LEGADO INFINITO
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LEGADO INFINITO
RAFAEL ALCOLEA RODRÍGUEZ
© 2013 Rafael Alcolea Rodríguez.
© LEGADO INFINITO.
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Málaga.
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ISBN ebook en PDF: 978-84-686-3077-9
ISBN: 978-84-686-3077-9
A mi familia, María, Nicolás y Mario gracias por dejarme
disfrutar hasta el infinito a vuestro lado.
ÍNDICE
1. EL PROYECTO.
2. OBSERVATORIO.
3. HALLAZGO.
4. LA EXPEDICIÓN OLIMPO.
5. OLD STUDENTS CLUB.
6. TRAVESÍA.
7. LA LEYENDA DE UKLUAJ.
8. ASCENSO.
9. DENTRO.
10. ATRAPADOS.
11. LA TUMBA.
12. SALIDA.
13. LA MANSIÓN.
14. HERMANDAD.
15. NEW ORLEANS.
16. PESADILLAS.
17. EL ROBO.
18. 4º DÍA.
19. LA INVESTIGACIÓN
20. NOCHE CÁLIDA.
21. PEDRO.
22. RATONES DE BIBLIOTECA.
23. LA CÁMARA.
24. HUIDA
EPÍLOGO
1. El Proyecto
Poco tiempo después de terminar mi proyecto de fin de carrera sobre el campo magnético
originado en la tacoclima solar, recibí un telegrama que marcaría el resto de mi vida.
Aquel telegrama me llevaría a vivir la experiencia más increíble jamás soñada por un ser
humano: Descubrir que aparte de nuestro mundo real y humano existía toda una amalgama de
experiencias, lugares y objetos ocultos a la opinión pública que podrían hacer tambalear los
cimientos de nuestras economías y sociedades desarrolladas.
Lo inexplicable siempre se había mantenido oculto, el descubrimiento siempre se había
relacionado con la locura; ahora, yo, estaba a punto de emprender un viaje que rompería con
todas las barreras puestas por algunos hombres para que aquellos secretos no fuesen jamás
revelados.
El telegrama consistía en una invitación para colaborar con el instituto de astrofísica de la
universidad de Oslo, concretamente con el equipo de la isla de la Palma, residencia del nuevo
telescopio solar sueco.
La isla de la Palma constituía el marco idóneo para el desarrollo de investigaciones en el
espacio exterior. La isla libre de polución y luces artificiales, consigue que el estudio de los
astros, en especial el Sol, se realice con la mayor claridad posible.
Mi futuro jefe me comentaba en el escueto trozo de papel, que estaban interesados en mis
teorías acerca del porqué la temperatura de la corona solar es miles de veces mayor que la de la
superficie solar; y se preguntaban si sería posible contar conmigo para futuras investigaciones
sobre el Sol, en el instituto.
Mi euforia era más que comprensible, recién acababa de terminar mis estudios universitarios,
y era fichado por uno de los institutos astronómicos más prestigiosos del mundo, y que en
Europa estaba a la cabeza de investigación espacial.
Este cambio en mi vida me recordó a mi tío. Según él, ahora que muchas multinacionales
privadas, laboratorios y gobiernos, estaban interesados en investigar, y financiar proyectos al
espacio exterior; con el fin de ser los primeros en descubrir nuevos productos que comercializar,
medicamentos, vacunas, cosméticos, recursos minerales, e incluso viajes espaciales para turistas
provistos de una gran cartera; era mi momento para triunfar dentro de un mercado desconocido
y con miles de grandes clientes potenciales y hacerme de oro. Atrás quedaba la magia de un
nuevo descubrimiento, o la satisfacción de poder ayudar a millones de personas, que solo los
grandes descubridores sienten en su pequeño laboratorio.
Mi tío, Markus Stauder, era el presidente fundador y principal accionista de los laboratorios
CORVIS, enriquecido entre otros productos por la famosa 'píldora masculina' que se vendía
como churros en las farmacias de todo el mundo. Como buen tiburón de las finanzas, sabía
exactamente cómo y dónde invertir su dinero. Como muchos grandes hombres de negocios,
Markus Stauder empezó de la nada. Él era el hijo menor de cuatro hermanos. Por lo tanto mis
abuelos ya estaban muy mayores para poder costearle estudios universitarios. Pero a los
diecinueve años montó su primer negocio, una humilde especie de botica que vendía toda clase
de nuevos y milagrosos remedios naturales para diferentes dolencias y males, la cosa fue tan
bien que en tres años ya tenía franquicias por toda Suiza, el norte de Italia, y Alemania. Cuando
contaba con veinticinco años y era dueño del ochenta por ciento de las farmacias en Suiza,
fundó sus propios laboratorios. Si hubiese sido conformista, sus farmacias y laboratorios le
daban una rentabilidad más que suficiente para ir tirando con mucha holgura. Tampoco paró ahí,
siguió invirtiendo y desarrollando proyectos en los más variopintos campos.
En sus inicios, sus colegas le decían que estaba loco y que perdería todo lo acumulado, que
existían ya muchos y grandes laboratorios europeos, sin contar con los estadounidenses que se
estaban implantando en Europa. Mi tío hizo caso omiso a todos los inversores que le
aconsejaron que invirtiera en vivienda. No obstante empezó a comprar diversas propiedades
aquí y allá , por si acaso, y así se convirtió en la década de los noventa en uno de los hombres
más ricos del viejo continente. Los laboratorios CORVIS, así como la inmobiliaria ZUHAUSE,
especialista en buscar viviendas de lujo a alemanes, daneses, holandeses y suizos en el sur y las
islas españolas, habían hecho de mi idolatrado tío Markus un hombre incalculablemente rico.
Siendo del todo honestos, el tío Markus se portaba muy bien conmigo. Mis estudios de
Astrofísica fueron costeados única y exclusivamente por el fondo de becas 'CORVIS'. Siempre
prefirió que estudiase bioquímica y farmacia, pero sabía que yo era tan terco como mi madre, y
que acabaría estudiando lo que yo quisiera.
Los otros hermanos de mi madre, aun vivían en Suiza, donde yo nací. Ellos siempre habían
sido mejores estudiantes que mi tío, y mejor considerados por mi abuelo. Pero ni por asomo
habían conseguido el estilo de vida ―High Class‖ de su hermano. Mi madre la única hija, y la
mayor de los cuatro, siempre había gozado del cariño y respeto de todos los demás.
Mis padres vinieron a vivir a España cuando yo tenía quince años, con un padre español y
una madre inglesa afincada en Suiza desde su juventud, no tuve nunca ningún problema con los
idiomas. De hecho estudié la educación secundaria obligatoria en alemán, lo cual me convertía
en un verdadero políglota, dominaba perfectamente cinco idiomas: español, inglés, alemán,
italiano, y francés. Estaba seguro de que este hecho me había favorecido enormemente a la hora
de ser elegido entre numerosos doctores, catedráticos y especialistas para trabajar en el Instituto
de investigación.
En cuanto pude llamé a mis padres para darles la noticia, y en dos días lo tenía todo listo:
billetes, maletas, libros, despedida de amigos y familiares, incluso había conseguido
alojamiento.
El instituto me ofrecía la posibilidad de compartir un piso de tres habitaciones con otros dos
profesores del instituto, pero el tío Markus no podía permitir que su ojito derecho compartiera
su espacio vital con unos desconocidos; así que me buscó una maravillosa villa a unos cinco
kilómetros del observatorio. La majestuosa casa resultó ser una de las propiedades que la
inmobiliaria ZUHAUSE poseía en la isla. Le repetí infinidad de veces que podía apañármelas
perfectamente viviendo con los otros compañeros en un piso, pero me dijo que ya no estaba en
situación de compartir piso, que mi época de estudiante ya había pasado, ahora debía
enfrentarme al mundo real. Y nada mejor que una enorme villa con nueve habitaciones y dos
personas de servicio para hacerme a la idea. El tío Markus se pasaba a veces en agasajarme.
Pensé en discutir lo de la casa más adelante cuando hubiese llegado a la isla. No había por qué
precipitarse, aun no tenía claro si podía o quería quedarme más cerca del observatorio.
Finalmente, decidiría quedarme dentro del observatorio y evitar desplazamientos.
Mamá estaba tan emocionada que quiso venir desde Berna para felicitarme personalmente y
ayudarme con las maletas, mamá era así. Sabía lo duro que había sido para mí llegar hasta allí.
Se lo agradecí de todo corazón, pero finalmente, la convencí para que no viniese. Tenía que
empezar a vivir mi propia vida y descubrir las cosas por mí mismo.
Cuando cerré la puerta del piso de mis padres en Madrid, tuve la sensación de que cerraba
una etapa de mi vida, y que comenzaba una nueva y emocionante andadura en solitario, que a la
vez de inquietante y necesaria, me aterraba sin lugar a dudas. Atrás dejaba la seguridad de un
hogar, a caballo entre España y Suiza, una familia, mis amigos, todo lo conocido, y me
adentraba hacia el oscuro e indefinido futuro. Casi podía palpar lo que sentiría al mirar por
primera vez a través de aquel gigantesco telescopio del observatorio, capaz de mostrarme todo
sobre cuanto yo había estudiado. Me sentía como el estudiante de medicina cuando está a punto
de asistir a su primera operación: emocionado pero a la vez, por qué no decirlo: acojonado.
Llegué al aeropuerto de Barajas en taxi, tres horas antes de la salida de mi vuelo hasta
Tenerife, desde allí cogería otro avión más pequeño hasta la Palma. Rápidamente identifiqué los
mostradores de facturación, una vez que mis tres maletones bajaron por la cinta hasta el muelle
de carga del hipódromo de maletas, fui a tomarme algo a una cafetería. Dudé bastante al elegir
el lugar, unos bares estaban repletos, otros no resultaban acogedores, hasta que por fin cerca de
los aseos encontré una pequeña cafetería con unos grandes ventanales que daban a las pistas,
desde donde podía ver cómo los aviones subían y bajaban cual tecnológico tiovivo de feria,
metáfora de nuestra sociedad y economía llena de altibajos. Mientras devoraba mi desayuno
comprobé mi tarjeta de embarque y comprobé para mi alegría que tenía reservado el asiento
3A. Casi siempre viajaba en primera clase gracias a los puntos que mi tío acumulaba como
viajero frecuente, o a la ayuda directa de la cartera del tío Markus o a sus contactos. Era
increíble cómo el dinero se relacionaba con el dinero. Cuando había pasado ya buen rato
pensando sobre mi vida y empezaba añorar la vida que dejaba atrás, escuché las voces del
embarque del vuelo UX 8905 a Tenerife. Durante todo el trayecto disfruté junto a la ventana del
inmenso cielo azul que nos envolvía, y que contrastaba con el mar azul intenso del Océano
Atlántico. Al contemplarlo pensaba en lo pequeños que éramos, pero a la vez en la magnitud de
los avances técnicos que ya habíamos logrado, pero entonces intentaba mirarlo y como si de un
dios todo poderoso se tratase, no podía retarle y aguantar su visión más de tres segundos; dentro
de poco tiempo podría observarlo cuanto quisiese sin temor a quedar ciego. Que cercano se veía
a 9000 metros de altura y que desconocido y misterioso era. Dentro del avión y acomodado en
mi asiento, con el estómago lleno apenas hice caso del desayuno que sirvieron en ―business‖. Al
cabo de un par de horas, y de sobrevolar el continente africano, llegamos a las islas afortunadas.
Aun me quedaba lo peor el vuelo entre Tenerife y la isla de la Palma en una especie de avión-
mosquito que se suponía tenía que sobrevolar la distancia entre ambas islas sin caerse.
Si alguna vez pensé que me gustaba volar, sería porque iba montado en un gran Airbus y no
en una avioneta como en la que me trasladó. El resto de viajeros parecían muy relajados, como
si aquellos vaivenes y estrujamientos en el estómago fueran normales; tan normales como
desayunar callos en domingo tras salir de fiesta.
Cuando llegué a la isla de la Palma, fui directamente a los lavabos, y devolví a la madre
naturaleza todo lo que me había entregado en la cafetería del aeropuerto de Barajas. Fue una
verdadera lástima no poder disfrutar de las vistas que la isla ofrecía en un día tan despejado
como ese, especialmente a esa altura. Pero yo estaba acordándome de todos los santos del
santoral, así como todas las vírgenes habidas y por haber de la madre patria hasta el nuevo
continente. Traté de asearme un poco antes de presentarme a mis nuevos jefes y colegas.
Cuando llegué a recoger las maletas, ya habían sido retiradas de la cinta. Aturdido miré
alrededor. Esperándome, junto a éstas se encontraba un hombre de unos cincuenta y tantos años
con aspecto bronceado y apariencia de taxista.
2. Observatorio
— ¡Buenos días usted debe ser James G. Stauder, me comentaron que fue el primero en
abandonar el avión! —dijo el hombre con un meloso acento canario y una expresión en su
rostro que reflejaba las primeras bromas que tendría que aguantar en los primeros días de
estancia en la isla. Soy Jesús Gómez, y me han mandado del instituto para recogerle.
—En efecto yo soy —dije mientras le seguía hasta la gran furgoneta aparcada frente a
nosotros en la zona de recogida de viajeros del aeropuerto insular— usted será finalmente quien
me llevará al observatorio, espero que las maletas no sean un problema.
El hombre sonrió señalando los metros cúbicos del amplio portaequipajes del furgón.
Durante el trayecto pude disfrutar del paisaje canario. Mientras ascendíamos los 2400
metros de altitud por una angosta carretera de montaña, admiraba feliz el increíble paisaje
canario que tenía ante mí, y admiraba el luminoso cielo que bañaba el Atlántico. El clima era
fabuloso, la brisa agradable proveniente de la costa africana y el cálido clima me iban
seduciendo como si de una amante serena e irresistible se tratasen. La clara transparencia color
zafiro, mágica, llena de una perfecta quietud animada y de una pureza originaria, obligaba a
cerrar los ojos y deshacerse en el recuerdo deslumbrado de tan bucólica visión. Incluso el
colorido que reinaba sobre La Palma, resultaba casi irreal.
Debíamos ascender hasta el borde de una vieja caldera volcánica, hoy día inactiva, donde se
encontraba el observatorio. Desde allí se podía observar la pequeña estrellita enana y amarilla
con la mayor resolución y nitidez que se había conseguido jamás por un equipo científico; por
eso las fotografías e imágenes tomadas estaban batiendo records por todo el mundo. Lo primero
que pude apreciar cuando por fin, tras innumerables recovecos del camino, alcanzamos los casi
2 kilómetros y medio de altura; fueron tres gigantescos champiñones blancos orientados con su
penetrante mirada en el cielo. Un revoloteo de mariposas, como el de los enamorados, me
invadía el cuerpo cuando, tras pasar el control de seguridad, accedimos al recinto. Jesús aparcó
junto al primer edificio que encontramos a nuestra izquierda. Al bajar del coche pude ver los
tres grandes telescopios al final de todo el observatorio.
Desde allí se podía dominar toda la isla, y seguramente se divisarían algunas de las islas
vecinas que salpicaban el manto azul del océano como solitarias lentejuelas de un viejo vestido
de noche. Corría un poco de viento, pero dada la altitud era algo normal, según me dijo Jesús en
invierno daba la sensación que los telescopios y demás edificios iban a salir volando. Jesús se
encargaba del mantenimiento de los jardines, las instalaciones y también era el chofer del
observatorio. Desde allí arriba tenía que dar varios viajes al día para llevar y traer personal a las
instalaciones o para realizar diversos recados y gestiones del observatorio. En su mirada se
apreciaba cuánto amor sentía por aquel lugar y por su isla, que como buen lugareño tanto
cuidaba y respetaba.
Me ayudó con todos mis bártulos, y entramos al edificio nombrado como: " Oficinas del
Instituto de Astrofísica de Oslo". Una joven recepcionista de tez morena y vivaracha saludó
afablemente a Jesús y tras las presentaciones formales, en las que no dudó mirarme de arriba
abajo repetidas veces, me condujo al despacho del director del instituto, que me estaba
esperando.
— ¡Bienvenido James por fin has llegado! No te imaginas las ganas que teníamos de tenerte
entre nosotros. Tus estudios han causado sensación entre todos por aquí. Temíamos que fueses
fichado por la NCAR (Centro Nacional de Investigación Atmosférica de Colorado), la HAO, la
NASA o cualquier universidad como Stamford o Michigan. —dijo Göran Wiltberger, el jefe del
instituto en un castellano muy sueco.
—A decir verdad me sorprendió la celeridad con que recibí su oferta. Esto no quiere decir
que no me considere apto para el puesto, solo que habiendo miles de estudiantes de astrofísica
en todo el mundo, que se fijaran en mí me sorprendió bastante —respondí algo abrumado
por tan calurosa bienvenida.
—Lo que nos fascinó de tu investigación fueron tus teorías sobre el campo magnético
originado en la tacoclima solar, y su artículo junto al profesor Fernández de Lara en el que
intentan predecir y comprender la meteorología espacial, algo en lo que, permítame la expresión
aun estamos en pañales.
Así que fue eso lo que les convenció, el artículo publicado en la Astrophysics Magazine. —
pensé.
El pasado mes de Mayo escribí, junto con el tutor de mi proyecto de fin de carrera el
catedrático D. Fernández de Lara, un artículo brillante. Tuve una gran suerte que el profesor
aceptara dirigir mi proyecto final en la facultad, pensé contento para mí mismo.
—Pero dejémonos de formalismos y veamos todo el complejo, estoy seguro que te morirás
de ganas de verlo todo —aseguró el Sr. Wiltberger acompañándome hasta la salida—. Poco a
poco comenzarás a familiarizarte con nuestras instalaciones, aunque al principio es un poco
agobiante, dentro de unos días correrás por los pasillos sin parecer un turista despistado.
Lo primero que vimos fue el pabellón A, que se encontraba junto a las oficinas. En este
edificio de dos plantas que recordaba a los internados de mitad de siglo, estaban los dormitorios
de todo el personal que trabajaba en el instituto. Los físicos, los informáticos que se encargaban
de las simulaciones por ordenador del comportamiento solar que se recogía a través de los
telescopios y los satélites, los matemáticos, los científicos; casi todos dormían y vivían allí. En
total unas veinte personas se repartían por la treintena de habitaciones; el comedor, las dos salas
de recreo, y demás instalaciones de ocio. El Sr. Wiltberger me ofreció la posibilidad de
quedarme a dormir, al menos de lunes a viernes, en sus instalaciones. Me pareció bien el no
contrariar a mi nuevo patrón, lo más adecuado; así que acepté esperando no disgustar al tío. De
todas formas, podría pasar los fines de semana en su casa de la isla, así no se enojaría del todo, y
a la vez estaría agradeciendo su hospitalidad.
La que se suponía iba a ser mi habitación tenía orientación Este, con lo cual, podía ver los
tres inmaculados telescopios desde mi cama. Tenía un pequeño escritorio, un diminuto baño sin
ducha, ya que las duchas eran comunes y estaban al final de cada planta. Una cama, un teléfono
fijo y un enorme póster del sistema solar que ocupaba el hueco entre el armario y la ventana
eran todos los complementos que necesitaría en mis ratos de descanso y lectura.
No vimos ni un alma por los pasillos, ni en el comedor o el salón porque todos estaban
trabajando a esas horas. Dejé mis maletas junto a la cama y me guardé las relucientes llaves que
me dio Göran. El siguiente edificio albergaba los laboratorios, las salas de procesamiento de
datos, cientos de aparatos y ordenadores que trabajaban sin descanso recogiendo toda la
información enviada por los telescopios, y los satélites ACE y SOHO. Allí, Göran me presentó
a algunos de los que iban a ser mis compañeros. Fueron tantos nombres, la mayoría extranjeros
y todos a la vez, que al final de la visita sólo recordaba el nombre de Ake Niels, una
matemática que tendría más o menos mi edad, había nacido en España, pero su padre era
noruego, y que había sido la más simpática durante las presentaciones, su imponente apariencia
física también ayudaba a recordar su nombre.
Daba la sensación que aunque todos formaban un gran equipo, cada uno llevaba su propia
línea de investigación y quería destacar sobre los demás con algún nuevo e increíble
descubrimiento. Cierto individualismo protagonista flotaba en el aire, algunos incluso me
miraban como a una nueva amenaza, en vez de a un nuevo compañero; aunque todo el pique
tenía un trasfondo competitivo, al final era sano.
Por fin, tras una media hora de recorrido, nos dirigimos hasta el primer enorme telescopio
bautizado como "Galileo‖. Éste era el mayor de los tres, y por tanto el más potente. Era el
primero además, capaz de obtener imágenes de estructuras tridimensionales en el Sol. Su
potencia le hacía capaz de ver células de plasma del tamaño de España. E incluso podía
visualizar la naturaleza de la materia existente entre esas células o gránulos con una precisión de
unos 250 kilómetros cuadrados.
Subimos una inmensa escalinata hasta que llegamos a una gran nave semicircular en la que
miles de lucecitas y sombras, proyectadas por los científicos se movían sin parar. Junto al
ordenador principal que dirigía el seguimiento en el espacio realizado por Galileo, se encontraba
Thomas Eddington nieto del prestigioso astrónomo británico. Thomas será el astrónomo
encargado de las investigaciones realizadas en el Galileo. Tenía numerosos premios y libros en
su currículo, y para mí fue un enorme honor el conocerle en persona y aún más el poder trabajar
con él, puesto que al ser yo especialista en la investigación solar pasaría a formar parte de su
equipo de investigación.
Estaba fascinado por las imágenes que mis ojos veían de reojo en los monitores mientras que
Thomas y Göran me hablaban. A decir verdad no tenía mucha idea acerca de cómo mover un
telescopio tan inmenso, y como adentrarme en el espacio con él. Por eso a partir del siguiente
día por las mañanas tenía dos horas de clase práctica con el profesor Klaus para manejarme con
semejante bicho. Según me había contado, aquello sería peor que ser controlador aéreo.
Tras la cena de bienvenida, realicé una llamada a mis padres para contarles todo y decirles
que estaba bien, escribí unos cuantos e-mails en mi ordenador portátil, y me quedé
profundamente dormido.
A la mañana siguiente lo que parecía una sirena nuclear me despertó de un salto, eran las
5:30 de la noche, esta gente estaba loca, si aún no había amanecido. Como pude, me dirigí hasta
las duchas que ya estaban ocupadas, y tras un rato dormitando bajo el agua, bajé hasta el
comedor como un zombi a recargar las pilas, casi todos se habían ido. Si llegaba tarde a la
primera clase con el profesor Klaus no podría perdonármelo, vaya primera impresión que
causaría.
Una vez estaba atragantándome con las tostadas y el café, sentí que alguien se dirigía hacia
mí.
— ¡Hola!, ¿está libre? —preguntó la voz de la única persona del instituto de la que podía
recordar su nombre: Ake.
—Sí, sí, por supuesto Ake, —Me atropellé dejándole sitio en la mesa para que pudiera
colocar su bandeja. Sin querer mirar más allá de donde mi mirada dejase de ser cortés.
— ¿Qué tal tu primera noche en el ‗campus‘? así es al menos como a mí me gusta llamarlo.
Aquí la mayoría de la gente está estudiando todo el día, parece como si fuese lo único
importante en la vida. Me estresa tanta agonía por saber. Al principio me sentía atraída por este
estilo de vida, pero luego me paré a pensar, y me di cuenta que siendo tan pragmáticos, no podía
encontrarle sentido a mi trabajo, ni a mi vida. Se supone que estudiamos, estrellas, planetas,
satélites y todo eso, pero eso no significa que seamos entes gaseosos como el Sol, y que no
podamos disfrutar de la vida a través de nuestro trabajo —soltó Ake casi sin respirar.
—No sé, creo que es todavía demasiado temprano para mí —respondí mirando su escaso
desayuno, una manzana y un zumo de naranja natural extraído de un tetrabrik, era todo el
alimento para su metro setenta—. ¿Tienes idea de dónde se dan las clases con el profesor
Klaus? Creo que ayer olvidé preguntar lo más importante: el lugar dónde nos reunimos.
—No te preocupes le he visto merodeando por el salón de ocio, seguramente esperándote. —
dijo tan alegremente observando cómo me cambiaba la cara y salía apresurado al encuentro del
profesor.
Ake Niels era una chica de lo más peculiar, más bien parecía la capitana del equipo de
animadoras que toda una doctora en matemáticas, que dejaba con la boca abierta al más experto
científico cuando estaba simulando ecuaciones y trabajando en el laboratorio. Sinceramente era
desconcertante, así como lo era la manera en que todos mis compañeros parecían no percatarse
de la arrolladora personalidad y el fastuoso físico de esa chica.
Cuando llegué al salón, el profesor ya se había ido. Volví sobre mis pasos para ver si había
salido fuera del pabellón, y en efecto allí estaba, esperándome junto a la entrada.
— ¡Buenos días James, espero que estés preparado para echarle un vistazo al universo! Ante
todo, no te agobies con tantos indicadores, pantallitas y cálculos. Una vez familiarizado es más
fácil que programar el video —dijo el profesor indicándome que le siguiera.
—Eso espero profesor, si le soy sincero tengo muy poca experiencia con telescopios tan
potentes, pero estoy dispuesto a aprender lo que haga falta.
— Argumenté, tratando de disimular el cangue y el agobio que me estaba entrando ante tanta
responsabilidad.
Caminamos durante unos diez minutos hasta llegar al segundo telescopio en tamaño. Este se
llamaba Copérnico, en honor al astrónomo polaco. El edificio donde se encontraba este segundo
telescopio era más pequeño que el del Galileo. El profesor me comentó que por las mañanas
solía estar vacío puesto que muy pocos intentaban estudiar a esas horas, la mejor hora para
bucear en el espacio, era obviamente la noche. Durante el día, todos se dedicaban en el instituto
a procesar y transmitir los datos recogidos por la noche anterior, tenían reuniones acerca de los
nuevos hallazgos o las nuevas líneas de investigación que se iban a seguir, etc. Pero no solían
utilizar los telescopios. Robert Klaus sabía que aquí estaríamos más tranquilos que en el Galileo
y que el Copérnico era algo más fácil de manejar. Me preguntaba porqué por esa regla de tres,
no empezábamos con el más pequeño de los tres, que estaba algo más apartado; junto a un
pequeño bosquecillo que había dentro del recinto. Más tarde me enteraría por qué no podíamos
acceder allí.
Cuando entramos dentro y me subí a la plataforma desde donde se podía manejar el
telescopio, sentí que iba a evaporarme de la emoción. El profesor comenzó a teclear claves y
códigos hasta que todas y cada una de las decenas de lucecitas cobraron vida. Pasados unos
instantes, en los que yo actuaba como un autómata y pulsaba aquí, y tecleaba allá, mire a través
de lo que parecía una mirilla gigante y entonces la vi, más grande y blanca que nunca, la podía
reconocer, era la Luna. El profesor ajustó la imagen a la máxima nitidez y claridad posible.
Aunque era de día y la Luna ya estaba ocultándose por el reflejo de los rayos solares, ésta se
veía con más claridad que el salvapantallas de mi ordenador portátil. Tras esta inolvidable y
maravillosa experiencia en la que por un instante había tenido a nuestro vecino satélite terrícola
al alcance de las manos, tocó la parte más teórica. Estaba tan fascinado con aquel artilugio tan
sumamente avanzado de la era de las telecomunicaciones, que las cinco horas que pasé
escuchando acerca de perímetros, ángulos, cálculos y demás transacciones para hacer que aquel
monstruo de la ingeniería funcionase, me pasaron como sólo veinte minutos.
Cuando acabamos la primera sesión, Robert me comentó que necesitaría entre tres o cuatro
semanas para empezar a defenderme con el manejo de los telescopios, eso sí, siempre que
tuviese a algún técnico cerca para supervisarme.
Por la tardes, tenía que estudiar los numerosos tratados y manuales que el equipo del doctor
Thomas Eddington me entregaba. Si quería formar parte de su equipo, el único que se encargaba
de estudiar al Sol en el observatorio, tenía que trabajar muy duro. El Dr. Eddington estaba muy
interesado en mis teorías acerca del campo magnético solar y en cómo éste podía influir en la
Tierra.
Por fin, al cabo de tres semanas de locura estudiantil, conseguí formar parte de un nuevo
proyecto que el profesor había mandado a mi correo electrónico por la mañana mientras estaba
en clase de `teleco' como yo le llamaba a mis prácticas con el profesor Klaus. Durante la
primera fase de investigación, yo estaría encargado de estudiar el impacto de las EMC sobre la
magnetosfera terrestre. A su vez debería observar la exposición de los satélites de la agencia
espacial europea a partículas solares. Estas fulguraciones impulsan el plasma ionizado y
partículas radiactivas a energías muy elevadas que pueden alterar las señales de radio y GPS, y
averían satélites fundamentales para las telecomunicaciones del territorio europeo. Por esta
razón este nuevo proyecto estaba respaldado económicamente por las principales empresas de
telecomunicaciones europeas, estadounidenses y japonesas.
Con fuerzas renovadas ante estas nuevas expectativas para la semana próxima, decidí salir a
celebrarlo con Ake, Takako y Berta a la zona de marcha de la isla. Un poco de diversión no le
hacía mal a nadie, y aunque éramos jóvenes, era difícil despegar a esos ―cerebritos‖ de sus
ordenadores.
Takako Shiino, era un experto en telecomunicaciones enviado por el Instituto de Ciencia
Espacial y Astronáutica de Japón. Takako había sido uno de los creadores del satélite nipón
YOHKOH, la joya oriental de las telecomunicaciones, lo último en satélites de última
generación. Resultaba que Takako dormía en la habitación contigua a la mía, y como ahora
íbamos a trabajar juntos en el mismo proyecto, empezábamos a ser buenos amigos. Takako era
un tipo afable, exquisitamente educado al estilo japonés, que tenía una prometida esperándole
en Tokio. Quería casarse la primavera próxima, y no dejar Japón ya más. Pero pensaba que esta
oportunidad no podía perderla, así que hizo las maletas y se vino a la tierra de sus abuelos
maternos. Por esta razón Takako hablaba un más que decente castellano. Aunque a veces si los
nervios le traicionaban, el samurái que llevaba dentro daba la cara, y solapaba al poco español
que dominaba.
Berta conducía el coche, después de todo, era ella la que hacía de anfitriona en la isla, y
había prometido llevarnos a todos los garitos y sitios típicos de la isla. Berta trabajaba como
secretaria en las oficinas del observatorio. Llevaba dos años trabajando como asistente de Göran
Wiltberger, y nos contaba montones de anécdotas e historias acerca de los empleados más
veteranos del instituto. Berta acostumbrada a las sinuosas curvas y los tenebrosos acantilados
que rodeaban al Roque de los Muchachos ya que a veces subía y bajaba cuatro veces diarias,
descendiendo a todo gas; cuando iba a comer con amigos y conocidos.
Las vistas desde la estrecha carretera eran magníficas, pero yo estaba más pendiente de los
infinitos acantilados que dejábamos a cada lado, que del impresionante paisaje natural. Ake y
Berta se reían ante mi descompuesta cara por la conducción de semejante Fitipaldi. Al bajar por
aquel tobogán de alquitrán, me percataba de lo apartado que había estado del mundanal mundo
en las últimas semanas. Si me paraba a pensar, ésta era realmente, la primera vez que salía del
observatorio, sin tener en cuenta los paseos y las carreras haciendo jogging en los alrededores
del Roque de los Muchachos.
Me había percatado que en los primeros días que pasé en el instituto, me cansaba con más
facilidad, como que los pies me pesaban más. No era capaz de correr más de veinte minutos
seguidos, y cualquier actividad física fuera de lo normal me agotaba tremendamente. Al
principio lo achaqué a la gran actividad intelectual que estaba llevando a cabo diariamente, pero
después caí en la cuenta que no es lo mismo correr a nivel del mar, que a los 2.426 donde se
situaba el observatorio.
Conforme íbamos llegando, empezaba a sentir un hambre feroz. No veía el momento en que
nos sirvieran cuando nos sentamos en el restaurante El Taquito, un restaurante mejicano en la
zona turística de los Cancajos.
Berta nos aconsejó que olvidásemos las típicas coronitas que todos los extranjeros pedían
para acompañar sus nachos y eligiésemos una botella de vino de las malvasías de Fuencaliente.
La verdad es que yo tenía ganas de algo más refrescante pero por no contrariar a nuestra
anfitriona, lo probé. El vino cultivado en la zona oriental de la isla bajo los conos de dos de los
volcanes de la isla, el San Antonio y el Teneguía este último protagonista de la última erupción
en la isla en 1971, resultó ser toda una revelación; y después de la tercera botella nadie se
acordaba ya de las cervezas. Tras atiborrarnos a guacamole, fajitas, burritos y vino; Berta nos
fue arrastrando como pudo hasta los locales de copas de Santa Cruz de la Palma. Ake,
guapísima con su minifalda azul y un top a juego, no se asemejaba en nada a la calculadora y
profesional doctora del instituto, que se escondía tras su bata blanca y sus coordenadas exactas.
Me decía a mí mismo que si los del observatorio la viesen de esa guisa, sobre todo el
prepotente de Pedro Gutiérrez de Ochoa, habrían hecho todo lo posible por seducirla. Pero esa
noche era toda para mí, a no ser que Takako intentase algo, cosa que dudaba pues todas las
noches las pasaba en su habitación chateando con su prometida de Tokio, por video conferencia.
Pero si de alguien tenía que cubrirme las espaldas en cuanto a las chicas, el trabajo y en
definitiva en todo, ese era Pedro. Pedrito era un experto en informática de sistemas, que
trabajaba en el área administrativa. Su padre había sido diplomático en la embajada de
Venezuela, y su madre era profesora de relaciones internacionales en la Complutense. Era hijo
único, tenía mucho dinero, y lejos de parecerse a Bill Puertas, era más una mezcla entre Brad
Pitt y cualquier guaperas de barrio con el coeficiente intelectual de Albert Einstein. Vamos que
cuando se paseaba por la isla en su Audi TT color plata, no había lugareña o foránea que se le
resistiese. En cuanto al trabajo, era todavía mejor que en su vida privada. Pedro se encargaba de
supervisar la mayoría de los sistemas informáticos de los telescopios, coordinaba los proyectos
entre la agencia espacial europea y el instituto, y había creado un programa informático gracias
al cual se lograba una mayor nitidez en las imágenes tridimensionales del Sol. El sentimiento
de atragantamiento al vernos era mutuo, estaba claro que no podíamos compartir el mismo aire.
Ni yo soportaba su éxito con las mujeres en general y en la vida en particular, ni él podía
soportar el buen trato que todos me dispensaban en el instituto como recién llegado, en especial
el profesor Eddington.
Para mí lo mejor de la noche fue ver bailar a Takako la canción de las chuches, en mitad de
la pista de baile. Estaba seguro de que a la mañana siguiente todo el mundo en Santa Cruz de la
Palma hablaría de la nueva rumba nipona que Takako había inventado.
Sobre las seis de la madrugada paramos un taxi que nos llevara hasta el observatorio, y así al
fin, rendirnos en los brazos de Morfeo en nuestras habitaciones. De regreso al observatorio, El
taxista bordeaba las instalaciones cuando desde el coche me pareció ver luz en uno de los
últimos telescopios. Me pregunté quién estaría trabajando a esas horas en uno de los telescopios
menos usados de las instalaciones. Algo en mi interior me dijo que tenía que averiguar lo que
estaba pasando por allí.
En la calurosa tarde de domingo que siguió a nuestra escapada por la isla, aprovechando que
no había nadie trabajando en el recinto, me fui al Galileo a trabajar sobre el nuevo proyecto que
el profesor Eddington me había propuesto. Pasadas las diez, cuando el cielo que cubría el
inmenso telescopio se había convertido en un manto negro iluminado por miles de centelleantes
estrellas, que daban la sensación de infinitud al manto nocturno que nos envolvía. Estaba harto
de estudiar gráficos y datos sobre la densidad del magma solar; conecté el telescopio para ver
más de cerca semejantes maravillas del universo. Todavía no dominaba totalmente las
coordenadas, los parámetros, los enfoques digitales y las transacciones necesarias para mover
las lentes de Galileo a mi antojo. Pero aun así, podía recrearme en nuestra vecina más cercana:
la Luna.
Conecté con el SOHO y me ofreció un panorama espectacular del satélite terrícola. Sus
cráteres y valles aparecían ante mí con tal nitidez que parecía sobrevolarlos en avioneta.
Comencé a recrearme por todos los recovecos del terreno y empecé a preguntarme si alguna
vez pudo haber vida en aquellos valles, depresiones y colinas como hoy día había en la Tierra.
De repente, sin saber a qué botón pulsé, o si introduje unos valores muy disparatados en el
ordenador; la imagen se perdió. Todo lo que quedaba en el monitor era una gran oscuridad que
me indicaba haber perdido la conexión. Desilusionado y enfadado por haber perdido semejantes
imágenes. Traté de darles a los mismos botones que había visto hacer al profesor Klaus, pero
no hubo manera. Tras probar de todo, decidí reiniciar el ordenador central, pero al intentarlo
cientos de luces y pitidos me alertaron de que eso no era muy aconsejable, tenía conexión.
No sabía el porqué si todo funcionaba bien, no podía ver nada a través del telescopio.
Entonces, como por arte de magia, las coordenadas y valores del Galileo comenzaron a variar
por sí solas. Estaba siendo reconducido a control remoto desde cualquier otro observatorio del
mundo. Sabía, por lo que me habían enseñado que eso era prácticamente imposible, pero que
algunos piratas informáticos habían sido capaces de burlar todas las medidas de seguridad de
los telescopios en alguna ocasión. Me quedé pasmado viendo cómo una mano invisible
manejaba el telescopio desde no se sabe donde a su antojo, y yo en cambio, no era capaz de
sostener la imagen de la Luna por más de cinco minutos.
Entonces sucedió algo increíble, de la nada surgió una imagen que me dejó perplejo. No
tenía mucha claridad, pero se apreciaba, con la nitidez del blanco y negro, lo que parecía una
especie de figura triangular de gran envergadura con una gran especie de entrada o cueva,
rodeada por otras difusas figuras que parecían anexos en forma piramidal. No sabía qué datos
había introducido, o qué había hecho mal para dirigir el telescopio hasta ese lugar. Me pregunté
si seguiría enfocando a la Luna, si así era, acababa de descubrir el mayor hallazgo de la historia
de la humanidad, ¡existió civilización en la Luna! —¿Y si seguía existiendo? —me pregunté a
mí mismo. Mientras todas estas ideas se agolpaban en mi cabeza y trataba de conseguir
acercarme y obtener una mayor resolución en las imágenes, escuché un ruido que provenía del
exterior; alguien se acercaba al edificio. De pronto se me heló la sangre, si me encontraban
tonteando con el telescopio, era hombre muerto. Todavía no estaba autorizado a utilizar los
telescopios sin que alguno de los superiores estuviera presente. Supliqué para que fuera algún
animal nocturno, y que no fuesen personas, pero mis esperanzas pronto quedaron ahogadas
cuando empecé a escuchar unos pasos en la planta baja del edificio que albergaba el telescopio.
Sabía que existían más de setenta escalones por la escalera de emergencia desde la base hasta la
entrada del telescopio, pero si subían por el ascensor, me encontrarían en unos diez segundos.
Como pude salté de la silla, cual gacela africana en peligro de muerte tras ser acechada por un
gran felino salvaje, y bloqueé la puerta del ascensor con una papelera que encontré en mi
camino. Al hacerlo, oí cómo pulsaban el botón desde abajo y cómo la puerta permanecía
inmóvil ante la presencia del obstáculo. Tras varios intentos, sentí cómo se dirigían hacia las
escaleras de emergencia. Hubiera sido muy fácil coger el ascensor cuando les oyera llegar, pero
necesitaba averiguar qué significaba aquella imagen;— ¿alguien quería que yo viese aquello y
se había tomado muchas molestias en que así fuera —me pregunté—. O tal vez yo estaba
viendo aquello por error y me la estaba jugando por una tontería. Disponía de poco más de un
minuto para grabar las coordenadas en mi pendrive, y tratar más tarde de averiguar qué
significaba todo aquello. Me acerqué para ver una vez más la imagen y cerciorarme de que
realmente existía, mientras se grababan las coordenadas en el pen. No tenía ni idea si era una
base lunar, o si en cambio, lo que allí se mostraba estaba en cualquier otra parte del sistema
solar.
Mis sentidos se agudizaron al máximo, y sentía como poco a poco se iban acercando los
pasos, —había más de una persona—, y en breve estarían allí. Por fin, tras una eternidad, todos
los datos se grabaron satisfactoriamente como decía el computador, entonces mi mano cobró
vida propia y sacó el pen en un instante y después apagué el sistema por completo. Sin que mi
cerebro tomara el mando de mi cuerpo, cogí mis cosas y me tiré al suelo, debajo de una mesa.
Acto seguido se encendieron las luces del laboratorio y aparecieron el Sr.Wiltberger seguido de
un guarda de seguridad.
— Señor me pareció ver luz en la sala hace cosa de una hora, y por el calor que irradian estas
bombillas... no me equivocaba. Aquí ha habido alguien—Aseguró el guarda inspeccionando
cada rincón del laboratorio.
— ¿Tú crees?— preguntó el Sr. Wiltberger algo extrañado por el celo de su empleado, al
ver que la enorme sala estaba vacía. Tal vez ha estado todo el día encendida porque ayer
olvidaron apagarla. Pero sí me gustaría saber quien ha sido el gracioso que ha bloqueado el
ascensor con la papelera haciendo que subamos caminando.
— Supongo que es la típica broma de los más jóvenes para que mañana, los primeros que
lleguen se peguen la paliza subiendo por las escaleras como nos ha pasado a nosotros. —dijo el
guarda escudriñando detrás de cada recoveco de la habitación, acercándose a la mesa bajo la
cual me escondía.
El corazón me latía a mil por hora, hasta el punto que pensé en ser descubierto por culpa de
semejante ruido. Si me pillaban allí debajo de la mesa, escondido, tendría que dar muchas
explicaciones, y seguramente ninguna sería convincente, e iría a la calle. En esos precisos
instantes me recordaba a mi mismo que era experto en meterme en líos y en complicarme la
vida. Ni siquiera había digerido lo que había ocurrido hacía unos segundos, sólo pensaba en que
no se les ocurriese encender el ordenador y descubrir mi hallazgo o que el guarda avanzara un
poco más y me descubriese. Si veía la última transferencia de datos del ordenador general del
telescopio, comprenderían que hacía un par de minutos, alguien había estado allí, y que por
supuesto aun no había abandonado la habitación. Por primera vez en mi vida, sentí en mi propia
piel la expresión quedarse de piedra, permanecer inmóvil sin mover ni una pestaña, por miedo a
perder todo por lo que has luchado en tu vida en una milésima de segundo. Ahí, inmóvil,
petrificado como una gárgola de Notre Dame, aguardaba lo inevitable: iba a ser descubierto.
Entonces, de repente, el director se dio la vuelta y se encaminó hacia el ascensor, indicando
con un rápido movimiento de cabeza al guarda para que entrara en el ascensor.
Poco a poco mis glóbulos rojos se pusieron en movimiento, la sangre comenzó a fluir por mi
cuerpo y el color volvió a mi cara. Una vez que les oí abandonar el edificio me dispuse a
encender de nuevo el ordenador e introducir las coordenadas en el telescopio para averiguar de
dónde procedían las imágenes que había visto. Pero cuando me disponía a hacerlo, en el monitor
más alejado del cuadro de mandos una lucecita roja empezó a parpadear. No tenía ni idea de lo
que aquello significaba, primero pensé que sería una especie de alerta para avisar que el sistema
había sido desconectado repentinamente. Entonces me fijé en el navegador del telescopio y
pude leer: Intercepting transmission
¡Maldición! alguien intentaba interceptar los datos con los que yo había trabajado. El
navegador era capaz de distraer la atención de posibles ataques externos a través de los
cortafuegos, pero esta táctica no era infalible y en varias ocasiones los intrusos habían logrado
colarse en el sistema. Rápidamente apagué el terminal desde el que recibí el mensaje, y como
sabía que los informáticos a la mañana siguiente podrían averiguar fácilmente lo que yo había
visto esa noche, fui hasta mi mochila que seguía debajo de la mesa y cogí mi botella de agua.
Abrí la tapa del ordenador y vacié el contenido de la botella en el interior. Sabía, por culpa de
unas inundaciones que tuvimos en casa hacía unos años, que ese ordenador no volvería a
funcionar.
Satisfecho con mi tosca manera de eliminar información, me dije a mi mismo que ya nadie
podría obtener la información que yo poseía. Resultaba intrigante que alguien en cualquier parte
del planeta había estado intentando averiguar lo que había estado haciendo. Cogí mis cosas,
cerré la puerta del observatorio tras de mí, y apresuradamente como una sombra más de la
noche, me sumergí en su oscuridad.
3. Hallazgo
A la mañana siguiente, tras haber dado mil y mil vueltas en la cama, pensando en lo que
podían significar esas imágenes. Lo primero que hice fue esconder el disco a buen recaudo en
mi habitación. Después, me dirigí hasta dirección para notificar la pérdida de mi cartera,
incluida mi chapa identificativa y la que me daba acceso a las instalaciones del observatorio. Si
alguien era capaz de averiguar que el día anterior yo había entrado en el telescopio por medio de
mi tarjeta, notificando la pérdida de ésta tendría las espaldas cubiertas. Berta me encubrió con
los de seguridad contándoles la noche de marcha que nos pegamos y lo mucho que bailamos;
según ella la habría perdido bailando la rumba con Takako.
Tras abandonar la oficina, recorrí todas las instalaciones del observatorio buscando a mi
cabeza de turco, el profesor Klaus. El observatorio, inmenso con cerca de 1,2 km cuadrados,
situado al borde del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente en el término municipal de
Garafia, constituía un entorno natural incomparable, y a la vez un enorme laberinto de
telescopios, laboratorios, y bosque de pino canario. Por fin le encontré saliendo del telescopio
Anglo-Holandés William Hershel.
— ¡Profesor klaus! —Le grité alcanzándole— necesito que me ayude con algunas dudas
sobre el telescopio, todavía no controlo las variables para localizar un objetivo previamente
fijado.
—Por supuesto James, nos vemos en el Copérnico en una hora. Ahora mismo no puedo
ayudarte, alguien estuvo gamberreando en el Galileo ayer, y parte del sistema ha quedado
inutilizado. —Se excusó el profesor Klaus, mientras yo notaba cómo toda la sangre de mi
cuerpo se iba agolpando en mis mejillas. Me quedé inmóvil contemplando su pintoresca figura
que me recordaba a uno de los hermanos Marx, el hermano del cual nunca recordaba su nombre.
Disponía de una hora para averiguar si las coordenadas de aquel extraño lugar se habían
grabado en el pen. No paraba de imaginar una y otra vez qué supondría para mi carrera como
astrónomo haber descubierto algo así. Pero a la vez tenía que ser sumamente cuidadoso con no
revelar dicho descubrimiento hasta estar totalmente seguro, ya que en esta profesión existían
muchos veteranos aprovechados y novatos ávidos de apuntarse logros ajenos. Alguien ya había
intentado obtener la información que yo tenía guardada en el disco duro de mi habitación. No
sabía quiénes eran, y lo que aun era peor, si aun estaban interesados en esa información.
Esperaba que fuese alguno de esos Hackers de poca monta retándose a sí mismo con acceder al
ordenador central de un telescopio espacial. Volví a mi habitación y saqué el pen de su
escondite, mi viejo Taschenwörterbuch , era en realidad un enorme libro hueco por dentro.
Ahí siempre había guardado todo lo que no quería que mi madre viese. Tras descodificar los
datos del disco las coordenadas del lugar captado por el telescopio eran
w 171º 37' 49''
S 95º 28' 13,4''
Ya me conocía de memoria las coordenadas del observatorio, w 17º 52' 38,9‘‘; + 28º 45'
44,2''. Y a decir verdad, esas coordenadas no me sonaban de nada. Minutos antes de mi cita con
el profesor Klaus, le pedí a Berta su tarjeta identificativa, para entrar a la biblioteca del Instituto
Científico. Una vez allí, busqué la estantería en la que se encontrara el manual 2004 del GONG
(Red mundial de estaciones de Observación), para comprobar a qué lugar correspondían las
coordenadas. Pero casualmente alguien lo había cogido prestado, y no me pude entretener en
averiguar quién había sido porque se me hacía tarde para llegar a mi cita con el profesor Klaus.
Llegué medio jadeando al Copérnico. Estaba a tope, pues en el Galileo los técnicos tenían
armado un buen follón, me asombraba comprobar lo que era capaz de hacer un poco de la más
común sustancia de la Tierra, H2O, sobre la tecnología más avanzada del ser humano. Pero con
tanta gente, mucho me temía que no podría quedarme a solas e introducir las coordenadas
correctamente con la ayuda del profesor, sin que nadie observara parte de las imágenes que
había conseguido por casualidad en mi pasada aventura nocturna.
Cuando el profesor ya parecía desfallecer tras dos horas de preguntas, muchas de ellas
reiterantes, acerca de los sistemas y transacciones necesarias para conectar con el SOHO
(observatorio heliosférico lanzado por la NASA y la Agencia Espacial Europea), y así enfocar el
telescopio hasta un objetivo predeterminado, conseguí que el profesor y yo nos quedásemos a
solas. Las dudas acerca del sistema no eran comparables a la gran cuestión que rondaba por mi
cabeza. ¿Podía confiar en el profesor y revelarle mi secreto, y así tener otra opinión acerca de
qué podían ser aquellas imágenes imborrables de mi retina y dónde podían encontrarse? Pero
tras unos minutos de duda, la razón se impuso a la necesidad y pensé que si se lo contaba, el
profesor tal vez decidiera apoderarse del hallazgo; al fin y al cabo yo era un recién llegado que
aún tenía problemas con el manejo de lo más básico en el observatorio.
A los cinco minutos, el profesor me brindó la oportunidad de seguir investigando por mi
cuenta. Me comentó que debía recoger unos documentos de su oficina antes de que todos se
marchasen, y tendría que ausentarse por unos quince minutos. Aunque más bien, parecía una
excusa barata para librarse de mí por un rato.
Una vez se hubo marchado, con su clave de acceso aun metida, redirigí el telescopio hasta
las coordenadas que tenía en el pen, y tras unos instantes de espera, en los que no veía nada,
sólo una pantalla negra; perdí toda esperanza y pensé que no se habían grabado los datos
correctamente. Todo había sido en balde. Entonces la imagen apareció clara y nítida de la nada,
¡Eureka! , allí estaban la pirámide y los edificios colindantes. Aproximé lo máximo que pude el
zoom a la imagen y descubrí que la especie de entrada descubierta estaba rodeada por lo que
parecían grandes formaciones rocosas. Me acordé de buscar en el GPS las coordenadas hacia
dónde enfocaba el telescopio.Y… tras introducir la transacción tfs:rdm to…
El lugar estaba localizado: Earth, Olympus Natural Park, Washington, USA.
Mi primer sentimiento fue el de una tremenda y casi humillante decepción. Yo creía haber
encontrado una nueva piedra roseta, otra especie de sábana Santa, o incluso un sucedáneo del
santo grial, y resultaba que mi gran descubrimiento era un lugar de la Tierra. Volví a
comprobar que las coordenadas y todos los parámetros que había introducido eran los correctos.
Ya que no confiaba todavía en mis dotes como navegador espacial. Cuando tras el tercer
intento, volvió a aparecer el mismo resultado me rendí ante la evidencia; aquellas imágenes no
pertenecían a la Luna.
Cuando empezaba a recoger mis notas, cuadernos, y los pedacitos de mi orgullo científico,
regresó el Profesor Klaus. Juntos recorrimos el camino de vuelta hasta el bloque dormitorio en
silencio, con el tiempo justo para llegar hasta el comedor y poder cenar algo frío. Fue durante
ese paseo hasta nuestra deseada cena, en el que caí en la cuenta de la importancia de las
imágenes que había descubierto. En ellas se veía medio oculto por la nieve en deshielo, una
especie de entrada o gruta a alguna especie de construcción oculta en la nieve. Por su forma
diría que se vislumbraba una parte de una especie de pirámide indígena. Tal vez esa entrada
había estado oculta al ojo humano durante cientos de años, y nadie había logrado entrar allí
desde que el hielo la sepultase. Pero tampoco quería hacerme ilusiones, ya me había llevado un
buen batacazo con mis primeras hipótesis, y no quería caer en la misma demagogia. No obstante
esa misma noche, me empaparía todo lo que existiera en internet acerca del Parque Olympus en
Estados Unidos, y si realmente esa construcción había sido descubierta, tendría que aparecer
información acerca de ésta por alguna parte, en cualquier página web de la red de redes. Si no
encontraba información alguna, significaría que había hecho un descubrimiento. Según aparecía
en las imágenes, el deshielo ocasionado por el calentamiento global, estaba descubriendo zonas
hasta ahora enterradas y ocultas en el hielo. Lo mismo había ocurrido hacía un par de meses en
Argentina, cuando un cascote enorme del Perito Moreno descubrió una antiquísima
embarcación medio sepultada en el hielo.
En el comedor, busqué con la mirada a Takako y Ake, pero ninguno estaba a la vista.
Todos estaban ocupados en sus respectivos proyectos y trabajos. Lo cual me recordaba que casi
había abandonado el que me había encargado el profesor Eddington; si no me ponía pronto las
pilas, estaba casi seguro que me echaría de su equipo de trabajo.
Me senté a solas con mi plato de spaghetti ―aldiente‖ junto a uno de los grandes ventanales
del comedor, orientado hacia la impresionante Caldera de Taburiente. Entonces, incómodo, noté
que alguien me observaba. Me volví rápidamente hacia la dirección de la que provenía el acoso
visual, y resultó ser el pedante de Pedro Gutiérrez de Ochoa.
Nuestras ―enemigables‖ miradas se vieron interrumpidas ante la llegada de una figura que
destrozó tan afable momento. Ake llegaba con su bandeja del almuerzo rebosante de hidratos de
carbono, proteínas, azúcares... la verdad, no tenía ni idea de dónde metía todo lo que se comía;
pero su figura no mostraba ni un resquicio de celulitis.
— ¡Hola, por fin te encuentro! Parece que trabajes en otra ciudad, no hay quien te vea el
pelo. ¿Qué comes? —preguntó Ake cogiendo varios de mis spaghetti con su cubierto. —El
profesor Eddington estaba muy molesto porque no le habías informado acerca de tus avances en
la investigación, y me dijo que si seguías así, terminarías retrasando el proyecto. La verdad es
que llevas un par de días como ido. ¿Te ocurre algo?— preguntó extrañada.
—A decir verdad... sí. Pero este no es el lugar más apropiado para hablar de ello —Le dije
mirando a nuestro alrededor. ¿Qué te parece si nos vemos a las 22:00 horas en la sala de control
del Copérnico? A esas horas ya se habrán marchado todos. Pienso que si digo que necesito
ayuda con mi investigación para no retrasar a los demás, nos darán permiso para echar algunas
horas extra con el telescopio.
—De acuerdo, como prefieras. —respondió cambiando rápidamente de tema por la seriedad
que reflejaba mi rostro, pero tan intrigada que sus ojos me exigían una explicación con urgencia.
Como discreta mujer de ciencia, no volvió a mencionar el tema. Tras lo que resultaron ser
unos agradables veinte minutos de conversación con mi colega, se presentó Takako. Entonces,
mirando el reloj, caí en la cuenta que en menos de una hora el profesor Eddington me estaría
esperando para trabajar con él en el Galileo, según las últimas noticias ya estaría arreglado.
—Chicos lo siento muchísimo pero tengo una tonelada de trabajo atrasado, nos vemos esta
noche a la hora y lugar que he acordado con Ake. Ella te lo explicará todo. Si alguien se
enterase de lo que os voy a contar, iría a la calle, o quién sabe si aun algo peor…— me miraron
estupefactos y me marché pitando.
Corrí hasta el pabellón dormitorio y traté de preparar algo convincente para el profesor.
Cuando terminé un simulacro de ante-proyecto, me dirigí a ver a mi verdugo. Me recibió
fríamente, y casi sin mediar palabra empezó a darme la brasa.
—Por fin nos deleita con su compañía. —Soltó el profesor nada mas verme.
Intenté abrir la boca para excusarme, pero me volvió la cara y no me dejó hablar.
—No trate de darme ninguna explicación. Deje el dossier que le entregamos acerca del
proyecto encima de mi mesa, y ayude al Dr.Appenzeller a contrastar la información recibida por
el telescopio desde el Observatorio de La Silla, en Chile.
Mi apasionante misión consistía en imprimir, leer y subrayar cualquier dato que fuese
destacable para establecer ciertas similitudes entre el Sol y estrellas más ancianas. De ese modo
podríamos establecer un patrón entre el comportamiento de estas estrellas y nuestro astro luz.
En resumen, mi status dentro de la investigación había pasado de mente prodigiosa y
revolucionaria, a mero becario. Resignado, asentí sin rechistar. Después de todo me lo tenía
merecido —pensé—. En un ambiente tan competitivo como el del Observatorio, había
comprobado que uno no podía bajar la guardia en un solo momento.
Durante el resto de la tarde, estuve pegado al monitor contrastando más y más datos. Pude
observar cómo algunos de los que decían ser mis compañeros, se sentían complacidos al ver
cómo había caído en el más bajo de los abismos profesionales.
A eso de las 21:15 se hizo de noche. Un manto negro de humedad cayó sobre el
observatorio, y hubo que cerrar las cúpulas de los telescopios para prevenir la formación de
escarcha en las lentes.
A las 21:55 caminaba como un espíritu solitario por las instalaciones del Instituto. Ya hacía
casi una hora que los no residentes se habían marchado. A las 22:00 horas estaba entrando en la
sala de control del Galileo. Allí me esperaban dos figurillas cómplices, confusas e inquietas
como si de unos animalillos nocturnos se tratase, se levantaron al verme llegar.
— No puedes imaginarte la intriga que hemos pasado durante toda la tarde —dijo Takako al
verme— debe ser algo realmente importante para hacernos venir aquí, a estas horas y tan en
secreto.
—Confío en que nadie os haya seguido. —Interrumpí con sequedad sacando mi ordenador
portátil de su funda. Anoche estuve aquí y...
— Así que tú fuiste quien se cargó el equipo —me interrumpió Ake.
— Sí fui yo — admití— pero todo fue un accidente. Como iba diciendo, anoche trataba de
enfocar la Luna, y perfeccionar el manejo del telescopio sin la constante necesidad de un
operador que me ayudase a manejarlo. Para ello, traté de introducir diversas coordenadas
aleatoriamente, y así practicar. Entonces sucedió algo de lo más inesperado. Cuando ya estaba
empezando a controlar el telescopio, hice algo mal que lo redirigió hacia unas coordenadas
imprevistas. Al principio pensé que había descubierto algo importante; pues pensaba que las
coordenadas pertenecían a la Luna. Pero más tarde pude descubrir que ese lugar que había
localizado se encontraba en nuestro planeta. —Dije sacando unas fotos de mi cartera.
Los dos se quedaron asombrados al ver las fotos. No tenían mucha calidad, pero se percibía
claramente la silueta de lo que parecía ser una pirámide casi sepultada por completo bajo la
nieve. Tras varios minutos analizando las fotos en silencio, Takako hizo la primera pregunta.
—James, ¿dónde se supone que están tomadas esas fotografías? —Preguntó el experto en
telecomunicaciones nipón.
—Según las coordenadas introducidas en el ordenador, las imágenes corresponden al Parque
Nacional Olympic, en el estado de Washington, Estados Unidos. Por lo que he averiguado, esas
ruinas que aparecen en la foto, deben encontrarse en la falda del mismo monte Olympic: relativo
a los dioses del Olimpo, por su gran altura. He investigado algo, y hasta ahora nadie conoce
ese lugar realmente, en cambio si existen muchas leyendas acerca de una entrada al Olimpo
desde aquella tierra en la antigua mitología. Pensad si esa fuese la entrada... ¿Qué habría detrás
de esas murallas? De lo que estoy completamente seguro, es que nadie hasta ahora ha hablado
de la existencia de esos restos arqueológicos. Por ahora el todopoderoso gobierno americano
desconoce la existencia de tal hallazgo. Ya sabéis cuan ávidos de historia de más de doscientos
años están los americanos. El hecho de encontrar unas ruinas que podrían superar en antigüedad
y valor a las pirámides de Egipto, los volvería locos; y en ninguna de las páginas Web que
hablan acerca del monte Olympic o del Parque Nacional, hablan acerca de las construcciones, o
desconocen su existencia, o la ocultan al mundo.
—¿Supongo que habrá alguna explicación para que se desconozca semejante hallazgo? —
Preguntó Ake mientras encendía el sistema del telescopio para introducir las coordenadas.
—Mi teoría es la siguiente —Expliqué— Pienso que hay dos posibilidades para que la
opinión pública en general desconozca la existencia de la pirámide. En primer lugar, pienso que
la pirámide ha estado sepultada bajo miles de toneladas de hielo y nieve durante sabe Dios
cuantos siglos, y que a consecuencia del cambio climático, se está produciendo un efecto
invernadero en la zona, provocando el progresivo deshielo. Precisamente, supongo que os
acordaréis del reportaje que vimos el otro día acerca del deshielo producido en el glaciar Sperry,
en el Parque Nacional de Glaciar, Montana. Creo que a consecuencia del calentamiento global
la naturaleza ha revelado lo que hasta ahora era un secreto para la humanidad.
— ¡Mirad, mirad, aquí lo tengo! —interrumpió Ake, mostrándonos una gigantesca imagen
del Monte Olympic desde el telescopio. Espera que enfoque la imagen mejor con el zoom
digital, a simple vista, incluso desde un helicóptero resultaría imposible descubrir la
construcción, por eso nadie ha reclamado su descubrimiento.
Ahí estaba de nuevo, colosal y majestuosa aparecía el ángulo superior de la construcción,
como si la proa del Titanic hubiese emergido de las gélidas profundidades del océano. Sin saber
cómo, a todos nos estaba invadiendo un cierto espíritu colonialista y descubridor, que nos
envolvía de manera arrebatadora. Lo que no sospechábamos, era que esa atracción nos
conduciría a vivir la aventura más grande que pudiéramos haber soñado en nuestra vida.
—La segunda opción, —continué— sería que el gobierno estadounidense haya descubierto
la existencia de la pirámide, pero que por alguna causa desconocida aún no ha sido revelado a la
opinión pública. Tal vez han descubierto algo tan increíble o peligroso que piensen que todavía
no estamos preparados para conocer.
— Como dice Ake tal vez no se han percatado de su existencia —insinuó Takako. Esa zona
no parece muy transitada, y aun menos ahora que es verano. Pocas personas querrían pasar sus
vacaciones estivales en alta montaña a varios grados bajo cero, pudiendo estar en Hawai,
Malibú, Florida o California.
Tras unos minutos de silencio y reflexión, cuando parecía que los tres nos habíamos armado
de valor para hablar a la vez, surgió una voz detrás de los enormes archivadores que habían
estado ocultando su figura todo el tiempo.
—Pienso que deberíamos ir hasta allí a descubrir qué hay de cierto en la leyenda acerca de la
entrada del Monte Olimpo. Nadie realmente sabe si existió o no. Lo que sí sé, es que la palabra
pirámide me suena a tesoro, y que cualquier tesoro, es del primero que lo encuentra.
Los tres nos volvimos al tiempo para descubrir que la figura segura pero distante de la que
provenía la voz, y que se dirigía a nosotros, era la persona más deleznable y estirada de todo el
Observatorio.
— ¿Qué puñetas estás haciendo aquí Pedro? —pregunté colérico e indignado. —¿Cómo te
atreves a escuchar una conversación privada? ¿Cómo sabías que estábamos aquí?
— Tranquilos, vuestro secreto está a salvo conmigo, al menos de momento, eso sí, siempre
que decidáis llevarme con vosotros –dijo Pedro sonriendo abiertamente. James deberías
empezar a confiar más en mí. Después de todo, si no hubiese borrado el registro del ordenador
central del Galileo, a estas horas todo el Observatorio tendría un salvapantallas de tu pirámide
en sus ordenadores, o qué creías, que echándole agua al ordenador no conseguirían acceder a la
información que encontraste.
— Así que tú eras el que intentaba acceder a la información mientras yo estaba buscando las
coordenadas — aseguré dando por perdida toda posibilidad de mantenerle fuera del
descubrimiento, y de nuestra posible expedición.
— Aquella noche, estaba revisando los sistemas informáticos en control remoto. Era una
puesta a punto más como la que realizo todos los domingos por la tarde; de esa manera, los
ordenadores están a punto para la nueva semana. Pero el ordenador del Galileo me negaba el
acceso en modo remoto; y eso sólo podía significar algo: alguien estaba utilizando el telescopio.
Miré en el tablón las horas de trabajo asignadas en los telescopios, y ¡bingo! No había nadie
autorizado para estar trabajando a esas horas en el telescopio. El resto puedes imaginártelo.
Llegué al telescopio poco después de que te hubieses ido, pues al tocar las bombillas aun
estaban calientes. Miré en el registro de empleado de la puerta de acceso y apareció tu nombre:
James Martin Stauder.
—Muy ingenioso Pedro, pero no sabemos qué vamos a hacer todavía. ¿Y quién nos dice que
no has sido tú el que redirigió el telescopio a control remoto para tenderle una trampa? —acusó
Ake.
—Sois unos paranoicos. ¿En serio pensáis que si yo hubiese descubierto ese hallazgo lo
hubiera compartido con vosotros? Para nada. —Dijo el informático cambiando el semblante. —
Ya que parece que estáis un poquito bloqueados, yo he ideado un plan.
—A ver cuéntanos cerebrito —dije retándole— No sabía que pensases, creía que sólo
procesabas datos.
—Eres muy simpático ―I love you too”. Pienso que podríamos convencer al Dr.Thomas
Eddington de realizar una expedición al Monte Olympus. Sé que está interesado en tomar unas
mediciones sobre terreno de ese tipo, es decir, en la cima de las cumbres más altas del planeta.
Precisamente ahora, en verano, cuando el calor es más intenso que en otra época del año es
cuando se puede ver claramente la influencia del Sol en el calentamiento global. Así,
contrastaríamos los datos acerca del comportamiento solar para aplicarlo al estudio de otras
estrellas más lejanas. Para el doctor todas las variables cuentan. ¿Qué os parece? —Cuestionó
mirando nuestras caras pasmadas al ver lo bien planteado que lo había expuesto todo— yo
puedo proponerle la expedición.
—A mí me parece que cuanta menos gente lo sepa será mejor —objeté ante la idea de dejar
en las manos de ese trepa nuestro hallazgo.
—Pero, ¿no crees que si no conseguimos el permiso y el apoyo del Instituto, levantaríamos
más sospechas? Además también está el problema del dinero. Si conseguimos que el
Dr.Eddington respalde la expedición, conseguiremos cubrir la mayoría de los gastos. —
argumentó Takako, buscando el apoyo de Ake.
—Creo que Pedro tiene razón, James. Tal vez deberíamos tratar de conseguir algún respaldo
económico—dijo Ake.
Pero yo ya había pensado en conseguir fondos por otra parte. Siempre quedaban las becas
del Laboratorio CORVIS; mi tío estaría encantado de financiar cualquier cosa que tuviese algo
que ver con la posibilidad de conseguir más dinero. Además, si conseguíamos hacernos con un
descubrimiento de tal envergadura, mi tío estaría encantado que el nombre de sus laboratorios
apareciesen en la portada de todos los diarios del mundo.