La Vida de San Jose - Don Bosco Cuaderno
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VIDA DE SAN JOSÉ, ESPOSO DE MARÍA
Y “PADRE ADOPTIVO DE JESUCRISTO”
Escrito por San Juan Bosco
Traducido por Sor Nora María Herrera (FMA) INDICE
Prefacio
Capítulo I. Nacimiento de José. Su lugar de nacimiento.
Capítulo II. Juventud de José – Se transfiere a Jerusalén - Voto de castidad.
Capítulo III. Matrimonio de s. José.
Capítulo IV.José vuelve a Nazaret con su esposa.
Capítulo V. La Anunciación de Maria SS.
Capítulo VI. Inquietud de José - Es tranquilizado por un Ángel.
Capítulo VII. Edicto di César Augusto. - El censo. – Viaje de María y José a Belén.
Capítulo VIII. Maria y José se refugian en una pobre gruta. Nacimiento del Salvador del
Mundo- Jesús adorado por los pastores.
Capítulo o IX. La Circuncisión.
Capítulo X. Jesús adorado por los Magos. La Purificación.
Capo XI. El triste anuncio. - La muerte degli innocenti. - La sagrada famiglia parte para
Egitto.
Capítulo XII. Viaje desastroso - Una tradición.
Capítulo o XIII. Llegada a Egipto – Prodigios sucedidos al ingreso en esta tierra –
Pueblo de Matari – Habitación de la Sagrada Familia.
Capítulo XIV. Dolores. – Consolación y final del exilio.
Capítulo XV. El nuevo anuncio. – Regreso a Judea - Una tradición referida por s.
Buenaventura.
Capítulo XVI. Llegada de José a Nazareth. – Vida doméstica de Jesús y María.
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Capítulo XVII. Jesús va con María su Madre y con José a celebrar la Pascua en
Jerusalén – Se pierde y es hallado después de tres días.
Capítulo XVIII. Continúa la vida doméstica de la santa familia.
Capítulo XIX. Últimos días de San José. Su preciosa agonía.
Capítulo XX. Muerte de San José – Su sepultura.
Capítulo XXI. Potencia de s. José en el cielo. Motivos de nuestra confianza.
Capítulo XXII. Propagación del culto e institución de la fiesta del 19 de marzo y del
Patrocinio de San José.
Siete alegrías y siete dolores de San José
Prefacio
En una época en que parece desplegarse universalmente la devoción hacia el glorioso
Padre Adoptivo de Jesús, San José, creemos que será del agrado de nuestros lectores,
sacar a la luz un fascículo en torno a la vida de este Santo. Las dificultades encontradas
para encontrar en los escritos antiguos hechos particulares de la vida de nuestro Santo no
deben disminuir ni mínimamente nuestra estima y veneración, sino en este silencio
sagrado de que está circundada su vida, encontramos algo de misterioso y de grande. San
José había recibido de Dios una misión del todo opuesta a la de los apóstoles[1]. Éstos
tenían por encargo hacer conocer a Jesús, José debía tenerlo velado; aquellos debían ser
las llamas que lo mostrasen al mundo, éste, un velo que lo cubriera. Por lo tanto José no
estaba para sí, sino para Jesús.
Estaba por lo tanto, en la economía de la Divina Providencia, que José se mantuviera
oculto, mostrándose solamente cuanto era necesario para autenticar la legitimidad del
matrimonio con María y quitar toda sospecha sobre la persona de Jesús. Pero, aunque no
podemos penetrar en el santuario del corazón de José, y admirar las maravillas que Dios
obró en él, sin embargo, argumentamos que, para la gloria de su divino pupilo, para la
gloria de su esposa celestial, debía reunir José un cúmulo de gracias y de dones
celestiales. Así como la verdadera perfección cristiana consiste en comparecer tan
grandes ante Dios como pequeños ante los hombres, San José, que pasó toda su vida en
una profunda oscuridad, se encuentra en grado de ser el modelo de aquellas virtudes
que son como la flor de la santidad; la santidad interior; así que se puede afirmar de San
José lo que David escribía de la sagrada esposa: Monis gloria ecus filia Regis ab intis
(Salmo 45). S. José es reconocido universalmente e invocado como protector de los
moribundos, y esto por tres razones: 1º por el imperio amoroso que él adquirió sobre
Jesús, juez de vivos y muertos y su hijo adoptivo; 2º por la potencia extraordinaria que
Jesús le ha dado de vencer los demonios que asaltan a los moribundos, y esto en
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recompensa por haberlo salvado de las insidias de Herodes; 3° por el sublime honor de
que gozó José al haber sido asistido en punto de muerte por Jesús y María. ¿Cuál motivo
hay más importante para enfervorizarnos en su devoción?
Deseosos por lo tanto de dar a nuestros lectores algunos trazos de la vida de San José,
hemos buscado en obras ya publicadas, alguna que sirviera para este fin... Muchas, en
efecto, desde hace algunos años vieron la luz, pero, o por ser muy voluminosas o muy
pequeñas, por su sublimidad o su estilo popular, o tal vez por escasez de datos históricos,
o porque fueron escritas con el fin de dar material para la meditación y no con el fin de
instruir, no cumplían nuestro propósito. Nosotros aquí, hemos recogido del Evangelio y
de algunos de los más acreditados autores, las principales noticias en torno a la vida de
este santo, con alguna oportuna reflexión de los Santos Padres.
La veracidad de la narración, la sencillez del estilo, la autenticidad de las noticias, hacen,
esperamos, agradable esta tenue fatiga. Si la lectura de este librito sirve para procurar al
casto esposo de María un solo devoto, nosotros estaremos abundantemente pagados.
Por la Dirección Sac. BOSCO JUAN.
Capítulo I. Nacimiento de San José. Su lugar nativo.
Ioseph, autem, cum esset iust. S. José era un hombre justo. S. Mt. cap. 1, v. 19.
A dos leguas de Jerusalén en la cima de una colina, cuyo terreno rojizo está sembrado de
olivos, surge una pequeña ciudad célebre por siempre, la ciudad de Belén, debido a que
en ella nace el pequeño Jesús, cuya familia tenía su origen en el rey David. En esta
pequeña ciudad nacía aquel que en los altos designios de Dios debería llegar a ser el
custodio de la virginidad de María y el padre adoptivo del Salvador de los hombres.
Los padres le dieron el nombre de José que significa aumento, como para hacernos
entender que él fue lleno de los dones de Dios y y colmado de todas las virtudes desde el
nacimiento. Dos evangelistas nos dan la genealogía de José. Su padre tenía el nombre de
Jacob según dice Mateo[2], y según Lucas [3] se llamaba Eli; pero la más antigua
opinión es que fue narrada por Julio Africano que escribió en el siglo II de la era
cristiana. Justamente, cuando se refería de los parientes mismos del Salvador, él nos dice
que Jacob y Elí eran hermanos, y que habiendo muerto Elí sin hijos, Jacob se casó con la
viuda como estaba prescrito en la ley de Moisés, y de este matrimonio nace José.
De la estirpe real de David, descendientes de Zorobabel quien reconduce al pueblo de
Dios después de la cautividad de Babilonia, los padres de José habían decaído demasiado
del antiguo esplendor de sus antepasados, en cuanto a la riqueza temporal. Si se piensa
en la tradición, su padre era un pobre operario que se ganaba el pan con el sudor de la
frente. Pero Dios, que se fija, no en la gloria que se goza ante los hombres, sino en el
mérito de las virtudes a sus ojos, lo eligió para custodio del Verbo descendido a la tierra.
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Por otra parte, la profesión de artesano, que no tiene nada abyecto, era un gran honor en
el pueblo de Israel. Más bien cada israelita era artesano, dado que, todo israelita, fuera
cual fuera su fortuna o su situación social, estaba obligado a aprender un oficio de
pequeño, a menos de que, decía la ley, hubiese querido ser un ladrón.
Bien pocas cosas sabemos acerca de la infancia y de la juventud de José. En la misma
forma que el indio, para encontrar el oro que debe formar su fortuna, está obligado a
lavar la arena del río de donde extrae el precioso metal, que no se encuentra sino en
pequeñísimas partecitas, así somos nosotros obligados a buscar en el Evangelio aquellas
pocas palabras, que allí nos deja esparcidas el Espíritu Santo en torno a José. Pero como
el indio, al lavar su oro, le da todo su esplendor, así reflexionando sobre las palabras del
Evangelio encontramos que se da a José el más bello elogio que se le pueda dar a una
criatura. El santo libro se contenta con decirnos que era un hombre justo. ¡Oh admirable
palabra que expresa por sí sola más que discursos enteros! José era un hombre justo y en
virtud de esta justicia él debía ser juzgado digno del sublime ministerio de padre
adoptivo de Jesús.
Sus piadosos padres tuvieron el cuidado de educarlo en la práctica austera de los deberes
de la religión Judía. Conociendo cuánto influye la primera educación en el porvenir de
los hijos, se dedican a hacerlo amar y practicar la virtud apenas su joven inteligencia es
capaz de apreciarla. Del resto, si es verdad que la belleza moral se refleja en el exterior,
bastaba dar una mirada a la querida persona de José para leer en sus lineamientos el
candor de su alma. Según lo que nos ha llegado de autores autorizados[4], su rostro, su
frente, sus ojos, el conjunto de su cuerpo, inspiraban la más dulce pureza y lo hacían
semejante a un ángel descendido a la tierra.
Capítulo II. Juventud de José – Se transfiere a
Jerusalén. - Voto de castidad.
Bonum est viro com portaverìt iugum ab adolescentia sua. Buena cosa es para el hombre haber llevado el yugo desde la adolescencia. TREN. III, 27
Apenas las fuerzas se lo permitieron, José ayudó a su padre en sus trabajos. El aprendió
el oficio de carpintero, el cual, según la tradición, era también el oficio del padre.
¡Cuánta aplicación, cuánta docilidad deberá haber puesto en todas las lecciones que
recibió de su padre!
Il aprendizaje terminó cuando Dios permitió que le faltaran sus padres. Él lloró a los que
se habían cuidado de él desde la infancia, pero soportó esta prueba con la resignación del
hombre que sabe que todo no termina con esta vida mortal y que los justos son
recompensados en un mundo mejor. Por lo demás, como nada lo retenía ya en Belén,
vendió sus pequeñas propiedades y fue a establecerse en Jerusalén. Esperaba encontrar
mejor trabajo que en la ciudad. Por lo demás, estaría cerca del templo, adonde su piedad
lo atraía siempre.
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Allí pasó José los más bellos años de su vida en el trabajo y la oración. Dotado de una
probidad perfecta, no buscaba ni ganar más de lo que mereciera su obra ni fijaba el
precio él mismo, con una admirable buena fe, y jamás los clientes estuvieron tentados de
hacerle alguna rebaja, porque conocían su honestidad. Si bien se entregaba plenamente al
trabajo, él no permitía que su pensamiento de alejara de Dios. Ah! ¡Si se supiera
aprender de José este arte tan precioso de trabajar y orar a un tiempo, sin duda
obtendríamos una doble ganancia, se vería asegurada la vida eterna ganándose el pan
cotidiano con mucha mayor satisfacción y provecho!
Según las más respetables tradiciones José pertenecía a la secta de los Esenios, secta
religiosa que existía en Judea en la época de la conquista que hicieron los romanos. Los
Esenios profesaban una austeridad mayor que los otros judíos. Las principales
ocupaciones de ellos eran el estudio de la ley divina y la práctica del trabajo y de la
caridad, y en general se hacían admirar por la santidad de su vida. San José, cuya alma
pura sentía horror por la más pequeña mancha, se había agregado a esta clase del
pueblo, cuyas reglas, correspondían a las aspiraciones de su ser; pero había hecho
también, como afirma Beda el Venerable, un voto formal de perpetua castidad. Y eso lo
confirma la afirmación de San Jerónimo, que dice cómo José nunca se había cuidado de
contraer matrimonio, antes de llegar a ser el esposo de María.
Por esta vía oscura y escondida José se preparaba, sin saberlo, a la sublime misión que
Dios le había reservado. Sin otra ambición que la de cumplir fielmente la voluntad
divina, vivía lejos de los rumores del mundo, dividiendo su tiempo entre el trabajo y la
oración. Tal fue su juventud y tal pensaba también transcurrir su vejez. Pero Dios, que
ama a los humildes, otros cuidados reservaba para su siervo fiel.
Capítulo III. Matrimonio de S. José.
Faciamus ei adiutorium simile sibi. Hagamos al hombre una ayuda que se asemeje a él. Gen. II, 18.
José entraba en su quincuagésimo año, cuando Dios lo quita de la pacífica existencia que
llevaba en Jerusalén. Había en el templo una joven Virgen consagrada al Señor por sus
padres desde la infancia. De la estirpe de David, ella era hija de dos santos ancianos,
Joaquín y Ana y se llamaba María. Su padre y su madre habían muerto hacía algunos
años y el cuidado de su educación había quedado por completo a los sacerdotes de
Israel. Cuando ella alcanzó la edad de catorce años, edad fijada por la ley para el
matrimonio de las jóvenes doncellas, el gran Pontífice se ocupó en procurar a María un
esposo digno de su nacimiento y de su virtud.
Pero un obstáculo se presentaba, María había hecho al Señor un voto de virginidad. Ella
respondió respetuosamente a las proposiciones que se le hacían que, habiendo hecho un
voto de virginidad, no podía romper sus promesas para casarse. Esta respuesta
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desconcertó mucho las ideas del gran Sacerdote. No sabiendo de que manera conciliar el
respeto debido a los votos hechos a Dios, con la costumbre mosaica que imponía el
matrimonio a todas las doncellas de Israel, reunió a los ancianos y consultó al Señor a los
pies del tabernáculo de la alianza. Recibidas las inspiraciones del cielo y y convencido de
que en este asunto se escondía algo extraordinario, el gran Sacerdote resolvió convidar a
los numerosos pretendientes de María, para elegir entre ellos al que debía ser el esposo
afortunado de la Virgen bendita.
Todos los célibes de la Familia de David fueron llamados al templo. José, si bien más
viejo, se encontraba entre ellos. El Sumo Sacerdote, habiéndoles dicho que se trataba de
echar suertes para dar un esposo a María, y que la elección sería hecha por el Señor,
ordenó que todos llegasen al sagrado templo al día siguiente con una vara de almendro.
La vara se pondría en el altar y aquel cuya vara floreciera, habría sido el favorecido por
el Altísimo para ser el esposo de la Virgen.
Un numeroso grupo de jóvenes se encontró al día siguiente en el templo con su ramita de
almendro, y José con ellos, pero, sea por espíritu de humildad, sea por el voto de
virginidad que había hecho, en vez de presentar su rama, la escondió bajo su manto.
Fueron posando todas las otras varas sobre la meda, salieron los jóvenes con el corazón
lleno de esperanza, y José, callado y recogido con ellos. Se cerró el templo y el Sumo
Sacerdote pasó la reunión para el día siguiente. Apenas había salido el sol, cuando la
juventud llegó para saber su propio destino.
Llegado el momento establecido se abren las sagradas puertas y se presenta el Pontífice.
Todos se agrupan para ver si han tenido suerte. Ninguna vara estaba florecida.
El Sumo Sacerdote, postrándose con el rostro en tierra ante el Señor, lo interrogó sobre
su voluntad, y si por su poca fe, no había comprendido su voz, no había aparecido en las
ramas el signo prometido. Y Dios respondió que no había aparecido el signo prometido,
porque entre aquellos tiernos tallos faltaba la varita del que se quería fuera elegido y así
se vería el cumplimiento del sueño. Por lo tanto, que se buscase quien había sustraído la
rama.
El silencio, el casto rubor que enrojeció las mejillas de José, traicionaron su secreto; ante
el santo Pontífice confesó la verdad, pero el sacerdote entrevió el misterio y llamado
José aparte, lo interrogó acerca del por qué había desobedecido.
José humildemente respondió haber tenido lejano de sí ese peligro, haber tenido en el
ánimo el hecho de no casarse nunca, y le parecía que Dios mismo le hubiera confirmado
en ese propósito; se reconocía indigno de la santa doncellita, como sabía que era María;
por lo tanto, pedía que su mano se le concediera a otro más santo y rico que él.
Comenzó entonces el sacerdote a admirar el santo designio de Dios, y a José, sin más, le
dijo: “Está de buen ánimo, hijo mío, depón como los demás tu ramita y espera el juicio
divino. Ciertamente, si él te elige, encontrarás en tu prima María santidad y perfección
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como en ninguna otra doncella y no deberás rogarle para persuadirla de tu propósito.
Más bien, Ella misma te pedirá lo mismo que tú quieres, y te llamará hermano, custodio,
testigo, esposo, pero no marido”.
José se aseguró de la voluntad de Dios por las palabras del Pontífice, depuso su rama
como los otros, y se retiró a orar en santo recogimiento.
Al día siguiente se había congregado de nuevo el grupo de jóvenes en torno al Sumo
Pontífice, y he aquí que de la vara de José habían brotado flores cándidas y bellas con
sus hojitas tiernas y suaves.
El sacerdote mostró esto a los otros jóvenes y les anunció que Dios había elegido por
esposo de María, hija de Joaquín, a José, hijo de Jacob, ambos de la casa o de la familia
de David. Al mismo tiempo se escuchó una voz que decía: « Oh mi fiel servidor José, a ti
está reservado el honor de desposar a María, la más pura de todas las criaturas,
confórmate a todo lo que ella te dirá »
José y María, reconociendo la voz del Espíritu Santo, aceptaron esta decisión y
consintieron en un matrimonio, que en nada los haría infieles a su virginidad.
Al decir de San Jerónimo, los esponsales se celebraron aquel mismo día con la mayor
sencillez.[5]. José, tomando la mano de la humilde Virgen, se presentó ante los
sacerdotes acompañado por algunos testigos El modesto artesano ofreció a María un
anillo de oro adornado con una piedra de amatista, símbolo de virginal fidelidad, y, al
mismo tiempo, le dirigió las palabras sacramentales: “Si tú consientes en ser mi esposa,
acepta esta prenda” María, al aceptarla, quedó solemnemente unida a San José aunque
aún no se celebraran las ceremonias del matrimonio. Este anillo ofrecido por José a
María, se conserva en Italia, en la ciudad de Perugia, a la cual, después de muchas
vicisitudes y controversias, fue definitivamente concedido por el Papa Inocencia VIII en
1486.
Capítulo IV. José regresa a Nazaret con su esposa.
Erant cor unum et anima una. Eran un solo corazón y un alma sola. ACTORUM IV, 32.
Celebrados los esponsales, María regresó a Nazaret, su pueblo, con siete vírgenes que el
gran sacerdote le había dado como compañeras. Ella debía esperar en la oración la
ceremonia del matrimonio, y confeccionar su modesto ajuar de bodas. José permaneció
en Jerusalén para preparar sus habitaciones y disponer cada cosa para la celebración del
matrimonio.
Después de algunos meses, según la costumbre de la nación judía, fueron celebradas las
ceremonias que debían suceder a los esponsales. Aunque pobres ambos, José y María
dieron a esta fiesta la mayor pompa que les permitieron los pocos medios de que podían
disponer, María entonces abandonó la casa de Nazaret y se fue a habitar con su esposo
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en Jerusalén, donde se celebrarían las nupcias.
Una antigua tradición nos dice que María llegó a Jerusalén en una fría noche de invierno
y que la luna resplandecía sobre la ciudad con rayos de plata. José fue al encuentro de su
joven compañera hasta las puertas de la ciudad, seguido por una larga procesión de
parientes, cada uno con una antorcha en la mano. El cortejo nupcial condujo a los dos
esposos hasta la casa de José, donde estaba preparado por él un festín de nupcias.
Entrando en la sala del banquete y mientras los convidados tomaban los puestos que se
les habían asignado, el patriarca, acercándose a la santa Virgen le dijo: “Tú serás como
mi madre y yo respetaré el altar del Dios viviente”. Desde ese momento, dice un docto
escritor, ellos no fueron más a los ojos de la ley religiosa, hermano y hermana en su
matrimonio, aunque la unión fuera integralmente conservada. José no se quedó en
Jerusalén por muchos días después de esta ceremonia: los dos esposos dejaron la ciudad
santa para dirigirse a Nazaret, a la modesta casa que María había recibido en herencia de
sus padres. Nazaret, cuyo nombre hebreo significa flor de los campos, es una bella y
pequeña ciudad, pintoresca, asentada sobre la pendiente de una colina en el valle de
Esdrelón. Y en esta alegre ciudad José y María establecieron su morada La casa de la
Virgen se componía de dos cámaras principales, de las cuales una servía de taller para
José y la otra era para María. El taller donde trabajaba José consistía en una cámara de
diez o doce pies de largo por otros tantos de ancho. Allí se distribuían con orden los
instrumentos necesarios para su profesión. En cuanto a la madera que necesitaba, una
parte permanecía en el taller y la otra afuera, porque el clima le permitía trabajar afuera
la mayor parte del año.
En el frente de la casa se encontraba, hacia el oriente, una banca de piedra sombreada por
unas palmas, donde el viajero podía reposar sus cansados miembros y repararse de los
rayos calcinadores del sol.
Era demasiado sencilla la vida que llevaban estos esposos privilegiados. María cuidaba
del aseo de la pobre casa, hacía con sus manos sus vestidos y arreglaba los de su esposo.
En cuanto a José, ahora hacía una mesa para las necesidades de la casa, o yugos para los
vecinos que se los habían encargado, o con su brazo vigoroso se iba a la montaña para
cortar los altos sicomoros y los negros terebintos que debían servir en la construcción de
las cabañas que él construía en el valle.
Siempre asiduo al trabajo, muy a menudo el sol ya de mucho rato se había puesto cuando
él volvía a la casa para la pobre comida de la tarde., que su joven y virtuosa compañera
no le hacía ciertamente esperar, sino que ella misma le enjugaba la frente sudorosa, le
presentaba el agua tibia que ella había calentado para lavarle los pies, y le servía la cena
frugal que debía restaurar sus fuerzas. Ésta se componía generalmente de pequeños panes
de cebada, de lácteos y de algunas legumbres. Luego, ya de noche, un parco sueño
preparaba a nuestro Patriarca a emprender de nuevo en la mañana sus diarias
ocupaciones. Esta vida laboriosa y dulce a un tiempo, tenía ya dos meses, cuando llegó la
hora señala por la Providencia para la Encarnación del Verbo Divino.
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Capítulo V. La Anunciación de María Sma.
Ecce ancilla Domini; fiat mihi secundum verbum tuum. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra. LUC. I, 38.
Un día José se había ido a trabajar en un pueblo vecino. María estaba sola en casa, y,
según su costumbre, oraba mientras hilaba el lino. De improviso un ángel del Señor, el
arcángel Gabriel, descendió a su pobre casa resplandeciente de gloria celestial y saludó a
la humilde Virgen diciéndole. “Yo te saludo, llena de gracia, el Señor es contigo, tú eres
bendita entre todas las mujeres”. Estos elogios inesperados produjeron en el ánimo de
María una profunda turbación. El Ángel para serenarla le dijo: “No temas, María, porque
has encontrado gracia a los ojos de Dios. He aquí que concebirás y darás a luz a un hijo
que se llamará Jesús. Él será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor le dará el
trono de David su padre y reinará eternamente” “¿Cómo será eso posible, preguntó la
humilde Virgen, mientras yo no conozco varón?”
Ella no sabía conciliar su promesa de virginidad con el título de madre de Dios. Pero el
Ángel le respondió. “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te
cubrirá con su sombra; el santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios” Y para darle
una prueba de la omnipotencia de Dios, el arcángel Gabriel añadió: “He aquí que tu
pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y la que era estéril está ya de seis meses
en su gravidez. Porque nada es imposible para Dios”.
A estas divinas palabras la humilde María no encontró más que decir. “He aquí la
esclava del Señor, respondió al Ángel, hágase en mí según tu palabra”. En Ángel
desapareció; el misterio de los misterios se había cumplido. El Verbo se encarnó para la
salvación de los hombres.
Hacia la tarde, cuando José regresó terminado su trabajo, María no le dijo nada del
milagro del cual ella había sido objeto. Se contentó con anunciarle la gravidez de su
prima Isabel, y como deseaba ir a visitarla; como esposa obediente pidió a José el
permiso para emprender el viaje que, a decir verdad, era largo y fatigoso. Él nada le
rehusaba, y ella partió en compañía de algunos parientes. Se cree que José no pudo
acompañarla a casa de la prima, porque lo retenían en Nazaret sus ocupaciones.
Capítulo VI. Inquietud de José – Es tranquilizado por
un ángel.
Ioseph, fili David, noli timere accipere Mariam coniugem tuam, quod enim in ea natum est, de Spiritu
Sancto est.
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José, hijo de David, no temas recibir a María en tu casa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra
del Espíritu Santo.Mt.1,20
Santa Isabel habitaba en las montañas de Judea, en una pequeña ciudad llamada Hebrón,
situada a unas setenta millas de Nazaret. No acompañaremos a María en su viaje. Nos
basta saber que ella permaneció unos tres meses en casa de su prima.
Pero el regreso de María preparaba a José una prueba que debía ser el preludio de
muchas otras. Él no tardó en darse cuenta de que María estaba esperando un bebé y por
lo tanto era atormentado por inquietudes mortales. La ley lo autorizaba a acusar a su
esposa ante los sacerdotes y a cubrirla de un eterno deshonor; pero esto repugnaba a la
bondad de su corazón, y a la alta estima que hasta ahora había tenido por María. En esta
incertidumbre de abandonarla y de alejarla de sí, sentía toda la odiosidad de tal
separación. Es más, ya había realizado los preparativos para la partida, cuando un ángel
descendió del cielo para tranquilizarlo:
“José, hijo de David, le dijo el celeste mensajero, no temas recibir a María como esposa,
porque lo que hay en ella es obra del Espíritu Santo. Ella parirá y dará a luz un hijo al
cual tú pondrás el nombre de Jesús, porque él liberará a su pueblo de sus pecados”.
Desde entonces José, ya seguro completamente, concibió la más alta veneración por su
casta esposa, y vio en ella un tabernáculo viviente del Altísimo, y sus cuidados fueron
aún más tiernos y respetuosos.
Capítulo VII. Edicto de César Augusto. - El censo. –
Viaje de María y de José hacia Belén.
Tamquam aurum in fornace probavit electos Dominus. Dios ha probado a sus elegidos como el oro en el crisol. SAP. III, 6.
Se acerca el momento en que el Mesías prometido a las gentes debía finalmente
comparecer en el mundo. El Imperio Romano había llegado por entonces al ápice de su
grandeza. César Augusto tomando el supremo poder, realizaba aquella unidad que, según
los designios de la Providencia debía servir para la propagación del Evangelio. Bajo su
reinado habían cesado todas las guerras, y el tempo de Juno estaba cerrado [6]. En su
orgullo el emperador romano quiso conocer el número de sus súbditos, y con este fin
ordenó un censo general en todo el Imperio. Cada ciudadano debía hacerse inscribir en
su ciudad natal, él mismo y toda su familia. Debió, pues, José, abandonar su pobre casa,
para obedecer las órdenes del emperador, y como él era de la estirpo de David y esta
ilustre familia era originaria de Belén, debió ir allá para hacerse inscribir.
Era una mañana triste y nebulosa del mes de diciembre, en el año 752 de Roma, José y
María dejaban su pobre habitación de Nazareth para dirigirse a Belén, donde los llamaba
la obediencia debida a las órdenes del soberano. No fueron largos los preparativos para
la partida. José puso en un saco algunos vestidos, preparó la tranquila y mansa
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cabalgadura, que debía llevar a María que estaba ya en el noveno mes de su gravidez, y
se envolvió en su amplio manto. Luego los dos santos viajeros salieron de Nazaret
acompañados por las felicitaciones de sus parientes y amigos. El santo patriarca,
teniendo en una mano su bastón de viaje, con la otra tomó las bridas del jumento en el
cual iba sentada su esposa. Después de cuatro o cinco días de camino divisaron de lejos
Belén. Estaba ya oscureciendo cuando llegaron a la ciudad. María, por lo demás, tenía
gran necesidad de reposo, por lo cual José se puso solícitamente a buscar un alojamiento.
Él recorrió todas las hosterías de Belén, pero fueron inútiles sus pasos. El censo general
había atraído allí una muchedumbre extraordinaria y todos los albergues estaban llenos
de forasteros. En vano José fue a tocar la puerta pidiendo alojamiento para su esposa
extenuada por la fatiga. Todas las puertas permanecieron cerradas. ¨
Capítulo VIII. María y José se refugian en una pobre
gruta.- Nacimiento del Salvador del mundo.- Jesús
adorado por los pastores.
Et Verbum caro factum est. Y el Verbo se hizo carne. IO. I, 14.
Un poco desanimados por la falta de toda hospitalidad, José y María salieron de Belén
esperanzados de encontrar en el campo aquel asilo que la ciudad les había rehusado.
Llegaron cerca de una gruta abandonada, la cual ofrecía un refugio a los pastores y a sus
utensilios en la noche y en los días de mal tiempo. Había por tierra un poco de paja, y un
hueco cavado en la roca servía igualmente de banca para dormir y de comedero para los
animales. Los dos viajeros entraron en la gruta para tomar un poco de reposo por la
fatiga del viaje, y para calentar sus miembros ateridos por el frío del invierno. En este
miserable reparo, lejos de las miradas de los hombres, María daba al mundo al Mesías
prometido a nuestros primeros padres. José adorando al divino Niño, lo envolvió en
pañales y lo puso en el pesebre- El era el primero de los hombres al que tocó el
incomparable honor de ofrecerle los propios homenajes a Dios, descendido sobre la
tierra, para rescatar los pecados de la humanidad.
Algunos pastores cuidaban sus rebaños en el campo vecino. Un ángel del Señor apareció
y les anunció la buena noticia del nacimiento del Salvador. Al mismo tiempo se oyeron
coros celestiales que repetían: “Gloria a Dios en lo más alto del cielo y paz en la tierra a
los hombres de buena voluntad.” Estos hombres sencillos no dudaron en seguir la voz
del ángel, “Vamos, se dijeron, a Belén y veamos lo que sucedió”. Y sin hacer más
indagaciones entraron en la gruta y adoraron al Divino Niño.
Capítulo IX. La Circuncisión.
Et vocavit nomen eius Iesum. Y le pusieron por nombre Jesús.. MAT. I, 25.
El octavo día después del nacimiento se debían circuncidar los hijos de Israel, por
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expreso mandato de Dios hecho a Abraham, a fin de que hubiese un signo que recordara
al pueblo la alianza que Dios hiciera con él.
María y José entendían muy bien que tal signo no era necesario a Jesús. Esta dolorosa
función era una pena que convenía a los pecadores, y tenía por finalidad borrar el pecado
original. Ahora, Jesús, siendo el santo por excelencia, la fuente de toda santidad, no tenía
en sí ningún pecado que necesitara remisión. Por otra parte, él había venido al mundo por
una concepción milagrosa y no estaba sujeto a ninguna ley de las que se referían a los
hombres.( 38 (318)) Pero José, sabiendo que Jesús no había venido a suprimir la ley, sino
para ponerla por obra, y que venía para dar a los hombres el ejemplo de la obediencia
perfecta, dispuesto a sufrir todo lo que la gloria del Padre celestial y la salud de los
hombres le habría de imponer, no dudó en cumplir en el Divino Niñito la penosa
ceremonia.
José, el santo Patriarca es el ministro y el sacerdote de este sagrado rito. Y con los ojos
empapados en lágrimas dice a María: “María, ahora es tiempo que nos pongamos a
cumplir en este bendito niño el signo de nuestro Padre Abraham. Yo me siento romper el
corazón al pensar en ello. ¡Yo, meter el cuchillo en estas carnes inmaculadas! ¡Yo
derramar la primera sangre de este cordero de Dios!, ¡Oh, que si tú abrieras la boca, hijo
mío, y me dijeras que no quieres la herida, cómo lanzaría lejos de mí este cuchillo, y
gozaría porque tú no la quisieras! Pero yo veo que tú me pides este sacrificio; que
quieres padecer. Sí, oh niño dulcísimo nosotros sufriremos, tú en tu carne tan pura, María
y yo en nuestros corazones.”.
José entre tanto había cumplido el doloroso oficio ofreciendo a Dios aquella primera
sangre en expiación de los pecados de los hombres. Luego María, llorosa y llena de pena
por el padecimiento de su Hijito, había repetido: “Jesús es su nombre, porque él debe
salvar a su pueblo de sus pecados: vocabis nomen eius Iesum; ipse enim salvum faciet
populum suum a peccatis eorum (7).” ¡Oh nombre santísimo! ¡Oh nombre sobre todo
nombre! ¡Cuán convenientemente, por primera vez, te has pronunciado! Dios quiso que
el Niño fuese llamado Jesús desde el momento en que comenzara a verter su sangre,
porque si Él era y sería Salvador, esto era propiamente en virtud y por efecto de su
sangre, por la cual entró en el santo de los santos una sola vez y con el sacrificio de sí
mismo consumaba la Redención de Israel y del mundo entero.
José fue el grande y noble ministro de la Circuncisión por la que se dio al Hijo su propio
nombre. José recibió la relación del ángel, José lo pronunció el primero entre todas las
personas, y, al pronunciarlo hizo que los ángeles se doblaran reverentes y que los
demonios llenos de extraordinario miedo, aunque sin saber por qué, cayeran adorando y
se escondieran en lo más profundo del infierno. ¡Gran dignidad la de José! Por lo que le
debemos gran veneración, porque él fue el primero en llamar Redentor al Hijo de Dios, y
el primero en haber cooperado con el santo ministerio de la circuncisión, en hacerlo
nuestro Redentor.
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Capítulo X. Jesús adorado por los Magos. La
purificación.
Reges Tharsis et insulae munera offerent, Reges Arabum et Saba dona adducent. Los reyes de Tarsis y de las islas le harán ofertas; Los reyes de Saba y de Arabia le llevarán sus dones.
SAL. LXXI, 10.
Aquel Dios que había descendido a la tierra para hacer de la casa de Israel y de las gentes
dispersas una sola familia, quería en torno a su cuna a los representantes de uno y otro
pueblo. Los sencillos y los humildes habían tenido la preferencia de encontrarse en torno
a Jesús; los grandes y sabios de la tierra no deberían quedar excluidos. Después de los
pastores cercanos, Jesús, desde el silencio de su gruta de Belén movía una estrella en el
cielo para conducir allí a los adoradores lejanos.
Una tradición popular en todo Oriente y registrada en la Biblia, anunciaba que un niño
nacería en Oriente, el cual cambiaría la faz de la tierra, y que un nuevo astro debía en
cierto tiempo comparecer y señalar este acontecimiento. Ahora bien, en la época del
nacimiento del Salvador, había en el extremo Oriente algunos príncipes llamados los tres
Reyes Magos, dotados de una ciencia extraordinaria. Profundamente versados en las
ciencias astronómicas, estos tres magos esperaban con ansiedad la aparición de la nueva
estrella que les debía anunciar el nacimiento del maravilloso niño. Una noche, mientras
observaban el cielo atentamente, un astro de insólita grandeza parecía desprenderse de la
bóveda celeste, como si hubiera querido descender a la tierra. Reconociendo por esta
señal que el momento había llegado, apresuradamente partieron para allá, y guiados
siempre por la estrella, llegaron a Jerusalén. La fama de su llegada y sobre todo la causa
que los conducía, turbó el corazón del envidioso Herodes. Este príncipe cruel hizo llegar
a los Magos a su presencia y les dijo: “ Buscad exacta información de este niño, y apenas
lo encontréis, volved y decidme donde está, a fin de que yo pueda también ir a adorarlo”.
Habiendo indicado los doctores de la ley que Cristo debía nacer en Belén, los Magos
salieron de Jerusalén precedidos siempre por la misteriosa estrella. No tardaron en llegar
a Belén; la estrella se detuvo sobre la gruta donde estaba el Mesías. Los Magos entraron,
se postraron a los pies del Niño y lo adoraron.
Abriendo entonces los cofres de madera preciosa que habían traído consigo, le ofrecieron
oro, como para reconocerlo rey; incienso, como Dios y mirra como hombre mortal.
Avisados por un ángel de las intenciones de Herodes, sin pasar por Jerusalén, regresaron
a sus países. Se acercaba el día cuarenta del nacimiento del Santo Niño: la ley de Moisés
prescribía que todo primogénito fuera presentado al templo para ser ofrecido al Señor y
por lo tanto consagrados, y para la purificación de la madre. José en compañía de Jesús y
de María viajó a Jerusalén para cumplir la ceremonia prescrita. Ofreció dos tortolitas en
sacrificio y pagó cinco ciclos de plata. Luego, habiendo hecho inscribir al niño en las
tablas del censo y pagado el tributo, los santos esposos regresaron a Galilea, a Nazaret,
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su ciudad.
Capítulo XI. El triste anuncio. - La muerte de los
inocentes - La sagrada familia parte para Egipto.
Surge, accipe puerum et matrem eius et fuge in Aegyptum et esto ibi usque dum dicam tibi. El ángel del Señor dijo a José: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto y quédate allí hasta
que yo te avise. Mat.II,13. Vox in excelso audita est lamentationis, luctus, et fletus Rachel plorantis filios suos, et nolentis consolari
super eis quia non sunt. Se ha escuchado una voz de llanto y de luto en Ramá: es Raquel que llora a sus hijos, y no admite ser
consolada, porque ya no existen. Jer. c. XXXI, v. 15.
La tranquilidad de la santa familia no debía durar mucho. Apenas José había entrado de
nuevo a la pobre casa de Nazaret, un ángel del Señor se le aparece en sueños y le dice:
“Levántate, toma al niño y a su madre e huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te
diga. Porque Herodes busca al niño para matarlo”.
Y esta era la verdad. El cruel Herodes engañado por los Magos y furioso por haber
perdido una bella ocasión de deshacerse del que él consideraba un rival para el trono,
había concebido la infernal idea de masacrar a todos los niños varones menores de dos
años. Esta orden abominable fue cumplida. Un gran río de sangre corre en Galilea.
Entonces se cumplió lo que dijo el profeta Jeremías: “Una voz se oye en Ramá, voz
mezclada con lágrimas y lamentos. Es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere ser
consolada, porque éstos ya no existen.” Estos pobres inocentes, matados cruelmente,
fueron los primeros mártires de la divinidad de Cristo Jesús.
José habiendo reconocido la voz del ángel se permite algunas reflexiones sobre la
inminente partida, que debían tomarse en cuenta para un viaje tan largo y peligroso. Él
debía abandonar su pobre casa para ir a través del desierto a buscar un asilo en un país
que no conocía. Pero, sin esperar a que amaneciera, él se levantó y corrió a despertar a
María. Ella preparó a prisa algunas provisiones de pan y víveres que debía llevar. En
tanto José preparó la borriquita y partieron sin lamentos de la ciudad, para obedecer al
mandato de Dios. He aquí a un pobre viejo que vuelve vanos los horribles planes del
tirano de Galilea; es a Él a quien Dios confía la custodia de Jesús y de María.
Capítulo XII. Viaje desastroso - Una tradición.
Si persequentur vos in civitate ista, fugite in atiam. Y cuando os persigan en esta ciudad, huid a otra. MAT. X, 23.
Dos caminos se presentaban a los viajeros que, por tierra, debían dirigirse a Egipto. Uno
atravesaba el desierto poblado de bestias feroces, y los senderos eran malos largos y poco
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frecuentados El otro atravesaba un país poco frecuentado, pero cuyos habitantes eran
hostiles a los hebreos. José que sabía que debía temer a los hombres en esta fuga
precipitada, eligió el primero, como el más escondido.
Partieron de Nazaret en lo más denso de la noche los cautos viajeros, cuyo itinerario
obligaba a pasar cerca de Jerusalén, buscando por algún tiempo los senderos más tristes y
tortuosos. Cuando se debía atravesar algún camino grande, José, dejando a Jesús y a
María al amparo de alguna roca, iba a examinar el camino para ver si no se divisaban
algunos soldados de Herodes que cuidaran la salida. Una vez asegurado por esta
precaución volvía a tomar el precioso tesoro, y la santa familia continuaba su viaje. Entre
riscos y colinas. De tanto en tanto se hacía una breve parada a la orilla de algún límpido
riachuelo, y después de una frugal refacción se tomaba un poco de reposo por la fatiga
del viaje. Llegada la noche era preciso resignarse a dormir a cielo descubierto. José
despojándose de su manto, cubría a Jesús y a María para preservarlos de la humedad de
la noche. Luego, al hacerse nuevamente de día, se continuaba el fatigoso viaje Los santos
viajeros, habiendo pasado la pequeña ciudad de Anata, se vieron ya en la en la parte de
Ramla, de donde descendieron a las llanuras de Siria, donde por fin se verían libre de la
insidias de los feroces perseguidores. Contrario a sus costumbres continuaron
caminando aunque ya hubiera entrado la noche, para ponerse a salvo. José iba tanteando
el terreno delante de los demás. María temerosa por esta carrera nocturna dirigía su
mirada penetrante hacia la profundidad de los valles y hacia la sinuosidad de las rocas.
De pronto un tropel de hombres armados se presentó y les interceptó el camino. Era una
banda de bandoleros, los cuales devastaban las poblaciones, y cuya fama que espantaba
se extendía hasta muy lejos. José había detenido la cabalgadura de María, y oraba al
Señor en silencio, ya que era imposible la menor resistencia. Lo más que se podía hacer
era esperar salvar la vida. El jefe de los bandidos se apartó de sus compañeros y se
acercó a José, para observar con quien debiera él de tratar. La vista de aquel hombre
viejo, del niñito que dormía sobre el seno de su madre, tocó el corazón sanguinario del
bandido. Lejos de querer hacerles algún daño, extendió la mano a José, ofreciéndole
hospitalidad a él y a su familia. Este jefe se llamaba Dimas. La tradición nos dice que
treinta años después él fue apresado por los soldados y condenado a la crucifixión. Fue
colocado en el Calvario en una cruz al lado de Jesús, y es el mismo que hoy conocemos
con el nombre del buen ladrón.
Capítulo XIII. Llegada a Egipto – Prodigios que se
realizaron a su ingreso en esta tierra – Pueblo de
Matari – Habitación de la sagrada Familia.
Ecce ascendet Dominus super nubem levem et commovebuntur simulacra Aegypti. He aquí que el Señor saldrá sobre una nube ligera y entrará en Egipto y en su presencia se conturbarán
los simulacros de Egipto. IS. XIX, 1.
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Apenas amaneció, los fugitivos, agradeciendo a los bandidos que se volvieron
huéspedes, reanudaron el camino lleno de peligros. Se dice que María, al despedirse, dijo
estas palabras al jefe de los bandoleros: “Lo que has hecho por este Niño, te será un día
grandemente recompensado”. Después de haber atravesado Belén y Gaza, José y María
descendieron a Siria, y, habiendo encontrado una caravana que partía para Egipto, se
unieron a ella. Desde aquel momento hasta el final del viaje, no vieron ante sí más que
un inmenso desierto de arena, cuya aridez no se interrumpía más que en raros intervalos
por algún oasis, o sea, por algunas franjas de terreno fértil y reverdecido. Sus fatigas se
redoblaron durante esta carrera a través de llanuras caldeadas por un sol ardiente. Los
víveres era pocos y el agua a menudo faltaba. ¡Cuántas noches José, que era viejo y
pobre, se vio maltratado, cuando trataba de acercarse a la fuente ante la que la caravana
se había parado para calmar su sed!
Finalmente después de meses de penosísimo camino, los viajeros entraron en Egipto.
Según dice Sozomeno, desde el momento en que la santa Familia tocó esta tierra antigua,
los árboles bajaron sus ramas para adorar al Hijo de Dios; las bestias feroces
domesticaron su instinto, y los pajarillos cantaron a coro las alabanzas del Mesías. Es
más, si creemos a cuanto narran autores dignos de fe, todos los ídolos de la provincia,
reconociendo al vencedor del Paganismo, cayeron hechos pedazos en la tierra. Así
tuvieron literal cumplimiento las palabras del Profeta Isaías cuando dijo: “He aquí que el
Señor saldrá sobre una nube ligera y entrará en Egipto, y en su presencia se conturbaron
los simulacros de Egipto.” »
José y María, deseosos de llegar pronto al final de su viaje, sólo atravesaron Heliópolis,
ciudad consagrada al culto del sol, para dirigirse a Matari, donde esperaban reposar de
sus fatigas. Matari es un hermoso pueblo sombreado por sicomoros, a dos leguas de El
Cairo, capital de Egipto. Allí José tenía pensado establecerse. Pero no había llegado aún
el final de sus penas. Era necesario buscar alojamiento. Los egipcios no eran nada
hospitalarios, así que la Sagrada Familia se vio obligada a repararse algunos días en el
tronco de un antiguo y grueso árbol. Al fin, después de larga búsqueda, José encontró
una modesta casita en la que colocó a Jesús y a María.
Esta casa, que todavía hoy se ve en Egipto, era una especie de gruta, de veinte pies de
largo y quince de ancho No tenía ventanas, la luz debía penetrar por la puerta. Las
paredes eran de una especie de arcilla negra y asquerosa, cuya antigüedad daba la
imagen de la miseria, A la derecha había una pequeña cisterna, de la cual José sacaba el
agua para el servicio de la familia.
Capítulo XIV. Dolores. – Consolaciones y final del
exilio.
Cum ipso sum in tribulatione.
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Con él estoy yo en las tribulaciones. PSAL. XC. 15.
Entrado apenas en esta nueva habitación reanudó José su trabajo ordinario. Comenzó a
amueblar su casa, una mesita, una banca, todo hecho por su mano. Luego fue de puerta
en puerta en busca de trabajo para ganarse el sustento para la pequeña familia. Sin duda
hubo de soportar muchos rechazos y tolerar muchos humillantes desprecios. Él era pobre
y desconocido, esto bastaba para que fuera rechazado su trabajo. A su vez, María,
mientras tenía mil cuidados para su Hijo, se dio valientemente al trabajo, ocupando en
éste una parte de la noche para suplir las pequeñas e insuficientes ganancias de su
esposo. Pero, en medio de estas penas, ¡cuántos consuelos para José! Era por Jesús que
trabajaba y el pan que el divino pequeñuelo comía él lo había adquirido con el sudor de
su frente. Y luego, cuando regresaba por la tarde fatigado y oprimido por el calor, Jesús
sonreía a su llegada, y lo acariciaba con sus pequeñas manos. A menudo, con el precios
de las privaciones que se imponía, José lograba hacer algunos ahorr5os, ¡qué gozo sentía
entonces al poderlo emplear para dulcificar la condición del divino niño! Ahora eran
algunos dátiles, ahora algún juguete adaptado a su edad, que el piadoso carpintero
llevaba al Salvador de los hombres. ¡Oh qué dulces eran las emociones del buen viejo al
contemplar el rostro radiante de Jesús! Cuando llegaba el sábado, día de reposo y
consagrado al Señor, José, tomando de la maño al niño, guiaba sus primeros pasos con
una solicitud verdaderamente paternal.
Entretanto el tirano que reinaba en Israel moría. Dios, cuyo brazo omnipotente castiga
siempre al culpable, le había mandado una cruel enfermedad, que lo condujo
rápidamente al sepulcro. Traicionado por su propio hijo, comido vivo por los gusanos,
Herodes murió llevando consigo el odio de los judíos y la maldición de la posteridad.
Capítulo XV. El nuevo anuncio. - Retorno a Judea. -
Una tradición referida por s. Buenaventura.
Ex Aegyypto vocavi filium meum. De Egipto llamé a mi hijo. OSEAE XI, 1.
Desde hacía siete años que estaba José en Egipto, cuando el Ángel el Señor, mensajero
ordinario del querer del Cielo se le aparece de nuevo durante el sueño y le dice:
“Levántate, toma contigo al Niño y a su Madre, y torna al pueblo de Israel, porque los
que buscaban al Niño para matarlo ya no existen. “Siempre pronto a la voz de Dios, José
vendió su casa y sus muebles, y lo ordenó todo para la partida. En vano los egipcios
encantados por la bondad de José y por la dulzura de María insistían en retenerlos. En
vano les prometieron abundancia de lo necesario para la vida; José fue inconmovible.
Los recuerdos de su infancia, los amigos que Él tenía en Judea, la pura atmósfera de su
patria, mucho más hablaban a su corazón que la belleza de Egipto. Pero había algo más:
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Dios había hablado, y bastaba esto para hacer a José retornar a la tierra de sus
antepasados.
Algunos historiadores son de la opinión de que la santa familia haya hecho por mar este
viaje, porque se emplea en él menos tiempo y que tenía un deseo grandísimo de volver a
ver pronto su patria. Apenas embarcado en Ascalonia, José supo que Arquelao había
sucedido en el trono a su padre Herodes. José, por lo tanto, vio en esto una nueva
inquietud. El ángel no le había dicho en qué parte de Judea debía establecerse, si en
Jerusalén o en Galilea o Samaria. José, lleno de ansiedad oró al Señor que le enviase por
la noche al celeste mensajero. El ángel le ordenó huir de Arquelao y retirarse a Galilea.
José, ya sin temor, se puso tranquilamente en camino hacia Nazaret, la que hacía siete
años había abandonado.
No desagrade a nuestros lectores leer, sobre este punto, al seráfico doctor San
Buenaventura: “Estaban por partir, y José iría adelante con los hombres y María iría
detrás, con las mujeres (que iban como amigos de la santa familia, a acompañarlos un
trecho). Cuando estuvieron fuera de la puerta, José detuvo a los hombres y no les
permitió acompañarlo. Entonces alguno de aquellos buenos hombres, teniendo
compasión de la pobreza de ellos, llamó al niño y le dio algún dinero para los gastos.
Vergonzoso, el Niño extendió la mano, recibió el dinero y le agradeció, así hicieron otras
personas. Lo llamaron entonces aquellas honorables matronas e hicieron lo mismo; no se
avergonzaba menos la madre que el niño, pero sin embargo humildemente les
agradecieron”. Y despidiéndose de aquella cordial compañía, renovados los
agradecimientos, la santa familia dirigió sus pasos hacia la Judea.
Capítulo XVI. Llegada de José a Nazaret. - Vida
doméstica con Jesús y María.
Constituit eum dominum domus suae. Lo constituyó amo de su casa.SAL. CIV, 20.
Habían finalmente terminado los días del exilio José podía ver de nuevo la suspirada
tierra nativa que le traía a la mente tan bellos recuerdos. Sería posible amar el propio país
como lo amaban los hebreos, para comprender las dulces impresiones que llenaban el
alma de José cuando apareció a lo lejos la vista de Nazaret. El humilde patriarca aceleró
el paso de la cabalgadura de María, y pronto llegaron a las estrechas calles de la ciudad.
Los nazaretanos que ignoraban la causa de la partida del piadoso obrero, vieron con gozo
su regreso. Los jefes de familia fueron a darle la bienvenida y a estrechar su mano, cuya
cabeza había encanecido mucho lejos de su patria. Las mujeres saludaron a la humilde
Virgen, cuya gracia había aumentado por los cuidados con que circundaba a su divino
Hijo. Jesús, el predilecto Jesús, vio cerca de sí muchachos de su misma edad, y por
primera vez entendió el lenguaje de sus parientes, en lugar de aquel amargo del exilio.
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Pero el tiempo y el abandono habían reducido la pobre casa de José a un estado
lamentable. La hierba salvaje había crecido en los muros y el moho se había apoderado
de los pobres muebles de la santa familia.
Algunas tierras que circundaban la casa fueron vendidas y con el dinero adquirido se
compró lo más necesario. Los pobres recursos de los santos esposos apenas alcanzaron
para lo indispensable. No quedaban a José más que el taller y sus brazos. Pero la estima
que cada uno sentía por aquel hombre santo, la confianza que tenían en su buena fe y en
sus habilidades, hicieron que poco a poco los encargos el trabajo y los que se lo pedían,
y el valeroso carpintero pudo reemprender pronto su trabajo. Había envejecido por las
fatigas, pero su brazo era todavía robusto, y su ardor se había acrecentado después de que
recibió el encargo de nutrir al Salvador de los hombres.
Jesús crecía en edad y sabiduría. José había guiado sus primeros pasos, cuando niño
comenzaba a caminar; dio también a Jesús las primeras nociones de trabajo. Él tenía su
pequeña mano y la dirigía al enseñarle a trazar las líneas y a manejar las herramientas.
Él enseñaba a Jesús las dificultades y la práctica del oficio. ¡Y el Creador del mundo se
dejaba guiar da su fiel servidor, que él se había elegido por padre!
José, que era tan asiduo a los oficios en el sagrado templo, como diligente en el
cumplimiento de sus deberes de trabajo, observaba rigurosamente la ley de Moisés y la
religión de sus antepasados. Así, jamás se lo hubiera visto trabajar un día festivo, pues
había comprendido que no era demasiado dar un día a la semana al Señor y agradecerle
sus favores. Cada año se dirigía a Jerusalén en compañía de María, para las tres grandes
solemnidades de la Pascua, Pentecostés y Los Tabernáculos. Ordinariamente dejaban a
Jesús en Jerusalén, pues se habría cansado demasiado por el largo camino, y solían pedir
a algún vecino que se encargase del niño en ausencia de sus padres.
Capítulo XVII. Jesús va con María su Madre y s. José a
celebrar la Pascua en Jerusalén. Se pierde y es hallado
después de tres días.
Fili, quid fecisti nobis sic? Ecce pater tuus et ego dolentes quaerebamus te. Quid est quod me
quaerebalis? Nesciebalit quia in his quae Patris mei sunt oportet me esse?
Hijo, ¿por qué has hecho esto? He aquí que tu padre y yo angustiados te buscábamos (Y Él les respondió)
¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre? LC. II, 43, 49.
Cuando Jesús alcanzó la edad de doce años, y aproximándose la fiesta de la Pascua,
María y José lo juzgaron bastante fuerte para soportar el viaje, y lo condujeron con ellos
a Jerusalén. Ellos se quedaron cerca de siete días en la ciudad santa para celebrar la
Pascua y cumplir los sacrificios mandados por la ley.
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Terminadas las fiestas pascuales reemprendieron el camino de Nazaret entre sus
parientes y amigos. La caravana era muy numerosa. En la sencillez de sus costumbres las
familias de una misma ciudad o de un mismo pueblo, regresaban a sus casas reunidos en
alegres grupos, en los que los viejos departían con los viejos, las mujeres con las
mujeres, mientras los niños corrían y jugaban juntos por el camino. Así José, no viendo a
Jesús cerca de él, lo creyó, como es natural, con su madre o con los muchachos de su
edad. María caminaba también en medio de sus compañeras, persuadida de que el
muchachito venía con los demás. Llegada la noche la caravana se detuvo en la pequeña
ciudad de Machmas para pasar allí la noche. José se reunió con María y se preguntaron
uno al otro por el Niño. Ni uno ni el otro lo habían visto después de que salieron del
templo; los muchachos tampoco podían darles noticias de él.
Pronto José y María, a pesar del cansancio, se pusieron en viaje de regreso. Pálidos e
inquietos volvieron a hacer el camino que habían recorrido aquel mismo día. José
llamaba a Jesús, pero Jesús nos respondía. Al alba del día siguiente llegaron a Jerusalén,
donde, dice el evangelio, pasaron tres días buscando al hijo. ¡Cuánto dolor el de José! ¡Y
cuánto él se reprochaba un instante de distracción! Finalmente, hacia el final del tercer
día estos desolados padres entraron en el templo, más para invocar las luces de lo alto,
que con la esperanza de encontrar a Jesús allí.
Pero ¡cuál no sería su sorpresa y su admiración al ver al divino muchachito en medio de
los doctores, maravillados por la sabiduría de sus discursos, por las preguntas y
respuestas que les daba! María llena de gozo porque había encontrado a su hijo, no pudo
sin embargo dejar de manifestarle la inquietud que la había afligido. Hijo mío, le dijo,
¿por qué has hecho esto con nosotros? Desde hace tres días, sumergidos en el dolor,
andamos en tu busca” Jesús les respondió: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que mi
oficio es ocuparme de las cosas que se refieren a mi Padre? El evangelio añade que José
y María no comprendieron inmediatamente esa respuesta. Felices por haber encontrado a
Jesús, se regresaron tranquilamente a su pequeña casa de Nazaret.
Capítulo XVIII. Continúa la vida doméstica de la santa
familia.
Et erat subditus illis. Y Jesús les estaba sujeto. UC. II, 51.
El santo Evangelio después de haber narrado los principales hechos de la vida de Jesús
hasta los doce años, llegado a este punto concluye toda la vida privada de Jesús hasta los
treinta años, con estas breves palabras: “Jesús era obediente a María y a José, et erat
subditus illis”. Estas palabras, mientras esconden a nuestras miradas la gloria de Jesús,
revelan un magnífico aspecto de la grandeza de José. Si el educador de un príncipe ocupa
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una dignidad honorífica en el estado, ¿cuál no sería la dignidad de José, encargado de la
educación del Hijo de Dios! Jesús, cuyas fuerzas crecían con los años, se hizo alumno de
José. Él lo seguía en sus jornadas de trabajo, y bajo su dirección aprendió el oficio de
carpintero. San Cipriano, obispo de Cartago, escribía hacia el año 250 de la era cristiana,
que se conservaban aún con veneración arados hechos por la mano del Salvador. Sin
duda José fue quien le dio el modelo y había dirigido en su taller la mano del Creador de
todas las cosas.
Jesús quería dar a los hombres el ejemplo de la obediencia también en las más pequeñas
circunstancia de la vida. Así se ve todavía hoy en Nazaret un pozo, al cual José mandaba
al muchacho divino a coger el agua para las necesidades de la familia.
Nos faltan los particulares acerca de estos años laboriosos que pasó José en Nazaret con
Jesús y María. Lo que podemos decir sin temor a equivocarnos es que José trabajaba sin
tregua para ganar el pan. La única distracción que se permitía, era conversar a menudo
con el Salvador, cuyas palabras quedaban profundamente grabadas en su corazón.
A los ojos de los hombres Jesús pasaba por hijo de José. Y éste, cuya humildad era tan
grande como su obediencia, conserva en sí mismo el misterio que se le había encargado
proteger con su presencia. José, dice Bossuet, veía a Jesús y callaba; él se complacía y no
hablaba de Jesús; se contentaba con Dios solo, sin condividir con los demás su gozo.
Cumplía con su vocación, porque así como los apóstoles eran ministros del Jesús
conocido, José fue el ministro y el compañero de su vida escondida.
Capítulo XIX. Últimos días de s. José. Su preciosa
agonía.
O nimis felix, nimis o beatus Cuius extremam vigiles ad horam Christus et Virgo simul astiterunt Ore
sereno! Oh bienaventurada y feliz alma piadosa - .que de tu exilio en el supremo instante- gozaste al lado de Jesús
y de María (la s. Iglesia en el Oficio de S. José).
José andaba cerca de sus ochenta años, y Jesús no debía tardar en abandonar su casa para
recibir el bautismo de Juan Bautista, cuando Dios llamó a sí a su fiel servidor. Las fatigas
y los trabajos de todo género habían gastado su robusta fibra y él mismo sentía que su fin
esta ya próximo. Por otra parte, su misión en la tierra había terminado; era justo que
recibiese fielmente la recompensa que merecían sus virtudes.
Por un favor especial un ángel vino a avisarle de su próxima muerte. Él estaba pronto a
comparecer ante Dios. Toda su vida no había sido otra cosa que una serie de actos de
obediencia a la voluntad divina y poco le importaba la vida. Se trataba de obedecer a
Dios que lo llamaba a la vida bienaventurada. Según los testimonios unánimes de la
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tradición, José no murió entre los sufrimientos agudos de una enfermedad. Se apagó
dulcemente, como la llama a la que va faltando el alimento.
Acostado en su lecho de muerte, teniendo a su lado a Jesús y a María, José fue
arrebatado en éxtasis por veinticuatro horas. Sus ojos vieron claramente las verdades que
por la fe había creído, entonces sin comprender. Él penetró el misterio de Dios hecho
hombre y la grandeza de la misión que Dios le había confiado a él, pobre moral. Asistió
en espíritu a los dolores de la pasión del Salvador. Cuando se despertó, su rostro estaba
iluminado y como transfigurado de una belleza del todo celestial .Un perfume delicioso
llenó el cuarto en que yacía y se esparció hasta afuera, anunciando así a los vecinos que
su alma, tan pura y tan bella, estaba para pasar a un mundo mejor.
En una familia de almas pobres y sencillas que se aman con ese amor tan puro y cordial,
que difícilmente se encuentra en medio de la grandeza y la abundancia, cuando estas
personas gozaron de una santa unión durante el peregrinar, y que, como tuvieron en
común las alegrías familiares, así se dividieron los dolores santificados por el consuelo
religioso, y sucede que esta paz deba ofuscarse por la separación de un miembro querido,
¡oh, como se siente entonces angustiado el corazón al despedirse!.
Jesús tenía como Dios un padre en el cielo que, comunicándole desde toda la eternidad
su divina sustancia y naturaleza, hacía perenne en su persona sobre la tierra la gloria
celestial (aunque velada por vestiduras mortales); María tenía en la tierra a Jesús que le
llenaba de paraíso el corazón. ¿Quién entonces podrá negar que Jesús y María,
encontrándose ahora cerca del moribundo Patriarca y dejando también que se
desahogaran las ternuras de sus corazones, no hayan sufrido al tenerse que separar del
compañero fiel de su peregrinación por la tierra? María no podía olvidar los sacrificios,
las penas, que por ella había debido sufrir José en los penosos viajes a Belén y a Egipto.
Es verdad que José, estando continuamente en su compañía, era así recompensado de
cuanto sufría. Pero si éste era un argumento de consolación para uno, no por eso posible
pensar que dispensase el corazón ternísimo de la otra de sus sentimientos de gratitud .a
José que la había servido no sólo con el afecto de un esposo, sino también con toda la
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fidelidad de un siervo y la humildad de un discípulo, venerando en Ella a la Reina del
cielo, a la Madre de Dios. Ahora, de la mente de María no habían huido tantos signos de
veneración, de obediencia y de estima, y no podía dejar de sentir hacia José un verdadero
y profundo agradecimiento.
Y Jesús, que en hechos de amor no debía nunca ser inferior ni al uno ni a la otra, desde el
momento en que había dispuesto en los decretos de su Divina Providencia que José fuera
su custodio y protector en la tierra, desde el momento en que esta protección debió
costarle a José tantas penas y fatigas, también Jesús debió sentir en su corazón
amantísimo los más vivos sentimientos de dolor ante tan queridos recuerdos. Debió
contemplar aquellos huesos descarnados dispuestos en cruz sobre el afanoso pecho y
recordar que tantas veces se habían abierto para estrecharlo en su seno cuando viajaba
hacia Belén, que se habían cansado de llevarlo en Egipto, que se habían estropeado en el
trabajo para procurarle el pan. Cuántas veces aquellos labios queridos se habían acercado
a darle amorosos besos y a calentar en el invierno los miembros ateridos; y aquellos ojos,
que ahora estaban para cerrarse a la luz, cuántas veces se habían abierto colmados de
lágrimas, honrando los sufrimientos de Él y de María, cuando lo contemplaron fugitivo
en Egipto, pero sobre todo cuando lo vieron tres días perdido en Jerusalén. Estas pruebas
de amor nunca fueron olvidadas por Jesús, y menos en aquellos instantes supremos de
José. Por lo tanto, imagino a Jesús y a María, al llenar de Paraíso aquellas últimas horas
de la vida de José, habrán dado pruebas de su amor, como después lo haría con su amigo
Lázaro, honrando con las más puras lágrimas aquel extremo y solemne saludo. ¡Oh sí
que Jesús de veras tenía el Paraíso ante sus ojos! Él volvía la mirada a un lado y miraba a
María que le estrechaba las manos entre sus manos santísimas, recibía los últimos
cuidados y escuchaba sus palabras de consuelo. Volvía la mirada a la otra parte de la
habitación y encontraba la mirada majestuosa y omnipotente de Jesús, y sentía que sus
manos divinas le sostenían la cabeza, le secaban el sudor, y recogía de sus labios el
conforto, el agradecimiento, las bendiciones y las promesas. Y escuchó que María le
dijera: “José, tú nos abandonas, tú has terminado tu peregrinación en este exilio, tú me
precederás en la paz, descendiendo de primero al seno de Abrahán, ¡cómo te agradezco
por tu suave compañía, por el cuidado que tuviste de mí y de mis cosas, los buenos
ejemplos que me diste, las grandes penas que sufriste por mi causa! oh tú me abandonas,
pero vivirás para siempre en mi memoria y en mi corazón. Está de buen ánimo, José,
quoniam appropinquat redemptio nostra” Y escuchaba decir a Jesús: “Padre mío, tú
mueres, y también yo moriré, y si yo moriré, tú debes estimar la muerte y amarla como
una merced. Breve, oh José, ha de ser el tiempo de las tinieblas y de la espera. Ve donde
Abraham e Isaac, que desearon verme y no fueron dignos, ve donde ellos que por
muchos años esperaron mi venida en aquellas tinieblas y anúnciales la próxima
liberación; dilo a Noé, a José, a David, a Judith, a Jeremías, a Ezequiel, di a todos
aquellos Padres que todavía deben esperar tres años y luego será consumada la Hostia y
el sacrificio e será borrada la iniquidad del mundo. Tú entretanto después de este breve
tiempo, estarás vivo y glorioso y hermosísimo, y conmigo más bello surgirás con la
embriaguez del triunfo. Ve, querido custodio de mi vida, tú fuiste bueno y generoso para
25
conmigo, pero vencerme en gratitud nadie lo puede.”. La santa Iglesia expresa las
últimas asistencias amorosas de Jesús y de María hacia san José con estas palabras: «
Cuius extremas vigiles ad horas Christus et Mater simul astiterunt ore sereno. » En la
hora suprema de San José, con rostro sereno, lo asistían con la más amorosa vigilancia
Jesús y María.
Capítulo XX. Muerte de San José.- Su sepultura.
Nunc dimittis servum tuum Domine, secundum verbum tuum in pace, quia viderunt oculi mei salutare
tuum. Ahora deja, oh Señor, a tu siervo irse en paz, según tu palabra, porque mis ojos han visto a mi Salvador.
LC. II, 29.
El último momento había llegado, José hizo un esfuerzo supremo para levantarse y
adorar a Aquel que los hombres consideraban como su hijo, pero que José
consideraba por su Señor y su Dios. Él quería postrarse a sus pies y pedirle el perdón de
sus pecados. Pero Jesús no permitió que se arrodillara y lo recibió en sus brazos. Así,
apoyando su venerable cabeza en el divino pecho de Jesús con sus labios cerca del
corazón adorable, expiraba José, dando a los hombres un último ejemplo de fe y de
humildad. Era el día décimo noveno del mes de marzo, del año de Roma 777, el
vigésimo quinto del nacimiento del Salvador.
Jesús y María lloraron sobre el cuerpo inerte de José, e hicieron cerca de él la humilde
vigilia de los muertos. Jesús lavó su casto cuerpo, le cerró los ojos y le cruzó las manos
sobre el pecho. Luego lo bendijo para preservarlo de la corrupción de la tumba, y colocó
para custodiarlo a los ángeles del Paraíso.
Los funerales del pobre obrero fueron modestos, como modesta había sido toda su vida.
Pero lo cierto es que si tal cosa pareció a la faz del mundo, no se dieron cuenta de tan
grande honor como no lo han tenido los grandes emperadores del mundo, pues junto al
augusto cuerpo estuvieron el Rey y la Reina del cielo, Jesús y María. El cuerpo de José
fue depositado en el sepulcro de sus padres, en el Valle de Josafat, entre la montaña de
Sión y la de Los Olivos.
Capítulo XXI. Potencia de s. José en el cielo. Motivos de
nuestra confianza.
Ite ad Joseph. Id a José y haced todo lo que él os diga. GEN. XLI, 55.
26
No siempre la gloria y la potencia de los justos sobre la tierra son la medida segura del
mérito de su santidad, pero no es así de aquella gloria y de aquella potencia de que son
revestidos en el cielo, donde cada uno es recompensado según sus obras. Más santos son
ellos a los ojos de Dios, más elevados a un grado sublime de potencia y autoridad.
Establecido este principio, ¿no debemos creer que entre todos los bienaventurados que
son objeto de nuestro culto religioso, sea s José, después de María, el más potente de
todos ante Dios, y el que merece más justamente nuestra confianza y nuestros
homenajes? En efecto ¡cuántos privilegios lo distinguen de los otros santos, y deben
inspirarnos por él una profunda y tierna veneración!
El hijo de Dios que se eligió a José como padre, para recompensar todos sus servicios y
haberle dado tantas demostraciones del más tierno amor durante su vida mortal, no lo
ama menos en el cielo de lo que lo amó en la tierra. Feliz de poseer la eternidad para
recompensar a su amadísimo padre de todo lo que hizo por él en esta vida, con un celo
tan ardiente, con una fidelidad tan inviolable y una humildad tan profunda. Esto hace
que el Divino Salvador este siempre dispuesto a escuchar favorablemente sus oraciones,
y a satisfacer todos sus deseos.
Encontramos en los privilegios y en los favores de que fue colmado el antiguo José, el
cual no era sino una sombra de nuestro amado Santo, una figura de la confianza
omnipotente de la cual goza el santo esposo de María.
Faraón, para recompensar los favores que de José, el hijo de Jacob había recibido, lo
estableció como intendente general de su casa, amo de todos sus bienes, queriendo que
todas las cosas se hicieran según su beneplácito. Después de haberlo establecido virrey
de Egipto, le confió el sello de su autoridad real y le dio el pleno poder de conceder todas
las gracias que quisiera. Ordenó que fuera llamado el salvador del mundo, a fin de que
sus súbditos reconocieran que a él debían la salud; en suma, mandaba a José a todos los
que llegaban a pedirle algún favor, a fin de que lo obtuvieran de su autoridad, y le
demostraran su agradecimiento: Ite ad Ioseph, et quidquid dixerit vobis, facile[8]; Id a
José haced todo lo que él os diga y recibid de él cuanto tenga a bien donaros.
Pero ¡Cuánto más aún son maravillosas y capaces de inspirarnos una ilimitada confianza
los privilegios del casto esposo de María, del padre adoptivo del Salvador! No es un rey
de la tierra como el faraón, sino que es Dios omnipotente que ha querido colmar de
favores a este nuevo José. Comienza por establecerlo jefe y señor venerable de la santa
familia, quiere que todo le obedezca y le esté sometido, hasta su propio hijo igual a Él
en todo. Lo hace cual su virrey, que represente su adorable persona, hasta darle el
privilegio de ponerle el nombre y ser llamado padre de su Unigénito. Pone en sus manos
a este hijo, para hacernos conocer que le da ilimitado poder de hacer toda clase de
gracias. Observad como hace publicar el evangelio por toda la tierra y en todos los
siglos, que san José es el padre del Rey de los reyes. Erant pater et mater eius
27
mirantes[9]. Quiere que sea llamado el Salvador del mundo, siendo que él alimentó y
conservó al que es la salud de todos los hombres. Finalmente nos advierte que si
deseamos gracias y favores, nos debemos dirigir a San José: Ite ad Ioseph, porque él es
que tiene todo poder ante el Rey de los reyes para obtener todo lo que pide.
La santa Iglesia reconoce este poder soberano de José, pues ella pide por su intercesión
lo que no podría obtener por sí misma: Ut quod possibilitas nostra non obtinet, eius
nobis intercessione donetur.
Ciertos santos, dice el doctor angélico, han recibido de Dios el poder de asistirnos en
ciertas necesidades particulares, pero el crédito de San José no tiene límites; se extiende
a todas las necesidades, y todos los que a ellos recurren con confianza están seguros de
ser prontamente escuchados. Santa Teresa nos declara que ella nunca ha pedido nada a
Dios por intercesión de San José, que no le hubiera sido concedido. Y el testimonio da
esta y de muchas otras personas, está fundado en la cotidiana experiencia de sus
beneficios. Los otros santos gozan, es verdad, un (86(366 ) crédito grande en el cielo,
pero interceden suplicando como siervos y no ordenando como patrones. José, que vio a
Jesús y a María sometidos a él, puede sin duda obtener todo lo que quiere del rey, su hijo
y de la reina, su esposa. Jose tiene ante él y ante ella un crédito ilimitado, y como dice
Gerson, él, más que suplicar, ordena. Non impetrat, sed imperai. Jesús, dice s.
Bernardino de Siena, quiere continuar en el cielo dando a s. José pruebas de su respeto
filial secundando en todo sus deseos. Dum pater orat natum, velut imperium reputatur.
Y en efecto, ¿qué podría negar Jesucristo a José el cual nada le negó durante el tiempo
de su vida en la tierra? Moisés no recibió una vocación, sino que era el jefe, el conductor
del pueblo de Israel, y sin embargo usaba tanta autoridad para con Dios, que, cuando le
rogaba por aquel pueblo incorregible, su oración parecía más bien una orden (87 [367])
como ligando las manos a la divina majestad obligándola casi a no castigar a los
culpables, hasta que obtuvo para ellos la libertad. (Éxodo, XXXII).
Y ¿cuánta mayor virtud y potencia no tendrá la oración que José hace por nosotros al
soberano juez, del cual él fue guía y padre adoptivo? Porque, como dice s. Bernardo, si
es verdad que, como abogado ante el Padre, le presenta las cinco llagas adorables y la
sangre que derramó por nuestra salvación; si María por su parte, presenta al Hijo único
su santísimo cuerpo que lo dio a luz y lo alimentó, ¿no podemos añadir que José le
presentará las manos que tanto trabajaron por él, y el sudor esparcido para ganar el pan
sobre la tierra? Y si Dios Padre no puede negar nada a su Hijo tan amado cuando le
ruega por sus santas llagas, ni el Hijo nada niega a su Sma. Madre cuando le pide por sus
entrañas que lo llevaron nueve meses, ¿no podemos creer que ni el Hijo, ni la Madre,
nombrada dispensadora de todas las gracias que Jesús ha merecido, no pueden negar
nada a José cuando él les pide recordando lo que hizo por ellos en treinta años de vida?
Imaginémonos que nuestro santo protector diga por nosotros ante Jesús, Hijo adoptivo
suyo, esta conmovedora oración: « Oh divino Hijo mío, dígnate esparcir tus abundantes
gracias sobre mis siervos fieles, yo te lo pido por el dulce nombre de padre con el que
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tantas veces me honraste, por estos brazos que te recibieron y te calentaron en tu
nacimiento, que te llevaron a Egipto para defenderte del furor de Herodes, te lo pido por
esos ojos divinos de los cuales enjugué las lágrimas, te lo pido por la preciosa sangre que
recogí en tu circuncisión, por los trabajos y fatigas que yo sufrí con tanta alegría para
nutrir vuestra infancia, para enseñarte en tu juventud...» Jesús, tan lleno de caridad,
¿podría resistir a tal plegaria? Y si está escrito, dice s. Bernardo, que él hace la voluntad
de los que lo temen, ¿cómo puede negar nada a aquel que lo nutrió y lo sirvió con tanta
fidelidad, con tanto amor? Si voluntatem timentium se faciet; quomodo voluntatem
nutrientis se non faciet?[10]
Pero lo que debe redoblar nuestra confianza en s. José es su inefable caridad hacia
nosotros. Jesús, haciéndose su hijo, le puso en el corazón un amor más tierno que el del
mejor de los padres.
¿No hemos nosotros llegado a ser sus hijos, y Jesús nuestro hermana, y María, su casta
esposa no es nuestra madre llena de misericordia?
Dirijámonos por tanto a s. José con viva y plena confianza. Su oración, unida a kan de
María y presentada a Dios en nombre de la infancia adorable de Jesús, no puede ser
rechazada, sino más bien, debe obtener todo lo que pide.
El poder de s. José es ilimitado; se extiende a todas las necesidades de nuestra alma y de
nuestro cuerpo.
Después de tres años de enfermedad violenta y continua, que no le dejaba reposo, ni
esperanza de curación, Santa Teresa recorrió a San José y él le obtuvo la salud.
Él está especialmente en nuestra última hora, cuando la vida, está a punto de dejarnos
como un falso amigo y el infierno redobla sus esfuerzos por raptar nuestra alma en el
paso a la eternidad. Él está en ese momento decisivo buscando nuestra salvación. San
José nos ayudará en un modo muy especial, si somos fieles em honrarlo y en rezarle en
nuestra vida. El divino Salvador para recompensarlo de haberle sustraído a la muerte,
librándonos del furor de Herodes, le dio el privilegio especial de librar de las insidias del
demonio y de la muerte eterna a los moribundos que se han puesto bajo su protección.
He aquí el motivo por el cual se le invoca con María en todo el mundo católico, como
patrono de la buena muerte. ¿Cuán felices seremos si podemos morir como tantos fieles
siervos de Dios, pronunciando los nombres omnipotentes de Jesús, María y José? El hijo
de Dios, dice el Venerable Bernardo de Bustis, teniendo las llaves del paraíso, dio una a
María y la otra a San José, a fin de que ellos puedan introducir a todos sus siervos fieles,
al lugar del refrigerio, de la luz y de la paz.
Capítulo XXII. Propagación del culto e institución de la
29
fiesta del 19 de marzo y del Patrocinio de s. José.
Qui custos est domini sui glorificabitur. Quien custodia a su patrón será honrado. PROV. XXVII, 18.
Como la divina Providencia dispuso que s José muriese antes que Jesús se manifestara
públicamente, como Salvador de los hombres, así hizo que el culto hacia este santo no se
propagase antes que la fe católica fuese universalmente difundida. En efecto, al exaltar a
este santo en los primeros tiempos del cristianismo, parecería peligroso a la fe todavía
débil de los pueblos. A la dignidad de Jesucristo convenía que se inculcara que había
nacido de una virgen por obra del Espíritu Santo; ahora, el poner delante la memoria de
s. José, esposo de María, habría hecho sombra a aquella dogmática creencia en algunas
mentes débiles, no iluminadas todavía por la potencia divina. De donde en aquellos
siglos de lucha importaba hacer principal objeto de veneración a aquellos santos héroes
que, para sostener la fe, habían derramado su sangre en el martirio.
Ya consolidada a fe en el pueblo, fueron elevados al honor de los altares muchos santos
que habían edificado a la iglesia con el esplendor de sus virtudes, sin pasar por los
tormentos, pareció de suma importancia que no quedara en silencio un santo del cual el
mismo evangelio hace tan amplio elogio. Por lo tanto, los griegos, además de la fiesta de
todos los antepasados de Cristo (que fueron justos) la cual celebraban el domingo que
precede a la Navidad, consagraron el domingo que está dentro de la octava de esta fiesta
especialmente a José, esposo de María, del santo profeta David, y de Santiago, primo del
Señor.
En el calendario de los Coptos, el día 20 de julio se hace memoria de s José, y es
opinión sostenida por algunos que el 4 de julio fue el día de la muerte de nuestro santo.
En la iglesia latina, luego, el culto de s. José se remonta a la antigüedad de los
antiquísimos martirologios del monasterio de Maximino en Tréveris y de Eusebio. La
orden de los frailes mendicantes fue la primera en celebrar el oficio propio, como se
encuentra en su breviario. Su ejemplo fue seguido en el décimo cuarto siglo por los
franciscanos y los dominicos¨(94 [374]} por obra de s. Alberto Magno que fue maestro
de Tomás de Aquino.
En el siglo XV la iglesia de Milán y la Tolentana lo introdujeron también en su liturgia,
hasta que en el año 1522 la sede apostólica extendió este culto a todo el orbe católico.
Pío V, Urbano VIII y Sixto IV perfeccionaron el Oficio.
La princesa Isabel Clara Eugenia de España, heredera del espíritu de santa Teresa que
fue devotísima de s José, estando el Bélgica logró que fuera instituida en la ciudad de
Bruselas una fiesta de precepto el 19 de marzo en honor a este santo, y que se divulgara
su culto en las provincias vecinas . Fue proclamado y venerado bajo el título de
conservador de la paz y protector de Bohemia. Esta fiesta tuvo principio en Bohemia en
el año 1655.
30
Una parte del manto con que s. José envolvía al Niño Jesús, es conservada en Roma en la
iglesia de santa Cecilia en Trastíber, donde se conserva también el bastón que este santo
llevaba cuando viajaba. La otra parte se conserva en la iglesia de santa Anastasia en la
ciudad. Justamente cuando se enviaron testigos de este manto, se vio que era de color
amarillento. Una partecita de este éste fue dada in regalo por el Cardenal Ginetti a los
Padres carmelitas descalzos de Anversa, custodiada en una magnífica cajita, bajo tres
llaves y es expuesta cada año a la pública veneración en la fiesta de Navidad.
Entre los sumos pontífices que concurrieron con su autoridad a promover el culto de este
santo, se cita a Sixto IV, que fue el primero en instituir la fiesta hacia fines del siglo XV,
S. Pío V formuló el oficio en el Breviario Romano, Gregorio XV y Urbano VIII por
medio de decretos al respecto, lograron despertar el fervor hacia este santo, que en
algunos pueblos había decaído. Hasta que, el Sumo Pontífice Inocencio X cediendo a las
instancias de muchísimas diócesis de la cristiandad, deseoso él también de promover la
gloria del santísimo esposo de María y hacer así la religión más eficaz el patrocinio,
extendió su festividad a todo el orbe católico.
La fiesta de s. José se fijaba por lo tanto el día 19 de marzo, día en que se cree
piadosamente hubiese sido la santísima muerte (contraria a la opinión de algunos que
creen que sucedió el 4 del mes de julio). Esta fiesta cae siempre en el tiempo cuaresmal,
por lo que no puede ser celebrada el día domingo, pues los domingos de cuaresma son
privilegiados. Por esto a menudo pasa inobservada para muchos fieles si no se
encuentra el modo de suplirla.
Desde el 1621 la Orden de los carmelitas descalzos, habiendo reconocido solemnemente
a s José como Patrono y padre universal de su Instituto, consagraba uno de los domingos
de Pascua a celebrar la solemnidad bajo el título de Patrocinio de s. José. Después de
esta fervorosa petición de la misma Orden y de muchas Diócesis de la cristiandad, la
Sagrada Congregación de los Ritos con decreto del 1680 fijaba esta solemnidad en el
domingo tercero después de Pascua. Muchas diócesis del orbe católico adoptaron pronto
espontáneamente esta fiesta La Compañía de Jesús Redentor, los Pasionistas, y la
Sociedad de María la celebraron con octava y oficio propio, bajo el rito doble de primera
clase.
La sagrada Congregación de los Ritos, finalmente, para secundar y animar siempre más
la piedad de los fieles hacia este gran Santo, con un decreto del 10 de setiembre de 1817
y bajo la instancia del Eminentísimo Cardinal Patrizi, extendía esta fiesta a toda la Iglesia
Universal.
Si hubo tiempos calamitoso para la Iglesia de Cristo Jesús, si nunca la fe católica elevó
su oración al cielo para implorar un protector, son más los días presentes. Nuestra s.
religión impugnada en sus más altos misterios, ve numerosos hijos apartarse con cruel
indiferencia de su materno seno para dar el brazo a la incredulidad y al desorden, y
llegando a ser escandalosos apóstoles de la impiedad extraviando a tantos hermanos,
separando los corazones de aquella madre amorosa que los ha nutrido. Ahora bien,
31
mientras le devoción a San José atraería copiosas bendiciones sobre las familias de sus
devotos, procuraría a la desolada esposa de Jesucristo el validísimo patrocinio de un
santo, el cual, así como supo un día conservar ilesa la vista de Jesús, ante la persecución
del tirano Herodes, sabrá conservar ilesa la fe de sus hijos de la persecución que contra
ella mueve el infierno. Como el primer hijo de Jacob, José supo mantener la abundancia
en el pueblo de Egipto durante los siete años de carestía, el verdadero José, feliz
administrador de los celestiales tesoros, sabrá mantener en el pueblo cristiano aquella fe
santísima, para establecer la cual descendió a la tierra por treinta años aquel Dios, del
cual él fue el ayo y el custodio.
Siete alegrías y siete dolores de San José.
Indulgencia concedida por Pio IX a los fieles que recitaran esta corona que puede servir
como práctica para la novena del Santo.
El reinante Pio IX, ampliando las concesiones de sus predecesores, especialmente las de
Gregorio XVI, acordó que sus fieles, después de haber recitado los siguientes obsequios,
llamados comúnmente las siete Alegrías y los siete dolores de s. José, por siete domingos
consecutivos, en cualquier tiempo del año, visitando una iglesia, habiendo hecho la
confesión y la comunión, y rezando allí por las intenciones del Sumo Pontífice, recibirán
indulgencia plenaria aplicable a las almas del Purgatorio, en cada uno de estos domingos.
A los que no saben leer o no puedan ir a la Iglesia, el mismo Pontífice concedió la misma
indulgencia, siempre que, después de recitar las alegrías y los dolores, recen siete Pater,
Ave y Gloria. En honor del Santo Patriarca.
Corona de los siete dolores y alegrías de s. José.
Oh esposo purísimo de María Santísima, glorioso s. José, así como fue grande el
sufrimiento y la angustia de vuestro corazón en la perplejidad de abandonar a vuestra
purísima esposa, así fue inexplicable la alegría cuando por el ángel os fue revelado el
misterio soberano de la Encarnación...
Por vuestro dolor y alegría os rogamos consolar en los extremos dolores nuestra alma
con el gozo de una buena vida y de una santa muerte semejante a la vuestra, en los
brazos de Jesús y de María. Pater, Ave e Gloria.
Oh felicisimo Patriarca, glorioso s. José, que fuisteis elegido para el oficio de Padre
adoptivo del humanado Verbo, ¡qué dolor debisteis sentir al (98 [381]} ver nacer en
tanto pobreza al niño Jesús! Pero esto se cambió pronto en alegría, al escuchar la
armonía de los ángeles y las glorias de aquella afortunada noche.
Por vuestro dolor y vuestra alegría os suplicamos que, después del camino de esta vida,
podamos oír las alabanzas angélicas y gozar los esplendores de la celeste gloria. Pater,
Ave e Gloria.
32
Oh ejecutor de las divinas leyes, glorioso s. José, la sangre preciosísima que derramó en
la Circuncisión en Niño Redentor, os traspasó el corazón, pero el nombre de Jesús os lo
reanimó, llenándolo de gozo..
Por este vuestro dolor y por vuestra alegría, obtenednos que, vencido en nosotros todo
vicio en esta vida, con el santísimo nombre de Jesús en la boca, jubilosos expiremos.
Pater, Ave e Gloria.
Oh fidelísimo Santo,´ que fuisteis parte en los Misterios de nuestra Redención, glorioso
s. José, si la profecía hecha por Simeón de lo que debían padecer Jesús y María os
ocasionó tanto dolor, os colmó en cambio de bienaventurado gozo la salvación y gloriosa
resurrección que predijo debería seguir a estos dolores,. para salvación de innumerables
almas.
Por este vuestro dolor y por esta vuestra alegría, impetradnos que nosotros seamos del
número de aquellos que, por los méritos de Jesús y por la intercesión de la Virgen Madre
han de resucitar gloriosos. Pater, Ave e Gloria.
Oh vigilantísimo custodio, amigo del Hijo de Dios encarnado, glorioso s. José, cuánto
sufriste por sostener y servir al Hijo del Altísimo, particularmente en la fuga que
debisteis hacer a Egipto, pero cuánto gozaste teniendo siempre con vosotros al mismo
Dios, viendo caer por tierra los ídolos de Egipto.
Por este dolor y por esta alegría obtenednos que, teniendo lejos de nosotros al tirano
infernal especialmente con la fuga de las ocasiones peligrosas, caigan de nuestro corazón
todos los ídolos de afectos terrenos y, todo nuestro ser, empleado en servir a Jesús y a
María, para Ellos solamente vivamos y muramos felices. Pater, Ave e Gloria.
Oh Ángel de la tierra, glorioso s. José, que a vuestras órdenes admiraste sumiso al Rey
del cielo, el consuelo vuestro al regresar de Egipto se vio opacado por el temor a
Arquelao, pero, tranquilizado por el Ángel, feliz, con Jesús y María, habitasteis en
Nazaret. Por este vuestro dolor y por esta alegría, alcánzanos que, libre de temores
nocivos nuestro corazón, gocemos paz en nuestra conciencia y vivamos seguros con
Jesús y María y entre Ellos también muramos. Pater, Ave e Gloria.
Oh modelo de toda santidad, glorioso S. José, que, perdido el niño Jesús sin vuestra
culpa, para mayor dolor por tres días lo buscasteis, hasta que. Con sumo júbilo gozasteis
de vuestra Vita hallada en el Templo entre los doctores. Por este dolor y esta alegría os
suplicamos, con el corazón en nuestros labios, que nos alcances nunca perder a Jesús por
el pecado; y si cayéramos en esta desgracia, haced que, con inmenso dolor lo busquemos,
especialmente a la hora de nuestra muerte, para ir con Vos eternamente las divinas
misericordias. Pater, Ave e Gloria.
Antif. Ipse Jesus erat incipiens quasi annorum triginta, ut putabatur Filius Joseph.
Y. Ora prò nobis, sancte Joseph.
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R. Ut digni efficiamur promissionibus Christi.
Oremus.
Deus, qui ineffabili providentia beatum Joseph sanctissimae Genitricis tuae Sponsum
eligere dignatus es, praesta quaesumus, ut quem protectorem veneramur in terris,
intercessorem habere mereamur in Coelis. Qui vivis et regnas in secula seculorum.
R. Amen.
Otra oración a San José.
Dios os salve, lleno de gracia, Jesús y María están con Vos, bendito eres entre todos los
hombres y bendito el fruto del señor de la Purísima Virgen María. Maria. S. José, padre
adoptivo de Jesús, purísimo esposo de María, rogad por nosotros pecadores ahora y en
la hora de nuestra muerte. Amén.
Con licencia Eclesiástica.
INDICE
Prefacio
Capítulo I. Nacimiento de José. Su lugar de nacimiento.
Capítulo II. Juventud de José – Se transfiere a Jerusalén - Voto de castidad.
Capítulo III. Matrimonio de s. José.
Capítulo IV.José vuelve a Nazaret con su esposa.
Capítulo V. La Anunciación de Maria SS.
Capítulo VI. Inquietud de José - Es tranquilizado por un Ángel.
Capítulo VII. Edicto di César Augusto. - El censo. – Viaje de María y José a Belén.
Capítulo VIII. Maria y José se refugian en una pobre gruta. Nacimiento del Salvador del
Mundo- Jesús adorado por los pastores.
Capítulo o IX. La Circuncisión.
Capítulo X. Jesús adorado por los Magos. La Purificación.
Capítulo XI. Il tristo annunzio. - La muerte degli innocenti. - La sagrada famiglia parte
para Egitto.
Capítulo XII. Viaje desastroso - Una tradición.
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Capítulo o XIII. Llegada a Egipto – Prodigios sucedidos al ingreso en esta tierra –
Pueblo de Matari – Habitación de la Sagrada Familia.
Capítulo XIV. Dolores. – Consolación y final del exilio.
Capítulo XV. El nuevo anuncio. – Regreso a Judea - Una tradición referida por s.
Buenaventura.
Capítulo XVI. Llegada de José a Nazareth. – Vida doméstica de Jesús y María.
Capítulo XVII. Jesús va con María su Madre y con José a celebrar la Pascua en
Jerusalén – Se pierde y es hallado después de tres días.
Capítulo XVIII. Continúa la vida doméstica de la santa familia.
Capítulo XIX. Últimos días de San José. Su preciosa agonía.
Capítulo XX. Muerte de San José – Su sepultura.
Capítulo XXI. Potencia de s. José en el cielo, Motivos de nuestra confianza.
Capítulo XXII. Propagación del culto e institución de la fiesta del 19 de marzo y del
Patrocinio de San José.
Siete alegrías y siete dolores de San José
[1] Bossuet.
[2] Mat. c. I, v. 16.
[3] Lc. c. III, v. 23.
[4] « Había en José un eximio pudor, una modestia, una prudencia suma, era excelente en
su piedad para con Dios y resplandecía por una belleza maravillosa en su cuerpo. »
Eusebio di Cesarea, lib. 7 De praep. Evang. apud Engelgr. in Serm. s. Joseph.
[5] Una tradición de la Historia del Carmelo nos cuenta que entre la juventud reunida
para aquella ocasión se encontraba un joven noble y hermoso que aspiraba ardientemente
a la mano de María. Cuando vio florecida la vara de José, y desvanecidas sus esperanzas,
quedó atónito y turbado. Pero en aquella confusión de afectos, el Espíritu Santo
descendió sobre él y le cambió de golpe el corazón. Alza el rostro, mueve la inútil rama
y dice con insólito fuego: “Yo no era para Ella. Ella no era para mí. Y yo no seré de otra
jamás. Seré de Dios”. Quebró la rama y la arrojó de sí diciendo: Vaya contigo todo
pensamiento de matrimonio. ¡Al Carmelo, al Carmelo, con los hijos de Elías!. Allí tendré
la paz que en la ciudad me sería imposible conservar. Dicho esto se va al Carmelo y pide
ser aceptado entre los hijos de los Profetas. Es aceptado, hace rápidos progresos en su
espíritu y en la virtud, y llega a ser profeta. Él es Agabo, el que a S. Pablo predijo las
cadenas y la prisión. Él fue el primero en fundar en el Monte Carmelo un santuario a
35
María. La iglesia santa celebra su memoria y los hijos del Carmelo lo tienen por
hermano.
[6] Estaba en uso en Roma en aquel tiempo tener abierto el templo de Juno durante las
guerras y cerrarlo en tiempo de paz.
[7] Mat. I, 25.
[8] Gen. XLI, 55.
[9] Lc. II, 33.
[10] Un piadoso escritor en su comentario al salmo 144, 19.
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