La piedra fragmento

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La piedra que se escribe Narrativa latinoamericana desde el presente Antonio Jiménez Morato

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La piedra que se escribeNarrativa latinoamericana desde el presente

Antonio Jiménez Morato

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y su sombra, en la otra escena, que simula operar en el cuerpo social como escondida en un caballo de Troya, que mientras espera el momento iluso-rio de estallar se va comprendiendo en su disfraz, reinstaura el mito griego de la astucia, hace su negocio incluyéndose en un campo convencional de posibles negocios, invierte a largo plazo indife-rente al mecanismo de las pérdidas o de las ganan-cias y que, ajena a la conquista de rápidos efectos del mercado, sólo “funciona” —pica, graba, talla— compulsivamente en las cuevas.

Héctor Libertella, Nueva escritura en Latinoamérica

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A contrapelo Algo a medio camino entre un prólogo y un manifiesto

Al releer este conjunto de textos me he dado cuenta de que el primer sustantivo que aparece en ellos es «obra» y el último «interpretación». Podría decirse que la crítica es lo que sucede entre ambos. Uno transita la obra, y a medida que lo hace co-mienza ya a pensar en, sobre, a través, etc. de ella. Así hasta llegar a una interpretación de la misma. La crítica es conver-sación, frente al soliloquio de la creación surge como respuesta. Dicha interpretación, por otro lado, no implica una clausura del texto para cualquier otro lector, ni siquiera para quien elu-cubró ya una posible lectura de un texto y tuvo la osadía de transcribir esas ideas en forma de un ensayo. La crítica es ante todo un acto de interpretación. Y en ese sentido me interesa sobremanera la crítica, porque creo que es una herramienta para leer el mundo, para comprender el entramado de ficciones al que hemos consensuado en llamar realidad. La crítica supone meditar sobre cómo se construyen los discursos, y por tanto sobre cómo se ha levantado el mundo. Por eso no termino de entender a los que dan por muerta a la crítica. Lo escucha uno, lo lee, a veces lo presencia en determinados gestos. La crítica es cosa del pasado, la crítica debe ser corta, apenas impresionista, como una recomendación entre consumidores. Ha llegado uno a escuchar a profesores universitarios bromear sobre una mono-

El cine sonoro inventó sobre todo el silencio.Robert Bresson

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grafía de seiscientas páginas que acababa de llegar por correo preguntándose cómo se puede escribir tanto sobre un libro. A mí se me vino a la boca una hipotética respuesta: posible-mente alguien que tenga muchas cosas que decir sobre un li-bro, o decirlas de modo prolijo, pueda necesitar esas seiscientas páginas. Veo más lógicas esas monografías fruto del placer o el interés por una producción cultural que las reseñas en doscien-tos caracteres y calificación de una a cinco estrellas de páginas web tan innecesarias como Goodreads. La labor de escribir en la piedra es demasiado ardua para que alguien despache lo que se ha escrito en un tuit.

Quizá por eso durante un tiempo pensé que el objetivo de la crítica era la resistencia. Saer en su prólogo a La narración objeto habla de la deriva mercantil del espacio literario: «Pero el submundo que practica ese tráfico detesta la crítica, porque no ignora que el sistema que ha creado —sobre todo en los países industrializados— no resistiría mucho tiempo a los análisis, a las distinciones, y sobre todo al rigor intelectual y a la ética que el ejercicio de la verdadera crítica supone. Es vital para sus intereses que la crítica no se meta con ellos; y eso tal vez im-pulsa una de las razones que me incitan a practicarla de vez en cuando: no darles el gusto». Pensar la crítica como resistencia, sobre todo en medio de la fugacidad que impone la avalancha de títulos que se editan, puede ser tentador. Pero he llegado a la conclusión de que la crítica fue, siempre, un arma de resisten-cia. El acto crítico exige una pausa, un espacio aislado, desde el que se medita para enunciar un comentario, una glosa que no tiene el porqué ser un juicio explícito aunque implícitamente sí lo sea. Frente a la anestesia del pensamiento mayoritario, que usa su instrumento más eficaz: el mercado. Conviene siempre re-cordar la cita de Deleuze y Guattari escondida en su manifiesto que usa a Kafka como símbolo: «Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso:

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encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto». Basta con contem-plar precisamente eso que no se quiere que observemos. Acaso la misma escritura sea ya, a día de hoy, acto de resistencia frente a la vacuidad que nos rodea.

El doble filo de la crítica reside en que es una herra-mienta antidemocrática. Y lo es porque en un mundo donde la democracia y la libertad han sido devaluadas a un acto de consumo que se reduce a comprar en tal tienda o el producto de tal marca, la crítica irrumpe como un acto político que jerar-quiza, que discrimina, que juzga. La crítica no es el consejo de otro consumidor, ni la promoción comercial (que en el caso del espacio literario se desarrolla de modo perverso dentro de las secciones culturales de los medios de comunicación que no informan sino que venden los productos editoriales), no es arrebato consumista, sino una elaboración discursiva, una inter-pretación, una conversación. Sirva como ejemplo la exaltación actual de las librerías como templos del saber, donde se obvia que en las librerías no se lee, sino que se adquieren productos. Frente a la biblioteca, donde el libro está a la disposición del lector, en las librerías es un objeto a la venta, un objeto que, de hecho, no puede ser consumido allí. No se ha terminado de reparar en lo perverso de ese mecanismo, ya que se equipara la adquisición con la lectura, pero todos parecen contentos porque cada uno saca su tajada del pastel. La vanguardia, como ha señalado Nicolás Cabral, corre el riesgo de difuminarse en técnicas de mercadotecnia: «La sucesión ininterrumpida de mu-taciones formales no es la eternización de la vanguardia sino su mortífera inserción en la lógica del mercado». Así, los artistas de música popular ofrecen videoclips en los que mutan su ima-gen y su sonido como si de campañas comerciales se tratase, y de hecho han ya comenzado a producir sus discos pensando en la posibilidad de que su canción pueda ser perfectamente

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recortada y utilizada en los treinta segundos que duran los anuncios televisivos, quizás el culmen del éxito de los artistas pop hoy: facturar jingles. La escritura en la piedra manifiesta su voluntad de permanencia, pese a lo trabajoso y complicado que pueda ser realizarla. Esa dinámica de lo efímero se ha desple-gado a todas las facetas de la existencia, como por ejemplo en las campañas de lectura. En lugar de gastar las partidas presu-puestarias en comprar más libros para las bibliotecas y ponerlos a disposición de los usuarios que ya las frecuentan se pretende convencer a los que jamás las usaron de que lo hagan con citas que son renovadas cada temporada para fracasar igualmente. Lo ha dicho uno muchas veces: la mejor campaña de promo-ción de la lectura sería, precisamente, prohibirla. Basta con que algo esté fuera de la ley para que la masa se lance enfebrecida a su busca y consumo. Acaso la labor de la crítica sea, como dijo Arendt, ser capaz de recordar lo que ha variado. En la acelerada rueda de cambios que se nos ofrece la memoria va siendo cada vez un valor más depreciado, porque incomoda la refulgente idea de novedad perpetua. Y quizás por eso sea más determi-nante que nunca.

Así que he terminado por convencerme de que la labor de la crítica es, como afirma el ensayo-manifiesto de Cabral «Por una crítica de vanguardia», buscar sus propios mecanismos de subversión. No resistir, sino atacar. Avanzar a contracorriente: «La crítica de vanguardia ha de ejercer con severidad la disci-plina y el rigor en tiempos de hedonismo democrático». No puede pretenderse agradar a la mayoría si el arma será el rigor, ni siquiera convencer a una minoría disciplinada. La crítica debe recrear a su lector a cada momento, inventar un interlocutor para esa conversación infinita. Sin pausa, como la realidad, en una tarea tan imposible como necesaria.

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5 A contrapelo. Algo a medio camino entre un prólogo y un manifiesto

9 La centralidad de los márgenes (Luis Chaves)

25 El terrorista (Ricardo Piglia)

31 Inframince (César Aira)

41 Y la novela voló por los aires (Aurora Venturini)

47 Para los lectores atentos (Valeria Luiselli)

53 Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Sylvia Molloy)

57 El ilustre desconocido (Osvaldo Lamborghini)

77 Boedismo zen (Fabián Casas)

83 Cuentos contando cuentos (Eduardo Halfon)

87 La prosa terremoto (Fabrizio Mejía Madrid)

91 Sobre Chejfec (Sergio Chejfec)

109 Sólido y ligero (Nicolás Cabral)

ÍNDICE

Page 8: La piedra fragmento

115 Clásico y moderno (Félix Bruzzone)

119 El humor como escudo y como espada (Luis Negrón)

125 Tusitala (Alberto Chimal)

149 El lector como editor (Luis Chitarroni)

155 En el diván (Guadalupe Nettel)

159 Aparecidos (Mariana Enríquez)

163 El diseño de sí (Mario Levrero)

175 El ruinólogo (Antonio José Ponte)

181 Prohibido abrir este libro (Alejandro Zambra)

187 Una música nada azarosa (Pablo Katchadjian)

207 La novela en la era de la descarga digital (Álvaro Bisama)

211 Un universo hecho de palabras (Marcelo Cohen)

219 La revolución ambulatoria (Luigi Amara)

223 ¿De qué hablamos cuando hablamos de realismo? (Federico Falco)

239 Un paso en la luna (Rodolfo Walsh)

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243 El maestro ignorante (Daniel Sada)

261 Hacia una estética de la ilegibilidad (Matías Celedón, Verónica Gerber, Pablo Katchadjian)