La religión de don Quijote y la fe de Alonso Quijano · la clergie, y la posible integración de...

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LA RELIGIÓN DE DON QUIJOTE Y LA FE DE ALONSO QUIJANO Antonio Regalado Profesor Eméríto-New York Uníllcrsíty La fe de la que hace gala Cervantes en su vida y en sus obras de- lata una fidelidad sin fisuras a la doctrina de la Iglesia, ortodoxia que fue lo suficiente holgada para hacer sitio al mensaje evangélico y a los fervores de la religiosidad popular. El Quijote se abreva en una tradi- ción en la que se confunden impulsos paganos e imperativos religio- sos. Alonso Quijano, vuelto don Quijote, despliega en su noble en- trega al ejercicio de la caballería andante un paradójico pero no insólito ayuntamiento de sindéresis y despropósitos, de fe cristiana y de creen- cias mágicas, de sabiduría y de ignorancia. El autor no tardará en se- ñalar desacuerdos entre la doctrina cristiana y el ethos caballeresco, cuando (en camino al entierro de Crisóstomo) después de escuchar a don Quijote describir la profesión que ha elegido, uno de los cami- nantes de nombre Vivaldo, le dice: «-Paréceme, señor caballero an- dante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas pro- fesiones que hay en la tierra, y tengo para que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha» 1. 1 A partir de aquí las citas del Quijote serán tomadas de la edición de la Real Aca- demia Española (2004) y sólo se indicará el libro, el capítulo y el número de página.

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LA RELIGIÓN DE DON QUIJOTE Y LA FE DE ALONSO QUIJANO

Antonio Regalado Profesor Eméríto-New York Uníllcrsíty

La fe de la que hace gala Cervantes en su vida y en sus obras de­lata una fidelidad sin fisuras a la doctrina de la Iglesia, ortodoxia que fue lo suficiente holgada para hacer sitio al mensaje evangélico y a los fervores de la religiosidad popular. El Quijote se abreva en una tradi­ción en la que se confunden impulsos paganos e imperativos religio­sos. Alonso Quijano, vuelto don Quijote, despliega en su noble en­trega al ejercicio de la caballería andante un paradójico pero no insólito ayuntamiento de sindéresis y despropósitos, de fe cristiana y de creen­cias mágicas, de sabiduría y de ignorancia. El autor no tardará en se­ñalar desacuerdos entre la doctrina cristiana y el ethos caballeresco, cuando (en camino al entierro de Crisóstomo) después de escuchar a don Quijote describir la profesión que ha elegido, uno de los cami­nantes de nombre Vivaldo, le dice: «-Paréceme, señor caballero an­

dante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas pro­fesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha» 1.

1 A partir de aquí las citas del Quijote serán tomadas de la edición de la Real Aca­demia Española (2004) y sólo se indicará el libro, el capítulo y el número de página.

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«Tan estrecha, bien podía ser, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda», responde don Quijote sin atreverse a igualarse con un cartujo, aunque asintiendo a la compara­ción que hace Vivaldo de la caballería con una orden religiosa2. Dueño de un discurso que destila la esencia del ideal caballeresco, don Quijote contrasta el papel de los religiosos con el de los soldados y caballeros. Éstos, explica, ponen en ejecución «no debajo de cubierta, sino al cie­lo abierto» lo que los religiosos con toda paz y sosiego piden al cie­lo el bien de la tierra, «así que somos», enuncia con orgullo, «minis­tros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia». Don Quijote recuerda que como las cosas de la guerra sólo se pueden poner en ejecución «sudando, afanando y trabajando, sí­guese que aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorez­ca a los que poco pueden» (1, 13, pp. 112-113).1.

En el Quijote de 1615 vuelve a surgir la relación entre la caballe­ría y la religión cuando, don Quijote le dice a Sancho que «el deseo

2 El ideal de! caballero adopta la forma de una dedicación que asimila a la disci­plina militar, la severidad de la vida monástica. Las órdenes militares, las tres grandes

ordenes de Tierra Santa y las tres órdenes españolas ayuntan el ideal monástico con el caballeresco. Es común en la Edad Media llamar a las órdenes de caballería, reli­giones incluyendo las seculares. Chastellain llama a la orden del Toison de Oro, en cuyos rituales ocupaban un lugar prominente e! coro y la misa, une religion. Oliver de la Marche llama a un portugués, un chevalier de la religion de Avys (Huizinga, 1945, p. 121). Don Quijote se refiere en más de una ocasión a la caballería como religión. Al disputar con el canónigo sobre la verdad histórica de la caballería andante, hablando

de los Doce Pares, caballeros escogidos por los reyes de Francia, afirma que «era como una religión de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava» (1,49, p. 508). En

otra ocasión responde a la ingenua pero incisiva pregunta de Sancho, «Cuál es más, resucitar a un muerto o matar a un gigante», que más es resucitar a un muerto y que

«muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cie!o: religión es la ca­ballería, caballeros santos hay en la gloria» (I1, 8, pp. 607-608).

3 En el discurso sobre las armas y las letras don Quijote recoge el hilo, compa­rando esta vez la profesión del soldado con la de! estudiante o estudioso, es decir con

las 'letras humanas'. No se trata de retomar la tradición medieval de la chevalerie y de

la clergie, y la posible integración de las armas y las letras, sino probar «cual de los es­píritus, e! del letrado o el del guerrero trabaja más» (1,37, p. 392). Don Quijote aun­

que no deja de ser hombre de letras, ya que por éstas ha llegado a descubrir su tar­

día vocación, defiende la preeminencia de las armas sobre las letras avanzando entre otras muchas razones que el soldado no sólo sufre tantas penurias o más que el es­

tudiante sino que además está a cada paso a pique de perder la vida.

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de alcanzar fama es activo en gran manera» y puede llevar a alguno a «verse con fama aunque infame)). Tras dar ejemplos históricos de gran­des hechos, don Quijote razona que «todas estas y otras grandes y di­ferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los morta­les desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen)). No olvida la fama que más importa cuando afirma: «los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de aten­der a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza)). Consciente de que aunque sean «muchos los andantes)) como dice Sancho, son «POCOs los que merecen el nom­bre de caballeroS)), se pone en guardia contra posibles trasgresiones ad­virtiendo «que nuestras obras no han de salir del límite que nos tie­ne puesto la religión cristiana que profesamos)) (1, 8, pp. 605-606). La suprema consagración al servicio del más elevado ideal del voto ca­balleresco lo acercaba a los votos de los religiosos.

Este ideal no contradice el hecho de que a don Quijote le mue­ve el deseo de la fama mundana, empujándole a alcanzarla el amor a su dama Dulcinea, por la que está dispuesto a matar y a morir, dis­posición característica de la caballería europea, la vivida y la imagina­da, a lo largo de cinco siglos. Don Quijote encarna el ideal procla­mado por Willeham en el Parzit'al de Wolfram van Eschenbach, que el caballero puede esperar dos recompensas, el cielo y el reconoci­miento de las mujeres. La pasión amorosa y la fidelidad no suponen para don Quijote un conflicto con la fe cristiana pudiendo coexistir y hasta reforzarse en el mismo individuo el amor a la dama y el amor a Dios. Así lo creyeron numerosos caballeros de carne y hueso frente a las limitaciones impuestas por la Iglesia. El impulso erótico podía adoptar la forma de un sacrificio y hasta de un martirio, y la austera disciplina de la caballería servir de vehículo a la expresión de un amor sublime. Don Quijote reitera un compromiso que había inspirado a sus antecesores, ficticios y reales, aquellos que profesaron en toda su pureza el ideal caballeresco y adoptaron una forma de vida ascética afin al ideal monástic04 .

4 San Bernardo en su De laude novae mi/itiae escribió en apoyo de la nueva Orden del Temple: "Es nueva esta milicia. Jamás se conoció otra igual, porque lucha sin des-

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Cervantes siguiendo una larga tradición se permite criticar ciertas características paganas de la caballería por boca de Vivaldo. Éste, tras reconocer el carácter ascético de la vocación de don Quijote, da voz a una critica común de origen eclesiástico echándole en cara que los caballeros andantes cuando se ven en la ocasión de acometer una gran­de y peligrosa aventura con peligro de perder la vida «nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes, antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios» (l, 13, p. 113).

Don Quijote responde que al encomendarse a la dama no quita que se encomienden a Dios que «tiempo y lugar les queda en el dis­curso de la obra». Vivaldo, que no parece estar de acuerdo, da el ejem­plo de que al trabarse palabras entre dos andantes, se encolerizan y sin más ni más toman una buena pieza del campo y a todo correr se en­cuentran, y en mitad de la carrera se encomiendan a sus damas, y en lo que suele suceder uno por lo menos cae mortalmente herido, sin tener tiempo de encomendarse a Dios. Mejor, concluye Vivaldo que las palabras que gastó en la carrera «encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano» (l, 13, pp. 113-114). Don Quijote se encomienda a Dulcinea pero sí se acuerda de Dios lo hace tan en secreto que ni el autor de su historia se en­tera.

Don Quijote, como en casI todo lo que se refiere a la moral ca­balleresca, lleva al extremo su apetito de gloria. Ejemplo típico de este anhelo que para algunos enmascaraba la avaricia y la soberbia, son las palabras que don Quijote anticipando una gran aventura le dirige a su escudero (en el episodio de los batanes) mientras espera la llegada de alba: «yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las gran­des hazañas, los valerosos hechos». No le basta resucitar la caballería andante de los de la Tabla Redonda, los Doce Pares de Francia y los Nueve de la Fama, y poner en olvido los Platines, los Tablantes, Olivan­tes y Tirantes, los Febos y Belianises con toda la caterva de caballeros andantes del pasado, sino que se propone en los tiempos en que se halla hacer «tales grandezas, extrañezas y fechas de arnus, que escu-

canso combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hue­

so, y contra las fuerzas espirituales del mal" (Bernardo de Claraval, 1994, p. 169).

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rezcan las más claras que ellos ficierom (1, 20, p. 175). El tono hiper­bólico desenfimda una soberbia que no conoce límites y cuyo carác­ter pecaminoso queda frenado por la supuesta chifladura del persona­

Je. Los caballeros que inspiran a don Quijote no se confinan a los li­

bros de caballería, los hay también con nombre y apellido, acta bau­tismal, y hazañas verificadas por la historia. Uno de esos modelos es el caballero leonés de la primera mitad del siglo xv, Suero de Quiño­nes5, defensor por amor a su dama del Pas50 Honroso junto al puente del Órbigo. Suero, según el Libro del PaS50 Hor¡roso recibió por com­pañeros a nueve mantenedores o defensores «considerando los ruegos de todos ellos, que con cobdicia de honor durable tan voluntariosa­mente ofrecían sus personas a todo peligro que en armas venir les pu­diese). La 'cobdicia de honor'6 podía derivar en un huero despliegue de vanagloria a no ser que el caballero guiado por la fortaleza busca­se amparo en las demás virtudes cardinales, la justicia, la prudencia y la templanza. Las bajas pasiones tendían a enmascararse con facilidad bajo bellos y sublimes sentimientos como el amor, la fidelidad, la ge­nerosidad, la cortesía y el espíritu de sacrificio. Los pecados que ace­chaban a los caballeros eran la avaricia, la envidia, la ira y la soberbia, facilmente camuflados bajo esa 'cobdicia de honor' que movía a la no­bleza a arriesgarse en la guerra, en los torneos y en las justas7. Pero Rodríguez Delena, notario del rey Juan II que llevó la cuenta día a

Cuando don Quijote sostiene frente al canónigo que los caballeros andantes han existido en realidad. alude a figuras históricas cuyos nombres mezcla con los de ficción que actuaron el! la primera mitad del siglo xv y poseyeron armas de pareci­da cosecha a las que heredó de sus 'bisabuelos', esas armas «tomadas de orín y llenas de moho, luengos (1,1, p. 31) con las que se armó caballero. Estos personajes actuaron en la primera mitad del siglo xv, y practicaron a su manera la andante ca­ballería. Don Quijote recuerda al famoso Juan de Merlo "que fue a Borgoña y se combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charní» y a das aventuras y desafio s que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gmierre Quijada». De este último don Quijote se precia descender, «por línea recta de varón». No olvida al caballero leonés cuando argumentando contra el canónigo exclama «digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso» (1. 49, p, 507),

6 Por codicia de honor podemos entender avaricia en el sentIdo de un deseo in­saciable que sin duda puede casar bien con la soberbia,

7 Don Quijote no da indicios de envidia, de lujuria, de avaricia, de gula o de pe­reza: su castidad, caridad, generosidad, templanza y diligencia son irreprochables, La

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día de lo que ocurría en el Passo Honroso, anotó que los nueve ca­balleros defensores que «venían con el generoso e virtuoso Suero de Quiñónez» estaban «muy deseosos de ser en tan honroso fecho con encendido movimiento, que en sus animosos corazones doblemente causó, lo uno pensamiento de razón, e lo otro deseo de voluntad»8.

El cronista añade que el «deseo de voluntad» les hizo «fascer las cosas de fecho», no sin acatar que «la razón sea señora e guardadora delan­te, e que el deseo obedezca»9. El caballero ideal se valdrá de la vo­luntad pero tendrá que guiarla con la razón, es decir ayuntar la pru­dencia y el valor.

Ésta es una problemática constante de la caballería, atrapada entre

la idea y la práctica, y presta a caer, por la pendiente del desatino como ocurrió en la catastrófIca derrota en 1396 de la caballería cristiana en Nicópolis a manos de los turcos, o rebajarse hasta el bandidaje y la rapiña, confluyendo en las mismas acciones heroicidades y abomina­bles crueldades. Y es que cuanto más elevado es el ideal, mayor es la disparidad con la realidad. Ya en los últimos dos siglos de la Edad Media, la brecha que se abre entre el ideal caballeresco y la práctica es objeto de burlas, parodias y escarnios.

La valentía y la heroicidad eran los fundamentos del ideal caballe­resco como consecuencia de una visión aristocrática y militar de la vida, pero a estas virtudes había que añadir la lealtad, la piedad, la cor­tesía y las letras. El conjunto representó un ideal que a largo plazo in­fluyó en las formas superiores de la vida burguesa en la Edad Moderna. Por esta razón, a pesar de la aparente distancia, don Quijote, quintae­sencia de ese ideal, no está tan lejos de nosotros. El concepto del ide­al caballero se refInó y perfIló durante los siglos XII y XIII bajo la in­fluencia de ideas y sentimientos religiosos. En palabras de Raimundo Lulio, autor del influyente Libro de la Orden de Caballería, obra de fI­nes del siglo XlII, caballería y valor no se avienen sin sabiduría y cor­dura. A don Quijote le falta cordura aunque ufano diga de sí mismo, «que después de que soy caballero andante soy valiente, comedido, li­beral, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufrido

ira y la soberbia no las mantiene a raya, fallándole más de una vez la humildad y la

paciencia. En la tradición caballeresca la ira va ligada a la soberbia que aparece di­

simulada, embellecida y estilizada. 8 Rodríguez de Lena, Libro del Passo honroso, p. 8.

9 Rodríguez de Lena, Libro del Passo honroso, p. 8.

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de trabajos» (1,50, p. 511). Raimundo Lulio señaló que todo caballe­ro debe practicar las siete virtudes, las teologales, fe, esperanza, caridad y las cardinales, justicia, prudencia, fortaleza y templanza, raíz y prin­cipio de las buenas costumbres, y caminos de la gloria perdurable.

La falta de prudencia es el tendón de Aquiles de don Quijote, de­ficiencia que comparte con caballeros andantes, ficticios y reales, ya que el valor y el riesgo que acompañaban el ejercicio de la caballería llevaban en numerosas ocasiones a acciones tenlerarias, imprudentes e injustas. En el caso de don Quijote la temeridad demuestra una falta de juicio que raya con la locura. El prurito de imitación de modelos le lleva a acciones disparatadas, como es el caso de la grotesca puesta en escena de un pas d'arrnes.

Durante su estancia en el palacio de los Duques, don Quijote, ma­niatado por la etiqueta, siente vivos deseos de disfrutar de la libertad. En camino a Barcelona surge la ocasión, al encontrarse en medio de un bosque con un grupo de personas; maridos, esposas, hijos, hijas, vecinos, amigos y parientes que han puesto tiendas de campaña para pasar unos días con el fin de formar «entre todos una nueva y pasto­ril Arcadia», vistiéndose «las doncellas de zagalas y los mancebos de pastores». Llevan estudiadas para representarlas «dos églogas, una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes» (11, 58, p. 991).

Una de las fingidas pastoras, lectora de la primera parte de El in­genioso hidalgo dotl Quijote de la Mancha, no tarda en reconocer al ca­ballero. Éste se siente arropado por la entusiasta compañía, aunque su propia forma de imitar se inscribe en la acción mientras que los de la fingida Arcadia, imitadores de 'fin de semana', han escapado de la co­tidianeidad a vivir por unos días interpretando papeles y remedando lenguajes y personajes del mundo de la literatura pastoril.

El inspirado caballero toma su lanza y poniéndose en medio del camino real, cerca del prado donde acampa la amable compañía de pastores y pastoras, reta a los pasajeros, viandantes, escuderos y gente de a pie y de a caballo que pasen por dicho camino, haciéndoles sa­ber que está en dicho lugar puesto y dispuesto a defender que las nin­fas que habitan los circundantes prados exceden en belleza10 (dejan-

10 En esta 'aventura' don Quijote no se limita a imitar sus libros de caballería. Invoca una tradición caballeresca arraigada todavía en el mundo social de la Baja Edad

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do a un lado a Dulcinea del Toboso) a todas las 'hermosuras del mun­do'.

Aparece de pronto un tropel de lanceros y otras gentes a caballo que llevan a encerrar unos toros. Los de la fingida Arcadia se apartan medrosos del camino pero don Quijote sin hacer caso de la adver­tencia de uno de los vaqueros, «¡Apártate, hombre del diablo, del ca­mino, que te harán pedazos estos toros\.), no se mueve un ápice, tando que para él no hay toros que valgan aunque sean los mas bravos que cría jarama en sus riberas. Temerario hasta el absurdo, don Quijote se dirige a los 'malandrines' que se le vienen encima 'a carga cerrada' retándolos a confesar «que es verdad lo que yo aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla)' ([l, 58, p. 995). No hay tiempo para re­accionar y la estampida de vaqueros, cabestros y toros atropella al ca­ballero luantenedor, a su escudero, a Rocinante y al rucio.

El aberrante desenlace de esta abortada aventura brota de la dispa­ridad entre el concepto de passo honroso y la realidad contingente; un encierro. La hilaridad que provocan estas situaciones tiende a encu­brir la angustiosa brecha entre la idea y la realidad, que caracteriza lo grotesco y en la que incuba nuestra condición metafisica. Y es que las mismas escenas que nos hacen reír o sonreír, nos producen dolor. La imitación de don Quijote se ubica en el mismo centro del devenir y no es escapista como la de los fingidos pastores y pastoras.

Nuestro héroe no sielnpre se enfrenta a situaciones que le permi­ten demostrar su valor, aunque acabe «pisado y acoceado y molido de animales inmundos y soeces.). En más de una ocasión despliega un ca­rácter irascible, cuando le tocan cuestiones que importan a su amor propio y al ejercicio de su profesión. Encolerizado por una imitación burlona de Sancho, alza la lanza y le asesta tal golpe que no resulta mortal porque el escudero se ladea recibiéndolo en las espaldas. Recapacitando, le pide a Sancho que lo perdone porque "los prime­ros movimientos no son en mano del hombre» (1, 20, p. 186). En la segunda venta se vuelve loco furioso cuando el cuadrillero de la Santa Hermandad lo agarra por el cuello tras comprobar por su aspecto que

Media. la defensa frente a caballeros aventureros, de un paso en un camino puente o encrucijada, en 110m bre de alguna dama. U 110 de los pasos históricos más famosos fue el Pass o Honroso defendido por Suero de Quiñones y nueve caballeros mantenedores en Puente Órbigo en el año de 1434.

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responde a las seüas del delincuente11 buscado por la justicia. Don Quijote, nos cuenta el autor, «asió al cuadrillero con entrambas ma­nos de la garganta, que, a no ser socorrido de sus compaüeros, allí de­jara la vida antes que don Quijote la presa» (l, 45, p. 472). Cuando carga contra los 'ensabanados' que aparecen con candelas en la noche

y que resultan ser clérigos que llevan el cuerpo de un caballero muer­to, los desbarata con una energía y rapidez asombrosas, hiriendo de consideración a uno de ellos.

Pero es el sentimiento del ridículo lo que lo pone fuera de sÍ. Cuando los cofrades que portan en rogativa una efigie de la Virgen, se echan a reír con ganas porque don Quijote les pide que la dejen libre, asumiendo que es una seüora que llevan contra su voluntad, fue como «poner pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas» (l, 52, p. 525)12.

La cólera que lleva dentro sale a flor de tierra en el combate con el vizcaíno al que hiere de gravedad. Enfurecido por la grotesca des­cripción que hace de Dulcinea uno de los mercaderes toledanos, sólo un tropiezo de Rocinante evita que lo envíe al otro mundo. Arremete con furia homicida contra los arrieros que con el fin de abrevar a sus caballerías se atreven a quitar las armas que ha puesto sobre la pila. Un lector que se divierta y conforme con la chifladura del caballero y sus grotescas desventuras, si tal lector ha existido alguna vez en es­tado puro, se quedaría sólo con la cáscara. Calderón, entusiasta lector del Quijote, entendió el carácter universal y arquetípico del quijotis­mo cuando se valió del término 'enquijotarse', que aplica a los caba­lleros galanes de sus comedias, que encandilados por el amor y el ho­nor, lanzándolos alocadamente a actuar como don Quijote.

11 Alonso Quijano al ejercer su nueva profesión con las mejores intenciones de!

mundo, comete suficientes infracciones del código penal para pasar e! resto de su vida en galeras, o más bien en un manicomio, ya que como observan algunos personajes, se librará de la justicia por loco.

12 Existen otras situaciones en las que exhibe un carácter predispuesto a recurrir

a la fuerza para remediar o evitar injusticias, y que corresponde a una personalidad

que junta a Alonso Quijano el hidalgo sereno y sensato y al caballero andante don

Quijote de la Mancha, gran defensor de la libertad de la persona. En ocasiones don­

de no está por medio la aventura que él mismo diseña, don Quijote pone la mano en el puño de la espada o la desenvaina para defender la libertad de Marcela y el de­recho de los amantes Basilio y Quiteria a juntar sus vidas.

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Casi todos los personajes de la novela, también 'lectores' de libros de caballerías, acaban mordiendo el anzuelo que les tiende la impe­riosa necesidad fabulatoria que arrastra al ser humano. El lector, esté dentro o fuera de la novela, podrá fichar a don Quijote como un loco­cuerdo, pero no se resignará a que deje de hacer quijotadas. El Quijote de Cervantes es entre otras lnuchas cosas un paradójico retrato de la locura, creado poco menos de un siglo después de la impresión de la gran obra de Erasmo, A10ríae Encomíum (Elogio de la locura o Encomio de la estulticia, 1511). Para Erasmo, cuyas ideas llegan a ser patrimonio espiritual de los europeos, la estulticia alimentada por las pasiones y el apetito sensitivo se caracteriza por su vitalidad frente a la razón que seca las fuentes de la vida. Erasmo (1999) viene a decir, no sin ironía, que la locura es la salsa de la existencia, y que en la forma de la men­tira y de la ilusión provee al hombre con un motivo para vivir. Don Quijote expresa una variante de esta idea cuando le dice al canóni­go, {,y vuestra merced créame y, COlno otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá como le destierran la melancolía que tuviere y le mejo­ran la condición, si acaso la tiene mala» (1,50, p. 511)13.

La idea de que la estulticia promueve la ilusión de vivir, alienta en las razones del ventero, Juan Palomeque el zurdo, cuando éste cuen­ta corno en tiempo de la siega alguno de los segadores que sabe leer coge uno de los libros de caballerías que hay en la venta y rodeado hasta más de treinta, «estámosle escuchando con tanto gusro que nos quita mil canas». Aunque no menciona la palabra melancolía afirma que esos libros «me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros mu­chos» (1,32, p. 321). También se la han dado a don Quijote, tanto que durante años dedicó todo su ocio a leerlos y releerlos, hasta decidir­se a vivirlos.

Desde el sentido común y la moral, don Quijote asume corno ver­dad 10 que parece ser sólo, mentira. Pero desde una perspectiva más ecuánime, como la del canónigo, crítico de los libros de caballería pero también empedernido lector del género, el discurso de don Quijote le parece una mezcla de verdades y mentiras. La ilusión que mueve al caballero estaría desde cierto punto de vista promovida por el con­cepro nietzschiano de la voluntad de poder al servicio de la vida, que

13 Don Quijote, minado por cO!l(inuos fracasos y disgusws. acabará hundiéndo­se en una profunda melancolía.

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se funda en la asunción de que algo es verdad en tanto creernos que lo es. El mundo ficticio de los libros de caballerías internalizado por el hidalgo, se constituye desde esta perspectiva corno una gran men­tira que Alonso Quijano hace suya corno un gran verdad. Dicha men­tira es la exageración de una 'verdad' vivida por la sociedad medieval,

el ideal caballeresco (ideal que sobrevivía en diversidad de formas en la época de Cervantes), siempre en conflicto con su puesta en esce­na.

En El elogio de la locura, la personificación de la Estulticia, partien­do de la premisa que la sabiduría no produce felicidad, sino más bien lo contrario, pone bajo sospecha la razón como enemiga de la vida. Inspirada por un pensamiento de San Pablo, que los judíos piden se­ñales y los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predica­mos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, afirma que el misterio de la fe se ha hecho carne en la lo­cura de la cruz. De las incandescentes paradojas de la primera Epístola

a los Corilltios, destaca las siguientes: «El que de vosotros se crea sabio vuélvase estulto para encontrar la verdadera sabiduría» y «Dios ha que­rido salvar al mundo por medio de la Estulticia))14.

De la locura puede brotar la prudencia, desprendiéndose ésta de acciones que el sabio evita, en parte por modestia y en parte por co­bardía. Los locos, ya sean stulti, insani o moriones, no están impedidos ni por la modestia ni por el peligro. Mientras que el sabio se refugia en los libros de los antiguos, el loco descubre la prudencia por me­dio del riesgo y de la experiencia. Erasmo alude a Hornero a este res­pecto, que aun el loco es sabio después que la acción ha sido consu­mada1s . Ésta será la paradójica sabiduría que se sedimenta de manera subrepticia en don Quijote, y cuyo potencial aprovechará Cervantes con inusitada sutileza en el Quijote de 1615.

Según se desarrolla el carácter del protagonista o señor de la his­toria, el autor se preocupa de que no quede reducido a un mero loco de atar, lo que no daría de sí ni para un mal entremés. De ahí que ya en la primera parte, don Quijote imita la mansa penitencia de Amadís en vez del demente desenfreno de Rolando, permitiéndose hacer in­geniosas distinciones entre la locura voluntaria y la involuntaria.

14 Erasmo, Elogio de la locura, pp. 176-177. IS Erasmo, Elogio de la locura.

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Cervantes, consciente de que la falta de sapiencia y de prudencia de su héroe, pese su nobleza de espíritu, constituía un grave defecto, hace que despliegue el buen sentido y la sabiduría en cuestiones que no tocan a la caballería andante. Raimundo Lulio en su Libro de la

Orden de Caballería, sostuvo que el ánimo noble no puede ser venci­do y que la Orden de Caballería se originó en la nobleza de ánimo,

siendo su esencia espiritual y, que en ningún lugar está la caballería tan agradablemente como en un corazón noble. Todo esto coincide con la manera de ser de don Quijote, pero nuestro héroe no cumple con otros requisitos que pide Lulio y que tocan a la sabiduría y la cordura de las que el caballero no debe prescindir aunque el esfuer­zo y el ardimiento sean esenciales a la caballería y deba estar dispues­to a morir por mantenerla. Sólo la sabiduría y la cordura, templan el desorden que hay en aquellos que piensan cumplir con la orden de la caballería por la locura y mengua de entendimiento.

Cervantes sabía que al héroe de la epopeya lo caracterizaba el arre­bato y la desmesura, y que la tradición eclesiástica propugnaba un per­sonaje capaz de unir la sabiduría y la fortaleza. Estas virtudes están re­partidas en la Chanson de Roland entre Rolando y Oliveros, en tanto, uno es valiente y el otro sensato, «Rollant est proz e Oliver est sage»16. Cervantes era consciente de que la sapiencia y la fortaleza las conce­de Dios a sus elegidos (Daniel, Il, 20 Y 23), Y «en Dios está la sapien­cia y la fortaleza» (Proverbios, VII, 14), «Entonces me dije más vale la sabiduría que la fuerza» (Eclesiástico, IX, 16) 17.

El Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, haciéndose eco de esta valoración (en la que alienta el ideal de fortitudo y mode­ratio de la tradición greco-romana) le dice a don Quijote cuando éste insiste en luchar con los leones: «Señor caballero, los caballeros an­dantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de sa­lir bien de ellas, y no aquellas que de todo en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza» (Il, 17, p. 672).

16 Chanson de Roland. p. 221. 17 Alonso Quijano, al ejercer su nueva profesión con las mejores intenciones del

mundo, comete suficientes infracciones del código penal para pasar el resto de su vida en galeras, o más bien en un manicomio, ya que como observan algunos personajes,

se librará de la justicia por loco.

A. REGALADO 211

Al héroe de la tradición épica lo caracteriza el ímpetu y la des­mesura mientras la interpretación eclesiástica que recoge San Isidoro dota al héroe de sabiduría:

Por los temas que aborda, heroicos, elegíacos, bucólicos se llama heroi­co el poema que narra las gestas y hazaflas de los grandes hombres. Y es que héroes se llaman aquellos varones, como si se dijera 'aéreos', dignos del cielo por su sabiduría y su bravura (A rebus quae scribuntur, ut heroicum, elegiawm, bU((Jlíwm. Heroicum enim carmen dictum, quod eo I'írorumjortium res et jacta lIarrantur. Nam heroes ape/lantur viri quasi aerii et ({lel" digni propter sa­pientiam et jortitudinem) 18.

Tales extremos no llevan a don Quijote a un manicomio, sino a

un lugar privilegiado en el corazón de sus lectores, quienes quiéran­lo o no, entre burlas y veras pueden acabar descubriendo su propio quijotismo. El autor no es inmune a este proceso y nos ha dejado un magnífico testimonio de su admiración por el alma grande de su per­sonaje19 •

Las cuestiones morales planteadas en el Quijote pueden quedar en

segundo plano o aun hacerse invisibles a causa del vigoroso humor que la novela despliega y que ha llevado a algunos a verla sólo como una genial expresión del espíritu cómico. Erich Auerbach optó por esta opinión en su influyente obra Mimesis, cuando afirma que Cervantes excluyó de su novela todo lo que podía ser trágico y pro-

18 San Isidoro de Sevilla, Etim"l,,~ías, 1, 39, 9.

19 El 'grave eclesiástico', capellán: de los Duques, al oír hablar de gigantes, de fo­liones y de encantos, cae en la cuenta de que el invitado es don Quijote de la Mancha «cuya historia leía el duque de ordinario y a quien había reprehendido muchas ve­ces, diciéndole que era disparate leer tales disparates». Este censor se dirige al Duque advirtiéndole que tendrá que dar cuenta ante «Nuestro Señor de lo que hace este buen hombre», palabras a las que añade con un tono de soberano desprecio, otras que

vituperan y escarnecen al caballero que tiene delante, «Este don Quijote, o don Tonto,

o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra

Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades •• (11,31, pp. 791-792). La inspirada respuesta de don Quijote

tras seilalar a aquellos que a troche y moche se entran por las casas ajenas a gober­

nar sus dueños, y, «habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún pupilaje, sin

haber visto más mundo que e! que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros an­dantes)) deja claro que él no va buscando los regalos de! mundo, «sino las asperezas

212 LA RELIGIÓN DE DON QUIJOTE

blemátic020 . Para este cntlco que basa sus ideas en un análisis del ca­pítulo IX de la segunda parte, la maravillosa y sublime retórica que sirve a don Quijote de vehículo para expresar su amor por Dulcinea, es munición gastada en vano en tres feas y vulgares campesinas; nada más que otro magnífIco ejemplo de 'confusión cómica'. El noble idea­lismo de don Quijote impulsado por una idea fIja de la aventura y confundido con la mentecatez, opera en el vació; no se funda en una comprensión de las condiciones actuales del nundo. Todos sus es­fuerzos son sin sentido e incompatibles con la realidad histórica exis­tente, ya que no encuentra resistencia en la 'realidad'. La novela es una comedia en la que la sólida realidad pone la locura en ridículo.

Es evidente, sin embargo, que don Quijote se enfrenta a un mun­do de entes subsistentes que se le resisten hasta al punto de 'agredir­lo', choque que ejemplifIca la lucha de todo ser viviente por llegar a ser y permanecer actual. El autor logra sumergir a su héroe en el desa­cuerdo, en la no correspondencia o no verdad, para desarrollar su vida interior a base de esa constante desavenencia. El culatazo que da la intención al no corresponder la representación con lo representado repercute en el sujeto, en el que se van sedimentando experiencias que desembocan en el desengaño y la melancolía. Sin embargo, al fa­llar las correspondencias, don Quijote instalado en el error, experi­menta a su manera la libertad y desocultamiento de las cosas que tal libertad le hace presentes. Esta vía purgativa además de paradójica le llevará por medio de la experiencia hacia la cordura21 •

por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad», que no va por el «ancho campo de la ambición soberbia» o por el de la «adulación servil y baja» o por el de la «hipocresía engañosa». Contundente, afirma, «voy por la angosta senda de la caba­llería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda. pero no la honra» (II, 32, pp. 792-793). El apasionado discurso de don Quijote hizo exclamar a un lector tan com­prometido como Miguel de Unamuno; «jOh Don Quijote, mi San Quijote! Sí, los cuerdos canonizamos tus locuras, y que los graves eclesiásticos de ánimos estrechos se excusen de reprender lo que no pueden remedian>. El autor Del sentimiento trágico de

la vida convoca la imagen de un Cristo-don Quijote, cuando escribe que «si Cristo Nuestro Señor hubiese en tiempo de don Quijote, vuelto al mundo o si hoy vol­viese a él» aquel grave eclesiástico y hoy sus sucesores estarían «entre los fariseos que le reputarían por loco o dañino agitador y le buscarían nueva mu e rte afrentosa»

(Unamuno, 2000, p. 394). 211 Auerbach, 1950. 21 Don Quijote rehúsa asentir a lo que le dicen los sentidos y se salta a la tore­

ra, el principio de contradicción, borrando los objetos subsistentes de la realidad co-

A.REGALADO 213

Magistral ejemplo de los enfrentamientos de don Quijote con la catastrófIca aventura del barco encantado, episodio clave de la segun­da parte. Don Quijote, al que han sacado del agua los molineros cuan­do se iba al fondo arrastrado por el peso de la armadura, se niega a reconocer que las aceñas en medio del río, son lo que parecen. Poco antes de naufragar en el raudal y canal de las ruedas, la vista de las aceñas le había hecho exclamar: «¿Ves? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero opri­mido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído». Sancho le advierte que son aceñas donde se muele el trigo, a lo que su amo le responde contundente que «no lo son» porque «todas las cosas trastruecan y mudan su ser natural los encan­tos», matizando que no «las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece».

tidiana y sustituyéndolos por objetos ideales a los que dota de existencia, infiriendo a la vez las circunstancias en las que dichos entes aparecen. Sólo a posteriori acude don Quijote a conocimientos acumulados por la experiencia. Tras la abortada aventura de

los mazos de batán, descubre en la distancia «un hombre a caballo que traía en la ca­beza una cosa que relumbraba», lo que le hace afirmar "que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las

ciencias, todas, especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre"». Don Quijote aplica el refrán añadiendo, «lJígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura» (1,21. p. 188). Los re­franes como decantaciones de experiencias fundanlentales de la vida están en princi­pio reñidos con la manera de ver el mundo de don Quijote, quien para serlo tiene que negar buena parte de la experiencia que ha acumulado a lo largo de su vida como Alonso Quijano. Aunque don Quijote amonesta a Sancho una y otra vez por desenfundar refranes cuando no vienen a cuento y de no «hablar sin refranes una ra­zón corriente y concertada» (11, 34, p. 817) él mismo suelta más de una vez algún

adagio, lo que le hace decir a su escudero: «No soy yo ahora el que ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos en dos mejor que a mí,

sino que debe de haber entre los míos y los suyos esta diferencia; que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a deshora; pero, en efecto, todos son refranes»

(11,68, p. 1066). El prolífico uso de refranes, le va más a Sancho cuya concepción del

mundo contrasta con la de su amo, proclive a resoluciones temerarias, y desprovisto,

en tanto actúa como caballero andante de ese sentido, común a todos los hOlllbres. Sin embargo, don Quijote no deja de ser Alonso Quijano quien en sus momentos de cordura, más abundantes en la segunda parte, acude como cada hijo de vecino al refranero.

214 LA RELIGIÓN DE DON QUIJOTE

El héroe piensa para sí que «aquí será predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna». Convencido de que «en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta», se repliega al sagrario de su fondo insobornable y exclama desesperado: «Dios lo remedie, que todo este mundo es máquinas y trazas, contra­rias unas de otras. Yo no puedo más» (II, 29, pp. 776-777). La melan­colía que supuestamente curaban los libros de caballería parece ha­berle ganado la partida. El don Quijote de 1615, descubre un mundo donde reina la contingencia, prolifera la entropía, y donde nada es lo que parece. El héroe se irá replegando al sagrado de su conciencia, y a prueba de desengaños llegará a asumir la condición humana como una absurda pesadilla, aunque siempre resuelto a porfiar hasta morir, y a buscar amparo en la desesperación misma.

Después de la 'malaventura' del barco encantado, don Quijote y Sancho son acogidos por los duques, en cuyo palacio todo parece co­rresponder al mundo de los libros de caballerías. Allí, don Quijote se cree de verdad caballero andante, según nos informa el autor, pero no se sacude la tristeza que lo asedia, estado de ánimo cada vez más pa­tético según se acerca el fin. Cuando los hombres de Roque Guinart lo sorprenden en el bosque a pie y desprevenido, se hunde en la deses­peración. Al llegar el capitán de la banda, «Admirole ver lanza arri­mada al árbol y a don Quijote armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza» (I1, 60, p. 10(8).

En un episodio anterior, don Quijote nos ha sorprendido cuando admite que le puede fallar el juicio. Al encontrarse con unos labrado­res que llevan unas imágenes "de relieve y entalladura que han de ser­vir en un retablo que hacen en su aldea», don Quijote pide verlas al estar cubiertas por unas sábanas. Resultan ser cuatro figuras de santos militares, síntesis de la militia cristi y de la militia sewlaris; San Jorge «puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele pintarse»; San Martín «que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad»; y el após­tol Santiago, «Patrón de las Españas a caballo, la espada ensagrentada, atropellando moros y pisando cabezas», y el último el apóstol de los gentiles, representación de la «caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias de su conversión suelen pintarse». Don

A. REGALADO 215

Quijote reflexiona ante las imágenes diciendo en voz alta que «estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas, sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano». Arrastrado por la tristeza, afirrna pesaroso que «ellos con­quistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos». Esta confesión de impotencia da paso al inaudito reconocimiento de se­rios fallos en sus razonamientos, «pero si mi Dulcinea del Toboso sa­liese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo» (II, 58, pp. 985-987).

El carácter absoluto e inconcuso del querer de don Quijote (mi­nado por el fracaso y la duda en la segunda parte), nos invita a re­cordar el enunciado cartesiano. ego cop.ito, ergo sum, principio que pos­tula la conquista de una nueva posición para el hombre en el cosmos, sustentada por la conciencia de que es el ente cuyo ser es más cier­to.

Don Quijote desenfunda una afirmación que nos recuerda la pro­posición cartesiana cuando todavía resentido de la paliza que le ha dado el mozo de los mercaderes toledanos, desvaría delirante en res­puesta a las advertencias de un labrador vecino que lo ha recogido medio inconsciente y lleva de vuelta a la aldea tendido sobre su ju­mento. Pedro Alonso, algo molesto de oír a su vecino desbarrar repi­tiendo que es Valdovinos y que es Abindarraez, le recuerda que no es ni uno ni otro, sino el «honrado hidalgo el señor Quijana». Y es en ese instante, cuando Alonso Quijano, que se ha dado a sí mismo unos días antes el nombre de don Quijote, se afirma impertérrito en su re­solución: «Yo sé quién soy --respondió don Quijote-, y sé que pue­do ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías» (l, 5; p. 58). La soberbia del personaje podría parecernos luciferina, si no la descontáramos, atribuyéndola a la locura que lo domina.

El estado anímico del molido caballero y el hecho de que haya

perdido el juicio puede alejarnos de la cuestión de fondo que alien­ta en sus palabras, varándonos en las consecuencias cómico-grotescas de sus actos. Un lector excepcional, Miguel de Unamuno nos ha de-

216 LA RELIGIÓt-: DE DON QUIJOTE

jado un precioso comentario al pasaje arriba trascrito: «-yo sé quien soy, -dice el héroe porque su heroísmo le hace conocerse a sí pro­pio. Puede el héroe decir 'yo sé quien soy' y en esto estriba su fuer­za y su a la vez". Para el héroe, 'ser es querer ser', porque ({el héroe sabe quien es, quien quiere ser, y sólo él y Dios lo saben»22. El don Quijote de el autor Del sentimimto trágico de la vida, se afirma en el querer ser y en el saberse a sí mismo queriendo en la absoluta cer­tidumbre y resolución de su querer.

La resolución que puja en la proposición 'yo se quien soy' asume que lo más cierto es la voluntad, afirmación emparentada con el prin­cipio ego cogito, e¡go smn, que lo más cierto es el hecho de pensar, fun­damento inconcuso y absoluto de la verdad (fimdamentum absolutum ítlCOllWSSUl1l verítatis) que sustenta el nuevo papel del hombre, quien por sus propios esfuerzos y con independencia de la autoridad de la doctrina de la Iglesia, se ve impulsado a lograr una certidumbre sobre sí mismo en relación a las cosas del mund023 . La dimensión cómica de la novela ha oscurecido el carácter fáustico del personaje que se toma a sí mismo como medida de todas las cosas y al que le mueve una insaciable voluntad de poder.

22 Unamuno, 2000, pp. 189-191. ~3 Es posible que Descartes se hubiese familiarizado con el Quijote y quizás con

alguna de las novelas ejemplares, obras accesibles en el original y en traducción fran­cesa. Algunas observaciones del filósofo en sus Aleditaci<mes metüjJsicús apuntan a esa posibilidad. Al reflexionar sobre la escasa fiabilidad de los sentidos, Descartes recono­ce que no puede razonablemente dudarse «por ejemplo de que estoy aquí sentado junto al fnego vestido con una bata, teniendo este papel en las manos,,; sin embargo añade, hay «algunos insensatos cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar ves­tidos de oro y púrpura estando en realidad desnudos. o se imaginan que son cacha­rros o tienen el cuerpo de vidrio» (Descartes. 1953b, p. 268). La referencia a un hom­bre que cree estar hecho de vidrio nos hace pensar en Tomás Rodaja, protagonista de la novela ejemplar El licenciado vidriera. En la generación de Descartes, nacido vein­te años antes de la muerte de Cervantes, las novelas, los llamados «ronU/IlS» siguen te­niendo influencia sohre las costumbres, según testimonio del autor del Tratado de las pasiollcs cuando escribe en el Discurso del método menos, casi siempre, las circunstan­cias más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede que lo restante no aparece tal como es». El tllósofo concluye que «aquellos lectores que ajustan sus costumbres a los eJem­plos que sacan de las historias se exponen a caer en las extravagancias de los paladi­nes de nuestras novelas, y concebir designios que no alcanzan sus fuerzas» (Descartes, 1953a, p. 129).

A. REGALADO 217

Don Quijote usurpa el papel de la Divinidad convirtiéndose en una especie de anti-Dios o Dios de ocasión (lo que no quita que sea un cristiano convencido) que impone su voluntad sobre los entes, bo­rrándolos, negándolos y suplantándolos. En la metafísica que actúa so­bre la generación de Cervantes, el intelecto humano es considerado como ens creatum, y debe corresponder a lo representado, es decir que la verdad (veritas) de la proposición se constituye como adecuación a las cosas (adaequatio rel), y éstas en tanto creadas (aeandae), correspon­den al intelecto (ad intellectum) en tanto divino, (divinum). La verdad significa wnvenientia, que los entes creados concuerdan con el Creador, consonancia con la manera en la que son determinados en el orden de la creación. Dicha correspondencia garantiza la verdad como una adecuación del intelecto humano a las cosas creadas.

Mas este orden empieza a desprenderse del concepto de creación constituyéndose como un orden inmanente del mundo que impone su propia ley obedeciendo a una representación mundana e inteligi­ble para la razón. En la época de Cervantes esta problemática levanta cabeza en cuestiones que preocupan a sus contemporáneos, la verdad histórica, la verdad de la lógica, o la adecuación de nuestras represen­taciones y proposiciones con el objeto representado, la verdad de la naturaleza, sujeta a causas y a leyes, y las verdades estéticas y morales sujetas a probabilidades y verosimilitudes.

La libertad que despliega don Quijote necesita del poder, como una realidad fundamental que es metafísicamente posible por prime­ra vez en la Modernidad. Aunque este personaje sigue siendo cristia­no, su resolución vislumbra la nueva libertad que el hombre afirma por sus propios medios como liberación de la certidumbre revelada de la salvación de las almas individuales. Esta libertad, vista desde la fe cristiana, se constituye como un pecado, y así la debió entender Cervantes cuando hace que su héroe al final recupere el juicio, se arre­pienta de sus locuras y abandone la religión de la caballería murien­do cristianamente en el seno de la Iglesia. Cervantes presenta a un personaje que tropieza continuamente en sus juicios aunque dichos errores que tienen que ver con la incorrección del entendimiento son sólo una forma de errar, y de las más superficiales. Cervantes, habrá que advertir, no parte de una idea ftlosófica sino religiosa, que el errar forma parte del mundo caído que constituye, el reino o dominio de la historia.

218 LA RELIC;¡ÓN DE DON QUIJOTE

El pensamiento que alienta en la trastienda del Quijote se hace presente en Persíles }' Sigismurlda, novela cuya composición coincide en buena parte con la del Quijote. En el Persiles, el autor, sin distin­guir entre buenos y malos, mejores o peores, contenlpla a sus perso­najes en conjunto como habitantes de un mundo caído. Don Quijote es de la familia de estos personajes de los que dice el autor «que to­dos deseaban pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que Dios la creó perfecta, nosotros por nuestra culpa la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de aver mien­tras no dexaremos de deseaD)24. Cervantes que valora el deseo como un impulso indiferenciado de la naturaleza humana arraigado en el pecado original, acude a una explicación teológica cuando alude al hecho de que nuestras almas están siempre en continuo movimiento y «no pueden parar ni sosegar sino en su centro que es Dios, para quien fueron criadas» -así, añade- «no es n1aravilla que nuestros pensamientos se muden, que este se tonle, aquel se dexe, uno se pro­siga y otro se olvide, y el que más cerca anduviese de su sosiego, esse será el mejoD) (Il, 5-6). Quizás pensando en el peligro de la caída en algún tipo de quietismo como el de los alumbrados, añade las pala­bras, 'cuando no se Inezcla con error de entendimiento'. Las palabras de Cervantes se hacen eco de otras de San Agustín, fuente de un tó­pico muy reiterado por la literatura espiritual de la Contrarreforma, "porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»25.

El hombre, heredero del pecado de Adán y agitado por la inquie­tud, está sujeto al vaivén de los afectos y a la tiranía de las pasiones. Entre éstas, se destaca el deseo, que Descartes en su magistral Tratado

de las pasiones del alllla calificó como una agitación del alma por los espíritus que la disponen a querer las cosas que ella representa como convenientes. En La Galatea y en las Novelas ejemplares, las pasiones del alma, en particular las del amor, los celos, el odio, la honra, la envidia, la venganza, la admiración, la alegría y la tristeza, están teñidas de un modo u otro por el deseo, que también se manifiesta en el ansia de ganancias ilícitas descrita en Rinconete }' Cortadillo y en El coloquio de

los perros.

24 Cervantes. Persil"5 y S(~isnnmda, l, p. 178. 25 San Agustín, Las {("'{CSÚ)/ICS, p. 83.

A. REGALADO 219

En el Quijote, el deseo surge como un princIpio trascendental, como la esencia misma de la voluntad que su protagonista encarna en un querer cobrar eterno nombre y fama. El deseo que mueve a don Quijote se asienta en una certidumbre de su propio valer, y en el atan de reformar y mejorar el mundo lo que supone vencer su hostilidad y acomodarlo a sus deseos. La ambición de la gloria empuja a don Quijote a buscar un reconocimiento universal. Su querer trasciende lo actual; desea la aventura o el mismísimo deseo de la aventura, te­niendo como metas la justicia, la belleza y el bien. Sancho, en con­traste con su amo, se contenta con lo necesario para vivir, se preocu­pa de comer y dormir, de sacar algún provecho y de su seguridad, y según va entrando a su manera en la dinámica del deseo de don Quijote, lograr el gobierno de una Ínsula y los honores y privilegios que conlleve. Don Quijote, desea objetos que no tienen una función vital o práctica, y que son objetos del deseo de otros, como el yelmo de Mambrino 'el yelmo' dice «que tanto he deseado» (1,21, p. 188). Si el deseo destruye o trasforma una realidad objetiva, las consecuen­cias se irán sedimentando en el alma del héroe. Don Quijote es el hé­roe resuelto que desea más allá de sí mismo. Este personaje aunque poseído por una férrea y heroica voluntad, además de ser víctima de los errores que le llevan el confundir un ente por otro, no es inmu­ne al juego aleatorio de los afectos que le empujan una y otra vez a perder el dominio sobre sí mismo y a caer en el pecado.

En ambas novelas rige el carácter efimero de la vida humana, su inestabilidad siempre sujeta al movimiento, al cambio y a la contin­gencia. En el Quijote, ese mundo en nlovimiento choca con el mun­do arquetipo que don Quijote, platónico empedernido, lleva en la ca­beza, conflicto que desemboca en la ambigüedad, la ironía y la paradoja, y que no excluye al lector que también tiene llena de fan­tasías la cabeza.

Cervantes quiso poner fin a las aventuras de su héroe con la muer­te de Alonso Quijano, porque es éste el que muere y no don Quijote. A poco de volver a la aldea por última vez nos dice el autor, que a don Quijote «se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero».Tras tomarle el pulso, el médico le dice que atienda a la salud del alma porque la del cuerpo corría peligro, siendo de su pa-

220 LA REliGIÓN DE DON QUIJOTE

recer «que melancolías y desabrimientos le acababan». Don Quijote ruega que lo dejen solo y duerme de un tirón más de seis horas. Al despertar «dando una gran voz, dijo: -¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen lí­mite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres», A la sor­prendida pregunta de su sobrina, «¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?», Don Quijote le responde que las miseri­cordias «son las que en este instante ha usado Dios a quien, como dije, no las impiden mis pecados,). Exultante proclama, «Yo ten­go juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los de­testables libros de caballerías». Reconoce «sus disparates y sus embe­lecos», y no le pesa sino que el desengaño haya llegado tan tarde por­que no le deja tiempo «para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma». El arrepentido Alonso Quijano añade, «Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase re­nombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte» (1,74, pp. 1099-1100).

Al llegar sus el cura, el barbero y Sansón, les dice, "Dadme albricias, buenos de que ya yo no soy don Quijote de la Man-cha, sin Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renom­bre de 'bueno'». Reafirma su repulsa de los libros de caballerías di­ciéndole a sus llorosos amigos:

Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caba­llería; ya conozco mí necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios escarmentando en cabeza propia, las abomino (1,74, pp. 1099-1100).

Pide confesión porque «que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma» (I,74, pp. 1099-1100). Poco antes de recibir los sacramentos y morir, reitera su repudio y abominación de los líbros de caballerías, afirmando, (,Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho, Alonso Quíjano el Bueno». El escribano que estaba presente dijo que, «nun­ca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero an-

A. REGALADO 221

dante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote» (Ir, 74, pp. 1101-1102).

El caballero andante que ha divertido al lector a lo largo de dos voluminosos tomos haciéndosele presente de la forma más vívida, deja de ser don Quijote ante las puertas de la muerte para volver a asumir en su estado puro, la identidad de Alonso Quijano el bueno. Hasta ese momento el lector sólo ha conocido un personaje en el que se con­funden el culto y prudente hidalgo manchego y el temerario, subli­me e insensato caballero andante.

Cervantes quiso que don Quijote, en plena posesión de sus facul­tades, fuese el que se enfrentase a las postrimerías, sintiese las huellas de Dios y reconociese lo que está más cerca de la felicidad. Cervantes hace que don Quijote por la voluntad de la gracia divina vuelva a ser Alonso Quijano. El juicio que recupera es efecto de la presencia de Dios como lo es el buen sentido que vuelve a ejercer sin impedi­mentos dándole de nuevo acceso a verdades comunes y útiles para to­dos los hombres y en toda circunstancia. La muerte del personaje en su sano juicio sin embargo, no quita lo bailado. Don Quijote dio tes­timonio de grandes virtudes y grandes defectos al ejercer la profesión de caballero andante; su idealismo extremaba el más elevado concep­to de la caballería y los más nobles impulsos de que podían ser capa­ces los hombres, pero a la vez estaba lastrado por la condición peca­minosa de la naturaleza humana.

222 LA RELIClÓN DE DON QUlJOTE

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