Libro Pasara

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Perú en el siglo xxi

luis pÁsara Editor

pErú en el siglo xxi

Augusto Álvarez Rodrich • Javier de Belaunde • Julio Cotler • Élmer Cuba • Óscar Dancourt • Francisco Durand

• Alberto Gonzales • Ernesto de la Jara • Farid Kahhat • Salomón Lerner • José Luis Pérez Sánchez-Cerro • José Luis Rénique

• Fernando Rospigliosi • Michael Shifter • Alfredo Torres

Perú en el siglo XXIPrimera edición, diciembre de 2008

© Luis Pásara 2008

De esta edición:© Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008Av. Universitaria 1801, Lima 32 - PerúTeléfono: (511) 626-2650Fax: (511) [email protected]/publicaciones

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-9972-42-872-2Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2008-15613Impreso en el Perú – Printed in Peru

Índice

Introducción 9

1. Buscandonación Esperanza y fracaso en la historia del Perú José Luis Rénique 15

2. dirigenciasyélitesenlasúltimasdécadas HigH Life. El fascinante mundo de «los de arriba» en el Perú Augusto Álvarez Rodrich 49

Las nuevas élites del poder: sueños económicos y pesadillas políticas Francisco Durand 71

3. institucionesypolíticaspúBlicas Las fuerzas de seguridad Fernando Rospigliosi 101

El Poder Judicial: la reforma siempre pendiente Javier de Belaunde L. de R. 117

Políticas de reducción de la pobreza en el Perú Una historia de arena Alberto Gonzales 155

4. losperuanosdehoy Alfredo Torres 187

5. derechoshumanosysociedadcivil:experienciaypasivo Verdad, memoria histórica y democracia Salomón Lerner Febres 215

El papel de la sociedad civil frente a la violencia política Ernesto de la Jara 235

Lecciones de una etapa sangrienta ¿hemos aprendido los peruanos? José Luis Pérez Sánchez-Cerro 267

6. elperúenelmundogloBalizado La política exterior del Perú en el nuevo siglo Farid Kahhat 283

El Perú globalizado: éxito económico con fracturas sociales Michael Shifter 295

7. preciosinternacionalesdemateriasprimasypolítica monetariaenlaeconomíaperuana Óscar Dancourt 313

8. elpaísdehoy:¿anteundespegue? El despegue del Perú Élmer Cuba 343

Capitalismo y democracia en el Perú: la tentación autoritaria Julio Cotler 361

9. ¿esposiBlellegaraconclusiones? Luis Pásara 397

Referencias bibliográficas 417

Notas sobre los autores 437

Introducción

Con el inicio del siglo XXI el Perú ha ingresado a una situación —a primera vista contradictoria pero que se prolonga ya por varios años— en la que altos niveles de crecimiento de la economía son acompañados de diversos signos de importante malestar social. A la vista de ese cuadro, se propuso realizar una reunión que exami-nara tanto las crisis recurrentes como la condición actual del país y reuniera para ello a un conjunto de personalidades peruanas —des-tacadas en el ambiente académico, las políticas públicas y la for-mación de opinión— con algunos de los estudiosos que en España han prestado atención al caso peruano. Alojó esta tarea el Instituto Interuniversitario de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Este libro reúne los principales trabajos presentados en la cita.

Sea que se la lea como contradicción saltante o sea que se la vea en perspectiva como una manifestación de aparición cíclica, la situación presente —de bonanza macroeconómica e insatisfacción social— no es nueva. De allí que la primera pregunta de la agenda fuera histórica y la respuesta se halla en el primer texto, presentado a la reunión por el historiador José Luis Rénique. El encargo formu-lado fue historiar la alternancia de esperanza y fracaso que parece asediar el desenvolvimiento del país y que el autor decidió rastrear en el plano del pensamiento de grandes figuras pertenecientes a los dos siglos anteriores.

En poder de esa perspectiva, es pertinente preguntarse por las dirigencias del país post Velasco, quien, como dijo algún político en su momento, «sacudió el árbol», desembarazándolo de los señoríos

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oligárquicos, y a las que Fujimori sometió posteriormente a drásticas alteraciones del escenario. ¿Cuál es el perfil de los sectores dirigentes del Perú y su preparación para las responsabilidades a su cargo?, se preguntó a los expositores convocados. Augusto Álvarez Rodrich aportó la respuesta descarnada de un observador agudo que, no ca-rente de ironía, encuentra «fascinante» el mundo de «los de arriba». Sus comentarios punzantes pueden ser complementados por el tra-bajo del sociólogo Francisco Durand, quien ha estudiado durante décadas al empresariado del país y documenta en su presentación los cambios radicales que este sector ha conocido en los últimos veinte años.

La calidad de las instituciones es actualmente reconocida como una clave del desarrollo. En el caso peruano, el desarrollo institucio-nal aparece como marcadamente débil, especialmente en el sector público. Se eligió entonces el ángulo de las políticas públicas para examinar a las instituciones que las producen, tomando para ello tres ámbitos definidos. Primero, el de las fuerzas de seguridad, que Fernando Rospigliosi analiza en su trabajo con un conocimiento que pasa por la experiencia de la función pública. Segundo, el del poder judicial y sus intentos impotentes de producir una reforma de la administración de justicia, que son detalladamente presentados en el trabajo de Javier de Belaunde. Tercero, el del combate a la po-breza desde las instituciones públicas, que Alberto Gonzales revisa con información especialmente relevante.

Habiéndose caracterizado a dirigencias e instituciones, hacía fal-ta acercarse apropiadamente a los peruanos de carne y hueso. Lo hace en este volumen un excelente texto de Alfredo Torres, prin-cipalmente basado en un trabajo de encuestas de opinión que lleva a cabo desde hace décadas. Se vale para ello del recurso de cate-gorización de la población por sectores socioeconómicos, que ilus-tra debidamente, y propone una provocativa tipología de actitudes ideológico-políticas, apoyada en diversos factores.

El Perú pasó durante unos quince años por un periodo de in-surgencia y contrainsurgencia, o guerra interna, como prefiera lla-marse, que aparte de muertos, lisiados, viudas y huérfanos tuvo que dejar algo profundo en la sociedad peruana. ¿Cuál es ese legado de la violencia?, ¿qué aprendieron los peruanos de esa etapa?, ¿la sociedad

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civil se halla hoy en mejores condiciones que aquellas en las que pa-deció el enfrentamiento armado?, ¿se halla el país en un proceso de reconciliación? Las preguntas fueron dirigidas a tres personalidades, Salomón Lerner, Ernesto de la Jara y José Luis Pérez Sánchez-Cerro, quienes las respondieron directamente, cada uno desde su perspecti-va. En el caso de Lerner, desde la singularísima experiencia de haber presidido la Comisión de la Verdad y Reconciliación; de la Jara, si-tuado en la sociedad civil como un prestigiado defensor de derechos humanos; Pérez Sánchez-Cerro, como diplomático especializado en el tema.

El país que reflejan los medios de comunicación, sin embargo, parece mirar más al futuro que al pasado, a sus posibilidades que a sus problemas. Y lo hace ahora en medio del panorama seductor de la globalización, que se ofrece como una ocasión de alcanzar éxitos, lo que para algunos consiste solo en encontrar los mejores «nichos» y para otros más bien tiene que ver con la inserción de un país en un mundo global. ¿Cuáles son las condiciones —no solo económicas, ciertamente— que tiene el Perú para llevar a cabo esa inserción?, ¿cómo juegan sus cartas los gobiernos peruanos en dirección a con-seguir ese objetivo? Farid Kahhat y Michael Shifter fueron reque-ridos para abordar el tema y ambos ofrecieron —el primero, desde dentro del país; el segundo, desde una perspectiva externa— ele-mentos importantes de respuesta.

Tener éxito en la inserción en la globalización requiere una eco-nomía —y un manejo económico— de cierta solidez. Sobre este punto se preguntó a Óscar Dancourt, un académico curtido por su paso por la función pública. Su respuesta está circunscrita a un repa-so de la trayectoria económica del país y a la capacidad gubernamen-tal para manejar situaciones de bonanza y de crisis económicas. Sin embargo, al mismo tiempo que un análisis académico, este trabajo es una guía para evaluar el desempeño de la conducción económica de cualquier gobierno.

El crecimiento sostenido del Perú durante los últimos años, el tratado comercial con Estados Unidos y la disminución de la po-breza son algunos de los elementos que llevan a sostener que el país ha iniciado un ciclo de bonanza que, de ser aprovechado, podría conducir a un salto cualitativo, tanto en términos económicos como

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en términos sociales. ¿Qué posibilidades tiene el país de que el cre-cimiento se expanda en ambos sentidos, «contagiando» al resto de la economía y redistribuyendo sus ganancias? Élmer Cuba desde el análisis económico y Julio Cotler desde el análisis socio-político ofrecieron sus respuestas, recogidas en este volumen.

El libro concluye con algunas reflexiones del editor —y organi-zador de la reunión— que mantuvo con los expositores un proceso de discusión, previo y posterior a la reunión, acerca de las cuestiones que parecían ser las de mayor importancia. No se intenta extraer conclusiones —tarea que se deja a cargo del lector— sino de situar algunas de las respuestas importantes que portan los trabajos aquí recogidos, así como de replantear algunas de las preguntas que que-daron sin respuesta pese a este esfuerzo.

Algunas de esas preguntas corresponden a los temas que, por una razón u otra, en algún momento fueron planteados y no pudie-ron ser recogidos en este volumen. La gravitación del racismo entre los peruanos, los cambios de la mujer como actor social, la presencia del narcotráfico con peso decisivo en diversos ámbitos y el significa-do social y político del proceso de regionalización son cuatro de esos asuntos que quedaron fuera.

No obstante las limitaciones de la agenda temática, la reunión convocó el interés de decenas de asistentes, una parte de los cuales vinieron a Salamanca especialmente para ella. Debe mencionarse que la cita no hubiera sido posible sin el patrocinio del entonces Ministerio de Educación y Ciencia de España, la Embajada del Perú en España y Telefónica S.A.

Luis Pásara

1Buscando Nación

Esperanza y fracaso en la historia del PerúJosé Luis Rénique

Entre dos crisis históricas —1879 y 1980— la pregunta por la via-bilidad del Perú ha merodeado la conciencia nacional, alentada por la esperanza, esto es, la de convertir en nación integrada a un país secularmente amenazado por la fragmentación. Se trata de una bús-queda acechada por preguntas que parecen fluir de nuestro singular pasado «inmemorial»: ¿es el legado prehispánico un recurso o un obstáculo para la forja de la nación moderna?, ¿es la conquista hispa-na nuestro pecado original o el verdadero inicio de la peruanidad?, ¿refundación o continuidad, cuál es la vía idónea frente al reto de la modernidad?

Esa búsqueda tuvo en la Guerra del Pacífico un referente funda-mental. Bajo su sombra, el debate sobre la república devendría deba-te sobre la nación: trasciende los marcos institucionales establecidos en 1821 para incorporar complejas dimensiones socioculturales e identitarias. La construcción de una voluntad colectiva se convierte, a partir de entonces, en un tema de angustiante relevancia. De la «sociedad enferma» de Manuel González Prada al «resurgimiento andino» de Luis Valcárcel, oscila dicha búsqueda entre la depresión y la euforia. ¿Problema del país o de sus febriles visionarios?

De hecho, pensadores e intelectuales son los protagonistas prin-cipales de esta búsqueda de nación; operación que revestía, en el caso del Perú, retos singulares —imaginar la nación moderna desde el viejo centro virreinal sudamericano, a partir del legado de uno de los grandes imperios prehispánicos y con el trasfondo de la más desafiante orografía del continente— que le confieren rasgos distin-

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tivos: su carácter fundamentalmente virtual; su vocación historicista y hasta nostálgica; sus desfases imaginativos con respecto a una rea-lidad ignota. Es el reto de incursionar en tal búsqueda con los preca-rios conceptos derivados de una experiencia «occidental» de segunda mano. Una búsqueda en la que el acto mismo de la formulación de la esperanza parece contener el germen de un inminente fracaso, configurando así una larga cadena de frustraciones que, a través de una serie de frases repetidas ad infinitum han quedado inscritas en el imaginario nacional: «el país de las oportunidades perdidas», «el mendigo sentado en el banco de oro» o la perturbadora pregunta de aquel personaje de Vargas Llosa obsesionado por determinar el momento en que se había jodido el Perú.

A través de las experiencias de sus «apóstoles» y «visionarios» se rastrea aquí la trayectoria de esa esperanza de nación y las hondas frustraciones a las que esta ha dado lugar: una hoja de ruta impres-cindible para despejar fantasmas y esclarecer actitudes, en el umbral de una etapa —como la actual—, de expectativas grandiosas.

Del verdadero Perú al alma nacional

Dos vías contrapuestas de búsqueda de nación surgieron bajo la lar-ga sombra de la guerra: radicalismo y arielismo. Manuel González Prada fue el gran articulador de la primera. Si de la humillación de la derrota proviene su impulso básico, al menos tres factores definen el curso posterior del radicalismo: (a) el rumbo entreguista tomado por la reconstrucción, simbolizado por la firma del contrato Grace (1888) que ponía en manos de los herederos de Dreyfus y Meiggs los recursos de la nación, perpetuando así el saqueo de la era del guano; (b) el retorno al poder de los responsables de la derrota con Chile, Nicolás de Piérola, en particular, aliado en esta oportunidad a sus ex enemigos del Partido Civil, hecho que perpetuaba la crisis mo-ral que había conducido a la debacle de 1881; y (c) el surgimiento de una resistencia popular frente al modelo agroexportador: indios y obreros frente a la expansión latifundista y la emergente industria urbana y agroindustrial, respectivamente.

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Como una sociedad enferma, condenada a reincidir en las mi-serias de la república temprana, vería González Prada al Perú de la postguerra: una historia de degeneraciones y despilfarros que en la caída frente a Chile había encontrado inevitable conclusión. Salvo el Tahuantinsuyo, nada valía la pena ser rescatado del pasado pe-ruano. «Viejos a la tumba y jóvenes a la obra», proclama en 1889. A la república, en todo caso, había que refundarla. No a partir de las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitaban en la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes, sino desde su corazón andino, a partir de «las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera». Ese era el verdadero Perú. Y ante el fracaso de políticos y caudillos, a una vanguardia de escritores y artistas le correspondería impulsar —con la fuerza de su pluma y de sus ideas— esa necesaria y salvadora marcha por la «desinfección nacional» que —con el concurso de indios rebeldes y obreros arma-dos— terminaría con el predominio de ese núcleo purulento que había gobernado el Perú desde 1535: Lima, la Ciudad de los Reyes, la capital del conquistador.

De la generación arielista —así denominada debido a su adhe-sión a las ideas de José Enrique Rodó— vendría la respuesta. Reco-nocen el patriotismo post-bélico del «apóstol del radicalismo» pero deploran su ataque a la tradición y su espíritu insurgente. El auge agroexportador y la revolución pierolista (1895) —que ven como el fin de la era de caudillos y revoluciones— nutre su fe en una modernización enraizada en la tradición. En Le Perou Contemporain Francisco García Calderón delinea en 1907 las grandes perspectivas económicas que se vislumbran y el camino para un tránsito hacia la democracia: una política tutelar que permita una gradual integración del poblador indígena a la nacionalidad y un régimen de oligarquía abierta, una confluencia de talento, riqueza y tradición que derivaría en la formación de un gran partido nacional, capaz de emprender una reforma lenta operada con el concurso de varias generaciones. Una fórmula evolutiva a la que Víctor Andrés Belaunde añade la necesidad de una reforma electoral que termine con el caciquismo provinciano, promoviendo, al mismo tiempo, la forja de una crítica mesocrática y popular. José de la Riva Agüero enfatiza, finalmen-te, el elemento moral e ideológico: antepone al arrasamiento de la

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tradición pradiana la forja de un «alma nacional» integradora; de la cual —a pesar de su insoslayable hispanofilia— ninguna raza, terri-torio o época debía quedar al margen. Mientras no se imponga en la conciencia pública y en las costumbres la imprescindible solidaridad y confraternidad entre los blancos, mestizos e indios no quedaría la nacionalidad peruana definitivamente constituida, sostendría Riva Agüero en 1910. «La suerte del Perú es la del indio, se hunde o se redime con él, pero no le es dado abandonarlo sin suicidarse» obser-varía, más aún, en 1912, tras recorrer las provincias serranas sureñas y centrales del país. Garcilaso de la Vega aparece en su ideario como el modelo del país mestizo por construir.

Antagónicos en sus planteamientos, a un mismo patrón respon-dían radicalismo y arielismo: la república de las letras como modelo referencial para forjar nación. En ambos casos quedaron truncos los intentos de pasar a la acción. El fracaso del Partido Nacional Demo-crático (1915), liderado por Riva Agüero —que aspiraba a unir a los sectores reformistas de los partidos civil y democrático con el fin de darle continuidad a la República Aristocrática—, recuerda, en ese sentido, a la Unión Nacional (1890), versión moderada del partido radical que Manuel González Prada anhelaba. Como un pensador solitario, embarcado en una implacable cruzada de propaganda y ataque contra el orden oligárquico, se autodefiniría el apóstol radi-cal a partir de esa frustración. Impotentes ante el desquiciamiento moral y la demagogia nefasta quedarían, por su parte, los arielistas. ¡Queremos Patria! demandaría Víctor Andrés Belaunde en 1914, rubricando un discurso que subrayaba el desvanecimiento de aquel porvenir risueño delineado por García Calderón en 1907. Un nueva era comenzaba por aquel entonces, al compás del conflicto mundial y las grandes revoluciones del siglo XX. Una era cuyas reverberacio-nes no tardarían en dejarse sentir en el Perú.

De la patria nueva a la vanguardia de hombres nuevos

Como una respuesta al ¡queremos patria! de Belaunde aparece la Pa-tria Nueva de Augusto B. Leguía, un proyecto de modernización au-toritaria —sustentado por una política de empréstitos que permitiría

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una inédita expansión del gasto público y del empleo burocrático— nacido del agotamiento de la república civilista. Despertaba el país —como recordaría Basadre— a una «ilusión de grandeza basada en el progreso material, que no había sido conocido después de la Guerra del Pacífico». Desconocidos niveles de adulación y personal-ismo acompañaron a la corrupta danza de millones leguiísta. Medi-das descentralizadoras, proindígenas y antigamonales, asimismo, le granjearon la simpatía de las emergentes capas medias en tanto que una astuta política de cooptación y represión neutralizaba a críti-cos como los arielistas que, al optar por el autoexilio, cedieron su liderazgo intelectual a una nueva generación fogueada en las luchas laborales y universitarias de 1918-1920. Provenían de provincias muchos de ellos. Más que en los claustros, en las redacciones de diarios como La Prensa, El Tiempo o El Norte, habían hecho su apre-ndizaje político. En la revista Colónida se perfilaron como rebeldes literarios y su encuentro con el «apóstol radical» González Prada avaló su espíritu disidente. «El único sobreviviente del naufragio de la moral política del país» lo denomina Félix del Valle en 1916: el modelo del «intelectual de campaña», opuesto al «intelectual de panteón» —pasadista y erudito— que los maestros arielistas repre-sentaban.

En el gonzalespradismo —en su respaldo a la afirmación del «ver-dadero Perú» serrano frente al «núcleo purulento» limeño— encon-traría la emergente intelectualidad regional un horizonte unificador: indigenismo, serranismo, incaísmo, descentralismo y otras corrientes similares encontraron inspiración en la obra del viejo radical. Como vanguardia de hombres nuevos, se autodefinen siguiendo su huella. La «verdadera revolución» —en tanto negación de la falsa Patria Nueva leguiísta— es el objetivo. Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui emergen del tráfago como líderes generacionales. A su maduración como tales contribuye involuntariamente el pro-pio Leguía al enviarlos al destierro europeo.

Entre el legado radical y los debates ideológicos de la época, uno y otro irían articulando su propia visión de nación. Construir, a partir de las voces que surgían del «verdadero Perú», una nueva peruanidad aparece como el gran objetivo generacional. La incorporación del país andino es, en ese sentido, un desafío central. En indigenistas como

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Hildebrando Castro Pozo y, sobre todo, Luis E. Valcárcel, encon-traría Mariátegui el puente hacia esa ignota realidad. En el antiguo ayllu encontraba Castro Pozo el embrión de la futura cooperativa socialista. Al paradigma de la nación mestiza de los arielistas oponía Valcárcel la realidad contundente de un resurgimiento andino que la retrotraería al curso perdido en 1532: ni los despreciables mesti-zos del interior, ni Lima con sus chinerías y sus zamberías podrían impedir que de los Andes «irradiará otra vez la cultura»; la sierra, a fin de cuentas —escribiría Valcárcel en 1927— es la nacionalidad.

En la fusión del socialismo y del contenido mítico del pensamien-to andino captado por los indigenistas iría delineándose —según Mariátegui— el sendero hacia la nación moderna. De hacer este en-cuentro realidad se encargaría una vanguardia docta en las ideas de avanzada y a la vez sensible a los impulsos telúricos del mundo del ande, una suerte de amautas de nuevo tipo. Como los jóvenes turcos de Ataturk y los Meiji del Japón, creía Mariátegui, coadyuvarían estos —fusionando mito y marxismo, tradición y modernidad— a la forja de una gran voluntad colectiva genuinamente nacional.

Con no menos pasión, Haya suscribía la tesis de la comunidad campesina como célula de una vasta socialización de la tierra. La nueva comuna rusa —sostendría en 1925— es la vieja comunidad incaica modernizada. Imposible imaginar, de otro lado, un movi-miento evolutivo que la libere del latifundio en las condiciones im-perantes de verdadera esclavitud del poblador andino. Hasta 1930, la idea de una revolución nacionalista indígena seguiría siendo parte de su ideario. Al redefinir a América Latina como Indoamérica afir-maba la preeminencia de la cuestión indígena en su visión continen-tal. El tema del imperialismo, no obstante, iría ganando terreno en sus preocupaciones, desde su primer contacto con la zona caribeña. Entre la fundación de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (México, 7 de mayo de 1924) y la redacción de El Antiimperialismo y el APRA, formula la idea de un movimiento continental con progra-mas específicos para cada país: organismos multiclasistas de frente único en que —debido tanto al carácter precario de la clase trabaja-dora como al estado de explotación semifeudal en que se encontraba el campesinado— a las clases medias correspondería un rol directriz. El perfil de una revolución social, no socialista surgía como horizonte

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final; una revolución con dos tareas principales: la reivindicación de la soberanía nacional frente a la dominación imperialista y la eman-cipación de los campesinos indios de la opresión feudal.

La ruptura entre Haya y Mariátegui dividirá, en un momento dado, al campo radical. Un efímero plan político-militar contra Le-guía es el catalizador de una división de raíces más hondas. Como un revolucionario práctico, doctrinariamente ecléctico, refractario a las directivas internacionalistas, emerge Haya de esta polémica. Como un marxista convicto y confeso, adscrito a la Komintern por lo tanto, se define Mariátegui. En un partido de frente único con participación de las clases medias cree el primero; por el clásico par-tido proletario apuesta el segundo. Repudia este las prácticas de po-litiquería criolla a las que recurre Haya. Puntualizando la falta de disciplina integral de los literatos metidos en política replica el otro. Encarar la cuestión del poder —continúa Haya— no era, a fin de cuentas, una cuestión de conocer la ciencia revolucionaria sino de manejar la ciencia de su aplicación a una realidad específica. Por eso, sostenía Haya, el proceso del APRA era totalmente nuevo, incom-prensible para intelectuales contagiados de la fiebre tropical de hacer castillos en el aire. Al destino histórico de los partidos de literati —como la UN y el PDN— estaba tratando de escapar Haya de la Torre. Mariátegui, por su parte, estaba convencido de que el giro caudillista de Haya conllevaría la liquidación del proyecto aprista. Obligado por las circunstancias, más aún, ante el riesgo de que sus seguidores se sumaran al proyecto hayista, apresuró la fundación de su Partido Socialista. Lidiando con las vicisitudes que dicha decisión conllevaba —críticas de la Internacional Comunista y la presión de quienes, entre sus compañeros, preferían un rumbo independien-te— se encontraba Mariátegui cuando lo sorprendió la muerte, en abril de 1930.

En el tráfago que prosigue a la caída de Leguía, en el contexto de la ola revolucionaria que barría Sudamérica acicateada por la Gran Depresión, concibe Haya desde Berlín el camino de la vanguardia al partido político. El desafío ahora es «contexturar un Estado nuevo y fuerte, emancipado en cuanto sea dable de la presión extranjera, y dueño de sus posibilidades para afirmarse nacionalmente». El parti-do, para tal efecto, es un instrumento esencial. Imponer a los traba-

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jadores intelectuales la disciplina integral partidaria —domeñando los impulsos radicales, imponiendo una retórica pragmática, apta para el combate electoral–— requiere dicha transición. A los socia-listas, de otro lado, la caída de Leguía les sorprendía con un proyecto partidario todavía incipiente que, al poco tiempo de su nacimiento, sufriría su primera escisión. La llegada de un hombre práctico como Eudocio Ravines —un apparatchik de la burocracia cominternia-na— fue necesaria para transformar al PS en un Partido Comunista capaz de sobrevivir el repunte militarista. Para él —en palabras de Alberto Flores Galindo— el comunismo no era una necesidad nacio-nal, menos podría haber aceptado que tuviera raíces en la tradición comunitaria andina; era un sistema mundial más bien, una sólida y eficiente construcción racional, en la que resultaban imprescindi-bles las jerarquías. Hacia el aprismo, en esas circunstancias, fluiría la mística de la tradición radical. A Haya, sus dotes de organizador, su pragmatismo, su flexibilidad para manejar diversos códigos —del estilo caudillista al debate doctrinario internacionalista— según su audiencia, le habían permitido concretar en una organización parti-daria de masas un proyecto nacido del seno de la vanguardia intelec-tual. Los años siguientes probarían su durabilidad.

Del SEASAP� a la promesa republicana

Como una larga noche aparece, en perspectiva, el período posterior a 1930. Con una breve interrupción —la apertura democrática 1945-1948—, se extiende prácticamente hasta 1956. No solo en lo político se siente la regresión. También en lo cultural. Tras el febril radicalis-mo de los años veinte, reaparecen viejas miradas de la región andina: nada menos que un ex presidente de la república describiría en 1955 a la población andina como envuelta en el opio del mito, la ignorancia y la servidumbre, ajena a las palpitaciones de nuestro tiempo, incapaz por ende de aportar a la construcción de la nación moderna. Las his-torias de Víctor Raúl Haya de la Torre y Jorge Basadre delinean, en ese contexto, intentos singulares de búsqueda de nación.

1 Siglas de «¡Solo el APRA salvará al Perú!».

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En un discurso pronunciado el 6 de diciembre de 1931, trazaba el primero la dura etapa de prueba que se abría para el PAP. Juraba ese mismo día el comandante Luis M. Sánchez Cerro como Presi-dente Constitucional, tras vencer en un agitado proceso electoral que los apristas tacharon como fraudulento. Ni para cobardes ni para traidores —diría Haya en aquella ocasión— había cabida en el partido; tampoco para aquellos que habían pensado que llegar a Palacio era la única misión del aprismo. Si gobernar era conducir y educar, no podrían hacerlo quienes carecían del título moral o la honradez de una inspiración superior. Podían ellos mandar desde Palacio, pero los apristas seguirían gobernando «desde la conciencia del pueblo». Correría la sangre aprista, aumentaría «nuestro marti-rologio su lista inmortal», pero con la fuerza nunca podrían redu-cir al aprismo. «La voluntad y solo la voluntad sería «el timón de nuestro destino». «Con sangre o con lodo se escribirían, a partir de entonces, las páginas de gloria o de vergüenza de la historia del par-tido». Con la frase «¡solo el aprismo salvará al Perú!» concluía Haya su convocatoria.

La violencia, en efecto, no tardaría en desplegarse, hasta llegar a tomar las dimensiones de una guerra civil no declarada. En seis mil pondría la cifra de sus muertos el líder aprista en 1934, más ocho mil prisioneros y cientos de desterrados. Ante el dolor y el sufri-miento, el APRA deviene en una entidad mística de la cual Haya era el mito viviente; un «simulacro de nación» que, tras «lavarse con la sangre de su sangre» y fortalecerse en su propio dolor, saldría de las catacumbas para concretar su misión de salvar al Perú. Con sus dirigentes históricos recluidos o deportados, la juventud emergió como protagonista. Diversas entidades concibió Haya con el fin de canalizar su espíritu de combate hacia los objetivos partidarios. La Vanguardia Aprista de la Juventud Peruana era una de ellas. Era definida como «cuerpo actuante del partido, la acción era la norma fundamental de a juventud aprista organizada militarmente como escuela del sacrificio, definida por su disciplina y entusiasmo. De ahí entonces que un vanguardista aprista fuese un «apóstol y un soldado que no delibera sino actúa, dispuesto siempre a dar su vida si es pre-ciso por los ideales de nuestro gran partido».

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¿Proponía Haya de la Torre una revolución armada? Invocando a Tolstoi, a Gandhi, a Engels y a Marx, Haya sostenía que lo pecu-liar del aprismo era proclamar la necesidad de «llegar al poder para operar desde él la revolución, en un sentido de transformación, de evolución, de renovación, pero sujeta siempre a los imperativos y limitaciones de la realidad». Un modelo de insurgencia no-violenta, en suma, que habría de describir como un «95 sin balas», en alusión a la revolución pierolista de 1895. De su imagen insurreccional de 1932, sin embargo, el APRA no podría prescindir. Más aún, en la medida en que su proscripción se prolongaba, de esa imagen depen-dería para sobrevivir: como defensa de la represión, para aseverar su compromiso con la lucha antidictatorial, para sostener el mito de un gran ejército civil subterráneo, garantía de la futura revolución aprista. Una larga lista de movimientos, asonadas e insurrecciones en colabo-ración con oficiales militares derivaron de aquella estrategia caracte-rizada por un uso limitado, propagandístico, de la violencia.

Así, mientras la retórica revolucionaria seguía viva y vibrante en el frente interno, el discurso del jefe daba señales de moderación: propiciando un acercamiento con Washington, aprovechando de la política de buena vecindad de Roosevelt, reemplazando para ello el antiimperialismo yanqui primigenio por la fórmula de un «intera-mericanismo sin imperio» y, de otro lado, recurriendo a un modelo de acción insurgente basado en la movilización de las bases apristas en alianza con militares nacionalistas de alta graduación. Pretendían (a) provocar una intervención moral de Washington en contra de los tiranos de nuestros países —en la perspectiva de un frente norte-indoamericano contra la internacional negra fascista— que podría facilitar la legalización del aprismo, y (b) contribuir a allanar el veto militar al aprismo, vigente desde la revolución de 1932. Recién en 1945 llegó la oportunidad de salir de las catacumbas bajo la forma de un acuerdo político con el Frente Democrático Nacional (FDN), encabezado por el abogado José Luis Bustamante y Rivero.

Con la vuelta a la legalidad, el espíritu defensista de los años de la clandestinidad entraba en compás de espera. La perspectiva era que, tras el sexenio de Bustamante, con sus derechos electorales plenamente restablecidos, el APRA no tendría problemas en acceder, finalmente, al poder. Pronto, sin embargo, la polarización consumió

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al FDN. Ante la certeza de que, tras bastidores, actuaba la oligarquía —sin representación política explícita desde la desaparición del Partido Civil en 1919— para frustrar la transición democrática, el PAP pondría en guardia a sus equipos de combate. En un momento dado, la fórmula de un movimiento cívico-militar entró en la agenda aprista. Mientras la dirigencia partidaria buscaba un general amigo para ganar de mano a los golpistas de derecha, los sectores defensistas fraguaban sus propios planes insurreccionales. La madrugada del 3 de octubre de 1948, este contradictorio accionar salió a la superficie cuando, en el puerto del Callao, personal de la Armada y defensistas apristas protagonizaron un cruento levantamiento del cual, según se dijo, los líderes no habían sido informados. Como fuese, aquel incidente proporcionó la excusa para el golpe militar encabezado por el general Manuel A. Odría, quien tres semanas después, puso punto final a la transición democrática encabezada por Bustamante. Para los apristas, comenzaba una nueva era de persecución.

Jorge Basadre, por su parte, había sido uno de los muchos perua-nos que se habían identificado con la esperanza que el FDN había representado. Con un sentimiento casi mesiánico, había esperado la llegada de aquel providencial 1945 que aparecía como momento propicio para concluir la «guerra civil espiritual» que dividía al país. Miembro de la generación del centenario, había participado al lado de Haya de la Torre en la lucha por la Reforma Universitaria y sus contribuciones a Amauta revelaban, asimismo, sus simpatías de izquierda. Gradualmente, sin embargo, había ido asumiendo una postura crítica frente a una posición radical que «despreciaba o ig-noraba el pasado, salvo el de los incas, que solían exaltar» y que «asumían actitudes escépticas o cínicas frente a los prestigios tradi-cionales». Distante, asimismo, de la derecha representada por Sán-chez Cerro, había secundado, en 1931, una alternativa de centro: la Acción Republicana. Doce años después recordaría aquellos años como un tiempo de violentos rencores y locos espejismos.

En su libro Perú: problema y posibilidad comenzó el deslinde: su reclamo de que el pasado era lo único que los peruanos teníamos en común; que en ello, por lo tanto, radicaba nuestra posibilidad de concebirnos como nación; que el problema era, sin embargo, que se trataba de un pasado complejo, radicalmente heterogéneo, pasible

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de una multiplicidad de interpretaciones encontradas —incaísmo, colonialismo, procerismo—, localistas y retrógradas todas ellas y que en nuestra capacidad para analizar esas realidades distintas —elementos de ese «crisol aún no concluido» que era la historia del Perú— como partes de un todo por construir radicaba la posibilidad de erigir un verdadero nacionalismo peruano.

A la búsqueda de aquel elemento que explicaba la continuidad nacional —a pesar del fracaso del Estado— estaba Basadre una dé-cada después. ¿Cómo explicar que en aquellos tramos de nuestra historia en que el Perú había cesado de existir como Estado el país hubiese seguido existiendo? Propone, al respecto, el concepto de pa-tria invisible. Esa realidad fundamentalmente sentimental o ideal, es decir, que se percibe en ese sujeto andino, costeño o selvático que se mueve por el país allende la dirección del Estado, constru-yendo país por su propia cuenta. Critica, desde esa perspectiva, la tendencia a escribir y enseñar la historia del Perú como historia del Estado. Cierto es que la existencia misma de la autoridad estatal «ha dado lugar, directa o indirectamente, a consecuencias trascenden-tales en la vida y el destino de innumerables hombres y mujeres», sin llegar a cubrir del todo, sin embargo, al conjunto de la nación. Propondrá un puente entre ambas realidades, la de un país legal y un país profundo, al tiempo que cuestiona —a partir de un análisis del censo de 1940— la oposición verdadero Perú andino-Perú cos-teño hispánico, idea medular en el planteamiento radical. Emerge la costa —concluye Basadre— como la región directiva de la vida peruana, mientras que las cifras perfilan al país mestizo del porvenir. El fenómeno del mestizaje —dice— no es un hecho local o regional en el Perú y tampoco es cierto que se haya confinado en la costa. Es evidente ahora que «la sola indicación de la raza “india” no implica la existencia de un abismo cultural» frente al resto del país.

Basadre discute, desde esta perspectiva, la validez del nacionalis-mo andino de los años veinte: ¿dónde está la conciencia indígena?, ¿quién será capaz de acoplar las nacionalidades quechuas y aymaras, a chancas, huancas, yungas y demás razas y sub-razas, sin contar a las tribus del oriente? El presunto nacionalismo indígena —res-ponde— es cultural, espiritual y sociológicamente más débil que los llamados nacionalismos catalán, gallego y vasco, que el bretón

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u el provenzal frente a Francia, y que el galés y el escocés frente a Inglaterra. Ninguno de los cuales impedía la existencia de una nación unificada. Advierte, sin embargo, que aunque el campo es «reservorio, base y sustento y aliento de la ciudad» puede marchar a la «estagnación histórica o la rebeldía bárbara» en caso de que pierda su vínculo con la ciudad. La experiencia de las décadas siguientes mostraría que no era esta una advertencia vana.

¿Cómo infundir esta compleja perspectiva en un medio domi-nado por grandes imágenes contrapuestas?, ¿cómo terminar, más aún, con esa era de la negación en que espiritualmente había vivido un sector de nuestra juventud, llegando al extremo de que el solo hecho de mencionar al Perú como entidad en sí suscitaba en algunos la acusación de fascismo? Aboga, al respecto, por una enseñanza de la historia que suscite cariño a la tierra y al hombre peruano de todas sus regiones, que suministre una visión orgánica de la formación del país a través del tiempo y que despierte la conciencia acerca de la común tarea en un destino mayor. Una versión de la historia que —más allá del acontecimiento económico o social— fuese capaz de revelar ese elemento psicológico sutil que le había conferido su dimensión trascendental: la promesa de la vida peruana; es decir, la esperanza de que, viviendo libres, los peruanos cumplirían su desti-no colectivo. Un ideal en cuya ausencia, los hombres y los pueblos se arrastrarían por la vida: «perezosos, desalentados, perdidos en el desierto, sin luz en los ojos ni esperanza en el corazón».

La promesa de Basadre era el alma nacional de los arielistas: la esperanza en un ideal común que permita sortear las crisis políticas. De hecho, a raíz del fallecimiento de José de la Riva Agüero, en 1944, publicaría Basadre un sentido obituario en el que rescata la «esperanza de renovación cultural, espiritual y moral» que su obra juvenil había significado. Esa opción no podía estar exenta de controversia. Riva Agüero representaba, por ese entonces, el epítome del conservadu-rismo en la esfera política, de la restauración hispanista en el ámbito de la cultura y la vida intelectual. Ante su muerte, sin embargo, Basadre recupera su imagen de tres décadas atrás, exponiendo en la tribuna de San Marcos aquella oración sobre el Inca Garcilaso que es un verdadero poema de hondo sentido peruano, donde la erudi-ción se vuelve sensibilidad y hasta ternura para la tierra y el hombre

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indio y mestizo. Y en la declaración de principios del PND de 1915 encuentra que, «aunque podían parecer poco fascinantes en cuanto a su repercusión multitudinaria», expresaban aquellos planteamien-tos «una reserva si no de orden doctrinario, por lo menos de orden intelectual, espiritual y moral». Pronto, aquellas reflexiones habrían de servirle de inspiración.

A inicios de 1946 sería nombrado Basadre ministro de Educa-ción por el tambaleante gobierno del FDN. Ocho semanas duraría en el puesto. A raíz del rechazo presidencial de una sugerencia suya para impulsar la formación de un grupo parlamentario de apoyo al régimen —que contrapesase el predominio aprista en ese poder del Estado— se ve obligado a renunciar. Se hunde el país en la polari-zación. Tampoco la derecha oligárquica es una opción. Participará en las semanas siguientes en la fundación del Partido Social Re-publicano, un intento impulsado por un grupo de intelectuales de afirmar un centro político. La política —sostienen en su manifiesto inaugural— es un quehacer de gran valor moral, una tarea cívica ineludible para un ciudadano consciente. Como la UN, el PND y el PS de Mariátegui, el PSR de Basadre sería un experimento efímero; un intento más de política ilustrada, de partido de intelectuales, en un país que, con el golpe del general Odría, parecía retornar a la vieja normalidad autoritaria.

Del odriísmo al velasquismo

Una verdadera penumbra cayó sobre la ciudad letrada con el golpe de 1948. Una actitud de desencanto vital y extravío en el mundo capturaba la imaginación del mundo literario limeño, según Miguel Gutiérrez. Como una época gris en que se había impuesto un cli-ma de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral recordaría Mario Vargas Llosa al ochenio odriísta. Grandes cambios, sin em-bargo, incubaban en el país rural. La hacienda serrana —que ya des-de los años veinte había dejado de crecer— entraba en su crisis final y las migraciones internas cobrarían la dimensión de una verdadera avalancha social que alteraría el rostro del país.

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Las reverberaciones de esa poderosa ebullición tocarían, en su momento, a la intelectualidad capitalina. La defección del APRA tras un cuarto de siglo de liderazgo reformista —patentizada en su pacto con el ex presidente Manuel Prado que en 1956 daría lugar al llamado «régimen de la convivencia»— reforzaría en los intelectua-les la necesidad de actuar. Paulatinamente, reapareció la confianza en la cultura como instrumento de cambio, reforzada ahora con el aporte de las ciencias sociales, hecho que alentaba la fe en que del conocimiento especializado provendría el programa capaz de impul-sar al país a la ansiada modernidad. Aderezado con una nueva jerga sociológica, desde los expandidos campus universitarios del país, un nuevo reformismo se perfilaba en los años finales del odriísmo.

Desde Arequipa —al calor de la protesta popular antidictadu-ra— surgió una corriente que, en diálogo con tendencias interna-cionales cristianas, derivó en la formación del Partido Demócrata Cristiano. En filósofos como Jacques Maritain, Emmanuel Mounier y Francois Perroux, como luego en la rebeldía del cura-guerrillero Camilo Torres, encontró inspiración una propuesta cuyo rasgo espe-cífico habría sido querer encarnar el pensamiento social de la Iglesia —contenido en encíclicas como Rerum Novarum y los documentos del Concilio Vaticano II— en una estructura partidaria.

El Movimiento Social Progresista era un segundo núcleo. El fi-lósofo Augusto Salazar Bondy fue uno de sus principales contribu-yentes. Ante el fracaso tanto de los experimentos liberales como de la acción organizada de masas, según Salazar, se abría la posibilidad de una comprensión cabal de los problemas peruanos a partir del uso de un instrumental científico de gran penetración que, unido a la ancha base de experiencias revolucionarias recientes, prometía ser como nunca antes, realista y probado. La existencia de una eco-nomía antinacional, la impotencia del capitalismo —que no había operado como factor de progreso sino de regresión— y un cuadro de profunda dominación cultural surgían, de ese análisis, como ras-gos principales del subdesarrollo peruano. «Una nación, en suma, maniatada y entregada al extranjero por su sistema social y econó-mico», cuya liberación se complicaba, precisamente, por los efectos de una dominación que engendraba «una cultura desintegrada, sin fuerza y supeditada a valores e ideales extraños». Y aunque el nuevo

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proceso de emancipación que se abría con la Revolución Cubana permitía abrigar esperanzas, la condición de los partidos políticos locales —sumamente debilitados por los errores del pasado, la clau-dicación o el fracaso de sus planteamientos— constituía, en el caso peruano, un factor de difícil superación. De hecho, la cuestión del partido —como construir un sucedáneo del APRA, para ser más preciso— constituiría la gran interrogante de esta generación.

Otro filósofo, Francisco Miró Quesada, aparecía como el teóri-co de Acción Popular. «El Perú como doctrina» era el slogan de una propuesta que buscaba en la historia y la tradición del pueblo pe-ruano la fuente de inspiración de la acción política. Era innecesario recurrir a fuente extranjera alguna o crear una nueva doctrina: había que extraerla más bien de las entrañas del pueblo. El pueblo era el maestro y el partido, su servidor. Un nacionalismo práctico, en suma, que tomaba su metodología de acción de las prácticas ances-trales del pueblo andino, del potencial cooperativo subyacente en su organización comunal. Su nombre mismo provenía de la iniciativa de los pueblos, listos siempre para emprender, por acción popular, las obras que el Estado les negaba. Una propuesta que, en la car-gada retórica de su líder —Fernando Belaunde Terry—, tomaba su impulso «de los vientos que soplan de la plaza de Wacaypata, receptáculo de experiencias y tradiciones milenarias, corazón de un sistema arterial cuyos latidos se sintieron en las regiones más remotas del Perú». Elementos del indigenismo de los años veinte y planteamientos desarrollistas se combinaban en una estrategia po-lítica que apuntaba al campo como nueva frontera política desde la cual imponer condiciones sobre tres factores retardatarios: (a) la estrecha argolla de financistas a la antigua en el poder; (b) el partido pseudorrevolucionario que ha claudicado para ponerse al servicio de sus verdugos de ayer; y (c) la izquierda comunista emergente.

Humanismo, planificación, un sentido ético de la política, el uso de la metodología de las ciencias sociales, una visión romántica de la comunidad indígena, eran elementos comunes de las tres orga-nizaciones. Solo AP, sin embargo, lograría constituirse en partido de alcance nacional. Su lucha contra los intentos de impedir la inscrip-ción de su candidatura consagró al arquitecto Belaunde Terry como caudillo civil con resonancias pierolistas, en tanto que el respaldo de

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un Frente Nacional de Juventudes, formado por sus alumnos de la Universidad Nacional de Ingeniería, así como el apoyo de una iz-quierda en crecimiento pero aún atomizada, le permitirían obtener un sorprendente segundo lugar en las elecciones de 1956. Dedicaría los años siguientes a un peregrinaje nacional a través del cual —se-gún dijo— recogía el clamor de los pueblos por obras básicas de urbanismo.

Desde los valles de La Convención y Lares (Cusco) avanzaba, entretanto, una dinámica campesina que colocaba la cuestión de la tierra en el centro del debate. Las revoluciones china y cubana, coincidentemente, empujaban a muchos militantes urbanos a mi-rar el campo como arena política con una persistencia inexistente desde los años veinte. Hugo Blanco Galdós era el epítome de todos ellos y su encuentro con los arrendires de esa región tropical fue el punto de inicio de una corriente de sindicalismo rural que pronto se extendería a la parte andina del Cusco y la región central. En esas circunstancias, para cimentar su alianza con los campesinos, Belaunde debió incidir con creciente énfasis en sus ofertas de refor-ma agraria. Le tomarían la palabra los campesinos, procediendo a invadir cientos de haciendas el mismo día de su juramentación en julio de 1963. Entre la presión campesina y la oposición a su plan por parte de la coalición aprista-odriísta, el tema del campo se con-vertiría en uno de los puntos neurálgicos de la frustración reformista que habría de conducir al golpe militar de octubre de 1968. Como en los años veinte, la pregunta por el campo, por la brecha costa-sierra, el verdadero Perú-Perú ficticio, aparecía como tema clave de la construcción nacional. ¿Qué pasaba en el campo?, ¿seguía vigente la cuestión del indio?, ¿era la llamada cholificación la concreción del mestizaje preconizado por los arielistas?

Poco se había avanzado en la investigación sobre el campo an-dino desde tiempos de Mariátegui. Si bien —con el desarrollo de la antropología— el indigenismo había devenido parte del discurso ofi-cial, su vena utópica y radical seguía viva y vigorosa en su vertiente literaria. Mientras, de un lado, se concebían caminos de convergencia criollo-andina, insistían los novelistas en imaginar la historia como desgarradura inevitable, reflejando así la efectivamente disgregada índole de la realidad peruana. Con El mundo es ancho y ajeno (1941)

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Ciro Alegría había emergido como la gran figura del género. Con Los ríos profundos (1956), José María Arguedas se convertiría en su sucesor. Su singular condición de insider avalaba el carácter realista de su versión del mundo indígena. Emerge en los años sesenta como intérprete genuino del pueblo quechua, esa gran nación acorralada, según él, que tras el muro aislante y opresor que la rodeaba seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos, demostrando con su di-namismo que demandarle que «renuncie a su alma» no podía ser el camino correcto para lograr una verdadera unificación nacional. Escrita con el trasfondo de la gran movilización rural de inicios de los años sesenta, en la novela Todas las sangres sugería, más aún, que acaso para resarcirse de la violencia contra él infligida, violenta ten-dría que ser su liberación.

Un debate sobre esa novela, precisamente, revelaría las dificul-tades para aprehender, desde la ciudad letrada limeña, los intensos cambios que tenían lugar en la sociedad rural andina. Aparecía la brecha existente, asimismo, respecto a una mirada literaria que —en la tradición del indigenismo de los años veinte— privilegiaba la in-tuición y una emergente ciencia social que buscaba «medir» y «ana-lizar». ¿Eran reales los indios de los que hablaba Arguedas? Que su versión del mundo rural andino no era históricamente válida sosten-dría un crítico. Se defendería el novelista con términos elementales: «Hablé hace poco con los cuatro pongos de un hacendado huanca-velicano, si no se usa para ellos la palabra indio habría que inventar alguna otra». Indios mágicos y cuasi-míticos, de un lado; campesi-nos «cholificados» provistos de una visión crecientemente clasista, del otro. «Yo también soy socialista [como Arguedas]» —diría Jorge Bravo Bresani uno de los fundadores del MSP—, «pero yo creo que al socialismo se llega por una cooperación de espíritus libres, por un fenómeno de racionalización y no con base en ese desborde de instinto primario que Todas las sangres presentaba». Preferían no ad-mitir —como ha observado Guillermo Rochabrún— que existiera ese desafiante fondo de irracionalidad que mostraba Arguedas; pre-ferían solazarse con la idea de que había un proceso de transición en curso que llevaba a la modernidad, a la racionalidad, a la conciencia política.

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Otro sector de la pequeña burguesía urbana había optado, por aquel entonces, por un camino distinto: la lucha armada bajo la ins-piración de la revolución cubana que reavivaba la visión de los años veinte, de una larga marcha andina que culminaría en refundación nacional. Nadie mejor que Luis de la Puente Uceda personificaba ese derrotero. Representaba a una generación aprista forjada en la persecución post-1948. Entre la cárcel y el exilio, en ausencia del jefe máximo —recluido entre 1949 y 1955 en la embajada colom-biana en Lima— habían abrigado la esperanza de retomar el curso radical del aprismo; de enmendar, sobretodo, lo que veían como su gran debilidad: su enclaustramiento urbano, su fracaso en enraizarse en la región rural andina. Ellos leyeron como una traición al apris-mo primigenio las alianzas operadas por el PAP entre 1956 y 1964. La radicalización fomentada por la victoria cubana les impulsó hacia el camino armado; a pesar de las objeciones de muchos de sus com-pañeros, por cierto, que señalaban la dificultad de insurgir contra un gobierno constitucional como el de Belaunde Terry, elegido con un significativo voto rural.

Mirando la realidad peruana a través de los lentes cubano o chi-no, de la Puente estaba convencido, en 1964, de que el fracaso de Belaunde era el fracaso de la burguesía como clase para conducir la lucha de liberación nacional, que la crisis de AP era la crisis de todo un sistema y que el camino armado era la única opción para hacer la revolución antifeudal y antiimperialista que sentara las bases para la revolución socialista en el Perú. Como un gesto heroico, capaz de lavar la traición de la vieja generación e impulsar al resto de la izquierda tanto como a los verdaderos apristas a la acción, de la Puente concibió su insurgencia, convencido de que el encuentro vanguardia guerrillera-verdadero Perú operaría como catalizador de la movilización naciona-lista-revolucionaria prometida por el aprismo original.

Sobrevivió Héctor Béjar —líder del Ejército de Liberación Na-cional, la otra organización guerrillera peruana de 1965— para hacer el balance de aquella experiencia frustrada. Se lamentó de no haber realizado un adecuado examen de nuestra historia antes de pasar a la acción y de la confianza excesiva en teorías políticas abstractas; no consultábamos la realidad sino los manuales, admitió. En la relación con el campesinado era donde esas ausencias se habían hecho más

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patentes; sin comprensión de su mundo socio-cultural, no habían logrado entender qué hacer para ganar su confianza. Así desprovis-tos, desde sus bastiones en la vertiente oriental de los Andes descu-brirían cuán complejo y fragmentado era el Perú. En futuras accio-nes guerrilleras —concluyó Béjar— debería resolverse el problema de la ubicación geográfica de la rebelión, pues si bien desde el punto de vista militar las zonas selváticas del oriente peruano aparecían como más seguras, eran las serranías las que mejores perspectivas ofrecían desde un punto de vista político. Los alzados, en suma, «tendrán que aprender a hacer la guerra en la sierra». Seguirían sus consejos los líderes senderistas, quince años después.

También los militares extrajeron lecciones. De un grupo de co-roneles que habían participado en la lucha contrasubversiva surgiría el núcleo que, con el general Juan Velasco Alvarado al frente, deli-nearía la revolución de la Fuerza Armada. Tras eliminar de la escena a los protagonistas del entrampe de mediados de los años sesenta —Acción Popular, el APRA y el odriísmo— iniciaron el recluta-miento de los cuadros civiles que les ayudarían a crear el plan de una «revolución desde arriba», llamada a eliminar el riesgo de una «revolución desde abajo» como la que el MIR de Luis de la Puente y el ELN de Héctor Béjar habían querido activar. Social-progresistas, demócratas-cristianos, disidentes apristas y comunistas, e inclusive ex combatientes guerrilleros como Béjar respondieron al llamado. En 1968, según Carlos Delgado —un veterano del aprismo de la generación de Luis de la Puente Uceda que se convirtió en una de las principales figuras civiles del régimen militar—, las fuerzas armadas eran la única institución capaz de emprender una acción revolucio-naria en el Perú; de ahí que el intento militar representara la opor-tunidad histórica de concretar, finalmente —en palabras de Hugo Neira— las reformas que habían preconizado todas las vanguardias políticas sin llegar a realizarlas.

La largamente postergada eliminación del antiguo régimen agrario apareció, desde un primer momento, como punto central del programa velasquista. De sus logros en este aspecto dependía —según Carlos Delgado— el destino del proceso revolucionario. La espectacular toma manu militari de las plantaciones azucareras del norte, las masivas entregas de tierras a las comunidades de la

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sierra sur, la formación de una central nacional campesina que, bajo la invocación de Túpac Amaru, inauguró sus actividades con una colorida asamblea celebrada en el abandonado edificio del Congreso de la República reforzaron la imagen de que, con la reforma agra-ria —considerada la más radical del continente después de la cuba-na— se iniciaba, efectivamente, una revolución. Bajo tutela militar, habría de nacer finalmente la anhelada nación integrada.

De la utopía andina al capitalismo popular

Contradictorios efectos tendría el despliegue reformista en el inte-rior del país. Publicado en 1969, un texto de Antonio Díaz Martí-nez —Ayacucho: hambre y esperanza— perfilaba la posible recepción del Leviatán militar en el país profundo. Era la crónica del choque de la creatividad y la voluntad de sobrevivencia de los antiguos ayllus con la prepotencia e insensibilidad de un estrato de funcionarios mestizos que, en la práctica —según el autor—, aparecían como la continuación de los gamonales latifundistas. Grandes logros ob-tendrían —observaba Díaz Martínez— si supieran cómo poner la técnica al servicio del pueblo. Para ello —continúa— tendrían que tener una formación práctica, viviendo, analizando, comprendiendo y participando objetivamente de la vida de las masas. En ausencia de ese compromiso, el desarrollo terminaba siendo un eslabón más de la larga cadena de estrategias criollo-mestizas de dominación. Per-tenecientes a una pequeña burguesía históricamente subordinada a la oligarquía y al imperialismo, ingenieros y burócratas desconfia-ban del indio, creían que deberían tratarlo como un niño al que se le debía guiar de la mano. Solo rompiendo aquellas trabas podría materializarse la esperanza contenida en la fuerza histórica de los ayllus. Un logro que solo la masa campesina organizada —orientada por la «ideología del proletariado»— podría conseguir. Propósito en el cual, a la pequeña burguesía le cabía un papel de catalizador o inductor, no de conductor o dirigente. Burócratas y revoluciona-rios: dos sectores de la pequeña burguesía confrontados en torno al destino del país rural. Blanca-mestiza y ajena a la cultura andina, la primera, al servicio del campesinado indígena la otra.

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Se agudizaría el sentimiento antiestatal en los años siguientes cuando, con la creación del Sistema Nacional de Movilización So-cial (SINAMOS) —la agencia encargada de establecer las bases de la nueva «sociedad de participación plena» ideada por los teóricos velasquistas— la revolución militar alcanzaría su mayor intensidad.

Hacia fines de los años setenta, en su bastión en la Universi-dad de Huamanga, Díaz Martínez y sus compañeros del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL) —observando desde el Perú profundo el entrampamiento del Leviatán velasquis-ta— se preparaban para entrar a la etapa final de un itinerario ini-ciado a comienzos de la década anterior. Tras una serie de rupturas, a inicios de los años setenta, los maoístas ayacuchanos reclamarían para sí el legado del amauta fundador, cuyo «sendero luminoso» convocaban a emprender. Combinando a Mao y a Mariátegui, su líder —el profesor de filosofía Abimael Guzmán Reynoso— había articulado una visión ad hoc a sus propósitos insurgentes. Ubicado en un punto geográfica y cronológicamente liminar, Guzmán esbo-zaba la posibilidad de revolucionar al país a partir de los pobres del campo, siguiendo el modelo chino de una guerra prolongada del campo a la ciudad. Si Ayacucho les hacía recordar al remoto Hunan, la confusión y las expectativas insatisfechas dejadas por una reforma trunca —agravadas por el inicio de una larga declinación económi-ca— creaban un escenario propicio para las experimentaciones más extremas.

Así, tras una década intensa, el «hambre y esperanza» de Díaz Martínez devendría en el «somos los iniciadores» del camarada Gon-zalo, proclamado en el discurso pronunciado por Guzmán con mo-tivo de la clausura de la Primera Escuela Militar del PCP-SL. Como el célebre discurso profético de Haya de la Torre de diciembre de 1931, prometía este un destino brillante tras la marcha por el de-sierto. Las diferencias eran, asimismo, bastante evidentes. La misión no era, en este caso, forjar una fuerza para salvar al Perú sino iniciar una cruzada revolucionaria de dimensión universal que pasaba por destruir a la vieja república peruana. A una breve y contundente frase quedaba reducida la compleja historia del Perú: cuatrocientos años de explotación ininterrumpida. Sin pasado, sin memoria, sin contexto, lo que venía solo podía ser una confrontación total, el

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discurso refundacionista radical llevado a un punto extremo: «so-mos los iniciadores, esto debemos grabárnoslo profundamente en nuestra alma […] así pasaremos en la historia que el Partido viene escribiendo hace tiempo en páginas que nadie podrá destruir».

Pero no solo con la «reacción» ajustaría cuentas la guerra po-pular sino también con aquellos, que «con insolencia supina y me-nospreciativamente, habían rechazado nuestras tesis tildándolas de infantilismo». Y si no aprendían por las buenas, pues, habría que recurrir a «acciones concretas que les martillen en sus duras cabezas, que les hagan saltar a pedazos sus especulaciones, para que en sus almas también anide la realidad de esta patria nuestra». A la nueva izquierda de los años sesenta —convertidos desde 1978 en izquierda legal por su decisión de participar en los procesos electorales que efectivizaron la transición democrática post velasquista— se refería Guzmán.

El gesto heroico de Luis de la Puente había aparecido como el mito fundador de esa nueva izquierda. Eventos como la primavera de Praga, la rebelión estudiantil parisina o la Conferencia de Obis-pos de Medellín —en 1968— coadyuvaron a definir su compromi-so social y su identidad antidogmática, antiestalinista. El radicalis-mo católico jugaría un papel fundamental en definir su ethos. El afán del sector progresista de la Iglesia por insertarse en el medio andino pobre y marginado con el fin de beber de su cultura y su historia —en la perspectiva de construir una verdadera radicalidad— abriría el camino del campo a la joven militancia izquierdista. Los múlti-ples conflictos generados por la reforma velasquista favorecieron su expansión. En 1974 habían llegado a controlar la principal central campesina del país. Las luchas revolucionarias centroamericanas po-tenciarían sus ilusiones: un modelo de vanguardia político-militar enraizado en las masas en la que confluían marxistas, cristianos e izquierdistas moderados. Un partido mariateguista se fundaría en 1984 a semejanza del sandinismo. En su incursión al campo se encontraron con el maoísmo duro del PCP-SL y otras vertientes comunistas a cuyos planes guerreristas calificarían, efectivamente, como infantilistas. Su incorporación a la legalidad los dejó en la ribera opuesta de la insurgencia senderista. El éxito electoral conso-lidó su inserción en el sistema mientras en el campo despuntaba una

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insurgencia que acaso les recordaba la mística revolucionaria cre-cientemente perdida. ¿Cómo persistir en el camino revolucionario sin dejarse absorber por la dinámica electoral y distinguiéndose, al mismo tiempo, de la alternativa depredadora y asesina representada por el senderismo?

Alberto Flores Galindo realizó al respecto el esfuerzo más signi-ficativo. Al Mariátegui «proletario» de maoístas y stalinistas, contra-puso, en primer lugar, su espíritu antidogmático y su mística revolu-cionaria, alejada de cualquier afán caudillista. Convocó a pensar, en segundo lugar, en un modelo de socialismo que lejos de imponerse —como un nuevo gamonal— sobre los campesinos, potenciara la enorme vitalidad de la cultura andina. Se refirió a la existencia de una «utopía andina», con el fin de identificar ese recurrente proceso de imaginar alternativas como rechazo a un presente de opresión. Una energía colectiva que se reactivaba en el marco de una crisis nacional profunda para poner en cuestionamiento no solo al patrón capitalis-ta de desarrollo sino a toda una civilización impuesta en los Andes desde el XVI y que los había condenado a la marginación. En esa trayectoria contestataria debía insertarse cualquier proyecto político verdaderamente revolucionario. Y si González Prada, Mariátegui, Valcárcel o Haya habían contribuido a interpretar la utopía andina —cuyo intenso fondo pasional había modelado su obra y su exis-tencia— era con Arguedas que se abría la posibilidad de pensar en el país diverso, plural, que le correspondía efectivizar a la generación de los años ochenta.

En 1989, sin embargo, poco quedaba de aquel esperanzador ho-rizonte. Mientras el país se desangraba en la guerra iniciada por el PCP-SL, su generación —observaría entonces Flores Galindo— ha-bía terminado absorbida por «el más vulgar determinismo económi-co». Por encima de todo, se había perdido «la capacidad de vivir y sentir la indignación». 17.000 muertos e inéditas trasgresiones a los derechos humanos, como la masacre de los penales en 1986, apenas habían conmocionado a la opinión pública. Frente al fanatismo sen-derista que se distanciaba del pueblo a punta de asesinatos, la ahora izquierda oficial —empeñada en participar en las elecciones y en los mecanismos tradicionales de poder— se alejaba del movimiento po-pular del cual terminaba siendo, étnica y culturalmente distante.

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De hecho, el «verdadero Perú» se había trasladado a Lima, sur-giendo con ello nuevas perspectivas sobre su destino. El fenómeno abrió una discusión en que el tema no era otro que la modernidad. El «desborde popular y la crisis del estado» (José Matos Mar); el «mito del progreso» en las poblaciones andinas (Carlos Iván Degregori); la «modernidad popular» y la «choledad» (Guillermo Nugent); la «otra modernidad» y la «plebe urbana» (Carlos Franco) serían algunos de los principales aportes a esa discusión. Trascendiendo el marco «utópico» sus autores buscaban pensar el sentido de las transformaciones que es-taban alterando de manera tan honda a su sociedad. Frente al fracaso del segundo belaundismo (1980-1985), ¿sería la Izquierda Unida o el APRA —o una alianza de ambos— la fuerza idónea para refundar el Estado de manera que fuese capaz de responder a las demandas de esta emergente modernidad popular? En los movimientos sociales que conmovían a todas las regiones del país, asimismo, se comenzaba a ver la promesa de un nuevo orden que reclamaba representación política popular. La victoria aprista de 1985 y la consolidación de Izquierda Unida como la segunda fuerza electoral del país parecían haber sido un paso crucial en esa dirección. En diciembre de 1989, de esas ex-pectativas solo quedaba el recuerdo.

En torno a la figura de Mario Vargas Llosa surgía, de otro lado, un importante movimiento político de corte liberal. Un agudo crí-tico de las corrientes radicales e indigenistas era, para ese entonces, el autor de Conversación en La Catedral. De Arguedas, por ejem-plo, cuyas pretendidas descripciones testimoniales encubrían, según él, una superchería audaz: la invención de una sierra propia, una mentira persuasiva que para muchos adquiriría la dimensión de una narrativa mítica. Su participación en la comisión investigadora del crimen de Uchuracchay —en que ocho periodistas y su guía fueron asesinados por un grupo de comuneros ayacuchanos— le permitió presentar su propia visión sobre el tema andino. La experiencia le significó el descubrimiento de un Perú distinto, antiguo y arcaico, que había sobrevivido entre esas montañas sagradas, a pesar de siglos de olvido y adversidad; la nación acorralada de Arguedas, el Perú profundo de Basadre, desdeñado por el Perú oficial. País distinto que, en su versión, no obstante, se identificaba con lo negativo, con la marginalidad total, el producto, más aún, de una historia fallida,

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producto de una derrota inevitable contra un conquistador equi-pado más que con pólvora o hierro con la idea más poderosa de la historia: la idea de libertad.

Con similar perspectiva libertaria, Hernando de Soto invitaría a pensar a los pobres urbanos como potenciales empresarios, frustrados en su florecimiento no por la explotación del gran capital sino por un Estado burocratizado y controlista que le empujaba a la actuación extralegal. De empresarios populares y no de proletarios estaban repletas las calles del viejo Cercado de Lima mientras, a través del país, los campesinos parceleros realizaban su propia revolución agraria, tras haber recibido la tierra bajo el régimen velasquista.

Con Vargas Llosa y De Soto llegaban al Perú los ecos de un cambio universal: el retroceso del marxismo, el fin de la guerra fría, el inicio de la revolución neoliberal. Si en algo coincidían nuevos liberales e izquierdistas como Flores Galindo era en que la combi-nación de crisis profunda e irrupción de masas abría las posibilida-des de un cambio radical. Como un tiempo propicio para sentir y enrumbar las utopías de las masas en el caso del historiador; como una oportunidad para reprivatizar las mentes en el caso del nove-lista, dirigiéndolas a la creación de una sociedad de propietarios y de una nueva cultura política basada en la libertad individual; una «revolución silenciosa» a cuya frustración contribuían los intelectua-les progresistas con inventos ideológicos como dependencia, tercer-mundismo o teología de la liberación. Propuesta que era un mero ardid ideológico, según Flores Galindo, destinado a presentar al ca-pitalismo como lo nuevo y al socialismo como lo viejo. Ignorando para ello una larga historia de lucha de la sociedad andina contra el Estado y los terratenientes, creando la impresión de que, entre mi-seria y capitalismo no había ninguna vinculación «por cuanto este todavía no existe»; el capitalismo se ofrecía como lo nuevo mientras que el socialismo, con sus afanes supuestamente estatistas, aparecía como una prolongación del pasado.

Con la izquierda rota y el APRA desprestigiado tras un gobier-no nefasto, Vargas Llosa y el movimiento Libertad aparecían como una carta casi segura. Del caos reinante, sin embargo, emergería el outsider Alberto Fujimori para vencer e inaugurar una era de extre-mos, nuevamente, imprevisibles.

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Del miedo a la verdad

El siglo XX terminó para el Perú con una versión modernizada e in-éditamente corrupta de la vieja tradición autoritaria nacional. De la victoria electoral del outsider Fujimori a la constitución de un poder clandestino manejado por un oscuro asesor de inteligencia transcur-rió la historia de un régimen que, favorecido por un contexto de una incertidumbre extrema, logró consolidarse como figura salvadora y providencial. Largos años tomaría romper el embeleso. De tres focos principales habría de venir la movilización que saldría a la superficie en el 2000, en torno a la segunda reelección: (a) de las élites par-tidarias tildadas por Fujimori como la partidocracia causante del desastre del cual él había rescatado al país; (b) del movimiento gre-mial, igualmente señalado por el mandatario como un conjunto de cúpulas que —entre la partidocracia y la subversión— se oponían, con sus demandas irracionales, a la reconstrucción nacional; y (c) del movimiento de defensa de los derechos humanos, señalado por el régimen como la fachada legal de la subversión.

Si los primeros fueron limando asperezas hasta converger en el pacto de gobernabilidad de 1999, el segundo reapareció en el con-texto del deterioro económico experimentado hacia 1998. Un papel inesperadamente importante en la transición iniciada tras la caída de Fujimori correspondió, por último, al tercero de estos actores. Entidades eclesiásticas y organizaciones de familiares formaban su contingente inicial. Una pléyade de activistas radicales se les iría su-mando a través de los años ochenta y noventa, en la medida en que la violencia y la polarización cerraban el espacio para la acción de la izquierda legal. Sus valores cristianos les impedían condonar, más allá de las posibles afinidades ideológicas, el sangriento accionar senderista. Intentarían, sin éxito, establecer una tercera vía entre los dos actores armados. El colapso, a inicios de los noventa, del Partido Unificado Mariateguista —un intento de unificación de la nueva iz-quierda de los años sesenta y setenta— marcó el fin de esos intentos. En el activismo pro derechos humanos encontraron, entonces, un nuevo frente de acción.

Para ganar cohesión y legitimidad tuvieron que sobrepasar enormes desafíos, conceptuales y prácticos. La dramática decisión —singular

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entre los movimientos latinoamericanos de derechos humanos— de definir una posición en contra del PCP-SL fue acaso la más impor-tante. Y vinculados a ella, vendrían otras decisiones no menos trascen-dentales: (a) el rechazo a la violencia como instrumento político; (b) el respaldo a los esfuerzos del Estado por derrotar a la subversión sen-derista; y (c) la reivindicación de la democracia como el más adecuado sistema político. Así, no solo rompían con la idea de la neutralidad o con el propósito de buscar la humanización del conflicto sino que pro-cedían a realizar una profunda revisión de sus convicciones ideológicas, lo que llevaba a la búsqueda —como observó Hortensia Muñoz— de una lingua franca que permitiera «tratar en el contexto ampliado de la violencia los temas de derechos económicos y sociales y el surgimiento de SL, sin recurrir a la terminología marxista».

Todos estos elementos convergieron en la protesta contra la se-gunda reelección de Fujimori. Con el trasfondo de una Lima en pie de lucha, este juramentó el 28 de julio de 2000. Cuando la oleada popular había amainado, el escándalo de los vladivideos (14 de se-tiembre) hirió de muerte al régimen, propiciando, semanas después, su apresurada renuncia desde el Japón (17 de noviembre).

En la persona de un respetado político cusqueño —Valentín Paniagua— volvía a la palestra la supuestamente aniquilada partido-cracia. En un texto de inicios de 2002, trasuntó sus sentimientos al momento de asumir la presidencia: no vivía el Perú una transición más hacia la democracia sino un momento auroral, fundacional. Esto es, la posibilidad de examinar con ojo crítico el camino históri-co de la nación para desde ahí otear el horizonte y diseñar, sobre la base de un gran consenso nacional, un proyecto sugestivo de vida en común; es decir, el programa que oriente la marcha hacia un Perú distinto, libre, con bienestar, con dignidad, con paz, con justicia para todos. Para lograrlo, era absolutamente indispensable una re-fundación republicana. Refundación que incluía, por cierto, revertir lo desandado bajo el gobierno de Fujimori en materia de derechos humanos.

La formación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) fue, al respecto, la medida culminante. Con ello —según su presidente, el filósofo Salomón Lerner Febres— se abría la posibili-dad de que, más allá de las formalidades institucionales, la transición

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democrática implicara la recuperación del fundamento ético de la existencia colectiva, profundamente debilitado como resultado del conflicto interno. Una severa introspección colectiva, un reconoci-miento de nuestras culpas, a partir de los cuales podía realizarse un esfuerzo sincero de reconciliación con nosotros mismos. Desde ese plano, más que señalar culpables o realizar juicios políticos, lo esen-cial era lograr una recuperación de la memoria colectiva, a partir de la cual se podía mirar al futuro con claridad, descargados de culpas, con el fin de sentar las bases de la reconciliación y sus vasos comu-nicantes con la justicia, el arrepentimiento y el perdón. Aspiraba, en suma, no a la verdad de la consecuencia lógica y causal sino a una verdad provista de contenido y repercusión morales; esto es, una verdad que implique reconocimiento del sufrimiento del prójimo, una verdad que posea atributos de curación espiritual, una verdad sanadora y regeneradora.

¿En qué medida existían en su momento las condiciones para una reflexión colectiva de esa naturaleza? El proceso mismo de in-vestigación fue revelando la complejidad de la tarea y, en particular, la dificultad para ubicar el discurso de la CVR en la altura moral prevista por Lerner. Los propios antecedentes políticos de algunos comisionados daban elementos a los detractores para cuestionar las buenas intenciones de la nueva entidad. Los senderistas tendían a ver una pugna interpretativa con la CVR como una continui-dad de viejas disputas con la nueva izquierda. Similares suspicacias prevalecían en las fuerzas armadas y en sectores de AP y del PAP poco interesados en una exploración, a cargo de viejos detractores, de sus gestiones de gobierno en que —como dijera un reporte de Américas Watch— habían abdicado la autoridad democrática en manos de los militares. En sectores más jóvenes, de otro lado, surgiría la pregunta por la ausencia, en el informe final de la CVR, de un balance igualmente severo de esa nueva izquierda que, hasta bien entrados los años ochenta, había seguido simpatizando con la vía armada.

Así, al calor de los debates y de las expectativas diversas que el informe final suscitaba meses antes de su publicación, los elevados propósitos morales iniciales cedían paso a una creciente politización del proceso de búsqueda de la verdad. De tal suerte, mientras los

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presos senderistas de Yanamayo protestaban por la «odiosidad pa-tológica» al Presidente Gonzalo y al PCP que mostraba el comisio-nado Carlos Tapia en sus declaraciones públicas, la comisionada Sofía Macher ofrecía tachar de los libros de la historia del país la versión oficial, reemplazándola con el nuevo capítulo escrito por la CVR desde la perspectiva de los que sufrieron el conflicto interno. De ahí que, como reconociera el propio presidente de la CVR, años después de la finalización de su labor, mucho antes de la publicación del informe final, existía un sector de la opinión pública que no estaba dispuesto a aceptar su contenido. Con esos antecedentes no sería raro que, una vez presentados los resultados de sus investiga-ciones —-como observó el antropólogo Rodrigo Montoya—, prác-ticamente nadie aceptara responsabilidad alguna. El Estado, por su parte, asumió con pies de plomo la implementación del programa de reparación propuesto por la CVR. Cada día que ha pasado desde agosto de 2003 sin que se diera cumplimiento a las recomendacio-nes —afirmó Salomón Lerner a mediados de 2007— ha significado una pérdida de credibilidad y legitimidad de nuestro Estado y una sombra de duda sobre el futuro de nuestra democracia ante los ojos de las víctimas. ¿Una nueva oportunidad perdida?

Epílogo

En las postrimerías del siglo XX los modelos radical y arielista —los grandes referentes de la búsqueda de nación a lo largo de la centu-ria— parecían fundamentalmente agotados. A la ocupación militar del «verdadero Perú» —en el marco de la lucha contra Sendero Lu-minoso—prosiguió su creciente integración económica y vial con el país costeño. Los territorios imaginarios de la refundación de base campesinista, inicialmente concebida por González Prada, queda-ban así, crecientemente, bajo la férula estatal. Y, sin embargo, a su manera, la «tempestad» andina vaticinada por Luis E. Valcárcel ha-bría de cumplirse a la manera de un aluvión demográfico que vino a alterar, radicalmente, el perfil sociocultural con el «núcleo puru-lento» limeño tomado desde dentro por los peruanos del interior.

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Ya desde mediados del siglo XX aparecía similarmente inviable el arielismo ante el desborde popular que entonces se iniciaba.

Dos inventos de los años cuarenta, más bien, aparecieron como referentes viables para pensar la nación, tras las terribles décadas de los ochenta y noventa: el republicanismo social de Basadre y el apris-mo pragmático de Haya de la Torre. Bajo la invocación del primero llamó Valentín Paniagua a transformar, en noviembre de 2001, la caída del régimen fujimontesinista en una «auroral refundación re-publicana». En 2008, Alan García, por su parte, repudiando lecturas del fundador del aprismo que congelan su pensamiento en su obra inicial —El Antiimperialismo y el APRA—, lo postula como creador de una visión pragmática que, en el umbral de una era excepcional de crecimiento económico, se constituye en una fórmula viable de construcción nacional frente a la teoría exclusivista del libre merca-do y al comunismo estadista y retardante. Según el presidente de la República, el reto de la modernidad demanda una revolución del mundo emocional. Arremete por ello en sus discursos contra los viejos fantasmas de la peruanidad —el sentimiento de inferioridad frente a Chile; el síndrome de Cahuide (aquel general incaico que se inmola ante la superioridad del conquistador); o ese temor mitológi-co o panteísta que infunde abrir a la inversión extranjera los ingentes recursos de nuestra sierra y Amazonía— y sus voceros: los perros del hortelano que, con sus ideologías pasadistas, bloquean el despegue del país: el viejo anticapitalista del siglo XIX —asevera el mandata-rio— se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra vez de camiseta en el XXI para convertirse en medioambientalista. «¡Un país es grande» —concluye— «cuando tiene mentalidad vencedo-ra!». El tiempo dirá si hay algo sustancialmente nuevo en esta oferta de restablecer nuestra antigua grandeza, desembarazándose para ello de los fardos de la tradición.

2Dirigencias y élites en las últimas décadas

HigH Life El fascinante mundo de «los de arriba» en el Perú

Augusto Álvarez Rodrich

The powers of ordinary men are circumscribed by the everyday worlds in which they live, yet even in these rounds of job, family, and neighborhood they often seem driven by forces they can neither understand nor govern […] But not

all men are in this sense ordinary.

C. Wright Mills, The Power EliteNueva York: Oxford University Press, 1959

Hace unas cuatro décadas había en la entonces incipiente televisión peruana un programa que se llamaba High Life en el que todos los sábados, a la hora del almuerzo, se resumía durante una hora la «vida social» de los peruanos. La vida social, se entiende, de los ricos y famosos, y de los que mandaban en el país, quienes aparecían en fiestas y celebraciones de índole diversa. High Life era frívolo y sin mucho sentido, pero entretenido. Con frecuencia, casi como la po-lítica peruana.

No espere encontrar en estas páginas un enfoque ‘riguroso’, si acaso esto es posible, sobre la evolución de las dirigencias y de las élites durante los últimos treinta años en el Perú, sino solo unas pinceladas desordenadas —y necesariamente arbitrarias— sobre al-gunos actores y sectores que supuestamente llevan las riendas del país, a partir de la mirada cotidiana de un periodista que los observa ejerciendo el poder en todo su esplendor o, al menos, pareciendo que lo hicieran.

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Los recursos de este método

Primero, algunas consideraciones «metodológicas» a manera de advertencia al lector, con el fin de que no se vaya a tomar tan en serio lo que va a leer. Desde 1981 hasta el año 2001 fui respon-sable de desarrollar, en la revista Debate —del grupo Apoyo— la «Encuesta del poder en el Perú». Las respuestas a un cuestionario aplicado durante varios años a personas con poder, o que algo co-nocen de este por su cercanía al mismo —funcionarios, autorida-des elegidas, políticos, intelectuales, empresarios, militares, obispos, tecnócratas, periodistas, etcétera—, fueron delineando un perfil in-formal de las personas que supuestamente tienen poder en el país y sobre la manera como lo ejercen.

Aunque esta encuesta no tuvo más aspiración que la de ser un ejercicio lúdico alrededor del poder, su aplicación anual —que con-tinúa hasta la actualidad— se convirtió en uno de los proyectos pe-riodísticos más apreciados del siempre inquieto mundillo político peruano. Muchos de sus actores la siguen con atención y esperan sus resultados con angustia porque la consideran una especie de premio o castigo a su desempeño en el último año. Los políticos no son los únicos que le rinden pleitesía a sus conclusiones; algunos periodis-tas, por ejemplo, se publicitan a sí mismos en avisos comerciales que destacan su ubicación en la encuesta. Y alguna gente hasta cree en la misma.

Esto implica confundir la imagen acerca de quién tiene poder con la realidad del poder. Pero a veces eso es difícil de distinguir. Hace unos quinientos años, Nicolás Maquiavelo ya había llamado la atención sobre la apariencia y la realidad de poder: «No es nece-sario que un príncipe posea todas las virtudes de que hemos hecho mención anteriormente; pero conviene que él aparente poseerlas. Aún me atreveré a decir que si él las posee realmente, y las observa siempre, le son perniciosas a veces; en vez de que, aun cuando no las poseyera efectivamente, si aparenta poseerlas le son provechosas». El poder suele discurrir entre la imagen y la realidad.

Con el fin de darle algún sentido que fuera más allá del simple chismorreo periodístico, en 1993 edité un libro (El poder en el Perú, editorial Apoyo) con dos decenas de ensayos —algunos

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pertenecientes a autores que participan en este libro— sobre los resultados de los primeros trece años de la encuesta. El objetivo era darle un ordenamiento a los mismos y lograr algunas conclusiones sobre la naturaleza del poder en el Perú, su uso y —claro— sobre las personas que lo ejercen, que es la parte chismosa que suele interesar más a los lectores.

En el año 2002 dejé de trabajar en Apoyo para ser periodista a tiempo completo. Ahora soy director de Perú.21, un diario muy metido en el fragor político nacional, y conduzco un programa de RPP —la principal emisora radial del país— en el que todas las ma-ñanas, de lunes a viernes, debo entrevistar, junto a otros dos colegas, a políticos, empresarios, ministros, congresistas, diplomáticos, mili-tares, curas, tecnócratas, intelectuales, periodistas, artistas, en fin, a todos aquellos que, ese día, «harán noticia» y que, supuestamente y de alguna forma, dirigen las riendas de este país complejo que, por momentos, parece discurrir de manera desbocada y, en otros ratos, con un entusiasmo salvaje. O ambas cosas a la vez, dependiendo de dónde esté uno en el baile.

Por último, durante la elección del año 2006 conduje, durante casi un año, un programa de televisión en el que una vez por semana entrevistaba a los candidatos presidenciales, acompañados de sus co-laboradores más cercanos. Entre la radio y la televisión, debo haber entrevistado a cada uno de los principales candidatos presidenciales unas diez veces a lo largo de la campaña.

Con base en lo anterior, es decir, la encuesta del poder, por un lado, y la visión cotidiana y desordenada que ahora tengo de la política, por el otro, a continuación paso revista a la manera como han cambiado, durante los últimos treinta años, algunos de «los de arriba», es decir, las personas y los sectores que conforman las clases dirigentes y las élites que manejan —o supuestamente manejan— el Perú.

Políticos partidos

Hace tres décadas, en las postrimerías del gobierno militar de esa época, la política se había estructurado alrededor de cuatro partidos

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o tendencias principales: el APRA, Acción Popular de Fernando Belaunde, el PPC de Luis Bedoya Reyes, y una izquierda variopinta que, a pesar del desorden entre sus distintas vertientes, se perfilaba con un poder electoral significativo que la llevaría a ganar la alcaldía de Lima con Alfonso Barrantes y tener una presencia interesante en los parlamentos que se formaron después del régimen castrense.

Este esquema político colapsó y todavía no se ha recompuesto. Al igual que el propio régimen militar al que sucedieron, los gobiernos democráticos que vinieron después se encargaron de forjar su propio desprestigio con la ineficiencia de sus administraciones. Primero, la de Belaunde (1980-1985), cuyo único objetivo pareció ser la preservación del sistema democrático —un fin loable pero, sin duda, insuficiente para las demandas crecientes de los peruanos—; después, la de Alan García (1985-1990), que hizo todo lo posible para acelerar el colapso de los partidos —además del Estado, la economía, los servicios públi-cos, las remuneraciones, la generación de empleo, la infraestructura nacional y el sentido de futuro del país— gracias a las políticas de su gobierno, que produjeron la segunda hiperinflación más prolongada de la historia mundial, además de una de las más grandes frustraciones políticas del Perú. Pero el peor hijo de la presidencia de Alan García fue el gobierno de Alberto Fujimori, al cual ayudó a llegar al poder con el fin de atajar la candidatura de Mario Vargas Llosa.

Fujimori dio el tiro de gracia a los partidos políticos merced a sus éxitos iniciales en la lucha contra el terrorismo y la estabilización económica, que le facilitaron la instauración de un régimen en el que se violaron los derechos humanos y se produjo la corrupción quizá más profunda que se haya visto en un país como el Perú, que posee una antigua tradición de asalto al erario.

El régimen «fujimontesinista» colapsó en el año 2000, pero ello no ayudó a recuperar el prestigio de los partidos políticos, el cual sigue por los suelos hasta la actualidad. El factor principal que ex-plica este fenómeno es la sensación de la mayoría de la población de que el crecimiento sostenido e importante que ha experimentado la economía peruana durante los últimos siete años no ha contribuido a mejorar sustantivamente la calidad de vida, especialmente de los peruanos más pobres, lo cual se debería principalmente a lo que hacen o no hacen los políticos peruanos.

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A pesar de que existen indicadores relevantes sobre el incremen-to de la capacidad de consumo de las familias peruanas y de la reduc-ción de la pobreza general en el país —entre los años 2006 y 2007 fue de 5,2 puntos porcentuales—, el comentario de que «el modelo no chorrea» es uno de los más frecuentes en la escena nacional de los tres lustros pasados. Algunos políticos se preocupan por decir que es inapropiado y despectivo el uso de la palabra «chorreo» en un asunto tan importante como este. Pero, semántica aparte, todos están de acuerdo en que el progreso no les llega a todos por igual, y en que a «los de abajo» les toca menos.

El segundo factor que contribuye al desprestigio de la política peruana es la manera como la ejercen sus actores principales. Estos están premunidos de una frivolidad espantosa, lo cual genera un resultado explosivo debido a la mediocridad e improvisación que también suelen caracterizar su desempeño público. Con frecuencia, su comportamiento trasluce, además, la intención de usar el poder para el beneficio particular.

Como consecuencia del desprestigio que acompaña a las polí-ticas públicas y a los políticos, en cada elección aparece una nueva agrupación creada específicamente para ese proceso, con buenas po-sibilidades de ganar sobre la base de una propuesta que amenaza con traerse abajo «el sistema» —es decir, la manera como ahora están organizadas o desorganizadas «las cosas»— y sin contar con la plata-forma básica para acompañar una gestión gubernamental mínima. Esta dinámica otorga a cada elección la naturaleza de una ruleta rusa. Lo más probable es que la siguiente elección, la de 2011, tam-bién produzca la sensación de caminar al filo de la navaja.

El APRA sigue siendo el único partido político peruano que podría calificar para ser considerado como tal pero, en general, los partidos tienen un papel insignificante en la evolución de las prin-cipales tendencias sociales, como las que concurren en las distintas regiones, donde estas agrupaciones no alcanzan a jugar ningún papel relevante.

Hace quince años, Luis Pásara inició su ensayo «El Ocaso de los Partidos» —en el libro acerca del poder antes mencionado— seña-lando: «Como las últimas cinco elecciones han demostrado, en el Perú la conexión entre partidos políticos y poder se ha adelgazado

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hasta casi romperse. La razón estriba en el electorado, que desde 1989 se ha alejado de partidos y políticos de oficio como de una peste». Hay consenso en que hoy la situación es claramente peor que hace veinte años.

Sin duda, existen varios muy buenos políticos en el Perú, pero estos no son, lamentablemente, la mayoría. Por ello, tener la política como actividad profesional no es bien visto por la gente.

Presidencia herida

Otra institución central del país que ha tenido una mella considera-ble en su reputación durante las últimas tres décadas es la Presiden-cia de la República. Esto es consecuencia de muchos factores, como un sistema presidencialista que lleva a atribuirle al jefe de Estado la mayor capacidad de influencia en el país. De hecho, en todas las encuestas del poder realizadas desde 1981, el presidente de la República siempre ha aparecido, al margen de quien ejerciera el car-go, como la persona más poderosa del país, lo cual constituye una expresión innegable de su peso en la política peruana. Esto lleva a que casi todos los problemas del país sean considerados como de responsabilidad «exclusiva» del presidente.

El otro factor que, sin duda, ha influido en el desprestigio de la Presidencia han sido todos los escándalos ocurridos en el seno de la misma durante los últimos años, con la excepción del breve perio-do de Valentín Paniagua. Principalmente, la manera bochornosa y vergonzosa como Fujimori abandonó el cargo, con una renuncia in-sólita enviada por fax desde Japón, y también por la manera frívola como la desempeñó Alejandro Toledo.

Hace un par de semanas, le pregunté al presidente Alan García en una entrevista radial por qué las bolsas de alimentos que se reparten en barrios pobres de la capital con el fin de paliar los efectos del alza de los precios básicos, llevan el logotipo «Presidencia de la República» y si esto no era un abuso político del programa. Su respuesta fue que es una manera de recuperar el prestigio perdido por esta institución. Po-dría no ser cierto que en realidad lo haga con ese fin, pero sí es verdad que la reputación de la Presidencia ha decaído notablemente.

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Consciente de ello, García intentó, incluso desde antes del inicio de su segundo mandato, como presidente electo, fortalecer la insti-tución de la Presidencia de la República a través de la proyección de una imagen pública muy diferente del estilo más bien «chorreado» de su antecesor, Alejandro Toledo. Si este era impuntual, García nunca llega tarde a los eventos y regaña a los ministros tardones (he visto a algunos de ellos entrar virtualmente en pánico cuando una entrevista radial demora más de lo previsto y peligra su llegada en hora a la se-sión semanal del gabinete). Si Toledo era feliz montado en el avión presidencial, García nunca lo ha usado y viaja en aerolínea comercial (incluso, pretendió privatizar el «Air Force 1» peruano, pero nadie quiso comprarlo). Si Toledo no paraba en seco los rumores sobre el whisky —etiqueta azul— que tomaba con frecuencia, García se es-fuerza por parecer ordenado y austero, y suele solicitar donaciones de pisco para los brindis de Palacio. Y si Toledo se demoró medio año en solucionar el escándalo del no reconocimiento legal de su hija Zaraí —en realidad, fueron catorce años desde que nació la muchacha—, demoliendo de este modo su reputación política y personal por la omisión, García reaccionó al día siguiente reconociendo en público a su hijo Federico Dantón, a quien ya había reconocido legalmente, cuando un artículo periodístico hizo la revelación.

Una obsesión de García es que su presidencia no vaya a desba-rrancarse por la debilidad extrema que esta llegó a tener con Toledo. Y, entonces, quiere ser muy diferente de él. Al comienzo, le fue muy bien al nuevo presidente, pues el país sintió un cambio relevante en el estilo de ejercer el cargo, y esto lo ayudó a registrar una tasa alta de aprobación en las encuestas.

La otra obsesión de Alan García es diferenciarse radicalmente de él mismo. Quiere que su segunda presidencia sea la otra cara de la moneda de lo que fue su primera vez en Palacio. Ahora, apuesta firmemente por la estabilidad económica, la inversión privada y la seguridad jurídica. Y a todo lo que él crea que las amenaza —es decir, que se parezca al García de los ochenta— lo llama «perro del hortelano», luego de haberlo descrito de esa manera en una serie de artículos publicados en El Comercio, en los que busca explicar el derrotero de su gobierno para liquidar a esos canes que se «oponen al progreso».

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Por momentos, García parece un converso fanático. Su drásti-ca transformación en materia económica ha contribuido a alcanzar logros importantes en este terreno. De una parte, un clima propicio para la inversión privada, la firma de tratados de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, y la negociación en marcha de acuerdos similares con un bloque como la Unión Europea y un país como China, una nación por la que el mandatario siente especial afecto, al punto de ser uno de los pocos jefes de Estado del mundo que ha apoyado públicamente —también en un artículo periodístico— las políticas chinas en el Tíbet. De otra, una continuación del creci-miento económico durante su periodo a tasas muy altas, que se pa-recen a las de su admirada China.

Asimismo, está demostrando prudencia ante los problemas eco-nómicos del momento. Cuando hace poco se dispararon los precios de algunos alimentos por causas provenientes del exterior, y el pre-mier y otros ministros casi salen a los mercados para capturar a los «especuladores», el presidente García tuvo que detenerlos con una clase pública bien planteada de Economía 101.

Por todo esto, los empresarios están fascinados por García. Vo-taron por él en la segunda vuelta como el «mal menor» debido a que la otra opción era Ollanta Humala, y hoy, si pudieran, lo reelegirían por mucho tiempo más; su partida inevitable en 2011 no los deja dormir bien. El escritor Mario Vargas Llosa votó por García en el 2006 «tapándose la nariz», según escribió, pero hoy cree que los olo-res han cambiado gracias a la manera como ejerce la Presidencia, la cual elogia; tanto que aceptó una invitación a cenar en Palacio con el presidente.

Pero no todos están contentos con el presidente García. Un gru-po de madres de familia que marchó por las calles de Lima un día antes del reciente día del trabajo, lo hizo coreando el lema siguiente: «Escucha policía, tu olla está vacía, igual que la mía, por culpa de García».

A casi dos años de iniciado su mandato, su aprobación en la opinión pública —en el nivel nacional, según Ipsos APOYO— ha caído a 26%, el punto más bajo de su segunda presidencia, que lo sitúa, además, entre los jefes de Estado con mayor desaprobación en toda América. Aunque la preocupación por la corrupción en la ges-

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tión pública está repuntando en la agenda de temas que preocupan a la población, los asuntos de fondo que explican la desaprobación del presidente son el empleo, los sueldos y la pobreza, es decir, el ya tradicional combo «no chorrea».

Es evidente que el manejo económico está produciendo logros relevantes y que, en general, la situación está mejorando en el país. No lo está haciendo, sin embargo, con la velocidad requerida por los más pobres, que todavía son muchos —alrededor del 39% de la población en el conjunto del país—, con algunas zonas como las del ande que tienen tasas similares a las de los países africanos con mayores problemas.

Para que un cambio en esto fuera posible, se necesitaría una verdadera reforma de las actividades que tienen más incidencia en la calidad de vida de los pobres, como la salud, la educación, la segu-ridad o la justicia, así como la generación de infraestructura básica, de manera que el gasto público tenga una mayor efectividad en el combate a la pobreza.

Sin embargo, al haber cumplido su primer tercio, el gobierno no ha dado señales claras de contar con propuestas de fondo en esas áreas, cuya aplicación suele requerir un gran esfuerzo y capital políti-co, propio de las administraciones que recién empiezan. No se prevé que se vayan a producir cambios relevantes en esos terrenos durante el actual lustro político.

Es una lástima que esto no se produzca, pues en el momento actual coinciden dos hechos que podrían favorecer este proceso de reforma. Primero, un presidente como García, el político peruano con la mayor capacidad de persuasión política. Segundo, una situa-ción económica pocas veces vista antes.

Aunque no lo reconozca en público, como ocurre con todo líder político, su baja situación en las encuestas parece poner nervioso al presidente. En lugar de introducir cambios en las estructuras que permitirían un mejor aprovechamiento del gasto y la inversión social —y reconocer que «no meter la pata» es insuficiente como programa de gobierno en un país complejo como el Perú—, el presidente está dando algunas señales equivocadas tanto en el terreno económico como en el político.

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Una pregunta crucial es cómo reaccionaría García ante una caí-da brusca en la aprobación ciudadana a su desempeño. El 28 de abril de 2008, en Cajamarca, el presidente dijo: «Hemos terminado el primer tercio del gobierno, que es un tercio de ingreso, de ubica-ción, de planteamiento, de comienzo de obra; la segunda y tercera parte es de ejecución y aquel que se oponga a la ejecución se va, se va del aparato público, o haré que se vaya del sector privado, pero necesitamos obra, menos estudios, menos palabreo, menos SNIP y más obra que es lo que necesita el Perú».

Claro que el país necesita más obra, pero esto no pasa por actuar al «tun-tun», apurado por las encuestas, lo cual perjudica al país, pues se acaba gastando más de lo debido, sino por la mejora de la eficiencia en la ejecución de la inversión pública. Esto demanda contar con gerentes públicos calificados, los cuales están siendo ahuyentados del gobierno por una política salarial absurda, a lo cual contribuyó el anuncio del presidente García, al inicio de su gobierno, de rebaja de sueldos en el sector público. Esto ayudó a mejorar su popularidad pero afectó la calidad de la gestión de su propia administración.

Lo que está sucediendo en el ámbito político, particularmente en el del respeto a las libertades —como la elemental de poder dis-crepar con el gobierno—, es más preocupante. Se observa, con una frecuencia lamentablemente creciente, expresiones de intolerancia por parte del presidente García y de varios integrantes de su gobier-no ante posiciones que contradigan las suyas.

En este sentido, existen indicios razonablemente contundentes de la pretensión del gobierno de menoscabar a los organismos no gubernamentales —especialmente los vinculados a la defensa de los derechos humanos— y, en general, a las voces discrepantes con los planteamientos del gobierno. Es este un asunto en el que la comu-nión de ideas y acciones entre al aprismo, el fujimorismo y otros sectores como el militar, es preocupante y peligrosa para el país.

Congresistas otorongos

Ante la falta de una organización nacional básica, la única manera como se expresan los partidos políticos es a través de su actuación

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en el Congreso de la República. Los partidos que no llegan ahí, sencillamente languidecen tratando de sobrevivir, a la espera de que la siguiente elección los rescate del marasmo, pero muchos tienden a desaparecer porque sus «dirigentes» se mudan inmediatamente a otra agrupación que les ofrezca la posibilidad de seguir vigentes en la escena.

El Congreso peruano es una de las instituciones nacionales más desprestigiadas. La principal fuente de ello es la mediocridad de muchos de sus integrantes. Esto, a su vez, es consecuencia de la irresponsabilidad con la que los dirigentes políticos conforman sus listas de candidatos, en las que aportar dinero para la campaña suele funcionar como un carné de admisión o como un pase VIP para el espectáculo. Y, con una frecuencia lamentable, muchos de los que llegan a tener una curul buscan recuperar su «inversión» con méto-dos reprobables y delictivos.

Hace cuatro años, durante el gobierno de Toledo, en el día en que el Congreso iba a interpelar a Fernando Rospigliosi cuando este era ministro del Interior, escribí en mi columna de Perú.21 que lo más probable era que él fuera expulsado del cargo por la votación parlamentaria de esa noche, pero que esto podía no ser tan malo «porque ser censurado por un Congreso corrupto y mediocre como ese se debía interpretar como un galardón».

Lo de «corrupto y mediocre» fue escrito con el apuro tradicional de un cierre de edición, y sin prever la alta recordación que habría de tener. A esto ayudó el que esa noche, inmediatamente después de que Rospigliosi fuera en efecto censurado, la representación na-cional sometiera a votación otra moción de censura, esta vez contra mí debido a mi columna de ese día. Como expresión de la irritación de los congresistas por la prensa que suele exponerlos a la opinión pública, obtuve una «censura» que no tuvo otro efecto real que el de ayudar a hacer conocido a un diario que recién empezaba y —cla-ro— ratificar la mediocridad del Parlamento.

La investigación del desempeño de los congresistas es percibida, desde entonces, como uno de los principales atributos «positivos» según el lector del diario que dirijo. Una de las últimas denuncias realizadas en contra de uno de los miembros del Parlamento es par-ticularmente reveladora de la manera como se ejerce el poder en el

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país: una congresista del Partido Aprista —que, además, es sobrina de un ex presidente de la Corte Suprema— había contratado en su despacho a un empleado que figuraba en la planilla oficial pero que nunca iba a trabajar. En realidad, era un «fantasma», modalidad bastante antigua en el Congreso. A cambio de estar registrado en la seguridad social, el «trabajador» le daba su sueldo a la congresista, para lo cual le había entregado la tarjeta de la cuenta bancaria donde el Congreso depositaba su sueldo.

El caso fue revelado de manera contundente, con todos los detalles, en Perú.21, gracias a la información que nos dio el propio «fantasma», en razón de que la congresista no estaba cumpliendo el trato. A pesar de ello, la parlamentaria fue defendida férreamente por su partido y por no pocos colegas suyos, además del presidente de la República, el premier y su tío el juez, quienes utilizaron todas las tretas posibles e imposibles para evitar una sanción. El caso se volvió especialmente notorio para la opinión pública, no tanto por la naturaleza del delito, sino por la manera como se le pretendió blindar políticamente. Tras muchas dilaciones, nueve meses des-pués, en una votación inexplicablemente hecha en sesión reservada, esta congresista fue salvada por sus colegas. No obstante, la presión periodística, pero básicamente de la opinión pública, los obligó a dar marcha atrás al día siguiente y a proceder al desafuero. Pero la consecuencia fue un desprestigio muy grande del Congreso actual.

La comparación del Parlamento actual con los de hace tres dé-cadas arroja un balance muy negativo para el presente. Se puede afirmar que cada nuevo Congreso que hemos tenido en este lapso fue peor que el anterior, conformando uno de los cuadros más pa-téticos de la degradación de la política nacional. Sus miembros son llamados por la gente, despectivamente, «otorongos».

La explicación que suele ofrecer la mayoría de parlamentarios ante este fenómeno es responsabilizar a la prensa de mellar su repu-tación. Sin duda, existen varios parlamentarios buenos en el Perú, pero no son, lamentablemente, la mayoría. Por ello, ser congresista no es bien visto por la gente.

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Militares derrotados (pero no tanto)

La reputación de los militares peruanos es una de las principales damnificadas por la trayectoria política nacional de las tres décadas pasadas. Entonces, a fines de los años setenta, estaban en el proceso de dejar el poder, al cabo del gobierno militar iniciado al final de los sesenta, y se vieron forzados a hacerlo ante la presión de la ciudada-nía en medio de una crisis económica relevante. Su desprestigio era evidente en ese momento.

Poco después, a inicios de los años ochenta, los militares se vieron envueltos en uno de los procesos más violentos de la histo-ria peruana y de la región, cuando el país se encontró severamen-te amenazado por el terrorismo desatado por Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), al cual debieron combatir. Lo hicieron en un contexto en el que el país no supo cómo responder ante el fenómeno terrorista. Las autoridades elegidas democráticamente optaron por enviar a las fuerzas armadas a acabar con el mismo, pero sin tomar las precauciones debidas para que la lucha fuera efectiva y, además, respetuosa de los derechos humanos.

Como consecuencia, durante la década de los años ochenta las políticas antisubversivas fracasaron en ambas instancias: el terroris-mo avanzó considerablemente y las violaciones de derechos huma-nos por parte de las fuerzas del orden fueron frecuentes, además, por supuesto, y en primer lugar, de las ocasionadas por el terrorismo. La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) calcula en alrede-dor de setenta mil las muertes durante las dos décadas de horror en el Perú.

Una expresión del poder que iba adquiriendo el terrorismo en la percepción de los peruanos se reflejó en la encuesta del poder de Debate. Abimael Guzmán pasó de estar en el puesto 28 entre los pe-ruanos con más poder en 1982, al tercer lugar en 1992, pocos meses antes de ser detenido y cuando la capital de la República era azotada por bombas que explotaban casi todos los días.

Ese mismo año se produjo el autogolpe del 5 de abril, momento en el que las fuerzas armadas pasaron a constituirse, de un modo más claro, en el partido político del que Fujimori carecía. Esta fue

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una alianza forjada desde 1990 por el tenebroso Vladimiro Montesi-nos, quien luego de haber sido prohibido de ingresar a los cuarteles durante los años setenta por haber vendido información castrense confidencial, pasó a ser, en la práctica, amo y señor de todas las entidades militares, convirtiendo a los generales más importantes en sirvientes suyos. Los que no aceptaban la subordinación eran saca-dos del servicio.

La corrupción que se produjo entre los altos mandos castren-ses fue impresionante. Quien fuera su comandante general durante varios años de los noventa, el general Nicolás Hermoza, «devolvió» al erario veinte millones de dólares estadounidenses, conseguidos como consecuencia de sus fechorías.

Pero la humillación que experimentaron los militares por la su-misión que ofrecieron ante una persona despreciable como Mon-tesinos puede haber tenido un efecto más negativo aun en la moral castrense. Los principales jefes militares de los años noventa están hoy en día en prisión por juicios de corrupción y/o violación de derechos humanos. Varios de ellos aparecen en estos días en la tele-visión durante el juicio de Alberto Fujimori, haciendo más patético su vergonzoso desempeño durante el «fujimontesinismo».

El balance es el de un sector derrotado; su peso político es me-nor en comparación con el poder que tuvieron hasta el año 2000. A pesar de ello, la complicidad de las autoridades democráticas y la falta de voluntad política para avanzar en una reforma militar de fondo, permite a los militares seguir ejecutando el gasto en el sector Defensa sin la transparencia debida, por lo que suelen ocurrir ca-sos de corrupción. El anterior ministro de Defensa, Allan Wagner, quien sí se mostraba interesado en esa reforma, fue sustituido hace unos meses. Se asegura que su «excesivo entusiasmo» por la reforma fue un motivo de su relevo. Además, los militares tienen la arrogan-cia de incumplir sentencias del Tribunal Constitucional en asuntos de derechos humanos, para lo cual cuentan con un trato generoso del presidente y los vicepresidentes de la República.

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Sindicalistas debilitados

«Una constatación manifiesta es que el sindicalismo, nucleado en torno a la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), ha dejado de ser una fuerza con poder en el Perú», escribía Carmen Rosa Balbi en el libro sobre el poder hace quince años.

Desde entonces, los sindicatos peruanos han seguido cuesta aba-jo, y profundizado su pérdida de representatividad. Una expresión de ello es la debilidad de las movilizaciones laborales lanzadas por la CGTP. Sin embargo, un sindicato como el SUTEP, de los maestros, mantiene fuerza, aunque en su último enfrentamiento con el gobier-no, el año pasado, se mostró muy débil. Pero, en general, las princi-pales huelgas del país ya no son organizadas por sindicatos sino por frentes regionales agrupados en torno a problemas específicos.

A este desenlace contribuye, por un lado, la creciente informa-lidad del empleo en el Perú y, por el otro, la gran dificultad que han tenido los mismos sindicatos para plantear una visión moderna con el fin de proteger los derechos de los trabajadores, que han sido mejor defendidos recientemente por los lobbies sindicales de Estados Unidos, a propósito de las negociaciones del Tratado de Libre Co-mercio con el Perú.

Tengo la sensación, a partir de las entrevistas que les hago con frecuencia en la radio, de que los dirigentes sindicales del país son, en general, personas bien intencionadas. Sin embargo, su poca re-presentatividad y su falta de una visión moderna y estimulante son un obstáculo para que puedan ser actores relevantes en la política nacional.

Empresarios contentos pero preocupados

Los empresarios peruanos han sido uno de los sectores que han ex-perimentado una de las transformaciones más profundas en las úl-timas tres décadas. El motivo principal que ayudó al cambio fue el fracaso de los esquemas económicos aplicados hasta fines de los años ochenta, sustentados en la capacidad del Estado de ser el principal tomador de decisiones en la sociedad.

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Ese enfoque colapsó de manera espectacular durante el primer gobierno de Alan García, y esto fue uno de los incentivos principa-les para que el sector empresarial apostara por un vuelco, al inicio a regañadientes, que se inició con las reformas comenzadas durante la administración de Alberto Fujimori.

La comparación que los empresarios peruanos hacían —y siguen haciendo— con la experiencia exitosa de Chile fue otro elemento relevante para la transformación y delineó una hoja de ruta sobre el camino que querían seguir. De hecho, muchas reformas sectoriales en el Perú tomaron como referencia lo realizado previamente en Chile, al tiempo que las inversiones de ese país tuvieron un papel creciente en el Perú desde la década pasada. Otro cambio relevante ocurrido en el ámbito empresarial durante los últimos quince años es la presencia creciente del capital extranjero en la mayoría de acti-vidades económicas.

Hoy los empresarios privados están entusiastas por el giro radi-cal experimentado por Alan García entre sus dos gobiernos. Como ya se indicó, votaron por él como el «mal menor», y ahora están fas-cinados con su mandato, pero les inquieta mucho la incertidumbre sobre lo que ocurrirá en 2011, especialmente en el contexto de las tendencias electorales recientes en América Latina. Esta preocupa-ción es uno de los principales obstáculos para el aceleramiento de la inversión privada. Incluso, la agencia Moody’s ha señalado que, por ese motivo, no podría otorgarle el «grado de inversión» al Perú, al menos durante este año.

El hecho de que Ollanta Humala estuviera a un paso de ganar la Presidencia de la República en el año 2006, con un discurso que ofrecía una modificación drástica en el manejo económico seguido desde 1990, fue un elemento decisivo para otro cambio de actitud en el empresario privado. Ahora, este tiene la convicción de que una garantía para sus inversiones en el mediano y largo plazo es la creación de las condiciones sociales que permitan que el país sea socialmente viable y que deje de ser una bomba de tiempo debido a la pobreza extrema, con el fin de minimizar la opción radical del «cambiarlo todo».

En este sentido, el principal tema de preocupación del empresa-riado local es qué pasará después del año 2011, cuando se produzca

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la siguiente elección. Como consecuencia, prácticamente todos los eventos empresariales que se desarrollan en el país tienen como eje temático aquellos asuntos vinculados a la mejora de las condiciones sociales y la inclusión, lo cual no era usual en los encuentros de hace unas décadas.

La voluntad de cambio existe. Otra cosa es cuán efectivos pue-dan ser los empresarios en esa tarea. E, incluso, cuán consistentes puedan ser, en los hechos, con dicha prédica. Por ejemplo, no siem-pre se comportan en sus propias empresas de manera coherente con lo que dicen.

Especialmente en un contexto como el actual, en el que su gra-do de influencia en Palacio de Gobierno —es decir, su poder— es relevante, a los empresarios les falta ejercer una mayor capacidad de presión sobre el gobierno con el fin de promover las reformas de fondo en los sectores sociales, sin las cuales será difícil profundizar el proceso de reducción de la pobreza.

Poder religioso

Tradicionalmente, la Iglesia católica peruana ha tenido una cuota relevante en la estructura del poder, con altas y bajas que han depen-dido, principalmente, de la cercanía entre el presidente y el cardenal. En este sentido, hoy se observa una relación magnífica entre Alan García y Juan Luis Cipriani. Pero se perciben, también, dos líneas diferenciadas en el interior de la Iglesia.

Una de ellas, compuesta por sacerdotes progresistas que ejercen sus labores por todo el país, está teniendo un papel muy influyente en lo que concierne a la relación entre las empresas mineras y las co-munidades aledañas a las zonas de operación. El sector empresarial los ve como elementos de riesgo para el país y el presidente García los incluye en su lista de los «perros del hortelano». Un vocero del sector minero me comentó hace poco, en una entrevista radial, que el establecimiento de relaciones armoniosas con las comunidades es el principal desafío para el desarrollo del sector.

Pero es de esperarse que la influencia de sacerdotes locales crezca en el futuro. Fernando Rospigliosi especuló en una de sus columnas

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recientes en Perú.21 con que el padre Marco Arana, quien ha desa-rrollado una intensa actividad en relación con las operaciones mi-neras de Cajamarca, podría ser un potencial candidato presidencial en el año 2011. Sin embargo, pese a la elección reciente del obispo Fernando Lugo en Paraguay, esta no parece ser, en el mundo, la hora de la teología de la liberación. Por lo menos el Vaticano está en contra.

El hecho de que influencias como las de diversos sectores de la Iglesia católica estén creciendo tiene que ver con la pérdida de la capacidad de intermediación política del Estado y de los partidos políticos con la sociedad en general, lo cual origina que las poblacio-nes soliciten una mayor presencia de instancias confiables. Como el sacerdote del pueblo.

La corrupción y el narcotráfico

Proética difunde cada año una encuesta que mide la percepción de la corrupción en el país pero, aunque se han hecho algunos estima-dos, es imposible tener un cálculo certero del dinero sucio que se mueve en el Perú. No obstante, nadie debería dudar de que, como se dice ahora, ahí hay «harto billete», y de que este crece cada año que pasa.

No estamos hablando de la economía informal, la cual tiene reglas de operación más conocidas, sino de la que está basada en la corrupción, respecto de la cual cada día aparece alguna noticia que solo permite asomarse a su verdadera extensión, pero que explica algunos misterios sin resolver en la sociedad peruana. Por ejemplo, cómo hacen algunos miembros de las fuerzas armadas para, con un sueldo francamente bajo, tener un estándar de vida bastante holga-da. Recientemente, el programa de televisión Cuarto Poder reveló un audio en el que un director del Hospital Militar de los años 2006 y 2007 negociaba el porcentaje de la coima con un concesionario del nosocomio. Es evidente que, a alguien como él, su sueldo «formal» le interesaba un pepino porque el «real» lo cobraba bajo la mesa.

Otro ejemplo, informado por el diario La República, es el del nar-cotraficante Óscar Rodríguez Gómez, más conocido como «Turbo»,

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a quien solo se le habría incautado ocho de los doscientos millones de dólares estadounidenses que ganó con la droga. Con todo ese dinero todavía a su disposición, no hay duda de que este delincuente va a tener a su disposición el penal en el que se encuentra recluido.

Desde el robo sistemático en distintas entidades públicas, hasta el avance sostenido del narcotráfico, con las evidentes implicancias perversas que esto significa en todos los niveles de la sociedad, es evi-dente que los registros estadísticos oficiales no alcanzan a reflejar el dinero sucio que se mueve y que explica tantas tendencias sociales. Y que, por supuesto, demanda cuotas de poder crecientes en el país.

Los esfuerzos desarrollados hasta el momento en materia de lu-cha contra la corrupción son insuficientes. Se necesita una verdadera cruzada que no solo pasa por nuevas normas —compatibles con la Constitución— para combatir el lavado de dinero, o la creación de nuevas entidades públicas, sino por una movilización para que cada ciudadano tome real conciencia del grave perjuicio que la corrup-ción ocasiona en su vida.

Los periodistas

En el contexto de la debilidad institucional descrita, los medios de comunicación peruanos han adquirido, ante los diversos vacíos ge-nerados, un peso creciente y, en mi opinión, exagerado en la estruc-tura del poder en el Perú.

Es obvio que la prensa es poderosa en todos lados. En el Perú, sin embargo, su peso se acrecienta debido al estado de colapso en el que se hallan las instituciones llamadas a encargarse de la interme-diación de las demandas ciudadanas ante las instancias en las que se toman las decisiones políticas relevantes como, por ejemplo, las asignaciones presupuestales y, en general, la solución de problemas específicos.

Esto quiere decir que los canales formales para la toma de deci-siones son muy débiles, lo cual obliga a que si alguien quiere que algo ocurra en el país, y salvo que tenga un acceso directo al presidente de la República, tiene que hacerlo a través de una instancia como los medios de comunicación para dar «legitimidad» al reclamo.

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El Rotafono de RPP es un ejemplo singular y cotidiano de este fenómeno. Se trata de un servicio de atención de llamadas que salen al aire por la radio, hechas por personas en problemas que requieren de una solución pronta, como hallarse en un incendio o situaciones parecidas. Con frecuencia, sin embargo, es usado por autoridades locales de todo el país que están ante un problema que requiere una solución urgente del gobierno central, la cual han venido solicitando sin éxito porque, sencillamente, no son atendidos. Pero basta que su llamada salga al aire para que, inmediatamente, el gobierno se ponga en acción y encare la solución definitiva.

Al creciente poder de los medios contribuye, sin duda, el hecho de que los políticos estén exageradamente atentos a lo que aparece en ellos y que usen esa figuración como un criterio fundamental de su gestión. Es decir, antes de decidir lo que se debe hacer, muchos políticos están más preocupados de hacer lo que creen que los medios respaldarán. Muchos políticos y funcionarios creen que su desempeño será evaluado estrictamente por la manera como los tratan los medios. Y, lamentablemente, con frecuencia esto es verdad, lo que produce incentivos perversos en la gestión pública.

A su vez, cuando se habla de los medios de comunicación en el Perú es indispensable entender, primero, que estos también experi-mentan una crisis de credibilidad comprensiblemente derivada del hecho de que los propietarios de los canales de televisión de los años noventa se vendieran literalmente al gobierno a través de pagos rea-lizados en la «salita del Doc», lo cual fue difundido y visto por todos en el país a través de los «vladivideos».

En segundo lugar, se trata de un sector muy amplio, variopin-to, con diferentes posiciones y actitudes frente al gobierno, y con niveles muy desiguales de desempeño profesional y ético, lo cual agrava el fenómeno que acabamos de señalar del poder en manos de la prensa. Y si tratándose de los medios de circulación nacional esto es un problema, el mismo se agrava considerablemente cuando se evalúa en los microcosmos regionales.

Esta influencia de los periodistas —originada en la debilidad institucional antes que en razones del propio desempeño— suele producir en el gremio una actitud arrogante que con frecuencia lleva a muchos a confundir el papel de periodista con el de gobernante,

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trasgrediendo fronteras que no se deberían sobrepasar, por el bien del gobierno y, por supuesto, de los propios medios de comunicación.

Por todo ello, existe la sensación de que, con frecuencia, la prin-cipal «oposición» al gobierno no proviene de la política formal sino de los medios, especialmente de aquellos que critican aspectos de la gestión gubernamental.

Es probable que una de las mayores «sorpresas» del presidente García en su segunda administración radique en su relación con la prensa y en que un sector de ella le moleste particularmente. Es evidente que en ambos lados hay recelo y marcación estricta. Algunos medios asumen que una función central del periodismo es contribuir con sus enfoques, puntos de vista y críticas a que el gobierno haga mejor las cosas, y que la tarea de alabarlo corresponde principalmente a su oficina de relaciones públicas. El presidente, sin embargo, reclama «noticias positivas» porque siente que no está siendo bien tratado por los medios y que la cobertura noticiosa so-bre él y su gobierno no es balanceada.

En una entrevista concedida el 11 de mayo de 2008 por el pre-sidente García a El Comercio, cuando se le preguntó «¿quién es más oposición, Lourdes Flores, Ollanta Humala, o Alejandro Toledo?», su respuesta fue la siguiente: «Los periódicos. La oposición del Perú son los periódicos y está bien. El Perú debe tener una oposición. Lo que es impresionante es que no hay hombres políticos en la oposi-ción, sino periodistas en la oposición».

En todo caso, es previsible que una de las relaciones más intere-santes y crecientemente tensas del actual lustro político se produzca entre el presidente de la República y los medios de comunicación, con resultados que aún están por ser escritos. Veremos qué pasa en el futuro.

Conclusión

Una conclusión de las pinceladas hechas en este texto sobre el ejercicio del poder en el Perú es que existe una profunda debilidad de las principales instituciones políticas del país, en gran parte debido al desprestigio de sus actores principales acumulado ante la población

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durante las últimas tres décadas, así como por su ineficacia en la solución, postergada durante mucho tiempo, de problemas básicos de la sociedad.

Debilidad y desprestigio le dan una informalidad excesiva a la política nacional y la hacen muy poco previsible, lo cual constituye uno de los principales riesgos del Perú. La economía podría seguir creciendo, como ahora, y producir beneficios reales para la pobla-ción. Pero mientras no se enfrente el problema a través del fortaleci-miento institucional, los logros serán frágiles.

Un obstáculo para ello son las élites y las dirigencias nacionales, que durante las últimas décadas han estado muy distanciadas de las aspiraciones y demandas del ciudadano de a pie, dando la sensación de ser los protagonistas de una edición continuada de High Life.

Sin embargo, se puede advertir algunos cambios relevantes y po-sitivos. Desde un sector empresarial que se ha dado cuenta de que no es viable ser próspero en un país miserable; un mayor peso de la opinión pública en las decisiones del gobierno —con frecuencia a través de los medios de comunicación—; hasta el surgimiento de algunos liderazgos provincianos en los gobiernos regionales que ya están cambiando la configuración del ejercicio de poder en el Perú.

Las nuevas élites del poder: sueños económicos y pesadillas políticas

Francisco Durand

The world, and its long days full of labor,

brings good and evil; all of whom remain here meet both.

Beowulf, verso 16

Señal de los tiempos. Hotel Paracas, 1980, Conferencia Anual de Ejecutivos (CADE). Un grupo de industriales peruanos arrincona al economista Roberto Abusada, recientemente nombrado viceministro de Comercio, y lo acusa de ser el instigador de rebajas arancelarias que amenazan sus inversiones. Veinticinco años después la hostilidad se ha tornado en alabanza. Abusada es el economista más influyente del país y dirige una poderosa consultora empresarial. Entretanto, la mayoría de los industriales cerraron sus fábricas o cambiaron de actividad, luego de haber sido acusados de «mercantilistas».

La anécdota ilustra los cambios que han ocurrido en el Perú. Ahora «los de arriba» son otros. En este trabajo buscamos identificar a la cúpula del poder, entender cómo y cuándo se provocó un gran cambio, reflexionar sobre su estructura de poder, su comportamien-to, y culminar con una reflexión sobre su poder discursivo y su ma-nejo del todo social.

Una mirada al contexto nos indica que algo peculiar sucedió en el Perú, distinguiéndolo de otros países. El recambio de las élites ocurrió luego de una larga y penosa transición del estatismo al

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libremercadismo que duró tres lustros (1975-1990). Justamente, la anécdota referida sucedió en el momento en que los industriales proteccionistas estaban perdiendo posiciones —y los economistas neoliberales acumulaban poder— pero no habían sido aún derrotados. Hasta 1985, las ideas de Abusada y de la institución que lo apoyaba —el Banco Mundial— fueron rechazadas.

El presente trabajo se ocupa de los personajes en posiciones de poder económico y político, aquellos al mando de corporaciones y del Estado, y que manejan grandes recursos materiales y organiza-tivos que afectan el todo social. Tal es el sentido que C.W. Mills le dio a su obra The Power Elite (1959: 3-4). No nos ocuparemos entonces de élites culturales, educativas o religiosas; tampoco de lí-deres de sindicatos y federaciones campesinas; o de quienes tienen una posición intermedia, sean formales o informales; sino de aque-llos pocos que están en la cúspide de la pirámide y cuyo número no debe pasar de unos cientos.

Aunque existe una base teórica para estudiar a las élites y sus pro-cesos de reconfiguración en la década de 1980 —periodo de grandes crisis y adopción de nuevos paradigmas (Dogan 2003; Dogan y Hi-gley 1998)—, no se encuentra en el Perú mayores estudios de este tipo.1 En efecto, muy poco sabemos sobre el origen, los mecanismos de ascenso y la vida social de las élites neoliberales. Las crisis se han estudiado, pero más como grandes episodios de cambio económico y político, no como coyunturas que reconfiguran las alturas de la sociedad.

Se intenta aquí llenar ese vacío sobre la base de investigaciones realizadas por el autor acerca de los empresarios. Asimismo, se recu-rre a los trabajos que echan luces sobre ciertos aspectos de los nuevos poderes económicos y políticos (Álvarez 1993; Vásquez 2000; Cas-tillo y Quispe 1996), así como el ascenso de los economistas al tro-no profesional (Conaghan 1997), y a investigaciones sobre el ciclo político y la naturaleza del fujimorismo y el fenómeno de moderni-zación autoritaria que puso fin a la crisis y aceleró el cambio (Cotler y Grompone 2000; Tanaka 1998; Dammert 2001). Finalmente, se

1 Una excepción importante es el ensayo de Adolfo Figueroa (2002).

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usa la información cuantitativa de las grandes empresas y notas in-formativas de los gerentes y capitanes de la industria y de la banca.

La hipótesis de partida sostiene que la reconfiguración drástica de la sociedad ocurrida a fines del siglo XX fue generada por factores internos y externos, en un raro contexto de transición larga y dolo-rosa que acentuó la concentración del poder económico y político. En este contexto se fue formando un núcleo reducido de grandes corporaciones que operan acomodándose a una clase política que proviene de los partidos tradicionales y de canteras independientes. En el siglo XXI, ese núcleo ha fortalecido su poder estructural, per-feccionado y ampliado su poder directo e incrementado su influen-cia sobre el sistema político. Sin embargo, se detecta un debilita-miento del poder discursivo neoliberal y tanto las élites económicas como las políticas enfrentan una situación álgida, caracterizada por la protesta de las masas y la polarización social.

Interpretando el cambio

¿Qué factores y circunstancias antiguas y recientes explican que se haya reconfigurado de modo tan drástico el poder en el Perú de la década de 1990?, ¿quiénes comandan la economía?, ¿qué ha pasado con los otrora poderosos militares?, ¿qué peso tiene la clase política en relación a las élites económicas y qué nexos han establecido?, ¿qué capacidades de dirección muestran y qué posibilidades tienen de mantenerse en el poder? Para empezar a responder estas preguntas, y ubicarnos en el contexto, es necesario contar con algunas reflexiones y comparaciones y, luego, explicar la transición y sus resultados en términos del cambio ocurrido en las alturas del poder.

Primero, la historia nos revela que en el Perú han ocurrido he-chos y procesos que han generado una situación donde predomina una circulación entre élites viejas y nuevas antes que una fusión.2 En los ciclos de ascenso y descenso ocurren crisis económicas y políticas,

2 Cabe anotar que se detecta cierta continuidad al mantenerse en la cúspide unos pocos grupos de poder económico nacionales, y partidos como el APRA, en posiciones de poder.

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y el cambio es más profundo cuando en ellas aparecen nuevas ideas acerca de cómo organizar la economía. Todavía es más complicado cuando ocurre un empate entre actores que alarga la transición.

Segundo, el Perú muestra gran inestabilidad en la cúpula del po-der, hecho que contrasta bastante con el caso de Colombia y Chile. En el caso peruano, de un lado, han ocurrido múltiples recambios entre élites militares —después de la independencia desde 1810 y con la revolución del general Juan Velasco de 1968 a 1975— y, de otro, también ocurrieron recambios entre diversas élites económi-cas —comerciantes guaneros, hacendados del azúcar y el algodón aliados a enclaves exportadores extranjeros, industriales y jefes de grupos de poder económico—.

En Colombia se observa algo distinto: una tendencia de los ci-viles privilegiados a resistir el cambio, al tiempo que se facilita la fusión entre las élites viejas y nuevas. Las élites oligárquicas se han adaptado a la modernización y las élites emergentes han aceptado su liderazgo, sin que haya existido oportunidad para que militares o populistas radicales se erijan como reemplazantes en el poder. Re-cordemos que un aspirante, Jorge Eliécer Gaitán, fue asesinado en 1948, y su liberalismo radical reprimido violentamente. Luego de la guerra civil (1948-1953) y el ascenso momentáneo de los militares al poder (1953-1957), los oligarcas liberales y conservadores colom-bianos forjaron el Frente Nacional para sacar con éxito a los unifor-mados del camino. Al mismo tiempo, las élites económicas y políti-cas civiles han asimilado a los empresarios y profesionales modernos bastante bien y han resistido las diversas ofensivas guerrilleras.3

Tercero, el reciente proceso de circulación de élites peruano, como otros anteriores, ocurre en circunstancias donde se combinan crisis económicas y políticas y factores externos que debilitan a las viejas clases sociales y a las instituciones; son crisis que allanan de algún modo el camino a las nuevas pero que pueden ser rápidas o largas. El Perú muestra ser políticamente agitado, además de

3 Con ayuda de EE.UU., también se ha eliminado a los grandes carteles de la droga. Como bien decía Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín, «He perdido por enfren-tarme a una mafia más poderosa, la mafia política». Es esta una historia de continuidad de dirección y adaptación arriba, y de sujeción a ella, por las buenas o las malas, en el caso de los de abajo.

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económicamente subdesarrollado y socialmente fracturado, y en la década de 1980 el reloj del cambio caminó lento debido al hecho peculiar de que ocurrió un largo empate entre fuerzas populistas, socialistas y neoliberales que debilitó al país más de lo que ya estaba.4 Estos procesos le dan un tinte especial al caso peruano, a pesar de que tenga algunas similitudes con países que hicieron transiciones parecidas que reconfiguraron a las élites.

El contraste con el caso de Chile es evidente. En el Perú no ocurrió un hecho —el golpe del general Augusto Pinochet en 1973, en medio de una crisis recesiva e inflacionaria y debates paradig-máticos sobre la economía— que significara un punto de quiebre sino un período largo donde se sucedieron idas y venidas. Solo en 1990, al ascender Alberto Fujimori al poder, se rompió el empate y recién hubo continuidad de políticas. Luego de ser elegido el in-dependiente y pragmático Fujimori en una campaña apoyada por la izquierda y el APRA, abandonó rápidamente a sus aliados y se acomodó a las fuerzas externas y a los militares para imponer de modo crecientemente autoritario el paradigma neoliberal. Como en Chile, el autoritarismo sirvió para acelerar el cambio, pero en el Perú este llegó un tanto sorpresivamente, cuando la clase empresarial na-cional —no tan desarrollada como la chilena— se había debilitado en la crisis y no pudo participar en las oportunidades que se abrían con las políticas de mercado, y cuando el deterioro institucional del Estado y de la sociedad civil se había acentuado. Como Pinochet, Fujimori sacó al país de la crisis, acelerando así el cambio, pero en un contexto donde el poder económico terminó concentrándose en las multinacionales al mismo tiempo que se debilitaban las formas de representación política. El estilo, origen, métodos y políticas lle-varon a los críticos a calificar al presidente como Chinochet, lo que da la falsa impresión de que Perú y Chile tienen fuertes similitudes. Si vemos el ritmo y momento del cambio, sus consecuencias y los resultados posteriores que allí se gestaron, la transición peruana fue

4 Esta dolorosa transición tuvo consecuencias sociales importantes en tanto agravó la debilidad del capital nacional y se generó un efecto disolvente mayor en la estructura de clases populares asalariadas y campesinas, y en la propia clase media. El resultado final fue la conformación de una estructura social más diferenciada y compleja, menos integrada y potencialmente inestable.

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distinta porque el país se debilitó en todo sentido, aunque ambos países se dirigieran al mismo norte bajo el liderazgo de dictadores pro mercado. Los cambios de régimen político están entonces rela-cionados de modo complejo con el proceso reciente de circulación de las élites. Las dictaduras de Chile y Perú facilitaron el recambio pero no lo causaron directamente.

Cuarto, a diferencia de otros países vecinos donde el orden neo-liberal ha entrado en crisis (Bolivia con Evo Morales, Ecuador con Rafael Correa), en el Perú las élites del poder —orientadas ideoló-gicamente por el neoliberalismo— todavía mantienen una posición relativamente fuerte. Sin embargo, enfrentan problemas de manejo frente a las masas y los asalariados —que están siendo movilizados por dirigencias contestatarias anti neoliberales—, operan con institu-ciones de gobierno débiles y enfrentan problemas de exclusión social. Si se sigue abriendo la brecha entre el gobierno y la empresa, de un lado, y el pueblo y los asalariados, por otro, y además los partidos y el Congreso dejan de ejercer una función representativa y mediadora, el Perú podría caminar en una nueva dirección. Se abriría así otro ciclo, de empate destructivo, o de cambio político si los sectores contesta-tarios lograran conquistar el poder y cambiar las reglas del juego, en giro que ahuyentaría las inversiones y el dinamismo del mercado, base del orden establecido a partir del gobierno de Fujimori.

Ejes teóricos

Para entender el caso peruano conviene recurrir a dos ejes teóricos: de un lado, los estudios sobre las élites y los recambios recientes en momentos en que ocurre la «doble transición» latinoamericana a la democracia y la economía de mercado de la década de 1980; y, de otro, los estudios sobre el poder económico en las condiciones crea-das por la aceleración de la globalización.

Investigaciones recientes sobre las élites indican que existe una «gran diversidad de situaciones nacionales» (Dogan 2003:2). Si bien predominan fuertes diferencias entre países, las élites tienen en común pasar por crisis que corresponden a «grandes momentos de cambio en política» (Dogan y Higley 1998: 6-7). Asimismo, entre las élites

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existe un fenómeno de interpenetraciones, es decir, desplazamientos elitarios de tipo horizontal por los que unas élites pasan de una po-sición de poder a otra. En cuanto a sus niveles de cohesión, entre las élites económicas se detectan relaciones cercanas estrechas, formales e informales, que logran formar redes sociales de articulación del poder que les dan cierta unidad. En esas redes, y según lo sugiere un estudio de México, juegan un papel importante los mentores, perso-najes que apadrinan elementos jóvenes y que permiten un manejo social más organizado del poder y la influencia (Camp 1998: 136 y 149).

En el Perú, tanto el momento como el tipo de transición indican que el cambio se dio en medio de una crisis económica, social, políti-ca e institucional particularmente profunda y prolongada. Luego de ocurrida la transición, se formó una nueva estructura donde se no-tan especificidades internas de la élite económica —desplazamiento del capitalismo familiar, mayor peso de los gerentes, peso impor-tante del capital extranjero—, y una curiosa mezcla de lo nuevo y lo viejo en la «clase política». También se detecta el fenómeno de la interpenetración, que es particularmente importante en los casos de proyección del poder económico al político. Nuestras investigacio-nes indican que existe una «puerta giratoria» que conecta a los dos grandes sectores de poder, a través de personajes que van y vienen de las corporaciones al Estado y viceversa. Es allí donde encontramos a importantes mentores.

Los elementos teóricos sobre las élites del poder recién anotados sirven para interpretar el caso peruano, pero para profundizarlo de-bemos considerar las teorías sobre el poder económico en sus tres di-mensiones —estructural, directo y discursivo—, características mejor identificadas por los estudiosos de la economía política (Lindblom 1997) y las empresas multinacionales en el siglo XXI (Fuchs 2007). Las investigaciones más amplias sobre poder económico y globaliza-ción indican que ocurren casos de un acelerado fortalecimiento del sector privado corporativo, a tal punto que este se sitúa «por encima» del Estado (Harrod 2006: 29). Esta situación de supremacía, que se revela en un mayor poder estructural corporativo, a la par de su cre-ciente influencia política e ideológica, es más acentuada en los paí-ses que han experimentado un proceso de privatización precipitado

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y en contextos de inestabilidad, como es el caso del Perú. Cuando las grandes corporaciones alcanzan el poder suficiente para moldear instituciones y políticas públicas, la situación se describe como una «captura del Estado» (Omelyancuk 2001; Philp 2001). Este concep-to es importante para nuestro análisis porque incluye mecanismos concretos de interconexión elitaria entre el poder económico corpo-rativo y ciertas áreas claves del Estado y de la clase política.

Los determinantes del cambio

Los factores que en concreto han permitido un drástico cambio re-ciente en las alturas del poder y la sociedad en el Perú tienen que ver con procesos internos y externos de cambio, correspondientes a momentos de crisis y luchas paradigmáticas. Todo ello se com-binó para generar una reconfiguración de élites, en un contexto de transición poco auspicioso porque generó una dinámica desigual de integración en la cúpula y desintegración en la base de la pirámide social, de oportunidades para unos pocos y dificultades de mejora para muchos.

La ocurrencia de una serie de crisis económicas recesivas e infla-cionarias, profundas y duraderas, desde fines de la década de 1970 fue un factor fundamental del cambio.5 Entre 1971 y 1980, el país tuvo una tasa promedio anual de crecimiento del producto nacional bruto de 3,6%, que bajó drásticamente a -1,1% entre 1981 y 1990, manteniéndose siempre por debajo del promedio latinoamericano (BID 1992: 306, cuadro B1). Esta baja performance estuvo vincula-da a los vaivenes políticos y a la situación de empate antes descrita, donde factores económicos y políticos se retroalimentaron y forja-ron la entrada del fujimorismo (Reyna 2002).

La primera gran recesión ocurrió luego de la caída del gobierno estatista de Velasco, cuando en 1978 estalló una crisis recesiva e inflacionaria, acompañada con reclamos de la derecha y moviliza-ciones de la izquierda que exigían el retiro de los militares del poder. Luego, el país volvió a caer en recesión hacia 1983, en coincidencia

5 Acerca de las dos primeras crisis, de 1978 y 1983, ver Iguíñiz (1986).

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con desastres naturales y falta de inversión privada, a pesar de la apertura del mercado adoptada por el gobierno de Fernando Be-launde en 1980. En 1985 fue elegido el candidato aprista Alan Gar-cía, quien volvió a introducir políticas intervencionistas y provocó así una crisis aún mayor, en 1988, al romper con el sector privado nacional. Recién en 1990 Fujimori realizó el «cambio de rumbo» en dirección neoliberal y la economía empezó a crecer y estabilizarse a partir de 1992 —año del autogolpe presidencial—, en un ambiente favorable a la inversión privada (Boloña 1993: capítulo 2).

Un factor complementario del cambio fue la crisis del sistema de representación política. Su principal síntoma fue la aparición de los outsiders, nuevos dirigentes, independientes de los partidos tradicionales, que vinieron a ocupar un lugar central en la escena política. Debido a las crisis económicas recurrentes, el descrédito de los partidos creció en la medida en que estos se mostraron incapaces de manejarlas y de frenar la ofensiva militar de los grupos armados. Los partidos de gobierno se fueron desgastando por turnos. Primero le ocurrió a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano (1980-1985); luego al APRA (1985-1990); y también a las izquierdas, que fueron afectadas negativamente por la caída de la Unión Soviética y el debilitamiento del sindicalismo como resultado del desempleo masivo.6 El deterioro de la capacidad representativa de la anterior clase política permitió la emergencia de esos outsiders, figuras nuevas que introdujeron una dosis combinada de pragmatismo e impro-visación, sin llegar a regenerar el sistema político. En realidad, el cambio trajo mayor incertidumbre, menor calidad representativa y liderazgos de muy desigual calidad, pero el pragmatismo de los independientes facilitó el camino al poder a las nuevas élites econó-micas. Era más fácil influir sobre ellos porque estuvieron dispuestos al acomodo. Cuando llegaron a la presidencia, los outsiders tuvieron como primera iniciativa viajar a Washington (Fujimori en 1990 y Toledo en el 2001) para escuchar el consejo de las corporaciones y las instituciones financieras internacionales.

6 Aunque inicialmente se pensó que había «colapsado» el sistema de partidos (Tanaka 1995:32), luego quedó demostrado —sobre todo en el caso del APRA, el gran partido de masas del siglo XX— que el viejo sistema de partidos tenía cierta capacidad de recu-peración.

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La globalización económica y lo que conlleva es otro factor clave del cambio, que puede ser entendido como un proceso que reforzó de modo alarmante la influencia de fuerzas externas en todo nivel: instituciones financieras internacionales, gobiernos de países desa-rrollados y, sobre todo, empresas multinacionales y economistas y consultores corporativos. Algunos de estos elementos terminaron instalándose en la cúspide del poder e influyendo en el diseño de políticas (Conaghan 1997).

Esta fuerte influencia internacional y el peso del ideario neolibe-ral obligaron a los grupos de poder nacionales a una readecuación, bajo condiciones en las que muchos de ellos fueron siendo despla-zados de la cumbre del poder económico y pocos nuevos lograron emerger. Se debilitaron los elementos nacionales de las élites eco-nómicas y las formas sociales y estatales de propiedad, dibujándose así una nueva correlación de fuerzas favorable al sector privado y, dentro de este, a las grandes corporaciones extranjeras.

Debe subrayarse que el paradigma neoliberal contribuyó al cam-bio, al imponerse como política de Estado (Ugarteche 2004). La adopción del neoliberalismo transformó la base jurídico-económica para liberar a las fuerzas del mercado de controles y regulaciones del Estado. Estas ideas tuvieron como principal efecto práctico el desarrollo acelerado de las corporaciones como agente dominante de la economía nacional, en medio de un ambiente descrito como «estabilidad macroeconómica».

Por último, la irrupción de la corrupción ocurrida bajo el dece-nio de Fujimori (Loayza 2000: 148-161) terminó socavando al po-der militar. Este factor, aunado a los problemas fiscales que se arras-traban y al rechazo a la política represiva durante «la guerra contra el terrorismo», generó un debilitamiento relativo de los militares como élite del poder, manifestado principalmente como pérdida de influencia en los asuntos nacionales.

Este conjunto de factores se combinó de un modo tal que, según ilustra el gráfico 1, provocó grandes cambios en todos los niveles de la pirámide social. En la medida en que la secuela de crisis debilitó a las viejas élites del poder económico y político populista, y a toda la estructura de clases sociales, el país resultó altamente vulnerable a la influencia de fuerzas externas, y se fortalecieron aquellas fuerzas

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internas que impulsaron un nuevo paradigma, lo que desembocó en un recambio elitario del poder muy importante.

No obstante, el resultado ha sido la conformación de una nueva matriz social maltrecha y desigual, cohesionada o concentrada en la cúpula pero desarticulada o dispersa en la base. El recambio se dio en condiciones en que las distintas élites económicas y políticas tendieron a converger, a tener mayor cohesión. En la parte inferior y mayoritaria de la pirámide social más bien ocurrió una desestructu-ración de los asalariados y un debilitamiento y una desorganización relativas del campo popular. Ambas partes de la pirámide tienden a estar separadas y más polarizadas a medida que pasa el tiempo, hecho que plantea un reto a las nuevas élites del poder de la era neoliberal, que no puede ser superado solamente con la promesa de prosperidad económica ni con la amenaza de la represión. He ahí la esencia del problema que enfrentan.

Transición y nuevas élites

Los factores anotados hicieron que la vieja estructura de élites de la era populista resultara fuertemente modificada en las condiciones de un cambio desigual del conjunto de la estructura social. Este proceso

Gráfico N° 1: Factores del cambio y reconfiguración de élites

Secuela de crisis:(1978, 1983, 1988-1990)

Crisis política y derepresentación

“Erupción de la corrupción”

Globalización económica:

Nuevos paradigmas depolíticas públicas

Ola de inversiones

Élites económicas :

-base industrial, mercado interno base exportadora

-industriales y grupos nacionales multinacionales

- jefes familiares gerentes y consultores

Élites burocráticas- militares y civiles civiles

- planificadores economistas

Élites políticas:-Partidos tradicionales independientes

(insiders) (outsiders)

Trabajadores:Empleo formal y de calidad, empleo precario,(informalidad y ec. delictivas) informalidad

y ec. delictivas

Reconfiguración

Dispersión

Concentración

+Factor

Chinochet

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ocurrió en cada sector de élites económicas y políticas, empresariales y profesionales, civiles y militares.

En 1975, a la caída del radical general Velasco, y su reempla-zo por el general Morales Bermúdez, que inició entonces un giro hacia la derecha, las élites económicas que comandaban el sector privado estaban constituidas por los grupos de poder económico (GPE) peruanos, dirigidos por jefes familiares y un pequeño aunque poderoso grupo de gerentes de empresas multinacionales (EMN). Ambas élites operaban en un modelo de industrialización sustitutiva de importaciones —adoptado desde la década de 1960— que ponía énfasis en el control nacional de recursos, los controles y subsidios estatales, y un mercado interno protegido.

En la década de los años setenta coexistían el capitalismo fami-liar nacional, el burocratismo estatal, la presencia limitada de capital extranjero y varias formas organizativas que estaban fuera del sis-tema de propiedad privada —comunidades andinas y amazónicas, y empresas de propiedad social— o que eran de tipo participativo —cooperativas y comunidades laborales que tomaban parte en la propiedad y la gestión de empresas privadas—. A pesar del poder de los GPE y las EMN, el reino de lo privado estaba contenido por las políticas del Estado y la tradición comunitaria, y «amenazado» por las reformas que desarrolló el gobierno de Velasco.

En materia política, los militares mantenían una presencia im-portante y considerable influencia sobre los civiles. Sin embargo, hacia fines de los años setenta, el poder militar llegó a un límite. El Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada (1968-1975) enfrentaba serios problemas fiscales, además de demandas de de-mocratización cada vez más exigentes. Por ello el general Morales Bermúdez se mostró dispuesto en 1976 a compartir el poder con los empresarios e iniciar una «retirada ordenada», en acuerdo con los partidos para que, manteniéndose el ámbito militar como un dominio separado, le cediera el gobierno a las fuerzas democráticas civiles. La retirada se cumplió, pero el objetivo de quedarse como Estado dentro del Estado no prosperaría (Obando 1999).

En esa década, el Estado seguía siendo un actor importante en el sector productivo y financiero, con grandes poderes de regulación y de otorgar subsidios, aunque comenzaba a enfrentar serias limita-

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ciones económicas. En su interior, tecnoburócratas especializados en planificación estatal —concentrados en el Instituto Nacional de Planificación— conformaban el grupo profesional más fuerte en materia de diseño de políticas públicas, en función de una «estrate-gia de desarrollo nacional».

Los partidos tradicionales que mantenían presencia en la escena política temporalmente copada por los militares eran: el APRA, que ocupaba el centro; Acción Popular, en el centro-derecha; el Partido Popular Cristiano en la derecha; y varios partidos y frentes socialistas en la izquierda. Sus dirigentes constituyeron las élites políticas que se disputaron el poder al abrirse la oportunidad de realizarse eleccio-nes en 1978 —para la Asamblea Constituyente— y 1980 —eleccio-nes generales—. Todos eran partidos con bases sociales definidas, en correspondencia con una estructura de clases sociales determinada y de acuerdo a programas de gobierno conformados según principios ideológicos explícitos. En conjunto, constituían una «clase política» con grandes capacidades oratorias —plazueleros— y buen manejo parlamentario, especialmente el grupo de senadores veteranos. No obstante, se les notaba poco preparados profesionalmente para ejer-cer la función ejecutiva con eficiencia, escasamente entendidos en economía, ciencias y tecnología, y mayormente desinteresados en crear un servicio civil con base en los méritos. Salvo los abogados, que abundaban en sus filas, y algunos pocos políticos notables, la mayoría carecía de un nivel educativo alto. En estas condiciones y calidades, los partidos del centro a la derecha proporcionaron los ocupantes de los ministerios que los generales dejaron vacantes en 1980.

En los años noventa se produjo la apertura drástica del mercado y el remate de las empresas estatales, luego de que Fujimori lograra estabilizar la economía y la política al derrotar a la guerrilla de Sen-dero Luminoso, concentrara el poder en torno a la presidencia y los servicios de inteligencia, y fortaleciera a los economistas neoliberales. Este conjunto de medidas abrió una etapa de «orden y progreso» que benefició principalmente a las élites económicas. Instalado el nuevo orden —que luego habría de degenerar en una dirección autoritaria y corrupción—, el anémico empresariado nacional no pudo enfrentar con éxito la competencia del capital extranjero,

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desatada desde 1994. Una nueva generación de EMN penetró fá-cilmente en la economía peruana y desplazó gradualmente a buena parte de los GPE nacionales. La ola de nuevas inversiones privadas se caracterizó por ser intensiva en capital y por armar redes de pro-veedores internacionales, despreocupándose de los locales, lo que aumentó las asimetrías empresariales y sociales. Los cambios de política pública y las privatizaciones permitieron recolocar la loco-motora de la economía peruana sobre los viejos rieles exportadores de materias primas.

Las nuevas élites corporativas se instalaron de una manera que no generó conexiones importantes con el resto del país en materia de producción. El consumo experimentó un gran cambio al abrirse los mercados, creando una situación contradictoria donde los po-bres —estadísticamente, la mitad del país— gozaban de incentivos para comprar bienes —publicidad y crédito de consumo— pero sin tener mejores ingresos ni empleo estable o de calidad. El fujishock de 1990 había debilitado aún más la capacidad de acción social de un Estado de por sí ya debilitado por quince años de crisis y violen-cia. El neoliberalismo reforzó este panorama al cambiar las reglas del juego de un modo que afectó la capacidad negociadora de los asalariados, redujo las formas sociales de propiedad y aumentó el predominio del sector privado en el campo y la ciudad.

Una vez consolidado el nuevo poder económico estructural, las élites económicas ascendentes desarrollaron una forma de proyec-ción directa y muy efectiva sobre el poder político, en momentos en que la base de la pirámide social tardaba en reaccionar o era reprimi-da por el Estado. En un entorno de «captura del Estado», y a pesar de los cambios que vinieron después con la democracia, la clase polí-tica tendió a proteger los intereses de las nuevas élites económicas en aquellos casos en los que estas demandaron determinados cambios —en materia tributaria, por ejemplo— que se plantearon al caer la dictadura fujimorista (Távara 2006).

Al nacer el nuevo siglo había ocurrido una fuerte circulación entre las élites del poder y en el todo social, al punto de que pocos rasgos de la anterior conformación permanecieron. El nuevo personaje central del poder económico es el gerente de las grandes corporaciones. Estos personajes dirigen la economía primario-

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exportadora, el fortalecido sistema financiero, algunas industrias y las grandes casas comerciales. Como parte de este proceso, los GPE se han visto obligados a incorporar más gerentes en sus empresas para estar en condiciones de enfrentar la mayor competencia, obligando así al capitalismo familiar peruano a compartir el poder con los profesionales o incorporar a nuevas generaciones; es el caso de Brescia, Ferreyros, Raffo, Romero y Wu.7

Todo el sector privado goza hoy de una expansión sin preceden-tes del campo de acción de la propiedad privada y se lanza a inver-tir y privatizar en el vulnerable mundo cooperativo y de propiedad comunal. Sus tierras pobres, situadas en lugares alejados, también son objeto de inversiones privadas y, eventualmente, de oleadas de conflicto social.

Entre las nuevas élites destacan los directores ejecutivos no propie-tarios de las EMN, que provienen principalmente de Norteamérica (Canadá y EE.UU.), España y Chile. En 2000, de las treinta empresas más grandes, solo seis eran manejadas por nacionales, estando solo una de estas entre las primeras diez (Durand 2007: 194-196). De las dieciséis primeras, vendidas por valor de 4.500 millones de dóla-res estadounidenses, quince fueron compradas por EMN y una por peruanos, a pesar de que pudieron comprarlas entre 1990 y 1993, cuando aún no se había estabilizado el país.8 En el interior de este grupo existe un núcleo oligopólico, cada vez más poderoso, de ban-cos y fondos de pensiones mayormente extranjeros y empresas ex-tractivo-exportadoras. El sector financiero tiene el comando en la medida en que, por ley, debe invertir gran parte de sus fondos en la bolsa local, camino por el que se están convirtiendo gradualmen-te en propietarios de un porcentaje mayor de las acciones de las grandes corporaciones. En 2005, los fondos de pensiones —tres ex-tranjeros y uno nacional— tenían 42% de las acciones del gigante Credicorp del grupo Romero, 39% de la empresa bandera del grupo Ferreyros, 34% de Alicorp del grupo Romero, 13% de la empresa minera Buenaventura del grupo Benavides, 6% de la empresa ban-

7 En una entrevista con el autor (Lima, 1997), el presidente de la Sociedad Nacional de Industrias definió a los gerentes como «gente que no decide». Hoy, pocos grandes empresarios comparten esa opinión.8 Datos de la Comisión de Privatización (COPRI) de 2001.

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dera del grupo constructor peruano Graña y Montero y entre 34 y 6% en otras cinco grandes empresas nacionales.9

De un total de veintiún grandes GPE existentes antes de que empezara este proceso de cambio, pocos han sobrevivido la crisis y los vientos de la globalización económica. Esta tendencia al des-plazamiento, la quiebra y/o compra —que corresponde a un nuevo escenario nacional— se resume en el cuadro 1.

Cuadro 1

Grupos de poder económico nacionales según su ubicación en la estructura del poder económico. Perú, 2008.

GPE Viejos Nuevos Total

Top 3 (Benavides, Brescia, Romero) 2 (Rodríguez, Añaños) 5

Pérdida de posiciones

6 1 7

Compra o quiebra

6 3 9

Total 15 6 21

Elaboración propia, a partir de fuentes periodísticas

La lista es amplia e incluye a los grupos viejos —anteriores a 1980— y a los emergentes que representan una nueva generación empresarial, surgida durante o inmediatamente después de la se-cuela de crisis. De los viejos grandes grupos seis han quebrado y/o fueron comprados: Arias, Bentín, Lanata, Nicolini, Picasso y Wiese. Entre los nuevos, Galski y Wong vendieron y Lucioni quebró. De los grupos viejos, diez subsisten pero seis fueron desplazados a luga-res inferiores de la lista de las top companies: Delgado Parker —hoy agonizante—, Levy, Ferreyros, Olaechea, Piazza y Raffo. Entre los emergentes, el grupo sinoperuano Wu ha quedado también en po-sición marginal. Se hallan en posiciones de fuerza solo tres de los viejos grupos grandes y dos emergentes. Los primeros son Benavides de la Quintana, Brescia y Romero —grupo Credicorp y Alicorp—;

9 Caretas, 17 de marzo de 2005, p. 21.

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y los emergentes son dos grupos provincianos: el arequipeño Ro-dríguez —Corporación Gloria— y el ayacuchano Añaños —Aje-grup—. Probablemente habría que agregar al grupo textil Topi Top en la lista de emergentes aunque recién está en vías de consolida-ción. El nuevo poder económico es entonces menos nacional, más corporativo y está más concentrado.10

Las nuevas élites económicas tienen como aliados principales a generaciones de profesionales que, salvo los abogados de los grandes estudios, antes no pertenecían tan claramente a los círculos elitis-tas. Dinero y conocimiento, más que origen social, van ahora de la mano. Las nuevas generaciones de abogados se hallan concentradas en el derecho mercantil, corporativo y tributario, y están conectadas con estudios del exterior. Los economistas y profesionales neolibera-les, que se han convertido en cotizados profesionales, y los expertos que brindan servicios de consultoría legal, económica, de opinión pública, de relaciones públicas y lobby, están íntimamente vincu-lados al mundo corporativo. En ese sentido destacan unos cuan-tos estudios de abogados —Echecopar; Rodrigo, Elías & Medrano; Muñiz, Ramírez, Pérez-Taiman & Luna-Victoria; y Olaechea—, tres consultoras empresariales —Apoyo, Macroconsult, el Instituto Peruano de Economía (IPE)—; y el Instituto Libertad y Democra-cia (ILD), dirigido por el ideólogo neoliberal Hernando de Soto. Es un núcleo pequeño y poderoso.

Una comparación entre el IPE y el ILD indica que tienen roles y clientelas distintas, lo que es propio de un capitalismo más institucional. Abusada fundó el IPE, una de las instituciones más poderosas e influyentes en los medios de comunicación y en el Estado, que es, sin duda, el principal defensor y lobista de los intereses neoliberales y las corporaciones. El ILD es más bien un propulsor ideológico del paradigma neoliberal, con aportes interpretativos renovadores. Propone políticas de Estado que permitan la integración de los «empresarios informales» al mercado, recurriendo para ello a

10 La concentración es la tendencia general pero varía por sectores. En la minería y la agroindustria, han ocurrido múltiples inversiones debido a que desde 1968 no hubo mayor inversión privada. Las nuevas inversiones multiplican el número de empresas en «sectores cerrados» que de pronto «se abren», pero luego tienden a concentrarse, al ocurrir procesos de quiebra o compra.

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financiación de organismos internacionales y contratos con estados. Ambas organizaciones en el fondo se complementan, y demuestran cierta capacidad hegemónica, práctica y discursiva. La pregunta que hay que hacerse es si son o hacen lo suficiente como para lidiar con los problemas sociales y los retos nacionales.

Existe una red elitista formada en torno a directores y consulto-res institucionales —en su gran mayoría economistas—, que opera gracias a su selecta clientela de grandes corporaciones que pagan por sus servicios o a la generosa ayuda internacional. Aunque carecemos de estudios, es posible afirmar que la mayoría de estos profesionales han sido formados en instituciones privadas más que estatales: cole-gios bilingües de acceso limitado y universidades como Católica, Pa-cífico, Piura y Lima. Muchos de esta nueva hornada de profesionales post populistas han realizado estudios de postgrado en el extranjero. Por el nivel de profesionalización que tienen, por su conocimiento de los vericuetos del poder económico, político e informativo-mediático, y también por su alto nivel de ingresos, constituyen un componen-te importante de las nuevas élites del poder. Sin embargo, está en cuestión si conocen el país y sus grandes problemas sociales e insti-tucionales.

En materia de élites políticas, el número de tecnoburócratas se ha reducido al contraerse el Estado, pero la calidad profesional de los altos funcionarios y asesores ha aumentado en ciertas ramas —como las económicas, obviamente—. Predominan entre ellos economistas, abogados y profesionales sectoriales identificados con el ideario neoli-beral. El cierre del Instituto Nacional de Planificación por el gobierno de Fujimori en 1990 y los despidos masivos del sector público die-ron el golpe mortal al viejo sector representativo de la alta burocra-cia. Muchos de los nuevos altos funcionarios provienen de estudios privados, corporaciones y empresas consultoras, alternándose en unos y otros. Son lugares desde son generalmente catapultados para ocupar puestos de dirección o asesoría en los puestos económicos del gabinete. Los grupos más selectos del Estado provienen de las dos instituciones estatales más fuertes, el Banco Central de Reserva del Perú y la Superintendencia Nacional de Administración Tribu-taria. También se les encuentra en los órganos reguladores. Esta tec-noburocracia está subordinada al poder civil y a los especialistas, que

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en su mayoría provienen de las filas neoliberales y que reconocen la condición de «captura del Estado».

En el Congreso —unicameral desde 1993—, salvo los pocos personajes notables de cada partido, la calidad ha tendido a bajar. Parte del problema es que en muchos partidos las curules se ponen a la venta y que el independentismo abre la puerta a toda clase de personajes —muchos sin preparación política, al no haberse forjado en los partidos— que entran de pronto a ser servidores públicos con metas privadas o agendas personales. Es probable que la eliminación de la cámara alta con la constitución de Fujimori haya contribuido a esta baja.

Respecto a los militares, los hechos recientes indican que han dejado de ser propiamente una élite casi autónoma del poder, resul-tado ciertamente inesperado. Por primera vez en la historia republi-cana, los civiles no están tan a la sombra de los uniformados y esto ha ocurrido de modo casual aunque no necesariamente definitivo. La pérdida de poder e influencia está relacionada con los recortes presupuestales del periodo de crisis y con la influencia corruptora de Montesinos en la década de 1990, que provocó un colapso moral institucional al manejar a las fuerzas armadas desde el Servicio de Inteligencia Nacional. La extendida corrupción de mandos militares y la «guerra sucia» de los años noventa dieron lugar a los juicios an-ticorrupción y por violación de derechos humanos que se iniciaron con el gobierno provisional de Paniagua en 2001 y que continúan en los gobiernos de Toledo y García. En ese marco, el nivel de in-fluencia de los militares en asuntos de Estado ha disminuido. Desde 2006 intentan recuperar posiciones y sacudirse de la influencia civil; periódicamente reclaman contra los juicios de violación de derechos humanos que están llegando a su fase final en 2008. Este proceso es reversible aunque no es fácil que así ocurra. La tendencia a una mayor represión de las protestas sociales puede ser un factor que lleve a los militares a recuperar posiciones dentro del Estado, pero el «megajuicio» a Fujimori iniciado en 2008 exhibe ante el país la par-ticipación militar en los «excesos» represivos cometidos en los años 1990 y trae recuerdos de su descomposición institucional y moral.

En materia de élites políticas civiles, el rasgo más notorio es el surgimiento de importantes outsiders de derecha; es el caso del

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«chino» Fujimori, del «cholo» Toledo y de muchos seguidores. Estas dos presidencias indican cómo la política funciona como mecanismo de ascenso social en momentos de crisis. Ambos, Fujimori y Toledo, han gobernado el país desde 1990 hasta 2006, cuando el APRA volvió al poder, cuestionando la validez de la tesis del colapso de los partidos. También en la izquierda han aparecido outsiders nacionalistas, como los oficiales del ejército Ollanta y Antauro Humala y el Partido Nacionalista Peruano. Todo ello indica una crisis relativa de las formas de representación política, que tiene su origen en el divorcio creciente entre el pueblo demandante y las nuevas élites del poder, y que puede acentuarse si el APRA, el último gran partido, fracasa en el poder y no tiene reemplazo.

Toledo, a diferencia de su antecesor —que gobernó desde arri-ba de modo crecientemente autoritario—, compartió el poder con el Congreso, donde el bien organizado Partido Aprista se mantuvo disciplinado y progresivamente inclinado a aceptar o a acomodarse al ideario neoliberal.11 El nuevo balance de poder obligó a los círcu-los empresariales a activar un lobby que ha dado buenos frutos. Con su elección en 2006, gracias al voto de derecha, Alan García hizo una «reconversión» ideológica, se acomodó a las ideas reinantes y abandonó el centro político para fines prácticos, aunque ocasional-mente insista en su ideario socialdemócrata. Acción Popular, el Parti-do Popular Cristiano, y varios partidos socialistas subsisten, pero sin ser realmente alternativa de poder o tener una presencia importante en el Congreso, lo que refuerza la idea de un relativo deterioro del sistema de partidos. De todos ellos, el Popular Cristiano es el menos debilitado, debido a que, pese a que no llegó a alcanzar el poder, promocionó los cambios de mercado que se impusieron en la déca-da de los años noventa. Su actual acercamiento al APRA indica una mayor convergencia de las élites políticas en torno al gobierno de

11 La Comisión de Fiscalización estuvo dirigida por un aprista de 2001 a 2006 y nunca cuestionó, fiscalizó o confrontó al poder corporativo. El APRA votó a favor del Tratado de Libre Comercio (TLC) con los EE.UU., junto al Partido Popular Cristiano, en apoyo de Toledo. La convergencia de derecha ha sido comentada críticamente por el dirigente de la Confederación General de Trabajadores del Perú, Mario Huamán, quien afirma: «Durante la campaña electoral [de 2006] Alan García cuestionó la política neoliberal que solo favorecía a los privilegiados. Ahora se ha puesto a la derecha de Lourdes Flores Nano y solo se relaciona con los empresarios» (Perú21, 20 de mayo de 2008, p. 3).

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Alan García, de la que participa el fujimorismo y a la que se ha au-nado Mario Vargas Llosa.12 Este proceso ha dado mayor estabilidad en la cúpula del poder pero, como luego se verá, esta enfrenta retos mayores, planteados por movilizaciones de base, en un contexto de creciente polarización social que provoca, en las élites neoliberales, una marcada incertidumbre electoral.

Se puede concluir que mientras el poder empresarial estructural —peso en la economía, grado de concentración económica de las EMN y GPE— y directo —lobby, captura del Estado, influencia sobre la prensa— ha aumentado, el poder discursivo ha disminui-do. Luego de más de quince años de discursos que desde la escena oficial prometen una mejora social, el mundo popular parece más dispuesto a apoyar liderazgos alternativos que van apareciendo y re-tando a las nuevas élites del poder, aprovechando sus debilidades y contradicciones.

En el Perú de hoy las élites económicas son más reducidas en número, son más homogéneas social y culturalmente y se hallan mejor interconectadas que las políticas, hecho que ocurre gracias a diversos mecanismos: «puerta giratoria», mentores, directorios cruza-dos, espacios de socialización y programas gerenciales de integración social. Las interpenetraciones se ven claramente en el uso de la «puerta giratoria», cuando las élites —económicas y políticas— pasan de una posición de poder a otra, del sector privado al gobierno y viceversa. Las corporaciones contratan tecnócratas y altos funcionarios del Es-tado, así como expertos del sector privado entran al Estado y luego regresan a sus corporaciones o estudios de abogado. Estas rotaciones son decididas en ocasiones por los mentores, personajes importan-tes que apadrinan a técnicos y políticos a quienes recomiendan o colocan en nuevos puestos. Dionisio Romero Seminario, reputado como «el empresario más poderoso del país» (Zavala 1993), logra con alta frecuencia colocar en los ministerios a gestores de sus em-presas. El IPE es probablemente la institución que más ha recurri-do a la «puerta giratoria», y ha sido activo mentor, entre otros, del

12 En 2008 Vargas Llosa visitó al presidente García en Palacio de Gobierno y puso fin a una vieja enemistad.

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superintendente de administración tributaria, Jorge Baca en 1998 (Durand 2007: 216-221).

El cruce de directorios es otro mecanismo de integración, pues un mismo grupo de directores tiene presencia múltiple en grandes empresas. Otra forma de interconexión se da cuando muchas corpo-raciones son asesoradas por un reducido núcleo de abogados y espe-cialistas, lo que da a estos profesionales una visión de conjunto y una red de contactos. Finalmente, las élites económicas tienden a socia-lizar y reunirse en unos cuantos clubes sociales —Club Nacional, Club de la Banca y el Comercio, los cuatro clubes de golf de Lima y los clubes de Arequipa y Trujillo— y en otros tantos balnearios exclusivos de veraneo —Asia en el sur, Máncora en el norte— (Fi-gueroa 2002: 21-22). La nueva costumbre limeña de desayunar en los cafés de barrios residenciales de Lima, o la más vieja de cenar en ciertas casas —a cargo de mentores, para aquellos que gustan de reuniones más exclusivas—, sirven para establecer y mantener redes sociales entre «los que mandan». No obstante, hay algunas líneas de separación, correspondiendo la principal al origen nacional y étnico, diferencia que se profundiza entre empresarios y técnicos de origen europeo y el resto, sean andinos o asiáticos.

Las élites políticas son mucho más heterogéneas, rasgo que se explica por su diversidad de origen social, distinta formación educa-tiva y las mayores diferencias de ingreso, en comparación a las élites económicas y profesionales. El independentismo ha democratizado en algo la composición social de la arena política, al tiempo que con-tribuye a la improvisación del ejercicio representativo. Aunque para las élites económicas muchos de los políticos les son socialmente extraños, eventualmente tienden a converger. La «fusión» entre las derechas y la derechización del APRA bajo el gobierno de García, los acerca todavía más. Pero esa convergencia ocurre a condición de que los políticos detenten cuotas importantes de poder. Cuando las pierden, salen de los circuitos elitistas y alguien con mejor fortuna los reemplaza.

Aparte de estas prácticas, existen mecanismos más instituciona-lizados de relación. Cabe mencionar el Programa de Alta Dirección (PAD) de la Universidad de Piura, entidad dirigida por el Opus Dei. El PAD admite anualmente a «líderes» provenientes de diversos

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medios —militares de alto rango, burócratas, políticos, empresarios, profesionales— para participar en cursos y seminarios que terminan integrándolos socialmente en promociones.13

Reflexiones finales

Las nuevas élites han desarrollado desde 1990 un gran poder es-tructural, traducen de modo efectivo su poder material en acceso e influencia, y su manejo del poder se facilita por una convergencia del centro y la derecha, pero ¿qué sucede en el plano discursivo y en la escena política más amplia?

En materia de ideas, se argumenta que gracias al dinamismo del sector privado el país se está modernizando aceleradamente, que más peruanos tienen acceso a más bienes y que existen oportunidades de bienestar para todos. Entusiasmado por los altos niveles de creci-miento de inicios del nuevo siglo, un intelectual neoliberal sostiene que el país experimenta una «revolución capitalista» (Althaus 2007). Según este discurso, hechos como la «estabilidad macroeconómica», la «bonanza exportadora», los megaproyectos como el gas de Ca-misea y la gran minería, y los tratados de libre comercio, permiten hacer de las promesas de modernización una realidad e indican que el país estaría acercándose al umbral del desarrollo.14 Hay incluso quienes hablan de un «milagro peruano».

Cuentan, en este esfuerzo de difusión y reforzamiento de ideas, con importantes aliados. La prensa, ocupada por periodistas, exper-tos e intelectuales neoliberales también desde 1990, vocea el ideario del libre mercado y el Estado minimalista, y tiende de paso a silen-ciar, descalificar o ignorar a los críticos del nuevo orden. Los neoli-berales criollos también gozan de apoyo externo. Poco antes de cada elección, el Banco Mundial elabora detalladas propuestas sectoriales de mejora educativa, de salud, transporte e infraestructura. Los in-formes son elaborados por equipos de expertos para que los nue-vos gobiernos cuenten de ese modo con una «carta de navegación»

13 En estos eventos son más importantes los intercambios de tarjetas que los de ideas.14 Ver Alayza sobre la firma del tratado con los EE.UU. (Alayza 2007:140)

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(Banco Mundial 2001), y para que se enrumben por un camino que les permitiría aprovechar «la oportunidad para un Perú diferente» (Banco Mundial 2007).

No obstante, la imagen de bienestar se desdibuja a medida que pasa el tiempo y se verifica la existencia de diversos problemas. En efecto, mientras a fines del siglo XX las ideas neoliberales avanza-ron incontenibles, a principios del XXI pierden influencia y surgen organizaciones, movimientos y liderazgos que cuestionan su poder. Este debilitamiento discursivo se debe no solo a la situación de los pobres o a fallas operativas del sistema político, sino también a las limitaciones de la clase empresarial nacional y a las actitudes de las propias élites del poder, hechos ligados a raíces económicas.

Hacia 2004, solo 28% de los peruanos en edad de trabajar go-zaba de empleo adecuado (Saberbein s/f; Franke 2007), hecho que resultaba amortiguado por el aporte de las pequeñas empresas, que representaban, en 2007, 98% de las empresas existentes, 49% del Producto Bruto Interno y 87% del empleo nacional.15 Asimismo, la economía informal y la delictiva —así como la migración— ofrecen alternativas de empleo e ingresos a quienes no encuentran lugar en el sector formal. Aunque el país ha experimentado varios años de baja inflación, bonanza exportadora —durante la década de los años noventa y entre 2002 y 2008— y una cierta mejora social, todavía poco menos de la mitad de la población se encuentra debajo de la línea oficial de pobreza.

Los problemas, sin embargo, no terminan allí y se encuentran en el corazón del propio sistema. Aparte de la desnacionalización económica que se ha examinado, lo que sucede con la clase em-presarial indica otras fallas del sistema de oportunidades. En 2000 existían 509 mil empresas registradas, de las cuales 7.348 (1,44%) son clasificadas como «medianas y grandes». Menos de 2% del total de empresas son exportadoras y, en ese selecto club, las pequeñas empresas participan tan solo con 3,2% del volumen total exportado (Prompyme 2005: 7-8). Neoliberales destacados como Hernando

15 Kaiserberger, Gino, «La cumbre y lo oculto bajo la alfombra». Gestión, 21 de mayo de 2008, p. 31.

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De Soto han señalado repetidas veces que este es un indicador de debilidad del modelo económico reinante.

La actitud desarrollada por las nuevas élites frente al todo social, incluyendo sus iniciativas redistributivas privadas, revela más limitaciones. A pesar de esfuerzos filantrópicos y nuevas formas de ayuda social —responsabilidad social corporativa—, la conexión entre el mundo privilegiado de las corporaciones y la base social es débil. La redistribución de recursos voluntaria de las grandes empresas solo tiene un impacto micro, no es coordinada, tiene distintos énfasis —educación, cultura, nutrición, salud o deportes— y nada en ella asegura continuidad o una mayor asignación de recursos.

Asimismo, el nuevo tipo de práctica privada social y el discurso de bienestar se desdice por el hecho de que las élites generan una auto segregación espacial —aislándose en sus barrios, oficinas y cen-tros de veraneo— frente a los pobres y suelen exhibir, a pesar de lo que dice la publicidad sobre la responsabilidad social, indiferencia personal respecto a su condición de excluidos. Con relación a esta actitud, al escritor Vargas Llosa ha señalado: «Me enfurece el egoís-mo y la ceguera de los peruanos privilegiados».16 Cabe preguntarse si se han aprendido las lecciones del pasado. La caracterización de Francois Bourricaud de la vieja oligarquía parece mantener validez: «[…] no se siente identificada con la sociedad a la que dirige a dis-tancia» (Bourricaud 1989: 155). La extranjerización de la economía señalada en este trabajo aumenta probablemente esa falta de identi-ficación con la sociedad.

La mayor presencia de gerentes, indicio principal de la moder-nidad, no parece haber ayudado a reducir esas distancias. Sus éxitos como casos de ascenso social no tienen mayor efecto dado que rige la «ley del embudo»: muy pocos ascienden a la cúpula del poder. La preocupación de los gerentes, además, está centrada en cumplir las metas corporativas, siendo secundarios los aspectos sociales. Salvo algunas excepciones, tienen un limitado entendimiento de los pro-blemas del país, hecho que se acentúa si son extranjeros, y además tienden, cuando se exasperan con las protestas sociales, a exigir «or-den» y «mano dura» al Estado.

16 Caretas, 13 de marzo de 2008, p. 62.

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Desde el año 2000 se desarrolla un proceso contestatario que ha hecho evidente no solo las limitaciones del modelo neoliberal sino su vulnerabilidad política. El proceso empezó en torno a la caída de Fujimori, con los movimientos a favor de la democracia en 2000, y se extendió con el «arequipazo» de 2002, una protesta regional contra la privatización de una planta de energía eléctrica que fue efectivamente detenida (DESCO 2004). El «arequipazo» fue la pri-mera derrota importante de los neoliberales. Desde esa fecha, a pesar de altibajos y de su carácter mayormente local y disperso, la protesta popular ha venido cobrando mayor intensidad y, por momentos, asume un carácter nacional y amenazante, como ocurrió con las mo-vilizaciones de cocaleros en 2004, las olas de protesta de maestros en 2007 y las de agricultores y sindicatos en 2008 (Ballón 2008; Pizarro et al. 2004). Estas movilizaciones ocurren sobre todo porque asalariados, pensionistas, usuarios de servicios públicos, pobres e in-cluso parte de la clase media rechazan algunas medidas tomadas por los gobiernos neoliberales, como privatizaciones, concesiones, in-versiones mineras que contaminan ambientalmente, distribución de recursos a las regiones, reforma educativa, erradicación de la coca, derechos laborales. Diversos grupos sociales se sienten excluidos en-tonces del sistema de oportunidades y beneficios, desprotegidos por el Estado, que no defiende el bien público sino los intereses corpo-rativos.17

La manera como las nuevas élites han interpretado la cuestión social es que existe «separación entre la economía y la política», como

17 Hay que tener en cuenta las nuevas oportunidades de acción política de los pobres. A partir del año 2000 se ejecutó una descentralización política con elecciones de go-biernos regionales a los que se delegó funciones. Esta reforma coincidió con la mayor redistribución de recursos a los gobiernos regionales, sobre todo gracias a la ley del canon. Sin embargo, la afirmación de que, gracias a la maduración de grandes comple-jos exportadores, el problema ya no es el acceso a recursos, ha resultado cuestionable por varias razones. El flujo de capital ha llegado tarde y en muchos casos recortado —perforado por múltiples agujeros tributarios, como demuestran los casos de Barrick y Cerro Verde, por ejemplo— que benefician a las corporaciones, lo que ha incenti-vado protestas regionales. El impacto social y político de ese mayor gasto se disipa en corrupción y malos manejos. Los pobres elevan demandas a las empresas para ver «qué sacan», critican el centralismo por controlar el flujo o buscan un culpable tan lejano como sospechoso. Ni el gobierno central ni los gobiernos regionales y municipales cuentan con aparatos burocráticos con capacidad de gasto eficiente.

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si estas tuvieran lógicas distintas, una buena y la otra mala. El pro-blema no es el mercado, afirman, sino los políticos radicales o el mal gobierno. La economía marcha bien, pero falla el Estado. Califican la protesta como «ruido político» (Távara 2006: 208), algo molesto que altera el orden económico o que expresa intereses particularistas de «coaliciones redistributivas» que quieren volver a medrar del Es-tado. La alternativa es «blindar la economía de la política».

En medio de su exasperación y crecientes temores, y antes de que se produzcan elecciones de resultados inciertos, las élites eco-nómicas y sus soportes políticos enfrentan el dilema de usar la re-presión o recurrir a la negociación. Durante el gobierno de García la tendencia represiva se ha acentuado al tiempo que las diversas fuerzas de derecha convergen hacia una defensa común del orden establecido, lo que conduce a una creciente polarización entre las masas y las élites del poder. Entre los grandes empresarios se percibe una añoranza del fujimorismo, régimen donde la concentración del poder y el uso de la fuerza generaron un silencio político que faci-litó las inversiones. Complementariamente, se exige «mano dura» y «respeto a la autoridad». El comentarista Mirko Lauer, haciendo referencias a las protestas de 2008, afirma: «A medida que la econo-mía crece, la protesta en las calles se va haciendo más costosa para las empresas, y su deseo de que alguien les reduzca ese costo manu militari va creciendo».18

Cabe preguntarse si en la medida en que los gobiernos operan en una democracia de pobres y en una economía de ricos, que es en parte su propia hechura, los insiders o outsiders de centro y derecha seguirán siendo alternativa de poder en las elecciones venideras. O si los nuevos dirigentes radicales usarán las elecciones y/o la revuelta abierta para desplazarlos del poder. Entretanto, las élites del poder consideran el diálogo pero insisten con mayor énfasis en la repre-sión. Sin la estabilidad de Chile ni todavía los problemas de Bolivia, en el experimento neoliberal peruano las exigencias de «mano dura» son un indicio de que se agota la influencia de las ideas, que el con-senso neoliberal se debilita o resquebraja, lo que augura mayores dificultades para consolidar la hegemonía de las élites neoliberales.

18 La República, 26 de febrero de 2008, p. 10.

3Instituciones y políticas públicas

Las fuerzas de seguridadFernando Rospigliosi

Las fuerzas armadas, la Policía Nacional y los servicios de inteli-gencia han vuelto a la ‘normalidad’, luego de algunos intentos de reforma llevados a cabo durante el gobierno de Alejandro Toledo (2001-2006). Normalidad, entendida como la situación tradicio-nal de las últimas décadas: autonomía indebida en relación a las instituciones democráticas, importantes niveles de corrupción, baja capacidad profesional, politización e intervención en la vida pública en asuntos que no les conciernen.

Reformas frustradas

Durante el gobierno de Alejandro Toledo se trató seriamente de realizar algunas reformas en las fuerzas de seguridad. Se avanzó desigualmente en ellas. Al final, todas las reformas se frustraron debido a la debilidad de las instituciones de la democracia, el desinterés de la sociedad civil, la resistencia de los involucrados y la incompetencia del presidente de la República (Basombrío y Rospigliosi 2006: 325 y ss.).

El impulso a las reformas en seguridad se explica por la situación que vivió el Perú después de la caída de la dictadura de Alberto Fu-jimori y Vladimiro Montesinos. Quedó en evidencia que las fuerzas armadas, la Policía Nacional y los servicios de inteligencia habían sido profunda y extensamente corrompidos por Fujimori y Mon-tesinos, y que fueron los pilares sobre los que se asentó el gobierno autoritario durante una década.

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Por supuesto, las fuerzas de seguridad no eran un modelo de honradez y eficiencia antes de Fujimori y Montesinos. Precisamente, si ellos pudieron manipularlas y utilizarlas fue porque había un terreno fértil para sus maniobras. Pero no habían llegado a un grado de deterioro como el que vivieron en la década de 1990.

La conciencia pública de esa situación llevó a que en la campaña electoral de 2001 el tema de la reforma de las fuerzas de seguridad fuera instalado, por primera vez, en la agenda de la discusión públi-ca en un proceso electoral. Y fue Alejandro Toledo quien hizo las propuestas más audaces en esa dirección, ofreciendo establecer el control civil democrático sobre las fuerzas de seguridad.

Por primera vez en la historia del Perú se nombraron civiles a car-go del Ministerio de Defensa y del Servicio de Inteligencia Nacional —rebautizado como Consejo Nacional de Inteligencia (CNI)—. Civiles también se hicieron cargo del Ministerio del Interior, ocupa-do durante toda la década de 1990 por militares y algún policía.

Pero más importante, se emprendieron reformas profundas. En el caso de Defensa, el presidente del Consejo de Ministros, Roberto Dañino, presidió la comisión de reforma,1 que contó con el invalo-rable asesoramiento de Narcís Serra, ministro de Defensa en la tran-sición española. El diagnóstico de la situación fue descarnado, como nunca antes se había hecho en un documento oficial de alto nivel:

A lo señalado se suma el grave proceso de desinstitucionalización iniciado a comienzos de la década de los 90, cuando a través de sus respectivos comandos, en connivencia con el Gobierno dictatorial disfrazado de demócrata y en complicidad con una cúpula mili-tar incondicional adicta al reo en cárcel Montesinos, consciente y deliberadamente se inmiscuyeron en la actividad política del país,

1 Grupo de Trabajo para estudiar y formular recomendaciones sobre la Reestructura-ción Integral de las Fuerzas Armadas. Estaba presidido por Roberto Dañino, presidente del Consejo de Ministros e integrado por el general (r) Francisco Morales Bermúdez, ex Presidente de la República; David Vaisman, ministro de Defensa; Fernando Rospiglio-si, ministro del Interior; Martín Belaunde Moreyra, decano del Colegio de Abogados; Aurelio Loret de Mola; Enrique Obando Arbulú; el vicealmirante AP (r) Luis Vargas Caballero; el general (r) Julián Juliá Freyre; y el teniente general FAP (r) César Gon-zalo Luzza. El informe fue aprobado por Resolución Suprema Nº 038 DE/SG de 8 de marzo de 2002.

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anularon el Estado de Derecho, a la vez que montaron un aparato delictivo que usufructuó a su antojo, del Tesoro Público.2

El informe señaló el tema fundamental, el control civil sobre las fuerzas armadas:

En una democracia las relaciones civiles-militares implican solu-cionar el problema del control civil de las Fuerzas Armadas, con-trol que no se mide, solamente, por la profesionalidad o raciona-lización de las mismas, sino estableciendo claramente que es atri-bución del Gobierno Civil la tarea de decidir en materia militar, dotando además a este y al Congreso de la capacidad de verificar si estas decisiones se cumplen.3

Por último, la Comisión propuso el instrumento para llevar a cabo tal propósito:

En el proceso de reestructuración de las Fuerzas Armadas el acto inicial determinante debe ser la creación de un nuevo Ministerio de Defensa. El Ministerio será equivalente a los que existen en democracias maduras. En consecuencia, funcionará como órgano de diseño, ejecución y supervisión de la política de defensa, siendo instrumento básico del control civil de las Fuerzas Armadas.

[…]

El Ministerio de Defensa debe cumplir con dos roles fundamen-tales: constituir un instrumento de control democrático de las Fuerzas Armadas y, a la vez, garantizar su apropiado funciona-miento como fuerza militar. Igualmente, le corresponde dirigir el proceso de reestructuración de las mismas.

En febrero de 2002, un segundo ministro civil de Defensa, Aurelio Loret de Mola, asumió el cargo4 y empezó el proceso de reforma, preparando una ley que creara un auténtico ministerio y no

2 Comisión para la Reestructuración Integral de las Fuerzas Armadas. Informe Final, Parte V, Situación de las Fuerzas Armadas. 3 Comisión para la Reestructuración Integral de las Fuerzas Armadas. Informe Final. Parte III, Consideraciones generales.4 El primero fue David Vaisman, que era a la vez congresista y segundo vicepresidente de la República. Vaisman nunca se compenetró con los lineamientos de la reforma ni hizo ningún cambio significativo.

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solamente un apéndice de las fuerzas armadas, como había sido has-ta ese momento. El proceso en el Congreso, sin embargo, fue lento y engorroso. Una vez aprobada la ley, pasaron muchos meses antes de que se empezara a aplicar. Loret de Mola tenía voluntad de cambio, pero carecía de un equipo civil capaz de ponerlo en práctica.

Loret de Mola creía que para reformar las fuerzas armadas y vencer la resistencia castrense al cambio, había que conceder uno de sus permanentes reclamos, un mayor presupuesto, además de que lo consideraba necesario para mejorar la operatividad de las fuerzas armadas. Así se enfrascó en una disputa por mayores recursos con el ministerio de Economía, en un momento de austeridad fiscal. Finalmente, el ministro renunció en diciembre de 2003. Allí termi-naron, en el gobierno de Toledo, los intentos de reforma. Se volvió a lo tradicional y los dos siguientes ministros fueron militares en retiro, que se convirtieron en voceros de las demandas de las fuerzas armadas ante el Consejo de Ministros.

En 2004, se evidenció el retroceso, al aprobarse en el Congreso, a propuesta del gobierno, un Fondo de Defensa, que entrega a las fuerzas armadas una cierta cantidad de dinero cada año para com-prar y reparar armas y opera indefinidamente. El Fondo de Defensa se financia con un porcentaje de la explotación del gas de Camisea, y está copiado del fondo que manejan las fuerzas armadas chilenas con base en un porcentaje de la producción del cobre. Este tipo de fondos especial para los militares había sido eliminado en toda Amé-rica Latina y solo subsiste en Chile.

En el caso peruano, el Fondo se divide en partes iguales entre el Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y la Policía Nacional, que fue agregada a último momento para darle sustento político a la pro-puesta, ya que la seguridad ciudadana sí es algo que interesa a la po-blación. Esa manera de distribuirlo va a contramano de la reforma militar, porque la creación de un auténtico ministerio de Defensa implicaba que era allí donde se tomarían las decisiones sobre la dis-tribución del presupuesto. Con el Fondo, cada instituto tiene una cantidad fija anual que gasta según su particular criterio.

La renuncia de Loret de Mola y el fin de las reformas en De-fensa no conmovió a nadie. Cuando los militares se hicieron cargo nuevamente, no hubo críticas por el retroceso. El presidente Toledo

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nombró a los dos ministros siguientes con el criterio tradicional de los políticos, que intentan conseguir de los militares, primero, que no les den un golpe para arrojarlos del poder; segundo, que los de-fiendan si el país entra en crisis.

La primera es una idea anticuada y fuera de lugar. Los golpes militares, que proliferaron en el siglo XIX y buena parte del XX en América Latina, ya no son posibles. No, por lo menos, de la manera tradicional, con el Ejército que irrumpe en el palacio presidencial y arroja al gobernante electo.5 Lo que cambió fue el escenario inter-nacional. Concretamente, Estados Unidos y la comunidad inter-nacional descartaron los golpes en América Latina desde fines de la década de 1980. El fin de la Guerra Fría y el derrumbe de la Unión Soviética consolidaron esa nueva política. Nadie podría romper el veto a los golpes, porque sería aislado de inmediato y no tendría capacidad para sobrevivir.

Sin embargo, la tentación autoritaria y la crisis de las institucio-nes en América Latina no cambiaron y si bien las nuevas circunstan-cias internacionales imposibilitaron la repetición de la tradicional intervención militar, el autoritarismo buscó nuevos cauces. Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos fueron pioneros en ese campo, pues desde 1992 instauraron una dictadura que, debido a la presión internacional, tuvo que guardar ciertas formas. Las formas, por cier-to, no dejan de tener importancia, pues atenuaron los aspectos más brutales de una dictadura.

De otro lado, en Latinoamérica se encontró otro camino para derrocar gobiernos: una combinación de movilización de masas y censura en el Parlamento. Una docena de presidentes han caído des-de principios de la década de 1990 en circunstancias de ese tipo.

En el segundo asunto —defensa del Presidente en caso de crisis— Toledo también se equivocó. Aunque puso a personas cercanas a él en el ministerio de Defensa, los militares no se comprometieron con su gobierno. Concretamente, Toledo hubiera querido que en asuntos de orden público —movilizaciones, bloqueos de carreteras, etcétera— los militares intervinieran. Eso es, por supuesto, un error. Pero esa era la

5 Esto podría estar cambiando nuevamente debido a la presencia de Hugo Chávez y su abierto desafío a los Estados Unidos.

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intención del Presidente. Luego de algunas experiencias negativas, los militares optaron por no intervenir en ese campo.

El gobierno aprista

En el periodo de Alan García está sucediendo algo similar a lo ocu-rrido con el gobierno de Toledo. El ministro de Defensa que empe-zó en la función en 2006, Allan Wagner,6 continuó y profundizó los cambios iniciados antes, teniendo muy claro que el asunto central es el del control civil sobre las fuerzas armadas. Con un consistente equipo civil, tomó el control de ministerio, mejoró la ley y empezó a formular una política para el sector. Uno de los viceministerios fue encargado de formular las políticas de defensa: política y estrategia, relaciones internacionales, educación y doctrina, planificación pre-supuestaria e inversiones. En ese cargo, Wagner puso a un civil con la capacidad necesaria. Antes, en la práctica, la política de defensa la formulaban los militares.

Wagner estableció también un orden de prioridades para la mo-dernización militar, organizando un plan realista de adquisiciones de acuerdo con las necesidades.7 También creó una Inspectoría dentro del ministerio, para tener un instrumento que le permitiera investigar en los institutos. Hasta 2007 cada rama de las fuerzas armadas tenía su propia Inspectoría y el ministerio dependía de ellas para cualquier pesquisa.

Estos y otros cambios suscitaron, como era de esperarse, resisten-cia entre los militares. Un periódico vinculado a sectores castrenses corruptos emprendió una campaña contra Wagner y el viceministro Fabián Novak, acusándolos de «pro chilenos».8 La campaña no tuvo

6 Diplomático de carrera, fue ministro de Relaciones Exteriores en el primer gobierno de García (1985-1990) y en el gobierno de Toledo.7 Unos 650 millones de dólares estadounidenses para el periodo de cinco años.8 El diario La Razón, de la familia Wolfenson. Un grupo de diarios amarillos de esa familia trabajó durante años con Vladimiro Montesinos, difamando a los opositores y respaldando a Alberto Fujimori, a cambio de millones de dólares. Moisés Wolfenson, quien fuera congresista fujimorista, fue sentenciado a prisión por un tribunal antico-rrupción. Salió en libertad a principios de 2008, en circunstancias discutidas, alegando haber cumplido su sentencia. El presidente Alan García lo apoyó públicamente.

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eco en otros medios ni en la opinión pública, pero era muy sintomá-tica del rechazo de un sector militar a las reformas de Wagner.

En diciembre de 2007, el presidente García substituyó a Wagner9 por Ántero Flores-Aráoz, un político de larga trayectoria, sin nin-gún conocimiento de Defensa ni mucho interés en el tema.10 Todo indica que la aspiración de Flores-Aráoz es ocupar la presidencia del Consejo de Ministros y luego ser candidato presidencial en 2011. En la práctica, el manejo del ministerio ha quedado nuevamente en manos de los militares.11

El presidente García ha establecido una relación directa y perso-nal con el comandante general del Ejército Edwin Donayre —nom-brado en el cargo en diciembre de 2006—, un militar extravagante, proclive al fujimorismo e investigado por recientes casos de corrup-ción.12 El Ejército está siendo usado para acciones que no tienen que

9 Con Wagner renunció el viceministro Novak.10 Ántero Flores-Áráoz perteneció hasta 2006 al Partido Popular Cristiano (PPC), en-carnizado rival del aprismo que hoy gobierna. Flores-Aráoz, que no oculta sus intencio-nes de ser candidato a la presidencia en 2011, abandonó el PPC porque se convenció de que no podría postular por esa agrupación. Ahora está formando su propio partido político, que se llamará Orden. («Ántero confirma apoyo a nueva agrupación socialcris-tiana», Correo, 24 de abril de 2008).11 El retroceso es cada día más notorio. Por ejemplo, en una ceremonia con presencia del ministro de Defensa y mandos militares, el general EP (r) Luis Alatrista «criticó la reforma toledista de las FF.AA. porque —según él— retiró a muchos militares valiosos de la institución y abandonó ante la persecución» a los militares. «Acto seguido, denun-ció que la llamada “izquierda caviar” aún persigue a los militares por combatir y vencer al terrorismo, como lo hizo la Comisión de la Verdad. Cabe precisar que el ministro Antero Flores Aráoz premió con aplausos el encendido discurso de Alatrista, quien le rindió su saludo al término del mismo» (Correo, 19 de abril de 2008, «Militares en retiro denuncian persecución de izquierda caviar»). También el almirante (r) Luis Giampietri, primer vicepresidente de la República y congresista, demanda no juzgar a militares acusados de haber asesinado a prisioneros rendidos: «Giampietri pide anular juicios a comandos de Chavín de Huántar. A 11 años del rescate, considera una “ingra-titud de la sociedad” que se les procese. Flores Aráoz también se solidarizó con ellos» (Correo, 23 de abril de 2008). Y: «Giampietri acusa a “caviares” de presionar a jueces en caso Chavín de Huántar. El vicepresidente de la República, Luis Giampietri, acusó a los denominados “caviares” de manipular a los magistrados encargados de los juicios a los militares que participaron en la operación Chavín de Huántar» (CPN Radio, 23 de abril de 2008).12 Ver, por ejemplo, Gustavo Gorriti, «Cuestión de Generales» y «Cuestión de Genera-les (II)», en Caretas, 3 y 10 de abril de 2008. Los casos de corrupción y abuso aparecen cuando hay una denuncia en los medios de comunicación. Por ejemplo, el programa de televisión Cuarto Poder difundió el 6 de abril un audio donde se escucha al general

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ver con sus tareas habituales. Por ejemplo, en la madrugada del 9 de abril de 2008, tropas del Ejército distribuyeron bolsas de comida en zonas pobres de Lima.13

También se ha tratado de usar a las Fuerzas Armadas para repri-mir las protestas sociales. En febrero de 2008, cuando organizacio-nes de agricultores iniciaron una huelga acompañada del bloqueo de carreteras, el gobierno decretó el estado de emergencia en siete provincias y entregó el control de las mismas a las fuerzas armadas.14 Como suele ocurrir, esa medida no tuvo ningún efecto disuasivo sobre los manifestantes —los políticos por lo general creen que esas resoluciones asustarán al pueblo movilizado—, que bloquearon las carreteras. Lo interesante es que ningún militar salió de sus cuarte-les. Probablemente se negaron a hacerlo.

En síntesis, en el gobierno de García se ha presentado una si-tuación parecida a la de Toledo. Hubo un intento de reforma en Defensa, pero el presidente decidió no seguir adelante y removió al ministro. Ahí terminaron los cambios, que no fueron fomentados por una política gubernamental sino por la persona que estaba en el cargo. Cuando salió esa persona —y sus colaboradores—, se termi-naron las transformaciones y se volvió a la situación preexistente. Ni los políticos, ni desde la sociedad se reclama por eso; por lo general, ni siquiera se percibe el asunto.

del Ejército, Samuel Gamero, director del Hospital Militar, exigiendo un soborno a un proveedor. Una cadete de la escuela de oficiales de la Fuerza Aérea fue violada por un teniente, que fue protegido por su institución hasta que el escándalo se hizo público. («Denuncian presión para perjudicar a cadete FAP ultrajada», Perú.21, 26 de marzo de 2008). Una empresa proveedora del Ejército, vinculada al sistema de corrupción de Montesinos, sigue haciendo negocios fraudulentos con esa institución («Ejército otorga la buena pro a empresa a la que denunció por adquisiciones irregulares», La República, 10 de abril de 2008). 13 La caída de la popularidad del presidente (26% de aprobación, 70% de desaproba-ción, según IPSOS-Apoyo, El Comercio, 20 de abril de 2008), atribuida a la subida de precio de los alimentos, impulsó al gobierno a repartir comida gratuitamente entre los pobres. Ver «Improvisando, y de madrugada, se inició reparto de apoyo alimentario», La República, 10 de abril de 2008.14 Decreto Supremo 12-2008-PCM y Resolución Suprema 57-2008-DE, El Peruano, 18 de abril de 2008, edición electrónica.

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El ministerio del Interior

Durante el gobierno de Alejandro Toledo se emprendió una pro-funda reforma de la Policía Nacional del Perú (PNP), percibida por la opinión pública como una de las instituciones más corrompidas del Estado. Una comisión hizo un diagnóstico de la situación y pro-puso medidas para resolver los problemas.15 El diagnóstico, en resu-men, establecía los siguientes problemas en la policía: militarización y alejamiento de la comunidad; politización y subordinación a un proyecto autoritario; deficientes condiciones de vida y de trabajo del personal policial; inadecuado manejo de los escasos recursos; altos niveles de corrupción; falta de apertura a la comunidad y malas re-laciones con gobiernos locales; desconfianza de la ciudadanía en la PNP (Rospigliosi 2006; Costa y Basombrío 2004).

Las propuestas para corregir estos problemas eran: mejorar las relaciones de la Policía con la comunidad; mejorar la calidad de vida del policía; luchar frontalmente contra la corrupción; desarro-llar un sistema educativo policial moderno; incorporar un moderno sistema de administración; y enfrentar adecuadamente las nuevas modalidades del crimen organizado.

Para todas estas políticas se propusieron medidas concretas y se fijaron plazos para ir alcanzando los objetivos. Varias de las propues-tas se pusieron en práctica de inmediato:

• Modificación del sistema de ascensos, despolitizándolo y dándole una base más objetiva.

• Restablecimiento de la pirámide en la oficialidad PNP, que se había desnaturalizado durante la dictadura de Fujimori y

15 En octubre de 2001 se constituyó la Comisión Especial de Reestructuración de la Policía Nacional del Perú (CERPNP), que presentó su informe el 22 de febrero de 2002, «Informe de la Comisión Especial de Reestructuración de la Policía Nacional del Perú», aprobado el 22 de marzo de 2002. La Comisión la presidió el ministro del In-terior, Fernando Rospigliosi, y la integraron Gino Costa, viceministro del Interior; los generales PNP directores de la PNP Armando Santisteban y José Tisoc; los generales PNP Enrique Yépez y Gustavo Carrión; los coroneles PNP Benedicto Jiménez y Juan Bermúdez; el suboficial PNP César Chávez; el abogado Jorge Avendaño; la periodista Zenaida Solís; la activista de derechos humanos Susana Villarán; el empresario Arturo Woodman; y Carlos Basombrío y Juan Briceño. Estos dos últimos, responsables de la Secretaría Técnica de la Comisión.

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Montesinos, al ascender indiscriminadamente a grados su-periores, con el propósito de constituir una clientela de altos oficiales adictos a los mandos.16

• El examen de ingreso a la escuela de oficiales se encargó, a partir del año 2002, a la prestigiosa Pontificia Universidad Católica del Perú, mejorando la calidad de los controles y evitando la corrupción en los ingresos.

• Creación de la Defensoría del Policía a cargo de un civil, para defender a los policías y sus familias, sobre todo aque-llos de bajo rango, de los abusos de los superiores. Como los policías no pueden formar sindicatos, se encuentran des-guarnecidos frente a la corrupción y las arbitrariedades (Vi-llarán 2007).

• Creación de la Oficina de Asuntos Internos, dirigida por un civil y dependiente directamente del ministro, para luchar contra la corrupción.

• Ley del Sistema Nacional de Seguridad Ciudadana para in-tegrar la labor policial con las autoridades locales y la pobla-ción organizada.

• Nuevo régimen disciplinario de la Policía, en reemplazo del anterior, obsoleto e ineficaz.

En este caso, como en el del ministerio de Defensa, los cambios fueron propulsados por un equipo civil con ideas precisas sobre lo que había que hacer. Pero ni al Presidente ni al gobierno le intere-saban las reformas. No las obstaculizaban, pero tampoco las apoya-ban. Es más, pronto el Presidente se empezó a involucrar en asuntos dudosos y entonces descubrió que necesitaba gente de su confianza personal en el Ministerio del Interior.17 Los vaivenes de la política

16 Ahora se ha regresado a una situación similar a la de la década de 1990. Ver IDL Se-guridad Ciudadana (Boletín electrónico), «La pirámide obesa. Con los últimos ascensos, el número de altos oficiales de la PNP se aproxima al que había cuando cayó Fujimori», 7 de febrero de 2007; «Inflación de coroneles», 8 de noviembre de 2007 (http://www.seguridadidl.org.pe/).17 Por ejemplo, funcionarios del MININTER posibilitaron la fuga del país de Carmen Burga, testigo del caso de la falsificación de firmas del partido de Toledo («Funcionaria de PP investiga a los que dieron pasaportes a los Burga», La República, 28 de marzo de

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hicieron que la reforma se prolongara, con una breve interrupción, hasta mayo de 2004. A partir de allí, el ministerio fue ocupado por dos amigos del presidente y un general de la Policía. Ninguno de ellos se interesó en continuar con las transformaciones.

Aunque hubo retrocesos explícitos en algunos asuntos, en otros permanecieron las organizaciones aunque vaciadas de contenido. Por ejemplo, la Oficina de Asuntos Internos y la Defensoría del Policía nunca más funcionaron para efectos prácticos, aunque for-malmente siguen existiendo. La policía tomó en la práctica nueva-mente el control del ministerio del Interior. La corrupción retornó con nuevos bríos18 y la seguridad ciudadana se ha ido deteriorando progresivamente.19

2005). También influyó en el comportamiento del presidente el caso de su abogado personal, César Almeyda, nombrado en varios cargos públicos desde el principio de su gobierno. En febrero de 2003, asumió la jefatura del Consejo Nacional de Inteligencia (CNI), cargo que abandonó meses después por un escándalo de filtración de informa-ción. En 2004 fue apresado porque se descubrió que había negociado ilegalmente en secreto ciertos beneficios con un general retirado, apodado el «cajero de Montesinos». («Audio incrimina a César Almeyda. Apareció grabación de conversación con Villanue-va», agenciaperu.com, 30 de enero de 2004). En junio de 2007 Almeyda fue condenado a cuatro años de prisión. También estuvo involucrado en un caso de presunto soborno, cuando varios testigos lo señalaron como el receptor de un maletín con setecientos mil dólares en efectivo, descubierto en diciembre de 2002 en el aeropuerto de Panamá a un peruano, asesor de una compañía cervecera que empezaba sus negocios en el Perú y requería del apoyo de organismos del Estado (El diario El Comercio publicó numerosos artículos a partir de 2004 sobre el tema). El intento de la Procuraduría anticorrupción de investigar a Almeyda suscitó los ataques de Toledo y sus partidarios al procurador Luis Vargas Valdivia, que finalmente renunció («Y se baila así. Una burda coreografía con aspiraciones de zarzuela. Eso fue lo que el gobierno montó para deshacerse de la Procuraduría Ad Hoc. Caso Almeyda y sospechosas alianzas, detonantes principales», Caretas 16 de septiembre de 2004).18 Ver por ejemplo los reportajes de Alfredo Alí Alava sobre compras en el ministerio del In-terior en 2006: se compraron «camionetas, colchones, uniformes, visores, botas de jebe, pu-ñales, fundas para pistolas, motocicletas, sábanas, chalecos tácticos, llantas, baterías, rancho frío, mochilas, cascos y escudos antimotines, etc. Y se sospecha que varias de esas compras fueron sobrevaloradas y otras no acataban las normas técnicas», «Chalecos antibalas para PNP no cumplen con exigencias técnicas», El Comercio, 4 de enero de 2007.19 Según la encuesta nacional de victimización realizada en 2006 por el MININTER, con apoyo del BID, la percepción de inseguridad es muy alta. A la pregunta acerca de si cree que el crimen en los últimos años ha aumentado, responden que sí 92% en el Cusco, 89% en Lima, 88% en Trujillo y 84% en Arequipa. «El 71% de los peruanos, según una encuesta de la Universidad de Lima de noviembre del 2007, considera que la delincuen-cia aumentó en el último año y exige protección y mano dura» («No lleguemos tarde en la guerra contra las bandas», editorial de El Comercio, 23 de abril de 2008).

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En el actual gobierno

El gobierno de Alan García nunca intentó cambio alguno en las fuerzas policiales. Solo revirtió de manera más rápida lo efectuado en el periodo anterior. La primera ministra del Interior del nuevo gobierno —Pilar Mazzetti, una médico que fue ministra de Salud durante los últimos años del gobierno de Toledo— rechazó explíci-tamente todo intento de reforma. Su gestión terminó abruptamente en febrero de 2007, en medio de un escándalo por una compra de patrulleros sobrevaluados, adquisición que fue anulada.20

Su reemplazo, un viejo militante aprista,21 no estaba interesado en el cargo sino probablemente en ocupar en un plazo breve la presidencia del Consejo de Ministros y luego convertirse en el candidato presiden-cial del APRA en 2011. No obstante, sus expectativas se han visto de-fraudadas. Su gestión ha estado jalonada por más escándalos de corrup-ción: una nueva compra de patrulleros, esta vez adjudicada a empresas dudosas que vendían vehículos chinos, tuvo que ser también anulada por denuncias de corrupción.22 Una compra de gases lacrimógenos fue groseramente sobrevaluada y también fue anulada en medio de un gran escándalo.23 No obstante, a diferencia de su antecesora, Alva Castro se ha mantenido en el cargo, a pesar de su alta desaprobación.24

20 «“Intrigas, licitaciones y decapitaciones», IDL Seguridad Ciudadana (Boletín electró-nico), 16 de febrero de 2007.21 Luis Alva Castro fue vicepresidente de la República en el primer gobierno de Alan García. También presidente del Consejo de Ministros, ministro de Economía y presi-dente de la Cámara de Diputados. Fue candidato presidencial del APRA en las eleccio-nes de 1990.22 Ver «Subasta sin subasta», 26 de julio de 2007; «Subasta sin subasta II. ¿Sálvese quien pueda?», 3 de agosto de 2007; «Patrulleros chinos, lo que dice García», 8-8-2007; «Entretelones de una compra abortada», 24 de agosto de 2007, IDL Seguridad Ciuda-dana (Boletín electrónico).23 Ver reportajes de El Comercio: «Sospechosa operación. Fue una “compra directa urgente” a empresa registrada ese mismo día», 9 de agosto de 2007; «En el 2005 em-presa ganadora ofreció a la PNP pertrechos antimotines más baratos. Sobrevaluación en base a esta propuesta sería de casi un millón de dólares», 25 de septiembre de 2007; «La corrupción al descubierto. Acelerado trámite de documentos hace sospechosa la compra de pertrechos», 6 de octubre de 2007. 24 Una encuesta de octubre de 2007 lo considera el peor ministro, con 67% de des-aprobación y solo 17% de aprobación. El 83% opina que debe renunciar. IPSOS-Apoyo, Opinión Data, Encuesta nacional urbana, 22 de octubre de 2007.

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En temas de orden público, ha habido un elevado número de víctimas fatales: diecisiete en total en las manifestaciones de junio y julio de 2007, y febrero de 2008. También han muerto una decena de policías asesinados por narcotraficantes y terroristas —que ac-túan como sicarios del narcotráfico—, sin que se produzca ninguna reacción de la Policía para atacar enérgicamente a los victimarios.

La seguridad ciudadana es crecientemente un tema central en la preocupación pública.25 Alva Castro es el ministro peor conside-rado en todas las encuestas de opinión pública y se ha convertido en un pesado lastre político para el gobierno, a pesar de lo cual el presidente García lo mantiene en su cargo. Una hipótesis, expresada por diversos analistas, es que esto se explica por su vieja militancia partidaria. Otra es que hay intereses muy importantes que explican su permanencia en el puesto.26

En suma, en el caso del Ministerio del Interior y la PNP no ha habido ningún intento de reforma ni formulación de una política pública de seguridad durante el gobierno aprista. Por el contrario, se ha involucionado rápidamente. En la práctica, la policía dirige el ministerio. El resultado es un deterioro de la seguridad y un aumen-to de la corrupción.27

Esto, en un contexto de crecimiento del narcotráfico, podría lle-var al final del período de Alan García, en 2011, a que se reproduzca una situación que ya han vivido otros países de América Latina: que el crimen organizado controle amplios sectores de la Policía.

25 A la pregunta «¿Cuáles de los siguientes son en su opinión los tres principales pro-blemas de la ciudad de Lima Metropolitana?», 69% responde «la delincuencia». En segundo lugar «la venta de drogas» con 37%. IPSOS-Apoyo, Opinión Data, 21 de enero de 2008. (Basombrío 2007) 26 Fernando Rospigliosi, «Sin vergüenza», Perú.21, 13 de abril de 2008; entrevista en Cosas 18 de abril de 2008, «El gobierno actúa con total impunidad».27 Paola Ugaz «¿Está sin brújula la seguridad ciudadana en Perú?», 8 de febrero de 2008; Alejandra Muñoz Gonzáles «Seguridad ciudadana y su presupuesto en el Perú», 13 de febrero de 2008. IDL Seguridad Ciudadana.

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Los servicios de inteligencia

El Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) fue disuelto por Alber-to Fujimori cuando su gobierno se derrumbaba y sus relaciones con Vladimiro Montesinos se deterioraron hasta llegar a la ruptura (Bowen y Holliga 2003). El SIN, base de operaciones de Montesi-nos, se convirtió en el símbolo de la dictadura y la corrupción.

Durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua —de noviembre de 2000 a julio de 2001— se creó un nuevo organismo en reemplazo del SIN, el Consejo Nacional de Inteligencia. Su pri-mer jefe fue un almirante de la Marina en retiro, en seguimiento de una tradición de control militar: desde su creación, en 1960, el SIN siempre fue dirigido por un general o un almirante, en actividad o retiro. Alejandro Toledo puso por primera vez un civil al frente del CNI, a principios de 2002. Cuando se iniciaron algunas transforma-ciones para construir un servicio de inteligencia básicamente civil, profesional y despolitizado, el interés del Presidente por controlar el servicio con gente adicta personalmente a él —probablemente para usarlo como tradicionalmente se ha utilizado en el Perú—, lo llevó a cambios que, por lo general, terminaron en escándalos periodís-ticos.28 A mediados de 2003, se volvió a lo de siempre: un militar en retiro al frente del CNI. La situación no ha cambiado hasta la actualidad.29

A fines de 2005, el Congreso aprobó una nueva ley, reempla-zando el CNI por la Dirección Nacional de Inteligencia (DINI), mejorando algunos aspectos de su organización.

Alan García nombró a inicios de su gobierno a un coronel del Ejército en retiro como jefe de la DINI, Héctor Bertrán.30 Aunque se conoce poco de lo que sucede en la DINI, al parecer se han rea-lizado esfuerzos por profesionalizar el servicio, reclutando a jóvenes civiles, aunque la estructura sigue dirigida por militares.

28 Ver nota 33.29 Durante los cinco años del periodo de Toledo hubo siete jefes del CNI. Esa inestabi-lidad no permitió ninguna política seria para reestructurar el servicio de inteligencia.30 Bertrán, amigo de la infancia de García, fue Espada de Honor de su promoción. Se desempeñó como edecán de García en su primer gobierno, razón por la cual Montesi-nos lo pasó al retiro apenas iniciado el gobierno de Fujimori.

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Dentro del gobierno hay una pugna por el control y los recur-sos de la DINI. El almirante (r) Luis Giampietri, congresista y pri-mer vicepresidente de la República, ha tratado de dominar desde el primer momento la DINI, con poco éxito hasta ahora. Esto es parte también de la tradicional rivalidad entre la Marina y el Ejér-cito. Giampietri presidió la Comisión de Inteligencia del Congreso y ahora sigue siendo miembro de ella. Recientemente volvió a la carga, poniendo en duda las mejoras en la DINI.31

Los servicios de inteligencia de las fuerzas armadas al parecer han retornado a lo tradicional. Es decir, funcionan sin control civil y cada uno opera con relativa autonomía. Es muy probable que hayan vuelto también a hacer inteligencia sobre la sociedad civil y otras institucio-nes del Estado, actividad que se prohibió explícitamente después de la caída de Fujimori y Montesinos. A decir verdad, son los propios políticos civiles los que incentivan a los militares a hacer eso.

La inteligencia de la Policía probablemente también está siendo usada a la manera tradicional.32

Conclusión

Muchas veces no se entiende por qué un gobierno no realiza reformas en las instituciones para beneficiar al país y a los propios políticos que las efectúan. Una respuesta es la que dio recientemente el economista Pablo Secada cuando fue preguntado por ese punto:

El Congreso no es una restricción. García hace lo que le da la regalada gana en el Congreso; cuando quiere pasar leyes, las

31 «Critican a la Dirección de Inteligencia por la contratación de 125 agentes», El Co-mercio, 13 de abril de 2008.32 El ex director de la Policía, general (r) Luis Montoya, ha acusado al director de Inteligencia del ministerio del Interior, Jorge Cárdenas, de interceptar ilegalmente las comunicaciones (IDL-SC, «Discordias en Córpac», 29 de agosto de 2007). Un diario izquierdista ha denunciado que catorce agentes de inteligencia de la policía han for-mado un comando parapolicial: «Escuadrón parapolicial amenaza protesta social» La Primera, 21 de abril de 2008; «Comando Canela también actuó en el paro del Cusco», La Primera, 22.4.08; «Mentiras de Canela», «Demandan investigar al Comando Ca-nela. Parlamentarios alarmados por grupo de inteligencia paralelo y pidieron comisión investigadora», La Primera, 23 de abril de 2008.

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pasa. Mi impresión es que no tiene gente, no tiene gente que le dé buenas ideas. Otra impresión que tengo es que el APRA sigue teniendo gente muy corrupta. Entonces, buena parte de las cosas que están haciendo las están haciendo porque les con-viene y buena parte de las cosas que no quieren hacer es porque no les conviene. Algo típico en la política peruana: mantener el control político en función de ciertos intereses, sin pensar en grande.33

En suma, según Secada, no hay reformas porque faltan ideas y porque las decisiones se toman en función de intereses corruptos. Como ha precisado el historiador Alfonso Quiroz:

Las redes de corrupción constituyen un obstáculo importante para la implementación de reformas institucionales favorables al desa-rrollo económico y administrativo antitético al predominio de la alta corrupción que tergiversa las reglas o estructuras de incenti-vos. Las redes de corrupción y su liderazgo político se heredan de una generación a otra: los agentes corruptos aprenden de sus mayores. Una educación política tradicional en el Perú ha impli-cado conocer y transmitir los mecanismos que en el pasado permi-tieron el poder político a algunos de los líderes más notables. Si el ingenio perverso que se puso en la formación de estas redes y sus mecanismos de corrupción se hubiese dedicado a la construcción de instituciones eficientes, otra hubiese sido la historia peruana. Como aquello no sucedió, no nos queda sino reconocer una rea-lidad histórica en la que la corrupción ha tenido una influencia decisiva en épocas claves (Quiroz 2006).

En síntesis, dos factores parecen hallarse entre los obstáculos de-cisivos para reformar las instituciones y mejorar las políticas públicas en el Perú: las redes de corrupción y el desinterés y la carencia de ideas de los políticos.

33 Entrevista de Francisco Tumi, «La fiesta ya pasó, pero podemos seguir creciendo», El Comercio, 13 de abril de 2008. Secada ha sido analista del banco Santander, inves-tigador del Instituto Peruano de Economía (considerado «neoliberal») y asesor de la bancada de Unidad Nacional en el Congreso.

El Poder Judicial: la reforma siempre pendienteJavier de Belaunde L. de R.

La reforma del Poder Judicial, entendida como un proceso de tras-formación del servicio de justicia que va más allá de reformas lega-les, ha superado treinta años en la agenda pública. Una persistente insatisfacción ciudadana ha caracterizado todo este periodo, en el que se han producido diversas oleadas reformistas que, con mayor o menor intensidad, han tratado de introducir cambios en un sistema judicial percibido por los ciudadanos como incapaz de controlar al poder, carente de confianza para la solución de controversias entre particulares y discriminatorio al sancionar conductas punibles.

Este trabajo explora los principales factores que en cada etapa pusieron en la agenda pública los temas de reforma judicial, iden-tificar el tipo de medidas que se plantearon y adoptaron, quiénes fueron los actores, cuál es el balance de los proyectos reformistas y qué lecciones podemos extraer. Interesa evaluar la situación actual y las posibilidades de que, efectivamente, la reforma del sistema de justicia sea una prioridad fundamental en la agenda de las políticas de Estado a inicios del siglo XXI.

Las reformas judiciales del gobierno militar de los años setenta

En octubre de 1968, un golpe militar instaló en el Perú el denominado Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, el cual supeditó la Constitución al Estatuto Revolucionario que dictó y convirtió en la ley fundamental. Este gobierno se propuso transformar la sociedad

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peruana. La crítica que realizó al sistema de justicia fue drástica, yendo bastante más allá de acusar deficiencias en su funcionamiento; la inserta dentro de una visión de todo el sistema legal precedente, como legitimador de un orden social injusto.1 Esta crítica traduce una visión del derecho y del sistema de justicia como instrumentos del orden social y político que el gobierno recusa. Por ello, junto con la consolidación de las diversas medidas que adoptó el gobierno militar en distintos ámbitos de la vida social, económica y jurídica del país durante los primeros años, pretendiendo su transformación, dispuso algunas respecto al Poder Judicial que trataban de vincularse al reclamo ciudadano2 y a la necesidad de devolver a la institución el verdadero rol social que le correspondía y que había perdido.3

Se adoptaron medidas fundamentalmente de tres tipos: cambio de funcionarios, creación de un órgano encargado del nombramiento y control de jueces, y reformulación o generación de fueros especia-les. A ellas, podemos sumar algunas reformas procesales buscando celeridad. Todo ello fue secuencial, no apareció como un conjunto orgánico de reformas y, como bien anota Pásara, tales medidas «no

1 El general Juan Velasco Alvarado, quien presidió dicho gobierno, sintetizó esta visión así: «En nuestro país la justicia siempre tuvo dos caras, una adusta y cruel, para los humil-des. Y otra, tolerante y buena para los poderosos. Porque aquí se gobernó siempre para los que más tuvieron» (Mensaje a la Nación, 3 de octubre de 1971, Velasco 1972: 243). 2 No compartimos la opinión de Linn Hammergren en su importante evaluación de las reformas judiciales peruanas cuando sostiene: «Hasta los años sesenta, el Poder Judi-cial peruano funcionó en forma más o menos acorde con las demandas de la sociedad. No se cuestionó su capacidad técnica, la rendición de cuentas (accountability) no era todavía un problema y su independencia, aunque restringida, parecía satisfacer las ne-cesidades de la época» (Hammergren 2004: 293). Los estudios iniciales de Luis Pásara dan cuenta más bien de lo que él denomina una «imagen atroz». Basado en el análisis de diversas fuentes, entre ellas el «testimonio de la realidad que nos proporciona la literatura peruana», sostiene que «[…] la percepción gruesa que en el país existe acerca de la administración de justicia es que ella es deplorable» (Pásara 1980: 198) y resume la imagen social de ella: «Incomprensible, imprevisible, alimentada por una lógica ajena a la verdad que es evidente al sentido común, la justicia realmente existente es inútil» (Pásara 1982: 20-21).3 El mismo General Velasco afirmaba: «Uno de los males más enraizados del Perú fue la lenta y defectuosa administración de justicia. El antiguo Poder Judicial fue ver-daderamente el símbolo de la decrepitud y la insensibilidad de todo el orden social establecido. Por eso, y respondiendo a un verdadero clamor de la ciudadanía, el Go-bierno Revolucionario decidió iniciar su reforma, a fin de devolverle la independencia, la majestad y la limpieza que había perdido» (Mensaje a la Nación, 28 de julio de 1970, Velasco, 1970: 233).

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El Poder Judicial: la reforma siempre pendiente

corresponden a la complejidad del problema diagnosticado en el ni-vel ideológico por el propio proyecto gubernamental» (1980: 253).

Los magistrados de la Corte Suprema fueron cesados y a los nuevos se les encargó la tarea de ratificar a los jueces de las instancias inferiores. Se inició así algo que en la época habría de hacerse cons-tante. De manera directa o usando el recurso de cambiar el límite de edad de jubilación de los magistrados, se destituyó y nombró jueces bajo la idea de que el cambio de la justicia pasaba por el cambio de funcionarios. Así, si bien el discurso oficial proclamó la necesidad de un Poder Judicial independiente, durante el gobierno militar en sus dos fases se mantuvo implícita la amenaza de que los jueces fueran destituidos en cualquier momento. Quizá este aspecto es el que me-jor revela la distancia entre el planteamiento político formulado en torno al rol del derecho y de la justicia y los mecanismos de cambio que se concibieron.

De otro lado, se creó el Consejo Nacional de Justicia como un organismo que, integrado por representantes del gobierno, de la Corte Suprema, de los colegios de abogados y de las universidades, fue encargado del nombramiento de jueces y de su control. El go-bierno respondía a un antiguo reclamo que acusaba al sistema de nombramientos judiciales, confiado a los poderes Ejecutivo y Legis-lativo, de una excesiva politización.

Además, se crearon dos fueros especiales con tribunales que constituían en la práctica dos cortes supremas paralelas. Se sustrajo, primero, del fuero común los asuntos agrarios y, después, los vincu-lados a las comunidades laborales.4 En ambos casos se trató de crear órganos jurisdiccionales que acompañaran dos de las reformas más importantes que llevaba adelante el gobierno, la reforma agraria y la reforma de la empresa privada. Con la creación de dichos fue-ros se establecieron procesos especiales, mucho más expeditivos y se confirió a los jueces por ley un mandato que podríamos calificar de tuitivo.5 Estos fueros, «vías de evitamiento» del Poder Judicial

4 La comunidad laboral era una persona jurídica integrada por los trabajadores de una empresa, quienes a través de ella participaban en la propiedad y gestión de la empresa.5 Respecto a la justicia agraria se constata: «Detrás del impulso de las causas por el juez, primariamente expresado en celeridad, hay no solo un rol más activo del juzgador sino una toma de posición de este. […] El juez tiene expreso mandato legal que lo obliga

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ordinario, funcionaron con relativo éxito para su propósito —sobre todo el agrario— hasta que entró en vigencia la Constitución de 1979. Quizá lo más importante fue el rol que asumió el juez agrario frente a los casos —la reforma más significativa de esta etapa—, pues corresponde a un tema central en todos los intentos de reforma judicial: la cultura judicial.

Cabe recordar también, como lo puntualizó Pásara en su mo-mento que en esta etapa se confirió al fuero militar competencia para juzgar nuevos delitos, con tipificaciones muy abiertas, como el de sabotaje a la reforma agraria y a las telecomunicaciones o el de ultraje a la Nación, expandiendo sus atribuciones a cuestiones que hasta entonces le eran ajenas (Pásara 1980: 261).

Un acucioso análisis realizado en la época, acerca del «contra-punto» del mensaje político y la respuesta judicial proveniente del fuero común (Pásara 1977: 229 y ss.), nos muestra que inicialmente el aparato judicial salió al paso de las críticas para atribuir a las defi-ciencias legales y presupuestales los problemas que se le imputaban, pero luego fue cediendo, al menos en términos declarativos, y optó por la adhesión a las reformas planteadas, sin que ello importara una reelaboración crítica por parte de la judicatura del rol que venía cumpliendo en la sociedad.6 En esta etapa no encontramos ninguna participación organizada de la sociedad civil.

¿Cómo evaluar al Consejo Nacional de Justicia? La Consti-tución de 1933 —vigente cuando se produjo el golpe militar de 1968— había confiado el proceso de selección y nombramiento de jueces a los poderes políticos, elegidos por voluntad popular; pero el sistema propiciaba, desde el nombramiento, el sometimiento de los jueces al poder político. El control de la judicatura era prácticamente

a aplicar las normas que amparen el derecho de los campesinos, aunque estos no las hubiesen invocado a su favor. […] El juez agrario no es, pues, un simple árbitro entre partes […]. Es este un juez que, renunciando a la neutralidad, ha tomado partido por la reforma agraria, a cuya implementación concurre en el ejercicio de su función» (Pásara, 1978: 60-62).6 «Las respuestas se movieron entre la minoritaria oposición a los cambios, de tinte conservador, y la mayoritaria y progresiva adaptación a ellos, reduciéndolos a las formas legales, sin innovar sobre el rol de juez, la concepción del proceso y la forma de com-pensar en estos aspectos los males estructurales de la sociedad sobre la cual se pretende administrar justicia» (Pásara 1980: 262).

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inexistente, más allá de las atribuciones de control conferidas a los superiores sobre los jueces inferiores. De allí que una fórmula como la adoptada por el gobierno militar gozara de cierta aceptación. No obstante, más allá de la conformación teórica del Consejo, mientras se mantuviera en el poder el gobierno de facto, este nombraría a la mayoría de los consejeros.

Si bien no hay una evaluación de la calidad de los procesos de selección y nombramiento, el autor puede testimoniar, a partir de investigaciones realizadas en 1977, que los archivos del Consejo contenían una amplia documentación sobre antecedentes y méritos de los jueces nombrados, de calidad muy superior a aquellos de los que disponía la Corte Suprema. Debe notarse que el Consejo prestó especial atención a su función sancionadora. En la época se criticó que esta facultad fuera ejercida no solo sin las debidas garantías para los jueces procesados, sino que en muchos casos se ejerciera sobre los criterios propiamente jurisdiccionales.

Más allá de algunos avances en selección y disciplina que la ex-periencia del Consejo pudo dejar, esta desembocó en un rotundo fracaso a partir de hechos que muestran los límites de este tipo de instituciones dentro de gobiernos autoritarios. La destitución arbi-traria de toda una sala penal de la Corte Suprema, en razón de lo ocurrido en un proceso judicial en el que tenía interés personal un consejero, fue un escándalo que demolió el respeto a la institución. Otro escándalo, que mostró los mismos límites, fue concluyente: el presidente de la República expidió el título de vocal supremo a persona distinta a la que el Consejo había seleccionado.

Depuesto en 1975 el general Velasco por la misma fuerza armada, se inició la segunda fase del gobierno militar. El gobierno volvió a la fórmula de sustitución de funcionarios, designando parcialmente una nueva Corte Suprema, en la que se encontraban juristas de singular valía, que no eran jueces de carrera y que traían una importante con-cepción reformista. El gobierno decidió entonces confiar el proceso de reforma judicial al propio Poder Judicial; mediante ley creó la Co-misión de Reforma Judicial, presidida por el presidente de la Corte Suprema e integrada por cinco magistrados más de diversos niveles. El decreto ley N° 21307 estableció seis objetivos básicos de la re-forma judicial y para alcanzarlos dispuso efectuar una evaluación y

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diagnóstico de la realidad sociojurídica del país, así como formular planes de reforma y proponerlos al gobierno o a la sala plena de la Corte Suprema, según correspondiera.

A diferencia de la etapa anterior, en esta se concibió la reforma como un proceso de cambios integral y planificado, a partir de un diagnóstico. La visión de la reforma judicial como cambio de jue-ces parece superada; había que hacer algo más profundo, para lo que no había información. Esto motivó que la Comisión hiciera un amplio diagnóstico de la realidad judicial, para lo cual recurrió a la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad Mayor de San Marcos, la ONG DESCO y la Fundación Friedrich Naumann, que realizaron estudios fundamentales que son un hito en el cono-cimiento de la justicia en el país. La Comisión recurrió también al Consejo Latinoamericano de Derecho y Desarrollo, otra institución de la sociedad civil, para organizar los primeros programas de capa-citación judicial a nivel nacional.7

En 1980 este proceso de reforma quedó trunco principalmente por dos causas. Los magistrados supremos de carrera no convivieron bien con los magistrados supremos nombrados por el gobierno de Morales Bermúdez. Hubo un conflicto permanente que fue frenando el proceso de reforma. De otro lado, la nueva Constitución de 1979 había impuesto un proceso extraordinario de ratificación de jueces. El Senado tenía que ratificar a los magistrados supremos y la nueva Corte Suprema a todos los magistrados de la República. El proceso de ratificaciones fue perverso. La mayor parte de la Corte Suprema cayó en él y lo peor vino después, en 1982, cuando la nueva Corte Suprema ratificó a los demás jueces: lo hizo sin expresar causas,

7 Entre 1977 y 1980 se llevaron a cabo seminarios en diversos lugares del país, centra-dos fundamentalmente en la revisión del razonamiento judicial y del rol del juez en la sociedad. Buscaron sensibilizar en una perspectiva socio-jurídica a los magistrados, per-meabilizar a los jueces respecto a la reforma judicial y la constitución de un núcleo de magistrados que hiciera viable el proceso de reforma. El impacto de dichos seminarios fue grande, partiendo del hecho de que nunca se habían reunido los jueces para dia-logar sobre su quehacer. Los seminarios fueron, de otro lado, cuna del asociacionismo judicial: se constituyó la Asociación Nacional de Magistrados. A partir de ellos, surgió en la judicatura el reclamo de la constitución de una Escuela Judicial. La riqueza de los seminarios permitió también a Luis Pásara la elaboración simultánea de una investiga-ción cuyos resultados fueron recogidos, en 1982, en el libro Jueces, justicia y poder en el Perú, fundamental en el estudio de la justicia peruana.

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contrariando la Constitución y con un criterio totalmente político. Se encaminó ese proceso a dejar fuera de la judicatura a la gente más pensante y con criterio propio. En gran parte se logró ese objetivo. Creo que esa Corte Suprema asestó uno de los peores golpes al Poder Judicial. La restauración democrática de 1980 truncó el proyecto de reforma judicial que buscaba encaminarse sobre bases sólidas.

El proceso de reforma iniciado en 1976 se agotó así en diag-nósticos muy valiosos y en la formulación de algunos proyectos sobre control interno, distribución del despacho —mesa de partes única—, reforzamiento de la justicia de paz —no profesional—, tratamiento de menores, traslados de magistrados y defensa judicial del Estado. No se formuló un plan integral. Sin embargo, además de investigaciones y estudios —que por primera vez superaron el nivel de comentarios de textos legales o el enunciado de principios abstractos, para ir al conocimiento de la administración de justicia tal como funcionaba realmente en la sociedad— y de un proceso de capacitación inédito, esta etapa dejó la experiencia de una vincula-ción de la judicatura con instituciones de la sociedad civil en torno a objetivos compartidos de reforma. De otro lado, dejó como lección la evidencia de las limitaciones de un proceso impuesto desde fuera del Poder Judicial. Si bien por ley era este quien lo conducía, el en-cargo obedeció más a una imposición externa que a una convicción de la judicatura. Las fracturas internas frenaron el proceso.

La Constitución de �979 y una década algo más que perdida (�980-�990)

La Constitución de 1979 trajo un diseño del sistema de justicia —en-tendido este como el conjunto de instituciones estatales vinculadas a la resolución de los conflictos y a la defensa de la legalidad— que, con algunas variaciones, habría de repetir la Constitución vigente de 1993. Estableció como órganos básicos, dotados de autonomía: el Poder Judicial —que ejerce jurisdicción con una organización pi-ramidal con la Corte Suprema a la cabeza—, el Ministerio Público, el Tribunal de Garantías Constitucionales y el Consejo Nacional de la Magistratura. La preocupación por la postración económica

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del Poder Judicial trajo la consagración constitucional de una nor-ma que le garantizaba 2% de los gastos corrientes del presupuesto general.8

En la Constitución hubo también aspectos «reactivos» a la etapa anterior. Se establecieron las ratificaciones extraordinarias ya referidas y a la par se declaró expeditos para reingresar al servicio judicial, sin previo concurso o evaluación, a los magistrados que fueron cesados, separados o no ratificados en diversos momentos del gobierno militar. De este modo, a comienzos de los años ochenta se dio un nuevo cambio de fun-cionarios, esta vez con sustento constitucional, como fruto del proceso de ratificaciones y del reingreso de los cesados en el período anterior.

En el tratamiento orgánico aparecen dos cuestiones destacadas. La primera es la eliminación de los fueros especiales, salvo el militar; bajo la invocación del principio de igualdad, en realidad se recusó lo que esos fueros habían significado en su aproximación a los conflictos sociales sometidos a ellos. La segunda se refiere a las funciones del Consejo Nacional de la Magistratura en cuanto al nombramiento y control de los jueces, temas en los que hubo en la Constituyente ardua polémica. Algunos querían confiar el nombramiento a un órgano técnico autónomo, pero la mayoría sostuvo y aprobó que los nombramientos judiciales correspondieran a los poderes Legislativo y Ejecutivo.9 El otro debate fue entre quienes querían que el control estuviera fuera del Poder Judicial y quienes sostenían que debería ser atribución del propio Poder Judicial, posición que triunfó. El recuerdo de los excesos en los que incurrió el Consejo Nacional de Justicia probablemente estuvo presente en este debate y su resultado.

Es indudable que la crítica social a la administración de justicia llegó a la Constituyente y se tradujo en algunas normas de importan-cia, pero en muchos casos, al atender a problemas de la experiencia

8 No obstante, una disposición transitoria permitía que el incremento presupuestal fuera gradual, lo que en los hechos llevó a que en los doce años de vigencia de la Cons-titución jamás se cumpliera con asignar el porcentaje establecido.9 La fundamentación de la Comisión Principal de la Asamblea Constituyente reco-gía la tradicional sustentación: «Siendo la función judicial una actividad inherente al ejercicio del poder soberano del pueblo, debe este, en todo caso, ser el origen primario de los nombramientos judiciales. […] Se afirma que la intervención de los poderes políticos tiñe la elección de los magistrados de posiciones partidistas. Es posible, pero inevitable» (Pareja 1989: 76).

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política coyuntural, se crearon «camisas de fuerza» que dejaron poco margen posterior a las propuestas para un nuevo sistema de admi-nistración de justicia (De Belaunde 1991: 24)

Durante los dos gobiernos democráticos de la década, el prime-ro presidido por Fernando Belaunde Terry (1980-1985) y el segun-do por Alan García Pérez (1985-1990), no hubo un proyecto de reforma judicial ni en los poderes políticos ni en el Poder Judicial. El tema, completamente ausente en los planes nacionales de desarrollo aprobados en la década, no fue una prioridad política y quedó «con-gelado» durante diez años. Mientras en diversos foros académicos se discutió largamente la necesidad de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial como instrumento de reforma judicial, y se llegó a contar con un proyecto portador de múltiples propuestas innovado-ras,10 los poderes públicos no hicieron nada al respecto.

Ni en la Corte Suprema ni en la judicatura hubo un impulso reformista. Una buena muestra de esto es lo ocurrido con el Centro de Investigaciones Judiciales que, en gran parte debido al interés de su directora, intentaba establecer nexos con organizaciones de la socie-dad civil y con la cooperación internacional, y generaba proyectos que o no eran vistos por la sala plena de la Suprema o no eran aprobados. Múltiples y valiosos estudios de reforma fueron a engrosar bibliote-cas.11 La Corte Suprema —atenta a cuidar sus pequeñas cuotas de po-der— y los políticos —preocupados en no perder su influencia en el Poder Judicial— no fueron conscientes del creciente descrédito de la justicia, y por ende del sistema legal, en medio de un fenómeno nue-vo: a la violencia estructural que había mantenido en la marginalidad

10 Elaborado por la denominada «Comisión Alzamora», integrada por juristas nom-brados por resolución del Ministerio de Justicia (Catacora et al. 1988). El proyecto ha motivado importantes reconocimientos por diversos estudiosos, como un antecedente innovador, sobre todo en lo referido a la distinción de órganos de gobierno y admi-nistración de los jurisdiccionales y en lo relativo a la regulación de la carrera judicial (Eguiguren et al. 2002: 53).11 Esta situación se ejemplifica con la frustración del primer proyecto de creación de una Escuela Judicial. La Fundación Friedrich Naumann, que venía colaborando con un proyecto de capacitación de jueces de paz no letrados, se interesó en financiar la creación de una Escuela Judicial. Una comisión de juristas elaboró un proyecto. La Sala Plena de la Corte Suprema condicionó su aprobación a que el director de la Escuela fuera un vocal supremo jubilado, lo que desmotivó a la cooperación internacional y frustró el proyecto.

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a enormes sectores de la población, ahora se sumaba un fenómeno de violencia cruenta, que ponía en riesgo las bases mismas de la con-vivencia civilizada a través de diversas formas de terrorismo.

Años después, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (Co-misión de la Verdad 2003: T. III, 247 y ss.) hubo de precisar hasta qué punto cupo responsabilidad en el conflicto armado interno al Poder Judicial en la década de los años ochenta. No obstante, los rasgos característicos de la realidad judicial peruana de la época (De Belaunde 1991: 21 y ss.) atañen a una responsabilidad compartida entre políticos, en una mayor medida, y jueces, a la cual no son ajenas las instituciones vinculadas a la formación y el control de los abogados.

La década concluyó con un sistema de justicia incapaz no solo de enfrentar los nuevos retos que plantearon la violencia del terrorismo y del narcotráfico, sino con una incapacidad total de cumplir razonablemente sus más elementales funciones en la so-lución de las controversias cotidianas. La sumisión mayoritaria de los altos niveles de la judicatura al partido de gobierno —que se vale para ello del sistema de nombramientos judiciales— es otra característica de la segunda mitad de la década. Para agravar más el problema, el incremento de la corrupción en el sistema judicial ya resultaba alarmante.12

La década de Fujimori y sus diversos tiempos

En 1990 accede al gobierno del Perú un candidato que hasta quince días antes de la elección no aparecía en las encuestas de opinión con más de 5% de las preferencias. La irrupción de Alberto Fujimori catalizaba muchos descontentos. La inflación y la crisis económica del país habían destrozado la economía popular y la situación de violencia había sumido a gran parte del país en la desesperanza.

12 «Hacia finales de la administración García, era frecuente escuchar historias sobre la corrupción de jueces, fiscales, defensores públicos y personal auxiliar. […] Los aboga-dos particulares —que sin duda contribuían a agravar el problema— sabían quiénes podían ser sobornados y podían indicar los precios de jueces y empleados de tribunales» (Hammergren 2004: 301-302).

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El triunfo de Fujimori expresaba la enorme desconfianza popular hacia la clase política y el descontento masivo respecto a institucio-nes que no habían funcionado. De allí que, cuando en su discurso de asunción del mando de 28 de julio de 1990, Fujimori incluye en la agenda de políticas públicas reformar al Poder Judicial, luego de prodigarle una severa crítica, abre la esperanza de que, después de una década de desinterés, el tema pueda ser abordado.13

Entre 1990 y 1992, en su etapa democrática, el gobierno de Fujimori realiza reformas legislativas, como una manera de superar el abandono legislativo que hubo en torno al Poder Judicial. La reforma parece concebirse centrada en cambios legales. Se pro-mulgan la Ley Orgánica del Poder Judicial, el Código Penal, el Código Procesal Civil y el Código Procesal Penal (De Belaunde 1999: 312). Estas normas traen innovaciones de gran importancia (Lovatón 2003: 358) e implicaron aprobar proyectos de ley que se habían venido preparando durante años por comisiones de exper-tos involucrados en la reforma de la justicia. En el caso de la Ley Orgánica del Poder Judicial se aprobó un texto elaborado sobre el «Proyecto Alzamora» (véase nota al pie 10) que el gobierno ante-rior había desatendido.

Alegando no poder reconstruir el país con un Congreso multi-partidario al que acusa de obstruccionismo y con un Poder Judicial incompetente y corrupto, Fujimori dio el autogolpe del 5 de abril de 1992 e instauró el «Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Na-cional». La situación de la administración de justicia fue presentada como una de las razones centrales de su medida. Fujimori acusó a los jueces de corrupción, complicidad con el terrorismo y sometimiento político partidario,14 sobre la base de que el desprestigio del Poder Judicial había llegado a una situación extrema.

13 En ese discurso, Fujimori llamó al Palacio de Justicia peruano «palacio de la in-justicia» y tiempo después llamó «chacales» a los jueces penales. Parecía ser que la aproximación de Fujimori no era teórica sino vivencial: Fujimori y su esposa habían tenido experiencias directas como usuarios del sistema de justicia en procesos civiles y comerciales derivados de sus actividades empresariales.14 «La administración de justicia ganada por el sectarismo político, la venalidad y la irresponsabilidad cómplice que permanentemente desprestigia a la democracia y a la ley. El país está harto de esta realidad y desea soluciones. Quiere un sistema de ad-ministración de justicia eficaz y moderno que constituya plena garantía para la vida

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Sustitución de magistrados e inicio de la provisionalidad como sistema

Mediante decretos leyes se destituyó a casi todos los magistrados de la Corte Suprema, al Fiscal de la Nación, al Tribunal de Ga-rantías Constitucionales y al Consejo Nacional de la Magistratura en pleno, y a un importante número de jueces y fiscales de Lima y Callao. El gobierno nombró una Corte Suprema provisional, a su presidente, al fiscal de la Nación y los fiscales supremos provi-sionales. El Tribunal de Garantías Constitucionales y el Consejo Nacional de la Magistratura quedaron, en los hechos, desactiva-dos. Luego el gobierno autorizó a la Corte Suprema y al fiscal de la Nación a llenar las vacantes en las cortes superiores y fiscalías y a evaluar a todos los jueces y fiscales del país. Esto produjo, una vez más, una destitución masiva sin expresión de motivación y sin permitir a los destituidos el ejercicio del derecho de defensa.15 Es más, se expidió un decreto ley disponiendo que las demandas de amparo que se interpusieran para impugnar los decretos leyes de cese, eran improcedentes; la impugnación que muchos hicieron de esta norma volvió a dar cuenta de una judicatura sumisa.16

ciudadana. No quiere más feudos de corrupción allí donde debiera reinar una moral intachable […] la corrupción y la infiltración política ha llegado a tal grado que se da en todos los niveles e instancias del Poder Judicial. En el Perú la Justicia siempre ha sido una mercancía que se compra o se vende al mejor postor» (Ledesma 1999:31).15 En los listados podía descubrirse fácilmente muchos casos correspondientes a un interés moralizador, pero hubo también un criterio político de carácter persecutorio contra personas que, por nombramiento o por convicción, se consideraban vinculados al Partido Aprista. Algunos casos indican también que se había querido dejar fuera a magistrados de terca independencia. Como en todas las «purgas» había gente que me-recía estar fuera y otra que no. En cualquier caso, el método no era el correcto.16 Una destacada jueza limeña ha criticado el comportamiento judicial: «La actitud de la judicatura que sobrevivió a la selección del ejecutivo resultó también cuestionable, al desestimar por improcedente, en la mayoría de casos, las acciones de amparo que plantearon los magistrados cesados bajo argumentos como: “El juez tiene obligación de aplicar la ley, caso contrario incurre en delito de prevaricato; […] no es posible entrar a analizar el fondo del petitorio de Amparo”. […] Pensamos que si bien el juez tiene la obligación de aplicar la Ley, esta debe ser en concordancia con la Constitución del Estado […] No obstante ello, los pronunciamientos de la judicatura sobreviviente de ese entonces nos mostró que el Decreto Ley 25454 —que prohibía la acción de ampa-ro— prevalecía a la Constitución» (Ledesma 1999:33).

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El autogolpe gozó de respaldo popular y la destitución de ma-gistrados, también. La situación del Poder Judicial motivó que las encuestas de opinión encontraran que más de 90% de los entrevis-tados, después de la adopción de las medidas de «reorganización» de la judicatura, estuvieran de acuerdo con ellas.17 Otra vez, en el Perú se entendía la reforma judicial como un cambio de personas. Esta vez, además de la ilegalidad del método, la consecuencia era más grave: la nueva «purga» dejaba una judicatura mayoritariamente in-tegrada por magistrados provisionales, con nombramientos ajenos a cualquier garantía de independencia judicial. Después de concluidas las evaluaciones y los ceses efectuados por la Corte Suprema, 80% de los magistrados eran provisionales. Parecía una etapa de transi-toriedad complicada por la magnitud, pero pronto se descubrió que el hecho formaba parte, en realidad, de un diseño: una suerte de «Poder Judicial provisional».

Legislación anti-terrorista y atribución de competencias al fuero militar

La crítica social a la administración de justicia se había extendido en los últimos años a su rol frente al terrorismo. La imagen era la de jueces aterrorizados e incapaces de sancionar debidamente.18 Fuji-mori usó esa percepción para «reorganizar» la administración de jus-ticia, extendiendo su cuestionamiento al marco jurídico existente. En 1992 se dictó una nueva legislación antiterrorista; se tipificó el delito de terrorismo y el de traición a la patria como una forma agra-vada de terrorismo; se elevaron las penas, contemplándose un míni-mo de veinte años de prisión por terrorismo y cadena perpetua por traición a la patria; los procesos por terrorismo fueron encargados

17 «Este respaldo respondía al desprestigio de la democracia como sistema de gobierno —sinónimo de corrupción, caos, hiperinflación, terrorismo, etcétera— así como al desprestigio del sistema judicial, por deficiencias históricas y endémicas que se habían agudizado durante los años del gobierno aprista» (Lovatón 2003: 361; Hammergren, 2004: 302).18 «[…] es claro que —así como existió el encarcelamiento de inocentes— hubo tam-bién el patrón de liberación de personas sin mayor investigación» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003: III, 258).

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a «salas especiales de jueces sin rostro»; los procesos por el delito de traición a la patria, a tribunales militares, también bajo la modalidad de «jueces sin rostro». Una vez más, un gobierno de facto sacaba de la justicia ordinaria un área intensamente relevante para la vida civil y generó otra «vía de evitamiento», ahora en el fuero militar.

Como señala Lovatón, estas normas marcan «la institucionalización de una legislación excepcional por debajo de los estándares mínimos de administración de justicia y derechos humanos», que estando «abiertamente reñida con la Constitución y con una serie de convenios internacionales de derechos humanos en el momento en que se promulgó también fue respaldada por la mayoría del país» (Lovatón 2003: 361).19 Años después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró que esta legislación no era compatible con la Convención Americana de Derechos Humanos.20 Luego, el Tribunal Constitucional anuló todas las sentencias expedidas al amparo de tal legislación por jueces militares y jueces sin rostro, exhortando al Congreso de la República a que reemplazara la legislación cuestionada.21 El Perú tuvo que promulgar una nueva legislación y quienes habían sido sentenciados con la anterior, debieron ser juzgados nuevamente por tribunales civiles.

La Constitución de �993

La convocatoria al Congreso Constituyente Democrático (CCD), se planteó como una solución a la situación de quebrantamiento del orden constitucional que se había producido22. El CCD debía

19 Para un análisis de las normas tipificadoras de estos delitos, ver: Comisión Interna-cional de Juristas 1994; Vidal Cobián 1993; y Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003: VI, 421 y ss.20 Caso Castillo Petruzzi y otros vs. Perú; sentencia expedida el 30 de mayo de 1999; ver en: <http://www.corteidh.or.cr/doctos./casos/articulos/seriec_52_esp.doc>.21 Exp. 010-2002-AI/TC. Marcelino Tineo Silva y más de cinco mil ciudadanos; ver en: <http://www.tc.gob.pe/jurisprudencia/2003/00010-2002-AI.html>.22 Fujimori encontró una salida a la presión internacional que produjo el autogolpe. Pese a que algunos partidos de oposición no se presentaron a las elecciones para no «ha-cer el juego» al gobierno golpista, Fujimori ganó una cómoda mayoría en el Congreso, que le permitió imponer su diseño constitucional. El cambio resultó particularmente relevante en la sustitución del régimen económico de la Constitución, pues claramente

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elaborar una nueva Constitución que luego sería sometida a referén-dum y, además, asumir las funciones de Congreso ordinario. Para afrontar la situación generada por la masiva destitución de magis-trados, el CCD creó en marzo de 1993 el Jurado de Honor de la Magistratura, con carácter transitorio, en tanto entrase en vigen-cia la nueva Constitución. El Jurado de Honor de la Magistratura fue integrado por cinco juristas independientes23 de primer nivel. El plazo real del cual dispuso fue escaso —la nueva Constitución, aprobada en un cuestionado referéndum en octubre de 1993, entró en vigencia el 1º de enero de 1994—; solo alcanzó a calificar las solicitudes de rehabilitación de vocales y fiscales supremos cesados y no aprobó ninguna, lo que fue respetado por el CCD; evaluó a los vocales supremos provisionales y propuso a nuevos vocales de la Corte Suprema; en el nivel de los distritos judiciales —cortes su-periores—, seleccionó vocales superiores y jueces en Lima. En las postrimerías del CCD, para que su labor no quedara sin concreción, se autorizó al Jurado a nombrar a quienes había seleccionado. Así, el Jurado dejó nombrada a la Corte Suprema y en gran medida a vo-cales superiores y jueces de Lima, distrito judicial que tenía más de la mitad de la carga procesal del país. Pero esto importó dejar en la provisionalidad a la gran mayoría del Poder Judicial y del Ministerio Público. La labor que desempeñó el Jurado24 fue independiente y con un alto índice de acierto, pero claramente insuficiente.

La Constitución de 1993 trajo en materia de justicia algunas no-vedades positivas. El CCD no solo contó con una propuesta previa elaborada por una comisión de juristas independientes designada por la Corte Suprema (García Belaunde 2004: 73 y ss.); en deter-minados temas —sobre todo, nombramientos judiciales y control constitucional— recogió un clamor de instituciones de la sociedad civil como el Colegio de Abogados de Lima y algunas ONG. La nueva Constitución mantuvo el diseño orgánico de la Constitución

el proyecto liberal a ultranza del gobierno no era compatible con la Constitución de 1979.23 Años después, uno de ellos fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores. No obstante, la afirmación en torno a su independencia vale plenamente para su participa-ción en el Jurado.24 Para una aproximación detallada a la labor del Jurado, ver De Trazegnies 1996.

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de 1979; ratificó la existencia del Tribunal Constitucional, redefinió las funciones del Consejo Nacional de la Magistratura —facultán-dolo a nombrar jueces—, creó la figura del Defensor del Pueblo, previó la Academia de la Magistratura, reconoció funciones juris-diccionales a las autoridades de las comunidades campesinas y na-tivas, de conformidad con el derecho consuetudinario, y consagró constitucionalmente la distinción entre órganos jurisdiccionales y órganos de gobierno en el Poder Judicial. Aunque hay normas constitucionales discutibles, como las referidas al control judicial, o francamente inconvenientes como las referidas a la justicia militar,25 la Constitución de 1993 en materia de justicia trazó un marco cons-titucional adecuado.

La reforma de las comisiones ejecutivas

En noviembre de 1995, después de la reelección del presidente Fu-jimori, la reforma judicial anunciada intentó traducirse en algo sis-temático. La reforma se presentó como una reforma administrativa en la cual se plantearon cuatro ámbitos de actuación (Consejo de Coordinación Judicial 1997):

• Reforma en la administración, para establecer una organiza-ción administrativa eficiente y moderna.

• Racionalización de personal; incentivos a la productividad; estructura orgánica descentralizada; sistema de administra-ción financiera; acondicionamiento de locales judiciales; in-formatización; programa de combate a la corrupción.

• Reforma del despacho judicial, buscando la descarga proce-sal; nueva organización del despacho judicial, diferenciando

25 «Modificando la normatividad precedente que prescribía que los tribunales militares podían procesar a civiles únicamente por evadir el servicio militar obligatorio y por traición a la patria en caso de guerra exterior, la nueva Constitución (artículo 173) confiere a estos tribunales la posibilidad de juzgar civiles por traición a la patria y por delitos de terrorismo, según determinación que hace la ley. Los casos de traición a la patria ya no son referidos a la guerra exterior, sino a la determinación de la ley, con lo que se constitucionaliza la extensión dada por la legislación antiterrorista a situaciones internas» (De Belaunde 1999: 318).

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equipos de apoyo jurisdiccional y administrativo; revisión de la demarcación territorial de la organización judicial fa-cilitando el acceso; promoción de sistemas alternativos de justicia para descongestionar la demanda judicial.

• Reforma en el ámbito de los recursos humanos; progresiva incorporación de jueces idóneos, altamente motivados, com-prometidos con su función, capacitados e independientes. Se proponía elaborar una ley de carrera judicial, la capacitación de magistrados y la creación de condiciones para un cambio en la cultura del magistrado para reorientar su actitud sobre la base de criterios éticos y de vocación de servicio a la socie-dad, confiriendo así mayor prestigio a la magistratura.

Por ley se creó la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial que de-bía asumir durante un año las funciones de gobierno y la gestión ad-ministrativa del Poder Judicial, sustituyendo al órgano previsto en la Ley Orgánica. La integraban tres presidentes de las salas jurisdiccio-nales de la Corte Suprema, quienes retendrían el cargo aunque deja-ran tales presidencias. La Comisión elegiría a un secretario ejecutivo, quien sería el titular del pliego presupuestal del Poder Judicial;26 este cargo recayó en el comandante de la Marina en situación de retiro José Dellepiane, quien en los hechos se convirtió en el conductor de la reforma;27 algunas normas posteriores convalidaron este rol.28

En junio de 1996, avanzado el proceso iniciado por Dellepiane, se creó por ley el Consejo de Coordinación Judicial, como órgano de coordinación de política general de desarrollo y estrategias de todas las instituciones vinculadas con la administración de justicia.

26 En el ordenamiento jurídico peruano, la titularidad del pliego presupuestal debe corresponder al funcionario de más alto nivel ejecutivo, en la medida en que es res-ponsable por el desarrollo de las actividades y funciones de la entidad estatal cuyos fondos presupuestales maneja. En el caso concreto, la titularidad del pliego corres-pondía al presidente de la Corte Suprema. Con la ley 26546 —que creó la Comisión Ejecutiva—, el secretario ejecutivo debería hacer cumplir las decisiones de la Comisión Ejecutiva pero, como titular de pliego, toda decisión de gasto no podía ejecutarse sin su consentimiento.27 Dellepiane fue invitado a renunciar en 1998; fue reemplazado por el abogado David Pezúa, vinculado al Consejo Supremo de Justicia Militar.28 Posteriormente, a través de la ley 26695, el Secretario Ejecutivo fue incluido en la Comisión Ejecutiva con voz y voto.

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No obstante, en esta curiosa ley lo más importante no fueron sus cinco artículos sino sus doce disposiciones transitorias, donde se creó un Consejo de Coordinación Judicial transitorio —con una composición diferente—, se otorgó nuevas facultades a la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial para regular materias tales como despacho judicial, carrera judicial y estatuto del magistrado, y separar magistrados que no observasen conducta e idoneidad propias de su función. Bajo el eufemismo de declarar en reorganización la Academia de la Magistratura recientemente creada, se encargó, con posibilidad de delegación, las funciones del consejo directivo de la Academia al secretario ejecutivo.29 Asimismo, se modificó el sistema de elección del presidente de la Corte Suprema; en adelante, el cargo correspondería al vocal decano —lo que tenía nombre propio—. También se declaró en reorganización el Ministerio Público y se creó en él una Comisión Ejecutiva.

Entre 1996 y 1998 diversas normas legales ampliaron las funcio-nes y el poder de las comisiones ejecutivas y del secretario ejecutivo del Poder Judicial. Por ejemplo, se estableció que la Corte Suprema tendría salas permanentes y transitorias —en estas últimas ha lle-gado a haber más vocales que en las permanentes, con la diferencia de que están integradas por vocales provisionales—; el presidente de la Suprema designa, entre magistrados superiores, a los vocales provisionales. La reforma planteada inicialmente como de corte administrativo y modernizador, fue avanzando bastante más lejos. Para hacerlo posible, los plazos de todo aquello que importaba una situación transitoria se fueron ampliando poco a poco.

29 El autor de este trabajo, elegido por la Junta de Decanos de los Colegios de Aboga-dos de la República, integró, hasta su renuncia a raíz de esta norma, el primer consejo directivo de la Academia de la Magistratura y puede testimoniar que esta disposición, que en realidad significaba la intervención de la Academia, carecía totalmente de jus-tificación y fue dictada poco tiempo después de que el secretario ejecutivo del Poder Judicial propusiera la suscripción de un convenio entre la Comisión Ejecutiva del Po-der Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura y la Academia; estas dos últimas instituciones lo consideraron inaceptable, pues sus términos importaban la pérdida de la autonomía que la Constitución establecía para el Consejo y la ley reconocía a la Academia.

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El uso de la reforma judicial dentro de un contexto de desconstitucionalización

Los objetivos iniciales, ampliamente compartidos, concitaron en su momento un importante apoyo y el compromiso con la reforma de significativos sectores académicos y profesionales. Había decisión política, compromiso de importantes sectores de la judicatura, apo-yo de algunas organizaciones de la sociedad, un respaldo de la co-operación internacional nunca antes visto y recursos presupuestales. Pero ¿era posible tal reforma en un contexto político crecientemente autoritario?

La reforma dirigida por el secretario ejecutivo prohibió que los vocales supremos tuvieran a parientes como secretarios de confian-za, medida que tocó a casi toda la Corte Suprema. Luego, destaca Hammergren, llevó adelante un programa de reemplazo de todo el personal administrativo de cortes y juzgados, considerando que eran fuente importante de corrupción. Reorganizó y automatizó las oficinas administrativas centrales. De ahí pasó a la reorganización de los juzgados y tribunales mismos. Esto fue el mayor logro de su pro-grama, que tuvo un considerable impacto no solo en la infraestruc-tura física y los procesos administrativos rutinarios, sino en cómo hacían su trabajo los jueces. La lista de cambios es extensa; hubo 245 iniciativas diferentes, muchas que copiaban medidas practicadas en otras reformas latinoamericanas y algunas que implicaban salidas muy novedosas (Hammergren 2004:305).30

30 El estudio de esta etapa ha destacado diversos aspectos de las medidas llevadas a cabo, tales como el rediseño de los despachos judiciales y la introducción de los juzgados o módulos corporativos; los proyectos destinados a la descarga procesal; los programas de automatización de los procedimientos básicos en los juzgados que permitan tener estadísticas y evaluar desempeño; la introducción de jueces itinerantes para llevar los órganos judiciales a lugares alejados; la construcción de salas de juzgamiento dentro de algunas prisiones; los programas de estímulo a la productividad mediante la asignación de bonos; la creación de múltiples juzgados y salas especializadas y provisionales para descarga procesal y especialización; la creación de una mesa de partes única para evitar corruptelas en la presentación de demandas; las normas para regular el contacto entre jueces y abogados; la alternancia de jueces de un juzgado a otro —en aras de evitar corrupción— para eliminar la certeza de cuál juez estará en un proceso; la creación de jueces especializados según las etapas de un proceso —calificación, procesamien-to, ejecución—; la creación de un moderno archivo judicial; el desarrollo de diversos

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Mientras el proceso de reforma se llevaba a cabo, ocurría en el Perú un proceso de consolidación de un gobierno autoritario que devino en dictatorial. En el Congreso se aprobaban diversas nor-mas para permitir una segunda reelección presidencial en el año 2000, en evidente contraposición a la Constitución. Se dictaban leyes para controlar instituciones o en su defecto, neutralizarlas a través de variados métodos. Así, se destituyó a tres magistrados del Tribunal Constitucional que declararon inaplicable para el presi-dente Fujimori la ley que el Congreso había dado «interpretando auténticamente la Constitución» para permitir su tercera postula-ción. Estas destituciones impedían al Tribunal Constitucional tener quórum para conocer procesos de inconstitucionalidad. Al Consejo Nacional de la Magistratura se le restaron atribuciones, de modo tal que no podía nombrar jueces. En el Perú ocurrió un proceso de desconstitucionalización: se fue vaciando de contenido a la Cons-titución que seguía vigente formalmente, pero se fue gestando una incongruencia total entre sus disposiciones y el funcionamiento real de las instituciones.

La reforma judicial fue un instrumento para este proceso, al ser usada por el gobierno para controlar el Poder Judicial y el Ministerio Público. Todo se pervirtió y fue utilizado para manipular la administración de justicia; interesaba el aparato judicial para evitar el control sobre los poderes políticos, para resolver controversias entre particulares de manera que sirvieran al régimen y al propósito re-reeleccionista,31 para perseguir opositores y para asegurar impunidad a funcionarios y personas adictas al régimen.

programas de capacitación; la realización de plenos jurisdiccionales a nivel nacional, por especialidades, para discutir criterios que permitan solucionar mejor los casos; la mejora en la infraestructura y construcción de locales judiciales (Rubio 1999: 88 y ss.; Hammergren 2004: 303 y ss.; Ortiz de Zevallos y Pollarolo 2000: 11; Comisión Andina de Juristas 2000: 81 y ss.).31 Un caso emblemático es el ocurrido con la televisión de señal abierta. En Lima fun-cionaban seis canales privados. Cinco de los que tenían mayor audiencia fueron contro-lados por el gobierno vía el Poder Judicial, a través de la generación o manipulación de conflictos entre accionistas. El Poder Judicial favoreció a los accionistas con los cuales había transado el gobierno —a veces con sumas muy importantes de dinero, como revelaron los videos incautados al asesor presidencial Vladimiro Montesinos— en per-juicio de otros accionistas que no garantizaban su sometimiento. El sexto canal fue controlado directamente, comprando la lealtad del accionista mayoritario.

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El diseño legal —antes descrito— de los órganos encargados de la reforma, anunciaba ya las posibilidades de manipulación de la misma. Pero quizá la vía más eficiente de usar la reforma para los propósitos del gobierno autoritario fue la perversión de medidas «organizativas».

La llave fue el diseño de una judicatura desestabilizada a través de la provisionalidad y la rotación de jueces. Después de la masiva destitución de magistrados que siguió al autogolpe de 1992, se echó mano de magistrados provisionales y suplentes. Luego, la creación de múltiples órganos jurisdiccionales transitorios para aligerar la agobiante carga procesal produjo la necesidad de más provisionales; más de 80% de los jueces llegaron a no ser titulares. La provisiona-lidad fue una opción y la clave del diseño.32

Para evitar la corrupción, se dijo, se autorizó a rotar jueces; esto no solo agraviaba el derecho al juez natural sino que se usó con absoluto desenfado para poner y quitar jueces, bien fuera en casos con interés político o en aquellos en que simplemente mediaban intereses corruptos.

La especialización orgánica y funcional era un reclamo antiguo. La reforma asumió la especialización para juzgados y salas, tanto en las cortes superiores como en la Suprema, generando cinco «rutas» a través de las cuales era más fácil el control. La principal, los juzgados y salas de Derecho Público, que conocían procesos constitucionales. Luego, el canal de lo contencioso-administrativo. Los juzgados y Sala de Delitos Tributarios y Aduaneros —verdadera «espada de Damocles» sobre el empresariado— a la cual se fueron ampliando competencias. A continuación, los juzgados y salas sobre tráfico de drogas. Finalmente, en materia civil se diseñó un sofisticado sis-tema de competencias para la Corte Superior de Lima, por el cual una de sus seis salas veía en apelación los procesos de importancia.

32 Lo demuestran dos leyes. Una suspendió los nombramientos judiciales hasta que no hubiera candidatos preparados por la Academia de la Magistratura. ¿A cuántos había que capacitar para cubrir alrededor de mil plazas? La otra, la ley 26898, equiparó en derechos a magistrados titulares y provisionales del mismo rango. De este modo, en la Corte Suprema, el nombramiento independiente de vocales, hecho por el Jurado de Honor de la Magistratura, perdía relevancia, pues la mayoría de sus integrantes eran provisionales.

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La especialización creó un sistema de «aduanas»; era muy difícil que un caso de interés para el gobierno no pasara por ellas.

La mejora económica en la remuneración de los jueces pasó por los llamados «bonos jurisdiccionales», para premiar la productivi-dad. La incertidumbre de su asignación fue, a no dudarlo, otro me-canismo de sometimiento.

De este modo, la reforma se constituyó en un verdadero «caballo de Troya» para someter al Poder Judicial, más eficientemente, al gobierno dictatorial y todo, «de acuerdo a ley».33

¿Cabe hacer un balance?

Para algunos no hay mucho que evaluar. Este fue un plan de cap-tura del Poder Judicial y lo demás es lo de menos (Lovatón 2003). Otros han descalificado la reforma por su verticalidad (Defensoría del Pueblo 2006: 14). Hay quienes han propuesto balances desta-cando aspectos positivos y subrayando los aspectos negativos (Rubio 1999: 88 y ss.; Hammergren 2004: 313 y ss.). No debe perderse de vista que la reforma judicial que se llevó a cabo en el Perú en la década de los años noventa, formó parte de un movimiento reformista —que contó con el apoyo de la cooperación internacional— con amplia di-fusión en América Latina y en el que se compartió, entre los procesos ejecutados en diversos países, una similitud de asuntos (Pásara 2004: 16 y ss.). La particularidad peruana consistió en que el proceso de reforma no buscó un sistema judicial fuerte e independiente; fue un instrumento del gobierno dictatorial para modernizar sí, pero a la vez controlar, el sistema de justicia más eficientemente. Fue un proceso que permitió, usó y generó una gran corrupción.

¿Qué dejó la experiencia? Primero, reitera una lección: alcanzar la autonomía del Poder Judicial y la independencia de los jueces

33 En un artículo periodístico titulado «Todo está en manos del Poder Judicial», Juan Monroy expresaba: «La frase del título ha pasado a ser, por estos días, la favorita de los funcionarios del gobierno cuando responden a los temas más acuciantes del escenario político nacional. Y por alguna razón que no se explica, pero que se intuye, tal afirma-ción no tranquiliza ni calma a la sociedad, sino, por el contrario, es para ella el presagio de una desgracia anunciada» (Monroy 2000: 215)

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tiene que ser un objetivo; las medidas que adopte una reforma tienen que estar alineadas con él. Esto resulta imposible en un proyecto político autoritario. Luego, aunque por caminos tortuosos, nos dejó el tema de la reforma judicial como un tema fundamental de la agenda pública. Es curioso, pero ningún otro gobernante descubrió tan claramente cuán importante es el sistema de justicia en un proyecto político. Fujimori basó su gobierno en su mayoría en el Congreso, pero no pudo llegar hasta donde llegó sin controlar el aparato judicial. Un proyecto democrático tiene que ubicar al sistema de justicia en ese lugar central.

En tercer lugar, dejó un Poder Judicial con mejores locales e instalaciones y con una modernización que no puede desconocerse, por ejemplo en cuanto informatización. Por el acento en la reforma administrativa y por muchas de las medidas ya señaladas, se descu-brió la importancia que tiene lo administrativo para lo jurisdiccio-nal. Mejoró la eficiencia; otra cuestión es para producir qué. Algu-nas medidas para mejorar el acceso a la justicia quedaron, como la creación de nuevos distritos judiciales y la de salas descentralizadas en ciudades importantes distintas a la sede de la corte superior; y los módulos básicos de justicia que reúnen en un mismo espacio físico, en zonas generalmente alejadas, a órganos del Poder Judicial y Ministerio Público, defensores de oficio, centros de conciliación, consultorios jurídicos, etcétera.

En cuarto lugar, aunque la reforma propiamente no tuvo que ver en esto, la década dejó una justicia militar invasora de la justicia civil, en algunos casos por designio legislativo34 pero en otros por la renuncia del mismo Poder Judicial a sus competencias.

En quinto lugar, la desconfianza ciudadana en la justicia se acen-tuó. «En las encuestas del Latinobarómetro sobre confianza ciuda-dana en el Poder Judicial, Perú pasó de 24,6 en 1996 a 14,5% en 2002» (Hammergren 2004: 326). El término mismo de «reforma judicial» quedó desprestigiado.

34 En esto se incluye tanto las leyes que atribuían competencias a la justicia militar en caso de terrorismo agravado, como a la insólita situación en que en una contienda de competencia sobre cuál fuero era competente la discordia que se produjo en la sala fue «dirimida» por una ley.

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¿Qué pasó en la judicatura? Puede señalarse que existieron tres sectores de jueces. El primero formó parte del «núcleo duro» que hizo posible, y participó en, la captura del Poder Judicial. Ellos in-tegraban esas «aduanas» estructuralmente y participaron de un siste-ma corrupto orgánicamente. Un segundo sector fue indiferente; en algunos casos simplemente participó de la reforma; en otros calló. Un tercer sector, minoritario, fue disidente, no solo al dictar resolu-ciones judiciales contestatarias,35 sino que llegó a la denuncia.36 Este sector fue el germen de un asociacionismo judicial que, pese a ser reducido en número, fue importante en la resistencia interna en los años finales de la década.

La reconstrucción democrática (2000-2006) y la reforma judicial

En julio de 2000, después de un proceso electoral controvertido, Fu-jimori inició su tercer mandato en medio de grandes y crecientes pro-testas sociales. Se instaló una Mesa de Diálogo con la mediación de la OEA, buscando la adopción de medidas democratizadoras.37 Uno de sus frutos fue la desactivación de las comisiones ejecutivas del Poder Judicial y del Ministerio Público; fueron sustituidas por consejos tran-sitorios —integrados por juristas de reconocido prestigio moral— que durante noventa días gobernaron las dos instituciones. Se trataba de desarmar el andamiaje interventor y preparar la plena normalización

35 Una jueza penal, Antonia Saquicuray, declaró inaplicable la ley de amnistía dictada para favorecer a quienes habían cometido graves crímenes desde el aparato del Estado. Otra jueza penal, Elba Greta Minaya, declaró fundado un habeas corpus contra el fuero militar. Una sala de Derecho Público —cuando aún no habían sido controladas— consideró competente al fuero civil y no al militar; sus integrantes fueron removidos y procesados por el delito de prevaricato.36 La denuncia de una jueza penal, Sonia Medina, en un programa de televisión fue el inicio de la caída del vocal de la Corte Suprema que en el Poder Judicial era el gran coordinador de ejecución de los designios del asesor presidencial en el Servicio de Inte-ligencia, Vladimiro Montesinos.37 A ella concurrieron representantes del gobierno, de los partidos de oposición, de la Defensoría del Pueblo, de la Iglesia católica y de la sociedad civil.

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para que estas instituciones funcionaran autónomamente, de acu-erdo a sus leyes orgánicas.38

En noviembre de 2000, Fujimori había abandonado la presi-dencia y el Congreso había declarado su vacancia. Valentín Pania-gua, un reconocido congresista, asumió la presidencia del Congreso y luego la presidencia de la República, con el encargo de convocar a elecciones y conducir la transición hasta julio de 2001. Desde el Poder Ejecutivo se realizó entonces un esfuerzo por devolver insti-tucionalidad al sistema de justicia; se promovió la derogatoria de las leyes intervencionistas; se renovó dentro de los cauces legales el Consejo Nacional de la Magistratura y la Academia de la Magistra-tura; el Consejo convocó a concurso público para el nombramiento de jueces y fiscales; se creó una Comisión de Estudio de las Bases de la Reforma Constitucional —tanto en lo sustantivo como en lo metodológico— para reformar o sustituir la Constitución.39 La lu-cha contra la corrupción tuvo en la Iniciativa Nacional Anticorrup-ción (INA), promovida por el Ministerio de Justicia, un ámbito de encuentro del Estado con la sociedad civil para la formulación de políticas nacionales anticorrupción de importancia (INA 2001).

Quizá lo más importante de este período es la creación, a fines del año 2000, de la Procuraduría Especializada para el Combate de la Corrupción, en torno a los casos vinculados a la red de Vladimiro Montesinos, y del sistema especial anticorrupción del Poder Judicial y del Ministerio Público, entre fines de 2000 y febrero de 2001.40 No se dio esta vez la impunidad del «borrón y cuenta nueva», la-mentablemente tan común en nuestra república. El Poder Judicial

38 El Consejo Transitorio elaboró una investigación muy precisa sobre la corrupción en el Poder Judicial, recogida en el «Informe Final de la Comisión de Investigación: Planificación de Políticas de Moralización, Eticidad y Anticorrupción» de marzo de 2001, citada frecuentemente en: Comisión Andina de Juristas, 2003.39 La Comisión cumplió su cometido oportunamente con un amplio desarrollo sobre el sistema de justicia. Ver la publicación de los «Lineamientos para una Reforma Cons-titucional», hecha por el Ministerio de Justicia (2001).40 A fines de 2000 se crearon las fiscalías provinciales anticorrupción y a comienzos de 2001, las fiscalías superiores anticorrupción. En febrero de 2001 se creó una sala superior anticorrupción y seis juzgados especializados para conocer los procesos iniciados o a iniciarse, por los hechos ocurridos durante el gobierno de Fujimori. Posteriormente se crearon progresivamente salas y juzgados hasta llegar en 2008 a seis salas y doce juzgados.

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respondió al reto de procesar y sancionar a quienes habían delinqui-do en una red de corrupción sin precedentes en el país. Las reservas morales existentes en la judicatura, muchas de las cuales estaban en el sector disidente de magistrados, asumió la responsabilidad con gran entereza. Se abrieron procesos41 y se detuvo a ex altos mandos militares, ex congresistas, ex ministros, ex magistrados del fuero ci-vil, militar y del Tribunal Constitucional, grandes empresarios, ex miembros de los órganos electorales, ex altos funcionarios públicos. Se ha repatriado varios cientos de millones de dólares fruto de la co-rrupción, depositados en bancos extranjeros. La historia del Perú no registra un hecho igual. Y es importante destacar que estos procesos se desarrollan con todas las garantías del debido proceso, desterran-do la tesis de que una intervención firme de la justicia no es compa-tible con el respeto a los derechos humanos (Dargent 2005: 56).

Al iniciarse el siglo XXI, existía en el Perú un consenso sobre la gravedad del estado en que se encontraba el sistema de justicia. A los problemas históricos, se había sumado la perversa utilización y la sistemática corrupción de la última década. Inicialmente, el nue-vo gobierno presidido por Alejandro Toledo no pareció tener una agenda clara sobre la reforma de la justicia. No obstante, luego apa-recieron dos líneas de reforma, una desde el propio Poder Judicial y otra desde el Poder Ejecutivo y el Congreso.

También resulta relevante en este periodo la actuación del Con-sejo Nacional de la Magistratura y del Tribunal Constitucional. El primero desarrolló lo que se ha llamado la reforma silenciosa (Villa-vicencio y Bazán 2004), en tanto con múltiples concursos y nombra-mientos ha reducido al mínimo la provisionalidad de la judicatura, salvo en la Corte Suprema, donde persiste mayoritaria. El segundo ha desarrollado y consolidado positivamente una jurisprudencia constitucional innovadora y ha demostrado lo que un órgano de justicia puede hacer en su rol de control de los poderes políticos, preservando y desarrollando la Constitución.

En enero de 2003, asumió la Presidencia del Poder Judicial Hugo Sivina, un magistrado de reconocida trayectoria democrática

41 Hasta 2006, 217 procesos, 1.509 procesados, 24 sentencias firmes y 25 procesos en juicio oral (De Belaunde, 2006: 108).

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y compromiso con iniciativas de reforma.42 Instaló una Comisión de Magistrados para la Reestructuración del Poder Judicial y grupos de trabajo temáticos43 que produjeron informes; se presentaron ocho proyectos de ley al Congreso (Poder Judicial 2003). Paralelamente, Sivina convocó al Acuerdo Nacional por la Justicia. Un grupo de juristas y profesores universitarios se constituyó en el Grupo Impul-sor, realizando múltiples audiencias en diversas ciudades del país, con nutrida participación ciudadana. Fue una experiencia inédita de diálogo con la sociedad civil, propiciada por el Poder Judicial. El referido Grupo Impulsor produjo su informe final: «Políticas de Estado para el Cambio Estructural en el Poder Judicial», que fue entregado a la CERIAJUS.

Esta correspondió a una iniciativa del Poder Ejecutivo, que el Congreso aprobó, para crear por ley la Comisión Especial de Refor-ma Integral de la Administración de Justicia (CERIAJUS), con una composición que reunía a representantes de todos los órganos invo-lucrados en la impartición de justicia, el Poder Ejecutivo, el Con-greso y la sociedad civil.44 Constituida en octubre de 2003, recibió un plazo de 180 días para elaborar y proponer un Plan de Reforma Integral de la Administración de Justicia. Se ha dicho bien que este tipo de composición de la CERIAJUS debe marcar un hito, «un antes y un después, en términos de composición de toda instancia relacio-nada con temas de justicia o de reforma» (Justicia Viva 2004: 16).

Sin embargo, con la promulgación de la ley de la CERIAJUS se generaron en la judicatura incertidumbres y cuestionamientos sobre sus propósitos, ya que estaba en marcha el trabajo de las comisiones constituidas por el propio Poder Judicial y el del Grupo Impulsor

42 Sivina, siendo juez de primer grado, participó en los seminarios de 1977 y mantuvo durante su trayectoria jurisdiccional una reconocida independencia.43 Poco después, en el Ministerio Público se instaló también un grupo de trabajo para formular un Plan de Modernización y Reorganización del Ministerio Público.44 Integraron el CERIAJUS, dieciséis miembros presididos por el presidente de la Corte Suprema; además, la fiscal de la Nación, el presidente del Consejo Nacional de la Ma-gistratura, un representante del Tribunal Constitucional; la presidenta de la Academia de la Magistratura; el ministro de Justicia; el Defensor del Pueblo; dos representantes de la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Congreso; cinco representantes de la sociedad civil; un representante de los colegios de abogados del Perú; y un repre-sentante de las facultades de Derecho.

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del Acuerdo Nacional por la Justicia (ANJ). Muchos esfuerzos fue-ron necesarios para que se comprendiera que se trataba de dos mo-vimientos confluentes y que había que aprovechar tanto la convic-ción de la judicatura movilizada por su presidente como la voluntad política que expresaba la promulgación de la ley y el compromiso del presidente de la República. Esta situación de tensión inicial se superó en buena medida. La CERIAJUS acordó que las conclusio-nes del ANJ constituirían el aporte del Poder Judicial al plan y el presidente del Poder Judicial, con el respaldo de la sala plena de la Corte Suprema, publicó una resolución administrativa (205-2003-P-PJ) que, reivindicando su propio espacio, establecía lo mismo.

El plan de la CERIAJUS intentó ser un plan concertado, lo que supuso hacer diversas concesiones. El plan reconoció esfuerzos recientes, incorporando medidas propuestas por las comisiones de trabajo del Poder Judicial y las proposiciones de carrera judicial y medidas para mejorar el acceso trabajadas por el Consorcio Justicia Viva.45 Asimismo, tomó en cuenta propuestas del ANJ. El trabajo de la CERIAJUS 46 fue facilitado por una secretaría técnica competente y conocedora de los problemas judiciales, y por el importante apoyo de la cooperación técnica internacional. Conjuntamente con el plan, se entregaron proyectos de ley, propuestas de modificaciones lega-les y una valorización económica de cada uno de los proyectos; es decir, la CERIAJUS entregó —debidamente sustentado— un costo estimado del plan —con referencia incluso a cada área temática—, junto con un cronograma de desembolsos para la reforma. No fue pues un diagnóstico más, como algunos escépticos señalaron, sino un plan integral, con costos incluidos.47

Son nueve las áreas que contiene el plan: una propuesta de refor-ma constitucional;48 acceso a la justicia; lucha contra la corrupción;

45 Consorcio de organizaciones privadas, originalmente constituido por la Pontificia Universidad Católica del Perú, el Instituto de Defensa Legal y la Asociación de Jueces por la Justicia y la Democracia.46 No existe una publicación impresa del Plan debido a que no hubo recursos para hacerla. Solo se distribuyó en CD. Consultar en: <www.justiciaviva.org.pe/ceriajus/ar-chivos/plan.pdf>.47 Documento aparte es el diagnóstico interinstitucional que la Secretaría Técnica ela-boró (CERIAJUS 2004a).48 Una adecuada sistematización de esta propuesta está en Justicia Viva (2004: 30 y ss).

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modernización del despacho; recursos humanos; gobierno, gestión y presupuesto; reforma penal; predictibilidad y jurisprudencia; y di-versas reformas de códigos y leyes.49 Si bien la mayor parte de las propuestas fueron aprobadas por consenso, en el terreno de la refor-ma constitucional se expresaron diferencias de importancia entre la mayoría de integrantes y los miembros provenientes de la judicatura; particularmente, en cuanto a la redefinición de la naturaleza y el rol de la Corte Suprema.50 La mayoría optó por una corte única de once miembros con funciones exclusivamente de casación. Igualmente se optó por la creación de consejos de gobierno del Poder Judicial y del Ministerio Público con participación de diversos grados de la judicatura y representantes de la sociedad civil. La sala plena no sería más órgano de gobierno y el control sería externo.

La propuesta de reforma constitucional plantea la necesidad de incorporar en el sistema de justicia una instancia de coordinación de las diferentes instituciones que lo conforman, que sería la encar-gada de conducir la implementación de las medidas o propuestas de reforma.

No obstante su limitada difusión, el plan de la CERIAJUS —en-tregado en abril de 2004— fue muy bien acogido por la opinión en-terada. En la campaña electoral de 2006, incluso, el tema de la refor-ma judicial fue vinculado por casi todos los candidatos a ejecutar el plan de la CERIAJUS. La ejecución dependía del Poder Judicial, del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo y, en gran medida de que se implementaran los mecanismos previstos en el plan para ello.51 A pesar de la previsión de la CERIAJUS para asegurar la continuidad del esfuerzo, no se concretaron las medidas sugeridas con este fin.

49 La CERIAJUS concordó e impulsó la promulgación del Código Procesal Constitu-cional, cuyo proyecto había sido previamente preparado por una comisión de expertos y fue aprobado por el Congreso.50 La referida discrepancia no merecería la pena de ser recordada si no fuere porque la actitud de rechazo a la propuesta mayoritaria de reforma constitucional condicionó la actitud de frialdad que la Corte Suprema adoptó respecto al conjunto del Plan aprobado.51 La CERIAJUS propuso: a) un convenio de coordinación interinstitucional con co-misiones temáticas; b) suscripción de un Pacto de Estado por la justicia con las fuerzas políticas, instituciones del sistema judicial, poderes del Estado y organizaciones socia-les; c) participación de organizaciones de la sociedad civil acompañando o vigilando la implementación de los proyectos.

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No se constituyó una comisión de coordinación interinstitucional, ni se dio un Pacto de Estado por la Justicia que comprometiera a las fuerzas políticas y sociales en la ejecución del plan. Solo la De-fensoría del Pueblo, de conformidad con el tercer eje que intentaba involucrar la participación de las organizaciones de la sociedad ci-vil, a fines de 2004 constituyó el Grupo de Trabajo Iniciativa por la Justicia (IJU) integrado por personas reconocidas e instituciones directamente vinculadas al sistema de justicia, que empezó a trabajar en febrero de 2005 y después de doce sesiones concluyó sus labores en octubre del mismo año.

La sucesión de hechos posteriores a la entrega del plan de la CERIAJUS manifestó la falta de voluntad de un sector mayoritario de las instituciones vinculadas al sistema de justicia —incluyendo al ministerio de Justicia, al Congreso y al Ejecutivo en general— por iniciar una etapa seria de implementación de las propuestas del plan. Se produjo una oleada de comisiones institucionales,52 que podría estar conduciendo a comenzar todo de nuevo, opción que además de ineficiente podría ser contraproducente. El avance presentado por el Congreso53 en la aprobación de proyectos de ley aprobados por CERIAJUS, resulta positivo pero insuficiente, pues no se refiere a los temas estructurales de la reforma —salvo el caso de la justicia de paz— tales como la reforma de la Constitución, la carrera judi-cial, la reforma de la casación, entre otros. Concluido el periodo gubernamental en 2006, no obstante existir un plan integral y haber ocurrido una gran movilización por la reforma de la justicia, esta quedó como asignatura pendiente.

52 Se han desarrollado dos iniciativas de coordinación interinstitucional, una para la implementación del Código Procesal Penal y otra para la del comité interinstitucional del proyecto JUSPER; ambas lejos de lo planteado por la CERIAJUS. Se han crea-do comisiones en el Congreso, dos en el Ministerio de Justicia y varias en el Poder Judicial; una de estas comisiones debe elaborar una propuesta propia y diferenciada de regulación de la carrera judicial, cuando ya la CERIAJUS había aprobado una. A comienzos de 2006 fueron creadas nuevas comisiones temáticas en el Poder Judicial, que no guardan ningún lazo de continuidad con la Comisión de Magistrados para la Reestructuración creadas en el mismo Poder Judicial en 2003. 53 Avances en la implementación de las propuestas planteadas por la CERIAJUS. Informe preliminar, Lima, Congreso de la República, 2005.

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El gobierno presidido por Alan García, iniciado en julio de 2006, no ha dado muestras de interés alguno en la reforma integral de la justicia. En sus dos primeros años, el tema solo generó inte-rés de las altas autoridades y del presidente de la República en dos oportunidades: cuando un vocal de la Corte Suprema fue captura-do, por iniciativa policial, recibiendo una coima; y cuando una sala de la Corte Superior de Lima emitió un fallo escandaloso contra el Banco Central de Reserva, decisión que involucraba al presidente de la Corte Superior.

Ante tamaño desinterés, ha surgido en algunos la sospecha de que el gobierno podría estar cómodo en el status quo judicial, cuan-do a través de diversos medios se ha reincorporado a la judicatu-ra un significativo número de magistrados que, si bien habían sido echados del Poder Judicial irregularmente en 1992 por Fujimori, habían sido nombrados en su mayoría por el actual presidente de la República en su período anterior (1985-1990). Entretanto, durante estos dos años, en la Corte Suprema —otra vez con base en la con-vicción de un nuevo presidente, Francisco Távara— se ha intentado impulsar ambiciosos cambios, sin una estrategia clara y sin que ese impulso aparezca respaldado política e interinstitucionalmente de manera suficiente.

Después de treinta años, ¿una justicia diferente?

Después de treinta años de diversos intentos de reforma, el Perú no ha podido lograr un servicio de justicia que goce de un índice aceptable de confianza ciudadana.54 Una constatación como esta no

54 Las encuestas de opinión pública suelen ser reveladoras. El 20 de abril de 2008, el diario El Comercio (p. A10) publicaba una realizada por Ipsos APOYO Opinión y Mer-cado que mostraba un índice de desaprobación del Poder Judicial de 76%. Este índice se ubica en el rango de desaprobación (70% a 80%) que persigue al Poder Judicial desde décadas pasadas (Mejía, 2000). Otro dato inquietante aparece en un sondeo de opinión hecho por el Instituto de Opinión Pública de la Pontificia Universidad Católi-ca en noviembre de 2007: 34% de los encuestados cree que el Poder Judicial mejorará dentro de cinco años; porcentaje inferior al 43% que en noviembre de 2006 tenía esa creencia <http://www.pucp.edu.pe>.

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puede soslayar los aspectos en los que sí encontramos avances muy positivos y que debieran darnos luces.

Para comenzar, hoy existe un amplio consenso en torno a que es indispensable un sistema de justicia independiente y eficiente para la plena vigencia de la democracia y de los derechos humanos. Ello se encuentra expresado por el Acuerdo Nacional55 en la Vigésimo Oc-tava Política de Estado, «Plena vigencia de la Constitución y de los derechos humanos y acceso a la justicia e independencia judicial». De otro lado, ha habido un importante avance en el marco consti-tucional y legal para la independencia de la judicatura. Más allá del nivel declarativo, que los jueces no sean nombrados por los políticos sino por un organismo técnico es un avance importantísimo. Las condiciones para la independencia de los jueces han mejorado.

El desarrollo de los dos subsistemas, anticorrupción y de dere-chos humanos, como hemos resaltado, marca una diferencia central con etapas pasadas y muestra —en el cambio de actitud— cómo cuando hay decisión, organización, independencia y sobre todo, compromiso con la democracia y con la labor que le es propia, la ju-dicatura puede responder a lo esencial de su función y reencontrarse con la sociedad.

Hay que remarcar también el rol cumplido por el Tribunal Constitucional (TC) a partir de la transición democrática. Su cre-dibilidad profesional y ética ha sido labrada a través de su labor jurisdiccional, enfocada a que la Constitución, el estado de derecho y los derechos fundamentales cobren vigencia efectiva. El prestigio del TC se debe también a la motivación de sus fallos y a la solución oportuna de problemas en todos los ámbitos del acontecer social y económico del país, así como a su empeño en brindar acceso a los ciudadanos a su labor y jurisprudencia. En esa línea están la reali-zación de audiencias descentralizadas, en afán de pedagogía demo-crática, y la transparencia en la divulgación de su jurisprudencia, buscando ayudar a la predectibilidad (Justicia Viva 2007).

Durante estos treinta años la justicia de paz —la impartida por no abogados en zonas rurales— mantiene consistentemente una evaluación positiva de su rol social.

55 Véase <www.acuerdonacional.gob.pe>.

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El Poder Judicial: la reforma siempre pendiente

Pero, ¿cuáles son las causas de la frustración de los intentos re-formistas? No es posible establecer respuestas generales. Con cargo a revisar enseguida el rol de los diversos actores, podemos adelantar algunas conclusiones que surgen de la experiencia peruana:

Los proyectos de reforma no han tenido éxito dentro de regí-menes autoritarios y dictatoriales. Un componente fundamental de la reforma o refundación del sistema judicial es buscar la plena au-tonomía del Poder Judicial y la independencia de los jueces, refor-zando su rol frente al poder político. Esto contradice la naturaleza de dichos regímenes que, cuando mucho, han logrado modernizar el sistema de justicia.

El persistente contrapunto sobre si la reforma judicial debe ha-cerse «desde afuera» o «desde adentro», ha resultado pernicioso en momentos claves. Es indispensable superarlo.

Las reformas concebidas como cambio de jueces no funcionan. Los casos de 1969, 1976, 1980 y 1992 lo prueban. El vaivén consi-guiente no parece conveniente: jueces expulsados por vías antijurí-dicas retornan años después «en paquete», es decir buenos y malos, lo que incentiva nuevas purgas.

Las reformas planteadas como sistémicas requieren no solo ob-jetivos de consolidación democrática sino de concertación de todos los involucrados. No pueden ser impuestas, ni pueden tener pro-pósitos distintos a los declarados. La reforma de 1976 y la de 1996 ejemplifican ambas situaciones.

Hace falta voluntad política de todos los involucrados en el ser-vicio de justicia para implementar la reforma. En 2004 el plan de la CERIAJUS no fue suficiente. Faltó la voluntad política que hoy sigue faltando.

Ha existido en diversos momentos la tendencia a crear «vías de evitamiento»; es decir, sacar del Poder Judicial ordinario procesos de especial importancia social hacia fueros especiales. Ello traducía, entre otras cosas, escepticismo del propio Estado sobre las posibilidades de reforma judicial. Debe evitarse que el auspicio a los medios alterna-tivos de solución de conflictos, especialmente el arbitraje, importe la desatención del sistema de justicia.

Hay que prestar mayor atención a la perspectiva del usuario. Los aspectos organizativos son importantes, pero la credibilidad de

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un proyecto de reforma desde la perspectiva del usuario se juega en aspectos que muchas veces son concebidos como un componente más de un programa reformista.

Hay un objetivo de eficiencia, pero es fundamental la honesti-dad. El tema de la corrupción debe ser enfocado como prioritario. Según un último sondeo de opinión pública, la corrupción desplazó al desempleo como el principal problema reconocido. El 43% de los entrevistados consideraba la corrupción el principal problema del país, seguido del desempleo (38%) y de la pobreza (36%).56 Es, pues, un problema nacional, pero estos mismos sondeos de opinión suelen colocar al Poder Judicial entre las instituciones más corrup-tas.57 Esa es la percepción ciudadana y los propios jueces lo reco-nocen, como reveló el estudio del Consejo Transitorio del Poder Judicial (Comisión Andina de Juristas 2003: 22).58

Finalmente, demos un vistazo a los actores de estas tres décadas. La revisión histórica precedente muestra una contumaz voluntad de los políticos de controlar y entrometerse en el sistema judicial. En algunos casos, activamente; lo ocurrido durante el fujimorismo es su expresión más evidente. En otros casos, valiéndose de la pasividad: no hacer nada, en las circunstancias del Poder Judicial peruano, puede ser una perversa forma de intromisión. La llamada falta de voluntad política, expresa en realidad una voluntad de mantenimiento del status quo, de no buscar un Poder Judicial fuerte. La década de los años ochenta fue una muestra de esto.

La incomodidad de los políticos hacia órganos jurisdicciona-les que cumplen cabalmente su rol de control político, se expresa,

56 Encuesta realizada por Ipsos Opinión y Mercado S.A., El Comercio, 20 de abril de 2008.57 En 1993 una encuesta encontró que la mitad de entrevistados (51%) consideraba que el principal problema del Poder Judicial era la corrupción (CERIAJUS, Secretaría Técnica, 2004a: 359). Diez años después, un estudio de opinión pública llevado a cabo por el Consorcio Proética en 2003 halló que dos de cada tres entrevistados (74%) consideraban al Poder Judicial como la institución pública más corrupta. En el sondeo del Instituto de Opinión Pública de la PUCP de noviembre de 2007, los entrevistados señalaron a la corrupción como el principal problema de la administración de justicia.58 La corrupción ha perdido el carácter sistemático que tuvo en el período fujimorista, pero es evidente que, aunque es difícil de medir, antes y después ha sido una caracterís-tica del funcionamiento de la justicia y un elemento entorpecedor de los proyectos de reforma.

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El Poder Judicial: la reforma siempre pendiente

por ejemplo, en la cíclica presentación de proyectos de ley y hasta de reforma constitucional para limitar las funciones del Tribunal Constitucional, alegando que sus sentencias interpretativas usurpan el rol del legislador. Hasta ahora no han prosperado y ojalá no pros-peren. Esta crítica, sin embargo, podría llevar a una vía más corta: el uso por el Congreso de los nombramientos de magistrados del TC. Es deseable que la renovación recientemente producida en la institución pase el test de independencia que ofrecerán diversos casos pendientes de decisión en el TC.

La actitud de los políticos hacia lo judicial se traduce en las po-líticas y normas que se aprueban desde los poderes del Estado. Así, toda la intervención política de la justicia durante el fujimorismo requirió una sofisticada estructura legal que el Congreso aprobó. La suerte del plan de la CERIAJUS está ligada al compromiso con la implementación de sus proyectos que el Ejecutivo y Legislativo materialicen.

La falta de prioridad real que ha sufrido la reforma judicial tiene una expresión concreta en el permanente contrapunto en torno al presupuesto entre el Poder Judicial y los demás poderes. Quizá la imposibilidad del Congreso de aprobar hasta hoy una Ley de Ca-rrera Judicial —a pesar de años de discusión y de multiplicidad de proyectos—, oculte una cierta reticencia a que la independencia del juez se vea reforzada por un estatuto claro.

Hacia el final del segundo año de gobierno del Partido Apris-ta, firmante del Acuerdo Nacional que contiene como política de Estado no solo la plena vigencia de la independencia judicial sino también un compromiso amplio con el sistema de justicia —lo que importa su reforma—, resta aún apreciar si habrá voluntad política para ello.

Diversos estudios han mostrado las características de la «cultura judicial» y la necesidad de que haya un cambio radical en ella (Mac Lean 2004; Hammergren 2004; Pásara 1982 y 2004; De la Jara 2003; Lovatón 2003; Dargent 2005). Indudablemente, la cultura organizacional y personal de los jueces ha sido uno de los factores que más frenos ha puesto a los proyectos de reforma. No obstante, no hay juez peruano que considere que el Poder Judicial no deba ser reformado. La discusión se desplaza a quién o qué institución debe

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liderar esa reforma y claro, qué se prioriza en ella. Suele prevalecer entre ellos la actitud a favor de «su» reforma, lo que lleva fácilmente a considerar una intromisión cualquier iniciativa que provenga de fuera del Poder Judicial. Incluso propuestas en las cuales los propios jueces han tenido participación y liderazgo son recusadas, si contie-nen términos que cuestionan aspectos medulares de la cultura orga-nizacional. Es lo que ha pasado con el plan de la CERIAJUS.

Los proyectos y actitudes reformistas en el Poder Judicial han estado persistentemente vinculados a personas. La convicción y el liderazgo de algunos presidentes de la Corte Suprema, de algunos presidentes de salas o de Cortes Superiores, han generado «momen-tos de reforma». Vencidos sus periodos, la tendencia se ha inclinado a que esos esfuerzos desaparezcan.

No obstante el severo problema existente en la calidad de los recursos humanos, que lleva la mirada hacia los procesos de selec-ción, se puede constatar la existencia de un núcleo importante de jueces capacitados y honestos que han asumido la responsabilidad del procesamiento de los casos judiciales de mayor exposición social —terrorismo y corrupción—. Un saludable asociacionismo judicial no solo ha sido importante en algunos momentos críticos para dar respaldo a estos jueces sino que ha venido creciendo.

Han sido organizaciones no gubernamentales las que han impulsado con mayor consistencia el cambio (Lovatón 2003).59 Las universidades, salvo intervenciones puntuales, y los colegios de abogados en momentos especiales, no han aportado mucho al impulso de la reforma y, en cambio, han mostrado poca capacidad autocrítica para asumir la enorme cuota de responsabilidad que les cabe en la situación de la justicia.

Particularmente resulta grave la paradoja de que haya ido ganando terreno la presencia de la sociedad civil dentro de órganos del sistema de justicia y se constate la defección de sus representantes en cuestiones de enorme relevancia; más allá de los casos concretos, esto parece dar noticia en el Perú de una crisis institucional de

59 De otro lado, cabe remarcar el importante rol que en diversas etapas cumplió la Co-misión Andina de Juristas y el muy singular papel que vienen cumpliendo el Consorcio Justicia Viva y el Instituto de Defensa Legal.

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El Poder Judicial: la reforma siempre pendiente

enormes proporciones. Recientemente, el representante de los colegios de abogados en el máximo órgano de gobierno del Poder Judicial tuvo que dejar el cargo en medio de un escándalo de tráfico de influencias e irregularidades; luego, representantes de la sociedad civil en el Consejo Nacional de la Magistratura, con total desprecio de la opinión pública, rectificaron una decisión, sin que medie razón conocida para ello, con el fin de mantener en el Poder Judicial a jueces cuya destitución, propuesta por la Oficina de Control Interno del Poder Judicial, ya había sido sancionada por el propio Consejo. Todo ello lleva a meditar cuidadosamente acerca de las propuestas participativas en el marco de una institucionalidad tan debilitada.

Políticas de reducción de la pobreza en el Perú Una historia de arena

Alberto Gonzales

Los resultados de las políticas públicas orientadas a reducir la po-breza en el país no son satisfactorios. El objetivo de este texto es describir y analizar el funcionamiento de algunas de las instituciones públicas que tienen como mandato la formulación e implementa-ción de políticas de reducción de la pobreza, con especial atención al ámbito rural de la sierra. Se realizará un balance de lo hecho y un análisis de los factores que explican el pobre desempeño alcanzado hasta el momento por el país en reducción de la pobreza, en especial de la pobreza rural.

Son varios los factores que explican tal desempeño: los obstáculos que impiden que el crecimiento económico conduzca a una mayor reducción de la pobreza, la deplorable calidad del liderazgo político y su frecuente correlato en los funcionarios públicos, el horizonte temporal amplio y los aspectos propiamente institucionales que demanda el vencer la pobreza, con especial énfasis en las políticas públicas que se han diseñado para tal fin. El análisis de este texto se concentrará en el último factor, aunque también se examina el comportamiento del sector privado y de la sociedad civil para explicar por qué es tan limitado el avance en la reducción de la pobreza en el país. Se pone entonces atención al sector de la minería, en relación con su participación en programas de reducción de la pobreza. Finalmente, se presenta una de las iniciativas de la sociedad civil que se originó en la microcuenca de Jabón Mayo en Cusco, que concita especial atención por parte de diversos actores y está siendo consensuada con autoridades del actual gobierno, tres gobiernos regionales y representantes del sector privado.

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Alberto Gonzales

El texto se compone de cuatro parágrafos. En el primero se pre-senta lo avanzado en la reducción de la pobreza y los desafíos pen-dientes. En el segundo se analizan algunas de las razones que explican la incapacidad del Estado para asimilar lecciones exitosas en materia de reducción de la pobreza que han brindado algunas de sus propias instituciones así como la sociedad civil. Se expone también un aná-lisis de caso del diseño de un programa orientado a la reducción de la pobreza en la sierra rural y las lecciones que brinda en relación con el comportamiento del Estado y de un organismo multilateral como el Banco Mundial. En el tercer parágrafo se presenta lo que acontece con el sector privado y en especial con el denominado fondo minero voluntario que debería invertirse en la reducción de la pobreza. Se termina con una propuesta desde la sociedad civil, para eliminar la pobreza extrema en el mundo rural y que ha sido presentada a diver-sos organismos públicos y del sector privado.

La reducción de la pobreza en el país

Se presenta a continuación las principales restricciones que encuen-tran los programas de reducción y/o alivio a la pobreza que se imple-mentan en el país, lo avanzado en reducir la pobreza y los desafíos que están pendientes.

Restricciones

Un aspecto importante a considerar es la definición de la pobreza como una condición de carencias que comprende situaciones eco-nómicas, sociales y políticas expresadas en un ámbito multidimen-sional al que, por lo tanto, es preciso responder desde un esquema integral. Esta concepción multidimensional casi siempre se queda en lo discursivo, mientras que las políticas, programas y proyectos diseñados para reducir la pobreza se concentran en solo algunos as-pectos de la complejidad del fenómeno. Allí se inician las dificul-tades: las políticas públicas no contienen un esquema integral y los recursos no se asignan para reducir la pobreza en su conjunto.

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Políticas de reducción de la pobreza en el Perú. Una historia de arena

Son varios los organismos del Estado que se encargan de diver-sos aspectos de la pobreza pero estos esfuerzos casi nunca se hallan articulados, sus objetivos no son claros y las metas no permiten su medición; esto último impide que existan mecanismos de monito-reo que permitan saber si se está logrando la meta de reducir la po-breza. Solo algunos de los proyectos cuentan con estos mecanismos. Los programas Vaso de Leche, Desayunos Escolares y Comedores Populares son ejemplos de programas relativamente importantes que no ejercitan el monitoreo de sus actividades ni de sus resultados; en conjunto, los tres dan cuenta del 34% del presupuesto guberna-mental que se asigna a programas de asistencia alimenticia (Banco Mundial 2007).

Si la debilidad conceptual es el primer factor de restricción, el segundo factor proviene de la muy alta rotación de funcionarios a cargo de esta materia. Son personas a quienes ha costado entrenar en los aspectos de la política social que es cada vez más compleja y requiere, en consecuencia, personal de alta calificación. Un ejemplo: de los seis funcionarios que trabajaban en la administración del pre-sidente Toledo (2001-2006) en la Secretaría Técnica de la Comi-sión Interministerial de Asuntos Sociales (CIAS), ninguno perma-nece en 2008, a pesar de que la CIAS es considerada como un lugar institucional crucial para implementar la estrategia de reducción de la pobreza. Este factor de restricción se agrava si se considera que en 2005, durante la propia administración de Toledo, se dejó de contar con los servicios de numerosos funcionarios públicos de gran experiencia en políticas sociales, cuyos contratos no se renovaron al ser sustituido el jefe de la CIAS.

Otro ejemplo, entre los numerosos existentes, es lo acontecido con el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (FONCODES). Este organismo cambió de director ejecutivo en cuatro oportunidades durante los tres últimos años de la administración del gobierno de Toledo; asimismo, el consejo directivo fue cambiado en su integridad en tres oportunidades. Este fondo, dependiente del Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social (MIMDES), manejaba presupuestos anuales superiores a 600 millones de dólares estadounidenses y orientaba su trabajo a brindar infraestructura de pequeña escala a lo que denominaban áreas de pobreza en ámbitos urbanos y rurales.

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Alberto Gonzales

Estos cambios coincidieron con un debate orientado a incrementar la eficiencia de la institución y mejorar el enfoque de trabajo prevaleciente, considerando el reciente proceso de descentralización y la necesidad de promover oportunidades productivas para las economías campesinas. Todo lo que pudiera haberse avanzado en superar el enfoque «de oferta» de la institución y la modalidad de trabajo que privilegiaba a los denominados «núcleos ejecutores» —una suerte de sustituto de los gobiernos municipales, heredados del fujimorismo— no pudo concretarse en nuevas políticas de trabajo y procedimientos superiores a los que estaban vigentes, debido principalmente a estos cambios constantes del personal directivo.1

Un tercer factor de restricción es la carencia de mecanismos de rendición de cuentas en la gran mayoría de los programas orientados a reducir la pobreza, lo que impide orientar el uso eficaz de los recur-sos. Como ejemplos pueden señalarse, además de los tres proyectos mencionados antes, los casos del fondo social FONCODES y el programa de empleo temporal A Trabajar Urbano. La ausencia de rendición de cuentas se debe a que varios de estos programas —en especial los de apoyo alimentario— han sido capturados por grupos de interés y las sucesivas administraciones gubernamentales no han tomado la decisión de recuperarlos para que sigan el curso de acción para el que fueron diseñados. En lugar de reorientar los programas existentes, se crean otros programas destinados a satisfacer a más clientes; como se produce entonces cierta dispersión de recursos, los nuevos programas no resultan dotados de los medios necesarios, su impacto es limitado y los beneficios obtenidos, bajos.

Debe observarse adicionalmente que estos programas consideran que la única forma de asistir a las poblaciones que sufren carencias consiste en programas de ayuda alimenticia; esto es, no se propo-nen el desarrollo de capacidades sino solo la entrega de alimentos. El Programa Nacional de Asistencia Alimentaria (PRONAA) es un notable ejemplo de este tipo de intervención y su impacto ha sido

1 El último intento de cambiar al director de este Fondo para darle una orientación más adecuada y efectiva, en abril de 2004, se paralizó cuando la ministra se enteró de que el presidente de la República tenía su propio candidato, quien no contaba con las mínimas calificaciones para el cargo pero ostentaba el «atributo» de ser militante del partido de gobierno.

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Políticas de reducción de la pobreza en el Perú. Una historia de arena

adverso en cuanto crea una dependencia en quien recibe la ayuda, debido al enfoque «asistencialista» que lo caracteriza.

Un cuarto factor de restricción consiste en que los enfoques que generalmente tienen los programas orientados a reducir la pobreza, son «de oferta»; es decir, sus actividades se orientan a brindar pro-ductos o servicios que en escasas ocasiones han sido consultados a la población que los recibe y cuyo contenido, en consecuencia, no corresponde a lo que esta demanda.

Estos cuatro factores son propios de la acción del Estado en los programas orientados a la reducción de la pobreza y, por lo tanto, serían susceptibles de enmienda si hubiera la voluntad política para ello.

¿Cuánto se ha avanzado en reducir la pobreza?

En 1991, 57% de la población era pobre y 27% extremadamente pobre.2 Diez años después, según el INEI, las cifras llegan a 50% y 19%, respectivamente. A partir de 20013 y hasta 2007, las cifras correspondientes son 46% y 16% respectivamente. Sin embargo, el hecho de que en 2001 se cambiara la metodología de medición de pobreza por el INEI hace que las estimaciones de 2001 a 2007 no sean comparables con las de los años anteriores. Si la pobreza ha disminuido, los valores que presenta son todavía altos y, como se menciona en un reciente estudio (Banco Mundial 2006a), esconden diferencias importantes entre las áreas rurales y las urbanas, por

2 Son familias pobres las que cuentan con un ingreso igual o menor a dos dólares diarios por persona; las que viven en condiciones de pobreza extrema tienen un umbral de ingreso de un dólar por persona. Al lado de la simpleza de este indicador, existen otros enfoques para la medición de la pobreza. Uno de los más conocidos es el de necesidades básicas insatisfechas, entre las que se consideran alimentación, educación, salud y vivienda. Recientemente, se está privilegiando un tercer enfoque que determina la tasa de pobreza en el gasto, en lugar del ingreso, con base en la consideración de que el gasto suele ser más estable en el tiempo y porque su recolección, a través de encuestas de hogares, es más exacta que la de los ingresos (Banco Mundial 2006b).3 Recientemente y como resultado del cambio de las autoridades del Instituto Na-cional de Estadística e Informática (INEI) se ha suscitado una controversia sobre la modificación de la metodología para estimar las tasas de pobreza, por lo que las cifras presentadas deben tomarse con cierta prudencia.

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regiones y departamentos. En efecto, la pobreza y la pobreza extrema son mucho más bajas en las áreas urbanas que en las rurales; Lima Metropolitana es la región con menor pobreza y la sierra es la que concentra la mayor pobreza; en especial, el ámbito rural serrano concentra la mayor concentración de pobreza extrema.

Hacia 1997, último año de la fase de expansión económica en la década de los años noventa, se logró disminuir la pobreza en casi diez puntos porcentuales, y la extrema pobreza en 3,5 puntos aproximada-mente. Sin embargo, la recesión del periodo 1998-2001 eliminó, casi por completo, estos logros. De esto podemos sacar dos conclusiones: la primera es que el bienestar de la población es muy sensible al ciclo econó-mico; la segunda es que la estrategia utilizada durante los años noventa no creó en los sectores más vulnerables las capacidades que les permi-tiesen mantenerse fuera de la pobreza en el largo plazo (CIES 2002). De acuerdo al INEI,4 en 2006 la pobreza afectaba a 44,5% de la po-blación del país, con una reducción de 4,2 puntos porcentuales con respecto a 2005. La mayor disminución de la pobreza se observó en el área urbana, donde pasó de 36,8% en 2005 a 31,2% en 2006. En el área rural la disminución fue solo ligera: de 70,9% en 2005 a 69,3% en 2006. Por regiones naturales, la mayor incidencia de la pobreza sigue localizándose en sierra y selva, con 63,4% y 56,6%, res-pectivamente; en tanto que en la costa la incidencia es mucho menor (28,7%). Los departamentos más pobres del Perú continúan siendo: Huancavelica (88,7%), Ayacucho (78,4%), Puno (76,3%), Apurí-mac (74,8%), Huánuco (74,6%), Pasco (71,2%), Loreto (66,3%) y Cajamarca (63,8%).

La pobreza extrema en 2006 fue de 16,1%, habiendo disminuido ligeramente, en 1,3 puntos porcentuales, con respecto al año 2005. La incidencia de la extrema pobreza continúa concentrándose en el área rural: mientras en esta la extrema pobreza era de 37,1%, en el área urbana llegaba a 4,9%. En sierra y selva se encuentran las más altas tasas de población que no logran satisfacer una canasta alimenticia mínima —que correspondería a un ingreso de dos dólares estadounidenses diarios por persona—, con tasas de 33,4% y 21,6%,

4 Informe Técnico: Medición de la Pobreza 2004, 2005 y 2006. Lima, 2007

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Políticas de reducción de la pobreza en el Perú. Una historia de arena

respectivamente; mientras que en la costa la incidencia de la extrema pobreza fue de 3,0%.

En relación a la desigualdad y con información de 2003, el co-eficiente de Gini de consumo per cápita,5 fue de 0,42, que si bien está por debajo del promedio en Latinoamérica (0,52), es más alto que el promedio de los países de ingreso medio (0,30) (Banco Mun-dial 2007).

Los niveles de pobreza y los de desigualdad en el país se expresan en patrones de exclusión y vulnerabilidad:

• la desnutrición infantil afecta a 26% del total de niños me-nores de cinco años;

• la baja cobertura educativa y el elevado porcentaje del tra-bajo infantil entre los pobres: en el quintil más pobre, 26% de los niños entre diez y catorce años de edad no asisten a la escuela y 53% se encuentran trabajando;

• la inseguridad de los ingresos en la tercera edad: 78% de los adultos mayores no cuentan con una pensión (Banco Mun-dial 2007).

Existe una dimensión étnica en las cifras de pobreza. Aunque no todos los pobres rurales de la sierra pertenecen a grupos indígenas, la mayor parte de los indígenas son pobres. Mientras uno de cada dos no pobres tiene como lengua nativa el quechua o el aymara, dos de cada tres pobres extremos es quechua hablante. Esta situación se expresa en procesos de exclusión, como las restricciones al acceso de bienes y servicios públicos que debería otorgar el Estado y que, debido a una ubicación remota, a veces se hace costoso. Pero hay también mecanismos de autoexclusión. Por ejemplo, una distinta cosmovisión de la salud puede llevar a que una etnia en particular opte por no acercarse a los servicios públicos de salud o que lo haga a destiempo. Lo mismo ocurre con las mujeres gestantes con relación a las formas habituales de parto en sus localidades Asimismo, la

5 El coeficiente de Gini mide la desigualdad del ingreso y fluctúa entre cero —la igualdad perfecta— y uno —la desigualdad mayor—. Cuanto mayor es el valor del coeficiente, mayor será la desigualdad de la distribución del ingreso y cuanto menor sea dicho valor, más equitativa será la distribución del ingreso.

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calidad del servicio público ofrecido —maestro de escuela o auxiliar médico— es menor por lo general para quienes pertenecen a determinado grupo étnico (Escobal y Valdivia 2004).

Los desafíos pendientes

Son numerosos los organismos que han existido en el marco gu-bernamental de la asistencia social; predominan entre ellos los de asistencia alimenticia. A pesar de ser numerosos, el presupuesto asig-nado para su labor se redujo en los últimos seis años: en 1999 se les asignó el equivalente a 0,96% del PBI mientras que en 2006 fue 0,68%. Este es un nivel bajo respecto a las necesidades en el país y lo es también en relación con lo que acontece en los países de condi-ciones similares de América Latina (Banco Mundial 2007).

La desarticulación de los programas existentes, el abandono de un marco integral, la dispersión excesiva en intervenciones pequeñas y la carencia de mecanismos de rendición de cuentas han afectado seriamente la credibilidad de la inversión social en el país. Esto es aún más evidente cuando las restricciones económicas, que antes se esgrimían como el factor que impedía alcanzar los objetivos de reducción de la pobreza, ya no son tales en razón del importante crecimiento económico sostenido que mantiene la economía desde 2002. Revertir la falta de credibilidad, sobre la base de hacer de los programas sociales vehículos eficaces de la lucha por reducir la po-breza, es el principal desafío de la política social en el país.

En algunos aspectos se ha procedido adecuadamente. El gobier-no actual tomó la decisión de disminuir los programas sociales de 85 a 26 a fines de su primer año; aumentó el gasto social en 36% en febrero de 2008. Se constituyó CRECER como la organización «sombrilla» que articularía las diversas dependencias del Estado para el cumplimiento de los objetivos de reducción de la pobreza que se ha propuesto este gobierno, de los niveles de 45% en 2006 a 30% en 2011 y, en particular, la reducción de la desnutrición crónica, de 25% a 16% en 2011. El presupuesto de esta organización se ha incrementado en 17%, de 3.600 millones de nuevos soles en 2007 a 4.200 millones para 2008.

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Si bien es cierto que los mecanismos de focalización con los que cuenta el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y el programa JUNTOS6 han sido mejorados sensiblemente, aún la implementa-ción de los programas sociales reformados es bastante lenta. Según cifras oficiales son más de 3,2 millones de peruanos los que viven en condiciones de pobreza extrema en 880 distritos del país —sobre un total de 1.833 distritos—, ubicados principalmente en áreas rurales. En esos distritos, tres de cada cinco niños sufren de desnutrición crónica.

La deficiencia de estos programas salta a la vista cuando el go-bierno mismo acepta que únicamente 1,5 millones de peruanos se benefician de ellos; vale decir, que la ayuda llega a 40% de quienes sufren de extrema pobreza mientras que una mayoría de 60% toda-vía permanece al margen de la atención gubernamental.

Resistencia en el Estado para asimilar lecciones aprendidas en reducción de la pobreza

Como ya se mencionó, uno de los factores más importantes que ex-plica el pobre desempeño de los programas gubernamentales orien-tados a reducir la pobreza es la alta rotación del personal encargado de la formulación de las políticas sociales y, en especial, de aquellos encargados de conducir los proyectos y programas específicos. Un elemento adicional a considerar es el entrenamiento que demanda contar con funcionarios especializados en el área de la política social que es cada vez más compleja debido a lo cambiante de los ambientes

6 Fue diseñado por funcionarios del Estado en siete meses y dos meses después entró en funcionamiento, lo que contrasta notablemente con el diseño de cualquier otro pro-yecto con recursos de endeudamiento que en promedio toma siete años para iniciar su operación. Empezó sus operaciones en el segundo semestre de 2005 —luego de cuatro años de ejercicio de la administración del gobierno anterior— e inaugura en el país los esquemas de transferencia de dinero en efectivo bajo determinadas condiciones: una fa-milia que vive en pobreza extrema recibe cien nuevos soles mensuales si sus hijos asisten a la escuela y se somete a los controles y charlas de orientación en el área de la salud. Su desempeño es cuestionado al considerarse que el programa promueve la permanencia de las personas en él —un impacto perverso— y no impulsa el afán de superación sino que induce a permanecer en la pobreza; no obstante, se considera que en conjunto los resultados alcanzados son importantes.

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institucionales en los que debe actuar, así como por el propio de-sarrollo conceptual y programático de las políticas públicas en esta área. Estos cambios frecuentes se expresan en el abandono de las iniciativas que se promovía o simplemente en cambiar lo avanzado para conducir las iniciativas por cauces que antes se abandonaron.

A estos dos factores se agrega la dimensión temporal. La reduc-ción de la pobreza en el mediano y largo plazo demanda un creci-miento económico sostenido y diversificado, así como una inversión importante en capital humano —educación y salud principalmen-te—, lo que implica un horizonte temporal no menor de quince años de esfuerzo sostenido. Se podrá colegir que no es posible lograr este alcance con la precariedad en la estabilidad del personal a cargo de tal tarea y con la variación constante de enfoques, que recurren a establecer nuevos programas y nuevas instituciones.7

Con el estudio de caso que se presenta a continuación se ilustra también la participación de otro factor que por lo general es dejado de lado: el rol no siempre positivo de la banca multilateral; en este caso, del Banco Mundial.

El largo camino del desarrollo rural en la sierra: el caso del proyecto ALIADOS

En octubre de 2000, el Banco Mundial (BM) y la FAO acordaron elaborar lo que denominaron «Una Estrategia de Desarrollo Rural para la Sierra del Perú», publicado como documento interno en ju-nio de 2002. Esta iniciativa no provino de ningún ministerio u ofi-cina de gobierno y, a pesar de ello, tres misiones del BM recorrieron diversos lugares de la sierra para tomar contacto con organizaciones de la sociedad civil y gobiernos locales, de forma de poder definir el ámbito territorial del proyecto. Posteriormente, en abril de 2003, el BM ofreció una donación de 1,1 millones de dólares, para el diseño

7 Hay también casos en los que cambios alentados en relación a instituciones preexis-tentes terminan siendo de maquillaje, pero el tiempo invertido en ellos afecta la marcha de las iniciativas. Es lo que ha ocurrido con los cambios a la Comisión Interministerial de Asuntos Sociales (CIAS) durante la presente administración: trece meses de cambios para finalmente llegar a un esquema muy similar al que había antes de ellos.

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Políticas de reducción de la pobreza en el Perú. Una historia de arena

del proyecto Desarrollo Rural de la Sierra. El gobierno aceptó la donación faltando días para que caducase la oferta —en febrero de 2004— mostrando el reducido interés que existía en esa adminis-tración por asumir el desafío de enfrentar a la pobreza rural a través de esta oportunidad.

Luego de organizarse un equipo de tres profesionales para que se iniciara el diseño del proyecto, uno de los primeros problemas que surgió fue la insistencia del BM para que fuera el Ministerio de Agricultura (MINAG) quien llevase a efecto el proyecto y no la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), a pesar de que el MINAG no otorgaba prioridad a este proyecto y que el enfoque rural del desarrollo rural demanda un enfoque multisectorial y la única plataforma institucional en el Ejecutivo con esa amplitud es precisamente la PCM. Esta controversia paralizó el proyecto duran-te más de cuatro meses y, a pesar de que el gobierno decidió que fuera la PCM quien lo ejecutase, la resistencia sorda del BM al final logró que, con ocasión del cambio de gobierno en 2006, el proyecto pasase al MINAG.

En un inicio se había considerado subcontratar, a través de un concurso público, a una empresa o institución especializada para que elaborase los estudios de perfil, prefactibilidad y factibilidad del programa, como lo requiere el Sistema Nacional de Inversión Pú-blica (SNIP). Organizado este proceso y luego de que fuera seleccio-nado para la tarea el Centro Peruano de Estudios Sociales (CEPES), el BM decidió arbitrariamente desconocer los resultados de la selec-ción. A pesar de la protesta del MEF, así como de la propia CIAS, el BM logró truncar lo avanzado. Se optó entonces por elaborar, en el equipo del proyecto —tres especialistas y dos asistentes—, los estudios que demandaba el SNIP. Se subcontrató a consultores in-dividuales para elaborar siete estudios que formarían la base para la elaboración de los mencionados estudios. Este camino alternativo demandó ¡16 meses adicionales! Mientras tanto, se sucedieron tres misiones del BM que, salvo la última, poco contribuyeron al diseño técnico de la propuesta.

Desde el gobierno, las dificultades tampoco fueron menores. El comité que agrupaba a tres ministerios para supervisar el diseño del proyecto fue ampliado con representantes de dos ministerios

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adicionales,8 lo que hizo que el avance fuera muy lento, dado el tiempo que demandó ponerse de acuerdo en el enfoque y el objetivo del proyecto. El principal escollo fue superar la visión común9 de que todo proyecto productivo en la sierra no debería concentrarse en la población de extrema pobreza. Esta visión tiene base en la creencia de que esta población solo debe ser apoyada desde el Estado a través de programas de asistencia social, debido a que los activos con los que cuenta son tan reducidos que ningún otro tipo de proyecto tendría viabilidad económica.

A través de los frecuentes viajes a diversas áreas de la sierra reali-zados por el equipo encargado del diseño del proyecto, se constató la existencia de importantes experiencias generadas tanto desde el sec-tor público como de la sociedad civil, que mostraban que, a partir de un enfoque adecuado del trabajo con pobreza extrema en el ámbito rural, es factible que las personas superen su condición, si se les dota de semillas de pastos y hortalizas, equipos para riego tecnificado y capacitación en procesos productivos. Esto acontecía con familias campesinas que contaban con menos de una hectárea, localizada en territorios por encima de los 3.500 metros de altitud, que es el caso de la enorme mayoría de las unidades campesinas en la región.

Esta propuesta simple y efectiva encontró enorme resistencia en el comité, especialmente de parte de los representantes del MI-NAG y del MEF, que argumentaban que debería trabajarse solo con aquellas unidades campesinas que contasen con suficientes activos y recursos humanos para superar los desafíos de los mercados y la competitividad. Poco parecía importar que la realidad mostrase que es posible que unidades campesinas con pocos activos puedan, ante todo, superar las condiciones de inseguridad alimenticia que cons-tituyen el principal obstáculo para superar la desnutrición crónica, corazón de la pobreza extrema.10 Luego de obtenerse la seguridad

8 Para conducir el proceso de diseño del proyecto, la PCM constituyó por resolución ministerial un comité tripartito conformado por el MEF, el MINAG y la PCM. El co-mité se amplió luego para incorporar al MIMDES y al Ministerio de la Producción.9 En el anexo 1 se presenta un breve diagnóstico de la sierra rural.10 Como es sabido, la desnutrición crónica tiene una incidencia especial en niños me-nores de cinco años, con consecuencias irreversibles a lo largo del ciclo vital, y genera un círculo vicioso de reproducción intergeneracional de pobreza, vulnerabilidad y ex-clusión.

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alimenticia, y muy rápidamente, las familias campesinas se familia-rizaban con los mercados locales y los más distantes.

El proceso de aprobación de las versiones del perfil y los estu-dios de prefactibilidad y factibilidad establecidos por el SNIP11 fue también un prolongado proceso de reuniones e incorporación de sugerencias que extendió el proceso mucho más allá de las cuatro semanas que aparecían en el formulario oficial. En este proceso se visibilizaron mecanismos y procedimientos adversos a criterios ele-mentales de eficiencia, originados por la incompetencia e inexpe-riencia de las personas a cargo de evaluar las propuestas.

Lo más enriquecedor de esta experiencia fue el contacto con las organizaciones campesinas con las que se realizaron numerosos talle-res para identificar sus demandas, de tal forma que estas se expresaran en el proyecto a diseñar. Esto se tradujo, al final, en la recolección de más de seis mil firmas de las familias que se sentían reconocidas en el diseño del proyecto, que con una comunicación formal fueron envia-das a la presidencia del Consejo de Ministros en abril de 2006.

Considerando los factores mencionados —desdén del gobierno por implementar el proyecto, decisiones arbitrarias y escaso consejo técnico del BM, un comité de supervisión con representantes de cinco ministerios y procesos de evaluación y aprobación del SNIP bastante imperfectos—, el diseño del proyecto se culminó luego de dos años y tres meses de trabajo. En condiciones normales este pro-ceso debería haberse realizado en no más de nueve meses.

En mayo de 2006 se obtuvo la aprobación del estudio de fac-tibilidad,12 condicionada sin embargo a que se completara la docu-mentación adicional exigida tanto por el BM como por el MEF. Con la nueva administración gubernamental, inaugurada en agosto de 2006, se vivió un nuevo vía crucis enteramente previsible: la ma-yoría de los funcionarios relacionados con el proyecto fueron sepa-rados de sus puestos; el personal que se hizo cargo no tenía ninguna experiencia previa de trabajo en el Estado ni, mucho menos, con proyectos de desarrollo rural; por lo tanto, el proyecto se paralizó

11 El Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP) depende de la Dirección General de Planificación Multianual del Sector Público, que es parte del MEF. 12 Véase un resumen ejecutivo del proyecto en el anexo 2.

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durante más de un año y recién en marzo de 2008 ha sido aprobado por el Consejo de Ministros, aunque con varios cambios en su di-seño original que, si bien no lo han desvirtuado por completo, han modificado su alcance y algunos aspectos de enfoque.

Tres son las principales lecciones de esta iniciativa:

• cuando no existe una prioridad claramente establecida por la administración gubernamental, el trabajo a desarrollar se hace «cuesta arriba» y es muy probable que se frustre. Es al-tamente probable, en cambio, que de existir un movimiento campesino organizado y con un liderazgo apropiado se hu-biera generado la voluntad política necesaria;

• la calidad técnica del personal a cargo del diseño es crucial para evitar que se desvirtúe el enfoque debido a las presiones provenientes tanto de otras áreas del Ejecutivo como de la propia fuente de financiamiento; y,

• un enfoque participativo brinda las condiciones para identi-ficar y plasmar en la propuesta los intereses de las personas a las que se pretende servir.

Otros actores en el desarrollo rural de la sierra: el sector minero y la sociedad civil

En los últimos años, y especialmente después de las elecciones de 2006, la sierra está alcanzando una atención pública que no tuvo en las décadas anteriores. Como resultado de la enorme votación que recibiera el candidato Ollanta Humala, por parte de la población de la sierra y, en menor medida, a partir de programas gubernamentales como Sierra Exportadora —que no obstante tiene un enfoque limita-do y una mala gestión—, se ha hecho visible una región del país que históricamente se hallaba casi fuera de la agenda política nacional.

Los recursos económicos provenientes del canon minero, así como otras transferencias a los gobiernos locales, están haciendo po-sible una canalización de fondos hancia la sierra. A esos fondos, que vienen de ingresos del Estado, debe agregarse los provenientes del denominado fondo minero voluntario que se obtuvo luego de una

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negociación del gobierno con los representantes del gremio minero, la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía (SNMPyE),13 a quienes se solicitó una contribución en atención al notable incre-mento de los precios de los minerales en el mercado mundial. Se estableció que el monto del fondo sería no menor a 2.500 millones de nuevos soles, aunque su nivel dependería de la variación en los precios internacionales. Se estimó, para 2007, que el fondo contaría con 500 millones de nuevos soles; sin embargo, cálculos conserva-dores estiman que el monto ha llegado a 700 millones de soles. Por decisión del gobierno se determinó que este fondo sería administra-do íntegramente por el propio sector minero.14

No existe organismo alguno del gobierno que supervise adecuada-mente15 la inversión del fondo minero voluntario. Los cálculos hechos por especialistas estiman en no más de 70 millones de nuevos soles lo invertido en 2007 con sus recursos. Los montos correspondientes a cada empresa no están centralizados en un solo fondo sino que cada una tiene sus propios «fonditos» que administra en beneficio exclusivo de su propio entorno. Existen algo más de sesenta empresas mineras y en promedio, cada una de ellas mantiene entre tres y cuatro centros de operación; estamos ante más de doscientos «fonditos».

Considerando la importante cantidad de recursos financieros involucrados, representantes de la mayoría de ministerios intentan captar parte de esos recursos para sus iniciativas, como resultado de la decisión presidencial de que la administración del fondo para reducir la pobreza en el país fuera privada. Algunos de esos minis-terios han logrado firmar convenios con pocas empresas mineras pero hasta el momento no se conoce de ninguna inversión realizada como resultado de esos acuerdos.

13 Esta negociación buscó esterilizar la denuncia hecha en el Congreso durante el pe-riodo legislativo anterior al actual, que señaló que el sector minero se benefició de una protección tributaria extraordinaria que significó una menor recaudación por el Estado de no menos de 7.000 millones de dólares. 14 Una curiosa razón esgrimida por el presidente García para mantener el fondo bajo administración privada fue que si los recursos llegaran al Estado «tendría a miles de militantes apristas solicitando trabajo» (El Comercio, 23 de marzo de 2007).15 Formalmente es el Ministerio de Energía y Minas el encargado de tal función, pero este organismo se halla controlado por los intereses mineros y petroleros desde hace años, por lo que su desempeño en este aspecto es casi nulo.

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Esta situación difiere de lo que acontece con las regiones y los municipios de la sierra. Es frecuente encontrar en el espacio regional y municipal una pugna entre el gobierno regional y la(s) empresa(s) para decidir cuánto y en qué invertir. Este otro terreno de negocia-ción tiene su origen en la necesidad —percibida por las empresas mineras más modernas, que son las menos numerosas— de contar con la denominada «licencia social», que les permitiría operar en las labores de exploración y explotación con una menor incidencia de conflictos, sobre la base de la aprobación de las poblaciones que habitan en las inmediaciones de la operación minera. En algunos lu-gares se ha logrado una buena relación entre empresas y población, aunque en la mayor parte de casos estos acuerdos están pendientes.

En poco más de un año de la existencia del fondo voluntario, no se ha producido con él alguna inversión significativa. Si cualquier organismo del Estado se hallara en esta situación, seguramente hu-biera sido denunciado públicamente por su incompetencia. En este caso, hay muy tímidas expresiones de crítica en la prensa indepen-diente y ninguna expresión por parte del gobierno para evidenciar el indudable desdén de las empresas de la SNMPyE por la tarea de contribuir a la reducción de la pobreza.

Pero también pueden encontrarse historias más prometedoras. Desde la sociedad civil hay varias iniciativas conducidas por ONG que han tenido éxito16 en diseñar y ejecutar proyectos orientados a reducir la pobreza. Experiencias como la del proyecto REDESA de CARE y otras conducidas por varias ONG en el nivel departamen-tal constituyen importantes referencias que deben considerarse si se desea formular políticas públicas adecuadas.

Una de estas experiencias, que destaca tanto en resultados como en escala, es la que conduce el Instituto para una Alternativa Agraria (IAA) en el Cusco.17 El IAA se constituyó en 1982, en alianza con la Federación Departamental de Campesinos del Cusco (FDCC). Pro-gresivamente concentró su labor en el apoyo al desarrollo productivo,

16 Ha habido también, experiencias de inversión pública exitosas como el Proyecto de Manejo de los Recursos Naturales en la Sierra Sur (MARENASS). 17 La información sobre el IAA proviene de un reciente informe de evaluación de la institución elaborado por el autor de este capítulo.

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las oportunidades de mercado y la democracia participativa. Los tres aspectos que privilegia la intervención del IAA son:

• Las familias de las comunidades campesinas son los princi-pales actores. El diseño de sus planes de gestión predial es ocasión para definir sus aspiraciones. El ámbito de las co-munidades campesinas y el de las microcuencas constituyen extensiones de la organización familiar en cuyo manejo se fortalecen órganos de gobierno.

• La capacitación de campesino a campesino a través de los Yachachiq, campesinos entrenados en los aspectos básicos de las tecnologías que se promueve y, como su significado en quechua indica, son «los que saben y enseñan». Los Ya-chachiq reivindican y desarrollan la cultura ancestral apor-tando información y conocimientos complementarios y desarrollando una educación productiva emprendedora e innovadora. La relación con el gremio a nivel departamen-tal, provincial o distrital es el correlato de los acuerdos entre el IAA y la FDCC, que fortalece el vínculo institucional y que permite que las demandas se canalicen a los gobiernos locales, a través de los presupuestos participativos y los co-mités de coordinación en los niveles de los municipios y los gobiernos regionales.

• La tecnología que se prioriza al inicio es el riego por asper-sión, para cuya implementación las familias campesinas elaboran un «perfil de riego» que, junto con el diseño de gestión de su predio, constituyen las expresiones iniciales de la capacidad de cada familia campesina de diseñar su propia aspiración para superar las condiciones de pobreza en las que está sumida.

Estos factores combinados desencadenan o catalizan procesos de cambio en los que la intervención se amplía e involucra aspectos relacionados con los vínculos con las escuelas, promoviendo una educación productiva emprendedora; las organizaciones de salud, para la atención personal y la salubridad en los hogares a través de mejores condiciones de la vivienda; la infraestructura productiva y

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los procesos de capacitación en gestión empresarial y capacidad aso-ciativa. Como resultado, emerge un amplio y rico capital social que se encuentra en pleno desarrollo.

La relación institucional del IAA con la FDCC y otros gremios campesinos permite extender estos logros y consolidarlos a través de relaciones gremio/municipio/gobierno regional.

Hasta diciembre de 2003, el IAA trabajaba con 3.500 familias, 150 Yachachiq, 60 líderes de la democracia participativa, 20 líderes para la asesoría legal, 360 mujeres de 9 clubes de madres, y 700 niños campesinos del departamento del Cusco. Asimismo, forma-ban parte de su labor, 2.200 líderes gremiales, de los cuales 2.160 correspondían al departamento del Cusco y 40 a los departamentos de Arequipa, Apurímac, Puno, Ayacucho y Huancavelica.

Cuatro años después, el número de familias con las que traba-jaba ascendía a 23.600, 85% de las cuales se hallaban en 12 pro-vincias y 76 distritos del Cusco y el restante 15% en Huancavelica, Apurímac, Ayacucho, Puno y Arequipa. El número de Yachachiq, aunque en diferentes niveles de desarrollo, alcanzaba a 1.180. Había 85 líderes de la democracia participativa, el número de líderes para la asesoría legal se mantenía en 20 y 870 mujeres de 59 clubes de madres y 1.850 niños formaban parte de las actividades promovidas por el IAA en los seis departamentos mencionados. Más de 70% de las cifras mencionadas corresponden a Cusco. Los líderes gremiales son cerca de 3.000 y 72% de ellos viven en Cusco. El porcentaje restante está distribuido en los otros cinco departamentos y el de Huancavelica concentra 12% del total.

En conclusión, existen cuatro resultados de la mayor importancia:

• las familias en pobreza extrema han dejado de serlo de acuer-do a la información analizada;18

18 Aunque se ha carecido de una línea de base que hubiera permitido elaborar indica-dores estadísticos relevantes para medir el desempeño económico de las primeras 3.500 familias así como de las actuales 23.600, esta conclusión se basa en la información obtenida de diagnósticos participativos, transformados luego en los planes de gestión predial, que han servido para diseñar planes en el nivel comunal y en el nivel de mi-crocuenca. Esta fuente sustenta una muestra estadística ex ante de 14 comunidades campesinas y 560 familias, todos ellos en Cusco.

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• las tecnologías que han podido lograr ese resultado —el riego por aspersión y los fitotoldos— están en pleno uso, habiéndose mejorado su uso y eficacia en muchos aspectos merced al trabajo de los Yachachiq;

• las familias han logrado excedentes en la producción y, como resultado, han iniciado procesos de gestión empresarial; y

• se ha construido un rico capital social, variado y en creci-miento, constituido por una red de relaciones que difunden sus propios logros y se proponen adquirir nuevos conoci-mientos y tecnologías que refuerzan el bienestar alcanzado, mejorando sensiblemente su autoestima al sentirse ellos mis-mos los forjadores de su propia prosperidad, lo que les brin-da sentido de futuro a sus vidas y emprendimientos.

Hacer de esta experiencia el fundamento de las políticas públi-cas, para promover la prosperidad de las familias rurales pobres de la sierra, es una línea adicional de trabajo del proyecto. Se ha hecho partícipes de la experiencia a autoridades gubernamentales y se la ha comunicado a través de órganos de prensa escrita y televisada. La organización de tres Hatun Tinkuy19 ha permitido que la expe-riencia se difunda en diez departamentos adicionales a los seis ini-ciales, que un número creciente de alcaldes distritales y provinciales visiten el trabajo en Jabón Mayo y que se haya realizado la réplica más exitosa y reciente, en Tayacaja, Huancavelica. Asimismo, se ha hecho una exposición detallada de la propuesta integral a diversos representantes de organizaciones empresariales nacionales, así como a funcionarios públicos de la mayor jerarquía en cuatro ministerios. La propuesta que está emergiendo consiste en establecer una alian-za público-privada para erradicar la pobreza extrema, liberando de exclusión y postergación a cientos de miles de familias que todavía viven en esa condición en la sierra del Perú. Que la propuesta sea aceptada por el sector público y/o por el sector privado es algo toda-vía por definirse; por de pronto, es un hecho inédito.

19 Gran encuentro, en quechua.

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Conclusiones

Del panorama presentado pueden establecerse las siguientes conclusiones:

Uno de los factores más importantes que explica el pobre des-empeño de los programas gubernamentales orientados a reducir la pobreza es la alta rotación del personal encargado de la formulación de las políticas sociales y, en especial, aquellos encargados de con-ducir proyectos y programas específicos. El entrenamiento de este personal es cada vez más complejo y su alta rotación conspira contra el diseño y la ejecución de políticas técnicamente solventes.

Los aspectos propiamente institucionales en el diseño de los proyectos, especialmente los que cuentan con recursos de endeu-damiento, demandan un tiempo excesivo para su formulación y, luego, para la puesta en marcha de los proyectos.

La desarticulación de los programas existentes, el abandono de un marco integral, la dispersión excesiva en intervenciones pequeñas y la ca-rencia de mecanismos de rendición de cuentas han afectado seriamente la credibilidad en la inversión social en el país. Revertir esa pérdida de credibilidad es el principal desafío de la política social en el país. Se ha avanzado recientemente en reducir los programas y articularlos mejor, pero está pendiente la implementación de mecanismos de rendición de cuentas, mejorar sus enfoques y en particular, su gerencia.

Al haberse determinado que las empresas mineras administren los recursos del denominado fondo minero voluntario, se ha sustraí-do del ámbito del Estado una importante responsabilidad en políti-ca social. Este ensayo no ha rendido resultados importantes en más de dieciséis meses de operación.

Existen importantes iniciativas de la sociedad civil que prueban que es posible reducir drásticamente los niveles de pobreza, en espe-cial la pobreza extrema. Pero hasta el momento las organizaciones del Estado y los gremios del sector privado no se han mostrado ge-nuinamente interesados en adoptar esas iniciativas y transformarlas en políticas públicas y/o corporativas.

Los recursos públicos asignados a la reducción de la pobreza en el país no han sido significativos si se comparan con las inversiones similares en países vecinos. Los esquemas implementados no han

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sido apropiados, en la mayoría de los casos. En consecuencia, no sorprende que los resultados alcanzados en la reducción de la pobre-za no hayan sido importantes.

Finalmente, aunque no han sido explícitamente analizadas en este texto, las relaciones entre crecimiento económico y pobreza me-recen una consideración para entender por qué son más débiles en el Perú que en otros países. La volatilidad económica y el crecimiento sesgado hacia sectores con un alto coeficiente de capital y una baja demanda de mano de obra no generan un nivel de empleo suficiente para satisfacer al menos una parte importante de la oferta laboral, principalmente en el ámbito urbano.

A partir de esta última conclusión, es indispensable que en el país se debatan los temas vinculados a la distribución y a la equidad, sin menoscabar la importancia de promover el crecimiento econó-mico, pero incorporándolo en un enfoque integral20 que considere a las personas en primer lugar, y en especial a las personas desfavore-cidas: los pobres del campo y la ciudad.

Las circunstancias actuales ponen en evidencia que, en ese debate propuesto, se tendrá que enfrentar un conjunto de ideas y actitudes, asentadas en los más altos círculos del poder político y económico, que son sesgadas, arrogantes y belicosas; que, en lugar de promover la convergencia, son estímulos poderosos para la división y polariza-ción de la sociedad. Una vez más, el abuso del poder, ahora disfra-zado de lucha contra «el perro del hortelano»,21 hace su aparición en

20 En una reciente entrevista, el candidato a la presidencia en Chile, Sebastián Piñera, se refirió al crecimiento económico y su poco impacto social en el Perú: «Para que el crecimiento económico se construya sobre roca y no sobre arena es importante con-vencer a la gente de que todos se benefician con ese crecimiento. Pero en el Perú uno aprecia las diferencias entre la costa frente a la sierra y la selva, y nota que constituyen potenciales peligros a la estabilidad del desarrollo futuro. Si puedo hacer un modesto consejo es que no solo hay que preocuparse del crecimiento económico sino también de la integración social. Hay dos extremos que deben evitarse. Uno corresponde a quienes solo se preocupan del crecimiento y se olvidan de la inclusión y redistribución. El otro extremo son aquellos que solo privilegian la distribución y se olvidan del crecimiento». Es llamativo que un candidato de la derecha chilena opine así de la realidad del país, a contrapelo del pensamiento extremo y simplista que ha expresado el presidente de la República en sus artículos denominados «El perro del hortelano».21 Ver los artículos de Alan García en el diario El Comercio de 28 de octubre de 2007, 25 de noviembre de 2007 y 2 de marzo de 2008.

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la escena política, para generar más desazón y sufrimiento, y final-mente para acentuar la amargura, el resentimiento y el rechazo de un sector muy amplio de la población.

Resulta especialmente triste que esas ideas se esgriman en el mo-mento en el que precisamente se vive una bonanza económica y se cuenta con recursos financieros crecientes para atender las deman-das sociales desatendidas desde hace mucho tiempo. La situación del país ofrece una importante oportunidad para ser aprovechada; ojalá se utilice adecuadamente.

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Anexo �Diagnóstico de la sierra

La región de la sierra —territorios por encima de 2.000 metros de altura— alberga una población de 10,6 millones de habitantes, de los cuales cerca de 60% (6,3 millones) viven en áreas rurales. De acuerdo a la Encuesta Nacional de Hogares de 2002 del INEI —que es la menos controversial—, la pobreza en la sierra rural es de 82% y la población que vive bajo condiciones de pobreza extrema es 58%. A pesar de que la población de la sierra rural corresponde a menos de 25% de la población total del país, concentra 54% de la pobla-ción que vive bajo condiciones de pobreza extrema.

Los habitantes de la sierra rural son, en su mayoría, campesinos pobres y muy pobres que tienen una parcela pequeña de tierra —por lo general, de área no continua— y viven en áreas de fragilidad eco-lógica —laderas—. Poseen limitados activos, pocas oportunidades para mejorar sus condiciones de vida y, por lo general, tienen bajos niveles de educación. Cuentan con un bajo acceso a infraestructura y a servicios públicos clave.

Tienen familias numerosas, con fuertes tradiciones comunales y valores culturales que no son bien entendidos en el contexto de una economía de mercado. Producen para la subsistencia o para un mercado local y usualmente son compradores netos de alimentos. Su productividad no ha seguido el camino de otros sectores de la economía y muchos ven en la migración su mejor opción para esca-par de la pobreza.

El proceso de descentralización ha permitido el diseño de ins-trumentos de desarrollo territorial que se presentan en los planes de desarrollo concertados y en los presupuestos participativos de los go-biernos regionales y locales. Se expresan allí, algunas veces con pre-cisión y otras descritas en términos generales, un conjunto de opor-tunidades de desarrollo sustentadas en las potencialidades que los territorios respectivos brindan y en la estabilidad macroeconómica vigente en el país. Asimismo, las organizaciones de los productores han propuesto y en algunos casos, ya implementan, oportunidades de negocios de importante impacto en el bienestar de la población.

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Estos resultados sustentan la propuesta de proyectos y programas de apoyo a la promoción de oportunidades de negocios e iniciativas diversas orientadas al desarrollo económico territorial rural.

En la sierra rural hay programas y proyectos públicos y privados que tienen como objetivo apoyar la superación de las limitaciones y carencias de los activos territoriales. Si bien no es posible que un solo proyecto abarque todos los aspectos del desarrollo económico rural, es necesario que su enfoque los considere e incorpore a través de las actividades propias del proyecto o por medio de la promoción de capacidades de los gobiernos regionales y locales para demandar los servicios que esos programas y proyectos existentes brindan. Esta es la visión integral que requiere un proyecto.

Adicionalmente, las experiencias alcanzadas en el país y que han sido incorporadas en el proceso de descentralización y en las políticas y estrategias de desarrollo rural, de seguridad alimenticia, de lucha contra la pobreza y del programa PROCUENCAS, han identificado la necesidad de incorporar en el diseño de programas y proyectos, los enfoques de demanda y desarrollo territorial.

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Anexo 2Resumen del Proyecto ALIADOS

El programa ALIADOS tiene como objetivo «Mejorar el bienestar social y económico de los pobladores de la sierra rural en el ámbito del proyecto, mediante el aprovechamiento de oportunidades de ge-neración de ingresos monetarios y no monetarios de la población en la zona de intervención del Programa» a través de: i) la promoción de alianzas productivas para la diversificación productiva y el desa-rrollo de los negocios rurales; y ii) el fortalecimiento de las capaci-dades regionales y locales de gestión del desarrollo territorial rural. Se contribuirá así a la reducción de la pobreza, en particular de la pobreza extrema.

La inversión total se estima en 99 millones de nuevos soles para un período de cinco años.

El área total del proyecto es de 132.200 km2 y está constituido por 483 distritos, ubicados en 43 provincias y que forman parte de los seis departamentos: Apurímac, Ayacucho, Huancavelica, Junín, Pasco y Huánuco. El territorio rural de los departamentos mencio-nados forma parte de los planes de Paz y Desarrollo I y II, en los que el Estado ha invertido en las áreas de infraestructura y servicios que son complementarios a la inversión que el Programa financiará.

Se trabajará secuencialmente con aproximadamente 500 comu-nidades campesinas, más de 100 organizaciones de productores, el conjunto de los 43 municipios provinciales y los seis gobiernos re-gionales, durante los cinco años de duración del programa. El total de familias que el programa atenderá se ha estimado en alrededor de 27.000.

El programa se propone aplicar y validar un modelo de inter-vención en el marco de una implementación participativa y de es-trechos vínculos con los gobiernos regionales, locales y comunidades campesinas, que pueda ser replicado en otras localidades del país.

El programa promoverá el desarrollo territorial rural, entendido como un proceso de transformación productiva e institucional en un espacio rural determinado y cuyo fin es reducir la pobreza rural. La transformación productiva hará posible mejorar paulatinamente

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la cantidad, calidad y productividad del portafolio de activos de un hogar rural determinado, hasta articularlos a mercados dinámicos. La transformación institucional tendrá como ejes a la comunidad campesina, las organizaciones campesinas y de productores agrarios y rurales, y los gobiernos regionales y municipalidades rurales, ha-ciendo posible que la población pobre participe del proceso y sus beneficios. Ambos procesos de transformación deben abordarse en forma simultánea y es esta transformación conjunta la que determi-nará el potencial para el crecimiento de la economía rural en el largo plazo, contribuyendo a la reducción de la pobreza.

Complementariamente, y desde un punto de vista metodológi-co, el programa se propone: a) Trabajar con un sentido integral que permita enfrentar simultáneamente las diferentes causas del atraso en el ámbito del programa, articulándose con programas y políticas que están siendo ejecutadas con eficacia; b) Contribuir a superar los costos de transacción a los que se enfrentan las familias campesinas pobres de la sierra rural y que se expresan en fallas de mercado, en especial de los mercados de crédito y seguros, y en externalidades ne-gativas derivadas de la geografía; c) Implementar un enfoque de de-manda complementado por diseños participativos y discriminación positiva, es decir, escuchar a la gente y apoyar el protagonismo de la población de la sierra rural en su propio desarrollo; y d) Aceptar la validación de los proyectos en programas piloto.

Aquellos aspectos que no sean objeto de la actividad directa del programa, como salud, educación, infraestructura vial y de teleco-municaciones, serán considerados a través del fortalecimiento de capacidades de los gobiernos regionales y municipales para que de-manden de las instituciones especializadas del Estado, con eficacia, oportunidad y calidad, los servicios en las áreas mencionadas.

Los vínculos urbanos-rurales y especialmente con mercados di-námicos, constituyen el camino de prosperidad para muy amplios ámbitos rurales, y es lo que el programa se propone con los compo-nentes que ejecutará y que se describen a continuación.

Los componentes del programa son tres. El primero se denomina Promoción de Alianzas Productivas para el Desarrollo Rural y contiene dos actividades principales: a) apoyo a las iniciativas de las familias de las comunidades campesinas orientadas a la diversificación

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productiva, el mejoramiento de las condiciones de habitabilidad y el manejo sostenible de los recursos naturales para enfrentar, en mejores condiciones, sus demandas de seguridad alimenticia y de ingresos adicionales; y b) apoyo a los negocios rurales que provengan de actores con cierta familiaridad en relaciones con mercados extra-locales. El segundo componente, fortalecimiento institucional y formación de capacidades locales para el desarrollo rural, se orienta a i) dotar de capacidades a los gobiernos regionales y municipalidades para promover el desarrollo territorial rural, y ii) apoyar el desarrollo de las capacidades de las organizaciones rurales de base. El tercer componente, administración y monitoreo, considera además de los aspectos de gerencia del programa, brindar especial atención a los mecanismos de seguimiento y evaluación que permita contar con información confiable y periódica sobre el desempeño del programa, y obtener y registrar las lecciones aprendidas para la formulación de políticas públicas promotoras del desarrollo territorial rural.

El instrumento principal que se usará para asignar los recursos en las actividades del primer componente será el fondo concursa-ble bajo sus dos modalidades: a) concurso campesino; b) concurso para negocios rurales. Complementariamente y como metodología de trabajo, el programa alentará las pasantías y las metodologías «de campesino a campesino», basándose en los actores ya reconocidas en amplios territorios de la sierra: los yachaqs —especialistas rurales— y los yachachiqs —capacitadores rurales—.

La convocatoria de los concursos campesinos y de los concursos para los negocios rurales se realizará bajo la modalidad de ventanilla abierta durante todo el año.

Los recursos que se asignen para las actividades del segundo componente se sustentarán en las propuestas que presenten los go-biernos regionales y municipales en concordancia con sus respecti-vos planes de desarrollo concertados, así como las que presenten las organizaciones rurales de base, orientadas a fortalecer sus capacida-des para la promoción del desarrollo territorial rural.

Para cada una de estas modalidades el programa establecerá mecanismos de evaluación y calificación de las propuestas: simples, transparentes y de conocimiento público.

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Alberto Gonzales

El ministerio de Agricultura, a través de la Unidad Ejecutora Manejo de los Recursos Naturales en la Sierra Sur (MARENASS), implementará el programa. El proyecto iniciará sus actividades en las provincias de Huamanga, Vilcashuamán y Víctor Fajardo, en el caso de la región de Ayacucho; Acobamba, Angaraes y Tayacaja en el caso de la región de Huancavelica; y Abancay, Andahuaylas y Chincheros en el caso de la región de Apurímac.

La formulación de este programa se ha beneficiado, en gran me-dida, del aprendizaje de las experiencias que se han llevado a cabo y se alientan en la actualidad en la sierra del país por parte de or-ganizaciones públicas y privadas, en especial, las experiencias del proyecto Vencer a la Pobreza Avanzando al Progreso, que dirige la Federación Departamental de Campesinos del Cusco en alianza con la ONG del Cusco, Instituto para un Alternativa Agraria; el pro-yecto MARENASS, PRONAMACHCS y el programa INCAGRO que son implementados por el MINAG; los proyectos Corredor Cusco-Puno y Sierra Sur que son ejecutados por FONCODES del MIMDES, el proyecto Alivio a la Pobreza (PRA) de USAID-Perú y el proyecto REDESA de la ONG CARE. Existen asimismo, varias experiencias de un alcance más limitado en términos de cobertura territorial, que han sido particularmente instructivas.

Finalmente, el amplio proceso de consulta llevado a cabo a tra-vés de numerosos talleres en Ayacucho, Apurímac, Huancavelica y Lima, ha permitido contar con muy valiosas sugerencias de espe-cialistas y promotores del desarrollo rural que han brindado gene-rosamente su conocimiento y experiencia, lo que ha enriquecido la propuesta original.

Se estima que el proyecto tendrá una rentabilidad financiera conjunta del 29,1% y un valor presente neto financiero al 14% de descuento de 51,5 millones de dólares; la rentabilidad social se esti-ma en 29,7% y un valor presente neto social al 14% de descuento de 53 millones de dólares.

Los principales riesgos del programa están vinculados a la rentabi-lidad efectiva de los proyectos que presenten los productores. Para mi-tigar este riesgo, el programa ha previsto financiar los estudios de pre-inversión a nivel de perfil y la elaboración de los expedientes técnicos y planes de negocios para lograr asegurar los resultados esperados.

183

Políticas de reducción de la pobreza en el Perú. Una historia de arena

Para el logro de la sostenibilidad del proyecto, se propone un procedimiento de gestión de su ejecución con la participación de las comunidades campesinas y las organizaciones relevantes de los municipios en el proceso de selección de las propuestas ganadoras. En el caso de los concursos de proyectos de diversificación produc-tiva, mejoramiento de las condiciones de habitabilidad y el mane-jo sostenible de los recursos naturales, cada comunidad campesina debidamente organizada y formalizada es la que será elegible para participar en el programa. En el caso de los concursos para negocios rurales, los participantes interesados deben cumplir con requisitos que demuestren su capacidad de gestión, la que será evaluada y ca-lificada por el programa, proceso en el cual se promoverá la partici-pación de los Consejos de Coordinación Local. Para los potencia-les participantes que no logren cumplir inicialmente los requisitos establecidos, se ha previsto que sean apoyados con los recursos del componente 2, destinado al desarrollo de las capacidades de las or-ganizaciones rurales de base.

4Los peruanos de hoy

El ciudadano promedio que fluye de las encuestas sobre niveles de vida en el Perú es el poblador de un asentamiento humano en la periferia de una gran ciudad costeña. Su origen es andino, pero se encuentra ya adaptado al ritmo de la gran ciudad. Sabe leer y escribir pero su ins-trucción es limitada. Anda siempre escaso de dinero, por lo cual trabaja en múltiples ocupaciones, la mayoría de ellas de baja productividad. Aspira a que sus hijos vayan a la universidad para salir de la pobreza. Su principal medio de transporte es el microbús y habita una vivienda propia, aunque precaria [...].

El texto precedente proviene del libro Perfil del Elector que publiqué en 1989 y que fue presentado en la Universidad del Pacífico por el recordado Manuel d´Ornellas y nuestro anfitrión de esta reunión, Luis Pásara.

Cuando publiqué ese libro, el Perú vivía —o, mejor dicho, so-brevivía—bajo la hiperinflación, el desempleo, el aislamiento inter-nacional y el terrorismo que asolaron al país bajo el primer gobierno de Alan García. Nos cuestionábamos si el Perú era un país viable, si no estaríamos ya al borde del colapso final. Se decía que la única sali-da para el país era el aeropuerto. De lo único que estábamos seguros era de que nunca más volveríamos a elegir a quien nos había dado el peor gobierno del siglo XX: Alan García.

Como sabemos, el Perú que derrotó a los dos movimientos sub-versivos que intentaron tomar el poder en la década del ochenta, registra ahora una de las menores tasas de inflación de la región, uno de los crecimientos del PBI más elevados y es uno de los países más

Los peruanos de hoyAlfredo Torres

188

Alfredo Torres

abiertos e integrados al comercio internacional. Y esto ocurre bajo el segundo gobierno de Alan García, lo que confirma que la historia política de los pueblos está plagada de sorpresas.

No obstante, a pesar de este agudo contraste entre las dos épo-cas, la vida de nuestro ciudadano promedio no ha cambiado tan-to. Sigue viviendo de ocupaciones precarias, carentes de beneficios sociales. La diferencia es que su ingreso familiar ha mejorado, lo que le ha permitido reemplazar el pequeño televisor blanco y negro con que solía entretenerse cuando no había «apagones» en los duros años ochenta por un televisor a colores, control remoto, de mayor tamaño. Además, ha podido adquirir un DVD y un teléfono celular prepago. Lo malo es que ahora la compra de películas «piratas» para el DVD y las tarjetas prepago para el teléfono constituyen nuevos rubros de gasto para su exiguo presupuesto familiar.

De otro lado, se acabó el terrorismo pero se incrementó la de-lincuencia, así que continúa su sensación de inseguridad. Sigue as-pirando a que sus hijos vayan a la universidad, pero la diferencia es que ahora son ellos quienes dicen a sus padres que la salida de la pobreza para ellos es el aeropuerto. Hoy emigran del país mil perso-nas al día, mucho más que lo que ocurría en el peor momento de la hiperinflación y la violencia terrorista.

9.3

3.66.1

20.7

40.6

14.3

5.4

Costa Norte

Lima

Costa SurSierra Norte

Sierra Centro

Sierra Sur

Selva

2.4Costa NorteCosta Sur

Sierra Norte

Sierra Centro

Sierra Sur

Selva

0.2

Urban o(% )

Rural(% )

Lima

Población urbana21’311,163

Población Rural7’230,638

Población Total28,541,801

Situac ió óm ica Perú 2007

10.0

74.7 9.6

25.0

22.7

30.1

25.3

Gráfico 1: Población urbana y rural del Perú

Fuente: Estimación 2008 de la Población Total Ajustada Censo 2005 / Informe: procedimiento Aplicaa para estimar la Omisión Censal de la Población en los Censos Nacionales 2005: X de Población y V de Vivienda INEI.

189

Los peruanos de hoy

Para entender qué pasa en el Perú es necesario abandonar a nues-tro imaginario ciudadano promedio para reconocer que en nuestro país conviven diferentes tipos de peruanos que ven al país desde perspectivas muy diferentes. Para empezar, están las diferencias que marca la geografía. Si bien tres de cada cuatro peruanos viven hoy en centros urbanos, esta población se encuentra afincada básicamente en la capital y en un conjunto de ciudades de la costa norte. En cambio, la población rural está distribuida a lo largo y ancho de la sierra y selva del país.

De otro lado, está la pirámide socioeconómica. En APOYO de-sarrollamos en 1990 una clasificación de la población que nos ha ayudado mucho a entender nuestra sociedad. Como varios de uste-des saben, dividimos a la población en cinco niveles socioeconómi-cos (NSE) identificados con las cinco primeras letras del abecedario. Nuestra fórmula de NSE emplea variables de educación y ocupación del principal sostén económico del hogar, características de la vivienda y tenencia de ciertos bienes y servicios. Pero nuestros estudios de NSE no cubren regularmente a poblaciones de menos de 20.000 habitan-tes, así que hemos construido una variante de la fórmula para aplicarla a los datos de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) del INEI.

NS E A /B

NS E C

NS E D

NS E E

13 %

24 %

24 %

39 %

Ciudades20.000 a +

2 2%

3 6%

2 5%

1 8%

Pobladoshasta 20.000

2 %

10 %

23 %

65 %

P E RÚPirámide socioeconómica

Si tuaci ón so cio econ óm ica Perú 20 07

Gráfico 2: Pirámide socioeconómica del país (Estimaciones con la fórmula de NSE de Apoyo adaptada

a la EnaHo)

Fuente: Encuesta Nacional de Hogares - INEI. Cuatro trimestres del 2006. Factor de expansión anual.Estimación de los NSE con la fórmula de Ipsos APOYO Opinión y Mercado adaptada a la ENAHO

190

Alfredo Torres

Lo que nos muestra este ejercicio es que los NSE A y B juntos apenas suman el 13% de la población y si a ello le añadimos el 24% del NSE C llegamos a un minoritario 37%. El resto de la población está alrededor de la línea de pobreza o por debajo de ella: el 24% en lo que llamamos NSE D y 39% en lo que sería el NSE E. Estas cifras pueden resultar chocantes para quienes están acostumbrados a leer encuestas efectuadas en Lima o las principales ciudades del país. Lo que ocurre es que mientras en las grandes ciudades tres de cada cinco entrevistados pueden clasificarse en los NSE A, B o C, en los pueblos más pequeños y en la población rural casi nueve de cada diez corresponden a los NSE D y E.

Para entender mejor de lo que estamos hablando —y para bene-ficio, sobre todo, del lector no familiarizado—, voy a presentarles un rápido perfil de lo que constituye cada NSE en el Perú.

Lo que llamamos en el Perú NSE A corresponde no solo a em-presarios acaudalados o familias de fortuna sino también a ejecutivos y profesionales, que viven de su trabajo, con ingresos que en otras sociedades serían considerados mesocráticos, pero que en el Perú los colocan en la parte superior de la pirámide. En la encuesta que hici-mos en 2007 el ingreso promedio familiar ordinario declarado por este NSE fue 9.500 nuevos soles al mes —aproximadamente 2.400 euros—, de los cuales destinan 20% a alimentos, lo que les deja un margen amplio para atender todas sus necesidades y ahorrar.

El NSE B, que habitualmente se asocia a la clase media peruana tradicional, está formado por profesionales y empleados calificados pero que tienen un ingreso mensual sustancialmente menor. En el estudio del año pasado, la cifra recogida para el ingreso mensual or-dinario fue de 2.400 nuevos soles en promedio —aproximadamente 600 euros—. Este NSE destina 36% de su ingreso a alimentos y, si bien puede contar con una vivienda apropiada y la mayor parte de electrodomésticos, su capacidad de ahorro es escasa; más bien, vive endeudado.

Al NSE C algunos lo consideran la clase media emergente y en su mayor parte está integrado por hogares encabezados por trabaja-dores de nivel técnico. Algunos son empleados de mando medio u obreros calificados de grandes empresas pero la mayoría son peque-ños empresarios, comerciantes y choferes propietarios de su vehículo.

191

Los peruanos de hoy

Su ingreso promedio mensual es de 1.300 nuevos soles —aproxi-madamente 330 euros— y destinan 46% de su ingreso ordinario a alimentos. La vivienda es mucho más sencilla, la mayoría tiene piso de cemento y un solo baño. Todos cuentan con teléfonos y refrige-radoras pero la mayoría no tiene microondas o computadoras.

El NSE D está integrado por hogares que viven de ingresos va-riables y carentes de beneficios sociales. De manera similar al NSE C, en este sector pueden encontrarse obreros, comerciantes y trans-portistas, pero la diferencia es que estos obreros se ocupan en peque-ñas empresas, estos comerciantes mueven muy poco capital y estos transportistas no son propietarios de los vehículos que conducen. El ingreso mensual ordinario declarado es de 850 nuevos soles —aproxi-madamente 210 euros—, pero la variabilidad de este ingreso hace que se encuentren a veces encima y a veces debajo de la línea de la pobreza. Sus viviendas son muy modestas y solo la mitad cuenta con una refrigeradora.

Por último, el NSE E sí se encuentra en una clara situación de pobreza y en algunos casos de extrema pobreza. Incluye a la mayor parte del campesinado y, en el ámbito urbano, a personas que tra-bajan como obreros eventuales, vendedores ambulantes o ayudantes en algún puesto de mercado. El ingreso familiar promedio es de 600 nuevos soles —aproximadamente 150 euros—, la vivienda es preca-ria, tiene piso de tierra, y la mayoría carece de instalaciones sanita-rias apropiadas. Sin embargo, si viven en alguna ciudad, la mayoría tiene un televisor y la tercera parte, un teléfono celular prepago.

Evolución socioeconómica

La economía peruana viene creciendo con altibajos desde 1991 y sostenidamente desde 2002. A lo largo de estos años se han regis-trado algunos cambios en las condiciones de vida de la población. Algunos de estos cambios son de carácter sociodemográfico y no están directamente asociados al crecimiento económico. Entre es-tos cambios, cabe destacar una reducción de las tasas de natalidad, que se refleja en hogares menos numerosos; un creciente número de hogares encabezados por una mujer; y una mayor escolaridad

192

Alfredo Torres

promedio del principal sostén económico del hogar y, en general, de todos sus integrantes.

A pesar del crecimiento de la economía, no se ha observado una reducción de los jefes de hogar que declaran tener una ocupación independiente. Este dato es preocupante, porque el crecimiento de la economía debería venir acompañado de la creación de empresas y, por consiguiente, de empleos dependientes, adecuadamente asalariados. Los trabajos dependientes solo son mayoritarios entre los jefes del hogar del NSE A. En el resto siguen predominando los trabajos independientes y la proporción de estos se incrementa según se des-ciende por la escala social.

Lo que ocurre es que, a pesar del crecimiento económico, el sector privado moderno no constituye ni la quinta parte de la po-blación económicamente activa nacional. La mayor parte de los pe-ruanos sigue trabajando como independientes (35%), trabajadores familiares no remunerados (18%) y en microempresas (18%) que a veces pagan por debajo del salario mínimo —550 nuevos soles, aproximadamente 140 euros— y que casi nunca otorgan seguridad social ni ninguno de los amplios beneficios sociales que, en teoría, protegen a los trabajadores del país.

Si se observa la evolución de la PEA y del empleo en el sector moderno durante la última década, se apreciará que la brecha, lejos de reducirse, se ha venido incrementando año a año. Es decir, es ma-yor el número de personas que ingresan cada año al mercado laboral en busca de un empleo que la capacidad de la economía moderna de generar nuevos puestos de trabajo. En 2007, por ejemplo, se calcula que estas empresas incrementaron el empleo en 9%, lo que repre-senta algo más de 200.000 puestos de trabajo. La PEA, sin embargo,

Gráfico 3: Crecimiento del PBI Variación % respecto del año anterior

1/ Proyeccciones a partir del 2008 Fuente: BCR, APOYO Consultoría

-0.7

0.93.0

0.2

5.04.0

5.16.7 7.6

8.97.1 6.2 6.0

-1.50.52.54.56.58.5

10.5

1998 2000 2002 2004 2006 2008 2010

193

Los peruanos de hoy

creció en más de 800.000 personas. De ahí que la emigración no haya disminuido sino que por el contrario continúe intensamente, así como los planes de muchos peruanos por labrarse en el extranje-ro un futuro mejor.

El lado positivo de la emigración es que ahora las familias tienden también a globalizarse. Tres de cada cinco limeños y dos de cada cinco pobladores de las ciudades del interior tiene parientes en el extranje-ro, lo cual constituye una importante red de soporte económico para equilibrar el presupuesto de la familia que se queda en el país, opor-tunidad para que se desarrolle un mayor flujo de inversión, comercio, turismo e ideas entre los que se fueron y quienes se quedaron.

Con el paso de los años, la vivienda ha ido mejorando paulati-namente. Por ejemplo, en 1999 24% de las viviendas urbanas tenía piso de tierra. Hoy esta proporción ha caído a 18%, aunque con grandes diferencias entre Lima, donde solo 11% carece de pisos de cemento o revestidos de madera o cerámica, y el interior urbano del país, donde 28% viven todavía sobre pisos de tierra. Evidentemente, esta proporción es muchísimo mayor en el ámbito rural.

Donde se ha sentido una mayor mejora es en el equipamiento de los hogares. Hoy una familia de NSE C típico cuenta con un

Gráfico 4: Composición de la PEA

*Microempresa comprende de 2 a 9 trabajadores, pequeña empresa de 10 a 49 trabajadores, mediana y grande empresa de 50 a más.

** Incluye trabajadores del hogar, practicantes y otros***PEA son todas las personas en edad de trabajar que, en la semana de referencia de la encuesta, se encontraban trabajando (ocupados) o buscando activamente trabajo (desocupados)Fuente: INEI - ENAHO Condiciones de Vida y Pobreza (Continua) 2005 / MTPE - Programa de Estadísticas y Estudios Laborales (PEEL)

Trabajadorfamiliar no

remunerado18%

Independientes35%

Microempresa*18%

Sector público7%

Sector privadomoderno

14%

Otros**3%Desocupados

5%

Pequeña empresa = 7%Grande y medianaempresa = 7%

PE A***

194

Alfredo Torres

televisor a color, DVD, refrigeradora, teléfono fijo y celular. El NSE B tiene, adicionalmente, lavadora, horno microondas, computadora y servicio de televisión por cable. Nada de esto ocurría hace veinte años. En realidad, la televisión a color, el DVD y el teléfono celular están llegando incluso a muchas familias de NSE D y a algunas del NSE E. Todo esto ha sido posible gracias a la estabilización de la economía y la recuperación del retail moderno y el crédito de consumo. No obstante, todavía falta un largo camino por recorrer.

Gráfico 5: Tipo de piso en viviendas

* Incluye pisos laminados, terrazos, mayólicas, parquét, mármol, etc.

3752

1120

54

26

Pisos revestidos* Cemento Tierra

Gran Lima Grandes ciudades del interior

Gran Lima versus Grandes ciudadesdel interior (%)

24

52

2428

49

2329

53

18

Pisos revestidos* Cemento Tierra

1999 2003 2007

Evolución Grandes ciudades (%)

Por NSE (%)

0 015

0

66

05

82

1326

74100 85

34

0Pisos revestidos* Cemento Tierra

NSE A NSE B NSE C NSE D NSE E

195

Los peruanos de hoy

Gráfico 6: Tenencia de electrodomésticos

70

33 3050

15 13

Refrigeradora Lavadora Microondas

Gran Lima Grandes ciudades del interior

51

16 9

54

18 13

60

24 22

Refrigeradora Lavadora Microondas

1999 2003 2007

Gran Lima versus Grandes ciudades del interior (%)

Evolución Grandes ciudades (%)

Por NSE (%)97 90

71 65

27 2249

4 50 1

100 9879

10

Refrigeradora Lavadora Microondas

NSE A NSE B NSE C NSE D NSE E

Situación socioeconómica Perú 2007

Por ejemplo, solo uno de cada tres jefes de hogar urbanos tiene actualmente una cuenta en algún banco y uno de cada cinco tiene crédito en alguna tienda por departamentos. La mayor parte del país está todavía fuera del sistema financiero y, por lo tanto, enfrenta serias limitaciones para acceder a la compra de un bien duradero para el hogar.

Lo mismo cabe decir del acceso a la seguridad social y a un sistema de pensiones. La mayor parte de la población no está

196

Alfredo Torres

afiliada al sistema público de salud (EsSalud) ni menos al sistema privado (EPS). Tampoco al sistema privado de pensiones (AFP) ni al público (ONP). Esta situación se deriva de la insuficiente oferta de empleos en el sector moderno de la economía y de los elevados costos laborales que implica la formalización. La legislación laboral, diseñada para proteger los derechos de los trabajadores de las grandes empresas, ha tenido como resultado involuntario elevar la barrera que impide que más personas accedan a puestos de trabajo en que se

Gráfico 7: Tecnología en el hogar

91

26

6271

22

50

Televisor a color Computadora DVD

Gran Lima Grandes ciudades del interior

69

90

75

13 6

85

24

56

Televisor a color Computadora DVD

1999 2003 2007

Gran Lima versus Grandes ciudades del interior (%)

Evolución Grandes ciudades (%)

Por NSE (%)91 96

6687

26

6882

7

43

2

24

100 99 96

57

Televisor a color Computadora DVD

NSE A NSE B NSE C NSE D NSE E

Situación socioeconómica Perú 2007

197

Los peruanos de hoy

Gráfico 8: Servicios de telecomunicación

* Para 1999 y 2003 los resultados podrían estar subestimados ya que no se especifica si es la tenencia del Jefe de hogar o de cualquier persona del hogar.

61 6546

17

5746

16 8

Celular Teléfono fijo TV Cable InternetGran Lima Grandes ciudades del interior

9

39

123

2136

184

59 56

2912

Celular* Teléfono fijo TV Cable Internet

1999 2003 2007

Gran Lima versus Grandes ciudadesdel interior (%)

Evolución Grandes ciudades (%)

Por NSE (%)

98 93 819266

4170

359

50 4212 116 4 0

96 8667

31

Celular* Teléfono fijo TV Cable Internet

NSE A NSE B NSE C NSE D NSE E

Situación socioeconómica Perú 2007

cumplan las mínimas condiciones laborales internacionales, como son el respeto al horario de trabajo, el pago de un seguro que proteja su salud y el acceso a un sistema de jubilación.

Para que un pequeño empresario se formalice o para que una mediana empresa absorba dentro de su planilla a trabajadores que hoy operan como «independientes», el costo incremental no se li-mita al pago de la seguridad social sino que debe también añadir

198

Alfredo Torres

cuatro meses de sueldo al año —las gratificaciones de Fiestas Patrias y Navidad, las vacaciones de treinta días y el abono para la Com-pensación por Tiempo de Servicios (CTS)— así como el costo de una indemnización adicional de sueldo y medio por año en la even-tualidad de que la empresa requiera prescindir de los servicios de ese trabajador.

El Ministerio de Trabajo ha incrementado considerablemente el número de inspectores laborales, lo cual está muy bien. Pero mien-tras no se avance hacia una legislación que reduzca las barreras de entrada a la formalidad, el país seguirá viviendo esta dualidad entre una minoría protegida y una mayoría al margen de los beneficios sociales básicos inherentes al empleo moderno.

Gráfico 9: Relación con el sistema financiero

3823

1

3210 10

Bancos Tarjetas de tiendas CajasGran Lima Grandes ciudades del interior

26

3

3210

3517

6

Bancos Tarjetas de tiendas Cajas1999 2003 2007

Gran Lima versus Grandes ciudades del interior

Evolución Grandes ciudades (%)

Por NSE (%)54

140

819 723 7 62 3

9161 43

10Bancos Tarjetas de tiendas Cajas

NSE A NSE B NSE C NSE D NSE E

Situación socioeconómica Perú 2007

199

Los peruanos de hoy

Gráfico 10: Afiliación a sistemas de salud y pensiones

3522

12 8

3621

12 6

EsSalud AFP ONP EPS

Gran Lima Grandes ciudades del interior

35

12 5

3516

5 2

3621

12 7

EsSalud AFP ONP EPS

1999 2003 2007

Gran Lima versus Grandes ciudadesdel interior (%)

Evolución Grandes ciudades (%)

Por NSE (%)

61

154038

19 1525 15 627 14 11 36 5 1

64 6043

12

EsSalud AFP ONP EPS

Situación socioeconómica Perú 2007

NSE A NSE B NSE C NSE D NSE E

Para economistas y empresarios es evidente que la economía na-cional va por buen camino. Los indicadores positivos son múltiples y sería ocioso repetirlos. Parte de la población reconoce este progre-so, pero el problema para un amplio sector es que la brecha entre sus necesidades y sus ingresos es todavía muy grande. Entre los jefes de hogar de la población urbana, quienes consideran que el dinero que perciben les alcanza para vivir se ha incrementado entre 2003 y 2007 de 39 a 50% mientras que los que afirman que no les alcanza ha caído de 61 a 50%. Pero la mejora es desigual. Mientras en Lima 57% declara que el dinero le alcanza, en las ciudades del interior solo 44% tiene esta percepción. En el corte por NSE, se observa que

200

Alfredo Torres

la mayor parte de los entrevistados de los NSE A, B y C consideran que el dinero les alcanza para vivir. La buena noticia es que ahora esta respuesta es mayoritaria en el NSE C. La mala noticia es que a la población de los NSE D y E el dinero no les alcanza para cubrir sus necesidades básicas y que estos sectores constituyen la mayor parte de la población nacional.

Gráfico 11: Percepción acerca de la situación económica del hogar

Evolución grandes ciudades (%)

16

33

45

1610

40 39

11

Les alcanza, puedenahorrar

Les alcanza justo,sin dificultades

No les alcanza, tienedificultades

No les alcanza, tienegrandes dificultades

1999 2003 2007

Gran Lima vs. grandes ciudades del interior

11

4636

69

3541

15

Les alcanza, puedenahorrar

Les alcanza justo, sindificultades

No les alcanza, tienedificultades

No les alcanza, tienegrandes dificultades

Gran Lima Grandes ciudades del interior

Por NSE (%)

4352

4 014

59

23

311

4636

66

3548

113

22

48

27

Les alcanza, puedenahorrar

Les alcanza justo, sindificultades

No les alcanza, tienedificultades

No les alcanza, tienegrandes dificultades

NSEA NSEB NSEC NSED NSEE

201

Los peruanos de hoy

Las grandes tendencias del electorado

Si se observan los resultados electorales, es relativamente evidente que la población peruana tiende a dividirse en tres sectores desde hace por lo menos hace medio siglo: un sector conservador, defen-sor del establishment, que en los años sesenta representaba el general Odría; un sector reformista tradicional, representado por el APRA de Víctor Raúl Haya de la Torre; y un candidato de la renovación y el cambio, que entonces representaba Fernando Belaunde. Estas tres opciones prácticamente empataron las elecciones de 1962 y 1963. Luego del gobierno militar de los años setenta, el país volvió a di-vidirse en tres sectores, aunque en este caso la izquierda de origen marxista pasó a ocupar el espacio del cambio y Belaunde junto con Luis Bedoya se convirtieron en los candidatos del establishment. Be-launde en 1980 y García en 1985 ganaron las elecciones porque lo-graron ir más allá de su espacio natural, convocando votos de otros sectores; algo que no logró Mario Vargas Llosa en 1990. Aunque propugnaba un gran cambio liberal, el renombrado escritor termi-nó posicionado como el candidato conservador y, si bien ganó la primera vuelta, fue derrotado en la segunda por Alberto Fujimori y su improvisada agrupación Cambio 90. El outsider Fujimori le dijo al electorado lo que este quería escuchar y consiguió en la segunda vuelta sumar votos de todos los que rechazaban la opción de Vargas Llosa, percibida como defensora de «los ricos».

Durante la década de los años noventa, Fujimori logra polarizar el país en dos grandes corrientes. Mediante una combinación de logros objetivos con manipulación mediática y astucia política, con-

Cuadro 1: Las grandes tendencias del electorado 1980 - 1990

Fuente: ONPE.

Votación Elecciones generales

«Establishment»«Reformismo tradicional»

«Izquierda» + «Outsider»

1980Fernando Belaunde 46% Armando Villanueva 28% Hugo Blanco 4%

Luis Bedoya 10% Otros 13%

1985Luis Bedoya 12% Alan García 53% Alfonso Barrantes 25%

Javier Alva Orlandini 7%

1990Mario Vargas Llosa 33% Luis Alva Castro 22% Alberto Fujimori 29%

Otros 16%

202

Alfredo Torres

siguió ganar otros dos procesos electorales, recogiendo votos de to-dos los sectores sociales. Luego de su caída, el país retoma la división en tercios. En 2001, Alejandro Toledo, gracias a su origen andino y su rol de líder de la oposición en las postrimerías del régimen fu-jimorista, adquiere en el imaginario popular el espacio del cambio. Cuando los electores se dan cuenta de que poco iba a cambiar el país bajo su mandato, su popularidad se va en picada. En las elecciones de 2006, Ollanta Humala pasa a ocupar ese espacio, aunque en este caso con una propuesta mucho más radical.

La revisión de los resultados electorales de diversos procesos nos revela que Lima ha sido tradicionalmente la plaza fuerte del candi-dato del «sistema»; Trujillo, la capital del aprismo; y Cusco, una de las ciudades que mejor ha acogido la candidatura del «cambio».

Las diferencias entre estas tres corrientes son múltiples. Los candidatos del «sistema» generalmente recogen amplias votaciones en los NSE A y B y entre la población que cree en la democracia, la economía de mercado y la integración con el mundo. Por su parte, los candidatos apristas han sido tradicionalmente más atractivos para la población de NSE C, de una cultura criolla mestiza, y de un electorado que cree en una democracia de mayor contenido

Cuadro 2: Las grandes tendencias del electorado 1995 - 2000

Votación Elecciones generales

«Establishment»«Reformismo tradicional»

«Izquierda» + «Outsider»

1995Alberto Fujimori 64%

Javier Pérez de Cúellar 22%

2000Alberto Fujimori 50%

Alejandro Toledo 40%

Fuente: ONPE.

Cuadro 3: Las grandes tendencias del electorado 2001 - 2006Votación

Elecciones generales«Establishment»

«Reformismo tradicional»

«Izquierda» + «Outsider»

2001Lourdes Flores 24% Alan García 26% Alejandro Toledo 37%

Fernando Olivera 10% Otros 13%

2006Lourdes Flores 24% Alan García 25% Ollanta Humala 31%

Martha Chávez 7% Valentín Paniagua 6% Otros 5%

Fuente: ONPE.

203

Los peruanos de hoy

social, con una mayor presencia reguladora del Estado. Por último, los candidatos del cambio han tenido más acogida entre lo que ahora llamamos la población «excluida», es decir, los NSE D y E, especialmente de origen andino, y entre aquellos que preferirían ser gobernados por un caudillo paternalista.

Cuadro 4: Base regional de las grandes tendencias

«Establishment»«Reformismo tradicional»

«Izquierda» + «Outsider»

1990

Lima 39% 14% 34%

Trujillo 21% 60% 11%

Cusco 23% 11% 49%

2001

Lima 41% 22% 33%

Trujillo 20% 55% 23%

Cusco 23% 20% 55%

2006

Lima 42% 21% 23%

Trujillo 23% 52% 15%

Cusco 28% 18% 46%

Fuente: ONPE

Cuadro 5: Perfil de los electores e ideas predominantes

Electores «Establishment»«Reformismo tradicional»

«Izquierda» + «Outsider»

Nivel socioeconómico A/B C D/E

Cultura Occidental Criolla mestiza Mestiza andina

Sistema político Democracia liberal Democracia social«Buscando un Inca»

Sistema económicoEconomía de mercado

Economía de mercado supervisada

Estado paternalista

Rol del Estado Apoyo social Regulador Actor central

Globalización Positiva Ambivalente Riesgosa

204

Alfredo Torres

El análisis de los resultados de los últimos procesos electorales y de las características socioeconómicas de la población de cada región del país, permiten dividir al electorado en tres grandes zonas:

La primera, conformada por Lima Metropolitana, incluyendo al Callao, donde reside el 35% del electorado nacional.

La segunda, integrada por todas las provincias de la costa central y norte entre Ica y Tumbes, excluyendo a Lima. En esta zona reside 21% del electorado nacional.

La tercera zona, compuesta por el resto de provincias del país, ubicadas en la costa sur, toda la sierra y el oriente del país. En ellas vive 44% del electorado nacional.

Lima Metropolitana se diferencia del resto del país en que la condición socioeconómica de sus habitantes es más acomodada: tres de cada cinco limeños forman parte de los NSE A, B o C. Si bien cuenta con un amplio sector de origen andino, se trata de inmi-grantes e hijos de inmigrantes, cuya naturaleza competitiva es más

Lima Metropolitana Costa norte y central Sur, sierra y selva

Población electoral % 35% 21% 44%

NSE (%)

A B C 59% A B C 38% A B C 22%

D E 41% D E 62% D E 78%

Ámbito (%)

Urbano 100% Urbano 82% Urbano 51%

Rural 18% Rural 49%

*Votación 2006

primera vuelta

Ollanta Humala 23% Ollanta Humala 23% Ollanta Humala 42%

Alan García 22% Alan García 37% Alan García 18%

Lourdes Flores 35% Lourdes Flores 20% Lourdes Flores 15%

*Votación 2006

primera vuelta

Alan García 63% Alan García 63% Alan García 38%

Ollanta Humala 37% Ollanta Humala 37% Ollanta Humala 62%

Cuadro 6: Perpectivas según zonas políticas

= porcentajes mayores o predominantes

*Población electoral residente en el PerúFuente: Ipsos APOYO Opinión y Mercado 2008

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Los peruanos de hoy

abierta a la economía de mercado y la globalización. En las últimas elecciones Lourdes Flores ganó en Lima en la primera vuelta (35%) mientras que Alan García triunfó en la segunda vuelta por amplio margen (63% frente al 37% que recibió Ollanta Humala).

En el resto de la costa central y en la costa norte, cuatro de cada cinco electores viven en el ámbito urbano. Sin embargo, su compo-sición socioeconómica es más deprimida que la capitalina. Solo dos de cada cinco habitantes de esta zona integran los NSE A, B o C. En esta población, Alan García obtuvo la mayor votación en 2006, tanto en la primera (37%) como en la segunda vuelta (63%).

La tercera zona del país es la más diversa, al punto de que es una simplificación hablar de una sola zona, ya que está integrada por la costa sur, toda la sierra y el oriente del país. Lo que los une es la pobreza y la orientación política. Solo uno de cada cinco pobladores forma parte de los NSE A, B o C. En las últimas elecciones, Ollanta Humala obtuvo aquí la mayor votación tanto en la primera vuelta (42%) como en la segunda (62%). Como se ve, el resultado electo-ral de esta zona presenta un agudo contraste con las dos anteriores.

Las diferentes actitudes políticas de estas tres zonas se mantienen hoy y se reflejan constantemente en las encuestas de opinión pública, desde la aprobación a la gestión presidencial hasta la percepción de la evolución del país. En la encuesta de abril de 2008, por ejemplo, la aprobación a la gestión presidencial fue de 33% en Lima, 28% en la costa centro-norte y de 11% en el resto del país. Del mismo modo, la sensación de que el país está progresando fue de 35% en Lima, 20% en la costa centro-norte y de 16% en el resto del país.

Similares diferencias se observan cuando se desagregan estos re-sultados por NSE. El mayor respaldo lo obtiene el presidente Gar-cía en los NSE A y B (37%), mientras este se reduce en los NSE C (25%) y D y E (22%). A la vez, la sensación de que el país está progresando alcanza 44% en los NSE A y B, se reduce a 30% en el NSE C y se contrae a apenas 17% en los NSE D y E. Esta actitud puede ser calificada de ignorante o pesimista por el gobierno o los empresarios, pero la percepción mayoritaria de la opinión pública es que el país está estancado, no progresando.

206

Alfredo Torres

Ideas políticas y económicas

Hablar actualmente en términos de izquierda y derecha no resulta muy útil, no solo porque casi nadie se reconoce de derecha sino porque la mayor parte de la población no entiende esos conceptos. Para intentar una comprensión de la orientación ideológica del elec-torado, puede ser más relevante investigar qué prefiere en términos de la relación entre la autoridad y la ciudadanía y con respecto a la propiedad de los medios de producción. Tendríamos así dos ejes, el que lleva de las actitudes democráticas hasta las autoritarias y el que va desde la preferencia por una economía donde prevalezcan las empresas privadas hasta otro donde predominen las empresas esta-tales. Si bien la técnica ideal para construir este modelo sería apli-car preguntas mediante escalas de actitudes, para evitar cualquier problema de incomprensión de la escala, se formularon, para esta presentación, preguntas directas, de opción múltiple, en la encuesta de Ipsos-APOYO de abril de 2008.

De acuerdo a este encuesta, 16% preferiría un gobierno conci-liador, que dialogue con todos los sectores, 57% que dialogue pero que también sepa ejercer su autoridad y 27% un gobierno fuerte, de mano dura. Si se consideran democráticas las dos primeras respues-tas y autoritaria la tercera, se tiene que, de cada cuatro peruanos, tres serían favorables a un régimen democrático y uno tiene inclinacio-nes abiertamente autoritarias. Este último sector se incrementa en los NSE D y E.

Con respecto al modelo económico, 24% preferiría que la mayor parte de las empresas sean estatales, 63% que algunas sean estatales y otras privadas, y apenas 13% una economía donde preponderen las empresas privadas. Esta última opción es algo mayor en los NSE A y B pero incluso en este segmento la mayoría se inclinó en la en-cuesta por la respuesta de economía mixta. Años de prédica liberal en la prensa no han logrado revertir décadas de educación escolar bajo maestros de orientación socialista. Por eso es que la población es mucho más tolerante con las deficiencias de empresas públicas, como las que distribuyen el agua, y mucho más exigente con empre-sas privadas, como las de telefonía. Eso explica también por qué es

207

Los peruanos de hoy

tan difícil avanzar con la privatización y las concesiones de las activi-dades económicas que todavía se encuentran en manos del Estado.

A partir de estas dos preguntas se puede construir una sencilla matriz de segmentación ideológica, que permite dividir a la pobla-ción en cinco segmentos:

• estatistas democráticos: aquellos que prefieren un gobierno democrático donde la mayor parte de las empresas sean públicas.

• social demócratas: quienes creen en la democracia y prefie-ren un sistema económico mixto o pluralista.

• neoliberales democráticos: demócratas que postulan que la economía de un país debería sustentarse en empresas privadas.

• estatistas autoritarios, que preferirían un gobernante que im-ponga sus ideas y donde el sector público sea muy amplio.

• neoliberales autoritarios, que quisieran un gobierno de mano dura pero donde predominen las empresas privadas.

El segmento más amplio de la población es el que hemos deno-minado social demócrata, donde se sitúa 49% de la población, que se eleva a 60% en los NSE A y B y cae a 44% en los NSE D y E.

Cuadro 7: Matriz de segmentación ideológica Dimensiones modelo económico x gobierno preferido

autoritario6%

Neo liberalDemocrático

8%

Mayoría de empresas privadas

Social demócrata49%

Modelo mixto

E sta tis ta autoritario22%

Estatistademocrático

16%

Mayoría de empresas estatales

M odelo económ ico pre ferido

Gobierno conciliador

Gobierno Mano Dura

Gobierno mixto

Gobierno preferido

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Alfredo Torres

El segundo segmento en tamaño es el estatista autoritario, que suma 22% y tiene un perfil inverso: cae a 14% en los NSE A y B y sube a 24% en los NSE D y E. El tercer segmento es el estatista democrá-tico, que asciende a 16% y tiene un perfil socioeconómico similar al estatista autoritario. El cuarto segmento es el neo liberal democráti-co, que reúne a 8% de la población, crece a 11% en los NSE A y B y cae a 7% en los NSE D y E. Por último, los neoliberales autoritarios agrupan solo al 6% de la ciudadanía.

Sorprendentemente, las diferencias por áreas geográficas no son significativas. La hipótesis nuestra era que habría más liberales en Lima, más social demócratas en la costa norte y más estatistas en el sur. Los resultados confirman estas inclinaciones pero con diferen-cias poco significativas. Si las diferencias ideológicas entre las dife-rentes regiones no son muy grandes y los resultados electorales sí lo son, querría decir que el voto tendría una mayor influencia de otros factores, tales como la identificación personal con el candidato, la confianza que este suscite o el vínculo emocional que desarrolle con las diferentes regiones del país.

La segmentación efectuada también nos permite observar que la aprobación presidencial es mayor entre los neoliberales mientras que los estatistas son los más descontentos. Coincidentemente, son también los neoliberales los que más perciben el progreso del país, mientras que para la gran mayoría de estatistas el país está estanca-do. Evidentemente, los anuncios de grandes proyectos de inversión privada no generan en ellos una sensación de progreso, como quizá lo haría el anuncio de grandes obras públicas o la estatización de alguna gran empresa privada.

La percepción de cuáles son los mayores problemas del país también es diferente para los diversos segmentos investigados. Para los limeños es la corrupción; en la costa centro y norte, la pobreza ocupa el primer lugar; en el resto del país, la falta de trabajo. Las respuestas también son diferentes según el nivel social de los entre-vistados. Para los NSE A, B y C es la corrupción, para los NSE D y E, la pobreza y la falta de trabajo. Las diferencias según ideología no son significativas en este caso.

Lo que este último cuadro nos revela es que el reclamo de los más olvidados es la reducción de la pobreza y la generación de puestos

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Los peruanos de hoy

Gráfico 12: Aprobación de Alan García según tendencia ideológica

Fuente: Ipsos APOYO Opinión y Mercado, abril de 2008.

Las grandes tendenc ia s po lítica s

21

22

26

30

37

27

Neo-liberal autoritario

Estatista autoritario

Neo-liberal democrático

Social demócrata

Estatista democrático

Total

En general, ¿diría usted que aprueba o desaprueba la gestión de...?(% de aprobación)

Gráfico 13: Percepción del proceso de desarrollo según tendencia ideológica

Fuente: Ipsos APOYO Opinión y Mercado, abril de 2008.

Las grandes tendenc ia s po lítica s

¿Cree que el Perú está progresando, estancado o en retroceso? (% de respuesta “progresando”)

20

17

27

35

42

29

Neo-liberal autoritario

Estatista autoritario

Neo-liberal democrático

Social demócrata

Estatista democrático

Total

210

Alfredo Torres

Cuadro 8: Principales problemas según NSE

¿Cuáles de los siguientes son en su opinión los tres principales problemas del país en la actualidad?

Problemas TotalNivel socioeconómico

A/B C D/E

Corrupción / coimas 43% 49% 47% 37%

Desempleo / falta de trabajo 38% 35% 39% 40%

Pobreza / hambre 36% 26% 32% 42%

Delincuencia / falta de seguridad 28% 28% 26% 30%

Costo de vida / precios altos 24% 17% 23% 28%

Abusos de las autoridades 23% 14% 27% 23%

Educación inadecuada 23% 38% 24% 16%

Narcotráfico y consumo de drogas 16% 24% 15% 14%

Salud pública inadecuada 15% 19% 19% 11%

Terrorismo / subversión 12% 11% 14% 11%

Malas condiciones laborales 10% 9% 8% 11%

= porcentajes mayores o predominantes

Fuente: Ipsos APOYO Opinión y Mercado 2008

de trabajo, casi no importa en qué condiciones. Por eso, también, tienden a esperar que sea el Estado el que lo brinde debido a que normalmente la empresa privada moderna está muy lejos de sus po-sibilidades. En cambio, los que están más arriba en la pirámide o más insertados en la economía moderna, colocan a la corrupción en el primer lugar.

En conclusión, no hay uno sino varios tipos de peruanos, con si-tuaciones y perspectivas muy diferentes sobre el país. Si bien esto se ha apreciado en diversos procesos electorales del último medio siglo, se ha hecho más evidente en las elecciones de 2006 y seguramente se verá nuevamente en las elecciones de 2011. Las mayores fuentes de di-ferencia son geográficas y socioeconómicas. Sin embargo, también se

211

Los peruanos de hoy

pueden descubrir diferencias ideológicas significativas. Lo que nos revela este último análisis es que la mitad de la población urbana del Perú podría calificarse de socialdemócrata tradicional, debido a que cree en la democracia y el mercado pero con una amplia in-tervención del Estado. A su vez, hemos encontrado que alrededor de un tercio del electorado simpatiza con ideas estatistas y solo un sexto con una visión neoliberal de la economía. Esta composición ideológica del electorado presenta una restricción importante a la gestión gubernamental en su propósito de avanzar hacia una mayor liberalización de la economía y augura también que los políticos que propugnen una mayor intervención del Estado en la economía tendrán mayor acogida en las elecciones de 2011.

5Derechos humanos y sociedad civil: experiencia y pasivo

El tema que voy a desarrollar es el de la significación de la memoria de la violencia en el Perú para una comprensión histórica sobre las posibilidades y los obstáculos de nuestra democracia. En la realidad histórica, institucional y política de ese periodo se condensan los grandes problemas relativos a la vigencia de los derechos humanos en el Perú.

Desearía que en esta presentación no solamente se encontrara una información ordenada acerca de esa realidad y lo que ella nos enseñó sobre la historia, el presente y las posibilidades futuras de la democracia en el Perú; además, pretendo transmitir siquiera indirec-tamente la experiencia singular que atravesamos quienes participa-mos en la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) que tuve el honor de presidir; me refiero a la experiencia de ir descubriendo, para revelarlo a los demás, el fondo más turbulento de nuestra so-ciedad y los grandes escollos que todavía tenemos que superar para construir una noción verdaderamente pacífica y justa.

En razón de esta pretensión de mis palabras, no quisiera limi-tarme a hacer el recuento de lo investigado y de lo hallado sino, en lugar de ello, compartir con ustedes una reflexión sobre nuestra actividad interpretativa respecto de la vida peruana. Tal reflexión abarca, en primer lugar, las disquisiciones teóricas con las cuales nos aproximamos a nuestro trabajo, reflexiones que visitaron una y otra vez esta cuestión fundamental: cómo entender el trasfondo histórico de nuestros males a partir de las atrocidades que nos mostraba el pa-sado inmediato, un pasado que, en rigor, todavía era un presente.

Verdad, memoria histórica y democraciaSalomón Lerner Febres

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Salomón Lerner Febres

Fue sobre la base de las respuestas que nos fuimos dando a esa pregunta que nos sentimos autorizados a elaborar una interpreta-ción crítica de la violencia para verla, sin perjuicio de su imborrable naturaleza criminal, como una realidad que echaba luz sobre aspec-tos no suficientemente advertidos de nuestro pasado republicano. Así, el testimonio de nuestra experiencia en la CVR estará mejor reflejado, antes que en un relato detallado de nuestros quehaceres, en las conclusiones y en las preguntas a las que llegamos a partir de nuestros hallazgos fácticos. Quisiera, pues, colocar este testimonio dentro del marco de una reflexión histórica porque eso, la ubicación histórica de la violencia, constituyó una de las marcas principales de la tarea realizada y, me atrevo a decirlo, una de las contribuciones más útiles hechas por la CVR para el pensamiento sobre el Perú de hoy y del futuro.

* * *

Durante las dos décadas finales del siglo XX el Perú experimentó uno de los procesos de violencia más graves de toda su historia re-publicana. Se trató del conflicto armado interno iniciado por la or-ganización conocida como Sendero Luminoso cuando declaró una guerra al Estado y la sociedad peruanos con las pretensiones de llevar a cabo en el país una revolución maoísta. Esa agresión, que Sendero Luminoso llevó a cabo, desde el inicio, con métodos terroristas y con un despliegue de violencia atroz, fue replicada por las fuerzas de seguridad del Estado con procedimientos tan brutales como los de la subversión que se pretendía sofocar.

El resultado que todo ello dejó es, hoy, memoria viva y vivencia cotidiana para una considerable porción de peruanos. El conflicto produjo un volumen de pérdidas humanas superior al derivado de todas las guerras internas y externas sufridas por el país durante su vida independiente. A esas muertes y desapariciones se añaden muchas otras pérdidas de orden material e inmaterial, tales como la crisis agravada de nuestro sistema político, la destrucción de la capacidad productiva de centenares de pueblos, el fortalecimiento de la cultura autoritaria, la erosión extrema de diversas instituciones

217

Verdad, memoria histórica y democracia

fundamentales y, ciertamente, las profundas heridas psicológicas abiertas, y aún no atendidas, entre la población que fue víctima directa o indirecta de los todopoderosos actores armados de aquella época.

Para esclarecer ese proceso fue constituida en el año 2001, en el contexto de la transición a la democracia tras el gobierno autoritario de Alberto Fujimori, la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Dicha comisión estuvo conformada por doce miembros y un obser-vador. Quienes la integramos no fuimos designados como represen-tantes de ningún sector social, institucional o político. Se nos pedía servir a la verdad desde el recinto de nuestras propias conciencias individuales. Por otro lado, se trató de un grupo heterogéneo, en el que solamente algunos de los comisionados poseían una trayectoria ya fuera en la defensa activa de los derechos humanos, ya fuera en la investigación social sobre la violencia. En mi caso particular —el de un profesor de filosofía y, en ese momento, rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú— integrar la CVR y asumir su presi-dencia representó no solamente un honor sino un considerable reto intelectual al mismo tiempo que moral: se trataba de poner ante los ojos del país lo peor de nuestra historia y exhortarlo a asumir he-chos, responsabilidades y lecciones que hasta el momento —y más aun cuando la violencia armada había concluido— estaban siendo evadidos.

Se trataba de poner en acto un ejercicio de memoria histórica de la violencia para un mejor esclarecimiento de la realidad presen-te y las posibilidades futuras del país. Esa intención nos llevaría a expandir considerablemente el arco de nuestras tareas. Nuestro co-metido no podría estar cumplido si nos ateníamos únicamente a ese aspecto indispensable del trabajo de toda comisión de verdad, que es el esclarecimiento de los hechos en perspectiva forense. Debíamos trascender ese ámbito para, sin descuidarlo, construir a partir de los hechos esa reflexión histórica a la que he aludido. Es sobre esto en particular que deseo compartir algunas reflexiones, comenzando por un primer discernimiento que los miembros de la comisión conside-ramos esencial para la recta comprensión de nuestro papel: ¿de qué modo es que la reconstrucción de esta historia del presente es una clave para entender nuestra realidad y nuestras posibilidades en un sentido más amplio?

218

Salomón Lerner Febres

¿Por qué el presente?

Para todo individuo la vida tiene siempre una densidad histórica de la que no puede escapar; una cuestión distinta es el que tal per-sona sea consciente de ella o que no lo sea. Hechos del pasado, he-chos que incluso han ocurrido antes de nuestro propio ciclo vital, se manifiestan repetidamente sobre nuestras propias vidas: moldean nuestras expectativas y nuestras oportunidades, imprimen cierta es-tructura a nuestra imaginación del mundo y trazan las coordenadas del territorio por donde se desenvolverá nuestra subjetividad entre otras subjetividades que serán su espejo y su contraste. Los sujetos históricos que somos, sin embargo, no siempre nos constituimos como sujetos «con historicidad», es decir, seres decididos a cultivar una escritura —siquiera figurada, simbólica, inmaterial— del tiem-po histórico del que somos tributarios. Esa historicidad, ese saber consciente que somos historia, sin embargo, es siempre necesaria para redondear nuestra experiencia de ser en el mundo.

Otro tanto ocurre con las sociedades: sus proyectos, sus am-biciones, sus posibilidades se encuentran insertos, siempre, sin ex-cepción, en una corriente temporal que presiona desde el pasado. Toda vida colectiva es vida histórica. Esto no significa, sin embargo, que las sociedades estén siempre despiertas a esa realidad, es decir, que tengan conciencia histórica. Algunas sociedades han construido imágenes de sí mismas que las invitan a depositar toda su atención en el futuro. Otras, carentes inclusive de esa pretensión teleológica, se encuentran presas de un presente plano, sin perspectivas. Pero esos dos tipos son minoritarios; la conciencia histórica es una con-dición social bien difundida y casi podría asegurarse que no hay sociedad que no tenga parte de su atención vuelta hacia el pasado y que no busque en ese pasado algunas claves de su presente y alguna justificación para su futuro o para sus pretensiones de futuro: sus proyectos. Sin embargo, esta condición histórica manifiesta —esta historicidad— admite todavía una consideración adicional.

Hasta hace poco tiempo, la conciencia histórica ha tenido prefe-rencia por lo remoto. Consideramos históricamente relevante, pro-veedor de hondura significativa, terreno sólido para el sostenimiento del presente y para la edificación del futuro, aquellas experiencias

219

Verdad, memoria histórica y democracia

y situaciones que vivieron las generaciones no contemporáneas. El término «pasado» suele evocar, en la discusión de las realidades na-cionales, asociaciones telescópicas: ha de tratarse de aquello que ha devenido nebuloso por el paso del tiempo, aquello que sobrevive entre los contemporáneos como un eco de origen incierto o que subsiste, inclusive, sustraído a sus conciencias, como realidad sub-sumida y objetivada en instituciones impersonales, en costumbres que se reputa naturales e intemporales, en formas de expresión cuyo significado original ya nadie recuerda.

Creo que esta noción del pasado «historizable» está asociada con cierta comprensión rígida del concepto de cultura que ha primado también hasta hace muy poco fuera del ámbito de la antropología. Se trata de aquella concepción que veía en la cultura una organi-zación de contenidos cerrada sobre sí misma, inmutable a lo largo del tiempo y, en casos extremos, connatural a un cierto grupo, co-lectividad, nación o civilización. Esta acepción del término o, más bien, esta forma de imaginarse la dimensión cultural de la vida en sociedad excluía como posibilidad teórica y práctica el que se diera un cambio cultural válido en el término de una generación o en el intercambio humano entre varias generaciones contemporáneas. El cambio y la contingencia en lapsos tan breves difícilmente podían alcanzar a ser vistos como un aspecto de la reproducción cultural de la sociedad y, en el peor de los casos, tendían a ser vistos como falseamiento de aquellas, como alienación, según un uso extendido, y poco filosófico, del término. Una concepción objetivante de la cultura invitaba también, en lo que concierne a la apreciación de la historiografía por los legos en esa disciplina, o por el sentido común de las sociedades, a una preferencia por la larga duración: era impor-tante para la comprensión de nuestros dilemas presentes y para la concepción de nuestros proyectos todo aquello que había contado con el tiempo intergeneracional suficiente para sustraerse a la subje-tividad del recuerdo y para transmutarse, más bien, en institución, significado o símbolo supraindividual.

Las transformaciones en nuestra concepción de cultura, motivadas por una incorporación más seria de la antropología en el diálogo humanístico —sobre todo por su diálogo fecundo con los estudios literarios—, puede haber tenido también como resultado

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Salomón Lerner Febres

una renovación de nuestra comprensión sobre la relevancia del pasado, es decir, de aquello que antes he denominado nuestra historicidad. Comprendemos ahora con mayor presteza que el entretejido de nuestra condición social alberga no una sino varias tramas distintas. El cambio social, la construcción de nuestras instituciones y de nuestras formas de ver el mundo, no son solamente fruto de la sedimentación de procesos y hechos muy lejanos en el tiempo. La cultura, considerada como el ámbito mayor en el cual transcurre nuestra existencia social, no ha de ser vista de manera cosificada, como un repertorio de contenidos objetivados, impersonales, de raíces ocultas en el tiempo, sino como una creación subjetiva y contemporánea: la cultura se construye todos los días y la construyen cada día todos los que se encuentran compartiendo un mismo espacio o comunidad humana.

Si esto es cierto, tal como ahora lo creemos, entonces el pasado que interesa no es solamente el pasado remoto sino también el de nuestros contemporáneos. Las realidades sociales más urgentes y de-mandantes, entre aquellas con las cuales lidiamos, están construidas al mismo tiempo por procesos que vienen de un pasado remoto y por las experiencias colectivas e individuales que todavía subsisten en el recuerdo de la gente que las vivió. Historia y memoria se vuel-ven, en cuanto a su contenido, series cronológicas no enteramente separables sino, más bien, continúas; es en cuanto a su forma disci-plinar, en cuanto a su metodología, en cuanto a su escritura sistemá-tica, que se diferencian todavía.

Todo lo dicho, según creo, está detrás de la práctica de la «histo-ria del presente». Todo lo mencionado, además, hace evidente para nosotros, ahora, que los proyectos de largo plazo —de perspectiva histórica— de una sociedad guardan una dependencia no pequeña respecto de aquellas experiencias colectivas que los hombres y mu-jeres recuerdan aquí y ahora: esas experiencias y la memoria que de ellas cultivamos son tan constitutivas de nuestra cultura como lo son los ecos de las civilizaciones prehispánicas o las instituciones que se quiso fundar al inicio de la vida republicana. Mejor aun: esas memorias constituyen, como lo explica bien la ciencia social con-temporánea, el filtro o la pantalla a través de la cual dichos ecos de un pasado remoto cobran un significado peculiar, reciben un color

221

Verdad, memoria histórica y democracia

determinado y se expresan de una manera viva —nunca petrificada, nunca inmóvil— sobre nuestras vidas, hoy.

Memoria de la violencia

En el caso de sociedades como la peruana y como otras de la región —Guatemala, El Salvador, la afligida Colombia de nuestros días— sería difícil pensar en un aspecto del pasado inmediato, y todavía vivo, que no esté relacionado con los procesos de violencia armada en los que se han enfrentado, en situaciones distintas, con escalas diversas, con duraciones disímiles, organizaciones no estatales —sea que las llamemos guerrilleras, subversivas o terroristas— con las or-ganizaciones coactivas del Estado —fuerzas militares o policiales u otros cuerpos paraestatales incorporados a la lucha contrasubversi-va—. En el caso de las sociedades que, como las mencionadas, han atravesado o atraviesan por conflictos armados internos —y emplea-ré en lo sucesivo este término, tomado del vocabulario del derecho internacional— el acercamiento entre la historiografía y la memoria de la violencia no responde, por lo demás, solamente a esa concep-ción renovada del pasado relevante que acabo de evocar. Ella está asociada, también, con significativos desarrollos en el ámbito del de-recho internacional y con concepciones de democracia mucho más integradoras y comprehensivas de las vigentes en décadas pasadas.

Los desarrollos jurídicos a los que me refiero son aquellos que sustentan los derechos de las víctimas de graves violaciones de dere-chos humanos a la verdad, la justicia, las reparaciones y las garantías de no repetición. Esta mirada centrada en la vida futura de quienes sufrieron atropellos durante conflictos armados o bajo regímenes políticos represivos ha llevado a superar y a dejar atrás formas de en-tender la transición a la democracia que estaban vigentes hasta hace poco. Se entendía las transiciones, en efecto, solamente como un arreglo pacífico entre las élites políticas de una sociedad por el cual los actores violentos o autoritarios aceptaban abandonar las armas o el poder a cambio de impunidad. Se estimaba —con cierto rea-lismo, es verdad— que para que un paso hacia la democracia fuera exitoso y tuviera posibilidades de mantenerse a lo largo del tiempo,

222

Salomón Lerner Febres

era necesario incurrir en arreglos de esa naturaleza: ningún actor poderoso y entrenado en el uso de la violencia aceptaría deponerla si ello significaba, al mismo tiempo, ser llevado a los tribunales y pagar sus delitos y abusos con sentencias de cárcel o diversas formas de proscripción civil.

Aquella perspectiva no se sostiene hoy. Una nueva sensibilidad y un nuevo consenso jurídico han terminado por transformar nuestra concepción de las transiciones políticas, dotándola de una dimen-sión de moralidad de la que antes carecía. También podría decirse que se la ha dotado de una nueva forma, más certera, de realismo político. La óptica favorable a los pactos de perdón y amnistías recí-procas era realista en un sentido inmediato; la mirada que demanda, hoy —que ninguna transición sea considerada completa y exitosa si se han obviado enteramente los derechos de las víctimas es realista en la medida en que opera con una comprensión más completa de la democracia— una comprensión que se proyecta hacia las condicio-nes de perdurabilidad de la misma: estas condiciones dependen de que esa democracia esté constituida sobre un tejido social que la sostenga y la defienda ante los recurrentes embates autoritarios. Esa urdimbre que sostiene a la democracia únicamente puede ser la forma de re-lación jurídica y social que llamamos ciudadanía, la cual solamente comienza a existir, para efectos prácticos, cuando la población ente-ra de una cierta comunidad política ha experimentado como reales los derechos que las cartas constitucionales le reconocen.

Así, el acento colocado en los derechos de las víctimas ha termi-nado por situar en el centro de la restauración o de la construcción democrática la tarea de hacer las cuentas con el pasado de autorita-rismo, violencia y violaciones masivas de los derechos humanos. La memoria de la violencia se constituye así, como decía, en una obli-gación exigida no solamente por una nueva comprensión del pasado y su gravitación sobre el presente sino también por una importante transformación en nuestra cultura jurídica y en nuestra concepción de la democracia.

Hay todavía un ángulo más, firmemente integrado a los anteriores, desde el cual el cultivo histórico del pasado vivo es fundamental para la edificación de sociedades democráticas. En efecto, si los procesos de democratización eran percibidos y analizados por lo general desde

223

Verdad, memoria histórica y democracia

el punto de vista de sus componentes políticos —partidos políticos, gobiernos, estados, demandas sociales organizadas—, hoy estamos más conscientes de que el juego político tiene lugar siempre en un contexto más amplio y más complejo, aquel en el cual los distintos miembros, poderosos o no, de una sociedad se imaginan qué es lo deseable y qué es lo prescindible, qué es lo tolerable y qué es lo inaceptable en las relaciones políticas, en el comportamiento del Estado, en las políticas públicas que un gobierno lleva a cabo, en el tratamiento que reciben los diversos sectores de la sociedad de parte de quienes administran el poder público y el trato que es admisible que se deparen mutuamente.

Esa imaginación social, ese conjunto de representaciones com-partidas o antagónicas sobre lo público y lo privado, los repertorios de valores que sostienen una institucionalidad política, pertenecen al mundo de la cultura, tienen la perdurabilidad de los sistemas de creencias y son el resultado de una lenta construcción histórica. Y, en gran medida, esa construcción está asociada a las represen-taciones del pasado que va elaborando cada sociedad, esto es, a las imágenes históricas de la sociedad, tanto en su sentido científico o profesional, aquel que es propio de la historiografía, cuanto en su sentido de práctica social compartida, aquello que podríamos lla-mar la memoria colectiva. El esclarecimiento sistemático de tales imágenes, la revelación de los lazos entre el hoy y el ayer inmediato, son tareas tan necesarias para la construcción democrática como lo es el diseño de normas e instituciones que realizan los profesionales de otros campos.

Ahora bien, ¿cuál es la materia de esa memoria y a qué propó-sitos sirve principalmente?, ¿qué clase de historia cabe reconstruir, qué tipo de objetividad se puede obtener y qué relaciones tendrá esa historia con el recuerdo social de los hechos por parte de sus prota-gonistas, o sus víctimas?

Estas preguntas fueron importantes en la reflexión que la CVR se hacía como precondición para acometer su tarea. Los miembros de la comisión quisimos abordar la misión delicada que se nos había encomendado, no de una manera ingenua sino estando apercibidos de su verdadera densidad. ¿Qué significa reconstruir la verdad?, ¿de qué manera esa verdad ha de hablar a una comunidad humana?,

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¿cuáles son las conexiones entre la verdad fáctica que encontraría-mos y las interpretaciones de la misma que debíamos elaborar, sin traicionar los hechos, para darle a la narración de la violencia un carácter pedagógico, dignificante, motivador y restaurador de la salud de nuestra nación? Todas esas preguntas nos remitían a las consideraciones sobre vida, presente, historia y futuro que he rese-ñado antes. Deseo señalar ahora cómo fue el trabajo realizado por dicha comisión y a qué convicciones llegó en su meditación sobre la violencia.

Comisión de la verdad

El mandato legal de la Comisión de la Verdad y Reconciliación in-volucró una diversidad de tareas. Esas tareas consistían en investigar los atropellos y violaciones de los derechos humanos producidos; establecer la identidad de las víctimas y señalar a los responsables cuando hubiera indicios suficientes para hacerlo; ofrecer al país una interpretación de las causas o factores que hicieron posible la violen-cia; proponer al Estado medidas de reparación de daños; y diseñar propuestas de reforma social, legal e institucional que impidieran un nuevo ciclo de violencia.

Para cumplir su tarea, la CVR debió emprender tareas muy di-versas y asediar ese pasado desde diversas disciplinas. No es factible, en efecto, aprehender con una sola actividad ni afrontar con una sola perspectiva la historia de veinte años de violencia en un país que, de suyo, ya es variado, heterogéneo, es decir, complejo, como el Perú. En ese lapso de dos décadas se desataron no una sino muchas formas de la violencia en la sociedad peruana. Es tentador reducir los términos del problema al encuentro violento entre dos organiza-ciones subversivas y las fuerzas del orden del Estado peruano. Pero, tan pronto como observamos con atención y sin evasiones lo ocu-rrido, nos resulta forzoso reconocer que tal formulación pecaría de unilateral y reductora.

En ese proceso que llamamos la violencia política del Perú se produjo cerca de setenta mil muertes de ciudadanos de toda con-dición, pero principalmente de ciudadanos pobres y que ya desde

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mucho antes eran víctimas de un desprecio secular en nuestro país por su raza, por su cultura o por su precaria situación económica. En ese proceso, las instituciones del Estado democrático que debie-ron acudir con presteza a la defensa de la ciudadanía amenazada, no atinaron a cumplir su papel de manera eficaz y responsable. En aquellos veinte años, se acentuaron varios de los males que ya desde tiempo atrás aquejaban a la sociedad peruana: el autoritarismo, la inequidad, la pobreza y, como sustrato de todo ello, cierto hábito de maltrato mutuo que hoy sigue siendo el gran defecto por erradi-car de nuestro país. Y, por lo demás, ese proceso de degradación y autodestrucción —en el que ciertamente existen responsables muy concretos— no podía ser entendido cabalmente sin tener en cuenta la historia peruana, en la cual era forzoso buscar, si no las causas que determinaron la violencia, por lo menos, sí, los factores que la hicieron posible.

Con esa perspectiva se realizó una amplia investigación mul-tidisciplinaria cuya columna vertebral fue el acopio de casi 17 mil testimonios. No es del todo pertinente explicitar los detalles con-ceptuales, metodológicos y técnicos de esa investigación. Solamente mencionaré que entre los campos de conocimiento desde los que intentamos aprehender la historia reciente de la violencia en el Perú tuvieron especial importancia el derecho, la sociología, la antropolo-gía, la filosofía, la psicología y, desde luego, la historia.

Como resultado de este largo proceso de trabajo, la CVR pudo llegar a un número amplio de conclusiones de distinto orden. Algu-nas de ellas son de índole fáctica: revelan el saldo de pérdidas huma-nas, qué clase de delitos habían ocasionado tales pérdidas, cómo se había presentado la violencia de manera diferenciada a lo largo del territorio nacional, qué conductas habían tenido los actores princi-palmente implicados en el conflicto, en qué responsabilidades pena-les, políticas o morales habían incurrido esos actores y qué secuelas y daños habían dejado todos esos crímenes entre las víctimas. Otras conclusiones son de orden interpretativo: le proponen al país una versión verosímil, apoyada en marcos teóricos y analíticos sólidos, acerca del porqué de la violencia y la extrema fragilidad de la vida humana en nuestro país.

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No es sencillo ofrecer en pocas palabras una exposición fiel de esas conclusiones, y tal vez tampoco sea esta la ocasión más propicia para explicarlas en detalle. Me permito, por ello, en bien del tema que nos convoca, presentar un resumen muy esquemático de las mismas. Se puede decir, en efecto, que la CVR encontró lo siguiente:

Que el número de víctimas fatales —muertos y desaparecidos— duplicaba la cifra más pesimista prevista antes de su trabajo. Se ha-blaba, en el peor de los casos, de 35 mil víctimas fatales, y según nuestras estimaciones estas fueron casi 70 mil.

Que el principal —pero no único— responsable de esa tragedia fue el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL), en razón de haber sido quien inició la violencia contra el Estado y la sociedad peruanos; por haber planteado su así llamada «guerra popular» con una metodología terrorista, y en ocasiones genocida, que negaba todo valor intrínseco a la vida humana individual; y por haber sido, como resultado de esa metodología, quien ocasionó la mayor cantidad de muertos reportados a la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

Que las violaciones de derechos humanos cometidas por las or-ganizaciones subversivas —principalmente el PCP-SL— y por las fuerzas de seguridad del Estado no fueron hechos aislados. Tales crímenes —ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, desplazamientos forzados, reclutamiento de niños y niñas, violacio-nes sexuales y otras— fueron masivos y se perpetraron, en ciertos lugares y momentos, de manera sistemática y/o generalizada y con-figuraron, así, delitos de lesa humanidad.

Que los gobiernos civiles de Fernando Belaunde Terry y Alan García Pérez, al igual que el gobierno autoritario de Alberto Fujimo-ri Fujimori, tuvieron una gravísima responsabilidad moral y política en el proceso, por entregar poderes irrestrictos a las fuerzas armadas para lidiar con la subversión, omitiendo su deber de ejercer el con-trol democrático-constitucional sobre ellas, y por procurarles impu-nidad frente a los crímenes cometidos y denunciados por diversos sectores de la sociedad peruana. En lo que concierne a Fujimori, esa responsabilidad puede ser incluso de tipo penal en ciertos casos.

Que, sin perjuicio de las responsabilidades individuales e insti-tucionales que se derivan del proceso, este cobró la magnitud y la

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gravedad conocidas debido a la existencia de viejos y profundos há-bitos de exclusión, discriminación y racismo en la sociedad peruana. Estos hábitos se manifestaron en la opinión pública bajo la forma de cierta indiferencia a la tragedia vivida por los peruanos de las regiones rurales de los Andes e inclusive se expresaron en decisiones de gobier-no. La CVR encontró que la decisión de pagar un cierto costo social en vidas de peruanos humildes para combatir al PCP-SL, asumida por el arquitecto Belaunde Terry, es una clara expresión de ese racismo.

Que la verdadera paz y la democracia arraigarán en el país so-lamente si se pone en práctica un vasto proceso de transformación —cambio institucional y de cultura cívica— que deje atrás el patrón de exclusión y discriminación antes señalado. Así, la reconciliación en el Perú ha de ser el resultado de la exposición plena de la verdad, el ejercicio de la justicia en la forma de reparaciones a las víctimas y castigos a los culpables, y la puesta en práctica de profundas refor-mas institucionales.

La historia como urgencia

Estas conclusiones poseen una base principalmente fáctica. Sin em-bargo, la descripción, la explicación y la interpretación de los hechos a los cuales se refieren tienen un fondo moral. Los hallazgos de la CVR constituyen o dan lugar a mensajes que nos convocan a re-conocer la fragilidad de la vida en el Perú. Esos mensajes tuvieron como destinataria a la sociedad peruana entera, ciertamente, pero quisieron hablar y persuadir en particular a los sectores privilegia-dos, poderosos o influyentes, y entre ellos a los del ámbito político. Creímos que el contexto de la transición, dada la experiencia de violencia y autoritarismo que lo precedía, representaba una oportu-nidad para realizar enmiendas de envergadura histórica en el país y que resultaría trágico para el Perú perder esa oportunidad. Una tesis muy fuerte, aunque subyacente al informe final de la CVR, es, en efecto, que todo intento de construir una democracia como si no hubieran existido la violencia, los factores que la hicieron posible y sus secuelas, estaría condenado a ser un fracaso más entre los varios acumulados en los casi dos siglos de vida republicana.

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Tales mensajes, por lo demás, como lo he advertido antes, cons-tituyen una suerte de proyección de la verdad fáctica hacia una verdad sociohistórica. Son mensajes que, sin desconocer las responsabilidades individuales, enfatizan el trasfondo histórico de la violencia y de sus ramificaciones. La voluntad de restituir el significado profundo de los acontecimientos, de hallar en ellos las claves de un pasado ma-yor, de desvelar los procesos sociales que se manifiestan en los epi-sodios y en los individuos —todas ellas, lecciones de la revolución historiográfica del siglo XX— constituyen, por así decirlo, las bases intelectuales de estos mensajes, que deseo resumir rápidamente.

En primer lugar, la CVR invoca a reconocer que el conflicto interno que se vivió en el Perú no ocurrió en el vacío ni fue ex-clusivamente el producto de la voluntad de un puñado de indivi-duos anómalos. La CVR nunca llama a desconocer ni a trivializar las responsabilidades particulares de esos individuos. Sin embargo, también considera una falta a la verdad el limitar el proceso a las vo-luntades de aquellos y el silenciar, en consecuencia, que esa voluntad prosperó y se propagó en una sociedad marcada por una historia de desencuentros y de fracturas sociales, geográficas y culturales. Se debe entender bien, sin embargo, que este mensaje no constituye desde ningún punto de vista una suerte de justificación de la violen-cia en razón de la pobreza y la exclusión. La voluntad criminal lo es de manera evidente y no deja de serlo por las circunstancias en que ella se manifieste. Lo que quisimos decir fue que, si alguien envió al Perú una invitación a descender a la barbarie, y si alguna parte de la sociedad y las instituciones del Estado aceptaron prestamente esa invitación, ello ocurrió en un contexto de degradación de la vida social que no cabe desconocer.

Por otro lado, es necesario decir que ese contexto social de ex-clusiones y marginaciones, que es una presencia constante en toda nuestra historia, se dio de la mano con lo que podríamos llamar una suerte de «cultura política» favorecedora de la violencia y de la muer-te. Con esto queremos hacer notar que durante todo el siglo XX, para no hablar de épocas anteriores, ha sido recurrente el llamado a la violencia como una forma de dirimir conflictos de intereses o de imponer visiones del país o de restaurar el orden cuando se cree que este se halla amenazado. El recurso a la violencia no aparece como

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una anomalía ni como una práctica estigmatizada sino como una vía normal, siempre disponible, para la competencia social, tanto en los sectores que se autodenominan revolucionarios como en los amplios sectores de las clases medias y altas que invocan el uso de la fuerza por el Estado como la forma más eficaz y expeditiva de mantener la tranquilidad pública.

En segundo lugar, la CVR sostiene, en sus conclusiones, que la sociedad peruana no podrá constituirse en una nación democrática y pacífica si sigue conviviendo con niveles de pobreza tan hondos y extendidos como los actuales, y con diferencias de consideración social tan profundas entre los peruanos.

Creo que este es un mensaje moral que se halla principalmente dirigido a las élites económicas y políticas del país y que lamentable-mente no está siendo tomado en consideración por las destinatarias. Estas parecen aferrarse a una idea simplista y reductora de la paz que se limita a tomar por tal la sola ausencia de acciones armadas. Peor aun, existe la muy sólida impresión de que quienes siempre han vivido en medio de privilegios en un país de excluidos toman la merecida derrota de Sendero Luminoso solamente como el fin de una amenaza y como una autorización a seguir viviendo como estábamos viviendo hasta el momento previo al estallido de la sub-versión. El hecho de que en los últimos cinco años el Perú haya crecido económicamente de una manera tan apreciable, mientras que la pobreza no ha disminuido en ninguna medida relevante, da una ilustración bastante precisa de lo que queremos decir con esto. No hemos sacado las lecciones de la tragedia que hemos vivido y actuamos como si la presunta paz solo debiera servir para continuar construyendo un país de hondas diferencias.

Esas diferencias, desde luego, no se refieren únicamente a lo económico. Han echado raíces también en la muy distinta consideración social de la que disfrutan los peruanos, según su etnia y su poder adquisitivo. Los fenómenos obscenos de la discriminación y el racismo están todavía muy vivos en el Perú y hasta me aventuro a decir que gozan de una aceptación muy amplia en ciertos sectores de la sociedad. Tal vez el ejemplo más elocuente y difundido de ello se pueda encontrar con solo pasar la vista por la televisión peruana y tomar nota de lo que nos divierte, de lo que consideramos

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humorístico, de lo que consideramos plausible o imitable. Después de haber visto que miles de peruanos murieron de manera atroz por el simple y contundente hecho del racismo, todavía fue posible en los últimos años que para los televidentes peruanos resultara divertido ver programas cuyo único tema y recurso retórico es la burla, el desprecio y la caricaturización de las mujeres andinas rurales y, desde luego, que empresas económicamente poderosas estuvieran dispuestas a financiar el racismo televisado mediante sus anuncios publicitarios.

La existencia de la discriminación y de la exclusión es un hecho imposible de negar en el Perú. Están presentes en la vida cotidiana de los peruanos, sea que nos toque estar del lado de los privilegiados o del lado de los excluidos. Sin duda, más problemático es todavía describir la naturaleza exacta de esos patrones de desigualdad mate-rial y simbólica. ¿Es pertinente denominarla racismo?, ¿o es que el color de la piel es solamente un dato contingente que converge con un elemento de fondo que sería la desigualdad socioeconómica? Y si hablamos de discriminación étnica, ¿se refiere esta a un hábito de diferenciación comandado por la apariencia exterior de las personas o por las manifestaciones de su cultura?, ¿son disociables el color, la cultura y el dinero en la experiencia de la discriminación peruana? Y, por último, ¿en qué estrato de la conformación histórica de nuestra comunidad nacional se encuentran las causas eficientes de esa dis-criminación que todos reconocemos pero que no sabemos nombrar con exactitud?

Las preguntas que hago, o que me hago, constituyen todavía materia de un agudo debate en la ciencia social peruana, en el que creo que se necesita una participación más activa de los estudiosos de la historia. Hay quienes, con buenos argumentos, encuentran la fuente de esa discriminación en cierta ideología racista incubada durante el régimen colonial. Hay, por otro lado, historiadores que dan a entender que lo que hoy reconocemos como racismo —la definición de la condición de indígena como irremediablemente defectuosa— es un producto cultural de los inicios de la Repúbli-ca. Hay ahí un debate interesante del que depende, en realidad, en medida no desdeñable, la imagen de nación que todavía estamos en trance de construir. En un terreno acaso más práctico diré que es una discusión que no deja de tener importancia para la concepción

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de políticas de reconocimiento e inclusión que nos resultan muy urgentes al encarar el siglo XXI.

Regreso a los mensajes de la CVR. Un último mensaje que de-seo mencionar, en esta enumeración sin duda incompleta, es que el Perú no alcanzará la paz y la democracia mientras la sociedad entera no comprenda que los daños sufridos por la población durante la violencia no pueden quedar sin ser reparados, pues tal compensa-ción —simbólica o material, individual o colectiva— es consustan-cial a una idea mínima de justicia y a un reconocimiento básico de la ciudadanía.

Si esta idea es de mención imprescindible en una reflexión sobre los mensajes morales de la CVR, es porque tal idea se relaciona con el problema de la solidaridad y de la caridad cívicas, sin las cuales difícilmente podremos construir una sociedad más humanitaria y más apta para la realización personal de todos.

La CVR señaló repetidas veces que uno de los grandes motores de la tragedia social vivida fue la indiferencia de quienes, por vivir en las urbes, por tener acceso a una voz pública, pudieron protestar contra las masivas violaciones de derechos humanos que se estaban cometiendo y exigir una política eficaz de combate a la subversión que pusiera en primer lugar la defensa de la vida de los peruanos. Tal protesta no se hizo oír y los políticos interpretaron ese silencio como un aval a su estrategia de permisividad e impunidad para los crímenes que se cometían.

Frente a la indiferencia de ayer, necesitamos ahora que vaya ger-minando poco a poco una solidaridad, una empatía, una capacidad por ahora inédita de ponernos en la posición de los otros, de enten-der sus tragedias personales y grupales. Esa empatía, que parece ser una cualidad tan ajena a la política, es en realidad la que, en una ver-dadera democracia, hace posible que quienes no han sido afectados por una tragedia exijan, como parte de su imagen del bien público, que se atienda a quienes sí han sido tocados por ella; que quienes tienen la suerte de no ser pobres evalúen a sus gobernantes según la manera como han combatido la pobreza; que quienes disfrutan de consideración social, respeto de sus derechos y protección del Es-tado se sientan insatisfechos si esos mismos bienes no son también accesibles a los otros, a esos que no ven, con quienes no conviven

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cara a cara, pero a quienes consideran sus iguales, sus conciudada-nos, sus prójimos.

Penosas confirmaciones

La sordera que todavía predomina respecto de los mensajes de la Comisión de la Verdad y Reconciliación contrasta agudamente con las confirmaciones que la realidad actual ofrece sobre la veracidad y la urgencia de lo señalado en el Informe final. Cuando este fue pre-sentado, muchos se negaron a aceptar como verdadero el proceso de criminalidad estatal que ahí se describía. Hoy, el espectáculo penoso de un ex presidente de la República, Alberto Fujimori, juzgado por los crímenes descritos, así como la multitud de testimonios que se están dando como parte de ese proceso, reconfirman lo dicho por la Comisión de una manera que no admite duda, incluso de parte de aquellos que quisieron aferrarse a la negación de la realidad.

Más doloroso, aun, es constatar hasta qué punto las secuelas de la violencia están vivas y son una realidad sufrida cotidianamente por las víctimas. En un plano personal, ello se expresa en orfandad y empobrecimiento, asi como en la imposible recuperación de opor-tunidades de educación que fueron negadas durante el conflicto. En un plano colectivo, la recurrente violencia a escala microsocial que caracteriza la vida política peruana de hoy es un reflejo de la erosión de lazos básicos de confianza y de disrupción de las formas básicas de institucionalidad política.

El Perú se ha negado a reconocerse como una sociedad de posguerra a pesar de que cada día los diarios muestran, sin señalarlas como tales, las señales evidentes de esa condición. Por el contrario, ante el cese de la violencia armada, el Estado y las élites han preferido refugiarse en una comprensión muy limitada del proceso, para considerarlo como un fenómeno ya enteramente superado y que no merece una mirada retrospectiva y un aprendizaje. La expresión más clara y preocupante de ello es la retórica oficial y elitista sobre una cierta prosperidad peruana a raíz de los años de crecimiento económico, una retórica que sigue poniendo todo el énfasis en la

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Verdad, memoria histórica y democracia

acumulación pero que se niega a tomar acciones claras para fortalecer la redistribución de la riqueza y por tanto la equidad.

Reflexión final

En este resumen de lo hallado por la CVR he querido poner el acen-to sobre las interpretaciones de más largo alcance que nos suscita-ron los hallazgos concretos sobre hechos y acciones de los actores armados y de las instituciones involucradas. Son interpretaciones que nos hablan de la estructura social peruana, del carácter de sus instituciones, de los grandes dispositivos culturales que obran sobre las relaciones entre las personas, y entre ellas y el Estado nacional.

Para quienes participamos en esta tarea, la elaboración de tales interpretaciones fue una experiencia muy viva y acuciante, por mo-mentos incluso dolorosa, porque significaba confrontar nuestras vidas con una historia de injusticias que conocíamos por el intelecto, pero no necesariamente por la vía de los afectos. Y esta dimensión, la afec-tiva, la de la vivencia íntima, fue ineludible porque la CVR trataba en primer lugar con historias personales, con personas vivas y dolientes o con la memoria de hombres y mujeres desaparecidas o muertas. Fue una dimensión fundamental del trabajo de la CVR —diría que fue la esencia de su entidad moral— recuperar nombres singulares y vivencias concretas como una forma inicial y modesta de hacer la jus-ticia debida a las víctimas; pero, al mismo tiempo, hacer tal justicia nos demandaba devolver historicidad a esas realidades individuales, recuperar su significado a la luz de una historia más amplia —local, regional, nacional— donde se inscribía, por ejemplo, la secular pre-cariedad de la vida y de los derechos ciudadanos en el Perú.

Inscribir una tragedia singular en una historia nacional nos salva del pasado sin negarlo: nos permite concebir con mayor claridad las tareas que se plantean para el futuro a la luz de lo que sabemos respecto del pretérito. En eso se resume, según creo, la historicidad de que he hablado a lo largo de estas reflexiones; ahí reside, también, una de las grandes expectativas en las sociedades que, como la perua-na, están intentando construir una democracia con el telón de fondo de un pasado violento.

El papel de la sociedad civil frente a la violencia política

Ernesto de la Jara

Comenzaré este ensayo explicitando tres puntos de partida: desde qué experiencia hablo, cuál es el ámbito de los derechos humanos que es-tamos analizando y qué concepto de sociedad civil asumo. Enseguida abordaré el tema de los quince años durante los cuales el Perú vivió un período de insurgencia y contrainsurgencia, o guerra interna.

En el país suele haber dos lecturas —completamente diferentes e irreconciliables— acerca de este proceso, en las cuales se originan dos agendas y desafíos muy distintos. Del tipo de interpretación que se asuma sobre el proceso de violencia política que padeció el país durante la década de 1980 y parte de la de 1990 dependerán las res-puestas a las dos preguntas planteadas por Luis Pásara al proponer este tema: ¿cuál es el legado de fondo de esta etapa de violencia? y ¿qué aprendimos los peruanos de este trágico proceso?

Los puntos de partidaDesde una experiencia heterodoxa de trabajo en derechos humanos

Desde comienzos de la década de 1980, momento en el que irrum-pió la insurgencia de Sendero Luminoso (SL), se fue constituyendo un conjunto de instituciones que se autodenominaron organismos de derechos humanos, y que nacieron con el objetivo clásico de de-nunciar las violaciones que en este terreno se venían produciendo desde el Estado; hechos que en ese momento no solo eran descono-cidos por el común de las personas sino también eran negados por las autoridades.

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Ernesto de la Jara

En todo el país, llegaron a existir más de sesenta de estas orga-nizaciones,1 que desde 1985 confluyeron en lo que se denominó la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Se tra-taba de una experiencia inédita y sumamente compleja de trabajo en derechos humanos, ya que la CNDH agrupaba a instituciones muy diferentes en cuanto a estilos, objetivos específicos, estrategias, grado de cercanía o independencia respecto a las iglesias católica o evangélica, y posiciones frente a otros temas, más allá del núcleo de derechos frente a la vida, la integridad física y la libertad de la perso-na. Sin embargo, a pesar de estas diferencias, la experiencia se pudo concretar, perduró durante los años de mayor violencia y se mantie-ne hasta hoy, aunque con un nuevo mandato y otra composición.

El balance que aquí se ofrece sobre el tema está formulado des-de el interior de una institución que, como el Instituto de Defensa Legal (IDL), reflexionó y trabajó en torno a los hechos de violencia política mientras estos sucedían y los peruanos teníamos que en-frentarlos día a día como una cuestión de sobrevivencia de nuestro país y de nuestra sociedad. Esta ubicación de tanta cercanía puede constituir una ventaja comparativa pero, por otra parte, también puede impedirnos observar determinados elementos de análisis que era imposible percibir en el momento mismo, cuando lo prioritario era actuar en defensa de los derechos humanos. De ahí lo interesante del debate que se puede generar a partir de distintas aproximaciones al tema.

El trabajo realizado por el movimiento de derechos humanos peruano —y en especial por el IDL— suele ser considerado bastante heterodoxo en comparación con otros de la región. Por ejemplo, la CNDH se creó sobre la base de una condena explícita y categórica a todo tipo de violencia, tanto a la proveniente del Estado como la de los grupos subversivos, a los que muchas veces se denominaba

1 El Instituto de Defensa Legal (IDL) es una de las instituciones más fuertes y repre-sentativas de este movimiento. Fui uno de sus fundadores y sigo perteneciendo a él. El IDL cumple en el año2008 su primer cuarto de siglo, y si bien su campo de reflexión y acción se ha ampliado desde que la violencia política dejó de ser el problema más grave del país —hemos desarrollado, por ejemplo, un trabajo muy intenso en políticas públicas y reformas institucionales—, mantiene como un eje temático fundamental el tema de la violencia política y los derechos humanos.

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El papel de la sociedad civil frente a la violencia política

terroristas, aunque reconociendo que se trataba de un tipo de vio-lencia política, pues perseguían fines de esta naturaleza. Esta posi-ción tuvo muchas consecuencias prácticas, como el hecho de que las instituciones integrantes de la CNDH asumieran el compromiso de defender la libertad únicamente de aquellas personas considera-das inocentes —entendida esta condición como la no pertenencia a grupos subversivos—, decisión que no siempre fue comprendida en otros movimientos de derechos humanos de la región.

Otra señal de esta heterodoxia fue que el IDL y otras organiza-ciones de derechos humanos incorporaron a su campo conceptual la necesidad de contar con una estrategia antisubversiva que, al mismo tiempo que fuera eficaz, respetara los estándares de derechos huma-nos consagrados en los tratados internacionales. De esta manera, se reconocía inequívocamente el derecho y el deber, tanto del Estado como de la sociedad, de responder en términos políticos y militares a un grupo subversivo que incurría en una serie de delitos y en la violación del Derecho Internacional Humanitario, y que además proponía un proyecto político absolutamente autoritario y violato-rio de los derechos humanos fundamentales. Este tipo de posiciones fueron las que permitieron cumplir —por lo menos eso creemos— un determinado rol durante los años de violencia política, tal como se verá posteriormente.

Un ámbito de los derechos humanos en particular

El trabajo de derechos humanos en el Perú se desarrolló desde mu-cho tiempo antes de que surgieran las organizaciones de derechos humanos que se agruparon en la CNDH. Los esfuerzos desplega-dos desde la década de 1980 solo conforman una etapa más de una experiencia muy antigua y diversa. Puede registrarse, por ejemplo, una historia de luchas por defender una serie de derechos civiles, po-líticos, étnicos, culturales y económicos, cuyos protagonistas fueron determinados movimientos sociales. De igual manera, el movimiento por los derechos de las mujeres, que alcanzó importantes logros, data de años anteriores.

A la vez, es relevante considerar que las denominadas organiza-ciones de derechos humanos que pertenecieron a la CNDH fueron

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Ernesto de la Jara

las únicas que, en función de un diagnóstico de la época, decidieron especializarse totalmente y a tiempo completo en los problemas de-rivados de la violencia política. Esta postura difiere radicalmente de la que asumieron otros organismos que no priorizaron los temas de violencia política o los incorporaron de manera bastante débil.

Cuál de las dos opciones fue mejor es el asunto que constituyó un tema de debate en su momento y lo sigue siendo hasta hoy.2 El punto de vista del IDL es que hubiera sido mejor que, en el contexto de violencia política, movimientos tan importantes como los de las mujeres y las organizaciones agrarias, de desarrollo o medioambien-tales priorizaran la defensa de los derechos humanos.

El concepto de sociedad civil

El concepto de sociedad civil que se asume en el presente ensayo es el más amplio posible: todos los actores que están fuera del sistema político, entendiendo que este último abarca tanto al conjunto de la estructura del Estado —poderes, órganos constitucionales, ámbito municipal, regional y local de autoridades, etcétera— como a los partidos políticos, por tener estos la función de acceder al poder.

Reconocemos que en torno al concepto de sociedad civil hay una serie de puntos en debate como, por ejemplo, si para ser considerado parte de esta se debe tener o no un grado de representatividad, o si abarca solo a los sectores organizados.3 Pero como lo que se quiere en

2 Hay, por ejemplo, diferentes hipótesis sobre la relación entre este movimiento de de-rechos humanos y el feminista. Roxana Vásquez ha escrito sobre el encuentro de ambos movimientos —el de mujeres y el de derechos humanos— en diálogos sostenidos que les permitan aclarar información, resolver miedos, prejuicios y reconocer o aclarar compe-tencias, y que sería de particular importancia para potenciar la actual dinámica de relación que todavía mantiene ciertas sensibilidades y malos entendidos del pasado que siguen haciendo eco en el presente (Vásquez Sotelo, Roxana. Los un@s y las otr@s: fe-minismos y derechos humanos, consultoría realizada para la Fundación Ford, no publicada).3 Una serie de autores asumen pragmáticamente este amplio concepto. Así por ejem-plo, Augusto Varas considera que la sociedad civil está compuesta por «[…] institu-ciones y personas, tenaces y creativas, comprometidas con la necesidad de comprender y proporcionar respuestas para la superación de problemas [sociales]. Esta sociedad civil organizada, integrada por un amplio y heterogéneo espectro de organizaciones no gubernamentales (ONG) y redes, cada vez más independientes y con capacidad de compartir aprendizajes históricos más allá de los límites nacionales, se ha constituido en un recurso vital para generar cambios positivos» (Varas 2006: 34-35).

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El papel de la sociedad civil frente a la violencia política

esta oportunidad es analizar la participación de una serie de actores frente al proceso de violencia política que vivió el país, conviene asumir el concepto más amplio posible, en el que queden incluidos los empresarios, los intelectuales, las ONG, los movimientos sociales y hasta los medios de comunicación.

El hilo conductor

Todo lo que voy a decir acerca de cómo fue evolucionando el pro-ceso de violencia política que durante casi dos décadas sufrió el Perú —en las que este factor se convirtió en el problema central que puso en cuestión su viabilidad como país—, así como lo que se ha hecho frente a la denominada agenda post conflicto, está marcado por la siguiente idea o sensación: lo que pasó fue, finalmente, mejor de lo que pudo haber pasado, pero a la vez la terrible realidad duró mucho más tiempo del que debió haber durado. Lo que se ha avanzado y superado con relación a dónde estábamos en términos de violencia política y derechos humanos durante las décadas de 1980 y 1990 es muchísimo, pero es a la vez insuficiente si tomamos en cuenta la gravedad de lo ocurrido. Y, además, sigue existiendo el peligro de retroceder en lo avanzado y hasta de repetir los mismos errores.

Un par de ejemplos pueden ayudar. Uno: somos un país que, finalmente, derrotó al terrorismo, pero también es cierto que eso se logró luego de que un grupo como SL casi ganara la guerra interna. Dos: Fujimori está siendo procesado y seguramente será condenado pero, según las encuestas, la mayor parte de la población sigue te-niendo un buen recuerdo de sus años en el poder.4

4 De acuerdo con la encuesta de la Universidad de Lima, realizada los días 9 y 10 de febrero de 2008, Fujimori gozaba de la simpatía de 38,5% de la población, estando en el sector E su mayor bastión político, en el que cuenta con más de 50% de apoyo. Según esta misma encuesta, 50,2% de la población aprobaba la gestión de Fujimori entre 1990 y 2000.

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�980 – 2000: ¿qué pasó?

En 1980, SL decidió llevar a cabo una guerra popular del campo a la ciudad, siguiendo la ideología y la estrategia de un maoísmo to-talmente ortodoxo, que ya no existía ni siquiera en la propia China de Mao. Y lo hizo, primero, en un momento en el que, paradóji-camente, se acababa de iniciar un proceso de apertura democrática, luego de once años de gobierno militar; y, segundo, en paralelo a la decisión de la mayoría de los grupos de izquierda de participar por primera vez en los procesos de elecciones democráticas, en los que algunos llegaron a tener éxito.

Pese a ser una organización fundamentalista, trasnochada, vio-lentista y bastante pequeña en términos de número de cuadros o de presencia en el país, durante la década de 1980 y los primeros años de la de 1990, SL logró desarrollar un gran despliegue en casi todo el país. No solo se convirtió en el problema número uno, sino que lle-gó a generar, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, la sensación de que podía ganar la guerra o tomar el poder.

El Estado, por su parte, no solo respondió de una manera ab-solutamente ineficaz sino que generó patrones de violación de los derechos humanos —desapariciones, torturas, violaciones sexuales, detenciones arbitrarias, etcétera—, barbaridades que, sumadas a las de SL y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) —la famosa «barbarie contra barbarie»— generaron una espiral de vio-lencia incontrolable y que puso en jaque al Perú.5 Es solo a fines de la década de 1980, y sobre todo a partir de la captura de Abimael Guzmán, en setiembre de 1992, que, usando una expresión de la época, «cambia el curso de la guerra interna», y el Estado y la socie-dad comienzan a ganarla, hasta que queda claro que tanto SL como el MRTA han sido derrotados.

En la actualidad, la presencia de SL está absolutamente focali-zada: se calcula que no son más de unos trescientos senderistas los

5 De acuerdo a las cifras de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el número de muertos fue de 69.280 (cifra proyectada). Si se toma en cuenta la cifra no proyectada (22.507), SL fue responsable de la muerte de 12.561 personas y el Estado, de otras 7.260 (Compendio estadístico de la CVR, anexo 3, pp. 84). El año más violento fue 1984, en el que se llegó a registrar a 4.086 víctimas.

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que actúan en determinadas zonas del Huallaga, el valle del Ene, Apurímac y Ayacucho, todas zonas bastante lejanas de las ciudades e inaccesibles, ubicadas en la selva peruana. Además, SL ya tiene otro carácter: gran parte de estos remanentes actúan prácticamente como sicarios del narcotráfico. Por ello, es muy improbable que SL pueda recomponerse para volver a ser la amenaza que fue: la mayoría de sus líderes o cuadros importantes están muertos o presos; la Policía Nacional del Perú (PNP) cuenta con abundante información sobre sus modalidades de acción; y la forma como fue capturado Guzmán y sus posteriores acciones barrieron con toda posibilidad de alimen-tar una mística capaz de seducir a la juventud.

Frente a este proceso dramático e importantísimo para el Perú, las dos preguntas clave son: ¿cómo se explica que un grupo de las ca-racterísticas de SL pudiera avanzar hasta donde avanzó, poniendo en peligro la viabilidad del país?; y, ¿qué factores permitieron el cambio del curso de la guerra y la derrota tanto de SL como del MRTA?

Al respecto, como se ha anticipado, hay dos rutas de interpre-tación que van en sentidos completamente distintos. La primera de ellas, inventada por Fujimori y Montesinos, fue sumamente difun-dida durante muchos años, por lo que llegó a ser asumida e inter-nalizada por gran parte de la población. Consiste en afirmar que SL avanzó por falta de una iniciativa que se basara fundamentalmente en la mano dura y en el desarrollo de un régimen político como el que existió a partir de 1992, es decir, autoritario, controlador y manipulador de las instituciones, los medios de comunicación, et-cétera. De ahí que Fujimori, Montesinos y el general Hermoza Ríos —quien durante gran parte de esos años fue el comandante general de las fuerzas armadas y está preso, al igual que los dos primeros— se presentaran durante muchos años como el «triunvirato victorioso».

Frente a esta interpretación, hay otra muy distinta. Según ella, el avance de SL se produjo por otro tipo de razones. Se suele men-cionar, en primer lugar, la falta de comprensión del fenómeno que se enfrentaba —cuyo carácter era político, a pesar de que utilizara métodos terroristas—, lo que generó que se planteara una estrategia antisubversiva no solamente equivocada sino también contraprodu-cente, que se basó en la represión indiscriminada, en la violación sis-temática de los derechos humanos, en la aplicación de una respuesta

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exclusivamente militar, en la declaración permanente del estado de excepción en la mayor parte del territorio nacional, al margen de las reglas democráticas, etcétera.

La segunda interpretación también señala la capacidad de SL de aprovechar todas las «fisuras» económicas, políticas, sociales, étnicas y culturales existentes en la estructura del país. Así, inicialmente SL logró generar simpatías en determinadas poblaciones, al enfrentarse a un poder local habitualmente abusivo o al presentarse como au-toridad en zonas en las que el Estado era prácticamente inexistente. ¿A qué tipo de jóvenes captó SL? Muchas veces, a aquellos que, proviniendo de los sectores más pobres del país, lograron estudiar y obtener títulos profesionales, pero cuyas posibilidades de insertarse en el mercado de trabajo eran muy escasas.6 Azuzó los conflictos entre los campesinos que obtuvieron tierras de la reforma agraria y aquellos que no las recibieron, entre empleadores y trabajadores explotados. En las zonas donde actuaba el narcotráfico, protegió a los campesinos cocaleros y se alió con los narcotraficantes.

Por todo ello, la segunda interpretación considera que el factor fundamental en la derrota de SL y el MRTA no fue ni la mano dura ni la consolidación de un régimen autoritario sino:

• la participación de la población local en las rondas campe-sinas, que lograron expulsar a SL de determinadas zonas, lo que obligó a esta organización a marchar a las ciudades en una «huida hacia delante»;

• la captura de Abimael Guzmán por parte del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN) de la PNP, que realizó su labor sin contar con mayor apoyo del régimen de Fujimori y en forma paralela, por ejemplo, al destacamento Colina, que sí gozaba de todo el respaldo oficial; y,

6 En las conclusiones finales de su informe la CVR señala lo siguiente: «La CVR ha constatado que la prédica del PCP-SL pudo tener aceptación fugaz, en razón de la incapacidad del Estado y de las élites del país para responder a las demandas educativas de una juventud frustrada en sus esfuerzos de movilidad social y de aspiración de pro-greso» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003)

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• la falta de adhesión y hasta el enfrentamiento activo de los sectores más pobres del país —rurales y urbanos—, pese a que eran años marcados por la extrema crisis económica.

Como ya se ha señalado, la primera interpretación fue repetida durante años desde la cúpula del poder político, a través de campa-ñas intensas en los medios de comunicación, basadas muchas veces en sofisticados y eficaces operativos psicosociales. Esto explica por qué este punto de vista llegó a sedimentarse con fuerza en la menta-lidad de muchos sectores de la población. A ello también contribuyó el hecho de que la captura de Abimael Guzmán hizo que de un mo-mento a otro se produjera el desmoronamiento casi instantáneo de lo más importante de SL.7

La segunda versión fue sostenida durante los años de violencia por algunos intelectuales, periodistas y organizaciones de derechos humanos, y luego adquirió —por decirlo de alguna manera, aunque la afirmación después será matizada— carácter «oficial» cuando fue asumida y planteada explícita y abiertamente por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).

La agenda pendiente

Igual que en otros países que han pasado por procesos similares, los años de violencia política nos han dejado pendiente una agenda ya clásica: verdad, justicia y reparación.

El primer punto, el de la verdad, obviamente está relacionado con el tema de las lecturas acerca de lo que pasó. Y, por eso, muchas veces se dice que el primer mérito de la CVR en el Perú es haber cambiado la versión: de una ideologizada, alejada de la realidad y destinada a manipular políticamente —la de Fujimori y Montesi-nos—, se intentó oficializar una distinta, más rigurosa y apegada a

7 Ciertamente, la caída de Guzmán tuvo un lado positivo extraordinario, consistente en haber sido un golpe estratégico y decisivo para la derrota de SL; pero provocadora-mente se podría afirmar que, si no se hubiera producido, tendría que haberse recurrido a la «estrategia integral» —política económica, social, cultural, racial, etcétera— por-que de otro modo se podía perder la guerra.

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la verdad, comprensiva e integral. ¿Pero en qué medida la interpre-tación de los hechos dada por la CVR ha terminado siendo reco-nocida e internalizada en el país? El respaldo del que gozó la CVR durante los dos años que estuvo en funcionamiento8 constituye, sin duda, una señal inequívoca de que se ha avanzado mucho en reco-nocimiento. Si se respalda a la CVR es porque se cree que es verdad lo que ha dicho sobre lo que ocurrió y porque se está de acuerdo con la esencia de sus recomendaciones.

De hecho, han quedado lejos los tiempos en los que eran muy pocos los sectores que respaldaban una versión como la contenida en el Informe final de la CVR. Tal vez el cambio más elocuente sea el de los principales medios de comunicación del país, que en muchos casos han hecho un giro de 180 grados. Lo preocupante es que los sectores que siguen sosteniendo la versión de los hechos que levantó el régimen de Fujimori y Montesinos son muchos y muy influyentes. Entre estos se hallan, en primer lugar, buena parte de los partidos políticos; la mayoría de los principales son sumamente críticos frente al discurso de la CVR, con excepción de algunos de sus miembros. Hasta el ex presidente Paniagua, de Acción Popular —partido que gobernó el país dos veces bajo la presidencia de Fer-nando Belaunde Terry—, quien dispuso la constitución de la CVR durante el gobierno de transición democrática, terminó criticando varios puntos del Informe final.9 El APRA en general, comenzando por el presidente García y su primer vicepresidente, el almirante en

8 Pese a la campaña de desprestigio y difamación que determinados secto-res desarrollaron contra la CVR en todo momento —y que mantienen hasta hoy— esta instancia llegó a tener, según las encuestas, la aprobación de 86% de la ciudadanía en el nivel nacional y, al presentar su Informe final, logró un nivel de aceptación de 56%.9 El ex presidente Valentín Paniagua declaró acerca de la CVR: «El 9 de marzo del 2001 los cuatro candidatos presidenciales más importantes demandaron al gobierno su designación […]. No exageremos, pues, el mérito del gobierno transitorio en la desig-nación de la CVR […]. Asunto distinto es la opinión sobre la forma como la Comisión cumplió la responsabilidad que le concernía y sobre sus resultados […]. En este tema, cada quien tiene que asumir su responsabilidad histórica. Nosotros lo hicimos. Puede haberse cometido errores, pero creo que el presidente Belaunde y el Partido sirvieron siempre, con absoluta lealtad, los más elevados intereses del país» (Revista Ideele, marzo de 2005).

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retiro Giampietri, sostiene posiciones y concepciones contrarias a las sostenidas por la CVR.10

Obviamente, la explicación es que ambos partidos gobernaron durante los peores años de la violencia política, por lo que tienen un grado de responsabilidad frente a lo ocurrido, tanto por inefica-cia frente al desarrollo de la violencia como por las violaciones de derechos humanos. Es verdad que la CVR concluyó en que tanto Belaunde como García solo tienen una responsabilidad moral y po-lítica, mas no penal, la que sí señaló para el caso del ex presidente Fujimori. Sin embargo, varios de los casos que la CVR recomendó judicializar ocurrieron cuando los dos primeros eran presidentes, lo que significa que no los excluyó totalmente de una posible respon-sabilidad penal, sino que derivó tácitamente tal decisión a las auto-ridades jurisdiccionales.

También hay otros partidos o dirigentes políticos que están a favor de la CVR, por lo menos en el discurso o teóricamente. El ex presidente Toledo, no solo hizo suyo el proyecto de la CVR —in-corporando en ella a un representante del movimiento de derechos humanos— sino que, durante todo su gobierno, sostuvo un discur-so claramente a su favor.

Ollanta Humala —el outsider que estuvo cerca de ganar las úl-timas elecciones y que pretende volver a ser candidato en 2011—, en su plan de gobierno y en su discurso es favorable a las posiciones de la CVR, con algún margen de ambigüedad.11 Sin embargo, no es posible olvidar que él mismo enfrenta en sede judicial serias acu-saciones por violaciones de derechos humanos que supuestamente cometió cuando se desempeñaba como jefe de una base militar en una zona de emergencia; su reacción ante ellas correspondió a los

10 Por ejemplo, en el plan de gobierno aprista presentado durante el último proceso electoral no hay una sola palabra sobre la CVR ni sobre derechos humanos. El vicepre-sidente Giampietri, desde antes que postulara con García, ha sido uno de los críticos más duros contra la CVR y, en general, contra toda defensa de los derechos humanos.11 Declaraciones de Ollanta Humala sobre la CVR: «Es uno de los trabajos más serios que se ha hecho en cuanto a investigar y tratar de sacar conclusiones sobre la guerra, pero yo creo que eso debe pasar por un Poder Judicial. Hay excesos que no deben ser olvidados. En toda institución hay buenos y malos elementos, pero no por eso se puede llegar a la venganza, a perseguir a oficiales honestos y hay gente honesta que tiene orden de captura» (La Primera, 31 de diciembre de 2005).

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típicos hechos de negación de información; poca disposición a ser investigado; descalificación y amedrentamiento de testigos. Por otra parte, varias de sus concepciones sobre ciertos temas son incompati-bles con lo propuesto por la CVR —inconstitucionalidad de los co-mandos políticos militares, límites de la justicia militar, etcétera—.

En el ámbito de la izquierda, la mayoría de las organizaciones que se mantienen en funciones están a favor de lo planteado por la CVR, pero hay también quienes la critican por no haber sido suficientemen-te radical, sobre todo respecto a las responsabilidades del Estado.

Otro sector activamente opuesto a la postura de la CVR es el constituido por las fuerzas armadas y la PNP, que continúan con el viejo discurso, que niega tajantemente todo lo ocurrido.12 Durante los gobiernos de Paniagua y Toledo, hubo momentos en que los ministros de Defensa y del Interior colaboraron con la CVR y las autoridades judiciales, pero actualmente ocurre todo lo contrario.

En lo que respecta a los empresarios y sus gremios, son muchos más los que están en contra de la CVR que los que están a favor, tal como lo expresan a través de artículos, comunicados, encuestas, declaraciones, etcétera.13

También hay evidencias de que en la población en general —in-cluidos los sectores más pobres— hay un número significativo de personas que no han llegado a internalizar realmente el diagnóstico y la propuesta de la CVR. Así lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que el fujimorismo haya obtenido una alta votación e incluso haya ganado las últimas elecciones en zonas especialmente afectadas

12 José Graham, general (r), rechazó esta investigación (la de la CVR) porque estuvo realizada por una comisión escogida a dedo, «totalmente sesgada y parcializada». Dis-ponible en <www.defensoresdelademocracia.org>.13 Julio Favre, empresario muy conocido en el país, quien ha desempeñado diversos cargos gremiales, considera necesaria la amnistía a militares y policías que lucharon contra la subversión para acabar «con la injusta persecución», pero afirma que los crí-menes cometidos por «algunas mentes atormentadas por la guerra deben ser castigados tomando en cuenta las circunstancias y el momento que ocurrieron». «Se abrió una herida en el Perú que nunca se cerrará, pues se reabrirá una y otra vez por odios y pasiones contrapuestos. Si no se tiene el valor de dar una ley de amnistía o un indulto presidencial, pues que se forme una comisión de alto nivel que en 90 días dictamine cuáles juicios deben seguir y cuáles deben parar de inmediato, y a los injustamente perseguidos y enjuiciados se les debe pedir disculpas y darles las gracias por los servicios heroicos prestados a la Nación» (El Comercio, 12 de enero de 2006).

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por la violencia política y en las que se produjo el mayor número de violaciones de derechos humanos; el que Keiko Fujimori haya obtenido la mayor votación en Lima para el Congreso; y el que el ex presidente mantenga importantes niveles de popularidad al tiempo que enfrenta un juicio por violaciones de derechos humanos.

En el mismo sentido apunta que en las elecciones del año 2006 la segunda vuelta se dirimiera entre Alan García y Ollanta Humala, dos personas que, como se ha señalado, tienen cuentas pendientes en materia de derechos humanos.

En consecuencia, no podría afirmarse que en el Perú se ha pro-ducido ya un nivel de autocrítica social suficiente frente a un con-junto de acciones u omisiones que permitieron que el escenario de «barbarie contra barbarie» durara casi dos décadas. Por tanto, el de-bate y la sensibilización al respecto sigue siendo una tarea pendiente en términos generales.

Justicia

El hecho de que la CVR recomendara, con buen criterio, la judicialización de 47 casos, y que en ello coincidiera con la sentencia de la Corte Interamericana que declara sin ningún efecto las leyes de amnistía (2001), ha permitido la investigación judicial de un significativo número de casos. En algunos de estos se han expedido importantes sentencias,14 que han estado a cargo de un subsistema especial de terrorismo y derechos humanos que ha ido consolidándose paulatinamente. En esa línea están los nuevos juzgamientos que se han hecho, por mandato de la Corte Interamericana y el Tribunal Constitucional peruano, de los principales mandos de SL y el MRTA, además de importantes sentencias en casos de violaciones de

14 Casos en los cuales ya se ha expedido sentencia: masacre de Lucanamarca: la Sala Penal Nacional emitió sentencia el 13 de octubre de 2006; secuestro y desaparición forzada de Ernesto Castillo Páez: la Primera Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema emitió sentencia el 20 de marzo de 2006; asesinato de colonos por rondas campesinas (Delta Campesinas-Delta Pichanaki): la Segunda Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema emitió sentencia el 16 de diciembre de 2005; destacamento Colina (caso La Cantuta): la Primera Sala Penal Especial dictó sentencia el 8 de abril del 2008; y el caso Rafael Salgado Castilla: la Segunda Sala Penal Superior para Reos Libres emitió sentencia el 12 de julio de 2005.

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derechos humanos, como el de Castillo Páez —la primera sentencia en un caso de desaparecidos— y, recientemente, el de La Cantuta.

Los juicios que el ex presidente Fujimori viene enfrentando por los secuestros y por las matazas extrajudiciales de La Cantuta y Ba-rrios Altos constituyen, sin lugar a dudas, un avance espectacular y especialmente importante en la materia. El desenlace de estos casos tendrá consecuencias en la lucha contra la impunidad a nivel mun-dial. Pero, al mismo tiempo, la gran mayoría de casos avanza muy lentamente, y todo hace suponer que pocos serán los que prosperen y culminen con una adecuada sentencia. Esto se debe a que exis-te una voluntad política que, lejos de colaborar con la justicia, la obstaculiza mediante normas en sentido contrario, negativas a dar información, etcétera.

En conclusión, sería absurdo afirmar que en el Perú se ha cerra-do el círculo de impunidad —tal como parecía que iba a ocurrir en las décadas de 1980 y 1990— o negar que se han producido impor-tantísimos avances en el juzgamiento de casos de terrorismo y de derechos humanos pero, tomando en cuenta la gravedad de lo ocu-rrido —por ejemplo, el registro de desaparecidos llega actualmente a 14 mil, y la lista sigue aumentando—, tampoco podría afirmarse que el proceso de búsqueda de la verdad judicial ha concluido y que todo lo que pasó ha sido saneado.

Reparaciones

Algo similar ocurre en el ámbito de las reparaciones: ha sido impor-tante el trabajo de diversas comisiones que han establecido reparacio-nes colectivas y han elaborado una lista de víctimas individuales, así como el hecho de que una parte de estas reparaciones ya se hayan con-cretado. Sin embargo, lo avanzado resulta absolutamente insuficiente en cuanto cubre un ámbito muy reducido del total de víctimas.15

15 Si bien no existe un balance oficial sobre el curso de las reparaciones, Sofía Macher, integrante de la CVR, actualmente presidenta del Consejo de Reparaciones, sostiene que solo se ha avanzado satisfactoriamente en 17% de estas, mientras: «Un 42% adi-cional tiene un desarrollo todavía insatisfactorio: no se han cumplido completamente, pero se han dado pasos en la dirección sugerida. Por supuesto, también se han produ-cido “cumplimientos” que hasta ahora están solo en el papel y que no se han traducido

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El legado profundo: el miedo frente a la vulnerabilidad vivida

Son muchos los puntos concretos que podríamos seguir abordando como parte de la herencia y la agenda pendiente —lo poco avanza-do en reformas institucionales o en salud mental, la gran cantidad de «requisitoriados» que quedan, recuperación de documentos de identidad destruidos, etcétera—, pero ante la pregunta inicialmente planteada, acerca de cuál puede ser lo que Luis Pásara denomina un legado profundo o de fondo, me atrevería a señalar un aspecto diferente: el miedo que sentimos todos —consciente o inconscien-temente— por la precariedad y la vulnerabilidad que el país exhibió cuando se presentó una amenaza como la senderista: débil, en defi-nitiva, en términos cualitativos y cuantitativos, pero muy peligrosa y dañina —eran una especie de Khemer Rouge en épocas de Pol Pot en Camboya—. Una amenaza así de débil y de mala calidad pero que casi gana la guerra. Y, entonces ¿qué otras amenazas pueden surgir o resurgir, y producir estragos inicialmente imprevisibles?

Somos un país que se tiene miedo a sí mismo. Así como otros viven temiendo a determinadas amenazas externas, en nuestro caso las amenazas que más sentimos y tenemos son internas. Puede que siempre haya sido así, debido a las profundas fragmentaciones que tenemos históricamente, pero el conflicto armado interno ha inten-sificado este miedo frente a nuestro propio país y nuestros propios compatriotas; ha agudizado la desconfianza entre nosotros.

Todos los peruanos sentimos y expresamos ese temor porque todos, de una u otra manera, fuimos afectados por la violencia. Sin embargo, los temores son distintos, como diferentes son las percep-ciones y explicaciones sobre la precariedad y vulnerabilidad. Obvia-mente debemos mencionar, en primer lugar, a quienes se convirtie-ron en víctimas directas, sea por vivir en los principales escenarios de guerra —zonas rurales, asentamientos humanos— o por formar parte de las fuerzas del orden que fueron enviadas a combatir un fenómeno para el que no habían sido capacitadas ni contaban con el

a la práctica. Sin embargo, sumando unos y otros, podemos decir que se han tomado medidas e iniciado acciones en casi el 60% de las recomendaciones de la CVR» (Docu-mento elaborado por Sofía Macher para una reunión con agencia de cooperación, no publicado).

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rumbo de una estrategia adecuada. Y los sobrevivientes que fueron víctimas o familiares de víctimas no solo tienen los traumas propios de una guerra interna, sino que sienten y saben que pueden volver a serlo.16

¿Hemos aprendido?

Esas diferencias en la forma de experimentar el miedo y la percep-ción de precariedad o vulnerabilidad también se relacionan, una vez más, con la lectura que se asuma frente a lo que pasó. El miedo que se ha instalado en quienes siguen creyendo en el discurso oficial de la década de 1990 genera que, frente a cualquier tipo de amenaza, se exija el retorno de la mano dura, una respuesta exclusivamente represiva, intervención militar, declaración de zonas de emergencia, mecanismos de impunidad, justicia militar y, en general, la consoli-dación de un Estado autoritario por encima del respeto de la institu-cionalidad democrática y los estándares de derechos humanos. Son sectores que permanentemente deben preguntarse qué está pasando de nuevo en esas zonas alejadas de la capital y con esa población «desconocida» y de la que se debe «sospechar».

Por eso son especialmente preocupantes las señales que en esa dirección comienzan a haber frente a todo lo que es considerado, de una u otra manera, una amenaza. Actitud que genera una peligrosa confusión entre las verdaderas amenazas —como el crecimiento del narcotráfico y de lo que queda de SL— y las protestas sociales, las posiciones de izquierda radicales pero enmarcadas en el sistema, los movimientos ambientalistas, las organizaciones de derechos huma-nos, etcétera. Los analistas vienen señalando los peligros de la intole-rancia que se expresa desde el poder político y económico.17

16 Un tema que me limito a plantear: ¿cuántos en el Perú tienen una víctima directa, es decir un familiar desaparecido o un militar asesinado u hoy minusválido?17 Durante los últimos meses, la situación se ha agudizado. Baste citar algunos casos ilus-trativos. En Tumbes se detuvo a siete personas que habían participado en una reunión de la Coordinadora Bolivariana en Ecuador. El carácter de esta coordinadora no está claro pero hasta ahora no hay razón para detener a quienes participan abiertamente en sus reuniones. En Piura, igualmente, se ha acusado de subversivas a 35 personas —entre alcaldes medioambientalistas y pobladores— por haber impulsado una consulta entre

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En otro sentido discurre el miedo de quienes han asumido el nuevo discurso propuesto por la CVR, que consideran que cual-quier tipo de amenaza puede resultar explosiva y volver a poner al país contra la pared si —como sucedió en el pasado— se enfrenta inadecuadamente y se potencia más allá de toda posibilidad de con-trol, al mezclarse, aprovechar y agravar las profundas grietas políti-cas, socioeconómicas y culturales realmente existentes. Ciertamente, el tema de la exclusión es fundamental en el informe de la CVR18 y, si bien se impuso como punto de debate central y casi exclusivo en el último proceso electoral —en el que todos los candidatos ofrecie-ron de todo para enfrentarlo—, pasado ese momento, el complejo debate sobre las brechas y fragmentaciones que se mantienen en el país volvió a destinarse peligrosamente hacia el olvido.

Quienes sufrimos este otro miedo, más que al rebrote de SL o el MRTA —muy poco probable—, tememos a las nuevas amenazas o manifestaciones de violencia que surgen y se desarrollan en contra-punto con falta de visión, indiferencia y reacciones equivocadas. Se manifiesta un nuevo tipo de violencia consistente en la articulación o confluencia —voluntaria o involuntaria, consciente o inconsciente— de distintos intereses, reivindicaciones, demandas, estados de ánimo y objetivos —algunos lícitos y legítimos y otros no— que, al mezclarse y confundirse, empujan la situación hacia una misma dirección ex-plosiva que deviene en graves actos de violencia, deseados y previstos por algunos, pero no por otros. El ejemplo más claro es el lincha-miento de alcaldes, relacionado con la articulación entre pobreza, falta de representación política, indignación frente a la corrupción local y discriminación étnica y cultural. A estos factores hay que sumar la

la población sobre si estaban a favor o en contra de que continuaran las actividades mineras en la zona. Además, se está realizando una intensa campaña de desprestigio en contra de los inocentes indultados y sus defensores, llevada a cabo de manera conver-gente por los tres periódicos más adictos al gobierno (Expreso, Correo y La Razón).18 «La CVR halla que el conflicto armado interno que ha investigado es el más grave de nuestra historia republicana y ha dejado secuelas muy profundas en todos los planos de la vida nacional. La amplitud e intensidad del conflicto acentuaron los graves des-equilibrios nacionales, destruyeron el orden democrático, agudizaron la pobreza y pro-fundizaron la desigualdad, agravaron formas de discriminación y exclusión, debilitaron las redes sociales y emocionales, y propiciaron una cultura de temor y desconfianza» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003: Conclusiones).

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acción de remanentes de SL, enfrentamientos políticos por el control del poder local —muchas veces con el fin de utilizarlo para actos de corrupción—, presencia de grupos ultrarradicales e irresponsables, contrabando, además de falta de previsión y ausencia de una política de seguridad ciudadana por parte del Estado.

Otro caso son los avances del narcotráfico, fenómeno vinculado a una larga lista de factores: la pobreza y exclusión de las poblaciones locales —constituidas en buena parte por campesinos cocaleros—; la ausencia de partidos políticos democráticos y legales; la crisis de representatividad; la presencia de SL, que actúa en alianza con po-derosos narcotraficantes y se vincula directamente a la existencia de sicarios; el abuso y la corrupción del Estado, sumados a sus errores y los de instituciones como la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA por sus siglas en inglés) o la Empresa Nacional de la Coca (ENACO), incapaces de articular estrategias coherentes contra el narcotráfico.

Mencionemos, por último, el conflicto entre las poblaciones lo-cales y las empresas mineras, cuya larga historia de abusos ha dejado, lógicamente, un profundo sentimiento de desconfianza. Se trata de una población en extrema pobreza que vive al lado de las manifestacio-nes de desarrollo y opulencia, que está discriminada en todo sentido y que reclama participar de los beneficios del crecimiento económico. Otros factores que contribuyen al enfrentamiento entre minería y po-blación son la ausencia de una autoridad estatal fuerte, independiente, con credibilidad; la presencia de sectores que se alimentan del conflic-to y que lo azuzan con fines políticos ilícitos; la acción de dirigentes políticos que buscan legitimarse a partir del liderazgo de los conflictos locales; las maniobras de empresarios que recurren a la violencia y a operaciones ilícitas, directamente o a través de terceros; las acciones de SL u otros grupos violentistas, que contrastan con la inacción del Estado y con la presencia de militares que no tienen mayor prepara-ción para enfrentar este tipo de conflictos.

Por tanto, frente a la pregunta de si los peruanos hemos apren-dido o no a partir de la violencia que experimentamos durante las décadas de 1980 y 1990, la respuesta es sí y no. Es decir, hay sectores que sí y hay sectores que no. Por momentos parece que sí, pero en muchos otros está claro que no. Hemos avanzado bastante en diag-

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nosticar y en aprender cómo reaccionar frente a diferentes tipos de violencia, pero de pronto nos olvidamos de todo y exigimos que se vuelva a aplicar medidas que en el pasado se mostraron ineficaces y contraproducentes.

Participación de la sociedad civil

La participación durante los años de la violencia política

Solo mencionaremos algunos datos sobre determinados sectores, para poder desarrollar más —como se nos ha pedido— el ámbito del movimiento de derechos humanos. Es preciso diferenciar, en el periodo, a los sectores de la sociedad civil que tuvieron una des-tacada y positiva participación —sea porque ayudaron a revertir la situación de violencia o porque lucharon tanto contra la barbarie de SL y el MRTA como de la que provenía del Estado— de los sectores que, más bien, brillaron por su ausencia, por no haber asumido el rol protagónico que podrían haber tenido.

Las rondas campesinas de determinadas zonas rurales del interior del país, especialmente de Ayacucho, Junín y la selva central

Como se sabe, el hecho de que los campesinos que vivían en las zonas de guerra se organizaran en rondas campesinas que, pese a la precariedad de su armamento, se enfrentaron valientemente a SL fue un factor decisivo en la derrota estratégica de este grupo. Prueba de ello es que, en diferentes documentos, SL se refiere a las rondas como «las mesnadas negras», y asesinó a un número elevadísimo de ronderos, pese a lo cual no logró amedrentarlos. A diferencia de los denominados comités de autodefensa, estas rondas se organizaron con frecuencia en forma bastante autónoma y no compulsivamente por imposición de las fuerzas armadas presentes en la zona.19

19 «La CVR estima que, desde muy temprano, sectores del campesinado más pobre, aquellos que según los cálculos del PCP-SL debían haber sido sus aliados principales, se levantaron contra un proyecto que no compartían y que se les imponía por la fuerza. Comunidades como Uchuraccay y otras de las alturas de Huanta se encuentran entre los ejemplos más conocidos. En algunos casos de modo espontáneo, en otros por iniciativa

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Si bien hay un número importante de casos en los que las rondas cometieron graves abusos contra los sospechosos por terrorismo o la población local, mi opinión es que no incurrieron en un patrón sis-temático de violación de derechos humanos, como sí ha sucedido en otros países, en los que la constitución de este tipo de organizaciones formó parte de una actuación paramilitar. En el Perú, inicialmente parecía que las rondas iban a derivar en un fenómeno de este tipo —por eso, los informes de derechos humanos de la primera etapa del conflicto daban cuenta de sus acciones como parte del queha-cer de los grupos paramilitares—, pero somos muchos los que nos inclinamos a creer que no fue así.20 Este es un fenómeno inédito y positivo en la experiencia peruana, que tampoco dio origen a la militarización del campo. Iniciado en 1982-1983, el fenómeno se interrumpió debido a la represión generalizada contra la población por parte de las fuerzas armadas.

Los sectores populares urbanos

Importantes sectores urbanos jugaron un papel activo contra SL, lo que en muchos casos costó la vida a sus activistas y sobre todo a sus dirigentes. Cuando SL ingresó a las ciudades, daba por supuesto que los pobladores de los asentamientos urbanos se incorporarían a sus filas, debido a que se encontraban en una situación verdaderamen-te extrema en razón de la crisis económica que vivía el país. Pero sorprendentemente no fue así. Siguiendo el ejemplo de las áreas ru-rales, en muchos e importantes asentamientos se formaron rondas urbanas opuestas al proyecto de SL, que respondió asesinando a un numeroso grupo de dirigentes populares —entre los que destaca María Elena Moyano— y miembros de ONG, iglesias y agencias

de las fuerzas armadas, los productores agrarios del valle del río Apurímac formaron los primeros comités de autodefensa (CAD), que posteriormente se multiplicaron e infligieron en las áreas rurales su primera derrota estratégica al PCP-SL» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003: Conclusiones). 20 La CVR aprecia el papel de las rondas pero es crítica respecto a sus efectos colatera-les: «No obstante los méritos que indudablemente tienen para el restablecimiento de la paz, no puede haber dudas de que las rondas contrasubversivas han contribuido a la espiral de la violencia más allá de lo que, en un contexto de guerra, se podría considerar inevitable» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003).

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de cooperación internacional. Este nivel de resistencia, oposición y enfrentamiento también fue decisivo, porque si SL hubiera logrado el apoyo que esperaba, tanto en el campo como en la ciudad, otro habría sido el desenlace.

Las iglesias

Tanto en la Iglesia católica como en las evangélicas se puede distin-guir un nivel de participación positiva pero también otra negativa. Fue positivo que muchos de los organismos y defensores de derechos humanos estuvieran vinculados a una u otra iglesia y residieran en las zonas de mayor conflicto, desde donde desarrollaron una valiente labor contra la violencia en general y la violación de derechos huma-nos. Los comunicados públicos que constantemente emitieron ins-tancias jerárquicas, llamando a la paz y al respeto por la democracia y los derechos humanos, fueron también importantes. Esto explica que muchos fieles, católicos y evangélicos, cayeran como víctimas de SL o del Estado. Es necesario destacar la participación masiva de los evangélicos en las rondas del valle del Apurímac, que enfrentaron exitosamente a SL. Sin embargo, en ambas iglesias también hubo un sector importante de la jerarquía que respaldó abiertamente es-trategias antisubversivas no solo ineficaces, sino que implicaban la violación de derechos humanos. La actuación del actual cardenal Juan Luis Cipriani es la más representativa de esta postura.

Los periodistas y los medios de comunicación

Hubo un número importante de periodistas de investigación que, desde los primeros años, comprendió el verdadero carácter de SL —cuyos métodos eran terroristas, pero perseguían objetivos polí-ticos— y alertó sobre los errores que se estaban cometiendo en la estrategia antisubversiva. Posteriormente, a ellos también se debe la denuncia e investigación de muchos de los casos de violaciones de derechos humanos que se cometieron en esos años.

Un punto crítico que no desmerece lo anterior es que se debatió poco y se hizo menos acerca de cómo se debía informar y abordar periodísticamente los actos terroristas a fin de no servirles de «caja de

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resonancia». Muchos periodistas también se mantuvieron al margen o «de perfil» frente al fenómeno.

Asociaciones de familiares de víctimas

Si bien en el Perú este tipo de asociaciones no tuvieron el protagonismo y la fuerza que en otros países —fundamentalmente porque muchas de ellas eran de familiares de senderistas y, por tanto, cercanas a ellos—, sí hay que destacar el importante papel que cumplió la Asociación de Familiares de Desaparecidos por la Violencia (ANFASEV) en este ámbito.

El movimiento de derechos humanos

De lo mucho que se podría decir acerca del movimiento de dere-chos humanos peruano, seleccionaré algunos aspectos positivos y negativos.

Como se indicó antes, casi desde que apareció el fenómeno de la violencia política, hubo en el país un conjunto de organizaciones que, con buen criterio, decidieron dedicarse de manera especializada y a tiempo completo a tratar de impedir el desarrollo de la espiral de violencia y a defender los derechos humanos, especialmente los de las personas más pobres, indefensas y vulnerables.

La mayor parte de las organizaciones que componen la CNDH son y fueron pequeñas y con un ámbito de acción limitado. Lo que explica su fuerza y gran capacidad de acción es que todas formen parte de un solo movimiento. Esta unidad y coordinación, basada en una red de organizaciones, permitió que el conjunto fuera mucho más fuerte y poderoso que cada organización o la simple suma de ellas.

Fue acertado constituir un movimiento plural, basado en la aceptación de que existían organizaciones distintas entre sí, pero que a la vez —pese a las dificultades para ponerse de acuerdo en una serie de puntos— reconocían un único espacio de coordinación y trabajo conjunto: la CNDH. Esta decisión fue la que permitió que, frente a los temas más importantes, el movimiento de derechos humanos mantuviera una sola voz, una sola posición y una misma estrategia.

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La existencia de este espacio de coordinación hizo posible, asi-mismo, que los demás actores encontraran, en lo fundamental del trabajo de derechos humanos, un solo interlocutor en los niveles nacional e internacional, lo cual ayudó a legitimar al movimiento. La combinación de diversidad y unidad fue también un eficaz me-canismo de protección tanto frente a los grupos subversivos como para defenderse de los abusos del Estado. La posición asumida por la CNDH y sus organizaciones también aportó mucho en el desempe-ño de este rol. Desde muy temprano, las organizaciones de derechos humanos asumieron una postura de inequívoca condena frente a todo tipo de violencia, tanto la que provenía del Estado como la ejercida por los grupos subversivos.

Hay quienes consideran que el movimiento de derechos hu-manos no puso tanto énfasis en condenar a los grupos subversivos como el que puso al condenar al Estado. Si bien el movimiento de derechos humanos se halla entre los pocos sectores cuya postura elogia la CVR, este reconocimiento va acompañado por una críti-ca en el sentido señalado. Personalmente, habiendo formado parte del movimiento de derechos humanos desde su inicio, creo que si bien en un principio, efectivamente, pudo haberse manifestado la diferencia de énfasis señalada,21 ello no se debió a dudas respecto a la necesidad de condenar a los grupos subversivos, sino a una falta de experiencia que en ocasiones llevó a un purismo conceptual que rápidamente se superó.

La posición de clara, inequívoca y permanente condena de los grupos subversivos permitió ganar la batalla frente a la campaña de satanización que desde el comienzo se desarrolló contra los organismos de derechos humanos, acusándolos de ser cómplices del terrorismo, organizaciones de fachada o —en el mejor de los casos— tontos útiles. Si bien sigue habiendo grupos que continúan con esa cam-

21 En los primeros años de la subversión, dos argumentos circulaban entre los grupos de derechos humanos. El primero decía que no se podía acusar a los grupos subversivos de violar los derechos humanos porque ellos no formaban parte del Estado que había suscrito los tratados internacionales; por ello, se sostenía que solo podían ser acusados de violar el Derecho Internacional Humanitario. El segundo sostenía que no tenía mucho sentido condenar los actos terroristas porque precisamente eran cometidos por terroristas, mientras que el Estado sí estaba llamado a actuar de otra manera.

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paña, ahora son muy pocos, y más bien la mayoría de sectores del país reconoce la legitimidad del trabajo de derechos humanos. No hay encuestas al respecto pero pueden ser indicadores de lo afirmado hechos como los siguientes: varios defensores de derechos humanos han ocupado cargos públicos de la máxima importancia o han sido elegidos o convocados para integrar comisiones de trabajo de alto nivel (Comisión de la OEA, Comisión de Reforma Constitucio-nal, Comisión de Indulto, Consejo de Reparaciones, CERIAJUS, etcétera), sin haber provocado oposición; diversos medios de comu-nicación publican permanentemente, artículos, información y de-claraciones de representantes de organismos de derechos humanos; y la capacidad de convocatoria de estas organizaciones se demuestra con la asistencia de personas de diferentes sectores a las actividades que realizan.

Haber sido capaces de tomar decisiones acertadas en un con-texto complejo en el que se presentaba un abanico de opciones —y por tanto el margen de error era muy grande— es también un punto a favor del movimiento de derechos humanos. Por ejemplo, se decidió formar y mantener la CNDH, abogar únicamente por la libertad de los inocentes, participar en los espacios de diálogo durante el gobierno de Fujimori y rechazar la invitación para acu-dir a la salita del Servicio de Inteligencia Nacional a conversar con Montesinos.

No haber mentido ni exagerado también contribuyó a la credi-bilidad. Se dijo que se estaban produciendo violaciones de derechos humanos cuando todos las negaban y se demostró que sí existían y en una cantidad impresionante. Se afirmó que no había desapareci-dos y durante tres años consecutivos terminamos siendo el país con mayor número de personas en esta situación en el mundo, según Naciones Unidas. También se comprobó nuestra denuncia, recha-zada durante años, de que hubo cientos y hasta miles de inocentes en prisión o «requisitoriados» por terrorismo. Se advertió del auto-ritarismo del régimen de Fujimori y Montesinos desde el autogolpe del 5 de abril, y del fraude en 2000, hechos que luego fueron total-mente demostrados.

El no haber sino maximalistas, sino flexibles y pragmáticos, fue otro punto a favor. Por ejemplo, se aceptó que la liberación de los

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inocentes fuera vía indulto presidencial, pese a lo equivocado e in-justo de esta medida. Se aceptó participar en la Comisión de la OEA luego de la asamblea Windsor, pese a considerar que el régimen no tenía la menor intención de «democratizarse», que era lo que inge-nuamente quería promoverse desde esa comisión.

Todo esto permitió que el movimiento de derechos humanos desarrollara un papel importante, que puede resumirse en cuatro puntos. En primer lugar, el movimiento de derechos humanos fue uno de los primeros sectores que advirtió que en el interior del país se venía desarrollando una guerra interna que devenía en una espiral de violencia, que no se veía claramente desde la capital o que deter-minados sectores no querían percibir.

En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, si bien las violaciones de derechos humanos fueron sistemáticas —por lo menos en determinados zonas y periodos, como dice la CVR— las campañas del movimiento de derechos humanos ayudaron a frenar, disminuir y revertir los casos de desapariciones, torturas, violaciones sexuales, ejecuciones y detenciones arbitrarias. Hubo también mu-chos servicios concretos: defensa de casos individuales, capacitación, apoyo a familiares, etcétera.

En tercer lugar, y aunque sean pocos lo que reconocen este punto, los organismos de derechos humanos ayudaron a develar el verdadero carácter de SL, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. En el exterior, dado el trabajo internacional que se desarrolló desde los primeros años, los activistas de derechos huma-nos fueron de los primeros en desenmascarar a los grupos subversi-vos en foros en los que se sabía poco de lo que ocurría en el país. En el nivel nacional se hizo lo mismo a través de la red en todo el país; esta labor se desarrolló particularmente en los sectores más pobres, con los que se trabajó y en los que se tenía una presencia de la que otros carecían.

En cuarto lugar, no limitarse a defender los derechos humanos permitió que colaboráramos en levantar un adecuado diagnóstico de la situación y en la tarea de elaborar estrategias de combate contra la subversión, encaminadas a derrotarla en los planos militar y político, pero enmarcadas en el respeto de los principios democráticos. Se llegó a ser un referente muy importante para la comunidad internacional,

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lo cual ayudó a que esta presionara al Estado para que la estrategia antisubversiva fuera eficaz sin dejar de ser democrática, y condenara inequívocamente a los grupos subversivos.

Puede agregarse que se ayudó enormemente a legitimar la causa de los derechos humanos y el trabajo a favor de ellos. No es gratuito que hoy sean muchísimas más las instituciones y personas compro-metidas con esta labor.

Fueron un elemento de contención de la dinámica de «barba-rie contra barbarie», pero finalmente el trabajo resultó insuficiente y hasta ineficaz. No se puede hablar propiamente de eficacia del movimiento de derechos humanos en un país en el que, a lo largo de quince años, hubo alrededor de 14 mil desaparecidos y 69 mil muertos como producto de la violencia, según la CVR.

La mayor parte de los organismos de derechos humanos tenían su sede central en Lima. A pesar de que siempre se pretendió realizar un trabajo de nivel nacional, nunca se logró contar suficientemente con ese tipo de organizaciones en el interior del país, lo cual expli-ca en parte la actual debilidad de muchos organismos de derechos humanos. Hubo zonas en las que, si bien se tuvo algún nivel de trabajo, pesó más la ausencia; por ejemplo, determinadas partes de Ayacucho, del Huallaga y de la selva central. En estos lugares, acerca de los cuales se ha logrado obtener escasa información, solo estaban presentes los senderistas o emerretistas y el Ejército, por lo que eran tierra de nadie.

Como se ha señalado, tomó tiempo aprender cómo se tenía que actuar para que la condena a los grupos subversivos formara parte del trabajo de derechos humanos y para adquirir la conciencia de que cualquier autocensura era, en cambio, un componente importante de la estrategia subversiva en los niveles nacional e internacional.

Así como hubo aciertos en decisiones y estrategias, también se cometieron errores. Por ejemplo, ante el «roqueteo» —una especie de bombardeo menor— que se aplicó en la zona del Alto Huallaga a mediados de la década de 1990, se realizó la denuncia sin contar con un buen plan de respuesta a la reacción del gobierno y sus alia-dos que, de hecho, se iba a producir. Esa falta de previsión puso en peligro no solo el destino de la denuncia sino hasta la vida de los testigos.

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No se supo atraer a otros sectores de las ONG —como ya se ha dicho— al trabajo de derechos humanos. Fue equivocado, asi-mismo, que no se buscase más creativamente el acercamiento con sectores empresariales, quienes debieron ser alentados a asumir sus responsabilidades frente a la guerra interna que vivía el país; podía ser difícil pero no imposible y sí importantísimo.

Los empresarios

Hay dos puntos criticables. En primer lugar, muchos apoyaron y hasta incentivaron una estrategia basada en la represión indiscrimi-nada, que atentaba claramente contra estándares democráticos y de derechos humanos. En muchos casos, también respaldaron todo lo que significó el régimen de Fujimori y Montesinos.22

En segundo lugar, en vez de colaborar con el diseño y la aplica-ción de una estrategia integral de pacificación, que además de eficaz respondiera a una concepción democrática, en la mayoría de los ca-sos se dedicaron exclusivamente a preservar y proteger sus intereses directos. Durante años, un número significativo de empresarios se limitó a pagar cupos a SL y al MRTA, sin importarles las consecuen-cias que ello traería en la dinámica general de violencia, o gastaron gran cantidad de recursos en sistemas privados de protección contra del terrorismo. Todo lo dicho sin desconocer que estos comporta-mientos fueron respuesta a los asesinatos y secuestros que SL y el MRTA cometían cobardemente contra ellos.

Los intelectuales

La primera crítica es que la mayoría de ellos no se sintieron aludidos por los dramáticos acontecimientos que se producían a su alrededor

22 «La visión que tuvo el empresario sobre la violencia política se circunscribió a la au-sencia de una adecuada represión por parte del Estado y, en ningún momento, intentó enfocar el problema como una evidencia de problemas sociales y políticos. En el mejor de los casos, la presencia de elementos subversivos en los sindicatos fue visto como una cuestión que podía resolverse con mayores flexibilidades en el ámbito laboral y con la reglamentación del derecho a la huelga» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003: 361).

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sino que siguieron investigando y publicando sobre sus habituales temas de especialidad, completamente al margen de la violencia ge-neralizada en la que se debatía el país. Prueba de ello es que a los pocos analistas que se ocupaban se los llamaba, con cierto matiz despectivo, senderólogos. Estos últimos —que también existieron, aunque en número reducido— constituyeron la excepción que con-firma la regla de la indiferencia de la intelectualidad peruana frente al fenómeno de la violencia. Solo después de que pasaron los años más oscuros comenzaron a aparecer ensayos, novelas, películas, lo cual es obviamente muy positivo —de hecho, enriquece el debate sobre lo que ocurrió—, pero no se puede negar que se trata de una reacción que podría ser calificada como «póstuma».

Por otro lado, están los intelectuales que si bien asumieron con responsabilidad el tema de la violencia como componente central de sus preocupaciones y reflexiones, lo hicieron de una manera inade-cuada. En este grupo están quienes, desde posiciones conservadoras, justificaban todo tipo de política antisubversiva, sin importar su ca-rácter, mientras se negaban a colaborar con estudios rigurosos sobre la dinámica que vivía el país. Frente a ellos estaban quienes desde posiciones de izquierda asumían actitudes que, si bien no eran ne-cesariamente de complicidad, contribuían a justificar la violencia o las respuestas autoritarias. Hay algunas frases muy representativas de este tipo de pensamiento: «la violencia no se inicia con SL, porque vivimos varios siglos de violencia», «es lo mismo matar con balas que con hambre», «es difícil asumir la defensa de la democracia, que es fundamentalmente formal y burguesa, y no real», «Fujimori representa un nuevo tipo de relación con las mayorías del país, que muchos no están preparados para entender».

En esta parte caben críticas asimismo a dirigentes y militantes de izquierda, que, como políticos o en su calidad de analistas, periodistas o intelectuales, se negaron irresponsablemente a condenar clara y categóricamente a los grupos subversivos durante una parte importante de los años de violencia. Es cierto que al comienzo se podía entender un grado de confusión ya que nadie sabía bien qué era lo que exactamente estaban pensando, pero al poco tiempo sí existían todos los elementos para no justificar la violencia ni las posiciones de SL o el MRTA. Entran acá también quienes hablaban

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de los senderistas como «compañeros equivocados», a quienes solo reprochaban no tener una buena lectura de las condiciones objetivas y subjetivas para la oportunidad de la lucha armada.

Sociedad civil y post conflicto: la CVR

La experiencia más importante de participación de la sociedad civil en los años posteriores al conflicto es, evidentemente, la CVR, que funcionó durante dos años, en los gobiernos de los presidentes Pa-niagua y Toledo.

El IDL, y particularmente yo, nos ubicamos con claridad entre quienes consideran que la actuación y los resultados —Informe final y Recomendaciones— de esta comisión son claramente positivos y significan un gran avance respecto a similares comisiones que han existido en otros países. La CVR marca, sin lugar a dudas, un antes y un después, y efectivamente ha llegado a ser —como era la inten-ción— un punto de llegada y de partida en cuanto al diagnóstico de la violencia vivida en el Perú y de las violaciones de los derechos humanos.

El hecho de que se creara es lo primero que hay que resaltar. Siempre estuvo presente como demanda, pero por momentos pare-ció que en el caso del Perú ya no sería posible. Incluso el presidente Paniagua inicialmente se opuso a su creación; posteriormente ac-cedió, cuando se logró un acuerdo entre los principales candidatos presidenciales. Si la CVR no se hubiera creado en ese momento, luego habría enfrentado mayores dificultades.

Se logró que los integrantes de la CVR fueran en su mayoría personas de altísimo nivel profesional y reconocida trayectoria, co-menzando por su presidente, Salomón Lerner, filósofo de prestigio y en ese tiempo rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú, a quien nadie hubiera podido acusar —en el momento de su nom-bramiento— de parcialidad, ideologización o animadversión frente a las fuerzas armadas o los partidos gobernantes.

El mandato con el que se creó la CVR fue lo suficientemente amplio y flexible como para que pudiera actuar con libertad y supe-rar los obstáculos que se le presentaran, concentrando su trabajo en un foco claro: reconstruir lo que ocurrió entre 1980 y 2000.

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La realización de audiencias públicas fue una decisión muy acer-tada y su difusión permitió que muchos sectores del país escucharan por primera vez a las víctimas. También se decidió, con buen crite-rio, realizar durante el proceso algunos actos simbólicos y comenzar las exhumaciones y judicializaciones de los casos. Hubo una bue-na política de comunicación y difusión de las actividades, logros y avances. Por ejemplo, se logró que el canal del Estado transmitiera las audiencias. Se supo dar respuesta a la campaña contra la CVR que, permanentemente, llevaron a cabo determinados sectores.

Se lograron determinados equilibrios muy difíciles de conseguir, tales como mencionar a SL como el principal responsable de la ocu-rrido sin que eso significase soslayar la enorme responsabilidad del Estado;23 criticar enérgicamente los abusos de los militares sin des-conocer que se ganó la guerra y muchos militares jugaron en eso un papel decisivo; y que la mayor responsabilidad fue de los gobiernos civiles, que derivaron el problema a las fuerzas armadas, como si se hubiera tratado de un tema estrictamente militar. Se fraseó ade-cuadamente el carácter «sistemático» de las violaciones de derechos humanos «en algunos períodos o zonas». Hizo bien la CVR en indi-vidualizar responsabilidades en ciertos casos y en exigir la judiciali-zación en un número determinado de ellos.

Tal vez lo más importante del informe final es que —tal como ya se mencionó— la CVR institucionalizó y oficializó una interpre-tación, tanto de lo sucedido como de lo que se debe hacer, comple-tamente distinta de la que se construyó y difundió durante los años de Fujimori. Sus recomendaciones abarcan aspectos inmediatos y de

23 La posición de la CVR sobre SL fue implacable y en las conclusiones del Informe final se señala con claridad que fue el principal causante de la violencia política: «La CVR considera que la causa inmediata y fundamental del desencadenamiento del con-flicto armado interno fue la decisión del PCP-SL de iniciar la lucha armada contra el Estado Peruano, a contracorriente de la abrumadora mayoría de peruanos y peruanas, y en momentos en que se restauraba la democracia a través de elecciones libres. […] Para la CVR, el PCP-SL fue el principal perpetrador de crímenes y violaciones de los derechos humanos tomando como medida de ello la cantidad de personas muertas y desaparecidas. Fue responsable del 54 por ciento de las víctimas fatales reportadas a la CVR. Esta cuota tan alta de responsabilidad del PCP-SL es un caso excepcional entre los grupos subversivos de América Latina y una de las singularidades más notorias del proceso que le ha tocado analizar a la CVR» (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003).

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mediano y largo aliento. En el Informe final y las Recomendaciones se aborda todos los temas importantes. La CVR ha sido, es y seguirá siendo un referente importantísimo en cuanto a la lectura de lo que ocurrió en el país entre 1980 y 2000.

En cuanto a sus limitaciones, puede argumentarse que tal vez la composición de la CVR debiera haber sido aún más plural. Por ejemplo, habría sido conveniente integrar a uno de los periodistas de investigación especializados en el tema. Se debió haber buscado, asimismo, a un representante del sector empresarial del país, como se ha hecho en el Consejo de Reparaciones.

Los recursos humanos y materiales de los que dispuso la CVR fueron utilizados de manera muy dispersa; debieron haber sido más concentrados. A pesar de que el tiempo era limitado, considerando la magnitud de la tarea, se pudo haber impulsado un trabajo más activo en el interior del país, sobre todo en las zonas más golpeadas y alejadas, aprovechando el nivel de legitimidad y protección con el que la CVR contaba.

Hubiera sido recomendable actuar con un criterio más selectivo a la hora de decidir qué se publicaba y qué no, pues la buena calidad de la parte central del Informe final y de las Recomendaciones no se sostiene a lo largo de los nueve tomos. Lejos de ser un informe ses-gado a favor de SL, como falsamente dicen sus detractores, lo crítico podría ser más bien que, en algunas partes, se sube el tono contra SL y el MRTA, mientras que se lo baja frente a otros actores. Si bien este sesgo puede ser entendido como una estrategia válida para neutralizar posibles críticas, también cabe discutir hasta qué punto se puede y se debe adoptar esta postura.

Se debió haber previsto mecanismos para actuar con posteriori-dad a la publicación del Informe final. Así se habría estado en me-jores condiciones de hacer un seguimiento a las recomendaciones, defenderse de los ataques y, sobre todo, continuar informando sobre lo que pasó en el país y promoviendo formas de repararlo.

Debieron haberse aprovechado mejor las atribuciones, la legi-timidad y la protección de las que gozaba la CVR —sobre todo durante los primeros meses de transición democrática, tiempo en el que todo aquello que tenía que ver con derechos humanos era «polí-ticamente» correcto— para avanzar en determinadas investigaciones

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paradigmáticas, a fin de generar más debate y promover las reformas institucionales.

Se puede estar de acuerdo con lo central del Informe final, pero discrepar en puntos específicos. Y, sin embargo, algunas personas vinculadas a la CVR muestran cierta cerrazón o hipersensibilidad respecto a la posibilidad de discutir o complementar los plantea-mientos o trabajos de esta comisión. Se vive una inhibición para plantear un debate de este tipo, por temor a que a la más mínima crítica se interprete como si se les estuviera haciendo el juego a quie-nes se oponen de mala fe al trabajo de la CVR o buscan distorsionar lo afirmado por la CVR.

Pero, reitero, lo esencial ha sido absolutamente positivo y para bien del país. Justamente por ello, todo lo producido debe de servir para de-batir y seguir construyendo una nueva lectura de lo que sucedió.

Respuestas a las preguntas iniciales

¿Qué pasó? Vivimos una guerra interna que por momentos casi gana SL pero, finalmente, dicho grupo subversivo fue derrotado. Proceso que ha dejado una compleja agenda pendiente.

¿Cuál ha sido el legado de fondo? Más miedo al país, a su vul-nerabilidad, fraccionamiento, precariedad, a lo distintos que somos unos de otros. De ahí la importancia de abordar realmente la ten-sión entre inclusión y exclusión, que tan claramente se expresó en las últimas elecciones.

¿Aprendimos? Sí y no. Todo depende del cristal con que se mire lo que ocurrió, y dónde uno estuvo ubicado durante los años de violencia y dónde está ahora.

¿Qué tipo de participación tuvo la sociedad civil? Hay experien-cias de participación muy positivas, pero hay ausencias o equivoca-ciones también notables.

Lecciones de una etapa sangrienta ¿hemos aprendido los peruanos?

José Luis Pérez Sánchez-Cerro

El combate a la subversión en el Perú tuvo varios actores. La socie-dad civil fue uno de ellos, importante, pero no el único. Las fuer-zas armadas, los políticos, la población, los llamados «ronderos» o comités de autodefensa, el Poder Judicial, las iglesias, el contexto internacional, fueron también actores en la lucha antiterrorista, con mayor o menor grado de influencia en sus resultados. Por ello creo, en justicia, que hablar solo del rol de la sociedad civil en este capí-tulo tan negro y aciago de la historia republicana del Perú podría darnos una buena idea de lo ocurrido; no obstante, sería insuficiente e incompleta.

¿Cuál es el legado de fondo de esta etapa de violencia? y ¿qué aprendimos los peruanos de este trágico proceso? son las interrogan-tes planteadas a las que pretenderé responder con la mayor objetivi-dad posible. Mi punto de observación, sin embargo, no se encuentra en la sociedad civil sino en la política, como funcionario del Estado y diplomático de carrera, fundamentalmente.

Un legado histórico de exclusión

Sin pretender justificar en lo más mínimo la generación de la vio-lencia política en el Perú entre 1980 y 2000, debemos considerar, sucintamente, algunos antecedentes históricos del escenario en el que esta se desarrolla. Es preciso remontarnos hasta la época del Virreinato (1532-1821), que se caracterizó por el establecimiento

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José Luis Pérez Sánchez-Cerro

de un Estado centralista en el que todas las decisiones partían de la capital marginando al resto del país. Esta situación perduró durante la República y, de alguna manera, se mantiene hasta nuestros días, a pesar de los esfuerzos de gobiernos democráticos por cambiar esa situación para superar las condiciones de exclusión social, pobreza y marginación de gran parte de las poblaciones rurales y urbanas del interior del país.

Tenemos una herencia virreinal que se expresa en la brecha asi-métrica que existe entre el Estado hispanohablante y el poblador analfabeto o de escaso nivel educativo y quechuahablante. Esa bre-cha se corresponde con un reparto inequitativo del poder y de la riqueza y está poblada por discriminaciones de todo tipo.

Durante la República el modelo continuó inalterable. Incluso se agravó aún más con regímenes militares, que interrumpieron per-manentemente los breves estadios democráticos posteriores a la In-dependencia, y con la continuidad del modelo económico primario exportador de la Colonia. Se consolidó así el fenómeno de exclusión económica y social de la población, lo que agudizó la situación de precariedad y de pobreza extrema en un importante sector de ella. Se generó entonces una ruptura de lazos entre los individuos y su so-ciedad, como consecuencia de un proceso constante de marginación y exclusión social que implica para el individuo no tener beneficios ni responsabilidades como ciudadano de una nación.

En 1895, Nicolás de Piérola puso en marcha la República Ex-portadora, que hasta 1930 especializó al Perú en la exportación de algodón, azúcar y algunos minerales, en respuesta a la crisis del gua-no agravada por la guerra con Chile. El nuevo modelo impulsó la concentración de las tierras y los denuncios mineros, pero mantuvo al poblador rural andino en la condición de miseria servil.

Durante los años ochenta y comienzos de los noventa, en el siglo XX, el Perú vivió la violencia política ocasionada por los movimien-tos subversivos Sendero Luminoso y MRTA. La violencia iniciada en el campo, durante el segundo periodo del presidente Fernando Belaunde, se trasladó hacia finales de los ochenta, a la capital de la República. Terminado el primer gobierno de Alan García en el año 1990, el país eligió a Alberto Fujimori, quien desde el inicio aplicó un fuerte ajuste económico y el 5 de abril de 1992 dio un autogolpe

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Lecciones de una etapa sangrienta ¿hemos aprendido los peruanos?

de Estado, cerrando el Congreso y convirtiéndose progresivamente en un gobernante de carácter autoritario, violento, corrupto y viola-dor sistemático de los derechos humanos.

El modelo social excluyente, centralizador en la distribución de recursos y de poder, que el país ha mantenido a lo largo de su his-toria, sirvió de pretexto a los subversivos para iniciar una guerra terrorista contra el Estado peruano y contra la sociedad. Ambos fue-ron considerados culpables de una pobreza extrema rural, de carác-ter estructural y de una pobreza extrema urbana, coyunturalmente agravada, debido a la mejor inserción de la población urbana den-tro del modelo centralista y a la posibilidad de diversificación de actividades para su supervivencia. Sin embargo, en el conjunto de la población se ha manifestado una escasa política integradora por parte del Estado.

El impacto de la subversión

El terrorismo en el Perú duró dos décadas pero fueron catorce años los correspondientes a su estado más sangriento y de mayor auge, desde 1980 hasta aproximadamente 1994, cuando las acciones te-rroristas causaron desolación y muerte, cuantiosas pérdidas materia-les y significativas alteraciones en la economía nacional y en la moral del pueblo. En 1992, después de la captura del principal cabecilla senderista Abimael Guzmán, las acciones subversivas comenzaron a decrecer y en 1994 la estabilidad del país empezó a volver a la norma-lidad.1 Se inició entonces un importante crecimiento económico que, sin embargo, no mejoró el nivel ni la forma de vida de los excluidos, al imponer un modelo económico liberal que no logró beneficiarlos realmente.

El periodo subversivo creó en el país una cultura del temor y la desconfianza entre los peruanos, que coadyuvó a profundizar los graves desequilibrios nacionales, contribuyó a la destrucción del

1 No obstante, en 1996 el MRTA tomó la residencia del embajador japonés en Lima, en una acción aislada y sorpresiva que fue resuelta con el operativo militar denominado «Chavín de Huántar» que aniquiló a todos los terroristas y dejó muertos a un rehén y a dos combatientes militares.

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José Luis Pérez Sánchez-Cerro

orden democrático, a la agudización de la pobreza, la desigualdad, la discriminación y la exclusión, lo que a su vez agravó el conflicto.

Las acciones terroristas habían conducido a un país con miedo, asustado por los avances de la subversión y la incapacidad del Es-tado para proteger a sus ciudadanos. Alberto Fujimori utilizó ese temor nacional en detrimento de la democracia y de los derechos humanos; vendió la idea al país de que su autogolpe y el cierre del Congreso fueron necesarios para derrotar al terrorismo; y, formó grupos paramilitares, como el llamado Grupo Colina, para subvertir los fines del Estado y perpetuarse en el poder.

El terrorismo en el Perú fue derrotado militar y policialmente y los supervivientes responsables de esa violencia extrema hoy se encuentran en la cárcel purgando largas condenas por la gravedad de sus crímenes, como una respuesta contundente al clamor de los pueblos de que no hay justicia verdadera con impunidad y sin re-paración. Pero no fue únicamente la acción militar y policial del Estado peruano la que finalmente derrotó al terrorismo; también lo fue el rechazo de la opinión pública a los grupos subversivos y su consiguiente carencia de apoyo popular.

La subversión y su combate trajeron la puesta en la agenda de la sociedad y del gobierno del tema de los derechos humanos que —aunque con enfoques no siempre favorables a la necesidad y obli-gación de protegerlos— alcanzó una presencia importante en el de-bate nacional. La acción de la sociedad civil y de las organizaciones de derechos humanos por crear una mayor concienciación fue fun-damental. No obstante, los más importantes sectores de la fuerza armada, el empresariado y las altas jerarquías de la Iglesia católica y del gobierno difícilmente compartieron un mismo parecer acerca de su protección y respeto.

A fines del año 2000 se produjo en el Perú un proceso de transición política que trajo como resultado la creación de un Estado democrático basado en el Estado de derecho y organizado jurídicamente bajo el principio de separación de poderes. En ese proceso, el Perú ciertamente contó con el apoyo del sistema interamericano y de la comunidad internacional. Esta transición del siglo XXI dio lugar a la adopción de distintas medidas de carácter normativo e institucional, entre las que se pueden destacar: la creación de la Comisión de la Verdad

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y Reconciliación en 2001, la suscripción en 2002 del Acuerdo Nacional entre las distintas fuerzas políticas y la sociedad civil y la dación de la ley 28480 que reformó el artículo 34 de la Constitución Política del Perú para reconocer el derecho a voto de los miembros de las fuerzas armadas y de la PNP.

La subversión también trajo algunas consecuencias de orden in-ternacional. Así, en el debate sobre perpetradores de graves crímenes contra los derechos humanos, la doctrina de los derechos humanos, que siempre consideró que los únicos que pueden violar los dere-chos humanos son los estados, dado que los derechos humanos fue-ron consagrados en tratados internacionales que los Estados-Parte se comprometieron a respetar, fue cambiando con el tiempo y la experiencia de la violencia. Así puede apreciarse en resoluciones de diversos organismos y documentos internacionales.

En 1993, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos reafir-mó, a través de la Declaración y Programa de Acción de Viena, que los actos, métodos y prácticas de terrorismo, en todas sus formas y manifestaciones, así como los vínculos existentes en algunos países con el tráfico de drogas, constituyen actividades orientadas hacia la destrucción de los derechos humanos y las libertades fundamentales. Sin embargo, el pronunciamiento más claro sobre el tema provino de la Asamblea General de Naciones Unidas que, además de reiterar la consideración de las actividades terroristas como orientadas a la destrucción de los derechos humanos,2 ha expresado su «honda pre-ocupación por las violaciones manifiestas de los derechos humanos cometidas por grupos terroristas»,3 y reiterado su condena a todo acto, método y práctica terrorista, en todas sus formas y manifes-taciones por tratarse de actividades que tienen por objeto destruir los derechos humanos y libertades fundamentales. La ex Comisión de Derechos Humanos se pronunció en los mismos términos en su resolución 2002/35 del 22 de abril de 2002.

En el ámbito interamericano, los jefes de Estado y de gobierno asistentes a la Primera Cumbre de las Américas, realizada en diciembre

2 Resoluciones: 48/122 del 20 del diciembre de 1993; 1994/185 del 23 de diciembre de 1994; 50/186 del 22 de diciembre de 1995; 1997.3 Resolución 56/160 del 19 de diciembre de 2001

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de 1994, suscribieron la Declaración y Plan de Acción en los que se señala que «el terrorismo nacional e internacional constituye una violación sistemática y deliberada de los derechos de los individuos». Dicha afirmación fue incluida en la Declaración de Lima para Pre-venir, Combatir y Eliminar el Terrorismo, aprobada el 26 de abril de 1996. En el mismo sentido se cuenta con diversas resoluciones de la Asamblea General de la OEA.4

En el orden internacional, el pretendido retiro del Perú de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, durante el gobierno de Fujimori, no surtió efecto jurí-dico alguno, ya que los juicios en el sistema interamericano conti-nuaron desarrollándose. La Corte resolvió declarar inadmisible tal retiro, confirmar su competencia y continuar conociendo los casos en curso contra el Estado peruano. Sin embargo, la intentona sí tuvo implicancias internacionales muy serias que dañaron la imagen del país. El acto fallido del gobierno fujimorista deterioró las relaciones del país con los órganos de protección de los derechos humanos, tanto en el ámbito universal como en el interamericano al descono-cer, siendo Estado-Parte, un tratado internacional sobre derechos humanos. Se produjo así un quiebre en la posición internacional del Perú de respeto a la obligación del pacta sunt servanda, referida al compromiso de los estados de cumplir con los tratados de los cuales son parte. El país se colocó en una posición internacional incómoda y de no ser tomado seriamente cuando invocara el cumplimiento de los tratados por otros países. También corrimos el riesgo de que el caso pudiese haber sido llevado a la Asamblea General de la OEA y se hiciera del Perú un país pasible de sanciones internacionales debido al incumplimiento de un compromiso internacional que de-bilitaba el sistema interamericano mismo.

Se generó, con la decisión del gobierno peruano, una pérdida de confianza entre inversionistas y gobiernos de otros países. El Perú se convirtió en país no elegible para la cooperación internacional, en particular la de los países europeos y, fundamentalmente, con los nórdicos que cortaron sus programas de cooperación hacia nuestro

4 Resoluciones: AG 1399(XXVI-O96), AG 1492(XXVII-O/97), AG/RES 1553(XX-VIII-O/98)

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país. La Unión Europea (UE) se pronunció en el sentido de que el retiro de la competencia de la Corte Interamericana privaba a los peruanos de su derecho a apelar a una corte supranacional y de la última garantía que ese derecho otorga. La UE consideró el retiro como un paso atrás en el tratamiento de los derechos humanos, lo cual se entendía que tendría efectos adversos en el proceso de demo-cratización de la región.

Estatuto jurídico de los derechos humanos en el Perú

La Constitución peruana establece en su artículo 3 que la enume-ración de los derechos establecidos en el capítulo I no excluye los demás que la misma Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad del hombre. De esta mane-ra, la Constitución de 1993 no solo establece una identidad común entre los derechos en ella consagrados y los derechos que no encon-trándose en la misma se fundan en la dignidad del hombre, sino que además estos últimos deben tener igual consideración que los primeros. De este modo se reconoce expresamente una equivalencia entre los derechos fundamentales de carácter constitucional y los derechos humanos propios del ámbito internacional.

Por otra parte, la cuarta disposición final de la Constitución se-ñala que las normas relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y con los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por el Perú. Las dos normas evidencian la identificación existente entre los derechos consagrados en la Constitución y los derechos humanos contenidos en los tratados internacionales.

Casi todos los derechos consagrados en la constituciones de los estados son los mismos que contienen la Declaración Universal y los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y Eco-nómicos Sociales y Culturales, así como otros tratados de carácter general como la Convención Americana sobre Derechos Humanos. De esta manera, la apreciación de quienes procuran diferenciar los derechos humanos dentro del ámbito internacional y los derechos

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fundamentales o constitucionales en un espacio nacional, tiende a diluirse ante la realidad.

En el terreno práctico, la experiencia peruana en la lucha contra el terrorismo dejó muy en claro que grupos como Sendero Lumino-so y el MRTA violaban los derechos fundamentales contenidos en la Constitución y los derechos humanos consagrados en las declaracio-nes y tratados internacionales por tratarse de los mismos derechos, inspirados en la naturaleza y dignidad humanas.

Dada la importancia cobrada por los derechos humanos en las últimas décadas, la declaración del terrorismo como violador de los mismos tiene un incalculable valor político, ya no para algunos es-tados, como en el pasado, sino para la comunidad internacional en conjunto. No obstante, reconocer al terrorismo como violador de los derechos humanos no implica en modo alguno variar los meca-nismos internacionales de protección de los derechos humanos, en tanto instrumentos de control de la actuación de los estados y sus agentes.

El legado de fondo

El Perú continúa dividido en cuanto a la valoración que deben tener los derechos humanos y la protección de estos, a la que está obliga-do el Estado en virtud de la Constitución Política y de los tratados internacionales de los que es Estado-Parte. No hay en el país una clara conciencia sobre esto. El caso es más grave aun en los altos cír-culos políticos y militares y en la clase empresarial. El miedo a una reactivación de los años de la violencia ha quedado como una marca difícil de borrar durante un largo tiempo. Algunos siguen creyendo que la lucha antisubversiva no debe tener reparo alguno y que si ella parece requerir que se deje de lado los derechos humanos, es un deber del Estado proceder así.

Hay, pues, una conciencia colectiva tergiversada en materia de derechos humanos y son las organizaciones de la sociedad civil las que continúan abogando por ellos y alentando su respeto, no siem-pre con éxito. Se ha hecho una práctica de Estado el querer obtener dividendos políticos de situaciones en la que están de por medio

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los derechos humanos. Se justifica, en nombre de la estabilidad y la seguridad del país, cualquier coyuntura que los afecte, en desmedro de la obligación constitucional que establece como fin supremo de la sociedad y del Estado la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad.

De otro lado, también heredamos del período de la subversión la quasi aniquilación de los movimientos sindicales y la debilidad de los partidos políticos con excepción, en justicia, del Partido Aprista Peruano que es el único que ha mantenido una presencia significa-tiva en la preservación de la democracia y una importante organiza-ción partidaria que le ha permitido consolidar un porcentaje cautivo del electorado peruano. Este debilitamiento de los partidos políticos ha facilitado la aparición de políticos nuevos, de perfil antisistema, que se lanzan a aventuras populistas y nacionalistas en un mundo globalizado y moderno, adoptando posiciones radicales que a la lar-ga devienen, irónicamente, anacrónicas y peligrosas para los avances logrados en el desarrollo económico y social de nuestro país, por insuficientes que estos sean todavía.

El fortalecimiento de la sociedad civil es otro legado de la etapa subversiva. Las constantes violaciones a los derechos humanos por parte del Estado y de los grupos terroristas alentaron la necesidad de crear una red de instituciones de la sociedad civil especializadas en aquello de lo que carecimos los peruanos durante ese periodo; es decir, la defensa de los derechos humanos, los derechos sanitarios y de salud, la protección al medio ambiente, de los pueblos indígenas y los temas de discriminación racial, de género, grupos vulnerables, etcétera. Este trabajo ha contribuido a una mayor participación ciudadana en el debate nacional de temas económicos, políticos y sociales.

Durante la subversión, el miedo también afectó a los jueces bajo amenazas de los terroristas. Los llamados «jueces sin rostro» tuvieron vía libre para cometer abusos y arbitrariedades contra los procesados por cualquier mínima sospecha de participación en actos terroristas. Un hecho importante y actual es el procesamiento y la sanción, tan-to a los delincuentes terroristas como a quienes desde sus altos cargos en el gobierno y las fuerzas armadas cometieron graves violaciones contra los derechos humanos. Presenciar estos juzgamientos puede

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devolver a la población la confianza en la institucionalidad judicial del Estado y en sus operadores jurídicos. La imagen desprestigiada de un Poder Judicial obsecuente, copado por el autoritarismo del gobierno y la corrupción, y plagado de procesos arbitrarios, debe cambiar en sentido positivo, especialmente, a raíz de la extradición y el juzgamiento público de Alberto Fujimori, con todas las garantías procesales que le otorga la ley.

Hemos heredado también una situación en la que los peruanos no se han reconciliado aún ni con la violencia ni con sus victima-rios. Hay muchas víctimas del terrorismo subversivo y del Estado que no han recibido reparaciones, en la mayor parte de casos, o las han recibido de modo insuficiente en los pocos casos en que se han hecho efectivas.

Hay asimismo un legado internacional que la experiencia de la violencia en el Perú ha dejado. Surge, especialmente, en las implica-ciones que tienen la extradición y el juzgamiento de Fujimori en la evolución del derecho internacional, en el combate a la impunidad y a la violación de los derechos humanos en el mundo y en el fortale-cimiento internacional de la lucha contra los crímenes de lesa huma-nidad. Sin lugar a dudas, este proceso, llevado a cabo por los propios tribunales nacionales, supone un avance importante en el derecho penal internacional. Que al lado de ese esfuerzo se cuente con tribu-nales internacionales, que persigan graves violaciones a los derechos humanos en cualquier lugar del mundo y con tribunales naciona-les, que en virtud del principio de jurisdicción universal cumplan la misma labor, dota de seguridad a las personas y resta impunidad a algunos mandatarios autores mediatos de graves delitos.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió diversas sentencias en casos contra el Perú en las que establecía la falta de ga-rantías judiciales y del debido proceso en los juicios por terrorismo. Ordenaba investigar, juzgar y sancionar, nuevamente, a los respon-sables de violaciones contra los derechos humanos. Es de destacar su decisión sobre el caso Barrios Altos, en la que declara la incompati-bilidad de las leyes de amnistía (26479 y 26492) con la Convención Americana de Derechos Humanos y establece su carencia de efectos jurídicos en todos los casos en los que estas leyes se hubiesen apli-cado. En virtud de estas sentencias, el Estado peruano adoptó una

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serie de medidas de gran trascendencia tales como volver a juzgar en el fuero ordinario, bajo las reglas del debido proceso, a quienes ha-bían sido condenados por el fuero militar por terrorismo y traición a la patria. El resultado de estos nuevos juicios fue la exculpación y puesta en libertad de numerosas personas. Según datos proporcio-nados por la Sala Penal Nacional, del total de sentencias emitidas entre 2003 y 2005, 259 fueron de absolución y 451 de condena.

Desde el año 2003 se han abierto aproximadamente 46 proce-sos penales por violaciones a los derechos humanos, de los cuales la mitad fueron casos presentados por la Comisión de la Verdad y Re-conciliación. En 2007 se abrieron tres casos más investigados por la CVR: las ejecuciones de Sancaypata, los acontecimientos del Penal de Castro Castro y La Cantuta.

Sin embargo, entre los pendientes en la lucha contra la impu-nidad está la dación de normas en nuestro derecho interno, que tipifiquen de manera correcta los crímenes más graves contra el de-recho internacional de los derechos humanos y contra el derecho internacional humanitario.

Las medidas de reparación tendrían que abarcar a todas las víc-timas de violaciones a los derechos humanos, entre 1980 y 2000, es decir, familiares directos de desaparecidos, torturados, asesinados, así como a los presos inocentes y los desplazados internos, entre otros. La gravedad de los crímenes genera un rechazo y/o una reac-ción de odio hacia los perpetradores de violaciones a los derechos humanos. Solo la reparación del daño causado ofrece la posibilidad de terminar con ese rechazo u odio y plantearse la reconciliación como una alternativa para la superación del pasado. Las reparacio-nes son una asignatura pendiente por parte del Estado, ya que son el puente entre el pasado de agravios y el futuro de reconciliación. Indemnizar a las víctimas es un compromiso y un deber moral del Estado tras el conflicto que debe honrar sin postergaciones. Para estándares internacionales, la responsabilidad de un gobierno que sucede a otros que han cometido abusos contra los derechos huma-nos es incuestionable.

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Lo que aprendimos los peruanos

Aprendimos que el proceso de violencia puso de manifiesto una tragedia humana que una gran mayoría no sintió ni asumió como propia, pero que sacó a relucir la gravedad de las desigualdades de índole étnico-cultural y socioeconómico. El conflicto impactó dis-tintos lugares del país y diferentes estratos de la población, y algunos sectores llegaron a considerar como «normales» los hechos graves de violencia: torturas, desapariciones forzadas y masacres. Es recién cuando se producen los cochesbomba en la calle Tarata del distrito de Miraflores y en otros lugares de la capital, cuando la sociedad oficial se da cuenta de que algo grave pasaba en el país.

Los graves hechos de violaciones a los derechos humanos, el asesinato, las torturas sistemáticas, los secuestros, las desapariciones forzadas, pese a su repetición constante, durante mucho tiempo no merecieron mayor atención por el conjunto de la sociedad civil. No se tomó conciencia de que se trataba de un problema de dimensión nacional y que nos involucraba a todos. El periodo de la violencia puso de manifiesto una gran insensibilidad de gran parte de la socie-dad que cerraba los ojos ante la violencia, en un intento por man-tenerse distante de una terrible situación de latrocinio y atrocidades que atañían a todos pero que resultaba difícil de aceptar. Hubo la sensación de que los hechos de la violencia política ocurrían en «otro Perú», lejano y distante al propio país ideal. Amplios sectores de la población quisieron ignorar, por miedo y por rechazo, las violacio-nes sistemáticas a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario que se producían en su entorno cercano. Esta lección de indiferencia y de inconsciencia no debe repetirse jamás.

Aprendimos que el mismo grado de inverosimilitud y de perver-sidad que tuvieron los crímenes de Sendero Luminoso y del MRTA también lo tuvo el accionar de Fujimori y de su asesor Montesinos en la respuesta a estos crímenes. Se respondió al terror con el terror, llevándose por delante el respeto a la vida, a la integridad y a la dignidad humana por parte de ambos bandos. También aprendi-mos que en un país como el nuestro había sido posible llegar a los inimaginables niveles de corrupción sistémica a los que llegamos en la década de los años noventa.

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Lecciones de una etapa sangrienta ¿hemos aprendido los peruanos?

El conflicto armado interno ocurrido en el Perú no puede tipi-ficarse realmente como un conflicto étnico o racial, debido a que ninguno de los actores de la violencia asumió motivaciones, ideolo-gías o demandas étnicas explícitas. No se trató, pues, de un enfren-tamiento desatado por actores autodefinidos en tales términos sino más bien por grupos nombrados como organizaciones políticas —el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru-MRTA—, que decidieron enfrentar-se contra el Estado. No obstante, el conflicto tuvo un fuerte compo-nente étnico que jugó un importante papel en la historia de muerte y destrucción que asoló al Perú entre los años 1980 y 2000. El pro-ceso de violencia tuvo, pues, un importante componente étnico y racial, que actuó permanentemente desde el inicio hasta el final del conflicto, aunque no de manera explícita.

La violencia política nos dejó muy en claro a los peruanos la si-tuación de vulnerabilidad y marginación en la que se encuentran los pueblos indígenas, tal como lo estableció la CVR en su informe en el que concluye que 75% de las víctimas del conflicto armado interno pertenecieron a comunidades indígenas, quechuas y ashánincas. Por ello, el Estado debe promover el desarrollo de estos pueblos median-te, inter alias, la titulación de tierras y el registro de comunidades nativas y campesinas, la promoción de una educación intercultural bilingüe y de planes de salud y de preservación del medioambiente, especialmente en zonas mineras.

Los políticos deben haber aprendido que a los escenarios y lu-gares del país en los que la violencia política golpeó con más fuerza —es decir, las regiones más pobres y deprimidas—, el Estado deberá prestarles mayor atención social, económica, educacional y política para evitar futuros resurgimientos de movimientos terroristas.

Conclusiones

1.- El terrorismo en el Perú es un asunto que despierta el rechazo general en toda la población del país. Por muchos años, la comunidad internacional no comprendió la magnitud del terrorismo en el

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Perú; incluso en algunos países de Europa, los terroristas fueron confundidos como grupos guerrilleros de liberación nacional, al estilo de los grupos independentistas de África en los años sesenta.

2.- Catorce años de violencia terrorista y de equivocaciones en la manera de enfrentarla han dejado, entre otras muchas secuelas, un sobredimensionamiento del papel político de las fuerzas ar-madas. En ese sentido, la existencia de un fuero militar debe ser debatida ampliamente y dársele la más adecuada consideración para evitar consagrar situaciones de injusticia y excesos.

3.- La gran lección post conflicto subversivo está dada por la ur-gente necesidad de que el Estado peruano desarrolle una amplia política social que incida en el beneficio de las poblaciones más deprimidas y excluidas de la distribución de poder político y económico, y que logre trasladarles los beneficios del crecimien-to económico de nuestro país y de su inserción en una economía globalizada y moderna.

4.- El gran tema inmediato pendiente es el de las reparaciones. Sin ellas no será posible una reconciliación nacional ni un trato justo a las víctimas de la violencia política de las dos últimas décadas del siglo XX en el Perú.

6El Perú en el mundo globalizado

La política exterior del Perú en el nuevo sigloFarid Kahhat

Si se preguntara al personal diplomático de la cancillería peruana cuál es la perspectiva teórica que suscriben en materia de relaciones inter-nacionales, probablemente la mayoría se inclinaría por el realismo de autores como Hans Morgenthau y Kenneth Waltz. Presunción que tiende a ser confirmada por una somera revisión de los libros sobre política exterior peruana escritos por algunos de los miembros más prominentes del servicio diplomático del Perú a lo largo de su historia (García Bedoya 1981; Bákula 2002). Pero el realismo es una perspec-tiva teórica que sostiene que los conflictos de interés entre los estados suelen dirimirse en función de la distribución de poder que existe entre ellos. Y, dado que esos diplomáticos deben conducir la política exterior de un país con una posición periférica en el sistema interna-cional, lo único realista en ese caso es ser un institucionalista liberal. Esto es, apostar a que la combinación del derecho y las instituciones internacionales protejan en alguna medida los intereses de los Estados relativamente débiles dentro del sistema internacional.

De allí la prioridad que concede el Estado peruano al multila-teralismo dentro de su política exterior. En palabras del canciller García Belaunde, «Somos conscientes de la importancia del multi-lateralismo como el espacio propicio para que los países de ingresos medios y bajos participemos en el concierto internacional».1

1 Intervención del Ministro de Relaciones Exteriores del Perú, José Antonio García Belaunde, en el debate general de la 61ª Asamblea General de las Naciones Unidas, 26 de setiembre de 2006. En: Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú. En: <www.rree.gob.pe/portal/mre.nsf/Index?OpenForm>.

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De su condición de «país de ingresos medios» el Perú deriva a su vez una segunda prioridad en su política exterior: anteponer los temas del desarrollo a los temas de la seguridad en la agenda política internacional. En temas como el narcotráfico, por ejemplo, ello im-plica que la interdicción debe ir acompañada de políticas de desarro-llo alternativo, y no únicamente de erradicación forzosa de los cul-tivos de hoja de coca. El mismo criterio ha llevado a la adopción de políticas sociales de subsidios condicionados —como el programa denominado Juntos—, inspirados en experiencias exitosas de otros países de la región, como el programa Bolsa Familia en Brasil.

Ambas prioridades explican el respaldo que el Estado peruano otorga al proyecto de reforma del sistema de Naciones Unidas, apo-yando en términos generales la propuesta dada a conocer por Koffi Annan cuando era secretario general. Pese a que fomentar el desarro-llo económico es un objetivo contemplado en la Carta de la ONU, en términos prácticos ese tema no ha sido una prioridad dentro de la ins-titución. En el caso específico del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el Perú apoya las propuestas que buscan ampliar el número de miembros permanentes, entre otras razones porque bajo su com-posición actual Europa obtiene siete de las quince plazas existentes, en detrimento de la representación de los países en desarrollo.2

Del hecho de ser el Perú un país de ingresos medios sin un peso específico dentro del sistema internacional también deriva la priori-dad que, al menos formalmente, el Estado peruano otorga a la inte-gración regional. Hay dos razones para ello. En primer lugar, aunque se haya convertido en un lugar común hablar de la globalización de la economía mundial, lo cierto es que los patrones de integración de las economías nacionales en los mercados internacionales sugieren que, con excepciones notables como el sudeste asiático, tiende a pre-valecer un proceso de regionalización. En otras palabras, antes que integrarse directamente en la economía internacional, las economías nacionales tienden a integrarse con otras economías pertenecientes a su misma región geográfica (Hay 2005).

En segundo lugar, la integración económica permitiría obtener un poder de negociación en foros multilaterales que difícilmente

2 Ministerio de Relaciones Exteriores, «El Perú en el Consejo de Seguridad de la ONU», Lima, 27 de noviembre de 2006.

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La política exterior del Perú en el nuevo siglo

podría obtener un país como el Perú por cuenta propia, consiguién-dose de ese modo una mayor cuota de autonomía de decisión en el sistema político internacional. Este objetivo se hace explícito en una serie de declaraciones oficiales; como veremos a continuación.

Los presidentes de América del Sur reunidos en sendas cumbres efectuadas en Brasilia y Guayaquil, en setiembre de 2000 y julio de 2002, respectivamente, se comprometieron con la idea de una región integrada en un bloque que le pueda otorgar mayor capacidad nego-ciadora frente al NAFTA y, asimismo, representará una comunidad de intereses ante el Acuerdo de Libre Comercio de las Americas (ALCA).3

A su vez, el ámbito de integración privilegiado oficialmente guar-da relación con la evolución reciente de los acontecimientos en el he-misferio occidental. En lo referente a la relación de América Latina con Estados Unidos, la prioridad que ese país concede a su agenda de seguridad y el tipo de temas que prevalecen dentro de ella no son compartidos por la mayoría de los estados de la región, debido a va-rias razones. En primer lugar porque, con excepción de Colombia, no existe ninguna insurgencia armada significativa en América Latina desde principios de la década de 1990. En segundo lugar, debido a que, aunque todavía existen conflictos limítrofes entre algunos esta-dos de la región, ningún analista considera probable el uso de la fuerza como medio para lidiar con ellos. De hecho, lo usual ha sido que esos conflictos se resuelvan a través de una negociación directa entre las partes — por ejemplo, entre Argentina y Chile—; de un arbitraje internacional —entre Ecuador y Perú—; o a través de un proceso ante la Corte Internacional de Justicia con sede en La Haya —entre Nicaragua y Honduras—. Por último, porque América Latina es la única región del mundo en donde no se ha detectado una presencia organizada de lo que el documento oficial de seguridad de Estados Unidos denomina «terrorismo de alcance global» —es decir, Al Qae-da y grupos afines—.

Investigaciones recientes han contribuido a disipar el mito de que la «Triple frontera» entre Argentina, Brasil y Paraguay sería la

3 Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, «Declaración Conjunta de los Minis-tros de Relaciones Exteriores del Perú, Manuel Rodríguez Cuadros, y del Brasil, Celso Amorío» (2004). En: <www.rree.gob.pe>.

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única excepción a esa regla. Por ejemplo, durante una conferencia de prensa en la que se dio a conocer el informe de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos sobre la Triple frontera, se indicaba que «En el presente, el gobierno de Estados Unidos no tiene in-formación fidedigna que confirme una presencia organizada de Al Qaeda en la Triple Frontera. Tampoco hemos descubierto informa-ción que confirme la elaboración de planes operativos terroristas en la región».4 El documento añade que lo único que se ha podido pro-bar en la materia es la existencia de personas que recaudan fondos para Hamas y Hezbollah. Pero, incluso las agencias de inteligencia estadounidenses, admiten que esas organizaciones no tienen vínculo alguno con Al Qaeda, y no operan fuera de Medio Oriente. Más aún, las personas que presuntamente recaudaban fondos para ellas fueron en realidad acusadas por evasión fiscal, dado que esos fondos estaban destinados a entidades caritativas, cuyos vínculos con Ha-mas o Hezbollah eran más bien tenues o inexistentes.

Ahora bien, cuando se hablaba de integración en décadas pa-sadas, las referencias habituales eran la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), o la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI). Hoy en día, en cambio, no existe proyecto de integración alguno que pretenda incluir al conjunto de América Lati-na. De hecho el proyecto de crear una Comunidad Sudamericana de Naciones —luego rebautizado como Unión de Naciones Sudameri-canas—, parte de la premisa de que la integración latinoamericana ya no es posible. La razón fundamental es que México, América Central y el Caribe vienen desarrollando, tanto por vías institucionales como por vías al margen de la ley, un proceso de integración creciente con la economía y la sociedad de Estados Unidos (Lowenthal 2007). Por ejemplo, el comercio exterior de México es en lo esencial comercio bilateral con Estados Unidos, que representa más de 80% del co-mercio mexicano con el resto del mundo. Otro ejemplo de ello es el hecho de que los inmigrantes salvadoreños y sus descendientes aportan más votos en los procesos electorales de Estados Unidos que

4 «Library of Congress Report on the Tri-Border Area (TBA), Questions Taken at the February 9, 2004 Daily Press Briefing». En: <http://www.state.gov/r/pa/prs/ps/2004/29240.htm>.

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los correspondientes a los electores de ascendencia brasileña. Por último, Nicaragua recibe por concepto de remesas —procedentes en lo esencial de Estados Unidos—, un monto equivalente al total de sus exportaciones de bienes y servicios —que suman alrededor de mil millones de dólares estadounidenses—.

Esas diferencias tienen además un correlato en la política exte-rior de los países de América Central y el Caribe, que los distingue de la mayoría de los países de Sudamérica. Por ejemplo, en Sudamé-rica solo el gobierno colombiano apoyó la invasión de Iraq y ningún país de la región envío tropas para participar en la ocupación. En cambio, la mayoría de los gobiernos de América Central y el Caribe apoyaron la invasión de Iraq y cinco de ellos enviaron además con-tingentes militares que, en algunos casos, participaban aun en 2008 de la ocupación de ese país.

Tales elementos ayudan a entender por qué, hasta hace poco tiempo, el ámbito de integración privilegiado oficialmente por el gobierno peruano era el de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), el cual a su vez debería ser el producto de la confluencia entre los dos procesos de integración subregional: la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Mercado Común del Sur (MERCOSUR). Dado el papel de liderazgo que le correspondería a Brasil dentro del proceso de integración sudamericana, el gobierno peruano decidió iniciar, durante la presidencia de Alejandro Toledo, lo que denominó una «alianza estratégica» entre ambos países.5 De otro lado, el primer viaje al exterior del entonces presidente electo Alan García fue a Brasilia, en donde no solo ratifico la naturaleza estratégica de la alianza entre Perú y Brasil, sino que además añadió que el Perú abogaba por una «hegemonía constructiva» de Brasil en Sudamérica.6

Conviene tener presente que el Estado peruano, como cualquier Estado, no solo no es un actor unitario, sino que además es permeable a las presiones de grupos de interés. Por ende, es necesario identificar con mayor precisión a los actores que, desde el Estado y la sociedad en el Perú, apoyan la estrategia de política exterior antes esbozada.

5 Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, «Declaración Conjunta de los Presi-dentes de la República del Perú, Alejandro Toledo, y de la República Federativa del Brasil, Luis Inácio Lula Da Silva» (2003). En: <www.rree.gob.pe>. 6 «Alan García a favor de “Hegemonía Positiva” de Lula». En: <www.lanacion.com.pe>.

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En el nivel social, existe un importante respaldo en la opinión pública hacia la posibilidad de establecer una relación más estrecha con Brasil. Una reciente encuesta de opinión realizada en la ciudad de Lima —donde habita un tercio de la población del país—, revela en forma clara esa tendencia: cuando se pregunta a los encuesta-dos «¿Con qué presidente latinoamericano simpatiza más usted?», Luis Inácio Lula Da Silva ocupa el primer lugar entre las respuestas, con 17% de respaldo. Cuando se les pregunta «¿Cuál es el país de América Latina con el que más simpatiza?», Brasil ocupa el primer lugar con 24% de respaldo. Finalmente, cuando se pregunta a los encuestados «¿Qué países de América Latina considera Ud. que son los principales aliados del Perú?», Brasil vuelve a ocupar el primer lugar de las preferencias con 31%.7

Pero si bien existen sectores de opinión pública que respaldan la «alianza estratégica» con Brasil, no se trata necesariamente de preferencias intensas en torno a las cuales ese sector de la sociedad esté dispuesto a organizarse. En otras palabras, hay un sentimiento relativamente extendido respecto al tema, pero no organizaciones sociales dispuestas a movilizarse en torno a él.

El problema estriba en que, en torno a los temas de integración, sí existen grupos de interés organizados que defienden otras posicio-nes. Se trata en lo esencial de gremios empresariales, que no necesaria-mente se oponen a una relación cercana con Brasil, pero que priorizan las relaciones comerciales por sobre cualquier consideración política, y los tratados de libre comercio con Estados Unidos y los países de la cuenca del Pacífico por sobre la integración andina o sudamericana. En concreto, cuando se planteó la posibilidad de que el contenido de las negociaciones comerciales entre Perú y Estados Unidos pudiera entrar en conflicto con acuerdos previamente suscritos dentro de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), los principales gremios empresariales del país iniciaron una campaña que proponía el retiro del Perú de ese proceso de integración.8

7 «Estado de la Opinión Pública: Relaciones Internacionales», Instituto de Opinión Pública de la Pontificia Universidad Católica del Perú, octubre de 2007. En: <www.pucp.edu.pe>. 8 Los gremios en cuestión son: la Asociación de Exportadores (Adex), la Sociedad de Comercio Exterior del Perú (Comex) y la Confederación Nacional de Instituciones

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La política exterior del Perú en el nuevo siglo

En cuanto al Estado peruano, el único ministerio que sustentó públicamente la conveniencia de una «alianza estratégica» con Brasil fue el de Relaciones Exteriores. Cuando se emitió la declaración de los presidentes Toledo y Da Silva que consagraba esa alianza, quie-nes asumieron su defensa pública fueron el embajador Alan Wag-ner Tizón —a través de un artículo titulado «La Alianza Estratégica con Brasil», La República, 25 de agosto de 2003—, y el embajador Manuel Rodríguez Cuadros —en un artículo titulado «Hacia una Alianza Estratégica», El Comercio, 26 de agosto de 2003—. En el momento de publicarse esos artículos, Wagner Tizón y Rodríguez Cuadros eran, respectivamente, ministro y viceministro de Relacio-nes Exteriores.

Aunque formalmente comparte los pronunciamientos oficiales, el Ministerio de Comercio Exterior tiende a adoptar una posición más cercana a la asumida por los gremios empresariales. Mientras fue ministro de Comercio Exterior del gobierno de Alejandro Toledo, Alfredo Ferrero replicaba la posición de la cancillería en materia de integración regional: «La convergencia entre la CAN y el MERCOSUR es la manera más adecuada de proyectarnos al mundo de modo competitivo, para ganar espacios de autonomía en el sistema internacional que favorezcan nuestra inserción».9 Sin embargo, poco después de abandonar el ministerio, pasó a sostener lo siguiente: «La CAN está en crisis y, como vegeta, no le vemos ningún futuro más allá del maquillaje que le queramos poner. El Perú debe continuar con su estrategia de integración al mundo con CAN o sin CAN».10

Otra evidencia de que el ministerio de Comercio Exterior man-tiene una posición diferente en torno a estos temas fue el incidente provocado por la sucesora de Alfredo Ferrero en dicho ministerio, la ministra Mercedes Aráoz, al declarar que la elección de Rafael Correa como presidente del Ecuador «resultaba “lamentable” para la integra-ción del bloque sudamericano. “Creo que genera más división en lo

Empresariales Privadas (Confiep). Ver «Suelas Inolvidables», Caretas, 2 de setiembre de 2005, p. 17.9 Alfredo Ferrero, El Peruano (diario oficial), 9 de julio de 2004, citado en «Mar de Fondo», Caretas, 31 de octubre de 2007, N° 2000, p. 37. 10 Alfredo Ferrero, «Con CAN o sin CAN», Perú.21, 25 de octubre de 2007, p. 12.

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que sería la Comunidad Andina dentro de una perspectiva de pro-yección a la globalización”, agregó».11 En su momento el presidente electo de Ecuador calificó esas declaraciones como «impertinentes», y el primer ministro del Perú, Jorge Del Castillo, desautorizó en forma pública a la ministra Aráoz.12

La prueba de que ese tipo de incidentes trascienden lo anecdó-tico, para revelar fisuras en temas medulares dentro del gobierno, es la reciente declaración del propio presidente Alan García, según la cual el Perú desea iniciar negociaciones por separado con la Unión Europea, es decir, al margen de la Comunidad Andina de Naciones, que es a quien, por su parte, la Unión Europea considera como interlocutor válido.13 La iniciativa parece asumir que lo que motiva a la UE a buscar un «Acuerdo de Asociación» con los países de la CAN fuese el acceso a mercados nacionales que representan una proporción mínima de su comercio exterior y que —con la salvedad de España— no constituyen una fuente de destino prominente para sus inversionistas.

En realidad, algunas de las motivaciones de la UE son similares a aquellas que llevan a Estados Unidos a buscar acuerdos de libre comercio con estados menores dentro del sistema internacional: ob-tener a nivel bilateral o regional aquellos objetivos que, en materia de subsidios agropecuarios o derechos de propiedad intelectual, les son esquivos en foros multilaterales como la Ronda de Doha, den-tro de la Organización Mundial de Comercio (OMC). En el caso específico del área andina, la UE busca dos objetivos adicionales: de un lado, cooperar con un proceso de integración inspirado en la experiencia europea —no es casual, por ejemplo, que la estructura organizativa de la CAN sea similar a la de la UE—, pero que atravie-sa lo que de otro modo podría ser una crisis terminal. De otro lado, evitar que los gobiernos de Ecuador y —particularmente— Bolivia,

11 «Premier discrepa de su Ministra Aráoz por su Opinión sobre Correa», La Re-pública, 29 de noviembre de 2006. Véase en: <www.larepublica.com.pe/content/view/132977/483>. 12 Ibíd.13 «García pide a la UE que permita al Perú negociar un TLC bilateral. El Jefe de Esta-do dijo que es imposible negociar un acuerdo comercial en bloque con la Comunidad Andina (CAN)», El Comercio, 30 de octubre de 2007. Véase en: <www.elcomercio.com.pe/ediciononline/HTML/2007-10-30>.

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sean incorporados dentro de la órbita gravitacional del gobierno ve-nezolano. Es por esas razones que, para la UE, suscribir acuerdos bilaterales con los gobiernos de Colombia y el Perú no parece cons-tituir una alternativa.

Las declaraciones del presidente García recién citadas revelan un viraje significativo en la estrategia de inserción internacional del Esta-do peruano. El «eje articulador» del nuevo proyecto de inserción sería la «Asociación del Pacífico Latinoamericano», que sería «parte de la gran proyección que debemos de tener hacia el Asia Pacífico».14

La conjunción de la crisis de los proyectos de integración su-bregional —esto es, CAN y MERCOSUR—, las resistencias que el régimen de Hugo Chávez genera entre no pocos gobiernos de la región y los debates que se libran en Brasil sobre el papel que ese país debería asumir en la región15 crearon los resquicios por los que se filtró este proyecto alternativo. La identidad política del mismo se perfila con claridad al contrastarse con los estados a los que excluye. A diferencia de Venezuela y Bolivia, los gobiernos que integrarían el Arco del Pacífico —como algunos lo denominan—, apuestan por el capitalismo de mercado en lo económico y la democracia repre-sentativa en lo político, si bien podría añadirse que, en el mejor de los casos, algunos de esos países calificarían como «democracias de baja intensidad».

A diferencia de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, los es-tados ubicados en el Arco del Pacífico —con la excepción de Ecua-dor— han suscrito tratados de libre comercio con Estados Unidos —aunque el Congreso de ese país a mediados de 2008 no había ratificado aquellos suscritos con Colombia y Panamá—. Esto hace que pierda vigencia entre ellos la razón fundamental por la cual los miembros del MERCOSUR son renuentes a respaldar la crea-ción de un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA): los subsidios agropecuarios. Al haber aceptado en el nivel bilateral el ingreso sin restricciones de productos subsidiados por el gobierno

14 Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, «Palabras del Señor Ministro de Rela-ciones Exteriores, Embajador José Antonio García Belaunde, durante la ceremonia de bienvenida y juramentación del nuevo Viceministro Secretario General». En: <www.rree.bog.pe>.15 Fuerza Tarea, Brasil en América del Sur, Informe final, junio de 2007.

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estadounidense, y dada la posición de este último en el sentido de que solo negociará el tema de los subsidios en el nivel de la OMC, para los países del Arco del Pacífico el tema virtualmente desaparece de la agenda comercial de nivel hemisférico.

Por último, se trata de países ubicados en la cuenca del Pacífico, la zona comercial de más rápido crecimiento a nivel mundial. Se cuentan entre ellos los únicos países de América Latina que forman parte del foro de cooperación Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés): Chile, México y Perú —que será sede en 2008 de la cumbre de la APEC—. Estamos ante países que, a diferencia de los demás integrantes del Arco del Pacífico, se opusieron a la invasión estado-unidense de Iraq —en el caso de México y Chile, desde el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas—. Se trata también de los paí-ses dentro de este contingente que —junto con Nicaragua—, hacen de su autonomía de decisión en el sistema internacional un objetivo importante de su política exterior, a diferencia del resto, que apuesta por una estrecha alianza política con Estados Unidos.

Consideraciones finales

Como se indicó antes, el 30 de octubre de 2007 el presidente Alan García invocaba a la UE para iniciar negociaciones con el Perú a fin de suscribir un Tratado de Libre Comercio —no un Acuerdo de Asociación—, al margen de la Comunidad Andina de Nacio-nes —como exige la UE—. Tan solo 48 horas después, el gobierno peruano dio marcha atrás y retomó su posición anterior, esto es, negociar un Acuerdo de Asociación con la UE a través de la CAN. Sin embargo, en junio de 2008, tras un intercambio verbal entre los presidentes García de Perú y Morales de Bolivia, el tema de un even-tual retiro peruano de la CAN ingresó nuevamente en la agenda. Quienes proponen ese curso de acción, parecen ignorar los costos que podría implicar. De un lado, si bien las empresas peruanas man-tendrían por cinco años más un acceso privilegiado a los mercados de la CAN, durante ese periodo el gobierno peruano tendría que ne-gociar acuerdos bilaterales para preservar a futuro esas condiciones de acceso. Esto no sería un problema en lo que respecta a Colombia,

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pero sí en lo que respecta a Ecuador y —en particular— Bolivia, dada la renuencia de sus gobiernos a suscribir acuerdos de liberali-zación comercial.

Podría argumentarse que el TLC con Estados Unidos y un po-sible Acuerdo de Asociación con la Unión Europea —que incluiría un TLC— compensarían con creces el costo de retirarse de la CAN. Pero este argumento enfrenta dos problemas. El primero es que no hay razón para pensar que se trate de un costo necesario, no solo porque aún no se agotan las instancias de negociación política, sino además porque el gobierno peruano podría ofrecer al de Bolivia un quid pro quo. Por ejemplo, las disposiciones sobre inversión extran-jera contenidas en lo que sería la nueva constitución boliviana tam-bién parecen entrar en conflicto con la normativa andina, por lo que el gobierno de ese país podría ser el próximo en solicitar una «excep-ción» a las normas comunitarias. En segundo lugar, si bien el retiro de la CAN podría facilitar la implementación del TLC con Estados Unidos, postergaría por tiempo indefinido cualquier posibilidad de negociación con la Unión Europea. La razón es simple: el Consejo de la UE otorgó a la Comisión Europea un mandato para negociar con la CAN, no con el gobierno peruano. Para hacer esto último, se necesitaría de un nuevo mandato del Consejo, cuya aprobación, de producirse, podría tomar varios años.16

Está por último el costo que un eventual curso de colisión podría tener sobre las relaciones entre Bolivia y Perú. De un lado, recorde-mos el cortejo que el gobierno de Chile despliega alrededor de su par boliviano en torno al tema de la mediterraneidad, con la intención de convertirlo en una carta más dentro de la baraja de opciones a las que apelaría para dirimir en su favor el diferendo marítimo que sostiene con el Perú. De otro lado, según la BBC, la cancillería ar-gentina comisionó un estudio sobre las posibles repercusiones que tendría una escalada en los conflictos que hoy surcan Bolivia. El estudio concluye en que entre 600 mil y un millón de bolivianos podrían llegar a la Argentina en condición de refugiados, y que su

16 A título de ejemplo, el gobierno peruano solicitó al Consejo de la UE en 2004 la inclusión del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) en su lista de orga-nizaciones terroristas. Cuatro años después, no se ha tomado decisión alguna y no hay indicios de que el Consejo haya siquiera contemplado esa solicitud.

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atención supondría para el gobierno argentino un gasto anual de entre 438 y 730 millones de dólares. Aunque el escenario descrito parezca improbable, no deja de ser desconcertante que algunos fun-cionarios peruanos se comporten como si los problemas de Bolivia tuviesen lugar en un continente ignoto y lejano, sin consecuencias posibles para el Perú.

Los cambios abruptos —y poco meditados— en materia de política exterior no son hechos aislados. Como se indicó antes, el presidente Alejandro Toledo estableció en 2003 lo que denominó una «alianza estratégica» con Brasil. El acuerdo proponía en forma explícita coordinar posiciones en diversos foros de negociación co-mercial, como la OMC. Por esa razón, el gobierno peruano decidió integrarse al denominado Grupo de los 20, que lidera Brasil junto a otros países, y que busca, entre otros objetivos, condicionar la in-clusión de los temas de la Agenda de Singapur —esto es, propie-dad intelectual, compras gubernamentales, etcétera— dentro de la Ronda de Doha, a la inclusión simultánea del tema de los subsidios agropecuarios. Sin embargo, tan pronto el gobierno de Estados Uni-dos propuso al gobierno de Toledo iniciar negociaciones tendien-tes a suscribir un Tratado de Libre Comercio, el gobierno peruano —contra la posición de su propia cancillería— decidió abandonar el Grupo de los 20.

Poco después de asumir la presidencia, Alan García convirtió nuevamente al Estado peruano en un integrante del Grupo de los 20, pero, como se ha visto, eso no impidió que su gestión de las ne-gociaciones internacionales del Perú también incurriera en contra-dicciones. La razón fundamental de esas marchas y contramarchas deriva del hecho de que las diferencias entre funcionarios de dis-tintos ministerios no suelen ser dirimidas por el poder político con base en su propia agenda exterior —la que usualmente no existe—, sino con base en consideraciones coyunturales. Una de ellas es la ostensible falta de liderazgo del Brasil en la región, debida al parecer tanto a diferencias internas sobre la importancia relativa de Suda-mérica dentro de su agenda exterior, como a la renuencia del Estado brasileño a asumir costos —políticos y, sobre todo, económicos—, en aras de ejercer un liderazgo eficaz en la región.

El Perú globalizado: éxito económico con fracturas sociales

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Pese a que siguen existiendo retos importantes, los niveles de creci-miento del Perú, así como su inmersión en la economía global, han contribuido al verdadero progreso y la estabilidad. La enraizada pobre-za del país —que sigue aumentando en ciertas regiones— revela que importantes segmentos de la población están siendo excluidos de los beneficios del espectacular crecimiento del país.1 Solo tres de cada diez peruanos aprueban la actuación de Alan García, e, implícitamente, la dirección que está tomando el país; esto quiere decir que los reacios pro-blemas sociales podrían hacer que descarrile la estrategia del gobierno de una mayor globalización como solución a los problemas sociales.2

Una historia de éxito macroeconómico

El Perú está viviendo la «más prolongada expansión económica de su historia» con un promedio anual de crecimiento de 5% en los últimos cinco años. Al ser el tercer exportador de cobre y zinc en el mundo, el crecimiento del Perú se ha alimentado de la subida en el precio de los minerales. El crecimiento económico del Perú alcanzó 9% en 2007 y no muestra signos de disminuir, incrementándose en 12% en febrero de 2008, comparado con el mismo periodo del

1 «Suffer the Children», Economist, 10 de enero de 2008. En: <http://www.economist.com/world/la/displaystory.cfm?story_id=10498874>.2 Angus Reid Global Monitor, «President García Hits New Low in Peru», 20 de mar-zo de 2008. En <http://www.angus-reid.com/polls/view/president_garca_hits_new_low_in_peru/>.

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año anterior.3 El crecimiento, a su vez, está mejorando la califica-ción de «grado de inversión» de Perú. Dominion Bond Rating Service (DBRS) de Canadá, fue la primera agencia que dio al Perú la califica-ción de «grado de inversión», señal de la confianza en que la deuda del país sería segura incluso para los inversores más conservadores, como los fondos de pensiones. «Esto refleja la posición en la que Perú se ha situado en los últimos cinco años, con cuentas fiscales muy sólidas, políticas monetarias muy buenas y sanas, inflación baja y con el peso de la deuda dentro de la categoría de “grado de inversión”», señaló el economista jefe del DBRS, David Roberts. Fitch Ratings subió al Perú al BBB-, una calificación de grado de inversión equivalente al de Croacia e India, mientras que la calificación de Standard & Poor sobre el crédito peruano de largo plazo en moneda extranjera es un BB+, un escalón por debajo de «grado de inversión».4

Aun así, dentro de este panorama favorable, sigue habiendo mo-tivos de preocupación. Después de todo, el boom del Perú depende en gran medida de un clima económico internacional favorable, que incluye precios récord en los bienes de exportación que impulsan la economía peruana. Como resultado de esto, Perú es vulnerable a las fluctuaciones de la economía mundial, lo que hace de la baja en la economía estadounidense una señal de problemas potenciales. Además, los motores de crecimiento del Perú están concentrados en sectores, como la minería, que no utilizan mucha mano de obra ni favorecen avances tecnológicos o de recursos humanos que ayuda-rían a diversificar la economía.

Más aún, una integración total a la economía global necesita un gobierno que sea efectivo en promover los intereses nacionales, gestionar expectativas y supervisar burocracias complejas. La capacidad de llevar a cabo estas tareas por parte del Estado peruano es cuestionable. En verdad, las encuestas señalan que la corrupción

3 Alex Emery, “Peru Will Grant Manufacturing Incentives, President García Says,” Bloomberg, 28 de julio de 2007. En: <http://www.bloomberg.com/apps/news?pid=20601086&sid=auJ8dt0stq4U&refer=latin_america> y Reuters, «Peru’s economy surges 11.9 pct in February», 15 de abril de 2008. En: <http://www.reuters.com/article/marketsNews/idUSN1547178220080415 >.4 Alex Emery y Andrea Jaramillo, «Peru Debt Rating Raised to Investment Grade by Fitch», Bloomberg. En: <http://www.bloomberg.com/apps/news?pid=20601086&sid=adNt1M_6vNPk>.

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ha reemplazado al desempleo y la pobreza como el problema más acuciante para el pueblo peruano, lo que demuestra una preocupación cada vez mayor por la administración del país.5 Resta por verse si el gobierno de García y los que vendrán después tendrán el liderazgo necesario para sacar provecho de la actual oportunidad económica para construir una mayor capacidad estatal.

Sin embargo, el éxito del Perú ha alentado expectativas de que el país — la «estrella en alza» de América Latina según el economista del Banco Mundial Marcelo Giugale—6 surgirá como una de las economías sobresalientes del futuro. Recientemente, Eric Farnswor-th del Consejo de las Américas, en Nueva York, se mostró entusiasta al señalar que el Perú tiene ahora la oportunidad de forjarse como una economía del futuro y que el «liderazgo del Perú tiene como objetivo llevar al país más lejos en el camino a la globalización, ase-gurándose que los beneficios de la globalización alcancen a la mayor cantidad de personas lo más rápido posible».7

Expansión agresiva dentro de la economía global

Este boom económico ha estimulado un aumento en las relaciones comerciales con una serie de países. El comercio entre Perú y Estados Unidos se ha duplicado hasta llegar a nueve mil millones de dólares estadounidenses en los últimos tres años.8 Perú también ha reemplazado a Venezuela como el tercer socio comercial más grande de Canadá en Latinoamérica —tan solo por detrás de Brasil y México—. En el año 2006 las importaciones canadienses desde Perú crecieron 54,5% hasta llegar a 1.900 millones de dólares estadounidenses, y

5 «Corrupción desplaza al desempleo como principal problema del país», El Comercio, 20 de abril de 2008. Véase también en: <http://www.elcomercioperu.com.pe/edicio-nimpresa/Html/2008-04-20/corrupcion-desplaza-al-desempleo-como-principal-pro-blema-pais.html>.6 Andres Oppenheimer, «Peru may be the next rising star in Latin America», Miami Herald, 5 de noviembre de 2007.7 Eric Farnsworth, «Branding a Nation», Poder, abril de 2008. Véase también en: <http://www.counciloftheamericas.org/article.php?id=966>.8 «President Bush and President García of Peru Sign H.R. 3688», Nota de prensa de la Casa Blanca, 14 de diciembre de 2007. Véase también en: <http://www.whitehouse.gov/news/releases/2007/12/20071214-8.html>.

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las exportaciones canadienses a Perú crecieron 9,5%.9 Se espera que un TLC entre Perú y Canadá sea aprobado en 2008.10

La Unión Europea en conjunto es el segundo mayor socio co-mercial de Perú, tras los tres países que conforman el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El 19% de las exportaciones peruanas fueron dirigidas hacia la UE, mientras que Perú recibe menos de 1% del total del comercio de la UE.11

El comercio es visto por la administración del presidente García como un componente integral de su estrategia general de desarrollo y es un aliciente crucial para atraer inversión extranjera, que se espe-ra alcance veinte mil millones de dólares estadounidenses en 2011. El Perú también espera tener la oportunidad de avanzar con estos acuerdos comerciales cuando sea el anfitrión de dos importantes foros internacionales este año: primero, la quinta reunión de jefes de Estado y de gobierno de América Latina, el Caribe y la Unión Europea (ALC-UE), en mayo, y luego, en noviembre, la cumbre de cooperación económica Asia Pacífico (APEC). La agencia oficial de noticias peruana, Andina, captó recientemente la gran expectativa que hay en el Perú frente a estas próximas cumbres, describiendo a 2008 como el «Año de las Cumbres, una denominación que signifi-ca la atención mundial para nuestro país. Por primera vez, Perú será la sede de las dos citas más importantes del planeta».12 Unida a esta expectativa está la esperanza de ganancias económicas a través de la oportunidad de llegar a acuerdos potencialmente transformadores con ambos socios en Asia.

China es el segundo mayor socio importador y exportador que tiene Perú, justo por detrás de Estados Unidos. El comercio bilateral entre China y Perú ha aumentado dramáticamente en los últimos

9 «Canada-Peru Trade Boom», Latin Business Chronicle, 4 de junio de 2007. Véase en: <http://www.latinbusinesschronicle.com/app/article.aspx?id=1308>. 10 Living in Peru, «Peru - Canada to sign free trade deal during APEC forum in Arequipa», 3 de abril de 2008. Véase en: <http://www.livinginperu.com/news-6091-economy-peru-canada-sign-free-trade-deal-during-apec-forum-arequipa>.11 «The EU’s Relations With Peru», European Union International Relations, mayo de 2007. Véase en: <http://ec.europa.eu/external_relations/peru/intro/index.htm>. 12 Andina, «Lima se pone a punto para las cumbres de ALC-UE y APEC», 24 de marzo de 2008. Véase en: <http://www.andina.com.pe/Espanol/Noticia.aspx?id=r0uo2MHEh38=>.

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años, alcanzando la cifra de 3.920 millones de dólares estadouni-denses en 2006. Esto significa un aumento de 35,8% sobre el año anterior.13 En este momento están en curso conversaciones entre China y Perú para establecer un acuerdo de libre comercio y la ad-ministración de García espera poder cerrar pactos con Singapur y Tailandia en 2008. La reciente visita de García a Japón y China sirvió para recalcar su continua búsqueda de fortalecer los lazos eco-nómicos entre Perú y los países asiáticos. Perú ha admitido que tiene la esperanza de convertirse en el mayor nexo comercial de China en Latinoamérica.14 Como señaló recientemente Mercedes Aráoz, ministra de Comercio Internacional y Turismo, «La delegación pe-ruana, compuesta por ministros y representantes del sector empre-sarial, presentarán al Perú como un país atractivo para invertir y co-merciar». 15 La antes mencionada cumbre de APEC provee un foro para discutir acerca de la economía regional, cooperación, comercio e inversión. No hay dudas de que Perú espera lograr una relación comercial más cercana con China después del foro. Según señala Farnsworth, en caso de tener éxito, la reunión podría «posicionar a Perú como una democracia de libre mercado que se desarrolla rápi-damente y que comparte más con Chile, Singapur y Corea que con otros de sus vecinos sudamericanos».16

El continuo esfuerzo del Perú por parecer más aceptable a gobiernos extranjeros y organizaciones multilaterales, a través de su política económica, está demostrando claros resultados. En marzo de 2008, tres bancos internacionales, dos europeos y uno americano, anunciaron su interés por entrar en el mercado peruano.17 Pero, pese a que la buena salud demostrada por el continuo crecimiento

13 «Peru, China: The Politics of Free Trade Talk», Strategic Forecasting, Inc., 17 de mayo de 2007. Véase en: <http://www.stratfor.com/china_peru_politics_free_trade_talks>. 14 Dow Jones, «With US Economy Slumping, Peru Looks To China As A Market», 14 de abril de 2008. Véase: <http://www.cattlenetwork.com/content.asp?contentid=213192>.15 Andina, «Peru hopes to sign trade deal with Japan in 2010», 17 de marzo de 2008. En: <http://www.andina.com.pe/Ingles/Noticia.aspx?id=DVI0jf1ESkM=>.16 Eric Farnsworth, «Branding a Nation», Poder, abril de 2008.17 Andina, «Tres bancos internacionales tienen interés en ingresar a mercado peruano, señala la SBS», 25 de marzo de 2008. Véase: <http://www.andina.com.pe/Espanol/Noticia.aspx?Id=8wh38wPauX4=>.

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y la estabilidad —que las políticas del gobierno favorecen— han empujado al Perú a una mayor integración en la economía mundial, las inequidades y la pobreza extrema perduran.

Retos sociales persistentes

Los datos muestran que siguen existiendo severos problemas de distribución. Las estadísticas del Instituto Nacional de Estadísticas e Información (INEI) indican que el índice de pobreza es aproxi-madamente de 44%, pero estos niveles son muchos mayores, y to-davía crecen, en la selva y la sierra sur. En algunas regiones, como en el departamento de Apurímac, en el sur de los Andes, la pobreza llegó a 75% en 2006, un ligero aumento frente a los estimados anteriores.18

Toda América Latina ha batallado con la reducción de la po-breza, pese a las recientes tendencias de crecimiento económico —según la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina y el Caribe, en los últimos cinco años, la región ha registrado sus mayores niveles de crecimiento en el último cuarto de siglo—. De hecho, el registro regional de reducción de la pobreza es triste cuando se compara con el contrastante caso de Asia. Desde 1970 hasta hoy, Asia recortó la pobreza de 50% a 19% de la población, mientras que en América Latina, la pobreza pasó de 43% a 36%.19

Las cifras peruanas sobre pobreza reflejan la decepcionante ten-dencia regional, al pasar su nivel de 54% en 2001 a 44% hoy en día.20 En este aspecto, la única excepción ha sido Chile. Ese país ha sido testigo de niveles de crecimiento impresionantemente altos, pero ha sido capaz, al mismo tiempo, de reducir sus niveles de pobreza de 40% a principios de los años noventa a 15% hoy en día. Pese a ciertos progresos modestos en este terreno, la necesidad de diseñar políticas

18 «Suffer the Children», Economist, 10 de enero de 2008. Véase en: <http://www.economist.com/world/la/displaystory.cfm?story_id=10498874>. 19 Andres Oppenheimer, «Latin America is Lagging. Someone Tell Its Leaders», 13 de enero de 2008. En: <http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/article/2008/01/11/AR2008011101999.html>.20 Andres Oppenheimer, «Peru may be the next rising star in Latin America», 5 de enero de 2007. En: <http://www.hacer.org/current/Peru091.php>.

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gubernamentales a medida para tratar directamente estas aflicciones sociales, sigue siendo un reto importante para Perú.

Un área de especial preocupación es la educación. El año pasado solo uno de cada diez alumnos aprobó un examen de comprensión de lectura, mientras que casi la mitad de todos los profesores desapro-baron un examen básico de matemáticas. Los recientes resultados del Foro Económico Mundial son bastante sobrios: en un estudio sobre 131 sistemas educativos en el mundo, Perú fue penúltimo en matemáticas y en ciencias, y último en calidad de la educación pri-maria, justamente detrás de Etiopía. Esta información es alarmante no solo porque un buen sistema educativo es básico para reducir desigualdades y tensiones sociales. Es difícil, además, ver cómo Perú será capaz de diversificar su economía y competir más efectivamente a escala global en ausencia del desarrollo del capital humano y una mano de obra más cualificada.

La respuesta del gobierno

Como bien ejemplifica el caso peruano, la liberalización del comer-cio ha probado ser una respuesta inadecuada a los retos económicos del mundo en desarrollo. Como mucho, esta debe ser vista como parte de una estrategia más amplia y comprehensiva de desarrollo. En Perú, el crecimiento económico ha fracasado a la hora de dis-minuir significativamente la pobreza persistente del país, así como sus profundas desigualdades de ingresos. El modelo orientado hacia la exportación que ha seguido Perú se ha traducido en ganancias reales para aquellos que estaban bien posicionados en la economía —trabajadores cualificados, líderes de negocios, clase media urbana y élites— pero no ha alcanzado aún a los sectores desaventajados de la sociedad. En verdad, hay un consenso creciente en cuanto a que el aumento de comercio debe venir aparejado por mayores esfuerzos por parte del gobierno para distribuir mejor los beneficios. En otras palabras, la globalización es necesaria pero insuficiente como solu-ción a los retos económicos.

Pese a que muchos economistas tradicionales y conservadores en materia fiscal creen que el crecimiento económico es principalmente

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responsable de impulsar el desarrollo y la reducción de la pobreza, la experiencia y los datos peruanos sugieren que es necesario revisar esta teoría. Ciertamente, la pobreza ha disminuido en cierto grado gracias a un crecimiento sostenido; no se puede negar la existencia de un efecto de «chorreo», pese a su modestia.

García es plenamente consciente del déficit social del Perú. Ha buscado encararlo a través de la promoción continua del creci-miento económico y declara que adopta tanto principios socialde-mócratas como políticas económicas favorables al mercado. Él ha construido sobre los logros de su predecesor, Alejandro Toledo, que dejó el gobierno con un crecimiento económico de 5% anual. Este crecimiento se mantuvo e incluso aumentó en 2006, llegando a un crecimiento de casi 8% del producto, marcando el octavo año consecutivo de crecimiento económico. Bajo la dirección de su ministro de Economía, Luis Carranza, un economista conserva-dor, García ha señalado su continuo compromiso con las políticas favorables a los negocios. En un fuerte contraste entre su primer mandato, a finales de los años ochenta, que se diferenció por una actitud provocadora y que tuvo resultados uniformemente desas-trosos, el segundo mandato de García se ha fraguado alrededor de unas políticas prudentes y cautelosas tanto en materia interna como en asuntos exteriores.

En su actual presidencia del siglo XXI, García ha intentado rease-gurar a la comunidad financiera internacional con respecto a su pro-pia transformación política, mediante políticas diseñadas para atraer la inversión. Ha declarado: «En este nuevo, diferente mundo de la globalización, de mercados emergentes y presencia directa del capital internacional en la economía peruana, creo que hay que prestar aten-ción al dar confianza a los inversores». Tras un largo proceso bilateral, se firmó el 14 de diciembre de 2007 el tratado de libre comercio cono-cido en inglés como United States-Peru Trade Promotion Agreement, que entrará en vigor el 1 de enero de 2009. Con este pacto, el Perú de García se convierte en un firme aliado de Estados Unidos y en un modelo regional de política económica de libre mercado.

García reconoce que el crecimiento del producto que acompaña la implementación del TLC no será suficiente, por sí solo, para mejorar el nivel de vida de muchos peruanos. Se espera que la

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inversión pública sea de un 4,2% del producto en 2008, doblando la tasa de 2005, y se han tomado algunas medidas para diversificar los programas sociales. El programa Juntos, que transfiere dinero bajo condicionalidades, ha empezado a fomentar un mayor acceso a los servicios de salud y educación, mientras que ciertos programas gubernamentales están ampliando el alcance de la red de agua, electricidad y carreteras a las zonas más pobres del país.21 Pero, incluso en las zonas en las que el gobierno ha comenzado a establecer programas y a gastar dinero, siguen existiendo serias dudas acerca de su habilidad para construir capacidad institucional y desarrollar efectividad.

No está claro si García está preparado para gastar el capital po-lítico necesario y ejercer su liderazgo para aprovechar esta oportuni-dad tan especial. Muchos intentos por reformar el sistema educativo encuentran oposición de parte de los poderosos sindicatos de pro-fesores, y el gobierno de García ha combatido a estos grupos, con muy pocos resultados. Además, el programa de Tratado de Libre Comercio Interno, concebido por Hernando de Soto al principio del segundo mandato de García, está diseñado para encarar reque-rimientos ineficientes de autorizaciones, obstáculos a los derechos de propiedad y defectos legales, de manera que los beneficios del crecimiento económico puedan llegar a todos los sectores de la po-blación. De Soto ha puesto énfasis más de una vez en la importancia de dar a los pobres las mismas oportunidades empresariales median-te la igualación del terreno de juego legal. Su postura es conocida: «Muchas empresas pequeñas no tienen los mismos instrumentos legales para competir afuera, como los que tienen las empresas debi-damente constituidas. Por ejemplo, no pueden emitir acciones, no tienen la posibilidad de utilizar información o propiedad para poder conseguir créditos o liquidez».22

La retórica de García en este punto ha sido igualmente prometedora: «No puede haber libre comercio con el exterior si no garantizamos que en nuestro país las empresas tengan las condiciones

21 ConsultAndes, «Special Report: Peru’s Seven Revolutions», abril de 2008.22 Cecilia Niezen, «Gobierno explica plan para lograr un TLC hacia adentro», El Co-mercio, 1 de setiembre de 2006. Véase en: <http://www.elcomercio.com.pe/Edicio-nImpresa/Html/2006-09-01/imEcEconomia0569433.html>.

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económicas y jurídicas para el libre comercio».23 El ministro de Relaciones Exteriores, José Antonio García Belaunde, describió la simbiosis de las políticas económicas y sociales: «No podemos desarrollar el comercio sin desarrollar las instituciones sociales, ya que ambas necesitan estar juntas. A través del comercio podemos salvar la brecha del desarrollo».24

Insatisfacción pública con expectativas no alcanzadas

Sin embargo, a casi dos años de haber empezado el segundo man-dato de García, y pese sus afirmaciones sobre su continua lealtad a los ideales de justicia social y a la orientación de su partido, el APRA, existe escasa evidencia de que el país esté consiguiendo una fusión entre crecimiento macroeconómico y una distribución más equitativa. Los grandes planes programáticos no se han realizado. Las disparidades salariales siguen siendo importantes. Más aún, la globalización también ha significado que aquellos a quienes el boom económico está dejando atrás —o aquellos que no están obteniendo lo que creen que es su porción justa de la riqueza que se está pro-duciendo— estén cada vez más frustrados y molestos. A diferencia de anteriores periodos de marcada inequidad, los grupos marginales del país tienen, hoy en día, un mayor acceso a la información y a la tecnología, haciéndose cada vez más conscientes de su posición relativa frente a quienes reciben beneficios fenomenales de las altas tasas de crecimiento.

Quizá desde una perspectiva política, el intento de García de profesar su continuo compromiso con la justicia social mientras que, al mismo tiempo, mantiene políticas económicas pro-mercado, sigue siendo difícil de vender. Los índices de aprobación de García continúan bajando, pese a unos indiscutibles resultados macroeco-nómicos favorables, y han ido desde 76% en agosto de 2007, tras el devastador terremoto de Ica hasta un 28,2% en los sondeos de

23 Ibid.24 APEC E-Newsletter, «APEC’s Agenda for 2008: A New Commitment to Asia-Pa-cific Development», enero de 2008. En: <http://www.apec.org/apec/enewsletter/jan_vol15/onlinenewsa.html>.

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El Perú globalizado: éxito económico con fracturas sociales

marzo de 2008.25 Tal como señala el periodista peruano Gustavo Gorriti, «en nuestra situación de crecimiento en medio de una gran pobreza, profunda desigualdad y una terrible distribución de la ri-queza, es inevitable la existencia de un cierto nivel de tensión, pro-testa y conflicto».26

En un discurso reciente, García insistió en la imposibilidad del desarrollo sin inversión extranjera, al decir que «el desarrollo no se consigue volviéndose estático y no abriendo nuestras puertas al mer-cado».27 Con García como campeón del libre mercado, el gobierno del Perú de hoy en día ve la integración en la economía mundial como algo esencial para lograr un desarrollo económico interno. El tumulto surgido alrededor de la recientemente aprobada ley de inversión demuestra las fuertes y polarizadas opiniones existentes en Perú con respecto al tema de la inversión privada. La nueva ley esencialmente facilita la venta de tierras comunales situadas en co-munidades indígenas y campesinas a inversores extranjeros, quienes, según argumenta García, les darán un mejor uso al aplicar nuevas tecnologías y economías de escala.28 Líderes empresariales han de-fendido a García mientras que activistas de los derechos indígenas denunciaron esta ley como explotadora, argumentando que los be-neficios de estas inversiones llegarán a costa de los peruanos pobres de la sierra. En una defensa vehemente de la ley, García escribió una columna en El Comercio en la que denunciaba a los críticos de esta ley como antiinversores y, por lo tanto, antidesarrollo.29 Puso de lado a estos oponentes diciendo que habían llevado el disfraz de comunistas anticapitalistas en el siglo XIX, luego una nueva etiqueta

25 Angus Reid Global Monitor, «Peruvians Disapprove of President García», 14 de marzo de 2008. Véase en: <http://www.angus-reid.com/polls/view/peruvians_di-sapprove_of_president_garca>. 26 Al-Jazeera, «Peru’s President Apologises to Poor», 29 de julio de 2007. Véase en: <http://english.aljazeera.net/NR/exeres/E4FFEE6D-71CC-41DC-9332-16D876B7E36B.htm>.27 Alan García, «Remarks by President Bush and President García of Peru After Meet-ing», BusinessWire, 23 de abril de 2007. Véase en: <http://www.businesswire.com/portal/site/google/?ndmViewId=news_view&newsId=20070423005905&newsLang=en>.28 Inter-Press Service, «PERU: Opening Up Indigenous Land to Foreign Investors», 10 de diciembre de 2007. Véase: <http://ipsnews.net/news.asp?idnews=40417>.29 Alan García, «El síndrome del perro del hortelano», El Comercio, 8 de octubre de 2007. Véase en: <http://www.elcomercio.com.pe/edicionimpresa/Html/2007-10-8/el_sindrome_del_perro_del_hort.html>.

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de «proteccionistas» en el siglo XX y ahora el disfraz de «ambien-talistas» en el siglo XXI. Este caso ilustra la fuerte tensión existente en Perú entre aquellos que creen que las inversiones privadas son básicas para el desarrollo y quienes sospechan que esto se demostrará como abusivo o injusto.

Pero los críticos sostienen que el gobierno ha perdido su entu-siasmo y que no ha sido lo suficientemente sensible, como debería, a los costos de una estrategia decidida de desarrollo.30 Al abrirse a inversores extranjeros de petróleo y gas, el gobierno abandonó sus planes de crear tierras protegidas en la costa y en la frontera con Bra-sil. El gobierno ha otorgado bloques de explotación que se superpo-nen con tierras de reserva de grupos indígenas, haciendo estallar la controversia y, en algunos casos, el conflicto violento. En marzo, un grupo de manifestantes tomó la planta de Pluspetrol, en el norte del Perú, después de que la compañía petrolera se negara a aumentar sus pagos a las comunidades locales. En el conflicto que siguió, murió un policía y otros cinco resultaron heridos.31

Las muchas veces fortuita promoción de estas políticas económicas, que son implementadas sin la adecuada sensibilidad política hacia la po-blación afectada, tiende a exacerbar los endémicos problemas sociales. El reto al que se enfrenta el gobierno de García y en el que, hasta el mo-mento, no ha tenido éxito, es el de descubrir cómo combinar un acerca-miento a la globalización que prioriza la inversión y el crecimiento, con un grupo de políticas concertadas y sistemáticas dirigidas a aquellos que están siendo excluidos de los beneficios de tal enfoque.

Las relaciones regionales de Perú

Es innegable que Perú se ha convertido en un foco de atención de la comunidad internacional, pero el país también ocupa una importan-te posición hemisférica. Regionalmente, las tensiones históricas con Chile —pese a que bajo la superficie siguen existiendo— han sido

30 «Oil and gas in Peru: A Warm Welcome», The Economist, 10 de abril de 2008. Véase en: <http://www.economist.com/business/displaystory.cfm?story_id=11023252>. 31 «Peru police, indigenous group clash at Pluspetrol», Reuters, 22 de marzo de 2008. Véase en: <http://www.reuters.com/article/latestCrisis/idUSN23192969>.

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puestas de lado por ambos países, que se preparan para presentar sus argumentos en la Corte de Justicia de la Haya en 2009 y 2010.32 En términos políticos, García se ha alineado conscientemente bajo la marca de «cambio responsable» asociada al Brasil de Lula y el Chile de Michelle Bachelet, dos líderes sudamericanos cuyos países, según palabras de García, tienen un progreso que provee un «modelo de lucha contra la miseria y la pobreza».33 Pese a que las encuestas de opinión aún no reflejan una relación política más cercana con Chile —hay tensiones históricas y culturales subyacentes—, los peruanos se identifican con sus vecinos brasileños. Es interesante cómo, según la encuesta llevada a cabo por la Universidad de Lima en abril de 2007, al preguntar cuál de los cinco países fronterizos era el amigo más cercano, 54,8% respondieron que Brasil, mientras que Chile fue el último, con solo 2,2%.34

Para la comunidad internacional, Perú representa una voz modera-da en América Latina. Junto con el resto del bloque del Pacífico, Perú ofrece una alternativa a la retórica anti-norteamericana y las políticas izquierdistas del presidente venezolano Hugo Chávez. La historia perso-nal de Alan García con Chávez ha estado llena de conflictos. El abierto apoyo de Chávez a la campaña presidencial de Ollanta Humala y sus vociferantes críticas a García, en las que lo llamó «ladrón corrupto», trajeron una fuerte crítica a su intervención en la política interna perua-na.35 Esta tensa historia ha permitido que García recalque sus diferen-cias y se muestre como una alternativa moderada a Chávez.

El recientemente propuesto Arco del Pacífico, que será formado por países latinoamericanos con ideas similares tales como Chile, Canadá, Colombia y México, tiene como idea expandir esta imagen de izquierda moderada. La presidenta Bachelet definió este bloque

32 Mario Gálvez Araya, «Perú y Chile coinciden en los plazos para iniciar el proceso en la Corte de La Haya», El Mercurio, 15 de marzo, 2008. Véase en: < http://blogs.elmercurio.com/cronica/2008/03/15/peru-y-chile-coinciden-en-los.asp>.33 «García struggles to build bridges between Peru and Chile», JournalPeru, 15 de abril de 2007. En: <http://journalperu.com/?p=891>.34 «Peruvians dig Brazil, Chile not so much», Journal Peru, 11 de abril de 2007. Véase en: <http://journalperu.com/?p=846>.35 Patrick Markey, «Chavez rules out ties with Peru’s ‘lapdog’ García», Reuters, 23 de junio de 2006. En: <http://www.boston.com/news/world/latinamerica/arti-cles/2006/06/24/chavez_rules_out_ties_with_perus_lapdog_García/>.

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como una iniciativa de promoción del comercio e inversión, «per-mitiendo a los países desarrollar políticas económicas y sociales de una manera coordinada».36 García, en una encubierta referencia al Alternativa Bolivariana para Latinoamérica y el Caribe (ALBA) de Chávez, proclamó que el modelo de integración del Pacífico sería más eficiente en el desarrollo y el alivio de la pobreza que otros modelos basados en la ideología política. Sus defensores señalan que «Al promover una nueva idea para la cooperación y el comercio regional, García ha presentado una tercera opción, fuera del ALBA o el ALCA, y que está basada en una apuesta segura de crecimiento económico entre los países del Pacífico. Quizá este original acerca-miento al comercio en la región sea el punto más fuerte del plan».37

Pero algunos críticos señalan que el liderazgo de García podría ser insuficiente para hacer que despegue la organización del Arco del Pacífico. En verdad, una reunión preliminar de los miembros potenciales estaba programada para marzo de este año, pero fue pospuesta.

Hablando con El Comercio, García afirmó que planea acercar-se a «aquellos países que creen que la inversión y el comercio son herramientas esenciales para vencer a la pobreza».38 Al contrastar el modelo del Arco del Pacífico con las políticas proteccionistas de Venezuela, Bolivia y Ecuador, García lanzó un golpe no tan encu-bierto al modelo de ALBA: «es una iniciativa para consolidar un eje político-económico que confronta las “economías primitivas”».39

36 «García launches “Pacific Arc” bloc as counterweight to Alba», Strategic Intelligen-ce Focus, 20 de setiembre de 2007. Véase en: <http://www.stratintforum.com/CIF/CIF15299.asp>.37 «Pacific Arc Plan: Innovative but Challenging», International Relations and Secu-rity Network, 24 de setiembre de 2007. En: <http://www.isn.ethz.ch/news/sw/details.cfm?ID=18152>.38 Lee Berthiaume, «Peru Proposes “Pacific Arc”», Embassy, 26 de setiembre de 2007. Véase en: <http://www.embassymag.ca/html/index.php?display=story&full_path=/2007/september/26/peru/>. 39 http://www.embassymag.ca/html/index.php?display=story&full_path=/2007/sept-ember/26/peru/.

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El Perú globalizado: éxito económico con fracturas sociales

Conclusiones

En cierto sentido, el evidente entusiasmo de la comunidad inter-nacional por el reciente avance del Perú hacia la globalización está justificado. En los últimos años, el desenvolvimiento macroeconó-mico del país ha sido, por lo menos, impresionante. Que la próxima reunión APEC de noviembre se haga en Lima, en lugar de Pekín o Tokio o cualquiera de las relucientes metrópolis asiáticas, refleja de forma dramática este progreso.

A través de la conformación de políticas ortodoxas y un poco de buena suerte —un inusualmente benigno ambiente internacio-nal, combinado con un altamente favorable mercado de bienes de exportación—, el Perú ha expandido sus relaciones comerciales en el mundo, especialmente en Asia. Pese a que los resultados han sido positivos, existen serias dudas acerca de la calidad y sostenibilidad de estos avances. Esta expansión en el comercio se ha visto acom-pañada por una modesta reducción de índices de pobreza. Pero en la era de la globalización y el acceso inmediato a la información, la desigualdad y las expectativas importan más y ambas permanecen esencialmente sin disminución.

Existe el riesgo de que, mientras el Perú avanza internacional-mente en el frente económico, algunas de las fracturas ya existentes en el país —y que siguen líneas geográficas, sociales y étnicas— se hagan aun más pronunciadas. Esto podría aumentar las posibilida-des de tensión política e inestabilidad en el periodo que viene. Los fuertes trastornos resultantes de una acelerada integración al mer-cado global necesitan ser tratados de forma seria, canalizando los ingresos disponibles hacia programas sociales sostenidos y dirigidos. Pese a que en un nivel retórico el gobierno de García es consciente de esta necesidad —habla repetidamente del «TLC hacia adentro», o libre comercio dentro de Perú— es discutible que se estén toman-do sistemáticamente suficientes medidas en esa dirección.40 Paradó-jicamente, la pendiente agenda de reforma social e institucional de

40 El Comercio, «Gobierno relanzará “TLC hacia adentro” para enfrentar retos de acuerdo comercial con EE.UU», 14 de diciembre de 2007. Véase en: <http://www.elcomercioperu.com.pe/ediciononline/HTML/2007-12-04/gobierno-relanzara-tlc-hacia-adentro-enfrentar-retos-acuerdo-comercial-eeuu.html>.

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Perú ha adquirido una urgencia especial frente a la acelerada glo-balización del país. Los rendimientos de la integración al mercado benefician a muchos peruanos en todos los niveles de la sociedad, pero otros muchos se quedan fuera y el Estado tiene la responsabili-dad de cuidar a aquellos a los que sus políticas están dejando atrás. La reforma del gobierno es un elemento clave en este proceso, para asegurarse de que el Estado sea lo suficientemente representativo de la voluntad del pueblo, pero García ha mostrado muy poco lideraz-go en este aspecto.

Otra preocupación adicional es por cuánto tiempo y en qué me-dida continuará el actual curso de las relaciones comerciales inter-nacionales. La recesión de la economía estadounidense y las posibles desaceleraciones de otros mercados clave para los bienes peruanos exportables podrían disminuir la tasa de crecimiento económico en los años venideros. La mayor parte de los economistas anticipan una declinación en la actividad económica general en 2008, por ejem-plo. El sombrío pronóstico apoya la tesis de que es ahora, cuando las condiciones son aun favorables, que hay que utilizar los ingresos adicionales para la agenda social. Es muy posible que las dificultades macroeconómicas solo agraven las ya existentes tensiones sociales y multipliquen los bolsones de inestabilidad.

En el ámbito político también es necesaria una cierta precaución. Es cierto que la visión del «socialismo para el siglo XXI» de Chávez parece cada vez más incierta e inestable en Venezuela, así como re-gionalmente; aún así, no está nada claro que un modelo alternativo haya prendido o sea ampliamente aceptado. Comprensiblemente, el Perú ha intentado asociarse a Chile y a Brasil, dos países que parecen estar progresando de manera impresionante. Pero, si bien existen tendencias y características similares en estos tres países, Perú se dis-tingue por mantener amplias porciones de su territorio donde las condiciones de vida se han deteriorado en medio del boom económi-co y cuya confianza en las instituciones políticas, incluido el actual presidente, está por los suelos. Los intentos de Perú por proyectarse globalmente en distintos frentes podrían verse frustrados a menos que se construyan sobre una sólida base institucional.

7Precios internacionales de materias primas y política

monetaria en la economía peruana

Las tres dimensiones a través de las cuales se juzga habitualmente cuán favorable o adverso es el contexto económico internacional que enfrenta una economía de la periferia son: los términos de in-tercambio externos —precio de las exportaciones entre el precio de las importaciones—, la tasa de interés internacional o los flujos de capitales y el crecimiento económico de sus socios comerciales. Los choques externos positivos o negativos consisten en cambios favora-bles o desfavorables en estas tres variables.

La experiencia de los últimos cincuenta años indica que las fluc-tuaciones macroeconómicas de la economía peruana suelen tener su origen último en los cambios reales o financieros que se producen en el contexto internacional (Dancourt, Mendoza y Vilcapoma 1995). Es cierto que los choques financieros —cambios en la tasa de interés internacional o en los flujos de capitales— se han hecho más impor-tantes para la periferia desde la década de los años ochenta. Durante el periodo de Bretton Woods (1950-1975), los tipos de cambio fijos y los controles de capital imperantes en el centro del sistema determina-ron que los principales choques externos que sufría la periferia fuesen reales —caídas de términos de intercambio, recesiones en los socios comerciales— antes que financieros. Las crisis de balanza de pagos eran crisis de la cuenta corriente, no de la cuenta de capitales.

Desde mediados de los años setenta, los tipos de cambio flotantes y la libre movilidad internacional de capitales, instaurados

∗ El autor agradece la impecable asistencia de Gustavo Ganikko

Precios internacionales de materias primas y política monetaria en la economía peruana

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progresivamente en el centro del sistema, transformaron este escenario y le dieron más prominencia a los choques financieros externos en la periferia, como se demostró con la crisis de la deuda pública externa en la América Latina de los años ochenta. Con la liberalización de la cuenta de capitales en la periferia ocurrida durante los años noventa, estos choques financieros externos adquirieron un papel casi protagónico en los avatares macroeconómicos del mundo en desarrollo (Krugman 2000).1

Sin embargo, es cierto también que la extendida reprimariza-ción (Dancourt 1999)2 sufrida por la economía peruana durante los años noventa ha devuelto un papel importante a los choques externos reales; en particular, a las variaciones de los términos de intercambio externos. Es revelador que la última recesión sufrida en el Perú, durante 1998-2001, fuese resultado de una combinación de ambos tipos de choques. Los términos de intercambio cayeron drásticamente —en particular, los precios internacionales de los me-tales— debido a la crisis del sudeste asiático y se produjo una salida de capitales —líneas de crédito externas de corto plazo, destinadas a los bancos comerciales— que fue generada por el contagio de la crisis rusa, antes que por un alza de la tasa de interés externa (Dan-court y Jiménez 2001).

La marca distintiva de este proceso de reprimarización es que las ventas de minerales al exterior se han convertido en el núcleo central de la actual base exportadora del país, base que se ha ampliado no-tablemente en los últimos años. En 2007, la minería metálica repre-sentó 62% de las exportaciones peruanas; cobre, oro y zinc fueron los tres productos de exportación más importantes.3 Las exportacio-nes de bienes y servicios alcanzaron a ser 29% del PBI en 2007, en términos nominales, duplicando así el valor que tenía este mismo ratio en el año 2001. El gráfico 1 muestra cómo se ha incrementado la participación de los productos mineros en las exportaciones tota-les del país durante la última década.

1 Desde la crisis mexicana de 1994 hasta la crisis argentina y uruguaya de 2001-2002, pasando por la crisis asiática de 1997, la crisis rusa de 1998 y la crisis brasileña en 1999, las salidas masivas de capitales privados han generado devaluaciones, recesiones profun-das, alzas de la inflación y, en muchos casos, graves problemas en el sistema financiero. 2 El clásico libro de Thorp y Bertram (1988) se ha tornado muy actual.3 Para un análisis de la minería peruana actual, véase Glave y Kumamoto (2007).

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Precios internacionales de materias primas y política monetaria

Gráfico 1Exportaciones mineras como % de exportaciones totales

Fuente: BCRP

Dada la enorme variabilidad registrada históricamente por los precios internacionales de los metales, esta estructura de las expor-taciones concentrada en unos pocos minerales implica que la eco-nomía peruana se ha hecho más vulnerable a estos choques externos reales, que están caracterizados por fluctuaciones severas y repenti-nas en el valor de las exportaciones totales así como por amplias y bruscas oscilaciones en los términos de intercambio externos.4

El hecho estilizado básico, como puede verse en el gráfico 2, es que todas las recesiones ocurridas en los últimos cincuenta años en la eco-nomía peruana han estado asociadas a fuertes caídas de los términos de

4 De acuerdo a Deaton (1999), los precios internacionales de las materias primas pue-den ser extremadamente volátiles en el corto plazo y, por lo general, carecen de una tendencia de largo plazo en términos reales. Estos ciclos de alzas y bajas de los precios de las materias primas suelen durar varios años, pueden abarcar simultáneamente a distintas clases —petróleo, metales, alimentos— de estas mercancías, y resultan muy difíciles de pronosticar o proyectar en el corto plazo. Cashin y McDermott (2002), trabajando con un índice de precios de las materias primas industriales para el periodo 1862-1999, concuerdan con Deaton y, además, sostienen que la variabilidad de estos precios reales se ha incrementado significativamente durante el subperíodo 1972-99, caracterizado por los tipos de cambio flexible en los países industrializados.

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intercambio.5 La única excepción a esta regla es la recesión de 1982-1983, que no está señalada con un círculo debido a que coincide con un alza de los términos de intercambio.6 Es claro, sin embargo, que esta recesión fue precedida por una severa disminución de los términos de intercambio —y por un alza notable de la tasa de inte-rés internacional—.

Un punto que merece destacarse, como puede verse en el gráfico 2, es que el auge económico reciente (2002-2007) ha estado asocia-do al mayor incremento anual (2006) de los términos de intercam-bio registrado en los últimos cincuenta años.

Para los países de la periferia, la literatura registra tanto la rela-ción directa entre los términos de intercambio y el crecimiento cí-clico del PBI per cápita, como la relación inversa entre la volatilidad de los términos de intercambio y el crecimiento de largo plazo del

5 Para la economía peruana durante el periodo 1950-1998, Tovar y Chuy (2000) encuentran una relación positiva robusta entre el componente cíclico del producto y el componente cíclico de los términos de intercambio. Castillo, Montoro y Tuesta (2006) arguyen que los términos de intercambio solo son procíclicos en el periodo más reciente (1994-2005) y no lo fueron durante la década de los años ochenta.6 El precio de la harina de pescado subió en el mercado internacional cuando la pro-ducción peruana de esta materia prima se desplomó a raíz del fenómeno El Niño; los precios de los metales también se elevaron. Aun así, los términos de intercambio de 1983 eran 25% inferiores a los de 1980. Véase BCRP (1984).

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Gráfico 2PBI percápita y términos de intercambio: 1951 - 2007

Fuente: Armas (2007)

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Precios internacionales de materias primas y política monetaria

PBI per cápita (De Gregorio y Lee 2004; Deaton 1999). De acuer-do a Edwards (2007), quien trabajó con una muestra de 105 países para el periodo 1970-2004, una mayor volatilidad de los términos de intercambio reduce el crecimiento de largo plazo, y una mejora —deterioro— de los términos de intercambio conduce a una acele-ración —desaceleración— de corto plazo de este crecimiento.

El objetivo básico de este texto es discutir el impacto macroeco-nómico que un boom —o un desplome— de los precios internacio-nales de las materias primas de exportación tiene sobre una economía pequeña como la peruana, que opera en un marco de libre o perfecta movilidad internacional de los capitales. Como veremos, son dos los efectos principales: uno es monetario o cambiario —abundancia de dólares— y otro es real —mayor demanda de bienes producidos en el sector no primario, es decir, el resto de la economía—. El efecto monetario o cambiario perjudica al resto de la economía mientras que el efecto real lo estimula. Cuál efecto domine es algo que depen-de de ciertas características de la estructura económica y del régimen prevaleciente de política macroeconómica.

El texto pone énfasis en el análisis de la intervención esterilizada del Banco Central en el mercado cambiario, como una respuesta efi-caz a estos choques externos causados por variaciones de los precios internacionales de las materias primas de exportación. Se pone en relieve que, para determinar el impacto macroeconómico de estos distintos choques externos, no solo importan las características de la estructura económica sino también el sistema vigente de políti-cas monetarias y fiscales y, en particular, la naturaleza del régimen cambiario.

El boom actual de precios internacionales de los metales

La reprimarización de las exportaciones mostrada en el gráfico 1 ha ocurrido en un contexto en el cual la economía en su conjunto y las exportaciones no mineras —manufacturas y productos agroindus-triales, entre otras— crecían sostenidamente. Entre los años 2001 y 2007, el valor de las exportaciones totales se cuadruplicó mientras que el de las exportaciones mineras se multiplicó por 5,4 veces.

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Óscar Dancourt

La expansión reciente de las exportaciones de minerales se explica, en primer lugar, por el aumento histórico de los precios internacionales acaecido a partir de 2003 y, en segundo lugar, por el incremento de las cantidades de metales producidas entre 2001 y 2007. Como se muestra en el cuadro 1, los precios externos de los cuatro principales metales de exportación —cobre, oro, zinc y plomo— han subido entre 2003 y 2007 de una manera que no tiene precedentes; el precio del cobre se ha multiplicado por cuatro, el precio del oro casi se ha duplicado, el precio del zinc ha crecido 4,5 veces y el precio del plomo se ha triplicado. En términos del incremento de los volúmenes producidos entre 2001 y 2007, las cifras son mucho menores pero también significativas: la producción de cobre aumentó 60%, la producción de oro creció 50% entre 2001 y 2006 pero disminuyó 10% en 2007, la producción de zinc se incrementó 38% y la producción de plomo se elevó 65%.

En el cuadro 2 se presentan las cotizaciones internacionales de los principales metales durante el periodo 2000-2008, que pueden diferir de los precios promedios del cuadro 1, recibidos por las em-presas exportadoras de minerales que operan en el país. La escena es la que hemos descrito: un alza histórica de estas cotizaciones a partir de 2003. A principios de 2008 prosigue este boom de los precios internacionales de los metales, a pesar de que se habría iniciado una recesión en la economía estadounidense más severa de lo usual, que ya ha generado una respuesta expansiva de las políticas monetarias y fiscales en dosis también mayores de lo usual.

Este boom de los precios internacionales de los metales es parte de un boom general de precios de las materias primas. Desde los años 2002-2003, se registra un enorme y prolongado ciclo de alza de los precios internacionales de las materias primas que abarca desde el petróleo hasta los alimentos pasando por los metales industriales, como ha documentado el World Economic Outlook (WEO) de abril de 2008, elaborado por el Fondo Monetario Internacional. De acuerdo al WEO, este último boom de precios de las materias primas destaca, en comparación con episodios similares registrados desde 1960, por su mayor duración, por su mayor amplitud —las distintas clases de materias primas que abarca—, y porque los incrementos de precios han sido muy

Cuadro 1Exportaciones de principales productos mineros, 2000 – 2007

(miles de toneladas métricas y millones de dólares estadounidenses)

2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007

Cobre 1/ 932.6 985.6 1 187.1 1 260.5 2 480.6 3 471.8 6 053.8 7 241

Volumen

(miles tm)

529.1 685.8 858.8 787.3 940.5 984.2 980.6 1 120.6

Precio

(¢US$/lb.)

79.9 65.2 62.7 72.6 119.6 160.0 280.0 293.1

Estaño 170.2 149.5 155.4 211.0 345.7 301.4 345.8 507

Volumen

(miles tm)

36.1 36.3 37.5 39.1 40.2 41.8 39.7 35.2

Precio

(¢US$/lb.)

214.1 186.9 187.7 244.7 390.3 326.9 394.6 652.8

Oro 1 144.7 1 166.2 1 500.7 2 101.6 2 424.3 3 095.4 4 004.1 4 157

Volumen

(Miles oz.tr.)

4 082.7 4 294.4 4 750.3 5 776.7 5 955.6 6 875.8 6 627.8 5 926.6

Precio

(US$/oz.tr.)

280.4 271.5 315.9 363.8 407.1 450.2 604.1 701.4

Plata refinada 179.5 168.6 173.7 191.0 260.2 280.6 479.6 537

Volumen

(millones oz.tr.)

36.0 38.3 37.7 39.3 39.1 38.5 41.8 40.3

Precio

(US$/oz.tr.)

5.0 4.4 4.6 4.9 6.7 7.3 11.5 13.3

Plomo 1/ 190.4 196.0 210.8 201.3 389.1 491.4 712.6 1 033

Volumen

(miles tm)

241.3 253.3 273.8 258.5 281.4 322.8 377.5 416.6

Precio

(¢US$/lb.)

35.8 35.1 34.9 35.3 62.7 69.0 85.6 112.5

Zinc 495.8 419.4 428.9 528.7 576.8 805.1 1 991.2 2 535

Volumen

(miles TM)

792.0 920.9 1 128.0 1 183.4 1 035.4 1 089.8 1 063.2 1 269.8

Precio

(¢US$/lb.)

28.4 20.7 17.2 20.3 25.3 33.5 84.9 90.6

1/ Incluye contenido de plataFuente: Memoria Anual BCRP 2006 (Anexo 35) y Nota Semanal Nº 9, febrero 2008.

320

Óscar Dancourt

superiores al promedio. El cuadro 3 reproduce un cuadro del WEO que compara este último boom con los anteriores.

Según el WEO, estos ciclos de alzas generalizadas en los precios de materias primas, que abarcan desde el petróleo hasta los alimen-tos pasando por los metales, han surgido al final de largos periodos de fuerte expansión de la actividad industrial global. Al término de estas fases de expansión de la economía mundial, los precios de las materias primas se han desplomado. Normalmente, son los precios del petróleo y de los metales como el cobre y el níquel, como mues-tra el cuadro 3, los que están más estrechamente vinculados con auges y recesiones de la actividad económica mundial.

En el gráfico 3, extraído de Cashin y McDermott (2002), se muestra las variaciones porcentuales reales anuales de un índice de precios de las materias primas industriales7 para el periodo 1862-1999. Destacan las caídas de precios que exceden el 20% anual, registradas a mediados

7 El índice, elaborado por The Economist, otorga un peso de 54% a los metales —alu-minio, cobre, zinc, níquel, estaño y hierro—. Véase Cashin y McDermott (2002).

Cuadro 2Cotizaciones internacionales de los principales metales

Cobre Oro Plata Plomo Zinc

¢US$/lb. US$/oz.tr. US$/oz.tr. ¢US$/lb. ¢US$/lb.

2000 82,24 279,03 5,00 20,59 51,16

2001 71,68 271,07 4,39 21,60 40,17

2002 70,49 308,58 4,59 20,50 35,29

2003 80,58 363,44 4,90 23,27 38,23

2004 129,49 404,62 6,62 39,83 47,62

2005 166,40 444,38 7,32 44,02 62,54

2006 304,90 604,13 11,57 58,13 149,05

2007 323,17 696,23 13,39 117,13 147,25

Ene08 320,69 886,07 15,92 118,02 106,21

Feb08 348,59 911,16 17,09 135,30 108,39

* Todas las cotizaciones corresponden a la Bolsa de LondresFuente: Boletín «Actualidad Minera», febrero 2008 (CooperAcción)

321

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

de los años setenta, a principios de los años ochenta y a fines de los años noventa. De esta manera, una caída de precios de 25% anual para un país cuyas exportaciones de minerales representan 60% del total exportado, implicaría una reducción de 15% anual del valor exportado total, permaneciendo todo lo demás constante.

El doble efecto de un alza del precio externo de las materias primas

Para discutir los efectos reales y monetarios de un boom de precios in-ternacionales de las materias primas que exporta una economía como la peruana, pequeña y con libre movilidad de capitales, utilizaremos el esquema conceptual que provee un modelo Mundell-Fleming con tipo de cambio flotante (Blanchard 2006: capítulos 18-21).

Cuadro 3. Características del auge de los precios de las materias primas 1960-2007

Fuente: WEO, FMI (2008)

Cambios de precios (porcentual)

Duración (en meses)

Fase actual

Último punto de inflexión (1)

Desde el último punto de inflexión

Promedio de los auges anteriores (2)

Desde el último punto de inflexión

Promedio de los auges anteriores (3)

Crudo de petróleo (FMI-APSP)4

auge Diciembre 2001 P 210,1 54,0 73 18

Metales auge Marzo 2003 P 104,8 43,0 58 22

Aluminio auge Abril 2003 P 29,21 41,0 57 22

Cobre auge Octubre 2001 P 212,5 61,0 75 21

Zinc auge Octubre 2005 P 74,9 84,0 19 29

Alimentos auge Noviembre 2004 P 30,4 21,0 38 18

Maíz auge Noviembre 2004 P 62,2 39,0 38 19

Trigo auge Abril 2005 P 124,1 38,0 32 20

Soya auge Enero 2005 P 83,9 42,0 36 18

Aceite de palma auge Enero 2005 P 116,8 61,0 36 20

Aceite de soya auge Enero 2005 P 100,9 50,0 36 18

Carne de vaca recesión Setiembre 2004 T -25,1 35,0 - 20

Bebidas recesión Febrero 2006 T 0,0 47,0 - 19

Insumos agrícolas auge Diciembre 2004 P 2,2 28,0 37 20

Caucho auge Enero 2005 P 77,2 56,0 36 21

Fuentes: Base de datos de los precios de commodities del FMI; y cáculos actuales del FMI1/ P = piso, T = techo2/ Aumento del precio promedio en los auges anteriores (excluyendo la subida actual)3/ Duración promedio de los auges anteriores (excluyendo el presente)4/ Precio promedio - FMI

322

Óscar Dancourt

El efecto real

Dividiremos la economía en dos grandes sectores productivos. De un lado, el sector primario que produce minerales solo para la ex-portación. Y, de otro, el sector urbano-industrial, o sector no pri-mario, que produce un bien industrial solo para el mercado interno, pero que está expuesto a la competencia de un bien industrial de origen importado; este último sector representa a la manufactura, la construcción y los servicios que conforman la economía urbana, que es la que explica casi toda la generación de empleo.8

La producción del sector primario, que es igual a las exportaciones, será considerada fija. Por tanto, el valor en dólares estadounidenses de las exportaciones solo subirá —o bajará— cuando suba —o baje— el precio internacional de la materia prima de exportación.

En el sector urbano-industrial la producción no es fija. Existe capacidad ociosa y tanto la producción como el empleo, los ciclos

8 Menos de 1% de la fuerza laboral corresponde a la minería metálica (MacroConsult 2008).

Gráfico 3 Comportamiento de largo plazo en el precio de las materias primas

Fuente: Cashin y McDermott (2002)

323

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

de auge y recesión, están determinados por la demanda agregada. Mientras mayor —menor— sea la demanda agregada, mayor —me-nor— será la producción y el empleo en el sector urbano-industrial. Los componentes de esta demanda agregada son el consumo de bienes nacionales que realizan las familias, la inversión —en construcción— que implica compra de bienes nacionales hecha por las empresas y el gasto público —que suponemos se destina íntegramente a bienes nacionales—.

Los efectos reales de un alza del precio internacional del cobre sobre el resto de la economía dependen de las interconexiones que existan entre estos dos sectores; en particular, de los canales que co-necten los ingresos generados por estos precios internacionales en el sector primario con el gasto en los bienes producidos por el resto de la economía. La cuestión se reduce, entonces, a saber si el consumo o la inversión de bienes nacionales, o el gasto público, dependen directa o indirectamente de los ingresos generados en el sector pri-mario exportador; ingresos que varían cuando cambian los precios internacionales de las materias primas.

Si el sector primario exportador no utiliza insumos, el valor de las exportaciones se distribuye en sueldos y salarios pagados, en impues-tos pagados al fisco y en el excedente bruto —ganancias netas de im-puestos y depreciación— que obtienen las empresas. Si el excedente bruto se remite íntegramente al extranjero,9 solo se gastará en bienes industriales una parte de los sueldos y salarios pagados —la otra parte se ahorra o se gasta en bienes importados— y todos los impuestos recaudados por el gobierno —el fisco sigue una regla de presupuesto equilibrado donde los gastos son iguales a los impuestos—.

En consecuencia, si los salarios en el sector y/o los impuestos que gravan al sector se elevan cuando se incrementa el precio internacional de la materia prima de exportación —digamos que los impuestos son a la renta y que los trabajadores tienen mejores condiciones para ne-gociar un alza de salarios—, entonces, el consumo y el gasto publico dependerán directamente del precio de externo de la materia prima.

9 Estas remesas son un fenómeno macroeconómico. Según el BCRP, las remesas de utilidades al exterior de las empresas extranjeras ascendieron a 7,3% del PBI en 2007; sin duda, las empresas extranjeras que remiten sus ganancias al exterior no solo operan en el sector primario exportador.

324

Óscar Dancourt

En este caso, es claro que mientras mayor sea el precio interna-cional de la materia prima de exportación, mayor será la suma del consumo y del gasto público destinado a bienes nacionales. Este re-sultado —que la demanda de bienes no primarios depende directa-mente de los precios internacionales de las materias primas— surge del hecho de que se gasta en el resto de la economía una porción de los ingresos generados en el sector primario exportador. Mientras mayor sea esta porción, mayor será la magnitud del empleo y la pro-ducción generados en el sector urbano-industrial de la economía por un mismo valor de exportaciones. Bajo las condiciones establecidas, es claro que esta porción será más grande conforme mayor sea el impuesto a la renta que grava las ganancias del sector exportador.10 También es claro que esta porción será más grande cuando mayor sea la participación de los salarios pagados en el valor producido en el sector primario exportador.

En consecuencia, un alza de los precios externos de las materias primas de exportación provocará un impulso expansivo en el sec-tor urbano-industrial; y, simétricamente, una caída de estos mismos precios provocará un impulso recesivo en el sector urbano-indus-trial. Este es el efecto real de un alza —o un desplome— de los pre-cios de las materias primas.11

El efecto monetario

De acuerdo al esquema conceptual del modelo Mundell-Fleming con tipo de cambio flotante, son las fuerzas financieras las que gobiernan el precio del dólar en una economía con libre o perfecta

10 Sobre el papel crucial que juegan el régimen fiscal —regalías, impuesto a la renta— que grava al sector primario exportador y la naturaleza de los contratos que negocian el Estado y las empresas multinacionales para la explotación de recursos naturales como el petróleo y los minerales, véase Stiglitz (2007).11 Este efecto real es nulo solo si el enclave primario exportador es perfecto, esto es, si el enclave no tiene conexión alguna con el resto de la economía. En el límite, esto requiere que los beneficios del sector se remesen íntegramente y que no estén sujetos a impuestos; y que el empleo generado por el sector primario exportador sea nulo o, en su defecto, que los salarios pagados en el sector primario se gasten íntegramente en importaciones. Además, el sector primario no debe utilizar insumos producidos por el resto de la economía o viceversa.

325

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

movilidad internacional de los capitales. El punto básico es que los activos financieros nacionales deben rendir lo mismo que los activos financieros extranjeros, para que exista un equilibrio donde los «capitales golondrinos» no entren o salgan del país indefinidamente.

Podemos ilustrar esta idea de la siguiente manera. Si un depósito en soles rinde 15,5% de interés anual, con 100 soles de capital pue-do obtener 115,5 soles al cabo de un año. Si un depósito en dólares rinde 5% de interés anual, y el precio actual de un dólar es 2,5 soles, puedo convertir los 100 soles de capital en 40 dólares (100/2,5), depositarlos en el banco, y obtener 42 dólares (40 x 1,05) al cabo de un año. Si el precio del dólar dentro de un año es 2,75 soles, ambos depósitos rinden lo mismo (42 x 2,75 = 115,5). Por tanto, los capi-tales financieros que pueden migrar de EE.UU. al Perú, o viceversa, en busca del depósito que tenga el mayor rendimiento, no tienen ningún incentivo para hacerlo. Para que ocurra este equilibrio asu-miremos que los inversionistas o especuladores anticipan o esperan que el tipo de cambio dentro de un año será 2,75 soles por dólar. En estas condiciones, el tipo de cambio de equilibrio que iguala el rendimiento de ambos depósitos es 2,5 soles por dólar.

¿Qué ocurriría con este tipo de cambio de equilibrio si los espe-culadores anticipan que el precio de un dólar dentro de un año no será 2,75 soles sino una cifra menor tal como 2,31 soles? Los 100 so-les de capital en el Perú seguirán rindiendo 115,5 soles al cabo de un año. Los 100 soles de capital en EE.UU. seguirán siendo 42 dólares al cabo de un año. Pero ya no se convertirán en 115,5 soles al cabo de un año, sino solo en 97,02 soles (42 x 2,31 = 97,02). Como el mayor rendimiento está en el Perú (115,5) y no en EE.UU. (97,02), los capitales financieros migrarán desde EE.UU. hacia el Perú.

Si se espera que el depósito bancario local en soles sea más ren-table que el depósito bancario extranjero en dólares, el Perú enfren-tará una entrada de capitales que provocará una caída del tipo de cambio: se traen dólares del extranjero para convertirlos a soles en el mercado cambiario local y esta presión hace bajar el precio del dólar. Esta entrada de capitales continuará hasta que la caída del tipo de cambio aumente lo suficiente la rentabilidad esperada del depósito bancario en el extranjero y la iguale a la rentabilidad del depósito bancario nacional.

326

Óscar Dancourt

¿Hasta dónde tiene que caer el precio del dólar? Cuando el tipo de cambio caiga a 2,10 soles por dólar, los capitales dejarán de entrar al país. A este nuevo tipo de cambio de equilibrio, los depósitos en soles y en dólares rinden lo mismo. Los 100 soles de capital se trans-forman ahora en 47,2 dólares (100/2,1); ganando 5% anual son 50 dólares (47,2 x 1,05) al cabo de un año. Que equivaldrán a 115,5 soles (115,5 = 50 x 2,31) si el tipo de cambio esperado es 2,31 soles por dólar. Por tanto, una caída del tipo de cambio esperado o antici-pado provoca un descenso del tipo de cambio de mercado hoy.

El rendimiento del depósito en dólares tiene dos componentes distintos: la tasa de interés en dólares y el cambio esperado en el precio del dólar durante el año. Este último componente puede ser positivo —el precio del dólar sube en el año—, negativo —el precio del dólar baja en el año— o cero —el precio del dólar es constante en el año—. La entrada o salida de capitales altera este último com-ponente, al reducir o aumentar el precio actual del dólar, e iguala así los rendimientos de los depósitos en distintas monedas.

En general, el tipo de cambio que rige hoy —que se mueve para igualar el rendimiento de los activos nacionales y externos— depen-de directamente del tipo de cambio esperado, directamente de la tasa de interés externa, e inversamente de la tasa de interés nacional.

¿Qué factores determinan el tipo de cambio futuro o esperado? La experiencia indica que los precios internacionales de las materias pri-mas juegan un rol importante en los mercados cambiarios de las eco-nomías primario exportadoras, aunque estas operen bajo un régimen de libre movilidad internacional de capitales.12 Una manera simple de

12 Véase, por ejemplo, el análisis empírico de Frankel (2007), de una economía ex-portadora de minerales como Sudáfrica, con libre movilidad de capitales y tipo de cambio flotante desde mediados de los años noventa. Este análisis muestra que el tipo de cambio depende tanto del diferencial de tasas de interés interna y externa como de los precios internacionales de los minerales. La moneda sudafricana se aprecia cuando estos precios internacionales suben y, viceversa, se deprecia cuando estos precios inter-nacionales caen. Véase también Chen y Rogoff (2002), que encuentran que el tipo de cambio depende de los precios de las materias primas en países como Australia y Nueva Zelanda, exportadores de materias primas con libre movilidad de capitales y tipo de cambio flotante. Véase también el interesante trabajo de Cashin, Céspedes y Sahay (2002), quienes trabajando con una muestra de 58 países primario-exportadores con datos mensuales para el periodo 1980-2002, establecen que el tipo de cambio real de-pende de los precios de las materias primas en veintidós de estos países, entre los cuales

327

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

conectar este hecho estilizado con nuestra teoría financiera de determi-nación del tipo de cambio consiste en establecer qué el tipo de cambio esperado está inversamente relacionado con los precios de las materias de exportación. Esto es, si se elevan los precios internacionales de las materias primas de exportación, disminuye el tipo de cambio esperado; y viceversa. El argumento es que la abundancia de dólares generada por el alza de los precios externos de las materias primas de exportación hará bajar el precio del dólar; y que los inversionistas o especuladores que operan en el mercado cambiario saben que esto es así.

En consecuencia, un alza sostenida de los precios internacio-nales de las materias primas de exportación tiene los mismos efec-tos que una reducción de la tasa de interés internacional, o que un incremento de la tasa de interés interna: provoca una entrada de capitales que hace caer el tipo de cambio. Este es el efecto monetario de un boom de los precios internacionales de las materias primas de exportación: hace caer el precio del dólar o, en otros términos, provoca una apreciación de la moneda nacional.

¿Cómo perjudica esta caída del precio del dólar al sector urbano-industrial de la economía? A través de la competencia de las importa-ciones más baratas que trae consigo un precio del dólar más bajo. Si las importaciones se abaratan respecto al bien nacional, le quitan una parte del mercado interno a la industria nacional, que se ve obligada a recortar la producción y el empleo. El punto clave es que el sector no primario de la economía está expuesto a la competencia de las importaciones.

Este argumento supone, primero, que la fracción del consumo total que se gasta en bienes nacionales depende de cuán barato o caro sea el bien industrial nacional respecto a su similar importado. Es decir, esta fracción aumenta —se gasta más en bienes naciona-les— cuando el bien importado se encarece respecto al nacional; y, viceversa, esta fracción disminuye —se gasta menos en bienes nacio-nales— cuando el bien importado se abarata respecto al nacional.

El argumento supone, en segundo lugar, que cuán barato o caro sea el bien industrial nacional respecto a su similar importado de-pende del tipo de cambio. El precio en soles del bien importado es

no está el Perú. En su clásico artículo sobre la enfermedad holandesa, Corden (1984) menciona que la expectativa de un boom de exportaciones primarias probablemente generó una entrada especulativa de capitales en Australia e Inglaterra.

328

Óscar Dancourt

igual a su precio externo en dólares —que consideramos constan-te— multiplicado por el tipo de cambio. Es decir, el precio en soles del bien importado sube conforme se eleva el precio del dólar y baja conforme disminuye el precio del dólar. Si el precio en soles del bien nacional permanece constante porque no depende del tipo de cam-bio,13 el bien importado se abarata respecto al bien nacional cuando cae el precio del dólar. Y viceversa, el bien importado se encarece respecto al nacional cuando sube el precio del dólar.14

En consecuencia, se gasta menos en bienes nacionales cuando el precio del dólar cae. Este desvío del gasto de consumo desde los bienes nacionales hacia los bienes importados, perjudica a la pro-ducción y el empleo urbano-industrial. Este es justamente el efecto monetario o cambiario de un alza de los precios de las materias de exportación que reduce el precio del dólar.15

La enfermedad holandesa�6

Un alza sostenida de los precios internacionales de las materias primas de exportación tiene dos efectos de signo contrario sobre el resto de la economía. De un lado, eleva la demanda agregada por los bienes no primarios, lo que incrementa la producción y el empleo en el res-to de la economía. Este es el efecto real. De otro lado, induce una apreciación de la moneda nacional —cae el precio del dólar— lo que, en primer lugar, abarata las importaciones que compiten con la producción nacional urbano-industrial, y, en segundo lugar, reduce el poder de compra del ingreso del sector primario exportador en términos de bienes no primarios; por ambos canales, la apreciación

13 Solo se requiere que el precio del bien nacional suba —o baje— menos que el precio del bien importado ante un alza —o caída— del tipo de cambio.14 La razón entre el precio en soles de los bienes importados y el precio en soles de los bienes nacionales se denomina «tipo de cambio real». Decir que el bien importado se encarece relativamente equivale a decir que el tipo de cambio real sube. 15 En la economía peruana actual, este efecto no solo perjudica a la industria manu-facturera que compite con las importaciones sino especialmente a las exportaciones manufactureras y agroindustriales. Mientras menor sea el tipo de cambio real, menos diversificadas serán las exportaciones y más vulnerable será la economía a caídas de los precios de las materias primas.16 Buiter y Purvis 1983; Corden 1984; Schuldt 1994.

329

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

de la moneda nacional disminuye la producción y el empleo en el resto de la economía. Este es el efecto monetario.

Si el banco central mantiene fija la tasa de interés local, un alza de los precios externos de las materias primas causará una caída del precio del dólar —una apreciación de la moneda nacional— que puede ir acompañada de un auge de la producción urbano-indus-trial, de una recesión de la producción urbano-industrial —que es el caso denominado «enfermedad holandesa»—, o de una producción urbano-industrial constante.

¿Qué rasgos de la estructura económica determinan que un alza de los precios de las materias primas genere un auge17 o una recesión en el resto de la economía? Una primera característica crucial es la elasticidad que muestra el tipo de cambio flotante ante variaciones del precio internacional de la materia prima de exportación. Es de-cir, cuánto varía el tipo de cambio ante un alza dada de los precios de las materias primas.

Si esta elasticidad es uno, de tal modo que un alza del 10% en los precios de las materias primas acarrea una caída del 10% del precio del dólar, un boom de los precios internacionales de las materias primas de exportación generará una recesión en el sector urbano-industrial. La razón reside en que el poder de compra del ingreso del sector primario exportador en términos de bienes urbano-industriales permanece cons-tante en este caso. Este ingreso sube en dólares por el alza de los precios externos de las materias primas pero cae en soles, en la misma magni-tud, debido a la disminución del precio del dólar. En consecuencia, solo opera el efecto de la caída del tipo de cambio real que desvía el gasto desde los bienes nacionales hacia los importados, lo que causa una rece-sión en el sector urbano-industrial. Por tanto, el caso de la enfermedad holandesa se torna más probable mientras mayor sea la sensibilidad del tipo de cambio flotante a alzas de los precios de las materias primas.

Una segunda característica importante es el grado en que el sector primario exportador se asemeja a un enclave perfecto. Si

17 En el modelo calibrado para la economía peruana de Dancourt et al. (2004), un alza transitoria de los precios internacionales de las materias primas de exportación —que no modifica el tipo de cambio esperado— genera un auge acompañado de una elevación de la inflación, una apreciación real de la moneda nacional y un aumento de la tasa de interés.

330

Óscar Dancourt

los beneficios generados en el sector primario están exentos del im-puesto a la renta, si estos beneficios se remesan al exterior en su totalidad y si los salarios no suben cuando se elevan los precios de las materias primas, será nulo el efecto real que un alza de los precios internacionales de las materias primas de exportación ejerce sobre la demanda agregada de bienes producidos en el resto de la economía. Por tanto, solo operará el efecto monetario negativo que deteriora la posición competitiva de la industria nacional. El caso de la enfer-medad holandesa se torna más probable mientras más se asemeje el sector primario exportador a un enclave perfecto.

El sistema tributario puede impedir que el sector primario se asemeje a un enclave perfecto, a pesar de la tecnología o la propiedad extranjera (Thorp y Bertram 1988) de las empresas que operen en el sector. Mientras mayor sea la tasa del impuesto a la renta que grava los ingresos generados en el sector primario exportador, mayor será el efecto positivo que un alza de los precios externos de las materias primas tiene sobre la demanda agregada de bienes urbano-indus-triales. La razón es que hemos supuesto que el gobierno gasta todos sus ingresos fiscales en estos bienes. Así que una presión tributaria débil en el sector primario exportador hace más factible el caso de la enfermedad holandesa.

Una tercera característica importante tiene que ver con la sensi-bilidad del consumo de bienes nacionales ante variaciones del tipo de cambio real. Es decir, cuánto se desvía el gasto desde los bienes importados hacia los bienes nacionales ante una elevación dada del tipo de cambio real. Mientras mayor sea esta elasticidad —el bien nacional y el importado son sustitutos más cercanos—, más factible se torna el caso de la enfermedad holandesa.

Mientras más protegido o menos expuesto a la competencia de las importaciones esté el sector no primario por la existencia de ba-rreras arancelarias o cuotas u otros obstáculos, menos importante será este desvío del gasto desde los bienes nacionales a los importados cuando la moneda nacional se aprecia. Por tanto, menos probable es que se presente el caso de la enfermedad holandesa. Este es un rasgo importante que distingue la economía peruana de los años setenta —cuando estas barreras eran importantes— de la actual —donde no lo son—.

331

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

En resumen, un tipo de cambio muy sensible a los precios inter-nacionales de las materias primas, un sector primario tipo enclave y un sector no primario ampliamente expuesto a la competencia de las importaciones, tornan más factible el caso de la enfermedad holan-desa18 bajo un régimen de flotación cambiaria limpia.

La intervención esterilizada del banco central

Para determinar los efectos macroeconómicos de un alza de los pre-cios internacionales de las materias primas de exportación, no solo importan las características de la estructura económica. También importa el sistema vigente de políticas monetarias y fiscales y, en particular, la naturaleza del régimen cambiario.

En la sección anterior, el régimen cambiario combinaba dos características: la libre movilidad de capitales y una flotación cam-biaria limpia sin intervención del banco central. En esta sección, el régimen cambiario se caracterizará también por la libre movilidad de capitales pero tendremos un banco central que interviene en el mercado cambiario comprando o vendiendo dólares de manera es-terilizada; es decir, una flotación cambiaria sucia o administrada.

Estas intervenciones cambiarias, que tienen la potencialidad de anular o moderar el efecto monetario negativo del alza de los precios de las materias primas o de una entrada de capitales, han sido utili-zadas crecientemente en la América Latina del 2000.19

La intervención esterilizada es una compra o venta de dólares por parte del banco central que no altera la cantidad de dinero en

18 Estos son los efectos de corto plazo de una apreciación de la moneda nacional, dada determinada capacidad productiva del sector urbano-industrial. Esa apreciación de la moneda nacional puede tener efectos de largo plazo, alterando el perfil de esa capacidad productiva, liquidando ramas industriales completas o impidiendo que se desarrollen. Como muestran Thorp y Bertram (1988), en la historia económica peruana hay varios ejemplos ilustrativos de este proceso. Rodrik (2007) muestra, trabajando con más de un centenar de países durante el periodo 1950-2004, que la apreciación —deprecia-ción— de la moneda nacional perjudica —estimula— el crecimiento económico de largo plazo en los países en desarrollo. 19 Levy-Yeyati y Sturzenegger (2007) encuentran que las intervenciones cambiarias po-sitivas —las orientadas a limitar la apreciación de la moneda nacional— son eficaces y elevan el tipo de cambio real.

332

Óscar Dancourt

circulación. En una primera operación, el banco central compra dó-lares al público en el mercado cambiario, pagándole con soles, y aumentando así la cantidad de dinero en circulación, es decir, los soles en manos del público. En una segunda operación, el banco central vende activos financieros en soles o bonos —emitidos por el fisco o por la propia autoridad monetaria— al público, este le paga con soles al banco central, y disminuye así la cantidad de dinero en circulación. Una intervención esterilizada es una combinación de estas dos operaciones, que mantiene constante la cantidad de dinero en circulación. En la práctica, la intervención esterilizada se diseña para que la tasa de interés de corto plazo —que es el principal ins-trumento de la política monetaria— se mantenga constante.

Para que la intervención esterilizada de la autoridad monetaria tenga alguna influencia sobre el tipo de cambio de mercado, en el esquema conceptual del modelo Mundell-Fleming, hay que levan-tar el supuesto que establece que los inversionistas o especuladores se mantienen indiferentes entre los activos financieros extranjeros de-nominados en dólares y los activos financieros locales denominados en soles, si es que ambos rinden lo mismo. Asumiremos, entonces, que si ambos activos rinden lo mismo, el público prefiere claramente los activos financieros extranjeros denominados en dólares, debido, digamos, al recuerdo de una hiperinflación que está fresca todavía en la memoria colectiva.20

Esto implica que el público solo demandará los activos financie-ros locales si es que estos rinden más que los activos externos. A este rendimiento extra, se le denomina prima por riesgo. Un ejemplo numérico similar al utilizado en la sección 2 puede ayudar a aclarar la idea. Si un depósito en soles rinde 10% de interés anual, con 100 soles de capital puedo obtener 110 soles al cabo de un año. Si un depósito en dólares rinde 10% de interés anual, y el precio actual de un dólar es 2,5 soles, puedo convertir los 100 soles de capital en 40 dólares (100/2,5), depositarlos en el banco y obtener 44 dólares

20 Es decir, estos activos son ahora sustitutos imperfectos entre sí. Una manera de in-troducir una intervención esterilizada eficaz en el modelo Mundell-Fleming, de tal modo que una compra —venta— esterilizada de dólares haga subir —bajar— el tipo de cambio, es la planteada por Krugman y Obstfeld (2001), capítulo 17 y apéndice 17.1, que es la que seguimos aquí.

333

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

(40 x 1,1) al cabo de un año. Si el precio esperado del dólar dentro de un año es también 2,5 soles, ambos depósitos rendirán lo mismo (44 x 2,5 = 110). Por tanto, los capitales financieros que pueden migrar de EE.UU. al Perú, o viceversa, en busca del depósito que tiene el mayor rendimiento, no tienen ningún incentivo para ha-cerlo. El tipo de cambio de equilibrio que iguala el rendimiento de ambos depósitos es 2,5 soles por dólar. Supongamos ahora que los inversionistas no quieren tener depósitos en soles, porque les parecen más riesgosos, si ambos depósitos rinden lo mismo. En esta situación, es claro que los depósitos en soles deben rendir más que los depósitos en dólares para que los inversionistas acepten tenerlos, lo que implica que el tipo de cambio de equilibrio de 2,5 soles tiene que ser modificado.

Digamos que este rendimiento adicional, o prima por riesgo, equivale a 2% de interés anual extra. Es decir, el depósito en soles debe rendir lo que rinde el depósito en dólares más 2% anual. Estas son las condiciones del nuevo equilibrio. Si los bancos centrales de Perú y EE.UU. mantienen fijas las tasas de interés en soles y dólares en 10% anual, y si los inversionistas mantienen su tipo de cambio esperado en 2,5 soles por un dólar, esto implica que el nuevo tipo de cambio de equilibrio (E) que no conocemos tiene que satisfacer la siguiente relación:

(1,1) 100 = (1,1)100/E (1,02)2,5

Al lado izquierdo de la igualdad tenemos el rendimiento del de-pósito en soles (110 soles) que depende de la tasa de interés (0,1 o 10%) y del capital inicial (100 soles). Al lado derecho de la igualdad tenemos el rendimiento del depósito en dólares valuado en soles, que depende de la tasa de interés en dólares (0,1 o 10%), del capital inicial en dólares (100/E), y del tipo de cambio esperado (2,5). A este rendimiento del depósito en dólares le hemos agregado la prima por riesgo (0,02 o 2%), más uno, para que sea igual al rendimiento del depósito en soles.

Es claro que el nuevo tipo de cambio de equilibrio —el que man-tiene una prima de riesgo igual a 2%— es 2,55 soles por dólar —el tipo de cambio sube de 2,5 a 2,55 soles al pasar de una prima por ries-go nula a una de 2% anual—. Con un depósito en soles obtenemos

334

Óscar Dancourt

110 soles al cabo de un año. Con un deposito en dólares obtenemos menos: solo 107,8 soles al cabo de un año, es decir, 107,8 = (1,1) (100/2,55)2,5; si multiplicamos esta última suma por la prima por riesgo de 2% anual, más uno, obtenemos 110 soles (107,8 x 1,02). En otras palabras, el depósito en soles rinde 2% extra.

¿Qué ocurre con el tipo de cambio de equilibrio que rige hoy en el mercado si la prima por riesgo aumenta a 4%? El tipo de cambio vuelve a subir. Si las tasas de interés en soles y dólares se mantienen fijas en 10% anual y si el tipo de cambio esperado sigue siendo 2,5 soles por un dólar, esto implica que el nuevo tipo de cambio de equilibrio (E) tiene que satisfacer la siguiente relación:

(1,1)100 = (1,1)100/E(1,04)2,5

El nuevo tipo de cambio de equilibrio —el que mantiene una prima de riesgo igual a 4%— es 2,6 soles por dólar. Con un depósi-to en soles obtenemos 110 soles al cabo de un año. Con un deposito en dólares obtenemos menos, solo 105,8 soles al cabo de un año, es decir, 105,8 = (1,1) (100/2,6)2,5; si multiplicamos esta última suma por la prima por riesgo de 4% anual, más uno, obtenemos 110 soles (105,8 x 1,04). Es decir, si sube la prima por riesgo, se eleva el tipo de cambio.

De estos ejemplos se sigue que el tipo de cambio que rige hoy —que se mueve para igualar el rendimiento de los activos locales y externos— depende directamente del tipo de cambio esperado, directamente de la tasa de interés externa, directamente de la prima por riesgo, e inversamente de la tasa de interés interna.

¿De qué depende la cuantía de este rendimiento extra? Bási-camente, del volumen de la oferta de bonos o depósitos en soles. Mientras mayor sea el stock o acervo de bonos o depósitos en soles que el público deba retener o demandar, mayor será la prima de riesgo exigida. En los términos de nuestro ejemplo numérico, esto equivale a decir que mientras mayor sea la prima de riesgo, mayor será el capital inicial colocado en depósitos o activos financieros de-nominados en soles.

Si las tasas de interés local y externa están fijadas por los respec-tivos bancos centrales y si el tipo de cambio esperado es constante, el mecanismo que conecta una compra esterilizada de dólares por par-

335

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

te del banco central con un alza del tipo de cambio puede describirse así. Si sube la prima por riesgo, eso debe elevar el tipo de cambio. ¿Por qué ocurre un alza de la prima por riesgo? La prima por riesgo sube cuando se incrementa el acervo de activos financieros en soles, bonos o depósitos locales, en manos del público. ¿Por qué sube este acervo de activos financieros en soles? Porque el banco central ha hecho una compra esterilizada de dólares.

De esta manera, en principio, el banco central puede responder con una compra esterilizada de dólares de la magnitud adecuada ante un alza de los precios internacionales de las materias primas de exportación y neutralizar sus efectos sobre el tipo de cambio, mientras mantiene constante la tasa de interés en soles.21 (Simétrica-mente, puede responder con una venta esterilizada de dólares ante una caída de los precios de las materias primas).

Esto implica que el efecto monetario o cambiario de un alza de los precios externos de las materias primas puede anularse comple-tamente o reducirse sensiblemente. La consecuencia es que no hay peligro de enfermedad holandesa. Por tanto, el nivel de actividad económica del resto de la economía siempre se eleva, dada la tasa de interés local, debido al efecto real de un alza de los precios externos de las materias primas. Este último efecto es el único que subsiste.

Hay que enfatizar que bajo este régimen de flotación sucia, el banco central tiene (Krugman y Obstfeld 2001: capítulo 17) dos instrumentos de política: la tasa de interés y las compras o ventas esterilizadas de dólares.

Alguna evidencia relevante acerca del caso peruano

Sobre los impuestos pagados por la minería

En el gráfico 4, se muestra la recaudación tributaria por concepto de impuesto a la renta de tercera categoría —el impuesto a la renta

21 Según Blinder (2004), para que la intervención esterilizada tenga efecto sobre el tipo de cambio, se requiere no solo que los activos financieros locales denominados en soles sean sustitutos imperfectos de los activos financieros externos denominados en dólares sino también que las intervenciones del banco central sean grandes en relación con el volumen de transacciones del mercado cambiario.

336

Óscar Dancourt

que pagan las empresas— generada en los distintos sectores de la economía peruana durante el periodo 2000-2007. Se comprueba, en primer lugar, que los impuestos a la renta pagados por las empre-sas de los sectores vinculados al mercado interno —manufactura, construcción, servicios, comercio— aumentan paulatinamente con-forme la economía sale de la recesión de 1998-2001 e ingresa a una fase de expansión y auge que dura hasta la actualidad. En segundo lugar, es claro que los impuestos a la renta pagados por las empresas mineras sean sorprendentemente pequeños en términos relativos y solo superen a los pagados por las empresas manufactureras a partir de 2005; el impuesto a la renta pagado por las empresas mineras oscila entre 5% y 13% de la recaudación total por renta de tercera categoría durante el periodo 2000-2004. Es recién en el periodo 2006-2007 que el impuesto a la renta pagado por las empresas mi-neras se incrementa sustantivamente hasta representar 44%-48% de la recaudación total por renta de tercera categoría.

Los factores (CooperAcción 2007) que explican este incremento de la recaudación por renta de tercera categoría en el sector minero a partir de 2005 son dos: a) el alza sin precedentes de los precios in-ternacionales de los metales y, b) el hecho de que la empresa extran-jera Antamina, que es la mayor exportadora de minerales del país y que explica casi 18% de las exportaciones totales de metales, haya empezado a pagar el impuesto a la renta siete años después de haber iniciado la explotación. Más de la mitad del aumento del impuesto a la renta pagado por las empresas mineras en 2006 y 2007 se debe a este segundo factor.

Según CooperAccion (2007), el modestísimo aporte al fisco del sector minero tiene su causa «en una política tributaria mine-ra particularmente permisiva» cuyas herramientas principales han sido la depreciación acelerada, la doble depreciación, la reinversión de utilidades, los contratos de estabilidad tributaria y el simple in-cumplimiento de leyes como la de regalías mineras con el aval de las autoridades respectivas. Así, por ejemplo, «durante el periodo 2000-2006, las empresas mineras reinvirtieron US$ 1.010 millones, lo cual implica que el Estado peruano dejó de recaudar US$ 303 millones debido a la aplicación de un beneficio tributario que ya no está vigente» desde el año 2001. Pero, «las empresas mineras se han

337

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

valido de sus Contratos de Estabilidad Tributaria [...] para seguir evitando pagar impuestos».22

En el cuadro 4 se muestra la recaudación conjunta por impuesto a la renta de tercera categoría y por el impuesto general a las ventas (IGV interno) del sector minero, como proporción de las exporta-ciones del mismo sector.23 Es claro que estos impuestos han sido una fracción sumamente pequeña de las exportaciones mineras hasta el año 2005. Con el alza de los precios de los metales y con el inicio del pago del impuesto a la renta por parte de la empresa Antamina, esta recaudación tributaria se ha elevado hasta un modesto24 18%

22 Los contratos de estabilidad tributaria fueron introducidos en el Perú en los años noventa como parte del paquete de reformas realizado en la legislación minera. Las principales empresas mineras han suscrito estos contratos que tienen una duración de diez a quince años y no pueden ser modificados por el Congreso de la Republica (CooperAccion 2007).23 Según CooperAccion (2007), estos son «los impuestos que componen la carga tribu-taria que soportan las empresas mineras».24 En comparación, por ejemplo, con el aporte fiscal del sector hidrocarburos. Las re-galías mineras tienen un máximo del 3% del valor del mineral extraído mientras que

0.0

1,000.0

2,000.0

3,000.0

4,000.0

5,000.0

6,000.0

7,000.0

2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007

Agropecuario

Pesca

Mineria

Hidrocarburos

Manufactura

Otros Servicios

Construcción

Comercio

Gráfico 4Ingresos por impuestos a la renta de tercera categoría por clase de

actividad económica, 2000 – 2007 (millones de soles)

Fuente: Sunat

338

Óscar Dancourt

del valor de las exportaciones mineras en el año 2007. Aun así, este monto representa un 3% del PBI obtenido el año 2007.

Cuadro 4Recaudación por Impuesto a la Renta e IGV interno en el sector minero como porcentaje del valor de las exportaciones mineras,

2000 – 2007 (millones de dólares estadounidenses)

2000 200� 2002 2003 2004 2005 2006 2007

Renta más IGV (A) 117 93 128 221 388 763 1.964 3,140

Exportaciones (B) 3,220 3,205 3.809 4.690 7.124 9.760 14.716 17,755

(A)/(B)x100 3.6 2.9 3,4 4,7 5,4 7.8 13.3 17.7

Fuente: CooperAccion (2007)

Sobre el tipo de cambio real

A diferencia de lo que ha ocurrido históricamente con otros ciclos de expansión de las exportaciones de materias primas (Thorp y Ber-tram 1988), este último boom de las exportaciones de metales no ha estado acompañado de una caída del tipo de cambio real multi-lateral hasta el año 2006, como puede verse en el grafico 5. Sobre este resultado han influido distintos factores, como la devaluación del dólar respecto al resto de monedas del planeta desde 2001 hasta la actualidad, la baja inflación del Perú respecto a sus socios comer-ciales durante 2001-2006 y la política de intervenciones esterilizadas del BCRP. Recientemente, las cosas han cambiado, pues el tipo de cambio real multilateral ha descendido un 6,3% entre mediados de 2007 y marzo de 2008, al tiempo que el tipo de cambio nominal ha sufrido una caída de 15% en el mismo periodo.

Por último, acerca del comportamiento del tipo de cambio real y otras variables macroeconómicas de interés durante los ciclos de alza y caída de los precios de las materias primas, tenemos una evi-dencia notable publicada en el WEO (2008) del FMI.

en el sector hidrocarburos las regalías pueden llegar a 30% o más del valor del recurso extraído.

339

Precios internacionales de materias primas y política monetaria

2.30

2.80

3.30

3.80

Ene96 Ene97 Ene98 Ene99 Ene00 Ene01 Ene02 Ene03 Ene04 Ene05 Ene06 Ene07 Ene08

85.00

90.0095.00

100.00105.00

110.00

TC Nominal (soles por US$) TC real multilateral (Índice)

Si nos fijamos solo en los exportadores de materias primas dis-tintas del petróleo, los hechos estilizados son los siguientes:

• las exportaciones en dólares crecen con el alza de precios más que con la caída de precios;

• las exportaciones en dólares han crecido durante este boom mucho más que en los anteriores;

• las exportaciones reales de materias primas típicamente cre-cen con el alza de precios de materias primas, aunque eso no ha ocurrido durante este último boom;

• las exportaciones reales de manufacturas típicamente decre-cen con el alza de precios de materias primas, aunque eso no ha ocurrido durante este último boom;

• la moneda nacional típicamente se aprecia en términos no-minales y reales durante las alzas de precios de las materias primas; y

• durante este último boom la apreciación de la moneda na-cional ha ido acompañada de una rebaja de aranceles, a dife-rencia de booms anteriores.

A modo de conclusión

Bajo un régimen de flotación sucia, si se quisiera eliminar com-pletamente el impacto macroeconómico de un alza de los precios internacionales de las materias primas de exportación —es decir, que el producto y el nivel de precios no primario así como el tipo

Gráfico 5 Tipo de cambio nominal y real (1996 - 2008)

Fuente: BCRP

340

Óscar Dancourt

de cambio25 permanezcan constantes—, una opción sería combi-nar una compra esterilizada de dólares, de la magnitud adecuada, con una política fiscal contractiva. La compra esterilizada de dólares eliminaría el efecto monetario y la política fiscal contractiva elimi-naría el efecto real de esta alza de los precios de las materias primas. Simétricamente, para anular completamente los efectos de un des-plome de estos precios internacionales de las materias primas, habría que combinar una venta esterilizada de dólares —suponiendo que el banco central tenga suficientes reservas de divisas— con una política fiscal expansiva.

La otra opción —que existe porque la autoridad monetaria tiene dos instrumentos bajo un régimen de flotación sucia— para elimi-nar el impacto macroeconómico de un alza de los precios interna-cionales de las materias primas —es decir, que el producto y el nivel de precios no primario así como el tipo de cambio permanezcan constantes— sería combinar una compra esterilizada de dólares con un aumento de la tasa de interés. Simétricamente, para anular com-pletamente los efectos de un desplome de los precios internacionales de las materias primas, habría que combinar una venta esterilizada de dólares con una reducción de la tasa de interés.

Si estamos ante un alza de los precios internacionales de las ma-terias primas, la diferencia entre estas dos opciones consiste en que la tasa de interés se mantiene constante, sin afectar la inversión pri-vada, cuando la mezcla de políticas consiste en una compra esterili-zada de dólares más una política fiscal contractiva; mientras que la tasa de interés debe aumentar si la compra esterilizada de dólares no es acompañada por una política fiscal contractiva, lo que afecta la inversión privada.

Es decir, es posible limitar las fluctuaciones de la producción y el empleo industrial-urbano causadas por la oscilación continua de los precios internacionales de las materias primas entre valores bajos y valores altos.

25 El índice de precios al consumidor incluye bienes nacionales y bienes importados, por lo que mantener constante este índice implica mantener constante el tipo de cambio.

8El país de hoy: ¿ante un despegue?

El despegue del PerúÉlmer Cuba

En la presente década la economía peruana viene comportándose dentro de un cuadro de estabilidad macroeconómica no visto en el último tercio del siglo pasado. Este comportamiento la hace desta-car también en la región latinoamericana. Incluso en estos años de recesión en Estados Unidos y desaceleración en el crecimiento mun-dial (2008-2009), la economía peruana será la de mayor expansión y menor inflación dentro de la región.

Sin embargo, en el plano de la pobreza y exclusión social, el Perú presenta datos todavía muy elevados. Reducirlos constituye el prin-cipal objetivo de las políticas públicas en los próximos años.

Estabilidad macroeconómica

El Banco Central de Reserva del Perú se ha fijado una meta de infla-ción anual de entre 1% y 3%. La tasa de inflación no ha representa-do un problema durante los últimos años. Sin embargo, en 2007 y 2008, por el incremento internacional en los precios de los alimen-tos y el petróleo, se desviará transitoriamente, como le ocurrirá a la mayoría de países en sus metas de inflación.

En cuanto al crecimiento económico, los datos muestran que, luego de una larga recesión —fruto de choques exógenos y malas respuestas de política macroeconómica— entre 1998 y 2001, la eco-nomía se ha venido recuperando y el crecimiento puede pasar a una meseta de 7,5% en el periodo 2005-2009. Si el Perú mantiene el actual

344

Élmer Cuba

ritmo de expansión, podría duplicar el tamaño de su economía entre 2004 y 2014.

Las cuentas externas han reflejado un importante choque posi-tivo en los términos de intercambio, básicamente en los precios de los minerales. Esto ha llevado a apurar nuevos proyectos mineros, cuya puesta en marcha puede significar nuevamente una racha de superávit externos, aunque con el riesgo latente de una variación en los precios internacionales.

Los precios altos de los minerales junto con el ciclo económico expansivo han llevado a una mejora de los ingresos fiscales, los que han permitido alcanzar superávit fiscales luego de casi cuarenta años de déficits continuos.

En el gráfico 1 se muestra el desempeño macroeconómico del Perú en las décadas de los años setenta, ochenta, noventa y lo que va de esta década. Los números muestran, hasta hace poco, un país en desarrollo con muy bajo crecimiento. Un país inflacionario con experiencia reciente de estabilidad monetaria. Un tesoro público con políticas fiscales insostenibles —y procíclicas—. Una economía propensa a crisis externas. Es decir, la economía peruana presentaba un cuadro permanente de inestabilidad.

No es de extrañar que esta economía haya tenido pronunciados ciclos económicos, antecedidos por enormes ajustes fiscales y deva-luaciones reales importantes. En este clima de inestabilidad, era de esperarse que la inversión privada se retrajese y afectase el crecimien-to de mediano plazo de la economía.

En cambio, luego de la estabilización económica y las reformas realizadas, las perspectivas macroeconómicas son muy alentadoras. Sin embargo, Perú es una economía pequeña y abierta que siem-pre estará sujeta a los vaivenes de la economía mundial, aunque ha construido importantes factores de amortiguamiento de las crisis. Primero, el fisco no requiere financiamiento y el país ha alcanzado el grado de inversión para su deuda soberana.1 Segundo, el Banco Central ha acumulado importantes stocks de reservas internacionales

1 Esta categoría de «grado de inversión» significa que el tesoro peruano tendrá ahora más compradores para su deuda. Ello implica menor volatilidad del riesgo país, pues el país ya venía enfrentando menores tasas.

345

El país de hoy: ¿ante un despegue?

y certificados de depósito, que permitirán enfrentar tanto presiones devaluatorias como de inyección de soles, en el caso de que las con-diciones externas se compliquen durante un tiempo.

El cuadro 1 muestra el comportamiento de la actividad econó-mica. La demanda interna ha sido el factor que ha determinado la mayor producción. Las cifras muestran un ciclo expansivo que no tiene precedentes en la historia reciente del país.

Gráfico 1Fortalezas de la economía peruana

Fuente: BCRPElaboración: Macroconsult

3.5

-0.6

4.1

5.4

9

7.9

-2

0

2

4

6

8

10

70s 80s 90s 01-Jul 7 08p

-3.5

-5.8-5.5

0

1.4

-0.6

-7

-6

-5

-4

-3

-2

-1

0

1

2

70s 80s 90s 01-Jul 7 08p

34.7

1286

29.3 2.3 3.9 4.50

200

400

600

800

1000

1200

1400

70s 80s 90s 01-Jul 7 08p

-5.7

-8.8

-2.4

-0.4

3.12.3

-10

-8

-6

-4

-2

0

2

4

70s 80s 90s 01-Jul 7 08p

Inflación(% del PBI)

Resultado Económico del sector público no financiero

(% del PBI)

PBI realVariación %

Cuenta corriente de Balanza de Pagos(% del PBI)

Cuadro 1Oferta y demanda global

1/ Incluye bienes y serviciosFuente: BCRPElaboración y proyección: Macroconsult

0

5,000

10,000

15,000

20,000

25,000

30,000

35,000

2002 2003 2004 2005 2006 2007e 2008p 2009p

PlataZincOroCobreResto minerasCaféH. de pescadoTextilesAgrícolas NTResto

Variación % anual

2007 2008p 2009p

Exportaciones totales 17.5 8.6 4.4Tradicionales 17.0 5.5 -0.1No Tradicionales 18.5 20.0 18.0

Mineras

2005 2006 2007 2008p 2009p

Oferta Global

PBI 6.4 7.6 9.0 7.9 7.0

Importaciones 1/ 10.7 12.6 12.6 13.9 11.8

Demanda Global

Demanda interna 5.5 10.0 11.6 9.3 8.4

Consumo privado 4.4 6.2 8.3 6.5 5.8

Consumo público 9.8 8.7 4.8 8.8 6.2

Inversión bruta interna 7.4 24.7 25.5 17.4 15.7

Inversión bruta fija 13.6 18.9 22.7 21.6 15.9

Privada 13.9 20.1 23.2 19.7 15.8

Pública 12.2 12.7 19.7 32.4 16.8

Exportaciones 1/ 15.0 1.2 5.4 7.2 4.9

Fuente: BCRPElaboración y proyecciones: Macroconsultp: proyección

Gráfico 2Exportaciones totales

347

El país de hoy: ¿ante un despegue?

En el gráfico 2 se muestra la evolución reciente de las expor-taciones. Además del boom en los precios de minerales, se observa también un buen desempeño de las exportaciones no tradicionales.

El gráfico 3 muestra el desempeño de las importaciones. Los datos son impresionantes y reflejan el dinamismo de la actividad económica, en particular del consumo y de la inversión.

Ante un escenario de aceleración de la inflación pero, sobre todo, ante un escenario de posibles déficits en cuenta corriente de la balanza de pagos, por el dinamismo de la inversión2 en un contexto de incertidumbre internacional, es posible uno de los siguientes es-cenarios: (i) una brusca devaluación, si las autoridades no moderan el ciclo económico; o (ii) políticas macroeconómicas anticíclicas que moderen la demanda agregada hacia tasas compatibles con bajos riesgos de ajuste.

2 La inversión privada viene creciendo más rápido que el ahorro doméstico y ello presiona el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos.

Gráfico 3Importaciones totales

Fuente: BCRPElaboración y proyecciones: Macroconsultp: proyección

0

6,000

12,000

18,000

24,000

30,000

2002 2003 2004 2005 2006 2007e 2008p 2009p

Capital Materias primas Consumo

2007 2008p 2009p

Importaciones 31.8 29.3 21.4Consumo 22.2 28.0 22.0Materias primas 30.4 29.0 21.0Capital 42.0 31.0 22.0

Variación % anual

348

Élmer Cuba

Afortunadamente, las autoridades económicas vienen tomando medidas al respecto. A pesar de ello, la economía peruana seguirá con buenos fundamentos y tendría desempeños superiores a sus pa-res en la región.

La realidad económica de las familias peruanas y las políticas públicas

A principio de la década de los años noventa la economía peruana sufrió cambios estructurales que alteraron el modo de asignación de recursos vigente hasta antes de las reformas. En un régimen de pre-cios libres, se ejecutaron reformas comerciales, financieras, laborales y de la actividad económica del Estado. Asimismo, se reformó la ley que gobierna la actuación del Banco Central. Las leyes de responsa-bilidad fiscal fueron adoptadas a fines de esa década.

En la presente década, se consolidó el manejo monetario y fiscal, mientras que las reformas entraron en un estancamiento, ante las dificultades propias de su mayor complejidad y la falta de respaldo político al más alto nivel.3

El resto de las políticas públicas, sin embargo, no ha estado a la altura del manejo puramente macroeconómico, que ha destacado en lo que va de la década.4

Pobreza

Con un crecimiento económico cercano a 5%, la pobreza ha venido disminuyendo lentamente. Sin embargo, luego del alto crecimiento de 2006, la pobreza disminuyó más rápido. En episodios de acelerada

3 Nos referimos al resto de políticas públicas, como las concesiones público-privadas, la reforma laboral, las exoneraciones y la evasión tributaria, el acceso a financiamiento para las pymes, reforma de los sistemas públicos de educación y salud, entre otros. El diseño y la puesta en marcha de estas políticas son más difíciles que estabilizar la econo-mía o bajar aranceles. Se requiere más burocracia profesional y continuidad, y los frutos son más lentos. 4 A la luz de los resultados, y en relación con sus pares regionales, el manejo macroeco-nómico ha sido el mejor dentro del conjunto de políticas económicas seguidas en el país.

349

El país de hoy: ¿ante un despegue?

expansión económica, dicha tasa debería ceder más rápidamente (Ver gráfico 4).

Gráfico 4 Pobreza por años

4a: Evolución de la pobreza 2001-2006

4b: Tasa de pobreza por dominio geográfico 2004-2006

Fuente: INEIElaboración: Macroconsult

48.6 48.744.5

30.0

37.1 36.8

31.2

69.8 70.9 69.3

45.0

20.0

0.0

10.0

20.0

30.0

40.0

50.0

60.0

70.0

80.0

2004 2005 2006 Meta del Gobierno

TOTAL Urbana Rural

0

10

20

30

40

50

60

70

80

90

Sierrarural

Selvarural

Selvaurbana

Costarural

Sierraurbana

Costaurbana

LimaMetrop.

2004 2005 2006

350

Élmer Cuba

Sin embargo, la pobreza ha caído más en las ciudades que en las áreas rurales. Asimismo, la pobreza en el campo es más del doble que en las zonas urbanas. Se observan grandes desigualdades entre Lima y el resto del país. La pobreza afecta a casi la totalidad de la sierra rural.

Desigualdad

La pobreza es menor en Lima, crece en las ciudades y es mayor en las áreas rurales. Asimismo, al observar los diferentes quintiles de la po-blación, se constata las grandes diferencias en los ingresos familiares. En el cuadro 2 se muestra la evolución de estos indicadores.

Cuadro 2Nivel del ingreso per cápita mensual 2006 y evolución 2004-2006

Lima*QuintilResto

UrbanoRural

TOTALPERÚ

1 182 / ¹ 116 51 762 321 201 88 1553 461 289 125 2554 691 415 182 4055 1,757 907 395 1,085

TOTAL 682 385 168 395

Hogares(millones) 1.9 2.4 2.3 6.7

Ingreso mensual promedio per cápita(S/.)

Lima*Resto

Urbano RuralTOTALPERÚ

0.4% 5.4% 1.3% 1.7%1.4% 4.3% 2.0% 3.7%2.2% 4.3% 3.4% 4.0%2.2% 3.6% 4.3% 2.8%0.2% -5.0% -4.2% -2.0%

7.1% -4.4% -5.3% -3.8%

Var. % promedio anual 2004-2006(%)

1/ Nuevos soles2/ Crecimiento anualizado* Lima Metropolitana y la Provincia Constitucional del CallaoFuente: ENAHO 2004, 2006 (INEI)Elaboración: Macroconsult

Regiones

Las veinticinco regiones del Perú muestras muy diversos patrones de pobreza e ingresos (ver gráfico 5). Por otro lado, como se puede observar en el gráfico 6, las regiones más ricas y que en general se han beneficiado más de las reformas y el crecimiento económico son las de la costa. Por el contrario, las regiones más pobres y que en ge-neral se han beneficiado menos son las de la sierra y la selva. Incluso algunas estarían peor que hace cinco años.

351

El país de hoy: ¿ante un despegue?

Gráfico 5

Madre de Dios

95

85

75

65

55

45

35

250 10 20 30 40 50 60 70 80 90 100

Huancavelica

ApurímacCajamarcaHuánuco

AyacuchoPuno

Amazonas

CuscoSan Martín

PascoLoretoUcayali P iura

Junín

Ancash

La Libertad

Lambayeque

Moquegua

ArequipaTacna

Ica

Lima

Tumbes PERÚ

Pobreza por método del gasto 2007 (pobreza coyuntural)(% población)

Pobr

eza

por N

BI -

pobr

eza

estru

ctur

al(%

de

hoga

res)

Gráfico 6Economías regionales. Ingreso familiar mensual, 2006

Fuente: INEIElaboración: Macroconsult

AmazonasAncash

Apurimac

Arequipa

Ayacucho

CajamarcaCusco

Huancavelica

Huánuco

Ica

Junin

La LibertadLambayeque

Loreto

Madre de Dios

Pasco

Piura

Puno

San Martin

Tacna Tumbes

Ucayali

Lima

Moquegua

300

600

900

1,200

1,500

1,800

2,100

2,400

2,700

-6.0% -4.0% -2.0% 0.0% 2.0% 4.0% 6.0% 8.0% 10.0%

Var. % anual promedio ingreso real familiar 2001-2006

Ingr

eso

fam

iliar

men

sual

(S/.)

COSTA SIERRA SELVA

352

Élmer Cuba

Infraestructura

Las viviendas en el Perú presentan elevados déficit de infraestructura de servicios públicos. El acceso a la electricidad y a los servicios de agua es también muy desigual a lo largo y ancho del país. El gráfico 7 muestra los datos regionales, que muestran que en general la costa está en mejores condiciones. Los recursos públicos deberán orientar-se a reducir estas brechas en infraestructura.

Gráfico 7Déficit de infraestructura de servicios públicos

Ancash

Arequipa

Huánuco

Ica

Pasco

Tacna

UcayaliMoquegua

Lima

Amazonas

ApurímacAyacucho

Cajamarca

Cusco

Huancavelica

Junín

La Libertad

Lambayeque

Loreto

Madre de DiosPiura

Puno

San Martín

Tumbes

20%

30%

40%

50%

60%

70%

80%

90%

100%

20% 30% 40% 50% 60% 70% 80%

% viviendas con acceso a agua

% v

ivie

ndas

con

acc

eso

a el

ectr

icid

ad

Cusco

COSTA SIERRA SELVA

Nutrición

Los datos de desnutrición infantil son tristemente muy altos. Niños que no miden ni pesan lo que deberían a esas cortas edades nos ha-blan de hombres y mujeres con desventajas de diversa índole en su vida adulta. En zonas rurales, la desnutrición no ha disminuido en diez años, mientras que en las áreas urbanas la caída ha sido perma-nente. Las desigualdades entre Lima y el resto del país también son notables (ver gráfico 8).

353

El país de hoy: ¿ante un despegue?

Gráfico 8aDesnutrición crónica en niños entre 0 y 5 años

Fuente: Endes, varios años; INEIElaboración: Macroconsult

Educación

Las pruebas internacionales de medición de la educación en el Perú muestran resultados desalentadores (ver cuadro 3). Esto es resultado de varios factores, entre los que destacan la baja calidad del servicio educativo y la pobreza misma.

36.5%

25.8% 25.4% 24.1%19.0%25.9%

16.2%13.4%

10.1%

53.4%

40.4% 40.2% 39.0%

0%

10%

20%

30%

40%

50%

60%

1991 1996 2000 2005 Meta delGobierno

Total Urbano Rural

?

?

Gráfico 8bDesnutrición crónica y anemia según regiones, 2005

6

15

36

28

11

17

28

15

24

0

5

10

15

20

25

30

35

40

Lima Resto Costa Sierra Selva Selva Alta

Desnutrición crónica Anemia moderada

Perú - anemia: 21.3%

Perú - desnutrición crónica: 24.1%22

354

Élmer Cuba

Cuadro 3Porcentaje de estudiantes en cada nivel de dominio en la escala

combinada de alfabetización lectora

Fuente: Base de Datos PISA, 2003 Elaboración: Macroconsult

Las pruebas tomadas a los maestros peruanos también muestran resultados deplorables (ver cuadro 4). No es propósito de esta sec-ción desarrollar más estos resultados sino mostrarlos con el resto de variables para dar una idea global de los enormes retos que plantea el desarrollo del país.

Cuadro 4Resultado de la evaluación censal de docentes, 2006

Notas:* Nivel 1: Ubica datos evidentes e identifica el tema central del texto. Nivel 2: Realiza inferencias sencillas a partir de las ideas del texto. Nivel 3: Logra contrastar e integrar las ideas del texto, realiza inferencias más complejas.** Nivel 1: Realiza cálculos aritméticos simples, reproduce procedimientos rutinarios cortos. Nivel 2: Establece relaciones matemáticas, adapta procedimientos rutinarios y estrategias sencillas. Nivel 3: Resuelve problemas de varias etapas elaborando estrategias adecuadas.***Nivel 0: Resuelve sólo algunas preguntas del nivel 1.Fuente: Marco Macroeconómico Multianual 2008-2010Elaboración: Macroconsult

Nivel

0 1 2 3 4 5

Argentina 22.6 21.3 25.5 20.3 8.6 1.7

Brasil 23.3 32.5 27.7 12.9 3.1 0.6

Chile 19.9 28.3 30.0 16.6 4.8 0.5

México 16.1 28.1 30.3 18.8 6.0 0.9

Perú 54.1 25.5 14.5 4.9 1.0 0.1

Promedio región 27.2 27.1 25.6 14.7 4.7 0.8

Promedio OECD 6.0 11.9 21.7 28.7 22.3 9.5

Niveles

Niveles de logro en: 0*** 1 2 3 Total

Comprensión de textos*Urbano 28% 16% 28% 28% 100%

Rural 42% 16% 26% 17% 100%

Razonamiento lógico matemático**

Urbano 43% 42% 14% 1.90% 100%

Rural 56% 32% 12% 0.70% 100%

Número de docentes que participaron en evaluación

174491

355

El país de hoy: ¿ante un despegue?

Empleo

Finalmente, cerca de dos tercios de peruanos es autoempleado o trabaja en empresas de menos de cinco trabajadores (ver cuadro 5).

Cuadro 5: PEA ocupada 2006

* No incluye personal de las Fuerzas Armadas ni de la Policía NacionalFuente: ENAHO 2006 (INEI)Elaboración: Macroconsult

Esta realidad laboral viene acompañada de baja productividad, bajos sueldos y falta de acceso a derechos laborales como vacaciones, jubilación y seguros médicos.

Cualquier estrategia de desarrollo debe plantearse seriamente el problema laboral, tomando en cuenta simultáneamente los derechos de los trabajadores y los bajos niveles de productividad de las pymes. Ello dará lugar a un esquema de derechos progresivos.

Igualdad de oportunidades

Con los indicadores mostrados, resulta claro que el Estado peruano ha perdido capacidad de respuesta ante las enormes carencias de la población. Ese deterioro ha durado décadas en aquellos pocos casos en los que antes fueron mejores.

Por ello, no hablaremos de desarrollo mientras tengamos estos números desoladores en el país. Resulta claro también que no basta con la estabilidad macroeconómica y que el proceso de desarrollo será lento, pero puede haber comenzado.

Tipo de empresa Número de trabajadores PEA ocupada* %

MYPE

Autoempleo 1 3,006,626 23.2

MicroEntre 2 y 4 5,759,910 44.5

Entre 5 y 9 1,945,017 15.0

PequeñaEntre 10 y 19 702,528 5.4

Entre 20 y 49 360,082 2.8

Mediana Entre 50 y 250 528,320 4.1

Grande Más de 250 629,511 4.9

Total 12,931,994 100.0

Gráfico 9Perú vs. América Latina, 2008 y 2009

76.7

5.6

6.4

4.74.3

2.6

2

3

4

5

6

7

8

Perú Argentina Venezuela Colombia Brasil Chile M éxico

6.3

54.8 4.8

4.3

3.73.5

2

3

4

5

6

7

Perú Colombia Argentina Chile Brasil Venezuela M éxico

Inflación 2008(Variación % anual)

Inflación 2009(Variación % anual)

PBI 2008(Variación % real)

PBI 2009(Variación % real)

3.5 3.8 4.4 4.5 4.9

10.3

28.4

0

5

10

15

20

25

30

Perú M éxico Chile Brasil Colombia Argentina Venezuela

2.9 3.4 3.5 4.2 4.2

11.3

27.4

0

5

10

15

20

25

30

Perú M éxico Chile Brasil Colombia Argentina Venezuela

Fuente: Consenso de mercado, FMIElaboración: Macroconsult

357

El país de hoy: ¿ante un despegue?

El futuro cercano: elecciones e inversión

Según diversos observadores, el Perú tendría el mejor desempeño en términos de crecimiento e inflación durante el presente y el próximo año —horizonte de proyección escogido— (ver gráfico 9).

Cada cinco años cambia el 100% del poder político nacional en el país: el mismo día se elige al presidente de la República y al Congreso. En las últimas elecciones (2006) hubo un candidato que pudo haber significado un cambio radical en el manejo de las políti-cas públicas y los mecanismos de asignación de recursos, entre otros. Los resultados electorales no lo favorecieron, pero ganó en vastas zonas del país (ver gráfico 10).

Gráfico 10Fragmentación en 2006. Mapa electoral del Perú (segunda vuelta)

Fuente: ONPE, INEIElaboración: Macroconsult

La presencia estatal es menor fuera de Lima y muy baja en los medios rurales. La falta de acceso a la electricidad, al agua y desagüe, la deficiente infraestructura de transporte y comunicaciones, la baja calidad de los servicios de educación y salud, son realidades inocultables. La población excluida de los beneficios de la reforma económica merece políticas que mejoren sus oportunidades.

358

Élmer Cuba

El reto del Estado está planteado y habrá elecciones en 2011. Un candidato similar al mencionado sin duda puede llegar a la segunda vuelta electoral. Sin embargo, si la economía se mantiene dinámica y continúan mejorando los ingresos familiares, sobre todo en los sectores urbanos y en particular en la capital, será difícil que consiga apoyo popular suficiente para vencer en segunda vuelta.5

Por otro lado, el sector privado tiene planes de inversión im-portantes en los próximos años. A manera de ejemplo,6 en minería se esperan inversiones por cerca de 12.900 millones de dólares esta-dounidenses entre 2010 y 2017. El Perú posee varios proyectos «de

5 Es decir, ese candidato hipotético podría tener los votos suficientes para estar en la segunda vuelta, pero no los suficientes para alcanzar la presidencia, puesto que para esto tendría que ganar en Lima y ciudades de la costa, que justamente no votaron por el outsider y que en 2011 estarán incluso económicamente mejor. En otras palabras, el que llegue a segunda vuelta junto con el outsider tendría enormes posibilidades de ganar. Salvo, claro está, que sea muy torpe y tenga el rechazo del centro político y/o que el outsider sea muy carismático.6 En realidad, la inversión se viene observando en casi todos los sectores económicos. Asimismo, los sectores no primarios vienen duplicando el crecimiento de los sectores primarios en el último quinquenio.

Gráfico 11Proyectos mineros

Fuente: Gestión, Empresas, Proinversión y otrosElaboración: Macroconsult

359

El país de hoy: ¿ante un despegue?

clase mundial» que están en pleno proceso de estudios de factibili-dad y expedientes técnicos (ver gráfico 11).

En el sector comercio se espera también importantes expansio-nes fuera de Lima (ver gráfico 12). En materia de puertos se ha desatado una carrera para competir con la empresa estatal ENAPU, tanto de contenedores, granel y minerales.

A manera de conclusión

Luego de algunos años de recuperación, recién en el año 2006 el PBI per cápita de Perú fue superior al alcanzado en 1975. Luego de recurrentes crisis económicas y varias décadas pedidas, es muy pro-bable que el país haya despegado con sólidas bases para ir dejando el subdesarrollo.

Gráfico 12Inversiones en retail

Fuente: Gestión, Empresas, Proinversión y otrosElaboración: Macroconsult

360

Élmer Cuba

El reto es mayúsculo. Las enormes carencias de porcentajes amplios de la población peruana hacen pensar en un largo camino. Las condiciones necesarias están dadas: estabilidad macroeconómica y clima propicio para la inversión. Pero las condiciones suficientes serán mejores instituciones y políticas públicas en los frentes no macroeconómicos. Los factores en contra son la eficiencia del sector público y la visión de sus autoridades en todos los niveles de gobierno.

Capitalismo y democracia en el Perú: la tentación autoritaria

Julio Cotler

Durante los últimos seis años, el Perú atraviesa por una situación pa-radójica: el insólito crecimiento económico que el país experimenta desde entonces se acompaña con una elevada desaprobación a la gestión presidencial y a las instituciones públicas, por la mayor parte de la población. Esta reacción se explica por la insatisfactoria distri-bución de los frutos del crecimiento económico, puesto que las polí-ticas oficiales favorecen que «los ricos se hagan más ricos y los pobres más pobres», agudizando la exclusión de los sectores populares de los bienes públicos; de otro lado, tal desaprobación corresponde a la ineficacia del aparato estatal para aliviar la pobreza e «incluir» a los mencionados sectores en el mercado. Es decir, desde ambas ver-tientes, la responsabilidad por la creciente tensión social recae en la organización y funcionamiento de las entidades oficiales.

En las periódicas encuestas que se llevan a cabo a escala nacional y regional destaca la crítica por la falta y/o debilidad de Estado. La negativa evaluación se manifiesta en el progresivo aumento de los conflictos sociales, los cuales las autoridades tienen cada vez más dificultades para controlar. De ahí que, de no cambiar sustantiva-mente las condiciones de existencia de las capas populares y medias, se anticipe la posibilidad de que las tensiones puedan extenderse y agravarse, creando un ambiente de inseguridad que frene las inver-siones y favorezca el triunfo de un candidato nacionalista-populista en las elecciones de 2011, poniéndose así en entredicho el desarrollo económico y la gobernabilidad democrática, tal como sucediera en el país en repetidas ocasiones.

362

Julio Cotler

En efecto, durante el siglo pasado, los conflictos originados por el proceso de acumulación capitalista desembocaron en la represión oficial, el derrocamiento del régimen democrático y la implantación de diversas variantes autoritarias; ahora, cuando el insólito creci-miento económico contribuye a agudizar ciertas contradicciones y las presiones sociales tienden a desbordar los marcos institucionales, se escucha voces que sugieren acallar y aplastar esas manifestaciones a fin de que el desarrollo capitalista fluya libremente, reproduciendo un patrón de comportamiento político conocido.

Esas contradicciones y los dilemas que generan forman parte de una experiencia histórica generalizada, tanto en los países «desarro-llados» como en los «emergentes», porque la relación entre la acu-mulación capitalista y el régimen democrático es conflictiva debido a que una y otro se ciñen a principios, objetivos y métodos contra-puestos: mientras el capitalismo tiende a concentrar la propiedad de los recursos económicos en pocas manos, la democracia favorece la participación social y la distribución igualitaria de esos recursos. Sin embargo, la relación conflictiva no tiene necesariamente que desembocar en la implantación de un régimen político determina-do, puesto que ello depende de la manera como las fuerzas sociales procesen sus contradicciones y determinen así el curso histórico de la sociedad.

A este respecto, las experiencias de los países de América Latina guardan semejanza, a pesar de sus peculiares características estructura-les —sociales, políticas y culturales— y de sus diversos patrones de de-sarrollo histórico. Desde inicios del siglo pasado, la modernización capitalista en América Latina acarreó la emergencia de sus «clases pe-ligrosas» y su incorporación a formaciones políticas antioligárquicas, nacionalistas y revolucionarias; este desafío a la coalición dominante —terratenientes, comerciantes, capital foráneo y la Iglesia católi-ca— determinó que ella promoviera la represión y la ejecución de golpes militares destinados a mantener las jerarquías sociales tradi-cionales, la explotación colonial de las poblaciones indígenas y de los descendientes de esclavos africanos.

Los movimientos nacional-revolucionarios constituidos en go-bierno en México, Brasil, Argentina, Bolivia y Cuba socavaron y eliminaron las bases sociales e institucionales del viejo régimen, al

363

Capitalismo y democracia en el Perú: la tentación autoritaria

tiempo que renovaron el carácter patrimonial del Estado como or-ganizador de la sociedad y referente obligado de las representaciones corporativas de empresarios y trabajadores. En cambio, en Chile, Costa Rica y Uruguay las fuerzas políticas establecieron tempranos acuerdos que expandieron los derechos ciudadanos, contribuyendo a fortalecer el Estado de Derecho y la integración social, factores que distinguen a estos países del resto de la región.

En los demás países, las viejas oligarquías siguieron campeando en el Estado patrimonial, excluyendo a las masas populares de la acción política mediante la represión militar que gozaba del apoyo estadounidense, al tiempo que buscaban ponerse a tono con las nue-vas tendencias propias de la modernización capitalista.

Estas características originales sellaron los diferentes patrones de desarrollo social y político de América Latina que, no obstante su di-versidad, compartieron los problemas relativos a las tensiones entre capitalismo y democracia. A mediados del siglo pasado, el final de la guerra mundial y el repunte del desarrollo capitalista en América Latina contribuyeron a la constitución y participación política de nuevos actores, con la consiguiente ampliación de la escena pública; el ejemplo de la revolución cubana y el radicalizado clima ideológico de la época alentaron a estos actores a desafiar y amenazar el orden institucional.

Esta tensión culminó con la ruptura de los acuerdos que se ha-bían establecido anteriormente en los países del «cono sur» —Ar-gentina, Brasil, Chile, Uruguay—, creándose un insólito ambiente de hostilidad que parecía anticipar un estado de guerra civil y un proceso revolucionario anticapitalista. La intervención militar y la constitución de regímenes burocrático-autoritarios, durante los años sesenta y setenta, eliminaron tales posibilidades mediante el ejercicio de una violenta e indiscriminada represión, al tiempo que algunos expertos forjaban las condiciones necesarias para facilitar el fluido desarrollo del capitalismo, con el respaldo de los poderes fácticos internacionales.

En los países andinos —Bolivia, Ecuador y Perú— la intervención castrense procuró anticipar y anular las tendencias revolucionarias mediante la instalación de regímenes «populista-militares» que perseguían, como decíamos en otra ocasión, «democratizar la

364

Julio Cotler

sociedad por la vía autoritaria». No obstante, debido a su naturaleza castrense, estos gobiernos no pudieron hacer frente a los simultáneos embates de la crítica coyuntura internacional de los años setenta y de los radicales frentes de oposición que sus decisiones generaron en el interior y en el exterior.

En el Perú, las violentas presiones sociales determinaron que los militares se vieran precisados a retirarse a sus cuarteles de invierno a fin de defender la integridad institucional; en similares condiciones, los militares en Ecuador aprovecharon los ingresos provenientes de la renta petrolera para canalizar pacíficamente la transición, mien-tras que en Bolivia la continua y extremada polarización social pro-pició la instalación de una dictadura militar del mismo signo de los regímenes del cono sur.

Caso aparte es México; después de la revolución, el Estado a través del partido oficial encapsuló corporativamente a las fuerzas sociales, arbitrando y dirimiendo las diferencias y los conflictos que se desarrollaban en la sociedad en el curso del desarrollo capitalista que organizó y controló, al tiempo que el nacionalismo y el asis-tencialismo constituían la base de su política de masas. A partir de la dura represión a los actores que perseguían librarse de las rígidas ataduras corporativas en 1968, el régimen se enfrentó con una cre-ciente resistencia que la creciente diversificación social impulsaba, por lo que se vio precisado a tolerar una continua liberalización polí-tica que culminó con la transición a la democracia en 2000. A partir de entonces, el capitalismo tiene que lidiar con los rezagos del viejo orden y con los nuevos agentes, tanto liberales y democráticos como nacionalistas y populistas, lo que parece llevar a un impasse entre las fuerzas políticas y al estancamiento económico.

En Venezuela, después de un largo periodo de dominación patrimonial, si no sultanista, que facilitó la estabilidad política necesaria para que las inversiones extranjeras desarrollaran la explotación petrolera durante los años veinte y treinta del siglo pasado, la emergencia de nuevos actores que respondían a variantes nacionalistas y social cristianas pactaron para fortalecer la democracia a fines de los años cincuenta. Sin embargo, la renta petrolera del Estado propició que los partidos políticos ejercieran una extendida práctica clientelista y asistencialista que contribuyó a estabilizar

365

Capitalismo y democracia en el Perú: la tentación autoritaria

el régimen político pero estimuló la corrupción y el despilfarro; tal ordenamiento determinó que los actores sociales buscaran conectarse con figuras políticas capaces de beneficiarlos mediante favores y prebendas del aparato público, contribuyendo a debilitar las frágiles estructuras institucionales. De ahí que el agotamiento de los recursos fiscales y, por ende, la capacidad del Estado y de los partidos para continuar con tales prácticas contribuyera a que estallase la crisis política que desembocó en la quiebra de la precaria democracia venezolana, a inicios de los años noventa.

A finales de los años setenta, las presiones sociales contra los regímenes autoritarios y los variados cambios internacionales impul-saron en la región diferentes procesos de transición a la democracia; pero, a diferencia de otras ocasiones, sus protagonistas se valieron de valores liberales, como los representados en los derechos humanos, para descalificar a los militares; esto permitió forjar una amplia coa-lición basada en una variedad de actores dispuestos a hacer realidad dicha transición. Este cambio contribuyó a que las posturas radicales fueran desplazadas por planteamientos que favorecían la renovación de los mecanismos institucionales para asegurar la vigencia del plu-ralismo político y económico, resultando así favorecida la confluen-cia de la democracia con la economía de mercado (Cotler 2006).

Varios gobiernos de países desarrollados, entre los que se des-tacaba el del presidente Carter, los organismos de defensa de los derechos humanos y sectores de la jerarquía de la Iglesia católica repudiaron la persecución política de los regímenes totalitarios de Europa del este y de las dictaduras latinoamericanas. Este cambio drástico de la política imperial hacia América Latina desconcertó a tirios y troyanos, por lo que se tejieron las más diversas interpreta-ciones sobre las motivaciones de Washington para dar ese golpe de timón cuando, hasta poco antes, había avalado las decisiones gol-pistas; sin embargo, hasta los más reacios tuvieron que aceptar esta sorpresiva contribución para la recuperación de las libertades.

En este contexto, la lucha contra el terrorismo de Estado que practicaban las cúpulas militares del cono sur sirvió para congregar a una amplia coalición social en la que se encontraban liberales, católicos y socialistas, que «descubrieron» las virtudes del Estado de Derecho y de la defensa de los derechos humanos. Este cambio

366

Julio Cotler

favoreció el desarrollo de la ola de transiciones a la democracia, durante los años ochenta del siglo pasado.

Simultáneamente a las transformaciones económicas y tecnoló-gicas —la «globalización»—, la revolución conservadora liderada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher propició un vuelco histórico en el desarrollo latinoamericano. La crisis mundial de la deuda externa (1982) y las orientaciones que propiciaba dicha revolución determi-naron una insoportable presión que determinó el agotamiento del modelo de desarrollo centrado en el Estado, por lo que las autorida-des latinoamericanas tuvieron que recurrir a la contribución de los gobiernos de los países desarrollados, a los organismos multilaterales y a la banca internacional para salir del hoyo. A cambio, se les exigió ejecutar las políticas de ajuste y de estabilización destinadas a pro-mover la liberalización económica

Es así como las presiones internacionales para democratizar el régimen político confluyeron con las que perseguían la liberaliza-ción económica, creando las condiciones para la convivencia de di-ferentes actores y sus intereses en el marco de las reglas y valores del Estado de Derecho y de la economía de mercado.1

Pero, en la mayoría de los casos, los gobernantes que encabe-zaron los gobiernos de transición se negaron a seguir las pautas di-señadas por los expertos internacionales porque no las considera-ban pertinentes para salir de la crisis y enrumbar al país en la senda del crecimiento económico autónomo, pero también debido a que estimaban que su aplicación traería consecuencias dramáticas que afectarían la estabilidad política; es decir, por razones ideológicas, pero también debido a razones de estrategia política, las autoridades rehusaron aplicar la ortodoxia económica. En cambio, con el apoyo de una amplia gama de actores, las autoridades propusieron reflotar el obsoleto modelo de sustitución de importaciones, generando una insólita espiral inflacionaria.

1 La dictadura chilena se adelantó en la imposición del nuevo modelo económico y lo mantuvo durante los años setenta y ochenta del siglo pasado, y los militares se en-cargaron de asegurar su intangibilidad a raíz de la instauración de la democracia en los años noventa. El caso de Colombia es diferente, puesto que desde los años sesenta la coexistencia de la guerrilla, el narcotráfico y el desarrollo capitalista, en el marco de una institucionalidad liberal, ha generado una situación extremadamente peculiar.

367

Capitalismo y democracia en el Perú: la tentación autoritaria

En un ambiente social particularmente convulso, resultado de la crisis de los años ochenta —la «década perdida»—, líderes políticos afiliados a distintas corrientes pero que se inscribían en fórmulas desarrollistas se vieron precisados a ejecutar las medidas recomenda-das por los organismos multilaterales y el Consenso de Washington para detener y remontar el creciente deterioro de la economía, de la sociedad y de la política. Contrariamente a lo que se esperaba, estas decisiones abatieron la inflación, resultado que otorgó a tales dirigentes un amplio respaldo con el que lograron modificar las res-pectivas constituciones y reelegirse —como fue el caso de Cardoso, Fujimori y Menem— y avanzar en la ejecución de reformas estruc-turales destinadas a reforzar la integración del aparato productivo y de la sociedad en el sistema global.

Los sectores populares y medios imaginaron que la liberalización económica les permitiría —como ofrecían políticos y expertos— ac-ceder rápidamente a los bienes públicos de los que se encontraban «excluidos» y ascender en la escala social. Pero, en la mayoría de los casos, las elevadas expectativas en las nuevas orientaciones no se vieron realizadas porque, a pesar del crecimiento, el «chorreo» sigue yendo para arriba y el «goteo» para abajo, reforzando la tradicional desigualdad y pobreza de América Latina, mientras son de público conocimiento tanto los crecientes beneficios que obtienen las gran-des empresas como la corrupción generalizada en la administración pública.

En ese marco, de manera intermitente se suceden manifestacio-nes populares contra los partidos y sus líderes, así como contra las políticas «neoliberales», ambiente propicio para el surgimiento de movimientos sociales que persigan acabar con el neoliberalismo. Si unos proponen retomar el protagonismo estatal encarnado en un jefe, que autoritaria y discrecionalmente active políticas nacionalis-tas y redistributivas, otros se inclinan por la utopía anticapitalista encarnada en «otro mundo posible».

En razón de su propuesta nacional y popular, y el carácter autoritario de la jefatura política, los continuos brotes «populistas» reciben apoyo de las capas sociales de bajos ingresos, informales y marginados porque, en condiciones de aguda desigualdad como la existente en América Latina, ellas intuyen que las figuras autoritarias

368

Julio Cotler

tienen más capacidad para aliviar sus agudos problemas que las autoridades y los procedimientos democráticos (Chong y Gradstein 2008; Birdall 2007). Así, una vez más, parecería que un conjunto de fuerzas amenaza, a la vez, al capitalismo en su versión transnacional y a la gobernabilidad democrática liberal, poniendo en dificultades a quienes tenían la certeza de que la economía de mercado era the only game in town (Weyland 2004).

Como respuesta, los organismos multilaterales, las instituciones empresariales y las organizaciones profesionales inmersos en el cir-cuito internacional, así como sus contrapartes nacionales, reconocen la necesidad de desarrollar políticas de «inclusión» a fin de asegurar la estabilidad política, la gobernabilidad democrática y el crecimiento económico a largo plazo. A tal efecto, estas entidades recomiendan insistentemente la ejecución de políticas sociales destinadas a redu-cir la pobreza y la desigualdad, con el objeto de fortalecer la precaria cohesión social, sin descuidar los equilibrios macroeconómicos. Es decir, tales propuestas persiguen reducir las tensiones entre mercado y democracia, evitando el desarrollo de fuerzas radicales de uno u otro signo.

Algunos países han logrado reducir significativamente los niveles de indigencia incorporando a importantes sectores de la población en la atención pública, logro que al mismo tiempo otorga a los líde-res políticos la aprobación pública y contribuye así al fortalecimien-to institucional del Estado democrático y de la sociedad. En térmi-nos muy generales, Argentina, Brasil, Chile y Uruguay —países que lograron más temprano la integración social— constituyen los casos emblemáticos, porque el duro aprendizaje sufrido durante la repre-sión militar ha contribuido a difundir en ellos valores y prácticas liberales y democráticos que, mal que bien, favorecen la convivencia entre intereses plurales y, muchas veces, contradictorios.

Esto ha sido posible porque estos países tienen sociedades di-versificadas en las que se destacan núcleos organizados —«sociedad civil»—, cuentan con representaciones políticas —relativamen-te— estructuradas, aparatos estatales complejos que participan en la regulación de las relaciones sociales y tienen capacidad para (re)crear fórmulas y mecanismos que deberían permitir la realiza-ción de acuerdos razonables entre los principales actores. De ahí

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que los gobiernos «izquierdistas» de estos países adquieran rasgos «socioliberales» en tanto enfrentan las tensiones originadas por las transacciones —trade-off— que diariamente debe hacerse entre de-mocracia y mercado.

En cambio, los gobiernos y las autoridades de los países de «enclave» —como Venezuela, Bolivia y Ecuador— reproducen las orientaciones y los comportamientos de los clásicos populismos la-tinoamericanos, al asumir planteamientos nacionalistas, estatistas y antiimperialistas a fin de incorporar a las masas populares y a la po-blación indígena en el Estado-Nación, en el marco discursivo de la construcción de un socialismo del siglo XXI, tout court.

El caso peruano

En este cuadro general ¿cuál ha sido la experiencia peruana con res-pecto a la relación entre capitalismo y democracia? En circunstan-cias en las que el Perú atraviesa un periodo de insólito crecimiento económico, ¿cuáles son los rasgos de esa conexión y cuáles son las perspectivas de dicha relación en un futuro próximo?

El desarrollo del capitalismo en el Perú renovó el permanente enfrentamiento social y político que sufrió el país durante el siglo XIX, sellando el curso de su historia contemporánea puesto que las insalvables confrontaciones entre sectores antagónicos persiguieron eliminar al contrario, lo que dio lugar a una permanente inestabi-lidad institucional. Para decirlo con Alberti (1997), la historia pe-ruana está marcada por una cultura política «movimientista» que, debido a su naturaleza antiinstitucional, ignora la existencia legítima de los contrarios y, por ende, las fórmulas que permitan establecer acuerdos entre bandos opuestos.

Durante los años veinte del siglo pasado, las empresas capitalistas asentadas en la costa y en la sierra central formaron una economía de enclave que desplazó a terratenientes y comerciantes de la zona, y reafirmó la explotación colonial del campesinado indígena; este proceso se acompañó con la centralización política del país con fuertes rasgos patrimoniales y autoritarios que desalojó a los viejos caudillos provincianos. Estas transformaciones generaron fuertes

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reacciones de los sectores sociales afectados, tanto en el campo como en la ciudad, motivando que la fuerza pública se constituyera en garante de los intereses oligárquicos y desarrollara una sistemática represión contra campesinos, obreros y capas medias, por resistirse y oponerse al desarrollo del capitalismo que, bajo la batuta del capital extranjero, explotaba los recursos naturales del país y reorganizaba el orden social y político.

El desarrollo del sindicalismo, la fundación del APRA y del Par-tido Socialista por Haya de la Torre y Mariátegui, respectivamente, contribuyeron a organizar políticamente a trabajadores, empleados y profesionales alrededor de elaboradas plataformas antioligárquicas, nacionalistas y socialistas, renovando la tradición político-cultural de naturaleza radical iniciada por González Prada.2 A partir de los años treinta, la sistemática persecución del Estado y la Iglesia contra el APRA y el Partido Comunista, con el consiguiente martirolo-gio de dirigentes, militantes y simpatizantes, contribuyó a que esas organizaciones llegaran a abarcar enteramente la existencia de sus miembros, familiares y amigos, al tiempo que Haya de la Torre se constituyó en un icono del santoral del APRA y sus planteamientos fueron asimilados como certezas religiosas.

Estos factores cimentaron las fuertes identidades políticas de las masas apristas y, en menor medida, de la militancia comunista, que se cristalizaron en concepciones basadas en la relación amigo/ene-migo; mientras los apristas desplegaban el eslogan «solo el APRA salvará al Perú», los antiapristas denostaban al APRA por atentar contra los valores «occidentales y cristianos».

Las cerradas representaciones políticas de intereses antagónicos marcaron el curso de las siguientes décadas con sucesivas confron-taciones políticas que originaron una intermitente inestabilidad po-lítica con incidencia en el irregular y oscilante comportamiento de la economía. La limitada capacidad estatal, propia del «liberalismo oligárquico», para controlar el territorio, administrar los recursos y canalizar las demandas sociales condicionó que el Estado oligárqui-co respondiera represivamente a las presiones sociales. De ahí que durante la segunda mitad del siglo pasado, el país tuviera cinco inte-

2 Ver al respecto el capítulo a cargo de José Luis Rénique en este volumen.

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rrupciones constitucionales —es decir, en promedio, una cada once años— y solo dos momentos de alternancia constitucional (1985 y 1990). Este nivel de inestabilidad política se reflejó en cambios es-porádicos de las orientaciones económicas y en sus pobres resultados (Gonzales de Olarte y Samané 1991).

Esto fue así porque los breves interregnos democráticos acaba-ron plagados por conflictos sociales y crisis políticas que fueron sus-pendidas por golpes militares y por regímenes autoritarios que, jun-to con restablecer el orden, crearon las condiciones de la expansión capitalista. Es decir, durante el siglo pasado en el Perú, al igual que otros países andinos, los breves momentos democráticos derivaron en crisis política y estancamiento económico, mientras que los regí-menes autoritarios que los reemplazaron impulsaron el crecimiento económico; de ahí la creencia bastante generalizada que el «progre-so» solo puede alcanzarse con la mano dura del dictador benévolo.

La primera transición

En 1944, el inminente triunfo de los «Aliados» influyó para que los militares y el bloque oligárquico se vieran precisados a negociar la transición a la democracia con la dirección aprista; el resultado se concretó en las elecciones que se celebraron al año siguiente y que dieron el triunfo a José Luis Bustamante y Rivero.3 Para esto, los sectores conservadores pusieron como condición que Haya de la Torre no se presentara como candidato presidencial y que candi-datos independientes se integraran a la representación aprista, a fin de evitar que el APRA controlara la actividad política y pusiera en riesgo la paz social. Es decir, el grupo dominante buscaba neutralizar la representación política de los intereses de las capas populares y medias.

No obstante, con el apoyo de las movilizaciones sociales que el partido impulsaba cotidianamente, los congresistas apristas logra-ron que el gobierno decretara tímidas políticas distributivas que, sin embargo, afectaban tanto la ideología «liberal» como los intereses

3 Sobre las condiciones de las transiciones a la democracia, ver Julio Cotler (1988)

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dominantes; por otro lado, la penetración del APRA en la admi-nistración pública contribuyó a que controlara centros neurálgicos y ejerciera una influencia decisiva en la marcha del gobierno, con-trariando y atemorizando a la oligarquía y a los militares. Al cabo de dos años, los enfrentamientos de intereses y prácticas de unos y otros habían puesto en evidencia su incompatibilidad. Las agudas tensiones desembocaron en la fallida insurrección aprista, primero, y en el golpe militar, después, del general Manuel Odría quien se hizo del gobierno con el apoyo del núcleo oligárquico y gobernó entre 1948 y 1956.

Este gobierno se ensañó con apristas y comunistas —por lo que Haya de la Torre tuvo que asilarse en la embajada de Colombia durante varios años— al tiempo que otorgó la responsabilidad de la definición y ejecución de la política económica a los representantes de los intereses dominantes, entre los que se destacaban las empresas extranjeras. Por otro lado, Odría se rodeó de una clientela política y militar que lo apoyó en la gestión política, sumándose a los grandes propietarios para medrar de las prebendas oficiales, dejando ver que las prácticas patrimoniales tenían plena vigencia.

El cambio político impulsó el crecimiento económico durante los años cincuenta, debido a que la recuperación económica interna-cional de la posguerra favoreció el ingreso de inversiones extranjeras, contribuyendo a que el Perú tuviera la tasa de crecimiento de expor-taciones más elevada de América Latina. El incremento de los ingre-sos fiscales y el gasto del gobierno fomentaron la inversión privada y la corrupción pública, mientras los subsidios a las importaciones de alimentos para el consumo urbano, destinados a aplacar los ánimos populares, aceleraron el declive de los terratenientes serranos y de las relaciones de servidumbre. Es así como el régimen autoritario contribuyó a impulsar la modernización capitalista.

Esas transformaciones sociales y la destrucción causada por el fenómeno de El Niño a mediados de esa década, lanzaron una ola de movimientos campesinos y una masiva migración del campo a las ciudades, dando inicio al cambio de la composición social del país; para lo que acá interesa, tales alteraciones facilitaron la emergencia y la asociación de nuevos actores urbanos que hicieron posible la transición a la democracia en 1956.

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La segunda transición

A diferencia de la primera transición, los representantes de los nue-vos intereses dominantes buscaron y lograron acordar con Haya de la Torre los términos de una «convivencia» política que debía ce-rrar el ciclo de veinticinco años de enfrentamientos, a cambio de lo cual requirieron los votos apristas para elegir a Manuel Prado, que así gobernó entre 1956 y 1962. Este pacto permitió la legalización del partido, el levantamiento del veto que pesaba sobre una posible candidatura presidencial de Haya de la Torre y que el gobierno de Prado concediera al APRA facultades para atender los requerimien-tos de su vasta clientela, favoreciendo la política de sustitución de importaciones y el incremento de los subsidios al consumo popular; en contrapartida, Haya de la Torre frenó los impulsos radicales de los cuadros partidarios y de las masas populares, al tiempo que apli-caba la estrategia de la «escopeta de dos cañones» al prometer a las bases apristas la ejecución del programa revolucionario a partir del triunfo en las próximas elecciones de 1963.

Pero si Haya de la Torre se allanó pragmáticamente al pacto de convivencia para alcanzar la presidencia, no consideró el costo político en el que incurría al hacer esta «elección racional». Después de veinticinco años de luchas y proclamas antioligárquicas, las cre-cientes movilizaciones sociales y el ejemplo de la revolución cubana llevaron a los sectores del APRA, que mantenían en alto las consig-nas nacionalistas y antiimperialistas, a rechazar los acuerdos del «jefe máximo» y a separarse del partido para incorporarse en las filas de los nuevos sectores medios liderados por Fernando Belaunde, apo-yando las protestas y demandas populares.

Este cambio de actores y de escenarios determinó que se inscri-biera en la agenda política la necesidad de ejecutar urgentemente las «reformas estructurales» a fin de impulsar la modernización del país; entre esas reformas se encontraban la nacionalización del petróleo y la reforma agraria, lo que motivó que el clima económico se entur-biara. Pero si hasta entonces la coalición oligárquica había vetado la candidatura de Haya de la Torre por la radicalidad de sus propuestas y de sus métodos ahora, que los militares y la Iglesia apoyaban la realización de esas reformas, la rechazaban debido a su alianza con

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los sectores conservadores y se inclinaban a favor de la candidatura de Belaunde.

Este sería el motivo que adujeron los militares para anular las elecciones de 1962, que otorgaron el triunfo a Haya de la Torre, y para constituir una junta militar que se propuso ejecutar autori-tariamente la agenda reformista. Estas decisiones militares crearon una ola de repulsa y de movilización ciudadana que convergió con la oposición de Washington a la interrupción constitucional, puesto que Estados Unidos respaldaba la candidatura de Haya de la Torre. Esta insólita reacción obligó al comando militar a desistir de sus propósitos y a convocar a nuevas elecciones en 1963, asegurándose previamente de que algunos pequeños grupos izquierdistas y social-cristianos apoyaran a Belaunde. Este logró ganar ajustadamente en los comicios, para desesperación de Haya de la Torre y los suyos, que no perdonaron a los causantes de esta derrota.

La tercera transición

Los resultados electorales produjeron un panorama inédito porque alrededor de Belaunde se formó una coalición que congregaba a una vasta gama de agentes reformistas que gozaban de un amplio apoyo popular, mientras que Haya de la Torre permanecía aliado a los remanentes más tradicionales del bloque oligárquico, que gi-raban alrededor del ex dictador Odría. Esta alianza determinó que el APRA controlara el Legislativo, obstaculizara sistemáticamente el proyecto reformista del gobierno y no perdiera oportunidad para desacreditar al Ejecutivo con miras a los siguientes comicios. Al cabo de dos años, la estrategia aprista logró su cometido porque paralizó la acción gubernamental en tanto se retraían las inversiones de las empresas extranjeras, contribuyendo a desatar una crisis fiscal que encontró atado de manos al presidente.

Estos resultados contribuyeron a desprestigiar a los partidos de gobierno por su incapacidad para ejecutar las prometidas reformas estructurales remontando la obstrucción de la alianza «contra na-tura» del APRA y el odriísmo. La desafección ciudadana propició que las nuevas capas populares y sus organizaciones radicalizaran las

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movilizaciones sociales en curso y que surgieran grupos guerrille-ros decididos a seguir el ejemplo cubano, que fueron rápidamente eliminados por las fuerzas armadas. Es así como la decisión —¿ra-cional?— del APRA tuvo un costo mayúsculo: las capas populares que se incorporaban en la escena pública se opusieron al partido y se incorporaron a las nuevas izquierdas nacionalistas y marxistas.

Solo cuando se hizo público el malestar militar con el curso de los acontecimientos, Belaunde y Haya de la Torre se pusieron de acuerdo para compartir el poder y remontar la crisis económica, para lo cual ambos se deshicieron de sus entonces incómodos aliados de izquierda y de derecha, respectivamente. Este insólito enroque me-reció la crítica acérrima de los despechados seguidores de uno y de otro, mientras los militantes apristas seguían disciplinadamente las instrucciones del «jefe», en espera de que este nuevo vuelco asegura-ra su próximo triunfo electoral presidencial y el acceso a los recursos públicos. Pero la generalizada desaprobación al nuevo pacto suscrito de espaldas a la ciudadanía reforzó la división de las organizaciones políticas y la desafiliación masiva de sus miembros, propiciando la apatía política de muchos y, en sectores estratégicos de la sociedad, la asimilación de las ideologías y de las prácticas revolucionarias.

En estas dramáticas condiciones, la constitución del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, en octubre de 1968, despejó la crítica situación con la ejecución autoritaria de las reformas sociales y las políticas nacionalistas que Haya de la Torre había propuesto llevar a cabo en los años treinta —y que no había podido ejecutar por la oposición oligárquica— y que Belaunde tampoco había podido reali-zar, paradójicamente, por la oposición del otrora revolucionario Par-tido del Pueblo. Los decretos militares erradicaron las bases sociales e institucionales del antiguo régimen y promovieron el significativo crecimiento de la participación estatal en la sociedad y en la eco-nomía, acelerando la modernización del país, con exclusión de los tradicionales partidos políticos y de sus líderes. Estas radicales medi-das, destinadas a «democratizar y nacionalizar la sociedad por la vía autoritaria», expandieron considerablemente la participación social que entonces el gobierno procuró encapsular corporativamente.

Por la naturaleza castrense del gobierno, sus decisiones adquirieron un carácter tecnocrático y autoritario que, además

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de imponer las reformas estructurales, promovieron reacciones adversas y la intensificación de las movilizaciones sociales a cargo de una diversa gama de actores que desbordaron el control militar, desorganizaron la administración pública y paralizaron la economía. Producto de esta situación, a mediados de la década de los setenta estalló la crisis económica, antes de que el resto de América Latina encarara el problema de la deuda externa en 1982; la crisis no cesó de agudizarse durante los siguientes años propiciando que la movilización política dirigida por las nuevas izquierdas alcanzara niveles prerrevolucionarios.

En este momento de debilidad del aparato gubernamental-mili-tar, los partidos políticos reaparecieron y se sumaron a las presiones del gobierno del presidente Carter para que los militares acallaran la movilización izquierdista y convocaran a elecciones, como con-dición para apoyarlos a remontar la crisis económica y facilitar el pacífico retorno a sus cuarteles de invierno. Los militares se allana-ron a tales condiciones; después del exitoso paro nacional de julio de 1977, el gobierno ejerció una violenta represión contra los líde-res izquierdistas de las organizaciones populares y decretó el ajuste económico; poco después, convocó a elecciones para conformar la Asamblea Constituyente en 1979, que presidió Haya de la Torre. Para lo que interesa acá, la nueva Constitución universalizó el de-recho al voto, legitimando la participación política de la población analfabeta y, concretamente, del campesinado indígena, propician-do que este sector se incorporara al escenario político haciendo valer sus demandas particulares.

Luego de consagrada la nueva carta, el gobierno militar convocó nuevamente a elecciones para nominar al presidente y a los repre-sentantes al congreso en 1980, culminando su compromiso con la «civilidad» de facilitar la transición a la democracia. A raíz de la muerte de Haya de la Torre y de los resultados de la disputa por la sucesión en la jefatura partidaria, Armando Villanueva logró ser designado candidato del APRA; en tal condición otorgó a los mili-tares la seguridad de que defendería las realizaciones del gobierno de la fuerza armada y continuaría con sus lineamientos nacionalistas y estatistas. Pero esa esperanza se diluyó porque Fernando Belaunde volvió a ocupar su sitio en la política y arremetió contra el APRA

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y su alianza con los militares, lo que le valió ganarse el apoyo de la mayoría del electorado y derrotar nuevamente al candidato aprista que los militares habían elegido para sucederlos en el gobierno. Este inesperado resultado renovó las hostilidades políticas entre tales fi-guras y de sus respectivas organizaciones políticas.

La cuarta transición

La euforia por este desenlace avivó las esperanzas de que la democra-cia resolviera las postergadas demandas sociales; no obstante, tales expectativas se vieron frustradas por la gravedad de los problemas legados por el gobierno militar y la aparición de situaciones extre-madamente críticas. Desde el primer día, el gobierno tuvo que hacer frente a la precaria situación fiscal y la creciente inflación, al narco-tráfico, a la subversión de Sendero Luminoso y a las denuncias por violaciones a los derechos humanos cometidas por la fuerza pública; luego, en 1982, la crisis internacional de la deuda impidió al gobier-no seguir agenciándose los recursos externos para atender las exigen-cias sociales y militares, como lo habían hecho anteriores gobiernos; por último, en 1983, la destrucción causada por el fenómeno de El Niño agravó aún más la complicada situación que arrastraba el país, manifiesta en el continuo incremento de la inflación.

Por otro lado, el APRA y las izquierdas se opusieron sistemáti-camente a los tímidos planes gubernamentales para avanzar en la li-beralización de la economía a fin de reducir la inflación y encarar las dificultades fiscales; en esa oposición contaron con el respaldo de una amplia gama de actores sociales, en tanto arreciaban las presiones in-ternacionales para que el gobierno se alineara con las normas estable-cidas por los organismos multilaterales. Estos factores determinaron la parálisis del gobierno y que la oposición ejerciera una crítica mordaz a Belaunde, porque no había sabido resolver las crecientes demandas de los diferentes actores sociales, por la impericia en la lucha contra la subversión y el narcotráfico y, por último, por el desinterés en defender los derechos humanos y las instituciones democráticas.

En este conflictivo ambiente, las campañas electorales para la no-minación de las autoridades municipales de 1983 y las candidaturas

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presidenciales de 1985 propiciaron continuos cambios en los alinea-mientos políticos, correspondientes a un elevado grado de volatili-dad política. Después de la crisis de sucesión en el APRA, a raíz de la muerte de su jefe máximo y de la derrota de Armando Villanueva ante Belaunde en las elecciones de 1980, Alan García reorganizó el partido, se constituyó en el líder de la oposición y fue designado candidato a la presidencia bajo una plataforma «democrática, nacio-nal y popular» que congregó por igual a muy diversos sectores socia-les; tales factores hicieron posible que ganara a Alfonso Barrantes, quien no lograba unificar a los grupos marxistas de Izquierda Unida. Cerca de la mitad del electorado que había votado a Belaunde en las anteriores elecciones abandonó a su suerte al candidato de Acción Popular y se inclinó por una de esas dos candidaturas.

Las elecciones de 1985 y el triunfo de Alan García constituye-ron un hecho excepcional en la historia contemporánea. Después de cuarenta años, el país experimentaba la primera alternancia consti-tucional y, después de 55 años de intentos, era la primera vez que el candidato aprista ganaba la presidencia y, además, contaba con el respaldo de una mayoría parlamentaria. Las condiciones con las que García inauguraba su gobierno no podían ser más auspiciosas; tal vez, por eso mismo, y por su irrefrenable voluntarismo, García desperdició tan valioso capital político y arrastró al país a un estado de desastre monumental.

De entrada, García desconoció los compromisos adquiridos con la banca extranjera y rechazó seguir las pautas económicas ortodoxas de los organismos multilaterales; por el contrario, aplicó una políti-ca económica «heterodoxa» —«populista»— que produjo un insó-lito crecimiento económico, después de diez años de estancamiento y aumento de precios. Por estos sorpresivos resultados, García ganó un nivel muy alto de aprobación en el país y en otros países de la región, lo cual reforzó su convicción en la bondad de las políticas de subsidios a la sustitución de importaciones y al consumo popular.

Al cabo de dos años, las reservas que sustentaban el gasto público se agotaron, al tiempo que los despechados inversionistas y prestamis-tas, nacionales y extranjeros, se negaron a otorgar a García los recursos que requería y aprovecharon para intensificar las presiones para que el gobierno ajustara y estabilizara la economía, en circunstancias en

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las que la subversión se extendía por el país. A pesar de diversas advertencias de técnicos y empresarios próximos al presidente para que negociara con los agentes financieros un acuerdo, este rechazó tales sugerencias y, al contrario, en 1987 decidió estatizar el sistema financiero para resolver las dificultades en las cuentas públicas; fra-casó en este intento debido a la insólita resistencia del empresariado y de sectores medios movilizados, que Hernando de Soto y Mario Vargas Llosa organizaron alrededor del Frente Democrático (Frede-mo), que se constituyó en adalid de las banderas liberales. Estas cir-cunstancias marcaron el inicio de un drástico cambio en el escenario político e ideológico, paralelo a las profundas transformaciones que se sucedían en el ámbito internacional.

El tropezón no fue suficiente para que García cediera en sus ambiciosos propósitos, por lo que la inflación se disparó y llegó a alcanzar cifras siderales entre 1987 y 1990; las condiciones de vida se deterioraron gravemente, dando lugar a masivas y prolongadas protestas, y el sector y las prácticas «informales» se expandieron; asimismo, los movimientos subversivos, asociados al narcotráfico, extendieron e intensificaron sus acciones destructivas. Estos facto-res determinaron que la elevada popularidad del presidente cayera estrepitosamente, que los partidos políticos acabaran en total des-crédito, y que los débiles cimientos de las instituciones públicas se encontraran socavadas. En suma, a fines de la «década perdida», la crisis de «gobernabilidad» era de tal gravedad que motivó que se discutiera la viabilidad del país.

En el marco de la emergente revolución neoconservadora y del derrumbe del «socialismo realmente existente», las perversas conse-cuencias del voluntarismo de García también contribuyeron a des-prestigiar las fórmulas nacionalistas, populistas y marxistas de los partidos y abonaron a favor de las posturas antipolíticas y favorables al mercado que proclamaban exitosamente De Soto y Vargas Llosa, que no perdían ocasión para denostar al Estado, los partidos y los intereses «mercantilistas».

Los sectores de elevados ingresos de la costa urbana —concreta-mente de Lima— se sumaron con entusiasmo a la candidatura neoli-beral de Vargas Llosa, mientras las capas populares y, en general, los provincianos encontraron que la candidatura de Alberto Fujimori era

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una alternativa válida porque, a diferencia de Vargas Llosa, era un outsider de los intereses partidarios y reivindicaba el papel del Estado para atender y resolver sus necesidades. De ahí que los resultados de los comicios de 1990 mostraran una clara división social, étnica y regional del electorado, que fue favorable a Fujimori, para escándalo de las clases «altas» y de las autoridades eclesiásticas.

No obstante, el flamante presidente aceptó que el desastroso legado por García solo podía resolverse siguiendo las instrucciones de los organismos multilaterales, en cuyo caso estos y los gobiernos de los países desarrollados vendrían en su ayuda; con tal oferta, Fujimori no tuvo dificultades para decretar un severo ajuste eco-nómico a los pocos días de asumir la presidencia —puesto que, por su condición de outsider, no tenía lazos institucionales ni guardaba lealtades que lo ataran—, y hacer suyas las críticas desarrolladas por De Soto y Vargas Llosa contra los partidos políticos, los ob-soletos aparatos burocráticos y el «mercantilismo» de empresarios y trabajadores.

Al principio, algunos actores reaccionaron en contra de estas medidas y acusaron al presidente de traicionar las promesas electora-les; pero la fragmentación social y política, las expectativas generadas con el flujo de inversiones que debía atraer la nueva orientación eco-nómica y la violenta campaña de Fujimori contra la «partidocracia» y las instituciones oficiales contribuyeron a amenguar la oposición, al tiempo que crecía la aprobación al presidente por la constante reducción de la inflación.

Las decisiones de Fujimori pusieron en marcha la constitución de una amplia coalición de poderes fácticos, nacionales y extranje-ros, que le otorgó el respaldo económico y político prometido, en la medida en que el presidente ejecutaba las reformas estructurales destinadas a estabilizar la economía; concretamente, privatización de las empresas públicas, liberalización y desregulación de los mercados. Pero, para avanzar en tal sentido, Fujimori se encontró maniatado por los tribunales cuyos integrantes respondían a consignas parti-darias y por la representación parlamentaria aprista en su radical oposición al modelo neoliberal; igualmente, la propuesta militar para enfrentar la subversión fue objetada por jueces, parlamenta-rios, organizaciones no gubernamentales y medios de comunicación

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debido a que facultaba a los uniformados a violar impunemente los derechos humanos.

Ante este impasse el Legislativo invitó al Ejecutivo a negociar los términos de estas propuestas, pero Fujimori y los militares re-chazaron tal posibilidad porque los subordinaría a los denostados intereses partidarios; en cambio, el presidente extremó la confronta-ción lanzando una andanada de mordaces ataques contra las institu-ciones políticas, acusándolas de impedir la reforma de la economía encaminada a favorecer a los pobres y derrotar la subversión. Este comportamiento se mostró exitoso cuando el presidente Fujimori dispuso el «autogolpe» en abril de 1992 sin que las debilitadas orga-nizaciones políticas y sociales pudieran oponerse, debido al sorpre-sivo respaldo que le otorgó la mayoría de la población, desengañada por la irresponsable actuación de los partidos políticos y la ineptitud de las obsoletas instituciones públicas.

Después de doce años democráticos, durante los cuales se habían desarrollado la subversión, el tráfico de drogas, la hiperinflación y sucesivas olas de conflictos sociales, el Perú volvía a la «normalidad», como hubiera dicho Martín Adán. La decisión golpista de Fujimori fue recibida con júbilo por los sectores empresariales y profesiona-les, los mismos que habían apoyado fervorosamente a Vargas Llosa y que ahora lo atacaban insidiosamente porque criticaba la postura antidemocrática del presidente; asimismo, eran los mismos que ha-bían atacado a Fujimori lanzando expresiones racistas y que ahora lo festejaban porque despejaba de obstáculos el camino para moder-nizar la economía. Esta decisión también fue aceptada por las capas medias y populares esperanzadas en que la mano dura del «Chino», como se referían a Fujimori, se encargaría de atender y resolver per-sonalmente sus necesidades individuales y colectivas.

El nuevo régimen autoritario se diferenció de los anteriores en que, contando con un origen electoral, adoptó una fachada demo-crática para legitimar las reformas económicas que sentaron las bases de la «revolución capitalista» con el debido apoyo militar, de los or-ganismos multilaterales y de la empresa privada, y que fueron incor-poradas en la Constitución de 1993. Este texto fue aprobado por un nuevo Congreso, integrado por congresistas reclutados por los servi-cios de inteligencia, antes de someterlo a una consulta popular.

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Contando con la desorganización y al aislamiento de la oposi-ción política, el descenso de la inflación y el descabezamiento de los movimientos subversivos a fines de 1992, el gobierno procuró el ingreso de capitales después de décadas, y a mediados de los años noventa generó un insólito crecimiento económico. Estos resultados convalidaron y reforzaron la legitimidad política de los proyectos y las acciones adoptadas por Fujimori.

La coyuntura favorable facilitó la tarea de Vladimiro Montesinos de reorganizar el sistema político de modo de asegurar que Fujimori ejerciera el poder durante los siguientes veinte años para modernizar la economía y la sociedad, como lo venía haciendo Pinochet. Para tal efecto el «asesor» del presidente que, de hecho, ejercía la jefatura del Servicio de Inteligencia Nacional, armó una densa red de co-rrupción en diferentes instancias de los sectores públicos y privados, y con apoyo internacional construyó mecanismos que le permitie-ron establecer una eficaz política asistencialista.

Los exitosos resultados económicos y políticos del gobierno de Fujimori consagraron la benéfica asociación entre autoritarismo y crecimiento económico, entre empresarios, militares y profesionales, así como entre sectores medios y populares. Esos resultados hicieron posible que, con la complicidad de los servicios de inteligencia, bajo la conducción de Vladimiro Montesinos, la ciudadanía votara en 1993 a favor de la promulgación de la Constitución preparada por el oficialismo y reeligiera a Fujimori en 1995.

Al igual que a García, los éxitos confundieron a Fujimori. Las arbitrariedades cometidas desde el gobierno generaron una oposi-ción democrática de amplio espectro político que, con el apoyo de organizaciones internacionales, denunció la corrupción y los actos ilegales del gobierno y de los militares. El impacto de la crisis asiática en 1997, la de Brasil y Rusia en 1998, así como la derrota militar ante Ecuador se sumaron para desacreditar al régimen y resquebrajar sus bases de apoyo. Finalmente, las evidencias sobre la corruptela oficial y las manipulaciones ilegales para acometer la re-reelección presidencial en el año 2000 determinaron que Montesinos huyera del país y, luego, que Fujimori se fugara a Japón. El Congreso dominado por los fujimoristas se vio precisado a disolverse des-pués de designar a Valentín Paniagua como presidente provisional,

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encargándole convocar elecciones en 2001 para culminar la quinta transición a la democracia.

En conclusión, a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, la relación entre capitalismo y democracia, entre acumulación privada y participación política, ha dado lugar a insalvables conflictos debi-do al carácter antagónico de los actores y la débil autonomía estatal para conciliar diferentes intereses, determinando la consecución de sucesivas crisis que han abarcado al conjunto del orden social.

Durante los gobiernos democráticos, la legítima participación social y política de una pluralidad de actores con fuertes y antagóni-cas señas de identidad puso de manifiesto la debilidad institucional del Estado para resolver las solicitudes de las clases «excluidas» y su incapacidad para conciliar los intereses sociales; los conflictos distri-butivos que originó tal situación estancaron el aparato productivo y amenazaron la estabilidad política, propiciando que los militares irrumpieran para defender el «principio de autoridad y la seguridad nacional».

Los gobiernos autoritarios que sucedieron a los democráticos mostraron la fortaleza de los aparatos represivos para excluir la representación política de los intereses sociales mayoritarios de la gestión pública, al tiempo que atendían de manera solícita a los inversionistas de las grandes empresas extranjeras para impulsar el desarrollo del capitalismo sin cortapisas. La exclusión motivó una reacción contraria, destinada a fortalecer la nacionalización de la economía y de la sociedad, respuesta que renovó y reforzó la natura-leza antagónica de los actores.

El gobierno revolucionario de la fuerza armada intentó resolver ese dilema realizando reformas sociales que debían allanar el camino para lograr el desarrollo del capitalismo estatal y la cohesión social, buscan-do aplacar los contradictorios intereses sociales mediante la represión, la cooptación y el corporativismo estatal. Pero el régimen «ni capita-lista ni comunista» que pretendieron instalar agravó los conflictos sociales al punto de que después de una violenta represión tuvo que convocar a elecciones para que los militares pudieran retirarse a sus cuarteles de invierno, en espera de una nueva oportunidad.

Es decir, el capitalismo no logró consolidarse bajo condiciones democráticas, pero tampoco bajo regímenes autoritarios de diferente

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naturaleza. Así las cosas, queda por ver cómo los gobiernos surgidos de la quinta transición democrática han enfrentado estos problemas aparentemente insolubles y qué perspectivas se vislumbran en el fu-turo inmediato.

La quinta y ¿última transición?

La movilización social contra el fujimorismo, el respaldo de las fuer-zas democráticas y el desprestigio de las fuerzas armadas permitieron al gobierno de transición presidido por Valentín Paniagua empren-der la moralización política y la reconstrucción de la democracia. El gobierno depuró las instituciones públicas de los miembros asocia-dos con el anterior régimen; creó comisiones dedicadas a investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante las últi-mas dos décadas por las fuerzas del orden y los actos de corrupción del fujimorismo, tarea que desembocó en el enjuiciamiento de más de mil funcionarios, empresarios y militares; en el mismo sentido, inició los trámites para extraditar a Alberto Fujimori; finalmente, después de reorganizar los organismos electorales, convocó a elec-ciones generales.

Por otro lado, el gobierno provisional decidió mantener los li-neamientos liberales de la política económica, a pesar de haberse demostrado que los efectos de las sucesivas crisis internacionales han incrementado los niveles de pobreza y de inseguridad económica. A raíz de la convocatoria electoral, estas condiciones centraron la atención de los candidatos, quienes no perdieron oportunidad para fustigar al neoliberalismo por la precaria situación de la mayoría de la población y hacer promesas —irrealizables— relativas a genera-ción de empleo, mejora de los ingresos y acceso a servicios públicos. La cuestión de las reformas institucionales fue puesta de lado.

La competencia entre Lourdes Flores, Alan García y Alejandro Toledo fue reñida y sus resultados muy ajustados porque la campaña electoral de 2001 dio motivo para que se expresaran los tradicionales antagonismos y las contradictorias expectativas de los actores.

A raíz de la lucha contra el autoritarismo, Alejandro Toledo convocó a «todas las sangres», en clara alusión a Arguedas, y con el

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apoyo de figuras democráticas y defensoras de los derechos humanos encabezó la movilización de los «cuatro suyos»; con esta plataforma congregó a un variopinto grupo para formar el movimiento Perú Posible y competir por la presidencia. A fin de ganar el apoyo po-pular, hizo gala de su origen andino y de haber sido poblador de un barrio marginal de una ciudad provinciana —Chimbote—, que por sus propios esfuerzos había logrado ascender en la escala social, pese a todas las dificultades que había encontrado en el camino. Buscan-do representar a los más pobres y a sus aspiraciones de movilidad social, Toledo también procuró ganar el apoyo de profesionales y de empresarios, haciendo resaltar su experiencia académica y su trayec-toria internacional.

Es decir, Toledo se situó en el centro del espectro político, en busca de representar mundos divididos y contrapuestos; muchas veces, esta pretensión se expresó en fórmulas estereotipadas que ge-neraron animadversión y también sarcasmo, así como manifestacio-nes racistas. No obstante, los esfuerzos que desplegó en el combate contra la dictadura y en la integración de las fuerzas democráticas fueron recompensados por los votos que lo colocaron como ganador en la primera vuelta electoral de 2001.

De regreso del exilio, García reorganizó el APRA y concentró sus ataques contra Lourdes Flores, descalificándola por su filiación neoliberal, propia de los estratos sociales de altos ingresos, al tiempo que prometía de todo a los sectores populares; logró así derrotarla y enfrentarse a Toledo en la segunda vuelta. En estas condiciones, la posibilidad de que García pudiera volver a presidir el gobierno y hacer de las suyas determinó que Toledo congregara la variada y dispersa oposición al APRA y fuera elegido como el «mal menor».

Desde el inicio de su gobierno, el flamante presidente se propu-so resolver el clásico dilema que había ensombrecido «la promesa de la vida peruana», para lo cual procuró avanzar, simultáneamente, en la estabilización económica y en el fortalecimiento democrático, lo que para muchos equivalía a conocer la fórmula de la cuadratura del círculo. El gobierno continuó aplicando las políticas económicas ins-tauradas por Fujimori, destinadas a mantener el equilibrio macroeco-nómico y favorecer la inversión, y comenzó a tramitar el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos; por esto, la oposición calificó la

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gestión de Toledo de «fujimorismo sin Fujimori», que internacio-nalmente recibió ácidas críticas de Hugo Chávez. Por otro lado, para fortalecer la democracia, el presidente convocó a los represen-tantes de los partidos políticos, de las organizaciones de los traba-jadores y de las iglesias para constituir el «Acuerdo Nacional», a fin de diseñar «políticas de Estado» consensuadas que debían asegurar la continuidad de las líneas de acción política en el largo plazo. Con la misma finalidad, el Ejecutivo y Legislativo acordaron reformar la Constitución para llevar adelante la descentralización política, sin dedicar al tema mayor reflexión.

Como era de esperarse, la democracia incentivó la reorganiza-ción de los sectores silenciados por el régimen autoritario y el plan-teamiento de demandas singulares de todo tipo y calibre. Tanto el cambio político como la penetración del capitalismo estimularon la constitución de nuevos actores que hicieron valer sus exigencias, al tiempo que, en el curso de la recuperación económica, Alan García y la maquinaria aprista propusieron desde la oposición abandonar el «modelo neoliberal» y aplicar medidas nacionalistas-populistas, de conocido cuño.

El triunfo aprista, con la obtención electoral de doce de los vein-ticinco gobiernos regionales, contribuyó a que las nuevas autorida-des solicitaran al Ejecutivo que les otorgara inmediatamente atri-buciones y recursos económicos para adelantar sus propósitos; asi-mismo, la elección de estas autoridades y el acceso a recursos cuyos montos eran impensables anteriormente dieron curso a la formación de nuevos actores y movimientos sociales que perseguían aprovechar las nuevas oportunidades.

En otras palabras, las nuevas condiciones políticas y económicas favorecieron la proliferación de demandas sociales que la ineficiente administración pública y la fracturada e irresponsable representa-ción política atendieron mal, tarde y nunca, abonando el desarrollo de conflictos distributivos. Para complicar más este panorama, el comportamiento irregular y frívolo de Toledo le restó credibilidad, mientras que la fragmentación y el desprestigio de la bancada de Perú Posible, debido a su conducta errática y bochornosa, contri-buyeron a que la gestión gubernamental fuera duramente criticada. Si al inicio del gobierno Toledo era aprobado por casi dos tercios

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de encuestados, al cabo de tres meses el apoyo cayó a la mitad y, a partir de entonces, no paró en su descenso hasta llegar a un solo dígito dos años más tarde, arrastrando consigo al conjunto de las instituciones políticas y al régimen democrático. Solo al final de su mandato Toledo logró remontar ese nivel, cuando se hizo evidente la recuperación y el crecimiento económico.

En estas condiciones de debilidad gubernamental, el conjun-to de los actores ignoró al Acuerdo Nacional como espacio extra-parlamentario de negociación. Por su parte, García apoyaba las frecuentes movilizaciones contra el gobierno y, más aún, encabezó la demanda para revocar el mandato presidencial de Toledo, que finalmente desistió de seguir adelante porque, de cumplirse, hubie-ra tenido consecuencias imprevisibles, como la de interrumpir la convocatoria electoral de 2006, en la que el dirigente aprista había puesto sus esperanzas.

La reacción de Toledo fue acusar a la oposición de mezquinar el reconocimiento de la recuperación económica y su irrestricta defensa de la democracia; señaló la presencia de oscuros intereses nacionales e internacionales interesados en socavar su gobierno y el régimen político, que explicarían la paradoja de «que mientras Wall Street me aplaude, en el Perú me critican […]». A pesar de las permanentes objeciones a la gestión gubernamental que favoreció a los inversionistas a costa de los elevados niveles de pobreza, Toledo no cejó en rechazar las tentaciones «populistas» y mantuvo la misma política económica «en piloto automático», con el consiguiente re-conocimiento y aplauso de los agentes financieros internacionales.

En suma, los problemas clásicos que arrastra el Perú se conju-garon para que parecieran reproducirse en esta etapa los rasgos de la historia contemporánea. Las divisiones sociales, la fragmentación y la conducta irresponsable de la representación política, y la exis-tencia de obsoletos aparatos administrativos encargados de atender los intereses generales —a diferencia de los eficientes organismos dedicados a favorecer el desarrollo empresarial— se combinaron para alentar la confrontación entre los actores y desalentar el reco-nocimiento de los intereses de los «otros» como premisa para nego-ciar entre actores diferentes y con desiguales recursos. Mientras el ambiente se agitaba cada vez más y parecía que el país se acercaba a

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una de las tantas crisis de gobernabilidad que el país había conocido, el insólito crecimiento económico y la convocatoria a elecciones en 2006 crearon un momento de respiro que aplacó las turbulencias sociales y políticas.

Para entonces, entre una decena de candidatos, Lourdes Flores y Alan García ocuparon la escena reproduciendo la rivalidad entre «liberales» y «populistas»; pero la emergencia de Ollanta Humala cambió el panorama político porque sus radicales planteamientos nacionalistas, emparentados con ideologías etnopopulistas, y el apo-yo que recibió de Hugo Chávez contribuyeron a que obtuviera un contundente respaldo de sectores populares, principalmente en la sierra y la selva; es decir, de los tradicionalmente «excluidos» de la acción del Estado. De ahí que, en la primera vuelta, Humala reci-biera el 30% de los votos, mientras García y Flores, tradicionales dirigentes de partidos históricos, obtuvieron 24% y 23%, respecti-vamente, provenientes de los electores costeños y urbanos.

En la segunda vuelta, el enfrentamiento entre Humala y García, reforzó la polarización; mientras el primero obtuvo 48% del sufra-gio, García obtuvo 52%, beneficiándose de los votos que antes había recibido Flores, merced al temor que despertaba Humala; al igual que Toledo, García fue elegido por constituir el «mal menor». Así, los resultados electorales dejaron traslucir la división social, étnica y regional de la representación política, y la segmentación de los intereses y las visiones ideológicas de la ciudadanía.

El desplazamiento de los votos de centro-derecha a García tam-bién respondió a que durante la campaña electoral García reconoció los errores cometidos durante su primera gestión y prometió no vol-ver a cometerlos; más aún, designó a dos figuras de la derecha para ocupar las candidaturas a las vicepresidencias y, para ratificar su in-terés en borrar el mal recuerdo que se tenía de su gestión populista, ya en el cargo nombró a ministros de indudable filiación derechista y profujimorista.

Desde el inicio de su segundo gobierno, García demuestra haber experimentado una radical conversión política que lo ha llevado a abandonar los planteamientos clásicos del APRA y adoptar de lleno los lineamientos neoliberales; esto es, los lineamientos por los que había combatido la gestión de Toledo y por los que había atacado

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ferozmente a Lourdes Flores para ganar la elección, echándole en cara representar a los ricos. Esta conversión —que adopta rasgos propios de un dogma religioso— puede ser vista por un sector del electorado como una nueva traición del APRA a sus viejos ideales, en tanto la participación política vuelve a aparecer como expresión del juego «nadie sabe para quién trabaja».

García no pierde oportunidad para apoyar la gran inversión pri-vada —en especial la extranjera— y para impulsar el crecimiento económico y la «modernización» del país en el contexto de la globa-lización;4 en esta dirección, el presidente se propuso mejorar el «cli-ma económico» para obtener el investment grade y suscribir el TLC con Estados Unidos, propósitos que ha logrado alcanzar. El costo ha sido el desarrollo de disputas por la resultante desprotección de sectores vulnerables y la generación de críticas de los presidentes Chávez y Morales, de Venezuela y Bolivia, por desentenderse de sus proyectos de integración.

En las nuevas condiciones internacionales, la conversión de Gar-cía ha contribuido a que el Perú mantenga el insólito crecimiento económico que se inició durante la administración de Toledo. Este panorama excepcional ha contribuido a que el Perú se constituya en una plaza de interés para las inversiones, nacionales y extranjeras, y de consumo masivo, que se acompaña con un cambio de clima interno favorable al desarrollo empresarial que reproduce el espíritu de la globalización.5

Esta participación del mercado en la sociedad parece influir en el creciente peso que adquieren los tecnócratas y sus propuestas en los círculos oficiales y en la información de los medios de comunica-ción, a costa de la preeminencia de la que gozaban los intelectuales y sus planteamientos doctrinarios en los ambientes políticos y univer-sitarios, desde los años veinte del siglo pasado en adelante.

En circunstancias en las que la demanda y los precios interna-cionales de los commodities se dispararon, la conversión de García al liberalismo ayudó al ingreso de inversiones destinadas a explotar

4 The Wall Street Journal Americas, «Alan García explica su fe en los mercados». El Comercio, 5 de mayo de 2008.5 Por ejemplo, The Wall Street Journal Americas, «Perú y el club del grado de inver-sión». El Comercio, 12 de mayo de 2008.

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los recursos naturales, lo que favoreció el creciente aumento de los ingresos y del gasto públicos que, conjuntamente con el constante incremento de la inversión privada, han generado una explosión del consumo privado. Esta situación ha permitido un crecimiento eco-nómico de 7% anual, en promedio, durante los últimos siete años, con la más baja inflación de la región después de México. De acuer-do a diferentes estimaciones internacionales, en 2008 el crecimiento económico será de 8%, a pesar de la crisis internacional y de las presiones inflacionarias, así como de los esfuerzos de los organismos públicos por desacelerar dicho crecimiento. Ese ritmo debería man-tenerse en los próximos años, según esas estimaciones.

Este desarrollo se ha dado de manera desigual: Lima y otras zonas de la costa son las que más se han beneficiado con el crecimiento, pero también bolsones de la sierra y la selva gozan de la nueva situación; esto ha redundado en el aumento del empleo formal en diferentes áreas del país y no solo en la capital, como había sucedido anterior-mente con cada fase del crecimiento económico. Esta situación nove-dosa, conjuntamente con los abundantes recursos que reciben algunas regiones y la acción de los programas sociales, ha contribuido en 2007 a reducir la pobreza de 44% a 39% de la población.

No obstante, este insólito cambio económico y social se acompa-ña con una creciente desaprobación política del gobierno de García y a las instituciones públicas, tal como ocurriera durante la gestión de Toledo.6 Mientras en agosto de 2006, al mes de hacerse cargo de la presidencia, 63% de la población aprobaba al presidente García, en agosto de 2008 ese nivel cayó a 22%; en términos regionales, la situación era igualmente critica: en Lima, la plaza fuerte del presi-dente, la aprobación presidencial era de 31%; en el norte, «el sólido norte aprista», 16%; en el centro, 12%; en el oriente, 17% y en el sur, bastión de Humala, era de 4%.7 Es decir, al cabo de dos años de gobierno, la desaprobación era semejante a la que obtuvo Toledo en el mismo periodo de su gobierno, situándolo entre los presidentes más impopulares de América Latina. En el caso peruano, el resultado

6 Jurgen Schuldt había advertido esta paradoja durante el gobierno de Toledo (Schuldt 2004)7 Ipsos APOYO, El Comercio, 17 de agosto de 2008.

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se debería, básicamente, a la percepción de que, como presidentes, Toledo y García han atendido preferentemente a un selecto grupo de limeños y extranjeros, en desmedro de los intereses y demandas de la mayoría de la población.

En efecto, el restablecimiento de la democracia ha permitido percibir que los frutos del desarrollo económico se distribuyen des-igualmente, favoreciendo a los inversionistas extranjeros, las capas altas y ciertos sectores medios, a expensas de la mayoría, desequi-librio que refuerza la profunda desigualdad social preexistente. A este respecto, las encuestas informan que alrededor de 70% de los entrevistados juzga que las decisiones del presidente García se ajus-tan a los intereses de los inversionistas y de los ricos, al tiempo que desatienden las demandas de la sociedad. La difusión de diferentes estudios ofrece testimonios de la persistente desigualdad entre los departamentos de la costa, la sierra y la selva, y la heterogénea ca-pacidad de los gobiernos regionales para percibir ingresos y poder gastarlos razonablemente.

Estas percepciones serían causa de que «cuando el crecimiento económico aumenta la satisfacción se reduce, al menos, inicialmente [...] debido a las expectativas y a las frustraciones que fomenta la comparación con “otros” que se encontrarían en mejores condicio-nes» (Moreno y Lora 2008), proposición que recuerda el «efecto túnel» de Albert Hirschmann. Estas expectativas y frustraciones de-rivarían, entre otros factores, de las noticias que se difunden sobre los inmensos beneficios que obtienen unos y acerca de la miseria en la que viven muchos debido a la «debilidad» de los aparatos estatales y la desidia de las autoridades.

La desaprobación al presidente García también parece responder a que las políticas económicas liberales favorecen que la gran em-presa, de preferencia extranjera, desplace a productores nacionales «tradicionales» de diferentes actividades económicas y de cualquier tamaño. Ese es el caso de la amenaza que se cierne sobre ciertas acti-vidades productivas en razón del TLC con Estados Unidos, y por los probables convenios comerciales con China y la Unión Europea, lo que motiva la protesta y el reclamo de gremios empresariales. Pero también ese es el motivo del violento rechazo de campesinos contra la incursión de grandes empresas mineras en sus territorios, como ha

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sido el caso de los productores de mango en Piura y el levantamiento de la población nativa contra la «ley de la selva» debido a que ame-naza desplazarlos de sus actividades, así como de sus dominios y de su existencia colectiva (Scurrah 2008).

Asimismo, la mencionada desaprobación se debería a que el Eje-cutivo se interesa por ejecutar medidas que mejoren la competitivi-dad de las empresas pero no presta igual atención a la reforma de los sectores sociales —educación, salud, vivienda, nutrición—, a fin de impulsar las políticas de inclusión, mejorar las condiciones de vida de la población y atender así a las expectativas para morigerar las frustraciones colectivas. Por último, a raíz de la crisis internacio-nal, el súbito incremento de precios de los productos alimenticios se sumó para que las capas populares acusaran al gobierno de no tomar las medidas apropiadas para aliviar sus precarias condiciones e impedir la repetición de la nefasta experiencia del anterior gobierno aprista —y, sobre todo, alanista—.

Estas condiciones explicarían la existencia de conflictos distri-butivos, sectoriales y regionales, acompañados de elevados grados de violencia por parte de trabajadores organizados —principalmente del sector público, que reclaman aumentos de salarios— y de la po-blación agrupada en frentes regionales que exigen del gobierno cen-tral la realización de obras públicas y otros beneficios. Los medios de comunicación recogen cotidianamente las protestas ciudadanas por las deficiencias de la administración pública y de los servicios públicos, como es el caso de la protesta generada por la lenta re-construcción de las ciudades afectadas por el terremoto de agosto de 2007 (Remy 2008; Caballero y Cabrera 2008).

Sin embargo, la fragmentación social conspira contra la articu-lación de las protestas y de su expresión política, por lo que el go-bierno ha podido salir airoso en la mayoría de los casos a través de la negociación y suscripción de acuerdos con los dirigentes de dichas protestas. Si eso ocurre en la escena social, en el escenario político la organizada bancada aprista aprovecha la fractura de la oposición parlamentaria para hacer alianzas puntuales con los fujimoristas, a fin de reducir y canalizar la beligerancia política.

Frente a las manifestaciones críticas, en sucesivos arrebatos de furia, el voluntarioso presidente García ha acusado a los humalistas

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y a los remanentes grupos maoístas de azuzar a las turbas y a ellos, como a los dirigentes de las movilizaciones sociales, los ha calificado de traidores a la patria, holgazanes, «comechados», imbéciles, entre otras perlas. Además, de la amenaza de criminalizar las protestas, ha embestido contra las organizaciones de derechos humanos.

Para contrarrestar las objeciones teóricas al «modelo» económi-co, García ha publicado una serie de artículos de crítica al «perro del hortelano» —que no come ni deja comer— por impedir la puesta en valor de los vastos y diversos recursos naturales que se encuen-tran sin explotar8 en razón de la defensa de ideas congeladas y de creencias trasnochadas de «viejos comunistas disfrazados de medio-ambientalistas»; «(del) perro del hortelano que se presenta como antiminero, pluriculturalista y patriotero»; «(del) viejo comunista anticapitalista del siglo XIX que se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra vez de camiseta en el siglo XXI para ser medioambientalista» que, a pesar del derrumbe del comunismo y del desprestigio de la ideología marxista, persiste en considerar que el capitalismo desnacionaliza la economía y agrava la desigualdad social, contamina el ambiente, desconoce los valores y las prácticas de sectores tradicionales.

Para avanzar en los cambios económicos y sociales que García considera ineludibles, ha propuesto un recetario destinado a forma-lizar la propiedad e incorporarla en el mercado, siguiendo la pista trazada por Hernando de Soto. En este sentido, a mediados de 2008 su gobierno emitió un centenar de decretos que buscan limitar los supuestos privilegios de los pescadores artesanales, así como del usu-fructo y la propiedad de los que gozan las comunidades campesinas de la sierra y las nativas de la selva, a fin de abrir el camino a las inversiones en la pesca, en la minería de la sierra y en la madera de la selva. Sin embargo, la eficaz resistencia social y política que han suscitado tales proyectos ha motivado que desista de sus propósitos, por el momento, mientras sus voceros acusan a los campesinos y, en general, a la oposición por adoptar posiciones irracionales.

8 «El síndrome del perro del hortelano», El Comercio, 28 octubre de 2007; «El perro del hortelano contra el pobre», El Comercio, 2 de marzo de 2008; «Receta para acabar con el perro del hortelano», El Comercio, 25 de noviembre de 2007; «El perro del hor-telano y la lucha contra la pobreza», El Comercio, 9 de marzo de 2008.

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Los medios de prensa fujimoristas, en los que participan con-notados dirigentes apristas, se han sumado a la campaña de García, descalificando e insultando con expresiones racistas a los opositores del gobierno, a los dirigentes de los movimientos sociales, así como a los que ponen reparos al tipo de desarrollo capitalista fundado en la gran empresa extranjera, al tiempo que apelan a García para que aplique la «mano dura» contra los «rojos» que amenazan con deses-tabilizar el gobierno y retrasar el desarrollo del país.

Es prematuro indicar cuáles son las alternativas que adoptará el presidente para encarar la crítica coyuntura que enfrenta al cabo de dos años de gobierno, y cuáles son las opciones que tendrá durante los tres años que su gobierno tiene por delante para llevar a cabo sus planes. Pero, si el «estilo es el hombre», como dijo Buffon, existe el riesgo de que García se encuentre tentado a recurrir a fórmulas y prácticas autoritarias para avanzar a paso ligero en lo que entiende como la modernización del país.

9¿Es posible llegar a conclusiones?

Estas notas que cierran el volumen no pretenden adquirir un tono conclusivo. Pese a la importancia de los trabajos aquí incluidos, las complejidades de la realidad peruana esquivan cualquier esfuerzo intelectual que pretendiese cerrar la discusión sobre ella. Sí se puede intentar algo más modesto pero que acaso rinda utilidad: subrayar, poner énfasis o llamar la atención sobre algunas de las cuestiones de las que este libro es portador.

Con esta intención se examinará, entonces, cuatro asuntos que merecen especial consideración. El primero es el fracaso del Estado en el país, acaso la conclusión más clara que surge de los trabajos precedentes. El segundo consiste en el impacto duradero de la guerra interna, cuya importancia no parece ser suficientemente estimada en la escena oficial peruana. El tercero es el replanteamiento, resultante de las diversas contribuciones incluidas en el volumen, del tema de la esperanza y el fracaso en la historia nacional, dibujado por José Luis Rénique en el primer capítulo. El cuarto y último aborda y actualiza el crucial asunto de las responsabilidades de las dirigencias en la trayectoria del país.

El fracaso del Estado

Este es probablemente uno de los hechos macizos que, desde diver-sos ámbitos y enfoques, surgen a lo largo de este volumen. Élmer Cuba lo señala desde su constatación de la incapacidad estatal: «el

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Estado peruano ha perdido capacidad de respuesta ante las enormes carencias de la población. Ese deterioro ha durado décadas». Pero es probable que esas décadas, en las que el autor constata la ineptitud del Estado, sean solo la muestra más reciente de un Estado que, a lo largo de la vida republicana, no ha podido construirse.

Se trataría entonces, más que de un fracaso de lo hecho por el Estado, de un fracaso en la constitución del Estado, de los esfuerzos registrados en esa dirección —Pardo, Leguía, Belaunde en su primer gobierno y Velasco— para superar aquello que Basadre llamó «el Estado empírico». Es decir, un Estado que, iniciado el siglo XXI, ni siquiera controla todo el territorio; un Estado que ha sido sistemáti-camente colonizado por reducidos intereses particulares; un Estado que en los hechos no ha reconocido la calidad de ciudadanos a los habitantes de su territorio. Ese es el Estado que ha tenido y tiene el Perú.

Lo muestran así varios de los trabajos que componen este libro, pero el perfil del Estado realmente existente aparece nítidamente en los tres análisis que, en el capítulo tercero, abordan directamente políticas estatales. El manejo de la seguridad, la reforma del sistema de justicia y el combate a la pobreza son las vías por las que se llega a ciertas constantes en el funcionamiento del aparato estatal que lo revelan en su desnudez. ¿Qué enseñan estos estudios de caso?

En primer lugar, como señala Alberto Gonzales, «la deplorable calidad del liderazgo político y su frecuente correlato en los fun-cionarios públicos», que lleva a la prevalencia de una voluntad de control político —o personal— sobre las instituciones, expresada en materia de nombramientos y en lo que debieran ser importan-tes decisiones de política institucional. Debieran ser porque, como apunta certeramente Farid Kahhat al examinar el caso de la política exterior, este liderazgo político lo que produce es ausencia de polí-ticas de Estado.

Si se toma el caso del Poder Judicial, analizado cuidadosamente por Javier de Belaunde, el rasgo de la carencia de institucionalidad —que es la otra cara del peso personalista en la conducción de las instituciones— aparece de dos formas complementarias. De una parte, tanto los impulsos de reforma como los esfuerzos por resistirla provienen de liderazgos personales o, simplemente, de

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quienes ocasionalmente llegan a ocupar un cargo de autoridad; unos intentan el cambio, otros se oponen a él, y de ese vaivén sujeto en buena medida al azar depende el curso de la historia de la institución. De otra parte, y por las mismas razones, el cambio mismo se define como la sustitución de personas; es decir, desde la impotencia para dar contenidos alternativos a la institución, se atina solo a cambiar a quienes la integran. En 1969, 1976, 1980 y 1992, historia de Belaunde, el Poder Judicial ha dado giros en una u otra dirección a partir del brusco cambio de sus integrantes. No ha habido imaginación para asignar a la reforma contenidos de cierta envergadura y, menos aún, perdurabilidad.

Precisamente, la segunda enseñanza es que la voluntad de cam-bio, sujeta al azar de la pequeña historia, no adquiere continuidad. Como el caso de las fuerzas de seguridad revela, en el certero examen al que las sujeta Fernando Rospigliosi, es posible reunir un equipo profesional que diagnostique los males institucionales y diseñe una propuesta de cambio. Inclusive es factible llegar a poner en ejecución tal propuesta, pero nada garantiza que los objetivos de la reforma se mantengan el tiempo suficiente como para producir resultados duraderos. Bastará un cambio de personas para desbaratar lo hecho porque detrás de esos objetivos solo había, en efecto, unas cuantas personas. No hay partidos políticos que incorporen la propuesta en una plataforma de gobierno. No hay presencia de la sociedad civil, o esta es tan escasa que alcanza para vigilar pero no para impulsar los cambios.

Algo similar encuentra Gonzales, al analizar con detalle el caso de lo hecho —y lo no hecho— por el Estado en políticas de lucha contra la pobreza. Responsables que son sustituidos según soplen los vien-tos en Palacio, carencia de un funcionariado de carrera que conozca técnicamente el tema y —este es un tema al que deberíamos prestar mayor atención— la presencia de agentes de la cooperación interna-cional que se convierten en un obstáculo más a ser superado.

La tercera enseñanza proveniente del análisis de casos se refiere a la importancia de la corrupción. Difícil de medir, por sus frutos es posible conocerla tanto en el caso del Poder Judicial como en el de ciertas decisiones institucionales que afectan a las fuerzas de seguridad. En ambos casos, las instituciones están marcadas a diario

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—y crecientemente— por el escándalo, que erosiona la credibilidad estatal y deslegitima a la democracia. Aunque el señalamiento aquí deba ser parco, es pertinente notar que la extensión del fenómeno de la corrupción parece haber superado los límites temporales de la dictadura fujimontesinista y hallarse enquistado establemente en el aparato estatal.

El trabajo de Francisco Durand llama la atención sobre un com-ponente de la historia peruana reciente que ha venido a montarse sobre una trayectoria estatal de fracaso: una versión del neolibera-lismo —de mayor radicalidad y duración que en otros países de la región— que, sosteniendo algo así como «cuanto menos Estado, mejor», ha logrado ciertos niveles de hegemonía entre los sectores dirigentes del país. Esta ideología, auxiliada por determinadas teorías económicas y jurídicas, ha construido una interpretación simplista del subdesarrollo nacional que lo explica en razón de una presencia sofocante y obstruccionista del Estado, que en verdad nunca existió. Exitosa en un momento de crisis de los paradigmas políticos —en particular, los de las izquierdas marxistas y socialdemócratas— la ideología neoliberal se ha convertido en una suerte de sentido co-mún con el que los sectores dirigentes manejan la agenda pública en el país. El resultado es que la fallida construcción del Estado es presentada, en el debate público, como indeseable: los intereses ge-nerales no existen o, si acaso, habrán de ser un subproducto del fun-cionamiento del mercado. Lo único que importa del Estado es que facilite la más libérrima operación de ese mercado, de cuya expan-sión sin controles depende el progreso del país, según se sostiene.

Para garantizar que así sea, como apunta el análisis de Durand, se ha procedido a la captura del Estado por personajes que, revestidos de un ropaje técnico, ejercen la representación directa de los intereses del capital, por lo demás cada vez más internacionalizado. Uno de los ilustrativos extremos a los que ha llevado esta captura del Estado es mencionado tanto por Alberto Gonzales como por Óscar Dancourt: los contratos de estabilidad tributaria, firmados con inversionistas extranjeros durante el gobierno de Alberto Fujimori, que han permitido a grandes empresas mineras operar durante siete años sin pagar el impuesto a la renta y, además, valerse de «la depreciación acelerada, la doble depreciación, la reinversión de utilidades, los

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contratos de estabilidad tributaria y el simple incumplimiento de leyes como la de regalías mineras con el aval de las autoridades respectivas». En la captura del Estado hay, pues, objetivos muy precisos.

Si, como observa Julio Cotler, en el siglo XIX «La limitada capa-cidad estatal, propia del “liberalismo oligárquico”, para controlar el territorio, administrar los recursos y canalizar las demandas sociales condicionó que el Estado oligárquico respondiera represivamente a las presiones sociales», la bonanza económica encuentra hoy un Estado igualmente inhábil tanto para incluir a la mayoría en el mer-cado como para redistribuir los frutos del exitoso crecimiento eco-nómico, «puesto que las políticas oficiales favorecen que “los ricos se hagan más ricos y los pobres más pobres”, agudizando la exclusión de los sectores populares de los bienes públicos».

El fracaso del Estado, consolidado mediante su captura en ma-nos de aquellos que sostienen que no se requiere de él sino para garantizar el mercado, ha producido una resultante inestable, obser-vada por Durand. Esta explica tanto un alto grado de insatisfacción social —que en una mirada superficial resulta paradójico al lado de la bonanza económica del país— como el temor a la siguiente elección, del que da cuenta el texto de Élmer Cuba. El pensamiento neoliberal mantiene hegemonía solo en la escena oficial y, como resalta Alfredo Torres, apenas 13% de los encuestados en 2008, se inclinan por «una economía donde preponderen las empresas privadas». Entretanto, en esa «estructura social más diferenciada y compleja, menos integrada», a la que se refiere Durand, ocurren demasiados conflictos en lugares muy distantes entre sí, protago-nizados por diversos sectores que son «movilizados por dirigencias contestatarias antineoliberales». Tales conflictos, que tienen en la base diversos «problemas de exclusión social» deben ser enfrentados por «instituciones de gobierno débiles», según observa Durand.

No solo en el plano de «la ley y el orden» se requiere un Estado fuerte. También es necesario contar con un Estado dotado de re-cursos —económicos, humanos y de intervención— para ingresar y mantenerse exitosamente en la globalización: «una integración total a la economía global necesita un gobierno que sea efectivo en promover los intereses nacionales, gestionar expectativas y supervisar burocra-cias complejas», recuerda Michael Shifter, quien en su contribución

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concluye: «La capacidad de llevar a cabo estas tareas por parte del Estado peruano es cuestionable».

No es la única capacidad que resulta cuestionada en los trabajos de este libro. En igual dirección van las observaciones de Kahhat en el sentido de que Perú no tiene una política exterior sino que se da pasos erráticos, circunstanciales, que obedecen unas veces al intento de establecer una política del país en sus relaciones con el mundo y otras al cambio de opinión o de humor de quien gobierna. Pasos y contrapasos que se dan en aparente ignorancia acerca de las conse-cuencias de darlos. Concluye este autor: «Los cambios abruptos —y poco meditados— en materia de política exterior no son hechos aislados» sino más bien un rasgo en el manejo de este Estado que preside la inserción del país en la globalización.

Guerra interna y miedo; amenazas y pérdidas

Entre los varios momentos de la historia nacional en los que el Es-tado ha puesto en evidencia su fracaso, destaca en la década de los años ochenta el periodo en el que la subversión abrió paso a la guerra interna. Una etapa cuyo balance es ofrecido por Salomón Lerner, en su aporte al capítulo quinto: «A muertes y desapariciones se añaden muchas otras pérdidas de orden material e inmaterial, tales como la crisis agravada de nuestro sistema político, la destrucción de la capa-cidad productiva de centenares de pueblos, el fortalecimiento de la cultura autoritaria, la erosión extrema de diversas instituciones fun-damentales y, ciertamente, las profundas heridas psicológicas abier-tas, y aún no atendidas, entre la población que fue víctima directa o indirecta de los todopoderosos actores armados de aquella época».

Como subrayan los tres autores de este capítulo, la histórica ex-clusión social sirvió de base a la insurgencia armada y el Estado, responsable de haber perpetuado esa exclusión, respondió con la «barbarie contra la barbarie». De acuerdo a lo que sugiere Pérez Sán-chez-Cerro, nunca fue más claro, ni más dramático, lo que significa no ser reconocido como ciudadano en el Perú.

En el corazón de la exclusión peruana se aloja el racismo. Es un fenómeno profundo y negado en el país, que Durand apenas roza,

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al apuntar que no todos son iguales entre «los de arriba», y Lerner sí aborda al examinar cómo se vivió la guerra interna: «exclusión, dis-criminación y racismo en la sociedad peruana. Estos hábitos se ma-nifestaron en la opinión pública bajo la forma de cierta indiferencia a la tragedia vivida por los peruanos de las regiones rurales de los Andes». Pero el autor no se refiere solo al pasado: «la discriminación y el racismo están todavía muy vivos en el Perú y hasta me aventuro a decir que go-zan de una aceptación muy amplia en ciertos sectores de la sociedad», y en el contexto actual se pregunta: «¿son disociables el color, la cultura y el dinero en la experiencia de la discriminación peruana?».

Algunas sociedades que han conocido etapas trágicas en su his-toria —Alemania con la experiencia nazi, por ejemplo— han sabi-do aprender de ellas. Por eso, lo significativo en el caso peruano es preguntarse, como lo hicieron los autores del capítulo, por el apren-dizaje realizado a partir de la guerra interna. Pérez Sánchez-Cerro aparece como el más enfático, al proponer un conjunto de lecciones aparentemente aprendidas. De la Jara prefiere efectuar un balan-ce en el que hay aprendizaje pero también deja de haberlo. Lerner parece el menos optimista. Pero los tres coinciden en que el país permanece dividido en la lectura de la experiencia. Se cuenta con alguna evidencia que respalda esta percepción. En julio de 2008, Ip-sos APOYO aplicó una encuesta en la que pidió a los entrevistados su opinión sobre la participación de Alberto Fujimori en los críme-nes de Barrios Altos y La Cantuta. De un lado, casi la mitad de los encuestados (44%) consideró que «Fujimori ordenó los asesinatos y debe ser condenado a muchos de años de prisión por eso»; a esa res-puesta puede sumarse esta otra: «Fujimori se enteró de los crímenes después de que ocurrieron pero es responsable de haber encubierto a sus autores» (17%). Llegamos a 61% en este primer lado. Del otro, 17% justifica que Fujimori ordenara las ejecuciones: «no debe ser condenado porque el país se encontraba en guerra contra el terroris-mo» y otro 10% considera que el ex presidente «es completamente inocente. No tuvo nada que ver con los hechos». Junto a ese 27% que hace una lectura justificante de la llamada «guerra sucia», otro inquietante 12% no responde la pregunta.

Si, como parecen decirnos esos resultados, tres de cada cinco peruanos hubieran aprendido la lección de la guerra interna, habría

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que declararse casi satisfecho. Pero la escena oficial peruana muestra otra composición de posiciones. Observa Pérez Sánchez-Cerro: «Se ha hecho una práctica de Estado el querer obtener dividendos polí-ticos de situaciones en la que están de por medio los derechos huma-nos. Se justifica, en nombre de la estabilidad y la seguridad del país, cualquier coyuntura que los afecte». Proyectada al futuro inmediato —y la posibilidad de que un desmejoramiento de las perspectivas económicas agrave los conflictos sociales— esa relativización de los derechos fundamentales que asoma en las élites peruanas, y que res-palda, cuando menos, una cuarta parte de la población, se traducirá en la consigna de «mano dura» para reprimir cualquier manifesta-ción que resulte amenazante para el orden establecido.

En el caso de las dirigencias —y esto es subrayado por Lerner y de la Jara— subyace, más que la defensa de un dictador, el no ha-cerse cargo de las causas de la guerra. A un sector de esa dirigencia le resulta tranquilizador pensar que el fenómeno de la violencia sub-versiva se explica por razones individuales —el subversivo padecería alguna especie de demencia— o puramente ideológicas, una suerte de trastorno a partir de un «lavado de cerebro» maoísta. No asumir responsabilidad por la violencia que surgió de la sociedad peruana les permite no cambiar nada de lo que fue y —como si el periodo de la guerra interna pudiera ser colocando en un paréntesis— volver a esa High Life evocada por Álvarez Rodrich, para conservar ese «cier-to hábito de maltrato mutuo» que observa Lerner como característi-co de las relaciones sociales en el país. A esta audiencia, minoritaria pero poderosa, advierte Lerner: «todo intento de construir una de-mocracia como si no hubieran existido la violencia, los factores que la hicieron posible y sus secuelas, estaría condenado a ser un fracaso más entre los varios acumulados en los casi dos siglos de vida repu-blicana». La pregunta es hasta qué punto importa la democracia a estos sectores si para construirla fuera necesario alterar sus estilos y niveles de vida.

Sin embargo, nada es igual después de la guerra. Pérez Sánchez Cerro y de la Jara identifican al miedo como un factor introducido en la vida de los peruanos. «Somos un país que le tenemos miedo a nuestro propio país», constata de la Jara y se explica: «el miedo que sen-timos todos —consciente o inconscientemente— por la precariedad y

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la vulnerabilidad que el país exhibió cuando se presentó una ame-naza como la senderista». No obstante que esa amenaza fue «débil y de mala calidad», prosigue, «casi nos gana la guerra. Y, entonces ¿qué otras amenazas pueden surgir o resurgir, y producir estragos inicialmente imprevisibles?» Según este autor, «el conflicto armado interno ha intensificado este miedo frente a nuestro propio país y nuestros propios compatriotas; ha agudizado la desconfianza entre nosotros».

El país parece hallarse a salvo de la tentación indigenista que padeció Valcárcel y no parece estar Buscando un inca, para usar el título del exitoso libro de Alberto Flores Galindo. Entretanto, «la utopía andina», florece más bien en Bolivia y acecha a Ecuador. Pero en el Perú existen otras amenazas, entre las cuales puede ser útil poner en relieve dos que aparecen marginalmente en los trabajos de este volumen: la droga y la violencia en la vida social.

La droga incluye el narcotráfico pero es mucho más que él. El narcotráfico es un fenómeno que en cuatro décadas ha transformado el país: tanto un Estado que ha penetrado, corroyéndolo hasta don-de necesita para operar a plenitud, como a una sociedad a la que ha propuesto e impuesto estándares de éxito social asociados al delito, practicado con altos niveles de violencia. Pese a que se reconoce la importancia del fenómeno, es menos aceptado que en la raíz de este negocio descomunal está el mantener la droga y su comercialización en la ilegalidad. El tráfico de drogas precisa de la ilicitud, sin la cual solo se tendría un mercado como el de cualquier otro producto, sujeto a vaivenes de oferta y demanda, sin el acicate de las perturba-ciones generadas por una persecución que, en definitiva, no saca a la droga del mercado sino que encarece su precio. La policía se limita a pescar a los peces chicos; excepcionalmente, cae uno grande en sus redes y, cuando así ocurre, el golpe usualmente favorece a un com-petidor. En el mercado se puede conseguir cualquier tipo de dro-ga siempre que se pague por ella precios suficientemente altos que corresponden, exclusivamente, al carácter «ilegal» que se ha decidido dar a su funcionamiento y que hipócritamente los políticos no dis-cuten. La ilegalidad hace posible esos negocios ilícitos que, al mismo tiempo, mantienen capacidad de «privatizar» en beneficio propio decisiones estatales y de poner a su servicio instituciones públicas

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a las que previamente han corrompido. En el Perú y en América Latina, legalizar la venta y el consumo de drogas es requisito de la lucha contra la corrupción. ¿Quién se atreve a poner el tema en la agenda pública?

El consumo de drogas es un tema más complicado. En él inter-vienen diversos factores, algunos propios de una sociedad como la peruana —que atraviesa procesos de descomposición interna— y otros comunes al llamado mundo occidental. En todo caso, el avan-ce del consumo en el país es marcado, aunque sus efectos sobre el todo social no sean aislables. Pero combatirlo desde la prohibición es infructuoso, como demuestran el caso peruano y cualquier otro.

La violencia ha sido precipitada por las drogas, tanto a partir de su consumo —dado que la drogodependencia explica una porción cada vez mayor de la actividad delictiva— como desde el narcotráfi-co, cuyo funcionamiento se acompaña de una diversidad de delitos, usualmente violentos. Pero hay otros terrenos de manifestación de la violencia, uno de los cuales son paros y protestas que, echando mano a diversas formas de violencia, se han hecho parte de lo coti-diano en el país. De la Jara describe el fenómeno como «un nuevo tipo de violencia consistente en la articulación o confluencia —vo-luntaria o involuntaria, consciente o inconsciente— de distintos intereses, reivindicaciones, demandas, estados de ánimo y objetivos —algunos lícitos y legítimos y otros no— que, al mezclarse y con-fundirse, empujan la situación hacia una misma dirección explosiva que deviene en graves actos de violencia, deseados y previstos por algunos, pero no por otros. El ejemplo más claro es el linchamiento de alcaldes». Pero el autor puntualiza que en esto se encuentran la violencia que viene de abajo y aquella que se alienta desde arriba; se trata de: «amenazas o manifestaciones de violencia que surgen y se desarrollan en contrapunto con falta de visión, indiferencia y reac-ciones equivocadas».

La centralización de la lucha social fue un objetivo de las diri-gencias de las izquierdas marxistas en los años setenta. Fracasado ese encauzamiento político, protestas y reivindicaciones han pasado a ser dispersos pero localmente intensos y, al mismo tiempo, difíciles de manejar puesto que los liderazgos, al ser cambiantes y frágiles, carecen de capacidad de interlocución con la autoridad. Interpreta

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Lerner: «la recurrente violencia a escala microsocial que caracteriza la vida política peruana de hoy es un reflejo de la erosión de lazos básicos de confianza y de disrupción de las formas básicas de insti-tucionalidad política». Liquidada la subversión, esta otra violencia, que en parte es producto de la desorganización social y la falta de representatividad, expresa el malestar social del país del siglo XXI.

La descentralización —esa vieja reivindicación nacional de las provincias contra Lima— aparece en ese marco como una oportu-nidad o un desafío, más bien, que corre el serio riesgo de perderse. Nuevos liderazgos, organizaciones que portan demandas pero son inestables, recursos sin precedentes trasladados al nivel departamen-tal o local, son elementos que en pocos años han alterado tanto la gestión de los asuntos públicos como el ejercicio de la protesta y la reivindicación. De momento, más que un nuevo ámbito de produc-ción de soluciones, es sobre todo campo de expresión de conflictos no resueltos —y para cuya resolución el Estado sigue mostrándose inepto—, que se multiplican con los numerosos enfrentamientos protagonizados por grupos de población que rechazan las condicio-nes de explotación de recursos naturales impuestas, legal o ilegal-mente, por grandes empresas.

Finalmente, la emigración. No se trata de una amenaza pero sí de una pérdida, que no parece ser percibida como tal en la socie-dad peruana. Si décadas atrás los emigrados eran considerados como parte de «la fuga de cerebros», un cambio radical en el discurso los presenta hoy como un recurso, básicamente en tanto proveedores de remesas para las familias que permanecen en el país. Mil personas salen diariamente del Perú para no volver, recuerda Alfredo Torres en el capítulo cuarto. En total, algo más de diez por ciento de los pe-ruanos viven fuera del país, porcentaje cuya importancia se aprecia mejor cuando se recuerda que el exilio cubano, con una historia de casi medio siglo, comprende a 15% de los cubanos.

Algo ha perdido el país —y sigue perdiendo todos los días— con aquellos que no creyeron encontrar lugar en él, o creyeron que podían encontrar un mejor lugar en otro país. La contracara de las remesas —que en el caso peruano proveyeron al país de 2.131 mi-llones de dólares estadounidenses en 2007, según el Banco Cen-tral de Reserva— la constituyen familias divididas, que incluso al

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reagruparse en el país de destino enfrentan severos problemas de adaptación. Aunque los resultados económicos de la migración son favorables, no puede ignorarse que el tejido social resulta fracturado por el recurso a la emigración. Tal vez haga falta incorporar más este tema en el debate sobre el país.

Esperanza y fracaso

La oscilación entre «la depresión y la euforia», que José Luis Rénique explora minuciosamente en el pensamiento de personalidades de la historia nacional, no es solo asunto de intelectuales. Como ha ob-servado Abraham Lowenthal, esperanza y fracaso son sentimientos sociales arraigados en un país de constitución ciclotímica, donde se sabe pasar con facilidad y rapidez del optimismo confiado e ilusorio que retrata Julio Ramón Ribeyro en «El próximo mes me nivelo» a la desilusión completa que tantas encuestas exhiben.

En la base de ese rasgo del peruano está la historia nacional, que registra cíclicamente subidas que prometen «un futuro diferente» y bajas donde se pierde mucho de lo que se había ganado. De esto último es prueba el que se tardara treinta años en recuperar el nivel de producto por habitante: «recién en el año 2006 el PBI per cápita de Perú fue superior al alcanzado en 1975», hace notar Élmer Cuba. Pero ese último «bache» es solo el más reciente. El inicio de esa diná-mica puede ubicarse en el siglo XIX, cuando el país creyó encontrar en el guano una fuente de riqueza que le aseguraría el bienestar; aún antes de la catástrofe de la guerra con Chile, el país ya estaba arrui-nado. La historia estaba destinada a repetirse con el azúcar o el algo-dón, el caucho o la anchoveta. Ese es el terreno en el que esperanza y fracaso se han hecho sentimientos sociales arraigados.

La perspectiva histórica resulta indispensable para evaluar la significación de la bonanza actual. Sin embargo, los datos actuales que aporta Alfredo Torres dan unas pistas importantes: «A pesar del crecimiento de la economía, no se ha observado una reducción de los jefes de hogar que declaran tener una ocupación independiente» y añade: «La mayor parte de los peruanos sigue trabajando como in-dependientes (35%), trabajadores familiares no remunerados (18%)

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y en microempresas (18%) que a veces pagan por debajo del salario mínimo (550 soles, aproximadamente 140 euros) y que casi nunca otorgan seguridad social ni ninguno de los amplios beneficios socia-les que, en teoría, protegen a los trabajadores del país». De allí que según Torres, el peruano promedio sigue viviendo de ocupaciones precarias, pese a que el país se halla en 2008 en su octavo año de alto crecimiento económico.

La precariedad laboral se corresponde con el nivel socioeconó-mico alcanzado por la mayoría. En definitiva, nos recuerda Torres, «los NSE A y B juntos apenas suman el 13% de la población y si a ello le añadimos el 24% del NSE C llegamos a un minoritario 37%»; del otro lado, «a la población de los NSE D y E el dinero no les alcanza para cubrir sus necesidades básicas y estos sectores cons-tituyen la mayor parte de la población nacional».

No obstante que el crecimiento económico ha permitido una reducción de la tasa de pobreza, según reconoce Alberto Gonzales, en su texto Élmer Cuba acota que «En episodios de acelerada expan-sión económica, dicha tasa debería ceder más rápidamente». A esa inquietud se refiere el propio Gonzales, al señalar que «las relaciones entre crecimiento económico y pobreza merecen una consideración para entender por qué son más débiles en el Perú que en otros países. La volatilidad económica y el crecimiento sesgado hacia sectores con un alto coeficiente de capital y una baja demanda de mano de obra no generan un nivel de empleo suficiente para satisfacer al menos una parte importante de la oferta laboral». En 2007, las empresas del sector moderno dieron empleo a una cuarta parte de aquellos que se incorporaron a la PEA; esto es, luego de más de un lustro de un crecimiento económico que impresiona a los especialistas, según documenta Michael Shifter en su presentación, la importante inver-sión y la prosperidad de resultados crea empleo de una manera ra-dicalmente insuficiente. Tal vez porque esto se percibe socialmente, una mayoría abrumadora de encuestados por Ipsos APOYO en abril de 2008 no estaba a favor de una economía en la que prevalezca la empresa privada, según se ha visto en el trabajo de Alfredo Torres.

Óscar Dancourt concurre a la explicación acerca de una eco-nomía cuyos datos globales parecen prósperos y cuyos rendimien-tos sociales son pobres, al referirse concretamente al incremento en

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el precio de uno de los principales productos de exportación: «Los efectos reales de un alza del precio internacional del cobre sobre el resto de la economía dependen de las interconexiones que existan entre estos dos sectores; en particular, de los canales que conecten los ingresos generados por estos precios internacionales en el sector primario con el gasto en los bienes producidos por el resto de la economía». El bajo nivel de integración del país —que se manifiesta en tantas áreas— también es económico. No hay «chorreo» —o no lo hay en la medida de las expectativas de un sector de población importante— debido a la insuficiencia de las «conexiones» internas, de modo que el crecimiento no se «contagia» para repercutir como bienestar en sectores y lugares donde no se halla la actividad econó-mica directamente generadora de riqueza. Una economía primario-exportadora, que se asemeja a las economías de enclave, difícilmente producirá efectos sociales importantes. Esa es la economía en bo-nanza del Perú de hoy; estructuralmente similar a la que, desde la época del guano, conoció alzas impresionantes a las que siguieron caídas espectaculares.

Pero se ha demostrado que aún con un bajo nivel de integración, el crecimiento económico sostenido de los últimos años ha reducido el nivel de pobreza y ha permitido recuperar el nivel del producto por habitantes que se había alcanzado en 1975. La pregunta, enton-ces, es: ¿podrá mantenerse ese nivel de crecimiento? Aunque no re-vela sus premisas, Élmer Cuba arriesga un pronóstico: «la economía peruana seguirá con buenos fundamentos y tendría desempeños su-periores a sus pares en la región». Frente a ese optimismo, Dancourt recuerda que: «La experiencia de los últimos cincuenta años indica que las fluctuaciones macroeconómicas de la economía peruana sue-len tener su origen último en los cambios reales o financieros que se producen en el contexto internacional».

Michael Shifter observa que el tipo de crecimiento y de inserción en la economía mundial hacen vulnerable al país. Dancourt elabora por qué: «la extendida reprimarización sufrida por la economía pe-ruana durante los años noventa ha devuelto un papel importante a los choques externos reales; en particular, a las variaciones de los tér-minos de intercambio externos». Luego de observar que casi dos ter-cios (62%) de las exportaciones peruanas correspondieron en 2007

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a la minería metálica, observa: «esta estructura de las exportaciones concentrada en unos pocos minerales implica que la economía pe-ruana se ha hecho más vulnerable a estos choques externos reales, que están caracterizados por fluctuaciones severas y repentinas en el valor de las exportaciones totales así como por amplias y bruscas oscilaciones en los términos de intercambio externos». Sobre estas bases, ¿alguien puede garantizar el futuro?

No lo garantiza la propia historia nacional, según recuerda Cot-ler en su trabajo, en razón de que el Estado ha sido congénitamente incapaz de avenir democracia y mercado. Esto es, «la relación entre capitalismo y democracia, entre acumulación privada y participa-ción política, han dado lugar a insalvables conflictos debido al carác-ter antagónico de los actores y la débil autonomía estatal para con-ciliar diferentes intereses, determinando la consecución de sucesivas crisis que han abarcado al conjunto del orden social». En la base de tal situación, «Las divisiones sociales, la fragmentación y la conducta irresponsable de la representación política, y la existencia de obso-letos aparatos administrativos encargados de atender los intereses generales […] se combinaron para alentar la confrontación entre los actores y desalentar el reconocimiento de los intereses de los “otros” como premisa para negociar entre actores diferentes y con desiguales recursos». En definitiva, concluye este autor, «el capitalismo no lo-gró consolidarse bajo condiciones democráticas, pero tampoco bajo regímenes autoritarios de diferente naturaleza».

Sin un Estado capaz de lograr cierta armonía estable entre de-mocracia y mercado, el futuro dista de estar asegurado. Lerner ad-vierte en su texto que «la sociedad peruana no podrá constituirse en una nación democrática y pacífica si sigue conviviendo con niveles de pobreza tan hondos y extendidos como los actuales, y con dife-rencias de consideración social tan profundas entre los peruanos». Shifter propone considerar los efectos de la globalización: «Los fuer-tes trastornos resultantes de una acelerada integración al mercado global necesitan ser tratados de forma seria, canalizando los ingresos disponibles hacia programas sociales sostenidos y dirigidos». En par-ticular, «un buen sistema educativo es básico para reducir desigual-dades y tensiones sociales».

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El déficit educacional es especialmente grave, conforme recuer-dan periódicamente las pruebas internacionales en las que el país aparece en los últimos lugares de América Latina y, en ocasiones, del mundo, conforme recuerda Shifter. Esto es un pésimo síntoma tanto para la democracia como para la economía. Si la democracia busca proveer de igualdad de oportunidades y la educación es la principal vía para alcanzarlas, la democracia en el Perú tiene una deuda muy grande que no parece importar a los sectores dirigentes, que resuelven el problema de la educación de los suyos mediante es-cuelas privadas y la formación en el extranjero. Pero no se trata solo de un asunto de igualdad y justicia; también hay de por medio una necesidad de recursos humanos formados que son los que requiere el sistema productivo. Conforme observa Shifter, resulta difícil «ver cómo Perú será capaz de diversificar su economía y competir más efectivamente a escala global en ausencia del desarrollo del capital humano y una mano de obra más cualificada». Les va mejor en la globalización a los países que tienen mejor nivel educativo.

En esto, como en otras cosas, la mirada de los sectores dirigentes parece concentrada en sí mismos, satisfecha de que —como señalara Basadre en Perú: problema y posibilidad— lo único que los peruanos tengan en común sea el pasado, incapaces de comprender que su propio futuro pasa por un futuro para todos los peruanos.

Responsabilidad de las dirigencias

Los trabajos de Augusto Álvarez Rodrich y Francisco Durand coin-ciden en que, en los últimos años, se ha producido un cambio radi-cal en la composición de los sectores dirigentes del país. En palabras de Durand, «los de arriba» son «otros» y en el caso empresarial están situados en los actuales sectores de punta: «la economía primario-exportadora, el fortalecido sistema financiero, algunas industrias y las grandes casas comerciales», en un marco en el que el capital se ha hecho «menos nacional, más corporativo y está más concentrado».

Acerca de la vocación política del empresariado, Cotler recuerda que «La decisión golpista de Fujimori fue recibida con júbilo por los sectores empresariales y profesionales, los mismos que habían

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apoyado fervorosamente a Vargas Llosa». Álvarez Rodrich, por su parte, cree identificar a «un sector empresarial que se ha dado cuen-ta de que no es viable ser próspero en un país miserable», pero no asegura que esta toma de conciencia haya producido consecuencias socialmente perceptibles.

Tratándose de los políticos —sector en el que se hallan repre-sentantes de algunos partidos políticos tradicionales al lado de los recién llegados en nombre del antipartidismo—, este autor constata un modo de ejercer la política en el que predominan mediocridad e improvisación, frivolidad y beneficio personal. Habiendo prestado atención, sobre todo, a los congresistas, Álvarez Rodrich halla en su funcionamiento lo mismo que se ve en el cuarto capítulo, a través de los estudios de caso sobre el aparato del Estado: la falta de políticas se adereza con los escándalos cotidianos. La vida política se degrada en la misma medida que el Congreso se desprestigia.

La pregunta es, si tales son los cambios, ¿en qué se ha modi-ficado el panorama de las dirigencias frente al país? Para Durand, el cambio fundamental se encuentra en la presencia de «un núcleo reducido de grandes corporaciones que operan acomodándose a una clase política que proviene de los partidos tradicionales y de canteras independientes […] ese núcleo ha fortalecido su poder estructural, perfeccionado y ampliado su poder directo e incrementado su in-fluencia sobre el sistema político». Los recién llegados a la políti-ca son, para este autor, «figuras nuevas que introdujeron una dosis combinada de pragmatismo e improvisación, sin llegar a regenerar el sistema político […] el cambio trajo mayor incertidumbre, menor calidad representativa y liderazgos de muy desigual calidad». Es en ese marco que opera la captura del Estado.

Pero el factor —anotado por Cotler— que no ha cambiado en la vida política del país es el rechazo al reconocimiento de la existencia legítima del contrario. La oligarquía buscó eliminar al aprismo y al comunismo. El APRA quiso erradicar a las izquierdas que, con la misma lógica, la combatían. Los militares cambiaron de enemigo pero no de objetivo. Sendero Luminoso añadió dinamita a idénticos propósitos. Y así sucesivamente. Aún en el siglo XXI este desgra-ciado elemento de identidad explica demasiado de los términos del debate público en la escena oficial.

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El segundo gobierno de Alan García merece, en ese cuadro, una mención específica. Como varios autores de este libro han puntua-lizado, estamos ante un caso de conversión política, por el que el personaje se distancia de su primer gobierno albergando propósitos que en el mejor de los casos corresponden a una opción para pasar a la historia de otra manera, y en el peor. Si se trasciende el caso personal, sin embargo, con este «segundo Alan García», el APRA culmina una evolución —a la que se refiere el historiador José Luis Rénique en el primer capítulo— cuyos hitos más importantes fueron establecidos por Haya de la Torre en 1956, al pactar con la derecha económica para establecer la «convivencia», y en 1962 con la derecha política para intentar llegar al gobierno, primero, y maniatarlo, después, desde el Parlamento. García incorpora ambos tipos de pacto en su segundo gobierno, acordando con las fuerzas económicas más importantes los términos de su posterior apertura neoliberal y con el sector fujimorista un negocio político cuyos alcances, a mediados de 2008, no se han revelado completamente pero que pueden implicar un cambio de situación para el procesado Alberto Fujimori.

Si el «primer García» pudo ser interpretado como una atolon-drada versión del Haya temprano que proclamaba como objetivo una «revolución social», el «segundo García» sigue las huellas del Haya sometido a las crecientes condiciones impuestas por los secto-res retardatarios del país a cambio de tolerar la actuación del parti-do en condiciones de legalidad. García está culminando así el largo proceso de domesticación del APRA por los intereses dominantes. Cuenta para ello con una situación económica que hasta ahora ha sido excepcionalmente favorable, en razón de factores externos, pero debe enfrentar ese creciente malestar social que, ciertamente, no se inició con su gobierno pero que sí resulta alimentado por muchas de sus políticas. Si se mantuvieran las tendencias actuales —y, sobre todo, si la situación económica internacional desmejorase— el pa-norama probablemente tendería a un mayor enfrentamiento social. Para esa eventualidad, el gobierno de García ha empezado a mostrar una clara disposición a utilizar todo tipo de recursos, según una ten-dencia crecientemente autoritaria que busca controlar o maniatar a las instituciones. «La tentación autoritaria» advertida por Cotler

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aparece así, como tantas veces en la historia del país, como resultado de la propia incapacidad.

El agotamiento que viven las dirigencias del país no está restrin-gido al aprismo, que constituyó la fuerza dominante en la primera gran ola reformista del siglo XX peruano. La segunda gran ola se produjo en los años cincuenta y sus efectos duraron unos veinte años. En ella apareció la figura política de Fernando Belaunde Te-rry, cuyos gestos reformistas no duraron lo que su primer gobierno; pero en la misma época surgió también un conjunto de líderes que formaron el Partido Demócrata Cristiano y, algo después, bajo la influencia de la Revolución Cubana apareció, con posiciones más radicales, un grupo de destacados intelectuales reunidos en el Mo-vimiento Social-Progresista. El fracaso del primer gobierno de Be-launde y la interrupción de la vida política bajo reglas democráticas con el golpe militar de 1968 condujo, de a pocos, a varios de los integrantes de estas élites reformistas a convertirse en colaborado-res del proyecto radical del general Juan Velasco Alvarado. Con el desmontaje del proyecto, a partir de 1975, se dio por concluida la experiencia de esa generación reformadora que pretendió tomar la posta que el APRA había abandonado señaladamente en 1956 al pactar con la derecha.

La tercera ola de reforma llegó con banderas de revolución y agi-tando diversas versiones de la ideología marxista; se formó y expan-dió bajo el gobierno militar. Fraguadas en los movimientos sociales, principalmente el sindical, las izquierdas desarrollaron en el país una presencia electoral durante casi una década, a partir de las elecciones de 1979 para la Asamblea Constituyente. Según la ocasión, llegaron a sumar entre una cuarta y una tercera parte del electorado, y —aunque nunca resolvieron el problema de la unidad interna— consiguieron curules parlamentarias y se hicieron fuertes en muchos municipios, incluido el de Lima. En las elecciones presidenciales de 1985 debió producirse una votación en segunda vuelta entre Alan García —que no había alcanzado el porcentaje suficiente para ser elegido— y el segundo en votación, Alfonso Barrantes Lingán, el candidato de las izquierdas, quien por razones no conocidas públicamente renunció a la contienda. En las elecciones de 1990, las izquierdas perdieron importancia electoral súbitamente y desaparecieron luego para todo

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efecto práctico. Sin embargo, como se ha tenido ocasión de repasar en el capítulo quinto, la versión armada de la izquierda marxista mantuvo una importante vigencia entre 1980 y 1993, aproxima-damente. Al ser capturado Abimael Guzmán, en 1992, las fuerzas del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso decayeron hasta devenir en pequeñas bandas armadas que controlan bolsones de te-rritorio, en alianza con narcotraficantes.

Si se ha resumido apretadamente el contenido de estas tres gran-des olas de reforma que intentaron transformar el país durante el siglo XX es para formular una pregunta clave: ¿con la capitulación de Abimael Guzmán —que en la prisión pactó con Vladimiro Mon-tesinos un «acuerdo de paz» a cambio de ciertas ventajas en sus con-diciones de reclusión— han concluido en el Perú los intentos de conformar un país distinto? No se puede considerar heredero de esa gran tradición a Ollanta Humala, el ocasional portador del malestar social en las elecciones de 2006, que no obstante en esa condición obtuvo 47,37% de los votos válidos en la segunda vuelta. Carente de partido y de programa político, Humala no parece portador de un proyecto transformador, como lo fueron los líderes de las tres olas sumariadas. ¿Hay entonces algún portador de un proyecto de cam-bio del país?, ¿habrá en el futuro algo más que ventajistas circunstan-ciales tratando de empinarse sobre el descontento de muchos?

La cuestión también puede ser planteada de otro modo: ¿es que acaso la idea de cambiar el país ya no tiene espacio social en el siglo XXI? En el texto de Rénique se define la esperanza como el proyecto de «convertir en nación integrada a un país secularmente amenaza-do por la fragmentación». ¿Se ha agotado socialmente ese objetivo?, ¿debe declararse al país exhausto en su búsqueda de ser distinto?

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Augusto Álvarez Rodrich dirigió el diario Perú.21 entre 2002 y 2008, y es conductor de Radio Programas del Perú (RPP). Es profesor asociado de Economía en la Universidad del Pacífico y miembro del Consejo Direc-tivo del Instituto Prensa y Sociedad (IPYS).

Julio Cotler es investigador del Instituto de Estudios Peruanos. Fue profesor de Sociología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Élmer Cuba es economista principal y socio gerente de Macroconsult S.A. Es miembro de la Comisión de Libre Competencia de INDECOPI y ha sido vicepresidente del Consejo Directivo de OSINERG y director de COFIDE. Actualmente es profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad del Pacífico.

Francisco Durand es profesor principal de Ciencia Política y Sociología en la Universidad de Texas, San Antonio (UTSA). Ha realizado nume-rosas investigaciones y publicado artículos y libros sobre empresariado y poder político.

Óscar Dancourt se desempeña como profesor principal del Departa-mento de Economía de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha sido director y vicepresidente del Banco Central de Reserva del Perú. Entre 2004-2006 estuvo encargado de la presidencia de dicha institución.

Javier de Belaunde es profesor principal del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú y miembro del Consejo Consultivo de la Corte Suprema de la República. Integró la Comisión Especial para la Reforma Integral de la Administración de Justicia

Notas sobre los autores

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Perú en el siglo 21

Ernesto de la Jara es director del Consorcio Justicia Viva y miembro fundador del Instituto de Defensa Legal. Ha sido consultor de la Comi-sión para la Reforma de la Constitución e integrante de la Comisión de Indultos para los inocentes acusados por delitos de terrorismo.

Alberto Gonzales se desempeña como consultor internacional. Fue jefe del Programa de Fortalecimiento Institucional del Congreso de la República, BID, 2007-2008. Ha sido coordinador general del Proyecto «Desarrollo Rural de la Sierra»; director ejecutivo del Fondo Nacional del Ambiente, FONAM y asesor de alta dirección en varias entidades públicas peruanas.

Farid Kahhat Kahatt es profesor asociado del Departamento de Cien-cias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Coordina la especialidad en Relaciones Internacionales e integra la Comisión Consulti-va del Ministerio de Relaciones Exteriores sobre el tema de la delimitación marítima entre Perú y Chile.

Salomón Lerner Febres es presidente ejecutivo del Instituto de Demo-cracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP). Es profesor principal de filosofía en la misma universidad. Se desempeñó como Rector de la PUCP en dos períodos, entre 1994 y 2004. Fue presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú.

Luis Pásara fue profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú y dirigió en Lima el Centro de Estudios de Derecho y Sociedad durante una década. Actualmente es investigador Ramón y Cajal en el Instituto Interu-niversitario de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca.

Jose Luis Pérez Sánchez-Cerro es embajador del Perú en España y el Principado de Andorra; integra el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Fue embajador del Perú en Colombia y director general de Derechos Humanos y Asuntos Sociales del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú. Es vicepresidente del Consejo Nacional de Derechos Humanos del Perú.

Jose Luis Rénique es profesor principal del Departamento de Historia en el Lehman College y Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ha sido investigador del Instituto de Estudios Peruanos y del Centro Peruano de Estudios Sociales.

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Notas sobre los autores

Fernando Rospigliosi es sociólogo y periodista. Actualmente es inves-tigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Fue ministro del Inte-rior en dos ocasiones y presidente del Consejo Nacional de Inteligencia (CNI).

Michael Shifter es vicepresidente de Política del Diálogo Interameri-cano y profesor adjunto de Estudios Latinoamericanos de la Escuela del Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown. Es especialista en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, colabora en diversas pu-blicaciones. Ha testificado ante el Congreso estadounidense sobre asuntos de política latinoamericana.

Alfredo Torres es presidente ejecutivo de Ipsos APOYO Opinión y Mercado. Se desempeña también como profesor de la Universidad del Pacífico. Es colaborador del diario El Comercio y autor de diversas publicaciones.