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Las potestades normativas del Poder Ejecutivo Nacional: Principales problemas que origina su ejercicio José Peña Solis' Sumario: 1. Un breve excursus histórico relativo a la potestad normati- va del Poder Ejecutivo: 1.1 La potestad normativa ordinaria del Poder Ejecutivo. 1.2 La potestad normativa extraordina- ria del Poder Ejecutivo. 2. Sucinto excursus histórico referido a Venezuela: 2.1 La po- testad normativa reglamentaria o normativa ordinaria. 2.2 La potestad normativa de rango legal del Poder Ejecutivo (legis- lación de urgencia y legislación delegada). 3. Los problemas que suscita el ejercicio de la potestad nor- mativa reglamentaria por parte del Poder Ejecutivo: 3.1 El * Abogado Summa cum laude, Universidad Central de Venezuela, Doctor en Derecho y Profesor Titular.

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Las potestades normativas del Poder Ejecutivo Nacional:

Principales problemas que origina su ejercicio

José Peña Solis'

Sumario:

1. Un breve excursus histórico relativo a la potestad normati­va del Poder Ejecutivo: 1.1 La potestad normativa ordinaria del Poder Ejecutivo. 1.2 La potestad normativa extraordina­ria del Poder Ejecutivo.

2. Sucinto excursus histórico referido a Venezuela: 2.1 La p o ­testad normativa reglamentaria o normativa ordinaria. 2.2 La potestad normativa de rango legal del Poder Ejecutivo (legis­lación de urgencia y legislación delegada).

3. Los problemas que suscita el ejercicio de la potestad nor­mativa reglamentaria por parte del Poder Ejecutivo: 3.1 El

* Abogado Summa cum laude, Universidad Central de Venezuela, Doctor en Derecho y Profesor Titular.

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exiguo marco regulatorio constitucional de la potestad regla­mentaria y los problemas que origina. 3.2 El cuasi monopolio del Presidente de la República en el ejercicio de la potestad reglamentaria vs la dispersión de la titularidad subjetiva de la misma. 3.3 El problema de los reglamentos independientes o autónomos. 3.4 La confusión entre actos administrativos y reglamentos. 3.5 El “nomen iu r is” de los reglamentos. 3.6 La posible existencia de una especie de reserva de reglamentos en la Constitución. 3.7 La posible “creación” fáctica de los denominados reglamentos delegados.

4. Los problemas que suscita el ejercicio de la potestad nor­mativa de rango legal por el Poder Ejecutivo: 4.1 Los decre­tos con fu e rza de ley d ic ta d o s sobre la base de leyes habilitantes en blanco o de plenos poderes. 4.2 Los vacíos normativos constitucionales en materia de potestad normati­va con rango de ley, del Poder Ejecutivo, resultan interpreta­dos om itiendo la tendencia p re va le c ie n te en el D erecho comparado, con la f ina lidad de incrementar cuantitativa y cu a l i ta t iv a m e n te la re fer ida p o te s ta d . 4.3 La p o te s ta d normativa, de rango legal, del Presidente de la República, y la emanación de decretos con fuerza de ley orgánica.

1. Un breve excursus histórico relativo a la potestad normativa del Poder Ejecutivo

A pesar de que la expresión Poder Ejecutivo es utilizada en el marco de una teoría bien estructurada, tanto por Locke como por Montesquieu, la primera vez que aparece en un texto constitucional, como es lógico, es en la Constitución de los EE.UU. de 1787 (art II, sección I), después en la Constitución francesa de 1791 (art. V), y en la Constitución venezo­lana de 1811 (art. 72). Cabe destacar que en ninguno de estos tres tex­tos constitucionales se define al mencionado Poder, sino que se describe su conformación, o mejor, se determina su atribución a determinado o a determinados funcionarios. Por cierto esa es la tendencia que se obser­va actualmente en el Derecho Comparado, verbigracia, Argentina.

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1.1 La p o tes ta d normativa ordinaria del P oder Ejecutivo

En estricta puridad histórica de potestad normativa del Poder Ejecutivo, únicamente se puede hablar después del advenimiento del Estado de derecho, en virtud que ello implicó admitir el principio de separación de poderes como una de sus bases fundamentales, pues anteriormente, durante el Estado absoluto, no era posible diferenciar entre ley y regla­mento, en razón de que todo el derecho escrito provenía del rey, inde­pendientemente de su denominación, razón por la cual no era posible establecer distinciones entre los instrumentos normativos escritos de la época, sobre la base de la jerarquía normativa.

Esa situación explica -tomando como ejemplo emblemático a Francia- que una vez triunfantes los revolucionarios burgueses, éstos reivindica­ran el monopolio de la potestad legislativa, sustrayéndosela totalmente al Monarca, de tal manera que dicha potestad en los primeros años de la Revolución quedó en manos del Parlamento, pero muy pronto la dinámi­ca de la Administración del Estado, a pesar de su carácter abstencionis­ta, debido a la doctrina liberal que lo informaba, demostró que no era posible mantener el referido monopolio, y ya en la Constitución bonapartista de 1800, se atribuyó la potestad reglamentaria al mencio­nado Poder Ejecutivo, inclusive en la señalada Carta se preveían los reglamentos de policía, los cuales constituyen el antecedente más re­moto de los denominados reglamentos independientes o autónomos.

En tal sentido precisa el profesor de García De Enterría (1998) que después de la derrota definitiva de Napoleón y de la consiguiente res­tauración de los reyes europeos en sus tronos, con posterioridad a la Convención de Viena (1815), éstos pretenden reivindicar la potestad normativa que poseían durante el absolutismo, pero es con ocasión de las negociaciones que con relación a dicha pretensión se entablan entre la clase burguesa y los monarcas, que se produce la transacción entre el principio monárquico y el principio democrático, a que alude el citado autor, la cual se traduce en el otorgamiento de una potestad a los mo­narcas para dictar leyes materiales, bajo la denominación de reglamen­tos, con la particularidad de que esos instrumentos normativos siempre quedarán subordinados a las leyes dictadas por los Parlamentos, que generalmente estaban bajo el control de la clase burguesa.

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Nace así el concepto de reglamento, que en términos generales puede ser definido como toda normación inferior a la ley, emanada del Gobier­no o de la Administración Pública. Constituye una expresión emblemá­tica de la mencionada transacción el artículo 13 de la Constitución francesa (pactada) de 1830, que atribuía al Rey la potestad para dictar los reglamentos necesarios para la ejecución de las leyes, sin poder ja m á s ni suspenderlas o derogarlas ni d ispensar su ejecución.

Esos reglamentos estaban destinados exclusivamente a ejecutar las le­yes, y esa fue la concepción que predominó durante todo el siglo XIX en Europa, con excepción de Alemania, en la cual la situación fue diferente, en virtud de su régimen dualista, pero con franco predominio del monar­ca, que no podemos entrar a examinar, porque desbordaría los límites de este sucinto excursus histórico y, sobre todo, debido al carácter excep­cional que revistió la aludida situación para la época en Europa.

Paralelamente de manera casi subrepticia si se enmarca el asunto en la literalidad de las Constituciones, se va imponiendo una práctica en casi todos los países europeos, que consiste en que los gobiernos siguiendo la pauta marcada en la Constitución bonapartista de 1800, comienzan a dictar reglamentos de servicios y de policía, sin necesidad de ser autori­zados por ninguna ley, dando lugar a los polémicos reglamentos inde­pendientes o autónomos, la cual para el año 1920 se consolida en toda Europa, desde luego, sin ninguna fundamentación constitucional o legal.

De modo, pues, que originariamente la potestad normativa del Poder Eje­cutivo estaba centrada básicamente en los reglamentos destinados a eje­cutar las leyes (ejecutivos), los cuales encontraban su base de sustentación en las respectivas Cartas constitucionales, en los primeros tiempos en forma restringida, en virtud de que sólo podían ser reglamentadas aque­llas leyes que así lo contemplasen expresamente en su texto. Posterior­mente, a principios del siglo XX, esa potestad fue establecida de manera general, debido a que se confirió al Poder Ejecutivo la potestad para re­glamentar cualquier ley sin necesidad de que ésta contemplase una previ­sión en ese sentido. R eiteram os que de m anera subrep ticia o “paraconstitucional”, los gobiernos asumieron un poder para dictar regla­mentos independientes. Esta situación con mayores o menores matices es la que se presenta actualmente en casi todos los países del mundo

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occidental, con la particularidad de que algunos de ellos han constitucio- nalizado o “legalizado” los reglamentos independientes, y además han in­troducido la categoría de los reglamentos delegados, los cuales encuentran su base de sustentación en la figura de la deslegalización.

1.2 La potestad normativa extraordinaria del Poder Ejecutivo

En realidad, en estricta puridad conceptual, no resulta correcto afirmar que el Poder Ejecutivo posea una potestad normativa extraordinaria, pero hemos utilizado la expresión, para en el contexto del presente ex- cursus histórico, diferenciarla de la usual potestad normativa, o potes­tad normativa ordinaria, que en la actualidad encuentra concreción en la facultad del Poder Ejecutivo para dictar normas reglamentarias, es de­cir, de rango sublegal, conformando los reglamentos ejecutivos, inde­pendientes y delegados. Pues bien, a diferencia de la anterior, esa potestad extraordinaria está vinculada básicamente con las denomina­das técnicas de legislación de urgencia y de legislación delegada, así con la normación derivada de los denominados estados de excepción y su ejercicio origina instrumentos de rango legal.

1.2.1 La modalidad de potestad normativa del Poder Ejecutivo concer­niente a la técnica de legislación de urgencia

Por supuesto que la proclamación formal de la superioridad de la ley sobre el reglamento no bastaba para que durante el siglo XIX el Poder Ejecutivo quedase impedido de dictar instrumentos reglamentarios que colidieren con las leyes, y en la práctica las modificasen y derogasen, pues aparte de la tendencia casi natural de dicho Poder de asumir com­petencias que no le corresponden, jugaba en favor de esa potestad le­gislativa material fáctica del Ejecutivo, desde luego, irregular, porque su ejercicio comportaba modificaciones de las leyes parlamentarias, la inexistencia de verdaderos sistemas de controles jurisdiccionales, a los cuales recurrir para solicitar la nulidad de ese tipo de reglamentos.

Cabe advertir que esa experiencia influyó en el momento en que fue necesario adoptar decisiones que institucionalmente comportaban la superación de la ley por el reglamento, y en ese orden de ideas la doc­trina destaca que la Primera Guerra Mundial (Santamaría 1991), da lu­

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gar al surgimiento de múltiples problemas en el funcionamiento de los Poderes Públicos, destacándose entre ellos la dificultad para que los Parlamentos se reuniesen y, sobre todo, para que sancionasen las leyes necesarias para encarar y solucionar oportunamente los más acucian­tes que afectaban a los Estados, pues como es bien sabido, el procedi­miento legislativo, por naturaleza, siempre ha sido muy lento, máxime en períodos bélicos como el indicado.

Por tanto, en la búsqueda de una solución urgente a dicha situación, los Parlamentos comenzaron a sancionar leyes denominadas de “plenos poderes”, que autorizaban al Poder Ejecutivo a dictar instrumentos nor­mativos, mediante los cuales se modificaban o derogaban leyes parla­mentarias anteriores, o se regulaban ex novo materias reservadas a las referidas leyes. Nace así la denominada legislación de urgencia, cuya legitimación se vio reforzada con las crisis económicas surgidas des­pués de la finalización del conflicto mundial, lo que a la postre impuso su constitucionalización, mediante la figura del denominado decreto ley, que en la actualidad aparece contemplado sólo en algunos ordenamientos, pero cuya noción responde básicamente a que se trata de un instrumen­to normativo, con rango de ley, dictado por el gobierno o Poder Ejecuti­vo, invocando una urgente y extraordinaria necesidad, cuya vigencia es inmediata después de su publicación, con la particularidad de que su validez queda condicionada a su aprobación o convalidación, en un tiempo perentorio, por el Parlamento.

1.2.2 La modalidad de potestad normativa del Poder Ejecutivo con­cerniente a las técnicas de legislación delegada

La técnica de la legislación delegada es de más antigua data en Europa, que la de urgencia, inclusive algunos autores señalan que la primera vez que se configura una hipótesis de delegación legislativa fue en el siglo XVI, cuando el Parlamento inglés le transfirió a Enrique VIII la potes­tad de legislar, aunque otros autores sostienen que no se trató más que de una usurpación legislativa por parte del indicado monarca. Sin em­bargo, esa experiencia sirvió para que el Parlamento a comienzos del siglo XVII dictase una ley mediante la cual establecía que el Ejecutivo no podía promulgar norma alguna sin previa, expresa y concreta habili­tación por ley parlamentaria. En el siglo XIX, se conocen experiencias

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aisladas de delegación legislativa, en países como España, Francia, Ale­mania e Italia, las cuales van a lograr ser constitucionalizadas, de mane­ra casi general, después de la Segunda Guerra Mundial.

Interesa destacar que la delegación legislativa encuentra concreción en el ámbito del Poder Ejecutivo, mediante el instrumento normativo denominado ■‘decreto legislativo”, “ley delegada”, “decreto con fuerza de ley”, e inclusi­ve “decreto ley”. Efectivamente, dicho instrumento normativo aparece nor­mado en las Constituciones, como el producto del ejercicio por parte del Poder Ejecutivo, de la potestad legislativa que le transfiere de manera tem­poral y parcial, el Parlamento, mediante la sanción de una ley de delegación o habilitante, previo cumplimiento de precisos y particulares requisitos cons­titucionales. Por consiguiente, el decreto legislativo es un acto normativo, con fuerza de ley, emanado del Poder Ejecutivo, con estricta sujeción a los requisitos constitucionales y a los requisitos contenidos en la ley de delega­ción o habilitante, que a diferencia del decreto ley, es dictado en períodos de normalidad institucional, con la finalidad de permitirle al Gobierno o a la Administración, regular materias de gran complejidad técnica o jurídica, verbigracia los códigos, algunas leyes económicas, etc.

Queda así demostrada que la segunda modalidad de la potestad norma­tiva del Poder Ejecutivo, encuentra expresión en la técnica de legisla­ción de urgencia y en la técnica de legislación delegada, a través de los decretos leyes y decretos legislativos, respectivamente. El examen de lo que en Venezuela podría ser la tercera modalidad de la potestad nor­mativa extraordinaria del Poder Ejecutivo es la derivada de los denomi­nados “decretos sobre los Estados de excepción”, regulados en el artículo 337 y siguientes de la Constitución, y en la Ley Orgánica sobre los Estados de Excepción, cuyo artículo 22 establece que “el decreto que declare el estado de excepción tendrá rango y fuerza de ley ( ...)”, pero su examen escapa a los objetivos del presente trabajo.

2. Sucinto excursus histórico referido a Venezuela

2.1 La p o te s ta d normativa reglamentaria o normativa ordinaria

Lo primero que debe destacarse es que en Venezuela no existe ningún estudio historiográfico sobre los orígenes y evolución del Derecho Pú­

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blico; de allí que resulta muy difícil hacerle seguimiento a las institucio­nes de esa disciplina. Por tanto, ante ese panorama nada halagüeño parece que la mejor opción para obtener una visión aproximada de algu­na de ellas, sea acudir al examen de las múltiples Constituciones vene­zolanas, que contienen sus principios generales, pero por supuesto que ello no basta para realizar un estudio sistemático y suficiente de la ins­titución que corresponda.

En ese orden de ideas observamos que la primera vez que aparece una disposición otorgándole expresamente la potestad reglamentaria al Po­der Ejecutivo, es en la Carta de 1893, cuyo artículo 76, numeral 18, prescribía: “Son atribuciones del Presidente de la Unión: 1. Omissis. 16. Expedir los decretos o reglamentos p a ra la m ejor ejecución de las leyes, siempre que la ley lo exija o establezca en su texto, cuidando de no alterar e l espíritu o razón de la le y ”.

No nos atrevemos a afirmar que antes del año 1893 el Poder Ejecutivo no dictase reglamentos, porque -insistim os- carecemos de datos que permitan conocer a cabalidad el contexto jurídico de la época, solamen­te nos limitamos a señalar que la primera vez que es consagrada cons­titucionalmente la mencionada potestad en la forma indicada, es en la referida Constitución, pues anteriormente (desde la Constitución de 1830 hasta la de 1891, inclusive) todo lo concerniente a la ejecución de las leyes aparecía disciplinado en una disposición que se repite en forma idéntica en todas las Constituciones que rigieron entre esas dos fechas, concebida así: “El Presidente de la Unión tiene las siguientes atribucio­nes.. . Mandar a ejecutar y cuidar de la ejecución de la leyes y decretos de la legislatura nacional” (a partir de la Constitución de 1864), y ejecu­tar las del Congreso en las Constituciones de 1830, 1857 y 1858. Por supuesto, que de la sola disposición transcripta no resulta posible inferir la atribución de la potestad reglamentaria al Poder Ejecutivo.

Retomando el tenor del artículo 76, numeral 18, de la Constitución de 1893, conviene destacar que el ejercicio de la potestad reglamentaria conferida al Presidente de la República, aparecía condicionado a su previa exigencia en el texto de la respectiva ley, de tal manera que si ésta no contenía la exigencia de reglamentación, se configuraba una interdicción constitucional, en ese sentido, para el Presidente de la Re­

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pública. Esa disposición se mantuvo en idénticos términos en las textos constitucionales de 1901, 1904 y 1909, pues en la Constitución de 1914 sufre una modificación significativa, en virtud de que se confiere al Pre­sidente de la República en forma mucho más amplia la potestad para reglamentar las leyes, en los siguientes términos: art. 79, ord. 8 “Son atribuciones del Presidente de los Estados Unidos de Venezuela Expe­dir los decretos y reglamentos para la mejor ejecución de las leyes, sin alterar su espíritu, propósito y razón”.

Como señalamos precedentemente, este precepto modifica significati­vamente el anterior, porque, en primer lugar, le atribuye una competen­cia general en materia de reglamentación al Presidente de la República, razón por la cual queda facultado para reglamentar cualquier ley, sin necesidad de que ésta contenga una exigencia en tal sentido; en segun­do lugar, al igual que la disposición anterior, atendiendo a la superior jerarquía de la ley, impone como condición de validez o constitucionali- dad del reglamento, que el mismo no altere el espíritu, propósito y razón del texto legislativo, con la particularidad de que añade un nuevo límite intrínseco: el propósito de la ley, y en tercer lugar, permite inferir que la potestad de reglamentar las leyes es reservada por la Constitución en forma exclusiva y excluyente, al Presidente de la República.

Esa disposición de la Constitución de 1914 se mantiene prácticamente en idénticos términos hasta la actualidad, dado que en la Carta de 1999, solamente se precisa o aclara -repitiendo el texto anterior- que el Pre­sidente de la República está facultado para reglamentar total o par­cialmente las leyes, lo que sin duda estaba comprendido implícitamente en el precepto de 1914. Por otro lado, la Constitución de 1925 establece por primera vez que la potestad de reglamentar las leyes debía ejercerla el Presidente de la República en Consejo de Ministros, disposición que se ha mantenido en todas las Cartas constitucionales subsiguientes.

Cabe señalar que la única modificación puntual que se percibe en la Cons­titución de 1999, es que se produce una ruptura parcial del monopolio del Presidente de la República para reglamentar las leyes, debido a que con­curren con éste en ese cometido, el Poder Electoral en el supuesto de leyes electorales (art. 293, num 1) y la Fuerza Armada Nacional, en el

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supuesto de leyes que regulen el comercio, fabricación, importación, al­macenamiento, etc., de armas que no sean de guerra (art. 324).

Es necesario añadir que el examen de las Constituciones venezolanas revela que a partir de la de 1904 y hasta la de 1922, se confiere al Presidente de la República la potestad para reglamentar los servicios públicos de correo, telégrafo, teléfonos y sanidad, sin la necesidad de una ley preexistente, lo que permitía sostener la tesis relativa a la exis­tencia de reglamentos independientes -durante esos años- en materia de servicios públicos, que como es sabido fue el ámbito material en que primeramente durante el siglo XIX fueron dictados por los gobiernos europeos reglamentos de esta clase. Aunque la norma se mantuvo hasta la Constitución de 1936, en la de 1925, esas materias entraron a formar parte de la reserva legal, motivo por el cual debe convenirse que si efectivam ente se llegaron a dictar reglamentos de esta categoría (independientes), sólo pudo hacerlo el Presidente de la República desde 1904 hasta la entrada en vigencia del texto constitucional de 1925.

2.2 La p o te s ta d n o rm a tiva de ran go le g a l d e l P o d e r E jecu t ivo (legislación de urgencia y legislación de legada)

La primera Constitución que introduce una norma que confiere potestad normativa al Presidente de la República, con rango de ley, es la de 1945, bajo una figura anómala cuando se compara con el marco conceptual de la legislación de urgencia y la legislación delegada que habían sido constitucionalizadas en Europa después de la Primera Guerra Mundial, y fundamentalmente de la segunda. En efecto, en lugar de introducir los decretos leyes o los decretos legislativos, se optó por incorporar de manera intuitiva o tal vez empírica la controvertida -para la época- figura de las “medidas”, propias del Derecho alemán, y las particulari­zaron en materia económica o financiera. A pesar de que con la mencionada figura se buscaba una solución constitucional a eventuales problemas económicos o financieros que pudieran presentarse en el fu­turo, similares a los originados por la Segunda Guerra Mundial, los cua­les tuvieron que ser encarados, en el país, entre 1940 y 1945, con un remedio muy heroico como fue la suspensión de garantías.

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Fue así como el artículo 104, numeral 29, de la Constitución del citado año, estableció: “Son atribuciones del Presidente de los Estados Unidos de Ve­nezuela: 1. Omissis. 29. Ejercer en los términos que fije el Congreso la facultad de dictar medidas extraordinarias destinadas a proteger la vida económica y financiera de la Nación cuando la necesidad o la conveniencia pública lo requieran”. De conformidad con el artículo 78, numeral 23, ejus- dem, correspondía al Congreso autorizar al Presidente de la República, mediante ley formal, para que dictase las referidas medidas.

Pues bien, esa disposición totalmente atípica, porque cabalgaba entre la legislación de urgencia y la legislación delegada se mantiene en los mis­mos términos en la Constitución de 1947 y en la de 1961, texto éste en el cual los dos artículos que regulaban a esta especialísima potestad normativa del Presidente de la República, se funden en uno sólo, bajo el número 190, el cual queda redactado así: “Son atribuciones y deberes del Presidente de la República Io. Omissis. 8o Dictar medidas extraor­dinarias en materia económica o financiera cuando así lo requiera el interés público y haya sido autorizado para ello por ley especial”.

Durante la vigencia de la Constitución de 1961 la disposición encontró aplicación en reiteradas oportunidades, pues fueron sancionadas siete leyes autorizatorias que dieron lugar a que el Presidente de la República dictase múltiples medidas extraordinarias, bajo diversas denominacio­nes, a saber: “ medidas” “decretos mediante disposiciones legales” “de­cretos” “decretos leyes” y “decretos con rango y fuerza de ley”, con la particularidad de que cada vez que se sancionaba una ley autorizatoria se suscitaba una diatriba política, mas no una discusión jurídica, sobre la aplicación de la citada disposición constitucional, a pesar de que siem­pre afloraban dudas, dependiendo de la situación política, como las si­guientes: si la potestad legislativa resultaba delegable; el carácter de leyes de las medidas extraordinarias: si eran leyes o decretos leyes; la facultad del Presidente de la República para dictar decretos leyes, el carácter delegatorio o autorizatorio de la ley que dictaba el Congreso, los motivos de urgencia que condicionaban la sanción de la ley, etc.

En realidad ninguna de esas dudas resultaron examinadas en el ámbito jurídico, y mucho menos en el judicial, pese a que el decreto ley dictado en 1993, mediante el cual fue creado el Impuesto al Valor Agregado,

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durante la presidencia del señor Velásquez, fue objeto de varias deman­das de nulidad por inconstitucionalidad, pero ninguna de ellas llegó a ser sentenciada por la extinta Corte Suprema de Justicia.

En definitiva, la potestad normativa “extraordinaria”, vinculada tanto a la legislación de urgencia como a la delegada del Poder Ejecutivo, du­rante la vigencia de la Constitución de 1961, se consolidó casi totalmen­te en el terreno de los meros hechos, lo que dio como resultado que se impusiese la naturaleza normativa, así como el rango legal de las medi­das extraordinarias, sin detenerse a examinar la naturaleza de dicha figura en el marco del Derecho Comparado, en el cual desde finales del siglo XIX se conoce a las leyes medidas o leyes proveimientos, de con­tenido singular, dirigidas sólo a un sujeto, o a un círculo determinado de ellos, que se agota con su primera aplicación.

Además en ese orden de razonamiento se impusieron el carácter de decreto ley o de decreto con fuerza de ley de dichas medidas, así como el carácter no consuntivo de esta potestad normativa del Presidente de la República; igualmente se impuso el carácter de técnica de urgencia de esta legislación, pues cada vez que se autorizaba el ejercicio de la potestad normativa, se invocaba la lentitud del procedimiento parlamen­tario, y que esa normativa se requería con urgencia para tutelar deter­minados intereses públicos, pese a que se requería la autorización previa del Congreso de la República, contenida en la ley formal ordinaria.

Todo apuntaba en 1999, cuando se sancionó la Constitución, que esa “doctrina fáctica” desaparecería, en virtud de que el constituyente de ese año optó por introducir, de manera inequívoca, la técnica de la legislación delegada, y consiguientemente la figura de los decretos legislativos, si­guiendo el modelo de la Constitución española de 1978. Pero si bien la aludida doctrina fáctica efectivamente desapareció casi totalmente, la nueva normativa constitucional ha generado problemas estrechamente relacionados con el ejercicio de la potestad normativa por el Poder Ejecutivo, algunos de los cuales examinaremos más adelante.

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3. Los problem as que suscita el ejercicio de la potestad normativa reglamentaria por parte del Poder Ejecutivo

3.1 E l ex igu o m arco r e g u la to r io c o n s t i tu c io n a l de la p o t e s t a d reglamentaria y los prob lem as que origina

Resulta insólito que en la actualidad siendo reglamentario aproximadamen­te el noventa y cinco por ciento o más de las normas que integran cualquier ordenamiento jurídico, en la práctica la única norma que regula en Vene­zuela el ejercicio de la potestad reglamentaria por parte del Presidente de la República, que no del Poder Ejecutivo Nacional, sea apenas un numeral del artículo 236, constitucional, que establece las atribuciones del Presidente de la República, concebido así “Son atribuciones y obligaciones del Presidente de la República 1. Omissis. 10 Reglamentar total o parcialmente las leyes, sin alterar su espíritu, propósito y razón”. La exigüidad no es sólo cuantita­tiva, sino cualitativa, porque en primer lugar, queda anclado en la vieja nor­ma de la Constitución de 1914, que a los fines de mantener la primacía de la ley sobre el reglamento, recurría a la también antigua fórmula simbólica y sacramental concerniente al espíritu, propósito y razón de la ley, que hoy por hoy no dudamos en calificar de obsoleta.

En efecto, esa exigüidad origina problemas de interpretación, porque al exigir que la alteración que da lugar a la nulidad del reglamento, debe implicar, al espíritu, propósito y razón de la ley reglamentada, en forma concurrente, puede conducir a que el reglamentista, e inclusive los órganos jurisdiccionales, interpreten que si la contrariedad es sola­mente con uno o dos elementos de la aludida fórmula sacramental, verbigracia el espíritu o el espíritu y la razón, entonces no podría pre­dicarse la nulidad de la norma reglamentaria, porque no se configura­ría la alteración en forma concurrente de los indicados tres elementos de la señalada fórmula. Si esta tesis se impusiese, aparte de la dificul­tad derivada del carácter de conceptos jurídicos indeterminados que tienen esos elementos, la cual contribuiría a reforzarla, se abriría un espacio de inmunidad muy amplio al Poder Ejecutivo para dictar re­glamentos que contraríen a las leyes.

En ese mismo orden de ideas observamos que el límite a la potestad reglamentaria constituido por el espíritu, propósito y razón de la ley re­

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glamentada, puede ocasionar que intérpretes interesados sostengan que el reglamento solamente será ilegal cuando viole el referido límite de la ley reglamentada, pues si infringe un texto legislativo que no sea objeto de dicha reglamentación, entonces el instrumento reglamentario será válido, como por ejemplo si una disposición del Reglamento de la Ley Orgánica de Educación, infringiese un artículo de la Ley de Universida­des, soslayando de esa manera, la tesis por demás apodíctica, de la superioridad jerárquica de la ley sobre el reglamento, cuya aplicación comporta que todo reglamento, ejecutivo o no, que viole cualquier ley estará viciado de nulidad.

Por otra parte, la exigüidad cualitativa de la norma, crea una situación de incertidumbre en materia reglamentaria, al obviar literalmente, pues así lo impone la interpretación histórica y teleológica de la misma, a los reglamentos independientes, que son una realidad ostensible, inoculta­ble, ciertamente “paraconstitucional” , en Venezuela, que evidentemen­te requiere ser regulada, porque esa falta de regulación, como lo veremos más adelante, ha creado una situación de inseguridad jurídica sustenta­da en una acumulación exagerada e inconstitucional de poder por parte de los órganos que integran el Poder Ejecutivo y la Administración Pú­blica, que sin duda atenta contra los derechos de los ciudadanos.

Por supuesto, que en 1999, e inclusive en 1961, hubiese sido preferible superar la “inercia constitucional” consolidada desde 1914, y transitar por ejemplo, la senda seguida por el constituyente español, si lo que se pretendía era regular la potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo, en un solo artículo constitucional, pudiendo en ese sentido establecer que correspondía al Presidente de la República ejercer la potestad regla­mentaria, como aparece atribuida al Gobierno en el artículo 97 de la Constitución española, norma que sin embargo, no ha dejado de suscitar serias discusiones en España. Por ello teniendo en mente el enorme desarrollo teórico existente en esta materia, los constituyentes venezo­lanos pudieron haber añadido otras disposiciones, relativas por lo menos a las diversas clases de reglamentos que deberían conformar la potes­tad del Poder Ejecutivo, inclusive nada hubiera impedido precisar el ejer­cicio de esta facultad por parte de los Poderes Ejecutivos de los estados y de los municipios.

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Igualmente hubiere sido preferible suprimir la aludida fórmula sacra­mental erigida en límite de la potestad reglamentaria del Poder Ejecuti­vo desde la Constitución de 1914, en virtud de que en el contexto del marco teórico que subyace la relación ley-reglamento, no se requiere establecer bajo fórmula alguna el límite o prohibición de la violación de la ley por el instrumento reglamentario, pues ya constituye un verdadero dogma desde principios del siglo XIX, que el reglamento es una norma- ción enteramente subordinada a la ley, motivo por el cual no puede pre­tender dicha normación ni modificarla ni derogarla, so pena de nulidad.

Finalmente, debemos confesar que siempre hemos tenido curiosidad por conocer el origen de esa tendencia a la exigüidad que observamos en la mayoría de las Constituciones, al momento de regular la potestad reglamentaria, porque las normas italiana y española no son menos exiguas cuantitativamente, sólo que aparecen concebidas de tal ma­nera que abren el camino a la regulación de la referida potestad por vía de ley, o al desarrollo por vía de interpretación constitucional, que es lo que ha ocurrido en esos países. En la búsqueda de alguna expli­cación hemos encontrado algunos autores que explican el fenómeno, invocando la influencia ideológica que ejercieron durante mucho tiem­po los teóricos del liberalismo jurídico, quienes propugnaban -y toda­vía propugnan- la tesis concerniente a la reducción de la potestad normativa del Gobierno o Poder Ejecutivo a su mínima expresión, en virtud de que sostienen que la gran mayoría de ella debe ser ejercida por el Parlamento. Y esa influencia que quedó recogida en todas las Constituciones del siglo XIX, tal vez por un fenómeno inercial, se ha mantenido en las Cartas del siglo XX.

3.2 El cuasi monopolio del Presidente de la República en el ejercicio de la p o te s ta d reglamentaria vs la dispersión de la ti tu laridad subjetiva de la misma

Es necesario comenzar puntualizando que debido a la inercia constitu­yente, que ha conducido al mantenimiento en términos idénticos, duran­te casi cien años, de la norma de la Constitución de 1914, pese a los enormes cambios que ha sufrido el Estado venezolano, la potestad re­glamentaria se atribuye exclusivamente al Presidente de la República, quien debe ejercerla en Consejo de Ministros, y no al gobierno o Poder

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Ejecutivo, máxime si se tiene en cuenta que a diferencia de lo que ocu­rre en otros Estados, como EE.UU. y Argentina, en los cuales la Cons­titución se limita a establecer que el Poder Ejecutivo está conformado únicamente por el Presidente de la República, en Venezuela el Poder Ejecutivo es ejercido por el Presidente de la República, el Vicepresi­dente Ejecutivo, los ministros y “demás funcionarios que determinen esta Constitución y la ley” (artículo 225 constitucional).

Ahora bien, el ejercicio del Poder Ejecutivo por varios titulares, y la atribución de la potestad reglamentaria en forma cuasi monopólica al Presidente de la República, impone realizar el análisis concordado de las dos normas citadas (art. 236, num. 10 y 225 constitucionales), a los fines de determinar si dicha potestad debe ser ejercida por todos los órganos que integran el Poder Ejecutivo o solamente por el Presidente de la República, y al respecto se observa, en la perspectiva histórica, que desde su primera consagración constitucional en la Carta de 1893, siempre la mencionada potestad ha sido atribuida exclusivamente al Presidente de la República, quien hasta 1925, la ejercía en forma uni­personal, y a partir del indicado año en Consejo de Ministros, siendo esa la tendencia seguida por todas las Constituciones posteriores a dicha fecha, incluyendo la vigente.

Luego, resulta claro que la potestad de reglamentar las leyes, con las señaladas excepciones relativas al Poder Electoral y a la Fuerza Ar­mada Nacional, debe ser ejercida en forma cuasi monopólica por el Presidente de la República, de tal manera que cualquier otro órgano del Poder Ejecutivo que intente hacerlo incurrirá en una franca in- constitucionalidad.

Si bien no cabe duda que corresponde al Presidente de la República, y no al Poder Ejecutivo, reglamentar las leyes, es menester dejar sentado que actualmente en Venezuela todos los órganos del mencionado Poder, e inclusive casi todos los titulares de los máximos órganos de la Admi­nistración Pública, dictan reglamentos, que en principio no deberían te­ner el carácter de ejecutivos, pero que algunos de ellos llegan a tenerlo. Así observamos los miles de reglamentos que dictan los Ministros, los Viceministros y hasta los Directores Generales de los Ministerios, los Consejos Universitarios, la Contraloría General de la República, el Mi­

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nisterio Público, los Servicios autónomos sin personalidad jurídica, aho­ra después de la entrada en vigencia del Decreto con fuerza de Ley Orgánica de la Administración Pública, denominados “servicios descon­centrados sin personalidad jurídica”, los Institutos Autónomos, los deno­minados “Institutos Públicos”, el Tribunal Supremo de Justicia, la Dirección Ejecutiva de la Magistratura, la Inspectoría de Tribunales, la Escuela de la Judicatura, y me imagino que seguramente también lo hará el Jefe de Gobierno del Distrito Capital, prevista en la recién pro­mulgada Ley Especial sobre la Organización y Régimen del Distrito Capital, etc. Esta dispersión en la titularidad de la potestad reglamenta­ria también existe, desde luego, en menor grado, en los entes territoria­les estadales y municipales.

Pero no se trata solamente de la dispersión subjetiva de la titularidad de la potestad reglamentaria, la más de las veces fáctica, sino del conteni­do de los instrumentos reglamentarios dictados por esos órganos y en­tes. Así, por ejemplo, no existe ninguna disposición legal, y obviamente tampoco constitucional que habilite a los Ministros para dictar regla­mentos; sin embargo, los titulares de los despachos ministeriales coti­dianamente emanan reglamentos, la más de las veces independientes, pero en algunos casos, también ejecutivos, e inclusive en algunos casos se llegan a dictar reglamentos que participan de las categorías de ejecu­tivos e independientes a la vez, siendo un ejemplo emblemático de los mismos, la Resolución conjunta de los Ministerios del Poder Popular para las Industrias Ligeras y Comercio, para la Agricultura y Tierras y para Alimentación “sobre producción mínima de productos regula­dos" , de fecha 5 de marzo de 2009.

Si se intenta encontrar el fundamento constitucional de la potestad que ejerce ese conjunto de órganos integrantes del Poder Ejecutivo, de la Administración Pública Nacional Central y Descentralizada, la respues­ta categórica es que resulta inexistente, bien que se trate de reglamen­tos ejecutivos o independientes, máxime si se tiene en cuenta que muchos de esta última clase de reglamentos, tienen efectos “ad extra”, en tér­minos de la doctrina española, o si quiere utilizar nuestro léxico, debería precisarse que son reglamentos externos, porque regulan sujetos o si­tuaciones jurídicas, distintas a los que pertenecen, u ocurren interna­

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mente en esos órganos o entes (ad intrd). Inclusive se presentan casos en que un Ministro o cualquier otro órgano dicta un reglamento, y des­pués dicta otro reglamento, basándose en el primero, olvidando así la regla lógica elemental siguiente: “Ninguna norma puede atribuir a otra una fuerza igual o mayor a la que ella misma posee”.

Es cierto que existe consenso en considerar como implícita la atribución de una potestad reglamentaria para los órganos dotados de autonomía e independencia, y los entes públicos, que por definición son autónomos, o eran porque después de la entrada en vigencia del Decreto con fuerza de Ley mediante el cual fue creada la Comisión Central de Planifica­ción y del Decreto con fuerza de Ley Orgánica de la Administración Pública, desapareció casi todo vestigio de autonomía de determinados órganos administrativos y de los entes públicos. Pero también es cierto que se produce ese consenso cuando esa potestad está referida básica­mente a la regulación de la organización y funcionamiento de esos entes y órganos, así como lo relativo a la regulación de las denominadas rela­ciones de sujeción especial, es decir, aquellas que establece la Adminis­tración con los funcionarios que le prestan servicio, o con los usuarios de los correspondientes servicios (funcionarios públicos, enfermos, es­tudiantes, militares, etc.).

Pero también existe una tendencia, tal vez afincada en los orígenes del liberalismo, a rechazar que este tipo de órganos, sin una previsión legal expresa, pueda dictar normación secundaria que contenga, en términos de la doctrina alemana, proposiciones jurídicas, es decir, que incidan de alguna manera sobre las situaciones subjetivas de los ciu­dadanos. Pues bien, queda claro que esa tendencia no encuentra aco­gida en Venezuela, ya que la enorme y creciente dispersión de la titularidad subjetiva de la potestad reglamentaria, pareciera querer sus­tentarse en una tesis superada hace bastante tiempo, que consistía en postular que el poder de reglamentación encontraba su fundamenta- ción en la potestad discrecional inherente a todos los órganos adminis­trativos, tesis que desde luego resulta inadmisible en esta época, y conduce a postular en línea de máxima, la evidente inconstitucionali- dad de esa actividad reglamentaria.

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Sin embargo, es necesario reconocer que esa dispersión subjetiva en la titularidad de la potestad reglamentaria, se ha impuesto en los hechos, y parece ser una clara consecuencia de la atribución de dicha potestad, prác­ticamente monopólica, al Presidente de la República en el artículo 236, nu­meral 10, constitucional, que se ha demostrado insuficiente para encarar los dramáticos cambios que han sufrido el Estado y la Administración Pública venezolanos desde 1914, lo que ha conducido a la apertura de cauces bási­camente fácticos, originando la indicada dispersión, creando una verdadera anarquía en materia de ejercicio de la potestad reglamentaria.

Cabe añadir que la tesis del cuasi monopolio de la titularidad del Presi­dente de la República, para dictar reglamentos ejecutivos aparece de­sarrollada en los artículos 88 y 89 del Decreto con rango, valor y fuerza de Ley Orgánica de la Administración Pública, promulgado en el mes de julio de 2008, pues el primero prescribe que el ejercicio de la potestad reglamentaria corresponde al Presidente de la República en Consejo de Ministros, y el segundo establece el procedimiento para la elaboración de los reglamentos, concluyendo que éste termina con la emanación del instrumento reglamentario por el Presidente de la República; de allí, pues la competencia casi exclusiva y excluyente de éste para dictar reglamentos, que no llega a ser total, debido a la potestad reglamentaria excepcional del Poder Electoral y de la Fuerza Armada Nacional.

Por esa razón pensamos que no basta formular una proclamación acer­ca de la inconstitucionalidad de la referida actividad reglamentaria, por parte de múltiples titulares de órganos y entes, distintos al Presidente de la República (dispersión de la titularidad subjetiva), máxime si se tiene en cuenta el estado actual de la Administración Pública, y el irregular funcionamiento de los Poderes Públicos, especialmente del Poder Judi­cial, lo que obliga a buscar una solución ajustada al marco teórico y al Derecho Comparado, aunque ello suponga reinterpretar la Constitución, a los fines de consensuar una tesis que fundamente la extensión del ejercicio de la potestad reglamentaria al Poder Ejecutivo y a determina­dos órganos y entes de la Administración Pública.

Y a partir de esa tesis realizar mediante una ley especial una regulación puntual que reduzca a su mínima expresión la dispersión de la titularidad subjetiva de la potestad reglamentaria, que al mismo tiempo enuncie

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materias susceptibles de ser reguladas por contados y precisos órganos y entes públicos, y que defina los tipos de reglamentos que pueden ser dictados válidamente por el Poder Ejecutivo y por la Administración, si fuere el caso, por supuesto respetando siempre la competencia exclusi­va y casi excluyente del Presidente de la República para dictar regla­mentos ejecutivos. De esa manera se armonizaría la regla sobre el cuasi monopolio del Presidente de la República, con una dispersión muy limi­tada de la titularidad subjetiva de la potestad reglamentaria.

En todo caso, el problema de la dispersión de la titularidad subjetiva de la potestad reglamentaria se mantendrá en pie hasta tanto no se busque una solución legislativa, lo que se traduce en una severa inseguridad jurídica para los ciudadanos. Por tanto, se impone urgentemente transi­tar esa solución, dejando constancia que lo ideal sería una enmienda constitucional en esa materia.

3.3 El problema de los reglamentos independientes o autónomos

Ya hemos afirmado que sólo durante un corto período histórico resultó posible atisbar la presencia de reglamentos independientes, es decir, aquellos dictados por el Poder Ejecutivo, en materias que no forman parte de la reserva legal, que aún no hayan sido normadas por la Asam­blea Nacional, pues es necesario recordar que todas las materias de competencia nacional son susceptibles de ser reguladas por la Asam­blea Nacional, en virtud de no estar prevista en la Constitución una reserva reglamentaria, como sí está contemplada en la Constitución francesa de 1958. Ahora bien, a partir de la Constitución de 1925, desaparecieron los referidos indicios, y se consolidó constitucional­mente únicamente la potestad del Presidente de la República para dic­tar reglamentos ejecutivos.

Sin embargo, es necesario señalar que por lo menos después de la en­trada en vigencia de la Constitución de 1961, comenzaron a dictarse, en principio, en forma reducida, por el Presidente de la República, por los Ministros y por otros titulares de órganos administrativos y de entes públicos, reglamentos que no requerían la previa vigencia de una ley, y mucho más a partir de la década de los noventa del siglo pasado, y ahora el crecimiento de los mismos tiene un carácter exponencial. Rei­

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teramos que en Europa desde los primeros años del siglo XIX los regla­mentos independientes siempre han sido objeto de fuertes controversias jurídicas, pues una parte de la doctrina a principios del siglo XX preten­día fundamentarlos en la costumbre o en la práctica administrativa, o en una potestad “espontánea” o “inherente” a la Administración Pública. Al respecto conviene recordar que ante el argumento de la “costum­bre”, esgrimido por Duguit en Francia, Carret de Malberg respondía “Cada vez que los autores se ven reducidos a invocar la costumbre para justificar un estado de cosas establecido de hecho, ello parece decir que dicho estado de cosas carece de base en derecho”.

Sea lo que fuere, es lo cierto que los reglamentos independientes constitu­yen, al igual que la dispersión de la titularidad subjetiva, antes examinada, una realidad inocultable, que inclusive resultó legitimada mediante varias sentencias de la extinta Corte Suprema de Justicia, y justificada en varios dictámenes de la Procuraduría General de la República, en la década de los noventa del siglo XX, basándose únicamente en la supuesta “inherencia de la potestad reglamentaria a la Administración en materia de reglamentos independientes”, tesis que desde luego, no resiste frente a la predominante en la doctrina moderna, relativa a la necesidad de que esta potestad sea necesariamente atribuida al Poder Ejecutivo y a la Administración Pública, por una norma expresa del ordenamiento jurídico.

Pero es evidente que actualmente esta última tesis no encuentra aplica­ción en Venezuela, como lo demuestra la cantidad de reglamentos inde­pendientes, que bajo distintas denominaciones (reglamentos, normas, resoluciones, normativa, instrucciones, manuales y providencias) son dictados diariamente por diferentes titulares de entes públicos y órga­nos administrativos, incluyendo al Presidente de la República, creando desde luego una verdadera situación de incertidumbre jurídica, dado que muchos de ellos tienen carácter externo y, por ende, inciden sobre las situaciones subjetivas de los ciudadanos; de allí que se imponga la bús­queda de una solución, que bien pudiera ser -com o indicamos antes- la sanción de una ley por la Asamblea Nacional, como ocurrió en Italia el año 1988, que regule la emanación de reglamentos independientes, de­terminando las materias que puedan constituir su objeto, y otorgando la titularidad de esa potestad a muy pocos órganos administrativos y entes

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públicos. Mientras tanto esta irregular situación continuará inclinando fuertemente la balanza, en el marco del equilibrio que debe existir entre los Poderes Públicos, de conformidad con los artículos 136 y 137 cons­titucionales, a favor del Poder Ejecutivo, y lo que es más grave en per­juicio de los derechos de los ciudadanos.

3.4 La confusión entre actos adm inistrativos y reglamentos

En Venezuela existe una tendencia en la doctrina y en la jurisprudencia, a considerar a los reglamentos como una especie del género de los ac­tos administrativos, que aparentemente se vio reforzada después de la promulgación de la Constitución de 1999, la cual al regular las atribucio­nes de la Sala Politicoadministrativa del Tribunal Supremo de Justicia, en su artículo 266, alude a los reglamentos y a los actos administrativos, en los siguientes términos: Son atribuciones del Tribunal Supremo de Justicia 1. Omissis. 5. Declarar la nulidad total o parcial de los regla­mentos y demás actos adm inistrativos generales o individuales del Ejecutivo Nacional, cuando sea procedente....

La atribución señalada en el numeral 1 será ejercida por la Sala Consti­tucional (...) y las contenidas en los numerales 4 y 5, en la Sala Politi- coaministrativa (...).

Antes de entrar a examinar esa norma que al parecer -insistim os- refuerza la tesis concerniente al carácter de actos administrativos que ostentan los reglamentos, es menester admitir que la doctrina extran­jera menos reciente militaba en el campo de la referida tesis, sobre todo porque valoraba mucho a la variable relativa a la proveniencia del Reglamento: el Poder Ejecutivo, la más de las veces actuando sus órganos como Administraciones Públicas, soslayando totalmente el con­tenido del reglamento, de tal manera que bastaba que el acto regla­mentario proviniese de la Administración, para ser considerado como acto administrativo.

Pero la mirada de la doctrina se volvió hacia el contenido, y pasó a valorar su carácter esencialmente normativo, acudiendo básicamente a las tesis de la generalidad subjetiva (destinatarios indeterminados e in­determinables), a la generalidad objetiva (abstracción) y a la novedad.

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Planteado así el asunto, se consideraba que el acto era reglamentario si estaba dirigido a un número indeterminado e indeterminable de destina­tarios (generalidad subjetiva), igualmente cuando contenía previsiones programáticas que eran susceptibles de infinitas aplicaciones (generali­dad objetiva o abstracción), de la misma manera cuando era potencial­mente idóneo para innovar el ordenamiento jurídico, creando nuevas normas jurídicas, o modificando las vigentes.

Las dos primeras tesis son las que cuentan actualmente con mayor nú­mero de partidarios, siendo preferida cuantitativamente, la segunda (generalidad objetiva), a partir de la cual el Profesor García De Enterría (1998) construye la que denomina “tesis ordinamental”, cuyo núcleo esencial radica en plantear el carácter estrictamente normativo de los reglamentos, y su diferencia cualitativa con los actos administrativos. En ese orden de ideas el citado autor afirma que el reglamento se inte­gra al ordenamiento jurídico, y el “acto administrativo es algo ordenado, producido en el seno del propio ordenamiento y por éste previsto como simple aplicación del mismo. El Reglamento innova el ordenamiento (de­roga otro reglamento anterior, crea normas nuevas), el acto administra­tivo se limita a aplicar el ordenamiento a un supuesto dado o por dicho ordenamiento previsto”.

Añade que no debe confundirse el reglamento con el acto administrati­vo de carácter general, que inclusive puede estar dirigido a un número indeterminado o indeterminable de destinatarios, verbigracia la convo­catoria a una licitación general, ahora concurso abierto, acto que no llega a integrarse en el ordenamiento jurídico, pues éste sigue siendo el mismo antes y después que el acto se produzca o se cumpla, en virtud de que se trata de un acto aplicativo -se insiste- del ordenamiento, y por el contrario no innovador del mismo.

En fin, a la luz de la tesis de García De Enterría se admiten actos administrativos generales, como el del ejemplo, pero no normativos, en virtud de su carácter consuntivo, pues se agotan o consumen en una sola aplicación, ya que después que se realiza el concurso abierto -siguiendo con el ejem plo- independientemente de su resultado (se­lección del contratista, o que se declare desierto), el acto deja de exis­tir, y así en el supuesto de que sea declarado desierto, el actp no se

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puede reponer, pues lo que procede es realizar una nueva convocato­ria del concurso abierto.

Consideramos que la tesis ordinamental resulta aplicable en Venezuela, razón por la cual se impondría la diferenciación entre actos administra­tivos y reglamentos, pese a la opinión contraria de la mayoría de la doctrina, e incluso de la jurisprudencia, y en ese sentido rechazamos la interpretación literal del artículo 266, numeral 5, de la Constitución, el cual, en nuestro criterio, no establece ninguna equiparación entre los dos tipos de actos bajo examen, mucho menos que revele la existencia de una relación de género a especie, donde los actos administrativos sean el género y los reglamentos la especie, en primer lugar, porque no encuentra ningún asidero en los antecedentes constituyentes, pues el precepto resultó aprobado por la Asamblea Nacional Constituyente sin ningún pronunciamiento directo o indirecto en ese sentido; en segundo lugar, porque el precepto forma parte de una norma atributiva de com­petencia del Tribunal Supremo de Justicia, desde luego, de naturaleza esencialmente adjetiva, lo que constituye un elemento importante en el proceso de interpretación de ese esquema normativo, que permite ex­cluir lógicamente el carácter sustantivo de la misma y, por tanto, deses­timar que la intención de la Carta Magna sea establecer categorías concernientes a los actos administrativos y a los reglamentos, mucho menos partiendo de la expresión literal “y demás actos administrativos” llegar a establecer equiparación alguna entre ambos, o peor aún, que los segundos sean una especie de los primeros (género).

Toda la argumentación anterior tiene una especial relevancia en el ejer­cicio de la potestad reglamentaria por el Poder Ejecutivo, porque si se admite la tesis mayoritaria en Venezuela, de la equiparación entre los actos administrativos y los reglamentos, o mejor que éstos son actos administrativos, entonces consecuencialmente habría que aceptar que las denominadas providencias administrativas, las cuales de conformi­dad con el artículo 14 de la Ley Orgánica de Procedimientos Adminis­trativos, son meros actos administrativos, sin ninguna duda, de carácter particular, que inclusive se encuentran en el último rango de la escala jerárquica de los actos administrativos diseñada en ese dispositivo po­drían revestir carácter reglamentario.

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De allí entonces que sería posible dictar válidamente reglamentos por parte de un gran número de autoridades administrativas, incrementado exponencialmente la aludida dispersión de la titularidad subjetiva de la potestad reglamentaria, que es lamentablemente lo que está ocurriendo actualmente en la Administración Pública venezolana, por supuesto, en franco detrimento de las situaciones jurídicas subjetivas de los ciudada­nos. En otras palabras, habría que legitimar -también de facto- el carácter de norm ación secundaria de las providencias adm in istrativas, incrementando aún más el señalado desbalance a favor del Poder Eje­cutivo, en el equilibrio de poderes proclamado por la Constitución.

3.5 El nom en iuris de los reglamentos

Si bien resulta indudable que el concepto de reglamento alude a toda normación subordinada a la ley, la Administración Pública muchas ve­ces recurre a diversas denominaciones para intentar camuflar, por ra­zones obvias, el ejercicio de la potestad reglamentaria, inclusive utiliza algunas que se corresponden inconcusamente con actos administrati­vos particulares o individuales, los cuales no pueden de ninguna mane­ra revestir carácter normativo, como ocurre por ejemplo, con las circulares, los instructivos, y como ya indicamos, las providencias ad­ministrativas, aparte de que se usan nombres que no denotan clara­mente para los administrados, que sean verdaderos reglamentos, tales como normativas, normas, decretos, manuales, etc., además de las an­tes mencionadas denominaciones.

No se requiere esgrimir muchos argumentos para entender que esa pro­liferación de denominaciones, afecta a la transparencia de la Adminis­tración Pública en ejercicio de su potestad normativa, máxime si se tiene en cuenta que no existen reglas, a diferencia de lo que ocurre con las leyes y con los actos con fuerza de ley, para resolver los conflictos internormativos que se presenten entre distintos reglamentos de un mis­mo subsistema normativo. En fin, esa proliferación de denominaciones no hacen más que intentar legitimar una potestad que la mayoría de los órganos y los entes que la ejercen no la tienen conferida ni por la Cons­titución, ni por la ley, al pretender de esa manera -a l no utilizar el térmi­no reglamento- demostrar que se trata de actos distintos a estos últimos, pese a su contenido estrictamente normativo.

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3.6 La posib le existencia de una especie de reserva de reglamentos en la Constitución

Ya dejamos sentado que bien lejos está el sistema de las fuentes del Derecho venezolano de parecerse al francés, en el cual existen dos sectores normativos perfectamente delimitados por la propia Consti­tución de 1958, que responden a ámbitos materiales acotados y reser­vados re sp ec tiv am en te al reg lam en to y a la ley, lo que consecuencialmente implica que el criterio de ordenación de esos dos tipos de fuentes del Derecho, sea el de la competencia, y no el de la jerarquía, y que por consiguiente, el legislador está impedido de inva­dir el ámbito material reservado al reglamento, y viceversa en el caso del reglamentista, so pena de inconstitucionalidad (artículos 34 y 37 de la Constitución francesa).

Efectivamente, en Venezuela rige un principio general, según el cual to­das y cada una de las materias que son de competencia nacional, resultan susceptibles de ser reguladas mediante ley, a pesar de que todas ellas no integren la denominada reserva legal material, de tal manera que no exis­ten límites materiales a la potestad legislativa de la Asamblea Nacional, tal como queda establecido en el artículo 187 constitucional. Sin embargo, conviene precisar que la Constitución de 1999, pareciera traer unos casos excepcionales que revelan la voluntad del constituyente de crear unas especies de espacios normativos reservados al Reglamento.

El primero de ellos está vinculado al conferimiento de la potestad organi­zativa al Presidente de la República, la cual durante la vigencia de la Constitución de 1961 estaba atribuida al Congreso de la República, y pre­cisamente eso era lo que explicaba, por ejemplo, que la creación o supre­sión de los Ministerios, constituía materia de reserva legal, e impedía que el titular de la Presidencia de la República en gestos de “inspiración”, no de planificación, pudiese crear, modificar o suprimir “voluntarísticamen- te” departamentos ministeriales, como ocurre en la actualidad. La referi­da potestad organizativa ejercida mediante reglamentos, debido a la reserva constitucional, aparece diseñada en el artículo 236, numeral 20 de la Cons­titución, que pauta: “son atribuciones y obligaciones del Presidente o Pre­sidenta de la República 1. Omissis. 20. Fijar el número, organización y competencia de los ministerios y otros organismos de la Administración

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Pública Nacional, así como también la organización y funcionamiento del Consejo de Ministros, dentro de los principios y lincamientos señalados por la correspondiente ley orgánica”.

Conforme al precepto transcripto la potestad organizativa expresada nor­mativamente mediante estos reglamentos, que cabalgan entre las catego­rías de ejecutivos e independientes, pero que están más cerca estos últimos, porque sólo están obligados a ajustarse a los principios generales conteni­dos en el Decreto con fuerza de Ley Orgánica de la Administración Pú­blica, ocupan espacios o ámbitos materiales reservados al reglamentista, y consecuencialmente vedados al legislador, razón por la cual a pesar de regular materias de competencia nacional, no pueden ser derogados ni modificados por ninguna ley sancionada por la Asamblea Nacional, es decir, no tendrán en la práctica carácter de normación secundaria.

Por supuesto que debido al ámbito de estos especialísimos reglamentos, en su relación con las leyes nacionales no están ordenados según el criterio de jerarquía, sino el de competencia, pero es necesario aclarar que ese ámbito no se extiende a los Poderes Públicos que aparecen regulados por leyes orgánicas por denominación constitucional y por leyes orgánicas para desarrollar los Poderes Públicos, por tratarse en esos casos también de materias reservadas a esa categoría de leyes por la Constitución. El más importante de todos esos reglamentos es el de­nominado “Decreto sobre Organización y Funcionamiento de la Admi­nistración Pública N acional” , que es modificado cada vez que al Presidente de la República se le “ocurre” crear, modificar o suprimir un Ministerio, o fusionar dos o más de ellos.

De modo, pues que a la luz de los argumentos anteriores queda claro que la potestad organizatoria del Presidente de la República, viabilizada mediante este tipo de reglamentos está referida exclusivamente a órga­nos administrativos: Ministerios, Oficinas Nacionales, Autoridades Re­gionales, Autoridades Únicas de Área, Consejos Nacionales, Oficinas Nacionales, Comisiones y Comisionados Presidenciales, Servicios des­concentrados sin personalidad jurídica, Misiones, etc., nunca a personas jurídicas de derecho público, cuya creación es materia de reserva legal, ni tampoco a los antes mencionados Poderes Públicos, que deben ser creados y regulados por leyes orgánicas.

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El segundo caso de reserva de reglamento previsto en la Constitución de 1999, coincidencialmente también está relacionado con la potestad organizatoria. Se trata de la atribución que en ese sentido se le confiere al Tribunal Supremo de Justicia para crear el órgano encargado de ejer­cer las funciones de gobierno y administración del Poder Judicial, que le encomienda la Carta constitucional al máximo Tribunal. Se trata con­cretamente de la denominada Dirección Ejecutiva de la Magistratura, tal como se desprende del artículo 267, parte infine de la Constitución, que pauta “ ...Para el ejercicio de estas atribuciones, el Tribunal Supre­mo de Justicia en pleno creará una Dirección Ejecutiva de la Magistra­tura, con sus oficinas regionales”.

Al igual que en la hipótesis normativa anterior, pareciera categórica la reserva de reglamento, en virtud de que el máximo Tribunal deberá ne­cesariamente recurrir a este tipo de instrumento normativo, como efec­tivamente lo hizo en el año 2000, para la creación y organización de la Dirección Ejecutiva de la Magistratura (DEM), razón por la cual la Asam­blea Nacional está impedida de regular ese ámbito material reservado constitucionalmente, no al Poder Ejecutivo, sino al mismo Poder Judicial (Tribunal Supremo de Justicia). No obstante, es necesario dejar cons­tancia que el Parlamento en la oportunidad de sancionar la nueva Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia en el año 2004, infringió el citado esquema constitucional, porque estableció un conjunto de nor­mas destinadas a regular la Dirección Ejecutiva de la Magistratura, es decir, invadió la reserva constitucional de reglamento, bajo examen.

3.7 La posible “creación” fáctica de los denominados reglamentos delegados

Es necesario advertir que en otros países existe la categoría de los re­glamentos delegados, los cuales tienen la particularidad de que modi­fican leyes formales, a partir de una ley de deslegalización, cuya única finalidad es rebajar el rango normativo de otra ley preexistente (de legal a sublegal). Sólo una vez que se produce esa rebaja del rango, el regla­mentista queda legitimado para modificarla, sin que ello implique una violación del principio de jerarquía normativa. Porque de alguna manera está en juego el sacrificio del referido principio, sólo es posible predicar la existencia de este tipo de reglamentos cuando están expresamente

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contemplados en una norma jurídica, como ocurre, por ejemplo en Italia, país que al igual en que otros europeos, se acostumbra establecer una interdicción para dictar reglamentos delegados en materias que formen parte de la reserva legal.

Ahora bien, en Venezuela se ha pretendido derivar la existencia de re­glamentos delegados, de una práctica irregular que se observa en la sanción de algunas leyes, la cual consiste en remitir al reglamentista ejecutivo, el cometido de regular ex novo determinada materia o situa­ción que por razones inexplicables no se incluye en esas leyes. Pues bien, ese reglamento es el que pretende calificarse como delegado, por­que la aludida remisión, según los partidarios de esa tesis, constituye una verdadera delegación del Legislador al Poder Ejecutivo. En nuestro criterio no se requieren mayores argumentos para demostrar que, en primer lugar, esa práctica revela la voluntad de dictar un reglamento ejecutivo, aunque afectado de la indicada irregularidad, pues al fin y al cabo se trata de reglamentar una ley preexistente, y obviamente el con­tenido del mismo está subordinado a dicha ley, o sea, es normación se­cundaria; en segundo lugar, dicha práctica no puede llegar a constituir una delegación legislativa, porque sólo la Constitución puede crear la figura de la delegación de la potestad legislativa por parte de la Asam­blea Nacional, y además de manera excepcional.

Precisamente esa figura aparece contemplada en el artículo 203 de la Constitución y opera mediante las leyes habilitantes, cuya ejecución por parte del Ejecutivo origina un instrumento normativo cualitativamente distinto al particular tipo de reglamento bajo examen, como lo es el de­creto con fuerza de ley, previsto en el artículo 236 numeral 8, ejusdem, que como es bien sabido es dictado por el Presidente de la República, sin que se requiera una ley previa que deba ser reglamentada, tiene rango de ley, y además es susceptible de reglamentación al igual que cualquier ley formal (reglamento ejecutivo).

Y lo que es más importante no encuadra en el marco teórico sobre el reglamento delegado diseñado por el Derecho comparado, que exige la vigencia de dos leyes formales: una ley preexistente, y una ley de desle­galización, que rebaja el rango de la primera, de legal, a sublegal, y es precisamente como consecuencia de dicha deslegalización que surge

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en la práctica esa especie de delegación de la cual se deriva el nombre de los reglamentos bajo examen, Sólo cuando se cumple esa operación puede el Ejecutivo dictar el denominado reglamento delegado, que se caracteriza porque modifica y hasta puede llegar a derogar la ley desle­galizada, que insistimos pasa a tener rango sublegal. No obstante, es muy difícil que ocurra la derogación, porque siempre las deslegalizacio­nes tienen un carácter parcial.

Ahora bien, la situación actual de la falta de autonomía del Poder Judicial frente al Poder Ejecutivo, y el manejo arbitrario que ordinariamente se hace de los instrumentos jurídicos por este último Poder, puede conducir, sin que cause ya ningún asombro, a que por vía de “interpretación” el Tribunal Supremo de Justicia, en su Sala Constitucional o en su Sala Poli- ticoadministrativa, legitime a los reglamentos delegados, lo que abriría un camino expedito para que el Poder Ejecutivo, en ejercicio de su potestad normativa, modificara discrecionalmente leyes sancionadas por la Asam­blea Nacional. En ese sentido podría bien seguirse la tesis que hemos rechazado (la remisión de la regulación de determinada materia o situa­ción, mediante ley, a un reglamento), o la vía de facto de la deslegaliza­ción que origina en otros países la categoría de los reglamentos delegados, que insistimos debe estar expresamente prevista en el ordenamiento.

4. Los problem as que suscita el ejercicio de la potestad normativa de rango legal por el Poder Ejecutivo

4.1 Los decretos con fuerza de ley dictados sobre la base de leyes habilitantes en blanco o de plenos poderes

El constituyente de 1999, al optar por seguir el modelo de las leyes de delegación, y de los consiguientes decretos legislativos, y abandonar la obsoleta figura de las medidas extraordinarias en materia económica o financiera, delineó también el régimen jurídico correspondiente a dicho modelo, contenido en los artículos 203 y 236, numeral 8, constituciona­les, sobre la base de los siguientes postulados: a) atribuye una potestad discrecional a la Asamblea Nacional, para transferir o delegar su com­petencia legislativa, de manera parcial y temporal, en tiempos de nor­malidad administrativa o institucional, razón por la cual su ejercicio no está condicionado por ninguna razón de urgencia, concretada en una

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extraordinaria necesidad que imponga, sobre la base de la invocación del interés público, al Poder Legislativo un deber de transferir su com­petencia legislativa al Poder Ejecutivo; de allí que resulte perfectamen­te válido y normal que en el curso de una o varias legislaturas nunca el Parlamento llegue a realizar la mencionada delegación.

En otras palabras, la delegación legislativa -insistim os- es una figura que opera en tiempos de plena normalidad institucional, y su proceden­cia está condicionada por razones de conveniencia, a los fines de per­mitir que el Poder Ejecutivo pueda dictar normas con fuerza de ley en materias de gran complejidad técnica o jurídica.

b) Sujeta el procedimiento de delegación legislativa (sanción de la ley habilitante), al cumplimiento de estrictos requisitos establecidos en la Constitución, con la finalidad de que dicha delegación no sea desnatura­lizada por una mayoría calificada circunstancial en la Asamblea Nacio­nal, que a continuación se enuncian: i) la delimitación precisa del objeto de la delegación, que implica la necesaria identificación clara y especí­fica del ámbito o de los ámbitos materiales de la referida delegación, sobre los cuales incidirá la potestad legislativa del Poder Ejecutivo. Por consiguiente, están proscritas las delegaciones genéricas o en “blanco”, pues mediante su conferimiento se configura, según De Otto (1997) “una concentración de poderes en manos del Ejecutivo que hace iluso­rios los mecanismos propios del Estado democrático y de derecho”.

ii) La ley habilitante debe contener las directrices y propósitos que con­dicionan el ejercicio de la delegación por parte del Poder Ejecutivo, de tal manera que éste debe dictar los correspondientes decretos con fuer­za de ley, ajustándose estrictamente a esos requisitos, so pena de nuli­dad. Cabe destacar que la redacción del artículo 203 constitucional, resulta bastante confusa, porque establece que las leyes habilitantes son las sancionadas por la Asamblea Nacional “a fin de establecer las directrices, propósitos y marco de las materias que se delegan al Presi­dente o Presidenta de la República, con rango y valor de ley”, en virtud de que no se delegan materias, sino potestad legislativa, ni mucho me­nos las materias llegan a ostentar rango y valor de ley, dado que sólo los instrumentos normativos dictados por el Presidente de la República en ejercicio de la delegación, tienen rango y valor de ley.

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De ahí que la subsunción de la citada norma constitucional en el mar­co del Derecho comparado, y sobre todo en el marco del modelo es­pañol seguido por el constituyente de 1999, permite concluir que la intención no es otra que establecer los requisitos que debe contener la ley habilitante, a fin de limitar estrictamente el ejercicio de la potestad legislativa delegada, por parte del Presidente de la República. En otras palabras, se trata de reconducir a los estrictos límites configurados por los mencionados requisitos, la actividad legislativa del Presidente de la República.

Las tesis hermenéuticas anteriores, por supuesto, que se infieren de los citados artículos 203 y 236, numeral 8, constitucionales, y revelan la existencia de un modelo normativo que de ser aplicado correcta­mente, daría lugar también a un correcto ejercicio de la potestad nor­mativa de rango legal por el Poder Ejecutivo. Sin embargo, es necesario dejar constancia que en la sanción de las dos leyes habilitantes de los años 2000 y 2007, que han sido promulgadas durante la vigencia de la Constitución de 1999, fue soslayado casi totalmente el referido mode­lo, porque en ambos casos, más en el último, la delegación fue confe­rida en “blanco”, en virtud de que se limitaba a enunciar un conjunto de ámbitos materiales, sin ninguna definición ni precisión, verbigracia, el ámbito económico social. En fin, ambas leyes tenían un contenido, que recurriendo a la expresión de Santamaría (1991) era de “alcance transversal indefinido”, lo que originó sendos textos legislativos casi de plenos poderes.

Además ninguna de las dos leyes contenía las directrices y propósitos, a los cuales debía ajustarse el Presidente de la República, al dictar cada decreto con fuerza de ley. Estos incumplimientos del precepto constitu­cional trajeron como consecuencia que el Poder Ejecutivo ejerciera la potestad normativa arbitrariamente, al punto que como producto de la primera ley habilitante dictó cuarenta y nueve (49) decretos con fuerza de ley, y de la segunda sesenta y seis (66), y en este último caso el núme­ro no fue mayor porque resultó derrotada la reforma de la Constitución, mediante el referendo del 2 de diciembre de 2007, pues si dicha reforma hubiese resultado aprobada, según voceros de la Asamblea Nacional, el Presidente habría dictado más de cien decretos legislativos.

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Por supuesto, que utilizar de esa manera la potestad normativa con ran­go de ley, por el Presidente de la República, implica desnaturalizar el principio de separación de poderes, pues materialmente se usurpa la competencia esencial del Parlamento, aun en el insólito caso de que la ley habilitante sea sancionada por unanimidad de los ciento sesenta y siete diputados que integran la Asamblea Nacional, como ocurrió con la 2007, quedando de esa manera este órgano durante largos períodos va­cío de contenido (un año, y año y medio, respectivamente).

Por supuesto que un Parlamento que en la práctica renuncie a su fun­ción esencial y existencial por esos períodos, revela una anomalía grave en el funcionamiento de un Estado democrático y de derecho, pues en cualquier país del mundo, cuya Constitución prevea la figura de la dele­gación legislativa, si como producto de la misma, el gobierno o el Poder Ejecutivo dicta sesenta y seis (66) decretos con fuerza de ley, no queda más que afirmar que la ley habilitante debe reputarse estructuralmente inconstitucional, máxime si resulta probable que muchos de esos decre­tos legislativos regulen situaciones subjetivas de los ciudadanos, lo que queda probado con un simple ejemplo: el Presidente de la República basándose en la delegación legislativa en blanco, contenida en la ley habilitante sancionada en el año 2007, llegó a dictar un decreto con fuerza de ley de amnistía, materia ésta que desde las primeras Constitu­ciones, debido a su relevante importancia para la nación, siempre fue y ha estado reservada a una ley sancionada por el Parlamento. Dicho en otros términos, se trata de una materia que no admite regulación por la vía de la delegación legislativa.

Los anteriores razonamientos demuestran que si se mantiene la prácti­ca parlamentaria de sancionar leyes habilitantes, distanciándose muchí­simo, por decir lo menos, del modelo constitucional, como ocurrió en los ejemplos antes examinados, continuará el Poder Ejecutivo, más concre­tamente el Presidente de la República, utilizando excesiva y arbitraria­mente la potestad normativa con rango de ley, mediante los decretos legislativos. Todo parece indicar que esa práctica a todas luces incons­titucional no cambiará tan pronto, dado que la Asamblea Nacional está integrada actualmente por aproximadamente el noventa y tres por cien­to de diputados que militan en los partidos oficialistas, y lo que es más

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grave al parecer para ninguno de ellos cuenta el artículo 201 constitu­cional, que establece que los diputados son representantes del pueblo y de los Estados en su conjunto, y que no están sujetos ni a mandatos ni a instrucciones, sino sólo a su conciencia.

4.2 Los vacíos normativos constitucionales en materia de po tes tad n o rm a tiva con ran go d e ley, d e l P o d e r E jecu t ivo , resu ltan interpretados omitiendo la tendencia prevaleciente en el Derecho c o m p a r a d o , con la f i n a l i d a d in c r e m e n ta r c u a n t i t a t i v a y cualitativam ente la referida p o tes ta d

La importancia de la delegación legislativa, así como su carácter excep­cional, impone por razones elementales de lógica y de sensatez, que el diseño constitucional de la misma sea lo más completo posible, como ocurre por ejemplo en España, cuya Constitución le dedica del artículo 82 al 85 a esta materia, con la particularidad que el primero de los men­cionados preceptos está dividido en seis numerales. Los constituyentes venezolanos, pese a que tomaron como modelo a la Constitución espa­ñola, al parecer perdieron de vista la relevante importancia de la institu­ción que estaban introduciendo por primera vez en la Carta constitucional, y se limitaron a diseñarla en un solo aparte, por cierto, bastante confuso, del artículo 203, y en un numeral del artículo 236 de la Constitución.

Esa exigüidad normativa explica la cantidad de vacíos dejados por el constituyente. Así, por ejemplo, no se establecieron límites materiales expresos a la delegación. Tampoco resultó determinado el carácter con­suntivo o no de la delegación, ni los efectos de la revocabilidad de la misma, ni la obligación del Poder Ejecutivo de dictar los decretos con fuerza ley derivados de la ley habilitante. Esa cantidad de vacíos ha dado lugar a que los preceptos constitucionales hayan sido interpreta­dos, en unos casos “fácticamente”, y en otros judicialmente, con la cla­ra intención de incrementar arbitrariamente la potestad normativa de rango legal del Poder Ejecutivo.

En efecto, la ausencia de regulación expresa en relación con los lími­tes materiales de la delegación legislativa, y por ende, la prohibición para el Ejecutivo de regular mediante decretos con fuerza de ley de­terminadas materias, ha servido para que la Sala Constitucional del

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Tribunal Supremo de Justicia, basándose exclusivamente, en la com­paración de los artículos 203, tercer aparte, y 236, num 8, de la Cons­titución de 1999, con el artículo 190, ordinal 8o, de la derogada Constitución de 1961, normas que resultan absolutamente incompara­bles, en virtud de la naturaleza distinta de las leyes que regulan (en las primeras: ley habilitante y delegación legislativa, en la segunda: ley autorizatoria ordinaria y autorización para que el Presidente de la Re­pública ejerciera una potestad legislativa que le confería directamente la Constitución, en la primeras: decreto con fuerza de ley; y en la segunda: “medidas extraordinarias”), haya declarado en una sentencia del 2001, reiterada en sucesivas ocasiones, con carácter vinculante, que la delegación legislativa carece de límites materiales, y que por consiguiente, resulta legítimo que el Presidente de la República dicte decretos con fuerza de ley en cualquier materia. Precisamente me­diante esos fallos judiciales la Sala Constitucional, como se verá más adelante, creó a los “decretos leyes orgánicos” .

Por otro lado, fácticamente se ha impuesto la tesis relativa a que la potestad legislati, delegada al Presidente de la República, carece de carácter consuntivo, razón por la cual éste puede modificar un decreto con fuerza de ley cuantas veces quiera, siempre que lo haga dentro del lapso de vigencia de la ley habilitante, e igualmente puede dentro del referido lapso derogarlo, sustituyéndolo por otro, o inclusive sin susti­tuirlo, como ocurrió recientemente con el Decreto con fuerza de ley de inteligencia y contrainteligencia.

Igualmente de facto se ha impuesto la tesis del Poder Ejecutivo, con­cerniente a que la ley habilitante no lo obliga a dictar todos los decretos con fuerza de ley derivados del contenido del mencionado texto legisla­tivo, razón por la cual el Presidente de la República discrecionalmente decide los decretos que dicta y los que deja de dictar, llegando inclusive a negarse a dictarlos después que la Sala Constitucional se ha pronun­ciado sobre el carácter orgánico o no orgánico de alguno de ellos, como ocurrió en el año 2008 con los decretos con fuerza de Ley Orgánica de Telecomunicaciones y de Ordenación y Desarrollo del Territorio.

Todas esas tesis interpretativas, derivadas de los indicados vacíos, apuntan hacia el ejercicio excesivo y arbitrario, como expresamos antes, de la

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potestad normativa de rango legal del Poder Ejecutivo, y pese a que no es el caso el análisis de las mismas, cabe señalar en forma sucinta que la aplicación de la inexistencia de límites materiales podría conducir a situaciones tan absurdas como que el Presidente pudiese dictar un de­creto con fuerza de ley de presupuesto, o un decreto con fuerza de ley aprobatorio de un tratado internacional, o un decreto con fuerza ley de carácter habilitante, de tal manera que el propio Presidente de la Repú­blica se autodelegara la competencia legislativa, y ya dio lugar, como indicamos precedentemente, a la emanación de un Decreto con fuerza de ley de Amnistía, en diciembre de 2007.

También resulta errónea, en nuestro criterio, la tesis sobre el carácter no consuntivo de la delegación legislativa, porque ella podía dar lugar a situaciones totalmente indeseadas en la relación entre el Poder Ejecuti­vo y el Poder Legislativo, originadas en la revocatoria de un decreto con fuerza de ley dictado por el Presidente de la República, por una ley sancionada por la Asamblea Nacional, dentro del plazo previsto en la habilitante, pudiendo el Poder Ejecutivo debido al carácter no consunti­vo de la delegación proceder a derogar la ley del Parlamento, con el mismo decreto con fuerza de ley que precedentemente había sido dero­gado por el Parlamento, lo que desde luego podría crear un conflicto de poderes de consecuencias impredecibles.

Y finalmente, la inexistencia de una norma expresa que establezca la obligatoriedad de dictar los decretos con fuerza de ley previstos en la Ley habilitante, dejaría en manos del Ejecutivo el cumplimiento o in­cumplimiento, de manera discrecional, de la ley sancionada por el Par­lamento, lo que desnaturalizaría el interés general implicado en todo proceso de delegación legislativa, así como el carácter vinculante de todo texto legislativo.

Conviene hacer notar que esas tesis interpretativas han sido aplicadas varias veces durante la vigencia de las dos leyes habilitantes antes iden­tificadas, consolidándose de esa manera una potestad normativa con rango de ley, absolutamente anómala, pero que obviamente permite in­crementar el poder normativo del Presidente de la República, como máximo órgano del Poder Ejecutivo.

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Naturalmente que existen posiciones doctrinales que encuentran fun­damento en los principios constitucionales y en principios derivados del Derecho comparado, que se orientan a postular la existencia de límites materiales a la potestad del Poder Ejecutivo para dictar decre­tos con fuerza de ley, a sostener el carácter consuntivo de la delega­ción y la obligatoriedad del Presidente de la República de cumplir la ley habilitante, en el sentido de dictar dentro del plazo de vigencia de la misma, todos los decretos con fuerza de ley previstos en ella. Sin embargo, el desarrollo de esas orientaciones doctrinarias escapa al objeto del presente trabajo. Mientras tanto, todo apunta a que el Po­der Ejecutivo seguirá aprovechándose de esos vacíos constitucionales en materia de delegación legislativa, para continuar interpretándolos en la forma antes indicada, incrementado de esa manera su potestad normativa de rango legal, en perjuicio de los otros Poderes Públicos, y sobre todo de los ciudadanos.

4.3 La p o te s ta d norm ativa , de rango legal, d e l P res iden te de la R e p ú b l ic a , y la em a n a c ió n d e d e c r e to s con f u e r z a de ley orgán ica

Cabe advertir que el Presidente de la República, en ejercicio de la ley habilitante sancionada en el mes noviembre de 2000, dictó diez decretos con fuerza de ley orgánica, razón por la cual los sometió al control de la Sala Constitucional para que se pronunciase sobre su carácter orgáni­co. Entre los meses de septiembre y octubre de 2001 dicha Sala dictó sendas sentencias, todas con la misma fundamentación, en las cuales declaró el carácter orgánico de los referidos decretos, creando así por vía jurisprudencial una nueva fuente del derecho: los decretos leyes or­gánicos o decretos leyes con fuerza de ley orgánica, sobre la base de los siguientes argumentos: a) que la ley habilitante era una ley orgánica por denominación constitucional, razón por la cual no requería ser cono­cida por la Sala para pronunciarse sobre su carácter orgánico, añadien­do que era al mismo tiempo una ley orgánica que sirve de marco normativo a otras leyes; b) que de conformidad con el artículo 236, num 8, la delegación legislativa, a diferencia de lo que ocurría durante la vigencia de la Constitución de 1961 (el límite estaba constituido por la materia económica o financiera) no tenía límites materiales; c) que tam­

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poco establecía ninguna limitación sobre la jerarquía de la norma legal que podía dictar el Presidente de la República, motivo por el cual. “ .. .esta Sala considera que el Presidente de la República, en ejercicio de tal habilitación, podría dictar no sólo leyes ordinarias, sino también leyes orgánicas....” y; d) que esa clase de decretos -en cuanto su denomina­ción orgánica- aparecían ajustados a las previsiones de la habilitación legislativa, “ .. .pues la disposición antes transcrita no refirió si el instru­mento normativo que debía dictar en esta materia, era con rango de ley orgánica u ordinaria...”.

Por supuesto, que escapa al objeto de este trabajo realizar el análisis de la doctrina de la Sala Constitucional en la materia, que por lo demás ya hicimos en el libro intitulado “Los Tipos Normativos en la Constitu­ción de 1999”, en el cual intentamos demostrar los graves errores de interpretación, originados en clarísimas infracciones del artículo 203 de la Constitución, en que había incurrido la Sala Constitucional al crear por vía de interpretación los denominados “decretos leyes orgánicos” o “decretos con fuerza de ley orgánica”.

Por tanto, sólo nos interesa traer a colación el desmedido aumento de la potestad normativa con rango de ley del Presidente de la República, sin ninguna fundamentación constitucional, en materias tan sensibles para el funcionamiento del Estado, y para el desarrollo de los derechos y las garantías constitucionales, al punto que recurriendo a los denominados “decretos leyes orgánicos” el Presidente de la República puede regular sólo él, por ejemplo, el Tribunal Supremo de Justicia, la Contraloría General de la República, la Fuerza Armada Nacional (como por cierto, lo hizo en julio de 2008), la Defensoría del Pueblo, entre otros órganos o Poderes constitucionales, la libertad personal, la libertad de expresión, la libertad de información, los derechos a la educación y al trabajo, entre otros derechos fundamentales.

Queda claro entonces que este aumento de la potestad normativa del Poder Ejecutivo, mediante los “decretos leyes orgánicos”, si bien puede no llegar a tener una relevante importancia cuantitativa, sin embargo sí la tiene cualitativa, siempre en perjuicio del equilibrio entre los Poderes, y sobre todo de los derechos fundamentales.

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