León Sin Prisa II

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Preámbulo y primer capítulo de "León Sin Prisa II"

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… Pero comoquiera que está sordo como una tapia, la con-versación no puede ser más surrealista.– ¿Por qué se llama así el pueblo? – le pregunta Fran.– Manuel – responde el hombre sin dejar la sonrisa.– El nombre de La Faba, que de dónde viene… – dice

Fran después de mirarme unos segundos y levantando la voztodo lo que puede.– De Las Herrerías, y todos van para O Cebreiro.– ¿Vive mucha gente aquí? – Fran sigue sin ceder; parece

como si pensara que cambiando de tema va a desaparecer lasordera del hombre.– Este invierno, mucho; unas heladas como nunca se vie-

ron – responde el otro.

– ¿Qué miran, al santo? – nos pregunta una de las dosmujeres que pasan a nuestro lado cuando estamos mirandopara lo alto de la espadaña.– Mujer, si resulta que no es un santo – le dice la otra –.

Y nosotros que siempre pensamos que era la imagen de SanPedro… – nos dice después a Fran y a mí mientras la primerase santigua y un instante antes de que ambas, como nosotros,se queden mirando para arriba.– Pues parece que es de un romano – les dice Fran

cuando los cuatro bajamos la vista de la espadaña.– Y dicen que tiene mucho valor – interviene la segunda

–. ¿Ustedes entienden de esas cosas?– No, no mucho, la verdad – dice Fran –. Pero, según pa-

rece, de la villa romana se han llevado mucho.– Uy, qué sé yo cuánto – dice la primera cuando, por fin,

se repone de la impresión de saber que no es San Pedro quienestá en la espadaña.– Claro, como aquí no se sabía el valor que tenían… –

dice la otra.– Pues cuando hay ignorancia la gente abusa, vele ahí –

remata la primera.– Otra cosa – les digo –. ¿Por qué el pueblo se llama del

Marco y no de Jamuz, estando en el valle y casi junto al río?Las dos mujeres se miran unos instantes; después se vuel-

ven hacia nosotros, se encogen de hombros y, sin decir pala-bra, se van por donde vinieron. Nos las quedamos mirandomientras se alejan, justo el tiempo para ver cómo una de ellasse vuelve, echa una última ojeada a la espadaña y se santigua.

De vuelta a la ermita, al bajar del canal hacia la verja(una pequeña bajada de no más de diez metros), Fran, menosducho que yo en caminar por el campo, resbala en la hierba

mojada y posa el culo en el suelo con gran espectáculo, casi tantocomo en Carracedo. Yo hago todo lo que puedo por no reírme,

aunque con escaso éxito.

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LEÓN sin prisa (II)

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LEÓN sin prisa (II) Una vuelta por el (viejo) reino

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EPIGMENIO RODRíGUEZ

Ilustrado por Ilia Rodríguez

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© Epigmenio Rodríguez - 2011

Copyright de las ilustraciones: Ilia Rodríguez

Primera Edición: 2011

ISBN: 978-84-937343-5-0

Edita: Eje Producciones Culturales, S.L.

Depósito Legal: LE-473-2011

Portada: E. Rodríguez y foto KIKE

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación, porcualquier medio o procedimiento, sin contar para ello con la autorizaciónprevia, expresa y por escrito del autor.

Impresión:Gráficas ALSEArcipreste de Hita, 3 - 24004 Leó[email protected]

Papel: Offset ahuesado 100 gTipografía: Caslon Pro 11,5

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AGRADECIMIENTOS A Mar, a Marina, a Javier, a Pedro y a Moncho (La Trastienda) por sus valiosas aportaciones y sugerencias. A Mar, a Marina y a Javier, además, por su impagable trabajo de revisión y corrección. A Juanmi, a Carlos, a Juan, a Puri, a Carlos (otro, aunque también asturiano), a Miguel, a Eduardo, a Marta, a Sergio, a Pedro, a Jesús, a Araceli, a Julián, a Javier y a Ricardo por su compañía cuando tanto la necesité. A Fran, por su humanidad.

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A mis padres, siempre ahí.

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El paisaje es memoria. (Julio Llamazares) No está en ningún mapa; los sitios auténticos nunca lo están. (Herman Melville) No viajo por ir a ningún sitio, sino por ir. Viajo por viajar. La cuestión es moverse. (Robert L. Setevenson) Viajé mucho. Siempre he evitado las rutas oficiales, los palacios, las figuras importantes, la gran política. Todo lo contrario: prefería subirme a camiones encontrados por casualidad, recorrer el desierto con los nómadas y ser huésped de los campesinos de la sabana tropical. (Ryszard Kapuscinski) La vejez empieza cuando se pierde la curiosidad. (José Saramago)

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PREÁMBULO

Como habíamos acordado, Fran se fue desde Ponferrada para atender sus asuntos en la Universidad. Un par de días más tarde me llamó por teléfono. En contra de sus planes iniciales (ausentarse só-lo unos días para resolver algunas cuestiones inaplazables), me co-mentó que le cuadraba mejor quedarse los dos meses restantes del primer trimestre, hasta Navidad. Eso le permitiría disponer de otro periodo a principios del año para acometer la segunda parte de nuestro viaje. A mí me pareció bien.

Tras su marcha, al final de la primera parte, el tiempo continuó siendo casi veraniego durante más de un mes, hasta finales de no-viembre. Después, sin apenas transición, llegó un invierno durísi-mo. En León ciudad cayeron treinta centímetros de nieve y las temperaturas bajaron hasta quince grados bajo cero. En la monta-ña, más de un metro de nieve y veinte bajo cero.

Después de una pequeña tregua durante algunos días de Navi-dad, el invierno volvió con más fuerza, parece que esta vez para quedarse, pues en él seguimos a mitad de enero. Hoy mismo, dos días antes de reanudar el viaje, la prensa local publica que el termó-metro marcó veinticinco bajo cero en Villamanín hace dos noches. Y muchos pueblos de la montaña están cubiertos por más de un metro de nieve.

Las cosas habían ido bastante bien en nuestra relación, y lo mismo podía decirse en cuanto a la adaptación de Fran a las distin-

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Preámbulo

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tas personas y situaciones, la mayoría nuevas para él. Sin embargo, dos o tres episodios del primer viaje me venían a la cabeza los días anteriores a la partida.

No diré que me quitaban el sueño, ni que estuviera especial-mente preocupado, pero lo cierto es que no pude evitar cruzar los dedos en el momento de partir.

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LA CIUDAD DE PONFERRADA SALUDA AL PUEBLO DE LEÓN

No, no era verdad. Lo de la pancarta a la entrada de Ponferrada

me lo inventé. Pero sí lo es que los ponferradinos, y los bercianos en general, suelen decir eso para expresar, de forma gráfica, la per-cepción que tienen de sí mismos y de los de León. Ciudadanos frente a pueblerinos. Ya veremos.

– Es tremendo – dice Fran nada más reencontrarnos –. El cam-bio del tiempo desde que me fui… Casi no se puede creer.

Lo cierto es que, desde ayer, los días de frío y nieve parecen estar dejando paso a la lluvia y las temperaturas más suaves. Tanto, que con la gran cantidad de nieve que hay en la montaña los ríos han empezado a desbordarse, tal y como informa la prensa de hoy mismo que ha ocurrido con el Órbigo y el Cea.

Nada más salir de León, con dirección a Ponferrada, nos en-contramos con una niebla cerrada que nos acompañará durante to-do el viaje y que nos impide ver las montañas, que sabemos neva-das, a nuestra derecha. Sólo vemos la nieve en el puerto del Manza-nal, donde llega hasta la misma autovía, a sólo centímetros de la ro-dada del coche.

De camino, le pongo al tanto de algunas cosas que han ocurrido en su ausencia. En concreto, el expolio habido en las cuevas de Librán, donde algún desalmado se llevó parte de las pinturas rupes-

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tres, picando para ello con un cincel las rocas en las que se hallaban. Y evidenciando, de paso, el abandono en el que la Administración tiene ése y otros yacimientos igual de valiosos. El disgusto que se lleva Fran no es precisamente la mejor manera de empezar el viaje, pero así son las cosas.

Coincidiendo con un silencio entre nosotros, la radio informa del hecho extraordinario, casi milagroso, de que un bombero espa-ñol haya encontrado con vida a un niño sepultado en el montón de escombros en que se ha convertido Puerto Príncipe, la capital de Haití, tras el terremoto de hace una semana. Pero, comoquiera que se trata de una conexión de la cadena con la emisora de Castilla y León, en Valladolid, no se destaca tanto el milagro como el hecho de que el bombero que lo rescató ejerce su profesión en esa ciudad. Fran me mira y mueve la cabeza sin decir nada. Instantes después, la cadena conecta con la emisora local, en León. Lo que ahora se destaca es que el bombero es leonés. Al movimiento de cabeza, Fran une ahora el gesto de morderse el labio inferior.

A Ponferrada me voy a caballo en mi borrica y a la virgen de la Encina le cantaré esta coplica. Y después de haber cantado a la patrona del Bierzo le voy a pedir que llueva que se secan los pimientos.

Son las primeras estrofas del que es considerado el himno de

Ponferrada. Se lo canto a Fran cuando estamos a punto de llegar, nada más dejar atrás San Miguel de las Dueñas (desde donde le señalo el punto en el que nos desviamos, hace más o menos tres meses, hacia Calamocos y Molinaseca, viniendo de Torre, en la última etapa de nuestro anterior viaje).

– Después de esto espero que no vuelvas a quejarte de que pongo mucho la música de Tom Waits – me dice tras escucharme paciente, con tono de quien perdona la vida, en el instante en que damos vista a Ponferrada.

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El museo del Bierzo, por donde decidimos empezar, está ubi-cado junto a la torre del Reloj, al lado de la plaza del Ayunta-miento. Como nos explica amablemente el joven que está en recep-ción, el edificio fue construido en el siglo XVI como cárcel y sede de las dependencias municipales simultáneamente. Éstas últimas fueron trasladadas al construirse el Ayuntamiento, a finales del si-glo XVII, pero la cárcel se mantuvo hasta 1968. El museo se abriría en los años noventa. En el patio, ahora cubierto de cristal, se con-servan algunas de las puertas y rejas de la prisión.

Los fondos, que a Fran le parecen bastante pobres, se distribu-yen en las dos plantas que tiene el edificio. En la baja (que era la cárcel de los hombres) están la Prehistoria y Roma. En la primera (la de las mujeres), la Edad Media, el Antiguo Régimen, la indus-tria del lino y las herrerías, Cartografía y Viajes, y el siglo XIX. Dicho de otra manera, la Edad Media y el siglo XIX, con algunas cosas para rellenar el vacío que hay en el medio.

A la salida nos detenemos a mirar los dos mapas que están col-gados en el vestíbulo. Al ver nuestro interés, el joven de la recep-ción se nos acerca y nos explica con entusiasmo su contenido: el origen y desarrollo de la ciudad de Ponferrada en el primero, y las características geográficas del Bierzo en el segundo. Éste, al ser en relieve, permite apreciar la hoya, las colinas cercanas y las monta-ñas un poco más lejos, ilustrando nuestra conversación de hace unos meses acerca del carácter montañoso del Bierzo. Fran, deta-llista, recorre con ayuda de un puntero que le deja el joven la ruta que seguimos en la primera parte del viaje. Antes de despedirnos, y sin que se lo pidamos, la mujer que acompaña al joven en recepción nos da un plano de la ciudad y otro del casco antiguo.

La historia del Bierzo, tras una prehistoria rica en asentamien-tos celtas (de los que el castro de Chano es una buena muestra), arranca con la llegada de los romanos, atraídos sobre todo por la ri-queza aurífera de lugares como Las Médulas. La comarca, pertene-ciente entonces al “convento” cuya capital era Astorga, conoció así un notable desarrollo de las comunicaciones y la fundación de ciu-dades como Bergidum Flavium, muy cerca de lo que hoy es Cacabe-los, situada en el centro de la hoya berciana.

De los siglos siguientes destacan dos fenómenos. En primer lugar, el surgimiento de la Tebaida berciana. San Fructuoso prime-

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ro, en el siglo VII, y san Genadio después, en el X, tras el parén-tesis de la breve dominación musulmana, serían los pioneros en aquel movimiento que buscó en los remotos valles del sur y el oeste del Bierzo el retiro espiritual, ya fuera en soledad, como ermitaños, o formando parte de comunidades religiosas. Hasta sesenta llegaron a existir, lo que explicaría el origen del nombre, Tebas y sus tem-plos.

En segundo lugar, el auge, a partir del siglo X, del camino de Santiago, que atraviesa la comarca de este a oeste y que determinó la fundación y desarrollo de pueblos y ciudades, incluyendo la pro-pia Ponferrada. Aunque en el caso de ésta merece especial atención el papel jugado por los Templarios.

Cuando salimos del museo está lloviendo con fuerza. Confian-do en que deje de hacerlo, entramos mientras tanto a tomar café en la cafetería de un hotel cercano, en la plaza del Ayuntamiento. La plaza, ahora vacía al igual que las calles adyacentes (lo que no es de extrañar con tanta lluvia), es cuadrada y amplia y conserva algunos soportales antiguos.

– En conjunto no está mal – dice Fran volviéndose a mirarla desde la entrada del hotel una buena hemos cerrado los paraguas –. Al menos no han hecho ninguna barbaridad.

– Si acaso el instituto – le digo señalando el edificio que tene-mos enfrente.

– Hombre, no es una maravilla, pero está mucho mejor que el de León, no desentona tanto.

El café y las tostadas con que lo acompañamos nos reconfortan bastante. Y nos dan fuerzas para salir, que buena falta nos hacen a la vista de la que está cayendo. Volvemos a pasar bajo la torre del Reloj y enfilamos la calle del mismo nombre, dejando a la izquierda el museo del Bierzo. Desierta, igual que la plaza, cuesta imaginarla llena de gente como está siempre con buen tiempo. Al final de la misma atravesamos la plaza de la Encina, en la que se encuentra la basílica del mismo nombre, y damos vista al castillo.

Junto a éste encontramos la oficina de turismo y entramos sin pensarlo dos veces, seguramente más acuciados por la lluvia que por la necesidad de información. El caso es que no nos pesa. La joven que la atiende nos explica el origen de la ciudad, el castillo, forta-leza en realidad, y su papel durante la Edad Media.

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– La fortaleza era la ciudad, ya lo verán – dice con un atisbo de orgullo –. Piensen que son ocho mil metros cuadrados, nada más y nada menos.

La mujer sigue, en sus explicaciones, con el desarrollo del casco antiguo, la extensión de la ciudad hacia el otro lado del río y su evolución hasta la actualidad. Lo hace con pasión y sin prisas, ofre-ciéndonos planos y folletos, sugiriendo bibliografía para los distin-tos aspectos o periodos de tiempo, indicándonos las visitas obliga-das, tanto en la ciudad como en las pedanías, a las que concede mucha importancia. Quizá lo haga porque así llena un poco de su tiempo (no parece probable que haya tenido ni vaya a tener más visitantes), pero lo cierto es que es difícil sentirse mejor tratado.

– Dejen, que ahora llamo a la cantina – dice descolgando el teléfono cuando le preguntamos por Peñalba –. Es que ha nevado mucho y no sé cómo estará la carretera – añade antes de que le respondan al otro lado del hilo telefónico.

Cuando cuelga, tras una conversación que percibimos amistosa, nos dice que no hay problema, que se puede subir; aunque eso sí, con cuidado.

– Son veintidós kilómetros y se tarda tres cuartos de hora – nos dice.

– No será tanto – dice Fran. – Ya verán, ya – remata con seguridad antes de continuar aseso-

rándonos sobre la visita –. La iglesia está abierta, con guía que la enseña, hasta las dos. El pueblo hay que pasearlo bien, sin dejar un rincón. Y la cantina; no dejen de ir, que les dé a probar el licor de San Genadio. Y por supuesto tienen que ir al valle del Silencio, hasta la cueva.

– ¿Estará practicable la senda con esta lluvia? – Necesitarán calzado bueno, pero sí. Calculen tres cuartos de

hora para ir y otro tanto para volver. Algo menos si andan bien. Pero tienen que ir – dice con convicción –. Ir a Peñalba y no visitar la cueva es como ir a León y no comer cecina, o venir al Bierzo y no comer botillo.

– ¿Tanto? – pregunta Fran. – Tanto – responde ella. – Hay que ir – dice Fran con determinación mirándome a mí,

como si yo me hubiera opuesto en algún momento.

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– ¡Ah! Y a ver si averiguan por qué se le llama valle del Silencio – dice en tono un tanto retador.

– ¿Por qué? – pregunta Fran picado por la curiosidad. – Ah, hay que averiguarlo – el tono ahora es levemente miste-

rioso –. Yo se lo podría decir, pero así no tiene gracia. Y también hay que pedir un deseo, que el santo siempre lo concede. Luego les cuento lo que me pasó a mí – dice antes de seguir con el asesora-miento –. El monasterio de San Pedro de Montes está cerrado, pe-ro si tienen suerte y está en el pueblo se lo puede abrir la mujer que tiene la llave. Y lo mismo en Santo Tomás de las Ollas, que allí seguro que sí está. Verán un cartel en la puerta que indica dónde vive – nos dice antes de despedirnos.

Para entrar en el castillo hay que bordear el resto de la muralla por el este, hasta llegar a la esquina situada más al sur.

– La visita es toda al descubierto y se tarda una hora por lo me-nos – dice una de las dos mujeres que están en recepción, a res-guardo de la lluvia, mientras su compañera asiente; no les debe de entrar en la cabeza que alguien quiera visitar el lugar en un día co-mo éste.

En una colina situada entre los ríos Sil y Boeza, cerca de la confluencia de ambos, existió al parecer un castro celta, y más tarde una pequeña fortificación romana que sería destruida por los godos a mediados del siglo V. A finales del XI el camino de Santiago había alcanzado un enorme auge. Para facilitar a los peregrinos el paso del río Sil, el obispo Osmundo, de Astorga, con el apoyo del rey leonés Alfonso VI, ordenó la construcción de un puente a los pies de dicha colina. Junto al puente se construyó poco más tarde la iglesia de San Pedro, y en torno a ésta surgió un poblado conocido como la Puebla de San Pedro, aceptado por todos como el embrión de la ciudad. En cuanto al nombre de Ponferrada, parece que se debe a las barandillas de hierro del puente (pons ferrata, puente de hierro).

Un siglo más tarde, el rey Fernando II donó el lugar a la Orden del Temple, cuya misión, entre otras, era la de proteger a los pere-grinos que hacían el Camino. Los templarios construyeron la forta-leza, que sería de su propiedad hasta la desaparición de la Orden, a principios del siglo XIV. Durante casi dos siglos, la ciudadela vivi-ría una sucesión de refriegas, con el consiguiente declive, y reformas

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y ampliaciones, hasta su adquisición por los Reyes Católicos. Las obras habrían de continuar hasta el siglo XVI, y después, aunque más separadas en el tiempo, hasta la actualidad.

Cuando el espacio dentro de la fortaleza se hizo insuficiente, la ciudad empezó a desarrollarse extramuros ocupando la colina entre los dos ríos, desde el puente y la Puebla de San Pedro hasta el po-blado de Puente Boeza. Éste se llama así por el puente sobre dicho río que se construyó en el lugar donde, según parece, hubo otro de origen romano y junto al cual se había establecido un pequeño asentamiento. Los siglos siguientes, hasta el XIX, conocieron el de-sarrollo de las calles y plazas que hemos recorrido esta mañana, así como la construcción de los edificios más representativos: la cárcel, hoy museo, el convento de las Concepcionistas, la torre del Reloj, el Ayuntamiento, la Casa de los Escudos o la basílica de la Encina.

– Es mucho más grande de lo que parece desde fuera, desde

luego – dice Fran cuando ya llevamos un buen rato en la fortaleza y aún nos queda la mitad del recorrido.

O lo que es lo mismo, dos de las cuatro rutas en las que se organiza dicha visita (de la que está excluida la llamada zona pala-cial, o castillo Nuevo). La primera, que llaman ronda Baja, consiste en un recorrido por la muralla exterior, en el este; la segunda es una visita al castillo Viejo, en el norte; la tercera es la ronda del Sil, en el oeste, y la cuarta y última es la ronda Alta, que recorre la muralla interior, justo por encima de la ronda Baja.

Las rondas Alta y Baja se recorren sin perder de vista la ciudad vieja. En ésta destaca la torre de la basílica de la Encina con su campanario, en el que Fran asegura que ha contado dieciséis cam-panas. Sobre la torre, a lo lejos y entre las nubes bajas que parecen haberse abierto un poco para nosotros, la Tebaida berciana. La ron-da del Sil permite contemplar el río, a nuestros pies, y la ciudad moderna, incluyendo un rascacielos impresionante, al otro lado. Más o menos a la mitad de la misma se conserva la entrada a la mina, así llamada y construida para subir el agua desde el río. Al final, hacia el sur y en primer plano, el monte Pajariel dominando la ciudad.

Consecuencia seguramente de los muchos avatares vividos, la estructura del conjunto es compleja. A Fran le resulta curioso que parece estar hecha de parejas: ronda Alta y ronda Baja, castillo Vie-

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jo (en el norte) y castillo Nuevo (en el sur). Dentro del castillo Vie-jo, cubo Viejo y cubo Nuevo; también torre del Homenaje Nueva (que es el cubo Nuevo) y Vieja (otra torre, no el cubo Viejo). Y en el castillo Nuevo, palacio Viejo y palacio Nuevo. Qué lío, no me di-gan.

A lo largo del recorrido, varios paneles informan de las distintas partes del mismo. Resulta especialmente interesante la información acerca de los materiales y las técnicas utilizadas en las distintas construcciones y restauraciones a lo largo del tiempo, que pueden ser vistos in situ. En la zona central, entre los castillos Viejo y Nue-vo, se conservan los restos de algunas pallozas, vestigios de vivien-das medievales. Pero entre lo que llueve, que a Fran se le está ha-ciendo duro el recorrido, y que una de las mujeres ha salido y mero-dea por las cercanías, seguramente para recordarnos con su presen-cia que se acerca la hora de cerrar, decidimos dar por terminada la visita.

– No han elegido un buen día – nos dice una de ellas cuando pasamos por recepción en dirección a la salida.

– Tienen que venir en verano – dice la otra –. Y si pueden, para la fiesta templaria.

– ¿Qué fiesta es ésa? – se interesa Fran, picado por la curiosi-dad.

– ¿No lo saben? – nos mira como si fuera imposible que alguien la desconociera; después mira a su compañera con una expresión que parece decir: pero… ¿tú has oído lo que yo?

– Se hace todos los años – dice la segunda –. La primera luna llena del mes de julio.

– La gente viene disfrazada – la interrumpe la otra. – Se representa el regreso a la ciudad del Maestre de la orden

del Temple, trayendo el Arca de la Alianza y el Grial desde Jeru-salén.

– Hay comida, música – la vuelve a interrumpir su compañera–. Un ambientazo.

– Los ponferradinos reciben a la comitiva templaria y la acom-pañan hasta el castillo – intenta mantener el hilo (y un poco de altura intelectual) como puede la segunda.

– También hay fuegos artificiales – la otra sigue a lo suyo. – Es una fiesta muy importante, se hace todos los veranos y está

muy consolidada.

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– No estaría mal – dice Fran como pensando en alto. – Hay que venir disfrazados – vuelve a advertir la primera. – Bueno, la gente viene ataviada con ropa de la época, sí – con-

firma la otra. – Y para la cena tienen que tener invitación. ¿No conocen a

alguien? A la salida, frente a la puerta y la rampa de acceso a la misma,

una calle antigua (con los edificios medievales, tejados de pizarra tosca incluidos y alguno abandonado) se mantiene, rodeada por los edificios recientes, como muestra de lo que debió de ser la ciudad en su tiempo.

– ¿Aquí dan tapa con los vinos? – me pregunta Fran mirando el reloj.

– Nada como comprobarlo – le respondo manteniendo el mis-terio.

En el bar al que entramos, casi enfrente, no hay nadie; ya em-pezamos a acostumbrarnos. Pero nos atienden muy bien. No sólo nos dan una buena tapa de jamón, sino que nos cobran un euro cincuenta por un rioja de crianza. Ni les cuento cómo le cambia el humor a Fran. Y a mí también, para qué se lo voy a ocultar.

– Lo que me comentaste del gallego, ¿recuerdas? – dice Fran –. Me gustaría ver algo, hablar con alguien. Ya comprenderás que todo lo que tenga que ver con el bilingüismo me interesa. Y eso de un idioma en un territorio distinto... No sé, es llamativo.

– No me he olvidado, no; a mí también me parece interesante. Lo que pasa es que sólo se me ocurre visitar algún colegio, y al ser fin de semana no va a ser posible aquí, en Ponferrada. Espero que podamos hacerlo en algún otro sitio.

Cuando salimos del bar ha dejado de llover. A lo largo de la calle del Reloj sí se empiezan a ver, por primera vez, algunos grupos de personas caminando sin prisas; de vinos seguramente. Al llegar a la plaza del Ayuntamiento Fran se queda mirando hacia el edificio municipal.

– Cuando pasamos esta mañana, con la lluvia, casi no me fijé. Es bonito – dice.

– Sí lo es, sí. – Y al menos éste no se lo han llevado – dice para mi descon-

cierto. – Llevárselo… ¿Dónde? No te comprendo – le digo.

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– Trasladarlo, ya sabes. A algún edificio vulgar, como en León. Viendo que la puerta principal del edificio está abierta, nos diri-

gimos hacia ella. En el vestíbulo hay otra puerta que entreabrimos. Un policía como un castillo, que en su tiempo libre debe de trabajar como doble de Clint Eastwood, nos sale al paso.

– Está cerrado, ¿verdad? – intento anticiparme. – Sí – responde seco. – Sólo estamos viendo el edificio. Gracias – le digo sin obtener

respuesta. – Gracias – repite Fran alzando la voz. El policía sigue sin contestar. Pero no sólo. Sin mover la cabeza

hacia nosotros, nos dirige una mirada de reojo que ambos entende-mos a la primera. Dice la mirada: si no salís de aquí pitando, se os van a quitar las ganas de volver por Ponferrada en mucho tiempo. Así que nos vamos sin dar ni las gracias.

Comemos en la taberna de un hotel. El local está situado en una calleja estrecha, perpendicular a la calle del Reloj, que bordea el convento de las Concepcionistas. Antes de entrar nos asomamos al final de la calleja, desde la que dos sendas empedradas se pierden entre las casas antiguas de la ladera, que nos separan del río. No lo vemos, pero el Sil circula por ahí abajo, tras los tejados de pizarra.

El comedor está casi lleno, lo que nos sorprende un poco habi-da cuenta de la poca gente que hemos visto por la calle en toda la mañana. El menú del día es atractivo. De primero, los dos pedimos caldo berciano. De segundo, cordero asado para Fran.

– Lo echaba de menos – dice tras tomar el primer bocado y saborearlo con los ojos cerrados.

Yo pido lenguado. – ¿Me podría cambiar las patatas de la guarnición por unos

pimientos del Bierzo? – le pregunto al camarero. – Sin ningún problema – responde amabilísimo. – Yo también quiero – dice Fran. – Tampoco hay problema. Para beber tomamos el vino del Bierzo joven que ofrece la casa,

incluido en el menú, y que no está mal. De postre, tarta de limón. Más café. Y todo por doce euros, así que Fran está encantado.

– Habíamos llegado al siglo XIX – me dice repantigándose en la silla mientras el camarero nos sirve un segundo café.

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A comienzos del siglo XIX la comarca conoció, como aconteci-miento destacado, la batalla de Cacabelos. Allí, los ingleses, que habían iniciado su retirada desde Sahagún en Navidad, intentaron, apoyados por los españoles, plantar cara al Ejército de Napoleón, que los perseguía. En los primeros días de 1809 tuvo lugar la bata-lla en torno al importante objetivo estratégico del puente sobre el Cúa. Abatida la resistencia por los franceses, los ingleses continua-ron su retirada para llegar a La Coruña un par de semanas más tar-de, no sin antes hacer frente a un sinnúmero de penalidades; sobre todo para superar el puerto de Piedrafita en un invierno crudísimo.

Pero la primera mitad del siglo fue especialmente importante para El Bierzo por otra razón: la comarca alcanzó la categoría de provincia en 1822 y la mantuvo hasta 1833. Durante el llamado “trienio liberal” (1820-23) se llevó a cabo una división de España en provincias. Una de ellas fue la de El Vierzo (no, no es una falta de ortografía; miren a ver si hay otras en el libro, que seguro que sí, pero ya digo, ésta no), también llamada de Villafranca del Vierzo por ser ésta la capital.

El asunto de la capitalidad no fue menor precisamente, pues las luchas entre Ponferrada y Villafranca por conseguirla se convirtie-ron en un obstáculo que supuso no pocas dificultades durante el proceso. La primera, con algunos habitantes menos, en torno a tres mil, representaba, aunque aún de forma incipiente, las nuevas fuerzas de la burguesía, comerciantes e industriales sobre todo. La segunda, con algo más de cuatro mil habitantes, representaba las fuerzas tradicionales: la nobleza, el clero, los propietarios de la tie-rra. Y se llevó el gato al agua, algo que a buen seguro no hubiera ocurrido de haber tenido lugar el proceso unas décadas más tarde.

La provincia incluía la actual comarca orensana de Valdeorras y algunos pueblos que hoy pertenecen a Lugo. Poco después de su constitución se adhirió Laciana. Tras breves periodos de pertenen-cia a Orense y a Lugo, la división de Javier de Burgos en 1833, que aún se mantiene, eliminó la provincia. El periodo, pese a su breve duración, perdura en la memoria de los bercianos como un hito histórico, algo que muchos de ellos sueñan que se repita, esta vez para siempre.

El resto del siglo conoció un lento, casi imperceptible pero continuo, cambio en las actividades económicas y en la consolida-ción de las nuevas fuerzas burguesas. Hacia el final, en los años

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ochenta, la llegada del ferrocarril, en su paso hacia La Coruña, habría de constituir, como en tantos sitios, un hito fundamental para el desarrollo. De todo El Bierzo, sí, pero especialmente de Ponferrada, que entraría en el siglo XX dispuesta a convertirse en la capital indiscutible de la comarca.

Cuando salimos del restaurante sigue sin llover. Las nubes se

han abierto y nos dejan ver, por encima de los tejados, las cumbres nevadas de las montañas, entre las que destaca el Morredero. A cambio, se ha levantado un airecillo que, con el ambiente húmedo, se mete hasta los huesos; pero al menos podemos caminar sin tener que abrir los paraguas. Lo que nos permite fijarnos en algunos de-talles que nos habían pasado desapercibidos antes, como los pane-les metálicos conteniendo información valiosa que hay frente al convento, o frente al museo del Bierzo.

– La información es valiosa, sí, pero, ¿a quién se le ocurriría co-locarlos ahí? Debió de ser el mismo que puso la manteca a asar – dice Fran moviendo la cabeza; los paneles están colocados en el suelo, lo que dificulta bastante su lectura.

La plaza de la Encina trasmite una impresión parecida a la del Ayuntamiento. Remodelada, coqueta, no se han hecho barbarida-des, pero la mayoría de los edificios son nuevos o están tan remoza-dos que apenas se reconocen como antiguos. En el medio de la plaza hay una estatua con una leyenda que deja claro el origen del nombre de la Virgen.

ESTA ESCULTURA RECREA LA LEYENDA QUE CUENTA QUE DURANTE LA CONSTRUCCIÓN DE LA FORTALEZA DE PONFERRADA UN CABALLERO TEMPLARIO ENCONTRÓ EN EL HUECO DE UNA VIEJA ENCINA UNA IMAGEN DE LA VIRGEN QUE ALLÍ HABÍA SIDO OCULTADA SIGLOS ATRÁS ANTE EL TEMOR DEL AVANCE SARRACENO

– Está bien la leyenda – dice Fran. – Yo no le veo nada de especial – le digo. – Sí, porque así se puede saber lo que es cada cosa.

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La basílica está abierta. Y vacía. Frente a la puerta, un enorme belén llama tanto la atención que resulta imposible no dirigirse hacia él olvidándose del resto. Animado, la mayoría de los persona-jes hace algún tipo de movimiento, casi siempre un brazo, y el ruido del agua, en múltiples cascadas o movido por algunas norias, suena con fuerza rompiendo la quietud que uno imagina en el templo de no ser por él.

– No está mal, aunque parece más un parque de atracciones que otra cosa – dice Fran.

– Lo que no entiendo es por qué están repetidas las figuras. Mira los reyes, hay varios juegos – le digo.

– Claro. Y varias vírgenes, y varios “sanjosés”, y varios niños… – dice en tono paternalista un instante antes de que me dé cuenta del motivo –. Como que son varios belenes, todos los que han partici-pado en el concurso, que los han puesto juntos – añade señalando con un gesto el cartel que informa de los participantes y del gana-dor.

Durante el paseo alrededor de la nave, Fran se detiene frente a la imagen de la Virgen.

– ¡Hombre! – exclama – también aquí tienen una Virgen negra. ¿Conoces la explicación?

– No. – Pues yo sí. Se trata de vírgenes inspiradas en dioses y cultos

precristianos. Según esta teoría son herederas de las antiguas diosas de la fertilidad, de ahí el color, el mismo que el de la tierra más fér-til. A lo largo de la cristiandad ha habido muchísimas, y ahora que-dan menos por el simple hecho de que las han ido decolorando – dice de un tirón y con suficiencia.

– Fíjate. Yo pensaba que quizá tuviera qué ver con el color de la madera de encina – le digo –. También creo haber leído algo acerca de los efectos del humo de las velas…

– Pues no, ya ves – me interrumpe – Esas son explicaciones pueriles. Lo que no había visto nunca en una iglesia es eso – dice señalando hacia uno de los lados, donde algo acaba de llamar su atención.

– Yo tampoco – digo al ver un reloj de pared, mientras pienso, aunque me lo callo, que se nota que ha vuelto en buena forma.

Muy cerca de la Encina, frente a la oficina de turismo, está la Casa de los Escudos. Se trata de un edificio barroco del siglo XVIII

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que, tras pasar por las manos de varios propietarios privados, perte-nece hoy al ayuntamiento de Ponferrada. Tras ser restaurado hace unos veinte años, en la actualidad alberga el museo de la Radio. O, lo que quizá sería más ajustado a la realidad, el museo de un cono-cidísimo locutor de radio de la ciudad, quien pese a haber alcanzado la cumbre de su profesión y llevar la mayor parte de su vida fuera de Ponferrada, nunca se olvida de ella, la promociona a la menor opor-tunidad, y viene siempre que puede. “A mi pueblo”, como le gusta decir.

El museo tiene cuatro salas cuyo contenido nos explica breve y amablemente una de las dos mujeres que hay en recepción, con un acento hispanoamericano que nos sorprende un poco (mexicana, nos dirá cuando Fran le pregunta directamente, sin cortarse un pe-lo, de dónde es). Las recorremos con tranquilidad. Demasiada, di-ría yo, pues de nuevo somos los únicos visitantes. La primera sala está dedicada a la historia de la radio, desde los años veinte del pa-sado siglo. La segunda, al programa conducido por el protagonista, que se puso en marcha en 1969 y que él presenta desde 1973. La tercera no se anda con rodeos y está dedicada a nuestro hombre. La cuarta, finalmente, acoge una colección de aparatos de radio. ¿Ver-dad que no hace falta que les diga a quién pertenecen casi todos?

Cuando salimos sigue sin llover (debemos de estar obsesiona-dos, porque siempre que salimos de un sitio lo primero que hace-mos es mirar al cielo; los dos). Ahora lo agradecemos sobremanera, pues nos permite pasear el resto de tarde, ya que hemos pasado bas-tante tiempo a cubierto. Y fijarnos en algunas cosas de la ciudad antigua que la lluvia nos había impedido ver con detenimiento. Co-mo algunas callejuelas que han sido restauradas preservando buena parte de su aire medieval; la de Carnicerías es un buen ejemplo. O como la torre del Reloj, por cuyo arco hemos pasado varias veces sin mirar hacia arriba hasta ahora. Construida a finales del siglo XVI y ampliada con un tercer cuerpo en el XVII, a principios del XIX se instaló el reloj que le da nombre, al igual que al arco y a la calle, y que se convirtió de inmediato en la principal referencia y lu-gar de encuentro de los ponferradinos.

Al otro lado de la plaza del Ayuntamiento arranca la calle An-cha, que, apenas recorridos cien metros, nos saca del casco antiguo. La escampada, y el viento que ha dejado de soplar, parecen haber animado a la gente a salir a la calle, que ahora está bastante

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concurrida y eso que ya está anocheciendo. Por primera vez en el día tenemos la impresión de estar en una ciudad viva y pujante.

Al final de la calle giramos totalmente a la izquierda y bajamos una cuesta, prácticamente en paralelo a la calle Ancha, por la que, casi sin darnos cuenta, nos plantamos en el río. En el pons ferrata exactamente. Donde empezó todo.

Antes de cruzar el puente, una glorieta contiene las estatuas de los protagonistas: el obispo Osmundo y el rey Alfonso VI. Al otro lado, la Puebla de San Pedro, o simplemente la Puebla, como se la conoce. Y hacia donde habría de extenderse la ciudad llegado el momento.

El momento fue, cómo no, la llegada del ferrocarril. Aunque las vías bordean la colina donde se halla el casco antiguo, cerca del Boeza, la estación se construyó a este lado del río Sil, lo que deter-minó el desarrollo urbano de la ciudad en los últimos años del siglo XIX y la primera mitad del XX. Aunque no de manera tan clara como en otros sitios, León por ejemplo, pues su estructura es un poco más compleja. De hecho, el ensanche tuvo dos focos. Primero el de la Puebla, donde la plaza de Lazúrtegui se convirtió en el cen-tro, y lo sigue siendo, de la ciudad moderna, con los principales via-les partiendo radialmente de ella (incluyendo la avenida de Espa-ña, que la uniría con la estación del ferrocarril). Posteriormente el del Plantío, arriba, en la colina, a continuación de la ciudad vieja, articulado en torno al parque del mismo nombre y en el que la calle Ancha, que hemos recorrido, constituye uno de los ejes principales.

Si el ferrocarril tuvo ese impacto en la estructura de la ciudad, otro hecho contribuyó a su consolidación como la capital comercial e industrial del Bierzo: la concesión, en 1908, del título de ciudad por parte del rey Alfonso XII.

El ensanche permitió albergar una población que crecería verti-ginosamente con el nuevo siglo, especialmente a partir de los años cuarenta. Siendo de poco más de tres mis habitantes a la llegada del ferrocarril, veinte años más tarde, a la entrada del siglo XX, se había duplicado. Y hacia 1940 cuadruplicado, alcanzando los trece mil. Entonces vino el despegue, y Ponferrada se convirtió en la “ciudad del dólar”. Para ello, al primer impulso que supuso la crea-ción, en 1918, de la Minero Siderúrgica de Ponferrada (junto con la construcción del ferrocarril desde Villablino), que se convertiría

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en la mayor empresa minera privada de España, habrían de seguirle otras. Entre ellas cabe destacar a ENDESA, en los años cuarenta; la central térmica de Compostilla, en el cercano Cubillos del Sil, en los sesenta, y, en fin, más recientemente, algunas empresas de con-siderable tamaño y actividad en sectores como el del vidrio o los generadores eléctricos.

Si le sumamos la emigración estructural del campo a la ciudad se comprende que su población se disparara: veinticuatro mil habi-tantes en 1950, treinta y siete mil en 1960, cuarenta y tres mil en 1970 y cincuenta y dos mil en 1980. O sea, que se multiplicó por cuatro en cuarenta años, desde 1940. O, si se prefiere, se multiplicó por dieciocho en un siglo.

– No es para tanto – me dice Fran mientras paseamos por la Puebla, en los alrededores de la plaza Lazúrtegui.

– No es sólo la cuestión numérica, o el tamaño – le digo –. Es la vitalidad y el dinamismo como ciudad, que son mayores de los que le correspondería a una de su tamaño. ¡Cuántas capitales de provincia están más apagadas!

Se había mantenido sin llover durante unas horas, lo que pare-cía haber empujado a la gente a las calles, cada vez más animadas. Pero ahora empieza a hacerlo de nuevo, y con fuerza. Cuando me dispongo a abrir el paraguas Fran me frena cogiéndome del brazo.

– No te molestes – me dice –. Esto es una señal para que entre-mos ahí – añade indicándome el bar frente al que estamos en ese momento – ¿No te parece buena idea empezar a ver qué tal son las tapas por la noche?

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