Las sombras

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1 13. Las sombras Román está sentado en su cama, como cada noche se persigna antes de acostarse. Tiene su té de hierbas verdes en la mesita de luz. Antes de acostarse se levanta y cierra las cortinas, no sin antes volver a santiguarse al mirar a lo lejos las cruces y las bóvedas de un cementerio que se erige imponente y luminoso detrás de las casas bajas del barrio residencial donde habita desde hace cinco años. Respira profundo, enciende la luz del velador con la figura del elfo Dobby, que Irene le compró en el local Locuras y apaga la luz central de su habitación. La luminaria que tiene su velador es blanca azul, la que se utiliza para lecturas y descansar la vista. La lámpara está cubierta por una pantalla color ocre, que no formaba parte del velador original, pero que Román decidió poner para no tener tanta presión lumínica en sus lecturas nocturnas. Al acostarse, vuelve a agarrar el libro que lo acompaña solamente por las noches, ya que en sus viajes diurnos en tren, de su casa al trabajo y del trabajo a la facultad, lee revistas, apuntes y los ocasionales diarios de distribución gratuita que alguna vez llegan a sus manos en la estación del ferrocarril; de la facultad a su casa no suele leer porque sus ojos están un poco cansinos y prefiere relajarse para no tener que irse a dormir apenas llega a su hogar. Entonces aprovecha los casi cincuenta minutos de micro para entonarse con sueños cortos, vagos, imperceptibles, que muchas veces son interrumpidos por las frenadas estrepitosas del conductor, por algún sobresalto al pasar un bache o simplemente porque siente un hilo de baba que le cae desde su boca. Más de una vez se ha sentido avergonzado por ensuciar su remera y su pantalón. El Hobbit está marcado con un doblés en la parte superior de la página 148. Hace casi una semana que comenzó a leerlo. Se toma su tiempo, medita cada renglón, cada párrafo, como si estuviera construyendo un edificio de rascacielos tan meticuloso, tan preciso, tan eficaz. Cuando las gotas de lluvia comenzaron a salpicar el balcón del piso 13, Román se paró a cerrar el ventanal; corrió la cortina para ver caer el aguacero, regresó a

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Me encanta la onda mística que tiene el personaje, que no es otra cosa sino sus mismos sentimientos reprimidos. La idea de personificar esos sentimientos, de mostrarlos, de encarnarlos, por así decirlo, es fantástica. Jugar con eso de que es una forma sin forma o una sombra sin sombra, es como evidenciar mucho de la conducta humana, de los deseos de uno y de lo que uno hace realmente. El personaje de la novia dominante, del trabajo frustrante, de la rutina sin sentido y que eso lo presentes como entes que se quieren comunicar -y se comunican sin comunicarse con su sola presencia- es una descripción del mortal perdido en el sistema, atrapado en lo que quisiera y no se anima y la manifestación de esos sentimientos que piden ser, salir a la luz. /Neyda Pitt -Editora-.

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13.

Las sombras

Román está sentado en su cama, como cada noche se persigna antes de

acostarse. Tiene su té de hierbas verdes en la mesita de luz. Antes de acostarse se levanta y cierra las cortinas, no sin antes volver a santiguarse al mirar a lo lejos las cruces y las bóvedas de un cementerio que se erige imponente y luminoso detrás de las casas bajas del barrio residencial donde habita desde hace cinco años. Respira profundo, enciende la luz del velador con la figura del elfo Dobby, que Irene le compró en el local Locuras y apaga la luz central de su habitación. La luminaria que tiene su velador es blanca azul, la que se utiliza para lecturas y descansar la vista. La lámpara está cubierta por una pantalla color ocre, que no formaba parte del velador original, pero que Román decidió poner para no tener tanta presión lumínica en sus lecturas nocturnas. Al acostarse, vuelve a agarrar el libro que lo acompaña solamente por las noches, ya que en sus viajes diurnos en tren, de su casa al trabajo y del trabajo a la facultad, lee revistas, apuntes y los ocasionales diarios de distribución gratuita que alguna vez llegan a sus manos en la estación del ferrocarril; de la facultad a su casa no suele leer porque sus ojos están un poco cansinos y prefiere relajarse para no tener que irse a dormir apenas llega a su hogar. Entonces aprovecha los casi cincuenta minutos de micro para entonarse con sueños cortos, vagos, imperceptibles, que muchas veces son interrumpidos por las frenadas estrepitosas del conductor, por algún sobresalto al pasar un bache o simplemente porque siente un hilo de baba que le cae desde su boca. Más de una vez se ha sentido avergonzado por ensuciar su remera y su pantalón.

El Hobbit está marcado con un doblés en la parte superior de la página 148. Hace casi una semana que comenzó a leerlo. Se toma su tiempo, medita cada renglón, cada párrafo, como si estuviera construyendo un edificio de rascacielos tan meticuloso, tan preciso, tan eficaz.

Cuando las gotas de lluvia comenzaron a salpicar el balcón del piso 13, Román se paró a cerrar el ventanal; corrió la cortina para ver caer el aguacero, regresó a

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su cama y trató de no pensar en nada que lo perturbara porque la lluvia, especialmente las tormentas cargadas de truenos y relámpagos -rayos suele decirles- lo asustaban desde niño.

–Mamá, tengo miedo de los rayos.

Relajado entró en MOR. Pestañó varias veces para tratar de seguir mirando caer el agua como queriendo regresar a sí y en uno de sus entrecierro de ojos notó algo brumoso pasar ante él. Dudó. Se dijo que los engaños de luces y rayos en la noche suelen provocar ilusiones. Pero luego del siguiente pestañeo volvió a verlas. Sombras, al estilo de las sombras que las manos proyectan en la penumbra, en el fascinante juego de formar figuras contra la pared. Parecían, eran sombras, pero muy distintas a las habituales. Las formas no se proyectaban ni se reflejaban en ninguna de las cinco paredes de su cuarto ni en el techo, ni en el piso, ni en la cortina, ni en la puerta… Solo estaban ahí, inertes, escalofriantes, según sentía. Ya no pensaba, aunque por un lapsus las pensó perversas como oscuros jinetes que alguien había enviado para saber qué hacía.

–¿Podría ser ella?

También pensó en la cercanía del cementerio. Almas en purgación que venían hasta él.

–¿Para qué?

Román creía recordar no conocer a nadie enterrado allí, ni amigos, ni amigos de amigos, ni familiares, ni conocidos, ni lejanos de conocidos. Lo cierto es que allí estaban. Tan reales como la irrealidad que se le presentaba.

–Vaya paradoja.

Cerró los ojos afirmándose que estaba dormido desde antes: “Cuando los abra ya no estarán más”.

–1. 2. 3. Despierta.

Carraspearon sus dedos. Las sombras estaban allí y, ahora, lo observaban. Tenían ojos vacíos, oscuros, perdidos, pero eran ojos. Él los distinguía como ojos. Pero no distinguía ni boca, ni orejas, ni nariz. Solo ojos que miraban. Tragó un poco de saliva. Estaba muy asustado.

–¿Qué hice hoy? ¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora?

La lluvia marcaba el compás que los latidos de su corazón no podían marcar. Distinguió siete sombras, eran todas iguales y sin embargo podía diferenciarlas. Nada de lo que hizo ese día lo asoció a ellas. Tenía que ir un poco atrás para ver con más claridad. Estaba atemorizado, se paralizó de repente. Se cubrió la cabeza con la colcha para tratar de dormir. Dejó la luz encendida.

–Y si aún permanecen… ¿qué hago?

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Se asomó con sigilo, las miró un rato largo. En vez de encararlas y tratar de entablar una simple conversación –como si uno hablara todos los días con sombras-, pensó en el día anterior para dar con alguna pista. Esa mañana se levantó temprano, más que de costumbre. Discutió como cada día con su novia. Los desayunos ya no eran como al principio de la relación. Ante la mínima diferencia se agredían. “Hacé esto, hacé lo otro, dedicate a esto, estudiá lo otro”. Y de la nada, así porque sí, ella le decía: “¡no ves que no vas a llegar a nada!, ¡no ves que lo que hagás no te va a servir!”. Así, cada mañana como un relojito, la discusión se repetía hasta que Román salía para su oficina, conmovido, cabizbajo por las constantes heridas que Salma le provocaba. Llegaba con mala cara al trabajo como si no hubiera dormido bien, cuando, en realidad, apenas apoyaba la cabeza sobre la almohada se quedaba dormido en el acto. Román solía repetirse: “menos mal que no me casé”, y a los pocos segundos: “hoy la dejo”. Esa afirmación se repetía en su cabeza y así pasaban sus nueve horas laborales, sin pensar en mucho, distrayéndose con los números que su jefe le exigía estuvieran siempre en orden. A las 19 horas, emprendía el regreso a su casa.

Aquella mañana fue, a pesar del repiqueteo interno de su cotidiano malestar, diferente. Luego del mate, Salma se iba de viaje a visitar a su sobrino recién nacido, hijo de su hermano que residía, desde hacía cinco años, en San Antonio, Golfo de San Matías, para continuar con sus trabajos como oceanógrafo. Esa mañana, Román respiró mejor, pero no fue hasta la noche que pudo conectarse con su yo y, a pesar de estar tranquilo, algo lo inquietaba. Y no era la primera vez que Salma viajaba por varios días.

En algún momento pudo conciliar el sueño, se desmayó, inclinado en la cama, con el velador prendido, el libro sobre su pecho. A la mañana todo había vuelto en sí. Todo le resultaba natural: el mate, la lectura del diario, el noticiero humorístico en la radio, el sol pegando de frente contra el ventanal del living.

La música pareció distraerlo un instante -Nadie se va porque sí, esa es la pura verdad, / yo sé que tu silencio es nieve primavera /cubriendo otra ilusión, otra flor nueva…-. Su mirada fija hacia las cúpulas del cementerio.

Sonrió, se lo pudo permitir. Y Salma no estaba para objetarle ni siquiera una sonrisa. Podía darse el lujo de no estirar la cama, de dejar el toallón en el piso de la alfombra, la toalla de manos que usó como apoya pies para no enfriárselos, el mate cargado hasta la noche o la mañana siguiente, los platos sin lavar, el piso cubierto de migas, presto para cualquier cucaracha que se animara en este veranito de agosto. Esta mañana la disfrutó, lo mismo que su jornada laboral. Su asistente, que siempre le llevaba un café apenas llegaba como para estimularlo, lo notó con un gran semblante. A la noche cenó en casa de sus padres. Pasó por el maxi kiosco de la esquina para comprar un chocolate con licor para acompañar la lectura de la noche. Román no solía mirar televisión, aunque a veces se distraía

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con los documentales del parque Serenguetti de África. Desde que había decidido compartir un departamento con su novia, muchas cosas habían cambiado para Román.

Mantuvo el ritual de la noche anterior. Esta vez, una nubosidad mezquina cubría el cielo que, por escasos momentos, permitía que la luna, en cuarto menguante, se posara como reina absoluta sobre la ciudad. Corrió la cortina, se acostó y al apagar el velador, después de degustar su chocolate y continuar con su lectura habitual, un guiño lo incomodó, le agigantó los miedos, y las sombras se posaron delante de él. Se paralizó, dudó en prender el velador. Reaccionó con lucidez, lo encendió -quería desaparecerlas, no lo logró-. Las sombras estaban ante él, mirándolo. Ojos vacíos, azules, con movimientos de respiración esta vez. Román sabía que era imposible, pero las sentía respirar, sentía sus miradas, como dagas en su piel que volvían a abrir grietas. No sabía muy bien porqué estaba angustiado, porqué carga en su pecho, porqué el peso en su sangre; absolutamente a cada una de esas sombras las asociaba con Salma.

Se levantó casi sentado sobre el almohadón que hacía las veces de apoyo para mantenerse erguido en sus lecturas nocturnas. Las miró. Tenía miedo, escalofríos que lo desbordaban de sí; se inquietaba, intentó hablarles, pero no pudo.

–¿Para qué? ¿Me contestarían, acaso?

¿Le contestarían?

No pudo decir ni un “hola”. Movía sus labios mas sus palabras estaban escondidas en alguna parte de su abstracción. Las escuchó, se sobresaltó cuando una dialogó con otra. No hablaban con él, ni entre ellas, pero podía escucharlas. Si fueran de temer, pensó, ya lo hubieran atacado la noche anterior, o ahora. Las miró, se recostó y se durmió con la luz encendida.

Las sombras acompañaban a Román todas las noches. Los días que siguieron las entendió mejor: estaban ahí, sin ninguna cuestión aparente, pero ahí estaban. Una de las sombras se sentaba junto a él en las comidas. A pesar de semejante presencia, Román estaba alegre mientras cenaba. Otra de las noches se animó con una película, una comedia. A pesar de las risas se permitió llorar, mientras otra de las sombras le acariciaba la cabeza. Los brazos de sombra de esa sombra lo ensombrecían, sí, pero lo arropaban. Incluso en las mañanas, cuando el ataque madrugador del sol lo impulsaba a la rutina de cada día, esa sombra le daba un poco más de sombra para seguir un rato más soñando. Es que ahora Román también soñaba. La cuarta noche llevó la play y se puso a jugar un rato, mientras la tercera de las sombras jugaba con el equipo perdedor. Jugaron al truco y fueron negras y marfiles en su ajedrez de mármol -regalo especial de su ex novia Angie-, que permanecía escondido en la baulera del altillo de la casa de su hermano para que Salma no preguntara. Con otra de las sombras fue feliz, solo

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de serlo. Le hablaba de las reformas que quería proponer en la oficina, que lo beneficiarían a mediano plazo. Tres sombras lo observaban desde lejos aún. En tres días llegaría Salma de su viaje. Y más que asustarse lo inquietaba saber, entender, qué hacían esas sombras junto a él, y qué pasaba con las tres restantes que permanecían alejadas.

–¿Se van a ir?

Lo primero que atinó a provocar fue un acercamiento de las tres que no habían exhibido el propósito de su visita. Las miraba con decisión.

–Quizás son meras observadoras.

Lo atemorizaba que pudieran tomarlo como una provocación; un miedo tan paralizante como el miedo de mirarse. A Román le costaba mirar a Salma a los ojos. Comenzó a agitarse, respirando con dificultad fue hasta el baño, se miró en el gran espejo del botiquín y una de las sombras se paró detrás. Esa imagen no tenía boca ni orejas ni nariz, solo ojos azules oscuros, perdidos en la mirada, vacíos de vida. Se asustó mucho más y se enjuagó un poco con agua tibia. Entrecerró sus párpados como para distorsionar lo que todavía estaba en frente. Estaba atrás, pero Román la veía adelante, o era el reflejo de su imagen en el espejo que distorsionaba más. Se veía envejecido. Sus flamantes 27 años cayeron como acero en su cara y la tiñeron de canas. Era raro porque era una cara de canas sin pelos blancos y se daba cuenta que eran canas. Aunque estaba agitado, la sombra proyectada en el espejo estaba inmóvil.

–¿Será que perdí algo de tiempo? ¿Será que perdí algo de mí? ¿Será que ya no soy yo sino en torno a ella?

Ella, no la sombra, Salma.

Otra sombra más se apareció, la de su llanto, y ya no dejó nada que encerrar. No es que la sombra llorara, pero Román veía que el espejo tenía dos clases de lágrimas. Las lágrimas eran calientes, empañaban el vidrio, esfumaban a la sombra que estaba tras de él. Giró sobre sí. Se dirigió al teléfono. Discó. Nadie respondió. Se acostó vestido sobre el cubrecama y se quedó dormido.

El día que siguió no lo pasó en su casa. Necesitaba aflojarse un poco, no pensar tanto y, sin embargo, pensar mucho. Arregló una cena familiar y, por algunos tragos que bebió de más, se quedó a dormir en la casa de sus tíos. Estaba fatigoso y creyó que alguna de esas sombras, “¿mis sombras?”, estaban sentadas a los pies del sofá que usó como cama. Fingió no verlas, como tantas noches al hacer el amor con Salma, pensando en vaya a saber quién.

Un día antes del regreso de su mujer lo pasó en su casa. Se puso a tono con la situación que sabía se daría, veinticuatro horas después, si las vajillas, los pisos y el baño no estaban limpios. Pasó la aspiradora, horneó unas galletas de una receta

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que su tía abuela hacía cuando él merendaba los sábados en su casa durante su infancia. Las sombras estaban como revoltosas, girando sobre él, midiendo sus pasos. Román eligió limpiar a su manera, no a la de Salma. Luego encendió la tv, prestó atención a un aviso de un chat telefónico para conocer amigos, parejas o para tener sexo. Jamás se hubiera atrevido a serle infiel a Salma, ni siquiera mirando un aviso de los que consideraba pecaminosos. Sin embargo, una chispa despertó sus fantasías, discó, escuchó algunas propuestas, se puso hot y le dejó un mensaje a Micaela. Ella respondió y Román, en un arrojo que jamás hubiera pensado para sí, la invitó a su casa. Le incomodaba pensar en una reacción de Micaela si llegaba a ver las sombras, pero no le importó demasiado porque se sentía libre, audaz.

La joven llegó dos horas más tarde. Se gustaron, comenzaron a besarse, él fue al baño a buscar un profiláctico para tenerlo cerca. Se abalanzó sobre la joven besándola con una desmedida pasión. Al fin era pasión y la pasión no es ni medida ni desmedida. Es pasión y Román siempre se sintió un apasionado. Entre besos y caricias estiró su mano para apagar la luz. En ese instante sonó el teléfono. No quería interrumpir, pero Micaela con picardía, lo animó a atender. Una voz, como perdida, mecánica, fría, le dijo: “apagate las luces”. Román se asustó: “¿apagaste las luces?” Quiso volver a escucharlo. No hubo forma porque no era un mensaje en su contestador. Algo robótico. Se sobresaltó. Pensó en las sombras. Las pensó materializadas en voces. Pensó que lo observaban. “Sabemos lo que estás haciendo”. Pensó si había escuchado bien: “apagaste las luces”. Pero ¿de quién?, ¿cómo?

Frente a su edificio hay un amplio espacio sin construcciones. Nadie podía estar observándolo con binoculares. Micaela le preguntó qué le pasaba, casi riendo, pero Román creyó que todo era producto de su inconsciente, de su paranoia por los fantasmas que despertaban Salma o las sombras. Román solo quería un poco de mimos, un poco de amor y Micaela estaba dispuesta a dárselo. Se lo dio. Antes de quedarse dormidos, Micaela le contó que le había mandado un mensaje desde su celular a su teléfono y sonrió. La voz mecánica que lo había asustado era la grabación que dan las compañías telefónicas cuando alguien envía un sms a un teléfono de línea fija. “Apagate las luces”. Se abrazaron y se quedaron dormidos.

A la mañana, cuando despertó, Román notó que Micaela ya no estaba. Desayunó y se fue a trabajar. Salma llegó a la tarde. A la noche se vieron.

–Traje solo cuatro botellas de vino, pero son para mis compañeros y jefe.

Román la miró con seriedad y observó como las siete sombras se posaban detrás de Salma, como un caparazón de resguardo, impenetrable a todo lo que él

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quería gritarle y jamás -intuía- se animaría. La miró fijo, le dijo que había galletas, le sonrió y vio como una de las sombras saltó por el balcón.

–¿Y este ajedrez?

–Es un ajedrez.

La sombra que solía jugar con él se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Román sonrió sin mirar a su mujer, mirando las sombras irse. La tercera de las sombras hizo una mueca en son de risa a pesar de no tener boca, ni risa. Esa risa se agigantó tanto que la hizo explotar salpicando paredes, cortinas y el corazón de Román de inmensa luz. Luego se esfumó. Tres sombras estaban apoyadas sobre Salma; sin que las pudiera ver empezó a sentirlas, una pesadumbre la comprimía. Román le sirvió un café cargado, fue hasta el baño para secarse la transpiración porque sus nervios lo dominaban y la sombra del espejo de su botiquín, con sus manos, sin ser manos, lo secó. Abrió la ducha, se miró en el espejo, los azulejos y el vidrio comenzaron a empañarse y cuando Román pasó una toalla por el vidrio para verse mejor, se halló solo, sin sombra que mirar, se halló tranquilo, hasta le dieron ganas de llorar de alegría, de atreverse a ser él. Entró en la bañera, se mojó todo, reconoció su cuerpo como hacía tiempo que no hacía, se masturbó pensando en Micaela y vio irse por el agujero del desagüe una especie de líquido viscoso, pero en forma de la sombra que antes lo había secado. Con su bata puesta regresó al living y se sentó a charlar con Salma. Le dijo que había pensado muchas cosas, en cambios, en volver a la casa de sus padres por un tiempo, pero no le pidió tiempo. Le habló de buscar alternativas laborales, de regresar al club de sus amores para retomar el hockey, le contó de sus silencios y de sus malestares, de sus angustias y convicciones. Cuando le dijo que esa noche no regresaría a dormir, la sexta sombra se desvaneció como un cuerpo que es alcanzado por una bomba nuclear. Pasó su lengua sobre sus labios, tragó saliva, la besó en la frente y la última de las sombras entró en Salma. Ella, Salma, no supo qué decir. Estaba como amordazada. Las vio, a sus propias sombras, pero no las mencionó, temerosa que Román pensara que ella estaba fuera de sí.

Román ya no vio más sombras, solo la miró y con firmeza, al salir, se volteó.

–Salma, no te mueras con tus sombras.

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Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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