicía atribuía ahora la autoría del crimen de Gedeón Esmirna. El diariorecordaba las circunstancias en que se había producido la muerte del anticuariode Bolsean, su decapitación, las mutilaciones a que se había sometido su cuerpo,la ausencia de móvil aparente, y añadía que otros sospechosos previamentedetenidos e interrogados, como el aprendiz, Manuel Mendes, o el afamadomúsico Maurizio Amandi habían sido puestos en libertad por falta de pruebas. Apesar de ello, el comisario se mostraba convencido de que la solución del casoestaba próxima.

Martina terminó su café y subió a su habitación. La llamada de Horacio lasorprendió al abrir la puerta.

Desde su teléfono de Jefatura, el archivero le proporcionó un nuevo dato, que

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la policía mantenía en secreto: Boris Skaladanowski había admitido conocer aMaurizio Amandi y a su difunto padre, el conde de Spallanza. En un segundointerrogatorio, llevado a cabo por Buj , el Berlinés reconoció haber sido él quienpuso a Maurizio sobre la pista de las piezas de Mussorgsky adquiridas en Vienapor Teodor Moser. Asimismo, Skaladanowski había asesorado a Gedeón Esmirna,quien también coleccionaba piezas y fetiches del músico ruso. Horacio añadióque el inspector Villa estaba investigando esta nueva línea de trabajo.

La subinspectora le agradeció las confidencias, se puso una sudadera, unpantalón corto y sus zapatillas de tenis manchadas de tierra batida y salió a correrpor la costa.

Al doblar el cabo, el viento del nordeste, bastante fresco, le dio en la cara,disipando los últimos vestigios de sueño. Dormía mucho mejor allí que en laciudad, lo que le saldaba una cierta sensación de culpabilidad, que intentabaatenuar a fuerza de practicar ejercicio.

Sus músculos se estaban tonificando. Sus tendones habían recuperado laelasticidad, y sus pulmones respiraban a placer. Seguía fumando, y por lasnoches no renunciaba a un whisky de malta, largo y con hielo, pero esos hábitosla dañaban menos que en la ciudad.

En medio de aquel paisaje transparente, saturado de humedad, con loscolores atenuados por la falta de luz, el mar bravo a un lado y la cordillerairguiendo sus picos nevados por encima de las dunas y de las colinas boscosas,hacia un cielo cuajado de enormes nubes en forma de panza de burra, se sentíaligera, casi feliz.

Corrió sin descanso hasta tener a la vista el promontorio de Diente de León,siempre sobrevolado de pájaros, se refrescó la cara en la orilla y regresó por lossenderos de las dunas, bordeados de matorrales y ortigas.

A diferencia de lo que sucedía en otras play as cercanas, en la reserva natural,que abarcaba una ancha franja de terreno, hasta las estribaciones de la sierra deLa Clamor y la desembocadura del río Aguastuertas, no había construcciones,postes eléctricos, carteles anunciando la inminente construcción deurbanizaciones costeras. Tampoco los pescadores solían frecuentar las marismas,por lo que era muy raro tropezarse con alguien.

Por eso le extrañó sorprender la presencia de aquella mujer.Estaba sola, a unos doscientos metros de ella, sobre una loma de hierba,

mirando con unos prismáticos hacia el lugar donde se encontraba Martina.Cuando la subinspectora hubo recorrido otro centenar de pasos, la mujer

comenzó a descender por un arriesgado sendero de piedras, una de lasescorrentías que expulsaban las aguas de lluvia. A medida que se acercaba, ladetective pudo distinguir con mayor nitidez su figura abolsada en un anorak decolor burdeos que le llegaba casi hasta los pies.

Al reconocerla, se quedó parada.

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Era la jueza Macarena Galván.

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Capítulo 52

Su automóvil particular, un Fiat anaranjado, se mimetizaba con el color de lasdunas. La jueza Galván era una pésima conductora. En realidad, casi nuncautilizaba su coche. Cada mañana se dirigía caminando a los Juzgados, y cuandoprecisaba desplazarse para algún reconocimiento solicitaba un vehículo oficial, oun taxi con los gastos pagados.

Había aparcado el Fiat en una zona arenosa, al borde del único camino detierra que, a través de la reserva, resultaba practicable. A Martina le bastó unvistazo para observar que las ruedas se habían hundido. Vaticinó que supropietaria tendría serias dificultades a la hora de sacarlo de allí.

Cuando llegó a su lado, la magistrada bromeó:—¡No sabe lo que me ha costado encontrarla! Casi tuve que sobornar a su

amigo Horacio Muñoz.Caminaron juntas por la playa. La camiseta de Martina estaba empapada en

sudor.—Va a enfriarse. ¿Quiere que le deje mi anorak?—La posada no está lejos —repuso la subinspectora—. Me ducharé con agua

caliente al llegar.—¿No va a preguntarme a qué he venido?La subinspectora repuso, con humor:—Teniendo en cuenta que la cantinera no ha combinado un cóctel en toda su

vida, por lo que nuestros daiquiris seguirán quedando pendientes, me imagino quenecesita ay uda.

—Así es. Compruebo que lo que me habían dicho sobre sus dotes deductivasera estrictamente cierto.

—¿Se ha tomado la molestia de interesarse por mi historial?—Ya lo creo. Y me resultó muy instructivo.—¿Puedo preguntarle quién le ha informado?—Otros jueces, algún policía y su buen amigo Horacio. Ese hombre siente

veneración hacia usted. Estuve con él en la tarde de ayer, después de despacharcon el comisario. Me resumió los casos en que han colaborado y me mostró losexpedientes. Los Hermanos de la Costa, la Mariposa de Obsidiana… Hizo untrabajo fantástico. Tiene ante sí un gran futuro.

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—Me gusta lo que hago —dijo Martina, con sencillez—. Aunque no todo elmundo esté de acuerdo.

—¿Se refiere al inspector Buj?—Prioritariamente.—Le adelanto que me propongo hacer cuanto esté en mi mano para acelerar

su jubilación. El comisario Satrústegui es del mismo parecer.—¿Hablaron de ese penoso tema?—Digamos que ayer por la noche tuvimos el relativo placer de cenar juntos.

Me llevó a un restaurante espantoso, La Marea, sin el menor encanto.—Lo conozco —sonrió Martina.—Todavía no he digerido el bistec. Por no mencionar una ensalada con

mosca incluida.—Puedo invitarla a comer en la posada, para resarcirla.—¿A estas horas?—Aquí se almuerza pronto. El patrón salió a pescar anoche. Seguramente,

habrá pescado fresco. Y vino blanco, por supuesto.Macarena Galván sacó una agenda y comprobó sus citas.—A las cinco tengo una orden de registro.—Llegará a tiempo. Quédese, insisto.—Suena tentador.—En ese caso, caiga en la tentación.

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Capítulo 53

Mientras Martina se duchaba en su cuarto, la jueza estuvo recorriendo la aldea dePlay a Quemada. Con sus casas de piedra y teja árabe, sus balcones de viga y susmil maneras, el pueblecito irradiaba tranquilidad.

A salvo del oleaje, barcas de colores se recostaban en el muelle de guijarros.Un viejo pescador, abrigado con un jersey de cuello alto, remendaba sus artes depesca.

Macarena Galván y Martina de Santo volvieron a encontrarse en la cantina ytomaron asiento frente a frente en dos desvencijadas sillas de anea. Sobre lamesa, protegida por un hule con frutas pintadas, humeaba una fuente de pescadotan generosa que no habrían acabado con ella ni con ayuda de otros doscomensales.

Martina sirvió el vino blanco. La botella no tenía marca.—Estoy en ayunas —dijo la jueza.—Es como mejor sienta.La subinspectora le sirvió una lubina tan fresca como habría sido imposible

encontrarla en el Mercado de Pescados de Bolsean. No había palas entre loscubiertos. Utilizaron unos cuchillos de sierra, más apropiados para la carne.

—Delicioso —murmuró Macarena.—Dominga ha debido de esforzarse —comentó Martina; desde la barra, la

gruesa patrona le sonrió con sus dientes de plata—. En esta época del año, noviene casi nadie.

—De manera que éste es su refugio.—Uno de ellos, sí.—Es usted una mujer extraña.—No más que cualquier otra.La jueza masticó durante un rato, saboreando la textura del pescado, su

cruj iente piel, y bebió un trago.—No entiendo de vinos, pero está buenísimo.—Lo traemos de Valladolid —dijo la cantinera.La jueza le sonrió con diplomacia, pero como si no le hubiera hecho excesiva

gracia que escuchara lo que hablaban. Bajó un poco la voz:—Tengo una propuesta para usted, Martina.

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La subinspectora dejó el tenedor sobre el plato de loza.—Sea cual sea, le agradezco que haya pensado en mí.—¿En quién, si no?—Si lo que necesita es ayuda policial, tiene a su disposición a cualquiera de

mis compañeros.—¡Sus colegas, claro! ¿Cree que no he hablado con ellos, hasta la

extenuación? Han transcurrido ya varios días desde que se cometió el crimen. Elrastro se enfría y seguimos igual que al principio, o peor.

—Pero han detenido a un tipo, ese Skaladanowski.—¿Desde cuándo cree en lo que afirma la prensa?Martina no iba a enredarse en un debate sobre la opinión pública. Estimando

que entre la jueza y ella se había establecido un cierto grado de confianza, fue algrano:

—¿Se han practicado nuevas detenciones?Macarena se sirvió otro vaso de vino. El de Martina estaba mediado, pero

volvió a colmarlo.—Me trajeron desde Gijón a ese individuo, el Berlinés, un pájaro de cuenta.

Boris Skaladanowski. Admitió haber planeado el robo de la ermita de SanCaprasio, y enviado como correo a Bolsean a uno de sus socios, Anselmo Terrén,asimismo fichado por la policía. El propio Skaladanowski le arregló desde Gijónuna cita con Gedeón Esmirna, destinatario de parte del lote. Terrén tenía quehacerle entrega de las piezas y recoger el dinero. De inmediato debería regresara Gijón, pero no lo hizo.

—Tal vez huyó con el botín.—Skaladanowski no lo cree. Se muestra plenamente convencido de que su

socio jamás le habría traicionado. Pudo haberlo hecho en ocasiones anteriores,con otras entregas de mayor envergadura, pero se mantuvo fiel a ese nazi.

Martina iba a cortar un trozo de pescado; volvió a dejar los cubiertosapoy ados en el filo del plato.

—¿El Berlinés es un ultra?—Y de los más recalcitrantes. No uno de esos salvajes de cabezas rapadas

que van por los bares aterrorizando a los estudiantes con cadenas y traíllas dedobermans, sino de los que se esconden detrás.

—La esquela de Gedeón Esmirna estaba firmada por una esvástica.—Lo recordé y se la mostré a Skaladanowski. No pareció entender de qué iba

aquello.—¿Le preguntó por la ubicua pelirroja?—No hizo falta. Ella vino con él.Los labios de Martina armaron una expresión de sorpresa.—¿La chica del Berlinés es pelirroja?—Natural, diría yo. —La jueza consultó unas anotaciones en su agenda y

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agregó, sin abandonar un tono un tanto frívolo—: Erika Umanescu. Unapreciosidad rumana de origen eslavo, hermosa y fatal, con más conchas que ungalápago.

—¿La interrogó?—Por separado, y también junto a su pareja. Es resbaladiza como una

anguila, y no logré obtener nada consistente. En la noche que asesinaron aGedeón Esmirna, la pareja compuesta por Erika Umanescu y BorisSkaladanowski, quienes, sin estar casados, viven juntos desde hace algún tiempo,estuvo cenando en una sidrería de Cimadevilla. La policía de Gijón ha verificadola coartada. Ellos no pudieron matar a Esmirna.

—¿Insistieron en no saber nada de Terrén?—Ni una palabra. Su cómplice no les ha llamado, ignoran dónde está. He

ordenado su búsqueda. A estas horas, la Guardia Civil está registrando una fincasuya en Pradilla del Monte, en la comarca de El Bierzo, y la Policía Nacional seha encargado de reventar un piso de su propiedad que hemos localizado enAvilés. Pero unos y otros y a me han adelantado que no hay señales de suparadero. Cabe la posibilidad de que haya abandonado el país.

—¿Tiene familia?—Terrén es soltero. No hay padres ni hermanos. Nadie le echará en falta.—Su pista se pierde en el establecimiento de Esmirna.—Así es. Donde, por cierto, se ha descubierto una bodega secreta.Esa revelación hizo renacer el instinto policial de Martina.—Estoy convencida de que la clave sigue estando en la escena del crimen.

Debo volver.—Yo misma iba a proponérselo.—No puedo hacerlo. Olvida que estoy sancionada.Un gesto de Macarena Galván pretendió disipar esa contrariedad.—Le decía antes que hablé largo y tendido con su jefe. Formalmente, el

comisario no le va a levantar el castigo, pues equivaldría a dejar al inspector Bujcon el trasero al aire. Pero, según el acuerdo que alcanzamos anoche, mientrasme peleaba con una suela de zapato en aquel horrible restaurante, Satrústegui leautorizará, de manera provisional, a investigar para el Juzgado.

La jueza la miró con intensidad.—En otras palabras, subinspectora: trabajará para mí.Martina no acabó de convencerse de la bondad del procedimiento.—Es algo insólito. No existen precedentes.—Sentaremos uno —decidió la magistrada—. Y quizá —añadió,

ruborizándose levemente—, no sea él último que establezcamos juntas.

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Capítulo 54

Tal como había pronosticado Martina, el coche de la señora jueza se embarrancóen el arenal.

Al término de la comida, una vez consumida, por parte de ambas, la segundabotella de vino blanco y un inclasificable licor que Dominga, la posadera, lesofreció a los postres a modo de digestivo, su señoría mostraba síntomas deembriaguez.

En el momento en que, tras recorrer las dunas dando más de un tropezón,Macarena Galván entró a su coche y pudo, no sin varios intentos, hasta que atinócon la llave de contacto, encender el motor, el alcohol le jugó la mala pasada deequivocarse de marcha. El Fiat se encabritó como un potro corcovado y sepultólas ruedas delanteras entre una ola de arena. Habría hecho falta una grúa parasacarlo de semejante trampa.

Recordando que la jueza tenía un registro a la cinco de la tarde, lasubinspectora la convenció para que dejasen su coche allí mismo, a la espera deque pudieran requerir ayuda, y de que regresaran a la ciudad en su propiovehículo.

Macarena aceptó entre entrecortadas risas, ilustradas por un hipo que no laabandonó hasta que hubieron regresado a la posada y se hubo acomodado en elasiento del Saab. En cuanto Martina arrancó, un pesado sueño vino a liberarla dela borrachera.

La subinspectora condujo de regreso a Bolsean sin tenerlas todas consigo. Poruna parte, creía en lo que la jueza le había dicho, en su compromiso conSatrústegui, en la posibilidad de reincorporarse a la investigación del caso; porotro, temía que el departamento de Asuntos Internos, advertido por unencoraj inado Buj , quien, de ninguna manera, iba a aceptar su perdón, le incoaseun nuevo expediente y le deparara un escarmiento aún mayor.

No había, empero, dónde elegir. Martina decidió que no tenía más remedioque arriesgarse.

Al llegar a la ciudad, despertó con suavidad a la jueza. Macarena intentóexcusar su comportamiento con unas precipitadas excusas y desapareció por lapuerta de los Juzgados. La subinspectora quedó en recogerla un par de horas mástarde, a fin de dirigirse a la calle de los Apóstoles y volver a indagar en el

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establecimiento de Esmirna.Martina siguió conduciendo hasta su casa, aparcó el coche en la calle

desierta, entró en el frío vestíbulo y llamó por teléfono a Horacio Muñoz.—Estará satisfecho —le recriminó ella, en tono de fraternal reproche, cuando

le hubo referido su encuentro con la jueza.—No se enfade conmigo, Martina. Me limité a informar de su trabajo a la

señora Galván. ¿Acaso el resultado ha sido malo?—Me sentiría más tranquila si no me estuviera jugando mi carrera.—El comisario la amparará, y a esa magistrada parece haberle caído en

gracia. Lo que tiene que hacer ahora es solucionar el crimen.—Espero hacerlo, con su ayuda.Horacio contuvo la respiración.—¿Sabe ya quién lo hizo?La subinspectora prefirió tomarse su tiempo. Encendió un cigarrillo y adujo:—Todavía no puedo demostrarlo.Un aluvión de preguntas se agolpó en la mente del archivero. Había

empezado a farfullar la primera de ellas cuando Martina le interrumpió:—¿Le gusta el rock?Los incipientes razonamientos de Horacio descarrilaron frente a esa

extemporánea pregunta.—¿Le suena un grupo llamado Inferno?—¡Claro que no!—Seguro que a sus hijos sí. Consúlteles.—¿Y qué les pregunto con exactitud, subinspectora?—Manuel Mendes tenía un póster de ese grupo en su habitación. La grafía de

la efe de Inferno estaba concebida en la forma de un diablillo. Quiero saber siese icono es representativo de la banda.

—¡Al inferno es adonde me van a mandar a mí!—No exagere. Seguro que a los chicos les entusiasma que su padre se

interese por el heavy metal… Ahora discúlpeme, debo dejarle.—¿Así, con la miel en los labios? ¿Sin ni siquiera un indicio de quién pudo ser

el asesino?—Tengo que revisar algunos conceptos en mis manuales de medicina

forense. ¿Sabía usted que los cadáveres crecen una media de dos centímetros?La voz de Horacio sonó exasperada.—¿Y qué tiene eso que ver con un conjunto rockero?—Hagamos una cosa —propuso Martina, piadosa mente—. Acuda a las siete

y media a la calle de los Apóstoles.El archivero percibió una subida de adrenalina.—Allí estaré, subinspectora.

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Capítulo 55

Desde que los agentes la habían descubierto, la trampilla secreta de AntigüedadesEsmirna había quedado abierta. Un pozo de sombra se abría en uno de loslaterales del interior de la tienda, en un espacio que antes había permanecidooculto por una alfombra y por un pesado mueble, una consola de estilo imperio,ahora desplazada a un lateral.

Andrés Cortizo, el sargento de guardia, un hombre enorme, con unas espaldasque doblaban las de un individuo normal, indicó:

—Creemos que el caño comunica con las alcantarillas, porque apareció unarata grande como un conejo. Intentamos acabar con ella, pero la muy maldita,sangrando por el lomo, volvió a cobijarse en su madriguera, chillando como unamala alimaña. Si quieren, bajaré con ustedes. Aunque hemos dejado una luzabajo, los escalones son peligrosos. Cogeré la linterna.

La jueza asintió. Martina y ella descendieron los primeros peldaños demadera detrás del ancho uniforme del sargento. El pasadizo era angosto; sushombros rozaban las paredes de piedra arenisca. Al doblar el primer recodo,pareció que Cortizo se quedaba atorado. A partir de allí, los escalones,resbaladizos y muy pronunciados, eran ya de la misma composición que losmuros tallados a pico.

—La bodega debe de ser antiquísima —dijo el sargento, bajando con sumocuidado para no resbalar—. Profundiza hasta los catorce metros, nada menos. Unpoco más y habrían tropezado con los niveles freáticos. Lleven cuidado, novay an a caer.

Abajo, en una sofocada cueva de apenas tres metros de diámetro, unabombilla cubierta de telarañas iluminaba una serie de objetos inverosímiles,ninguno de los cuales aparentaba reunir el menor valor. Dentro de un nevero quemás asemejaba una fosa, viejas lámparas de queroseno con herrumbrosastulipas de latón se almacenaban junto a oxidadas herramientas de carpintería,estropeados mecanismos de relojes de péndulo, un alambique y pinturasreligiosas agrietadas por la humedad y el paso del tiempo.

De las cóncavas paredes, cubiertas a trechos por líquenes, sobresalían gruesosclavos de los que colgaban aperos de labranza, un laúd del año de la polca y unborroso calendario taurino de la Feria de Toros de Bolsean de 1923. En un rincón

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del caño se abría un aliviadero por el que no habría entrado el brazo de unhombre. Cortizo lo señaló con aprensión:

—El roedor escapó por ahí. A saber adónde irá a parar.La jueza se frotó las manos. El efecto del vino blanco se había disipado en su

organismo, y estaba helada.—Ya lo ve, Martina. O debería preguntarle: ¿qué ve?—Un zulo. El lugar perfecto para ocultar un cadáver o un prisionero.—Lo hemos revisado centímetro a centímetro —informó el sargento—. Se

encontró un mechero. Marca Bic, corriente. Lo que prueba que alguien estuvorecientemente.

—Sí, pero ¿quién? —se preguntó Macarena Galván.—El propio anticuario, seguramente —repuso el sargento.—Gedeón Esmirna no fumaba —acotó la subinspectora.—Pudo utilizar el encendedor para iluminarse.—No tiene sentido. Hay un interruptor a la entrada de la bodega, me fijé al

bajar. Y esta bombilla no se ha fundido en mucho tiempo.—Tal vez se le cay ó al aprendiz —especuló la jueza.—¿Han analizado el mechero? —preguntó Martina.—Estaba medio enterrado —dijo el sargento—. No creo que los del

laboratorio sean capaces de sacar nada en limpio.—¿Fue usted quien encontró el encendedor?—Otro compañero y yo.—¿Había huellas de pisadas?—Sí, de dos tipos. Todavía pueden apreciarse.La subinspectora se agachó junto a un recodo despejado del muro. En ese

lugar, la tierra aparecía aplanada; un poco más allá, hacia el centro de la cueva,se distinguían dos cuñas, separadas por un par o tres de escasos centímetros.

—Muy interesante —musitó Martina.La jueza permanecía junto a ella, en cuclillas. Martina sintió contra el suyo el

hombro de Macarena Galván y la suave presión de su seno.—¿Qué opina?La subinspectora estaba pensando en el dibujo de Viktor Hartmann que

representaba las catacumbas de París. En el croquis, el propio Hartmann y dosacompañantes se introducían en las galerías, impresionados por el resplandoremanado de los cráneos de los muertos.

—La víctima estuvo aquí —sostuvo Martina—. La dejaron en el suelo, con lasmanos y los pies atados, y probablemente con una mordaza para que no pudieranoírse sus gritos de auxilio. Después, arriba, en la tienda, lo decapitaron.

—Está hablando en plural —observó la jueza.—No es fácil reducir a un hombre y arrastrarlo por esos escalones. La

dramatización del cuadro criminal, tal como lo encontramos, también era tarea

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excesiva para un solo asesino. Fueron al menos dos. Es algo que tuve claro desdeun principio.

—Puede ser —admitió Macarena—. Pero ¿quiénes?—Los mismos que ocultaron el arma del crimen en esa cloaca.El sargento y la jueza intercambiaron una mirada de pasmo. Martina había

metido un pie en el nevero y revolvía entre las antiguallas allí acumuladas.Encontró un atizador de chimenea, con el extremo doblado en un gancho, seagachó y lo introdujo en el aliviadero. Se oyó cómo la herramienta removía latierra, y enseguida un ruido metálico. La subinspectora movió el atizador arriba yabajo, hasta enganchar algo. Se tumbó en el suelo y fue tirando con suavidad:una ensangrentada hoja trapezoidal, de hierro, apareció en el agujero.

—¡Es un hacha! —exclamó Macarena—. ¡Fíjense en la sangre! ¿Cómo haintuido que estaba ahí dentro?

—Por la rata que vio el inspector —repuso Martina—. Debió de herirse alsalvar el obstáculo. Con esa hacha mataron a Esmirna. Encárguese de entregarlaal comisario, sargento.

—¡Subinspectora!El grito había resonado en la bodega. Martina elevó los ojos hacia el pasadizo.—Es Horacio. Le pedí que viniera.—Salgamos de aquí —propuso la jueza—. Este lugar me provoca

claustrofobia.—Espere un momento —dijo Martina—. ¿No percibe un olor raro?—El aire está viciado.—Y perfumado.Para sorpresa de la jueza, Martina se puso a olisquear las paredes de la

cueva, hasta detenerse de nuevo junto al nevero lleno de trastos viejos.—Es muy sutil, pero creo que huele a caucho, a resina o a alguna clase de

pegamento.—Yo no noto nada —dijo la magistrada—. Salgamos ya.El archivero las estaba esperando en la boca de la trampilla. Llevaba en las

manos una bolsa de una tienda de discos. Había comprado todos los que habíapodido encontrar del grupo Inferno, con títulos tan sugerentes como Bienvenido,Belcebú o El club de los machos cabríos.

—A la subinspectora le ha dado por el rock —explicó Horacio a la jueza,mostrándoles sus adquisiciones.

—Conozco ese grupo —afirmó Macarena, con una ancha sonrisa—. Dehecho, intento no perderme sus shows.

A los policías les resultó imposible imaginársela en un antro abarrotado decamisetas negras y ajustados pantalones de cuero. El archivero preguntó:

—¿Es verdad que arrojan vísceras a sus fans?—Sólo a las primeras filas. Son fantásticos, en serio. ¿Cómo es que se interesa

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por el rock duro, subinspectora?—En la playa me dediqué a atar cabos —repuso Martina—. Manuel Mendes

tenía un póster de Inferno en su habitación. El logotipo del conjunto es undiablillo. El broche que lucía la mujer pelirroja que contrató la esquela deEsmirna tenía esa forma.

La jueza parecía por completo desconcertada.—¿Qué tiene que ver Mendes con esa pelirroja?Martina encendió un cigarrillo. El humo expelido se confundió con el aliento

de los demás, que formaba una nube de vaho en el gélido ambiente delestablecimiento.

—Pronto lo averiguaremos.

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LIMOGES(El Mercado)

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Capítulo 56

Bolsean, 23 de enero de 1986, jueves.

Después de la nueva inspección a Antigüedades Esmirna, Martina había cenadocon Horacio una pizza ligera y se había acostado muy tarde.

Tumbada en el salón de su casa, cerca del fuego, había consumido mediopaquete de cigarrillos mientras, de manera obsesiva, con una concentración tanintensa que olvidó el cansancio y la hora, estuvo revisando sus notas del caso, alas que añadió las observaciones correspondientes al descubrimiento de la bodegasecreta del anticuario.

Ley ó y releyó, tomando veloces apuntes, los volúmenes que Horacio le habíahecho llegar con información selectiva sobre Modest Mussorgsky. Debían de serlas cuatro de la madrugada cuando el sueño la venció; incapaz de subir aldormitorio, se quedó dormida en el sofá, tras abrigarse con unos cuantos coj ines.

Había soñado que un hombre desnudo la convocaba desde un lugarsubterráneo, lleno de agua. Era como un cenote, negro y helado, en el interior deuna cueva. El hombre intentaba escapar de ese líquido y oscuro infierno, perocuando alcanzaba a encaramarse a las paredes de roca volvía a caer y se veíaobligado a bucear en el pútrido estanque. En una de esas caídas, la cabeza sedesprendió de sus hombros y flotó hasta que el agua le entró por la boca ycomenzó a hundirse. El lago se volvió esmeralda, como las límpidas aguas deDiente de León. Y después, al tiempo que una luz radiante, dorada, se filtrabadesde el cielo, se tornó rojo, de un hiriente color escarlata.

A las diez, después de una reparadora ducha y de un café tan caliente que lequemó los labios, despejándola de los malos sueños, la subinspectora estaba y aen los aledaños del Mercado de Pescados, en el barrio portuario, donde seestablecía un rastro de ropas usadas y objetos antiguos.

La múltiple voz de la muchedumbre le hizo pensar en una de las cartas deMussorgsky que la noche anterior, mientras estudiaba su vida, le había llamado laatención, por lo que la había transcrito en su cuaderno.

Se detuvo en plena calle para leerla. Decía así: « Las multitudes, como losindividuos, ofrecen siempre rasgos sutiles, difíciles de penetrar y todavía no biencomprendidos. Advertirlos, aprender a leerlos al mirarlos, tanto por laobservación como por la hipótesis, estudiarlos a fondo y nutrir con ellos a la

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humanidad, como si fuesen alimentos reconstituyentes, ¡he ahí el deber y laembriaguez suprema!» .

La subinspectora experimentó una caritativa piedad hacia aquel loco y genialdesdichado. La biografía de Mussorgsky era como para hacer saltar las lágrimasde cualquiera que no tuviese el corazón de piedra, pero, al menos, su obra habíavencido el olvido. Algo que Maurizio Amandi, otro iluminado, también infeliz ygenial, estaba todavía muy lejos de alcanzar.

La subinspectora encontró pronto el puesto que estaba buscando. Entre otrosmuchos objetos de escritura, ofrecía a la venta una colección de estilográficasantiguas. Martina reconoció una Parker Duofold de los años treinta y un artilugiode ebonita tallada, una Conley Stewart parecida a otra que le había mostradoGedeón Esmirna.

Un chico joven, de aspecto pulcro, abrigado con una trenca y bufanda,atendía la caseta. Martina estuvo un rato hablando con él de las distintas piezas,hasta que sacó de un bolsillo de su americana la Egmont-Swastika y se la mostró.

—No hace mucho me regalaron este ejemplar. ¿Podría decirme cuál es suvalor?

El vendedor abrió el capuchón y observó con atención el plumín.—Puedo ofrecerle tres mil pesetas.Martina se ofendió.—¡Vale mucho más!—Si fuera auténtica, ya lo creo. Pero se trata de una imitación. El plumín es

de iridio, y las piedras, falsas. Espero que no la hayan estafado a usted.—¿Qué está diciendo?—Es mi opinión, señora. Pero si quiere contrastarla, le recomendaría que

hablase con mi padre. No hay nadie que sepa más que él de plumasestilográficas.

—¿Cómo se llama su padre?—Julián Escuder.—¿Dónde puedo encontrarle?—En nuestra tienda, La Reina de las Estilográficas.—Deme la dirección.El establecimiento quedaba cerca de allí, en la calle del Pez, no lejos de la de

los Apóstoles.Fundada en 1942, la Reina de las Estilográficas era un comercio antiguo,

diminuto y sin restaurar. La subinspectora empujó la puerta: una sinfonía decascabeles alertó al dueño, que estaba ocupado en su taller.

Julián Escuder era un hombre bajo y rechoncho, de unos sesenta y tantosaños, con una espesa mata de pelo blanco. Sobre la camisa llevaba un mandil conrestos de tinta, y también las falanges de sus dedos, de todos los dedos, aparecíanmanchadas.

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—¿En qué puedo servirla?Martina titubeó. Mientras caminaba hacia La Reina de las Estilográficas, su

cerebro había estado conjugando distintas posibilidades. No podía creer queMaurizio la hubiese engañado obsequiándole con una burda imitación.Teóricamente, la Egmont-Swastika había pertenecido a su padre, el conde deSpallanza. En su testamento, se la había legado con una mención especial, comosi se tratara de un objeto precioso. Ningún coleccionista habría obrado de maneratan fraudulenta… salvo que pretendiese ocultar algo.

—Acabo de hablar con su hijo, en el rastro. Me ha recomendado que leconsulte a usted si esta pluma es auténtica o no.

—Déjeme ver.El artesano desapareció en el interior de su taller, tan minúsculo que apenas le

dejaba sitio para moverse, y colocó la estilográfica bajo un potente foco.—Falsa —sentenció, a los pocos segundos—. Pero la imitación no es mala.

Según mis informaciones, de la Egmont-Swastika se hicieron reproduccionesespurias a lo largo de los años setenta, la may oría en Taiwán. Iban destinadas acoleccionistas, fundamentalmente. A aquellos que no habían conseguido laoriginal, y que jamás la obtendrían.

Decepcionada, la subinspectora se guardó la pluma falsa.—Lo siento —agregó Escuder—. Dispongo de otros ejemplares clásicos de la

casa Egmont, por si quiere verlos.—Sólo me interesaba este modelo.—La Swastika, no me extraña —asintió el artesano—. Muchos coleccionistas

sueñan con ella. Yo mismo estaría dispuesto a pagar cualquier cantidad, siestuviera al alcance de mi bolsillo. Pero me temo que nunca lo estará.

—¿Cuánto puede valer?—Carece de precio. Tenga en cuenta que sólo quedan cuatro ejemplares en

todo el mundo.—¿Sólo cuatro?—Que sepamos, sí. ¿Conoce la historia?—No.—¿Tiene un minuto?—Tengo todo el tiempo del mundo.Escuder asintió, aprobatoriamente.—Se la resumiré. John Egmont, el diseñador y fabricante norteamericano,

inventor del sistema de émbolo, patente que le haría amasar una fortuna, ordenódestruir la partida completa de Swastikas.

—¿Por qué?—Con motivo de la ascensión de los nazis al poder, como una forma de

protesta testimonial.—¿De verdad destruyó esas joyas?

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—Y sin que le temblara el pulso.—¿Cómo pudo…?—Déjeme continuar, comprobará que el relato vale la pena.Martina se esforzó por controlar su tensión.—Le escucho.Escuder escogió un libro de la estantería, lo abrió por una página que incluía

la foto en blanco y negro de un hombre elegante y delgado que sonreía desde elvolante de un Bentley y apoyó sobre su cara la y ema de uno de sus entintadosdedos.

—John Egmont, un verdadero magnate de su tiempo. Residía en EstadosUnidos, pero poseía una fábrica en Roma, y fue allí donde tuvo lugar la simbólicaprotesta. Por parte de los diseñadores del nuevo modelo, las cruces de la Swastikahabían sido concebidas como ornamentos a partir de su tradición indoeuropea; laesvástica era entonces símbolo del bienestar, la solidaridad, la paz. Hitler, sinembargo, la elevó a icono de su movimiento destructor. Cuando la locuranacionalsocialista empezó a extenderse, cuando aquellas flamígeras crucesaterraron las calles de Europa, John Egmont tomó su drástica decisión: antes deque salieran al mercado, el centenar de ejemplares de su exclusiva creación,destinados a rey es y potentados, fueron enterrados en una fosa que se cubrió concemento. Previamente, una pala excavadora destrozó aquel tesoro, machacó eloro y pulverizó los rubíes. Sólo cuatro unidades se salvaron del sacrificio. Laprensa mundial se hizo eco de aquella emblemática ceremonia, que sirvió paraconcienciar a mucha gente del peligro nazi.

—¿Qué sucedió con esas cuatro Swastikas?—Se ignora. Siempre se había creído que Egmont las conservaba como

recuerdo, pero tras su muerte, acaecida en 1947, nunca aparecieron. Huborumores de todo tipo; desde que su propietario las había vendido para hacerfrente a las crecientes deudas que terminaron por arruinar su negocio hasta quefueron sustraídas de su domicilio en Nueva York, mediante un sofisticado robo.

—¿Cuál es su opinión?—Puede que la viuda las vendiera. De hecho, se desprendió de numerosos

bienes. Incluso llegó a organizarse una subasta en Londres con objetos demuchísimo valor y elevadas pujas. Imagino que la venta de las Swastikas, por sucarácter simbólico, político, incluso, se amañaría a través de otros cauces. Nadame extrañaría que hubiesen salido al mercado negro, a través de intermediarios.Desde entonces, su leyenda y su valor no han hecho sino aumentar. Son las piezasmás caras y codiciadas.

—¿Qué se sabe de su paradero?—Nada concreto. De vez en cuando circula algún rumor. Bulos.—¿Puede proporcionarme una idea de su precio? —insistió Martina.Julián Escuder sonrió con timidez.

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—Yo soy un simple artesano, pero si el destino me hubiese metido en elpellejo de John Egmont, o de su viuda, jamás me habría desprendido de esaspiezas por menos de un millón de dólares.

—¿Las cuatro?El propietario de la Reina de las Estilográficas hizo un gesto de suficiencia.—Cada una, señorita. Y puede que me quede corto.

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Capítulo 57

Caminando sin rumbo por el dédalo del casco viejo, la subinspectora se abstrajode tal manera que de pronto, al contemplar una de las aceras, no supo dónde seencontraba. Le sucedía alguna vez, cuando su mente se abismaba en la soluciónde algún problema complejo.

Sus pasos la habían llevado en dirección al centro, hacia los anchos bulevaresque a principios de siglo trazaron las líneas maestras de la ciudad burguesa.

Dos de ellos, la Gran Vía y el paseo de Goya, desembocaban en la plaza deSagasta, cuy os plataneros se perfilaban contra las fachadas modernistas que,como la casa en la que residía Leonardo Mercié, el profesor de piano, seguíanconservando un poso de buen gusto entre los edificios modernos.

El óvalo de la plaza de Sagasta estaba rodeado de puestos de venta ambulanteque ofrecían toda clase de artesanías y ropas de segunda mano. Ajena al bullicio,Martina paseó entre los tenderetes. Llegó a probarse unas pulseras étnicas,cuajadas de turmalinas, que finalmente declinó adquirir.

De modo inesperado, se abatió la tragedia.Como a la gente que la rodeaba, el súbito estruendo obligó a Martina a

levantar la vista.Algo, una cristalera o una ventana había estallado en una de las casas; desde

lo alto, una vertiginosa sombra caía libremente, sin posibilidad de salvación.Durante una fracción de segundo, Martina vio revolotear su camisa, y cómo

la succión del vacío volteaba a la figura en el aire, dirigiéndola de cabeza contrael suelo.

La subinspectora se precipitó al lugar del impacto. Apartó como pudo a loscuriosos y se acercó al bulto aplastado contra las losas.

Fragmentos del cerebro se habían desparramado y la sangre brotaba aborbotones del cráneo, pero la identidad de aquel rostro apresado en el espanto dela muerte no ofreció a la subinspectora ninguna duda.

Era Leonardo Mercié.

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Capítulo 58

Martina empujó a la gente que se arracimaba a su alrededor y corrió hasta lacasa del profesor.

En la garita del portero no había nadie. El ascensor se encontraba parado enla planta baja. Sin embargo, la subinspectora prefirió subir por las escaleras. Lohizo a toda prisa, pero la falta de aire le aconsejó detenerse. Sacó la pistola ysubió el último tramo hasta el domicilio de Mercié.

La puerta estaba abierta de par en par.El largo pasillo, con su angosta perspectiva, moría en la habitación hexagonal

donde su dueño impartía clases de piano. La negra y brillante mole delinstrumento se recortaba contra una estrella de vidrios y bastidores rotos. A travésde ese agujero, una corriente de aire animaba el corredor, haciendo golpear laspuertas de los dormitorios.

Gritos de vecinos se oían en el patio interior del edificio. Desde la plazaascendía un rumor sordo, la réplica de la multitud al espectáculo de la sangre.

Con la pistola desenfundada, Martina fue inspeccionando habitación porhabitación. Tenía los nervios en tal tensión que el más mínimo ruido le hacía girarel cañón del arma. Comprobó los armarios, los cuartos de baño.

En el estudio, se relajó un instante. Bajó la pistola, rodeó el piano y seaproximó a la ventana rota. Al asomarse comprendió que había cometido unerror, pero ya era tarde.

El golpe le estalló en la nuca. Algo, un objeto alargado, volvió a estrellarsecontra su espalda, arrojándola hacia las puntas de los vidrios que habían cedidoante el vuelo de Mercié. Unos brazos le apretaron el cuello, ahogándola, hastaque su cara se encontró a escasos centímetros de una de esas lanzas de cristalclavadas a la falleba. Revolviéndose, logró encajar una patada a su agresor yalejarse del vacío. Otro golpe la derribó al suelo. Allí, ovillada sobre sí misma,recibió un feroz castigo.

Lo último que oyó, entre una velada niebla, fue el sonido de una sirena.

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Capítulo 59

Despertó en una habitación blanca. Tenía la aguja de un gotero clavada a unavena. Apenas podía moverse. Un dolor agudo le descendía por los costados.

El llamador, en forma de pera, pendía de la mesilla. Lo pulsó. Unaenfermera se presentó al cabo de un rato, disculpándose por haberla hechoesperar. Esa mañana, dijo, tenían mucho trabajo en la planta.

—¿Dónde estoy?—En la clínica de Santa María.—¿No es éste el Hospital Clínico?—No —repuso la enfermera. Bastante may or, lucía gafas de lectura y un

ahuecado moño—. Ésta es la clínica de Santa María y yo soy la hermana Lucía.—¿Es usted monja?—Algunas de las hermanas colaboramos en la atención a enfermos. Pero

tengo el título, si eso la tranquiliza.Martina preguntó, con un hilo de voz:—¿Por qué me duele tanto la espalda?—El doctor Sauce le informará.—¿Puede decirle que venga?—Después pasará a verla. ¿Quiere que le traiga algo para comer?—No podría digerir nada.—Está molesta, ¿verdad?La monja destapó una ampollita y la inyectó en el gotero. Martina indagó:—¿Cuánto tiempo llevo aquí?—Muy poco. La ingresaron a las once, y acaba de dar la una. Se le practicó

un reconocimiento y una cura de urgencia. Yo misma estuve presente. Lleva elcuerpo lleno de golpes. La hemos sedado, de ahí que haya dormido un poco.

Martina intentó levantarse; apenas se hubo incorporado, volvió a derrumbarsesobre el colchón.

—Descanse —le aconsejó la hermana.El rostro de la hermana Lucía comenzó a desdibujarse. Su hábito blanco se

fundió con la pared. La luz disminuyó. A la subinspectora le pesaron los párpadosy se hundió en un tenebroso sueño.

En su pesadilla vio un piso lóbrego, unido por un largo pasillo cuyas

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habitaciones sin puertas daban directamente al vacío. De los techos colgabantelarañas. Los suelos de mosaico, con dibujos de figuras mitológicas, trovadoresy castillos, catacumbas y hechiceras, levantaban sus teselas al impulso del heladoviento que penetraba por las ventanas. Una mujer pelirroja, vestida de negro,estaba sentada a un piano de cuyas teclas surgían las notas de Cuadros para unaexposición. En lugar de esbeltas piernas, asomaban bajo su vestido dos patas degallina como las de la bruja Baba Yaga en los aguafuertes de Hartmann. Elviento impedía a Martina avanzar por el corredor, arrojándola hacia los huecosde las falsas habitaciones. Apoyándose en las paredes, Martina logró avanzar porel pasillo hasta que, tras saltar por sorpresa desde una lámpara de candiles, un serrepugnante, un gnomo, se interpuso entre ella y el cuarto del piano. El duendeestaba cubierto de una piel viscosa, como la de un saurio. De aquel ser emanabaun olor pútrido, a ciénaga. De su diestra, que sólo tenía cuatro dedos, pendía unatranca con la que empezó a golpear a la subinspectora una y otra vez, mientras labruja Baba Yaga, convertida en un gigantesco pájaro, volaba por la habitación,haciendo sonar con las puntas de sus plumas las teclas del piano…

—Cálmese.El rostro de Martina estaba perlado de sudor. En sus malos sueños debía de

haberse agitado porque el gotero todavía temblaba. La hermana Lucía lo sosteníacon una mano.

Un hombre la escrutaba desde los pies de la cama.—Soy el doctor Sauce. Tranquilícese.Había otra persona en la habitación. Enfundada en un abrigo, permanecía

apoy ada en la puerta del baño.Era el comisario Satrústegui.—¿Cómo se encuentra, Martina? —preguntó con amabilidad.—Ha permanecido bajo los efectos de un shock —comenzó a explicarle el

médico; acto seguido, se dirigió a ella—. Se pondrá bien, se lo aseguro.El médico le expuso el resultado de su exploración. Las radiografías habían

descartado traumatismos internos, pero los golpes recibidos habían sido de talentidad que tenía magullada buena parte del cuerpo, y abrasiones en la cara y enel cuello.

—¿Cuándo podré salir de aquí?—Tenga paciencia. Deberá permanecer ingresada al menos un par de días.—¡Nada de eso! —protestó Martina—. ¡Puedo marcharme ahora mismo!—Se portará como una buena chica y obedecerá al doctor —intervino el

comisario, paternalmente—. ¿Me autoriza a hablar con ella unos minutos?—Procure no fatigarla —accedió el médico.Seguido por la hermana Lucía, el doctor Sauce salió de la habitación.

Satrústegui se despojó de su abrigo y se acercó a la cama.—Quiero pedirle disculpas, subinspectora. Y le traigo un cordial saludo de

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parte del inspector Buj .Los ojos de Martina se humedecieron.—Perdí los nervios, comisario, pero hay cosas que no pueden volver a

ocurrir.—Y no se repetirán. En cuanto se reponga, usted y y o mantendremos una

conversación de trabajo. Pero, ahora, nos urge resolver este caso.Esa última frase pareció reanimar el instinto deductivo de la detective De

Santo. Preguntó al comisario:—¿Qué se sabe de Anselmo Terrén?—Permanece en paradero desconocido. Pero no se preocupe: hay cientos de

hombres buscándole, y le atraparemos.—¿Han analizado el hacha?—El criminal la limpió a conciencia. La sangre que había en la hoja no era

humana, sino de un roedor, probablemente, pero una minúscula muestra, en labase de la empuñadura, resultó que sí lo era y coincidió con el tipo del anticuario.—Satrústegui la miró con reconocimiento—. Se mostró usted muy perspicaz aldescubrir el arma del crimen.

Martina estiró una dolorosa sonrisa de satisfacción. El comisario le cogió unamano.

—No tengo más remedio que preguntarle por Leonardo Mercié. Respóndamesólo si se encuentra en disposición de hacerlo.

Martina afirmó con vigor, pero sus escasas fuerzas la abandonaban y nopodía fijar la vista.

—Lo haré, señor. Pero antes quisiera hacerle una pregunta.—Despacio, no se apresure.—¿El cadáver de Mercié conservaba una pulsera en su muñeca derecha?—No.—¿Está seguro?—Vengo del Anatómico. Mercié estaba casi desnudo cuando cayó por la

ventana. Sólo llevaba puesta una camisa. ¿Por qué lo pregunta?—Porque en esa pulsera había grabado un nombre masculino.—¿Cuál?—Manuel.El comisario meditó durante quince segundos.—¿Mendes?—¿Quién, si no?—¿Un trío? ¿Está sugiriendo que Manuel Mendes se entendía con Gedeón

Esmirna y con Leonardo Mercié?—Estoy segura de que existe una relación. ¿Qué ha sido de Mendes?—Quedó en libertad sin fianza por disposición de la jueza. —El comisario

chasqueó los dedos—. ¿Mendes y Terrén…?

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—Apostaría a que uno de los dos fue mi agresor. Y quien arrojó a Mercié alvacío. Pero no pude verle. Apiñas recuerdo nada.

—Suponiendo que ambos hubiesen liquidado a Esmirna, ¿qué móvil les habríaconfabulado?

—Hay que interrogar de nuevo al aprendiz. En eso, Buj llevaba razón. Noscontó una de indios.

Satrústegui abrió el walkie e impartió la orden de detener a Mendes. Lasubinspectora le refirió su visita a la casa de Mercié, incidiendo en susimpresiones sobre su personalidad y en la más que posible relación entre elprofesor de piano y Gedeón Esmirna.

—Aunque Mercié negó conocer al anticuario, uno de sus volúmenes llevabaun ex libris con el logo de Antigüedades Esmirna. También coincidía la colonia deambos, un perfume artesanal fabricado por Gedeón, quien se dedicaba arecolectar plantas silvestres.

—¿La misma colonia?—Con olor a bosque —sonrió Martina, sin que el comisario pudiera captar el

origen de esa metáfora—. En el caño de la tienda de antigüedades apareció unalambique. Probablemente, Esmirna lo utilizaría para destilar el perfume.

—Lo mandaré analizar.—Aprovecho para solicitarle que los técnicos comprueben si el mismo

alambique ha sido utilizado, también, para la elaboración de tintas artesanales. Yaverigüen, además si Leonardo Mercié tenía una hermana.

Satrústegui iba a preguntar algo, pero el rostro de la subinspectora, demudadopor otro relámpago de dolor, le aconsejó despedirse.

—Lo investigaremos —prometió—. Voy a dejarla, Martina. Vendré a verlamañana. Procure descansar.

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Capítulo 60

Bolsean, 25 de enero de 1986, viernes.

Pero al día siguiente no fue Conrado Satrústegui quien, a eso de las doce, abrió lapuerta de la habitación, sino Horacio Muñoz.

Martina había pasado buena noche. Se encontraba mejor. Desayunó sentadae incluso dio algunos pasos junto a la ventana. El archivero se la encontróleyendo el periódico, recostada sobre dos almohadas.

—Buenos días, Martina.—Me alegro de verle, Horacio.—Se preguntará por qué no vine ayer.—Supuse que me habrían restringido las visitas.—Eso, por una parte…Por el gesto de Horacio, Martina intuyó que era portador de malas noticias.—¿Qué ha sucedido?—Otro muerto se ha sumado a la lista.—¿Amandi? —exclamó la subinspectora. Su rostro pareció afilarse sobre la

sábana. Su extrema delgadez hacía que se le transparentasen las venas del cuello.—No, no… Caramba, subinspectora. Sí que le ha sorbido el seso ese tipo.—Por un momento, pensé…—¿Que se lo habían cargado? No, tampoco le ha tocado esta vez. Todo hace

indicar que el último crimen tiene que ver con el nuestro. La víctima másreciente es un anticuario gaditano, Luis Feduchy. Lo asesinaron anoche, en sutienda. El cadáver apareció hace apenas unas horas, cuando la mujer de lalimpieza entró para realizar sus tareas.

—¿Cómo se ha enterado usted?—El comisario Tinoco, al mando de la policía gaditana, se puso en contacto

con Satrústegui. Oí a nuestro superior comentárselo a Villa, por eso estoy al cabode la calle.

Incorporada sobre los almohadones, Martina parecía beber sus palabras.—¿Lo han decapitado?—No. Al parecer, le clavaron una daga en el corazón.—¿Pruebas, testigos?—Mi información no llega hasta ahí.

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—Tendrá que alcanzar —dijo la subinspectora, con resolución—. Acérquemeel bolso, hágame el favor.

Más que acostumbrado a las extravagancias de la mujer detective, elarchivero obedeció sin rechistar.

—Éstas son las llaves de mi casa —le indicó Martina—. Vaya y haga unabolsa de viaje con lo que encuentre por los cajones de mi dormitorio. Meta unvestido negro y la peluca que verá en mi tocador.

Horacio se la quedó mirando, boquiabierto.—Perdone, ¿cómo ha dicho?—Ya me ha oído: un vestido negro y una peluca.—¿Para qué?—Se lo explicaré en el tren.—¿En qué tren?—Cuando hay a terminado en mi casa, diríjase a la estación y saque dos

billetes para Cádiz.—¿A nombre de quién?—Usted vendrá conmigo.—¿Yo?—Sí, usted. Una vez que haya reservado los billetes, llame a los principales

periódicos de Cádiz y ponga el siguiente anuncio: « Vendo Egmont-Swastika.Razón: Teatro Falla» .

Horacio se sentó en el filo de la cama. Cuando la confusión lo habitaba,parecía más viejo.

—Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.—En su momento lo comprenderá. Cuando haya hecho todo eso, regrese

aquí y aparque el coche frente al hospital. Saldremos sin que nadie nos vea.—Usted no puede…—Ya lo creo que sí —repuso Martina, deslizándose de la cama y apoyando

los descalzos pies en el suelo—. ¿A qué está esperando? ¡Venga, hombre,muévase!

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PROMENADE

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Capítulo 61

Ni Horacio Muñoz ni Martina de Santo se dieron cuenta de que una furgoneta lesseguía al salir de la clínica de Santa María.

Minutos antes, en el cuarto de baño de la habitación, la subinspectora se habíavestido con unos vaqueros y el viejo jersey de su padre que Horacio habíacogido apresuradamente de su armario ropero, con tal cargo de conciencia, ypudor, que, habiéndose introducido en su dormitorio como un ladrón, apenasacertó a empaquetar lo primero que encontró por los cajones.

Martina se puso sus botas, dejando colgada de una percha del baño laestropeada ropa con la que había ingresado en la clínica, que mostraba huellas dela lucha en la casa de Mercié. Abrió con sigilo la puerta de la habitación y enviópor delante al archivero. Cuando éste, desde el pasillo, le hizo una seña, salió sinhacer ruido.

El corredor estaba tranquilo. Un médico despachaba en una de las consultas,pero ni él ni las enfermeras repararon en las dos figuras que se encaminabanhacia la salida.

El Escarabajo de Horacio se dirigió traqueteando a la estación deferrocarriles. Un furgón blanco, de los que suelen utilizarse para labores decarga, les siguió a prudente distancia.

Eran las tres de la tarde. Llegaron a la estación con el tiempo justo. El tren aMadrid salía apenas un cuarto de hora después, por lo que dejaron el coche en elaparcamiento, subieron al vagón y se acomodaron en sus asientos.

Una debilitada Martina se quedó instantáneamente dormida. Todo el rato elarchivero tenía el presentimiento de que, de un momento a otro, alguien, unocualquiera de los agentes de la Jefatura Superior, subiría al convoy paradisuadirles de su alocada iniciativa. Pero sus temores resultaron infundados. Lalocomotora arrancó a su hora y pronto, en apenas media hora, sin paradas,superó la barrera montañesa que aislaba la franja costera para enfrentarse a lasoledad de los páramos castellanos, abrumados por un frío seco que decolorabala tierra en tonos calizos.

En la estación de Atocha, Martina estuvo a punto de sufrir undesvanecimiento. Horacio la metió en la cafetería y le hizo pedir un bocadillo.

—¿Quiere café?

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—Me sentaría mejor un whisky de malta.—Nada de eso, subinspectora. Con la cantidad de fármacos que debe de

llevar en el cuerpo sería como arrimar un fósforo a un polvorín.A las nueve menos cuarto de la noche ocuparon su vagón cama, en el que

previamente un mozo había armado las dos literas de la parte baja.El tren nocturno a Andalucía, compuesto por veinte unidades, partió con un

pequeño retraso. Un revisor pasó para comprobar sus billetes; el servicio de bar,les informó, se cerraba a las doce, estando prevista la llegada a Cádiz para lasocho de la mañana. Martina intentó encender un cigarrillo, pero una tos violentale hizo apagarlo. Resignada, se metió en la cama.

—Es la primera vez que dormimos juntos —sonrió, mirando con picardía alarchivero, que se había sentado en la litera. Sin saber qué hacer, Horaciomantenía las manos inertes sobre las rodillas.

—Le advierto que ronco como un corsario. Mi mujer suele chistarme.Parece que funciona.

—Lo tendré en cuenta. ¿Ha traído algo para leer?—En el bolsillo del abrigo llevo esa novelita de Perry Masón. No la he

terminado, pero ya sé quién es el asesino.—Podría consagrar sus dotes detectivescas al caso que nos ocupa.—Eso se lo dejo a usted, subinspectora. Para algo es la protagonista de esta

novela.

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Capítulo 62

Martina despertó sin tener idea de dónde se hallaba. Un piloto rojo colgaba de untecho que parecía en movimiento. Su avara claridad no la ay udó a situarse.

Poco a poco, su memoria se fue ordenando. En la penumbra delcompartimento, Horacio roncaba con regularidad. Ciertamente, su mujer noexageraba un ápice.

La subinspectora encendió la lucecita de su litera. Eran las seis de lamadrugada. Debía de estar a punto de amanecer.

En ese momento, el picaporte se deslizó con parsimonia. Al chocar con elpestillo, emitió un leve chasquido, y enseguida retornó a su posición habitual,desde la que volvió a descender con extrema lentitud; exactamente como sialguien, pensó la subinspectora, quisiera asegurarse de que la puerta estabarealmente cerrada.

Conteniendo el aliento, Martina esperó un minuto. La manilla no volvió aaccionarse. La subinspectora saltó de la litera, se puso las botas y salió al pasillo.

El tren avanzaba en medio de una noche que parecía de tinta. Sólo alguna luz,a lo lejos, atestiguaba que atravesaban territorios habitados. Desde el desiertocorredor, con las puertas de los compartimentos cerradas, el traqueteo de lasruedas se oía con claridad, como otra forma de silencio.

Martina encendió un cigarrillo y avanzó hacia la locomotora.En un extremo de su vagón, en el interior de una minúscula cabina, el revisor

dormitaba sentado en un taburete, con la boca abierta y la cabeza apoyadacontra las cortinillas. Estaba descabezando su siesta con una revista en la mano,pero eso no quería decir que su sueño fuese ligero. Quien fuera que hubieseintentado penetrar en su departamento, habría podido pasar por delante de él sinalertarle.

La subinspectora recorrió el primer tramo del convoy sin tropezarse conningún viajero, por lo que regresó a su vagón. Comprobó que Horacio seguíaroncando y se encaminó hacia la cola del tren.

Forrados de láminas de madera, los pasillos eran tan estrechos que dospersonas tendrían que cruzarse de perfil. Tampoco en los vagones traserosencontró a nadie.

Hacia el final del convoy tuvo que salvar, entre vagón y vagón, un módulo

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articulado por una especie de fuelle cuyas planchas de acero parecíanmachihembrarse sobre las mismas vías.

En esa plataforma, el ruido de los ejes resultaba ensordecedor. Una de laspuertas, como si alguien hubiese olvidado cerrarla debidamente en la últimaestación, golpeaba contra sus bisagras. Martina se dispuso a asegurarla.

En ese instante, una mano le tapó la boca. Sus pulmones expulsaron el aire,sin que, debido a la presión que le aherrojaba el cuello, le fuese posible respirar.La otra mano de su agresor, mientras tanto, había terminado de abrir la puerta:un fuerte viento le dio en la cara. Un segundo después, las piernas de lasubinspectora se agitaban en el aire y sus rodillas golpeaban lo que parecía elcostado del tren. El puño de su atacante se aplicaba a machacar sus nudillos,intentando desprenderlos del quicio, el único punto de apoyo que habíaencontrado.

Pensó que estaba perdida. Alzó los ojos para ver el rostro del hombre que ibaa matarla, pero lo llevaba cubierto por un pasamontañas. Las márgenesdesfilaban a toda velocidad. El espacio exterior era abrupto, mortal para unacaída.

Un grito resonó entonces en la plataforma y una sombra cayó por encima desu cabeza, rodando por un terraplén como un muñeco de tela.

Martina gritó, a su vez. Otras manos aferraban las suyas, pero la puerta sehabía encasquillado y quien estuviera tirando de sus brazos, intentando rescatarla,tuvo que asomar medio cuerpo al vacío para conseguir izarla hasta el vagón.

Al fin, Horacio lo logró. Después de una agónica lucha contra la fuerza delviento, Martina se encontró pegada a su cuerpo, respirando afanosamente por laboca, pálida y temblorosa, pero a salvo en la plataforma de unión entre los dosvagones.

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Capítulo 63

Cádiz, 26 de enero de 1986, sábado.

A instancias de la subinspectora, el tren se detuvo algo más de lo previsto en lasiguiente estación, la de Puerto Real. Previamente, el revisor y Horacio habíanlimpiado y vendado un feo corte que Martina, en su forcejeo con el desconocido,se había hecho en la mano.

—Esto va a dolerle —dijo el revisor, al destapar un frasco de alcohol.Había en el botiquín del tren una pomada específica, y algún alivio le aportó.

Sin inmutarse, Martina aguantó el dolor tragando una tras otra hasta tres aspirinas.En el andén de Puerto Real patrullaba una pareja de la Guardia Civil. La

subinspectora informó a los números de lo sucedido, encomendándoles querastreasen el tramo de vía por el que se había precipitado su agresor. Ni ella niHoracio pudieron aportar una descripción de tal hombre. Todo lo más, que setrataba de un individuo alto y fuerte, con la cara cubierta y vestido de oscuro dela cabeza a los pies.

El tren cama volvió a ponerse en marcha.Un mágico paisaje de dehesas y salinas, de corrientes de agua dulce y

ganaderías bravas se fue revelando a la caliginosa luz de la bahía.De regreso a su compartimento, Martina abrió la ventanilla del pasillo y

aspiró el aire salado, con perfume a mar. Chumberas salvajes crecían junto a losrieles. El cielo estaba emborronado. Cuando cay eron las primeras gotas, elAtlántico se dejó divisar en oleajes de plata.

—El hombre del tiempo anunciaba temporal en el Estrecho —comentóHoracio—. Por una vez, no se ha equivocado.

Pasaban de las ocho y media cuando llegaron a la estación gaditana. Elhangar condensaba una bolsa de aire envenenado por la combustión de losmotores, pero afuera, una vez hubieron recorrido a buen paso el andén, el vientoles golpeó en violentas rachas.

En un efecto extraño, porque el mar no se apreciaba desde allí, los mástilesdel Juan Sebastián Elcano, atracado entre dos cargueros, oscilaban sobre lasverjas del muelle. Cuando se acercaron al puerto, vieron el agua verdosa. Másallá, en el brazo de mar extendido hasta Rota, un práctico bandeaba las olas, nosin dificultad.

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—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Horacio.—¿Qué haría usted?—Volverme a mi casa.—Todavía está a tiempo.—Nada de eso, subinspectora. Si me he dejado embarcar en esta aventura no

será para dejarla tirada. ¿Buscamos un hotel?—Antes iremos a presentarnos a nuestros colegas andaluces. Pare un taxi, no

estoy para muchos trotes.

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Capítulo 64

El comisario Tinoco era un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto y fino,con esa piel mate y lisa, aceitunada, de los meridionales con sangre árabe.Llevaba el pelo liso, castaño, peinado a un lado con una ray a baja de las quealzan remolino en el cogote. En los ojos claros le bailaba una sonrisa líquida queparecía habitar en él, a despecho de las ingratitudes de su oficio. El suave metaldel castellano sureño acunaba su voz.

—De modo que le envía Satrústegui —asintió, sin levantarse de su escritorio,mientras Martina y Horacio permanecían respetuosamente en pie—. Coincidícon él en Barcelona, hace ya muchos años. ¿Cómo está?

—Le envía cordiales saludos —repuso Martina, impertérrita; a su lado, elarchivero rezaba para que al comisario gaditano no se le ocurriera descolgar elteléfono y hacer una comprobación.

Tinoco reparó en sus dedos vendados.—¿Qué le ha pasado en esa mano, subinspectora?—Sufrí una agresión en el tren. Un hombre intentó acabar conmigo, pero fue

él quien cayó a las vías. He advertido a la Guardia Civil, para que proceda a subúsqueda. Creemos que se trata de uno de los criminales.

—¿De Feduchy? —preguntó Tinoco, interesado.—Tal vez. En el último mes y medio, cuatro anticuarios han muerto en

extrañas circunstancias. Uno en Viena, otro en el Caribe y dos en España.—Lo sé —afirmó Tinoco—. Satrústegui me puso al corriente.—Pensamos que los tres primeros asesinatos están relacionados entre sí —

estableció Martina—. Es probable que la muerte de Feduchy no sea sino otroeslabón de la cadena. Necesitaría analizar la escena del crimen.

—Ningún problema. Le pediré al inspector Castillo que la acompañe alCallejón de los Piratas, donde apareció el cuerpo. Tengo entendido que tambiénel anticuario de Bolsean fue asesinado con un arma blanca.

—En efecto.—Satrústegui me dijo que andan ustedes tras la pista de una banda de

expoliadores, en la certeza de que fueron ellos los autores de al menos elpenúltimo de los crímenes, el correspondiente a su circunscripción. ¿Opina quelos asesinos se han desplazado hasta aquí, a mil kilómetros de distancia, para

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cobrarse una nueva víctima?El tono de Tinoco no ocultaba una cierta guasa. La subinspectora estimó que

le convenía mostrarse prudente.—Preferiría indagar en la escena del crimen y cambiar impresiones después.—Como quiera.Mientras Horacio se quedaba en comisaría, consultando a otros agentes por

un hotel donde alojarse, Martina salió a la plaza de España con el inspectorCastillo. Su acento era más cerrado que el de su superior; de Jaén, quizá. Bajo lacurtida piel de Castillo asomaban dos generaciones de aceituneros. Tras algunasfrases meramente formales, le soltó con gracejo, sin dejar de caminar:

—No sabía que en Bolsean hubiera colegas tan guapas.Martina se echó a reír.—¿No se ha fijado en mis contusiones?—Sólo sé que tengo delante a una mujer bandera.Y Castillo se quedó tan ancho, sonriendo al viento que le alborotaba el

flequillo y arremolinaba la arena de la plaza. Amenazadores nubarronespreñados de lluvia sobrevolaban las azoteas. La luz era gris. Y el mar, que sevislumbraba a trechos, según avanzaban por el paseo de Canalejas, entrebuganvillas y flamboy anes rameados por las ráfagas, había adquirido el plomizocolor de la panza de un tiburón.

—¿No cogemos un coche? —sugirió Martina.—Aquí las distancias son cortas —repuso Castillo—. ¡Pero hay que ver qué

mañanita nos ha traído!A la vista del vendaval, el inspector decidió cortar por las calles del casco

antiguo. Algunas eran tan estrechas que necesariamente las antiguas carrozas dela Ilustración rozarían con las bombardas empotradas en las esquinas, sobre losadoquines de piedra, de la misma manera que los pasos de Semana Santa se lasdesearían para embocar sus peanas, con los Cristos y las Vírgenesbamboleándose a lomos de los costaleros.

La estatua de Emilio Castelar los saludó sin palomas en la plaza deCandelaria, con tascas en las esquinas y tanta vegetación que los balconesreflejaban una selva de hojas y flores. Martina admiró el armónico trazado delas fachadas dieciochescas, tan decadentes y modernas al mismo tiempo, lasrejas, el juego de las ventanas y los fierros, del cristal y la cal.

—Me parece que me va a encantar esta ciudad.El inspector se animó:—Tendría que volver en verano, con las playas a reventar. Si quiere, puedo

enseñarle lo más nombrado, e invitarla a cenar una caballita. —Martina nocontestó, limitándose a sonreír—. ¿Cuántos días piensa quedarse? —siguióinsistiendo Castillo.

—Depende.

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—¿De qué?—De lo que don Luis Feduchy nos pueda contar.—Ése está ya para pocos hablares.—Ya veremos. Hay cadáveres que dictan sentencia.Su tienda de antigüedades, El Arca de Noé, estaba en el laberíntico barrio de

El Pópulo, aislado por un arco de dovelas de piedra. La amarilla cúpula de lacatedral se erguía sobre el Callejón de los Piratas.

Un policía vigilaba a la puerta del establecimiento. En el interior, no muyamplio, apenas un bajo de ochenta o noventa metros cuadrados atestado depiezas y muebles de época, media docena de focos unidos por un grueso cableiluminaban el escenario con luz eléctrica.

La silueta de un cuerpo caído, con las manos juntas, como en actitud orante,y las piernas dobladas, había sido trazada con tiza sobre el suelo de baldosa.Castillo indicó a la subinspectora que el cadáver de Feduchy había sidodescubierto en esa posición, con los ojos abiertos, dilatados por el terror, y unadaga clavada en el pecho.

—Había mucha sangre. Tanta, que se escurría bajo los muebles.—¿Cuántas veces lo apuñalaron?—El forense contó diecisiete puñaladas.—¿Tenía parientes?—Un hermano.—¿Mujer, hijos?—Era soltero.—¿Cuándo se celebrará el funeral?—Finalizada la autopsia, supongo.—¿Su hermano, entonces, no ha encargado aún la esquela?—Lo ignoro —repuso Castillo, extrañado por lo absurdo de la pregunta.—Alguien lo habrá hecho por él.—Disculpe, pero no la entiendo.—En su lugar, inspector, yo haría una consulta en las redacciones de los

periódicos, particularmente en los de menor tirada. Me apostaría esa caballa aque la esquela de Feduchy fue encargada con antelación, y con instruccionespara ser publicada tres días después de su muerte. Así sucedió con los otrosanticuarios.

Apenas convencido, Castillo decidió, empero, curarse en salud, y encargó lagestión a uno de sus subalternos.

La subinspectora se dispuso a registrar la tienda. Sin tocar nada, midió ladistancia que separaba el dibujo de tiza del escritorio, así como la orientación delas marcas de sangre emulsionada que habían quedado impresas en una estatuade yeso de tamaño natural que representaba a un dios mediterráneo de cabellosrizados y cuerpo canónico.

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El escritorio carecía de cajones. Su superficie de vidrio señalaba los oscurosóvalos de dos tazas de café, que Martina imaginó habrían sido incorporadas alelenco de pruebas, y una pluma estilográfica, una Sheafer de oro de los añoscincuenta, con el típico plumín de boca de pato, destapada sobre una cuartilla enblanco. Daba la impresión de que el anticuario se disponía a escribir algo en ellacuando lo sorprendió su asesino.

Detrás del escritorio se alzaba un armarito moderno, de un vanguardistadiseño que chocaba con los restantes elementos de la tienda. Uno de los agentesse hallaba revisando los libros de contabilidad, por lo que Martina prefirió nomolestarle. Recorrió con la vista las piezas ornamentales, las porcelanas, unavitrina que reproducía joyas de origen tartesio, y también los cuadros quecolgaban de manera aleatoria desde el elevado techo hasta el zócalo de mosaico,estilo patio andaluz: marinas de la bahía, acuarelas de muchachas caminando porplay as desiertas, retratos modernistas, pinturas religiosas del barroco sevillano,con los claroscuros de Velázquez y Zurbarán como inasequibles ejemplos…hasta un enorme lienzo de batallas coloniales, caballería y turbantes, cañones yjaimas, que le recordó a Pradilla.

En una esquina, casi arrumbado, había un viejo fonógrafo de los tiempos deLa Voz de su Amo. Al verlo, Martina sintió que se le aceleraba el pulso.

La pila de vinilos descansaba debajo del plato. Cogió las fundas y las fuepasando una por una.

La última de todas, con el disco marcado en la tapa, debido a la presión de losotros, respondía a una grabación de Modest Mussorgsky. Se trataba de Cuadrospara una exposición, en la interpretación solista de Maurizio Amandi.

La subinspectora experimentó una subida de adrenalina. Dejó el disco en sulugar, pidió unos guantes de látex a uno de los dos agentes que se afanaban enbusca de huellas y se puso a revisar el establecimiento centímetro a centímetro.

A través de la luna del escaparate, el inspector Castillo la vio cuerpo a tierra,palpando bajo los arcones, o de rodillas ante un globo terráqueo, observandoatentamente la distribución de los océanos en el siglo XVI.

La caja fuerte, de reducido tamaño, y empotrada en la pared tras unaacuarela decorativa, estaba abierta y vacía; en su interior, según indicó a lasubinspectora uno de los policías, apenas había aparecido nada de interés: algúndinero en efectivo, un par de cheques al portador cuy a fecha de cobro no habíavencido y una docena de plumas estilográficas antiguas conservadas en unalujosa caja de puros de raíz de nogal.

El mismo agente, un hombre joven, sin acento anda luz, adscrito al Grupo deHomicidios de Sevilla, desde donde se había desplazado para colaborar con suscolegas gaditanos, le proporcionó algunos datos más:

—El cuerpo fue descubierto a primera hora de la mañana de ay er por unamujer que venía a hacer la limpieza. Entró con su llave, a eso de las ocho y

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media, y encontró el cadáver. La puerta estaba cerrada, lo que sólo puedesignificar que el asesino, tras cometer el crimen, registró las ropas, la cartera demano o el escritorio de Feduchy, hasta dar con las suy as. Cerró la puerta y huyó.No hay testigos ni, por ahora, pistas incriminatorias de ningún tipo.

—¿Qué me dice de la carta manuscrita, redactada con tinta escarlata, quehabría aparecido en algún lugar visible, encima del escritorio o entre losdocumentos contables?

La expresión del detective reveló un profundo estupor.—¿La ha puesto en antecedentes el comisario Tinoco?—No era necesario. ¿Hallaron señales de lucha?—El agresor no precisó forcejear con el anticuario para abatirle, lo que

implicaba, por su parte, fuerza y destreza en el uso del arma blanca utilizada: unadaga de las dos, similares entre sí, que Feduchy conservaba en una panoplia.

Martina salió al callejón. Castillo fumaba en un zaguán, para protegerse delviento. Ella sacó un cigarrillo y lo encendió sin esperar a que él le ofreciesefuego. Lo sostuvo con sus dedos vendados y aspiró hasta que el humo con sabor amadera se abrió paso entre sus bronquios.

—¿Ha descubierto algo interesante? —Curioseó Castillo.—Las características de este asesinato coinciden en parte con el de Gedeón

Esmirna —repuso la subinspectora—. Entre ambos crímenes, sin embargo, hayuna diferencia fundamental: a Esmirna lo decapitaron y mutilaron.

—Entonces, no pudo ser el mismo picha.—¿Por qué no?—No tiene lógica.—Al contrario, inspector. Tiene toda la lógica del mundo.

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CUM MORTUIS IN LINGUA MORTA

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Capítulo 65

Aunque el cadáver de Luis Feduchy estaba siendo objeto de la preceptivaautopsia, el médico forense les autorizó a inspeccionarlo.

Castillo y Martina de Santo habían atravesado la parte antigua de la ciudad abuen paso, hasta las inmediaciones de La Caleta, donde se levantaba elAnatómico. Por el Campo del Sur, el viento y una lluvia racheada arreciaban detal manera que, tal como antes, al dirigirse hacia el Pópulo, habían hecho,tuvieron que cortar por el dédalo del casco viejo: calles blancas, tan rectas queparecían morir contra un cielo cubierto por encabritadas nubes, como caballos desucio algodón.

Al pasar por las inmediaciones del Teatro Falla, Martina vio un cartel deMaurizio Amandi, la misma y enorme foto publicitaria del pianista gravementesentado ante el teclado. El músico actuaba esa tarde, a las ocho. Su programa,basado en piezas de Albéniz, incluía, en la segunda parte, Cuadros para unaexposición.

—¿Le gusta la música clásica, inspector? —preguntó Martina.—Prefiero el flamenquito.—A lo mejor, antes de cenar, no le importaría invitarme a ese concierto de

piano.—Será un placer —convino Castillo, dispuesto a contar ovejas con tal de

regalarse con la compañía de semejante bombón. Pensaba llevarla a la venta deSan Fernando donde había comenzado a desgranar sus cantes Camarón de la Isla.Sería una excusa perfecta para coger el coche y, quién sabía, detenerse tal vez, ala vuelta, bien regados de fino, en las discretas playas de Cortadura.

Feduchy, envida, debía de haber sido un hombre atractivo. Incluso ahora,pese a las múltiples señales de apuñalamiento y a las costuras de la autopsia, a losgruesos puntos quirúrgicos que, cosidos bajo su cuello, y a lo largo del tronco,recordaban un basto collar, conservaba una distinción marmórea.

—Una de las puñaladas le destrozó el corazón —indicó el forense, un hombrejoven, rubio y distante, con acento madrileño, que respondía a un apellidocompuesto, López de la Lama; si se lo mutilaban en su primer y más prosaicogentilicio, no solía darse por aludido—. La punta del arma salió por la espalda.

La subinspectora le pidió autorización para fotografiar el cadáver. Revisó a

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continuación las ropas del anticuario, un traje de ray a diplomática, desgarrado acuchilladas, y la camisa rosa, manchada de sangre, que vestía cuando fuesorprendido por su último e implacable cliente.

La cartera de Feduchy, que descansaba junto a sus objetos personales, unanillo con una esmeralda y una medalla del Cachorro, había aparecido en unbolsillo interior de la chaqueta; contenía quince mil pesetas, tarjetas de crédito yuna serie de post-its, pegados entre sí, con anotaciones de llamadas o recadospendientes. En uno de ellos, Feduchy había anotado el nombre de MaurizioAmandi y un número telefónico con prefijo de Málaga, coincidente con el queHoracio había identificado a petición suya.

—Ya he terminado, podemos marcharnos.—¿No quiere indagar nada más? —La motivó Castillo, que llevaba un rato

mirándola embobado, intentando adivinar lo que ocultaban sus curvas.—Ya sé cuanto debía saber. Volvamos a comisaría, tengo que hablar con mi

compañero.Horacio Muñoz les esperaba en un sótano enjalbegado que hacía las veces de

cafetería, ante una taza de poleo menta.El archivero había dejado el equipaje en un hotel de la plaza de Mina, donde

alquiló dos habitaciones, y regresado después a la sede policial para intentaraveriguar si la Guardia Civil había conseguido detener al hombre que arrojarondel tren. Pero las pesquisas, informó a la subinspectora, no habían dado frutos. Lapatrulla encargada de recorrer las vías había regresado de una primera batidacon las manos vacías. No obstante, se comprometieron a continuar la búsqueda.

—Ese hijo de mala madre sobrevivió a la caída —epilogó un ensombrecidoHoracio, cuyas ojeras, debido a la mala noche pasada, se estiraban hasta rozarlas aletas de su nariz. Voy a pedir un arma, por si las moscas. ¿Me espera aquí,subinspectora?

—Muy bien. Mientras tanto, haré unas llamadas. ¿Tienen los periódicos dehoy?

El inspector Castillo le cedió su despacho y salió cerrando la puerta. Martinacomprobó en los diarios que el anuncio encargado el día anterior por Horacio« Vendo Egmont-Swastika. Razón: Teatro Falla» aparecía en lugar destacado.Buscó en la guía el número del Falla, descolgó el auricular y preguntó por eldirector del teatro. Una secretaria le dijo que el señor Fernández-Pujol no seencontraba en Cádiz, pero se ofreció a pasarle con el responsable deprogramación. A preguntas de la subinspectora, éste le informó que el intérprete,Maurizio Amandi, había llamado desde Marbella anunciando que le resultabaimposible asistir a los ensayos, y que no se presentaría en el teatro hasta una horaantes de la actuación.

—Se trata de un tipo bastante excéntrico —agregó el programador—. Eldirector se ha desplazado hasta Marbella para traerle en persona.

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—Amandi ha recibido amenazas. Estoy encargada de su protección. Asistirédiscretamente al concierto, junto a otros dos policías. ¿Sería tan amable deenviarme tres invitaciones al Hotel Francia?

En ese momento, la puerta del despacho se abrió para dar paso al inspectorCastillo. Sus ademanes anunciaban algo urgente. Martina colgó el teléfono.Castillo exclamó:

—¡Tenía usted razón! ¡Alguien puso la esquela de Feduchy cuando aún vivía,y la pagó por anticipado especificando su deseo de que saliera publicada tres díasdespués de su muerte!

—¿En qué periódico?—El Faro, un semanal de pequeña tirada editado por la Diputación Provincial

y una asociación de minusválidos.—¿Quién contrató la esquela?—Un tipo corpulento, de unos cincuenta o sesenta años, con un gorrito de tenis

y gafas oscuras.—¿Le acompañaba una mujer, una mujer pelirroja?—No.—¿Está seguro?—Desde luego. Hay varios testigos, y coinciden en la descripción. El hombre

habló muy poco, y apenas permaneció en la redacción tres o cuatro minutos.Contrató una página entera y la abonó en metálico. Acabo de entregarle eloriginal de la esquela al comisario Tinoco. Está escrito con tinta escarlata y …

—Firmado con una esvástica.Fue como si Castillo se hubiese tragado una mosca. Martina añadió:—El texto dice así: « En memoria de Luis Feduchy, fallecido en Cádiz. Te

recordaremos al escribir tu nombre» .La nuez del inspector subió y bajó:—¿Es usted clarividente?—Por lo que a su amena visión respecta, no podré volver a disfrutarla hasta

última hora de esta tarde.Castillo captó la indirecta.—¿No almuerza conmigo, entonces?—Resérvese para la cena. Le veré en la puerta del Teatro Falla, a las ocho. Si

no he llegado, ocupe su asiento junto a mi colega Horacio. Después nos iremosjuntos a celebrar el éxito.

—¿Del concierto?—Del fin de los crímenes para una exposición —murmuró Martina,

contemplando a través de la ventana de qué modo las nubes volaban comonegras bandadas de pájaros sobre las revueltas aguas de la bahía.

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Capítulo 66

A las ocho menos cuarto, ya de noche, el inspector Castillo se encontraba bajo losarcos mozárabes de la fachada principal del Teatro Falla. Llevaba su mejor traje,el mismo que utilizaba para los entierros y para las declaraciones periciales enlos Juzgados, y se había puesto tanta colonia que alguna gota le resbalaba por lafrente, irritándole los ojos con el escozor del alcohol.

Durante la tarde había dejado de llover, pero el viento seguía soplando confuerza y la temperatura había descendido de manera alarmante. En el telediario,el hombre del tiempo había comentado que en toda la mitad sur, y, másconcretamente, en el área del Estrecho, se esperaba un brusco descenso deltermómetro, y que la nieve podría hacer acto de presencia en cotas muy bajas.¡Nieve en Cádiz!, había sonreído Castillo.

A las ocho menos cinco, la figura un tanto torva del archivero de Bolsean,aquel extraño sujeto que había acompañado a la subinspectora en su largodesplazamiento desde el norte, y con quien Castillo apenas había cambiadocuatro palabras, se acercó hasta él.

—Buenas noches, inspector. He dejado a la subinspectora arreglándose en elhotel. Me ha encargado que le diga que se demorará un tanto. Ruega le disculpe.

—No tiene importancia. Pero, acudirá, ¿no?—Desde luego. Se quedó con su entrada. Nosotros podemos ir ocupando

nuestras localidades.En el interior del teatro, los miembros de la orquesta afinaban sus

instrumentos. Horacio y Castillo se acomodaron en la fila veintidós, a la derechadel escenario.

—¿Quién será el panoli que huele de esa manera? —preguntó el archivero,fingiendo olfatear al espectador delantero.

La ironía era nítida; Castillo enrojeció. Se sentía un poco ridículo embutido enaquel traje, con un asiento vacío a su derecha y la expectativa de permanecer enriguroso silencio tragándose un ladrillo como el que prometía el programa demano. Procuró pensar en las almejas a la marinera que pensaba encargar comoentrante en la Venta del Maca, y en aquellos ojos de la subinspectora que leestaban sorbiendo el seso.

El pianista se hizo esperar. En primer lugar, hizo su aparición el director de la

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orquesta, un hombrecillo calvo, con unas gafas tan gruesas que parecía mirarhacia dentro. Cinco largos minutos después, cuando hasta los músicos, cansadosde pulsar notas, miraban sin disimulo hacia bambalinas, pisó la escena MaurizioAmandi. Con una expresión enérgica, caminó hasta el proscenio y ejecutó unaregia reverencia. Se incorporó con una estudiada lentitud y permaneció con lacabeza inclinada hasta que unas tímidas palmas rompieron el embarazososilencio. Satisfecho, Amandi envió al aire un beso con las puntas de los dedos y sedirigió al piano. Las luces se apagaron.

El músico alzaba una mano para pulsar los primeros arreglos cuando sedetuvo y evadió la mirada hacia el patio de butacas.

Por el pasillo avanzaba una mujer vestida de negro, con una larga y rojacabellera cayéndole sobre la desnuda espalda. Parecía dirigirse hacia lasprimeras filas con el propósito de ocupar su localidad, pero, en lugar de ello,contoneándose, subió los peldaños que comunicaban con el escenario. Sin que losacomodadores acertaran a evitarlo, se encontró a la altura de los músicos. Dejó aun lado al director, quien, atónito, la miraba desde su atril, con la batuta caída,rodeó la sección de cuerdas y se aproximó al piano.

Amandi se había levantado del taburete. La mujer pelirroja le acarició unamejilla y le arregló la pajarita.

En ese momento, las luces del teatro se encendieron de golpe. Parte delpúblico se removió en sus asientos. La pelirroja señaló al fondo de la platea ygritó:

—¡Horacio, allí!En una de las filas situada detrás del archivero acababa de producirse un

revuelo. Alguien, una sombra voluminosa, intentaba abandonar su asiento.Desde el escenario, la mujer pelirroja sacó una pistola. Algunos espectadores

agacharon la cabeza. Mientras el hombre se abría paso, se oyeron gritos dehisteria.

Horacio fue a por él.Cortó por el pasillo central y desembocó en el vestíbulo. Maldiciendo su

pierna enferma, salió a la plaza y corrió a trompicones hasta que trastabilló yquedó tendido en el suelo, resbaladizo por la lluvia, casi aguanieve, que salpicabala noche.

Cuando la pelirroja llegó a su lado, un centenar de metros los separaban delfugitivo.

—¡No lo pierda! —la animó Horacio.Martina de Santo se quitó la peluca y se precipitó tras el hombre que huía. Su

ligero vestido negro pareció flotar por las estrechas calles que conducían hacia elmalecón. El aguanieve le daba en la cara.

Al doblar una esquina, lo perdió. Martina atravesó la plaza de Jesús Nazareno,donde un viejo que se santiguaba al salir de su casa la miró con espanto; por pura

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intuición, la subinspectora siguió su carrera hasta los espigones del Campo del Sur.Frente al furioso Atlántico, cuya marea se escuchaba como un subterráneo

estruendo, el viento se había desatado en huracán. La lluvia, como una cortinaoblicua, procedía del mar. Cuando estaba a punto de dejarse abatir por lafrustración, Martina distinguió una sombra cerca de la catedral, en movimientohacia el ábside. La subinspectora apretó los dientes y corrió hacia allí.

Cuando llegó al templo, sus pulmones eran como brasas ardientes. Estabacalada de cabeza a pies.

Entró a la catedral apuntando a los bancos. El silencio era como un truenosordo, o tal vez solo escuchaba los latidos de su corazón. Una mujer rezaba deespaldas, frente a una capilla. Otra, acaso dormida, permanecía inmóvil en unreclinatorio, junto al altar mayor.

Martina recorrió la nave y el crucero hasta que reparó en la cripta. Su oscuraentrada se abría junto al baptisterio. Alguien había quitado y arrojado al suelo lacadena que la aislaba del culto. Sin pensárselo, la subinspectora se lanzó escalerasabajo.

El hombre que había huido del teatro, y antes de Bolsean, del Caribe y de lahermosa Viena parecía esperarla tranquilamente sentado en la lápida de Manuelde Falla. La lámpara de la cripta iluminaba su cuerpo, pero no su rostro. Desdecinco metros de distancia, Martina le encañonó.

—Levántese y camine hacia mí.—¿No va a pedirme que me presente? —No será necesario. Sé quién es

usted. El fugitivo dio unos pasos hacia la luz y se quedó quieto. Su sonrisa nodenotaba temor alguno.

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LA GRAN PUERTA

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Capítulo 67

Vestía un traje azul marino y una corbata granate sujeta con un alfiler dediamantes. El abrigo, chorreante, reposaba sobre la tumba del autor de LaAtlántida.

Su voz, aparentemente sincera, resonó en la cripta:—Mi enhorabuena, subinspectora. Pocos habrían sido capaces de seguir el

rastro, pero usted ha descubierto mi juego.Martina alzó la mira de la pistola, apuntándole entre los ojos.—Al menos, señor Esmirna, tengo la suerte de estar viva. Condición de la que

sus víctimas no pueden disfrutar.—¡Víctimas de sí mismas, más bien! —replicó Gedeón—. ¡De su insensato

egoísmo! Si hubiesen colaborado desde un principio, otro gallo les habríacantado… ¿Fue usted quien puso el anuncio en los periódicos?

—Sí.—La cuarta Swastika… ¿Un cebo, no es así?—Pensé que sería la única manera de atraerle.—Y lo consiguió. Me hizo cometer un error.—No ha sido el único. ¿Porqué mató a esos hombres?—Detentaban algo que era mío.—¿Las Swastikas?—Sí.—No le pertenecían. Usted tan sólo poseía un ejemplar de imitación. El que

le cambió en su tienda a Maurizio Amandi cuando éste fue a visitarle.—¡Vaya necio! Lo escamoteé delante de sus narices, mientras contemplaba

embelesado ese horrendo busto de Mussorgsky que hice encargar en arcilla.Cambié mi pluma falsa por su maravilloso ejemplar y me lo quité de en medioasegurándome de que la policía continuaría cerrando el círculo en torno a él.¡Ese pavo real es tan lelo que ni siquiera se dio cuenta de que falsifiqué su letrapara escribir las esquelas!

—¿Con esa tinta que usted fabricaba en su bodega de la calle de los Apóstoles,utilizando el viejo alambique?

—¿También ha descubierto eso? ¡Bravo! Pero no ha adivinado aún por quéusé una tinta artesanal, ¿me equivoco?

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—El conde de Spallanza utilizaba esa misma fórmula, coloreando el tonoescarlata con caparazones de cochinilla y con… orina. Al imitar su técnica, ustedpretendía que las indagaciones policiales volvieran a reparar en la familiaAmandi, y en Maurizio, que también solía utilizar el color escarlata, comoprincipal sospechoso.

Esmirna la contempló con arrobada admiración.—Insisto en que me parece usted una mujer extraordinaria.Los ojos de Gedeón irradiaban astucia. Martina avanzó dos pasos.—¿Fue en la bodega de su tienda donde ocultó a Anselmo Terrén?El anticuario armó una beatífica sonrisa.—Hubo que reducirle previamente. Era vigoroso, y se resistió.—Después, cuando Maurizio Amandi se hubo marchado de su tienda, subió a

rastras a Terrén, por los escalones del pasadizo, y lo decapitó con un hacha.—Me repele la sangre. Ése fue un trabaj ito para mi pequeño Manuel.—¿Su querida pelirroja?—A Manuel le gusta disfrazarse, y a mí que lo haga. Es divertido viajar así,

como marido y mujer.La subinspectora asimiló ese comentario, y enseguida afirmó:—Terrén tenía su misma envergadura.—En efecto.—Y coincidía también con su grupo sanguíneo.—Ciertamente.—¿Cómo accedió a ese dato?—Por determinado policía —repuso Esmirna, balanceándose sobre sus

gordezuelas piernas.—¿No pudo imaginar una coartada más perfecta que la que iba a

proporcionarle el cadáver de Terrén?—¿Acaso no lo era? Pensé que tardarían algún tiempo en descubrir la

suplantación, como así ha ocurrido. En momentos de optimismo llegué aacariciar la hipótesis de que no lo averiguarían nunca, pero no contaba con sutenacidad.

—Ni yo con la suya, señor Esmirna. Porque, antes de despachar a Terrén,había liquidado a Teodor Moser.

—Nada más simple, aunque en Viena hacía un frío terrible, casi como el quetuve que soportar la otra noche, aquí, en Cádiz, ante la tienda de Feduchy, hastaque ese desgraciado se dignó a abrirme su puerta. A Moser me limité aestrangularle en su palco de la Ópera. Después registré su caja fuerte, hastahacerme con la primera Swastika, y le pegué fuego a su usurero comercio.

—¿No le gustan los judíos?—Preferiría la compañía de un perro.—Simpatiza con los nazis, ¿verdad?

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—Uno cree que los males del mundo tienen remedio.—¿Qué significa la esvástica para usted? ¿Lo mismo que para John Egmont,

el fabricante de plumas?—Claro que no. Los símbolos sagrados me merecen todo el respeto.Martina se pasó la lengua por los labios. Tenía la garganta seca. La humedad

de la cripta la hacía temblar.—Luego le tocó el turno al conde de Spallanza, en el Caribe colombiano.Esmirna asintió, casi con cordialidad. Por un instante, una sensación de

incongruencia afectó a Martina como un vértigo.—Hacía mucho calor, pero aquel viaje resultó más grato —comenzó a

relatar el anticuario, en un tono vacacional—. Por un capricho de los astroscoincidimos en el avión a Providencia con ese narciso de Maurizio Amandi; digracias al cielo por ay udarme así. Lo interpreté como un signo, créame. Yotambién suelo caracterizarme al viajar; de manera que, días después, en Bolsean,Amandi no me reconoció… Ya nada podría detenerme. Vigilamos la mansiónisleña del conde hasta que su hijo salió, y las mujeres del servicio tras él. Mihermosa y salvaje pelirroja se deshizo a golpes del perro guardián, cuy o cadáverarrojamos por uno de los farallones que daban al mar, donde sería pasto de lostiburones, y yo, por mi parte, ahogué con mis propias manos a AlessandroAmandi en su pretenciosa piscina, sumergiéndole la cabeza una y otra vez paraque me dijera dónde ocultaba su Swastika, extremo que se negó a revelar. ¡Hastatal punto es capaz un coleccionista fanático de resistir el tormento!

—Es usted un pobre loco, Esmirna.El anticuario protestó:—¿Cómo puede decir eso, subinspectora? ¡Hay grandeza en cuanto he hecho!

¿Acaso mi persistencia es diferente a la suya? ¿Sabe con qué dedicación, con quéencono lo intenté, desde la muerte de John Egmont? Siempre quise reunir a mispequeñas, seguí su rastro por medio mundo, ahorré, intenté adquirirlas… ¡Envano, una y otra vez!

—En su juicio podrá descargar esos y otros argumentos. Ahora, deme lasestilográficas.

—Antes, tendrá que matarme.—Estoy segura de que las lleva encima.—Por supuesto. Cerca de mi corazón.Esmirna sacó de su bolsillo las tres Swastikas y las miró con amor. A la

parpadeante luz de la cripta, el oro y los rubíes refulgieron como objetoslitúrgicos.

—Fíjese en ellas, subinspectora, porque serán lo último verdaderamentehermoso que verá sobre la faz de la Tierra. Y suelte la pistola. O désela aManuel, quien, estoy seguro, se alegra de volver a encontrarla tras su frustradoencuentro en el tren.

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Capítulo 68

Martina se giró con rapidez. El aprendiz le sonreía desde las escaleras de lacripta. El pelo mojado recortaba su anguloso rostro. Su diestra sostenía un armade fuego de pequeño tamaño.

—Mi Derringer, ¿recuerda? —Parloteó Esmirna, con su camarina voz—.Hubiera hecho bien en comprarlo, subinspectora. Hágame un favor: deposite suarma en el suelo y retroceda hasta la pared. No obligue a Manuel a disparar.

Martina obedeció. Mendes recogió su pistola y se la entregó a Esmirna, quienla sopesó y guardó en un bolsillo.

—Voy a concederle una última prerrogativa, querida mía —murmuró elanticuario, ensimismadamente—. Puedo ahogarla con mi corbata o despacharlade un disparo. Elija.

—No ganará nada.—¿Acaso tengo otra opción?—Entréguese.—¿Y pasar el resto de mi vida entre rejas? ¿Qué espíritu libre lo soportaría?—Entregue al chico, entonces.Gedeón rompió a reír. Sus carcajadas resonaron en la cripta.—¿Has oído eso, Manuel?El aprendiz se acercó a Martina y le dio un culatazo en la cara. El labio

inferior de la subinspectora comenzó a sangrar, pero no le impidió insistir:—¿No fue él quien liquidó a Leonardo Mercié? ¿Acaso no intentó matarme en

su piso y más tarde en el tren? ¿No siguen pesando sobre él las sospechas de lapolicía?

—¡Cállese! —rugió Mendes.—Ingenioso, realmente ingenioso —consideró Esmirna, acercándose al

aprendiz y pasándole un brazo por los hombros—. ¿Qué opina de eso mipelirroja? ¿Te sacrificarías por mí?

—¡Maldita mujer! —barbotó Manuel—. ¡No siga por ese camino!—Usted está muerto, recuerde —arguy ó Martina, impertérrita, dirigiéndose a

Gedeón—. Su ayudante lo decapitó y mutiló y le robó los dos millones queacababa de pagarle Maurizio Amandi, más una indeterminada cantidad que lehabría hecho sacar de sus cuentas. Estaba chantajeándole, como a Leonardo

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Mercié. A cambio de sus favores sexuales, Manuel Mendes, un muchachoinestable, con antecedentes penales y un pasado sórdido, les exigía cada vez másdinero. Finalmente, decidió enfrentarse con él. Discutieron, y Mendes acabó consu vida. Pocos días después, temeroso de que Mercié acabase confesando a lapolicía, Manuel le hizo volar desde su quinto piso. Huyó a Cádiz, dondeestablecería contacto con Luis Feduchy, a quien, asimismo…

—¡Silencio, zorrón! —volvió a exclamar Manuel, esgrimiendo la pistolafrente al rostro de Martina.

—Márchese ahora —invitó la subinspectora al anticuario—. Suba por esasescaleras y desaparezca en cualquier parte. Nadie le encontrará, nadie lebuscará. Podrá vivir tranquilo, con sus doradas princesas, únicas en el mundo.¡Podrá seguir coleccionando, consagrándose a su pasión! Una nueva vida enBrasil, en cualquier país africano. ¿Qué me dice?

—¡Miserable putón! —bramó Manuel, alzando el brazo para golpearla denuevo.

Gedeón lo impidió.—¡Ya basta, niño! Odio tu lado… callejero. Siga usted, Martina.—¿Es que vas a escuchar a esta golfa? —Saltó Manuel.—¿Cuántas veces tendré que recordarte las normas de educación? ¡No me

gusta que me tutees delante de extraños! ¡Te mereces un bofetón!A la subinspectora no le habría extrañado que el anticuario hubiese terminado

por abofetear a su aprendiz, de no haber sido porque unas fuertes vocesdistrajeron su atención.

Los gritos, amplificados por el eco de la cripta, parecían proceder del túnel deacceso. Enseguida dieron paso a fugaces sombras que se dispersaban hacia losnichos. De una de las siluetas brotó un fogonazo y Mendes cayó sobre susrodillas, impulsando los brazos hacia atrás. Esmirna había sacado de su bolsillo lapistola de Martina y disparó contra los agentes que acudían al rescate de lasubinspectora; uno de ellos, al menos, resultó alcanzado. El otro también abriófuego, una, dos, tres veces, pero la espalda del anticuario y a había desaparecidoescaleras arriba.

—¿Se encuentra bien, Martina?—¡Deme su revólver, y o iré tras él!Horacio le tendió el arma y se inclinó sobre el cuerpo del inspector Castillo,

que se retorcía en el suelo.—¡No vaya sola! —Le aconsejó el archivero.Martina no le escuchó. Atravesó el altar may or y salió a la plaza de la

Catedral justo para divisar a Esmirna cruzando el Arco del Pópulo. Corrió a todavelocidad hasta desembocar en el Callejón de los Piratas, y de ahí a la Cuesta delas Calesas.

La calzada, muy empinada, frenaba la huida del anticuario, haciéndole

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perder terreno. La subinspectora se encontraba a menos de cincuenta metros deél cuando algo así como si hubieran desgarrado una almohada de plumas le cególa visión. Blancas bandadas de copos ocultaron el cielo color caldero. La nieve sederramaba sobre la ciudad, impulsada por la ventisca.

Esmirna resbaló, empujó a un viandante y siguió corriendo hacia las Puertasde Tierra. Cruzó la calzada entre los coches que circulaban con lentitud y separapetó tras uno de los pilares de piedra.

Martina se detuvo a veinte pasos, inmovilizó el cuerpo y preparó la pistola.Cuando el anticuario volvió a asomarse, le metió un balazo en el hombro. Gedeónse derrumbó con un grito.

La detective se acercó con cautela y lo desarmó. Esmirna estaba tendido enel suelo. La nieve caía sobre él. Martina introdujo una mano bajo su americana ysacó las tres Swastikas. Sus giróvagas cruces parecieron palpitar, comosangrientas reliquias.

—¿Qué hará con ellas? —imploró el anticuario—. ¡Pídame lo que quiera,pero no nos separe! ¡No podría seguir viviendo!

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PROMENADE(Epílogo)

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Capítulo 69

Bolsean, 28 de enero de 1986, lunes.

—He hablado por teléfono con el inspector Castillo —comentó Horacio—.Evoluciona razonablemente bien. Pronto podrá volver al servicio activo.

Eran las siete de la tarde. La subinspectora y el archivero paseaban conlentitud por la acera de la Jefatura Superior, en dirección al centro.

—Me alegro —contestó Martina.—Quiere invitarnos a Cádiz este verano. Insiste en que la convenza. Para mí,

se ha enamorado.—Según usted, los hombres no tienen otra cosa que hacer que prendarse de

mí.—Si me pregunta…—No le he preguntado.—Pues le responderé, de todas formas. La verdad es que preferiría a Castillo

a algún otro.—¿A quién se abstiene de citar?—A il bello Maurizio.—¡Ya salió!—Ese tipo no le conviene.—Puede que tenga razón.—Y, sin embargo, no dejará de verle.—Una nueva gira le espera en Estados Unidos. Tardará en regresar.—Quiera el cielo que encuentre una rica viuda californiana, y usted se olvide

de él.—Olvídelo usted.—No sea tan hosca. Cuando la nombren inspectora deberá mostrar más

cintura.—Falta mucho para eso.—No lo crea. La hora de la jubilación se acerca para el inspector Buj . Estoy

convencido de que el comisario apostará por usted. Su capacidad deductiva…¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿No me la va a formular, de todas formas?—¿En qué momento supo que el autor de los crímenes era Gedeón Esmirna?

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—Para responder esa cuestión comenzaré por los pies.—¿Qué quiere decir?Martina sacó un cigarrillo.—Un cadáver crece, de media, unos dos centímetros a partir del instante de

su muerte. Se dilata, realmente, pero ni siquiera con ese cálculo los zapatos deGedeón habrían coincidido con los del muerto al que quiso suplantar. Los pies deTerrén eran los de un campesino: estropeados, espatulados, con rozaduras ycallosidades. Esmirna era escrupuloso en el vestir, y se hacía de encargo elcalzado.

—En otras palabras: Gedeón pensó en las manos, como elemento deidentificación, no en los pies.

—Esmirna aspiraba a cometer crímenes perfectos, pero incurrió endemasiados errores. —La subinspectora agregó, reflexivamente—: Cuando lovisité en su tienda me confundió con la otra pelirroja, con la suya, con Manuel.Su obsesión por incriminar a Maurizio Amandi le hizo extender ante nosotros eltupido velo de Mussorgsky, cuy a biografía se prestaba a toda clase deexaltaciones, incluido el fervor coleccionista, la idolatría que siempre le rindióMaurizio.

—¿Mussorgsky fue, entonces, una cortina de humo?—Respecto a ese teatral recurso, desde el principio tuve la impresión de que

nos hallábamos frente a un escenario hábilmente diseñado. Todas esas pistasrelacionadas ton Mussorgky y Amandi en Viena, en la Isla de Providencia, oaquí, en Bolsean… Esas esquelas, escritas con letra artesanal, escarlata, que elpadre de Maurizio lubricaba para el uso de ambos, debían ser publicadas tres díasdespués de cada muerte, como tres días después del fallecimiento de Hartmanneditó Mussorgsky su fúnebre obituario…

La subinspectora hablaba deprisa. A Horacio le costaba seguirla.—Para redactar las esquelas, Esmirna utilizó su falsa Swastika, cargada con

una tinta fabricada por él según la misma fórmula de Spallanza, cuya escarlatacoloración obtenía a base de caparazones de cochinillas. El plumín de iridio y, porlo tanto, el punto y el trazo eran idénticos a los de la verdadera Swastika heredadapor Maurizio. Para adjudicarle los crímenes, Esmirna imitó la letra de Maurizioen los textos de las esquelas. Tal cúmulo de aparentes cargos debería de haberbastado para establecer la culpabilidad de Maurizio. No contento con ello,Esmirna contactó con el marchante Skaladanowski para in formarle de quedisponía de un lote de objetos relaciona dos con Mussorgsky, y solicitarle nuevaspiezas del músico ruso.

—Y el bello Maurizio picó el anzuelo —dedujo Horacio.—No podía saber que tanto el busto de Repin como los dibujos de Hartmann,

incluido Gnomus, por el que llegó a pagar una exorbitante cantidad, eran falsos.Pero Gedeón Esmirna iba a seguir pecando por exceso: esa omnipresencia del

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legado Mussorgsky, esas cartas y referencias situadas de una manera u otra enlas escenas de los crímenes… Y, al fin, su presencia en el Teatro Falla.

—Su truco del anuncio funcionó.—Porque imité su estilo tortuoso, como rebuscada era la coartada de

Esmirna.—Tortuosa, y mucho, debió de ser la relación entre Manuel Mendes y el

propio Gedeón —añadió Horacio.El aprendiz no había sobrevivido al tiroteo en la cripta de la catedral de Cádiz.

Murió a los pocos minutos, mientras Martina de Santo perseguía al anticuario porla Cuesta de las Calesas. En el hotel de Esmirna aparecieron una peluca pelirroja,un vestido negro, unos zapatos de tacón y un broche en forma de diablillorampante, el símbolo del grupo Inferno, el fetiche de Mendes. Esmirnaaguardaba la llegada a Cádiz de su cómplice, tras liquidar éste a Mercié y atentarcontra Martina.

La policía gaditana intentó localizar a la familia portuguesa de ManuelMendes, pero no tuvo éxito. Se le dio tierra en el camposanto de Cádiz, en unanónimo nicho de cuyos gastos se hizo cargo la delegación municipal deCementerios.

El inspector Buj , tras una somera investigación entre algunos chaperos deBolsean, agregó nuevas degradaciones a su hoja delictiva: su disfraz de pelirrojano era el único que se le conocía en el submundo de la prostitución masculina.Otras veces, dependiendo del cliente, Manuel se caracterizaba de verdugo o decura, aunque prefería los papeles femeninos. Con Mercié, sin embargo, era éstequien se disfrazaba. El profesor no tenía hermana alguna. La foto que Martinahabía visto en su gabinete era él mismo, ataviado de mujer.

Horacio inquirió:—¿Adivinó la identidad de Mendes por el broche?—La secretaria de La Colmena, Miriam Gómez, me proporcionó una

detallada crónica sobre el comportamiento de su extraña cliente. Determinadosgestos de esa estrambótica pelirroja acabarían revelándose francamentemasculinos. Su aroma, por otra parte, coincidía con la colonia silvestre deGedeón.

—¿Por qué Esmirna no puso él mismo las primeras esquelas, u obligaba ahacerlo a alguien que físicamente se pareciera a il bello Maurizio?

—Era una manera de implicar en la trama, antes o después, a BorisSkaladanowski, el Berlinés, y a su novia, la rumana pelirroja, Erika Umanescu.

—¿Sabía que Sherlock Holmes protagonizó un caso titulado « La liga de lospelirrojos» ?

—¿Y sabía usted que el doctor Watson jamás le interrumpía?Horacio se ofuscó; algunas veces, Martina se mostraba así de cortante.—Skaladanowski y Umanescu —prosiguió la subinspectora— estaban

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relacionados con Anselmo Terrén y con los expolios que Esmirna peritaba sinescrúpulo. Gedeón tenía información de Terrén. Eran de similar corpulencia, ycoincidían en el tipo de sangre. Esmirna no hizo que Manuel lo decapitara ymutilase respondiendo a un paroxismo de crueldad, sino a fin de evitar queidentificásemos el cadáver. Ambos hicieron desaparecer la cabeza y losmiembros de Terrén, así como el cuadro de La Anunciación, lo que reforzaba lastesis de una venganza de carácter sexual, y del robo. De esa manera, Esmirnatendría las manos libres para obtener los restantes trofeos, las Egmont-Swastikaspor cuy a posesión estaba dispuesto a seguir matando.

—Eso es algo que nunca entenderé, subinspectora.—La codicia puede llegar a ser un impulso irrefrenable.En su declaración, Gedeón Esmirna había admitido que los restos de Terrén,

envueltos en una lona, habían ido a parar a un contenedor del Mercado dePescados. El camión de basura que cada noche hacía la ruta del barrio portuariode Bolsean los habría trasladado al vertedero municipal. Debido al tiempotranscurrido, y al tratamiento que se aplicaba a los desechos orgánicos, lasposibilidades de encontrar pruebas, o los propios restos, eran prácticamente nulas.

El anticuario no había negado el móvil. Admitió haber ejercido como peristade forma ocasional, cuando le interesaba alguna pieza determinada, cuy o origenno cuestionaba; pero insistió en haber ejercido su oficio con honestidad a lo largode más tres décadas, y en haber colaborado con el Obispado y con distintasparroquias en la restauración de obras de arte. Gedeón Esmirna era, de hecho,caballero de la Virgen, patrono del Museo de Tapices de la catedral de Bolsean ymiembro fundador de dos cofradías.

El doctor Marugán, el forense que analizó su personalidad, una vez elanticuario hubo sido intervenido de la herida de bala y trasladado al HospitalClínico de Bolsean, donde se fue recuperando bajo vigilancia, concluyó queEsmirna no padecía el menor trastorno psiquiátrico.

Jamás, con antelación a la comisión de los asesinatos, había manifestado elanticuario actitudes o inclinaciones violentas, y cuantos testimonios pudieron losinvestigadores reunir acerca de su comportamiento social, fueron favorables. Nila inteligencia ni la sensibilidad de Esmirna aparentaban estar perturbadas porcomplejo, anomalía o síndrome alguno, excepción hecha de una ciertainclinación al fetichismo y una leve neurosis obsesiva, manifiesta en una fijaciónque obraba en su razonamiento a manera de dogma: los dueños de las tresEgmont-Swastikas que había conseguido localizar, Teodor Moser, AlessandroAmandi y Luis Feduchy, intentaban por todos los medios hacerse a su vez con eljuego completo de los ejemplares existentes en el mundo; en consecuencia,Esmirna no halló mejor modo de obtenerlos que liquidando a sus dueños.

« Intenta hacernos creer que esas estilográficas ejercían alguna clase depoder sobre su voluntad —había dictaminado el psiquiatra—. Que su deseo no se

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enfocaba tanto hacia su posesión, aunque no existía otra forma de aplacar suavidez, su ansiedad, como hacia la necesidad de ser poseído por ellas. Estáconvencido de que tienen vida propia, de que precisan su compañía y custodia» .

—¿Qué será de esas piezas? —preguntó Horacio.Las plumas permanecían bajo custodia del Ministerio del Interior, en una

caja de seguridad del Banco de España. Ante su futuro se adivinaba uncomplicado proceso. Maurizio Amandi estaba dispuesto a donar su ejemplar(algunos museos especializados en objetos de escritura se habían interesado porlas legendarias Swastikas de John Egmont), pero los parientes de Moser yFeduchy aún no se habían pronunciado. En cuanto a la cuarta pluma, permanecíaen paradero desconocido.

—No es cosa nuestra —repuso Martina, sacando del bolsillo la suy a, elejemplar espurio, que el comisario Satrústegui le había autorizado a conservar.

—¿Se imagina que desaparezcan obligándonos a reabrir el caso? ¿O quealguien vuelva a matar para obtener la cuarta Swastika?

—De esa manera dispondría usted de nuevos elementos para escribir suhistoria. Porque se propone dar forma literaria a este caso, ¿estoy en lo cierto?

El rostro de Horacio se encendió.—He comenzado a tomar algunas notas, la verdad. Y hay un editor

interesado.—Confío en que haya tenido la decencia de cambiarme el nombre e incluir

esa tópica advertencia sobre cualquier parecido con la realidad.—Por mera coincidencia, coincide con el suy o.Martina recordó que Horacio era aragonés; no había nada que hacer. Sonrió,

resignada.—Tenga, escribirá mejor con esto.La subinspectora le entregó la Swastika.—¿Qué está haciendo, Martina? ¡De ninguna manera puedo aceptarla!—Se lo ruego. A mí me traería confusos recuerdos.—Si insiste…En la mano del archivero, los falsos rubíes brillaron bajo las luces de una

farola. La subinspectora despidió a Horacio en la puerta de su casa y se alejócaminando hacia el casco viejo, en busca de un restaurante donde cenar sola.

La oscuridad caía sobre Bolsean. Del cielo negro ella habría querido colgaruna esperanza, la mano de un inocente, ecos de causas perdidas. Porque Martinade Santo no exigía belleza a la ciudad. Sólo acción, compasión, justicia y, ojalá,cuando se hubiera curado de las últimas heridas, las de la piel y las del alma, unnuevo caso criminal en el que sumergirse a fondo.

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JUAN BOLEA (Cádiz, 1959), es periodista y escritor. Comenzó como reporteroen Heraldo de Aragón, y en 1988 pasó a Diario 16 Aragón, donde ejerció comocolumnista desde su sección « Tras la cortina» .

Actualmente, se hace cargo de la sección « Sala de máquinas» que se publica,de lunes a viernes en El Periódico de Aragón y colabora con otros medios.

Juan Bolea es autor de una prolífica y destacada obra literaria. Su obra narrativaarranca a comienzos de los ochenta con El palacio de los jardines oblicuos(Premio Alcalá de Henares de Novela Corta), para continuar con títulos comoMulata (1992), El manager (2001), El gobernador (2003), Los hermanos de lacosta (2005), La mariposa de obsidiana (2006) o Crímenes para una exposición(2007).

Considerado por la crítica, y por sus numerosos lectores, como uno de losgrandes renovadores del género negro y de la novela de intriga en el ámbito delidioma castellano, su obra más exitosa es la serie de novela negra protagonizadapor la investigadora Martina de Santo.