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Título original: Arsène Lupin. Gentleman Cambrioleur

1.ª edición: abril de 2021

Publicado por Hachette Livre, 2021Fotografías de Emmanuel Guimier

© Del texto: Herederos de Maurice Leblanc, 1907© De la traducción: Sara Bueno Carrero, 2021

© Grupo Anaya, S. A., 2021Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid

www.anayainfantilyjuvenil.come-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-698-6602-3Depósito legal: M-8411-2021

Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las

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Índice

1. La detención de Arsène Lupin .................... 92. Arsène Lupin en la cárcel ............................ 303. La fuga de Arsène Lupin .............................. 594. El viajero misterioso ..................................... 905. El collar de la reina ...................................... 1146. El siete de corazones ..................................... 1397. La caja fuerte de la señora Imbert ............... 1898. La perla negra ............................................... 2069. Herlock Sholmes llega demasiado tarde ...... 227

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La detención de Arsène Lupin

¡Qué viaje tan peculiar! Y eso que había empezado bien. De hecho, nunca había emprendido un viaje que se presagiase con

tan buenos augurios. El Provence es un transatlántico rápido y cómodo, gobernado por los hombres más amables. En él se había reunido lo más selecto de la sociedad. Se entablaban relaciones y se organizaban diversiones. Teníamos la deliciosa impresión de es-tar alejados del resto del mundo, reducidos a los que estábamos como si nos hallásemos en una isla desco-nocida y obligados, por tanto, a conocernos mejor.

Y eso hacíamos.¿Nunca ha pensado el lector en lo que tiene de

original e imprevisto que un grupo de seres que el día de antes ni siquiera se conocían vayan, durante varios días, entre el cielo infinito y la inmensidad del

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mar, a compartir su intimidad y a enfrentarse juntos a la furia del océano, al ataque aterrador de las olas y a la traicionera tranquilidad de las aguas dormidas?

En el fondo, así es, resumiéndola trágicamente, la vida misma, con sus tormentas y su esplendor, su mo-notonía y su diversidad, y quizá por eso disfrutamos con un ansia desesperada y una fruición tanto más intensa este breve viaje cuyo final ya conocemos nada más empezar.

Sin embargo, desde hace varios años, sucede algo que intensifica especialmente las emociones de la travesía. El islote flotante sigue dependiendo del mundo del que nos creíamos emancipados. Sigue ha-biendo un vínculo, que se deshace poco a poco en pleno océano, y que poco a poco, en pleno océano, se vuelve a formar. ¡El telégrafo inalámbrico! Una llamada de otro universo, desde el que se reciben no-ticias de la forma más misteriosa que existe. Si ya la imaginación no era capaz de concebir la existencia de alambres cuyo interior atraviesa el mensaje invisible, este misterio es aún más insondable y más poético: son las alas del viento a las que hay que recurrir para explicar este nuevo milagro.

Así, las primeras horas nos sentimos perseguidos, acompañados, hasta adelantados por esa voz remota que, de cuando en cuando, susurraba a alguno de nosotros palabras lejanas. Dos amigos se comunicaron conmigo. Otros diez o veinte nos enviaron a todos, a través del espacio, su despedida afligida o sonriente.

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Ahora bien, el segundo día, a quinientas millas de la costa francesa, una tarde de tormenta, el telégrafo inalámbrico nos trasmitió un comunicado cuyo con-tenido era el siguiente:

Arsène Lupin a bordo, primera clase, cabello rubio, herida en el antebrazo derecho, viaja solo con el nombre de R...

En ese preciso momento, un fuerte relámpago tronó en el cielo oscuro e interrumpió la corriente eléctrica, de modo que no llegamos a recibir lo que quedaba de mensaje. Del nombre bajo el que se escondía Arsène Lupin solo conocíamos la inicial.

Si se hubiese tratado de cualquier otra noticia, no dudo de que el secreto lo habrían guardado es-crupulosamente tanto los empleados de la oficina de telégrafos como el sobrecargo y el comandante. Se trataba de uno de esos acontecimientos que obligan a la más rigurosa discreción. Sin embargo, ese mismo día, sin que nadie pudiera decir cómo se había filtrado la información, todos sabíamos que el famoso Arsène Lupin se ocultaba entre nosotros.

¡Arsène Lupin, entre nosotros! El escurridizo la-drón de cuyas hazañas informaban todos los periódi-cos desde hacía meses. El enigmático personaje contra el que el viejo Ganimard, nuestro mejor policía, se había enfrentado en un duelo a muerte que se de-sarrolló de la forma más pintoresca. Arsène Lupin,

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el disparatado caballero que solo actúa en palacios y salones y que, una noche, entró en el hogar del barón Schormann y se marchó con las manos vacías tras haber dejado su tarjeta con el siguiente escrito: «Arsène Lupin, caballero ladrón, volverá cuando los muebles sean auténticos». Arsène Lupin, el hombre de los mil disfraces: según el día, conductor, tenor, librero, joven de alcurnia, adolescente, anciano, via-jante marsellés, médico ruso o torero español.

Imagíneselo: ¡Arsène Lupin yendo y viniendo en el marco relativamente limitado de un transatlántico! Y en las pequeñas dependencias de la primera clase, en las que todos nos encontrábamos con todos, en el salón, en la sala de fumadores... Quizá Arsène Lupin fuese ese caballero... o ese. Mi vecino de mesa. Mi compañero de camarote.

—Y así vamos a estar otros cinco días más —gritó al día siguiente Nelly Underdown—. ¡Es intolerable! Espero que lo detengan—. Y dirigiéndose a mí—: A ver, señor d’Andrézy, usted que se lleva bien con el comandante, ¿no sabe nada?

Ojalá hubiese sabido algo para complacer a Nelly, una de esas magníficas criaturas que, vayan a donde vayan, siempre ocupan el lugar más a la vista de todos. Cuya belleza deslumbra tanto como su fortuna. Que tienen acólitos, admiradores, entusiastas.

Creció en París con su madre francesa, hasta que se marchó a Chicago con su padre, el millonario Un-derdown. La acompañaba una amiga, lady Jerland.

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Desde el primer momento, me había postulado como candidato a un amorío, pero, con las confianzas precoces del viaje, su encanto me perturbó de forma repentina y, cuando me miraba con esos grandes ojos negros, me enternecía demasiado como para consi-derarla solo una aventura. No obstante, recibía mis reverencias con una actitud favorable. Se dignaba a reírse de mis agudezas y se interesaba por mis anéc-dotas, y parecía reaccionar con ligera simpatía al afán que mostraba yo por ella.

Solo me preocupaba un único rival: un joven bas-tante apuesto, elegante y reservado, cuyo humor taci-turno parecía en ocasiones preferir Nelly por encima de mis modales parisinos más extravertidos.

Precisamente formaba parte del grupo de admira-dores que rodeaba a Nelly mientras me interrogaba. Nos hallábamos en el puente, cómodamente sentados en mecedoras. La tormenta del día anterior había despejado el cielo, y hacía un tiempo maravilloso.

—No sé nada en concreto, señorita —le res-pondí—, pero ¿no podríamos llevar a cabo la inves-tigación nosotros mismos, igual que haría el viejo Ganimard, el archienemigo de Arsène Lupin?

—¡Ah! Se está precipitando.—¿En qué? ¿Acaso es tan complicado el problema?—Muy complicado.—Se olvida de los elementos con los que contamos

para resolverlo.—¿Qué elementos?

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—Primero, el apellido que utiliza Lupin empieza por «r».

—No es una pista muy clara.—Segundo, viaja solo.—Si eso le aclara algo...—Tercero, es rubio.—¿Y bien?—Pues que solo tenemos que consultar la lista de

pasajeros y proceder a descartar.Llevaba la lista en el bolsillo. La saqué y la repasé.—En principio, veo que hay trece personas a cuya

inicial debemos prestar atención.—¿Solo trece?—En primera clase, sí. De esos tres apellidos que

empiezan por «r», como puede comprobar, nueve vie-nen acompañados por mujeres, hijos o criados. Solo nos quedan cuatro personas: el marqués de Raverdan...

—Secretario de la embajada —interrumpió Nelly—. Lo conozco.

—El comandante Rawson...—Mi tío —dijo uno de los presentes.—El señor Rivolta...—Presente —gritó un italiano cuyo semblante des-

aparecía bajo una preciosa barba negra.Nelly se echó a reír.—El caballero no es precisamente rubio.—Pues entonces —continué—, nos vemos obliga-

dos a llegar a la conclusión de que el culpable es el último de la lista.

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La detención de Arsène Lupin

—¿Es decir...?—Es decir, el señor Rozaine. ¿Alguien conoce a

Rozaine?Nadie respondió. Pero Nelly interpeló al joven taci-

turno cuya constante cercanía a ella me atormentaba:—¿Y bien, señor Rozaine? ¿No va a responder?Todos lo miramos. Era rubio.Debo reconocer que me dio un leve vuelco el co-

razón, y el silencio incómodo presente entre nosotros indicaba que los demás asistentes también sufrían esa misma sensación de ahogo. Era una situación absurda, porque no había nada en la apariencia de aquel ca-ballero que hiciese que sospechásemos de él.

—¿Que por qué no respondo? —dijo—. Porque, en vista de cómo me apellido, de que viajo solo y del color de mi pelo, yo ya había llevado a cabo una investigación semejante y había llegado al mismo re-sultado. Así que creo que deberían detenerme.

Pronunció aquellas palabras con un curioso gesto en el rostro. Sus labios finos como dos líneas rectas se achicaron aún más y palidecieron, y los ojos se le inyectaron en sangre.

Estaba claro que bromeaba. Sin embargo, nos im-presionaban su fisonomía y su actitud. Una ingenua Nelly le preguntó:

—Y herida no tiene, ¿verdad?—Cierto —contestó—. No tengo ninguna herida.Con un gesto nervioso, se remangó para mostrar

el brazo. Pero entonces me di cuenta de algo. Nelly

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y yo nos miramos a los ojos: había enseñado el brazo izquierdo.

Cuando me disponía a señalarlo, un incidente des-vió nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de Nelly, venía corriendo.

Se la veía conmocionada. Nos congregamos todos a su alrededor y a duras penas consiguió balbucear:

—¡Mis joyas! ¡Mis perlas! ¡Se lo han llevado todo!No, no se lo habían llevado todo, como supimos

después; curiosamente, se habían permitido escoger.De una estrella de diamantes, un colgante de ru-

bíes, collares y pulseras, habían robado no las piedras más grandes, sino las más finas, las más preciosas: las que tenían mayor valor y ocupaban menos espacio. Ahí estaban los engastes, en la mesa. Los vi yo y los vieron todos, despojados de sus joyas como las flores a las que arrancan los pétalos más hermosos, relucientes y coloridos.

Y, para ejecutar su maniobra, había hecho falta, mientras lady Jerland tomaba el té, a plena luz del día y en un pasillo muy frecuentado, reventar la puerta del camarote, buscar una bolsita escondida adrede al fondo de una sombrerera, abrirla y escoger.

Entre nosotros solo había un sentir. Entre todos los pasajeros solo había una opinión una vez descubierto el robo: era obra de Arsène Lupin. Era su modo de actuar, complejo, misterioso, inconcebible y, sin embargo, ló-gico, pues, aunque era difícil ocultar el estorboso volu-men de la totalidad de las joyas, la molestia era mucho

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menor en el caso de diminutos objetos independientes, como perlas, esmeraldas y zafiros.

En la cena, sucedió lo siguiente: a derecha e iz-quierda de Rozaine, los asientos estaban vacíos. Y por la noche supimos que el comandante lo había hecho llamar.

Su detención, que nadie puso en duda, provocó un verdadero alivio. Al fin podíamos respirar tranquilos. Esa noche, jugamos y bailamos. Nelly en particular demostró una sorprendente alegría que me hizo darme cuenta de que, aunque las reverencias de Rozaine pudieron haberle agradado en un principio, ya apenas se acordaba de ellas. Su encanto terminó de conquis-tarme. Hacia medianoche, bajo la serena claridad de la luna, le comuniqué mi entrega con una emoción que no pareció desagradarle.

Pero, al día siguiente, para sorpresa general, ave-riguamos que los cargos presentados contra Rozaine no bastaban y que quedaba libre.

Era hijo de un importante comercial de Burdeos y había mostrado sus papeles perfectamente en regla. Además, no había ni rastro de heridas en los brazos.

—¡Papeles! ¡Certificados de nacimiento! —excla-maban los enemigos de Rozaine—. ¡Arsène Lupin los tiene a puñados! En cuanto a la herida, puede ser que no la tenga... o que haya borrado su rastro.

Se argüía que, a la hora del robo, se podía demos-trar que Rozaine estaba paseando por la cubierta, a lo que los objetores respondían:

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—¿Creen que un hombre con el temple de Arsène Lupin tiene la necesidad de asistir a los robos que comete?

Además, aparte de toda consideración ajena, ha-bía un argumento sobre el que ni los más escépti-cos podían comentar. ¿Quién salvo Rozaine viajaba solo, era rubio y tenía un apellido que empezaba por «r»? ¿A quién señalaba el telegrama si no era a Rozaine?

Cuando Rozaine, minutos antes de la comida, se atrevió a dirigirse hacia nuestro grupo, Nelly y lady Jerland se levantaron y se marcharon.

Tenían miedo de verdad.Una hora después, una circular manuscrita pasó

de mano en mano entre los empleados de a bordo, marineros y viajeros de todas las clases: Louis Rozaine ofrecía una suma de diez mil francos a quien desen-mascarase a Arsène Lupin o encontrase al poseedor de las piedras robadas.

—Y si nadie me protege contra ese bandido —de-claró Rozaine al comandante—, tendré que hacer yo su trabajo.

Rozaine contra Arsène Lupin, o, más bien, según se decía, Arsène Lupin contra sí mismo; una batalla de lo más interesante.

Batalla que duró dos días.Se vio a Rozaine deambular de un lado a otro,

mezclarse entre el personal, interrogar, fisgonear. Se vio a su sombra merodear por la noche.

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El comandante, por su parte, se mostraba enérgico y activo. De arriba abajo, por cada rincón, registró todo el barco. Inspeccionó todos los camarotes, sin excepción, con el pretexto de que los objetos podían estar ocultos en cualquier parte, salvo en el camarote del culpable.

—Se acabará averiguando algo, ¿no? —me pre-guntó Nelly—. Por muy mago que sea, no puede ha-cer invisibles los diamantes y las perlas.

—Espero que sí —le respondí—, o habrá que mirar dentro del ala de los sombreros, el dobladillo de los chalecos y todo lo que llevamos encima.

Le enseñé mi Kodak, una 9 × 12 con la que no me cansaba de fotografiarla en las actitudes más diversas.

—¿No cree que en un aparato poco más grande que este podrían caber todas las piedras preciosas de lady Jerland? Solo tendría que fingir hacer fotos y listo.

—No obstante, siempre he oído que no hay ladrón que no deje pistas tras de sí.

—Sí que lo hay: Arsène Lupin.—¿Por qué?—¿Que por qué? Porque no solo piensa en el robo

que va a cometer, sino también en todas las circuns-tancias que podrían delatarlo.

—Antes se le veía a usted más confiado.—Hasta que lo he visto actuar.—Entonces, ¿qué es lo que cree?—Creo que estamos perdiendo el tiempo.

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De hecho, las investigaciones no dieron sus frutos, o, más bien, los frutos que dieron no se correspon-dían con el esfuerzo general: le robaron el reloj al comandante.

Este, furioso, intensificó el empeño y vigiló aún más de cerca a Rozaine, al que ya había interrogado varias veces. Al día siguiente, irónicamente, se en-contró el reloj entre los cuellos desmontables del subcomandante.

La situación era inverosímil, puro reflejo del humor de Arsène Lupin, ladrón, pero también un mero aficionado. Ciertamente trabajaba por placer y por vocación, pero también por diversión. Daba la impresión de entretenerse con la obra que in-terpretaba y, entre bastidores, reírse a carcajadas de sus ocurrencias y de las situaciones por él pro-vocadas.

Estaba claro que era un artista en lo suyo, y, cuando observaba yo a Rozaine, oscuro y pertinaz, y pensaba en los dos papeles que sin duda interpretaba este curioso personaje, no podía sino hablar de él con cierta admiración.

Ahora bien, la penúltima noche, el oficial de guar-dia oyó quejidos en la zona más oscura del puente y se acercó. Allí yacía un hombre, con la cabeza cubierta por una gruesa bufanda gris y las muñecas atadas con un fino cordel.

Lo desataron, lo pusieron en pie y no escatimaron en cuidados.

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Ese hombre era Rozaine.Lo habían asaltado durante una de sus expedicio-

nes, abatido y desvalijado. Una tarjeta de visita cla-vada a la ropa con un alfiler rezaba:

Arsène Lupin acepta con gratitud los diez mil francos del señor Rozaine.

En realidad, la billetera robada contenía veinte billetes de mil.

Como era natural, se acusó a la víctima de haber fingido el ataque contra sí mismo. Sin embargo, ade-más de que era imposible que él solo se hubiese po-dido atar de semejante forma, se llegó a la conclusión de que la letra de la tarjeta era totalmente distinta a la letra de Rozaine y, por el contrario, era prácti-camente idéntica a la de Arsène Lupin, tal y como se mostraba en un viejo diario encontrado a bordo.

De este modo, Rozaine dejó de ser Arsène Lupin. Rozaine era Rozaine, hijo de un comercial de Bur-deos, y la presencia de Arsène Lupin se confirmaba una vez más con aquel acto temible.

Cundió el pánico en el barco. Nadie se atrevió a quedarse a solas en el camarote y mucho menos aven-turarse a los lugares más recónditos. Por prudencia, los pasajeros se juntaban con aquellos en los que más confiaban y, aun así, un recelo instintivo separaba a las amistades más cercanas. La amenaza no procedía de un individuo aislado y, por ende, menos peligroso.

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Ahora Arsène Lupin era todo el mundo. Nuestra ima-ginación exaltada le atribuía poderes milagrosos e ili-mitados. Lo suponíamos capaz de hacerse pasar por la persona más inesperada: el comandante Rawson o el noble marqués de Raverdan o incluso, puesto que ya no nos ceñíamos a la inicial acusadora, cualquier otra persona, ya fuese mujer, niño o criado.

Los primeros comunicados que llegaron no aporta-ron ninguna novedad, o, por lo menos, el comandante no nos hacía partícipe de ellas, y el silencio no nos tranquilizaba precisamente.

El último día se nos hizo interminable. Vivíamos nerviosos, esperando una desgracia. Esta vez no sería un robo ni una simple agresión: sería un crimen, una muerte. Nadie pensaba que Arsène Lupin fuera a limitarse a dos hurtos insignificantes. Dueño ab-soluto del buque, demostrada la impotencia de las autoridades, podía conseguir todo lo que se propu-siese; todo le estaba permitido y disponía de bienes y existencia.

Reconozco que fueron unas horas maravillosas para mí, pues me valieron la confianza de Nelly. Impre-sionada por los numerosos acontecimientos, y de na-turaleza ya inquieta, buscaba de forma espontánea a mi lado una protección y una seguridad que estaba feliz de ofrecerle.

En el fondo, daba gracias por la presencia de Arsène Lupin. ¿Acaso no nos habíamos conocido mejor gracias a él? ¿Acaso no tenía el derecho de

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abandonarme a los más dulces sueños gracias a él? Sueños de amor y sueños menos utópicos, debo confe-sar. Los Andrézy somos de un buen linaje de Poitiers, pero hemos perdido prestigio, y no me parece indigno de un caballero pensar en devolverle a su nombre el lustre perdido.

Y sentía que estos sueños no disgustaban a Nelly. Sus ojos sonrientes me autorizaban a tenerlos, pero la dulzura de su voz me pedía que esperase.

Hasta el último momento, con los codos apoyados en la borda, permanecimos el uno junto a la otra, mientras la costa americana vagaba ante nosotros.

Se habían interrumpido los registros. Permanecía-mos a la espera. Desde la primera clase hasta el en-trepuente en el que se arremolinaban los emigrantes, esperábamos a que llegase el ansiado momento en que se nos explicase el irresoluble enigma. ¿Quién era Arsène Lupin? ¿Bajo qué nombre, bajo qué máscara se escondía el famoso Arsène Lupin?

Y el ansiado momento llegó. Ni aun viviendo cien años olvidaría el menor de los detalles.

—Qué pálida la veo, señorita Nelly —le dije a mi acompañante, que, tambaleante, se apoyaba en mi brazo.

—Y a usted —me contestó— lo veo distinto.—¡Y que lo diga! Estoy muy feliz de vivir junto

a usted un momento tan apasionante como este, señorita Nelly. Estoy seguro de que me va a costar olvidarla.

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Nelly no me escuchaba, jadeante y febril. Se des-plegó la pasarela, pero, antes de que pudiésemos cru-zarla, subieron a bordo agentes aduaneros, hombres de uniforme y carteros.

Nelly balbuceó:—No me sorprendería si descubriesen que Arsène

Lupin se ha escapado durante la travesía.—Quizá prefiera la muerte al deshonor y ahogarse

en el Atlántico antes de que lo detengan.—No se burle —dijo molesta.De repente, me estremecí, y, puesto que me pre-

guntó, le respondí:—¿Ve a ese hombrecillo que está en pie junto a

la pasarela?—¿Con paraguas y levita verde oliva?—Es Ganimard.—¿Ganimard?—Sí, el famoso policía que juró que detendría con

sus propias manos a Arsène Lupin. Supongo que a este lado del océano no tenían información y, casual-mente, Ganimard estaba aquí. No le gusta que nadie se ocupe de sus asuntos.

—Entonces, ¿seguro que van a detener a Arsène Lupin?

—¿Quién sabe? Ganimard solo lo ha visto caracte-rizado y disfrazado. A menos que conozca el nombre que está usando.

—¡Ah! —dijo con esa curiosidad femenina algo cruel—. Ojalá pudiera ver cómo lo detienen.

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—Paciencia. Seguramente Arsène Lupin ya se haya percatado de la presencia de su enemigo. Preferirá salir de los últimos, cuando el viejo ya esté cansado.

Empezaron a desembarcar, y Ganimard, apoyado en el paraguas con gesto indiferente, no parecía prestar atención a la multitud que se amontonaba entre las barandillas. Me fijé en que un oficial de abordo, situado detrás de él, le hablaba de vez en cuando.

Pasaron el marqués de Raverdan, el comandante Rawson, el italiano Rivolta y muchos otros. Y vi apro-ximarse a Rozaine.

¡Pobre Rozaine! No parecía recuperado de sus in-fortunios.

—Quizá sea él, de todas formas —me dijo Nelly—. ¿Qué opina usted?

—Opino que sería muy interesante tener en una misma fotografía a Ganimard y a Rozaine. Cójame la cámara, que yo voy muy cargado.

Se la entregué, pero no le dio tiempo a tomar nin-guna foto antes de que Rozaine se marchase. El oficial le dijo algo a Ganimard al oído y este se encogió levemente de hombros cuando Rozaine pasó de largo.

Dios bendito, ¿quién sería Arsène Lupin?—Eso —dijo la joven en voz alta—. ¿Quién será?Solo quedaban unas veinte personas. Nelly las con-

templaba una por una, con el temor y la confusión de que él no se encontrase entre esos veinte pasajeros.

Le dije:

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—No podemos seguir esperando.La joven echó a andar y yo la seguí, pero apenas

habíamos avanzado unos metros antes de que Gani-mard nos cortase el paso.

—¿Qué ocurre? —exclamé.—Un momento, caballero. ¿Tiene usted prisa?—Acompaño a la señorita.—Un momento —repitió con impaciencia en la

voz.Me examinó minuciosamente antes de decirme,

mirándome a los ojos:—Es usted Arsène Lupin, ¿verdad?Me eché a reír.—No, soy Bernard d’Andrézy.—Bernard d’Andrézy falleció hace tres años en

Macedonia.—Si Bernard d’Andrézy estuviera muerto, yo no

estaría en este mundo, y no es el caso. Mire mi do-cumentación.

—Es la documentación del Bernard d’Andrézy ori-ginal. Será un placer explicarle cómo ha llegado a sus manos.

—¡Está usted loco! Arsène Lupin embarcó usando un nombre falso que empezaba por «r».

—Exacto, un truco de los suyos; una pista falsa. Es usted muy hábil, amigo mío. Pero esta vez la fortuna le ha dado la espalda. Vamos, Lupin. Dé la cara.

Dudé por un segundo. Con un gesto seco, me gol-peó el antebrazo derecho y dejé escapar un grito de

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dolor. Me había dado en la herida aún mal curada que apuntaba el telegrama.

En fin, tenía que resignarme. Me volví hacia Nelly, que escuchaba lívida y tambaleante.

Me miró a los ojos antes de bajar la vista a la Kodak que le había entregado. Hizo un gesto brusco y tuve la impresión, o, mejor dicho, la seguridad, de que de repente lo entendió todo. Sí, entre las finas paredes de cuero negro, en los huecos del pequeño objeto que, por precaución, había dejado en sus ma-nos antes de que Ganimard me detuviese, se hallaban los veinte mil francos de Rozaine y las perlas y los diamantes de lady Jerland.

Juro que, en ese momento solemne, mientras me rodeaban Ganimard y dos de sus acólitos, todo me fue indiferente: la detención, la hostilidad de los presentes... Todo menos una cosa: la decisión que iba a tomar Nelly con respecto al bien que le había confiado.

No cabía duda de que lo único que tenían contra mí era esa prueba material y decisiva, pero ¿optaría Nelly por entregarla?

¿Me traicionaría? ¿Estaría perdido por su culpa? ¿Actuaría como un enemigo al que no perdonaría jamás o como una mujer con recuerdos y cuyo me-nosprecio quedaría apaciguado por un poco de indul-gencia y simpatía involuntaria?

La joven pasó de largo y me despedí de ella con discreción, sin pronunciar una sola palabra. Se mezcló

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con los demás viajeros y se dirigió hacia la pasarela, con mi Kodak en la mano.

«Seguramente —pensé— en público no se atreva. Es cuestión de tiempo que la entregue».

Pero, en mitad de la pasarela, en un movimiento de torpeza fingida, la dejó caer al agua, entre las paredes del muelle y el casco del barco.

Entonces la vi alejarse.Su hermosa silueta se perdió entre la multitud y

la vi asomarse una última vez antes de desaparecer. Había terminado para siempre.

Por un instante permanecí inmóvil, triste a la vez que inundado por una tierna compasión, y suspiré, para sorpresa de Ganimard.

—Una pena que no sea usted un hombre honrado.

Así fue como, una tarde de invierno, Arsène Lupin me contó la historia de su detención. Los caprichosos contratiempos cuyo relato escribiré algún día habían forjado entre nosotros una relación... ¿de amistad, se podría decir? Sí, me atrevo a creer que Arsène Lupin me honra con su amistad y que por eso a veces acude a mi casa sin avisar, trayendo consigo, en el silencio de mi despacho, su alegría juvenil, el resplandor de su apasionante vida y el buen humor de aquel para quien el destino solo tiene preparados favores y sonrisas.

¿Cómo podría describirlo? Veinte veces he visto a Arsène Lupin y veinte veces me he encontrado con un ser diferente, o, mejor dicho, el mismo ser,

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La detención de Arsène Lupin

del que veinte espejos me han reflejado unas tantas imágenes deformadas, cada una con sus particulari-dades, su forma especial del rostro, su propio gesto, su silueta y su carácter.

—Ni yo —me dice— sé ya muy bien quién soy. No me reconocería en el espejo.

Una genialidad, cierto, y una paradoja, pero ver-dadera para quienes lo conocen y que ignoran sus infinitos recursos, su paciencia, sus destrezas en el maquillaje, su prodigiosa facultad de transformar las proporciones de su rostro e incluso modificar sus rasgos.

—¿Por qué —dice— tener un aspecto concreto? ¿Por qué no evitar el peligro de una apariencia siem-pre idéntica? Mis actos ya me definen lo suficiente.

Y aclara, con cierto toque de orgullo:—Me alegro de que nadie pueda jamás afirmar con

total certeza: «He aquí Arsène Lupin». Lo que busco es que puedan decir, sin miedo a equivocarse: «Eso es obra de Arsène Lupin».

Estas son algunas de las acciones, algunas de las aventuras, que intento reconstruir, según las revela-ciones que tuvo la cortesía de concederme algunas tardes de invierno en el silencio de mi despacho.