LA VIDA SEXUAL DE LAS JÓVENES AFRICANAS · ta de piñón, aletas nasales levemente dilatadas en un...

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traduccion del ingles de rita da costa

LA VIDA SEXUAL DE LAS JÓVENES

AFRICANAS

Taiye Selasi

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Empieza, inevitablemente, con su tío. Ahí estás, once años, sola en el estudio, en la fresca penumbra

del claro de luna de la ventana. Fuera, en el jardín, la fi esta sigue vien-to en popa. Debe de estar allí la mitad de Acra. Menuda puesta en escena. Hay cerca de cincuenta mesas engalanadas con largos faldo-nes blancos, los muros de alrededor están cubiertos de luces, la pisci-na relumbra gracias a las velitas dispuestas en cuencos que cabecean delicadamente a fl or de agua con un verde resplandor. Los olores –tierra mojada y nocturna, carne a la brasa, franchipanes, citronela– se cuelan por la ventana, ligeramente resquebrajada. Das unos golpe-citos en el cristal y saludas con la mano, probando, pero nadie mira hacia arriba. No pueden verte en la oscuridad. A eso de las cuatro llovió durante cinco minutos, no más; ahora el cielo resplandece de tan limpio en su negrura. Bajo ese cielo, un grupo de soukous1 inter-preta la última fi ebre musical del Congo mientras la cantante se des-gañita en francés y lingala.

Debería parecer ridícula: pantalones cortísimos de estampado felino, tacones de plataforma, top fucsia que deja el ombligo al aire, los antebrazos forrados de pulseras. Sin embargo, mojada de sudor y

1. Del francés secouer, «moverse», también conocido como rumba africana, es un tipo de música que surgió entre los años treinta y cuarenta en los antiguos Con-go belga y Congo francés, y que se hizo popular en todo el continente africano.

(N. de la T.)

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de luna, temblorosa, ascendiente, toda ella movimiento y músculo, resulta temible. Es una voz desgarradora que atraviesa como un cu-chillo la barahúnda de las conversaciones, las risas forzadas, el tinti-neo de las copas, el canto de los grillos. Sacude los hombros, las caderas, las extensiones trenzadas. Alberga intenciones más puras que ninguna de las mujeres allí presentes.

Y qué decir de ellas. Sus bubas2 de colores vivos adornan el gran jardín como extraños

y magnífi cos bulbos que sólo fl orecen de noche. Desde la penumbra del estudio, las observas con el interés de un entomólogo que ob-servara un insecto. Uno pequeño. Africanas ricas, como geishas ja-ponesas tocadas con geles3 de estampado batik y la piel demasiado blanqueada. Te son ajenas, como lo son al paisaje, a la oscuridad, poseedoras todas ellas del lote de refi nadas habilidades que distingue a las mujeres ricas a lo largo y ancho del mundo: cómo sonreír abier-tamente con toda la boca mientras la mirada permanece ausente; cómo odiar con indiferencia; cómo amar sin pasión. Te preguntas si se ven a sí mismas hermosas, o poderosas. O acaso desconcertantes, como las ves tú desde tu posición.

Las más jóvenes están sentadas en silencio, sorbiendo la espuma de su Malta, esperando que las saquen a bailar los hombres trajeados para la ocasión, metiéndose grandes bocados de pastel en la boca cuando están seguras de que nadie las mira (llovió a eso de las cuatro; nadie ve gran cosa en medio de la oscuridad). Las más atrevidas, pequeñas matronas en ciernes, se pavonean por el jardín de la mano de sus padres, que presumen de ellas ante sus amistades: «Te presen-to a Abena, nuestra primogénita, acaba de entrar en Oxford», «Te presento a Maame, la abogada. Se formó en Estados Unidos». Luego viene el empujón de la madre, el vacilante apretón de manos: «Encantada de conocerlo, señor. ¿Cómo se encuentra su hijo?». Te

2. Blusa que, junto con la falda cruzada y el tocado de tela, conforma el traje

tradicional femenino de varios países del África occidental. (N. de la T.)

3. Tocado tradicional africano. (N. de la T.)

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preguntas si disfrutan del momento. Viéndolas, no sabrías decirlo. Todas exhiben el mismo gesto impenetrable: cejas enarcadas, boqui-ta de piñón, aletas nasales levemente dilatadas en un triste remedo de la supermodelo de los noventa. No es fácil dominarlo con éxito, el gesto sufrido y resignado de las mujeres hartas de ser el objeto de todas las miradas. Las chicas del jardín parecen más desconcertadas que complacidas consigo mismas, como si sus propias facciones no dieran crédito al ver la expresión que componen.

Pero sus vestidos. Qué vestidos. Deberían estar en las bandejas de los pasteles. Son

coloridos, dulces y delicados como postres helados, con ondulantes encajes tachonados de lentejuelas, diminutos espejos y mangas acam-panadas, la última moda en Accra esta Navidad. Son los problemas que conllevan –anudarse el tocado al que llaman gele; envolverse en la falda que te llega por los tobillos y luego intentar caminar; el hecho inquietante de que aún no tienes unas caderas de las que presumir–, los que te hacen recelar de ellos.

Apenas si puedes moverte dentro de la gran buba de una sola pie-za que te ha prestado tu prima Comfort bajo coacción. El escote barco no para de resbalar a un lado, revelando tu busto (tristemente) plano. En ausencia de una buena delantera, el dobladillo va barriendo el suelo y queda atrapado bajo los zapatos, anomalía que acentúa el calzado, también de Comfort: zapatos de tacón de aguja dorados dos tallas por debajo de la tuya, cubiertos por una gruesa capa de lente-juelas y correas sin utilidad alguna. Llevas toda la tarde tropezando y dando tumbos por el jardín, enterrando los tacones en la tierra empa-pada con los pliegues sobrantes de la buba drapeados, por así decirlo, en torno a tu cuerpo, con lo que pareces una versión negra de la Estatua de la Libertad, con la diferencia de que ella lleva esas sanda-lias tan cómodas y no corre de aquí para allá haciendo recados. Ése es el motivo por el que de pronto te has visto a solas en el estudio después de cruzar el jardín a trompicones sin poder evitar llamar la atención –esa pequeña monada solitaria que se metía en casa a toda prisa, arrastrando los pies al caminar como una niña fl acucha con

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zapatos de mujer–, y el motivo por el que has tropezado al entrar, porque el tacón se te ha quedado enganchado en el dobladillo y ha tirado del vestido hacia abajo con violencia mientras te desplomabas en la alfombra.

Y allí te has quedado. El ambiente seco y silencioso suponía un súbito y claro contraste respecto al bochorno y el barullo de fuera. Del mismo modo súbito y claro, has cobrado conciencia de tu desnu-dez. Eva, después de la manzana.

Tu pecho liso como una tabla, expuesto. Qué extraño sentirse desnuda en una habitación que no era la

tuya, y no para pasar del baño al abrazo de la humedad, sino allí, con la sensación de frío, medio desnuda en esa oscuridad con aroma a cuero, recordando la mañana, la lluvia que ha caído a eso de las cua-tro. Todo esto ha ocurrido hace tan sólo unos instantes (la desnudez), mientras yacías en el suelo tras haber tropezado, notando la caricia helada y sedosa del aire acondicionado en el pecho. En los pezones. Dos puntos en los que nunca te habías fi jado pero sobre los que aho-ra refl exionas en profundidad: pezones. Y tuyos. Las últimas fronteras de un cuerpo, sus baluartes, allí donde la tierra fi rme de la piel cálida se topa con el mar del aire frío. La orilla. Te has quedado acostaba boca arriba en el suelo, a oscuras, tal cual, súbitamente consciente de la existencia de tus pezones.

De pronto, la voz desgarradora ha entrado fl otando desde el jar-dín, «Je t’aime, mon amour. Je t’attends». Te has incorporado. Has escu-chado por unos instantes, como si se tratara de un mensaje en clave, y luego te has desembarazado de las sandalias y te has levantado. Te has acercado a la ventana y has mirado a la cantante, desatada sobre el escenario, que en ese momento atacaba una nota aguda: «Je t’attends!».

Desde luego. Así que ahí estás, asomada a la ventana, cuando, cinco minutos

después, él entra en la habitación y su refl ejo se proyecta, tenue, en la ventana que tienes ante tus ojos, recortado sobre la puerta abierta a la penumbra plateada. Piensas en los criados con sus sillas plegables

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dispuestas en círculo, leyendo Otelo en alto con marcado acento mientras tu tío los observaba con orgullo. «No me preguntéis nada; sabéis lo que sabéis. A partir de este momento no pronunciaré una sola palabra.» (Probablemente no. Ahora que todo encaja, que el di-bujo se va haciendo nítido, las líneas, los círculos, los secretos, las mentiras, las heridas, de vuelta a esto, aquí, al estudio, adónde si no, habida cuenta de la tela, el estampado, las estrellas. ¿Qué decir?)

Entra tu tío.

2

Desde el principio. El día empezó como todos: con el bulbul en el jardín, tu tía

gritando por esto y lo otro, tu pequeña habitación azul incendiada por el sol y tú despertándote de un sueño. En él, tu madre se despide de ti en el aeropuerto. Esa primera parte coincide exactamente con lo que ocurrió ese día. Tienes ocho años, eres una niña fl acucha, llevas puesto un vestido de cuadros Vichy blanquiazules, dos trenzas rema-tadas por sendos lazos de satén rojo y zapatos marrones. Tu tío está dentro de la terminal, supuestamente comprando los billetes. Tú te has quedado fuera esperando con tu madre, en la acera. Ella se ha agachado junto a ti y ha posado una mano en tu hombro mientras una multitud enloquecida te zarandea a su paso. Tu madre lleva las uñas pintadas de un rojo rabioso. Te fi jas en ese detalle.

Sangre sobre tu hombro. Mientras tanto, una desconocida con una cámara trata de sacarte

una foto. No sabe tu nombre de pila, por lo que repite «¡Niña!» a voz en grito una y otra vez. Nunca en toda tu vida has pensado en ti como una «niña», sino sencillamente como «tú misma». Un ser humano más bien pequeño junto a otro de más envergadura, ambas luciendo tren-zas impecables adornadas con pequeñas cuentas en las puntas; am-bas delgadas (bueno, una de ellas fl acucha), con rodillas huesudas y oscuras; una siempre con los labios pintados, la otra nunca, por más

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que lo pida. En el sueño, tal como ocurrió en realidad, haces caso omiso de la fotógrafa.

–¡Niña! –llama ésta de nuevo, más alto. Una voz gruesa, de fuma-dora. Finalmente levantas la mirada con la esperanza de que se calle.

–¡Sonríe! –dice, con semblante serio.Te lo piensas, pero frunces el ceño. Tu madre te atrae hacia sí, tan cerca que alcanzas a paladear el

delicioso aroma de su loción, que resulta ser una mentira. Toda una traición sensorial, el sabor de esa loción; el olor que invade tu paladar no es de rosas, ni mucho menos. Un regusto terroso, pesado y pasto-so como la cera. Lo aspiras con avidez. Lo tragas.

Tu madre lleva las trenzas recogidas bajo un pañuelo de color añil cuya cola se agita, azotada por el viento, y le tapa la cara. El pañuelo le ciñe el rostro con fi rmeza, tirando de la piel hacia las sienes, hacien-do que los pómulos sobresalgan como los de una máscara Oyo tallada en madera. El rojo de sus labios contrasta a la perfección con el añil, como sin duda habrá previsto el hombre que le regaló el pañuelo. No es la primera vez que piensas que tu madre es la mujer más hermosa de Lagos... bueno... seguramente del mundo entero, pero nunca has salido de Lagos y aún no has comprendido que estás a punto de ha-cerlo. Que tu tío está en la terminal comprando sólo dos billetes, que ella no va a ir contigo, que no te ha dicho por qué. No se te ocurre preguntarlo. En ese momento, estando ahí a tu lado, tu madre es in-cuestionable. Sencillamente no preguntas. En el sueño, tal como ocu-rrió en realidad, ella te besa apresuradamente, acerca los labios a tu oreja y susurra «Haz lo que te digan». La desconocida pulsa un botón, el fl ash se dispara con un súbito «¡plop!» y tu madre, «¡puf!», se desva-nece en el aire.

En el espacio que media entre el sueño y la vigilia (en el que irrum-pen los gritos por esto y lo otro), has empezado a chillar, y al notar el sonido que se formaba en tu garganta te has despertado del todo.

Has mojado la cama. Ahora el terror ha pasado, junto con la sensación de frío en tus

dedos, el eco del «¡plop!» y el latir desbocado de tu corazón. Que latía

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con una cadencia casi idéntica a la del claxon que alguien aporreaba –¡piii, piii, piii!– fuera, al otro lado de la verja. Has buscado a tientas la foto que guardas debajo de la almohada como una suerte de antídoto contra ese sueño (o ese despertar): la instantánea de color sepia en la que salís tu madre y tú, ella agachada para quedar a tu misma altura, su rostro pegado al tuyo. Lagos, con su frenético trasiego, aparece como un extraño telón de fondo que no sobrepasa la altura de las rodillas: coches que pasan, piernas de transeúntes, botas de soldados, muñones, basura. Pero ahora, cuando miras la foto, sólo ves a tu ma-dre. El pañuelo revoloteando hacia delante y ocultando su rostro. Se dispone a enviarte a vivir con tu tío «por un tiempo». Nadie ha vuelto a tener noticias suyas.

Aun así. No dirías que tu madre te ha «abandonado» en el sentido estricto

de la palabra; la idea de que fueras a vivir con tu tío partió de éste. Era lo menos que podía hacer, el hermano mayor de tu madre, su único hermano, después de todo lo que ella había pasado, abandonada, embarazada y todo lo demás. Has oído la Triste Historia en fragmen-tos y susurros de labios de las visitas que llegan desde la aldea, donde empezaron los rumores: que tu madre se ha casado y está viviendo en Abuja, sin haber dado siquiera las gracias a tu tío, sin detenerse a pensar en ti. No te lo crees ni por un segundo. Son aldeanos, crueles como lo era tu abuela.

Según te han contado:Dzifa (la madre ausente) nació ocho años después que tu tío en

Lolito, una aldea a orillas del Volta. El padre de ambos, un pescador, se ahogó en el río el día después de que naciera la niña. Su madre, tu abuela, decidió por motivos obvios que su hija estaba maldita. Tu tío se negó a creerlo; sentía verdadera adoración por su hermana peque-ña, y de niños eran inseparables. Dzifa era hermosísima, de una be-lleza sobrenatural, y brillaba con luz propia en la pequeña escuela de Lolito. Pero tu abuela, convencida de que la cultura era cosa de hom-bres, siendo ella misma fruto de esa cultura machista, sacó a su hija de la escuela. Tu madre montó en cólera, huyó de casa y llegó hasta

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Nigeria haciendo autostop. Por esa época, tu tío consiguió una beca para estudiar en Detroit y también pasó un tiempo lejos de Ghana. Dzifa se las arregló para llegar hasta Lagos, donde conoció a tu padre (un privilegio –el de conocer a tu padre– que tú no has tenido). Él era saxofonista alto, tocaba en un grupo de afropunk y puso pies en pol-vorosa cuando supo que ella estaba embarazada.

Entras tú.El reencuentro de los dos hermanos tuvo lugar siete años más tarde,

cuando tu tío viajó a Lagos por negocios. Por entonces tú vivías en una habitación de la planta trece de un hotel, sin cargo alguno, por voluntad del dueño del hotel. Se llamaba Sinclair. O por lo menos así lo llamaban todos. Puede que fuera su apellido; nunca llegaste a saberlo con segu-ridad. Era un escocés pelirrojo, nacido en Glasgow, criado en Jos, hijo de mineros del estaño reconvertidos en misioneros, alto y enérgico, pecoso, gordo. Las noches que se presentaba de visita, a las doce o más tarde, te regalaba un mango con una sonrisa acartonada. «Ve a jugar.»

Siempre te llevaba un mango de piel dorada, sin mácula, que se pasaba de una mano a la otra antes de tirarlo en tu dirección. Era ta-caño con sus mangos, y por las mañanas abroncaba al personal de cocina para que sirviera más rodajas de naranja y dados de piña en el bufé del desayuno. Cuando vociferaba se le encendía el rostro y tomaba un insólito color rubro, como el de su pelo o el de su piel después de las visitas (cuando te instalaste en esta casa no podías creer que hubiera un árbol en el jardín que crecía a sus anchas y daba mangos más perfectos que los suyos). Solías irte a la piscina, ilumina-da por un resplandor verde en medio de la oscuridad. Los sonidos de la autopista, de la noche de Lagos. Pasadas las doce no había huéspe-des ni empleados del hotel en la piscina. No había camareros sudan-do la gota gorda bajo el traje chaqueta, sirviendo combinados en bandejas plateadas. No había mujeres esbeltas luciendo bañador con la piel en carne viva mientras su descendencia se meaba en el agua con todo descaro. Sólo estabas tú. Aún hoy hay algo que echas de menos de esas noches; ¿acaso la promesa de tu madre por la mañana? Es difícil saberlo.

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La noche que tu tío la encontró, tu madre revoloteaba por el ves-tíbulo como el hada verde de la absenta, mezclando vodka con whis-ky. Tú estabas detrás de la barra, leyendo un ejemplar de Ramona y su hermana que algún huésped estadounidense había dejado olvidado en su habitación. Una tal Michelle, según el ex libris. Era viernes, lo recuerdas: Fela sonando a todo trapo, el vocerío de los hombres, el vestíbulo abarrotado, Sinclair sonriendo mientras contaba los billetes, la risa de tu madre. Luego, de repente, estrépito de cristales rotos, un silencio relativo, la voz humana desgajada del barullo de fondo. Se reanudaron las conversaciones. Miraste a tu madre. Allí estaba tu tío. Ella lo miraba de hito en hito, boquiabierta, con un reguero de es-quirlas a sus pies. «Tú», decía él en un susurro, y luego la abrazó con fuerza. Una y otra vez. «Dzifa. Tú.» Nunca lo habías visto hasta esa noche. Te preguntaste cómo podía saber el nombre de tu madre. Sinclair también se lo preguntó y se precipitó en su dirección gritan-do «¡No la toques!» mientras tú observabas la escena, midiendo la reacción de tu tío.

Tu madre no dijo una sola palabra. Al cabo de unos instantes, sonrió. Demasiado radiante para ser real. Demasiado hermosa para ser mentira. Después de los abrazos, los llantos y las confesiones, tu tío intentó convencerla para que volviera a Ghana, a lo que ella se negó. Llegaron a un acuerdo. Él se llevaría a «la niña» a Accra y, cuan-do tu madre estuviera lista, se reuniría contigo. Hiciste las maletas. Tu tío y una mujer, una nigeriana de piel clara, la fotógrafa, te acompa-ñaron al aeropuerto. Nunca habías estado allí. La mujer fumaba ciga-rrillos. La habías visto en el hotel una sola vez, con las manos y el cuello más oscuros que el rostro blanqueado por las cremas. Tu ma-dre miraba por la ventana en silencio, los ojos negros e insondables como el alquitrán. Tú ibas pegada a ella, la tenías tan cerca que podías respirar su olor, paladear la loción de rosas que traicionaba la prome-sa de su propio perfume.

Luego llegasteis a Murtala Muhammed: la llegada, la partida, los pordioseros, los tullidos, la basura y la muchedumbre. ¡Sonríe! ¡Plop! ¡Puf! Y aquí estás, tres años después. Fin de la Triste Historia.

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La mañana. Has dejado la fotografía en su sitio y te has asomado a la ventana.

Los empleados de la empresa de catering han llegado con los adornos para la fi esta. En la parte trasera de la furgoneta llevaban una gran pancarta que ponía «Mary Christmas!» en grandes letras rojas y ver-des. Te has reído al leerla. Sólo entonces te has dado cuenta de que te has hecho pis en la cama, como suele ocurrir cuando el sueño es más vívido. La cálida humedad de la mancha se ha vuelto fría en contacto con la piel de tus muslos.

–¡Seréis burros! –ha chillado tu tía. –Por favor, se lo ruego... –ha suplicado uno de los empleados. –Se escribe m-e-r-r-y. «Merry Christmas.» –Sí, señora. Mary –le ha asegurado el hombre. –¡No! Ahí pone «Mary». María, la madre de Jesús. –Jesús es la Navidad. Como si lo hubiese oído en alguna parte. Tu tía ha chasqueado la lengua. –Que Él me ayude. Las voces han seguido colándose en tu habitación desde el jardín

mientras te secabas la parte de atrás de los muslos con una toalla. Has quitado la sábana bajera de la estrecha cama individual y la has lleva-do al lavadero sintiendo una punzada de vergüenza.

3

Ruby estaba allí, delante de la lavadora, chasqueando la lengua. Prefi ere lavar la ropa a la antigua usanza, a mano. Tu tía no quie-

re saber nada de cubos de plástico de colores primarios («Que ya no estás en Lolito, ese atraso de pueblo, ¿verdad que no?»). Tu tío com-pró la lavadora en su último viaje a Londres, junto con unos vaqueros que has cortado para convertirlos en pantalones cortos. Su destinata-ria inicial era Comfort, pero le iban algo pequeños porque ha engor-dado durante su estancia en Oxford. Tu tía, que se niega a poner un

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4 Decíamos ayer...

7 Caminando hasta Kobe Haruki Murakami

25 Corrientes tiene payé Hebe Uhart

31 Infratierra Robert MacFarlane

51 Utopía socavada Kjartan Fløgstad

59 Una carta Eudora Welty

63 Chicas Harold Pinter

67 Mujeres tituladas Carta anónima

73 Proivido chicas. Esceto mamá A. S. Byatt

79 Manual del futuro Enrique Vila-Matas

89 Mapa de seis cosas imposibles Lila Azam Zanganeh

97 Entrevista con Max Juanjo Sáez

103 Variaciones sobre un tema de Mister Donut

David Mitchell

131 ¿Fin? John Barth

137 El archivo Proyecto de estudio Visual Data

(a partir de un relato de Sebastià Jovani)

145 Nadie Lina Meruane

153 Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío

Herta Müller

167 La vida sexual de las jóvenes africanas

Taiye Selasi

215 Boko Haram y el gris terror

Lola Huete Machado

225 Sobre la experiencia de la fi cción

Antonio Muñoz Molina

244 Colaboradores

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