Lectura complementaria revelación y dogma

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Revelación Y Dogma 1 REVELACIÓN Y DOGMA JAIME ALBERTO CRUZ VÁSQUEZ SEMINARIO DIOCESANO SANTO TOMÁS DE AQUINOHISTORIA DEL DOGMA SANTA ROSA DE OSOS 2014 Trabajo Científico Sem. Inv. Historia del Dogma

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Revelación Y Dogma 1

REVELACIÓN Y DOGMA

JAIME ALBERTO CRUZ VÁSQUEZ

SEMINARIO DIOCESANO “SANTO TOMÁS DE AQUINO”

HISTORIA DEL DOGMA

SANTA ROSA DE OSOS 2014

Trabajo Científico Sem. Inv. Historia del Dogma

Revelación Y Dogma 2

REVELACIÓN Y DOGMA

Jaime Alberto Cruz Vásquez

Tutor

Pbro. Héctor Andrés Mazo Martínez

Licenciado en Filosofía y Educación Religiosa

Seminario Diocesano “Santo Tomás de Aquino”

Teología

Santa Rosa de Osos

2014

Revelación Y Dogma 3

Introducción

Al hablar sobre las disciplinas teológicas, el Decreto sobre la formación

sacerdotal, Optatam Totius, del Concilio Vaticano II en el numeral 16 pide que “se

enseñen a la luz de la fe y bajo la guía del magisterio de la Iglesia, de modo que los

alumnos deduzcan la doctrina católica de la Divina Revelación y la conviertan en

alimento de la propia vida espiritual”.

El mismo numeral de la Optatam Totius ilumina el proceso del estudio de la

teología dogmática al proponer que se estudien primero los temas bíblicos, luego los

Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente y la historia posterior del dogma, todo

esto con el objetivo de que los alumnos comprendan más profundamente los

misterios de la fe y los reconozcan presentes y operantes en las acciones litúrgicas y

en toda la vida eclesial.

El presente trabajo pretende mostrar cómo la esencia del misterio de la fe se

conserva con fidelidad gracias a la tradición eclesial y se enriquece constantemente

a través de las formulaciones dogmáticas y la evolución de las mismas, progresando

la Iglesia en su comprensión pero sin alteraciones que hagan que una verdad se

transforme en otra y, conduciendo, de esta manera, a toda la comunidad eclesial a

expresar y vivir su fe a través de un mismo símbolo-lenguaje y del mismo culto.

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Contenido

Introducción ................................................................................................................ 3

Revelación y Dogma ................................................................................................... 5

Conclusión ................................................................................................................ 12

Referencias ............................................................................................................... 13

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Revelación y Dogma

“Por medio de la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí mismo y los eternos

decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, «para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia

humana»” (Constitución Dei Verbum, 1965, N° 6).

A la voluntad divina de revelarse, es decir, de comunicarse, el hombre

responde con la obediencia de la fe (Constitución Dei Verbum, 1965, N° 5), pues sólo

a través de ella puede la persona aceptar el diálogo que le propone el “Amigo” para

manifestarle el misterio de su voluntad y hacerlo partícipe de la naturaleza divina

(Constitución Dei Verbum, 1965, N° 2). Esta manifestación de Dios tiene su cenit en

Jesucristo, Palabra eterna de Dios hecha carne (Jn 1,14), en quien Dios ha dicho

todo lo que tenía que decir a la humanidad, por lo cual ya no hay que esperar

ninguna revelación pública antes de la parusía de nuestro Señor Jesucristo

(Constitución Dei Verbum, 1965, N° 4).

Dios quiso que su revelación permaneciera íntegra y que iluminara a todos los

hombres de todos los tiempos. “Por ello Cristo nuestro Señor, en quien se consuma

la revelación total del Dios sumo, mandó a los apóstoles que predicaran a todos los

hombres el Evangelio, comunicándoles los dones divinos” (Constitución Dei Verbum,

1965, N° 7). “Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y

vivo en la Iglesia, los apóstoles establecieron como sucesores suyos a los obispos,

«entregándoles su propio cargo del magisterio»” (Constitución Dei Verbum, 1965, N°

7).

Rápidamente surgen en la historia movimientos y corrientes que van a tratar

de profundizar en la doctrina revelada, pero que se desviarán de la verdad e

inducirán a muchos al error. Ejemplo de ellos es la segunda carta de Juan en la cual

el autor sagrado alerta a sus oyentes porque han surgido seductores, los cuales no

reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre (2 Jn 7); la invitación que hace

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“el presbítero” es clara: “quien permanece en la doctrina, tiene al Padre y al Hijo (o`

me,nwn evn th/| didach/|( ou-toj kai. to.n pate,ra kai. to.n uio.n e;ceiÅ)” (2 Jn 9). ¿Cuál es esa

doctrina? Es la enseñanza de los apóstoles: “Los que habían sido bautizados se

dedicaban con perseverancia a escuchar la enseñanza de los apóstoles (+Hsan de.

proskarterou/ntej th/| didach/| tw/n avposto,lwn)” (Hch 2,42); la cual, como afirma el

numeral 7 de la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, ha sido confiada

a sus sucesores, es decir, los obispos: “Querido Timoteo, conserva la doctrina que se

te ha encomendado, evita las vanas palabrerías de los impíos y las contradicciones

de la falsa ciencia (+W Timo,qee( th.n paraqh,khn fu,laxon evktrepo,menoj ta.j bebh,louj

kenofwni,aj kai. avntiqe,seij th/j yeudwnu,mou gnw,sewj()” (1 Tim 6,20).

Enseñanza apostólica (didajé) y tradición (paratheken, que literalmente sería

“lo entregado a alguien para su cuidado”) encierran todo lo necesario para que el

Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma, como Iglesia, en

la transmisión de su doctrina y en la celebración sacramental perpetúe y transmita a

través de los tiempos todo lo que ella es, todo lo que cree (Constitución Dei Verbum,

1965, N° 8).

En la exhortación que se hace al obispo Timoteo a la fidelidad al ministerio (2

Tim 1,6-14) y que algún autor pone en labios de san Pablo se usa la expresión

paraqh,khn para referirse al Evangelio de Cristo, por el cual el apóstol de los gentiles

ha soportado todos los sufrimientos. En este texto aparece una nota esencial para

comprender la tradición: “estoy persuadido de que (Aquél en quien he puesto mi

confianza, es decir, Jesucristo) tiene poder para conservar hasta el último día la

doctrina que me encomendó (pe,peismai o[ti dunato,j evstin th.n paraqh,khn mou fula,xai

eivj evkei,nhn th.n hme,ran)” (2 Tim 1,12). Tan importante es conservar en fidelidad esa

doctrina que el pseudoepígrafo confía en que el Espíritu Santo ayudará al joven

Timoteo a conservar esa hermosa doctrina que le ha sido encomendada (Cfr. 2 Tim

1,14).

De esta manera se ve cómo el depósito de la fe es algo que los apóstoles han

recibido del Señor y que tienen que transmitir hasta el final de los tiempos (Mt 28,19-

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20) en fidelidad a Cristo. San Pablo se convierte en un eslabón de esta tradición,

pues él mismo tiene que transmitir lo que ha recibido: “Porque yo les transmití

(pare,dwka), en primer lugar, lo que a mi vez recibí (pare,labon): que Cristo murió por

nuestros pecados según las Escrituras, y que fue sepultado; que resucitó al tercer

día según las Escrituras…” (1 Cor 15,3-4). También: “Por lo que a mí toca, del Señor

recibí (pare,labon) la tradición que les he transmitido (pare,dwka), a saber, que Jesús, el

Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo

partió y dijo: «Esto es mi cuerpo entregado por ustedes; hagan esto en memoria

mía»” (1 Cor 11,23-24). De igual manera, según lo expuesto antes, Timoteo se

convierte en sucesor y guardián de esta tradición que debe llegar íntegra hasta el

final de los tiempos.

San Ireneo, en su lucha contra la herejía de los gnósticos, va a traer la lista de

los sucesores de los apóstoles, limitándose a la Iglesia de Roma, con el objetivo de

demostrar que ellos han guardado el depósito de la fe. La sucesión va desde Lino

hasta Eleuterio (Cfr. Adversus Haereses Libro III, prólogo). Sin embargo, las herejías

siguieron apareciendo en la vida de la Iglesia, razón por la cual se convocaron

distintos Concilios, por medio de los cuales se expuso la doctrina verdadera de la

Iglesia, se reflexionó más profundamente sobre la fe eclesial y se llegó a la

formulación de los primeros dogmas que versaron en materia trinitaria y cristológica.

Valga la pena resaltar que los dogmas sirvieron no para formular una nueva

doctrina, sino para ratificar la creencia de la comunidad eclesial interpretando las

Escrituras a la luz de la fe. De esta manera se ve como:

“Un dogma no se concibe como una frase docente, sino que consiste en la fe de la

Iglesia, fe que ilumina e interpreta la Escritura. Resulta, pues, claro que entre el concepto de tradición y el de dogma aún no hay discrepancia alguna… según esto, la Escritura necesita siempre una interpretación y la fe, que aclara esta escritura, es

siempre algo más que mera fórmula” (Ratzinger, Teología e historia, 1972, pág. 112).

La herejía se convierte así en una situación de gracia (o mejor, en una

oportunidad) para clarificar y ratificar la doctrina cristiana y la fe a la cual se ha

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adherido la persona por la recepción del sacramento del bautismo. Esta visión

positiva de la reflexión contra los herejes es expresada por san Agustín en Civitate

Dei cuando afirma:

“Muchas cosas que pertenecen a la fe católica, cuando son agitadas por la mentirosa

inquietud de los heréticos, para defenderlas contra ellos se las considera con mayor atención, se las comprende con mayor claridad, se las predica con mayor insistencia, de suerte que la cuestión planteada por el adversario se convierte en ocasión para

aprender” (Boyer, 1961, pág. 12)

Se hace necesario resaltar que

“Las herejías no son la única causa por la que se llega a algún progreso de la verdad

dogmática. La meditación que de verdades explícitamente reveladas hacen los teólogos puede llevar una nueva explicación a tal punto de evidencia, que pueda entrar en las creencias impuestas por el Magisterio de la Iglesia. Así acaeció con la inmaculada concepción de María, y así también con la reciente definición de su

asunción” (Boyer, 1961, pág. 29).

De hecho el dogma fundamental, esencial, hacia el cual confluyen todos los

demás en la jerarquía de verdades, a saber, la existencia y creencia en el Dios

trinitario, no nace propiamente como reflexión de un teólogo o como respuesta a una

herejía. La misma vida litúrgica fue el espacio vital en el que surgió la formulación

dogmática esencial. La liturgia ha dado origen a los primeros himnos cristológicos

(Col 1,12-20 y Flp 2,5-11) y a las tradiciones eucarísticas (1 Cor 11,23-26), al igual

que al principal dogma cristiano: la Santísima Trinidad (Mt 28,19).

El Cardenal Ratzinger afirma que

“la primera forma de lo que hoy llamamos «dogma», aparece en la profesión

bautismal. Originalmente no se trata de una colección de frases doctrinales que puedan sumarse unas a otras hasta constituir una determinada serie de dogmas

escritos en un libro” (Ratzinger, Introducción al cristianismo, 1970, pág. 71).

En el antiguo rito del bautismo, y en el actual ritual de la Iglesia, el sacerdote

realiza tres escrutinios a los catecúmenos: ¿Crees en Dios? ¿Crees en Jesucristo su

único Hijo? Y ¿Crees en el Espíritu Santo? A cada una de estas preguntas el

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catecúmeno responde “creo”, afirmando así su adhesión a la fe eclesial, al dogma

trinitario.

Otro testimonio sobre el origen litúrgico de los primeros dogmas lo trae el

cardenal Kasper cuando afirma que “los primeros dogmas fueron considerados sobre

todo como doxologías, como alabanza y respuesta eucarística de la fe a Dios y a su

palabra. Por eso, las primeras profesiones de fe tuvieron dignidad litúrgica” (Kasper,

1968, pág. 303).

Todo esto demuestra, como afirmó Ratzinger en su “Introducción al

cristianismo” y reafirmó luego en su obra “Teología e historia”, que el dogma más que

un concepto, que una frase, es más bien el símbolo a través del cual se expresa la fe

de la Iglesia; fe que, como se ha insistido, viene desde el mismo Cristo y se conserva

con fidelidad en la Iglesia a través de la tradición, la cual “no es más que el hecho de

escuchar incesantemente de nuevo, en la gracia, el suceso revelado que ha recibido

su expresión constitutiva en la Iglesia apostólica y en sus Escrituras” (Schillebeeckx,

1969, pág. 171). “El dogma es pues inmutable en el sentido de que no se puede

cambiar o transformar. Pero esto no quiere decir que no tenga vida o carezca de

progreso” (Boyer, 1961, pág. 25), antes bien, participa de la realidad histórica por su

carácter verbal, el cual hace que una expresión evolucione con el tiempo, pierda su

significado y significación original y tenga que expresarse en términos más

adecuados según la situación histórica concreta. Es por esto que “el dogma siempre

lleva consigo un momento interno de voluntad y decisión, pues de la inabarcable

abundancia de aspectos de una verdad de fe ha de optar siempre por algunos de

ellos. Tales fijaciones terminológicas son, por consiguiente, fundamentalmente

modificables” (Kasper, 1968, pág. 305), lo que no es modificable es la esencia,

aquella verdad que se quiere expresarse a través del lenguaje.

El teólogo nunca puede perder de vista la realidad inmutable del dogma, pues

ella es su esencia, lo que él quiere expresar: la fe de la Iglesia. En nombre del

progreso en la comprensión de la revelación no se puede falsear la verdad revelada,

sino que se debe conservar con fidelidad la doctrina que se ha enseñado (Cfr. 1 Tim

6,20) porque “la revelación no ha sido confiada como un sistema filosófico que haya

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de ser perfeccionado por la razón humana, sino como un depósito divino que hay

que guardar con fidelidad y declarar con infabilidad” (Boyer, 1961, pág. 18); ella no

es una conquista humana, sino la bondad y sabiduría de “Dios mismo que, en su

bondad y sabiduría, quiso revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su

voluntad” (Constitución Dei Verbum, 1965, N° 2).

San vicente de Lerins escribe su Commonitorium

“El verdadero progreso de la fe (es el que) no altera la misma. A saber, es propio del

progreso que cada cosa se amplifique en sí misma; y propio de la alteración es que algo pase de ser una cosa a ser otra”. “No hay que innovar nada, sino guardar la

tradición” (Boyer, 1961, pág. 11 y 17).

El que progresa, pues, no es el misterio, sino la comprensión que de él se

tiene y las palabras-símbolos a través de los cuales se expresa. Esto demuestra la

riqueza inagotable del misterium fidei y el carácter simbólico del dogma.

“El dogma no es la «cosa» misma de la fe. Naturalmente, esta «cosa» no está nunca al

margen de la predicación de la Iglesia y, por lo mismo, del dogma; pero tampoco es un sistema de proposiciones, sino el amor de Dios, que se nos comunica graciosamente en la predicación. Este encuentro de la fe con Dios tiene su historia. Una historia que no puede reducirse a la historia de los dogmas. Esto es así porque ni el cristiano particular ni la Iglesia como tal podrían jamás agotar el Misterio de Dios

que se nos abre en la fe” (Kasper, 1968, pág. 303) .

Un último aspecto que se debe resaltar es que todo dogma tiene su origen en

la revelación misma de Dios; de manera que, su actual definición se convierte en una

expresión nueva de lo que ya Dios había mostrado y que por la tradición de la Iglesia

llegó hasta el hoy de la historia para formularse en términos inteligibles para el

hombre contemporáneo. “Un dogma es, por tanto, la expresión eclesial auténtica de

una verdad revelada” (Schillebeeckx, 1969, pág. 268), “es la experiencia apostólica

original de la fe escuchada en el seno de una época y de una situación determinada

(que) no altera la fe original, sino que permite precisamente entenderla en la

situación contemporánea” (Schillebeeckx, 1969, pág. 268), de manera que esa

expresión eclesial nos permite permanecer (me,nwn que literalmente es permanecer o

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morar-habitar) en la doctrina (2 Jn 9) verdadera que es Cristo, Palabra eterna del

Padre (Jn 1,14; 14,6-7) que da vida y vida en abundancia (Jn 10,10).

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Conclusión

Dios, movido por su gran amor, siempre ha hablado a los hombres como a

amigos para invitarlos a la comunicación con Él. La plenitud de esa revelación ha

sido el misterio de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo

(Constitución Dei Verbum, 1965, N° 4), quien con sus gestos y palabras ha dado a

conocer la interioridad del Padre (Jn 14,9-11). Cristo ha cerrado la revelación de

Dios, pero ha inaugurado el tiempo de la Iglesia, la cual, siempre volverá a sus

fuentes (Cristo, Palabra y Tradición) para beber de la novedad de la revelación, y así

alentar a la Iglesia peregrina, a través de sus formulaciones dogmáticas, en su

caminar a la consumación de la historia, cuando Dios será todo en todos (1 Cor

15,28).

Dogma, liturgia y fe se convierten así en una misma realidad, que expresa la

comunión (koinwni,a|) eclesial, no sólo en el lenguaje y en el gesto, sino en la vida y en

la respuesta a ese Dios que comunica a los hombres los bienes divinos para

hacerlos sus amigos, invitarlos a morar con Él y recibirlos en su compañía (Cfr. DV

2).

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Referencias

Boyer, C. (1961). Desarrollo del dogma. Barcelona: Herder.

Constitución Dei Verbum. (1965). Roma.

Kasper, W. (1968). ¿Historicidad de los dogmas? Selecciones de Teología N° 28.

Ratzinger, J. (1970). Introducción al cristianismo. Salamanca: Sígueme.

Ratzinger, J. (1972). Teología e historia. Sígueme.

Schillebeeckx, E. (1969). Revelación y teología. Salamanca: Sígueme.