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Título original: RadetzkymarschJoseph Roth, 1932Traducción: Arturo QuintanaRetoque de portada: AlNoah

Editor digital: AlNoahePub base r1.0

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Primera parte

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L

Capítulo I

os Trotta no eran de antiguo linaje. Elfundador de la dinastía había obtenido el

título de noble después de la batalla de Solferino.Era esloveno. Fue nombrado señor de Sipolje, yaque así se llamaba, el lugar de donde era oriundo.El destino le había escogido para una hazañaespecial. Pero él procuró que los tiemposvenideros se olvidaran de su persona.

En la batalla de Solferino se hallaba comoteniente de infantería al mando de una sección. Elcombate se prolongaba desde hacía media hora.Trotta veía, a tres pasos frente a él, las blancasespaldas de sus soldados. La primera fila de lasección estaba rodilla en tierra; la segunda, a piefirme detrás. Todos estaban contentos y seguros dela victoria. Habían comido bien y se les habíarepartido aguardiente, en honor y a cuenta del

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emperador, quien desde el día anterior se hallabaen el frente. De vez en cuando se producía unabaja en las filas. Trotta ocupaba rápidamente elvacío producido y disparaba con los fusilesabandonados de los muertos y los heridos. Dabaórdenes para cerrar más las filas y cubrir loshuecos u ordenaba que se desplegaran y observabacon ojo avizor el horizonte prestando atención almenor ruido. En medio de las descargas de lafusilería, su oído, muy sensible, distinguía lasvoces de mando, claras y escuetas, del capitán.Con su mirada penetrante atravesaba la niebla grisazulada de las líneas enemigas. Nunca tiraba sinapuntar, y todos sus disparos daban en el blanco.La tropa advertía las acciones y la mirada delteniente, oían sus órdenes y se sentían seguros.

El enemigo dejó de disparar. A todo lo largodel frente corrió la voz de «¡Alto el fuego!».Todavía se oía algún chasquido de los cerrojos oun disparo tardío y solitario. Había claros ya en la

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niebla gris azulada entre los frentes. De repente seencontraron sumidos en el calor del mediodía, queles llegaba de un sol plateado, cubierto por nubesde tormenta. En aquel momento apareció elemperador entre el teniente y las espadas de lossoldados. Le acompañaban dos oficiales delestado mayor. El emperador se disponía a mirarcon los prismáticos que le ofrecía uno de susacompañantes. Trotta sabía bien lo que ellosignificaba: aun en el supuesto de que el enemigose batiera en retirada, la retaguardia estaría, contoda seguridad, haciendo frente a los austríacos yquien la observase con unos prismáticos constituíaun blanco sobre el que valía la pena hacerpuntería. Y se trataba del joven emperador. ATrotta el corazón le dio un vuelco. Su cuerpo seestremeció, agitado por un escalofrío, ante eltemor de que se produjera aquella catástrofeimpensable, tremenda, que le aniquilaría, ytambién al regimiento, al ejército, al Estado, al

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mundo entero. Le temblaban las rodillas. Y elinveterado resentimiento de los oficialessubalternos en el frente respecto a los pecesgordos del estado mayor, que no tienen ni idea dela dura realidad, obligaría al teniente a realizaraquella acción que iba a marcar su nombre, consello indeleble, en los anales del regimiento.Agarró con ambas manos al emperador por loshombros para que se agachara, pero lo hizo condemasiada fuerza. El emperador cayó al suelo alinstante. Los acompañantes se precipitaron sobreél. En aquel momento una bala atravesó el hombroizquierdo del teniente; la bala dirigida al corazóndel emperador. Al levantarse éste, el teniente cayódesplomado. En todo el frente despertaba ahora eltraqueteo confuso y desordenado de los fusilesbruscamente sacados de su sopor. Los oficialesdel estado mayor solicitaban impacientes Alemperador que se pusiera a cubierto, pero éste,consciente de su deber como emperador, se inclinó

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sobre el teniente, que yacía desvanecido en tierra,y le preguntó cómo se llamaba. Llegaron corriendoun médico del regimiento, un suboficial de sanidady dos soldados con una camilla; avanzabaninclinados, escondiendo la cabeza. Los oficialesdel estado mayor ordenaron el cuerpo a tierra alemperador y se tendieron ellos después. «¡Aquíestá el teniente!», gritó el emperador al médico delregimiento que llegaba jadeando. El fuego cedíaya. Y mientras el alférez se ponía al frente de lasección y con voz clara anunciaba «¡Ahora tomoyo el mando!», se levantaron el emperadorFrancisco José y sus acompañantes, el personal desanidad colocó con cuidado al teniente sobre lacamilla, y todos se retiraron en dirección al puestode mando del regimiento; allí, en una tienda blancacomo la nieve, estaba el puesto de socorro máspróximo.

La clavícula izquierda de Trotta estabadestrozada. El proyectil, que había quedado

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clavado por debajo de la paletilla izquierda, fueextraído en presencia del jefe supremo de losejércitos, produciendo rugidos salvajes en elherido, que ya había vuelto en sí, a causa deldolor. A las cuatro semanas, Trotta estaba curado.Al regresar a su guarnición en el sur de Hungríatenía el grado de capitán, la más altacondecoración, la orden de María Teresa, y eltítulo de nobleza. De ahora en adelante iba allamarse Joseph Trotta von Sipolje.

Trotta tenía la sensación de que habíacambiado su propia vida por otra nueva, extraña,como recién fabricada. Cada noche después deacostarse y cada mañana al levantarse se repetía así mismo sus nuevos rango y dignidad; se mirabaal espejo para convencerse de que su rostro seguíasiendo el mismo de antes. Diríase que el capitánTrotta, ahora ennoblecido, no conseguía situarseentre las confianzas no siempre oportunas que setomaban sus compañeros, para intentar superar la

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distancia que el destino había puestorepentinamente entre ellos y él, y sus propios yvanos esfuerzos por tratar a los demás con lallaneza de costumbre. Sentíase como condenado depor vida a avanzar sobre un suelo resbaladizometido en unas botas que no eran las suyas,perseguido por el secreteo de los demás y siemprerecibido con recelo. Su abuelo había sido unaldeano con poca tierra, y su padre, suboficial decuentas y más tarde gendarme en los territoriosfronterizos del sur del reino. Desde que habíaperdido un ojo en un enfrentamiento concontrabandistas bosnios vivía como inválido delejército y guardián del parque del palacio deLaxenburg, daba de comer a los cisnes, recortabalos setos, en primavera protegía los codesos de losladrones, más tarde los saúcos, y en las nochestibias ahuyentaba a los enamorados, que no teníandónde ir, de los oscuros y acogedores bancos. Elgrado de simple teniente de infantería parecía

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natural y adecuado para el hilo de un suboficial.Pero el capitán, ennoblecido y condecorado, quese movía en la aureola extraña y casi misteriosa dela gracia imperial como en una nube dorada, sesentía ahora separado repentinamente de su propiopadre, y el debido respeto y la estimación deljoven hacia su progenitor parecían exigir unaactitud distinta y una nueva forma en las relacionesentre padre e hijo. Hacía cinco años que el capitánno veía a su padre. Ahora bien, cada dos semanas,cuando el capitán entraba de guardia por elriguroso e inalterable turno, escribía una carta a supadre, sentado en el cuerpo de guardia, a la luzescasa y vacilante de la vela de servicio, despuésde visitar los puestos, comprobar los relevos einscribir en la columna de observaciones unenérgico y escueto «Sin novedad», que de entradaya negaba incluso la mínima posibilidad de quepudieran producirse tales «novedades». Las cartasresultaban tan parecidas entre sí como los pases y

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los partes de oficio, escritas en papel con fibra demadera, en octavo, con el encabezamiento«Querido padre:» a la izquierda, a cuatrocentímetros de distancia del margen superior y ados del lateral. Empezaban con una breve notaacerca del buen estado de salud del remitente,continuaban expresando el deseo de que no fueradistinto el estado de salud del destinatario yterminaba, después de punto y aparte, en elextremo inferior derecho y en directa oposicióncon el encabezamiento, con aquella frasecaligrafiada de: «Con el debido respeto, fidelidady agradecimiento, vuestro hijo Joseph Trotta,teniente». Pero ¿qué iba a suceder ahora?,especialmente dado que, a causa del ascenso, yano estaba incluido en el turno inalterable de lasguardias; ¿cómo iba a poder alterar las normas delas cartas, normas válidas para toda una vida desoldado?, ¿cómo iba a intercalar entre las frases,dictadas por las normas tradicionales,

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comunicaciones extraordinarias sobre esascircunstancias extraordinarias que él mismo noacababa de comprender? Aquella noche tranquila,cuando por primera vez después de su curación elcapitán Trotta se sentó a la mesa, destrozada porlas muescas y los cortes que los soldados habíanhecho para matar el tedio, se dio cuenta de que susesfuerzos por cumplir con el deber filial de lacorrespondencia no irían nunca más allá del«Querido padre:». Puso en el tintero la plumainútil, despabiló la vela, como si esperase hallarinspiración en su luz sosegada, y se perdiólentamente en los recuerdos de la niñez, delpueblo, de su madre y de la academia militar.Observaba las sombras gigantescas que lospequeños objetos proyectaban sobre las blancasparedes desnudas, la línea brillante ligeramentecurva del sable colgado de un gancho, junto a lapuerta, y el oscuro tahalí metido en la guarnición.Escuchaba con atención la lluvia incesante que

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caía fuera y su tamborileo sobre el alféizar de laventana recubierto de hojalata. Finalmente se pusoen pie decidido a visitar a su padre a la semanasiguiente, después de la audiencia de gracias conel emperador, ya concedida, a la que debería ir alos pocos días.

La audiencia con el emperador se celebró unasemana después. Duró apenas diez minutos; diezminutos bajo la benevolencia imperial y en elcurso de los cuales había que responder, enposición de firmes, a unas diez o doce preguntas,leídas de las actas, con un «¡Sí, majestad!» suave ydecidido como una descarga de mosquetón.Inmediatamente después de la audiencia, Trotta fueen un coche de punto a visitar a su padre enLaxenburg. Encontró al viejo en la cocina de sualojamiento de servicio, en mangas de camisa,sentado a la mesa de madera desbastada, sinmanteles, cubierta únicamente con un pañuelo azulmarino con doblete rojo, frente a una gran taza de

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café humeante y aromático. El nudoso bastón demadera de guindo, colgado del borde de la mesa,oscilaba lentamente. Una bolsa arrugada de cuero,repleta de tabaco, se abría junto a la larga pipa debarro blanco, tostado, amarillento. Su color hacíajuego con el enorme mostacho blanco del padre. Elcapitán Joseph Trotta von Sipolje surgía en laintimidad de esta casa, marcada por la estrechez yla sobriedad propias de un funcionario, como undios militar: el barboquejo reluciente, charoladoel casco brillante como un sol negro, botas de unlustre flamígero como un espejo, resplandecienteslas espuelas, con dos tiras de botones dorados, quecasi despedían chispas, en el uniforme, bendecidopor el poder sobrenatural de la Orden de MaríaTeresa. Así se hallaba el hijo ante el padre, el cualse irguió lentamente, como si quisiera compensarel resplandor del joven con la lentitud del saludo.El capitán Trotta besó la mano de su padre, y éstele estampó un beso en la frente y otro en la mejilla.

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El capitán se desabrochó parte de su gloria y tomóasiento.

—Te felicito —dijo el padre en un tononormal, en el rudo alemán de los eslavos delejército.

Despedía las consonantes como una tormenta ycargaba el acento sobre las sílabas únales. Cincoaños atrás había hablado con su hijo en esloveno,si bien el muchacho sólo comprendía cuatropalabras y no era capaz de pronunciar ni una solaen esta lengua.

Pero hoy al viejo le parecía que el uso de lalengua vernácula era una confianza que no podíatomarse frente al hijo, tan alejado de él por lamano del destino y del emperador. El hijo, por elcontrario, esperaba que salieran de los labios delpadre las primeras palabras en esloveno, comoalgo muy lejano e íntimo, como una tierra perdida.

—Te felicito, te felicito —repetía el gendarmecon voz de trueno—. En mi tiempo las cosas no

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iban así. En mi tiempo las pasábamos canutas conRadetzky.

«No hay nada que hacer, esto se acabó», pensóel capitán Trotta. Su padre estaba separado de élpor dan pesado monte de grados militares.

—¿Queda todavía rakiya, padre? —preguntópara convencerse a sí mismo de que todavíaquedaba algo común entre los dos.

Bebieron, brindaron, volvieron a beber,después de cada trago gemía el padre, se perdía enuna tos inacabable, se ponía azulado, escupía,lentamente se sosegaba y empezaba a contarhistorias triviales de su época de soldado con eldecidido propósito de restar importancia a losméritos y éxitos de su propio hijo. Finalmente, elcapitán se levantó, besó la mano paterna, recibiólos besos paternos en la frente y en la mejilla, seabrochó el sable, se puso el chacó y se fue,convencido de que era la última vez que veía a supadre en este mundo.

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Y fue la última vez. El hijo escribió al padrelas cartas de costumbre, sin que hubiera otramanifestación de las relaciones entre ambos. Elcapitán Trotta había cortado el largo lazo de unióncon sus antepasados eslavos campesinos. Con élse iniciaba un nuevo linaje. Pasaron los años, unostras otros, como simétricas ruedas de paz. Trottase casó, en consonancia con su rango, con lasobrina de su coronel, mujer que ya no se hallabaen la flor de la edad, rica en bienes, hija de un jefede distrito en el oeste de Bohemia, que engendróun varón; Trotta gozó de la justa armonía que leproporcionaba su sana existencia militar en lapequeña guarnición donde servía; cada mañana ibaa caballo al campo de instrucción, por la tardejugaba al ajedrez con el notario en el café. Se fueacostumbrando a su cargo, a su situación, a sudignidad y a su fama. Poseía unas dotes militaresde tipo medio, de las que daba pruebas medianasen las maniobras anuales, era un buen esposo,

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desconfiado con las mujeres, no frecuentaba eljuego, era hosco pero justo en el servicio yenemigo acérrimo de cualquier mentira, decualquier actitud poco varonil, de la posicióncobarde de quien rehúye los compromisos,decididamente opuesto a la alabanza fácil y a todaespecie de ambición. Era un hombre tan sencillo yde una actitud tan irreprochable como su propiahoja de servicios, y únicamente la ira, que a vecesle dominaba, habría permitido apreciar, a quienconociera bien a los hombres, que también el almadel capitán Trotta estaba sumida en los abismosprofundos donde duermen las tempestades y lasvoces desconocidas de los antepasados sinnombre.

El capitán Trotta no leía libros, y en el fondosentía compasión por su hijo, que ya iba entrandoen edad de habérselas con la tiza, la pizarra y elborrador, con el papel, la regla y las tablas demultiplicar, y al que ya esperaban los inevitables

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libros de lecturas. El capitán todavía estabaconvencido de que su hijo sería también soldado.No era capaz de imaginar que a partir de entonces,y hasta que se extinguiera su linaje, los Trottapudieran ejercer una profesión distinta de la desoldado. Si hubiese tenido dos, tres, cuatro hijos,todos esos hijos habrían sido soldados, pero sumujer, de salud delicada, necesitaba atenciónmédica y tratamientos, y una gestación habría sidopeligrosa para ella. Esto era lo que pensabaentonces el capitán Trotta. Se hablaba de unanueva guerra y él siempre estaba preparado. Casiestaba seguro de que iba a morir en campaña.Consideraba, con recia ingenuidad, que la muerteen el frente era una consecuencia necesaria de lagloria militar. Hasta el día en que tuvo entre susmanos el primer manual de lecturas de su hijo.Éste acababa de cumplir cinco años y, gracias a laambición de la madre, gozaba prematuramente dela mano de un profesor particular, de los

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sinsabores de la escuela. El capitán tomó el librocon indolente curiosidad. Leyó los versos de laoración matutina; era la misma desde hacía muchoslustros, la recordaba bien. Leyó «Las cuatroestaciones», «El zorro y la liebre», «El rey de losanimales». Miró en el índice y halló el título de unfragmento escogido que parecía afectarle a élmismo, ya que se titulaba «Francisco José I en labatalla de Solferino». Leerlo y tener que sentarsefue todo uno. «En la batalla de Solferino —así seiniciaba el pasaje—, se encontró nuestro rey yemperador Francisco José I en grave peligro».Trotta salía personalmente en la historia. ¡Pero quétransformado! «El monarca —continuaba lanarración—, en el ardor de la lucha, habíaavanzado tanto hacia el frente que de repente sehalló rodeado de jinetes enemigos. Y en tanapurada situación, un joven teniente corrió algalope en ayuda del emperador, montado en unsudoroso alazán y blandiendo el sable. ¡Ah! ¡La de

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golpes que asestó sobre las cabezas y lospescuezos del enemigo!». Y seguía: «Una lanzaatravesó el pecho del joven héroe, pero la mayorparte de los enemigos ya habían sido puestos fuerade combate. Empuñando la daga, el joven eimpávido monarca pudo hacer frente fácilmente alos ataques, cada vez más débiles, del enemigo. Enaquella ocasión cayó prisionera toda la caballeríaenemiga. Al joven teniente, cuyo nombre eraJoseph, señor de Trotta, le fue concedida la másalta condecoración que nuestra patria otorga a sushéroes: la Orden de María Teresa». El capitánTrotta se retiró con el libro de lecturas en la manoal vergel que había detrás de la casa, donde sumujer solía ocuparse en pequeñas labores en lastardes templadas, y le preguntó, pálidos los labiosy con voz muy débil, si conocía aquella infamenarración. Ella, sonriendo, le dijo que sí.

—¡Es una pura mentira! —exclamó el capitány tiró el libro sobre la tierra húmeda.

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—Está escrito para niños —le indicódulcemente la mujer.

El capitán le dio la espalda. Lo sacudía lacólera como la tempestad azota un minúsculoarbusto. Se marchó deprisa hacia la casa, elcorazón le latía aceleradamente. Era la hora de lapartida de ajedrez. Tomó el sable de la percha, seabrochó de un tirón el cinturón y salió a grandespasos, violentos, de la casa. Quien lo vierapensaría que iba decidido a liquidar a un montónde enemigos. En el café jugó dos partidas sin decirpalabra, con cuatro arrugas profundas en la frentepálida y estrecha bajo el pelo duro y corto.Después de un gesto desabrido hizo caer con lamano las piezas, que chocaron entre sí, y dijo a sucompañero de juego:

—¡Necesito que me dé usted un consejo! —Siguió un silencio—. Se han burlado de mí —empezó a hablar y miró al frente, a los cristalesrelucientes de los lentes del notario y se dio

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cuenta, al cabo de un rato, de que le faltaban laspalabras.

Pensó que hubiera debido llevar el libro delecturas. Con ese odioso objeto entre manos lehabría resultado mucho más fácil explicarse.

—¿Pero de qué burla está usted hablando? —le preguntó el notario.

—Yo jamás he servido en caballería. —Elcapitán Trotta pensó que era la mejor manera deempezar; si bien se daba cuenta de que, de esaforma no iban a comprenderle—. Y ahora se salenesos sinvergüenzas que redactan los libros delecturas con que yo iba montado en un alazán, enun sudoroso alazán, eso escriben, y que me lancéal galope para salvar al monarca; sí, eso es lo quedicen.

El notario se hizo cargo del caso. También élconocía la historia por los libros de sus hijos.

—¡Pero usted exagera, señor capitán! —le dijo—. Piense que está escrito para niños.

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Trotta le miró con sorpresa. En ese precisomomento tuvo la sensación de que todo el mundose había confabulado contra él: los redactores delos libros de lecturas, el notario, su mujer, su hijo,el profesor que le daba clases.

—Todos los hechos históricos —decía elnotario se redactan de forma especial para loslibros de lecturas en la escuela. Y en mi opiniónestá bien así. Los niños necesitan ejemplos quepuedan comprender y que se les queden grabados.La verdad exacta, ya la sabrán más adelante.

—¡La cuenta, por favor! —exclamó indignadoel capitán y se puso de pie.

Se marchó al cuartel, donde sorprendió aloficial de guardia, el teniente Amerling, con unaseñorita en las oficinas del suboficial de cuentas.Pasó control de los centinelas personalmente, hizollamar al sargento primero y mandó al suboficialde guardia que se presentara para dar el parte, leordenó que formara la compañía y que hicieran

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ejercicios con mosquetón en el patio del cuartel.Todos obedecieron confusos y amedrentados. Encada sección faltaban unos cuantos soldados queno aparecían por ninguna parte. El capitán Trottaordenó que se leyeran los nombres de los ausentes.

—Y mañana figurarán en el parte —le dijo alteniente.

Jadeando, los hombres hacían la instruccióncon el mosquetón. Se oía el chasquido de loscerrojos, volaba el correaje, las manos ardientespegaban palmadas sobre los fríos cañonesmetálicos y culatas inmensas daban con un golpeseco en el suelo blando.

—¡Carguen! —mandó el capitán.Y temblaba el aire con el estallido de las

salvas.—¡Que durante media hora practiquen el

presenten armas! —mandaba el capitán.Y a los diez minutos daba una contraorden:—¡Que se arrodillen para la oración!

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Escuchaba tranquilo el sordo choque de lasrodillas duras sobre la tierra, la grava y la arena.Todavía era el capitán, señor de la compañía.Esos escritorzuelos sabrán cómo las gasta uncapitán.

Aquel día no fue al casino, ni siquiera comió;se echó a dormir. Durmió con un sueño profundo,sin soñar. A la mañana siguiente, al dar el parte,comunicó con breves y sonoras palabras susquejas al coronel. Éstas fueron transmitidas por elconducto oficial. Empezaba así el martirio delcapitán Joseph Trotta, señor de Sipolje, elCaballero de la Verdad. Transcurrieron muchassemanas hasta llegar la respuesta del Ministerio deGuerra, en la que se indicaba que las quejashabían sido transmitidas al Ministerio deEducación. Y transcurrieron otras muchassemanas, hasta que un día llegó la respuesta delministro. Ésta rezaba así:

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Muy señor mío y de mi más digna consideración:En respuesta a las quejas de Ud. en relación

con la lectura número quince de los libros delectura autorizados por este Ministerio segúndecreto del 21 de julio de 1864 para las escuelasnacionales austríacas, libros redactados ypublicados por los profesores Weidner y Srdeny,se permite el señor ministro de Educaciónadvertir a Ud., con el máximo respeto, que laslecturas de carácter histórico, en especial lasque atañen a la persona del emperadorFrancisco José, así como también a otrosmiembros de la familia imperial, debenredactarse, por decreto del 21 de marzo de 1840,de forma adecuada a la capacidad decomprensión de los alumnos y en consonanciacon los mejores procedimientos pedagógicos. Lalectura número quince en cuestión fue sometidaal control personal del propio señor ministro deEducación, y éste le dio el pláceme para su uso

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en las escuelas. La enseñanza, en sus más altosrepresentantes y no menos en los más modestos,está interesada en presentar a los alumnos delreino los hechos heroicos de nuestros guerrerosen forma acorde con el carácter infantil, lafantasía y los sentimientos patrióticos de lasnuevas generaciones, sin atentar nunca a laverdad de los hechos descritos, pero utilizandoun lenguaje familiar que incite la fantasía y lossentimientos patrióticos. En atención a estas yparecidas consideraciones, el que suscribe ruegaa Ud., con el máximo respeto, que se digneretirar sus quejas.

El escrito estaba firmado por el ministro deEducación. El coronel se lo pasó a Trottaaconsejándole paternalmente que olvidara elasunto.

Trotta cogió el escrito y no dijo nada. Unasemana más tarde solicitaba por el conducto

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oficial que le fuera concedida audiencia con elemperador. Y a las tres semanas se hallaba enpalacio por la mañana, frente a frente del jefesupremo de los ejércitos.

—Vea usted, querido Trotta —dijo elemperador—, este asunto es muy desagradable.Pero, en fin, ninguno de los dos sale malparado.Olvídelo.

—Majestad —replicó el capitán—, es unamentira.

—Tantas mentiras se cuentan… —corroboróel emperador.

—Es que no puedo —dijo en un sofoco elcapitán. El emperador se le acercó. El monarcaera apenas algo más alto que Trotta. Se miraron alos ojos.

—Mis ministros —empezó a hablar FranciscoJosé— tienen que saber lo que se traen entremanos. Yo he de confiar en ellos. ¿Me comprendeusted, querido capitán Trotta? —Y al cabo de un

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rato añadió—: Lo arreglaremos. Ya verá usted.Había terminado la audiencia. Su padre

todavía vivía, pero Trotta no fue a Laxenburg.Volvió a su guarnición y solicitó la separación delservicio.

Se retiró con el grado de comandante. Pasó aresidir en Bohemia, en la pequeña finca de susuegro. La gracia imperial no dejó de velar por él.Al cabo de unas semanas recibió la comunicaciónde que el emperador se había dignado conceder alhijo de su salvador una beca de estudios de cincomil florines procedentes de su bolsillo particular.Se le anunciaba además la concesión del título debarón.

Joseph Trotta, barón de Sipolje, aceptómalhumorado los dones imperiales como si fueranuna ofensa. La campaña contra los prusianos sehizo sin él y perdieron. Trotta estaba rencoroso.Ya empezaban a plateársele las sienes, su miradaperdía brillo, su paso se tornaba lento, pesada la

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mano, hablaba menos que antes. A pesar dehallarse en sus mejores años, parecía como sienvejeciera pronto. Expulsado del paraíso de la fesencilla en el emperador y en la virtud, en laverdad y en el derecho, se hallaba encadenadoahora al silencio y la resignación, por más que sediera cuenta de que la astucia asegura lacontinuidad en este mundo, la fuerza de las leyes yla fama de los monarcas. Gracias a los deseos delemperador, expresados en alguna ocasión,desapareció la lectura número quince de los librosde lectura para las escuelas del reino.

El nombre de Trotta perduró únicamente en losanales secretos del regimiento. El comandantesiguió viviendo, portador desconocido de unafama tempranamente apagada, como la sombrafugitiva que proyecta un objeto, escondido ensecreto, sobre el claro mundo de la vida. En lafinca de su suegro manejaba la regadera y lapodadera y, como su propio padre en el parque del

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palacio de Laxenburg, ahora el barón recortaba lossetos y segaba el césped y protegía en primaveralos codesos y más tarde los saúcos de losladrones, quitaba los maderos podridos de lacerca y los sustituía por otros, nuevos y reciéndesbastados, reparaba las herramientas y losaparejos, embridaba y ponía personalmente la sillaal bayo, arreglaba las cerraduras mohosas de laspuertas y portales, ponía soportes de madera,tallados con paciencia y cuidado, entre los goznescansados que se hundían, pasaba días enteros en elmonte, cazaba conejos, liebres, perdices,pernoctaba en las viviendas de los guardabosques,cuidaba las gallinas, los abonos y la cosecha, lasfrutas y los espaldares, los mozos y el cochero.Tacaño y desconfiado, hacía él mismo lascompras, sacaba monedas, con sus dedos largos yafinados, de una bolsa mugrienta de cuero quevolvía a esconder en el pecho. Se convirtió en unsimple campesino esloveno. A veces se sentía

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dominado por sus viejos arrebatos de ira que leagitaban como a un débil arbusto bajo una fuertetempestad. Entonces golpeaba a los criados y losflancos de los caballos, daba violentos portazosque saltaban las cerraduras que antes habíaarreglado, amenazaba a los jornaleros conpasarlos a cuchillo, y al mediodía, a la hora decomer, apartaba el plato con gesto maligno,ayunaba y refunfuñaba. A su lado vivían, enaposentos separados, su mujer, débil y enfermiza,su hijo, a quien su padre sólo veía durante lascomidas y cuyas notas examinaba dos veces al añosin jamás manifestar palabra alguna de alabanza ocrítica sobre ellas, y su suegro, que consumíaalegre su pensión, gustaba de las mozas, se pasabasemanas enteras en la ciudad y temía a su yerno. Elbuen barón Trotta se había convertido en un pobrey viejo campesino esloveno. Seguía escribiendodos veces al mes, bien entrada la noche, a la luzvacilante de una vela, una carta a su padre, en una

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hoja en octavo, amarillenta, encabezada a cuatrocentímetros con un «Querido padre:». Raras vecesrecibía respuesta.

Verdad es que a veces el barón pensaba envisitar a su padre. Hacía tiempo que tenía deseosde ver al gendarme, percibir otra vez aquellaestrechez y sobriedad que le rodeaba, oler eltabaco y beber rakiya. Pero el hijo temía los gastosque ello suponía, como también los habría temidosu padre, su abuelo y su bisabuelo. Ahora se sentíamás cerca del inválido de Laxenburg que añosatrás, cuando se sentaba en la cocina, encalada enazul, de la pequeña vivienda estatal y bebía rakiya.De sus propios antepasados nunca hablaba con sumujer. Comprendía que la hija de una antiguafamilia de funcionarios se sentiría incómodamenteorgullosa frente a un gendarme esloveno. Por lotanto nunca invitó a su padre. Y un día claro demarzo marchaba el barón con paso firme sobre latierra dura en dirección a la casa del

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administrador de la finca cuando un criado leentregó una carta de la administración del palaciode Laxenburg. El inválido había muerto. Habíafallecido, sin dolor alguno, a la edad de ochenta yun años. El barón Trotta dijo únicamente:

—Vete a hablar con la señora baronesa. Queme haga la maleta, esta noche salgo para Viena.

Y siguió andando hasta la casa deladministrador, preguntó por las simientes, hablódel tiempo, ordenó encargar tres nuevos arados,que pasara también el veterinario el lunes y que lacomadrona fuese aquel mismo día a ver a la mozaque estaba encinta. Al despedirse dijo:

—Mi padre ha muerto. Estaré tres días enViena. —Hizo un breve saludo con el dedo y sefue.

La maleta estaba a punto, engancharon loscaballos al coche, había una hora de marcha hastala estación. Se tomó rápidamente la sopa y comióla carne. Después dijo a su mujer:

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—¡No puedo más! Mi padre era un buenhombre. Tú nunca lo has visto.

¿Evocaba así su recuerdo? ¿Era una queja?—¡Tú te vienes conmigo! —dijo al hijo, que le

miraba sorprendido.Su mujer se levantó para preparar también las

cosas del muchacho. Mientras se hallaba arriba,ocupada en hacer las maletas, Trotta dijo a su hijo:

—Ahora conocerás a tu abuelo.El chico, temblando, bajó la mirada.Cuando llegaron, el gendarme ya estaba

amortajado. Yacía allí con su enorme mostachohirsuto, sobre el catafalco en su habitación, enuniforme azul marino y tres medallas relucientessobre el pecho, custodiado por ocho velones de unmetro de largo y por dos camaradas tambiéninválidos. En un rincón rezaba una ursulina, junto ala única ventana, con las cortinas tiradas. Losinválidos se pusieron firmes cuando entró Trotta.Vestía su uniforme de comandante con la Orden de

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María Teresa. Se arrodilló a los pies del muerto;su hijo lo imitó, inclinando su joven rostro ante lasuela inmensa de las botas del cadáver. Porprimera vez en la vida el barón Trotta sintió unapunzada, aguda y delgada, cerca del corazón. Susojos no dejaron caer una lágrima. Musitó unoscuantos padrenuestros, seguramente por piadosatimidez, se puso en pie, se inclinó sobre el muerto,besó los grandes mostachos, saludó a los inválidosy dijo a su hijo:

—¡Vamos! —Una vez afuera preguntó a su hijo—: ¿Le has visto?

—Sí —respondió el muchacho.—No era más que un suboficial —dijo el

padre—. En la batalla de Solferino salvé la vidaal emperador y después nos dieron la baronía.

El muchacho no dijo nada.Enterraron al inválido en la sección militar del

pequeño cementerio de Laxenburg. Seis camaradasvestidos de uniforme azul marino llevaron el ataúd

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desde la capilla hasta la tumba. El comandanteTrotta, en chacó y uniforme de gala, permaneciótodo el tiempo con la mano sobre el hombro de suhijo. El muchacho sollozaba. La música tristona dela banda militar, la cantilena monótona ynostálgica de los clérigos, que volvía a sentirsecada vez que la música cesaba, el incienso que seelevaba lentamente, todo ello le causaba un dolorincomprensible, asfixiante. Y las salvas quedisparaba media sección sobre la tumba lossacudieron con su implacable retumbar. Eransaludos militares disparados al alma del muertoque avanzaba en línea recta al cielo, desaparecidode este mundo para siempre jamás. Padre e hijoiniciaron el viaje de regreso, durante el cual elbarón no dijo palabra. Pero cuando bajaron deltren y, detrás del jardín de la estación, subieron alcoche que les esperaba, dijo el comandante:

—¡No te olvides del abuelo!El barón continuó el ritmo habitual de su labor

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cotidiana. Los años pasaron como ruedasapacibles, mudas, siempre iguales. No fue elgendarme el último cadáver que acompañara elbarón a la tumba. Primero murió su suegro y, dosaños más tarde, su mujer, rápida y modestamente ysin despedirse, después de una fuerte pulmonía. Elbarón envió a su hijo a un pensionado en Viena ydispuso que jamás pudiera ser militar profesional.Él siguió viviendo en la finca, solo en la casagrande, blanca, por la que únicamente se deslizabael hálito de los difuntos; hablaba sólo con elguardabosques, el administrador, el criado y elcochero. Sus arrebatos de ira eran cada vez másraros. Pero los criados y jornaleros sentíanconstantemente su puño campesino, y aquelsilencio cargado de ira era como un duro yugosobre el pescuezo de todos. Una calma espantosale precedía como a una tempestad. Dos veces almes recibía unas cartas respetuosas de su hijo, ydos veces al mes respondía a ellas con cuatro

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frases cortas en unos papelitos, los márgenes queantes dejaba en las cartas y que ahora habíarecortado de las que quedaban. Una vez al año, eldieciocho de agosto, el día del cumpleaños delemperador, iba en uniforme a la guarnición máspróxima. Dos veces al año, por las vacaciones deverano y de Navidad, su hijo le visitaba. El padrele entregaba, cada Navidad, tres florines, le hacíafirmar un recibo y luego los volvía a guardar. Losflorines iban a parar a un cofrecillo, en el baúl delviejo. Junto a los florines estaban dos diplomascon las notas que había obtenido el muchacho en laescuela. Daban testimonio de la constancia delhijo y de sus dotes mediocres, pero suficientes.Jamás regaló un juguete al muchacho, jamás le diodinero para comprarse algo, nunca le dio un libro,a excepción de los que necesitaba para la escuela.Pero nada parecía faltarle al muchacho. Poseíaunas dotes intelectuales sencillas, sobrias,honradas. Su escasa fantasía sólo le permitía

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desear que los años en la escuela pasaran cuantoantes.

Tenía dieciocho años cuando su padre le dijopor Navidad:

—Este año ya no te voy a dar más florines. Mefirmas un recibo y te tomas nueve florines. Tencuidado con las chicas. La mayoría están enfermas.—Se detuvo un instante y añadió—: He decididoque seas abogado. Todavía faltan dos años. Y elservicio militar lo harás cuando termines.

El muchacho aceptó obediente los nueveflorines y el deseo de su padre de que fueraabogado. Las raras veces que iba con mujeres, lasescogía con gran cuidado. Cuando volvió a casa enverano todavía tenía seis florines. Pidió a su padreque le diera permiso para llevar un amigo.

—Está bien —dijo sorprendido el comandante.El amigo llegó con poco equipaje pero con una

gran caja de pinturas que no agradó Al barón.—¿Pinta? —preguntó el viejo.

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—Pinta muy bien —dijo Franz, el hijo.—¡Que no vaya a mancharme la casa! ¡Que

pinte paisajes!Y el huésped pintó en el jardín, pero no pintó

paisajes. Hizo un retrato del barón Trotta dememoria. Durante las comidas observaba losrasgos de su anfitrión.

—¿Por qué me mira tanto? —le preguntó elbarón.

Los dos jóvenes se pusieron colorados, fija lamirada en los manteles. Pero el retrato llegó a sutérmino y lo entregaron al barón, en un marco, eldía de la despedida. Trotta lo contempló concircunspección, sonriente. Le dio la vuelta como siquisiera descubrir detalles en el reverso que nohabían aparecido sobre la superficie pintada delcuadro; se acercó con el cuadro a la ventana, lopuso a cierta distancia, se miró al espejo, secomparó con el cuadro y finalmente dijo:

—¿Dónde vamos a ponerlo? —Era su primera

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alegría desde hacía años—. Préstale dinero a tuamigo si lo necesita —le dijo a Franz en voz baja—. Que seáis buenos amigos.

Este retrato era y siguió siendo el único quejamás se hiciera del viejo Trotta. Más tarde lopusieron en la habitación de su hijo, dondetambién ocupó la fantasía del nieto.

El comandante mantuvo buen humor duranteunas semanas. Siempre cambiaba de sitio elcuadro, contemplaba con placer evidente su narizde rasgos duros y salientes, la boca pálida yestrecha, los pómulos delgados que se levantabancomo dos cerros frente a los ojos pequeños ynegros, la frente breve y arrugada sobre la que setendía el pelo recortado, hirsuto. Empezaba ahoraa reconocer su propia cara y, a veces, sosteníamudos diálogos con ella. Surgían entonces en elcomandante pensamientos desconocidos,recuerdos, sombras nostálgicas, inapresables,fugitivas. Necesitó poseer el retrato para darse

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cuenta de su vejez prematura y de su gran soledad;de la tela pintada se precipitaban sobre él lasoledad y la vejez. «¿Fue siempre así?», sepreguntaba. «¿Fue siempre así?».

Sin intención alguna iba una y otra vez alcementerio, a la tumba de su mujer, miraba el grispedestal y la cruz blanca, la fecha del nacimiento yde la muerte; sentía que había muerto demasiadopronto y que ya no podía acordarse exactamente deella. Se había olvidado, por ejemplo, de susmanos. «Licor ferruginoso de China», le vino a lamemoria, una medicina que había tomado su mujerdurante muchos años. ¿Y su cara? Con los ojoscerrados podía todavía contemplar su imagen,pero pronto desaparecía sumergida en unapenumbra rojiza que la rodeaba. Era benévolo enla casa y en los campos, acariciaba a veces a uncaballo, sonreía a las vacas, bebía con másfrecuencia un vaso de aguardiente y un día escribióuna breve carta a su hijo fuera de las fechas de

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costumbre. La gente se habituó a saludarle con unasonrisa. Llegó el verano y, con las vacaciones, elhijo y su amigo. El viejo se fue con los dos a laciudad, entró en una fonda, se tomó dos tragos desliwowitz y encargó una comida abundante paralos jóvenes.

El hijo se hizo abogado, iba con frecuencia aver a su padre, daba una vuelta por la finca; un díasintió deseos de convertirse en su administrador yabandonar la jurisprudencia. Así se lo confesó a supadre. El comandante le dijo:

—Ya es demasiado tarde. Jamás en la vidaserás un buen campesino. Te convertirás en unbuen funcionario y nada más.

Ya estaba decidido. Y el hijo ocupó un cargopolítico como funcionario, comisario de distrito enSilesia. El nombre de los Trotta habíadesaparecido de los libros de lecturas autorizadospor el ministerio, pero no de las actas secretas delas autoridades supremas, y los cinco mil florines

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que le había otorgado la gracia imperialgarantizaban al funcionario Trotta la observaciónconstante y benévola, así como la ayuda, de lasaltas esferas desconocidas. Ascendió rápidamente.A los dos años de recibir el nombramiento de jefede distrito murió el comandante. Su testamento fueuna sorpresa. Estaba convencido, escribía, de quesu hijo nunca sería un buen campesino y, comoconfiaba en que los Trotta, agradecidos alemperador por su constante benevolencia,alcanzarían a su servicio rango y dignidad, habíadecidido, en recuerdo de su propio padre, queDios tenga en la gloria, que la finca que años atráshabía heredado de su suegro, con todos los bienesmuebles e inmuebles que contenía, pasara a serpropiedad del asilo de inválidos del ejército, ypara ello sólo ponía una condición, a saber: que sele permitiera ser enterrado, con la mayor sencillezposible, en el cementerio donde reposaba su padrey, a ser posible, de no suponer demasiadas

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molestias, a su lado. Rogaba también que seprescindiera de toda pompa. El dinero en metálicoque poseía, cinco mil florines y los intereses,depositados en la Banca Ephrussi de Viena, asícomo el dinero que se encontraba en la casa, platay cobre y un anillo, un reloj y una cadena de lamadre, que Dios tenga en la gloria, pasaban amanos del único hijo del testador, barón Franz deTrotta y Sipolje.

Una banda militar de Viena, una compañía deinfantería, un representante de la Orden de MaríaTeresa, un representante del regimiento de Hungríadel Sur, al cual había pertenecido el mayor comomodesto héroe, todos los inválidos que todavíapodían avanzar por su pie, dos funcionarios de lacancillería de la corte y del gabinete, un oficial delgabinete militar y un suboficial con la Orden deMaría Teresa sobre un cojín con crespones negros:éste fue el duelo oficial. Franz, el hijo, iba denegro, delgado, solo. La banda tocó la misma

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marcha que en el funeral del abuelo. Las salvasdisparadas fueron más fuertes y tuvieron un ecomás sonoro.

El hijo no lloró. Nadie lloró por el muerto.Todo fue frío y solemne. No se pronunciaronpalabras junto a la tumba. Al lado del suboficialde la gendarmería reposó el mayor barón de Trottay Sipolje, Caballero de la Verdad. Se cubrió latumba con una sencilla lápida militar en la que segrabaron, con letras pequeñas y negras, además desu nombre, rango y regimiento, su noblesobrenombre: «El héroe de Solferino». Poca cosamás quedó del muerto que esta piedra, una gloriaolvidada, y su retrato. De la misma manera anda uncampesino en primavera por los campos, y mástarde, en verano, la huella de sus pasos quedacubierta por la bendición del trigo, que ondeadonde él sembrara. Aquella misma semana, elcomisario superior imperial de distrito, Trotta vonSipolje, recibió una carta de su majestad en la que

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por dos veces se mencionaban «los inolvidablesservicios» del finado que Dios tenga en su gloria.

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E

Capítulo II

n toda la división no había mejor bandamilitar que la del regimiento de infantería

número 10 de W, pequeña capital de distrito, enMoravia. Su director era uno de aquellos músicosmilitares austríacos que, gracias a su buenamemoria y a una especial capacidad para crearnuevas variaciones a partir de viejas melodías, sehallaban en condiciones de componer cada mesuna marcha militar. Estas marchas se parecíanentre sí como soldados. La mayoría de ellasempezaban con un redoble de tambor, pasabandespués al ritmo acelerado del toque de retreta, alsonido estrepitoso de los agradables platillos yacababan con el retumbar del trueno del bombo,ese alegre y breve temporal de la música militar.Lo que distinguía especialmente al músico mayorNechwal frente a sus colegas era su gran tenacidad

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para crear nuevas composiciones y el rigor, entrealegre y enérgico, con que dirigía los ensayos. Lamala costumbre de otros músicos mayores de dejarque el sargento dirigiera la primera marcha y nodecidirse a tomar la batuta hasta haber llegado alsegundo punto del programa era, en opinión deNechwal, un síntoma evidente de la decadencia dela real e imperial monarquía austríaca. En cuantola banda se había colocado en el semicírculoreglamentario, después de clavar los diminutospies de los flexibles atriles en los hilillos de tierraque había entre los adoquines, ya estaba el músicomayor situado en el centro, frente a sussubordinados, con la batuta de ébano negro y puñode plata discretamente levantada. Todos losconciertos en la plaza —siempre bajo el balcóndel señor jefe de distrito— se iniciaban con lamarcha de Radetzky. A pesar de que los músicosdominaban esta composición hasta la saciedad yno tenían necesidad de dirección alguna, Nechwal

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consideraba que era menester leer todas las notasen la partitura. Y, como si ensayara por primeravez la marcha de Radetzky, todos los domingos,con absoluta meticulosidad militar y musical,erguía la frente, la batuta y la mirada y dirigía lastres hacia el segmento del círculo en cuyo centrose hallaba, y que en su opinión precisabaespecialmente de sus órdenes. Redoblaban lostambores, tocaban dulces las flautas y resonaba elestrépito de los agradables platillos. En los rostrosde los espectadores se dibujaba una sonrisa entresoñadora y complacida; sentían el hormigueo de lasangre que ascendía por las piernas y, a pesar deestar firmes, creían hallarse ya en plena marcha.Los hombres maduros dejaban caer la cabeza yrecordaban sus maniobras militares. Las mujeresya entradas en años permanecían sentadas en losbancos del parque cercano, y sus sienes, yaenmarcadas por hebras grises, temblaban. Eraverano.

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Sí, ya era verano. Los viejos castaños situadosdelante de la casa del jefe de distrito sólo por lamañana y por la tarde agitaban sus copas verdes,oscuras, frondosas. Estaban quietos de día,despedían un hálito áspero y proyectaban sussombras, frescas y anchas hasta mitad de la calle.El cielo estaba siempre azul. El canto de lasalondras sobre la ciudad tranquila era incesante.Traqueteaba a veces un coche de punto por losadoquines, llevando un forastero desde la estaciónhasta el hotel. Se oía el trotar de los dos caballosque tiraban del coche en que paseaba el señor deWinternigg, por la calle mayor, de norte a sur,desde su palacio a sus inmensos cotos de caza. Ensu calesa, pequeño, viejo e insignificante, ibasentado el señor de Winternigg, un viejecilloamarillo envuelto en una manta amarilla, de rostroreseco y menudo. Como un último retazo delinvierno pasaba por el verano, ahíto. Altas ruedasde gomas, elásticas y silenciosas, en cuyos

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delgados rayos charolados se reflejaba el sol, asíavanzaba directamente desde la cama a su imperiorural. Las grandes selvas oscuras y los rubiosguardabosques verdes le aguardaban ya. Loshabitantes de la ciudad le saludaban. Él norespondía al saludo. Pasaba inmóvil por entre unmar de adioses. Su cochero negro se proyectabahacia el cielo y, con su sombrero de copa,sobrepasaba casi los altos castaños; el látigorozaba leve las espaldas morenas de los caballos,y de la boca cerrada del cochero salía, aintervalos regulares, un penetrante chasquido, másintenso que el trotar de los caballos, como unmelódico escopetazo.

Ahora empezaban las vacaciones. El hijo deljefe de distrito, Carl Joseph von Trotta, de quinceaños de edad, alumno de la academia para cadetesde caballería de Mährisch-Weisskirchen, sentíaque su ciudad natal era tierra veraniega; el hogardel verano, como el suyo propio. Por Navidad y

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Semana Santa siempre estaba invitado a la casa desu tío. Sólo iba a casa durante las vacaciones deverano. El día de su llegada era siempre undomingo. Se cumplía así la voluntad de su padre,el señor jefe de distrito, Franz barón de Trotta ySipolje. Las vacaciones de verano,independientemente del día en que empezaran en laacademia militar, tenían que iniciarse en casa,necesariamente, en domingo. Los domingos, elseñor Trotta y Sipolje nunca estaba de servicio.Reservaba toda la mañana, de las nueve a lasdoce, para su hijo. Con gran puntualidad, a lasnueve menos diez, un cuarto de hora después de laprimera misa, el chico aparecía en uniforme dedomingo ante la puerta de la casa de su padre. Alas nueve menos cinco descendía Jacques, enlibrea gris, por las escaleras y decía:

—Señorito, su señor papá está llegando.Carl Joseph daba un par de tirones a la

chaquetilla, se ajustaba el correaje, la gorra en la

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mano y en posición de firme, según las ordenanzas.Llegaba el padre; el hijo pegaba un golpe detacones que resonaba por el viejo caserónsilencioso. El viejo abría la puerta y, con unabreve indicación de mano, invitaba a pasar a suhijo. El muchacho hacía caso omiso de estasugerencia. El padre entraba primero; Carl Josephle seguía para detenerse en el umbral de la puerta.

—Ponte cómodo —le decía su padre al cabode un rato.

Entonces, Carl Joseph se acercaba al gransillón de terciopelo rojo y se sentaba frente afrente del jefe de distrito, con las rodillas rígidas,sosteniendo sobre ellas la gorra y los guantesblancos. Por entre las persianas bajadas seproyectaban sobre la alfombra granate débilesrayos de sol. Zumbaba una mosca, el reloj depéndulo daba las horas. En cuanto cesaba su eco,el padre preguntaba:

—¿Qué tal está el señor comandante Marek?

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—Se encuentra bien, papá.—Y en geometría, ¿sigues sacando malas

notas?—Algo he mejorado, papá.—¿Has leído algunos libros?—Sí, papá.—¿Y qué tal montas? Si vamos a ser sinceros,

el año pasado no eras nada extraordinario…—Pero este año… —empezó diciendo Carl

Joseph, pero su padre le interrumpióinmediatamente.

El jefe de distrito extendió la mano delgada,que permanecía semiescondida debajo de losgrandes puños de la camisa redondos, brillantes.

—Acabo de decir que no fue nadaextraordinario, fue… —el jefe de distrito sedetuvo un instante y añadió a continuación con vozapagada— una vergüenza.

Padre e hijo callaron. La palabra «vergüenza»,aunque dicha en voz baja, todavía se oía en la

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estancia. Carl Joseph sabía que después de unadura crítica paterna había que permanecer calladoun rato. Era necesario aceptar la sentencia en todasu trascendencia, estudiarla, recordarla bien yclavársela en el corazón y en el cerebro. Se oía eltic-tac del reloj, zumbaba la mosca.

—Este año he mejorado bastante —dijoentonces Carl Joseph con voz clara—. Lo ha dichoincluso muchas veces el sargento primero.También he recibido una felicitación del señorteniente Koppel.

—Tengo que alegrarme, pues —observó convoz cavernosa el señor jefe de distrito.

Los puños chocaron con el borde de la mesa yse produjo un ruido seco.

—Sigue contando —dijo el barón y encendióun cigarrillo.

Era señal de que efectivamente ya podíaponerse cómodo: Carl Joseph colocó la gorra y losguantes sobre un pequeño pupitre, se puso en pie y

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empezó a contar todo lo que había pasado duranteel año. El viejo le observaba complacido. Derepente dijo:

—Pero ya estás hecho un buen mozo, hijo mío.Has cambiado hasta la voz. ¿Estás enamorado?

Carl Joseph se puso colorado. Le ardía la caracomo un rojo farolillo, pero con buen ánimo hizofrente a su padre.

—Bueno, pues todavía no —dijo Carl Joseph.—Nada, no te preocupes, sigue contando.Carl Joseph tragó saliva, ya no estaba

colorado; ahora tenía frío. Y fue contando, poco apoco, con muchas pausas. Al terminar, entregó a supadre la cuartilla con la lista de los libros leídos.

—Unas lecturas excelentes —dijo el jefe dedistrito—. A ver, cuéntame el argumento de Zriny.

Carl Joseph le contó el drama, acto tras acto.Después se sentó, cansado, pálido, con la bocaseca. Miró el reloj a escondidas: todavía eran lasdiez y media. Faltaba aún una hora y media para

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terminar el examen. Y al viejo se le podía ocurrirhacer preguntas sobre la historia de la antigüedado sobre la mitología germánica. El barón sepaseaba, fumando por la habitación con la manoizquierda en la espalda. En la derecha se oía elcrujido del puño almidonado. Los rayos de solsobre la alfombra eran cada vez más brillantes yse acercaban a la ventana. Faltaba poco ya para elmediodía. Las campanas de la iglesia empezaron atocar, resonaban en la habitación, como sirepicaran detrás de las persianas. Hoy el viejosólo hacía examen de literatura. Hablódetalladamente de la importancia de Grillparzer yrecomendó al hijo, como «lectura fácil», para lasvacaciones, a Adalbert Stifter y Ferdinand vonSaar. Pasó después a hablar de temas militares, lasguardias, la segunda parte del reglamento, lacomposición de un cuerpo de ejército, la potenciabélica de un regimiento. De repente preguntó:

—¿Qué significa subordinación?

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—Subordinación es la obediencia ciega —recitaba Carl Joseph— que todo subordinado debeprestar a sus jefes y todo inferior…

—¡Espera!… —interrumpió el padre ycorrigió— así como todo inferior a su superior.

Y continuó Carl Joseph:—… cuando…—… en cuanto —corrigió el viejo.—… en cuanto éste toma el mando.Carl Joseph respiró aliviado. Daban las doce.Ahora empezaban las vacaciones. Un cuarto de

hora después ya oía los primeros redobles detambor de la música, que llegaba del cuartel.Todos los domingos, al mediodía, tocaban delantede la residencia oficial del jefe de distrito, que enesta ciudad representaba, nada menos, que a sumajestad el emperador. Carl Joseph se escondíadetrás de los pámpanos de la parra del balcón yaceptaba la música de la banda como un homenaje.Se sentía algo emparentado con los Habsburgo, a

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quienes representaba aquí su padre y para quienesél mismo saldría un día a la guerra y a la muerte.Sabía todos los nombres de los miembros de lacasa real. Los quería de verdad, con su corazón deniño, sobre todo al emperador, que era grande ybueno, justo y digno, infinitamente lejano ycercano, con especial afecto hacia los oficiales delejército. Lo mejor era perecer por él bajo losacordes de la música militar, de ser posible los dela marcha de Radetzky. Y al compás de la músicasilbaban las balas ligeras junto a la cabeza de CarlJoseph; lucía al sol el sable, el corazón rebosabaante el paso noble y ligero de la marcha y CarlJoseph caía entre el redoble orgiástico de lamúsica, su sangre se hundía en una estrecha cintagranate sobre el oro terso de las trompetas, elnegro charol de los bombos y la plata victoriosade los platillos.

Detrás de él, Jacques carraspeaba. Era la horade comer. Cuando la música cesaba un instante, se

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oía el ruido de los platos en el comedor, situadodos habitaciones más allá del balcón, exactamenteen el centro del primer piso. Durante la comida lamúsica continuaba, lejana pero clara. ¡Qué lástimaque no tocasen todos los días! La música era unacosa buena, agradable, daba a la solemneceremonia de la comida un marco benévolo,conciliador, e impedía que surgieran las cortas yduras conversaciones, siempre desagradables, quetanto gustaban a su padre. Se podía callar,escuchar y gozar. Los platos tenían unas cenefaspálidas, delgadas y azuldoradas, que agradaban aCarl Joseph. Muchas veces las recordaría en eltranscurso de los años. Estas cenefas y la marchade Radetzky y el retrato de su madre muerta —queél no recordaba— y aquel cucharón pesado deplata, la olla para el pescado, los cuchillos depostre con el filo como una sierra, las pequeñastacitas para café, las cucharillas frágiles, delgadascomo monedas de plata; todo esto significaba:

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verano, libertad, su pueblo.Entregó a Jacques los correajes, la gorra y los

guantes y pasó al comedor. El viejo entró Almismo tiempo y sonrió a su hijo. La señoraHirschwitz, el ama de llaves, llegó al cabo de unrato, con su vestido de seda gris, la cabezaerguida, el pelo recogido sobre la nuca y un granbroche curvo prendido en el pecho como unalfanje turco. Parecía un caballero armado depunta en blanco. Carl Joseph dio un beso fugitivoen su mano larga y dura. Jacques les acercó lossillones a la mesa. El jefe de distrito hizo la señalpara sentarse. Jacques desapareció y volvió alinstante con guantes blancos que parecíantransformarle totalmente. Despedían un brillocomo de nieve sobre su rostro, blanco de por sí,sobre sus patillas blancas, sobre sus pelosblancos. Pelos blancos que superaban en claridada todo cuanto pueda ser claro en este mundo. Conlos guantes sostenía una bandeja oscura, en la que

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llevaba una sopera humeante. Unos instantesdespués la depositó en medio de la mesa, concuidado, sin hacer ruido y con gran rapidez. Segúnuna vieja costumbre, la señorita Hirschwitzrepartía la sopa. Había que recibir con los brazosamablemente abiertos los platos que ella ofrecía yresponder además con una mirada agradecida enlos ojos, a la que ella correspondía. Vagaba porlos platos un brillo cálido, dorado; era la sopa:sopa de fideos. Transparente, con fideospequeños, suaves, entrelazados, amarillos. Elseñor Trotta y Sipolje comía muy deprisa, conencono a veces. Diríase que aniquilaba con noblerencor un plato tras otro, en silencio, rápidamente,no dejaba títere con cabeza. La señoritaHirschwitz consumía en la mesa unas pequeñasraciones y, después del almuerzo, en su habitación,volvía a comer todos los platos. Carl Joseph setragaba con temor y prisas grandes cucharadasardientes e ingentes bocados. Así terminaban todos

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al mismo tiempo. No se cruzaba palabra alguna siel señor de Trotta y Sipolje permanecía callado.Después de la sopa se servía el asado conguarnición, el plato especial que el señor de Trottacomía, desde hacía años, todos los domingos. Elbarón se pasaba más de la mitad de la comida enobservación complacida de los manjares.Acariciaba primero con la mirada el suave tocinoque orlaba aquel imponente pedazo de carne ypasaba después a los diversos platos con laverdura, las remolachas de brillo violeta, lasespinacas sobrias, de un verde exuberante, lalechuga sonriente y clara, los rábanos rusticanosde un blanco acedo, el perfecto trazo oval de laspatatas nuevas, nadando en la mantequilla desleídacomo graciosos juguetes. El barón manteníasorprendentes relaciones con la comida. Era comosi se comiera con los ojos los mejores trozos; susentido de la belleza le hacía consumirespecialmente el contenido de los manjares, su

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alma podría decirse; el resto huero que iba a parardespués a la boca y al paladar era aburrido y habíaque devorarlo inmediatamente.

El buen aspecto de la comida era un placerpara el viejo. Exigía también que los manjaresfueran de composición sencilla.

El viejo se complacía tanto en el buen aspectode la comida como en su composición sencilla. Legustaba la comida casera; era una especie detributo que pagaba a su propio gusto y a susconvicciones, y estas últimas, eran, en su opinión,espartanas. Así pues, sabía unir con provecho lasatisfacción de sus deseos con las exigencias deldeber. Era un espartano. Pero era también unaustríaco.

Se disponía ahora, como todos los domingos, atrinchar el asado. Dejó caer los puños de lacamisa en las mangas, levantó las manos y,mientras cortaba la carne con el cuchillo y eltenedor, empezó a hablar dirigiéndose a la

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señorita Hirschwitz:—Ve usted, querida mía, no basta con pedirle

al carnicero que nos sirva un buen trozo de carnetierna. Hay que fijarse en la forma en que lo corta.Quiero decir, si lo corta a lo largo o de refilón.Los carniceros, hoy en día, ya no dominan suoficio. Con sólo un corte mal hecho y ya se puedetirar la carne de mejor calidad. Ve usted, queridamía, como ya casi no tiene remedio. No nota lasfibras, es como si se deshojara. Lo máximo que sepuede decir es que está reblandecida. Pero prontose dará cuenta de que está dura. Y en cuanto a laguarnición, como dicen los alemanes del Reich,quiero que el rábano picante, llamado tambiénrusticano, esté algo más seco. No me gusta quepierda su aroma en la leche. Y no debe aliñarsehasta poco antes de sacarlo a la mesa. Lo ha tenidodemasiado rato en la leche y esto es un error.

La señorita Hirschwitz asintió lentamente ycon gravedad. Había vivido muchos años en

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Alemania y hablaba siempre en alto alemán, y a supreferencia por las formas propias de la lengualiteraria aludían los términos «guarnición» y«rábano rusticano» que había utilizado el señorTrotta. A la señorita Hirschwitz le suponía unevidente esfuerzo separar de la nuca el gran moñocon que recogía su pelo, para poder inclinar lacabeza con un gesto afirmativo. Por ello, sucorrecta amabilidad tenía algo de mesurado,diríase incluso que contenía una actitud dedefensa. En consecuencia, el jefe de distrito seconsideró obligado a decir:

—Me parece que no me falta razón, queridamía.

Hablaba el alemán nasal de los altosfuncionarios y de la nobleza austríaca. Su acentorecordaba en algo guitarras lejanas en la noche, lasúltimas suaves vibraciones de las campanas quecesan de tañer; era una lengua dulce y precisa,tierna y malévola a la vez. Hacía juego con la cara

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delgada y huesuda del barón, con su nariz estrechay arqueada, donde parecían hallarse aquellasconsonantes sonoras, un poco nostálgicas. Cuandoel jefe de distrito hablaba, su nariz y su boca, másque partes de la cara, parecían ser instrumentos deviento. Nada se movía en su rostro, a excepción delos labios. Las patillas oscuras que el señor deTrotta llevaba como un uniforme, como unainsignia que demostraba que formaba parte de loscriados de Francisco José I, como una prueba desus convicciones dinásticas, también estas patillasestaban quietas cuando hablaba el señor Trotta ySipolje. Estaba tieso en su silla como si sus manosduras sostuviesen riendas. Cuando estaba sentadoparecía estar de pie y cuando se levantabasorprendía comprobar cuán alto era. Siempre ibade azul marino, en verano como en invierno, en losdías festivos como en los de trabajo; una chaquetaazul marino y unos pantalones con rayas grises,muy ajustados y tensos por la trabilla. Entre el

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segundo y el tercer plato solía levantarse para«hacer ejercicio», como él decía. Más parecía, sinembargo, que lo hiciera para demostrar a lospresentes cómo hay que erguirse, levantarse yempezar a andar sin perder la tiesura. Jacques sellevaba la carne cuando advirtió una rápida miradade la señorita Hirschwitz con la que le recordabaque le calentara el resto para comerlo elladespués. A paso lento, el señor de Trotta se acercóa la ventana, levantó ligeramente las cortinas yvolvió a la mesa. En este preciso instante hicieronsu entrada los pasteles de cereza sobre una ampliafuente. El jefe de distrito tomó uno, lo cortó con lacuchara y dijo a la señorita Hirschwitz:

—Esto, querida mía, es un auténtico modelo depastel de cereza. Al cortarlo posee la consistencianecesaria y, sin embargo, se deshace en la boca.—Y dirigiéndose a Carl Joseph añadió—: Teaconsejo que hoy comas dos.

Carl Joseph tomó dos. Se los tragó en un

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santiamén, terminó de comer un segundo antes quesu padre y se tomó un vaso de agua, ya que el vinosólo se bebía por la noche, para que los pastelescayeran del esófago, donde quizá estaban todavíapegados, al estómago. A igual ritmo que su padre,dobló la servilleta.

Se levantaron. Afuera, la banda tocaba laobertura de Tannhäuser. Al compás de sus sonorosacordes, avanzaron hacia el gabinete. Allí, Jacquesles sirvió el café. Esperaban al músico mayorNechwal. Mientras los soldados formaban en laplaza llegó Nechwal, en uniforme de gala azulmarino, con un brillante sable y dos pequeñasarpas, resplandecientes, en las solapas.

—Estoy encantado del concierto que nos hadado usted —le dijo el señor de Trotta, como cadadomingo—. Ha sido sorprendente.

El señor Nechwal hizo una reverencia. Habíacomido media hora antes en el casino de losoficiales y no había podido esperar el café, tenía

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en la boca todavía el gusto de la comida, leapetecía un Virginia. Jacques le llevó un paquetede cigarros. El músico mayor dio chupadas tanlargas al encender el cigarro que Carl Joseph porpoco se tuesta los dedos mientras se manteníadigno ante la boca ardiente del puro. Estaban todossentados en anchos sillones de cuero. Nechwal leshabló de la última opereta de Lehár en Viena. Elmúsico mayor era un hombre de mundo. Dos vecesal mes iba a Roma, y Carl Joseph adivinaba que elmúsico traía escondidos en el fondo de su corazónmuchos secretos del Demi-monde nocturno de laciudad. Tenía tres hijos y una esposa de «simplecondición», pero él, lejos de los suyos, era elcentro de atención de todos. Se divertía; contabachistes judíos con mucha gracia, complaciéndosecon ello. El jefe de distrito nunca los comprendía,ni tampoco reía, se limitaba a decir: «¡Qué bueno!¡Qué bueno!».

—¿Qué tal su señora esposa? —le preguntaba

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sin falta el barón de Trotta.Desde hacía años era siempre la misma

pregunta. No había visto nunca a la señoraNechwal, ni tampoco quería conocer jamás a unaseñora de «simple condición». Al despedirse ledecía siempre al señor Nechwal:

—Con mis mejores respetos para su señoraesposa, a quien no tengo el honor de conocer.

Y el señor Nechwal agradecía esta muestra deatención y le aseguraba que su esposa se alegraríapor ello.

—¿Y qué tal los niños?Trotta nunca sabía si eran niños o niñas.—El mayor estudia mucho —dijo el músico

mayor.—¿También querrá ser músico? —preguntó

Trotta con un ligero tono de desprecio.—¡No! —replicó el señor Nechwal—. Otro

año más y se irá a la academia para cadetes.—Ah, oficial —dijo el jefe de distrito—. Está

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muy bien. ¿A la infantería?El señor Nechwal sonreía.—Sí, claro. Es un chico que realmente vale.

Quizá vaya al estado mayor.—Claro, claro —dijo el jefe de distrito—. Se

han visto algunos otros casos así.Y una semana después ya no se acordaba de

nada. No iba a ocuparse de los hijos del músicomayor. El señor Nechwal tomaba dos tazas decafé, ni una más, ni una menos. Lamentándolo,aplastaba el último tercio del Virginia. Era hora demarcharse y no podía irse con el cigarroencendido.

—Hoy ha sido algo sorprendente, fantástico.Mis respetos a su señora esposa, a quiendesgraciadamente no tengo el honor de conocer —dijo el señor de Trotta y Sipolje.

Carl Joseph dio un taconazo. Acompañó almúsico mayor hasta el primer rellano de laescalera, y después volvió al gabinete. Se puso

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ante su padre y dijo:—Me voy a pasear, papá.—Bueno, hijo, bueno, toma un poco el aire —

le dijo el señor de Trotta haciendo un leve gestocon la mano.

Carl Joseph se fue. Quería pasear despacio,perezosamente, demostrar a sus pies que estabande vacaciones. Se despabiló, como decían en elejército, en cuanto vio al primer soldado. Entoncesse puso en marcha. Llegó a un extremo de laciudad, donde estaba la delegación de Hacienda,un gran edificio amarillo, tostándose lentamente alsol. Percibió el dulce aroma de los campos y elcanto alborotado de las alondras. Colinasverdiazules cerraban el horizonte azul por el oeste,surgían ahora las primeras barracas campesinas,con el techo de paja y ripias, cacareaba el averíocomo charanga en el sosiego del verano. El paísdormía envuelto en día y claridad.

Detrás de los terraplenes del ferrocarril se

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encontraba la casilla de los gendarmes, mandadospor un suboficial, el suboficial Slama. Carl Josephle conocía. Decidió llamar a su puerta. Entró en lagalería. Hacía un calor sofocante; llamó a la puertay tiró de la campanilla; nadie salía. Se abrió unaventana. Apareció en ella la señora Slama, que seasomó entre los geranios.

—¿Quién es? —gritó, y al ver al joven Trottaañadió—: Inmediatamente estoy con usted.

Abrió la puerta del vestíbulo; se notaba elfresco y olía algo a perfume. La señora Slamahabía echado unas gotas de extracto en su vestido.Carl Joseph recordó los locales nocturnos deViena.

—¿No está el señor suboficial? —preguntó.—Está de guardia, señor de Trotta —

respondió la esposa—. Pase usted.Carl Joseph estaba sentado en el salón de los

Slama. Era una estancia rojiza, de techo bajo, muyfresca, como una nevera. Los altos respaldos de

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los sillones acolchados eran de marquetería, conhojas y figuras entalladas que se clavaban en laespalda. La señora Slama sirvió gaseosa fresca,que tomaba a pequeños sorbitos, con el meñiqueextendido y las piernas cruzadas. Estaba sentada allado de Carl Joseph dándole la cara y balanceabaun pie, metido en una zapatilla color carmín, sinmedias. Carl Joseph miraba el pie y después lagaseosa. No miraba el rostro de la señora Slama.Sobre las rodillas, rígidas, tenía la gorra, el bustoerguido ante la gaseosa como si fuera obligacióndel servicio beberla.

—Ha estado mucho tiempo fuera, ¿es verdad,señor de Trotta? —dijo la señora Slama—. ¡Y hacrecido usted mucho! ¿Ya ha pasado de loscatorce?

—Sí, ya hace mucho.Pensaba marcharse cuanto antes de aquella

casa. Había que tomarse de un trago la gaseosa,hacer una reverencia elegante, presentarle sus

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respetos al marido y marcharse. Miraba desvalidola gaseosa; no había manera de terminar con ella.La señora Slama le sirvió más. Trajo cigarrillos.Fumar estaba prohibido. La mujer encendió uncigarrillo y chupó, indolente, hinchando las aletasde la nariz y meneando el pie. De repente, sindecir una sola palabra, le cogió la gorra de lasrodillas y la puso sobre la mesa. Después le pusosu cigarrillo en la boca, la mano le olía a humo yagua de colonia; ante sus ojos brillaban las mangastransparentes del vestido de verano floreado. Fuefumando, cortés, el cigarrillo, que todavíaconservaba la humedad de los labios de ella,mientras miraba la gaseosa. La señora Slama pusootra vez el cigarrillo entre sus dientes y se colocódetrás de Carl Joseph. El muchacho tenía miedo devolverse. De pronto, las mangas transparentes dela mujer rodearon su cuello, mientras apoyaba sucara sobre los cabellos del joven. Carl Joseph nise movió, pero el corazón le latía alocadamente;

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una tempestad se desataba en su interior, dominadaapenas por su cuerpo rígido y los fuertes botonesdel uniforme.

—¡Ven! —murmuró la señora Slama.Se sentó en su falda, lo besó suavemente

mientras le sonreía con la mirada. Por casualidadcayó un mechón de pelo rubio sobre su frente yella miró hacia arriba. Con los labios en punta,soplando, intentó apartarlo. Carl Joseph empezabaa sentir sobre sus piernas el peso de la mujer. Estole infundió nuevas fuerzas, los músculos tensos enlas piernas y en los brazos. La abrazó y sintió elblando frescor de su pecho a través del pañoáspero del uniforme. Reía ella retozando, pero eratambién como un sollozo. Las lágrimas leasomaban a los ojos. Después se echó hacia atrásy, con precisión cariñosa, fue desabrochando losbotones del uniforme. Puso la mano suave y frescaen el pecho del muchacho, lo besó largo rato,gozando a fondo, y se levantó de repente como si

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hubiera oído un ruido. Al momento se puso él enpie; ella sonrió y lo arrastró lentamente,retrocediendo, con los brazos abiertos, la cabezatirada hacia atrás y la mirada brillante, hasta lapuerta, que abrió pegando con el pie hacia atrás.Se deslizaron en el dormitorio.

Como un cautivo indefenso vio, con lospárpados semicerrados, cómo le desnudaba,lentamente, sin olvidar nada, como una madre. Conun cierto pánico observó cómo iban cayendo alsuelo, una tras otra, sus prendas de gala, oyó elruido sordo de los zapatos al caer y sintióinmediatamente después la mano de la señoraSlama en su pie. Desde abajo iba ascendiendo unaoleada cálida y fresca hasta su pecho. Se dejócaer. Recibió a la mujer como a una gran olablanda de placer, fuego y agua.

Se despertó. La señora Slama estaba ante él yle presentaba, una tras otra, sus prendas de vestir;se vistió deprisa. Ella corrió al salón y le alcanzó

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los guantes y la gorra. Le puso bien la chaqueta.Carl Joseph sentía en su cara las miradas de ella,pero evitó contemplarla. Pegó un taconazo, congran estrépito, le dio la mano, con la mirada fija enel hombro derecho de ella, y se fue.

Desde un campanario daban las siete. El sol seacercaba a las colinas, azules ahora como el cielo,que apenas se distinguían de las nubes. Un dulceolor emanaba de los árboles al borde del camino.El viento nocturno peinaba las hierbas de losribazos a ambos lados del camino; se las veíadoblarse temblorosas bajo su mano invisible,silenciosa y ancha. En ciénagas lejanas empezarona croar las ranas. Por la ventana abierta de unacasa amarilla de los arrabales se asomaba unajoven a la calle solitaria. Aunque Carl Josephnunca antes la había visto, la saludórespetuosamente. Ella, algo sorprendida,agradeció el saludo. El joven Trotta sintió queahora se había despedido efectivamente de la

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señora Slama. Como un centinela entre el amor yla vida estaba en la ventana aquella mujer extraña,pero ya no desconocida. Sintió que después desaludarla volvía a ser de este mundo. Se marchócon paso vivo. A las ocho menos cuarto ya estabaen casa. Anunció su regreso al barón, pálido perocon firmeza, como hacen los hombres. Elsuboficial Slama estaba de patrulla en díasalternos. Cada día se presentaba con un legajo enla jefatura del distrito. Nunca se encontró con elhijo del jefe de distrito. Cada dos días, por latarde a las cuatro, se iba Carl Joseph a la casillade los gendarmes. A las siete se marchaba. El olorque llevaba consigo de la señora Slama semezclaba con los aires de las secas noches deverano y permanecía en las manos de Carl Josephdía y noche. El joven procuraba no acercarse a supadre más de lo necesario durante las comidas.

—Huele a otoño —dijo una noche el viejo.Generalizaba el barón: la señora Slama

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siempre usaba reseda.

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E

CapítuloIII

n el gabinete del jefe de distrito, frente a lasventanas, estaba colgado el retrato, muy alto,

de forma que la frente y el cabello quedabansumidos en las sombras de las vigas de madera. Elnieto sentía gran curiosidad por la persona delabuelo y su pasada gloria. A veces, en las tardestranquilas, en las que las verdes sombras oscurasde los castaños del parque municipal infundían enla estancia el sosiego fuerte y saturado del veranoa través de las ventanas abiertas, cuando el jefe dedistrito dirigía algunas de sus comisiones fuera dela ciudad y desde escaleras lejanas resonaban lospasos fantasmales del viejo Jacques, que iba enzapatillas por la casa, recogiendo zapatos,vestidos, ceniceros, quinqués y faroles para su

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limpieza, Carl Joseph se subía a una silla ycontemplaba de cerca el cuadro del abuelo. Laimagen se deshacía en numerosas sombras intensasy claros puntos de luz, en pinceladas y punteados;la tela pintada era un tejido de complicadaurdimbre, un duro juego de colores del óleo seco.Carl Joseph bajaba de la silla. La sombra verde delos árboles jugueteaba sobre la chaqueta oscuradel abuelo; las pinceladas y el punteado se uníande nuevo para formar otra vez aquella fisionomíaque Carl Joseph conocía tan bien pero que noalcanzaba a comprender. Los ojos adquirían ahorasu mirada acostumbrada, lejana, que se sumía en laoscuridad del techo. Todos los años, durante lasvacaciones de verano, se celebraban los mudosdiálogos entre el nieto y el abuelo. El muerto nodescubría sus secretos; nada sabía el muchacho.De uno a otro año parecía que el cuadro ibapalideciendo, que se convertía en algo propio delmás allá, como si muriera una vez más el héroe de

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Solferino, como si se llevara lentamente consigosu recuerdo, hasta que llegaría el día en que sólouna tela vacía entre el marco negro, aún más mudoque el cuadro, contemplaría a sus descendientes.

Abajo, en el patio, a la sombra del balcón demadera, estaba sentado Jacques sobre un taburete,frente a la fila de zapatos ya limpios, formadosmilitarmente. Cuando Carl Joseph volvía de visitara la señora Slama, siempre permanecía un rato conJacques en el patio.

—Cuénteme cosas del abuelo, Jacques.Y Jacques dejaba el cepillo, el betún y el

trapo, y se fregaba las manos, como si las limpiaradel trabajo y la suciedad, antes de empezar ahablar del barón de Trotta, que Dios tenga en sugloria. Como siempre, empezaba con aquella fraseque había dicho por lo menos veinte veces:

Yo siempre me entendí bien con él. Cuandollegué a la finca, yo no era ya muy joven, y no mecasé, no; a su abuelo, que en gloria esté, no le

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habría gustado. No quería ver mujeres en casa, aexcepción de su mujer, la señora baronesa, peroella murió pronto, de los pulmones. Todo el mundosabía que había salvado la vida del emperador,cuando la batalla de Solferino, pero él no soltabani una palabra sobre el tema. Es por eso por lo quele pusieron el sobrenombre de «Héroe deSolferino» en la lápida. Y no era viejo, no, cuandomurió; era al anochecer, serían las nueve, creo queen noviembre. Ya había nevado; por la tardeestaba el barón en el patio y me dijo: «Jacques,¿dónde has puesto mis botas de piel?». Yo nosabía dónde estaban, pero le dije: «Voy ahoramismo a buscarlas, señor barón». «Deja, ya loharás mañana, no corre prisa», me dijo. Y al díasiguiente ya no las necesitó. Y no me casé nunca,no.

Esto era todo.Una vez, durante las últimas vacaciones de

Carl Joseph antes de entrar en quintas, el jefe de

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distrito le dijo al despedirse:—Confío en que todo irá bien. Eres el nieto

del héroe de Solferino. Piensa en ello y nada malote pasará.

También el coronel, los maestros y lossuboficiales recordaban el hecho; en consecuencia,nada podía pasarle a Carl Joseph. Sin ser un buenjinete, y a pesar de que en táctica era deficiente yen trigonometría un fracaso, sacó «un buen númeroen la promoción» y pasó con el grado de tenienteal regimiento de X de ulanos.

Deslumbrados todavía los ojos por aquellafastuosidad insólita y por la última misa solemne,retumbando en los oídos el discurso de despedidadel coronel, en uniforme azul celeste con botonesdorados, las cartucheras plateadas y el águilabicéfala, noble, en la espalda, la czapka con lacorrea de escamas y el penacho en la izquierda, enpantalones de montar de un rojo vivo, las botasrelucientes, las espuelas sonoras, el sable de

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ancho guardamano a un lado: así se presentó CarlJoseph a su padre en un cálido día de verano. Estavez no era domingo. Un teniente podía tambiénllegar en miércoles. El jefe de distrito estabasentado en su despacho.

—¡Ponte cómodo! —le dijo.Se quitó los lentes, cerró un instante los

párpados, se levantó, contempló a su hijo y loencontró todo perfecto. Abrazó a Carl Joseph, sebesaron apenas en la mejilla.

—¡Siéntate! —dijo el jefe de distrito, y leempujó para que se sentara en un sillón.

Se paseaba de un lado al otro de la habitación.Buscaba una fórmula para empezar. En estaocasión no podía reñirle, pero tampoco podíaempezar con una demostración de satisfacción.

—Lo que tienes que hacer —dijo finalmente—es ocuparte de la historia de tu regimiento y leertambién algo sobre la historia del regimiento enque sirvió tu abuelo. Yo he de ir a Viena por

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motivos oficiales. Estaré dos días allí. Meacompañarás. Dio un campanillazo. AcudióJacques.

—Dígale a la señorita Hirschwitz —ordenó eljefe de distrito— que hoy nos sirva vino y, si esposible, que prepare el asado de ternera y pastelde cereza. Comeremos veinte minutos más tardeque de costumbre.

—Como usted diga, señor barón —dijoJacques, y mirando a Carl Joseph murmuró—: Mimás cordial enhorabuena.

El jefe de distrito se fue a la ventana, la cosaamenazaba con ponerse sentimental. Advirtiócómo, a su espalda, el hijo daba la mano al criado,cómo Jacques se alejaba arrastrando los pies ymusitaba algo sobre su abuelo, que en gloria esté.El barón no giró hasta que Jacques hubo salido dela habitación.

—Hace calor, ¿verdad? —dijo el viejo.—Sí, papá.

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—Vamos a pasear un poco; creo que es lomejor.

—Sí, papá.El jefe de distrito cogió el negro bastón de

ébano con el puño de plata, en lugar del bastón decaña amarillo que solía llevar en las mañanas desol. Tampoco salió con los guantes en la manoizquierda, sino que se los puso. Tomó el sombrerode copa corto y salió a la calle seguido de su hijo.Lentamente y sin cruzar palabra pasearon los dospor la calma veraniega del parque municipal.Saludó el guardia, se levantaron los hombres delos bancos y saludaron al barón y a su hijo. Frentea la figura oscura y grave del viejo resultaba aúnmás estrepitoso y brillante el abigarrado uniformedel joven. En la avenida, donde una muchacharubia ofrecía gaseosa con grosella bajo un granparaguas colorado, el viejo se detuvo y dijo:

—Un buen trago no nos sentará mal.Pidió dos vasos de gaseosa sin grosella y

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observó con dignidad retraída a la rubia que,absorta y lasciva, parecía hundirse en elresplandor que envolvía a Carl Joseph. Bebieron ycontinuaron el camino. A veces, el jefe de distritohacía oscilar lentamente el bastón; era como unaseñal de entusiasmo, de un entusiasmo que sabíacontenerse. A pesar de no decir nada y seguir tanserio como siempre, a su hijo le parecía que elbarón estaba jaranero. Alegre, emitía una tosecillacomplacida, como una risa. Si alguien le saludaba,levantaba ligeramente el sombrero. En algunasocasiones se dejaba arrastrar y exponía inclusoatrevidas paradojas:

—Hasta la cortesía puede resultar pesada.Prefería decir una frase que sonara algo osada aque se le notara la alegría que experimentaba antelas miradas sorprendidas de los transeúntes. Alacercarse al portal de su casa se detuvo uninstante. Se giró de cara al hijo y dijo:

—De joven también me habría gustado ser

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soldado. Tu abuelo lo prohibió categóricamente.Ahora estoy contento de que no seas funcionario.

—Sí, papá —replicó Carl Joseph.Hubo vino para el almuerzo y se sirvió carne

de ternera y pastel de cerezas. La señoraHirschwitz acudió a la mesa en traje festivo deseda gris y, al ver a Carl Joseph, perdió gran partede su actitud severa.

—Me alegro mucho —dijo— y le congratulode todo corazón.

—Congratular significa felicitar —puntualizóel jefe de distrito.

Empezaron a comer.—No te apresures —le dijo el viejo—. Si yo

acabo antes, pues espero un poco.Carl Joseph miró a su padre. Comprendió

ahora que el viejo sabía bien lo que costaba comera igual rapidez que él. Y por primera vez en lavida el joven creyó ver, a través de una armadura,el corazón vivo y la contextura íntima de los

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pensamientos del viejo. A pesar de ser teniente sepuso colorado.

—Gracias, papá —dijo.El jefe de distrito se tomaba rápidamente una

cucharada tras otra de sopa. Parecía como si nadaoyera.

Dos días después subieron al tren que iba aViena. El hijo leía el periódico y el viejo losinformes. Al momento, el hijo dobló el periódico.El jefe de distrito miró un instante hacia laventanilla, después observó a su hijo. De repentedijo:

—Conoces al suboficial Slama, ¿no?Fue un puñetazo en la memoria de Carl Joseph,

una llamada desde los tiempos perdidos. Recordóel camino que iba hacia la casilla de losgendarmes, la habitación de techo bajo, el camisónfloreado, la cama ancha y blanda, percibió el olorde los prados y al mismo tiempo aquel perfume dereseda de la señora Slama. Escuchó atento.

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—Desgraciadamente se ha quedado viudo, eneste mismo año —siguió diciendo el viejo—. Unapena. Se le ha muerto la mujer, de parto. Deberíashacerle una visita.

De repente hacía un calor insoportable en elcompartimiento. Carl Joseph intentó aflojar elcuello del uniforme. Mientras buscaba vanamentealguna palabra que decir, sintió deseos de llorar,un deseo loco, ardiente, como un niño. Seasfixiaba, tenía seco el paladar, como si nohubiera bebido desde hacía días. Notó la miradade su padre y se esforzó en contemplar el paisaje.La proximidad de su punto de destino, al que seacercaban rápidamente, suponía para él unaumento de sus torturas. Quería hallarse por lomenos en el pasillo, pero comprendía al mismotiempo que no podía escapar a la mirada y a lo queacababa de comunicarle el viejo. Como pudo sacófuerzas de flaqueza y dijo:

—Iré a visitarle.

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—Parece que no te sienta bien ir en tren —señaló su padre.

—Sí; papá.Erguido el cuerpo y silencioso, sometido a un

tormento que no habría sabido cómo llamar, quejamás había sentido y que parecía una enfermedadextraña de exóticas tierras, así fue Carl Josephhacia el hotel.

—Perdona, papá —consiguió decir.Después cerró la puerta de su habitación, abrió

la maleta y sacó la carpeta donde guardaba algunascartas de la señora Slama, en los sobres en queella las había enviado, con la dirección Mährisch-Weisskirchen, lista de correos. Las hojas azulestenían el color de cielo y un recuerdo de reseda, ylas negras letras, suaves, pasaban volando comouna bandada de ágiles golondrinas. Las cartas dela difunta señora Slama eran para Carl Josephcomo los mensajeros tempranos de su muerte, conla fineza fantasmagórica que surge sólo de las

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manos que van hacia la muerte, prematuros saludosdel más allá. No había respondido a la últimacarta. La entrada en quintas, los discursos, ladespedida, la misa, el nombramiento, el nuevocargo y los flamantes uniformes perdían todaimportancia ante el oscuro cortejo de aladas letrassobre el fondo azul. Sentía todavía en su piel lashuellas de las manos, tan queridas, de la muerta, yen sus propias manos calientes se escondía todavíael recuerdo del frescor del pecho de ella.Cerrando los ojos rememoró aquel cansanciopletórico en su rostro saturado de amor, la bocaroja abierta, el blanco brillo de los dientes, elbrazo torcido indiferente y en todas las líneas desu cuerpo, el reflejo constante de un reposo felizen sueños sin deseos. Ahora, los gusanos searrastraban por sus pechos y sus muslos y unaputrefacción minuciosa le devoraba el rostro.Cuanto más intensas se presentaban en la mente deljoven las imágenes horrorosas de decadencia,

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tanto más violenta se desataba su pasión. Crecíaésta, diríase, hasta la incomprensible infinitud delas regiones donde la muerta había desaparecido.«Seguramente ya no la habría vuelto a visitar —pensaba el teniente—. La habría olvidado. Suspalabras eran dulces, era una madre, me quería, hamuerto». Era evidente que él tenía la culpa de sumuerte. En el umbral de su vida estaba ella, uncadáver querido.

Era la primera vez que Carl Joseph seenfrentaba a la muerte. Ya no se acordaba de sumadre. Sólo conocía de ella la tumba y las flores ydos fotografías. La muerte caía en él como un rayonegro, daba sobre su alegría inocente, convertía encenizas su juventud y lo arrojaba hasta los límitesde los velados abismos que separan lo vivo de lomuerto. Se extendía ante él una larga vida deaflicción. Se preparó a sufrir, pálido y decidido,como corresponde a un hombre. Guardó las cartas.Cerró la maleta. Salió al pasillo. Llamó a la puerta

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de la habitación de su padre, entró y oyó, como através de una gruesa pared de cristal, la voz delviejo:

—Se ve que tu corazón resiste poco.El jefe de distrito se estaba arreglando la

corbata delante del espejo. Tenía que ir todavía algobierno civil, a la jefatura de policía, al tribunalde justicia.

—Me acompañarás —dijo.Fueron en un coche de dos caballos y ruedas

de goma. Las calles se presentaban a Carl Josephcon todo el aire de los días de fiesta. El ancho orode la tarde se vertía por las casas y los árboles,tranvías, transeúntes, policías, verdes bancos,monumentos y jardines. Se oía el golpeapresurado, chasqueante, de las herraduras sobreel adoquinado. Jóvenes mujeres vistas al pasarcomo claras luces agradables. Soldados quesaludaban. Escaparates que brillaban al sol. Elverano era suave en la gran ciudad.

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Pero todas las bellezas del verano pasabanante la mirada indiferente de Carl Joseph.Resonaban en su oído las palabras del padre. Elpadre comprobaba ahora un sinfín de cambios:estancos que ya no estaban donde antes, quioscosnuevos, líneas de omnibuses que iban más allá,hacia los barrios, cambios en la localización delas paradas. En su tiempo muchas cosas erandistintas. Guardaba fiel recuerdo tanto de las cosasdesaparecidas como de las que todavía persistían,su voz sacaba tesoros escondidos, minúsculos, delos pasados tiempos con una tenue ternura,desacostumbrada en él. Con su mano delgadaindicaba los lugares donde había sido joven.Callaba Carl Joseph. También él acababa deperder la juventud. Su amor había muerto, pero sucorazón se abría a la nostalgia paterna y empezó asentir que detrás de la dureza pétrea del jefe dedistrito se escondía otra persona, misteriosa perobien conocida, un Trotta, descendiente de un

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inválido esloveno y de aquel sorprendente héroede Solferino. Y cuanto más se animaba el viejo ensus exclamaciones y observaciones, tanto másescasas y calladas eran las palabras del joven paraconfirmar, obediente, lo que su padre decía.Añadía a ellas un rígido y servil «Sí, papá», elcual, pese a haberlo pronunciado tantas vecesdesde hacía años, sonaba ahora distinto, fraternal ycasero. Parecía rejuvenecer el padre y envejecerel hijo. Se detuvieron delante de muchos edificiosoficiales en los que el jefe de distrito buscaba aantiguos compañeros, testigos de su juventud.Brandl era ahora jefe de policía, Smekal jefe dedepartamento, Monteschitzky coronel yHasselbrunner estaba ahora en la legación. Sedetuvieron delante de las tiendas, encargaron en lacasa Reitmeyer unos botines de cabritilla matepara los bailes de la corte y las audiencias, unospantalones de salón en Wieden, en la tienda deEttlinger, sastre militar y de la corte. Allí sucedió

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algo increíble: el jefe de distrito escogió en lajoyería de Schafransky, joyero de la corte, unapetaca de plata, con estrías, de buena factura, en laque hizo grabar unas palabras de consuelo: «Inpericulo securitas. Tu padre».

Al final fueron a parar al Volksgarten, dondetomaron café. Brillaban blancas, en las sombrasverdes oscuras, las mesas redondas de la terraza, yen los manteles, el azul de los sifones. Cuandocesaba la música se oía el canto alborozado de lospájaros. El jefe de distrito levantó la cabeza y,como si de lo alto le llegaran los recuerdos, dijo:

—Una vez conocí aquí a una chica. ¿Cuándodebió de ser eso?

Y se perdió en cómputos mudos. Parecía quehabían pasado muchos, muchísimos años desdeentonces; Carl Joseph sentía que no era su padrequien estaba sentado a su lado sino un antepasadoremoto:

—Se llamaba Mizzi Schinagl —dijo el viejo.

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En las copas tupidas de los castaños buscabala imagen perdida de la señorita Schinagl, como sihubiera sido un pajarillo.

—¿Vive todavía? —preguntó Carl Joseph porcortesía y también para comprender de algunaforma aquella época pasada.

—Ojalá sí. Pero ya sabes tú que en mistiempos no se era sentimental. Había que separarsede las mujeres y los compañeros… —seinterrumpió de repente.

Junto a la mesa se hallaba un extraño, unhombre con un sombrero de ala ancha y corbata alaire, en un chaqué gris y muy viejo, de fláccidosfaldones, largo y tupido el pelo, la cara ancha ygris mal afeitada. Ya a primera vista se descubríaen él a un pintor, con aquel aspecto tancaracterístico de la imagen tradicional del pintorque casi resulta irreal y parece recortada de viejasilustraciones. El desconocido puso su carpetasobre la mesa y se preparó a ofrecer sus obras con

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aquella orgullosa indiferencia propia de quienpadece miseria y se siente a la vez llamado a unagran misión.

—Pero, Moser —le dijo el señor de Trotta.El pintor levantó lentamente los pesados

párpados hasta descubrir sus grandes ojos claros.Observó por unos instantes al jefe de distrito, letendió la mano y dijo:

—Trotta.Y unos segundos después se había desprovisto

ya tanto de su actitud sumisa como de su sorpresa.Con un gesto rápido lanzó la carpeta sobre lamesa, haciendo tintinear los vasos.

—Rayos y centellas —exclamó tres veces,como si efectivamente los estuviera lanzando élmismo, y se sentó, no sin antes proyectar una anchamirada alrededor como si esperase el aplauso dela concurrencia.

Se quitó el sombrero y lo tiró al suelo, sobre lagravilla junto a la silla, apartó con el codo la

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carpeta de la mesa, calificando previamente sucontenido de «una mierda», e inclinó la cabezahacia el teniente. Frunciendo el entrecejo, se dejócaer sobré el respaldo de la silla.

—Bueno, señor gobernador —exclamó—, ¿estu señor hijo?

—Te presento a un amigo de mis años mozos,al señor profesor Moser —dijo el jefe de distrito asu hijo.

—Rayos y centellas, señor gobernador —repitió Moser, al mismo tiempo que tiraba del fracde un camarero, se levantaba y encargaba algo envoz baja, como si fuera un secreto.

Se sentó otra vez y calló, fija la mirada haciadonde tenía que reaparecer el camarero con lasbebidas. Al cabo de un rato compareció ante elpintor un vaso lleno hasta la mitad con sliwowitzpuro y claro; lo pasó por delante de la narizhusmeándolo dos o tres veces y, con un fuertemovimiento de brazo, lo levantó como si se tratara

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de un pesado jarro que quisiera vaciar de un solotrago; pero sólo dio unos sorbitos y recogiódespués con la punta de la lengua las gotas quequedaban en los labios.

—Hace dos semanas que estás aquí y todavíano me has visitado —dijo Moser con la actitudsevera de un superior.

—Querido Moser —dijo el señor de Trotta—,llegué ayer y me marcho mañana.

Durante un buen rato el pintor observó elrostro del jefe de distrito. Después volvió alevantar al vaso y lo apuró de un trago, como sifuera agua. Cuando quiso dejarlo sobre la mesa, nodaba con el plato y dejó que Carl Joseph le quitarael vaso de la mano.

—Gracias —dijo el pintor, y señalando alteniente con el índice exclamó—: Tiene unparecido extraordinario con el héroe de Solferino.Pero algo más débil. Débil la nariz. La bocablanda. Aunque puede cambiar con el tiempo…

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—El profesor Moser hizo un retrato al abuelo—explicó el viejo Trotta.

Carl Joseph miró al padre y al pintor y en susrecuerdos surgió el cuadro del abuelo, dormidobajo las vigas del gabinete. Le resultabaincomprensible la relación del abuelo con esteprofesor; la confianza que su padre tenía conMoser le atemorizaba. Vio la mano ancha y suciadel desconocido que caía con un golpe amablesobre el pantalón a rayas del jefe de distrito yadvirtió el suave estremecimiento de defensa delmuslo paterno. Y allí estaba el viejo, digno comosiempre, apoyándose en el respaldo de la silla yretirándose ante los efluvios de alcohol que el otrole proyectaba sobre el pecho y el rostro. Sonreíael viejo Trotta, complacido.

—A ver si mejoras algo —decía el pintor—,porque estás hecho un pingajo. Tu padre era otraestampa.

El jefe de distrito se acariciaba las patillas y

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sonreía.—Vaya pues, el viejo Trotta —empezó de

nuevo el pintor.—La cuenta —dijo de repente en voz baja el

jefe de distrito—. Nos perdonarás, Moser, pero esque estamos citados.

El pintor permaneció sentado. Padre e hijosalieron. El jefe de distrito cogió a su hijo delbrazo. Por primera vez Carl Joseph sintió el brazosarmentoso de su padre junto al pecho. La manopaterna, cubierta por un guante de cabritilla, seagarraba, leve y confiada, de la manga azul deluniforme. Era la misma mano que podía amonestary advertir y hojear con dedos silenciosos ydelgados en los papeles, mano seca y enojada,acompañada por el crujido de los puñosalmidonados. Era la mano que cerraba los cajonescon un golpe rabioso y que sacaba las llaves delos cerrojos como si éstos se cerraran parasiempre. La mano que repiqueteaba impaciente

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sobre el borde de la mesa cuando las cosas noiban como el barón deseaba, o sobre el cristal dela ventana cuando la situación se ponía tensa.Levantaba esta mano el delgado índice cuandoalguien no había cumplido con su deber en la casa;se cerraba en un puño mudo que jamás golpeaba,pasaba dulce por la frente, se quitaba con cuidadolos lentes, cogía suave el vaso de vino y acercabacariñosa el negro Virginia a la boca. Era la manoizquierda del padre que el hijo tan bien conocíadesde hacía tiempo. Y, sin embargo, diríase queera ésta la primera vez que reconocía en ella lamano de su padre, la mano paterna. Carl Josephsintió deseos de apretarla contra su pecho.

—Has visto a ese Moser —empezó a decir eljefe de distrito. Permaneció callado un rato,buscando la palabra exacta, y dijo finalmente—:Habría podido llegar a ser alguien.

—Sí, papá.—Cuando pintó el retrato del abuelo tenía

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dieciséis años. Los dos teníamos dieciséis años.Era mi único amigo en clase. Después se fue aBellas Artes. Pero le dio por la bebida. Y a pesarde todo… —Calló el jefe de distrito y dijo al cabode unos minutos—: De todos los que he vuelto aver hoy, él sigue siendo mi amigo.

—Sí, padre.Por primera vez Carl Joseph decía la palabra

«padre».—Sí, papá —se corrigió rápidamente.Anochecía. Caía la noche con rudeza sobre la

calle.—¿Tienes frío, papá?—En absoluto.Pero el jefe de distrito andaba más deprisa.

Pronto estuvieron cerca del hotel.—Señor gobernador —se oyó detrás de ellos.El pintor Moser, según parecía, les había ido

siguiendo. Se giraron. Y allí estaba Moser, elsombrero en la mano, hundida la cabeza, humilde,

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como negando el saludo irónico de unos momentosantes.

—Ya me perdonarán los señores —dijo—. Heobservado demasiado tarde que mi pitillera estávacía. Mostró una pitillera abierta, vacía, dehojalata. El jefe de distrito sacó un estuche conpuros.

—Yo nunca fumo puros —dijo el pintor.Carl Joseph le ofreció un paquete de

cigarrillos. Moser puso ceremoniosamente lacarpeta en el suelo, llenó su pitillera, pidió fuego ycolocó las manos alrededor de la llamita azul. Susmanos, coloradas y pegajosas, demasiado grandesen relación con sus muñecas, temblabanlevemente, recordaban herramientas inútiles. Lasuñas parecían pequeños azadones negros, como silos hubiera cavado poco antes en la tierra, en losexcrementos, en unos puches de colores y ennicotina líquida.

—Resulta, pues, que ya no vamos a vernos

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nunca más —dijo, y se inclinó para recoger lacarpeta. Se irguió; por sus mejillas se deslizabanlagrimones.

—Nunca jamás volveremos a vernos —sollozaba.

—He de ir un instante a mi habitación —dijoCarl Joseph.

Subió corriendo los peldaños hasta suhabitación, se asomó a la ventana y observó conansiedad a su padre. Vio cómo el viejo sacaba lacartera, cómo el pintor, rejuvenecido, le ponía a supadre aquella mano horrorosa sobre el hombro yoyó que Moser decía: «Bueno pues, Franz, hasta eltres, como siempre». Carl Joseph se apresuró adescender a la calle, como si tuviera que protegera su padre, saludó al profesor y éste se retiró.Moser avanzó, la cabeza erguida, con la seguridadde un sonámbulo, como una flecha por la calzada,para volver a saludar desde la acera de enfrenteantes de desaparecer por una esquina. Pero un

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instante después volvió a aparecer.—Un momento —gritó, y su voz resonó en la

calle dormida.A grandes zancadas, con una seguridad

increíble, Moser atravesó la calle y se plantódelante del hotel, tan tranquilo el hombre como siacabara de llegar, como si no se hubieradespedido dos o tres minutos antes. Y, como sifuese la primera vez que veía a su amigo de losaños mozos y a su hijo, empezó a hablar con vozquejumbrosa.

—Es muy triste volver a vernos en estascondiciones. ¿Te acuerdas cuando te sentabas a milado en el tercer banco? En griego eras muy malo yyo siempre te dejaba copiar. Si eres sincero tienesque reconocerlo, ahora, delante de tu retoño. ¿Noes cierto que todo me lo copiabas? —Ydirigiéndose a Carl Joseph añadió—: Era un buenmuchacho, su señor padre, pero uno de aquellosque nunca se atreven. ¡Lo que le costó ir con las

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mujeres! Yo tuve que darle ánimos, porque, si no,no habría ido nunca. Vamos, Trotta, tienes quereconocer que fui yo el que te llevó allí.

El jefe de distrito sonreía satisfecho y callaba.El pintor inició los preparativos para soltar unlargo discurso. Puso la carpeta en el suelo, sequitó el sombrero, avanzó un pie y empezó:

—La última vez que vi a tu padre, durante lasvacaciones, ¿te acuerdas?… —Se interrumpió derepente y empezó a rebuscar por los bolsillos conlas manos apresuradamente. Grandes gotas desudor le caían por la frente—. Lo he perdido —exclamó, temblaba y parecía que iba a caer—. Heperdido el dinero.

En ese momento salió el portero por la puertadel hotel. Saludó al jefe de distrito y al tenientecon un movimiento violento de la gorra dorada ypuso cara de pocos amigos: Parecía como si fuesea prohibir la alteración que provocaba el pintorMoser, el ruido que éste metía y las ofensas que

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causaba a los huéspedes delante del hotel. El viejoTrotta se puso la mano en el bolsillo del chaleco,calló el pintor.

—¿Me puedes ayudar? —preguntó el padre.—Acompañaré un poco al señor profesor —

repuso el teniente—. Enseguida vuelvo, papá.El jefe de distrito levantó ligeramente el

sombrero de copa y entró en el hotel. El pintorMoser recogió su carpeta y se alejó con airedigno.

En la calle era ya negra noche y el vestíbulodel hotel estaba en penumbra. El jefe de distritoestaba sentado en un sillón de cuero con la llavede la habitación en la mano, a un lado el sombreroy el bastón, como si formara parte, él mismo, de laoscuridad reinante. El hijo permaneció a unadistancia respetuosa de su padre, como si quisieraanunciar el final del asunto Moser de formaoficial. Todavía no habían encendido las luces.Desde aquel silencio crepuscular resonó la voz del

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viejo.—Nos vamos mañana por la tarde a las dos y

quince.—Sí, papá.—Oyendo la música me he acordado de que

deberías visitar al músico mayor Nechwal.Después de la visita al suboficial Slama, claroestá. ¿Todavía tienes que hacer algún encargo enViena?

—Recoger los pantalones y la pitillera.—¿Y qué más?—Nada más, papá.—Mañana por la mañana te vas a saludar a tu

tío. Parece que no te acordabas. ¿Cuántas veceshas estado en su casa?

—Dos veces al año, papá.—¡No te decía yo! Salúdale cordialmente de

mi parte y le dices que me perdone. ¿Cómo seencuentra el bueno de Stransky?

—La última vez que le vi, perfectamente.

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El jefe de distrito cogió su bastón y apoyó lamano extendida sobre el puño de plata, comoacostumbraba a hacer cuando estaba de pie y comosi, aún sentado, necesitara un punto de apoyoespecial al hablar de Stransky.

—Yo le vi por última vez hace ya diecinueveaños. Entonces sólo era teniente. Ya estabaenamorado de la Koppelmann esa. ¡No teníaremedio! Era un caso. Mira que enamorarse de unaKoppelmann. —Pronunció este nombre con másintensidad que el resto de la frase y con unaseparación evidente entre él y las demás palabras—. Claro está que no podían pagar la fianza. Porpoco me convence tu madre de que yo le pagara lamitad.

—¿Tuvo que salir del ejército?—Sí, claro. Y se fue a los ferrocarriles del

Norte. ¿Qué será ahora? Creo que pertenece alconsejo de administración, ¿no?

—Sí, papá.

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—Pues ya ves. ¿Y el hijo? ¿No se ha hechoboticario?

—No, papá, Alexander todavía va al instituto.—Ah, dicen que cojea un poco, ¿no?

—Sí, tiene una pierna más corta que la otra.—Ya decía yo —concluyó satisfecho el viejo

como si hubiera sabido, diecinueve años antes,que Alexander iba a cojear.

Se puso en pie, las luces del vestíbulo ardíanya e iluminaban su palidez.

—Voy a buscar dinero —dijo, acercándose alas escaleras.

—Ya iré yo, papá —dijo Carl Joseph.—Gracias —dijo el jefe de distrito.—Te recomiendo —dijo después, mientras

comían el budín— la sala Bacchus, quizásencuentres allí a Smekal.

—Gracias, papá, buenas noches.Por la mañana, de once a doce, Carl Joseph fue

a casa de su tío Stransky. El señor consejero

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estaba todavía en el despacho; su esposa, néeKoppelmann, le rogó que saludara en su nombre,cordialmente, al jefe de distrito.

Carl Joseph volvió al hotel por los bulevareslentamente. Mandó que enviaran los pantalones alhotel y pasó a recoger la pitillera. La pitilleraestaba helada; a través del delgado bolsillo de lablusa percibía el frío que despedía sobre su pecho.Carl Joseph pensaba en la visita de pésame alsuboficial Slama y decidió que no entraría en lahabitación. Se limitaría a decir desde fuera: «Mimás sentido pésame, señor Slama». Recordaba elchillido de las invisibles alondras en la cúpulaazul y el susurro monótono de los grillos. Olía aheno, el tardío olor de las acacias, se abrían loscapullos en el jardincillo de la gendarmería. Laseñora Slama estaba muerta. Kathi, Katharina,Luise en su fe de bautismo. Estaba muerta.

Volvieron a su casa. El jefe de distrito pusolos documentos a un lado, hundió la cabeza en el

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terciopelo rojo del asiento junto a la ventanilla ycerró los ojos.

Carl Joseph vio por primera vez la cabeza deljefe de distrito en posición horizontal, hinchadaslas aletas estrechas, huesudas, de la nariz, en elmentón bien afeitado y empolvado el graciosohoyuelo y extendidas las patillas en dos alasanchas negras. Ya plateaba algo en los extremos,que le marcaban los años, y también en las sienes.«¡Y un día se morirá! —pensaba Carl Joseph—.Se morirá y le enterrarán. Y yo seguiré viviendo».

Estaban solos en el departamento. El rostrodormido del padre se mecía apacible en la rojapenumbra del asiento. Debajo del bigote negro semarcaban los labios pálidos y delgados, como unalínea única, y en el cuello estrecho, entre laspuntas brillantes del cuello almidonado, surgía lanuez de Adán; los párpados azules, en mil arrugas,temblaban continuamente, lentos; la corbata ancha,granate, oscilaba a un mismo ritmo; dormían

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también las manos, resguardadas en las axilas,cruzados los brazos sobre el pecho. El padredormido irradiaba una gran paz. También suseveridad dormía y se dulcificaba, escondida enaquella arruga perpendicular entre la nariz y lafrente, como una tempestad dormida en una abruptahendidura de los montes. Carl Joseph conocía estaarruga, la conocía muy bien. Adornaba el rostrodel abuelo en el retrato del gabinete, era la mismaarruga, el violento ornato de los Trotta, la herenciadel héroe de Solferino.

El padre entreabrió los ojos.—¿Cuánto falta todavía?—Dos horas, papá.Empezó a llover. Era miércoles. La visita de

pésame para el suboficial Slama estaba anunciadapara el jueves por la tarde. El jueves por lamañana llovía también. Un cuarto de hora despuésde la comida, estaban tomando todavía el café enel gabinete.

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—Voy a ver a los Slama, papá —dijo CarlJoseph.

—Desgraciadamente, está solo —replicó eljefe de distrito—. Lo mejor es que vayas a verle alas cuatro.

En ese momento se oyeron dos campanadasdesde el reloj de la torre de la iglesia. El jefe dedistrito señaló con el dedo en dirección de lascampanas. Carl Joseph se puso colorado. Parecíaque el padre, la lluvia, los relojes, los hombres, eltiempo y la naturaleza misma estaban decididos ahacerle todavía más penosa su visita al suboficialSlama. También antes, aquellas tardes cuando ibaa ver a la señora Slama, todavía viva, habíaesperado impaciente el tañido dorado de lascampanas, igual que hoy, pero entonces lo quedeseaba era precisamente no encontrarse con elsuboficial. Aquellas tardes, parecían enterradasbajo largos decenios. La sombra de la muerte secernía sobre ella y la cobijaba; la muerte estaba

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entre hoy y entonces y colocaba todas sus tinieblassin tiempo entre el pasado y el presente. Pero, apesar de todo, el tañido dorado de las horas nohabía cambiado, y hoy como ayer estaban sentadosen el gabinete y tomaban café.

—Llueve —dijo el padre, como si loadvirtiera ahora por primera vez—. ¿Tomarás uncoche, no?

—Me gusta ir bajo la lluvia, papá —contestóCarl Joseph, pero en realidad quería decir: «Quesea el camino largo, muy largo, por donde vayanmis pasos. Cuando ella todavía vivía, quizásentonces debería haber tomado un coche».

Hubo un silencio, resonaba la lluvia monótonacontra la ventana. El jefe de distrito se levantó.

—Me voy allá. —Quería decir al despacho—.Después nos veremos.

Cerró la puerta más suavemente que decostumbre. Carl Joseph tuvo la sensación de que elpadre permanecía un rato fuera escuchando.

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Tocaron las dos y cuarto, después la media.Las dos y media, todavía faltaba una hora y media.Salió al pasillo, tomó el abrigo, puso bien lospliegues de reglamento en la espalda, pasó elguardamano del sable por la abertura de la bolsade costado, se puso la gorra automáticamentedelante del espejo y salió de la casa.

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F

CapítuloIV

ue por el camino de costumbre, atravesó elpaso a nivel con las barreras abiertas, siguió

a lo largo de la delegación de Hacienda, dormidoedificio amarillo. Desde allí se veía ya la casacuartel de los gendarmes. Siguió andando. A unosdiez minutos de marcha, desde la casa cuartel,estaba el cementerio con la cerca de madera. Elvelo de la lluvia parecía caer más denso sobre lamuerta. El teniente hizo girar el picaporte húmedoy entró en el cementerio. Se oía el canto perdidode un pájaro desconocido. ¿Dónde estabaescondido? ¿No cantaba acaso desde una tumba?Se dirigió a la portería y abrió la puerta. Dentro,una vieja, con las gafas sobre la nariz, pelabapatatas. Dejó caer las peladuras y las patatas de la

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falda a un cubo y se levantó.—¿La tumba de la señora Slama, por favor?—La penúltima fila, catorce, tumba siete —

dijo la mujer sin titubear, como si hubieraesperado largo tiempo esa pregunta.

Era una tumba nueva, una minúscula colina,una cruz de madera, pequeña, provisional y unacorona de violetas de cristal, mojada, que hacíapensar en confiterías y bombones. «KatharinaLuise Slama, nacida, fallecida». Allí debajoestaba ella; los gordos gusanos anilladosempezarían a roer complacidos los senos blancosredondos. El teniente cerró los ojos y se quitó lagorra. La lluvia acariciaba con húmeda terneza suscabellos peinados en raya. No le interesaba latumba, el cuerpo en putrefacción debajo de estemontículo nada tenía que ver con la señora Slama;estaba muerta, muerta, es decir inaccesible, auncuando estuviera junto a su tumba. Más cerca de élestaba aquel cuerpo, enterrado en su recuerdo, que

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el cadáver bajo este montón de tierra. Carl Josephse puso la gorra y miró el reloj. Faltaba todavíamedia hora. Salió del cementerio.

Llegó a la casa de los gendarmes, llamó, peronadie acudió. El suboficial se hallaba aún en sucasa. Caía la lluvia sobre la parra que rodeaba laentrada. Carl Joseph dio unos pasos, encendió uncigarrillo, lo tiró; se sentía como un centinela, ycada vez que su mirada se posaba en la ventana,desde donde Katharina siempre lo había saludado,giraba la cabeza, miraba el reloj, volvía a llamar yesperaba.

Cuatro campanadas llegaron lentas, apagadas,desde la torre de la iglesia. De repente aparecióante él el suboficial. Saludó mecánicamente antesde darse cuenta de a quién tenía delante. Comoprecaviéndose frente a una amenaza del suboficial,Carl Joseph dijo, en voz más alta de lo quepretendía:

—Buenas tardes, señor Slama.

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Le dio la mano y se precipitó en el saludocomo en una trinchera, esperando con la mismaimpaciencia que se espera un ataque, lospreparativos lentos del suboficial en responder elsaludo, los esfuerzos que hacía para quitarse elguante mojado de hilo, la aplicación con querealizaba esta tarea y su mirada caída. Finalmente,la mano húmeda y ancha del suboficial se puso sinfuerza en la del teniente.

—Gracias por la visita, señor barón —dijo elsuboficial, como si el teniente no acabase dellegar, sino que estuviese preparándose paramarchar.

El suboficial sacó la llave. Abrió la puerta.Una ráfaga de viento lanzó la lluvia torrencialcontra la entrada. Parecía como si empujase alteniente hacia la casa. El pasillo era oscuro.¿Acaso no brillaba una estrecha faja luminosa,argéntea, delgada, terrenal vestigio de la muerta?El suboficial abrió la puerta de la cocina, se ahogó

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su último vestigio en la luz que penetrabatorrencial.

—Por favor, quítese el abrigo —dijo Slama.El suboficial seguía con el abrigo y los

correajes puestos. «¡Mi más sentido pésame!»,pensó el teniente. «Se lo digo ahora y después memarcho». Slama extendía ya los brazos paraquitarle el abrigo a Carl Joseph. Se sometía ahoraa esta cortesía; la mano de Slama rozó por uninstante la nuca del teniente, donde empezaba elpelo, junto al cuello, precisamente allí dondesolían entrecruzarse las manos de la señora Slama,dulce cerrojo de aquellas adoradas cadenas.«¿Cuándo, exactamente cuándo, en qué momentova a ser posible soltar el pésame? ¿Cuandoentremos en el salón o cuando nos sentemos?». Leparecía que no podría decir nada en tanto nohubiera pronunciado aquellas breves palabras,palabras que había traído por el camino, siempreen la boca, en la punta de la lengua, molestas e

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inútiles, insípidas.El suboficial giró el picaporte; la puerta de la

sala estaba cerrada.—Perdone usted —dijo, aunque no tuviera

culpa alguna.Buscó en los bolsillos del abrigo que se había

quitado —hacía mucho tiempo, parecía— hastaque se oyó el ruido metálico de las llaves.

«Jamás había estado cerrada esta puerta,cuando vivía la señora Slama. ¡Eso quiere decirque no está aquí!», pensó el teniente de repente,como si no estuviera él precisamente allí porqueella ya no existía. Entonces advirtió que durantetodo el rato había acariciado en secreto la idea deque quizá se encontrara ella allí, sentada en lahabitación, esperando. «Pero ahora estoy segurode que ya no está. Efectivamente, está fuera, en latumba que acabo de ver», pensó Carl Joseph. En elsalón se percibía un olor húmedo; una de las dosventanas tenía las cortinas corridas, por la otra

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entraba la luz gris del día nuboso.—Pase usted, por favor —indicó el suboficial,

pisándole los talones al teniente.—Gracias —dijo Carl Joseph, mientras daba

unos pasos hacia delante y se dirigía a la mesaredonda. Conocía todos los detalles de aquelmantel a rayas que cubría la mesa, su pequeñamancha en el centro y el oscuro barniz y lasvolutas de los pies estriados.

Allí estaba el aparador con las puertas decristal, y dentro vasos de plata, muñequitas deporcelana y un cerdito de cerámica amarilla conuna ranura para las monedas en el lomo.

—Siéntese, hágame el favor —murmuró elsuboficial.

Estaba de pie tras el respaldo de la silla,rodeándolo con los brazos, como si fuera unescudo. Carl Joseph lo había visto por última vezmás de cuatro años atrás. Entonces estaba enactivo. Llevaba un penacho en el sombrero negro y

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el pecho atravesado por correajes. Con el fusil enla mano, esperaba ante la puerta del presidente dedistrito. Era el suboficial Slama, el nombre eracomo su grado, el penacho pertenecía a sufisonomía como el bigote mismo. En ese momentoestaba allí ante él, la cabeza descubierta, sin sable,correajes ni cinturón. Podía ver el brillo grasientode la tela rayada del uniforme en la pequeña curvadel estómago, sobre el respaldo, y ya no era elsuboficial Slama de entonces, sino el señor Slama.Los cortos cabellos rubios le caían, partidos por lamitad, como un cepillito doble sobre la frente sinarrugas, que ostentaba una raya roja horizontal, laseñal dejada por la constante presión de la duragorra. Esa cabeza parecía huérfana sin gorra y sincasco. Su rostro, sin la sombra de la visera, era unóvalo regular, rellenado por las mejillas, nariz,barbilla y unos pequeños, insensibles, fieles ojosazules. Esperó hasta que Carl Joseph se hubosentado; entonces corrió la silla, se sentó también

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él y sacó su pitillera, que tenía una tapa de esmaltede colores. El suboficial la dejó en medio de lamesa, entre el teniente y él y dijo:

—¿Le apetece un cigarrillo?«Ha llegado el momento del pésame», pensó

Carl Joseph. Se levantó y dijo:—¡Mi más sentido pésame, señor Slama!El suboficial permaneció sentado, con ambas

manos sobre la mesa, como si no supiera de qué setrataba. Intentó sonreír mientras se ponía de pie.Pero su ademán llegó demasiado tarde, en elmomento en que Carl Joseph iba a volver asentarse. El suboficial retiró las manos de la mesay las dejó caer sobre los pantalones. Inclinó lacabeza, la levantó de nuevo, miró a Carl Joseph,como si quisiera preguntarle qué debía hacer. Sesentaron de nuevo. Había pasado. Callaron.

—Era una buena mujer, la difunta señoraSlama —dijo el teniente.

El suboficial se llevó la mano al bigote y dijo,

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con un pequeño mechón entre los dedos:—Fue muy hermosa, señor barón, usted ya la

conoció.—Sí, conocí a su mujer. ¿Murió de repente?—En dos días. Llamamos al doctor demasiado

tarde. Si no, seguiría viva. Yo tenía guardia por lanoche. Cuando volví, estaba muerta. La señora deaquí en frente estaba con ella. —Y, a continuación,agregó—: ¿Un poco de jarabe de frambuesa?

—Por favor —dijo Carl Joseph con voz másalegre, como si el jarabe de frambuesa procuraseuna situación totalmente distinta. Siguió con lamirada al suboficial mientras éste se levantaba eiba hacia la cómoda, sabiendo que allí no seguardaba el jarabe de frambuesa. Estaba en lacocina, en un armario blanco, detrás del cristal,allí era de donde siempre lo sacaba la señoraSlama. Siguió atentamente todos los movimientosdel suboficial, los brazos cortos y fuertes en lasestrechas mangas, que se extendían para alcanzar

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la botella del estante más alto, y que caían despuésimpotentes, mientras los talones volvían a tocar elsuelo, y Slama, como si acabara de regresar de unterritorio extranjero, por el que había emprendidoun viaje de exploración inútil y sin resultados, sevolvió hacia él con conmovedora desesperaciónen los ojos azules y le dio esta breve información:

—Le ruego me perdone, no lo encuentro.—No se preocupe, señor Slama —le consoló

el teniente.Pero el suboficial, como si no le hubiera oído

o como si debiera obedecer una orden procedentede altas esferas que no admitía alteración algunapor parte de alguien inferior, salió de lahabitación. Le oyó rebuscar en la cocina, volviócon la botella en la mano, sacó del aparador unosvasos con desgastados dibujos en los bordes ypuso una jarra de agua sobre la mesa. Vertió elviscoso líquido rojo intenso de la botella verdeoscuro y repitió:

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—¡Hágame el favor, señor barón!El teniente escanció agua de la jarra en el

jarabe de frambuesa; en el silencio, sólo se oyó elleve chapoteo del grueso chorro que caía de lajarra, como una pequeña respuesta al incansablemurmullo de la lluvia afuera, que en todo el ratono había dejado de oírse. Envolvía la casasolitaria y parecía hacer a los dos hombres mássolitarios aún. Estaban solos. Carl Joseph levantóel vaso, el suboficial hizo lo mismo. El tenientesaboreó el líquido dulce y pegajoso. Slama vacióel vaso de un sorbo, tenía sed, una sedsorprendente e inexplicable en un día fresco comoése.

—¿Se va a incorporar al X de ulanos? —preguntó Slama.

—Sí, no conozco el regimiento todavía.—Tengo a un suboficial conocido allí, el cabo

de tesorería Zenober. Estuvo conmigo en loscazadores y después pidió el traslado. De buena

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familia, muy educado. Seguro que aprueba elexamen de oficial. Pero nosotros no pasaremos desuboficial. En la gendarmería no hayoportunidades. Zenober sirvió conmigo en loscazadores de montaña y después se pasó a losulanos.

Llovía cada vez con más intensidad, lasráfagas de viento eran cada vez más violentas y lalluvia azotaba los cristales de la ventana sin cesar.

—Es difícil en nuestra profesión —señalóCarl Joseph, y agregó—: en el ejército quierodecir.

El suboficial estalló en unas carcajadasincomprensibles; al parecer resultaba muydivertida la observación de que era difícil laprofesión que ejercían él y el teniente. Reía algomás fuerte de lo que habría querido. Se notaba ensu boca, más abierta de lo que exigía la risa, quecontinuaba entreabierta todavía cuando aquélla yahabía cesado. Por un momento pareció que al

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suboficial, por razones físicas, le costabadecidirse a adoptar su actitud reservada de cadadía. ¿De verdad se alegraba de que resultaradifícil su profesión, tanto para él como para CarlJoseph?

—El señor barón tiene la amabilidad de hablarde «nuestra» profesión. Le ruego que no lo tome amal, pero para nosotros la cosa es muy distinta.

Carl Joseph no supo qué decir. Comprendió,de forma poco precisa, que el suboficial sentíacierto rencor hacia él, quizás hacia la situación enel ejército y en la gendarmería en general. En laacademia no le habían enseñado sobre la maneraen que debía comportarse un oficial encircunstancias parecidas. De todos modos, CarlJoseph decidió sonreír, con una sonrisa que, comotenacillas, tiraba de sus labios hacia abajo,contrayéndolos. Parecía como si Carl Josephquisiera ahorrar las manifestaciones de alegría queel suboficial gastaba complacido. El licor de

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frambuesa, que hacía un instante todavía era tandulce en el paladar, arrojaba ahora desde lagarganta un insípido sabor. Lo mejor habría sidotomarse un coñac. El salón rojo resultaba máspequeño y bajo que en otras ocasiones, comoaplastado por la lluvia. En la mesa se hallaba elálbum tan conocido, con las cantoneras de latón.Carl Joseph conocía todas las fotos.

—¿Me permite usted? —dijo el suboficial,mientras abría el álbum y se lo mostraba al barón.

El señor Slama aparecía fotografiado depaisano junto a su mujer, de recién casado.

—Entonces era jefe de sección —dijo en untono algo amargado, como sugiriendo que yaentonces le correspondía un cargo más alto.

La señora Slama se hallaba sentada a su ladoen un vestido de verano, estrecho, claro, con unacintura delgadísima, como en una coraza de olor,y, en la cabeza, una pamela blanca. ¿Qué pasaba?¿Era acaso que Carl Joseph no había visto nunca

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antes el cuadro? ¿Por qué le resultaba hoy tannuevo? ¿Y tan viejo? ¿Y tan extraño? ¿Y tanridículo? Sonreía como si estuviera contemplandoun cuadro grotesco de épocas pasadas y como sinunca hubiese querido a la señora Slama, como siella no hubiera muerto hacía unos meses, sinomuchos años antes.

—Era muy bonita. Se ve bien —dijo elteniente, y no ya por no saber qué decir, comoantes, sino por pura hipocresía.

Hay que decir algo agradable de una muerta,cuando se está delante del viudo al que se da elpésame. Carl Joseph se sentía ahora libre de lamuerta y separado ya de ella, como si todo sehubiera borrado. «¡Todo fueron merasimaginaciones!», se dijo. Se bebió el resto dellicor y se levantó.

—Buenos días, señor Slama, me marcho ya —dilo, y sin esperar, salió.

El suboficial apenas había tenido tiempo de

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levantarse. Se hallaban ya en el pasillo, CarlJoseph se puso el abrigo y, lentamente, los guantes.Complacido, pues ya no le corría prisa.

—Hasta la vista, señor Slama —dijo,percibiendo satisfecho un tono extraño, engreído,en su propia voz.

Allí estaba Slama, la mirada caída y sin saberqué hacer con las manos, que de repente seencontraban vacías, como si hasta entonceshubieran sostenido algo que en ese momentohabían dejado caer y habían perdido para siempre.Se dieron la mano. Slama parecía querer decirlealgo. Pero no.

—Ya nos veremos, señor teniente —dijo, sinembargo.

No lo diría en serio. Carl Joseph se habíaolvidado ya de la cara de Slama. Sólo recordabala tirita dorada en el cuello y los tres galonesdorados en las mangas negras de la camisa degendarme. ¡Quede usted con Dios, suboficial!

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Aún llovía, suave, incesantemente, con ráfagasaisladas de aire cálido. Parecía como si ya tuvieraque ser de noche y, sin embargo, no acababa deserlo. Persistía eterna la gris humedad. Porprimera vez desde que llevaba uniforme —es más,por primera vez en la vida—, Carl Joseph sintió lanecesidad de levantar el cuello del abrigo.Levantó por un instante las manos y, al recordarque vestía el uniforme, las dejó caer de nuevo.Pareció que, por un instante, se había olvidado desu profesión. Avanzó lentamente por la gravahúmeda del jardín que crujía bajo sus pies,alegrándose de su lentitud. No necesitabaapresurarse; no había pasado nada, todo había sidoun sueño. ¿Qué hora sería? El reloj de bolsilloestaba demasiado bien escondido bajo la camisa,en el bolsillo del pantalón. Era mejor nodesabrocharse el abrigo. Además, pronto daríanlas campanadas.

Abrió la verja del jardín y salió a la calle.

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—¡Señor barón! —oyó de repente gritar a susespaldas.

Se sorprendió que le hubiera seguido sindejarse oír. Se detuvo, pero no se decidió a darmedia vuelta. Quizá le estuviera encañonando conuna pistola precisamente en el hueco que dejabanlos pliegues de reglamento en la espalda. ¡Quéocurrencia más horrorosa y más ingenua! ¿Acasotodo volvía a empezar?

—¡Diga! —exclamó con orgullosaindiferencia, continuación penosa de su despedida,que le costaba muchísimo mantener, y dio mediavuelta.

Sin abrigo y con la cabeza descubierta seencontraba ante él el suboficial Slama, bajo lalluvia, con el pelo como un cepillo y grandesgoterones sobre la frente rubia y lisa. Sostenía enla mano un paquetito azul, atado con hilo de plataformando una cruz.

—Esto es para usted, señor barón —dijo

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bajando la mirada—. ¡Le ruego mil perdones! Loha ordenado el señor jefe de distrito. Cuando loencontré se lo di yo mismo. El señor jefe dedistrito lo miró rápidamente y me dijo que teníaque entregárselo yo personalmente.

Hubo un instante de calma, la lluvia caía sólosobre el pobre paquetito azul pálido, que se tiñórápidamente, sin poder aguardar más bajo lalluvia. Carl Joseph se puso colorado; cogió elpaquete y lo hundió en el bolsillo del abrigo. Porun instante pensó en quitarse el guante de la manoderecha, pero, después de reflexionar, extendió lamano enguantada al suboficial.

—¡Muchísimas gracias! —dijo, y se fuerápidamente.

Tocó con la mano el paquete en el bolsillo.Desde allí le llegaba, a través de la mano y delbrazo, un calor desconocido que le enrojeció elrostro. Pensó entonces que sería convenientedesabrocharse el cuello, igual que poco antes

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había pensado que lo mejor sería levantarlo. Sintióotra vez el amargo sabor del licor de frambuesa enla boca. Volvió a pensar en la necesidad de beberun coñac. Carl Joseph sacó el paquete del bolsillo.Sí, no cabía duda. Eran sus cartas.

Deseaba que se hiciera de noche y dejara dellover. Mucho tendría que cambiar el mundo paraello; el sol de la tarde enviaría acaso un últimorayo de luz a la tierra. Bajo la lluvia, los pradosrespiraban aquel olor que él conocía tan bien.Resonaba la llamada solitaria de un avedesconocida, jamás oída allí; parecía encontrarseen una región extraña. Dieron las cinco; habíapasado una hora exactamente, no más de una hora.¿Convenía apresurar el paso o retenerlo? Eltiempo va a una velocidad extraña, enigmática, unahora es a veces como un año. Tocaron las cinco ycuarto. Carl Joseph apenas había andado unospasos. Aceleró entonces la marcha. Atravesó lasvías y aparecieron las primeras casas de la ciudad.

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Pasó por delante del café de la villa, el únicolocal que poseía una moderna puerta giratoria.Pensó que quizá fuera conveniente entrar, tomar uncoñac en el mostrador y después marcharse. CarlJoseph entró.

—Rápido, un coñac —dijo en el mostrador.No se quitó la gorra ni el abrigo. Algunos

concurrentes se levantaron. Se oía el ruido de lasbolas de billar y de las piezas de ajedrez. Bajo lapenumbra de los rincones estaban sentados losoficiales de la guarnición; Carl Joseph no los vio,ni tampoco los saludó. Ante todo necesitaba uncoñac, urgente. Estaba pálido. La cajera, una rubiapajiza, sonreía maternalmente desde su posiciónelevada; con mano bondadosa colocó un terrón deazúcar junto a la taza. Carl Joseph bebió el coñacde un trago y pidió inmediatamente otro. De lacara de la cajera sólo distinguía un resplandoramarillo y los dos empastes de oro junto a lascomisuras de los labios. Se sentía como si

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estuviera cometiendo algo prohibido, y no entendíapor qué iba a estar prohibido tomarse dos coñacs,ahora que ya había acabado la academia. ¿Por quéle miraba la cajera con esa sorprendente sonrisa?Su mirada azul, oscura, le resultaba penosa, aligual que las negras cejas. Dio media vuelta y mirópor el salón. En el rincón junto a la ventana estabasu padre.

Sí, era el jefe de distrito. ¿Qué tenía ello desorprendente? Todos los días se sentaba allí, entrelas cinco y las siete, leía el Diario de avisos y elBoletín Oficial y fumaba un Virginia. Toda laciudad lo sabía desde hacía seis lustros. El jefe dedistrito seguía sentado allí, contemplaba a su hijoy parecía sonreír. Carl Joseph se quitó la gorra yse acercó a su padre. El viejo señor de Trottalevantó la mirada del periódico, pero sin dejarlo.

—¿Vienes de ver a Slama? —preguntó.—Sí, papá.—¿Te ha dado las cartas?

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—Sí, papá.—Siéntate.—Sí, papá.El jefe de distrito dejó entonces el periódico,

apoyó los codos en la mesa y dirigiéndose a suhijo le dijo:

—Te ha dado un coñac barato, la verdad. Yosiempre tomo Hennessy.

—Lo tendré en cuenta, papá.—Pero bebo poco.—Sí, papá.—Todavía estás algo pálido. Quítate el abrigo.

El comandante Kreidl está allí y nos está mirando.Carl Joseph se levantó y saludó con una reverenciaal comandante.

—¿Estuvo desagradable Slama?—No; es un tipo excelente.—Ya te lo decía yo.Carl Joseph se quitó el abrigo.—¿Dónde están las cartas? —preguntó el jefe

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de distrito.El hijo extrajo el paquete del bolsillo del

abrigo. El viejo señor de Trotta lo cogió entre susmanos. Lo levantó con la derecha como paratantear el peso.

—Son muchas cartas.—Sí, papá.Callaron. Se oía el choque de las bolas de

billar y de las piezas de ajedrez. Afuera seguíacayendo la lluvia.

—Pasado mañana te incorporas —dijo el jefede distrito mirando por la ventana.

De pronto Carl Joseph sintió la mano resecadel padre sobre su diestra. La mano del jefe dedistrito se encontraba sobre la del teniente, fría yhuesuda, como un duro caparazón. Carl Josephinclinó su mirada. Se puso colorado y respondió:

—Sí, papá.—La cuenta —exclamó el jefe de distrito,

apartando su mano—. Dígale a la señorita que

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nosotros sólo tomamos Hennessy —indicó alcamarero.

Trazando una diagonal atravesaron el salónhacia la puerta, el padre delante y el hijo detrás.

Goteaban lentos y cantarinos los árbolesmientras avanzaban por el húmedo jardín hacia sucasa. En el portal de la jefatura del distritoapareció el suboficial Slama. Llevaba casco, elmosquetón con bayoneta calada y el diario bajo elbrazo.

—Buenas tardes, querido Slama —dijo elviejo señor de Trotta—. Sin novedad, ¿verdad?

—Sin novedad —repitió el suboficial.

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E

Capítulo V

l cuartel se encontraba al norte de la ciudad.Delante de él terminaba la carretera, ancha y

en buen estado; esa carretera que, detrás deledificio de ladrillo rojo, empezaba una nueva viday se perdía en el azul del paisaje. Diríase que elcuartel era un símbolo del poder de los Habsburgoque el real e imperial ejército había colocado enel país eslavo. El cuartel cerraba el paso a lacarretera antiquísima, tan ancha y extensa por lasmigraciones, siempre repetidas, de los puebloseslavos. La carretera tenía que ceder ante elcuartel. Daba allí una gran curva. Si uno se situabaen el extremo norte de la ciudad, al final de lacarretera, donde las casas se iban haciendopequeñas hasta convertirse finalmente en chozascampesinas, en los días claros se podía distinguir,en la lejanía, la puerta negra y amarilla del cuartel,

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puesta allí como un poderoso escudo de losHabsburgo frente a la ciudad, simbolizando, a lavez, amenaza y protección. El regimiento estabadestacado en Moravia. Pero la tropa no estabaformada por checos, como cabría suponer, sinopor ucranianos y rumanos.

Dos veces a la semana se celebraban losejercicios militares en los terrenos del sur. Dosveces a la semana el regimiento pasaba por lascalles de la pequeña ciudad. El claro son de losclarines interrumpía, a intervalos regulares, elgolpeteo monótono de los cascos de los caballos,y los pantalones rojos de los jinetes sobre losgrandes corpachones brillantes de los corcelesllenaban la ciudad de una gloria sangrienta. Losciudadanos permanecían parados en las aceras.Los comerciantes salían de las tiendas, loscontertulios ociosos de los cafés abandonaban lasmesas, los guardias municipales dejaban suspuestos de vigilancia, y los campesinos, que

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habían llegado al mercado transportando verdurasde las aldeas, olvidaban los carros y los caballos.Solamente los cocheros seguían inmóviles en lospescantes, parados los coches junto al jardínmunicipal. Desde arriba veían mejor elespectáculo militar. Los viejos jamelgos parecíansaludar con sorda indiferencia la llegadaexuberante de sus jóvenes compañeros. Loscorceles de los soldados eran parientes lejanos delos tristes caballos que, desde hacía quince años,sólo servían para arrastrar los coches de puntohasta la estación y volver.

Carl Joseph sentía total indiferencia hacia losanimales. A veces creía sentir dentro de sí lasangre de sus antepasados que nunca habían sidocaballeros. Habían pasado el rastrillo una y otravez por la tierra, entre sus recias manos. Clavabanla reja del arado en los terrones jugosos de loscampos y, con las rodillas torcidas, avanzaban alpaso mesurado de la poderosa pareja de bueyes.

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Hacían avanzar la yunta con una vara de mimbre,no con espuelas y látigo. Blandían la guadañaafilada, el brazo en alto, como un rayo, y segabanaquella bendición de Dios que ellos mismoshabían sembrado. El padre del abuelo todavíahabía sido campesino. El pueblo de dondeprocedían se llamaba Sipolje. Sipolje era unapalabra antigua, cuyo significado apenas conocíanya los actuales eslovenos. Pero Carl Joseph creíaconocer la aldea. La veía cuando pensaba en elcuadro de su abuelo colgado en la penumbra delgabinete. El pueblo se hallaba rodeado demontañas desconocidas, bajo el resplandor doradode un sol también desconocido, con chozasmiserables de barro y paja. Hermoso era elpueblo, un pueblo bueno. Por él habría dado sucarrera de oficial.

Pero, ay, no era aldeano, sino barón y tenientede los ulanos. Él no tenía una habitación en laciudad como los otros. Carl Joseph vivía en el

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cuartel. La ventana de su habitación daba al patio.Enfrente estaban los dormitorios de la tropa.Cuando por la tarde volvía al cuartel y la granpuerta a dos batientes se cerraba tras él, tenía lasensación de que había sido hecho prisionero;jamás volvería a abrirse ante él la puerta. Susespuelas emitían un sonido metálico helado sobrelos peldaños de piedra y sus botas resonaban alavanzar sobre el suelo de madera, oscuro,calafateado, del pasillo. Las paredes encaladasaprisionaban la luz del día que moría y lareflejaban como para que no fuese necesarioencender los sencillos quinqués que iluminabandesde los rincones las estancias: se podía esperara que fuese noche cerrada para encenderlos.Diríase que las paredes habían guardado la luz deldía en su momento oportuno para soltarla cuandola oscuridad lo exigía. Carl Joseph no encendía laluz. La frente pegada a los cristales de la ventana,esa ventana que parecía separarle de las tinieblas

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y que en realidad era como el helado límite, tanconocido, de esas mismas tinieblas, asícontemplaba el teniente la intimidad acogedora delos dormitorios de la tropa bajo una luzamarillenta. Habría preferido ser uno de ellos.Allí estaban, medio desnudos, con aquellascamisas amarillas, de tela burda, de reglamento,balanceando los pies descalzos, sentados en lasliteras, cantaban, hablaban y tocaban la armónica.A esta hora del día —estaba ya muy avanzado elotoño—, una hora después de bajar bandera ymedia hora antes del toque de retreta, el cuartelera como una inmensa nave. A Carl Joseph leparecía incluso que se movían los misérrimosquinqués al ritmo regular de las olas de unignorado océano. Los soldados cantaban cancionesen una lengua desconocida, en una lengua eslava.Los viejos aldeanos de Sipolje las habríancomprendido. Su enigmático retrato dormía en elgabinete de la casa paterna. Los recuerdos de Carl

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Joseph se aferraban a ese cuadro como a la única yúltima señal que le había dado la larga ydesconocida cadena de sus antepasados. Él era undescendiente. Desde que había ingresado en elregimiento se sentía nieto de su abuelo, pero nohijo de su padre; era, en realidad, el hijo de susorprendente abuelo. Los soldados soplaban sincesar en las armónicas. Observaba claramente losmovimientos de las morenas manos que deslizabanel instrumento de un lado para otro de sus rojasbocas y, de vez en cuando, el resplandor del metal.El sonido nostálgico de la armónica se precipitabaal patio del cuartel por las ventanas cerradas ysumergía las tinieblas con, un claro vislumbre dela aldea y las mujeres, los hijos y el caserío. En sutierra vivían en chozas de techo bajo, por lasnoches fecundaban las mujeres y de día loscampos. Blanca y alta la nieve en el invierno juntoa sus chozas. Dorada y alta la mies en verano juntoa sus muslos. ¡Eran campesinos, campesinos! ¡Que

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no otra cosa habían sido los antepasados de losTrotta! No otra cosa.

Estaba ya muy adelantado el otoño. Por lamañana, al levantarse, surgía el sol como unanaranja carmín, sangrienta, por oriente. Cuandoempezaba la instrucción en los prados, en losclaros extensos y verdes, entre los negros abetos,se levantaba torpe la plateada niebla, rasgada porlos movimientos regulares, violentos, de losuniformes azules, oscuros. Pálido y nostálgicoascendía el sol por el horizonte. Entre el ramajenegro relucían sus apagadas platas, frías yextrañas. Un escalofrío helado frotaba, como unaalmohaza maligna, el pelo de un morenoherrumbroso de los corceles; desde los claroscercanos llegaban sus relinchos, en una llamada dedolor, pidiendo la tierra y el establo. Se hacía«instrucción con las carabinas». Carl Josephapenas podía esperar el regreso al cuartel. Temíaaquel cuarto de hora de «descanso» que se

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producía, con toda puntualidad, a las diez; temía laconversación con los compañeros que solíanreunirse en la cantina cercana para tomar unacerveza y esperar al coronel Kovacs. Peor todavíaera la velada en el casino. Pronto empezaría. Eraobligatorio asistir. Ya se acercaba la hora de laretreta. Las sombras azules, oscuras y metálicas delos soldados que volvían, pasaban ya apresuradaspor el sombrío cuadrado del patio del cuartel. Elsuboficial Reznicek aparecía en la puerta con elfarol amarillento en la mano, y los cornetas sereunían en las tinieblas del patio. Brillaban losamarillos instrumentos de latón delante del azulresplandeciente de los uniformes. Desde losestablos llegaba el relincho soñoliento de loscaballos. En el cielo, parpadeaban, doradas, lasestrellas.

Llamaron a la puerta, Carl Joseph no se movió.Era su asistente. «Ya entrará», pensó. En esemomento entraba. Se llamaba Onufrij. ¡Cuánto

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tiempo había necesitado para recordar esenombre! ¡Onufrij! Para su abuelo habría sidotodavía un nombre corriente.

Onufrij entró. Carl Joseph pegó la frente a laventana. Oyó a sus espaldas el taconazo delasistente. Era miércoles. Día de salida de Onufrij.Había que encender la luz y rellenar un pase.Enfrente, los soldados seguían tocando laarmónica. Onufrij abrió la luz. Carl Joseph oyó elchasquido del interruptor junto al montante de lapuerta. Una gran claridad inundó la estancia a susespaldas. Delante de la ventana le seguíancontemplando las tinieblas del patio y, enfrente,relucía la luz amarilla, tan conocida, de losdormitorios de la tropa, ya que la luz eléctrica eraun privilegio de los oficiales.

—¿Dónde vas hoy? —preguntó Carl Joseph,que seguía mirando hacia los dormitorios de latropa.

—A ver a la chica —dijo Onufrij.

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Por primera vez el teniente le trataba de tú.—¿A qué chica? —preguntó Carl Joseph.—A Katharina —contestó Onufrij.Se notaba que se hallaba en posición de

firmes.—Descanso —ordenó Carl Joseph.Se oyó cómo Onufrij hacía avanzar el pie

derecho.Carl Joseph se giró. Delante de él estaba

Onufrij; los grandes dientes de caballo brillabanentre sus labios rojos. No podía ponerse en«descanso» sin sonreír.

—¿Cómo es tu Katharina? —le preguntó CarlJoseph.

—A sus órdenes, mi teniente, pechos grandes,blancos.

—Pechos grandes, blancos —repitió elteniente haciendo un hueco con sus manos. Sintióel frío recuerdo de los pechos de Kathi. Estabamuerta, muerta—. El pase —ordenó.

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Onufrij le dio el pase de salida.—¿Dónde está Katharina? —preguntó Carl

Joseph.—Criada en casa de señores —replicó

Onufrij, y añadió satisfecho—: Pechos grandes,blancos.

—¡Dame! —dijo Carl Joseph. Cogió el pase,lo desplegó y lo firmó—. Vete a ver a Katharina.

Onufrij pegó un taconazo.—¡Váyase!Apagó la luz. En la oscuridad buscó su abrigo.

Salió al pasillo. En el preciso instante en quecerraba la puerta, los cornetas, abajo, iniciaban elúltimo toque de retreta. Las estrellas parpadeabanen el cielo. Saludó el centinela en la puerta. Lacarretera brillaba plateada bajo la luna. Las lucesamarillas de la ciudad saludaban hacia el cuartelcomo estrellas caídas. Resonaban duros los pasossobre el suelo helado de la noche otoñal.

A sus espaldas sintió los pasos de Onufrij. El

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teniente iba deprisa, para que el asistente no lealcanzara. Pero también Onufrij aceleró el paso. Yasí iban apresurados por la carretera solitaria,dura y resonante, uno detrás del otro. Al parecer,Onufrij deseaba alcanzar al teniente. Carl Josephse detuvo y esperó. Onufrij se erguía inmenso bajoel claro de luna, parecía crecer, levantar la cabezahasta las estrellas, como si de allí le llegara unanueva fuerza para encontrarse con su señor. Movíalos brazos de un tirón, al mismo ritmo que laspiernas: era como si pisara el aire con las manos.Se detuvo a tres pasos de Carl Joseph, hinchandouna vez más el pecho, con un taconazo tremendo,saludó con los cinco dedos de su mano, queparecían formar uno solo. Carl Joseph sonriódesconcertado. Cualquier otro habría pronunciadouna frase amable en una situación como ésa.Resultaba conmovedor ver cómo Onufrij le seguía.Nunca se había fijado en él. Mientras no pudorecordar su nombre también le fue imposible

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recordar su rostro. Era como si cada día hubiesetenido un asistente diferente. Los otros hablaban desus asistentes con mucho detalle, como si hablarande mujeres, de vestidos, de comidas preferidas ode caballos. Cuando se hablaba de criados, CarlJoseph pensaba en el viejo Jacques, en su casa, elviejo Jacques que todavía había servido a lasórdenes del abuelo. No había otro criado en elmundo a excepción del viejo Jacques. Ahoraestaba Onufrij ante él, en la carretera bañada porla luna, hinchado el pecho, los botones deluniforme relucientes, las botas limpias brillantes yen su cara ancha una alegría apenas retenida porhallarse con su teniente.

—Póngase en descanso —le dijo Carl Joseph.Habría deseado decirle algo amable: El abuelo

se lo habría dicho a Jacques. Onufrij puso conestrépito el pie derecho delante del izquierdo.Seguía sacando el pecho, la orden de nada servía.

—Póngase cómodo —dijo Carl Joseph,

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impaciente y triste.—A sus órdenes, ya estoy cómodo —replicó

Onufrij.—¿Vive lejos de aquí tu chica? —preguntó

Carl Joseph.—No es lejos. Media hora de marcha, a sus

órdenes, mi teniente.La cosa no tenía remedio, Carl Joseph no

encontraba qué palabras decir. Buscabainútilmente una desconocida ternura. No sabíacómo tratar a los asistentes. ¿Pero acaso sabíatratarse con alguien? Su desorientación era grande,tampoco sabía qué decir a sus compañeros. ¿Porqué murmuraban siempre cuando él se lesacercaba o en cuanto se alejaba? ¿Por qué hacíatan mala figura a caballo? ¡Ah, se conocía bien!Veía su silueta como en un espejo y bien sabía queno podían engañarle. A sus espaldas corrían loscuchicheos de los compañeros. No comprendía susrespuestas hasta que se las explicaban y tampoco

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entonces encontraba motivo por el que reír. Elcoronel Kovacs le apreciaba a pesar de todo. Yevidentemente tenía una hoja de serviciosintachable. Vivía bajo la sombra del abuelo. Esoera lo que pasaba. Era el nieto del héroe deSolferino, su único nieto. Sentía a su espalda lamirada oscura, enigmática, del abueloconstantemente. ¡Era el nieto del héroe deSolferino!

Carl Joseph y su asistente Onufrijpermanecieron unos minutos frente a frente ensilencio en la carretera envuelta en un brillolechoso. La luna y la soledad prolongaban losminutos. Onufrij no se movía. Era como unaestatua bajo el brillo plateado de la luna. CarlJoseph dio de repente media vuelta y se puso aandar. Exactamente a tres pasos le seguía Onufrij.Carl Joseph oía el golpe regular de las pesadasbotas y el resonar metálico de las espuelas. Leseguía la fidelidad en persona. Cada golpe de las

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botas sobre el suelo era como un nuevo juramentode fidelidad por parte del asistente. Carl Josephtenía miedo de volverse. Deseaba que la carreterarecta desembocase de repente en una bifurcacióninesperada, desconocida, en otro camino; huía antela actitud servicial, pertinaz, de Onufrij. Elasistente le seguía a un ritmo continuado. Elteniente se esforzaba en mantener la marcha conlos pasos que le seguían a su espalda. Tenía miedode decepcionar a Onufrij si alteraba el paso sinmotivo y repentinamente. La fidelidad de Onufrijse manifestaba en el paso seguro de sus botas.Cada nuevo paso conmovía a Carl Joseph. Eracomo si a sus espaldas un mozo desmañadointentara llamar al corazón de su amo golpeandocon sus pesadas suelas. La ternura torpe de un osocon botas y espuelas. Al final llegaron a losarrabales. A Carl Joseph se le ocurrieron unaspalabras que le parecieron adecuadas para ladespedida. Se giró y dijo:

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—Que te diviertas, Onufrij.Se metió rápidamente por una callejuela.

Como un eco lejano le llegaron lasmanifestaciones de gracias de su asistente.

Tuvo que dar un rodeo. Llegó al casino diezminutos después. Estaba en el primer piso de unade las mejores casas del antiguo bulevar. Comotodas las noches, las ventanas del casinoiluminaban la plaza, paseo preferido de lapoblación. Era tarde ya, había que pasar rápidopor los apiñados grupos de ciudadanos quepaseaban con sus mujeres. El teniente sufría loindecible al tener que pasar, día tras día, con suuniforme abigarrado y brillante, por entre lapoblación, seguido de sus miradas curiosas,hostiles y lascivas, para penetrar finalmente comoun dios en el gran portal iluminado del casino.Serpenteaba rápidamente entre los paseantes porlos bulevares. Eran dos minutos, dos minutosodiosos. Subió las escaleras saltando los peldaños

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de dos en dos. Lo mejor era no encontrarse connadie. Era un mal síntoma encontrarse con alguienen las escaleras. Calor, luz y voces le llegabandesde el vestíbulo. Entró y saludó. Buscaba alcoronel Kovacs en el rincón de costumbre. Allíjugaba al dominó cada noche con otra persona.Jugaba al dominó con gran entusiasmo, quizáporque tenía un temor exagerado a las cartas.«Jamás he tenido un naipe entre mis manos», solíadecir. Pronunciaba la palabra «naipe» con un tonono exento de cierta odiosidad y se miraba lasmanos como si en ellas estuviera la prueba de sucarácter intachable. «Señores míos —decía aveces—, os recomiendo que juguéis al dominó. Esun juego limpio y sirve para ejercer moderación».A veces levantaba una ficha de dominó al aire,como un instrumento mágico, con el cual lessacaba a los viciosos jugadores de cartas el diablodel cuerpo.

Hoy le tocaba jugar al dominó al jefe de

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escuadrón Taittinger. La cara del coronel emitía unreflejo entre rojo y azulado sobre el rostroamarillo, seco, del jefe de escuadrón. Carl Josephse plantó con ligero tintineo de las espuelasdelante del coronel.

—¡Hola! —dijo el coronel Kovacs sin dejarde jugar al dominó.

Era un hombre cordial. Desde hacía tiempo sehabía acostumbrado a adoptar una actitud paternal.Solamente una vez al mes soltaba su rabieta, mástemida por él que por el regimiento. Para esocualquier motivo era suficiente. Gritaba como paraque temblaran las paredes del cuartel y los viejosárboles alrededor del campo de maniobras. Sucara, roja con vetas azules, se ponía pálida hastaen los labios, y con la fusta golpeaba, incansable ytembloroso, el empeine de la bota. Decía palabrassin sentido, entre las que destacaba, como unsonsonete, la frase, dicha sin más, «y esto en miregimiento», pronunciada en voz más baja que las

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restantes. Al final se paraba, sin saber por qué, dela misma manera en que había empezado, y se ibade la oficina, del casino, del campo de instruccióno de dondequiera que se hubiese producido supataleta. Todos conocían bien al bueno del coronelKovacs. Se podía confiar en la regularidad de susataques de rabia como en la repetición de las fasesde la luna. El jefe de escuadrón Taittinger, quehabía cambiado ya dos veces de regimiento y quetenía un buen ojo clínico hacia los superiores,aseguraba incansable, a quienquiera que seterciase, que en todo el ejército no había otrocoronel más inocente.

Finalmente, el coronel decidió apartar suatención de la partida de dominó y dio la mano aTrotta.

—¿Comió ya? —preguntó—. ¡Qué lástima! —siguió diciendo y su mirada se perdió en unaenigmática lejanía—. El filete estaba hoyexcelente. —Y al cabo de un rato repitió—:

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¡Excelente!Lamentaba que Trotta no hubiese aprovechado

el filete. De buena gana le habría mostrado alteniente con qué placer había comido su filete; queviera por lo menos comer con apetito.

—Bueno, pues, que se divierta —dijofinalmente y volvió a ocuparse de su partida dedominó.

En esos momentos reinaba una confusióngeneral en el salón, ya no quedaba ningún sitioagradable que ocupar. El jefe de escuadrónTaittinger, quien desde tiempo inmemorial dirigíael restaurante de oficiales y cuya única pasión erael consumo de dulces y pastas, había idoconvirtiendo el casino, con el tiempo, en unaimitación de la pastelería donde solía pasar lasprimeras horas de la tarde. Se le podía ver allí,sentado detrás de la puerta de cristal, con lainmovilidad sombría de un sorprendente maniquímilitar puesto allí para atraer al cliente. Era el

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mejor cliente de la pastelería y, seguramente, elmás hambriento. Sin que se alterasen en absolutolos rasgos hipocondríacos de su rostro, devorabauna fuente de dulces tras otra, tomándose unsorbito de agua de vez en cuando, y correspondíacon una lenta inclinación de cabeza al saludo delos soldados que pasaban por la calle. En su grancráneo flaco, de pelo escaso, no parecía sucedernada en absoluto. Era un oficial dulce y perezoso.De todas las obligaciones que le imponía elservicio, la única agradable era ocuparse de losasuntos del restaurante, de la cocina, de loscocineros, de los ordenanzas y de la bodega. Suextensa correspondencia con comerciantes envinos y fabricantes de licores daba trabajo a nomenos de dos escribientes. Con los años consiguióque el mobiliario del casino acabara por parecerseal de su amada pastelería, colocó unas mesitasmuy graciosas en todos los rincones y les pusolamparillas con pantallas rojas.

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Carl Joseph dio una mirada a su alrededor.Buscaba un sitio soportable. Entre el alférez decomplemento Bárenstein, caballero de Zaloga, unrico abogado recientemente ennoblecido, y elrisueño teniente Kindermann, originario de laAlemania Imperial, era donde disfrutaría de mayorseguridad. No resultaba muy adecuado para elalférez su cargo juvenil. Era ya algo entrado enaños, tenía barriga y más parecía un paisanodisfrazado de militar que un oficial del emperador.Llamaba la atención su rostro, con un pequeñobigotito negro, al que faltaban, por así decir, losquevedos que la naturaleza exige. Con todo,irradiaba una dignidad en la que se podía confiar:Carl Joseph creía ver en él a un médico decabecera o a un tío. Era la única persona en losdos grandes salones de la que podía afirmarse queestaba verdadera y auténticamente sentado,mientras que los demás no hacían sino menearse ensus asientos. La única concesión que el alférez

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Bárenstein, doctor en derecho, hacía al uniformemilitar era el monóculo que usaba cuando estabade servicio, porque efectivamente el paisanollevaba quevedos.

La persona del teniente Kindermann resultabatambién más tranquilizadora que la de los demás,sin duda alguna. Estaba hecho de una sustanciarubia, rosada y transparente, incorpórea casi y quese podía atravesar como la neblina soleada,vaporosa de la tarde. Todo cuanto decía eravaporoso y transparente, como un hálito huido desu cuerpo, sin que por ello perdiera tamaño.Incluso la seriedad con que seguía unaconversación era como una sonrisa de primavera.Una nonada sonriente sentada a la mesa: eso era elteniente.

—¡Hola! —dijo con un tono de voz muyquedo, una a voz que el coronel Kovacsconsideraba como uno de los instrumentos deviento del ejército prusiano.

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El alférez de complemento Bárenstein selevantó, según ordenaba el reglamento, con todasolemnidad.

—Mis respetos, mi teniente —le dijo.«Buenas noches, doctor», casi le habría

respondido Carl Joseph respetuosamente, pero selimitó a preguntar:

—¿No molesto?—Hoy estará de vuelta el doctor Demant —

dijo Bárenstein iniciando la conversación—. Mehe encontrado con él esta tarde por casualidad.

—Es una bellísima persona —dijoKindermann cantarín.

Su voz sonaba como un suave airecillo entrelas cuerdas de un arpa, especialmente encomparación con la voz recia, propia del foro, delbarítono Bárenstein. Kindermann, que siempreestaba preocupado en superar su interés,extremadamente escaso, por las mujeres, mediantela especial atención que aparentaba dedicarles, les

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informó además:—Y su mujer, ¿la conocéis?, es una belleza,

una mujer encantadora.Al pronunciar la palabra «encantadora»

levantó la mano, haciendo bailotear los dedossueltos por el aire.

—Yo la conocí cuando todavía era unajovencilla —señaló el alférez.

—¡Qué interesante! —dijo Kindermann, en untono evidentemente hipócrita.

—Su padre era antes uno de los más ricosfabricantes de sombreros —siguió diciendo elalférez, como si estuviese leyendo en un informe.

Parecieron sorprenderle sus palabras y secalló. La expresión «fabricante de sombreros» era,quizá, demasiado propia de paisanos, y él no sehallaba de tertulia con abogados. Se juró ensilencio a sí mismo que, en adelante, pensaría másantes de decir una frase. En su opinión, lacaballería se merecía esto y mucho más. Intentó

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mirar a Trotta, pero éste estaba sentado a suizquierda, mientras Bárenstein llevaba elmonóculo puesto precisamente en el ojo derecho.Sólo veía con claridad a Kindermann, peroKindermann no le interesaba en absoluto. Paradarse cuenta de si el uso del giro «fabricante desombreros», propio del habla familiar, habíatenido fatales efectos sobre Trotta, Bárenstein sacósu pitillera y la tendió a Carl Joseph, pero almismo tiempo recordó que Kindermann era másantiguo en el cargo y, girando rápidamente a laderecha, le dijo:

—Perdón.Los tres fumaban en silencio. La mirada de

Carl Joseph se dirigía hacia el retrato delemperador colgado en la pared de enfrente. Allíestaba Francisco José en uniforme de general,blanco como el azahar, con la ancha faja rojacruzándole el pecho y la orden del Toisón de Oroal cuello. El gran sombrero negro de mariscal con

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el penacho de exuberantes plumas verdes de pavoreal estaba al lado del emperador, sobre unamesita que no parecía tenerse muy firme sobre suspatas. El cuadro parecía estar colgado muy lejos,más lejos que la pared. Carl Joseph recordó quedurante los primeros días que siguieron a sullegada al regimiento este cuadro le había causadocierto orgulloso consuelo. Entonces le parecía queel emperador podría surgir en cualquier momentodel estrecho marco negro. Pero, paulatinamente, eljefe supremo de los ejércitos fue adquiriendo elrostro indiferente y usual de los sellos y lasmonedas, en el que ya no se fijaba. En el casinoestaba colgado su cuadro como un extrañosacrificio que un dios se ofrece a sí mismo. Susojos —que en otro tiempo fueron como un cieloestival de vacaciones— eran ahora sólo duraporcelana azul. ¡Y seguía siendo el mismoemperador! En su casa, en el despacho del jefe dedistrito, también se hallaba colgado este cuadro.

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También lo estaba en el aula magna de laacademia, en el despacho del coronel en el cuartel.En cien mil puntos distintos distribuidos por todoel ancho Imperio, allí estaba Francisco José,omnipresente entre sus súbditos, como Dios en laTierra. Y a él le había salvado la vida el héroe deSolferino. El héroe de Solferino se había hechoviejo y había muerto. Ahora se lo comían losgusanos. Y su hijo, el jefe de distrito, también sehacía viejo ya. Pronto se lo comerían los gusanos.Solamente el emperador había envejecido un día, auna hora bien determinada, y desde aquel momentoparecía permanecer encerrado en su vejez helada yeterna, plateada y espantosa, como dentro de unaarmadura de cristal para inspirar respeto. Los añosno se atrevían a atacarle. Sus ojos eran cada vezmás y más azules. Pero su gracia, que se cerníasobre la familia de los Trotta, era una carga deacerado hielo. Carl Joseph sentía un frío bajo losojos azules de su emperador.

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Recordaba que en su casa, cuando volvía porlas vacaciones y los domingos después delalmuerzo, cuando el músico mayor Nechwaldistribuía a los músicos de la banda en elsemicírculo de costumbre, habría deseado en aquelmomento morir de una muerte placentera, cálida ydulce por el emperador. El legado de su abuelo, desalvar la vida al emperador, permanecía vivo. Y siuno era un Trotta salvaba sin cesar la vida delemperador.

Ahora apenas habían pasado cuatro meses desu llegada al regimiento. De repente parecía que elemperador, encerrado y apartado en su armadurade cristal, ya no necesitase más de los Trotta. Lapaz duraba hacía ya demasiado tiempo. Lejosestaba la muerte para aquel joven teniente decaballería, como el grado de ascenso porescalafón. Un día se llega a coronel y después a lamuerte. Mientras tanto, iba cada noche al casino ycontemplaba el cuadro del emperador. Cuanto más

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lo contemplaba Trotta, tanto más lejos sentía alemperador.

—Mira —resonaba cantarina la voz delteniente Kindermann—, Trotta se come al viejocon los ojos.

Carl Joseph sonrió en dirección a Kindermann.Hacía rato ya que el alférez Bárenstein habíaempezado una partida de dominó y se hallaba yacamino de perderla. Consideraba que su deber eraperder cuando jugaba con los oficiales en servicioactivo. De paisano ganaba siempre. Incluso entreabogados era un temible jugador. Pero cuandoparticipaba en las prácticas anuales eliminaba sucapacidad de reflexión y se esforzaba por parecerun iluso. «Ése siempre pierde», le decíaKindermann entonces a Trotta. El tenienteKindermann estaba convencido de que los«paisanos» eran seres de capacidad inferior. Nisiquiera podían ganar al dominó. El coronel seguíasentado en su rincón con el jefe de escuadrón

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Taittinger. Algunos oficiales paseaban aburridosentre las mesas. No se atrevían a marcharse delcasino mientras jugara el coronel. El suave relojde péndulo tocaba llorando cada cuarto de hora,muy claro y con gran lentitud. Su nostálgicamelodía interrumpía el entrechocar de las fichasde dominó y de las piezas del ajedrez. A vecesresonaba el taconazo de algún ordenanza, quecorría a la cocina para volver con una copa decoñac sobre una enorme y ridícula bandeja. Aveces alguien soltaba una sonora carcajada y, si semiraba en la dirección de donde provenía la risa,se veían cuatro cabezas agrupadas, que revelabanque se estaban contando chistes. ¡Ay, esos chistes!Esas anécdotas en las que todos advertíaninmediatamente si uno reía a gusto o simplementepor complacer a los demás. Trazaban la línea dedemarcación entre propios y extraños. Quien nolas comprendía era un extraño. Y Carl Josephjamás las comprendió.

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Iba a proponer una nueva partida a tres cuandose abrió la puerta y el ordenanza saludó con unestrepitoso taconazo. Se hizo un gran silencio almomento. El coronel Kovacs saltó de su asiento ymiró hacia la puerta. Estaba entrando nada menosque el médico del regimiento, el doctor Demant. Élmismo se hallaba sorprendido por el desconciertoque había provocado. Se detuvo en la puerta ysonrió. El ordenanza, a su lado, seguía firme, locual, evidentemente, molestaba al doctor. Le hizoun gesto con la mano, pero el soldado no loadvirtió. Los gruesos lentes del doctor estabanligeramente empañados por la niebla otoñal de latarde. Demant acostumbraba a quitarse los lentesen cuanto entraba en algún sitio, pero aquí no seatrevía. Tardó un rato en salir del umbral bajo lapuerta.

—Vaya, vaya, ya está aquí el doctor —gritó elcoronel.

Gritaba cuanto podía, como si quisiera hacerse

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oír en medio del barullo de una verbena. Elbuenazo del coronel creía que los miopes erantambién sordos y que, si oían mejor, podríanasimismo ver mejor con los lentes. La voz delcoronel se abrió paso. Los oficiales se hicieron aun lado: Los pocos que todavía seguían sentados alas mesas se pusieron de pie. El médico delregimiento avanzaba paso a paso, como sianduviera sobre hielo. Los cristales de sus lenteseran cada vez más claros. De todas partes lesaludaban. No sin dificultad iba reconociendo asus compañeros. Se inclinaba para leer en losrostros como quien lee en los libros. Finalmente sedetuvo ante el coronel Kovacs, con el cuerpoerguido. Se notaba que exageraba, echando haciaatrás, con su cuello delgado, la cabeza eternamenteinclinada e intentando levantar los hombrosestrechos y caídos. Durante su largo permiso porenfermedad casi se habían olvidado de él y de suactitud tan poco militar. Ahora lo contemplaban

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con ligera sorpresa. El coronel se apresuraba aterminar con el rito reglamentario del saludo. Diounos gritos que hicieron temblar los vasos.

—¡Y tiene buen aspecto el doctor! —exclamócomo si su deseo fuera comunicárselo a todo elejército.

Golpeó con la mano sobre los hombros deDemant como si quisiera que recuperaran suposición normal. Le tenía aprecio a ese médico delregimiento. Pero, vaya por Dios, ¡tenía un aire tanpoco militar el tío ése! Con que sólo se pusiera unpoco más marcial, no habría que esforzarsesiempre en mostrarse benévolo con él. ¡Bienpodían haberle enviado otro médico a suregimiento, qué joder! Y estas eternas contiendasque sostenía la buena voluntad del coronel frente asu sentimiento del honor militar le estabanhaciendo polvo, a él, un viejo soldado, y todo porculpa de este maldito y simpático individuo.«¡Este doctor me llevará a la tumba!», pensaba el

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coronel cuando el médico del regimiento montabaa caballo. Un día le sugirió que era mejor que nocabalgase por la ciudad. «Hay que decirle algoamable», pensó el coronel excitándose. Con lasprisas le vino a la mente aquello de «el fileteestaba excelente». Y se lo dijo. El doctor sonrió.«¡Pero este tío sonríe como un paisano!», pensó elcoronel. De repente se dio cuenta de que entre lospresentes había uno a quien el doctor aún noconocía. ¡El Trotta ese, claro! Se habíaincorporado al regimiento cuando el doctor estabaya de permiso. El coronel empezó a soltar gritos.

—¡Nuestro benjamín, Trotta! Todavía no osconocéis.

Carl Joseph se presentó ante el médico delregimiento.

—¿Nieto del héroe de Solferino? —preguntóel doctor Demant.

Nadie habría imaginado que supiera tantascosas de la historia militar.

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—Todo lo sabe nuestro doctor —gritó elcoronel—. Es un ratón de biblioteca. —Y porprimera vez en la vida le gustó hasta tal punto elsospechoso término de «ratón de biblioteca» quelo repitió—: Un ratón de biblioteca —con aqueltono cariñoso de voz con el que solamente solíadecir «un ulano».

Todos volvieron a sentarse y la velada siguiósu curso habitual.

—Su abuelo —dijo el médico del regimiento— era uno de los hombres más extraordinarios delejército. ¿Lo conoció usted?

—No llegué a conocerle —respondió CarlJoseph—. Su retrato está en casa, en el gabinete.Cuando yo era pequeño solía contemplarlo. Suasistente, Jacques, todavía está con nosotros.

—¿De qué retrato se trata? —preguntó elmédico del regimiento.

—Lo pintó un amigo de mocedad de mi padre—respondió Carl Joseph—. Es un cuadro extraño.

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Está colgado tocando casi el techo. Cuando yo erapequeño tenía que subirme a una silla. Y así podíacontemplarlo.

Permanecieron en silencio unos momentos.Después el doctor dijo:

—Mi padre era tabernero; un tabernero judíoen Galitzia, ¿conoce este país? Está en la fronterapolaca.

Así pues, el doctor Demant era un judío. Entodos los chistes se hablaba de los médicos delregimiento judíos. En la academia había tambiéndos judíos, que después se habían pasado a lainfantería.

—¡Vamos a ver a Resi, a Resi! —dijo alguienen aquel momento.

—¡Vamos a ver a Resi! ¡Todos para allá! —repitieron todos—. Vamos a ver a Resi.

Nada habría aterrorizado más a Carl Josephque esos gritos. Desde hacía semanas los esperabacon temor. Recordaba con todo detalle su última

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visita al lupanar de la señora Horwath. Todo lorecordaba: el champaña hecho a base de cánfora ylimonada, las carnes fláccidas lechosas de lasmozas, el carmín estrepitoso y el amarilloenloquecido de las paredes, aquel olor a gatos,ratones y lirios en los pasillos y los ardores deestómago doce horas después. Apenas hacía unasemana que se había incorporado y era la primeravez que estaba en un burdel. «Maniobras deamor», había dicho Taittinger. Él los acaudillaba.Era una de las obligaciones de quien estaba alfrente del restaurante de oficiales desde tiempoinmemorial. Pálido y delgado, con el guardamanosdel sable al brazo, Taittinger se paseaba por elsalón de la señora Horwath con pasos anchos,elásticos y de un suave retintín metálico; iba deuna mesa a otra, como furtivo profetaamonestándoles a cumplir con su deber.Kindermann casi se desmayaba en cuanto olíamujeres desnudas: el sexo débil le producía

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vómitos. El comandante Prohaska estaba en elretrete intentando meterse, como fuera, su dedogordezuelo en el fondo del paladar. Las faldassedosas de la señora Resi Horwath deambulabansimultáneamente por todos los rincones de la casa.Sus grandes ojos negros giraban sin rumbo algunopor su cara ancha, farinácea, blanca y enorme; ensu ancha boca, la dentadura postiza brillaba comolas teclas de un piano. Desde un rincón,Trautmannsdorff seguía todos los movimientos dela señora Horwath con miradas verdes, avispadas.Finalmente se puso en pie y hundió la mano en lossenos de la fulana, perdiéndose en ella como unratoncillo blanco entre blancas montañas. Pollak,el pianista, seguía sentado, esclavo de la música,con el espinazo doblado sobre el piano de negroslustres; en sus manos sonaban huecos los puñosalmidonados, como platillos roncos, acompañandolos rotos acordes del piano.

¡Vamos a ver a Resi! Y todos fueron para allá.

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En la puerta del casino el coronel dio media vueltay exclamó:

—Que lo pasen bien, señores.—Mis respetos, mi coronel —repitieron veinte

voces en la calle silenciosa mientras cuarentabotas daban un taconazo. El médico delregimiento, el doctor Max Demant, probó tambiéntímidamente de despedirse.

—¿Tiene usted que acompañarles? —lepreguntó en voz baja al teniente Trotta.

—Creo que sí —musitó Carl Joseph.Y el médico del regimiento le siguió en

silencio. Eran los últimos en la desordenadacaterva de oficiales que avanzaban con estrépitopor las calles silenciosas, bañadas por la luna, dela pequeña ciudad. Ni el médico ni Trotta decíanpalabra. Ambos sentían que la pregunta dicha envoz baja y la respuesta musitada les unía. Los dosse encontraban separados del resto del regimiento.Y apenas hacía media hora que se conocían. De

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repente, y sin saber por qué, Carl Joseph dijo:—Yo quería a una mujer que se llamaba Kathi.

Ha muerto.El médico del regimiento se detuvo y se giró

hacia el teniente.—Todavía querrá a otras mujeres —le dijo. Y

siguieron andando.Se oían silbar los trenes en la estación lejana.—Quisiera marcharme, irme muy lejos —dijo

el médico del regimiento.Se hallaban ya delante del farol azul del

lupanar. Taittinger, jefe del escuadrón, llamó a lapuerta cerrada. Alguien abrió. Adentro las teclasempezaron a aporrear la marcha de Radetzky. Losoficiales entraron al paso en el salón.

—Rompan filas —ordenó Taittinger.Las hembras semidesnudas se les acercaron en

amplio gorjeo, como una bandada de blancasgallinitas.

—¡Dios os guarde! —exclamó Prohaska.

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Esta vez Trautmannsdorff agarró ya de entradalos pechos de la señora Horwath. Y, de momento,no los soltaba. Ella tenía que cuidar de la cocina yde la bodega y se la veía sufrir bajo las cariciasdel teniente, pero la ley de hospitalidad le exigíaeste sacrificio. Se dejó seducir. El tenienteKindermann se puso pálido. Estaba más blancoque las espaldas empolvadas de las mujeres. Elcomandante Prohaska encargó agua de Seltz. Quienle conociera bien, habría asegurado que iba aemborracharse en grande. Se limitaba a abrirlepaso con agua al alcohol, como se limpian lascalles antes de una recepción.

—¿Ha venido el doctor? —preguntó a gritopelado—. ¡Que estudie las enfermedades en sufoco de origen! —dijo con seriedad científica,pálido y seco como siempre.

El monóculo del alférez Bárenstein estabaahora en el ojo de una moza rubia platino. Allíestaba sentado, parpadeantes los ojuelos negros,

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mientras sus manos morenas, peludas, avanzabancomo extraños animales por las carnes de lahembra. Al final, cada uno fue encontrando susitio. Entre el doctor y Carl Joseph, sentados sobreel rojo sofá, se hallaban dos mujeres, quietas,encogidas las rodillas, intimidadas ante la miradadesesperada de los dos hombres. Cuando llegó elchampaña, servido personalmente por la severaama de llaves envuelta en negro tafetán, la señoraHorwath sacó decidida la mano del teniente de suescote y se la puso sobre los pantalones negros,como quien devuelve un objeto prestado. Conimperio y majestad, se levantó. Apagó la araña decristal. En los rincones brillaban únicamentelamparillas. En la penumbra rojiza relucían losblancos cuerpos empolvados, parpadeaban lasdoradas estrellas y brillaban los sables de plata.Las parejas se fueron levantando y desaparecieron.Prohaska, que ya le daba al coñac desde hacíarato, se acercó al médico del regimiento y dijo:

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—Como vosotros no las necesitáis, me lasllevo yo. Cogió a las mujeres y, apoyándose enellas, avanzó dando tumbos hacia la escalera.

El doctor y Carl Joseph se hallaban ahora asolas. El pianista Pollak acariciaba apenas lasteclas al otro extremo del salón. Les llegaba congran terneza un vals que, tímido y suave, sedifundía por la estancia. Por lo demás, el ambienteera tranquilo, casi íntimo, y se oía el tic-tac delreloj.

—Me parece que nada tenemos que hacer aquí.¿No cree usted? —preguntó el doctor, al tiempoque se levantaba.

Carl Joseph miró en dirección al reloj y selevantó a su vez. En la oscuridad no distinguíabien la hora. Se acercó al reloj, pero retrocedióunos pasos. En un marco de bronce, con cagadasde mosca, se hallaba el jefe supremo de losejércitos. Era una reproducción en pequeño delconocido y omnipresente retrato de su majestad,

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con los atavíos blancos como el azahar, la fajaroja y el Toisón de Oro. «Algo tiene que pasar —pensó el teniente—, algo, ¡que pase algo!». Sentíasu propia palidez, y le latía aceleradamente elcorazón. Cogió el cuadro, lo abrió y sacó elretrato. Lo dobló, volvió a doblarlo dos veces másy se lo metió en el bolsillo. Dio media vuelta.Detrás de él se encontraba el médico delregimiento. Con el dedo señalaba el bolsillodonde Carl Joseph guardaba el retrato delemperador. «También lo salvó el abuelo», pensóel doctor Demant. Carl Joseph se puso colorado.

—¡Qué mierda! —dijo—. ¿En qué está ustedpensando?

—Nada —replicó el doctor—. Estabapensando en su abuelo.

—Yo soy su nieto —dijo Carl Joseph—.Desgraciadamente, nunca tuve ocasión de salvarlela vida. Pusieron cuatro monedas de plata sobre lamesa y salieron de la casa de la señora Resi

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Horwath.

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D

CapítuloVI

esde hacía más de tres años el comandantemédico Max Demant estaba en el

regimiento. Vivía en las afueras de la ciudad, enlos arrabales del sur, por donde pasaba lacarretera que iba a los cementerios, al «nuevo» yal «viejo». El doctor conocía bien a los dosguardas del cementerio. Dos veces a la semana ibaa ver a los muertos, tanto a los olvidados desdehacía tiempo como a los que todavía serecordaban. A veces permanecía largo rato entrelas tumbas y, en ocasiones, se oía el sable quechocaba suave contra las lápidas. Sin duda algunaera un hombre extraño. Un buen médico, decían; esdecir que para ser un médico militar era unaauténtica rareza. No se trataba con nadie.

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Únicamente por las obligaciones de su cargo, ysiempre con más frecuencia de lo que habríadeseado, aparecía entre sus compañeros. Deacuerdo con su edad y con sus años de serviciodebería haber sido ya médico del estado mayor.Nadie sabía el porqué de que aún no lo fuera.Quizá ni él tampoco lo sabía. «En vez de unacarrera militar, Demant ha hecho una carrera deobstáculos», decía el jefe de escuadrón Taittinger,quien surtía también al regimiento de aforismosescogidos.

«Carrera de obstáculos», pensaba a veces elpropio doctor Demant. «Una vida con obstáculos—le decía al teniente Trotta—. Eso ha sido mivida. Si el destino me hubiese sido favorablehabría podido ser ayudante del gran cirujanovienés y, quizá, finalmente catedrático». El nombredel gran cirujano vienés había proyectado unatemprana gloria en las estrecheces de su infancia.Ya de chico, Max Demant había tomado la

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decisión de hacerse médico. Era hijo de uno de lospueblos de la frontera oriental del reino. Su abueloera un tabernero judío, hombre muy devoto, y supadre, después de doce años de servicio en lamilicia nacional, había obtenido el cargo defuncionario de tercera en las oficinas de correosde la pequeña ciudad capital del distritofronterizo. Se acordaba bien de su abuelo. Pasabatodas las horas del día sentado bajo el gran portalde la taberna. Su barba inmensa, de rizosplateados, le cubría el pecho y le llegaba hasta lasrodillas. Junto a él flotaba un olor especial aabonos y leche, caballos y heno. Sentado a lapuerta de su taberna parecía un viejo rey de lostaberneros. Cuando los campesinos volvían de laferia semanal de cerdos, se detenían ante lataberna, y el viejo se levantaba, poderoso, comouna montaña que hubiera tomado figura humana.Como ya era bastante duro de oído, loscampesinos de baja estatura tenían que darle sus

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encargos poniéndose las manos a la bocaformando un embudo y gritando a través de él. Elviejo se limitaba a asentir con la cabeza cuandohabía comprendido. Satisfacía los deseos de suclientela como si fuera una gracia especial que lesconcedía, sin tener en cuenta que se los pagaban endinero contante y sonante.

Con sus recias manos desenganchaba loscaballos y los llevaba él mismo al establo. Y,mientras sus hijas servían a los clientes en la salade la taberna, de techo bajo, aguardiente conguisantes secos, él daba el pienso a los animalesacariciándolos y hablándoles para que estuvierantranquilos. Los sábados leía grandes libros dedevoción. Su barba plateada cubría la mitadinferior de las páginas de negra escritura. Sihubiese sabido que su nieto llevaría un día eluniforme de oficial y andaría por el mundo armadocomo un asesino, a buen seguro que habríamaldecido sus muchos años y el fruto de su

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virilidad: No estaba tampoco muy satisfecho de suhijo, el padre del doctor Demant, el funcionario detercera de correos, pese a sentir por él una granternura. La taberna, heredada durante generacionesde padres a hijos, debería dejarla ahora en manosde las hijas y los yernos, mientras losdescendientes varones de la familia seconvertirían, hasta el más remoto futuro, enfuncionarios, eruditos, empleados e ilusos. ¡Hastael más remoto futuro! Esto último no era cierto. Elcomandante médico no tenía hijos. Ni queríatenerlos. Porque su mujer…

Llegado a este punto, el doctor Demant solíainterrumpir sus recuerdos. Pensaba en su madre,que había vivido siempre intentando obteneralgunos pequeños ingresos adicionales. El padre,terminado el servicio en la oficina, iba al pequeñocafé. Jugaba a las cartas, perdía y no pagaba lacuenta. Deseaba que su hijo hiciera el bachilleratoelemental y fuera después funcionario, de correos,

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claro está. «Tú tienes demasiadas pretensiones»,le decía a su mujer. Y a pesar de que no brillabaprecisamente el orden en su vida, se mostrabaextraordinariamente meticuloso con todo lo queguardaba de su época de soldado. En el armarioestaba colgado su uniforme, el uniforme de«oficial cajero que ha prestado largos servicios»,con los galones dorados en la bocamanga, lospantalones negros y el chacó de infantería, comouna personalidad puesta allí todavía viva, divididaen tres partes, con los botones brillantes, que selimpiaban cada semana. El sable curvo negro conla empuñadura estriada, que se pulía también cadasemana, estaba allí colgado diagonalmente de dosclavos; sobre la mesa escritorio que nunca seutilizaba, oscilaba indiferente la borla doradasemejando un girasol, una flor de girasol cerradacomo un capullo y cubierta de polvo. «De no haberaparecido tú en mi vida —le decía a la madre—,habría hecho el examen y sería ahora capitán

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cajero». El día del cumpleaños del emperador, elempleado de correos Demant se ponía su uniformede funcionario, con sombrero y espadín. Ese díano jugaba a las cartas. Todos los años, el día delcumpleaños del emperador se proponía empezaruna vida sin deudas y, en consecuencia, seemborrachaba. Llegaba tarde a su casa y, en lacocina, desenvainaba el espadín y daba órdenes atodo un regimiento. Las ollas eran los pelotones,las tacitas las secciones y los platos lascompañías. Simon Demant era un coronel, coronelal servicio de Francisco José I. La madre, en cofiade encajes y enaguas plisadas, saltaba de la cama,se ponía una toquilla y procuraba calmar a sumarido.

Hasta que un día, exactamente un día despuésdel cumpleaños del emperador, el padre sufrió unataque de apoplejía. Su muerte fue tranquila, y suentierro, brillante. Todos los carteros siguieron alféretro. Y en la memoria de la viuda persistió el

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recuerdo del muerto, modelo de esposo, fallecidoal servicio del emperador y de los correos reales eimperiales. Tanto el uniforme de suboficial comoel de funcionario de correos estaban colgados, unoal lado del otro, en el armario. La viuda losmantenía en constante brillo mediante alcanfor,cepillo y limpiametales. Parecían momias, y cadavez que el hijo abría el armario creía ver doscadáveres de su padre.

Tenía el firme deseo de hacerse médico. Dioclases particulares por el mísero pago de seiscoronas al mes. Sus botas solían estar destrozadas.Cuando llovía dejaba anchas huellas húmedassobre los suelos encerados de las casas de losricos. Cuando las suelas estaban reventadas, suspies parecían más grandes. Finalmente aprobó elbachillerato. Y fue estudiante de medicina. Ante elfuturo se extendía todavía la miseria, negra paredcontra la que estallaba. Casi era obligado dar denarices en el ejército. Siete años comido, bebido,

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vestido, siete años con un techo bajo el queguarecerse, siete largos, largos años. Se hizomédico militar. Y siguió siéndolo.

La vida parecía pasar más veloz que lospensamientos. Y apenas si había tenido tiempo detomar una decisión cuando la vejez ya asomaba.

Se había casado con la señorita EvaKnopfmacher.

Aquí interrumpió el doctor Demant una vezmás el hilo de sus recuerdos y siguió andandohacia su casa.

Oscurecía ya. En todas las habitaciones habíamucha luz, como si se tratara de una fiesta. Suasistente le indicó que había llegado su suegro, elseñor Knopfmacher.

En este momento salía del baño, en una batalarga, floreada y suave, con una navaja en la mano,las mejillas coloradas, relucientes, reciénafeitadas, olorosas. Su rostro parecía estarcompuesto de dos mitades. Dos mitades unidas

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simplemente por la perilla.—¡Mi querido Max! —exclamó el señor

Knopfmacher, colocando cuidadosamente lanavaja sobre una mesilla. Extendió los brazos y labata se entreabrió.

Se abrazaron, se besaron apenas y entraronjuntos en el saloncillo.

—Quisiera algo de licor —dijo el señorKnopfmacher.

El doctor Demant abrió el armario y contemplóunos instantes varias botellas. Finalmente diomedia vuelta.

—Yo esto no lo conozco —dijo— ni tampocosé lo que te gusta.

Se había agenciado una colección de licoresde la misma forma en que una persona de escasasletras se agencia una biblioteca.

—¡Y tú todavía sigues sin beber! —dijo elseñor Knopfmacher—. ¿Tienes sliwowitz, arac,ron, coñac, genciana, vodka? —le preguntó a gran

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velocidad, en forma nada acorde con su dignidad.Se levantó. Se acercó al armario, mientras

flotaban en el aire los faldones de la bata, y conmano segura sacó una botella.

—Quería darle una sorpresa a Eva —dijo elseñor Knopfmacher—. Y, la verdad sea dicha, túno has estado aquí en toda la tarde. Y en tu lugar—se detuvo un instante y repitió—, en tu lugar heencontrado a un teniente. Un tontorrón.

—Es el único amigo —replicó Max Demant—que he encontrado desde que soy médico militar.Es el teniente Trotta. Una excelente persona.

—Una excelente persona —repitió el suegro—. Yo también soy una excelente persona, porejemplo. Pero yo no te aconsejaría que me dejarasuna hora entera solo con una guapa mujer, auncuando sólo te intereses una pizca por ella. —Knopfmacher juntó las puntas del pulgar e índice yrepitió al cabo de un rato—: Una pizquita así.

El comandante médico palideció. Se quitó los

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lentes y los limpió lentamente. Envolvía así almundo a su alrededor en una niebla bondadosa,dentro de la cual el suegro y su bata se convertíanen una mancha blanca, de contornos imprecisos, sibien muy extensa. No se puso seguidamente loslentes que acabó de limpiar, sino que los tuvo unrato en la mano y dijo a través de la niebla:

—No tengo motivo alguno, querido papá, paradesconfiar de Eva ni de mi amigo.

Pronunció estas palabras con escasoentusiasmo. Le resultaba una frase extraña, sacadade una lectura remota cualquiera, oída en unaolvidada representación teatral.

Se puso los lentes y, al instante, reapareció elviejo Knopfmacher, de contornos y extensionesnetos. Parecía también que la frase reciénpronunciada estuviera lejos, muy lejos.Seguramente ya no era cierta. El comandantemédico lo sabía tan bien como su suegro.

—¡Que no tienes motivo alguno! —repitió el

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señor Knopfmacher—. ¡Pues yo sí tengo motivos!Conozco a mi hija. Tú no conoces a tu mujer. ¡Yoconozco bien a esos tenientillos! ¡Y, en fin,conozco a los hombres! Sin embargo no quieroofender al ejército. No nos salgamos de quicio.Cuando mi mujer, tu suegra, todavía era joven,tuve ocasión de conocer a esos jóvenes, depaisano y en uniforme. Sois gente rara vosotros,vosotros los…, los…

Buscaba un calificativo, un término que losenglobara a todos, una palabra desconocida, queincluyera a su yerno y a otros necios como él. Debuen gusto habría dicho: «¡Vosotros engreídospersonajillos con carrera!». Porque él era listo,tenía una buena posición y gozaba de reputación apesar de no tener estudios. En poco tiempo se leiba a conceder el título de consejero comercial.Tenía un sueño dorado para el futuro, un sueño dedádivas, de muchas y cuantiosas dádivas. Suconsecuencia inmediata sería el ennoblecimiento.

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Y si, por ejemplo, se nacionalizaba húngaro,todavía podría adquirir la nobleza con másrapidez. En Budapest las cosas eran más fáciles.¡Y los que complicaban la vida eran precisamenteesos tipos con carrera, funcionarios de minuta,bobalicones! También su propio yerno lecomplicaba la vida. Si se armaba un escándalo,por pequeño que fuera, adiós al título de consejerocomercial. Siempre hay que estar sobre aviso,incluso en casa. ¡Incluso hay que vigilar la virtudde esposas ajenas!

—¡Querido Max, quisiera cantarte lasverdades antes de que sea demasiado tarde!

Eso no le gustó al comandante médico. Pornada en el mundo quería oír las verdades. Conocíabien a su mujer, como el señor Knopfmacher a suhija. ¡Pero la quería, qué remedio! La quería. EnOlmütz fue el asunto aquel con el jefe de distritoHerdall, en Graz con el juez Lederer. Elcomandante médico daba gracias a Dios y a su

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mujer porque no eran sus camaradas. Si pudieraabandonar el ejército. Estaba constantemente enpeligro de muerte. Había intentado decírselo a susuegro en repetidas ocasiones… Lo intentó una vezmás. «Ya sé que Eva se encuentra en peligro.Siempre. Desde hace años. Es irreflexiva,desgraciadamente. Pero no lleva las cosas hastasus últimas consecuencias». Su pensamiento sedetuvo un momento y recalcó: «No las lleva hastasus últimas consecuencias». Acallaba así todas suspropias dudas que desde hacía años no leabandonaban. Exterminaba sus temores y estabaseguro de que su mujer lo engañaba.

—Nunca —dijo en voz alta y ya convencido—: Eva es una mujer decente, pese a todo.

—Claro, claro —le confirmó su suegro.—Pero no vamos a resistir esta vida por

mucho tiempo —siguió diciendo el comandantemédico—. La profesión no me satisface, como túbien sabes. ¿Qué no sería yo hoy de no estar

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sometido a las obligaciones del servicio? Tendríauna excelente posición y las ambiciones de Evaestarían satisfechas. Porque es ambiciosa,desgraciadamente.

—En esto se parece a mí —dijo el señorKnopfmacher no exento de complacencia.

—Está descontenta —siguió diciendo elcomandante médico, mientras su suegro se llenabaun buen vaso y buscaba distraerse—. No se lopuedo reprochar.

—Tú deberías distraerla —le interrumpió susuegro.

—Yo soy… —el doctor Demant no hallabapalabras. Calló un instante y observó el licor.

—Vamos, bebe le dijo el señor Knopfmachertratando de animarle.

Se levantó en busca de un vaso y lo llenó. Porsu bata entreabierta se veían su pecho velloso y elvientre alegre, tan rosado como sus mejillas.Acercó el vaso a los labios de su yerno.

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Finalmente Max Demant bebió.—Hay algo más que me obliga a abandonar el

ejército. Cuando ingresé, mi vista aún era buena,pero ahora cada año que pasa la tengo peor. Ahorano puedo, me es absolutamente imposible ver conclaridad sin lentes. Y en realidad deberíaexponerlo y pedir el retiro.

—Está bien, pero… ¿y? —preguntó el señorKnopfmacher.

—Sí…—Sí, ¿de qué ibas a vivir?El suegro cruzó las piernas, tenía escalofríos;

se envolvió en la bata y levantó su cuello con lasmanos.

—Pero ¿crees tú que yo puedo hacer frente aesos gastos? Desde que os habéis casado sé quemis subvenciones son, lo recuerdo por casualidad,de trescientas coronas al mes. Ya lo sé, ya lo sé.Eva necesita mucho dinero. Y si empezáis unanueva vida, va a necesitar también mucho. Y tú

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también, hijo mío. —Se puso tierno—. Sí, miquerido Max. Las cosas no están como hacealgunos años.

Max calló. El señor Knopfmacher consideróque había sabido rechazar el ataque y entreabrióde nuevo la bata. Bebió otra copa. Seguiría viendolas cosas claras. Conocía sus posibilidades. ¡Peroeste tontaina! Y con todo era mejor que el otro,Hermann, el marido de Elisabeth. Las dos hijas lecostaban mensualmente seiscientas coronas. Losabía muy bien, de memoria. «Y si el comandantemédico se quedaba ciego —pensó observando suslentes brillantes—, ¡que se cuide más de su mujer!¡Que tampoco a los miopes tiene que resultarlesdifícil!».

—¿Qué hora es? —preguntó muy amable einocente.

—Pronto serán las siete —dijo el doctor.—Voy a vestirme —decidió el suegro.Se levantó, saludó con una ligera inclinación

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de cabeza y avanzó, lento y solemne, ondeando labata, hacia la puerta. El comandante médico siguiódonde estaba. Después de la soledad delcementerio, que tan bien conocía, la soledad de supropia casa le parecía inmensa, insólita, casihostil. Por primera vez en la vida llenó su vaso.Era como si bebiera por primera vez en la vida.«Hay que poner las cosas en orden», pensó. Ponerorden. Estaba decidido a hablar con su mujer.Salió al pasillo.

—¿Dónde está mi mujer?—En el dormitorio —le dijo el asistente.«¿Llamo?», se preguntó el doctor. «¡No!», le

ordenó su corazón de hierro. Giró el picaporte. Sumujer estaba allí, en unas braguitas azules, con unagran polvera rosada en la mano, delante de la lunadel armario.

—¡Ay! —gritó y se puso una mano sobre elpecho. El comandante médico permaneció en lapuerta.

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—¿Eres tú? —preguntó la mujer.La pregunta sonó como un bostezo.—Soy yo —respondió el comandante médico

con voz recia. Le parecía que era otro quienhablaba. Tenía los lentes puestos pero hablaba enla niebla.

—Tu padre me ha dicho —expuso el doctor—que el teniente Trotta ha estado aquí.

Ella dio media vuelta. Estaba allí, con lasbragas azules, la polvera como un arma en la manoderecha, frente a su marido.

—Tu amigo, Trotta, estuvo aquí —dijo con ungorjeo de voz—. Papá ha venido. ¿Le has visto ya?

—Precisamente porque he hablado con él… —dijo el comandante médico y se dioinmediatamente cuenta de que había perdido lapartida. Permaneció un rato en silencio.

—¿Por qué no has llamado a la puerta? —lepreguntó ella.

—Quería darte una sorpresa.

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—Me has asustado.—Yo… —empezó a hablar el comandante

médico. Quería decir: «Yo soy tu marido», perodijo—: Yo te quiero.

Efectivamente la quería. Allí estaba, en lasbragas azules, la polvera rosada en la mano. Y laquería. «Estoy celoso», pensó. Dijo entonces:

—No me gusta que venga gente a casa sin queyo me entere.

—Es un chico muy atractivo —dijo la mujer, yempezó a empolvarse delante del espejo,lentamente, intensamente.

El comandante médico se acercó a su mujer yla cogió por los hombros. Miró al espejo. Vio sumano morena, velluda, sobre sus blancos hombros.Ella sonreía. En el espejo vio el eco cristalino desu sonrisa.

—¡Tienes que ser sincera! —suplicó.Era como si sus manos se arrodillaran sobre

los hombros de ella. Supo al instante que no sería

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sincera.—Tienes que ser sincera, por favor, te lo

ruego —repitió.Observó cómo se soltaba el pelo rubio con

rápidas y pálidas manos, junto a las sienes. Era unmovimiento innecesario: le estaba excitando.Desde el espejo le llegó la mirada de su mujer,gris, fría, seca, veloz como un proyectil de acero.«La quiero —pensó el comandante médico—. Mehace sufrir y la sigo queriendo».

—¿Estás enfadada porque he estado fuera todala tarde? —le preguntó.

Ella se giró un poco. Ahora estaba sentada,con el busto caído en las caderas; un serinanimado, modelo de cera y ropas de seda. Bajoel telón de sus largas pestañas negras surgían susojos claros, falsos, imitando rayos de hielo. Susdelgadas manos colocadas sobre las bragasparecían pájaros blancos, bordados sobre un fondode seda azul. Con una voz que él creyó no haberle

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oído nunca y que parecía salir desde dentro de supecho, la mujer le dijo con enorme lentitud:

—Yo nunca te echo de menos.El comandante médico iba de un lado a otro de

la habitación sin mirar a su mujer. Apartó dossillas que se oponían a su paso. Tenía la sensaciónde que debería apartar muchas cosas de su camino,poner a un lado las paredes, destrozar el techo conla cabeza, hundir con los pies el suelo de lahabitación. Resonaban en su oído sus espuelas,lejanas, como si otro las llevara puestas. En sucabeza solamente había una palabra, que iba,alocada, de un lado a otro, volaba por su cerebro,incesante. «¡Nada, nada, nada!».

Una sola y breve palabra. Rápida, suave yligera como una pluma y a la vez pesada, volabapor su cerebro. Sus pasos se aceleraban, los piesiban al rápido compás de la palabra en su cabeza.De repente se detuvo:

—¿O sea que ya no me quieres? —le preguntó.

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Estaba seguro de que no le contestaría. «Secallará», pensó.

—No —respondió la mujer.Levantó el negro telón de sus pestañas y lo

contempló de pies a cabeza con ojostremendamente desnudos. Finalmente añadió:

—Pero si tú estás borracho.El doctor advirtió que había bebido

demasiado. Y pensó complacido: «Estoy borrachoy quiero estarlo». Con una voz extraña, como situviera la obligación de estar borracho y de no serél mismo, dijo:

—Bueno, ¿y qué?De acuerdo con sus confusos pensamientos un

hombre borracho y en una situación como la suyatenía que decir las palabras en ese tono, cantando.Y cantó.

—¡Te mataré! —añadió.—¡Mátame! —dijo la mujer en un gorjeo de su

voz clara, de tono alto, al tiempo que se levantaba.

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Se levantó rápida y ágil, con la polvera en sumano derecha. Sus piernas ágiles y elásticas lerecordaron por un instante las de los maniquíes enlos escaparates de las tiendas de modas: Parecíaestar compuesta de diversas piezas. Ya no laquería, ya no la quería. Sentía un rencor tan grandeque le resultaba incluso odioso; era la ira, llegadacomo un enemigo desconocido de lejanas tierras,que ahora anidaba en su corazón. Dijo en voz altalo que había pensado media hora antes.

—¡Poner las cosas en orden! ¡Voy a poner lascosas en orden!

La mujer rio con una risa sonora que él noconocía. «¡Una voz teatral!», pensó el comandantemédico. Sintió entonces un afán inmenso dedemostrarle que quería poner las cosas en orden.Este pensamiento le proporcionó fuerza a susmúsculos y una clara visión a sus débiles ojos.

—Te dejo con tu padre —dijo entonces—.Voy a buscar a Trotta.

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—Vete, pues, vete —le dijo la mujer.Se marchó. Antes de salir de la casa dio media

vuelta y entró en el salón para tomar otra copa.Volvía al alcohol como a un secreto amigo porprimera vez en su vida. Se tomó un vaso y otro yotro. Salió de la casa con pasos sonoros. Pusorumbo al casino.

—¿Dónde está el teniente Trotta? —preguntóal ordenanza.

El teniente Trotta no estaba en el casino.El comandante médico se lanzó por la

carretera que se dirigía a los cuarteles. La luna sehallaba ya en menguante. Brillaba todavía plateaday fuerte, casi como en luna llena. En la carreteradormida apenas corría el aire. Las sombras de losdesnudos castaños, a ambos lados de la carretera,trazaban una confusa red sobre el centroligeramente convexo de la carretera. Helados,duros resonaban los pasos del doctor Demant. Ibaa ver al teniente Trotta. Veía a lo lejos, en la

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blancura azulada, los grandes muros del cuartel,castillo enemigo al cual se acercaba. Le llegabaahora el toque de retreta, frío y metálico. El doctorDemant avanzaba directamente hacia los sonidoshelados, de hierro, y los aplastaba. Pronto, prontoaparecería el teniente Trotta. Del blanco intensodel cuartel se fue separando un trazo negro y seacercó al doctor. Faltaban todavía tres minutos. Sehallaban frente a frente. El teniente saludó. Desdeuna lejanía infinita el doctor Demant oyó suspropias palabras:

—Teniente, ¿estuvo usted hoy en casa con mimujer?

La pregunta resonó desde la cúpula cristalinaazul de los cielos. Desde hacía ya mucho tiempo,semanas enteras, se trataban de tú. Se decían de tú.Y ahora se hallaban enfrentados como enemigos.

—Esta tarde he estado en su casa con su mujer,mi comandante —contestó el teniente.

El doctor Demant se acercó al teniente hasta

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casi tocarle.—¿Qué hay entre usted y mi mujer, teniente?Brillaban los gruesos lentes del doctor. El

comandante médico no tenía ojos ya, sólo lentes.Carl Joseph calló, como si en todo el mundo nopudiera hallarse respuesta a la pregunta del doctorDemant. Inútilmente habría buscado una respuestadurante años y más años, como si la lengua de loshombres estuviera agotada y estéril ya por muchotiempo. Los latidos de su corazón eran rápidos,secos, duros, contra las costillas. La lengua se lepegaba seca y dura al paladar. Un gran vacío cruelle zumbaba por la cabeza. Parecía hallarse frente aun peligro innominado que, al mismo tiempo, lohabía tragado ya. Se hallaba ante un precipiciogigantesco y negro y, a la vez, envuelto en sustinieblas ya. De una lejanía helada, translúcida, lellegaban las palabras del doctor Demant, palabrasmuertas, cadáveres de palabras:

—¡Responda, teniente!

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Nada. Silencio. Las estrellas parpadeaban y laluna brillaba. «¡Responda, teniente!». El tenienteera Carl Joseph y debía responder. Aunó lasescasas fuerzas que le quedaban. Por el vacío quezumbaba en su cabeza se deslizó una delgadafrase, insignificante. El teniente dio un taconazo —por instinto militar y también para oír algún ruido— y el chasquido de las espuelas le tranquilizó.

—Señor comandante médico —dijo en vozmuy baja—: entre su mujer y yo no hay nada.

Nada. Silencio. Las estrellas parpadeaban y laluna brillaba. Nada dijo el doctor Demant. Desdesus lentes muertos observaba a Carl Joseph. Elteniente repitió muy lentamente:

—Nada, señor comandante médico.«Está loco —pensó el teniente—. Se ha roto;

algo se ha roto. Es como si oyera romperse algo,un golpe seco, astillas. ¡Se ha roto la confianza!».Recordó esta frase que había leído en algún lado.Amistad rota. Sí, era una amistad rota.

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De repente comprendió que desde hacía variassemanas el comandante médico era su amigo; unamigo. Se habían visto todos los días. En unaocasión estuvo paseando con el comandantemédico por el cementerio entre las tumbas.

«Hay tantos muertos —le había dicho elcomandante médico—. ¿No te das tú tambiéncuenta de que vivimos de los muertos?». «Yo vivode mi abuelo», le había contestado Trotta. Elcomandante pudo ver el cuadro del héroe deSolferino, en la penumbra de la casa paterna. Desus palabras brotaba un tono fraternal; de sucorazón se proyectaba un amor fraterno, como unahoguera. «Mi abuelo era un viejo judío, alto yrobusto, con barbas de plata», había dicho elcomandante médico. Carl Joseph vio al viejojudío, alto y robusto, con barbas de plata. Erannietos, los dos eran nietos. Cuando el comandantemédico montaba a caballo tenía un aspectoligeramente ridículo; más pequeño e insignificante

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que a pie, el caballo lo llevaba como si fuera unatalega con avena. Cuando Carl Joseph montaba, suaspecto tampoco era mejor. Se contemplaba comoen un espejo. Había dos oficiales en el regimientoque eran objeto de murmuraciones por parte de loscompañeros: el doctor Demant y el nieto del héroede Solferino. Eran dos en todo el regimiento. Dosamigos.

—¿Me da usted su palabra, teniente? —preguntó el doctor.

Sin responderle, Trotta le tendió la mano.—¡Gracias! —dijo el médico y le estrechó la

mano. Avanzaron juntos por la carretera, diez,veinte pasos, sin mediar palabras.

—No lo tomes a mal —dijo de repente elmédico—. Estoy bebido. Hoy ha llegado misuegro. Te ha visto. Ella no me quiere. No mequiere. ¿Te das cuenta? —Se interrumpió—. Túeres joven —añadió al cabo de un rato comoqueriendo indicar que sus palabras habían sido

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inútiles—. Tú eres joven.—Te comprendo —dijo Carl Joseph.Avanzaban al mismo paso, tintineando las

espuelas y entrechocando los sables. Las luces dela ciudad, amarillas, los saludaban como viejosamigos. Los dos deseaban que la carretera nuncaterminara. Habrían querido marchar mucho tiempoasí, uno al lado del otro. Ambos deseaban deciralgo, pero callaban. Fácilmente se dicen unaspalabras, pero éstas no serían pronunciadas. «Porúltima vez, por última vez vamos así, uno al ladodel otro», pensó el teniente.

Llegaban a la ciudad. El comandante médicotenía que decir algo antes de que entraran en laciudad.

—No lo he hecho por mi mujer —le dijo—.¡Eso ya no tiene importancia! Nosotros hemosacabado. Lo he dicho por ti. —Esperó unarespuesta que sabía nunca llegaría—. Está bien,gracias —dijo rápidamente—. Me voy un rato al

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casino. ¿Vienes?No. El teniente Trotta no iría al casino.

Volviéndose le dijo:—¡Buenas noches!Se dio media vuelta y regresó al cuartel.

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L

CapítuloVII

legó el invierno. Por la mañana, cuando elregimiento salía al campo reinaban todavía

las tinieblas. Bajo los cascos de los caballos sequebraba el hielo delgado que recubría las calles.Un hálito gris salía de los ollares de los caballos yde las bocas de los jinetes. Sobre las vainas de lospesados sables y en los cañones de las carabinasligeras brillaba el aliento apagado de la helada. Lapequeña ciudad era cada vez más pequeña. Lostoques helados, en sordina, de las cornetas noatraían a la calle a los espectadores de costumbre.Únicamente los cocheros en las paradaslevantaban todas las mañanas sus rostrosbarbudos. Si había mucha nieve iban en trineo. Lascampanillas en los arreos de los caballos sonaban

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suaves, agitadas constantemente por los animales,inquietos a causa del frío. Los días eran iguales,como copos de nieve. Los oficiales del regimientode ulanos esperaban algún acontecimientoextraordinario que rompiese la monotonía de susdías. Claro está que nadie sabía cómo sería eseacontecimiento. Aquel invierno parecía esconderen sus entrañas heladas una espantosa sorpresa. Yun día ésta surgió como un rayo rojo de blancanieve. Aquel día el jefe de escuadrón Taittingerestaba sentado, solo como de costumbre, detrásdel gran cristal junto a la puerta de la pastelería.Desde primeras horas de la tarde estaba allí, en latrastienda, rodeado de jóvenes compañeros. Losoficiales lo encontraban más pálido y delgado quede costumbre. Bebieron muchos licores y sus carasno se encendieron. No comían. Únicamente ante eljefe de escuadrón se hacinaban, como decostumbre, los dulces y los pasteles. Quizás hoyestaba más engolosinado que en otras ocasiones.

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Porque hoy la pena le roía las entrañas hastadejarlo hueco y, de una u otra forma, tenía quemantenerse vivo. Mientras iba embuchando unpastelito tras otro con sus delgados dedos en laboca inmensamente abierta, repetía por quinta vezante su auditorio eternamente curioso aquellahistoria:

—¡Bueno, señores míos, lo importante esmantener suma discreción frente a la poblacióncivil! Cuando yo servía en el regimiento númeronueve de los dragones había uno muy charlatán, decomplemento, claro, rico, dicho sea de paso, y,dale, que en cuanto se incorporó, estalló la cosa.Ni que decir tiene que cuando enterramos despuésal pobre barón Seidl todos sabían en la ciudad porqué se había muerto tan de repente. Confío,señores, en que esta vez sabremos organizar unmás discreto… —Taittinger quería decir«entierro», pero se detuvo, reflexionó durantelargo rato, y no encontró la palabra adecuada, miró

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al techo, y en torno a su rostro, como también entorno a los de su auditorio, reinaba un tremendosilencio. Al final el jefe de escuadrón concluyó—:un más discreto proceso. Respiró profundamente,se tragó un pastelillo y de un sorbo vació el vasode agua.

Todos advirtieron que había estado invocandoa la muerte. La muerte que ahora se cernía sobreellos y a la que no estaban acostumbrados enabsoluto. Habían nacido en tiempo de paz y sehabían hecho oficiales en pacíficas maniobras yejercicios de instrucción. No sabían todavíaentonces que todos, sin excepción, se enfrentaríancon la muerte al cabo de pocos años. Ninguno deellos era capaz de aguzar suficientemente el oídopara percibir los grandes engranajes de los ocultosmecanismos que preparaban ya la gran guerra. Unapaz blanca invernal reinaba en la pequeñaguarnición. Negra y roja ondeaba sobre ellos lamuerte en la oscuridad de la trastienda.

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—Yo no lo entiendo —dijo uno de losjóvenes. Todos habían dicho ya algo parecido.

—Pero si ya os lo he contado setenta mil veces—replicó Taittinger—. Con los cómicos de lalegua empezó la cosa. Y yo, maldita sea, me fui aver la opereta esa, ¿cómo se llama, sí, ésa, que yano me acuerdo?

—«El leñador» —dijo uno.—Eso, con «El leñador» ha empezado el

cuento. Precisamente cuando salía del teatro meencuentro ahí en mitad de la plaza, solo yabandonado, al Trotta ese, porque yo me marchéun poco antes de terminar, que siempre lo hago así,señores —explicó Taittinger—. No resisto hasta elfinal, siempre acaba bien, ya se nota en cuantoempieza el tercer acto y entonces ya se cómoacabará todo, y por eso me marcho del teatro, sinmeter ruido. Además ya la he visto tres veces.Bueno pues, allí estaba el pobre Trotta, solo ydesamparado, en la nieve. Yo le dije: «La pieza ha

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estado bien». Y le expliqué además el extrañocomportamiento de Demant. Apenas me miródurante la función, dejó allí plantada a su mujerdespués del segundo acto, se largó y no volvió.Podía haberme indicado que atendiera yo a sumujer, pero eso de marcharse sin más es casi unescándalo. Todo se lo estuve contando a Trotta.«Sí, con Demant hace tiempo que no hablo», medijo.

—Pero a Trotta y Demant se les ha visto juntosdurante semanas enteras —exclamó alguien.

—Y bien que lo sé —contestó Taittinger—,precisamente por eso le conté a Trotta el extrañocomportamiento de Demant. Pero yo no me metoen asuntos ajenos y por eso le pregunté a Trotta siquería acompañarme a la pastelería: «No. Tengouna cita», me dijo. «Bueno, pues, yo me marcho»,le contesté. Pero precisamente aquel día lapastelería estaba cerrada. Un golpe del destino,señores míos. ¿Y yo? Pues al casino, claro. Y sin

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pensar en nada les conté a Tattenbach y a todos lospresentes la historia de Demant y que tambiénTrotta estaba en la plaza del teatro esperando unacita. Tattenbach se puso a silbar. «¿Qué estássilbando?», le pregunté. «Nada, nada», me dijo.«Pero cuidadito, cuidadito: Trotta y Eva, Trotta yEva», cantó un par de veces, como si fuera unacanción de varietés. Yo, claro está, no sabía quiénera Eva. Supuse que seria la del Paraíso, es decir,en sentido simbólico y general. ¿Ustedes ya mecomprenden, señores míos?

Todos le habían comprendido y se loconfirmaban a voces e inclinando la cabeza ensentido afirmativo. No solamente habíancomprendido las explicaciones del jefe deescuadrón, sino que además las sabían dememoria„ del principio al final. Y a pesar de todole rogaban una y otra vez que contara de nuevo lahistoria, porque confiaban, desde el rincón másinsensato y secreto de su corazón, que acaso el

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jefe de escuadrón la contaría de tal forma quedejara, aun cuando estrecho, un paso abierto a laesperanza. No cesaban de preguntar a Taittinger.Pero su historia adoptaba siempre el mismo tono.Ni uno solo de los tristes detalles se transformabaun ápice:

—¿Bueno y qué más?, —preguntó, uno:—Lo demás ya lo sabéis todos —replicó el

jefe de escuadrón—. En cuanto salí del casino,junto con Tattenbach y Kindermann, casi nostropezamos con Trotta y la señora Demant. «Oye»,dijo Tattenbach, «¿no te ha dicho Trotta que estabacitado?». «Puede ser una casualidad», le dije aTattenbach. Y era una casualidad, como biensabéis. La señora Demant salió sola del teatro.Trotta se sintió obligado a acompañarla hasta sucasa. Y tuvo que: renunciar a la cita. Nada habríapasado si Demant, durante el descanso, me hubieraindicado que atendiera yo a su esposa. Nada enabsoluto.

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—Nada, nada —le confirmaron todos.—Al día siguiente, por la tarde, Tattenbach

estaba borracho en el casino, como de costumbre.En cuanto entró Demant se levantó y le dijo:«Buenas tardes, Maimónides». Así empezó lacosa.

—Es una mezquindad —observaron dos alunísono.

—Sí, una mezquindad, ¡pero estaba borracho!Y en tales condiciones… —se interrumpióTaittinger—. Yo le dije como es debido: «Buenastardes, mi comandante». Y Demant, con una vozque nunca habría pensado que pudiera poseer, sedirigió a Tattenbach: «Señor jefe de escuadrón,usted sabe perfectamente que yo soy comandantemédico». «Más le valdría estar en casa y fijarsemejor en sus asuntos», dijo Tattenbach y se agarróal sillón. Por cierto que era el día de su santo.¿Todavía no os lo había contado?

—¡No! —exclamaron todos.

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—Pues ahora ya lo sabéis: era precisamente suonomástica —repitió Taittinger.

Ansiosos tragaron todos esta novedad. Comosi por haber sido aquel día la onomástica deTattenbach, aquella triste historia pudiera tomarotro rumbo, acaso un rumbo favorable. Todospensaban en las ventajas que podría representar laonomástica de Tattenbach. El pequeño Sternberg,cuyos pensamientos solían proyectarse comopájaros solitarios por las nubes vacías, sincompañeros ni huellas, manifestó rápidamente, conun júbilo prematuro en la voz:

—¡Pero entonces ya está solucionado! ¡Lasituación se ha transformado totalmente! ¡Si eraprecisamente el día de su santo!

Todos observaron al pequeño conde Sternberg,tristes y atónitos, dispuestos sin embargo a aceptaraquella necedad. Lo que les decía Sternberg erauna simpleza total, pero, pensándolo bien, ¿acasono era aquello una tabla de salvamento, una

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esperanza, un consuelo? La risa hueca que soltóTaittinger inmediatamente los sumió a todos ennuevo pánico. Allí estaban callados, entreabiertoslos labios, con sílabas desvalidas en la lenguamuda, los ojos tremendamente abiertos, perdida lamirada, mudos y deslumbrados, los que unosinstantes antes habían creído oír palabras deconsuelo y percibir una frágil esperanza. A sualrededor se cernían el silencio y las tinieblas. Entodo el mundo callado, hundido en la nieveinvernal, inmenso, solamente existía aquellahistoria que Taittinger había contado ya cincoveces, siempre idénticas.

—Bueno —siguió el jefe de escuadrón—,entonces Tattenbach dijo: «Más le valdría estar encasa y cuidarse mejor de sus asuntos». Y el doctor,como cuando pasa reconocimiento a los soldadosy como si Tattenbach estuviera enfermo, inclinó lacabeza hacia éste y le dijo: «Señor jefe deescuadrón, usted está borracho». «Más le valdría

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fijarse en lo que hace su mujer —le dijoTattenbach con voz pastosa—. Aquí no dejamosque nuestras mujeres vayan a pasear con tenientesa medianoche». «Usted está borracho, canalla»,exclamó Demant. Yo iba a levantarme, pero antesde que pudiera hacer nada, Tattenbach empezó achillar como si estuviera loco: «¡Judío!, ¡judío!,¡judío!». Lo dijo ocho veces seguidas, que tuve lasangre fría de contar, sin equivocarme.

—¡Bravo! —dijo el pequeño Sternberg, a loque Taittinger respondió con una leve inclinaciónde cabeza.

—Y tuve también la serenidad de mandar quesalieran los ordenanzas. No era cosa para ellos.

—¡Bravo! —gritó otra vez el pequeñoSternberg.

Todos aplaudieron. Y todos se callarondespués. Desde la cocina les llegaba el ruido delos platos; se oían las campanillas de un trineo quepasaba por la calle. Taittinger se metió otro

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pastelillo en la boca.—Y ahora estamos bien apañados —exclamó

el pequeño Sternberg.—Mañana será, a las siete y veinte —dijo

Taittinger después de tragar las últimas migajasdel dulce. Mañana a las siete y veinte. Ya sabíanlas condiciones. Disparar al mismo tiempo y adiez pasos de distancia. Había sido imposibleobligar a Demant a decidirse por el sable. Nodominaba la esgrima. Al día siguiente a las sietesaldría el regimiento hacia las dehesas. Y de allíhasta el «rincón verde», donde se celebraría elduelo, detrás del viejo palacio, sólo mediabanunos doscientos pasos. Todos los oficiales sabíanque por la mañana, durante la instrucción, oiríanlos tiros. Ya oían los dos tiros. La muerte se cerníasobre sus cabezas con alas negras y rojas.

—¡La cuenta! —gritó Taittinger, y todossalieron inquietos de la pastelería.

Volvía a nevar. Eran una manada muda, de

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color azul oscuro, que avanzaba por la nieveblanca y callada; se fueron perdiendo en grupos dea dos y solos. Todos tenían miedo de separarse yquedarse solos, pero les era imposible seguirjuntos. Porfiaban por perderse en las callejuelasde la ciudad diminuta y necesariamente tenían quevolver a encontrarse al cabo de pocos momentos.Los retorcidos callejones los reunían. Estabanprisioneros en la pequeña ciudad y en su grandesasosiego. Cada vez que uno encontraba a otro,ambos se sorprendían, cada uno al ver el miedodel otro. Esperaban la hora de la cena, y temían, almismo tiempo, la velada, ya próxima, en el casino,donde entonces, ya desde ese momento, no estaríantodos presentes.

Efectivamente no estaban todos presentes.Faltaban Tattenbach, el comandante Prohaska, eldoctor, el teniente Zander y el teniente Christ ytambién los padrinos. Taittinger no comía. Estabasentado frente a un tablero de ajedrez y jugaba

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solo. Nadie hablaba. Los ordenanzas permanecíansilenciosos y rígidos en las puertas, se oía el lentoy sostenido tic-tac del gran reloj de pared, a cuyaizquierda se hallaba el jefe supremo de losejércitos mirando con sus fríos ojos azules a sussilenciosos oficiales. Nadie se atrevía a marcharsesolo ni tampoco a irse con el más próximo. De estaforma, todos seguían en su sitio. Donde dos o tresse hallaban sentados en grupo, las palabras sesucedían lentas y escasas y entre pregunta yrespuesta mediaba un gran silencio de plomo.Todos sentían la quietud a sus espaldas.

Pensaban en los que no estaban allí, como silos ausentes fueran ya muertos. Recordaban lallegada del doctor Demant, unas semanas antes,después de su largo permiso por enfermedad.Rememoraban sus pasos vacilantes y sus lentesbrillantes. Recordaban al conde Tattenbach, con elcuerpo pequeño y rechoncho, patizambo, con elcráneo colorado y el pelo recortado, de un rubio

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claro y raya en el medio, y los ojuelos clarosenrojecidos en los extremos. Oían la voz baja deldoctor y los chillidos del jefe de escuadrón. Y apesar de que se sentían íntimamente identificadoscon los términos de honor y morir, sablazos ydisparos, muerte y tumba desde que eran capacesde pensar y sentir, les parecía inconcebible quequizá ya se hallaban separados para siempre de lavoz chillona del jefe de escuadrón y de la vozsuave del doctor. Cada vez que el nostálgico relojdaba las horas, los hombres creían que sonaba,efectivamente, su última hora. No confiaban en susoídos y miraban incrédulos hacia la pared. Pero nocabía duda: el tiempo seguía adelante.

A las siete y veinte, a las siete y veinte, a lassiete y veinte: era un martilleo constante en todoslos oídos.

Se levantaron, uno después del otro, conindecisión y avergonzados; a medida que se ibanseparando les parecía que se estaban traicionando

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mutuamente. Se fueron casi en silencio. Notintineaban las espuelas, ni entrechocaban lossables, mudos resonaban sus pasos sobre un suelomudo. Ya antes de medianoche el casino estabadesierto. A las doce menos cuarto el tenienteSchlegel y el teniente Kindermann llegaron alcuartel donde residían. Desde el primer piso,donde estaban las habitaciones de los soldados,desde la única ventana iluminada se proyectaba untriángulo de luz amarilla sobre el cuadrado entinieblas del patio. Los dos levantaron la vista a lavez.

—Ahí está Trotta —dijo Kindermann.—Si, Trotta —repitió Schlegel.—Deberíamos entrar un momento a verle.—No le va a sentar bien.Avanzaron tintineando por el pasillo. Se

detuvieron ante la puerta del teniente Trotta yescucharon atentos. No se oía nada. El tenienteSchlegel cogió el picaporte, pero no apretó. Retiró

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la mano y los dos se alejaron. Se saludaron conuna breve inclinación de cabeza y se fueron a susrespectivas habitaciones.

Efectivamente, el teniente Trotta no les habíaoído. Desde hacía cuatro horas se esforzaba enescribir una carta detallada a su padre. Pero noconseguía avanzar más allá de la primera línea:«Querido padre: —empezaba—. Sin quererlo nidarme cuenta he sido la causa de un trágico asuntode honor». Le pesaba la mano. Era una herramientainútil que flotaba con la pluma temblorosa sobre elpapel. Esta carta era la más difícil de su vida. Leparecía imposible poder esperar el resultado de lacuestión y escribir después al jefe de distrito.Desde la desafortunada pendencia entreTattenbach y Demant había ido retrasando, día adía, el informe a su padre. Le era imposibleretrasarlo más. Todavía entonces, antes del duelo.¿Qué habría hecho en situación parecida el héroede Solferino? Sentía a su espalda la mirada

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imperiosa del abuelo. El héroe de Solferinoordenaba al nieto indeciso que tomara unadecisión rápida. Había que escribir, ahora mismo,sin falta ya. Entre el difunto héroe de Solferino y elnieto indeciso estaba el padre, el jefe de distrito,centinela del honor, guardián del patrimonio. Rojay viva fluía la sangre del héroe de Solferino en lasvenas del jefe de distrito. De no informar a tiempoal padre, era como si intentase también engañar, encierta manera, al abuelo. Pero para poder escribiresta carta era necesario ser tan fuerte como elabuelo, tan sencillo, tan decidido, estar todavíacerca de los campesinos de Spolje. Pero élsolamente era el nieto. Esta carta interrumpía deuna manera espantosa los usuales informessemanales, monótonos, que en la familia Trotta loshijos habían escrito siempre a sus padres. Era unacarta sangrienta: tenía que escribirla.

El teniente siguió escribiendo:

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Cierto es que hacia la medianoche inicié uninocente paseo con la esposa del comandantemédico de nuestro regimiento. La situación nome permitía adoptar otra actitud. Nos vieronunos compañeros. El jefe de escuadrónTattenbach, que desgraciadamente siempre sueleestar bebido, hizo unas mezquinas observacionesal doctor. Mañana a las siete y veinte se batenlos dos a tiros. Seguramente tendré que retar enduelo a Tattenbach si sale con vida, como espero.La situación es difícil.

Tu hijo que te quiere,Carl Joseph Trotta, teniente.

Posdata: Acaso me veré obligado a dejar elregimiento.

El teniente pensó que ya había superado lopeor. Pero cuando dirigió su mirada hacia lasvigas del techo creyó volver a ver el rostro

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amonestador del abuelo. Junto al héroe deSolferino creyó ver también el rostro del tabernerojudío, de barba blanca, cuyo nieto era elcomandante médico doctor Demant. «Los muertosllaman a los vivos», pensó, y le parecía que seríaél quien al día siguiente se batiría a las siete yveinte. Batirse y caer. Caer y morir.

Habría sido fácil caer y morir en aquellosdomingos ya tan lejanos, cuando Carl Josephestaba en el balcón de la casa paterna y la bandamilitar del señor Nechwal entonaba la marcha deRadetzky. También conocía la muerte el cadete dela Academia Militar de Caballería Real eImperial, pero había sido una muerte muy remotatodavía. Al día siguiente, temprano, a las siete yveinte, la muerte esperaba a su amigo, al doctorDemant, y a los pocos días también al tenienteCarl Joseph Trotta. ¡Oh qué espanto, qué tinieblas!Ser la causa de su llegada y finalmente convertirsetambién en su víctima. Y si no se convertía ahora

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en su víctima, ¿cuántos cadáveres le precederíantodavía? Como se levantan los mojones en loscaminos ajenos, así las lápidas en los caminos deTrotta. Estaba seguro de que jamás volvería a vera su amigo, como tampoco había vuelto a ver aKatharina. ¡Jamás! Ante los ojos de Carl Joseph seextendía esta palabra sin límites ni orillas, marmuerto de la sorda eternidad. El pequeño tenientelevantaba el puño blanco, débil contra la negra leyque arrastraba las lápidas, que no oponíaresistencia alguna a la inexorabilidad del jamás yque pretendía iluminar las tinieblas eternas.Apretó el puño y se acercó a la ventana paralevantarlo contra los cielos. Pero solamentelevantó los ojos. Vio el frío parpadeo de lasestrellas invernales. Recordó la noche en queestuvo paseando por última vez junto con el doctorDemant, desde el cuartel a la ciudad. Por últimavez, ya entonces lo sabía. De repente sintió unagran añoranza de su amigo; le sobrecogió la

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esperanza de que quizá fuese posible todavíasalvar al doctor. Era la una y veinte. Todavía lequedaban seis horas de vida al doctor Demant,seis largas horas. Este período de tiempo leparecía ahora al teniente casi tan poderoso comopoco antes le había parecido la eternidad. Se lanzóa la percha, se ciñó el sable y se puso deprisa elabrigo, salió al pasillo y bajó las escaleras casivolando, corrió por el cuadrado nocturno del patiohacia el portal, pasó rápido por delante delcentinela y avanzó precipitadamente por ladesierta carretera. En diez minutos llegó a laciudad y poco después subía al único trineo queestaba de turno en la parada y se deslizaba bajo elacogedor campanilleo hacia el extremo sur de laciudad, hacia la villa del doctor Demant. Trottatiró de la campanilla, pero todo siguió en silencio.Llamó a gritos a Demant. La casa permanecíacallada. Esperó. Le dijo al cochero que hicierarestallar el látigo. Nadie respondió.

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Si hubiese buscado al conde Tattenbach lehabría resultado fácil encontrarle. La nocheanterior al duelo se hallaría seguramente en casade Resi, brindando a su propia salud. Pero eraimposible adivinar dónde se encontraba Demant.Quizás el comandante médico se hallaría vagandopor las callejuelas de la ciudad. Quizá se pasearíapor entre las tumbas que él tan bien conocía ybuscaría ya el sitio donde pronto reposaría.

—¡Al cementerio! —mandó el teniente alsorprendido cochero.

No lejos de allí estaban los cementerios, unoal lado del otro. El trineo se detuvo ante el viejomuro y las cerradas verjas. Trotta descendió. Seacercó a la verja. Siguiendo la loca inspiraciónque le había llevado hasta allí, poniendo las manosen forma de embudo gritó hacia las tumbas, conuna voz extraña, que parecía el aullido de sucorazón, el nombre del doctor Demant. Mientraspronunciaba su nombre creía ya estar llamando al

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muerto y no al vivo. Se sobresaltó y empezó atemblar como uno de los pelados arbustos entre lastumbas, que azotaba ahora la tormenta nocturnainvernal, mientras el sable entrechocaba con sucadera.

El cochero, sentado al pescante del trineo,miraba horrorizado al teniente. Hombre de ánimosencillo, pensaba que el oficial era un fantasma oestaba loco. Pero temía también marcharse. Lecastañeteaban los dientes, le latía el corazónapresuradamente contra su grueso abrigo de piel.

—Suba usted, señor oficial —le suplicó.El teniente obedeció.—¡Volvamos a la ciudad! —dijo.En la ciudad descendió y avanzó, fijándose

atentamente, por las callejuelas retorcidas y porlas plazas diminutas. De lejos le llegaba,estrepitosa, una música metálica. Hacia allí sedirigió; su meta era esa música. Salía de la puertavidriera, escasamente iluminada, de un café

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cercano al establecimiento de la señora Resi, unataberna a la que solían ir los soldados y en la queno podían entrar los oficiales. El teniente seacercó a la ventana iluminada y miró a través delas rojizas cortinas hacia el interior. Vio elmostrador y al tabernero, hombre flaco, en mangasde camisa. En una mesa, tres hombres, también enmangas de camisa, jugaban a las cartas; en otra, uncabo se hallaba sentado con una chica a su lado,ante dos vasos de cerveza. En un rincón había unhombre solo. Con un lápiz en la mano, estabainclinado sobre una hoja de papel, escribiendoalgo; se detuvo un momento, dio unos sorbitos auna copa de licor y levantó la mirada. De prontodirigió sus lentes hacia la ventana. Carl Joseph lereconoció: era el doctor Demant de paisano.

Carl Joseph llamó a la vidriera; el taberneroacudió. El teniente le pidió que hiciera salir unmomento al caballero que estaba solo. Queríaverlo. El comandante médico salió.

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—Soy yo, Trotta —le dijo el teniente y letendió la mano.

—¡Me has encontrado! —dijo el doctor.Hablaban en voz baja, como de costumbre,

pero con una gran claridad. Así le pareció alteniente, porque, de forma sorprendente, sustranquilas palabras se sobreponían a la músicaestrepitosa proveniente de una caja. Por primeravez estaba vestido de paisano ante Trotta. Aquellavoz, que ahora le llegaba de la aparicióntransformada del doctor y que Trotta conocía tanbien, era como un saludo íntimo y familiar. Tantomás íntima le resultaba la voz, cuanto más extrañoera el propio Demant. Todos los temores quehabían agitado al teniente durante aquella nochedesaparecían ahora ante la voz del amigo, que CarlJoseph no había oído desde hacía semanas y quetanto había echado de menos. Sí, la había echadomucho de menos, ahora se daba cuenta de ello.Cesó la música. Se oía el viento nocturno que

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aullaba de vez en cuando y se sentía en la cara elremolino de nieve que levantaba. El teniente dioun paso más en dirección al doctor. Quería estar lomás cerca posible de él. «No debes morir», queríadecir Carl Joseph. Advirtió que Demant se hallabasin abrigo, bajo la niebla y el viento. «Cuando seva de paisano no se nota tan fácilmente», pensótambién. Con voz dulce le dijo:

—¡Te vas a resfriar!En el rostro del doctor Demant se dibujó

aquella sonrisa que el teniente conocía tan bien;arrugaba algo los labios y levantaba un poco elnegro bigote. Carl Joseph se puso colorado. «Perosi ya no puede resfriarse», pensó el teniente, altiempo que oía la voz del doctor Demant que ledecía:

—Ya no tengo tiempo para resfriarme, miquerido amigo.

Podía hablar mientras sonreía. Entre la sonrisaconocida pasaban las palabras del doctor y, sin

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embargo, persistía la sonrisa; un pequeño, tristevelo blanco se trazaba sobre sus labios.

—Vamos adentro —dijo el doctor.Estaba como una sombra inmóvil ante la puerta

escasamente iluminada y proyectaba una segundasombra, más pálida, sobre la calle nevada. Sobresu pelo negro se acumulaba el polvillo plateado dela nieve, iluminado por el brillo apagado que salíadel café. Sobre su cabeza parecía ya el halo delmundo celestial. Trotta ya casi estaba decidido avolverse. «¡Buenas noches!», quería decirle ymarcharse rápidamente.

—Vamos adentro —repitió el doctor—. Voy apreguntar si puedes pasar sin que se note.

Se fue y Trotta siguió en la calle. Volviódespués con el dueño del café. Atravesaron unpasillo, luego un patio y llegaron a la cocina.

—¿Te conocen aquí? —le preguntó Trotta.—Vengo a veces por aquí —replicó el doctor

— o, mejor dicho, suelo venir con frecuencia.

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Carl Joseph miró sorprendido al doctor.—¿Te sorprende? Yo tenía mis costumbres —

dijo el comandante médico.«¿Por qué dice ‘tenía’?», se preguntó el

teniente, recordando que en la clase de gramáticallamaban a este tiempo «copretérito». ¡Tenía! ¿Porqué decía «tenía» el comandante médico?

El tabernero les alcanzó una mesita y dos sillasy encendió una lámpara de gas con pantalla verde.Volvió a sonar la música en el café, un popurrí abase de marchas conocidas, entre las cualesresonaban a intervalos regulares los primerosredobles de tambor de la marcha de Radetzky,deformada por roncos ruidos, pero todavíareconocible. A la sombra verde que proyectaba lapantalla de la lámpara sobre las paredesblanqueadas de la cocina dormía el retrato del jefesupremo de los ejércitos, en uniforme blanco comoel azahar, entre dos gigantescas sartenes de cobrerojo. El blanco atavío del emperador estaba lleno

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de cagadas de mosca, como si estuvieraatravesado de diminutas perdigonadas, y los ojosde Francisco José I, que en este retrato tambiéneran de color azul claro, se habían apagado a lasombra de la pantalla. El doctor extendió el índiceen dirección al cuadro del emperador.

—Hace un año todavía lo habrías visto afuera,en el café —le dijo—. Pero ahora el dueño ya noestá interesado en demostrar que es un fiel súbditode su majestad.

Calló la música. En el mismo instante seoyeron dos fuertes campanadas de un reloj.

—Ya son las dos —dijo el teniente.—Todavía faltan cinco horas —replicó el

comandante médico.El tabernero les sirvió sliwowitz. «Las siete y

veinte», resonaba en el cráneo del teniente.Cogió la copa, la levantó y dijo con aquella

voz que había aprendido para dar órdenes:—¡A tu salud! ¡Para que vivas!

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—¡Para que la muerte me sea leve! —replicóel comandante médico y vació el vaso, mientrasCarl Joseph lo volvía a colocar sobre la mesa.

—Esta muerte es absurda —dijo el doctor—,tan absurda como lo ha sido mi propia vida.

—No quiero que mueras —gritó el teniente ypateó contra los mosaicos del suelo de la cocina—. ¡Y yo tampoco quiero morir! ¡Y también esabsurda mi vida!

—Cállate —le replicó el doctor Demant—. Túeres el nieto del héroe de Solferino, que por pocohabría muerto de forma igualmente absurda. Sibien existe una diferencia entre morir crédulo,como él, y loco, como nosotros dos. —Calló—.Como nosotros dos —continuó al cabo de un rato—. Nuestros abuelos no nos han dejado muchafuerza; poca fuerza para vivir, lo justo para morirsin sentido alguno. ¡Ay!

El doctor apartó la copa, como si apartara desí el mundo entero, muy lejos, y al amigo con él.

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—¡Ay! —repitió el doctor—. Estoy cansado,cansado desde hace años. Mañana moriré como unhéroe, como lo que se viene llamando un héroe,muy en contra de mi manera de ser y de la voluntadde mi abuelo. En los grandes libros antiguos, enlos que él leía, estaba escrito: «Quien levanta lamano contra sus semejantes es un asesino».Mañana, alguien levantará la pistola contra mí y yola levantaré contra él. Y seré un asesino. Pero soycorto de vista y no apuntaré. Así me vengaré. Ydispararé a ciegas. Será más natural; más honradoy muy adecuado.

El teniente Trotta no comprendió del todo loque quería decir el comandante médico. La voz deldoctor le era bien conocida ya, y en cuanto se huboacostumbrado al traje de paisano de su amigo,tampoco le resultaron extraños el rostro y lafigura. Pero los pensamientos del doctor Demant lellegaban desde una inmensa lejanía, desde aquelpaís inconmensurablemente lejano, donde acaso

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viviera el abuelo de Demant, el rey de las barbasde plata, rey de los taberneros judíos. Trotta seesforzaba por comprender, como cuando estaba enla academia y tocaba trigonometría, pero cada vezcomprendía menos. Se daba cuenta sólo de que sufe, reciente todavía, en la posibilidad de salvaraún la situación se iba apagando, como también suesperanza, brasa mortecina convertida pronto enblanca ceniza que el viento lleva, como laredecilla que cubre la llama cantarina del farol degas. Su corazón latía como los toques huecos,metálicos del reloj. No entendía a su amigo.Quizás había llegado demasiado tarde. Todavíatenía mucho que decir. Pero, en su boca, la lenguapermanecía inmóvil, aplastada por un gran peso.Abrió los labios. Estaban pálidos y temblorosos;tuvo que esforzarse para volver a cerrarlos.

—Me temo que tienes fiebre —dijo elcomandante médico, de la misma manera en quesolía dirigirse a sus pacientes. Dio unos golpes en

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la mesa, y el tabernero acudió con otras copas deaguardiente—. Y todavía no te has bebido laprimera copa.

Trotta vació obediente la primera copa.—He descubierto el aguardiente demasiado

tarde. ¡Una verdadera lástima! —dijo el doctor—.No vas a creerlo, pero siento mucho no habermedado a la bebida.

Haciendo un tremendo esfuerzo, el tenientelevantó la mirada y la clavó en el rostro deldoctor. Cogió la segunda copa, era pesada, letemblaba la mano y vertió unas gotas. Se la bebióde un trago; la ira ardía en sus entrañas, se le subióa la cabeza, le enrojeció el rostro.

—Bueno, me iré ya —dijo—. No puedosoportar tus chistes. Estaba contento de haberteencontrado. He ido a buscarte a tu casa. Hellamado a la puerta. Después pasé por elcementerio. Grité tu nombre por entre la verja,como un insensato. Y también… —se interrumpió.

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Entre sus labios temblorosos se formaban mudaspalabras, sordas palabras, sordas apagadassombras de sordos sonidos.

De repente sus ojos se llenaron de un líquidotibio y un fuerte sollozo le salió del pecho. Queríalevantarse y salir, pues se sentía muy avergonzado.«¡Estoy llorando!», pensó. ¡Llorando! Se sentíaindefenso, tremendamente indefenso frente a lasfuerzas incomprensibles que le obligaban a llorar.Y se entregó a ellas de buena voluntad. Oía sussollozos y se complacía en ellos; se avergonzaba yse complacía en su vergüenza. Se lanzó a losbrazos de ese dulce olor exclamando una y otravez, entre ininterrumpidos sollozos:

—No quiero que mueras, no quiero quemueras. ¡No quiero!

El doctor Demant se levantó, dio unos pasospor la cocina, se detuvo ante el retrato del jefesupremo de los ejércitos y empezó a contar lasnegras cagadas de mosca en el uniforme del

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emperador. Interrumpiendo su necia labor, seacercó a Carl Joseph y, lentamente, puso susmanos temblorosas en las espaldas del joven yaproximó los brillantes cristales de sus lentes alpelo castaño claro del teniente. El sabio doctorDemant había cerrado ya sus tratos con el mundo.A su mujer la había enviado a Viena a casa de supadre. Había despedido a su asistente y habíacerrado la casa. Vivía en el hotel El Oso Doradodesde que había empezado el triste asunto. Estabalisto ya. Desde que había empezado a beberaguardiente, al que no estaba acostumbrado, habíaconseguido incluso hallarle cierto secreto sentidoa ese duelo absurdo. Deseaba la muerte como elfinal legal de su equivocada carrera profesional;empezaba a vislumbrar un destello del más allá,aquel más allá en el que siempre había creído.Mucho antes de que surgiera el peligro en queahora estaba envuelto, conocía bien las tumbas ylos muertos eran sus amigos. Había desaparecido

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su ingenuo amor hacia su esposa. Los celos queunas semanas antes habían causado un dolorosoincendio en su corazón eran ahora un frío montónde cenizas. Su testamento, que acababa de escribir,dirigido al coronel, estaba en el bolsillo de suamericana. Nada tenía que legar, sólo recuerdospara algunas personas y nada había olvidado. Elalcohol le facilitaba la impaciente espera. Lassiete y veinte, esa hora que resonaba espantosa enlos cráneos de todos sus compañeros desde hacíadías, en el suyo era como campanilla de plata. Porprimera vez desde que se había quitado eluniforme se sentía ligero, animoso y fuerte.Disfrutaba de la proximidad de la muerte comodisfruta el convaleciente de la proximidad de lavida. Había terminado y estaba preparado.

Otra vez estaba, miope y desvalido comosiempre, delante de su joven amigo. Sí, todavíaexistían la juventud y la amistad y las lágrimasvertidas por él. De repente sintió nostalgia por la

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mezquindad de su vida, la asquerosa guarnición, elodiado uniforme, el tedio de las visitas a losenfermos, la fetidez de los soldados desnudosreunidos, las estúpidas vacunas, el olor a fenol dela enfermería, los malos humores de su mujer, laestrechez íntima de su casa, los días grises de lasemana, los domingos aburridos, la tortura de tenerque montar a caballo, las necias maniobras y supropia tristeza ante tanta vaciedad. Por entre lossollozos y gemidos del teniente salióviolentamente la estrepitosa llamada de la tierra, ymientras el doctor Demant buscaba palabras paratranquilizar a Trotta, la compasión hizo desbordarsu corazón; ardía el amor en él con la vehemenciaabrasadora de mil lenguas de fuego. Lejos quedabaya la indiferencia en que había pasado los últimosdías.

De repente dieron las tres. Trotta se calló alinstante.

Resonó el eco apagado de las tres

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campanadas, muriendo lentamente en el zumbidode la lámpara de gas. El teniente habló con vozsosegada.

—Tienes que saber lo estúpida que ha sidotoda esta historia. Taittinger me aburre tanto comoa los demás. Le dije que aquella noche tenía unacita, delante del teatro. Después salió tu mujersola. Tuve que acompañarla. Y precisamentecuando pasábamos por delante del casino salierontodos a la calle.

El doctor levantó las manos de los hombros deTrotta y empezó a deambular por la estancia.Andaba silencioso, con pasos suaves y atentos.

—He de decirte, además —siguió hablando elteniente—, que desde el primer momento temí quepasara algo malo. Apenas pude decirle a tu mujercuatro palabras amables. Cuando llegamos a tucasa, delante del jardín, estaba el farol encendido;recuerdo también que vi en la nieve, sobre elcamino que va desde la verja del jardín hasta la

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puerta de la casa, las huellas de tus pasos, nítidos,y entonces tuve una sorprendente idea, una idealoca…

—¿Qué idea? —preguntó el doctor y sedetuvo.

—Una idea extravagante —continuó Trotta—.Por un momento pensé que las huellas de tus pasoseran como un guardián, no sé cómo decírtelo,como si nos contemplaran desde la nieve a tumujer y a mí. El doctor Demant volvió a sentarse,miró fijamente a Trotta y le dijo:

—Acaso quieres a mi mujer y no lo sabes.—¡Yo no tengo culpa alguna de todo lo que

está pasando! —dijo Trotta.—No, tú no tienes la culpa —le confirmó el

comandante médico.—Pero siempre pasan las cosas como si yo

tuviera la culpa —dijo Carl Joseph—. Ya te contélo que pasó con la señora Slama. —Callóentonces, y dijo después en voz muy baja—:

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¡Tengo miedo, tengo miedo, en todas partes!El comandante médico extendió los brazos,

levantó los hombros y dijo:—Tú también eres un nieto.En ese instante no pensaba en los temores del

teniente. Le parecía posible escapar a todas susamenazas. ¡Tenía que desaparecer! Aunquequedara deshonrado, degradado y tuviera queservir tres años como soldado raso o huir alextranjero. ¡Pero no quería morir de un disparo! Elteniente Trotta, nieto del héroe de Solferino, era yapara él un ser de otro mundo, un extraño. Y dijo envoz alta y con un placer burlón:

—¡Esa necedad! El honor que le cuelga ahí, aese baldragas, del sable. No se puede acompañar auna mujer hasta su casa. ¿No te das cuenta de loestúpido que es todo eso? ¿No salvaste tú a ése —señaló el retrato del emperador— del burdel?¡Qué estupidez —exclamó de repente—, quéinfame estupidez!

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Dio unos golpes sobre la mesa, entró eltabernero y sirvió dos copas de aguardiente. Elcomandante médico bebió.

—¡Bebe! —dijo.Carl Joseph bebió. No comprendía demasiado

bien lo que decía el doctor, pero percibía dealguna forma que Demant ya no estaba dispuesto amorir. El reloj daba sus huecos toques. El tiempoavanzaba. Las siete y veinte. Tenía que suceder unmilagro para que Demant no muriera. Pero ya nopasaban milagros, de eso por lo menos estabaseguro el teniente. Y él —¡oh!, fantástica idea— sepresentaría al día siguiente ante sus compañeros yles diría: «Señores míos, Demant se ha vuelto locoesta noche. Yo me batiré en su lugar». ¡Bobadas,ridiculeces, era imposible ya! Miró de nuevo aldoctor sin saber qué hacer. El tiempo seguíaadelante. El reloj iba marcando, incesantemente,sus segundos. Pronto serán las cuatro: ¡quedansolamente tres horas!

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—¡Bueno! —dijo finalmente el comandantemédico, como si hubiera tomado una decisión,como si supiera ahora exactamente lo que teníaque hacer.

¡Pero nada exacto sabía! Sus pensamientostrazaban confusos senderos, ciegos ydesordenados, por la oscura niebla. ¡Nada sabía elcomandante! Una ley mezquina, infame, estúpida,férrea, ingente lo maniataba, lo enviaba maniatadoa una estúpida muerte. Oía los tardíos ruidos delcafé. Al parecer ya todos habían salido. El dueñocolocaba los vasos en el fregadero, recogía lassillas, apartaba las mesas, hacía sonar las llaves.Era hora de irse ya. Acaso llegaría consuelo de lacalle, del invierno, del cielo nocturno, de lasestrellas, de la nieve tal vez. El doctor se acercóal dueño del café, pagó y volvió con el abrigopuesto ya; allí estaba negro, con un anchosombrero negro, disfrazado y nuevamentetransformado ante Carl Joseph. Al teniente le

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pareció que ahora se hallaba equipado, mejorequipado que cuando iba de uniforme, con sable ygorra.

Salieron por el patio, atravesaron el pasillohacia la noche. El doctor contempló el cielo. Noles llegaba consejo alguno de las sosegadasestrellas, más heladas que la nieve alrededor delos dos hombres. Las casas estaban sombrías, lascalles mudas; el viento nocturno pulverizaba lanieve, resonaba sordo el tintineo de las espuelasde Trotta y eran un chasquido las suelas deldoctor. Anduvieron deprisa, como si tuvieran unobjetivo claro. Por sus mentes pasaban retazos deideas, pensamientos, imágenes. El corazón les latíacomo un pesado y certero martillo. Sin darsecuenta, el comandante médico avanzó en unadirección y el teniente le siguió, también sin darsecuenta. Se aproximaban al hotel El Oso Dorado.Se detuvieran ante el gran portal. Carl Josephpensaba en el abuelo de Demant, rey de las barbas

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de plata, rey de los taberneros judíos. Ante unportal como ése, seguramente mucho más grande,habría estado sentado toda su vida. Y se habríalevantado con la llegada de los campesinos. Si nooía, los campesinos le gritaban haciendo bocinacon las manos y le pedían lo que deseaban. Oía denuevo el martilleo: las siete y veinte, las siete yveinte, repetía. A las siete y veinte habría muertoel nieto de este abuelo.

—¡Muerto! —dijo el teniente en voz alta.¡Oh!, ya no era sabio ni listo el sabio doctor

Demant. Había sido inútilmente libre y valeroso,por unos días, y ahora era evidente que no estabadecidido a acabar con todo. ¡No resulta fácilterminar! Su inteligente cabeza, herencia de unalarga serie de inteligentes antecesores, no sabíaqué hacer, ni más ni menos que la simplona cabezadel teniente, cuyos antepasados habían sido lossimples campesinos de Sipolje. Una ley estúpida yférrea que no dejaba puerta de escape alguna.

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—Soy un imbécil, querido amigo —dijo eldoctor Demant—. Debería haberme separado deEva hace ya mucho tiempo. No tengo fuerzas paraescapar de este duelo idiota. Seré un héroe porpura necedad, de acuerdo con las leyes del honor yel reglamento. ¡Un héroe!

Y se reía. Su risa resonaba en la noche.—¡Un héroe! —repetía yendo de un lado para

otro, dando pisotones, delante de la puerta delhotel. Por la joven mente del teniente, ávida deconsuelo, surgió instantánea una esperanza pueril:no dispararán el uno contra el otro, harán laspaces. Y todo se arreglará. Los destinarán a otrosregimientos. A mí también. «Insensato, ridículo,imposible», pensaba al mismo tiempo. Y allíestaba, sin saber qué hacer, con la cabeza floja, elpaladar seco, las extremidades de plomo, quietoante el doctor, que se paseaba de un lado paraotro.

¿Qué hora sería? No se atrevía a mirar el reloj.

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Pronto darían las horas desde el campanario.Quería seguir esperando.

—Si no volviéramos a vernos… —dijo eldoctor, se calló unos momentos y prosiguiódespués—: Te aconsejo que dejes este ejército. —Después le tendió la mano—: Que sigas bien. Vetea casa. Ya me las arreglaré solo. Adiós.

Tiró de la campanilla. Desde dentro del hotelles llegó el campanillazo resonante. Se oyeronunos pasos que se aproximaban. Abrieron. Elteniente Trotta cogió la mano del doctor. Con untono de voz natural, que a él mismo le sorprendió,dijo un simple: «Adiós». Ni se había quitado elguante: La puerta se cerraba ya. Ya no existía eldoctor Demant. Arrastrado como por una manoinvisible, Trotta emprendió su camino decostumbre hacia el cuartel. No oyó ya que en elsegundo piso se abría una ventana. El doctor seasomó y observó, una vez más, al amigo doblar laesquina; cerró la ventana, encendió todas las luces

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de la habitación, se fue al lavabo, afiló la navaja,probó el filo en la uña del pulgar, se enjabonó,tranquilamente, como todas las mañanas. Se lavó.Sacó del armario su uniforme. Se vistió, se ciñó elsable y esperó. Se fue adormeciendo. Durmió sinsueños, tranquilo, en el ancho sillón delante de laventana.

Cuando despertó ya clareaba sobre los tejadosde la villa; un brillo suave surgía azul sobre lanieve. Pronto llamarían a su puerta. Ya oía a lolejos las campanillas de un trineo. Se acercaba.Hasta que se detuvo. Sonó el campanillazo de lapuerta. Crujieron ahora los peldaños y tintinearonlas espuelas. Llamaron a la puerta.

Se hallaban en su habitación el teniente Christy el capitán Wangert del regimiento de infanteríade la guarnición. Permanecieron junto a la puerta,el teniente a medio paso detrás del capitán. Elcomandante médico dio una mirada al cielo. Comoun eco lejano de su lejana niñez se oía ahora la

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apagada voz del abuelo: «Oye, Israel —dijo la voz—, el Señor, Nuestro Dios, es el único Dios».

—Ya estoy listo, señores míos —dijo elcomandante médico.

Estaban un poco apretujados en el pequeñotrineo; resonaban intrépidos los cascabeles, loscaballos castaños levantaban las colas recortadasy dejaban caer en la nieve grandes bostasredondas, amarillas, humeantes. El comandantemédico, que toda su vida había sentido escasointerés por los animales, recordó ahora connostalgia su caballo. «Me sobrevivirá», pensó.Pero su rostro no expresaba sus sentimientos. Susacompañantes permanecían callados.

Se detuvieron a unos cien metros del claro enel bosque. Avanzaron a pie. Amanecía ya, perotodavía no había salido el sol. Los abetos estabanquietos, soportando orgullosos la nieve en susramas, delgados y erguidos. Desde lejos se oía elcanto de los gallos. Tattenbach hablaba en voz alta

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con sus acompañantes. El doctor Mangel se movíaentre los dos grupos.

—¡Señores míos! —dijo una voz.En ese momento, el comandante médico,

doctor Demant, se quitó los lentes trabajosamentecomo siempre y, con gran cuidado; los puso sobreun ancho tocón. Le extrañó percibir claramente,aun sin sus lentes, el camino, el sitio que se lehabía destinado, la distancia que mediaba entre ély el conde Tattenbach y también a éste. Esperó.Hasta el último instante esperó a que llegara laniebla. Pero todo siguió claro y nítido como si elcomandante médico jamás hubiera sido miope.Una voz empezó a contar:

—¡Uno!El comandante médico levantó la pistola.

Volvió a sentirse libre y valeroso, locamentevaleroso por primera vez en su vida. Y apuntócomo cuando era recluta y tiraba a la diana, si bienya entonces era un pésimo tirador. «Pero si no soy

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miope, ya no voy a necesitar más los lentes»,pensaba. Desde el punto de vista médico la cosaapenas tenía explicación. El comandante médicodecidió que investigaría qué decía al respecto laoftalmología. Estaba recordando el nombre de uncélebre oculista cuando la voz contó:

—¡Dos!El doctor seguía viendo claras y nítidas las

cosas. Un tímido pajarillo de especie desconocidaempezó a cantar, mientras a lo lejos se percibía elson de las trompetas. El regimiento llegaba alcampo de instrucción.

En el segundo escuadrón iba el teniente Trotta,como todos los días. El apagado aliento de lahelada cubría las vainas de los pesados sables ylos cañones de las ligeras carabinas. Lastrompetas heladas despertaban la pequeña ciudaddormida. Los cocheros envueltos en gruesaspieles, en las paradas de costumbre, levantabansus rostros barbudos. Cuando el regimiento llegó a

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los prados y los soldados desmontaron, comosiempre, para hacer la instrucción matinal en filasde a dos, el teniente Kindermann se acercó a CarlJoseph y le dijo:

—¿Estás enfermo? ¿Te has fijado en el aspectoque tienes? —sacó del bolsillo un preciosoespejito y se lo puso a Trotta delante de la cara.

En el pequeño cuadrilátero brillante Trottadescubrió un rostro antiquísimo que conocía muybien: ojos negros estrechos y ardientes, narizgrande, con el lomo huesudo, y los cantos vivos,mejillas hundidas cenicientas y boca estrecha,larga, apretada y sin sangre, que separaba el bigotedel mentón como la cicatriz de un sablazo yacurado desde hacía mucho tiempo. Solamente elbigotito moreno le resultaba extraño a Carl Joseph.En su casa, bajo las vigas del gabinete, el rostroapagado del abuelo no llevaba bigote.

—Gracias —dijo el teniente—. No he dormidoen toda la noche.

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Se marchó del campo de instrucción. Pasó porentre los árboles y dobló a la izquierda por unsendero que iba hacia la carretera. Eran las siete ycuarenta. No se habían oído disparos. «Todo hasalido bien, ha sido un milagro. Dentro de diezminutos, como máximo, vendrá por aquí elcomandante Prohaska y entonces sabremos lo queha pasado», pensaba Trotta. Se oían los ruidosindecisos de la pequeña ciudad que ibadespertando y el silbido prolongado de unalocomotora en la estación. Cuando el teniente llegóa la carretera, el comandante apareció a caballo.El teniente le saludó.

—¡Buenos días! —dijo el comandante sinañadir palabra.

Por el pequeño sendero, el jinete y el peatónno podían avanzar a la par. El teniente Trottasiguió a pie detrás del comandante. A unosdoscientos metros de los prados, cuando ya se oíanlas voces de mando, el comandante se detuvo, se

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giró sobre la silla y sólo dijo:—¡Los dos! —Y después, mientras seguía

avanzando, dijo, más para sí mismo que para elteniente—: No se pudo hacer nada.

Aquel día el regimiento volvió una hora antesal cuartel. Los clarines sonaron como todos losdías. Por la tarde, los sargentos de servicioleyeron a la tropa el parte en el que el coronelKovacs comunicaba que el jefe de escuadrón,conde de Tattenbach, y el comandante médico,doctor Demant, habían muerto heroicamente porsalvar el honor del regimiento.

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E

CapítuloVIII

n aquel tiempo, antes de la gran guerra,cuando sucedían las cosas que aquí se

cuentan, todavía tenía importancia que un hombreviviera o muriera. Cuando alguien desaparecía dela faz de la tierra, no era sustituido inmediatamentepor otro, para que se olvidara al muerto, sino quequedaba un vacío donde él antes había estado, ylos que habían sido testigos de su muerte callabanen cuanto percibían el hueco que había dejado. Siel fuego había devorado una casa en alguna calle,el lugar del incendio permanecía vacío por muchotiempo, porque los albañiles trabajaban conlentitud y circunspección, y los vecinos, a los quepasaban casualmente por la calle, recordaban elaspecto y las paredes de la casa desaparecida al

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ver el solar vacío. ¡Así eran entonces las cosas!Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo paracrecer, y también era necesario mucho tiempo paraolvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo quehabía existido dejaba sus huellas y en aquel tiempose vivía de los recuerdos de la misma forma quehoy se vive de la capacidad para olvidar rápida yprofundamente. Durante mucho tiempo la muertedel comandante médico y del conde de Tattenbachsiguió conmoviendo los ánimos de los oficiales yde la tropa del regimiento de ulanos e, incluso, delos mismos paisanos. Se enterró a los muertos deacuerdo con los ritos militares y religiosos dereglamento. Sobre las causas de su muerte loscompañeros no soltaron palabra, excepto entreellos; con todo, fue cundiendo entre la poblacióncivil de la pequeña ciudad la idea de que amboshabían sido víctimas del severo código del honormilitar. A partir de ese momento, todos losoficiales que habían sobrevivido parecían llevar

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marcada en el rostro la señal de una muertepróxima y violenta. Para los comerciantes y losobreros de la pequeña ciudad resultaban todavíamás extraños aquellos jerarcas forasteros. Losoficiales se movían como adeptos incomprensiblesde una deidad remota y cruel, de la cual eran, almismo tiempo, la víctima propiciatoria en lujoso ymulticolor atavío. Al verlos pasar, la gente movíala cabeza en un gesto de incomprensión. Incluso seles compadecía. «Tienen muchas ventajas —reflexionaba la gente—. Pueden pasearse con elsable al puño y gustar a las mujeres. Y elemperador se ocupa personalmente de ellos, comosi fueran sus propios hijos. Pero en menos quecanta un gallo ya se han ofendido y la cosa hay quelavarla con sangre». En fin, su situación no eraenvidiable. Incluso el jefe de escuadrón Taittingercambió su actitud acostumbrada, a pesar de que,según afirmaba, ya había visto algunos duelosfatales en otros regimientos. Mientras los

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despreocupados y revoltosos de antes semostraban ahora abatidos y desalentados, seobservó que una sorprendente inquietud seapoderaba del jefe de escuadrón, delgado y golosoy antes siempre tan sosegado. Ya no podía pasarsehoras enteras en la pequeña pastelería devorandodulces ni tampoco jugando al dominó o al ajedrez,ni solo ni con el coronel. Temía la soledad. Seaferraba a los compañeros. Si no había alguno a lavista entraba en una tienda para comprar cualquiertontería. Allí permanecía largo rato, hablando decualquier bobada con el tendero, y le costabahorrores decidirse a salir, excepto que viera pasarpor la calle a una persona más o menos conocida,hacia la cual se precipitaba. ¡Hasta tal extremohabía cambiado el mundo! El casino se habíaquedado vacío. Ya no se emprendían aquellasalegres excursiones a la casa de la señora Resi.Los ordenanzas apenas tenían nada que hacer. Sialguno pedía una copa de licor, al contemplarla

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pensaba que era precisamente la que habíautilizado Tattenbach unos días antes. Seguíancontándose las viejas anécdotas de siempre, peroya nadie reía a carcajada suelta; como máximo seesbozaba una sonrisa. Al teniente Trotta sólo se leveía en las horas de servicio.

Era como si una mano ligera y maravillosahubiese borrado el hálito de juventud del rostro deCarl Joseph. En todo el ejército real e imperial nose habría encontrado a otro teniente como él. Leparecía que tenía que realizar ahora algo especial,pero nada especial había a su alrededor. Eraevidente que tenía que marcharse del regimiento yalistarse en otro. Pero él buscaba una misiónespecial difícil. Lo que realmente deseaba eraaplicarse a sí mismo una penitencia voluntaria.Jamás supo expresar con precisión sussentimientos, pero en fin, nosotros sí podemosdecirlo: le acuciaba la idea de haber sido uninstrumento en manos del fatal destino.

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En semejante estado de ánimo se hallabacuando comunicó a su padre por escrito elresultado del duelo y le anunció su inevitabletraslado a otro regimiento. No mencionó que, contal motivo, le sería concedido un breve permiso;realmente tenía miedo de encontrarse con su padre.Era evidente, sin embargo, que no conocía alviejo. Porque el jefe de distrito, modelo y ejemplode funcionario, conocía al dedillo los usos ycostumbres militares. Lo más sorprendente era quecomprendía bien las preocupaciones y la confusiónde su hijo, según se advertía leyendo entre líneasen su respuesta.

Querido hijo:Te agradezco que me hayas comunicado tus

cosas con todo detalle por la prueba deconfianza que ello supone. El trágico destino detus compañeros me afecta dolorosamente. Hanmuerto como corresponde a gente de honor.

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En mis tiempos, los duelos eran aún másfrecuentes y el honor mucho más valioso que lavida. En mis tiempos, creo yo, los oficialesestaban hechos de otro cuño. Tú eres oficial, hijomío, y el nieto del héroe de Solferino. Sabrássoportar el hecho de haber participado,involuntariamente y sin culpa por tu parte, eneste trágico suceso. Lamentarás, evidentemente,tener que abandonar el regimiento, pero encualquier regimiento, en todo el dominio delejército, sigues estando al servicio delemperador.

Tu padre,Franz von Trotta

Posdata: Las dos semanas de permiso que teserán concedidas con motivo del traslado puedesemplearlas como desees: puedes venir a mi casao, mejor aún, irte a tu nuevo punto de destino,para empezar a familiarizarte con el ambiente de

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allí.

El teniente Trotta leyó avergonzado la carta. Elpadre lo había adivinado todo. La figura del jefede distrito creció ante los ojos del teniente hastaadquirir un tamaño terrible. Era ya casi tan grandecomo el abuelo. Y si antes el teniente había tenidomiedo de presentarse a su padre, ahora le eratotalmente imposible pasar las vacaciones en sucasa. «Después, después, cuando tenga el permisoanual», se decía a sí mismo el teniente, que estabahecho de un cuño muy diferente al de los tenientesde la juventud de su padre.

«Lamentarás, evidentemente, tener queabandonar el regimiento», le escribía su padre.¿Lo había escrito acaso porque se imaginabaexactamente lo contrario? ¿Qué habría deseadoabandonar Carl Joseph? Quizá la ventana y suvista hacia los dormitorios de la compañíasituados enfrente, o a la tropa, a los soldados

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sentados en sus catres, el sonido melancólico delas armónicas y los cantos, aquellas cancionesremotas, que le parecían el eco incomprensible delas canciones de los aldeanos de Sipolje. «Acasodebería ir a Sipolje», pensaba el teniente. Seacercó al mapa del estado mayor, el único adornoque vestía las paredes de su cuarto. Incluso atientas habría dado con Sipolje. Allí, en el extremomeridional del reino, se encontraba aquel lugarapacible y tranquilo. En medio de un sombreadomarrón claro aparecían las minúsculas letrasnegras que componían el nombre de Sipolje. Enlos alrededores de Sipolje se apreciaba lapresencia de un pozo, un molino, la pequeñaestación de un ferrocarril de vía única, una iglesiay una mezquita, una alameda plantada hacía poco,estrechos senderos forestales, caminos y caseríosaislados. Al anochecer, en Sipolje, junto al pozoestaban las mujeres con pañuelos de colores en lacabeza dorada la tez por el sol poniente. Los

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musulmanes se arrodillaban sobre las viejasesteras, para el rezo, en la mezquita. Se oía elcampanilleo de la diminuta locomotora queavanzaba por entre el tupido verdor de losabetales. Murmuraba el arroyo, giraba la rueda delmolino. A la primera llamada surgieron lasimágenes de costumbre. Por encima de todobrillaba la mirada enigmática del abuelo. No habíaguarnición alguna de caballería en sus cercanías.Tendría, pues, que pedir el traslado a la infantería.Los de caballería miraban compasivamente a latropa de a pie. También los compañeros miraríancon aire compasivo a Trotta, trasladado a lainfantería. Avanzar a pie por la tierra de su patriaera ya como un retorno a sus antepasadoscampesinos. Marchaban lentos sobre los durosterrenos, hundían el arado en la jugosa carne delos campos, con un gesto de bendición esparcían lasimiente fecunda. El teniente no sentía en lo másmínimo tener que abandonar el regimiento ni,

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acaso, tampoco la caballería. Su padre deberíadarle permiso para hacerlo. Tendría que aprobarun cursillo antes de ingresar en la infantería, locual, quizá, resultaría algo molesto.

Y hubo que despedirse. La tertulia en elcasino. Licores para todos. Una breve alocucióndel coronel. Una botella de vino. Cordial apretónde manos con los compañeros. Y, a su espalda, yaestaban murmurando. Una botella de champán. «Aver si al final todavía saldremos todos enformación hacia la casa de la señora Resi», pensóel teniente. Otra copa de licor para todos. «¡Ojaláse hubiera terminado ya esta dichosa despedida!».Se llevaría a Onufrij, a su asistente. Suponíademasiado esfuerzo acostumbrarse a pronunciar unnombre nuevo. No iría a ver a su padre. Haría todocuanto fuera posible para evitar las molestias quesupone un traslado. Pero le quedaba todavía la tandifícil visita a la viuda del doctor Demant.

¡Y qué visita! El teniente Trotta intentaba

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convencerse a sí mismo de que la señora EvaDemant, después del entierro de su marido, sehabría ido a casa de su padre en Viena. Así pues,se imaginaba que iría a casa del doctor, llamaríamuchas veces, aunque en vano. Preguntaríaentonces la dirección de la señora Demant enViena y le escribiría una carta, breve y lo máscordial posible. «¡Qué placer, sólo tener queescribir una carta! ¡Y qué cobarde!», pensaba elteniente al mismo tiempo. ¿No sentíaconstantemente la mirada oscura y enigmática delabuelo a su espalda? ¡Quién sabe cómo pasaremospor este mundo, a trancas y barrancas! Sólocobraba ánimos cuando pensaba en el viejo héroede Solferino. Era necesario ese retorno al abuelo,para fortalecerse un poco. El teniente emprendiólentamente la marcha hacia la casa de la señoraDemant. Eran las tres de la tarde. Los pequeñoscomerciantes esperaban, pobres y ateridos por elfrío, delante de las tiendas, a los escasos clientes.

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De los talleres artesanos llegaba el eco de la laborfecunda de costumbre. Se oía el repiqueteo delmartillo en la herrería, sonidos huecos de la tiendadel hojalatero; en el sótano, el zapatero le daba alos zapatos, y en la carpintería zumbaban lassierras. El teniente conocía todos los rostros ysonidos de los talleres. Desde lo alto del caballoveía los viejos letreros blanquiazules, quequedaban por debajo de su cabeza.

Todos los días, al mirar hacia el interior de lashabitaciones, en el primer piso, por la mañana,veía las camas, las cafeteras, los hombres encamisa, las mujeres con el pelo suelto, las macetascon flores en las ventanas, la fruta puesta a secar ylos pepinos en conserva detrás de las rejasforjadas.

Se hallaba ya delante de la casa del doctorDemant. Chirrió la puerta. Siguió adelante. Elasistente de Demant abrió la puerta. El tenienteesperó. Apareció la señora Demant. El teniente

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tembló ligeramente. Se acordó de la visita depésame a casa del suboficial Slama. Sentía todavíala mano pesada, húmeda, fría, floja de Slama.Recordó la oscura antesala y el rojo salón. En elpaladar conservaba aquel sabor insípido deljarabe de frambuesa. «O sea que no está enViena», pensó el teniente, en el preciso momentoen que la viuda se halló frente a él. Llevaba unvestido negro que le sorprendió, como si se dieracuenta por primera vez de que la señora Demantera la viuda del comandante médico. La habitaciónen que se hallaban tampoco era la misma en la quehabía estado cuando todavía vivía su amigo. En lapared colgaba el retrato del difunto con negroscrespones. Se iba alejando, al igual que el retratodel emperador del casino, como si no estuviera alalcance de la mano ni de los ojos, sino lejos, muylejos, detrás de la pared, como si lo viera desdeuna ventana.

—Muchas gracias por venir —dijo la señora

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Demant.—Quería despedirme —replicó Trotta.La señora Demant levantó la cabeza; estaba

pálida. El teniente observó el brillo gris, claro,hermoso de sus ojos. Lo miraba fijamente, comodos focos luminosos de hielo brillante. En lapenumbra vespertina, invernal, del salón brillabanúnicamente los ojos de la mujer. La mirada delteniente huyó hacia su frente estrecha y blanca y,de allí, a la pared, al retrato lejano del muerto. Elsaludo se prolongaba en exceso; ya era hora deque la señora Demant le invitara a tomar asiento.Pero ella nada decía. Al mismo tiempo, se notabaque la oscuridad de la noche cercana ibapenetrando por la ventana y surgía el temor infantilde que jamás volviera a encenderse una luz enaquella casa. Al teniente no se le ocurría ningunafrase adecuada. Oía la respiración lenta de lamujer.

—Estamos aquí, de pie, perdone —dijo al fin

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—. Sentémonos.Se sentaron a la mesa, frente a frente. Y como

aquella vez, en casa del suboficial Slama, CarlJoseph estaba sentado de espaldas a la puerta.Como entonces, sintió la amenaza de la puerta. Lepareció que de vez en cuando se abría sin más,silenciosa, para volver a cerrarse otra vez ensilencio. El poniente enrojecía más y más. Y en élse sumía el vestido negro de la señora Demant.Allí estaba ahora vestida por la luz crepuscular:Su cara pálida flotaba, sola y desnuda, sobre laoscura superficie de la noche. En la pared deenfrente había desaparecido el retrato del muerto.

—Mi marido —dijo la voz de la señoraDemant a través de las tinieblas.

El teniente percibió el brillo de sus dientes,más blancos que la cara. Y fue distinguiendo elclaro brillo de sus ojos.

—¡Usted era su único amigo! ¡Muchas veces lodijo! Hablaba mucho de usted. Si usted supiera…

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No puedo aceptar que esté muerto, ni… —musitóque yo tengo la culpa.

—Yo soy quien tiene la culpa —dijo elteniente. Hablaba con voz fuerte, dura y extraña asus propios oídos. No era un consuelo para laviuda de Demant—. Soy yo quien tiene la culpa —repitió—. Debería haber sido más prudente Alacompañarla a usted. Y no pasar por delante delcasino.

La mujer sollozaba. Su pálida cara seinclinaba cada vez más sobre la mesa, como unagran flor blanca, ovalada, que lentamente vacayendo. De repente surgieron, a derecha eizquierda, sus blancas manos, que recibieron alrostro que se hundía y lo ocultaron. Durante unrato, un minuto, otro minuto más, sólo sepercibieron los sollozos de la mujer. Unaeternidad para el teniente. Pensó en levantarse ymarcharse, dejándola allí llorando. Y,efectivamente, se levantó. Al instante, las manos

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de ella cayeron sobre la mesa. Con una vozsosegada, que no parecía salir de la mismagarganta de donde procedían los sollozos, lepreguntó:

—¿Adónde va usted?—A dar la luz —dijo Trotta.La mujer se puso de pie, dio una vuelta

alrededor de la mesa y pasó por su lado rozándole.Carl Joseph sintió el suave perfume de la mujer,pero ya había pasado, desaparecía. La luz eraahora violenta; Trotta se esforzó en mirar hacia laslámparas. La señora Demant protegía sus ojos conla mano.

—Encienda la lámpara que está en la consola—le ordenó. El teniente obedeció. Cuando brillóla lamparilla bajo la suave pantalla amarilla, ellaapagó la lámpara del centro de la habitación. Sequitó la mano de los ojos como si fuera una visera.Se la veía muy atrevida con su vestido negro y lacara pálida, enfrentándose a Trotta, desafiante y

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valiente. Sobre sus mejillas se destacaban losminúsculos surcos secos ya trazados por laslágrimas: Sus ojos brillaban como siempre.

—Siéntese allí, en el sofá —ordenó la señoraDemant.

Carl Joseph se sentó, hundiéndose,peligrosamente, en el blando sillón. Se dio cuentade ello y se puso en un extremo del sillón, colocólas manos sobre la empuñadura del sable ycontempló, en esta posición, la llegada de doñaEva. Él era el jefe supremo de todos los cojines ydel sillón, terrible personaje que veía llegar ahoraa la mujer. En la pared, a la derecha del sofá,estaba el cuadro del amigo muerto. Doña Eva sesentó. Entre los dos había un pequeño y delicadocojincillo. Trotta no se movió. Se encontraba enuna situación penosa, lo cual le sucedía confrecuencia, e imaginaba, como siempre que sehallaba en situación parecida, que ya se estabamarchando.

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—¿O sea que le van a trasladar? —le preguntóla señora Demant.

—Soy yo quien ha pedido el traslado —dijoél, con la mirada inclinada hacia el suelo, elmentón sobre las manos y las manos en laempuñadura del sable.

—¿Es necesario que sea así?—Sí, tiene que ser así.—Lo siento, lo siento mucho.La señora Demant estaba sentada como él, con

los codos apoyados sobre la rodilla, el mentón enlas manos y la mirada sobre la alfombra.Probablemente esperaba que él le dijera unaspalabras de consuelo, como una limosna. Elteniente permaneció callado. Gozaba del placermaravilloso de vengarse de la muerte de su amigomediante un silencio despiadado. Recordó loscuentos frecuentes de sus compañeros, historias dehombres pequeños que asesinaban a bellasmujeres. Ella probablemente pertenecía a ese

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peligroso linaje de las frágiles mujeres asesinadas.Debería esforzarse por escapar cuanto antes de suzona de atracción. Se dispuso a marcharse. En esemomento, la señora Demant cambió de actitud.Apartó las manos del mentón. Con la izquierdaalisaba, lenta e insistentemente, el ribete de sedadel sillón. Sus dedos avanzaban por el estrechosendero brillante que la separaba del tenienteTrotta; avanzaban y retrocedían una y otra vez,lentamente. El teniente habría querido no verlos,pero le atraían. Los blancos dedos le sumían enuna muda conversación que no lograbainterrumpir. Pero podía fumar un cigarrillo.¡Excelente idea! Sacó la pitillera, las cerillas.

—Deme uno —le dijo la señora Demant.Tuvo que mirarla a la cara al darle lumbre. No

le parecía adecuado que ella fumara; como si elconsumo de nicotina estuviera prohibido durante elluto. Además, había insolencia y vicio en la formaen que le dio la primera chupada al cigarrillo y

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también al poner los labios como un pequeñocírculo rojo del que salió la suave nube azul.

—¿Sabe usted ya adónde van a destinarle?—No —contestó el teniente—, pero procuraré

que sea muy lejos.—¿Muy lejos? ¿Dónde, por ejemplo?—Quizás a Bosnia.—¿Cree usted que allí podrá ser feliz?—Yo no creo que pueda ser feliz ya en ninguna

parte.—Le deseo que pueda serlo —dijo ella

rápidamente. «Demasiado rápidamente», pensóTrotta.

La señora Demant se levantó y volvió con uncenicero, que puso en el suelo, entre los dos, ydijo:

—Probablemente no volveremos a vernosnunca más.

¡Nunca más! Aquella palabra que tanto temía,el mar muerto, sin orillas, de la sorda eternidad.

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¡Nunca más volvería a ver a Katharina, ni aldoctor Demant, ni a esa mujer!

—¡Sí, probablemente! —dijo Carl Joseph—.Lo siento.

Habría querido añadir también: «¡Tampocovolveré a ver a Max Demant!». En aquel mismoinstante recordó el teniente: «¡A las mujeres hayque quemarlas!», era una de esas frases atrevidasque gastaba Taittinger.

Sonó la campanilla, se oyeron pasos por elpasillo.

—Es mi padre —dijo la señora Demant.Por la puerta asomaba ya el señor

Knopfmacher.—Vaya, aquí está usted ya —dijo él.El señor Knopfmacher desplegó un gran

pañuelo blanco y se sonó estrepitosamente.Después lo colocó cuidadosamente en el bolsillode la chaqueta, como si guardara un objeto de granvalor y extendió la mano para abrir la luz. Se

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acercó a Trotta, quien, al entrar aquél, se habíalevantado del sillón y le esperaba de pie desdehacía unos momentos, y le dio la mano en silencio.Con aquel apretón, el señor Knopfmachermanifestaba toda la pena que había que expresarpor la muerte de Demant. Señalando la lámpara enel centro de la habitación, Knopfmacher dijo,dirigiéndose a su hija:

—Perdona, pero no puedo soportar esa luz,que es para ponerse triste.

Fue como si arrojaran una piedra al retrato delmuerto, con los negros crespones.

—Pero ¡qué mal aspecto tiene usted! —exclamó Knopfmacher un segundo después con untono regocijado en la voz—. Le habrá afectadomucho esta desgracia, ¿no?

—Era mi único amigo.—Pues ya ve usted —dijo Knopfmacher y se

sentó a la mesa—. Por favor —añadió sonriente—, siéntese, se lo ruego. —Cuando el teniente se

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hubo sentado de nuevo en el sofá siguió diciendo—: Pues ya ve usted, es exactamente lo mismo queél dijo de usted cuando todavía vivía. ¡Quéfatalidad! —Y movió pesaroso la cabeza un par deveces con leve trémolo de sus rosadas mejillas.

La señora Demant sacó un pañuelo de lamanga, se cubrió los ojos con él, se puso en pie yabandonó el salón.

—Sabe Dios si será capaz de sobreponerse —dijo Knopfmacher—. Yo ya se lo había advertidoantes, y no pocas veces. Pero no quiso hacermecaso. Pues ya ve usted, mi querido teniente. Todaslas profesiones tienen sus riesgos. ¡Pero un oficial!Un oficial, perdóneme que se lo diga, no deberíacasarse. Y, entre nosotros, aunque a ustedseguramente se lo habría contado, quería retirarsedel servicio activo y dedicarse exclusivamente ala ciencia. Y no tiene usted idea de lo contento queyo estaba al saberlo. Estoy seguro de que habríasido un gran médico. ¡El bueno de Max!

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El señor Knopfmacher levantó la mirada haciael retrato, permaneció unos momentoscontemplándolo y terminó su comentarionecrológico diciendo:

—¡Una eminencia!La señora Demant trajo el sliwowitz que tanto

gustaba a su padre.—¿Usted también tomará unas copas? —

preguntó Knopfmacher y le sirvió.En un gesto de atención, llevó él

personalmente la copa hasta el sofá. El teniente sepuso de pie. Sentía en la boca aquel gusto huero,insípido, como en aquella otra ocasión después deljarabe de frambuesa. Se tomó el alcohol de untrago.

—¿Cuándo le vio usted por última vez? —preguntó Knopfmacher.

—El día anterior —contestó el teniente.—Le dijo a Eva que se fuera a Viena, sin hacer

alusión a nada. Y ella se fue totalmente

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desprevenida. Después llegó su carta dedespedida. Yo enseguida me di cuenta de que eraya demasiado tarde y que no había nada que hacer.

—Sí, no había nada que hacer.—Pero este código del honor, y usted me

perdonará, resulta pasado de moda. Considereusted que nos hallamos ya en el siglo veinte.Poseemos el gramófono, podemos llamar porteléfono a centenares de leguas y Blériot y otrosincluso vuelan sobre el Atlántico. Y en fin, yo nosé si usted lee los periódicos y entiende depolítica; se rumorea que se va a transformarprofundamente la constitución. Desde que existe elvoto universal han cambiado muchas cosas ennuestro país y en el mundo. Nuestro emperador,cuya vida guarde Dios muchos años, tiene ideasmás modernas de lo que muchos creen. Claro quetampoco les falta razón en muchos aspectos a losllamados círculos conservadores. Hay queproceder con lentitud, en forma circunspecta, con

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reflexión. Nada de prisas.—Yo no entiendo nada de política —dijo

Trotta.Knopfmacher estaba indignado. Sentía rencor

hacia este ejército estúpido y sus extravagantesdisposiciones. Su hija se había quedado viuda, elyerno estaba muerto y había que buscar a alguienpara que lo sustituyese, pero esta vez a un paisano.Se le retrasaría seguramente la concesión del títulode consejero comercial. Ya era hora de acabar conesas memeces de los militares. Había quefrenarles los pies, en el siglo veinte, a esosinútiles, a esos jóvenes tenientes del ejército. Lasnaciones querían sus derechos, la igualdad detodos sus ciudadanos y que acabaran losprivilegios para la nobleza; el partido socialistaera peligroso, pero era también un excelentecontrapeso. Se hablaba siempre de la guerra, pero,de seguro, no estallaría. Ya verían, ya, esostenientillos. Los tiempos han cambiado. En

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Inglaterra, por ejemplo, el rey era un cero a laizquierda.

—Claro —dijo Knopfmacher—, la política noes cosa adecuada para el ejército. Pero él —yseñaló el retrato—, él sabía mucho de política.

—Era muy inteligente —dijo Trotta en vozbaja.

—No había nada que hacer —repitióKnopfmacher.

—Quizá lo que pasó —dijo el teniente, y a élmismo le pareció estar pronunciando una extraña ysabia sentencia, sacada de los viejos librosinmensos del rey de las barbas de plata, del rey delos taberneros— fue que era muy inteligente yestaba completamente solo.

Palideció. Sintió la mirada brillante de laseñora Demant. Tenía que irse. Hubo un silencio.Nada quedaba por decir.

—Al barón Trotta tampoco volveremos averle, papá. Van a trasladarlo —dijo la señora

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Demant.—Pero ¿no puede enviarnos cuatro líneas? —

preguntó Knopfmacher.—Me escribirá —dijo la señora Demant.El teniente se puso de pie.—Que tenga suerte —dijo Knopfmacher,

extendiendo su mano grande y blanda, como decálido terciopelo. La señora Demant le precedió.Llegó el asistente y le ayudó a ponerse el abrigo.Frente al teniente estaba la señora Demant. Trottadio un taconazo.

—Me escribirá. Quiero saber dónde seencuentra —le dijo ella muy rápidamente. Fue unsoplo de aire, cálido y veloz, perdido ya. Elasistente le abrió la puerta. Bajaron las escaleras.El teniente se halló frente a la verja del jardín,como la otra vez, cuando se despidió delsuboficial Slama.

Marchó rápidamente a la ciudad, entró en elprimer café que halló a su paso y se tomó, de pie,

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junto al mostrador, un coñac y otro coñac.«¡Nosotros sólo tomamos Hennessy!», oyó quedecía el jefe de distrito. Se apresuró a llegar alcuartel. Delante de la puerta de su cuarto estabaOnufrij, como una mancha azul entre las blancasparedes desnudas. El sargento de oficinas habíallevado un paquete para el teniente, por encargodel coronel. El paquete estaba apoyado sobre lapared, en un rincón, envuelto en papel oscuro.Sobre la mesa había una carta. El teniente leyó:

Mi querido amigo, te dejo en herencia misable y mi reloj de bolsillo.

Max Demant

Trotta sacó el sable del paquete. Delguardamanos colgaba el reloj de plata del doctorDemant. Estaba parado. Marcaba las doce menosdiez. El teniente le dio cuerda y se lo puso al oído.Su tic-tac, apresurado y suave, era un consuelo.

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Abrió la tapa con su navajita, curioso y juguetóncomo un chiquillo. Sobre la cara interna de la tapaestaban grabadas las iniciales «M. D.». Sacó elsable de la vaina. Debajo mismo de laempuñadura, el doctor Demant había grabado en elacero, con un cuchillo, unas letras desmañadas ytorpes. «¡Que vivas bien y que seas libre!», rezabala inscripción. El teniente colgó el sable en elarmario. Guardó unos momentos el fiador en lamano. Entre sus dedos se deslizaba la sedaentretejida con el metal, una lluvia fresca, dorada.Cerró el armario; estaba cerrando un ataúd.

Apagó la luz y se tendió vestido sobre la cama.La luz amarillenta del dormitorio de la compañíase proyectaba sobre la laca blanca de la puerta yse reflejaba en el brillante picaporte. Roncassollozaban las armonías, melancólicas,acompañadas por las voces profundas de lossoldados. Cantaban la canción ucraniana delemperador y la emperatriz:

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Oh, nuestro emperador es un hombre bravo yapuesto,

y nuestra señora es su mujer, la emperatriz,al frente de sus ulanos cabalga el emperadory sola queda ella en el castillo.Y le espera…La emperatriz espera al emperador…

Hacía muchos años ya que la emperatriz habíamuerto. Pero los aldeanos de Rutenia creían quetodavía seguía viva…

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Segunda parte

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L

CapítuloIX

os rayos del sol de Habsburgo llegaban porel este hasta la frontera del zar de Rusia. Era

el mismo astro bajo el cual el linaje de los Trottahabía ganado en nobleza y prestigio. Elagradecimiento de Francisco José poseía una granmemoria, y su gracia llegaba hasta todos losrincones del imperio. Si uno de sus hijospredilectos cometía una tontería, intervenían atiempo los ministros y los servidores delemperador y obligaban a los necios a sercomedidos y razonables. No habría sido nadaadecuado que el único descendiente del linaje delos de Trotta y Sipolje, linaje recientementeennoblecido, pasara a prestar servicio en laprovincia de donde procedía el héroe de

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Solferino, nieto de campesinos eslovenosanalfabetos, hijo de un suboficial de lagendarmería. Se aceptaba que el jovendescendiente del héroe de Solferino deseara eltraslado del regimiento de ulanos a la más modestainfantería: seguía fiel a la memoria del abuelo quehabía salvado, siendo un simple teniente deinfantería, la vida del emperador. Pero la prudenteactitud del ministerio real e imperial de la guerrano permitía que quien llevara un título de noblezaidéntico al del pueblo esloveno donde habíanacido el fundador de la dinastía, que talpersonaje, pues, pasara a prestar servicio en lasinmediaciones de esa localidad. La opinión delministerio era compartida por el jefe de distrito,hijo del héroe de Solferino. Cierto es que permitióa su hijo que solicitara el traslado a la infantería,aunque no debió de resultarle fácil aceptarlo. Perono estaba de acuerdo en absoluto con la solicitudde su hijo de pasar a servir en la provincia

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eslovena. Él mismo, jefe de distrito, jamás habíasentido deseos de visitar el pueblo de dondeprocedían sus mayores. Era austríaco, servidor yfuncionario de los Habsburgo, y su patria era elPalacio Imperial en Viena. Si hubiera poseído unideario político para una provechosatransformación del inmenso y abigarrado imperio,le habría gustado, seguramente, ver en todos lospaíses de la Corona, en las inmensas ymulticolores antesalas del Palacio Imperial, y entodas las naciones del reino a los servidores delos Habsburgo. Él era un jefe de distrito. En sudistrito representaba a Su Apostólica Majestad.Llevaba el cuello de oro, sombrero y espadín. Noquería sostener el arado sobre la bendita tierraeslovena. En aquella carta decisiva a su hijoconstaba la frase: «El destino ha hecho austríaco anuestro linaje de campesinos de la frontera.Queremos seguir siendo austríacos».

Y así fue como se le impidió a su hijo, a Carl

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Joseph, marqués de Trotta y Sipolje, que sirvieraen las fronteras del sur. Solamente podía escogerentre pasar a servir en el interior del reino o en susfronteras orientales. Se decidió por un batallón decazadores estacionado a dos leguas de la fronterarusa, que se hallaba cerca de Burdlaki, pueblonatal de Onufrij. Era el país hermano de loscampesinos ucranianos, de sus armónicasmelancólicas y sus canciones inolvidables: lahermana norteña de Eslovenia.

Trotta pasó diecisiete horas en el tren. Cuandoya llevaba casi dieciocho horas metido allí surgióla última estación oriental del reino. Allí se apeó.Le acompañaba su asistente, Onufrij. El cuartel delos cazadores se encontraba en el centro de lapequeña ciudad. Antes de entrar en el patio delcuartel, Onufrij se persignó tres veces. Era demañana. Ya hacía tiempo que la primavera habíallegado al centro del imperio, pero aquí acababade llegar. Las violetas florecían en las florestas

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húmedas. Croaban ya las ranas en los pantanosinfinitos y las cigüeñas sobrevolaban losachaparrados tejados de paja de las chozascampesinas, buscando las viejas ruedas para poneren ellas los cimientos del nido de verano.

La frontera entre Austria y Rusia, en elnoroeste del reino, era, en aquellos tiempos, unode los territorios más extraños. El batallón decazadores estaba estacionado en una localidad dediez mil habitantes. La ciudad poseía una plazamayor, en cuyo centro se cruzaban dos grandesvías de comunicación. Una de este a oeste y otrade norte a sur. Una iba desde la estación hasta elcementerio, y la otra desde las ruinas del castillohasta el molino de vapor. Aproximadamente untercio de los diez mil habitantes de la ciudad sededicaba a algún oficio manual. Otro terció vivíamiserablemente de lo que obtenía de sus escasastierras. Y el resto ejercía algo así como uncomercio.

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Algo así como un comercio, porque ni lasmercancías ni los usos y costumbres de estosmercaderes correspondían a la idea de comerciodel mundo civilizado. Los comerciantes de aquelpaís vivían más del azar que de una claraconcepción de su profesión, más de laimprevisible providencia que de consideracioneseconómicas. Y estos mercaderes estaban siempredispuestos a quedarse con la mercancía si Dios noles daba otra. Realmente, la vida de estosmercaderes era un enigma. No tenían tiendas, ninombre, ni crédito. Pero tenían un sexto sentidopara descubrir las fuentes ocultas y misteriosas deldinero. Vivían de la labor ajena, pero dabantrabajo a los forasteros. Eran modestos. Vivían tanmiserablemente como si se alimentaran por eltrabajo de sus manos. Pero vivían de la laborajena. Se movían siempre de un lado para otro,eternamente en camino, la lengua suelta y la mentedespierta; habrían podido conquistar medio mundo

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si hubieran sabido lo que era el mundo. Pero no losabían. Porque vivían lejos de él, entre Oriente yOccidente, apretujados entre la noche y el día,como fantasmas vivientes paridos por la noche yque deambulan de día.

¿Pero hemos dicho antes que vivían«apretujados»? No lo permitía la naturaleza, quelanzaba alrededor de esos hombres de la fronteraun horizonte infinito, rodeados por un noble anillode verdes bosques y colinas azules. Y cuandopasaban por entre los oscuros abetales inclusopodrían imaginarse que eran los predilectos deDios, si en las cuitas diarias para lograr elsustento de mujer e hijos se hubiese manifestado,de alguna manera, la bondad divina. Pero ellospenetraban únicamente en los abetales buscandomadera para vender a los comerciantes de laciudad en cuanto se anunciaba el invierno. Porquetambién se dedicaban al negocio de la madera. Yvendían asimismo corales para las aldeanas de los

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pueblos vecinos y también para las de los pueblossituados al otro lado de la frontera, en tierra rusa.Vendían plumas, crin, tabaco, barras de plata,joyas, té chino, frutas del sur, caballos y vacas,aves y huevos, pescado y verduras, yute y lana,mantequilla y queso, bosques y tierras, mármol deItalia y cabellos de China para fabricar pelucas,gusanos de seda y también seda, telas deManchester, encajes de Bruselas y galochas deMoscú, lino de Viena y plomo de Bohemia. Todoslos productos que tanto abundan en el mundo,desde los más lujosos a los más miserables,pasaban por las manos de esos comerciantes ymercaderes. Aquello que no podían adquirir ovender de acuerdo con las leyes vigentes, loadquirían o lo vendían en contra de todas lasleyes, en secreto y con destreza, con astucia ypremeditación, atrevidos y taimados. Inclusoalgunos se dedicaban al negocio con sereshumanos, con seres vivos. Enviaban desertores del

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ejército ruso hacia los Estados Unidos y vendíanjóvenes muchachas campesinas para el Brasil y laArgentina. Tenían representaciones de agenciasmarítimas y de casas de putas extranjeras. Y apesar, de todo sus ganancias eran miserables y notenían ni idea del lujo ostentoso y magnífico en quepuede vivir el hombre. Pese a sus grandes mañaspara encontrar dinero y a sus manos, que sacabanoro de las piedras como quien hace saltar chispas,no eran capaces de dar placer al corazón y salud alos cuerpos. Los hombres de esta tierra eran hijosde los pantanos. Porque los pantanos y tremedalesse extendían misteriosos por la inmensa superficiedel país, a ambos lados de la carretera, con ranas,bacilos de la fiebre y hierbas traidoras, terribletentación hacia una muerte horrorosa para elcaminante desconocedor del terreno. Muchosperecían sin que nadie oyera jamás sus últimosgritos de auxilio. Pero todos los allí nacidosconocían las malas artes de los pantanos e,

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incluso, poseían algo de esas malas artes. Enprimavera y en verano el aire estaba henchido delcroar incesante, jugoso, de las ranas. Y bajo elcielo resonaba el canto satisfecho de las alondras.Inagotable diálogo entre el cielo y los tremedales.

Muchos de estos comerciantes eran judíos. Poruna fantasía de la naturaleza o, quizá, pordescender, a través de misteriosos caminos, de lalegendaria nación de los cásaros, muchos de esosjudíos de la frontera eran pelirrojos. El pelo ardía,flamígero, sobre sus cabezas. Sus barbas eran unahoguera. En el dorso de sus manos huidizascrecían rojas y duras cerdas, como menudaslanzas. Y en las orejas asomaba una suave lanarojiza como la nube que se levantaba del rojofuego que ardía acaso en el interior de sus cráneos.

Todos los forasteros que llegaban a esteterritorio acababan por desaparecer. Nadie podíaresistir los pantanos. Ni tampoco la frontera. Enaquel tiempo, los grandes señores de Viena y San

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Petersburgo ya estaban preparando la gran guerra.Los hombres de la frontera advirtieron su llegadaantes que los otros, y no sólo porque estabanacostumbrados a intuir las cosas venideras, sinotambién porque cada día podían distinguir, con supropia vista, los presagios de la catástrofe.También hacían su agosto de estos preparativospara la contienda. Más de uno vivía del espionajey del contraespionaje; sacaban florines austríacosde la policía austríaca y rublos rusos de la rusa. Yen la monotonía remota y pantanosa de la vida enel batallón, este y aquel joven oficial se daban a ladesesperación o a los juegos de azar, a las deudaso caían en manos de hombres siniestros. Loscementerios de las guarniciones de la fronteraguardaban en su tierra muchos cuerpos jóvenes dehombres débiles.

Pero también allí los soldados hacíaninstrucción como en todas las demás guarnicionesdel imperio. Cada día, el batallón de cazadores

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volvía al cuartel, con las botas grises salpicadaspor el barro primaveral del fango de los caminos.Encabezaba el batallón el comandante Zoglauer acaballo. Al frente de la segunda sección de laprimera compañía estaba el teniente Trotta. Loscazadores se ponían en marcha ante la señal,gruesa y bonachona, dada por el trompeta y no alson alegre y orgulloso del clarín que ordenaba,interrumpía y hacía estallar el trote de los caballosen el regimiento de ulanos. Carl Joseph iba a pie ycreía sentirse mejor. A su alrededor se oía elgolpe seco de las botas claveteadas de loscazadores al dar sobre la gravilla del camino, estagravilla que todas las semanas, por primavera,había que sacrificar a los pantanos de los caminospor orden de la autoridad militar. El suelo vorazde la carretera se tragaba las piedras, millones depiedras. Y de las profundidades surgían nuevas yvictoriosas capas de lodo gris, que devoraban laspiedras y la argamasa, como olas que se rompían

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sonoras contra las botas de los soldados. Elcuartel estaba detrás del parque municipal. A laizquierda del cuartel se hallaba el juzgado deldistrito y, frente a él, el gobierno del distrito.Detrás de sus muros solemnes y ruinosos secobijaban dos iglesias, una romana y otra griega, ya la derecha del cuartel estaba el instituto. Laciudad era tan diminuta que se la podía recorrer enveinte minutos. Todos sus edificios importantes seagrupaban en incómoda vecindad. A la hora delpaseo, por la tarde, la gente circulaba por elparque municipal, de forma circular, como lospresos en el patio de la cárcel. Para llegar a laestación había que andar una media hora. Lacantina de los oficiales estaba situada en dospequeñas habitaciones de una casa particular. Lamayoría comía en el restaurante de la estación.Carl Joseph también. Le gustaba ir por aquelloslodazales solamente para poder ver la estación.Era la última de todas las estaciones del reino,

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pero, en fin, también esta estación poseía dospares de vías relucientes que se prolongaban hastallegar al corazón del imperio. También estaestación poseía claras y alegres señalescristalinas, en las que resonaba un eco suave delos gritos patrios, y, además, un aparato de Morse,siempre zumbando, en el que se trazabanlaboriosamente las bellas voces confusas de unmundo lejano y perdido, como el pespuntediligente de una máquina de coser. Asimismo, laestación tenía su jefe, quien agitaba una sonoracampana cuyo sonido significaba la salida, lasalida, ¡señores viajeros, al tren! Una vez al día,exactamente al dar las doce, el jefe hacía sonar lacampana para el tren que se iba hacia el oeste,hacia Cracovia, Oderberg, Viena. ¡Qué tren tancómodo y acogedor! Paraba casi tanto tiempocomo duraba la comida, delante de las ventanasdel comedor de primera dónde almorzaban losoficiales. Y en cuanto llegaba el café, la

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locomotora silbaba. El vapor gris daba contra lasventanas y, en cuanto empezaba a gotear por loscristales, el tren ya estaba lejos. Tomaban el café yse volvían, como lenta y desconsolada manada, através del plateado lodo gris. Incluso los generalesinspectores procuraban no hacer acto de presenciapor la comarca. No acudían; nadie acudía. En elúnico hotel de la ciudad, en el que vivían lamayoría de los oficiales como huéspedes fijos,únicamente se albergaban, dos veces al año, losricos compradores de lúpulo de Núremberg, Pragay Saaz. Si sus incomprensibles tratos salían bien,pedían música y jugaban a los naipes en el únicocafé de la villa, que pertenecía también al hotel.Desde el segundo piso del hotel Brodnitzer, CarlJoseph dominaba toda la pequeña ciudad. Veía elaguilón del juzgado, las torrecillas blancas de lajefatura del distrito, la bandera negra y gualda delcuartel, la doble cruz de la iglesia griega, la veletadel ayuntamiento y los tejados de ripias de las

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pequeñas casas de un solo piso. El hotelBrodnitzer era el edificio más alto de la localidad.Uno se podía orientar por él, como por la iglesia,el ayuntamiento o los edificios públicos engeneral. Las callejuelas no tenían nombre ni lascasas número, y si alguien buscaba una direccióndeterminada tenía que orientarse, más o menosbien, según lo que le iban diciendo. Éste vivíadetrás de la iglesia, aquél delante de la cárcelmunicipal, y un tercero a la derecha del juzgado.Era como vivir en un pueblo. Y de las casasachaparradas, debajo de los oscuros tejados deripias, detrás de las pequeñas ventanas cuadradasy de las puertas de madera, brotaban los secretospor las grietas y junturas, se esparcían por lascalles lodosas y penetraban hasta el patio,eternamente cerrado, del cuartel. A ése le habíaengañado la mujer y aquél había vendido su hija alcapitán ruso; éste de aquí era traficante de huevospodridos y aquél se mantenía del contrabando; ése

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había estado en la cárcel y aquél había escapadode presidio; ése les daba dinero prestado a losoficiales y su vecino acaparaba un tercio de lossueldos. Los compañeros de Trotta, generalmentealemanes y no de origen noble, llevaban muchosaños en esta guarnición, se habían acostumbrado aella y a ella estaban sometidos. Lejos de lascostumbres de su tierra y de su lengua materna, queaquí era solamente la lengua del cuartel, quedabanabandonados a la desesperación infinita de lospantanos, se dejaban dominar por los juegos deazar y el fuerte aguardiente que se producía en elpaís y que circulaba bajo el nombre de «noventagrados». Se deslizaban de la mediocridadinocentona, para la que habían sido educados porla academia y la instrucción tradicional, hacia ladestrucción y la decadencia de este país, sobre elcual soplaba ya el aliento del gran imperioenemigo de los zares. Catorce kilómetros apenasles separaban de la frontera rusa. No era raro que

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los oficiales rusos del regimiento fronterizoacudieran, en sus largos tabardos grises, con laspesadas charreteras de plata y oro sobre losanchos hombros y las galochas brillantes en lasbotas, relucientes de betún aunque hiciera maltiempo. Existía incluso entre las dos guarnicionescierto compañerismo. A veces se iban enpequeños furgones cubiertos al otro lado de lafrontera a ver los ejercicios de equitación de loscosacos y a beber aguardiente. Allí, al otro ladode la frontera, en la guarnición rusa, los barrilesde aguardiente estaban colocados sobre las acerasde madera, bajo la vigilancia de los soldados, confusil y bayoneta calada, aquellas largas bayonetastriangulares. Al anochecer, hacían rodar losbarriles con gran estrépito por las calles llenas dehoyos. A patadas, los cosacos los llevaban hasta elcasino ruso, y por el chapaleo del aguardientecontra las paredes de los barriles la genteadivinaba lo que éstos contenían. Los oficiales del

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zar enseñaban a los oficiales de su católicamajestad lo que era la hospitalidad rusa. Yninguno de los oficiales del zar ni de los de sucatólica majestad sabía en aquel momento que, porencima de las copas de cristal en que bebían, lamuerte se cernía ya con sarmentosas e invisiblesmanos.

Por la gran llanada entre los dos bosquesfronterizos, ruso y austríaco, galopaban losdestacamentos de los cosacos, vientosuniformados en orden militar, montados en lospequeños y veloces caballos de las estepas,volteando las lanzas sobre sus altos gorros de pielcomo rayos emergiendo de mangos de madera,unos rayos resplandecientes con graciosasbanderolas. Apenas se oían los cascos de loscaballos sobre el suelo blando y elástico de lostremedales. La tierra empapada respondíaúnicamente con un húmedo sollozo al golpeteoalado de los cascos de los caballos. Las hierbas,

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de un verde profundo, se hundían apenas por unmomento. Los cosacos parecían volar por lapradería. Cuando avanzaban por la carreteraamarilla, arenosa, se levantaba una gran columnade polvo, clara, dorada, de finos granos;parpadeaba al sol, extendiéndose hasta disolversey caer lentamente en mil nubes diminutas. Losoficiales austríacos, huéspedes de los rusos,estaban sentados en unas sencillas tribunas demadera sin desbastar. Los movimientos de losjinetes casi eran más rápidos que las miradas delos espectadores. Los cosacos levantaban delsuelo, montados en la silla, con sus dientes decaballo, amarillos y fuertes, los pañuelos rojos yazules, a galope tendido; de repente se inclinabanlos cuerpos, como si cayeran, por debajo delvientre de los caballos y con las piernas, metidasen las botas relucientes, apretaban aún los flancosde las bestias. Otros tiraban también las lanzas alaire, muy lejos; las armas volvían en remolino,

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obedientes, al puño levantado de los jinetes, comohalcones en la caza regresaban a la mano delseñor. Otros saltaban agachados, inclinando elcuerpo horizontalmente sobre el caballo yapretando fraternalmente su boca contra el hocicode la bestia, para pasar por un aro de hierro capazde abarcar un tonel de mediano tamaño. Loscaballos estiraban las patas, al máximo.Levantaban las crines como alas y la colahorizontal como un timón, su cabeza pequeñaparecía la esbelta proa de una lancha velocísima.Otros cosacos saltaban por encima de una veintenade barriles de cerveza puestos en el suelo, unodetrás de otro. Relinchaban entonces los caballosantes de saltar. De la lejanía inmensa llegaba eljinete, al principio era sólo un punto grisinsignificante, que iba creciendo a una velocidadloca hasta convertirse en una línea, en un cuerpo,un jinete, un ave mitológica gigantesca, mezcla dehombre y caballo, cíclope alado, para detenerse, si

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el salto salía bien, a cien pasos de los barriles,férreo, como una escultura, un monumento desustancia inerte. Otros más disparaban, mientrasdesaparecían a galope tendido —los jinetesparecían proyectiles—, tiraban sobre dianas quetransportaban otros jinetes: los tiradoresgalopaban, disparaban y daban en el blanco. Aveces caían del caballo. Los compañeros quellegaban detrás saltaban raudos sobre el caído, sinque un solo casco rozara sus cuerpos. Segurosjinetes galopaban junto a otro caballo y, durante lacarrera, saltaban a él para volver después alprimero, caían otra vez de repente sobre el caballode reserva y, finalmente, aguantándose con unamano sobre cada silla, con las piernas bailandoentre las dos bestias, se detenían de golpe junto ala meta, frenando ambos caballos, parados allí,inmóviles como corceles de bronce.

Estos ejercicios de equitación de los cosacosno eran las únicas fiestas que se celebraban en el

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territorio de la frontera entre Rusia y el reinoaustríaco. Un regimiento de dragones formabatambién parte de la guarnición austríaca. Entre losoficiales del batallón de cazadores, los delregimiento de dragones y los señores de losregimientos rusos de la frontera, el condeChojnicki, uno de los terratenientes polacos másricos de la región, había establecido las másíntimas relaciones. Al conde Wojciech Chojnicki,pariente de los Ledochowski y los Potocki y unidopor alianza con los Sternberg, amigo de los Thun,hombre de mundo, de cuarenta años de edad, perosin aparentar edad alguna, jefe de escuadrón de lareserva, soltero, a la vez frívolo y nostálgico, legustaban los caballos, el alcohol, la compañía, ladespreocupación y también la seriedad. Se pasabael invierno en las grandes ciudades y en las salasde juego de la Riviera. Como el ave de paso solíavolver a la tierra de sus antepasados en cuanto elcodeso florecía por los terraplenes del ferrocarril.

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Llevaba consigo el hábito ligeramente perfumadodel gran mundo y románticas historias galantes.Era una de esas personas que no solían tenerenemigos, ni tampoco amigos, sino simplementecompañeros, camaradas o meros conocidosindiferentes. Con sus ojos claros, inteligentes,ligeramente saltones, la calva redonda y brillante,un bigotito rubio, las espaldas estrechas, con suspiernas excesivamente largas, Chojnicki lograbaque todos los hombres con los que entraba encontacto, por casualidad o adrede, le apreciaran.

Vivía en dos casas distintas, mudándose de unaa otra, el «palacio viejo» y el «palacio nuevo»,como las llamaba la gente que las respetaba. Elllamado «palacio viejo» era un gran pabellón decaza, ruinoso, en el que el conde, por razonesimposibles de averiguar, no quería hacer reformas.El «palacio nuevo» era un gran edificio de dospisos. En el de arriba vivían siempre unosextraños y a veces también siniestros forasteros.

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Eran los «parientes pobres» del conde, el cual, auncuando hubiera estudiado con toda aplicación lahistoria de su familia, no habría podido descubrirel grado de parentesco que le unía con sushuéspedes. Era ya una costumbre pasar el veranoen el «palacio nuevo» como pariente de Chojnicki.Bien alimentados y ya recobradas las fuerzas,provistos a veces de vestidos nuevos que el sastreparticular del conde les había hecho, estosvisitantes se volvían a las desconocidas regionesde donde acaso procedían en cuanto se oían porlas noches las primeras bandadas de tordos yhabía terminado ya la cosecha de las mazorcas demaíz. El dueño de casa no se enteraba de sullegada ni de su marcha. Había decidido, de unavez para siempre, que su mayordomo judío deberíacomprobar el lazo familiar que le unía a estosvisitantes, mantenerlos y vigilar que efectivamentese marchasen en cuanto llegara el invierno. Lacasa tenía dos entradas. El conde y los huéspedes

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que no formaban parte de la familia entraban porla puerta principal, mientras que los familiarestenían que dar la vuelta y pasar por un portillónestrecho en la tapia del huerto. Por lo demás,dichos intrusos podían hacer lo que les diera lagana. Dos veces por semana, concretamente loslunes y los jueves, se celebraban las «pequeñastertulias» en casa del conde Chojnicki, y dos vecesal mes, la «fiesta». Durante las «pequeñastertulias» únicamente se iluminaban y sepreparaban para los huéspedes seis habitaciones,mientras que durante las «fiestas» las habitacioneseran doce. Durante las «pequeñas tertulias» loscriados no llevaban guantes y usaban libreaoscura; en las «fiestas» llevaban guantes blancos ylevitas de color granate con cuello de terciopelonegro y botones de plata. La fiesta empezaba convermut y vinos secos españoles. Después se iba alos vinos de Borgoña y Burdeos. A continuaciónse pasaba al champán. Seguía el coñac y se

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terminaba, como muestra de acatamiento a lapatria, con el producto de la tierra, el «noventagrados».

Entre los oficiales del regimiento de dragones,de espíritu marcadamente aristocrático, y losoficiales del batallón de cazadores, generalmentede origen burgués, se establecían, en casa delconde Chojnicki, lazos sentimentales de fidelidadpara toda la vida. Los rayos del sol saliente seproyectaban a través de las ventanas del palaciosobre un abigarrado montón de uniformes deinfantería y caballería. Roncaban todos de cara alsol. Hacia las cinco de la mañana, los asistentescorrían en bandada a palacio para despertar a losseñores. Porque a las seis empezaba lainstrucción. Ya hacía mucho que el dueño de lacasa, a quien el alcohol no producía cansancio, sehabía retirado a su pabellón de caza. Manejabaallí toda suerte de extraños tubos de ensayo,llamas, aparatos. Corría el rumor por la comarca

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de que el conde quería fabricar oro.Efectivamente, parecía entretenerse con absurdosexperimentos de alquimia. Y si bien no conseguíafabricar oro, sí sabía ganarlo jugando a la ruleta.Dejaba entrever a veces que había heredado un«sistema» seguro de un jugador misterioso, muertoya desde hacía mucho tiempo.

Era procurador en Cortes desde hacía muchosaños atrás. En su distrito se le elegía una y otravez, derrotando a todos sus contrincantes condinero, por la fuerza y la sorpresa, favorito delgobierno y desdeñoso hacia la corporaciónparlamentaria a que pertenecía. Jamás habíapronunciado un discurso ni había lanzado unaexclamación al orador. Escéptico, burlón, sintemor ni reparos, Chojnicki solía decir que elemperador era un anciano atolondrado, el gobiernoun atajo de inútiles, las Cortes una asamblea deidiotas crédulos dados al patetismo y que lasautoridades eran sobornables, cobardes y

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perezosas. Los austríacos de lengua alemana sólosabían, en opinión de Chojnicki, bailar el vals ycantar el cuplé de moda, los húngaros apestaban,los checos eran limpiabotas natos, los rutenos unosrusos encubiertos y traidores, los croatas yeslovenos sólo servían para hacer escobas y tostarcastañas, y los polacos, entre los cuales se contabaél mismo, eran buenos solamente para dar coba yhacer de peluqueros o de fotógrafos de moda.

A su vuelta de Viena y de las otras ciudadesdel gran mundo por donde se expansionaba a sugusto, solía soltar un discurso agorero en el quemás o menos decía: «Este imperio se va a pique.En cuanto cierre los ojos el emperador saltaremosen cien pedazos. Los Balcanes serán máspoderosos que nosotros mismos. Todos lospueblos querrán erigir sus pequeños estaditos demierda y hasta los judíos proclamarán un rey enPalestina. Viena está que apesta con el sudor delos demócratas; cuando paso por la Ringstrasse

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casi no puedo resistir el mal olor. Los obrerostienen banderas rojas y no quieren trabajar. Elalcalde de Viena es un conserje santurrón. Loscuras ya están liados con el pueblo; en las iglesiasse hacen los sermones en checo. Las comedias quese representan en el Burgtheater son purascochinadas judías y cada semana nombran barón aun fabricante de retretes húngaro. Os digo, señoresmíos, que si no se dispara ahora, la cosa se acaba.Nosotros todavía lo veremos».

Reía el auditorio del conde y se tomaba unacopa más. No le comprendían. Ya disparaban aveces, especialmente en época de elecciones, porejemplo, para asegurar la candidatura del condeChojnicki, evidenciando así que el mundo no sehundiría sin más. Aún vivía el emperador. Y a élle sucedería el heredero del trono. El ejércitohacía la instrucción y brillaba con todos loscolores de reglamento. Los pueblos querían a ladinastía y le rendían pleitesía con sus más

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diversos trajes nacionales. Chojnicki era unguasón.

Pero el teniente Trotta, más sensible que suscamaradas, más triste que ellos, sentía en el almael eco incesante de las oscuras rumorosas alas dela muerte, con la que se había enfrentado ya en dosocasiones, y reconocía a veces el peso sombrío delas profecías.

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C

Capítulo X

ada semana, cuando entraba de guardia, elteniente Trotta escribía los monótonos

informes de siempre al jefe de distrito. El cuartelno tenía luz eléctrica. En el cuerpo de guardiabrillaban los viejos velones de reglamento comoen los tiempos del viejo héroe de Solferino. Eranahora las llamadas velas «apolo», de estearinablanca y menos áspera, con mecha bien trenzada yllama constante. Las cartas del teniente nadarevelaban acerca de las distintas circunstancias enque vivía, circunstancias extraordinarias en lafrontera. El jefe de distrito evitaba hacerpreguntas. Y sus respuestas, que enviaba con todaregularidad a su hijo el cuarto domingo de cadames, eran tan monótonas como las cartas delteniente.

Todas las mañanas el viejo Jacques entraba

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con el correo en la habitación en que solíadesayunar el jefe de distrito desde hacía muchosaños. Era una habitación algo apartada que no seutilizaba durante el día. La ventana, abierta al este,daba paso gustosamente a todas las mañanas, a lasclaras y a las turbias, las cálidas, las frescas y laslluviosas; tanto en invierno como en veranopermanecía abierta durante el desayuno. Eninvierno, el jefe de distrito se arrollaba unabufanda en las piernas; la mesa estaba cerca de laestufa en la que crepitaba el fuego que el viejoJacques había encendido media hora antes. Cadaaño, el día quince de abril, Jacques ya no encendíala estufa. Cada año, a partir del quince de abril, eljefe de distrito salía a dar su paseo matinalveraniego, indiferente al tiempo. A las seis llegabael barbero, soñoliento todavía y sin haberseafeitado, y se presentaba en el dormitorio deTrotta. A las seis y cuarto la barbilla del jefe dedistrito se encontraba afeitada y empolvada entre

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las alas ligeramente plateadas de las patillas. Yale habían aplicado un masaje a la calva, queaparecía ligeramente colorada por los efectos deunas gotas de agua de colonia, y todos los pelosinútiles, que crecían en parte por los orificios dela nariz y por las orejas y a veces también en elcogote, sobresaliendo por encima del cuello duroy alto, todos los pelos habían desaparecido sindejar huella. El barón cogía entonces su bastón depaseo, de color claro, y el sombrero de mediacopa y se iba al parque municipal. Llevaba puestoun chaleco blanco con botones grises, de escotediminuto, y chaqueta gris. Los pantalonesestrechos, sin raya, se adaptaban, mediante unastrabillas grises oscuras, a las botas de elásticos,terminadas en punta, sin costuras ni puntera, de lamejor cabritilla. Las calles estaban todavíadesiertas. Avanzaba con estrépito, sobre eldesigual adoquinado de la calle, la carricubamunicipal de riego, arrastrada por dos grandes

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percherones castaños. El conductor, desde lo altodel pescante, en cuanto descubría al jefe dedistrito, inclinaba el látigo, pasaba las riendas porla manivela del freno y se sacaba la gorra hastaque casi le tocaba las rodillas. Era la únicapersona de la ciudad, o del distrito, a quien elseñor de Trotta saludaba alegre con la mano, casialborozado. A la entrada del parque municipal elguardia le saludaba. El jefe de distritocorrespondía a su saludo con un «¡Dios leguarde!», sin mover para nada la mano.Seguidamente se acercaba a la rubia propietariadel quiosco donde vendían jarabes y gaseosas.Levantaba lentamente el sombrero, se bebía unacopita de agua medicinal; sacaba unas monedasdel bolsillo del chaleco, sin quitarse los guantesgrises, y proseguía el paseo. A su lado pasaban lospanaderos, los deshollinadores, los verduleros, loscarniceros. Todo el mundo le saludaba. El jefe dedistrito correspondía al saludo colocando por un

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instante el índice junto al ala del sombrero. Aveces decía: «Buenos días, señor boticario», sedetenía y preguntaba: «¿Qué tal está usted?». «Muybien», respondía el farmacéutico. «Me alegro»,indicaba el jefe de distrito, volvía a levantar elsombrero y seguía su camino.

No volvía hasta después de las ocho. A vecesencontraba al cartero en el vestíbulo o en lasescaleras. A continuación se iba un rato aldespacho. Porque le gustaba encontrar las cartas ala hora del desayuno junto a la bandeja. Durante eldesayuno no se sentía dispuesto a ver, ni hablarcon nadie. Acaso entraba a veces el viejo Jacques,en invierno para echar una mirada a la estufa y enverano para cerrar la ventana si, por casualidad,llovía demasiado. La señorita Hirschwitz jamás seacercaba allí. El barón de Trotta no podía soportarsu presencia hasta la una del mediodía.

Un día, a finales de mayo, el señor de Trottaregresó de su paseo a las ocho menos cinco.

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Seguramente hacía ya mucho rato que habíallegado el cartero. Se sentó a la mesa paradesayunar. El huevo estaba en «su punto», comosiempre, y, también como siempre, en la hueveradorada. Brillaba dorada la miel, los blandospanecillos de Viena tenían, como todos los días,aquella fragancia a fuego y levadura; lamantequilla, de un resplandor amarillo, reposabaen una enorme hoja de un verde profundo y, en unatacita de porcelana de bordes dorados, humeaba elcafé. No faltaba nada. Por lo menos eso creyó alprincipio el señor de Trotta. Pero al instante selevantó, volvió a doblar la servilleta y observónuevamente la mesa. En el lugar de costumbrefaltaban las cartas. En el recuerdo del jefe dedistrito jamás había transcurrido un día sin correooficial. El señor de Trotta se acercó primero a laventana abierta para convencerse de que el mundo,afuera, seguía existiendo. Efectivamente, losviejos castaños del parque municipal continuaban

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allí con sus verdes copas tupidas y, como todas lasmañanas, entre su follaje cantaban invisibles lospájaros. También el carro de la leche, que a estahora solía detenerse delante de la jefatura deldistrito, estaba allí como siempre, despreocupadocomo si fuera un día cualquiera. El jefe de distritocomprobó que, efectivamente, afuera todo seguíaigual. ¿Acaso era posible que no hubiese llegadoel correo? ¿Era acaso posible que Jacques sehubiera olvidado de llevar el correo? El señor deTrotta agitó la campanilla. Raudas corrieron susplateadas notas por la casa en silencio. Nadieacudió. El jefe de distrito siguió sin probar eldesayuno. Volvió a agitar la campanilla.Finalmente llamaron a la puerta. Se quedósorprendido, se sobresaltó y se enojó al ver entrara su ama de llaves, la señorita Hirschwitz.

Llevaba puesta una armadura matinal, en la queel señor de Trotta nunca la había visto. Un grandelantal de hule azul oscuro la cubría de la cabeza

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a los pies. De su toca, una cofia blanca y rígida,sobresalían los lóbulos blandos, anchos, carnosos,de las orejas. El señor de Trotta la encontrabarepugnante en extremo; el jefe de distrito no podíasoportar el olor del hule.

—¡Pero qué fatal! —exclamó sin corresponderal saludo de la señora Hirschwitz—. ¿Dónde estáJacques?

Jacques se encuentra hoy afectado por unaindisposición.

—¿Afectado? —repitió el jefe de distrito, queno acababa de comprender—. ¿Está enfermo? —preguntó.

—Tiene fiebre —respondió la señoraHirschwitz.

—¡Gracias! —dijo el señor de Trotta y le hizoseñal con la mano para que se retirara.

Se sentó a la mesa. Únicamente tomó el café.Dejó en la bandeja el huevo, la miel, lamantequilla y los panecillos de Viena. Ciertamente

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comprendía que Jacques estuviera enfermo y quepor ello no pudiera llevarle el correo. ¿Pero porqué se había puesto malo Jacques? Si siemprehabía estado sano y fuerte, como el correo, porejemplo. No se habría sorprendido menos si encorreos hubieran dejado de distribuir lacorrespondencia. El jefe de distrito,personalmente, jamás había estado enfermo.Cuando uno se ponía enfermo lo que tenía quehacer era morirse. La enfermedad no era sino unintento de la naturaleza para acostumbrar alhombre a la muerte. Algunos se hallaban encondiciones de soportar las epidemias, porejemplo el cólera, que en la juventud del señor deTrotta había sido todavía una temible enfermedad.Pero frente a las otras enfermedades, queafectaban sólo a uno u otro individuo, no habíamás solución que morirse; para el caso, era igualcómo se llamaran esas enfermedades. Losmédicos, a los que el jefe de distrito calificaba de

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«ensalmadores», pretendían saber curar, pero lohacían únicamente para no morir de hambre.Quizás hubiera casos en los que el enfermosobreviviera después de una enfermedad, pero,por lo que recordaba el señor de Trotta, nuncahabía observado semejante caso excepcional.

Volvió a llamar.—Quisiera el correo —le dijo a la señorita

Hirschwitz—. Pero que venga alguien a traérmelo.Y dígame: ¿qué le pasa a Jacques?

—Tiene fiebre —dijo la señorita Hirschwitz—. Se habrá resfriado.

—¿Resfriado? ¿En mayo?—¡Que ya no es un muchacho!—Dígale al doctor Sribny que pase a visitarle.El doctor Sribny era el médico del distrito.

Tenía la consulta de nueve a doce en la jefaturadel distrito. Estaba al llegar. En opinión del jefede distrito era un «caballero formal».

El conserje le llevó el correo. El jefe de

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distrito miró únicamente los sobres y devolvió elcorreo con orden de llevarlos al despacho de lajefatura. Se fue a la ventana y se sorprendió enextremo al comprobar que fuera todo seguía igual,sin tener todavía en cuenta los cambios queocurrían en su casa. Porque hoy no había comidoni había leído el correo. Y Jacques estaba en camacon una extraña enfermedad. Y la vida seguíaigual.

Muy despacio, preocupado por sus ideas pococlaras, el jefe de distrito se fue a la jefatura y,veinte minutos más tarde que de costumbre, sesentó a su escritorio. El primer comisario deldistrito llegó para presentar el informe. El díaanterior se había celebrado otra asamblea deobreros checos. Se había anunciado una nuevareunión. Al parecer, al día siguiente llegaríandelegados de ciertos «estados eslavos», es decirde Serbia y de Rusia, pero en lenguaje oficialnunca se les citaba por su nombre. En la fábrica de

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hilados los obreros le habían pegado a uncompañero porque, según los informes de losconfidentes, había rehusado adherirse a los rojos.Todas esas cosas preocupaban al jefe de distrito,que eran para él un dolor, una ofensa, una herida.Todo lo que hacían los sectores desobedientes dela población para debilitar al Estado, para ofenderdirecta o indirectamente a su majestad elemperador, para invalidar las leyes, ya de por sípoco fuertes, alterando el orden, atacando ladecencia y la dignidad, fundando escuelas checas yllevando a las Cortes a diputados de la oposición:todas esas acciones estaban dirigidas contra élmismo, contra el jefe de distrito. Al principiohabía despreciado a las naciones, a la autonomía yal «pueblo» que pedía «más derechos». Poco apoco había comenzado a odiar a esosalborotadores vocingleros, a los demagogos. Leindicó al comisario de distrito que actuase contodo rigor y disolviera cualquier manifestación

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que pretendiera tomar una «resolución». De todaslas palabras que se habían puesto de moda en losúltimos años la que más odiaba era, precisamente,ésa: «resolución», quizá porque con sólocambiarle una letra insignificante se convertía enla más infame de todas las palabras: revolución.Una palabra que para él había desaparecidototalmente. En su vocabulario, incluso en eloficial, jamás aparecía ese término. Si leía en elinforme de uno de sus subordinados el calificativode «agitador revolucionario» aplicado a unsocialista eficaz, borraba esas palabras y escribíacon tinta roja «individuo sospechoso». Acaso eraprobable que hubiera revolucionarios de verdaden alguna parte del reino, pero en el distrito delseñor de Trotta eran una especie desconocida.

—Que pase a verme esta tarde el suboficialSlama —dijo el jefe de distrito al comisario—,reclame refuerzos de la gendarmería para esa«reunión» que preparan. Escriba un breve informe

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para el gobernador y démelo mañana. Es posibleque tengamos que ponernos en contacto con lasautoridades militares. Que me pasen un breveextracto de la última disposición ministerial enrelación con el estado de alarma.

—Se hará como disponga el señor jefe dedistrito.

—Muy bien. ¿Ha llegado ya el doctor Sribny?—Le han llamado para que visitara a Jacques.—Me habría gustado hablarle.El jefe de distrito ya no examinó aquel día

ningún informe más. En los años tranquilos en queempezó su labor en la jefatura del distrito todavíano había socialistas y el número de «individuossospechosos» era relativamente bajo. En el cursolento de los años apenas se podía notar cómo ibancreciendo, se difundían y acababan por serpeligrosos. Diríase que la enfermedad de Jacquesera el toque de llamada que había puesto aldescubierto, de repente, para el jefe de distrito,

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todos los crueles cambios de este mundo, como sila muerte, sentada ahora a un extremo de la camadel viejo servidor, no sólo amenazara a éste. «Simuere Jacques —pensó el jefe de distrito—,muere por segunda vez, como si dijéramos, elhéroe de Solferino —y quizás y aquí se detuvo porun instante el corazón del señor de Trotta—también la persona a quien él salvó la vida». Sí,no era Jacques el único que se había puestoenfermo. Las cartas permanecían sin abrir delantedel jefe de distrito, encima de la mesa. ¡A saberqué noticias traerían! A la vista de las mismasautoridades y de la gendarmería los sokol sereunían en el centro del imperio. Estos sokol, queel jefe de distrito llamaba sokolistas para susadentros, como para hacer una especie de pequeñopartido de este importante grupo entre los puebloseslavos, estos sokol pretendían ser únicamenteatletas y gimnastas preocupados por fortalecer losmúsculos. Y en realidad eran espías o rebeldes,

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pagados por el zar. En el Diario de avisos todavíase podía leer que los estudiantes alemanes dePraga cantaban a veces la «Wacht am Rhein», elhimno de los prusianos, el gran enemigotradicional, aliado ahora con Austria. ¿En quién sepodía confiar todavía? El jefe de distrito sintióescalofríos. Y por primera vez desde quetrabajaba en la jefatura se fue a la ventana y lacerró a pesar de que hacía un día primaveraldecididamente cálido.

El señor de Trotta preguntó al médico dedistrito, que acababa de entrar, por el estado desalud del viejo Jacques. El doctor Sribny dijo:

—Si es una pulmonía no la resistirá. Está yamuy viejo. Tiene cuarenta de fiebre. Ha pedidoque vaya el sacerdote.

El jefe de distrito se inclinó sobre la mesa.Temía que el doctor Sribny percibiera algunatransformación en su rostro y presentía que,efectivamente, algo se iba alterando en él. Abrió el

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cajón de la mesa, sacó los cigarros y se los ofrecióal doctor. Con un gesto le indicó que se sentara.Fumaban ahora los dos.

—¿O sea que tiene usted pocas esperanzas? —preguntó finalmente el señor de Trotta.

—Muy pocas, si he de ser sincero —replicó eldoctor—. A su edad… —No terminó la frase ymiró al jefe de distrito como si quisieracerciorarse de que el amo era mucho más jovenque el criado.

—Jamás ha estado enfermo —dijo el jefe dedistrito, como si ello fuera un atenuante y el doctorun tribunal de quien dependía la vida.

—Pues sí —dijo el doctor—, son cosas quepasan. ¿Qué edad puede tener?

El jefe de distrito reflexionó por un momento ydijo:

—De setenta y ocho a ochenta años.—Sí —dijo el doctor Sribny—, es la edad que

le suponía. Pero solamente hoy me he dado cuenta

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de ello. Mientras uno se mueve por sus propiospasos parece que va a vivir eternamente.

El médico de distrito se levantó y se fue acontinuar su tarea.

El señor de Trotta escribió en una cuartilla:«Estoy en casa de Jacques». Puso un pisapapelessobre la cuartilla y salió al patio.

Nunca había estado en la vivienda de Jacques.Era una casita diminuta, con una chimeneademasiado grande en el tejado que se apoyaba enla pared del jardín. La casita tenía tres paredes deladrillos amarillos y una puerta de color castañoen el centro. Se pasaba primero a la cocina ydespués, por una vidriera, al comedor. El canariomanso de Jacques estaba encima de su jaula, juntoa la ventana de cortinas blancas demasiado cortas,por debajo de las cuales se veía el cristal. Lamesa, de madera desbastada, se arrinconaba contrala pared. Encima de la mesa había un quinqué yuna imagen de la Virgen con un gran marco, que se

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apoyaba en la pared, como suele hacerse con losretratos de familia. En la cama, la cabeza giradahacia la pared, bajo un blanco montón de sábanasy almohadas, estaba Jacques. El enfermo creyó quehabía llegado el sacerdote y dio un suspiroprofundo de alivio, como si ya se le hubieraconcedido la gracia.

—¡Ah, es usted, señor barón! —dijo aladvertir al jefe de distrito.

El señor de Trotta se acercó al viejo. En unahabitación parecida, en los locales del asilo deLaxenburg, había estado de cuerpo presente elabuelo del jefe de distrito, el suboficial de lagendarmería. El jefe de distrito todavía recordabael resplandor amarillo de las grandes velasblancas en la penumbra de la habitación, con lascortinas cerradas, y cómo se erguían ante su rostrolas suelas excesivamente grandes de las botas delcadáver, vestido en traje de gran solemnidad. ¿Letocaría pronto el turno a Jacques? El viejo se

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apoyó en los codos. Llevaba un gorro de dormir delana de color azul oscuro, por el cual asomabansus pelos plateados. Su rostro, bien afeitado,huesudo y enrojecido por la fiebre, recordaba elmarfil pintado. El jefe de distrito se sentó en unasilla junto a la cama y dijo:

—Vamos, si ha dicho el doctor que no es nada.Será un resfriado.

—Sí, claro, señor barón —respondió Jacquese intentó débilmente pegar un taconazo por debajode las mantas y las sábanas. Se sentó en la cama—. Le ruego que me perdone —añadió—. Piensoque mañana ya habrá pasado.

—Dentro de unos días, ya no será nada.—Estoy esperando al sacerdote, señor barón.—Bien, bien —dijo el señor de Trotta—, ya

llegará. Queda tiempo para eso.—Pero ya está en camino —replicó Jacques

como si ya estuviera viendo al sacerdote que seacercaba—. Ya está llegando —siguió hablando.

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Parecía que de repente se había olvidado de que eljefe de distrito estaba sentado a su lado—. Cuandomurió el señor barón, que Dios tenga en su gloria—continuó—, nadie lo habría creído. Por lamañana, o quizás el día anterior, salió al jardín yme dijo: «Jacques, ¿dónde están mis botas?». Sí,sí, me lo dijo un día antes. Y al día siguiente por lamañana ya no las necesitaba. El invierno empezópoco después, fue un invierno largo y muy frío. Yocreo que hasta el invierno aguantaré. Ya no faltamucho para el invierno, sólo necesito un poco depaciencia. Ahora estamos en julio, o sea, julio,junio, mayo, abril, agosto, noviembre y paraNavidades, creo yo, ya puede empezar el desfile.¡De frente, mar! —Dejó de hablar y miró con susojos grandes, brillantes, azules, a través del jefede distrito como si fuera un cristal.

El señor de Trotta intentó colocar suavementeal viejo sobre las almohadas, pero el cuerpo delviejo estaba rígido y no cedía. Únicamente su

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cabeza temblaba, y el gorro azul de lana se agitabatambién sin cesar. Sobre la frente amarilla, alta yhuesuda brillaban unas diminutas gotas de sudor.El jefe de distrito las iba secando de vez encuando con su pañuelo, pero se renovabanconstantemente. Tomó la mano del viejo Jacques,contempló la piel rojiza, escamosa y áspera sobreel ancho dorso de la mano y el pulgar muyseparado y recio. Después volvió a poner la manocuidadosamente sobre la colcha y se marchó a lajefatura. Ordenó al conserje que fuera a buscar alsacerdote y a una hermana de la caridad. Dijo a laseñorita Hirschwitz que se quedara entretantojunto a Jacques y, después de tomar el sombrero,el bastón y los guantes, salió, a una hora inusitada,a pasear por el parque, con gran sorpresa de todoslos que allí estaban.

Pero pronto sintió deseos de salir de debajo delos tupidos castaños y volverse a su casa. Alacercarse a ella oyó la campanilla del sacerdote

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con el Santísimo. Se quitó el sombrero e inclinó lacabeza y permaneció así en la entrada. Muchos delos que pasaban por la calle se detenían también.Finalmente salió el sacerdote. Algunos esperaronhasta que el jefe de distrito desapareció por elvestíbulo; le siguieron llevados por la curiosidad ysupieron por el conserje que Jacques estabaagonizando. Jacques era conocido en la pequeñaciudad. El viejo, que se iba de este mundo, recibióunos minutos de respetuoso silencio.

El jefe de distrito atravesó con decisión elpatio y entró en la habitación del moribundo.Buscó atentamente en la cocina un lugar para dejarel sombrero, el bastón y los guantes y, al final, lopuso todo en un anaquel de la alacena entre ollas yplatos. Hizo salir a la señorita Hirschwitz y sesentó junto a la cama. El sol estaba tan alto en elhorizonte que iluminaba todo el gran patio de lajefatura y penetraba por la ventana de la habitaciónde Jacques. Las cortinas blancas, demasiado

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cortas, eran ahora un alegre delantal soleadodelante de los cristales. El canario no paraba decantar alegremente; las planchas del entarimado,de madera desbastada, brillaban amarillentas bajoel resplandor del sol; un rayo de sol plateado caíaal pie de la cama, y la parte inferior de la blancasábana tenía ahora una blancura intensa, casicelestial. El sol iba ascendiendo por la pared juntoa la cual estaba la cama. De vez en cuando soplabauna brisa suave por el patio entre los pocos viejosárboles situados a lo largo de la tapia, árbolesacaso tan viejos, o más, que el propio Jacques, quedía tras día le habían dado el cobijo de sus ramas:El viento silbaba y se oía el murmullo de suscopas. El viejo Jacques pareció advertirlo, porquese irguió en la cama y dijo:

—¡Señor barón, por favor, la ventana!El barón abrió la ventana y, al instante,

penetraron los ruidos primaverales del patio en lareducida estancia. Se oía el murmullo de los

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árboles, el pausado aliento del vientecillo, elzumbido persistente de los grandes moscardonesbrillantes y el canto de la alondra en las alturasazules, infinitas. El canario emprendió el vuelo,pero solamente para poner de manifiesto que aúnsabía volar. Volvió a los pocos segundos, se posósobre el alféizar de la ventana y se lanzó a cantarcon renovadas fuerzas. El mundo estaba alegre,dentro y fuera. Jacques se inclinó hacia fuera de lacama y escuchó inmóvil. Sobre su frente durabrillaban las gotas de sudor, mientras sus labiosdelgados se entreabrían lentamente. Al principiosólo sonreía, silencioso. Después frunció elentrecejo, cerrando casi los ojos; con susenrojecidas mejillas macilentas arrugadas sobrelos pómulos parecía un viejo picarillo. De sugarganta salió una risita débil. Se reía sin cesar;temblaban las almohadas e incluso la cama semovía ligeramente. El jefe de distrito tambiénesbozó una sonrisa. Sí, la muerte le llegaba al

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viejo Jacques como una alegre doncella deprimavera; Jacques abrió la boca y le enseñó susescasos dientes amarillos. Levantó la mano,señalando hacia la ventana, mientras agitabaconstantemente la cabeza, sin dejar de reír.

—Buen día tenemos —observó el jefe dedistrito.

—Por allí viene, por allí viene —dijo Jacques—. Sobre su caballo blanco, y también vestido deblanco, ¿por qué cabalga tan despacio? Mira, miraqué despacio cabalga. ¡Que Dios le guarde! ¡QueDios le guarde! ¿No quiere acercarse? ¡Venga acá!¡Venga acá! Qué buen día hace hoy. —Dejó caer lamano y dirigiendo la mirada al jefe del distritodijo—: ¡Qué despacio cabalga! ¡Porque es delotro mundo! ¡Ya hace mucho tiempo que murió yno está acostumbrado a cabalgar sobre estaspiedras aquí! ¡Antes sí! ¿Sabes todavía quéaspecto tenía? Quisiera ver el retrato. A ver si hacambiado mucho. ¡Tráelo, trae el cuadro, por

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favor, tráemelo! ¡Por favor, señor barón!El jefe de distrito inmediatamente comprendió

que se trataba del retrato del héroe de Solferino.Obedeciendo salió al patio. Incluso saltó lospeldaños de la escalera de dos en dos, penetrórápidamente en el gabinete, se subió a una silla ybajó el cuadro del héroe de Solferino. Estaba unpoco polvoriento; sopló el cuadro para quitar elpolvo y lo limpió con el pañuelo que antes habíautilizado para secar la frente del moribundo. Eljefe de distrito seguía esbozando una sonrisa.Estaba contento. Hacía mucho tiempo que no habíaestado contento. Pasó rápidamente por el patio conel gran retrato bajo el brazo. Se acercó a la camade Jacques. Durante mucho rato Jacques contemplóel cuadro y, con el índice extendido, fue siguiendoel contorno de la cara del héroe de Solferino.Finalmente dijo:

—Ponlo ahí, al sol.El jefe de distrito obedeció. Puso el retrato de

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forma que le diera el rayo de sol al pie de la cama.—Sí, éste era su aspecto —dijo Jacques

incorporándose, para dejarse luego caer sobre lasalmohadas.

El jefe de distrito colocó el cuadro sobre lamesa, al lado de la imagen de la Virgen, y volvió ala cama.

—Pronto me iré ya —exclamó Jacquessonriendo y señaló hacia las vigas del techo.

—Todavía hay tiempo —replicó el jefe dedistrito.

—No, no —repuso Jacques con una risa muyclara—. Ya he tenido tiempo más que suficiente. Yahora me voy ya. Mira a ver qué edad tengo. Lo heolvidado.

—¿Y dónde quieres que mire?—Allí debajo —dijo Jacques y señaló a los

pies de la cama donde había un cajón.El jefe de distrito lo cogió. Había en él un

paquetito cuidadosamente envuelto en papel

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marrón y, a su lado, una cajita redonda de hojalatacon un dibujo de colores marchitos sobre latapadera, que representaba una pastora de blancapeluca. Recordó entonces que era una caja depeladillas que en su infancia había visto en losárboles de Navidad de muchos de sus compañeros.

—Aquí está la cartilla —dijo Jacques.Era la cartilla militar de Jacques. El jefe de

distrito se puso los quevedos y leyó: «Franz XaverJoseph Kromichl».

—Pero ¿ésta es tu cartilla? —preguntó elseñor de Trotta.

—Claro —contestó Jacques.—Pero si resulta que te llamas Franz Xaver

Joseph.—Pues así es.—¿Y por qué te hacías llamar Jacques?—Porque él así lo quería.—¡Ah! —dijo el señor de Trotta y leyó la

fecha de nacimiento—. Pues entonces cumplirás

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los ochenta y dos en agosto.—¡En agosto ochenta y dos! ¿Y qué día es

hoy?—Diecinueve de mayo.—¿Cuánto falta hasta agosto?—Tres meses.—Está bien —dijo Jacques serenamente y

volvió a tenderse en la cama—. Yo ya no vivirépara contarlo. —Se calló un instante y dijo—:Abre esa caja.

El jefe de distrito abrió la caja.—Allí están san Antonio y san Jorge —siguió

diciendo Jacques—. Te los puedes quedar. Yhierba para la fiebre. Dásela a tu hijo, a CarlJoseph. Y dale saludos de mi parte. Le harán faltaesas hierbas, que allí donde está hay muchospantanos. Y ahora cierra la ventana. Quisieradormir.

Era mediodía. El sol daba de lleno sobre lacama. En las ventanas estaban quietos los grandes

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moscardones; el canario había dejado de cantar ypicoteaba el azúcar. Dieron las doce en elcampanario del ayuntamiento, y el eco dorado delas campanas resonó por el patio. Jacquesrespiraba tranquilo. El jefe de distrito se fue alcomedor.

—Hoy no como —dijo a la señoritaHirschwitz. Contempló el comedor. Precisamenteallí era donde estaba siempre Jacques con labandeja; se habría acercado a la mesa parapresentarle la comida. Hoy no podría comer elseñor de Trotta. Bajó al patio, se sentó en el bancojunto a la pared, bajo las oscuras vigas delsalidizo de madera, y esperó a que llegara lahermana de la caridad.

—Está durmiendo —dijo el jefe de distritocuando ella llegó.

Un suave viento soplaba una y otra vez. Lasombra del salidizo se iba ensanchando yalargando. Las moscas zumbaban junto a las

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patillas del jefe de distrito. De vez en cuando lessoltaba un manotazo y se oía el chasquido de suspuños duros. Por primera vez desde que estaba alservicio de su emperador no hacía nada en día detrabajo. Jamás sintió necesidad de tomarse unasvacaciones. Por primera vez disfrutaba de un díalibre. No dejaba de pensar en el viejo Jacques y,sin embargo, estaba alegre. El viejo Jacques séestaba muriendo, pero para él era como si seestuviera celebrando un gran acontecimiento, conmotivo del cual el jefe de distrito disfrutaba de suprimer día de vacaciones.

De repente oyó que la hermana de la caridadatravesaba la puerta, al tiempo que ella leanunciaba que Jacques se había levantado, alparecer con la mente despejada y sin fiebre, y quese estaba vistiendo. Efectivamente, al poco rato eljefe de distrito vio al viejo junto a la ventana.Había colocado la brocha, el jabón y la navajasobre el alféizar, como solía hacer todas las

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mañanas cuando aún estaba sano, y con el espejocolgado de la falleba de la ventana se disponía aafeitarse. Abriendo la ventana, Jacques gritó, consu voz de costumbre:

—Ya me encuentro bien, señor barón, ya estoybueno. Le ruego que me perdone y no se preocupepor mí.

—Bueno, bueno, entonces ya está todoarreglado. Me alegro, me alegro mucho. Y ahoraempezarás una nueva vida como Franz XaverJoseph.

—Prefiero seguir siendo Jacques.El señor de Trotta, muy contento ante suceso

tan sorprendente, pero también un pocodesconcertado, se volvió al banco y le pidió a lamonja que permaneciera en la casa. Le preguntó siconocía casos de curaciones parecidas conpersonas de tanta edad. La hermana de la caridad,inclinada, con la mirada sobre el rosario ysacándose la respuesta de entre los dedos que iban

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desgranando cuentas, replicó que la curación y laenfermedad, lentas o rápidas, estaban en la manode Dios, y que éste muchas veces había salvadorápidamente a los agonizantes. El jefe de distritohabría estado más satisfecho de oír unaexplicación científica. Decidió que al día siguientepreguntaría al médico del distrito. Por el momentose fue a la jefatura, libre ya de una granpesadumbre, pero dominado también por unamayor inquietud que no sabía cómo explicarse. Lefue imposible hacer nada. Dio instrucciones alsuboficial Slama, quien le había estado esperandolargo rato, relacionadas con la reunión de lossokol, pero lo hizo sin severidad ni insistencia. Alseñor de Trotta le parecía que todos los peligrosque amenazaban el distrito de W y a la monarquíaeran de repente menos importantes que almediodía. Despidió al suboficial Slama, pero alinstante volvió a llamarle.

—Oiga usted, Slama —le dijo—, imagínese

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que el viejo Jacques estaba muriéndose hoy por lamañana y ahora se encuentra perfectamente bien.¿Conoce usted un caso semejante?

No, el suboficial Slama nunca había oído nadaparecido. Al preguntarle el jefe de distrito siquería ver al viejo, Slama le contestó que estabadispuesto a ello. Los dos salieron al patio.

Y allí estaba Jacques sentado en su taburete y,dispuestos en filas, como soldados, los pares dezapatos. Tenía en la mano el cepillo y escupíaviolentamente en la caja de madera donde estabael betún. Quiso levantarse al ver delante de sí aljefe de distrito, pero no pudo hacerlosuficientemente deprisa. Sintió sobre sus hombrosla mano del señor de Trotta que le instaba a seguirsentado. Jacques saludó, contento, con el cepillo alsuboficial. El jefe de distrito se sentó en el banco;el suboficial apoyó el fusil contra la pared y sesentó también, a la debida distancia. Jacquessiguió sentado en su taburete. Cepillaba los

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zapatos con mayor lentitud y suavidad que decostumbre. En la habitación de Jacques se hallabala hermana de la caridad rezando.

—Ahora recuerdo —dijo Jacques— que hoyhe tratado de tú al señor barón. Me ha venidoahora a la memoria.

—Es igual, Jacques —dijo el señor de Trotta—. Era por la fiebre.

—Sí, hablaba como si fuera un cadáver. Y,además, tendrá usted que encerrarme por falsasdeclaraciones, señor suboficial. Porque resultaque me llamo Franz Xaver Joseph, y no Jacques.Pero me gustaría que sobre mi tumba se escribieratambién Jacques. Mi libreta de la caja de ahorrosestá debajo de mi cartilla militar; hay algún dineropara el entierro y para una santa misa; también allíque me llamen Jacques.

—Todo se andará —dijo el jefe de distrito—.No tenemos prisa.

El suboficial rio y se secó la frente. Jacques

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había limpiado todos los zapatos hasta dejarlosbrillantes. Sintió escalofríos; entró en la casa yvolvió envuelto en su pelliza, que utilizabatambién en verano cuando llovía. Nuevamente sesentó sobre el taburete. El canario le siguió,revoloteando sobre su plateada cabeza; elpajarillo buscó dónde posarse y se puso sobre labarra para sacudir alfombras, de la que colgabanalgunas, y desde allí soltó sus trinos. Se unieron asus cantos centenares de gorriones desde las copasde los pocos árboles de alrededor. Durante unosminutos, el aire vibró por aquella confusión detrinos y gorjeos. El jefe de distrito sonrió. Elsuboficial rio, con el pañuelo en la boca, yJacques emitió una risita apagada. Incluso lamonja dejó de rezar y sonrió desde la ventana. Elsol dorado de la tarde daba ya en las vigas demadera y jugueteaba en las copas verdes de losárboles. En el cansancio del atardecer, losmosquitos se movían en grandes enjambres suaves

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y redondos y, de vez en cuando, un abejorropasaba, con su grave zumbido, por delante de lostres hombres, volaba directamente hacia losárboles, hacia su muerte y perdición en el pico delos gorriones. Soplaba un viento más fuerte;callaban ahora los pájaros. Entre nubecillasrosadas el cielo era de un azul oscuro.

—Y ahora te vas a la cama —dijo el señorTrotta a Jacques.

—Antes tengo que subir el cuadro —murmuróel viejo. Se levantó, cogió el retrato del héroe deSolferino y desapareció en la oscuridad de laescalera.

—Es extraño —dijo el suboficial, después deseguirlo con la vista.

Jacques volvió y se acercó al banco. Se sentósin decir palabra entre el jefe de distrito y elsuboficial. De improviso abrió la boca, respiróprofundamente y, antes de que los dos se hubierangirado hacia él, su cabeza cayó sobre el respaldo,

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las manos resbalaron hasta el asiento, su pelliza seentreabrió, las piernas se estiraron rígidas y laspuntas de las zapatillas se levantaron al aire. Porel patio sopló con fuerza el viento durante unosmomentos. Lentas flotaban por el cielo las rosadasnubecillas. El sol se había puesto detrás de latapia del jardín. El jefe de distrito cobijó en sumano izquierda la cabeza del criado y, con laderecha, le buscó el corazón. El suboficial estabaallí de pie, sorprendido, y su gorra negra, caída enel suelo. La hermana de la caridad acudió agrandes y apresurados pasos. Cogió la mano delviejo, la colocó dulcemente sobre la pelliza ytrazó la señal de la cruz. Dirigió una miradasilenciosa al suboficial: Éste comprendió sumirada y agarró a Jacques por los brazos. Así lotransportaron a su habitación, lo pusieron sobre lacama, cruzaron sus manos y las rodearon con elrosario. En la cabecera colocaron la imagen de laVirgen. Todos se arrodillaron al pie de la cama; el

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jefe de distrito comenzó a rezar. Hacía muchotiempo que no rezaba. De los ocultos abismos dela niñez surgía la oración, la oración para lasalvación de las ánimas de sus antepasadosmuertos, que ahora musitaba el jefe de distrito. Selevantó, miró sus pantalones, les quitó el polvo delas rodillas y salió seguido por el suboficial.

—Así me gustaría morir, querido Slama —ledijo en vez del «¡Quede usted con Dios!» decostumbre, y se fue al gabinete.

Escribió las órdenes, para amortajar y enterrara su criado, en un gran folio de papel de barba, delos usados en la jefatura. Con sumo cuidadoescribió, como un maestro de ceremonias, puntopor punto, con apartados y subdivisiones, todas lasórdenes para amortajar y enterrar a su criado. A lamañana siguiente fue al cementerio a buscar unatumba y compró una lápida en la que dispuso quese grabara la siguiente inscripción: «Aquí reposaen la paz del Señor Franz Xaver Joseph Kromichl,

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llamado Jacques, viejo criado y fiel amigo».Encargó un entierro de primera, con cuatrocaballos y ocho lacayos de librea. Tres díasdespués fue solo, a pie, detrás del féretro. Era elúnico en duelo, seguido, a respetuosa distancia,por el suboficial Slama y otros muchos que seunieron al cortejo porque habían conocido aJacques y, especialmente, porque veían a pie alseñor de Trotta. Así fue como un númeroconsiderable de personas acompañó al viejo FranzXaver Joseph Kromichl, llamado Jacques, hasta latumba.

A partir de ese día el jefe de distrito sintió quesu casa se había transformado, era vacía einhóspita. No encontraba el correo, como antes,junto a la bandeja del desayuno y no se decidía adarle nuevas órdenes al conserje de la jefatura. Noutilizaba ya ni una sola de las campanillas deplata, y si, a veces, distraído extendía la manopara cogerlas, se limitaba a acariciarlas. En

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ocasiones, por la tarde, prestaba atención al menorruido y creía percibir los pasos fantasmales delviejo Jacques por las escaleras. A veces iba a lapequeña habitación donde había vivido Jacques yle daba un trocito de azúcar al canario entre losbarrotes de la jaula.

Un día, cuando faltaba poco para la fiesta delos sokol y su presencia en la jefatura no carecíade importancia, tomó una sorprendente decisión.

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E

CapítuloXI

l jefe de distrito decidió visitar a su hijo enla lejana guarnición de la frontera. Para una

persona de las características del señor de Trottano era empresa fácil. Tenía ideas poco comunesacerca de las fronteras orientales del reino. Dos desus compañeros de colegio habían sidotrasladados por graves faltas cometidas en elejercicio de su cargo a aquellos remotosterritorios de la Corona, en cuyos extremos se oíaquizá ya el silbido del viento siberiano. Todoaustríaco civilizado se veía allí amenazado porosos, lobos y monstruos aún peores, como laspulgas y las chinches. Los campesinos rutenosofrecían sacrificios a divinidades paganas, y losjudíos, crueles, arramblaban con la fortuna del

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prójimo. El señor de Trotta se llevó su viejorevólver de barrilete. No lo atemorizaban lasaventuras que se avecinaban, sino que, muy alcontrario, sentía ahora aquella sensación de locaalegría de cuando era muchacho y se iba con suviejo amigo Moser a cazar por los bosquesmisteriosos de la finca paterna y, a medianoche, alcementerio. Tuvo una breve y benévola despedidacon la señorita Hirschwitz, con la vaga y atrevidaesperanza de no volver a verla jamás. Se fue soloa la estación.

—Por fin hace usted un largo viaje. ¡Que seabueno! —dijo el taquillero.

El jefe de estación acudió apresuradamente alandén.

—¿De viaje oficial? —le preguntó.—Pues sí, señor jefe de estación —respondió

el jefe de distrito, dominado por aquella sensaciónde jovialidad que produce el placer de hacerse elenigmático—, bien se puede decir que es un viaje

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«oficial».—¿Por mucho tiempo?—No se ha fijado todavía.—¿Pasará a ver a su hijo?—Si se presenta ocasión, sí, claro.El jefe de distrito se hallaba junto a la

ventanilla y saludaba con la mano. Se despedíasatisfecho de su distrito. No pensaba en la vuelta.Leyó en la guía de ferrocarriles todas lasestaciones por donde tenía que pasar. «Cambio detren en Oderberg», se repetía para sus adentros.Fue comparando el horario indicado en la guía conel horario real y la hora de su reloj con el de todaslas estaciones por donde pasaba. Lo sorprendenteera que las irregularidades le alegraban y le hacíansentirse joven. En Oderberg dejó pasar un tren.Curioseando por aquí y por allá avanzó por elandén, se fue a la sala de espera y salió a dar unavuelta por la larga carretera que conducía a laciudad. Volvió a la estación e hizo como si se

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hubiera retrasado involuntariamente.—¡He perdido el tren! —dijo con insistencia

al mozo que controlaba los billetes.Le decepcionó que éste no se sorprendiera.

Tendría que cambiar de tren en Cracovia, lo cualno le vino mal. Si no hubiera anunciado su llegadaa Carl Joseph y si circularan más de dos trenesdiarios por aquel «peligroso villorrio» le habríagustado pararse en alguna parte y pasar allí lanoche para poder contemplar el mundo. Pero, enfin, también desde la ventanilla podía observarlo agusto. Durante todo el camino la primavera lesonreía en el paisaje. Llegó por la tarde. Saltócontento del estribo con aquel «paso elástico» quealababan los periódicos en el viejo emperador yque, con el tiempo, habían ido aprendiendomuchos de los viejos funcionarios. Porque enaquella época existía en el reino una forma muyespecial, que después se perdió totalmente, dedescender de los ferrocarriles y coches, de entrar

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en los hoteles, andenes y casas, de acercarse a losparientes y amigos; era una manera de andar,condicionada acaso por los estrechos pantalonesde los viejos caballeros y las trabillas con quesolían sujetarlos a las botas. Con este pasoespecial el señor de Trotta se apeó del tren.Abrazó a su hijo, quien se había colocado junto alestribo. El señor de Trotta fue el único forasteroque bajó de los vagones de primera y segundaclase. Algunos soldados con permiso, unosempleados de ferrocarril y judíos con largoshábitos negros, arremolinándose al viento, salierondel vagón de tercera. El jefe de distrito seapresuró a entrar en la sala de espera. Una vez allíbesó a su hijo en la frente. Pidió dos coñacs en elmostrador. En la pared, detrás de los anaqueles,estaba el espejo. Mientras bebía, padre e hijo secontemplaban.

—O este espejo no vale nada —dijo el señorde Trotta— o tú tienes muy mal aspecto.

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«¿De verdad tienes el pelo tan gris?», habríaquerido preguntar Carl Joseph a su padre, puesveía brillar muchas canas en la barba oscura y enlas sienes del padre.

—Déjame que te vea —siguió diciendo el jefede distrito—. Pero esto no es por el espejo. Esposible que sean las obligaciones del servicioaquí. ¿Te van mal las cosas?

El jefe de distrito comprobó que su hijo notenía el aspecto que correspondía a un joventeniente. «Quizás está enfermo», pensó el padre.Además de las enfermedades que solían causar lamuerte, existían aquellas horrorosas enfermedadesque según se decía afectaban con frecuencia a losoficiales.

—¿Puedes tomar coñac? —preguntó el señorde Trotta, dando un rodeo para enterarse de lasituación de su hijo.

—¡Claro, papá! —respondió el teniente.Era la voz que le había sometido a examen

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hacía años, en aquellas tranquilas mañanasdominicales. Todavía oía esa voz nasal defuncionario, severa, entre instigadora ysorprendida, ante la cual las mentiras morían yaantes de pronunciarse.

—¿Te gusta la infantería?—Sí, mucho.—¿Y tu caballo?—Me lo he traído, papá.—¿Montas con frecuencia?—Raras veces, papá.—¿No te gusta?—Nunca me ha gustado, papá.—Bueno, basta ya de papá —dijo de repente

el señor de Trotta—, que ya estás hecho unhombre. Y yo estoy de vacaciones.

Se fueron a la ciudad.—Pues no parece tan peligroso como decían

—exclamó el jefe de distrito—, ¿os divertís aquí?—Mucho —dijo Carl Joseph—. En casa del

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conde Chojnicki. Allí nos reunimos todos. Ya leconocerás. Yo le quiero mucho.

—Será, pues, tu primer amigo.—También lo era el comandante médico Max

Demant —replicó Carl Joseph—. Éste es tucuarto, papá —dijo después—. Los compañerosviven también aquí y a veces meten ruido por lanoche. Pero es que no hay otro hotel. Yaprocurarán dominarse mientras tú estés aquí.

—Es igual, es igual —dijo el jefe de distrito.Sacó de la maleta una cajita, la abrió y se la

enseñó a Carl Joseph.—Esto es, bueno, es una hierba, que parece

que va bien contra las fiebres. Te la envía Jacques.—¿Qué tal se encuentra?—Pues ya se fue para allá —dijo el jefe de

distrito señalando hacia el techo.—Se fue para allá —repitió el teniente.El jefe de distrito sentía que hablaba con un

viejo. De seguro que el hijo tenía muchos secretos.

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El padre no los conocía. Eran padre e hijo,ciertamente, pero entre los dos había años, muchosaños, y altas montañas. No sabía mucho más deCarl Joseph que de cualquier otro teniente. Habíaingresado en la caballería y, luego, habíasolicitado el traslado a la infantería. En vez de lascharreteras rojas de los dragones llevaba ahora lasverdes de los cazadores. ¡Bien, sí! Esto era todo loque él sabía sobre su hijo. En fin, que se hacíaviejo el señor de Trotta. Se hacía viejo. Y ya nopertenecía ni al servicio ni a sus obligaciones.Pertenecía a Jacques y a Carl Joseph. Llevaba lahierba reseca de uno a otro.

El jefe de distrito abrió la boca. Seguíainclinado sobre la maleta. Dirigió su voz hacia lamaleta, como si fuera una tumba abierta, pero nodijo, como habría deseado: «Te quiero, hijo mío»,sino:

—Tuvo una muerte fácil. Era una auténticatarde de mayo y cantaban todos los pájaros. ¿Te

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acuerdas del canario? Pues era el que daba lostrinos más fuertes. Jacques había limpiado todoslos zapatos. Y no se murió hasta haber terminado,sobre el banco. Slama estaba también allí. Por lamañana sólo tenía fiebre. Me pidió que tesaludara.

El jefe de distrito levantó entonces la vista ymiró a su hijo a la cara:

—Así es como me gustaría morir.El teniente se fue a su habitación, abrió el

armario y puso arriba en el estante la hierba contralas fiebres, junto a las cartas de Katharina y elsable de Max Demant. Sacó el reloj del doctor. Leparecía ver el delgado segundero que avanzabasobre la diminuta esfera más deprisa que cualquierotro y oír con más intensidad el tic-tac sonoro delreloj. Pero las manecillas carecían de objetivo y eltic-tac no tenía sentido alguno. «No tardaré en oírtambién el tic-tac del reloj de bolsillo de papá,porque me lo dará en herencia», pensó Carl

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Joseph. «En mi habitación estará el cuadro delhéroe de Solferino y el sable de Max Demant y unobjeto heredado de papá. Conmigo muere todo. Yosoy el último Trotta».

Todavía era lo bastante joven para poder sacaruna dulce voluptuosidad de su tristeza, unadolorosa dignidad de la seguridad de ser el último.Desde las ciénagas cercanas llegaba el ancho ysonoro croar de las ranas. El sol poniente teñía derojo los muebles y las paredes de la habitación.Oyó que se acercaba un carruaje; resonaba en lacalle polvorienta el trote apagado de los caballos.El coche se detuvo; era una britschka amarillenta,el vehículo veraniego del conde Chojnicki. Portres veces, el restallido de su látigo interrumpió elcroar de las ranas.

El conde Chojnicki era curioso. Y sólo porcuriosidad se iba de viaje por el ancho mundo, sesentaba a las grandes mesas de juego, se encerrabaen su propio pabellón de caza, acudía a los

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escaños de las Cortes; la curiosidad le obligaba avolver a su tierra cada primavera, a celebrar lasfiestas de costumbre, y era ella también quien lecerraba el paso hacia el suicidio. Sólo por ellaseguía viviendo. Era insaciablemente curioso. Elteniente Trotta le había dicho que esperaba a supadre, al jefe de distrito, y a pesar de que el condeChojnicki conocía a más de doce jefes de distritoaustríacos y a un número infinito de padres detenientes, sentía curiosidad por conocer al jefe dedistrito Trotta.

—Soy el amigo de su hijo —dijo Chojnicki—.Y usted es mi invitado. Ya se lo habrá dicho suhijo. ¿No es usted amigo del doctor Swoboda delMinisterio de Comercio?

—Somos compañeros de instituto.—Pues ya ve usted —exclamó Chojnicki—,

Swoboda es buen amigo mío. Un poco chocho conlos años, pero una bellísima persona. ¿Me permiteusted que le sea sincero? Me recuerda usted a

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Francisco José.Se produjo un silencio. El jefe de distrito

jamás había pronunciado el nombre delemperador. En las ocasiones solemnes decía «sumajestad», y en la vida cotidiana «el emperador».Pero este Chojnicki decía «Francisco José», comoantes había dicho Swoboda.

—Pues sí, usted me recuerda a Francisco José—repitió Chojnicki.

Se fueron. A ambos lados de la carreteraentonaban sus coros inacabables las innumerablesranas y se extendían los pantanos azules, verdes,sin límite.

La noche se acercaba, violeta y dorada. Oíanel deslizar suave de las ruedas sobre la blandaarena del camino y el claro chirriar de los ejes.Chojnicki se detuvo delante del pequeño pabellónde caza.

La pared posterior de la construcción seapoyaba en el borde oscuro de los bosques. El

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pabellón estaba separado del estrecho camino porun pequeño jardín y una cerca de piedra. Los setosque se extendían a ambos lados del camino deentrada a la casa no habían sido podados desdehacía tiempo. Crecían de cualquier manera, y susramas se tendían de unos a otros, sin permitir elpaso de dos personas a la vez por el camino. Lostres hombres tenían que avanzar, pues, en filaindia, seguidos por el caballo que arrastraba,paciente, el carruaje. El animal parecía conocerbien el camino y estar acostumbrado a vivir en elpabellón como una persona. Detrás de los setos seadvertían grandes extensiones, donde florecían loscardos bajo la mirada de las fárfaras,profundamente verdes. A la derecha se levantabanunas pilastras en ruinas, probablemente restos deuna torre. La piedra se erguía como un dienteinmenso dirigido al cielo, que hubiera salido delvientre del jardín, recubierta de manchas musgosasy de pequeñas grietas negras. Sobre la pesada

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puerta de madera se veían las armas de losChojnicki, un escudo con tres campos azules y tresciervos dorados cuyos cuernos estaban totalmenteentrecruzados. Chojnicki encendió una luz. Sehallaban en una habitación de techo bajo. Por losintersticios de las persianas penetraban los últimosfulgores de la tarde. Bajo la lámpara estaba puestala mesa: platos, botellas, jarros, cubiertos de platay fuentes:

—Me he permitido prepararle un pequeñorefrigerio —dijo Chojnicki. Llenó tres copitas conel «noventa grados», claro como agua, alcanzó dosa sus huéspedes y tomó la tercera.

Todos bebieron.El jefe de distrito se sentía algo confuso al

poner la copa en la mesa. Por lo menos, larealidad de los manjares se hallaba encontradicción con el aspecto misterioso delpabellón, y el apetito del jefe de distrito erasuperior a su confusión y su aturdimiento. Rodeado

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de una corona de brillantes pedacitos de hielo,asomaba el hígado trufado. La tierna pechuga defaisán sobresalía en un plato blanquísimo de entreun mar de legumbres verdes, rojas, blancas yamarillas, todo ello puesto a su vez en una fuentede cantos dorados y azules y adornada conemblemas heráldicos. En una gran jarra de cristalhabía millones de huevas de caviar, negras ygrises, y a su alrededor una corona de rodajasamarillas de limón. Sobre una larga fuente estaban,en perfecto orden, las lonjas rosadas del jamón,vigiladas por un gran, tenedor de plata yacompañadas por rábanos de sonrosadas mejillas,como apetitosas muchachas pueblerinas. En platosy fuentes de cristal, plata y porcelana se hallabanlas anchas carpas, rebosantes de aceite, y losesturiones, estrechos y viscosos, en salsa a lamarinera con cebollas agridulces. Los panesredondos, negros, morenos y blancos, estaban enunas sencillas cestitas de paja, de fabricación

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casera, como niños en la cuna; apenas se notabaque estaban cortados, porque las rebanadas sehallaban tan bien dispuestas que parecíanconformar panes todavía enteros y sin empezar.Entre los manjares había vasijas gordas ypanzudas y garrafas estrechas y esbeltas, unascuadradas y hexagonales y otras lisas y redondas,con etiquetas o sin ellas, y todas ellas seguidas porun verdadero ejército de vasos y copas demúltiples formas.

Empezaron a comer.Para el jefe de distrito el hecho de tomar «un

refrigerio» tan extraordinario a una horaintempestiva constituía una señal extremadamentedesagradable de la sorprendente situación quereinaba en la frontera. En la monarquía real eimperial, incluso personas de talante tan espartanocomo el señor de Trotta eran grandes aficionadosa los placeres del paladar. Habían transcurridomuchos días desde la última comida extraordinaria

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del señor de Trotta. Fue con motivo de ladespedida del gobernador, el príncipe M., quehabía sido destinado a realizar una honrosa misiónen los territorios recientemente ocupados deBosnia y Herzegovina, gracias a su gran don delenguas y a la capacidad que al parecer poseíapara «domesticar a las naciones salvajes». Sí, enaquella ocasión el jefe de distrito había comido ybebido extraordinariamente. En su memoria sehabía grabado aquel día, junto con otros en los quecelebrara grandes banquetes, con igual intensidadque aquellas ocasiones especiales en que habíarecibido una felicitación del gobernador o habíasido promovido a comisario superior de distrito y,más tarde, a jefe de distrito. El señor de Trottadisfrutaba con los ojos de las excelencias de lacomida, de la misma manera en que otros lo hacencon el paladar. Paseó la mirada un par de vecespor encima de aquella mesa ricamente dispuesta yse detuvo aquí y allá en puro goce. Había olvidado

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completamente el ambiente misterioso e incluso unpoco siniestro que le rodeaba. Comieron.Bebieron de las diversas botellas. El jefe dedistrito lo alabó todo; decía: «está excelente» y«qué exquisito» cada vez que terminaba un plato ycogía otro. Los colores se le fueron subiendo a lacara. Y sus grandes patillas no cesaban deagitarse.

—He traído aquí a los señores —dijoChojnicki— porque en el «viejo palacio» nohubiéramos estado tranquilos. Allí mantengosiempre abierta la puerta y todos mis amigospueden entrar siempre que lo desean, Pero, por lodemás; suelo trabajar aquí.

—¿Trabaja usted? —le preguntó el jefe dedistrito.

—Sí —contestó Chojnicki—, trabajo. Trabajo,podría decirse, en broma. Me limito a continuar latradición de mis antepasados, pero, si he de serlessincero, no lo hago con la seriedad con que lo

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hacía mi abuelo. Los campesinos de la comarca letenían por un poderoso mago y, quizá, lo era. A mítambién me tienen por mago, pero yo no lo soy.Hasta ahora no he podido fabricar ni un sologranito.

—¿Un granito? —preguntó el jefe de distrito—. ¿Un granito de qué?

—Pues de oro, ¡de qué iba a ser! —dijoChojnicki como si fuera la cosa más natural delmundo—. Entiendo algo de química —siguiódiciendo—, son viejos conocimientos de familia.Tengo aquí los aparatos más antiguos y modernos—dijo, señalando hacia las paredes.

El jefe de distrito vio seis hileras de anaquelesde madera. Allí había bolsas grandes y pequeñasde papel, almireces, recipientes de Cristal comoen las antiguas boticas, extrañas bolas de cristalllenas de líquidos de colores, lamparillas,mecheros de gas y tubos de ensayo.

—Muy raro, muy raro, muy raro —dijo el

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señor de Trotta.—Y ni yo mismo sé decir —siguió explicando

Chojnicki— si lo hago de broma o de veras. Sí, aveces, cuando estoy aquí por las mañanas, medomina el deseo y me leo las fórmulas de miabuelo. Las pruebo a ver qué sale, me río de mímismo y acabo marchándome. Pero vuelvo otravez y pruebo de nuevo.

—Es raro, es raro —repitió el jefe de distrito.—No es más raro —dijo el conde— que todas

las otras cosas que hubiera podido hacer. ¿Quiereusted que me convierta en ministro de Educación?He tenido insinuaciones en este sentido. ¿O esmejor que haga de jefe de sección del Ministeriodel Interior? También sobre esto he tenidoinsinuaciones. ¿O es mejor que me vaya a la corte,a la mayordomía? Porque también podría haceresto, Francisco José me conoce…

El jefe de distrito hizo retroceder dos pulgadasla silla. Sentía una punzada en el corazón cuando

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Chojnicki llamaba al emperador por su nombrecomo si fuera uno de aquellos diputados que desdela introducción del voto universal había entrado enlas Cortes o, en el mejor de los casos, como sihubiera muerto ya el emperador y fuerasimplemente una figura de la historia patria.

—Su majestad me conoce —rectificóChojnicki. El jefe de distrito acercó la silla a lamesa y le preguntó:

—Perdone usted, pero ¿por qué resulta taninútil servir a la patria como fabricar oro?

—Porque la patria ya no existe.—No le comprendo —dijo el señor, de Trotta.—Ya supuse que usted no me entendería —

dijo Chojnicki—. Nosotros ya no vivimos.Hubo un silencio profundo. Se habían apagado

ya los últimos resplandores del día. Por entre losintersticios de las persianas se habrían podidodistinguir ya las primeras estrellas en el cielo. Elcanto suave y metálica de los grillos nocturnos

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había sustituido al estrepitoso croar de las ranas.De vez en cuando se oía el canto áspero del cuco.El jefe de distrito se sentía transportado por elalcohol y por las sorprendentes palabras del condea una situación no conocida hasta entonces, casi deencanto. Lanzó una mirada de soslayo a su hijo,simplemente, para sentir junto a sí a una personaque conocía y con la que se sentía unido. Sinembargo, sintió que Carl Joseph ya no era tampocoesa persona. Acaso tenía razón Chojnicki y todosestaban, efectivamente, ya muertos; muertos lapatria y el jefe de distrito y el hijo. Con un granesfuerzo el señor de Trotta consiguió preguntar:

—¡No le comprendo! ¿Cómo es posible que lamonarquía no exista ya?

—No, claro —replicó Chojnicki—:literalmente hablando, todavía existe. Disponemosaún de un ejército —dijo el conde, señalando alteniente— y de funcionarios —y señaló al jefe dedistrito—. Pero la monarquía se está destruyendo

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de vivo en vivo. Ya se nos ha destruido. Unanciano, cuya muerte, cercana, le puede llegar porcualquier resfriado, mantiene en pie el trono por elsimple hecho, milagroso diría yo, de que todavíaes capaz de sentarse en él: Pero ¿hasta cuándopodrá hacerlo? Nuestro siglo no nos quiere ya. Lostiempos quieren crearse ahora Estados nacionales.Ya no se cree en Dios. La nueva religión es elnacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia.Van a las asociaciones nacionalistas. Lamonarquía, nuestra monarquía, se basa en lareligiosidad, en la creencia de que los Habsburgofueron escogidos por la gracia de Dios para reinarsobre tales y tales pueblos, muchos pueblos de lacristiandad. Nuestro emperador es el hermano delPapa en el siglo, es Su Real e Imperial ApostólicaMajestad, y nadie más sino él: apostólico. Yninguna majestad en Europa depende tanto de lagracia de Dios y de la fe de los pueblos en lagracia de Dios. El emperador de Alemania seguirá

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gobernando aun cuando Dios le abandone; reinarási es necesario por la gracia de la nación. Elemperador de Austria-Hungría no se puedepermitir que Dios le abandone. Pero ahora Dios leha abandonado.

El jefe de distrito se puso de pie. Jamáshubiera creído que había en el mundo una personacapaz de decir que Dios había abandonado alemperador. Durante toda su vida el jefe de distritohabía dejado que los teólogos se ocuparan de losasuntos celestiales y, por lo demás, considerabaque la Iglesia, la misa, las ceremonias del Corpus,el clero y Dios Nuestro Señor eran instituciones dela monarquía. Con todo, le pareció de repente quelas palabras del conde le servían para explicarseel estado de confusión en que se hallaba desde lasúltimas semanas, especialmente desde la muertedel viejo Jacques. Era verdad, Dios habíaabandonado al anciano emperador. El jefe dedistrito dio unos pasos y, bajo sus pies, crujieron

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las viejas tablas del piso. Se acercó a la ventana yvio a través de las persianas la noche azul, oscuraya. Todos los procesos de la naturaleza y losacontecimientos de la vida diaria adquirían derepente un significado amenazador eincomprensible. Era incomprensible el coro devoces de los grillos, incomprensibles el titilar delas estrellas y el azul aterciopelado de la noche;también era incomprensible para el jefe de distritosu viaje a la frontera y su estancia en casa de aquelconde. Volvió a la mesa y se acarició con la manola patilla, gesto que hacía cuando se sentía algoperplejo. ¿Algo perplejo? Jamás se había sentidotan perplejo hasta entonces.

Tenía delante todavía un vaso lleno. Lo vaciórápidamente.

—Bueno —dijo—, ¿cree usted… cree ustedque nosotros…?

—¿Estamos perdidos? —terminó Chojnicki lafrase—. ¡Y tan perdidos! Usted y su hijo y yo.

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Nosotros somos los últimos de un mundo en el queDios todavía concedía su gracia a las majestades yen el que los locos como yo fabricaban oro. ¡Oigausted! ¡Vea usted! —Chojnicki se levantó y se fuea la puerta, dio vuelta al interruptor y en la granaraña del techo se encendieron las bombillas—.¡Vea usted! Estamos en la época de la electricidady no de la alquimia. Pero sí de la química,¿entiende? ¿Sabe usted cómo se llama esto?Nitroglicerina —y repitió—, ya no es oro. En elpalacio de Francisco José suelen arder todavía lasvelas. ¿Se da usted cuenta? ¡La nitroglicerina y laelectricidad nos destruirán! Y ya no falta mucho,no falta mucho.

El resplandor de las luces eléctricasdespertaba, por las paredes y los anaqueles,brillos y fulgores verdes, rojos, azules,temblorosos reflejos en los tubos y matraces. CarlJoseph seguía sentado, pálido y silencioso. El jefede distrito miró en dirección a su hijo. Pensaba en

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su amigo, el pintor Moser. Y como el señor deTrotta había bebido ya bastante, veía, como en unlejano espejo, el pálido rostro del hijo borrachobajo los árboles verdes de Volksgarten, con unchambergo puesto y una gran carpeta debajo delbrazo. Era como si el jefe de distrito poseyera losdones proféticos del conde para descubrir el futurohistórico y así podía ver lo que le esperaba a suhijo. Platos, fuentes, botellas y vasos se hallabanahora medio vacíos y tristes. Brillabanmaravillosas las luces en los tubos dispuestos porlas paredes. Dos viejos criados mofletudos, que separecían al emperador Francisco José y al jefe dedistrito como si fueran hermanos, empezaron aquitar la mesa: De vez en cuando se oía el ásperogrito del cuco, como un martillo sobre el canto delos grillos. Chojnicki agarró una botella y lalevantó.

—Pero tiene usted que tomar todavía una copade este fruto de la tierra —dijo refiriéndose al

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aguardiente—. Sólo quedan cuatro gotas.Se bebieron el último resto del «fruto de la

tierra».El jefe de distrito sacó el reloj, pero no podía

distinguir bien las manecillas. Le pareció quegiraban muy deprisa por la esfera blanca del reloj,como si hubiera centenares de manecillas en vezde las dos que tenía que haber. Y en vez de docenúmeros había dos veces doce números. Losnúmeros de la esfera se apretaban hasta quedar tanpróximos entre sí como las rayitas que indicabanlos minutos. Podían ser las nueve o, quizá, ya lasdoce.

—Son las diez —dijo Chojnicki.Los mofletudos criados cogieron suavemente a

los invitados del brazo y los acompañaron haciaafuera. La gran calesa de Chojnicki esperaba allí.Cerca, muy cerca, estaba el cielo, terrenalenvoltura, buena y amiga, hecha de azul cristalconocido; allí estaba cercano, casi al alcance de la

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mano, sobre la tierra. Parecía que la pilastrapétrea a la derecha del pabellón llegaba hasta él.Manos terrenales habían elevado en el cielocercano las estrellas, como banderitas conalfileres sobre los mapas. La inmensa noche azulgiraba a veces alrededor del jefe de distrito, sebalanceaba un poco y se quedaba quieta otra vez.Croaban las ranas en la ciénaga infinita. Lesllegaba un olor húmedo a lluvia y hierba. Elcochero, envuelto en un abrigo negro, se erguíainmenso sobre los blancos caballos fantasmalesdelante del negro carruaje. Relinchaban lasbestias, cuyos cascos, suaves como patas de gato,arañaban la tierra húmeda y arenosa.

El cochero hizo chasquear la lengua y sepusieron en marcha.

Fueron por el camino por donde habíanllegado, penetraron por la gran avenida deabedules, recubierta de guijarros, y llegaron hastalos faroles que anunciaban el «viejo palacio». Los

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plateados troncos de los abedules resplandecíanaún más que los faroles. Las grandes ruedas conllantas de goma se deslizaban con sordosmurmullos sobre los guijarros; se percibía sólo eltrote apagado de los cascos. La calesa era ancha ycómoda. Se podía descansar en ella como en unsofá. El teniente Trotta dormía. Estaba sentadojunto a su padre. Su cara pálida yacía casihorizontalmente sobre el respaldo del asiento,recibiendo, como una caricia, el viento nocturnoque entraba por la ventanilla abierta. De vez encuando un farol lo iluminaba. Chojnicki, sentadofrente a sus invitados, observaba los labiosentreabiertos, sin color, del teniente y su narizhuesuda, dura, marcada.

—Duerme bien —dijo al jefe de distrito.Los dos sintieron que ambos eran los padres

del teniente. El jefe de distrito se serenó con elviento nocturno, pero siguió sintiendo en sucorazón un temor vago. Veía cómo se hundía el

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mundo que era su mundo. Delante tenía aChojnicki, a un hombre evidentemente vivo, cuyasrodillas tocaban a veces la espinilla del señor deTrotta; sin embargo, le parecía un enigmasiniestro. En el bolsillo de atrás, en el pantalón,sentía la presión del viejo revólver de barrileteque había llevado. Pero ¿de qué servía ahora, y eneste lugar, un revólver? No se veían osos ni lobosen la frontera. ¡Se veía únicamente cómo se hundíael mundo!

El carruaje se detuvo delante del gran portalónde madera. El cochero hizo restallar el látigo. Seabrieron las dos hojas de la puerta y, lentamente,los caballos trotaron por la ligera cuesta. De lasventanas que daban al patio caía una luz amarillasobre la gravilla y el césped, a ambos lados delcamino. Se oían voces. Alguien tocaba el piano.Se trataba sin duda de una «gran fiesta».

Ya habían comido. Los lacayos iban de un ladopara otro ofreciendo licores de variados colores.

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Los invitados bailaban, jugaban al tarot y al whist,bebían; uno de ellos estaba pronunciando undiscurso delante de personas que no leescuchaban. Otros avanzaban tambaleándose porlos salones, mientras algunos dormían en losrincones. Bailaban hombres solos. Las negrasblusas de salón de los dragones se ceñían a lasazules de los cazadores. Chojnicki había ordenadoque ardieran las velas en las habitaciones del«nuevo palacio». Las grandes velas blancas yamarillas se erguían sobre enormes candelabros deplata, puestos sobre resaltos y anaqueles osostenidos por criados que se cambiaban cadamedia hora. Bajo el aire nocturno que penetrabapor las ventanas abiertas se agitaban a veces lasllamas. Si callaba por unos momentos el piano, seoían fuera el cantar del ruiseñor y el murmullo delos grillos. De vez en cuando caían, con sordorumor, las gotas de cera sobre el pie de plata delos candelabros.

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El jefe de distrito buscaba a su hijo. Un temor,que no sabía cómo explicar, empujaba al viejo porlos salones. Su hijo, ¿dónde estaba? Ni entre losdanzantes ni entre los borrachos que avanzabandando bandazos, ni entre los jugadores, ni tampocoentre los hombres ya maduros y mesurados queconversaban aquí y allá, por los rincones delsalón. El teniente estaba sentado solo en unahabitación separada. A sus pies permanecía fiel,medio vacía ya, la gran botella panzuda.Demasiado fuerte en comparación con el delgadoteniente, acurrucado en la silla, parecía que iba adevorarlo. El jefe de distrito se puso delante delteniente. La punta de sus pequeños zapatos rozabala botella. El hijo vio dos y luego más padres, queproliferaban por momentos. Ante ellos se sentíacohibido; de nada servía mostrarse respetuosohacia todos, cuando en realidad solamente debíaserlo con uno; no valía la pena levantarse. Eraigual, pues, y el teniente permaneció en su

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extraordinaria posición. Estaba sentado, tendido yacurrucado a la vez. El jefe de distrito no semovió. Su cerebro trabajaba aceleradamente; en élse acumulaban mil recuerdos a la vez. Vio alcadete Carl Joseph en uno de aquellos domingosveraniegos, sentado en su habitación con losguantes blancos y la gorra negra de cadete sobrelas rodillas, contestando con voz sonora y ojosobedientes de niño a las preguntas que leformulaba. Vio entrar en la misma habitación alteniente de caballería recién nombrado, azul,amarillo y carmín. Pero el joven que ahora teníadelante el viejo señor de Trotta estaba muy lejosde él. ¿Por qué le dolía tanto ver ahora a unteniente de cazadores borracho?

El teniente Trotta no se movió. Cierto es quefue capaz de recordar que su padre había llegadohacía poco e incluso advirtió que no se hallabasólo ante un padre, sino ante muchos padres. Perono consiguió comprender por qué había llegado

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ese día, precisamente, su padre ni tampoco por quééste se multiplicaba tan profusamente. Nocomprendía tampoco por qué él mismo no eracapaz de levantarse cuando su padre se acercaba.

Desde hacía semanas el teniente se habíaacostumbrado al «noventa grados». El aguardienteno se subía a la cabeza, sino que únicamente se«bajaba a los pies», como decían los entendidos.Al principio producía un calorcillo agradable enel pecho. La sangre corría más rápido por lasvenas, el apetito sustituía al mareo y a las ganas devomitar. Después se tomaba otro «noventagrados». Y, por más fría y turbia que fuera lamañana, uno avanzaba valeroso y contento por ellacomo si fuera una mañana soleada y dichosa.Durante el descanso comía en la cantina de lafrontera, junto al bosque fronterizo, donde hacíanla instrucción los cazadores, con los compañeros,y se tomaba otro «noventa grados». Se deslizabapor la garganta como un rápido incendio que se

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apaga a sí mismo. Apenas se tenía la sensación dehaber comido. Volvía al cuartel, se cambiaba deropa y se iba a comer al hotel de la estación. Apesar de haber andado mucho, no tenía apetito. Enconsecuencia, se tomaba otro «noventa grados».Comía y le entraba sueño. Tomaba entonces uncafé negro y otro «noventa grados». En fin, duranteel día, aburridísimo, siempre se presentabaocasión de tomar una copa de aguardiente. Ymuchas eran las tardes y noches en las que eraobligado beber aguardiente.

Porque la vida era fácil en cuanto se habíabebido. Era el milagro de la frontera, que hacía lavida imposible a quien estaba sereno. Pero ¿quiénera capaz de mantenerse sereno ante ella? Encuanto había bebido, el teniente Trotta veía abuenos y antiguos amigos en todos loscompañeros, superiores e inferiores. Conocíaentonces la ciudad como si hubiera nacido y sehubiera criado en ella. Era entonces capaz de

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entrar en las minúsculas tiendecillas, estrechas,oscuras, retorcidas y atiborradas de toda clase demercancías, excavadas como madrigueras en losgruesos muros del bazar, y se sentía con ánimospara comprar los objetos más inútiles: coralesfalsos, espejuelos baratos, jabón de pésimacalidad, peines de madera de álamo y correastrenzadas para perros, simplemente porque atendíaalegremente a las llamadas de los pelirrojosmercaderes. Sonreía a todo el mundo, a lasaldeanas con sus pañuelos de colores y las grandescestas bajo el brazo, a las emperifolladas hijas delos judíos, a los funcionarios de la jefatura deldistrito y a los catedráticos del instituto. Una anchariada de amistad y bondad corría por ese pequeñomundo. Todos saludaban alegres al teniente, aquien ya nada le resultaba penoso o desagradable.Ni cuando estaba de servicio ni fuera de él. Lascosas se solucionaban bien y rápidamente.Comprendía la lengua de Onufrij. Las veces que

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iban a un pueblo vecino y preguntaban a losaldeanos por el camino, éstos respondían en unalengua extraña. Y les comprendía. Y no montaba acaballo. Lo prestaba a uno u otro de suscompañeros. Excelentes jinetes que sabíanapreciar un caballo. En una palabra: estabasatisfecho. Ahora bien, el teniente Trotta noadvertía que su paso se iba haciendo vacilante,que había manchas en su blusa, que ya no sedistinguía la raya en sus pantalones, que tenía lapiel de color amarillo por la tarde y grisceniciento por la mañana, la mirada perdida. Nojugaba (la única cosa que tranquilizaba alcomandante Zoglauer). En la vida de los hombresexiste siempre una época en que se dan a labebida. Es igual, un día u otro logransobreponerse. Y el aguardiente era barato. Lamayoría se hundían a causa de las deudas. EseTrotta cumplía con su deber de forma no másnegligente que los demás. Y no daba escándalos

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como otros muchos. Al contrario, cuanto másbebía, más manso se ponía. «¡Llegará el día en quese case y siente cabeza! —pensaba el comandante—. Es un protegido de las altas esferas. Harácarrera y ésta será rápida. Con sólo desearlopasará al estado mayor».

El señor de Trotta se sentó con cuidado en elsofá al lado de su hijo y procuró encontrar laspalabras adecuadas. No estaba acostumbrado ahablar con borrachos.

—Deberías ser prudente con el aguardiente —dijo después de una larga reflexión—. Yo, porejemplo, sólo he bebido lo justo para quitarme lased.

El teniente hizo un esfuerzo enorme para pasarde aquella posición poco respetuosa, asíacurrucado, a la de sentado. Pero todo esfuerzo erainútil. Contempló al viejo, que ahora, a Diosgracias, era uno solo, sentado allí a un extremo delsofá y sosteniéndose con las manos en las rodillas.

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—¿Qué has dicho, papá? —le preguntó.—Que deberías ser prudente con el

aguardiente —repitió el jefe de distrito.—¿Por qué? —preguntó el teniente.—¿Me preguntas por qué? —dijo el señor de

Trotta algo consolado al advertir que su hijo sehallaba en condiciones, por lo menos, de entenderlo que le decía—. El aguardiente te destruirá. ¿Teacuerdas de Moser?

—Moser, Moser —dijo Carl Joseph—. ¡Claroque sí! ¡Y tenía toda la razón! Pintó el cuadro delabuelo.

—¿Lo has olvidado? —preguntó el señor deTrotta en voz muy baja:

—No me he olvidado de él —respondió elteniente—; siempre he pensado en el cuadro. Nosoy lo bastante fuerte para ese cuadro. ¡Losmuertos! ¡No puedo olvidar a los muertos! ¡Nopuedo olvidar nada, padre, no puedo!

El señor seguía sentado junto a su hijo sin

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saber qué hacer. No comprendía exactamente loque decía Carl Joseph, pero presentía que el jovenno hablaba sólo porque estaba borracho. Se diocuenta de que estaba pidiendo auxilio, y él nopodía ayudarle. ¡Si él mismo había ido a lafrontera para encontrar ayuda! Porque estabacompletamente solo en este mundo. ¡Y tambiéneste mundo se hundía! Jacques estaba enterrado, yél estaba solo; quería ver a su hijo una vez más,pero también éste estaba solo y, quizá, por ser másjoven; más cerca aún del fin de ese mundo. «Tansencillo que ha sido el mundo hasta ahora»,pensaba el jefe de distrito. Para cualquiersituación había siempre una actitud determinada:Cuando el hijo iba de vacaciones, había queexaminarlo. Cuando le nombraron teniente, lefelicitó. Cuando enviaba sus respetuosas cartas, enlas que apenas decía nada, le respondía con cuatrolíneas muy mesuradas. ¿Pero cómo tenía quecomportarse ahora que su hijo estaba borracho?

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¿Ahora que le estaba llamando?Vio entrar a Chojnicki y se levantó más

precipitadamente de lo que solía.—Ha llegado un telegrama para usted —dijo

Chojnicki—. Lo ha traído el conserje del hotel.Era un telegrama oficial. Se solicitaba la

presencia del señor de Trotta en la jefatura deldistrito.

—Le reclaman, por desgracia —dijo Chojnicki—, seguramente estará en relación con los sokol.

—Sí, es lo más seguro —dijo el señor deTrotta—: Habrá disturbios.

Advirtió entonces que se sentía demasiadodébil para emprender algo contra los disturbios.Estaba muy cansado. Todavía le faltaban unosaños para la jubilación. En ese momento se leocurrió que podía jubilarse antes de tiempo.Podría entonces ocuparse de Carl Joseph; unamisión adecuada para un viejo padre.

—No resulta fácil hacer algo contra los

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disturbios, cuando uno tiene las manos atadas,como en esta monarquía —dijo Chojnicki—. Bastacon meter en presidio a cuatro cabecillas para quese le echen encima los masones, los diputados, loslíderes del pueblo y los periódicos hasta que, alfinal, tiene uno que soltarlos a todos. Intentedisolver esas asociaciones de los sokol, ¡ya veráqué reprimenda le llega del gobernador!¡Autonomía! ¡Sí, que te crees tú eso! Aquí, en midistrito, todos los disturbios acaban a tiros.Mientras yo viva soy el candidato del gobierno yme elegirán. Por suerte, este país está lo bastantelejos de las ideas modernas que se traman allí enlas redacciones de esos cochinos periódicos.

Se acercó a Carl Joseph y le dijo, con el tonode voz y la decisión de quien está acostumbrado atratar con borrachos:

—Su señor padre tiene que marcharse.Carl Joseph comprendió enseguida, e incluso

consiguió levantarse. Con la mirada turbia buscó a

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su padre.—Lo siento, papa.—La verdad es que me preocupa mi hijo —

dijo el jefe de distrito a Chojnicki.—Y con razón —respondió Chojnicki—.

Tiene que irse de este país. Cuando le den permisoprocuraré enseñarle algo del mundo. Entonces, yano tendrá ganas de volver aquí. Quizá también seenamore.

—Yo no me enamoraré —dijo Carl Josephmuy despacio.

Volvieron al hotel. Durante todo el caminosolamente se pronunció una palabra, una solapalabra:

—Papá —dijo Carl Joseph, y nada más.Al día siguiente el jefe de distrito se despertó

muy tarde; se oían ya las trompetas del batallónque volvía. El tren salía a las dos horas. LlegóCarl Joseph. Fuera se sentía ya el restallido dellátigo, la señal convenida con Chojnicki.

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El jefe de distrito comió en la mesa de losoficiales de cazadores en el restaurante de laestación. Para el señor de Trotta habíatranscurrido mucho tiempo desde su salida deldistrito de W. Vagamente recordaba que hacía sólodos días que había subido al tren. Estaba sentadoahora, era el único paisano además del condeChojnicki, en la larga mesa en semicírculo de losoficiales de cazadores que llevaban puestos susuniformes de vivos colores. Allí estaba él, la tezoscura y delgado, bajo el retrato del jefe supremode los ejércitos en el uniforme de mariscal, blancocomo el azahar, con la faja roja. Debajoexactamente de las blancas patillas del emperador,casi paralelas a ellas, estaban las patillas negras,blanqueando ya, del señor de Trotta. Los jóvenesoficiales sentados al extremo de la mesa circularpodían apreciar el parecido que había entre suapostólica majestad y su servidor. También elteniente Trotta podía comparar, desde su sitio, el

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parecido del rostro del emperador con el de supadre. Durante unos segundos el teniente creyó queallí, en lo alto de la pared, estaba colgado elretrato de su padre, envejecido ya, y debajo,sentado a la mesa, se hallaba el emperador depaisano, efectivamente presente y algo más joven.¡Y qué lejos estaban el emperador y su padre!

El jefe de distrito lanzaba en este momento unamirada desesperada alrededor de la mesa yexaminaba los rostros casi barbilampiños de losjóvenes oficiales y los bigotes de los más viejos.A su lado estaba el comandante Zoglauer. ¡Cuántohabría deseado el señor de Trotta poder hablarcon él sobre su hijo! ¡Pero ya no quedaba tiempopara ello! Ya estaban formando el tren.

El señor de Trotta estaba muy desanimado.Todos brindaban a su salud, deseándole buen viajey un buen desenlace de sus obligacionesprofesionales. Sonriendo a todos se levantó ybrindó con unos y otros, pero se sentía

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profundamente preocupado y con el corazónrepleto de malos presentimientos. ¡Hacía tanto,tantísimo tiempo, que se había marchado de sudistrito de W! Sí, el jefe de distrito se habíamarchado contento a una región en la que reinabala aventura y donde se encontraba su querido hijo.Y ahora volvía dejando a un hijo solitario y unatierra de frontera en la que se preveía ya tanclaramente el fin del mundo, como se nota latempestad cercana desde las afueras de una ciudadcuyas calles siguen todavía felices e inocentesbajo el cielo azul. Sonó la campana de la estación.El húmedo vapor de la locomotora se posaba enfinas gotas grises sobre los cristales delrestaurante. Había terminado ya la comida. «Todoel batallón» acompañó al señor de Trotta hasta elandén. El señor de Trotta deseaba decir algoespecial, en consonancia con el momento, pero nose le ocurrió nada. Dirigió una mirada cariñosahacia su hijo. Inmediatamente después temió que

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hubieran advertido esa mirada e inclinó los ojos.Dio la mano al comandante Zoglauer. Dio lasgracias a Chojnicki. Levantó el sombrero de mediacopa que solía utilizar cuando iba de viaje. Teníael sombrero en la mano izquierda, y con la derechaabrazó a su hijo. Besó a Carl Joseph en la mejilla.Y aunque hubiera deseado decir «¡No te preocupestanto! ¡Te quiero, hijo mío!», se limitó a decir:

—¡Que sigas bien!Estaba ahora ya dentro del vagón. Se acercó a

la ventanilla y colocó la mano, cubierta por elguante de cabritilla, en la ventana abierta. Sucráneo, calvo, brillaba. Con la mirada preocupadabuscó el rostro de Carl Joseph.

—Cuando vuelva usted, dentro de poco, señorjefe de distrito —dijo el comandante Wagner,siempre de buen humor—, se encontrará aquí conun pequeño Montecarlo.

—¿A qué se refiere usted? —preguntó el jefede distrito.

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—Pues a que vamos a fundar una casa de juego—respondió Wagner.

Antes de que el señor de Trotta pudiera llamara su hijo y advertirle del gran riesgo que suponíael anunciado «Montecarlo», la locomotoracomenzó a silbar, los topes entrechocaron con granestrépito y el tren arrancó. El jefe de distrito dijoadiós con su guante gris. Todos los oficiales lesaludaron. Carl Joseph no se movió.

De regreso, iba caminando al lado del capitánWagner.

—Será un gran salón de juego —dijo elcapitán—, un auténtico salón de juego. ¡VálgameDios! ¡Hace ya tanto tiempo que no veo una ruleta!¡Cuando la veo saltando por allí y con ese ruido,me emociono, muchachos!

El capitán Wagner no era el único que sealegraba por la inauguración del nuevo salón dejuego. Todos lo estaban esperando. Desde hacíaaños toda la guarnición esperaba el salón de juego

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que pretendía inaugurar Kapturak.Kapturak llegó una semana después de haberse

marchado el jefe de distrito. Su llegada habríacausado, probablemente, mayor impresión de nohaber llegado al mismo tiempo aquella señora queatrajo la atención de todos.

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E

CapítuloXII

n las fronteras del Imperio austro-húngarohabía entonces muchos hombres como ese

Kapturak. Se cernían ya sobre el viejo imperiocomo aves negras y cobardes que, desde la lejaníainfinita, descubren al moribundo, con las alasbatiendo impacientes y siniestras en espera delfinal, hasta que se lanzan con sus picos voracessobre su presa. Nadie sabe de dónde vienen, niadónde van. Son los hermanos alados de la muerteenigmática, la anuncian, la acompañan y son sussucesores.

Kapturak era un hombre pequeño, con una caravulgar. Mucho se decía sobre él, rumores que leprecedían por las sombrías sendas dondetranscurría y que seguían las huellas imprecisas

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que marcaba. Vivía en la cantina de la frontera.Estaba en tratos con los agentes de las navierassudamericanas que cada año transportaban a milesde desertores rusos en sus barcos hacia una nuevay cruel patria. Le gustaba jugar y bebía poco. Nole faltaba cierto aire campechano. Solía contar quedurante años se había dedicado al transporte dedesertores rusos al otro lado de la frontera, dondedebió abandonar casa, mujer e hijos por miedo deque lo enviaran a Siberia, pues habían detenido ycondenado a varios funcionarios y oficiales.Cuando le preguntaban qué pensaba hacer de eselado de la frontera, Kapturak respondíabrevemente y sonriendo: «Negocios».

El propietario del hotel donde vivían losoficiales, un tal Brodnitzer, de origen silesiano,que había ido a parar a la frontera por razonesdesconocidas, fue quien abrió la sala de juego.Puso un gran letrero en los cristales del hotel.Anunció que tenía preparados toda clase de

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juegos, que una orquesta tocaría hasta lamadrugada y que acudirían artistas de varietés defama reconocida. Las «reformas» del local seiniciaron con los conciertos de la orquesta,compuesta por ocho músicos sacados de cualquierparte. Después llegó una rubia de Oderberg, que sehacía llamar el «Ruiseñor de Mariahilf». Cantabavalses de Lehár y, además, aquella atrevidillacanción que decía: «Y en la noche de amor,cuando voy al gris amanecer…». Como «extra»ofrecía «Bajo mi vestidillo yo llevo unas enaguasrosas bien plisadas…». O sea que Brodnitzer ibaengolosinando a sus clientes. Pronto se supo queademás de las numerosas y largas mesas para jugara los naipes, Brodnitzer había dispuesto, en unrincón algo oscuro y disimulado, una pequeñaruleta. El capitán Wagner lo comunicó a todos,logrando despertar el entusiasmo. Los oficialesque servían en la frontera desde hacía muchosaños creían ver en aquella bolita —muchos nunca

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habían visto una ruleta— uno de esos objetosmágicos del gran mundo, mediante el cual elhombre se puede procurar de repente bellasmujeres, costosos caballos y ricos palacios. Labola iba a ser una ayuda para todos. Todos teníandetrás de sí unos años miserables de muchachos enla escuela preparatoria, duros años de juventud enla academia y unos crueles años de servicio en lafrontera. Esperaban la guerra. Y en vez de laguerra les había llegado una movilización parcialcontra Serbia, de la que volvieron sin gloriaalguna a la rutinaria espera del escalafón. Lasmaniobras, el servicio, el casino, el servicio y otravez las maniobras. Oyeron girar por primera vez laruleta y supieron que la suerte andaba entre ellos;hoy tocaría a ése y mañana al otro. Sentados antela ruleta parecían forasteros, pálidos, ricos ysilenciosos, nunca vistos antes. Un día el capitánWagner ganó quinientas coronas. Al día siguientehabía pagado todas sus deudas, por primera vez

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desde hacía mucho tiempo cobró todo un sueldo,sin descuentos: tres tercios enteros. Ahora bien, elteniente Schnabel y el teniente Gründler habíanperdido cien coronas cada uno. Cuando la bolablanca empezaba a girar, hasta dibujar por sí solaun círculo blanquecino alrededor de cuadrosnegros y rojos, y cuando esos mismos cuadrosnegros y rojos se convertían en un círculo difusode color indefinido, temblaban entonces loscorazones de los oficiales, quienes sentían en suscabezas un extraño rumor, como si en todos loscerebros girara una bola especial; ante sus ojostodo era negro y rojo, negro y rojo. Les vacilabanlas rodillas a pesar de estar sentados. Los ojosperseguían ansiosos la bola que no conseguíancapturar. Finalmente, la bola, de acuerdo con suspropias leyes, empezaba a bambolearse, ebria decorrer, y se detenía agotada en uno de los huecosnumerados. Lanzaban todos un suspiro deliberación, incluso los que habían perdido. A la

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mañana siguiente se contaban unos a otros lasincidencias del juego. A todos les dominaba ungran entusiasmo. Cada vez iban más oficiales a lasala de juego, y de desconocidas regiones llegabanextraños forasteros. Ellos eran los que animaban eljuego, los que llenaban la caja, sacaban de lacartera grandes billetes, de los bolsillos delchaleco ducados de oro, relojes, cadenas y anillosde los dedos. Todas las habitaciones del hotelestaban ocupadas. También ahora despertaban losamodorrados coches de punto, que hasta entonceshabían esperado pacientes en la parada,bostezando los cocheros al pescante y flacos losjamelgos, como sacados de un gabinete de figurasde cera. Pero ahora giraban las ruedas y trotabanlos caballejos, chacoloteando, de la estación alhotel, del hotel a la frontera y de vuelta a lapequeña ciudad. Sonreían los malhumoradosmercaderes. Sus oscuras tiendecillas parecíanbrillar radiantes, y sus mercancías expuestas a la

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venta presentaban ahora mil colores. Noche trasnoche cantaba el Ruiseñor de Mariahilf. Fue comosi su canto atrajera a otras aves hermanas.Llegaron al café mujeres nunca vistas, carasnuevas maquilladas. Ponían las mesas a un lado ybailaban al son de la música de los valses deLehár. Todo el mundo estaba transformado.

¡Sí, todo el mundo! En otros sitios aparecíanextraños carteles que nunca se habían visto antes.Se incitaba a los obreros de la fábrica de crin a lahuelga en todas las lenguas de la comarca. Lafábrica de crin era la única industria miserable delpaís. Los obreros eran campesinos pobres. Unaparte de ellos vivía de cortar leña en los bosquesen invierno y de las labores de recolección enotoño. En verano tenían que irse todos a la fábricade crin. Otros eran judíos pobres. No sabíancontar ni hacer tratos y no habían aprendido ningúnoficio. En veinte leguas a la redonda no había otrafábrica. Existía una serie de disposiciones caras y

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molestas para la fabricación de crin, que losfabricantes no solían cumplir. Había que comprarmascarillas para los obreros contra el polvo y losbacilos, había que construir grandes naves, conmucha luz, quemar los desperdicios dos veces aldía y sustituir por otros a los obreros queempezaban a toser. Porque todos los que sededicaban a la limpieza de las crines acababan porescupir sangre al poco tiempo. La fábrica era unviejo edificio ruinoso de ventanas pequeñas ytecho de pizarra con muchos desperfectos, rodeadode un seto salvaje y, más allá, de un descampadoen el que desde tiempo inmemorial se acumulabael estiércol, se pudrían gatos y ratones muertos yse consumían por la herrumbre los cacharros dehojalata, en un amasijo de zapatos rotos yfragmentos de platos y vasijas. Después venían loscampos inmensos, con la dorada bendición de lasmieses, temblando al canto incesante de losgrillos, y las ciénagas verdes oscuras, que

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resonaban bajo el croar alegre e inacabable de lasranas. Los obreros permanecían sentados junto alas pequeñas ventanas cardando incansables, congrandes cepillos de hierro, los apretados haces decrin y tragándose las nubarradas del seco polvillo.Ante ellos volaban raudas las golondrinas, seagitaban en su fulgor las moscas de verano,aleteaban mariposas blancas y de colores y, porlos grandes tragaluces del techo, les llegaba elcanto victorioso de las alondras. Hacía pocosmeses que los obreros habían abandonado suspueblos libres, nacidos y criados bajo el hálitodulce del heno o el frío de la nieve y ese olorquemajoso del estiércol, bajo el estrepitoso cantode los pájaros, en el reino tan variado de lanaturaleza. A través de las nubes grises de polvo,los obreros veían las golondrinas, las mariposas yel bailoteo de los mosquitos y se entristecían. Eltrino de las alondras les hacía sentirsedescontentos. Antes no sabían que había una ley

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que ordenaba velar por su salud, que existían lasCortes en la monarquía, que en dichas Corteshabía diputados que eran también obreros.Llegaron unos forasteros y escribieron carteles,organizaron asambleas, les explicaron laconstitución y sus errores, les leyeron las noticiasde los periódicos y les hablaron en todas laslenguas del país. Sus voces eran más recias quelas alondras y las ranas: los obreros empezaron lahuelga.

Fue la primera huelga de la comarca. Lasautoridades se atemorizaron. Desde hacía muchosaños estaban acostumbradas a organizar unosreposados censos de población, a celebrar elcumpleaños del emperador, a asistir anualmente ala revisión de los quintos y a enviar unos informessiempre iguales al gobernador. De vez en cuandose detenía a algún ucraniano de tendenciasrusófilas, a un pope ortodoxo, a judíos cogidos alpasar tabaco de contrabando y a espías. Desde

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hacía muchos años se limpiaban crines en el país yse enviaban a Moravia, a Bohemia, y a Silesia, alas fábricas de cepillos, adonde se comprabanluego los cepillos ya fabricados. Desde hacía añoslos obreros escupían sangre, enfermaban y moríanen los hospitales. Pero no iban a la huelga. Ahorahabía que reunir a la gendarmería de toda la regióny enviar un informe al gobernador. Éste se puso encontacto con los jefes militares. Y los jefesmilitares se pusieron en contacto con elcomandante de la plaza.

Los jóvenes oficiales se imaginaban que «elpueblo», es decir, la capa más baja de lapoblación civil, pretendía la igualdad de derechoscon los funcionarios, los nobles y los consejeroscomerciales. Pero eso no se les debía conceder sise quería evitar la revolución. Y había que evitarla revolución y, por lo tanto, había que dispararantes de que fuera demasiado tarde. El comandanteZoglauer les dirigió una breve alocución, en la que

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expuso claramente dichos principios. La guerra,evidentemente, era mucho más agradable. Ellos noeran oficiales de la gendarmería o el ejército.Pero, por el momento, no había guerra. ¡Y órdenesson órdenes! Si era necesario avanzarían con labayoneta calada y darían la orden de «¡Fuego!».¡Y órdenes son órdenes!, órdenes que, por elmomento, no impedían a nadie ir al hotel deBrodnitzer y ganar mucho dinero. Un día el capitánWagner perdió mucho dinero. Un forastero, exulano en servicio activo, de sonoro apellido, confincas en Silesia, ganó dos noches seguidas y leprestó dinero al capitán, pero a la tercera nochetuvo que marcharse al recibir un telegrama de sucasa. En total eran dos mil coronas, una nonadapara los de caballería, pero una suma considerablepara un capitán de cazadores. Probablemente sehabría decidido a ir a ver a Chojnicki, pero ya ledebía trescientas:

—Señor capitán —le dijo Brodnitzer—,

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disponga usted de mi firma como quiera.—Bien —dijo el capitán—. ¿Quién está

dispuesto a dar tanto por su firma?—El señor Kapturak —contestó Brodnitzer

después de reflexionar unos instantes.—Son dos mil coronas —dijo Kapturak—.

¿Cuándo las devolverá?—¡Y qué sé yo!—¡Es mucho dinero, señor capitán!—¡Se lo devolveré! —replicó el capitán:—¿Cómo?, ¿en cuántos plazos? Ya sabe usted

que solamente se puede empeñar un tercio delsueldo. Y, además, todos están ya comprometidos.¡No veo solución!

—El señor Brodnitzer… —empezó a decir elcapitán.

—El señor Brodnitzer —siguió Kapturak,como si Brodnitzer no estuviera presente—también me debe mucho dinero. Yo le podría darla suma deseada si alguno de sus compañeros, que

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todavía no tenga compromisos, lo avalara, porejemplo el señor teniente Trotta. Procede de lacaballería y tiene un caballo.

—Está bien —dijo el capitán—, le hablaré. —Y despertó al teniente Trotta.

Estaban en el largo, estrecho, oscuro pasillodel hotel.

—Rápido, ¡firma! —le instó en voz baja elcapitán—. Están allí aguardando. Pensarán que noquieres hacerlo.

Trotta firmó.—Baja inmediatamente al salón —dijo

Wagner—. Te espero.Carl Joseph se detuvo en la pequeña sala

situada al fondo, por la que los huéspedes fijos delhotel solían penetrar en el café. Vio por primeravez el recién inaugurado salón de juego deBrodnitzer. Era la primera vez en su vida que veíauna sala de juego. Rodeando la mesa con la ruletahabía unas cortinas de reps de color verde oscuro.

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El capitán Wagner levantó la cortina y se deslizóhacia el interior, hacia otro mundo. Carl Josephoyó el aterciopelado y suave zumbido de la bola.No se atrevió a correr la cortina. Al otro extremodel café, próximo a la calle, estaba el escenario,donde gorjeaba, incansablemente, el Ruiseñor deMariahilf. En las mesas se jugaba. Las cartas caíancon un chasquido sobre el mármol de imitación.Los hombres soltaban exclamacionesincomprensibles. Se diría que iban de uniforme,todos en mangas de camisa, un regimiento sentadode jugadores. Las chaquetas estaban colgadas delos respaldos de las sillas, y sus mangas vacías seagitaban lentas y fantasmales con cada movimientode los jugadores. Sobre sus cabezas se extendíauna espesa nube de humo de los cigarrillos, cuyaspuntas brillaban candentes y plateadas en la nieblagris y lanzaban nuevas bocanadas hacia la nube detormenta en lo alto. Bajo esta nube visible de humoparecía haber otra formada de ruido, una nube

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rugiente, estrepitosa, zumbante. Cerrando los ojosse podía imaginar que una inmensa nube delangostas se había abatido con horrorosos cánticossobre los hombres allí sentados.

El capitán Wagner entró al café levantando lacortina. Estaba totalmente transformado. Teníahundidos los ojos en unas cuencas violáceas,hirsuto el bigote moreno, con una mitad queparecía más corta que la otra, y en el mentónerizados los pelos rojos de la barba mal afeitada,que parecía un campo exuberante, pequeño,recubierto de diminutas lanzas.

—Trotta, ¿dónde estás? —gritó el capitán apesar de que lo tenía delante—. He perdidodoscientas —exclamó—. Este rojo maldito. Seacabó mi suerte en la ruleta. Tendré que intentarotra cosa. —Y arrastró a Trotta hasta las mesasdonde se jugaba a las cartas. Kapturak yBrodnitzer se levantaron.

—¿Ha ganado usted? —preguntó Kapturak, al

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ver que el capitán había perdido.—He perdido, he perdido —rugió el capitán.—Qué lástima —dijo Kapturak—, pero ahí

donde usted me ve yo he ganado y he perdidomuchísimas veces. Ya ve usted, todo lo habíaperdido y todo lo he vuelto a ganar. ¡Pero no hayque jugar siempre al mismo juego! ¡No, no, eso no!Tenga en cuenta que es lo más importante.

El capitán Wagner se desabrochó el cuello deluniforme. Su rostro adquirió nuevamente aquelcolor rojo, oscuro, de costumbre. El bigote se learregló por sí solo. Dio unos golpecitos a Trottaen la espalda.

—Y en tu vida no has tocado una carta.Trotta observó cómo Kapturak sacaba del

bolsillo una baraja nueva, brillante, e iba poniendolas cartas cuidadosamente sobre la mesa, como sino quisiera causar daño a las figuras. Acariciabael paquete con sus dedos escurridizos. Brillaba eldorso de los naipes como si fueran oscuros

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espejos verdes, lisos. En sus suaves convexidadesse reflejaban las luces del techo. Algunos naipesse levantaban por sí solos, se quedaban erguidossobre sus cantos, caían, unas veces de frente, otrassobre el dorso, formaban montones paradeshacerse de nuevo con suave traqueteo, pasabanlos colores rojos y negros de las figuras como unabreve abigarrada tempestad, se reunían de nuevolos naipes, caían sobre la mesa, se distribuían enpequeños grupos. De un grupo salían algunascartas que se agrupaban cariñosamente, cubriendocada una la mitad del dorso de la otra, hastaformar un círculo semejante a una extrañaalcachofa abierta y aplastada, se reunían en hileray acababan por formar, al final, un paquete. Todasobedecían a los dedos silenciosos. El capitánWagner observaba los movimientos con ojossedientos. Sentía un verdadero amor por las cartas.A veces acudían a su llamada y a veces huían anteél. Le gustaba ver sus deseos corriendo en un

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galope alocado tras de las cartas que huían, hastaobligarlas a volver. A veces, claro está, lasfugitivas eran más rápidas y los deseos del capitántenían que regresar agotados sin haber conseguidosu objetivo. Con los años, el capitán habíaacabado por trazar un plan de batallaextremadamente confuso, de difícil control, que nodejaba de lado ninguna posibilidad de forzar lasuerte: echaba mano tanto del conjuro como de lafuerza, utilizaba la sorpresa, la oración fervorosao la seducción apasionada. En una ocasión elpobre capitán tuvo que adoptar una posicióndesesperada frente a las fuerzas invisibles yasegurarles en secreto que, si no le salía pronto uncorazón, tendría que suicidarse ese mismo día; enotra ocasión consideró que lo mejor eramantenerse digno y hacer como si no le importaraen absoluto que saliera o no la carta que tantodeseaba. En otros casos debía mezclar él mismolas cartas si quería ganar y tenía que hacerlo

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precisamente con la mano izquierda, habilidad quehabía adquirido mediante una voluntad de hierro ydespués de mucho ejercicio; a veces le parecíamás adecuado sentarse a la derecha del banquero.Y en la mayoría de los casos lo que importaba eracombinar todos los métodos o pasar de uno a otromuy rápidamente y sin que se dieran cuenta loscompañeros de juego. Porque esto era muyimportante.

—¡Cambiemos de sitio! —podía decir elcapitán, por ejemplo. Y cuando creía vislumbraren el rostro de su oponente una sonrisacondescendiente, se reía y añadía—: ¡Seequivoca! No soy supersticioso. Es la luz que memolesta.

Si los que jugaban con él no lograban adivinarel truco estratégico del capitán, sus manos almenos comunicaban a las cartas sus intenciones.Por así decirlo, las cartas se olían sus artimañas ytenían tiempo para huir. Y así el capitán, en cuanto

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se sentaba a la mesa, empezaba a trabajar como sise tratase de todo un estado mayor. Y mientras sucerebro llevaba a cabo esta hazaña sobrehumana,por su corazón pasaban ardores y escalofríos,esperanzas y dolores, júbilo y amargura. Luchaba,se batía, sufría terriblemente. Desde el día en queempezó a girar la ruleta trabajaba en astutasestrategias contra los trucos de la bolita. Perosabía que era más difícil de derrotar que losnaipes.

Casi siempre jugaba a bacará, aunque éstepertenecía no sólo a los juegos prohibidos, sino alos mal vistos. Pero ¿qué atractivo podían tenerlos juegos en los que había que calcular y pensar—de una manera razonable— cuando susespeculaciones rozaban ya lo incalculable y loinexplicable, y aun a veces lo desvelaban e inclusolo vencían? ¡No! Quería ante todo luchar contralos misterios del azar y descubrirlos. Y se puso albacará. De hecho, ganó. Tuvo tres nueves y tres

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ochos seguidos, mientras Trotta recibía sotas yreyes, y Kapturak sólo dos cuatro y cincos. Yentonces el capitán Wagner perdió la cabeza.Aunque uno de sus principios era no traicionar lasuerte de la que uno estaba seguro; triplicósúbitamente la apuesta. Pues confiaba en lograr elcambio ese día. Y ahí empezó su desgracia. Elcapitán perdió y Trotta siguió perdiendo.Finalmente, Kapturak ganó quinientas coronas. Elcapitán tuvo que firmar otro pagaré.

Wagner y Trotta se levantaron. Empezaron amezclar coñac con aguardiente y éste a su vez concerveza. El capitán Wagner se avergonzaba de suderrota, al igual que un general que regresavencido de una batalla, a la que había invitado aun amigo para que compartiera con él la victoria.Pero el teniente compartió la vergüenza delcapitán. Y ambos sabían que sin alcohol no seríancapaces de mirarse a los ojos. Bebieron despacio,con sorbos pequeños y regulares.

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—¡A tu salud! —dijo el capitán.—¡A la tuya! —dijo Trotta.Cada vez que pronunciaban el brindis se

miraban decididos y se demostraban que sudesgracia les era indiferente. De repente elteniente sintió que el capitán, su mejor amigo, erael hombre más desgraciado del mundo y empezó allorar amargamente.

—¿Por qué lloras? —preguntó el capitán.También a él ya le temblaban los labios.

—Lloro por ti —le dijo Trotta—. Mi pobreamigo. Y se sumieron los dos en mudas y enestrepitosas manifestaciones de dolor.

En la cabeza del capitán Wagner surgió unviejo plan. Se trataba del caballo de Trotta, en elque solía montar cada día. El caballo le gustaba yhabría deseado finalmente comprarlo. Pensóentonces que si tuviera tanto dinero como valía elcaballo, de seguro que ganaría una fortuna albacará y podría entonces tener varios caballos.

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Luego se le ocurrió que podía coger el caballo deTrotta sin pagarlo, darlo en préstamo y, con eldinero, jugar y después pagar el caballo. ¿Acasono era una noble actitud? No causaba daño anadie. ¿Cuánto tiempo necesitaba? Dos horas dejuego y todo era suyo. La forma más segura deganar consistía en ponerse a jugar sin miedo, sinuna pizca de miedo. ¡Si hubiera podido jugar poruna sola vez como un hombre rico, poderoso! Elcapitán maldijo su sueldo. Era tan raquítico que nole permitía jugar «con la dignidad propia de lapersona humana». En este momento, cuandoestaban los dos tan emocionados, olvidados delmundo, pero convencidos de que el mundo no lesolvidaba, el capitán creyó que debía decir:«Véndeme tu caballo». Y así lo dijo.

—Te lo regalo —le dijo Trotta emocionado.«Un regalo no se puede vender, ni incluso por

un tiempo», pensó el capitán e insistió:—No, véndemelo.

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—Cógelo —le suplicaba Trotta.—Te lo pago —repetía testarudo el capitán.

Estuvieron discutiendo unos minutos. Finalmenteel capitán se levantó tambaleándose y exclamó:

—Te mando que me lo vendas.—A la orden, mi capitán —dijo Trotta

mecánicamente.—Pero no tengo dinero —balbuceó el capitán,

se sentó y se mostró bondadoso.—Es igual, te lo regalo.—No, precisamente eso es lo que no quiero.

Ni tampoco quiero comprar nada, pero nada. Si yotuviera dinero…

—Se lo puedo vender a otro —dijo Trotta.Estaba radiante de alegría por habérsele ocurridoesta idea extraordinaria.

—¡Estupendo! —exclamó el capitán—. ¿Y aquién?

—A Chojnicki, por ejemplo.—¡Estupendo! —volvió a exclamar el capitán

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—. Le debo quinientas coronas.—Me quedo yo con la deuda —dijo Trotta.

Como había bebido, sentía una inmensa compasiónhacia el capitán. ¡Había que salvar a ese pobrecompañero! ¡Se encontraba en un gran peligro!Veía en él al amigo entrañable. Además, elteniente consideraba que era necesario decirle enese momento algunas palabras de consuelo,sinceras, y ayudarle de verdad. Amistad y noblezale embargaban el corazón, quería ser fuerte, poderprestarle su ayuda. Trotta se levantó. Amanecía ya.Sólo algunas lámparas seguían encendidas, cuyaluz apenas resistía la claridad grisácea del día quepenetraba intensamente por entre las persianas. Enel local sólo quedaban el señor Brodnitzer y suúnico camarero. Desconsoladas seguían allí lassillas y mesas abandonadas y el tablado dondehabía cantado toda la noche el Ruiseñor deMariahilf. Aquel desorden en derredor evocabalas imágenes de una salida apresurada,

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abandonándolo todo, que parecía haberseproducido, como si los contertulios, amenazadospor un peligro inminente, hubieran abandonadorepentinamente el café. El suelo estaba cubierto decolillas, largas de los cigarrillos y cortas de lospuros. Eran los restos de los cigarrillos rusos y loscigarros austríacos, que delataban que habíanestado jugando y bebiendo personas del paísvecino y del propio.

—¡La cuenta! —exclamó el capitán.Abrazando al teniente, lo atrajo contra su pecho,en un largo abrazo cordial—. ¡Bueno, a la paz deDios! —le dijo, con lágrimas en los ojos.

Afuera era ya el amanecer, la madrugada deuna pequeña ciudad del este, saturada del aromade los saúcos floridos y de los panes reciénsalidos del horno, negros, ácidos, que lospanaderos transportaban en grandes cestas. Sesentía el estrépito de los pájaros, en un marinmenso de trinos y gorjeos, un mar sonoro en los

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aires. Un cielo transparente, de un azul pálido, seextendía liso y cercano sobre los grises tejados depizarra de las casas diminutas. Los minúsculoscarros de los aldeanos pasaban lentos y suaves,medio dormidos por las calles polvorientas,esparciendo por todas partes briznas de paja, pajacortada y heno seco del año anterior. En el cielodespejado de oriente se asomaba rápidamente elsol. Hacia él avanzaba el teniente Trotta, algosereno ya bajo los efectos del airecillo queanunciaba el día y animado por su orgullosadecisión de salvar al compañero. No resultabafácil vender el caballo sin pedir permiso antes aljefe de distrito. ¡Pero lo hacía por un amigo! Nitampoco resultaba fácil —¿pero acaso había algoen esta vida que resultara fácil para el tenienteTrotta?— ofrecerle en venta el caballo aChojnicki. Pero cuanto más difícil parecía laempresa, tanto más enérgico y decidido laafrontaba Trotta. Desde el campanario daban las

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horas. Trotta llegó a la entrada del «palacionuevo» en el preciso instante en que Chojnicki,con las botas puestas y el látigo en la mano, iba amontar en su cochecillo de verano. Vio los falsoscolores en la cara demacrada y sin afeitar delteniente, el maquillaje característico del bebedor.Se extendía sobre la auténtica palidez del rostrocomo los reflejos de una lámpara roja sobre unamesa blanca. «¡Éste se nos va al garete!», pensóChojnicki.

—Quisiera proponerle algo —dijo Trotta—.¿Quiere usted mi caballo? —El teniente sesorprendió de su propia pregunta. De repente leresultaba difícil seguir hablando.

—Ya sé que no le gusta montar y también quepidió el traslado de la caballería. En fin, que no legusta tener que cuidar al animal, porque tampocole gusta servirse de él; pero, quizá, después lolamente:

—No —dijo Trotta. No quería engañarle—.

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Necesito dinero.El teniente sintió vergüenza. Pedir dinero

prestado a Chojnicki no era precisamente unaacción deshonrosa, mal vista o de dudoso carácter.Y, sin embargo, a Carl Joseph le pareció que alsolicitar ese préstamo empezaba una nueva etapade su vida y que necesitaba para ello el permisopaterno. El teniente sintió vergüenza.

—Le seré sincero —dijo—: he salido fiadorpor un compañero. Se trata de una gran cantidad.Y, además, esta noche también ha perdido, aunquemenos. No quiero que le deba dinero a esehotelero. Ni tampoco puedo pedir prestado dinero.Sí —repitió el teniente—, es sencillamenteimposible. Además la, persona en cuestióntambién le debe dinero a usted.

—Pero eso nada tiene que ver con usted —ledijo Chojnicki—, en ese caso nada tiene que vercon usted. Ya me lo pagará más adelante, cuandose tercie. No tiene importancia. ¿Ve usted?, yo soy

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una persona rica, lo que se dice rica. El dinerocarece de importancia para mí. Da igual que mepida dinero como que me pida una copa deaguardiente. Ya ve cómo son las cosas. Mire usted—Chojnicki extendió la mano hacia el horizonte ytrazó un semicírculo—, todos esos bosques sonmíos. Por lo tanto no es necesario que tenga ustedremordimientos de conciencia. Estoy agradecido atodos los que me aceptan algún regalo. Vaya, queno, que no tiene importancia, y no vale la penahablar tanto del asunto. Le voy a hacer unaproposición: yo le compro el caballo y se lo dejopor un año. Al cabo de un año será mío.

Era evidente que Chojnicki se estabaimpacientando. El batallón pronto saldría alcampo. El sol ascendía rápidamente por elhorizonte. Era ya pleno día.

Trotta se apresuró a regresar al cuartel. Alcabo de media hora el batallón estaría formado.Ya no tenía tiempo para afeitarse. El comandante

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Zoglauer llegaba hacia las once. No le gustaba versin afeitar a los jefes de sección. Las únicas cosasa las que había aprendido a prestar atención en elcurso de esos años de servicio en la frontera eran«la limpieza y cumplir con el horario». ¡Las nueve,ya era demasiado tarde! Se marchó corriendo alcuartel. Por lo menos estaba sereno. Encontró alcapitán Wagner al frente de la compañía formadaya.

—Todo arreglado —le dijo rápidamente y sepuso a la cabeza de su sección—. ¡En columna dea dos! ¡Por la derecha! ¡Mar! —ordenó.

Brillaban los sables. Sonaban las trompetas.Salía el batallón del cuartel.

El capitán Wagner pagó el «desayuno» en la«cantina fronteriza». Les quedaba media hora paratomarse dos, tres «noventa grados». El capitánWagner bien sabía que ahora tenía la suerte en susmanos. Y la dirigía él solo. ¡Dos mil quinientascoronas hoy por la tarde! Devolvería mil

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quinientas y se sentaría muy tranquilo,despreocupado, como un gran señor, a jugar albacará. Y haría de banquero. Mezclaría él lascartas. Quizá sería mejor devolver solamente mil ysentarse muy tranquilo, despreocupado, con las milquinientas, como un gran señor, quinientas a laruleta y mil al bacará. Eso era mejor todavía.

—A la cuenta del capitán Wagner —dijo elcantinero.

Se levantaron; se había terminado el descansoy empezaba la instrucción. Por suerte, elcomandante Zoglauer desapareció al cabo demedia hora. El capitán Wagner entregó el mando alteniente Zander y se marchó al galope al hotel deBrodnitzer. Preguntó si por la tarde, hacia lascuatro, podría contar con la presencia dejugadores. ¡Claro que sí! ¡La cosa funcionaba a lasmil maravillas! Incluso los dioses lares, esos seresinvisibles que el capitán Wagner podía percibir entodas las estancias donde jugaba y con los que a

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veces mantenía conversaciones en voz baja —y enun chapurreado que se había ido inventando conlos años—, incluso esos dioses lares se sentíanhoy en extremo bondadosos hacia el capitánWagner. Para tenerlos todavía de mejor humor, opor lo menos para que no cambiaran de opinión,decidió Wagner que, como excepción, comería enel café Brodnitzer y que no se movería hasta quellegara Trotta. Y allí se quedó. Hacia las tres de latarde empezaron a llegar los primeros jugadores.El capitán Wagner se puso a temblar. ¿Y si eseTrotta le dejaba en la estacada y no le llevaba eldinero hasta el día siguiente? Perdería suoportunidad. Jamás volvería a encontrar un díacomo ése. Los dioses estaban de buen humor y,además, era jueves. ¡Pero el viernes! Pedirlesuerte al viernes era como exigirle a uncomandante médico que dirigiera la instrucción dela compañía. Cuanto más tiempo pasaba, tanto másse enfurecía el capitán contra el teniente que

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faltaba a la cita. ¡Ese granuja no llegaba! ¡Y paraeso se había desvivido por la mañana,marchándose tan temprano del campo deinstrucción, renunciando a la comida de costumbreen la estación para poder entrar en tratos con losdioses lares y lograr así, en cierta forma, retener eljueves tan favorable! Y al final le dejabanplantado. ¡La manecilla del reloj avanzabaincansablemente y Trotta no llegaba, no llegaba,no llegaba! ¡Pero sí! ¡Ahí estaba! Se abrió lapuerta y resplandecieron los ojos de Wagner. Nole dio la mano a Trotta. Le temblaban los dedos,como impacientes ladrones, hasta que cogieron unmagnífico sobre y crujieron los billetes.

—¡Siéntate! —ordenó el capitán—. Dentro demedia hora, como máximo, volveré a estar aquí. Ydesapareció detrás de la cortina verde.

Pasó la media hora y una hora y otra.Anochecía ya; las luces estaban encendidas. Elcapitán Wagner caminaba despacio. Solamente se

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le podía identificar por el uniforme, y aun ésteestaba transformado. Por el cuello de la chaqueta,abierta, desabrochada, se veía el collar de gomanegro, arrastraba el sable, estaban abarrotados losbolsillos, y la camisa manchada de ceniza. En lacabeza los pelos castaños de la raya,desordenados, formaban rizos y los labiospermanecían abiertos bajo el descompuesto bigote.De su garganta salió un estertor: «¡Todo!», y sesentó.

No había ya nada que decir. Trotta intentó doso tres veces hacer una pregunta. Wagner,extendiendo la mano, le rogó que no dijera nada.Luego se levantó. Arregló el uniforme.Comprendió que su vida ya no tenía sentido. Semarchó decidido a dar fin a sus días.

—Que sigas bien —dijo solamente, y se fue.Pero afuera le recibió un apacible atardecer,

ya casi veraniego, con millares de estrellas ycientos de agradables aromas. En fin, que era más

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fácil dejar de jugar que dejar de vivir. Se diopalabra de honor de que no volvería a jugar jamás.«¡Antes me pudra que volver a coger una carta!¡Nunca más!», se dijo. Nunca más era muchotiempo, pero se podía acortar. Digamos, hasta el31 de agosto nada de cartas ni ruletas. Y, después,¡ya veremos! ¡En fin, palabra de honor, capitánWagner!

Con la conciencia ya limpia, orgulloso de sufirmeza y contento de haberse salvado la vida, elcapitán Wagner se fue a ver a Chojnicki. Éste sehallaba en la puerta. Conocía lo bastante a Wagnerpara darse cuenta, a primera vista, de que elcapitán había perdido mucho dinero y de que, unavez más, estaba decidido a no volver a tocar unacarta.

—¿Dónde ha dejado usted a Trotta? —lepreguntó.

—No le he visto.—¿Todo?

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El capitán inclinó la cabeza y dirigió la miradahacia las puntas de los zapatos, exclamó:

—He dado mi palabra de honor…—¡Magnífico! —dijo Chojnicki—. Ha llegado

la hora.Estaba decidido a librar al teniente Trotta de

la amistad con ese loco de Wagner. «Hay quesacarlo de aquí», pensó Chojnicki. «Lo mandaréde permiso unos días con Wally, para que se vayaa la ciudad».

—Sí —dijo Trotta sin dudar un instante.Temía a Viena y a ese viaje con una mujer.

Pero tenía que irse. Sintió aquella opresiónespecial que le dominaba cada vez que seenfrentaba con cualquier cambio en su vida. Sintióla amenaza de un nuevo peligro —el mayor de lospeligros que pueda haber—, concretamente éseque tanto había deseado. No se atrevió a preguntarquién era la mujer. Muchas imágenes de mujeresdesconocidas, de ojos azules, castaños y negros,

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pelo rubio, pelo negro, pechos y piernas, mujeres acuyo lado pasó quizá, rozándolas, de joven, demuchacho; rápidamente las vio pasar a todas pordelante: un huracán suave, maravilloso, dedesconocidas mujeres. Percibió su olor, la cariciafresca y dura de sus rodillas; sobre su cuello sintióya el dulce yugo de los brazos desnudos, y en sunuca, las manos cerrándose entrelazadas.

Existe un temor ante el placer que es a su vezvoluptuosidad, como un determinado temor a lamuerte que puede ser mortal. El teniente Trottasentía ahora ese temor.

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L

CapítuloXIII

a señora de Taussig era guapa y ya no erajoven. Viuda de un jefe de escuadrón muerto

joven, llamado Eichberg, se había casado no hacíamuchos años con el señor Taussig, un rico yenfermo fabricante, recientemente ennoblecido,que padecía una ligera demencia circular: Susataques se repetían con regularidad cada medioaño. Durante semanas sentía que se aproximaban.Entonces, acudía a una clínica, situada junto allago de Constanza, en la que los dementesmimados provenientes de buena familia eransometidos a un esmerado y caro tratamiento, yatendidos por loqueros cariñosos comocomadronas. Poco antes de sufrir uno de susataques, y siguiendo el consejo de uno de esos

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médicos de moda que recetan a sus pacientes«emociones» psíquicas con la misma sencillez conque los viejos médicos de cabecera recetanruibarbo y aceite de ricino; el señor de Taussig sehabía casado con la viuda de su amigo Eichberg.Y, evidentemente, Taussig tuvo sus «emociones»,pero el ataque le dio con más fuerza y también másrápidamente. Durante su breve matrimonio con elseñor Eichberg; la señora de Taussig se habíaganado muchos amigos y; después de la muerte desu marido, había rehusado algunas excelentespeticiones de matrimonio. Sus adulterios no semencionaban por pura admiración. Como essabido, aquellos tiempos eran más severos. Perose aceptaban las excepciones e, incluso, se lasapreciaba. Era uno de los pocos principiosaristocráticos según los cuales los simplesburgueses eran personas de segunda categoría,pero era también un principio que permitía quealgún oficial de extracción burguesa llegara a ser

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ayudante personal del emperador; los judíos nopodían aspirar a una distinción de gran categoría,pero algunos de ellos eran ennoblecidos y llegabana ser amigos de los archiduques; era el principioque obligaba a las mujeres a someterse a la moraltradicional, pero permitía a alguna que otra mujerjoven llevar una vida amorosa como la de unoficial de caballería. Son los principios que hoyllamaríamos «hipócritas», porque nos hemoshecho tan consecuentes; consecuentes, honrados ysin pizca de humor.

El único de los amigos íntimos de la viuda queno le había hecho una petición de matrimonio eraChojnicki. El mundo en que valía todavía la penavivir estaba condenado a desaparecer. Y el mundoque seguiría no merecía tener ya habitantes dignos.Por lo tanto era absurdo quererse para siempre,casarse y engendrar acaso descendientes. Con susojos tristes, pálidos, azules, ligeramente saltones,Chojnicki había contemplado a la viuda,

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diciéndole: «¡Perdóname que no quiera casarmecontigo!». Con estas palabras había dado porterminada su visita de pésame. La viuda se casó,pues, con el loco de Taussig. Necesitaba dinero yle resultaba más cómodo que un niño. En cuanto sele pasaba el ataque le rogaba que fuera arecogerle. Para allá se iba ella, lo dejaba que lediera un beso y se lo llevaba a casa. «¡Hasta lavista!», decía el señor Taussig al doctor que leacompañaba hasta la reja del departamento paraincomunicados. «Hasta la vista y que sea pronto»,decía la señora. Le gustaban las temporadas en quesu marido estaba enfermo. Y se iban a su casa.

Había visitado a Chojnicki por última vez diezaños antes, cuando todavía no estaba casada conTaussig. Era entonces no menos guapa que ahora ytenía diez años menos. Tampoco se volvió sola enaquella ocasión. La acompañó un teniente, joven ytriste, como el teniente Trotta. Se llamaba Ewald yera ulano, pues allí, antes, había ulanos. Habría

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sido el primer dolor auténtico de su vida, dehaberse visto obligada a volver sin acompañante,y habría sido una decepción que la acompañase,póngase por caso, un teniente primero. Para todoaquel que pasara de teniente no se sentía todavíaen edad. Quizá sí, diez años más tarde. Pero losaños se iban sumando, cruel y silenciosamente,disfrazados a veces bajo pérfidas formas. Contabalos días que iban pasando y, cada mañana, laspequeñas, diminutas arrugas, suaves redecillas quela edad había tejido por la noche alrededor de losojos dormidos, ignorantes de lo que pasaba. Perosu corazón seguía siendo el de una mozuela dedieciséis años. Dotada de una juventud constante,su corazón vivía en un cuerpo que ibaenvejeciendo, como un hermoso secreto en ruinosopalacio. Cada uno de los jóvenes que la señora deTaussig acogía en sus brazos, era el huésped tanesperado. Pero, desgraciadamente, no pasaba delvestíbulo. La señora de Taussig no vivía: se

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limitaba a esperar. Los veía marchar, uno tras otro,con ojos preocupados, insatisfechos y amargados.Y se fue acostumbrando a que los hombresllegaran para volver a marcharse poco después;era ese linaje de los gigantes ingenuos, queparecían insectos de torpes movimientos, fugaces,y, sin embargo, de gran peso; ejército de toscos ynecios soldados que intentaban volar con alas deplomo, guerreros que creían conquistar cuando seles despreciaba o poseer cuando se les estabanburlando o, en fin, que creían gozar cuando apenashabían probado el néctar; una horda de bárbaros, ala que, sin embargo, se esperaba toda la vida.

Quizá, quizá, un día surgiría de sus confusas ysombrías filas un único escogido, suave yresplandeciente, un príncipe con manos debendición. ¡No acudió jamás! ¡Esperaba, y él nollegaba! Envejecía, y seguía sin acudir. La señorade Taussig oponía a los años una muralla dejóvenes apuestos. Temiendo ser descubierta por su

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mirada, se lanzaba a sus aventuras con los ojoscerrados. Con sus deseos encantaba, para supropio placer, a esos jóvenes necios.Desgraciadamente, no se daban cuenta de ello. Yno se transformaban en absoluto.

Efectuó una valoración del teniente Trotta.«Está viejo para sus años», pensó, «le habránpasado cosas tristes que no le han servido para lasabiduría. No ama con pasión, pero tampoco conligereza. Está tan triste ya que, como máximo, sólose le puede hacer feliz».

A la mañana siguiente se le concedieron aTrotta tres días de permiso por «motivos defamilia». A la una del mediodía se despidió de suscompañeros en el restaurante de la estación.Acompañado por la señora de Taussig, subió,entre la envidia y los vítores de los compañeros,en un compartimiento de primera, por el que habíatenido que pagar, por cierto, un «suplemento».

Cuando se hizo de noche empezó a sentir

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miedo, como los niños ante las tinieblas, y saliódel compartimento para fumar o, mejor dicho, conel pretexto de querer fumar. Permaneció en elpasillo, confuso y aturdido, viendo a través de laventanilla la serpiente voladora que se formabainstantáneamente en la noche con las pavesas de lalocomotora y que desaparecía también en uninstante. Observó las densas tinieblas de losbosques y las estrellas serenas en el cielo. Corriósuavemente la portezuela y entró de puntillas en elcompartimento.

—Quizás habría sido mejor que hubiésemostomado un coche cama —dijo la mujer desde laoscuridad, sorprendiendo, atemorizando al teniente—. Usted no para de fumar. ¡Aquí también puedefumar!

Era evidente que la mujer todavía no dormía.La cerilla iluminó su rostro. Allí estaba, blanco,entre el pelo negro desordenado, sobre la butacagranate. Sí, quizás habría sido mejor ir en coche

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cama. La punta roja del cigarrillo resplandecía enla oscuridad. Pasaron sobre un puente y aumentó eltrepidar de las ruedas.

—¡Estos puentes! —dijo la mujer—. Siempretengo miedo de que se caigan.

«Sí, que se caigan pues», pensó el teniente.Simplemente había escogido entre una desgraciarepentina y otra que se iba acercando lentamente.Estaba inmóvil delante de la mujer. Las luces delas estaciones que iban pasando iluminaban porunos momentos el compartimiento y hacían aúnmás pálido el rostro pálido de la señora deTaussig. Carl Joseph no sabía qué decir. Supusoque en vez de hablar lo que tenía que hacer erabesarla. Pero iba retrasando el beso cuanto podía.«Después de la próxima estación», se dijo. Derepente, la mujer extendió la mano buscando elpestillo de la puerta del compartimiento y, cuandolo encontró, lo hizo girar. Entonces, Trotta seinclinó para coger su mano.

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En ese momento, la señora de Taussig deseó alteniente con la misma intensidad con que diez añosantes había deseado al teniente Ewald, en esemismo trayecto, a la misma hora y, quién sabe,quizás incluso en el mismo compartimiento. Peropor el momento se había borrado el recuerdo deaquel ulano, como el de todos los que hubo antes ydespués de él. El placer arrollaba en su oleaje alrecuerdo y arrastraba todos los vestigios que de élquedaban. La señora de Taussig se llamabaValerie, pero solían llamarla con el diminutivousual del país: Wally. Este nombre, que le llegabaen un suave murmullo en esos momentos de cariño,era cada vez algo nuevo para ella. Precisamente,ese joven que la estaba bautizando con su nombre,era todavía un niño, tierno como su nombre; comotenía por costumbre, indicó que ella era «muchomayor» que él: nostálgica indicación que siemprese atrevía a hacer frente a esos jóvenes, como unatrevidísimo acto prudencial. Por lo demás, esta

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observación solía provocar en sus amantes unanueva serie de caricias. Ella buscaba en elrecuerdo las palabras cariñosas que le había dichoa uno u otro y las repetía ahora. Entonces le tocabael turno —y, desgraciadamente, conocía bien lasecuencia— al ruego, siempre igual, por parte delhombre de no hablar del tiempo ni de los años.Conocía el escaso valor de esos ruegos, pero creíalo que ellos decían. Esperó. Pero el teniente Trottacallaba, taciturno jovencillo: La señora Wallytemió que aquel silencio fuese una condena.

—¿A que no sabes cuántos años tengo? —leinsinuó.

Trotta se quedó pasmado. No podía respondera esa pregunta y, además, tampoco le importaba.Advirtió aquel cambio repentino entre la frialdad yel ardor suave de la piel de ella; súbitos cambiosclimáticos, tan propios de esos maravillosossíntomas del amor. En el transcurso de una únicahora se acumulaban en un único hombro femenino

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todas las estaciones del año. Quedaban suprimidaslas leyes inexorables del tiempo.

—Yo podría ser tu madre —dijo ella en unsusurro—. A ver, adivina cuántos años tengo.

—No sé —repuso el infeliz.—Cuarenta y uno —dijo la señora Wally.Había cumplido los cuarenta y dos el mes

anterior. Pero la naturaleza impide a muchasmujeres decir la verdad; la misma naturaleza queno permite que envejezcan. La señora de Taussigera quizá demasiado orgullosa para estafar tresaños, pero robarle a la verdad un único ymisérrimo año no era, en rigor, un robo a laverdad.

—¡Mientes! —dijo el al fin, con brutalidad,por cortesía, y la abrazó en un oleaje impetuoso deagradecimiento.

Por delante de la ventanilla pasaban lasblancas luces de las estaciones, iluminaban elcompartimiento, brillaban sobre el pálido rostro

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de ella y parecían descubrir de nuevo sus hombrosdesnudos. El teniente se apoyaba en su pechocomo un niño. Sentía un dolor placentero,maternal, feliz. Por sus brazos corría el amormaterno, que le provocaba un vigor renovado.Quería cuidar de su amante como si fuera supropio hijo, como si lo hubiera parido de suvientre, ese vientre donde ahora lo recibía. «¡Miniño, mi niño!», repetía. Ya no tenía miedo a losaños. Sí, por primera vez bendecía los años que laseparaban del teniente. Cuando el alba de lamañana resplandeciente, veraniega ya, penetró porla ventanilla del compartimiento, presentó alteniente, sin temor, su rostro no preparado aúnpara recibir la luz del día. Ahora bien, ellacontaba con los rojos albores de la mañana.Porque la ventanilla a la que estaban sentadosdaba, casualmente, a oriente. A Trotta le parecíaque el mundo se había transformado. Comprobóque acababa de descubrir lo que era el amor o,

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mejor, acababa de realizarse la concepción que éltenía del amor. En realidad era tan sólo unchiquillo agradecido y satisfecho.

En Viena seguiremos juntos, ¿verdad?«¡Mi niño, mi niño!», pensaba ella

continuamente. Lo contemplaba con orgullomaternal, como si redundaran en su honor lasvirtudes que el teniente no poseía y que ella, comomadre, le atribuía.

Iniciaron entonces una serie inacabable depequeñas fiestas. ¡Qué suerte haber llegado para elCorpus! Ya sabría ella proporcionarse dosasientos de tribuna. Disfrutarían de aquelabigarrado desfile, que a ella tanto le gustaba,como a todas las mujeres austríacas, de cualquierclase social, en aquellos tiempos.

Consiguió los asientos de tribuna. La pompaalegre y solemne del desfile era también para ellaun resplandor cálido que la rejuvenecía. Desde sujuventud, la señora de Taussig conocía todas las

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fases, partes y leyes del desfile del Corpus,probablemente con no menos exactitud que elmayordomo de la corte, de manera parecida alpúblico habitual de la ópera que se conoce congran detalle todas las escenas de sus obraspreferidas. El íntimo conocimiento de todas lascaracterísticas del desfile no reducía en absolutosu afán de ver y contemplar; al contrario, laincitaban más a ello. En Carl Joseph se renovabanlos antiguos sueños heroicos, tan ingenuos, quesoñaba, satisfecho y feliz, en su casa durante lasvacaciones, oyendo en el balcón los acordes de lamarcha de Radetzky. Ante sus ojos desfilaba elpoderío majestuoso del viejo imperio. El tenientepensaba en su abuelo, el héroe de Solferino, y enel patriotismo inalterable de su padre, comparablea un peñasco, pequeño pero fuerte, entre los altospicachos del poderío de los Habsburgo. Pensabaen su propia santa misión de morir por elemperador, en cualquier momento, en el mar y en

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la tierra y también en el aire, en cualquier parte.Se reanimaba la fórmula del juramento, prestadomecánicamente dos o tres veces. Las palabras seerguían, una tras otra, y cada palabra era unestandarte. Los ojos azules del jefe supremo de losejércitos, esos ojos fríos presentes en tantosretratos, en tantos muros y paredes del imperio,irradiaban ahora la gracia paternal renovada ycontemplaban, como un cielo totalmente azul, alnieto del héroe de Solferino. Brillaban lospantalones azules de la infantería. Desfilaban losartilleros, en sus uniformes color café, con laseriedad característica de la ciencia de labalística. Ardían al sol los rojos feces de lossoldados bosnios en uniforme azul celeste, comodiminutos fuegos artificiales que el Islam encendíaen honor de su apostólica majestad. En lascarrozas de negro barniz iban los caballeros delToisón, cubiertos de oro, y los concejales, derosados mofletes, en traje negro. Después

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ondeaban al viento, como majestuosas tempestadesque dominasen su furia en la proximidad delemperador, los penachos de crin de la infantería.Finalmente, preparado por el estrépito de lagenerala, se iniciaba el canto de los querubines delejército, terrenales pero apostólicos: «Diosmantenga, Dios proteja», por encima de lamuchedumbre, de los soldados que desfilaban, delos caballos al paso y de los vehículos rodandosilenciosos. Flotaba sobre todas las cabezas comoun cielo de melodías, un dosel de notas negras yamarillas. El corazón del teniente se detenía y latíaviolentamente a la vez: una verdadera curiosidadmédica. Entre los lentos acordes del himnocruzaban los vítores como blancas banderolasentre inmensos estandartes con blasones pintados.Los blancos caballos lipizzaner marchaban a pasode danza, con la gran coquetería de esos célebrescorceles, procedentes de las yeguas reales eimperiales. Les seguía el chacoloteo de medio

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escuadrón de dragones, afiligranado estrépito deldesfile. Los cascos negros brillaban, dorados, alsol. Resonaban los claros clarines y se oían lasalegres voces de advertencia: «¡Atención, queviene el viejo emperador!».

Y llegó el emperador. Ocho caballos blancoscomo el azahar tiraban de su carroza. En loscaballos iban montados los lacayos, que llevabanchaquetas negras con bordados de oro y pelucasblancas. Parecían dioses y eran sólo los criados desemidioses. A ambos lados de la carroza habíados guardias de corps húngaros con una piel depantera negra y amarilla sobre los hombros.Recordaban a los centinelas de las murallas deJerusalén, la Ciudad Santa, cuyo monarca era elemperador Francisco José. El emperador llevabala casaca blanca con que se le conocía en todoslos retratos y un gran penacho de plumas blancasen el sombrero. Las plumas se mecían suavementeal viento. El emperador sonreía para todos las

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lados. Sobre su viejo rostro, la sonrisa destacabacomo un sol diminuto que él mismo hubiera creadoDe la catedral San Esteban se oía el retumbar delas campanas; era el saludo que la Iglesia romanaofrecía al emperador romano-germánico. Elemperador descendió de la carroza con el pasoelástico que le alababan todos los periódicos y sedirigió a la iglesia como un hombre cualquiera; elemperador romano-germánico iba a pie a la iglesiaentre el retumbar de las campanas.

Ni un solo teniente de los ejércitos reales eimperiales habría podido asistir indiferente a esaceremonia. Y Carl Joseph era uno de los mássensibles. Vio el dorado fulgor que irradiaba laprocesión y no oyó el aleteo sombrío de losbuitres. Porque por encima del águila bicéfala delas Habsburgo volaban, trazando círculos, losbuitres, sus cordiales enemigos.

No, no se hundiría el mundo, como había dichoChojnicki. Con sus propios ojos podía ver cómo

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vivía. Por la ancha Ringstrasse pasaban loshabitantes de la ciudad, alegres súbditos de suapostólica majestad, todos ellos pertenecientes asu real casa. La ciudad era únicamente unainmensa casa real. En los soportales de los viejospalacios estaban los porteros de librea con susbáculos, poderosos, verdaderos dioses de loslacayos. Ante las puertas se detenían los negroscarruajes con sus ruedas altas, llanta de goma ydelgados rayos. Los caballos rozaban prudentescon sus cascos el empedrado. Los funcionarios delEstado, con sus sombreros, sus cuellos dorados ysus espadines, avanzaban dignos y sudorosos trasde la procesión. Las blancas colegialas, con floresen el pelo y velas en las manos, se volvían a suscasas, apretujadas entre sus padres en traje deceremonia y apretujada también su alma, hechacuerpo ahora, algo trastornada y, quizá, tambiénligeramente abatanada. Sobre los claros sombrerosde las claras damas, que sus caballeros sacaban a

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pasear como a perritos, se inclinaba en cúpula elgracioso dosel de las sombrillas. Uniformesazules, negros, marrones, con adornos dorados,plateados, se movían de aquí para allá comoextraños árboles y plantas escapados de un vergelmeridional que quisieran ahora volver a la tierra.El fuego negro de los sombreros de copa brillabasobre rostros fervientes y colorados. Abigarradosecharpes se extendían, como un arco irisciudadano, sobre senos ubérrimos, chaquetillas yvientres. Por la calzada de la Ringstrasseondeaban, en dos anchas hileras, los guardias decorps en blancas esclavinas con rojas solapas ygrandes penachos de plumas, portando brillantesalabardas al puño. Ante ellos se detenían lostranvías, los coches de punto e, incluso, losautomóviles como si fueran fantasmas bienconocidos de la historia. En los rincones y lasesquinas, las floristas, gordas y con diez sayas yrefajos —hermanas ciudadanas de las hadas—,

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regaban con jarros de color verde oscuro losbrillantes ramos, bendecían con risueñas miradas alos enamorados que pasaban por su lado, hacíanramitos de muguete y soltaban sus agudas lenguas.Los dorados cascos de los bomberos brillabancomo una advertencia de riesgos y catástrofes. Sepercibía el olor de oxiacanta y lilas. Los ruidos dela ciudad no eran lo bastante fuertes para apagarlos silbidos de los mirlos en los parques y jardinesy los trinos de las alondras por los aires. Todoesto derramaba el mundo sobre el teniente Trotta.Carl Joseph estaba sentado en el coche junto a suamante, la quería y avanzaba, según se imaginaba,por el primer día bueno de su vida.

Efectivamente, parecía haber comenzado unanueva vida. Aprendió a beber vino como habíaaprendido a beber el «noventa grados» en lafrontera. Comió con la señora de Taussig en aquelcélebre restaurante dirigido por una patrona dignacomo una emperatriz, en un salón sereno y solemne

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como un templo, fastuoso como un palacio ytranquilo como una cabaña. Allí comían, en mesasreservadas, excelentísimos señores, servidos porcamareros que se les parecían muchísimo, deforma que casi podría decirse que huéspedes ycriados intercambiaban sus funciones por rigurosoturno. Todos se conocían por el nombre, como sifueran hermanos, pero se saludaban comopríncipes. Conocían a los jóvenes y a los viejos, alos buenos y a los malos jinetes, a los galantescaballeros y a los jugadores, a los rumbosos y alos tacaños, a los favoritos, a los herederos de unaantiquísima necedad proverbial, consagrada por latradición y respetada por todos, y a los sabios yprudentes que en el mañana ocuparían el poder.Únicamente se oía el ligero susurro de tenedores ycucharas bien educadas y el risueño murmullo delos comensales en las mesas, palabras que sólocomprende el interlocutor y que los demásadivinan sin más. Los blancos manteles irradiaban

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un sereno fulgor; por las ventanas, con altoscortinajes, entraba callado el día; el vino salía, enun agradable murmullo, de las botellas. Parallamar al camarero era suficiente levantar lamirada, porque en ese galante silencio el parpadeose percibía como una llamada.

Sí, así fue como empezó lo que él llamaba «lavida», que en aquel tiempo quizá lo eraefectivamente: el paseo en un carruaje que sedesliza entre los intensos aromas de la plenaprimavera, al lado de una mujer que le quiere. Sustiernas miradas justificaban su propioconvencimiento de ser un hombre excelente,poseedor de muchas virtudes e, incluso, «unmagnífico oficial», con el sentido especial quetenía este adjetivo en el ejército. Recordaba quecasi toda su vida había estado triste, retraído o,prácticamente, amargado. Pero por la forma en queahora se comportaba no comprendía cómo podíahaber estado triste, retraído y amargado. La muerte

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cercana le había atemorizado. Sin embargo, ahoraobtenía incluso un placer en los nostálgicosrecuerdos dirigidos a Katharina y a Max Demant.En su propia opinión la vida había sido dura haciaél. Merecía ahora las tiernas miradas de unahermosa mujer. Pero a veces la miraba ligeramenteatemorizado. ¿Acaso no se lo había llevado comosi fuera un muchacho, para que disfrutara por unospocos días? Eso era algo que no aceptaría. Él era,como acababa de comprobar, un magníficocaballero, y quien le quisiera debía quererletotalmente, con honradez y hasta la muerte, comola pobre Katharina. ¡Quién sabe en cuántoshombres estaría pensando esa hermosa mujer!, queahora parecía quererle únicamente a él, o al menosasí lo aparentaba. ¿Tenla celos? ¡Sí, Carl Josephestaba celoso! Inmediatamente se dio cuenta deque nada podía hacer. Estaba celoso y sinposibilidad alguna de permanecer allí ni de seguirviaje con ella, tenerla cuanto tiempo quisiera,

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conocerla a fondo y hacerla suya. Sí, él erasolamente un pobre e insignificante tenientillo, concincuenta coronas de renta mensual que le pasabasu padre, y, para colmo, tenía deudas…

—¿Jugáis mucho en vuestra guarnición? —lepreguntó de repente la señora de Taussig.

—Mis compañeros sí —dijo él—. El capitánWagner, por ejemplo, ¡pierde horrores!

—¿Y tú?—Yo no —dijo el teniente.En ese instante el teniente supo de qué forma

podría ser poderoso. Se indignaba frente a sudestino mediocre. Quería que fuera brillante. Si sehubiese convertido en funcionario del Estadohabría tenido ocasión de emplear con provechoalgunas de las cualidades intelectuales que sinduda poseía, habría hecho carrera. ¿Pero qué hacíaun oficial en la paz? Incluso en la guerra, ¿quéhabía logrado con su hazaña el héroe de Solferino?

—¡Que no juegas! —dijo la señora de Taussig

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—. No tienes aspecto de ser uno de esos que sabenganar a las cartas.

Esto le ofendió. Inmediatamente concibió laidea de demostrar que tenía suerte. ¡En todo! Fueforjando secretos planes para ese mismo día, paraahora, para esa misma noche. Sus abrazos erancomo provisionales muestras de un amor quequería darle en el mañana, cuando sería unhombre, no sólo excelente, sino además poderoso.Pensaba en la hora, miraba el reloj y buscaba unpretexto para irse. La señora Wally le dijo ellamisma que se marchara.

—Se hace tarde, tienes que irte.—Hasta mañana por la mañana.—Sí, hasta mañana.El portero del hotel le indicó una sala de juego

cercana. Saludó al teniente con atareada cortesía.Vio a unos oficiales y se puso firme ante ellos,según ordenaba el reglamento. Los oficiales losaludaron con indiferencia al tiempo que lo

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contemplaban atónitos, como si no comprendieranque los tratara militarmente, como si ya no fueranparte del ejército sino sólo despreocupadosportadores del uniforme y como si este forasteroignorante despertara en ellos un lejano recuerdo deotra época, cuando todavía eran oficiales delejército. Ahora se encontraban en otrodepartamento de su vida, quizás en undepartamento secreto, y únicamente sus uniformesy estrellas les recordaban su vida cotidiana, usual,que volvería a empezar al día siguiente con lasalida del sol. El teniente contó el dinero quetenía: en total, ciento cincuenta coronas. Hizo loque había visto hacer al capitán Wagner: pusocincuenta coronas en el bolsillo y el resto en lapitillera. Estuvo un rato en una de las dos ruletas,pero sin apostar, pues no conocía bien las cartas yno se atrevía con ellas. Estaba muy tranquilo ysorprendido de su propia serenidad. Vio cómodisminuían los montoncillos de fichas rojas,

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blancas, azules, allí, para aumentar o pasar haciaallá. Pero no pensaba que había ido allí para quetodas las fichas pasaran a ser suyas. Finalmente sedecidió a jugar, como quien cumple con unaobligación. Ganó. Apostó la mitad de la ganancia yvolvió a ganar. No miraba los colores ni losnúmeros. Ponía las fichas en cualquier parte. Yganó. Apostó ahora todo lo ganado. Ganó porcuarta vez. Un comandante le hizo una señal.Trotta se levantó.

—Usted está aquí por primera vez —dijo elcomandante—. Ha ganado ya mil coronas. Serámejor que se vaya inmediatamente.

—¡A sus órdenes, mi comandante! —dijoTrotta, y se marchó.

Cuando cambió las fichas sintió haberobedecido al comandante. Se indignó por hacercaso de cualquiera. ¿Por qué permitía que leecharan? ¿Y por qué no tenía valor para volver?Se fue, descontento de sí mismo, insatisfecho de la

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primera vez que había ganado.Era ya tarde y la calle estaba tan silenciosa

que se oían los pasos de los transeúntes desdelejanas calles. En el retazo de cielo que sedescubría en lo alto, enmarcado por las casas de lacallejuela, brillaban extrañas y serenas lasestrellas. Una oscura figura dio la vuelta a laesquina y se acercó al teniente. Se tambaleaba;seguramente se trataba de un borracho. El tenientelo reconoció al instante: era el pintor Moser,dando su ronda habitual por las calles nocturnas dela ciudad, con la carpeta y el sombrero de anchasalas. Saludó con el índice y se dispuso a ofrecerlesus dibujos. «Sólo chicas y en todas las posturas».Carl Joseph se detuvo. Pensó que el destino leenviaba al pintor Moser. No sabía que todas lasnoches a esa misma hora, desde hacía años, habríapodido encontrar al profesor en alguna de lascallejas del casco antiguo. Sacó del bolsillo lascincuenta coronas que se había reservado y se las

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dio al viejo. Lo hizo como si alguien se lo hubieraexigido en silencio; como quien cumple órdenes.Se sorprendió de su propia acción. Intentó hallarlos motivos que le daban la razón al pintor Moser,pero no pudo hallarlos. Se sorprendió más todavíay sintió deseos de tomar unas copas; esa sed delbebedor que es sed del alma y del cuerpo, comosi, de repente, se viera menos que un miope y seoyera menos que un sordo. Entonces es precisotomar inmediatamente, allí donde uno esté, unascopas. El teniente dio media vuelta, cogió al pintorMoser y le preguntó:

—¿Dónde podemos tomar unas copas?Cerca había una taberna, no lejos de la

Wollzeile. Allí servían sliwowitz, el cual,desgraciadamente, tenía veinticinco por cientomenos de alcohol que el «noventa grados». Elteniente y el pintor tomaron asiento. Bebieron.Trotta se fue dando cuenta de que ya no era eldueño de sus propios destinos, de que ya no era un

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excelente caballero provisto de todas las virtudes.Pobre y miserable era él y triste por haberobedecido a un comandante que le había impedidoganar cien mil coronas. ¡No! ¡No estaba hechopara la suerte! La señora de Taussig y elcomandante de la sala de juego, en fin, todos,todos se burlaban de él. Solamente ése, el pintorMoser —y ya podía llamarle su amigo—, erahonrado, fiel y sincero. Había que mostrarle suagradecimiento. Este excelente caballero era elmás antiguo y único amigo de su padre. No habíaque avergonzarse de él. ¡Había pintado el retratodel abuelo! El teniente dio un profundo, suspirocomo para sacar ánimos del aire y dijo:

—¿Sabe usted que ya hace mucho tiempo quenos conocemos?

El pintor irguió la cabeza, sus ojos brillaronbajo las apretadas cejas.

—¿Que nosotros nos conocemos? —lepreguntó—, ¿desde hace tiempo? ¿Y

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personalmente? Bueno, como pintor me conoceusted, claro. Como pintor tengo mucha fama. Pero,lo siento, lo siento, me parece que usted seequivoca. ¿O quizá? —Moser se quedó pensativo—, ¿quizá me confunda con otra persona?

—Me llamo Trotta —dijo el teniente.El pintor Moser miró sin expresión, con sus

ojos turbios, al teniente y le dio la mano. Despuésestalló en un grito de alegría. Arrastró al tenientede la mano por encima de la mesa, se inclinó haciaél y se besaron en el centro de la mesa,fraternalmente, largo rato.

—¿Y qué hace tu padre? —preguntó elprofesor—. ¿Todavía ejerce su cargo? ¿Ya esgobernador? Nunca he sabido nada más de él. Nohace mucho tiempo me lo encontré aquí, en elVolksgarten, me dio dinero. No iba solo, leacompañaba su hijo, ese muchachito… ¡Pero calla,si eres tú!

—Sí, ése era yo entonces —dijo el teniente—.

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Pero de eso ya hace mucho tiempo, muchísimotiempo. Recordó el espanto que le produjo veraquella mano roja y pegajosa sobre la rodilla desu padre.

—Tengo que pedirte perdón, sí, perdón —dijoel teniente—. Aquella vez te traté como a un perro,¡como a un perro! ¡Perdóname, querido amigo!

—Sí, como a un perro —confirmó Moser—.¡Te perdono! Y no hablemos más del asunto.¿Dónde vives? ¡Quiero acompañarte!

Cerraban ya la taberna. Avanzaron abrazadostambaleándose por las tranquilas callejuelas.

—Aquí me quedo yo —murmuró el pintor—.Aquí tienes mi dirección. Visítame mañana, hijomío. —Y entregó al teniente una de suspretenciosas tarjetas de visita, de esas que solíarepartir por los cafés.

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CapítuloXIV

or casualidad hacía también mal tiempoaquel triste día en que el teniente Trotta tenía

que reincorporarse a su batallón. Paseó una vezmás por las calles por donde dos días antes habíapasado la procesión. Entonces, pensó el teniente,entonces se había sentido satisfecho por una brevehora de su profesión. Pero ahora, al pensar quetenía que volver, se sentía acosado como unprisionero por sus guardianes. Por primera vez elteniente Trotta se rebelaba contra las leyesmilitares que dominaban su vida. Llevabaobedeciendo desde su más tierna infancia. Y ya noquería obedecer más. Ciertamente no conocía elsignificado de la libertad, pero sabía que sedistinguía de un permiso como la guerra se

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diferencia de las maniobras. Imaginó esacomparación porque era un soldado y porque laguerra es la libertad del soldado. Pensó entoncesque la munición necesaria para la libertad era eldinero. Pero la suma que ahora poseía era comolos cartuchos para salvas que se disparaban en lasmaniobras. ¿Acaso poseía algo? ¿Podíaconcederse la libertad? ¿O quizá su abuelo, elhéroe de Solferino, le había dejado una fortuna enherencia? ¿Heredaría a su padre? Nunca anteshabía hecho tales reflexiones, que ahora acudían aél como una bandada de extrañas aves, anidabanen su cerebro y revoloteaban inquietas. Oía ahoralas desconcertantes llamadas del mundo. Sabíadesde la víspera que Chojnicki se iría ese año mástemprano que de costumbre de su país. Esa mismasemana se iría con su amiga hacia el sur. Sintió loscelos de un amigo, lo cual le avergonzódoblemente. Él se iba a la frontera del noroeste.Pero la mujer y el amigo se iban al sur. Y el

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«Sur», que hasta entonces había sido simplementeun calificativo geográfico, brillaba con todos losdeslumbrantes colores de un paraíso desconocido.El sur estaba en un país extranjero. Es decir quehabía también países extranjeros, no sometidos alemperador Francisco José I, que poseían suspropios ejércitos; con millares de tenientes enpequeñas y grandes guarniciones. En esos paísesel nombre del héroe de Solferino no significabanada en absoluto. También allí había monarcas. Yesos monarcas poseían sus propios personajes queles habían salvado la vida. Era desconcertante enextremo tener tales pensamientos, tandesconcertante para un teniente de la monarquíacomo para nosotros mismos lo es pensar que estemundo es sólo uno entre millones y millones ymillones de astros y que en la Vía Láctea existentodavía soles innumerables y que cada sol poseesus propios planetas y, en fin, que no somos másque unos insignificantes individuos, para no ser

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groseros y decir que somos una mierda.De las ganancias obtenidas en el juego el

teniente poseía todavía setecientas coronas. No sehabía atrevido a entrar en otra sala de juego, nosólo por temor a encontrar a aquel comandantedesconocido, que quizás actuaba por orden delmando central, sino también porque se horrorizabaal recordar su triste huida. ¡Ay! Muy bien sabíaque abandonaría inmediatamente otras cien vecescualquier sala de juego, obediente a los deseos y auna simple indicación de un superior. Y, como unniño cuando está enfermo, reconocía con dolor,pero no sin cierta complacencia, que era incapazde forzar su destino. Se compadecía enormemente.En ese momento le iba bien compadecerse. Tomóunas copas e inmediatamente se sintió cómodo ensu impotencia. Como al hombre que va a la cárcelo al convento, al teniente le parecía que el dineroque llevaba consigo era superfluo y constituía sólouna carga. Decidió gastarlo todo de una vez. Entró

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en la tienda donde su padre le había comprado lapitillera de plata y eligió un collar de perlas parasu amiga. Con un ramo de flores en la mano, lasperlas en el bolsillo y el rostro apenado sepresentó a la señora de Taussig.

—Te he traído unas cosas —confesó, comoqueriendo decir: «He robado unas cosas para ti».

Sentía que representaba un papel extraño quepor derecho; no le correspondía: el papel de unhombre de mundo. En el momento preciso en quetenía el regalo en la mano pensó que eraridículamente exagerado, humillante para sí mismoy, quizá, ofensivo para la rica mujer.

—Te ruego que me perdones —dijo—. Queríacomprarte una cosilla pero… —y ya no supo quémás decir. Se puso colorado e inclinó la mirada.

¡Ay! El teniente Trotta no conocía a lasmujeres que ven cómo pasan los años y se acercala vejez. Tampoco sabía que aceptan cualquierregalo como un don maravilloso que las

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rejuvenece y que sus ojos, sabios y nostálgicos,saben valorar de manera muy distinta. Por lodemás, a la señora de Taussig le gustaba verlo así,como un chiquillo que no sabe qué hacer, y cuantomás evidente era la juventud del teniente, tantomás joven se sentía ella. Se le echó al cuello,arrebatada y sabía, y lo besó como a su propiohijo, llorando porque iba a perderlo y riendoporque todavía lo tenía allí y también porque lasperlas eran muy bonitas. En un mar de lágrimas,furioso y magnífico, le dijo:

—Eres muy bueno, muy bueno, hijo mío.Inmediatamente sintió haber pronunciado esta

frase, en especial las palabras «hijo mío», porquela hacían sentirse con más edad de la querealmente tenía en ese momento. Por suerte,advirtió de inmediato que el teniente estabaorgulloso y satisfecho como si el jefe supremo delos ejércitos le hubiese concedido unacondecoración personalmente. «Es demasiado

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joven para darse cuenta de mi edad», pensó.Pero para destruir, eliminar y hundir en el

océano de su pasión su verdadera edad cogió alteniente por los hombros, cuyos huesos cálidos ysuaves iba desconcertando con sus manos, y loatrajo hacia el sofá. Se lanzó sobre él con aqueldeseo inmenso de rejuvenecerse. En violentasllamaradas estallaba en ella la pasión, ataba alteniente y lo subyugaba. Sus ojos parpadeabanfrente al rostro del joven encima de ella. Sólo conmirarlo rejuvenecía. Y ¡qué voluptuosidad sentirseeternamente joven!, un placer tan grande como suafán de amor. Por un momento creyó que no podríasepararse de ese teniente. Pero unos instantesdespués dijo:

—¡Qué lástima que te vayas ya!—¿No volveré a verte más? —le preguntó él,

dócil, joven amante.—Espérame y yo volveré —contestó,

añadiendo rápidamente—: ¡No me engañes con

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otra! —con el temor propio de la mujer queenvejece ante la infidelidad y la juventud de lasotras.

—Sólo te quiero a ti —le respondió la vozsincera de un joven para quien nada parecía tanimportante como la fidelidad.

Ésa fue su despedida.El teniente se fue a la estación, llegó

demasiado temprano y tuvo que esperar muchorato. Le parecía que ya estaba de viaje. Todos losminutos de más que hubiera pasado en la ciudadhabrían sido penosos para él, incluso quizávergonzosos. Intentaba atenuar su obligación demarcharse, haciendo como si se marchara un pocoantes de lo que debía. Finalmente pudo subir alvagón. Pronto quedó sumido en un sueño feliz, casiininterrumpido. Se despertó poco antes de llegar ala frontera. Su asistente Onufrij le esperaba. Sehabían producido desórdenes en la ciudad. Lasobreras de la fábrica de crin organizaban una

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manifestación y las fuerzas armadas estaban enestado de alerta.

El teniente Trotta comprendió entonces por quéChojnicki se había marchado tan pronto del país.Eso es lo que hacía, marcharse «hacia el sur» conla señora de Taussig. Y él era sólo un débilprisionero y no podía dar media vueltainmediatamente, subir al tren y marcharse.

Delante de la estación no había hoy coches:esperando. El teniente Trotta tuvo que ir a piehasta la ciudad. Le seguía Onufrij con el macuto enla mano. Las tiendecillas de la ciudad estabancerradas. Las puertas de madera y los postigos delas casas bajas estaban atrancados con barras dehierro. Los gendarmes andaban de patrulla por lascalles con la bayoneta calada. No se oía nada aexcepción del croar acostumbrado de las ranas enlas ciénagas. El polvo que producíaincesantemente esa tierra arenosa había caído,llevado por el viento, a manos llenas sobre los

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tejados, las paredes, las estacadas, los pavimentosde madera y los escasos sauces. Diríase que elpolvo de los siglos yacía ahora sobre ese mundoolvidado. Por la calle no se veía a nadie. Parecíaque todos habían sido afectados por una muerterepentina detrás de las puertas y ventanasatrancadas. Delante del cuartel estaba apostadauna doble guardia. Desde el día anterior sehallaban allí todos los oficiales; el hotel deBrodnitzer estaba vacío.

El teniente Trotta comunicó su vuelta alcomandante Zoglauer, quien le indicó que le habíasentado bien el viaje. De acuerdo con las ideas deun hombre que llevaba más de diez años sirviendoen la frontera, un viaje no podía sino sentarle biena uno. Y como si se tratara de un asunto corriente,sin importancia, el comandante le dijo al tenienteque al día siguiente temprano saldría una secciónde cazadores y tomaría posición delante de lafábrica de crin para intervenir, en caso necesario,

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frente a las «actividades subversivas» al mando deesta sección. Se trataba de una cosa sinimportancia y había razones para creer que lagendarmería seria suficiente para inspirar a esagente el debido respeto; sólo era necesario tenersangre fría y no intervenir demasiado pronto. Porlo demás, las autoridades políticasgubernamentales decidirían si los cazadoreshabrían de intervenir o no. Evidentemente no erauna labor agradable para un oficial y menos eso dedejarse impartir órdenes por un jefe de distrito.Pero, en fin, se trataba de una misión delicada quesuponía también una distinción para el tenientemás joven del batallón y, además, sus compañerosno habían disfrutado de permiso alguno y que teníaque aceptarlo, pues, por simple compañerismo yque tal y que cual…

—¡A la orden, mi comandante! —exclamó elteniente y se retiró.

No había nada que decir contra el comandante

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Zoglauer. Se lo había rogado, a él, nieto del héroede Solferino; no se lo había mandado. Además, elnieto del héroe de Solferino había gozado de uninesperado y magnífico permiso. Atravesó el patioy se dirigió a la cantina. El destino le habíapreparado esa manifestación. Por eso había ido ala frontera. Creía saber ahora que el taimadodestino le había regalado ese permiso para poderdestruirle mejor después. Estaba convencido deello. Los otros estaban en la cantina, lo saludaronjubilosos, menos por cordialidad hacia el reciénllegado que por afán de «saber algo». Todos lepreguntaron cómo le había ido el «asunto».Únicamente el capitán Wagner dijo:

—Cuando mañana haya pasado todo, ya nos locontará.

Todos callaron de repente.—¿Y si me matan mañana? —dijo el teniente

Trotta al capitán Wagner.—Puah —replicó el capitán—. Sería una

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muerte asquerosa. Sí, muchacho, ese asunto es unasco. En resumidas cuentas, son unos infelices y, alo mejor, incluso tienen razón.

El teniente no había pensado que se trataba deunos infelices y que quizá podían tener razón.Encontró perfecta la observación del capitán y yano dudó de que eran sólo unos infelices. Se tomódos «noventa grados» y dijo:

—Pues entonces no daré orden de disparar. Nipermitiré que avancen con la bayoneta calada.¡Que se las arregle la gendarmería por sí sola!

—Harás lo que tengas que hacer. ¡Tú ya losabes!

¡No! En ese momento, Carl Joseph no lo sabía.Bebió. Rápidamente se encontró en aquel estadode ánimo en que se sentía capaz de hacerlo todo.No acatar las órdenes, salir del ejército ydedicarse a los juegos de azar que dan dinero. Nohabría más muertos sobre su camino. «Abandonaeste ejército», le había dicho el doctor Max

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Demant. Demasiado tiempo había sido un cobarde,un pusilánime. En vez de abandonar el ejércitohabía pedido el traslado a la frontera. Pero, en fin,ahora la cosa se acababa. No iba a permitir que lodegradaran para convertirlo en una especie depolicía aventajado, porque si no, a los cuatro díaslo tendrían de servicio por la calle dandoinformaciones a los forasteros. ¡Qué ridiculez, esavida del soldado en tiempo de paz! La guerra nollegará jamás. ¡Y se pudrirán en las cantinas! ¡Peroél, el teniente Trotta, vete a saber, quizá la semanasiguiente ya estaría a esa hora en el «Sur»!

Todo eso se lo decía a gritos, vehemente, alcapitán Wagner. Algunos compañeros losrodeaban y escuchaban. Muchos había pocointeresados en una guerra. La mayoría se habríacontentado con su actual situación, si el sueldohubiera sido algo más elevado, un poco menosincómoda la vida en la guarnición y algo másrápidos los ascensos. A muchos el teniente Trotta

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les resultaba raro e incluso inquietante. Se le sabíaprotegido por las altas esferas. Acababa de volverde un permiso magnífico. ¡Vaya! Y ahora no levenía bien tomar posición delante de la fábrica decrin.

El teniente Trotta sintió a su alrededor unsilencio hostil. Por primera vez desde que estabaen el ejército decidió provocar a sus compañeros.Sabiendo lo que más les dolería exclamó:

—Es posible que solicite el traslado a laescuela de estado mayor.

—Claro, ¿por qué no? —dijeron los oficiales.Si había pedido el traslado de la caballería

también podía pedir ahora el traslado a la escuelade estado mayor. Y seguro que aprobaría losexámenes e incluso le nombrarían general por lasbuenas, cuando ellos acababan apenas de sernombrados capitanes y podían calzar espuelas. Enfin, no era mala cosa para él presentarse al díasiguiente ante los revoltosos.

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Al día siguiente tuvo que levantarse muytemprano. Porque era el ejército quien controlabael paso de las horas. El ejército cogía el tiempo ylo ponía en el sitio que le correspondía de acuerdocon el criterio militar. Si bien «las actividadessubversivas que atentaban contra la seguridad delEstado» no se esperaban hasta mediodía, ya a lasocho de la mañana avanzaba el teniente Trotta porla polvorienta y ancha carretera. Los soldadosestaban tendidos, en pie o paseando entre lospabellones, limpios y ordenados, de los fusiles.Las alondras cantaban, y los grillos entonaban sucri-cri y los mosquitos zumbaban. Sobre loslejanos campos se veían brillar los pañuelos decolores de las aldeanas. Cantaban ellas. A vecesles respondían los soldados, hijos del país, con lasmismas canciones. ¡Bien hubieran sabido ellos loque tenían que hacer allí en los campos! Pero nocomprendían por qué esperaban aquí. ¿Era ya laguerra? ¿Iban a morir ese día a mediodía?

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Cerca había una taberna. Allá se dirigió elteniente Trotta a tomar un «noventa grados». Lataberna, una estancia baja de techo, estabaabarrotada. El teniente se dio cuenta de que eranlos obreros que a las doce se reunirían delante dela fábrica. Todos se callaron cuando él entró,chirriando y con tremendos correajes. Se quedójunto al mostrador. Demasiado lento, muy lento, eltabernero movía las botellas y los vasos. Detrás deTrotta se erguía el silencio, una ingente montañacallada. Vació el vaso de un trago. Notó que todosesperaban que se marchara. Hubiera deseadodecirles que él no podía hacer nada. Pero no eracapaz de decirles nada ni de marcharse. No queríadar la sensación de que tenía miedo y se tomó unascuantas copas más de aguardiente. Seguíancallados. Quizás a su espalda se hacían señales. Elteniente no se giró. Finalmente salió de la tabernay le pareció que atravesaba aquella dura roca desilencio; más de cien miradas se clavaban en su

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nuca como sombrías lanzas.Cuando se reunió con su sección le pareció

que era oportuno llamar a formación, a pesar deque eran sólo las diez de la mañana. Se aburría ysabía también que la tropa se desmoraliza si seaburre y que los ejercicios con el fusil sirven paramantener la moral. En un santiamén tuvo a la tropaformada en dos hileras entre sí, según ordena elreglamento. De pronto le pareció, seguramente porprimera vez desde que era soldado, que lasextremidades idénticas de los hombres eran piezasmuertas de máquinas muertas que nada producían.La sección estaba inmóvil; todos los hombressostenían la respiración. El teniente Trotta, quehacía unos instantes había sentido a su espalda lacalma poderosa y sombría de los obreros en lataberna, se dio cuenta cabal de que existen dosclases de calma. Pensó también que había todavíaotras formas de silencio, como también haymuchos tipos de ruidos. Nadie llamó a formación a

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los obreros cuando él entró en la taberna. Sinembargo, se habían callado de repente. Y de susilencio fluía un odio callado y sombrío, comosale a veces el silencioso bochorno eléctrico delas nubes cargadas infinitamente mudas, prueba deque todavía no ha desaparecido la tormenta. Elteniente Trotta escuchaba atentamente. Se sucedíanlos rostros de piedra. Muchos le recordaban a suasistente Onufrij. Anchas eran las bocas y pesadoslos labios, que apenas se podían cerrar; ojosclaros, estrechos, sin mirada. Allí se hallaba,delante de su sección, el pobre teniente Trotta,bajo la cúpula azul, gloriosa, de un día de verano,todavía primaveral, entre el canto de las alondras,el cri-cri de los grillos y el zumbido de losmosquitos. Sin embargo creía oír, más fuerte aúnque todas las voces del día, el silencio muerto desus soldados. En ese momento tuvo la certezaabsoluta de que él nada tenía que hacer allí. «Peroentonces, ¿dónde? —se preguntó mientras la

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sección esperaba que siguiera dando órdenes—.¿A dónde debo ir yo? ¡No con aquellos que estánen la taberna! ¿Quizás a Sipolje? ¿A la tierra demis mayores? ¿Debería empuñar el arado y no elsable?». El teniente dejó que sus soldadossiguieran en la posición inmóvil de firmes.

—¡Descansen! —mandó finalmente—.¡Rompan filas!

Todo siguió como antes. Detrás de lospabellones formados con los fusiles estabantendidos los soldados. De los campos lejanosllegaba el canto de las aldeanas. Los soldadosrespondían con las mismas canciones.

De la ciudad llegaba la gendarmería. Eran trescuerpos de guardia y algunos refuerzosacompañados por el jefe de distrito Horak. Elteniente Trotta le conocía. Era un buen bailarínpolaco de Silesia, garboso y honrado a la vez, quele recordaba a su padre, a pesar de que nadie loconocía. Y su padre había sido cartero: Iba de

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uniforme, según exigían las disposiciones delreglamento, ya que estaba de servicio, la chaquetaverdinegra con solapas violetas y el espadín. Lebrillaba el pequeño bigote rubio, como doradasmieses y, en sus mejillas anchas y rosadas, seolían ya a lo lejos los polvos. Estaba contentocomo en un domingo, en un desfile.

—Se me ha encargado —dijo al teniente Trotta— disolver inmediatamente la asamblea. Estéusted a punto, señor teniente.

Distribuyó a los gendarmes alrededor de lagran plaza desierta delante de la fábrica en quedebería celebrarse la asamblea.

—¡Está bien! —dijo el teniente Trotta y semarchó dando media vuelta.

Esperó. De buena gana se hubiera tomado otro«noventa grados», pero ya no podía volver a lataberna. Vio cómo el sargento y un cabo se iban ala taberna y volvían al cabo de un rato. Se tendiósobre la hierba y esperó. Avanzaba el día y

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ascendía el sol por el horizonte. Callaron loscantos de las aldeanas en la lejanía. Le parecíaque había transcurrido una eternidad desde suvuelta de Viena. De aquellos días lejanosrecordaba únicamente a la mujer, que hoyseguramente ya estaba en el «Sur», aquella mujerque le había abandonado, «traicionado», pensó. Yallí estaba en la frontera, junto al camino yesperaba, no al enemigo sino a los manifestantes.Y éstos llegaban. Se dirigían a la taberna. Lesprecedían cantos, una canción que el teniente nohabía oído jamás. Una canción que apenas se habíaoído en la comarca. Era la Internacional cantadaen tres lenguas distintas. El jefe de distrito laconocía por razones de su oficio. El teniente Trottano comprendía ni media palabra, pero le parecióque esa melodía era el silencio oído antes a susespaldas, transformado en música. Se fue excitado,solemnemente, el garboso jefe de distrito. Corríade uno a otro de los gendarmes. En la mano

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sostenía cuaderno y lápiz. El teniente ordenóformar una vez más. Como una nube caída sobre latierra, el apiñado grupo de manifestantes pasójunto a la doble valla rígida de las dos hileras decazadores. El teniente tuvo un oscuropresentimiento de que se acababa el mundo.Recordó los mil colores de la procesión deCorpus y, por un instante, le pareció que la negranube de los rebeldes rodaba a enfrentarse con eldesfile imperial. Por el espacio de un brevísimomomento el teniente tuvo la fuerza sublime delvisionario: vio a los tiempos enfrentarse como dospeñascos y él, el teniente, perecía aplastado entreambos.

Sus hombres se ponían el fusil al hombromientras allí delante, sostenido por manosinvisibles, aparecía por encima de la negramuchedumbre, siempre agitada, la cabeza y eltorso de un hombre. Inmediatamente, ese cuerpoflotando formó casi el centro perfecto de un

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círculo. Levantó las manos al aire. De su bocasalieron incomprensibles sonidos. Lamuchedumbre gritó. Junto al teniente, con elcuaderno y lápiz en la mano, estaba el jefe dedistrito, Horak. De repente cerró el cuaderno yavanzó hacia la muchedumbre situada al otro ladode la carretera, lentamente, entre dos gendarmescon sus armas brillando al sol.

—¡En nombre de la ley! —gritó.Su clara voz dominó la del orador. La

asamblea quedaba disuelta.Se produjo un segundo de silencio. Después

estalló un único grito de todas las bocas. Junto alos rostros surgieron los blancos puños de loshombres; cada rostro era flanqueado por dospuños. Los gendarmes formaron un cordón. Uninstante después se puso en movimiento elsemicírculo humano. Todos avanzaban corriendocontra los gendarmes.

—Bayoneta calada —ordenó el teniente.

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Desenvainó el sable. No podía advertir que suarma relumbraba al sol y lanzaba un reflejo fugaz,juguetón e irritante sobre el otro lado de la, calleen sombras, donde se encontraba la muchedumbre.Las puntas de los cascos de los gendarmes y de lasbayonetas desaparecieron de repente entre lamuchedumbre.

—¡A la fábrica! —ordenó Trotta—. ¡De frente,mar! Los cazadores avanzaron mientras les caíanencima oscuros objetos de hierro, pardos maderosy blancas piedras, silbaban, zumbaban, roncaban.Como un hurón, Horak corrió junto al teniente.

—¡Mande que disparen, señor teniente —lerogó—, por el amor de Dios!

—¡Alto! —gritó el teniente, y después—:¡Fuego! Los cazadores dispararon la primera salvaal aire, de acuerdo con las instrucciones delcomandante Zoglauer. Seguidamente se produjo ungran silencio. Durante un segundo se pudieron oírlas pacíficas avecillas de aquel mediodía de

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verano. Se sentía el calorazo agradable del solentre el polvo que habían levantado los soldados yla muchedumbre y el ligero olor a quemado de loscartuchos disparados que el viento disipaba ya. Derepente el claro alarido de una voz femenina rasgóel silencio del mediodía. Algunos manifestantescreyeron que había sido alcanzada por una bala yempezaron de nuevo a lanzar cuanto tenían a mano,de cualquier manera, contra los militares. A ellosse unieron otros; pronto todos lanzaban una cosa uotra. Algunos cazadores de la primera filacomenzaron a caer al suelo; allí estaba el tenienteTrotta, bastante indeciso, con el sable en la diestray buscando con la izquierda la pistola. A su ladooyó la voz de Horak, como un murmullo que ledecía: «¡Fuego! ¡Por el amor de Dios, ordene quedisparen!». En un solo instante rodaron por laexcitada mente del teniente Trotta cientos dedeshilvanados pensamientos e ideas, muchas deellas a la vez; voces confusas le ordenaban en su

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corazón que tuviese compasión, o que fuese cruel,le recordaban también lo que habría hecho suabuelo en semejante situación, amenazándole conla muerte próxima, o sugiriéndole también que lamuerte era la única salida posible y deseable deesa lucha. Sintió que alguien le levantaba el brazoy que una voz desconocida salía de su gargantapara mandar: «¡Fuego!». Alcanzó a ver que losfusiles encañonaban a la muchedumbre. Unsegundo después ya nada más pudo saber. Porqueuna parte de los manifestantes, que parecía haberhuido al principio, o que hizo como si huyera,había dado un rodeo y volvía ahora corriendo parasituarse a espaldas de los cazadores. De estaforma, la sección del teniente Trotta se encontróentre los dos grupos. Cuando los cazadoresdisparaban la segunda salva, caían sobre ellospiedras y maderos con clavos en sus espaldas ynucas. Una de esas armas dio contra la cabeza delteniente Trotta, quien cayó desmayado al suelo.

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Aun caído siguió recibiendo toda clase de objetos.Los cazadores dispararon sin órdenes ya, paracualquier parte, contra los atacantes y los pusieronen fuga. La acción duró apenas tres minutos. Loscazadores, bajo las órdenes del sargento, cerraronlas filas. En el polvo de la carretera había obrerosy soldados heridos. Las ambulancias tardaronbastante en llegar, llevaron al teniente Trotta alpequeño hospital militar, donde se comprobó quetenía fractura de cráneo y también de la clavículaizquierda. Se temía que presentara una encefalitis.Un destino, evidentemente absurdo, le habíadeparado al nieto del héroe de Solferino unaherida en la clavícula. Por lo demás, nadie entrelos vivientes, a excepción quizá del emperador,podía saber que los Trotta debían su ascenso en laescala social a una herida en la clavícula del héroede Solferino.

A los tres días presentó, en efecto, unaencefalitis. Seguramente se habría avisado al jefe

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de distrito de no haber rogado el teniente, elmismo día que ingresó en el hospital, después derecuperar el conocimiento, con insistencia alcomandante que no se dijera nada de lo sucedido asu padre bajo ningún concepto. Cierto era que elteniente había vuelto a perder el conocimiento yque había motivos sobrados para temer por suvida, pero a pesar de ello el comandante decidióesperar todavía. Y así fue como el jefe de distritono se enteró, hasta dos semanas después, de larebelión de la frontera y del papel poco brillantedesempeñado por su hijo. Primero conoció lanoticia por los periódicos, que habían sidoinformados por los políticos de la oposición.Éstos estaban decididos a hacer responsables delos muertos, las viudas y los huérfanos al ejército,al batallón de cazadores y al teniente Trotta, quehabía dado la orden de disparar. Trotta corría elriesgo de que se le abriera efectivamente unexpediente; es decir: se le abriría formalmente un

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expediente para calmar a los líderes políticos. Suredacción correría a cargo de las autoridadesmilitares y constituiría un motivo para rehabilitaral acusado e incluso, quizá, para galardonarlo dealguna manera. A pesar de todo, el jefe de distritono estaba nada tranquilo. Telegrafió incluso dosveces a su hijo y también al comandante Zoglauer.Por aquellas fechas el teniente ya se encontrabamejor. Todavía no se podía mover en la cama,pero su vida estaba ya fuera de peligro. Escribióun breve informe a su padre. Por lo demás, noestaba preocupado en lo más mínimo por su salud.Pensaba que se habían vuelto a cruzar muertos porsu camino y estaba decidido a solicitar laexcedencia del ejército. Con tales preocupacionesle habría resultado imposible ver a su padre yhablar con él, a pesar de lo mucho que lo deseaba.Sentía añoranza por su padre, pero sabía tambiénque en él no podría hallar un refugio. El ejército,además, ya no era su profesión. Aunque se

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horrorizaba al pensar en los motivos por los quese hallaba en el hospital, no se lamentaba de suenfermedad, que le obligaba a retrasar lanecesidad de tomar una decisión. Se abandonó altriste olor del fenol, a la blanca soledad de lasparedes y de la cama, al dolor que sufría cuando lecambiaban los vendajes, a la rígida y maternalbenevolencia de los enfermeros y a las aburridasvisitas de los compañeros eternamente alegres.Leyó algunos de aquellos libros —los primerosque leía desde que había salido de la academia—que su padre le había dado en fechas lejanas comolectura amena y distraída. Cada línea le recordabaa su padre y a las tranquilas mañanas de verano y aJacques, al músico mayor Nechwal y a la marchade Radetzky.

Un día fue a visitarle el capitán Wagner.Permaneció largo rato sentado junto a la cama,dijo una u otra cosa, se levantó y volvió a sentarse.Finalmente sacó, con un suspiro, una letra de

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cambio del bolsillo de la chaqueta y le pidió aTrotta que la firmara. Trotta firmó. Se trataba dequinientas coronas. Kapturak había exigidoterminantemente que Trotta diera esa fianza. Elcapitán Wagner se puso muy animado, contó conmuchos detalles una historia de un caballo decarreras que quería comprar a buen precio y quellevaría a las competiciones de Baden. Añadió unpar de anécdotas sobre el tema y se marchórepentinamente.

Dos días después llegó el comandante médico,pálido y preocupado, y le contó a Trotta que elcapitán Wagner había muerto. Se había pegado untiro en el bosque junto a la frontera. Había dejadoescrita una carta de despedida a los compañeros yun cordial saludo para el teniente Trotta.

El teniente no pensó en la letra de cambio ni enlas consecuencias de su firma. Volvió a tenerfiebre. Soñaba, en voz alta, que los muertos lellamaban y que ya le había llegado la hora de

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marcharse de este mundo. El viejo Jacques, MaxDemant, el capitán Wagner y los obrerosdesconocidos muertos a tiros, todos se ponían enfila y le llamaban. Entre Trotta y los muertos habíauna mesa de ruleta, vacía, sobre la que giraba labola, que no movía mano alguna, y que sinembargo giraba incesantemente.

La fiebre persistió durante dos semanas:Motivo excelente para las autoridades militares deir retrasando la formación del expediente y decomunicar a diversas entidades políticas que elejército también había tenido sus víctimas, de lascuales era responsable la autoridad gubernamental,que debería haber enviado refuerzos a tiempo parala gendarmería. Se acumularon actas inmensassobre el caso del teniente Trotta, que fueronaumentando y, en cada oficina por donde pasaron,rociadas con un poco de tinta, como si fueranflores, para que crecieran mejor. Finalmente, elasunto fue a parar al gabinete militar del

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emperador, porque un auditor muy circunspectohabía descubierto que el teniente era nieto deaquel héroe de Solferino, desaparecido hacía yatantos años, persona que había estadoestrechamente relacionada con el jefe supremo delos ejércitos, a pesar de que todo estaba ya muyolvidado; en consecuencia, el caso de este tenientedebería interesar a las más altas esferas; era mejoresperar antes de cerrar el expediente.

Y así fue como el emperador, que acababa devolver de Ischl, una mañana a las siete tuvo queocuparse de un tal Carl Joseph marqués de Trotta ySipolje. El emperador, viejo ya, si bien algorecuperado gracias a su estancia en Ischl, noacababa de explicarse por qué la lectura de esenombre le hacía pensar en la batalla de Solferino.Se levantó de su mesa escritorio y, con los pasoscortos de un anciano, empezó a pasear por lahabitación, muy sencillamente amueblada, dondesolía trabajar. El emperador no cesaba de pasear,

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hasta tal punto que su viejo ayuda de cámara acabópor intranquilizarse y llamó a la puerta.

—¡Adelante! —exclamó el emperador—. ¿Aqué hora viene Montenuovo? —preguntó aldescubrir a su criado.

—¡A las ocho, majestad!Faltaba aún media hora para las ocho. Pero el

emperador no podía soportar más su actual estadode ánimo. ¿Por qué, por qué el nombre de Trotta lehacía pensar en la batalla de Solferino? ¿Y porqué no conseguía recordar los detalles del caso?¿Acaso era ya tan viejo? Desde que había vueltode Ischl le preocupaba saber los años que tenía,porque de repente le parecía sorprendente quepara saber la edad hubiera que restar de la fechaactual la fecha del nacimiento. ¡Pero los añosempezaban el l de enero y su cumpleaños era el 18de agosto! ¡Ah, ojalá hubiesen empezado los añosen agosto! La cosa habría resultado también fácilsi hubiera nacido, por ejemplo, el 18 de enero.

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Pero, así, era imposible saber si tenía ochenta ydos y había empezado ya el ochenta y tres o sitenía ochenta y tres y había empezado el ochenta ycuatro. ¡Y al emperador le habría disgustado tenerque preguntar esas cosas! Además, todos estabanmuy ocupados y tampoco tenía importancia ser unaño más joven o más viejo. Aunque hubiera sidomás joven, tampoco habría recordado por qué esecondenado de Trotta le hacía pensar en la batallade Solferino. El jefe de su casa civil seguramentelo sabría. Pero no llegaría hasta las ocho. ¡Quizálo supiera su ayuda de cámara!

El emperador detuvo su deambular a pequeñospasitos.

—Dígame usted, ¿recuerda el nombre deTrotta? —preguntó al criado.

En realidad, el emperador hubiera queridotratar de tú al criado, como hacía con frecuencia,pero se trataba esta vez de la historia universal yel emperador tenía incluso respeto por las

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personas a las que preguntaba acerca de hechoshistóricos.

—¡Trotta! —dijo el ayuda de cámara delemperador—. ¡Trotta!

El criado también era muy viejo. Recordabavagamente un libro de lecturas donde había unahistoria titulada «La batalla de Solferino».Súbitamente brilló el recuerdo en su rostro comoun sol.

—¡Trotta! —exclamó—. ¡Trotta! ¡Es el quesalvó la vida a su majestad! —El emperador seacercó a la mesa escritorio. Por la ventana abiertadel gabinete entraba el júbilo matinal de lospajarillos de Schönbrunn. El emperador sintió queera joven otra vez. Oyó las descargas de losfusiles y creyó que le agarraban por la espalda y loarrastraban al suelo. De repente recordóperfectamente el nombre de Trotta, tan bien comoel de Solferino.

—Bien, bien —dijo el emperador, y le indicó

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con un gesto al criado que se retirase.El emperador tomó la pluma y escribió al

margen del informe Trotta: «¡Désele cursofavorable!».

Después se levantó y se acercó a la ventana.Alegres estaban los pajarillos y el emperador lessonreía como si los viera.

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E

CapítuloXV

l emperador era viejo. Era el emperador másviejo del mundo. A su alrededor rondaba la

muerte, trazando círculos y círculos, segando ysegando. El campo ya estaba vacío y solamentequedaba el emperador, como una última espiga deplata olvidada. Esperaba, sus ojos claros y durosmiraban perdidos desde hacía muchos años en unainmensa lejanía. Su cráneo estaba calvo como uncurvado desierto. Las arrugas de su cara eranmatorrales donde se escondían los lustros. Flacoel cuerpo y caídas las espaldas. En su casa semovía sólo a pasitos, pero en cuanto salía a lacalle intentaba endurecer sus muslos, las rodillaselásticas, ligeros los pies y derecha la espalda.Sus ojos irradiaban una artificial benevolencia,

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con la característica auténtica de los ojosimperiales: parecían ver a todos los que mirabanal emperador y saludar a todos los que lesaludaban. Pero, en realidad, las imágenespasaban sin que él las viera, y sus ojos observabanúnicamente aquella suave y delicada línea quemarca el límite entre la vida y la muerte, junto alhorizonte; esa línea que ven siempre los ancianos,aun cuando la oculten casas, bosques o montañas.Las gentes creían que Francisco José sabía menosque ellos porque era mucho más viejo. Pero, quizásabía más cosas que muchos de ellos. Veía cómoel sol se ponía en su imperio, pero nada decía.Sabía que él moriría antes de que desapareciera suimperio. A veces se hacía el ingenuo y se alegrabacuando le explicaban detalladamente cosas que yasabía. Le gustaba confundir a la gente con aquellaastucia tan propia de niños y viejos. Y se alegrabaal ver la vanidad con que se probaban a sí mismosque eran más sabios que él. Ocultaba su sabiduría

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bajo la capa de la ingenuidad, porque no es dignode un emperador ser sabio como sus consejeros.Más vale ser ingenuo que sabio. Cuando iba acazar, sabía bien que le ponían la caza al alcancede su escopeta y, a pesar de que hubiera podidotirar sobre otros venados, disparaba únicamentesobre los que habían puesto a su alcanceinmediato. Porque no es digno de un emperadordemostrar que se da cuenta de un ardid y que sabedisparar mejor que un montero. Si le contabanembustes hacía como si los creyera. Porque no esdigno de un viejo emperador demostrarle a alguienque está mintiendo. Si se reían a sus espaldashacía como si no se diera cuenta. Porque no esdigno de un emperador darse cuenta de que seestán riendo de él; y mientras él no quisiera darsecuenta de ello, seguirían siendo unos necios losque así se rieran. Si tenía fiebre y todos seatemorizaban a su alrededor y su médico decámara le decía para tranquilizarlo que no tenía

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fiebre, él solía responder: «Entonces no hay porqué preocuparse», a pesar de saber que teníafiebre. Además, también sabía que no habíasonado todavía la hora de su muerte. Conocía bienesas noches, tantas noches, en que la fiebre loatosigaba, sin que sus médicos lograran enterarsede que estaba enfermo. Porque a veces estabaenfermo y nadie se daba cuenta. En otras ocasionesse encontraba bien y le decían que estaba enfermoy él hacía como si efectivamente lo estuviera.Cuando le creían benévolo era simplementeindiferente. Cuando le reprochaban su frialdad eraprecisamente cuando mayor era su dolor. Habíavivido lo bastante para darse cuenta de que es puranecedad querer decir la verdad. Dejaba que lagente viviera engañada y creía menos en lacontinuidad de su mundo que los graciosos quecontaban chistes sobre su persona por todo elvasto imperio. Pero no es digno de un emperadordiscutir con graciosos y sabelotodos. Y callaba,

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pues, el emperador.A pesar de que se había recuperado y de que

su médico de cámara estaba satisfecho de su pulso,sus pulmones y su respiración, a pesar de todo,estaba constipado desde el día anterior. No queríaque advirtieran su constipado. Podrían impedirleque fuera a las maniobras del ejército en lafrontera oriental y quería volver a ver, por lomenos un día, las maniobras. El nombre de susalvador, que ya había vuelto a olvidar, lerecordaba Solferino. No le gustaban las guerras —porque sabía que se pierden— pero le gustaban lamilicia, el juego bélico, los uniformes, lainstrucción, pasar revista a la tropa, los desfiles,los ejercicios de compañía. A veces le molestabacomprobar que los oficiales llevaban gorras másaltas que la suya, los pantalones con raya y botinesde charol y los cuellos de la blusa demasiadoaltos. Algunos iban incluso con el rostrototalmente afeitado. No hacía mucho había visto en

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la calle, por casualidad, a un oficial de la guardianacional completamente afeitado, lo que le afectódurante todo el día. Pero, cuando se presentabaante los soldados, éstos daban cuenta claramente,una vez más, de lo que distingue la ordenanza de lamera fanfarronada. A uno o a otro se les podíaalzar la voz, sin contemplaciones. Porque, en elejército, el emperador podía asumir cualquierfunción; en el ejército incluso el emperador erasoldado. ¡Ah! Cómo le gustaba oír los clarines, apesar de que siempre pretendía estar interesadopor el plan de avance. Si bien sabía que Dios lehabía puesto en el trono, a veces, en un malmomento, lamentaba no ser oficial en primeralínea y tenía cierta inquina hacia los oficiales deestado mayor. Recordaba que, al finalizar labatalla de Solferino, había gritado como unsargento a las tropas, que avanzaban sin ningunadisciplina, hasta conseguir que formaran. Estabaconvencido —pero ¿a quién hubiera podido

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decírselo?— de que diez buenos sargentos valíanmás que veinte oficiales de estado mayor. Teníaunos enormes deseos de salir de maniobras.

Decidió disimular su constipado y utilizar elpañuelo lo menos posible. Nadie debería saberlo:quería sorprenderles en plena maniobra y dartambién una sorpresa a toda la comarca. Sealegraba de los temores de las autoridadesgubernamentales, que no habrían tomado lasmedidas de seguridad necesarias. Él no teníamiedo. Sabía perfectamente que no había sonadotodavía la hora de su muerte. A todos losatemorizó. Intentaron disuadirle. Pero él siguiófirme en sus trece. Y un buen día se subió al trenimperial y se marchó en dirección hacia el este.

En el pueblo de Z, a no más de diez leguas dela frontera rusa, se le organizó el alojamiento en unviejo palacio. El emperador habría preferido viviren una de las chozas donde se alojaban losoficiales. Hacía años ya que no le dejaban gozar

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de la auténtica vida militar. En una sola ocasión,en el curso de la desventurada campaña de Italia,había encontrado, por ejemplo, una pulga deverdad, viva, en su cama y no había dicho nada anadie. Porque él era un emperador y losemperadores no hablan de insectos. Ya entoncesésa era su opinión.

Cerraron las ventanas de su dormitorio. Por lanoche no podía dormir, mientras a su alrededordormían todos los que tenían que vigilarle. Elemperador, en una larga camisa de dormir, conpliegues, saltó de la cama y despacito, despacito,para no despertar a nadie, abrió la alta y estrechaventana. Se quedó un rato allí de pie. Respiraba elfresco hálito de la noche otoñal y veía las estrellasen el cielo intensamente azul y las hogueras rojasde los soldados que vivaqueaban. Una vez habíaleído un libro sobre sí mismo donde se decía:«Francisco José I no es un romántico». «Yescriben de mí que no soy un romántico —pensaba

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el anciano—, pero adoro las hogueras en elcampamento». Le habría gustado ser un tenientecualquiera, ser joven todavía. «Es posible que nosea nada romántico, pero me gustaría ser joven»,pensaba. «Si no me equivoco, tenía dieciocho añoscuando ascendí al trono», seguía pensando elemperador. «Cuando ascendí al trono», le parecíaatrevida esa frase, muy atrevida; en ese precisomomento le resultaba difícil considerarseemperador. ¡Claro, claro! Constaba en el libro quele habían entregado con una de aquellasdedicatorias de costumbre, profundamenterespetuosas. Era, sin duda alguna, Francisco JoséI. Delante de su ventana se extendía la cúpulainfinita, intensamente azul, de la noche tachonadade estrellas. Ancha y llana era la tierra. Le habíandicho que esa ventana daba al nordeste. Es decir,que contemplaba el país hasta Rusia. Pero,evidentemente, no se podía distinguir la frontera.En ese momento el emperador Francisco José

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habría querido contemplar las fronteras de suimperio. ¡Su imperio! El emperador sonrió. Lanoche era azul, redonda, inmensa y tachonada deestrellas. Junto a la ventana estaba el emperador,flaco y viejo, en una blanca camisa de dormir,sintiéndose muy pequeño frente a la nocheinconmensurable.

El último de sus soldados, patrullando delantede las tiendas de campaña, era más poderoso queél. ¡El último de sus soldados! Y él era el jefesupremo de los ejércitos. Todos los soldadosprestaban juramento de fidelidad al emperadorFrancisco José I por Dios Todopoderoso. Él erasu majestad por la gracia de Dios y creía en DiosTodopoderoso. Detrás del estrellado azul del cielose ocultaba, inconcebible, el Todopoderoso. Eransus estrellas las que brillaban allá en el cielo y erasu cielo el que cubría la tierra. Y Dios había dadoun pedazo de esa tierra, concretamente lamonarquía austro-húngara, a Francisco José I. Y

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Francisco José I era un viejo flaco, que se hallabaa la ventana y temía a cada momento serdescubierto por sus vigilantes. Se oía el cri-cri delos grillos. Su canto, infinito como la noche,producía en el emperador la misma sensación dedevoto respeto que las estrellas. A veces leparecía que las estrellas cantaban. Sentíaescalofríos, pero tenía miedo de cerrar la ventana:a lo mejor no le salía tan bien como antes. Letemblaban las manos. Recordó que había estado yade maniobras en esa comarca, hacía muchos años.También surgía el dormitorio, donde se hallabaahora, de entre sus recuerdos. Pero no sabía sihabían transcurrido diez, veinte o más años desdeentonces. Le parecía estar flotando sobre el mardel tiempo, sin rumbo alguno, arrastrado sobre lasuperficie de las aguas y arrojado muchas veceshacia los escollos que ya debería haber conocido.Y un día, en un punto cualquiera, se hundiría. Tuvoque estornudar. «¡Sí, claro, el resfriado! ¡Ojalá no

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se haya despertado nadie!», pensó. Escuchó conatención. Nada se oía en la antecámara. Conmucho cuidado volvió a cerrar la ventana y sevolvió de puntillas con sus delgados pies, a lacama. Llevaba consigo la imagen de la cúpula azuldel cielo, tachonada de estrellas. La conservabatodavía cerrando los ojos. Así se durmió, bajo elmanto de la noche, como si estuviera al raso.

Como siempre que estaba «en campaña» —expresión con la que denominaba las maniobras—,se despertó, puntualmente, a las cuatro de lamadrugada. A su lado, en la habitación, estaba yael criado. Afuera, detrás de la puerta, bien lo sabíaél, esperaban ya sus edecanes. Sí, había queiniciar la jornada, y en todo el día apenas podríaestar una hora a solas. Pero esa noche habíaconseguido engañarles y se había pasado un buencuarto de hora junto a la ventana. Sonrió,recordando el buen rato que había podido disfrutarsin que ellos lo supieran. Sonrió al criado y al

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asistente, que entraba en ese momento ypermanecía inmóvil, como de piedra, al ver alemperador, sorprendido por su sonrisa, por lostirantes de su majestad, a quien veía por primeravez en su vida, sorprendido también por lasgrandes patillas, un poco despeinadas, quecorreteaban de acá para allá, entre la sonrisa,como una cansada y vieja avecilla, sorprendidofinalmente por la tez amarillenta del emperador ypor su calva, con la piel llena de caspa. No sabíasi tenía que sonreír como el viejo o si era mejoresperar en silencio. De repente el emperador sepuso a silbar. Efectivamente, puso los labios enpunta, los extremos de sus patillas se elevaronalgo y el emperador comenzó a silbar una melodía,muy conocida, aunque un poco deformada. Parecíaun diminuto caramillo.

—Hojos siempre está silbando esta canción.Me gustaría saber cómo se llama —dijo elemperador. Pero ni el criado ni el asistente lo

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sabían. Poco después, cuando se estaba lavando,el emperador ya había olvidado la canción.

Era un día de mucho trabajo. Francisco Joséechó un vistazo a la cuartilla donde estaba escritosu programa para ese día, hora tras hora. Habíaúnicamente una iglesia griega en la población.Primero oficiaría la misa un sacerdote católicoromano, después lo haría el griego. Lo que más lecansaba eran las ceremonias religiosas. Tenía lasensación de que ante Dios tenía que estar firmecomo ante un superior. ¡Y era ya viejo! «¡Mepodría haber dispensado de más de una cosa! —pensaba el emperador—. Pero Dios es más viejoque yo y sus decisiones son para mí tanincomprensibles como las mías para los soldadosde mi ejército. Y, ¿adónde iríamos a parar si todoslos subordinados se dedicaran a criticar a sussuperiores?». Por el alto arco de la ventana elemperador veía el sol de Dios surgiendo por elhorizonte. Se persignó e inclinó la rodilla. Desde

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tiempo inmemorial había visto salir el sol cadamañana. Durante toda su vida casi siempre sehabía levantado antes de salir el sol, de la mismamanera en que un soldado se levanta más tempranoque su superior. Conocía todas las salidas del sol,las ardientes y alegres del verano y las tardías yturbias en la niebla otoñal. Si bien no recordaba yalas fechas, ni los nombres de los días, meses yaños en que le había acompañado la suerte o ladesgracia, recordaba empero las mañanas quehabían iniciado todos los días importantes de suvida. Sabía que aquella mañana había sido triste yoscura, y aquella otra, serena. Todas las mañanashabía trazado la señal de la cruz y se habíaarrodillado, de la misma forma en que muchosárboles abren cada mañana sus hojas al sol, tantoen los días de tempestad, como en los que acude elhacha destructora, o cuando cae la escarcha mortalen primavera o en días de paz, calor, vida.

El emperador se levantó. Llegó el barbero.

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Como todas las mañanas, le afeitaron el mentón, lerecortaron las patillas y se las peinaron conesmero. En los pabellones de la oreja y delante delas narices el frío metal de las tijeras le producíacosquillas. A veces, el emperador tenía queestornudar. Ese día estaba sentado delante de unespejo ovalado y seguía con suma atención losmovimientos de las delgadas manos del barbero. Acada pelo que caía, a cada pasada de la navaja ydel peine o el cepillo, el barbero daba un saltohacia atrás y musitaba: «¡Majestad!», con voztemblorosa. El emperador no oía las palabrassuavemente pronunciadas. Sólo veía los labios delbarbero en perpetuo movimiento; no se atrevía apreguntar, pero pensaba que el hombre estaba unpoco nervioso.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó elemperador.

El barbero —que tenía el grado de cabo, apesar de llevar sólo medio año en el ejército,

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donde servía a la perfección a su coronel ydisfrutaba del favor de todos sus superiores—pegó un salto hasta la puerta, con la eleganciapropia de su oficio, pero también con aire marcial,en un gesto mezcla de salto, reverencia y posiciónde firmes.

—¡Hartenstein! —exclamó el barbero.—¿Por qué está usted saltando? —preguntó

Francisco José.No recibió respuesta. El cabo se acercó otra

vez temeroso al emperador y terminó su tarea conmano diligente, apresurada. Quería marcharsecuanto antes y volver al campamento.

—Quédese usted un momento —dijo elemperador—. ¡Ah!, veo que usted es cabo. ¿Llevausted mucho tiempo sirviendo en el ejército?

—Medio año, majestad —murmuró el barbero.—¡Vaya, vaya! Y ya es usted cabo. ¡En mis

tiempos —dijo el emperador como si estuvierahablando un veterano—, la cosa no iba tan rápido!

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Pero usted es un guapo soldado. ¿Quiere seguir enel ejército? El barbero Hartenstein tenía mujer ehijo y una buena tienda en Olmütz y ya habíaintentado en dos ocasiones simular que padecíareumatismo articular para que pronto le dieran lalicencia. Pero no podía decirle que no alemperador.

—Sí, majestad —dijo, y en aquel momento sedio cuenta de que había echado su vida a perder.

—Ah, pues entonces, muy bien, desde ahora esusted sargento. ¡Pero no se ponga tan nervioso!Bueno, el emperador ya había hecho feliz aalguien. Se alegraba. Se alegraba. Se alegraba.Había realizado una buena obra con eseHartenstein. Ya podía empezar la jornada. Sucoche le esperaba. Marcharon despacio hacia laiglesia griega, subiendo hacia el cerrillo en cuyacumbre estaba situada. La doble cruz doradarefulgía al sol de la mañana. La banda militarinterpretaba el «Dios mantenga…». El emperador

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se apeó y entró en la iglesia. Se arrodilló ante elaltar; movía los labios, pero no rezaba. Todo elrato estuvo pensando en el barbero. ElTodopoderoso no podía conceder al emperadorrepentinas manifestaciones de gracia como las queel emperador concedía a un cabo, lo cual era unalástima. Rey de Jerusalén: el título más alto queDios podía conceder a un monarca. Y FranciscoJosé era ya rey de Jerusalén. «Lástima», pensó elemperador. Alguien le musitó al oído que afuera,en el pueblo, le esperaban todavía los judíos. Loshabía olvidado completamente. «¡Ay, todavíafaltan esos judíos! —pensó el emperador,preocupado—. ¡Bueno! ¡Que pasen!». Pero habíaque ir rápido, porque, si no, llegaría tarde a labatalla.

El sacerdote griego terminó la misaapresuradamente. La banda militar volvió a tocarel himno «Dios mantenga…». El emperador salióde la iglesia. Eran las nueve de la mañana. La

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batalla empezaba a las nueve y veinte. FranciscoJosé decidió montar a caballo y dejar el coche.También podía recibir a esos judíos desde elcaballo. Ordenó que se llevaran el coche y galopóen dirección a los judíos. A la salida del pueblo,donde empezaba la ancha carretera, que iba alcampamento y al lugar de la batalla, se leacercaron los judíos como una negra nube. Lacomunidad hebrea se inclinaba ante el emperadorcomo un campo de extrañas espigas negras. Desdelo alto del caballo veía las espaldas dobladas anteél. Se les acercó y pudo distinguir las largasbarbas de plata, negras y rojas, flotando al vientosuave del otoño, y las largas narices huesudas queparecían buscar algo por el suelo. El emperadorestaba montado en su caballo blanco y llevaba unacapa azul. Sus patillas brillaban en el plateado solotoñal. De los campos en derredor se levantabanlos blancos velos de la niebla. Hacia el emperadoravanzaba el superior de los judíos, un viejo con el

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ropón blanco a rayas que se usa para la oración,con su barba suelta al aire. El emperador avanzabaal paso. Los pies del viejo hebreo cada vez eranmás lentos. Al final pareció detenerse en un puntodeterminado, a pesar de que seguía moviéndose.Francisco José sentía escalofríos. Se detuvo tanrepentinamente que el caballo se encabritó. Bajóentonces del caballo, al igual que susacompañantes. Las botas limpias y relucientes secubrieron con el polvo de la carretera, y susdelgadas puntas, con el estiércol gris pesado.Como una marea, los judíos apiñados avanzabanhacia él. Se erguían e inclinaban sus espaldas. Susbarbas, negras como el carbón, rojas, plateadas, semecían al viento suave. El viejo se detuvo a trespasos del emperador. En sus brazos llevaba elgran rollo purpúreo de la tora, adornado con unacorona dorada; las campanillas sonabansuavemente. El judío levantó el rollo de la torahacia el emperador. Su boca sin dientes murmuró,

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en una lengua incomprensible, la bendición que losjudíos tienen que pronunciar en presencia de unemperador. Francisco José inclinó la cabeza.Sobre su gorra negra pasaba el fino, plateadoveranillo de San Martín; por los aires gritaban losánades salvajes y en una alquería lejana rompía acantar un gallo. Por lo demás, todo era silencio.De la muchedumbre hebrea se levantó un oscuromurmullo. Inclinaron más todavía la espalda. Elcielo se extendía azul, plateado, infinito, sin nubes,sobre la tierra.

—Dichoso eres —dijo el judío al emperador—, porque no verás el fin del mundo.

«¡Ya lo sé!», pensó el emperador. Dio la manoal viejo. Se giró y montó a caballo.

Se fue al trote por la izquierda, sobre los durosterrones de los campos otoñales, seguido de sucomitiva. Llevadas por el viento, oyó las palabrasque el jefe de escuadrón Kaunitz dirigió a unamigo a su lado:

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—No he comprendido ni una sola palabra delo que ha dicho el judío.

—Es que sólo me hablaba a mí, queridoKaunitz —dijo el emperador girándose sobre lasilla y siguió cabalgando.

No comprendía en absoluto lo que pasaba enlas maniobras. Sabía únicamente que los «azules»luchaban contra los «rojos». Dejaba que se loexplicaran todo. «Bien, bien», repetía una y otravez. Le alegraba que la gente creyera que seesforzaba por comprender sin conseguirlo.«¡Necios!», pensaba. Meneaba la cabeza. Pero lagente creía que movía la cabeza porque era yaviejo. «Bueno, bueno», iba repitiendo elemperador. Las operaciones estaban ya muyavanzadas. El ala izquierda de los azules, situadauna legua y media detrás del pueblo de Z, se batíaen retirada, ininterrumpidamente, desde hacía dosdías ante el avance arrollador de la caballería delos rojos. El centro se sostenía en P, territorio

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accidentado, de difícil ataque y fácil de defender,pero donde podían quedar bloqueados si los rojosconseguían cortar la comunicación entre el centroy las alas derecha e izquierda de los azules,objetivo hacia el cual dedicaban toda su atención.El ala izquierda estaba retrocediendo, pero laderecha no cedía; al contrario, de forma tal quecabía suponer que quería rodear los flancos delenemigo. En opinión del emperador era unasituación bastante banal. Si él se hubieraencontrado al frente de los rojos habría atraídohacia sí el ala de los azules, que avanzabaapresurada hacia delante, mediante constantesretrocesos y, al mismo tiempo, habría procuradoque la fuerza de choque del enemigo seconcentrara en la punta, de forma que finalmentequedara algún espacio descubierto entre esta ala yel centro. Pero nada dijo el emperador. Lepreocupaba tremendamente que el coronel Lugatti,triestino, y vanidoso como sólo podían serlo los

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italianos, según opinaba firmemente FranciscoJosé, llevaba el cuello del abrigo muy alto, tan altocomo en rigor solamente pueden serlo los de lasblusas, al tiempo que tenía desabrochadocoquetamente el cuello alto, feísimo, para que sele vieran las insignias de su cargo.

—Dígame, coronel —preguntó el emperador—, ¿dónde encarga usted sus capas? ¿En Milán?La verdad es que ya no me acuerdo en absoluto decómo son allí los sastres.

El coronel de estado mayor, Lugatti, dio untaconazo y se abrochó el cuello de la capa.

—Y ahora le pueden tomar a usted por unteniente —dijo Francisco José—, porque joven síque parece usted.

Espoleó el caballo y galopó hacia elmontecillo donde solía estar reunido el generalatoa imitación de las viejas batallas. Estaba decididoa interrumpir las «operaciones militares» si éstasduraban demasiado, porque tenía irresistibles

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deseos de contemplar el desfile. FranciscoFernando seguro que lo hacía de otra manera. Sedecidía por uno u otro bando y empezaba a darórdenes y ganaba siempre él, claro. ¿Qué generalse habría atrevido a vencer al príncipe heredero?El emperador fue mirando con sus pálidos ojosazules los rostros que tenía delante. «¡Hatajo devanidosos!», pensó. Unos años antes habríallegado a indignarse. ¡Pero ahora ya no, ya no! Nosabía exactamente su propia edad pero se dabacuenta, cuando estaba con los demás, de que teníaque ser muy viejo. A veces tenía la sensación deque estaba flotando y de que se alejaba de loshombres y de la tierra. A medida que lascontemplaba las personas empequeñecían a sualrededor y las palabras le llegaban desde muylejos y desaparecían como un eco indiferente.Cuando le ocurría una desgracia a ése o a aquél, elemperador advertía que se esforzaban pordecírselo con sumo cuidado. ¡Ay!, no sabían ellos

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que él podía soportarlo todo. Ya desde hacíamucho tiempo anidaban en su corazón los grandespesares, y los recientes acudían a sumarse a losantiguos, como hermanos esperados desde muchoantes. Ya no se indignaba tan violentamente. Nitampoco se alegraba tanto. Padecía menosintensamente. Ordenó entonces, efectivamente, queinterrumpieran «las operaciones bélicas» y queempezara el desfile. Sobre los campos sin límitesfueron formando los regimientos de todas lasarmas, desgraciadamente en gris de campaña: erauna de esas innovaciones que no disfrutaban delfavor imperial. En fin, por lo menos brillaba elrojo sangriento de los pantalones de los decaballería sobre el amarillo reseco de lasrastrojeras y destacaba entre el gris de lainfantería como fuego entre nubes. Delante de lasfilas en marcha, los sables despedían cortos yapagados relámpagos, mientras las cruces rojasbrillaban sobre fondo blanco detrás de las

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secciones de ametralladoras. Como antiguosdioses marciales avanzaba la artillería sobre suspesados carruajes, y los hermosos caballos, bayosy overos, se encabritaban en un gesto de sumisiónfuerte y orgullosa. Con los prismáticos, FranciscoJosé observaba los movimientos de cada sección.Durante unos minutos se sintió orgulloso de suejército y también durante unos minutos sintió penapor su pérdida. Porque lo veía ya destruido ydisuelto, esparcido entre las muchas naciones desu vasto imperio. Veía ponerse el gran sol doradode los Habsburgo, que estallaba en el fondoabismal del universo, fragmentándose en muchosdiminutos soles que iluminarían como astrosindependientes las independientes naciones.«¡Nada! ¡No les da la gana que yo les sigagobernando!», pensó el viejo. «¡En fin, que la cosano tiene remedio!», añadió pensativo. Porque eraun austríaco.

Provocando el espanto de todos los mandos,

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descendió por el cerrillo y empezó a pasar revistaa los inmóviles regimientos, casi sección porsección. A veces pasaba entre las filas, examinabalas mochilas y los macutos nuevos; aquí y allásacaba de las mochilas una lata de conservas ypreguntaba por su contenido; aquí y allá se deteníaante un rostro mudo y le preguntaba por su pueblo,familia y profesión, escuchaba apenas la respuestay a veces extendía su vieja mano y daba unosgolpecitos a un teniente en la espalda. Así llegótambién al batallón de cazadores donde servíaTrotta.

Hacía cuatro semanas que Trotta había salidodel hospital. Estaba al frente de su sección, pálido,flaco e indiferente. Cuando se iba acercando elemperador, fue dándose cuenta de su propiaindiferencia y lo lamentó. Le parecía que dejabade cumplir con su deber. Tanto el ejército como elemperador eran extraños para él. El teniente Trottase encontraba en la situación de una persona que

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no solamente ha perdido su patria, sino además suañoranza por ella. Sentía compasión por elanciano de blancas barbas que cada vez estabamás cerca, observando curioso mochilas, macutosy latas de conserva. El teniente hubiera deseadosentir nuevamente el entusiasmo que le habíadominado en todas las horas solemnes de sucarrera militar, en su casa durante los domingos deverano, en el balcón de la casa paterna y en todoslos desfiles y revistas e, incluso, hacía unos pocosmeses en Viena, durante el desfile del Corpus.Pero nada sentía el teniente Trotta cuando estaba acinco pasos de su emperador; nada se agitaba ensu pecho, únicamente compasión por un viejo. Elcomandante Zoglauer soltó con voz gangosa laspalabras de reglamento. Por alguna razón, nocausó buena impresión al emperador. FranciscoJosé sospechó que en el batallón que se hallaba almando de aquel hombre las cosas no debían ir alas mil maravillas y decidió revistarlo

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detalladamente.Miró con atención los rostros inmóviles.

Señalando hacia Carl Joseph preguntó:—¿Está enfermo?El comandante Zoglauer le contó lo que le

había sucedido al teniente Trotta. El nombre sonóal oído de Francisco José como algo íntimo, y almismo tiempo enojoso. En su memoria surgió elincidente, tal como estaba descrito en las actas, y,detrás de éste, también lo acaecido en la batalla deSolferino, olvidado desde hacía tantos años. Pudorecordar con detalle al capitán que habíasolicitado tenazmente una ridícula audiencia paraque desapareciera una escena patriótica del librode lecturas para las escuelas. Era la lecturanúmero quince. Recordó el número con el placerque le producían precisamente las pruebasinsignificantes de su «buena memoria». Su humormejoró visiblemente. Encontró más agradable alcomandante Zoglauer.

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—Me acuerdo todavía muy bien de su padre—dijo el emperador a Trotta—, era muy humildeel héroe de Solferino.

—Majestad —replicó el teniente—, era miabuelo. El emperador dio un paso atrás como si lohubiese empujado el tiempo vigoroso que depronto había surgido entre él y el joven. ¡Sí, sí!Recordaba todavía el número de una lectura yolvidaba los muchos, muchísimos añostranscurridos.

—¡Ah! —dijo—, ¡entonces era su abuelo!¡Bien, bien! Y su padre es coronel, ¿no?

—Es jefe de distrito en W.—Bien, bien —repitió Francisco José—. Lo

tendré en cuenta —añadió, como excusándose porla falta que acababa de cometer.

Permaneció unos momentos más delante delteniente, pero no veía al teniente ni a los demás.Ya no tenía ganas de continuar la revista de latropa, pero no le quedaba más remedio que

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hacerlo para que la gente no advirtiera que sehabía espantado ante su propia edad. Sus ojosvolvieron a mirar hacia la lejanía, donde surgíanlas márgenes de la eternidad. Abstraído en suscavilaciones, no se dio cuenta de que en la puntade su nariz se había formado una gota cristalina, ala que todos observaban como hechizados;finalmente, la gota desapareció en el espeso y canobigote, ocultándose en él. Todos se sintieronaliviados. Ya podía empezar el desfile.

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Tercera parte

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S

CapítuloXVI

e produjeron varios cambios importantes enla casa y en la vida del jefe de distrito. Éste,

sorprendido y un poco irritado, se fue dandocuenta de ellos. Por pequeños síntomas, que él,por otra parte, consideraba tremendamenteimportantes, fue advirtiendo que el mundo a sualrededor se estaba transformando. Pensó en sudesaparición y recordó las profecías de Chojnicki.Tuvo que buscarse un criado nuevo. Lerecomendaron a personas jóvenes y de todasprendas, con excelentes informes; eran hombresque habían servido en el ejército e incluso habíanllegado a sargento. Se quedaba con ése o aquél, atítulo de «prueba». Pero ninguno permanecíamucho tiempo en la casa. Se llamaban Karl, Franz,

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Alexander, Joseph, Alois o Christoph o de otramanera. Pero el jefe de distrito intentaba siemprellamarles «Jacques». Incluso el propio Jacques sellamaba de otra forma y había adoptadosimplemente el nombre que llevaría con orgullotoda su vida, de la misma manera, en que un granpoeta usa un seudónimo, con el cual firmacanciones y poesías inmortales. Pero resultó queya a los pocos días, los Alois, Alexanders,Josephs y los otros no querían responder alnombre de Jacques. El jefe de distrito interpretóesta actitud reacia no solamente como unainfracción contra la debida obediencia y el ordende este mundo, sino también como una ofensahacia el difunto ya para siempre perdido. ¿Puesqué? ¿Acaso no les gustaba llamarse Jacques?¡Esos granujas, sin años ni méritos, sin inteligenciay sin disciplina! Porque el difunto Jacques vivía enla memoria del jefe de distrito como un criado decualidades modélicas, en fin, como un modelo de

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hombre. Y el señor de Trotta se sorprendía no sólode la obstinación de los nuevos criados, sinotambién, y más aún, de los antiguos amos quedaban excelentes informes de tan miserablessujetos. Si era posible que cierto individuollamado Alexander Cak —nombre que nuncaolvidaría y que podía pronunciar con ciertamalquerencia, como si ya estuvieran fusilándolecon sólo pronunciarlo el jefe de distrito—, en fin,si era posible que ese Cak perteneciera al partidosocialdemócrata y, pese a ello, habría llegado asargento en su regimiento, en tal caso no sólohabía que perder la confianza en ese regimientosino en todo el ejército. Y, en opinión del jefe dedistrito, el ejército era la única fuerza de lamonarquía en la que todavía se podía confiar. Aljefe de distrito le parecía de repente que todo elmundo estaba formado por checos, nación que élconsideraba terca, dura de mollera y necia y a lacual, en fin, había que atribuir el invento del

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concepto de nación. Había quizá muchos pueblos,pero no naciones. Además, le llegaban diversos eincomprensibles decretos y disposiciones degobernación respecto de un trato más benévolo delas «minorías nacionales», uno de aquellostérminos que el señor de Trotta odiaba mássinceramente. Porque para él las «minoríasnacionales» no eran sino grandes comunidades de«individuos revolucionarios». Eso, estabatotalmente rodeado de «individuosrevolucionarios». Creía incluso observar queproliferaban de una forma no natural, de una formaimpropia de los seres humanos. Era totalmenteevidente para el jefe de distrito que los «elementosfieles al Estado» eran cada vez más estériles ytenían cada vez menos hijos, según se desprendíade las estadísticas de los censos que a vecesobservaba por encima. Pensaba, y no podíaocultárselo ya, que incluso la Providencia parecíadescontenta de la monarquía, y como, en el fondo y

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a pesar de practicar la religión, su fe no era muyprofunda, creía cada vez más que Diospersonalmente castigaba al emperador. En fin, suspensamientos eran cada vez más raros. Ladignidad asumida desde el momento en que fuenombrado jefe de distrito en W le hizo envejecer,evidentemente, de repente. Incluso cuando susgrandes patillas eran todavía negras, a nadie se lehabría ocurrido llamarle joven. Sin embargo, en lapequeña ciudad la gente empezó a decir que el jefede distrito envejecía. Tuvo que ir abandonandomuchas de sus costumbres más inveteradas. Asípor ejemplo, desde la muerte del viejo Jacques ydesde su regreso de la ciudad fronteriza dondeservía su hijo, no había vuelto a salir a pasear porlas mañanas antes del desayuno por temor a queuno de esos sospechosos sujetos que estaban ahoraa su servicio olvidara poner el correo sobre lamesa del desayuno o abrir la ventana. Odiaba a suama de llaves. Siempre la había odiado, pero una

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y otra vez le había dirigido siempre la palabra.Desde que Jacques no servía a la mesa, el jefe dedistrito se abstenía de cualquier tipo decomentario durante las comidas. Porque, enrealidad, sus palabras maliciosas habían idodirigidas siempre al viejo Jacques y eran, en ciertamanera, estímulos para conseguir el aplauso delviejo servidor. Sólo ahora, muerto ya el viejo, elseñor de Trotta se daba cuenta de que había estadohablando únicamente con Jacques, como el artistade teatro que sabe que en la platea tiene a un fiel einveterado admirador de su arte. Y si ya antes eljefe de distrito consumía deprisa la comida, ahorase esforzaba por levantarse de la mesa a los dosbocados. Le parecía una infamia estar disfrutandodel asado mientras los gusanos devoraban al pobreJacques en la tumba. Cuando a veces dirigía sumirada hacia lo alto confiando, de acuerdo con susentimiento innato de la fe, en que el difuntoestaría en el cielo y desde allí le contemplaría, el

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jefe de distrito no veía más que el techo, tanconocido, de la habitación, porque había perdidola fe sencilla, y sus sentidos no obedecían ya a lasórdenes de su corazón. ¡Ay, era una pena!

En ocasiones, el jefe de distrito se olvidaba deir a su despacho en los días laborables. Podíatambién suceder que, por ejemplo, un jueves por lamañana se pusiera el levitón negro y se fuera a laiglesia. Una vez fuera se daba cuenta, por toda unaserie de síntomas indudables, de que no eradomingo; se volvía entonces a su casa y se poníasu traje corriente. Por el contrario, muchosdomingos se olvidaba de ir a misa, permanecíamás rato que de costumbre en cama y se acordabade que era domingo en cuanto aparecían delante dela casa el músico mayor Nechwal y la bandamilitar. Como todos los domingos, había asadocon legumbres. A la hora del café acudía elmúsico mayor Nechwal. Tomaban asiento en elgabinete. Fumaban un Virginia. También el músico

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mayor Nechwal había envejecido. Pronto sejubilaría. Ya no iba con tanta frecuencia a Viena ylos chistes que contaba incluso creía recordarlosel jefe de distrito desde hacía años con tododetalle. Seguía sin comprenderlos, pero losreconocía, como a muchas de esas personas a lasque siempre encontraba y cuyo nombre continuabadesconociendo.

—¿Cómo sigue su familia? —le preguntó elseñor de Trotta.

—Perfectamente bien —dijo el músico mayor.—¿Y su señora?—Sigue bien.Le preguntó también por los hijos, sin recordar

tampoco si eran mujeres o varones.—El mayor es ahora teniente —le replicó

Nechwal.—¿En la infantería, claro? —le preguntó por

costumbre el señor de Trotta y recordó por unmomento que también su propio hijo servía ahora

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en cazadores y no en caballería.—¡Sí, en la infantería! —dijo Nechwal—.

Dentro de unos días estará aquí. Me permitirépresentárselo.

—Muy bien, muy bien, como usted quiera —dijo el jefe de distrito.

Y un día llegó el joven Nechwal. Servía en loscaballeros teutónicos, donde había ingresado unaño antes. En opinión del señor de Trotta, parecía«un músico».

—Se parece mucho a usted —dijo el jefe dedistrito—. Es su propia figura —añadió, a pesarde que el joven Nechwal se parecía más a sumadre que al maestro músico—. Parece unmúsico.

De esta forma el jefe de distrito quería indicaruna muy concreta y despreocupada altanería en elrostro del teniente; su minúsculo y rizado bigoterubio, como una pinza debajo de la corta y anchanariz; las orejas, pequeñas y hermosas como las de

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una muñeca, diríase de porcelana, y el pelo rubiocomo el sol, con la raya en el centro.

—¡Guapo el muchacho! —exclamó el señor deTrotta dirigiéndose al señor Nechwal—. ¿Estáusted satisfecho?

—Si he de ser sincero, señor jefe de distrito—replicó el hijo del músico mayor—, resultaaburrido.

—¿Aburrido? —le preguntó el señor de Trotta—. ¿En Viena?

—Pues, sí —dijo el joven Nechwal—.¡Aburrido! Verá usted, señor jefe de distrito. Siuno sirve en una pequeña guarnición se da menoscuenta de que le falta dinero.

Esto ofendió al jefe de distrito. Noconsideraba correcto que hablara ahora de dineroy temía que el joven Nechwal aludiera a la mejorsituación económica de Carl Joseph.

—Mi hijo, ciertamente, está sirviendo en lafrontera —dijo el señor de Trotta—, pero siempre

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ha tenido suficiente. Incluso en caballería.Pronunció la última palabra con un acento

especial. Fue la primera vez en que sintió que CarlJoseph se hubiera marchado de los ulanos. Seguroque en la caballería no había tipos como eseNechwal. Sólo pensar que el hijo de un maestromúsico mayor se imaginara que podía compararsede alguna manera con el joven Trotta le causaba aljefe de distrito casi un dolor físico. Decidió poneren evidencia a ese «zarabandista». Creía estardescubriendo en el joven a un reo de alta traición;la nariz le parecía «checa».

—¿Sirve usted a gusto en el ejército? —lepreguntó el jefe de distrito.

—Si he de ser sincero —dijo el tenienteNechwal—, creo que preferiría una profesiónmejor.

—¿Pero, cómo? ¿Cuál es mejor profesión?—Pues una profesión más práctica —dijo

Nechwal.

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—¿Acaso no es práctico morir por la patria?—preguntó el señor de Trotta—. Claro está,siempre que uno tenga disposiciones prácticas.

Era evidente que el señor de Trottapronunciaba la palabra «prácticas» con un tonillode ironía.

—¡Pero si nosotros no luchamos! —replicó elteniente—. Y, si alguna vez entramos en batalla,quizá no resulte nada práctico.

—¿Pero por qué? —preguntó el jefe dedistrito.

—Porque es seguro que perderemos la guerra—dijo el joven Nechwal—. Los tiempos son otros—añadió no sin malicia, según creyó entender elseñor de Trotta.

El teniente frunció el entrecejo, cerrando casilos ojos y, de una manera que al jefe de distrito leresultaba casi insoportable, levantó el labiosuperior, descubriendo las encías y tocando con elbigote la nariz, que semejaba, en opinión del señor

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de Trotta, los ollares de un animal. «Qué tío másasqueroso», pensó el jefe de distrito.

—Los tiempos han cambiado —repitió eljoven Nechwal— y los pueblos ya no seguiránjuntos por muchos años.

—Ah, bien, bien —dijo el jefe de distrito—.¿Y de dónde saca usted eso?

En ese preciso momento el jefe de distrito sedio cuenta de que de casi nada servía su ironía.Tuvo la sensación de ser un cansado veterano queblandía el impotente e inofensivo sable frente a undifícil enemigo.

—Todo el mundo lo sabe —dijo el joven— ylo dice también.

—¿Lo dicen? —repitió el señor de Trotta—.¿Sus camaradas lo dicen?

—Sí, lo dicen también.Ya no dijo nada más el jefe de distrito. De

repente sintió que se hallaba sobre una altamontaña y frente a él, en un profundo valle, el

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teniente Nechwal. Muy pequeño era el tenienteNechwal. Pero, a pesar de ser muy pequeño y deestar allí, en el fondo, tenía razón. Este mundo yano era el de antes. Estaba desapareciendo. Era leyque en el momento de desaparecer tuvieran razónlos valles frente a las montañas, los jóvenes frentea los viejos, los necios frente a los sabios. El jefede distrito calló. Era la tarde de un domingo deverano. Por las amarillas persianas del gabinetepenetraba filtrada la dorada luz del sol. Sonaba eltic-tac del reloj. Zumbaban las moscas. El jefe dedistrito recordó el día veraniego en que su hijo,Carl Joseph, llegó con el uniforme de teniente decaballería. ¿Cuánto tiempo había pasado desdeaquel día? ¡Sólo unos años! Sin embargo, al jefede distrito le pareció que ese año losacontecimientos se habían acumulado. ¡Como si elsol hubiera salido y se hubiera puesto dos veces aldía y las semanas hubieran tenido dos domingos ylos meses sesenta días! ¡Y los años hubieran sido

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dobles! Al mismo tiempo, el señor de Trottaadvertía que el tiempo le había engañado a pesarde que le había ofrecido el doble; era como si laeternidad le hubiera ofrecido años dobles falsosen vez de años simples auténticos. Mientrasdespreciaba al teniente que se hallaba frente a él,en su profundo valle de lágrimas, desconfiabatambién de la montaña sobre la que él mismoestaba situado. ¡Ay, era una injusticia! ¡Unainjusticia! Por primera vez en su vida el jefe dedistrito se consideró víctima de una injusticia.

Deseaba hablar con el doctor Skowronnek, conquien jugaba, desde hacía unos meses, al ajedrezpor las tardes. Las partidas de ajedrez constituíantambién uno de los cambios que se habíanproducido en la vida del jefe de distrito. Conocíaal doctor Skowronnek desde hacía mucho tiempo,como a otros muchos asiduos concurrentes delcafé, ni más ni menos. Una tarde estaban sentadosel uno frente al otro, ocultos detrás de sendos

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periódicos y sus miradas se cruzaron. De pronto sedieron cuenta, los dos a la vez, de que habíanestado leyendo el mismo artículo. Era un informeacerca de una fiesta en Hietzing, en la que uncarnicero, llamado Alois Schinagl, merced a sugran glotonería había sido campeón en devorarchuletas y le había sido concedida la «medalla deoro de la asociación de comilones de Hietzing».Las miradas de los dos dijeron al unísono: «¡Anosotros también nos gustan las chuletas, pero,vaya, conceder una medalla por un acto semejantees, verdaderamente, una idea de esas de moda,totalmente absurda!». Los expertos en la materiadudan, y con razón, de que pueda surgir el amor alinstante. Pero seguro es que surge la amistadinstantánea, la amistad entre hombres y mujeres yamaduros. El doctor Skowronnek miró por encimade los cristales ovalados y sin montura de suslentes en dirección al jefe de distrito, en el instanteen que el jefe de distrito se quitaba sus quevedos.

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Los limpió. El doctor Skowronnek se acercó a lamesa del jefe de distrito.

—¿Juega usted al ajedrez? —le preguntó eldoctor Skowronnek.

—Con mucho gusto —dijo el jefe de distrito.No necesitaban citarse. Cada tarde se

encontraban a la misma hora. Llegaban juntos. Ensus costumbres diarias reinaba una coincidenciaque parecía concertada. Durante la partida deajedrez apenas cruzaban palabra. Tampoco sentíannecesidad de hablar. Sobre el estrecho tablero dejuego chocaban a veces sus delgados dedos comopersonas en un espacio reducido, se estremecían yretrocedían. El contacto era sólo momentáneo,pero diríase que los dedos tenían ojos y oídos y secomunicaban totalmente entre sí y también con loshombres a quienes pertenecían. Después dehaberse encontrado las manos del jefe de distrito ydel doctor Skowronnek sobre el tablero deajedrez, a los dos les pareció que se conocían

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desde hacía muchísimo tiempo y de que ya existíansecretos entre ellos. Así empezaron, un buen día, aacompañar el juego de amables conversaciones;por encima de las manos, esas manos que ya seconocían, volaban las observaciones de los doshombres sobre el tiempo, el mundo, la política ylos hombres. «¡Una buenísima persona!», pensabael jefe de distrito del doctor Skowronnek. «¡Ungran caballero!», pensaba el doctor Skowronnekdel jefe de distrito.

Durante la mayor parte del año el doctorSkowronnek no tenía nada que hacer. Trabajabaúnicamente cuatro meses al año como médico delbalneario Franzensbad y su especial conocimientodel mundo se basaba en las confidencias de suspacientes femeninos, porque las mujeres lecontaban todo aquello que las preocupaba, y nadahabía en el mundo que no las preocupara. Su saludsufría tanto por la profesión de los maridos comopor la falta de amor de éstos hacia ellas y también

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por la «miseria general de la época» y la inflación,las crisis políticas, el peligro constante de laguerra, los periódicos a los que estaban suscritoslos maridos, su propia falta de obligaciones, lainfidelidad de los amantes, la indiferencia de losmaridos y también sus celos. De esta forma, eldoctor Skowronnek iba conociendo a las distintasclases sociales y su vida cotidiana, las cocinas ylos comedores, sus hábitos, pasiones y novedades.Como no creía todo lo que le contaban lasmujeres, sino sólo tres cuartas partes, con eltiempo adquirió un perfecto conocimiento delmundo, mucho más valioso que sus conocimientosmédicos. También cuando hablaba con hombresaparecía en sus labios aquella sonrisa incrédula y,sin embargo, dispuesta a oírlo todo. En su rostro,pequeño y arrugado, brillaba una benévola actituddefensiva. Efectivamente, amaba a los sereshumanos tanto como los despreciaba.

¿Sabía algo el alma sencilla del señor de

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Trotta de la cordial astucia del doctorSkowronnek? Sea como fuere, Skowronnek era laprimera persona, después de su amigo de juventud,el pintor Moser, por la que el jefe de distritoempezaba a sentir una innegable simpatía así comoun confiado respeto.

—¿Lleva usted muchos años aquí en nuestraciudad, señor doctor? —le preguntó.

—Desde que nací —dijo Skowronnek.—¡Qué lástima, qué lástima —dijo el jefe de

distrito— que no nos hayamos conocido antes!—Yo hace ya mucho tiempo que le conozco,

señor jefe de distrito —dijo el doctorSkowronnek.

—Yo me fijé en usted alguna vez —replicó elseñor de Trotta.

—Su hijo estuvo aquí una vez —dijoSkowronnek—. Ya han pasado algunos años.

—Sí, sí, me acuerdo de ello —murmuró el jefede distrito.

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El señor de Trotta recordó aquella tarde enque Carl Joseph había llegado con las cartas de ladifunta señora Slama. Era en verano. Habíallovido. El joven se había tomado un coñac debaja calidad en el mostrador.

—Pidió el traslado —dijo el señor de Trotta—. Ahora sirve en cazadores, en la frontera, en B.

—¿Y está usted contento? —le preguntóSkowronnek. En realidad quería decir si lepreocupaba.

—¡Pues, sí, sí, claro, claro! —replicó el jefede distrito. Se levantó rápidamente y se marchódejando solo al doctor Skowronnek.

Desde hacía tiempo pensaba contarle todas suscuitas al doctor Skowronnek. Se hacía viejo ynecesitaba a alguien que le escuchara. Todas lastardes el jefe de distrito tomaba la decisión dehablar con el doctor Skowronnek. Pero noconseguía pronunciar la palabra adecuada parainiciar una conversación confidencial. Y todos los

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días el doctor Skowronnek esperaba que el jefe dedistrito se le confiara. Se daba cuenta de que habíallegado la hora de las confidencias para el señorde Trotta.

Desde hacía varias semanas el jefe de distritollevaba en el bolsillo de la americana una carta desu hijo. Tenía que contestarle, pero el señor deTrotta no podía. A medida que pasaban los días, lacarta se hacía más pesada; era un peso agobianteen el bolsillo. Pronto le pareció al jefe de distritoque llevaba la carta clavada en su viejo corazón.Carl Joseph le escribía que pensaba abandonar elejército. Sí, la primera frase de la carta empezabaasí: «Estoy pensando en abandonar el ejército»:Cuando el jefe de distrito leyó esa fraseinterrumpió inmediatamente la lectura y echó unamirada a la firma para convencerse de que eraefectivamente Carl Joseph el autor de la carta.Después se quitó los quevedos que utilizaba paraleer y puso a un lado la carta. Descansó. Estaba

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sentado en su despacho. Todavía no había abiertola correspondencia oficial. Quizá contenía noticiasimportantes que había que llevar inmediatamente ala práctica. Sin embargo, pensó que todas lasdisposiciones que se referían a su labor oficial secumplirían de la peor manera a causa de lospensamientos de Carl Joseph. Era la primera vezque el jefe de distrito hacía depender susobligaciones profesionales de su estado de ánimoparticular. Y por más que fuera un humilde ydevoto servidor del Estado, la noticia de que suhijo pensaba abandonar el ejército fue para elseñor de Trotta como si se le comunicara que todoel ejército real e imperial estaba pensando endisolverse. Parecía que todo, absolutamente todoen el mundo carecía de sentido. ¡Parecía empezarya la destrucción del mundo! Cuando el jefe dedistrito se decidió, a pesar de todo, a abrir lacorrespondencia oficial, le pareció que estabacumpliendo con un vano, anónimo y heroico deber,

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como el telegrafista de un barco que se estáhundiendo. Esperó hasta media hora después paraleer la carta de su hijo. Carl Joseph le pedía suconformidad. El jefe de distrito respondió losiguiente:

Mi querido hijo:Tu carta me ha impresionado hondamente.

Dentro de algunos días te comunicaré midecisión definitiva.

Tu padre.

Carl Joseph no respondió a esa carta de supadre. Es más, interrumpió la serie regular de susinformes de costumbre y durante bastante tiempo eljefe de distrito no recibió noticias de su hijo.Todas las mañanas esperaba el viejo, sabiendotambién que esperaba en vano. Cada mañana sentíaque le llegaba el esperado y temido silencio, y noque le faltase la esperada carta. El hijo callaba. El

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padre oía cómo callaba. Era como si el hijo senegara cada día de nuevo a obedecer al viejo.Cuanto más tiempo transcurría sin los informes deCarl Joseph, tanto más difícil era para el jefe dedistrito escribir la carta anunciada. Y si bien alprincipio consideraba todavía perfectamentenatural prohibir a su hijo que abandonara elejército, ahora empezaba a creer que ya no teníaderecho a prohibir nada. El señor jefe de distritoestaba muy desanimado. Le plateaban cada vezmás las patillas. Sus sienes eran ya totalmentecanas. Hundía a veces la cabeza sobre el pecho, ysu mentón y los extremos de la barba inglesareposaban sobre la almidonada camisa. Así sequedaba dormido en el sillón, se despertabarepentinamente a los pocos minutos y le parecíaque había dormido una eternidad. Fue perdiendo elexacto control de las horas que antes tenía,especialmente desde que había abandonado variasde sus costumbres inveteradas. Porque,

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precisamente, las horas y los días existían paramantener tales costumbres, y ahora parecíanrecipientes vacíos imposibles de llenar de los queya no era necesario preocuparse. Únicamenteasistía con puntualidad a la partida de ajedrez conel doctor Skowronnek.

Un día tuvo una sorprendente visita. Estabaentre sus papeles, en el despacho, y oyó fuera lavoz estrepitosa, bien conocida, de su amigo Mosery también los inútiles esfuerzos del ordenanza porimpedirle el paso. El jefe de distrito tocó lacampanilla y ordenó que pasara el profesor.

—¡Buenos días, señor gobernador! —dijoMoser. Con el chambergo, la carpeta y el abrigo,Moser no parecía una persona que acababa dellegar de viaje, recién salido del tren, sino alguienproveniente de la casa de enfrente. El jefe dedistrito se horrorizó al pensar que acaso Moserhabía llegado para quedarse para siempre en W.El profesor retrocedió primero hasta la puerta,

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hizo girar la llave y dijo:—¡Que no nos descubran, querido mío!

¡Porque podría estropearte tu carrera!Después se acercó a grandes y lentos pasos

hasta la mesa escritorio, abrazó al jefe de distritoy le dio un sonoro beso en la calva. Seguidamentese dejó caer en el sillón junto a la mesa, puso lacarpeta y el sombrero a sus pies en el suelo ycalló.

También callaba el señor de Trotta. Ahorasabía el motivo de su visita. Desde hacía tresmeses no le había enviado dinero.

—Perdona —dijo el señor de Trotta—. ¡Te loquería enviar! Debes disculparme. ¡Últimamentetengo muchas preocupaciones!

—Sí, ya me lo imagino —replicó Moser—. Tuhijo está resultando muy caro. Cada semana lo veoen Viena. Parece que lo está pasando bien el señorteniente.

El jefe de distrito se levantó. Se puso la mano

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sobre el pecho. Sintió en el bolsillo la carta deCarl Joseph. Se aproximó a la ventana. Deespaldas a Moser, dirigiendo la mirada hacia loscastaños del parque, preguntó:

—¿Has hablado con él?—Siempre tomamos unas copas cuando nos

vemos —dijo Moser—. Tu hijo es muy rumboso,no se puede negar.

—Ah, vaya, conque es muy rumboso —repitióel señor de Trotta.

Rápidamente dio media vuelta y se dirigió alescritorio, abrió un cajón, tomó un montón debilletes de banco, sacó unos cuantos y se losentregó a Moser. Moser puso el dinero en elchambergo, entre el forro gastado y el fieltro y selevantó.

—Un momento —dijo el jefe de distrito. Sedirigió con paso enérgico a la puerta, la abrió depar en par y dijo al ordenanza—: Acompañe alseñor profesor a la estación. Se marcha a Viena.

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El tren sale dentro de una hora.—Seguro servidor —dijo Moser e hizo una

reverencia.El jefe de distrito esperó unos minutos. Tomó

después el bastón y el sombrero y se fue al café.Se había retrasado un poco. El doctor Skowronnekestaba sentado ya a la mesa y tenía delante eltablero de ajedrez con las piezas colocadas ya. Elseñor de Trotta se sentó.

—¿Blancas o negras, señor jefe de distrito? —preguntó Skowronnek.

—Hoy no juego —dijo el jefe de distrito.Pidió un coñac, se lo tomó y empezó a hablar—:Quisiera molestarle, señor doctor.

—Usted dirá —dijo Skowronnek.—Se trata de mi hijo —dijo el jefe de distrito.

Y habló en su lengua lenta, ligeramente nasal,como si se tratara de un acto oficial y estuvierahablando con un consejero de gobernación,contando sus preocupaciones.

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El señor de Trotta dividía sus preocupaciones,por así decir, en principales y secundarias. Puntopor punto, en pequeñas frases, fue refiriendo aldoctor Skowronnek la historia de su padre, lapropia y la de su hijo. Cuando terminó, toda laconcurrencia del café se había ido y ardía ya en elsalón de juego la luz verdosa del gas y su zumbidomonótono resonaba por las mesas vacías.

—¡Bueno, pues eso es todo! —dijo paraterminar el jefe de distrito.

Se produjo un largo silencio entre los doshombres. El jefe de distrito no se atrevía a mirar aldoctor Skowronnek. El doctor Skowronnek no seatrevía a mirar al jefe de distrito. Ambosinclinaron la mirada como si se hubierandescubierto mutuamente cometiendo un actovergonzoso.

—Quizás haya alguna mujer por medio —dijofinalmente Skowronnek—. ¿Qué otro motivopodría tener su hijo, si no, para ir con tanta

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frecuencia a Viena?El jefe de distrito, efectivamente, nunca había

pensado en una mujer. Incluso a él mismo leparecía incomprensible que no se le hubieraocurrido inmediatamente esta idea tan evidente.Porque todo lo que había oído —y no era poco—acerca de la influencia fatal que las mujeres erancapaces de ejercer sobre los jóvenes se precipitórepentinamente con gran violencia en su cerebro,al tiempo que le quitaba un gran peso del corazón.Si era solamente por una mujer por lo que CarlJoseph había tomado la decisión de salirse delejército, la cosa seguía quizá sin tener arreglo,pero por lo menos la causa de la desgracia eraconocida y el fin del mundo no se produciría porlos efectos de potencias misteriosas, siniestras,contra las que no había defensa posible. «¡Unamujer!», pensó. ¡No! ¡Nada sabía de una mujer!

—Nada ha llegado a mi conocimiento acercade una fulana —siguió diciendo en su tono oficial.

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—Una fulana —repitió el doctor Skowronneky se sonrió—. Quizá se trate de una dama.

—Quiere usted decir —dijo el señor de Trotta— que mi hijo alberga serias intenciones decontraer matrimonio.

—No, eso tampoco —repuso Skowronnek—,tampoco es obligado casarse con una dama.

Skowronnek se dio cuenta de que el jefe dedistrito era de aquellos benditos de Dios a los quetodavía habría que enviar a la escuela. Se decidióa tratar al jefe de distrito como si fuera un niño alque hay que enseñarle su lengua materna.

—¡Dejémonos ahora de damas, señor jefe dedistrito! —le dijo—. No es eso lo importante. Porun motivo u otro su hijo no quiere seguir en elejército. Y yo le comprendo.

—¿Usted le comprende?—Claro, señor jefe de distrito. Un joven

oficial de nuestro ejército no puede estarsatisfecho de su profesión si reflexiona. Tiene que

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desear la guerra. Pero sabe que la guerra es elfinal de la monarquía.

—¿El final de la monarquía?—¡El final, sí, señor jefe de distrito! ¡Y lo

siento! Permita que su hijo haga lo que desee. Esposible que sirva mejor para otro oficiocualquiera.

—¿Para otro oficio cualquiera? —repitió eljefe de distrito—. Para otro oficio cualquiera —volvió a decir. Callaron los dos un largo rato.Luego dijo por tercera vez—: Para otro oficiocualquiera.

Se esforzaba por acostumbrarse a esaspalabras, pero le seguían sonando extrañas, comolas palabras «revolucionario» o «minoríasnacionales», por ejemplo. El jefe de distrito pensóque ya no tendría que esperar mucho hasta el findel mundo. Dio un golpe con su puño delgadosobre la mesa y resonaron huecos los puñosalmidonados de la camisa y sobre la mesa vaciló

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un instante la lamparilla verde.—¿Qué oficio, señor doctor?, preguntó el jefe

de distrito.—Quizá podría colocarse en los ferrocarriles

—opinó el doctor Skowronnek.El jefe de distrito imaginó a su hijo en

uniforme de revisor, con las tenacillas paraperforar los billetes en la mano. El término«colocarse» era escalofriante para su viejocorazón. El jefe de distrito sintió frío.

—Ah, ¿eso cree usted?—No sabría otra cosa —contestó el doctor

Skowronnek.El jefe de distrito se levantó, el doctor

Skowronnek le imitó.—Le acompañaré —dijo el doctor.Fueron por el parque. Llovía: El jefe de

distrito no abrió su paraguas. Aquí y allá caíangruesas gotas de las tupidas copas de los árbolessobre la espalda y sobre el rígido sombrero del

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señor de Trotta. El parque estaba callado, oscuro.Cada vez que pasaban al lado de uno de losescasos faroles, que escondían los plateadosextremos entre el oscuro follaje, los dos hombresinclinaban la cabeza. Al llegar a la salida delparque se detuvieron un instante sin saber quéhacer.

—Hasta la vista, señor jefe de distrito —dijode repente el doctor Skowronnek.

El señor de Trotta avanzó solo por la callehacia el portalón de la jefatura. Encontró a su amade llaves en las escaleras.

—Hoy no ceno, señora mía —le dijo, y siguiórápidamente su camino.

Quería saltar, subir dos peldaños a la vez,pero se avergonzó y continuó con su paso decostumbre hasta el despacho. Por primera vezdesde que dirigía la jefatura el jefe de distrito seencontraba a una hora tan avanzada en sudespacho. Encendió la lamparilla verde sobre la

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mesa que normalmente sólo se encendía en lastardes de invierno. Las ventanas estaban abiertas.La lluvia caía violentamente sobre el alféizar decinc. El señor de Trotta sacó una amarillentacuartilla oficial del cajón y escribió:

Querido hijo:Después de meditarlo mucho, he decidido

dejar en tus manos la dirección de tu porvenir.Te ruego tan sólo que me comuniques tusdecisiones.

Tu padre.

El señor de Trotta permaneció largo ratosentado delante de la carta. Leyó dos o tres veceslas pocas frases que había escrito. Sonaban comoun testamento. Antes nunca se hubiera imaginadoque su misión como padre era más importante quesu misión oficial. Pero ahora, al renunciar a supatria potestad sobre su hijo, consideraba que su

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vida tenía poco sentido y que debería renunciar almismo tiempo a su carrera como funcionario. Nadaindigno era lo que hacía. Pero le parecía que seestaba insultando a sí mismo. Salió del despachocon la carta en la mano y fue al gabinete. Encendiótodas las luces, la lámpara de pie y la que habíacolgada de una viga, y se colocó delante delretrato del héroe de Solferino. No podía distinguirbien el rostro de su padre. El cuadro sedescomponía en cien manchitas y reflejos del óleo,la boca era una raya roja, pálida, y los ojos, dosnegros fragmentos de carbón. El jefe de distrito sesubió a un sillón —desde que era niño no habíavuelto a subirse a un sillón—, se estiró cuantopudo poniéndose de puntillas y, con los quevedospuestos, consiguió leer todavía la firma de Moseren el ángulo derecho del cuadro. Bajó del sillón unpoco trabajosamente y reprimiendo un suspiro fueretrocediendo hasta la pared opuesta. Antes dellegar a ella se dio un fuerte golpe en la arista de

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la mesa. Observó el retrato de su padre desdelejos. Apagó la lámpara del techo. En la profundaoscuridad le pareció que el rostro de su padrebrillaba como si estuviera vivo. Se acercaba y sealejaba, parecía desaparecer detrás de la paredpara contemplar la habitación a través de unaventana abierta y desde una inmensa lejanía. Elseñor de Trotta se sintió profundamente cansado.Se sentó en el sillón y lo movió hasta situarseexactamente frente al retrato y se desabrochó elchaleco. Oía las gotas de la lluvia que cesaba;cada vez más escasas golpeaban a intervalosregulares sobre los cristales de la ventana.Percibía de vez en cuando el murmullo del vientoentre los viejos castaños. Cerró los ojos. Sedurmió con la carta en la mano e inmóvil la manosobre el respaldo del sillón. Cuando se despertó,la mañana penetraba ya por las tres grandesventanas. El jefe de distrito vio primero el retratodel héroe de Solferino, después advirtió la carta

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en su mano, vio la dirección, leyó el nombre de suhijo y se levantó suspirando. La pechera de lacamisa estaba arrugada y la ancha corbata granatecon topos blancos caía torcida hacia la izquierda;en sus pantalones a rayas, el señor de Trottacomprobó, por primera vez desde que usabapantalones, unas horrorosas arrugas laterales. Secontempló unos momentos al espejo. Observó quelas patillas estaban despeinadas y que unos pocose insignificantes pelillos se le encrespaban por lacalva y que sus híspidas cejas estaban de cualquiermanera, como si se hubiera abatido sobre ellas unapequeña tormenta. El jefe de distrito miró el reloj.Enseguida llegaría el barbero. Se apresuró aquitarse la ropa y a desaparecer rápidamente en lacama para hacer creer al barbero que era unamañana como las demás. Pero conservó la carta enla mano. La siguió conservando mientras elbarbero lo enjabonaba y lo afeitaba; después, allavarse, dejó la carta sobre la mesilla en la que

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estaba la jofaina: Sólo en cuanto se sentó a la mesapara desayunar, el señor de Trotta entregó la cartaal ordenanza y le ordenó que la enviara junto conel siguiente correo oficial.

Se fue a su trabajo como todos los días. Nadiehabría podido advertir que el señor de Trottaacababa de perder su fe. Porque el cuidado quepuso aquel día en cumplir sus obligaciones no fuemenor que el de otros días. Pero era un cuidadodistinto, muy distinto. Era únicamente el cuidadoejercido por las manos, los ojos, incluso losquevedos. El señor de Trotta parecía un granpianista, cuyo fuego de la creación se ha apagado,cuya alma es sorda y huera y cuyos dedosproducen únicamente el son esperado con laperfección fría adquirida en largos años depráctica y gracias a su propia y muerta memoria.Pero nadie advirtió el cambio. Por la tarde acudió,como de costumbre, el suboficial Slama.

—Dígame, querido Slama, ¿ha vuelto usted a

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casarse? —preguntó el señor de Trotta. Ni élmismo sabía por qué hacía esa pregunta ni por quéde repente le interesaba la vida privada delsuboficial.

—No, señor barón —dijo Slama—. Nitampoco volveré a casarme.

—Y no le falta razón —dijo el señor de Trotta.Tampoco comprendía por qué tenía razón en nocasarse el suboficial Slama. Era la hora en quesolía ir al café cada día y, por consiguiente, haciaallí se fue. El tablero de ajedrez estaba ya encimade la mesa. Llegó también el doctor Skowronnek yse sentaron.

—¿Blancas o negras, señor jefe de distrito? —preguntó el doctor como todos los días.

—Como usted quiera —contestó el jefe dedistrito. Empezaron a jugar. El señor de Trottajugaba con mucho cuidado, meditando casi. Ganóla partida.

—¡Se está convirtiendo en un campeón! —dijo

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Skowronnek.El jefe de distrito aceptó contento el cumplido.—Pues quizá sí que habría podido serlo —

contestó, pensando que mejor habría sido que todohubiese sido mejor—. Ah, pues he escrito a mihijo —dijo al cabo de un rato—. ¡Que haga lo quele parezca!

—Hace usted bien —dijo el doctorSkowronnek—. ¡No hay que asumirresponsabilidades de otros!

—Pero mi padre fue responsable de mí —dijoel jefe de distrito—, y mi abuelo lo fue de mipadre.

—Eran otros tiempos —replicó Skowronnek—. Ni el emperador es hoy en día responsable desu monarquía. Sí, parece que incluso Dios noquiera ser responsable de este mundo. Antes lascosas eran más fáciles. Todo estaba asegurado.Cada piedra estaba en su sitio. Los caminos de lavida estaban bien empedrados. Los techos seguros

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se apoyaban sobre los muros de las casas. Perohoy en día, señor jefe de distrito, las piedras delos caminos están puestas de cualquier manera,formando a veces peligrosos montones, y lostechos tienen goteras y la lluvia penetra en lascasas y cada uno tiene que saber por qué caminoquiere ir y en qué casa va a vivir. Cuando su padrele dijo que usted no sería agricultor sinofuncionario, tuvo razón. Usted se ha convertido enun funcionario modélico. Pero cuando usted dijoque su hijo sería soldado, se equivocó usted. Suhijo no es un soldado modélico.

—¡Claro, claro! —asintió el señor de Trotta.—Y por eso hay que dejar que cada uno haga

lo que quiera. Si mis hijos no me obedecen melimito simplemente a conservar mi dignidad. Es loúnico que se puede hacer. A veces los contemplomientras duermen. Sus rostros me resultanextraños, apenas los reconozco. Veo que son unosforasteros, de un tiempo que todavía ha de llegar y

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que yo ya no conoceré. ¡Mis hijos son muy jóvenestodavía! Uno tiene ocho años y el otro diez. Tienenla cara redonda, sonrosada, cuando duermen. Pero,con todo, hay mucha crueldad en esos rostrosdormidos. A veces me parece que es la crueldadde su época, del futuro, que se posa sobre losniños mientras duermen. ¡No quisiera conocer esostiempos!

—¡Claro, claro! —volvió a asentir el jefe dedistrito.

Jugaron otra partida, pero esta vez perdió elseñor de Trotta.

—Ya no seré campeón —dijo humildemente,resignándose a la vez con sus defectos.

Era tarde y estaban encendidas las verdeslamparillas de gas; se oían las voces del silencio yel café se hallaba vacío. Volvieron a casa por elparque. La noche estaba serena. La gente queencontraron a su paso parecía contenta. Hablaronde las frecuentes lluvias de aquel verano y de la

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sequía del anterior y del probable rigor delinvierno que se avecinaba.

Skowronnek acompañó al jefe de distrito hastala puerta de la jefatura.

—Ha hecho usted bien escribiendo la carta,señor jefe de distrito —le dijo.

—¡Claro, claro! —respondió el señor deTrotta.

Se sentó a la mesa y comió apresuradamente sumedio pollo con ensalada sin decir palabra. Elama de llaves le miraba de reojo, atemorizada.Desde la muerte de Jacques era ella quien servíala mesa. Se marchó del comedor antes que el jefede distrito, haciendo una reverencia pocoafortunada, como la que había hecho treinta añosantes, de jovencilla, ante el director de la escuela.El jefe de distrito saludó con un gesto de la manocomo si se estuviera ahuyentando las moscas.Después se levantó y fue a acostarse. Se sentíacansado y casi enfermo. La noche anterior era

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como un sueño lejano en el recuerdo, peropersistía todavía como un terror cercano en susmiembros.

Se durmió tranquilamente. Creía que ya habíapasado lo peor. No sabía el viejo señor de Trottaque, mientras dormía, el destino le iba tejiendoamargos pesares. Viejo y cansado, la muerte leestaba esperando ya, pero la vida no lo soltabatodavía. Como un cruel anfitrión, la vida leobligaba a seguir a la mesa porque todavía nohabía consumido toda la amargura que le estabareservada.

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¡N

CapítuloXVII

o, el jefe de distrito todavía no habíaconsumido toda la amargura! Carl Joseph

recibió demasiado tarde la carta de su padre, esdecir, la recibió cuando ya hacía mucho tiempoque había decidido no abrir ni escribir más cartas.En cuanto a la señora de Taussig, ella telegrafiaba.Como raudas y diminutas golondrinas, sustelegramas llegaban cada dos semanas y lellamaban. Carl Joseph se precipitaba a su armario,sacaba el traje gris de paisano —su vida mejor,más importante y secreta— y se cambiaba.Inmediatamente se sentía a su gusto en el mundohacia el cual iba y olvidaba su vida militar. Elpuesto del capitán Wagner lo ocupaba ahora elcapitán Jedlicek, quien había llegado al batallón

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procedente del primero de cazadores. Era un «grantipo», de grandes dimensiones físicas, ancho deespaldas, amable y cordial como todos losgigantes y que se dejaba convencer benévolo. ¡Quéhombre! Desde el primer día, todos supieron quesabría dominar la ciénaga y que era más fuerte quela frontera. ¡Se podía confiar en él! Infringía todaslas disposiciones militares, pero era como si selimitara a apartarlas de su camino. Habría podidoinventarse un nuevo reglamento para el servicio yhabría conseguido imponerlo: ¡así era el hombre!Necesitaba mucho dinero pero de todas partes lellegaba. Los compañeros le prestaban, avalabancon su firma las letras de cambio, empeñaban susanillos y relojes y escribían a sus padres y a sustías pidiendo dinero para él. ¡No es que lo amaranprecisamente! Porque de quererle hubiera surgidola intimidad y Jedlicek no parecía desear que asífuera. Pero tampoco habría resultado fácil, si setenía en cuenta su tamaño: era enorme, ancho,

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fuerte y se enfrentaba así a los compañeros,aunque no le resultara difícil mostrarse benévolo.

—Vete y no te preocupes le dijo al tenienteTrotta. Yo me hago responsable.

Se hacía responsable y sabía asumir esaresponsabilidad. Cada semana el capitán Jedliceknecesitaba dinero. Trotta lo sacaba de Kapturak.También el propio teniente Trotta necesitabadinero. Le parecía lamentable tener quepresentarse sin dinero delante de la señora deTaussig. Era como acudir indefenso ante elenemigo armado: ¡Habría sido una ligerezaimperdonable! Y cada vez eran mayores susnecesidades y crecían las sumas que se llevaba, apesar de lo cual volvía de cada viaje con la últimacorona en el bolsillo y decidido a llevar másdinero en la siguiente ocasión. A veces intentabahacerse una idea del dinero gastado. Pero nuncalograba recordar en qué lo había empleado, y aveces ni siquiera era capaz de calcular una simple

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suma. No sabía de cuentas. Los cuadernillos denotas habrían podido prestar testimonio de losinútiles esfuerzos del teniente por mantener uncierto orden. En cada página había inmensascolumnas de números. Pero se confundían y semezclaban, se le iban de la mano, se sumabansolas y le engañaban con falsas sumas, se iban agalope tendido ante sus propios ojos y volvían uninstante después, totalmente transformadas,irreconocibles. Tampoco comprendía losintereses. Lo que había tomado prestadodesaparecía detrás de lo que debía como unacolina detrás de una montaña. No conseguíaentender cómo hacía sus cuentas Kapturak. Y sibien desconfiaba de la honradez de Kapturak,menos aún confiaba en su propia capacidad parasacar las cuentas. Finalmente no quiso ver másnúmeros. Abandonó todo intento de cálculo conese valor que proporcionan la impotencia y ladesesperación.

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Debía seis mil coronas a Kapturak y aBrodnitzer. Incluso para su escasa imaginación enrelación con los números era una suma enorme; sila comparaba con su propio sueldo mensual.Además, de éste le sacaban, cada mes, una terceraparte. Pero, al fin, se fue acostumbrando a lacantidad de seis mil coronas como si fuera unenemigo todopoderoso pero ya conocido deantiguo. Cuando estaba de buen humor le parecíaque la cantidad temida se reducía y perdía fuerzas.Pero cuando tenía la negra, aumentaba y adquiríarenovadas fuerzas.

Acudía a ver a la señora de Taussig. Desdehacía semanas emprendía esos breves yapresurados viajes para ver a la señora deTaussig, en pecaminosos peregrinajes. Al igualque esas almas devotas e ingenuas para las que unperegrinaje es como un viaje de placer, unadistracción e incluso a veces una verdaderasensación, el teniente Trotta relacionaba el punto

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adonde peregrinaban con el ambiente de que allídisfrutaba, con su afán de una vida libre, como sela imaginaba, con el traje de paisano que se poníay con el hechizo de lo prohibido. Le gustaban esosviajes. Le gustaban esos diez minutos metido en uncoche cerrado camino de la estación,imaginándose que nadie le veía. Le gustaban esosdos o tres billetes de cien coronas prestadas en elbolsillo de la chaqueta, que serían suyas y sólosuyas hoy y mañana, y en las que se descubría queeran prestadas y que ya empezaban a crecer y ahincharse en los libros de cuentas de Kapturak. Legustaba el anonimato que le proporcionaba el trajede paisano, entrando y saliendo por la estación delnorte en Viena. Nadie le reconocía. Oficiales ysoldados pasaban por su lado. Ni les saludaba nile saludaban. A veces se le levantaba el brazo porsí solo para marcar el saludo militar. Perorecordaba de repente que iba de paisano y lodejaba caer de nuevo. El chaleco, por ejemplo, le

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proporcionaba un verdadero placer, como a unniño. Metía las manos en todos los bolsillos, losque no sabía cómo utilizar. Con dedos vanidososacariciaba el nudo de la corbata sobre la pechera,la única que poseía —regalo de la señora deTaussig— y que no conseguía abrochar pese a susmuchos esfuerzos. El más simple policía de labrigada criminal se habría dado cuenta a primeravista de que el señor de Trotta era un oficial depaisano. La señora de Taussig le esperaba en laestación del norte en el andén. Veinte años antes—ella pensaba que eran quince, porque durantetantos años había ocultado tanto su propia edadque al final se había convencido de que éstosacababan por detenerse y no llegaban al final—había esperado también en la estación del norte aun teniente, ciertamente de caballería. Ella seprecipitaba al andén como en un bañorejuvenecedor. Desaparecía en el olor acre delhumo del carbón, en los silbidos y vaharadas de

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las locomotoras que maniobraban, en el estrépitode las señales. Llevaba un corto velo de viaje. Seimaginaba que había estado de moda quince añosantes. Pero de eso hacía no ya veinte años, sinoveinticinco. Le gustaba esperar en el andén. Legustaba el momento en que el convoy entraba en laestación y veía en la ventanilla el ridículosombrerito verde oscuro de Trotta y descubría surostro querido, indeciso, joven. Porque le hacíamás joven de lo que era a Carl Joseph, como sehacía también más joven a sí misma, y también lotenía por más inocente e indeciso, al igual que a símisma. En el momento en que el teniente se apeabadel estribo, sus brazos se abrían como hacía veinteo quince años. De su rostro emergían los rostrosrosados y sin arrugas de veinte o quince añosantes, un rostro de muchacha, lindo, dulzón y algosofocado. En su cuello, en el que se hundían ahorados profundas arrugas paralelas, llevaba unainfantil cadenilla de oro, la misma que veinte o

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quince años antes había constituido su únicoadorno. También como veinte o quince años antesse fue con el teniente a uno de esos hotelitos dondeflorece el amor escondido, en camas pagadas,pobres, que chirriaban, deliciosos paraísos.Empezaban los paseos. Aquellos cuartos de horapara el amor en el follaje reciente de los bosquesvieneses, la breve y repentina agitación de lasangre. Las noches en la roja penumbra de lospalcos de la ópera, detrás de las cortinasextendidas. Las caricias, bien conocidas y sinembargo sorprendentes, que la carne desprevenidaespera a pesar de su experiencia. El oído conocíala música tantas veces oída, pero los ojosrecordaban sólo breves fragmentos. Porque laseñora de Taussig permanecía siempre en la óperadetrás de las cortinas extendidas o con los ojoscerrados. Frescas y a la vez cálidas recibía lascaricias en su piel, caricias nacidas de la música,que la orquesta confiaba al mismo tiempo a las

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manos del varón, caricias que eran como íntimashermanas eternamente jóvenes, regalos muchasveces recibidos, pero siempre olvidados y en losque acaso finalmente sólo se cree haber soñado.Se abrían los apacibles restaurantes. Empezabanlos tranquilos ágapes nocturnos, en rincones dondese diría que el vino que bebían crecía también allí,madurando al amor que brillaba eternamente en laoscuridad. Llegaba la despedida, un último abrazopor la tarde, acompañado por el constante tic-tacadmonitorio del reloj de bolsillo, situado sobre lamesilla de noche, y palpitando ya ante la alegríadel próximo encuentro; la prisa por coger el tren yel último beso en el estribo, y la esperanza,abandonada en el último momento, de marcharsetambién.

Cansado, pero impregnado de toda la dulzuradel mundo y del amor, el teniente Trotta llegaba albatallón. Onufrij, el asistente, le tenía ya a punto eluniforme. Entraba en la compañía. Todo estaba en

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orden, sin novedad. El capitán Jedlicek estabacontento, alegre, fuerte y sano como siempre. Elteniente Trotta se sentía aliviado y decepcionado ala vez. En un rincón escondido de su corazónconfiaba en la catástrofe que le imposibilitara paraseguir prestando servicio en el ejército. Entoncesse habría vuelto a marchar inmediatamente. Perono había pasado nada. No le quedaba más remedioque esperar otros doce días, encerrado entre lascuatro paredes del patio del cuartel, entre lasdesiertas callejuelas de la ciudad. Lanzó unamirada a las dianas dispuestas por las paredes delpatio cuartelero. Eran siluetas humanas, de colorazul, destrozadas por los disparos y repintadas denuevo, que le parecían duendes malignos, dioseslares del cuartel, amenazando con las mismasarmas que les habían herido, no ya dianas para eltiro, sino a su vez peligrosos tiradores. En cuantovolvía al hotel Brodnitzer, penetraba en suhabitación destartalada, se tiraba sobre la cama y

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tomaba la decisión de no volver más después de supróximo permiso.

Pero no era capaz de llevar a cabo esadecisión y lo sabía. En realidad, esperaba lallegada de algún extraño azar que un día loliberaría para siempre: liberarle del ejército y dela necesidad de abandonarlo por propia decisión.Lo único que podía hacer era no escribir ya a supadre y dejar sin abrir unas cuantas cartas del jefede distrito que ya abriría más tarde; más tarde,cuando llegara el caso… Transcurrieron lossiguientes doce días. Abrió el armario, contemplósu traje de paisano y esperó el telegrama. Siemprellegaba a esa hora, al anochecer, como un pájaroque vuelve al nido. Sin embargo, ese día no llegó,ni tampoco cuando cerró ya la noche. El tenienteno abrió la luz para no tener que darse cuenta deque era ya de noche. Vestido y con los ojosabiertos permaneció en la cama. Las conocidasvoces primaverales entraban por la ventana abierta

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de par en par; el vocerío profundo de las ranas ylos grillos, entre el que resonaban la llamadanocturna lejana del arrendajo y las canciones delos mozos y las mozas de la aldea fronteriza.Finalmente llegó el telegrama. Le comunicaba alteniente que esta vez no podría ir porque la señorade Taussig se marchaba a ver a su marido. Ella nodeseaba demorar su vuelta, pero ignoraba cuándovolvería. Con «mil besos» terminaba el telegrama.Esta cantidad ofendió al teniente. «Podría habersido menos ahorrativa —pensó—. ¡Le habríacostado poco poner cien mil!».

Recordó entonces que él debía seis milcoronas. Comparadas con ellas, los mil besosresultaban una cantidad irrisoria. Se levantó paracerrar la puerta del armario. Allí estaba, limpio ybien colgado, como un cadáver planchado, elTrotta libre, en gris oscuro, de paisano. Le cerró lapuerta del armario, como un ataúd. ¡Encerrado!¡Encerrado!

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El teniente abrió la puerta que daba al pasillo.Siempre estaba Onufrij sentado allí, silencioso otarareando en voz baja una canción o con laarmónica en los labios recubriéndola con lasmanos para que salieran los sonidos en sordina. Aveces Onufrij estaba sentado en una silla, a vecesse acuclillaba ante el umbral. Ya debería llevar unaño de licenciado, pero seguía como voluntario enel ejército. Su aldea, Burdlaki, quedaba cerca.Cuando el teniente se iba, él se marchaba a sualdea. Cogía un bastón de madera de guindo y unpañuelo blanco con flores azules en el que poníaenigmáticos objetos, liaba un hatillo y lo colgabade la punta del bastón. Se ponía el bastón a laespalda y acompañaba al teniente a la estación,esperaba hasta la salida del tren, se ponía firme ysaludaba desde el andén, aun cuando el teniente nomirase por la ventanilla. Después empezaba sumarcha hacia Burdlaki, entre los pantanos, por lasenda estrecha entre los sauces, el único camino

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seguro, donde no se corría el peligro de hundirseen la ciénaga. Onufrij volvía a tiempo para esperara Trotta. Se sentaba delante de la puerta de Trotta,silencioso, tarareando una canción o tocando laarmónica entre sus manos acampanadas.

El teniente abrió la puerta que daba al pasillo.—¡Esta vez no te podrás ir a Burdlaki! ¡No me

marcho!—Muy bien, mi teniente.Allí estaba Onufrij, firme y saludando, en el

pasillo encalado, un trazo recto azul oscuro.—¡Te quedas aquí! —repitió Trotta, creyendo

que Onufrij no le había comprendido.—¡Muy bien, mi teniente! —repitió Onufrij.

Como para demostrar que comprendía inclusomás, se fue al restaurante y subió con una botellade «noventa grados». Trotta bebió. La destartaladahabitación se volvía acogedora. La bombillaeléctrica colgada del hilo, alrededor de la cualrevoloteaban las mariposas nocturnas, agitada por

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el viento de la noche, lanzaba sobre el oscurobarniz de la mesa confiados reflejos. Poco a poco,la decepción de Trotta se fue transformando en undolor placentero. Hizo una especie de pacto consus propios pesares. En este mundo todo eraextremadamente triste y el teniente era el centro deese mundo miserable. Por él alborotaban las ranaslastimeramente y también los grillos, doloridos,entonaban su canto. Por él se sumergía la nocheprimaveral en una suave y dulce aflicción y losastros permanecían en el cielo, altos,inalcanzables, y sólo hacia él lanzaban su luz conuna nostalgia tan inútil. El dolor infinito del mundose adecuaba perfectamente a la suprema aflicciónde Trotta. Sufría en total comunión con eluniverso. Detrás de la capa azul de los cielos,Dios mismo le estaba contemplando pasivo. Trottavolvió a abrir el armario. Allí estaba, difunto ya elTrotta libre. A su lado brillaba el sable de MaxDemant, el amigo muerto. En la maleta estaba el

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recuerdo del viejo Jacques, la hierba para lafiebre al lado de las cartas de la difunta señoraSlama. Y sobre el antepecho de la ventana estabanno menos de tres cartas de su padre sin abrir, de supadre, que quizá también ya estaba muerto. ¡Ay! Elteniente Trotta no sólo estaba desesperadamentetriste, sino que era además persona de poco ypésimo carácter. Carl Joseph volvió a la mesa, sesirvió otro vaso y se lo bebió de un trago. En elpasillo, ante la puerta, Onufrij tocaba una nuevacanción, era aquella canción tan conocida de: «Ohnuestro emperador…». Trotta solamente sabía lasprimeras palabras de la canción, y no más: «Ojnash, cisar, cisarewa». No había conseguidoaprender la lengua del país. No era solamente unapersona de poco y pésimo carácter, sino tambiénuna cabeza loca, cansada. ¡Vaya, que su vida eraun fracaso! Sintió un dolor en el pecho; laslágrimas le subían ya por la garganta y prontollegarían a sus ojos. Se tomó otro vaso para

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facilitarles el camino. Finalmente se derramaronpor sus ojos. Puso los brazos sobre la mesaabrazando la cabeza y empezó a llorardesesperadamente. Así lloró por lo menos duranteun cuarto de hora. No oyó que Onufrij habíadejado de tocar la armónica ni que llamaban a lapuerta. No levantó la cabeza hasta que se abrió lapuerta. Entonces vio a Kapturak.

Consiguió retener sus lágrimas y preguntó condura voz:

—¿Qué hace usted aquí?Kapturak, con la gorra en la mano, permanecía

en la puerta, sobresaliendo apenas de la altura delpicaporte. Su cara gris amarillenta sonreíalevemente. Iba vestido de gris. Llevaba unoszapatos de lona gris, con el barro gris, fresco ybrillante, que yacía en primavera por lascarreteras del país. Sobre su cráneo diminuto semarcaban unos pocos rizos grises.

—¡Buenas noches! —dijo, e hizo una pequeña

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reverencia. Al mismo tiempo, su propia sombra seirguió rápidamente sobre la blanca puerta paravolver a caer de inmediato.

—¿Dónde está mi asistente? —preguntó Trotta—. ¿Qué desea usted?

—¿Esta vez no se ha ido usted a Viena? —empezó a decir Kapturak.

—Ya no me voy a Viena —dijo Trotta.—Esta semana no ha necesitado usted dinero

—dijo Kapturak—. Hoy esperaba yo su visita.Quería saber qué pasaba. Vengo precisamente decasa del capitán Jedlicek. Pero no estaba allí.

—¡No estaba allí! —repitió Trotta con vozindiferente.

—Sí —añadió Kapturak—, no estaba en casa.Le ha pasado algo.

Trotta oyó perfectamente que algo le habíapasado al capitán Jedlicek, pero nada preguntó.Primero porque no era curioso. Hoy no sentíaninguna curiosidad. Además, consideraba que a él,

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personalmente, le habían pasado cosas tremendas,demasiadas, y que por lo tanto poco podríainteresarse por los demás; finalmente no tenía elmenor deseo de que Kapturak le anduvieracontando cosas. Estaba furioso por la presencia deKapturak, pero no se sentía con ánimos paraemprendérselas con aquel hombrecillo. El vagorecuerdo de las seis mil coronas que debía alvisitante surgía una y otra vez en su memoria; unpenoso recuerdo que procuraba reprimir. «Eldinero nada tiene que ver con una visita —intentaba convencerse a sí mismo—. Se trata dedos personas distintas: una, a la que debo dinero,no está ahora aquí, y la otra, la que está ahoraaquí, sólo quiere contarme un par de cosas sinimportancia sobre Jedlicek». Miró fijamente aKapturak. Durante unos momentos le pareció quesu visitante se diluía para reaparecer formado porunas manchas grises apenas perceptibles. Trottaesperó hasta que Kapturak reapareció totalmente.

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Tuvo que esforzarse bastante en aprovechar esanueva situación porque persistía el riesgo de queel pequeño hombrecillo gris volviera a diluirse ydesapareciera. Kapturak dio un paso hacia delantecomo si supiera que no era visible para el tenientey repitió en voz algo más fuerte:

—¡Algo le ha pasado al capitán!—¡Bueno!, ¿y qué le ha pasado? —preguntó

Trotta como en un sueño.Kapturak dio otro paso hacia delante,

acercándose a la mesa, y murmuró, acompañandola mano sobre la boca:

—Le han detenido y deportado. Hay sospechade espionaje.

Al oír esta última palabra el teniente selevantó. Se apoyó con las dos manos sobre lamesa. Apenas sentía sus propias piernas. Leparecía que se aguantaba únicamente sobre lasmanos. Casi las clavaba sobre el tablero de lamesa.

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—No deseo oír nada más de este asunto —dijoTrotta—. ¡Váyase!

—Desgraciadamente no es posible, no esposible —dijo Kapturak.

Se hallaba junto a Trotta, tocando la mesa.Inclinó la cabeza como si tuviera que confesaralgo vergonzoso y dijo:

—Me veo obligado a exigirle el pago de unaparte de sus deudas.

—¡Mañana! —dijo Trotta.—¡Mañana! —repitió Kapturak—, mañana

quizá sea ya imposible. Ya ve usted las sorpresasque cada día nos reserva. El capitán ha sido paramí una fortuna perdida. ¡Quién sabe si levolveremos a ver! Usted es su amigo.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntóTrotta. Levantó las, manos de la mesa y de prontose sintió seguro sobre sus pies.

Comprendió repentinamente que Kapturakhabía pronunciado una palabra espantosa, a pesar

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de que era verdad; sólo le parecía espantosaporque era, precisamente, la pura verdad. Almismo tiempo recordó el teniente el único instantede su vida en que resultó peligroso para sussemejantes. Habría deseado ahora presentarse tanbien equipado como en aquella ocasión, con sable,pistola y toda su sección detrás. Ese hombrecillogris era hoy más peligroso que los centenares deobreros, cuando la manifestación. Para superar dealguna manera su propia debilidad, Trotta intentódárselas de furioso. Apretó los puños; nunca lohabía hecho antes y se dio cuenta de que no podíaponerse furioso, su actitud era la de uncomediante. En su frente se hinchaba una venaazul, la cara se le puso colorada, los ojosinyectados en sangre, la mirada fija. Logró adoptarun aspecto peligrosísimo.

Kapturak retrocedió.—¿Qué está usted diciendo? —repitió el

teniente.

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—Nada —dijo Kapturak.—¡Repita usted lo que acaba de decir! —le

ordenó Trotta.—No, nada —respondió Kapturak.El hombrecillo volvió a disolverse por un

momento en una mancha gris de contornosprecisos. El teniente Trotta sintió un pánicohorrible. Temía que Kapturak poseyera el don dedescomponerse en mil fragmentos para volver aformar inmediatamente un todo entero. Trottasintió un ansia tremenda de conocer la sustancia deque estaba hecho Kapturak, como ese afán desaber que domina al investigador. De la cabecerade la cama estaba colgado el sable, su arma,símbolo de su honor militar y personal y que eneste momento se convertía, sorprendentemente, enun instrumento mágico con el que podría descubrirlos secretos fantasmagóricos que tenía delante.Sentía a su espalda el sable reluciente y percibíauna fuerza magnética que irradiaba el arma. Como

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atraído por ella dio un salto hacia atrás,manteniendo la mirada sobre Kapturak, el cual nocesaba de descomponerse y recomponerse una yotra vez. Agarró con la izquierda el arma, sacócomo un rayo el sable de la vaina y mientrasKapturak daba un salto hacia la puerta, perdiendola gorra, Trotta le seguía blandiendo el arma. Sintener conciencia clara de lo que hacía, el tenientedirigió la punta del sable hacia el pecho de aquelfantasma gris, notó la resistencia que oponían alarma los vestidos y el cuerpo y suspirótranquilizado porque finalmente le pareciócomprobar que Kapturak era una persona. Y sinembargo seguía empuñando el arma hacia delante.Fue sólo un momento. Pero durante ese momento elteniente Trotta oyó, vio y olió todo cuanto vive enel mundo, las voces de la noche, las estrellas delcielo, la luz de la lámpara, los objetos en suhabitación, su propia figura, como si no lasostuviera él mismo, como si estuviera allí frente a

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él, percibió el revoloteo de las mariposasalrededor de la luz, las húmedas emanaciones dela ciénaga y el hálito fresco del viento nocturno.De repente Kapturak extendió los brazos. Susmanos blancas, delgadas, se agarraron a lasjambas de la puerta. La cabeza, calva, con escasosrizos grises, se hundió hacia atrás. Al mismotiempo colocó un pie delante del otro, hasta formarcomo un nudo con sus ridículos zapatos grises.Detrás del hombre surgió de repente la sombranegra y vacilante de una cruz ante la mirada heladadel teniente Trotta. La mano del teniente tembló ydejó caer el arma con un suave plañido metálico.En aquel mismo instante, Kapturak bajó los brazos.La cabeza se proyectó hacia delante cayendo sobreel pecho. Sus ojos estaban cerrados. Le temblabanlos labios. Todo su cuerpo temblaba. Se produjoun silencio. Se oía el susurro de las mariposasalrededor de la lámpara y se oían las ranas y losgrillos a través de la ventana abierta,

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entremezclándose con los ladridos cercanos de unperro.

—¡Siéntese! —dijo Trotta, y señaló con ungesto la única silla que había en la habitación.

—Sí —dijo Kapturak—, voy a sentarme.Se acercó contento a la mesa, contento como si

nada hubiera pasado, según le pareció a Trotta.Con la punta del zapato tocó el sable.

Kapturak se inclinó y levantó el arma. Como sisu obligación consistiera en poner en orden lahabitación, cogió el sable entre los dedos y, unavez junto a la mesa, sin mirar al teniente, lo pusoen la vaina y volvió a colgarlo de la cabecera dela cama. Dio después la vuelta a la mesa y se situódelante de Trotta, que permanecía en pie. Sóloentonces pareció darse cuenta de la presencia delteniente.

—Sólo me quedo unos instantes —dijo—, parareponerme.

El teniente calló:

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—Le ruego que la semana que viene, a estamisma hora, tenga usted a mi disposición todo eldinero que me debe —siguió diciendo Kapturak—.No quiero hacer negocios con usted. Son en total7250 coronas. Quiero además comunicarle que elseñor Brodnitzer se encuentra detrás de la puerta ylo ha oído todo. Como usted sabe, el señor condeChojnicki no va a venir este año hasta mucho mástarde o, quizá, ni siquiera venga. Quisiera salir,señor teniente.

Se levantó, se acercó a la puerta, se inclinó,recogió la gorra y echó una mirada alrededor.Cerró la puerta tras sí.

El teniente se hallaba totalmente sereno, perole parecía que todo había sido un sueño. Abrió lapuerta. Onufrij seguía sentado en su silla, comosiempre, a pesar de que ya debía de ser muy tarde.Trotta miró su reloj. Eran las nueve y media.

—¿Por qué no te has acostado ya? —lepreguntó.

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—Por la visita —replicó Onufrij.—¿Lo has oído todo?—¡Todo! —dijo Onufrij.—¿Estaba aquí Brodnitzer?—¡Sí! —le confirmó Onufrij.No quedaba duda, pues, de que las cosas

habían pasado efectivamente como las recordabael teniente. No quedaba más solución que dar parteal día siguiente de lo sucedido. Los compañerostodavía no habían vuelto al cuartel. Pasó por sushabitaciones, pero estaban todas vacías. Sehallaban en la cantina discutiendo el caso delcapitán Jedlicek, el horroroso caso del capitánJedlicek. Pasaría por el consejo de guerra, lodegradarían y lo fusilarían. Trotta se ciñó el sable,cogió la gorra y se fue. Tenía que estar abajocuando llegaran los compañeros. Se puso, pues, alacecho delante del hotel. El asunto del capitán erapara él más importante que la escena que acababade vivir con Kapturak. Encontraba sorprendente

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que así fuera. Creía haber caído en las trampasdispuestas con astucia por una fuerza misteriosa;era un siniestro azar que precisamente ese día laseñora de Taussig hubiese tenido que marcharse acasa de su marido. Consideró que todos lossucesos sombríos de su vida se hallaban ensiniestra relación entre sí, fruto de lasmaquinaciones de una fuerza gigantesca, odiosa,invisible, cuyo propósito era destruirle. Eraevidente, y de ello no cabía duda, que el tenienteTrotta, el nieto del héroe de Solferino, arrastraba ala ruina a otros, los cuales, a su vez, le arrastrabana él, y, en fin, que el teniente era uno de ésos seresdesgraciados que las fuerzas del mal observan conmal ojo. Paseaba por la calle solitaria; sus pasosresonaban delante de las ventanas iluminadas, conlas cortinas extendidas, en él café donde la músicatocaba caían con estrépito las cartas sobre la mesay en vez del viejo ruiseñor otro nuevo cantaba ybailaba: las viejas canciones y los viejos bailes.

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Con seguridad, hoy no estaría allí ni uno solo delos compañeros. Sea como fuere, Trotta no queríacomprobarlo. Porque la deshonra del capitánJedlicek le afectaba a él mismo, a pesar de que yadesde hacía tiempo le resultara odiosa suprofesión militar. La deshonra del capitán afectabaa todo el batallón. La educación militar delteniente era lo suficientemente profunda para darsecuenta de que resultaba poco comprensible que losoficiales del batallón se atreviesen a salir deuniforme por la calle después del caso Jedlicek.¡Vaya tío, ese Jedlicek! Era alto, fuerte, alegre,buen compañero y necesitaba mucho dinero. Susanchas espaldas todo lo soportaban. Zoglauer lequería, la tropa le quería. Todos creían que eramás fuerte que los pantanos y la frontera. ¡Yresultaba que era un espía! Desde el café llegabala música, el murmullo de las voces y el chocar delas tazas, para desaparecer de nuevo en el coronocturno de las ranas infatigables. Había llegado

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la primavera. Pero Chojnicki no llegó. El únicoque habría podido ayudarle con su dinero. ¡Y yano se trataba de seis mil, sino de siete mildoscientas cincuenta coronas! ¡Y había que pagar ala semana siguiente, a esa misma horaexactamente! Si no pagaba, no faltarían mediospara establecer una relación entre él y el capitánJedlicek. ¡Él era su amigo! Pero, en fin, todos lohabían sido. Pero, precisamente, cabía esperarlotodo de ese desgraciado teniente Trotta. ¡Era eldestino, su propio destino! Y sólo quince díasantes, a esa misma hora, era un joven libre yalegre, vestido de paisano. ¡Precisamente a esamisma hora, quince días antes, se había encontradocon el pintor Moser y habían tomado unas copas!Hoy envidiaba al profesor Moser.

Se oían pasos conocidos a la vuelta de laesquina: los compañeros que llegaban. Eran todoslos que vivían en el hotel Brodnitzer, queavanzaban formando una muda manada. Trotta les

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salió al paso.—¡Ah, pero sigues aquí! —dijo Winter—. ¡Ya

sabes lo que ha pasado! ¡Es horrible, espantoso!Entraron uno detrás de otro sin decir palabra y,procurando hacer el menor ruido posible, subieronlas escaleras, desolados casi.

—Todos a la número nueve —ordenó elteniente primero Hruba. Él se alojaba en la nueve,la habitación más espaciosa del hotel. Entrarontodos, con las cabezas inclinadas, en la habitaciónde Hruba.

—Hay que hacer algo —dijo Hruba—. ¡Yahabéis visto a Zoglauer! ¡Está desesperado! ¡Sepegará cuatro tiros! ¡Algo hay que hacer!

—Tonterías, mi teniente primero —dijo elteniente Lippowitz.

Había entrado en el servicio activo tarde ya,después de dos cursos de estudiar derecho y nuncaconseguía eliminar al «paisano» en su actitud,razón por la cual se le trataba con ese respeto,

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entre tímido y burlón, que suele tenerse hacia losoficiales de la reserva.

—En esa cuestión nada podemos hacer —continuó diciendo Lippowitz—. ¡Callar y seguirprestando servicio! No es el primer caso ni,desgraciadamente, tampoco será el último en elejército.

Nadie replicó. Todos se daban perfecta cuentade que no había nada que hacer. Y todos habíanconfiado en que juntos, reunidos en una habitación,serían capaces de hallar mil soluciones. Peroahora reconocían, en un instante, que únicamente elpánico les había impulsado a reunirse, porquetodos temían quedarse a solas con su pánico entrelas cuatro paredes de sus respectivas habitaciones.Reconocían también que de nada les servía seguirallí agrupados y de que cada uno, a pesar de estarcon los otros, seguía solo con sus propios temores.Levantaron la cabeza, se miraron y volvieron ainclinarla. Ya se habían reunido de manera

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parecida en otra ocasión, después del suicidio delcapitán Wagner. Recordaban todos al capitánWagner, el antecesor del capitán Jedlicek, y ahoradeseaban todos que Jedlicek se hubiera pegadotambién un tiro. De repente todos sospecharon quesu difunto compañero Wagner se había pegado untiro sólo porque, de no haberlo hecho, le habríandetenido.

—Iré a verle, ya llegaré hasta él —dijo elteniente Habermann—, y le pegaré cuatro tiros.

—Ni podrás llegar hasta él —replicóLippowitz— ni tampoco es necesario que lomates, porque ya lo hará él. En cuanto le saquen lainformación necesaria, le darán una pistola y leencerrarán con el arma.

—¡Eso, eso está bien! —gritaron algunos.Respiraron tranquilos, Empezaban a teneresperanzas de que el capitán ya se hubiese matadoa esa hora. Les pareció que acababan de inventar,gracias a su propia sagacidad, esa razonable

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costumbre de la justicia militar.—Faltó poco para que matara a un hombre hoy

—dijo el teniente Trotta.—¿A quién?, ¿cómo?, ¿por qué? —preguntaron

todos a la vez.—A Kapturak, todos le conocéis —empezó a

contar Trotta.Con tranquilidad fue explicando lo sucedido;

buscaba las palabras, palidecía y, cuando llegó alfinal, le resultó imposible explicar por qué no lehabía ensartado el arma en el cuerpo. Se diocuenta de que no le comprenderían. Efectivamente,no le comprendían.

—Yo lo habría destrozado —exclamó uno.—Y yo también —dijo otro.—Y yo —añadió un tercero.—No es tan fácil, no —alzó la voz Lippowitz

entre aquel griterío.—Pero a ese tío, que le chupa la sangre a la

gente, a ese judío… —dijo alguien.

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Todos se quedaron helados, al recordar que elpadre de Lippowitz era también judío.

—Sí, en un momento —continuó diciendoTrotta, extrañándose sobremanera de que en esepreciso momento estuviera pensando en el difuntoMax Demant y en su abuelo; el rey de barbasblancas, rey de los taberneros—, en un momento viuna cruz detrás de Kapturak.

Se oyó una risa. Otro dijo, lacónico:—¡Estarías bebido!—¡Bueno, basta ya! —ordenó finalmente

Hruba—. ¡Mañana se le da el parte de todo aZoglauer!

Trotta miró las caras de sus compañeros:rostros cansados, desmadejados, excitados, peroalegres a pesar del cansancio y la excitación. «Siviviese ahora Demant —pensó Trotta—, habríapodido hablar con él, con el nieto del rey debarbas blancas de los taberneros». Procurómarcharse sin que se fijaran en él. Se fue a su

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habitación. Al día siguiente dio parte de losucedido. Informó en el lenguaje del ejército, esalengua en la que estaba acostumbrado a informardesde su infancia, en la lengua del ejército que era,a su vez, su lengua materna. Era consciente de queno lo había dicho todo, ni siquiera lo másimportante, y de que entre sus vivencias y elinforme dado mediaba una gran distancia, plagadade enigmas, como un país muy extraño. No olvidótampoco mencionar la sombra de la cruz que creíahaber visto. Como Trotta esperaba, el comandantese sonrió.

—¿Cuánto había bebido usted? —le preguntó.—Media botella —contestó Trotta.—¡Pues ya está! —observó Zoglauer.El comandante Zoglauer sólo se sonrió unos

momentos, porque tenía muchas preocupaciones.El asunto era serio. Esos asuntos serios siempre seacumulaban, desgraciadamente. Se trataba de algodelicado que había que comunicar a sus

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superiores. Había que esperar.—¿Tiene usted el dinero? —preguntó el

comandante.—¡No! —dijo el teniente.Se contemplaron durante unos instantes con una

mirada fija, vacía, la triste mirada de unoshombres que ni siquiera pueden confesarse que nosaben qué hacer. No, no todas las cosas estaban enel reglamento, por muchas vueltas que se le dieraal librejo, hojeándolo de delante atrás y de atrásadelante, no se encontraba solución para todo.¿Tenía razón el teniente? ¿Había sacado el sableantes de tiempo? ¿O tenía razón ese hombre quehabía prestado una fortuna y quería ahorarecuperarla? Aun cuando el comandante reuniese atodos sus oficiales para deliberar con ellos, ¿quépodrían decirle? ¿Quién se habría atrevido a sermás sagaz que el comandante del batallón? ¿Y quédiablos le pasaba a ese desgraciado teniente?Había resultado ya bastante difícil echarle tierra a

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aquel asunto de la huelga. Las desgracias seacumulaban, se cernían sobre la cabeza delcomandante Zoglauer, sobre Trotta, sobre esebatallón. Con sólo haberlo permitido elreglamento, se habría retorcido de manos,desesperado, el comandante Zoglauer. Porque auncuando todos los oficiales del batallón seresponsabilizaran por Trotta, no era posible reunirla cantidad necesaria. El asunto se complicabamás todavía si no se pagaba la cantidad adeudada.

—¿Pero qué ha hecho usted con tanto dinero?—preguntó Zoglauer, recordando al instante que losabía todo. Le indicó con la mano que ya nodeseaba explicaciones—. ¡Sobre todo escríbaleusted a su señor padre! —dijo Zoglauer, pensandoque había tenido una idea excelente.

Así terminó la audiencia con el comandante. Elteniente Trotta se fue a su habitación, se sentó yempezó la carta a su señor padre. Pero eraimposible hacerlo sin alcohol. Bajó al café,

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encargó una copa de «noventa grados», papel,pluma y tinta. Se dispuso a escribir. ¡Qué carta tandifícil! ¡Imposible de escribir! El teniente Trotta laempezó dos o tres veces, la rompió, volvió aempezar. Nada resulta tan difícil para un tenientecomo escribir cartas en las que se trata de hechosque le afectan personalmente. En esta ocasión sedemostró que el teniente Trotta, a pesar de odiarsu profesión desde hacía ya tiempo; poseía todavíael suficiente honor militar para no solicitar su bajadel ejército. Mientras intentaba exponer a su padreel complicado asunto, volvió a transformarse,cuando menos lo esperaba —que eso tiene deextraña, variable y confusa el alma humana—, enel cadete de academia Trotta que en otro tiempohabía deseado morir por Habsburgo y Austriadesde el balcón de la casa paterna, bajo el son dela marcha de Radetzky. La redacción de la carta lecostó a Trotta más de dos horas. Casi anochecía.Los jugadores de cartas y de ruleta acudían ya al

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café. Llegó también el propietario; el señorBrodnitzer. Era extraordinariamente cortés,espantosamente cortés. Hizo delante de Trotta unareverencia tan profunda que el tenienteinmediatamente se dio cuenta de que su intenciónera recordarle lo ocurrido con Kapturak ydemostrarle así que él era un testigo auténtico delos hechos. Trotta se levantó y salió en busca deOnufrij. En el pasillo llamó a voces a su asistente.Pero Onufrij no se presentó. En cambio, acudióBrodnitzer.

—Su asistente se ha marchado hoy por lamañana —le dijo.

El teniente se puso entonces en camino hacia laestación para echar él mismo la carta al correo.Mientras andaba hacia la estación se dio cuenta deque Onufrij se había marchado sin pedirlepermiso. Su educación militar le obligaba aenojarse ante la actitud del asistente. También sehabía ido él muchas veces a Viena, y de paisano,

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sin permiso. Quizás el asistente se comportabaahora según el ejemplo dado por su teniente.«Quizás Onufrij tiene una novia que le espera —siguió pensando el teniente—. ¡A ése me lo tengoarrestado hasta que se pudra!». Inmediatamentereconoció que la frase no la había pensado él yque tampoco iba en serio. Era simplemente una deesas expresiones mecánicas, siempre a punto en sucerebro militar, uno de esos innumerables girosmecánicos que sustituyen a los pensamientos en loscerebros militares y sirven para tomar lasdecisiones por anticipado.

No, el asistente Onufrij no tenía una novia ensu pueblo. Tenía cuatro yugadas y media de tierraheredadas de su padre, que ahora administraba sucuñado. Poseía además veinte ducados de oro de adiez coronas, enterrados en la tierra, junto al tercersauce de la cabaña situada a la izquierda delcamino que va a la casa del vecino Nikofor. Elasistente Onufrij se había levantado antes de salir

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el sol, había limpiado los correajes y las botas delteniente, había puesto las botas delante de lapuerta y los correajes sobre el sillón y, después,con su bastón de madera de guindo al hombro, sehabía puesto en camino hacia Burdlaki. Pasó porel estrecho sendero entre los sauces, el únicocamino que indicaba dónde estaba seca la ciénaga.Porque los sauces consumían toda la humedad delos pantanos. A ambos lados del estrecho senderopor donde avanzaba iban ascendiendo las nieblasgrises, de múltiples formas, fantasmales;avanzaban hacia él como en oleaje y le obligabana persignarse. Murmuraba sin cesar padrenuestrosentre sus labios trémulos. Con todo, se sentía conbuen ánimo. Por su izquierda surgían ahora losalmacenes del ferrocarril con el techo de pizarra,que eran para él como un consuelo, ya que seencontraban exactamente donde él había supuestoque se encontrarían. Volvió a persignarse, esta vezdando las gracias a Dios por su bondad al permitir

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que los almacenes del ferrocarril siguieranencontrándose en su lugar de costumbre. Llegó a laaldea de Burdlaki una hora después de la salidadel sol. Su hermana y su cuñado habían marchadoya a los campos. Entró en la choza paterna dondevivían. Los niños dormían aún en las cunascolgadas del techo con gruesas cuerdas. Cogió elazadón y el rastrillo del huerto detrás de la casa yse marchó en busca del tercer sauce a la izquierda,delante de la cabaña. A la salida se puso deespaldas a la puerta y con la mirada fija hacia elhorizonte. Transcurrió un rato hasta que sedemostró a sí mismo que su brazo izquierdo era,efectivamente, el izquierdo y el derecho también elderecho. Avanzó hacia la izquierda en direcciónhacia la casa de su vecino Nikofor. Allí empezó acavar. De vez en cuando lanzaba una miradaalrededor para convencerse de que nadie le estabamirando. ¡No! Nadie miraba lo que estabahaciendo. Onufrij cavaba y cavaba.

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El sol ascendía tan lento por el horizonte queOnufrij creyó que era ya mediodía. Pero eran sólolas nueve de la mañana. Al fin oyó el golpe delazadón sobre algo duro, resonante. Puso a un ladoel azadón y, con el rastrillo, fue desmenuzando latierra ya suelta y sacándola. Finalmente dejó elrastrillo, se echó al suelo y fue limpiando con losdedos los terrones húmedos. A tientas encontróprimero un pañuelo de hilo, buscó el nudo y loabrió.

Allí estaba su dinero: veinte ducados de a diezcoronas de oro.

Los contó con parsimonia. Escondió su tesoroen el bolsillo de los pantalones y se fue en buscadel tabernero judío del pueblo de Burdlaki, un talHirsch Beniower; el único banquero del mundo aquien conocía personalmente.

—Te conozco —le dijo Beniower—. Tambiénhe conocido a tu padre. ¿Qué necesitas, azúcar,harina, tabaco ruso o dinero?

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—Dinero —dijo Onufrij.—¿Cuánto necesitas? —le preguntó Beniower.—Mucho —dijo Onufrij, y extendió los brazos

al máximo para indicar lo que necesitaba.—Está bien —dijo Beniower—, vamos a ver

lo que tienes.Beniower abrió un libro de gran tamaño. En él

constaba que Onufrij Kolohin poseía cuatroyugadas y media de tierra. Beniower estabadispuesto a darle por ellas trescientas coronas.

—Vamos a ver al alcalde —dijo Beniower.Llamó a su mujer, le dijo que se encargara de

la tienda en su ausencia y se fue con OnufrijKolohin a casa del alcalde.

Allí entregó a Onufrij trescientas coronas.Onufrij se sentó a una mesa oscura y carcomida yse esforzó por trazar su nombre al pie de undocumento. Se quitó la gorra. El sol estaba ya altoen el horizonte. También conseguía lanzar suscálidos rayos a través de las diminutas ventanas de

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la choza campesina donde ejercía sus funciones elalcalde de Burdlaki. Onufrij sudaba. Sobre suestrecha frente se acumulaban las gotas de sudor,como chichones cristalinos y transparentes, queresbalaban y se deslizaban como las lágrimas quehabía llorado el cerebro de Onufrij. Finalmente,allí estaba su nombre al pie del documento. Conlos veinte ducados de diez coronas de oro en elbolsillo de los pantalones y los trescientos billetesde una corona en el bolsillo de la blusa, OnufrijKolohin inició el camino de regreso.

A media tarde apareció por el hotel. Se fue alcafé y preguntó por el teniente. Cuando le vio secomportó entre los jugadores de cartas con lamisma indiferencia con que permanecía en el patiodel cuartel. Su cara ancha brillaba como un sol.Trotta lo contempló largo rato, con ternura en elcorazón y dureza en la mirada. «Te voy a encerrarhasta que te pudras», decía la boca del tenienteobedeciendo a los dictados de su cerebro militar.

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—Ven a mi cuarto —dijo Trotta, y se levantó.El teniente subió por las escaleras. Tres

peldaños más abajo le seguía Onufrij. Llegaron ala habitación del teniente.

—Mi teniente, aquí tengo dinero —dijoOnufrij, con el rostro resplandeciente.

Extrajo de los bolsillos del pantalón y de lablusa todo cuanto poseía, avanzó unos pasos y lodepositó sobre la mesa. El pañuelo rojo, dondehabían estado envueltos los ducados de diezcoronas de oro durante tanto tiempo, todavíaconservaba fragmentos de tierra, plateada, gris,pegados. Junto al pañuelo se hallaban los billetesazules del banco. Trotta los contó. Después abrióel pañuelo. Contó las monedas de oro. Pusodespués los billetes junto a las monedas en elpañuelo, volvió a anudarlo y devolvió el hatillo aOnufrij.

—Desgraciadamente, no puedo aceptar dinerode ti, ¿comprendes? —dijo Trotta—. Lo prohíbe el

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reglamento. ¿Comprendes? Si acepto tu dinero meecharán del ejército y me degradarán,¿comprendes?

Onufrij inclinó la cabeza en señal deasentimiento. El teniente sostenía el hatillo en lamano levantada. Onufrij seguía asintiendo con lacabeza. Extendió la mano y agarró el hatillo, quetembló un momento en el aire.

—¡Retírese! —dijo Trotta.Onufrij se marchó con el hatillo.El teniente recordó aquella noche otoñal,

cuando servía en caballería, y oyó a sus espaldaslos pasos de Onufrij. Recordó las novelas rosa, deambiente militar, en unos volúmenes pequeños,encuadernados en verde, que había leído en labiblioteca del hospital. En esas novelas abundabanlos fieles asistentes, campesinos toscos con uncorazón de oro. Si bien el teniente Trotta carecíadel menor gusto literario, y el término literatura,de oírlo casualmente, para él sólo significaba el

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drama Zriny de Theodor Körner y nada más, habíasentido siempre cierta aversión hacia elsentimentalismo dulzón de esas novelas y hacia susconmovedores personajes. El teniente Trotta noposeía la experiencia suficiente para saber quetambién en la realidad existen toscos campesinoscon un corazón de oro y que esas malas novelascontienen gran parte de verdad copiada de la vidamisma, sólo que mal copiada.

En fin, aún era escasa la experiencia delteniente Trotta.

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U

CapítuloXVIII

na fresca y soleada mañana de primavera, eljefe de distrito recibió la triste carta de su

hijo. El señor de Trotta sopesó la carta en la manoantes de abrirla. Le pareció más pesada que todaslas cartas que había recibido de su hijo hasta esemomento. Debía de tratarse de una carta de dosfolios, una extensión extraordinaria. El corazónenvejecido del señor de Trotta se sintióembargado por las preocupaciones, la ira paterna,la alegría y los malos presentimientos a la vez.Cuando abrió el sobre se oyó el golpeteo de lospuños almidonados sobre su vieja mano. Con laizquierda sostenía los quevedos, que en losúltimos tiempos le temblaban con frecuencia. Conla derecha acercó la carta a sus ojos de forma que

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los extremos de las patillas rozaban con un susurroel papel. El evidente trazo apresurado de la letraatemorizó tanto al señor de Trotta como elextraordinario contenido de la carta. Incluso entrelíneas el jefe de distrito buscaba motivos denuevos y ocultos temores; parecía que la carta nocontenía bastantes sorpresas desagradables ni elterrible mensaje que el señor de Trotta esperaba,día tras día, desde hacía mucho tiempo,especialmente desde que su hijo había dejado deescribirle. Quizá por ello consiguió dominarse alterminar la lectura de la carta. Era un hombre yaviejo, de un tiempo también viejo. Los viejos de laépoca anterior a la gran guerra eran quizá másnecios que los jóvenes de hoy. Pero en losmomentos que ellos consideraban espantosos,momentos que de acuerdo con los conceptos de laépoca actual quizá sólo merecerían ser objeto deun breve comentario jocoso, los honrados viejosde antaño sabían guardar una heroica serenidad.

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Hoy en día, los conceptos de honor profesional,familiar y personal que profesaba el señor deTrotta son, a nuestros ojos, meras reliquias deleyendas pías, ingenuas e inverosímiles. Pero enaquellos tiempos, un jefe de distrito del temple delseñor de Trotta se habría impresionado menos porla noticia de la muerte repentina de su único hijoque por la noticia de que ese único hijo acasohabía cometido una acción deshonrosa. Según lasideas de aquella época perdida, diríase queenterrada bajo los túmulos recientes de los caídos,un oficial del ejército real e imperial que nomatara a una persona que había atentado contra suhonor, simplemente por deberle dinero, eraconsiderado un caso desgraciado y, peor aún, unavergüenza para su progenitor, para el ejército ypara la monarquía. Durante los primeros instantesque siguieron a la lectura no se agitó el corazónpaterno del señor de Trotta, sino —podría decirse— el corazón oficial del jefe de distrito. Este

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corazón le decía: «¡Renuncia inmediatamente a tucargo! ¡Solicita el retiro antes de tiempo!». Perounos momentos después el corazón paternoexclamaba: «¡Estos tiempos tienen la culpa detodo! ¡El servicio en la frontera! ¡Tú mismo tienestambién la culpa! ¡Tu hijo es noble y sincero!¡Aunque débil también, desgraciadamente! ¡Y hayque ayudarle!». ¡Había que ayudarle! Era precisoevitar que el nombre de Trotta se viera deshonradoy mancillado. Sobre este punto estaban de acuerdolos dos corazones del señor de Trotta: el corazónpaterno y el oficial. Lo que había que hacer, pues,era encontrar dinero: siete mil doscientascincuenta coronas. Los cinco mil florines que lagracia imperial había concedido en lejana fecha alhéroe de Solferino, así como también el dineroheredado del padre, se habían gastado ya. Se lehabían ido, sin que el jefe de distrito se dieracuenta, para la casa, para la academia enMährisch-Weisskirchen, para el pintor Moser,

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para el caballo, para beneficencia. El señor deTrotta siempre había querido que se le tuviera pormás rico de lo que era. Poseía los instintos de unverdadero gran señor. No había entonces —yprobablemente tampoco en la actualidad—instintos más caros. Los hombres agraciados contales maldiciones no saben lo que tienen ni lo quegastan. Van sacando de una fuente invisible. Nuncahacen cálculos. Creen que sus bienes no puedenser inferiores a su magnanimidad.

Por primera vez en su ya larga vida el señor deTrotta se veía enfrentado al problema insoluble deprocurarse inmediatamente una suma de dinerorelativamente grande. No tenía amigos, aexcepción de sus antiguos compañeros de estudios,los cuales ocupaban actualmente cargos parecidosal suyo y a los que no había vuelto a tratar desdehacía años. La mayoría eran pobres. Conocía alhombre más rico del distrito, al viejo señor deWinternigg. Comenzó a tomar forma la

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escalofriante idea de ir a ver al señor deWinternigg, al día siguiente, al otro o incluso esemismo día, para pedirle un préstamo. Ciertamente,el señor de Trotta no tenía demasiada imaginación.Sin embargo, consiguió trazar ante su mente, condolorosa precisión, todos los detalles de estaespantosa súplica. Por primera vez en su ya largavida, el señor de Trotta tuvo que reconocer lodifícil que resulta mantenerse digno cuando senecesita ayuda. Esa experiencia cayó como un rayosobre el jefe de distrito, destrozó en un instante eseorgullo que había cuidado y mantenido durantetanto tiempo, ese orgullo que había heredado y queestaba decidido a transmitir a su hijo. Se sentíahumillado como quien lleva muchos años haciendoinútiles solicitudes de ayuda. El orgullo había sidoen otros tiempos el fuerte compañero de sujuventud y, más tarde, báculo de su vejez; ahora lequitaban el orgullo al pobre viejo jefe de distrito.Decidió escribir inmediatamente una carta al señor

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de Winternigg. Pero apenas había empezado aescribir se dio cuenta de que no era capaz deanunciar una visita que era, en realidad, unademanda de ayuda, una súplica. El señor de Trottaconsideró que podía interpretarse como un engañoel no aludir, por lo menos, ya desde un principio elobjeto de la visita. Resultaba imposible encontraruna fórmula que correspondiera más o menos aesas intenciones. Así permaneció largo ratosentado, con la pluma en la mano, reflexionandosobre la forma en que debía escribir, sin encontrarninguna que le satisficiera. También podía llamarpor teléfono al señor de Winternigg. Pero desdeque existía el teléfono en la jefatura del distrito —y de eso hacía más de dos años— el señor deTrotta únicamente lo había utilizado por cuestionesoficiales. No podía convencerse de que seacercaría a aquella caja oscura, grande, que no leinspiraba demasiada confianza, haría girar lamanivela y empezaría una conversación con el

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señor de Winternigg después de aquelespeluznante «¡Aló!» que para el señor de Trottaera casi como una ofensa, porque le parecía laseñal de un impertinente entusiasmo para quepersonas serias abordaran la discusión de asuntosserios. Recordó entonces que su hijo esperabarespuesta, quizás un telegrama. ¿Qué podía decirleel jefe de distrito? ¿Acaso: «Intentaré todo. Mástarde detalles»? ¿O quizá: «Espero pacienteposterior desarrollo de acontecimientos»? ¿O enfin: «Intenta otra cosa, aquí imposible»?¡Imposible! Esa palabra hizo surgir un prolongadoy espantoso eco. ¿Qué era imposible? ¿Salvar elhonor de los Trotta? Pues eso tenía que salvarse.Tenía que ser posible. El jefe de distrito sepaseaba por su despacho, de aquí para allá, una yotra vez, como en aquellas mañanas dominicales,cuando examinaba al pequeño Carl Joseph. Teníauna mano a la espalda, y contra la otra chocaba elpuño almidonado. Bajó después al patio,

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imaginándose que el difunto Jacques todavíaseguiría allí, a la sombra del caserón. El patio sehallaba vacío. La ventana de la casa en que habíavivido Jacques estaba abierta, y el canario, aúnvivo, lanzaba sus trinos posado sobre el alféizar.El jefe de distrito regresó a su casa, cogió elbastón y el sombrero y se marchó. Había decididohacer algo extraordinario. Iría a visitar en supropia casa al doctor Skowronnek. Atravesó laplazuela del mercado, se metió por el callejón deLeuna y buscó la placa de médico en las casas,porque no sabía el número. Finalmente tuvo quepreguntar la dirección a un tendero, si bienconsideró que era una indiscreción eso demolestar a un desconocido con semejante ruego.Pero también superó esta situación el señor deTrotta, templado ya el ánimo y esperanzado, yentró en la casa que le habían señalado. Encontróal doctor Skowronnek en el jardincillo al fondodel pasillo, sentado bajo un inmenso parasol y con

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un libro en la mano.—¡Válgame Dios! —exclamó Skowronnek,

pues sabía que algo extraordinario tenía que habersucedido para que, el jefe de distrito acudiera averle a su casa.

Antes de empezar, el señor de Trotta expusouna larga serie de complicadas disculpas. Siguióhablando, sentado en un banco del jardincillo, conla cabeza agachada y hurgando con la punta delbastón en la gravilla del camino. Después puso lacarta de su hijo en manos del doctor Skowronnek.Se calló, ahogó un suspiro y respiróprofundamente.

—Mis ahorros —dijo Skowronnek— suman lacantidad de dos mil coronas. Se los pongo a sudisposición, señor jefe de distrito, si usted mepermite.

Habló muy deprisa, como si temiera que el jefede distrito pudiera interrumpirle. Abochornado,cogió el bastón del señor de Trotta y se puso él a

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hurgar en la gravilla, pues le parecía que despuésde pronunciar esa frase no podía seguir allí sinhacer nada.

—Gracias, señor doctor —dijo el señor deTrotta—, acepto su oferta. Le escribiré un pagaré.Si me lo permite, se lo devolveré a plazos.

—No, no, ya me lo dará cuando le convenga—dijo Skowronnek.

—Está bien —dijo el jefe de distrito. Leparecía imposible ahora pronunciar frases deagradecimiento, esas palabras inútiles que habíautilizado toda su vida, por cortesía, hacia otraspersonas.

Súbitamente se dio cuenta de que el tiempoapremiaba. Los pocos días de que todavíadisponía se reducían de repente y quedaban ennada.

—El resto —siguió diciendo Skowronnek—,el resto solamente lo puede usted obtener delseñor de Winternigg. ¿Le conoce usted?

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—Apenas.—¡Pues no hay más solución, señor jefe de

distrito! Y creo que yo conozco bien al señor deWinternigg. Su nuera acudió a mi consulta. Meparece que el señor de Winternigg es un canalla,como vulgarmente se dice. Es posible que le digaque no. —Calló aquí Skowronnek.

El jefe de distrito volvió a coger el bastón queel doctor tenía en su mano. Se produjo un gransilencio. Se oía sólo el ruido que producía elbastón hurgando entre la gravilla.

—Es igual, aunque diga que no —musitó eljefe de distrito—. No temo nada —dijo con vozfuerte—. ¿Pero y después qué?

—Después —dijo Skowronnek—, sólo quedauna posibilidad en la que hace rato estoypensando, pero que me resulta demasiadofantástica. Pero quizás en su caso no lo sea tanto.Yo que usted iría directamente a ver al viejo, alemperador quiero decir. Porque existe el peligro,

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y perdone usted que le hable con franqueza, de queechen a su hijo del ejército.

En cuanto hubo dicho estas frases, Skowronnekse sintió avergonzado.

—Es posible que sea una mera ingenuidad pormi parte —añadió el doctor—. Mientras se la ibaexponiendo me parecía que éramos dosmuchachuelos pensando en cosas verdaderamenteimposibles. Sí, somos ya tan viejos y tenemosgraves preocupaciones, pero me parece que haydemasiado atrevimiento en lo que acabo dedecirle. ¡Perdone usted!

Para el alma sencilla del señor de Trotta laidea del doctor Skowronnek no resultaba ingenuaen absoluto. Porque siempre que firmaba undocumento o lo redactaba, o cuando daba las másanodinas instrucciones al comisario o incluso alsuboficial Slama, se sentía bajo el cetro extendidodel emperador. Era perfectamente natural que elemperador hubiera hablado con Carl Joseph. El

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héroe de Solferino había vertido su sangre por elemperador, y Carl Joseph en cierta maneratambién, cuando luchó contra los «individuos» y«elementos» turbulentos y sospechosos.

De acuerdo con las sencillas ideas del señorde Trotta, no constituía ningún abuso de la graciaimperial que él, como servidor de su majestad, sepresentara ante Francisco José, como el hijo queen desgracia acude al padre en busca de ayuda. Eldoctor Skowronnek se sorprendió en extremo yempezó a dudar de si el jefe de distrito estaba ensus cabales cuando éste exclamó:

—¡Excelente idea, señor doctor, nada hay másfácil!

—No, no, la cosa no es tan fácil —dijoSkowronnek—. No dispone usted de muchotiempo. En dos días no se consigue una audienciaparticular.

El jefe de distrito le dio la razón. Decidieronque Trotta iría primero a ver al señor de

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Winternigg.—¿Aun cuando me va a decir que no? —

preguntó el señor de Trotta:—Pues sí, aun en ese caso —indicó el doctor

Skowronnek.El jefe de distrito se puso inmediatamente en

camino para ver al señor de Winternigg. Tomó uncoche. Era mediodía. No había comido todavía.Ordenó al cochero que parara delante del café ybajó a tomarse un coñac. Se dio cuenta de que suvisita a esa hora no era muy oportuna. Conseguridad, el señor de Winternigg estaríacomiendo. Pero no disponía de más tiempo. Lacosa tenía que decidirse aquel mediodía. Pasadomañana hablaría con el emperador. Se apeó delcoche frente a correos y envió un telegrama a CarlJoseph: «Arreglaré asunto. Saludos papá». Estabaseguro de que todo saldría bien. Pues, por muydifícil que fuera obtener el dinero, más difícilresultaría atentar contra el honor de los Trotta. Es

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más, el jefe de distrito se imaginó que el héroe deSolferino le vigilaba y le acompañaba. El coñaccalentó su viejo corazón, que latía algo másapresuradamente. Pero él seguía muy tranquilo.Pagó al cochero delante de la quinta de losWinternigg y le saludó, amable, con el dedo, comosolía hacer cuando trataba con gente sencilla. Elcochero le sonrió también amablemente. Esperócon el sombrero y el bastón en la mano. Llegó elseñor de Winternigg, pequeño y amarillo. Leextendió su mano, seca, al jefe de distrito y se dejócaer en un ancho sillón para casi desaparecer en elverde terciopelo. Dirigió sus ojos sin color hacialos grandes ventanales. No había expresión algunaen esos ojos o, acaso, la ocultaban; eran viejosespejos opacos en los que el jefe de distrito veíaúnicamente su propia imagen. El señor de Trottaexpuso, con mayor facilidad de la que seimaginaba, una serie de comedidas excusas y leindicó las razones que le habían impedido

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anunciar su visita.—Señor de Winternigg —dijo después—, yo

ya soy un viejo.No había querido pronunciar esa frase. Los

arrugados párpados amarillos de Winternigg seabrieron y cerraron un par de veces y el jefe dedistrito tuvo la sensación de que estaba hablandocon un pajarraco viejo y seco que no comprendíael lenguaje de los humanos.

—Lo siento mucho —dijo finalmente el señorde Winternigg. Hablaba con voz muy queda. Unavoz que carecía de timbre, al igual que carecían demirada los ojos. Al hablar mostraba los dientes,una dentadura fuerte, ancha, amarilla, como unareja que vigilaba las palabras—. Lo siento mucho—volvió a decir—, pero aquí no tengo dinero.

El jefe de distrito se levantó inmediatamente.También lo hizo Winternigg. Allí estaba, pequeñoy amarillo, delante del jefe de distrito, sin barbadelante de las grandes patillas plateadas, del señor

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de Trotta; parecía que éste aumentaba de tamaño,que crecía. ¿Sentía roto su orgullo? No, de ningunamanera. ¿Le había humillado Winternigg? No, enabsoluto. Tenía que salvar el honor del héroe deSolferino, de la misma forma en que el héroe deSolferino había tenido por misión salvar la vidadel emperador.

El señor de Trotta consideró que resultabafácil hacer una súplica. Sintió desprecio. Porprimera vez el jefe de distrito sintió que sucorazón se henchía de desprecio, el cual era casitan grande como su orgullo. Se despidió.

—Mis respetos, señor de Winternigg —dijocon su voz acostumbrada, altaneramente nasal, suvoz de funcionario.

Regresó a su casa a pie, erguido, lentamente,brillando con toda la dignidad de sus años, por lalarga avenida que conducía desde la quinta de losWinternigg hasta la ciudad. La avenida estabasilenciosa; únicamente los gorriones daban saltitos

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por el camino, los mirlos cantaban y los viejoscastaños se extendían a lo largo del camino pordonde avanzaba el jefe de distrito. Una vez en sucasa, volvió a coger la campanilla de plata que noutilizaba desde hacía tanto tiempo. Su tenuevocecilla corrió apresuradamente por toda la casa.

—Señora mía —dijo el señor de Trotta a laseñorita Hirschwitz—, téngame usted a punto elequipaje para dentro de media hora. Mi uniforme,con el sombrero y el espadín, el frac y la corbatablanca. ¡Para dentro de media hora! —Sacó elreloj y lo abrió con cierto estrépito. Se sentó en elsillón y cerró los ojos.

En el armario estaba su uniforme de galacolgado de cinco perchas: el frac, el chaleco, lospantalones, el sombrero y el espadín. Fueronsaliendo del armario, pieza tras pieza, como por símismas, no llevadas por las prudentes manos delama de llaves, sino simplemente acompañadas. Lagran maleta del jefe de distrito, envuelta en una

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funda de tela marrón, abrió sus fauces, forradas depapel de seda que crujía al tacto, y se fue tragandolas distintas piezas del uniforme. El espadínpenetró obediente en la vaina de cuero. La corbatablanca se envolvió en un velo suave de papel. Losblancos guantes se acomodaron en el forro delchaleco. Se cerró la maleta. La señoritaHirschwitz se dirigió al jefe de distrito y lecomunicó que todo estaba a punto.

El jefe de distrito partió para Viena.Llegó al atardecer. Pero él sabía dónde se

encontraban las personas de quienes precisaba.Conocía las casas donde vivían y los localesdonde comían. El consejero del gobierno Smekal,el consejero de la corte Pollak, el consejerosuperior de hacienda Pollitzer, el consejerosuperior del ayuntamiento Busch, el consejero degobernación Leschnitz y el consejero de policíaFuehs: todos ellos, y otros muchos, vieron esanoche al extraordinario señor de Trotta y, a pesar

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de que tenía la misma edad que ellos, todospensaron, preocupados, que el jefe de distritohabía envejecido mucho. Era mucho más viejo quetodos ellos. Incluso les parecía más digno y casino se atrevían a tutearle: Esa noche se le vio enmuchas partes, como si apareciera por todas ellascasi al mismo tiempo, recordándoles a un fantasmade los viejos tiempos y de la vieja monarquía deHabsburgo; la sombra de la historia leacompañaba, él mismo era la sombra plateada dela historia. Por muy extraordinario que fuese loque les comunicaba, es decir, que quería conseguiruna audiencia particular del emperador antes dedos días, les resultaba más sorprendente todavía elpropio señor de Trotta, tempranamente envejecidoy viejo ya desde un principio, y acabaron porconsiderar que su propósito era justo yperfectamente comprensible.

En la cancillería de Montenuovo estaba Gustl,el afortunado, a quien todos envidiaban, a pesar de

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que sabían que su gloria se acabaría con la muertedel viejo y con la subida al trono de FranciscoFernando. Esperaban ya este poco honroso finalpara Gustl. Pero, entre tanto, se había casado conla hija de un Fúcar, él que no era noble; todos lerecordaban bien, sentado en la tercera fila depupitres, en el rincón izquierdo, a quien todos letenían que soplar en cuanto el profesor lointerrogaba, y cuya «suerte» todos comentabanamargamente desde hacía treinta años. Gustl habíaobtenido título de nobleza y estaba ahora en lacancillería de Montenuovo. Ya no se llamabaHasselbrunner sino Von Hasselbrunner. Su cargoera sencillo, una nonada, mientras que ellos, losotros, tenían que solucionar asuntos difíciles y enextremo complicados. ¡Ah, ese Hasselbrunner! Erael único que podía ayudar a Trotta. A la mañanasiguiente, a las nueve ya, el jefe de distrito sepresentó ante el despacho de Hasselbrunner en lacancillería de Montenuovo. Le indicaron que

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Hasselbrunner había salido de viaje y que quizávolvería por la tarde. Por casualidad pasó por allíSmetana, a quien el jefe de distrito no habíapodido ver el día anterior. Si Hasselbrunnerestaba de viaje, pues podían dirigirse a Lang. Langera un tipo muy simpático. Empezó el peregrinajedel infatigable jefe de distrito a través de lasdiversas cancillerías. Desconocía las leyes quereinaban entre las autoridades reales e imperialesde Viena. Pero ahora las iba conociendo. Deacuerdo con estas leyes, los ordenanzas semostraban adustos hasta el momento en que sacabasu tarjeta de visita y conocían su categoría; a partirde ese instante se mostraban serviles. Los altosfuncionarios le saludaban con un cordial respeto.Todos, sin excepción, parecían estar dispuestos,durante el primer cuarto de hora de conversación,a poner en juego su carrera e incluso su vida por eljefe de distrito. Pero, al cabo del cuarto de hora seenturbiaba su mirada y perdían brillo sus rostros;

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una gran tristeza les invadía el corazón y lesparalizaba su voluntad de actuar. Todosexclamaban: «¡Si se tratara de otra cosa! ¡Conmuchísimo gusto! Pero eso que usted pide, queridobarón de Trotta, eso que nos pide, incluso paranosotros mismos…, en fin, que usted lo sabe mejorque nosotros». Y así, o de forma similar, uno trasotro, fueron hablando con el infatigable señor deTrotta. Atravesó patios y pasillos hasta el tercerpiso, hasta el cuarto, volvió al primero y alentresuelo. Finalmente decidió esperar aHasselbrunner. Esperó hasta la tarde y supoentonces que Hasselbrunner no se había ido deviaje sino que se había quedado en casa. Y elimpávido paladín por el honor de los Trottapenetró en la mansión de Hasselbrunner. Allísurgió, finalmente, cierta esperanza. Hasselbrunnery el viejo señor de Trotta fueron a casa de unos yotros. Finalmente, a las seis consiguierondescubrir a un amigo de Montenuovo en aquella

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célebre pastelería donde solían encontrarse losgolosos y alegres mandatarios del imperio por lastardes. Por decimoquinta vez desde la mañana, eljefe de distrito oyó que sus propósitos eranirrealizables. Pero siguió imperturbable. Laargentada dignidad de sus años y el tonoceremonioso, ligeramente sorprendente yextravagante, con que hablaba de su hijo y delpeligro que se cernía sobre su nombre, lasolemnidad al hablar de su difunto padre, al quellamaba el héroe de Solferino, y no de otramanera, esa misma solemnidad al mencionar alemperador, al que llamaba su majestad, y no deotra manera, eran factores que influían en susinterlocutores, los cuales acababan porconvencerse de que los propósitos del señor deTrotta eran justos y casi totalmente justificados. Sino quedaba más remedio —decía el jefe dedistrito de W—, se tiraría él, viejo servidor de sumajestad, hijo del héroe de Solferino, se tiraría al

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suelo delante del coche en que el emperador ibatodas las tardes de Schönbrunn al Hofburg, comoun simple bastaje del mercado de Naschmarkt. Eraél, el jefe de distrito Franz von Trotta, quien teníaque poner orden en esta cuestión. Estaba tanentusiasmado con su misión de salvar el honor delos Trotta mediante la ayuda del emperador que leparecía que esa desgracia de su hijo, comodenominaba para sus adentros el asunto, habíaservido para darle a su vida un justo sentido. Esmás, sólo a causa de él su vida adquiría sentido.

Era muy difícil conseguir alterar el ceremonialde la corte. Se lo repitieron quince veces. Élrespondió que su padre, el héroe de Solferino,también había alterado el ceremonial. «Así, con lamano, cogió a su majestad del hombro y lo echó alsuelo», contaba el jefe de distrito. Y él, a quiennormalmente producían escalofríos los gestosviolentos o superfluos de sus interlocutores, selevantaba, cogía por el hombro al caballero a

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quien estaba contando la historia e intentabarepresentar sobre el terreno el históricosalvamento de la vida del emperador. Nadiesonreía. Se intentaba hallar un medio para alterarel ceremonial.

El señor de Trotta entró en una papelería ycompró un folio de papel de barba, como loexigían las disposiciones de la cancillería, comprótambién tinta y una pluma de acero, marca Adler,la única con la que podía escribir. Suelta la mano,pero con su letra habitual, que seguía cumpliendorigurosamente con las leyes de la caligrafía,redactó la instancia como estaba prescrito,dirigida a su majestad apostólica real e imperial.Ni por un instante dudó, es decir, no se permitiódudar, de que su instancia sería acogida«favorablemente». Estaba dispuesto incluso adespertar a Montenuovo a cualquier hora de lanoche si era necesario. En el curso de aquellajornada y en opinión del señor de Trotta el asunto

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de su hijo se había convertido en asunto del héroede Solferino y, en consecuencia, en un asuntopropio del emperador: es decir, en cierta manera,en un asunto que afectaba a la patria. Desde susalida de W apenas había comido. Más flaco quede costumbre, a su amigo Hasselbrunner lerecordaba a uno de aquellos exóticos pajarracosdel jardín zoológico de Schönbrunn que suponenun intento de la naturaleza por repetir la fisonomíade los Habsburgo entre la fauna. Así era, el jefe dedistrito les recordaba al propio Francisco José atodos aquellos que habían visto al emperador.Esos caballeros vieneses no estabanacostumbrados en lo más mínimo al aire decididoque adoptaba el señor de Trotta. Acostumbradosellos a quitarse de encima problemas mucho másserios del imperio con un simple chistepronunciado en los cafés de la capital, les parecíaque el señor de Trotta era una personalidad salidano de una provincia geográfica sino de una remota

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provincia de la historia, fantasma del pasado de lapatria, exhortando a la conciencia patriótica. Porespacio de una hora dejaron de dedicarse al chistefácil con que solían hacer frente a todos lossíntomas de su propia decadencia. El nombre de«Solferino» provocó en ellos temor y respeto, elnombre de la batalla en la que por primera vez seanunciaba la catástrofe de la monarquía real eimperial. Sentían escalofríos al ver a ese extrañojefe de distrito y al oír sus discursos. Sentían quizáya el aliento de la muerte junto a la nuca, la muerteque al cabo de pocos meses los arrebataría atodos. Sentían junto a sus espaldas el frío hálitomortal.

Todavía le quedaban tres días de plazo alseñor de Trotta. En el curso de una noche en queno durmió, ni comió ni bebió, consiguió romperlas férreas y doradas leyes del ceremonial. No seencuentra en los manuales de historia ni en loslibros de lectura para las escuelas nacionales

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austríacas el nombre del héroe de Solferino, comotampoco consta en las actas de Montenuovo elnombre del hijo del héroe de Solferino. Aexcepción del mismo Montenuovo y del viejoservidor de Francisco José, muerto recientemente,nadie en el mundo sabía ya que el jefe de distritobarón Franz de Trotta y Sipolje fue recibido unamañana en audiencia privada por el emperador,poco antes de su marcha a Ischl.

Era una mañana maravillosa. El jefe de distritose había pasado toda la noche probándose eluniforme de gala. Tenía las ventanas abiertas. Erauna noche clara de verano. De vez en cuando seacercaba a la ventana. Escuchaba los ruidos de laciudad dormida y el canto de un gallo en loscaseríos lejanos. Olía el hálito del verano; veía lasestrellas en el cielo nocturno, oía el paso regularde los policías que patrullaban por la calle.Esperaba la mañana. Por décima vez se miró alespejo, arregló la blanca corbata bajo las puntas

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del cuello duro, pasó una vez más el blancopañuelo de batista por encima de los botonesdorados del frac, limpió la empuñadura de oro delespadín, cepilló los zapatos, se alisó las patillasde la barba y dominó con el peine los contadoscabellos de su calva, hirsutos ya y con tendencia aformar rizos. Finalmente, cepilló los faldones delfrac. Cogió el sombrero con la mano. Se colocódelante del espejo y repitió las palabras:«¡Majestad, pido gracia para mi hijo!». Vio en elespejo que sus patillas se agitaban, gesto queconsideró inoportuno. Pronunció nuevamente lafrase de forma que no se levantaran las patillas,pero que las palabras siguieran siendo claras ybien perceptibles. No sentía cansancio alguno. Seaproximó otra vez a la ventana como si se acercaraa una orilla. Esperaba con ansia la mañana comoquien espera a una nave de la patria. Sí, sentíaañoranza del emperador. Permaneció junto a laventana hasta que los grises reflejos del alba

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iluminaron el cielo y el griterío de los pájarosanunció la salida del sol. Apagó entonces las lucesde la habitación. Tocó la campanilla. Llamó albarbero. Se puso el frac. Se sentó. Ordenó que leafeitaran.

—¡Otra pasada! —dijo al barbero, quien nopodía tenerse en pie por el sueño—, ¡y acontrapelo! Brillaba azul su mentón entre lasplateadas patillas de la barba. Escocía la aluminitay refrescaban el cuello los polvos. Habíareservado un coche para las ocho y media. Volvióa cepillar una vez más el frac verdinegro. Repitiódespués delante del espejo: «¡Majestad, pidogracia para mi hijo!». Cerró luego la habitación.Bajó las escaleras. La casa todavía estabadormida. Se puso bien los guantes blancos, alisólos dedos, suavizó la piel, se detuvo por uninstante ante el gran espejo de la escalera, entre elsegundo y el primer piso, e intentó descubrir supropio perfil. Siguió bajando con cuidado las

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escaleras, cubiertas por una roja alfombra,tocando los peldaños únicamente con la punta delos pies; el perfume de los polvos y del agua decolonia y el fuerte olor del betún difundían unaplateada dignidad. El portero le hizo una profundareverencia. Frente a la puerta giratoria se hallabadetenido el coche de dos caballos. El jefe dedistrito limpió el asiento del coche con el pañueloy se sentó.

—¡A Schönbrunn! —ordenó.Durante todo el trayecto permaneció sentado

con el cuerpo erguido. Los cascos de los caballosgolpeaban alegres sobre el asfalto recién regado ylos mozos de las panaderías que pasabanapresurados, por la calle se detenían para verpasar el carruaje como si se tratara de un desfile.El señor de Trotta se dirigía hacia el emperadorcomo si fuese la pieza más valiosa del desfile.

El jefe de distrito ordenó al cochero que sedetuviera a la distancia que le pareció debida. Se

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apeó y se puso en camino hacia Schönbrunn, conlos guantes relucientes a ambos lados de su fracverdinegro, colocando cuidadosamente un piedelante del otro, para proteger los brillanteszapatos del polvo de la avenida. En lo altoalborotaban alegres las aves matutinas. El olor delsaúco y del jazmín le aturdía. De los castañoscaía, aquí y allá, una hoja sobre sus hombros. Fuesubiendo despacio por los grandes peldañosbrillantes, blancos ya bajo el sol de la mañana.Saludó al centinela. El jefe de distrito, señor deTrotta, entró en palacio. Esperó. Un funcionario dela casa imperial le examinó, como estabaprescrito. El frac, los guantes, los pantalones, lasbotas, todo era impecable. Habría sido imposibleencontrarle un defecto al señor de Trotta. Esperó.Esperó en el gran salón delante del gabinete detrabajo de su majestad. Por los seis ventanales,profundos y con las cortinas todavía extendidas,pero abiertas ya, penetraba todo el esplendor del

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verano, todos los perfumes y las vocesatolondradas de los pájaros de Schönbrunn.

Nada parecía oír el jefe de distrito. Tampocoparecía hacer caso del caballero cuya discretamisión consistía en observar a los visitantes delemperador y darles normas de conducta. Ante lainaccesible dignidad del jefe de distrito se calló yrenunció a su deber. A ambos lados de la altapuerta, blanca y con marco dorado, dos centinelasde gran talla permanecían como estatuas muertas.El piso de parquet amarillo, cubierto solamente enel centro por una alfombra roja, reflejaba conimprecisos contornos la parte inferior del señor deTrotta, los pantalones negros, la punta dorada de lavaina del espadín y también la sombra ondulantede los faldones del frac. El señor de Trotta selevantó. Avanzó con paso temeroso y apagado porla alfombra. Sentía los latidos de su corazón, perotenía tranquilo el ánimo. Ahora, cinco minutosantes del encuentro con su emperador, al señor de

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Trotta le parecía que ya hacía muchos años queacudía a semejante cita, como si estuvieraacostumbrado a dar cada mañana el informepersonal de los sucesos acaecidos en el distritomoravo de W a su majestad el emperadorFrancisco José I. Nada extraño se sentía el jefe dedistrito en el palacio de su emperador. Quizásúnicamente le preocupase la idea de que eranecesario, acaso, acariciar por un momento laspatillas de la barba con los dedos y de que ya noera posible tampoco alisar los blancos guantes unavez más. Ningún ministro del emperador, nisiquiera el jefe de su casa privada, se habríasentido tan a su gusto como el señor de Trotta. Devez en cuando el viento levantaba los amarilloscortinajes frente a los altos y profundos ventanalesy un pedazo de verdor veraniego surgía ante lamirada del jefe de distrito: Aumentaba el alborotode los pájaros. Zumbaban dos pesadosmoscardones, creyendo, necios, que era ya

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mediodía. Fue aumentando el calor veraniego,hasta hacerse sentir. El jefe de distrito permanecíade pie en el centro del salón, con el sombrerosobre la pierna derecha, la mano izquierda, de unblanco brillante, empuñando el espadín, vuelto elrostro rígido hacia la puerta de la estancia dondese hallaba el emperador. Por los ventanalespenetraba el tañido de lejanas campanas. Derepente, la puerta se abrió de par en par. Erguidala cabeza, con paso atento, silencioso y decidido ala vez, entró el jefe de distrito. Hizo una profundareverencia y permaneció unos segundos mirandohacia el piso de parquet sin pensar en nada.Cuando volvió a erguirse se había cerrado ya lapuerta a sus espaldas. Ante él, delante de la mesaescritorio, estaba el emperador Francisco José. Eljefe de distrito sintió que era su hermano quien sehallaba detrás del escritorio. Cierto, las patillas deFrancisco José eran algo más amarillas,especialmente junto a la boca, pero por lo demás

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tan blancas como las del señor de Trotta. Elemperador llevaba uniforme de general y el señorde Trotta iba de jefe de distrito. Eran como doshermanos, uno de los cuales se había hechoemperador y el otro jefe de distrito. Fue muynatural el movimiento que en ese momento realizóFrancisco José, al igual que lo fue esa audienciajamás registrada en las actas de la cancillería reale imperial. Ante el temor de que le colgara unagota de la nariz, el emperador sacó el pañuelo y selimpió el mostacho. Echó una mirada al parte quese hallaba encima de la mesa. «¡Vaya pues, aquítenemos al Trotta ese!», pensó. La víspera lehabían expuesto y explicado la necesidad de esaaudiencia repentina, pero apenas había atendido alo que decían. Desde hacía meses esos Trotta nodejaban de importunarle.

Recordaba que había hablado durante lasmaniobras con el más joven descendiente de esafamilia. Era un teniente, un teniente

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extraordinariamente pálido. Con seguridad, ésteera su padre. Ya había vuelto a olvidar elemperador si era el abuelo o el padre del tenientequien le había salvado la vida en la batalla deSolferino. ¿Acaso el héroe de Solferino se habíaconvertido de repente en jefe de distrito? ¿O setrataba del hijo del héroe de Solferino? Se apoyócon ambas mangas sobre la mesa.

—¿Bueno, querido Trotta? —le preguntó.Porque uno de sus imperiales deberes consistía ensaber el nombre de sus visitantes, por muysorprendente que ello fuera.

—¡Majestad! —dijo el jefe de distrito e hizootra profunda reverencia—. Pido gracia para mihijo.

—¿Quién es vuestro hijo? —preguntó elemperador para ganar tiempo y no poner endescubierto que no estaba muy bien informadosobre la historia familiar de los Trotta.

—Mi hijo es teniente en los cazadores de B —

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dijo el señor de Trotta.—Ah, bien, bien, está bien —dijo el

emperador—. ¡Es ese joven que vi durante lasúltimas maniobras! ¡Un gran muchacho! —Y comosus pensamientos se hacían ya algo confusos,añadió—: Casi me salvó la vida. ¿O fue usted?

—¡Majestad! Fue mi padre, el héroe deSolferino —dijo el jefe de distrito mientras hacíaotra reverencia.

—¿Qué edad tiene ahora? —preguntó elemperador—. La batalla de Solferino. Era ése dellibro de lecturas, ¿no?

—En efecto, majestad —dijo el jefe dedistrito.

El emperador recordó de pronto con grandetalle la audiencia con aquel singular capitán.También como en aquella ocasión, cuando sehabía presentado ante él el extraño capitán,Francisco José I salió de detrás de la mesa y,dando unos pasos en dirección al visitante,

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exclamó:—Acérquese, pues.El jefe de distrito se acercó. El emperador

extendió su mano delgada y temblorosa, mano deanciano con venas azules y duros nódulos en lasarticulaciones de los dedos. El jefe de distritotomó la mano del emperador e inclinó la cabeza.Quería besar la mano. No sabía si le estabapermitido cogerle la mano al emperador o ponersu propia mano en la de él, de forma que éstepudiera en todo momento retirarla.

—Majestad —repitió el jefe de distrito—.Pido gracia para mi hijo.

Eran como dos hermanos. Si un extraño loshubiera contemplado en ese preciso instante loshabría podido tomar por hermanos. Sus blancaspatillas, los hombros estrechos, caídos, la estaturasimilar, les daban la sensación de que estabancontemplando su propia imagen. El uno creía quese había transformado en jefe de distrito y el otro

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que se había transformado en el emperador. Haciala izquierda del emperador y hacia la derecha delseñor de Trotta se hallaban los grandes ventanalesabiertos, protegidos también por los cortinajesamarillos.

—Hace buen tiempo hoy —dijo de repenteFrancisco José.

—Un tiempo excelente —afirmó el jefe dedistrito. Al extender el emperador su manoizquierda en dirección a la ventana, el jefe dedistrito extendió también su mano derecha en lamisma dirección. Al emperador le pareció que sehallaba frente a su propia imagen en un espejo.

El emperador recordó que antes de salir paraIschl tenía todavía que arreglar muchas cosas.

—¡Está bien! —dijo—. ¡Todo se arreglará!¿Qué ha hecho? ¿Deudas? ¡Se arreglará! ¡Saludosa su padre!

—Mi padre está muerto, majestad —dijo eljefe de distrito.

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—Vaya pues, muerto —dijo el emperador—.Lástima, lástima —y se perdió en los recuerdos dela batalla de Solferino.

Volvió a la mesa, se sentó, tocó el botón de lacampanilla y ya no vio cómo el jefe de distritosalía, con la cabeza inclinada, la mano izquierdaen la empuñadura del espadín; el sombrero sobrela pierna derecha.

Toda la estancia resonaba con el griteríomatutino de los pájaros. A pesar del respeto que elemperador sentía por los pájaros, criaturaspredilectas, diríase, del Señor, en el fondo de sucorazón sentía hacia ellos cierta desconfianza,parecida a la que albergaba hacia los artistas. Deacuerdo con sus experiencias de los últimos años,el canto y los trinos de las avecillas habían sidouna y otra vez la causa de sus pequeños olvidos.Por ello anotó rápidamente «Asunto Trotta» en elparte.

Esperó después la visita diaria del canciller.

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Daban ya las nueve. Estaba llegando ya.

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E

CapítuloXIX

l desagradable asunto del teniente Trotta fueeliminado prudente y silenciosamente. El

comandante Zoglauer dijo únicamente: «Desde lasmás altas esferas se ha dado solución a suproblema. Su padre ha enviado el dinero. Nadamás tengo que decirle». Entonces Trotta escribió asu padre. Le indicó que el peligro en que sehallaba su honor había sido eliminado desde lasmás altas esferas. Pidió perdón por el largo tiempotranscurrido sin responder a las cartas del jefe dedistrito. Estaba emocionado y conmovido. Procurótambién demostrar su emoción. Pero en su parcovocabulario no había expresiones paraarrepentimiento, melancolía, tristeza. Le costómucho escribir esa carta. Después de firmarla

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pensó en escribir: «Creo que pronto se meconcederá un permiso y pasaré personalmente apedirte perdón». Pero esa frase, bien concebida,no se podía incluir, por razones formales, en laposdata: El teniente se dispuso pues a corregir lacarta. Al cabo de una hora había terminado. Elaspecto formal de la carta había mejorado muchoal volver a escribirla. Con eso le pareció que elasunto estaba terminado, enterrada aquellaasquerosa historia. Trotta estaba sorprendidoincluso de su «fantástica suerte». El nieto delhéroe de Solferino podía confiar en toda situaciónen el viejo emperador. No menos agradableresultaba saber que su padre tenía dinero, como sehabía comprobado. Quizás ahora, desaparecido elpeligro de que le echaran del ejército, podía yaabandonarlo por su propia voluntad, vivir enViena con la señora de Taussig, ingresar quizás enel servicio del Estado, vestir de paisano. Hacíamucho tiempo que no iba a Viena. No tenía

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noticias de la mujer. Y la deseaba. Cuando tomabaun «noventa grados» la deseaba todavía más, perole embargaba aquella melancolía que le permitíallorar un poco. Últimamente las lágrimas seacumulaban bajo los ojos del teniente, dispuestas asalir con facilidad. El teniente Trotta contemplócomplacido la carta una vez más, era la obraperfecta de sus manos, la metió en el sobre yescribió la dirección. Como premio a su laborpidió otro «noventa grados». El señor Brodnitzerse lo llevó personalmente.

—Kapturak se ha ido.Un día feliz, no cabía duda. Aquel

hombrecillo, que siempre le habría podidorecordar a Trotta su peor momento, también habíadesaparecido.

—¿Por qué?—Simplemente, le han expulsado.Pues sí, hasta aquí llegaba la mano de

Francisco José, del viejo que había hablado con el

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teniente Trotta, con una gota reluciente en la puntade su imperial nariz. Hasta aquí llegaba elrecuerdo del héroe de Solferino. Una semanadespués de la audiencia con el jefe de distrito,Kapturak ya había sido expulsado. Las autoridadesciviles, advertidas desde las altas esferas,ordenaron cerrar el salón de juego de Brodnitzer.Nadie hablaba ya del capitán Jedlicek.Desapareció en el mudo y enigmático olvido dedonde resultaba tan difícil volver como del másallá. Desapareció en las cárceles militares de lamonarquía, en los Plomos de Austria. Si losoficiales pensaban por un momento en Jedlicek,ahuyentaban inmediatamente ese pensamiento. Lamayoría lo conseguía sin dificultad, gracias a sucapacidad natural para olvidarlo todo. Llegó unnuevo capitán, un tal Lorenz: bajo y corpulento,bonachón, con una indomable tendencia a lanegligencia en el servicio y en el porte, siempredispuesto a jugar al billar. Mostraba entonces las

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mangas de la camisa, cortas, a veces zurcidas yhúmedas de sudor. Era padre de tres criaturas yesposo de una mujer malhumorada. Pronto seencontró a sus anchas. Todos se acostumbraron asu persona. Sus tres hijos, que se parecían entre sícomo trillizos, acudían al café para recogerle.Fueron desapareciendo los diversos ruiseñorescantantes, de Olmütz, Hernals y Mariahilf. Laorquesta tocaba solamente dos veces por semanaen el café. Pero le faltaba empuje y genio; al notener bailarinas se pasó a lo clásico y en vez dedarle nueva vida lo que hacía era lamentar supérdida. Los oficiales volvieron a aburrirse si nobebían. Pero si bebían se ponían melancólicos ysentían una gran compasión de sí mismos. Elverano era muy caluroso. Durante la instrucción sehacía dos veces descanso por la mañana. Sudabanlos fusiles y la tropa. Sonaban apagadas y adesgana las trompetas frente al aire bochornoso.Una débil neblina cubría el cielo por igual, como

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un velo de plomo plateado. Se extendía por laciénaga también y dominaba incluso el cánticosiempre alegre de las ranas. Los sauces no semovían. Todos esperaban el viento. Pero todos losvientos dormían.

Ese año, Chojnicki no había vuelto. Todos leguardaban, rencor por ello, como si se tratase deun animador que no había cumplido el contrato quetenía con el ejército cada verano. A fin de que lavida en esa remota guarnición adquiriese nuevobrillo, el jefe de escuadrón de los dragones, condeZschoch, tuvo la genial idea de preparar una granfiesta de verano. Esa idea fue sencillamente genialporque la fiesta constituiría un ensayo para la granfiesta del centenario de la fundación delregimiento. Faltaba aún un año para la celebracióndel centésimo aniversario del regimiento, peroparecía que no podían dejarse pasar los noventa ynueve años sin ningún júbilo especial. Todosreconocieron que la idea era genial. El coronel

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Festetics lo dijo también y creyó incluso ser elúnico y el primero en inventar ese calificativo. Porsu parte había empezado ya con los preparativospara el centenario del regimiento desde hacía unassemanas. Cada día, cuando tenía un rato libre,dictaba en las oficinas del regimiento lasinvitaciones, en extremo respetuosas, que se teníanque enviar medio año después al titular delregimiento, un pequeño príncipe del imperioalemán, de una línea colateral que,desgraciadamente, no se tenía demasiado encuenta. La redacción de este escrito cancillerescoexigía la labor de dos personas: la del coronelFestetics y la del jefe de escuadrón Zschoch. Aveces se enzarzaban en violentas discusiones pormotivos estilísticos. Por ejemplo, el coronelconsideraba que la frase «Y este regimiento con lamáxima sumisión expone…» estaba bien, mientrasque el jefe de escuadrón opinaba que «y» era unerror y que «con la máxima sumisión» no era del

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todo correcto. Decidieron que cada día redactaríandos frases y, efectivamente, consiguieron mantenerese ritmo. Cada uno le dictaba a un subordinado,el jefe de escuadrón a un sargento y el coronel a unteniente. Después comparaban las frasesobtenidas. Los dos se prodigaban mutuamentegrandes alabanzas. Seguidamente el coronelcerraba bajo llave esos borradores en el granarmario de las oficinas del regimiento, cuya llavesólo él poseía. Ponía los borradores junto a losotros proyectos, redactados ya, en relación con elgran desfile y las competiciones de los oficiales yla tropa. Todos esos proyectos se encontrabanjunto a los grandes sellados que contenían lasórdenes secretas en caso de movilización.

Después de ocurrírsele su genial idea, el jefede escuadrón Zschoch interrumpió la laborestilística en la redacción de la carta al príncipe yse puso a enviar invitaciones, todas iguales, a loscuatro vientos de ese mundo. Estas breves

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invitaciones, cuya redacción exigía un esfuerzoliterario menor, se terminaron en el plazo de dosdías. Sólo hubo algunas discusiones acerca de laforma en que se deberían distribuir lasinvitaciones. Porque, a diferencia del coronelFestetics, el conde Zschoch opinaba que había queenviar las invitaciones primero a los de categoríamás alta, después a los de categoría inferior y, así,sucesivamente. «Todos a la vez —dijo el coronel—. Se lo ordeno». Y a pesar de que los Festeticspertenecían a una de las mejores familiashúngaras, el conde Zschoch consideró que de esaorden se podía inferir una tendencia democráticapor parte del coronel, condicionada por la sangreque llevaba en sus venas. Hizo un gesto dedesprecio y envió todas las invitaciones a la vez.

Le dieron el anuario del regimiento. Tenía ensus manos las direcciones de todos los oficiales dela reserva y de los retirados del servicio activo.Todos fueron invitados. Se invitó además a todos

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los parientes más cercanos y a los amigos de losoficiales del regimiento de dragones. Se lescomunicó que se trataba de un ensayo para la fiestadel centésimo aniversario. Es decir, se lesinformaba que tendrían ocasión de encontrarsepersonalmente con el titular del regimiento, unpríncipe del imperio alemán, miembro de una líneacolateral que, desgraciadamente, no gozaba demucho prestigio. Varios de los invitadospertenecían a familias más antiguas que el titulardel regimiento. Con todo, estaban interesados enentrar en contacto con ese príncipe mediatizado.Decidieron que, al tratarse de una «fiesta deverano», se precisaría el bosquecillo del condeChojnicki. «El bosquecillo» se distinguía de losbosques de Chojnicki por el hecho de que parecíapredestinado, tanto por la naturaleza como por suspropietarios, a servir para celebrar fiestas. Era unbosque joven. Estaba formado por pinos, alegres ymenudos. Ofrecía sombra y frescor y tenía además

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algunos claros que, al parecer, sólo servían paraconvertirlos en pistas de baile. Se procedió, pues,a alquilar el bosquecillo. En esta ocasión selamentó una vez más la ausencia de Chojnicki. Contodo, se le invitó, con la esperanza de que no seríacapaz de resistir una invitación del regimiento dedragones y de que, quizá, incluso llevaría «a unpar de simpáticas personas», como decíaFestetics. Se invitó a los Hulin y a los Kinsky, alos Podstatzki y a los Schünborn, a la familiaAlbert Tassilo Larisch, a los Kirchberg, a losWeissenhorn y a los Babenhausen, a los Sennyi, alos Benkyö, a los Zuscher y a los Dietrichstein.Todos ellos tenían alguna relación con elregimiento de dragones. Cuando el jefe deescuadrón volvió a leer la lista de los invitadosexclamó:

—¡Me cago en la hostia, válgame Dios!Repitió esta original observación dos o tres

veces. Era una lástima, pero no había más remedio

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que invitar a esa gran fiesta a los simples oficialesdel batallón de cazadores. «¡Pero ya lesenseñaremos a guardar las distancias!», pensó elcoronel Festetics. Y lo mismo pensó el jefe deescuadrón Zschoch. Mientras ambos dictaban lasinvitaciones para los oficiales del batallón decazadores, uno al sargento y el otro al teniente, secontemplaban furiosos. Cada uno hacíaresponsable al otro de haber invitado a losoficiales del batallón de cazadores. Sus rostros seiluminaron cuando mencionaron el nombre delbarón de Trotta y Sipolje.

—La batalla de Solferino —comentó, al pasar,el coronel.

—¡Ah! —exclamó el jefe de escuadrónZschoch. Estaba convencido de que la batalla deSolferino databa del siglo dieciséis.

Todos los escribientes de la cancillería delregimiento se dedicaron a trenzar guirnaldas depapel, verdes y rojas. Los asistentes trepaban por

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los arbolitos del «bosquecillo» y tendían alambresentre ellos. Tres veces por semana los dragones nosalían a hacer instrucción. Tenían «clase» en elcuartel: Se les enseñaba la forma en que debíantratar a los huéspedes de categoría. Medioescuadrón pasó a ayudar al cocinero. Se enseñó alos aldeanos a limpiar cacerolas, a servir enbandeja, a ofrecer las copas de vino y a girar elasador. Todas las mañanas el coronel Festeticspasaba rigurosa revista de la cocina, las despensasy la cantina de oficiales. Se adquirieron guantesblancos de hilo para todos los soldados quecorrían el riesgo de entrar en contacto, de una uotra forma, con los nobles huéspedes. Cadamañana todos los dragones que habían sidoescogidos por la buena o mala voluntad delsuboficial para ese duro cargo tenían que mostrarlas manos extendidas, con los guantes blancospuestos, ante los ojos del coronel. Éste examinabasi estaban limpios, si les iban bien, si las costuras

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estaban bien hechas. El coronel se hallaba de buenhumor, iluminado por el resplandor de un ocultofuego interno. Se admiraba de su propia capacidadpara la acción, de la cual hacía gala, y exigía quelos demás también le admirasen. Demostraba tenergran fantasía. Cada día se le ocurrían diez ideasdistintas, mientras que antes le bastabaperfectamente con tener una por semana. Esasideas se relacionaban no solamente con la fiesta,sino que afectaban también a las grandescuestiones de la vida, por ejemplo, al reglamentopara la instrucción, al uniforme de campaña y a latáctica. En el curso de esas jornadas se hizoevidente para el coronel que podría ejercer degeneral sin más.

Ya estaban tendidos ahora los alambres deárbol a árbol y se trataba ahora de colocar lasguirnaldas sobre ellos. Se colgaron primero atítulo de prueba. El coronel fue a verlas. Eraevidente que había que colgar también farolillos.

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Pero como a pesar de la niebla y del bochornotodavía no había llovido era de temer que cayeraun chaparrón cualquier día. El coronel ordenó,pues, que se ejerciera una vigilancia constante enel bosquecillo, cuya misión consistía en descolgarlas guirnaldas y los farolillos a la menor señal detormenta.

—¿Los alambres también? —preguntóprudentemente al jefe de escuadrón, pues sabíamuy bien que los grandes hombres se complacenen escuchar los consejos de sus simples ayudantes.

—¡A los alambres no les va a pasar nada! —exclamó el jefe de escuadrón. Y siguieroncolgados entre los árboles.

No hubo tormentas. El tiempo se manteníabochornoso y pesado. A partir de las negativas demuchos invitados se fue llegando poco a poco a laconclusión de que el mismo domingo en que losdragones celebrarían su fiesta habría también otrafiesta en un conocido club de la nobleza en Viena.

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Muchos de los invitados dudaban entre su afán porconocer todas las novedades de la sociedad —cosa que sólo era posible asistiendo al baile delclub— y el placer aventurero de visitar la fronteracasi legendaria. Lo exótico de ésta les parecía tanatractivo como el chismorreo del baile en el club yla ocasión que suponía descubrir una actitudamable u ofensiva en otros, de poder conceder unfavor a quien se lo había pedido poco antes uobtener el que precisamente se necesitaba.Algunos prometieron enviar un telegrama en elúltimo momento. Tales respuestas destruyeron casipor completo la confianza que había adquirido elcoronel Festetics en los últimos días.

—¡Es una catástrofe! —exclamaba.—¡Una catástrofe! —repetía el jefe de

escuadrón. Y dejaba caer la cabeza.¿Cuántas habitaciones había que preparar?

¿Cien o solamente cincuenta? ¿Y dónde? ¿En elhotel? ¿En casa de Chojnicki? Pero Chojnicki no

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estaba y ni siquiera había contestado.—Es un zorro ese Chojnicki. ¡Nunca confié en

él! —dijo el jefe de escuadrón.—¡Tienes mucha razón! —le confirmó el

coronel. Llamaron a la puerta. El ordenanza lesanunció al conde Chojnicki.

—¡Qué gran muchacho! —exclamaron alunísono.

Lo saludaron con gran cordialidad. En su fuerointerno el coronel se dijo que su fantasía seagotaba ya y que necesitaba ayuda. También el jefede escuadrón se daba cuenta de que su fantasía sehabía terminado ya. Abrazaron al recién llegadouno tras otro. Cada uno esperaba con impacienciaque el otro terminase de abrazar al conde. Despuéspidieron un vaso de aguardiente.

Todas las graves preocupaciones setransformaron en fáciles y graciosasimaginaciones. Por ejemplo, cuando Chojnicki lesdecía:

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—Encargaremos cien habitaciones y, sicincuenta quedan vacías, pues es igual.

—¡Genial! —exclamaron los dos oficiales acoro, arrojándose sobre el conde para abrazarlouna vez más.

Durante la semana previa a la fiesta no llovió.Siguieron colgados de los alambres todas lasguirnaldas y todos los farolillos. A veces sesobresaltaban el sargento y los cuatro soldadosque estaban de vigilancia junto al bosquecillo yobservaban el horizonte hacia el oeste, hacia elenemigo celestial. Se oía un lejano retumbar, eleco de un trueno lejano. Otras veces se veíanlívidos relámpagos al anochecer sobre la neblinaazul, grisácea, relámpagos que se acumulaban enel horizonte hasta enterrar suavemente el rojo delsol poniente. Lejos de allí, acaso en otro mundo,caían las tormentas. Pero en el mudo bosquecillosólo se oían los crujidos de las hojas secas de lospinos y de la corteza agostada de sus troncos.

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Piaban apenas, adormilados, los pájaros. Ardía elsuelo blando arenoso entre los troncos. Latormenta no llegó. Las guirnaldas siguieroncolgadas de los alambres.

El viernes llegaron algunos invitados. Sehabían anunciado por telegrama. El oficial deguardia fue a recogerlos. La excitación en los doscuarteles aumentaba de hora en hora. En el caféBrodnitzer los de caballería deliberaban con losde infantería sobre cuestiones sin importancia,simplemente por el afán de que aumentara aún másla tensión. Nadie era capaz de quedarse solo. Laimpaciencia les obligaba a reunirse. Murmurabanentre sí y compartían de repente una larga serie deextraños secretos que no habían delatado duranteaños. Se confiaban unos a otros sin temor, sequerían. Sudaban unánimemente el desasosiego dela espera. La fiesta ocultaba el horizonte, era unapoderosa montaña, solemne. Todos estabanconvencidos no sólo de que la fiesta suponía una

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variación, sino de que implicaría también uncambio total en sus vidas. En el último momento seatemorizaron ante su propia obra. La fiesta seindependizaba y les saludaba amablemente a lavez que les amenazaba como un peligro. La fiestaennegrecía el cielo y lo despejaba. Todoscepillaban y planchaban el uniforme de gala.Incluso el capitán Lorenz no se atrevió a jugar albillar durante esas jornadas. La calma placenteracon que pensaba pasar el resto de su vida desoldado estaba destruida. Contemplaba condesconfianza su chaqueta de gala, que parecía uncorpulento percherón que ha pasado años a lafresca sombra del establo y que de repente se veobligado a participar en una carrera.

Finalmente llegó el domingo. Había cincuentay cuatro invitados.

—¡Joder! —exclamó el conde Zschoch dos otres veces.

Sabía bien en qué regimiento estaba sirviendo,

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pero a la vista de los cincuenta y cuatro sonorosnombres de la lista de invitados sintió que nuncahabía estado suficientemente orgulloso de suregimiento. A la una del mediodía empezó la fiestacon un desfile de una hora por el campo deinstrucción. Se habían pedido dos bandas militaresde otras guarniciones mayores. Tocaban en dospequeños pabellones redondos de madera,abiertos en el bosquecillo. Las señoras fueron enfurgones cubiertos con lonas. Llevaban vestidosveraniegos sobre los rígidos corsés y grandessombreros con pájaros disecados. Sonreían apesar del calor, y cada una era una fresca brisa.Sonreían con los labios, los ojos, los pechosprisioneros detrás de vestidos olorosos y cerradosa cal y canto; sonreían con los guantes de encaje,que les llegaban hasta el codo, y con los diminutospañuelos en la mano, con los que a veces dabanligeros toquecitos en la nariz, como si temieranromperla. Vendían bombones, champán y números

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para la rueda de la fortuna que hacía girarpersonalmente el cronista del regimiento. Vendíantambién saquitos de colores con confeti del quetodos iban cubiertos y que las mujeres intentabanquitar soplando con un gracioso mohín. Tampocofaltaban serpentinas. Rodeaban cuellos y piernas,se colgaban de los árboles y en un instantetransformaban todos los pinos en pinos artificiales.Porque su color resultaba más convincente que elverde de la naturaleza.

Por el cielo, sobre el bosque, avanzaban ya lasnubes que desde hacía tanto tiempo se esperaban.Se oía el trueno cercano pero las bandas militareslo dominaban. Cuando cayó la noche sobretiendas, carruajes, confeti y bailes, se procedió aalumbrar los farolillos. Nadie advirtió que súbitasráfagas los hacían oscilar más de lo que resultabaadecuado para farolillos de fiesta. Losrelámpagos, que iluminaban cada vez con mayorresplandor el cielo, no se podían comparar aún, ni

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mucho menos, con los fuegos artificiales que latropa disparaba detrás del bosquecillo. En generalse creía que los rayos observados por casualidaderan cohetes mal disparados.

—¡Va a haber tormenta! —exclamó de prontoalguien.

La noticia se fue propagando por elbosquecillo. Se hicieron los preparativos para elregreso y todos se fueron, a pie, a caballo o encarro a la casa de Chojnicki. Todas las ventanasestaban abiertas. El resplandor de las velas sedesbordaba como inmenso foco en abanico haciala ancha avenida, doraba el suelo y los árboles,cuyas hojas parecían de metal. Era todavíatemprano pero ya oscurecía a causa de las masasde nubes que de todas partes acudían y se reunían.En la ancha avenida y en el patio ovalado frente alpalacio se iban reuniendo los caballos, loscarruajes, los invitados, las mujeres con susvestidos de colores y los oficiales de trajes más

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abigarrados todavía. Los soldados aguantaban porlas riendas a los caballos de montar y los cocherosse esforzaban por calmar a los percherones; losanimales se mostraban cada vez más inquietos. Elviento acariciaba sus crines brillantes como unpeine eléctrico; las bestias relinchabanamedrentadas, ansiosas por volver al establo,hurgaban nerviosas con las patas sobre la gravilladel camino. También parecían comunicar a losseres humanos la agitación de la naturaleza. Ya nose oían las alegres exclamaciones lanzadas pocoantes, cuando jugaban a la pelota. Acaso, por estardemasiado absortos en los fenómenos físicos queprecedían a la tormenta, los cuales pese a serconocidos provocaban cierta excitación en losinvitados, o distraídos también, quizá, por lasconfusas melodías de las dos bandas de música,que empezaban ya a afinar sus instrumentos en elinterior del caserón, nadie advirtió la llegada agalope tendido de un ordenanza que se lanzaba

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hacia la plazuela y detenía el caballo de un fuertetirón. En uniforme de campaña, brillante el casco,con la carabina colgada a la espalda y lascartucheras en el cinturón, bajo la lívida luz de losrelámpagos y el reflejo violeta de las nubes,recordaba teatralmente a un bélico mensajero. Eldragón saltó del caballo y preguntó por el coronelFestetics. Le dijeron que el coronel estaba en lacasa. Un momento después el coronel salió alpatio, cogió la carta que le entregaba el ordenanzay se volvió para la casa. En el vestíbulo, de formaredonda, donde no había iluminación, se detuvo.Un criado se le acercó por detrás con uncandelabro en la mano. El coronel abrió el sobre.El criado, a pesar de estar educado desde su mástierna juventud en el arte de obedecer, no podíadominar su mano, que comenzó a temblarle. Lavela empezó a llamear violentamente. Aunque nointentó mirar por encima de la espalda del coronelel texto del escrito, se colocó bajo el campo de

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mira de sus ojos y vio una única frase escrita continta y con letra grande y muy clara. De la mismamanera en que le habría resultado imposible dejarde percibir tras los cerrados párpados elresplandor de los relámpagos que surgían ahorapor todo el horizonte, tampoco habría podidoapartar su mirada de aquellas terribles grandesletras azules: «Rumores heredero trono asesinadoen Sarajevo».

Las palabras cayeron como una sola en laconciencia del coronel y en los ojos del criado asus espaldas. Las manos del coronel dejaron caerel sobre. El criado, sosteniendo con la izquierda elcandelabro, se inclinó para recogerlo con laderecha. Cuando se levantó miró cara a cara alcoronel Festetics, quien se hallaba delante de élcontemplándole. El criado dio un paso hacia atrás.En una mano tenía el candelabro y en la otra elsobre; ambas manos le temblaban. El indecisoresplandor de la vela iluminaba y ocultaba

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alternativamente el rostro del coronel. El rostrodel coronel, generalmente colorado y ornado porun gran bigote dorado, pasaba constantemente delvioleta a un blanco palidísimo. Le temblaban unpoco los labios y se le contraía convulsivamente elbigote. A excepción del coronel y del criado nohabía nadie en el vestíbulo. Desde el interior de lacasa les llegaban ya las primeras notas apagadasde un vals tocado por las dos bandas militares, seoía ruido de vasos y el susurro de las voces. Por lapuerta que daba al patio se veía el resplandor delos lejanos relámpagos; se percibía ya el retumbardébil de los truenos. El coronel miró al criado.

—¿Lo ha leído usted? —le preguntó.—¡Sí, mi coronel!—¡Pues a callar! —dijo Festetics y se puso el

índice sobre la boca.Se alejó. Vacilaba ligeramente al andar, o

quizá sólo lo parecía a causa de la luz trémula delas velas. El criado, curioso y excitado tanto por la

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prohibición de hablar impuesta por el coronelcomo por la terrible noticia que acababa de leer,esperó al compañero que debía sustituirle paramantener el candelabro y se fue después por lasestancias de la casa para ver si se informaba algomás sobre lo que estaba pasando. A pesar de serun hombre ya hecho, razonable y nadasupersticioso, el miedo le iba ganando en esevestíbulo iluminado apenas por las velas, quedespués de cada violento relámpago, de lívida luz,volvía a quedar sumido en profunda oscuridad. Elaire estaba cargado de electricidad, se retrasaba latormenta. El criado relacionaba el hecho casual dela tormenta de forma sobrenatural con la espantosanoticia. Pensaba que finalmente había llegado lahora en que las potencias sobrenaturales delmundo se manifestaban crueles, claras. Sepersignó mientras seguía sosteniendo con laizquierda el candelabro. En ese momento salióChojnicki, quien le contempló extrañado y le

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preguntó si acaso temía tanto a la tormenta. Elcriado respondió que no era solamente a causa dela tormenta. Porque si bien había prometido nohablar, no podía soportar por más tiempo esacomplicidad. «¿A causa de qué más, pues?», lepreguntó Chojnicki. Es que el coronel Festeticshabía recibido una terrible noticia. Y le comunicóel contenido del telegrama. Chojnicki mandó quedelante de todas las ventanas, cerradas ya a causade la tormenta, se corrieran las cortinas.Seguidamente ordenó que le prepararan su coche.Quería irse a la ciudad. Mientras estabanenganchando los caballos fuera, llegó un carruaje,con el toldo tendido y chorreante, lo cual revelabaque provenía de una zona donde la tormenta yahabía descargado. Descendió del coche aquelalegre jefe de distrito que había disuelto la reuniónpolítica de los obreros de la fábrica de crin enhuelga. Llevaba bajo el brazo una cartera.Seguidamente informó, como si sólo se hubiera

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desplazado por ello, que en la ciudad llovía ya.Después comunicó a Chojnicki que el heredero dela monarquía austro-húngara había sido muerto atiros, probablemente, en Sarajevo. La noticia habíasido difundida primero por viajeros llegados a laciudad tres horas antes. Después había llegado untelegrama en clave e incompleto a la jefatura deldistrito. A causa de la lluvia las comunicacionestelegráficas se habían interrumpido y hasta elmomento no se había recibido respuesta a laspreguntas planteadas en busca de confirmación.Además, era domingo y en las oficinas había pocopersonal. La excitación en la ciudad e, incluso, enlos pueblos aumentaba a ojos vista y, a pesar de lalluvia, la gente permanecía en las calles.

Mientras el comisario informaba rápidamentey en voz baja estos hechos, desde las estanciasinteriores del palacio les llegaba el rumor de lospasos de los danzantes, el ruido de los vasos y, devez en cuando, la risa profunda de los hombres.

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Chojnicki decidió llamar primero a algunos de loshuéspedes que él consideraba más responsables,prudentes y que todavía estaban serenos, yreunirlos en una habitación separada. Medianteuna serie de pretextos los fue reuniendo uno trasotro en la habitación escogida y les presentó aljefe de distrito. Seguidamente les informó sobre lasituación. Entre los escogidos se encontraba elcoronel del regimiento de dragones, el comandantedel batallón de cazadores con sus ayudantes,algunas de las personas de más renombre entre losinvitados, y entre los oficiales del batallón decazadores, también Trotta. En la habitación dondese hallaban había pocas posibilidades de tomarasiento; muchos, pues, tuvieron que quedarse depie apoyándose contra la pared; otros, alegres ysin tener idea todavía de lo que estaba pasando, sesentaron sobre la alfombra cruzando las piernas.Permanecieron en esa posición aun después derecibir la noticia. Algunos quedaron quizá

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paralizados por el espanto producido; otrosprobablemente estaban ya demasiado borrachos.Los restantes, indiferentes, por su propianaturaleza, a todo cuanto sucedía en el mundo,permanecían quietos, diríase, por innata cortesía, yconsideraban que no era propio de ellos alterar suposición a causa de una catástrofe. Algunos nisiquiera se habían quitado de sus espaldas, cuellosy cabezas los trozos abigarrados de serpentinas ylas redondas hojuelas del cilantro. Aquellosemblemas carnavalescos intensificaban aún más elhorror de la noticia.

Al poco rato el calor era insoportable en lapequeña estancia:

—¡Abramos una ventana! —dijo uno mientrasotro alzaba ya el picaporte de una de las altas yestrechas ventanas; se asomó y retrocedióviolentamente un segundo después.

Sobre el patio cayó un rayo incandescente conterrible violencia frente a la ventana. No se podía

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distinguir bien dónde había dado el rayo, pero seoyó el chasquido de los árboles destrozados. Lascopas humeaban negras y pesadas al caer. Inclusolos que se habían sentado en el suelo, alegres oindiferentes, se pusieron de pie; los borrachos sebalancearon, todos palidecieron. Se sorprendíande seguir todavía con vida. Contuvieron larespiración y se miraron con ojos tremendamenteabiertos esperando el trueno. Sólo transcurrieronunos breves segundos hasta que estalló. Pero entreel rayo y el trueno se extendió la eternidad. Todosintentaron acercarse unos a otros. Formaban unmontón de cuerpos y cabezas alrededor de lamesa. Por un momento, sus rostros, pese a ser tandistintos, se parecían como si fuesen todoshermanos. Era como si vieran una tormenta porprimera vez en la vida. Con temor y respetoesperaron que transcurriese el breve estrépito deltrueno. Después respiraron aliviados. Y mientraslas pesadas nubes, rasgadas por el rayo,

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descargaban la masa de lluvia con alegre chapoteoante las ventanas, los hombres empezaron a tomarasiento de nuevo.

—Hay que interrumpir la fiesta —dijo elcomandante Zoglauer.

El jefe de escuadrón Zschoch, con algunosconfeti por el pelo y el resto de una serpentinarosa alrededor del cuello, dio un respingo. Estabaofendido, como conde, como jefe de escuadrón,como dragón especialmente, como soldado decaballería en general y muy especialmente comoindividuo de categoría extraordinaria, en fin, comoZschoch. Sus cejas cortas y pobladas se erizaron yformaron dos setos de rígidas espinas dirigidas,todas ellas, contra el comandante Zoglauer. Susgrandes y estúpidos ojos azules, en los que acasose reflejara todo cuanto había visto en el pasadopero raras veces lo que estaba precisamenteviendo, parecían expresar el orgullo de losantepasados de Zschoch, un orgullo del siglo

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quince. Había casi olvidado el rayo, el trueno, laterrible noticia, todos los sucesos de los últimosminutos. Recordaba únicamente los esfuerzos quehabía hecho por la fiesta, su genial idea. Ademásno podía soportar mucho ya; había bebidochampaña y le sudaba su chata naricilla.

—Esta noticia es mentira —dijo—, no puedeser verdad. Que alguien me demuestre que esverdad esa estúpida mentira; porque es unamentira, como lo indican ya las palabras«rumores» o «quizás» o como se llame esapalabreja política.

—Un rumor también es suficiente —dijoZoglauer. Aquí intervino el señor de Babenhausen,jefe de escuadrón de la reserva. Excitado por elalcohol; se abanicaba con el pañuelo, que ponía enla manga y lo volvía a sacar. Se apartó de la paredy se acercó a la mesa frunciendo el entrecejo.

—Señores míos —dijo—, Bosnia está lejos deaquí. Nosotros no hacemos caso de rumores. ¡En

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cuanto a mí, poco me importan los rumores! Si esverdad, ya nos enteraremos a tiempo.

—¡Bravo! —exclamó el barón Nagy Jenö, elde los húsares.

A pesar de que descendía, sin lugar a dudas,de un abuelo judío y de que la baronía había sidocomprada por su padre, consideraba que losmagiares eran una de las más nobles razas de lamonarquía y del mundo y se esforzaba con éxitopor olvidar la raza semítica de donde procedía,para lo cual adoptaba todos los defectos de lanobleza magiar.

—¡Bravo! —repitió una vez más.Había conseguido apreciar u odiar, según el

caso, todo cuanto parecía favorable o nocivo a lapolítica nacional de Hungría. Instaba a su corazóna odiar al heredero de la monarquía porque sedecía que se mostraba favorable a los eslavos ycontrario a los húngaros. El barón de Nagy nohabía acudido a una fiesta en la remota frontera

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para que se la aguara un incidente. Considerabaque era traición a la nación magiar si uno de susmiembros dejaba perder la ocasión de bailar unaczarda, a lo cual estaba obligado por motivosraciales, a causa de un rumor. Se hundió elmonóculo en el ojo, como siempre que debíasentirse inflamado por el nacionalismo, de lamisma forma en que un viejo se agarra al bastónantes de iniciar un paseo, y dijo en el alemán delos húngaros, como si estuviera deletreando, conun triste sonsonete:

—¡El señor de Babenhausen tiene toda larazón! ¡Muy bien! ¡Si el heredero del trono ha sidorealmente asesinado, quedan todavía otrosherederos!

El señor de Sennyi, de sangre más magiar queel señor de Nagy, se levantó, aterrorizado ante laposibilidad de que un judezno le ganase en cuantoa sus convicciones por la patria húngara.

—¡Si el heredero del trono ha sido asesinado

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—dijo—, debemos tener en cuenta que, primero,la cosa todavía no es segura y, además, que no nosinteresa en absoluto!

—¡Sí nos importa! —dijo el conde Benkyö—,pero no ha sido asesinado. ¡Es un rumor!

Afuera caía la lluvia con un estrépito continuo.Los rayos lívidos eran ya menos frecuentes, lostruenos se alejaban.

El teniente Kinsoky, hijo de las orillas delMoldau, afirmó que el heredero del trono habíasido, en todo caso —en el supuesto, claro, de quese pudiera utilizar el término «había sido»—, unaposibilidad muy poco segura de la monarquía. Porlo demás, compartía la opinión de su antecesor enel uso de la palabra: había que considerar que lanoticia del asesinato del heredero del trono era unfalso rumor. Además, se hallaban tan alejados dellugar del hecho que no podía conocerse enabsoluto lo realmente sucedido. La verdad no sesabría, en cualquier caso, hasta terminada ya la

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fiesta.El conde Battyanyi, borracho, empezó entonces

a hablar en húngaro con sus compañeros. No secomprendía palabra. Los otros permanecieronquietos, miraban a los hablantes y esperaban,aunque algo desconcertados. Parecía que loshúngaros querían seguir hablando por su cuentatoda la noche; esto es lo que les exigían suscostumbres tradicionales. A pesar de nocomprender ni una sola sílaba, los otros se dieroncuenta, por los gestos de los hablantes, de queéstos empezaban a olvidar la presencia de losdemás. A veces reían en coro. El resto se sintióofendido, menos por el hecho de que en esosmomentos la risa resultaba poco adecuada que porno comprender el motivo de esa risa. Jelacich, unesloveno, acabó por indignarse. Odiaba a loshúngaros tanto como despreciaba a los serbios.Quería a la monarquía. Él era un patriota. Pero allíestaba, con el amor patrio en sus manos abiertas,

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sin saber qué hacer, como una bandera que hay queponer en alguna parte pero para la que no seencuentra poste. Una parte de sus compatriotaseslovenos y también sus primos los croatas vivíansometidos directamente al dominio húngaro.Hungría entera separaba al jefe de escuadrónJelacich de Austria y de Viena y del emperadorFrancisco José. En Sarajevo, casi en su patria,quizá la mano de un esloveno había asesinado alheredero del trono, la mano de un esloveno comoél, como el jefe de escuadrón Jelacich. Siintentaba defender al asesinado frente a lasinjurias de los húngaros —él era el único de esareunión que entendía el húngaro—, le podíanreplicar que precisamente los asesinos eran suscompatriotas. En efecto, en cierta manera, se sentíacómplice aunque no sabía por qué. Desde hacíaciento cincuenta años su familia servíahonradamente y con devoción a la dinastía de losHabsburgo. Pero ya sus dos hijos, adolescentes,

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hablaban de la independencia de los eslavos delsur y escondían, ante su presencia, los panfletosque les llegaban seguramente de Belgrado, el paísenemigo. Y bien, ¡él quería a sus hijos! Amediodía, a la una, cuando el regimiento pasabapor delante del instituto, salían corriendo parasaludarle, surgían apresurados del gran portalónde la escuela, con el pelo de cualquier manera yriendo contentos; entonces, su afecto paternal leobligaba a descender del caballo y abrazar a losmuchachos. Cerraba los ojos cuando les veíaleyendo periódicos sospechosos y hacía que no oíacuando pronunciaban frases sospechosas también.Era inteligente y sabía que ocupaba una posiciónperdida entre sus antepasados y sus descendientes,destinados éstos a ser los predecesores de unageneración totalmente nueva. Los chicos tenían sucara, el color de su pelo y de sus ojos, pero suscorazones latían a un nuevo compás; sus cabezasengendraban extraños pensamientos, sus gargantas

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cantaban canciones nuevas, extrañas, que éldesconocía. A los cuarenta años el jefe deescuadrón Jelacich se sentía ya un anciano, y a susnietos les consideraba unos incomprensiblesbisnietos. «Es igual», pensó. Se acercó a la mesa ydio un golpe sobre el tablero con la palma de lamano.

—Rogamos a los señores —dijo— queprosigan su conversación en alemán.

Benkyö, que acababa de hablar, se detuvo unmomento.

—Lo diré en alemán —respondió—: Hemosllegado a la conclusión, mis compatriotas y yo, deque podemos estar satisfechos de que la hayadiñado el puerco ése.

Todos pegaron un respingo. Chojnicki y elvivaracho jefe de distrito salieron de lahabitación. Los invitados se quedaron solos. Lasdiscusiones internas en el ejército no admitíantestigos. Junto a la puerta estaba el teniente Trotta.

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Había bebido mucho. Lívida la tez; cansados losmiembros, seco el paladar, el corazón vacío. Sedaba cuenta cabal de que estaba borracho, peroechaba de menos con extrañeza aquella nieblabenefactora ante los ojos. Por el contrario, creíaver todo con mayor precisión, como a través de unhielo brillante y claro. Le parecía que conocíaesos rostros, que ahora veía por primera vez,desde hacía ya mucho tiempo. Era un momento queconocía muy bien; se hacía realidad algo que habíasoñado muchísimas veces. Se desmoronaba y sehundía la patria de los Trotta.

En su casa, en la capital morava del distrito deW, acaso era Austria. Todos los domingos labanda de música del señor Nechwal tocaba lamarcha de Radetzky. Una vez a la semana, losdomingos, era Austria. El emperador, el de labarba blanca, aquel viejo desmemoriado con lagota brillante en la punta de la nariz y el viejoseñor de Trotta eran austríacos. El viejo Jacques

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estaba muerto. El héroe de Solferino, muertotambién. El doctor Demant, muerto. «¡Vete delejército!», le había dicho éste. «Me marcharé delejército —pensaba el teniente—. También miabuelo lo abandonó. Voy a decirlo ahora». Sentíala necesidad de hacer algo, al igual que años atrás,en el lupanar de la señora Resi. ¿Había aquí unretrato para salvar? Sentía a su espalda la miradaoscura del abuelo. Dio unos pasos hacia el centrode la habitación. Todavía no sabía qué iba a hacer.Algunos se fijaban ya en él.

—Yo sé —empezó a decir y todavía seguía sinsaber nada—. Yo sé —y dio otro paso más alfrente— que su alteza real e imperial, elarchiduque heredero del trono, ha sidoefectivamente asesinado. —Se calló.

Hundió los labios apretados. Formaban unapequeña cinta rosada, estrecha, pálida. En los ojososcuros y pequeños ardía una luz clara, casiblanca. Su pelo negro, enmarañado, ensombrecía

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su corta frente; más sombría aún era la arruga delentrecejo, aquel foco de la ira, que habíanheredado los Trotta. Mantenía inclinada la cabeza.De los brazos cansados destacaban los puños,rabiosamente apretados. Si los presentes hubieranconocido el retrato del héroe de Solferino habríanpodido creer que el viejo Trotta había resucitado.

—Mi abuelo… —volvió a hablar el teniente.Sentía a su espalda la mirada del viejo—. Miabuelo salvó la vida del emperador. Y yo, sunieto, no voy a permitir que se insulte a la familiadel jefe supremo de los ejércitos. Los señores seestán comportando de forma escandalosa —gritómás fuerte—. ¡Es un escándalo!

Por primera vez Trotta se oía gritar. Jamáshabía gritado como sus compañeros con la tropa.

—¡Es un escándalo! —repitió.El eco de su voz volvió a resonar en sus

propios oídos. Benkyö, borracho, dio un pasohacia el teniente tambaleándose.

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—¡Es un escándalo! —gritó por tercera vez elteniente.

—¡Es un escándalo! —repitió el jefe deescuadrón Jelacich.

—A quien se atreva a decir una palabra máscontra el muerto —continuó diciendo el teniente—, le pego un par de tiros.

Puso la mano en el bolsillo. Benkyö, borracho,iba a decir algo, cuando Trotta gritó:

—¡Cállense! —con una voz que parecíaprestada, una voz de trueno, quizá la del héroe deSolferino.

Se sentía la presencia de su abuelo. Él era elhéroe de Solferino. Y era su propio retrato el quedormía debajo de las vigas en el gabinete de lacasa paterna. El coronel Festetics y el comandanteZoglauer se pusieron de pie. Por primera vezdesde que existía el ejército austríaco, un tenientehabía ordenado a los jefes de escuadrón, a loscomandantes y a los coroneles que se callaran. Ni

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uno sólo de los presentes creía ya que el asesinatodel heredero fuera un mero rumor. Veían alheredero en medio de un charco rojo de sangrehumeante. Temían también que en cualquiermomento hubiera sangre en aquella habitación.

—¡Ordénele que se calle! —susurró el coronelFestetics.

—¡Teniente! —dijo Zoglauer—. ¡Salga de lahabitación!

Trotta se giró hacia la puerta, que en esemomento se abrió. Muchos invitados entraron en laestancia con confeti y serpentinas por las cabezasy los hombros. La puerta permaneció abierta. Seoía la risa de las mujeres en los salones y lamúsica y los pasos arrastrados de los danzantes.

—¡El heredero del trono ha sido asesinado! —exclamó alguien.

—¡La marcha fúnebre! —exclamó Benkyö.—¡La marcha fúnebre! —repitieron varios.Los invitados acudían de todas las

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habitaciones. En los dos grandes salones dondehabían estado bailando hasta ese momento, las dosbandas militares tocaban la marcha fúnebre deChopin, dirigidas por los maestros músicos,coloradotes y sonrientes. Sobre los hombros y enel pelo tenían serpentinas de colores y confeti. Loscaballeros de paisano y de uniforme daban elbrazo a las señoras. Sus pasos obedecíanvacilantes al ritmo macabro y tropezón. Las dosbandas tocaban sin partitura y sin dirección,acompañadas simplemente por las lentas curvasque trazaba el maestro con su negra batuta por elaire. A veces, una de las dos bandas se retrasaba eintentaba atrapar a la otra, para lo cual tenía quesaltarse un par de compases. Los invitados ibandando vueltas alrededor del salón, cuyo centro,vacío, reflejaba la superficie lisa del parquet.Parecía que cada uno acompañaba al cadáver delque iba delante y, en el centro, se hallaba elcadáver invisible del heredero del trono y el de la

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monarquía. Todos estaban borrachos. Los que nohabían bebido bastante se mareaban ya al dartantas vueltas. La banda fue acelerando el ritmo ylos pies de la comitiva empezaron a adoptar unaire de marcha. Los tamborileros redoblaban sincesar y la pesada maza del bombo empezaba aredoblar como jóvenes y alocados palillos. Elsoldado que tocaba el bombo, borracho, le dio derepente al triángulo. En ese mismo momento elconde Benkyö dio un salto de alegría.

—¡El puerco ya la ha diñado! —exclamó enhúngaro.

Todos lo comprendieron como si hubierahablado en alemán. Algunos empezaron a saltar.Los músicos aceleraban cada vez más el ritmo dela marcha fúnebre. Se oía el sonido del triángulo,claro, argentino y borracho.

Finalmente, los lacayos de Chojnickiempezaron a guardar los instrumentos. Losmúsicos, sonrientes, no opusieron resistencia. Con

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los ojos abiertos de par en par, los violinistascontemplaron cómo se llevaban el violín, losvioloncelistas vieron desaparecer su violoncelo,los cornetas sus clarines. Algunos pasaban elarquillo, que todavía tenían, por encima del sordopaño de sus mangas y movían la cabeza al compásde las melodías imperceptibles que acasoresonaban en sus cabezas borrachas. Cuando lequitaron al tamborilero sus instrumentos, losbrazos siguieron moviéndose con la maza y losplatillos por el aire. Los maestros músicos, quehabían bebido más que los demás, fuerontransportados finalmente por los lacayos como sise tratara de un instrumento más. Los invitadosreían. Se produjo un silencio. Nadie hacía ruido.Todos permanecieron donde estaban, de pie osentados, y no se movieron. Después de losinstrumentos se llevaron las botellas. Quitaron losvasos, todavía llenos hasta la mitad, de la mano deése o aquél.

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El teniente Trotta salió del caserón. En lasescaleras que daban a la salida estaban sentados elcoronel Festetics, el comandante Zoglauer y el jefede escuadrón Zschoch. No llovía ya. Sólo de vezen cuando caían algunas gotas de las nubes escasasy de los salidizos del tejado. Los tres hombresestaban sentados sobre unos grandes pañosblancos que les habían puesto sobre las escaleras.Parecían estar sentados ya sobre sus propiossudarios. Tenían las espaldas marcadas porgrandes manchas de agua de lluvia en zig-zag.

Los restos de una serpentina estaban pegados,húmedos e inseparables, al cogote del jefe deescuadrón.

El teniente se puso firme ante ellos. Los otrospermanecieron como estaban, con la cabezainclinada. Recordaban un grupo militar de figurasde cera en el museo.

—Mi comandante —dijo Trotta a Zoglauer—,mañana solicitaré mi baja del ejército.

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Zoglauer se levantó. Le dio la mano. Queríadecir algo, pero no pronunció palabra. Clareabaya. Un viento suave desgarraba las nubes, en la luzplateada de la corta noche, con la que semezclaban ya los primeros signos de la mañana.Se podían distinguir claramente los rostros. En elrostro demacrado del mayor todo se agitaba. Lasarrugas parecían meterse unas en otras, temblabala piel, el mentón se movía de acá para allá, comoun péndulo, alrededor de las mandíbulas seagitaban unos músculos diminutos, aleteaban lospárpados y temblaban las mejillas. Todo estaba enmovimiento a causa del desorden que causaban enel interior de su boca las palabras que noacababan de salir, voces confusas, nuncapronunciadas e impronunciables. Una sombra delocura flotaba sobre ese rostro. Zoglauer apretó lamano de Trotta durante unos segundos, durante unaeternidad. Festetics y Zschoch seguían sentadosinmóviles en las escaleras. Se notaba el fuerte olor

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de los saúcos. Se oían el gotear lento de la lluvia yel suave murmullo de los árboles húmedos yempezaban a despertar, tímidas todavía, lasvocecillas de las bestezuelas, que habíanenmudecido al producirse la tormenta. La músicaen el interior de la casa había callado. Únicamentese oían las palabras de los hombres a través de lasventanas cerradas y con las cortinas tiradas.

—¡Quizá tenga razón, usted es joven todavía!—dijo finalmente Zoglauer.

Era sólo una parte, la más ridícula y miserablede todo cuanto había pensado en aquellosmomentos. El resto, una enorme y enmarañadamadeja de pensamientos, se lo tragó.

Era ya mucho después de medianoche, pero enla pequeña ciudad las gentes seguían delante de lascasas, en las aceras de madera y hablaban.Callaban cuando el teniente pasaba por su lado.

Cuando llegó al hotel amanecía ya. Abrió, elarmario. Dos uniformes, el traje de paisano, la

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ropa interior y el sable de Max Demant. Puso todoen la maleta. Hacía las cosas despacio, para llenarel tiempo. Calculaba con el reloj la duración decada movimiento. Y retardaba esos movimientos.Temía el tiempo vacío que mediaría todavía hastala hora de dar el parte. Llegó la mañana. Onufrij lellevó el uniforme de diario y las botasresplandecientes por el lustre del betún.

—Onufrij —dijo el teniente—, me marcho delejército.

—¡Bien, mi teniente! —dijo Onufrij.Salió afuera, y se marchó pasillo adelante.

Guardó sus cuatro cosas en un pañuelo de colores,lo anudó por los extremos, lo colgó de la punta desu bastón y puso todo encima de la cama. Habíadecidido volverse a Burdlaki; empezaba ya laépoca de la cosecha. Nada tenía que hacer en elejército real e imperial. A eso se lo llamaba«desertar» y era castigado con el fusilamiento. Losgendarmes sólo iban una vez por semana a

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Burdlaki y no era difícil esconderse. Muchos lohabían hecho ya. Panterlejmon, el hijo de Iván;Grigorij, el hijo de Nikolaj; Pawel, el picado deviruelas; Nikofor, el pelirrojo. A uno lo habíanatrapado, por cierto, y lo habían condenado, perode eso hacía ya mucho tiempo.

En cuanto al teniente Trotta, pidió su baja delejército a la hora de dar el parte de los oficiales.Se le concedió inmediatamente un permiso. En elcampo de instrucción se despidió de suscompañeros. No sabían qué decirle. Formaron uncírculo a su alrededor y así permanecieron hastaque Zoglauer encontró la fórmula de despedida.Era muy sencilla:

—¡Suerte, Trotta! —Todos repitieron elsaludo. El teniente se fue a ver a Chojnicki.

—Aquí siempre hay sitio —dijo Chojnicki—.Además, pasaré personalmente a recogerle.

Durante un segundo, Trotta pensó en la señoraTaussig. Chojnicki adivinó sus pensamientos.

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—Está con su marido. Esta vez el ataque le vaa durar bastante. Quizá se quede para siempre enla clínica. Es posible que no le falte razón. Yo leenvidio. Fui a verla. Ha envejecido, queridoamigo, ha envejecido.

A la mañana siguiente, a las diez de la mañana,el teniente Trotta se presentó en la jefatura deldistrito. Su padre estaba en el despacho. En cuantoabrió la puerta, lo vio. Estaba sentado frente a lapuerta, junto a la ventana. A través de las verdespersianas el sol trazaba delgadas franjas de luzsobre la alfombra granate. Zumbaba una mosca, seoía el tictac de un reloj de pared. La estanciaestaba sumida en la sombra, fresca y sosegadacomo en las vacaciones, muchos años antes. Ahorase advertía en todos los objetos un nuevo brillo,difícil de precisar. No se sabía de dónde procedía.El jefe de distrito se levantó. De él procedía esenuevo resplandor. La plata pura de su barba teñíala luz verde atenuada del día y el brillo rojo de la

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alfombra. Desprendía la suavidad resplandecientede una aurora desconocida, quizá ya del más allá,que surgía en la vida terrenal del señor de Trottacomo el alba de este mundo, que se inicia yacuando todavía brillan las estrellas nocturnas.Muchos años antes, cuando Carl Joseph volvía deMährisch-Weisskirchen, por las vacaciones, labarba paterna era todavía una nube pequeña,negra, partida en dos. El jefe de distrito volvió asentarse a la mesa. El hijo se le acercó. El padrepuso los quevedos sobre sus papeles y abrió losbrazos. Se besaron apenas.

—¡Siéntate! —dijo el viejo y señaló el sillóndonde se había sentado Carl Joseph de cadete, losdomingos, de nueve a doce, con la gorra sobre lasrodillas y los brillantes guantes blancos dentro dela gorra.

—Padre —empezó a decir Carl Joseph—. Memarcho del ejército. —Aquí se detuvo. Se diocuenta inmediatamente de que nada podría explicar

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mientras permaneciera sentado. Por lo tanto selevantó y se puso delante del padre, al otroextremo de la mesa, contemplando la barbaplateada.

—Después de la desgracia —dijo el padre—que desde ayer ha caído sobre nosotros, tu marchadel ejército parece una deserción.

—Todo el ejército ha desertado —respondióCarl Joseph.

Apartándose del sitio donde estaba empezó aandar por la habitación; con la mano izquierda enla espalda y con la derecha acompañando susexplicaciones. Muchos años antes también sepaseaba así el viejo por la habitación. Zumbabauna mosca, se oía el tic-tac del reloj. Las franjasde sol sobre la alfombra eran cada vez másintensas, el sol ascendía por el horizonte, prontollegaría al cenit. Carl Joseph interrumpió susexplicaciones y lanzó una mirada al jefe dedistrito. El viejo permanecía sentado; ambas

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manos reposaban sin fuerza, semicubiertas por lospuños brillantes de la camisa sobre los brazos delsillón. La cabeza se hundía sobre su pecho y losextremos de la barba se deslizaban por lassolapas. «Es joven y necio —pensaba el hijo—.Es un pobre tonto, joven y amable, de pelo blanco.Y yo soy quizá su padre, el héroe de Solferino. Yome he hecho viejo, él únicamente tiene muchosaños». Seguía paseándose por la habitación y leexplicaba:

—La monarquía está muerta, está muerta —gritó el teniente y se calló de repente.

—Puede ser —murmuró el jefe de distrito sinlevantar la cabeza. Tocó la campanilla—. Diga ala señorita Hirschwitz que hoy comeremos veinteminutos más tarde —dijo al conserje—. ¡Vamos!—dijo, se levantó, cogió el sombrero y el bastón.Se fueron al parque municipal.

—El aire fresco nos hará bien —dijo el jefe dedistrito.

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No pasaron por el quiosco donde vendía sifóncon grosella la rubia señorita.

—Estoy cansado —dijo el jefe de distrito—.¡Sentémonos!

Por primera vez desde que el señor de Trottaejercía su cargo en la ciudad, tomó asiento en unsimple banco del parque municipal. Trazabaabsurdas líneas y figuras con el bastón sobre elsuelo.

—Fui a ver al emperador —dijo el señor deTrotta—, pero no quise decírtelo. El emperadorpersonalmente se encargó de poner orden en tusasuntos. No hablemos más de ello.

Carl Joseph pasó su brazo por debajo del de supadre. Sentía ahora el delgado brazo del viejocomo años atrás cuando se paseaban al anochecerpor Viena. Ya no quitó su mano de esta posición.Se levantaron juntos. Así fueron hasta su casa. Laseñorita Hirschwitz llevaba un vestido dominicalde seda gris. Una delgada faja de su alto peinado

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había adquirido sobre la frente el color de suvestido de ceremonia. Apresuradamente habíapreparado la comida del domingo: sopa de fideos,asado y pastel de cereza.

Pero el jefe de distrito no malgastó ni unapalabra en la comida. Era como si consumiese unsimple filete.

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U

CapítuloXX

na semana después Carl Joseph se marchóde la casa de su padre. Se abrazaron en el

vestíbulo antes de subir al coche. En opinión delseñor de Trotta no debían profesarse aquellasmuestras de cariño ante la mirada de las personascasualmente presentes en el andén de la estación.Fue un abrazo rápido, como siempre, acompañadode la sombra húmeda del vestíbulo y del hálito fríode las losas del piso. La señorita Hirschwitzesperaba en el balcón, dominándose como unhombre. Era inútil que el señor de Trotta intentaraexplicarle que no era necesario que saludara. Ellalo consideraba su deber. Aunque no llovía, elseñor de Trotta abrió el paraguas. El cieloligeramente encapotado le parecía motivo

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suficiente para ello. Al abrigo del paraguas subióal coche. Por lo tanto, la señorita Hirschwitz nopodía verle desde el balcón. El jefe de distrito nopronunció ni media palabra. Esperó a que el hijoestuviera ya en el tren para decirle, con la manolevantada y el índice extendido:

—Sería mejor que te marcharas del ejércitopor motivos de salud. El ejército es algo que no seabandona a menos que existan razones de peso.

—Está bien, papá —dijo el teniente.Pocos momentos antes de la salida del tren el

jefe de distrito se marchó del andén. Carl Josephvio que su padre se alejaba y desaparecía, erguidala espalda y el paraguas cerrado, con la puntahacia arriba, como si llevara del brazo un sabledesenvainado. Ya no volvió a girarse el señor deTrotta.

Se le concedió a Carl Joseph la licenciasolicitada.

—¿Qué harás ahora? —le preguntaron sus

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compañeros.—Tengo un cargo —dijo Trotta y ya no

preguntaron más.Preguntó por Onufrij. En las oficinas del

batallón le comunicaron que el asistente Kolohinhabía desertado. El teniente Trotta se fue al hotel.Lentamente se cambió de ropa. Primero se quitó elsable, arma y símbolo de su honor. Había temidoeste momento. Se sorprendió de que transcurrierasin tristeza. Sobre la mesa había una botella de«noventa grados», pero ni tuvo necesidad debeber. Llegó Chojnicki a recogerle; abajo se oía elchasquear de su látigo. Entró en la habitación. Sesentó y miró lo que hacía Trotta. El reloj de latorre dio ya las tres. Todas las voces ahítas delverano penetraban en masa por la ventana abierta.El verano estaba llamando al teniente. Chojnicki,en un traje claro de verano, con botas amarillas yla caña amarilla del látigo en la mano, era unenviado del verano. El teniente pasó la manga por

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la vaina del sable, desenvainó la hoja, la empañócon su aliento, limpió el acero con el pañuelo yguardó el arma en un estuche. Era como si limpiaraun cadáver antes de enterrarlo. Antes de atar elestuche a la maleta lo sostuvo en la mano. Guardótambién el sable de Max Demant. Leyó todavía lainscripción debajo de la empuñadura. «¡Vete deeste ejército!», le había dicho Max Demant. Ybien, ahora se iba de ese ejército…

Croaban las ranas, cantaban los grillos, al piede la ventana relinchaban los caballos deChojnicki, tiraban un poco del pequeño carruaje,chirriaban los ejes de las ruedas. Allí estaba elteniente, con la chaqueta desabrochada, el negrocollar de goma entre las verdes solapas de lablusa. Se giró y dijo:

—El final de una carrera.—La carrera ha terminado —observó

Chojnicki—. La carrera ha llegado a su final.Trotta guardó la chaqueta del uniforme, la

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chaqueta del emperador. Dobló la blusa sobre lamesa, como había aprendido a hacerlo en laacademia. Dio la vuelta el cuello duro, dobló lasmangas y las puso sobre la tela. Seguidamentedobló la mitad inferior de la blusa, convertida yaen un pequeño paquete. Brillaba el forro de moaré.Colocó encima los pantalones, doblados dosveces. Se puso su traje de paisano, conservó elcinturón, último recuerdo de su profesión, puesjamás había comprendido el manejo de lostirantes.

—Mi abuelo —dijo— debió de hacer unpaquete de su personalidad militar de formaparecida a como acabo de hacerlo yo.

—¡Probablemente! —repuso Chojnicki.La maleta continuaba abierta, dentro estaba la

personalidad militar de Trotta, un cadáver dobladode acuerdo con el reglamento. Había llegado lahora de cerrar la maleta. De pronto, el teniente sesintió dominado por el dolor, apenas podía

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reprimir las lágrimas. Se dirigió a Chojnicki paradecirle algo. A los siete años era ya aspirante, alos diez cadete. Toda su vida había sido soldado.Había que enterrar al soldado Trotta y llorar sumuerte. No se podía llevar un cadáver a la tumbasin llorar. Era un alivio tener a Chojnicki a sulado.

—Bebamos —dijo Chojnicki—, se está ustedponiendo sentimental.

Bebieron. Después Chojnicki se levantó ycerró la maleta del teniente.

Brodnitzer llevó personalmente las maletas alcoche.

—Ha sido usted un huésped excelente, señorbarón —le dijo Brodnitzer.

Permaneció junto al carruaje con el sombreroen la mano. Chojnicki había cogido ya las riendas.Trotta sintió afecto de repente por Brodnitzer.Quiso decirle «¡Que tenga usted suerte!», pero yaChojnicki arreaba los caballos chasqueando con la

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lengua. Las bestias levantaron la cabeza y la colaal mismo tiempo y las ligeras ruedas del cocheavanzaron crujiendo sobre la arena de la carreteracomo por encima de una blanda cama.

Avanzaron por entre las ciénagas en las queresonaba el croar de las ranas.

—Aquí vivirá usted —le dijo Chojnicki.Era una casita situada al margen del bosque, de

persianas verdes, como las de las ventanas de lajefatura del distrito. Allí vivía Jan Stepaniuk,guarda forestal, un viejo con un largo mostacho deplata oxidada. Había servido en el ejército durantedoce años. Se dirigía diciéndole a Trotta «miteniente», retomando su antiguo lenguaje militar.Llevaba una camisa de lienzo, de tejido basto y decuello estrecho con orillo azul y rojo. El vientohinchaba las anchas mangas de la camisa; losbrazos del guardabosque parecían alas.

Allí se quedó el teniente Trotta.Estaba decidido a no volver a ver a ninguno de

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sus antiguos compañeros. A la luz vacilante de lavela, en una estancia de madera, escribía a supadre en papel amarillo, fibroso, con elencabezamiento a cuatro centímetros del margensuperior y el texto de la carta a dos centímetros delmargen lateral. Las cartas se parecían como losimpresos para los partes.

Trotta tenía poco trabajo. Anotaba los nombresde los jornaleros en grandes libros, encuadernadosen negro y verde, los jornales, los gastos de losinvitados que vivían en la casa de Chojnicki.Sumaba los números, con gran afán, aunque seequivocaba, e informaba sobre el estado de lasaves, de los cerdos, de la fruta que se habíavendido o que se guardaba, de los campitos dondecrecía el lúpulo, del secadero que cada año sealquilaba a un comisionario. Conocía ya la lenguadel país. Más o menos comprendía lo que ledecían los aldeanos. Estaba en tratos con losjudíos pelirrojos que empezaban a comprar

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madera para el invierno. Fue aprendiendo ladiferencia entre el valor del abedul, del pino, delabeto, del roble y del arce. Se volvió tacaño.Como su abuelo, el héroe de Solferino, elCaballero de la Verdad, contaba, con sus dedosdelgados y rígidos, las duras monedas de platacuando iba a la ciudad, los jueves, al mercado degorrinos, para comprar albardas, colleras, yugos yguadañas, piedra de afilar, hoces, rastrillos ysemillas. Si por casualidad un oficial pasaba a sulado, inclinaba la cabeza. Pero era una medidaprudencial innecesaria. Tenía poblado el bigote,por las mejillas asomaba ya el pelo negro, duro,de la barba. Apenas era posible reconocerle. Portodas partes se estaban haciendo los preparativospara la recolección. Delante de sus chozas loscampesinos afilaban las guadañas con las piedrasredondas, de arenisca. El ruido del metal sobre laspiedras dominaba el canto de los grillos. Por lanoche oía a veces la música y el estrépito del

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cercano palacio de Chojnicki, esas voces leacompañaban en el sueño como el canto nocturnode los gallos y los ladridos de los perros en lasnoches de luna llena. Finalmente se sentíasatisfecho, tranquilo y solitario. Le parecía quenunca había vivido de otra manera. Si no podíadormir se levantaba, cogía el bastón y se iba apasear por los campos, entre las mil voces delcoro nocturno, esperaba el rocío y el suave cantodel viento que anunciaba el alba. Se sentía tandescansado como si hubiera dormido la nocheentera.

Todas las tardes se iba a los pueblos cercanos.«Bendito sea el nombre del Señor», decían loscampesinos. «Y eternamente lo sea», respondíaTrotta. Andaba como los aldeanos, doblando lasrodillas. También así andaban los campesinos deSipolje. Un día, Trotta pasó por el pueblo deBurdlaki. El minúsculo campanario se erguía,como dedo del pueblo, hacia el cielo azul. Era una

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tarde tranquila. Cantaban adormilados los gallos.Bailoteaban los mosquitos y zumbaban por toda lacalle mayor del lugar. De repente un aldeano, depoblada barba negra, salió de su choza, se colocóen medio de la calle y exclamó saludando:

—Bendito sea el nombre del Señor.—Y eternamente lo sea —dijo Trotta y quiso

continuar su camino.—Mi teniente, aquí está Onufrij —le dijo el

barbudo campesino. La barba le envolvía el rostrocomo un abanico abierto, negro y espeso.

—¿Por qué has desertado?—Sólo me he ido a casa —dijo Onufrij.De nada servía hacer preguntas tan estúpidas.

Comprendía bien la actitud de Onufrij. Habíaservido al teniente de la misma manera en que éstehabía estado al servicio del emperador. La patriano existía ya. Se desmoronaba, se descomponía.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Trotta.Onufrij no tenía miedo. Vivía en casa de su

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hermana. Los gendarmes pasaban una vez porsemana por el pueblo sin detenerse a echar unamirada. Por lo demás, eran ucranianos, aldeanostambién, como Onufrij. Si no se presentaba unadenuncia por escrito al suboficial, no tenía por quépreocuparse. En Burdlaki no se hacían denunciaspor escrito.

—¡Que sigas bien, Onufrij! —dijo Trotta.Siguió avanzando por la sinuosa calle que

daba a los anchos campos. Onufrij le siguió hastala revuelta del camino. Oía los pasos de las botasde soldado claveteadas sobre la piedra machacadadel camino: Onufrij se había llevado las botas delejército. Fueron a la taberna del pueblo, propiedaddel judío Abramtschik. Allí se podía comprarjabón de piedra, tabaco, cigarrillos, picadura ysellos. El judío tenía la barba roja brillante.Estaba sentado delante de la puerta de la taberna;con su barba iluminaba a lo lejos, hasta doskilómetros por la carretera. «Cuando sea viejo,

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será un judío de barba blanca como el abuelo deMax Demant», pensó el teniente. Trotta bebió unacopa de aguardiente, compró tabaco y sellos y semarchó. Desde Burdlaki el camino iba haciaOleksk y Sosnow, después seguía por Bytók,Leschnitz y Dombrowa. Cada día pasaba por estecamino. Dos veces atravesaba la vía delferrocarril, con las dos barreras descoloridas porla lluvia, amarillas y negras, y el zumbidocristalino de las señales, incesante, en las casillasde los guardabarreras. Eran las voces alegres delmundo que ya no interesaban al barón de Trotta. Elgran mundo se había borrado ya. También estabanborrados los años de soldado, como si hubieraandado siempre por los campos y los caminos, elbastón en la mano y nunca el sable a la cadera.Vivía como el abuelo, el héroe de Solferino, ycomo el bisabuelo, el inválido del jardín deLaxenburg, y quizá también como los antepasadosdesconocidos, sin nombre, los aldeanos de

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Sipolje. Siempre por el mismo camino, pasandopor Oleksk, hacia Sosnow y Bytók, por Leschnitz yDombrowa. Esos pueblos se hallaban alrededordel palacio de Chojnicki, todos le pertenecían.Desde Dombrowa, un camino entre sauces llevabaal palacio de Chojnicki. Todavía era temprano. Siaceleraba el paso llegaría antes de las seis y no seencontraría con ninguno de los antiguoscompañeros. Trotta aceleró el paso. Llegó frente alas ventanas del palacio. Silbó. Chojnicki seasomó, hizo un gesto con la cabeza y salió arecibirle.

—¡Ya está pues! —exclamó Chojnicki—. Laguerra ha llegado ya. Mucho la hemos esperado.Pero todavía nos sorprenderá. Parece que no leserá concedido a un Trotta vivir largo tiempo enlibertad. Mi uniforme está a punto. Creo quedentro de una o dos semanas se nos movilizará.

Trotta sentía que la naturaleza jamás se habíamostrado tan pacífica como en ese momento. Se

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podía mirar directamente hacia el sol que sehundía vertiginosamente en el poniente. Un vientoviolento salía a recibir el sol mortecino de latarde, rizaba las blancas nubecillas del cielo,ondeaba por entre las espigas de los trigales yacariciaba las rojas caras de las amapolas. Unasombra azul se cernía sobre los verdes prados. Porel este, el bosquecillo desaparecía en una luzviolácea oscura. La blanca casita de Stepaniukdonde vivía Trotta brillaba en la margen delbosque. La luz fundente del sol ardía en lasventanas. Resonaba más fuerte el canto de losgrillos. El viento se llevaba sus voces por lalejanía; se produjo un instante de calma. Se oía elhálito de la tierra. De repente se oyeron unoschillidos en las alturas, bajo el cielo. Chojnickilevantó la mano.

—¿Sabe usted lo que es? ¡Ánsares silvestres!Pronto nos abandonan. Todavía estamos en plenoverano. Pero ya oyen los disparos. Saben bien lo

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que hacen.Era jueves, el día de «las pequeñas fiestas».

Chojnicki se retiró. Trotta marchó lentamentehacia las ventanas brillantes de su casita.

Esa noche no durmió. Oyó a medianoche losgritos roncos de los ánsares silvestres. Se vistió.Salió a la puerta. Stepaniuk estaba en camisa anteel umbral. Su pipa ardía roja. Permanecía tendidosobre el suelo sin moverse.

—Hoy no se puede dormir.—Los ánsares —dijo Trotta.—Sí, eso es, los ánsares —corroboró

Stepaniuk—. Jamás los había visto marcharse tanpronto. Oiga, oiga…

Trotta miró hacia el cielo. Las estrellasbrillaban como siempre. Nada más se veía en elcielo. Pero persistía el grito ronco bajo lasestrellas.

—Se están preparando —dijo Stepaniuk—.Hace rato que estoy aquí. A veces consigo verlos.

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Es únicamente una sombra gris. ¡Mire usted! —Stepaniuk señaló con la pipa encendida hacia elcielo. En ese momento se vio la diminuta sombrablanca de los ánsares silvestres bajo el azulcobalto. Ondeaban entre las estrellas, como unpequeño velo claro—. Y eso no es todo —continuó diciendo Stepaniuk—. Hoy por la mañanahe visto centenares de cuervos, como nunca loshabía visto. Cuervos extraños que vienen deextrañas tierras. Creo que vienen de Rusia. Aquíse dice que los cuervos son los profetas entre lasaves.

En el horizonte, al nordeste, se advertía unaancha faja plateada. Aumentaba la claridad: Selevantó el viento, que trajo consigo algunossonidos confusos desde el palacio de Chojnicki.Trotta se tendió sobre el suelo al lado deStepaniuk. Contemplaba soñoliento las estrellas,escuchaba los gritos de los ánsares y se durmió.

Se despertó al salir el sol. Le parecía que

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había dormido media hora, pero por lo menostenían que haber transcurrido cuatro. En vez de lostrinos acostumbrados de los pájaros, que lesaludaban cada mañana, resonaban los graznidosnegros de centenares de cuervos. Junto a Trotta selevantó Stepaniuk. Se quitó la pipa de la boca —que se había enfriado mientras dormía— y con laboquilla de la pipa señaló los árboles en derredor.Los grandes pájaros negros permanecían rígidossobre las ramas, frutos siniestros caídos de losaires. Los grandes pájaros negros estabaninmóviles, sólo graznaban. Stepaniuk les tirópiedras, pero los cuervos apenas aletearon.Seguían acuclillados en las ramas, como frutas queallí hubieran crecido.

—Voy a disparar —dijo Stepaniuk.Entró en la casa, sacó la escopeta y disparó.

Cayeron algunas aves, pero el resto pareció nohaberse enterado del disparo. Todas seguíanacuclilladas en las ramas. Stepaniuk recogió los

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negros cadáveres; había cazado una buena docena.Con las dos manos llevó para la casa su botín, lasangre goteaba sobre la hierba.

—¡Qué cuervos más raros! —exclamó—, ni semueven. Son los profetas de las aves.

Era viernes. Por la tarde, Carl Joseph pasócomo de costumbre por los pueblos. No cantabanlos grillos, ni croaban las ranas, ni gritaban loscuervos. Seguían allí, en los tilos, en los robles, enlos abedules, en los sauces. «Quizá vienen cadaaño antes de la siega —pensó Trotta—. Oyen a loscampesinos que afilan las guadañas y entonces sejuntan». Pasó por el pueblo de Burdlaki, abrigabala esperanza de que Onufrij volviera a recibirle.Pero Onufrij no acudió. Delante de las chozasestaban los aldeanos afilando el metal con lasrojas piedras. Miraban a veces hacia lo alto; losgraznidos de los cuervos les molestaban ylanzaban negros improperios contra las negrasaves.

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Trotta pasó por la taberna de Abramtschik. Eljudío pelirrojo estaba sentado delante del portal;su barba brillaba. Abramtschik se levantó. Sequitó el gorro de terciopelo negro, señaló hacia loalto y dijo:

—¡Han llegado cuervos! ¡Gritan todo el día!Son aves inteligentes. Hay que tener cuidado.

—Quizá sí, quizá tenga usted razón —dijoTrotta y siguió su camino, avanzando por elsendero de costumbre entre los sauces, hacia lacasa de Chojnicki. Silbó. Nadie salió.

Seguramente Chojnicki estaba en la ciudad.Trotta fue por el camino entre las ciénagas para noencontrarse con nadie. Únicamente los aldeanosutilizaban este camino. Algunos iban en direccióncontraria. El camino era tan estrecho que nopodían pasar dos a la vez. Había que detenerse ydejar paso al otro. Todos con los que Trotta secruzó parecían tener más prisa que de costumbre.Saludaban precipitadamente, no como de

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costumbre. Avanzaban a grandes zancadas.Llevaban inclinada la cabeza como hombrespreocupados por un único pensamiento. De prontoTrotta vio la barrera de los consumos, a partir dela cual empezaba ya la ciudad. El número decaminantes aumentaba allí; era un grupo de unosveinte que se separaban y penetraban, uno trasotro, por el estrecho sendero. Trotta se detuvo. Sedio cuenta de que eran obreros de la fábrica decrin, que se volvían a los pueblos. Quizás habíaentre ellos algunos sobre los cuales habíadisparado. Se detuvo para dejarlos pasar.Avanzaban rápidamente, en silencio, uno detrás deotro, todos con un paquetito colgado del bastón ala espalda. Parecía anochecer más rápidamente,como si aquellos hombres apresuradosintensificaran las tinieblas. El cielo estabaligeramente nublado, el sol se ponía rojo ydiminuto, la niebla plateada surgía de lospantanos, hermana terrenal de las nubes, con las

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que quería unirse. Un instante después todas lascampanas de la villa empezaron a tañer. Loscaminantes se detuvieron un momento paraescuchar y continuaron después su marcha. Trottadetuvo a uno y le preguntó por qué sonaban lascampanas.

—Es por la guerra —respondió el hombre sinlevantar la cabeza.

—Por la guerra —repitió Trotta.Claro que había guerra. Era como si lo hubiera

sabido desde esa mañana, desde la noche anterior,desde hacía varios días, desde hacía semanas,desde su marcha del ejército y desde aquella tristefiesta de los dragones. Era la guerra para la cualse había estado preparando desde que tenía sieteaños. Era su guerra, la guerra del nieto. Volvíanlos días y los héroes de Solferino. Retumbaban sincesar las campanas. Llegó a la barrera de losconsumos. El consumero de la pata de palo estabadelante de su casilla rodeado de gente. Sobre la

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puerta había un bando de color negro y amarillo.Desde lejos se podían leer las primeras palabras,negras sobre fondo amarillo. Destacaban comonegras vigas sobre las cabezas de la gente allíreunida: «¡A mis pueblos!».

Campesinos con zamarras cortas que olían apiel de carnero, judíos con grandes caftanes negrosy verdes, agitados por el viento, campesinossuavos de las colonias alemanas, vestidos de pañotirolés, los polacos de la ciudad, comerciantes,artesanos y funcionarios rodeaban todos la casilladel consumero. En las cuatro paredes estabanpegados los bandos, cada uno en una lenguanacional diferente. Todas empezaban por la frase:«¡A mis pueblos!». Los que sabían leer leían losbandos en voz alta. Sus voces se confundían con elcanto vibrante de las campanas. Algunos iban deuna pared a otra y leían el texto del bando en lasdistintas lenguas. Cuando dejaba de sonar unacampana empezaba inmediatamente a tañer otra.

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La gente llegaba desde la ciudad por la anchacarretera que llevaba a la estación. Trotta avanzóhacia ellos para entrar en la ciudad. Habíaanochecido ya y era viernes. En las casitas de losjudíos brillaban las velas e iluminaban las aceras.Cada casita era como un diminuto mausoleo. Lamuerte había alumbrado esas velas. Desde lascasas donde oraban se oía el canto de los judíosmás fuerte que en las otras fiestas. Saludaban unsábado extraordinario, sangriento. Se precipitabana la calle en negras manadas apresuradas, sereunían en las encrucijadas y pronto entonaban suslamentos por sus compatriotas soldados que al díasiguiente tendrían que incorporarse. Se daban lasmanos, se besaban en las mejillas. Cuando dos seabrazaban, sus rojas barbas se unían como en unadespedida especial y los hombres tenían quesepararlas con sus manos. Sobre las cabezastañían las campanas. Entre sus tañidos y los gritosde los judíos se oían las voces aceradas de las

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trompetas de los cuarteles. Tocaban a retreta, elúltimo toque de retreta. Ya era de noche. No seveían estrellas. El cielo se tendía bajo y llano,turbio, sobre la pequeña ciudad.

Trotta dio media vuelta. Buscaba un cochepero no encontró ninguno. Avanzó a grandes pasoshacia la casa de Chojnicki. El portalón estabaabierto, todas las habitaciones iluminadas comopara las «grandes fiestas». Chojnicki salió arecibirle en el vestíbulo, con casco y cartucheras.Ordenó que engancharan. Tenía que recorrer tresleguas hasta su batallón y quería marcharse esanoche.

—¡Espera un momento! —dijo. Por primeravez trataba de tú a Trotta, quizá por distracción,quizá porque no iba ya de uniforme—. Te llevo acasa y después vuelves conmigo a la ciudad.

Se dirigieron a la casa de Stepaniuk. Chojnickise sentó y observó cómo Trotta se quitaba su trajede paisano y se ponía el uniforme, una pieza tras

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otra. También así había observado, unas pocassemanas antes —pero parecía que hacía yamuchísimo tiempo— en el hotel Brodnitzer, cómoTrotta se quitaba el uniforme. Trotta volvía a suscorreajes, a su patria. Sacó el sable del estuche.Se puso el tahalí.

Las enormes borlas negras y amarillasacariciaban suavemente el metal brillante delsable. Trotta cerró la maleta.

Les quedaba poco tiempo para despedirse. Sedetuvieron delante del cuartel de los cazadores.

—¡Adiós! —dijo Trotta.Se dieron un largo apretón de manos. Diríase

que se oía pasar el tiempo detrás de las anchasespaldas inmóviles del cochero. Parecía como sino fuera suficiente darse la mano. Ambos sintieronque debían hacer algo más.

—En mi país nos besamos —dijo Chojnicki.Se abrazaron, pues, y se besaron rápidamente.

Trotta bajó del coche. Saludó el centinela delante

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del cuartel. Los caballos arrancaron: Detrás deTrotta se cerró la puerta del cuartel. Se detuvo unmomento y oyó el carruaje de Chojnicki que sealejaba.

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E

CapítuloXXI

sa misma noche, el batallón de cazadoresmarchó en dirección hacia el nordeste, hacia

la frontera de Woloczyska. Empezó a llover,primero suavemente para arreciar después, y elpolvo blanco de la carretera se convirtió en barrogris plateado. En el chapoteo caía el lodo sobrelas botas de los soldados y manchaba losimpecables uniformes de los oficiales quemarchaban hacia la muerte, perfectamente deacuerdo con las ordenanzas. Los grandes sablesles estorbaban y sobre sus piernas colgaban lasgrandes borlas de pelo largo, lujosas, de lostahalíes, deshilachadas, mojadas y salpicadas porinfinidad de diminutos grumos de lodo. Alamanecer, el batallón llegó a su punto de destino,

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se unió a dos regimientos de infanteríadesconocidos y se distribuyeron en formacióndispersa. Esperaron así durante dos días, peronada vieron de la guerra. Oían a veces, por laderecha, algunos disparos perdidos. Eranpequeñas escaramuzas fronterizas entre tropas acaballo. Vieron algunos aduaneros heridos y, aquíy allá, un gendarme muerto. El personal de sanidadse llevaba a los muertos y a los heridos pasandopor delante de los soldados quietos que esperaban.La guerra no acababa de empezar. Le costabadecidirse, como les cuesta a las tormentas quetardan días en estallar.

Al tercer día llegó la orden de retirada y elbatallón formó para ponerse en marcha. Tanto losoficiales como la tropa estaban decepcionados.Corrió el rumor de que a dos leguas a la derecha,un regimiento entero de dragones había sidoaniquilado. Se decía que los cosacos habíanpenetrado ya en el país. Avanzaban callados y de

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mal humor hacia el oeste. Pronto se dieron cuentade que se estaba produciendo una retiradaimprevista porque se encontraron con una confusamuchedumbre de las más distintas armas en lasencrucijadas de las carreteras, en los pueblos y enlas pequeñas ciudades. Del alto mando del ejércitollegaron muchas y diversas órdenes. La mayoría sereferían a la evacuación de los pueblos y ciudadesy al tratamiento a dar a los ucranianos de tendenciarusófila, a los clérigos y a los espías. Enprecipitados juicios sumarísimos se dictabanprecipitadas sentencias en las aldeas. Confidentessecretos y delatores daban informes incontrolablessobre campesinos, popes, maestros, fotógrafos yfuncionarios. No se disponía de tiempo. Había queretirarse apresuradamente, pero también erapreciso castigar rápidamente a los traidores. Seretiraban los vehículos de sanidad, las columnasde víveres y municiones, la artillería de campaña,los dragones, los ulanos y la infantería, bajo la

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lluvia incesante, por las carreteras enlodadas.Galopaban los correos de aquí para allá y loshabitantes de las pequeñas ciudades huían hacia eloeste en inmensa muchedumbre, acuciados por elpánico, cargados con colchones blancos y rojos,sacos grises, muebles y quinqués azules. Al mismotiempo, en las plazas delante de la iglesia, enpueblos y aldeas, sonaban los disparos de quienesejecutaban rápidamente las apresuradassentencias; el sombrío redoble de los tamboresacompañaba los monótonos veredictos de losauditores, y las mujeres de los asesinadoschillaban pidiendo gracia arrastrándose ante lasbotas manchadas de barro de los oficiales;llamaradas rojas y plateadas surgían de las chozasy de los heniles, de los establos y de los pajares.La guerra del ejército austríaco empezaba con lostribunales de guerra. Días y más días los presuntostraidores y los verdaderos permanecían colgadosde los árboles en las plazas delante de la iglesia

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para escarmiento de los vivos. Pero éstos habíanhuido ya. Alrededor de los cadáveres colgados delos árboles ardía el país, crepitaba ya la hojarascay el fuego era más poderoso que la llovizna gris,incesante, callada, que anunciaba el sangrientootoño. La vieja corteza de los árboles antiquísimosse carbonizaba lentamente; por entre las grietassurgían y se elevaban minúsculas pavesasplateadas, gusanos de fuego que se propagabanhasta las hojas verdes, que se retorcían, se poníanrojas, negras y después grises; las sogas sedeshacían y los cadáveres caían al suelo, con losrostros carbonizados y los cuerpos todavíaintactos. Un día se detuvieron a descansar en elpueblo de Krutyny. Llegaron por la tarde. Al díasiguiente, antes de salir el sol, tenían que continuarsu marcha hacia el oeste. Aquel día había cesadola llovizna y el sol de una tardía jornada deseptiembre tendía una apacible claridad plateadasobre los anchos campos en los que estaban

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todavía los trigos, el pan vivo que jamás nadiecomería. Por el aire pasaban, lentos, los últimoscolores del verano. Incluso los cuervos y losgrajos estaban quietos, engañados por la pazmomentánea de aquel día, desesperados por poderobtener los esperados cadáveres. Desde hacíaocho días no se habían quitado la ropa. Las botasestaban empapadas, tenían los pies hinchados, lasrodillas rígidas, les dolían las pantorrillas, apenaspodían doblar la espalda. Se habían refugiado enlas chozas e intentado sacar de las mochilas ropaseca y lavarse en las escasas fuentes. Durante lanoche, clara y tranquila, aullaban de hambre losperros abandonados en las alquerías, de hambre yde miedo; esa noche el teniente no pudo dormir.Salió de la choza donde estaba alojado. Avanzópor la larga calle mayor del lugar hacia elcampanario que se levantaba hacia las estrellascon su doble cruz griega. La iglesia, con el tejadode ripias, estaba en el centro del pequeño

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cementerio, rodeada de inclinadas cruces demadera que parecían danzar bajo la luz nocturna.Delante del gran portalón gris del cementerioestaban colgados tres cadáveres; en el centro uncura barbudo y, a ambos lados, dos jóvenescampesinos que llevaban chaqueta gris y abarcasen sus pies inmóviles. La sotana del cura, colgadoen el centro, llegaba hasta sus zapatos. A veces, elviento nocturno agitaba los pies del cura de formaque daban como mudos badajos contra el ruedodel hábito sacerdotal y parecían tañer sin producirsonido alguno.

El teniente Trotta se acercó a los ahorcados.Contempló sus rostros hinchados. Creyó reconoceren los tres a algunos de sus soldados. Eran losrostros del pueblo con el que había hecho lainstrucción. La barba del sacerdote le recordaba lade Onufrij. Ese aspecto tenía Onufrij la última vezque le vio. El teniente Trotta miró a su alrededor.Escuchó atentamente. No se oía ruido alguno

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producido por seres humanos. En el campanario dela iglesia rumoreaban los murciélagos. En lasalquerías abandonadas ladraban los perros.Desenvainó su sable y, una tras otra, cortó lassogas de los tres ahorcados. Después cogió loscadáveres y, uno tras otro, los cargó a la espalda ylos llevó al cementerio. Con el sable fue hurgandoen la tierra del camino entre las tumbas hasta quele pareció que había hueco suficiente para los trescadáveres. Puso a los tres allí, les echó encima latierra que había sacado antes con el sable y lavaina, y la pisoteó. Finalmente se persignó. No sehabía persignado desde la última misa comocadete en Mährisch-Weisskirchen. Quiso rezartambién un padrenuestro, pero sus labios semovían sin conseguir pronunciar ni una sílaba.Gritó un pájaro nocturno. Rumoreaban losmurciélagos. Aullaban los perros.

A la mañana siguiente, antes de la salida delsol, continuaron la marcha. La niebla plateada de

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la mañana otoñal cubría el mundo a su alrededor.Pronto salió el sol ardiente como en verano.Tenían sed. Avanzaban por una comarcaabandonada, arenosa. A veces les parecía oír elrumor del agua. Algunos soldados avanzaroncorriendo en la dirección de donde les parecíallegar el rumor del agua, pero se volvieroninmediatamente. Ni arroyos, ni estanques, nipozos. Pasaron por algunos pueblos, pero lospozos estaban repletos de cadáveres de losahorcados y de los fusilados. A veces loscadáveres se inclinaban, doblándose por el medio,sobre el brocal de madera de los pozos. Lossoldados no miraban ya al fondo. Se volvían.Continuaba el camino.

Aumentaba la sed. Llegó el mediodía. Oyerondisparos y se tendieron sobre el suelo. El enemigoseguramente se les había adelantado. Continuaronavanzando en zig-zag, siempre sobre el suelo.Pronto vieron que el camino se ensanchaba. A

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poca distancia descubrieron una estación deferrocarril abandonada. El batallón avanzó a lacarrera hacia la estación; allí estarían seguros; enun espacio de dos kilómetros estaban a cubiertodetrás del terraplén de la línea del ferrocarril. Elenemigo, probablemente una sotnia de cosacos algalope, podía encontrarse al otro lado delterraplén a igual altura que el batallón. Avanzaroninclinados entre los dos terraplenes. De repente unsoldado gritó:

—¡Agua!Un instante después descubrían el pozo en lo

alto del terraplén, junto a una casilla deguardagujas.

—¡Quietos! —ordenó el comandante Zoglauer.—¡Quietos! —repitieron los oficiales. Pero ya

no era posible detener a los hombres sedientos.Primero unos pocos, separados, y después engrupo se lanzaron por la cuesta; sonaron disparos ycayeron los hombres. Los jinetes enemigos,

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situados más allá del terraplén, disparaban contralos hombres sedientos; cada vez más soldadossedientos corrían hacia el pozo mortal. Cuando lasegunda sección de la segunda compañía se acercóal pozo, había ya una docena de cadáveres sobrela verde cuesta.

—¡Sección, alto! —ordenó el teniente Trotta.Se puso a un lado y exclamó—: ¡Yo os traeréagua! ¡Que nadie se mueva! ¡Esperad aquí!

Le dieron dos cubos de lona impermeabilizadade la sección de ametralladoras. Tomó los dos,uno en cada mano. Subió por la cuesta, hacia elpozo. Las balas silbaban a su alrededor, caían asus pies, pasaban rozando sus orejas, junto a suspiernas y su cabeza. Se inclinó sobre el pozo. Vioal otro lado, más allá de la pendiente, las doshileras de cosacos disparando. No tenía miedo:No pensó que podían darle igual que a los otros.Oía los disparos que todavía no habían llegado yal mismo tiempo los primeros redobles de la

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marcha de Radetzky. Se encontraba en el balcón dela casa paterna. Abajo tocaba la banda militar.Nechwal levantaba la negra batuta de ébano con elpomo de plata. Trotta hundía el segundo cubo en elpozo. Sonaban en ese momento los platillos:Sacaba el cubo del pozo. Con un cubo rebosanteen cada mano, con las balas zumbando a sualrededor, avanzó con el pie izquierdo paradescender. Dio dos pasos. Ya sólo sobresalía lacabeza del terraplén. En ese momento una bala dioen su cráneo. Avanzó un poco más y cayó. Loscubos llenos se balancearon, cayeron y se levertieron encima. Sangre caliente fluía de sucabeza hacia la fría tierra de la pendiente. Desdeabajo los campesinos ucranianos de su compañíagritaron en coro:

—¡Bendito sea el nombre del Señor!«Y eternamente lo sea», quiso decir Trotta.

Eran las únicas palabras que sabía decir en ruteno.Pero sus labios ya no se movieron más. Su boca

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quedó abierta. Los dientes blancos miraban elcielo azul. La lengua se le fue poniendo azul, sintióque su cuerpo se enfriaba. Después murió.

Éste fue el final del teniente Carl Joseph barónde Trotta. Muy sencilla y totalmente inadecuadapara su inclusión en los libros de lectura de lasescuelas nacionales reales e imperiales austríacasfue la muerte del nieto del héroe de Solferino. Elteniente Trotta no murió con el arma en la mano,sino con un cubo de agua en cada mano. Elcomandante Zoglauer escribió al jefe de distrito.El viejo Trotta leyó la carta dos veces y dejó caerlas manos. La carta se le fue de la mano y se posósobre la alfombra roja. El señor de Trotta se quitólos quevedos. Le temblaba la cabeza; losquevedos, vacilantes, parecían una mariposa decristal aleteando sobre la nariz del viejo. Dosgruesas lágrimas cristalinas salieron al mismotiempo de los ojos del señor de Trotta, enturbiaronlos cristales de los quevedos y se deslizaron por la

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barba. El cuerpo del señor de Trotta siguiótranquilo, únicamente le bailaba la cabeza, que semovía de atrás hacia delante y de izquierda aderecha y temblaban constantemente las alascristalinas de los quevedos. Así permaneció poruna hora o más el jefe de distrito delante de suescritorio.

Después se levantó y se fue, con su pasoacostumbrado, a su cuarto. Sacó del armario eltraje negro, la corbata negra y las cintas decrespón negro que había llevado al brazo y en elsombrero después de la muerte de su padre. Secambió de ropa. Mientras lo hacía no se miró alespejo. Su cabeza seguía oscilando. Se esforzabapor dominar el temblor de su cráneo intranquilo.Pero cuanto más se esforzaba el jefe de distritopor dominarla tanto más se movía su cabeza. Losquevedos continuaban sobre la nariz y se agitaban,aleteando. Finalmente, el jefe de distritointerrumpió todos sus esfuerzos y dejó que

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temblara su cabeza. Se fue, con el traje negropuesto, la cinta negra en la manga, a ver a laseñorita Hirschwitz. A la puerta de su habitaciónse detuvo y dijo:

—¡Mi hijo está muerto, querida mía! —Cerrórápidamente la puerta y se marchó a la jefatura.

Allí fue pasando de una habitación a otra.Asomaba solamente la cabeza por la puerta yanunciaba en todas partes:

—¡Mi hijo está muerto, señor fulano! ¡Mi hijoestá muerto, señor mengano!

Cogió después el sombrero y el bastón y semarchó a la calle. Todos le saludaban y seextrañaban al ver el balanceo de su cabeza. El jefede distrito se dirigía a uno o a otro diciendo: «¡Mihijo está muerto!». Y no esperaba que suinterlocutor emocionado le diera el pésame, sinoque continuaba su camino para ver al doctorSkowronnek. El doctor Skowronnek iba enuniforme de comandante médico, por la mañana en

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el hospital militar, por la tarde en el café. Se pusoen pie cuando vio entrar al jefe de distrito;observó la cabeza temblona del viejo, el crespónen la manga y supo todo lo que pasaba. Cogió lamano del jefe de distrito, miró su cabezaintranquila y los quevedos en continuo aleteo.

—¡Mi hijo está muerto! —repitió el señor deTrotta. Skowronnek continuó apretando la manodel jefe de distrito durante unos minutos. Ambosseguían de pie, dándose la mano. El jefe de distritose sentó, Skowronnek apartó el tablero de ajedrezy lo puso sobre otra mesa.

—¡Mi hijo está muerto! —dijo al camarero eljefe de distrito.

El camarero hizo una profunda reverencia ysirvió un coñac.

—Otro —encargó el jefe de distrito.Finalmente se quitó los quevedos. Recordó que

la noticia de la muerte de su hijo estaba sobre laalfombra en su despacho. Se levantó y se marchó a

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la jefatura. El doctor Skowronnek le siguió. Elseñor de Trotta no parecía darse cuenta de ello.Pero tampoco se sorprendió cuando Skowronnek,sin llamar, abrió la puerta del despacho, entró y sequedó de pie delante de Trotta.

—Aquí está la carta —dijo el jefe de distrito.Esa noche, y muchas de las siguientes, el señor

de Trotta no pudo dormir. Le temblaba la cabeza yse le agitaba también sobre la almohada. Soñaba aveces con su hijo. El teniente Trotta se hallabadelante de su padre, tenía la gorra de oficial llenade agua. «¡Bebe, papá, tienes sed!», le decía. Estesueño se repetía una y otra vez. Finalmente, el jefede distrito consiguió llamar cada noche a su hijo, ybastantes noches Carl Joseph incluso acudió variasveces. En consecuencia, el señor de Trottadeseaba cada vez más que anocheciera; el día ledesasosegaba. Cuando llegó la primavera y sehicieron más largos los días, el jefe de distritooscureció su habitación por la mañana y por la

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tarde, para prolongar así artificialmente susnoches. No cesaba de temblarle la cabeza. Él ytodos los demás se fueron acostumbrando altemblor constante de su cabeza.

La guerra parecía importarle poco al señor deTrotta. Cogía el periódico únicamente para ocultardetrás de él su cráneo tembloroso. Nunca hablabacon el doctor Skowronnek de victorias ni dederrotas. Solían jugar al ajedrez sin cruzarpalabra. Pero a veces uno decía al otro:

—¿Se acuerda usted? ¿Aquella partida quetuvimos hace dos años? Aquella vez se fijó ustedtan poco como ahora.

Era como si hablasen de cosas sucedidasmuchos años antes.

Había transcurrido mucho tiempo ya desde lamuerte del teniente Trotta, se habían sucedido lasestaciones según las viejas e inalterables leyes dela naturaleza, pero los hombres apenas se dabancuenta de ello bajo el velo rojo de la guerra, y

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menos aún el jefe de distrito. Le seguía temblandola cabeza como un gran fruto de poco peso colgadode una rama demasiado delgada. Hacía mucho yaque el teniente Trotta se había podrido, o lo habíandevorado los cuervos que volaban entonces porlos terraplenes fatídicos, pero al viejo señor deTrotta le parecía que era ayer cuando habíallegado la noticia de la muerte del hijo. La cartadel comandante Zoglauer, quien también habíamuerto, seguía en el bolsillo interior de lachaqueta del jefe de distrito. Cada día volvía aleerla y la mantenía así en su terrible novedad,como cuidan una tumba amorosas manos. ¿Qué leimportaban al señor de Trotta, los cien mil nuevosmuertos que habían seguido a su hijo? ¿Qué leimportaban las órdenes apresuradas y confusas desus superiores inmediatos, órdenes queaumentaban cada semana? ¿Y qué le importaba quese hundiera el mundo, esa catástrofe que veíaahora con mayor evidencia que Chojnicki, el que

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en otros tiempos fue profeta? Su hijo estabamuerto. Su propio cargo se había terminado. Sumundo había desaparecido.

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A

Epílogo

hora sólo nos queda por contar lo sucedidoen los últimos días del señor de Trotta, días

que pasaron casi como sí fuesen solamente uno. Eltiempo pasaba a su lado como un gran río, ancho,de idéntico caudal, en monótono murmullo. Lasnoticias de la guerra y las diversas disposiciones yórdenes extraordinarias de gobernación poco lepreocupaban al jefe de distrito. Hacía muchotiempo ya que debería haberse jubilado.Continuaba prestando servicios porque la guerraasí lo exigía. A veces le parecía que estabaviviendo una segunda vida, más pálida, y que laprimera y auténtica se le había terminado muchotiempo antes. Sentía que sus días no le llevaban,como a los demás mortales; camino de la tumba:El jefe de distrito estaba petrificado como si fuerasu propio mausoleo, a la orilla de los días que se

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iban. Jamás el señor de Trotta se había parecidotanto al emperador Francisco José. A veces seatrevía incluso él mismo a compararse con elemperador. Pensaba en la audiencia en el palaciode Schönbrunn y, a la manera de la gente sencillaque habla de desgracias comunes, su pensamientodijo a Francisco José: «¿Pues qué? ¡Si alguien noshubiera dicho eso antes! ¡A nosotros, los viejos!».

El señor de Trotta dormía poco. Comía sinfijarse en lo que le ponían delante. Firmabadocumentos que no había leído detalladamente.Podía suceder que se presentara por la tarde alcafé y que el doctor Skowronnek todavía nohubiera llegado. En tal caso, el señor de Trottacogía cualquier Diario de avisos, que databa detres días, y volvía a leer lo que ya sabía. Pero si eldoctor Skowronnek hablaba de las últimasnovedades de la jornada, el jefe de distrito selimitaba a asentir con la cabeza, como indicandoque conocía desde hacía largo tiempo esas

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novedades. Un día recibió una carta. Una talseñora de Taussig, para él totalmente desconocida,que trabajaba como enfermera voluntaria en elmanicomio vienés de Steinhof, le comunicaba alseñor de Trotta que el conde Chojnicki, quien sehallaba loco desde su regreso del campo debatalla unos meses antes, hablaba con muchafrecuencia del jefe de distrito. En sus confusaspalabras, el conde Chojnicki repetía que tenía algoimportante que comunicarle al señor de Trotta. Laseñora de Taussig indicaba que si el jefe dedistrito tenía por casualidad la intención de ir aViena, quizá su visita al enfermo podría contribuira una inesperada mejoría del estado de ánimo delpaciente, como había ocurrido a veces en casosparecidos. El jefe de distrito le pidió su opinión aldoctor Skowronnek.

—Todo es posible —dijo Skowronnek—. Siusted puede soportarlo, quiero decir soportarlofácilmente…

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—Yo lo puedo soportar todo —dijo el señorde Trotta.

Decidió ponerse inmediatamente en camino.Quizás el enfermo sabía algo importante sobre elteniente. Quizá tenía que entregar al padre algo quele había dado el hijo. El señor de Trotta se marchóa Viena.

Le condujeron a la sección militar delmanicomio. Era en pleno otoño, un día sin brillo;la clínica soportaba la llovizna gris que desdehacía días caía sobre la tierra. El señor de Trottase sentó en el pasillo de un blanco brillante ycontempló a través de la ventana enrejada la rejamás densa y suave de la lluvia. Pensaba en lapendiente del terraplén donde había muerto suhijo. «Ahora estará mojándose», pensaba el jefede distrito, como si el teniente hubiese caídoentonces el día anterior y el cadáver estuvierafresco todavía. Lento pasaba el tiempo. El jefe dedistrito veía pasar a su lado personas con rostros

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de locura y horrorosas contorsiones de lasextremidades, pero para el jefe de distrito lalocura no era nada horroroso, a pesar de que era laprimera vez que se encontraba en un manicomio.Únicamente la muerte era algo espantoso. «¡Quélástima! —pensaba el señor de Trotta—. Si CarlJoseph se hubiese vuelto loco en vez de morir enla guerra, ya me habría preocupado yo de volverlea su sano juicio. Y si no hubiese podido hacerlohabría ido a visitarle cada día. Quizás hubieseretorcido el brazo de manera tan horrorosa comoese teniente que ahora pasa. Pero habría sido subrazo; y también se puede acariciar un brazo pormuy deforme que esté. También se puedencontemplar los ojos torcidos. Lo único queimporta es que sean los ojos de mi hijo. Dichososlos padres que tienen los hijos locos». Finalmentellegó la señora de Taussig, una enfermera comolas demás. El jefe de distrito miró únicamente suuniforme. ¡Qué le importaba su cara! Pero ella sí

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le miró largo rato.—¡Yo he conocido a su hijo! —dijo

finalmente. Entonces el jefe de distrito alzó sumirada para contemplar el rostro de la mujer. Surostro denotaba ya la edad; pero todavía seguíasiendo hermoso. La cofia de enfermera larejuvenecía efectivamente, como a todas lasmujeres, porque es propio de ellas que la bondad yla compasión las rejuvenezcan. «Es una mujer delgran mundo», pensó el señor de Trotta.

—¿Cuándo conoció usted a mi hijo? —lepreguntó.

—Fue antes de la guerra —dijo la señora deTaussig. Cogió al jefe de distrito por el brazo,como estaba acostumbrada a hacerlo con losenfermos, y añadió—: Nos queríamos, Carl Josephy yo.

—Perdone usted, pero ¿fue por su culpa todoaquel estúpido asunto? —preguntó el jefe dedistrito.

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—Sí, también fue por mi culpa —dijo laseñora de Taussig.

—Vaya, vaya —dijo el jefe de distrito—,también por su culpa. —Apretó ligeramente elbrazo de la enfermera y siguió diciendo—:¡Quisiera que Carl Joseph pudiese todavíaenredarse en algún asunto, por culpa de usted!

—¡Vámonos a ver al paciente! —dijo laseñora de Taussig, pues se le subían las lágrimas alos ojos y creía que no debía llorar.

Chójnicki se hallaba sentado en una habitacióndesmantelada, de la que se habían retirado todoslos objetos porque a veces se ponía furioso.Estaba sentado en un sillón con las patasempotradas en el suelo. Cuando entró el jefe dedistrito se levantó y se dirigió hacia él.

—¡Vete, Wally! —dijo dirigiéndose a laseñora de Taussig—. Tenemos algo importanteque decirnos. Se quedaron solos. En la puertahabía una mirilla. Chojnicki se dirigió a la puerta

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y, con la espalda, tapó la mirilla.—¡Bienvenido a mi casa! —dijo al señor de

Trotta.Por enigmáticas razones, al jefe de distrito le

parecía que la calva de Chojnicki estaba aún máscalva. De los grandes ojos azules, ligeramentesaltones del enfermo, parecía surgir un vientohelado que soplaba por el rostro demacradoamarillo y a la vez hinchado y por el desierto delcráneo. De vez en cuando, la comisura derecha deChojnicki se contraía en una convulsión. Parecíaquerer sonreír con la comisura derecha. Sucapacidad de sonreír se había centradoprecisamente en la comisura derecha y habíaabandonado el resto de la boca para siempre.

—Siéntese —le dijo Chojnicki—. Le he hechovenir porque tengo que comunicarle algo muyimportante. ¡Pero no se lo diga a nadie! Exceptousted y yo, nadie lo sabe: ¡El viejo se muere!

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el señor

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de Trotta.Chojnicki, que seguía junto a la puerta, levantó

el dedo hacia el techo y se lo puso sobre loslabios.

—De lo alto —dijo. Después dio mediavuelta, abrió la puerta, llamó a la señora deTaussig, que acudió al instante, y le dijo—:¡Señorita Wally, la audiencia ha terminado!

Hizo una reverencia. El señor de Trotta salió.Marchó por los largos pasillos acompañado por laseñora de Taussig. Descendió por los anchospeldaños.

—¡Quizás ha servido de algo! —dijo ella.El señor de Trotta se despidió y se fue a ver al

consejero Stransky. En realidad ni él mismo sabíapor qué iba a visitarlo. Iba a ver a Stransky, que sehabía casado con una Koppelmann. Los Stranskyestaban en casa. Al principio no reconocieron aljefe de distrito. Después le saludaron, entreavergonzados y nostálgicos y, al mismo tiempo,

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con frialdad según le pareció al jefe de distrito. Ledieron café y coñac.

—Carl Joseph —dijo la señora Stransky, néeKoppelmann—, cuando salió teniente, vinoinmediatamente a visitarnos. ¡Era un buenmuchacho!

El jefe de distrito se acariciaba la barba ynada decía. Al rato llegó el hijo de los Stransky.Cojeaba desagradablemente. Cojeaba mucho.«¡Carl Joseph no cojeaba!», pensó el jefe dedistrito.

—Parece que el viejo está muriéndose —dijoel consejero Stransky de repente.

Al oír esas palabras, el jefe de distrito se pusode pie inmediatamente y se marchó. Ya sabía élqué el viejo estaba muriéndose. Chojnicki lo habíadicho y Chojnicki siempre lo había sabido todo. Eljefe de distrito se fue a ver a su amigo Smetana enla cancillería imperial.

—El viejo se muere —le dijo Smetana.

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—Quisiera ir a Schönbrunn —dijo el señor deTrotta. Y se fue a Schönbrunn.

La llovizna incesante envolvía el palacio deSchönbrunn como antes el manicomio de Steinhof.El señor de Trotta avanzó por la avenida, la mismaavenida por donde había avanzado mucho,muchísimo tiempo antes, cuando iba a la audienciasecreta por asuntos de su hijo. Su hijo estabamuerto. Y el emperador se moría. Por primera vezdesde que había recibido la noticia de la muerte desu hijo creía el señor de Trotta que su muerte nohabía sido casual. «¡El emperador no puedesobrevivir a los Trotta!», pensó el jefe de distrito.¡No puede sobrevivirles! Ellos le han salvado y élno sobrevive a los Trotta.

Se quedó afuera. Se quedó afuera entre loscriados. Un jardinero salió del parque deSchönbrunn; llevaba un delantal verde y la azadaen la mano.

—¿Qué hace ahora? —preguntó a todos los

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allí reunidos.La gente, guardabosques, cocheros, pequeños

funcionarios, porteros e inválidos, como lo habíasido el padre del héroe de Solferino, respondieronal jardinero:

—Nada nuevo, se muere.El jardinero se alejó, desapareciendo con la

azada, a cavar los bancales, la tierra eterna.Suavemente caía la lluvia, cada vez más

abundante. El señor de Trotta se quitó elsombrero. Los pequeños funcionarios de la cortecreyeron que era uno como ellos o lo tomaban poruno de los porteros de la oficina de correos deSchönbrunn.

—¿Conocías al viejo? —preguntaron algunos.—Sí —dijo el señor de Trotta—. Una vez

habló conmigo.—Ahora se muere —dijo un guardabosques.En ese momento entraba el sacerdote con el

Santísimo en el dormitorio de Francisco José.

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Francisco José tenía treinta y nueve y tres décimas;acababan de tomarle la temperatura.

—Vaya, vaya —dijo al capuchino—. ¿Conqueesto es la muerte?

Se incorporó sobre los almohadones. Oía elmurmullo incesante de la lluvia delante de lasventanas y percibía a veces el crujido de pasossobre la grava del jardín. Al emperador le parecíaque esos ruidos se alejaban y volvían a acercarseconstantemente. A veces se daba cuenta de que lalluvia era la causa de aquel murmullo delante de laventana. Pero al poco rato olvidaba que era lalluvia.

—¿De dónde viene ese susurro? —preguntó unpar de veces a su médico de cabecera.

Ya no podía pronunciar la palabra«murmullo», a pesar de que la tenía en la punta dela lengua. Pero después de preguntar por la causadel susurro le pareció que efectivamente sólo oíaun susurro. Un susurro era la lluvia y los pasos de

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las personas a su alrededor. Esta palabra, y losruidos que con ella designaba, le resultaba cadavez más agradable al emperador. Por lo demás,podía preguntar lo que quisiera, era igual, no se leoía ya. Movía únicamente los labios, pero él creíaque hablaba y que los otros podían oírle, si biencon voz apagada, pero ni más ni menos que en esosúltimos días. A veces se sorprendía de que no lerespondieran. Poco después olvidó tanto suspreguntas como también su extrañeza ante elsilencio de las personas a quienes se dirigía.Volvió a sumirse en el dulce «susurro» del mundotodo, vivo a su alrededor, mientras él se moría.Parecía un niño que abandona ya toda resistenciafrente al sueño que le invade, dominado yarrullado por la canción de cuna. El emperadorcerró los ojos. Al cabo de un rato volvió aabrirlos y vio la sencilla cruz de plata y las velasencendidas sobre la mesa esperando al sacerdote.Se dio cuenta entonces de que iba a llegar el

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padre. Movió los labios y empezó a rezar como lehabían enseñado de pequeño:

—Yo pecador me confieso a Dios…Pero tampoco se le oía ya. Entonces advirtió la

llegada del padre capuchino.—¡He tenido que esperar mucho! —dijo.

Después pensó en sus pecados. «¡Vanidad!», levino a la memoria.

—¡Eso! He sido vanidoso —dijo.Fue repasando sus pecados como enseña el

catecismo. «¡He sido emperador demasiadotiempo!», le parecía que al mismo tiempo moría,lejos de allí, en algún rincón, la parte de él que eraimperial.

—¡También la guerra es un pecado! —dijo envoz alta.

Pero el sacerdote no le oyó. Francisco Josévolvió a sorprenderse. Cada día llegaban las listasde los muertos, la guerra duraba ya desde 1914.

—¡Ojalá me hubiera muerto en Solferino! —

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dijo. Pero no le oía. «Quizás estoy muerto ya yhablo como un muerto. Es por eso por lo que nocomprenden», pensó. Y se durmió.

Afuera, entre los criados, esperaba el señor deTrotta, el hijo del héroe de Solferino, con elsombrero en la mano, bajo la llovizna incesante.Los árboles del parque de Schönbrunn resonabanbajo el murmullo de la lluvia que los azotabalenta, paciente e incesantemente. Anochecía ya.Acudieron los curiosos. El parque se llenó degente. La lluvia no cesaba. Los que esperaban sefueron turnando; unos llegaban, otros se iban. Elseñor de Trotta siguió siempre allí. Cerró lanoche, las escaleras se fueron vaciando, la gentese fue a dormir. El señor de Trotta se acurrucó enel portal. Oía pasar coches, a veces alguien abríauna ventana allá en lo alto. Oía voces. Se abríanpuertas, se cerraban. No le veían a él. Seguía lalluvia, inagotable, lenta, un murmullo eterno entrelos árboles.

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Finalmente empezaron a tañer las campanas. Eljefe de distrito se alejó. Bajó por los anchospeldaños, siguió por la avenida hasta la verja, queesa noche estaba abierta. Se volvió a la ciudad apie, sin ponerse el sombrero que seguía llevandoen la mano. No se encontró con nadie. Iba muydespacio, como detrás de un coche mortuorio.Cuando amanecía llegó al hotel.

Se volvió a su casa. Llovía también en lacapital del distrito de W. El señor de Trotta mandóllamar a la señorita Hirschwitz.

—¡Me voy a la cama, señora mía! ¡Estoycansado! —le dijo, y se acostó, por primera vez ensu vida, en pleno día.

No podía dormir. Mandó llamar al doctorSkowronnek.

—Querido doctor Skowronnek —dijo—,¿tendría usted la bondad de traerme el canario?

Le llevaron el canario de la casita del viejoJacques.

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—Déle un terrón de azúcar —dijo el jefe dedistrito.

Le dieron un terrón de azúcar al canario.—Es un fiel animalito —dijo el jefe de

distrito.—Un fiel animalito —repitió Skowronnek.—Nos sobrevivirá a todos —anunció Trotta

—. ¡Gracias a Dios! —Después, agregó—:¡Dígale al cura que venga! ¡Pero vuelva usted!

El doctor Skowronnek esperó hasta que elsacerdote se hubo marchado. Después volvió a lahabitación del jefe de distrito. El viejo señor deTrotta yacía ahora tranquilo y sosegado en lacama. Tenía los, ojos semicerrados.

—¡Déme su mano, querido amigo! —le dijo—.¿Querría usted traerme el retrato?

El doctor Skowronnek se fue al gabinete, sesubió a una silla y descolgó el retrato del héroe deSolferino. Cuando volvió con el cuadro entre lasmanos, el señor de Trotta ya no era capaz de verlo.

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La lluvia golpeaba suavemente contra los cristales.El doctor Skowronnek esperaba con el retrato delhéroe de Solferino sobre las rodillas. Al cabo deunos minutos se levantó, tomó la mano del señorde Trotta, se inclinó sobre el pecho del jefe dedistrito, respiró profundamente y cerró los ojos delmuerto.

Era el día en que enterraban al emperador enla cripta de los capuchinos. Tres días después, elcadáver del señor de Trotta descendió a la tumba.El alcalde de la ciudad de W pronunció unaoración fúnebre junto al féretro. Como todos losdiscursos de la época, el alcalde empezó con lainevitable referencia a la guerra. Dijo además queel jefe de distrito había dado su único hijo alemperador y que, a pesar de ello, había seguidoviviendo y prestando sus servicios a la monarquía,sin desfallecer, hasta su último día. Mientras tanto,la lluvia incansable seguía cayendo sobre lascabezas descubiertas de los congregados

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alrededor de la tumba; llegaba un murmullo de losarbustos mojados de alrededor, las coronas y lasflores. El doctor Skowronnek se esforzaba enmantenerse en posición de firmes en su uniformede comandante médico de la milicia, al quetodavía no estaba acostumbrado —evidentementeseguía siendo un personaje civil—, a pesar de queno creía que fuese una actitud adecuada para unentierro. «¡Bien mirada, la muerte no es un generalmédico, ni mucho menos!», pensó el doctorSkowronnek. Después se acercó a la tumba; era elprimero en hacerlo. Rechazó la azada que le dabaun enterrador. Se inclinó y arrancó un terrón detierra mojada, la desmenuzó en su mano izquierday fue tirando con la derecha los pequeñosfragmentos sobre el ataúd. Después se retiró.Pensó que era ya la tarde y que se acercaba la horade la partida de ajedrez. Pero ahora ya no teníacon quién jugar; pese a todo, decidió irse al café.

Cuando salieron del cementerio el alcalde le

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invitó a subir a su coche. El doctor Skowronneksubió al coche.

—Me habría gustado mencionar —dijo elalcalde que el señor de Trotta no podía sobreviviral emperador. ¿No le parece a usted, señor doctor?

—No sé —replicó el doctor Skowronnek—.Yo creo que ninguno de los dos era capaz desobrevivir a Austria.

Delante del café el doctor Skowronnek mandóque se detuviera el vehículo. Se fue, como cadadía, a la mesa de costumbre. El tablero de ajedrezseguía allí, como si el jefe de distrito no hubieramuerto. El camarero acudió para quitar el tablero.

—Déjelo, no es necesario —dijo Skowronnek.Se puso a jugar una partida solo, sonriendo de

vez en cuando al sillón vacío que tenía delante.Oía todavía el suave murmullo de la lluvia otoñalque seguía deslizándose incansable por loscristales.

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JOSEPH ROTH. Nació en 1894 en una pequeñaciudad de Galitzia situada en la frontera orientaldel Imperio Habsburgo. De 1916 a 1918 sirvió enel ejercito austro-húngaro, un periodo de su vidarodeado de incertidumbre, durante el cual mástarde declaró haber pasado algunos mesescapturado por los rusos. Posteriormente trabajócomo periodista en Viena, Berlín y Frankfurt,cubriendo distintos acontecimientos en Europa. En1933 abandonó Alemania y vivió principalmenteen París y el sur de Francia. Fue una de las

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principales figuras de la oposición intelectual enel exilio frente a los Nazis. A pesar de todo viviócomo un refugiado; a menudo incapaz de encontrara nadie que publicara sus libros y acosado por lapobreza, la soledad y la desesperación, muriócomo consecuencia de su alcoholismo en 1939.

Joseph Roth escribió trece novelas, así comomuchos relatos y ensayos. Atormentado por nohaber llegado a conocer nunca a su padre, quehabía enloquecido antes de su nacimiento y muertoen Rusia en 1910, exploró frecuentemente lasrelaciones entre padre e hijo en sus obras. Estetema se entrelaza con las experiencias de la guerray el antisemitismo: Fuga sin fin (1927) es lahistoria de un desilusionado oficial que vuelve asu hogar, y Job (1930) es el conmovedor retrato deun judío errante moderno. La marcha Radetzky(1932), una destacable crónica de la decadenciadel Imperio Austro-Húngaro, fue continuada en unasecuela, La cripta de los capuchinos (1938), que

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continua la historia hasta llegar al Anschluss, laanexión de Austria por la Alemania de Hitler. Rothes reconocido en la actualidad, junto con ThomasMann, Proust y Joyce, como uno de los grandesescritores de la literatura moderna.