La Página Que Falta
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La Página que falta
La tarde para Felipe transcurría sin mayor novedad. Un gastado ventilador hacía mover
su cabello, indiferente a pesar de ser eso casi lo único en movimiento dentro del espacio
de no más de cinco metros de ancho por diez de largo. Era martes y, por lo general, la
clientela en la vieja librería no era muy provechosa para el bolsillo deshilachado del viejo
Martín, tío de Felipe y dueño de La Página que falta. Hacía más de 30 años desde que la
inauguró. Era su idea de la felicidad el poder compartir su pasión con la gente. Y para
entonces era un negocio rentable, la ciudad apenas era un pueblo apacible y muchos de
sus pobladores eran asiduos lectores de poesía, novelas, cuentos, revistas... Cualquier
texto era un posible buen compañero durante las tranquilas tardes libres en la plaza
central.
Pero con el paso del tiempo la ciudad dominó al pueblo. La juventud dominó a la
ciudad. La tecnología a la juventud. Y La Página que falta ahora era solo un viejo negocio
sin mayor valor, apuntalado bizarramente por el espíritu nostálgico de Martín, para cual el
tiempo tampoco pasaba en vano, y ya no podía dedicarse a cuidar como desearía de sus
fieles amigos de papel y tinta.
Y por eso estaba Felipe allí, en el preciso instante del espacio-tiempo cuando, sin
esperar ninguna particular anécdota de aquella tarde, Valeria atravesó el marco de
madera pintada que recibía a los clientes. El letrero clavado justo arriba, a la vista del
mundo exterior, había llamado su atención: La Página que falta. No pudo contener el
deseo de entrar. Parecía recorrer con la mirada todo el lugar, pero sus ojos estaban
cerrados y su cabeza ejecutó un lento y agraciado giro de unos 150 grados, quizá. Felipe la
observó curioso e incauto. Era joven, quizá un par de años menor que él. Su aspecto era
descuidado, fresco y agradable. Su cabello castaño, rebelde. Su piel tan clara como el
papel de los viejos libros, excepto por las manchas de la vejez. Cuando entró parecía no
venir de ninguna parte, ni tener un rumbo trazado. Pareció llegar allí por mera
aleatoriedad. La misma con la cual se abalanzó y caminó hacia el mostrador donde el chico
observaba en silencio.
−Hola –dijo ella distraída por su entorno.
−Hola ¿Puedo ayudarte en algo?
Valeria no contestó. Parecía no estar ahí.
−¿Hola? –insistió− Disculpa ¿buscas algo en especial?
Al fin pareció poner atención en la única presencia humana dentro de la librería
además de ella.
−Ah… sí. ¿Puedo verlos? –preguntó innecesariamente mientras señalaba los libros a su
alrededor−
−Claro. Adelante.
La chica del cabello rebelde avanzó. A simple vista parecía indecisa de por dónde
empezar, pero la indecisión no era una cualidad para ella. Entonces optó por lo simple:
comenzar por el principio más cercano. La hilera de estantes con cientos de libros se
extendía cubriendo casi las cuatro paredes de la estancia. Ella comenzó a recorrerla desde
el extremo más cercano a ella y a Felipe, dirigiéndose hacia el otro extremo, en el rincón
más oscuro consecuencia del final de la vida útil de una de las tres lámparas rudimentarias
que colgaban del nervio central que sostenía el techo a dos aguas de la librería.
Podríamos suponer que Valeria visitó fugazmente los títulos impresos en los lomos de
los libros enfilados en los estantes, buscando uno que llamara su especial atención para
sacarlo de su comodidad, leer su tapa trasera y darle unas rápidas ojeadas. Pero no pasó
así, no exactamente. Valeria sí los visitó, pero no con sus ojos. Sus dedos iban acariciando
los lomos con la misma delicadeza que mordía inconscientemente sus labios durante los
largos ratos de lectura nocturna que pasaba en su habitación, iluminada por la vieja
lámpara que rescató entre los cachivaches de su padre y que ahora era su sonámbula y fiel
compañera. A cada paso tardío junto a los estantes, las yemas de sus dedos iban
concentradas en los libros, y sus ojos en un horizonte más allá del límite que imponen las
paredes.
Por fin algo pasó, y la detuvo. Estaba a la mitad del segundo estante, quinto nivel de
abajo hacia arriba. Unas letras grabadas en relieve sobre una superficie áspera de
diminutas hebras entrelazadas, abultada. Levantó su dedo índice y haló delicadamente el
libro hasta sentirlo salir de entre sus compañeros que lo abrazaban como impidiéndole
alejarse. Entonces, sucedió lo más extraño que había visto Felipe desde hacía mucho
tiempo; desde el día que un extraño hombre vestido de negro entró con un tordo llanero
metido en una jaula, al que leyó con gracia y frenesí una copia de «El Cuervo» de E.A.Poe
que tenían en alguno de los estantes. Las blancas manos de Valeria tomaron el libro entre
ella y lo acercaron a su rostro, aun de párpados cerrados. Su dedo pulgar se posó al borde
de las páginas, las hizo flexionar y suavemente lo deslizó haciendo abanicar una por una
las páginas, despidiendo un suave olor directamente hacia las fosas nasales de la chica.
Ella identificó el aroma de la palabra del barroco, con toques de feminidad y devoción. A
pesar de la escabrosa corteza, su alma era pura finura. Opuesto a ella. No era lo que
buscaba.
Volvió a depositar el libro con precisión en el mismo lugar, y reanudó su recorrido. Sus
dedos continuaron buscando una especie de nueva conexión mística. Pero pronto se dio
cuenta que lo que buscaba estaría allá, al fondo, en el rincón oscuro, en los libros que casi
nadie buscaba. Y caminó con prisa hacia ellos, una prisa que no había tenido desde que
entró al lugar. Quizá no lo habría tenido desde hace mucho, especuló Felipe…
En la sombra, su piel no parecía tan clara. De hecho, su semblante era un tanto más
lúgubre. Quizá allí se apreciaba mejor su interior. Recurrió de nuevo a la misma estrategia.
Acarició los libros con la yema de sus dedos, pero esta vez lo hizo de frente a ellos, usando
ambas manos y viéndolos fijamente por primera vez. Parecía necesitar ayuda ante tantas
propicias opciones. Su actitud absorta era como si solo tuviera una oportunidad para
elegir. Al fin lo hizo, lo extrajo, se lo llevó a la nariz, cerró sus ojos, abanicó las páginas e
inhaló… Su caja torácica se hinchó y sus pequeños pechos se alzaron por primera vez
haciéndose notar bajo la ropa. Su cuerpo se estremeció. Había encontrado lo que
buscaba. Un intenso, penetrante y violento hedor rancio y añejo. A guardado, diría su
abuela. Abrió sus ojos y vio lo que el olor había ilustrado en su mente. Hojas amarillentas,
marchitas, quebradizas. En sus bordes decenas, quizá cientos, de pecas naranjadas del
óxido que padece al papel. Eso sí era lo que buscaba.
Caminó triunfal al mostrador, desde donde Felipe no había dejado de observarla ni un
segundo.
−Me llevo este –lo mostró con orgullo como Arturo a Excalibur− ¿Cuánto cuesta?
En mucho tiempo, nadie había preguntado por el precio de uno de aquellos viejos
libros. Ningún precio era suficientemente bajo, ni suficientemente alto, para significar el
valor que tenía en el oscuro estante y en las blancas manos de la chica. Felipe se encogió
de hombros.
−Solo llévatelo. Es un regalo.
Valeria inclinó la cabeza desconcertada. Felipe se apresuró a precisar.
−Mi abuelo ya no recuerda que ese libro está aquí. Seguramente si supiera le hubiese
dado por botarlo −mintió.
Los grandes ojos de Valeria lo miraron fijamente. Se humedeció los labios con la
lengua, su mano se alzó, lo tomó discretamente por el costado de su cabeza y lo atrajo sin
esfuerzo hacia sí. Sus labios fueron el centro de gravedad que aguardó con paciencia hasta
haber atraído los del pasmado Felipe, en los cuales plantaron un largo e intenso que
inundó de gozo la boca, el pecho y el alma del chico, y cuando hubo terminado...
−Gracias –dijo ella.
Felipe permaneció en la misma posición durante algunos segundos. Cuando abrió los
ojos, ella se había marchado.
Adrián Veroes Condez