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LEANDRO E. FERREYRA*

Las anécdotas se van encadenando y los personajes

ingresan sin orden aparente. Digo “sin orden aparente”

porque siempre hay algo sólido detrás del desorden.

La memoria, al elegir lo que conserva, no sabe de casualidades.

Osvaldo Soriano, La hora sin sombra

I. Primer origen de las potestades legislativas del Poder Ejecutivo

1.1. Como adelanta el título de esta ponencia, entiendo que existen una serie de vicios que afectan el rol del Congreso como fiscalizador de las normas de rango legal que pudiese dictar el Ejecutivo. Esos problemas, a su vez, derivan de nuestro origen y desarrollo constitucional y de la complicidad en la práctica institucional de los tres poderes.

Para comprender mejor dicha propuesta, corresponde hacer un breve repaso de las ideas que motivaron nuestro primigenio texto fundamental.

1.2. Alberdi tenía claro que el encargado de dictar normas con carácter general, excluyendo las reglamentaciones del actual 99.2, era el Poder Legislativo. A su vez, se refería al Ejecutivo como el ejecutor, obviamente, de leyes, buenas o malas. Sin embargo, la mente del célebre pensador y probable abogado estaba atada a una preocupación mayor: lograr la unidad de un país con una impresionante extensión territorial y paupérrimo progreso material. De ahí el gobierno federal fuerte, en términos territoriales. De otro modo, la nación argentina sería imposible.

Es así que ya en sus afamadas Bases, Alberdi propuso, por un lado, adoptar un federalismo atenuado, o mixto. Entendía que era necesario un gobierno autoritario, mas no arbitrario; un gobierno general (dividido en tres poderes: ejecutivo, legislativo-formado por

** Abogado, Universidad de Buenos Aires.

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dos cámaras- y judicial) que se concilie con las soberanías locales, pero que no les dé tanto margen1.

Por otro, en cuanto a las funciones particulares de cada uno de los poderes del gobierno federal, juzgaba que sólo el Poder Ejecutivo Nacional (en adelante, PEN) era capaz de llevar adelante algunas de las medidas necesarias para el progreso. La construcción de la república, por tanto, era una ardua empresa que no podía hallar asidero en el poder aislado y limitado de las provincias, y además las transformaciones más significativas debían ser afrontadas por el Ejecutivo. Asimismo, Alberdi no vacilaba y sentenciaba: “Hay muchos puntos en que las facultades especiales dadas al Poder Ejecutivo pueden ser el único medio de llevar a cabo ciertas reformas […] Dad al Poder Ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de una constitución”2.

Hasta aquí, la descripción de los fundamentos alberdianos hace suponer una doble preeminencia. Primero, la del Estado federal sobre los provinciales. Segundo, el protagonismo del PEN respecto de los otros dos poderes, al menos en una primera etapa constitutiva de la nación. Por mi parte, estimo que ambas tenían un anclaje político consistente en ese momento. Ahora bien, resta preguntarse si esa apuesta a todo nada se transmutó coherentemente.

1.3. Volviendo al tema que nos ocupa, ahora, en mayo de 2012, parecería que todo fue un poco exagerado, tanto el federalismo lábil como el presidencialismo fuerte, exacerbado, o hipertrofiado3. Nuestros constituyentes pudieron haber buscado federalismo y republicanismo, pero, como dijo el Maestro José Osvaldo Casás, actualmente solo tenemos un enano macrocefálico con unitarismo de caja. No sólo las provincias, municipios y la Ciudad de Buenos Aires ven debilitada su autonomía política sino también la financiera, quedando a merced de lo que se resuelva en Olivos, Casa Rosada o El Calafate, según corresponda. Aunque tampoco todo es tan sencillo, porque casi nadie se queja del sobrepaso del PEN sino que lo aplauden siempre con temor a que no les gire los montos deseados para pagar sueldos y hacer dos o tres obras públicas. Mientras tanto, desde el Poder Legislativo quizá se escuchan otras voces, pero nunca pueden trascender contra el

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Alberdi, Juan Bautista, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Editorial Losada, 2003, Buenos Aires, p. 147, 150.

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Alberdi, Juan Bautista, op.cit., p. 168, 169.

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Como lo califica Carlos Nino. Ver: Nino, Carlos, Fundamentos de Derecho Constitucional, Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 523.

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partido mayoritario, que ejecuta esa perfecta sinfonía aritmética demasiada alejada de lo que debería ser un debate libre y robusto. Y si el partido mayoritario no coincide con la autoridad política e ideológica del PEN, este último posiblemente no concluya su mandato.

Lo concreto es que en 1853 esas ideas de Alberdi fueron receptadas en nuestra Constitución Nacional. Pero también es cierto que nuestros constituyentes –no me interesa meterme en esa discusión bizantina sobre el grado de injerencia de Juan Bautista en el texto definitivo- consagraron menos de lo que se podía inferir de las Bases y de su proyecto de texto constitucional.

Vale la pena recordar que en el proyecto de Constitución de Alberdi se preveía como atribución del Congreso “dar facultades especiales al poder ejecutivo para dictar reglamentos con fuerza de ley, en los casos exigidos por la Constitución”. En otras palabras, se permitía la delegación legislativa en el PEN. Afortunadamente, el texto definitivo –de 1853- fue más acotado y así, como veremos, el marco institucional quedó delimitado con los límites potestativos y aplicativos del PEN. ¿Hubo vicios presidencialistas de origen? Por supuesto. Sin embargo, no tuvieron la culpa de todas las facultades legislativas que el PEN se arrogaría posteriormente. Lo peor, entonces, vino después, y fue más un problema práctico (por lo que el Ejecutivo pensaba que podía hacer) y exegético (por lo que el Poder Judicial interpretaba que era efectivamente válido) que de diseño constitucional. De hecho, tranquilamente se puede interpretar que el modelo constitucional original del 53 presentaba un orden de ideas y facultades que, bueno o malo, fue progresivamente descompuesto por la práctica institucional subsiguiente. El texto constitucional original recién fue trastocado en ese tema en 1994, así que mucho no se lo puede culpar por la voracidad legislativa del PEN.

1.4. Específicamente, en lo que hacía a competencias legislativas, la Constitución de 1853 fijaba pautas nítidas.

Primero, corrían ya otras potestades como (a) la iniciativa legislativa, (b) la posibilidad de prorrogar las sesiones ordinarias y convocar las extraordinarias, y (c) el veto del PEN, aunque sin tanta gravitación y sin la amplificación que daría al segundo supuesto la reforma de 1994 con (d) la promulgación parcial4.

Segundo, el artículo 83 inciso 2 de la norma fundamental del 53 –más tarde el 86.2- disponía, luego, que la atribución legislativa del PEN se subsumía a lo que ahora clasificamos felizmente como facultad de dictar reglamentos de ejecución. Así, el texto prescribía que el PEN “expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarias para la ejecución de las leyes de la Confederación cuidando de no alterar su espíritu con

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Badeni, Gregorio, Tratado de Derecho Constitucional, La Ley, Buenos Aires, 2004, tomo II, p. 1077.

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excepciones reglamentarias”. Consiguientemente, la Constitución original desconocía la noción de reglamentos delegados o de necesidad y urgencia, limitando la facultad normativa del PEN al dictado de normas de jerarquía infra legal y a los puntos mencionados en el párrafo anterior.

1.5. Según cuentan Alfonso Santiago y Valentín Thury Cornejo, el antecedente de ese 83 inciso 2 era el artículo 171 de la Constitución de Cádiz de 18125, también conocida como la Pepa. Esto es traído a colación ya que normalmente pensamos que nuestros constituyentes copiaron casi todo de la Constitución de Filadelfia de 1787. En realidad, simplemente copiaron todo lo que pudieron. En contraposición, los estadounidenses, como no tenían una previsión como el 83.2 (actual 99.2), no hallaron tantos problemas para abrir y articular la técnica de la delegación legislativa por vía jurisprudencial6.

Ahora bien, esto da una línea para entender de dónde trajimos la delegación legislativa7, ausente en nuestra Constitución. Y, positivamente, se trató de una importación estadounidense. Con la aclaración que ya fue avistada: esa constitución nada decía sobre delegación. Sin embargo, no tardaron mucho en advertir que era posible una colaboración normativa entre el Congreso y el Ejecutivo, aunque intentando precisar mecanismos de delimitación de funciones entre esos poderes; y así, si bien la Corte Suprema de los Estados Unidos ha expresado un principio de no delegación, en paralelo consintió transferencias de facultades legislativas cada vez más amplias a favor del Ejecutivo8. Sobre este tema, Alberto Bianchi explica que los primeros antecedentes fueron casos resueltos en el primer cuarto del siglo XIX, y luego la tendencia se afirmó con el fallo Field v. Clark de 18929. En ese caso, la Corte resolvió de un modo similar a que nosotros vemos en los antecedentes

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Santiango, Alfonso y Thury Cornejo, Valentín, Tratado de la delegación legislativa, Editorial Ábaco, Buenos Aires, 1998, p. 112.

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Bianchi, Alberto, Horizontes de la delegación legislativa luego de la reforma de la Constitución, en Revista de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 1994, n ° 17, p. 396.

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Al menos para determinar de dónde copiamos sus fundamentos.

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Santiango, Alfonso y Thury Cornejo, Valentín, op. cit., p. 69, 74.

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Bianchi, Alberto, Historia Constitucional de los Estados Unidos, Cathedra Jurídica, Buenos Aires, 2008, tomo I, p. 402.

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clásicos locales: dedicaba unas líneas a condenar la delegación en el Ejecutivo10, y luego avalaba la competencia cuestionada en tanto su ejercicio se daba en un marco concreto.

De todas formas, fue en un caso de 1928 –J.W. Hampton Jr. & Co v. United States- en el cual quedó mejor demarcada la técnica estadounidense de delegación. Allí se discutía la validez de una autorización al Presidente para modificar derechos aduaneros establecidos en una ley de tarifas11. Por supuesto, la Corte convalidó esa potestad, y lo justificó de la siguiente manera: “…teniendo esa división constitucional en tres poderes sería una violación de la norma constitucional fundamental que el Congreso abandonara su poder legislativo y lo transfiriese al Presidente…Esto no implica que los tres poderes no sean partes coordinadas de un mismo gobierno y que cada uno en el campo de sus deberes no pueda invocar actividad propia de los otros dos, siempre que ello no implique la asunción de las competencias constitucionales propias de otro poder. Para determinar qué pueden hacer al buscar asistencia de otro poder, la extensión y el carácter de esa ayuda debe ser determinado de acuerdo al sentido común y a las necesidades inherentes de la coordinación gubernamental”12.

A pesar de esta plataforma dilatada de delegación, también se debe observar el análisis de Laurence Tribe, ya que compensa lo dicho y al mismo tiempo precisa su contexto jurídico. Ese constitucionalista concluye, tras un exhaustivo examen de las normas y de la jurisprudencia yanqui, que pueden predicarse dos reglas limitativas sobre este tema. En primer lugar, el ejercicio válido de competencias delegadas depende de la declaración previa del Congreso y de la definición de las circunstancias en que esa actuación será

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En Field v. Clark (143 US 692) la Corte decía sin tapujos: “That the Congress cannot delegate legislative power to the President is a principle universally recognized as vital to the integrity and maintenance of the system of goverment ordained by the Constitution”. Luego continuaba y aceptaba la delegación en el caso.

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Bianchi, Alberto, Historia Constitucional de los Estados Unidos, op.cit., tomo II, p. 45.

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276 US 394, J.W. Hampton Jr. & Co v. United States.

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efectiva13. En segundo lugar, el poder delegado no puede afectar áreas sensibles de libertad sustancial, o bien avasallar derechos individuales de protección constitucional14.

1.6. Como es posible entrever, en Argentina el ejercicio de facultades legislativas no se hizo en el mismo marco. Precisamente, estas referencias al sistema norteamericano no son un mero capricho, sino que ayudan a comprender mejor nuestro complejo pasado y el enredado presente. Sin perjuicio de ello, también denota carencias y diferencias. Ello responde a que, al partir del principio denegatorio del 83 inc. 2, no tuvimos las bases para ese ejercicio por parte del Ejecutivo, ni los mismos límites. En consecuencia, hasta 1994 había delegación pero se ratificaban las competencias diciendo que eran otra cosa. Asimismo, una suerte similar merecieron los decretos de necesidad y urgencia, que abrieron su silencioso –aunque triunfal- camino también mucho antes de la última reforma constitucional15.

Actualmente, podríamos pensar que estamos mucho mejor que los estadounidenses dado que el ordenamiento argentino prevé el control del ejercicio, del cual nada se señaló por esas latitudes. Asimismo, nosotros lo tenemos en la mismísima Constitución. No

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Tribe luego añade que este estándar quedó firmemente consagrado en 1935, a partir del fallo Panama Refining Co. v. Ryan (293 US 388), que además se trató del primer caso en el cual la Corte Suprema invalidó una delegación del Congreso. La decisión se basó en la ausencia de políticas y supuestos de hecho que pudiesen servir como guías al Poder Ejecutivo. En palabras de la Corte, “The Congress left the matter to the President without standard or rule, to be dealt as he pleased”. Ver: Tribe, Laurence, American Constitutional Law, The Foundation Press, New York, 1998, p. 364.

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Tribe, Laurence, op.cit., p. 365, 366.

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Por ejemplo, Carlos Balbín cita antecedentes del siglo XIX, como un decreto del Presidente Julio A. Roca de 1885. Además, este autor puntualiza: “Casi todos los gobiernos de nuestro país han recurrido a la práctica de dictar decretos de necesidad y urgencia. Durante los ciento treinta años que transcurrieron entre 1853 y 1993, los gobiernos constitucionales dictaron aproximadamente veinte decretos de necesidad y urgencia con fundamento en situaciones de carácter político (situaciones graves y casos de conmoción interna) o económico (superar situaciones económicas o financieras de gravedad). Ver: Balbín, Carlos F., Reglamentos delegados y de necesidad y urgencia, La Ley, Buenos Aires, 2004, p. 66, 67.

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obstante, todas esas posibilidades fiscalizadoras parecen ser solamente una triste expresión de deseo cuando cotejamos su realización.

1.7. Corresponde cerrar este primer apartado con una reflexión: en la Constitución del 53 el esquema de las potestades legislativas del PEN era bastante cerrado. A pesar de ese marco, los límites no fueron suficientes para contener el germen legisferante de esa rama.

Por otro lado, el cotejo con la situación estadounidense sí permite dilucidar una certeza: pase lo que pase, haya o no delegación, aun en sistemas presidencialistas se invoca como principio inexpugnable la división de poderes. Más allá de esa afirmación, la historia de ambos países confirma que ese principio deviene bastante endeble en los hechos. Esa flexibilidad puede estar dada, pues, tanto por una hermenéutica irrespetuosa o directamente por la despareja distribución constitucional de competencias. En nuestro caso, me apresuraría a contestar que no podíamos tener problemas interpretativos, pero la práctica los inventó. Luego, en el 94, llanamente adoptamos el segundo parámetro para violentar el principio.

II. Segundo origen: la reforma del 94

2.1. El principio de separación de poderes -estrictamente, de funciones-, al menos en nuestro sistema republicano, tiene como consecuencia la asignación específica de competencias en cada una las ramas estatales. Por ende, el Congreso puede emprender una serie de actividades que escapan a las potestades del Poder Judicial y del Ejecutivo, y así en el resto de los casos, con una finalidad común: que no se superpongan y que se puedan controlar mutuamente. O por lo menos así aparece explicado en la mayoría de los textos de derecho constitucional. El autor de la obra de esa materia normalmente toma como referencia la Constitución y comienza a describir los alcances de los quehaceres estatales prescriptos en cada parte. Por lo tanto se aborda la esfera legislativa y se enumeran las atribuciones del Congreso. Luego se empieza con el PEN; nuevamente, se hace una lista. Finaliza y pasa al Poder Judicial. Si el abordaje fuese inocente, no habría peligro alguno y se podría continuar ese estudio segmentado. A un poder le corresponde tal tarea, y a los otros, otras disímiles.

No obstante, nuestro diseño constitucional actual no permite ese aislamiento competencial. Ni siquiera el de 1853 permitía apreciar un plano de heterogeneidad absoluto entre los tres poderes. Y eso se ve de manera más clara en los tratados de derecho administrativo: para precisar el objeto de estudio, la actividad de la Administración Pública, se erige como primer paso ineludible definir la función administrativa. Hasta el momento, ese paso ha derivado en tres criterios diversos: 1) el material; 2) el subjetivo; y 3) el mixto.

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En cualquiera de los casos, el estudio del concepto de función administrativa tiene como resultado inmediato el reconocimiento de funciones legislativas, y quizás jurisdiccionales, en cabeza del Poder Ejecutivo16. Es decir, que si se busca pregonar un republicanismo riguroso, el modelo argentino ofrece algunos inconvenientes. Sin ir tan lejos como para anular la separación de poderes, desde mi posición me conformaría con aprehender la complejidad de la distribución de funciones e intentaría, en un segundo nivel, combinarlas de la mejor manera posible.

Ciertamente, el esquema del 53 contenía imprecisiones. Por eso, emanaron supuestos no previstos de manera expresa que debían ser contenidos o al menos regulados. Siguiendo ese razonamiento, hubiese sido sensato darle un marco coherente a la ya evidente capacidad legisferante del Ejecutivo. Pero ese no fue la postura adoptada, o al menos el resultado final, del trabajo de los constituyentes del 94.

Esos constituyentes tuvieron la oportunidad histórica de afrontar un problema y darle una solución positiva, terminando con años de indefinición y dudas. En cambio, generaron un régimen amplio de las facultades normativas excepcionales en cabeza del Poder Ejecutivo17. Consiguientemente, se debilitó aun más la separación y contraposición

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Juan Carlos Cassagne (1), opina: “Si se parte de la adopción del criterio material para realizar el deslinde de las funciones estatales y se abandona correlativamente el elemento orgánico o formal como nota distintiva de la pertinente actividad, el reconocimiento del ejercicio de las funciones legislativa y jurisdiccional (en sentido material) por los órganos de la Administración Pública, resulta una obligada consecuencia”. Por su parte, Carlos Balbín sostiene: “En conclusión, la función administrativa…debe definirse según el criterio subjetivo. Así la función administrativa es el conjunto de potestades del poder ejecutivo, es decir las funciones materialmente administrativas, o administrativas propiamente dichas, legislativas y judiciales…”. Luego, Agustín Gordillo (3), desde el tercer rincón, apunta: “Todo sería sencillo si la función legislativa, administrativa y jurisdiccional, estuvieran respectiva y exclusivamente a cargo de los órganos legislativo (Congreso), administrativos (órganos dependientes del Poder Ejecutivo) y judiciales (órganos independientes). Pero las dificultades surgen de que ello no es así…”. Ver: (1) Cassagne, Juan Carlos, Derecho Administrativo, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1999, tomo I, p. 84. (2) Balbín, Carlos F., Curso de Derecho Administrativo, La Ley, Buenos Aires, 2007, tomo I, p. 134. (3) Gordillo, Agustín, Tratado de Derecho Administrativo, Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 2009, tomo I, p. IX-3.

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Nino, Carlos, op.cit., 529.

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de funciones. En paralelo, se acrecentó la sumisión, en especial, del Congreso, quedando instaurado un sistema con un protagonismo excluyente del Ejecutivo, que muchos han llamado hiperpresidencialismo.

Probablemente, el fin de aquella reforma no haya sido el descalabro de las facultades legislativas nacionales, más allá de que no tengo indicios para presumir que los constituyentes intentaron preservar la interacción institucional. Sin embargo, el sentido común inclinaría a pensar que se buscó lo último y no lo primero. Pero si antes había dificultades sin que el texto constitucional presentase groseras habilitaciones a la potestad normativa –siempre de rango legal- del PEN, no termino de comprender qué fue lo que insinuó que la situación podía mejorar con un reconocimiento vago y extenso de esas atribuciones.

2.2. Este relato nos lleva, en primer lugar, a detenernos en los reglamentos delegados. Si bien ya fueron referidos anteriormente, ahora cabe detallar otros puntos.

El principal antecedente jurisprudencial en el ámbito argentino es el fallo Delfino, resuelto por la Cortes Suprema en 1927, que tuvo lugar por la impugnación de la aplicación de una multa por la Prefectura General de Puertos. La delegación involucrada derivaba de la autorización contenida en el ley 3445 de 1986.

En cuanto a lo que compete al presente trabajo, corresponde destacar que la Corte rescató la prohibición de delegación de poderes propios del Congreso en el PEN u otro órgano de la Administración. A continuación, trazó la distinción entre la reglamentación ejecutiva y la delegación. En su opinión, la primera consistía en el poder de hacer la ley, y la segunda, en la autoridad para reglar los pormenores de aquella. Por lo tanto, para la Corte la aplicación de la multa era constitucional ya que emanaba de un reglamento ejecutivo, a pesar de que en los hechos parecía un neto supuesto de delegación legislativa. Sin embargo, ese fue el camino elegido y el que correlativamente avaló una significante corriente jurisprudencial.

Esta corriente, afirmada en fallos como Arpemar y Cocchia, ayudó a concentrar poder en el Ejecutivo. También es destacable que el control era, circunstancialmente, perpetrado por el Poder Judicial. En todos los casos, vale señalar que la decisión se iniciaba en el principio denegatorio de la delegación y terminaba en la validación, tras una suerte de mímesis con los reglamentos de ejecución, del decreto cuestionado. La aceptación, por ende, era solapada.

2.3. Con el nuevo artículo 76, el instituto de la delegación fue literalmente reconocido y cobró el vigor formal que adeudaba. Este nuevo artículo, curiosamente, también partió del principio denegatorio. Pero, como me gusta decir, el art. 76 consiste una prohibición extremadamente breve: dura sólo un reglón. Quizás un poco más, según el formato elegido. Y la complejidad del flamante instituto no envuelve únicamente a la validez, ahora

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constitucional, de la delegación sino que suma una oscuridad sustancial en las condiciones para su materialización.

En este momento de la exposición, corresponde hacer una aclaración: no es mi intención escribir un opúsculo sobre la improcedencia del ejercicio de facultades legislativas por el PEN, sino analizar el marco en el cual aquel tiene lugar. De hecho, hay un consenso general en cuanto a la delegación, pero no en lo concerniente a sus bases y límites18.

Volviendo, si antes había delegación, ¿entonces ahora deberíamos esperar aun más? Aquel es un interrogante procedente, sin dudas, y puede ser contestado haciendo un recuento del año 1994 en adelante. Empero lo más terrible, en mi opinión, ya no es la habilitación en sí, sino la incertidumbre de su procedencia. Este sistema de delegación viene a conformar lo que un profesor calificó como una doble capitis diminutio. Ahora el Congreso consiente la delegación y encima lo hace sin poder especificar sobre qué va a recaer. Ello se debe a que las materias habilitadas –emergencia pública y administración- son altamente indeterminadas.

De este modo, la cuestión queda planteada de la siguiente manera: (a) procede la delegación; (b) sobre materias indefinibles; (c) retocando el principio de división de funciones. Coincido con Balbín en que la permisión sigue siendo excepcional19, pero advierto que las materias previstas conllevan ínsita la imposibilidad de su limitación. Así, el panorama vislumbra una seria gravedad, dado que prevé una delegación muy extensa. Y si se tomase una senda pesimista –y borgeana, como habitualmente hace el Profesor García Pullés- podríamos ver en la prohibición art. 76 una especie de Aleph desde donde se proyecta infinitamente la potestad normativa del PEN20. Lo cual lleva necesariamente a preguntarse si es posible controlar un universo infinito de materia delegada.

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En palabras de Bianchi: “En mi opinión, no creo que la delegación en sí misma sea inconstitucional y contraríe tanto la división de poderes como la prohibición de conceder facultades extraordinarias que contiene el art. 29 de la Const. Nacional. Lo que importa en esta cuestión son los límites que se impongan a la delegación, límites que, a mi juicio, deben proceder de dos vertientes distintas: a) los alcances o extensión de la delegación, es decir, la mayor o menor amplitud de la delegación y b) las materias delegadas”. En una línea similar se expresa Balbín. Ver: Bianchi, Alberto, La delegación legislativa, Editorial Ábaco, Buenos Aires, 1990, p. 45; Balbín, Carlos, Reglamentos delegados y de necesidad y urgencia, p. 81.

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Balbín, Carlos, Curso de Derecho Administrativo, p. 355.

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2.4. Siguiendo con esta somera reseña de la reforma del 94, ahora toca inspeccionar los decretos de necesidad y urgencia, como la otra faz de las facultades normativas excepcionales.

En este caso, al igual que con los reglamentos delegados, el principio es la prohibición de la emisión de disposiciones de carácter legislativo por el PEN. Luego, aparece la habilitación, aunque aquí con contornos a priori más robustos, tanto en lo que hace al supuesto de hecho como a las materias prohibidas. Asimismo, al no mediar habilitación previa, sí se fija un procedimiento para su dictado y para su ratificación por parte del Congreso. Este último paso, además, incluye la intervención de una comisión bicameral con funciones consultivas.

Más allá de las dudas que pueda arrojar esta atribución, cuyos antecedentes, como se dijo, son muy remotos, cabe hacer hincapié en las cuestiones procedimentales y de control.

Así, inicialmente la disputa giró en torno a la viabilidad del dictado de reglamentos de necesidad (a) sin el trámite en la esfera legislativa establecido en el tercer párrafo del 99.3 o (b) ante la omisión de pronunciamiento por el pleno de las cámaras.

Por mi parte, aprecio que si la Constitución prescribe claramente una serie de pasos y condiciones para la validez de los decretos, su incumplimiento acarrea la nulidad o bien la imposibilidad del dictado. Entiendo el argumento que propone no culpar al PEN de la inactividad del Congreso para sancionar una ley21, pero negar el dictado no implica desconocer una facultad propia del primero, sino ajustar el funcionamiento a lo expresamente previsto en la norma fundamental. Y, de esta manera, se demanda la conformación del ejercicio de la competencia a su ámbito estricto y de excepción, lo que a su vez se traduce en garantizar el control del Congreso. Más adelante, veremos cómo se combina esta solución con la ley 26.122.

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“Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró más como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia…El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba allí, sin disminución de tamaño”. Ver: Borges, Jorge Luis, El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1996, p. 259, 260.

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Esgrimido por la Corte Suprema en el fallo Rodríguez de 1997.

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En cuanto al punto (b), que involucra directamente al art. 82 de la Constitución, Julio Comadira, por ejemplo, ha manifestado que no hay argumento terminante que impida atribuir efecto positivo al silencio del Congreso respecto de una normativa de urgencia22. En la vereda de enfrente, se puede encontrar a Carlos Grecco, quien sostiene que “la aprobación virtual, tácita o implícita, debe, por consiguiente, ser descartada absolutamente, porque no responde a los extremos exigidos para sustentar la validez de las medidas dictadas en las circunstancias mencionadas”23. De nuevo, sostengo que deben ser respetadas las pautas constitucionales. No habiendo otra disposición de esa jerarquía en sentido contrario, para que un decreto de necesidad y urgencia sea válido se reivindica el pronunciamiento explícito y afirmativo del Congreso.

Ahora bien, aclarados esos puntos, nos debemos preguntar qué comprende el control del Congreso.

III. El régimen de la ley 26.122

3.1. En el año 2006, fue finalmente sancionada y promulgada la ley 26.122, que tiene por objeto regular el trámite y los alcances de la intervención del Congreso respecto de los decretos que dicta el Poder Ejecutivo. Es decir, tanto de los reglamentos dictados en función del art. 76 como del 99.3 y el 80 –promulgación parcial de leyes-.

Entre sus particularidades, se debe resaltar, primero, que dispone el funcionamiento permanente, aun durante el receso del Congreso, de una comisión bicameral.

Después, interesan dos puntos: 1) el alcance control; 2) el efecto y plazo del pronunciamiento, lo cual está vinculado al primer punto pero no se identifica completamente.

3.2. En lo referente al alcance del control, la ley prevé que el mismo abarcará la adecuación del decreto a los requisitos formales y sustanciales establecidos

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Y añade: “Y menos aún que obste a la posibilidad de que sea el propio Congreso quien, a través de la ley, así lo establezca”. Ver: Comadira, Julio R., Los decretos de necesidad y urgencia en la reforma constitucional, La Ley, 1995-B, 825.

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2

Grecco, Carlos M., Ratificación parlamentaria de los decretos de necesidad y urgencia, en Fragmentos y testimonios del Derecho Administrativo, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1999, p. 167.

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constitucionalmente para su dictado. Por suerte, entonces, reglamentación legal asienta un tipo de control amplio. Sin perjuicio de ello, es oportuno precisar que la amplitud de ese control le permitiría al Congreso, ante cualquier reglamento sometido a su examen, expedirse sobre: (a) la proporción entre el fin perseguido y los medios empleados24 y (b) la oportunidad, mérito o conveniencia de las medidas adoptadas25.

Este año, el Congreso concretó parcialmente –aún resta la ratificación por parte del Senado- el control de dos decretos de necesidad y urgencia de gran trascendencia jurídica y mediática. Se trata de los decretos 530 y 557 que dispusieron la intervención por treinta días de YPF SA e YPF GAS SA. En lo que nos concierne, resultan interesantes los dictámenes de mayoría y minoría de la Comisión Bicameral. Los cuatro dictámenes tienen una estructura similar: primero incluyen una descripción del esquema jurídico de los decretos y luego hacen consideraciones al caso bajo estudio. Pero es menester detenerse en el análisis realizado.

El dictamen de mayoría sobre el decreto 530 y 557 considera que se cumplen los requisitos formales para el dictado de un decreto de necesidad y urgencia. También se suponen suficientes los requisitos sustanciales, en tanto el presente de YPF y de la Nación -en lo relativo a la provisión de combustibles y de gas- reclama la adopción de medidas urgentes que exceden el trámite ordinario para la sanción de leyes.

En contraposición, la minoría impugnó la procedencia de los decretos por la falta de adecuación de los requisitos sustanciales. Así, selló su postura: “si bien el DNU en estudio intenta encontrar justificación aludiendo a que circunstancias excepcionales imposibilitan seguir los trámites ordinarios previstos para la sanción de leyes, la conclusión es que el Poder Ejecutivo no dictó el decreto apremiado por circunstancias excepcionales que justificaran la medida, sino por razones de conveniencia para resolver de manera más rápida la cuestión”.

Dejando las cuestiones políticas al margen, esos dictámenes constituyen una tangible experiencia de control, en tanto denotan un análisis pormenorizado de la reunión de los supuestos de hecho, las cuestiones procedimentales y la legitimidad de las medidas dispuestas. Lamentablemente, luego se verá que este tipo de experiencias no abundan.

3.3. En este punto cabe estudiar, por ejemplo, qué sucede con los decretos 530 y 557 en caso de que no sean ratificados por el Senado, dado que ya fue aprobado por Diputados.

24

2

Balbín, Carlos, Reglamentos delegados y de necesidad y urgencia, p. 351.

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2

Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina, La Ley, Buenos Aires, 2003, p. 698.

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Aquí es donde juzgo que se halla el mayor déficit del régimen legal de los decretos, en concreto, de necesidad y urgencia. La dificultad no radica tanto, como se ha señalado, en los efectos del rechazo –según el art. 24, quedan a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia-, sino en los de la omisión de pronunciamiento del Congreso.

En ese supuesto, el art. 22 prevé que “Las Cámaras se pronuncian mediante sendas resoluciones. El rechazo o aprobación de los decretos deberá ser expreso conforme lo establecido en el artículo 82 de la Constitución Nacional”. A primera vista, la prescripción se invoca conforme al ordenamiento constitucional, pero sus efectos son diametralmente opuestos. Así, el art. 22 permite, como dice Balbín, que los decretos que no reciban ratificación por ambas Cámaras sigan vigentes sin solución de continuidad y creando derechos consolidados26. Esta es la verdadera trascendencia, cuya inconstitucionalidad parece palmaria. Sin embargo, el criterio del legislador ha sido otro, afín a la tesis defendida por Comadira.

Por lo tanto, dicho artículo merece su pronta modificación. En ese orden de ideas, Juan González Moras afirma que este tipo de solución “adolece de un serio defecto: no establece el plazo de caducidad imprescindible para evitar la vigencia de la norma que no ha sido objeto de aprobación o rechazo expreso”27. Coincidentemente, Balbín también cuestiona la medida legal y formula una propuesta por la cual los decretos no deberían tener vigencia más allá del período anual de sesiones ordinarias en el que fueron dictados o, en caso de imposibilidad de tratamiento ese año, en el subsiguiente28. Por ambos caminos se arriba a la misma conclusión: el actual sistema de aprobación tácita transgrede el art. 82 de la Constitución.

Es forzoso hacer énfasis en la disociación jurídica de las consecuencias de la aprobación tácita porque, como se percibirá más abajo, tal solución se aplica corrientemente.

Antes de pasar al próximo punto, también corresponde advertir que se han presentado varios proyectos de ley para modificar el art. 82. Algunos, a su vez, plantean

26

2

Balbín, Carlos, Curso de Derecho Administrativo, op.cit., p. 386.

27

2

González Moras, Juan M., Poderes desequilibrados - La otra reforma constitucional, Inédito, 1999, p. 164.

28

2

Balbín, Carlos, Curso de Derecho Administrativo, op.cit., p. 439.

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plazos de caducidad muy breves –noventa días- y la posibilidad de conceder efectos ex tunc al rechazo del decreto.

3.4. Recapitulando, se ha dilucidado el alcance del control del Congreso, sus eventuales efectos y la cuestión atinente a la exigencia de un consentimiento expreso. Como última etapa de apartado, propongo estudiar la sustanciación del control.

De acuerdo a información oficial de la Comisión Bicameral Permanente de Trámite Legislativo, en el año 2006 ingresaron y fueron tratados en comisión 105 decretos. De ese número, alrededor de la mitad correspondían a reglamentos dictados ese año, y el resto a años anteriores. Durante el período 2006, solamente 3 fueron aprobados por el pleno de ambas Cámaras. Del remanente, 28 –es decir, alrededor de un 25%- quedaron con ratificación pendiente.

El año siguiente fue incluso más curioso. En 2007 la Comisión se avocó al tratamiento de 285 decretos. Sin embargo, se pueden contar pocos -31- dictados ese año29, de los cuales consiguieron ratificación 18 (11 en 2007, los otros en 2008). Y he aquí el dato más perturbador: 266 de 285 quedaron pendientes; un 93%.

A partir de 2008 el flujo de decretos tratados fue más sensato pero no así la tarea de fiscalización. Ingresaron 7 -5 de 2008- y fue aprobado 1 en 2009; quedó pendiente, luego, el 85%. En 2009 se sometieron a tratamiento de la Comisión 21 y se ratificaron 2; lo que arrojó un porcentaje de decretos pendientes del 90%. Algo parecido, pero más dramático, ocurrió en 2010: año en el que no se aprobó por las Cámaras ninguno de los 25 decretos dictaminados por la Comisión. Y en 2011 se trataron 4 DNU (primer año en el cual hay detalle del tipo de reglamento examinado) y quedaron todos pendientes.

En 2012, se está ante un contexto un más esperanzador. Los 9 decretos (4 de 2012 y el resto de 2011) dictaminados por Comisión ya fueron ratificados por la Cámara de Diputados.

Sin perjuicio de los números expuestos, todavía queda una categoría de reglamentos, que por cierto es la más sospechosa: se trata de los decretos ingresados a la Comisión Bicameral pero que nunca recibieron tratamiento por la misma y tampoco por el pleno de las Cámaras. Este grupo –cuyo relevamiento recién comienza en 2010- comprende 10 decretos30 que han logrado eludir todo tipo de control por parte del Congreso.

29

2

Luego había uno del 2006, aprobado en 2007. El resto eran decretos dictados desde el año 1997 en adelante.

30

3

De los cuales no se pudo especificar qué número eran DNU, delegados o de promulgación.

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Pero, regresando al análisis previo, si se realizase un relevamiento general de los decretos tratados por la Comisión y no ratificados por ambas Cámaras, se obtendría un paradójico 82% de reglamentos de aprobación expresa pendiente. Lo que equivale a resumir que el Congreso ratificó un magro 18%. Naturalmente, se trata de un porcentual vil que evidencia (1) la ineficacia del control legislativo y (2) insuficiencia del sistema del art. 22 de la ley 26.122. A su vez, abona la rareza del caso de los decretos de intervención de YPF.

IV. Reflexiones finales

La primera reflexión es la más inmediata: el control de las Cámaras y la Comisión dista enormemente de ser eficaz. Falta de eficiencia que, vale reiterar, cuenta con ayuda normativa, por la aceptación de la aprobación tácita. Repito, entonces, que la solución del art. 22 de la ley 26.122 conspira gravemente contra la estabilidad institucional constitucional. En ese sentido, quiero destacar que la actualidad funcional del Congreso es muy pobre, en lo que hace a la calidad de los debates, tanto de asesores como de legisladores. Esto, sin dudas, es un aspecto a rectificar para mejorar la operatividad interna de esta rama y luego intentar promover el despegue cualitativo y cuantitativo de sus competencias fiscalizadoras.

En segundo lugar, conviene trascender esa primera reflexión para obtener un análisis integral. Por ello, cabe destacar una premisa ya explicitada: todas las dificultades que enfrenta el Congreso no son más que una consecuencia lógica del perfil presidencialista constitucional y real de la República Argentina. De allí devienen, en una segunda instancia, los inconvenientes legales que adolece su rol de control. El art. 22 de la ley 26.122 no es obra de la casualidad sino un eslabón más del predominio del PEN en Argentina. En suma, el control del Congreso sobre el ejercicio de facultades legislativas sufre de una serie coherente de vicios constitucionales y legales dirigidos a corromper la división de funciones en favor del Ejecutivo.

En el primer párrafo de este último apartado expresé que la aprobación tácita afecta la estabilidad institucional derivada de nuestro orden constitucional. No obstante, es probable que la vigencia indeterminada de los reglamentos legislativos no conmueva la estabilidad institucional real, la cual puede demandar un ejercicio activo de la potestad reglamentaria de disposiciones legales. Otra vez: no busco aprobar el apoyo en, por ejemplo, decretos de necesidad, pero si en un año las Cámaras sesionan cada una siete veces, tiene sentido que haya un órgano que esté habilitado a legislar. Lo cual me hace pensar, como ya mencioné, que el problema no es la delegación ni los DNU, sino que su

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dictado se haga de manera desordenada, imprecisa e indeterminada. Además de la ya evidente incapacidad del Congreso para filtrar esas facultades normativas.

De esta manera, el esquema de las facultades legislativas del PEN, por un lado, aunque triste, se erige en una vía de escape de un diseño con un rol secundario del Congreso. Así, casi no podría haber genuino reproche para quien terminase adorando nuestra irracionalidad normativa, competencial e institucional. Luego, esa persona podría elegir ceder ante la confusión y celebrar el grado de poder acumulado, como irónicamente describe Evgeni Zamiatin:

Pues, entonces, si ponemos una gota de ácido en la idea de derecho… Hasta entre los antiguos, los más adultos sabían: la fuente del derecho es la fuerza, el derecho es la función de la fuerza. Y he aquí dos platillos de la balanza: en uno hay un gramo, y en el otro una tonelada; en uno está el “Yo”, en el otro “Nosotros”, el Estado Único. Parece bien claro: admitir que el Yo puede tener “derechos” con respecto al Estado es lo mismo que admitir que un gramo puede equilibrar en los platillos una tonelada. De ahí proviene la distribución: a la tonelada, los derechos; al gramo, los deberes; y he aquí el camino natural desde la nimiedad hacia lo sublime: olvidarse que uno es el gramo y sentirse una millonésima parte de la tonelada…31

En consecuencia, el desarrollo constitucional ha descubierto y permitido la actuación del PEN con prescindencia del Congreso32. Es cierto que formalmente le podemos pedir al segundo que no calle ante los abusos del primero, pero su incapacidad está preestablecida por el mismo texto que dispone la solicitud de control33. De tal forma, no debe escapar que lo que está minimizado no es el protagonismo del Congreso sino que eso comporta la postergación de los derechos de los ciudadanos.

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3

Zamiatin, Evgueni, Nosotros, Miluno Editorial, Buenos Aires, 2010, p. 168, 169.

32

3

Han fallado, si se quiere, todos los límites por (1) la amplitud y vaguedad de las normas habilitantes, 76 y 99.3; (2) los errores de la ley 26122; (3) las dificultades operativas del Congreso.

33

3

En ese sentido, vale citar la opinión de Bianchi: “El crecimiento del Estado y su poder, empero, no ha sido acompañado, armónicamente, por toda su estructura. En la carrera del gigantismo estatal ha participado tan sólo el departamento ejecutivo, el que poco a poco se ha ensoñerado de la función de gobierno, hasta desplazar a los otros poderes a un desempeño minúsculo y, en muchos casos, formal”. Ver: Bianchi, Alberto, La delegación legislativa, p. 292.

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Lejos de atesorar el ejercicio de las facultades normativas excepcionales, que llevan inherente cierta tendencia a la ajuridicidad, y de reverenciar el poder de la tonelada gobernante, se deberá focalizar los esfuerzos en resguardar las garantías de los gramos gobernados. Más allá de la legitimidad que pueda atestiguar el Ejecutivo, en todo sistema republicano el protagonismo corresponde al Poder Legislativo. Y si no se comparte esta acepción, quizá el lector deba buscar directamente otro sistema. La razón de la preponderancia del Legislativo, en todo sentido y en especial en la sanción de normas generales, viene dada por el valor deliberativo y pluralista que lleva impreso su actividad34. Ante esa coyuntura, por lo tanto, se advierte como exigencia válida la corrección, limitación y rediseño del presente sistema constitucional de distribución de funciones legislativas. Y tal senda modificatoria, de enorme complejidad, debe ser iniciada con la inmediata sanción de una ley que enmiende el art. 22 de la ley 26.122.

Por último, supongamos que se puede tolerar un sistema en el cual se dice que el principio es que el Congreso dicta las normas de carácter general pero que admite abiertamente un par de excepciones amplias. Luego, que podemos convivir con que esas vías de escape pueden ser controladas mas esa fiscalización es flagrantemente defectuosa. En tercer término, que es posible aceptar que la realidad del funcionamiento institucional argentino se aleja notablemente del ideal. Sin embargo, no se aconsejable permitir una última instancia: abrazar ese estado de cosas y conformarse con el mismo sin solución de continuidad. El horizonte debe ser siempre superador. No sirve, entonces, dejar pasar todos los errores porque a fin de cuentas repercuten en afectaciones de la soberanía individual. Ya no se sabe qué es lo que se le consiente o delega al gobierno. Pero sí se sabe que esa cesión no puede ser total ni indeterminada. Debe ser concreta y ejercerse en un marco positivo que respete los derechos y la distribución de funciones consagrados en la Constitución.

34

3

Nino, Carlos, op.cit., p.

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