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1 LAICIDAD, SEXUALIDAD Y LOS DILEMAS DE LA REPRESENTATIVIDAD POLÍTICA I Introducción. Uno de los monólogos más apasionantes de la literatura universal, es sin duda cuando en los Hermanos Karamazov el gran inquisidor confiesa a Jesucristo el plan último de control y sumisión de la humanidad, cuya lógica expone como una acción de nobleza desinteresada llevada a cabo por la iglesia. Este cuento de Dostoievski invita a imaginar, ¿qué cuentas rendiría la Iglesia Católica por sus acciones en el plano terrenal en pleno siglo XXI?. Cómo justificaría ante los ojos de su deidad el encubrimiento de la pederastia clerical y al mismo tiempo su postura de rechazo hacia la homosexualidad. Nos invita a imaginar cuáles serán las razones, más allá del plano teológico, de querer controlar los cuerpos y la sexualidad de sus creyentes e incluso de los no-creyentes. ¿Seguirá acaso pensando, como el inquisidor del cuento, que actúa por nuestro bien, aún sobre nuestra libertad? Más intrigante, aunque también más comprensible, resulta descubrir los motivos por los cuales ciertos partidos y actores políticos, conducen su acción legislativa y gubernamental bajo preceptos religiosos, aún dentro del marco de un Estado laico. Parece que a diferencia de antes, son hoy los grupos políticos conservadores los que utilizan la agenda y el discurso de la iglesia como una plataforma política que les facilite legitimarse ante la ciudadanía. De esta manera esperan conseguir el apoyo electoral necesario que, dentro de un sistema democrático, les permita asumir el poder. En este juego de intereses político-religiosos los derechos sexuales y reproductivos se han mantenido en constante disputa. La legislación particular de cada sociedad dentro de esta materia, refleja en gran mediad la configuración

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LAICIDAD, SEXUALIDAD Y LOS DILEMAS DE LA

REPRESENTATIVIDAD POLÍTICA

I Introducción.

Uno de los monólogos más apasionantes de la literatura universal, es sin duda

cuando en los Hermanos Karamazov el gran inquisidor confiesa a Jesucristo el

plan último de control y sumisión de la humanidad, cuya lógica expone como una

acción de nobleza desinteresada llevada a cabo por la iglesia. Este cuento de

Dostoievski invita a imaginar, ¿qué cuentas rendiría la Iglesia Católica por sus

acciones en el plano terrenal en pleno siglo XXI?. Cómo justificaría ante los ojos de

su deidad el encubrimiento de la pederastia clerical y al mismo tiempo su postura

de rechazo hacia la homosexualidad. Nos invita a imaginar cuáles serán las

razones, más allá del plano teológico, de querer controlar los cuerpos y la

sexualidad de sus creyentes e incluso de los no-creyentes. ¿Seguirá acaso pensando,

como el inquisidor del cuento, que actúa por nuestro bien, aún sobre nuestra

libertad?

Más intrigante, aunque también más comprensible, resulta descubrir los

motivos por los cuales ciertos partidos y actores políticos, conducen su acción

legislativa y gubernamental bajo preceptos religiosos, aún dentro del marco de un

Estado laico. Parece que a diferencia de antes, son hoy los grupos políticos

conservadores los que utilizan la agenda y el discurso de la iglesia como una

plataforma política que les facilite legitimarse ante la ciudadanía. De esta manera

esperan conseguir el apoyo electoral necesario que, dentro de un sistema

democrático, les permita asumir el poder.

En este juego de intereses político-religiosos los derechos sexuales y

reproductivos se han mantenido en constante disputa. La legislación particular de

cada sociedad dentro de esta materia, refleja en gran mediad la configuración

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política de fuerzas, donde la opinión pública adquiere un peso cada vez más

preponderante dentro de la racionalidad política de partidos y candidatos, puesto

que en una sociedad “desencantada” de la política, los temas polémicos tienden a

movilizar el voto y a funcionar como atajos cognitivos que generan preferencia

electoral y pueden, incluso, definir el resultado de una elección.

La respuesta evidente es reiterar que los derechos humanos no pueden estar

sujetos a la opinión de las mayorías; sin embargo, la realidad es mucho más

compleja. Hoy los argumentos religiosos que buscan controlar la sexualidad son

cada vez más sutiles y complejos. Se combinan y camuflajan entre argumentos

científicos, bioéticos y apelaciones al humanismo, que en fondo se motivan desde

una posición dogmática. Por ello, es importante que la defensa del Estado laico no

sólo se construya a partir de una arquitectura jurídica, sino que también pueda ser

justificable y defendible en términos materiales y políticos, para lo cual desentrañar

el sentido de la representación juega un papel fundamental.

II La prohibición de la sexualidad y los motivos de la iglesia

El control de la sexualidad a lo largo de la historia ha sido central en el desarrollo

de las sociedades occidentales. Desde la antigüedad se ha establecido normas que

regulan las relaciones, comportamientos, enunciamientos y conductas sexuales

para mantener un orden social prestablecido, cuya finalidad última resulta

inteligible a partir del análisis del plano simbólico. Lévi-Strauss (1969) en el campo

de la Antropología, explica que en las sociedades pre-modernas, ciertas

prohibiciones de la sexualidad guardaban funciones importantes dentro de la

estructura social. Como ejemplo, el incesto fungía como mecanismo que regulaba

la exogamia, permitiendo establecer alianzas entre familias distintas, a partir de la

diversificación de las relaciones de parentesco.

Bajo el enfoque estructural-funcionalista, es posible comprender ciertas

normas judaicas, en las cuales la procreación se concebía como fin último de la

sexualidad y todo acto sexual ajeno a este fin se prohibía por considerarse como un

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hecho contra-natura. Una relación homosexual, por ejemplo, era considerada

estéril y por consiguiente fuera del plan de Dios. El coito anal, la masturbación y el

sexo oral, también eran ajenos a la reproducción y por tanto consideradas prácticas

pecaminosas. No ocurría así con la poligamia, aceptada dentro del pueblo judío y

todavía en algunas sociedades musulmanas, por contribuir a la procreación y

aumento del grupo (Ferríz, 2010:112).

A partir de que el cristianismo se convierte en religión oficial del imperio

romano, su poder de influencia para regular la sexualidad en occidente se vuelve

definitivo. A partir del siglo VI, bajo el reinado del emperador Justiniano (483-

565), perfecciona su mecanismo coercitivo en contra de la sexualidad, a partir del

sacramento de la confesión privada. Surgen entonces los confesionales, libros

donde aparecían todos los pecados sexuales en que un cristiano podía incurrir con

su respectiva penitencia. Siguiendo la tradición que el cristianismo heredaba del

judaísmo, el emperador Justiniano promulgó una legislación sumamente rígida

contra todo tipo de sexualidad no reproductiva:

Se proscribió el acto sexual en la vigilia de las fiestas de guardar, los jueves en

memoria de la Ultima Cena; los viernes en recuerdo de la Crucifixión, los sábados en

honor a la Santísima Virgen y los domingos en memoria de la resurrección de Cristo.

Sólo se podía copular los lunes, martes y miércoles que no cayeran en Cuaresma.

Dos siglos después el emperador Carlo Magno prohibió los lunes, en honor a los

Santos Difuntos y extendió dicha prohibición a 50 días después de la Pascua hasta la

fiesta de Pentecostés y 40 días antes de la Navidad. Así mismo, el sexo estaba

prohibido tres días antes de la recepción de los sacramentos, durante la

menstruación, el embarazo y la crianza, después de la menopausia, durante la

Cuaresma y el Adviento, y en los días festivos. Para cuando una pareja casada

encontrara un martes que no cayera en estas prohibiciones, probablemente ya estaría

sexualmente paralizada (Gurdof, 1996).

Paralelamente, la reinterpretación de ciertas teorías platónicas por Agustín de

Hipona, entre otros padres de la iglesia, supeditaron la “salvación del alma” a la

sublimación de los placeres corporales. Del siglo V al XII, la Iglesia consideró el

placer sexual como pecaminoso y ordenó a los fieles hacer todo lo posible por

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evitarlo. Desde el siglo XII hasta la actualidad, el placer sexual se considera

pecaminoso sólo cuando es el motivo del sexo marital, pero no como resultado

directo del sexo ejercido correctamente, es decir, para la procreación (Gurdof,

1996). De igual forma, la iglesia católica ha prohibido históricamente la

anticoncepción ya que, desde su punto de vista, el fin primero del matrimonio es la

procreación. Este principio ha sido reafirmado numerosas veces en diferentes

encíclicas: Arcanum Divinae Sapientiae de León XIII, Casti connubii de Pío XI

(1931) y Humanae vitae de Pablo VI (1968), esta última también en contra del

aborto y el control de la natalidad.

En un momento en el que el Emperador (o posteriormente los monarcas de

la Edad media y del Absolutismo) fundamentaban su poder a partir de la gracia de

dios, la función de la regulación sexual a través de la religión obedecía, en última

instancia, a una lógica del Estado por mantener el control sobre su población.

Distintos pensadores han examinado la función de la represión sexual dentro de la

estructura social. Para Bertrand Russell (2004) asegurar un grado de virtud

femenina era fundamental para que no existiera dudas sobre la paternidad y

primogenitura de los hijos, y así sostener el orden patriarcal de la sociedad. De

igual forma, desde la perspectiva de los estudios de género, la represión sexual ha

jugado un papel esencial en la posición de subordinación que se ha asignado a las

mujeres, y como normas de corrección para penalizar que los individuos se aparten

de la norma heterosexual.

Herbert Marcuse (2010) basándose en teorías psicoanalíticas y en

fundamentos marxistas propone en 1955, dentro de su obra Eros y civilización, que

la represión sexual ha sido una forma de canalizar la energía de la sociedad hacia

actividades productivas que obedezcan a una racionalidad económica. Contrario a

esta hipótesis represiva, Michel Foucault (2002) sostuvo que la sexualidad en el

mundo occidental no se ha reprimido, sino se ha controlado a partir de la

discursividad. Sin embargo, ésta supuesta libertad sexual contrasta con el control

sobre los cuerpos vivos o biopoder, a partir del cual, la religión y posteriormente la

ciencia, han funcionado como dispositivos para guiar políticas económicas,

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geográficas y demográficas que mantienen el control social dentro de una

estructura donde el poder es ubicuo y difuminado.

En la actualidad, aún no existe un consenso de la funcionalidad social de

ciertas prohibiciones sexuales. El debate se ha complejizado a partir de la escisión

de los intereses (y la legitimidad) entre la iglesia y el Estado, el desenvolvimiento

de la modernidad, la racionalidad de las normas y la secularización de las

sociedades; lo que ha conducido a cuestionar de manera imperante la utilidad de

mantener una moral cristiana como fundamento de las normas vigentes. Las

razones verdaderas de la iglesia por buscar que desde el Estado se prohíban las

prácticas sexuales que contradicen su dogma, remite de nueva cuenta a los secretos

del gran inquisidor de Dostoievski, quien basándose “en el milagro, el misterio y la

autoridad" se congratula de haber corregido la obra de Jesucristo, con un fin último

del cual sólo la iglesia (según su visión escatológica) puede estar consciente.

III. La privatización de la sexualidad y la instauración del Estado Laico.

La filosofía positiva de Augusto Comte establece el desarrollo histórico de la

humanidad a partir de tres estadios: el estado teológico o ficticio; el estado

metafísico o abstracto y por último el estado científico o positivo. Aunque su teoría

propone explicar la evolución epistemológica de las sociedades, lo cierto es que

ligado al conocimiento de la realidad se genera una cosmovisión que también sirve

de fundamento al poder político. De tal manera, es posible entender que la

secularización de las sociedades, como efecto de la modernidad, permitió no sólo

explicar los fenómenos naturales sin la necesidad de fuerzas sobrenaturales o

divinidades abstractas, sino también transitar de una autoridad política legitimada

a partir de la religión a un gobierno legitimado a partir del voto de la mayoría.

Actualmente, dentro del orden simbólico de las monarquías

constitucionales, aún puede observarse las reminiscencias de aquellos tiempos en

que se creía que los reyes tenían facultades para gobernar por derecho divino, dei

gratia. Sin embargo, nadie más se atrevió a dudar de la condición temporal, mortal

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y accidental del poder de los monarcas, cuando sus cabezas rodaron en las plazas

públicas a manos de la burguesía incipiente; primero la de Carlos I en 1649 en

Inglaterra, después la de Luis XVI durante la revolución francesa. El ancient

régime se desmoronaba y con ello el poder político encontraba un nuevo

fundamento, la soberanía popular.

Los textos de los intelectuales de la Ilustración: Kant, Voltaire, Locke,

Montesquieu, Rousseau, definieron las nuevas tesis políticas que habrían de

caracterizar los sistemas políticos de la modernidad, convirtiendo la razón y la

libertad en los nuevos fundamentos de legitimación del poder. Poco a poco se

consolidó el ideal de una sociedad secular, igualitaria y racional, en donde se

garantizara el ejercicio de ciertos derechos inalienables a nuestra naturaleza

humana.

Las divisiones religiosas, el crecimiento de las ciudades y el cambio en los

ideales políticos y culturales dieron paso a la modernidad, caracterizada por la

primacía de la razón como principio y fin del orden social. En este sentido, el

ejercicio de la razón inculcada a través de la educación y manifestada en los

desarrollos científicos y tecnológicos, hacía tabula rasa de las creencias, principios

de autoridad religiosa, tradiciones y formas de organización que no descansaran en

el uso de la razón. El bien, en última instancia, se convirtió en lo que resultara útil

para la sociedad y el mal lo que perjudicara su integración y eficacia.

En el campo de la sexualidad, la llegada de la modernidad originó que el

sexo se concibiera como un asunto privado y no sujeto al escrutinio y gobierno del

poder público. Para la historiadora Faramerz Dabhoiwala(2012), el precepto de que

los hombres guiaran su sexualidad de acuerdo a su conciencia, siempre que ésta no

infringiera dolor o dañara a un tercero, surge en el siglo XVIII; dando licencia a

cierto libertinaje, pero también a una perspectiva sexualmente más liberal, que

pronto pesó sobre las relaciones entre hombres y mujeres.

Dabho iwala relata la manera en que las ideas ilustradas reconocieron el

impulso sexual como un “impulso natural” y la prostitución como “un mal

necesario”. Sin embargo, la permisividad sexual, aunque en expansión, nunca fue

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lo suficientemente amplia como para abarcar la homosexualidad y la masturbación,

que continuaron siendo condenadas, al menos éticamente, como antinaturales.

Tampoco esta revolución se interesó en promover la noción de una sexualidad

femenina, aunque al atribuirles una naturaleza pasiva y sumisa las mujeres dejaron

de ser consideradas como agente activo de la lujuria de los hombres.

La modernidad implicó una diferenciación de esferas, por la cual lo religioso

fue perdiendo relevancia sobre las arenas sociales y políticas. La sexualidad se

convirtió en una de estas arenas, tal vez la más complicada y resistente al proyecto

de la modernidad. En otros tiempos controlada de manera absoluta por las

instituciones religiosas, su regulación fue, gradualmente, siendo absorbida por los

Estados modernos, lo cuales a través del derecho instauraron una jerarquía sexual

de orden secular (Vaggione: 2013,33). En este sentido, es disputable argumentar

que los cambios políticos derivados de la Ilustración y la modernidad, llevaron

consigo una mayor libertad sexual. En nombre de la razón y de la ciencia las nuevas

regulaciones de la sexualidad pasaron a manos del Estado. Tanto en regímenes

democráticos, como en autoritarios, las políticas de control reproductivo y sexual

dejaron de ser justificadas a partir de preceptos religiosos y comenzaron a

sostenerse a la luz del maltusianismo y la eugenesia, fundamentándose en términos

de utilidad pública.

De tal manera, la sociedad cientificista y positiva que vislumbró Comte,

retrocedió lo alcanzado en su estadio, al elevar a la razón como valor absoluto,

hasta llegar incluso a su deificación. La apoteosis de la razón implicó la eliminación

de toda “falsa creencia”, en cuyo nombre se justificó todo tipo de crímenes. La

guillotina simbolizó el epítome de la racionalidad del terror. Una máquina que

permitía las decapitaciones en serie, reduciendo los tiempos, los costos y el dolor.

Cuando la razón se convirtió en un parámetro absoluto, la tolerancia religiosa y

política, la libertad de expresión, la posibilidad de discrepancia, las libertades

sexuales y la dignidad de la vida pasaron a un segundo plano.

Los excesos de la modernidad condujeron a las democracias modernas a

fundamentarse, no sólo en la razón y la soberanía popular como lógica de acción

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del gobierno, sino también en los derechos humanos, el estado de derecho y la

defensa de libertades individuales. Postulados que en un principio fueron guiados

bajo concepciones religiosas del derecho natural y posteriormente se

fundamentaron en el iuspositivismo, hasta encontrar razones prácticas que

garantizaron el respeto de todo las individuos, pese a cualquier decisión

mayoritaria. El liberalismo fundamentó el orden de gobierno de las nuevas

sociedades y la laicidad junto con la libertad de culto, se convirtieron en elementos

centrales de su discurso.

Dentro del camino histórico hacia el Estado laico, un capítulo que vale la

pena remembrar, es la defensa de la libertad religiosa de John Locke. Si bien su

teoría de la tolerancia excluía a católicos y ateos, Locke dio los primeros pasos

hacia la libertad de cultos, al comprender que el Estado no podía condenar ni

actuar de manera parcial hacia alguna de las corrientes protestantes de la época,

pues ello constituiría la posibilidad constante de guerra civil y la inseguridad de

que en cualquier momento un cambio de gobierno representara una amenaza de

coacción hacia los grupos religiosos no dominantes. Además que la conciencia

entraba en la esfera de lo privado, donde el gobierno no debía intervenir.

Otro gran pensador de la época que contribuyó a la libertad religiosa, fue

Pierre Bayle, quien como muchos otros racionalistas de su época que se negaban a

abandonar sus creencias religiosas, suscribió al fideísmo, a partir del cual separó la

fe de la esfera de lo racional. Al admitir que existen ciertas cosas en el ámbito de lo

espiritual que la razón es incapaz de esclarecer, el poder de la razón se encuentra

limitado para convertirse en un valor absoluto, sin que ello signifique su

subordinación a lo religioso. De esta manera la razón, que debía caracterizar las

acciones del gobierno y el método de la ciencia, se convertía en un elemento de la

esfera pública, mientras que la fe se convertía en una decisión personal, que

quedaba circunscrita, al igual que la sexualidad, al ámbito de lo privado.

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IV. Laicidad, laicismo y secularidad.

La diferenciación entre los conceptos laicismo y laicidad, no sólo corresponden a

un ejercicio teórico de claridad conceptual, sino también a posturas ideológicas

respecto los límites de la influencia religiosa en el poder político. El origen de esta

distinción conceptual es identificado después de la Segunda Guerra Mundial por el

papa Pío XII (Berti & Campinali, 1993:2) con la finalidad de defender contra los

adversarios del confesionalismo, tachados como laicistas, el derecho de la Iglesia

católica a intervenir en la esfera pública (Bovero, 2013:3). De manera instrumental,

el concepto de “laicidad” ha sido empleado por parte de grupos religiosos para

limitar la responsabilidad del Estado a instaurar un régimen de libertades

religiosas, sin importar la influencia fáctica que las religiones puedan tener en la

esfera pública. Mientras que laicismo se ha empleado por los mismos grupos como

un concepto peyorativo, que pretende negar la influencia religiosa en la vida

pública, ligado a los conceptos de jacobinismo, anticlericalismo e incluso para

algunos, de un ateísmo de Estado encubierto.

Para Michelangelo Bovero (2013:2) el laicismo implica dos acepciones, la

primera que identifica “laico” como sinónimo de “no religioso” y la segunda que

significa “no confesional”, entendiendo al confesionalismo como la subordinación

de las instituciones culturales, jurídicas y políticas de una comunidad a los

principios metafísicos y morales de una religión determinada. La primera acepción

de laicidad es diferente al laicismo (comprendido en un sentido peyorativo), dado

que no implica una hostilidad hacia las creencias ni hacia las instituciones

religiosas (ibid). También se diferencia del concepto de secularización, en tanto que

laicismo suscribe un conjunto de supuestos y actitudes subjetivas, convicciones,

principios, orientaciones teóricas y prácticas, mientras que la secularización tiene

un significado descriptivo; es decir, indica un estado de cosas o una tendencia

empíricamente observable (ibid:11).

El concepto de secularización, por su cuenta, implica un proceso de

transformación partiendo de la estrecha identificación con los valores y las

instituciones religiosas, hacia los valores no religiosos (o irreligiosos) e

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instituciones civiles. La tesis de la secularización refiere a que a medida que las

sociedades avanzan y se modernizan, la religión pierde su autoridad en todos los

aspectos de la vida social (Norris & Inglehart, 2004), idea que había sido anunciada

tempranamente por pensadores como Karl Marx, Sigmund Freud, Max Weber y

Émile Durkheim.

Las dos acepciones del Laicidad que define Bovero, pueden conceptualizarse

como laicidad de baja y alta intensidad, cuyo diferencia no reside en su nivel de

anticlericalismo, sino en el rechazo/aceptación de la influencia religiosa en la esfera

pública, que más allá de la privacidad/publicidad de los actos de culto, se centra en

la posibilidad real de que el clero pueda opinar e influir la opinión pública respecto

a temas de interés común, y que los legisladores puedan fundamentar su toma de

decisiones con base en principios religiosos. La diferenciación entre laicidad y

laicismo ha buscado, instrumentalmente, atribuir un sentido peyorativo al Estado

laico de alta intensidad, sin embargo la negación de lo religioso en la esfera pública

no implica su cancelación en ámbito privado, ni antagonismo contra los creyentes.

Aunque la secularización de la sociedad en su quehacer cotidiano implicaría

también una secularización de la política (Turner et al., 2011), lo cierto es que en la

actualidad podemos observar múltiples sociedades en las que la laicización del

poder político no ha avanzado al mismo paso que la secularización de la sociedad.

Si bien es cierto que existe, cada vez más, personas que se consideran

pertenecientes a una religión y al mismo tiempo se declaran no-practicantes1, lo

cierto es que muchos de ellos logran reconciliar los avances tecnológicos y

científicos de la modernidad, con sus creencias religiosas. Logran que una sociedad

regida por una racionalidad instrumental-económica entre en convivencia con sus

convicciones espirituales. Por ello, si bien una mentalidad desacralizada se

extiende a lo largo de las sociedades modernas, aún parece precipitado creer que la

religiosidad, como fundamento a partir del cual se argumenten posturas políticas,

esté llegando a su fin.

1 En el caso de la sociedad mexicano, los datos censales muestran que cerca del 88% de los mexicanos se nombran católicos en sus creencias, pero esto no implica una correlación lineal de obediencia a los mandatos eclesiásticos en diversas materias tales como los cánones morales (Gaytán, 2013:31)

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V. Dilemas de la representación política.

En el origen del parlamentarismo, las asambleas y cortes reales, servían como

órganos de representación de los distintos estamentos o grupos de la sociedad

medieval: nobleza, burguesía, gremios y clero. De tal forma, la iglesia se

representaba directamente ante dichos órganos representativos, cuando no, era

protegida desde Roma; por lo que le bastaba con coaligar sus intereses con los de la

nobleza, en tanto grupos privilegiados, para cerrar el paso a las demandas de la

sociedad. Así sucedió en la convocatoria a los estados generales de 1789, preludio a

la revolución francesa.

Durante el reinado de Eduardo III en 1341, el Parlamento de Inglaterra se

dividió en dos casas, los burgueses se reunieron por separado de la nobleza y del

clero, formando lo que se conoció como la Cámara de los Comunes. Aunque

permanecieron subordinados tanto a la Corona como a los Lores, el poder de los

comunes fue acrecentándose a la par que crecía la dependencia del monarca a los

empréstitos de la burguesía. Hasta que la revolución de Oliverio Cromwell otorgó

amplias facultades de gobierno a los comunes, bajo las cuales quedó supeditada la

voluntad del rey. Así la institución de la Cámara de los Comunes en Inglaterra,

aseguró que el parlamento inglés representara los intereses de los condados y las

ciudades por encima de los intereses estamentales.

De manera general, las revoluciones burguesas relegaron, paulatinamente, el

poder del rey hasta asignarle un papel meramente simbólico. Este cambio coincidió

con la consolidación de los Estados nacionales europeos y la división de poderes, y

así la representación política pasó de un defensa grupal a una procuración de

intereses nacionales. De esta manera, los parlamentos europeos comenzaron a

ejercer funciones de gobierno y a representar ya no a los estamentos, sino a los

ciudadanos de cada nación. Cada parlamentario se convertía en representante, ya

no de su clase, profesión o religión, sino de su población.

El liberalismo incorporó dentro de su tradición los preceptos del Estado

laico, al mismo tiempo que mantuvo el postulado de la soberanía popular. A partir

de ello se desarrollaron complejos sistemas de democracia representativa,

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mediante los cuales se aseguró que la sociedad pudiese elegir a sus representantes y

que los cuerpos gubernamentales –sobre todo el legislativo- pudieran ser un espejo

de la pluralidad de identidades que integraban el Estado-nación, sin que ello diera

lugar a la incidencia de los intereses religiosos dentro de la esfera pública.

La regla de la mayoría y la posterior universalización del voto, como

fundamento de la toma de decisiones, establecían que todos los ciudadanos

contaban por igual, pues su valor no derivaba de su poder adquisitivo, linaje o

características físicas, sino de la capacidad de raciocinio que era una cualidad

universal e inmanente a la especie humana. De tal forma que la ley garantizó una

serie de derechos políticos, entre los cuales se encontraba el derecho activo y pasivo

del voto. No obstante, al sostener la neutralidad religiosa del Estado y reconocer, a

su vez, la voluntad general como fundamento de la acción del gobierno, ha dado

lugar a diferentes dilemas políticos, que a continuación se agrupan:

1) Dilema de la representatividad: Si el legislador se encuentra obligado a

actuar según los designios de sus representados, y los representados razonan

-al menos mayoritariamente- en términos religiosos ¿el representado se ve

obligado a promulgar leyes sustentadas en principios religiosos, porque sus

representados así lo dispusieron? En caso de la negativa ¿existen incentivos

que estimulen al legislador, cuyo comportamiento se rige por una

racionalidad política, a actuar de manera contraria?

2) Dilema del legislador: Aunque el Estado mantenga una neutralidad

religiosa en su estructuración positiva, el gobierno, al momento de legislar y

establecer políticas públicas, ejerce la soberanía delegada por el pueblo a

través de un conjunto de representantes a quienes el mismo Estado permite

profesar creencias religiosas. De tal manera que el dilema surge bajo la

pregunta: ¿las creencias personales de los representantes deben influir en

sus deliberaciones y toma de decisiones públicas? En caso de la negativa, su

subsecuente: ¿existe forma de garantizar que las creencias personales de los

representantes no influyan en sus deliberaciones y toma de decisiones

públicas?

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3) Dilema de la naturaleza de la laicidad: Es posible defender principios

religiosos a partir de argumentos no-religiosos. De ser posible, ¿ello vulnera

de alguna forma al Estado laico?, en cuyo caso ¿debería prohibirse?

VI. Derechos sexuales y la responsabilidad del legislador.

Imaginemos hipotéticamente un distrito electoral en donde la mayoría de sus

habitantes, en pleno ejercicio de sus derechos políticos, profesan el catolicismo y se

encuentra en contra de ciertos temas como: despenalización del aborto,

matrimonio y adopción por parejas homosexuales, promoción de métodos

anticonceptivos como política de salud y educación sexual en las escuelas públicas,

etc. Ante esta situación existe una gran probabilidad de que la votación mayoritaria

sea por el candidato que represente una postura a fin a dichos temas. Sin embargo,

el dilema que se plantea es si el representante electo (esté o no de acuerdo con la

misma postura que sus representados), se ve obligado a respaldar la opinión de sus

electores.

En un breve texto de 1774, denominado A los electores de Bristol, el político

británico Edmund Burke reconoce que un representante “debe vivir en la unión

más estrecha, la correspondencia más íntima y una comunicación sin reservas con

sus electores. Sus deseos deben tener para él un gran peso, su opinión un máximo

respeto, sus asuntos una atención incesante. Es su deber… sobre todo preferir,

siempre y en todas las ocasiones el interés de ellos al suyo propio…” (Burke 1984,

312). Sin embargo, posteriormente añade que el representante electo nunca debe

sacrificar “su opinión imparcial, su juicio maduro y su conciencia ilustrada” a sus

electores ni a ningún hombre.

En este supuesto, el representante electo por una mayoría religiosa, no se ve

obligado a legislar según las voluntades de sus electores, mucho menos si se

fundamentan en principios de orden religioso que excluyen, en su naturaleza

misma, las creencias de otros ciudadanos. Los representantes populares no pueden

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llevar un mandato imperativo de sus electores, tienen que actuar en función del

interés nacional, que en ocasiones puede contradecir al de su distrito. Tienen que

estar dispuestos a cambiar su punto de vista si las deliberaciones del parlamento

los llevan a ese cambio (Reynoso, 2012:17). Así, la tesis de Burke se resume en que

sobre el parecer de los ciudadanos del distrito deben prevalecer la opinión, el juicio

y la conciencia del legislador.

Pero ¿qué pasa cuando el legislador comparte las mismas creencias que sus

electores?, ¿adquiere entonces licencia para prohibir, por ejemplo, el matrimonio

entre parejas del mismo sexo? La respuesta es no; pues como afirma Burke, el

legislador se convierte en un procurador del interés nacional, no de sus creencias

personales. Se dirá que la nación es una abstracción, que los intereses nacionales

nunca son claros y que el legislador podría fácilmente esconder sus creencias

personales en nombre de la defensa del interés nacional que dicta su conciencia.

Evidentemente es un riesgo que la democracia siempre corre, pues aún no existe un

mecanismo para forzar la sinceridad de las intenciones de cada legislador, para

cotejar que respondan al interés público. Lo cierto es que forzar al legislador a

abstenerse de introducir dogmas religiosos y argumentar en un lenguaje secular,

facilita la posibilidad de corroborar la conveniencia o perjuicio de regular ciertas

prácticas sexuales.

Otra alternativa sería emplear los derechos humanos como criterio para

definir si se cumple o no el interés nacional. Claramente los derechos humanos

corresponden a los intereses de todos los individuos de la nación. Gran parte de los

derechos sexuales y reproductivos que se reconocen, se encuentran suscritos en

diferentes tratados internacionales y en constituciones nacionales. Luego, si alguna

restricción reproductiva o sexual afecta a los derechos humanos, afecta también los

intereses nacionales y por ende no puede instituirse como una norma coercitiva.

La argumentación parece simple, el gran problema reside en que los

derechos humanos no es del todo un debate cerrado. Sin importar la postura que

adoptemos, existen argumentos jurídicos que se sostienen (o tienen la pretensión

de sostenerse) fuera del ámbito de lo religioso y que se apoyan (o buscan apoyarse)

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en argumentos científicos. Manifestaciones en contra de la despenalización del

aborto argumentan el derecho a la vida del no nato, el derecho a la paternidad del

varón, la ponderación de derechos entre los derechos reproductivos de la madre y

el derecho del feto a vivir; etc. En temas como el matrimonio de personas del

mismo género se argumenta el bien jurídico que protege la institución del

matrimonio. En debates de adopción homoparental, se pone en disputa el bien

superior del menor a partir de pruebas de egodistonía.

De esta manera, la defensa de preceptos religiosos ha tomado un lenguaje

secular y científico, que en última instancia, deberá contrargumentarse de la misma

manera, pues su exposición es parte fundamental de la democracia. Como afirma

Juan Vaggione (2013,34):

“se han dado importantes cambios y mutaciones en las formas de intervención

política de los sectores religiosos tanto a nivel de los actores como de los discursos y

las estrategias. Junto a la jerarquía católica y a los discursos basados en el magisterio

de la Iglesia, son cada vez más visibles y con un mayor impacto el papel de las ONG

autodenominadas provida/profamilia, los discursos científicos y bioéticos o las

estrategias judiciales en defensa de la postura oficial de la Iglesia católica. Podrá

debatirse cuán democráticas y pluralistas son las posturas que se defienden, pero debe

reconocerse que los canales, los actores y las estrategias utilizados instauran una

política diferente, en la cual la sociedad civil, como arena democrática, se vuelve un

espacio privilegiado y se desplaza la fuerte dicotomización entre lo religioso y lo

secular”.

VI. Actores políticos, derechos sexuales y la opinión pública

El comportamiento electoral en democracias contemporáneas es un fenómeno

sumamente complejo, pues existen múltiples elementos que intervienen en un

elector para que defina su voto. De acuerdo al tipo de variable que se pondere,

puede generarse diferentes modelos explicativos del sufragio. Modelos como la

escuela de Columbia o la de Michigan evalúan elementos socio-psicológicos como

los procesos de socialización en la infancia, la cultura política, la tradición

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partidista familiar y condicionantes sociales como ingresos, profesión o

escolaridad. Estas escuelas asumen que el elector es un ser social, cuyas opiniones y

opciones políticas se forman a partir de las relaciones sociales que establece con los

demás (Haak, 2010:2).

Dado que la información casi siempre es masiva y su procesamiento

representa un costo (dinero, esfuerzo, ocupación en otra actividad, etc.) los medios

y el tiempo que el individuo dedique a recabar información para tomar una

decisión serán limitados. En la medida que el ciudadano promedio no maneja la

información suficiente, la identificación partidaria funciona como un filtro entre el

mundo político y el electorado, proveyendo atajos cognitivos que le permite tomar

una decisión al momento de votar.

Bajo este contexto teórico, podemos afirmar que los votantes concentran

gran parte de su atención para definir su voto en ciertos temas de índole ideológica,

que polarizan en grandes segmentos a la población. Un significativo número de

votantes elige a sus candidatos o representantes basados en la posición de éstos

respecto al aborto (Cook, Jelen & Wilcox, 1992). Por ejemplo, en Estados Unidos, el

tema del aborto tiene una importancia estratégica que radica en ser de los pocos

temas que aparecen consistentemente como influyentes en la conducta electoral

para todos los niveles de gobierno. Incluso hay evidencia de que el tema del aborto

ha hecho cambiar de afiliación partidaria a algunos ciudadanos (Adams, 1997).

Posterior a las revoluciones burguesas del siglo XVIII y XIX en Europa y

América, cuando aún no se consolidaba la laicidad del Estado, la iglesia buscó la

defensa de sus intereses a partir de la promoción y creación de grupos

conservadores que disputaran el poder en la arena política. Sin embargo, el

desenvolvimiento de la modernidad, la instauración de sistemas democráticos y la

secularización de la política, invirtió la lógica de acción. Ahora son los partidos y

actores políticos de derecha quienes utilizan la agenda y el discurso de la iglesia

para legitimar su acción frente a la sociedad y asegurar un nicho electoral que

consiga votos y asegure cargos de representación popular. Pero si la esfera política

es la que se aprovecha de la esfera religiosa, cómo se explica la existencia de grupos

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cerrados y sectas, como el Yunque dentro del Partido Acción Nacional (Delgado,

2003), que a partir de un dogma religioso aspiran a controlar las estructuras de

partidos conservadores.

Como explica Ronald Inglehart (1977) en La revolución silenciosa, las

sociedades occidentales, después de la posguerra llegaron a un momento de

seguridad material y física que permitió a los individuos desplazar sus

preocupaciones políticas hacia valores posmateriales. El antiguo clivaje entre

capitalismo y comunismo, se desplazó a la discusión de temas específicos dentro de

la agenda, que fueron desdibujando paulatinamente la diferencia entre derechas e

izquierdas. Ello dio paso a la estructura de partido catch-all, el cual tiende hacia

una plataforma de centro y busca atraer votantes de diversos puntos de vista e

ideologías. Dentro de estas nuevas formas de modelos partidistas, los grupos

radicales y fanáticos encuentran siempre una limitante para apoderarse de lleno

del partido. Casos contrarios como el neo-fascismo de partidos como Amanecer

dorado en Grecia, se explican más por una combinación de crisis económica y

pluralismo polarizado (Sartori,1999:160) que por la dominación de un sector

radical dentro de una estructura partidista ya establecida.

La iglesia ha sabido aprovechar esta racionalidad política a su beneficio, no

sólo respaldando y alentando las plataformas de partidos políticos conservadores,

sino también aumentando los costos políticos a partidos progresistas. Aun cuando

un gran número de católicos no sean practicantes ni internalicen en su vida diaria

los postulados de su fe (Lamas, 1995), la iglesia alienta, en la medida de sus

posibilidades que sus adeptos definan su voto en términos de la postura que los

candidatos adoptan sobre temas como el aborto, la eutanasia o el matrimonio entre

personas del mismo sexo. Ello ha dado como resultado que varios partidos políticos

considerados de izquierda, pero que compiten en países mayoritariamente

católicos, no introduzcan dentro de su agenda la defensa de los derechos

reproductivos y sexuales (Fernández, 2013)

De esta manera, la Iglesia ha mostrado una gran capacidad de adaptabilidad,

transformando sus formas de intervenir para preservar su dogma religioso dentro

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de las restricciones sexuales y reproductivas del Estado. El corazón de su estrategia

ya no es la censura, los castigos corporales o la excomunión, sino en el manejo de la

opinión pública, la cual influye de manera importante dentro de la acción de los

actores políticos. La iglesia católica ha buscado hacer pública y presencial su

opinión en temas diversos sobre la agenda política, sobre todo, respecto al aborto y

al matrimonio entre personas de diferente sexo. Para lo cual coordina los esfuerzos,

a escala global, de asociaciones próvida que promueven su agenda en relación a la

sexualidad humana.

Con dicha intención se fundó el Consejo Pontificio para la Familia, que en

octubre de 1995, en un marcado contraste con el Concilio Vaticano II, publicó el

documento “Verdad y significado de la sexualidad humana. Guías para la educación

en la familia” que establece las normas católicas actuales relacionadas con la

sexualidad, la educación sexual y los deberes de los padres en esta materia. Como

afirma Martha Lamas (1995):

El documento consta de 150 párrafos en los que se reiteran punto por punto las

concepciones tradicionales de la jerarquía sobre la moral sexual y se descalifica

totalmente la educación sexual para niños y jóvenes en otro contexto que no sea el

ámbito familiar… Llama a los padres y madres a que rechacen la educación sexual

que se imparta en las escuelas, si no está totalmente de acuerdo con sus principios

religiosos. Esta es la única manera, afirma, de evitar que los jóvenes se vean influidos

por concepciones individualistas y distorsionadas de la libertad, dando por supuesto

que la educación sexual escolar es positivista y hedonista e imparte información

sexual disociada de los principios morales. Estos planteamientos han servido de base

para una agresiva campaña de parte de la jerarquía conservadora con el propósito de

influir en los programas educativos escolares para que sigan estos preceptos. La

jerarquía conservadora busca, a partir de estos esfuerzos, influir en las políticas

públicas relacionadas con los derechos de las mujeres, la educación reproductiva, la

salud y la sexualidad de toda la población, para que los gobiernos aseguren el

cumplimiento de sus designios morales, como una alternativa a la ineficacia de sus

propias normas.

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VII. La despenalización del aborto en el DF: un caso de aplicación práctica.

El 24 de abril de 2008 la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó la

reforma de ley que despenaliza el aborto hasta la semana doce de gestación, con 46

votos a favor del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido

Revolucionario Institucional, el Partido Nueva Alianza y la Coalición

Socialdemócrata2, frente a 19 votos en contra del Partido Acción Nacional (PAN) y

el Partido Verde Ecologista de México (PVEM). La nueva reforma estableció la

despenalización del aborto hasta antes de la semana doce de gestación y la

disminución de la pena para las mujeres que lo practiquen voluntariamente

después de dicho periodo. Así mismo, estableció que el embarazo es la parte del

proceso de la reproducción humana que comienza con la implantación del embrión

en el endometrio y que es obligación de las instituciones públicas de salud del

gobierno del Distrito Federal atender las solicitudes de aborto.

El tema originó una clara polarización de posturas entre los diferentes

partidos políticos que componían la Asamblea Legislativa. Los principales

argumentos esgrimidos por los diputados en contra de la iniciativa pueden

resumirse de la siguiente forma: a) oponerse a la ley para despenalizar el aborto es

estar a favor de la vida, apoyarla es estar a favor de la muerte; b) impulsar la

reforma significa promover el aborto3; c) quien aborta o ayuda a practicar un

aborto es un asesino; d) la Constitución mexicana defiende la vida desde el

momento de la concepción hasta la muerte natural; e) la despenalización del aborto

no puede ser decidida por los legisladores, sino por la mayoría de los mexicanos, y

esa mayoría —que profesa la religión católica— debe seguir la postura de su Iglesia.

Durante las discusiones que se llevaron a cabo el grupo parlamentario del

PAN, en oposición a la iniciativa, comenzó estableciendo argumentos de naturaleza

puramente legal, citando diferentes artículos de la Constitución como el 1º, 3º, 4º y

123°, haciendo referencia al derecho a la vida tutelado por la Carta Magna; al igual

2Integrada por miembros del Partido Alternativa Social Demócrata y Campesina, el Partido del Trabajo y Convergencia 3 La diputada panista Kenia López crítico la iniciativa al señalar que no la consideraba una iniciativa progresista por implicar homicidio, (Diario de Debates, 2007:67).

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que figuras relativas al Derecho Civil por ejemplo: la herencia en la que se

contemplan a los “no nacidos” como posibles beneficiarios de una sucesión. De la

misma manera señalaron las posibles complicaciones jurídicas en materia penal, al

momento de aplicar las nuevas disposiciones porque se intentaba definir

legalmente conceptos como aborto y embarazo. Adicionalmente, se propugnó por

los derechos de los hombres y la igualdad ante la ley al señalar que a éstos también

se les debe respetar su derecho a decidir sobre el número de hijos y, en especial, su

derecho a ser padres.

Hasta aquí la mayoría de los planteamientos encuadran en teorías

iusnaturalistas del derecho y en el debate clásico sobre la materia. Sin embargo, la

intervención que es de interés analizar, y que resume los argumentos del inciso e)

es la del diputado panista Alfredo Vinalay Mora, quien presentó la solicitud para

que se realizara un referéndum, apelando a que su propuesta era apoyada por un

grupo de abogados católicos encabezados por Armando Martínez Gómez,

acompañándola con casi ochenta mil firmas que lo respaldaban. Como respuesta a

ello, se puede sostener que los derechos humanos no están sujetos a la opinión

pública, como respondieron varios diputados opositores, pero, si en principio,

quien realiza la propuesta suscribe los argumentos a), b), c) y d) y cree que defiende

el derecho humano a la vida al rechazar la despenalización del aborto, internaliza el

argumento de los derechos humanos dentro de su propia lógica, e invalida dicho

contrargumento.

Por ello, una forma efectiva de contradecir las pretensiones de legitimar un

argumento en contra de la despenalización del aborto (o de la prohibición de

cualquier otra forma de libertad reproductiva o sexual) con base en la opinión

pública, es recordar la fórmula de Burke: que todo legislador una vez electo deja de

representar los intereses de una base electoral determinada. Por lo que sin

importar el número de adeptos que suscriban al catolicismo o a cualquier religión,

dentro de un Estado laico, jamás un dogma religioso o metafísico podrá convertirse

en un argumento que tenga relevancia en la discusión pública.

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El proceso deliberativo es parte esencial de cualquier sistema democrático,

donde el involucramiento activo de los ciudadanos representa la posibilidad real de

ejercer influencia sobre la decisión pública. Sin embargo, la tolerancia a la

diversidad de opiniones siempre encuentra fronteras, en el caso de la arena

pública, un requisito ineludible para la argumentación, es abandonar la pretensión

de la custodia de verdades reveladas por la divinidad o convicciones metafísicas

interpretadas a través de sacerdotes y jerarquías eclesiásticas (Ruíz, 2007:35)

Uno de los principios rectores de la laicidad, es la diferencia jurídica entre

pecado y delito, establecida por el filósofo italiano César Beccaria, quien estipuló

que el criterio para medir la gravedad de los delitos debe ser el daño social

producido por cada uno de ellos y no la malicia moral (pecado) del acto, ni la

calidad o rango social de la persona ofendida. Más allá de la diferencia entre un

dictado legal (norma) y un dictado religioso, Beccaria nos legó, a partir de su

reflexión jurídica, que la utilidad pública se convirtiera en el fundamento último

para justificar tanto la aplicación de una pena como la deliberación sobre una

iniciativa de ley o la instauración de una política pública.

El lector a estas alturas se preguntará si es posible que un legislador se

separe de sus creencias religiosas, también se preguntará si existe una

argumentación racional que se encuentre desprovista de una visión metafísica o

religiosa del mundo. La respuesta no es sencilla, pero debe de ser obligación de

todo legislador abandonar en el campo de lo público sus dogmas de fe y articular en

términos laicos sus iniciativas y contrargumentos respecto a toda legislación que

implique el respaldo coercitivo del Estado. Es casi seguro que si sus argumentos

pueden sostenerse por sí solos sin invocar ninguna entidad trascendente o razón

divina, aunque de manera inconsciente sus preceptos éticos y de moral pública

estén condicionados a una estructura judeo-cristiana o de cualquier denominación

religiosa, contaran con una pretensión de verdad que puede ser falseable y

disputada por otros.

Para John Rawls, el ejemplo de que es posible generar un “consenso

sobrepuesto”, basado en que la razón común a todos los seres humanos es

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suficiente para descubrir y justificar nuestras obligaciones morales y políticas

(Ruíz, 2007:35), es el consenso obtenido en la Declaración Universal de los

Derechos Humanos de la ONU, donde todos los Estados del mundo lograron

conciliar la discrepancia cultural y religiosa de sus habitantes, alcanzando ciertos

verdades universales, que parecen ser evidentes a los ojos de todos, no por provenir

de una divinidad, sino por ser inherentes a la dignidad humana.

VIII. Conclusión.

La Iglesia ha cambiado a lo largo de los siglos, eso resulta un hecho innegable. Ha

sabido adaptarse a los nuevos tiempos: a la independencia de los reinos frente a la

voluntad del papa; a la emancipación de la razón sobre el dogma; a la

secularización de las sociedades modernas; al comunismo; a las reiteradas crisis del

capitalismo; a la globalización. Pero demuestra que uno de los elementos que más

ha preservado su naturaleza, ha sido el interés de controlar los cuerpos y la

sexualidad de sus creyentes e incluso de los no-creyentes.

Vuelvo a recordar el cuento de Dostoievski, donde en uno de sus párrafos el

inquisidor apunta:

“La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales

tinieblas, a espantarlos con tales prodigios y exigencias, que los menos suaves y

dóciles se suicidarán…Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso

será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para

nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán

todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con

sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y

nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su

conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres,

nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse

libremente.”

Quizás este sea uno de los pasajes más importantes de aquella obra, porque

reafirma el gran peso de la libertad, que cae en los hombros del ser humano que

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decide actuar de manera autónoma y bajo los designios de su razón y su conciencia,

como el legislador ideal de Burke. No es fácil ser un libre pensador, como tampoco

lo es ser un votante crítico, pero parece mucho más alto el costo de no serlo, a

menos para ellos quienes verdaderamente aman a la libertad.

A los mexicanos nos ha costado mucho sostener los pilares de un Estado

laico, por ello el debate de la laicidad corre el riesgo de banalizarse si se tacha de

confesional cualquier voz que asome argumentos naturalistas o que coincidan con

los designios de algún credo religioso. Quizás existan elementos para creer que

defienden los mismos intereses, pero no los hay para censurar su derecho a la libre

expresión, siempre que se mantengan dentro de una argumentación clerical que

respete la laicidad de las instituciones. Sólo de esa manera el Estado laico podrá

sostenerse, sin convertir nuevamente a la razón en un valor absoluto.

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