Las apariciones del Señor en medio de la “ekklesia” o “asamblea” de discípulos marcan el...
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Las apariciones del Señor en medio de la “ekklesia” o “asamblea”
de discípulos marcan el inicio de la tradición de reunirnos los cristianos
“el primer día de la semana”, para celebrar la Santa Misa, en la que
el Señor, mediante la consagración del pan y del vino que realiza
el sacerdote in persona Christi, se hace verdadera y realmente presente
en su Cuerpo y en su Sangre (Catecismo 751. 1374-1377).
Según la tradición judía el shabbat es el séptimo y último día de la semana, en el que el pueblo recordaba el día en que
Dios había descansado luego de la obra creadora, el día que por mandato divino debía ser santificado por el pueblo de
Israel mediante el descanso ( Ex 20,9-11).
El simbolismo y paralelismo permite comprender que en «aquel día»,
el día primero de la semana, Dios por la resurrección de su Hijo
iniciaba una nueva creación.
El día que seguía al sábado iniciaba
una nueva semana y era considerado
por tanto “el primer día de la semana”.
Ése fue el día en que Cristo resucitó,
el día que remite al día en que Dios iniciaba la obra de la
creación (Gén 1,1-5), el día en que Dios
creó la luz y la separó de las
tinieblas.
Cristo resucitado, vencedor de la muerte, es la luz del mundo, verdadero Sol de Justicia que disipa las tinieblas que el hombre por su pecado ha cernido sobre el mundo
entero. Este es el día en que Dios todo lo hace nuevo ( Is 43,19s).
Así como en la primera creación Dios infundió la vida al hombre,
así también el aliento de Jesús comunica la vida a la nueva creación espiritual.
La siguiente aparición del Señor resucitado a sus discípulos se producía en aquel mismo lugar en el que se encontraban
reunidos los apóstoles ( Jn 20,19.26), «ocho días después» (Jn 20,26). Por tanto, este “octavo día” coincide nuevamente con “el primer día
de la semana”.
Por esto muy pronto se designó este día como el Día del Señor,
en latín “Dies Domini” o “Dominica dies”, de donde proviene nuestra voz “Domingo”.
En cuanto a la primera aparición recuerda San Juan que «estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del
lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio
de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”» (Jn 20,19).
La paz es un don divino para el ser humano que brota de la obra reconciliadora realizada por el Señor Jesús en el Altar
de la Cruz ( 2Cor 5,19).
Por su Cruz, el Señor Jesús nos ha obtenido el perdón de los pecados
y soplando sobre sus apóstoles el Espíritu Santo les transmitió el poder de perdonar los pecados en su Nombre,
haciéndolos ministros del don de la reconciliación: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,23).
Cuando Jesús se aparece a los apóstoles, creyeron y dieron testimonio de lo que vieron y creyeron (Jn 20, 25).
Tan persuasiva fue su presencia y su voz que los Apóstoles cambiaron de inmediato su ánimo; estaban con miedo a los
judíos, encerrados, pero enseguida “se alegraron al ver al Señor (Jn 20, 20).
En realidad, Tomás no pedía más que lo que Jesús concedió a los demás (20,20; 20,18.25). Pero una cosa es
que se lo concedan y otra que lo exija.
Pero Tomás que no estaba aquel día
no creyó en el testimonio de los otros Apóstoles.
Y protestaba diciendo: “Si no veo la marca de los
clavos en sus manos, si no pongo el
dedo en el lugar de los clavos y la
mano en su costado, no lo creeré”
(Jn 20, 25).
"Tomás no estaba con ellos cuando vino Jesús" (Jn 20, 24).
Se había aislado de sus compañeros.
Pero Jesús oyó a Tomás como nos oye a cada uno de nosotros
y se manifiesta en su tiempo.
En su tristeza e increencia de Tomás personifica al mismo tiempo a los escépticos y agnósticos de todos los tiempos, los desalentados a causa de la existencia del mal en el mundo, los que culpan injustamente a Dios por los errores y pecados de otro, los defraudados que piensanque Dios no les oye...
A la semana siguiente, estaban
de nuevo reunidos los Apóstoles
y Tomás con ellos (Jn 20, 26).
Ya no está aislado.
Y se presentó otra vez Jesús Resucitado, se colocó en
medio de ellos, los saludó, y
dirigiéndose enseguida a Tomás, le dijo:
“Mira mis manos y toca mis heridas. Extiende tu mano y palpa mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino
hombre de fe”. Y Tomás contestó: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 27-28).
Tomás también vio, y tocó, y creyó. Y dio testimonio de lo que vio y creyó.
El que había sido el último en creer fue el primero en hacer una plena confesión de la divinidad. ¡Señor mío y
Dios mío! Aquí estaba un hombre que había visto a Jesús como
realmente era, el Cristo, el Hijo de Dios.
Jesús acepta la confesión de Tomás, aunque no le ahorra el reproche
de haber llegado a la fe sólo tras la seguridad de la visión: “Porque me has visto (y tocado) has creído. ¡Felices los que
crean sin haber visto (y tocado)!” (Jn. 20, 29).
Los futuros creyentes han de aceptar el hecho de la resurrección
del Señor sin necesidad de ver ni tocar ellos mismos, a partir del testimonio de los que estuvieron con Jesús
Resucitado, le vieron y le tocaron.
¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a muchos cristianos, y como acto
de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al pasar delante
de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa.
La fe es la seguridad de que en verdad El vive y actúa entre nosotros. Está presente cuando escuchamos la
proclamación de su Palabra en las celebraciones litúrgicas, en los siete sacramentos,
donde se reúnen dos o más, como El lo ha prometido.
Saber que El vive nos da seguridad y fortaleza frente
a la hostilidad del ambiente perdonando
la ignorancia de quien nos menosprecie o ridiculice
por nuestra fe.
El cristiano que no puede perdonar no es testigo
fehaciente de la resurrección; no
importan los males hayamos recibido,
sino el mandato de Jesús para vivir según su Espíritu.
Porque si algo necesita nuestro mundo, la sociedad
y el corazón, es vivir reconciliado,
pacificado interiormente, sanado en profundidad.
Que pena da ver, a tantos afligidos que
recurren a los remedios que ofrece
la cultura de muerte llevándolos
a un abismo más profundo.
Que tristeza dan otros tantos que se lanzan a la búsqueda de la paz y armonía interior
siguiendo “novedosas” doctrinas,
o pseudo-religiones. ¡Qué actuales son estas palabras, dirigidas por Dios a su
pueblo por medio del profeta: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, agrietadas, que el agua no retienen» (Jer 2,13)!
La verdadera y profunda paz
que anhelan nuestros inquietos corazones la
encontraremos en Cristo, recuerda San
Pablo:
«Porque Dios nos ama, nos ha enviado a su propio
Hijo para que en Él encontremos
la paz que tanto necesitamos:
«¡Él es nuestra paz!»
(Ef 2,14).
Sólo él puede dar las energías necesarias para renunciar al odio
y a la sed de venganza, y emprender el camino de la negociación
a fin de llegar a un acuerdo y a la paz.
La liturgia de hoy nos invita a encontrar en la Misericordia
divina el manantial de la auténtica paz que nos ofrece
Cristo resucitado.
Las llagas del Señor resucitado
y glorioso constituyen el signo permanente del amor misericordioso de Dios a la
humanidad.
De ellas se irradia una luz espiritual, que ilumina las conciencias e infunde en los corazones consuelo y
esperanza.
Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre.
Que la Virgen, Madre de Misericordia, nos ayude a respetar la vida y a promover la Paz y la Misericordia de
Dios en los corazones.