LAS GUERRAS DE ROBERT GRAVES-----Robert Graves-----LAS GUERRAS DE ROBERT GRAVES Puig Guerra es ......

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------------------- Robert Graves------------------- LAS GUERRAS DE ROBERT GRAVES Valentí Puig G uerra es el retorno de la tierra a la horrible tierra, / guerra era el hundi- miento de las sublimidades, / extinción de todo liz arte y / por las cuales el mundo habíase mantenido, cabeza en a lto, / proclamando lógica o proclamando amor, / hasta que el insoportable momento golpeó- / el grito oculto, la obligación de enloquecer » . La guerra está en el corazón de Robert Graves, como está en el corazón de todos los hombres. Su guerra e la del 14: la conjuró en varios poemas y en Adiós a todo eso, la autobiogría escrita en 1929 a los treinta y tres años -un año después, su padre poeta patricio del renacimiento literario· irlandés, escribiría Retornar a todo eso-. Graves luchó en los campos de Francia, en el regimiento de Reales Fusileros Galeses. El mismo día que cumplía sus veintiún años e dado por muerto pero, liz- mente, e Times de Londres tendría ocasión de pedir disculpas por aquel obituario inexacto. Antes de poder decir adiós a todo aquello Gra- ves pasó la peor etapa de su vida: diez años de pesadillas, el sueño atroz de la muerte y la som- bría persistencia de la destrucción. Le iba a ser más cil recuperarse de las heridas del cuerpo. Finalmente abandonó la estéril terapia psiqutrica, dio la espalda a los blancuzcos acantilados de Dover y buscó los dominios de su Diosa Blanca en una pequeña isla que sobrevive al pairo en pleno mar Mediterráneo. En La Gran Guerra y la memoria moderna Paul Fussell insiste en que en Inglaterra, Francia o Alemania, nadie -ni tan siquiera los generes- tenía ni una ligera idea de lo que iba a ser la guerra de trincheras; sin embargo, en aquellas zanjas en- charcadas, entre cráteres de obuses y cadáveres abandonados, era donde iba a transcurrir la histo- ria ndamental del ente de Occidente. Graves recuerda que la vida en las trincheras llegó a ser tan obsesiva como el alcohol; aquellos soldados, paradójicamente, sólo se sentían libres en las trin- cheras -libres de generales, periodistas, civiles pesados o patriotas-; las trincheras les hacían sen- tirse algo más que reales: sólo la muerte era una broma, más que una amenaza. Cientos de miles de hombres que acababan de despedirse bruscamente de su adolescencia pasa- ron días y noches interminables en aquellas exca- vaciones ngosas, como topos atrapados en el 10 laberinto de trincheras que zigzagueaba por tierras de Francia. Bajo el ego incesante de los obuses o ante el terror paralizante del gas que podía llegar desde las líneas enemigas, Graves conoció todos los estados de ánimo y la decepción fin que en sus poemas había de compartir con toda la gene- ración de poetas ingleses. Entraron en la guerra en busca del agor heroico de las batallas y los que lograron sobrevivir suieron la larga conv a lescen- cia de una personalidad que no logra ensambl sus agmentos dispersos. La guerra en las trincheras era una paciencia -o un error- que no se aprendía en la caza del zorro o jugando al cricket. Ludendorff -quien era el me- jor estratega en aquella conflagración y luego teó- rico de la guerra total, en la que la paz es única- mente un intermedio entre dos guerras- dijo que en la Gran Guerra los soldados británicos eron «leones conducidos por asnos » . «La mayoría de los historiadores presentan aquella guerra como una especie de juego de ajedrez entre los mandos supremos rivales: de una parte la alianza de mando británico, ancés, belga, ruso, servio y montenegrino y de otra la unión de emanes, austríacos, turcos y búlgaros. Pero, ¡menudo juego! Cada grupo de jugadores en permanente desunión, todos novatos, nuevas piezas conti- nuamente introducidas en el juego y nuevas leyes improvisadas... » , escribe Graves; y en el breve ensayo «La guerra del kaiser » recuerda que, des- pués de la guerra, T. E. Lawrence le enseñó un pequeño volumen de poemas de precaria entidad literaria. «Leí uno de ellos y alcé las cejas en señal de pregunta. "Oh, no valen nada, naturalmente -me dijo Lawrence en seguida-, pero lo cierto es que costaron la vida a veinte o treinta mil hom- bres. El que escribió estas bobadas debería haber estado asegurando las densas del Cuarto ér- cito''. » Allí, en las trincheras, Graves suió una dolo- rosa mutación. Literariamente, iba a perder el poso que del estilo georgiano quedaba en su oficio poético. Vitalmente, «Heridas de entrada y sida son plata reluciente, / el rastro duele tan sólo cuando la lluvia evoca/. » Entonces, «Hasta hubo de nuevo un uso para Dios, / una pabra de rabia ante la fta de carne, vino, ego, / cuando dolían las heridas más allá de toda cirugía. » Al leer los poetas de la guerra, nos dice Fussell, constatamos dos procesos: de qué modo sufrimientos y devas- taciones innombrables hallaron nombre y en qué rma el catálogo de imágenes de la guerra legó a la literatura inglesa las marcas de una sensibilidad moderna: el sentido del absurdo y de la desarticu- lación, el hastío ante la autoridad debidamente constituida, la decepción y la ironía. La minuciosidad escaloiante de las crónicas militares cuenta cómo a las siete y media de la

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LAS GUERRAS DE

ROBERT GRAVES

Valentí Puig

Guerra es el retorno de la tierra a la horrible tierra, / guerra era el hundi­miento de las sublimidades, / extinción de todo feliz arte y fe / por las cuales

el mundo habíase mantenido, cabeza en alto, / proclamando lógica o proclamando amor, / hasta que el insoportable momento golpeó- / el grito oculto, la obligación de enloquecer» . La guerra está en el corazón de Robert Graves, como está en el corazón de todos los hombres. Su guerra fue la del 14: la conjuró en varios poemas y en Adiós

a todo eso, la autobiografía escrita en 1929 a los treinta y tres años -un año después, su padre poeta patricio del renacimiento literario· irlandés, escribiría Retornar a todo eso-. Graves luchó en los campos de Francia, en el regimiento de Reales Fusileros Galeses. El mismo día que cumplía sus veintiún años fue dado por muerto pero, feliz­mente, The Times de Londres tendría ocasión de pedir disculpas por aquel obituario inexacto.

Antes de poder decir adiós a todo aquello Gra­ves pasó la peor etapa de su vida: diez años de pesadillas, el sueño atroz de la muerte y la som­bría persistencia de la destrucción. Le iba a ser más fácil recuperarse de las heridas del cuerpo. Finalmente abandonó la estéril terapia psiquiác:: trica, dio la espalda a los blancuzcos acantilados de Dover y buscó los dominios de su Diosa Blanca en una pequeña isla que sobrevive al pairo en pleno mar Mediterráneo.

En La Gran Guerra y la memoria moderna Paul Fussell insiste en que en Inglaterra, Francia o Alemania, nadie -ni tan siquiera los generales­tenía ni una ligera idea de lo que iba a ser la guerra de trincheras; sin embargo, en aquellas zanjas en­charcadas, entre cráteres de obuses y cadáveres abandonados, era donde iba a transcurrir la histo­ria fundamental del frente de Occidente. Graves recuerda que la vida en las trincheras llegó a ser tan obsesiva como el alcohol; aquellos soldados, paradójicamente, sólo se sentían libres en las trin­cheras -libres de generales, periodistas, civiles pesados o patriotas-; las trincheras les hacían sen­tirse algo más que reales: sólo la muerte era una broma, más que una amenaza.

Cientos de miles de hombres que acababan de despedirse bruscamente de su adolescencia pasa­ron días y noches interminables en aquellas exca­vaciones fangosas, como topos atrapados en el

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laberinto de trincheras que zigzagueaba por tierras de Francia. Bajo el fuego incesante de los obuses o ante el terror paralizante del gas que podía llegardesde las líneas enemigas, Graves conoció todoslos estados de ánimo y la decepción final que ensus poemas había de compartir con toda la gene­ración de poetas ingleses. Entraron en la guerra enbusca del fragor heroico de las batallas y los quelograron sobrevivir sufrieron la larga convalescen­cia de una personalidad que no logra ensamblarsus fragmentos dispersos.

La guerra en las trincheras era una paciencia -o un error- que no se aprendía en la caza del zorro o jugando al cricket. Ludendorff -quien fuera el me­jor estratega en aquella conflagración y luego teó­rico de la guerra total, en la que la paz es única­mente un intermedio entre dos guerras- dijo que en la Gran Guerra los soldados británicos fueron «leones conducidos por asnos». «La mayoría de los historiadores presentan aquella guerra como una especie de juego de ajedrez entre los mandos supremos rivales: de una parte la alianza de mando británico, francés, belga, ruso, servio y montenegrino y de otra la unión de alemanes, austríacos, turcos y búlgaros. Pero, ¡menudo juego! Cada grupo de jugadores en permanente desunión, todos novatos, nuevas piezas conti­nuamente introducidas en el juego y nuevas leyes improvisadas ... » , escribe Graves; y en el breve ensayo «La guerra del kaiser» recuerda que, des­pués de la guerra, T. E. Lawrence le enseñó un pequeño volumen de poemas de precaria entidad literaria. «Leí uno de ellos y alcé las cejas en señal de pregunta. "Oh, no valen nada, naturalmente -me dijo Lawrence en seguida-, pero lo cierto esque costaron la vida a veinte o treinta mil hom­bres. El que escribió estas bobadas debería haberestado asegurando las defensas del Cuarto Ejér­cito''.»

Allí, en las trincheras, Graves sufrió una dolo­rosa mutación. Literariamente, iba a perder el poso que del estilo georgiano quedaba en su oficio poético. Vitalmente, «Heridas de entrada y salida son plata reluciente, / el rastro duele tan sólo cuando la lluvia evoca/.» Entonces, «Hasta hubo de nuevo un uso para Dios, / una palabra de rabia ante la falta de carne, vino, fuego, / cuando dolían las heridas más allá de toda cirugía.» Al leer los poetas de la guerra, nos dice Fussell, constatamos dos procesos: de qué modo sufrimientos y devas­taciones innombrables hallaron nombre y en qué forma el catálogo de imágenes de la guerra legó a la literatura inglesa las marcas de una sensibilidad moderna: el sentido del absurdo y de la desarticu­lación, el hastío ante la autoridad debidamente constituida, la decepción y la ironía.

La minuciosidad escalofriante de las crónicas militares cuenta cómo a las siete y media de la

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Robert Grave,s y Camilo José Cela.

mañana del primer día de julio de 1916 un contin­gente de 110.000 ingleses y australianos empezó a caminar hacia la intricada espesura de alambre de espinos a lo largo del valle del Somme: unas pocas horas más tarde sesenta_mil de aquellos soldados habían muerto o estaban heridos. Durante horas y días en la tierra de nadie entre los dos ejércitos se oyeron los gritos y lamentos de los heridos aban­donados, los despojos de la carnicería militar más grande de la historia.

En aquella ofensiva un oficial británico dio la orden de ataque a sus soldados chutando un balón hacia las líneas enemigas. Murió en seguida, pero otros oficiales imitaron su gesto haciendo avanzar otros balones hacia el desastre inconmensurable. Uno de estos proyectiles balompédicos puede ad­mirarse en un museo británico como testimonio de un sentido deportivo del heroísmo que en el Somme desapareció irremisiblemente y que bien pudiera tener como epitafio la teoría de Luden­dorff según la cual -a la inversa de como se afirma en la célebre fórmula de Clausewitz- la política es el instrumento de la guerra y la paz es únicamente un intervalo para que los poderes civiles permitan a los militares ir adecuándose para el nuevo con­flicto: «Ninguna actividad humana o social se jus­tifica si no prepara la guerra.»

En las trincheras, Graves veía cómo a sus sol­dados «no les interesaban los triunfos o los reve­ses de sus aliados ni tampoco los orígenes de la

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guerra. Tampoco tenían ningún sentimiento polí­tico respecto a los alemanes; el deber de un sol­dado inglés era. sencillamente combatir contra quienes el rey le ordenaba combatir; con el rey como coronel en jefe del regimiento aquello resul­taba todavía más sencillo». Pero la guerra total acabaría con este espíritu. En 1917, los bombar­deos preparatorios de la tercera batalla de Yprés duran dieciocho días. Se disparan 4.283.000 obu­ses con un peso total de 107.000 toneladas. Los vencedores recuperan 115 km2 de terreno al pre­cio de 8.222 muertos y heridos por kilómetro cua­drado.

Graves despreciará para siempre la guerra: «El hecho de que la guerra sea una función humana natural no necesita discusión -observemos que la mayoría de los muchachos son belicosos-, pero estuve de acuerdo con T. E. Lawrence cuando me dijo que la guerra dejó de ser humana en la batalla de Crécy, en 1346, cuando por primera vez los ingleses usaron artillería en un campo de batalla.» El genio militar es hoy en día una expresión con­tradictoria -dice luego al hablar del genio-, puesto que en todas las guerras modernas se lucha con una logística inclemente, con el envenenamiento científico de las aguas del enemigo y con una singular ausencia de talento militar. En 1927, en su Lawrence y los árabes, dice que la actitud de Lawrence respecto a la guerra es que no parece hacer mayor objeción a la guerra como tal de la que pudiera hacer en relación a la raza humana como raza humana: pero detesta las guerras en las que el individuo es anulado por la masa. En otra ocasión, Lawrence le comentó a Graves -y en·eso su biógrafo estaba de acuerdo- que los grandes poetas ingleses de la Gran Guerra habrían escrito de forma distinta -sin la crispación antibelicista­si hubiesen luchado en la campaña de Arabia, con un estilo de combate diferente al de la guerra «civilizada» , más cercano a la aventura román­tica, lejos de aquel frente occidental donde las divisiones perdían el equivalente de su pleno po­tencial cada cuatro o cinco meses. El fracaso de la ofensiva del Somme señala el fin de una época.

Una de las fuentes del valor -observaba Graves en la campaña de Francia- es la tradición histórica del esprit de corps en los regimientos cuyos colo­res realzan los nombres de treinta o cuarenta vic­torias, muchas de las cuales empezaron a fines del siglo diecisiete. Sin embargo, la valentía en el combate, de acuerdo con este esprit de corps, no puede seguir aumentando más allá del mínimo máximo de combatientes que se conocen perso­nalmente de vista y de oídas -ochocientos o nove­cientos hombres, que eran la fuerza de un bata­llón-, a menos que se alarguen los años de servi­cio a veinte o más, como entre los romanos. Por eso -concluía Graves- los esfuerzos de los nor-

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teamericanos por emplear la división como unidad para la moral no han tenido éxito en ninguna de las dos guerras mundiales: sus lealtades estaban demasiado dispersas.

Al acabar la guerra, Graves conoció al coronel T. E. Lawrence en Oxford. En Adiós a todo eso

el lector puede conocer el perfil y la fascinación de esta amistad. Pienso que Graves -a pesar de sus pesadillas y cicatrices- deseaba hablar de la guerra con Lawrence de Arabia y, sobre todo, que Lawrence le contase su propia campaña. El coro­nel, en cambio, quería hablar de poesía -siempre había deseado ser poeta-. El sentido del humor de Lawrence -que para sus superiores militares era un reto superior en dureza a cualquier intemperie bélica- contrastaba con su reverencia hacia los poetas: la visita de ambos amigos a Thomas Hardy es una escena en la que el candor ilumina la razón de la poesía.

Con el libro Lawrence y los árabes Graves con­tribuyó a la leyenda del estratega de la rebelión en el desierto aunque el biografiado -con esa volubi­lidad que sus detractores destacan como rasgo esencial de su gran fraude- escribía por aquel en­tonces a otro amigo: «Robert Graves va a escribir mi biografía para Doran, quien se ha paseado por Inglaterra pidiéndole a los peores tipos que la es­cribieran y que buscaba lo más verídico. Aparen­temente, Rebelión en el desierto no ha convencido a todo el mundo. En definitiva, vale más Robert Graves que cualquier otro. Es un tipo extraño; no sabe muchas cosas sobre mí; imaginará cualquier explicación psicológica plausible para mis divaga­ciones y así contribuirá a apaciguar ese fantasma inquieto que parece haberse quedado en Inglaterra mientras yo estaba ausente.»

Graves -quien escribió su libro con prisas y sin poder cotejar sus indagaciones con Lawrence­siempre ha mantenido la misma admiración por su personaje. Piensa que Lawrence podría haberse proclamado emperador árabe y no quiso. Ante aquella personalidad poliédrica -o, según sus crí­ticos, sus diversas poses- Graves escribía que las distintas interpretaciones que se le daban eran semejantes a los varios métodos que los libros medievales detallan «Cómo cazar y domesticar un unicornio» . Todavía dura la polémica. Unos -Graves, ciertamente- consideran que hombrescomo T. E. Lawrence son una verdadera am_@azapara la civilizació�, son demasiado-fuertes y de­masiado importantes para que -s-e les tome - a laligera, demasiado independientes para ser intimi­dados, pero sin embargo dudan de ellos mismos yeso no ayuda a que se les convierta en héroes.Otros le acusan simple y llanamente de mentiroso.¿Hasta qué punto sucumbió Graves a las arguciashistriónicas de Lawrence o de qué manera suaprendizaje de la guerra le ayudó a comprender al

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auténtico guerrero del desierto? A estas alturas -visto el encono con que partidarios y enemigosde Lawrence han enarbolado los últimos docu­mentos oficiales dados a la luz- dudo que puedallegarse a conocer un suficiente atisbo de la ver­dad de T. E. Lawrence para saber si fue un granhombre o un impostor.

Fue Lawrence quien logró que Graves intentase su contribución estratégica a la guerra que nunca hizo, aquella que Hitler inició invadiendo Polonia; alrededor de los años treinta, Lawrence le escribió desde la India -a donde había marchado, con nombre falso, como mecánico de la R.A.F.- di­ciéndole: «¡Guarda un óbolo para Belisario!» . Le explicaba que Belisario era el único general en la historia clásica que había invadido con éxito Italia desde el norte de Africa. En el consiguiente inter­cambio epistolar, con el ejemplo de Belisario se pusieron de acuerdo sobre las cualidades del buen general: «Nunca lucha en una batalla innecesaria y jamás pide de sus tropas más de lo que él mismo está preparado para dar, ya sea en el reconoci­miento o en la lucha cuerpo a cuerpo.» Belisario había conseguido que sus tropas fueran invenci­bles gracias a su ejemplo personal de valentía, una valentía basada en una confianza instintiva en la dirección divina y en una disponibilidad para par­ticipar en las incursiones más peligrosas. En 1938, tres años después de la muerte de Lawrence, Gra­ves escribió El conde Belisario. Churchill lo leyó y -así ló cuenta Graves en «El fusilero ausente»- ledijo al autor que había aprendido algunas leccio­nes. Tras la derrota de Rommel en Africa, losaliados planearon la invasión de Italia pero nosiguieron al pie de la letra -como proponía Chur­chill, según explica Graves- la estrategia deavance ideada por Belisario y esta va(iación -de­bida, al parecer, a los .famosos celos que Pattontenía de Montgomery- prolongó tres meses lacampaña de Italia con pérdidas inmensas para lasfuerzas aliadas.

Robert Graves a veces se ha preguntado si cuando llegue la tercera guerra mundial podrá guerrear de nuevo como fusilero o si será recha­zado para el combate o bien podrá intervenir a su manera en la estrategia bélica. Mishima escribió que cuando un hombre ha ido una vez a la guerra pasa toda su vida recordándola. Recordando sus guerras -en cualquiera de aquellos instantes del crepúsculo de Deia, cuando la tensión sensual nos lleva al filo de nosotros mismos-, Graves tal vez no haya logrado componer su panoplia definitiva: la nobleza de la gallardía zozobra ante los horro­res de la matanza, el gesto de valor individual sucumbe ante el oleaje de la guerra masificada, el ondear de las banderas suscita escasas exaltacio­nes del honor. Simplemente queda la memoria: «Las ametralladoras suenan como juguetes desde una colina, / caen en fila los valientes s-ºldados de plomo / un cuadro para ser recordado en días maduros / cuando sabiamente consa- egramos el futuro / a visiones aún más fatuas de desesperación».

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