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LAICIDAD, SEXUALIDAD Y LOS DILEMAS DE LA
REPRESENTATIVIDAD POLÍTICA
I Introducción.
Uno de los monólogos más apasionantes de la literatura universal, es sin duda
cuando en los Hermanos Karamazov el gran inquisidor confiesa a Jesucristo el
plan último de control y sumisión de la humanidad, cuya lógica expone como una
acción de nobleza desinteresada llevada a cabo por la iglesia. Este cuento de
Dostoievski invita a imaginar, ¿qué cuentas rendiría la Iglesia Católica por sus
acciones en el plano terrenal en pleno siglo XXI?. Cómo justificaría ante los ojos de
su deidad el encubrimiento de la pederastia clerical y al mismo tiempo su postura
de rechazo hacia la homosexualidad. Nos invita a imaginar cuáles serán las
razones, más allá del plano teológico, de querer controlar los cuerpos y la
sexualidad de sus creyentes e incluso de los no-creyentes. ¿Seguirá acaso pensando,
como el inquisidor del cuento, que actúa por nuestro bien, aún sobre nuestra
libertad?
Más intrigante, aunque también más comprensible, resulta descubrir los
motivos por los cuales ciertos partidos y actores políticos, conducen su acción
legislativa y gubernamental bajo preceptos religiosos, aún dentro del marco de un
Estado laico. Parece que a diferencia de antes, son hoy los grupos políticos
conservadores los que utilizan la agenda y el discurso de la iglesia como una
plataforma política que les facilite legitimarse ante la ciudadanía. De esta manera
esperan conseguir el apoyo electoral necesario que, dentro de un sistema
democrático, les permita asumir el poder.
En este juego de intereses político-religiosos los derechos sexuales y
reproductivos se han mantenido en constante disputa. La legislación particular de
cada sociedad dentro de esta materia, refleja en gran mediad la configuración
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política de fuerzas, donde la opinión pública adquiere un peso cada vez más
preponderante dentro de la racionalidad política de partidos y candidatos, puesto
que en una sociedad “desencantada” de la política, los temas polémicos tienden a
movilizar el voto y a funcionar como atajos cognitivos que generan preferencia
electoral y pueden, incluso, definir el resultado de una elección.
La respuesta evidente es reiterar que los derechos humanos no pueden estar
sujetos a la opinión de las mayorías; sin embargo, la realidad es mucho más
compleja. Hoy los argumentos religiosos que buscan controlar la sexualidad son
cada vez más sutiles y complejos. Se combinan y camuflajan entre argumentos
científicos, bioéticos y apelaciones al humanismo, que en fondo se motivan desde
una posición dogmática. Por ello, es importante que la defensa del Estado laico no
sólo se construya a partir de una arquitectura jurídica, sino que también pueda ser
justificable y defendible en términos materiales y políticos, para lo cual desentrañar
el sentido de la representación juega un papel fundamental.
II La prohibición de la sexualidad y los motivos de la iglesia
El control de la sexualidad a lo largo de la historia ha sido central en el desarrollo
de las sociedades occidentales. Desde la antigüedad se ha establecido normas que
regulan las relaciones, comportamientos, enunciamientos y conductas sexuales
para mantener un orden social prestablecido, cuya finalidad última resulta
inteligible a partir del análisis del plano simbólico. Lévi-Strauss (1969) en el campo
de la Antropología, explica que en las sociedades pre-modernas, ciertas
prohibiciones de la sexualidad guardaban funciones importantes dentro de la
estructura social. Como ejemplo, el incesto fungía como mecanismo que regulaba
la exogamia, permitiendo establecer alianzas entre familias distintas, a partir de la
diversificación de las relaciones de parentesco.
Bajo el enfoque estructural-funcionalista, es posible comprender ciertas
normas judaicas, en las cuales la procreación se concebía como fin último de la
sexualidad y todo acto sexual ajeno a este fin se prohibía por considerarse como un
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hecho contra-natura. Una relación homosexual, por ejemplo, era considerada
estéril y por consiguiente fuera del plan de Dios. El coito anal, la masturbación y el
sexo oral, también eran ajenos a la reproducción y por tanto consideradas prácticas
pecaminosas. No ocurría así con la poligamia, aceptada dentro del pueblo judío y
todavía en algunas sociedades musulmanas, por contribuir a la procreación y
aumento del grupo (Ferríz, 2010:112).
A partir de que el cristianismo se convierte en religión oficial del imperio
romano, su poder de influencia para regular la sexualidad en occidente se vuelve
definitivo. A partir del siglo VI, bajo el reinado del emperador Justiniano (483-
565), perfecciona su mecanismo coercitivo en contra de la sexualidad, a partir del
sacramento de la confesión privada. Surgen entonces los confesionales, libros
donde aparecían todos los pecados sexuales en que un cristiano podía incurrir con
su respectiva penitencia. Siguiendo la tradición que el cristianismo heredaba del
judaísmo, el emperador Justiniano promulgó una legislación sumamente rígida
contra todo tipo de sexualidad no reproductiva:
Se proscribió el acto sexual en la vigilia de las fiestas de guardar, los jueves en
memoria de la Ultima Cena; los viernes en recuerdo de la Crucifixión, los sábados en
honor a la Santísima Virgen y los domingos en memoria de la resurrección de Cristo.
Sólo se podía copular los lunes, martes y miércoles que no cayeran en Cuaresma.
Dos siglos después el emperador Carlo Magno prohibió los lunes, en honor a los
Santos Difuntos y extendió dicha prohibición a 50 días después de la Pascua hasta la
fiesta de Pentecostés y 40 días antes de la Navidad. Así mismo, el sexo estaba
prohibido tres días antes de la recepción de los sacramentos, durante la
menstruación, el embarazo y la crianza, después de la menopausia, durante la
Cuaresma y el Adviento, y en los días festivos. Para cuando una pareja casada
encontrara un martes que no cayera en estas prohibiciones, probablemente ya estaría
sexualmente paralizada (Gurdof, 1996).
Paralelamente, la reinterpretación de ciertas teorías platónicas por Agustín de
Hipona, entre otros padres de la iglesia, supeditaron la “salvación del alma” a la
sublimación de los placeres corporales. Del siglo V al XII, la Iglesia consideró el
placer sexual como pecaminoso y ordenó a los fieles hacer todo lo posible por
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evitarlo. Desde el siglo XII hasta la actualidad, el placer sexual se considera
pecaminoso sólo cuando es el motivo del sexo marital, pero no como resultado
directo del sexo ejercido correctamente, es decir, para la procreación (Gurdof,
1996). De igual forma, la iglesia católica ha prohibido históricamente la
anticoncepción ya que, desde su punto de vista, el fin primero del matrimonio es la
procreación. Este principio ha sido reafirmado numerosas veces en diferentes
encíclicas: Arcanum Divinae Sapientiae de León XIII, Casti connubii de Pío XI
(1931) y Humanae vitae de Pablo VI (1968), esta última también en contra del
aborto y el control de la natalidad.
En un momento en el que el Emperador (o posteriormente los monarcas de
la Edad media y del Absolutismo) fundamentaban su poder a partir de la gracia de
dios, la función de la regulación sexual a través de la religión obedecía, en última
instancia, a una lógica del Estado por mantener el control sobre su población.
Distintos pensadores han examinado la función de la represión sexual dentro de la
estructura social. Para Bertrand Russell (2004) asegurar un grado de virtud
femenina era fundamental para que no existiera dudas sobre la paternidad y
primogenitura de los hijos, y así sostener el orden patriarcal de la sociedad. De
igual forma, desde la perspectiva de los estudios de género, la represión sexual ha
jugado un papel esencial en la posición de subordinación que se ha asignado a las
mujeres, y como normas de corrección para penalizar que los individuos se aparten
de la norma heterosexual.
Herbert Marcuse (2010) basándose en teorías psicoanalíticas y en
fundamentos marxistas propone en 1955, dentro de su obra Eros y civilización, que
la represión sexual ha sido una forma de canalizar la energía de la sociedad hacia
actividades productivas que obedezcan a una racionalidad económica. Contrario a
esta hipótesis represiva, Michel Foucault (2002) sostuvo que la sexualidad en el
mundo occidental no se ha reprimido, sino se ha controlado a partir de la
discursividad. Sin embargo, ésta supuesta libertad sexual contrasta con el control
sobre los cuerpos vivos o biopoder, a partir del cual, la religión y posteriormente la
ciencia, han funcionado como dispositivos para guiar políticas económicas,
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geográficas y demográficas que mantienen el control social dentro de una
estructura donde el poder es ubicuo y difuminado.
En la actualidad, aún no existe un consenso de la funcionalidad social de
ciertas prohibiciones sexuales. El debate se ha complejizado a partir de la escisión
de los intereses (y la legitimidad) entre la iglesia y el Estado, el desenvolvimiento
de la modernidad, la racionalidad de las normas y la secularización de las
sociedades; lo que ha conducido a cuestionar de manera imperante la utilidad de
mantener una moral cristiana como fundamento de las normas vigentes. Las
razones verdaderas de la iglesia por buscar que desde el Estado se prohíban las
prácticas sexuales que contradicen su dogma, remite de nueva cuenta a los secretos
del gran inquisidor de Dostoievski, quien basándose “en el milagro, el misterio y la
autoridad" se congratula de haber corregido la obra de Jesucristo, con un fin último
del cual sólo la iglesia (según su visión escatológica) puede estar consciente.
III. La privatización de la sexualidad y la instauración del Estado Laico.
La filosofía positiva de Augusto Comte establece el desarrollo histórico de la
humanidad a partir de tres estadios: el estado teológico o ficticio; el estado
metafísico o abstracto y por último el estado científico o positivo. Aunque su teoría
propone explicar la evolución epistemológica de las sociedades, lo cierto es que
ligado al conocimiento de la realidad se genera una cosmovisión que también sirve
de fundamento al poder político. De tal manera, es posible entender que la
secularización de las sociedades, como efecto de la modernidad, permitió no sólo
explicar los fenómenos naturales sin la necesidad de fuerzas sobrenaturales o
divinidades abstractas, sino también transitar de una autoridad política legitimada
a partir de la religión a un gobierno legitimado a partir del voto de la mayoría.
Actualmente, dentro del orden simbólico de las monarquías
constitucionales, aún puede observarse las reminiscencias de aquellos tiempos en
que se creía que los reyes tenían facultades para gobernar por derecho divino, dei
gratia. Sin embargo, nadie más se atrevió a dudar de la condición temporal, mortal
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y accidental del poder de los monarcas, cuando sus cabezas rodaron en las plazas
públicas a manos de la burguesía incipiente; primero la de Carlos I en 1649 en
Inglaterra, después la de Luis XVI durante la revolución francesa. El ancient
régime se desmoronaba y con ello el poder político encontraba un nuevo
fundamento, la soberanía popular.
Los textos de los intelectuales de la Ilustración: Kant, Voltaire, Locke,
Montesquieu, Rousseau, definieron las nuevas tesis políticas que habrían de
caracterizar los sistemas políticos de la modernidad, convirtiendo la razón y la
libertad en los nuevos fundamentos de legitimación del poder. Poco a poco se
consolidó el ideal de una sociedad secular, igualitaria y racional, en donde se
garantizara el ejercicio de ciertos derechos inalienables a nuestra naturaleza
humana.
Las divisiones religiosas, el crecimiento de las ciudades y el cambio en los
ideales políticos y culturales dieron paso a la modernidad, caracterizada por la
primacía de la razón como principio y fin del orden social. En este sentido, el
ejercicio de la razón inculcada a través de la educación y manifestada en los
desarrollos científicos y tecnológicos, hacía tabula rasa de las creencias, principios
de autoridad religiosa, tradiciones y formas de organización que no descansaran en
el uso de la razón. El bien, en última instancia, se convirtió en lo que resultara útil
para la sociedad y el mal lo que perjudicara su integración y eficacia.
En el campo de la sexualidad, la llegada de la modernidad originó que el
sexo se concibiera como un asunto privado y no sujeto al escrutinio y gobierno del
poder público. Para la historiadora Faramerz Dabhoiwala(2012), el precepto de que
los hombres guiaran su sexualidad de acuerdo a su conciencia, siempre que ésta no
infringiera dolor o dañara a un tercero, surge en el siglo XVIII; dando licencia a
cierto libertinaje, pero también a una perspectiva sexualmente más liberal, que
pronto pesó sobre las relaciones entre hombres y mujeres.
Dabho iwala relata la manera en que las ideas ilustradas reconocieron el
impulso sexual como un “impulso natural” y la prostitución como “un mal
necesario”. Sin embargo, la permisividad sexual, aunque en expansión, nunca fue
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lo suficientemente amplia como para abarcar la homosexualidad y la masturbación,
que continuaron siendo condenadas, al menos éticamente, como antinaturales.
Tampoco esta revolución se interesó en promover la noción de una sexualidad
femenina, aunque al atribuirles una naturaleza pasiva y sumisa las mujeres dejaron
de ser consideradas como agente activo de la lujuria de los hombres.
La modernidad implicó una diferenciación de esferas, por la cual lo religioso
fue perdiendo relevancia sobre las arenas sociales y políticas. La sexualidad se
convirtió en una de estas arenas, tal vez la más complicada y resistente al proyecto
de la modernidad. En otros tiempos controlada de manera absoluta por las
instituciones religiosas, su regulación fue, gradualmente, siendo absorbida por los
Estados modernos, lo cuales a través del derecho instauraron una jerarquía sexual
de orden secular (Vaggione: 2013,33). En este sentido, es disputable argumentar
que los cambios políticos derivados de la Ilustración y la modernidad, llevaron
consigo una mayor libertad sexual. En nombre de la razón y de la ciencia las nuevas
regulaciones de la sexualidad pasaron a manos del Estado. Tanto en regímenes
democráticos, como en autoritarios, las políticas de control reproductivo y sexual
dejaron de ser justificadas a partir de preceptos religiosos y comenzaron a
sostenerse a la luz del maltusianismo y la eugenesia, fundamentándose en términos
de utilidad pública.
De tal manera, la sociedad cientificista y positiva que vislumbró Comte,
retrocedió lo alcanzado en su estadio, al elevar a la razón como valor absoluto,
hasta llegar incluso a su deificación. La apoteosis de la razón implicó la eliminación
de toda “falsa creencia”, en cuyo nombre se justificó todo tipo de crímenes. La
guillotina simbolizó el epítome de la racionalidad del terror. Una máquina que
permitía las decapitaciones en serie, reduciendo los tiempos, los costos y el dolor.
Cuando la razón se convirtió en un parámetro absoluto, la tolerancia religiosa y
política, la libertad de expresión, la posibilidad de discrepancia, las libertades
sexuales y la dignidad de la vida pasaron a un segundo plano.
Los excesos de la modernidad condujeron a las democracias modernas a
fundamentarse, no sólo en la razón y la soberanía popular como lógica de acción
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del gobierno, sino también en los derechos humanos, el estado de derecho y la
defensa de libertades individuales. Postulados que en un principio fueron guiados
bajo concepciones religiosas del derecho natural y posteriormente se
fundamentaron en el iuspositivismo, hasta encontrar razones prácticas que
garantizaron el respeto de todo las individuos, pese a cualquier decisión
mayoritaria. El liberalismo fundamentó el orden de gobierno de las nuevas
sociedades y la laicidad junto con la libertad de culto, se convirtieron en elementos
centrales de su discurso.
Dentro del camino histórico hacia el Estado laico, un capítulo que vale la
pena remembrar, es la defensa de la libertad religiosa de John Locke. Si bien su
teoría de la tolerancia excluía a católicos y ateos, Locke dio los primeros pasos
hacia la libertad de cultos, al comprender que el Estado no podía condenar ni
actuar de manera parcial hacia alguna de las corrientes protestantes de la época,
pues ello constituiría la posibilidad constante de guerra civil y la inseguridad de
que en cualquier momento un cambio de gobierno representara una amenaza de
coacción hacia los grupos religiosos no dominantes. Además que la conciencia
entraba en la esfera de lo privado, donde el gobierno no debía intervenir.
Otro gran pensador de la época que contribuyó a la libertad religiosa, fue
Pierre Bayle, quien como muchos otros racionalistas de su época que se negaban a
abandonar sus creencias religiosas, suscribió al fideísmo, a partir del cual separó la
fe de la esfera de lo racional. Al admitir que existen ciertas cosas en el ámbito de lo
espiritual que la razón es incapaz de esclarecer, el poder de la razón se encuentra
limitado para convertirse en un valor absoluto, sin que ello signifique su
subordinación a lo religioso. De esta manera la razón, que debía caracterizar las
acciones del gobierno y el método de la ciencia, se convertía en un elemento de la
esfera pública, mientras que la fe se convertía en una decisión personal, que
quedaba circunscrita, al igual que la sexualidad, al ámbito de lo privado.
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IV. Laicidad, laicismo y secularidad.
La diferenciación entre los conceptos laicismo y laicidad, no sólo corresponden a
un ejercicio teórico de claridad conceptual, sino también a posturas ideológicas
respecto los límites de la influencia religiosa en el poder político. El origen de esta
distinción conceptual es identificado después de la Segunda Guerra Mundial por el
papa Pío XII (Berti & Campinali, 1993:2) con la finalidad de defender contra los
adversarios del confesionalismo, tachados como laicistas, el derecho de la Iglesia
católica a intervenir en la esfera pública (Bovero, 2013:3). De manera instrumental,
el concepto de “laicidad” ha sido empleado por parte de grupos religiosos para
limitar la responsabilidad del Estado a instaurar un régimen de libertades
religiosas, sin importar la influencia fáctica que las religiones puedan tener en la
esfera pública. Mientras que laicismo se ha empleado por los mismos grupos como
un concepto peyorativo, que pretende negar la influencia religiosa en la vida
pública, ligado a los conceptos de jacobinismo, anticlericalismo e incluso para
algunos, de un ateísmo de Estado encubierto.
Para Michelangelo Bovero (2013:2) el laicismo implica dos acepciones, la
primera que identifica “laico” como sinónimo de “no religioso” y la segunda que
significa “no confesional”, entendiendo al confesionalismo como la subordinación
de las instituciones culturales, jurídicas y políticas de una comunidad a los
principios metafísicos y morales de una religión determinada. La primera acepción
de laicidad es diferente al laicismo (comprendido en un sentido peyorativo), dado
que no implica una hostilidad hacia las creencias ni hacia las instituciones
religiosas (ibid). También se diferencia del concepto de secularización, en tanto que
laicismo suscribe un conjunto de supuestos y actitudes subjetivas, convicciones,
principios, orientaciones teóricas y prácticas, mientras que la secularización tiene
un significado descriptivo; es decir, indica un estado de cosas o una tendencia
empíricamente observable (ibid:11).
El concepto de secularización, por su cuenta, implica un proceso de
transformación partiendo de la estrecha identificación con los valores y las
instituciones religiosas, hacia los valores no religiosos (o irreligiosos) e
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instituciones civiles. La tesis de la secularización refiere a que a medida que las
sociedades avanzan y se modernizan, la religión pierde su autoridad en todos los
aspectos de la vida social (Norris & Inglehart, 2004), idea que había sido anunciada
tempranamente por pensadores como Karl Marx, Sigmund Freud, Max Weber y
Émile Durkheim.
Las dos acepciones del Laicidad que define Bovero, pueden conceptualizarse
como laicidad de baja y alta intensidad, cuyo diferencia no reside en su nivel de
anticlericalismo, sino en el rechazo/aceptación de la influencia religiosa en la esfera
pública, que más allá de la privacidad/publicidad de los actos de culto, se centra en
la posibilidad real de que el clero pueda opinar e influir la opinión pública respecto
a temas de interés común, y que los legisladores puedan fundamentar su toma de
decisiones con base en principios religiosos. La diferenciación entre laicidad y
laicismo ha buscado, instrumentalmente, atribuir un sentido peyorativo al Estado
laico de alta intensidad, sin embargo la negación de lo religioso en la esfera pública
no implica su cancelación en ámbito privado, ni antagonismo contra los creyentes.
Aunque la secularización de la sociedad en su quehacer cotidiano implicaría
también una secularización de la política (Turner et al., 2011), lo cierto es que en la
actualidad podemos observar múltiples sociedades en las que la laicización del
poder político no ha avanzado al mismo paso que la secularización de la sociedad.
Si bien es cierto que existe, cada vez más, personas que se consideran
pertenecientes a una religión y al mismo tiempo se declaran no-practicantes1, lo
cierto es que muchos de ellos logran reconciliar los avances tecnológicos y
científicos de la modernidad, con sus creencias religiosas. Logran que una sociedad
regida por una racionalidad instrumental-económica entre en convivencia con sus
convicciones espirituales. Por ello, si bien una mentalidad desacralizada se
extiende a lo largo de las sociedades modernas, aún parece precipitado creer que la
religiosidad, como fundamento a partir del cual se argumenten posturas políticas,
esté llegando a su fin.
1 En el caso de la sociedad mexicano, los datos censales muestran que cerca del 88% de los mexicanos se nombran católicos en sus creencias, pero esto no implica una correlación lineal de obediencia a los mandatos eclesiásticos en diversas materias tales como los cánones morales (Gaytán, 2013:31)
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V. Dilemas de la representación política.
En el origen del parlamentarismo, las asambleas y cortes reales, servían como
órganos de representación de los distintos estamentos o grupos de la sociedad
medieval: nobleza, burguesía, gremios y clero. De tal forma, la iglesia se
representaba directamente ante dichos órganos representativos, cuando no, era
protegida desde Roma; por lo que le bastaba con coaligar sus intereses con los de la
nobleza, en tanto grupos privilegiados, para cerrar el paso a las demandas de la
sociedad. Así sucedió en la convocatoria a los estados generales de 1789, preludio a
la revolución francesa.
Durante el reinado de Eduardo III en 1341, el Parlamento de Inglaterra se
dividió en dos casas, los burgueses se reunieron por separado de la nobleza y del
clero, formando lo que se conoció como la Cámara de los Comunes. Aunque
permanecieron subordinados tanto a la Corona como a los Lores, el poder de los
comunes fue acrecentándose a la par que crecía la dependencia del monarca a los
empréstitos de la burguesía. Hasta que la revolución de Oliverio Cromwell otorgó
amplias facultades de gobierno a los comunes, bajo las cuales quedó supeditada la
voluntad del rey. Así la institución de la Cámara de los Comunes en Inglaterra,
aseguró que el parlamento inglés representara los intereses de los condados y las
ciudades por encima de los intereses estamentales.
De manera general, las revoluciones burguesas relegaron, paulatinamente, el
poder del rey hasta asignarle un papel meramente simbólico. Este cambio coincidió
con la consolidación de los Estados nacionales europeos y la división de poderes, y
así la representación política pasó de un defensa grupal a una procuración de
intereses nacionales. De esta manera, los parlamentos europeos comenzaron a
ejercer funciones de gobierno y a representar ya no a los estamentos, sino a los
ciudadanos de cada nación. Cada parlamentario se convertía en representante, ya
no de su clase, profesión o religión, sino de su población.
El liberalismo incorporó dentro de su tradición los preceptos del Estado
laico, al mismo tiempo que mantuvo el postulado de la soberanía popular. A partir
de ello se desarrollaron complejos sistemas de democracia representativa,
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mediante los cuales se aseguró que la sociedad pudiese elegir a sus representantes y
que los cuerpos gubernamentales –sobre todo el legislativo- pudieran ser un espejo
de la pluralidad de identidades que integraban el Estado-nación, sin que ello diera
lugar a la incidencia de los intereses religiosos dentro de la esfera pública.
La regla de la mayoría y la posterior universalización del voto, como
fundamento de la toma de decisiones, establecían que todos los ciudadanos
contaban por igual, pues su valor no derivaba de su poder adquisitivo, linaje o
características físicas, sino de la capacidad de raciocinio que era una cualidad
universal e inmanente a la especie humana. De tal forma que la ley garantizó una
serie de derechos políticos, entre los cuales se encontraba el derecho activo y pasivo
del voto. No obstante, al sostener la neutralidad religiosa del Estado y reconocer, a
su vez, la voluntad general como fundamento de la acción del gobierno, ha dado
lugar a diferentes dilemas políticos, que a continuación se agrupan:
1) Dilema de la representatividad: Si el legislador se encuentra obligado a
actuar según los designios de sus representados, y los representados razonan
-al menos mayoritariamente- en términos religiosos ¿el representado se ve
obligado a promulgar leyes sustentadas en principios religiosos, porque sus
representados así lo dispusieron? En caso de la negativa ¿existen incentivos
que estimulen al legislador, cuyo comportamiento se rige por una
racionalidad política, a actuar de manera contraria?
2) Dilema del legislador: Aunque el Estado mantenga una neutralidad
religiosa en su estructuración positiva, el gobierno, al momento de legislar y
establecer políticas públicas, ejerce la soberanía delegada por el pueblo a
través de un conjunto de representantes a quienes el mismo Estado permite
profesar creencias religiosas. De tal manera que el dilema surge bajo la
pregunta: ¿las creencias personales de los representantes deben influir en
sus deliberaciones y toma de decisiones públicas? En caso de la negativa, su
subsecuente: ¿existe forma de garantizar que las creencias personales de los
representantes no influyan en sus deliberaciones y toma de decisiones
públicas?
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3) Dilema de la naturaleza de la laicidad: Es posible defender principios
religiosos a partir de argumentos no-religiosos. De ser posible, ¿ello vulnera
de alguna forma al Estado laico?, en cuyo caso ¿debería prohibirse?
VI. Derechos sexuales y la responsabilidad del legislador.
Imaginemos hipotéticamente un distrito electoral en donde la mayoría de sus
habitantes, en pleno ejercicio de sus derechos políticos, profesan el catolicismo y se
encuentra en contra de ciertos temas como: despenalización del aborto,
matrimonio y adopción por parejas homosexuales, promoción de métodos
anticonceptivos como política de salud y educación sexual en las escuelas públicas,
etc. Ante esta situación existe una gran probabilidad de que la votación mayoritaria
sea por el candidato que represente una postura a fin a dichos temas. Sin embargo,
el dilema que se plantea es si el representante electo (esté o no de acuerdo con la
misma postura que sus representados), se ve obligado a respaldar la opinión de sus
electores.
En un breve texto de 1774, denominado A los electores de Bristol, el político
británico Edmund Burke reconoce que un representante “debe vivir en la unión
más estrecha, la correspondencia más íntima y una comunicación sin reservas con
sus electores. Sus deseos deben tener para él un gran peso, su opinión un máximo
respeto, sus asuntos una atención incesante. Es su deber… sobre todo preferir,
siempre y en todas las ocasiones el interés de ellos al suyo propio…” (Burke 1984,
312). Sin embargo, posteriormente añade que el representante electo nunca debe
sacrificar “su opinión imparcial, su juicio maduro y su conciencia ilustrada” a sus
electores ni a ningún hombre.
En este supuesto, el representante electo por una mayoría religiosa, no se ve
obligado a legislar según las voluntades de sus electores, mucho menos si se
fundamentan en principios de orden religioso que excluyen, en su naturaleza
misma, las creencias de otros ciudadanos. Los representantes populares no pueden
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llevar un mandato imperativo de sus electores, tienen que actuar en función del
interés nacional, que en ocasiones puede contradecir al de su distrito. Tienen que
estar dispuestos a cambiar su punto de vista si las deliberaciones del parlamento
los llevan a ese cambio (Reynoso, 2012:17). Así, la tesis de Burke se resume en que
sobre el parecer de los ciudadanos del distrito deben prevalecer la opinión, el juicio
y la conciencia del legislador.
Pero ¿qué pasa cuando el legislador comparte las mismas creencias que sus
electores?, ¿adquiere entonces licencia para prohibir, por ejemplo, el matrimonio
entre parejas del mismo sexo? La respuesta es no; pues como afirma Burke, el
legislador se convierte en un procurador del interés nacional, no de sus creencias
personales. Se dirá que la nación es una abstracción, que los intereses nacionales
nunca son claros y que el legislador podría fácilmente esconder sus creencias
personales en nombre de la defensa del interés nacional que dicta su conciencia.
Evidentemente es un riesgo que la democracia siempre corre, pues aún no existe un
mecanismo para forzar la sinceridad de las intenciones de cada legislador, para
cotejar que respondan al interés público. Lo cierto es que forzar al legislador a
abstenerse de introducir dogmas religiosos y argumentar en un lenguaje secular,
facilita la posibilidad de corroborar la conveniencia o perjuicio de regular ciertas
prácticas sexuales.
Otra alternativa sería emplear los derechos humanos como criterio para
definir si se cumple o no el interés nacional. Claramente los derechos humanos
corresponden a los intereses de todos los individuos de la nación. Gran parte de los
derechos sexuales y reproductivos que se reconocen, se encuentran suscritos en
diferentes tratados internacionales y en constituciones nacionales. Luego, si alguna
restricción reproductiva o sexual afecta a los derechos humanos, afecta también los
intereses nacionales y por ende no puede instituirse como una norma coercitiva.
La argumentación parece simple, el gran problema reside en que los
derechos humanos no es del todo un debate cerrado. Sin importar la postura que
adoptemos, existen argumentos jurídicos que se sostienen (o tienen la pretensión
de sostenerse) fuera del ámbito de lo religioso y que se apoyan (o buscan apoyarse)
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en argumentos científicos. Manifestaciones en contra de la despenalización del
aborto argumentan el derecho a la vida del no nato, el derecho a la paternidad del
varón, la ponderación de derechos entre los derechos reproductivos de la madre y
el derecho del feto a vivir; etc. En temas como el matrimonio de personas del
mismo género se argumenta el bien jurídico que protege la institución del
matrimonio. En debates de adopción homoparental, se pone en disputa el bien
superior del menor a partir de pruebas de egodistonía.
De esta manera, la defensa de preceptos religiosos ha tomado un lenguaje
secular y científico, que en última instancia, deberá contrargumentarse de la misma
manera, pues su exposición es parte fundamental de la democracia. Como afirma
Juan Vaggione (2013,34):
“se han dado importantes cambios y mutaciones en las formas de intervención
política de los sectores religiosos tanto a nivel de los actores como de los discursos y
las estrategias. Junto a la jerarquía católica y a los discursos basados en el magisterio
de la Iglesia, son cada vez más visibles y con un mayor impacto el papel de las ONG
autodenominadas provida/profamilia, los discursos científicos y bioéticos o las
estrategias judiciales en defensa de la postura oficial de la Iglesia católica. Podrá
debatirse cuán democráticas y pluralistas son las posturas que se defienden, pero debe
reconocerse que los canales, los actores y las estrategias utilizados instauran una
política diferente, en la cual la sociedad civil, como arena democrática, se vuelve un
espacio privilegiado y se desplaza la fuerte dicotomización entre lo religioso y lo
secular”.
VI. Actores políticos, derechos sexuales y la opinión pública
El comportamiento electoral en democracias contemporáneas es un fenómeno
sumamente complejo, pues existen múltiples elementos que intervienen en un
elector para que defina su voto. De acuerdo al tipo de variable que se pondere,
puede generarse diferentes modelos explicativos del sufragio. Modelos como la
escuela de Columbia o la de Michigan evalúan elementos socio-psicológicos como
los procesos de socialización en la infancia, la cultura política, la tradición
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partidista familiar y condicionantes sociales como ingresos, profesión o
escolaridad. Estas escuelas asumen que el elector es un ser social, cuyas opiniones y
opciones políticas se forman a partir de las relaciones sociales que establece con los
demás (Haak, 2010:2).
Dado que la información casi siempre es masiva y su procesamiento
representa un costo (dinero, esfuerzo, ocupación en otra actividad, etc.) los medios
y el tiempo que el individuo dedique a recabar información para tomar una
decisión serán limitados. En la medida que el ciudadano promedio no maneja la
información suficiente, la identificación partidaria funciona como un filtro entre el
mundo político y el electorado, proveyendo atajos cognitivos que le permite tomar
una decisión al momento de votar.
Bajo este contexto teórico, podemos afirmar que los votantes concentran
gran parte de su atención para definir su voto en ciertos temas de índole ideológica,
que polarizan en grandes segmentos a la población. Un significativo número de
votantes elige a sus candidatos o representantes basados en la posición de éstos
respecto al aborto (Cook, Jelen & Wilcox, 1992). Por ejemplo, en Estados Unidos, el
tema del aborto tiene una importancia estratégica que radica en ser de los pocos
temas que aparecen consistentemente como influyentes en la conducta electoral
para todos los niveles de gobierno. Incluso hay evidencia de que el tema del aborto
ha hecho cambiar de afiliación partidaria a algunos ciudadanos (Adams, 1997).
Posterior a las revoluciones burguesas del siglo XVIII y XIX en Europa y
América, cuando aún no se consolidaba la laicidad del Estado, la iglesia buscó la
defensa de sus intereses a partir de la promoción y creación de grupos
conservadores que disputaran el poder en la arena política. Sin embargo, el
desenvolvimiento de la modernidad, la instauración de sistemas democráticos y la
secularización de la política, invirtió la lógica de acción. Ahora son los partidos y
actores políticos de derecha quienes utilizan la agenda y el discurso de la iglesia
para legitimar su acción frente a la sociedad y asegurar un nicho electoral que
consiga votos y asegure cargos de representación popular. Pero si la esfera política
es la que se aprovecha de la esfera religiosa, cómo se explica la existencia de grupos
17
cerrados y sectas, como el Yunque dentro del Partido Acción Nacional (Delgado,
2003), que a partir de un dogma religioso aspiran a controlar las estructuras de
partidos conservadores.
Como explica Ronald Inglehart (1977) en La revolución silenciosa, las
sociedades occidentales, después de la posguerra llegaron a un momento de
seguridad material y física que permitió a los individuos desplazar sus
preocupaciones políticas hacia valores posmateriales. El antiguo clivaje entre
capitalismo y comunismo, se desplazó a la discusión de temas específicos dentro de
la agenda, que fueron desdibujando paulatinamente la diferencia entre derechas e
izquierdas. Ello dio paso a la estructura de partido catch-all, el cual tiende hacia
una plataforma de centro y busca atraer votantes de diversos puntos de vista e
ideologías. Dentro de estas nuevas formas de modelos partidistas, los grupos
radicales y fanáticos encuentran siempre una limitante para apoderarse de lleno
del partido. Casos contrarios como el neo-fascismo de partidos como Amanecer
dorado en Grecia, se explican más por una combinación de crisis económica y
pluralismo polarizado (Sartori,1999:160) que por la dominación de un sector
radical dentro de una estructura partidista ya establecida.
La iglesia ha sabido aprovechar esta racionalidad política a su beneficio, no
sólo respaldando y alentando las plataformas de partidos políticos conservadores,
sino también aumentando los costos políticos a partidos progresistas. Aun cuando
un gran número de católicos no sean practicantes ni internalicen en su vida diaria
los postulados de su fe (Lamas, 1995), la iglesia alienta, en la medida de sus
posibilidades que sus adeptos definan su voto en términos de la postura que los
candidatos adoptan sobre temas como el aborto, la eutanasia o el matrimonio entre
personas del mismo sexo. Ello ha dado como resultado que varios partidos políticos
considerados de izquierda, pero que compiten en países mayoritariamente
católicos, no introduzcan dentro de su agenda la defensa de los derechos
reproductivos y sexuales (Fernández, 2013)
De esta manera, la Iglesia ha mostrado una gran capacidad de adaptabilidad,
transformando sus formas de intervenir para preservar su dogma religioso dentro
18
de las restricciones sexuales y reproductivas del Estado. El corazón de su estrategia
ya no es la censura, los castigos corporales o la excomunión, sino en el manejo de la
opinión pública, la cual influye de manera importante dentro de la acción de los
actores políticos. La iglesia católica ha buscado hacer pública y presencial su
opinión en temas diversos sobre la agenda política, sobre todo, respecto al aborto y
al matrimonio entre personas de diferente sexo. Para lo cual coordina los esfuerzos,
a escala global, de asociaciones próvida que promueven su agenda en relación a la
sexualidad humana.
Con dicha intención se fundó el Consejo Pontificio para la Familia, que en
octubre de 1995, en un marcado contraste con el Concilio Vaticano II, publicó el
documento “Verdad y significado de la sexualidad humana. Guías para la educación
en la familia” que establece las normas católicas actuales relacionadas con la
sexualidad, la educación sexual y los deberes de los padres en esta materia. Como
afirma Martha Lamas (1995):
El documento consta de 150 párrafos en los que se reiteran punto por punto las
concepciones tradicionales de la jerarquía sobre la moral sexual y se descalifica
totalmente la educación sexual para niños y jóvenes en otro contexto que no sea el
ámbito familiar… Llama a los padres y madres a que rechacen la educación sexual
que se imparta en las escuelas, si no está totalmente de acuerdo con sus principios
religiosos. Esta es la única manera, afirma, de evitar que los jóvenes se vean influidos
por concepciones individualistas y distorsionadas de la libertad, dando por supuesto
que la educación sexual escolar es positivista y hedonista e imparte información
sexual disociada de los principios morales. Estos planteamientos han servido de base
para una agresiva campaña de parte de la jerarquía conservadora con el propósito de
influir en los programas educativos escolares para que sigan estos preceptos. La
jerarquía conservadora busca, a partir de estos esfuerzos, influir en las políticas
públicas relacionadas con los derechos de las mujeres, la educación reproductiva, la
salud y la sexualidad de toda la población, para que los gobiernos aseguren el
cumplimiento de sus designios morales, como una alternativa a la ineficacia de sus
propias normas.
19
VII. La despenalización del aborto en el DF: un caso de aplicación práctica.
El 24 de abril de 2008 la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó la
reforma de ley que despenaliza el aborto hasta la semana doce de gestación, con 46
votos a favor del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido
Revolucionario Institucional, el Partido Nueva Alianza y la Coalición
Socialdemócrata2, frente a 19 votos en contra del Partido Acción Nacional (PAN) y
el Partido Verde Ecologista de México (PVEM). La nueva reforma estableció la
despenalización del aborto hasta antes de la semana doce de gestación y la
disminución de la pena para las mujeres que lo practiquen voluntariamente
después de dicho periodo. Así mismo, estableció que el embarazo es la parte del
proceso de la reproducción humana que comienza con la implantación del embrión
en el endometrio y que es obligación de las instituciones públicas de salud del
gobierno del Distrito Federal atender las solicitudes de aborto.
El tema originó una clara polarización de posturas entre los diferentes
partidos políticos que componían la Asamblea Legislativa. Los principales
argumentos esgrimidos por los diputados en contra de la iniciativa pueden
resumirse de la siguiente forma: a) oponerse a la ley para despenalizar el aborto es
estar a favor de la vida, apoyarla es estar a favor de la muerte; b) impulsar la
reforma significa promover el aborto3; c) quien aborta o ayuda a practicar un
aborto es un asesino; d) la Constitución mexicana defiende la vida desde el
momento de la concepción hasta la muerte natural; e) la despenalización del aborto
no puede ser decidida por los legisladores, sino por la mayoría de los mexicanos, y
esa mayoría —que profesa la religión católica— debe seguir la postura de su Iglesia.
Durante las discusiones que se llevaron a cabo el grupo parlamentario del
PAN, en oposición a la iniciativa, comenzó estableciendo argumentos de naturaleza
puramente legal, citando diferentes artículos de la Constitución como el 1º, 3º, 4º y
123°, haciendo referencia al derecho a la vida tutelado por la Carta Magna; al igual
2Integrada por miembros del Partido Alternativa Social Demócrata y Campesina, el Partido del Trabajo y Convergencia 3 La diputada panista Kenia López crítico la iniciativa al señalar que no la consideraba una iniciativa progresista por implicar homicidio, (Diario de Debates, 2007:67).
20
que figuras relativas al Derecho Civil por ejemplo: la herencia en la que se
contemplan a los “no nacidos” como posibles beneficiarios de una sucesión. De la
misma manera señalaron las posibles complicaciones jurídicas en materia penal, al
momento de aplicar las nuevas disposiciones porque se intentaba definir
legalmente conceptos como aborto y embarazo. Adicionalmente, se propugnó por
los derechos de los hombres y la igualdad ante la ley al señalar que a éstos también
se les debe respetar su derecho a decidir sobre el número de hijos y, en especial, su
derecho a ser padres.
Hasta aquí la mayoría de los planteamientos encuadran en teorías
iusnaturalistas del derecho y en el debate clásico sobre la materia. Sin embargo, la
intervención que es de interés analizar, y que resume los argumentos del inciso e)
es la del diputado panista Alfredo Vinalay Mora, quien presentó la solicitud para
que se realizara un referéndum, apelando a que su propuesta era apoyada por un
grupo de abogados católicos encabezados por Armando Martínez Gómez,
acompañándola con casi ochenta mil firmas que lo respaldaban. Como respuesta a
ello, se puede sostener que los derechos humanos no están sujetos a la opinión
pública, como respondieron varios diputados opositores, pero, si en principio,
quien realiza la propuesta suscribe los argumentos a), b), c) y d) y cree que defiende
el derecho humano a la vida al rechazar la despenalización del aborto, internaliza el
argumento de los derechos humanos dentro de su propia lógica, e invalida dicho
contrargumento.
Por ello, una forma efectiva de contradecir las pretensiones de legitimar un
argumento en contra de la despenalización del aborto (o de la prohibición de
cualquier otra forma de libertad reproductiva o sexual) con base en la opinión
pública, es recordar la fórmula de Burke: que todo legislador una vez electo deja de
representar los intereses de una base electoral determinada. Por lo que sin
importar el número de adeptos que suscriban al catolicismo o a cualquier religión,
dentro de un Estado laico, jamás un dogma religioso o metafísico podrá convertirse
en un argumento que tenga relevancia en la discusión pública.
21
El proceso deliberativo es parte esencial de cualquier sistema democrático,
donde el involucramiento activo de los ciudadanos representa la posibilidad real de
ejercer influencia sobre la decisión pública. Sin embargo, la tolerancia a la
diversidad de opiniones siempre encuentra fronteras, en el caso de la arena
pública, un requisito ineludible para la argumentación, es abandonar la pretensión
de la custodia de verdades reveladas por la divinidad o convicciones metafísicas
interpretadas a través de sacerdotes y jerarquías eclesiásticas (Ruíz, 2007:35)
Uno de los principios rectores de la laicidad, es la diferencia jurídica entre
pecado y delito, establecida por el filósofo italiano César Beccaria, quien estipuló
que el criterio para medir la gravedad de los delitos debe ser el daño social
producido por cada uno de ellos y no la malicia moral (pecado) del acto, ni la
calidad o rango social de la persona ofendida. Más allá de la diferencia entre un
dictado legal (norma) y un dictado religioso, Beccaria nos legó, a partir de su
reflexión jurídica, que la utilidad pública se convirtiera en el fundamento último
para justificar tanto la aplicación de una pena como la deliberación sobre una
iniciativa de ley o la instauración de una política pública.
El lector a estas alturas se preguntará si es posible que un legislador se
separe de sus creencias religiosas, también se preguntará si existe una
argumentación racional que se encuentre desprovista de una visión metafísica o
religiosa del mundo. La respuesta no es sencilla, pero debe de ser obligación de
todo legislador abandonar en el campo de lo público sus dogmas de fe y articular en
términos laicos sus iniciativas y contrargumentos respecto a toda legislación que
implique el respaldo coercitivo del Estado. Es casi seguro que si sus argumentos
pueden sostenerse por sí solos sin invocar ninguna entidad trascendente o razón
divina, aunque de manera inconsciente sus preceptos éticos y de moral pública
estén condicionados a una estructura judeo-cristiana o de cualquier denominación
religiosa, contaran con una pretensión de verdad que puede ser falseable y
disputada por otros.
Para John Rawls, el ejemplo de que es posible generar un “consenso
sobrepuesto”, basado en que la razón común a todos los seres humanos es
22
suficiente para descubrir y justificar nuestras obligaciones morales y políticas
(Ruíz, 2007:35), es el consenso obtenido en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de la ONU, donde todos los Estados del mundo lograron
conciliar la discrepancia cultural y religiosa de sus habitantes, alcanzando ciertos
verdades universales, que parecen ser evidentes a los ojos de todos, no por provenir
de una divinidad, sino por ser inherentes a la dignidad humana.
VIII. Conclusión.
La Iglesia ha cambiado a lo largo de los siglos, eso resulta un hecho innegable. Ha
sabido adaptarse a los nuevos tiempos: a la independencia de los reinos frente a la
voluntad del papa; a la emancipación de la razón sobre el dogma; a la
secularización de las sociedades modernas; al comunismo; a las reiteradas crisis del
capitalismo; a la globalización. Pero demuestra que uno de los elementos que más
ha preservado su naturaleza, ha sido el interés de controlar los cuerpos y la
sexualidad de sus creyentes e incluso de los no-creyentes.
Vuelvo a recordar el cuento de Dostoievski, donde en uno de sus párrafos el
inquisidor apunta:
“La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales
tinieblas, a espantarlos con tales prodigios y exigencias, que los menos suaves y
dóciles se suicidarán…Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso
será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para
nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán
todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con
sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y
nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su
conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres,
nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse
libremente.”
Quizás este sea uno de los pasajes más importantes de aquella obra, porque
reafirma el gran peso de la libertad, que cae en los hombros del ser humano que
23
decide actuar de manera autónoma y bajo los designios de su razón y su conciencia,
como el legislador ideal de Burke. No es fácil ser un libre pensador, como tampoco
lo es ser un votante crítico, pero parece mucho más alto el costo de no serlo, a
menos para ellos quienes verdaderamente aman a la libertad.
A los mexicanos nos ha costado mucho sostener los pilares de un Estado
laico, por ello el debate de la laicidad corre el riesgo de banalizarse si se tacha de
confesional cualquier voz que asome argumentos naturalistas o que coincidan con
los designios de algún credo religioso. Quizás existan elementos para creer que
defienden los mismos intereses, pero no los hay para censurar su derecho a la libre
expresión, siempre que se mantengan dentro de una argumentación clerical que
respete la laicidad de las instituciones. Sólo de esa manera el Estado laico podrá
sostenerse, sin convertir nuevamente a la razón en un valor absoluto.
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