La Tragedia Del Bidosa

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a a a a a a ^si^BasüaasaaKtsaaaBsssBsaagaBac a a AÑO III 15 y 30 DE MARZO DE 1915 Director: FÉLIX SÁNCHEZ-BLANCO Administrador y Redactor jefe literario: FELIPE CORTINES Y MURUBE NúMS. 29 y 30' a Redactor jefe artístico: H SANTIAGO MARTÍNEZ Y MARTÍN a PATRIA Y REGIÓN B a a a a a a a a a B a a a B a a a a a a a a A mi querido amigo Antonio Mesa y Moles, sabio catedrático de la Universidad de Granada. L principal representante de la fa- mosa teoría «de las nacionalida- des», Stanislao Mancini, exige pa- ra la Nación comunidad de ori- gen, costumbres y lengua, y tam- bién, como si no fuera bastante, la conciencia de esta absoluta uni- dad (I). Tal principio, llamado de la escuela italiana, es inconsistente y falso. Para definir con exactitud la Nación sólo deben considerarse como atributos de eseticia el territorio propio, las partes orgánicas infe- riores, conviene a saber, familia, municipio, comarca y región, y la realización común de los fines humanos con carácter especial. Tocante al territorio, la contigüidad y conviven- cia permanentes, producen la cooperación continuada y con ello la concreción y arraigo de los demás ele- mentos de la nacionalidad común, pero hemos de ad- vertir que la discontigüidad del territorio no impide en manera alguna que se forme un cuerpo social con to- dos los caracteres peculiares de la Nación. La variedad de razas tampoco se opone a la uni- dad nacional, aunque la diversidad sea tan acentuada como la que distingue a blancos, negros y amarillos. La misma doctrina sostenemos sobre las lenguas y costumbres, cuya variedad es indiferente a la Nación. Estos elementos son la pluralidad efi que la unidad Nación se resuelve, y se incurre en un error al pedir su identidad estimándola indispensable, porque su verda- dera significación es la de caracteres exteriores, físicos, accidentales, y lo que esencialmente constituye el vín- culo nacional es que se haya elaborado interna y si- lenciosamente esa intimidad social, esa unión moral o sentimiento colectivo, que yo llamaría solidaridad consciente enfinesdeterminados. En suma, lo que da vida a la Nación no es la co- munidad de elementos naturales, psicológicos y etno- gráficos, según la clasificación de los tratadistas de De- recho político, sino la comunidad moral y psíquica, la cooperación armónica de las personas físicas y colec- tivas integrantes de la sociedad nacional. En la interna y superior unidad moral radica el ge- nuino cimiento filosófico del concepto de la Nación, y es muy importante proclamar este principio, porque ha logrado gran predicamento, en la teoría y en la práctica, el sistema de la unidad material, absoluta, de los elementos nacionales, cosa ciertamente útil y que revela una mayor perfección, pero que no es necesa- ria, imprescindible, como pretende el unitarismo na- cionalista. Es oportuno citar aquí, porque aclaran nuestro pensamiento, las siguientes palabras del ilustre soció- logo, historiador y político D. Francisco Silvela; «La tendencia a la unidad, que no debe abandonarse nun- ca, debe subordinarse a las condiciones reales y de sentimientos que constituyen esa nacionalidad; y cuan- do se quebrantan tales sentimientos y se atacan o hie- ren esas instituciones, hay que tener cuidado de que no se quebranten los elementos de vida, pues tal cosa supondría una disminución efectiva de energía nacio- nal. Esto es, que importa mucho que al ideal de uni- dad no se subordine la realidad de la vida, porque es en vano querer que por medio de reformas, de leyes, de instituciones nuevas, se reemplacen^ sentimientos que, al ser heridos y lastimados, no se transforman, si- no que se matan; y como quiera que la nacionalidad, para tener existencia, lo primero que necesita es la fuerza, y ésta no se logra sino por el conjunto de sen- timientos colectivos que diferencian una agrupación de provincias de las que constituyen las nacionalida- des vecinas, la cuestión capital es que esos sentimien- tos no se quebranten y que esas razones de diferencia- ción con los demás pueblos no se confundan en una unidad que, si bien realice ese progreso, sea a costa del quebrantamiento de las fuerzas nacionales que producen una depresión del espíritu nacional que con- tradice la idea de la nacionalidad misma» (i). Hállase expuesta en este brillante párrafo la doc- trina que defendemos, conviene a saber, que la unidad de raza, idioma, costumbres, cultura... es un ideal, un progreso, pero que la realidad de la vida y el concep- (i) V. Della naíionalitá com» t'ondamento del diritto delle gente. In- troduzione. a a a a B a a a %, a a a a a a (i) Academia de Ciencias Morales y Políticas. Extractos de disousio- JK nes... tomo 1.0 p. 35. , aaaB«BannaBaMaaaaeBBBaaBBaanBaB8«aBaa«aRa«a»aaaaaa

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AÑO III — 15 y 30 DE MARZO DE 1915

Director: FÉLIX S Á N C H E Z - B L A N C O

Administrador y Redactor jefe literario: F E L I P E C O R T I N E S Y M U R U B E

NúMS. 29 y 30'

a Redactor jefe artístico: H

S A N T I A G O M A R T Í N E Z Y M A R T Í N a

PATRIA Y REGIÓN B

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A mi querido amigo Antonio Mesa y Moles, sabio catedrático de la Universidad de Granada.

L principal representante de la fa­mosa teoría «de las nacionalida­des», Stanislao Mancini, exige pa­ra la Nación comunidad de ori­gen, costumbres y lengua, y tam­bién, como si no fuera bastante, la conciencia de esta absoluta uni­

dad (I) . Tal principio, llamado de la escuela italiana, es inconsistente y falso. Para definir con exactitud la Nación sólo deben considerarse como atributos de eseticia el territorio propio, las partes orgánicas infe­riores, conviene a saber, familia, municipio, comarca y región, y la realización común de los fines humanos con carácter especial.

Tocante al territorio, la contigüidad y conviven­cia permanentes, producen la cooperación continuada y con ello la concreción y arraigo de los demás ele­mentos de la nacionalidad común, pero hemos de ad­vertir que la discontigüidad del territorio no impide en manera alguna que se forme un cuerpo social con to­dos los caracteres peculiares de la Nación.

La variedad de razas tampoco se opone a la uni­dad nacional, aunque la diversidad sea tan acentuada como la que distingue a blancos, negros y amarillos. La misma doctrina sostenemos sobre las lenguas y costumbres, cuya variedad es indiferente a la Nación.

Estos elementos son la pluralidad efi que la unidad Nación se resuelve, y se incurre en un error al pedir su identidad estimándola indispensable, porque su verda­dera significación es la de caracteres exteriores, físicos, accidentales, y lo que esencialmente constituye el vín­culo nacional es que se haya elaborado interna y si­lenciosamente esa intimidad social, esa unión moral o sentimiento colectivo, que yo llamaría solidaridad consciente en fines determinados.

En suma, lo que da vida a la Nación no es la co­munidad de elementos naturales, psicológicos y etno­gráficos, según la clasificación de los tratadistas de De­

recho político, sino la comunidad moral y psíquica, la cooperación armónica de las personas físicas y colec­tivas integrantes de la sociedad nacional.

En la interna y superior unidad moral radica el ge­nuino cimiento filosófico del concepto de la Nación, y es muy importante proclamar este principio, porque ha logrado gran predicamento, en la teoría y en la práctica, el sistema de la unidad material, absoluta, de los elementos nacionales, cosa ciertamente útil y que revela una mayor perfección, pero que no es necesa­ria, imprescindible, como pretende el unitarismo na­cionalista.

Es oportuno citar aquí, porque aclaran nuestro pensamiento, las siguientes palabras del ilustre soció­logo, historiador y político D. Francisco Silvela; «La tendencia a la unidad, que no debe abandonarse nun­ca, debe subordinarse a las condiciones reales y de sentimientos que constituyen esa nacionalidad; y cuan­do se quebrantan tales sentimientos y se atacan o hie­ren esas instituciones, hay que tener cuidado de que no se quebranten los elementos de vida, pues tal cosa supondría una disminución efectiva de energía nacio­nal. Esto es, que importa mucho que al ideal de uni­dad no se subordine la realidad de la vida, porque es en vano querer que por medio de reformas, de leyes, de instituciones nuevas, se reemplacen^ sentimientos que, al ser heridos y lastimados, no se transforman, si­no que se matan; y como quiera que la nacionalidad, para tener existencia, lo primero que necesita es la fuerza, y ésta no se logra sino por el conjunto de sen­timientos colectivos que diferencian una agrupación de provincias de las que constituyen las nacionalida­des vecinas, la cuestión capital es que esos sentimien­tos no se quebranten y que esas razones de diferencia­ción con los demás pueblos no se confundan en una unidad que, si bien realice ese progreso, sea a costa del quebrantamiento de las fuerzas nacionales que producen una depresión del espíritu nacional que con­tradice la idea de la nacionalidad misma» (i).

Hállase expuesta en este brillante párrafo la doc­trina que defendemos, conviene a saber, que la unidad de raza, idioma, costumbres, cultura... es un ideal, un progreso, pero que la realidad de la vida y el concep-

(i) V. Della naíionalitá com» t'ondamento del diritto delle gente. In-troduzione.

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(i) Academia de Ciencias Morales y Políticas. Extractos de disousio- JK nes... tomo 1.0 p. 35. , •

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to filosófico de Nación no nos la ofrecen como requi­sito esencial, y así lo demuestra con luminosos argu­mentos el sabio profesor de Salamanca D. Enrique Gil y Robles, cuyo criterio nos sirve de guía en esta ardua cuestión de Derecho político (i).

La nación, dice el citado autor, en cuanto se ama o debe amarse racionalmente es a lo que damos el dul­ce nombre de Patria, y patriotismo a la virtud de esta adhesión racional y afectiva, al habitual cumplimiento de los deberes filiales para con la Nación (patria).

Sentados estos precedentes sobre el concepto filo­sófico del vínculo nacional y determinación de la idea de Patria, para verlos confirmados plenamente basta examinar lo que sucede en la Nación española con la irreductible variedad de sus regiones dentro de la to­tal unidad geográfica de la Península. Cada una de ellas tiene costumbres especiales, historia, lengua, le­yes e instituciones distintivas; una fisonomía propia que las separa de las demás, y que no puede desvir­tuarse arbitrariamente porque es obra de la Naturale­za, sin intervención alguna del artificio humano. Mas esta variedad, que hemos calificado de irreductible, no se opone a la unidad y supremacía de la Nación, antes bien, esos elementos diferenciados convergen en un punto y surge la armonía, la intimidad social.

De la solidaridad de las aspiraciones regionales na­ce como aurora espléndida la unidad de la Patria, que pudiera compararse a un río cuyos afluentes son las diversas regiones... Y claramente se deduce que del florecimiento de éstas depende la prosperidad nacio­nal y que el amor a las regiones es el precedente ne­cesario, el firme cimiento del amor a la Patria, que en el sentido antonomástico de la frase, es la Nación.

Sostienen algunos filósofos, que llamaremos ^K»?(Z-nitaristas, y es opinión muy en boga, que para el hom­bre lo primero debe ser el Linaje humano, después la Patria, luego la Familia, y por último, el Yo, el Indi­viduo. Bella teoría, dice Thiers, que resulta contraria a los procedimientos naturales y lógicos.

Los afectos humanos son círculos concéntricos, forman una escala y se completan mutuamente, pero en un sentido opuesto al que exponen los humanitaris-tas. Ya decía Torcuato Tasso, en su Discorso del'amot vicendevole, que «todos los amores humanos y por ven­tura también los naturales, tienen su origen en el amor a sí mismo; porque la Naturaleza así en aquellos seres privados de inteligencia como en los dotados de con­ciencia y entendimiento, ha puesto desde su principio un amor propio • inseparable de ellos (según se lee en los poetas), en virtud del cual cada uno se siente incli­nado a amar a aquellas cosas que le son gustosas, amables o útiles en algún modo». Y yo creo también que la naturaleza humana será siempre más individua­lista que sociaHsta, pero adviértase que tratamos del individualismo con fondo racional y ético, y no del egoísmo, cuya fórmula ha expresado brutalmente Fich-te en el ámate a tí mismo sobre todas las cosas y a tus conciudadanos por a^nor a tí.

El hombre es de tal condición que todo lo que

(I) Tratado de Derecho político setún los principios de la filosofía y el derecho cristianos, por Enrique Gil y Robles, catedrático de la asigna­tura en la Universidad de Salamanca. T. i.° Salamanca 1899. Véanse también sobre el concepto de Nación: Curso de Derecho político... por V. Santamaría de Paredes. Madrid, 1903, cap. III, p. 99 a "8 . Tratado de Derecho político... por A. Posada t, i." Teoría del Estado, cap. II, p. 83. Madrid, 1893. Las nacionalidades del Sr. Pi y Margall: Renán: Qu'est ce qu'une nation; Laurent: Estudios sobre la historia de la Huma­nidad; Mamianí: Del principio delle naiionalitá; Mancini, obra cit.; Cá­novas: Discurso de apertura del Atento de Madrid; Posada: La Nación (Revista de España, 1887].

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ama lo refiere a sí, lo identifica con su ser, y por una ley natural y necesaria, contra la que nada valen algu­nas excepciones, ese amor es siempre recíproco, vicen­devole, como dice el poeta de Sorrento: se acrecienta con la correspondencia, con la reciprocidad, y cuando falta ésta, languidece. Y como tiene su raíz en el indi­viduo, y lo más próximo a éste es la familia, después el domicilio, el pueblo, la comarca y la región, y en fin, la Patria, de ahí que el amor a esta última, para ser firme y duradero, necesita forzosamente basarse en todos estos cariños, que como los eslabones de una cadena, unen el individuo a la nación, a la patria, constituyendo una múltiple garantía de ese smor tan santo, del patriotismo... Si la gradación se interrumpe, si en esa relación falta alguno de los términos, si al­gún eslabón de esa cadena ideal de afectos se gasta o se rompe, la nación experimenta un quebranto, el pa­triotismo se debilita y está en inminente peligro de des­aparecer... Tal es, brevemente analizado, el proceso evolutivo del amor a la Patria, que no excluye el amor a la región y que tiene como punto máximo \?L frater­nidad universal.

Yo afirmaría sin vacilar que esos sentimientos son más profundos y estables a medida que son más redu­cidos, y que el amor más íntimo y fecundo es el que tenemos a la patria chica, como es más imborrable el cariño hacia el hogar, hacia la familia, que no es ya tan vigoroso en el círculo amplio de lagens... El insig­ne tratadista Sr. Gil y Robles, lo dice con exacto tec­nicismo: «En la pequeña patria, en el pueblo de natu­raleza, se manifiestan y concretan más íntimamente las relaciones de la nacionalidad en particular y de la sociabilidad en general». Y el gran novelista Walter Scott lo ha expresado con gentil delidadeza: «£lpa-triotis/no es a mafiera de un perfume precioso: cuanto más se esparce en el aire más pierde en fuerza y en intensi­dad*.

Idéntico significado tienen estas frases de M. Luis Javier de Richard (i): «¿Si no queréis que ame mi rin-concito, cómo queréis que ame el rinconcito de tierra del vecino? Me enseñáis que Toulouse y Montpellier no son nada dentro de la gran patria; ni Lyon tampo­co, lo supongo; ni Marsella, ni Quinper Corentin, ni Lille en Flandes. ¡Y París mucho menos he de creerlo! Si todos los fragmentos del territorio que aglomerados forman la Francia, no son nadas en absoluto conside­rados por separado, he de sacar la conclusión de que el total de todos estos nadas no puede ser gran cosa. Si, por el contrario, respetáis en mí el instinto filial hacia mi lugar; si mantenéis la solidaridad piadosa que me une a todos los míos, a los vivos por la simpatía familiar y a los pasados por la herencia; si me hacéis sentir que soy una persona y que en ella hay resumi­da toda la vida colectiva de un grupo, me adheriré a mi ciudad, y al realizar tal adhesión comprenderé que los demás amen la suya como yo amo la mía»...

Véase, por tanto, cómo las teorías regionalistas, li­mitadas o consideradas en su significado más genui­no: amor a la región y defensa de sus peculiares inte­reses, no contradicen, sino que afianzan y robustecen la idea de la nacionalidad; no la desgarran, la forman por entero.

El regionalismo, pues, es un sentimiento legítimo, útil y razonable que en vez de combatir con acusacio­nes insensatas, es preciso fomentar como tendencia salvadora, porque del enaltecimiento, de la expansión

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( I ) Víase .La España regional» tomo JJ, p. 334.

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aunada de las fuerzas vivas regionales, depende la grandeza y poderío del Estado. El lazo de unidad na­cional no puede establecerse a priori, ni imponerse por la fuerza, sino por el interés y mutuo amor de las regiones hermanas.

Nuestro sentimiento patriótico debe mostrarse siempre a través de un gran amor a la región en que nacimos.

Este amor natural, instintivo, al terrufio despertó vigorosamente en nuestra época por tres causas: i.='el Centralismo burocrático uniformista, producto de la moderna concepción socialista de que no hay más po­der soberano que el del Estado, y éste, aun sin propo­nérselo, va desarticularizando todos los organismos in­feriores, para reducirlos a masa atómica de fácil explo­tación; 2." los males del Caciquismo, oprobio de Es­paña y lógica consecuencia de la manía centralizado-ra, y 3." los errores de nuestros gobernantes cuyo fu­nesto resultado ha sido la decadencia absoluta de Es­paña, aunque por fortuna no llegaron a agotar por en­tero la vitalidad de la raza, destinada providencialmen­te a un glorioso resurgimiento.

Prueba de ello fué el regionalismo, que al protestar de la corrupción política, demostró la existencia de energías nacionales, de anhelos de renovación y gran­deza de la Patria, y, comprendiéndolo así el Sr. Silve-la, pidió respeto para ese despertar de generosas aspi­raciones: ¡aquí, que todo parecía dormir el sueño de la muerte!...

II

El regionalismo es, ante todas cosas, un sentimien­to instintivo, natural, pero que permanecía latente en las edades pasadas porque no tenía razón de ser du­rante lo que Hipólito Taine llamó el antiguo régimen. Con efecto, entonces, la Nación española era una con­federación de pueblos unidos por el lazo común del Monarca. El Rey, dice a este propósito un notable es­critor ( I ) , era el símbolo de la unidad nacional, y así el grito de «viva el Rey» equivalía al de «viva Espa­ña», poco menos que insólito y desconocido entonces, porque el concepto de España sólo en el Monarca ha­llaba su representación, es decir, cumplíase en todo su vigor aquel principio: ubi Rex ibi Patria. Alrededor del Rey funcionaban tres grandes Consejos, a modo de tres grandes ministerios o delegaciones de los tres grupos principales de la Monarquía española: el Con­sejo de Castilla, el Consejo de la Corona de Aragón y el Consejo de Indias. Uno se mostraba el poder en las relaciones internacionales, uno en el mando, mas no en la composición, el ejército.

Si esto era el principio de unidad o de integración, la fuerza regionalista o desintegradora estaba repre­sentada en la existencia de Cortes en Castilla, Aragón, Valencia, Navarra, Cataluña-Mallorca; juntamente ha­bía diversidad notable en la ordenación de los Muni­cipios, que ofrecía ejemplos de ciudades convertidas en pequeñas repúblicas, a manera de las ciudades li­bres de la actual Alemania, como la antigua Barcelo­na, al lado de municipios feudales y de las comunida­des rurales de vecinos sin concejo.

Todavía en el siglo XVIII y principios del XIX, en medio del predominio absoluto del sistema francés, centralizador a ultranza, que el advenimiento de los Berbenes impusiera, representaron la vida y expan-

(i) J. Pella y Forgas. xgoa, t. 1, p . 60.

lEl problema del Regionalismo». La lectura

sión regionales de un modo imperfecto, aunque vario, las Audiencias gubernativas presididas por los Capita­nes Generales, gracias a la curiosa confusión de los poderes judicial y gubernativo, con la especialidad que ni aun estos poderes regionales se constituyeron bajo un patrón único; pero es preciso reconocer que en las más de las regiones de núcleo patrio se hallaba establecido un gobierno regional aparte de las demás regiones de España.

Esta organización regional no ha muerto por con­sunción, sino de muerte violenta, por los golpes del centralismo preconizado en las Cortes de Cádiz, cu­yos legisladores no supieron oponer al absolutismo real el verdadero criterio de la independencia política y siguieron, en mal hora, otro absolutismo, Q\ jacobino-napoleónico, que había borrado en Francia todo vesti­gio de poder local, creando un poder central omnímo­do que avasalla a todos los miembros despóticamente, absurda obra de nivelación que comenzara el cuchillo de Richelieu, como dice Menéndez y Pelayo (i).

Como protesta contra el sistema ultracentralizador triunfante en nuestra patria, nació el Regionalismo. D. Francisco Silvela, decía (2): «Las fuerzas auxiliares de esa agitación, en lo que ella puede tener de pertur­badora y alarmante, las recibe de los agravios y des­contentos que la administración central ocasiona con su imperfección, sus formulismos, las frecuentes inmo­ralidades de sus agentes y con la exagerada absorción de facultades para atraer a Madrid las resoluciones de­finitivas de asuntos a menudo triviales y sencillos; y la transformación de estas relaciones entre el poder cen­tral administrativo y las provincias es lo que más im­porta llevar a término en modo y forma que se perci­ba pronto y en medida considerable el cambio».

«La satisfacción de las aspiraciones del regionalis­mo, afirma otro escritor, implica un sistema de dife­renciación en la constitución del Estado. Lo que no se hizo y debió hacerse desde su formación, dejando la unidad hilvanada y grandes energías fuera de la ac­ción general, es menester hacerlo ahora en que, sope­ña de muerte, la reorganización es precisa y hay que buscar nuevas fuerzas para ella. En todas las regiones españolas hay grandes energías inactivas que necesi­tan leyes especiales y administración localizada para desarrollarse; a ellas hay que acudir y a eso responde el regionalismo».

El Sr. Royo Villanova, que ha estudiado amplia­mente el problema en sus Principios de Derecho admi­nistrativo y en £a descentralización y el regionalismo (3), advierte que el Estado moderno ha llevado dema­siado lejos su preocupación unitaria: pues entre la so­beranía absoluta del municipio y su absoluta indepen­dencia, había términos de composición y de armonía para lograr una síntesis verdaderamente orgánica de la sociedad, y dice que el regionalismo significa una reac­ción contra el criterio centralizador del Estado.

El regionalismo busca en la realidad viviente del selfgovermnent, la independencia de la vida local, ne­gada por el Centralismo que es una derivación lógica de la falsa doctrina de la Revolución, según la que no existe más personalidad que la del individuo, descono­

cí) «Historia de laa Ideas estéticas en España»... tomo 5.° (2) «El catalanismo y sus alivios». La lectura año igoa, t. i .° p. 7.

Véanse también los artículos délos Sres. B. Robert, Sánchez Guerra Do-roeaech y Maragall, contenidos en el mismo tomo y que son importanti-simos para estudiar el regionalismo, y más detenidamente, la Cuestión catalana.

(3) V. «Principios de Derecho administrativo», t. i, págs. 204 y 257. El folleto «La deacentraliíación y el regionalismo» lleva un prólogo del Sr. Costa, luminaao y profundo como todos sus escritos.

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ciendo a las personas colectivas, y por ende, a las re­giones. De ahí la arbitraria división del territorio na­cional, desgarrando cuerpos vivos, como dijera Bur-ke( i ) .

La teoría regionalista es la que defiende el Sr. Az-cárate al pedir la restauración de las regiones aiite la ley: porque ante la opinión, ante la sociedad, las regio­nes no han dejado nunca de existir: están de pie, vi­vas todavía. Determinadas por elementos objetivos e impersonales, el territorio y sus accidentes, la raza, la lengua, la historia, el carácter, las costumbres, el mo­do de ser, constituyen personas jurídicas reales, posi­tivas, diría seres naturales, al modo del municipio y de la nación; más aún, a veces, que la nación misma; y no necesitan, para ser, ningúnfiat del legislador, o di­cho en términos más amplios, al Estado no le cumple otra cosa sino reconocerlas, lo mismo que al municipio, que a la familia, que al individuo. En eso precisamen­te se diferencian de las provincias actuales, de los de­partamentos franceses en que se calcaron éstas (2).

Consagrar en la ley la personalidad de aquellos or­ganismos, rehabilitarlos para todos los efectos, será un paso de un gigante en el camino de la libertad y de la paz, de la moralidad administrativa y del buen gobier no. Cuando otra cosa no, producirán este gran bene ficio: romper el vínculo servil de dependencia en que ahora viven el municipio y la provincia respecto de los poderes centrales; destruir esa perniciosa organiza­ción, en que se engendran casi todos los males que padecemos y lamentamos. Ahí, ahí está la raíz y el origen de la dolencia.

Esta doctrina elocuentamente espuesta en libros y discursos por el docto profesor de la Universidad de Madrid (3), es la base del. regionalismo que aspira a afirmar la personalidad jurídica de las regiones y a pedir para ellas una vida espontánea, libre, avtárqui-ca, reaccionando contra la tendencia centralizadora

(1) V. «Tratado de Derecho administrativo»... por A. Posada, p.247, y «Él Selt government y la Monarquía doctrinaria», del Sr. Azcárate, p. 196.

(2) La región, como más brevemente puede definirse, es diciendo que se distingue por ser una entidad natural intermedia entre el municipio y la nación. Alfredo Braíías la denomina agrupación de familias y munici­pios o comunidades ligadas por ciertos lazos naturales y que gozan de una existencia social autónoma, dentro de los Estados independientes. (Mejor seria decir: existencia autárquica).

{3) V. «Descentralización y regionalismo», en la colección de la Re­vista nacional; Discurso en el Ateneo de Madrid (Noviembre j8gi); R. Academia de C. M. y P. Extractos de discusiones: t. i ." y otros escri­tos suyos.

en su cuádruple aspecto, político, administrativo, eco­nómico y fiscal, que ha hecho de la Nación española una provincia nivelada por entero como una playa de arena y enmedio un Madrid gigantesco, esponja insa­ciable que absorbe todas las energías agotando la po­tencia vital de la raza...

Hemos llegado con la pasión de la uniformidad hasta construir un sancta sanctonim de la Ciencia: la Universidad Central, y en Literatura vivimos también bajo un régimen centralista: las reputaciones literarias se forjan en Madrid: sin el sello del madrilefiismo na­da merece protección ni loa.

Así como las Universidades de provincias son su­cursales de la Central, así la literatura y el arte que no es de la coronada villa tentacular míranlo con íntimo desvío estas gentes afortunadas....

El regionalismo va contra esos lamentables abusos de la uniformidad absorbente, sintiendo la imperiosa necesidad de vigorizar la vida local como base de la prosperidad de las partes y el todo de la Patria y sus miembros componentes; quiere, en fin, romper lo que llamaremos con frase gráfica la camisa de fuerza de la Centralización, que ha paralizado las energías nacio­nales, que ha negado la variedad en la unidad y ha destruido la libertad armónica de los organismos natu­rales con su mecánica unificación.

Es el pensamiento expresado por el gran forjador de estrofas, D. Gaspar Núñez de Arce, al decir que «contra la aterradora absorción de los elementos so­ciales se avivan los gérmenes federativos, que siempre han dormido en el fondo de las poderosas nacionali­dades europeas....» y al declarar que «la salud de la patria estaría en reformar fundamentalmente nuestras raquíticas corporaciones populares, para que los pue­blos aprendan a ser dueños de su casa y de sí mis­mos.... que hay que oponer resueltamente a la fuerza centrípeta, la centrífuga que empuja hacia las extre­midades y reparte por todas las arterias del cuerpo social, la sangre estancada y expuesta a corromperse en el cerebro del Estado (i).»

F . CORTINES Y MüRUBB.

(Continuará).

( I ) Véase SU Discurso que, como Presidente, leyó en el Ateneo de Madrid.

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KN MEMORIA DE ARTTURO REYES DeZ CrepMscMZo.—Poesías

postumas de Arturo Re­yes.—Málaga 1914.

Mi amigo Enrique Feria, abrumado por una reciente e irjeparable pérdida familiar—la muerte de su buena madre—me entrega este libro de versos postumos, para que haga la nota bibliográfica. Es este un género litera­rio cuyo cultivo rehuyo siempre, bien sea por conside­rarlo superior a mis fuerzas escasas o acaso por creer, que no encaja del todo en mi temperamento, el hacer crítica. En último término, el motivo, viene a ser uno so­lo y el mismo: mi insuficiencia para tratar estos asuntos. Por eso, siempre que, obligado por la circunstancias o por la justicia, acometo empresas análogas a la presen­te, trazo unos renglones superficiales y frivolos; doy una impresión de lectura, demasiado exterior, por no profun­dizar lo debido, ni detenerme en hacer el análisis escru­puloso; y demasiado interior, por lo subjetivo y personal del punto de vista.

Sírvanme las palabras precedentes, de explicación y de disculpa.

El prólogo del libro objeto de este comentario, es una bellísima página escrita con el corazón; con el corazón amante y dolorido dé un hijo apasionado. Yo no había leído nada, hasta ahora, de Adolfo Reyes; y estas páginas del prólogo me le han revelado como un gran escritor, suelto, castizo, sentimental. Nos habla de su padre con un respeto y con un cariño efusivos; con una visión cer­terísima y justa de lo que su padre era.

Es muy lógico que el alma de Arturo Reyes se refleje fiel y exactamente en el alma de su hijo; pero esa refle­xión se realiza, exteriorizándose con atrayente amenidad en la narración; con fresca soltura en el lenguaje correc­tísimo; con profundidad y justeza admirables en el con­cepto. Adolfo Reyes hace el mejor elogio de su padre y de la obra de su padre, al referirnos, de manera tan aca­bada y gentil, la vida y la labor del ilustre novelista y poeta malagueño. La ofrenda del hijo, es una áurea ofren­da exquisita y sentimental.

El espíritu de Arturo Reyes, habrá besado, paternal­mente, la frente del hijo sabio y bueno, con un casto be­so ideal de agradecimiento y dé orgullo.

Yo—hablaré con franqueza—apenas conocía la labor poética de Arturo Reyes. Le conocía, sí—y sería imper­donable el desconocimiento—como novelista insigne.

Pintor exactísimo del alma andaluza; mejor: del alma de Málaga (sobre todo de la de las clases populares de Málaga), era para mí, con respecto a esta riente ciudad, el ilustre autor de Gartuoherita, algo así como lo que son los hermanos Alvarez Quintero con respecto a nuestra Sevilla incomparable. Arturo Reyes había sabido pene­trar y comprender hasta lo más íntimo del espíritu de los barrios bajos malagueños, y nos lo servía, periódica­

mente, con refinamiento y exactitud. Compenetrado, en absoluto, con sus paisanos los perchcleros, era el copista inimitable de sus costumbres pintorescas y atractivas.

Pero era, a la vez, un gran poeta delicado y hondo. Nacido en Málaga—tierra de poetas,—apasionado, sensi­tivo y meridional en grado sumo (su hijo nos lo dice), Ar­turo Reyes no podía dejar de ser un gran poeta. Él sol de Málaga encendió su alma en sacro fuego, e iluminó con su luz—una luz inconfundible y única—su «trente pensativa». Las mujeres de Málaga—esas mujeres tan asombrosamente retratadas por el excelso Ricardo León en su maravillosa Coinedia tientimental—pusieron amo­res y esperanzas en el corazón privilegiado de Arturo" Re­yes.

Y fué poeta, como no podía menos de serlo. Un poeta sencillo, y a la vez vigoroso y profundo.

El libro que sirve de pretexto a estos comentarios, es un libro postumo. Se intitula Del Crepúsculo, y es, eso: un libro crepuscular. Escrito en el otoño de la vida, una otoñal tristeza se diluye en sus páginas. Es un «libro amarillo»—como las hojas otoñales,—y tiene un encanto apacible y una íntima atracción de despedida triste y re­signada.

El poeta piensa en la muerte; y la presiente, y ve que, con lento y sigiloso paso, se le aproxima. Y la espera; y— esperándola—la canta.

Y—cristiano—una suave resignación flota en sus can­ciones. Pero hay algo más que una resignación apacible, en los trozos evocadores de este libro de versos: hay también una esperanza pujante:

«...Y bendita ¡oh. Dios! la muerte, si al morir consigo verte, o a verte puedo aspirar...»

La obsesión de la muerte, que ha de llegar, surje con frecuencia, al recorrer las páginas de este libro triste, pu­blicado después de la muerte.

Inspirados sonetos, perfectamente ajustados a las clá­sicas enseñanzas, abundan en el último libro de Arturo Reyes. Esta combinación métrica, es manejada por el autor de Del Crepúsculo con facilidad y soltura perfec­tas. Vence las dificultades de su composición, y llega, triunfante, a la belleza y bizarría del pensamiento final, contenido en los últimos versos. Es un buen sonetista.

En las demás composiciones que integran el volu­men, abunda la variedad: variedad de asuntos y de me­tros. Anotaré la bellísima Oriental, de un encantador perfume romántico, y de una inspiración sugestiva a la vez tierna y trágica:

«¡Eran dos cisnes en un estanque, dos cabritillos eran de gama, y eran dos flores que ya no brillan, y eran dos aves que ya no cantan!»

Más tarde, canta el poeta A Málaga, tierra de sus

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inanBiíaaaaBiiBBHeaaBaBHBBnBBaaaBHHaaaHHaBBaBí amores —de esos Castos Amores, tan bellamente exalta­dos—en un soneto magistral, quizás el que más me ha gustado del libro.

Siguen estrofas que son manifestaciones de afectos — familiares y amistosos—; elogios de virtudes - como lo es la oda dedicada a La Caridad, muy inspirada y bella—. Poesías nostálgicas y consoladoras; versos evocadores de Lejanías de ensueño.

Anatemas contra el fratricidio (Caín; En el umbral; En Montiel...) que vienen a ser hermosos cantos a la fra­ternidad; (parece que Arturo Reyes gusta de este asunto; a lo menos, la lectura de su última obra deja esa impre­sión, por la insistencia en tratarlo.)

Romances: Oraciones... Variación de motivos amenos e inspirados, en fin, para no hacer interminable esta enu­meración. Todo bello, sencillo y altamente poético.

Asi es el libro postumo de Arturo Reyes. Que este co­mentario superficial y humilde, sea, a la vez, un homena­je y un recuerdo.

P E D R O A. MORGADO,

VERSOS DEL LIBRO POSTUMO DEL POETA ANDALUZ

C A S T O S A M O R K S

¡Oh, blanco seno quo brindó a mi boca en perfume sutil, dulces delicias! ¡Oh, blancas flores al amor propicias! ¡Oh, blancas flores que mi amor invoca!

¡Oh, seno que juzgué tallado on roca, que febril palpitaba a mis caricias! ¡Oh, blanco seno, que en mi mente oficias de mágico jardín que si alma evoca!

¡Oh seno, oh blanco seno, ya no ores manantial de ardentísimos placeres, sino altar donde están mis ojos fijos!

Seno ya ungido por celeste encanto, que algo celeste es ya, y es algo santo, el casto seno que nutrió a mis hijos.

I N V E R N A L

Ya en torno de mi ser todo se enfría, todo on torno de mí tórnase hielo; la luz envuelta en tenebroso velo, cuando mas luz el corazón ansia.

Eomántica extranjera el alma mía va sintiéndose ya sobre este suelo, en que, triunfante al fin, alza su vuelo desamor que do amor yo vestí un día.

¡Oh, mundo! cómo sin cesar .sugieres penas y llantos, y tenaz nos hieres, y cómo nada tu puñal embota,

y cómo, ya vencido en la contienda, sólo me ayuda a terminar mi senda la cruz del pomo de mi espada rota.

I N Ü T I L

Es inútil, mujer, cuando nos hiere con su dardo el amor, siempre certero, ponerle la razón por cancerbero, porque la muerte a la prisión prefiere.

En vano, pues, la voluntad lo quiere por tornarle sumiso prisionero, que él se burla de todo carcelero y es tan sólo sumiso cuando muere.

Es inútil, mujer, pues, que batalles, y ten por cierto que por más que calles siempre so ha de burlar de tus antojos.

Cede ya, pues, en pretensión tan loca, que amor, si no se sale por la boca, se sale por las niñas de los ojos.

QUIERO. . . .

Que al llegar el instante que la vida mi tan cansado corazón no aliente, y un ósculo de paz ponga en mi frente la que fué sólo por Jesús vencida.

Que cuando el alma, su misión cumplida, guste el goce divino que presiente, y torne libre a donde no la afrente al polvo en que solloza envilecida.

Que cuando muera, en fin, y en la mortaja envuelto mires, en la negra caja, sordo a tu voz, al que te amó insensato,

me pongas, fiel, en mi sepulcro estrecho, la imagen de Jesús sobre mi pecho, y, a los pies de Jesús, pon tu retrato.

ARTURO REYES.

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«¿El amor a qué huele? Parece ouíindo se ama Que todo el mundo tiene rumor de Primavera».

La Alameda silenciosa dejábase besar con manse­dumbre por el oro del Sol que se derretía en el más saliente picacho de la Sierra azul. Rosas pálidas orla­ban el cielo, limpísimo en lo afiil. Las acacias mecían sus ramajes nupciales, levemente, al arrullo de la bri­sa suave. Caían al suelo las flores de las acacias como mariposas de nieve con las alas tronchas. Iban nacien­do los rutilantes luceritos en la clara penumbra del cielo. A lo lejos se desgranaba el trino de una alondra y la canción de una fontana. Los pájaros brincaban en las copas de los álamos. Y estremecían con su volar sonoro la paz de este anochecer de Mayo florido, per­fumado, melancólico, sensualmente melancólico.

Nos sentábamos todos los ocasos, mi prima Ange­la y yo, en un banco berroqueño de la Alameda. Su aya, en otro retirado banco, soñaba con las fantasías literarias de los poetas: si se turbaban sus ojos eran las «rimas becquerianas», si aleteaban los cartílagos de su nariz eran las travesuras amorosas de la sutil Rachilde.

Tenía mi prima Angela dieciocho años. Era rubia, fina, menuda de cuerpo, la cara naranjada, salpicada de pecas como lunares de chocolate, los pies muy pe­queños, los ojos verdes de mirar penetrante y agudo, clavellina la boca con unas flores de almendro despe­dazadas y en hilera puestas. Siempre vestía trajes cla­ros y vaporosos.

Mi prima Angela era mi novia. Yo la hacía versos sencillos y galanos, y mis palabras eran versos cuando para ella eran. Sentía mis canciones y acariciaba mis pensamientos con su dulce corazón. Sin los preámbu­los amatorios llegaron nuestras almas a contemplarse con profunda ternura, a quererse. Charlábamos en ale­gre complacencia. La conversación más cotidiana re­caía sobre los poetas; porque siempre fueron los poe­tas seres mimados y reverenciados por los que bien se aman.

De ordinario iba yo a su casa ya bien entrada la mañana. Concluidos tenía ella los quehaceres que tan devotamente ordena Fray Luis a las casadas. Su ma­dre—una noble ancianita con plata en los cabellos — me quería tanto como a ella. Hermana de la que fué mi madre, desde que murió ésta, tomóme tanto cariño como mi madre tuvo para su único hijo.

—Buenos y santos días, madre Consuelo. —Buenos y santos te los dé Dios, Juanín. ¿A lo­

quear un poco? En el gabinete está tu prima. —Allá voy, ¡Oh, aquel gabinetel En él columbró mi alma el

inefable amor de corazón y caridad y consuelo. En él nacieron mis puras emociones, sin mancha de pecado mundano alguno. De mi biblioteca provinciana arran­caba los tomos de poesías y cuentos sentimentales pa­ra trasplantarlos en aquel gabinete. Los leíamos, mi

prima Angela y yo, en místico arrobamiento. Creía­mos a los poetas seres superiores, capaces de igualar­se con los ángeles del cielo. Vivíamos en la leyenda, en el ensueño; único modo de comprender y sentir a los poetas. Comentábamos las lecturas espiritualmen-te, las glosábamos con dulzura, las interpretábamos según nuestros sentires plácidos. Eran aquellas vela­das mañaneras un culto romántico a la melancolía; un dejarse vivir sin vivir; como un sueño venturoso que al despertar aún siguiese; como una melodía de otros mundos ideales.

Luego llegaba la música. La música: consuelo de las almas inquietas; rumorosidad de oro, ensoñaciones de la carne hecha espíritu y del espíritu hecho carne. Beethoven, Mozart, Gri^eg, Schuman, Chopin, Albéniz: las sonatas, los nocturnos, las suites, los motivos an­daluces, las romanzas sin palabras, las sinfonías. Mi prima Angela ponía su corazón en las notas de los maestros, y las claras y amigas notas esparcíanse en el aire tibio del camerino, como si fuese el deshojarse un ramo de magnolias.

Yo, tras ella, cogida la frente pensativa con las manos, adivinaba las huellas emotivas que en su ros­tro dejaban las divinidades de «los colosos». Alguna vez remojaba una lágrima una ficha marfilina, y los dedos afilados, sedosos resbalaban al toparse con ella, dejando un suave claro de luna en el ambiente pletó-rico de lírica fantasía. Pero continuaba tocando por­que su alma estaba hechizada por los sublimes arpe­gios.

Y así, apartados del «mundanal ruido» seguían nuestras vidas la silenciosa y florida senda que nos lle­va a trasponer los umbrales del ensueño.

«¿El amor a qué huele? Parece cuando se ama Que todo el mundo tiene rumor de Primavera>.

ENVÍO A ti que eres «fina, honda, dulce», como dijo de

otra amada, un poeta. A ti que te llamaste Angela, y era tu nombre manso y luminoso como una pincelada del divino Rafael, o como un verso de P'rancis Jam-mes. A ti para que—ya recortada de la hoja volande­ra—esta sencilla historia sentimental, la guardes entre las hojas amarillas de los libros devotos que siguen haciendo soñar tu loca cabecita, y perfumando de mis­ticismo y cristiandad tu alma. Yo guardo entre los ver­sos de aquel que se llamó Gabriel y Galán, la fresca rosa que cogimos un amanecer en el rústico jardín provinciano, y tú la besaste antes de ofrecérmela.

Y el ofrecimiento de aquella rosa, deseo pagarle ahora, con mi 1.Melancolía'*.

Dios quiera que no sea una irreverencia a tus mon­jiles atavíos este recuerdo, que hoy—¡Angela! es­tampa en las cuartillas la pureza de mi dolorido co­razón.

FRANCISCO V A L D É S .

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L O S P I N A R B S

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¡Oh pinos, oh. hermanos en tierra y ambiente, yo os amo! Sois buenos, sois dulces, sois graves.

...Las estrofas de Rubén parecen vibrar un momento en el espacio, en el alma de la noche. El tren corre presuroso por la campiña. En la absoluta obscuridad, en la techumbre azulada del cielo, hay estrellas, muchas estrellas. Parecen unas pupilas siniestras que nos miran con avidez y que espían nuestras acciones. En vano se afa­nan los ojos por descubrir á su alrededor algo que denote vida, movimiento, pero no lo consi­guen. A derecha y á izquierda sólo hay pinares, sucediéndose unos á otros sin solución de conti­nuidad.

¿Qué nos dicen los pinares en el secreto de la noche? ¿No expresan nada ante la vista de los humanos que en esta larga serpiente se arrastran en busca de la Felicidad y del Dolor? ¿Acaso no sentimos el misterioso lenguaje de los pinos? Sí; estos árboles parece que sienten. Tienen un len­guaje mudo, manifestado tal vez por su sombra ó por el ruido misterioso que sus ramas producen al ser agitadas por el céfiro.

Los pinares son una interrogación. Repenti­namente sorprenden nuestra marcha; nos acosan luego; quednmos perplejos, raudos; después, pen­samos... Pensamos en el secreto de las cosas; en ese algo misterioso que á todas las pone en armo­nía; pensamos en la corriente del tiempo, fría, inexorable. Y estos pinares, en el secreto de la noche, son una interrogación que, trazada por signos vigorosos, hemos de llenar. De placer, de deseos, de dudas, de esperanzas. La noche, con su mirar siniestro y callado, ofrece complicidad.

Los pinares no presentan siempre el mismo atractivo exterior; tampoco en todas las épocas del año ofrecen las mismas tonalidades. El color varía, y con él, cambia también su espíritu, su manera de ser. En unos y otros casos proporcio­

nan diversos grados de emotividad y las sensa­ciones que suscitan son distintas.

El pinar por la tarde, en la hora meridiana, á pleno sol, ¿qué nos dice? ¿Qué estado de alma pone en nosotros? En esas palabras mudas de los pinos creemos ver una alusión á la fuerza de la vida, á la intensidad del color y de la luz. En ese canto enérgico senos manifiestan las figuritas de los pinos destacándose límpidamente en el azul sereno. Acaso unas nubéculas blancas—halas de algodón—ruedan lentamente por encima del pinar. Así es como solemos ver estos parajes en los cuadros de los pintores, sobre todo en las acuarelas. En ellas, esas nubes blancuzcas y re­dondas no pueden faltar...

¿Y una puesta de sol en un pinar? ¿Nunca os sorprendió en esos lugares solitarios el crepús­culo? A lo lejos, entre el ramaje de los pinos, el sol parece sangrar con más intensidad, con más fuerza que nunca. Muere como asfixiado en un lago de carmín.

Pero donde la visión de los pinares se mues­tra más tenue, más sensitiva, es en los comienzos del otoño. No hay sol; en la tarde le ocultaron unas nubes grisáceas. Y mientras los pájaros hu­yen á bandadas, van adquiriendo los pinares un color violeta pálido. Basta decir un manchón vio­láceo para que, con estas solas palabras, nos for­memos idea del pinar. A su contemplación el alma se siente con melancolía, invadiéndola el decaimiento y la dejadez. Ardavín ha descrito con mucho acierto esta virtualidad característica de los pinares. Violeta; la mancha violeta exten­dida bajo el cielo plomizo...

Ahora, en la noche, se van sucediendo los pi­nares. No hay más que pinares. Son una pregun­ta muda que procuraremos llenar. ¿Lo haremos alguna vez? Un pinar sucede á otro pinar, y una interrogación á otra interrogación. Como en la vida...

RAMÓN S. GRANGEL.

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P A G I N A S DKIv IvIBRO D E BULO^^V El libro del Príncipe de Bülow, titulado La politica ale­

mana, que se publicó pocos meses antes de estallar la gue­rra en Europa, es sin duda el libro de más actualidad, im­portancia y trascendencia do la moderna bibliografía en or­den a la vida internacional.

De tan admirable obra insertamos a continuación los si­guientes capítulos, que ofrecemos a la meditación de los que se interesan en Andalucía por estos problemas:

Protección a la agricultura

Un sabio liberal, con quien me une amistad antigua, me decía una vez en Norderney, mien­tras estábamos contemplando los buques que pa­saban por delante de mi casa, que no acababa de comprender cómo un hombre de mis circunstan­cias, ilustrado en otros aspectos, se había empe­ñado en dar a la política económica de Alemania, un carácter tan marcadamente agrario por medio de las tarifas arancelarias. Y yo, señalándole con la mano un buque que pasaba en aquel momen­to, le dije: «Un barco sin lastre suficiente, de ar­boladura muy alta y excesivo aparejo, zozobra. La agricultura es y continuará siendo nuestro lastre. Yo deseo que la industria y el comercio continúen siendo la arboladura y el velamen, pues sin ellos el barco no andaría; pero sin lastre, daría la voltereta.» Es verdad que todo capitán debe procurar la rapidez para su nave; pero no debe comprarla al precio de la estabiüdad. Si nuestro navio imperial ha de proseguir con velo­cidad y seguro su soberbio viaje, debe conseguir­lo el que lo guíe velando para que la agricultura constituya un lastre suficiente en la cala.

Una de las primeras obligaciones de la nación es proteger su agricultura, y esta obhgación hay que cumpHrla aun cuando la agricultura tuviera menos importancia de la que en realidad tiene desde el punto de vista económico. Aunque no tenga ya su antigua importancia predominante en el conjunto de nuestra vida económica, la agricultura permanece todavía a igual altura que las otras fuerzas nacionales. Verdad es que, según demostró el censo de 1907 respecto de las profe­siones, la agricultura sólo representa 17'68 millo­nes de habitantes, mientras viven de la industria 26'38 millones; pero el valor de su producción se

equipara al de la producción industrial y quizá lo supera. La estadística de los productos no arro­ja datos bastantes, y la cuestión de saber lo que más produce, si la industria o la agricultura, no puede resolverse de manera absoluta en favor de una u otra de estas dos ramas de la actividad. Sin embargo, más de un habitante de la ciudad se sorprenderá al saber que el valor de un solo producto agrícola, la leche, se elevó en 1906 a 2.600 millones de marcos, mientras el de todos los productos mineros reunidos sólo alcanzó, en el mismo año, el importe de 1.600 millones. Exis­te alguna contradicción entre los datos aportados por los agrarios y los industriales, acerca del va­lor de sus respectivos productos; pero nada signi­fica en favor ni en disfavor de una ni de la otra rama de nuestra riqueza, el que ocupe el primer lugar una u otra en cuanto a valor de produc­ción. Necesitamos de ambas, y la elevación de una no podría compensar completamente la de­cadencia de la otra. Para calcular el verdadero valor económico de esas ramas de la producción, sería necesario, por otra parte, determinar ade­más la manera como una y otra operan sobre la actividad comercial y los negocios que de ello resultan. Y aun en este caso, tendríamos que po­ner en cuenta el hecho de que el valor de la pro­ducción recibe la influencia de las oscilaciones de los precios en el mercado universal. Pero estos problemas tienen más importancia para los estu­dios estadísticos y económicos, que para el Koste-nimiento y el manejo político práctico de las fuerzas económicas.

Mercado exterior y mercado interior La industria dispone, para la salida de sus

productos, del mercado exterior, es decir, de los países extranjeros, en el continente o en ultra­mar, además del mercado interior, o sea el del te­rritorio nacional. La extensión de nuestra red de ferrocarriles, vías fluviales naturales y canales, y el tráfico de ultramar, al florecer bajo el amparo de la flota militar alemana, han acercado en nues­tra época, y cada vez más, el mercado exterior. La industria necesita de la salida al extranjero, a

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fin de mantener sus explotaciones en el nivel ac­tual y extenderlas y proporcionar a millones de obreros una ocupación remuneradora. Por esto la política económica debe tener abiertos los merca­dos exteriores, por medio de tratados de comercio ventajosos y a larga fecha. Pero, paralelamente, el mercado interior conserva su importancia. Es­te vendría llamado también a suplir al mercado exterior, si en tiempo de guerra nuestras fronte­ras se cerraran en todo o en parte. Ahora bien: en el mercado interior, la agricultura es el prime­ro y principal de los clientes de la industria. Sólo tiene la agricultura capacidad para comprar cuan­do gana lo suficiente para dar ganancia a otros, y sólo en este caso podrá, en tiempos críticos, comprar a la industria una parte a lo menos de su producción, imposible de colocar en el extran­jero. El antiguo proverbio «Cuando no lo dan los campos no lo han los santos», es absolutamente exacto desde el momento en que la industria se ve reducida a buscar su clientela en el territorio nacional en mayor medida que durante los tran­quilos períodos de paz.

No podrá llamarse arte a la política que sólo satisface las exigencias, las opiniones y los éxitos momentáneos; que se contenta con hacer lo que se puede, con toda comodidad y al día; que no trabaja más que ad hoe y sin tener en cuenta las contingencias futuras. La política más reflexiva no podrá hacer eutrar en sus cálculos todas las probabiüdades; pero no hay uno de nuestros ac­tos, ninguna de nuestras decisiones, que no sea causa de futuros efectos, y se tiene el derecho de exigir que el político esté en estado de prever parte, por lo menos, de los efectos posibles. Pero, ante todo, existen eventualidades que deben pre­suponerse, por la razón de que son incidentes que continuamente se reproducen en la historia, a intervalos más o menos cercanos, acontecimien­tos que forman parte del fondo inahenable de la historia universal. Uno de los acontecimientos de este género, que hay que hacer entrar en todos los cálculos políticos es la guerra. No hay hombre sensato alguno que pueda desearla, y todo gobier­no concienzudo procurará impedirla tanto tiempo como se lo permitan el honor y los intereses vita­les de la nación cuyos destinos tiene en sus ma­nos. Pero todo Estado debe estar regido en todo y por todo como si al día siguiente tuviera que sostener una guerra. Este principio tiene igual­mente aplicación a la política económica.

Importancia de la agricultura en caso de guerra

Precisamente en la vida económica es donde, seducidos por un largo y provechoso período de paz, estamos inclinados, más de lo razonable, a tomar nuestras disposiciones, como si la paz tu­viera que durar eternamente. Aun cuando, en los últimos decenios, el peligro de la guerra no hu­biera venido a llamar de vez en cuando a nues­tras puertas, es preciso que no olvidemos que la

paz no es eterna y que tengamos siempre presen­tes aquellas palabras de Moltke: «La pa.z perpe­tua es un sueño y ni siquiera es un hermoso en­sueño; pero la guerra es un eslabón en el sistema divino del universo.» No hay una parte siquiera de la vida pública y de la privada que no esté afectada por la guerra; pero en ninguna parte son más directos los efectos ni más profundos que en la vida económica. Las consecuencias de una gue­rra, victoriosa o desgraciada, relegan a la sombra las consecuencias de una crisis económica cual­quiera, aunque sea la más honda. La política económica debe ayudar al desenvolvimiento pa­cífico de la nacióu; mas no por esto debe perder de vista la posibihdad de una complicación gue­rrera, y esta razón no debe ser la que menos pese en ella para ser agraria en el mejor sentido de esta palabra.

Así como en, tiempo de guerra la industria tiene que acomodarse a la capacidad de adquisi­ción de la agricultura, la capacidad productiva de la agricultura es un punto de interés vital para la nación entera. Partidos y agrupaciones repre­sentantes de intereses económicos hay que piden al gobierno que los productos agrícolas extranje­ros—y en especial los más importantes, como los cereales y la carne—sean gravados lo menos po­sible y aun que se les dé libre franquicia, con objeto de que por la presión de la competencia extranjera bajen los precios de las subsistencias y las familias de los obreros industriales queden con ello aliviadas. Todos esos partidos y grupos desean orientar la política económica con vistas a una perpetua naz imaginaria. Nuestra agricul­tura, con sus salarios tan elevados como los dé la industria, y que en el viejo solar patrio, esquil­mado por tantos siglos de cultivo, no puede lle­var á efecto una labor intensiva sino con ayuda de medios de explotación costosos y modernos, no puede dar sus productos a los mismos precios que los extensos y jóvenes países agrícolas, dón­de se trabaja por ínfimos salarios en un suelo virgen. Así, pues, nuestra agricultura necesita de la protección de los aranceles. Debe gravarse la importación de productos agrícolas de manera que la oferta extranjera no pueda descender a un precio tan bajo que sea inferior al que se consi­dere bastante remunerador para la agricultura nacional. La reducción sola de los derechos aran­celarios en lo relativo a los productos agrícolas, en la época d.e la política comercial de Caprivi, produjo en nuestra agricultura una crisis de la que pudo salir gracias a una tenaz energía en el trabajo y con la esperanza de que no tardaría en adoptarse una orientación más favorable en la política arancelaria. Si renunciamos a proteger suficientemente la producción agrícola para aba­ratar los precios de las subsistencias con ayuda de una importación barata, sobrevendrá el peli­gro de que la explotación agrícola será cada vez menos lucrativa y acabará por estancarse. Enton-

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• • • • •NBBaHBaaaBaBBBaBBBi i ees tendríamos que pasar por donde ha pasado Inglaterra.

Durante uno de los períodos de tirantez entre Inglaterra y Alemania, manifesté yo una vez a un político de aquella nación que el recelo inglés de un ataque por parte de Alemania, y especial­mente de una invasión alemana, no tenía razón de ser y aun rayaba en lo absurdo; pero él me contestó: «Todo cuanto usted me dice es exacto, y en lo que á mí, personalmente, atañe, nada nuevo me descubre. Ahora, en lo que toca á la opinión pública, al hombre del pueblo, no hay que olvidar que nuestro país se encuentra en si­tuación muy diferente que las potencias conti­nentales. Francia experimentó una terrible derro­ta, pero pocos años después de Gravelotte y Se­dán se había rehecho de tal manera que pudo tratar de una «guerra en perspectiva». Casi tan rápidamente como Francia volvió Austria a le­vantarse tras de las guerras de 1859 y 1866. A pesar de sus graves fracasos en mar y tierra, y no obstante una lamentable revolución, Rusia, después de su guerra con el Japón, no ha cesado de ser una potencia mundial cortejada y requeri­da por más de un partido. Mas por lo que toca a Inglaterra no es lo mismo: el 80 por 100 de nues­tra población vive en las ciudades y nuestra agri­cultura no puede proporcionarnos más allá de una quinta parte del trigo y una mitad de la car­ne que Inglaterra necesita para su consumo. Si fuese vencida nuestra flota y se cortasen las co­municaciones con el comercio exterior, Inglate­rra, al cabo de pocas semanas, no tendría más remedio que escoger entre el hambre y la anar­quía o una paz a cualquier precio.» Los países de floreciente agricultura, donde una gran parte de la población trabaja en el campo y donde la agri­cultura provee, por lo menos parcialmente, al mercado interior y proporciona la mayoría de las subsistencias necesarias, son más capaces de re­sistir en los tiempos difíciles y se recobran des­pués mucho más fácilmente que los países que no tienen otros recursos que la industria y el co­mercio. Cartago hizo ya la prueba frente a Roma. Los salarios industriales más elevados de nada sirven cuando el obrero, a cambio de su dinero, no halla nada que llevar a la boca. Y esto puede llegar, cuando la guerra cierra las fronteras en todo o en parte y cuando la agricultura indígena no está en situación de proporcionar víveres en cantidad suficiente. Lo que quizá ganáramos du­rante la paz colocando a nuestra agricultura a los pies de la competencia extranjera, lo pagaríamos al cabo con la miseria, el hambre y sus desastro­sas consecuencias para el Estado y la sociedad. Nuestra agricultura no puede sostenerse y llevar adelante muchas y productivas explotaciones si no queda protegida por el escudo arancelario contra la importación extranjera, y esta protec­ción no debe faltarle.

Justicia para todas las clases productoras El Estado debe dispensar su solicitud ampa­

rando a todos los productores y a todas las clases que forman la nación. No hay razón para gravar una grande e indispensable industria nacional, tan importante como la agricultura, en beneficio y para comodidad de otras ramas de la produc-' ción nacional. El Estado tiene la obligación de prestar su ayuda en proporción de las necesida­des y disponer las cargas de modo que se repar­tan equitativamente entre todos. Por muy justo que sea que las clases obreras y asalariadas reci­ban grandes subvenciones de las arcas del Esta­do, no lo es más que el asegurar la existencia de la agricultura por medio del auxilio indirecto de las tarifas protectoras. Dar a cada uno lo que ne­cesita es un nohile ojfieium del Estado. Es tan falso hablar de favoritismos respecto de las con­cesiones especiales a la agricultura, como respec­to de la protección a las clases obreras. La verda­dera equidad por parte del Estado no consiste en dar o negar a cada una de las clases o de las fuen­tes de producción y a cada ciudadano los mismos beneficios y auxilios, por la razón de que no exis­ten entre ellos diferencias externas: esto consti­tuiría una justicia mecánica. La recta justicia consiste en dar a cada uno, en cuanto ello es po­sible, lo que absolutamente necesita. Esta justicia fué la que tuve presente, dos meses antes de mi proposición de ley arancelaria, cuando, en un banquete que en honor mío dio en 21 de septiem­bre de 1901 la diputación provincial de Pinne-berg, en mi pueblo natal de Flottbeck, definí la política económica del gobierno de Su Majestad, diciendo que intentaba dar a cada cual lo que re­quería, según el lema de los Hohenzollern: Suum cuique. Nuestra política arancelaria tiene una do­ble labor que llenar. Por medio de una protec­ción suficiente, debe poner a cubierto de la com­petencia extranjera nuestra producción agrícola e industrial, y, al mismo tiempo, debe tener abiertos, por medio de tratados de comercio a lar­go plazo, los mercados exteriores a nuestro co­mercio y nuestra exportación. Para lo primero, debemos rodearnos de vallas arancelarias; para lo segundo, debemos procurar que esas vallas per­mitan a los demás Estados la aceptación de tra­tados que les sean beneficiosos desde su especial punto de vista económico. Los tratados de comer­cio se parecen mucho a los tratos entre negocian­tes. Piden al principio las dos partes más de lo que pueden obtener, luego se van reduciendo las pretensiones, hasta que se llega a un arreglo. Lo esencial para el Estado es no sacrificar impor­tantes intereses económicos y buscar entre el pro­teccionismo y la política comercial un camino por el cual puedan pasar unos junto a otros y a paso igual, la agricultura, la industria y el comercio.

EL PRÍNCIPE DE BÜLOW.

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XTÁTICOS ante el magno problema que la guerra europea ha planteado, alterando por completo el curso de las relaciones internacionales, es de todo punto imposible predecir la suerte que está reservada a cada uno de los Estados, lo mismo a los beligerantes que a los neutrales, una

vez que la paz se firme. El hecho incontestable de la gue­rra, ha venido a proclamar la ineficacia de todo lo que los tratadistas de derecho internacional han escrito y propagado en conferencias, libros y revistas; la maravi­llosa teoría del arbitraje que tantas y tan fiíndadas espe­ranzas hizo concebir, está por completo olvidada; el so­berbio palacio que un millonario americano levantara para las reuniones diplomáticas.... va a criar hierba, «que las querellas entre las naciones no nacen siempre de in­tereses comprometidos, sino también de pasiones sobre­excitadas, y la experiencia demuestra que las decisiones más graves, de las que a veces depende la suerte de las potencias, no se someten siempre al juicio de la razón»-.

Cuando dirigimos nuestras miradas al Centro de Eu­ropa, y ayudados por los gráficos que la prensa nos da, tratamos de reconstituir en nuestro cerebro un algo que se aproxime a la realidad trágica; cuando vemos cómo avanzan unos, cómo retroceden otros, cómo caen los edi­ficios, cómo el cañón destruye la obra de los siglos y todo a costa de la vida de millones de seres, en la plenitud de su fiíerza.... no podemos menos que hacer un esfuerzo pa­ra borrar por completo de la imaginación ese conjunto de horrores que la torturan, preguntando al mismo tiem­po, qué misterioso agente así impulsa a los que nos han presentado siempre como modelo de cultura y progreso, para que en media docena de meses así aniquilen los fru­tos i^ici proteccionismo providencial que han usufructuado, volviendo merced a ese atavismo histórico, a aquellas épocas que ya hoy no hay razón para calificar de primi­tivas y de bárbaras.

Y la lucha sigue con más violencia, y cada día llega a nosotros la noticia del invento de nuevas máquinas de muerte, y de nuevas violaciones del derecho de gentes, por una y otra parte, que bien puede decirse que en la época que atravesamos, las grandes potencias de la Euro­pa se han puesto el derecho por montera.

La actual guerra, guerra sin precedentes en la histo­ria de la humanidad, no es, como dice muy bien Palacio Valdés en España, una guerra de comerciantes, sino algo más trascendental, algo que trae más profundas raíces.

La guerra europea, es la resultante de un choque vio­lento entre el elemento germánico y el elemento eslavo, favorecido no obstante la alianza con los austro-húnga­ros, por el antagonismo existente entre éstos y los ma­giares, los eslavos de la Croacia y los romanos de la Transilvania, así como por la lucha de aquéllos—lucha aunque sorda y encubierta lucha al fin—con los polacos de la Galitzia y tcheques de Bohemia.

Rota la amistad tradicional de rusos y germanos, ro­bustecida por alianzas de familia, y teniendo que ceder otros Estados a los imperativos de esa oprobiosa tutela que priva a los débiles del don augusto de la libertad, no eran necesarios los delirios guerreros que se imputan al militarismo germánico, ni las ambiciones de Inglate­

rra, ni el deseo de revancha del ejército francés, ni los te­mores del Czar por la movilización, ni aun siquiera el crimen de Sarajevo... para que el incendio estallara, que cada pueblo de los que en actualidad luchan, tenía den­tro de su espíritu mecha suficiente para que ninguno en particular tuviera que arrimarla al combustible.

Pues bien: en medio de todos esos horrores que la guerra ha traído, en medio de tantos problemas como ha planteado a la vida de las naciones, hay uno que preocu­pa más que otros, más que todos; este problema es el de las alianzas.

Los pueblos como los individuos no pueden, no deben vivir aislados por completo y sin ningún género de rela­ción, que unas veces por cuestiones mercantiles, otras por miras de muy diferente orden, la asociación es nece­saria, y el mutuo auxilio, además del mutuo respeto trae consigo una cierta garantía de independencia, indispen­sable a todo pueblo que tienda a reorganizarse.

Y cuando se habla de alianzas, lo mismo hoy que ayer, cuando la prensa señala la conveniencia de que Es­paña se alie, siempre suenan dos nombres, aunque en la presente época haya sonado uno más; esos nombres son Inglaterra y Francia.

No puede decirse ahora como se decía allá en los años de 1843 por el ilustre Balmes «la alianza con Ingla­terra está ya desacreditada hasta tal punto, y tiene en contra de sí tan fuerte antipatía en la inmensa mayoría de la nación, que no es necesario esforzar mucho el dis­curso para convencer y persuadir, que a más de inútil, nos es en extremo perjudicial y peliiirosa>, pues que por el contrario hay muchos españoles que la desean y que la piden, y gran número de andaluces que por sus exage­raciones anglofilas diríase que verían de muy buena ga­na el pabellón británico ondeando en los edificios pú­blicos....

Respecto a nuestra alianza con Francia, el mismo in­signe escritor decía refiriéndose a ella: «volvemos los ojos a todas partes; consideramos los objetos bajo el as­pecto político, bajo el industrial y el mercantil; divaga­mos por todas las regiones, interrogamos la Historia, con­sultamos la experiencia, conjeturamos sobre el porvenir; en ninguna parte, en ningún sentido acertamos a ver que pueda sernos provechosa la alianza con Francia».

Y si por lo que a primera vista parece deducirse, no es conveniente a España la alianza con Inglaterra, ni la alianza con Francia... ¿qué alianza será favorable al pro­greso y bienestar económico en lo porvenir?

Para contestar esta pregunta, es necesario tener en cuenta la actual situación de España, su misión históri­ca, sus fines supremos y otra porción de factores que in­formar tienen en la conveniencia o inconveniencia, en las ventajas o en los perjuicios de las alianzas.

La posición de España, en orden a sus relaciones in­ternacionales, ha cambiado mucho desde la pérdida del imperio colonial, y aunque el recelo con que siempre nos miraron las grandes potencias no ha desaparecido total­mente, porque saben que el espíritu aunque adormecido vive y vivirá siempre, la envidia de que aquél era causa ha cesado.

La posición geográfica de España, después de darle la ventaja de tenerla a salvo de los efectos de todas las conmociones internacionales, hace que mientras las de-

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más potencias pueden necesitar de ella, ella puede des­envolverse sin solicitar el auxilio de ninguna.

La gran importancia, la enorme trascendencia de nuestra expansión en la zona africana, que debiera ex­tenderse más y más, importancia y trascendencia no comprendida por los que sólo atienden a las impresiones que les dan, los que parecen asalariados para hacer cam­pañas en contra de todo lo que significa progreso y re-surí;imiento, está precisamente en Marruecos y es la ba­se sólida e indispensable para una nueva vida, cuyas as­piraciones ilustradas, por la' experiencia adquirida en la desgracia, pueden nacer y desarrollarse con esa fuerza invisible que separa los idealismos irrealizables de aquello que puede llegar a tener una existencia real y práctica. . , , T-

Porque la vida de Marruecos y la vida de Jtspana, en la historia y en la geografía, son dos vidas que podemos llamar paralelas, cporque son partes de una misma na­ción, cuya continuidad de territorio ha levemente inte­rrumpido la furtiva entrada del Atlántico por el estrecho de Gibraltar».

«España—dice el Sr. Taviel de Andrade en su libro sobre Marruecos—rodea con sus posesiones en este im­perio todas sus costas, así las del Mediterráneo, como las del Atlántico.

>Frente al río Muluya tenemos las islas Chafarinas y desde allí dominamos y defendemos la entrada de los montes de Kaldana o Kiriana; con Melilla defendemos las costas del Riff; con las islas de Alhucemas y el Peñón de la Gomera a las costas de la provincia de Tetuán y Ceuta y con Algeciras y Tarifa en nuestras costas, cubri­mos a Tánger. Y entre esta costa y la otra del Medite­rráneo poseemos a las islas Baleares, que interceptan a toda otra potencia y sobre todo a Francia el camino a las costas de Marruecos, a las de Oran y Argel. Escalonadas las islas Baleares en línea transversal entre Marsella, Ar­gel y Oran; así es que los vapores franceses tienen que pasar entre Menorca y Mallorca para ir de Marsella a Argel, y entre Mallorca e Ibiza para ir desde Cette o Mar­sella a Oran.

>Y delante de las costas marroquíes del Atlántico te­nemos a las islas Canarias, que no permitirán fácilmente la invasión del imperio africano por allí.

>Es decir, que el triángulo que forma el territorio que nosotros llamamos Marruecos y los árabes Mogreb-el-As-ka, extremo Occidente, cuya base la forma una línea rec­ta al Sudoeste, tirada a través del desierto, desde el oasis de Figuig hasta la desembocadura del río Draa y cuyas otras dos líneas la forman las costas del Mediterráneo y las del Atlántico, que se hallan defendidas por nuestras posesiones africanas y por el desierto y el Atlas, repre­senta un gran imperio capaz de defenderse, si está unido con España, contra cualquier potencia>.

Relaciónese lo que antecede, con lo sucedido después de la Conferencia de Algeciras, recuérdense los tratados que se han hecho públicos por nuestros gobiernos, y se verá de una manera clara y evidente cuan funesta es la obra de la diplomacia interpuesta entre las aspiraciones nacionales y las ventajas que nos han dado la geografía y las conquistas de otras épocas para llevar a efecto el único plan posible de regeneración después de la larga serie de errores políticos que han reducido a la gran na­cionalidad española a la categoría de un pueblo débil que representa hoy un papel secundario en el concierto universal.

¿Y a quién se debe semejante desastre? No es necesario ir muy lejos, no es preciso analizar

muchos antecedentes, ni buscar muchas pruebas para afirmar de una manera rotunda que todos esos males y otros que seguramente han de venir los debe el pueblo español a la amistad con Inglaterra, y a esa fraternidad tan poética de los pueblos de raza latina que le aconseja una íntima unión con la Francia.

Recuerde el lector aquella gloriosa victoria de las

tropas españolas en Tetuán, cantada por todos nuestros vates, ensalzada por la historia y que inmortalizó el nom­bre del ilustre general O'Donnell...; ¿a quién sino a Ingla­terra se debió el que lo mismo esta conquista, que repre­sentaba para España la definitiva posesión de Marruecos, como las ventajas obtenidas por el tratado de paz de Wad-Ras, fueran completamente ineficaces?

Y es que los procedimientos de ambas naciones, res­pecto de nosotros, están claramente demostrando que no son honrados los fines que persiguen al mantener viva su amistad, al fomentar sus relaciones diplomáticas.

Pero hay más; la alianza de España con Francia y con Inglaterra, supuesto el tan cacareado despertar de nues­tro espíritu, no es posible que llegue nunca a tener un carácter estable; «que la solidez y estabilidad de las alianzas no depende de la voluntad de los gobiernos alia­dos, sino que entran para mucho los pueblos, y no es po­sible desentenderse de ellos, si se ha de conseguir algo que ofrezca garantías de buenos resultados>.

Dejemos a un lado la religión que en otra época cons­tituía un serio obstáculo para la alianza, pues por des­gracia no deja de ser cierta aquella frase de Vacherot «de que ya hoy no vive en las conciencias, aunque sub­sista en los hábitos», prescindamos de otras mil causas que harían aquélla poco dur.udera y atengámonos a cier­tos hechos que por lo claros están al alcance de todos.

«La Inglaterra bajo el aspecto político—dice Bal-mes—está en oposición con la España; el aumento y desarrollo de los intereses de la una dañará por indecli­nable necesidad los de la otra... ¿Conviene a la Gran Bre­taña que la nación española se levante de la postración en que yace, que tome alientos y bríos para ocupar de nuevo el rango que le corresponde entre las naciones europeas? <no es cierto, ciertísimo que no? Quien lo con­trario pretenda, si quiere dar a su opinión un débil viso de probabilidad, necesario es que borre del mapa de la Península el importantísimo punto de Gibraltar, en cuyas fortalezas ondea el pabellón británico; necesario es que haga desaparecer del mismo mapa el vecino reino de Portugal, casi reducido a una simple colonia de Inglate­rra; menester le será probar, que nada le importan a In­glaterra tan preciosas joyas, o que sus hombres de Esta­do serán tan imbéciles que no prevean lo que les amena­zaría, desde que la España recobrase su antigua pujanza; menester le será probar que aun dado caso que no se

• hallara en la misma situación topográfica del país una razón poderosísima para formar de toda la Península una sola nación, no es al menos la influencia española la que por todos títulos debiera prevalecer en Portugal; menes­ter le será probar que un reino que se sintiese con fuer­zas bastantes para arrostrar grandes compromisos, no es­cogitaría todos los medios, no tantearía mil y mil combi­naciones, no emplearía cuantos recursos tuviese a su alcance, no andaría a caza de favorables conjeturas para apoderarse de Gibraltar, echando de la propia casa ese centinela de vista>.

La historia y la experiencia enseñan de consuno, que motivos de muchísimo menos valer ocasionan inextin­guibles rivalidades, acarreando a menudo guerras san­grientas. ¿Qué será, pues, tratándose de la influencia de un reino situado en posición ventajosísima, para todas las operaciones políticas, militares y mercantiles que se intenten sobre el occidente de Europa, Mediterráneo y costas de África; de un reino que entre los restos de su pasada grandeza conserva todavía grupos de preciosas islas muy bien situadas para servir de escala en el trán­sito de Europa a América, al África y Asia? ¿Qué será tra­tándose de un punto como Gibraltar, llave del Medite­rráneo, punto de apoyo para operar sobre la Península el África y el Atlántico? '

J O S É Z U R I T A Y CALAFAT.

(Continuará)

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Espérale al pie de la tum­ba, en la llanura; a la media nocho su espíritu despierto te arrullará con sus cantos, con el rumor de sus besos y te dirá...

Sudermann.

—¿Se pué, seña Bastiana? —Alante, Ustolia, y cierro Vd. que el vienteoillo de los

«Siete picos» busca caló en los huesos. —Endemoniao está y deseando pararle a una la vía: que

salió a mi encuentro al revolver la calle y no sabe Vd. ¡con qué intenciones!

—Acerqúese al hogar que la jara arde que es un primor. —Asi ardieran toos los hombres, Bastiana. —Así ardiera, Ustolia, el maldeoío de mi Faquín, que a

ná tié mieo. Ni porque el frío cala los huesos, ni porque co­rre por la aldea lo que tos sabemos... ni por ná de Dios tuerce su voluntad: que en diciendo por allí meto la cabeza, por allí la mete. ¿Ande os creís que está? Al anocheció se fué a rondar la casa do postas por ver si pué distinguir quién enciende las luces que toós vemos.

—Por cierto que esta noche no han apareció. —Tié razón la sena Francisca. —Esforzao es el mozo y mocita tenía yo que ser y diéra­

le mi voluntad. —Calla, Ustolia, que Ángel pué tomar celos.

Empeñas estáis en que hay duendes en la casa de pos­tas.

mi Petra no va mañana al río. —Por sí o por no, --¿Corre? —La llovizna de estos dias se ha iuntao y corre un hilo. —Lo bastante pa lava mi ropa, que estoy de ir a la fuen­

te partía por la cintura.

n —Pero ¿quién llega así? —Cierra, Petrina. —¡Jesús, qué frío¡ —Estreliao está el Cielo sin embargo. -¡Hija! —Luna hay. —Pero sosiega y habla. —¿Qué te ocurre? —No sé, madre, si podré decirlo. —Reposa, mujer. —Toma, bebe. —Luego podrás contar. —¡He visto el fantasma! —¡Ave María! —¡Nunca hubiera hablo luna! —Acaba. —Miraba esta casa, madre. ¡Por alguien viene de noso­

tros! —Jesús nos valga a tos. —Porque hay luna pude verla en la ventana de la casa

de postas: blanca como si fuera de mármol, sin movimien­to, oomo hecha de nieves y mirando hacia aquí como si re­

tardara el momento de segar las vidas y llevar consigo las almas de tos nosotros.

—El diablo que os llevo. —Que sí, Ustolia, quo yo lo vi con estos mis ojos. Pa­

recía mujer. —La que dicen que arregló la casa, y no fantasma. —Hubiera venío por la carretera, en la diligencia del

Sr. Damián, y éste dice que no ha traío a nadie. — ¡Atrasas! La llama del hogar se elevaba plácida y sólo lo imprimía

suaves ondulaciones el intruso airecillo que, sigiloso, desli­zábase por los intersticios do los mal cubiertos huecos do aquella casona hórrida y por las junturas de las piedras de sus oscuros macizos.

Las jaras y los resecos troncos del montes chaparro pa­recían protestar con sus chirridos estridentes de aquel ca­lor quo los destruía, en tanto quo, sumiso y dócil, el blan­quecino romero montaraz sucumbía rosiguado y mártir, es­parciendo por la estancia renegrida el gratísimo adiós de su perfume.

En redor de las rosadas y mortecinas brasas, envueltas ya en su albo sudario de cenizas y de la viva llama que en­rojecía la chimenea y los rostros, y ponía fulgores do car­bunclos en los medrosos ojos, se apretaban aquellos seros unidos por una misma superstición. Sólo Ustolia, la incré­dula, buscó el calor del hogar para calentar su carne yerta.

La luna, esparciendo sus nevados rayos ante las negru­ras de la noche, hacía resaltar, purísimo, el azul tachonado de los cielos.

Fulguraban las estrellas oscilantes y límpidas en una noche propicia para los soñadores, para las almas tranqui­las, para los enamorados en paz...

Los selénicos rayos cabalgaban soberbios sobre las secas hojas de los árboles; sobre las jaras y enhebres de los mon­tes; sobre los inclinados techos de las casas.

Reverberaban en la bruñida superficie del Bidosa—un lago pequeño de cristalinas aguas—, se esparcían por las de­soladas y estériles llanuras, entrometíanse en los escarpados y abruptos peñascales, donde las enhiestas pizarras proyec­taban frías sombras fantasmagóricas; y en las calles de la aldea, terrizas y pedregosas, se pintaban limitados por la dura línea de las sombras blanqueando las paredes, realzán­dolas en su gris aspecto; dando un algo do somnolencia y de cosa dormida a las destartaladas viviendas, e imprimiérido-les el espíritu suave y triste de las soledades, de lo olvida­do, de lo lejano, de lo muerto...

El frío era intenso. Aquella noche, las nieves cubrirían los árboles y casas.

Y sin embargo, Elena permanecía abstraída en la venta­na de la llamada casa de postas.

Extraviados sus ojos y fija su mirada en lo impreciso, nada veía, nada le impresionaba.

Su vida por entero y su alma en toda la plenitud de su callada tragedia, proyectábase sobre las etéreas capas, co­mo una visión misteriosa, blanca y helada.

Brilló en sus mejillas un rayo de luna. Brotaron de sus ojos socos y agostados lágrimas que quemaron su cara... Y sintió que corrían como olvidó que pudiesen correr. Lágri­mas que el airecillo frío do la noche secó, llevándose toda la amargura de sus dolores y dejando en Elena el infi.nito mal de su desconsuelo.

No pudo llorar y pidió auxilio al rosario de sus penas

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pasadas. T eran tantas ¡y tan hondas! que de la tierra seca y estéril de sus ojos, surgieron dos manantiales abundantes y lautos que la luna besó con fruiciones de amante que no blasona de serlo...

El Bidosa, que dormía a los pies do la casa do postas, reflejó la figura de Elena rodeada por un halo de virgen.

III —Y bien. Faquín. —Atiza el fuego, madre, que frío tengo en los huesos y

en el alma. La nova so acerca y pienso que por dentro do mí ya ha oomeuzao,

—¿Qué viste, al fin? —Nadie orea que es fantasma lo que habita la casa de

postas. Señora es, qua da frío mirarla. Mas que los Siete pióos nevaos. Señora es y hermosa y guapa y principal: que lo dicen las líneas de su cara y el mirar de sus ojos.

—¿Tuviste valor de mirar tan alto? —No, Ustolia: que on las aguas mansas y azules de la

laguna la vi como si fuora por un espejo. Allá on el fondo... en el fondo. Ante el cielo esclareció que en sus aguas se mi­raba. Ganas me entraron de abandonarme en ellas y besar su cara.

—Poseído estás, Faquín. —Es el fantasma que lo ha heohizao. —Que no es fantasma, digo. —Madre tié la culpa de su destravío: que porque sea más

versao que toos en la aldea, le deja leer libros que al demo­nio tien dentro.

—Honda es la laguna. Con lo que ha Uovío, más honda todavía. Feligroso es resbalar ante ella.

—Más profunda es la brecha que tengo en el pecho. —Loco está mi Faquín. ¡Ay! —Señora es principal, según tú dices, la que te enamo­

ró tan ciegamente... —Ya sé mi desventura, Ustolia; besarla hé, sin embargo,

aunque sea en las aguas del Bidosa. Allí acecharé y será mía porque ni ella misma podrá evitarlo.

IV

Elena había probado la amargura de todos los pesares. Hasta el dolor primero que sintiera en su vida, por hondo y por sentido, quiso hacerlo más cruel y buscó la dicha de gustarlo con frecuencia deletérea.

Alma romántica, espíritu selecto, fantasía solícita, halló fuentes de venturas íntimas en sus más íntimos pesares, Porque lo quiso siempre anheló llevar por todos los días de su vida, el triste escapulario de su muerte.

Y guardó sus albas y vaporosas tocas, sus blancos y fra­gantes azahares y sus nevados vestidos de desposada, con el amor que en su pecho guardaría el triste recuerdo del hom­bre malogrado. El sacrificio estaba hecho. Su alma rindió culto fervoroso a su memoria y la felicidad efímera de sus irrealizados sueños, fué sustituida por la ventura firme de lo eterno.

Pero leyó a poetas... A poetas falsos como la mayoría de los poetas; a poetas que fingen sentires y exquisiteces espirituales para envenenar almas sensibles; a poetas que se espiritualizan con el poder hipnótico de sus ritmos para destruir despiadadamente la delicada euritmia del espíritu.

Y encontró lenitivo en la poesía. En una poesía falsa, realista, sensual y mentida; en una poesía exenta de since­ridad y cargada de bellezas rotóricas.

Y confundió el amor esencial y subjetivo con una pasión interesada y egoísta que requería, anhelante, una recipro­cidad permanente.

Y buscó el amor de los hombres entre convulsiones his­téricas porque no supo mantener el amor a lo ideal, a 1-invisible, a lo más inquebrantable; a lo que alienta en uno y vive en las luminosas regiones de la fantasía o de la Etero nidad.

Poetas inicuos le enseñaron a mirar la bazofia de la tie­rra,—el amor de los hombres—reflejada en las áureas belle­zas de los cielos. Así, creyéndose espiritualizada, cayó en el fango de una concupiscencia mal cubierta por lirismos poéticos.

Y de este modo buscó amores en todos y a todos, sin quererlos, dejó un poco de su alma. Y aun así, no encontró el amor do su vida porqiie lo buscaba entre los hombres y no supo buscarlo confundido en su espíritu.

La Naturaleza—esa alcahueta íntima de las gentes hon­radas, do las mujeres inquebrantables y dignas, de los hom­bres de buenos propósitos, que se río sardónica de nuestro divino destello— no pudo, sin embargo, con su pureza in­génita.

Esperando siempre el amor y amando siempre, conservó su virginidad, por honradez, entre las asechanzas de los hombros.

Hasta que al fin, cansada de esperar y como una som­bra, inánime, buscó la reacción de su espíritu on la frialdad de las soledades.

Y encontró las lobregueces do aquella destartalada y an­tigua casa de postas que, antes las mansas linfas de la la­guna, se mantenía torpemente, bajo el peso abrumante de sus años.

Mas ni allí encontró su corazón reposo. Pasado el miedo, las viejas y comadres de la aldea veci­

na se ofrecieron a ella; intimaron con ella; llegaron a sus oídos palabras reticentes y medrosas y una noche oscura y lúgubre percibió el ¡ay! doloroso de una madre que le im­ploraba compasión para su hijo enfermo de amores; que por la cruz de Dios y por la dura cruz de todos sus pesares— fantasma o mujer—le pedía que se marchara a la ciudad, que abandonara la aldea...

Y supo que era Faquín su férvido amante, el que, es­condido tras los paredones de la casa de postas, proyectaba una sombra alargada y siniestra junto a las dormidas aguas del Bidosa, en las noches de esplendor celeste; el que, loco, había dicho que besaría sus labios rojos cuando se proyec­taran sobre las aguas azules déla laguna...

Lloró con la madre; lloró con Faquín; lloró por toda su vida estéril y fría; por aquel incendio que provocaron sus nieves; por aquel dolor que surgió de todos sus dolores.

¡Faquín! Acaso tras las rudezas de aquel hombre huraño se es­

condía un alma opulenta, un espíritu elevado y suave que se manifestaba en las brusquedades de sus hechos, como una mata florida surgiendo de la aridez de una peña.

Pero su amor estaba agostado; su corazón endurecido. Sólo la hermosura de su cuerpo conservaba su fragancia in­citante y sólo en las líneas de su rostro se mantenía casi intacta la belleza ideal de su juventud.

—Me daré a Faquín-pensó. Pero con el desprecio de la vida, se encontró falta de

voluntad para ser cínica. —Sin embargo—pensó de nuevo—, seré de él. Celebraré

mis bodas. Y escribió a Faquín: •¡Saciaré tu deseo. Me tendrás en las aguas del lago. Mis

labios esperarán de los tuyos, todas las flores que puedas cortar del pensil de tu alma. Mi error se ha desvanecido. Me daré a tu egoísmo y yo alcanzaré lo que la vida me ha negado».

Y llegó una noche de luna. Una noche silente en que la Naturaleza entera parecía sumida en una catalepsia infi­nita...

Vistióse Elena con los vestidos blancos quo pensó lucir en sus bodas malogradas y bajó a la orilla del lago.

El viento recitaba en las hojas amarillas una desolada canción de horrores; las hojas temerosas, abandonaban los viejos tallos y emprendían una huida alocada y sin rumbo.

Unas entrechocaban y caían a la tierra, herida ya por el arado, a la tierra caliente y propicia...

Otras lograban alcanzar las aguas del Bidosa y flotar en ellas descansando apacibles...

Elena sintió en su nuca los"" agudos golpes de las hojas secas y el azote del viento; y sus cabellos blondos y hasta los vuelos de sus vestidos albos, parecían indicarlo dónde estaba su destino y su fin.

Y la idea de morir confortó su espíritu y parecía llenar todo su cuerpo de un bálsamo piadoso.

Entre tanto, Faquín el loco, escondido tras las paredes de la casa de postas, aguardaba anhelante y febril a que el

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hada misteriosa y maligna de sus sueños aparcoioni en la ventana y se reflejara en las aguas.

ün chasquido y un ligero y rápido chapoteo le sobreco­gió.

Lívido y tembloroso acercóse al Bidosa. Elena, como exánime, acababa do hundirse en las aguas

azules del lago buscando entre las diafanidades de su fondo el .imor de su alma, el calor que necesitaba su existencia yerta, porque vio que su vida ora más fría que pudiera ser la muerte.

Faquín se arrojó a salvarla. Apareció flotando la suicida y la luna iluminó su rostro

transñgurado por una expresión dulcísima. Bl loco se aba­lanzó a su cuello; estrechó su cuerpo fláoido contra su cuer­po y puso sus labios ardientes y apasionados en los que ya no eran labios, sino lirios violáceos.

Y cuando ambos se hundían para siempre en las aguas azules de aquel lago siniestro, aún pudo oírsele a Faquín triunfante en su demencia:

• —¡Sobre las aguas, mía, sobro las aguas!

V

—Flotaban juntos y parecían dormidos como en su le­cho de bodas.

— La luna los besaba y los cubría. —La hojarasca los rodeaba como los nimbos a las vír­

genes. -¡Hijo! —Sonrientes estaban como dichosos, —Y aun do los huecos de sus ojos parecía salir luz. —Se amaban, soüá Bastiana. —El sino que a.sí lo dispuso. —¡Mal nacía, mi hijo! —Era un fantasma, madre, era un fantasma que se lle­

vó a Faquín. BiiAS M E D I N A .

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CUENXO DE HADAS ...Y dice la leyenda que era una muchacha hermosa, so­

beranamente hermosa, como la princesita de los bucles de oro dol bosque do la bella durmiente.

Vivía encantada en un soberbio palacio de cristal, con escaleras do diamante y fantásticos ventanales de color de púrpura.

Una vieja seca y corcovada, sabia en malignos encanta­mentos, habíala escondido allí. Y desde entonces, cuentan que la Toda-hermosa no hacía más que llorar.

Eegaban sus lágrimas los lirios, las violetas, las rosas de aquel país de misterio: Así estuvo mucho tiempo llorando la ausencia de Lohongrin, bien amado caballero del amor.

Nadie osaba penetrar en los dominios del palacio porque un hálito de muerto vibraba en el aire, y una sierpe, vene­nosa como el espíritu del hada, se retorcía amenazadora ba­jo la frondosidad del terreno. Los que penetraban en aquel país de misterio, no so los volvía a ver más: quedaban con­vertidos en pintorescas estatuas de mármol.

Foro dicen los viejos narradores de cuentos, que un ca­ballero más esforzado, más galante, más tenaz que todos. El Caballero Voluntad, después do vagar mucho tiempo por los alredi;dores del castillo, hizo una noche sonar con aire de triunfo su belicosa trompa de guerra.

Y era que la vieja seca y corcovada, amiga del placer y de la libación, había quedado aquella noche sumergida en un letargo profundo.

El had* Perexa, que así se llamaba la de nuestro cuento, tuvo un extrallo despertar. Vióse rodeada de fuertes jayano-tes que durante el sueño habíanla maniatado y arrebatado el talismán miliunanochesco.

Entonces volvieron a la vida las blancas estatuas de aquel hechizado y sombrío jardín.

Y aquel séquito de príncipes encantados, luego de dar gracias al Caballero Voluntad, su libertador, asistió con en­tusiasmo a las bodas de éste con la Toda-hermosa, que no era otra que la Reina Quimera...

JOSÉ M.* MARÍN GARRIDO.

CASTILLA ( R Á P I D A )

Natura la dio belleza, su madre la dio ternura, su padre viril nobleza, y Dios, la humilde grandeza que tienen las almas puras. José Af.» Gabriel y Oalán.

Dediquemos hoy unas líneas a Castilla. El mejor retrato que de ella podemos hacer es pintar a sus mujeres. Vamos a intentarlo. Son buenas, fecundas, austeras, de carácter re­cio, nobles, humildes, caritativas y cristianas.

Son buenas, porque las llanuras en que fueroneducadas siempre presentaron a sus ojos un cielo inmenso, sin nubes que lo empañen, sin montos que le resten grandeza. For eso sus pensamientos, inspirados en esa enmudecedora perspec­tiva, son más grandes todavía, más bellos.

Son fecundas, porque la tierra que pisan lo es también; y austeras, porque los paisajes que contemplan lo son. Su carácter es recio por darse cuenta del papel que desempe­ñan. Son nobles, porque la cuna de la Hidalguía es Castilla, porque son madres de nuestros héroes. Son humildes y ca­ritativas, porque Castilla está regada con sangre y abonada con huesos de mártires; tal vez por eso el fruto da estas tie­rras es rubio trigo que se convierte en pan, amorosamente repartido por nuestras castellanas a los pobres, cuando a sus puertas llegan invocando el nombre de Cristo. Son cris­tianas, por ser Castilla firme asiento de la Cruz y porque ven a Dios en la inmensidad de sus llanuras.

Así 68 Castilla, como sus mujeres: buena, fecunda, aus­tera, recia, noble, humilde, caritativa y cristiana.

La pintura aún es imperfecta; pero yo, que «mo mucho a Castilla, recuerdo a los lectores aquellos otros versos dol inspirador de estas líneas:

«Recuerda que el hondoamor de los hijos de esta tierra, no sabe ser hablador».

JOSÉ SANZ TABLARES.

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Page 17: La Tragedia Del Bidosa

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\ A visita de los Reyes de España a esta ciu­dad es sin duda el mo­mento de mayor ac­tualidad en Andalucía,

y de^más grande regocijo para nosotros por la tradición hermosa de fidelidad mo­nárquica que'distinguió siempre al pueblo sevillano.

Y este momento de verdadera impor­tancia y legítima alegría debe quedar re­flejado en las primeras páginas de la re­

vista BÉTICA, con el vivo entusiasmo de la más ferviente salutación al Rey de Espa­ña y su augusta esposa, que miran a Se­villa con especial predilección deseando el engrandecimiento total de la noble ciu­dad andaluza. ¡Reciban los queridos sobe­ranos el palpitar fidelísimo de todos los corazones de Sevilla!

A continuación publicamos un bello soneto de un ilustre poeta andaluz como homenaje a S. M. la Reina:

A SU MAJESTAD LA REIM DOIA VICTORIA EUGENIA Bienuenida o la tierra del sol y de la luna,

— la que tiene la noche y el día por tesoros,

y da al día sus fiestas espléndidas de toros

y a la noche los sones de su guzla moruna —,

dulce rosa del Norte. Diosa: el calor de España

es amor; es amor de la española gente;

amor te ofrenda el Rey más jouen y ualíente,

y es todo amor el cálido ambiente que hoy te baña.

España es tu palacio; nuestros campos tu alfombra;

todos te ofrecen hoy loor; flores y sombra

los árboles del Sur, naranjo y limonero;

los uates de la Corte un palio de poesía....

Yo. poeta gitano del claro Mediodía,

tiendo a tus regias plantas mi capa de torero.

jVtanuel Jí^achado.

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hada misteriosa y maligna de sus suefios aparcoioni en la ventana y se reflejara en las aguas.

Un chasquido y un ligero y rápido chapoteo le sobreco­gió.

Lívido y tembloroso aoorcóso al Bidosa. Elena, como oxáuime, acababa do hundirse en las aguas

azules del lago buscando entre las diafanidades de su fondo el amor de su alma, el calor que necesitaba su existencia yerta, porque vio que su vida ora más fría que pudiera ser la muerto.

Faquín se arrojó a salvarla. Apareció flotando la suicida y la luna iluminó su rostro

transfigurado por una expresión dulcísima. El loco se aba­lanzó a su cuello; estrechó su cuerpo fláoido contra su cuer­po y puso sus labios ardientes y apasionados en los que ya no eran labios, sino lirios violáceos.

Y cuando ambos se hundían para siempre en las aguas azules de aquel lago siniestro, aún pudo oírsele a Faquín triunfante en su demencia:

• —¡Sobre las aguas, mía, sobro las aguas!

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—Flotaban juntos y parecían dormidos como en su le­cho de bodas.

— La luna los besaba y los cubría. —La hojarasca los rodeaba como los nimbos a las vír­

genes. -¡Hijo! —Sonrientes estaban como dichosos, —Y aun do los huecos de sus ojos parecía salir luz. —Se amaban, seña Bastiana. —El sino que a.sí lo dispuso. —¡Mal nacía, mi hijo! —Era un fantasma, madre, era un fantasma que se lle­

vó a Faquín. BLAS MEDINA.

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CUENXO DE HADAS ...Y dice la leyenda que era una muchacha hermosa, so­

beranamente hermosa, como la princesita de los bucles de oro dol bosque de la bella durmiente.

Vivía encantada en un soberbio palacio de cristal, con escaleras do diamante y fantásticos ventanales de color d« púrpura.

Una vieja seca y corcovada, sabia en malignos encanta­mentos, habíala escondido allí. Y desde entonces, cuentan que la Toda-hermosa no hacía más que llorar.-

Regaban sus lágrimas los lirios, las violetas, las rosas de aquel país de misterio: Así estuvo mucho tiempo llorando la ausencia de Lohongrin, bien amado caballero del amor.

Nadie osaba penetrar en los dominios del palacio porque un hálito de muerto vibraba en el aire, y una sierpe, vene­nosa como el espíritu del hada, se retorcía amenazadora ba­jo la frondosidad del terreno. Los que penetraban en aquel país de misterio, no so les volvía a ver más: quedaban con­vertidos en pintorescas estatuas de mármol.

Foro dicen los viejos narradores de cuentos, que un ca­ballero más esforzado, más galante, más tenaz que todos. El Caballero Voluntad, después do vagar mucho tiempo por los alredi;doros del castillo, hizo una noche sonar con aire de triunfo su belicosa trompa de guerra.

Y era que la vieja seca y corcovada, amiga del placer y de la libación, había quedado aquella noche sumergida en un letargo profundo.

El hada Perex,a, que así se llamaba la de nuestro cuento, tuvo un extrallo despertar. Vióse rodeada de fuertes jayano-tes que durante el sueño habíanla maniatado y arrebatado el talismán miliunanochesco.

Entonces volvieron a la vida las blancas estatuas de aquel hechizado y sombrío jardín.

Y aquel séquito de príncipes encantados, luego de dar gracias al Caballero Voluntad, su libertador, asistió con en­tusiasmo a las bodas de éste con la Toda-hermosa, que no era otra que la Reina Quimera...

JOSÉ M.* MARÍN GARRIDO.

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( R Á P I D A )

Natura la dio belleza, su madre la dio ternura, su padre viril nobleza, y Dios, la humilde grandeza que tienen las almas puras. José ilf." Gabriel y Oalán.

Dediquemos hoy unas líneas a Castilla. El mejor retrato que de ella podemos hacer es pintar a sus mujeres. Vamos a intentarlo. Son buenas, fecundas, austeras, do carácter re­cio, nobles, humildes, caritativas y cristianas.

Son buenas, porque las llanuras en que fueron educadas siempre presentaron a sus ojos un cielo inmenso, sin nubes que lo empañen, sin montos que le resten grandeza. For eso sus pensamientos, inspirados en esa enmudecedora perspec­tiva, son más grandes todavía, más bellos.

Son fecundas, porque la tierra que pisan lo es también; y austeras, porque los paisajes que contemplan lo son. Su carácter es recio por darse cuenta del papel que desempe-fian. Son nobles, porque la cuna de la Hidalguía es Castilla, porque son madres de nuestros héroes. Son humildes y ca­ritativas, porque Castilla está regada con sangre y abonada con huesos de mártires; tal vez por eso el fruto de estas tie­rras es rubio trigo que se convierte en pan, amorosamente repartido por nuestras castellanas a los pobres, cuando a sus puertas llegan invocando el nombre de Cristo, Son cris­tianas, por ser Castilla firme asiento de la Cruz y porque ven a Dios en la inmensidad de sus llanuras.

Así es Castilla, como sus mujeres: buena, fecunda, aus­tera, recia, noble, humilde, caritativa y cristiana.

La pintura aún es imperfecta; pero yo, que amo mucho a Castilla, recuerdo a los lectores aquellos otros versos dol inspirador de estas líneas:

«Recuerda que el houdoamor de los hijos de esta tierra, no sabe ser hablador».

JOSÉ SANZ TABLARES.

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Page 19: La Tragedia Del Bidosa

LOS REYES EN SEVILLA iu(H11iniin«i.iiiiiil|llir.-V'JI«V;'y:"HII|;^|]¿'ll|l^'í^:;^lÍ|^

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A visita de los Reyes de España a esta ciu­dad es sin duda el mo­mento de mayor ac­tualidad en Andalucía,

y de^más grande regocijo para nosotros por la tradición hermosa de fidelidad mo-

* nárquica que'distinguió siempre al pueblo g sevillano. • Y este momento de verdadera impor-* tanda y legítima alegría debe quedar re-£ flejado en las primeras páginas de la re-

vista BÉTICA, con el vivo entusiasmo de la más ferviente salutación al Rey de Espa­ña y su augusta esposa, que miran a Se­villa con especial predilección deseando el engrandecimiento total de la noble ciu­dad andaluza. ¡Reciban los queridos sobe­ranos el palpitar fidelísimo de todos los corazones de Sevilla!

A continuación publicamos un bello soneto de un ilustre poeta andaluz como homenaje a S. M. la Reina:

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A SU MAJESTAD LA R E I M DOÑA VICTORIA EUGENIA Bienuenida a la tierra del sol y de la luna,

•—la que tiene la noche y el día por tesoros,

y da al día sus fiestas espléndidas de toros

y a la noche los sones de su guzla moruna —,

dulce rosa del Norte. Diosa: el calor de España

es amor; es amor de la española gente;

amor te ofrenda el Rey más ¡ouen y ualíente,

y es todo amor el cálido ambiente que hoy te baña.

España es tu palacio; nuestros campos tu alfombra;

todos te ofrecen hoy loor; flores y sombra

los árboles del Sur. naranjo y limonero;

los uates de la Corte un palio de poesía.,..

Yo, poeta gitano del claro Mediodía,

tiendo a tus regias plantas mi capa de torero.

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De la solemnísima inauguración de la Barriada obrera publicamos seguidamente varias interesantes fotografías. La asistencia de los Reyes a este acto es un recuerdo inolvidable para nuestra ciudad. Los reyes llegaron en un automóvil descubierto y en otros iban la princesa de Salm-Salm, la infanta doña Beatriz, los infantes don Carlos, don Alfonso y don Eaniero.

El séquito lo formaban la marquesa de San Carlos, el duque de Santo Mauro, el marqués de la Torrecilla y los ayudantes del rey, generales conde de Grove y señor Aranda,

El cardenal, antes de llegar los reyes, se revistió con los ornamentos pontificales, asistido del arcediano de la Catedral, sefior Oliva; el maestro de ceremonias de la Ba­sílica, señor Camacbo, y el capellán señor Caraballo.

Los reyes y los infantes ocuparon los sillones del trono y cerca de éste se colocaron los señores del Patro­nato real, los representantes del Instituto de Eeformas Sociales y del Fomento de la Propiedad, de Barcelona.

Ocupó un lugar preferente, cerca del trono, el señor Pastor.

El señor Almaraz, con la venia regia, procedió a la bendición del primer grupo y de la Escuela del Patro­nato.

El cardenal, después del asperges y de los rezos del ritual, dio por terminada la bendición, despojándose de la capa pluvial y de la mitra.

Después quedó el prelado ocupando su sillón, al lado del altar.

El comisario regio del Turismo, señor marqués de la Vega-Inolán, leyó un admirable discurso de apertura, exponiendo a grandes rasgos con elocuentes palabras, la labor del rey en favor del obrero español, animando que estas modestas casas han venido a resolver un pro­blema difícil, que en España se había planteado, cual es el de la vivienda del trabajador.

Calificó de magnánima la obra iniciada por el rey, el cual recogerá hoy, en bendiciones del pobre, el fruto de esa acción tan elevada y humanitaria.

Trazó a la ligera los planes económicos para estas construcciones, sirviendo, dijo, de modelo la que se inaugura hoy, cuyo costo no excedió de 3.300 pesetas cada vivienda.

El marqués de la Vega-Inclán ensalzó la labor auxi­liar que viene a hacer en estos momentos la Sociedad del Fomento de la Propiedad de Barcelona, así como las obras que para el mejoramiento de la clase obrera lleva a cabo el Instituto de Eeformas Sociales.

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Page 22: La Tragedia Del Bidosa

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LOS SRES. CONDE DE HALCÓN, MARQUÉS DE YANDURI, D. JOSÉ PASTOR, ALCALDE DE SEVILLA, M A R Q U É S " D E V E G A I K C L A N Y " D . VICENTE TRAVER, ARQUITECTO DE LAS OBRAS

El orador terminó agradeciendo mucho, en nombre del Patronato, a cuantos han contribuido al esplendor de esta ceremonia, sin dejar de consignar el mérito que representa el auxilio que el Gobierno va a prestar a esta obra, y para cuya inauguración envió un digno repre­sentante.

El marqués de Torrenneva, en nombre de la ciudad, dedica elogios al rey por su loable iniciativa, y al filán­tropo español señor Pastor, que donó una importante suma.

Afirmó que el rey se habrá convencido plenamente hoy de la necesidad que elobrero tenía de casas baratas, las cuales ofrecen ventajas materiales y morales a la fa­milia del trabajador.

Si en'algunas capitales de España, agregó, es in problema! difícil el de la vivienda, en Sevilla es en grado máximo, pues se registra el lamentable caso de que fa­milias no ya pobres, sino medio acomodadas económica­mente, no encuentren donde vivir.

En estas casas que hoy inauguran los reyes—aña­dió - encontrarán albergue las familias pobres, y el obre­ro podrá permanecer en sus viviendas, alejándose de las tabernas y de otros centros nocivos.

Hace breve historia de cómo se iniciaron en Sevilla Sociedades de casas baratas, que después se disolvieron, quedando contadas de ellas y sin gran importancia, y alienta a los que sienten amor por esta idea ben( ficiosa.

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VISTA GENERAL DB LA BARRIADA

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e VISTA DE LAS CASAS PARA OBREROS

a üa de que laboren en pro de las construcciones de ca­sas para el pobre.

Dio las gracias al rey, arseñor Pastor, al seBor Zu-biría, a la Junta de Beneficencia y a cuantas personas han contribuido a los fines expuestos.

^^E\ rey—dijo —que pone su atención en todo, tendrá gusto en saber que hoy haré entrega de fia primera can­tidad con que el Ayuntamiento de Sevilla contribuye a Mutualidades escolares, elogiando los [fines de esta ins­titución.

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COCINAS DE LA BARRIADA OBRERA

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ESCUELAS DE LA BARRIADA OBRERA

Terminó elogiando al rey y pidiendo en nombre de la Sevilla creyente y católica, que Dios fproteja la vida de los Soberanos de la nación.

El senador señor Junoy pronunció a continuación un elocuente discurso de salutación al rey.

El doctor Pálido habló después en representación del "i Instituto de Reformas Sociales. '•, .

Elogia la labor de las casas baratas, pregonando las excelencias de estas instituciones. i ^

El rey—dijo—ampara y hace suyas las iniciativas ]y

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INTERIOR DE LA ESCUELA

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provechosas para su nación, y su desarrollo no se"" deja esperar porque estalla como el fuego, que inflama la vo­luntad.

Anuncia que el Gobierno, anticipándose a cooperar a esta obra, ha concedido una importante subvención para costear la escuela del Patronato.

Los reyes y los infantes se dispusieron a visitar las casas inauguradas.

La reina estuvo hablando con el alcalde, expresán­dole su satisfacción por el aspecto tan bonito de la ba­rriada obrera y de la escuela.

Los reyes, con los infantes, visitaron detenidamente las viviendas inauguradas.

La reina, en la vivienda número 19, estuvo viendo la cocina y la alacena, manifestando que aquélla era preciosa y muy práctica.

En las azoteas de las viviendas estaban las fami­lias de los obreros que van a habitar las casas, vitoreando a los reyes.

Don Alfonso hizo infinidad de preguntas y observa­ciones atinadas acerca de lo que él opina deben ser las casa sevillanas.

Los reyes visitaron también con detenimiento el edi­ficio de la escuela, elogiando calurosamente la labor del m rqués de Yanduri.

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DE LA VISITA REGIA

LLEGADA DE S. M EL KEY AL TIRO DE PICHÓN DE SEVILLA

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EL INFANTE D. BANIERO EN EL IIRO DE PICHÓN.

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E N L A S E Q U I N A S D E I T Á L I C A

18 A inauguración de la

casa romana en las cé­

lebres ruinas fué tam­

bién solemnizada por

la presencia de SS. MM. y AA., acto her­

mosísimo que la Diputación provincial

y autoridades de Sevilla ofrecieron a la

cultura andaluza en memoria del in­

signe poeta y famoso historiador Rodrigo

Caro.

Felicitamos a la comisión de Monu­

mentos y a la Diputación provincial por

tan inolvidable fiesta, y especialmente por

sus elocuentísimos discursos al sabio histo­

riador del arte andaluz D. José Gestoso y

al docto investigador D. Adolfo Rodrí­

guez Jurado, autor de trabajos importan­

tísimos para las biografías de Cervantes y

Velázquez.

El día 13 de Marzo de 1915 es una

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ITÁLICA. FACHADA PRINCIPAL DE LA CASA ROMANA

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fecha memorable en la vida intelectual de merece la tradición de su grandeza y el

Sevilla y así nos complacemos en consig- nombre augusto de Roma,

narlo aquí, para gloria de las Letras y las

Artes en nuestra hermosa ciudad, que cul-

Con estos homenajes se aviva la

admiración y renace el entusiasmo por

tiva el recuerdo de Itálica con el amor que la historia de la inmortal Sevilla.

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rrÁiiiCA.—VISTA PAECIAL DE LA CASA ROMANA

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,OSEE Aracena la gruta más hermosa de España y quizás del mundo, se­gún autorizadísimas opi­

niones de viajeros y artistas.

Para visitar este célebre sitio realiza­ron el día 14 del actual una excursión a la ciudad de Aracena los Soberanos espa­ñoles, por iniciativa de nuestro querido amigo el diputado a Cortes D. Javier Sán­

chez Dalp, y de cuyo viaje dieron extensa información los periódicos de Sevilla.

La gruta del Cerro del Castillo es jus­tamente llamada de las Maravillas y los augustos visitantes (SS. MM. y AA.) ad­miraron el soberbio espectáculo que ofre­ce allí la Naturaleza, tributando muchos elogios a-las múltiples bellezas de tan in­comparable tesoro.

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LA S E M A N A ' A G R Í C O L A . — L O S EXCURSIONISTAS CONTEMPLANDO UNA PIARA DE BORREGOS

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DETALLE DEL CRISTO DEL SILENCIO.—PARROQUIA DE SAN MIGUEL Fou 4,1 Laboratorio da Teoría d= la Literatura y de las Artes de la Facultad de Filosofía y Letra, de U Univefsidad de Sevilla,

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DETALLE DEL CEISTO DE LA EXPIRACIÓN.—CAPILLA DEL PATROCINIO

Fot -díl tahofatorio de Teofl» d« U líUcf*Wt« y (is Us AfWs de U FasUlUd de Filoaofia y Letfas de la Universidad de SeviilU

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CRISTO DE SAN AGUSTÍN.—PARROQUIA DE SAN ROQUE

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CRISTO BB MONTAÑÉS, EXISTENTE EN EL CONVENTO DE SANTA I S A B E L |

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CRISTO, DR MUKIIiLO lá:iisíBNlJi KN.EIJ MUSEO DEL PRADO DÉ MADKÍD

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EL DESCENDIMIENTO.—CKISTÓBAL DE MORALES.—MUSEO DE SEVILLA

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SEVILLA EN SEAANA SANTA Se engalanan los vergeles.

Es Primavera. Sevilla se ha prendido de claveles; se há tocado de mantilla.

Mas.no ríe; no se alegra; sus adornos son sencillos, tristes; su mantilla es negra; sus claveles, amarillos.

No se alboroza, no canta; no florece su alegría, porque es la Semana Santa tiempo de melancolía.

Sevilla alfombra de flores la senda del Redentor... ¡El tiempo de sus amores es la Semana Mayor!

Luce espléndida y serena su belleza soberana... ¡En sus ojos de agarena hay fervores de cristiana!

Todo es solemne. El arcano dulce de una melodía se percibe; es el lejano rumor de una cofradía.

¡Hay un perfume, y hayluna majestad! ¡Hay una calma!... ¡Parece que asciende el alma en un rayo de la luna!J

Sevilla alfombra de flores la senda del Redentor... ¡El dolor de sus dolores es el divino dolor!

PUDRO A. MORSADO.

Sevilla, 1915.

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CRISTO EN BEAZOS DE SU P.\ MIK CUADRO DEL GRECO, EXISTENTE EN I-A

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E L ' S A N T O ENTIERRO.—ANÓIIIMO.—MUSEO DE SEVILLA;

STABAT M A T E R Al pie del santo madero

Do Jesús pende clavado, Con saña ciega ultrajado Por un pueblo impío y fiero, En estado lastimero Se halla la Virgen, penando, Y los que la ven llorando, Movidos de sentimiento, Maldicen con justo acento Aquel delito nefando.

Su corazón afligido, Que destroza la amargura, Tierie la madre más pura De cuantas madres han sido. Viendo a Jesús suspendido Del madero sacrosanto Y a María en luto y llanto, Dicen la tierra y el cielo Para suavizar su duelo: ¡Pobre Madre... sufre tanto!

Rosa entre abrojos nacida En un erial sombrío. Por el huracán bravio Azucena combatida. Nube que guardas la vida, Blanca y tímida paloma, Flor de regalado aroma.

Rica perla inapreciable. Alcázar inexpugnable, Sol que en el oriente asoma...

Lloras, de pesar transida. En la cumbre del Calvario, Tu destino funerario. Por el dolor abatida, Mientras la turba deicida Manda al pérfido sayón Que traspase el corazón De Jesús agonizante, Quien en el supremo instante Les otorga su perdón.

Ya llegó el fatal momento: Junto al árbol peregrino. Do muere el Fénix divino. Exhalas triste lamento. Presa de hondo sentimiento Se conmueve la Natura; Siniestro el rayo fulgura Al morir el Salvador.... ¡No hay dolor cual tu dolor, Oh Virgen de la amargura!

¡Qué sublimes trovadores Tu sufrimiento cantaran Y la angustia consolaran

Dé tus bárbaros dolores! ¡Qué compasivos clamores Doquier resonar debieran Para que bálsamo fueran A tus heridas crueles, Y trocar en miel las hieles De tu cáliz consiguieran!...

Venid, venid al altar De la Virgen los cristianos; Venid, piadosos hermanos, Sus lágrimas a secar. Apresuraos a llegar. Que la mujer sin ventura, En la catástrofe, sola. Para nuestro bien se inmola Víctima, inocente y pura!...

Venid todos a millares Los devotos de María; Dulcificad su agonía Con angélicos cantares; Abandonad vuestros lares, Traedle del campo flores Como una ofrenda de olores A su cuerpo dolorido, ¡Y dejadle cual rendido Tributo vuestros amores!

F . COETINES y MüRUBK.

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CATEDRAL DE SEVILLA

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NUESTRA SBi^OEA DEL VALLE,—Bellísima Imagen Dolorosa de la Santísima Virgen, la más afamada del genial Martínez Montañés

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TCATR^/ TEMPORADA DE PRIMAVERA EN CERVANTES

teatro Cervantes ha de verse totalmente ocu­pado, como siempre, por distinguido público.

BÉTICA se complace en dedicar esta plana a los eminentes artistas, gloria de España, como tributo de simpatía y admiración, y en el siguiente número daremos cuenta de los estrenos que se anuncian para esta tempo­rada.

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El día 4 del próximo mes de Abril co­menzará a actuar en el teatro Cervantes la notable compaüía de María Guerrero y Fer­nando Díaz de Mendoza.

Dadas las generales simpatías y el sinnú­mero de entusiastas amigos y admiradores con que cuentan en Sevilla, es seguro que el

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G. BILBAO.—©STUDIO R E T R A T O D E S. A. R. LA INF^ANTA DONA ISABEL

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ALDEANAS DE SBGOVIA

]STA información del estu­dio del gran pintor anda­luz, de fama universal, se refiere a algunos cua­dros del maestro, para

honrar con ellos las páginas de la revista BÉTICA, como anticipación de un examen completo de la obra genial de Gonzalo Bilbao.

Va en primer término el magnífico es­tudio, para el retrato de la Infanta doña Isabel, y le siguen asuntos de tierras de Castilla (tipos y paisajes); el cuadro «La enferma > que es delicadísimo y que emo­ciona profundamente; el original apunte so­bre unos pavos, y por último detalles pre­ciosísimos de la Fábrica de Tabacos, acer­ca de la cual está haciendo Gonzalo Bilbao

una obra magna en la que pone toda la grandeza de su visión y todo el poder de su talento.

Mucho celebramos contribuir con esta información de arte a la gloria de Anda­lucía y de España, representadas en la labor de uno de sus más excelsos pin­tores.

Los cuadros de Gonzalo Bilbao que publicamos en este número son los si­guientes:

€ Estudio retrato de S. A. R. la Infan­

ta Doña Isabel. > «Aldeanas Segovianas.» «Pastor Aviles.» «La enferma.! «Maternidad.»

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PASTOR AVILES

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Estudio de fPavos.» Divulgar este aspecto de la obra de m u m m

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ESTUDIO.—TALLER DE CIGARROS DE LA FÁBRICA DE TABACOS

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ESTODIO.-TALLtR DE

Gonzalo Bilbao, abrir a la pública curio­sidad e! estudio del gran pintor

LA FÁBRICA BE TABACOS

ber en nosotros como homenaje a la cul-s un de- tura de nuestra amada Región.

F. C. M.

IVII VIDA E ¿Quién eres tú, mujer, que así te has

apoderado de mí? jVives, eres una reali­dad o sólo eres un ideal de amor que mi imaginación ha formado? Porque no te veo y te siento siempre junto a mí y hasta creo que en mí has vivido siem­pre y que mil veces te he estrechado con-•tca mi corazón y me he visto en tus pupi­las retratado ; porque no te oigo y constatemente escucho tu acento ; por­que no puedo decir tu nombre y sube hasta mis labios y creo que mis labios van a moverse para pronunciar tu nom­bre y que tu nombre va a descifrar el enigma de mi ensueño , ese ensueño de toda mi vida.

¿Qué influencia ejerces sobre mí que subyugas mi inteligencia, y aprisionas mi voluntad, y encadenas mi memoria a tu recuerdo?

En tí pienso en la soledad y pienso en tí en medio del todo el mundo; y como pobre loco hablo solo cual si pudieras oirme, y a tí me dirijo escribiendo, como si pudieras leerme y vienes a profanar mis oraciones con tu recuerdo..-..., y a in­tranquilizar mi espíritu con tus amores a destrozar mi corazón con tus perfi­dias y huyo de mí mismo para de tí alejarme y cuando más lejos creo estar veo tu imagen grabada en mi alma y tu recuerdo en mi memoria y tu cariño en mi corazón

Y para negarme hasta el descan­so vienes a turbar mi sueño para que ai despertar en el nuevo día viva en todos los instantes pensando en tí , y así otro día y todos los días, y así siempre porque esa es mi vida

Mi vida eres tú. A. DtE2 i>£ MAX.

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I ÉTICA desea, como mani­

festación de profundo

sentimiento regional, que

la Exposición Hispano-

Americana constituya en

la memoria de Andalucía como una fecha

de'oro, como una olimpiada gloriosa en

que se cifre el tránsito de Sevilla a la cate­

goría de las grandes ciudades del mundo.

Lo hemos dicho con palabras del ilustre

escritor Miguel S. Oüver, al tratar de la

Exposición Universal de Barcelona, por­

que ellas expresan bellamente nuestro an­

helo constante.

La Exposición Hispano-Americana en

Sevilla es objeto de la presente informa­

ción, donde aparecen interesantes fotogra­

fías inéditas del Palacio de Industrias.

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EXPOSICIÓN HISPANO-AMEBICANA.—VISTA GENERAL DEL PALACIO DE INDUSTRIAS

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EXPOSICIÓN HISPAKO-AMEEICANA.—UN PATIO DEL PALACIO DE INDUSTRIAS

¡Que de verdad sea el tránsito de Se­villa este proyecto admirable!

Es necesario que Sevilla tenga el es­tímulo de fuertes aspiraciones, la activi­dad militante de sus propios recursos es­pléndidos, el afán legítimo de su influen­cia en España y en el mundo que es lo

que hace definitivamente grandes a los pueblos y a los individuos, dándoles la victoria.

Sin la noble ambición de ejercerj'la verdadera hegemonía de la cultura y la riqueza, la vida de las ciudades pierde sU; tuerza impulsora, y ya no queda más que

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EXPOf-iaÓN HlfPAKC-ASlEUICAKyl.—ItEXALLK I'KL JIÑTElUOll b l L PA)i4C]0 Klí INliUSTKIAS

los proyectos vacuos de los arbitristas de Es necesario, pues, alentar toda as-ensanches, cosa harto mezquina si se com- piración de poder de este pueblo y traba-para con ese otro progreso que nosotros jar por el triunfo que le espera, como anhelamos para Sevilla. justo galardón.

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FRAGMENTO DE IvA OBRA DE ERAY I^UÍS DE IvEÓN

Sería negocio infinito, si quisiésemos por menudo decir en cada una obra de las que hizo Cristo, lo que sufrió y padeció. Vengamos al remate de todas ellas, que fué su muerte, y veremos cuánto se preció de be­ber puro este cáliz, y de señalarse sobre todas las cria­turas en gustar el sentido de la miseria por extremada manera, llegando hasta lo último de él. Mas ¿quién po­drá decir ni una pequeña parte de aquesto? No es po­sible decirlo todo, mas diré brevemente lo que basta para que se conozcan los muchos quilates de dolor, con que cualificó Cristo aqueste dolor de su muerte, y los innumerables males, que en un solo mal encerró. Siéntese más la miseria cuando sucede a la prosperi­dad; y es género de mayor infelicidad en los trabajos, el haber sido en algún tiempo feliz. Poco antes que le prendiesen y pusiesen en cruz, quiso ser recibido, y lo fué de hecho, con triunfo glorioso. Y sabiendo cuan mal tratado había de ser desde a poco, para que el sentimiento de aquel tratamiento malo fuese más vivo, ordenó que estuviese reciente y como presente la me­moria de aquella divina honra, que aquellos mismos que ahora le despreciaban, ocho días antes le hicieron. Y tuvo por bien que casi se encontrasen en sus oídos las voces de Osanna hijo de David, y de Bendito el que viene en el twmbre de Dios\ con las de Crtuificadle, crucificadle, y con las de Veis el que destruía y reedifi­caba el templo de Dios en tres días, no puede salvarse a sí, y pudo salvar a los otros. Para que lo desigual de ellas y la contrariedad que entre sí tenían con las unas las otras, causase mayor pena en su corazón. Suele ser descanso a los que de esta vida se aparten, no ver las lágrimas y los sollozos, y la tristeza afligida de los que bien quieren: Cristo, la noche a quien sucedió el día último de su vida mortal, los juntó a todos, y cenó con ellos juntos, y les manifestó su partida, y vio su con­goja, y tuvo por bien verla y sentirla, para que con ella fuese más amarga la suya. [Qué palabras les dijo en lo que platicó con ellos aquella noche! ]Qaé enter­necimientos de amor! Que si a los que ahora los ve­mos escritos, nos enternece, ¿qué sería lo que obraron entonces en quien los decía? Pero vamos adonde él mismo, levantado de la mesa, y caminando para el huerto, nos lleva. ¿Qué fué cada uno de los pasos de aquel camino, sino un clavo que le hería, llevándole al pensamiento y a la imaginación la prisión y la muerte, a que ellos mismos le acercaban buscándola? Mas ¿qué fué lo que hizo en el huerto, que no fuese acrecentamiento de pena? Escogió tres de sus discípu­los para su compañía y cohorte, y consintió que se venciesen del sueño, para que con ver su descuido de ellos, su cuidado y su pena de él creciesen más. De­

rrocóse en oración delante del Padre, pidiéndole que pasase de él aquel cáliz, y no quiso ser oído, en aquesta oración. Dejó desear a sü sentido lo que no quería que se le concediese, para sentir en sí la pena que nace del desear, y no alcanzar lo que pide el deseo. Y como si no le bastara el mal y el tormento de una muerte, que ya le estaba vecina, quiso hacer, como si dijésemos, vigilia de ella, y morir antes que muriese, o por decir, morir dos veces, la una en el hecho, y la otra en la imaginación de él. Porque desnudó por una parte a su sentido inferior de las consolaciones y es­fuerzos del cielo, y por otra parte le puso en los ojos una representación de los males de su muerte, y de las ocasiones de ella, tan viva, tan natural, tan expre­sa, y tan figurada, y con una fuerza tan eficaz, que lo que la misma muerte en el hecho no pudo hacer sin ayudarse de las espinas y el hierro, én la imaginación y figura por sí misma y sin armas ningunas lo hizo. Que le abrió las venas, y sacándole la sangre de ellas, bañó con ella el sagrado cuerpo y el suelo. ¡Qué tor­mento tan desigual fué este con que se quiso atormen­tar de antemano! ¡Qué hambre, o digamos, qué codi­cia de padecer! No se contentó con consentir el mo­rir, sino quiso probar también, la imaginación y el temor del morir, lo que puede doler. Y porque la muerte súbita, y que viene no pensada y casi de im­proviso, con un breve sentido se pasa, quiso entregar­se ella antes que fuese. Y antes que sus enemigos se la acarreasen, quiso traerla él a su alma, y mirar su figura triste, y tender el cuello a su espada, y sentir por menudo y despacio sus heridas todas y avivar más sus sentidos, para sentir más el dolor de sus golpes, y como dije, probar hasta el cabo, cuánto duele la muer­te; esto es, el morir, y el temor de morir. Y aunque^digo el temor del morir, si tengo de decir, Juliano, lo que siempre entendí acerca de esta agonía de Cristo; no entiendo que fué el temor el que le abrió las venas, y le hizo sudar gotas de sangre. Porque aunque de he­cho temió, porque él quiso temer, y temiendo probar los accidentes ásperos que trae consigo el temor; pe­ro el temor no abre el cuerpo, ni llama a fuera la san­gre; antes la recoje adentro, y la pone a la redonda del corazón, y deja frío lo exterior de la carne, y por la misma razón aprieta los poros de ella. Y así no fué el temor el que sacó afuera la sangre de Cristo, sino, si lo hamos de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor de su ánima, con que salió al encuentro, y con que al temor resistió; ese, con el tesón que puso, le abrió todo el cuerpo

FRAY LUÍS DE LBÓN.

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¿Y yaces en patíbulo afrentoso, enclavadas las manos que extendieron, cual manto prodigioso los cielos soberanos? ¿Eres tú, Sefior Dios? ¿Y han convertido en diadema de espinas la que ciñó tu frente de estrellas matutimas orla resplandeciente? ¿Y callas, como tímido cordero llevado al sacrificio? Habla, Sefior: el poderoso quicio tu voz quebranta de cerrada huesa: manda al Sol que no brille, y el sol será pavesa. Una palabra, y el Cedrón rugiente verás seco arenal; el eminente Líbano arrebatado por el viento cual hoja inútil de pomposa higuera, la tierra estremecida en su cimiento, la mar vivida hoguera. Póstrate, humanidad: la voz del Cristo va a. resonar vengando sus afrentas con Ímpetu no visto. ¿Será cual voz del trueno que restalla en hórridas tormentas nuncio del rayo que los aires hiende? Mundo reprobo, calla: Mundo reprobo, atiende.

—[PERDÓNALOS, OH PADRE, PADRE MÍO, QUE IGJJORAN LO QUE HAN HECHO!— ¿Y tal dices. Señor? ¿No se ha deshecho a una voz justiciera el orbe implo? ¿Dónde está el eco dg Siná iracundo que al idólatra espanta? [Sólo hay de amor, oh redentor del mundo, ecos en tu garganta! Ese raudal de sangre embota el filo del vengador inevitable acero de la eternal justicia. ¡Oh! dílo, dílo, malhechor venturoso, tú el primero en esa fuente de salud bañado, en ella ataviado con la estola del Ínclito Cordero. IDimas, Dimas felizl ¿Su acento amigo no ves cuál te dirige en dulce anhelo? — E N E S T E DÍA PISARÁS CONMIGO

EL ESCABEL DEL ClELO.— Repite, oh Dios amante, esa palabra que tanta dicha encierra, y a cada humano, como a Dimas, abra raudal de gloria al esquivar la tierra.

¡Todo para los hombresl El que pudo vestir el día con cambiantes de oro.

mírase ya desnudo con bárbaro desdoro. Ni sitio do recline su cabeza quédale al espirar: sólo una madre, que gime de su angustia en la fiereza, ceder al hombre puede: ]una madre! y la cede; ly en Juan por madre se la entrega al mundo! —MUJER, MIRA A TU HIJO.— Admite, fiel discípulo, esa prenda que al hombre ingrato en su penar defienda.

— TENGO SED.—¡Dios eterno! ]E1 que la roca convierte en manantiales: el que sobre los cármenes coloca las nubes otoñales! El que manda al rocío que acompañe a la temprana aurora, no halla una gota que sus labios bañe en el violento ardor que los devora! Huracanes, tened: la voz del justo vuelve a sonar por los espacios clara: — E L Í , POTENTE ELÍ, ¿YA TU ROBUSTO BRAZO ME DESAMPARA?— Acudid, acorred, volad del cielo, lúcidas potestades: Jesús padece solo, y sin consuelo: ¡Solo, con mil maldades! Ya el sol se ha oscurecido, manchada está la luna, el firmamento retiembla, las montañas desde su antiguo perdurable asiento rugen en sus entrañas —TODO SE HA CONSUMADO.—Llega, llega, raza de Adán proscrita, y al júbilo te entrega: las antiguas promesas se han cumplido: la hora de redención, santa, inefable, sonó ya en el horario sangriento del Calvario: las eternales puertas esa voz de Jesús te deja abiertas.

Basta, Señor: la sangre en que has bañado el Gólgota sombrío la creación entera ha salpicado. Mies fecundada en próvido rocío. Termine, oh Dios, tu padecer tremendo, Pero escuchadle, humanos: —SEÑOR, SEÑOR, EN TUS SAGRADAS MANOS MI ESPÍRITU ENCOMIENDO.— Nos enseña á morir el que el camino nos mostró de la vida. ¡Oh día! ¡Oh cruz! ¡Oh Redentor divino! ¡Oh muerte bendecida!

JOAQUÍN JOSÉ CERVINO.

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CÓMO todas las perfecciones divinas resplandecen más al­tamente en la Pasión de Cristo nuestro Señor que en todas las otras obras suyas; y primero de la bondad.

Por lo dicho se ve cómo la Pasión de Cristo nues­tro Salvador sirve para la gloria de Dios (que es la primera cosa que propusimos), pues por ella quedaron las ofensas cometidas contra la divina Majestad per­fectamente satisfechas, y por ella quedó Dios mucho más honrado que con nuestras culpas ofendido.

Mas no sólo por esta vía quedó él glorificado, sino porque en esta sagrada Pasión resplandecen más to­das las grandezas y perfecciones divinas, que en todas las otras obras suyas ayuntadas en uno, como al prin­cipio propusimos.

Y comenzando por la bondad (que a nuestro mo­do de entender es la mayor de las perfecciones divi­nas, y de que Dios más se precia), ¿dónde resplandece ella más altamente que en la sagrada Pasión? Para cu­ya inteligencia conviene primero declarar cuál sea la condición y naturaleza del bien. Esta es, como dice San Dionisio, ser comunicativo de sí mismo, y de to­do lo que tiene; como lo vemos en el sol (que es no­bilísima criatura), el cual comunica a todo el mundo la claridad de su resplandor, sin haber cosa que se es­conda de su luz y de su virtud. Y cuando la cosa fue­re más buena, y más crecida en quilates de bondad, tanto será más comunicativa de sí misma. De donde se sigue que como Dios sea sumamente bueno, será su­mamente comunicativo de sí mismo y de sus perfec­ciones a todas sus criaturas, a unas más, y a otras me­nos, según la capacidad y condición de ellas, como dice el mismo santo. Y por cuanto el hombre tiene en sí capacidad para ser bueno y bienaventurado, de aquí procede desear él sumamente (cuanto es de parte de su naturaleza) hacer a los hombres buenos y bienaven­turados, como él lo es; y esto no por interés alguno que de aquí se le siga, sino por la condición y natura­leza de su bondad. Esta es pues la que quiso él señala­damente manifestarnos en la obra de nuestra redención.

Mas aquí es de notar que hay dos grados excelen­tes de la perfecta bondad: el uno es hacer bien sin nin­gún linaje de interés o respecto propio, sino por pura y sola bondad; el otro es más excelente, que es hacer bien, no sólo sin interés, mas también con pérdida de hacienda, honra o vida, etc. Y cuanto mayor fuere es­ta pérdida, tanto declara ser mayor la bondad de don­de ella procede. Pues este grado de excelentísima bon­dad nos declaró el Salvador en su sagrada Pasión. Por­que (como dice Pedro Ravenas) poco pareció a la grandeza de su caridad comunicarnos sus bienes, si no la mostrara también en padecer nuestros males.

Mas porque él en cuanto Dios no podía padecer (por ser la naturaleza divina inmutable), hizo para esto una cosa tan nueva, tan admirable y tan digna de tal bondad, que fué juntar consigo una naturaleza pasible y mudable, que fué la naturaleza humana, en la cual pudiese padecer lo que en la suya no podía.

Pues de este tan excelente grado de bondad trata­

remos aquí, rio sólo para confirmación de la fe, sino para encender en el corazón de los fieles un grande amor y admiración de esta soberana bondad. Y por ser esta materia tan alta, conviene proceder en ella con algunos presupuestos, que serán como escalones para subir a la alteza de ella.

Entre los cuales el primero sea presuponer que el principio y fundamento de todos nuestros bienes es el conocimiento de nuestro Dios y Señor. Mas como en esta vida mortal no le podamos conocer en su misma esencia y hermosura, no tenemos otro medio para co­nocerle, sino por las obras y maravillas que ha obra­do y obra en este mundo; las cuales cuanto son más excelentes, tanto nos dan mayor noticia de la excelen­cia de su Hacedor.

Pues como entre todas las obras de Dios la más excelente sea la sagrada humanidad, sigúese que ella es la que mayor- conocimiento nos da de sus perfec­ciones y grandezas, y nos abre camino para entrar en el santuario de su divino pecho, y conocer las mara­villas que hay en él. Y esto es lo que él nos declaró cuando dijo: Yo soy camino, verdad y vida; nadie vie­ne al Padre sino por mí. Y por esto es muy al propio figurada la sagrada humanidad por aquella escalera que vio en sueños el patriarca Jacob, que llegaba des­de la tierra hasta el cielo, y tenía a Dios en lo alto de ella: para significar que de sus lomos había de proce­der esta sacra humanidad, que había de ser escalera por donde los hombres habían de subir al conocimien­to de Dios. Y esto es por lo que la Iglesia da gracias a Dios, diciendo que por el misterio de la Encarna­ción del Verbo divino se da a los ojos de nuestra áni­ma una nueva claridad y luz para el conocimiento de las cosas divinas. Este pues sea el primer escalón de esta escalera mística.

El segundo sea, que quien quiere venir en conoci­miento de la grandeza de la divina bondad, ha de apartar los ojos de sí mismo y de la bondad de cuan­tos santos ha habido en este mundo, por grandísimos que hayan sido, y de la bondad de todos los ángeles y arcángeles, querubines y serafines, y entender que es tan soberana y sobrepujante la divina bondad entre todas estas bondades criadas, y tan diferente de ellas, que en comparación de ella pierden todo su resplan­dor, y no lucen más que una candelica pequeña ante el sol de mediodía. Lo cual significó el Salvador cuan­do dijo que nadie era bueno sino sólo Dios. De modo que así como la esencia y omnipotencia divina es in­comprensible, así lo es su bondad. Por donde como sería gran yerro medir el hombre el poder de Dios con todo el poder criado, así lo será medir la bondad de Dios con cualquiera otra bondad criada. Porque es ella una manera de bondad tan alta, tan soberana y tan diferente de todas las otras bondades, que sobre­puja a todas con infinito exceso.

FR. LUIS DB GRANADA.

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¡Canto la Cruz! ¡que se despierte el mundo! ¡Pueblos y reyes, esouchadme atentos! ¡Que calle el Universo a mis acentos

con silencio profundo! ¡Y tú, Supremo Autor de la armonía,

que das sonido al mar, al viento, al ave, presta viril vigor a la voz mía, y en torrentes de austera poesía el poder de tu Cruz deja que alabe!

Tiembla la tierra, se conmueve el cielo de este nombre al lanzar eco infinito, que aterroriza al inmortal precito

en su mansión de duelo. ¡Cauto la Cruz! El Ángel de rodillas

postra a tal voz la inmaculada frente; tú, excelso Querubín, tu ciencia humillas, y del amor las altas maravillas absorto adora el Serafín ardiente.

¡Alzad, alzad vuestro pendón de gloria, ob de la fe sublimes campeones! ¡Alzadlo, y a su sombra las naciones

cantarán su victoria! Alzadlo, que el clamor no le amedrenta

que exhalen de impiedad negros vestiglos.... ¡Sangro de un Dios por púrpura presenta, y por sagrado pedestal se asienta en la cerviz do diez y nueve siglos!

¡Akadlo vencedor! Esa es la enseca ante la cual temblaron las montafías, la tumba abrió sus lóbregas entraaas,

se quebrantó la peña! Viéndola el Sol, del Góigota en la cumbre,

lecho de muerte al hijo del Eterno, veló asombrado la fulgente lumbre; y al ver cesar la antigua servidumbre de la culpa de Adán, rugió el infierno.

¡Alzad, alzad vuestro estandarte regio, A cuyo aspecto hundiéronse al abismo Los dioses del antiguo paganismo,

Desde su olimpo egregio! ¡Alzadlo, cual lo alzó resplandeciente,

Coms emblema do triunfo, Constantino Sobre ol cesáreo lauro de su frente. Las águilas de Roma armipotente Parias rindiendo al lábaro divino!

¡Alzadlo, cual lo vio, firme, constante. Más fuerte que las haces de los Reyes, Entre escombros de pueblos y de leyes

El bárbaro triunfante! Holló de sus bridones con las plantas

El esplendor de Europa, envejecido En tantas lides, en hazafias tantas; Mas de esa Cruz ante las aras santas El ruego al vencedor dictó el vencido!

¡Alzadlo, cual se alzó, piadoso y bello, A ennoblecer bajo su blando yugo El que al destino descargar le plugo

De América en el cuello! Dio un paso el tiempo, y a su influjo vario.

Que tan pronto derroca como encumbra. Ño es ya de un mundo el otro tributario ¡Mas inmutable al signo del Calvario El Sol del Inca y del Azteca alumbra!

¡Alzadlo, que su apoyo necesita La vacilante humanidad! ¿Do quiera No la veis a la vez medrosa y fiera

Cuan incierta se agita? Su audaz anhelo a su flaqueza espanta,

Y arrastrada por vértigo profundo En convulsiones su vigor quebranta,

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Hoy abatiendo lo que ayer levanta, E inútilmente estremeciendo al mundo,

¡Alzad la Cruz, que el porvenir encierra De esa infinita multitud! Sus brazos. Que sólo brindan fraternales lazos.

Afirmarán la tierra! ¡Alzad la Cruz, que de la especie humana

Vincula los destinos en su nombre! ¡Alzad la Cruz, de donde el bien emana, Y do se ostenta en acta soberana La verdadera libertad del hombre!

Aunque entre sangre se presenta adusta. La paz sustenta y el amor anida: Instrumento de muerte, engendra vida,

Y es luz su sombra augusta! Dique opone al poder y lo afianza;

El débil se hace fuerte de ella armado; Por ella sola la igualdad se alcanza, Quo de sus brazos la eternal balanza Pesa a la par el cetro y el cayado.

Allí también la soberana diestra Pesó el valor del mundo ¡oh maravilla, Que si del hombre la razón humilla

Su dignidad demuestra! Sí, pesó al mundo la Eternal Justicia;

Pesóle por romper el que lo abate Yugo cruel de la infernal malicia, Y tanto amor en él cargó propicia. Que una vida inmortal fué su rescate!

Por eso en los ásperos brazos Del lefio sagrado se ostentan Las manos que al orbe sustentan. Las manos que rigen al Sol.

Por eso en gemidos se ahoga La voz que a la nada fecunda, Velada por sombra profunda La luz de la gloria de Dios.

¡Tú espiras, oh autor de la vida! ¡La muerte contigo se ensaña! ¡Mas rota quedó la guadaña Al darte su golpe cruel!

Subiendo a tu trono sangriento Su trono funesto derrumbas ¡Los muertos dejando sus tumbas Recogen tu aliento postrer!

El rey de la tierra probando Del fruto del árbol de ciencia. La muerte nos dio por herencia Y esclavos nos hizo del mal.

El rey de los cielos, cual fruto Del árbol de amor nos convida. La patria nos vuelve y la vida. Por padre al Eterno nos da.

¡Florece, árbol santo, que el astro De eterna verdad te ilumina, Y el riego de gracia divina Fomenta tu inmensa raíz!

Florece, tus ramas extiende. La estirpe de Adán fatigada Repose a tu sombra sagrada Del uno al opuesto confín!

¡Ttí acaten pasando los siglos, Y tú los presidas inmoble, Y toda rodilla se doble En faz de tu eterno vigor!

¡El cielo, la tierra, el abismo Se inclinen, si suena tu nombre! ¡Tú ostentas a Dios hecho hombrel ¡Tú elevas el hombre hasta Dios!

GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA.

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RKTPRATO DB JKSUS SAULO, PEDRO T ANDRÉS

SAULO. Aquestos días pasados Ha parecido un profeta, Según dicen, hombre santo, De grave y modesto rostro. De treinta a treinta y dos afios. Cabello a lo nazareno Crespo hasta el hombro, y castafio Como la barba, también Eepartida en dos pedazos. Ancha frente y sin arrugas. Ojos serenos y garzos. Nariz afilada, y boca De dos corales por labios. Sus palabras son compuestas Y el traje es honesto y llano. Que es una túnica sola Larga y de color morado, Sin costura, que le cubre Hasta el pie, que va descalzo, Con quien no es el blanco armiño. Si con él compite, blanco. Ninguno reir le ha visto, T algunos hacer milagros, A enfermos dando salud Y a muertos resucitando. En el templo cada día Predica, y el vulgo vario Le sigue, diciendo todos Que es profeta de Dios santo.

PEDRO. ¿Cómo es su nombre? SAÜLO. Jesús. ANDRÉS. Nombre altivo y soberano.

El vaso de elección. Jornada I.

A LA MUERTE DE CRISTO

La clara y blanca luna se obscurece. El sol se eclipsa y pierde su luz pura. La dura piedra se abre, que, aunque dura. Viendo morir a Cristo, se enternece;

El proceloso mar se altera y crece, Los vientos braman por la niebla obscura, Y el mismo cielo muestra ser criatura. Sintiendo el mal que su Criador padece.

Luna, sol, tierra, mar, vientos y cielo. Viendo cercado a Dios de inmensas penas. Lloran y sienten lo que yo he pecado:

Yo me alegro llorando, y me consuelo Viendo que es mar la sangre de sus venas Y mar donde se anega mi pecado.

Santa Teresa. Jornada III.

VIDA Y MUERTE DE CRISTO Cristo, aquél, si no lo sabes,

•Que algunos llaman profeta Y nació de madre virgen En el portal de una aldea, Y, sin haber estudiado En las escuelas de Atenas, Predicó que un solo Dios En el cielo vive y reina: El que hizo tantos milagros. Que de las aguas leteas

Dicen que volvió las almas De algunas personas muertas; Pero, en fin, murió como hombre Y llevó su cruz a cuestas. En que viéndole enclavado Dicen que tembló la tierra, Y padeció eclipse el sol, Y que riñeron las piedras. Que se rompió el velo al templo Y que gimieron sus puertas. Quieren decir los cristianos Que su voluntad fué aquella; Que para salvar al hombre Quiso Dios pagar su ofensa. Porque le envió su padre A satisfacer la deuda. Quien siendo hombre y siendo Dios, Bien pudo satifaoella. Y'que dentro de tres días (Dicen que hay mil que lo crean) Que resucitó, y que vive. ¡Cosa extraña y estupenda! No grande, si Cristo es Dios, Pues no hay cosa que no pueda; Pero el imperio romano Todas estas cosas niega.

Los Locos por el Cielo. Acto I.

LETANÍA DE LA VIRGEN Madre de los pecadores.

Aunque de Dios también madre, Reina del cielo y Señora Del hombie humilde hasta el Ángel: Oliva amena y fecunda, Azucena de los valles. Que sin pálido de culpa Intacta te conservaste: Alto y empinado cedro Que la segur arrogante Del pecado nunca pudo Tocar la corteza frágil: Paraíso sin la fruta Antojo a la primer madre; Fuente que en valle salubre Vierte sabrosos cristales; Ciudad que fundada en monte Pudo a la vista ocultarse Del tirano que intentó Dar a nuestra vida mate; Torre fuerte de David Cuya altura inexpugnable Las escalas de la culpa es imposible que alcancen; Puerta del empíreo cielo; Luna que no vio menguante Cuya lumbre vistió el sol, Aunque el sol la vistió antes; Lucero claro del día que las tinieblas tenaces de la noche del pecado no pudieron eclipsarle; Espejo en que el Padre eterno Mira su divina imagen, Y de cuya luna el hijo Se vistió tomando carne; Aurora de quien el sol

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afiaHBVBaass^HBsaHBnaBaaaaiiBBBBBBnHBBHaBBHBi Cubierto de perlas nace, Arrebolado y hermoso Con m zcla de leolio y sangro; Aroa que sobre las aguas No tuvo ningún contraste, Y en que aporta a salvamento Todo el humano linaje; Trono do marfil hermoso; Sol que en el oriento nace, Sirve a esos pies de chapín. Como el más subido arcángel; Ventana del cielo empíreo. Templo en que aquel inscrntable Salomón, padre de ciencias. Echó el resto de su arte; Eeina, oliva, fuente, cedro, Trono, ventana, sol, madre, Azucena, ciudad, nave. Torre, paraíso, espejo. Vos sois aquella niña Con que el Seflor del cielo y tierra mira, Pues estando en sus ojos No tengo que temer ciertos enojos.

(Auto de El Tirano castigado). RETRATO DE LA VIRGEN

Poca máe que mediana de estatura; Como el trigo el color, rubios cabellos. Vivos los ojos, y las ninas dellos De verde y rojo con igual dulzura.

Las cejas de color negra, y no obscura. Aguileña nariz, los labios bellos. Tan hermosos que hablaba el cielo en ellos Por celosías de su rosa pura.

La mano larga para siempre dalla. Saliendo a los peligros al encuentro De quien para vivir fuere a buscalla.

Esta es María, sin llegar al centro, que el alma sólo puede retratalla pintor que tuvo nueve meses dentro.

L O P E DE V E G A .

(Auto de El Nombre de Jesús).

IvA BSPBRANZA A LA VIE&EN

Por ti. Virgen hermosa, esparce ufano Contra el rigor con que amenaza el cielo. Entre los surcos del labrado suelo. El pobre labrador el rico grano;

Por ti surca las aguas del mar cano El mercader en débil leño a vuelo; Y en el rigor del sol, como del hielo. Pisa alegre el soldado el risco y llano;

Por ti infinitas veces, ya perdida La fuerza del que busca y del que ruega. Se cobra y se promete la victoria.

Por ti, báculo fuerte de la vida. Tal vez se aspira a lo imposible, y llega El deseo a las puertas de la gloria.

¡Oh esperanza notoria. Amiga de alentar los desmayados. Aunque esttn en miserias sepultados!

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. La Entretenida, Jornada II.

IvA DEVOCIÓN DE IvA CRUZ

JULIA, EUSEBIO a una ventana, RICARDO Y CELIO

EusEBio. Déjame, mujer. J m u . Pues cuando

Vencida de tus deseos. Movida de tus suspiros. Obligada de tus ruegos. De tu llanto agradecida. Dos veces a Dios ofendo Como a Dios y como a esposo, Mis brazos dejas, haciendo Sin esperanzas desdenes Y sin posesión desprecios! ¿Dónde vas?

EüSEBio. Mujer, qué intentas? Déjame, que voy huyendo De tus brazos, porque he visto No sé qué deidad en ellos. Llamas arrojan tus ojos. Tus suspiros son de fuego. Un volcán cada razón. Un rayo cada cabello, Cada palabra es mi muerte. Cada regalo un infierno: ¡Tantos temores me causa La cruz que he visto en tu pecho! Señal prodigiosa ha sido, Y no permitan los cielos Que, aunque tanto los ofenda. Pierda a la Cruz el respeto, Pues si la hago testigo De las culpas que cometo, ¿Con qué vergüenza después Llamarla en mi ayuda puedo? Quédate en tu religión, Julia, yo no te desprecio. Que más agora te adoro.

JULIA. Escucha, detente, Eusebio, EüSEBio. Esta es la escala. JÜUA. Detente,

O llévame allá. BüSEBio. No puedo.

Pues que, sin gozar la gloria Que tanto esperé, te dejo. ¡Válgame el cielo! Caí.

EicABD. ¿Qué ha sido? EusEBio. ¿No veis el viento

Poblado de ardientes rayos? ¿No miráis sangriento el cielo Que todo sobre mí viene? ¿Dónde estar seguro puedo, Si airado el cielo se muestra? Divina Cruz, yo os prometo Y os hago solemne voto Con cuantas cláusulas puedo. De en cualquier parte que os vea, Las rodillas por el suelo. Rezar un Ave María.

La Devoción de la Grux. Jornada II, Escena XIII,

A LA CRUZ Cuando, de la vida incierto

Me despeña la más alta Cumbre, veo que me falta Tierra donde caiga muerto; Pero si mi culpa advierto, Al alma reconocida No el ver la vida perdida La atormenta, sino el ver Cómo ha de satisfacer Tantas culpas una vida.

Ya me vuelve a perseguir Este escuadrón vengativo; Pues no puedo quedar vivo. He de matar o morir: Aunque mejor será ir Donde al cielo perdón pida; Pero mis pasos impida La Cruz, porque desta suerte Ellos me den breve muerte.

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Y ella me dé eterna vida. Árbol donde el cielo quiso

Dar el fruto verdadero Contra el bocado primero; Flor del nuevo paraíso, Arco de luz, cuyo aviso En piélago más profundo La paz publicó del mundo; Planta hermosa, fértil vid. Arpa del nuevo David, Tabla del Moisés segundo:

Pecador soy, tus favores Pido por justicia yo, Pues Dios en ti padeció Sólo por los pecadores. A mí me debes tus lores, Que por mí sólo muriera Dios, si más mundo no hubiera: Luego eres tú, Cruz, por mí. Que Dios no muriera en ti. Si yo pecador no fuera.

Mi natural devoción Siempre os pidió con fe tanta No permtieseis, Cruz santa, Muriese sin confesión; No seré el primer ladrón Que en vos se confiese a Dios. Y pues que ya somos dos, Y yo no lo be de negar. Tampoco me ba de faltar Kedención que se obró en vos.

La Devoción de la Crux. Jornada III. Escena XI. LA CEUZ

El madero soberano. Iris de paz que se puso Entre las iras del cielo Y los delitos del mundo.

La Exaltación de la Crux. Jornada I. Escena IX. EL CEUCIPICADO

Sagrado leño, yo os juro De no volverme sin vos Si mil veces aventuro El mundo en rescate vuestro. Pero ¿qué mucho, qué mucho, Que el mundo aventure todo. Por quien salvó a todo el mundo?

La Exaltación de la Crux. Jornada I. Escena IX.

LA MANO DE DIOS Sí, que Dios solo.

Infinitamente sabio Eeparte malos y bienes, Sin que nosotros sepamos Aprovecharnos del bien Ni del mal aprovecharnos, Siendo así que bien y mal Todo viene dó su mano Para nuestro bien, supuesto Que aunque no lo conozcamos. Viene el mal como castigo, Viene el bien como regalo.

La Exaltación de la Grux. Jornada I. Escena XII.

EEDENCIÓN No lloro yo en este estado

La infelicidad que tongo, Sino la causa que he dudo Para tenerla, pues es Castigo de mis pecados; Que si no fuera por ellos. Ni mi Dios en ese sacro Leño muriera, ni él A Persia viniera esclavo.

CALDHRÓN DE LA BARCA. La Exaltación de la Crux. Jornada II. Escena XII.

A IvA C R U ^ ¡Oh soberano madero!

Ara de Dios, dulce insignia De la redención del hombre, Admitidme, si soy digna Que donde murió el pecado Quien cometió tantos viva. Dulce lefio, dulces clavos. Que dulce peso sufrían, ¡Si abrazaste al Eedentor, Abraza la redimida!

A G U S T Í N MORBTO.

Caer para levantar. Jornada III. Escena XVI.

PASIÓN Y MUEETE

DE NUESTRO SEÍÍOE JESUOEISTO Ett una noche intrincada,

Pavoroso laberinto. De pardas nubes vestida En macilento equilibrio Que parecía indicaba El mayor de los delitos. Acompañado de algunos Sus discípulos queridos. Salió el Redentor Jesús A un Huerto, donde, propicio. Solía orar a su Padre Con tiernos dulces suspiros, Eogando, cual hombre humano, Por sus propios enemigos. Esta noche sudó sangre, Y un Ángel del Cielo vino De la carne a confortar El aliento sensitivo. Mientras tanto estaba Judas Con diabólico destino Concertando el modo fácil De entregar a los judíos La persona de su Maestro Al cruento sacrificio. Llegó al Huerto el homicida. Aleve Apóstol indigno. Con armas, ruido y soldados, Y un ósculo fementido A Jesús dio, que esta seña Era la que a los Ministros Les dio para que prendiesen Al inocente. (No ha habido Sefia tan ignominiosa Como la paz, si el delito Rebozado en ella viene, Para el infiel homicidio). Preguntó el Cordero manso: «¿A quién buscáis?» Y ellos, listos, «A Jesús de Nazareng», respondieron: «Yo soy», dijo, Y a su voz todos cayeron En el suelo sin sentidos. Viéndolos tan sin aliento El Señor, con su permiso. Mandó que se levantasen, Y así que hubieron sabido Por la segunda pregunta Quo era Jesús, con estilo Bárbaro, el más inhumano, Le ataron los mal nacidos. En esta ocasión, brioso, Pedro Apóstol, a un ministro Cortó de una cuchillada Una oreja con gran brío; Pero Jesús, muy severo, Después de haber reprendido A Pedro, puso al soldado

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La oreja en su sitio mismo. Diciendo a Jesús injurias, A casa de Anas asido Le llevaron, donde estando Delante del Juez inicuo, ü n sacrilego verdugo En el rostro peregrino De Jesús, mano grosera Estampó baldón impío. De aquí al Pontífice Anas Lo llevaron, dando aullidos. Por las calles y las plazas, En seoal de regocijo Que tenían de mirarle En su poder y a su arbitrio.. En esta casa el Apóstol Pedro negó a Jesucristo; Mas ya su culpa el Señor Le perdonó compasivo Al ver su llanto incesante y su corazón contrito. Eemitiéronlo a Pilatos Anas y Caifas malignos, Por Presidente en Judea Del Imperio; mas sabidos Los cargos y acusaciones Que hacían falsos testigos. Respondió que en aquel hombre No había causa o motivo Para dar sentencia alguna De muerte, y así previno Que lo llevasen a Heredes, Gobernador del distrito De Galilea; mas luego, A Pilatos remitido, Heredes, Eey desdichado. De blanco mandó vestirlo. Tratándole como a un loco, (¡Oh vil pueblo fementido!) Preguntas varias Pilatos Al manso Cordero hizo,

Y al fin dijo que inocente Era Jesús; mas los gritos Que los judíos le daban Le sacó fuera de juicio, Y mandó por ver si el pueblo Se aplacaba, a sus ministros. Que azotasen al Mesías. Quitáronle los vestidos, Y amarrado a uua columna De su Palacio edificio. Sufrió cinco mil azotes, Y algunos más; y así mismo Le coronaron de espinas, Y en este agudo martirio Padeció dolores muchos; Y Pilatos, compasivo. Por si su muerte evitaba, Lo mostró al Pueblo; mas visto

Que procuraban su muerte. Cuidadoso les previno Que pues la Pascua cercana Estaba, y había estilo De dar vida a un delincuente. Dispusiesen convenidos Dársela a Jesús; mas ellos Respondieron que un indigno Ladrón, el cual se llamaba Barrabás, fuese elegido Para el psrdón. (¡Quién no admire Tan detestable delito!) Al fin, Pilatos, temiendo Ser del César compelido, De su puesto derrocado, Lavó sus manos y dijo Que, forzado, sentenciaba A muerte de Cruz, y apenas Lo oyeron los fementidos. Infames hebreos, cuando, Cual furiosos enemigos, Lo cercaron y pusieron El leño cruzado invicto Que nos dio la vida eterna En sus hombros tan divinos. Porque Isac mejor llevase La leña del sacrificio. Cargó con la Cruz pesada De nuestro humano delito, y el que sólo con un fiat Hizo todo cuanto quiso, Cargado en esta ocasión Con peso tan infinito. Tropezó, j ' arrodillado, Puso el Redentor propicio Su mano en la tierra, y la otra Abrazó la Cruz benigno. Que a quien amó tiernamente Desampararla no quiso. La humanidad sacrosanta Al uno y otro martirio Levantarse no podía Con peso tan excesivo; Mas los soldados crueles, De corazones impíos. Del cordel que a la garganta Llevaba todos unidos Tiraron, y así del suelo Se levantó. ¡Quién ha visto Corazones tan crueles Ni verdugos tan impíos, Cuando los caducos montes Dieron señas de sentirlos! Tropezando y levantando, Entre afrentas y martirios, Llegó al Calvario y Jesús De varias gentes seguido, Ayudado de un Simón Cirineo compasivo.

Allí la ropa inconsútil. Que era, señor, un vestido Sin costura que su Madre Po'r sus mismas manos hizo. Le quitaron, y en la Cruz Su Cuerpo santo tendido. Con tres clavos pies y manos Le clavaron, y el martillo, Al un golpe y otro golpe Qae se oían repetidos. Herían el corazón De su Madre enternecido Que presente allí se hallaba Con dolor tan nunca visto, Que aun los jnismos condenados Ño padecen tul conflicto. Enarbolado en la Cruz El Estandarte Divino, Paces entre Dios y el hombre Publicó el sagrado signo. Mejor que al pueblo Moisés, En la sierpe les previno. Entre dos ladrones puesto, Recto Juez, Padre benigno, Castigó el rebelde ingrato. Perdonó el arrepentido. Se oyeron siete palabras Salir de su labio fino; Tuvo sed de más tormentos, (¡Oh amor de Dios infinito!) Con voz muy alta y entera A la hora de Sexta, dijo. Estremeciendo los Orfees: «En tus manos, Padre mío, A Jesús (¡oh Juez indigno!) El espíritu encomiendo.»

»Espiró, y al punto mismo Se rasgó el velo del Templo, Temblaron los edificios, Los muertos resucitaron. Sintió el mundo parasismos. El sol eclipsó sus luces. Rechinó el cielo sus quicios, Las piedras unas con otras Chocaron y en tal conflicto Se halló el mundo caducando, Que los hombres aturdidos Discurrieron que ya el Orbe Daba el último estampido. Otros asombros tan grandes Sucedieron nunca vistos, Y solos fueron los hombres Insensibles obeliscos.

TOMÁS DE AÑORBE.

La Tutora de la Iglesia y Docto­ra de la Ley. Primera parte. Jorna­da IL

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UY interesante es el estudio do las prácticas y ceremonias que observaba la Iglesia de Sevilla antes de aceptar el Misal y Breviario romanos, después de la corrección, que, por disposición del Santo Concilio de Trento, hicieron los Sumos Pontífices; ya por el valor histórico que en sí tiene este estadio;

ya por las prácticas y costumbres que se conservaron des­pués, muchas do las cuales aún perseveran.

Son fuentes riquísimas para este estudio, tanto la Regla vieja de coro (siglo XV) como el Breviario y el Misal his­palense; y no citamos códice, ni edición de los impresos, por existir varios de una y otra clase.

DOMINGO DE RAMOS

En las vísperas del Domingo de Ramos al himno Vexilla Regís de Vísperas se hacía la ostensión de la Seña, como en las vísperas de la Dominica de Pasión. El himno, se de­cía ante el altar con la bandera que debe llevar el Chantre, o el Deán o el Prior faltando aquél, a quien acompañan do­ce o más prebendados, los cuales en unión del Chantre can­tan un verso y otro el coro. El himno se cantaba con solem­nidad así como el vonsillo Eripe me domine. Al Magnífi­cat, no se ponía incienso.

Concluida la hora de Tercia y después del Asperges, el Prelado o presbítero que bendecía los Ramos, y el diácono y subdiáoono vestían ornamentos de color verde, y colocados ante en el Altar Mayor, llevando el subdiáoono la Cruz, sin velo, vueltos hacia el coro, se daba comienzo la bendi­ción que hacía el celebrante desde el pulpito del Evange­lio. Terminada ésta el coro cantaba las antífonas propias en tanto se distribuían los Ramos;

La procesión se hacía por fuera de la Iglesia: al llegar al Corral de los Olmos se cantaba la antífona collegerunt y dos prebendados con cetros entonaban el verso ünus autem ex ipsís. En el mismo Corral de los Olmos, se cantaba el Evan­gelio de la entrada de Jesiís en Jerusalén, y se predicaba el Sermón.

Después el celebrante, teniendo en sus manos la Cruz empozaba tres veces la antífona Ave rex noster; puesto de rodillas en la siguiente forma: el Sacerdote decía Ave rex y respondía el coro la primera y segunda vez noster, y la ter­cera concluía el coro el canto de la antífona.

A continuación los niños de coro, colocados en los pre­tiles de la bóveda de la Iglesia cantaban la primera estrofa del himno Gloría laus, y la repetía el coro; cantaban las si­guientes estrofas de dos en dos y repetía el coro el Gloría laus, Y concluido el himno entraba la procesión en la Igle­sia cantándose el responsorio Ingrediente Dómino.

En la Misa tanto el celebrante y ministros como los dos Caperos del coro usaban ornamentos negros. No se usaba in­cienso este día, pero en su lugar se quemaba mirra.

En las vísperas cantaba el responsorio Circundederunt me un beneficiado desde ks sillas altas del lado del coro donde tocaba la semana; y se hacía la ostensión de la Seña, como en el día precedente.

MIÉRCOLES SANTO En los días de Lunes, Martes y Miércoles, no ofrece na­

da de particular el Rito. En las Tinieblas que se cantaban por la noche se usaba el Tenebrario: la primera Lamenta­

ción la cantaba un seise y las otras lecciones los prebenda­dos a quienes correspondía.

El canto de las preces que seguían al Benedíctus, se ha­cía del siguiente modo: dos beneficiados se colocaban delan­te de la silla arzobispal; dos ante el facistol y otros dos de­trás y empezaban los primeros cantando el primer Kyj-ie elcyson, el segundo los segundos y el tercero los últimos: a coi\tinuación los beneficiados que cantaron los primeros en­tonan el verso Qui passurus advenísti, y continuaban dos seises, colocados detrás del sepulcro de Don Remondo, di­ciendo Domine miserere; terminando el coro. Los benefi­ciados que estaban delante del facistol entonaban el primer Christe eleyson, los que estaban detrás del facistol el segun­do y los otros el tercero; los primeros decían el verso Qui prophetice, respondiendo los niños y el coro como la prime­ra vez. Los beneficiados que cantaron el tercer Kyrie eley­son, lo repiten continuando los otros por el orden debido, y entonan después el verso Qui expansis; cantando los seises a seguida Christus faotus est pro nobis ohediens usque ad mortwn y terminando los dos primeros beneficiados mor-tem autem crucis. Se rezaba después elpaíerwosíer, seguía el canto del Miserere y se terminaba con la oración corres­pondiente. El mismo orden se guardaba en las Tinieblas de los días siguientes.

JUEVES SANTO

En la mañana del Jueves Santo, después del rezo de las Horas menores, si había consagración de óleos, se observa­ban las siguientes ceremonias: los ornamentos eran blancos; se colocaba un altar entre coros y en él una de las cruces más ricas do la Iglesia y dos candeleros con velas. También so adornaba convenientemente el altar de la capilla de San Andrés, donde se colocaban los ornamentos para el Prelado y sus asistentes; sobre el altar debía haber también tres cru­ces, tres bandejas de plata con las ánforas cubiertas con pa­ños de seda (seta), y los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. En esta capilla se paramentaban el Prelado, el Diá­cono y Subdiáoono de la Misa y doce presbíteros.

Los seis diáconos y los seis subdiáconos, vestían los or­namentos correspondientes en la Sacristía, y desde aquí procesionalmente sin cruz, ni ciriales, ordenando la proce­sión un pertiguero se dirigían a la capilla citada, para diri­girse todo» al Altar Mayor en la siguientgjoi^ma: primero el subdiáoono de la Misa con la Cruz de cristal en las manos, al que acompañan los ciriales, como en procesión ordinaria; seguían los subdiáconos, los diáconos, los presbíteros y por último, el Prelado, al que precedía el Diácono de la Misa llevando los Evangelios.

Al Ikgar al Altar Mayor se colocaban a los lados del Prelado los presbíteros, seis a cada lado: los diáconos, mi­tad a cada lado del sitio que en la Misa suele ocupar el Diácono, y detrás, en la misma forma y orden, los subdiá­conos.

Al Prelado asistían dos Arcedianos con capas blancas. Al Per ípsum et cum ipso de la Misa bajaba el Prelado

acompañado de siete de los presbíteros y se colocaba ante el altar levantado delante del coro, para hacer la consagra­ción del óleo de los enfermos, rodeado de los siete sacerdo­tes y de los diáconos y subdiáconos que permanecían de pi« alrededor del altar de la consagración; los otros presbíteros quedaban en los sitios que ocupaban desde el comienzo de la Misa Pontifionl.

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El ánfora con el óleo que ha de consagrarse se llevaba al altar desde la capilla de San Andrés procesionalmente. El óleo para ser consagrado se llevaba procesionalmente desde la capilla de San Andrés; precedía un pertiguero, se­guía el subdiácono de la Misa con la Cruz y acompañado de ciriales, y uno de los seis subdiáconos con el ánfora, acom­pañando dos veinteneros; y con el mismo orden se condu­cía después a la Sacristía.

La bendición del crisma se bacía después de la comu­nión; pero no se cantaban los Agnios Dei hasta que se ter­minaba la consagración del crisma. La procesión desde la capilla de San Andrés para llevar las ánforas y después dos-de el altar de la consagración hasta la Sacristía revestía gran solemnidad.

Con el Prelado bajaban al altar de la consagración sus asistentes y ministros y todos los presbíteros, diáconos y subdiáconos; tomaba asiento ante el altar el Prelado a quien quedaban acompañando solamente los Aroedianes que le asistían: y los demás, los prebendados y clero que hasta entonces habían estado en sus sitios en el coro, for­maban la procesión en el orden siguiente: precedía el sub­diácono con la Cruz, seguía el clero inferior, a éste los vein­teneros, después los prebendados, continuando los subdiá­conos, diáconos y por último los presbíteros; en el mismo orden volvían viniendo a la cabeza de la procesión dos digni­dades, vestidos da sobrepelliz, que conducían en fuentes de plata uno el crisma y otro el óleo de los catecúmenos bajo palio cuyas varas llevaban seis sacerdotes vestidos de sobre­pelliz, y en el centro de ella, después del subdiácono que lle­vaba la Cruz, dos seises que entonaban los responsorios que continuaban los demás asistentes: detrás un colegial con un candelabro con cirio, a éste seguían cuatro colegiales para­mentados con ciriales, después el Diácono de la Misa con los Evangelios y detrás dos subdiáconos, distintos de los seis mentados antes, con cruces; e inmediatamente delante del palio dos niños paramentados llevando los incensarios. Con el mismo orden se conducía el crisma y el óleo de cate­cúmenos, después de su consagración, a la Sacristía.

Terminada la consagración y mientras se hacía esta pro­cesión, cantaba el coro los Agnus diciendo al final del últi­mo miserere nohis en lugar del dona nobis paeem; y el Communio, Dominus Jesús; antes de la oración del post eommunio se llevaba procesionalmente al Monumento en riquísimo cáliz el Santísimo, cantándose el Eoc corpus, y asistiendo todo el clero.

Seguían las Vísperas, cuya antífona de Magníficat en­tonaba en el Altar Mayor el celebrante, ministros y canto­res, vueltos hacia el coro; y después de terminarla el co­ro, ellos entonaban el cémtico Magnifieai, terminándose con la oración Refecii, que cantaba el celebrante y el Ite misa est el diácono, concluyéndose así los oficios de la mañana.

Si no se hacía consagración de crisma, se suprimía el Gloria Patri del Introito, el Himno Oloria in excelsis, el Credo y el Ite misa est, terminándose con el Benedicamus Dómino.

Por la tarde a hora conveniente se hacía el Lavatorio, y se tocaba una campana para convocar al clero de la Igle­sia (después hasta el Sábado ya no sonaban las campanas). El Lavatorio se hacía en la sala donde se celebran los ca­bildos; primero se predicaba el sermón, y terminado venían el Preste de capa blanca, el diácono llevando el libro de los Evangelios y el subdiácono la Cruz entre los ciriales, vesti­dos de ornamentos blancos; mientras el coro cantaba las an­tífonas correspondientes el Preste lavaba los pies de algu­nos prebendados y terminado esto se cantaba en tono de lección el Evangelio correspondiente; terminado el Lavato­rio dejaban las sobrepellices los prebendados y tomando ca­pas negras, se rezaban las Tinieblas en el coro.

VIERNES SANTO

El sermón de Pasión se predicaba en el Corral de los Ol­mos; seguía el rezo de las horas menores en el coro y em-pesaban los oficios propios de este día. El celebrante y mi­nistros vestían ornamentos negros; usando el Preste capa pluvial. Terminado el canto de las lecciones y tractos se cantaba la pasión y las oraciones siguientes.

ADOBAOIÓN DE LA CRUZ

Mientras tanto dos presbíteros vestidos do sobrepelliz y descalzos tomaban la cruz que estaba prevenida delante del Monumento y cubierta y cantaban la antífona Populi m,eus, a la que respondían desde el medio del coro a donde habían ya bajado el celebrante y sus ministros. Agios o theos y el coro de rodillas contestaba Sancius Deus Los sacer­dotes que llevaban la cruz se colocaban en la puerta de la capilla real y cantaban el verso Quia eduxit te y descubrían mientras tanto el brazo derecho de la cruz, y los sacristanes el brazo derecho del crucifijo; terminado el verso el cele­brante y los ministros, colocados en la puerta del coro, can­taban Agios o theos y respondía el coro de rodillas co­mo la vez anterior; llegaban los sacerdotes con la cruz a la capilla mayor y puestos al lado del altar cantaban el verso quid tdtra, descubriendo mientras tanto el brazo izquierdo de la cruz, y los sacristanes el del crucifijo; contestando el preste y sus ministros, que se habían colocado en el presbi­terio bajo como la vez anterior, y respondiendo el coro en igual modo y forma.

Subía el preste y sus ministros y el primero temando la cruz y colocado en medio del altar, de cara al pueblo, la descubría y la mostraba al pueblo y cantaba tres veces Ecee Lignum, respondiendo el coro las dos primeras crucis, y la última vez terminando la antífona; y entre tanto llevaba ol celebrante la cruz al coro acompañándolo los ministros y los dos sacerdotes. Se colocaba la cruz sobre el sitio de la sepul­tura de D. Remondo, y se hacía la adoración por el cele­brante, sus ministros, el coro y los hombres. Las mujeres adoraban otra cruz que a este efecto se colocaba delante de las gradas del altar.

Durante la adoración cantaba el coro las antífonas co­rrespondientes y el preste de rodillas las oraciones.

Terminada la adoración se llevaba la cruz al altar ma­yor por los presbíteros y por el diácono y subdiácono, y al llegar al altar mayor la tomaba el preste en sus manos y vuelto el rostro al coro empezaba la antífona super onmia ligna, la que proseguía el coro hasta el fin.

Colocada la cruz en el altar se retiraban a la sacristía y se calzaban; tomando el celebrante casulla, pero arrollada al cuello y los ministros sus ornamentos y se organizaba la procesión al Monumento coa todo el clero, ciriales e incen­sarios, pero en silencio. Al regreso se venía cantando la an­tífona Hoc corpus, y al llegar al altar extendía el diácono los corporales, y el preste, suelta la casulla, decía inclina­do In spíritu humilitati, y lo demás como actualmente.

Después de la comunión el diácono, tomando el cáliz en sus manos y vuelto el rostro al coro, preentonaba la antífo­na de Vísperas que seguía el coro, terminándose éstas coa la oración Bescipe que decía el celebrante a media voz y de rodillas. No se decía Ite misa est, ni Benedicamus, y en su lugar el diácono vuelto al pueblo decía In nomine domini; ite in pace.

Las completas se decían por la tarde, lo mismo que el día anterior.

SÁBADO SANTO Y DÍAS DE PASCUA En los oficios de este día, no se observan grandes dife­

rencias con relación a lo que se hace actualmente: los or­namentos del celebrante y ministros eran blancos desde el comienzo.

En los tres primeros días de Pascua se cantaban preces antes de vísperas, y durante ellos, después de vísperas, se hacía estación a la capilla del Baptisterio en la siguiente forma: Para el canto de la oración de vísperas vestía el preste alba, estola y pluvial blancos y el subdiácono los or­namentos correspondientes del mismo color. A la entrada del coro se colocaba el subdiácono con la Cruz, acompañada de ciriales, y sobre la tumba de D. Remondo un niño con él y terminada la oración de vísperas se ordenaba la proce­sión, cantándose durante ella la antífona Prae timore, el sal­mo Laúdate pueri, antífona Respondeus Jesús, ol salmo lu exitu; al llegar a la Pila del Bautismo se sentaban en bancos, ocupando el preste la silla dispuesta entre el deán y el arcediano; pero si asistía el Prelado, entre éste y el deán se sentaba el preste. Se cantaba la Alelluia, y mien-

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iaa«MiiaaiíMBatiiiaBnaiiiMfiiiiittaíiaHaiiMHiiftBÉÉiiÉiiHÉiiiiÉaÉBBi

tras el coro cantaba la antífona Scio quodlesum quaeritis, el presto acompañado de dos presbíteros iba a incensar la pila, y dfspués, colocado delante del atril, donde se han cantado las Alelluias, decía la oración Condede quaesumus. Al I egreso de la procesión al coro se venía cantando el Ckrintus resurgeus, y en el coio después de cantar la se­cuencia IHeant Judaei, los caperos con cetros y alternando dos a dos estando mientras tanto el preste sentado sobre las gradas por las que se sube al trono arzobispal; el verso Dui-ie in natronibus, lo cantaban los nifios que llevaban los ci­riales, cantaba el preste la oración correspondiente y los ni­fios el ExuUemus et lactemur hodie, con lo que se terminaba la ceremonia.

La índole do este artículo, ya demasiado largo, no per­mite más que muy ligeras indicaciones; sin que sea posible por ello, ni descender a todos los pormenores, ni tampoco a recordar las ceremonias que aún se conservan y que en aquellos ritos tienen su origen.

La Liturgia antigua de la Catedral de Sevilla, es asunto que aún no se lia estudiado concienzudamente, y bien me­rece que persona competente sacudiera un poco el polvo de los códices antiguos en los que, si hay bellezas de ejecución y labor verdaderamente artística en su forma y presenta­ción, no es menos rico el tesoro que guarda y la gloria y honor que en ello recibiría la Iglesia de Sevilla.

ANTONIO MUÑOZ T TOÜRADO.

"LLORANDO S U SOLEDAD" La sección de empaquetado en la Fábrica de Tabacos de

Sevilla, se hallaba revuelta, y no es que los paquetes se hu­bieran declarado en huelga, sino que las operarlas, hablado­ras de suyo y entre las que había un grupo que se entendía «a las mil maravillas», no cesaban de pedir a Victoria, una de las trabajadoras más bonitas del establecimiento, cantara «por lo bajito», saetas.

Se aproximaba la Semana Santa, había de salir la Virgen de la Victoria a la cali* y el entusiasmo iba desarrollando sus raíces para crecer y dar fruto en aquella tarde de Jueves Santo al paso de la Virgen por Sevilla.

Victoria accedió y cantó varias saetas, sin parar las ma­nos, escuchando de sus compañeras las más expresivas fra­ses de elogio.

Pero el concierto «místico-mecánico-sevilláno» quedó de momento aplazado ante el llorar de Rafaelín, hijo de Victo­ria, que sin duda prefería el pecho y un poco de sueño a las saetas de la madre.

Aprovechando que ella recogiera al niño y le acomodara en su regazo, las compañeras dirigieron sus miradas a ma­dre e hijo, diciendo cada una a su sabor lo que no era reme­dio, pero sí palabras que no podían contener.

— ¡Jesús, hija, que es una bendición la criatura! —Y lo que va a da que hace con er genio que tiene... —Lo que es un doló e que no tenga corazón ese hom­

bre... —¿No se le parte el alma de vé a esta pobre mujé? —¿Y qué se le va a partí—interrumpió el ama de rancho

—si es como los galápagos, que to se le giierve concha?... Victoria no hablaba; mecía y canturreaba a Eafaelín, se

hacía la distraída, sus ojos brillantes y escrutadores se diri­gieron al grupo y con ese tono dulce y firme de quien sabe mandar, sin decir nada, sin agradecer las palabras que ins­piraba, dijo lacónicamente dando fin a la conversación:

—¡Vamos a empaqueta! Cuando ya sola, salía de la Fábrica con su hijo en bra­

zos, llevaba los ojos enrojecidos.

II

Era cerca de la media noche del Jueves Santo cuando por la calle de San Fernando regresaba a su capilla «la Cofradía de las Cigarreras», la hermandad en que figura como Her­mano mayor el Key, la que «lleva tropa», <la mejó de Sevi­lla».

En filas los nazarenos con los cirios encendidos apare­cían a lo largo de la calle y brillaban las luces como en el cielo, y se distinguía la bandera y el Sin-pecado, y más le­jos, como un ascua de oro, resplandeciendo de luz se perci­bía el paso.

—Ahí viene. —¡Qué hermosa es! Se apiñaban los grupos de operarías a las puertas de la

Fábrica «pa verla de entra» y entre ellas en primera fila, estaba Victoria con el niño en brazos.

—¿Le vas a canta? —¿Pues pa cuando lo vi a deja, pa er Domingo e Resu-

resión? —Pué cántale una bonita, hija. Iban entrando los nazarenos y muy cerca estaba ya la

Virgen. Al aproximarse íbase admirando su linda expresión y un movimiento nervioso recorrió a la muchedumbre.

A la puerta de hierro que da acceso a los jardines, había llegado por fin, «la Virgen de las Cigarreras».

Y aquí de los gritos ensordecedores y del arrodillarse las mujeres, y de llorar a lágrima viva, y del entusiasmo deli­rante. Tiraban los muchachos las gorras por el aire, habían­se otros encaramado en las rejas de hierro, y se cantaban a porfía las saetas, hendiendo los aires un conjunto de excla­maciones mezcladas al batir de tambores y los acordes de la Marcha Eeal.

— ¡Viva la Vigen de la Vitoriaaa...! —¡¡Vivaaaaaü —¡Viva la Vigen de la Cigarreraaaa! —¡¡¡Vivaaaaaü! —¡Viva e lermano mayó! —¡Vivaa! Y mire usted la guardia civil conteniendo a duras penas

el gentío, y oiga la voz del capataz, que ronco y todo, parece la voz de mando de un jefe militar.

—Esa izquierda atrá... ¡Bueno!... Esa derecha por iguá... ¡¡Bueno!!... Pararse ahí.

El manto riquísimo de terciopelo llega hasta el suelo, el palio bordado viene lleno de flores. En el paso infinidad de' velas rizadas y candelabros de plata .y muchas flores, mu­chas, de las que habían quedado unas a los pies de la ima­gen, otras en el manto, otras entre la candelería. Y otra vez la voz del capataz:

—Hijos míos, que ya estamos aquí... ¡¡Viva la Virgen do la Victoria¡¡

—¡¡¡Vivaaaü! El ama de rancho amiga de Victoria, de rodillas, revuel­

ve de mil modos un pañuelo y en un momento exclama di­rigiéndose a la Virgen:

—¡Bendita sea la madre que... que diga... ¡Bendita sea Santana!

—¡Madre mía! —¡Ay Vigen e la Vitoria e mi arma! —¡Bendita sea la que tiene ma age en Seviyal Allí estaba la Virgen, tocada de valiosas alhajas y con un

puñal atravesado el pecho, sosteniendo en sus manos un pa­ñuelo de finísima batista... La Virgen llorosa tenía en su rostro expresión de dolor, algo de esos divinos matices que movieron los pinceles de Murillo y de los rasgos que impri­mió el Tiziano a sus inspiraciones admirables.

Un nazareno que llevaba canastilla estaba parado junto a Victoria y más de una vez a través del antifaz la había mi­rado sin que ella reparase, por estar pendiente de la Virgen, en la que parecía tener el alma.

Mientras, el nazareno de la canastilla, pensaba: Que lo que él había hecho no tenía nombre, que aquello era cosa dejadlos, que era no tener corazón, y que ora... no tener

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É H I I É a É I l i | « f | B É I i B I I Í S K É a « a Í Í I i a l i » I I B I I Í I É I I á M I B Í I I I H I

vergüenza... ¡sí señor! no tener vergüenza, ni ser hombre cabal, ni le podía la Virgen agradecer que fuera de nazare­no, ni... ¡Y qué bonita estaba Victoria! ¡Y qué hermosura de chiquillo con lo que se le parecía! ¿Y no iba él a pagar aque­lla deuda? ¿No iba a tener aquel niüo padre? ¿Se había de quedar aquella mujer sola y abandonada?... Allí estaba la Virgen llorando... y allí Victoria... como la Virgen...

Entonó en aquel momento la cigarrera la clásica y árabe saeta que hiere profundamente, que llega al alma, que mez­cla al sentir hieles y amarguras, que impone silencio y pro­duce frío.

El nazareno de la canastilla la miraba al cantar y de no tener la cara cubierta con el antifaz se le hubiera visto pá­lido.

Eafaelín, inconsciente, extendía la manecita. Victoria, la cigarrera más bonita de la Fábrica, cantó es­

ta saeta antigua, muy popular y aun escogida para el Santo Entierro, destinada por lo general a la Virgen:

«Detrás del sepulcro va la estrella más reluciente, sus ojos parecen fuentes llorando su soledad.

Un ¡ole! unánime y una explosión de palmas acogieron el final, cayendo el nazareno de la canastilla a los pies de la cigarrera llorando como un niüo.

No necesitó Victoria saber quién era el caído, que ya se lo había dicho su corazón; por esto cuando el nazareno en­tre sollozos le pedía perdón, ella con ese desenfado de las mujeres andaluzas que en los momentos más difíciles saben hablar el lenguaje del sentimiento riendo, alargó una mano al caído como cuando se trata de ayudar a levantar a un ni­ño, mientras le decía dirigiéndose a la Virgen:

—...Por esa... por esa te perdono... Levántate, Kafaé... levántate, mar ladrón... que si en ve de vení como has veni­do en Jueves Santo vienes er Sábado poi la mañana... te pe­go un tiro en la cabeza como si fueras un Juda.

JOSÉ SANTA CRUZ Y SANTA CRUZ.

LÍRICA ¡Señor, tengo la agonía

del llanto muerto! ¡Señor, a la fe sobre la tierra dame la resurrección!

Un alma puso en mi vida el veneno de un temblor; lávame con ñorescente bálsamo de contrición.

Un milagro era en mi vida por lo divino el amor;

y el amor sobre mi vida como una llaga quedó.

Un alma puso en mi vida la corona del dolor... ¡Señor, que un alma perdones como la perdono yo!

¡Señor, tengo la agonía del llanto muerto! Señor, a la fe sobre la tierra dame la resurrección!

R. LAFFÓN.

A CRISTO MUERTO EN LA CRUZ ¡Muerto! ¡Muerto mi Dios! Y yo no muero

al contemplarle en esa Cruz clavado, y abierta en su santísimo costado la fuente que dio vida al mundo entero...

Al verle así, pendiente del madero, de punzantes espinas coronado, 8U cuerpo, horriblemente maltratado... Lloro desconsolada, y le venero.

Le adoro, y entre lágrimas ardientes, le veo que detiene la venganza elevando sus manos inocentes.

Mi corazón se llena de esperanza y le escucho decir: No desalientes, que muero, por tu bienaventuranza.

ROSA DB SAN MILLÁN DE LEYVA.

CONSUMATUM BST... Muere Jesús... El pueblo deicida

prorrumpe en gritos, de venganza lleno. Cae, llorando, a los pies del Nazareno su amantísima madre dolorida.

Se estremece la tierra conmovida, y retumba en lo alto el ronco trueno, y la parda tormenta abre su seno, y se agita la mar embravecida.

El sol se oculta tras la negra nube y rasga el rayo la enlutada esfera. Un inmenso clamor al cielo sube.

Llora a su Dios la creación entera. ¡Sólo la Cruz, en el mundial desmayo, yérguese, augusta, al resplandor del rayo!...

J O S É A. JIIVIÉNEZ.

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d a B i H H l l i l H « H I Í H « H H a M i H I I

Las góticas ventanas de la vieja y casi ruinosa Catedral hallábanse iluminadas por los tenues rayos de un sol agoni­zante en UQ atardecer del mes de Marzo; sus inmensas bóve­das, hijas quizá de la locura de un artista, descansaban alti­vas sobre los torneados capiteles del arte gótico; sus campa­nas habían enmudecido y tan sólo los melancólicos acordes de un órgano antiguo turbaban la fría soledad y la paz de muerte que reinaba en el inmenso templo, pompa y orgullo de otras edades.

Sobre el ennegrecido tabernáculo alzábase, iluminada por los rojizos resplandores de las antorchas, la pálida figura de Cristo Crucificado; su cabeza, coronada de espinas, se recli­naba abatida sobre el pecho, y de las bárbaras heridas que los clavos abrieron en sus pies y manos manaba hirviente sangre que, deslizándose por sus brazos, imprimía rojizas manchas en el madero de la cruz.

Era la tarde del Jueves Santo, y las puertas del templo permanecieron cerradas; aquella arrogante nave, insuficien­te en otro tiempo para contener a la multitud que compasi­va y creyente postrábase humillada a las divinas plantas del Mártir del Calvario, permanecía sola y silenciosa. Cristo ha­bía sido olvidado, pero desde el afrentoso patíbulo esperaba paciente que un alma caritativa viniera a consolarle de las amargas penas que torturaban cruelmente su corazón de Padre. El hombre se había olvidado de Dios, pero Dios no había olvidado al hombre.

Acompasadas y lentas sonaron, una tras otra, tres frías campanadas en un reloj de bronce de la monumental ciudad. Era la hora de los Oficios, y un penetrante crujido sonó ate­rrador bajo las bóvedas del templo; los mármoles de los se­pulcros se alzaron lentamente, un vaho de muerte escaló por sus grietas, y envueltog en largas túnicas saltaron de su hue­sa los fríos esqueletos de una legión inmensa de monjes y guerreros; con sus ojos sin luz miraron estúpidamente ha­cia el sombrío altar donde agonizaba Cristo, y con sus des­carnadas manos golpearon por tres veces el frío pecho, arca santa que fué de un corazón ardiente.

Las melancólicas notas que arrancaba al órgano una ma­no invisible, gemían tristemente, y desde el ancho coro, vo­ces cascadas entonaron los salmos de David. Las desdenta­das bocas de las calaveras movíanse lentamente, y sus man­díbulas, al chocar, producían un imponente crugir de hue­sos. Acaso pedían misericordia...

Fueron apagándose las pálidas velas que una mano ama­rilla colocó sobre el tenebrario, y un escuálido monje avanzó lentamente hacia el desvencijado facistol; sus dedos fosfo­rescentes abrieron temblorosos el gran libro de doradas le­tras, y con cavernosa voz entonó las proféticas lamentacio­nes de Jeremías:

«Oh, vosotros, cuantos pasáis por este camino, clamaba el Profeta, atended y considerad si hay dolor como el dolor mío, porque el Señor me ha despojado de todo en el día de su furibunda ira; desde lo alto metió fuego dentro de mis huesos, y me ha escarmentado; tendió una red a mis pies, y me volcó hacia atrás. Me ha dejado desolado; todo el día consumido de tristeza».

«¡Jerusalén, Jerusalén, repetía el imponente coro de los rígidos esqueletos, conviértete al Señor, tu Dios!»—Un tem­blor de angustia recorría sus huesos, y sus ojos sin luz fijá­banse temerosos en la moribunda imagen de Cristo en la Cruz...

La inmensa Ciudad hervía mientras tanto en guerra fra­tricida; la figura de Cristo había sido borrada del corazón del pobre, y éste, hambriento de goces, pedía altanero sulegítima parte en el banquete de la vida; la ciencia atea había derri­bado de sus altares al Divino Mártir de la Cruz, y con satá­nica sonrisa mofábase de su Iglesia destrozada, y clamaba como en el Calvario el pueblo judío: «Si eres Dios, baja del Cielo, y vuelve a reconstruir el destrozado templo donde tus hijos se llamaban hermanos; eleva otra vez las abatidas cú­pulas del palacio de los Papas y demuestra a la humanidad que tu Divinidad no es falsa, que aún te sobra poder para destruir con una palabra lo que dices creaste con un fíat.*

Las voces blasfemas de la multitud que, al tiempo que pedían la igualdad de clases, lanzaban al rostro del Dios del Calvario los más groseros insultos, llegaban hasta el interior del templo, donde humildes oraban por los vivos las som­bras de los muertos; sus pálidas calaveras inclináronse aba­tidas sobre las frías losas del marmóreo pavimento, y sus brazos suplicantes se extendieron pidiendo misericordia pa­ra el pueblo que, ingrato, parecía clamar otra vez por la Cru­cifixión del Justo; pero la inmensa Copa de la misericordia infinita estaba colmada; la frente de Cristo irguióse altiva so­bre la Cruz y sus ojos brillaron iracundos con un terrible resplandor; su mano desclavada alzóse hacia el cielo y aque­lla boca que un día pidió perdón para sus verdugos, se abrió otra vez para condenar a la humanidad.

Un estallido horrible resonó en el espacio, las columnas crugioron siniestramente, la Catedral hundióse con estrépi­to, y acompañado por un rugido de muerte, revolvíase el mundo entre las ansias horribles de la agonía.

Una luz deslumbradora brilló en el firmamento; desco­rrióse el Cielo, temblaron los astros y el estridente sonido de las apocalípticas trompetas hizo saltar de su tumba a las viejas generaciones: ¡Era el Dios de la justicia que bajaba a juzgar a las doce tribus de Israel!

IGNACIO DE CEPEDA Y SOLDÁN. "

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PROQRAMA DKL EiíXCMO. AYUNTAMIENTO

c o p ^ R A D I A S Q U E H A C E N E S T A C I Ó N A I v A S A N T A I G L E S I A C A T E D R A L .

DOMINGO DE RAMOS

28 de Marzo Santísimo Cristo de la Baena Muerte y Nuestra Señora

de la Hiniesta — Parroquia de San Julián. Nuestro Padre Jesús de las Penas y Nuestra Sefiora de

la Esperanza.—Parroquia de San Eoque. Nuestro Padre Jesús de las Penas y Nuestra Setiora de

la Estrella.—Iglesia de San Jacinto. Santísimo Cristo de las Aguas y Nuestra Señora del Ma­

yor Dolor.—Iglesia de San Jacinto. Nuestro Padre Jesús del Silencio, Desprecio de Heredes

y Nuestra Señora de la Amargura.—Parroquia de San Juan Bautista.

Sagrada Entrada en Jerusalem, Santísimo Cristo del Amor, Nuestra Señora del Socorro y Santiago Apóstol.— Parroquia de Santa Catalina.

Sagrada Cena Sacramental, Santísimo Cristo de la Hu­mildad y Paciencia y Nuestra Señora del Subterráneo.— Parroquia de Omnium Sanotorum.

MIÉRCOLES SANTO

31 de Marzo

Santísimo Cristo de la Misericordia y Nuestra Sefiora de la Piedad.—Capilla del Baratillo.

Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor Jesucristo y María Santísima de Regla.—Capilla de San Andrés (calle Orfila).

Santo Sudario de Nuestro Señor Jesucristo de Burgos y Madre de Dios de la Palma.—Parroquia de San Pedro.

Santísimo Cristo de las Siete Palabras y María Santísi­ma de los Remedios.—Parroquia de San Vicente.

Santísimo Cristo del Buen Fin y Nuestra Señora de la Palma.—Iglesia de San Antonio de Padua.

Sagrada Lanzada de Nuestro Señor Jesucristo y María Santísima del Buen fin.—Iglesia del Santo Aagel.

De nueve a diez de la nocke de hoy, Miércoles Santo, se cantará solemnemente el MISERERE del maestro Esla­ya en la Santa Iglesia Catedral.

JUEVES SANTO

l.° de Abril Sagrado Decreto de la Santísima Trinidad, Santísimo

Cristo de las Cinco Llagas y Madre de Dios de la Esperanza. —Iglesia de la Santísima Trinidad.

Santísimo Cristo de la Fundación y Nuestra Señora de los Angeles.—Capilla de este nombre.

Santísimo Cristo de la Salud y María Santísima del Re­fugio.—Parroquia de San Bernardo.

Santísimo Cristo de la Exaltación y Nuestra Señora de las Lágrimas.—Parroquia de Santa Catalina.

Nuestro Padre Jesús atado a la Columna y Nuestra Se­ñora de la Victoria.-Capilla de la Fábrica de Tabacos.

Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor Jesucristo y

Quinta Angustia de María Santísima.—Parroquia de Santa María Magdalena.

Sagrada Oración de Nuestro Señor Jesucristo en el Huer­to y María Santísima del Rosario en sus Misterios Dolorosos. —Iglesia de Monte-Sión.

Santísimo Cristo de la Coronación de Espinas, Nuestra Señora del Valle y Santa Mujer Verónica.—Iglesia del San­to Ángel.

Nuestro Padre Jesús de la Pasión y María Santísima de la Merced.—Parroquia del Salvador.

En la noche de este día. Jueves Santo, a las once, se cantará de nuevo el MISERERE del maestro Eslava en la Basílica Metropolitana.

VIERNES SANTO

2 de Abril.—(De madrugada)

Nuestro Padre Jesús Nazareno, Santa Cruz en Jerusa­lem y María Santísima de la Concepción.—Parroquia de San Miguel.

Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso.—Parroquia de San Lorenzo.

Sentencia de Cristo y María Santísima de la Esperanza. —Parroquia de San üil.

Santísimo Cristo del Calvario y Nuestro Señora de la Presentación.—Iglesia de San Gregorio.

Santísimo Cristo de las Tres Caídas, María Santísima de la Esperanza y San Juan Evangelista.—Iglesia de San Ja­cinto.

Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de las Angustias.—Parroquia de San Román

VIERNES SANTO (Por la tarde)

Santísimo Cristo de la Salud, María Santísima de la Luz en el Misterio de sus Tres Necesidades y Nuestra Señora del Mayor Dolor en su Soledad.—Capilla de la Carretería.

Santa Cruz en el Monte Calvario y Nuestra Señora de la Soledad.—Iglesia de San Buenaventura.

Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del Patrocinio.—Capilla del mismo nombre.

Nuestro Padre Jesús de Nazareno y Nuestra Señora de la O.—Parroquia del mismo nombre.

Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas y Nuestra Seño­ra del Loreto.—Parroquia de San Isidoro.

Santísimo Cristo de la Conversión del Buen Ladrón y Nuestra Señora de Monserrat.—Capilla de Monserrat.

Nuestro Padre Jesús Descendido de la Cruz en el Miste­rio de su Sagrada Mortaja y María Santísima de la Piedad. —Parroquia de Santa Marina.

Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Sefiora de las Aguas.—Capilla del Museo.

El Santo Entierro.-Capilla de San Gregorio. Nuestra Señora de la Soledad.-Parroquia de San Lo­

renzo.

I ^ I E S T A S P R I M A V E R A L E S

El Exomo. Ayuntamiento dispone para los días que

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oportunamente se designen, agradables y variados festejos entre los cuales hay organizados:

Dia 3 do Abril.—Por la tarde estarán de manifiesto en «Tabladilla» Ins seis toros de la ganadería de José Anasta­sio Martín, que serán lidiados por las cuadrillas de los dios­tros Gallo, Posada y Limeño el día 4, Domingo de Resurrec­ción.

Días 13, 14 y 16.—Grandes Conciertos en el Teatro San Fernando por la

Orquesta Sinfónica de Madrid con arreglo a los programas que se publicarán oportuna­mente.

Dia 15.—Fiesta en el Teatro San Fernando, consistente en un Gran Concierto por la Sociedad

Orquesta Sinfónica Sevillana y la presentación del cuadro Coreográfico que dirige el maestro Otero.

Dia 16.—A beneficio del Sanatorio Antituberculoso se celebrará la

Fiesta de la Flor Por la tarde estarán expuestos al público en «Tabladi­

lla» los toros que se lidiarán en las seis corridas que a con­tinuación se detallan:

Dia 17.—Seis toros del Exorno. Sr. Conde de Santa Co­loma, por Gallito y Belmente.

En los días 18, 19, 20 y 21 FERIA en el Prado de San Sebastián luciendo el real de la misma grandes iluminacio­nes. Concurso de Casetas, concediéndose valiosos premios en metálicos a la mejor exornada. Vistosos fuegos artiíiales.

Dia 18.—Seis toros de D. Luís Gamero Cívico (antes Parlado) por Gallito y Belmente.

Dia 19.—Seis toros del Excmo. Sr. Marqués de Guadalest, por Callo, Bambita y Limeño.

Día 20.—Seis toros de la Señora Viuda de D. Felipe de Salas, por Gallo, Bombita y Posada.

Día 21.—Seis toros del Excmo. Sr. D. Eduardo Miura, por Gallo, Gallito y Belmonte.

Día 22.—Ocho toros de la Sra. D.» Tomasa Escribano, viuda de D. Joaquín Muruve, por Gallo, Gallito, Posada y Belmonte.

Dia 25.—Se lidiarán seis novillos del Excmo. Sr. Conde de Santa Coloma, tomando parte el diestro Andaluz.

Carreras de caballos en el Hipódromo de Tablada.—Fies­tas Deportivas y juegos de Foot-Ball en el Prado de San Sebastián. Carreras en bicicletas. Tiros a pichones, en Ta­blada. Exposición Obrera do Manufacturas, Artes é Indus­trias. Exposición de Bellas Artes. Certamen Literario, Cien­tífico y Artístico, organizado por el Ateneo y Sociedad de do Excursiones, concediéndose premios a la Virtud y al Trabajo.

Solemne inauguración organizada por la Eeal Academia de Bellas Artes de los nuevos salones del Museo Provincial. Funciones teatrales en los Coliseos de Cervantes por la compañía de María Guerrero, y Duque. Funciones cinema­tográficas en el Teatro San Fernando y Salones Imperial, Portóla y Lloréns.

Sevilla, Marzo de 1915. El Alcalde,

MARQUÉS BE TOERBNUBVA.

El Secretario,

MIGUEL BRAVO-FERREB.

LOS J U B G O S FIvORAIvBS D E L A T E N B O

TEMA PEIMERO Poesía dedicada a cantar la Paz, que no exceda de ciento

cincuenta versos. Premio de honor: Una flor natural. Jurado: La Junta Directiva.

SECCIÓN DE CIENCIAS HISTÓRICAS lema 2°—Monografía de la Cartuja de Santa María de

la Cueva do Sevilla. Premio: Una escribanía de plata, regalo de S. M. el Roy. Tema 3."—El tipo andaluz. Notas peculiares y caracte­

rísticas del mismo. Premio Sales y Ferré: Una medalla de oro, inscripción

del nombre del autor premiado en una placa, que se coloca­rá en la Sala de Actos, y 250 pesetas del Presidente del Ateneo.

Jurado para los lemas 2.° y 3.°: Sefior Presidente de la Sección, don Manuel Samsq, excelentísimo señor don Car­los Cañal y don Juan Lañta (Secretario).

SECCIÓN DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS Tem,a 4."—El derecho de propiedad y la fisiocracia mo­

derna. Aplicación de esta doctrina al problema económico de la provincia de Sevilla.

Premio: Un reloj de cartera, regalo de S. A. R. la Sere­nísima Señora Infanta doña Isabel de Borbón.

Jurado: Sefior Presidente de la Sección, don Salvador García y Rodríguez de Aumente, ilustrísimo señor don Es­tanislao D'Angelo y don Manuel Meana (Secretario).

Tema 5.»~Proyeoto extraordinario de ingresos con los que el Ayuntamiento de Sevilla podría sustituir, en condi­ciones de normalidad económica, el de consumos

_ Prmnto: 500 pesetas, donativo de don Ildefonso Mara­ñen, Diputado a Cortes, y un objeto de arte, regalo del ex­celentísimo sefior don Carlos Cañal, Presidente honorario del Ateneo.

Jurado: Don Francisco del Castillo, ilustrísimo señor don Manuel Ríos Sarmiento e ilustrísimo sefior don Miguel Bravo Ferrer (Secretario).

SECCIÓN DE JURISPRUDENCIA

Tema 6."—La hipoteca independiente y la del propieta­rio en sus varias formas, como medio de favorecer el uso del crédito con garantía iumoviliaria. Proyecto de reforma de la Ley Hipotecaria y del Código Civil, en armonía con tales instituciones.

Premio: 250 pesetas, donativo del ilustre Colegio de Abogados de esta Ciudad.

Jurado: Señor Presidente de la Sección don Ignacio de Casso, excelentísimo señor don Pedro Rodríguez de la Bor­bolla y don Servando Meana.

SECCIÓN DE MEDICINA Tema 7."—Estudio de los diversos medios que ofiece la

Higiene en relación con el problema de la limpieza pública. Aplicación que de los mismos puede hacerse en Sevilla.

Premio: 250 pesetas y un objeto de arte, regalo del ex­celentísimo sefior Capitán General.

Jurado: Sefior Presidente de la Sección, don Mauricio Domínguez Adame, don Gabriel Lupiáñez y don Agustín Sánchez Cid (Secretario).

SECCIÓN DE CIENCIAS EXACTAS, FÍSICAS Y NATU­RALES Y SUS APLICACIONES A LA INDUSTRIA

Tema S.o—Conveniencia do la instalación en Sevilla de altos hornos, o de otra industria metalúrgica.

Premio: 250 pesetas, donativo del Centro Mercantil, y un objeto do arte, regalo del excelentísimo señor Barón de Montepalacio, Senador del Reino.

Jurado: Señor Presidente de la Sección, don Patricio Peñalver, don Alfonso Escobar y don Joaquín Valenzuela (Secretario).

Tema 5.°—Fomento del cultivo de las flore» en Sevilla. Premio: 100 pesetas, donativo de don Antonio Ariza,

Bibliotecario del Ateneo, y un objeto de arte, regalo de don Jesús Bravo Ferrer, Secretario de dicho Centro.

Jurado: Don Francisco Yoldi, don Felipe Gil Gallango y don Antonio Ariza (Secretario).

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laaBanBflBaBBBaaBvaaHBBBBBaHiiaa! SECCIÓN DE BELLAS ARTES

Tema 10.°—Estudio de una cabeza de tipo oaracterístioo del país, pintado al óleo.

Premio: 125 pesetas y una lámpara eléctrica del exce­lentísimo seOor don Manuel Delgado Zuleta, ex-capitán ge­neral de la Eegión.

lema 11°—Un vaso vidriado y decorado, de cerámica sevillana y de propia creación.

Premio: 125 pesetas y un reloj de oro, regalo de la Real Maestranza de Caballería de esta ciudad.

Jurado para los temas 10.° y 11.°: Señor Presidente de la Sección, don Gustavo Bacarisas, excelentísimo señor Con­de do Aguiar y don Miguel Ángel del Pino (Secretario).

SECCIÓN DE MÚSICA Tema 12.°—Colección musical de cantos popularos an­

daluces. Premio: 125 pesetas y un objeto de arte, regalo del ex­

celentísimo señor don Adolfo Rodríguez Jurado, Presidente de la excelentísima Diputación Provincial.

Jurado: SeOor Presidente de la Sección, don Eduardo Torres, don Jesús Tanguas y don Daniel Arévalo (Secre­tario).

SECCIÓN DE LITERATURA Tema 13.°—Los poetas épicos sevillanos. Estudio bio­

gráfico crítico. Premio: Un objeto de arte, regalo del Emmo. y Reve­

rendísimo Sr. Cardenal-Arzobispo de Sevilla, y 100 pesetas, donativo del Círculo de Labradores.

Jurado: Señor Presidente de la Sección, don José María Izquierdo, don Felipe Cortines Murube y don Miguel Rome­ro Martínez (Secretario).

Tema 14.°—El teatro de los hermanos Quintero. Estu­dio crítico.

Premio: 250 pesetas y un objeto de arte, regalo del ex­celentísimo señor Marqués de Torrenueva, Alcalde Presi­dente del Excmo. Ayuntamiento.

Jurado: Don Luís Montóte y Rautenstrauch, don Joa­quín Hazañas y don José María Izquierdo (Secretario).

SECCIÓN DE PRENSA Tema 15.°—Catálogo de adiciones a la «Tipografía His­

palense» de Escudero y Perosso. Premio: 125 pesetas y un objeto de arte, regalo del ex­

celentísimo señor Gobernador civil de la provincia. Jurado: Señor Presidente de la Sección, don José A.

Vázquez, D. Francisco de L. Troyano yD. Joaquín L. Aré­valo (Secretario).

PREMIOS 1 LA VIRTUD 500 pesetas, de la señorita Angeles Castrillo, Marquesa

de Villaverde, para el vecino de Sevilla que, justificando ser de ejemplar conducta, haya hecho algiín acto merecedor do esta recompensa, ajuicio del Jurado.

250 pesetas, de la fundación dispuesta en su testamento por doña Felicidad García Tomé, para la mujer residente en Sevilla que, por su virtud, sea merecedora a dicho premio.

Jurado para estos dos premios: Excelentísimo señor don Javier Sánchez-Dalp, don José de Montes Sierra y don En­rique García Díaz.

PREMIO AL TRABAJO 500 pesetas, donativo del Monte de Piedad y Caja de

Ahorros de Sevilla, para el alumno o alumnos de algunos de los Centros de enseñanza de esta capital, que por su aplica­ción y demás condiciones, sean merecedores de dicho pre­mio, a juicio del Jurado.

Jurado: Don Emilio Llach, don Lorenzo Torremocha y don Ángel M.* Camacho.

Condiciones del Concurso 1.* Los trabajos científicos y literarios que so presenten

al Certamen han de ser inéditos y estarán escritos en lengua castellana.

2." Cada uno de ellos tendrá su lema, y se enviará acompañado de un pliego cerrado y lacrado, en cuya parte exterior se repetirá el lema, expresándose dentro el nombre, apellidos, residencia y domicilio del autor.

3.» Los pliegos correspondientes a las obras que no sean premiadas ni honradas con accésit, serán quemados sin abrirlos, a menos que los respectivos autores los reclamen durante los quince días siguientes al de la celebración de los JUEGOS FLORALES, para lo cual el portador de todo tra­bajo para el Certamen podrá reclamar de la Secretaría el oportuno recibo, con expresión del tema de la obra que en­trega.

4.» Si alguno de los autores quebrantare directa o indi­rectamente el anónimo, quedará sin opción a premio ni ac­césit. Tampoco se concederá al que, en el pliego cerrado, use nombre supuesto o seudónimo, o falte de algún modo a la verdad o al secreto.

b.'^ Los autores deberán cuidar de que sus obras lleguen a la Secretaría General del Ateneo antes de las doce de la noche del día 25 de Abril de este año.

6.* Las obras, para aspirar a premio, deberán tener por sí méritos suficientes; no bastando el relativo en com­paración con otras de las presentadas.

7.* En cada uno de los temas, el Jurado podrá conce­der uno o dos accésits, consistentes en diplomas de honor. Los autores a cuyas obras se otorgue esta distinción se en­tenderá que la aceptan si en la parte exterior del sobre que contenga su nombre no se hace indicación en contrario.

8.* Designadas por los respectivos Tribunales califica­dores las obras premiadas y las merecedoras de accésit, se publicarán los le mas de las mismas en los periódicos de la localidad.

9.a Los JUEGOS FLORALES, con la solemne adjudi-dicaoión de premios y accésits, se verificarán en el mes de Mayo de este año. La Reina de la Fiesta será designada por la Junta Directiva del Ateneo.

10.* Esta Sociedad ruega a los autores de las obras que obtengan premios o accésit, que acudan por sí o por medio de delegados a los JUEGOS FLORALES, para recibir su re­compensa en tan solemne acto. Los invita asimismo a que lean sus trabajos durante el curso próximo venidero en este Centro, y se publicarán en la revista BÉIIOA.

11.»• Para tener derecho a concursar los premios a la Virtud y al trabajo, será preciso dirigir una solicitud al Se­cretario general del Ateneo. Dicha solicitud podrá ir firmada por los interesados o por cualquier vecino de Sevilla que, teniendo conocimiento do que existo alguien con las condi­ciones exigidas, se sirva dar a conocer el nombre, estado, domicilio, profesión y circunstancias del mismo. Estas soli­citudes habrán de contener todos los datos necesarios para que el Jurado pueda comprobar la exactitud de las afirma­ciones que contenga.

12.a Las personas agraciadas con premios a la Virtud o al Trabajo en certámenes anteriores, no tienen derecho a concurrir al presente.

Sevilla, Marzo de 1Ü15.—El Presidente, José Monge Bernal.—Él Secretario, Jesús Bravo Ferrer.

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SUMARIO

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N Ü M E R O S 2 9 Y 3 0 D E I^A R B V I S T A " B É T I C A '

LOS REYES EN SEVILLA

BELLAS ARTES LA SEMANA SANTA Patria y región, i^ Coríines y Murube. Literatura: En memoria de Arturo Re­

yes, Pedro A. Margado. Del sentimiento: Melancolía, Francisco

Valdés. Miniatura: Los Pinares, Ramón S. Gran-

gel.

La ciudad y el campo: Páginas del libro del Príncipe de Bülow La política altmana.

El problema de las alianzas, José Zuri­ta y Calafat.

La tragedia del Bidosa, Blas Medina. Cuento de hadas, J. M. Marín Garrido. Castilla, José Sanz Tablares. Los reyes en Sevilla: Salutación a Sus

Majestades; A S. M. la Reina Doña Victo­ria Eugenia: Soneto de Manuel Machado.

Por la ciudad: La barriada obrera. De la visita regia. Vida andaluza: En las ruinas de Itálica. Aracena: Los reyes en la Gruta de las

Maravillas.

Por la región: La semana agrícola. Semana Santa: Noche del Jueves Santo,

Sevilla, dibujo de Santiago Martínez. Escenas de la Pasión: La Sagrada Cena,

Inicial de los libros de Coro de la Catedral de Sevilla; Tríptico del Divino Morales; Nuestro Padre Jesús, notabilísima escultura propiedad de la Hermandad de la Corona­ción de Espinas; Detalle del Cristo del Si­lencio, Parroquia de San Miguel; Detalle del Cristo de la Expiración, Capilla del Patroci­nio, Fotografías del Laboratorio de Teoría de la Literatura y de las Artes de la Fa­cultad de Filosofía y Letras de la Universi­dad de Sevilla; Cristo de la Expiración, cua­dro de Zurbarán, Museo de Sevilla; Cristo de San Agustín, Parroquia de San Roque; Cristo, de Montañés, existente en el Con­vento de Santa Isabel, Fotografías del La­boratorio de Teoría de la Literatura y de las Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Sevilla; Cristo, de Mu-rillo, existente en el Museo del Prado de Madrid; El Descendimiento, Cristóbal de Morales, Museo de Sevilla; Sevilla en Sema­na Santa, Poesía de Pedro A. Morgado\ Cristo en brazos de su Padre, cuadro del Greco, existente en la Catedral de Sevilla; El Santo Entierro, anónimo, Museo de Se­villa; Stabat Mater, Poesía de Felipe Cortines

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• • • • • • • • • • • • • • • • ü B a a s a n a ' B a a f a i i s i í « e i i i i a a « a H i i « B H a a B H B H

Murube; Catedral de Sevilla, Mater Doloro-sa, cuadro de Murillo; Cristo del Santo En­tierro, escultura de Montañés, Capilla de San Gregorio; Santísimo Cristo de la Fun­dación, Capilla de los Angeles; Nuestra Se­ñora del Valle, Iglesia del Santo Ángel; Pa­so de la Virgen de la Esperanza, Parroquia de San Gil.

Jardines de Sevilla: Las Delicias. Teatros: Temporada de Primavera en

Cervantes: Retratos de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza.

En el estudio de Gonzalo Bilbao: Repro­ducción de ocho cuadros del gran pintor an­daluz, F. C. M.

Mi vida eres tú , A. Diez de Max. La Exposición Hispano-Americana: El

Palacio de Industrias, Seis vistas del nuevo edificio, F. C M.

Nombres de Cristo: Fragmento de la obra de Fray Luís de León.

Las Siete Palabras, Joaquín José Cer­vino.

Del Maestro Granada: Del símbolo de la fe: Parte V, Cap. VI, Fray Luís de Gra­nada.

La Cruz, Poesía de Gertrudis Gómez de Avellaneda.

La pasión de Cristo en el Teatro Clási­co español, Lope de Vega., Miguel de Cer­vantes, Calderón de la Barca, Agustín Mo-reto y Tomás de Añorbe.

Las Ceremonias de la Semana Mayor en la Catedral de Sevilla, según el rito antiguo, Antonio Muñoz Torrado.

«Llorando su soledad», José Santa Cruz y Santa Cruz.

Lírica, Rafael Laffón. A Cristo muerto en la Cruz, Rosa de

San Millán de Leyva. Consumatum est, José A. Jiménez. Visión de muerte, Ignacio de Cepeda y

Soldán. Los festejos primaverales: Programa del

Excmo. Ayuntamiento de Sevilla. Los Juegos Florales en el Ateneo.

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Sevilla.—Tip. de la Guía Oficial, Alrarez Quintero, 72

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