Laberintos semanticos

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LABERINTOS SEMANTICOS 1 Héctor Alarcón 2014 A G.G.C. A. Aquí es donde vive la serpiente, la sin cuerpo. ¿O esto es otro culebrear fuera del huevo, otra imagen final de la caverna, otra sin cuerpo para la vieja piel? Aquí es donde se enrosca la dañera. Éste es su nido: aquí perviven como larvas esperanzas y recuerdos, restos de alas, apócrifos esqueletos antediluvianos. Coatl es de humo y juguetea entre las columnas que sostienen al cielo, su cuerpo azul gira y vuelve a girar, se sabe mensajera de Xochipilli y de su reflejo oscuro: Miclantecuhtli, pues lleva su mensaje de colmillos por los campos y a pesar de su canto florecen los labrantíos. Aquí es donde vive la serpiente: se llama corazón. Despierto en una catacumba diáfana al mediodía, lo sé porque he soñado con mis besos moribundos en la palma de tu olvido y el despertar es una fisura abierta dentro de mi hueco; despierto rodeado de espejos como sepulcros, de nichos esmeraldas, canteras de espejismos truncos, cucarachas (ese ejército ciego y disciplinado

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LABERINTOS SEMANTICOS 1

Héctor Alarcón

2014 A G.G.C. A.

Aquí es donde vive la serpiente, la sin cuerpo. ¿O esto es otro culebrear fuera del huevo, otra imagen final de la caverna, otra sin cuerpo para la vieja piel? Aquí es donde se enrosca la dañera. Éste es su nido: aquí perviven como larvas esperanzas y recuerdos, restos de alas, apócrifos esqueletos antediluvianos. Coatl es de humo y juguetea entre las columnas que sostienen al cielo, su cuerpo azul gira y vuelve a girar, se sabe mensajera de Xochipilli y de su reflejo oscuro: Miclantecuhtli, pues lleva su mensaje de colmillos por los campos y a pesar de su canto florecen los labrantíos. Aquí es donde vive la serpiente: se llama corazón.

Despierto en una catacumba diáfana al mediodía, lo sé porque he

soñado con mis besos moribundos en la palma de tu olvido y el

despertar es una fisura abierta dentro de mi hueco; despierto

rodeado de espejos como sepulcros, de nichos esmeraldas, canteras

de espejismos truncos, cucarachas (ese ejército ciego y disciplinado

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de la Necrópolis) carcomiéndome el deseo, junto con los huesos…

Escucho pisadas al lado izquierdo de mi cabeza, pesadas, lentas, de

un Hada necesariamente, y aunque no puedo voltear, porque tengo

expuesto el costillar, huelo su aroma a piedad corrupta, a halitosis

añeja, a venganza frustrada… adivino su martillo arrastrándose

hasta el altar y espero que el silencio gire la llave y encienda la luz.

Oigo el agua de las noches que nadie puede beber, mordisqueando

lentamente la raíz de la ciudad, mientras la tristeza se hace tan

minúscula que puedo escucharla girar en mi reloj: Se vuelve

cajones en la cómoda, bibliotecas inundadas, cazador de orgias,

boleto del metro, humo de cigarrillo escalando algún putero de mal

diluvio. Oigo las aguas de la noche carcomiendo el cemento,

arrancando pedazos de cal, torciendo las varillas, ahogando

anoréxicos demonios, hasta que explota y patea mis sueños.

Despierto. El terremoto sacude, frenético, mis paredes. Cierro los

ojos esperando el fin. Pero, como vino, se va: es sólo una

anticipación de la convulsión que lo arrasará todo: un nimio

temblor de 5.8 en la escala de Richter… nada de qué preocuparse;

puedo volver a la vida, sumergirme en sus retazos sucios, como si

nada pasara, como la vida no estuviera condenada. Volveré a las

cosas corrientes: quizá fornique con un cadáver y mis líquidos

secretos le atornillen a la realidad y deje sus óvulos fecundados y

secos --como letales capullos-- clavados en el techo, quizá, tras el

éxtasis, deje de espinarme el cráneo con pútridos poemas y vuelva

al nirvana blanco de la coca, incluso ¡hereje que soy! Me ponga a

trabajar. Mientras lo deseado sucede (toneladas de cemento

atravesando mi costillar), oigo el respirar líquido de la noche: es un

depredador en espera.

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Había demasiada noche aquel mediodía: pedazos de oscuridad se

derramaban por sus grietas, dejando en su piel rastros de estrellas,

melancolía lunar, fugaces besos. La negrura gangrenaba al sol con

sueños de madrugada: aullidos insomnes de encadenados,

serpientes de neblina y abetos centinelas; se acomodaba entre los

hombres, bajo sus linternas, al lado de sus catedrales, bostezaba

entrampada por el calor meridiano, se empozaba, espiaba con

ranuras soñolientas. Tras ella arribaron sus bastardos: ladrones y

amantes, grillos y poetas con ojos de sortilegio, llegaron a parvadas,

con su genético invierno punzando la entrepierna, inundaron las

aceras con sus siluetas recortadas, con su pesar de siglos, con sus

canciones tristes. Nadie conocía sus nombres, ni el porqué de sus

vulgares maquillajes o la razón de sus lagrimas sin tiempo; sólo

algunas de las rameras más antiguas intuyeron el centro de su

desolación, y eso porque es el mismo en todos los hombres, porque

nunca se repite en la misma noche, porque, tras todas las puertas,

la prisa del sexo siempre se parece. En tanto, el sol se extraviaba

entre el tumulto, harapiento y cobarde, ya sin brazos, diabético y

enjuto, buscó refugio tras las manecillas y los gritos de los

vendedores de maravillas, encontrando, afortunado él, un rincón

apestoso a orines de perro para bien morir.

Ando por la noche con un dolor encasquillado en el costado,

húmedo, apocalíptico, con unos cuantos gramos de poesía

cribando mis venas: la lluvia dejó su rastro, como nunca lo dejaron

tus labios, será por eso que caen pedazos de tinieblas a mis pies y

veo, melancólico, los raidos costurones del aire y el nivel de la

pesadumbre líquida elevándose, impasible. Invoco tu fantasma

vidente, que horada lo inmediato, inventando sin silencio tigres de

luces de bengala que se enseñorean en lo que queda de cielo. A mí

no me engañas: aunque te encajes la máscara de la luna llena y

gires en la espiral de la noche, como una vulgar ninfa, reconozco

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tu hegemonía lustral, las esperanzas purpuras que orbitan tu aura,

los semidioses bávaros engarzados a tu falda, en secreto sequito,

aún más brillante que mi soledad. A mí no me engañas, rubia de

antiguos amaneceres, aunque no tenga permiso de escribir tu

laberintico nombre.

26 de agosto de 2013

Parece que el mundo me ha alcanzado: siento sus colmillos desgarrando mi espalda, su mórbido aliento sobre la nuca, su hedor a metro viejo circulando por mis neuronas. El metro caga Maniquíes que sueñan estúpidamente con ser seres humanos, sus piernas de plástico los sacan y los meten en vagones asquerosamente iguales: entran, suben y bajan por sus anaranjadas tripas, arrastran –o son arrastrados por— humores densos de trabajos doblemente mediocres, matrimonios suciamente honestos, sueños sencillamente imbéciles, van susurrando plegarias demasiado manoseadas, escupiendo retazos de vida, comprando sustitutos de juventud. El metro embiste la oscuridad circularmente y los maniquíes se disuelven con lentitud en los jugos gástricos de bestias amargas. El metro es al mundo lo que el esternón a la brújula: sólo una fractura magnética, y mientras cojea entre estaciones desiertas, bytes secos de tan usados y secretas combinaciones binarias, los maniquíes compran y se venden mutuamente: ancianas rameras se pasean entre los inquilinos mostrando sus úteros podridos, herejes decapitados saturan el poco aire que queda con blasfemias en MP3, mientras las vírgenes se masturban desde sus nichos. Parece que el mundo me ha alcanzado: miro la salida tapiada por magma antiguo, miro el costillar desnudo de la bestia, sus puertas abiertas, sus venas palpitando pus, sus luciérnagas sobre mi piel. Abro la boca, como para maldecir, como si sobreviviera alguna palabra entre los maniquíes, como si no estuviera ya derrotado y permito que otra fetidez llene mis pulmones.

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Mientras, salvífico, un magnánimo vendedor de discos piratas, satura el aire con la voz de Jenni Rivera, que en Do mayor nos enseña que el destino también se puede estrellar. Como invocado por una sacerdotisa gris, el metro se estrella también (a 9.81 metros sobre segundo al cuadrado) contra la monotonía, destrozando la piel del séptimo submundo de hormigón y sale por un instante al aire colérico de la ciudad. Momento perfecto para saltar del monstruo por una ventanilla. Lanzo mi mano como arpón hacia el abismo y se ancla en el balcón de cualquier olvido. Mientras cuelgo como cualquier borrego en holocausto, arriban a mis alvéolos legiones de rameras sin noche y sin presagios. Restos de Albahaca, sándalo, Alhelíes que me asombran con su luminosidad. El metro es un reflejo anaranjado y surrealista a la vista del sol, le arranca un par de estacas y vuelve a las profundidades: a eso los antiguos le llamaron el fin de los tiempos, tal vez sea verdad: ahora que camino por las calles de una ciudad suicidada, he visto deambular junto a mí algunos ángeles harapientos, amantes con los brazos desangrados, sacerdotes con el rostro botado por la sífilis. Las profecías tocan fondo y la gente se prepara alegremente para morir. Desde lejos, ecos de confusos ritos aletargan el viento, cantando su desolación de piedra, la condena circular del exiliado, las claridades del derrumbe. Mi brazo es un naufrago luminoso, zozobrando como barco ebrio. Aterrizan turbas de sibilas blasfemantes, vendiendo sus lechos gálicos, mostrando impúdicamente sus senos de parafina, ebrias de semen, de promesas, nos arrojan las suyas. Mientras, profetas seniles prometen el Armagedón: quizá sea cierto: quizá los puñetazos de fuego arrasen con lo que fuimos y dejemos de sufrir. Tal vez las metrópolis queden como grandes costurones tras el golpe y las bibliotecas ardan hasta el abandono, tal vez, por ventura, nos quedemos sin poetas. Mi cuerpo se hunde en las hondas curvas de la tormenta. Los aviones despostillan el éter, tanques y metralletas auguran lluvia como ruinas mojadas por la ira, nuestros días se han hecho sordos y no esperamos la vejez terrible, ni unas lágrimas frescas. La

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gente sigue sonriendo, esperando el tranvía, mientras se acaba el mundo. Un abismo respira bajo mi mano y la poesía se ha vuelto criptica e inservible, sin embargo la sigo arrastrando sobre los despojos de la ciudad.

Al pasar tiempo –inmisericorde- repetía tu rostro sobre mi cornea,

como una mala fotocopia: imprecisa hasta las dendritas, fugaz

hasta la ceguera, terca hasta las mandíbulas trabadas… al pasar el

tiempo, rasgaba mi piel con sus alas de lagarto viejo, repitiendo

perverso que mi desventura no tendrá fin, no puede tenerlo,

aunque dijeses esa palabra oscura siempre esperada, aunque la

articularas desde tus ocultas vértebras, aunque la inocularas como

un benevolente evola en el más depravado de los besos. El tiempo

pasa y deja estancados jirones de sus tinieblas, algunos los

absorben las grietas del piso, otros se ponen a andar hacia el sur y

otros (los peores) repiten cínicamente tu nombre, como si tuviera

sentido o razón.

04 de Diciembre de 2013

Estoy mortalmente herido: la hoja del sable atravesó

limpiantemente mi pecho y tras los riachuelos de sangre, se va la

vida, yo miro atónito la pequeña herida que se abre paso por mis

secretas carnes, siento su camino que se bifurca, gira, encuentra y

desencuentra mi corazón, miro estupefacto como salen por ahí

todos los vientos del mundo buscando tu dirección, las horas de

madruga en que te pensé caen aparatosamente y se quiebran, como

de vidrio, mientras la furia de los caídos fluye mansamente, se me

va la vida junto los relojes rotos, los fraudes electorales y los

nudillos de dios, fluyen los parpadeos, la angustia de las calles

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solitarias, los bostezos del burócrata y el rodar de las

constelaciones… las poesías son las ultimas en salir, como siempre

repiten tu nombre, como siempre son cursis y un halo de santidad

les sigue, como siempre no saben a ciencia cierta qué decir. Estoy

mortalmente herido y, lastima, no hay forma de morir.

10 de Diciembre de 2013

Amanece hoy con sus colmillos trabados en mi cuello: todo ayer se

fue evaporando entre sus mandíbulas de tinieblas y sus ojos de

quimera: mañana llegará como un cíclico apocalipsis, pero aún su

lluvia de asteroides y sus oleajes de magma no podrán detener el

áureo río de tu cabellera, ni el silencio de aurora que precede a tu

nombre, nadie puede detener el río de tus manos, los ojos de tu

sueño, señora mía y de otro, (sé de qué estoy hablando): eres

temblor que transcurre entre luz congelada y el sol sombrío y los

cielos no saben cerrar sobre ti sus alas. Nada puede detenerte en tu

fluir de verso, sólo (por un instante, quizá) mis esperas y mis

desvaríos, llevándote y trayéndote a mis retinas con puntual,

misteriosa cortesía: Por eso canto en la red tu belleza y cuando la

luna deja grietas en la noche, recojo retazos de tu recuerdo y tramo

palabras secretas cuando la mar ruge en la pálida planicie y te

convoco cuando el invierno deja rajada la piel de la ciudad con sus

glaciales cuchillas. Compadezco los planetas que no han

paladeado ¡pobrecillos! tus pisadas y a la voz diurna que canta sin

saber tu nombre y a tu piel nocturna, acurrucada, para mi mal, en

otro lecho.

26 de enero de 2014

Te quiero olvidar y los recuerdos se pegan a mi piel como un

castigo, compro pastillas para olvidar y duermo insomne mirando

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los obeliscos de tu nombre, atornillo varios olvidos ajenos a mi

cerebelo y cada noche, implacables, virulentos, vengativos, orbitan,

celestes, las pocas veces que te he mirado en los últimos cinco

lustros. Tú me has olvidado. ¡Ay si pudiera olvidar como tú...! Sin

un suspiro.

19 de Marzo de 2014

Tramo estos versos en mi botella y la lanzo al mar del aire, con el

confiado designio de que arribe a una playa del Pacifico, salobre,

luminosa, casi infinita, llena de gente, de viernes santos y dulces de

coco, esperando que una niña rubia la encuentre y la destape y en

lugar de versos extraiga algunas de esas, mis miradas, que se

fueron tras de ella y sordos socorros de un imaginario enamorado a

las orillas oxidadas de otros naufragios y escuche la alerta de las

sirenas envidiosas de su belleza y mil caracolas, que al tocar sus

oídos ronroneen la guitarra mutante de Revueltas. Veo navegar mi

botella llena de mensajes en el mar del aire y, como si tuviera otra

vez 18 años, suspiro.

13 de Abril de 2014

…y en la tierra también, mañana, cuando las escamas del caos atómico nos dejen su azulosa huella, cuando andemos sobre las ruinas de esperanzas ebrias y de entusiasmos estelares, con los últimos versos a bocajarro, obtendremos lejanías invertidas, espejos que entregaron imágenes robadas, flores que nacerán de muros imaginados, sólo para adorarte. Seremos un solo afán, un solo olvido y un solo e infinito yermo, amor mío. 28 de Junio de 2014

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La luz lunar cae al pie de mi cama y se queda allí como una piedra grande, lisa y blanca. La miro encogerse bajo el ataque de una legión de hormigas, que arrastran sus pedazos al lado oscuro de mi cuarto. A esta hora de la noche se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa: intuyo cómo van construyendo en el ángulo más lejano una fortaleza con mis lápices perdidos, libros olvidados, fotografías de quienes me han borrado de su memoria; los escucho sordamente levantar columnas, desplegar murallas, festejar la llegada de dictadores mutantes con promesas doblemente pervertidas. Las intuyo en su ir y venir terco y pusilánime, con sus cotas de malla relucientes y rojas, royendo la piedra selenita en cubos perfectos, echárselos a las espaldas y volver a la oscuridad. No estoy dormido ni despierto, y, en el ensueño, se mezclan los sonidos de la noche real con los de mi fiebre que a oleajes van inundando mi aposento: son sonidos líquidos que arrastran el castillo de los insectos, mi librero, la computadora y un par de momias petrificadas en el armario. Parpadeo y el oleaje se eleva hasta mi colchón, percibo en sus oscuras aguas cadáveres de mono, manos fosilizadas en el ademan del anatema, vestigios de carabelas españolas y lánguidos versos de la adolescencia… desesperado quiero levantarme, nadar hasta la puerta y quizá –si tengo suerte- sobrevivir, mas no es posible: las guijarros lunares me anclan a una posición fetal invariable, intento levantar la cabeza pero la marejada ha roto las riveras y entra a borbotones por mi garganta… es entonces que puedo dormir.

A veces nos posee el imperio táctil de los ciegos, a veces somos el aroma de la libélula asomándose tras las pupilas, otras más

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un caleidoscopio monocromo en las trompas de Eustaquio... Atrapados en nuestro laberinto circular privado, tanteamos, ciegos voluntarios, su muro curvo, cifrado, interminable, idéntico a sí mismo, que sólo se busca a sí mismo. El hilo de plata que nos sale de ese ojo enclaustrado que mal llamamos ombligo, asciende hasta la matriz del aire abierto, donde se ancla en su arena insidiosa; ella sabe eludir nuestras preguntas: que especie de disparaté cósmico somos?, hacia donde puede huir una nave que es su propio puerto?, ¿por qué el cimiento de la realidad es siempre la sinrazón?, dónde está esa mujer cuando mis labios la necesitan? Tantas preguntas, tanta ceguera.

Arrojado por corrientes ígneas hasta la frontera de la última esperanza, te recuerdo, como si valiera la pena. Te recuerdo entre corchetes, como si alguna vez me hubieses hecho un bien, como si tu amor no hubiera sido un largo aullido apócrifo. En la memoria eres tu aliento con halitosis, tus granos a punto de reventar, tu mirada, como de asesino viejo. Eres como el invierno después de Armagedón, donde no quedan arboles, ni orfandades en holocausto y a los sobrevivientes les faltaran los ojos y fragmentos de obsidiana en el costado. Te recuerdo Sandra, y repito tu nombre en esta lengua recién estrenada entre ríos de magma y gritos de condenados. ¿Qué se habrá hecho de tus estrías oscuras, de tu mente arrastrada por oscuras arpías, de tu odio oscuramente sordo a quienes te amaron? Tu nombre en éste nuevo idioma también significa DESOLACIÓN y DESTINO: hay cosas que parecen no saben cambiar. Tenías –recuerdo- un invisible reptil enroscado en el cuello, que miraba, burlón e hipnótico, al roedor que mora en mi pecho… deslumbrado por sus colmillos, en lugar de correr, me acerqué hasta romper el límite y, en un relámpago, hundió sus

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dagas óseas en mi aorta. Así mi sangre se llenó de desesperación y negra azúcar que, desde entonces, va corrompiendo mis órganos. Intento sobrevivir con insulina y olvido, pero en noches como ésta, donde el viento se encapricha en plantar sus gélidos fantasmas en la nuca y pueblan mí paramo sombras de una sola raíz, vuelves a mis sueños: como poesía, como temblor en espiral, como deseo impenitente y, entonces, se ensanchan las fisuras debajo de la piel, para mí mal. Te recuerdo y no quisiera recordarte. Quisiera maldecirte y no hallo los gestos exactos para la excomunión. Quisiera perdonarte y no hallo las palabras precisas para la absolución. Quisiera dejar de amarte y no cejo –repetida, terca, malditamente- de recordarte.

Tropezar con un fantasma, con sus líneas imposibles trasminando

la realidad, tropezar con esos ojos, clandestinos, insólitamente

abiertos, como sujetando mi imagen, arrancando temblores,

humedades latentes, secretos soliloquios. Estrellarse en el camino,

que es uno y el mismo, de nuestras mutuas caídas verticales.

Arrojarse al limbo abierto y sin esperanza.

Las placas tectónicas del aura se colapsaron hacia el centro,

arrastrando monolitos de aire pétreo, iceberg de nostalgia,

fragmentos de médula.

Caer hacia dentro.

Eternamente Al fondo de lo incalculable.

Al núcleo del tiempo.

A las orillas de lo que fuÍ.

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Caer más bajo de lo que se pueda caer: Vértigo espiral, oscuro, fragmentado a través de membranas y fantasmas, a través de naufragios y lluvias que tardan en llegar. Caer incendiando el cuerpo con el viento de tu voz, viento que se enreda como serpiente, reptil que deja escrito cierto nombre en la garganta.

Tardíamente llegó el grito y todo se acabó: El mar antropófago golpea la puerta de las rosas despiadadas.

Los perros ladran a la hora de su muerte.

El cielo escucha rodar los astros que se alejan.

Y estoy solo: el fantasma a emigrado.

Cae la noche al medio día, buscando su corazón de océano.

La mirada se agranda como torrentes turbios.

En tanto que las olas se dan vuelta.

Y la luna niña de luz se escapa a alta mar.

Mira este cielo áspero: Más pobre que sus ciudades sepultadas, cielo enfermo de estrellas sin bautismo, Sus lanzas ponzoñosas no saben lo que quieren, sólo trasminan su ébola secreto: Ignoran qué mano olvidó las riendas, O quién sopla el viento sobre ellas, no saben de garras ni de pechos abiertos, sólo caen sobre deseos estériles, sobre montañas abiertas en canal, cañadas tatuadas por sequías perpetuas, mujeres con el sexo seco y la imaginación afiebrada.

La caída dejó mi cráneo abierto y las manos mustias, dejó un continente desertor y algunas palmeras rotas, una cicatriz de fuego en la costa y sigilos espirales en la tráquea.

Me siento al borde de mis ojos, porque te imaginaron, y asisto a la esperanza naufraga de tu imagen, arrojando fuera de la noche mis últimas angustias.

No hay pájaros que dispersen con su canto la pedazería del mundo. 4 de enero, 2015

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Debo confesar que soy un optimista tenaz: que en la esquina de la

noche, aún estando huérfano, solitario envuelto por el misántropo

desamor, creo en la poesía todopoderosa, en la vida que es luz,

fuerza y calor, porque sabe del yunque y de la rosa, de los caminos

sin secretos y los bostezos del horizonte, creo, digo, en la vida

todopoderosa y en su sagrado hijo: el buen Amor.