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DANIEL FLICHTENTREI

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Flichtentrei, DanielLa verdad y otras mentiras : historias de hospital / Daniel Flichtentrei. - 1a ed . - Olivos : Marketing & Research, 2016.204 p. ; 23 x 15 cm.

ISBN 978-987-3929-01-4

1. Antología de Cuentos. I. Título.CDD A863

© 2015, Marketing & Research S. A.Fray Justo Sarmiento 2350, Olivos, Pcia. de Buenos Aires, [email protected]

Foto original utilizada en tapa: iStock.com/Viktor_Gladkov

Hecho el depósito que indica la ley 11.723Impreso en ArgentinaPrimera edición: marzo de 2016

Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra.Reservados todos los derechos.

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Una de las razones fundamentales de que tantos médicos terminen decepcionándose con la profesión y convirtiéndose en unos cínicos

es precisamente que, pasado el primer momento de idealismo abstracto, no están seguros del valor de las vidas reales de

los pacientes que tratan. No se trata de que sean insensibles o inhumanos personalmente: se debe a que la sociedad en la que

viven y aceptan es incapaz de saber cuánto vale una vida humana

John Berger, Un hombre afortunado.

Abandoné, desamparado, la Comédie mientras apagaban los últimos candelabros de los pasillos y volví, solo, de noche y a pie,

a nuestro hospital, ratonera entre barros tenacesy suburbios insumisos.

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.

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Dirección editorial:

Ricardo MastanduenoMateo Niro

Daniel Flichtentrei

Diseño:

Darío García Pereyra

Corrección de textos:

Ivanna BregliaLeandro Sanz

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Agradecimientos

Si tienen la verdad, ¡guárdensela!.Fernando Pessoa, Lisbon revisited.

Nunca seré un escritor, pero eso no me ha impedido hacerlo. Escribo para entender. Como un esfuerzo para tejer, entra la expe-riencia y el significado, una trama que encuentre su sentido. Acá se reúnen hechos y sensaciones, verdades y mentiras, aunque esas categorías no tengan ningún valor en la literatura. La medicina es un modo de vida que cada uno vive como puede. Entre lo sagrado y lo profano vamos buscando el camino que no nos haga a olvidar por qué elegimos recorrerlo. No encontrarán aquí ejemplos a seguir, ni la imagen inmaculada de una profesión que suele devorarse la existencia de quienes la ejercen. Más bien la penumbra de personas reales que todos los días hunden los pies en el barro. No hay héroes ni villanos. Apenas las voces de gente imperfecta, a veces sombría, a veces luminosa, que ya no sueña con la trivialidad del éxito pero que se resiste a perder la dignidad.

Este libro es el fruto de lo que han hecho muchas personas. De su confianza, de su generosa insistencia en creer que podía hacerlo, contra toda lógica y contra mi propia opinión. De quienes compar-tieron sus historias personales en mesas de café, en viajes o en las pausas de desvelo y madrugada en los pasillos de los hospitales. De mis compañeros de IntraMed que pusieron un entusiasmo y una pasión que yo nunca hubiera encontrado para que estos textos se publicaran. De las enseñanzas de la enorme Ángela Pradelli. De las iluminaciones que el gran escritor Mateo Niro me ofreció como

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si valiera la pena. De maestros de la medicina como Paco Maglio o Facundo Manes que lo leyeron con interés y lo comentaron con más cariño que objetividad. De médicos escritores como Ricardo Coler y Carlos Presman que, desde hace muchos años, me impulsa-ron a tomar coraje. De mi familia que toleró horas de encierro y de silencio con resignación y con inmenso amor. Sus debilidades y sus carencias son exclusiva responsabilidad de mi falta de talento, de mi descaro y de mi impostura de falso escritor.

Daniel Flichtentrei

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Muy especialmente para Lili, Sebi y Nico.

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Prólogo por Facundo Manes

Prólogo por Francisco “Paco” Maglio

Hospital

La sombra de mi viejo

El sargento Kirk y yo

Un cielo para las enfermeras

Basilio

Adela

Cama 460

Jagua

Con unos ojos me miraba, con unos ojos...

Natalia

La muerte y otros silencios

Me llaman Calle

Los pibes

Las dos mitades de la doctora Inés

El abuelo Nino

Noelia

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Índice

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Una cuestión de olfato

Mi bufanda roja

Jet lag

Pase de sala

No, gracias

La mirada de los otros

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Yo aconsejaría esta hipótesis:la imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura,

porque a ella propendemos siempre en la realidad.Jorge Luis Borges

Así como el discurso científico tiene como premisa lograr la seguridad unívoca de lo que es verdadero y lo que no lo es, el artístico, más bien, promueve la duda, la ambigüedad, los significados múltiples. El arte surgió en la evolución del ser humano hace algunas decenas de miles de años y se desarrolló a lo largo de la historia a través de distintas manifestaciones como la música, la plástica y la danza. Otra de estas prácticas artísticas se dio a través del signo lingüístico por medio de la oralidad y, en un tiempo mucho más próximo al nuestro, también de la escritura. Es gracias a esta última invención que surgieron “monumentos” de la literatura como La divina comedia de Dante Alighieri, el Quijote de Cervantes, El proceso o América de Kafka y… Jorge Luis Borges. De todos ellos, pero sobre todo de este último, no deja de sorprendernos sus intuiciones, abordajes e hipótesis previas a través de su obra literaria de lo que, tiempo después, las neurociencias intuirían, abordarían o hipotetizarían desde la ciencia. Una de ellas, quizás lo más conocida, es aquella que tiene que ver con la memoria y con el olvido (el cuento “Funes el memorioso” de Borges es de los mayores exponentes de la reflexión sobre estos temas). Pero quizás sea valioso, por esta vez, recorrer con este autor argentino otro sendero.

Prólogo /Facundo Manes

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En su libro Discusión, Borges dice en uno de los breves ensayos:

La simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una operación instantánea. El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante. Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones.

De la misma manera que lo expone Borges, el modelo cog-nitivo plantea la hipótesis de que las percepciones de los eventos influyen sobre las emociones y los comportamientos de las perso-nas. Es decir, lo relevante no está puesto sobre las situaciones en sí por fuera de las personas, sino más bien en la interpretación que se realiza de esas situaciones. Ante una misma situación, diferen-tes personas podemos atribuirle significados diferentes. ¿Cómo se explica esto? Se llaman “esquemas mentales” a las estructuras de pensamiento que nos permiten interpretar y categorizar la informa-ción proveniente de nuestro alrededor. A partir de ellos, organiza-mos las ideas acerca de nosotros mismos, de los otros y del mundo, es decir, formamos nuestras creencias. Así, se conforma un modo de ver la realidad que se va desarrollando a lo largo de la vida.

Lo conocí a Daniel Flichtentrei como promotor de la ciencia y de la cultura, como divulgador y como médico. Ahora lo reconozco en este libro como la suma de todo esto. Porque el que escribe anuda lo que vive, lo que sabe, lo que recuerda, lo que desea, lo que ima-gina. Por eso esa especie de contradicción u “oxímoron” (como lo llamarían los literatos) del título “la verdad y otras menti-ras” que parece tener que ver con el campo de la filosofía o del arte, tiene que ver también con el campo de las neurociencias: un cruce contradictorio que vuelve resbaladizo la propia percepción, el recuerdo sobre eso, el artificio de su relato y la credulidad del lector sobre lo que se cuenta. De todo eso está hecha esta eficaz antología

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de “historias de hospital” que, por acción u omisión, revela e inter-pela nuestros propios esquemas mentales.

Leí cada uno de los relatos que forman este libro de un tirón, con esa sensación extraña de verse uno mismo en tantas historias ciertas e inciertas de guardias, de pacientes, de vida ahí donde eso es lo que se juega cada día y sobre todo cada crepúsculo, cada noche y cada amanecer (este libro, como muchos de nuestros recuerdos médicos, transcurren durante esas horas). Escuché acá las voces de cada colega, de cada padre que hablaba por su hijo y de cada hijo que hablaba por su padre. Tuve esa sensación extraña, decía, de que se estaba corriendo el velo de esas horas duras, sacrificadas, pero también íntimas, para que sean leídas por quien quisiera leerlas. Pero recordé eso que supe desde que caminé por primera vez por esos mismos pasillos a esas mismas horas: que alguien por fin tenía que hacerlo. Y acá está.

Sobre todo eso, propongo la lectura de este libro como lo que es: un manojo de precisos relatos sobre breves e intensos mundos. Mundos posibles.

Facundo Manes

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El Dr. Flichtentrei, mi amigo Daniel, me ha honrado al pedirme el prólogo de su libro La verdad y otras mentiras.

Ante todo, es un libro “atrapante”; cuando se dispongan a leerlo, tómense bastante tiempo porque no lo van a cerrar hasta finalizarlo.

Una ventaja es que puede ser abierto en cualquier hoja, más aun, los capítulos pueden ser leídos sin un orden previo. Al decir de Macedonio Fernández, es un libro escrito para el lector “salteado”.

Tengo para mí que hay dos clases de libros: los que leemos y los que nos leen, siendo esto lo más importante porque nos hacen reflexionar. Roland Barthes decía que el momento más importante de la lectura es cuando levantamos la vista porque algo nos hizo reflexionar. Estén seguros de que con este libro van a levantar muchas veces la vista.

Daniel hace algo más que escribir, dialoga con el lector, lo hace partícipe del relato, lo hace sentirse un protagonista más.

La Antropología Social nos enseña que nada es “natural” ni al azar (Borges aclaraba que todo encuentro casual es una cita), que lo más importante es encontrar el sentido, el significado profundo de por qué pasan las cosas que pasan, por qué las personas hace-mos las cosas que hacemos; antropológicamente Daniel es un gran “significador”.

Los griegos diferenciaban el sabio del necio, el primero apunta a la luna con el dedo y el necio mira el dedo. En este aspecto, Daniel se comporta como sabio, siempre apunta a la luna.

Con claridad meridiana diferencia dos medicinas: la de las aca-demias y la de la gente. Como no podía ser de otra manera, él opta

Prólogo /Francisco “Paco” Maglio

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por la segunda; de allí las historias de vida, pero no como historio-grafía (dónde y cuándo), sino como historicidad (cómo y por qué).

Daniel especifica que las historias clínicas son pura fisiología y él prefiere enriquecerlas con la biografía del paciente, por lo que acude no al interrogatorio sino al “escuchatorio” que es oír no sólo lo verbal sino también lo paraverbal (gestos, ademanes, actitudes, entonaciones, etc.), incluso escuchar los silencios que, como dice, Ivonne Bordelois, son generadores de palabras.

Desarrolla las biografías como la experiencia social de lo vivido humano como enfermo, el sentido del padecimiento.

Lo más importante es que el escuchatorio es terapéutico; como ya lo mencionaba Hipócrates “muchos pacientes se curan con la satisfacción de un médico que los escucha” y, más recientemente William Osler: “practicar la medicina sin los libros es navegar sin brújula, pero intentar practicarla sin escuchar a los pacientes, ni siquiera es embarcarse”.

Daniel hace al lector partícipe también de sus emociones, como la ternura de Hilario en su relación con su amado perro y el sentimiento cuando dice “también lloré”, cambiando el machismo que los hombres no lloran por el poeta: “¿No llora una planta al ver que alguno cortarla intenta?, luego no es ninguna afrenta llorar por una mujer”.

Las descripciones son tan detallistas que es como si uno las estuviera viendo, incluso sintiendo como cuando se deleita con el aroma de la sopa paraguaya que a uno le hace sentir también ese aroma.

La descripción de los enfermos y familiares esperando a la entrada del hospital es como una “corte de los milagros” que bien podría haber suscripto Víctor Hugo.

Con su vasta cultura nos hace recorrer a Beckett, Auster, Borges, Papini, Cortázar, Proust y Dostoievsky

Como un moderno Emile Zolá, no solamente acusa a los auto-ritarios y a las injusticias (a los primeros los llama “mediocres arrogantes”) sino que además defiende a sus víctimas.

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Se presenta “freyrianamente” cuando reconoce: “aprendí cuando pretendía enseñar”. ¡Qué lección de humildad!

Cuando relata su paso por una Villa Miseria, rescata los valores morales de esas poblaciones sumergidas en la pobreza y oprimidas por una mayoría socio centrista, prejuiciosa y tendenciosa.

Describe minuciosamente la vida de los residentes, que no es precisamente un lecho de rosas, pero es la única profesión que puede dar grandes satisfacciones como ayudar a morir, que lo hace con profunda humanidad.

Lo mejor que he leído en mucho tiempo acerca del tema de las Decisiones Anticipadas es el texto de este libro: “No, gracias” (carta al médico que decidirá por mí cuando yo no pueda hacerlo). Es un ejemplo digno de imitar.

Decía Borges que un prólogo debe ser un brindis y yo brindo para que Daniel nos siga regalando textos para refexionar. Salud y muchas gracias

Paco Maglio

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HospitalPaisaje nocturno

Pasillos desiertos. Paredes estremecidas por la humedad. Una luz mortecina que lame los techos. El eco de pasos que trepan las escaleras. Una gota cae con regularidad de cronómetro. Rumores de sexo clandestino, de bocas crispadas y gemidos silenciados. Huele a hemoglobina y a orines viejos, a iodopovidona. Sirenas. Portazos. Gritos. El viento silba a través de los vidrios rotos. Las ruedas de una camilla tropiezan con los agujeros del piso. Siluetas sobre camas desvencijadas con la cabeza escondida debajo de la colcha. Una madre canta una canción de cuna. Un suspiro. El llanto conte-nido de un hombre que se tapa la boca con las manos. Una mujer se cubre los pechos con una sábana sucia, tiembla de frío. Suenan las alarmas de los monitores y el soplido de los respiradores micro-procesados. Un zoológico de animales fantásticos que le ladran a la noche. Cyborgs, mitad máquina, mitad humanos. Las cosas flotan en una atmósfera de campo de batalla. Solo los médicos se sienten a salvo en un lugar como este. No quieren irse.

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La sombra de mi viejo

A veces, como al príncipe Hamlet, me ronda la sombra de mi viejo. Yo sabía que lo iba a entender cuando fuese demasiado tarde, y no hice nada para impedirlo.

Sembraba mi camino de libros sin decirme nunca: “¡Leelos!”. El Juan Cristóbal en el descanso de la escalera, Redoble por Rancas sobre la tapa del inodoro, Rayuela en el cajón de las medias. Yo los leía, pero no le decía nada. Él lo sabía, y también callaba.

Una mañana bajé a la cocina, tenía quince años, él tomaba mate mientras leía el diario. Se preparaba para ir al hospital. Era médico, ese era su lugar propio, íntimo, su espacio natural. Allí era feliz como en ninguna otra parte. Usaba un maletín de cuero viejo y gas-tado que jamás cambió, aunque le regalaban uno nuevo cada año. Le hablé mirando al piso, como si no pasara nada importante: “Creo que tengo una supuración”, le dije. Me llevó al hospital bajo una lluvia de otoño. Me aplicó inyecciones durante tres días. Al cuarto, me entregó una caja de forros. “Ya está —me dijo—, nunca más sin estos”. Fue suficiente, nunca más.

Todos los años me echaban del colegio. Él escuchaba al señor rector como si lloviera. De vuelta a casa me daba un papel con una dirección. “Mañana vas a inscribirte”, me decía entregándome el papelito. Yo empezaba el nuevo año en otro lugar. La historia volvía a repetirse. Siempre igual. Nos mirábamos uno al otro, pero jamás al mismo tiempo.

Una madrugada me llevaron en cana en un recital de Pappo. Había minitas y hierba colombiana. Me dejó en la comisaría hasta la noche siguiente. Nunca supe por qué. Volvimos en el auto sin

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decirnos una palabra. En la vereda apoyó su mano sobre mi hom-bro. Pesaba una tonelada. “Hacé lo que creas que tenés que hacer —me dijo, sin quitar los ojos del frente y con la otra mano aferrada al volante—, pero hacete cargo de las consecuencias”. Me apretó el brazo. Hizo una pausa antes de hablar. Quería que yo sintiera el apretón. Y lo siento hasta hoy. “Tu madre no tiene por qué ente-rarse, ¿estamos?”. Apenas nos tocábamos y siempre con extrema prudencia.

Cuando terminé el colegio, me preguntó qué pensaba hacer. “Voy a estudiar”, le dije. “¿Ya sabés qué carrera?”. Nos mirábamos con el rabillo del ojo, eludiéndonos. “No, todavía no lo sé. Pero sí sé qué carrera no voy a estudiar: Medicina”. Sirvió dos tazas de café. Me ofreció una. Bebí un sorbo. “No puedo soportar ver sufrir a una persona enferma, no puedo hacerlo”. Los dos revolvíamos el café. Despacio, mirando la cucharita girar para no mirarnos a nosotros. Hizo una pausa larga, cargada de silencio. “Curioso”, dijo como si pronunciara las palabras letra por letra, “curioso”, repitió. “Esa es la misma razón por la que yo decidí estudiar Medicina”. Salí dando un portazo. A la mañana siguiente, fui a la universidad y me inscribí en Medicina.

Sobre mi escritorio hay una foto en la que él me entrega el título de médico en el aula magna de la facultad. Los dos estábamos incó-modos. Yo quería salir corriendo. Él lo sabía. Veo su mano detrás de mi cabeza sosteniéndome para evitar mi huida. Con la otra me ofrece una cartulina enrollada, atada con una cintita con los colores de la bandera argentina. Ninguno de los dos se adaptaba a la cele-bración ni a las multitudes. El concepto “fiesta” nos resultaba repug-nante, intolerable. Si no me hubiera retenido, yo habría escapado de ese horroroso momento sin medir las consecuencias. “Tranquilo, es apenas un minuto, aguantá. ¡Te felicito, estoy orgulloso de vos!”, me dijo acercando su boca a mi oído sin soltarme para que corriera. No volvimos a hablar del tema. A la mañana siguiente, encontré sobre la cama un Littman Cardiology edición limitada y un vale de

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la Editorial Panamericana. No nos felicitábamos por lo que conside-rábamos nuestra obligación.

Muchos años más tarde nació mi primer hijo. Él llegó con un paquetito de regalo. Lo miró durante un rato largo a través del vidrio de la nursery. Me abrazó. No me dejaba soltarlo. Supe que estaba llorando. Esperé. Hice tiempo entre sus brazos poderosos hasta que la respiración se fue normalizando. No lo miré a los ojos. Se dio vuelta y se fue por el pasillo. Volvió con dos cafés en vasos de plástico.

Una noche entré corriendo a su casa. Lo encontré tirado sobre el piso del comedor. Tenía los ojos abiertos y las manos cruzadas sobre el pecho. Me agaché. Levanté su cabeza y la abracé con una fuerza que no sabía que tenía. Antes de bajarle los párpados lo miré de frente. Le dije: “Te quiero viejo, perdoname”. Pero era dema-siado tarde.

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El sargento Kirk y yo

Soñaste angelitos muy profesionales que iban al grano jugando a los gángsters.

Dormís colgado en la rama que soldaste con primor

y el carozo del asunto es tu temor.C. A. Solari

Sabés Pablo, todavía lo recuerdo como si estos veinte años no le hubiesen podido quitar nada a los hechos de aquella noche. Hay cosas a las que el tiempo degrada, las maltrata hasta despojarlas de significado y las convierte en cáscaras vacías, inútiles cajitas que ya no guardan nada. Pero hay otras, Pablo..., hay otras que se conser-van salvajes como animales feroces. Hay sucesos que la memoria alimenta, que los años fortalecen y que, cuando menos lo esperás, regresan intactos a morderte la garganta. ¿Vos también te acor-dás, Pablo?

Yo recién ingresaba a la residencia e intentaba adaptarme como podía a tu pedagogía de la humillación. Todo era nuevo y yo no sabía que era posible pasar por la universidad sin que ella pasara por vos. Creía que los mundos profesionales estaban a salvo de la arrogante mediocridad con la que más tarde tantas veces me iba a encontrar.

Hacía uno de esos calores insufribles de las noches de verano porteño. El sueño acumulado, el agotamiento de más de 24 horas de trabajo ininterrumpido y la ansiedad de mis primeras guardias le daban al clima un carácter más agobiante de lo que el termómetro

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sugería. Quería bañarme, quería comer, quería dormir. Pero vos me lo impedías. Vos, que habías hecho todas esas cosas mientras tus nuevos esclavos trabajábamos hasta el desfallecimiento. Vos, que habías visto demasiadas películas en las que esos imbéciles sargen-tos americanos —a los que admirabas tanto— hacían marchar a la tropa con sus mochilas cargadas con piedras, al rayo del sol, en el patio del regimiento con el único fin de verlos desmayarse y soñar así con un patético poder que nunca alcanzarían y con una autoridad que jamás merecieron. Entonces, nos decías: “Si las señoritas que-rían un hotel cinco estrellas, no tendrían que haber ingresado a una residencia médica”. En secreto te decíamos “Kirk”. Y vos lo sabías, pero lo peor era que te encantaba que lo hiciéramos. ¿Te acordás, Pablo?

Ese hombre llegó empapado, cubierto apenas con un short de baño y descalzo, con el cabello revuelto y una expresión de horror o de sorpresa congelada en la cara. No tenía más de treinta años. Su mujer sostenía a un bebé en brazos y nos miraba con la esperanza de que alguno de nosotros hiciese un milagro o que le dijese que todo eso no era cierto, que la despertara con un cachetazo de ese sueño que no podía ser real. Dos policías depositaron al hombre sobre una camilla. Recuerdo el ruido del impacto de su cabeza cuando cayó sobre las barandas metálicas. En la planta del pie izquierdo tenía una pequeña quemadura negra de no más de dos centímetros de diámetro. Los dientes apretados a tal punto que necesitamos abrirle la boca entre dos personas para insertarle un tubo traqueal. Alguien sacó a la mujer y al niño sin mayores explicaciones. Alcancé a escu-charla antes de salir diciendo que estaba en la piscina, que salió a encender el motor del filtro de agua, que era alérgico a la penicilina, que era algo asmático, que no lo dejáramos morir, y todas esas cosas que alguien dice cuando ya no sirven de nada.

Pensé en cada uno de los movimientos que hacía como si me encontrara en el interior de uno de esos manuales de reanimación cardiopulmonar que tantas veces había estudiado. La posición de las manos, la energía de la compresión sobre el tórax, la apertura

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del maxilar y la búsqueda de la laringe. El control periódico de las pupilas y del pulso carotideo. La muestra de sangre arterial para el monitoreo de gases, la pantalla del monitor, la carga del desfibrila-dor, las paletas, el impacto, el nuevo control. Y otra vez, el masaje, la ventilación, la descarga. Vos me dejaste solo, no me ayudaste, no me diste indicaciones. Me mirabas desde los pies de la cama. Yo transpiraba hasta empapar la ropa, me faltaba el aire. Ni siquiera permitiste que la enfermera cargara las drogas en las jeringas. Querías que también eso lo hiciese yo. Y lo hice. Busqué el espacio intercostal y cerré los ojos y viajé con esa aguja hacia el interior del corazón hasta que un chorro de sangre oscura y espesa ingresó en la jeringa, y lo inyecté con decisión. Y otra vez, el masaje, la ven-tilación, la descarga. Miraba el reloj de pared para tener contabili-zado el tiempo de reanimación. Quince minutos, veinte, veinticinco, treinta...

— ¡Basta! —me dijiste—. Está muerto.Pero no te hice caso.— ¡Basta idiota! ¿No te das cuenta que está muerto?Pero no te hice caso, Pablo.Manuela me tomó del brazo y me alejó como si me llevara

a dar un paseo. Me secó la frente con una gasa y me ofreció un vaso de agua. Entonces, caí desplomado sobre una silla. Sentía mi propio corazón salirse por la boca. Me ahogaba. Te miré a los ojos. “Bastante bien para ser la primera vez —me dijiste—, aunque podría haber sido mejor si te esforzabas en reanimar a un vivo y no a un cadáver”. No pude contestarte.

Cinco minutos más tarde, cuando todavía no me recuperaba del esfuerzo y del fracaso, me ordenaste que hiciera entrar a la familia y le comunicara el fallecimiento, y que vos me esperarías en la sala para seguir trabajando lo antes posible. Te expliqué que no podía, que nunca antes lo había hecho, que no sabía cómo hacerlo. Te pedí que por esta vez me acompañaras para que yo pudiese ver cómo lo hacías vos y aprender para otra ocasión. Me contestaste que para que un niño aprendiera a nadar había que tirarlo al agua. Estaba tan

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nervioso que te llené de argumentos acerca de mi desconocimiento de principiante sobre el arte de dar malas noticias. No te gustó, pero hiciste pasar a la mujer con su hijo y le pediste que se sentara en la salita contigua. También me pediste a mí que me sentara frente a ella mientras vos te quedabas de pie. Nadie dijo nada. Vos diste unos pasos cortos hacia atrás. Saliste y cerraste la puerta con llave. Todavía puedo escuchar el ruido de la cerradura dando dos vueltas y luego el silencio irremediable.

La mujer me miró atónita. Sacó un pecho de entre sus ropas y se lo puso en la boca al bebé que de inmediato dejó de llorar. No pude hablarle. No supe qué decirle, Pablo. Temblábamos, los dos. Era extrañamente bella. Esa clase de mujer que, no importa lo que haga o dónde se encuentre, no puede disimular su belleza. El ruido de la boca del bebé succionando el pezón y tragando grandes boca-nadas de leche parecía un estruendo ensordecedor. Pasaron algunos minutos interminables, vacíos de palabras, aunque cargados de una tensión que hablaba por sí misma. La mujer acercó su silla a la mía, acomodó al bebé entre ambos y con su brazo libre me abrazó. Dejó caer la cabeza en mi hombro y lloró mansamente, con un llanto contenido que intentaba preservar a su hijo de lo dramático de la escena. En ese instante supe que se lo había dicho. Sin ninguna de las palabras que empecinadamente se negaron a que mi boca las pronunciara. Se lo había dicho, Pablo, de una extraña manera que vos nunca jamás podrías comprender.

Nos quedamos así un rato. Yo sentía la humedad de sus lágri-mas a través de mi chaqueta y el leve temblor de su cabeza sobre mi hombro. Después se incorporó. Guardó su pecho que seguía cho-rreando leche. Acunó instintivamente al bebé y me dijo: “Gracias por acompañarme”. “Gracias”, Pablo, me dijo “gracias”. Después agregó, sin mirarme: “¿Y ahora qué?”. Y esa pregunta me acom-paña hasta hoy. A veces pienso que no hay otra más trascendente. Ante la contundencia de la muerte, ¿y ahora qué? Pero vos no te hacías esa clase de preguntas.

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Salí. Nunca, Pablo, te juro que nunca estuve tan seguro de lo que iba a hacer como en ese momento. Subí las escaleras hasta la sala de médicos. Mis compañeras se pusieron bruscamente de pie. Comprendieron al instante lo que estaba por ocurrir. Pero vos no, Pablo, vos no. Vos mirabas la final de la Copa Libertadores entre el Internacional de Porto Alegre y Nacional de Montevideo en el televisor. Tomabas mate y comías galletitas como si nada hubiese ocurrido. Ajeno a todo cuanto te rodeaba, seguías aislado en tu miserable mundito profesional saturado de certezas. Me miraste de costado para no perderte la jugada y chupaste la bombilla hasta que el ruido del vacío del aire subiendo hasta tu boca te hizo dejar el mate sobre la mesa. Me paré entre vos y el televisor para obligarte a registrarme. Te agarré del cuello con mi mano derecha y te pegué un cross con la izquierda que dio en el medio de tu boca. Mientras caías hacia atrás, te tiré una segunda trompada que rozó tu oreja y siguió de largo dibujando una rara elipse en el aire en dirección al techo. ¿Te acordás, Pablo?

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Un cielo para las enfermeras

No quiero ver al doctor,solo quiero ver al enfermero.

Charly García

Guardo una cantidad de secretos que no estoy dispuesto a reve-lar, anécdotas que no voy a contar. Vergüenzas inconfesables y arre-batos de niño malcriado de las que hoy me arrepiento. Tengo una deuda que alguna vez debería comenzar a pagar. Cuentas pendientes y un afecto maduro que ahora me permito sentir. Abrazos que jamás les he dado y la incómoda sensación de que no las he merecido.

Establecemos con las enfermeras una relación estrecha y con-tradictoria desde muy temprano en la carrera de Medicina. Allí, en el preciso lugar en que los enfermos dejan de ser páginas de un libro para encarnarse en personas ante quienes no sabemos qué hacer. Allí, en el espacio en que lo que creíamos conocer debe hacerse acto y nos damos cuenta de que ese paso es arduo y atemorizante. Que nos deja solos frente a lo que nadie nos dijo. Allí, aparece una enfer-mera para ofrecernos su mano solidaria y acompañarnos. Para enseñarnos sin exhibicionismos, sin cátedras ni reconocimientos.

Las he visto dormirse sobre un libro muchas madrugadas intentando terminar sus estudios secundarios mientras dobla-ban gasas, esterilizaban instrumental y escribían en un papelito la lista de compras del supermercado. Las he visto sostener con dedicación un tratamiento complejo, advertir con una sensibilidad exquisita las más sutiles modificaciones en un paciente que a mí me pasaban inadvertidas y, minutos más tarde, hacer con una tijera,

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papel de colores y goma de pegar el disfraz de soldado para que su hijo actúe en la fiesta de la escuela vestido de granadero a la mañana siguiente.

Hay crepúsculos sombríos que nos clavan al piso. Atardeceres que muerden como dentaduras y te sangran el cuello. Uno se hace preguntas. Recapitula las horas pasadas y sigue las huellas de la muerte rondándote los talones. ¿Habré hecho lo suficiente? ¿Habré hecho lo correcto? Te abraza una angustia compacta y el ácido reflujo de la derrota te sube hasta la garganta. Acribillado de recuerdos, estás atrapado en un laberinto de preguntas sin respuesta. Entonces, el humo caliente que sube desde una taza te lleva hasta la mano que la sostiene. Y ella hasta esa mujer que no habla porque conoce los límites del lenguaje pero que sabe leer las secretas señales del desasosiego. Esa mujer te frota la espalda. Entonces te crecen alas, te ponés de pie y los cadáveres regresan a su sepultura. Gracias, muchas gracias, aunque nunca se lo haya dicho.

La Medicina es una boca inmensa que te devora todos los días. Una enorme ballena que te atrapa en la oscuridad de su estómago mientras el exterior se apaga como una llama en una tormenta. Los rumores del mundo se atenúan y ya no existe nada más allá de esa caverna. Ese agujero es tu mundo y todo lo demás se desvanece hasta desaparecer. Pero allí afuera te esperan. Te necesitan y te reclaman. Aunque vos ya no puedas escucharlos. Hasta que alguien abre la boca voraz de esa ballena y te busca a tientas en la oscuridad con la luz de una vela. Y te saca a empujones. Y te deja a las puertas de tus afectos. Y te dice: “basta por hoy, volvé a tu casa”.

Cuando alguien supone que sabe se convierte en una arma mor-tal. En una arma manejada por un idiota. Nada es más ridículo ni menos justo que un fanfarrón. Solo la conciencia de lo que se ignora nos acerca a la sabiduría. Aunque casi siempre cuando ya es tarde, cuando ya hemos hecho daño, cuando la disculpa o la retractación no resuelven nada. Mientras alguien cree que él sabe y los demás no, se hace ciego a su propio desconocimiento, se imbeciliza con empeño

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y dedicación. Nosotros podemos sospechar que tal cosa existe, pero las enfermeras tienen una multitud de pruebas para demostrarlo.

Uno crece a fuerza de fracasos, de latigazos sobre la imagen de lo que creíamos ser pero no somos. Hasta que una mañana cual-quiera me encontré llamando a Manuela para que hable con mi paciente y averigüe lo que a mí me ocultaba o para que autorice aquello a lo que se negaba porque no comprendía las razones y yo no lograba explicárselas. Manuela llegaba y me pedía que la dejara a solas. Yo me retiraba obediente y me disponía a esperar. Bastaban cinco o diez minutos para que el obstáculo se disolviera. Después, el enfermo me recriminaba: ¿Por qué usted no me lo dijo así, clarito…, como ella?

¿Qué sabía Manuela que yo desconozco? Mucho tiempo des-pués advertí que conocer las enfermedades tenía poco que ver con comprender a quienes las padecen. Que “curar” y “cuidar” no son sinónimos. Aunque no es posible acceder a lo primero ignorando lo segundo. Estas, como tantas otras cosas, las aprendí de ellas. Supe que les debía una solidaridad que me habían regalado cuando no la merecía. Una tolerancia que no me había ganado. No he conocido a nadie capaz de protegerme tanto y tan bien, especialmente de mí mismo.

En la vida personal de casi todos quienes compartimos con ellas tantos años, esas mujeres cubrieron nuestras travesuras como hermanas fieles y nos advirtieron de los riesgos cuando el descon-trol nos amenazaba. Identificaban el preciso momento en que lo que hacíamos ponía en peligro lo que queríamos y nos señalaban la diferencia. Sin sermones, sin amenazas. La mano firme de Manuela me tomaba del brazo y yo entendía que ya era suficiente. Que me había acercado más de lo prudente al límite de lo posible. Que era el momento de volver a casa como si nada hubiese ocurrido. Aún hoy, en la desmantelada intemperie de la memoria, siento su mano apretándome el brazo cuando me acerco a algunos abismos.

Hay una dimensión devaluada de la asistencia en la enfermedad. Un territorio silenciado por el que las enfermeras transitan con una

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habilidad y tenacidad extraordinarias. Alguien tendrá que decirlo. Alguien tendrá que devolverles lo que nunca les hemos dado. Un espacio del que nos hemos apropiado pero que no nos pertenece.

En secreto, todos sabemos que un hospital podría sostenerse sin mayores esfuerzos sin médicos pero naufragaría apenas en un instante sin enfermeras. Ahora que se han profesionalizado, ahora que tienen títulos e incumbencias universitarias. Ahora que sus diplomas las legitiman en el patético mundo académico. También ahora nos enseñan que la perseverancia y la humildad son atributos que la universidad no da, pero que tampoco es obligatorio que quite.

Les debo más de lo que podría devolverles. Ah, una última cosa: cuando el dolor me inyecte sus venenos, cuando sienta que estoy a merced de lo que ya no puedo manejar, cuando sufra, enton-ces, por favor, tráiganme a Manuela.

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Basilio

No están muertos, aunque su vida seacomo un sueño que agoniza.

Henry Ey

Hacía más de cinco años que Basilio estaba internado en el ins-tituto neuropsiquiátrico cuando yo empecé a trabajar allí. Caminaba de un lado a otro durante horas, con pasos cortos pero rápidos, arras-trando los pies. El ruido de sus zapatos sobre el piso se le adelantaba a través de los pasillos por los que deambulaba sosteniendo siempre una pequeña radio pegada a su oreja. Alguien lo había abandonado un domingo de agosto en la puerta de la guardia, varios años antes de que yo lo conociera. Lo encontraron parado con una bolsa de residuos negra en una mano y la radio en la otra, tiritando de frío. Se quedó en la vereda sin animarse a entrar ni a ir hacia ninguna otra parte. Pasaron más de dos horas hasta que las enfermeras —que lo miraban desde la ventana— lo hicieron pasar. Su equipaje consistía en una muda de ropa vieja y la pequeña Spica cubierta por una funda marrón, repleta de agujeros y manchas oscuras. Alguien le había adherido su documento de identidad al bolsillo con un alfiler de gancho, junto con la lista de los medicamentos que tomaba.

Hablaba en una lengua incomprensible. Un idioma hecho de palabras sueltas y escandidas que dejaba para quien lo escuchara la tarea de organizarlas hasta encontrarles sentido. Me decía: “No... pilas... radio, ¿vos?”, mirándome como si se tratara de la frase más clara del mundo. Tardé varios meses en acostumbrarme a la caden-cia áspera y disonante de los sonidos que producía.

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Atrapado dentro de sí mismo, la radio lo defendía de los horro-res del silencio y de sus voces interiores. Cantaba o balbuceaba, se enojaba o se reía, siempre en respuesta a lo que escuchaba o creía escuchar en la radio. Gesticulaba agitando su mano libre. Se gol-peaba la frente y la cabeza, que se sacudía como si estuviese sos-tenida por un resorte. Siempre solo. No conocíamos su edad, pero parecía rondar los cincuenta años. El cabello rapado y la cara afei-tada al ras. Cada mañana pasaba más de una hora concentrado en un pedazo de espejo roto de forma triangular que apoyaba sobre la pared. La maquinita de afeitar iba desnudando surcos de piel que aparecían entre la espuma blanca que le cubría la cara, siempre en el mismo orden. Después se lavaba con agua y jabón, volvía a esparcir la espuma y repetía el ciclo no menos de tres veces. Siempre igual, idéntico. Vestía una especie de mameluco de carpintero azul, que se ocupaba de mantener impecable lavándolo todos los días. Se sen-taba en calzoncillos sobre una enorme maceta de arcilla color terra-cota que alguna vez habría tenido flores hasta que el mameluco se secaba sostenido por dos broches de madera y agitado por el viento desde la cornisa de la terraza. En invierno se cubría con una frazada mientras esperaba bajo el tímido sol de la mañana. Si llovía, lo col-gaba sobre las hornallas de la cocina. Vigilaba que el fuego no lo quemara balanceándolo con un grueso palo de quebracho, sentado a poca distancia.

A veces me detenía para observar a Basilio andar por los pasi-llos sin ir hacia ninguna parte, pero respetando siempre el mismo circuito. Algo semejante a los movimientos que ejecutaba, como una partitura de la que él era prisionero, cuando se afeitaba. Me con-centraba en el movimiento de sus pies y en la rigidez que el mínimo balanceo de los brazos no lograba disimular. Había una torpeza que daba al conjunto un aspecto que evocaba a una máquina, a un robot articulado con torpeza y sin elegancia. Estaba convencido de que el trastorno motor era una prueba de que lo que sucedía en la mente y lo que observaba en el cuerpo de Basilio obedecían a la misma causa. Algo en su cerebro alteraba sus pensamientos al mismo

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tiempo que perturbaba su capacidad para desplazarse coordinando los movimientos. Durante sus primeros días en el instituto, algunos enfermos más antiguos lo amenazaron varias veces con quitarle la radio en tono de broma. En cuanto Basilio advertía sus intencio-nes, se paraba frente a ellos y los miraba furioso. Se transformaba. Nadie podría decir por qué, pero todos comprendían de inmediato que con ese tema no se podía bromear. Sus compañeros bajaban los brazos y le mostraban las manos vacías en señal de que no tenían intenciones de agredirlo. Se miraban entre sí, incrédulos de que la persona tan pacífica y cordial que conocían fuese la misma que en ese momento los enfrentaba sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra. Mostraba una ferocidad que parecía imposible en alguien como él.

El acceso al instituto era un largo camino de tierra que empe-zaba en un portón de hierro típico de una estancia del siglo pasado al borde la ruta. Desde un puesto de guardia, se manejaba una barrera que controlaba quién ingresaba o salía. Unos mil metros más ade-lante, siempre rodeado por un denso monte de árboles, el camino terminaba en una rotonda de unos cuarenta metros de diámetro, cubierta por malezas desprolijas y algunas cañas tacuara. Basilio recorría ese camino en una y en otra dirección varias veces al día. Sus caminatas terminaban dando una interminable serie de vueltas alrededor de la rotonda. Mientras lo hacía, hablaba con las voces que salían desde la radio. A veces alguna música lo hacía detenerse. Se sentaba sobre la tierra con las piernas recogidas y parecía emo-cionarse con lo que escuchaba. No es que fueran visibles muchos indicios de lo que sentía, pero había ciertos sonidos que lo hacían romper la reverberación de sus conductas repetitivas. Entonces, su comportamiento estereotipado parecía interrumpirse, y algo que aquella música le provocaba lo sumía en una actitud contempla-tiva muy diferente de su incesante movimiento. Varias veces me senté a su lado cuando advertía esa situación. Basilio ni siquiera registraba mi presencia. Parecía abstraído y ausente. Noté que las

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canciones que escuchaba cuando se producían aquellos cambios eran siempre fados u otras del folklore portugués.

Situaciones como esta me hacían pensar que aún existía alguna actividad mental en Basilio. Un residuo desorganizado y agónico de lo que alguna vez habría sido su vida, su historia. Por debajo de sus actos absurdos y sus déficits manifiestos, yo podía recono-cer que algunos estímulos despertaban los deshilachados jirones de la persona que había sido. La imposibilidad de recordar las cosas más íntimas, excepto durante los pocos instantes en que algo las rescataba desde algún sótano de su memoria, le impedían a Basilio saber quién era, pero también saber quién quería ser. Desprovisto de aquellas señales durante su vida cotidiana, no tenía más alter-nativa que hacer de sus días una monótona repetición de conductas automáticas que no conocían más tiempo que el presente ni otro proyecto que lo inmediato. Sin registro del pasado, tenía vedada la idea de futuro. Me pareció que la respuesta que había observado cuando sonaba aquella música podría tener algún valor. Tal vez me permitiese encontrar una vía de acceso a sus emociones más anti-guas, a sus recuerdos. Su apellido era Rocha, lo que estimulaba mis asociaciones entre su posible origen en una familia de inmigrantes portugueses y la conducta que observaba cuando sonaba la música de ese país.

En aquella época yo estaba apasionado por las historias que me contaban los pacientes. Pocos años más tarde, perdí aquella aptitud para escuchar sin hacer un diagnóstico. El entrenamiento profesional se apoderó de mí hasta impedirme volver a sentir aquella fascinación por sus relatos. Desde entonces, he adquirido la capacidad para entender y clasificar lo que me dicen, pero nunca he dejado de añorar el momento en que todavía era capaz de inter-narme conmovido en aquellos pequeños mundos tan alejados de la razón. Siempre que me resultaba posible, incitaba a los enfermos para que me contaran sus historias. Procuraba escucharlos sin cues-tionar su verosimilitud. Me abandonaba a sus fantasías sin la obli-gación de formarme sobre ellas más juicio que el del placer que

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me producía escucharlas. Pasaba muchas horas conversando con algunos de ellos mientras Basilio me seguía de cerca. Otras veces, me encerraba en el cuarto de médicos a estudiar, él se acercaba, me pedía permiso con la mirada para acompañarme mientras yo leía y tomaba apuntes. Nunca me decía una palabra, pero los dos nos sen-tíamos bien sabiendo que el otro estaba allí. Yo le convidaba mate y bizcochitos de grasa. Él vigilaba que nadie hiciera ruido en las salas vecinas mientras yo estudiaba. Cuando alguien lo hacía, Basilio salía a toda velocidad y, con gestos enfáticos y sonidos guturales, lo obligaba a retirarse del lugar.

Yo pasaba dos días por semana en el instituto. Lo que comenzó siendo un modo de solventar los gastos durante mi época de for-mación como especialista se fue convirtiendo poco a poco en un momento que esperaba con ansiedad. La noche anterior preparaba mi bolso con los libros que esperaba leer durante las largas noches de guardia y un par de cajas con pilas para la radio de Basilio. Algo extraño me sucedía en ese lugar. Podía leer durante horas y escribir hasta que el sol se asomaba detrás de la ventana de la habitación. El silencio era tan intenso durante la madrugada que a veces creía per-cibir el sonido de mis propios latidos. No era raro que se escucharan las voces de algunos enfermos que deliraban o que tenían alucina-ciones. Cuando algún paciente se excitaba, sus gritos me guiaban en la penumbra hasta su cama. Al llegar, Basilio ya estaba allí espe-rándome. Se quedaba cerca observando lo que hacía para calmarlo. Volvíamos juntos a la habitación. Nos quedábamos durante un rato mirando la noche a través de la ventana. Un zumbido que se repetía a intervalos regulares delataba el vuelo rasante de los murciélagos entre las copas de los árboles. Basilio los señalaba con el dedo, los seguía con la mirada dando gritos contenidos y saltitos de alegría, aunque yo nunca logré ver nada. Ni siquiera estoy seguro de que él lo hiciera.

Yo escribía desde la adolescencia, pero no encontraba a nadie que leyera mis textos. El mundo en el que vivía no tenía a la lite-ratura como una de sus prioridades. Basilio, que me veía escribir

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durante horas, tomaba las hojas y las ponía en mis manos haciendo gestos, animándome para que le leyera en voz alta. Se sentaba sobre la cama con la radio apoyada en la oreja, pero con su mirada atenta a los movimientos de mi boca. Estoy seguro de que él seguía las his-torias. A veces lograba registrar una desmedida apertura de sus pár-pados o la forma en que se mordía el labio inferior en los momentos de mayor tensión. Parecía disfrutarlo. Si hacía una pausa para poner a prueba su atención, él se enojaba y me obligaba a seguir leyendo. Más de una vez tuve que confesarle que el relato estaba inconcluso. Entonces, me empujaba hasta el escritorio y se sentaba a esperar que escribiera para poder conocer cómo continuaba la historia inte-rrumpida. Comencé a escribir solo para él. Algunas veces apuraba la escritura para llegar al día de la guardia con algo que pudiera leerle. Los textos eran inmaduros, despulidos y urgentes. No había tiempo para corregir o para rectificar el rumbo una vez que la his-toria estaba lanzada. Empecé a no poder estudiar ni hacer ninguna otra cosa. Por primera vez, tenía a alguien que se interesaba por lo que yo escribía. Algo en lo que nunca había pensado. La satisfac-ción que me ocasionaba leerle mis textos era incluso superior a la que sentía al escribirlos. Experimenté una excitación intensa y des-conocida. Una felicidad que no tenía prevista y que me confirmaba que lo que verdaderamente deseaba era escribir. Nunca volví a sen-tir aquella sensación que me hacía leerle atento a los más mínimos gestos de Basilio, a los sutiles cambios de su postura, a la tensión de sus manos que se apretaban entre sí o frotaban sus muslos cuando esperaba un desenlace que el relato demoraba.

Todas las semanas intentaba que tuviésemos una verdadera entrevista médica. Nos sentábamos en el consultorio separados por un escritorio de madera tan deteriorado que se movía apenas lo tocábamos. Alguien dejaba debajo de una de sus patas un ejemplar del Antiguo Testamento con tapas de cuero azul para evitar el movi-miento. Basilio lo miraba cada vez que llegaba. Me miraba a mí, sorprendido, interrogándome acerca de cómo un libro podía estar en un lugar como ése. Se agachaba y me lo entregaba conmovido como

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si acabara de rescatar a un niño de las aguas de un río. Limpiaba la cubierta con la manga de la camisa y soplaba el polvo de las páginas. Estoy seguro de que no lo hacía porque se tratara de un texto religioso. El libro había sido carcomido por el tiempo y por el agua hasta convertirse en un montón de papel húmedo e irreco-nocible. Era un homenaje. Se lo agradecía, yo también lo frotaba contra mi ropa para limpiarlo y lo guardaba en uno de los cajones. Pero la mucama volvía a colocarlo bajo la pata del escritorio, con lo que esta ceremonia terminó por convertirse en una rutina semanal. Después le servía un vaso de agua fría y le regalaba caramelos de leche que le gustaban mucho y que yo robaba sistemáticamente de la oficina del director.

— Basilio, contame cómo estás —Me miraba, imperturbable, con la radio apoyada en la cabeza—. ¿Escuchás voces? ¿Qué te dicen?

No reaccionaba ante ninguna de mis propuestas. Ajeno a mis esfuerzos, susurraba cosas que yo no podía comprender.

— Ahora te voy a mostrar unos dibujos y vos tenés que decirme qué ves.

Eso lo entusiasmaba más que conversar. Acercaba la silla al escritorio —siempre con la radio sobre la oreja— y observaba cómo mezclaba las tarjetas de cartulina como si fueran naipes.

— Elegí una, la que quieras. Basilio dudaba. Estiraba la mano y agarraba una de las tarje-

tas que apoyaba sobre la mesa. Eran dibujos sencillos con siluetas de animales u objetos comunes. Si había seleccionado un elefante dibujado con trazos infantiles sobre una cartulina sucia con marcas de dedos, yo le preguntaba:

— ¿Qué es esto Basilio? —Entonces se llevaba la mano libre a los labios y pensaba durante algunos segundos.

— ¡Perro! —Exclamaba y daba saltitos de alegría sobre la silla. Siempre respondía “perro” o “gato” no importaba de qué ani-

mal se tratara. Si eran objetos, contestaba “casa” o “silla”, aunque le mostrara mesas, autos o aviones. Todo me hacía pensar que padecía

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una forma grave de demencia frontotemporal. Siempre intentaba alcanzar algún grado de acercamiento personal con él. Algo que, como la música, me abriera las puertas de su memoria y de sus emociones más antiguas. Aquellas que la enfermedad aún no había logrado desorganizar. Pero nunca pude lograrlo.

— Basilio, ¿hay algo que te preocupe, que te asuste y que quie-ras decirme?

Entonces volvía a quedarse callado. Cuando su silencio me resultaba intolerable, me ponía de pie. Basilio daba por finalizada la sesión. Se levantaba y comenzaba a caminar hacia atrás hacién-dome reverencias. Nunca supe qué me agradecía.

Recordé el efecto que la música portuguesa le producía a Basilio. Pensé que tal vez podría ser un recurso para acercarme a él. Una paciente muy anciana de origen portugués me había regalado alguna vez un CD que había guardado en un cajón sin haber escu-chado jamás. La semana siguiente lo busqué y lo puse en el bolso antes de salir hacia el instituto. Muy tarde, cuando todos dormían y yo me disponía a escribir en la habitación, puse el disco que iba a escuchar por primera vez. Una voz de mujer quebró el silencio de la noche. La acompañaban unas guitarras rítmicas. La música era un lamento desgarrador y melancólico, cantado en una lengua cuya sonoridad estremecía. El sonido me acorraló contra la silla. No pude hacer nada más hasta que las canciones finalizaron. Me levanté conmovido para leer en la etiqueta el nombre de aquella mujer. Se llamaba Amalia Rodrigues. Retuve la caja del disco en mis manos mientras lo ponía nuevamente. Necesitaba repetir esa experiencia que me había emocionado tanto. Mientras volvía hacia la silla descubrí a Basilio sentado en el suelo con las piernas recogi-das tal como lo había visto tantas veces en la rotonda de ingreso al instituto. Nunca supe en qué momento había entrado a la habitación. Volví a poner la música y me senté a su lado. Repetí esa operación tres o cuatro veces en las que escuchamos las doce canciones com-pletas. No nos dijimos nada. Desde aquella noche, supimos que nos unía algo que su lenguaje destrozado ya no podía nombrar,

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pero que mi jerga arrogante y universitaria ni siquiera me permitía imaginar. Tardé muchos años en conocer la explicación minuciosa que la ciencia tenía para esos fenómenos. Pero creo que fue aquella noche cuando de verdad lo aprendí. Pude sentir lo que sucedía en mi cuerpo perplejo y en la presencia muda de Basilio a pocos centíme-tros de distancia mucho tiempo antes de que los libros se ocuparan de explicármelo. Pensaba frecuentemente en el efecto que el fado le producía a Basilio.

Manuela, la enfermera del pabellón, era una mujer morocha, obesa, con rasgos indígenas, a quien yo quería mucho. Algunas tar-des tomábamos mate y conversábamos en la cocina. Ella me ponía al tanto de las novedades del instituto. Estaba preocupada porque se anunciaba la llegada de un nuevo director ante la inminente jubi-lación del anterior. Los cambios la asustaban, ya que su familia dependía de su escaso salario y de los trabajitos que hacía en su barrio dando inyecciones, tomando la presión o asistiendo a perso-nas postradas o convalecientes. Yo conocía la historia de Basilio por su relato. Fue ella quien me contó que las asistentes sociales habían podido averiguar que tenía una hija. La habían citado muchas veces hasta que sus reiteradas falsas promesas de venir al instituto des-alentaron la iniciativa de traerla para que visitara a su padre. Durante muchos días me quedé pensando en aquella joven y en lo que sen-tiría por Basilio. Pero me intrigaba más averiguar lo que él podría sentir por su hija. Era posible que los recuerdos más intensos de su vida anterior, aquellos íntimamente ligados a las emociones más básicas, estuvieran preservados en algún lugar de su cerebro al que la enfermedad todavía no hubiese afectado.

Pensaba que Basilio necesitaba hacerse algunos estudios cere-brales. El instituto no contaba con los medios para hacerlo y mis reiterados pedidos de que se lo trasladara a otro hospital para reali-zarlos fueron siempre desoídos. Sabía que conocer el estado de su cerebro era algo que no podría modificar su pronóstico, pero sentía que debíamos darle esa oportunidad. La mayoría de mis compañe-ros eran psicoanalistas. La sola mención de la palabra “cerebro” les

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erizaba la piel. Mónica, una de las psicólogas con la que mantenía una relación crispada por violentas discusiones, era, sin embargo, alguien con quien también habíamos establecido un extraño vínculo. Era una mujer bella de unos treinta años, descendiente de una fami-lia de origen árabe, con ojos y cabellos de un color negro tan intenso como nunca he vuelto a ver. Habíamos acordado no hablar jamás de nuestras vidas personales fuera del instituto. Compartíamos un espacio y un tiempo privado, aislado de todo lo demás. A los dos nos convenía ese acuerdo. Nos protegía de nuestros propios juicios y del remordimiento por lo que hacíamos. Necesitábamos separar ese lugar del resto de nuestras vidas; construirnos una isla secreta donde no nos alcanzaran las reglas que transgredíamos con tanto placer. Creo que fue un buen trato. Era apasionada y verborrágica. Sentía un desprecio extraordinario por los médicos y la medicina. Éramos intolerantes y agresivos en la controversia. En esa época yo todavía pensaba que podía aprender algo de personas como ella. Hacía esfuerzos por comprender sus delirios sistemáticos. No dis-cutíamos, peleábamos. Pero sentíamos una atracción que nos elec-trizaba el cuerpo. Una fuerza primitiva a la que no podíamos sus-traernos. Nuestras disputas siempre terminaban en la cama.

No tardé mucho en comprender que una disciplina tan encerrada en sí misma no quería enseñar nada porque no tenía nada que ense-ñar. Yo le decía que todo se reducía a un dialecto de secta actuado con la arrogancia de los ignorantes, aunque no sé si lo creía. Que el psicoanálisis era un repertorio de fundamentos sui generis que se aplicaban a cualquier cosa y que no admitían que se los sometiera a prueba o que se los cuestionara. Una religión disfrazada de pseudo-ciencia. Entonces, me abandoné a sus caderas y dejé de esforzarme por aprender de ella lo que no podía ni quería enseñarme.

Una madrugada, desnudos sobre la cama, le conté lo que me ocurría con Basilio. Le confesé que quería sacarlo a escondidas del instituto para llevarlo hasta otro lugar donde pudiese hacerle algu-nos estudios. Le dije que no animarme a hacerlo me hacía sentir culpable y traidor. Le pedí que me ayudara. Ella se rio a carcajadas.

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Me gustaba ver el modo en que sus pechos se sacudían durante los espasmos de risa y la expresión incrédula con que escuchaba mi propuesta. “¿Una tomografía del cerebro a Radiohead? —me decía a punto de ahogarse con su propia risa— ¿Cómo podés ser tan boludo?”. Le gustaba llamar a Basilio “Radiohead”, por su manía de llevar la radio pegada a la cabeza y porque era precisamente ese grupo de rock el que escuchábamos juntos desde nuestro primer encuentro. Tal vez haya sido la devoción por aquella música dra-mática una de las pocas coincidencias entre nosotros. De pronto se subió a horcajadas sobre mi cuerpo y nos olvidamos del cerebro de Basilio. Ella continuó riéndose durante algunos minutos hasta trans-formarse en al animal salvaje que yo conocía. Antes de dormirse, agotada, de espaldas y con la cara cubierta por el cabello, estiró la mano y me acarició el cuello. “No te preocupes”, me dijo. Fue lo último que le escuché decir hasta la mañana siguiente.

Mónica me ayudó a sacar a Basilio una noche de manera clan-destina. Los tres escuchamos música reunidos en mi habitación hasta que no quedó nadie despierto en el instituto. Ella abrigó a Basilio con una bufanda de lana con los colores de Boca Juniors y una campera enorme que le había traído de su casa y que sospecho pertenecían a su marido. La noche era oscura y helada. Salimos por la parte trasera del edificio atravesando a tientas la cocina. Un tufo a comida en descomposición y el ruido de las gotas que caían desde una canilla hacia una pileta metálica nos envolvieron por completo. Nadie hablaba. Tomados de las manos, caminamos en fila trope-zando con mesadas y sillas. Reconocíamos el terreno por el tacto como si fuéramos ciegos. Adelantábamos una mano que buscaba a tientas algún elemento que nos orientara como antenas locas que no lograban fijar el rumbo. La luz de un farol del patio se balanceaba movida por el viento a través de la ventana. Basilio arrastraba los pies a toda velocidad tratando de seguir a Mónica que tiraba de su brazo apurándolo. Sus movimientos eran torpes y rígidos como los de casi todos los pacientes que recibían antipsicóticos en altas dosis.

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Llevaba la radio apoyada sobre la oreja. Abrimos la puerta trasera. El impacto del frío sobre nuestras caras nos paralizó por un instante. Las copas de los árboles se agitaban, pero no podíamos verlas. Un rumor de hojas en movimiento nos hacía suponer lo que sucedía en el parque, que era para nosotros una mancha negra repleta de soni-dos. Mónica había estacionado su auto a unos cincuenta metros de allí. Caminamos endurecidos por el frío, pero estimulados por una extraña felicidad de niños que se escapaban para explorar los miste-rios de la noche. Antes de alcanzar el auto, nos rodeó una jauría de perros. Podíamos ver los círculos perfectos y brillantes de sus ojos, y el resplandor intermitente de la luz del farol que los recorría como una línea horizontal. Eran cuatro o tal vez cinco. Creo que esperába-mos que de un momento a otro se desatara un estruendo de ladridos. Anticipábamos las luces encendiéndose desde las ventanas y las cabezas curiosas procurando averiguar el motivo de la agitación de los perros. Después, la llegada de la guardia anunciada por las lin-ternas que vendrían desde el monte de eucaliptus. Y por último, la vergüenza de encontrarnos descubiertos en plena huida. Uno de los perros olfateó el pantalón de Basilio. Otro se paró delante y emitió un gruñido mientras me mostraba los colmillos abriendo solo uno de los lados la boca. La situación era absurda, pero muy atemorizante. Mónica y yo nos apretamos las manos. Basilio se soltó. Se puso en cuclillas frente al perro que me amenazaba. Le acarició la cabeza durante algunos segundos mientras hacía un chistido suave y repeti-tivo. El animal se calmó, movió la cola y lamió su mano mientras un hilo de saliva se le escurría desde la lengua que le colgaba afuera de la boca y temblaba con la respiración agitada. De un salto puso las dos patas delanteras sobre las piernas de Basilio. Jugaron como dos buenos amigos que se encuentran por casualidad en plena madru-gada. Avanzamos. Los perros nos seguían caminando en círculos alrededor nuestro. El auto estaba al lado de unos enormes containers verdes donde se guardaba la basura. Algunas bolsas de plástico y papeles de diario flotaban suspendidos en el aire. Los perros se reu-nieron alrededor de los restos de alimentos que se esparcían por el

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suelo. Se olvidaron de nosotros. Mónica abrió la puerta y ayudó a Basilio a sentarse en el asiento de atrás. De pronto, ella me empujó y me abrazó. Apoyó una de sus piernas sobre el paragolpes trasero rodeando mi cintura caída sobre el baúl con lo que me inmovilizó por completo. Me tomó de las orejas congeladas haciéndome gritar de dolor. Me arrastró hacia ella. Nos besamos. El calor de su lengua contrastaba con el frío de la noche. Cuando nos separamos, emitía-mos un vapor espeso por la boca. “¡Esto es grandioso!”, dijo antes de subirse al auto.

Le pedí a Basilio que se recostara en el asiento para evitar que lo vieran al atravesar el puesto de guardia antes de salir hacia la ruta. El vigilante se asomó al escuchar el motor del auto. Nos reconoció de inmediato. Me guiñó un ojo y elevó el pulgar. Fue un gesto de solidaridad masculina ante lo que imaginaba como una escapada mía con una mujer. La ruta estaba desierta. Basilio permaneció en silencio mirando a través de la ventanilla las sombras de la noche. Mónica propuso que cantáramos. Le dije que prefería dormir un rato, pero no me escuchó. Probó con dos o tres canciones muy cono-cidas para ver si Basilio las sabía, pero él negaba con la cabeza. “¡Esta sí que la vas a conocer!”, le dijo dándose vuelta y soltando las manos del volante. Estaba excitada y eufórica. Comenzó a cantar la marcha de San Lorenzo a los gritos. Basilio se sumó con su lenguaje hecho de retazos de palabras, pero respetando la musicalidad pese al fraseo escandido con el que hablaba. Movía el cuerpo como si fuese un soldado marchando y se reía a carcajadas sin dejar de sostener la radio pegada a su cabeza. Me sumé casi sin proponérmelo. Al cabo de unos minutos, el auto circulaba a toda velocidad por una ruta abandonada y oscura con tres exóticos personajes que salían, literalmente, de un hospicio y cantaban una marcha militar como si se tratase de una verdadera nave de los locos o una nueva armada Brancaleone.

Fuimos hasta el hospital donde yo trabajaba el resto de los días de la semana. Antes de ingresar compré dos pizzas y varias botellas de cerveza que me servirían como un pasaporte capaz de abrirnos todas

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las puertas. La excusa de compartir una cena una vez realizado el estudio me garantizaba la complicidad de todos. Entramos en la sala de diagnóstico por imágenes gracias a un amigo que tenía permitido el acceso a horas inusuales para casos de emergencia. El cuarto era enorme y estaba iluminado con tubos fluorescentes de gran poten-cia. Todo era blanco y brillante hasta herir los ojos. El tomógrafo era un cilindro enorme al que ingresaba una camilla deslizante a través de un túnel semicircular. Desde una ventana de vidrio, los operado-res se comunicaban con el paciente empleando altavoces. Tardamos más de media hora en convencer a Basilio para que dejara la radio por algunos minutos para permitir que su cabeza pudiese ingresar en el equipo. Tuve que quedarme durante todo el estudio a su lado para que pudiera ver que yo estaba cuidando su radio. Le realizamos una tomografía computada encefálica procurando obtener la mejor calidad de imágenes posible y los cortes específicos que nos dieran la información que buscábamos. Mónica me miraba trabajar y me hablaba por el micrófono desde la sala de comandos donde yo la había ubicado para no exponerla a las radiaciones. “¡Así que este era tu diván de análisis!”, me gritaba mientras su voz salía a través de los parlantes amplificando el sonido de su risa, lo que producía un efecto muy extraño en ese ambiente. “¡Buscá doctor, seguí bus-cando allí adentro lo que está en la historia del pobre Basilio!”. Yo permanecía de pie procurando que Basilio pudiese comprobar que cuidaba su radio, escuchaba a Mónica decir tonterías y reírse a todo volumen, al tiempo que intentaba mirar las imágenes del cerebro en los monitores para solicitar nuevas posiciones si lo consideraba necesario. Sabía que era una situación grotesca, pero no encontré ninguna forma razonable de disimularla.

Una hora más tarde nos sentamos a comer pizza y a tomar cer-veza con mis compañeros y cómplices mientras discutíamos los resultados del estudio. Basilio padecía una forma muy severa de demencia frontotemporal. A medida que el proceso avanza, ciertas funciones se pierden para siempre. El lenguaje ya no se conecta con las representaciones mentales y, por lo tanto, ya no pueden designar

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a los objetos. Los enfermos sufren una profunda alteración del sig-nificado de las palabras. No logran comprenderlas ni nombrarlas. Yo estaba convencido de que Basilio tenía todos los signos de esta enfermedad. La tomografía confirmó mis sospechas y aseguraba un pronóstico sombrío.

Volvimos al instituto antes de que las primeras luces del día aparecieran en el horizonte. Todavía la noche era cerrada y el camino apenas se hacía visible iluminado por los faros del auto. Mónica había tomado demasiada cerveza, por lo que fui yo quien condujo. Basilio se durmió acostado en el asiento de atrás. Ella me repetía que esa noche había sido maravillosa y que yo era un tarado que pensaba que las personas eran cerebros con patas. No intenté responderle con argumentos. No nos entendíamos cuando estaba sobria por lo que, confundida por el alcohol, mis posibilida-des eran nulas. Se durmió con la cabeza apoyada sobre el vidrio de la ventanilla. Subió las piernas al asiento y tiró los zapatos al piso. Se acurrucó abrazándose las rodillas. Yo podía dejar de mirar sus muslos enérgicos y sus pantorrillas perfectas. “No seas idiota —me dijo sin abrir los ojos—, no puedo dormir mientras un hombre me desnuda con la mirada. O dejás de mirarme así o me desnudás de verdad”. Tenía razón. Esa noche había sido maravillosa, y yo quería desnudarla. Sin abrir los ojos, estiró la mano y abrió la bragueta de mi pantalón. Me acarició durante un rato en el que excepto su mano toda ella parecía estar dormida. “Pará ahora mismo al costado de la ruta”, me dijo como si algo súbito e impostergable la hubiese des-pertado. Basilio dormía con la cabeza apoyada sobre la ventanilla. Roncaba con un sonido burbujeante, sereno. “Bajá del auto”, me dijo mientras ella ya estaba afuera esperándome. Bajé. Veía el brillo de sus ojos sobre la oscuridad de la noche del mismo modo en que unas horas antes había visto el de los perros que nos rodeaban en el parque. Se puso de espaldas a mí inclinada sobre el capot. “No voy a esperar a que lleguemos al instituto”, dijo antes de comenzar a gemir primero y a gritar después mientras yo ingresaba en ella. Todo era negro. Yo actuaba a tientas, ciego, como si jamás hubiese

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visto, como si no fuera necesario. Concentrado en el tacto, el olor y los sonidos. Mónica gritaba. Me decía que lo iba a seguir haciendo hasta que salieran de su pecho todos los alaridos que nos habíamos tragado para no despertar a nadie durante nuestras noches en el ins-tituto. Yo miraba a Basilio a través de los vidrios empañados del auto. Iluminado durante breves instantes por la luz de la luna que aparecía cuando encontraba un hueco entre las nubes que corrían a toda velocidad en el cielo. Dormía ajeno a lo que hacíamos a pocos centímetros de su cabeza. Sostenía la radio con ambas manos sobre su abdomen. Cuando la tensión aflojó, Mónica me tomó de las sola-pas y me sacudió varias veces. “¡Gritá! ¡Gritá conmigo ahora que nadie puede escucharnos!”, parecía fuera de sí, descontrolada. Daba alaridos hasta que su voz se agotaba en una serie de ruidos intermi-tentes y ridículos. “¡Gritá te digo, no seas idiota, gritá!”, me decía con la cara pegada a la mía, aunque yo casi no podía verla. Un par de rayos lo iluminaron todo. Pude ver a Mónica bajo esa luz explosiva que parecía derramar un día luminoso y aterrador que interrumpía la cerrada oscuridad de la noche. Pensé que iba a pegarme. Me sacudía cada vez con más fuerza. Quise gritar solo para que se tranquili-zara. Lo intenté. Junté aire en los pulmones, contraje los músculos del cuello y del tórax. Puse toda mi voluntad, pero ningún sonido salió de mi boca. Nada. Era imposible, no podía hacerlo. Mónica me abrazó. Yo temblaba. Me acarició como si quisiera consolarme de algo. Lloró. “Pobrecito, no te preocupes, yo te voy a proteger”, me decía una y otra vez. No me animé a preguntarle de qué, o de quién. Cuando volvimos al auto, Basilio seguía en la misma posi-ción. Mónica no permitió que yo condujera. Me obligó a sentarme en el asiento del acompañante. “Ahora dormí y escuchá cómo suena adentro tuyo el grito que no pudiste sacar ahí afuera”. Volvimos sin decirnos nada más.

Durante las semanas siguientes, escribí una historia cuyo per-sonaje era Basilio, aunque nunca aparecía su nombre. Describí su vida en el instituto, su forma de caminar, la radio pegada a su oreja, su relación con un médico y la felicidad que le producía al leerle

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sus cuentos. El relato narraba algunos de los sucesos que él había vivido. Se lo fui leyendo despacio, en tramos breves que contaban un episodio por vez. Cuando le conté los intentos de sus compañe-ros por quitarle la radio, se puso de pie, me escuchó caminando de un extremo a otro de la habitación como una fiera enjaulada. Una noche le describí a una joven, que era su hija, a la que él no veía desde hacía mucho tiempo. Inventé recuerdos que el padre guar-daba borrosos en algún lugar de su memoria y el secreto deseo de volver a verla. Basilio permaneció parado detrás de la silla donde yo estaba sentado hasta que terminé de leer. Pude sentir la tensión de sus manos que apretaban el respaldo y las pausas de su respiración cuando la hija contaba cuánto extrañaba a su padre. Cuando terminé me abrazó. Después se fue caminando hacia atrás haciendo reveren-cias mientras sostenía la radio pegada a la cabeza. Me quedé solo, con las hojas temblando entre las manos. Pensé en lo absurdo que había resultado escribir durante tantos años entre la clandestinidad y la vergüenza, en lo que significaba comprobar que lo que escribía le producía cosas a otra persona.

Decidí ir a ver personalmente a la hija de Basilio. Vivía en un barrio de monoblocks al costado de la autopista, en la zona sur de la ciudad. Se llamaba Isabel. Me recibió con desconfianza en la puerta del edificio.

— Soy el médico que atiende a Basilio en el instituto y me gus-taría conversar con usted.

— En este momento, estoy muy ocupada atendiendo a mi hijo.— No le voy a hacer perder demasiado tiempo, serán apenas

unos minutos.Me hizo pasar. Recorrimos tres pisos por escaleras y un labe-

rinto de pasillos internos. El departamento tenía un solo ambiente donde se distribuían tres camas y dos colchones sobre el piso. Varias sogas con ropa colgada lo atravesaban de pared a pared. Un olor a humedad y a pañales sucios lo invadía todo.

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— Me gustaría conocer la historia de Basilio, cómo era su vida antes de internarse.

— Yo no recuerdo mucho, era muy chica…— Me ayudaría saber cómo empezó su enfermedad, qué hacía,

qué cosas le gustaban, cómo era su vida.— Trabajaba como albañil, casi nunca estaba en casa. Salía de

madrugada y volvía de noche.— ¿Cómo era la familia?— Mi mamá y mis dos hermanos mayores. Ellos volvieron a

Tucumán hace dos años por falta de trabajo.— ¿Alguna vez notaron algo extraño en su conducta?— No sé, lo único que recuerdo es que siempre fue muy callado.

Casi no nos hablaba. Pero…Se quedó en silencio mirándose las uñas que eran muy cortas.

Tal vez se las comiera. Un olor a lavandina se desprendía de sus manos cada vez que las movía.

— ¿Qué, Isabel? ¿En qué piensa? Cualquier dato me puede resultar útil. Lo que sea.

— Bueno, los últimos años se puso muy gracioso, charlatán. Hacía chistes, decía cosas que antes nunca hubiese dicho. Todos nos divertíamos mucho, pero nos parecía raro. Mamá decía que algo no andaba bien. Pero hasta los vecinos le decían que papá estaba mejor que nunca, que por fin se animaba a reírse, a bailar, a hacer chistes subidos de tono. Pero mamá estaba convencía de que algo no andaba bien.

— Gracias, Isabel, lo que me cuenta es muy importante para mí. Tal vez si usted pudiera visitar a Basilio alguna vez, eso le haría muy bien.

El bebé que dormía en una cuna improvisada con maderas de cajones de manzanas empezó a llorar. Ella lo levantó en brazos y lo acunó.

— ¿Ve lo que le decía? No puedo atenderlo ahora.

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Estaba molesta y ya no quiso responder a ninguna de mis pre-guntas. Me pareció que mi visita la ofendía. El tono de su voz dejó de ser impersonal para hacerse desafiante.

— Yo no puedo andar viajando.— La comprendo, pero si usted quiere, yo podría llevarla alguna

vez.Mientras el chico volvía a dormirse, me prometió que iría el

sábado siguiente a visitar a Basilio si yo pasaba a buscarla, ya que no tenía dinero para el viaje ni a nadie con quien dejar a su hijo.

Pasé a buscarla muy temprano por la mañana. Me esperaba en la puerta del edificio con el bebé en brazos. Durante el viaje no dijo ni una palabra. Miraba a través de la ventanilla los suburbios de la ciudad y después el campo al costado de la ruta. Su hijo dor-mía acostado sobre sus rodillas. Cuando le anuncié que estábamos a punto de llegar, se puso inquieta. Comenzó a moverse sobre el asiento. Lloró en silencio y aceptó un pañuelo de papel que le ofrecí.

— ¿Usted cree que se acordará de mí? —me preguntó sin dejar de mirar hacia fuera.

— Creo que sí —le respondí—. — Ya casi no lo recuerdo, no puedo imaginar su cara, ni su voz,

nada.Al ingresar al instituto, dejé a Isabel y a su hijo en el jardín

bajo los árboles. Busqué a Basilio en su habitación. Le dije que tenía visitas, que lo estaban esperando. Me miró con una expresión incrédula sin moverse de la cama, donde permanecía sentado con la radio sobre la oreja. Lo tomé del brazo. Me acompañó dócil y sin separarse de la radio. Mientras caminábamos por los pasillos, se detuvo un par de veces obligándome a volver sobre mis pasos. Me miraba interrogándome, pero yo solo le hacía señas con las manos para que se apurara. Entonces, reanudaba la marcha murmurando palabras incomprensibles, hablando consigo mismo o vaya a saber con quién. Las enfermeras y algunos de los pacientes nos vieron pasar y corrieron a ubicarse detrás de las ventanas curiosos por lo que estaba por suceder.

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Lo conduje hasta el lugar donde lo esperaba su hija. Nos detu-vimos frente a ella. Le dije:

— Basilio, ella es Isabel, tu hija, vino a visitarte. El chico es tu nieto, se llama Javier.

Basilio amenazaba con volver al edificio. Tuve que traerlo casi a los empujones hasta que entendió que debía quedarse allí. Los dejé solos y me dispuse a observar la escena desde cierta distancia.

Permanecieron de pie. Quietos. Mirando al piso. Esquivándose con los ojos. No se hablaron durante varios minutos. Isabel soste-nía al bebé y daba pasos cortos hacia adelante y atrás acunándolo mientras le daba palmaditas sobre la espalda. Basilio continuaba con la radio pegada a la oreja. La mujer estiró los brazos con el niño dormido ofreciéndoselo a su padre. Nunca logré definir si ese gesto tenía la intención de permitir que pudiera observarlo con mayor detalle o era una invitación para que él mismo lo sostuviera. Basilio se contrajo, tembló con todo el cuerpo. Bajó el brazo con la radio y la dejó caer al piso. Una voz áspera cantaba un tango, creo que era Nieblas del Riachuelo, pero en una rara versión flamenca. Ella quedó petrificada con el chico sobre sus brazos extendidos. Basilio se agitó con un movimiento espasmódico que comenzaba en los pies y sacudía su cuerpo como un viento enloquecido. Isabel, asus-tada, regresó al niño hacia su pecho. Lo cubrió protegiéndolo sin saber muy bien de qué. Basilio se orinó. El líquido bajó desde sus pantalones hasta formar un charco bajo los pies de ambos. Basilio lloró o tal vez fuese una risa muy extraña, no lo sé con precisión. Miró en todas direcciones. Tal vez me estuviera buscando, pero no me encontró. Recogió la radio del piso, la colocó sobre su oreja y se fue caminado hacia atrás repitiendo una serie de reverencias más prolongada que lo habitual. Desapareció detrás de los galpones en dirección a la cocina.

Llevé a Isabel de vuelta a su casa. Viajamos inmersos en el mismo silencio que durante el viaje de ida. No hubo preguntas. No hice comentarios. No supe qué decir. Nos despedimos. Le ofrecí algo de dinero.

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— Es para la leche y los pañales —le dije comprendiendo que sonaba ridículo.

Tomó los billetes y los tiró sobre el asiento del auto antes de salir con el bebé. Dejó la puerta abierta y no se dio vuelta hasta que la perdí dentro del edificio. Hubiese querido agradecerle, pregun-tarle tantas cosas. Pero no pude. Me sentí avergonzado.

Los días siguientes no mostraron ningún cambio en la con-ducta de Basilio. Nada parecía poner en evidencia algún registro de ese acontecimiento. Aferrado a su radio, marchaba por los pasi-llos arrastrando los pies y haciendo ademanes como antes, como siempre.

Pocas semanas más tarde, llegó el nuevo director al instituto. Era un hombre joven, autoritario e ignorante. Un burócrata de esa especie que los médicos conocemos bien y despreciamos tanto. Vestía siempre camisa clara, corbata oscura y un guardapolvo blanco almidonado. Decidió que Basilio no podía resistirse al trata-miento, que su radio le impedía la comunicación y la posibilidad de una terapéutica efectiva. Afirmó que le llamaba la atención nuestra incapacidad y nuestra desidia al tolerar una situación tan ridícula durante tanto tiempo. Intenté explicarle que la radio era para él un sostén imprescindible, que lo protegía de un silencio que no podía escuchar, que me parecía un acto de violencia innecesaria quitarle ese aparato cuando no teníamos garantías de ofrecerle una alternativa mejor. Interpretó la divergencia de opiniones como una disputa de poder. Me dijo dos o tres frases hechas sacadas de manuales de psiquiatría que esgrimió como argumentos. Le expli-qué que las enfermedades suceden en personas y en contextos par-ticulares, que las generalizaciones no se refieren a los individuos. Que la medicina consiste en trasladar el conocimiento a las circuns-tancias en que se aplica. Creo que no entendió nada. Clausuró toda posibilidad de discusión. Ordenó que nadie permitiera que Basilio recibiera baterías para su radio. Él mismo informó a todas las visitas de su nueva disposición.

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Basilio comenzó a mostrar signos de intranquilidad. Deambulaba en busca de las personas que habitualmente lo pro-veían de sus baterías. Los miraba con desesperación. Todos res-pondían mostrando sus manos vacías y disculpándose mediante un movimiento de la cabeza que señalaba en dirección a la oficina del director. Él miraba alternativamente a cada uno y luego al despacho del jefe. La radio comenzaba a dar muestras de agotamiento. Dos o tres veces dejé a escondidas pilas debajo de la almohada en su cama sin que nadie lo notara.

El director se paraba en la puerta de su oficina extrañado por la inusitada duración de las baterías. Desde allí, observaba el itinerario ansioso de Basilio acompañado por los gestos de su mano derecha reclamando a cada uno que se cruzaba con él.

— Ese hombre tiene la cabeza anulada por la radio —me dijo sin dejar de mirar a Basilio.

— Eso es mejor que tenerla vacía —le respondí mientras sentía en el cuerpo una inquietud que conocía desde mi infancia y que me anunciaba como un aura que estaba por cometer un acto del que más tarde me iba a arrepentir.

— Creo que alguien le entrega pilas sin que yo me entere. Si confirmo lo que sospecho, ¡te vas! ¿Me entendiste?

No dije nada. No me sentía seguro de poder evitar una res-puesta violenta. Necesitaba el trabajo y sabía que tenía que cuidarlo, aunque experiencias anteriores de mi vida anticipaban que no logra-ría controlarme por demasiado tiempo.

Esa noche me quedé hasta tarde estudiando. Cuando me dis-ponía a acostarme, Basilio se asomó por la puerta de la sala de médicos. Estaba feliz. Sabía que era yo quien le dejaba las baterías bajo su almohada y eso nos unía todavía más. Subió el volumen de la radio. Una música elemental y pegadiza invadió el ambiente. Se acercó hasta ubicarse junto a mí. Pasé mi brazo sobre sus hom-bros. Él hizo lo mismo con su único brazo libre. Bailamos. Una pantomima de danza griega al ritmo de cumbia villera. Nos reímos de nuestra propia torpeza para bailar. Manuela llegó atraída por el

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volumen de la música. Nos miró un instante y se unió apoyando su brazo sobre mi espalda. Después se separó hasta ponerse de frente a ambos y bailó sola. Se transformó al ritmo de la danza hasta extraer una sensualidad extraordinaria de ese cuerpo enorme. Agitaba sus pechos como una ofrenda generosa y brutal. Se reía a carcajadas.

De pronto, Basilio bajó el volumen de la radio y salió cami-nando hacia atrás haciendo apresuradas reverencias. Pasó de cos-tado a través de la puerta esforzándose por no empujar al director que nos miraba apoyado sobre el marco sin moverse un milímetro para facilitarle el paso. Junté mis cosas y salí. Debí empujarlo con el hombro para atravesar la puerta. Su cuerpo golpeó contra la pared. Nos miramos.

—Ahora sí —me dijo—, vos te lo buscaste. No le respondí.La mañana siguiente recibí un telegrama de despido. Por la

tarde, me presenté en el instituto. No logré que el director me reci-biera, aunque no insistí demasiado. Cobré, firmé papeles, busqué a Basilio. Me observaba desde una de las ventanas que daban al jardín. Lo llamé con un gesto, pero comenzó a correr hasta que lo perdí de vista.

— Esta noche le quitarán la radio —me dijo la secretaria sin levantar la vista de la pantalla de la computadora—. El señor direc-tor avisó que pasará la noche en su oficina para controlar todo personalmente.

Pasé por la habitación y volví a dejar cuatro pilas debajo de la almohada de Basilio y una nota en la que le escribí: “Cuidate, Basilio. Te quiero y te voy a extrañar mucho. Voy a venir a visitarte, no te preocupes”. Firmé y anoté mi número de teléfono. Me fui.

Esa noche no pude dormir. Pensé en Manuela, en Basilio, en mi propia irresponsabilidad. Me sentí culpable e imbécil. Tomé un whisky y luego otro. Salí a caminar. Volví sin poder precisar cuánto tiempo después. Logré dormir. Soñé algo que no recuerdo, pero que me dejó perplejo y angustiado.

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Me despertó el teléfono. Nadie contestaba, pero podía escu-char con claridad el sonido de la radio. “Basilio, ¿sos vos? ¿Te pasa algo?”, cortaron. Una hora más tarde el teléfono volvió a sonar. Esta vez tampoco hablaron: “¡Basilio, hablame!”, el volumen de la radio era tan bajo que permitía escuchar su respiración acelerada. Cortó.

Me quedé esperando un nuevo llamado. No quise encender la luz. Los primeros sonidos del día llegaron con regularidad. Todo seguiría su curso. La descarga del baño del vecino, el sonido de la ducha y la radio dando el informe de tránsito en los accesos a la ciudad. Alguien leía el pronóstico del tiempo: nubosidad variable y tormentas por la tarde noche.

Recién amanecía cuando volvió a sonar el teléfono. Manuela lloraba, apenas pude comprender lo que me decía, pero sabía que se trataba de algo grave. “Él no tendría que haberle quitado la radio, nunca debió haber hecho algo así”. Decidí volver al instituto. Ingresé entre un tumulto de ambulancias y policías. Muchas personas cami-naban de un lado a otro acompañando a los internados o dando explicaciones a las familias que preguntaban por ellos. Una cami-lla pasó a mi lado arrastrada por Farías, el jefe de mantenimiento del instituto. Transportaba un cuerpo completamente cubierto. Se detuvo. “Con estos locos, nunca se sabe”, me dijo. Corrió la manta y descubrió la cabeza ensangrentada del director. Lo volvió a tapar y siguió su marcha. Un policía guardaba el palo con el que Basilio balanceaba su mameluco sobre la hornalla para secarlo en una bolsa transparente con la leyenda “Policía científica”. Alguien sacaba fotos dentro del despacho del director, cercado por unas cintas ama-rillas y negras.

Corrí hacia la habitación a través de los pasillos desiertos. Mis propios pasos resonaban como un estruendo de golpes sobre el piso. La puerta de la habitación estaba cerrada con llave. Logré abrirla a patadas. Desde la radio, abandonada sobre la cama, una locutora susurraba palabras con una voz ridículamente sensual mientras sonaba de fondo la introducción del tema “Exit music” de Radiohead. Basilio tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Los

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dientes mordían su lengua que asomaba unos centímetros de la boca y de la que partían dos hilos finos de sangre seca. La cabeza caída, inclinada hacia la izquierda. Los labios azules, las manos moradas. Los pies todavía conservaban la flexión de los dedos suspendidos en el aire a treinta centímetros del piso. El cuerpo sostenido por una sábana anudada al cuello pendía de un gancho en la pared. Lo abracé. Apoyé mi cara sobre su pecho helado. Creo que lloré. Le dije: “perdonanos, perdonanos...”, muchas veces.

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Adela

Ayer por la mañana, una ambulancia trajo a Adela a la guardia del hospital. Su pierna derecha estaba inmóvil, la rodilla apuntaba hacia fuera y tenía el pie apoyado sobre su lado externo. No se que-jaba. Le dije que tenía que revisarla y que lo haría con el mayor cuidado para evitarle un sufrimiento innecesario. Giró la cabeza, pero no me dijo nada. Le pregunté si me había comprendido, pensé que podría estar confusa o desorientada. Apenas me miró. Era una mujer delgada con la mandíbula prominente, los ojos claros, tal vez azules, las pupilas rodeadas por un arco senil amarillento, el cabello gris y la boca arrugada en las comisuras. Parecía estar pensando en algo alejado de lo que sucedía a su alrededor. Mientras la exami-naba, Manuela, la enfermera, me hizo señas para que me acercara. Quería decirme algo sin que ella pudiera escucharnos.

—No quería venir al hospital. Se resistió mucho. Insultó, for-cejeó hasta que lograron traerla. La encontraron tirada en el piso abrazada a su esposo. Nadie pudo sacarle más que dos o tres pala-bras sueltas, parecía enfermo o algo así. La mujer no quería dejarlo solo y él no quiso acompañarlos.

Le hicimos radiografías y análisis. Tenía una fractura de cadera. Se decidió operarla algunas horas más tarde. Se lo dije, pero tam-poco eso modificó su actitud.

—Adela, va a ser necesario operarla. Le vamos a dar anestesia general y no va a sentir nada. Quédese tranquila.

Me escuchó con indiferencia y volvió a concentrarse en sus pensamientos. De a ratos se frotaba el muslo con la palma de la mano como única señal de que sentía algún dolor. Nada de lo que

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le sucedía parecía importarle demasiado. La trasladaron a la sala de mujeres para prepararla para la cirugía.

La sala tenía dos filas de quince camas distribuidas a lo largo de unos veinte metros. En el centro, un par de escritorios de madera en muy mal estado, repletos de papeles desordenados. Sobre un soporte, instalado en la pared a gran altura, había un televisor pequeño que mostraba escenas de un documental sobre ballenas. Una mujer tejía con una sola aguja. No miraba lo que hacía, movía los dedos auto-máticamente mientras el hilo abandonaba un ovillo blanco que sal-taba como una marioneta sobre el piso.

Pasé varias veces cerca de Adela. Siempre estaba en la misma posición. Después de cenar fui a verla para hacerle los últimos con-troles antes de que la llevaran al quirófano. Busqué una silla, pero todas estaban rotas. Me senté sobre el borde la cama. Olía a colonia de baño. Miraba al techo. Tenía los cabellos largos y blancos atados en un rodete sobre la nuca. Por delante, el peinado era tenso. La frente despejada le agrandaba los ojos. Me dio unas palmaditas en las rodillas y sonrió al verme.

—Adela, ¿tiene ganas de hablar?—Creo que esta va a ser la primera noche que paso fuera de mi

casa en los últimos diez años, doctor.—¿Sí? ¿Por qué?—Nunca lo dejé solo a mi Pedro.Hablaba como si nuestra conversación viniera desde tiempo

atrás, aunque era la primera vez que lo hacíamos. Me veía, pero no me escuchaba.

—Esa tarde, doctorcito, no me la puedo sacar de la cabeza. Podría contarle cada detalle. La ropa que tenía puesta, las miradas entre el Pedro y yo cuando el Diego salió a la calle. “Andá, salí, hay algo para vos en la vereda, un regalo de tus viejos”. Caminó despa-cio, desconfiando. “Dale, dale, no seas cabezón”, le decía el padre. Salió sin imaginar lo que iba a encontrar. Había soñado tanto con esa moto. Le pusimos Diego por “el Diego”, ¿vio? Nació en agosto del 86, poco después del Mundial y el padre se empecinó en que debía

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llamarse así. Mi esposo trabajó los fines de semana durante todo un año para juntar peso sobre peso. Había terminado el secundario, era buen alumno, trabajaba en un quiosco cuando salía del colegio. No hacía más que agradecernos lo poquito que le habíamos podido dar. Pero el Pedro insistía: “el pibe se lo merece, Adela, se lo merece”. Y se la compró, doctor. Estaba más feliz que el chico. Nunca lo había visto así, se lo juro.

Se encendía a medida que avanzaba en el relato. Hacía lo posible por levantar la espalda y acompañaba las palabras con movimientos de las manos. De a ratos me miraba para comprobar que le estaba prestando atención.

—Lo espiamos a través de la ventana. Los dos abrazados, no lo podíamos creer. Acarició la moto, así con la palma de la mano. Se daba vuelta y nos buscaba. Entró corriendo y nos abrazó. Lloró como cuando era un chico. Nos apretaba tanto que creí que no lo iba a aguantar. Si hasta hematomas me salieron al otro día. Unos man-chones negros aquí en los brazos. El Pedro se soltó, le dio un beso y se fue al baño. Yo sé que él también se fue a llorar.

Le apreté fuerte la mano. Me pareció que tenía que detenerla para que llegara a la cirugía menos alterada. No supe qué hacer. Le acaricié la cabeza y le acomodé la almohada. Manuela apoyó su mano sobre mi hombro como una advertencia. Entonces, comprendí que tenía que permitir que Adela hablara.

—Fue en el primer viaje. Se bañó, se puso la mejor ropa, una campera nueva que le había regalado el padrino y las zapatillas que le compramos en Navidad. Cuando subió a la moto nos volvió a mirar por la ventana. Le hice señas de que se subiera el cierre, estaba fresco. Con el Pedro nos quedamos escuchando el ruido del motor hasta que desapareció.

Se calló. Tal vez había hecho silencio para volver a escuchar el ruido de la moto que se alejaba por la calle hasta desaparecer.

—No serían ni las nueve de la noche, doctorcito. El Pedro miraba las noticias en la televisión. Tocaron la puerta. Raro, ¿vio? Un sonido extraño, malo, muy malo. Yo supe que era una desgracia.

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No nos dijimos nada. El policía era gordo, una especie de mono con uniforme. Me lo largó así nomás, como si se tratara de una noti-cia cualquiera, rapidito. Yo no quería escucharlo, pero ya lo había dicho. Nos dejó un papelito arrugado con el teléfono y la dirección de la comisaría y se fue. El Pedro se agarró de mi brazo. Pensé que se iba a desmayar. Lo acompañé al sillón y lo senté. Lo abracé. Nos quedamos quietitos sin saber qué hacer, qué decir.

Adela volvió a hacer una pausa. Le pedí que se tranquilizara, que no era el mejor momento para recordar algo tan terrible.

—Cuando volvimos del cementerio, llovía. El Pedro estaba sentado junto a la ventana y miraba hacia la vereda. Tuve miedo. “Sentate —me dijo—, mirá Adela, al pibe lo maté yo, ¿sabés? Quiero que sepas que ahora me voy a matar. No voy a decírtelo otra vez. Lo voy a hacer”. Y no lo dudé, doctorcito. Yo sabía cuándo el Pedro estaba decidido a hacer algo y cuándo no.

Ya era de noche. Afuera todo seguía ajeno a lo que vivíamos dentro del hospital. Seguí el movimiento de los autos desde que aparecían hasta que ingresaban en un punto ciego más allá del rec-tángulo de la ventana. El relato de Adela no me daba tregua.

—No nos dijimos nada más, doctor. Nunca. Apenas esas pocas palabras y después un silencio que ya lleva diez años. Jamás pudo llorar, ni una vez. Yo sabía que no tenía que dejarlo solo ni por un minuto. Y no lo dejé, jamás. Él se fue quedando quieto. Fue dejando de hablar. Nada le interesaba. Los canarios que criaba en el patio se fueron muriendo. Era lo que más le gustaba en el mundo, pero ni siquiera le importó. Yo le daba de comer, lo bañaba, lo dormía. Lo llevaba a cobrar la jubilación y a hacer las compras. Lo sentaba en la cocina mientras preparaba el almuerzo o limpiaba la casa. Lo afeitaba y lo vestía. En Navidad armaba una mesa en el patio y nos sentábamos los dos solos. Cuando llegaban las doce, le ponía una copa en la mano y lo obligaba a brindar. Entonces le pedía a Dios que no me lo quite, doctor. Después empezó a caminar raro, con pasitos cortos. Se caía. A veces se levantaba de madrugada y se iba al patio. Se quedaba allí, muerto de frío. Yo lo espiaba desde la

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ventana de la cocina. Lo dejaba un rato y después le llevaba una frazada, lo cubría y me lo traía despacito de vuelta a la cama. Cada vez se movía con más dificultad. Se puso duro, como si fuera de pie-dra. Nunca, nunca lo dejé solo porque sabía lo que iba a pasar si yo me distraía. Cuando me caí de la escalera y sentí ese crujido de los huesos, lo agarré fuerte de la mano y lo obligué a que me arrastrara hasta la cama. No lo quería soltar. Nos quedamos así agarrados toda lo noche. Me moría de dolor, pero me lo aguanté.

El carro de la comida entró a la sala. El ruido metálico y el tintineo de los platos que rebotaban sobre las bandejas eran ensorde-cedores. La mucama distribuyó las raciones a cada paciente. El olor a sopa de zapallo y a pollo me hizo sentir náuseas.

—Cuando se hizo de día escuchamos los ruidos de los veci-nos que se levantaban. Sonó el timbre muchas veces. El teléfono. Otra vez el timbre. Pero no atendimos. Entonces escuchamos los golpes en la puerta de chapa. Ruido de patadas. Después apareció el muchacho de la casa de al lado, despeinado y muerto de miedo entrando en la pieza. Y al rato, usted ya sabe doctorcito, la ambulan-cia, la enfermera. Me arrancaron del lado del Pedro. Les grité que no me lleven, que me dejen, que era importante, que no podía irme de casa. Les supliqué, pero ni me escucharon.

Intenté consolarla, pero yo estaba más conmovido que ella.—Quería contárselo, doctor. Necesitaba que usted lo supiera

antes de operarme. Tiene que hacer algo, por favor. Que alguien vaya a cuidar a mi Pedro. Prométamelo.

—Quédese tranquila, Adela. Ya mismo me voy a ocupar. Ahora descanse que dentro de un rato vendrán a buscarla para llevarla al quirófano.

Salí a buscar a alguien que pudiera ir hasta su casa y ocuparse de Pedro. Se había desatado una tormenta y empezaba a llover. La ambulancia no estaba disponible. Tuve que pedírselo a la guardia policial. No se interesaron demasiado, pero mi insistencia logró que dispusieran lo necesario para hacer una visita de comprobación. Les pedí que me avisaran de inmediato cómo estaba Pedro para que su

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mujer pudiera operarse más tranquila. Mientras esperábamos noti-cias, llegó la hora de llevar a Adela a cirugía. La encontré en una camilla frente a las puertas del quirófano. Le avisé que ya se estaban ocupando de su esposo y la acompañé mientras la operaban. Al cabo de algo más de dos horas, salimos rumbo a la sala de recuperación. Ella todavía estaba semidormida, pero sin mayores complicaciones.

El policía me llamó por teléfono y me pidió que bajase a la sala de emergencias. No quiso explicarme los motivos. Lo encontré rodeado por mis compañeros conversando. Hacía gestos que ilus-traban lo que decía, pero que yo aún no lograba escuchar. Cuando estuve cerca se calló. Todos abrieron el círculo que formaban a su alrededor hasta dejarme solo frente a él.

—Fuimos, doctor. No respondieron al timbre. El vecino nos ayudó a entrar a través de los fondos de su casa. No encontramos a nadie.

El estampido de los truenos lo interrumpían a cada momento. Nos callábamos cuando veíamos el destello de un rayo y esperá-bamos a que llegara el sonido. La lluvia golpeaba sobre el techo de chapa. Dos mucamas intentaban sacar el agua que inundaba los consultorios. Un hombre corría entre las ventanas tratando de cerrarlas para que no se golpearan con el viento. Justo antes de lle-gar a la última, una ráfaga la empujó y el vidrio estalló en mil pedazos. Llegaron los bomberos anticipándose al anegamiento de los sótanos del hospital. Empujaban una bomba sobre un soporte con ruedas para sacar el agua que inundaba el subsuelo apenas llovía desde hacía muchos años.

—Lo buscamos por el barrio, pero no lo encontramos. No había una nota ni señales de que se hubiese llevado nada. Todo estaba en orden. Nos volvimos para hacer una denuncia por el paradero de ese hombre. Necesitábamos sus datos y una foto, y pensamos que su esposa nos los podría facilitar.

Manuela se acercó para decirme que habían encontrado a un anciano bajo la lluvia en la puerta del hospital. Pensé que podría ser Pedro, pero el hombre no quería moverse y no hablaba ni una

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palabra. Fuimos juntos. Lo encontramos sobre uno de los bancos del parque de la entrada. Estaba empapado, la ropa chorreaba agua y el cabello goteaba sobre su cara. Tenía un paquete envuelto en papel de diario aferrado con ambas manos.

Lo cubrimos con un paraguas e intentamos hablarle. Manuela lo tomó del brazo, pero él se resistía a moverse. Quiso revisar el contenido del paquete, a lo que también se negó. Forcejearon, pero el hombre logró retenerlo.

—Pedro, ¿usted es Pedro? —le dije casi a los gritos intentando superar el ruido del viento y la lluvia. El paraguas se desarmaba. El hombre me miró. No se inmutaba ante el tumulto que la tormenta, nosotros y un grupo de curiosos armábamos alrededor suyo.

—¿Usted viene a ver a Adela? —le pregunté casi pegado a su oreja. Nada. Las personas que nos acompañaban comenzaron a abu-rrirse y se retiraron.

El viento sacudía las ramas de los árboles sobre nuestras cabe-zas. Desde algún lugar cayó una paloma. Luchaba contra el viento, pero apenas se movía. Manuela se fue detrás de ella con el paraguas abandonándonos al chaparrón que había adquirido su mayor inten-sidad. El viejo parecía una estatua bajo el diluvio. Sentado sobre el banco, la espalda recta, las rodillas juntas, las manos sobre los muslos. No lograba identificar ninguna señal en su cara que me per-mitiera saber si el nombre de Adela le resultaba familiar. Parecía no tener gestos ni expresión.

Me senté a su lado chorreando agua por todos lados. Le pasé mi brazo sobre sus hombros. Apoyé una mano sobre su rodilla.

—Pedro, soy el médico que atiende a Adela. Conozco la histo-ria de Diego, su hijo. Ella me la contó.

La rodilla comenzó con un temblor que al principio no era visi-ble, pero que yo podía sentir en la palma de mi mano. El movimiento fue encendiéndose, se hizo más frecuente y más amplio. El cuerpo concentró su energía en una actitud que anticipaba que se pondría de pie. Despacio, armando cada secuencia del movimiento como si fuese independiente de la siguiente, se enderezó hasta pararse. Yo

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también lo hice. Se había formado un charco enorme sobre el que estábamos parados. Supe que era Pedro. Abrió la boca que se le llenó de agua de inmediato y dijo: —Diego, Diego… Escupiendo gotitas al aire. Se tapó la cara con las dos manos y lloró. El paquete que sostenía cayó sobre un lago de barro chirle. Al abrirse se despa-rramó un camisón blanco con pequeñas flores rosadas y una toalla azul con los bordes desflecados. No podía verle los ojos, pero sentí que lloraba con el cuerpo pese a la rigidez de sus movimientos. Nos iluminó el destello de un rayo y por un instante se hizo de día. El trueno llegó demorado, lento, como los movimientos de Pedro al ponerse de pie. Manuela volvió con la paloma apretada entre las manos. Lo abracé y lo besé en la frente.

—Llore, Pedro, llore —le dije sin habérmelo propuesto. Él también me abrazó—. Pedro, no se asuste, Adela está muy bien.

Dio una especie de saltitos que no lograban moverlo, pero que yo podía percibir en la tensión que le recorría las piernas.

—No va a pasarle nada malo. En un par de días volverán los dos a casa.

Apoyó su cabeza en mi hombro. Los dos emitíamos un vapor que se dispersaba a pocos centímetros de nuestros cuerpos. Sin dejar de llorar dijo: “Diego”, muchas veces, muchas veces. Repitió ese nombre como una plegaria. Miró hacia el cielo que se desplomaba sobre nosotros. Juntó fuerzas hasta que un sonido áspero y furioso le salió por la boca. Gritó. Un alarido primitivo y salvaje. Un estam-pido de dolor animal que trepaba el estruendo de la noche.

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Cama 460

El pájaro caído no se puede tocar el ala herida,pero algo que no es él mismo se la toca.

Roberto Juarroz

Florencia siempre ha sido alta, con una voz contundente y con-vicciones firmes. En el colegio de hermanas aprendió que a veces su figura resultaba intimidante, aunque no fuera esa su intención. Era una alumna aplicada, una misionera sensible y una amiga leal. Anduvo arropada por una familia amorosa y una moral estricta hasta que la vida le fue limando las culpas y abriendo las puertas. Casi sin darse cuenta se encontró un día siendo médica, que era una de las cosas que más quería en la vida. Ingresó a la residencia con veinticinco años en un hospital público con el propósito de entre-narse en Terapia Intensiva. Su primer año lo pasó en una sala de Clínica Médica para completar el ciclo introductorio. Se levantaba muy temprano; su mamá le llevaba una taza de café con leche a la cama como cuando era una nena. Ella la bebía con los ojos cerrados y el cuerpo en estado de gracia. Tomaba el colectivo cuando el sol recién se asomaba sobre la avenida. Era de las primeras en llegar al hospital. Trabajaba con ese ritmo intenso y desalmado con que la medicina recibe a los novatos. Sabía que era necesario pasar por esa etapa, más como un rito de iniciación que como un programa de aprendizaje.

Los primeros meses el agotamiento no le permitió reflexionar acerca de lo que estaba viviendo. Siempre estaba cansada, con sueño, sin tiempo para ver a sus amigas de la infancia ni para tomarse unos

(Para Florencia, que me lo contócon un nudo en la garganta)

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mates con la familia. Llegaba a su casa y caía rendida sobre la cama. Casi no leía las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban ni los diarios; ya no miraba películas ni televisión. Por primera vez en muchos años, tenía las uñas de las manos sin pintar. No recordaba cuándo había sido la última vez que había ido a la peluquería. Se dormía en el colectivo, en la cena familiar, incluso un par de veces se había quedado dormida en el baño. Todo su pequeño mundo pasaba por el hospital. Las tareas eran tantas, tan nuevas y tan variadas que no le quedaba más remedio que aprenderlas mientras las hacía. Fue adquiriendo sus primeras herramientas para comunicarse con los pacientes y con sus familias, conociendo a personas con distin-tos lenguajes, costumbres y actitudes. Le llevó un tiempo asimilar las reglas implícitas de la profesión, los códigos tácitos de los que nadie habla, pero que funcionan como una ley dura e inflexible que nadie se anima a nombrar.

Sus compañeras eran casi todas mujeres, también sus jefes. Los varones eran una minoría. Recorrían la sala todas las maña-nas pasando las novedades de la evolución de cada paciente. Los médicos con más experiencia daban sus opiniones y los más jóvenes tomaban nota de sus sugerencias. Florencia tenía una obsesión con el orden y la prolijidad desde que era una niña. Anotaba las tareas en una libreta de tapas duras rosada, repleta de dibujitos de Sarah Kay. Resaltaba lo que escribía con distintos colores de acuerdo con el tipo de actividad y con la prioridad que le asignaba: rojo, el labora-torio; amarillo, radiología; verde, interconsultas; azul, indicaciones médicas. Nunca se iba hasta completar el trabajo pendiente. Sabía que si algo no quedaba resuelto no podría soportarlo. Se anticipaba a ese malestar que la perseguiría hasta el día siguiente yendo de un lado para el otro hasta que la lista de su libreta quedaba cerrada.

Durante una de aquellas recorridas se discutió el caso de una paciente con fiebre prolongada y sin foco infeccioso evidente. Se evaluaron las posibilidades y se recomendó tomarle muestras para hemocultivos con el propósito de descartar la circulación de algún microorganismo en su sangre. Una vez finalizado el pase de sala,

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Florencia subió al laboratorio para obtener tubos estériles. Volvió hasta la cama de su paciente, se higienizó metódicamente las manos, se puso un camisolín, barbijo y cofia estéril y, con la ayuda de la enfermera, tomó las muestras sanguíneas que repartió en tubos de cultivo. Mientras rotulaba el material entró su residente de segundo año. Se acercó para observar lo que estaba haciendo y miró los mate-riales utilizados como si los estuviera fotografiando. Su disgusto era evidente, aunque Florencia no alcanzaba a comprender el motivo. Lo miró interrogándolo, pero él permaneció callado. Terminó con el trabajo y salió de la habitación. Él la siguió hasta el pasillo.

—¿Por qué tomaste los hemocultivos sola, sin esperarme?—No sabía que tenía que esperarte.—Siempre tenés que esperar a un residente superior cuando

vas a hacer un procedimiento por primera vez.—No es la primera vez. Doy clases de Microbiología en la

facultad desde hace años y este es un tema que he enseñado muchas veces. Lo conozco muy bien.

—Acá no importa lo que sepas. Acá estás para aprender de los que lo hemos hecho antes que vos.

—Entiendo que eso sea así para lo que no sé hacer, pero no tiene sentido para lo que ya sé.

—Lo que tiene sentido y lo que no tiene sentido en este servicio no lo decidís vos. Espero que te quede claro desde ahora.

El residente se fue sin saludarla. Florencia lo siguió con la mirada, incrédula, hasta que su silueta desapareció por el hueco de la escalera. Se sintió incómoda y desorientada. Subió hasta el quinto piso para entregar las muestras en el laboratorio. Cuando volvió a la sala, estaba más furiosa que confundida. No lo comentó con nadie. Muchas de las reglas tácitas que gobernaban las relaciones en el hospital eran gestos confirmatorios de un orden jerárquico y del principio de autoridad basado en el tiempo que cada uno llevaba en ese lugar. El novato, por definición, no debía saber, no podía opinar, no tenía que hacer nada si alguien no lo habilitaba para ello. Desde

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aquel día algo se tensó en el vínculo con sus jefes. Sin proponérselo, había desafiado el orden establecido. Y eso resultaba intolerable.

Algunas tardes Florencia daba clases en una cátedra de la Facultad de Medicina de la que había sido alumna. Cuando le ofre-cieron un cargo como jefa de trabajos prácticos, creyó que era una oportunidad de formación y de adquirir experiencia en la enseñanza con mayor responsabilidad. Les pidió a su jefa de residentes y a su instructora autorización para salir un rato antes los martes y los jueves. Les ofreció devolver esas horas quedándose hasta más tarde los otros días. Se la negaron. Entendió de inmediato que no había motivos razonables para impedirle lo que era, a todas luces, algo de interés, no solo para ella, sino también para su trabajo y, por lo tanto, para el de todos. Peleó. Discutió durante varios días con la energía de quien sabe que tiene razón y que tiene derecho. La actitud enturbió el clima, y la relación con sus superiores se puso áspera y distante. Reclamar merecía un castigo, y se lo impusieron. Finalmente, la autorizaron a retirarse para ir a la facultad, pero la condenaron a hacer guardia los domingos durante seis meses, sola, sin supervisores ni compañeros. Lo aceptó con la obstinada tozudez que la acompañaba desde el jardín de infantes.

El primer domingo le temblaron las piernas antes de entrar al hospital. La sala de Clínica Médica era un largo pasillo con habita-ciones sobre la derecha y ventanales sobre la izquierda. Las camas se agrupaban de a dos o de a cuatro en cuartos austeros y helados. El silencio era lo que más se escuchaba un día feriado, aunque des-pués de algunos minutos aparecían los ruidos que lo interrumpían: alarmas de monitores, quejidos de algún paciente, el soplido de un respirador o el eco lejano de una radio que anticipaba el fútbol de la tarde.

Se encontró a cargo de cuarenta enfermos con las patologías más diversas y sin nadie con quien consultar las decisiones que hubiese que tomar. El jefe de la guardia la recibió con cordialidad:

—No te preocupes, vos hacé lo que haya que hacer y ante cual-quier dificultad no dudes en consultarme.

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Eso la tranquilizó un poco, aunque no mucho.Durante el día el trabajo fue agotador. Pasaron seis ingresos,

controles a pacientes a los que no conocía, análisis clínicos, idas y vueltas a la guardia general para evaluar urgencias, indicaciones médicas, informes a familiares. Varias veces sintió la necesidad de consultar a alguien acerca de algún caso. La soledad y el desamparo se le hicieron presentes. Había llevado un grueso tomo del Harrison al que apeló cuando una dosis o un diagnóstico se le pusieron difí-ciles. El libro era un mamotreto de más de mil páginas, ajado, subrayado y repleto de anotaciones. Sus padres se lo habían rega-lado cuando ingresó a la Unidad Hospitalaria. Lo habían comprado en cuotas. Casi sin darse cuenta, encontró la noche detrás de los ventanales. No había comido, no había descansado. Tenía los pies hinchados y la espalda dolorida. Fue a la habitación de médicos, se dio una ducha, buscó en la mochila un chocolate Milka que le había dejado su mamá (“Por las dudas”, le había dicho en el umbral de la casa antes de salir hacia el hospital). Se recostó en la cama vestida y desenvolvió la tableta despacio. Empezó a sentir el sabor de las almendras antes de llevársela a la boca. Afuera el silbido del tren cortaba el silencio de la noche. Por primera vez durante ese domingo, tomó conciencia de que había un mundo exterior. Golpearon la puerta. Entró la enfermera con una historia clínica en la mano.

—El chico de la cama 460, doctora… lo veo muy mal, creo que se está muriendo —le dijo extendiéndole una carpeta enorme repleta de estudios con la información del paciente.

Florencia envolvió el chocolate con el papel metalizado y caminó detrás de la enfermera sin decir una palabra. Por el pasillo miró de reojo la primera página de la historia clínica. Reconoció palabras sueltas en la penumbra: seminoma, metástasis, quimiote-rapia, terminal.

Llegaron a la puerta de la habitación donde estaban los padres del enfermo y su hermana. Las dos mujeres permanecían calladas,

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con los ojos cerrados, tal vez rezaran. El padre tomó a Florencia del brazo:

—¡Haga algo, doctora! ¡Se puso muy mal, no puede respirar, se está muriendo!

El hombre era robusto, maduro, caminaba nervioso en círculos. Entró al cuarto con paso firme y con el corazón que le salía por la boca. Antes de ver al paciente, escuchó su respiración forzada, un quejido prolongado y tenue, pero desgarrador. Se detuvo al costado de la cama y encendió la luz. La cabeza del joven se perdía sobre una serie de almohadas superpuestas que lo mantenían semisentado. La boca se abría buscando el aire con desesperación. Estaba tan adelgazado que le costó reconocer un rostro sobre los huesos filosos y los ojos hundidos en las órbitas.

Miró la ficha clínica. Tenía veinticinco años, su misma edad. Se llamaba Ariel. El chico la miraba con más temor que curiosi-dad. Florencia le acarició la cabeza.

—Tranquilo —le dijo—, yo te voy a ayudar.Lo examinó sosteniéndole la espalda. No debería pesar más

de cuarenta kilos. La piel era transparente, las conjuntivas pálidas, el abdomen hinchado a tensión, atravesado por venas azuladas en todas direcciones, el ombligo sobresalía hacia afuera como un faro sobre una isla desierta. Las piernas eran un par de huesos sin mús-culo y las rodillas resaltaban como raíces de un árbol seco. Los tobillos estaban hinchados. Cada vez que tocaba alguna parte de su cuerpo la estremecía su frialdad. La enfermera la ayudó a colo-carle una máscara de oxígeno. Revisó las indicaciones y los últimos estudios. Miró la radiografía del día anterior. Se sentó sobre la cama tomándole la mano helada.

—Ariel, vamos a tener que hacer algunas cosas. Tenés los pul-mones y la panza llenos de líquido, eso es lo que no te permite res-pirar. Si lo evacuamos te vas a sentir mejor.

El padre caminaba alrededor de la cama movido por una ansie-dad que no le permitía quedarse quieto. Hablaba sin parar, tosía, abría y cerraba la ventana, secaba la frente sudada de su hijo con

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una gasa o le ponía entre los labios un algodón humedecido con té azucarado. Ariel miraba a ese hombre desesperado y a Florencia alternativamente. Se esforzaba por respirar con dificultad, pero no perdía su conexión con las personas que lo rodeaban. Estaba atento a sus expresiones y actitudes. Tiró del brazo de Florencia para acer-carla a su boca. Se quitó la máscara:

—Por favor, basta, basta… Estoy cansado, no quiero más… —le dijo con un susurro entrecortado por la respiración, pero con la firmeza y determinación que, pese a todo, transmitía al hablar. Se miraron por primera vez a los ojos. Intensamente.

Eran dos jóvenes de la misma edad. Algo los hizo sentir seme-jantes. El chico confiaba en que ella podría entenderlo. Florencia sintió una corriente eléctrica en la columna vertebral. Como un des-tello, se vio a sí misma abandonada en esa cama. “Podría ser yo”, pensó. “Soy yo”, se dijo en voz baja. Pasó su brazo por el cuello de Ariel con una seguridad que nunca había sentido antes.

—Tranquilo, mejor conversemos un rato. Quiero explicarte lo que podemos hacer y que sepas que vamos a respetar lo que vos decidas, pero tenés que estar muy seguro.

El padre miraba horrorizado la escena sin comprender del todo lo que su hijo estaba pidiendo.

—¡Haga algo, doctora! —gritó en tono imperativo, amenazante.Florencia le pidió que le permitiera quedarse a solas con su

hijo.—Quiero hablar con él. Necesito saber qué piensa, qué siente,

qué quiere. —Lo acompañó hasta salir del cuarto y cerró la puerta.Florencia era asmática desde la infancia. Llevaba su enferme-

dad sin mayores inconvenientes, aunque en algunas oportunida-des había padecido crisis severas. Cuando enfrentaba situaciones extremas o ante el uso de algunos medicamentos habituales, como la aspirina o la dipirona, experimentaba episodios de falta de aire angustiantes y prolongados. No pensaba mucho en eso, pero al vol-ver a la habitación sintió que el aire salía pesado y lento desde sus bronquios; tuvo que hacer un esfuerzo para vaciar los pulmones.

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Sabía lo que ese chico estaba sintiendo. Ella conocía la sed de aire. También en eso se parecían.

Se sentó para leer con detalle la historia clínica antes de con-versar con Ariel. Cinco años atrás le habían diagnosticado un tumor maligno en un testículo, un seminoma. Había realizado todos los tratamientos posibles: quimioterapia, cirugía, radioterapia. La evo-lución había sido mala, por lo que incluso se habían ensayado terapias experimentales sin resultado alguno. Desde hacía dos años tenía metástasis del tumor en los huesos, en los pulmones y en el peritoneo. La sobrevida esperada era mínima; estaban agotadas todas las instancias. Dejó la historia sobre la mesita de luz, respiró profundamente dos o tres veces. Trató de recordar si se había apli-cado el aerosol con broncodilatadores esa mañana antes de salir de su casa, pero no pudo asegurarlo.

Se volvieron a mirar durante algunos segundos. Florencia le retiró la máscara y cerró el flujo de oxígeno. Se hizo un silencio profundo.

—Ariel, puedo aliviar un poco tu falta de aire si me permitís hacerte una punción pleural. Si sacamos algo del líquido de tus pul-mones vas a respirar mejor por un tiempo.

El joven la escuchó con atención, pero sin esperanzas. Se incor-poró sobre la cama con un esfuerzo tremendo. Florencia lo ayudó a sentarse.

—Doctora, estoy muy cansado, no aguanto más. Por favor, déjenme, no quiero que me hagan nada más.

Parecía tranquilo, lúcido, con una determinación serena. Todo en él trasuntaba un agotamiento extremo, estaba exhausto, pero no solo en su cuerpo. Su mirada y su manera de hablar dejaban ver una clase de cansancio que excedía la dimensión física.

—Ya luchamos todo lo que era posible, ellos y yo. Por favor, no me obliguen a seguir. Necesito descansar, no puedo, no puedo más…

A Florencia empezó a faltarle el aire, pero se dijo a sí misma que tenía que sobreponerse a eso y lo logró.

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—Ariel, necesito estar segura de que vos entendés lo que signi-fica hacer lo que me pedís.

El chico le miró las manos de dedos largos y delgados. Tenían una flexibilidad anómala, lo que les daba un aspecto bellísimo a los movimientos, como de bailarina flamenca. La tocó rozándola ape-nas sobre la palma. Parecía que la consolaba:

—Lo entiendo perfectamente, doctora.Le explicó con todas las palabras y con detalle las conse-

cuencias que tendría cumplir con su pedido. Quiso asegurarse de que Ariel tenía plena conciencia de la situación. Él la escuchó con paciencia, amorosamente. Le confirmó su deseo.

—Es necesario que vos mismo les digas esto a tus padres antes de tomar una decisión.

Asintió con un movimiento de cabeza. Antes de salir, le colocó otra vez la máscara.

—Ariel quiere hablarles. Los dejo solos un rato; cuando termi-nen, me llaman.

La familia entró al cuarto, ella volvió a la habitación de médi-cos. Miró la tableta de chocolate sobre la mesa de luz, pero ya no sentía hambre. Se recostó y estiró las piernas, dejó caer un zapato y luego el otro. Le pareció que se demoraban en golpear contra el piso un tiempo inusualmente largo. Pensó en qué era lo correcto. Recordó a sus muertos cercanos. Nunca había visto morir a una per-sona, aunque conocía el dolor de la pérdida. Pasaron por su cabeza los sermones a los que había asistido en la parroquia de la escuela. Revivió las reuniones pastorales del grupo de misioneros. “¿Qué debo hacer?”, se preguntó a sí misma sin esperar respuesta.

Llamó por teléfono a su jefa de residentes y a su instructora. Les planteó el caso, pero las dos se mostraron molestas por haber sido importunadas un domingo a esa hora. Le respondieron con excusas y evasivas:

—Vos estás de guardia y sos quien tiene que tomar las decisio-nes —le dijo una de ellas antes de cortar.

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Se sentó y leyó el capítulo sobre seminoma en el Harrison. El pronóstico era pésimo, la sobrevida a cinco años en las condiciones clínicas de Ariel era prácticamente nula. Después buscó el capítulo de sedación y analgesia en el paciente terminal. Tomó notas: fárma-cos, dosis, velocidad de la infusión. La enfermera le trajo una taza de té. Le frotó los hombros.

—Es la primera vez, ¿no?Florencia levantó la cabeza.—Sí, nunca me había pasado algo así. —Bebió un sorbo que

retuvo en la boca para sentir el calor de la infusión.—Hoy te tocó a vos, alguna vez te iba a pasar. Tranquila. —Le

dejó dos galletitas Express untadas con queso blanco antes de salir de la habitación.

Volvió a la sala donde encontró a los padres y a la hermana rodeando a Ariel. Las mujeres le frotaban la espalda con colonia de pino. El padre les hizo señas para que salieran.

—Por favor, doctora, que no sufra, que se vaya en paz, sin dolor.El hombre la abrazó. Temblaba. Florencia tuvo que hacer un

esfuerzo para no llorar. Pidió quedarse a solas con el paciente. Volvió a explicarle lo que podía hacer para respetar su decisión evitándole el sufrimiento. Una sonrisa se le dibujó enmarcada entre los huesos prominentes de la cara y un mechón de cabello sobre la frente.

—Gracias, muchas gracias… —le dijo tomándole la mano. Florencia salió apurada y se encerró en el baño. Tenía ganas de

llorar o de vomitar, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Entró al office de enfermería y buscó tres ampollas en la vitrina de los medi-camentos. La enfermera se ofreció a preparar la solución.

—No, gracias, esto tengo que hacerlo yo, sola.Inyectó el contenido de las ampollas en un frasco de solución

fisiológica, conectó una tubuladura, rotuló la preparación y volvió a la cama de Ariel. Retiró el suero anterior y conectó el nuevo y controló varias veces la velocidad del goteo. Ajustó la máscara de oxígeno y renovó el líquido del humidificador.

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—Te vas a dormir, Ariel… Despacio, tranquilo. Vas a descan-sar sin dolor.

El chico volvió a sonreír.Pocos minutos después, Ariel disminuyó el ritmo de su respira-

ción, cerró los ojos y se durmió con un sueño profundo y relajado. Su mano cayó al costado de la cama. Florencia la acomodó sobre su pecho. Parecía tranquilo, dormido con naturalidad. Salió de la habitación y volvió a abrazarse con la familia. Todos juntaron sus cabezas sin decir ni una palabra.

No pudo dormir en toda la noche. Revisó el teléfono para com-probar si había alguna llamada o algún mensaje de sus jefes, pero no había nada. Varias veces se asomó en puntas de pie para ver cómo seguían las cosas. Ariel dormía, su familia lo rodeaba sen-tada alrededor de la cama. La habitación estaba a oscuras, apenas se escuchaba el ruido del oxígeno y el murmullo musical de una plegaria que la madre repetía una y otra vez de manera automática.

Vio llegar la mañana como una lengua de luz sobre los árboles. Preparó sus cosas para una nueva jornada de trabajo. Mientras lo hacía, encontró al padre de Ariel parado en la puerta de la habitación. Lo miró esperando algún comentario, alguna novedad. El hombre dio dos pasos hacia el interior. Tenía los ojos rojos e inyectados.

—Mi hijo se fue doctora, durmiendo, hace unos minutos. —No supo qué decirle. Se apretaron con fuerza—. Ariel por fin descansa en paz. Muchas gracias por todo lo que hizo, doctora. —El hombre le acarició la melena negra y Florencia sintió que era absurdo que él la consolara a ella—. Discúlpeme, pero tengo tantas ganas de llorar —le dijo como una confesión.

Se acercó hasta la cama de Ariel. Vio su cuerpo flaquísimo y su expresión serena. Cerró el suero que seguía goteando y la vál-vula del oxígeno que todavía estaba abierta. Se sentó al lado de su paciente. Le tocó la frente helada, los párpados transparentes. Pensó que le hubiera gustado regalarle el chocolate a Ariel, pero que no lo había hecho, que ya era tarde, que ya nunca podría hacerlo. Fue ese hecho minúsculo y secundario lo que le desencadenó un llanto

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desgarrador. Se tapó la cara con las manos y lloró. Permaneció a oscuras, sola, junto al cuerpo durante un largo rato.

Mientras volvía al cuarto de médicos le pareció que algo suyo había muerto con ese chico. Sintió en la boca del estómago una trompada sorda y prolongada que le quitaba el aire. Supo, de esa extraña manera, que aquella mañana, había comprendido lo que sig-nificaba ser médica.

En la habitación se aplicó una dosis doble de su aerosol. Se lavó la cara, se peinó. Fueron llegando sus compañeros. Le pare-ció que hacía mucho tiempo que los había visto por última vez. Entraban felices, bien dormidos, frescos y descansados después del fin de semana. Un rato más tarde comenzó el pase de guardia en la misma habitación donde Florencia había pasado la noche más larga de su vida. Les fue contando las novedades acerca de cada uno de los pacientes. Cuando llegaron a la cama 460, hizo una pausa:

—El paciente, portador de un seminoma metastásico terminal, falleció anoche.

La jefa de residentes, sin levantar la vista de sus anotaciones, preguntó:

—¿Le informaste a la familia? ¿Hubo algún problema con ellos?Florencia hizo un esfuerzo para responderle, tragó saliva: —Les informé y no hubo ningún problema. —No quiso o no

pudo mirarla.—Entonces, sigamos adelante, ¿quién se internó en la cama

461?

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Jagua

A Izaguirre le gusta que lo miren. Disfruta cuando la atención de los demás se concentra en él. Cree que debe estar en el cen-tro de cualquier escena, aunque no tenga ningún mérito para ello. Camina por los pasillos del hospital buscando algún grupo que pueda sumarse al culto que supone que todos deben profesarle. Es elegante, maduro, huele a colonia inglesa. No puede borrar la son-risa inmotivada de su cara. Imagino que ese gesto festeja la opinión que tiene de sí mismo, una celebración permanente que se ofrece en su homenaje. Está siempre impecable, elegante, tiene su nom-bre bordado en el guardapolvo como si fuera una medalla. Lleva un estetoscopio con campana y membrana colgando alrededor del cuello. He comprobado muchas veces que no tiene la menor idea de para qué podría servir un instrumento como ese. De todos modos, nunca tiene la oportunidad de usarlo, ya que huye de los pacientes como de la peste. No son ellos quienes podrían darle lo que busca, y él no tiene nada que ofrecerles. Es un idiota perfecto.

Desde hace una semana, asoma la cabeza en la sala de inter-nados mientras discutimos un caso al pie de la cama del enfermo. Se mantiene en silencio durante un rato y luego aplica su estrategia habitual. Escucha lo que dicen los demás, espera algunos minutos y lo repite como si se le acabara de ocurrir.

El paciente es un hombre anciano y desnutrido que llegó al hospital hace poco más de un mes. Su condición clínica desmejora a diario pese a los esfuerzos que hacemos para evitarlo. Baja de peso, tiene una anemia progresiva, déficit de proteínas, debilidad y atro-fia muscular. Le hemos realizado decenas de estudios en busca de

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una causa que explique ese deterioro tan acelerado. Los exámenes se acumulan en su historia clínica que ya tiene dos tomos y varios sobres repletos de informes, todos empecinadamente normales. Cada vez que nos reunimos para comentar su evolución, quedan descartadas las hipótesis planteadas la vez anterior. Entonces, apa-recen nuevas probabilidades, aunque cada vez más remotas, más improbables, incluso descabelladas. Solo dos cosas resultan eviden-tes: el paciente está cada día peor y nosotros no tenemos la menor idea del motivo.

Se llama Hilario Benítez. Tiene setenta años. Fue criado en la selva de la provincia de Misiones, en un pueblito llamado Colonia Delicia. Vino a Buenos Aires a los quince años. Llegó solo, corrido por la desocupación y la miseria. Trabajó siempre como peón de albañil, aunque él sigue considerándose un campesino. Sus vecinos lo trajeron al hospital, alarmados porque notaban que no se encon-traba bien y él se resistía a hacer una consulta médica. Vive en un galpón donde trabaja como sereno a cambio de que le permitan que-darse en una habitación de chapa donde apenas entran una cama y una mesa desvencijada. Según nos contaron, casi nunca salía y por las noches lo escuchaban mantener largas conversaciones en gua-raní con su perro.

Nunca se queja. Cuando le preguntamos cómo se siente nos responde: “Bien, bastante bien para la edad que tengo. No se preo-cupe, doctor”. Nos mira sin comprender nada de lo que decimos en nuestras discusiones y sin que nadie lo mire a él. Analizamos sus radiografías y los resultados de sus análisis de laboratorio encendi-dos por lo que constituye un desafío diagnóstico. Se ha convertido en un acertijo clínico para todos. Él mismo ha desaparecido detrás de la incógnita en que nuestra curiosidad insatisfecha lo ha trans-formado. Desde entonces, lo que sometemos a prueba, ya no es a Hilario sino nuestras propias hipótesis. Izaguirre no para de atri-buirse los diagnósticos presuntivos que los demás sugieren, aunque un par de días más tarde, cuando quedan descartados, los rechaza como si jamás se hubiese apropiado de ellos.

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Todos quieren y cuidan a Hilario dentro de la sala. Los familia-res de los demás pacientes le traen ropa, revistas, alimentos. Como es habitual se teje alrededor del más vulnerable del grupo una red solidaria efectiva. Son muy pobres y saben cómo hacerlo.

Ayer, mientras conversábamos, un frasco de suero infundía una solución dentro de las venas de Hilario. La enfermera contaba la cantidad de gotas por minuto mirando alternativamente su reloj y las tubuladuras. Dos médicos residentes repasaron otra vez su his-toria completa desde el momento en que ingresó al hospital. Se sucedieron estudios normales, diagnósticos descartados, pregun-tas sin responder. Por motivos que nadie conoce, cada mañana nos encontramos con que durante la noche se ha quitado la aguja de su brazo suspendiendo la administración del tratamiento a través del suero. Izaguirre recomendó atarlo a la cama, pero nadie le hizo caso. La jefa de Nutrición comentó que se le preparaba una dieta especial con más calorías y suplementos vitamínicos. Hilario miraba la ban-deja durante un rato mientras revolvía la comida con la cuchara sin comer, pero la mucama aseguraba que siempre la retiraba vacía. No podíamos comprender de qué manera esa alimentación tan cuidada, las infusiones intravenosas y el reposo absoluto, no lograban impe-dir la continua pérdida de peso y la desnutrición calórico-proteica. Hilario padecía una insuficiencia cardíaca de muchos años de evo-lución que hacía prever que su sobrevida no sería larga, pero eso no explicaba ninguna de las manifestaciones relacionadas con su desnutrición. Su cuadro cardíaco estaba compensado y lo que podía esperarse era que en algún momento padeciera una muerte súbita. Sin embargo, era evidente que algo más le sucedía y que nosotros no podíamos identificarlo.

Izaguirre aclaró la voz con un carraspeo histriónico seguido de un silencio destinado a convocar las miradas. Sacó una lapicera bañada en oro de su bolsillo y la utilizó para acentuar sus gestos señalando al aire mientras hablaba: “si el aporte de nutrientes está garantizado y no hay pérdidas ostensibles —hizo una nueva pausa para comprobar que todos lo escuchaban—, es evidente que se trata

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de un cuadro de mala absorción”. Yo nunca dejé de asombrarme de la habilidad que tenía para decir obviedades con el tono y la acti-tud de quien dice algo trascendente. Algunas personas respondían más a la escenificación que a lo dicho y demoraban unos minutos en comprender que acababan de escuchar una estupidez. Otros dis-frutaban del espectáculo y se sonreían con discreción. Les causaba gracia. Yo nunca logré evitar un deseo furioso de abofetearlo.

Desde hace una semana, casi todos pensamos en el caso de Hilario durante el día, consultamos bibliografía o lo comentamos en los pasillos. Nada nos incomoda más que no encontrar una causa. Toleramos bastante bien la incertidumbre respecto de un tratamiento o la certeza de que no exista ninguno, pero no saber los motivos de una enfermedad nos inquieta y amenaza nuestra autoestima. Esto no solo nos afecta a nosotros, sino que le impone al pobre Hilario un itinerario cotidiano de exámenes a veces molestos y casi siempre inútiles. Esa mañana el jefe del servicio nos convocó a un ateneo general en el que discutiríamos el caso. Izaguirre vio en ello una oportunidad para destacarse. Está ansioso, pasa mucho tiempo en la biblioteca o consultando a otros colegas. Si descubre algo antes que los demás, podrá distinguirse por alguna otra cosa que no sea su mediocridad. Pobre, él sueña con papers. Cierra los ojos y ve la tipografía con la que se escribe su nombre en la portada del Lancet. Historias de aplausos y auditorios con columnas dóricas. Son sue-ños líquidos e inútiles que se agotan en sí mismos como poluciones nocturnas.

Anoche me tocaba quedarme de guardia. Me propuse encon-trar el momento para ir a ver a Hilario y conversar un rato con él. Me pareció que era necesario comenzar la historia otra vez desde el principio. Dejar las carpetas con sus estudios e internarme sin apuro en la biografía de ese hombre. Un rato antes de la cena sonó mi celular, era Izaguirre, estaba excitado, eufórico. “¡Es celíaco! ¡Tiene que ser celíaco!”, me gritó con la voz entrecortada por la emoción del descubrimiento. Corté sin responderle y no volví a atenderlo ninguna de las veces que me llamó después. Habíamos

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descartado esa posibilidad varias veces desde el primer día, pero él ni siquiera lo había notado.

Después de medianoche decidí subir a ver a Hilario. Lo busqué en su cama, pero estaba vacía. El frasco de suero colgaba desde un pie metálico con la aguja suspendida en el aire y un charco de líquido espeso se expandía sobre el piso. Casi todos los enfermos dormían. Le pregunté por él a Manuela, la enfermera. Extendió sus brazos con las palmas hacia arriba y frunció la boca mientras levantaba las cejas indicándome que no tenía idea de dónde estaba. Se sonrió y siguió doblando gasas sobre la mesada de mármol. La conozco muy bien y esa sonrisa me hizo pensar que sabía algo que yo ignoraba, pero que no pensaba decirme. Decidí dar una vuelta por el hospital. Caminé por los pasillos, busqué en los baños y en las escaleras sin encontrar a Hilario en ningún lado.

Salí al parque para hacer tiempo antes de volver a la sala. La noche estaba fría y oscura. Me puse una campera que llevaba en la mano. No había estrellas. Apenas se adivinaban los árboles detrás del estacionamiento como una hilera de sombras. Cuatro o cinco gatos revolvían los tachos de basura. Una ambulancia estaba detenida con el motor apagado delante de la sala de Emergencias, pero tenía encendida la luz giratoria del techo. Producía una ilumi-nación intermitente con destellos rojos sobre el camino de acceso. Las cosas se hacían luminosas y después se oscurecían a interva-los regulares. No podría decir por qué, pero tuve la certeza de que había alguien a poca distancia de donde yo estaba. Al cabo de dos ciclos de la luz de la ambulancia, identifiqué una silueta. Me acer-qué. Antes de que pudiese reconocerlo me habló: “Buenas noches doctor, ¿salió a tomar fresco?”. Era Hilario, sentado sobre el cordón de la vereda. Me miraba desde abajo mientras con una mano aca-riciaba el lomo de un perro que comía metiendo el hocico dentro de una bolsa de plástico. La oscuridad acentuaba su delgadez. Era esquelético, con los ojos que asomaban desmesuradamente desde las órbitas y los huesos de la cara prominentes y filosos. Parecía un cadáver. Me senté a su lado. No hablamos durante un rato que me

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pareció muy largo. El ruido del perro husmeando y masticando el alimento era lo único que escuchábamos.

La ambulancia apagó la luz y la oscuridad se hizo completa. Hilario sacó otra bolsa de entre sus ropas y desparramó la comida por el piso. Había un flan dentro de un pote de aluminio y las dos claras de huevo que se habían agregado a su dieta como colación para incrementar el aporte de albúmina. Toda la ración del día estaba allí y el perro se la comía con toda dedicación. Acaricié el lomo del animal. Era grande, negro, con manchas claras sobre la panza y las orejas caídas y largas. Miré a Hilario que estaba a pocos centíme-tros y no pude evitar detenerme en la dentadura que parecía enorme sobre el fondo raquítico de su cara.

— Supongo que la nutricionista se sentiría orgullosa al ver el éxito que tiene su dieta con tu perro — le dije apenas elevando la voz.

Hilario se rió, lo que produjo un extraño efecto en sus ojos que se iluminaron.

—Se llama Jagua, es mi hermano.—Extraño nombre para un familiar.—Quiere decir “perro” en guaraní.—Creo que tu hermano te está comiendo a vos Hilario.—Es que no alcanza para los dos, doctor, y si hay que elegir…Nos quedamos sentados sin decirnos nada hasta que el perro

terminó de comer. Hilario juntó los restos y los guardó en la bolsa. Lo ayudé a ponerse de pie, ya que su debilidad le impedía hacerlo sin sostenerse apoyando una mano contra la pared. Tiritaba. Me saqué la campera y se la puse sobre los hombros. Lo sostuve algu-nos minutos hasta que superó el mareo que el cambio de posición le había ocasionado. Se puso más pálido de lo que estaba y sudó unas gotas pequeñas que le llenaron la frente de puntitos luminosos. El perro lo rondaba y lamía su mano. Hilario le daba golpecitos sobre la cabeza y chasqueaba con la lengua produciendo un sonido que el animal agradecía moviendo la cola. “Ahora nos vamos a dormir, Jagua”, le dijo sin soltarse de mi brazo. El perro hizo un ruido muy

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parecido al llanto. Se trepó hasta el pecho de Hilario con sus patas delanteras. Después de algunas caricias mutuas, se echó debajo de un auto siguiendo las órdenes de su amo.

—Gracias doctor, yo también me voy a dormir.—Yo no tengo sueño Hilario, te invito a tomar un café.Caminamos hasta el bar del hospital. Llevé a Hilario tomán-

dolo alrededor de los hombros. Estaba cerrado, pero había dos personas lavando los pisos adentro. Golpeé la puerta, nos cono-cíamos. Me abrieron. Nos sentamos uno frente al otro en una mesa que habilitaron para nosotros. El mozo y yo nos miramos, nos entendimos de inmediato sin necesidad de explicarle nada. En pocos minutos teníamos dos platos de sopa con fideos cabello de ángel, milanesas con puré, vino tinto y ensalada de frutas. Hilario cortó pequeños trozos de pan y los fue tirando dentro de la sopa. Flotaban durante algunos segundos, se embebían de un líquido ama-rillento hasta que alcanzaba cierto nivel y entonces naufragaban por su propio peso. Los dos mirábamos ese proceso hasta que él volvía a introducir un nuevo pedacito de pan y todo volvía a comenzar. Comió sin pausas, pero sin desesperación. Yo pasaba mis porciones a su plato sin que él se diese cuenta. Después brindamos a su salud y pedimos café. Recién entonces empezamos a conversar.

Me contó que todavía extrañaba su tierra a la que no volvía desde hacía décadas. Que siempre había pensado volver cuando dejara de trabajar, pero ese momento no había llegado nunca. Me habló con orgullo de su padre, que llevaba su mismo nombre. Había sido contrabandista, traía bultos en un bote a través del río desde la costa paraguaya. Lo hacía de noche y se comunicaba con una linterna con los puestos de la gendarmería a los que sus patrones sobornaban regularmente para permitirle el paso. A veces, por un malentendido o como medio para presionar un incremento de las tarifas, el bote era acribillado a disparos de fusil desde la costa y su viejo debía tirarse al agua y volver nadando. Algunas madrugadas lo habían encontrado en la costa, agotado y herido de bala. En oca-siones tenía que escaparse por largos períodos al Brasil. Su madre

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esperaba durante semanas una carta o el mensaje que le traía alguno de sus compañeros. Cuando llegaba, dejaba a sus hijos menores al cuidado de los más grandes y partía con Hilario, que era el más chico, hacia la frontera. Esperaban dos o tres días en pensiones de mala muerte o en prostíbulos donde las putas y los camioneros se reían a carcajadas en portugués y en castellano. Él descubrió allí, cuando apenas tenía cuatro o cinco años, la potencia de las tetas de aquellas mujeres y el embrujo de sus nalgas redondas. Su viejo aparecía barbudo, harapiento y muerto de hambre. La madre sacaba una bolsa llena de queso, chipá y vino casero que el hombre devo-raba con las manos llenándose los bigotes de migas y chorreando el vino rojizo por el cuello. Después, lo tomaba en brazos y lo hacía pasar una a una sobre la falda de las prostitutas. Ellas lo besaban y le inoculaban sus olores a colonia frutal y a polvo barato. Una noche, mientras volvían en un micro, Hilario se recostó sobre el pecho de su madre. Se dejó invadir por su olor y por la temperatura de su piel. Ella le rascó la nuca con los dedos y le cantó una canción en guaraní hasta que él alcanzó un letargo que anticipaba el sueño. Estiró el cuello y miró a los ojos a esa mujer sufrida y silenciosa.

—Vos no sos mujer —le dijo con una certeza que después nunca más alcanzó respecto de nada en toda su vida.

—Si no fuera una mujer, no podría ser tu mamá —le respondió mientras el colectivo se detenía en la frontera.

— ¿Entonces por qué no tenés el olor de ellas? —Su madre contuvo la risa y lo apretó hasta casi asfixiarlo.

— Porque hay muchas mujeres y cada una tiene su propio olor.Desde entonces Hilario desarrolló un olfato canino y hus-

meó en cientos de hembras buscando reencontrarse con aquel olor. Pensé que era posible que aquella noche hubiesen nacido como dos gemelos su hermandad con los perros y su amor por las putas. Se emocionó mientras me contaba que su viejo le enseñaba a tocar el acordeón sentado en un banquito de mimbre sobre el piso de tierra del patio. Golpeaba con los dedos sobre la mesa un ritmo de chamamé mientras subía y bajaba los hombros. Los ojos se le

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humedecieron, pero con un brillo feliz acompañado de una sonrisa apenas insinuada en su boca. Se calló y miró la noche a través de la ventana.

Me dijo que hubo una mujer. Sin mirarme. Le hablaba al vidrio o a la oscuridad. Se llamaba Elena, era colorada y rellenita, le decían “la polaca”. La conoció en un boliche de Paso del Rey al que le decían “La Enramada”, al que iba los sábados a gastarse lo poco que podía ahorrar durante la semana. Bailaron durante varios meses. Cuando llegó el verano, ella se le apareció en la casa con un bolsito de lona y tres o cuatro cacharros de cocina. Para el otoño estaba embarazada. Hilario tuvo miedo. Comenzó a tomar vino cuando todos se iban de la obra, antes de volver a su casa. Al segundo mes Elena tuvo pérdidas. Manchó el colchón con una sangre espesa que se derramó sobre el contrapiso desnudo de la habitación. Quedaron unos coágulos violáceos que él llamó “cuajarones” y que le parecie-ron de gelatina. Ella se encerró en el baño. Él se sentó en la puerta a esperar. Cuando salió estaba pálida, lloraba. “¿Y el pibe?”, le pre-guntó Hilario. No le respondió. Abrió el cajón del ropero y juntó las pocas cosas que empezaba a preparar para cuando llegara su hijo. Una manta tejida por su abuela, dos pares de escarpines, una batita de hilo blanca bordada, un juego de sabanitas celestes que le había regalado su patrona. Tiró todo en el patio. Juntó hojas y cortezas de árbol y prendió un fuego que arrojaba chispas en medio de un humo lento y espeso. Hilario no supo qué hacer. Se fue. Esa noche se demoró en la obra. Se quedó solo y bebió hasta perder la noción del tiempo. Cuando llegó, Elena dormía. No recuerda cómo, ni por qué, pero aún conserva en su memoria el sonido de sus cachetazos y los gritos de la mujer. Cuando despertó ya caía el sol. Vomitó. Elena no estaba. No volvió nunca más.

Le pedí al mozo que todas las noches le sirviera la comida y él prometió aceptarlo. Lo acompañé hasta su cama y nos despedimos. Manuela dormitaba con la cabeza sobre sus brazos vencida sobre el mármol de la mesada. Se despertó y nos siguió con la mirada. Antes de salir me detuve frente a ella.

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— ¿Por qué no me lo dijiste?— Porque se lo hubieran prohibido.— No tendría cómo vivir si esto continuaba.— No tendría para qué vivir si ustedes se lo quitaban.Esa mañana se hizo el ateneo del servicio en el que se discutió

el caso de Hilario. Mientras caminaba hacia la biblioteca, pensé que si la incógnita se develaba lo enviarían de regreso a esa pocilga en la que vivía donde era muy probable que se muriera de hambre y de frío. Mis compañeros ya no se interesarían en él. Sin el desafío clínico que encarnaba, su atención se desvanecería por completo y otros casos ocuparían su lugar. No faltó nadie, médicos, nutricionis-tas, alumnos y la jefa de enfermeras. Izaguirre estaba en la primera fila. Nervioso, se movía sobre la silla, cruzaba y descruzaba las pier-nas. Una médica residente muy joven presentó la historia clínica. No escuché casi nada de lo que dijo. Mientras hablaba la recorrí milí-metro a milímetro, los ojos azules, el cuello largo rodeado por una cadenita dorada, la protuberancia de los pechos sobre la chaqueta blanca, la redondez de sus nalgas, la consistencia de sus pantorrillas.

Se hicieron comentarios y citas de casos similares descriptos en publicaciones o fruto de la experiencia personal de los colegas de mayor edad. Hubo discusiones, planteo de nuevas hipótesis, reco-mendaciones y sugerencias. Izaguirre esperó a que todos hablaran. Se puso de pie y administró los silencios con la eficacia con que siempre lo hacía. Agitando su lapicera al aire afirmó: “Señores, estoy convencido de que este paciente padece una enfermedad celíaca. Propongo realizar una endoscopía con biopsia duodenal”. Miró al auditorio esperando ese aplauso que nunca obtenía. Nadie le hizo caso y las conversaciones se atomizaron en pequeños diálogos de dos o tres personas. La gente empezó a levantarse y a salir del aula. Nada había cambiado. Las dudas eran las mismas. La paradoja continuaba sin resolverse. Izaguirre se acercó y me habló al oído.

— ¿Vos pensás que se entendió lo que dije?— Sí, perfectamente.— Pero, si lo entendieron, ¿por qué nadie hizo comentarios?

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— Por eso, precisamente por eso.Me miró desorientado. No solo no comprendía la falta de

comentarios, tampoco comprendió mi respuesta a su pregunta. Se fue. Yo salí sin hablar con nadie. Manuela me esperaba apoyada sobre el marco de la puerta. Es una mujer enorme y de una genero-sidad poco común. Nos queremos mucho, aunque no necesitamos demasiadas palabras para comunicarnos.

— Yo sabía lo que ibas a hacer —me dijo.Me empujó con sus caderas enormes y fui a dar contra la pared.

Se reía, aunque no sé si de mi torpeza o de nuestra complicidad. Me acomodó el cuello de la camisa y el guardapolvo. Me dio una palmadita en la mejilla.

— Bajá a comprar medialunas mientras yo preparo el mate —me dijo mientras empezaba a caminar en dirección a la sala. Su risa resonaba en el pasillo. La llamé.

— ¿Qué es lo que sabías que yo iba a hacer?— No les dijiste nada.— Vos tampoco me dijiste nada a mí.— Tenía un motivo.— ¿Cuál?— Si te lo decía, le quitarían lo único importante para Hilario.— Yo también tenía un motivo.— ¿Cuál?— Si se los decía, les quitaría lo único importante para ellos.Bajé para ir hasta la panadería. La mañana había traído al hos-

pital a cientos de personas. Se amontonaban en las salas de espera, formaban largas colas en el laboratorio o en radiología. Algunas madres caminaban con un bebé en brazos y uno o dos chicos al lado. Una adolescente flaca le daba la teta a su hijo sentada en el último escalón de la escalera. Le faltaban varios dientes. Se que-daba dormida mientras el pibe mamaba. Cada uno o dos minutos se despertaba y sacudía la cabeza. Le daba palmaditas en la espalda al niño, pero de inmediato la cabeza empezaba a caer hacia un costado y volvía a dormirse.

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Antes de salir al parque encontré al perro de Hilario. Ladraba y rascaba el portón de vidrio. Un policía le pegó una patada y el animal se escapó quejándose. Esperó algunos segundos hasta que el tipo se metió dentro de la garita de la guardia y volvió a ladrar y a empujar la puerta con el hocico con desesperación. Le abrí. Entró corriendo por el pasillo. Fui detrás de él. Subió la escalera resbalando con las garras sobre el mármol. Tenía la lengua afuera, jadeaba y le cho-rreaba una baba blanca. Las orejas largas saltaban con cada paso. Lo llamé: “Jagua, Jagua”, pero no me hizo caso. Desde el hall del primer piso, se lanzó en una carrera enloquecida hasta la puerta de la sala de internados. Parecía conocer el camino. Se detuvo y miró en todas direcciones. Ubicó la cama. Manuela vaciaba la mesita de luz y guardaba los objetos en bolsas de plástico. Hilario estaba envuelto con una sábana sucia atada con un nudo sobre la cabeza. Un brazo colgaba hacia el costado hasta quedar a pocos centímetros del piso. El encargado de la morgue se acercaba empujando una camilla. El perro le lamió la mano durante un rato. Después, se echó debajo de la cama y se cubrió la cabeza con las patas delanteras.

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Con unos ojos me miraba,con unos ojos...

Durante muchos años busqué estar de guardia en el hospital en Nochebuena y Año Nuevo. No me costaba ningún trabajo conse-guirlo. Mis compañeros se peleaban por mi reemplazo desde varios meses antes de esas fechas. Yo no disfrutaba de las reuniones fami-liares. Todos ganábamos, mis compañeros y yo. Creo que estuve de guardia durante más fiestas que las que pasé con mi familia.

El día había sido intenso y agobiante. Hubo internaciones y cirugías hasta que las camas se vieron superadas y tuvimos que internar a pacientes en camillas o dejarlos en observación en las salas de espera de Emergencias. Atendimos a quemados, heridos de bala, pancreatitis, infartos y hasta una inusitada cantidad de partos. Tuvimos un trabajo agotador que no nos dio pausa hasta las prime-ras horas de la madrugada.

Nos reunimos en el office de enfermería. Sobre los mosaicos de la mesada se fueron acumulando botellas de gaseosas, sándwiches de miga, varios tuppers con pollo frío y ensalada rusa. Brindamos en vasos de plástico un par de horas más tarde que la gente normal. A través de los ventanales todavía se veían los últimos fuegos artificia-les. Estallaban en infinitos chispazos aéreos de todos colores sobre el fondo negro de un cielo de verano.

Después de que algunos compañeros se fueron retirando exhaustos o se quedaron dormidos con la cabeza apoyada sobre la mesa, el grupo quedó reducido a cinco o seis personas: Mariana, pediatra, Patricia, jefa de enfermeras; Eduardo, cirujano; Ariel, obs-tetra. Tomamos un par de sidras que alguien había traído y que se enfriaron en la heladera entre frascos de suero y bolsas de sangre.

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Apenas se hizo un silencio lo suficientemente prolongado como para que todos percibiéramos que la amenaza de la nostalgia por nuestras familias empezaba a instalarse en el ambiente, Mariana se puso de pie y lanzó una pregunta al grupo como una maniobra de distracción.

— ¿Ustedes tienen algún recuerdo que les da vueltas en la cabeza? Algo que vuelve cada vez que creían que ya lo habían olvidado.

Todos respondieron que sí, que algún recuerdo los rondaba y que los años no habían logrado borrar. Contaron anécdotas de la infancia, de la profesión, sobre las sombras insistentes de un padre o de una madre muertos, amores contrariados o pasiones cobardes que nunca se animaron a confesar. Mariana estimulaba a cada uno para que contara cuál era ese recuerdo que no podía borrar de su memo-ria, aunque lo hubiese querido hacer. Se paró en medio del grupo, los demás estaban sentados en círculo, algunos sobre el piso. Me señaló con el dedo: “¡Vos!”, dijo, y se quedó callada con el índice extendido en el aire señalándome hasta que la atención de todos se concentró en mí. “Yo sé cuál es el recuerdo que te atormenta. Nunca se lo contaste a nadie más. Pero yo te vi borracho, llorando como un chico, la madrugada en que me lo contaste a mí”.

Me puse de pie para irme. Mariana me agarró de la mano y me trajo de vuelta. “Sentate, te va a hacer bien contarlo esta noche”. Me sirvió un vaso de sidra, me obligó a sentarme y me abrazó por la espalda apoyando su cabeza sobre mi hombro. Todos esperaban que yo dijera algo. No tuve el coraje para negarme. Hubiera que-rido irme pero, por algún extraño motivo, nunca pude contradecir un pedido de Mariana. Y ella lo sabe.

Aclaré la voz, tomé un sorbo, miré la noche a través de la ven-tana y hablé. Sabía que una vez comenzado el relato ya no podría detenerme.

«Les voy a contar algo que me ocurrió hace muchos años, yo todavía era estudiante y hacía guardias en este mismo hospital

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como practicante, serían las dos o tres de la madrugada, estaba solo —los demás dormían—, me tocaba cubrir ese turno y casi no tenía-mos pacientes, todo estaba tranquilo. De pronto, escuché ruidos de motores, frenadas, golpes, gritos en la calle, una sirena. Las puertas de la sala de Emergencias se abrieron a patadas. Entraron cinco o seis militares trayendo de los pelos a una chica. Supongo que ten-dría mi edad de entonces, unos veinte o veintidós años. Un tipo gordo la arrastraba por el piso. Iba dejando una estela de sangre roja, espesa y rutilante, sobre las baldosas. La levantaron entre dos y la tiraron sobre la camilla. La piba estaba lúcida, me miraba. El gordo me habló sin soltarla:

— Doctor, a ver si puede hacer que esta hija de puta no se muera antes de contarnos un par de cositas.

»Los soldados tomaron posiciones en la sala. Desalojaron a las personas que había allí: una mujer en trabajo de parto, un asmá-tico que se estaba nebulizando, un linyera que dormía en la sala de espera. Se hacían chistes a los gritos entre ellos. Le pedí al tipo que me permitiera examinarla. La soltó. La cabeza golpeó sobre la camilla metálica. Le esposó una mano a la pata del escritorio. La chica me miraba, parecía tranquila. No me lo van a creer, pero parecía tranquila. Le extendí el cuello para buscar el origen del san-grado. Tenía un orificio de bala que lo atravesaba por completo y salía por el lado opuesto. Limité la hemorragia. La tráquea estaba expuesta, aunque parecía íntegra. Se veía un cartílago y el tejido que se expandía con cada inspiración y después se desinflaba con un sil-bido agudo como el de un tren que se aleja en la distancia. Aspiré los restos de sangre e intenté asegurar la vía aérea. La chica me miraba.

»El milico se agachó hasta poner su cara a un par de centíme-tros de la de ella.

—Te aseguro que te conviene morirte —le dijo con una voz áspera y repugnante, pegado a su oreja.

»La piba hizo un esfuerzo, incorporó un poco la cabeza y el cuello, y lo escupió. El gordo le pegó dos cachetazos que casi la

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tiran de la camilla. Los otros se reían y se burlaban. El gordo salió puteando, y encendió un cigarrillo.

—Santiagueño, cuidala que voy a mear —dijo antes de salir por la puerta de la guardia.

»Intenté limpiar la herida, comprobar el paso del aire y la deglución. Le puse una vía venosa y llamé al cirujano que dormía en el primer piso. La piba me miraba. La acaricié en la mejilla y le dije que iba a tratar de ayudarla todo lo que pudiera. Le pregunté el nombre, pero no podía hablar. Tal vez tenía un hematoma o edema que le comprimía la laringe. Se esforzaba por hacerse entender, pero apenas emitía un sonido perruno. La piba me miraba, con unos ojos me miraba, con unos ojos…

»Mientras llegaban mis compañeros, le apliqué analgésicos, controlé sus signos vitales, tomé una muestra de sangre para el labo-ratorio prequirúrgico. Ella me señalaba su abdomen. Lo examiné. “¿Te duele?”, le pregunté. Negó con la cabeza. Me hacía señas, pero antes controlaba que los milicos no estuviesen mirándola. No enten-día lo que me quería decir. No tenía otras heridas. Nada irregular. Sus señas me indicaban que quería que la examinara más abajo. Le señalé la pelvis. Me dijo que sí con la cabeza. Le quité la ropa debajo de la sábana que la cubría, ya que estaba rodeado de soldados que no aceptaron dejarnos solos. La piba me hacía señas con los ojos y con la cabeza cada vez más intensas. Un hilo asomaba desde su vagina. Tomé una pinza y lo extraje. Las señas de la chica se hicie-ron cada vez más nerviosas. Creo que me lo pedía. Era un cilindro de unos tres centímetros de largo por uno de diámetro, envuelto en tela adhesiva y celofán, unido al hilo por uno de sus extremos. Una especie de tampón casero en una época en la que creo que todavía no existían esas cosas. Lo abrí con una tijera. Adentro había un sello bastante grande armado con desprolijidad. Era blanco, estaba sucio y húmedo. La chica se hizo entender con gestos y gruñidos. Quería que se lo pusiera en la boca. Recién entonces entendí que debería ser cianuro o algo así. Le dije que no lo haría. Ella me fulminó con la mirada. Sentí que me odiaba. Todavía sueño de vez en cuando con

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el modo en que esa mirada me atravesó como un rayo. No sabía qué hacer. Tuve miedo.

»El gordo volvió del baño. Escondí el sello en una caja de gasas. La mirada de la piba se transformó. Me acusaba. Me daba una orden y me recriminaba por no cumplirla. Le dije que todo estaría bien, que yo no podía hacer algo así, que la íbamos a operar y que pronto pasaría todo. El gordo la insultaba todo el tiempo. Le apoyó un cigarrillo encendido en la planta del pie. La piba saltó por el dolor. Yo me enfurecí, perdí el control y me arrojé encima de él. Me tiró contra la pared con una trompada en el pecho. Se reía.

—Tranquilo pibe. No te calentés. La pendeja está muerta, pero antes tenemos que hacerle algunas preguntitas.

»La chica me miraba. Yo empecé a esquivar sus ojos, a no poder soportar nada de lo que estaba pasando. Cuando me tuvo cerca, me apretó la mano y me clavó las uñas. Me salió sangre, las marcas me quedaron durante dos semanas. Incluso ahora, mientras se los cuento a ustedes, puedo volver a sentir sus uñas perforándome la piel y la desesperación que, como una corriente eléctrica, fluía por sus dedos. No podía hablar, pero abría la boca y sacaba la lengua. Quería que le pusiera allí ese sello, quería morderlo. Volví a decirle que no lo iba a hacer, que se olvidara, que la iba a ayudar, pero no de esa manera. La piba me miraba.

»Llegó el jefe de la guardia. La examinó y les dijo que la tenían que subir al quirófano de inmediato. Los tipos se cagaban de risa. La chica me miraba. Yo no podía soportar la presión de sus ojos. Uno de los milicos trajo cerveza y se pasaron la botella unos a otros. Un radiotransmisor sonaba a todo volumen, hablaban con alguien, creo que pedían instrucciones, pero no entendí lo que decían. Mi jefe también se enojó. Les advirtió que si no nos permitían operarla tendrían que hacerse responsables de lo que ocurriera. Se volvie-ron reír. Llegó una camioneta verde que decía “Armada Argentina” debajo de un ancla con el sol en el centro y el gorro frigio en el extremo derecho, pintado sobre la puerta. El tipo que entró era muy diferente. Educado, pulcro, elegante. Nos tranquilizó. Dijo que se la

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llevarían y que ellos se harían responsables de todo, que nos agrade-cía mucho lo que habíamos hecho, pero que ya no tendríamos que preocuparnos por nada.

»La chica me miraba. Volvió a abrir la boca, pero ahora con desesperación. Era hermosa. Tenía el cabello rubio hasta los hom-bros, los ojos verdes, la piel blanca transparente, un lunar color borravino sobre el nacimiento de la espalda, las líneas de la cara marcadas, la mandíbula firme y decidida. Los jeans estaban llenos de barro todavía húmedo y de coágulos oscuros. Podría haber sido una compañera de la facultad, o mi hermana, o mi novia. La piba me miraba. Cuando la cargaron para llevársela, me apretó fuerte la mano. El gordo le pegó un golpe en el brazo que lo hizo volar por el aire. Me agaché y le di un beso en la frente. Estaba helada. Los ojos más abiertos que yo haya visto jamás. Empezó a temblar. Me miraba. Le dije mientras se la llevaban: “Perdoname, no puedo hacerlo, no puedo”. La tiraron en la caja de la camioneta como si fuese una bolsa de papas. Se fueron a toda a velocidad seguidos por varios autos. Las sirenas quedaron sonando como detenidas en el aire durante un rato largo.

»Todos nos quedamos mudos. Estremecidos. Nadie sabía qué decir o tenía miedo de decirlo. Mi jefe cerró la puerta. Lo miré pidiéndole una explicación. Bajó la mirada y se puso a acomodar el instrumental desparramado por el piso. Nunca más habló del tema. Lo odié por muchos años. Ahora creo que lo entiendo. A veces lo recuerdo con lástima, la misma con la que me recuerdo a mí en esa circunstancia.

»Yo intuía lo que le podía a pasar a esa chica, pero no con la certeza con que ahora lo sé. Todavía me despierto algunas noches en medio de aquellas escenas. Veo sus ojos acusándome, su boca abierta y su lengua afuera pidiéndome lo que le negué. Sé que no perdonó mi cobardía y que tampoco me la perdono yo. Se lo conté a Mariana hace algún tiempo. Nunca volví a hablar de esto con nadie hasta esta noche.»

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Mariana me abrazó y me frotó la espalda. Patricia lloraba. Ariel se acercó y me palmeó en la cabeza. Eduardo miraba al piso y tomaba sorbos de sidra ya caliente del pico de la botella. Hacía mucho que no me pasaba, tuve que esperar algunos segundos para que mi voz se decidiera a salir desde mi garganta. No sé a quién le hablé, tal vez me lo dije a mí mismo.

—No busco consuelo. La víctima fue esa piba, no yo. Pero todavía me atormenta dudar si la decisión que tomé aquella noche fue la correcta.

Afuera una madre gritó: — ¡Mi hijo! Se quemó los ojos con un petardo. Todos salieron corriendo. Mariana tomó al chico que traía en

brazos. Patricia abrió un suero frío y una caja de compresas. Eduardo se puso guantes de látex. Yo no pude moverme. Me quedé sentado, quieto como una estatua, congelado. Afuera un Papá Noel borracho cantaba Jingle Bells con voz de sapo. Cada tanto paraba para vomi-tar sobre el parque. Después seguía cantando, intoxicado de alcohol y de espíritu navideño.

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Natalia

Repetí la orden con la mayor claridad posible;pero con claridad repitió la respuesta:

-Preferiría no hacerlo.Herman Melville, Bartleby, el escribiente.

Hace mucho tiempo que no sé de ella, pero a veces, sin que nada lo motive, la imagen de Natalia vuelve. La veo frente a mí como en aquellos tiempos en que yo empezaba a ser médico y ella era la secretaria del servicio. Seria, las cejas fruncidas y la boca dibujada por una línea que le atravesaba la cara. El pie derecho gol-peando sobre el piso, señalando el tiempo de la espera. Yo la miraba en silencio. Reclamaba mi respuesta a una pregunta que jamás me había formulado. Un par de minutos más tarde, mi paciencia se ago-taba y me subía desde el vientre una furia que no lograba contener. Le pisaba el pie para callar el segundero en que lo había transfor-mado, pero ella aguantaba, y yo cada vez lo apretaba más, hasta que se ponía roja y me gritaba:

— ¡Animal! ¡Sos un animal!— Me gustás más cuando te ponés furiosa.— No seas idiota…— No te entiendo Natalia, ¿qué querés?— Que hagas las epicrisis, que completes los formularios de

alta, eso quiero.— Preferiría no hacerlo…— ¿Vos creés que sos más inteligente que yo?— No.

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— ¿Entonces? ¿Qué pensás?— Que estás atrapada entre cosas inútiles.Se iba rápido, con pasos cortos y ridículos, los hombros levan-

tados hasta hacer desaparecer el cuello. Yo la miraba achicarse a través del pasillo. La distancia la reducía hasta convertirse un punto que se hundía en la escalera. Nunca se dio vuelta para ver si yo la miraba, pero siempre tuve la sensación de que lo sabía. Apilaba las historias clínicas en mi casillero hasta que ya no quedaba lugar. Depués ocupaba mi escritorio y, cuando estaba de guardia, las espar-cía sobre la cama para que no pudiese acostarme. Yo las tiraba al piso y me dormía. Teníamos la misma edad. Por todos lados encon-traba carteles reclamando mi deuda, firmados con una letra chiquita, apretada y de formas perfectas escrita con marcador azul: “Natalia, Departamento de Estadística”. Aparecía en las recorridas de sala para reclamarme delante de mis jefes. Interrumpía los ateneos del servicio —justo cuando era yo quien presentaba el caso— y me reclamaba en público por mi inconducta y mi desidia. Me denunció por escrito ante el director del hospital. Me conminaron a reparar mi falta y me negué. Me sancionaron. Fui suspendido una vez. Pero insistió y me volvieron a suspender. La tercera vez le dije al director que no perdiera el tiempo con sanciones menores, que me expulsara o me fusilara, porque no pensaba hacer ese trabajo nunca. Me miró. Se rascó la panza y chupó la punta de su lapicera. El tipo era un incapaz, aunque tenía la virtud de saberlo.

— ¿Vos pensás que Natalia está empeñada en una causa absurda?

— Sí.— ¿Y vos?— Yo también, claro.— Andate.Poco a poco comenzamos a hacernos daño. Ya no me causaba

gracia. Podía comprender lo que hacía, pero me parecía intolerable que creyera en ello. Me persiguió como a un delincuente. Y lo era. Claro que lo era en la versión del mundo en que ella creía. Fuimos

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una obsesión el uno para el otro durante un par de años. Yo nunca completé un formulario de alta médica y ella jamás dejó de recla-mármelos. No podíamos hablar de otro tema, aunque alguna vez se lo propuse. Pagar mi deuda era un peaje para que pudiésemos cono-cernos, sin embargo, yo no estaba dispuesto a hacerlo.

Los médicos residentes trabajábamos sin descanso, con sueño, con hambre, siempre al borde del agotamiento. Atendíamos pacien-tes, empujábamos camillas, extraíamos sangre, hacíamos los análi-sis de laboratorio, salíamos en ambulancia. Mis compañeros hacían lo mismo, aunque también completaban esos formularios y ella me lo recordaba a cada momento. Con ellos conversaba o compar-tía el desayuno, pero cuando yo llegaba se iba de inmediato no sin antes recordarme los motivos.

Aparecía muy temprano por la mañana cada vez que yo me quedaba de guardia por la noche. Revisaba la habitación, la cama, el baño. Era un sabueso. Buscaba las huellas de alguna mujer clandes-tina que hubiese pasado por aquellas largas noches de insomnio y, claro, a veces las encontraba. Un cabello en la bañera, la persisten-cia de un perfume sobre la almohada, una hebilla olvidada debajo de la cama. Más tarde se encargaba de que se enterase la única persona en el mundo que yo necesitaba que lo ignorara.

Así eran sus acciones, movimientos quirúrgicos, precisos. Fuimos subiendo la apuesta. Poco a poco Natalia comprendió que yo estaba inmunizado contra el escándalo y la vergüenza. Pensé que podría derrotarla.

Una madrugada de julio llegó al hospital con su madre. La pobre mujer estaba ahogándose, abría la boca buscando el aire con desesperación. Tenía los labios azules y el relieve de los múscu-los del cuello resaltado por el esfuerzo. Sudaba gotas pequeñas y perladas que se reproducían al instante cuando se las secábamos con una gasa. La frente estaba repleta de puntitos transparentes. Emitía un sonido de burbujas con cada movimiento respiratorio. Estaba helada. Cuando Manuela, la enfermera, le colocó una más-cara de oxígeno, ella intentó quitársela. Hubo que forzarla para que

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la aceptara con promesas de una mejoría rápida en la que ella no parecía creer. Intenté quitarle la dentadura postiza previendo una posible intubación. La mujer me fulminó con la mirada y me dijo: “Antes vas a tener que matarme”. Manuela le acarició la cabeza y extendió la mano con una taza mientras la miraba con esa expresión extraña que yo le conocía tanto. Una combinación de afecto y deter-minación. Cuando miraba a alguien de ese modo, sus resistencias se desvanecían. La mujer hizo un movimiento con la boca, una especie de buche de aire que infló sus mejillas y extrajo la dentadura que le entregó a Manuela. Yo preparé un laringoscopio que apoyé sobre la mesada por si las cosas empeoraban.

La examiné. Tenía un edema agudo de pulmón desencadenado por una crisis hipertensiva. Le tomamos muestras de sangre arterial y un electrocardiograma. Ella nos veía hacer con desconfianza. Se agarraba de la mano de su hija. La miraba con los ojos a punto de salirse de las órbitas, parecía reclamarle una explicación. Natalia estaba aterrorizada. Le sostenía la mirada mientras la apantallaba con una revista. De a ratos, se embadurnaba los dedos con una crema y se la frotaba por la espalda. Después cerraba el pote, lo guardaba en la cartera y continuaba apantallándola. La sentí tan vul-nerable que me fui de la sala de guardia y dejé que mis compañeros asistieran a su madre. Pensé que no era justo que yo la viera así, que le debía la discreción de no exponerla en esas condiciones ante su mejor enemigo. No quería avergonzarla. Salí.

Mientras esperaba el ascensor, escuché sus pasos. Cuando se abrieron las puertas entró. Se ubicó a mis espaldas. El espacio era pequeño y estaba en penumbras. La única luz era el reflejo verde del indicador de pisos. Se escuchaba un ruido de cadenas y el rechinar de las poleas. Ella miraba el suelo sin levantar la cabeza, con los hombros encogidos y los puños cerrados. Me pareció más pequeña que otras veces. Estábamos tan cerca que pude percibir el olor a eucalipto que llegaba desde sus manos todavía impregnadas de crema. Desde atrás, casi susurrando, me dijo: “quiero que vos atiendas a mi mamá”. Me di vuelta. La miré. Se la veía desolada.

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Por primera vez, tuve consciencia de la intensidad de su belleza. Mientras Natalia no dejaba de mirar al piso, tuve el deseo insensato de besarla. Volvimos juntos hasta la planta baja. Mientras caminába-mos en la oscuridad de aquellos pasillos, escuchaba el soplido con que se despejaba la nariz. Creo que lloraba, pero no me animé a vol-ver a mirarla a los ojos. Me hice cargo de su madre durante muchas horas aquella noche y toda la semana siguiente hasta que estuvo en condiciones de volver a su casa. Esa tarde Natalia vino a verme.

— ¿Tengo que darte las gracias?— No.— Quiero que sepas que esto no cambia en nada nuestra

relación.— Nunca imaginé otra cosa.— Mi mamá te manda una torta de chocolate. Está sobre tu

escritorio.Una semana después me pidió que fuera ver a su madre a la

casa. Lo hice muy tarde por la noche cuando pude salir del hospital. Me había dibujado un plano para que no me perdiera. Vivían en un barrio de casas bajas e idénticas, construido por alguno de los planes de viviendas sociales del Estado. Las personas se esforzaban por diferenciar sus hogares de los otros empleando todos los recur-sos que estaban a su alcance. Algunos habían hecho canteros con begonias amarillas y rosas en los jardines del frente. Otros ponían estatuas de yeso. En una convivencia promiscua, alternaban: Venus de Milo, Victorias de Samotracia, enanos de jardín empujando una carretilla con matas de alegrías del hogar y hasta un bambi de Walt Disney repleto de excremento de paloma. Por todos lados había perros. Se escuchaban ladridos, el sonido de las patas que rascaban las puertas metálicas y los pasos nerviosos que me seguían detrás de las ligustrinas olfateando al extraño que alteraba la monotonía de los olores cotidianos. Toqué el timbre. Natalia me abrió la puerta mientras los gritos de su madre llegaban desde la habitación:

— ¿Es el doctor, Nati? ¿Es el doctor? —Me miró avergonzada.— Sí, ya vamos mamá. —Cerró la puerta. Me dio un beso

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— ¿Querés un café?— No, gracias.— ¿No querés nada?— Sí quiero.— ¿Qué querés?— Otro beso. Es la primera vez que me das uno y no estuvo tan

mal.Natalia me empujó en dirección a la habitación. Todo se veía

tan limpio y tan ordenado que tuve miedo de ensuciar o romper algo. Su madre estaba acostada en una cama de dos plazas con la cabeza apoyada sobre unos almohadones. El acolchado era rosa y tenía las sábanas blancas e inmaculadas, plegadas en los extremos en forma de triángulo. Sobre la cabecera había un crucifijo de nácar, tenía un Cristo con una corona de espinas y gotas de sangre chorreando desde los clavos. Una lámpara le apuntaba desde arriba con una luz pálida que acentuaba su dramatismo. Sobre la cómoda había un frasco de alcohol y una toalla de hilo bordado con arabescos rojos sobre fondo blanco. Al pie de la cama se desplegaba una alfombra rectangular con guardas aztecas y sobre ella dos pantuflas de paño forradas con lana de oveja ubicadas en perfecta simetría. Debajo del vidrio de la mesita de luz había una foto de Juan XXIII. Encima, dentro de un portarretratos de porcelana, otra en blanco y negro de una nena con el cabello enrulado. Vestía un guardapolvo blanco con tablas y una cartera marrón que apretaba con fuerza sobre las pier-nas. Yo conocía ese gesto. La nena estaba seria, los ojos congelados. Parecía aterrorizada mirando a la cámara. Detrás de ella se distin-guían las siluetas de otros chicos, una maestra bajita y gorda y un panel de corcho con dibujos infantiles pegados con chinches. Por algún motivo me conmovió esa fotografía. Me lavé las manos.

—Gracias por venir, doctor —me dijo la madre semisentada sobre la cama.

—No me lo agradezca tanto, le va a costar otra torta de chocolate.

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Conversamos un rato mientras ella hacía girar un rosario de cuentas entre los dedos. Cuando le pedí que se descubriera el pecho para auscultarla, miró a Natalia y le hizo señas para que saliera de la habitación. Le dije que la encontraba muy bien y que ya podría levantarse. Ella besó la cruz y después agarró mi mano y también la besó. No pude detenerla. Enumeró los sacrificios que había hecho a lo largo de su vida para educar a Natalia. Me contó una historia épica en la que ella era la heroína y la pobre Natalia la medalla a su mérito.

—Usted sabe doctor, una mujer sola y con una hija pequeña…—Me lo imagino.—Todo nos ha costado mucho sacrificio, pero Nati siempre

estudió.—Eso es lo más importante, ¿no?—Sí, ahora va a la facultad, pero estudia algo que no le va a

servir para nada.— ¿Usted está segura de que su carrera no le servirá para nada?— ¡Por favor, doctor, Letras, en un mundo de números! ¿A

quién se le ocurre?Guardé mis cosas y le hice las últimas recomendaciones. Le

prometí que volvería a verla pronto. Cuando nos despedimos se acercó y, susurrando, me pidió que hablara con Nati para conven-cerla de que abandonara esa carrera. Se quejó de que gastaba casi todo el sueldo en libros y que se quedaba hasta muy tarde leyendo en la cocina. Estaba preocupada porque su hija se escondía para estudiar y algunas veces se iba al hospital sin dormir. Ella la espiaba y cuando le parecía que la hora era demasiado inconveniente se levantaba en puntas de pie y cortaba la luz para obligarla a irse a la cama. Consideraba que ella se había sacrificado para solventar los gastos familiares y que había llegado el momento en que su hija tendría que hacerse cargo de esa responsabilidad. “Nos necesitamos tanto”, me dijo antes de gritarle a Natalia: —Nena, acompañá al doctor, pero antes convidale un café y pastelitos.

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Al salir del cuarto su madre me sonrió. Creo que me guiñó un ojo como si fuéramos cómplices, pero no entendí en qué. Natalia volvió y me acompañó a la sala. Me sirvió café y trajo una bandeja con los pastelitos.

—Gracias, acepto el café, pero ahora no tengo hambre.Los puso dentro de una bolsa de papel y los guardó en mi male-

tín. Un exquisito olor a membrillo me rozó la nariz.—Para la noche. Seguro que vas a tener hambre más tarde en

la guardia.Mientras estuvimos juntos, su madre le daba indicaciones gri-

tando desde la habitación. Me sorprendió la cantidad de libros que había en los estantes. Sabía que ella era lectora, incluso alguna vez se había animado a pedirme prestado alguno de los que yo llevaba al hospital. Busqué en las paredes alguna foto u otro indicio de su padre —a quien supuse muerto—, pero no encontré ninguno. No me animé a preguntar. Tomé mi café sin que Natalia pronunciara ni una palabra.

— ¿Estabas asustada por tu mamá?— Sí, mucho.— No sé, me parece que tendrías que alejarte un poco de ella.— No puedo. Te acompaño hasta la puerta.— No querés hablar de eso. Entonces me voy, ya me han echado

antes de otros lugares.— No digas eso.Me acompañó hasta el auto. Mientras caminaba pude mirarla

con atención. No era la primera vez que lo hacía. Esa noche estaba preciosa, aunque sospecho que ella no lo sabía. El cabello castaño recogido en una prolija cola de caballo, era delgada, pero de formas intensas que procuraba disimular usando ropa amplia y suelta, el cuello largo y las manos finas, los pies pequeños. Parecía recién salida de un retrato de Modigliani. Vestía jeans gastados y una blusa color salmón con los botones abrochados hasta la garganta. La boca parecía otra, una muy diferente de la que yo veía mientras discutía-mos. Cuando se enojaba, y eso sucedía casi todos los días, los labios

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se le tensaban como una cuerda de arco. Pero esa noche estaban flojos, desarmados.

Ya le había dicho que era hermosa varias veces. Hasta entonces creía que lo hacía porque sabía que eso le molestaba, aunque esa noche me di cuenta de que tal vez fuese solo porque era cierto. Nos despedimos, pero no me dio un beso. Tal vez mi comentario al llegar a su casa la inhibió para repetir ese saludo. Subí al auto. Caminó unos pasos y se detuvo sin darse vuelta. Yo la veía de espaldas ilu-minada por el reflejo de los faros. Se llevó la mano a la boca, se dio vuelta con una actitud indecisa en las piernas. Miró hacia donde yo estaba tal vez esperando que me fuera, pero no lo hice. Volvió. Se quedó parada mirándome a través de la ventanilla con los brazos colgando al costado del cuerpo. Le abrí la puerta y se sentó a mi lado.

— No sé qué decirte.— Yo tampoco.— Parece que lo único que nos sale es pelear.— Estás muy linda hoy.Me abrazó y lloró. La abracé con miedo. Tenía la sensación de

que podría quebrarse.— No puedo abandonarla. Es mi mamá.Un perro ladró y otros le respondieron a la distancia. Una

mujer gorda vestida con un camisón largo asomó la cabeza desde la puerta de su casa. Miró hacia ambos lados y dio unos pasos rápi-dos, dejó una bolsa de residuos al lado de un árbol y volvió a entrar. Escuchamos el sonido de la llave girando en la cerradura y vimos la luz del jardín en el momento en que se apagaba. Alguien gritaba desde un televisor y un coro de voces festejaba lo que decía con risas. La besé. Nos acariciamos. Le desabroché la blusa y toqué uno de sus pechos con la punta de los dedos. Era pequeño y tibio. Entre ellos bajaba una cadenita dorada con una cruz. Se estremeció.

— Por favor, no me hagas esto.Bajó del auto y corrió hasta su casa. La vi asomarse a través

de la ventana y permanecer en ese lugar hasta que me fui. Volví al

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hospital con la sensación de haber ensuciado algo en aquella casa. De haber roto un jarrón de porcelana o un plato muy valioso con mi torpeza. Sentí que ese Cristo ensangrentado me observaba y eso me hacía sentir culpable. No sabía de qué manera iba a enfrentar a Natalia el día siguiente.

Todo siguió igual. Durante muchos meses nuestra pequeña gue-rra continuó como si nada hubiese sucedido. Me persiguió. Atacó cada uno de mis puntos débiles. Logró que me prohibieran escuchar música con auriculares, que me asignaran las peores camas de la sala, que debiera cumplir con más guardias los fines de semana, que me obligaran a atender consultorio los lunes, miércoles y viernes. Sabía que lo detestaba, como casi todo el mundo, pero lo hice y hasta completé la planilla de estadística de los pacientes ambulato-rios. Escribí en el primer casillero de ese formulario el nombre de la misma persona durante todo un año, lo que se convirtió en su nueva obsesión. Y en la mía.

— ¿Cómo es posible que el mismo paciente se atienda tres veces por semana?

— Es una persona muy constante.Abrí una falsa historia clínica en la que escribí el relato de

la vida de ese paciente imaginario. Las páginas se acumulaban y Natalia las leía a escondidas. Yo lo sabía y las escribía para ella. Cumplía con mis tareas cotidianas sin perder tiempo para alcanzar el momento en que me sentaba a inventar esa historia quitándole horas al sueño. Hubo noches en que no logré dormir narrándome a mí mismo los sucesos de la dramática existencia de ese hombre. Construí un personaje atormentado. Un hombre débil incapaz de escapar de su propio encierro. Un padre despótico y una infancia desdichada lo habían convertido en alguien que no podía reconocer sus propias emociones ni relacionarse con los demás. Le atribuí una vida sexual promiscua que describí con detalle. Hubo escenas en prostíbulos y barrios de mala muerte. Casi no podía pensar en otra cosa. Le inventé una vecina dominante y obsesiva que lo perseguía con reclamos domésticos. La mujer era viuda, se llamaba Sara. Lo

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acusaba tantas veces y de tantas cosas diferentes que comenzó a sentirse culpable, aunque nunca supo de qué. La deseaba sin poder confesárselo a ella ni a él mismo. Se excitaba con el poder absoluto que ella ejercía sobre él. Con el tiempo, ese relato se convirtió en el motivo central de mi propia vida.

Nuestros encuentros consistían en un intercambio de repro-ches. Cada vez que Natalia se acercaba, yo tenía la impresión de que en esa oportunidad volveríamos a hablar de nosotros mismos. Quería preguntarle por la relación con su madre, por sus proyec-tos. Quería saber cómo estaba. Sin embargo, apenas hacíamos contacto, su actitud y la mía reproducían los mismos diálogos ásperos, los mismos temas. Nunca logramos salir de aquel este-reotipo. Muchas veces me propuse romper con ese círculo, pero mi decisión se desvanecía apenas la tenía delante.

La veía llegar al hospital por las mañanas a través de las venta-nas del sexto piso. Bajaba del colectivo y cruzaba el parque mezclada entre una multitud que a esa hora llegaba desde distintos lugares. A veces todavía era de noche. En una de esas ocasiones, Manuela y yo tomábamos mate luego de una madrugada de intenso trabajo. A mí nunca me gustó el mate, pero a Manuela no le importaba. Lo con-sideraba una de las formas del diálogo. Una manera de estar juntos. Era santiagueña, una mujer de campo, sencilla. Me deslumbraba su habilidad para comprender las cosas, su capacidad para sintetizar en pocas palabras lo que yo solo podía abordar mediante rodeos y circunloquios. Solía consultarla cada vez que el comportamiento de algún paciente me resultaba inexplicable. Ella siempre tenía una respuesta que me develaba lo que me resultaba imposible advertir. Estábamos de pie con los brazos apoyados sobre la baranda de la ventana. Llovía. Para Manuela la lluvia era un espectáculo digno de admiración. Alguna vez me había contado que creció en un pueblo donde no llovía nunca. Las pocas veces que algún chubasco pasa-jero llegaba por allí, todos salían a la calle a ponerle el cuerpo a ese fenómeno tan infrecuente. Incluso, decía, se tomaba esa fecha como referencia cronológica. Los sucesos se recordaban según hubiesen

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ocurrido antes o después de tal lluvia. Hacía más de treinta años que vivía en Buenos Aires, pero cada vez que me tocó compartir con ella una lluvia sucedía lo mismo. Preparaba un mate y me lle-vaba a la ventana donde nos quedábamos en silencio mirando hacia afuera como si estuviese sucediendo algo extraordinario. Cientos de personas caminaban hacia la puerta de entrada a través de un sendero rodeado de árboles. Siluetas de todos colores intentaban protegerse del agua con paso rápido y cubriéndose con paraguas, hojas de diario o capuchas impermeables. Entre ellas distinguí a Natalia. Su figura se recortaba sobre un fondo repleto de gente anó-nima. Caminaba despacio. No se cubría. Llevaba un abrigo beige, botas y un bolso oscuro colgado en bandolera. Pensé que se estaría mojando, pero que eso no le importaba. A medida que el hospital se fue poblando de gente, el ruido y la presencia de otras personas rompió el hechizo de ese momento.

Desde entonces comencé a buscar a Natalia para observarla a distancia y sin que ella lo notara. Me gustaba verla mientras hacía sus tareas sin mostrar la tensión que tenía cuando estábamos juntos. La seguía por los pasillos o por las escaleras, o la espiaba a través de los vidrios de su oficina. Me parecía diferente, relajada. Pensaba en las cosas que me gustaría decirle. Pero cuando nos acercábamos ella se convertía en otra. Y yo también.

Poco tiempo después me enteré que Natalia había renunciado al hospital. Todos me comentaron la noticia suponiendo que era algo que me involucraba. Nadie conocía el motivo de su decisión. Pensé que no volvería a verla, que ya no tendría noticias suyas, pero un par de días después llegó un epílogo para aquella sinfonía lunática que ambos habíamos interpretado.

Al mediodía los altoparlantes repitieron mi nombre solicitando que me presentara con urgencia en la dirección del hospital. Cuando llegué su despacho el director me recibió de pie, con una historia clínica en la mano. La agitaba como exhibiendo una prueba de mi culpabilidad.

— Usted sabe que Natalia se fue del hospital.

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— Sí, claro.— La jefa del Departamento de Estadística encontró esta histo-

ria clínica escondida en su cajón del escritorio. ¿Tiene usted alguna explicación?

— Sí, pero usted no podría entenderla.Se calzó sus lentes a medio camino entre la base y la punta de

la nariz. Bajaba los ojos cuando quería leer y los levantaba cuando me miraba. Abrió la carpeta y leyó la primera página como un juez que dicta su condena ante el acusado.

“El paciente se siente incapaz de enfrentar la vida cotidiana. No comprende las reglas que se le exige cumplir. Las considera absur-das, propias de gente poco inteligente. Ante ciertas situaciones sus manos transpiran, percibe el tránsito acelerado de sus intestinos, siente deseos imperiosos de orinar, regurgita una saliva espesa y oscura que brota por su boca. Cuando acumula una tensión que le resulta insoportable, busca el prostíbulo de la ciudad. Allí espera durante horas hasta que lo atiende una mujer obesa llamada Luisa. Tienen un coito rápido y mecánico. Eso le alivia la tensión. Más tarde la mujer lo sienta sobre su falda y le cuenta historias de fan-tasmas y aparecidos que él disfruta mucho. A veces lo acuna y le canta una canción en un idioma extraño que él no comprende. En ocasiones se queda dormido como un niño. Entonces, ella lo cubre con una manta y lo deja sobre la cama hasta la mañana siguiente. Me consulta porque teme padecer alguna perturbación mental. Pero yo le digo que no, que no tema, que lo que hace es muy sano. Lo aliento a que continúe manejando su ira de un modo tan saludable”.

El director bajó la historia clínica. Me miró por encima de sus lentes. Esperaba algo de mí, pero yo no sabía qué. Se hizo un silen-cio interrumpido por los golpes regulares de la carpeta sostenida por su mano izquierda contra su palma derecha, como el pie de Natalia contra el piso cuando me increpaba en los pasillos del hospital: tac, tac, tac… Los dos marcaban el flujo implacable del tiempo.

— ¿Tiene algo que decir, doctorcito?— Sí, pero usted tampoco podría comprenderlo.

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Dio unos pasos hacia la ventana abierta al parque. Arrastró un papelero de cobre que colocó a su lado. Encendió un fósforo. Lo acercó al papel como si se tratara de una ceremonia. Cuando la llama fue lo suficientemente viva como para que ya no pudiese apagarse, hundió la carpeta en el papelero y lo tapó con la bandeja plateada en la que cada mañana le traían su café con galletitas. Un humo espeso salía por los costados buscando la ventana. El tipo dis-frutaba. Respiré ese humo como si fuera un gas venenoso. Los pape-les ardían retorciéndose entre llamas azules y amarillas, despedían cenizas por los bordes del papelero que quedaban flotando suspen-didas en el aire. Me sentí mareado, una ligera inestabilidad, el piso parecía deslizarse bajo mis pies. Sudé. Me vi a mí mismo durante tantas noches a lo largo de un año escribiendo aquella historia. El director me miraba, tal vez esperaba que me cayera al piso. Podría haberlo detenido, pero me quedé paralizado. Cuando el fuego ya se extinguía, salí sin hacer comentarios. Caminé por los pasillos del hospital. Mis compañeros me preguntaron cosas que no recuerdo y que no respondí. Pensé en Natalia. Comprendí que me había prote-gido, aunque no lo hubiese logrado. Yo nunca había cumplido con lo único que era importante para ella, y ahora un pobre tipo destruía ante mis ojos esos textos que eran lo único que resultaba importante para mí. Me arrepentí de no haber conservado una copia de aquella historia. Sabía que sin Natalia ya no sería capaz de sentir aquello que me había empujado a escribirla. Nunca más.

Supe que iba a extrañarla, que su partida sería un hecho dolo-roso para mí. Siempre había imaginado que si alguna vez ella se iba me sentiría liberado, pero algo en el cuerpo me decía que no sería así. Estaba confundido. Trabajé durante todo el día. No quería pensar en ella, aunque de todos modos se me presentó varias veces como una imagen de la que no lograba escapar. Llegó la noche y después la madrugada. Cuando la tarea me dio una pausa, me di cuenta de que estaba exhausto. Manuela se acercó y me tomó del brazo. Me arrastró sin darme explicaciones hasta la habitación de médicos. Me derrumbé sobre la cama. El cuarto estaba en penumbras, sucio.

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Me recosté con la cabeza sobre la almohada y los zapatos sobre las sábanas. Manuela me desabrochó los cordones y me los quitó. Me dejó una taza de té y una aspirina y se fue sin cerrar la puerta. Mi cuerpo todavía conserva la memoria de aquella sensación en cada músculo, en mi cabeza, en el sabor seco y amargo de la boca. La única lámpara que funcionaba colgaba desnuda del techo, sucia de vapores inciertos. Había dos moscas muertas adheridas al vidrio de la bombita, asadas al calor de la luz. La apagué. Una toalla —que alguna vez había sido blanca— estaba tirada en el suelo. La cama de dos pisos, maltrecha y crujiente, apenas lograba mantener la ver-tical. Salían de ella un par de colchas que colgaban como lenguas hasta tocar el piso. La ventana estaba abierta a la noche. Entraba una brisa fresca de verano. Se escuchaba el murmullo de las hojas sacudidas por el viento y de los autos sobre la avenida. Olía a tigre y a Calcuta. Me quedé acostado sin cerrar los ojos. Desde allí la cama de arriba era un cielo marrón con nubes de madera hechas de grietas oscuras y profundas. Alguien había tallado sobre los listones una frase incompleta: “Mientras vos estás acá, allí afuera…”. Yo podría haber escrito esa oración en ese mismo momento. Pero otra persona lo había hecho antes. Recapitulé los sucesos de ese día. Había sobre-vivido, aunque no lograba comprender para qué.

—Estás agotado…La voz llegó sin anunciarse. Natalia estaba parada al costado de

la cama, en penumbras. No supe desde cuándo. La escuché, aunque no estaba seguro de que fuera real.

— No aguanto más. Me voy.— ¿Viniste a despedirte?Algo que debía ser el sol comenzaba a lamer las copas de los

árboles. Una saliva espesa y amarilla se derramaba sobre las hojas. Ella dijo:

— No sé, no sé a qué vine.— Natalia, ahora quiero darme un baño, dormir. Mañana habla-

mos si querés.—No, no quiero.

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Intenté levantarme, pero el cuerpo permaneció en la misma posición.

— Entonces me voy a bañar.— Por favor, necesito unos minutos más.Se enredaba el cabello en el dedo. Giraba en un sentido y luego

en el otro. Más tarde recorría la frente, la nariz y la boca con un arco formado por el pulgar y el índice. Parecía que quería hablar.

— Me voy a casar.— Felicitaciones.— Quiero irme de casa. Ya no puedo esperar más.Desde un bolso asomaba el lomo de un libro. Sobre la mesa

había algunas hojas sueltas de una revista científica. Alcancé a leer la mitad de un título en letras negras: “… England... of Medicine”.

— Yo voy a ser padre.— Me alegro.— Y también estoy asustado.Por primera vez nos hablábamos sin mirarnos. La oscuridad no

lo permitía. Yo miraba al techo de la cama. Ella estaba algo detrás de mí. Descubrí que de esa manera podíamos comunicarnos sin las interferencias que teníamos cuando estábamos frente a frente.

Se sentó en la cama. Sentí el colchón hundiéndose debajo de mi cuerpo. Decidí no mirarla, quise preservar el remedio que habíamos encontrado para nuestra imposibilidad de comunicarnos.

Se acercó. Sentí el roce de su pierna contra la mía. Un con-tacto apenas perceptible, pero real. Ella se dio cuenta y se detuvo de inmediato. Vi su índice señalando hacia la ventana.

— Allá afuera las cosas son diferentes, quiero estar allí.— Yo no.Debajo de la cama había un equipo de música bastante viejo

que alguna vez había sido mío, pero hacía tiempo era de todos. No tenía enchufe. Dos cables pelados y retorcidos ingresaban en el tomacorriente. Lo empujé con el pie. Lo encendí. Sonó Alice de Tom Waits. Escuchamos en silencio. La canción terminaba y volvía

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comenzar una y otra vez en un loop interminable: “…and so a secret kiss brings madness with the bliss”.

Se quitó los zapatos y bailó en la oscuridad con movimien-tos lentos casi sin desplazarse, abrazada a sí misma como si fuese otra. Llegó el sonido de la sirena de una ambulancia. La luz era ahora un líquido anaranjado. El olor a tierra mojada anunciaba lluvia. Un respirador hizo sonar su alarma. Hubo pasos urgentes en el pasillo.

Se agachó hasta quedar frente a mí. Estaba de rodillas sobre el piso. Por primera vez me miró a los ojos. Metió la mano en su mochila y sacó un montón de hojas. Reconocí mi letra. Agarré una y la moví buscando la luz. Era mi historia clínica fotocopiada en cientos de páginas sujetadas con una bandita elástica. Sobre el extremo superior derecho de cada hoja, había un número escrito a mano con tinta azul encerrado dentro de un pequeño círculo.

—Tomá, esto es tuyo.Logré ponerme de pie. Tomé el bolso y la toalla. Tropecé

con una silla. Apenas veía por dónde caminaba. Pisé un charco de agua que fluía desde el baño.

— ¿Te vas?— Vos sos la que se va. Yo soy el que se quedaAbrí la ducha. El vapor se condensaba, las gotas corrían en

todas direcciones. Vi acercarse una silueta borrosa y de contor-nos irregulares. Todo era difuso. Escuché el sonido de la ropa que caía sobre el piso y el de la mampara abriéndose. Una bocanada gaseosa escapó con furia. Un frío glacial me recorrió la espalda. La voz de Tom Waits llegaba áspera y arenosa. Una boca se abrió bajo el agua. El sabor salado de una lágrima cayó sobre mi len-gua. Una mano buscó mi sexo. Me dijo: “idiota”. Tan pegada a mi oído que pude percibir la vibración del aire dibujando cada letra. La empujé contra la pared. Su cuerpo hizo un ruido húmedo y resbaladizo. Me insultó con palabras que nunca antes le había escuchado. Le apreté el cuello hasta que sentí que le hacía daño. Me mordió los labios. Me dijo “adiós” escupiendo chorritos de

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agua caliente sobre mi cara. “Adiós”..., eso me dijo. Me sentí solo y miserable. Como me he sentido desde entonces cada vez que la recuerdo.

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Llegó decidido a llevarse a su mujer. Bajó del taxi y se detuvo frente a la puerta de acceso. Desde la calle casi no podía verse el edi-ficio del hospital. Una arboleda compacta lo ocultaba durante el día y lo hacía aparecer como una isla de luz durante la noche. Se sentó sobre una empalizada de cemento con dos bolsos apoyados sobre las rodillas. Sintió deseos de fumar, aunque hacía muchos años que ya no lo hacía. Algo que aún estaba vivo en su interior le despertó esa sensación que creía haber olvidado. Se sorprendió. Durante la larga noche de insomnio que acababa de pasar, había encontrado el coraje para lo que estaba por hacer. Repasó los argumentos con los que se había convencido a sí mismo de que hacía lo correcto, de que no tenía otra salida. Desde hacía dos años su vida alternaba entre su casa y el hospital, y cada vez era peor. Las internaciones de Valentina se hacían más frecuentes y más dramáticas, y todos coin-cidían en que ya nada podía hacerse. Aparecían nuevas manifesta-ciones de la enfermedad, lo que hacía que el padecimiento resultara insoportable, progresivo y sin esperanzas. Se puso de pie y atravesó el parque bajo la sombra de los paraísos. En el interior, largos pasi-llos rodeados por paredes de mármol y pisos de granito albergaban a una multitud de personas que caminaban en todas direcciones. Los techos altos, las aberturas pequeñas y la densa vegetación que rodeaba el edificio hacían necesario que las lámparas permanecieran encendidas a toda hora. La habitación de Valentina era, sin embargo, luminosa y amplia. Desde allí podían verse las copas de los árboles y un fragmento de cielo recortado por los límites de la ventana. Ella estaba acostada sobre una almohada enorme con la cabecera de la

La muerte y otros silencios

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cama algo elevada. El cabello recogido dejaba ver los detalles de la cara. Los ojos abiertos y hundidos, dos círculos negros congelados en dirección al techo. La frente cubierta por una piel reseca adherida a los huesos. Los labios trazaban una línea entre ambas comisuras como la cuerda tensa de un arco. Hasta los cincuenta años Valentina había tenido la apariencia de alguien mucho más joven de lo que era, pero más tarde la enfermedad se había encargado de producir el efecto contrario. Fernando se detuvo en el umbral de la puerta y recorrió con la mirada cada uno de los objetos necesarios para sos-tener con vida a su mujer. Un monitor mostraba el ritmo cardíaco mediante una serie de imágenes sobre una pantalla verde acompa-ñadas por un sonido agudo y molesto. El brazo derecho se extendía por fuera de las ropas conectado a un sistema de tubuladuras que permitían administrarle soluciones de hidratación y medicamentos. Una bomba de infusión controlaba las dosis y la velocidad del flujo. Sobre el costado izquierdo de la cama había un equipo de asistencia respiratoria mecánica, una máscara, un humidificador y un sistema de aspiración bronquial. Hacía varios días que ya no los necesitaba, pero permanecían allí ante la posibilidad de que algo imprevisto ocurriera.

Guardó los bolsos en el armario y se acomodó sobre un pequeño sillón. Se quitó el calzado. Apoyó la cabeza sobre el res-paldo. Apoyó los pies descalzos sobre una silla de madera. Cerró los ojos, aunque tal vez no durmiera. El tórax se expandía con cada respiración y luego se hundía debajo de las ropas. Los movimien-tos eran lentos y la respiración profunda, emitía un soplido suave y sostenido. La entrada del médico lo sobresaltó. Se puso de pie y se calzó los zapatos.

Era un hombre joven, casi un adolescente, alto, vestido con pantalón y chaqueta blanca. Olía a loción para después de afeitar y aún tenía el cabello húmedo como si recién acabara de salir de la ducha. Controló el sistema de infusión y las etiquetas de los frascos de suero. Mientras leía los reportes de la enfermera en una planilla, habló sin mirar a Fernando.

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— ¿Va a llevarse a Valentina del hospital?— Sí.Se acercó. Bajó el tono de voz y miró hacia los costados como

si quisiera evitar que alguien escuchara lo que estaba por decir. Se cubrió la boca con la mano anticipando una confidencia.

—Valentina se va a morir si se la lleva.Fernando hacía girar entre sus dedos un cortaplumas en minia-

tura con una cruz blanca dibujada sobre un fondo rojo que mediante una larga cadena salía desde el bolsillo de su pantalón. Se detuvo a pensar en lo que acababa de escuchar, buscando las palabras que había ensayado tantas veces la noche anterior, pero que ahora demo-raban en aparecer. Preguntó:

— ¿No ocurriría lo mismo si se quedase aquí?El médico observó a la enferma mientras apretaba los dien-

tes. El labio inferior montado sobre el superior. Dos líneas oblicuas señalaban la presión que le recorría la cara de arriba abajo.

—Sí, pero más tarde y en otras condiciones.—No creo que a ella le interesen ninguna de las dos cosas.Se produjo una pausa mientras el médico examinaba con una

linterna los ojos de Valentina resaltados por un círculo de luz ama-rilla. Al terminar, se puso de pie y apoyó su mano sobre el hombro de Fernando.

— ¿Va a decidir por ella?Fernando miró a Valentina y luego al médico.— ¿Hay otra alternativa? O usted piensa que está en mejores

condiciones que yo para hacerlo.El médico se acercó hasta ubicarse a pocos centímetros de

Fernando. Agitó el dedo índice apuntando a su pecho. Habló pro-nunciando cada palabra con una modulación exagerada de la voz como si quisiera asegurarse de que sus palabras no dejaran dudas.

— Yo nunca dije algo así.Abrió la puerta de la habitación. Se escuchó la voz de una mujer

que llamaba a través de los altavoces al médico de guardia para que se presentara en la sala de partos. Un carrito colmado de bandejas

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con el desayuno atravesó el pasillo. Las ruedas, que giraban sobre el piso irregular, produjeron un estruendo que luego se alejó en direc-ción a los ascensores. Salió sin despedirse. El sonido de la puerta al cerrarse devolvió el silencio interrumpido a la habitación.

Fernando se sentó junto a Valentina. Le acomodó un mechón de cabello caído sobre la frente. A los pies de la cama colgaba una cartilla con las anotaciones que una enfermera completaba en cada turno. Se inclinó para tomar una lapicera atada mediante un hilo al soporte metálico que contenía las hojas. Se puso los anteojos. Dibujó sobre el papel un retrato con trazos sencillos: la prominencia de los pómulos, el relieve de la nariz, las orejas que parecían enor-mes debido a su extrema delgadez, los surcos del cuello hundido debajo de las clavículas. Miró el dibujo durante algunos segundos. Se puso de pie y lo alejó estirando sus brazos para verlo con cierta perspectiva. Luego lo arrancó, hizo un bollo con el papel y lo arrojó por la ventana. Observó cómo caía hacia el parque balanceándose movido por las corrientes de aire hasta que se perdió de vista entre las plantas.

Fernando había pintado desde la adolescencia. Su afinidad por la luz y una mirada infrecuente le habían permitido crear imágenes perturbadoras. Durante años había pasado noches enteras encerrado en su taller ensayando perspectivas y mezclando colores. Sus padres habían alentado esa habilidad con la esperanza de contrarrestar la dificultad para comunicarse que había mostrado desde niño. En ese espacio había encontrado una rara inquietud que lo rescataba de la indiferencia de casi todas las cosas. Cuando llegó Valentina, hubiese podido, pero no quiso, ingresar a su pequeño mundo privado.

Continuó pintando durante los primeros años después de casarse. Pero una tarde de abril, ella entró por primera vez al taller. Era una habitación pequeña ubicada en la terraza a la que se accedía por una escalera exterior desde el patio de la casa. Antes de llegar a la puerta era necesario atravesar una soga extendida de pared a pared de la que ese día colgaban una blusa, dos pantalones y una toalla blanca movidos por el viento. Fernando pintaba sobre una

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tela un lago nocturno del que emanaban vapores que, vistos desde cierta distancia, conformaban extrañas cabezas humanas y anima-les. Se detuvo, sorprendido por la visita. De pie y con el pincel aún en la mano, observó los movimientos de Valentina. Ella recorrió cada rincón. Tomó medidas contando sus pasos en todas las direc-ciones. Fruncía la nariz dando muestras de su desagrado por el olor a pintura. Revisó los cajones y una vieja alacena de madera a punto de derrumbarse por el peso de los bastidores y los frascos de sol-vente. Frotando el piso con la punta de uno de sus zapatos, intentó sin éxito quitar las manchas de distintos colores que se esparcían por todos lados. Se acercó al cuadro y lo miró llevando la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro buscando alguna orien-tación. “No existe un lago como ese. No es real. No tiene sentido”, le dijo. Fernando no supo de qué manera contestar a lo que, de todos modos, no era una pregunta. Sonaba la Gimnopedia Nº III de Erik Satie. Apagó el reproductor. Se miró las manos con las que parecía no saber qué hacer y las guardó en el bolsillo del enorme delantal que protegía su ropa mientras pintaba. El guardapolvo alguna vez había sido blanco, pero ahora reunía varias capas de óleo y témpera superpuestas sobre la tela multicolor. Antes de salir, Valentina giró sobre sí misma hasta mirarlo de frente. “El lunes voy a organizar en esta habitación un cuarto de lavado y planchado. Ya no tenemos más lugar en la casa”. Sus pasos resonaron sobre la escalera hasta perderse. Fernando introdujo el pincel en un frasco con un líquido espeso y sucio. Se quitó el delantal y se quedó parado frente a la obra que acababa de abandonar. Volvió a encender el grabador y subió el volumen hasta que el sonido del piano inundó el ambiente. El sol comenzaba a caer y el cielo, a transformarse en una mancha anaranjada detrás de la ventana.

Invirtió todo el domingo en guardar sus cosas en cajas de car-tón y en proteger con diarios viejos las obras terminadas. Tiró a la basura los bocetos de futuros trabajos. Su taller fue invadido por un olor a ropa húmeda y una atmósfera pegajosa que lo expulsaron

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de allí durante los años siguientes. No había para qué volver y jamás volvió.

Los primeros días con Valentina en la casa luego de pasar más de un mes en el hospital se sucedieron con relativa calma. Ella per-manecía sumergida en un letargo que la desconectaba de cuanto sucedía a su alrededor. Ya no mostraba ninguna de las mínimas señales que hasta poco tiempo atrás le permitían establecer alguna clase de contacto con los demás. El movimiento de los párpados ante una pregunta, una leve apertura de la boca cuando recibía los alimentos, la contracción de los músculos de la frente cuando sentía frío o algo la molestaba. Había que fijar mucho la atención para per-cibir algún signo de vida en su cuerpo. No se quejaba. Ya no emitía ese lamento sostenido y apenas audible que durante meses había sido la única señal de que algo aún vivía en su interior. Fernando no se movió de su lado en ningún momento.

Una semana más tarde subió al cuarto de la terraza. Regresó a la habitación con un atril de madera desvencijado, dos lienzos amarillentos y el viejo grabador. Los ubicó frente a Valentina de manera que recibieran la luz que ingresaba a través de la ventana. Enjuagó los pinceles y seleccionó los tubos de pintura. Tuvo que descartar la mayoría por inservibles, pero logró reunir una cantidad suficiente. Limpió con un trapo el reproductor de casetes y luego sopló en su interior desde donde salió una nube gris de matas de polvo que lo hizo toser. El equipo estaba muy deteriorado. Uno de sus parlantes tenía un agujero del tamaño de un dedo. Oprimió la tecla de encendido sin mayores esperanzas. La Gimnopedia III comenzó a sonar como si el tiempo no hubiese pasado. Se detuvo a observar la escena antes de comenzar a dibujar con carbonilla negra sobre la tela. Pintaba durante horas mirando a su mujer cuando el dibujo lo requería. Una vez finalizado el cuadro, lo ubicaba sobre el piso apoyado contra la pared. Lo observaba con atención y luego dejaba una pequeña esquela debajo con observaciones como: “está perdiendo expresión en el rostro” o “desde el jueves no mueve los labios”, o “el color de su piel ha pasado del amarillo tenue a la

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palidez extrema”. Entonces se dormía exhausto sobre el sillón. La misma secuencia se repetía día tras día.

Mientras tanto Valentina se transformaba. Los cuadros dieron cuenta de ese proceso con una exquisita precisión. Bastaba mirarlos para tomar conciencia del modo en que su cuerpo se despojaba de ella hasta no contenerla en absoluto. Fernando observaba los retra-tos parado a poca distancia de la tela. Registraba los detalles: la piel, ahora pálida, casi transparente; el cuello, con el relieve acentuado de cada músculo y cada tendón; los ojos retraídos, minúsculos en el interior de unas órbitas desmesuradas; a ambos lados de la boca nacían unas arrugas con forma de líneas excéntricas que parecían los rayos de un pequeño sol.

La noche del lunes no durmió. Por primera vez pintaba durante la madrugada, con luz artificial. Se demoró pintando los pliegues de las sábanas. A medida que los colores se fueron terminando, se vio obligado a emplear únicamente negros, marrones y azules sobre un fondo blanco y deslucido.

Valentina modificó el ritmo de su respiración. Produjo un sonido burbujeante que le llegaba desde el pecho. Abría la boca y estiraba el cuello buscando el aire. Fernando se acercó a la cama y la destapó. Su cuerpo desnudo se agitaba con los movimientos respiratorios. Los huesos de la pelvis sobresalían sobre el abdomen hundido. Una gruesa mata de vello negro le cubría el pubis. Dos manchas violáceas e irregulares se extendían sobre lo que alguna vez habían sido los muslos. Leyó la cartilla con las instrucciones para casos de emergencia que el médico le había entregado antes de salir del hospital. “Si presenta dificultad para respirar: colocar la máscara y abrir la llave del tubo de oxígeno regulando el indicador de la válvula en 6”. Cubrió con la máscara la boca y la nariz de Valentina, y reguló el paso de oxígeno tal como estaba indicado. Valentina se serenó durante algunos minutos.

Empujó el atril hasta el borde de la cama. Colocó un nuevo lienzo y comenzó a trazar el contorno de una silueta. Sonó el telé-fono. Descolgó el tubo y lo apoyó sobre la mesa de luz. Una voz

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joven de hombre dijo “hola” varias veces y luego un tono intermi-tente y agudo sonó hasta convertirse en un ruido de fritura.

Más tarde Valentina se sacudió con una serie de movimientos convulsivos que se fueron agotando. Un hilo de líquido espumoso y sanguinolento asomó entre los labios. Fernando volvió a leer las recomendaciones médicas. “Si la fatiga persiste o se acompaña de convulsiones: llamar con urgencia a la ambulancia y aumentar la velocidad de la infusión intravenosa de 21 a 49 gotas por minuto”. Tiró los papeles al piso.

Alguien golpeó la puerta. Fernando la cerró con dos vueltas de llave. Volvió hasta la cama y desconectó la válvula del tubo de oxí-geno. Retiró la máscara. Valentina frunció los labios que de inme-diato adquirieron un color azul o morado. Buscó el interruptor de la bomba de infusión y la apagó. El goteo del suero con los medica-mentos se detuvo. Una luz roja se encendió y sonó una alarma. Tiró de las tubuladuras hasta que el catéter salió desde la vena del brazo. Un chorro de sangre oscura se deslizó sobre la mano hasta quedar suspendido en el aire unos segundos antes de alcanzar el piso. Estiró la sábana y cubrió el cuerpo hasta la altura del mentón. Ella pareció relajarse. Uno de sus párpados se contrajo mientras el otro permane-cía inmóvil, abierto. El brazo liberado cayó. Quedó balanceándose a pocos centímetros del suelo. La respiración se hizo superficial y lenta, pero ahora sin la desesperación por obtener aire que mostraba pocos minutos atrás.

Fernando accionó el reproductor. La música llegó a todo volumen. Abrió la ventana, el aire fresco y los olores de la noche entraron en la habitación. Pintó, sobre la tela, las sábanas sacudién-dose en el aire, flotando, suspendidas sobre la cama. Se detuvo en los detalles de su lento movimiento al caer, en el demorado vuelo de su blancura. Más tarde, sin saber cuánto tiempo había transcu-rrido, se separó del cuadro. Lo apoyó sobre la pared siguiendo la larga hilera de su improvisada galería. Se sentó en el piso con las piernas cruzadas. Vio sobre su dibujo el brazo raquítico de Valentina suspendido en el aire y la sombra de sus dedos alargada sobre una

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mancha oscura de forma irregular que se expandía sobre el piso, la cabeza con la boca abierta y la punta de la lengua asomada entre los dientes. Volvieron a golpear la puerta ahora con mayor insistencia. Tomó uno de los pinceles y lo clavó muchas veces sobre el lienzo hasta convertirlo en una superficie acribillada por minúsculos aguje-ros. Dejó caer la cabeza y la sostuvo con las manos sobre las sienes.

Se acercó a la cama. Observó a Valentina, quieta y ausente, durante algunos minutos. Apoyó los dedos sobre los párpados, pero no se animó a cerrarlos. Tuvo deseos de llorar y lo hizo. El ruido de un tren sobre las vías y un largo silbido se alejaban. Lejos, noche arriba.

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Me llaman Calle

Me llaman calle, la sin futuro,me llaman calle, la sin salida.

Manu Chao

Hace más de una semana que la veo. Todas las mañanas me siento al borde su cama, le pregunto cómo se siente, le cuento chis-tes tontos, le acaricio el cabello. Se sonríe, pero casi no me habla. No se queja. No me pide nada. No pregunta. Acepta sin resistencias todo lo que le hacemos. Y eso es desagradable, es doloroso y a veces humillante, pero no me dice nada.

La trajo su hija, una niña de diez años. Como su madre, habla muy poco, y casi no se mueve de su lado. La he visto deambular entre los autos en la puerta del hospital estirando su mano abierta ante las ventanillas. No dice qué quiere, aunque todos entienden que pide monedas. Nadie la mira, muy pocos le sueltan algunos centa-vos. Después compra unas botellas de agua mineral, un paquete de galletitas y vuelve a su puesto al pie de la cama de su mamá. Las dos se miran sin hablarse durante horas. De a ratos la obliga a beber unos sorbos o humedece un algodón que exprime sobre sus labios. La madre tose, escupe o se atraganta. Y todo vuelve a comenzar. “Tu mamá no necesita beber, no te preocupes. Yo le doy a través del suero todo lo que precisa”, le dije esta mañana. Me miró desde abajo con los ojos desmesuradamente abiertos, clavados en mí, inmóvi-les. Ese mínimo gesto duró —o al menos así me pareció— más de lo esperable. Inmediatamente volvió a mojar el algodón en el agua y a apoyarlo con delicadeza sobre los labios de su madre. No volvió

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a mirarme. Pero la madre sí lo hizo. Me pareció que sonreía o algo así. Entendí que me mostraba esa acción aparentemente inútil de su hija como un trofeo, con orgullo y satisfacción. ¿Quién me habrá dicho alguna vez que yo podía suministrarle a una madre agonizante “todo lo que necesita” en un estúpido envase de solución salina? Le guiñé un ojo a la madre y le di una palmada en el hombro a la nena. Ojalá hayan comprendido que yo había entendido.

Pocos días atrás esa niña arrastró a su madre —que casi no podía sostenerse en pie— hasta la sala de Emergencias. Cuando estuvo delante de nosotros, se detuvo y, con su sola presencia, nos hizo ver a esa mujer. La acostamos en una camilla y le pedimos a su hija que esperara afuera. No hubo manera de moverla de allí. La mujer estaba adelgazada hasta la desnutrición, tenía fiebre, respiraba con dificultad y por momentos perdía la conciencia. Por encima del esternón, un hueco enorme se hundía con cada inspiración. Los bor-des de los huesos de la cara estaban a punto de salir a través de la piel que apenas los cubría. La asistimos con las primeras medidas de soporte y la internamos en una sala del hospital.

A alguien, alguna vez, se le ocurrió que la presencia de meno-res en ese lugar estaba prohibida. Pero la niña no estuvo dispuesta a considerar esa norma ni a escuchar argumentos o razones. La deja-mos al lado de su madre y, sin que nadie se lo hubiera propuesto, se organizó la red de ayuda mutua que allí ya todos conocíamos. Una solidaridad sin estridencias. Anónima, austera, pero efectiva. Sin juicios morales. La niña fue ocultada en cada oportunidad en que alguien que podría denunciar su presencia pasaba por el lugar. Los burócratas y los gendarmes de las ordenanzas fueron conve-nientemente alejados o distraídos cada vez que se asomaron por la sala. Aparecieron frazadas, almohadas, ropas infantiles, juguetes, leche, golosinas y otros alimentos. Manos secretas los dejaban al pie de la cama. Las mujeres familiares de otros pacientes bañaron a la niña, cepillaron su cabello, la cubrieron con mantas mientras dormía. ¡Fuenteovejuna!

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Soledad, la madre, me contó que su hija se llamaba Sol. “¿Igual que vos?”, le pregunté. “No, yo me llamo Soledad, ella se llama Sol. No es lo mismo”.

Soledad tenía un tumor avanzado de mama y una extensa siem-bra de metástasis en los pulmones y en la columna vertebral. Ya teníamos el diagnóstico. Sabíamos que no tenía ninguna oportu-nidad de sobrevivir en esas condiciones y que solo se trataba de tiempo, poco tiempo.

Ayer me pidió que conversáramos un rato. Señaló a su hija dándome a entender que quería hacerlo sin su presencia. Le pedí a la enfermera que la llevara con ella y me senté a conversar con Soledad. Imaginé que querría hacerme preguntas, saber cómo se encontraba, cuál era su pronóstico, pero no fue así.

—Yo a vos te conozco desde hace muchos años.— ¿A mí?— Sí, a vos.— ¿Y dónde nos conocimos?— Acá, en el hospital, hace más de quince años.— Es posible, pero no lo recuerdo.—Yo sí, muy bien. Yo era una de las chicas del Loco Luis.El Loco Luis era un personaje que frecuentaba la guardia del

hospital. Un hombre gordo, pelirrojo, de una simpatía arrolladora y un oscuro prontuario policial. Nadie sabía cuándo, pero algunas madrugadas asomaba su cabeza enorme por la puerta de la guardia y gritaba: “¡Doctores, llegaron Luisito y sus nenas!”. Entraba seguido de una corte de mujeres de todas las edades. Cada una traía paque-tes con pizza, helado o cerveza. Armaban una mesa larga sobre dos caballetes de madera en la que distribuían sus obsequios como para dar una fiesta. Desde ese momento, nos organizábamos —médicos y enfermeras— para examinar a “sus chicas”, tomarles muestras de sangre, hisopados vaginales, radiografías de tórax. El Loco Luis las cuidaba mucho y así protegía su negocio. Todos comprendíamos que se trataba de algo ilegal, pero nadie lo mencionaba explícita-mente. En esa época todavía no existían leyes que protegieran a

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aquellas mujeres que ejercían la prostitución atormentadas por la miseria, por la violencia de algunos hombres y por la brutalidad los edictos policiales. Sabíamos que haciéndolo las cuidábamos y, a través de ellas, también a sus clientes. Después de todo, era un acto médico. Más tarde el Loco Luis tocaba la guitarra, cantaba y estimulaba a sus chicas para que bailaran y sirvieran sus manjares. La comida y sus chicas eran su moneda de cambio.

— Una noche vos me atendiste. Me tratabas tan raro. Me decías “por favor”, me llamabas “señorita”.

— Bueno, siempre fui un poco formal…— Yo te pregunté por qué me trabas de ese modo, tan respetuoso.

Te pregunté: “¿Vos sabés quién soy yo?”, y vos me respondiste: “Yo la trato de este modo por lo que soy yo, no por lo que es usted”. Nunca pude olvidarme de eso.

No supe qué decirle. No recordaba nada.— No lo recuerdo. Pero creo que debo disculparme con vos.

No tiene ningún mérito que alguien trate a las personas por lo que él mismo cree que es. Lo importante es hacerlo por lo que los otros son.

— No sé. Pero esa noche me hiciste muy bien. Yo recién llegaba de mi provincia, tenía diecinueve años y estaba muerta de miedo.

Me sentí avergonzado. Sabía que yo era perfectamente capaz de haber dicho algo así. Una respuesta desubicada e idiota.

Soledad se agitaba, tenía dificultades para mantenerse atenta, alternaba momentos de lucidez y de letargo. Le coloqué la más-cara de oxígeno y me quedé a observarla hasta que se durmió profundamente. Su hija se acercó. Acurrucó su cuerpo pequeño en la cama, pegada a su madre. Rodeó con el brazo el cuello de Soledad y quedó hipnotizada mirando las burbujas que se produ-cían en el humidificador.

Por la mañana vi como Sol se acercaba a las ventanillas de los autos y extendía su mano sin decir una palabra. Los conductores estaban tan apurados que no la veían. Un hombre se afeitaba con una máquina eléctrica mirándose en el espejo retrovisor mientras

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esperaba la luz del semáforo. Sol llegó a mi coche. Puse varias monedas en su mano. Me miró. Me reconoció de inmediato, “vos no”, me dijo. Revolvió el bolsillo trasero del pantalón y me dejó sobre la mano las monedas que yo le había dado y una estampita arrugada y sucia de San Pantaleón.

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Los pibes

Esta tarde tenía visitas esperándome en la puerta del consul-torio. Un Renault 12 picado de viruela con cuatro pibes adentro. Dudo que algo funcionara en ese auto, excepto el reproductor de música que sonaba a un volumen altísimo: “Se va para el baile con su minifalda mostrando la burra y le gusta que la miren, le gusta que la miren…”. Sobre el techo había un bidón con nafta desde el que salía un cañito plástico que ingresaba al motor. Apenas me vieron, abrieron las puertas y bajaron. Ninguno tenía más de veinte o veinti-cinco años. Vestían pantalones anchos de colores fosforescentes que les llegaban apenas debajo de las rodillas, musculosas con dibujos e inscripciones como: “Piola Vago”, “el Apache”, “Violador serial”, “Perreo al palo”. El que llevaba la voz cantante era un primate de unos 120 kg. y 1,90 m. de estatura. Las zapatillas eran enormes, creo que jamás las habia visto tan grandes. Tenía una extraña barba finísima que le recorría la cara de oreja a oreja y se continuaba con las patillas, la mitad del cráneo rapado y la otra con una melena peinada con gel húmedo que le llegaba hasta los hombros, y un aro con una piedra bermellón con forma de elipse. Sobre el brazo dere-cho, un tatuaje de Carlitos Tévez, sobre el izquierdo, una flecha que atravesaba la palabra “madre” escrita con letra cursiva. Los otros tres eran algo menores. Todos usaban gorritas con la visera hacia atrás. Se movían al compás de la música. Daban unos pasitos cortos arrastrando las suelas sobre el piso, acompañados de flexiones de las rodillas y torsiones de la cadera. Una especie de movimientos convulsivos al compás del reguetón. El más joven armaba un porro. Se pasaban de mano en mano una botella plástica de Coca Cola de

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litro y medio con un líquido amarillento que no me animo a afirmar si era cerveza u orina. Me rodearon cuando empezaba a abrir el por-tón. Olían a potro y a caballeriza. No parecían agresivos, más bien exóticos y salvajes.

—¿Vos sos el doctor Daniel?—Sí, soy yo.—No te asustés, no te vamos a afanar.—No me asusto. Me encanta verme rodeado de chicos como

ustedes.El diariero de la esquina se asomó para ver qué pasaba. —¿Todo bien, doctor? Le hice señas con la mano de que todo estaba controlado. Uno

de los pibes eructó con la potencia de un trueno antes de arrojar la botella vacía al medio de la calle. Rozó la cabeza de un hombre mayor que pasaba en bicicleta. El tipo se detuvo, apoyó un pie sobre el piso y lo puteó. El pibe levantó un cascote y se lo tiró con una extraordinaria puntería. El pobre hombre se agachó para esquivarlo y salió corriendo sin volver a montarse en la bicicleta. Los demás ni siquiera prestaron atención a lo que sucedía. El grandote me agarró del brazo.

—Mi vieja quiere que vos la atiendas. Te estamos buscando desde hace una semana.

—¿Tu vieja?—Sí, Ermelinda Benítez. Una paraguayita que vos atendiste

cuando estuvo internada en el hospital. ¿Te acordás?—La verdad que no. ¿Cuándo fue eso?—Hace como diez años.—Mi memoria no llega a tanto. Ya estoy viejo.—Ella te recuerda muy bien. Siempre habla de vos.—Me alegro, a veces creo que nadie se acuerda de mí.—Te llevamos y te traemos de vuelta, ¿vamos?—Dale, pero tengo que estar acá antes de las seis.—Tranquilo, te prometo que estarás acá a esa hora.

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Me abrió la puerta para que entrara al auto. Los otros tres se acomodaron en el asiento de atrás. Tuve un instante de duda.

—Mejor los sigo con mi coche —les dije en un rapto de pru-dencia que sentí como una cobardía.

—No, te llevamos nosotros. Es cerca, pero un lugar jodido, ¿viste?

—Ok, dale, vamos.El asiento tenía una depresión de unos veinte centímetros coro-

nada por un resorte y jirones de estopa manchada de grasa. El piso dejaba ver el asfalto a través de dos agujeros irregulares del tamaño de una mandarina grande. La radio sonaba al tope. Organito, tumba-doras, raspador. Un locutor anunciaba una noche colombiana repleta de espuma y la actuación en vivo de Jimmy y su Combo Negro, y de Claudio y su Onda Sabanera. Chicas gratis hasta las doce de la noche, después veinte pesos por cabeza. El olor a porro era deli-cioso. Se pasaron el cigarrito de mano en mano. No me convida-ron. Bajamos por la colectora de la Autopista del Oeste hasta una calle de tierra. Las sacudidas salpicaban gotitas de combustible que chorreaban por el parabrisas. Detuvieron el auto al costado de una Toyota Hilux. Uno de ellos bajó, le hizo saltar la tapa del tanque de nafta con un movimiento seco y rotundo. Introdujo el cañito plástico y chupó hasta que la nafta comenzó a fluir hacia el bidón que había apoyado en el piso. En pocos segundos el recipiente estaba lleno. Volvió a subir escupiendo combustible a través de la ventanilla.

—Es un autoservicio, ¿viste? —me dijo mientras arrancábamos. Al cabo de unas diez cuadras empezamos a encontrar a gru-

pos de clones de los pibes en las esquinas. Eran todos igualitos, indistinguibles, uniformados. El conductor aminoraba la marcha, sacaba el brazo y se chocaba con la mano del otro en una serie atropellada de movimientos que no logré comprender. Ingresamos en un barrio de casas humildes de cemento sin pintar o de chapa. Algunas tenían uno o dos pisos. Cientos de antenas de TV y de cables subían y bajaban a la altura de la cabeza de un hombre de pie. Había perros y chicos en cantidades semejantes. Los primeros

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se rascaban la entrepierna con un empeño admirable, los segundos se sorbían los mocos descalzos entre la basura.

—Doc, acá tenemos que bajar y caminar.—Perfecto, adelante.El grandote y yo nos alejamos a pie por un pasillo estrecho.

Los demás se quedaron en el auto. Hacía un calor vaporoso de cal-dera del diablo. Caminábamos sobre charcos de barro y senderos de pedregullo. Las casas se amontonaban haciendo un uso irrespe-tuoso del espacio. No existían ni las proporciones ni la simetría. El conjunto era caótico y desordenado. Tuve la impresión de que, sin embargo, existía alguna racionalidad que yo no alcanzaba a com-prender. Las paredes estaban llenas de grafitis con leyendas o dibu-jos. Los colores se mezclaban. La ropa colgada de sogas atravesaba la veredita y nos obligaba a agacharnos para pasar debajo de pan-talones, blusas o guardapolvos escolares. Un flujo vital circulaba como un viento por todas partes. Desde las ventanas salían las voces de la televisión, música de chamamé o de cumbia. En ese lugar no se conocía el silencio. Varias mujeres jóvenes y obesas se asomaban a curiosear. A casi todas les faltaban los incisivos y les sobraban las tetas. Llegamos a una casa de ladrillos sin revocar. No había puerta, sino una cortina sucia de tela floreada. El piso era de tierra seca y apisonada, y lo atravesaban los surcos de agua de una regadera. Sobre la pared había un cuadrito del general Perón montado sobre un caballo con uniforme de gala y un retrato del Gauchito Gil ilu-minado por una lámpara colorada con forma de gladiolo. Entramos a la habitación en penumbras. Se escuchaba el zumbido de un tur-boventilador apoyado sobre una silla. Tropecé con una fuente y derramé su contenido líquido. Tardé algunos minutos en acomodar mi visión a la escasa luz. Sobre la cama, semisentada, encontré a Ermelinda. La reconocí de inmediato. Estaba más delgada y más vieja. El cabello ralo, negro. Sus brazos y sus manos esqueléticas se estiraban hacia mí. Me acerqué. Nos abrazamos durante un rato que me pareció bastante largo. Pude percibir un temblor involuntario y sutil que le empezaba en la cabeza y bajaba hacia las piernas. Olía a

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lavandina y a colonia frutal. Me llené de recuerdos de esa mujer en pocos segundos.

—Ermelinda, ¿todavía hacés esa sopa paraguaya que me traías al hospital?

—¿Se acuerda, doctor? —Cómo iba a olvidarme de ese olor y de la masa esponjosa

con saborcito a queso.La mujer miró a su hijo y le hizo un gesto. El pibe se acercó a

la cama con una actitud tierna y sumisa que me pareció ridícula en alguien tan enorme.

—Chuqui, andá a la cocina y traele al doctor un pedazo.El mono salió a toda velocidad montado sobre sus zapatillas

canoa. La música seguía sonando desde alguna parte. Se escuchaba la voz de un locutor que alentaba a la audiencia hablando a los gritos encima de las canciones. Conversé un rato con Ermelinda y después la revisé con detalle. Le habían amputado dos dedos del pie derecho hacía un año. Su diabetes ahora le estaba quitando la visión. Tenía una palidez amarillenta en la piel y las conjuntivas. Lesiones de ras-cado por un prurito que no le daba tregua desde hacía semanas. Su presión arterial estaba alta y había signos de congestión pulmonar. Las últimas cuarenta y ocho horas había tenido vómitos. Se escu-chaba sobre su pecho un ruido áspero como el de dos cueros secos que se frotan entre sí. Las parótidas estaban hinchadas y le deforma-ban la cara a ambos lados. Los párpados edematizados le daban un aspecto de somnolencia permanente. Se quejaba de calambres y la movilidad de sus tendones mostraba subsaltos muy groseros. Tenía signos evidentes de insuficiencia renal severa descompensada.

Tal como la recordaba, seguía siendo una mujer dulce y aus-tera. Casi no se quejaba. Tuve que sacarle a empujones el repertorio de sus síntomas. Me mostró una bolsa plástica de supermercados Día llena de cajitas de medicamentos que sacó de un cajón de la mesa de luz. Sus hijos no le habían hecho faltar nunca el tratamiento pese a que era muy costoso. El simio me ofreció una porción de sopa paraguaya sobre un platito. Estaba tibia y deliciosa. El olor

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me transportó muchos años atrás cuando mis compañeros y yo nos peleábamos por comer esa exquisitez en las noches de guardia.

Me acomodé al borde la cama y comí despacio, saboreando cada bocado tomado de la mano huesuda de Ermelinda. Le agra-decí y le di un beso en la frente. Ella le ordenó a su hijo que me regalara el resto para que me lo llevara a casa. Me trajo un paque-tito envuelto en la contratapa del Diario Popular. Había una de esas magníficas fotos del Chocho Santoro de una mujer de espaldas. La chica flexionaba la columna contradiciendo toda fisiología, lo que ponía su magnífico culo en un conmovedor primer plano. Lo guardé en mi maletín. El papel comenzaba a entibiarse.

Les pedí a todos que me escucharan. Tenía que decirles algo importante y necesitaba estar seguro de que lo comprenderían. Ermelinda ya no podría seguir en su casa. Habría que internarla y era muy probable que requiriese ingresar en un plan de diáli-sis definitiva, ya que sus riñones habían dejado de funcionar. No había alternativas. Debía procederse de inmediato antes de que tuviese consecuencias irreparables. Ella lo aceptó sin comenta-rios. Sospecho que esperaba algo así. El mono, en cambio, se aba-lanzó sobre la cama y la abrazó con desesperación. Lloraba como un bebé con unos sollozos largos seguidos de una especie de hipo gutural mientras sacudía su inmensa humanidad sobre su pobre madre. Intenté separarlo, pero no logré moverlo ni un centímetro. La mujer le acariciaba la cabeza y le daba palmaditas en la nuca. Pronunciaba una letanía de una sola palabra como si se tratase de un mantra: “mamá, mamá, mamá…”. Era como un transatlántico desmoronado sobre una chalupa. Mientras tanto hice una llamada al hospital para hacer los arreglos con la médica de guardia para que la recibiese conociendo sus antecedentes. Me despedí de Ermelinda con la promesa de ir a verla al día siguiente.

Salimos sin decirnos ni una palabra. El pibe estaba visible-mente conmovido. El volumen de la música se fue incrementando a medida que dejábamos la casa. Me tomó del brazo y me miró desde una altura que me daba vértigo.

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—¿Se va a morir, doc? ¿Mi vieja se va a morir?—Está muy enferma, el riesgo es alto. Si todo sale bien, la

espera un tiempo difícil en el que deberá hacerse diálisis tres veces por semana.

—No se puede morir, doc, mi vieja no se puede morir…Estábamos detenidos en un pasillo interior del barrio donde

apenas entraban dos personas. Obstruíamos el paso y la gente empezaba a juntarse alrededor. Nadie se animaba a pedir permiso. Escuchaban nuestra conversación. Lo hacían con un silencio respe-tuoso y atento que solo se quebraba con un murmullo sordo cuando mencionábamos la posibilidad de la muerte o algún otro dato acerca de la gravedad del estado de Ermelinda. Algunos le daban palmadas en la espalda en señal de apoyo. Los vecinos participaban como si las casas no tuvieran puertas, entraban y salían sin pedir permiso. Los límites entre lo privado y lo público eran muy diferentes de los que yo conocía. Todos participaban de la misma manera. Hasta que me resultó imposible distinguir quién pertenecía a la familia y quién no. Algunas mujeres entraron a la casa para preparar a Ermelinda para su traslado al hospital. Me pareció que era una gran familia integrada y solidaria. Una señora llegó con un bolso rojo, otra con un frasco de perfume y uno de desodorante. Una mujer con un bebé en brazos descolgó dos camisones de una soga y comenzó a plan-charlos sobre una tabla de madera. Nadie se movía del lugar. Me decidí a hablar sin tomar en cuenta que me escucharían unas diez o quince personas expectantes a lo que iba a decir. Hablé mirando al hijo de Ermelinda, pero de a ratos también a los vecinos con el propósito de saber si me comprendían o si tenían alguna pregunta.

—Tu mamá es diabética y lleva muchos años de enfermedad. Llega un momento en que las cosas se complican. Ermelinda tiene problemas serios, está muy delicada. Tenés que ser fuerte.

Las personas se turnaban para frotar sus manos sobre la enorme espalda del pibe. Un hombre mayor, de piel oscura y curtida, se adelantó al grupo hasta quedar delante de mí. Usaba un sombrero de paja y un pañuelo atado al cuello.

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—Doctor, acá todos estamos para ayudar. Si hace falta algo: sangre, cuidadores para la noche, plata, lo que sea doctor, lo que sea…

Tenía acento guaraní. Tal vez fuese correntino o paraguayo. Olía a vino, pero no parecía alcoholizado. Me ofreció su mano que acepté gustoso.

—Le agradecemos mucho que haya venido a ver a la Ermelinda, doctor.

Bajó la cabeza, dio media vuelta y desapareció detrás de la gente que nos rodeaba. La música seguía sonando a todo volumen. A nadie le sorprendía ese alboroto. No me pareció que consideraran que la situación exigiera silencio o algo más discreto. No es que a mí me molestara, pero no podía dejar de atender a las letras de las canciones y sentir cierta vergüenza: “Vení pa’ cá vamo a cogé…”.

El grandote me pidió que lo acompañara. Entramos en una casa a pocos metros del lugar donde nos habíamos detenido. Apenas abrió la puerta la música adquirió una intensidad insoportable. Tres chicos manejaban una consola de sonido. Todos tenían lentes oscu-ros. Eran flaquísimos, altos y usaban una ropa desproporcionada-mente grande, lo que exageraba su delgadez. Había cinco o seis chicas bailando distribuidas en la pieza. Usaban remeras ajustadas que dejaban sus ombligos al aire y unas polleritas minúsculas que se balanceaban deliciosamente. Hice un esfuerzo enorme por no mirar-las, aunque no me duró mucho tiempo. Eran perfectas. Asomaban su maravilla como una luz intermitente con cada movimiento de la pollera. Entramos en una piecita repleta de cajones de cerveza Quilmes Imperial y botellas de Fernet Branca apiladas hasta la altura del techo.

—¿Qué es este lugar? —le pregunté. —Una radio, se llama FM Génesis. Acá la escucha todo el

mundo. En las casas, en los autos y por los altoparlantes que hay en las esquinas.

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Sacó del bolsillo trasero del pantalón un fajo de billetes de cien pesos enrollado y ajustado con una bandita elástica. No sabría decir la cantidad, pero había más dinero del que yo haya visto alguna vez.

—¿Cuánto te debo, doc? —me preguntó mientras desataba los billetes.

—Nada, no te preocupes. El pibe se quedó mirándome sin comprender lo que le acababa

de decir. —No, de ninguna manera.—Quedate tranquilo, con la sopa paraguaya ya me gané el

paseo. Me arrastró hasta la habitación de la que veníamos. Otra vez

nos aturdió el sonido. —Llevate una guachita entonces, doc. Las chicas seguían bailando solas como muñecas a cuerda. —¿Te parece? Se acercó hasta mi oído para que pudiese escucharlo.—Vos no te preocupes. Te llevás la que más te guste y después

yo te la paso a buscar. Eran tan jóvenes y hermosas, tan perfectas y sensuales. —Son preciosas, pero no puedo aceptarlo. Mejor llevame que

se me está haciendo tarde.El grandulón hizo una seña a los chicos de la consola. La

música se detuvo. —El doctor quiere ver a las nenas, a ver si le muestran lo que

saben hacer.Empezó a sonar una versión tropical y llorona de Lambada.

Las chicas comenzaron a bailar. Una de ellas se subió a una mesa. Giraban y movían las caderas. El cantante empleaba un lamento sobreagudo de bolero, mitad en español del Caribe y mitad en brasi-lero elemental. El grandulón se alejó unos pasos. Tomó a una chica de la mano y bailó con ella. No podía creer lo que estaba viendo. Esa mole torpe se transformó por completo. Toda su incoordinación al caminar se convirtió en una extraordinaria destreza para el baile.

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Tuve la impresión de que una fuerza misteriosa le atravesaba cuerpo dotándolo de una habilidad que un minuto antes parecía imposible.

—Ella es la Gladys, una misionera muy gauchita. Llevala, yo sé lo que te digo.

La piba se reía satisfecha con la descripción que hacían de ella. Parecía un ángel precioso y tonto.

—No, gracias. Te lo agradezco mucho. Ya me tengo que ir.Desandamos el camino por el que habíamos llegado. Las per-

sonas me saludaban como si fuese un héroe. Le ofrecían al pibe ayuda y solidaridad. Todos estaban enterados de lo que le ocurría a Ermelinda. La música de la radio se repetía en cada casa, en cada esquina. Sintonizaban la misma estación, que parecía ser el sonido propio del barrio. Encontramos a dos adolescentes sentados en el piso con herramientas en las manos. Tenían destornilladores, pinzas, sierras, martillos, una llave cruz y un crique hidráulico. Me pareció extraño. No hacían nada. Actuaban como si estuvieran esperando para comenzar un trabajo, pero no entendía cuál.

—¿Estos pibes qué hacen? ¿De qué laburan? Nos detuvimos. El grandote sonrió. —¿Ves ese auto que está allá enfrente, del otro lado de la

autopista?Apenas podía verlo. Era un Audi A3 gris metalizado, precioso,

estacionado sobre la banquina de tierra. —Sí, lo veo. Señaló a los chicos que seguían esperando. —Los pibes lo levantaron hace un rato. Ahora tienen que espe-

rar dos horitas. Si tiene rastreador va a venir la cana y se acabó el laburo. Pero si no aparecen, le ponen mano y en veinte minutos lo desguazan para repuestos.

Saludó a los desarmadores de coches chocando el puño con cada uno de ellos y seguimos nuestra marcha. Como la cum-bia, como la falta de privacidad, también esto parecía algo natu-ralizado sobre lo que nadie aplicaba ningún juicio moral. Pura

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supervivencia. Estrategias de vida que, también a mí, empezaban a parecerme razonables.

A pocos metros había una casa de dos pisos con las paredes repletas de dibujos de vírgenes, santos, animales y algunos símbolos que no pude identificar. Desde la puerta partía una larga fila de per-sonas que se perdía en el laberinto de aquellos pasillos.

—¿Qué espera toda esa gente allí? —le pregunté a mi cicerone.—Es la casa de la Dorita, es tu colega acá en el barrio.Había personas de todas las edades, chicos, embarazadas, vie-

jos. Esperaban con paciencia bajo el sol ardiente de la tarde. Era evidente que algunos estaban muy enfermos. Los familiares les lle-vaban sillas para que descansaran y las iban adelantando a medida que la fila se movía.

—¿Mi colega?Dos mujeres recorrían la cola ofreciendo chipa y torta de chi-

charrón que llevaban en canastas de mimbre sobre las cabezas cubiertas con telas blancas, inmaculadas.

—Sí, es curandera y de las mejores. A mi vieja la atendió varias veces. Pero cuando ella nota algo que no puede arreglar, te manda al hospital.

Me detuve a mirar a la gente. Una mujer joven se apoyaba con-tra la pared. No tendría más de treinta años. Otra, tal vez su madre, la abanicaba con una revista. Estaba agitada, respiraba con un esfuerzo enorme. Se la veía agotada, sudorosa y con los labios azulados.

—Me parece que esa chica va a ser una de las que la Dorita mande al hospital. Se la ve muy mal.

El pibe se acercó, la tomó del brazo y la acompañó hasta entrar en la casa. Me hizo señas de que lo siguiera. Nadie se quejó. Todos entendieron que era necesario apurar la atención de esa mujer. Entramos. Nos inundó un intenso olor a incienso. Había peque-ños recipientes con aceites aromáticos sobre mecheros encendidos. Crucifijos de todos los tamaños. Láminas con vírgenes y santos pega-das con chinches sobre las paredes. Al fondo del único ambiente, un altar iluminado con velas y una estatuilla de la Virgen de Luján.

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Sobre la pared, un mural de la Difunta Correa que iba desde el techo hasta el piso. La gente le había dejado botellas vacías de gaseosas, vino, sachets de leche, bandejas con frutas y verduras. Un televisor encendido sin volumen en el que se veía Crónica TV. La Dorita estaba de pie con sus dos manos sobre la cabeza de un hombre de unos cuarenta años que se sacudía como si tuviese convulsiones, pero sin caerse. Tenía los ojos cerrados y hablaba a los gritos en una extraña lengua. Cuando nos vio sacó las manos de la cabeza del hombre y le dio dos golpecitos con los dedos sobre la frente. Se despertó de inmediato. Estuvo algo confundido, pero ella lo abrazó y le dio un beso en cada mejilla. El hombre se recompuso y se retiró ayudado por una mujer.

La Dorita aparentaba unos setenta años, enjuta, arrugada, moro-cha. Tenía el cabello recogido con un rodete sobre la nuca. Vestía una blusa blanca, larga y amplia que casi le llegaba a las rodillas y una pollera floreada que alcanzaba sus talones. Estaba descalza. Erguida y firme en su actitud. Se acercó frotándose las manos con un líquido aceitoso con olor a eucalipto.

—Dorita, este es el doctor Daniel. Vino a ver a mi vieja. Me dio dos besos, uno en cada lado de la cara, como al hombre

que acababa de atender.—Gracias por venir, doctor, esa mujer está muy mal. Sonreía

pese a que sus ojos expresaban su preocupación por Ermelinda. —Hicimos entrar a esta chica porque el doctor no la vio nada

bien —le dijo el pibe.La mujer se agarraba del respaldo de una silla haciendo un gran

esfuerzo para respirar. Tosía. Desde donde estábamos se escuchaba el sonido sibilante de su respiración. Parecía que se iba a caer de un momento a otro. La Dorita se acercó y le puso ambas manos sobre el pecho. Después le tocó los labios con la punta del dedo índice y le revisó las conjuntivas. Se dio vuelta y me miró.

—Es tuya, doctor.Me acerqué y conversé algunas palabras para tranquilizarla.

No podía hablar. Su madre me contó que tenía fiebre desde hacía

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cuatro días. Habían ido al hospital, pero no habían podido comprar los medicamentos. La revisé. Hervía, sudaba. Saqué un oxímetro de pulso de mi maletín y se lo ajusté en el dedo. Tenía una severa desaturación de oxígeno.

—Hay que internarla ahora mismo —les dije a mis acompañantes.

El grandote sacó un teléfono celular e hizo una llamada. Le entregó a la madre unos cuantos billetes del mismo fajo atado con una bandita elástica que le había visto un rato antes. Yo volví a lla-mar al hospital, ahora para avisar que enviaba a la mujer. Mi com-pañera se sorprendió.

—¿Qué te pasa hoy?No tuve ganas de explicarle nada. Éramos amigos desde hacía

muchos años, la conocía muy bien. Sabía que se iba a ocupar de los enfermos con dedicación y conocimiento. Recordé que me había contado que se quería cortar el cabello la última vez que nos había-mos visto.

—¿Te cortaste el pelo?La pregunta la sorprendió. Hizo una pausa.—Sí, me lo corté hace una semana.Es una mujer bella. Tenía una melena larga y negra.—Lo voy a extrañar, pero seguro que estás hermosa. Llegó un hombre diciendo que tenía un remís para llevar a la

mujer al hospital.—Si seguís mandándome tantos pacientes no voy a tener

tiempo de comprobarlo.Madre e hija salieron acompañadas por el chofer.Corté la comunicación. Saludé a la Dorita y salimos de su casa.Los desarmadores de coches seguían en su puesto. La tarde

caía hacia el oeste detrás de un montecito de álamos. Una señora regaba el jardín en el que convivían una huerta con tomates y lechuga arrepollada con almácigos de flores de todos colores. Una Santa Rita trepaba la pared sostenida por palos de escoba atados con hilo. Debajo se derramaba una mata de glicinas que caía como

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una lluvia violeta sobre los yuyos. Con una mano sostenía una man-guera de la que salía un chorro agónico de agua marrón, con la otra, el mate. Pasamos por encima de unos perros. Al doblar la esquina encontramos el Renault 12 con el bidón lleno sobre el techo y los pibes durmiendo despatarrados sobre el pasto. Me senté sobre el cráter del asiento. Avanzamos por la misma calle de tierra por la que habíamos entrado al barrio. Me di vuelta para mirar las casas empequeñeciéndose a medida que nos alejábamos. Sentí una nos-talgia tonta. El grandote manejaba dando tumbos con el auto sobre los pozos. Varias veces di con la cabeza contra el techo. Cruzamos un puente y bajamos por la colectora de la autopista. Pasamos a metros del Audi abandonado. Durante el viaje pensé que me gusta-ría volver. Sí, tenía que volver, tal vez a conversar con la señora que regaba las plantas, a visitar el consultorio kitsch de la Dorita, a ver a la Gladys, ¿por qué no?

Llegamos a mi consultorio. Bajamos del auto. El grandulón me abrazó. Sentí que el abominable hombre de las nieves me daba el abrazo final. Solo cuando me soltó pude recuperar el aliento.

—Gracias doc, muchas gracias por todo. La mole me miraba con ojos de niño. —Sos muy buen hijo. Tu vieja debe sentirse orgullosa de vos.Me pareció que el pibe iba a llorar. —No te pagamos, doc. Te hicimos laburar y no te pagamos. Abrí mi maletín. Saqué el paquete envuelto con la contratapa

del Diario Popular que ahora tenía manchas de aceite. Todavía estaba tibio. Despedía un aroma exquisito a queso y a cebolla. Se lo puse delante de la nariz. Tuve que ponerme en puntas de pie con el brazo en alto para alcanzarla.

—¿Te parece que no me pagaron? Olé, cerrá los ojos y olé …

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Las dos mitadesde la doctora Inés

A veces pienso que solo yo las veo. ¿O es que todos las ven, pero nadie lo dice? Tal vez yo no sea el único que teme que crean que estoy loco, que alucino. No sé..., me niego a creer que no sea real.

Esta mañana, por ejemplo. Inés llegó muy temprano a la sala del hospital. Precedida por el ruido enérgico de sus pasos que retum-baban en el pasillo, apreció su figura detrás de la puerta. Erguida, los hombros simétricos, la cabeza con una discreta elevación del men-tón, el cabello tenso, peinado hacia atrás, sujetado por una hebilla enorme con forma de mariposa. Desafiante. Envuelta en una atmós-fera propia saturada de Carolina Herrera 212. Se detuvo. Me miró. Esperaba que yo hiciera algo que para ella resultaba evidente, pero que yo ni siquiera imaginaba.

— ¿Vamos a ver a los pacientes o pensás quedarte toda la mañana mirándome como un idiota?

—No, claro… Veamos a los pacientes. Es que a veces no te entiendo.

Nos detenemos ante la cama de cada enfermo. Ella escucha mi presentación, mira los estudios, lo examina. Es amable y cordial. Responde con inteligencia incluso a lo que las personas no se atre-ven a preguntar. Hace diagnósticos y recomendaciones. No duda, nunca duda. Fundamenta lo que dice con una racionalidad perfecta y con argumentos sólidos. Escucha a los demás, pero solo como un gesto de buena educación. Planifica las tareas de la jornada, distri-buye el trabajo y nos cita al mediodía para una clase.

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Cuando sale la sigo a poca distancia. Camina contra el reflejo del sol que atraviesa las ventanas. Hace apenas dos o tres metros y, entonces, aparece pegada a su espalda, separada por unos pocos cen-tímetros de ella, la otra Inés. Sigue sus pasos. Parece igual, aunque es distinta. Camina con pasos cortos y desarticulados, los hombros caídos y la cabeza hundida en el tórax como si no tuviese cuello. Su cuerpo se deja atravesar por la luz cargada con una multitud de finas partículas de polvo suspendidas en el aire como si estuviese hecho de sombras, inmaterial.

Se distrae por un instante mirando las copas de los árboles detrás de los vidrios, pero advierte que su otra mitad se aleja y corre hasta alcanzarla. El cabello suelto se agita con cada paso. Tienen un andar inseguro, vacilante. Estira un brazo y despeja con la mano un mechón de pelo que le tapa el ojo derecho. Entre la boca y las cejas se le dibuja una expresión compleja como si el cuerpo se hubiese despertado, pero su cabeza permaneciera atra-pada en el interior de una pesadilla. Parece un ángel exhausto, una niña agobiada por un mundo que no comprende. Mira hacia la mujer que marcha delante de ella como si fuese una extraña, alguien a quien debería conocer, pero que no recuerda quién es. No sabe por qué, sin embargo, la sigue como un perro fiel a un amo altivo e indiferente.

La primera Inés se detiene frente al ascensor y oprime el botón de llamada. Espera mirándose los zapatos negros. Tiene los pies pequeños. Su actitud es marcial, erguida, tensa. Parece una mujer soldado que está cumpliendo una misión que solo ella puede rea-lizar. La otra la ronda en círculos. Cuando pasa delante de su cara tiene que aplastar la espalda contra la pared para atravesar el estre-cho espacio que media entre ella y su otra mitad. Se detiene un instante. Se miran a los ojos. Pero la otra no se inmuta. Entonces, camina en zigzag a toda velocidad agitando los brazos como si algo urgente estuviese por sucederle y no pudiera detenerlo. No encuen-tro otra forma de describirlo. Es como si estuviese a punto de ori-narse o de levantar vuelo, o mejor aún, como si un pájaro enorme

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carreteara por el pasillo sin decidirse si quiere volar o ir al baño. Se aleja algunos metros hacia atrás para tomar distancia de la pri-mera Inés. Para y mide la distancia. Después corre en dirección a la espalda de su otra mitad. No se detiene. La velocidad aumenta y los brazos se agitan como alas enormes y ridículas. Anticipo un impacto brutal. Me asusto, el choque es inevitable. Sin embargo, sobre el cuerpo de la Inés que espera el ascensor, apenas se produce un movimiento delicado, un trémulo estremecimiento, una brisa que entra en ella y se acomoda en su interior. Sus vértebras se encorvan, la cabeza baja sobre el cuello, los hombros quiebran la postura mili-tar y se abandonan a la gravedad cayendo sobre los brazos. Ahora es la otra Inés quien espera el ascensor. Abatida, agobiada. Ha tomado posesión de su cuerpo.

La primera sale del cuerpo del que ha sido desplazada como si saliera de una caja donde la tuvieron guardada y plegada sobre sí misma. Primero es un humo espeso, un vapor azulado y gris con vagas formas de mujer. Después se va haciendo reconocible. Es un genio de Aladino. Se estira, recompone su postura. Recobra su actitud enérgica. Se transforma en una sombra erguida a pocos centímetros de la abrumada mujer que ha tomado su lugar.

Me paro para ubicarme al lado de las dos mitades de Inés. Llega el ascensor, subo con ellas. La mujer imperativa que hace un rato recorría la sala conmigo permanece como un espectro apoyado sobre la pared metálica del fondo repleta de grafitis y manchas de dudosa procedencia. La otra se deja llevar con la mirada fija en el piso, abatida. Apoyo mi mano sobre su hombro para decirle con ese gesto lo que ella ya sabe.

Apoya su mano sobre la mía sin darse vuelta. Confirmamos nuestras presencias con las palabras y con los cuerpos. Estamos allí, por si nos necesitamos. Bajamos del ascensor y nos sentamos sobre un banco de madera de la sala de espera desierta del área de pedia-tría. La otra nos sigue. Una sombra detrás de su cuerpo.

Junta fuerzas para empezar a hablar. Se demora, pienso que no va a poder. Pero puede. Ya sé lo que va a decir.

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—¿Sabés? Esta mañana, antes de venir al hospital, dejé a Melina con mamá. Dormía y regurgitaba leche cuando me des-pedí de ella acomodándole una manta sobre los brazos de mi vieja. Después llevé a Franco al jardín. La maestra lo recibió con un beso y se lo llevó de la mano. Me quedé mirándolos a través de la puerta de vidrio. Se soltó de la mano de la señorita Marcela y corrió hacia donde estaba yo mirándolo. Nos miramos. Apoyamos nuestras manos abiertas a través del vidrio, palma contra palma. Una mancha espesa con nuestras palmas dibujadas quedó impresa sobre el vidrio durante un rato. La mía enorme como una casa y la suya pequeña acurrucada allí adentro. Lloré como una idiota mientras manejaba el auto hasta el hospital.

No es una novedad. Cuando la sombra derrotada de Inés se hace cuerpo y desplaza a la enérgica mujer que conozco, yo sé que me hablará de esto: de la doble condición de madre y médica que no puede conciliar, de la puja entre esas dos personas que no logran convivir en paz. Mientras intento consolarla, la otra perma-nece de pie, pegada a la pared, inmutable a las emociones. Espera su turno como si no pasara nada.

Conozco el guion de lo que ocurrirá en los próximos minu-tos. Permanezco a su lado como un gesto de afecto y de inútil solidaridad. Ella avanza sobre las mismas escenas repetidas y yo, mentalmente, tildo en el libreto las etapas a medida que aparecen.

—Cuando me quedo en casa porque alguno de los chicos tiene fiebre, siento que no estoy en el hospital que es donde debería estar. Pienso en el modo en que mi carrera se retrasa o se detiene para siempre mientras preparo mamaderas o cuento gotitas de ibupro-feno. Apenas consigo que se duerman corro al baño, me encierro. Necesito estar sola, a salvo de esa demanda interminable. ¿Y sabés qué hago?, cierro la puerta con llave y lloro porque me doy cuenta de que soy una egoísta, pero no puedo evitarlo. Sí, lloro como una idiota, como un criminal que se arrepiente de lo que acaba de hacer, aunque ya no tiene remedio. Culpable y arrepentida.

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La arrastro hasta la sala de médicos. Caliento agua. “Te voy a preparar algo caliente para que tomes”, le digo. Revuelvo una mez-cla de azúcar, café y leche en polvo durante algunos minutos. Se forma una pasta semilíquida y grumosa. Una melaza horrible que siempre tiene exceso o déficit de líquido, pero nunca la proporción correcta. Completo la taza con agua caliente. Se la ofrezco. Ahora me dirá que es espantoso, que no entiende cómo sigo siendo inca-paz de hacer un café decente después de tantos años. Después se pondrá de pie y me abrazará fuerte. Me va a decir “gracias” y ven-drá la parte en que se preguntará: “¿Quién soy yo?”. Sigo tachando escenas en el guion. Siempre es igual.

—¡Esto es horrible! Nunca vas a aprender a hacer café. No puedo creerlo.

Me abraza. Huele a Carolina Herrera 212. Nunca he entendido porqué las mujeres no nos permiten disfrutar del olor a ellas mismas.

Nada de lo que sucede le resulta claro a mi primitiva mentali-dad de mono. Su inestabilidad, su frágil equilibrio, lo que le ocurre es algo que puedo entender, pero que me resulta ajeno, es dema-siado femenino. Quisiera retenerla, pero apenas lo pienso aparece la otra. Me gustaría impedir que su otra mitad se apropie de su cuerpo, pero es imposible. Sería como intentar llevar agua en el cuenco de la mano. Quiero quedarme con ella, acompañarla. Siento que debo hacerlo, pero sé que va a desaparecer.

Desde alguna parte del hospital, llega el sonido amortiguado de “Come as you are”, y la desgarradora voz de Kurt Cobain le sube algunos grados a la intensidad de la escena. Ella también lo percibe. Hace un giro mínimo con la cabeza buscando la fuente de la música. El sonido la alcanza. Hace una pausa minúscula. “Parece que lloviera en su interior”, pienso. Y al instante me pregunto qué querrá decir eso. Un pensamiento absurdo. Sigue hablando como si se contara a sí misma algunos hechos que ya conoce, pero que necesita volver a escuchar.

—La mañana en que volvimos a casa después de mi pri-mer parto, me desnudé acostada sobre la cama. Estaba exhausta,

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dolorida, confusa. Me miré las palmas de las manos, las mismas que hace un rato se juntaron con las de Franco sobre el vidrio. Cuando tenía doce años, una amiga de mamá me leyó el destino en las líneas de la palma. La mujer se quedó un rato mirándolas. Me dijo un par de cosas obvias, pero yo siempre sospeché que me ocultaba algo. Una cosa terrible que no se animaba a decirme. ¡No te rías! Todavía lo pienso y me asusta.

La sombra enérgica de la otra Inés mueve los pies sin despla-zarse del lugar. Entra en calor para disputarle el cuerpo a la mujer atormentada que bebe cortos sorbos de café mientras sorbe ruido-samente las lágrimas que buscan el camino de su nariz. Entrecruza los dedos de ambas manos, los estira. Una secuencia de ruidos que llegan desde sus articulaciones se desata como una ametralladora. Gira los hombros y la cabeza alrededor del cuello como un boxea-dor que se prepara para subir al ring.

— Esa mañana —después del parto— apoyé las manos sobre mi cuerpo y lo recorrí. Me pareció un territorio desconocido. No podía creer que esa fuera yo, que aquél fuese mi propio cuerpo transformado. Me sostuve los pechos. Estaban pesados, enormes, turgentes, los pezones oscuros, me parecieron ajenos. Entonces una gota de leche se asomó y se estiró hasta caer sobre mi panza. Quise correr, pero no podía moverme. Quería escapar. Esa no podía ser yo. No me reconocía. Pasaron por mi cabeza las caras de la abuela Soledad, la de mi vieja, las de mis tías gordas amamantando a sus hijos en el patio de casa mientras jugaban a las cartas y masticaban trozos enormes de bizcochuelo que se les quedaban adheridos a la comisura de los labios. Sentí que todas las mujeres del mundo pasa-ban por mi cuerpo y se adueñaban de él, que me señalaban con el dedo. Yo no quería eso. No lo quería. Pero no podía escapar sin fal-tar a leyes milenarias. No podía, no podía. Nunca jamás iba a poder salirme de allí. Estaba condenada por la historia de siglos, de miles de mujeres que antes que yo habían decidido cuál era el camino que también yo debería recorrer. Me sentía triste y culpable por sentir esa tristeza.

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La vi derrotada. Triturada por una boca que se la tragaba sin que ella pudiese ofrecer resistencia. Hubiese querido protegerla de ella misma, de la idea ancestral que la aturdía con las voces de todas las mujeres que existieron desde el inicio de los tiempos. Quise arrancarla del lugar donde se encontraba y ponerla a salvo. Estaba sola, cautiva de juramentos que ella nunca había pronunciado, pero a los que no podía renunciar. Sentí vergüenza por mi condición de hombre, por la torpeza de no encontrar las palabras para decírselo.

—¿Qué les voy a decir a mis hijos dentro de algunos años? ¿Que su madre se siente frustrada porque abandonó su carrera para criarlos? o ¿que los abandoné a ellos para avanzar en mi profesión y me siento desolada por haberme perdido sus mejores años?

Me mira. Busca alguna señal que le permita responder sus pre-guntas. Yo intento mantener una expresión neutra como para no comprometerme con ninguna. El beeper suena dentro de su bolsillo, pero ella parece no escucharlo. Siento los pasos firmes de la otra que se aproximan cada vez más rápido, toc, toc, toc… Su respiración me llega como un rumor intermitente, graznidos de pájaros dentro de una caja de cristal. Raro. Un sonido sibilante como de un animal aéreo y furioso. Le acaricio la cabeza a la pobre Inés. Es una des-pedida. Mis dedos abren surcos en su cabello y liberan bocanadas de perfume. Me separo algunos centímetros. Sé lo que va a ocurrir.

— A veces pienso que estas preguntas no tienen respuesta, que me pasaré la vida entera entre dos mujeres que son yo misma. A veces llora la mamá, a veces llora la doctora…

La miro por última vez. Se contrae primero y se estira después como si la atravesara un rayo. Se estremece. Se transforma. Es la otra Inés. Se peina con las manos, se ata el pelo con una hebilla de madera con forma de mariposa. Alisa la ropa. Se mira sobre el reflejo de la ventana. Se acomoda el cuello de la blusa. Levanta la cabeza y los hombros. Mira en el vidrio hacia atrás y abajo. Necesita comprobar que sus poderosas nalgas todavía están allí. Se encien-den bajo el efecto de su mirada como dos gajos de una fruta madura. Las enarbola como un estandarte. Entonces, repara en mi presencia.

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La otra Inés —que ahora es una sombra— coloca las manos sobre sus propios hombros. La derecha sobre el izquierdo, la izquierda sobre el derecho. Se aprieta y se frota como si quisiese darse calor. Parece que un frío glacial la recorriera hasta hacerla temblar. Quiero tocarla. Estiro mi brazo, pero mi mano la atraviesa como a una nube. Mis dedos asoman en su espalda justo debajo del omóplato y mi codo permanece a mitad del esternón. Retiro la mano aterrorizado.

La primera Inés me mira. No comprende mis movimientos inexplicables. No sé qué decir.

— Si no estuviese sonando mi beeper, me tomaría algunos minutos para explicarte por qué pienso que estás loco, irremedia-blemente loco.

Lee el mensaje en la pantalla del aparato y después lee en mis ojos el desconcierto. No dice nada. Su mirada me acribilla como un pelotón de fusilamiento. Espera que yo haga algo que para ella resulta evidente, pero que yo ni siquiera imagino.

— ¿Vamos a ver a los pacientes o pensás quedarte toda la mañana mirándome como un idiota?

—No, claro…Veamos a los pacientes. Es que a veces no te entiendo.

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El abuelo Nino

Hace ocho años murió la abuela Ana. Una tarde lluviosa de abril, cerró los ojos y dejó de respirar con la misma naturalidad con la que alguna vez parió a sus hijas o acunó a sus nietos. De ese modo tan sencillo le apagó la luz a un interminable período de postración y servidumbre. Una enfermedad neurológica la recorrió sin apuro desde las piernas hasta el cuello. Lentamente. Nino jamás se movió de su lado. Al cabo de una vida entera compartida con esa mujer, encontró la serenidad para sentarse al costado de la cama y cantarle morriñas mientras sostenía su mano quieta como a un niño muerto sobre sus rodillas.

Aún no tenían diez años cuando sus padres —vecinos de la aldea de Oliva de la Frontera, al Este de Badajoz— los arrancaron del huerto y del arado para subirlos a la bodega de un barco con rumbo incierto al Sur. Crecieron juntos —ellos y sus dos familias— hasta que durante una fiesta de carnaval se encontraron besándose en la boca detrás de los sauces. Se casaron sin hacerse preguntas y sin haberse tocado más que mediante ese beso fugaz e insensato. Las tres hijas llegaron como un rayo y la vida se hizo una lucha des-piadada para darles todo lo que ellos no tuvieron. No hubo quejas ni lamentos, apenas una existencia austera aceptada como algo que no tenían derecho a rechazar. Se entregaron al trabajo y a garantizarles a sus niñas unos estudios que consideraban la llave del futuro. Las tres se graduaron en la universidad. En las tres ocasiones, Ana y Nino lloraron escondiéndose mutuamente unas lágrimas que no se podían permitir. Llegaron los nietos; el retiro feliz hacia el cultivo de hortalizas en el patio trasero de la casa y los aromas verdes de la

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cocina familiar; más tarde, la enfermedad y la muerte; y el silencio de Nino que duró un par de años. Un tiempo mudo que sus pala-bras invirtieron para recuperarse del estremecimiento brutal de la ausencia.

Lo he asistido ya no recuerdo desde cuándo. Lo he visto callar y volver a hablar. Se sentaba con la mirada fija en un punto del hori-zonte y dejaba pasar las horas vacías. Sus hijas lo sentaban frente a mí buscando respuestas para unas preguntas que Nino nunca se había formulado. Me pedían estudios y medicamentos cuando él solo necesitaba tiempo y resignación. Algunas veces le hice tomar al padre unas pastillitas inertes destinadas a tranquilizar a sus chicas. Dos años más tarde, volvió a los nietos, a los cultivos de estación y a la iglesia los domingos como si se hubiese retirado apenas por unos instantes a meditar sobre la muerte.

Hace algunos días me visitó.—Tengo algo que preguntarte, doctor.—Te escucho, Nino, ¿qué ocurre?—Ya hace ocho años que murió mi mujer.—Es mucho tiempo, ¿no?—Suficiente como para que haya podido pensar en ella todo lo

que necesité.Se miró las manos mientras se frotaba los dedos y se mordió el

labio inferior en una pausa de silencio de la que parecía no animarse a salir.

—¿Y ahora, Nino? ¿En qué pensás?—¿Puedo hablarte como a un hombre?—Pensé que nunca habíamos hablado de otro modo.Conversamos durante más de una hora. Nino se liberó de los

temores que el tema le imponía. Pudimos hablar con libertad y el afecto mutuo que sentíamos.

Ahora sus tres hijas están en mi consultorio. Me miran, se miran. La menor toma la palabra. Se eleva sobre la silla como si una fuerza le naciera desde el vientre y la impulsara hacia arriba.

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—Doctor, usted sabe lo que significa para nosotras el cuidado que siempre les ha dado a nuestros padres. No hay dudas de la con-fianza que depositamos en usted. Pero ahora estamos atravesando una situación que nunca pensamos que nos podría suceder. Un escándalo, doctor. Algo que nos tiene a las tres llorando sin enten-der si se trata de una enfermedad o de algo aún peor. Una tragedia familiar de la que ni siquiera podemos hablar. Una situación que nos avergüenza y nos lastima, y que solo podríamos superar si usted nos asegura que la ocasiona un trastorno mental. Hemos leído que podría ser una alteración en el cerebro. No es imposible. Y, la ver-dad, es que lo deseamos con toda el alma doctor. Por favor, díganos que es así. Hágale a papá algunos estudios y confirme esa sospecha.

—Es que para eso debería conocer qué le sucede. He visto a su padre hace pocos días y lo encontré muy bien.

—Lo sabemos. Él nos dijo que habló del tema con usted cuando tomamos conocimiento de lo que le está pasando.

—¿Y qué le está pasando?—Doctor, ¡usted lo sabe perfectamente! Papá nos aclaró que

fue un consejo suyo. Una recomendación precisa, aunque nosotros no lo podíamos creer. Usted nunca pudo haber hecho algo como eso. ¿O sí? Porque si fue usted, doctor, entonces es usted el que está enfermo y nosotras tenemos que saberlo. Si dar recomendacio-nes vergonzosas a sus pacientes es su forma de entender lo que un médico debe hacer con un anciano, entonces, doctor, el problema es usted y no mi padre.

La mujer se encendió hasta que los ojos se abrieron en toda su dimensión, la cara adquirió un color bermellón, las venas del cue-llo se le dibujaron hasta perderse debajo de la mandíbula. Tomó su bolso, introdujo una de sus manos en él y extrajo una pequeña caja de cartón tomándola con el extremo de sus dedos índice y pulgar como si se tratase de un objeto repugnante o un peligroso veneno. Lo arrojó sobre el escritorio y la caja se deslizó sobre la superficie del vidrio que lo recubre hasta detenerse justo frente a mí. Gritaba y se ponía de pie. Sus hermanas la acompañaban con los gestos, pero

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sin pronunciar ninguna palabra. Parecían mimos que imitaban en silencio lo que otra persona hacía.

—¿Qué es esto doctor? ¿A ver, dígame, sabe usted qué cosa es esto?

Tomé la caja con mis manos y la examiné poniéndola a la altura de mis ojos.

—Bueno, si la memoria no me traiciona, esto es una caja de condones.

—¡Exactamente, doctor! Una caja de condones que encontra-mos en el bolsillo del pantalón de mi padre. ¿Tiene usted algo que decirnos al respecto?

—Sí, desde ya, que jamás deberían revisar los bolsillos de otra persona.

Ahora las tres se acercan al borde del escritorio, apoyan las manos sobre él e inclinan el cuerpo en mi dirección.

—¿Sabe lo que nos contestó papá cuando le preguntamos sobre esto?

—No, no sé.—“Me los recomendó el doctor”, dijo, y siguió cuidando sus

plantas junto a los nietos como si nada grave pasara. ¿Ahora va a decirnos de qué habló con papá?

—No, no lo voy a hacer.La hija que llevaba la voz cantante tomó la caja y volvió a

guardarla en su bolso. Las otras dos se embarcaron en un llanto sincrónico y espasmódico que me sobresaltó. Primero, unos sollozos cortos y rítmicos. Después, un sofoco estridente que derivó hacia una serie de cortos soplidos sobre unos delicados pañuelitos rosa que se pasaron de una a la otra.

—¡Doctor, usted no tiene derecho! Sabe perfectamente lo que hemos sufrido, lo que nos ha costado aceptar la muerte de mamá. ¿Tampoco tiene nada que decirnos sobre eso?

—En realidad sí. Me alegra mucho que hayan podido aceptar la muerte de su madre. Pero lo que parece que aún no han logrado aceptar es que su padre todavía sigue vivo.

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Noelia

Hoy atendí a Noelia por tercera vez en dos semanas. Tiene catorce años, es hija de un paciente a quien conozco desde hace mucho tiempo. Es blanca hasta la transparencia y delgadísima. Tiene unos enormes ojos verdes y una expresión de nena asustada que conmueve. Te dan ganas de protegerla y de mimarla. Usa jeans, una remera violeta con el dibujo de la cara desfigurada de The Wall y zapatillas negras con los cordones desatados. Su padre la trajo por-que se queja de palpitaciones, ahogos y mareos. Se ha sentido tan mal que no ha podido comenzar las clases este año. Fue dos veces al colegio, pero tuvieron que ir a buscarla porque estaba pálida, vomi-taba y en una ocasión hasta perdió el conocimiento. Según su madre, ha dejado de comer y apenas toma líquido en forma de infusiones. No duerme bien. Por las noches la escuchan llorar desconsolada y desde hace algunos días se pasa a la cama de sus padres en plena madrugada. Se duerme acurrucada en medio de ellos como cuando tenía dos o tres años. Su madre me deslizó un papelito con disimulo sobre el escritorio. Había una sola línea escrita con una caligrafía perfecta de maestra de escuela: “Noelia se hace pis en la cama desde hace unos días”. Hoy me trajeron los análisis que le pedí en la visita anterior. Son normales, perfectos. Volví a examinarla durante un largo rato. No encontré ninguna alteración en su examen físico. Al tocarla sentí en mis dedos la transpiración de su piel y el galope enloquecido de su corazón cada vez que me acercaba. Me miraba en todo momento con los ojos desmesuradamente abiertos y sin pesta-ñear. Apenas me habló desde que nos conocimos. Cada vez que le pregunto algo, responde su madre o su padre, y ella mira al piso sin

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decir una palabra. Su mamá no para de hablar: “la nena juega hoc-key sobre césped, hace natación en el equipo de la escuela, estudia inglés y va los sábados por la mañana al Collegium Musicum desde los seis años. Nunca sale, pero tiene muchas amiguitas que vienen a casa y se quedan a dormir”.

— Noelia no tiene nada anormal —les digo mirándolos a los tres.

— Algo tiene que tener doctor, nunca se ha quejado de nada, siempre ha sido sana. Ahora está desconocida, le pasan cosas raras. Estamos muy preocupados.

Ella baja la cabeza. Me siento a su lado sobre la camilla. Le paso mi brazo sobre los hombros:

— Noelia, ¿querés contarme algo que no me hayas dicho todavía?

Me mira aterrorizada y muda. Le tiembla el labio inferior. Me dice que no con la cabeza y vuelve a mirarse las zapatillas. Tiene una perla diminuta sobre el dorso de la nariz. Es una piedrita esférica y brillante, incolora como si fuese de agua. A veces emite un destello de luz, parece una noctiluca posada sobre el ala de su minúscula nariz. Me parece que va a llorar, pero no lo hace.

Yo siento algo extraño en la boca del estómago. Ya me ha ocurrido otras veces cuando atiendo a un paciente y no sé qué le ocurre. Es un aura, una revelación. Me hace adoptar conductas que no puedo explicar, pero que siempre me han resultado muy útiles. Como quien dispara al aire y ve caer un pato:

—Noelia vamos a tener que hacerte un nuevo análisis ahora mismo. —Todos me miraron sin comprender.

— ¿Ahora doctor? —me pregunta el padre.— Sí, ahora mismo. Se miran entre ellos. Noelia no me quita los ojos de encima.— Pero la nena no está en ayunas. Le froto las manos para tranquilizarla. — No importa, no es necesario. Noelia se quedará conmigo

en el consultorio hasta que me pasen el resultado por teléfono

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desde el laboratorio. Ustedes vayan a casa. Es algo rápido y sen-cillo, no se preocupen.

Una de las pocas ventajas de ser médico es que algunas perso-nas te hacen caso sin pedirte demasiadas explicaciones. Los padres dejaron a Noelia en la sala de espera. Se quedó hojeando revistas y escuchando música mientras yo atendía a otros pacientes. A las seis de la tarde sonó el teléfono. Escuché a la secretaria hablando y después el sonido del fax. Entró con una hoja en la mano, que me entregó mientras fruncía la boca y estiraba los músculos de la frente en un gesto que le conozco de sobra. Al salir dejó la puerta entrea-bierta. La escuché cuando decía:

— Noe, pasá, el doctor quiere hablar un ratito con vos.Ahora la tengo recostada sobre mi pecho. Llora con un llanto

infantil repleto de sollozos y de hipo. Me moja la camisa. La sacude un temblor que empieza en los pies y le llega a la cabeza. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Tiene un desconsuelo de nena aterrorizada. Le doy palmaditas en la espalda y le acaricio el cabello mientras espero que se serene para llamar a sus padres. La acuno entre mis brazos como si fuera un bebé. Le digo: “tranquila, todo va a estar bien”. Me mira. Insinúa una sonrisa. “Tengo miedo”, me dice. Y se acaricia la panza.

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Una cuestión de olfato

Necesito tanto una buena mujer que sientoque la huelo en el aire.

Charles Bukowsky

Desde la puerta del hospital partía un monte de eucaliptus atravesado por un sendero de tierra. Comenzaba en una garita de vigilancia abandonada y terminaba en un hall imperial con paredes de mármol que evocaban una remota época de opulencia. Bajo unos techos barrocos, con las paredes repletas de placas conmemorativas, varios perros flacos dormían indiferentes a ese pasado de gloria. Sobre la vereda, una señora paraguaya llamada Gladys vendía chipá y torta de chicharrón. Desplegaba una tabla sobre dos caballetes como un improvisado mostrador. Usaba un guante de plástico transparente para simular una higiene que la multitud de moscas esparcidas sobre la mercadería desmentían a cada momento. Eran unos insectos enormes y perezosos. Apenas se movían cuando ella las espantaba agitando los brazos para volver de inmediato al mismo lugar. Las personas llegaban a pie desde la estación del tren. Los enfermos se sostenían del hombro de los sanos. Algunos usaban muletas o se desplazaban sobre sillas de ruedas. Otros tenían que detener la marcha cada cincuenta metros y hacer una pausa que les permitiera recuperar el aliento. Las madres llevaban a un bebé en los brazos y a dos o tres chicos un poco más grandes caminando alrededor. Los más privilegiados llegaban en remises clandestinos, unos autos destartalados y viejos. Los choferes eran casi todos gordos y rubicundos, hombres panzones con dientes amarillos y

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una franela descolorida ubicada entre el volante y el abdomen. La gente entraba al edificio cuando el sol apenas empezaba a asomarse. Se organizaban en largas filas que daban vueltas sobre sí mismas. Se disponían a una espera interminable para recibir un número. Se escuchaban el sonido de los zapatos arrastrándose sobre el suelo, el llanto de algún pibe, toses, escupitajos, el ruido sibilante de la respiración.

Los médicos y las enfermeras entraban por la calle de atrás. Accedían a través de un portón de hierro macizo con forma de tran-quera que por las noches se cerraba con una cadena oxidada y un candado. Las enfermeras traían la bolsa de las compras, un paquete con facturas calientes, revistas robadas en las salas de espera de algún consultorio que se intercambiaban entre ellas. Algunas deja-ban a sus hijos en la guardería. Las cosas se encendían, salían de su letargo nocturno. Los movimientos eran amortiguados, como en un film proyectado en cámara lenta.

En el sector de Emergencias estacionaban dos o tres ambulan-cias. Desde los patrulleros bajaban a los detenidos esposados. Casi siempre eran adolescentes desnutridos, maltratados por la vida y por la brutalidad policial. Los médicos eran casi todos muy jóvenes. Estaban exhaustos, insomnes, sin afeitar, con los ojos hinchados. Las mujeres, despeinadas y sin maquillaje. Algunos se dormían ren-didos sobre unos bancos de madera, esperaban a sus remplazos que llegarían unas horas más tarde. No les quedaban energías ni para hablar entre ellos. El hospital se desperezaba. Asomaba la cabeza hacia la luz incipiente de la mañana, un momento impreciso entre el fin de la noche y el comienzo del día.

A Mariana le gustaba mirar ese espectáculo desde el cuarto piso del hospital. El amanecer la ponía de un humor raro, una melancolía sin motivo aparente, como si un peso se descargara sobre sus hom-bros. “No quiero quedarme. Necesito irme. Este es el peor momento de mis guardias”, me decía.

Tenía el cabello largo, castaño que le caía hasta debajo de los hombros. Delgada, de espalda pequeña, manos con dedos largos y

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finos, con formas femeninas delicadas. La ropa siempre le quedaba grande. Jamás se pintaba sus ojos verdes y enormes. La boca parecía no pertenecerle, era más sensual y agresiva de lo que podría espe-rarse. Los dientes blancos, los labios gruesos. Tenía un tic que le hacía sonar la lengua y tragar saliva cuando estaba nerviosa y sola, pero que reprimía cuando había otras personas delante.

Estábamos en el último año de nuestra residencia. Nos conocíamos con la intimidad que dan las horas compartidas en circunstancias muchas veces dramáticas. Su familia era humilde, había hecho un gran esfuerzo para que ella pudiese estudiar. La habían educado con normas estrictas y un espíritu conservador. Sus principios eran inflexibles, aunque ella los consideraba naturales. Su título de médica la instaló en un mundo nuevo que, no pocas veces, entraba en conflicto con los valores de su propio hogar. Todavía le avergonzaban las conversaciones sobre sexo, los chistes groseros, la conducta de algunos de sus compañeros, especialmente la mía. Era ingenua y vergonzosa. Me veía hacer cosas que desaprobaba, pero aun así me apañaba sin recriminarme.

En esa época yo empezaba a padecer mis primeras lumbalgias que me acompañarían desde entonces y hasta ahora. Ella me hacía acostar boca abajo sobre la cama, se sentaba a mi lado con los pies descalzos apoyados en el piso, me levantaba la chaqueta y me frotaba con movimientos circulares de la mano con Dorixina gel. Era una pasta pegajosa y fría. El primer contacto con la piel me hacía temblar, pero después me producía un calor reconfortante y un alivio que procedía más de su mano que de esa sustancia. Se esmeraba en atenderme con una actitud maternal y sincera. Sufría con mi propio dolor. Me contaba que eso lo aliviaba a su hermano que trabajaba en la construcción y tenía problemas parecidos. Mientras me pasaba la crema, me decía cosas que facilitaban que yo pudiese relajarme. Visualizaciones, pensamientos positivos. Me describía paisajes bucólicos o me invitaba a imaginar el sonido del agua cayendo desde una cascada sobre las piedras. Yo me quedaba callado, pero jamás pensaba en nada de eso. El tacto me transmitía

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una suavidad húmeda reforzada por los movimientos. Cuando ella creía que me había dormido, retiraba su mano de mi espalda procurando no despertarme. Yo me daba vuelta y le decía:

—No te vayas, pero dejá de tocarme o te voy a arrancar la cha-queta con los dientes.

Salía espantada con los zapatos en la mano. Me tiraba con lo primero que encontraba a su paso mientras me gritaba:

— ¡Sos un asqueroso, un degenerado, un enfermito!Construimos una complicidad solidaria y de pocas palabras.

Yo confiaba en ella y ella en mí. Tenía un novio desde el colegio secundario. Creo que los dos se aburrían bastante. Él no quería que ella trabajara en un hospital. Casi nunca me hablaba de ese tema. Idolatraba a su padre, carpintero. Le gustaba traerlo al hospital. Solía decirme que también yo debería traer al mío.

—Pero mi viejo es médico, nada de lo que vea acá lo va a sorprender —le respondía. —Vos lo vas a sorprender. No entendés nada— me decía furiosa. Ahora me doy cuenta que tenía razón.

Ella acomodaba a su papá en la sala de médicos. Le daba besos en la frente, le arreglaba el cuello de la camisa, lo peinaba, lo abra-zaba y se sentaba en sus rodillas rodeándole el cuello con los brazos y apoyando la cabeza sobre su pecho. Le preguntaba a cada rato si estaba bien, si no se aburría, si necesitaba algo. El hombre nos cebaba mate. A veces arreglaba cosas que no funcionaban como la cafetera eléctrica o cambiaba las lamparitas quemadas, o reparaba el depósito del baño, las canillas que goteaban desde hacía meses, la estufa de gas. Tenía una extraordinaria habilidad y se sentía bien haciendo cosas que mejoraran el lugar donde su hija pasaba tanto tiempo. Nos armó una biblioteca con estantes de madera que amuró a la pared y que todavía está en uso.

Una vez trajo un álbum de fotos viejas con tapas de cuerina marrón. Me obligó a jurarle que nunca se lo contaría a Mariana. Me mostró imágenes de la familia con sus hijos todavía bebés, las fotos de la escuela en las que ella aparecía seria, con el cabello corto y las piernas tan flacas que parecían dos palitos. Un acto del Día de la

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Raza para el que la habían disfrazado de indiecita con una pollera hecha con una bolsa de arpillera con flecos y una pluma caída sobre la frente. La entrega del título en el aula magna de la Facultad de Medicina. El padre estiraba la mano con el rollo del diploma apre-tado entre los dedos. Ella mostraba una solemnidad en la actitud erguida del cuerpo y una mirada desfalleciente y líquida.

Traía a su viejo una o dos veces al mes a pasar la tarde con nosotros. Él disfrutaba mirando ir y venir a Mariana con su estetos-copio colgado del cuello. Casi nunca ingresaba al área de atención de pacientes. Una tarde atravesó con un cable toda la sala para ins-talar una antena nueva en el televisor. Hasta ese momento usábamos una lata de dulce de membrillo invertida con dos agujas de tejer clavadas, que movíamos en todas direcciones buscando una orien-tación que atenuara la lluvia que cubría la pantalla. Caminaba con el rollo de cable que iba desplegando sobre el zócalo cuando vio a su hija a través del ventanal de una sala de aislamiento. Ella le tomaba muestras para hemocultivos a un paciente en coma con asistencia respiratoria mecánica. La observó manipular los tubos, las jeringas, vestida con un camisolín verde, gorro, barbijo y botas. Se quedó inmóvil, petrificado. Su respiración dejaba una mancha de vapor sobre el vidrio que cambiaba de forma como si estuviese viva. Yo me detuve a observarlo. Cuando ella terminó su tarea y se estaba sacando la ropa descartable, se dio vuelta y caminó hacia la salida con paso rápido. Al advertir mi presencia se detuvo.

— Decile que salí a un tomar poco de fresco.Tenía los dientes apretados, las cejas fruncidas, los músculos

de la frente arrugados. Una lágrima le bajaba por la mejilla.—Tu hija es una médica extraordinaria, Manuel. Acá todos la

admiramos mucho. Tenés que sentirte muy orgulloso de ella — le dije mirándolo a los ojos y apoyándole la mano sobre el hombro.

No pudo hablarme. Lo vi salir caminando de espaldas a mí. Antes de perderlo de vista, lo vi sacando un pañuelo arrugado del bolsillo trasero del pantalón del que asomaba una cinta métrica amarilla.

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Mariana y yo teníamos un ritual. Lo repetimos durante años como si en cada oportunidad fuese la primera vez que lo hacía-mos. Ocurría en momentos diferentes, pero casi siempre cuando la encontraba al amanecer mirando a través de la ventana después de una noche de trabajo. Yo le pedía a Manuela que nos preparase un café para mí y un mate cocido para ella. Era nuestra enfermera más querida y le gustaba cuidarnos como una madre. Dejaba lo que estu-viese haciendo y se desplazaba con su cuerpo enorme hacia una hor-nalla que había sobre la mesada del office de la sala de internados. Siempre sonriente, siempre dispuesta. Calentaba agua en una pava tan grande y pesada como jamás he vuelto a ver. Batía una mez-cla de azúcar y café durante un rato. Colaba la yerba con una gasa sobre la que echaba el agua caliente y la dejaba reposar durante unos minutos. Me entregaba dos vasos de vidrio envueltos con servilletas de papel para que no nos quemáramos los dedos. Al entregármelos me repetía la misma frase: “No le digas chanchadas. Esa chica no es como las demás. Portate bien con ella”.

Mariana estiraba una mano sin quitar la vista de la ventana para recibir su taza. Daba un sorbo pequeño. El paso del líquido por su esófago parecía estremecerla. Hacía un movimiento complejo, una secuencia que comenzaba en los hombros, que subían y bajaban mientras giraba el cuello. Después sacudía la espalda y daba un pequeño saltito sin despegar del todo los pies del piso. Yo le tomaba el cabello desde atrás. Lo corría hacia un lado y olía su nuca des-pacio, profundamente. Ella me dejaba hacerlo. A veces inclinaba la cabeza hacia adelante y sostenía su pelo con la mano. A mí me gustaban su olor, el bretel del corpiño que subía por los hombros apretado contra su piel. La desnudez minúscula de su cuello ofre-cida a mi nariz. Sabía lo que le iba a decir. Lo esperaba sin moverse.

— Día catorce — le susurraba al oído. Se daba vuelta sorprendida. — No puede ser, ¿cómo lo hacés?Yo la miraba sin decir nada.— Por favor, decime cómo lo hacés.

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Me separaba unos pasos.— Es tu olor, muñeca. El perfume de tus hormonas.Se enojaba y me enfrentaba indignada:— ¿Cómo te tengo que pedir que no me llames “muñeca”? La escena se repitió durante un par de años. No le gustaba que

le dijeran que era linda ni que elogiaran nada que tuviese que ver con su cuerpo.

Por alguna razón, que nunca entendí, el hospital era un lugar donde el sexo y los cuerpos adquirían una relevancia exagerada. No se trataba de un culto a la belleza, más bien todo lo contrario. Casi nadie se preocupaba por su aspecto ni por su ropa, pero todos habíamos aprendido a encontrar la sensualidad oculta detrás de esa despreocupación que las circunstancias obligaban a ejercer sobre nuestra apariencia personal. Esto incomodaba a Mariana que nunca pudo acostumbrarse. Yo lo sabía, aunque jamás respeté su pudor. Tal vez debido a nuestra cercanía, ella terminó por permitírmelo con ciertos límites.

Compartíamos la habitación de médicos de guardia. Alguna vez la había visto entrar al baño con una bolsita de tampones. Anoté la fecha tallándola con el filo de una tijera sobre una de las baran-das de la cama. Desde entonces contaba los días y los marcaba. Dibujaba cuadrados con una diagonal en el medio como en un par-tido de truco. De ese modo, tenía un control de sus ciclos todas las semanas. Nunca se lo dije. Con el paso del tiempo empecé a creer que en verdad yo podía adivinarlo por su olor. Cuando lo razonaba me daba cuenta de que no podía ser verdad, pero sentía de un modo inexpresable que yo era capaz de percibir las oscilaciones de sus hormonas por señales sutiles, imposibles de traducir en palabras. Ya no resultó necesario que tallara la fecha todas las semanas sobre la madera de la cama. Creo que a los dos nos gustaba ese espacio de misterio que contradecía los rigores de la lógica. Nos preservaba de la estúpida idea de que la ciencia podía explicarlo todo.

Faltaban pocos meses para que finalizara nuestra residencia y en el servicio comenzaba a hablarse sobre la elección del próximo

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jefe de residentes. Eran conversaciones informales, de pasillo. Los médicos con mayor antigüedad usaban esa forma indirecta para dar a conocer sus opiniones acerca de los temas conflictivos. Casi nunca lo decían de frente o en público. Había una costumbre muy arrai-gada que los llevaba a tejer alianzas, a generar consensos o rechazos en la oscuridad de los rincones, en las mesas de café o en el esta-cionamiento del hospital. El procedimiento podría ser éticamente cuestionable, pero de lo que nadie dudaba era de su efectividad. Nosotros habíamos aprendido eso muy pronto. Cualquier selección o concurso era una pantomima para confirmar acuerdos ya estable-cidos en las sombras. Los actos públicos solo servían para legitimar los conciliábulos informales. Se privilegiaba el sostenimiento de un modo de hacer las cosas sobre cualquier cambio, por más prove-choso que pudiese parecer. El cargo se decidiría entre alguno de nosotros.

Ella era mucho mejor que yo, los dos lo sabíamos. Su dedica-ción a los enfermos y el rigor con que estudiaba me superaban sin lugar a dudas. Sin embargo, todo indicaba que me elegirían a mí, y eso también lo sabíamos. Había una tradición sustentada en el prejuicio que señalaba los inconvenientes de que una mujer ocu-para ese puesto. La amenaza latente de la maternidad y la licencia prolongada que eso suponía, la atención de su familia, para quienes ya la tenían, y otras tonterías por el estilo constituían el arsenal de excusas. Ellos no se cuestionaban lo que les parecía una verdad a secas. Nosotros casi nunca hablábamos de eso. Yo no estaba seguro de tener la dignidad suficiente como para renunciar a mi designa-ción por más injusta que fuese. Ella, creo, no quería ponerme ante esa situación y dejaba que corriese el tiempo.

Un domingo, después de almorzar, se lo comenté a mi viejo. Le planteé el conflicto entre dos compañeros que se querían mucho y que se verían en una situación en la que había que elegir a uno solo de ellos. Era un hombre de pocas palabras. Pensaba lo que iba a decir haciendo unas pausas que a mí me exasperaban, pero sabía

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que lo que me diría sería justo y ecuánime sin importar que yo fuese su hijo.

— Ella tiene más méritos que yo. ¿Qué pasa si me eligen a mí y lo acepto? —le pregunté.

Hubo un silencio que me pareció interminable. Frunció los labios como si estuviese saboreando los argumentos. Cuando yo era muy chico, solía decirme que entre “sabor” y “saber” había fuertes relaciones etimológicas.

— ¿Ella es mejor que vos para ese puesto?Yo comenzaba a impacientarme, que era lo que me ocurría cada

vez que hablaba con él de cualquier tema. — Sí, es mejor —le respondí. Afirmaba con movimientos de la cabeza mientras seguía proce-

sando la información. — Si te eligen, y vos aceptás, solo se estaría confirmando lo que

acabás de decirme.Dio media vuelta y se fue. Así eran las cosas con él. Si hasta ese momento tenía dudas de poder resistir a mi deseo

de ser jefe de residentes pese a que sabía que no era justo, ahora había comprado un seguro de que iba a hacer lo correcto. Me sentía capaz de traicionar a mi conciencia, pero me resultaba imposible traicionarlo a él.

Al día siguiente encontré a Mariana llevando a una paciente en silla de ruedas a radiología. Nos detuvimos un momento en mitad del pasillo.

— Dejame a mí, yo empujo la silla y vos me acompañás —, le dije.

Al llegar nos sentamos a esperar a que terminaran de hacerle el estudio.

— Ayer me inscribí en la carrera de especialista de la UBA. El año próximo ya no tendré que venir a este hospital.

Se puso de pie frente a mí.— No te hagás el tonto, vos sabés que vas a ser el próximo jefe

de residentes.

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Llamaron para retirar a la paciente. Nos detuvimos frente al ascensor esperando a que llegase.

— No, Mariana, ese cargo tenés que ocuparlo vos. Sería lo más justo —le respondí mientras se abrían las puertas y una multitud nos empujaba para entrar.

Subimos hasta el cuarto piso apretados entre la gente. Dejamos a la enferma en su cama. Le dio un beso, le acomodó las sábanas y volvió a ponerle la máscara de oxígeno. Nos separamos en la puerta de la habitación. Ella se sentó en el escritorio para actuali-zar la historia clínica. Yo entré a la Unidad Coronaria. Manuela me llamó unos segundos más tarde para que atendiese el teléfono. Era Mariana, escuché su voz serena, pero firme:

—Gracias, pero los dos sabemos que eso no será posible. Cortó sin darme la oportunidad de decir nada.

Un mañana de enero en la que ni el calor ni el trabajo nos habían dado tregua durante toda la noche, la encontré, como siempre, hip-notizada frente la ventana. Mariana estaba de espaldas, ausente, más hermosa que nunca, o eso me pareció a mí. Se había desabrochado las sandalias. El calor y las horas que permanecíamos parados le hinchaban los tobillos. Le entregué el mate cocido. Bebió el primer sorbo. Se estremeció. Repitió la serie automatizada de movimien-tos que ya le conocía. Corrí la cola de caballo de su cabello con los dedos. Hundí mi nariz en su nuca. Aspiré profundo. Dos veces. Por primera vez no le dije nada. Ella esperó unos segundos. Se dio vuelta asombrada.

— ¿Y?Me interrogó juntando los dedos mientras subía y bajaba la

mano.— No sé, estoy confundido.Me fui caminado por el pasillo apurado. Pensé en lo estúpido

que había sido creer que podía oler sus hormonas. Volqué el café. Escuché sus pasos corriendo detrás de mí, el taconeo enloquecido de sus sandalias sueltas, el resbalón de la suela cuando perdió una de ellas en la carrera. Tenía un pie descalzo sostenido en el aire.

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Parecía un tero. La punta de la sandalia perdida asomaba la nariz desde debajo de una camilla.

— ¿Qué te pasa?No quería mirarla. Bajé los ojos. Me había quemado la pierna

y mi pantalón tenía una mancha marrón que se expandía hasta la rodilla. Me apretó con una fuerza que no le conocía.

— ¡Hablá!Quise soltarme, pero no pude.— Vos no te vas si no me decís qué pasa. La abracé. Volví a hundir mi nariz en su cabello. Sentí el cam-

bio tenue en su respiración, el sonido húmedo del aire a través de la nariz, un temblor minúsculo que su cuerpo le transmitía al mío. Su olor a hembra como un vapor que me inundaba hasta el mareo. Le acaricié la cabeza y le hablé en voz muy baja, al oído:

—Estás embarazada, muñeca. Estás embarazada.

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Mi bufanda roja

La medicina no es más que un mediopara ir postergando la muerte.

Juan Carlos Onetti, Cuando ya no importe.

Acabo de atender a Rocío. Una paciente a quien conozco desde hace más de diez años. Tiene un tumor retroperitoneal con múltiples metástasis. Le colocamos un marcapasos, tuvo un infarto, ya no es posible operarla ni hacerle más quimioterapia.

Tiene 64 años, ha sido maestra y directora de escuela durante toda su vida. Siempre me regala libros que ella lee antes y que vuelve a comprar para mí. Los comentamos en la siguiente visita. Desde hace un mes no quería verme porque bajó mucho de peso—ahora es de 37 kilos— y su dentadura postiza ya no le servía. No aceptó venir a verme hasta que no tuvo una prótesis nueva. No quería que yo la viese así. Usa un pañuelo sobre la cabeza que nunca se saca delante de otras personas. Se pinta los labios y los ojos con discreción. No quiso sacarse los pantalones para que yo la revisara porque no había podido depilarse las piernas.

Me trajo una bufanda roja de lana gruesa sin terminar, ya que no cree que pueda seguir tejiéndola. Quería tenerla lista para esta fecha pero le resultó imposible.“Hasta acá llegué, igual te la quería dejar.” No la acepté. Le dije que la quería terminada y no por la mitad. Que ella podría hacerlo. Que todavía teníamos tiempo y que este no sería el último invierno. Le mentí. Yo sé que ya no será posible. Que nunca podrá terminar mi bufanda. Lo aceptó. Sospecho que más por darme el gusto que porque se haya convencido. Envolvió el tejido

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en un papel madera y lo apoyó sobre sus rodillas. Antes de irse me abrazó con una intensidad rara. Distinta a otras veces.

Yo también lo hice. Nos apretamos mucho y durante un largo rato. Ella percibió el mínimo temblor de mis brazos. Mi respiración algo agitada. O no sé qué cosa. Me acarició la cara, me besó varias veces. Creo que nuestros cuerpos se dijeron adiós. Antes de salir del consultorio, ayudada por su esposo y su hija, volvió sobre sus pasos. “Leí en la Ñ que publicaron otra novela de Sandor Marai. Esta tendrás que leerla vos solo.” Le tomé las manos. Eran chiquitas y flacas. Puro hueso. Heladas.“No, Rocío, mejor la leemos los dos y después charlamos.” Se acercó a mi oreja en puntas de pie. Tuve que sostenerla. “No me trates como a una tonta. Vos nunca lo hiciste. Y, a propósito, dejate de joder y sé feliz de una vez por todas. Se te nota en los ojos. Te quiero mucho.” Nunca antes me había tuteado. Jamás le había escuchado decir una palabra grosera. Algo había cambiado esa tarde. “Yo también te quiero mucho. Estás preciosa, maestrita”, le dije sin pensarlo demasiado.

Rocío salió del consultorio. Vi arrancar el auto y su sombra pequeña a través dela ventanilla. Su cabeza era un puntito minús-culo cubierto por un pañuelo floreado.

Me saludó agitando la mano y mirándome fijo hasta que des-apareció sobre la avenida. Me senté para hacer una pausa y recu-perarme. Cerré los ojos y reconstruí durante algunos segundos la historia de estos años acompañando el curso de la enfermedad al lado de esa familia.

Me puse de pie. Sacudí la cabeza como para dar por terminado el episodio.Abrí la puerta y le hice señas a la secretaria para que lla-mara a otro paciente. Lo vi mientras me frotaba las manos con alco-hol. En el suelo, debajo del escritorio. Un paquete de papel madera del que asomaba una bufanda roja. Unos flecos largos de lana gruesa y el tejido apretado con punto Santa Clara. Cortita, peluda y sin terminar.

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Jet lag

La mano que toca queda suspendida,a medio suspiro apenas del beso,

gemido a gemido se abre la heriday la noche cae por su propio peso.

Jorge Drexler, Toque de queda.

Cada vez que deja la guardia del hospital vuelve a sentir lo mismo. La sensación se repite como si fuese un programa que su cerebro ejecutara siempre igual. A las ocho le comunica las nove-dades a su reemplazo y hace el pase de sala con el jefe del servicio. Ocho y media sale al estacionamiento recién bañado y afeitado. La luz de la mañana le parece absurda, desmedida. La gente que baja de los colectivos y camina en todas direcciones lo hace sentir fuera del mundo, ajeno. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? Sube al auto. Enciende la radio. Las voces suenan como gritos, son enfáticas y vertiginosas. Hablan de cosas que no le importan, aunque las consi-dera naturales el resto de los días de la semana. El clima, el tránsito, los diarios. Le parece imposible regresar. Se siente extranjero, como si acabara de aterrizar desde otro planeta. ¿Cómo volver? La noche le pesa sobre los hombros. El soplido de los respiradores micropro-cesados y el bip de los monitores le grabaron un ritmo en su cabeza que ahora le falta. Es una ausencia que de a poco invaden los soni-dos de la calle.

No sabe qué hacer. Su cuerpo parece estar allí, pero su alma no. Está vacío y desorientado, en una frontera donde el tiempo y el espacio se detienen. No está en ninguna parte. Pone en marcha el

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motor. Duda entre bajarse del auto y volver, o enfrentar la intempe-rie del mundo como un conductor suicida con los ojos vendados y el acelerador al palo. Busca música en la sintonía de la radio. Apoya la cabeza sobre el respaldo del asiento. Suena Jorge Drexler, canta “Toque de queda”. Escucha con atención. No comprende el sentido de lo que dice la letra de la canción, pero le parece que le habla a él. No sabe por qué.

Apaga el motor. Baja un telón detrás de sus ojos. Recuerda su día de guardia. Ahora está en la habitación de médicos. Son las cuatro de la madrugada. En penumbras. El cuarto está apenas ilu-minado por la luz del baño que se filtra a través de la puerta entrea-bierta. Está acostado sobre la cama, vestido. Con cada movimiento todo cruje como si se fuera a desmoronar. Se siente agotado. En la cama de al lado está su compañera. Ella también se ha derrumbado sobre las sábanas sucias. No la ve, pero siente su presencia: el jadeo de su respiración, el olor a Kenzo y a Pervinox. No se dicen nada. El ruido de una gota que cae desde una canilla es casi todo lo que oyen. Los dos respiran profundamente. Sus cuerpos les pesan tone-ladas. Se sienten solos y desamparados. Saber que el otro está allí es la única prueba de que están vivos. Se concentran en percibirse separados por noventa centímetros de noche y silencio. Buscan el reposo y el sosiego mirando el techo. La voz de ella llega como una mano extendida a través de la oscuridad. Un susurro que lo toca en la frente.

—No puedo más...—Quiero quedarme así para siempre.—Yo también.— Tengo ganas de besarte. Ella no responde. Él comprende su silencio. No es la primera

vez. Se pone de pie. Camina a tientas hasta su cama. Le corre el cabello de la cara. La acaricia con los dedos sobre el cuello. La besa en la boca. La desnuda y se acuesta a su lado. Traza un cír-culo perfecto con la lengua sobre el pezón. La abraza hasta la asfi-xia. Escucha el ruido del elástico crujiendo debajo del colchón y un

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gemido pegado a su oreja. Ella murmura algo que suena en sus ojos, una frase que no recuerda, pero que él ve como puntitos luminosos. Luciérnagas que bailan una coreografía sensual movidas por su voz. Una rara experiencia sinestésica. Después, el ruido de la ducha. Los pasos que llegan desde el baño. Ella se detiene y le tira la toalla con que está envuelta sobre la cabeza. Se viste.

—Mañana es el cumpleaños de Julián. Vamos a hacerle una fiestita.

— ¡Qué bueno!— ¿Vos?— ¿Yo qué?— ¿Qué planes tenés?— Nada. Mi mujer, los chicos, el laburo.Está inmóvil desde hace más de veinte minutos. Atrapado den-

tro del auto. Indeciso. Apaga la radio. Cientos de personas pasan a su lado. Un Ford Fiesta rojo entra al estacionamiento y se detiene a pocos metros. Baja un hombre joven con un bebé en brazos. Ella los abraza y toma a su hijo que parece dormido. Sube. Lo saluda con la mano a través del vidrio. Se van. Vuelve a encender el motor. Atraviesa el portón de salida. La avenida está repleta de coches, camiones y colectivos. Se detiene en el semáforo de la esquina. Abre el bolso que lleva en el asiento del acompañante, asoman un par de medias y un frasco de desodorante sin tapa. Saca una caja de preservativos, todavía hay dos sin usar. La tira por la ventanilla. El auto lo lleva de regreso. Mira por el espejo retrovisor. Baja la velo-cidad. Se demora. No quiere llegar. Hace tiempo...

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Pase de sala

A Soledad todo le parece claro y distinto. Vive en un mundo sin zonas grises. No conoce la penumbra de la duda ni el suburbio de la incertidumbre. Se peina con el cabello tirante hacia atrás y una cola de caballo que anuda a ciegas con las dos manos sobre la espalda con una gomita azul. Lo hace con una destreza extraordinaria y a toda velocidad. Yo siempre me asombro de esa habilidad. Mira de frente con sus ojos verdes sin pintar y habla con frases cortas, contundentes. La boca se le frunce con cada palabra. Los labios se mueven como si soplara. Mantiene los hombros erguidos y los pechos apretados bajo la chaqueta y el camisolín. Se ubica en el centro de un semicírculo que forman los demás médicos alrededor de la cama del paciente. Las miradas convergen en ella como si fuera el centro de gravedad de un sistema planetario.

Escucha con expresión neutra lo que el residente relata acerca de los sucesos que motivaron la internación del paciente durante la madrugada. Ella lo interrumpe, casi siempre para señalar errores o conductas alternativas. No permite que nadie refute sus afirmaciones. El pobre chico la mira asustado. Sabe que no puede responderle, pero también que lo que ella comenta es imposible de hacer en el lugar donde se encuentran. A Soledad eso no le importa, recita lo que ha leído durante las últimas semanas en revistas que ella recibe y se ocupa de esconder para que nadie más pueda hacerlo. Solo cuando se siente satisfecha por haber citado la bibliografía en cada oportunidad que se le presenta, las deja sobre el estante de la biblioteca del servicio para que los otros puedan leerlas.

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Nunca toca a un enfermo. No habla con ellos ni con sus fami-lias. No intercambia opiniones, dicta sentencias. Yo la quiero, me produce cierta ternura de niña mala e indefensa, pero ella me odia. Hace años que no me habla, aunque yo sí lo hago. Me responde por intermedio de otra persona. Busca a alguien y le dice lo que en realidad me está diciendo a mí. Todos entienden la escena pese a lo ridículo de los hechos.

—Parece que en este lugar todos practican una medicina del siglo pasado —dice en tono acusatorio.

Se hace un silencio que ella deja correr para destacar lo que acaba de decir. Da un paso al frente y se apoya sobre el respaldo de la cama.

—El paciente tiene 53 años, ingresa a las dos de la mañana por un cuadro de infarto agudo de miocardio anterior con noventa minutos desde el inicio de los síntomas. ¿Es así?

El médico de guardia confirma con un movimiento de la cabeza. —Todas las recomendaciones señalan la conveniencia de reali-

zarle una angioplastia primaria. ¿Estamos de acuerdo? Nadie responde, pero ella deja pasar unos segundos antes de

continuar:—Ustedes deciden realizarle una infusión de estreptoquinasa.

El paciente tiene criterios de reperfusión en pocos minutos. ¿Es correcto?

Nadie habla. —Recordame tu nombre, querido... —le pregunta al médico

residente. Todos sabemos que ella lo conoce perfectamente. Es un recurso

escénico.—Rodrigo, doctora. Conozco el guion, ya he visto esta obra muchas veces. —Rodrigo, dos horas más tarde el paciente presenta una hemo-

rragia digestiva grave y entra en shock. ¿Es correcto?El enfermo está bajo sedación farmacológica y asistencia res-

piratoria mecánica. Hay una bolsa de sangre y varios frascos de

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suero con medicamentos pasando a través de las tubuladuras. Es un hombre robusto, moderadamente obeso.

—Sí, doctora, es lo que acabo de relatar.Soledad simula que piensa. Se toma el mentón con la mano y

mira hacia el techo mientras tuerce la boca.—Si yo no recuerdo mal, el sangrado es la complicación más

grave del uso de trombolíticos. ¿Es así, Rodrigo?El chico me mira. Yo he estado en su lugar hace muchos años.

He sentido lo que él siente ahora. —Sí, doctora, es así.Soledad se acerca hasta casi tocarlo. Se para frente a él. Va a

gritar. Sé que va a gritarle. Nadie parece dispuesto a decir nada. Rodrigo me mira sobre el hombro de Soledad y baja la cabeza. Lo tomo del brazo y lo obligo a retroceder. Yo ocupo su lugar. Ella se sorprende y da un paso atrás. Le hablo con calma.

—Es muy interesante tu observación, Soledad. Claro que la angioplastia es preferible, pero solo cuando se dispone de ese recurso. Claro que la trombólisis lleva implícito el riesgo de san-grado, pero este paciente no tenía ninguno de los criterios de riesgo para ello. Es una toma de decisiones, y se tomó la decisión correcta. Hacerlo o dejar de hacerlo implica riesgos. Se eligió la opción más razonable sustentada en las evidencias y recomendaciones disponi-bles, y en las posibilidades del escenario real.

Busca a Rodrigo y habla mirándolo a él como si yo no existiera. —Si todo fue tan perfecto, ¿por qué ahora el paciente está atra-

vesando esta complicación? Una de las médicas me aprieta el hombro como un llamado a

la calma. —Soledad, porque los únicos actos médicos que no corren el

riesgo de complicarse son los que no se hacen. Rodrigo y sus com-pañeros estuvieron acá mientras vos dormías en tu casa. Actuaron de la mejor manera posible y enfrentaron la complicación con la misma determinación. Es estúpido reclamar la aplicación de recur-sos con los que no se cuenta.

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Soledad se pone colorada. Algo comienza a hervir en su inte-rior. Gira sobre sí misma, por primera vez me mira de frente.

—Estoy tratando de enseñarles a los chicos lo que deben saber. ¡No te metas!

—Soledad, vos no estás enseñando nada que valga la pena. Estás aplicando tu pedagogía de la humillación para marcar tu terri-torio y el de ellos. Eso es todo. ¡No jodas!

El grupo comienza a moverse. Están inquietos. Se desplazan sin disgregarse. Nadie quiere perderse lo que decimos, pero ninguno se anima a mirar a Soledad a la cara. Rodrigo se mueve despacio hasta quedar oculto detrás de las otras personas. Somos seis o siete: residentes, médicos de guardia o de planta y la jefa de enfermeras. Soledad está alterada. Se frota las manos. Me habla casi a los gritos.

—Vos también venís a la mañana recién afeitado, bañado y con la corbata haciendo juego con la camisa. Nosotros dos ya pasamos por eso, ahora les toca a ellos.

Tiene razón. Pero está equivocada.—Claro, vos y yo pasamos juntos por esa etapa, pero parece

que vos te olvidaste.Llegan dos enfermeras que no quieren perderse el espectáculo.—Hasta donde yo recuerdo vos muchas veces estabas en la

habitación del quinto piso con alguna de tus amiguitas, ¿o me equivoco?

—No, no te equivocás, pero no recordás todo. Cuando ingre-saba algún paciente grave vos venías a golpearme la puerta y me pedías por favor que bajara. Y yo siempre lo hacía —Me agarra con fuerza del brazo y me obliga a acompañarla hasta el office de enfermería.

—Te pido que no me desautorices delante de los residentes. No lo voy a tolerar.

Los demás nos miran a través del vidrio.—Sole, yo no te desautorizo. Vos no tenés autoridad para humi-

llar a la gente y, en este caso, ni siquiera tenés razón.

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Se sienta en una silla de madera rota. Echa agua de la pava en el mate y da un par de sorbos a la bombilla. Está furiosa y bellísima.

—¿Te acordás cuando te decía que tenías que usar el cabello suelto?

Se pone de pie y camina hacia la puerta. Se detiene y se da vuelta antes de salir para responderme.

—¡No seas idiota!—Nunca me hiciste caso, es una pena. Sale. Escucho sus pasos enérgicos por el pasillo y el portazo

que hace temblar los vidrios. Me sirvo un mate. Chupo con torpeza y me quemo la lengua. Nunca me gusto el mate. La jefa de enfer-meras entra y me palmea en las nalgas. Rodrigo se acerca, mete la mano en el bolsillo y me ofrece la mitad de una Rhodesia envuelta en una servilleta de papel. La madre de un pibe que está en coma desde hace una semana mira hacia un lado y a otro para asegurarse de que nadie la ve. Levanta la almohada y deja una imagen de San Expedito debajo de la cabeza de su hijo. Suena la sirena de una ambulancia.

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No, gracias

¿Y cuánto vale dormir tan custodiadode expertos cínicos y botones dorados?

Patricio Rey

Soy médico, igual que vos. Estuve en el lugar en el que ahora estás, cientos de veces, pero, claro, es la primera vez que me toca estar donde ahora estoy. Conozco lo que pasará por tu cabeza, el modo insistente en que te preguntarás: “¿Qué hubiera querido?”. Sabés que ya no podrás averiguarlo, que es tarde, irremediable-mente tarde. Por eso prefiero anticiparte mi respuesta antes, espero que mucho antes, de que te hagas esa pregunta.

No tengo intención alguna de morirme, pero mucho menos de vivir de cualquier modo. Quiero la vida, pero una que merezca ser vivida. No importa lo que creas vos, eso vale solo para tu propia vida, no para la mía. Yo soy mis ideas, mis recuerdos, mi autonomía y mis afectos. Si no puedo tenerlos, no me obligues a prolongarme en un cuerpo ajeno en el que ya no voy a estar.

Te pido que te detengas un momento antes de actuar, que pien-ses en lo que acabo de decirte antes de extender tu mano buscando el laringoscopio, de que ordenes en voz alta e imperativa: “traigan un respirador”, de que te lances sobre mi pecho para romperme las costillas mientras tus ojos miran el monitor y le ordenás a los gri-tos a tu residente que tome una muestra de mi sangre arterial. Por favor, detené por unos segundos la máquina que te gobierna. Pensá en mí, pensá en vos, en el fundamento de lo que a los dos nos trajo hasta este lugar, en lo que vas a hacer antes de que el adiestramiento

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enfático y la conciencia amordazada te conviertan en un autómata. También a mí, alguna vez, me devoró esa boca.

Si creés que lo que estás por hacer podrá rescatar lo que soy y concederme un tiempo más de vida con la dignidad que merezco, hacelo. Te lo voy a agradecer mucho. Pero, si como tantas veces nos ha ocurrido a todos, sabés que lo que seguirá al “éxito” de tu inter-vención será una agonía interminable, una absurda ficción de vida, un culto idiota a los parámetros vitales que desprecia la existencia, por favor, no me hagas nada. Dame el mínimo confort que todos merecemos, el respeto a la intimidad y a la trascendencia del final. Dame permiso para morir.

¿Cómo no voy a entenderte? Si yo también he sentido como un credo pagano que la muerte es siempre una derrota personal, que la gente se “me” moría, que era más un problema mío que de ellos, que yo estaba allí para impedirles morir a cualquier precio. También, como vos, aprendí, en una escuela hecha de silencios y de eufemis-mos, que sostener la vida era una obligación, un imperativo ciego y categórico. No importa cómo, no importa para qué. Yo también he sido vos, dócil y obediente con su amo como un perro de presa.

¿Querés ser un héroe? Perfecto, pero no te confundas. Héroe es quien discute lo establecido y adopta su propio criterio. No le hace falta el estruendo de la batalla ni la sangre chorreando desde la cama, ni mis costillas rotas, ni mi cerebro congelado. Yo también me creí un héroe. Ahora sé que fui un minúsculo soldado. No tengas miedo si estás seguro. No intentes salvar lo que ya se ha perdido. Es mi vida, no la tuya, lo que está en juego.

Quiero que si llega ese momento y la decisión está en tus manos, tomes en cuenta mi voluntad anticipada. No tengas miedo. No te sientas culpable. Decile a mi gente que es el final y que se hará como yo hubiera querido. Si te piden otra cosa, si te sacuden y te imploran la futilidad y el encarnizamiento, comprendelos, no los lastimes, pero no les hagas caso. Atate al palo mayor como Ulises ante el canto de las sirenas. Buscá en mi maletín mis auriculares y mi teléfono, poneme en los oídos la canción “Vamos las bandas”

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y dejá que esa música que me ha hecho tan feliz me acompañe por última vez. Pedite una pizza y una Coca grande, cargalo a mi cuenta y brindá por los dos.

Y si más tarde llega la tropa de generales y de comisarios para recorrer el campo de batalla, si te preguntan, si te cuestionan, si te humillan por tu flojera y por tu inacción, resistí. Sentí el orgullo legítimo de no ser como ellos. Deciles: “Vamos las bandas, rajen del cielo”. Deciles que me ofreciste todo su bonito menú de insen-sateces, que te miré sonriente, que te apreté la mano y te dije: “No, gracias”.

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La mirada de los otros

Siempre nos piden que entendamos el punto de vista de los otros sin importar si es anticuado, necio, asqueroso.

Charles Bukowsky

Hay una medicina que se ejerce en los salones de los hoteles five stars, en los journals y en las academias. Es interesantísima, deslumbrante, te come la cabeza. Está llena de gente valiosa e inteli-gente, pero también está infestada de fanfarrones y egomaníacos. Es una medicina para médicos, endogámica, una isla paradisíaca donde el sufrimiento, el dolor o la muerte nunca salen del PowerPoint. Es seductora y mentirosa. Huele a perfume de free shop. Es falsa como el espejo de la madrastra de Cenicienta.

Pero también está la mujer que te mira con sus enormes ojos azules y te pide aire, aire, aire… El hombre que se toma el pecho y cierra la mano como una garra sobre el esternón. El tipo te pregunta con la mirada si eso es la muerte. La madre que te pone sobre los brazos a una nena empapada en sudor sacudiéndose en medio de una convulsión. Te grita sin pronunciar ni una palabra, con la boca apretada y las manos crispadas, que vos sabés, que vos podés, que vos sos Dios y que por eso te la entrega. Una viejita esquelética abandonada en la cama del hospital a la que nadie nunca vino a ver. Te mira. Te pide que le tomes la mano, que la toques, porque morirse sin otra piel que roce la suya es inhumano, es indigno, miserable. Y vos le apretás fuerte los dedos flacos y huesudos. Y esperás a que la muerte se la lleve en paz. El viejo que te pregunta si sus hijos están afuera. Se queda esperando tu respuesta con los ojos clavados en

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los tuyos. Vos dudás. Y le decís que sí, que pasaron toda la noche en vela, que están preocupados, que lo deben querer mucho por la forma en que preguntaban por él, que más tarde los dejarás pasar aunque sea un ratito. Pero afuera no hay nadie. Le mentiste. Nunca hubo nadie.

Después viene la secretaria y te exige que completes un certi-ficado. Te apura para que hagas las epicrisis pendientes. Te llaman del sanatorio para avisarte que las obras sociales no pagaron, que no podrás cobrar por tu trabajo del mes. Más tarde entregás la guardia y te vas a tu casa.

La calle te resulta extraña, inhóspita. Perdiste los códigos de convivencia. No entendés ninguna de las preocupaciones de la gente, ni sus tristezas ni sus alegrías. El mundo está cubierto de un velo opaco, una atmósfera turbia de jet lag. Abrís la puerta y tu mujer te recibe como si desde el momento en que te fuiste —treinta y seis horas atrás— no hubiese ocurrido nada en tu vida. Hay un agujero de tiempo que nadie, excepto vos, percibe. Te dice que tu hijo tiene fiebre, que llegó la cuota del colegio y que hay que llamar al servicio técnico del lavarropas. Te encerrás en el baño. Ella te sigue hablando a través de la puerta. Te grita que no orines sobre la tabla del inodoro y que pongas la ropa sucia en el canasto. Te mirás al espejo. Te duele la espalda. Te das lástima.

Pensás en tu compañera de guardia. Sabés que ella te enten-dería, que no necesitarías decirle nada. Cerrás los ojos y ves sus pechos flotando debajo de la chaqueta, despeinada, acostada en la cama de abajo, vos en la de arriba. Derrumbados. Sobre el piso hay una caja de cartón con restos de pizza fría mordisqueados. La escu-chás respirar. Están agotados, insomnes. Ella estira el brazo, lo sube como buscando el cielo. Vos bajás el tuyo. Se tocan. Se acarician las manos. Se aprietan hasta hacerse doler.

Ahora estás solo en el baño. No querés mirarte al espejo. Afuera tu hijo llora. En la tele una idiota grita y se ríe a carcajadas. Te sacás la ropa. Abrís la ducha. Dejás que el agua te ahogue las ganas de gri-tar. Aspirás bocanadas de vapor buscando un bálsamo o un veneno.

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Te secás. Te ponés el pijama. Abrís la puerta. Estás confundido. Te sentís extranjero y miserable. Te da vergüenza. Buscás en la agenda el número de teléfono del service del lavarropas. Tratás de recordar cuántos kilos pesará tu nene. Contás gotitas de paracetamol: diez, once, doce…

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