La Maquina de Hacer Llover Argentina

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La maquina de hacer llover Argentina "El hombre que hacia llover : Juan Baigorri Velar" El tal Baigorri había nacido en Entre Ríos a fines del siglo anterior en Concepción del Uruguay y criado en Buenos Aires, se presentó ante la opinión pública con su original invento. Para ese entonces, el hombre ya contaba con 47 años (en 1938). Hijo de un militar que cultivaba una profunda amistad con el Gral. Julio Argentino Roca, cursó sus estudios en el Colegio Nacional Buenos Aires y luego se recibió de ingeniero. Cuando egresó viajó a Italia para estudiar geofísica, especialización en petróleo, y se recibió de ingeniero en la Universidad de Milán. En esos años —principios de la década del 30— comenzó a viajar por el mundo, contratado por diferentes petroleras. Estuvo en diversos países de Europa, Asia y Africa. En América como técnico en petróleo en México, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Chile, Brasil y también en Estados Unidos, desde donde volvió contratado por YPF. Durante su estadía en Italia diseño y construyó un aparato que medía el potencial eléctrico y las condiciones electromagnéticas de la tierra. Esto sería el principio de lo que hoy es casi una leyenda. Se trataba de una caja

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La historia de un invento que se esfumó

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La maquina de hacer llover Argentina

"El hombre que hacia llover : Juan Baigorri Velar"

El tal Baigorri había nacido en Entre Ríos a fines del siglo anterior en Concepción del Uruguay y criado en Buenos Aires, se presentó ante la opinión pública con su original invento. Para ese entonces, el hombre ya contaba con 47 años (en 1938). Hijo de un militar que cultivaba una profunda amistad con el Gral. Julio Argentino Roca, cursó sus estudios en el Colegio Nacional Buenos Aires y luego se recibió de ingeniero. Cuando egresó viajó a Italia para estudiar geofísica, especialización en petróleo, y se recibió de ingeniero en la Universidad de Milán.

En esos años —principios de la década del 30— comenzó a viajar por el mundo, contratado por diferentes petroleras. Estuvo en diversos países de Europa, Asia y Africa. En América como técnico en petróleo en México, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Chile, Brasil y también en Estados Unidos, desde donde volvió contratado por YPF.

Durante su estadía en Italia diseño y construyó un aparato que medía el potencial eléctrico y las condiciones electromagnéticas de la tierra. Esto sería el principio de lo que hoy es casi una leyenda. Se trataba de una caja cúbica del tamaño de un aparato de TV actual (de los medianos) y con dos antenas que sobresalían misteriosamente. Pero aún no lo usaba para los fines que lo harían famoso.

En 1929 Baigorri Velar acepta un cargo que le fuera ofrecido por el director de YPF, el Gral. Enrique Mosconi. Por este motivo se instala definitivamente en Buenos Aires junto a su mujer e hijo.

Con estos se instaló en Caballito, pero el ingeniero advierte que la zona es demasiado húmeda para su gusto y el de sus delicados instrumentos. Junto a sus bultos de familia hizo trasladar desde el aeropuerto un aparato con antenas expandibles, que guardó celosamente en un placard. "Más o menos estoy adaptado a Buenos Aires, pero hay

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mucha humedad", se quejaba. Una mañana se decidió. Tomó unos aparatos y los utilizó para ir midiendo la humedad por los barrios porteños. Se paró frente a una casa de Araujo y Falcón, en Villa Luro. Las agujas le indicaban que era la zona más alta de cuanto había recorrido. Compró esa casa, que tenía un altillo perfecto para un laboratorio.

Era 1938 y los diarios hablaban de los recientes suicidios de Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni. Y de los fraudes en las elecciones parlamentarias que ponían al presidente Roberto Ortiz al borde de la renuncia. River inauguraba el Monumental.

Es en 1938 cuando el ingeniero Baigorri descubre que uno de sus aparatos, cargado con reactivos químicos y conectado a una batería, provoca lluvias en cualquier lugar donde se encuentre. A partir de ese momento comienza a realizar pruebas en los lugares más difíciles.

Allí se fue "desarrollando" la función de la extraña máquina, un artefacto que, a los dichos de Baigorri, provocaba que el cielo rompiese en lluvia cada vez que la encendiera. Según él, ocurría por un mecanismo de electromagnetismo que concentraba nubes en el área de influencia del aparato.

A fin de ayudarse en su trabajo, Baigorri había desarrollado y construido en Italia sus propios instrumentos de precisión que le permitían detectar la presencia de minerales y las condiciones electromagnéticas de los suelos. La eficacia de estos dispositivos quedó demostrada en una breve visita al país durante la cual lideró la misión científica que descubrió el Mesón de hierro, un aerolito caído 200 años antes en el impenetrable monte chaqueño. El prestigio del ingeniero también motivó el llamado de Enrique Mosconi para repatriarlo definitivamente e invitarlo a formar parte de la naciente YPF en enero de 1929. Sin embargo, nada de esto hacía presagiar el fortuito descubrimiento que cambiaría su vida: un artefacto para hacer llover a voluntad.

UN HALLAZGO CASUAL

“En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales utilizando un aparato de mi invención, noté algo curioso. Cuando conectaba el mecanismo y éste se ponía en funcionamiento, se producían lluvias ligeras que me impedían trabajar. Me llamó la atención el fenómeno y consideré que esas pequeñas lluvias podrían ser originadas por la congestión electromagnética que la irradiación de mi máquina producía en la atmósfera”, explicó Baigorri a los periodistas de Crítica cuando le preguntaron sobre la génesis de su creación.

Contemporáneo de Tesla e ilusionado por su hallazgo casual, Baigorri se entregó a numerosos estudios con el objetivo de perfeccionar el dispositivo que a su entender provocaba las precipitaciones. “Modifiqué la constitución y potencia del mecanismo, combiné metales radioactivos y reforcé el poder de las sustancias químicas”, comentó el inventor que durante 12 años recorrió de incógnito la frontera uruguayo-brasileña y buena parte de Argentina, allí donde los lugareños atribuían a la naturaleza las lluvias que él adjudicaba a su artefacto.

Mientras realizaba pruebas de estudio del subsuelo en Colonia, Uruguay, el ingeniero descubrió que al activar uno de sus aparatos con ondas electromagnéticas, se producía

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lluvia cuando nada indicaba la posibilidad del fenómeno. el aparato que medía el potencial eléctrico y las condiciones electromagnéticas de la tierra.

El resultado de sus estudios fue una caja del tamaño de un televisor de 14 pulgadas que contenía “una batería eléctrica, una combinación de metales radioactivos fortificados por el aditamento de sustancias químicas y dos antenas de polo negativo y positivo”. Esas antenas enviaban al cielo las emisiones electromagnéticas que generaban los metales de la caja con el propósito de provocar la congestión atmosférica y desencadenar la precipitación pluvial.

De regreso a buenos aires continuó con sus experimentos. En octubre de 1938 tomó contacto con el Ferrocarril Central Argentino, cuyo gerente, Mr. Mac Rae, le facilitó el vagón de uno de sus trenes, designó un ingeniero de la empresa, Hugo Miatello, para que supervisara los trabajos y lo envió a Santiago del Estero donde la sequía asolaba los cultivos.

Baigorri buscaba demostrar que podía manejar la lluvia y buscó el patrocinio del Ferrocarril Central Argentino. El gerente inglés oyó la propuesta y sonrió, malicioso. "¿Y usted podría hacerlo en cualquier lugar?", preguntó, tropezando con las palabras en español. Baigorri contestó que sí, y el inglés desafió, sarcástico: "Bueno, haga llover en Santiago del Estero".

Hacia allí salió el ingeniero, con su extraña máquina y un perito agrónomo de acompañante, que viajaba para controlarlo. A los pocos días volvieron y el perito certificó que, en una estancia de una localidad llamada Estación Pinto, Baigorri se puso a trabajar y a las ocho horas llovió.

Ambos arribaron en noviembre a la localidad de Pinto, azotada por el caluroso viento norte y un sol que caía a plomo sobre la tierra reseca. Según Miatello, minutos después de que Baigorri accionara su máquina, el viento cambió de dirección y comenzó a soplar del este, mientras el cielo se cubría paulatinamente de nubes. Doce horas más tarde, cayó un ligero chaparrón y apenas se apagó el artefacto, retornó el viento norte. No conforme con esto, el inventor se dispuso a construir un dispositivo de mayor potencia y, junto a Miatello, regresó a Santiago el 22 de diciembre. El gobernador Pío Montenegro les facilitó la escuela granja de la provincia y tras 55 horas de funcionamiento, el aparato borró tres años de sequía con una tormenta que se prolongó por once horas y descargó 60 milímetros de agua sobre la capital santiagueña.

Hacía tres años que no llovía en la provincia de Santiago del Estero cuando el 24 de diciembre de 1938 se desató una diluvio como nunca se había visto en medio siglo.

Su fama comenzó a crecer y llegó con él, en tren, a Buenos Aires. Hasta viajaron dos periodistas de The Times, de Londres, para entrevistarlo. En el otro rincón, el ingeniero Calmarini, director de Meteorología, salió a decir que todo era un invento infame o, a lo sumo, obra de la casualidad. En la estancia "Los milagros", de Juan Balbi, provincia de Santiago del Estero, hacía 16 meses que no había precipitaciones. Baigorri conecta sus instrumentos y logra hacer llover.

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También en Santiago del Estero es solicitado por el mismo gobernador de la provincia, el Dr. Pío Montenegro. Acude a una estancia del funcionario en donde no llovía desde hacía ya tres años. Tres días de trabajo y llueven 60 mm. en dos horas.

Nuevamente Santiago del Estero, para Navidad; llueve como nunca.

Tras su éxito en Buenos Aires, el ingeniero viajó a Carhué, invitado por las autoridades de esa localidad bonaerense, para poner término a la sequía que había vaciado el Lago Epecuén. Baigorri puso manos a la obra y del 7 al 8 de febrero desató dos tormentas eléctricas que desbordaron el lago y fundieron el flamante reloj de la plaza.

Realizaron las primeras pruebas en la estación Pinto de esa provincia y,según Miatello, en cuanto Baigorri conectó su aparato el viento norte cambió de dirección soplando hacia el Este.

Retornaron a Buenos Aires y Baigorri se comprometió a construir un aparato de mayor potencia. En diciembre de ese año estaba listo para volver a intentarlo. El 22 de ese mes llegó a la provincia, conectó el aparato, y dos días después la ciudad de Santiago recibió en dos horas 60 milímetros de lluvia.

Aunque el “Júpiter moderno”, como lo apodó la prensa, también debió hacer frente al escepticismo de la comunidad científica y a las críticas de su principal detractor: el titular de la Dirección de Meteorología, Alfredo Galmarini, quien calificó al experimento de “parodia” y sostuvo que las lluvias de Santiago habían sido anunciadas. A lo que Baigorri respondió mostrando un recorte del pronóstico publicado por el diario El Liberal, donde se leía: “Santiago del Estero, Chaco y Formosa: bueno y caluroso, con poco cambio de la temperatura”. Galmarini no se dio por aludido y burlonamente afirmó: “Aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número podríamos llegar sin mayor esfuerzo mental al diluvio universal”, para concluir, categórico: “No sólo no creo en la seriedad del inventor, sino que también considero que se trata de un canard como no habíamos visto otro en el terreno de la meteorología”.

Sin embargo, técnicos británicos y norteamericanos intentaron contactarlo para comprarle la "máquina de hacer llover", pero Baigorri respondió que no vendería su fórmula por ninguna cifra, porque el invento estaba destinado a beneficiar a la Argentina.

El director del Servicio de Meteorología Nacional no perdía ocasión para hablar con tono entre burlón y despectivo de Baigorri Velar. Un día el diario "Crítica" anuncia, a modo de desafío, que el ingeniero hará llover entre el 2 y el 3 de enero de 1939. Baigorri acepta el reto y no sólo eso: con un rasgo de humor poco habitual en él, ya que se trataba de un hombre que tomaba todo muy seriamente, le envía un paraguas de regalo al hombre que se burlaba de sus métodos, el Director de Meteorología. Una tarjeta adunta decís: "Para que lo use el 2 de enero"

La réplica no se hizo esperar. “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”, vaticinó el “revolucionario del cielo”. La nota, firmada de su puño y letra, fue publicada por Crítica el 27 de diciembre. El desafío estaba planteado.

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El 30 de diciembre, el ingeniero activó su máquina y encendió las expectativas. Ese mismo día, fue recibido por el ministro de Agricultura, José Padilla.

Mientras tanto, tres millones de personas miraban al cielo y cruzaban apuestas. Baigorri decía que hacer llover en Buenos Aires era cosa fácil por la cercanía del río. El problema era de otra índole. “Tengo que dosificar constantemente la energía del aparato para que la lluvia no se adelante y evitar que Buenos Aires se transforme en el epicentro de un ciclón tormentoso”, declaró. El 31, en efecto, el clima se hallaba enrarecido. Las crónicas de la época cuentan que el viento cambiaba a cada instante de dirección, la atmósfera se había tornado irrespirable y sobre el altillo de Villa Luro se divisaba un nubarrón que se extendía sobre la ciudad como una mancha de aceite. La sugestión llegó a tal punto que una multitud se congregó frente a Araujo 105 para pedirle al “llovedor” que interrumpiera la experiencia y no aguara las fiestas de fin de año. Por su parte, Meteorología “abrió el paraguas”, pronosticando para la fecha anunciada “nubosidad variable con probabilidad de chaparrones y tormentas eléctricas aisladas”.

El 1º transcurrió en una tensa espera. El inventor repetía que entre el 2 y el 3 haría llover, pero el cielo se había despejado y muchos ya presagiaban un fracaso. No obstante, esa misma noche resurgieron las nubes y a la madrugada empezó a caer una tenue llovizna que a las cinco se convirtió en un chaparrón sostenido con vientos huracanados y características de temporal. La quinta edición de Crítica tituló en tapa: “Como lo pronosticó Baigorri, hoy llovió”. Noticias Gráficas también puso el hecho en primera plana y, para el día siguiente, se permitió publicar los dos pronósticos: el del “mago de Villa Luro” y el oficial. Incluso La Nación, que no mencionó ni una palabra de lo sucedido, en la sección del clima comentó que había llovido de madrugada, “después de varios días en que el tiempo asumió características por demás irregulares”. El derrotado Galmarini no quiso hacer declaraciones, mientras una muchedumbre acudía a la esquina de Araujo y Falcón, donde nació un nuevo cantito popular: “Que llueva, que llueva/ Baigorri está en la cueva/ enchufa el aparato/ y llueve a cada rato”.

EL DIA EN QUE TODA LA CAPITAL MIRO HACIA EL CIELO PARA VER SI IBA A LLOVER(Héctor Gambini. Redacción de Clarin.17-06-2002)

Sucedió el 2 de enero de 1939, cuando un ingeniero llamado Juan Baigorri le aseguró al director de Meteorología que haría llover sobre la ciudad. Y llovió.

Como respuesta a la censura a mi procedimiento, regalo —por intermedio de Crítica— una lluvia a Buenos Aires para el 2 de enero de 1939". La frase salió en el diario a fines del 38 y era un desafío público al director de Meteorología Nacional, para quien el autor de los dichos no era más que un embustero. Un ingeniero provocador que decía haber inventado la máquina de hacer llover.

Cuando llegó el 1° de enero, los porteños tenían el desafío tan presente que chocaban copas de madrugada con los ojos clavados en el cielo limpio. El día fue tan caluroso y húmedo que hasta la tarea de sentarse bajo la parra a mirar las nubes raquíticas que pasaban por Buenos Aires resultaba un entretenimiento cansador. Pero llegó la noche y nada.

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En la mañana del 2, la ciudad volvió al trabajo. Y nada. Ni rastros de la lluvia. Pero no había viento ni para mover un pétalo de rosa. Y las nubecitas blancas y enfermizas de la tarde anterior iban echando cuerpo y color. Primero grises plomo. Después virando hacia el negro. Cada vez más. Hasta que una brisa de suspiro apareció de la nada con un aliento de humedad en suspensión. Gotitas sin peso ni para llegar al suelo. Y otras gotitas finas detrás, que ya tocaban el asfalto. Y otras gordas como ñoquis, que ahora hacían dibujos en los charcos incipientes. Enseguida, tormenta eléctrica y chaparrón violento. Una catarata que caía del cielo mientras Crítica paraba las rotativas para salir al mediodía con el título principal de la quinta edición, en tipografía catástrofe: "Como lo pronosticó Baigorri, hoy llovió", debajo de una volanta que daba información acerca de lo que acababa de ocurrir en Buenos Aires: "Baigorri consiguió que tres millones de personas dirijan sus miradas al cielo".

En efecto, llueve entre el 2 y el 3 de enero.

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Baigorri repitió el experimento en Carhué, donde el lago Epecuén estaba seco, y entre el 7 y 8 de febrero se produjeron dos lluvias que desbordaron la laguna. Pese a las ofertas del extranjero, siempre rechazadas, ninguna autoridad nacional contactó al ingeniero.

IMPASSE, RETORNO Y OSTRACISMO

Lo entrevistaron de varios diarios y revistas extranjeras. En la década del 40' un ingeniero norteamericano vino a verlo ofreciéndole mucho dinero por el invento y Baigorri contestó que:

-Soy argentino ... Y mi invento es para beneficiar a la Argentina.

Los ofrecimientos se sucedieron, pero la respuesta fue siempre la misma.

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A pesar de todo esto, el manoseo popular de la idea y las feroces embestidas de funcionarios que no estaban de acuerdo, hicieron que Baigorri Velar decidiera retirarse, aunque continuó con esporádicas experiencias en los lugares en donde se lo solicitaba.

Una buena parte de la opinión pública aún desconfía del método. Lo llaman "el mago de Villa Luro" y les cuesta creer que todo aquello sea posible.

Después de esta sobreexposición, el “Júpiter moderno” regresó al perfil bajo y a su antiguo oficio, haciendo relevamientos petrolíferos para particulares. Hasta que a fines de 1951 volvió al ruedo con el peronismo.

Hasta que a fines de 1951, Raúl Mendé, ministro de Asuntos Técnicos, lo designó asesor ad honórem de su cartera y lo envió a Caucete, San Juan, donde hacía ocho años que no llovía. Baigorri conectó su aparato y se produjeron tres precipitaciones. Lo mandaron a Córdoba, afectada por la sequía, y cayeron lluvias, algunas que superaron los 81 milímetros. Lo mismo sucedió en La Pampa. Llegó, encendió la batería y empezó a llover, aunque ya la gente dudaba de sus méritos: "Iba a llover de todos modos", decían.

Convocado por el ministro de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, su primera misión fue en enero del ‘52, en Caucete, San Juan, donde remedió ocho años de sequía con tres lluvias y detuvo al mismísimo viento Zonda. Ese mismo año viajó a Córdoba y el 21 de noviembre hizo caer 81 milímetros, aunque esta vez se le fue la mano: la tormenta trajo

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consigo un tornado devastador. Luego de ajustar el mecanismo, consiguió dos precipitaciones más que dejaron al Dique San Roque con un nivel superior a los 35 metros. En 1953, el inventor desembarcó en La Pampa y sus ondas electromagnéticas provocaron lluvias que sumaron 2160 milímetros en toda la provincia.

Baigorri comenzó a viajar por el interior y a "hacer llover" con su máquina en diferentes localidades, con suerte dispar.

Cuando regresó, Baigorri le envió una nota al ministro recordándole que su trabajo había sido ad honorem y preguntando si su invento interesaba al gobierno. La respuesta le indicó que para considerarlo, debía remitir un informe sobre las bases técnicas y científicas de su descubrimiento.

Tiempo más tarde, sin embargo, Mendé suspendió el apoyo del gobierno. ¿La razón? La obstinada negativa de Baigorri a revelar las bases científico-técnicas de su invento.

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Paradójicamente, el celo con el que el “llovedor” guardó su secreto lo condenó al ostracismo. Y cuando alguien volvió a preguntarle acerca del tema, contestó que había destruido los planos y que no patentaría el artefacto porque para eso era menester describir su funcionamiento. También afirmó que sólo él podía manipular el “pluviógeno”, como lo bautizara Crítica en 1939, e incluso advirtió que, como Pandora, si se abría la caja, ella podría desencadenar tempestades por la mezcla de las sustancias radioactivas.

Al final, decepcionado por lo que él sintió como una incomprensión oficial, Juan Baigorri Velar archivó definitivamente su máquina y no volvió a hacer demostraciones públicas.

Baigorri se recluyó en un largo silencio. Ya viudo, pasaba horas en el altillo de Villa Luro. Leonor, la mujer que hoy vive en esa casa, contó a Clarín: "Cada vez que llovía la gente rodeaba la casa y se ponía a mirar hacia el altillo". Allí mismo Baigorri se negó a atender a un emisario que decía venir en nombre de un empresario norteamericano para comprarle la fórmula. "Mi invento es argentino y será para exclusivo beneficio de los argentinos", le contestó.

Tuvo un hijo William, fue buscado por la guía por unos estudiantes universitarios, pero si bien era su hijo, se negó a colaborar. Alegó que estuvo enemistado con el padre hasta la muerte, y dio a entender que el invento no era tal.

Cuando estos volvieron a la antigua casa de Baigorri, la de Falcón y Araujo, se encontraron con una señora que les contó el trágico y común fin del inventor (de alguna forma lo era); al venderle la casa estaba viejo, solo, con los bolsillos vacíos, y se le escaparon algunas lágrimas (igual que a la señora mientras nos contaba).

Anciano y solo, vendió la casa y se mudó a lo de un amigo francés, que le prestó una habitación en un departamento.

Baigorri nunca reveló su secreto y desapareció de la escena pública.

Olvidado, falleció en el otoño de 1972. Tenía 81 y había llegado al hospital solo, con problemas en los bronquios.

En la Biblioteca Nacional, hay muy poca información sobre él. Se encuentra la descripción de la máquina en un tomo sobre inventos increíbles.

En el número 13 de Todo es Historia aparece una extensa nota sobre él.

Nadie más supo de la extraña máquina de las antenas. Ni si Baigorri dejó un sucesor secreto para que la activara como homenaje durante su propio sepelio: cuando lo estaban enterrando, en el cementerio de la Chacarita, se largó a llover.

Tal vez no llovió en ciertos lugares a los que acudió el ingeniero con sus aparatos, pero es innegable que sí lo hizo en mucho otros donde hacía mucho tiempo que tal cosa no ocurría. El hecho es que todavía hoy se polemiza sobre el tema.

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Hoy ni siquiera se conserva la casa de Araujo 105, de cuya azotea emergiera la antena que parecía dominar el cielo porteño a voluntad: en su lugar construyeron un coqueto edificio. Se ignora, asimismo, el paradero del misterioso aparato. Una versión indica que habría terminado arrumbado en los fondos de un taller mecánico de Villa Luro. Tal vez de allí lo recogieron para venderlo como chatarra y en ese acto se haya perdido para siempre la imposible reliquia de una Argentina potencia que nunca fue.