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1/39 LA PRESENCIA DEL CRUCIFIJO EN LAS ESCUELAS PÚBLICAS ES COMPATIBLE CON LA CONSTITUCIÓN (UNA RÉPLICA) Tomás Prieto Álvarez Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Burgos RESUMEN Ante la aparición de dos colaboraciones en un número anterior de esta misma Revista Jurídica de Castilla y León, manifestándose contrarias a la constitucionalidad de la presencia del crucifijo en las escuelas públicas españolas, el autor ofrece en este trabajo una visión contrapuesta: no con- sidera que la aconfesionalidad estatal sea un obstáculo a la asunción de este elemento religioso en las aulas públicas, de modo que el artículo 16.3 CE no supone un obstáculo para la plena efectividad del artículo 27.3 CE. Palabras clave: Símbolos religiosos en espacios públicos, crucifijo en la escuela pública. ABSTRACT On foot the publication in a issue of this Revista Jurídica de Castilla y León of two articles emphatically arguing against the legitimacy of the use of the crucifix in Spanish state schools under the Constitution, the author presents here a contrasting viewpoint: he claims that a non- denominational stance in the state should not undermine the right to put up this religions symbol in state-owned schools. It then follows that section 16.3 CE will not limit the application of section 27.3 CE. NÚMERO 31. SEPTIEMBRE DE 2013 ISSN: 2254-3805 DERECHO CONSTITUCIONAL

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LA PRESENCIA DEL CRUCIFIJO EN LAS ESCUELAS

PÚBLICAS ES COMPATIBLE CON LA

CONSTITUCIÓN (UNA RÉPLICA)

Tomás Prieto Álvarez

Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Burgos

RESUMEN

Ante la aparición de dos colaboraciones en un número anterior de esta

misma Revista Jurídica de Castilla y León, manifestándose contrarias a la

constitucionalidad de la presencia del crucifijo en las escuelas públicas

españolas, el autor ofrece en este trabajo una visión contrapuesta: no con-

sidera que la aconfesionalidad estatal sea un obstáculo a la asunción de

este elemento religioso en las aulas públicas, de modo que el artículo 16.3

CE no supone un obstáculo para la plena efectividad del artículo 27.3 CE.

Palabras clave: Símbolos religiosos en espacios públicos, crucifijo en la

escuela pública.

ABSTRACT

On foot the publication in a issue of this Revista Jurídica de Castilla y

León of two articles emphatically arguing against the legitimacy of the use

of the crucifix in Spanish state schools under the Constitution, the author

presents here a contrasting viewpoint: he claims that a non-

denominational stance in the state should not undermine the right to put up

this religions symbol in state-owned schools. It then follows that section

16.3 CE will not limit the application of section 27.3 CE.

NÚMERO 31. SEPTIEMBRE DE 2013

ISSN: 2254-3805

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Keywords: Religion icons in public spaces, the crucifix in state schools.

SUMARIO

1. INTRODUCCIÓN: PERFILANDO, SONDEANDO Y CRIBANDO ARGU-

MENTOS.

2. ARGUMENTARIO EMPLEADO ACERCA DE LA SUPUESTA INCONSTI-TUCIONALIDAD DE LA PRESENCIA DEL CRUCIFIJO EN LAS AULAS PÚBLICAS Y RESPUESTAS DEL AUTOR.

2.1. El Estado como sujeto religiosamente inhábil y el concepto de acon-fesionalidad estatal.

2.2. El hecho religioso como un factor social más.

2.3. Auxilio público al factor religioso: laicidad, laicismo, cooperación e ideología.

2.4. Carácter de los espacios públicos: el pluralismo, y no la neutralidad, como su nota característica.

2.5. Neutralidad de la escuela pública, derechos de los padres y principio de participación.

2.5.1. Neutralidad del Estado en la escuela y convicciones de los pa-dres.

2.5.2. Concreción del derecho de los padres: el Consejo Escolar y la participación.

2.5.3. En particular, la comunidad escolar y el derecho a no declarar sobre las propias creencias.

2.6. La cuestión de las mayorías y minorías.

2.7. La libertad religiosa negativa y la famosa imposición de creencias.

3. REFLEXIONES FINALES: ¿INCORPORACIÓN A LA LEY?

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1. INTRODUCCIÓN: PERFILANDO, SONDEANDO

Y CRIBANDO ARGUMENTOS

No es la primera vez que me ocupo de la legitimidad constitucional de la pre-sencia del crucifijo en las aulas de las escuelas públicas

1. Pero al leer o escu-

char opiniones que sostienen que llevamos más de treinta años instalados en la inconstitucionalidad (no solo en España, sino en buena parte del planeta) me siento obligado a incidir en alguna de las argumentaciones que ya he em-pleado, o a perfilarlas, o a escrutar otras nuevas. Máxime cuando aquellas opiniones contrarias provienen de plumas solventes. Y es que el último núme-ro de la Revista Jurídica de Castilla y León publicó sendos artículos doctrina-les firmados por los profesores REY MARTÍNEZ (Valladolid) y PARDO PRIE-TO (León), en los que mantienen que la presencia del crucifijo en las escuelas públicas es inconstitucional, fundamentalmente por considerarla incompatible con la aconfesionalidad estatal. Ante tal coincidencia de opiniones en un mis-ma publicación no querría que alguien pudiese llevarse la falsa impresión de que se trata del parecer generalizado del estamento profesoral castellanoleo-nés. He de reconocer que me mueve también el deseo de ejercer el derecho de réplica, en particular ante las críticas que REY expresamente dirige a algu-nas de mis posiciones (en este caso se trata, pues, por mi parte, de un ejerci-cio de dúplica).

Procede, a modo de introducción, hacer unas advertencias previas. En primer lugar, vaya por delante que no pretendo llevar a cabo un estudio completo y detallado de la rica problemática jurídica que subyace en la cuestión de la presencia de símbolos religiosos en los espacios públicos, o, más genérica-mente, de la imbricación del componente religioso en ámbitos públicos. Y ello, en buena medida, porque ya lo he hecho en las publicaciones atrás referen-ciadas y en algunas otras que se citarán.

Adviértase también que no es mi intención realizar en estas líneas un análisis sistemático de lo expuesto por los autores citados; de modo que centraré mi atención en aquellos aspectos que considero más destacados para refutar sus conclusiones y, a la par, confirmar la que da título a estas líneas: que la pre-sencia del crucifijo en las aulas públicas es compatible con la Constitución española.

1 Vid. mi libro Libertad religiosa y espacios públicos. Laicidad, pluralismo, símbolos. Civitas Thomson

Reuters. Cizur Menor (Navarra), 2010; «Crucifijo y escuela públicas tras la sentencia del TEDH Lautsi y otros contra Italia». Revista Española de Derecho Administrativo núm. 150, 2011, pp. 443; «El crucifijo como símbolo religioso y como símbolo cultural e histórico». Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado 2012, vol. XXVIII, p. 197-214.

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Quiero además apuntar que en esta problemática, digamos que jurídica, las cuestiones históricas tienen una importancia solo relativa, y ello si no carecen de ella

2. Ahora bien, en mi opinión, puestos a valorar los hechos históricos,

pienso que quizá tengan mayor interés, por ser más habituales en la reciente historia europea —y desde luego más «patológicos»—, los comportamientos públicos de negación de la libertad religiosa ciudadana, que incluía, por su-puesto, la negativa a la asunción de simbologías en las esferas públicas. Y en este sentido, no deja de llamar la atención que en el proceso ante la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), en el asunto Lautsi y otros contra Italia, se hayan personado o tomado postura de alguna manera contra la sentencia de primera instancia —que fue contraria a la presencia del crucifijo en las aulas públicas— un buen número de países europeos que su-frieron durante décadas la imposición pública antirreligiosa

3: fue como un cla-

mor contra una nueva imposición, ahora pretendida, paradójicamente, en nombre de la libertad. Parece que los responsables de esas naciones, antes confesionalmente ateas y ahora en su mayoría aconfesionales, tuvieran muy asumido que esta nueva nota de sus Estados —la aconfesionalidad— no pue-de ser una versión moderna de la privación de la libertad religiosa que sus ciudadanos, dolorosamente, habían sufrido durante tanto tiempo.

Un último apunte, en esta introducción, acerca de las jurisprudencias pasadas y las vigentes. Es claro que el debate que aquí nos ocupa es particularmente vivo desde hace un tiempo. Judicialmente, en él ha irrumpido, con enorme trascendencia, la sentencia del TEDH de fecha 18 de marzo de 2011, en el asunto citado en el párrafo anterior. Pienso que la sentencia Lautsi II —como es habitualmente conocida la dictada por la Gran Sala anulando la emitida en noviembre de 2009 por una de las secciones—, con sus contundentes quince votos a favor y solo dos en contra, constituye un auténtico «puñetazo en la mesa» jurídico, que viene a desautorizar en gran medida —si no en toda— jurisprudencias anteriores, de diversos niveles y procedencias. Es por lo que prestaré especial atención a aquella sentencia y mucho menor a éstas. En concreto, apenas me referiré a la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 16 de mayo de 1995, a la que PARDO dedica abundantes páginas. No solo porque ha sido objeto, en estos dieciocho años largos, de innumerables citas y

2 Así, REY recuerda el origen fascista de la norma italiana que impone la presencia del crucifijo en las

aulas, y PARDO hace un recorrido por las normas españolas franquistas, y las anteriores, sobre esta cuestión, como si ambos antecedentes tuvieran para nuestra problemática —la constitucionalidad de tal presencia— relevancia alguna. 3 En el proceso escrito ante la Corte intervinieron colectivamente Armenia, Bulgaria, Federación Rusa,

Lituania, Rumanía (además de Chipre, Grecia, Malta, Mónaco y República de San Marino), la mayoría de los cuales intervinieron también en el proceso oral. Además, países como Albania, Austria, Croacia, Hun-gría, Moldavia, Polonia, Serbia, Eslovaquia o Ucrania tomaron públicamente posición contra la sentencia (algunos de ellos mediante explícitos pronunciamientos políticos, como fue el caso de Austria y Polonia). Por el contrario, ningún Estado solicitó intervenir a favor de la sentencia apelada.

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comentarios por parte de la doctrina; tampoco porque Lautsi II la haya desau-torizado y la haya convertido en un fósil histórico. Por encima de esto, pienso que en buena medida es una sentencia que se desautoriza ella sola. Resulta chocante, por otra parte, que este autor, en el recorrido jurisprudencial que realiza, ni siquiera cite una sentencia del mismo rango y temática que la ale-mana, pero mucho más cercana en el tiempo y que sirve de contrapunto a ella: me refiero a la dictada por el Tribunal Constitucional austríaco el 9 de marzo de 2011, unos días antes de hacerse pública Lautsi II. Tampoco presta-ré atención especial a la sentencia Lautsi I: citar sus argumentaciones, como hace REY, me parece muy legítimo; ahora bien, cotejar con qué fidelidad el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León aplicó su doctrina —o dejó de hacerlo— en su sentencia de 14 de diciembre de 2009, me parece un ejercicio superfluo, tratándose —la europea, desde luego— de una jurisprudencia de-caída

4. Volviendo a Lautsi II, es cierto que el tenor del fallo de la Corte euro-

pea no prejuzga los sistemas constitucionales de los Estados, con lo que no deja de tener interés valorar la presencia del crucifijo a la luz del nuestro; pero, sin duda, los argumentos de Lautsi II resultan muy relevantes en este debate y lo condicionan ampliamente, como iremos viendo.

2. ARGUMENTARIO EMPLEADO ACERCA

DE LA SUPUESTA INCONSTITUCIONALIDAD

DE LA PRESENCIA DEL CRUCIFIJO EN LAS AULAS

PÚBLICAS Y RESPUESTAS DEL AUTOR

Aunque también atenderé a los razonamientos empleados por el profesor PARDO acerca de la inconstitucionalidad de la presencia del crucifijo en las aulas, estas líneas, en su mayor parte, constituyen una réplica al artículo pu-blicado por el profesor REY. Como él mismo cuenta, tuvimos un amistoso debate sobre esta problemática, celebrado en la Universidad de Burgos poco después de publicarse la sentencia Lautsi II. Puede decirse que estos trabajos son una continuación de aquel debate, con el sosiego que posibilita una re-dacción escrita. Espero que presida esta réplica el mismo tono respetuoso con que se celebró aquel encuentro. Vaya por delante que Fernando REY aporta

4 La Sala de lo contencioso, sita en Valladolid, dicta esta sentencia de diciembre de 2009 sobre el crucifijo

en las aulas «presa» de Lautsi I, en un sentido distinto al que ella misma había seguido dos años antes, en la sentencia de 20 de septiembre de 2007. El propio REY reconoce que otro sería el contenido de la sentencia de 2009 de no haber mediado el fallo europeo, luego anulado. Como se entenderá —al igual que REY, pero por motivos distintos—, tampoco concuerdo en la solución final de la sentencia castellanoleone-sa, aun reconociendo en ella elementos positivos —que en parte se citarán—. Pero a la vista de la circuns-tancia referida de su condicionante europeo revocado puede considerarse como una sentencia no puesta, también decaída.

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acertadas argumentaciones, propias de un jurista reputado, pero que, en mi opinión, aparecen entremezcladas con juicios y valoraciones que le conducen a una conclusión final equivocada.

Cuando se juzga la presencia de elementos religiosos en las esferas públicas, dos son los aspectos que suelen considerarse: la vertiente objetiva de la liber-tad religiosa, concretada en la aconfesionalidad estatal, y la vertiente subjeti-va, relativa a los derechos de las personas afectadas. Ambos escenarios en-marcan este trabajo, pero abordaré la problemática del crucifijo en el aula siguiendo otra sucesión temática, que permite un tratamiento de fondo amplio.

2.1. EL ESTADO COMO SUJETO RELIGIOSAMENTE INHÁBIL

Y EL CONCEPTO DE ACONFESIONALIDAD ESTATAL

A la postre, el origen de la mayoría de los malentendidos acerca de la incorpo-ración de los elementos religiosos a los ámbitos públicos está en el concepto y las consecuencias de la aconfesionalidad del Estado. Ahora bien, para com-prender adecuadamente este concepto corresponde aclarar antes una condi-ción estatal previa y, en último término, incluso más relevante: me refiero al hecho de que el Estado constituya un sujeto religiosamente inhábil. Advierto, de entrada, que nos referimos a una incompetencia del Estado sobre la fe y lo específicamente religioso, «como religioso», recalcaba VILADRICH; lo cual no está reñido con que el Estado sea «competente para regular jurídicamente un factor social más del bien común»

5, que eso es la religión para los poderes

públicos.

Es sabido que la implantación en el mundo occidental del principio cuius regio eius religio convertía a la religión del Príncipe en religión de sus súbditos, si-tuación que respondía a un concepto personalista —casi patrimonialista— del Estado mismo, del que el Príncipe no era representante, sino dueño y señor

6.

Desaparecido el Antiguo Régimen, y con él el concepto patrimonial de la rea-leza, muchas de las Constituciones de los siglos XIX y XX asumieron la idea de «religión del Estado» en sustitución del concepto de religión del Príncipe. Es-tamos, por tanto, ante una confesionalidad entendida como declaración insti-tucional de asunción por el Estado de la fe propuesta por una determinada confesión religiosa; fenómeno que el profesor DE LA HERA denominó en su día como de «confesionalidad formal, de forma, o en la forma», a su juicio la

5 VILADRICH, Pedro Juan, «Los principios informadores del Derecho Eclesiástico Español», en VV.AA.,

Derecho Eclesiástico del Estado Español, Eunsa, 2.ª ed., Pamplona, 1983, p. 217. 6 Vid. DE LA HERA, Alberto, «Confesionalidad de Estado y libertad religiosa», Ius Canonicum XII, 1972, p.

88.

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única que permite hablar de la existencia de una religión de Estado. De modo que, en esta concepción, una acción indubitadamente personal, como es asumir un credo, parecía también atribuirse a un Estado.

Sin embargo, hoy parece haberse asumido algo que puede calificarse como una obviedad: que «el acto de carácter específicamente religioso es ajeno al Estado», en expresión que tomo de RODRÍGUEZ DE SANTIAGO. En mi opi-nión, no es que nuestra Constitución de 1978 haya hecho del Estado español «un sujeto religiosamente incapaz»

7, como afirma este autor, sino que tal in-

capacidad es en estos momentos una realidad asumida, considerada incluso una exigencia ontológica para el Estado moderno, congruente con el hecho de que éste carezca de conciencia (de «autodeterminación de la voluntad en asuntos religiosos», dirá MANTECÓN

8). Esto supondría, simplemente, que un

Estado es incapaz o inhábil, por su misma configuración, para asumir una religión y, por tanto, para declararse adepto de determinada confesión.

Se comprenderá que este entendimiento de las capacidades estatales implica-ría remover el concepto de confesionalidad antes expuesto. ¿Cuál sería, pues, el alcance de la confesionalidad acorde con la incapacidad del Estado para realizar un acto de fe o para asumir un credo? Ya no se pide al Estado que haga profesión de cierta religión; la confesionalidad implicaría solo la declara-ción —puramente civil, producto del único imperium que le es propio al poder público— de que, por razones históricas y/o sociológicas, determinada confe-sión (iglesia o comunidad instituida) será favorecida por ese Estado o manten-drá con él cierta vinculación institucional, del grado que se determine en cada caso

9. He diferenciado con todo el sentido entre «confesión» y «religión», para

resaltar que el Estado, en rigor, se está vinculando a la primera, plasmación o institucionalización «social» —única que constata y le interesa— de la segun-da. Cierto es que, con el paso del tiempo, estas especiales vinculaciones Es-tado-confesiones han sido cribadas y hoy en día merecen el calificativo de

7 Ambas referencias en RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, José María, «El estado aconfesional o neutro como

sujeto “religiosamente incapaz”. Un modelo explicativo del art. 16.3 CE», en Estado y religión en la Europa del siglo XXI. Actas de las XIII Jornadas de la Asociación de Letrados del Tribunal Constitucional. Madrid, 2008, p. 13. 8 Vid. MANTECÓN SANCHO, Joaquín, El derecho fundamental de libertad religiosa. Textos, comentarios y

bibliografía, Eunsa, Pamplona, 1996, p. 30. 9 La declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II se refirió a esta remozada confesionalidad

estatal en estos términos: «Si, en atención a peculiares circunstancias de los pueblos, se otorga a una comunidad religiosa determinada un especial reconocimiento civil en el ordenamiento jurídico de la socie-dad, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete a todos los ciudadanos y comunidades

religiosas el derecho a la libertad religiosa en materia religiosa» (n.º 6). Una manifestación habitual de esta vinculación ha venido siendo la inspiración de la legislación de ese Estado en los principios de la iglesia de la que se declara confesional. DE LA HERA la llamó «confesionalidad de fondo».

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«residuos más o menos ornamentales»10

, al menos para las democracias occidentales confesionales.

Por el contrario, cuando el Estado opta por la aconfesionalidad prescinde, normalmente por vía constitucional, de una vinculación formal con confesión religiosa alguna; opción ésta que comporta una separación entre el Estado y las confesiones, tanto en lo institucional como en las fuentes de su producción normativa

11. Ahora bien, esta declaración para nada impide que ese Estado

pueda prestar la atención que considere adecuada y proporcionada a los dis-tintos hechos sociales religiosos que resulten relevantes en su territorio (como veremos más adelante): la aconfesionalidad no supone, por tanto, una radical separación, entendida como inhibición, y menos como rechazo, del fenómeno religioso y de las mismas confesiones.

En fin, por lo dicho sobre los dos modelos posibles puede deducirse que la dicción de nuestro artículo 16.3 CE, «ninguna confesión tendrá carácter esta-tal», responde perfectamente a esta idea de la aconfesionalidad, e incluso creo que resulta más adecuada que la propuesta por REY, «el Estado español no será confesional»: y es que aquella locución explica el significado de ésta.

No seré yo quien rompa lanza alguna a favor de la confesionalidad: puede decirse que constituye un «cuerpo extraño» en un Estado de Derecho

12 en la

medida en que la libertad religiosa ciudadana puede resultar en alguna medida afectada, por lo que se han de identificar cumplidas justificaciones para su declaración y mantenerse en ciertos límites

13. Por el contrario, la aconfesiona-

10

OLLERO, Andrés, «Un Estado laico. Apuntes para un léxico argumental, a modo de introducción», Persona y Derecho, núm. 53, 2005, p. 47. 11

Así, este Estado renuncia, en la configuración de su ordenamiento jurídico, a vincularse necesariamente a los principios y valores propuestos por una confesión (en la medida en que estamos hablando de una nota de los Estados, y no de las confesiones, es más apropiado decir esto a que «las confesiones no pueden obligar al Estado a inspirar su legislación de acuerdo a sus valores propios», como afirma REY). 12

No estoy seguro que esté justificado afirmar, como hace REY, que «el Estado constitucional solo puede ser aconfesional». Él mismo matiza esta afirmación al señalar más tarde que los Estados democráticos «suelen ser, más o menos, aconfesionales», pero —dice— con distintas «intensidades» de aconfesionali-dad, para luego traer a colación distintos ejemplos de sólidas democracias europeas con evidentes confe-sionalidades, que, por otra parte, cuentan con el parabién —bien que condicionado— de la jurisprudencia del TEDH. 13

El TEDH ha considerado que el sistema europeo de derechos humanos se opone a que la adscripción a esa iglesia sea obligatoria, o a que la falta de incorporación a ella tenga efectos discriminatorios (como que se considerara condición para el acceso a cargos públicos o para ser beneficiario de ayudas públicas). Vid. GARCÍA URETA, Agustín, «Artículo 9. Libertad de pensamiento, conciencia y de religión», en LASAGA-BASTER HERRARTE, I. (dir.), Convenio Europeo de Derechos Humanos. Comentario sistemático, Civitas-Thomson Reuters, 2.ª ed. Cizur Menor (Navarra), 2009, pp. 402-403.

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lidad se erige en la forma natural del Estado, sin que ni siquiera se requiera una expresa proclamación al respecto

14.

Pues bien, si he incluido este excursus histórico y conceptual es para resaltar que, en la medida en que el Estado es inhábil para lo estrictamente religioso, tanto si opta por declararse confesional como si —con más motivo— prefiere desplegar, desde la aconfesionalidad, otras atenciones «menores» con el hecho religioso, estaremos ante actuaciones puramente civiles que, en cuanto tales, no hacen al Estado religioso ni comportan asunción de credo alguno, ejercicio para el que está impedido. Más en concreto, cuando un Estado acon-fesional de alguna manera incorpora elementos netamente religiosos, como puede ser la variada simbología, no está asumiendo la religión que aquéllos representan, como ocurre cuando hace lo propio con elementos de otro carác-ter: lo primero corresponde a su competencia civil y tiene una motivación so-cial (que nos ocupará de inmediato); lo segundo, separado por un abismo, sería una acción «religiosa», imposible para él. La incorporación de estos elementos tampoco supone una «identificación» con el credo en cuestión: ¿desde cuándo la acogida pública de algo supone identificarse con ello?

Antes de cerrar este apartado quiero volver a resaltar15

que la aceptación teó-rica de la presencia del crucifijo en las escuelas públicas es aún más sencilla a título de aconfesionalidad si, como ocurre en el caso español, el Estado no impone su exhibición, sino que sencillamente acepta lo que al respecto deter-mine la sociedad —los padres de los alumnos, en especial—: hablar en este caso de «asunción» o «identificación» del Estado a la fe… de los padres, que son los que han optado por esa presencia, parece una simplificación poco rigurosa.

2.2. EL HECHO RELIGIOSO COMO UN FACTOR SOCIAL MÁS

Acometemos otra de las claves de nuestra problemática, muy ligada a la ante-rior, y de la cual tengo muy asumido que no es fácil de comprender en toda su extensión. Ajeno a credos en cuanto tales, para el Estado lo religioso es un producto más del espíritu humano, socialmente relevante, al que tratará del mismo modo que tantos otros. Me parece que una de las causas de los habi-tuales yerros en este campo de las relaciones entre el Estado y lo religioso es

14

MOLANO lo ha expresado bien: «un Estado democrático (…), por su propia naturaleza no es confesio-nal, salvo que expresamente y haciendo uso precisamente de su soberanía quiera declararse Estado confesional» (vid. «La laicidad del Estado en la Constitución española», Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado 1986, vol. II, p. 245). 15

Ya lo expresé en «Crucifijo y escuela pública…», cit. p. 450.

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tratar lo religioso como algo «completamente otro», distinto de cualquier otra dimensión de la vida personal y social.

Entendido lo anterior se comprenderá que, cuando un Estado acoge de alguna manera elementos religiosos, sea desde la aconfesionalidad, sea desde la confesionalidad, lo hace —exclusivamente— porque identifica un arraigo so-cial en el correspondiente hecho religioso, como hace con tantas realidades humanas socialmente significativas. Correctamente, REY comienza sentando que «el constituyente de 1978 considera el hecho religioso como un factor social que debe ser tenido en cuenta por los poderes públicos» (p. 7 de la edición electrónica, que es la que aquí se citará). Detecta, por tanto, algo muy importante —esencial, me atrevería de afirmar— que ya pusiera de manifiesto VILADRICH hace casi tres décadas: en cuanto que no sabe de creencias, como incompetente en este punto, «el Estado, al contemplar lo religioso, no ve otra cosa que un factor social que forma parte del conjunto de la realidad so-cial y del bien común»

16. Como ocurre con el deporte o la música, si bien, en

nuestro caso, se trata de un factor especialmente valorizado, en cuanto el hecho religioso es expresión de un derecho fundamental, lo que no se da en otros casos como los citados.

Pero luego, al constatar que el crucifijo en la pared de un aula se revela como un signo eminentemente religioso, REY niega que constituya, por eso mismo, una «realidad social» (p. 29). Parece olvidar que «lo religioso» es «social» en sí mismo, como antes él mismo había intuido. El crucifijo, precisamente por el hecho mismo de su carácter religioso, constituye un elemento socio-cultural como tantos otros. En otro momento de su trabajo, REY muestra también el abismo que a su juicio separa «lo religioso» de «lo social», situándolos en compartimentos estancos, aunque en ocasiones algunos elementos participen de ambos caracteres: «el nombre religioso de calles y colegios, los símbolos en emblemas, banderas y escudos, las festividades religiosas, etc., son todos ellos ejemplos de tradiciones religiosas secularizadas, en las que predomina el elemento histórico-cultural sobre el religioso-cultual» (p. 24). En estos casos, a su juicio, estas manifestaciones resultan tolerables, compatibles con la acon-fesionalidad. En esta concepción, lo que «era religioso» ha tenido que experi-mentar procesos secularizadores, que actuaron como «purificadores» de los mensajes religiosos, de modo que, entonces, los símbolos —ya «sociales»— sí pueden ser acogidos por una institución pública. El hecho es que a REY este razonamiento le sirve para «redimir» los símbolos en los casos citados, pero no para los crucifijos, pues éstos —se supone— son solo religiosos («salvo que tengan valor histórico-artístico», señala).

16

Vid. op. cit., p. 217.

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Es necesario advertir que, recientemente, nuestro Tribunal Constitucional, de una manera un tanto confusa e incoherente, ha parecido sumarse a esta tesis de la necesaria secularización de la referencia religiosa para su acogimiento público

17. Del mismo modo que lo han hecho algunos autores con el deseo de

«salvar» la presencia de los elementos religiosos en los ámbitos públicos18

.

Pienso que el planteamiento correcto es otro. ¿Es el crucifijo un elemento religioso?: Por supuesto, al menos —digamos— eminentemente religioso. En el proceso habido ante la Sección segunda del TEDH, que daría lugar a Lautsi I, Italia insistió en las «otras significaciones» del crucifijo, con el deseo de sal-var su compatibilidad de la neutralidad ideológica de la escuela (vid. infra). Frente a ello, la Gran Sala, en la sentencia final, tal como había hecho ya el fallo inicial de la sección, advierte que, a su juicio, «el crucifijo es ante todo un símbolo religioso».

Este carácter religioso del crucifijo en ocasiones es absolutamente palmario y exclusivo, podríamos decir: ocurre, por ejemplo, cuando está ubicado en un lugar de culto. En otros casos, ese crucifijo —como ejemplar concreto o como símbolo genérico— ha podido experimentar, en mayor o menor medida, un proceso secularizador por motivos variados: por su valor artístico, por su signi-ficación histórica (ocurre con su presencia en escudos y banderas) o por el mensaje no específicamente religioso que pueda encarnar (es el caso de la «Cruz Roja»). Es claro que, cuando estas circunstancias «seculares» conflu-yan, se reforzará la legitimidad de la acogida pública del elemento religioso: y es que cualquier despliegue de lo público —no lo olvidemos— requiere una

17

Refiriéndose específicamente al patronazgo religioso de una institución pública —en concreto, un cole-gio profesional—, la doctrina contenida en la sentencia de la Sala Segunda de 28 de marzo de 2011 parece trasladable al caso que ahora nos ocupa, o a otros semejantes. La Sala comienza allí constatando que no pocos elementos representativos de los entes territoriales, corporaciones e instituciones públicas tienen una «connotación religiosa» y que, sin embargo, muchos símbolos religiosos «han pasado a ser, según el contexto del caso, propiamente culturales, aunque esto no excluya que para los creyentes siga operando su significado religioso». Después, al valorar la conformidad de esta simbología con los postula-dos constitucionales, afirma que «no basta con constatar el origen religioso de un signo identitario para que deba atribuírsele un significado actual que afecte a la neutralidad religiosa que a los poderes públicos impone el artículo 16.3 CE». Por eso entiende el Tribunal que la clave está en determinar si, «en cada caso» y «ante el carácter polisémico de un signo de identidad», lo que domina en él es «su significación religiosa en un grado que permita inferir razonablemente una adhesión del ente o institución a los postula-dos religiosos que el signo representa». Es decir, se deduce de esta apreciación que, a juicio de la Sala, si la significación del signo es palmariamente religiosa habría que concluir que se produce una adhesión al credo simbolizado. De todos modos, el propio Tribunal aporta algún razonamiento que sirve de antídoto al que se acaba de transcribir, como más adelante veremos. Me he ocupado, críticamente, de este fallo en «Colegios profesionales, aconfesionalidad y patronazgo religioso. Comentario a la STC 28 de marzo de 2011», Revista Andaluza de Administración Pública, núm. 79, 2011, pp. 137-156. 18

Así lo hace CAÑAMARES ARRIBAS, Santiago, «Tratamiento de la simbología religiosa en el Derecho español: propuestas ante la reforma de la Ley Orgánica de libertad religiosa», Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, núm. 19, 2009, p. 27; también publicado en NAVARRO-VALLS, Rafael, MANTECÓN SANCHO, Joaquín, y MARTÍNEZ-TORRÓN, Javier (coord.), La libertad religiosa y su regulación legal. La Ley Orgánica de Libertad Religiosa, Iustel, Madrid, 2009, p. 521.

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legitimación social, pues en este ámbito no parece debiera haber lugar para el mero voluntarismo, y menos aún para la arbitrariedad.

Sin perjuicio de estas significaciones añadidas o sobrevenidas que se dan en el crucifijo en casos concretos, lo que quiero resaltar aquí es que, cuando el crucifijo es exclusiva o predominantemente signo religioso, precisamente por eso constituye una manifestación socio-cultural tan plena y legítima como las demás, aunque no confluyan en medida alguna aquellos elementos —casi siempre parcialmente— desacralizadores. Y ese carácter social es el único que interesa al poder público —en realidad, es el único que percibe, según vimos—. Para él no hay diferencia entre el crucifijo y cualquier otro símbolo presente en la realidad social. Por lo tanto, para que la eventual asunción en un ámbito público del crucifijo resulte compatible con la aconfesionalidad esta-tal no es necesario indagar en busca de significados distintos o de requisitos legitimadores añadidos como los que antes se han aludido: el hecho de que el fenómeno religioso, con sus símbolos y el resto de sus manifestaciones exte-riores, sea para el Estado un hecho social más hace que cuando es efectiva-mente asumido o atendido de alguna manera por los poderes públicos lo sea solo por esa significación social: son tantas las realidades y necesidades so-ciales que el Estado acoge y satisface…

En definitiva, para entender la asunción por entidades públicas de símbolos, referencias o tradiciones religiosas basta con considerar que éstas son acogi-das porque —y solo por eso— están integradas en el tejido social; por tanto, son opciones ciudadanas que el Estado o sus instituciones asumen —al igual que lo hacen con las de cualquier otro carácter— con el único objetivo y justifi-cación de satisfacer las demandas y responder a las identidades religiosas del pueblo. Y es que las instituciones públicas han de estar abiertas precisamente a la orientación legítima que proceda de la ciudadanía —en su sentido jurídico más estricto—; y por lo tanto aquellas instituciones, muy legítima y razonable-mente, pueden decidir que ciertos aspectos con connotaciones ideológicas o religiosas puedan eventualmente incorporarse a los ámbitos públicos.

Nuestro Tribunal Constitucional, en la sentencia citada de 28 de marzo de 2011, hace una importante afirmación —bien que, como he adelantado, no es del todo coherente con ella—. El fallo se refiere al patronazgo religioso, pero resulta perfectamente trasladable a la presencia del crucifijo. Así se expresó en el fundamento jurídico cuarto: «… fácilmente se comprende que cuando una tradición religiosa se encuentra integrada en el conjunto del tejido social de un determinado colectivo, no cabe sostener que a través de ella los pode-res públicos pretendan transmitir un respaldo o adherencia a postulados reli-giosos». Es decir, si la asunción pública del símbolo religioso —nítidamente religioso— se fundamenta y justifica en su integración en el tejido social, está claro que no implicará necesariamente un «respaldo o adherencia a postula-

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dos religiosos», que es lo que pondría en entredicho la aconfesionalidad esta-tal. Como ocurre con otras realidades sociales, como las ya citadas, que los poderes públicos acogen, sin que ello implique necesariamente identificación alguna con lo acogido.

2.3. AUXILIO PÚBLICO AL FACTOR RELIGIOSO: LAICIDAD,

LAICISMO, COOPERACIÓN E IDEOLOGÍA

La moda actual es describir el sistema de relaciones entre el Estado y las confesiones en base al que se llama principio de laicidad o del Estado laico. REY sentencia, en la parte inicial de su artículo, que «España es, pues, sin duda, un Estado laico, pero no un Estado laicista, como, por ejemplo, el fran-cés» (p. 7). Ahora bien, si se tiene en cuenta que el artículo 1.º de la Constitu-ción gala vigente, de 4 de octubre de 1958, afirma taxativamente que Francia es una «República laica», parece claro que, o bien erraron en su calificativo los constituyentes franceses, o bien estamos hablando de distintas laicidades (el propio REY marca las distancias entre ambas al hablar de la laicidad «a la francesa»). Desde luego, lo que puede considerarse doctrina pacífica es que el modelo francés de separación radical Estado-confesiones religiosas perma-nece aún hoy como prototipo del «Estado laico», de modo que cuando se habla de él uno piensa, instintivamente y con todas las de la ley, en el francés. Es sabido que esta separación o laicidad de nuestros vecinos ha supuesto, entre otras cosas, la exclusión de la religión de las escuelas francesas, tanto en los programas educativos como en la simbología.

Es evidente que el modelo español es distinto al francés. Nuestro distancia-miento con aquél lo vuelve a corroborar el profesor REY páginas más adelante de la anterior cita, cuando recuerda que «la Constitución española (…) ordena a los poderes públicos tener en cuenta las creencias religiosas, lo cual mani-fiesta una elección valorativa favorable del hecho religioso» (p. 9). Nuestra Norma máxima manda, además, a tales poderes mantener «las consiguientes relaciones de cooperación» con las confesiones. La Constitución no ampara, pues, la rígida separación entre el Estado y el fenómeno religioso preconizada por las corrientes laicistas. En definitiva, REY, poniendo en entredicho la ter-minología de la Constitución francesa, parece tener clara una distinción con-ceptual entre Estado «laico» y «laicista» (o, lo que es lo mismo, entre «laici-dad» y «laicismo», entiendo)

19.

19

En este maremágnum terminológico ni siquiera todos aceptan la identificación entre el concepto de «Estado laico» y la «laicidad del Estado», ni la diferenciación entre «laico» y «laicista». Así, para DE LA HERA el Estado laico (o laicista para él), producto del laicismo, considera a la religión un asunto privado e ignora a las iglesias y a las creencias; por el contrario, el principio de laicidad del Estado da lugar a un

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Pero lo cierto es que, más tarde, censura la distinción entre laicidad y laicismo que él mismo había empleado. Al criticar la sentencia de 14 de diciembre de 2009 del Tribunal de Justicia de Castilla y León, le reprocha que haya sosteni-do que la aconfesionalidad estatal no equivale a «laicismo» o rechazo del hecho religioso, y termina afirmando que «la distinción entre laicidad (válida) y laicismo (inválido) no deja de ser una distinción confusa, con una evidente carga ideológica subyacente, sin cobertura normativa (ni literal, ni sistemática, ni teleológica)» (p. 20). Parece reprochar al tribunal juzgador que, olvidando los criterios legales que deben guiar su labor, haya recurrido a los ideológicos. Por mi parte, no creo que haya hecho eso la Sala: simplemente acude a un término muy usual para expresar una actitud de los poderes públicos que con-sidera ilegítima por inconstitucional.

Ciertamente, en el recurso a los términos laicidad y laicismo la confusión cam-pa por sus fueros: baste recordar que en cada uno de ellos es fácil que se propongan varias subcategorías o modalidades, en particular en la laicidad. El propio REY distingue dos tipos, la débil y la fuerte

20, sin quedar muy clara la

frontera entre la laicidad «fuerte» y el puro laicismo (es más, parece identificar-los

21). Es por lo que, personalmente, prefiero sortear la definición de España

como un Estado laico y recurrir al concepto de «Estado aconfesional» para calificar el nuestro

22.

Pero volvamos a la «carga ideológica», que REY achaca a la Sala castellana, pero que, por mi parte, identificaré en otras actuaciones relativas a nuestra temática. Los datos constitucionales acerca de las relaciones entre el Estado y

«modelo separatista de cooperación». Vid. «La superación de la cuestión religiosa en la Constitución de 1978», en IZQUIERDO, César, y SOLER, Carlos (eds.), Cristianos y democracia, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 198. 20

Los que defienden a ultranza que estamos en un Estado laico se ven obligados, de inmediato, a puntua-lizar a qué tipo de laicidad se refieren; sirvan estos ejemplos de alternativas: laicidad de contenido fuerte o débil (además de REY también acude a esta distinción LASAGABASTER HERRARTE, Iñaki, «Jurispru-dencia europea sobre la prohibición del velo islámico», en la obra por él dirigida Multiculturalidad y laicidad. A propósito del Informe Stasi, Lete, Bilbao, 2004, p. 92); laicidad positiva o negativa (distinción que ha hecho fortuna en los últimos tiempos, en particular desde que fue asumida por nuestro Tribunal Constitu-cional); laicidad abierta o de combate (laicité ouverte o de combat, alternativa típica de los franceses: vid. BOUSSINESQ, J., La laïcité française, Éditions du Seuil, París, 1994, p. 51); laicidad meramente política o integrista (según propone RHONHEIMER, Martin, Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Rialp, Madrid, 2009); todo ello según el trato que, desde la premisa de la separación, se proponga dispensar en ese Estado al hecho religioso. 21

Con lo que da la impresión de que la diferencia entre los modelos de «Estado laico» y de «Estado laicista», que él mismo emplea, se difumina. Y es que en un primer momento considera a Francia como un «Estado laico fuerte» (p. 5), y luego lo califica, según vimos, como un «Estado laicista» (p. 7). Por cierto, meter en el mismo saco (de laicidad fuerte, lo llama) a Francia y a Estados Unidos (en el que los billetes de dólar citan a Dios y en el que un ministro religioso lee unas oraciones en la toma de posesión del presiden-te) no parece que responda la realidad de ambos países en este punto. 22

No me extenderé más en este punto. Para profundizar en él, vid. mi trabajo Libertad religiosa y espacios públicos, cit., pp. 58 ss.

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lo religioso son solo dos, pero de mensaje en principio nítido: aconfesionalidad estatal y valoración favorable del hecho religioso. A partir de ahí, la determina-ción de la mayor o menor intensidad en la (en principio positiva) valoración del Estado del fenómeno religioso, y, por ende, la concreción de la mayor o menor cooperación y auxilio al hecho religioso, constituye —ésta sí— una operación de carácter ideológico: se trata de concretar una exigencia constitucional tan clara como dada a voluntarismos y contingencias.

En el fondo, creo que REY admite la necesidad, en este campo, de una ope-ración «ideológica» o «metajurídica». Y me explico. Afirma que «ciertos tipos de cooperación con las confesiones intensos o muy favorables para los inter-eses de éstas no son, en realidad, requeridas por la Constitución», a la vez que no estarán tampoco «prohibidas por ella»: es decir, son constitucional-mente admisibles. Dice, y es cierto, que hay que distinguir entre el diseño constitucional de la cooperación de su diseño legal, de modo que el legislador tiene un margen de configuración, pudiendo optar por que tal cooperación sea «más o menos estrecha», de modo que queda remitida a la «contingencia legislativa». ¿Y qué es esta «contingencia» sino ideología?; ¿qué es, pues, lo que determinará una actitud legal o gubernativa más o menos favorable o restrictiva frente al hecho religioso? Ya he dado la respuesta: la ideología, no las escuetas disposiciones constitucionales (por más que éstas marquen una distancia infinita con sistemas como el francés). Por ejemplo, nadie identifica-ría reparo constitucional en que un Ayuntamiento optase por no ceder terrenos para construir templos (o campos de fútbol), como tampoco en que elijan hacerlo: todo dependerá… de la ideología, en último término (sin perjuicio, claro está, de otras razones eventuales, como la escasez de medios…)

23.

Pienso que esto es proyectable sobre el tema del crucifijo en las escuelas. Creo que resulta baladí preguntarse, como hace REY, en qué medida su pre-sencia supone una medida de cooperación con lo religioso: si, según sus pa-labras, son constitucionalmente legítimas «intensas medidas» de cooperación, no se ve qué problema tiene tolerar la simple presencia de un símbolo. Pero sobre todo, su colocación no es tanto una «cooperación» con las confesiones

23

Es difícil sacar en claro qué «relaciones de cooperación» con las confesiones, por usar el tenor constitu-cional, considera REY legítimas, acordes con el mandato del artículo 16.3 CE. Tal como he dicho ya, por una parte considera que «relaciones intensas o muy favorables» serían constitucionalmente posibles, pero, a la vez, antes y después, parece alinearse con RUIZ MIGUEL para considerar solo admisibles las accio-nes de estricta «cooperación» y no las de «promoción», en una distinción conceptual confusa e inconsis-tente por demás. Por cierto, tampoco queda clara la postura de REY sobre la «posición privilegiada de la Iglesia católica en nuestro ordenamiento», de modo que los tratos recibidos del Estado español «podrían ser discriminatorios» (pp. 7 y 10), cuando también aclara, a renglón seguido, que «en principio, no se puede confundir “igualdad” con “identidad” de trato», y que «el derecho no prohíbe tratos jurídicos distintos, al revés, lo propio del derecho, como de la naturaleza, es la desigualdad, lo que prohíbe es el trato jurídico que no sea razonable». Es decir, sin especificar en qué tratos detecta privilegio, y en qué medida los considera irracionales y discriminatorios, uno no sabe con qué carta quedarse.

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cristianas (o las que sean en su caso), sino, más bien, una manifestación de respeto y promoción de la libertad religiosa ciudadana y del deber de «tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» (en concreto, de los padres de los alumnos, como veremos).

2.4. CARÁCTER DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS: EL PLURALISMO,

Y NO LA NEUTRALIDAD, COMO SU NOTA CARACTERÍSTICA

Al tratar del carácter de los espacios públicos, REY comienza con una afirma-ción que me parece muy cierta y que acogí con alborozo, pues parecía rectifi-car lo que anteriormente le había escuchado y leído; a saber: «neutralidad no equivale a neutro ni, menos aún, a neutralización confesional de los espacios públicos»; parece referirse a que la neutralidad estatal no suponía imponer una «neutralización confesional», sea ésta religiosa o irreligiosa; sobre todo cuando añadía, acto seguido, que no estaba de más recordar que «la ideolo-gía de la neutralidad ideológica total no es ideológicamente neutral» (p. 10): cuando un poder público impone la «pared blanca» no está siendo neutral, sino que ha asumido una opción con exclusión de otras. Sin embargo, poco duró mi alegría, pues más adelante el autor reitera anteriores planteamientos suyos, invocando, una vez más, «la exquisita neutralidad ideológica de los espacios públicos dependientes directamente de los poderes públicos» (p. 28)

24.

En mi opinión, deducir de la neutralidad ideológica institucional de los poderes públicos la de los espacios de que son titulares supone un «salto al vacío»

25.

Con esta pretensión se ha querido trasvasar una nota del Estado y de sus instituciones —su neutralidad— a los espacios de todos, que el Estado pone al servicio de su ciudadanía. Cuando los planteamientos constitucionales preten-den aplicarse desconectados de las normas jurídico-administrativas que regu-lan las instituciones públicas pueden fácilmente desfigurarse, como pienso que ha ocurrido aquí. En este sentido, no se pierda de vista que los espacios pú-blicos forman parte, ordinariamente, del demanio o dominio público: es decir, del conjunto de bienes de titularidad pública que están afectos al uso o al ser-

24

Ha de advertirse que esta expresión no es original del profesor vallisoletano. Merece resaltarse que en diciembre de 2003 el entonces presidente francés, Jacques Chirac, pronunció un largo discurso, que se intituló «Respeto del principio de laicidad en la República», en el que aludía a esta «neutralidad de los espacios públicos». En él, el expresidente asumió las conclusiones que había presentado la Comisión Stasi e impulsó la ley de marzo de 2004 de prohibición de los símbolos religiosos en las escuelas y liceos públicos franceses (ley que, por cierto, REY criticó en su momento). 25

Lo expresé así en «Libertad religiosa, pluralismo y espacios públicos», en GUTIÉRREZ, Ignacio, y PRESNO, Miguel Ángel (eds.), La inclusión de los otros: símbolos y espacios de la multiculturalidad, Comares, Granada, 2012, p. 294.

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vicio público. Por tanto, estos bienes pueden ser ocupados, empleados, disfru-tados, por todos, sin más limitaciones que las genéricas o las específicas para determinados bienes que el ordenamiento jurídico señale.

Procede recordar que la propiedad de los bienes públicos es, sí, del Estado, de las distintas Administraciones, pero tales bienes o espacios no «son» el Estado. Y me explico: la cuestión dominical, en relación a estos bienes —en particular del dominio público—, es secundaria, siendo lo característico y rele-vante su carácter de bienes destinados al servicio de los derechos ciudada-nos, también del natural desenvolvimiento de sus opciones ideológicas. Y esto no solo porque la ciudadanía pueda desplegar ella misma esas opciones de carácter ideológico o religioso (al vestir, por ejemplo, una prenda de ese te-nor), sino porque un elemento religioso pueda incorporarse establemente a ese espacio (por ejemplo, con un nombre, una estatua o un símbolo), satisfa-ciendo de esta manera las identidades ciudadanas. El espacio público sería, pues, aquel ámbito físico en el que la efectividad de los derechos y libertades de los ciudadanos goza de una especial garantía del Estado.

Por tanto, ¿cuándo un Estado se comporta neutralmente, desde el punto de vista ideológico, en relación a sus espacios?: cuando no impone ni obstaculiza ideología alguna, sino simplemente da acogida a cuantas actuaciones, ten-dencias o ideologías de los ciudadanos resulten acordes con el ordenamiento jurídico, y siempre de acuerdo con éste; de modo que tales opciones ciudada-nas, en buena ley —con los límites que correspondan—, se desplegarán en ese espacio público, otorgándole una determinada «contextura», también ideológica. Son, por tanto, los ciudadanos —con la tutela y vigilancia pública— quienes aportan a esos espacios un tenor silencioso o ruidoso, religioso o secularizado, etc., quienes deciden su atuendo en la plaza pública o quienes, por los cauces democráticos, pueden promover un determinado ornato o nom-bre en la plaza pública. Es decir, en la precisa e histórica configuración o idio-sincrasia de un concreto espacio público puede ser determinante lo que le aporten quienes en él se desenvuelven. Y, si quiere ser neutral, la autoridad pública, en la medida en que le corresponda, ha de atender razonablemente —no todo se puede hacer en cualquier lugar, como veremos más tarde al tratar de las opciones ideológicas incorporables a la escuela— a aquella apor-tación ciudadana. Por lo tanto, si el Estado dijese: «no puede haber símbolos religiosos en los ámbitos públicos» estaría dejando de ser neutral: ese espacio sería laico, sin duda, pero no neutro, pues ha optado por excluir lo religioso.

Cabe preguntarse, además: ¿puede realmente «ideologizarse» un espacio público?; ¿la presencia de un signo religioso, estático o dinámico (un nombre, un ornato, una prenda), convierten a ese espacio (una calle, un aula) en reli-gioso? Aun respondiendo negativamente a estas preguntas, quizá se alegue que quien hace la opción ideológica es la autoridad que incorpora o consiente

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aquella referencia religiosa; alegato éste que entiendo desvirtuado más atrás: cuando el Estado acoge esa referencia no asume lo significado por ella —un determinado credo—, esto ni en el caso de una referencia religiosa ni en nin-gún otro; solo está asumiendo demandas ciudadanas, satisfaciendo identida-des relevantes de su población.

Por tanto, lo que me parece importante resaltar en este punto es que, lejos de aquella pretensión de «neutralizadora neutralidad» de los espacios públicos, que apunta hacia «paredes blancas», parece claro que lo que los caracteriza, su verdadera cualidad, será el pluralismo, reflejo del que hay en la sociedad. A esto responde el «ser» (basta salir al ruedo público) y también el «deber ser» de estos espacios, que acogen ese pluralismo, religioso y de cualquier orden. Por eso, la simbología religiosa en ámbitos públicos en general (piénsese en nombres de estos lugares o en estatuas o símbolos en ellas ubicadas) carece de norma específica: ni falta que hace. Por tanto, el símbolo religioso recibirá el mismo tratamiento (competencia, procedimiento, condiciones, límites) que cualquier ornato público

26.

Un último punto sobre los espacios públicos in genere. REY, para criticar la sentencia de 14 de diciembre de 2009 de la Sala castellana, acoge una distin-ción que no me parece trascendente a nuestros efectos. Dice que la Sala con-funde interesadamente dos tipos de espacios públicos: «el espacio público directamente dependiente del Estado y de los poderes públicos (en sentido amplio)», del que pone como ejemplo «una escuela pública»; y «el espacio público en el que se desarrolla la vida social, como la vía pública, por ejem-plo»: así descritos, y aunque no lo dice expresamente, parece que se refiere, la primera categoría, a los edificios administrativos, y la segunda, al resto de espacios públicos (inmuebles abiertos), con unas consecuencias se supone que diametralmente opuestas en cuanto a las manifestaciones de religiosidad («nada tienen que ver a estos efectos», afirma).

Pues bien, aunque puede afirmarse que esta distinción conceptual edifi-cios/resto de inmuebles del dominio público tiene cierta acogida en la legisla-ción actual de bienes públicos

27, pienso que no hay fundamento legal alguno

26

Es decir, a fecha de hoy, puede sostenerse que a quien corresponda decidir sobre el mobiliario y orna-mentación del lugar público, como de otros de sus elementos significativos —como los emblemas—, habrá de decidir también, como parte de ellos, sobre la exhibición de los símbolos religiosos, siempre dentro de los parámetros admisibles —con la adecuada justificación y la contención que requiere cualquier ámbito público—. Estamos hablando, por ejemplo, del pleno municipal de un Ayuntamiento: sobre éste tiene interés la sentencia de 30 de abril de 2010 del Juzgado de lo contencioso-administrativo núm. 3 de Zara-goza, que desestimó el recurso presentado por la «Asociación MHUEL, Movimiento hacia un Estado laico» contra la negativa del pleno municipal de retirar el crucifijo del salón de plenos y del resto de dependencias y centros municipales. 27

La Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas, no hace ninguna clasificación dentro de los bienes de dominio público —no olvidemos que pueden formar parte del mismo bienes muebles e incluso derechos incorporales—, ni menos aún distingue entre categorías de inmuebles

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La presencia del crucifijo en las escuelas públicas es compatible con la Constitución (una réplica)

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que autorice a hablar, a radice, de un diverso régimen jurídico en relación al ejercicio de las libertades ciudadanas en estos espacios: ambos espacios son públicos en sentido estricto y pleno, con la misma categorización jurídica (bie-nes de dominio público) y básicamente (sin perjuicio, lógicamente, de las nor-mas específicas de cada tipo de bien público, también de los edificios adminis-trativos, y desde luego de las escuelas) con idénticas peculiaridades jurídicas (derogaciones en más y en menos, que diría Jean RIVERO) en contraposición al espacio privado. Todos ellos «dependen» directamente (propiedad, tutela del orden público) de las Administraciones públicas; en todos ellos los dere-chos de las personas gozan de la garantía estatal. Es más, hasta la Ley 33/2003 los edificios administrativos carecían de disciplina específica; y la que ahora recoge la norma (aplicable solo a la Administración del Estado) se refie-re únicamente a su gestión y utilización (se recoge en el Título VI de la citada ley bajo la rúbrica «Coordinación y optimización de la utilización de los edifi-cios administrativos»). Quiero con esto resaltar que, dentro de los espacios públicos, no adivino razones de peso para dar un trato diverso, a los efectos que nos ocupan, a los establecimientos o edificios públicos y al resto de espa-cios públicos. Se sugiere por quienes esto sostienen que los primeros «perso-nifican» en mayor medida al Estado, lo que obligaría en este punto a una in-hibición ideológica, de la Administración titular y del usuario, no exigible en el caso de los segundos. De hecho, como manifestación de esta concepción, se apunta a la eliminación los símbolos precisamente de los edificios públicos. Cierto que algunas singularidades de los edificios públicos (su carácter cerra-do —en todos ellos— o su especial funcionalidad —como la propia de un mu-seo, un aula o una dependencia policial—) pueden justificar restricciones es-peciales (así, la prohibición de fumar, la obligación de guardar silencio o la de presentarse desataviado de ciertas prendas en reconocimientos policiales). Pero en lo referente a normas genéricas sobre comportamientos y signos religiosos, sean éstos estáticos o personales, no creo que se justifique el esta-blecimiento de criterios distintos para los edificios públicos y para el resto de espacios de ese carácter

28 (aparte, como acaba de apuntarse, de peculiarida-

des puntuales que puedan preverse por razón de orden público y que pueden afectar tanto a unos como a otros, como a los espacios privados; y aparte también de las singularidades que se establezcan para unos espacios singula-res: así las escuelas, como ahora veremos).

del demanio; pero sí considera en su artículo 5.3 (precepto no básico, aplicable solo a la Administración General del Estado) como parte del demanio público a los inmuebles de su titularidad «en que se alojen servicios, oficinas o dependencias de sus órganos o de los órganos constitucionales del Estado», a los que más tarde llama «edificios administrativos», lo que apunta a un principio de distinción. 28

Por eso, no me parecen razonables las regulaciones aprobadas por algunos ayuntamientos españoles, que han prohibido el burka en el interior de los edificios municipales. Permitir o prohibir esta prenda justifi-ca un rico debate, pero la distinción referida no me parece razonable.

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2.5. NEUTRALIDAD DE LA ESCUELA PÚBLICA, DERECHOS DE

LOS PADRES Y PRINCIPIO DE PARTICIPACIÓN

2.5.1. Neutralidad del Estado en la escuela y convicciones de los padres

La neutralidad religiosa del Estado tiene como ámbito privilegiado la escuela pública, y merece un tratamiento específico, que resulta imprescindible para nuestra temática del símbolo. En la escuela pública, la neutralidad implica que el Estado ha de abstenerse de cualquier intento de «adoctrinamiento», enten-diendo por tal la intención de suplantar a los padres en la tarea de transmitir a los menores enseñanzas de tipo adoctrinante en materias de relevancia filosó-fica, ideológica, moral o religiosa. Es bien conocido que, en este punto, el TEDH se ha mostrado muy celoso desde los primeros tiempos

29. A resultas de

lo cual, lo dicho en el apartado anterior acerca de la tarea del Estado en rela-ción a los espacios públicos (recuérdese: la neutralidad estatal implica no imponer en ellos una asepsia ideológica neutralizante, sino facilitar el pluralis-mo social, permitiendo el desenvolvimiento, también ideológico, de sus usua-rios) se reviste de una notable particularidad en el caso de las escuelas públi-cas. Estas escuelas no son espacios públicos como los demás, pues están al servicio de su especial funcionalidad educativa, y sus usuarios son fundamen-talmente los menores y sus padres. Aquí, la responsabilidad de los poderes públicos tienen una doble vertiente, que exige, en ocasiones, difíciles equili-brios: por una parte, evitar un adoctrinamiento que menoscabe la neutralidad ideológica de la escuela; y por otra, velar por que sean los padres quienes aporten un tenor al espacio educativo acorde con sus convicciones… sin que se caiga en comportamientos adoctrinadores, reitero. Ésta es la «ley especial» del espacio educativo escolar.

Interesa llamar ya la atención, invocando la jurisprudencia europea, acerca de que esta neutralidad ideológica/religiosa de las escuelas públicas no implica que lo religioso —lo eminentemente religioso, como consideramos el crucifi-jo— esté sin más, por el hecho de serlo, proscrito en ellas. Es importante traer de nuevo a colación la sentencia Lautsi II. La Gran Sala del TEDH, después de proclamar el carácter religioso del símbolo, añade algo muy importante a nuestros efectos: el hecho de que «el simbolismo religioso agote, o no, la sig-nificación del crucifijo no es algo decisivo en esta fase del razonamiento» (apartado 66). Es decir, a la Gran Sala no le resulta determinante —y ni siquie-

29

Suele citarse al respecto la sentencia Kjeldsen, Madsen y Pedersen, de 7 de diciembre de 1976, cuya doctrina es invocada con frecuencia en fallos posteriores; particular interés tienen las sentencias Folgerø y otros contra Noruega, de 29 de junio de 2007, y Hasan y Eylem Zengin contra Turquía, de 9 de octubre de 2007.

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ra se detiene a considerarlo— que el crucifijo, indudable signo religioso, pueda conllevar otros mensajes o estar revestido de otras significaciones. Sencilla-mente, en su opinión, su presencia y su carácter religioso no implican sin más una incompatibilidad con aquella neutralidad estatal. Es por lo que entra a valorar sus efectos en el ámbito escolar para juzgar la compatibilidad de su exhibición con los parámetros del Convenio. Por lo tanto, da al símbolo religio-so el mismo tratamiento que daría al revestido de cualquier otro carácter y que pudiera poner en entredicho la neutralidad ideológica del Estado, sin proscrip-ciones a radice. Es decir, esta pública asunción no estará sometida a restric-ciones distintas que las que pudieran pesar sobre otras ¡realidades sociales! (quiero insistir en esta condición) con implicaciones ideológicas, o las que se apliquen a otras expresiones personales o colectivas, de cualquier género, que se produzcan en un espacio público.

Dicho esto, detengámonos ya en las exigencias derivadas de la neutralidad del Estado en sus escuelas, atrás apuntadas. En este punto resulta clave el artículo 27.3 CE, que proclama «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»: decíamos que se sienta aquí la verdadera especialidad de las aulas como espacios públicos en relación al resto. Este derecho de los padres evoca no solo al contenido de los programas, sino, en la medida que resulte posible, también al entorno físico y demás elementos educacionales que pueden tener relevancia en la formación del menor. Y en este punto, el hecho de que el crucifijo «presida» la actividad educativa en general, y no solo la específica de la religión, puede considerarse un elemento trascendente, de manera que la fe y sus simbologías puedan constituir en los impúberes una referencia de la cultura en general, del saber o de la conducta individual y social.

También el Convenio de Roma, al lado del derecho general a la libertad reli-giosa del artículo 9, atribuye un carácter de especialidad a su ejercicio en las escuelas, otorgando el protagonismo a los padres. En este punto, la jurispru-dencia de Lautsi II es determinante y, a mi juicio, muy razonable, por lo que conviene que nos detengamos en ella. La Gran Sala dio indubitada preferen-cia al derecho de los padres sobre la educación de sus hijos frente a cualquier consideración de neutralidad, sin dejar de atender a su preservación. Dicho de manera más precisa: parte de que el Estado es neutral en sus escuelas cuan-do mira a la preservación de las convicciones paternas, sin perjuicio de las garantías correspondientes. Así, la sentencia comienza sentando que en ma-teria de educación y enseñanza el artículo 2 del Protocolo núm. 1

30 del Conve-

30

Que establece lo siguiente: «A nadie se le puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho

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nio es en principio lex specialis en relación con el artículo 9 del Convenio (apartado 59). Después, el Tribunal, sin dejar de remarcar el deber del Estado de pluralismo educativo y de no adoctrinamiento, derivados de su neutralidad ideológica, afirma que «nos encontramos en un ámbito en que entra en juego la obligación del Estado de respetar el derecho de los padres de asegurar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas» (apartado 65). Se trata, quizá, del pronunciamiento más trascen-dente de esta importante sentencia. Implica que, a juicio de la Gran Sala, el deber de neutralidad del Estado se concreta no en imponer una «escuela neu-tra» —en el sentido de «escuela laica», se diría hoy por algunos, ajena a ele-mentos religiosos—, sino en garantizar el derecho de los padres a que hijos estudien en un ambiente acorde con sus convicciones

31.

Este genérico e indeterminado derecho de los padres recogido en el artículo 27.3 CE y en el artículo 2 del Protocolo 1.º del Convenio europeo tiene conse-cuencias que resultan de aplicación directa y universal para esos padres: piénsese en el contenido de los programas docentes, que no habrán de impli-car actitudes adoctrinadoras. Pero en otras ocasiones no ocurre así, como es el caso de la simbología en el aula: por desenvolverse la educación en un espacio único en el que conviven sensibilidades religiosas distintas, el derecho constitucional referido no implica garantizar las preferencias de todos los pa-dres acerca de la simbología. Aquel derecho no puede garantizar, pues, la presencia o ausencia de una determinada simbología en el aula, aunque solo sea por la imposibilidad física de satisfacer a todos; solo legitima una expecta-tiva o pretensión al respecto. De este punto volveremos a ocuparnos más adelante, pero puede ya adelantarse el criterio rector: solo podrá satisfacerse la preferencia mayoritaria.

Los derechos y expectativas proclamados han de entenderse y aplicarse en el aula, pues, evitando toda suerte de adoctrinamiento, y sin violentar de otras maneras la libertad religiosa de los afectados. Esto nos remite a la vertiente

de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas». 31

Se dio la paradoja de que, en el asunto Lautsi, la Sección Segunda, en la sentencia de noviembre de 2009, también había invocado el respeto a las convicciones (no cristianas) de la señora Lautsi para impo-ner la ausencia del crucifijo. Ante lo que cabía preguntarse qué razón puede otorgar prioridad a las convic-ciones de unos padres —los que optan por una enseñanza libre de signos religiosos— sobre las de los otros —quienes prefieren la enseñanza con presencia del crucifijo—; es decir, ¿por qué el respeto a los demás se impone solo a estos últimos? Estaba claro que el Estado, al tomar partido de modo absoluto por la opción de los padres irreligiosos, precisamente estaba dejando de ser neutral. En este punto dos jueces europeos formularon voto concordante, ahondando en los razonamientos de la Sala. Así, el juez Bonello parte de que el derecho de unos y otros padres (los religiosos y los arreligiosos) a que sus hijos se edu-quen de acuerdo con sus convicciones es cuando menos equivalente. De modo que, afirma, «hasta el presente, nadie ha avanzado razón alguna por la cual la voluntad de los padres de un solo alumno debería predominar y la de los padres de veintinueve alumnos capitular».

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subjetiva de esta libertad: he aquí uno de los «puntos dolientes» de esa pro-blemática, que se abordará en su momento.

2.5.2. Concreción del derecho de los padres: el Consejo Escolar y la participación

Según se puede intuir de lo dicho, un punto no sencillo es cómo se arbitra el derecho de los padres (de todos ellos) a que sus hijos reciban una enseñanza acorde a sus convicciones, en concreto en este punto de la simbología pre-sente en el aula. Sabemos que en el caso italiano —no es el único— el Estado determinó la presencia necesaria del crucifijo en las aulas: así interpretaba y satisfacía las querencias educativas y religiosas mayoritarias de su ciudadanía hace 90 años y lo sigue haciendo hoy. España no tiene una norma semejante; en realidad no tiene ninguna (ni para el espacio educativo ni para ningún otro, según vimos).

Específicamente en cuanto a los símbolos religiosos en el ámbito escolar, en nuestro país podemos atender a la escasa praxis judicial existente. Una de las soluciones jurisprudenciales arbitradas en estos últimos años, asumida por la Sala de lo contencioso del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, es la de atribuir al Consejo Escolar la competencia para decidir sobre los símbo-los presentes en el centro escolar

32. Propuesta ésta a la que me he sumado

desde mi primer trabajo en esta materia33

. Y es que me parece que la solución más razonable para atender, en abstracto, a los derechos y libertades de los implicados es atribuir la decisión a aquel órgano que constituye la «viva expre-sión de la comunidad escolar»

34, el Consejo Escolar, que es quien ejerce el

gobierno de tal comunidad y a quien parece lógico que corresponda determi-nar y atender, en buena lid, las preferencias de cuantos comparten el concreto espacio educativo. Lo que es tanto como permitir que cada centro escolar acomode su enseñanza y modos de practicarla a la que acepten o reclamen la mayoría de los padres con alumnos menores en ese centro.

En su artículo, en un primer momento, REY había convenido que la decisión acerca de la presencia del crucifijo en el aula correspondería, conforme a la

32

La sentencia de la Sala de lo contencioso de 20 de septiembre de 2007 justificó la competencia del Consejo Escolar en «la autonomía pedagógica, organizativa y de gestión económica de los centros docen-tes reiterado hasta la saciedad en la normativa aplicable». El fallo de la misma Sala de 14 de diciembre de 2009 reitera esta competencia del órgano. 33

Vid. Libertad religiosa y espacios públicos, cit., pp. 179 ss. 34

En expresión que tomo de MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, José Luis, «Autonomía de los centros escolares y derecho a la educación en libertad», Persona y Derecho, núm. 50, 2004, p. 466. Añade: «Serán las mayorías internas de cada comunidad educativa quienes ostenten, pues, en medida muy determinante, el poder orientar en una u otra dirección al centro, con las eventuales tensiones que ello puede conllevar». No es momento para valorar la extensión del poder de autogestión confiado al Consejo Escolar por la legislación vigente.

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doctrina constitucional, al Consejo Escolar del centro, como órgano más re-presentativo (p. 17)

35. Solución ésta que consideraba —decía— «en gran me-

dida, interina o provisional», pero no irracional. Esa provisionalidad la refería a que debería producirse, a no mucho tardar, o un pronunciamiento expreso del Tribunal Constitucional, o bien una reforma de la Ley de libertad religiosa, que deberían —uno u otra— aclarar este punto. Sin embargo, páginas más ade-lante, REY critica esta atribución al Consejo Escolar, que considera entonces un «desatino» (p. 30) —quizá desatendiendo los usos académicos de respeto hacia opiniones divergentes—.

Amén de posibles contradicciones entre las dos afirmaciones referenciadas, contestaré a los argumentos que, a modo de interpelaciones, emplea REY para considerar desatinada la solución por mí defendida:

— ¿Podría, entonces —dice en primer lugar—, un colegio público con mayori-taria presencia de simpatizantes de un partido político determinado exhibir en sus aulas símbolos o figuras de la preferencia política de este sector y alegar que esto no significa que el Estado se identifique con esa opción, o que si el consejo escolar lo aprueba por mayoría esto lo legitima por completo, o que no poner esos símbolos políticos tiene tanto significado, pero de signo contrario, como ponerlos? ¿O un colegio en el que los niños extranjeros sean mayoría exhibir permanentemente los símbolos de su país? (…) ¿O de una etnia de-terminada —en un caso, por ejemplo, de colegios de niños gitanos colocar solo símbolos que consideren propios—?

Pues bien, pienso que cuando uno realiza una comparativa y quiere que de ella puedan extraerse consecuencias válidas, debe asegurarse de que los términos comparados son equivalentes; lo que no ocurre en modo alguno en este caso: se ha dicho que los padres gozan de un derecho reconocido consti-tucionalmente (a que sus hijos reciban una formación religiosa y moral de acuerdo con sus convicciones, en cuyo contenido puede incluirse, como legí-tima pretensión, la simbología que prefieran en el aula), lo que para nada se da en las situaciones que con ella quieren compararse: el ordenamiento jurídi-co (la Constitución) no concede a los padres el derecho a que sus opiniones políticas o sus identidades nacionales o étnicas se plasmen en la tarea o en el ambiente educativo.

— Da por cierto REY, según se acaba de transcribir, que «no poner» en el aula unos determinados símbolos (religiosos o políticos) no tiene el mismo significado, pero de signo contrario, que «ponerlos». Lo cual resulta una evi-dencia, porque promover su colocación ya sabemos qué significado y finalidad

35

Es sabido que se refiere, por asimilación, a la doctrina constitucional sentada por la STC 130/1991, de 6 de junio, relativa al escudo de la Universidad de Valencia, que residencia en el claustro la facultad de añadir o retirar los símbolos religiosos del escudo universitario.

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tiene, no necesariamente equiparable al de no ponerlos. Pero ha de advertirse primeramente que «no poner» no es lo mismo que «quitar»: la realidad es que en estos momentos no se ponen crucifijos, pero sí se propone quitar los que hay, lo que tiene una significación muy distinta, pues revela una intención de rechazo. Pero puestos a precisar los significados o intenciones, más importan-te es determinar el de las soluciones de futuro que se proponen, que no son para nada equivalentes. He repetido hasta la saciedad que del hecho de que el Estado deje libertad a la comunidad educativa para determinar sus simbolo-gías religiosas no se deben sacar otras conclusiones más allá de que el poder público respeta la libertad ciudadana, sin identificaciones de ningún tipo; sin embargo, de una ley prohibitiva como la que se pretende bien puede sacarse la conclusión de que el Estado está imponiendo que las convicciones religio-sas han de estar necesariamente ausentes de la vida en común, o puede ser interpretado como una imposición —o una invitación— a desenvolverse y vivir —en las aulas y fuera de ellas: estamos ante menores con personalidades sin formar— «como si Dios no existiese».

— Intercalada en las preguntas anteriores, REY cuestionaba si se podrían exhibir permanentemente los símbolos de una religión que no sea la católica. No explica cuáles son los motivos que le llevan a considerar inaceptable (o al menos eso parece) la exhibición de símbolos de otras religiones. Puedo supo-ner que piensa en la identidad cristiana del país, argumento que puede tener cierta consistencia, pero que dudo sirva para determinar exclusiones absolutas de otras simbologías en las aulas, so pena de incurrir en discriminación. Ade-más, acoger las opciones prevalentes en determinadas aulas o colegios sobre una simbología distinta a la cristiana no parece que vayan a minar la identidad religiosa de todo un país

36. En cualquier caso, la solución que aquí se propone

—frente a la italiana— permite atender, en abstracto, a las opciones religiosas de cualesquiera comunidades educativas.

Ahora bien, esto no quiere decir que, simultáneamente, el aula pueda acoger símbolos diversos que presidan la actividad educativa (como por algunos se ha sugerido

37): de ser así, sencillamente se desvirtuaría el sentido y la finali-

dad del derecho que pretende atenderse, tal como se expresó más atrás. En

36

Este tema de la identidad de un país (se recordará el asunto del referéndum de los minaretes en Suiza) o la medida en que las instituciones públicas pueden acoger las identidades colectivas de sus miembros (piénsese en los patronazgos) no es un tema desde luego sencillo y que requeriría un estudio específico (que ahora no corresponde acometer). 37

El mismo REY parece afirmarlo páginas más atrás (p. 25): alude a que si la colocación del símbolo en el aula, por voluntad de la mayoría, se fundase en el artículo 16.3 CE, es decir, en el deber público de tener en cuenta el hecho religioso (sabemos que el verdadero y específico fundamento está en el artículo 27.3 CE) entonces «todas las religiones y visiones filosóficas presentes en una escuela pública deberían poder exigir que no solo los alumnos o profesores pudieran manifestar símbolos o vestimentas religiosas, sino que el propio centro educativo debiera exhibir en alguna medida y de modo permanente tales símbolos».

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otros lugares y circunstancias, las distintas manifestaciones de religiosidad ciudadana tendrán cabida, a la par, en los plurales ámbitos públicos (por ejemplo, en los nombres de las calles, donde el poder público responsable puede eventualmente acoger diversas sensibilidades de su población; o, en el mismo centro educativo, que puede impartir distintas enseñanzas confesiona-les). Pero en este punto del símbolo en el aula, sencillamente, no es posible la simultaneidad, con lo que es insoslayable la decisión. De modo que, conforme al principio democrático, se determinará qué símbolo presidirá la actividad educativa, o si ninguno lo hará.

— Termina sus interpelaciones REY preguntando si «el Estado debe adoptar en sus espacios los símbolos que le indiquen los usuarios, a libre voluntad». Pues bien, en este punto, ya afirmé más atrás que la ciudadanía podía promo-ver, por los cauces democráticos previstos, un determinado nombre u ornato del espacio público

38, como tantas otras cosas de la vida colectiva y del bien

común. En el ámbito específico que nos ocupa, las aulas de los menores, esta pregunta se ha respondido también, en buena medida, con los matices que se acaban de aportar. Pero, en este punto, parece oportuna una reflexión de carácter general que justifique lo afirmado y que implica el recurso a criterios jurídico-administrativos (también constitucionales) que se echan en falta en la interrogación de REY: me refiero a una invocación al principio de participación, muy vinculado al principio democrático.

Conviene partir de que el principio democrático impone un incremento de la parti-cipación ciudadana en la toma de decisiones administrativas. Desde las primeras ediciones de su famoso manual, los profesores GARCÍA DE ENTERRÍA y FER-NÁNDEZ RODRÍGUEZ calificaron la participación de los ciudadanos en la Admi-nistración como una «gran entelequia social y política de nuestro tiempo», pero a la vez reconocían que existía hacia ella «una especial sensibilidad»

39. Ésta no ha

ido sino en aumento, hasta calificarse este principio, no hace mucho, como «el auténtico pilar del Estado democrático actual»

40. El problema está en cómo se

concreta cabalmente. Cuando el artículo 23 CE se refiere a que «los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes…», parece evidente que incluye la participación administrati-

38

Quien suscribe estas líneas tomó parte en una solicitud dirigida al Ayuntamiento de la ciudad promo-viendo la aprobación de un nombre para una calle, a lo que la Corporación tuvo a bien acceder. 39

GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Tomás-Ramón, Curso de Derecho Administrativo II, Civitas Thomson-Reuters, 12.ª ed., Cizur Menor (Navarra), 2011, p. 85. El primero de ellos se ocupó también de este principio en «Principios y modalidades de la participación ciudadana», en Libro homenaje al profesor José Luis Villar Palasí, Civitas, Madrid, 1989, pp. 437 y ss. 40

Así lo considera la constitucionalista LARIOS PARTERNA, María Jesús, en La participación ciudadana en la elaboración de la ley, Congreso de los Diputados, Madrid, 2003, p. 31. Obsérvese: ¡nada menos que participación de la ciudadanía en la elaboración de las leyes!

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va41

, también apuntada en el artículo 9.2 CE. Son, precisamente, la Seguridad Social

42 y los centros de enseñanza (artículo 27.7 CE: «los profesores, los padres

y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los cen-tros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca») los ejemplos típicos, constitucionalmente previstos, de participa-ción de los ciudadanos en la organización y actividad administrativa. Lo cierto es que, ya sea desde el aparato administrativo

43 (participación orgánica) o ya sea

participando simplemente en el proceso de adopción de decisiones (participación funcional, a través de la intervención en algún momento de la actuación adminis-trativa), se reclama una mayor acogida de este principio, vista la crisis de legiti-mación democrática de la Administración que denunciara MUÑOZ MACHADO ya antes de la Constitución

44.

Como aplicación de esta reflexión general sobre el principio de participación al ámbito educativo, es oportuno recordar que el artículo 119.1 de la Ley Orgánica 2/2006, de Educación, de 3 de mayo, establece que «las Administraciones educativas garantizarán la participación de la comunidad educativa en la orga-nización, el gobierno, el funcionamiento y la evaluación de los centros»; y el núm. 2 que «la comunidad educativa participará en el gobierno de los centros a través del Consejo Escolar», cuyas amplias competencias recoge en el artí-culo 127. Pues bien, si decía más atrás que las instituciones públicas podían decidir legítimamente que ciertos aspectos con connotaciones ideológicas o religiosas se incorporasen a los ámbitos públicos, parece claro que estos ex-tremos, si es el caso, serán determinados por quienes hayan de ocuparse del gobierno específico de cada uno de esos ámbitos (espacios, instituciones…); y que lo harán, en coherencia con el principio democrático que rige todo lo pú-blico, teniendo en cuenta también y quizás principalmente al sentir mayoritario de sus usuarios o/y servidores; y más aún si los órganos previstos al efecto son precisamente representativos de servidores y usuarios de tal tipo de esta-blecimientos o servicios, como es el caso de los Consejos Escolares de los centros educativos. En este sentido, me parece que constituye un gran acierto

41

«Aunque parece aludir sobre todo a la participación política puede tener, en su generalidad, un alcance

extensible a la esfera administrativa», dicen GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ. 42

El artículo 129.1 CE precisa que «la ley establecerá las formas de participación de los interesados en la Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte directamente a la calidad de vida o al bienestar general». 43

Vid. SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, La participación del ciudadano en la Administración pública, CEC, Madrid, 1980. 44

MUÑOZ MACHADO, Santiago, «Las concepciones del Derecho Administrativo y la idea de participación en la Administración», Revista de Administración Pública núm. 83, 1977, p. 519. Para una panorámica doctrinal reciente, que sigue reclamando un incremento participativo, vid. BARRERO RODRÍGUEZ, Con-cepción, «De nuevo sobre la “crisis de participación administrativa”», en LÓPEZ MENUDO, Francisco (coord.), Derechos y garantías del ciudadano. Estudios en homenaje al Profesor Alfonso Pérez Moreno, Iustel, Madrid, 2011, p. 419.

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de la sentencia castellanoleonesa de 14 de diciembre de 2009 su evocación

del acuerdo del Consejo Escolar sobre el crucifijo como una decisión de la propia sociedad, aunque no invoque expresamente el principio participativo

45.

Y es que —lo reitero— el principio democrático se puede y debe complemen-tar con el de la adecuada participación administrativa de los interesados, en la medida que resulte razonable.

2.5.3. En particular, la comunidad escolar y el derecho a no declarar sobre las propias creencias

Una argumentación contraria a la atribución de la competencia decisoria sobre símbolos a los Consejos Escolares es considerarla inconstitucional por contra-venir el artículo 16.2 CE («nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideo-logía, religión o creencias»). Oí por primera vez este reparo constitucional a uno de los maestros del Derecho Administrativo español, Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, quién más tarde lo expuso por escrito

46. Ahora, tanto REY co-

mo PARDO parecen acoger este argumento. El primero lo hace sin mucha convicción, pues ni siquiera invoca expresamente el artículo 16.2 CE: simple-mente alega, en relación a la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León recién citada, que, en la medida en que —según ésta— para que se retire el crucifijo se debe pedir expresamente por alguien, se está im-poniendo al alumno o a sus padres la carga «de declarar implícitamente sobre su creencia en el momento de impugnar la presencia del símbolo religioso mayoritario» (p. 25). En el trabajo de PARDO el carácter implícito de la decla-ración de creencias se torna en explícito, y cita en su apoyo las valoraciones de la profesora PARDO LÓPEZ (p. 25).

Examinemos el supuesto de hecho. En el caso de que sea sometida la cues-tión del símbolo al Consejo Escolar, parece claro que nadie está «obligado» —dice el tenor constitucional— a declarar nada. Pero, sobre todo, la declara-ción que (voluntariamente) emiten los miembros del órgano no implica una manifestación de creencia alguna: solo supone expresar una opinión o que-rencia en cuanto a la cuestión del símbolo, que no tiene por qué tener relación

45

Estos son los términos del fallo: estos Consejos «no son órganos cuyos miembros procedan exclusiva-mente del Estado sino que ofrecen una composición esencialmente plural, con menos presencia del poder público y marcada presencia de terceros usuarios del servicio público de la enseñanza. Por lo tanto, la decisión de estos consejos no es tanto una decisión de los poderes públicos, que lo es, sino esencial y principalmente de la propia sociedad. Y si bien cabe la revisión de su decisión por las autoridades educati-vas, su control será, esencialmente, de legalidad y no de oportunidad». 46

En una serie de conferencias que pueden encontrarse en la página web de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo (<www.aepda.es>); en concreto, en la conferencia cuarta, p. 17. La conferencia dictada en la ciudad de Cuenca se ha publicado en el volumen que cité al comienzo de estas líneas del Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado 2012, vol. XXVIII.

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con sus personales creencias religiosas. Uno puede querer que el crucifijo esté o no esté en el aula por motivos variados, o sencillamente por su libre albedrío.

De considerarse este modo de actuar contrario al artículo 16.2 CE también habrían de juzgarse inconstitucionales procederes pacíficamente admitidos, con décadas de práctica en nuestro ordenamiento jurídico: así, la declaración de los padres acerca de la enseñanza confesional o aconfesional que recibirán sus hijos (su opción no se corresponde, necesariamente, a la creencia paterna —otra vez el libre albedrío—) o la declaración fiscal de ayuda a la Iglesia (uno puede no marcar casilla alguna, pero, en todo caso, aportar dinero no supone declararse católico o no hacerlo negar esa condición).

Conviene recuperar el trabajo monográfico que hace dos décadas publicara la hoy catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado, María ROCA, sobre el precepto constitucional del artículo 16.2 CE

47. Distingue entre unas declara-

ciones «paladinas o en sentido estricto», que son poco frecuentes, en el que alguien debe manifestar expresamente su creencia. Podría considerarse tal, por ejemplo, un juramento que implicase declaración de creencia y que fuera necesario para acceder a determinada condición pública

48. Junto a estas de-

claraciones «paladinas», la profesora alude a otras que aparecen unidas a actos jurídicos con los que se integrada en la práctica: «así —dice— cuando unos padres optan porque sus hijos reciban las clases de religión que imparte una confesión determinada, ¿declaran que tal religión está de acuerdo con sus propias convicciones?»; «esta declaración —reitera— significa en todo caso que están de acuerdo con que reciba esas clases, pero, ¿en qué medida pue-de interpretarse también como una declaración de pertenencia de los padres a esa confesión?»

49.

Lo mismo cabe afirmar del otro ejemplo comparativo empleado más atrás: el hecho de rellenar la casilla correspondiente a la asignación a la Iglesia Católi-ca o a otros fines de interés social en el impuesto de la renta no se ha consi-derado incumplimiento del derecho a no declarar sobre su religión; así se en-tendió en una primera instancia por el Tribunal Superior de Justicia de Valen-

47

Se trata de ROCA, María, La declaración de la propia religión o creencias en el Derecho español, Uni-versidad de Santiago de Compostela, 1992. 48

En este sentido es muy famoso el caso resuelto ante el TEDH en la sentencia Buscarini y otros contra San Marino, de 18 de febrero de 1999, en el que el Tribunal dio la razón a los recurrentes —tres diputados electos al Parlamento de la República de San Marino—, a los que se les exigía un juramento sobre los Evangelios para adquirir la condición de diputados, en la medida en que al subordinar a la profesión pública de una religión determinada el ejercicio del derecho político que les asistía se estaba vulnerando el artículo 9 del Convenio europeo. Más reciente es la sentencia sobre la toma de posesión de un abogado griego, sentencia Alexandridis contra Grecia, de 21 de agosto de 2008. 49

Op. cit., p. 71.

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cia50

; acto seguido, por Tribunal Supremo51

; más tarde por el Tribunal Consti-tucional

52; y finalmente por el TEDH (decisión de inadmisión de 14 de junio de

2001, en el caso Alujer Fernández y Caballero García contra España).

En fin, llegado el caso, pienso que no cabe esperar que el Tribunal Constitu-cional español vaya a identificar un supuesto de inconstitucionalidad en la remisión de la cuestión del crucifijo a los Consejos Escolares de los centros, por mor del artículo 16.2 CE.

2.6. LA CUESTIÓN DE LAS MAYORÍAS Y MINORÍAS

No cabe duda de que los derechos de las minorías es uno de esos temas de gran actualidad, incluso calificable de «políticamente correcto», pero sobre el cual es necesario realizar ciertas puntualizaciones.

Es sabido —y nos lo recuerda PARDO en su trabajo— que el Tribunal Consti-tucional alemán, en su sentencia de 16 de mayo de 1995, dictaminó que el conflicto que se había originado en el aula (en último término, entre la libertad religiosa positiva y la negativa) «no se puede resolver según el principio de la mayoría puesto que, precisamente, la garantía de la libertad de creencias tiene como especial objetivo la protección de las minorías». El Juzgado lo contencioso de Valladolid, en su sentencia de 14 de noviembre de 2008, no empleó esta argumentación, pero sí lo hizo REY en el comentario periodístico de urgencia que siguió a este fallo. Por otra parte, es sintomático que ni siquie-ra la sentencia Lautsi I se apoye en ello

53.

De entrada, la protección de las minorías resulta un sugestivo argumento. Pero que nos puede llevar a resoluciones judiciales injustas —pienso que así ocurrió en el conflicto alemán— o a propuestas legales desenfocadas —como la de prohibir cualesquiera símbolos— si olvidamos o malinterpretamos dos extremos: en primer lugar, es preciso determinar si se está protegiendo un

50

Que en sentencia de 22 de abril de 1990 declaró que el hecho de que se opte por dicho destino no implica necesariamente que se profese la citada religión, pues no puede descartarse que se opte por dicha finalidad por otros motivos: por ejemplo, por entender que ejercen una actividad social relevante. 51

Por sentencia de 20 octubre 1997 el Tribunal Supremo inadmitió el recurso en cuanto al fondo, confir-mando la sentencia apelada. 52

El Tribunal Constitucional denegó el amparo por auto de 13 de mayo de 1999, pues en su opinión no se vulneraba, ni siquiera de manera indirecta, la garantía constitucional del derecho a no declarar su propia religión o creencia. 53

La sentencia Lautsi I no invoca directamente la protección de la minoría como fundamento del fallo; únicamente, cuando se ocupa de la posibilidad de «perturbar emocionalmente» al infante por la presencia del signo religioso, afirma que este riesgo se presenta particularmente en el caso de alumnos que pertene-cen a minorías religiosas.

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auténtico «derecho de la minoría» o una mera expectativa; en segundo lugar, es evidente que este juego de mayorías y minorías puede tener alguna razón de ser para resolver un conflicto determinado, aquí y ahora, en el que unos ocupan una posición y otros la otra —unos quieren el símbolo y otros no lo quieren—, pero no sirve de fundamento para una solución abstracta, legal, que pretenda prohibir el símbolo en base a la protección de la minoría, pues ésta es la que puede querer el símbolo: es decir, no se podría prohibir el sím-bolo para proteger a la minoría, sino que tal prohibición implicaría primar la libertad religiosa negativa sobre la positiva. Pero vayamos por partes.

Al no regular en estos momentos la legislación española la presencia de sím-bolos en la escuela, y suponiendo que la decisión se adopte en el seno de ese colectivo educativo, el dilema se ubica en si, al enfrentarse a un caso concre-to, ha de atenderse al principio democrático de decisión de la mayoría o si, como correctivo a aquél, se impone la protección de la minoría.

Nadie duda de que no estaríamos ante un auténtico Estado de Derecho si no se protegiese el derecho de la «minoría de las minorías»; es decir, si no se tutelasen los derechos de la persona, individualmente considerada. Aunque todos, ciudadanos y poderes públicos, quisieran despojar a una sola persona de un auténtico derecho no podrían hacerlo, pues aquélla es su inviolable titular. Ya tuve ocasión de manifestar que «la democracia se configura como un instrumento al servicio de tales derechos. Por tanto, cuando la opinión de la mayoría pretende privar a una persona —insisto: aunque solamente sea a una— de un derecho fundamental se está extralimitando y pervirtiendo»

54. Así,

si una mayoría —por ejemplo, la de padres de un colegio— pretendiera impo-ner a una persona —a un alumno o a su padre— una creencia incurriría en una conducta intolerable, pues estaría violentando su libertad religiosa. De este aspecto me ocuparé más adelante, al tratar de la vertiente subjetiva de esta libertad y de la medida en que la exhibición del crucifijo supone una im-posición de creencias.

Aparte de estos derechos individuales, en ocasiones el ordenamiento jurídico incorpora específicos derechos de las minorías, con los que se pretende que su situación como colectivo minoritario en un contexto mayor no las aboque —en lo religioso o en cualesquiera otros ámbitos— a marginaciones e injustifica-das desventajas que frustrarían sus facultades y aspiraciones, de entrada tan legítimas como las de la mayoría

55. En normativas específicas, son ejemplos

de derechos reconocidos específicamente a minorías los previstos en el Dere-

54

Libertad religiosa y espacios públicos…, cit. pp. 176-177. 55

Vid. la Declaración sobre los derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas, aprobada por la Asamblea General de la ONU en su resolución 47/135, de 18 de diciembre de 1992.

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cho societario, al conceder a las integradas en un consejo de administración ciertas facultades que una mayoría desconsiderada hacia ellas podría en otro caso negarles

56; o los establecidos en el Derecho parlamentario, que prevé

fórmulas para proteger a las fuerzas minoritarias en la lid política asamblea-ria

57.

Como tercer paso, es importante advertir que una cosa son los derechos que asisten a un conjunto de ciudadanos erigidos en minoría y otra cosa distinta determinadas expectativas que pudieran derivarse de sus derechos: que éstas prosperen estará supeditado, en muchas ocasiones, a su condición de minoría en el concreto ámbito de referencia. Por ejemplo, los derechos políticos de las minorías societarias o parlamentarias han de respetarse siempre, pero otra cosa son sus expectativas de erigirse en regidores de los destinos de la socie-dad mercantil en la que se integran o de su circunscripción política, que no tienen por qué ser satisfechas. Quiero con esto resaltar que la defensa de las minorías, los derechos a ellas concedidos, no pueden desplazar al principio mayoritario en la adopción de decisiones del colectivo en que tal minoría se integra. En su seno, la defensa de las minorías se traduce, sí, en la defensa de los derechos que la ley reconoce a sus miembros, pero no en impedir el gobierno mayoritario: esto también equivaldría a pervertir el sistema democrá-tico, lo mismo que la negación de auténticos derechos.

Apliquemos lo dicho al ámbito que nos ocupa de la libertad religiosa, y, en concreto, a la cuestión de la simbología en el aula. He afirmado más atrás que el derecho constitucional del artículo 27.3 CE no implicaba garantizar a los padres la presencia o ausencia de una determinada simbología del espacio escolar: aquéllos solo tendrán la expectativa de que sus convicciones se plasmasen de una determinada manera en el aspecto del aula. Pero también aseveré en su momento que el centro escolar debería poder acomodar su enseñanza y modos de llevarla a cabo a lo que acepten o reclamen… la ma-yoría de los padres con alumnos menores en ese centro, de acuerdo con el principio democrático que ha de regir ese colectivo. Pretendo incidir en que no constituye un derecho de las minorías el gozar de un espacio público libre de influencias religiosas, o de otro carácter: solo tiene la expectativa de que así sea

58.

56

Como la posibilidad de obligar a convocar Junta General extraordinaria o de introducir puntos en el orden del día. 57

En la regulación de la elaboración del reglamento parlamentario o de los modos de control del gobierno y hasta en el mismo proceso legislativo se incorporan medidas tendentes, específicamente, a que se oiga la voz de las minorías. 58

Quiero dejar constancia de que la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 1995 incluye la siguiente aseveración, referida, en general, a los espacios públicos: «en una sociedad que deja espacio libre a convicciones religiosas diferentes, uno no tiene el derecho a verse libre de manifestaciones de fe,

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Es decir, parece claro que la libertad religiosa no quedará necesariamente menoscabada cuando las expectativas de su pública plasmación en el aula —creencias o increencias— no prosperen: estamos en democracia, con lo que, tantas veces, al aportar un ambiente o una identidad a determinados espacios o instituciones habrá de tenerse en cuenta (o al menos podrá hacer-se) el sentir mayoritario de los usuarios o/y servidores. Y desde luego, se hará con preferencia a las pretensiones mayoritarias cuando sea necesario optar: priorizar en este caso a la minoría sobre la mayoría sería injusto y antidemo-crático. Aplicado esto al conflicto sobre el crucifijo, su acogida por decisión mayoritaria del órgano competente no implica, como pretende REY, que las mayorías se erijan «frente a los derechos fundamentales» de las minorías (p. 30), sino que se erigirán, eventualmente, frente a la expectativa de la minoría de gozar de un espacio educativo libre de connotaciones religiosas: ¿qué razón hay para primar, aquí y ahora, la preferencia/expectativa de esta mino-ría?

Si esto se entiende, se comprenderá que no comparta que la decisión de ex-hibir el símbolo «discrimina a los que no pertenecen a la confesión mayorita-ria» (REY, p. 31): ¿podrían decir las minorías parlamentarias que están dis-criminadas por no prosperar sus pretensiones políticas?, de primarse a éstas ¿qué dirían las mayorías, ¡discriminadas por una minoría!?

Restan aún dos aspectos relevantes, interconectados: la consideración de que la no-presencia del símbolo (la libertad religiosa negativa) debe primar siempre sobre el deseo de su exhibición (libertad positiva); y es que —se argumenta— se puede dañar la libertad religiosa subjetiva de los afectados.

2.7. LA LIBERTAD RELIGIOSA NEGATIVA Y LA FAMOSA

IMPOSICIÓN DE CREENCIAS

Tras una natural reflexión, y sin necesidad de grandes profundizaciones, no es difícil concluir que no se sostiene una propuesta de dejar la decisión sobre la presencia del crucifijo en el espacio educativo a la sociedad civil y a la vez imponerle la «ley de la minoría». Otra cosa es que en los conflictos habidos y en las especulaciones doctrinales se hayan identificado razones para primar, no a la minoría, sino, en realidad, a la libertad religiosa negativa (aunque ésta haya sido invocada, precisamente, por una minoría). Ésta es la pauta que siguieron, primero Lautsi I, y después la Sala castellanoleonesa, en la senten-cia varias veces citada: ésta, por una parte, reitera la competencia del Consejo

de actividades de culto y de símbolos religiosos que le resulten extraños». Otra cosa es que luego el Tribunal haya sido coherente con este prometedor comienzo de su argumentación.

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Escolar para tomar la decisión de la colocación del símbolo, órgano que no puede actuar sino conforme al principio mayoritario; pero, por otra parte, esta-blece que ante la oposición de una sola persona (sea o no miembro del Con-sejo) deberá ceder el derecho de la mayoría (en la práctica, la decisión del órgano debería ser unánime para prosperar y, aun siéndolo, puede frustrarse). En realidad, la Sala lo que hace es primar la libertad religiosa negativa sobre la positiva, como expresamente reconoce. Y es que los jueces asumen lo sentado por Lautsi I acerca de la posible «perturbación emocional» que podría sufrir el menor. La razón que se alega, pues, es que la exhibición del símbolo puede ocasionar una violación de la libertad religiosa subjetiva de los afecta-dos, en este caso del menor, pero también de los padres. Aquí han situado unos y otros, los jueces y autores citados, la razón para primar la libertad reli-giosa negativa y, algunos de ellos, para pretender la aprobación de una ley prohibitiva del símbolo (sin perjuicio de lo dicho acerca de la aconfesionalidad estatal).

Como si desechase finalmente el criterio de la protección de la minoría, REY sostiene la imposibilidad de la exhibición de símbolo religioso o ideológico alguno «no como triunfo de la minoría sobre la mayoría en cada caso (…), sino como garantía para todos de que el Estado no asume ni impone a nadie como propia ninguna ideología ni religión» (p. 30). Tratada ya la supuesta «asunción de creencias» por el Estado, corresponde ahora precisar hasta qué punto se «impone» religión alguna cuando un elemento religioso es asumido en un ámbito público. Que es tanto como invocar, decíamos, el aspecto subje-tivo de la libertad religiosa.

Es un punto relevante, pero del que ya me ocupé en ocasiones anteriores, por lo que seré breve

59. Aunque la sentencia es aún reciente, seguramente el

lector conoce el dictamen de los jueces del TEDH en Lautsi II, que me parece impecable: la Gran Sala resalta que el crucifijo ubicado en la pared es un sím-bolo «esencialmente pasivo»; de modo que no se le puede atribuir una in-fluencia sobre los alumnos comparable a la que puede tener un discurso di-dáctico o la participación en actividades religiosas. Oponiéndose a la Sección segunda, niega que el crucifijo constituya un signo exterior fuerte o poderoso, y subraya que su presencia no es asociada a una enseñanza obligatoria del Cristianismo. Por lo tanto, considera la Gran Sala que no se produce adoctri-namiento alguno, ni género alguno de imposición, pues la señora Lautsi con-serva en su totalidad su derecho, en calidad de progenitora, de explicar y aconsejar a sus hijos, de ejercer para con ellos sus funciones naturales de educadora y de orientarles en una dirección conforme a sus propias convic-ciones filosóficas (apartado 75).

59

Para mayor detalle, vid. Libertad religiosa y espacios públicos…, cit., pp. 220 ss., y «Crucifijo y escue-la…», cit. pp. 457 ss.

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Es evidente que uno —en este caso un menor o un padre— puede sentirse incómodo o compelido con las cosas más variadas

60; como también lo es que

los operadores del Derecho (legisladores, jueces, juristas) podemos configurar libremente nuestra opinión al respecto. Pero estos mismos estamos en último término «vinculados» —nos guste o no— por las valoraciones que al respecto realizan determinados órganos a quienes corresponde juzgar —objetivamente, se supone— las conductas que se le someten (léase aquí: el TEDH). Y en este sentido, con tanta claridad como sencillez, la sentencia europea dictami-nó que, sin discutir los efectos que la señora Lautsi consideraba que podía ocasionar en sus hijos la exposición del crucifijo, correspondía a la Sala —y no a la demandante— determinar la idoneidad de la presencia del símbolo en el aula para compeler o violentar la libertad religiosa subjetiva

61. Y lo ha hecho,

como acabo de recordar, remarcando el carácter «pasivo» del crucifijo y ne-gando la imposición de creencia alguna. En este sentido, pueden también citarse las lúcidas valoraciones de la juez Power en su voto particular concor-dante: el artículo 9 del Convenio no consagra un derecho a no sentirse ofendi-do por la manifestación de las convicciones religiosas de los demás. Antes había recordado que es jurisprudencia constante de la Corte, aunque referida especialmente al artículo 10 (libertad de expresión), que el sentimiento subjeti-vo de «ofensa» no es algo contra el que un individuo pueda ser inmunizado por el Derecho.

Insisto en que lo dicho no minora para nada la libertad de opinión y de crítica de los autores, que puede dirigirse contra cualesquiera resoluciones judiciales. Pero, y es lo que quiero resaltar, vista la valoración que ha hecho el TEDH en Lautsi II, también parece claro que, en buena ley, ninguna jurisdicción nacional enclavada en el Consejo de Europa, ni ninguna exposición de motivos de una ley europea, debería invocar una vulneración de la libertad religiosa subjetiva, en su vertiente negativa, para proscribir la exhibición de un símbolo estático y pasivo como es un crucifijo. Aclárese que no entra esta valoración del Tribunal en el «margen de apreciación» que concede a los Estados sobre su modo de entender sus relaciones con el fenómeno religioso y las confesiones.

60

En ocasiones, en charlas y conferencias sobre esta cuestión, he explicado que algún afectado por la incorporación de elementos religiosos simbólicos a la esfera pública puede presentar dictámenes de los mejores especialistas médicos que certifiquen —de una manera totalmente objetiva y real— la subjetiva afectación que tales incorporaciones le ocasionan: uno puede sentirse extraordinariamente molesto y considerar que se le está imponiendo algo por el hecho de vivir en un calle con un nombre religioso o por toparse con un templo al salir de su casa… 61

Así lo expresó la Gran Sala:

«se puede comprender que la requirente pueda ver en la exposición de un crucifijo en las clases de la escuela pública en la que sus hijos están escolarizados una falta de respeto por el Estado a su derecho de asegurar su educación y enseñanza conforme a sus convicciones filosóficas. Sin embargo, la percepción subjetiva de la requirente no sería suficiente por sí sola para reconocer una violación del artículo 2 del Protocolo núm. 1» (apartado 66).

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En definitiva, excluido que la presencia de un símbolo implique una efectiva imposición de creencias y por tanto un comportamiento adoctrinador (no se erige, pues, contra los derechos fundamentales de nadie, persona o minoría), no identifico razón alguna convincente para primar a la libertad religiosa nega-tiva sobre la positiva. Descartado aquel argumento, para priorizar a una de estas vertientes, habría de demostrarse por qué la presencia del crucifijo va a afectar necesariamente a los interesados en mayor medida que su ausencia, o a la inversa. Por cierto, no han faltado tampoco intentos de privilegiar la ver-tiente positiva, al considerar el ejercicio positivo de un derecho como prevalen-te a la oposición frente a él

62. Sin embargo, me parecen, uno y otro, vanos

intentos: sencillamente, creo que se trata de manifestaciones equivalentes y paritarias del mismo derecho, sin que se pueda privilegiar, de entrada, a una sobre la otra… Lo que es tanto, reitero, como remitirnos al principio mayorita-rio.

Siendo así, una ley que imponga el crucifijo —como la italiana— o una ley que lo prohíba —como algunos pretenden para España— solo podrían justificarse por responder al sentir mayoritario de la población del país, no por primar una vertiente de la libertad religiosa sobre la otra. Y lo mismo cabría decir acerca de una decisión al nivel de la concreta comunidad educativa: solo cabe sus-tentarla en el querer mayoritario.

3. REFLEXIONES FINALES: ¿INCORPORACIÓN A LA LEY?

Tras la lectura del trabajo de REY tengo la sensación de que queda lastrado por una idea que él mismo expresa. En contra de lo que afirma, no creo que necesariamente tenga por qué existir una «tensión dialéctica» entre los princi-pios de aconfesionalidad y del deber de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. Pienso que puede afirmarse que no lo consideraban así los redactores del artículo 16.3 CE, y seguramente tampoco la mayoría de quienes lo votaron en el parlamento constituyente. REY, sin embargo, considera que existe tal tensión, con el gra-ve riesgo de que el segundo de los principios fagocite al primero. Si acaso, el riesgo a que nos enfrentamos es el contrario: que el primero fagocite al se-gundo, por creerlos en tensión, como prueba este mismo debate. Y es que la tensión se produce cuando alguien sobredimensiona uno de los extremos, en principio en buena concordia con el otro. En definitiva, pienso que, en esto, no

62

Sucedió con los tres magistrados que firmaron voto discordante de la sentencia alemana de 1995. A su juicio, el Estado debía dar «espacio a la libertad de profesión positiva en un ámbito que él ha tomado completamente a su cuidado», cuando frente a ella, la libertad religiosa negativa de los reclamantes les lleva a instar «únicamente la remoción de los crucifijos».

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se interpreta adecuadamente la nota de la aconfesionalidad estatal. Las aco-gidas de elementos religiosos, tan diversas en nuestra vida pública, no impli-can que la confesión en cuestión adquiera «carácter estatal», pues se sitúan en planos distintos.

El que fuera Presidente del Tribunal Constitucional español, Álvaro RODRÍ-GUEZ BEREIJO, escribía hace algo más de una década que «bajo la Consti-tución de 1978 hemos vivido los españoles nuestro más dilatado período histó-rico de libertad religiosa», y —añadía— «lo estamos viviendo sin graves con-flictos sociales»

63. La aconfesionalidad por la que se optó entonces para nada

ha impedido una adecuada atención al hecho social religioso, acorde con su arraigo, incorporando al aparato público —o manteniendo en la mayoría de los casos— infinidad de elementos y atenciones al fenómeno religioso, muchos de ellos citados, y que en su mayoría, por cierto, son aceptados de buen grado por el propio REY (nombres de las calles, festividades, enseñanza religiosa en las escuelas, belenes, acogida de eventos en espacios públicos)

64. Esta acon-

fesionalidad, sin duda forma natural de un Estado moderno extraordinariamen-te plural en lo sociológico, no implica que los postulados del Estado social no se desplieguen en la adecuada atención a lo religioso.

En la parte final de su trabajo, como a modo de conclusión, REY alega que «la presencia de símbolos religiosos en los espacios públicos tiene un significado religioso preponderante, objetivamente relevante (con independencia del inte-rés que suscite en los alumnos o en los justiciables) y potencialmente conflicti-vo». También a modo conclusivo, y en gran medida resumiendo lo más atrás expuesto, apostillaré de cada una de estas sentencias:

En primer lugar, ya convinimos que el carácter religioso del crucifijo resultaba una obviedad, pero que esta circunstancia para nada implicaba su proscrip-ción de lo público: merece el mismo tratamiento que cualquier producto del

63

Vid. «La libertad religiosa en el Tribunal Constitucional español», en MARTÍNEZ-TORRÓN, J. (ed.), La libertad religiosa y de conciencia ante la justicia constitucional, Actas del VIII Congreso Internacional de Derecho Eclesiástico del Estado, Comares, Granada, 1998, p. 49. 64

He de reconocer que no acabo de encontrar coherente que el autor no identifique ningún reparo consti-tucional en que el Estado facilite una enseñanza religiosa confesional —en escuelas públicas, en horarios oficiales y con financiación pública—, y sin embargo sí lo haga en el hecho de que, sencillamente, permita a la sociedad civil —partícipe de un órgano administrativo— que pueda colocar unos símbolos, que ade-más contribuyen a la efectividad de un específico derecho constitucional. Ni la supuesta identificación con el credo en cuestión —que, puestos a ello, puede deducirse de las dos actuaciones—, ni la inevitabilidad del alumno de someterse a los «efectos» de la pública asunción del elemento religioso —ya analizados y desatendidos— me parece que justifiquen valoraciones constitucionales diversas. Tampoco me parece un criterio sólido de distinción en el dictamen de constitucionalidad el carácter «permanente» de la exposición del crucifijo en el aula (permanente no hay casi nada, y desde luego este símbolo en la pared no lo es), frente a la temporalidad del belén navideño (debería determinarse, entonces, un plazo máximo de coloca-ción): si el belén es un símbolo religioso, de visualización necesaria, y desde luego más «fuerte» que el simple crucifijo, entonces su presencia también debería ser inconstitucional.

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espíritu humano, so pena de que incurramos en un ejercicio de discriminación. Acabamos de remarcar que el hecho de que el Estado incorpore elementos religiosos no lo hace a él religioso (como tampoco se hace «deportivo» por integrar elementos de ese carácter).

La segunda proposición resulta más espinosa, aunque ya se atendió a ella en su momento: el autor objetiva por decreto —en un ejercicio de subjetividad— la relevancia de un símbolo, prescindiendo —dice— de la notoriedad que cada cual le otorgue…, suponemos que incluida la de los máximos juzgadores. Pero como éstos son los que tienen la última palabra, los de la Gran Sala del TEDH emitieron otra valoración, considerándolo un elemento pasivo sin componente impositivo. Como tampoco lo tiene que una calle se llame de tal manera, que el patrono de una ciudad sea tal persona o que se incorpore al calendario civil determinada festividad: sin ser situaciones idénticas, ninguna de ellas compele a nada, sin que con ello neguemos que todas ellas pueden ser consideradas por alguien como subjetivamente relevantes.

En cuanto a lo tercero, se afirma que la presencia del símbolo resulta poten-cialmente conflictiva. Nadie lo duda, y así lo prueba la realidad social y hasta el ánimo litigante de algunos (¡que ha llegado hasta Estrasburgo!). ¿Y esto es criterio de legitimidad constitucional de algo?; además, ¿no sería potencial-mente conflictiva una ley prohibitiva del símbolo? En fin, ya advirtió el mismo Tribunal Constitucional sobre la inevitabilidad de los conflictos en el ámbito religioso: recuérdese que en la sentencia 154/2002, de 18 de julio, el Tribunal señaló que «la aparición de conflictos jurídicos por razón de las creencias religiosas no puede extrañar en una sociedad que proclama la libertad de creencias y de culto de los individuos y comunidades así como la laicidad y neutralidad del Estado» (FJ 7). A esto se añade que es ésta una materia en la que, en un sentido o en otro, las personas suelen mostrarse comprometidas. Por eso se dice que la libertad religiosa es la primera de las libertades (o si se prefiere, una de las primeras). Al Estado corresponde atenderla, no entorpe-cerla.

Solo queda plantearnos, finalmente, si procede la incorporación a la ley de la cuestión del símbolo religioso en la escuela. Expresé más atrás que no consi-deraba necesario —en realidad, que no procedía— una previsión normativa específica sobre los símbolos religiosos en el espacio público en general, pues son símbolos como cualesquiera otros. ¿Y para la escuela? Vistas las dudas teóricas generadas y la conflictividad que puede avecinarse, quizá convenga buscar una «vía definitiva» de clarificación de esta problemática —como tam-bién apuntaba REY—. Sin duda, la expresa atribución legal (o en su caso por parte del Tribunal Constitucional) de la competencia para decidir sobre el sím-bolo al Consejo Escolar del centro aportaría seguridad, y también conoci-miento a los padres de sus derechos y posibilidades en este campo. Se dice

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—desconozco si obedece exactamente a la realidad— que en los colegios públicos construidos en los últimos treinta años no hay crucifijos; hecho éste en el que influirá la secularización de nuestra sociedad y la pasividad de los padres. Pero parece un hecho que éstos siguen queriendo mayoritariamente el crucifijo en el aula —al menos eso se puede deducir de la conflictividad judicial hasta ahora habida— y que, sin embargo, ausente una regulación específica, desconocen los derechos que les asisten en este punto. Con lo que su regulación en una norma —quizá mejor en la ley educativa, por más específica, que en la de libertad religiosa— podría ser conveniente.