La Mascara

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Las mscaras de la verdad

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Las mscaras de la verdad. En torno a la realidad de la accin.

Dios le dio la imaginacin al hombre para compensarlo por lo que no es; y el sentido del humor para compensarlo por lo que es

F. Bacon

Quisiera comenzar estas reflexiones haciendo algunos alcances, espero que esclarecedores, respecto a la relacin que se encuentra sugerida en el nombre de esta charla, a saber, la relacin entre la verdad -o lo verdadero- y la mscara. Los alcances a los que me refiero se deben a que, a falta de una mayor imaginacin para compensar lo que no soy, no he sido capaz de dar con un ttulo ms directo para estas lneas que permitiera no comenzar desde la partida tergiversando -o enmascarando- la direccin de lo que deseo comunicarles. Hablar de las mscaras de la verdad irremediablemente nos conduce a suponer que la verdad, debido precisamente a la existencia de las mscaras, se oculta tras ellas haciendo necesario que el discurso, el anlisis, la interpretacin, o sencillamente el clsico gesto de develar por medio de la inteleccin o la iluminacin, nos permita ver la verdad.Y es de este primer significado de la mscara como ocultamiento que me parece necesario ponernos a resguardo para no extraviarnos en el curso de esta reflexin. Cuando la necesidad nos arranca palabras sinceras, cae la mscara y aparece el hombre, nos dice Lucrecio buscando contraponer la sinceridad de la palabra a la falsedad de una mscara, que es falsa precisamente porque ha ocultado al hombre. En el mismo sentido clsico Rousseau denunciaba el exterior engaoso y frvolo del ciudadano degradado, fuera de su real naturaleza, habitando un mundo de apariencias en que todo se torna falso y teatral, e instalaba de paso el gran mito moderno de la autenticidad, del yo verdadero, del yo que obra en conciencia, de aquel que camina desnudo, sin mscaras, por un mundo de simulacin, quimrico y en permanente decadencia. Lo que interesa despejar en este primer significado de la mscara como ocultamiento falaz es el dualismo que necesariamente instala en la representacin de la realidad. Viejo dualismo, ser y aparecer, permanente y mutable, naturaleza y artificio, verdad y opinin. No me entretendr aqu con las vicisitudes que esta clsica representacin de lo real ha venido padeciendo desde el nominalismo de Ockham y el infinito universo de Bruno. Baste para nuestras pretensiones invocar aquella lgica de la ilusin puesta en evidencia por Kant en las pginas de su dialctica trascendental para que dejemos a un lado la oposicin ingenua a la que nos empuja ese clsico dualismo y admitamos que el aparecer, la mscara, no es sin ms, una operacin de ocultamiento que se superpone a lo real.

Pero concedamos a la vez, como un segundo alcance que me es preciso hacer acerca de esta relacin entre la mscara y la verdad, que la primera tiene otro nacimiento ms noble que aquel que la vincula a la nica y expurea funcin de ocultar. Ligada al origen del teatro griego, la mscara nace como lo ms representativo de ese arte ritual siendo para el actor un elemento absolutamente relevante. Cada mscara representaba un personaje, portaba sus rasgos y extremaba con el gesto su principal tono emocional o moral a lo largo de la obra (sonriente, trgico, enfadado, triste, malvado o cmico). De esmerada elaboracin, las mscaras griegas contaban con un agujero cnico en la boca cuya funcin, adems de impedir que se vieran los labios del actor para no romper la emergencia del personaje, la forma de ese agujero serva para amplificar la voz a manera de un pequeo megfono. Por esa razn la mscaras griegas se llamaban tambin resonadoras, que es de donde procede nuestra palabra personalidad, per-sonare, hacer sonar. La voz se constitua as en un elemento fundamental de la identidad del personaje. Ha sido Hannah Arendt quien ha puesto este aspecto de manifiesto de un modo notable obteniendo de l un gran rendimiento para su reflexin. El discurso y la accin -nos dice- revelan esta nica cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los hombres se diferencian en vez de ser meramente distintos; son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos fsicos, sino qua hombres. Lo anterior nos permite subrayar el hecho de que la persona aparece al mundo por medio de su voz, su habla es el modo de testimoniar su existencia, y la mscara aqu, es decir la personalidad, ms que ocultar parece colaborar a esa aparicin ante los dems. De existir un yo verdadero, la personalidad sera su amplificador, un intermediario ante los dems y ante nosotros mismos, y si este arte dramtico de los griegos hace reposar en la mscara la aparicin del personaje, sta sera, ms que un ocultamiento, el puente entre el actor y el personaje.

Nos encontramos as con otro tipo de relacin entre la mscara y la verdad mucho ms cercana quizs, a la funcin que juega la mscara en los carnavales. El ineludible carcter de disfraz que contiene la mscara, en este caso, ms que ocultar permitira potenciar, dejar salir, consentir en sacar un yo oprimido, oculto por la accin, no de una ficcin, sino por la accin misma de la realidad. Aqu la idea es que precisamente porque la mscara disfraza algo de lo que eres o, ms precisamente, algo que los dems ven en ti, otras dimensiones de lo que eres, otros personajes que habitan en ti, pueden emerger y manifestarse en plenitud, resonar hacia el exterior gracias, precisamente, a la mediacin de la mscara. Todo el juego del carnaval se despliega aqu permitiendo la danza alegre de personajes que, eclipsados por la fuerza rutinaria de la realidad, aprovechan la mediacin de la mscara para despertar de la modorra que les impone la mirada del otro.

Sin embargo, en esta clsica funcin de la mscara se mantiene una forma de dualismo que determina la relacin entre ella y la verdad. Para decirlo en una frmula econmica, aqu la mscara permite la emergencia de la verdad de un personaje que anida en ti, pero que est oculto tras la apariencia de lo que en verdad no eres. En otras palabras nuestra personalidad, la mscara que lucimos, es portadora de un yo que vive inhibido tras la apariencia que nos impone la mirada del otro; es esa apariencia lo falaz y por ello la necesidad de hacerse de una personalidad, de devenir en un personaje que nos permita hacer resonar lo que en verdad somos. Aunque por un camino ms complejo, alguien dira psicologizante, el mito del yo autntico, del yo verdadero, pervive aqu, slo que su revs, aquello que lo resiste o que lo oculta, no es la mscara, sino el rostro de la realidad que se presenta como coaccin, como poder represivo, como deber heternomo al cual errneamente prestamos tributo. Los dos significados de la mscara que acabamos de revisar y que configuran dos modos de entender la relacin entre la mscara y la verdad, nos deja quizs en condiciones de hacernos la pregunta que oriente la direccin de la reflexin que les propongo: es posible asumir la funcin de la mscara sin dualismo? Podemos admitir que tras la mscara no haya nada, ni rostro, ni yo autntico? Es posible sostener la mscara como un todo, el todo de nuestras acciones? La hiptesis que deseo poner en juego aqu es producto de un cruce entre teora de la accin, hermenutica e ideologa, cruce al que he llegado algo errticamente en un intento por entender qu es lo que constituye la realidad de la accin. Cabe advertir que todo lo que expondr a continuacin est an atravesado por la duda, en construccin, para decirlo con optimismo, aunque he comenzado a considerar seriamente que ese es el estado en que permanece irremediablemente todo lo que pensamos, y, por tanto, tambin, todo lo que hacemos y llegamos a ser.Volviendo sobre la propuesta, es preciso advertir que la posibilidad de que la mscara condense la totalidad de lo que somos, es decir, que tras la mscara no se oculte un yo autntico, requiere de dos condiciones irrenunciables. La primera puede sonar evidente pero me parece que el olvidarla podra abrir una grieta crtica que dara por el suelo con el sentido de esta reflexin. Me refiero a la necesidad de que en esta representacin que les propongo, la mscara, no obstante no ejercer la funcin de ocultar un rostro verdadero, no deje por ello de ser una mscara, esto es, un disfraz. La segunda condicin es que el reconocimiento de la realidad de la accin humana, es decir de aquello que somos, quede libre de todo dualismo, incluido el dualismo moderno, aquel que contrapone la esfera de la naturaleza y la esfera de lo humano, o, para decirlo desde el quiebre epistemolgico, la discontinuidad entre ciencias de la naturaleza y ciencias del hombre, en definitiva, entre explicar y comprender.Respecto a la primera de estas condiciones, debo reconocer que la imagen de la mscara y su posible utilizacin aqu como estrategia de reflexin, se la debo a Edgar Allan Poe y su extraordinario cuento La mscara de la Muerte Roja.. Maravilloso relato en el que el maestro de la literatura de misterio y del simbolismo presenta, en medio de un orgistico baile de mscaras que el prncipe Prspero y su selecta corte festejan en la suntuosa fortaleza en la que se han guarecido mezquinamente de la peste que azota a la ciudad, un invitado incomodsimo que, envuelto en una mortaja y ataviado con una mscara que representaba el semblante de un cadver ya rgido con las manchas escarlatas de la peste repartidas en ella. En el relato de Poe, se pone de manifiesto que, no obstante el desenfreno de aquella fiesta, el disfraz de aquel advenedizo que haba osado asumir las apariencias de la Muerte Roja, superaba lo tolerable y constitua una afrenta intimidante para todos. En el momento lgido del cuento, el prncipe quiere despojar de su disfraz a aquel atrevido burln para saber a quin van a ahorcar en las almenas a la maana siguiente. Pero ah deviene el fantstico desenlace, el prncipe cae muerto ante el enmascarado al tiempo que el resto de cortesanos descubren que el sudario y la mscara cadavrica que con tanta rudeza haban aferrado, no contena ninguna figura tangible.

Sin querer abusar del enorme territorio de lecturas y sugerentes interpretaciones que nos abre la buena literatura, pero sin renunciar tampoco a su seduccin, es posible quizs leer en este relato un doble sentido en que su autor utiliza la imagen de la mscara, sin perder, no obstante la idea de que en ellas finalmente esta toda la realidad de lo que cada individuo es. En la pomposa fortaleza en que el prncipe Prspero busca refugiarse de la peste junto a sus escogidos, dejando a su fatal suerte al resto de la ciudad, se constituye una plyade de sujetos egostas, cuyas acciones los conducen a vivir de espaldas al sufrimiento ajeno, entregados a todo tipo de placeres y excntricos gustos. En el relato se nos cuenta que, al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusin, y cuando la peste haca los ms temibles estragos, el prncipe Prspero ofreci a sus mil amigos un baile de mscaras de la ms inslita magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso Aqu se nos presenta el primer sentido de las mscaras, frvola y vehemente expresin de lo que esos seres aislados, indiferentes al dolor ajeno, han llegado a ser por medio de sus acciones. Ms tarde encontrarn la muerte premunidos an de sus mscaras en patticas posturas siendo no ms que eso, seres temerosos, grotescos y fantasmagricos. Nada que desentraar detrs de esas mscaras, ningn yo ms real o autntico viva ah, de algn modo, el desenlace del relato emerge como el vaco mismo al que los ha conducido sus propias acciones.

Por otro lado, el elemento detonante del drama es tambin un enmascarado que se presenta en medio de esa orgistica fiesta pero premunido de un disfraz que desborda lo tolerable. El relato se tensiona irritantemente con la aparicin de este sujeto. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir -dice el hablante omnisciente- es de imaginar que una aparicin ordinaria no hubiera provocado semejante conmocin. El desenfreno de aquella mascarada no tena lmites, pero la figura en cuestin lo ultrapasaba e iba incluso ms all de lo que el liberal criterio del prncipe toleraba. En el corazn de los ms temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emocin. An el ms relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecan sentir en lo ms hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. El intruso aparece as irrumpiendo con sus acciones, su traje, su ttrica mscara, en un orden de las cosas. Como si iniciara un nuevo evento en aquel baile de mscaras esperpnticamente predecible. Entonces se produce el quiebre y el prncipe, incmodo y sintindose humillado ante este osado sujeto, desea saber quin se esconde tras la mscara para darle su merecido, en otras palabras, quiere producir el dualismo que piensa lo puede salvar de aquella vejacin, en definitiva busca negar la realidad de lo que aparece en las acciones de la inesperada visita. El desenlace ya lo hemos visto, nada hay bajo la mscara de la Muerte Roja.Para ir directamente sobre la que aqu cabe pensar, lo que propongo, a propsito de esta lectura del relato de Poe, es que seamos capaces de admitir, a manera de una hiptesis o estrategia de reflexin, si se quiere, que la totalidad de lo que llegamos a ser radica en nuestra acciones, incluida la accin del discurso, y que eso tiene la expresin y lo concreto de una mscara, en el sentido de un disfraz sin el cual, por decirlo as, nos disolvemos. Actuamos, y al hacerlo constituimos una mscara con la que nos presentamos al mundo, al otro, mscara que no oculta un yo verdadero, un agente que acta en la sombra con ms o menos secretas intenciones. Es una mscara que se inserta en el mundo, que puede operar un cambio en el mundo y que se erige como la realidad de lo que somos. Y es una mscara, es decir un disfraz, porque efectivamente la podemos cambiar, podemos llevar otra, podemos, siempre es posible, actuar de otra manera y ser otro personaje, aunque cabe advertir que este juego nunca queda en manos del caprichoso arbitrio individual, como veremos luego. De hecho, en cualquier da de nuestra vida sobre el que nos detengamos podremos ver que hemos desempeado en el transcurso de esas 24 horas diversos papeles para lo cual hemos contado con diversas mscaras, cada da puede leerse como un baile de mscaras. Qu es lo que, entonces, nos empuja a pensar que ha sido un mismo agente el que ha estado detrs de cada una de esas diversas acciones? No podramos quizs pensar que cada accin ha tenido no slo un agente distinto sino, escenarios, espectadores, recursos y circunstancias diferentes? Toda la riqueza de lo humano, pero tambin todo lo terrible que anida en l, emerge si efectivamente somos capaces de no buscar refugio, como pretende hacer el prncipe Prspero, en el dualismo.Desembarcamos as en el corazn de estas reflexiones. Estamos en el punto en el que todo se vuelve problemtico y se nos atropellan en la mente un sinfn de objeciones. Una suerte de to vivo de conceptos puede ahora estar girando en torno a nosotros: identidad, memoria, sujeto de derechos, libertad, responsabilidad, imputacin del acto, etc, todos ellos deben estar ahora motivando todo tipo de preguntas, preguntas fundamentalmente modernas.

Propongo, para continuar, centrarnos en lo que nos resta de tiempo en uno de estos problemas que, por su relevancia, pienso que su solucin podra servir de suelo sobre el que edificar posibles respuestas al menos a algunas de esas otras cuestiones de las que, por cierto, no me ocupar ahora de ellas. Pero antes que eso recojamos sintticamente lo hasta aqu dicho. Hemos sostenido que existe una relacin entre la mscara y la verdad pero que sta no consiste en que la primera oculta a un yo verdadero, preado de intenciones que no desea revelar, ni tampoco consiste en que la mscara se convierte en una mediacin que permite la emergencia de un yo autntico que se encontraba eclipsado por la coaccin de otros, otros que lo obligan a una determinada forma de aparecer. La relacin entre la mscara y la verdad aqu propuesta es que la primera concentra en su existir como disfraz toda la verdad de lo que somos, sin dejar de ser por ello una mscara. En otras palabras, somos nuestras mscaras, las que emergen y dibujan sus diversas expresiones como resultado concreto de nuestras acciones.

Si miramos desde aqu, lo que se impone en primer lugar es esclarecer entonces qu es lo que constituye la realidad de nuestras acciones, cul es la peculiaridad de la realidad de la accin que hace surgir toda la verdad de nuestra vida como un baile de mscaras. En este punto debo confesar mi deuda, entre muchos otros, con Paul Ricoeur. Aunque lo que voy a exponer no sigue en todo su pensamiento, es preciso reconocer en l a uno de los pensadores que ms claramente nos ha enseado a mirar la estructura simblica de la realidad de la accin y la necesidad de superar todo dualismo, particularmente aquel que ha anidado en la tensin epistemolgica moderna entre explicar y comprender, dualismo que supone, adems, una distancia entre el modo de ser de la naturaleza y el modo de ser del espritu.Convengamos primero en que la representacin emprico matemtica de un universo mecnico puso seriamente en entredicho hace ya tiempo el viejo dualismo entre ser y aparecer al que me refer al comienzo de ests palabras. Pero convengamos tambin en que la nueva representacin cientfica del mundo no se desarroll en absoluto desprovista de residuos metafsicos, es decir, sin supuestos dualistas. Es ms, su expansin en gran parte se debi a que instal otras formas de dualismo que anidaron en las pginas de los ms conspicuos modernos, como aquellas escritas por Descartes, quien, con toda su enorme impronta mecnica y geomtrica, no le tembl la mano al momento de sustancializar el pensamiento y, de paso, la infinita voluntad. Un determinante paso dio la crtica de Kant al someter la estructura misma de la realidad del mundo a condiciones de la subjetividad y sentar para siempre el carcter relativo de todo conocimiento. Pero como si efectivamente a la metafsica slo pudiramos cortarle sus brotes pero jams arrancar sus races, los dualismos persistieron esta vez bajo diversas formas de usos de la razn, entre mundo conocido y mundo pensado y, finalmente, entre hecho de la naturaleza y accin humana. Me disculpo aqu por no continuar, en este apretado recorrido, por las formas que adoptaron estos dualismos en el romanticismo filosfico del XIX o en la crtica al positivismo desarrollada por la escuela de Frankfurt, o en la Fenomenologa del XX. Baste, para lo que quiero poner de relieve aqu, que una de las mayores dificultades, sino la principal, para sostener la hiptesis propuesta acerca de la relacin entre la mscara y la verdad, radica en la pertinaz tendencia a representarnos el yo de una manera unvoca, idntico a s mismo, capaz de sostener todas las relaciones con el mundo. La ltima expresin de esta tendencia ha encontrado en la invencin de la conciencia, un buen sitio donde anidar. Largo tambin sera aqu recorrer el camino por el cual este nicho de la vida privada, este engendro del encuentro entre liberalismo y capitalismo, este arquetipo moral del individuo actual por el que, indiferente al resto del mundo, se complace a si mismo vociferando que ha actuado en conciencia, ha llegado a ser la sntesis postmoderna de todo dualismos. El resultado es que cada vez que aparece en escena esta representacin del s mismo, en alguna parte de nuestro mundo alguien dotado de poder abusa, asesina, explota, hace volar un mercado o se aprovecha de otros, actuando siempre en conciencia y, apelando a su yo interior, a su conciencia, exculpa la mscara de dictador, patrn, criminal, abusador, terrorista arguyendo que es slo una mscara, algo que los dems ven en l, pero que en el fondo es una buena persona.Pero no nos distraigamos. Nuestro empeo ahora es indagar qu es lo que constituye la realidad de la accin humana, toda vez que sta parece provocar un hiato epistemolgico, como lo ha llamado Ricoeur, al resistirse a ser explicada por las ciencias de la naturaleza y obligar al investigador, cuando de la accin humana se trata, a reivindicar la tarea de comprender como la nica alternativa. El hiato epistemolgico se producira entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del hombre. En este primer nivel del problema -dice Ricooeur- los trminos explicar y comprender son los emblemas de los campos enfrentados. En este duelo el trmino explicacin designa la tesis de la no diferenciacin, de la continuidad epistemolgica entre ciencias de la naturaleza y ciencias del hombre, mientras que el trmino comprensin anuncia la reivindicacin de una irreductibilidad y de una especificidad de las ciencias del hombre. Pero qu puede fundamentar, en ltima instancia, este dualismo epistemolgico, sino la presuposicin de que, en las cosas mismas, an en el orden de los signos y de las instituciones, es irreductible al de los hechos sometidos a leyes? La manera cmo nos presenta Ricoeur el problema nos puede ser de gran ayuda para abordar lo que nos preocupa toda vez que nos permite indagar directamente sobre la peculiaridad de la accin que provocara su carcter irreductible, no sometido a leyes y, por tanto, no sujeto a explicacin. La tensin parece concentrarse en que cuando hablamos de hechos o fenmenos de la naturaleza entramos en un juego de lenguaje en el que comparecen nociones como causa, ley, necesidad, explicacin, mientras que cuando hablamos de acciones humanas el juego de lenguaje que se produce nos lleva a movernos en nociones como agentes, intenciones, motivos o razones. Este segundo juego de lenguaje que, como sabemos, no debera mezclarse con el primero, hace que la realidad de la accin supuestamente escape a toda determinacin cognitiva en la medida en que queda remitida a un cierto yo tan nico como opaco. Nuestra perplejidad ante las ms variadas conductas de los seres humanos crece en la misma medida en que insistimos en preguntarnos por cules son las razones, o los motivos, o los proyectos, o las intenciones que los animaron a actuar de tal o cual manera, como si debiramos en cada intento por entender, estar obligados a rastrear una suerte de caja negra que contenga las razones de la especie humana, perdida en medio del oscuro ocano de la historia universal. As, la alternativa a este vano intento no puede ser otra que la de la comprensin, ese acto tan razonable de unificar en una teora general toda la incalculable impredecibilidad de los actos humanos, para lo cual la religin y la vieja filosofa han estado siempre muy bien dispuestas.Diferente curso toma nuestra reflexin si, en lugar de remitir la realidad de la accin a juegos de lenguaje que nos obligan a postular la existencia de un agente con motivos, razones o intenciones, la exponemos a la perspectiva fijada por nuestra hiptesis acerca de la relacin entre la mscara y la verdad. Nuestra pregunta ahora se puede reconducir desde la realidad de la accin hacia la realidad de la mscara como concretud de la accin. Entonces la pregunta es qu es lo que constituye la peculiar realidad de una mscara que no oculta rostro alguno? Qu es lo que hace real, letalmente real, por ejemplo, a la mscara de la Muerte Roja? En el relato de Poe bien podramos interpretar que es el propio comportamiento mezcla de egosmo, soberbia y cobarda del prncipe Prspero y su corte lo que termina por constituir la realidad del personaje representado por la mscara de la Muerte Roja; toda la temeridad, horror e insano aspecto de aquella mscara, de aquel disfraz, se hacen reales desde la lectura culpable y amedrentada de aquella plyade de individuos sumidos en su mezquindad. Nos encontramos aqu ante lo que Ricoeur ha denominado la estructura simblica de la accin. La idea es que la accin de un hombre deviene real, y no quimrica, onrica o meramente fantstica, por la accin de un lector, de un intrprete que al leer dicha estructura simblica pone el elemento que la hace real. Toda accin es siempre signo de algo y en su ser signo le va su realidad, de tal modo que requiere ser leda, interpretada, constituida por una segunda accin, la de aquel que produce el texto que la trae a la consistencia de lo real. El amante necesita de la amada para actuar como tal, el padre de un hijo que se comporte como su hijo, el verdugo de la vctima y el profesor de los estudiantes. En la profusa y enmaraada red social que van tejiendo nuestras acciones, las mscaras, el baile de mscaras, son la totalidad de lo real. La atencin bascula aqu desde las intenciones o razones de un sujeto supuestamente propietario de su accin, hacia la lectura del texto de su accin por parte de un observador activo que posee, por decirlo as, la llave de su realidad. De ah que la imagen de la mscara pueda prestar un buen servicio a esta teora de la accin toda vez que ella destruye la intencin sustantiva del yo, empujando al hombre que acta en el mundo a jugarse su verdad, no en aquel coto vedado de la conciencia, sino en plena escena, en el gran teatro del mundo.

Dos aspectos importantes de esta propuesta estn an pendientes. El primero dice relacin con la necesidad aqu expresada de que est lectura de la realidad de la accin disuelva todo dualismo generando una continuidad de discurso entre el mundo de la naturaleza y el mundo de lo humano o, para ser ms ricoeurianos, entre explicar y comprender. La segunda se dirige nuevamente sobre la relacin entre la mscara y la verdad y la posibilidad de que, bajo la perspectiva propuesta, la primera termine por devorar a la segunda, es decir, que el carcter de disfraz de la mscara, su fbula, acabe con la consistencia del personaje.

Respecto al primer aspecto, debo recordar lo que hace un instante atrs reconoc como uno de los principales aportes de Ricoeur. Es l quien plantea el problema en la direccin adecuada, a saber, la de examinar las condiciones en que una accin se inserta en el mundo. A menudo -nos dice- se ha examinado el interior de las intenciones, de los motivos, olvidando que actuar significa ante todo operar un cambio en el mundo. A partir de esto, de qu manera un proyecto puede cambiar el mundo? Cul debe ser, por una parte, la naturaleza del mundo para que el hombre pueda producir all cambios? De qu naturaleza debe ser la accin, por otra parte, para ser leda en trminos de cambio en el mundo? La sintona con esta formulacin del problema reposa en que ella nos permite considerar la accin, no en la direccin que va desde el agente y su intencin hacia el producto de la accin sino a la inversa, es decir, desde lo que ella produce en el mundo hacia el agente que la realiza. De inmediato esta perspectiva nos libera de la telaraa de los motivos y las razones y nos hace pensar la accin desde el punto de vista de lo que efectivamente constituye su realidad, a saber, la lectura que el otro ha hecho de esa accin, lectura que constituye tambin un modo de actuar. Mirado as, actuar es siempre hacer algo de manera que otra cosa suceda en el mundo, pero lo que hace interpretable esa accin es lo que efectivamente ha sucedido en el mundo; es desde ah, desde esa interferencia que se manifiesta a travs de una nueva accin, que podemos interpretar, leer, hablar de esa primera accin como algo real, algo hecho por alguien que supo cmo hacerlo y adems tuvo el poder para hacerlo. Saber cmo hacerlo y poder hacerlo son los elementos de la lectura de toda accin que nos acercan a su explicacin, pero es una explicacin que tiene como condicin, y nace desde ella, la verificacin de su intervencin en el mundo, que es lo que de paso la hace comprensible.

En otras palabras, como dice Ricoeur, no hay accin sin relacin entre el saber hacer, el poder hacer y lo que ste hace suceder, y es precisamente esta forma de mirar lo que disuelve la oposicin entre un orden mentalista de la comprensin y un orden fisicista de la explicacin. Podemos decir que gracias a esta forma de mirar se produce una solucin de continuidad entre el mundo de la naturaleza y el mundo humano.

Por ltimo, en lo que respecta a la relacin entre la mscara y la verdad y a la posibilidad de que la teora de la accin aqu propuesta termine por disolver la consistencia o verdad del personaje en el carcter de disfraz de la mscara, como si al no haber un rostro, un yo sustancial detrs de la mscara, todo pudiera quedar en manos de la caprichosa arbitrariedad del personaje (o de los personajes) que somos, es preciso destacar primero que la sola idea de un caprichoso arbitrio manejando antojadizamente una sucesin de disfraces, como quien conduce los hilos de unas marionetas, tiene como supuesto irrenunciable el postulado de una voluntad premunida de intencionalidad. Pero concedamos en esta objecin que quizs el capricho podra emanar exclusivamente de los personajes y, como un palacio de juguetes dotados de pronto fantsticamente de vida propia y que deciden iniciar una demencial destruccin de todo su entorno, los personajes a la sazn pudieran dar comienzo a una infinidad de juegos ajenos a todo control.

Ante esta objecin es preciso hacer hincapi en que la constitucin de la realidad de la accin se produce en una relacin en la que es fundamental tanto el texto producido como la lectura de ese texto. Visto as, lo que importa, lo que es determinante, no es el sujeto que habla detrs del texto, sino aquello de lo que habla ese texto, su tono, su cosa, la mscara, el mundo que produce, todo lo cual llega a ser slo si es ledo por otro personaje que, al leer, y he aqu la relacin, toma posicin frente al texto constituyndolo. Lo fundamental es, por tanto, dilucidar en qu consiste esa toma de posicin, de qu forma se estructura y se organiza esa toma de posicin que hace impensable que la accin, los personajes, las mscaras, cojan el camino del capricho sin control. En esta ltima cuestin nos damos de bruces con el concepto de poder. El rasgo que define la relacin entre el texto y su lectura, entre la mscara y su reconocimiento, entre la accin y su devenir en realidad, es el poder. Tomar posicin frente a una accin, interpretar el tono de una mscara, nunca es inocente, siempre significa situarse en una relacin de obediencia o de desobediencia frente a lo que se manifiesta. Todo el fructfero territorio de la ideologa y las diversas funciones que ella juega en la estructuracin de la realidad social, desde deformar y entregarnos una visin invertida de la realidad hasta integrarnos y convertirnos en parte de una clase, una cultura, un gnero, una nacin, se despliega a partir de este aspecto de la accin. No me detendr en ese campo ahora (por razones obvias) pero a propsito del poder y su papel en la constitucin de la realidad de la accin quiero decir, antes de terminar, que la teora de la accin aqu esbozada no hace ms que subrayar algo que Aristteles, al tratar de la poltica y la prudencia, ya haba sealado, a saber, que en las cosas humanas es preciso la prudencia, porque ella constituye un saber sobre un campo de la realidad donde las cosas siempre pueden ser de otra manera. En el modo en que hemos expuesto aqu la relacin entre la mscara y la verdad, podemos afirmar que las cosas pueden ser de otra manera, nuestra propuesta nos pone frente a ese espacio de indeterminacin que acontece, como ha dicho H. Arendt, entre los hombres, el espacio de la poltica, del relato, de la persuasin, del texto de nuestra vida que est siempre por reescribir. Sin embargo, la posibilidad de que advenga esa otra manera en nuestro baile actual de mscaras parece estar algo distante. Como si una figura de gran estatura y tremendamente intimidante se hubiera deslizado entre nuestras vidas portando la apariencia de la inseguridad y la necesidad, hacindonos que nos comportemos temerosos y dciles a su discurso, una especie de leviatn que se mueve en un mundo de mercado y tcnica global y que alimenta nuestra voluntad de obediencia, inhibe nuestra imaginacin, nos recluye en nuestra cada vez ms homognea vida privada y nos hace medrosos frente al maana. En otras palabras, pareciera que al interior de nuestro refugio construido con tantas horas de trabajo, con tanta acumulacin y con tanta especulacin, se nos ha deslizado subrepticiamente, como en el relato de Poe, nuestra propia mascara de la muerte roja. Quizs por ello no est dems cerrar esta reflexin inacabada trayendo a la memoria nuevamente aquella cita de Bacon con la que comenc y que, de cierta manera, junto con recrear con otras palabras nuestra hiptesis general, nos deja al menos en irona, una pequea ilusin en que las cosas puedan ser de otra manera: Dios le dio la imaginacin al hombre para compensarlo por lo que no es; y el sentido del humor para compensarlo por lo que es.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Haba venido como un ladrn en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en la salas de orga manchadas de sangre y cada uno muri en la desesperada actitud de su cada. Y la vida del reloj de bano se apag con la del ltimo de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trpodes expiraron. Y las tinieblas y la corrupcin, y la Muerte Roja lo dominaron todo. Edgar Allan Poe, La mscara de la Muerte Roja.

Ricoeur, P.; Hermenutica y Accin, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2008, p. 81

Ob. Cit. Pp 90 y 91

Ob. Cit. Pp 92