LA PASIÓN DE LEER

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«Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgulle- cen las que he leído» (Jorge Luis Borges: Elogio de la sombra. Emecé, 1969). «Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que corre por la calle como si fuera a abrir las puertas de la aurora. O ese viejo que se aduer- me en el banco de esa plaza chiquita, 189 RESUMEN. Reflexionar sobre el hecho de leer, sobre su proceso, su magia y su misterio, es, a su vez, una apelación directa a nuestra propia identidad. Somos lo que leemos al tiempo que leemos lo que somos. Más que nunca nuestra capacidad de independencia, la formación de nuestra libertad, el cultivo de nuestro propio criterio necesita de modo más imperioso la lectura. Porque sólo ella es capaz de construir el puente que lleva de la informa- ción al conocimiento. La lectura requiere de una inserción específica en el proyecto educativo de cada centro, en la planificación curricular. Es necesario impulsar las bibliotecas escolares para lograr que definitivamente la lectura encuentre el recinto que le pertenece y que requiere para su seguro des- arrollo. ABSTRACT . Reflecting upon the task of reading, upon the process thereof, its magic, its mystery, is a direct appeal to our own identity. We are what we read, whilst by the same token, we read what we are. Our capacity for independence, the shaping of our freedom and the cultivation of our own judgement requires reading more than ever. Because only reading is able to build the bridge leading from information to knowledge. Reading should be specifically included in each school’s mission statement and when planning the curriculum. We need to encourage school libraries to once and for all give reading the sta- tus it deserves and requires for its continued safe development. LA PASIÓN DE LEER ANTONIO BASANTA REYES* (*) Vicepresidente Ejecutivo y Director General de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Revista de Educación, núm. extraordinario 2005, pp. 189-201 Fecha de entrada: 07-07-2005

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«Que otros se jacten de las páginasque han escrito; a mí me enorgulle-cen las que he leído» (Jorge LuisBorges: Elogio de la sombra. Emecé,1969).

«Escribo acaso para los que no meleen. Esa mujer que corre por la callecomo si fuera a abrir las puertas dela aurora. O ese viejo que se aduer-me en el banco de esa plaza chiquita,

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RESUMEN. Reflexionar sobre el hecho de leer, sobre su proceso, su magia y sumisterio, es, a su vez, una apelación directa a nuestra propia identidad. Somos loque leemos al tiempo que leemos lo que somos.

Más que nunca nuestra capacidad de independencia, la formación de nuestralibertad, el cultivo de nuestro propio criterio necesita de modo más imperioso lalectura. Porque sólo ella es capaz de construir el puente que lleva de la informa-ción al conocimiento.

La lectura requiere de una inserción específica en el proyecto educativo de cadacentro, en la planificación curricular.

Es necesario impulsar las bibliotecas escolares para lograr que definitivamentela lectura encuentre el recinto que le pertenece y que requiere para su seguro des-arrollo.

ABSTRACT. Reflecting upon the task of reading, upon the process thereof, itsmagic, its mystery, is a direct appeal to our own identity. We are what we read,whilst by the same token, we read what we are.

Our capacity for independence, the shaping of our freedom and the cultivationof our own judgement requires reading more than ever. Because only reading isable to build the bridge leading from information to knowledge.

Reading should be specifically included in each school’s mission statement andwhen planning the curriculum.

We need to encourage school libraries to once and for all give reading the sta-tus it deserves and requires for its continued safe development.

LA PASIÓN DE LEER

ANTONIO BASANTA REYES*

(*) Vicepresidente Ejecutivo y Director General de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

Revista de Educación, núm. extraordinario 2005, pp. 189-201Fecha de entrada: 07-07-2005

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mientras el sol poniente con amor letoma, le rodea y le deslíe suavemen-te en sus luces. Para todos los que nome leen, los que no se cuidan de mí,pero de mí se cuidan (aunque meignoren). Esa niña que al pasar memira, compañera de mi aventura,viviendo en el mundo. Y esa vieja quesentada a su puerta ha visto vida,paridora de muchas vidas, y manoscansadas. Escribo para el enamora-do; para el que pasó con angustia ensus ojos; para el que le oyó; para elque, al pasar, no miró; para el quefinalmente calló cuando preguntó yno le oyeron. Para todos escribo.Para los que no me leen sobre todoescribo. Uno a uno, y la muchedum-bre. Y para los pechos y para lasbocas y para los oídos donde, sinoírme, está mi palabra». (VicenteAleixandre: En un vasto dominio.Alianza, 1962).

Reflexionar sobre el hecho de leer,sobre su proceso, su magia y su misterio,es, a su vez, una apelación directa a nues-tra propia identidad. Somos los que lee-mos al tiempo que leemos lo que somos.

Porque la lectura no es un hechoajeno, inocuo, elemento subsidiario denuestro periplo como personas. Antesbien, y desde el máximo respeto a quie-nes libremente no desean leer, la lectura–¡sepámoslo bien quienes a ella nos acer-camos!– es un elemento de transforma-ción y convulsión. Algo que, una vez seconoce y practica, cambia de manera radi-cal nuestra existencia. Y no para hacernosmás ricos. Ni más afortunados. Ni siquie-ra mejores. Sí para acercarnos a las gran-des preguntas de la vida. A aquéllas quesólo se pueden responder con nuevaspreguntas. A las que, dotándonos de unaignorancia socrática inteligente, en sumanos pueden conducir a una mayor feli-cidad.

Nada más, y nada menos, supone elhecho de leer.

Una lectura que no debe respondertan sólo a los imperativos de la utilidad oal cultivo de una destreza exclusivamenteligada a los procesos de información yaprendizaje (la verdadera lectura siempretiene que ver más con la educación quecon la instrucción) sino que se alce comouna de nuestras más genuinas expresio-nes y proyecciones. Que se convierta –ynos convierta– en una búsqueda, en unanhelo, en una sorpresa conti-nuada; enuna permanente invitación; en un viciodel que únicamente nos pueda consolar,nunca curar, su propio y permanenteejercicio.

Como en la vida.Como en el amor, tan próximo a cuya

seducción toda lectura se manifiesta.Al igual que en éste, lector y lectura se

buscan y se encuentran. A veces, desde lafortuita casualidad. A veces, como frutode una indefinible intuición. Otras, comofin de una larga peripecia que culmina,desde la noche oscura del alma, en unaposesión interminable. Y en un deseo deque semejante experiencia jamás culmine(«Leer es desear que un libro no se acabenunca», nos respondió un día uno de lossocios de nuestra Fundación en Sala-manca, respondiendo así a nuestra pre-gunta de qué era para él leer).

También como en el amor, lector ylectura sólo existen por y para el otro:desde la entrega mutua y absoluta. Ydesde su más profunda mismidad. Porquela lectura, entendida en su sumo grado,requiere una experiencia tan personal eintransferible que cuanto la rodea quedaimpregnado de algo intensamente ínti-mo, a lo que uno arriba desde sus alcobasmás características. Leemos con nuestrosojos, con nuestras manos, pero también,¡y de qué manera!, con nuestros sueños,con nuestros recuerdos, con nuestrossentimientos, con nuestras fantasías.

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Y nuestra es también esa voz principalque, de modo tan peculiar, resuena siem-pre en cada una de las lecturas que reali-zamos, tan propia, tan personal, que sólonosotros somos capaces de percibirla.Una voz interior que, imposible de serescuchada jamás por los demás, es nues-tra fonación más genuina, aquélla que,estando presente en todo lo que leemos,hace también más propio y personal elmaterial leído.

Es, por tanto, nuestro mundo interioren su totalidad el que acoge, acomoda,amplía y enriquece cualquier lectura, enuna experiencia que no admite ni laimpostura ni la falsedad. Algo que crece yse desarrolla desde nuestro propio ser, enun aparente soliloquio poblado de innu-merables voces, en una proximidad abso-luta, que requiere, tantas veces, la máscelosa de las reservas.

¿Será por ello por lo que, con frecuen-cia, nos sentimos molestos cuando perci-bimos que alguien a nuestro lado, porencima de nuestro hombro, ha posado suvista sobre el texto que nosotros en esemismo momento estamos leyendo?

Una sensación de invasión, de viola-ción de un mundo que sólo a nosotrosnos pertenece, nos incomoda. Y es ésteun hecho que no puede explicarse porningún motivo físico. Desde luego, lamirada de un ajeno no desdibuja las líne-as de lo que leemos, ni modifica la condi-ción del papel sobre el que está impresoel mensaje, ni perturba en los más míni-mo ninguno de sus rasgos tipográficos. Y,sin embargo, esa incomodidad existe ypersiste. No puede ser fruto sino delsaber a ciencia cierta que alguien, sin per-miso previo, subrepticiamente ha pene-trado esa recogida privacidad que, comolectores, hemos fraguado con los conteni-dos de nuestra lectura.

Y, con decisión, tratamos de liberar-nos de semejante intrusión, lo que tantas

veces nos lleva a una mirada reprobatoria,a un gesto de enojo, cuando no a detenerbruscamente nuestra lectura, o a buscarfísicamente otro lugar en que acomodar-nos, retornar a nuestra insularidad lecto-ra, y poder proseguir el diálogo infinito(¿Quién lee a quién? ¿El lector al texto o eltexto al lector?), como intentando prote-gernos del acoso, conscientes de la «inde-fensión» a que todo lector se arriesga entanto lee. «Cuando leemos somos extre-madamente vulnerables…», dice StephenVizinczey en su Verdad y mentiras en laLiteratura (Seix Barral, 2001). GeorgeSteiner, en su Lenguaje y silencio.Ensayos sobre la literatura, el lenguaje ylo inhumano (Gedisa, 2000), aún va másallá:

Conjuramos la presencia, la voz dellibro. Le permitimos la entrada, aun-que no sin cautela, a nuestra máshonda intimidad. Un gran poema,una novela clásica nos acometen; asal-tan y ocupan las fortalezas de nuestraconciencia. Ejercen un extraño, con-tundente señorío sobre nuestra ima-ginación y nuestros deseos, sobrenuestras ambiciones y nuestros sue-ños más secretos.

Esa fusión plena de nuestro ego conla lectura es la que también explica quecasi ninguna otra acción sea compartiblecon el hecho de leer. Apenas el casi auto-mático deambular de nuestros ojos porentre las líneas; el cuidadoso avanzar denuestras manos entre las páginas de laobra, siempre acunada entre ellas; si escaso, el sonido reconfortante y envolven-te de una música que ponga un fondo deajenas melodías a nuestra lectura… Sólopodemos leer desde la totalidad de nues-tro ser, desde la entrega más radical yabsoluta.

Recuerdo que, hace ya varios años, tu-ve la oportunidad de visitar una exposición

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que, sobre el cerebro humano, se celebra-ba en el maravilloso Museo de CienciasNaturales de Londres, en ese coqueto yseñorial barrio de Kensington, tan cerca-no al lugar en el que Peter Pan, Wendy, losNiños y las Hadas seguirán viviendo pornunca jamás.

En la sala que cerraba dicha muestra,y a gran tamaño, se mostraba la reproduc-ción de un cerebro humano. Sobre él, unconjunto de focos iluminaba las zonasque en él entraban en actividad segúnuno desempeñara cada una de las accio-nes humanas, perfectamente ordenadas,que se registraban en un tablero adosadoa una de las paredes del recinto. Delantede cada una de las acciones propuestas,había un botón de color que, al pulsarse,hacía que los focos que sobrevolaban lareproducción de aquel cerebro ilumina-sen tal o cual zona cerebral de las cin-cuenta y seis que, de manera exacta, locomponían.

Sorprendido, inquieto e interesadocomencé a desvelar el juego. Y así com-probé que, al escuchar música, más deveinte de las zonas propuestas entrabanen luminosa actividad. Cinco tan sóloeran las que se encendían –ilustrativa ima-gen– cuando contemplábamos un progra-ma de televisión (¿Será por ello por loque en televisión una flor no huelenunca? ¿O que el más suculento programasobre cocina jamás es capaz de generar-nos el menor apetito?).

Por unos instantes dudé en pulsar elbotón que, a medio camino de las activi-dades propuestas, señalaba lectura. Peroal final, como casi siempre en mi vida,pudo en mí más la curiosidad y, con cier-to temor, lo presioné. El espectáculo queentonces presencié aún me conmueve. Lapráctica totalidad de los focos se encen-dieron, iniciando a su vez un febril parpa-deo, queriendo mostrar así que en esepreciso momento, en el instante mismode leer, todo nuestro cerebro entra en

ebullición. Y es que, en un libro, claroque las flores huelen, exhalando hasta lamás sutil y delicada fragancia. Y las comi-das apetecen, como aquellas inolvidablesmeriendas repletas de mermelada de jen-gibre, de pastel de jamón y gaseosa quelos Jorge, Jack, Dolly y Lucy paladeabanen los relatos de Enid Blyton que me ini-ciaron como lector, y que llevo prendidosen mi memoria en el mismo rincón enque la luz estalla como símbolo de aque-llos ya tan lejanos, y tan presentes, vera-nos de mi primera adolescencia.

La pasión por leer. No sé de qué otromodo podría definirme como persona. Nicomo profesional. Nada en mí es sin lacompañía de esa lectura horizonte y cami-no, principio y meta, ensoñación y evi-dencia. Y así hago mías las hermosas yreveladoras palabras del siempre revela-dor Fernando Savater cuando, en su artí-culo «El lector apasionado», escribe:

El hecho de leer –ese misterio absor-to– es lo más notable que me ha ocu-rrido en la vida, más que los dulcesespasmos del amor, más que la cama-radería de los amigos, más que la cer-tidumbre horrorosa e incomprensiblede la muerte (…), más que la vidamisma, porque el menester de vivirme parece subyugado a la ocasión deleer que lo rescata lo mismo que lasperipecias de un viaje poco conforta-ble son inferiores al paisaje deslum-brante o el irrepetible monumentoartístico que recompensa nuestro des-plazamiento… y ello aunque sabemosque el uno no nos hubiera resultadodeslumbrante ni el otro irrepetiblesin las necesarias penalidades delviaje.Ya está: sólo soy un lector. Lo demáses miseria o corolario (Fernando Sa-vater: Loor al Leer. Aguilar,1998, pp.33-34).

A impulsos de la atracción lectora meconstruyo día a día. Me alimento de las

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palabras, de las imágenes, de las infinitassugerencias que la lectura me proporcio-na, fundiendo pasado y presente, rom-piendo las barreras de mi propia limita-ción, dejándome llevar, como de la mano,a un espacio que tantas veces, desde loajeno, me retorna a mí mismo. Porque encada uno de los demás es donde residi-mos cada uno de nosotros. A través deellos, del modo en que nos conocemos.En ellos y por ellos, está marcado el cami-no que usamos para alcanzar nuestra pro-pia meta personal.

Y en dicha experiencia, la lectura esimbatible. Como escribe Quevedo, comoreafirma Whitman, en los libros y desde loslibros hablan los hombres. Aquéllos que,como nosotros, esperaron, desesperaron,acertaron y erraron con similar ineptitud.Y es, desde ellos, también del modo enque podemos hacernos personas.

«Los hombres no nacemos en laHumanidad –apostilla lúcidamenteFernando Savater en su El valor deeducar–. Nacemos para la Huma-nidad».

O, dicho de otro modo, los hombrespara ser personas requerimos de todo unproceso iniciático que exige del contactocon los demás; del contacto real, de lacada vez más necesaria socialización, y delmetafórico: de ese asomarse a la vida delos otros, para con ellos compartir peripe-cias y sueños, anhelos y frustraciones,emociones y sentidos sin los que definiti-vamente quedaríamos incompletos.

He ahí la dimensión radical e impres-cindible de la lectura: la de alzarse comouna de las formas más complejas y com-pletas del edificio personal.

Pienso, luego existo, sentenciaba elfilósofo clásico. Permítaseme parafrasearsemejante afirmación: «Leo, luego exis-to». Y no como una experiencia que nossepare de la vida real –nada repruebo más

que semejante actitud, esa forma de eru-dición libresca insoportable que, como ensus Soledades, nuestro Lope de Vega defi-niría desde el «cómo se sufre a sí mismo,un ignorante soberbio»– sino precisamen-te la que nos lleve de su mano a exprimirde la vida todo lo que de estimulante yatractivo la misma posee. Leer para vivir,sí; también para revivir. Que sólo las vidasreleídas, como los libros, son las quemerecen realmente la pena.

Así definida, la lectura jamás puedeser obligada ni impuesta. Antes bien, libroy lectura deben siempre escribirse con elede libertad («Més llibres, més lliures»-«Más libros, más libres», reza el acertadoslogan del Año Internacional del Libro yla Lectura que, en 2005, se celebra enBarcelona). La libertad de aquéllos que,una vez conocida la lectura, decidanrechazarla: o la de quienes, descubiertossus encantos, eternamente a ella siganligados, aunque sólo sea para tratar dehallar algún día ese libro único que,según Alberto Manguel, sólo está escritopara cada uno de nosotros. Y que, eso sí,sólo es capaz de desvelarse en el periplolector.

La lectura, así pues, antes como underecho que como un deber. Como unmundo que ofrecer a todos nuestrossemejantes. Como una experiencia quetodavía requiere nuestro mayor esfuerzopor lograr que la misma pueda ser cono-cida, admitida o rechazada por el conjun-to de los ciudadanos, en auténtica igual-dad de oportunidades.

Lento y penoso ha sido, en tal sentido,el camino que en España hemos tenidoque recorrer a lo largo de nuestra Historiacomo pueblo. Y aún sustancial el que nosqueda por transitar en la actualidad.

En este año 2005 en que la culturauniversal celebra el cuarto centenario dela publicación de la novela por antonoma-sia, y refiriéndonos al tema que nos

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ocupa, justo es recordar la cruel lecciónque Cervantes nos propone en aquelpasaje en que, para curar a AlonsoQuijano el Bueno de su imperdonablelocura de creer en lo ideal, en la necesi-dad y sentido de los valores absolutos,cura, barbero y ama deciden dar pasto asus libros.

Y así es, como a excepción de unospocos, se queman en la hoguera tantos ytantos ejemplares que componían su per-sonal biblioteca, o lo que es lo mismo, supersonal biografía, que una formaextraordinaria de conocer la vida de unhombre es saber lo que ha leído.

Más allá del valor que la peripecianovelesca aporta al relato, más allá de lacondena a una literatura que, en muchosde sus sucedáneos, había alcanzado cier-tamente cotas risibles, también en esteepisodio, como en tantos otros de suobra, lo escrito sobrepasa lo anecdótico yse convierte en un paradigma. Porque, através de semejante suceso, Cervantestambién nos sitúa ante el espejo de unade nuestras más crueles realidades nacio-nales: una sociedad que hace culpable alos libros y a la lectura. Y, sin duda alguna,consciente también de su poder inmenso,pretende acabar con ellos, apartarlos delcomún de los ciudadanos, enclaustrarlos,censurarlos, restringirlos al conocimientode unos pocos, alejarlos de la vida y lasaspiraciones del conjunto.

Y es que, en España, libro y lectura –apesar de ser el nuestro, en sus inicios, unterritorio especialmente permisivo a laimplantación de la imprenta y la libre cir-culación de los ejemplares– fueron defini-tivamente, y salvo honrosas excepciones,territorios vedados.

Razones de carácter histórico, cultural,sociológico, económico y religioso estándetrás de todo ello. Y, de ahí, que nadaextraño sea contemplar cómo nuestro paísingresa en el aún tan próximo siglo XX con

una de las tasas de analfabetismo más ele-vadas del mundo occidental.

Según datos contenidos en la obraLeer y escribir en España. Doscientosaños de alfabetización, publicada hacealgunos años por nuestra Fundación, ydirigida por el profesor Agustín Escolano,en España, en 1900, el 64% de la pobla-ción masculina y el 72% de la femeninaeran analfabetos totales. Y tales porcenta-jes aún adquieren tintes más dolorososcuando comprobamos la realidad territo-rio a territorio y encontramos provinciascomo Ciudad Real, como Orense, comoLérida, como Málaga, como Alicante… –yson tan sólo algunos ejemplos– cuyascifras medias de analfabetismo sobrepasansobradamente el 85% de sus habitantes.

Ése fue nuestro punto de partida.Algo que aún tardaría en modificarse deun modo sustancial varias décadas. Y quesólo se erradica como problema en lostan cercanos años ochenta, cuando porfin España logra que el conjunto de supoblación infantil y juvenil, obligatoria ygratuitamente, tenga acceso a la educa-ción primaria.

Y es ésta, a su vez, una condición que,por insólita en nuestra particular Historia,y por su potencial valor no podemos nidebemos desaprovechar. Semejante es-fuerzo ha de significar definitivamente laincorporación de la causa lectora a nues-tras vidas.

Y hacerlo, desde la perspectiva de unalectura que, en nuestra sociedad contem-poránea, ha ampliado notablemente susemántica (más de cien formas distintasde la misma define la última edición del Diccionario de Lectura y términosafines de la International Reading Asso-ciation), abarcando nuevos y prometedo-res territorios.

Porque hoy, al hablar de lectura, nosseguimos refiriendo, claro está, a la lectu-ra que las palabras requieren en un texto;

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pero, ¿cómo olvidarnos de la lecturaaudiovisual, con su mecánica y sus arca-nos, de la que tan analfabetos somos apesar de vivir en un entorno poblado porcompleto de imágenes? ¿Y cómo hacerlode la lectura que nos brindan los nuevossoportes de transmisión de la infor-mación, de ésos que, con tenaz perseve-rancia terminológica, seguimos denomi-nando nuevas tecnologías? ¿O cómo nomencionar la lectura de las ilustraciones,de los cómics y mangas, de la publicidad,de las artes plásticas en toda su extensióny aún la derivada de la antropología, de lapsicología, de la historia, de la sociología,de la política…? En suma, de esa realidaden la que vivimos, ojalá aún con la ilusiónde cambiarla para hacerla mejor.

Un mundo que, además, por su pro-pia y reciente configuración, deposita enla lectura una responsabilidad estratégicafundamental.

El aire que respiramos en nuestrosdías, como decía aquel viejo slogan apli-cado a la publicidad, está compuesto deoxígeno, nitrógeno e información. Nuncacomo ahora la Humanidad ha tenidomayor capacidad de producción informa-tiva. Y jamás ha poseído más y más poten-tes medios de transmisión de la misma.Los documentos impresos se han multi-plicado por más de 30 en sólo los últimos12 años, y los mensajes textuales –alimpulso también de ese nuevo caballoalado llamado Internet– nos inundan porcompleto. Nuestra sociedad es básica-mente información.

Pero información a la espera, inútil yalienadora si no es mediante el sortilegiodel ejercicio de la lectura. Sin ella, estare-mos expuestos a un aluvión que termina-rá sepultándonos –se puede «morir» pordefecto informativo, pero también porexceso - cuando no a una aparente condi-ción de informados, más bien de unifor-mados, proveniente de una lectura de

zapping que nos hará caer en la culturadel placebo, limitando extraordinaria-mente nuestra libertad y capacidadesindividuales y colectivas (Ya lo ampliabaSchumacher cuando, en su obra Lopequeño es hermoso, afirma: «Más educa-ción puede ayudarnos sólo si producemás sabiduría»).

Ahora estás empezando el día y unveinticinco por ciento de tu alma estáocupada ya por la publicidad y por lasnoticias. Esta noche, cuando te acues-tes, toda tu vida personal se habráborrado, diluida en la ficción de acon-tecimientos externos cuyo conoci-miento no te habrá hecho mejor.Aunque, tal vez, mientras se te cierranlos ojos escuchando el último infor-mativo, puedas pensar unos segun-dos en ti mismo o en quienes te rodean, y adviertas, como en unarevelación, que el precio de sabertodo lo que le pasa al mundo es el deno saber lo que te pasa a ti (Juan JoséMillás, El País, 1998).

Más que nunca nuestra capacidad deindependencia, la formación de nuestralibertad, el cultivo de nuestro propio cri-terio necesita de modo más imperioso lalectura. Porque sólo ella es capaz de cons-truir el puente que lleva de la informa-ción al conocimiento. Ella es la llave deplata a la que se refiere José AntonioMillán en su brillante ensayo La lectura yla sociedad del conocimiento (Fede-ración de Gremios de Editores de España.Madrid, 2001). Ella la que nos permitirásoslayar el hartazgo o la indiferencia, yconsolidar nuestro propio criterio, edifi-car nuestras propias conclusiones, ali-mentar nuestra permanente actitud decuriosidad y aprendizaje, único caminoque nos conducirá al saber.

Y es ahí donde la sociedad necesitagenerar una reacción decidida y urgente.

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Una labor que debe comenzar en las pro-pias familias y llegar al ámbito social másextendido, a través de la labor imprescin-dible de las bibliotecas públicas.

Pero nada de ello se sostendrá si nopasa a través de la labor fundamental,imprescindible y, con demasiada frecuen-cia olvidada, de la educación.

¿Y cuál es el papel que en la escuelareservamos a la lectura?, cabría aquí pre-guntarse. ¿Qué función ocupa la lecturaen nuestros currículos? ¿Qué formaciónse da a maestros y profesores para quepuedan desarrollar con eficacia semejantedesafío? ¿De qué modo se implica el con-junto de la comunidad escolar, madres ypadres incluidos, en tal afán? ¿Y de quéinstrumentos disponen nuestras escuelaspara lograr ese triple objetivo de saberleer, poder leer y querer leer que, comouna hermosa formulación, definiría laplural dimensión de la lectura a la quenos estamos refiriendo?

Preguntas a las que es necesario yurgente dar respuesta si queremos quenuestra escuela, más allá del esforzado ygeneroso esfuerzo de muchos de los quela pueblan, afronte solidariamente, concoherencia y eficacia, las demandas quese le presentan.

Solidaridad que, también en el casode la lectura en la escuela, se conviertenen condiciones indispensables. Porqueese saber leer, poder leer y querer leer esalgo que compete al conjunto del claus-tro, sea cual sea la materia que cada pro-fesor imparta. ¿O es que es defendibleque la lectura sea tan sólo importantepara las áreas lingüísticas o, por exten-sión, materia exclusiva tan sólo para las relacionadas con las Humanidades?¿Acaso no es tan necesaria para materiascomo las Matemáticas, las Ciencias Na-turales o la Química…? Y, más aún, ¿no escierto que más de un lector nacerá nosólo desde la experiencia de la lectura

literaria sino, en función de sus aficionesy personalidad, desde el atractivo queotros temas suscitan para ellos?

Hace años, cuando ejercía mi añoradadocencia en la Escuela de Formación delProfesorado, visitamos centros afines enla cercana Francia. Y me llamó poderosa-mente la atención el axioma en el queprácticamente todos ellos coincidían.Grabado a fuego en un frontispicio inexis-tente físicamente, pero presente en todoslos centros que visitamos, había una máxi-ma que decía: «Usted es primero, y antesque nada, profesor de francés y, además,de la materia que le corresponda».

Pues eso es lo que defiendo con res-pecto a la lectura, sin duda, por otraparte, uno de los nutrientes básicos denuestro lenguaje y, por tanto, de nuestropensamiento. «Usted es, antes que nada,maestro, profesor de lectura y, por añadi-dura, de la materia que le corresponda».

Sólo si somos capaces de abordar conéxito la construcción de una actitud lecto-ra –que, no lo olvidemos, requiere de unesfuerzo inicial–, si generamos una acciónmantenida en el tiempo –también la lec-tura es una causa cuyos frutos se logran amedio y largo plazo–, combinación dediversos y continuados estímulos, enri-quecida por la diversidad de las propues-tas, animada por la aventura/excitacióndel descubrimiento y de la atracción,sometedora de la normativa y de la obli-gación y fruto más del contagio que deldogma, la condición lectora será patrimo-nio permanente de nuestro alumnado.Que a leer, como a casi todas las cosasimportantes de la Vida, también llegamospor imitación, por ósmosis, porque la lec-tura «no es exclusiva ni de la razón ni delcálculo, sino de la pasión y el sentimien-to», como afirma Victoria Camps (La lec-tura en España. Federación de Gremiosde Editores de España, 2002).

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Y no hay mejor imagen para nuestrasalumnas y alumnos que la de un claustroverdaderamente lector. La de un conjuntode maestros, de profesores, que hagan dela lectura una práctica y una celebracióncotidianas; que de ella hablen con susalumnos; que la exhiban de un modonatural, porque también de un modonatural forma parte de sus vidas. Que, enel fondo, se convierta en uno de losnúcleos básicos de su proyecto educativo.Todo lo que no sea esto apenas lograrásuperar la condición de la retórica o elvoluntarismo.

Por lo tanto, la lectura en la escuela, ypor ende en la planificación educativa ofi-cial, no puede seguir siendo un ejerciciode improvisación, motivo de atencióncomplementaria o subsidiaria en la acciónescolar, sólo surgida por generaciónespontánea o de manera esporádica y aza-rosa. La lectura requiere de una inserciónespecífica en el proyecto educativo decada centro, en la planificación curricular.O, dicho de otro modo: la lectura necesi-ta de su tiempo y de su espacio. No hacer-lo así, desde mi modesta opinión, noscondenará de nuevo al fracaso, especial-mente doloroso y contraproducente porlas circunstancias contemporáneas a queantes aludíamos. Y a nuevamente cose-char los más que desconsoladores resul-tados que el último Informe PISA 2003evidencia.

Lo que en dicho informe se contienees, digámoslo con toda claridad, y almenos en lo que compete a los territorioslectores, una clara descalificación a nues-tra estrategia de formación de lectores enla escuela, que es lo mismo que decir unclaro suspenso al conjunto de la sociedadque a través de ella se proyecta.

Si, a la luz del informe PISA, en cuan-to a competencia y frecuencia lectora,nuestros alumnos apenas logran alcanzarunos resultados ínfimos en comparación

con otros países y, lo que aún me parecemás grave, sus habilidades lectoras des-cienden conforme ellos avanzan en suproceso educativo, hemos de admitir quealgo grave está fallando. Que estamos fra-casando en nuestros propósitos. Y que esmuy importante –por no decir obligato-rio– que empecemos a modificar actitu-des y sistemas a la mayor velocidad posi-ble, sabedores de lo que nos jugamos sino lo hacemos. Y acometerlo con pronti-tud. Y con espíritu abierto, que la necesi-dad no está reñida con el optimismo(Hagamos nuestros los hermosos versosdel poeta catalán Miquel Martí i Pol: «Quetodo está por hacer… y todo es posible»).

Un tiempo para la lectura. Y al hablar de tiempo me refiero a un

conjunto de circunstancias que debenpresidir nuestra estrategia lectora escolar:un tiempo para iniciarse en la práctica dela lectura, a ser posible temprano, capazde llegar antes de que la mente de nues-tros pequeños alumnos queden tan sólo«amuebladas» con la estructura de loaudiovisual que los envuelve y domina(no lo olvidemos: nosotros, muchos denosotros, llegamos a la cultura escrita ylectora desde la cultura oral, ambas tanpróximas. Hoy nuestros hijos, nuestrosalumnos, lo hacen desde la audiovisual,tan diferente); un tiempo para que cadacual viva semejante descubrimiento comouna gran aventura presidida por la ale-gría, por la satisfacción, por la emoción(¿cómo, si no, generar posteriormenteuna actitud positiva y franca hacia la lectu-ra? ¿cómo llegar a ello si el recuerdo denuestro primer aprendizaje está ligado ala frustración, la amenaza, la descalifica-ción, el miedo o el ridículo); un tiempopara descubrir muchos textos diversos,para caminar por la prosa, la poesía, elteatro; para hojear y ojear multitud delibros: y periódicos, y revistas, y cdroms, yprogramas informáticos… ; un tiempo

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también para saber que la lectura tienepoco que ver con la velocidad y más conla serenidad y con la calma (por encimade todo, defiendo la lectura amorosa ymorosa, aquélla que nos permite disfrutarcon el eco y la evocación de cada palabra,de cada situación, de cada personaje); untiempo para la lectura individual y lacolectiva; para la lectura en silencio (tan-tas veces leer es, como aquella inolvidablenovela de nuestro Luis Martín Santos enTiempo de silencio, Editorial Planeta,1996), pero también para la tan olvidadalectura en voz alta, donde recuperar eldeleite de la música de las palabras frentea esa dictadura de la lectura muda, que senos impuso a partir de mediados del sigloanterior («y llegar a un episodio de sus-pense… y dejar a toda la clase pendienteen ese punto», como escribe Warren G.Cutts en su ya clásico La enseñanzamoderna de la lectura. Troquel, 1968).

Y un espacio. El que proporciona elaula, por supuesto, pero muy fundamen-talmente el de las bibliotecas escolares.

¿Bibliotecas, qué…?, podrán pregun-tarse muchos de los lectores que hayantenido la amable paciencia de llegar hastaaquí. Y la perplejidad no es ociosa.Porque, por paradójico e ilógico queparezca, en España, las bibliotecas escola-res han sido y siguen siendo las grandesolvidadas de nuestro sistema de lectura.

Causa verdadera alegría observar lamás que favorable evolución que, espe-cialmente en los últimos años, estánviviendo las bibliotecas públicas en nues-tro país. Aún queda muchísimo terrenopor avanzar, es cierto; todavía la distanciaque nos separa con los países de referen-cia sigue siendo notable. Pero no esmenos verdad que esas diferencias se vanacortando con el paso de los años. Quelas bibliotecas, y más aún las biblioteca-rias y bibliotecarios que las gestionan, han sabido entender, como pocas otras

instituciones culturales en nuestro país,lo que la sociedad les demandaba. Y sehan puesto a su servicio, modificandoancestrales rutinas y certezas, pasando deser espacios de conservación a verdade-ros lugares de promoción cultural, cadadía más abiertos a la pluralidad de lecto-res y fondos, cada vez más atentos a res-ponder a cada una de las necesidades desus crecientes usuarios.

Es obvio que, para ello, ha habido quegenerar, al menos, la concurrencia de tresfactores claves en dicha evolución: la acti-tud de los profesionales, la voluntad delos políticos –en justa correspondenciacon la presión ejercida por la propiasociedad– y los recursos económicos des-tinados a ellas.

Y es así como, en prácticamente diezaños, en España hemos doblado el núme-ro de instalaciones bibliotecarias públicas;hemos aumentado sus colecciones encerca de un 60%; o, lo que todavía es másalentador, el uso de sus servicios ha creci-do al mismo ritmo que lo han hecho loslectores, en un alza que supera de largo el150%. Y esta respuesta ciudadana, tanalentadora, también tan sorprendentepara no pocos, es la mejor expresión denuestra modernidad y progreso auténtico.

Ante bibliotecas modernas, correcta-mente instaladas, con horarios amplios yflexibles, personal cualificado a su frente,colecciones extensas y actualizadas y con-vivencia de la totalidad de los soportes–de los tradicionales a los más innovado-res– los ciudadanos responden con inte-rés y entusiasmo, ése sí comparable alque manifiestan otros habitantes de terri-torios referencia para los nuestros, derri-bando de manera definitiva esa falacia,tantas veces escuchada, de que el españoles «libricida» por naturaleza, condición,tradición o ambiente.

Lógico sería pensar que, a semejanteevolución, correspondería, de manera

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similar e incluso superior –la existenciade éstas apoyaría el crecimiento y expan-sión de las bibliotecas públicas– la conso-lidación de nuestra red de bibliotecasescolares.

Nada más lejos de la realidad.Cualquier análisis al respecto arroja

un panorama desolador. No ya es que lasbibliotecas escolares hayan ido a menorritmo de desarrollo que las bibliotecaspúblicas, es que prácticamente –y salvo laexcepción de algunos territorios, tanejemplares como insólitos– han permane-cido en la más absoluta decadencia,inexistentes físicamente las más de lasveces, infrautilizadas con lastimosa fre-cuencia, dotadas de modo casi insultantey, a pesar del esfuerzo de más de uno,demandadas tan sólo con una tibia con-vicción, sin el aliento y el impulso quedocentes y padres deberían prestarles.

Las razones de semejante situaciónsiguen siendo para mí incomprensibles.Nadie puede sostener hoy que la lecturasea posible sin la escuela. Y nadie tampo-co podrá seguir defendiendo que ésta seaposible en el ámbito escolar sin la existen-cia nuclear de las bibliotecas escolares,por otra parte tan capaces de prestar unservicio a todo el conjunto de la sociedad,en un mejor aprovechamiento de losrecursos culturales, siempre tan necesa-rio. Pero, siendo cierto que, en el terrenode la razón, todos coincidimos, no esmenos verdad que, en el de la práctica, lainacción sigue siendo escandalosa. Y así,año tras año, reforma tras reforma, lasbibliotecas escolares siguen siendo lascenicientas del sistema.

Incluso cuando, como ocurría en laLOGSE, por vez primera, se apuntaba a suimportancia decisiva, en el desarrolloposterior de la Ley semejante pronuncia-miento se diluyó en la más absolutapenumbra, siendo la nada –la mismaNada que en la Historia Interminable de

Michael Ende todo lo devora– el espacioreservado para ellas.

Semejante abandono admitiría todaslas calificaciones que caber pueden entreel término irresponsabilidad y el términodesidia. Y, sin duda, significa una de lasllagas más lacerantes de nuestros planeseducativos, cuyas consecuencias sonespecialmente visibles en los comporta-mientos lectores de muchos de nuestrasalumnas y alumnos –a los que ya anterior-mente aludíamos– así como en los índiceslectores de nuestro país en general, inca-paces de abandonar unas cotas algo pau-pérrimas, máxime cuando gozamos deuna de las industrias editoriales de mayorcalidad y producción en el mundo.

De todo ello discutimos ya en el IEncuentro Nacional de Bibliotecas Es-colares que, organizado hace ya años, porla Dirección General del Libro, Archivos yBibliotecas del entonces Ministerio deEducación y Cultura, y la colaboración dela Fundación Germán Sánchez Ruiperez,se desarrolló en Madrid. Fueron aquellasjornadas de intensísimo debate y trabajo,donde una fuerte corriente de ilusión nosinvadía a todos, deseosos de que las pro-mesas gubernamentales que se hacíantuvieran feliz cumplimiento. Y sus conclu-siones, el mejor alegato que, a favor de lasbibliotecas escolares, pudiera proclamarse.

Pero pasó el tiempo. Y los acuerdos sevolvieron aire. Y las razones –siempre sin-razones– volvieron a intentar explicar loinexplicable. Y poco o nada se hizo, abri-gados ahora en la argumentación de quetodo quedaba en el terreno de las compe-tencias de cada comunidad autónoma y,por tanto, al arbitrio de las decisiones decada una de ellas.

Y, de este modo, una vez más, lasbibliotecas escolares, como la Cenicientaque la simboliza, siguieron escondidas dela luz, ocultas en el espacio más lóbregode los cerebros de los planificadores,

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castigadas también ellas por una falta quejamás hemos sido capaces de saber enqué consistía.

Pero quienes las defendemos, ademásde convencidos, somos inasequibles aldesaliento. Y deseamos aprovechar cual-quier nueva puerta que se abra. Y hoy, denuevo, en España existe un debate sobrenuestro sistema educativo, en el que lasbibliotecas escolares debieran definitiva-mente ver despejadas sus incógnitas.

Existe la suficiente experiencia, lasuficiente literatura, las suficientes refe-rencias como para conocer el camino quese ha de transitar. Y, aunque no ajeno aciertas dificultades de definición normati-va, es más que factible emprender la sin-gladura. Y así, al tiempo que las diversasadministraciones acercan los nuevosmedios tecnológicos a nuestros centrosescolares –me sigue resultando sorpren-dente observar la prodigalidad de recur-sos que se prometen para la implantaciónen las aulas de las nuevas tecnologíasfrente a las dificultades económicas quesiempre se arguyen como obstáculo casiinsalvable para la creación de las bibliote-cas escolares– lograr que definitivamentela lectura encuentre el recinto que le per-tenece y que requiere para su seguro des-arrollo. Si no, como diría el castizo,habremos dramáticamente construido lacasa por el tejado; tendremos centros lle-nos de conectividad, pero carentes deconocimiento; aulas pobladas de panta-llas, pero alumnos que serán realmenteincapaces de mantener con ellas un diálo-go fructífero y relevante; habremos cons-truido una vistosa fachada –tan apropiadapara una foto– pero la endeblez de suestructura nos seguirá cobrando un altoprecio.

Para semejante labor de impulso denuestras bibliotecas escolares, la Funda-ción Sánchez Ruipérez, que me honro endirigir desde hace ya más de quince años,en la medida de sus posibilidades, estará

siempre abierta a colaborar, con la ambi-ción de que, por fin, y al cabo de unosaños, la realidad de nuestras escuelas res-ponda a lo que nuestra sociedad requierey demanda. Satisfecha de, una vez más,participar en una labor que justifica surazón de ser y contribuye de verdad albien común y al progreso.

Y las cenicientas bibliotecas escolares,como en el cuento, encontrarán por finese zapato de cristal que les devuelva sudignidad. Y su sentido.

Que, como dice Gustavo MartínGarzo:

Si nuestros niños dejan de leer, onunca han tenido ese hábito, si no lle-gan a interesarles los cuentos, será endefinitiva porque nosotros, la comu-nidad en la que han nacido, ha dejadode ser visitada por los sueños, y hacetiempo que no tiene gran cosa quecontar, ni de sí misma ni del mundoque la rodea. No les culpemos porello, preguntémonos nosotros, comoel gigante del cuento, dónde se ocul-ta nuestro corazón y qué ha sido delos sueños y los anhelos que una vezlo poblaron (Gustavo Martín Garzo:El hilo azul. Aguilar, 2001).

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