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GUILLERMO SCHMIDHUBER DE LA MORA LA MALA POSADA Acto Único La vida es una noche en una mala posada. Camino de perfección, cap. 40, 9. Teresa de Ávila Personajes Ramón, un viejo Roberto, un adolescente Carlos, de mediana edad, miembro de un dueto cómico Ignacio, de mediana edad, el gracioso del dueto Hombre, un viajante, cualquier edad Un Policía Lugar: En un hotel de ínfima categoría, ubicado en un pueblo con intensa segregación racial Tiempo: Varias décadas atrás, durante una de tantas recesiones económicas ESCENA PRIMERA Un cuarto de hotel de ínfima categoría. A la izquierda hay una puer- ta. Al frente, a la derecha, una ventana cubierta parcialmente con una cortina deslavada. Cinco Camas viejas, tres al frente y dos a los lados, todas cubiertas por colchas sucias y desteñidas. En el suelo, casi junto a la puerta, una escupidera, un cesto de papeles y una bo- tella vacía. Todo está en penumbra. Al comenzar la escena el viejo está sentado en la cama del extremo derecho, mostrando la espalda al público, de manera que al abrir la puerta, la cama se ilumina. El viejo está en actitud de espera, al oír pasos, se mete con rapidez en su cama y finge dormir. La puerta se La mala posada www.guillermoschmidhuber.com

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GUILLERMO SCHMIDHUBER DE LA MORA

LA MALA POSADA

Acto Único

La vida es una noche en una mala posada.

Camino de perfección, cap. 40, 9.

Teresa de Ávila

Personajes

Ramón, un viejo

Roberto, un adolescente

Carlos, de mediana edad, miembro de un dueto cómico

Ignacio, de mediana edad, el gracioso del dueto

Hombre, un viajante, cualquier edad

Un Policía

Lugar: En un hotel de ínfima categoría, ubicado en un pueblo con intensa

segregación racial

Tiempo: Varias décadas atrás, durante una de tantas recesiones económicas

ESCENA PRIMERA

Un cuarto de hotel de ínfima categoría. A la izquierda hay una puer-

ta. Al frente, a la derecha, una ventana cubierta parcialmente con

una cortina deslavada. Cinco Camas viejas, tres al frente y dos a los

lados, todas cubiertas por colchas sucias y desteñidas. En el suelo,

casi junto a la puerta, una escupidera, un cesto de papeles y una bo-

tella vacía. Todo está en penumbra.

Al comenzar la escena el viejo está sentado en la cama del extremo

derecho, mostrando la espalda al público, de manera que al abrir la

puerta, la cama se ilumina. El viejo está en actitud de espera, al oír

pasos, se mete con rapidez en su cama y finge dormir. La puerta se

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abre dejando entrar un intenso rayo de luz que ilumina la escena:

Entra un muchacho, casi niño, procurando no hacer ruido. Cuando

toda su figura se ha asomado al escenario, el viejo se incorpora vio-

lentamente de la cama.

Viejo.— ¡Silencio! En esta posada del demonio nunca se puede conciliar el

sueño, es como intentar dormir bajo un grifo abierto. (Mira al niño.) ¿Qué

haces allí parado, muchacho? Entra y cierra la puerta porque esa luz me

está cegando (El niño obedece y al verse en la penumbra camina con pasos

vacilantes.) ¡Cuidado con la escupidera! (El niño se ha quedado inmóvil.)

En mis tiempos sí se sabía tener consideración con el sueño de los viejos.

(Ve al niño de nuevo.) ¡Camina, muchacho!, ¿o piensas quedarte ahí toda la

noche? (El niño da un paso y casi tropieza con la botella vacía.) ¿Estás

ciego? Fíjate donde pisas. (El niño da un paso más.) Así como vas lograrás

darle una patada al cesto de papeles que está a tu izquierda. (El niño se de-

tiene. El Viejo se levanta y enciende la luz.) ¡Muévete idiota! Todavía hay

cuatro camas desocupadas. Escoge la que quieras, son todas iguales: los

mismos animales, las mismas sábanas percudidas y el mismo colchó olien-

do a humedad. (El niño se ha sentado en la cama del extremo izquierda,

junto a la puerta; con disimulo esconde bajo la almohada una caja.) No

creas que he vivido siempre así. El viejo Ramón no ha sido siempre pordio-

sero… (Pausa.) ¿Te vas a desvestir o piensas dormir vestido? (El niño obe-

dece ante la estupefacción del viejo.) Como te decía, no siempre he dormi-

do en hoteles de esta categoría. No, yo conocí tiempos mejores: sábanas

limpias, ropa elegante, comidas exquisitas y una mujer guapa para diver-

tirme… (Pausa.) ¿Piensas dormir sentado? ¿O crees que voy a esperar toda

la noche? Tengo que aprovechar los intervalos entre los arribos, pues to-

davía quedan tres camas por ocuparse y, si no te acuestas rápido, nos va a

encontrar aquí discutiendo. (El niño se quita los pantalones y se mete a la

cama.) Tú no eres de este pueblo. (El niño niega con la cabeza.) Mejor para

ti… (Pausa.) Aquellos tiempos era buenos, muchos amigos, muchas muje-

res… (Pausa.) ¿Por qué no hablas? Te he gritado y no te has enojado. ¿Te

pasa algo? (El niño no responde.) Pues allá tú… ¿Cómo te llamas?

Niño.— (Apenas audible.) Roberto.

Viejo.— Con que Roberto (Pausa.) ¿Qué andas haciendo en este mugroso

hotel?

Niño.— (Titubeante.) Mi padre está enfermo, voy a visitarlo.

Viejo.— ¿Dónde está tu padre?

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Niño.— En un hospital cerca de aquí (Obviamente mintiendo.)

Viejo.—¿De qué está enfermo'?

Niño.— Parece que de ...

Viejo.— En el fondo no me importa, ¡Ah, te decía! No creas que siempre

he vivido en hotelucuchos como éste. Tuve mejores tiempos. Recuerdo

una vez que venid por la calle con el mejor de mis trajes, era gris, no, no,

era café, sí, sí, café con dos bolsas grandes. Me encontré con el que enton-

ces era mi patrón. Estaba platicando con una señora muy distinguida, des-

pués me dijeron que era millonaria, ¡Millonaria de verdad! Ella comentó:

"Se ve que usted tuvo cuna”. Y que lo diga ella si no es cierto. (El Viejo

mira a Roberto.) Con esa cara no creo que consigas muchos amigos. ¿No

quieres un poco de vino? Te reconfortará. (El viejo se levanta y va por la

botella.) Todo el mundo tiene mil cosas que decir pero nadie las quiere es-

cuchar. (Bebe.) Anímate, muchacho. (El viejo limpia la boca de la botella

con su manga y la ofrece a Roberto, quien no la acepta.) Pero para ti. Si no

fuera por los ratos de plática y estas botellas, no sabría cómo pasar la vida.

(El Viejo mira la botella.) Todavía quedan un par de tragos, uno para ti y

otro para mí. (Rogando.) Es muy desagradable beber solo. (Roberto titu-

bea.) Anímate, te ayudará a sentirte mejor.

Roberto.— (Toma la botella y bebe un poco.) Quema al pasar. (Tose.)

Viejo.— Claro que quema. (Habla con animación.) Esta vida no es para

mí, ya estoy viejo y enfermo. El estómago no me deja. Sabes una cosa,

desde que te vi me recordaste a mi hijo Ramón. Son muy diferentes, pero

creo que tienes la misma edad de cuando lo vi por última vez: quince años,

¿no es cierto? (Roberto asiente.)

Viejo.— No tengo mal ojo. De seguro me para estas fechas mi Ramón ya

me olvidó. Si durante todos estos años se ha acordado de mí tantas veces,

como yo de él, todavía podríamos ser padre e hijo.

Roberto.— (Con un poco más de seguridad.) ¿No viven juntos?

Viejo.— No.

Roberto.— ¿Por qué?

Viejo.— No lo sé. En una ocasión llegué hasta la calle en donde su madre y

mi Ramón vivían. Enfrente había un café. Desde ahí estuve observando la

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casa toda una tarde: las ventanas con cantinas, el patio con macetas, la

puerta recién pintada y toda la casa respirando paz. Me dije que a la prime-

ra luz que se encendiera yo entraría, era como una señal o algo así. Pero

permaneció a oscuras. Pregunté a los vecinos y me dijeron que ya no vivían

allí. De esto hace varios años (Melancólico.) No sé por qué te cuento estas

cosas, ya las tenía perdidas en la memoria. (Pausa.) Mañana tendrá que ser

un día nuevo porque voy a encontrar trabajo. (Animoso.) Hoy que llegué al

bar me dijeron que buscan un viejo para conserje en una gasolinera. Maña-

na voy abañarme y a rasurarme, me pongo mi traje café y me voy a solici-

tar la plaza. En la última vez que trabajé anduve vendiendo dulces de puer-

ta en puerta. En un solo día vendí a una vieja gorda casi una tonelada, ja, ja.

Platicamos mucho tiempo. Me contó toda su vida. Había sido una mujer un

poco liviana, je, je. Bebió tanto que se quedó dormida. Si hubieras visto la

expresión de paz que tenía reflejada en su cara, parecía como si por fin

hubiera encontrado la felicidad. (Pausa.) Mañana yo también voy a comen-

zar a ser feliz. Con el primer dinero que gane voy a irme a un buen restau-

rante a comer el platillo más caro. Y cuando junte un dinerito voy a com-

prarme un traje. No creas (Triste.), en el fondo no he vuelto a casa en todos

estos años porque quería volver con la frente alta. Ese día que te cuento,

traía un poco de dinero y le compré a mi mujer una caja de chocolates de

esos que tiene adentro una bolita roja. Cuando descubrí que ya no vivían

ahí, me fui a sentar a la banca de un parque. Allí me los comí todos, creo

que hasta vomité. (Pausa.) ¿Sabes una cosa, Roberto? Hacía tiempo que no

me sentía alguien. Comía, dormía, me emborrachaba, pero siempre solo,

irremediablemente solo. La primera vez que me di cuenta de esta soledad

fue una noche en que alguien llegó borracho al hotel en donde yo dormía y

pateó una botella vacía. Yo le puse una bronca, él casi me pegó. Cuando

nos calmamos me di cuenta que hacía mucho tiempo que no significaba

algo para alguien. Todo su ser había estado en contra de mí. Roberto, no

sabes qué soledad se siente cuando para todos eres indiferente… si vives ¿a

quién le importa?... y si te muertes, no hay quien te entierre ni menos te llo-

re. Te imaginas al viejo Ramón frío y seco como un leño y sin una lágrima.

Muchacho, prométeme que cuando alguna vez te acuerdes de este pobre

viejo, pienses bien de mí. No sé por qué te cuento todas estas cosas, nunca

las digo, pero hay veces que… (Ruido de pasos en el exterior.) Finge dor-

mir, así hacen menos alboroto… ¡Roberto! (Con rabia.) ¡Roberto! (Roberto

se había dormido hacía ya varios minutos; el viejo se incorpora y apaga la

luz.)

ESCENA SEGUNDA

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Se abre la puerta y entrar tres hombres: Uno flaco —Carlos—, otro

gordo —Ignacio—, y un tercero con una maleta pequeña —

Hombre—.

Hombre.— Fue una suerte que los conociera en el bar. Ya iban a cerrar y

no tenía idea de dónde pasar la noche.

Ignacio.— El hotel no es malo pero económico.

El Viejo se ha incorporado.

Viejo.— Creo que podrían hablar más quedo.

Carlos.— Yo hablo con la intensidad que me da la gana.

Viejo.—Si quiere hablar “con la intensidad que le da su gana”, podría dor-

mir en su casa y…

Carlos.— (Cortando.) Ya me hartó este viejo.

Ignacio.— Cálmate, Carlos, ayer también te exaltaste al entrar.

Viejo.— Lo único que pido es silencio.

Ignacio.— Siempre he dicho que a los viejos como a los locos, poco caso.

Carlos.— Cómo quieres que no me exalte, si comienza el viejo con sus es-

tupideces: ¡Cuidado con la escupidera!, ¡cuidado con la botella! Venía de

tan buen humor. (Al hombre.) Puede escoger la cama… (Descubre a Ro-

berto dormido.) No parece que tenga opción de dónde dormir.

Hombre.— (Se dirige hacia la única cama desocupada.) Esta está bien.

Gracias. (Coloca su maleta sobre la cama y la abre.)

Ignacio.— Creo que bebí demasiado. Hace un momento que veníamos por

la calle, me daba vueltas la cabeza. No había bebido tanto desde aquella

cena de beneficencia. ¿Te acuerdas, Carlos? (Carlos no lo ha oído.) Fuimos

hace unos meses a trabajar a un orfelinato. (A Carlos.) ¿Era orfelinato o

sanatorio siquiátrico? (Carlos continúa sin escucharlo.) ¡Carlos!

Carlos.— ¿Qué?

Ignacio.— Le contaba a nuestro amigo de la cena en el orfelinato.

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Carlos.— ¿Cuál?

Ignacio.— Aquélla en que había muchos niños. ¡Acuérdate, Carlos! Todos

llevaban aparatos de hierro en las piernas y algunos también en los brazos.

Carlos.— Sí, sí... ¿y eso qué tiene de especial?

Ignacio.— Nada, simplemente le contaba a nuestro amigo de la borrachera

que me puse ese día. Al momento de actuar se me olvidó mi parte y tuve

que improvisar. Salió muy gracioso, ja, ja.

Carlos.— (Sarcástico.) ¿Graciosos? Puntadas de borracho.

Ignacio.— Los niños se rieron mucho.

Carlos.— Se reían de ti, Ignacio, no de tus chistes. Anda, vete a dormir, ya

has hablado más de los suficiente.

Ignacio.— Déjame platicar un rato más. Te prometo que no hablo conti-

go… No podrá decir que te molesto.

Carlos.— No sabes tener medida en nada, si siquiera en el hablar.

Ignacio.— (Al Hombre.) Es que vengo feliz, no sé por qué las últimas co-

pas me dieron tanta euforia. Hacía mucho tiempo que no me sentía así.

¡Arriba corazones, acabemos con la tristeza, antes que ésta acabe con noso-

tros! Ja, ja… ¿Es usted feliz?

Hombre.— (Evasivo.) Depende de lo que llame felicidad.

Ignacio.— Pues debiera serlo. Tiene cama en qué dormir y dos amigos de

última hora, de esos que ni tienen la suficiente confianza para olvidar las

apariencias, ni la demasiada poco para que resulten indiferentes. En una

palabra, los amigos ideales. Le hablaré con franqueza, me parece usted un

hombre experimentado, (Continúa burlón.) aunque por los lugares en que

nos hemos visto últimamente, la experiencia ha de ser un poco negativa, ja,

ja.

Carlos.— Estas molestando a nuestro amigo. Vete a dormir.

Hombre.— Déjelo hablar, a mí no me molesta.

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Ignacio.— Ves, Carlos, tú me decías que no había hombre que soportara mi

verborrea, y aquí te presento a uno: nuestro amigo de esta noche, oriundo

de no sé qué pueblo, en donde se enseña a respetar las opiniones de los

amigos. (Al Hombre.) Mucho gusto. (A Carlos.) ¡Dame la botella!

Carlos.— Se terminó.

Ignacio.— ¿Por qué me mientes? Siempre me llevas la contraria. (Al Hom-

bre.) Se aprovecha de mí porque no soy tan listo como é. Si no estuviera

borracho…

Carlos.— Pero lo estás.

Ignacio.— Bien sabes que si no bebo no puedo dormir.

Carlos.— Si quieres beber, no necesitas justificarte. ¡Vete a la cama!

Ignacio.— (Se acerca a su cama.) Mira mi cama… Mira dónde pasamos la

noche y donde hemos pasado todas nuestras noches en estos últimos años:

en pocilgas como ésta, con unas copas en el estómago. Aunque no niego

que atarantan la cabeza y alegran el corazón, je, je.

Carlos.— ¿Y de donde crees que ha salido el dinero con el que hemos vivi-

do todos estos años

Ignacio.— De tu ingenio, no lo niego. Te debo muchas cosas, pero podías

tener algunas deferencias conmigo.

Carlos.— Deferencias… ¿Cómo cuáles? Darte una botella para que bebas

hasta quedar dormido. Has llegado a un estado que…

Ignacio.— (Cortando.) No es sólo eso… Es que el licor es lo único que me

evita pensar.

Carlos.— Yo nunca he pensado las cosas de mi vida, pero no por eso voy a

beber.

Ignacio.— (Al Hombre.) Dígale que me dé la botella. Él me la prometió.

Hombre.— Eso es entre usted y su amigo.

Ignacio.— (Colérico.) Dame la botella, Carlos, o si no…

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Carlos.— O si no, ¿qué?

Ignacio.— (Suplicante.) Me dijiste que si me aprendía mi parte, me darías

todo el vino que quisiera, y yo me la aprendí. (Al Hombre.) La gente se rio

muchísimo, tuvimos que salir dos veces a agradecer los aplausos.

Carlos.— Y yo estaba pintado en la pared.

Ignacio.— Ya sé que los diálogos los escribiste tú. Yo no he dicho lo con-

trario. (Al Hombre.) ¿Verdad que no? (El hombre niega con la cabeza.)

Carlos.— Eres un borracho asqueroso. Quítate de mi vista.

Hombre.— (A Ignacio.) Mañana verá todo diferente, ya es hora de dormir.

Ignacio.— (Va a su cama, sentimental.) Estoy muy cansado, terriblemente

cansado de todo. No reclamo nada, sólo pido una copa antes de dormir. ¿Es

mucho pedir? (A Carlos.) Reconozco que tú fuiste el de la idea de formar

un dueto cómico, pero recuerda que hemos trabajado juntos. Carlos, no sé

qué te pasa, de un tiempo para acá me tratas como a un extraño.

Carlos.— Si no te gusta esta vida, regrésate a tu pueblo a ser un don nadie.

Ignacio.— ¿Y qué he sido en todos estos años? Un payaso del que todos

ríen, pero que en el fondo desprecian.

Carlos.— Pero has conocido mundo… grandes ciudades, gente de otros

lugares.

Ignacio.— No sé qué es mejor, si vivir en su pequeño mundo sin ser nadie

o intentar ser alguien por el mundo.

Carlos.— (Sarcástico.) Eso dices tú, pero ya sabes lo que opina tu herma-

na.

Ignacio.— (Colérico.) Me prometiste que no hablarías más del asunto, y

menos en ese tono. Ya te he dicho que lo que le pasa a mi hermana es asun-

to mío. ¡Mío, lo oyes! Y no soporto que…

Carlos.— (Cortando.) Toma la botella. (Le ofrece una botella. Ignacio du-

da en tomarla.) ¡Tómala!

Viejo.— (Murmurando entre sueños) Yo sólo pido silencio.

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Carlos.— Unas por otras.

Ignacio.— (Se ha precipitado sobre la botella, con su navaja la abre y bebe

con ansiedad hasta calmarse.) Carlo, todavía crees que sería bueno que

hablara con mi hermana. (La navaja ha quedado abierta al lado de la cama

de Ignacio.)

Carlos.— A eso vamos a tu pueblo.

Ignacio.— Hay momentos en los que creo que no me voy a animar.

Carlos.— (Al Hombre.) Me hizo cambiar el itinerario de la gira para pasar

por su pueblo.

Ignacio.— En el fondo no sé qué voy a hacer. Claro que ella es libre de

hacer con su vida lo que quiera. (Pausa y luego colérico.) Si los encuentro

juntos, los mato… Aunque a veces creo que si no lo maté el día en que me

enteré, no lo voy a hacer nunca… (Pausa.) ¿Cuándo salimos para mi pue-

blo?

Carlos.— La próxima semana.

Ignacio.— (Impaciente.) ¿Podríamos adelantar el viaje?

Carlos.— Has estado indeciso durante meses y ahora te urgen unos días.

Ignacio.— (Con resentimiento.) Si fuera tu hermana no pensarías lo mismo.

Carlos.— Si fuera mi hermana, no se hubiera enredado con un negro.

Ignacio.— (Colérico en extremo.) ¡Carlos!

Viejo.— (Quien ha estado este tiempo semirecostado. Habla a Ignacio.)

¿Por qué no se acuesta? Mañana es día de trabajo

Ignacio.— (Al Hombre.) ¿Usted qué haría si su hermana quisiera casarse

con un negro?

Hombre.— (Evasivo.) Es difícil opinar sin conocer los detalles.

Ignacio.— (Soñador.) Mi hermana es pequeña y graciosa, con unos enor-

mes ojos que le comen la cara. (Seco.) Él es negro. Yo creo que ella no lo

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quiere. ¿No quiere quererlo! Pero necesita salir del pueblo… necesita libe-

rarse… y no encuentra otro camino.

Hombre.— Déjela. Todo hombre debe ser el hacedor de su propio destino,

o al menos tener esa impresión.

Ignacio.— ¡No puede huir de sí mismo en esa forma! Ya en otra ocasión lo

intentó. (Insinuante a Carlos.) Carlos lo sabe perfectamente.

Carlos.— No seas ingenuo, Ignacio. Tu hermana nunca me ha querido usar

de puente para salir de su pueblo. Yo siempre le he gustado. Además, bien

sabes que el negro es menor que ella.

Ignacio.— ¡Mientes! Ella siempre ha odiado el pueblo. Tengo que ayudar-

la. No le puedo ofrecer mucho, pero lucharía por darle algo digno. Pondr-

íamos y un apartamento en la ciudad. Yo buscaría un empleo y viviríamos

juntos, Sí, sí, esa es la solución. Toda mi vida he querido tener una casa,,,

un lugar al que pueda llamar mío. (Pausa.) Mañana lo pensaré detenida-

mente. (Se sienta en su cama.) Ahora lo veo todo oscuro. (Bebe.) ¿Por qué

de noche se ve todo oscuro? (Su respiración es cada vez más calmada.)

Carlos, perdóname por lo que dije antes. (Pausa. Carlos parece no oírlo.)

De verdad no creo ni una palabra. (Ignacio espera respuesta.) ¡Carlos! (Ig-

nacio ahoga un sollozo de rabia en la almohada. El Hombre intenta ayu-

darlo.)

Carlos.— (Al Hombre.) Déjelo, es como los niños, después del sueño, adiós

tristezas. Siento que le haya tocado presenciar una escena como ésta. No es

lo normal entre nosotros. Siempre se ha dejado llevar por el corazón, pero

últimamente ha estado tan nervioso con el problema de su hermana que he

llegado a pensar en romper la sociedad, pero, usted sabe, hay que vivir. Ig-

nacio tiene un poder especial sobre los niños. Lo adoran. Cuando les habla

se trasforma en una persona maravillosa. (Pausa.) Y a usted ¿cómo le van

las cosas?

Hombre.— No me quejo. Compro y vendo lo que cae. Es un trabajo bueno,

pero no muy seguro. En ocasiones la suerte es buena y vendo mucho, pero

en otras me tocan pésimas temporadas. Hoy pensaba dejar este pueblo. Iba

camino a la estación, cuando entré al bar en donde los conocí. Lo malo de

mi negocio es que viajo siempre solo, así que hay que aprovechar una opor-

tunidad de tomar una copa en compañía.

Carlos.— Me sentí incómodo cuando Ignacio lo invitó a venir a este hotel.

Como debe haber notado no es muy bueno, pero en este pueblo no hay mu-

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cho de donde escoger. Las habitaciones no son todas privadas porque los

cuartos son demasiado grandes. Parece que antes era un convento o algo

parecido. No sé si se fijó al entrar en la inscripción de piedra que hay en el

vestíbulo.

Hombre.— Entramos tan apresuradamente.

Carlos.— A menudo ensayamos allí, por lo que se han quedado grabadas

las dos únicas palabras que aún se pueden leer: Ut diligatis,1 pero no sé qué

quieran decir. A veces cuando duermo aquí, me pongo a pensar y no sé si

es porque los techos son tan altos, o porque las pocas piedras que aún no

han sido cubiertas, me recuerdan su origen. Pienso en que estamos dur-

miendo en el recinto de un convento y no somos religiosos. Pero eso qué

importa si al menos hay una buena cama en donde dormir y, sobretodo, a

precio bastante reducido. (Bosteza.) Creo que es hora de dormir. (Carlos

apaga la luz.)

Hombre.— Yo…

Carlos.— ¿Qué dice

Hombre.— (Evasivo.) No, nada, que descanse.

En la penumbra el Hombre enciendo un cigarrillo e inmediatamente

lo apaga contra el respaldo de la cama. Se hace completa oscuridad.

ESCENA TERCERA

Ha pasado un rato. Penumbra de nuevo. Roberto se incorpora vio-

lentamente de la cama, se nota nervioso. Rápidamente se pone los

pantalones y los zapatos, toma su caja e intenta salir. A la mitad del

recorrido el viejo despierta.

Viejo.— (A media voz.) ¿A dónde vas a estas horas?

Roberto.— (Sorprendido.) A mi casa.

Viejo.— Tú me dijiste que eras de este pueblo (Se incorpora y sujeta al

niño por el brazo.)

1 Que os ameis.. (Juan 13, 34.)

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Roberto.— ¡Déjeme ir!

Viejo.— No te dejaré ir hasta que me digas qué traes entre manos.

Roberto.— (Lucha por zafarse y levanta un poco la voz.) ¡Déjeme ir!

Viejo.— Cállate o despertarás a esta olla de grillos.

Roberto.— Ya le dije que mi padre está enfermo.

Viejo.— Y ¿qué le sirve que te levantes en la madrugada?

Roberto.— (Seco.) Eso es cosa mía.

Viejo.— Estás muy equivocado. No te voy dejar salir hasta que me cuentes

todo. No creas que no me ha extrañado que andes solo a tu edad en un hote-

lucho como éste.

Roberto.— Por favor, déjeme ir, tengo que salir de aquí.

Viejo.— (Lleva al niño al proscenio izquierdo. Paternal.) Mira, muchacho,

a veces es bueno confiar en un viejo.

Roberto.— No tengo nada que confiar.

Viejo.— A mí no me engañas. Tu padre está más sano que un toro, ¿no es

cierto?

Roberto.— Ya le dije que está enfermo.

Viejo.— ¿En qué hospital está?

Roberto.— (Miente.) No sé cómo se llama.

Viejo.— Déjate de rodeos. Yo ya soy viejo y a mí no me engañas fácilmen-

te. Tú te escapaste de tu casa. (Pausa.) Me estás cansando la paciencia. (Lo

estruja tomándolo de los hombros.)

Roberto.— (A punto de llorar.) Es que nadie me comprende.

Viejo.— Mira, Roberto, en esta vida tiene uno que confiar en alguien, no

importa en quién. Todos necesitamos tener un amigo que nos comprenda y

nos ayude. Tú a mí no me conoces, pero ya soy viejo, y los viejos somos un

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poco paternales. (Roberto no responde.) Es por tu bien, si cultas algo, tarde

o temprano se sabrá.

Roberto.— (Asustado.) ¿Me va a delatar?

Viejo.— (Lo suelta inmediatamente.) Yo no acostumbro delatar a mis ami-

gos.

Roberto.— Está bien, se lo contaré todo. (A punto de llorar.) Soy de un

pueblo cercano. Mi madre no me quiere, dice que de no haber sido por mí,

ella hubiera podido ser feliz. Se avergüenza de mí. Ella es… hermosa.

Viejo.— ¿Y tu padre?

Roberto.— Mi padre murió hace años.

Viejo.— Pero¿ de qué huyes?

Roberto.— Es que soy… feo. Ella es hermosa. Todos los hombres del pue-

blo la miran al pasar. Tiene muchos amigos, A menudo la visitan, pero yo

nunca los veo porque me manda a dormir a Bertha.

Viejo.— ¿Quién es Bertha?

Roberto.— Un vecina que siempre se está riendo, pero nunca sé de qué, a

veces creo que de mí. Hoy en la tarde, Bertha me pintó la cara y las manos

con betún de zapatos. Después me fio mi mamá, las dos se rieron mucho.

Yo comencé a reír con ellas, pero pronto me cansé. Nunca puedo reír mu-

cho. Me puse triste y salí corriendo. Después, cuando no había nadie, re-

gresé por algunas cosas y hui. ¡Tengo que volver!

Viejo.— Es lo mejor. Ten. (Le da unas monedas; el muchacho se resiste.)

Sé que las necesitas. (Acepta el dinero.) Vete con cuidado. Si algún día

vuelves por aquí, búscame en el bar, pregunta por el viejo Ramón.

Los dos se dirigen hacia la puerta de salida, el niño accidentalmente

patea la botella vacía que dejó Ignacio, al lado de su cama.

Carlos.— (Despierta y se incorpora violentamente.) ¡Ahora sí, el sueño de

los dormidos no interesa! ¿A dónde van a esta horas? (Ignacio y el Hombre

se han despertado. Carlos repara en la presencia de Roberto.) ¿De dónde

sacó a este muchacho? (Mira la caja que lleva Roberto.) ¿Qué llevas ahí?

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(El muchacho sujeta la caja.) ¡Dame esa caja! (Forcejean.) ¿Creen que me

voy a dejar robar como un idiota?

Roberto.— No, es mío.

Carlos intenta arrebatarle la caja, pero ésta cae y ruedan algunas

cosas y monedas Carlos enfurecido, le pega al niño una cachetada y,

estupefacto, comprende que su mano quedó blanca y que, en la cara

del muchacho, apareció su tez negra. Roberto es negro. El mucha-

cho apresuradamente recoge sus pertenencias e intenta salir.

Viejo.— (Acercándose a Roberto.) No confiaste en el viejo Ramón.

Hombre.— ¿Qué pasa?

Carlos.- Ayúdeme, este par de sinvergüenzas nos querían robar (Con la

ayuda del Hombre, Carlos logra apoderarse de la caja. El muchacho que-

da llorando de rodillas.)

Carlos.— (Mira el contenido.) ¿De dónde sacaste este dinero, maldito ne-

gro? (Al saberse descubierto, lucha desesperadamente por huir.) No creas

que te vas a ir tan fácilmente. (Lo apresa.)

Roberto.— Déjeme ir, el dinero es mío.

Viejo.— (Reacciona.) Suéltelo, el dinero es de él.

Carlos.— (Estrujando al muchacho.) Creíste que te ibas a escapar con el

botín.

Viejo.— Esto que hace es injusto.

Carlos.— No me va a hacer llorar con eso. Si algo no le gusta, llame a la

policía.

Viejo.— Es lo que pienso hacer. (Se dirige a la puerta de salida.)

Roberto.— (Balbuceante.) No, no lo haga, por favor.

Carlos.— Ve cómo más vale que pensemos una mejor solución,

(Al muchacho.) El dinero es robado ¿no es así?

Roberto.— (Angustiado.) ¡No!

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Carlos.— Bueno, diremos que es prestado, como quieras llamarlo no me

interesa. Lo importante es que no es tuyo, ni del viejo. (Lo mira.)

Roberto.— (Con angustia.) El dinero no es mío… Lo tengo que devolver.

Hombre.— Más vale que avisemos a la policía y no nos metamos en un lío.

(Intenta salir.)

Carlos.— Espere. (Cuenta el dinero sobre la cama.) No creo que haya sido

un buen golpe, pero por algo se empieza. (Al muchacho.) ¡Lárgate, si no

quieres que llame a la policía!

El muchacho intenta salir pero el viejo lo detiene.

Viejo.— (A Carlos.) Ya le dije que esto es injusto.

Carlos.— Si habla de justicia, le diré que eso es lo que estoy haciendo. Es-

toy dándole un escarmiento al ladrón.

Viejo.— Algún día se va a arrepentir de todo esto.

Hombre.— Es una tontería, por tan poco dinero no vale la pena meterse en

problemas.

Carlos.— (Pasea la mirada por todos y suelta una carcajada.) Creyeron

que iba en serio. Robarle unos centavo a un negro, Lo hice por asustar al

viejo. (Corta su risotada y sin soltar al muchacho, mira hacia la cama en

donde duerme Ignacio.) Ven muchacho, que la representación teatral va a

comenzar. (Arrastra al niño hasta la cama en donde duerme Ignacio. Con

precipitación despinta la poca pintura blanca que aún le quedaba al mu-

chacho en la cara.) ¡Ignacio, despierta, mira quién está aquí (Ignacio co-

mienza a despertar.) ¡Mira quién está aquí! ¡El negro que se acostó con tu

hermana!

Carlos empuja al muchacho sobre Ignacio, quien aún está acostado

en la cama. Con un movimiento felino, Ignacio toma la navaja que

había dejado sobre su mesa de noche y da un gran tajo al niño en la

garganta. Por un instante la acción escénica queda detenida. El niño

camina varios pasos vacilantes de espaldas al público y luego se

desploma hacia atrás al principio del proscenio.

Carlos.— ¿Qué has hecho, idiota?

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Ignacio se ha quedado estupefacto mirando la navaja, luego la deja

caer y se limpia la mano en la ropa. Los demás personajes se acer-

can a donde está Roberto.

Viejo.— (Intenta salir en busca de ayuda, pero Carlos y el Hombre se in-

terponen.) ¡Un doctor, un doctor!

Carlos.— ¡Cállese!

Viejo.— ¡Déjeme salir! ¡Necesita un médico!

Carlos.— ¡Cállese! No me deja pensar.

Hombre.— No podemos salir de aquí hasta ponernos de acuerdo en qué es

lo que vamos a decir que sucedió. La verdad no tiene sentido. Debe haber

una mejor manera de explicarlo.

Viejo.—¡No podemos esperan ni un momento más! Aún respira.

Carlos.— Debe haber una solución.

Viejo.— No la hay, porque sería una mentira y yo lo diría.

Carlos.— Le digo que se calle, ¿no me oye?

Una vez más el Viejo intenta salir.

Viejo.— No me pueden detener o pagarán por la muerte de este muchacho.

Carlos golpe fuertemente al viejo y éste cae dando un gemido.

Carlos.— ¡Maldito viejo, tú tienes la culpa de todo esto!

Viejo.— ¡Si quieres impedirlo, tendrá que matarme!

El Viejo intenta con más fuerza salir, mientras Carlos y el Hombre forceje-

an. Roberto da un largo suspiro. La lucha se detiene y todos mira el último

estertor de herido. La acción se detiene momentáneamente. El Viejo se

acerca al niño y lo observa. Luego toma una sábana de la cama más cer-

cana, que resulta ser la del hombre, y cubre el cadáver.

Hombre.— ¡Con mi sábana, no!

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Viejo.— Era tan joven…

ESCENA CUARTA

Hombre.— (Rompe el silencio.) Hay que darnos cuenta de la gravedad del

asunto. A ninguno nos conviene tener problemas. (A Carlos.) Hay que ex-

plicárselo perfectamente a su amigo porque podría comprometernos.

Carlos.— Ignacio, despierta…. (Lo mueve de los hombros.) ¡Ignacio!

Ignacio.— (Comienza a despertar.) ¿Qué quieres?

Carlos.— Queremos protegerte. ¿Me entiendes? Queremos ayudarte. Fíjate

bien lo que tienes que decir. (Ignacio no escucha.) Descubriste al negro

robando, te atacó, tú quisiste defenderte y lo mataste. ¿Está claro? (Al

Hombre.) Regístrelo para ver si trae algún arma. (El Hombre se resiste y

Carlos mira la Viejo.) Rápido y sin dejar huellas. Limpie con un pañuelo.

Viejo.— No traigo pañuelo.

Carlos.— (Le da al Viejo un pañuelo.) Use éste.

El Viejo saca un lápiz, unos cigarros arrugados y una cartera vieja,

la abre y comprueba que está vacía, saca las monedas que él mismo

le había dado y las coloca en su propia bolsa.

Viejo.— No trae navaja.

Carlos saca una navaja de su bolsillo.

Carlos.— Deme el pañuelo. (Limpie perfectamente la navaja y se la entre

abierta al Viejo, aún con el pañuelo.) Póngasela en la mano derecha.

El Viejo lo intenta y, sin querer, descubre la cara del adolescente,

que ya no es negra.2

Viejo.— ¡Ya no es negro! ¡Ya no es negro!

Carlos.— ¿Qué dice?

2 Nota para el Diretor: Al cubrir con la sábana el cadáver de roberto hay una oportunidad en que se

pueda cambiar el color del maquillaje de negro a blanco.

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Viejo.— ¡Ya no es negro!

Carlos.— (Iracundo.) ¡Viejo estúpido, déjese de bromas! (Se acerca al

cadáver y constata el color de la faz de manera que el público se percate.)

Viejo.— ¡Antes era negro y ahora es blanco!

Carlos.— No puede ser. Yo vi que era negro, todavía tengo aquí la pintura

blanca.

Carlos enseña la palma de su mano que ahora está pintada de color

negro. Ignacio se ha incorporado y camina como autómata hacia el

cadáver. El Hombre apresuradamente arregla sus pertenencias.

Ignacio.— ¿No es negro? Tiene que ser negro. (A Carlos.) Tú me dijiste

que era negro. (Mira al cadáver.) Entonces ¿No era el novio de mi herma-

na? ¡Maldito, me has hecho matar a un inocente!

Carlos.— Escúchame, Ignacio, hubo un malentendido. Todo era una bro-

ma.

Ignacio.— ¿Una broma? ¿No pensaste que podría hacerle daño? Yo no

quería matarlo, aún si hubiera sido negro, aun si hubiera sido el que violó a

mi hermana. (Se acerca al cadáver y lo mira con ternura.) Era casi un ni-

ño… y yo lo maté. De verdad no quería matarlo… Yo siempre he querido a

los niños.

Carlos.— Cálmate, Ignacio, ya verás que todo se va a arreglar.

Ignacio.— ¿Cómo dices?

Carlos.— Podemos pensar en algo…

Ignacio.— Podemos arreglarlo como he arreglado todo en mi vida: min-

tiendo.

Carlos.— Pero tú no querías matarlo, esa es la verdad, y es lo que vas a

contarle a la policía-

Ignacio.— Claro, ¿no te das cuenta de que está muerto? Tú solamente tie-

nes que decir que lo mataste en defensa propia. ¿Lo ves ahora más claro?

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Ignacio.— ¿Por qué me dijiste que era negro?

Carlos.— Creí que era negro.

Ignacio.— (Con fuerza inusitada.) ¿Era o no era?

Carlos.— Yo juraría que era negro. Lo vi claramente.

Ignacio.— No lo entiendo. Los negros son siempre negros y los blancos

siempre blancos… (Pausa y agrega con temor.) ¡Yo también vi que era

negro!

Carlos.— Lo ves, Ignacio, no vale la pena romperte la cabeza. Las cosas

suceden casualmente y yo hay razón para empeñarse en buscar explicacio-

nes. Lo importante es que hay un muchacho muerto y que tenemos que dar

una explicación lógica del hecho.

Mientras los diálogos continúan, el Viejo se aproxima al Cadáver y

lo cubre ritualmente con una sábana.

Ignacio.— No, Carlos, es muy diferente. Yo con mis manos lo maté y eso

es lo terrible. Además, necesito comprender por qué sucedió el cambio de

color. Aun cuando yo quisiera ser negro, no podría. Compréndeme, Carlos,

debe haber una razón y yo pienso separarme de aquí hasta encontrarla. (Ig-

nacio se aproxima al cadáver y queda pensativo.)

Hombre.— Si ustedes piensan quedarse aquí, yo me retiro. No estoy dis-

puesto a perder mi libertad por querer entender lo que no tiene explicación.

Carlos.— Recuerdo que antes hay que dar parte a la policía. Si no, compli-

caríamos más la situación.

Hombre.— (En voz baja, a Carlos.) No confío en su amigo.

Carlos.— (En bajo volumen.) Sé cómo manejarlo (A Ignacio, en voz alta.)

Fíjate bien, Ignacio, ni una palabra de lo que realmente sucedió, solamente

va a contar a la policía lo que yo te he dicho. ¿De acuerdo?

Ignacio no responde y Carlos se dispone a salir.

Ignacio.— (Altanero.) ¡Alto! No vas a ir a ningún lado.

Carlos.— Eso vamos a verlo. (Ha llegado hasta la puerta y la abre.)

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Ignacio.— Llama a la policía, anda, a ver si ellos me explican lo que no

entiendo.

Carlos.— (Cierra la puerta.) No estoy jugando, tú sabes que cuando yo

digo algo en serio, ¡va en serio!

Ignacio.— Pues yo no. Nunca he dicho ni hecho nada en serio en mi vida, y

creo que ya es tiempo que piense algo seriamente.

Viejo.— (Que había ido interesándose en el diálogo.) Aquí hay mucho en

qué pensar.

Carlos.— No me vas ahora a demostrar tu valentía. Siempre fuiste un co-

barde.

Ignacio.— De acuerdo, pero ¿sabes por qué? Porque nunca he querido en-

frentarme a ciertas preguntas, y ésta (Señala el cadáver.) es una de ellas.

Carlos.— No es el momento de pensar en filosofías. ¿No lo entiendes? Va

tu libertad y la de nosotros de por medio. Ya tendrás tiempo de contestar a

todas tus preguntas, ¿o es que quieres contestarlas en la cárcel?

Hombre.— Su amigo tiene razón, con la policía no hay juegos.

Ignacio.— (No oyó al Hombre.) Carlos, ayúdame, necesito comprender el

sentido de todo esto.

Carlos.— Ha sido simplemente un accidente.

Ignacio.— Para la policía podrá ser un accidente, pero para mí es un hecho

único, como si tuviera un gran valor.

Carlos.— Estoy de acuerdo en que tú no quieras mentirte más, pero eso de-

bes enfrentarte a los hechos.

Ignacio.— Pero cómo puedo enfrentarme a los hechos si no los entiendo.

Hombre.— Busque el lado que más ventajas ofrezca.

Viejo.— (Al Hombre.) Usted habla de ventajas cuando debiera de habar de

justicia.

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Hombre.— (Señala el cadáver.) Ya no lo puede revivir, pero él sí puede

perjudicarnos.

Ignacio.— No puede hacerme más daño que el que yo le hice.

Viejo.— Usted no deseaba hacerle daño.

Ignacio.— (Con dolor.) El daño estuvo hecho.

Carlos.— Nada podemos hacer para remediarlo.

Hombre.— Pero podemos protegernos.

Ignacio.— Nadie mata impunemente.

Carlos.— Su muerte no tiene que ver con tu vida.

Ignacio.— (Con angustia.) Su muerte debe tener un significado en mi vida,

si no ¿para qué existo?

Carlos.— (Pierde la paciencia.) No seas estúpido, Ignacio, a esa pregunta

no le he encontrado respuesta en toda mi vida, y no pienso encontrarla fren-

te al cadáver de un muchacho porque nos pareció que cambió de color.

Ignacio.— Eso es lo que me inquieta. ¿Te has dado cuenta que es muy sig-

nificativo que nos tocara vivir estos momentos? ¿Cuántos millones podrían

estar en nuestro lugar? ¿O en el de él? Y nos ha tocado precisamente a no-

sotros.

Viejo.— Me gustaría saber si la vida tiene un sentido. (Nadie lo ha escu-

chado.)

Carlos.— Las cosas suceden porque sí. Nada significa que estemos noso-

tros aquí, y no esos millones que mencionas.

Hombre.— Su amigo tiene razón, no podemos perder tiempo en divagacio-

nes, lo importante es actuar con oportunidad.

Ignacio.— Yo siento que esto es como una llamada, como una oportunidad

de volver a pensar… de volver a empezar.

Viejo.— (Interesado.) Llamada… ¿de quién?

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Carlos.— (Burlesco.) Seguramente que de Dios.

Ignacio.— (Seco.) No lo sé.

Carlos.— No me vengas con divagaciones teológicas. Ahora te comprendo

perfectamente, mejor de lo que tú crees. Te quieres vengar de mí porque

me odias, porque siempre he has odiado. Todo el tiempo te has sentido in-

ferior, y ahora, por momentos, estás saboreando tu superioridad.

Ignacio.— No es eso, solamente quiero encontrar el significado de todo

estos.

Carlos.— (Sigue burlesco.) Anda, Ignacio, encuentra el significado de tu

vida. Explícanos por qué siempre has sido un inútil… ¡Responde a esta

pregunta!

Hombre.— Es estúpido seguir discutiendo. Con hablar no llegamos a

ningún lado. (Nadie lo ha escuchado.)

Carlos.— (Imperioso.) ¿Por qué te quedas callado? No tengas ahora miedo

a la verdad.

Ignacio.— ¡Déjame solo! Es mi problema.

Carlos.— Da la casualidad que no es sólo tuyo, sino que también es mío, y

no voy a permitir que por una estupidez tuya me arruines mi vida.

Ignacio.— ¿Qué te puedo arruinar? Lo único que te queda por perder es tu

libertad, y tu liberad no te ha servido para nada. Has hecho lo que has que-

rido pero no has alcanzado nada. A todos nos has usado, hemos sido para ti

como cosas útiles.

Carlos.— Yo sólo quiero ayudarte.

Ignacio.— (Levanta la voz.) Pretendes ayudarme porque es la única opor-

tunidad que tienes de salvarte, no porque te importe que me vaya a pudrid

en una cárcel. Siempre me he dejado vivir mi vida por otros, pero ya se

colmó la ración. Ahora voy a comenzar mi vida…

Carlos.— (Corta.) No te das cuenta que…

Ignacio.— ¡Y la voy a comenzar como a mí se me antoje!

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Hombre.— Hay que ser razonables. No hay por qué exaltarse.

Ignacio.— (Al Hombre.) Usted nunca entendería porque hace mucho tiem-

po perdió la facultad de sorprenderse ante las cosas. Usted no percibe más

allá de lo que ven sus ojos, y créame, hay muchos más.

Viejo.— ¿Qué hay?

Ignacio.— No lo sé y es lo que quiero descubrir (Carlos intenta hablar e

Ignacio levanta el tono de su voz.)… y lo quiero descubrir ahora mismo.

Carlos.— (Aparentando conformidad.) De acuerdo. Halando se entienden

mejor las cosas. (A Ignacio.) ¿Por qué no analizamos tu vida, Ignacio?

Háblanos de tu infancia o de cuando nos conocimos. (Carlos hace una se-

ñal al Hombre para que intervenga.)

Hombre.— Sí, sí, háblenos de su infancia.

Ignacio.— (Complacido.) Me gusta la idea. (Dirige sus palabras al Hom-

bre y al Viejo.) Pasé mi infancia en un pequeño pueblo cerca de aquí. Mi

madre murió cuando yo nací, por lo que me educó mi abuela. Era una mu-

jer maravillosa, como no he conocido otra; me quería mucho… más de lo

que merecía.

Carlos de nuevo hace una seña la Hombre.

Hombre.— (Titubeante.) ¿A qué edad terminó su infancia?

Ignacio.— (Turbado.) No lo sé. ¿Por qué lo pregunta?

Hombre.— Pensé que pudiera interesar.

Carlos.— Sí, Ignacio, contéstala, es una buena pregunta.

Ignacio.—(Piensa un poco.) ¿Cómo se entera uno cuando termina su infan-

cia?

Carlos mira al Hombre cediéndole la respuesta.

Hombre.— (Titubeante.) No los é.

Viejo.— La infancia termina cuando uno aprende a guardar un rencor.

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Ignacio.— (Con sinceridad.) Yo nunca he aprendido a guardar un rencor.

Carlos.— Ves, Ignacio, aún no has madurado.

Ignacio.— Entonces, ¿qué es ser hombre? ¿Vivir teniendo siempre un ren-

cor a su lado?

Viejo.— Pero hay cosas que no se perdonan. Solamente se vive una vez, y

hay gente que destroza nuestra única vida. ¡Cuántas ilusiones tendría este

muchacho! Usted las ha truncado todas. ¿Cree que si él pudiera odiarlo

ahora, no lo haría?

Ignacio.— Yo no quería matarlo… me era indiferente.

Viejo.— (Con pasión.) Ahí está el fondo del problema, no en que nos

amemos o nos odiemos, sino en que somos indiferentes. Yo llegué a odiar a

mi mujer porque me abandonó llevándose a mi hijo. Ese odio ya se acabó,

no me duró toda la vida; (Con certeza.) pero la indiferencia sé que me va a

acompañar más allá de la muerte.

Carlos.— Creo que estamos divagando. Lo importante es averiguar qué fue

de tu vida para que hoy te encontraras aquí.

Ignacio.— (Al Viejo y al Hombre.) Todo comenzó poco después de que

conocí a Carlos. Para mí fue un cambio enorme. Primero comenzamos

aventurándonos diciendo chistes en las fiestas familiares. (Con gusto.) ¿Te

acuerdas, Carlos?

Carlos.— Claro. Después formamos un dueto cómico y nos dedicamos a

dar funciones por todo el país. Hasta hoy que nos encontramos en una po-

sada en que tú por error mataste a un muchacho. (Ignacio parece entender.)

Ves, Ignacio, como todo es muy sencillo. ¿Dónde está la complicación?

Viejo.— ¿Por qué el cambio de color?

Ignacio.— Sí, eso es. ¿Por qué maté a un negro que después se transformó

en blanco?

Carlos.— (Pierde la paciencia.) Esas son cosas sin importancia. A la polic-

ía no le va a importar esa historia, se reirían de ti si la contaras, pensaría

que estás loco. ¿No ves que la realidad es más fantástica que la fantasía?

Solamente hay un hecho: un cadáver, y tú lo mataste.

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Hombre.— No sabes quién era, ni cómo se llamaba.

Viejo.— Yo sé quién era. (Todos lo miran y por un momento el viejo goza

de un auditorio ansioso.) Se llamaba Roberto. Desde que lo vi entrar por

esa puerta, me dijo: “Este muchacho trae gato encerrado”. A su edad no se

puede andar solo en un hotel como éste. Platicamos un rato hasta que se

durmió. (Con reproche.) Fue poco antes de que ustedes llegaran. Nunca

había bebido, ni sabía mentir. No hubiera podido guardar un rencor por-

que…

Carlos.— (Ansioso.) Vaya al grano.

Viejo.— Dijo que su madre lo odiaba porque era feo. Yo no creo que lo

odiara por eso, sino porque era negro.

Ignacio.— ¿Por qué ahora es blanco?

Carlos.— (A Ignacio.) No interrumpas. (Al Viejo.) Continúe.

Viejo.— Ayer, antes de huir, su madre y otra mujer le pintaron la cara y las

manos con pintura de zapatos para burlarse de él.

Carlos.— (Triunfante.) Eso responde tu pregunta. Tú querías encontrar una

respuesta metafísica, y ya ves que la encontramos en algo tan físico como

un disfraz. (Decidido.) Ahora solamente avisamos a la policía, contamos lo

del robo y asunto concluido.

Carlos se dirige a la puerta.

Ignacio.— No me importa cómo expliquen el hecho, no me interesa si fue

pintura o que se llamaba Roberto. Yo sólo sé que he matado a un inocente,

y que quiero cargar con la culpa.

Carlos.— No volvamos a comenzar. Ya hemos perdido demasiado tiempo

con razonamientos inútiles. No estoy dispuesto a perder ni un minuto más.

Si no le cuentas a la policía lo que te he dicho, sabrás de mí después.

Hombre.— Compréndalo. Yo tengo esposa, hijos y una posición, y usted,

por querer jugar a las respuestas, me va arruinar. Si quiere comenzar una

nueva vida, es libre de hacerlo, pero comience en otra ocasión, no en ésta.

Ignacio se queda pensativo.

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Viejo.— Si él no dice nada, yo sí diré toda la verdad. Vi cómo sucedió todo

y por este crimen va a responder usted. (Señala a Carlos.)

Carlos.— (Colérico.) Usted también va a mantener la boca cerrada. Re-

cuerde que usted le puso la navaja al maldito negro. (Cambia a un tono

conciliatorio.) Ignacio, tienes que ser razonable.

Ignacio.— No me importan razones. Antes quería razonar, ahora no quiero.

He encontrado una verdad y no quiero perderla. Si quiero cambiar de vida

necesito tener un camino qué seguir, y he elegido el de mi conciencia.

Carlos.— (Fuera de sí.) Estás loco, ¿cómo puedes hablar de “tu concien-

cia”? ¿Por qué se metió tu hermana con un negro? ¿Eh? ¿Por qué es una

prostituta? Porque la abandonaste. ¿Cuántas veces ayudaste a tu abuela?

Ninguna. Ella fregó pisos para mantenerse hasta el día que murió. ¿Y no te

acuerdas de aquella mujer que se enamoró de ti? Ha sido la única persona

que realmente te ha querido. ¿Cómo le pagaste? Ni siquiera le dejaste que

conservara a tu hijo. Tú eres como yo y como todos: unos egoístas; pero

nosotros lo reconocemos, y tú ni para eso tienes valor. Eres un cobarde.

Todo esto ha sido una farsa. Comenzó con un payaso de cara pintarrajeada

y terminó con otro payaso. Señores, la función ha terminado, el pública

aplaude (Lo hace.), y los actores vuelven a la realidad. Abajo máscaras y

lloriqueos. Aquí, sobre el escenario, queda un muerto, y eso no es fantasía,

a ése no se le aplaude ni se le llora. Ésta es la cruda realidad. En este mo-

mento voy a avisar a la policía, y no me importa lo que digan, porque la

policía no gusta de fantasías sino de realidades, y un cadáver no se puede

testimoniar solamente con fantasías.

Carlos sale del cuarto.

ESCENA QUINTA

Hombre.— (Rompe el silencio.) Es lo mejor para todos. Tengan la seguri-

dad de que mañana, cuando recordemos esta noche, nos reiremos.

Ignacio.— ¿Cree usted que voy a mentir? A la policía podría mentirle, no

me importaría, pero he tomado una resolución y, por una vez en mi vida, va

a ser irrevocable.

Hombre.— ¿No cree que está exagerando? Hay que ser sensatos. Con la

autoridad de no se juega.

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Ignacio.— Es este momento no quiero ser sensato. Llegó el tiempo de las

locuras, el tiempo de ir contra las razones en busca de la razón. Voy a in-

tentar volver a vivir y a ayudar a vivir a todos lo que me han rodeado.

Viejo.— (Señala el cadáver.) A él no lo puede ayudar, pero habrá otros que

sí.

Hombre.— ¿Cree que es tan sencillo volver a nacer? Está visto que los

humanos no nacemos para hacer cosas grandes.

Ignacio.— Se equivoca. Hay muchas personas que viven entre nosotros y

son santos, y ni siquiera ellos lo saben. Son gente que se ha entregado en un

servicio: un padre que se sacrifica trabajando para sacar adelante su fami-

lia; una maestra que ni siquiera pide agradecimiento a sus alumnos; quizá

un cajero o un hombre que vende helados. ¿Nunca ha pensado en esto? Yo

muchas veces lo pienso cuando compro un helado o voy a una tienda, es

para mí una esperanza, porque yo me doy asco. A veces encuentro esta

misma percepción en la risa de un niño. Es lo único valedero que he encon-

trado en la vida… y ahora parece que es la última oportunidad que tengo de

hacerlo mío. Aprovecho esta ocasión o la pierdo para siempre.

Hombre.— (Por vez primera caluroso.) No le parece extraño que hasta

ahora tome una decisión tan importante. Ya no es un niño, es usted un

hombre con todas sus virtudes y defectos, y una virtud universal, o llámele

defecto, es que es muy doloroso renunciar a sí mismo. No va ahora a co-

menzar un camino de santidad. (Con burla.) Eso lo debió pensar cuando

pudo haber vivido otra vida. Ahora es imposible. Yo una vez lo intenté,

puse toda mi vida de por medio y fracasé. (Con amargura.) Ni usted ni yo

podemos aspirar a las alturas.

Ignacio.— No me importa saber si podré o no, todo lo que sé es me siento

llamado y, lo mínimo que puedo hacer, es intentar dar una respuesta.

Viejo.— No lo entiendo, ¿por quién se siente llamado?

Ignacio.— No lo sé, pero le aseguro que siento ahora una gran paz.

Viejo.— Le deseo toda la suerte del mundo.

Hombre.— (Al Viejo, con ira.) Esa misma suerte usted la va a necesitar pa-

ra salir de este enredo.

Viejo.— No me importa qué pueda pasarme.

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Hombre.— ¡Claro! ¿Qué puede perder? No tiene ni familia, ni dinero.

Viejo.— Todo lo tuve y en mí estuvo la decisión de perderlo. Ahora ya es

demasiado tarde para cambiar mi decisión. Usted nunca podrá entender al

señor, (Señala a Ignacio.) porque nació mezquino. En toda la noche no ha

hecho otra cosa que preocuparse por su pellejo.

Hombre.— ¿Qué más podemos hacer? ¿Revivir al muerto?

Viejo.— Varía mi vida para que Roberto viviese, pero ya nada podemos

hacer. Lo que no comprendo es que usted no sienta dolor por él… o por mí.

Todos le somos indiferentes.

Hombre.— Ni usted, ni él (Señala al cadáver.) me importan, como no me

importa toda la escoria del mundo. Son vidas improductivas que no deber-

ían de existir.

Ignacio.— Se equivoca, es tan hermoso vivir. Yo nunca he renegado de mi

existencia, ahora me doy cuenta de cuánto la he desperdiciado. Creí que al

no comprometerme viviría un poco más, pero estaba en un error.

Viejo.— (A Ignacio.) Si para mí aún hay tiempo, para usted con mayor

razón.

Hombre.— (A Ignacio.) Usted es el que está equivocado. Pretende saltar al

vacío y nos va a arrastrar a todos… (Pausa.) No sé porqué tarda tanto en

volver su amigo.

Viejo.— ¿De verdad cree usted que regrese? (El Hombre queda perplejo.)

Ignacio.— Carlos no volverá a menos que sienta que ha ganado la partida.

Hombre.— Si él no regresa, tampoco yo me quedo a ver el final de esta

comedia. (Toma su maleta y sale.)

Viejo.— (Tímido.) Yo quiero decirle algo. Usted habla de santos- Yo no he

conocido uno, ni creo que llegaré conocerlo, soy demasiado viejo para ello,

pero debe ser maravilloso. Cuando uno es viejo, sabe que nunca más podrá

ser útil y que sólo le queda esperar a que la muerte llegue mientras intenta

pasar de la mejor manera la poca vida que le queda. Entonces se da uno

cuenta que pudo vivir mil vidas y escogió vivir solamente una, y ésta,

amigo mío, casi nunca Convence. Ahora me gustaría, si pudiera, probar

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otros caminos, o mejor aún, volver a vivir mi misma vida, pero al llegar a

determinadas encrucijadas tomas otro rumbo. Ahora estaría con mi mujer y

mi hijo, porque ella seguramente no me hubiera abandonado. Pero esto

ahora es fantasía, y la fantasía es buena para los libros y para los enamora-

dos.

Ignacio.— No sé si podré tomar otro rumbo.

Viejo.— Inténtelo, nunca se arrepentirá de haber vivido esta noche. Yo no

sé si todo esto ha sido una llamada, o por qué cambió de color Roberto, to-

do lo que puedo decirle es que persevere en su idea, como lo debieron

hacer el vendedor de helados o la maestra que antes mencionaba. Todos

tenemos momentos de santidad, pero lo verdaderamente valioso es la repe-

tición de esos momentos hasta llegar a la continuidad. Y eso amigo mío, es

heroísmo.

Se escuchan pasos en la puerta y el Viejo e Ignacio miran la entrada

con interés. Entra Carlos seguido del Hombre.

Carlos.— He avisado a la policía. Ignacio, solamente te aconsejo una cosa,

cuéntale la historia del rogo y ni una palabra más, si no quieres que la que

pague por todo esto sea tu hermana.

Ignacio.— (Altivo.) ¡No te atreverás a tocarla!

Carlos.— No pienso tocarla. Ya verás que un día preferirás que hoy la

hubiese matado.

Ignacio.— (Con inseguridad.) ¿Qué es lo que tramas hacer?

Carlos.— Dile la verdad a la policía y lo sabrás.

Ignacio.— (Suplicante.) No, dímelo ahora.

Carlos.— (Cada vez más seguro.) Yo podría matar a tu hermana, pero no

me conviene. La policía castiga al que mata el cuerpo, pero no al que mata

el alma, y por experiencia te diré, que es mucho más caloroso. Yo prefiero

matarle el alma a tu hermana. ¿No sabías que todos los humanos tenemos

la maravillosa y terrible facultad de moldear el alma de los demás?

Ignacio.— (Casi histérico.) No te entiendo… no te entiendo.

La mala posada

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Carlos.— Tú sabes perfectamente que tu hermana me quiere. Puedo aban-

donarme en los acontecimientos y verás hasta dónde nos llevan.

Ignacio.— (Asustado.) ¡No te atreverás! (Se escucha a lo lejos una sirena.

Todos guardan silencio.) Carlos, no serás capaz… (Pausa.) Carlos… (El

ruido de la sirena aumenta en intensidad hasta parecer un grito desgarra-

dor.) ¡Carlos, ayúdame!

Ignacio recorre con la mirada a todos los presentes suplicando ayu-

da. Cuando se encuentra con la mirada del viejo, éste baja la cabe-

za. Ignacio mira suplicante al público. Entra un Policía, viejo y gor-

do, se acerca al cadáver y, con indiferencia, lo descubre.

Policía.— (Con voz despersonalizada.) ¿Quién mató a este negro?

Todos los muscurlos de los presentes se tensan, los rostros estupe-

factos se dirigen primero al cadáver, que ahora es negro. El público

constata el cambio de color. Y luego hacia Ignacio, quien asustado e

indeciso, no se atrve a contestar. El silencio se prolonga demasia-

do.3

Carlos.— Lo mató mi amigo… (Señala a Ignacio.) en defensa propia. Lo

descubrió robando y… el negro… lo amenazo con una navaja.

Policía.— (Mira de frente a Ignacio.) ¿Es verdad lo que dice su amigo?

(Ignacio no responde.) Le estoy preguntando la verdad, ¿mató a este sujeto

en propia defensa?

La lucha en Ignacio ha llegado al clímax; suplicante busca un aside-

ro, primero mira a Carlos, después al viejo, pero ambos le rehúyen

la mirada.

Ignacio.— (Sus palabras parecen brotar de los más hondo de su ser.) Sí, es

la verdad.

Fin del acto único.

3 Nota para el Director. Cuando el Viejo cubre el cadáver después de haber descubiero el cambio de

color, hay un momento para el cambio de maquillaje de Roberto sin que el público lo perciba.

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