Lectura 2 Contra La Identidad

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Lectura 2 Contra la identidad Jorge Orlando Melo El optimismo académico populariza conceptos pegajosos que nadie sabe definir con precisión y que luego tienen consecuencias considerables. Por ejemplo, el muy ajetreado concepto de identidad. El optimismo académico populariza conceptos pegajosos que nadie sabe definir con precisión y que luego tienen consecuencias considerables. Por ejemplo, el muy ajetreado concepto de identidad. Como tantas veces en su historia, los colombianos creen que el país está en una encrucijada en la que hay que pensar de dónde venimos y para dónde vamos. La cultura colombiana es cada vez más un nudo en el que resulta imposible diferenciar lo local y lo global, lo autóctono y lo extranjero, y esto inquieta a quienes sienten que podemos terminar sumergidos en una cultura indiferenciada, internacional e igual a la de cualquier otro país. Esta inquietud se ha expresado, en los últimos diez años, en angustiados cuestionamientos de la identidad nacional, en ruidosas lamentaciones sobre la ausencia de un proyecto nacional, en inquietas discusiones sobre la debilidad de nuestra formación nacional. Con frecuencia se propone una fórmula confusa y mágica para enfrentar nuestros problemas: debemos reforzar nuestra identidad nacional. En este contexto quizá se explique que se reúna un congreso de bibliotecarios convocado para discutir el papel de la biblioteca como “espacio para la construcción de identidad”. Sin embargo, una reflexión atenta sobre los debates alrededor de la identidad y sus diferentes variantes — identidad cultural, identidad étnica, identidad local, identidad de género, etc.— muestra las dificultades de un concepto que pocas veces tuvo precisión y claridad. Por otra parte, las invitaciones a construir identidades carecen de contenido concreto, y quienes las hacen se apresuran a quitarles fuerza a las propuestas, señalando que plantean identidades abiertas, contradictorias, variadas, variables, múltiples, polisémicas, polifónicas, multívocas o indefinidas, que no existen o que todavía no han existido, es decir, que son identidades que tienen muy poco de identidad, en el sentido original y común de la palabra. En vista de esta confusión, trataré de mostrar por qué considero que en vez de seguir tratando de redefinir la identidad para evitar los rasgos fastidiosos y las aristas molestas del concepto, lo que ha llevado a un uso perfectamente informal, descuidado y arbitrario de esta palabra, es preferible abandonarla del todo y tratar de encontrar nuevas formas de definir la situación cultural del país y las relaciones entre sus procesos culturales, así como las definiciones de nación, región, etnia y localidad. Asimismo me parece necesario discutir esas estrategias que supuestamente refuerzan la capacidad creativa de los colombianos y la capacidad para reelaborar la cultura local y universal en forma activa.

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El optimismo académico ha promovido conceptos pegajosos que nadie sabe definir. La "identidad" es uno de ellos.

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Lectura 2

Contra la identidad Jorge Orlando Melo El optimismo académico populariza conceptos pegajosos que nadie sabe

definir con precisión y que luego tienen consecuencias considerables. Por ejemplo, el muy ajetreado concepto de identidad.

El optimismo académico populariza conceptos pegajosos que nadie sabe definir con precisión y que luego tienen consecuencias considerables. Por ejemplo, el muy ajetreado concepto de identidad. Como tantas veces en su historia, los colombianos creen que el país está en una encrucijada en la que hay que pensar de dónde venimos y para dónde vamos. La cultura colombiana es cada vez más un nudo en el que resulta imposible diferenciar lo local y lo global, lo autóctono y lo extranjero, y esto inquieta a quienes sienten que podemos terminar sumergidos en una cultura indiferenciada, internacional e igual a la de cualquier otro país. Esta inquietud se ha expresado, en los últimos diez años, en angustiados cuestionamientos de la identidad nacional, en ruidosas lamentaciones sobre la ausencia de un proyecto nacional, en inquietas discusiones sobre la debilidad de nuestra formación nacional. Con frecuencia se propone una fórmula confusa y mágica para enfrentar nuestros problemas: debemos reforzar nuestra identidad nacional. En este contexto quizá se explique que se reúna un congreso de bibliotecarios convocado para discutir el papel de la biblioteca como “espacio para la construcción de identidad”. Sin embargo, una reflexión atenta sobre los debates alrededor de la identidad y sus diferentes variantes —identidad cultural, identidad étnica, identidad local, identidad de género, etc.— muestra las dificultades de un concepto que pocas veces tuvo precisión y claridad. Por otra parte, las invitaciones a construir identidades carecen de contenido concreto, y quienes las hacen se apresuran a quitarles fuerza a las propuestas, señalando que plantean identidades abiertas, contradictorias, variadas, variables, múltiples, polisémicas, polifónicas, multívocas o indefinidas, que no existen o que todavía no han existido, es decir, que son identidades que tienen muy poco de identidad, en el sentido original y común de la palabra. En vista de esta confusión, trataré de mostrar por qué considero que en vez de seguir tratando de redefinir la identidad para evitar los rasgos fastidiosos y las aristas molestas del concepto, lo que ha llevado a un uso perfectamente informal, descuidado y arbitrario de esta palabra, es preferible abandonarla del todo y tratar de encontrar nuevas formas de definir la situación cultural del país y las relaciones entre sus procesos culturales, así como las definiciones de nación, región, etnia y localidad. Asimismo me parece necesario discutir esas estrategias que supuestamente refuerzan la capacidad creativa de los colombianos y la capacidad para reelaborar la cultura local y universal en forma activa.

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Un concepto confuso e impreciso Antes de 1960 nadie hubiera utilizado un término como identidad para referirse a los rasgos culturales que puedan existir o que se postulen como existentes en una comunidad local, regional o nacional y que hacen que las personas que los compartan, que tengan rasgos idénticos, se sientan de alguna manera parte de esa comunidad. “Identidad cultural”, “identidad regional”, “identidad nacional”, “identidad local” son frases que no existían hace cuarenta años y que ahora se usan a cada segundo. Los científicos sociales emplean estas expresiones como si fueran transparentes, como si tuvieran un sentido claro, y sólo excepcionalmente intentan ofrecer una definición de las mismas.La frecuencia del uso del término identidad es abrumadora y arrastra a la creación de otros términos cuyo sentido tampoco se logra definir: se postulan así identidades regionales como la “antioqueñidad”, la “santandereanidad” o la “caqueteñidad”, o identidades nacionales como la “colombianidad”, o identidades religiosas o étnicas. El término va conquistando nuevos campos y se habla de la “identidad juvenil”, de la “identidad masculina y femenina”, de la “identidad de barrio”, de la identidad musical de una región, de la identidad corporativa de una compañía, de la identidad de la policía o de un equipo de fútbol. A medida que se generaliza el uso y se hace más arbitrario y confuso, comienzan a producirse señales de incomodidad. Ya bastantes científicos sociales proponen que se abandone esta palabra por completo, o se resignan a usarla mientras protestan por su ambigüedad, por considerarla imprecisa, con demasiados sentidos diferentes, y sin ningún contenido aceptable para la ciencia social. Otros, preocupados por el uso del término para promover proyectos políticos y religiosos intolerantes, hablan, como el libanés (que se siente igualmente francés o europeo) Amin Maalouf, de “identidades asesinas”. Ellos atribuyen la exasperación de los nacionalismos y los localismos y la creación de un clima de hostilidad y de violencia —entre quienes están afirmando su identidad— a estos treinta años de promoción de la idea de identidad, a los esfuerzos por definir lo que diferencia a unas culturas, países o religiones de otros, y a la incapacidad de definir “identidades” que no estén basadas en la diferencia. El primer problema que enfrentan los que usan el término es que no se sabe muy bien qué quiere decir: ¿es la “identidad” un conjunto de rasgos culturales que caracterizan a un grupo social y que pueden ser descritos por un observador externo? En este caso, ¿el cambio de esos rasgos altera la identidad, o ésta se mantiene a pesar de que todo cambie? ¿Incluye la identidad cultural de un pueblo todos los rasgos de ese pueblo, importantes y secundarios, con todas sus contradicciones, o solamente un núcleo esencial? ¿O es la identidad una construcción elaborada por diferentes agentes históricos, como las escuelas, los gobiernos, los intelectuales, los estudiosos de la cultura, y que de alguna

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manera, a partir de su definición, es acogida por los miembros de la comunidad, aunque no se pueda demostrar que corresponde a alguna realidad? Cualquier definición de la palabra lleva a callejones sin salida. Definirla a partir de los rasgos reales de la cultura exigiría —lo que nadie ha podido hacer— encontrar un criterio para definir qué es parte de la identidad nacional y qué no. ¿La identidad cultural colombiana, por ejemplo, está formada por los gustos musicales de toda la población e incluye por lo tanto a los géneros musicales que se formaron en el territorio, como el bambuco, el bunde, el porro o el vallenato, o también los géneros que han en­trado de fuera, como el bolero, la ranchera, el tango, la salsa, el rock y el reguetón? Es casi inevitable sostener que la identidad no puede definirse por rasgos de origen local, pues la identidad colombiana parecería, a primera vista, incluir infinidad de cosas que vienen de afuera. Practicamos una religión inventada en el Asia Menor, hablamos un idioma traído de la península ibérica, tenemos como bebida nacional una infusión hecha con base en un grano árabe, nuestros platos típicos están hechos con productos europeos o africanos, las frutas que sentimos nuestras son asiáticas como el mango, o africanas como el banano, o venidas de España como la naranja. Nuestros campesinos curan las enfermedades tanto con plantas americanas como con plantas traídas de España o África, y las coplas y romances que han recogido nuestros investigadores de las culturas populares tienen origen europeo. Hasta cuando una cantaora negra canta en el Chocó “El corderillo” está retomando un tema medieval español, y cuando un escritor como Tomás Carrasquilla cuenta en “A la diestra de Dios Padre” una historia oída en la década de 1870 a un cuentero en una mina antioqueña y después a doña Tomasa, una ventera de Santo Domingo, resulta que la narración existe también en Alemania, Estonia, Costa Rica, Ecuador, Chile e Italia.