LA JURISDICCION VOLUNTARIA

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LA JURISDICCION VOLUNTARIA Por el Di. Amílcar A. MERCADER (*) SUMARIO: 1. Introducción. — 2. Inseguridad doctrinaria del concepto de jurisdicción “voluntaria”. — 3. Impor- tancia y necesidad prácticas de precisar ese concepto. 4. Breve examen de las opiniones que sucesivamente se han esbozado sobre esta cuestión. — 5. El pensamien- to de CARNELUTTI, el de GOLDSCHMIDT y el de CA- LAMANDREI. — 6. Posible génesis y significado del concepto “jurisdicción voluntaria”. El pasaje de MAR- CIANO. — 7. El planteamiento clásico en la formula- ción de las categorías de las jurisdicciones contenciosa y voluntaria es erróneo. Intento de un nuevo enfoque. — 8. La “justicia” es una de las parcelas que integran el contenido total de la jurisdicción. — 9. Ejemplos de situaciones o actos que para lograr su validez y efica- cia exigen la inexcusable actividad judicial. — 10. Den- tro del orden lógico no son antinómicos los predicados “voluntario” y “contencioso”. — 11. Tampoco han au- xiliado a las tareas clasificadoras predominantes los conceptos de “inter volentia” e “inter nolentia”. — 12. La cosa juzgada no es correlato forzoso y exclusivo del proceso contencioso. — 13. Conveniencia de formu- lar un nuevo planteo tomando como punto de partida la sustancia del concepto “jurisdicción” con prescin- dencia del órgano o modo en que aquélla se ejercite. — 14. Los jueces también cumplen actividades admi- nistrativas. — 15. Inversamente: la Administración y el Poder Legislativo realizan menesteres jurisdiccio- nales. — 16. La noción de jurisdicción es compleja y no se agota sólo en la tarea decisoria. — 17. Carencia de fundamento en la clasificación vigente de la juris- dicción y necesidad de su supresión ontológica. — Conclusiones. (*) Decano y Profesor titular de Derecho Procesal de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.

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LA JURISDICCION VOLUNTARIA

Por el Di. Amílcar A. MERCADER (*)

SUMARIO: 1. Introducción. — 2. Inseguridad doctrinaria del concepto de jurisdicción “voluntaria”. — 3. Impor­tancia y necesidad prácticas de precisar ese concepto. 4. Breve examen de las opiniones que sucesivamente se han esbozado sobre esta cuestión. — 5. El pensamien­to de CARNELUTTI, el de GOLDSCHMIDT y el de CA- LAMANDREI. — 6. Posible génesis y significado del concepto “jurisdicción voluntaria” . El pasaje de MAR­CIANO. — 7. El planteamiento clásico en la formula­ción de las categorías de las jurisdicciones contenciosa y voluntaria es erróneo. Intento de un nuevo enfoque.— 8. La “justicia” es una de las parcelas que integran el contenido total de la jurisdicción. — 9. Ejemplos de situaciones o actos que para lograr su validez y efica­cia exigen la inexcusable actividad judicial. — 10. Den­tro del orden lógico no son antinómicos los predicados “voluntario” y “contencioso”. — 11. Tampoco han au­xiliado a las tareas clasificadoras predominantes los conceptos de “inter volentia” e “inter nolentia”. — 12. La cosa juzgada no es correlato forzoso y exclusivo del proceso contencioso. — 13. Conveniencia de formu­lar un nuevo planteo tomando como punto de partida la sustancia del concepto “jurisdicción” con prescin- dencia del órgano o modo en que aquélla se ejercite.— 14. Los jueces también cumplen actividades admi­nistrativas. — 15. Inversamente: la Administración y el Poder Legislativo realizan menesteres jurisdiccio­nales. — 16. La noción de jurisdicción es compleja y no se agota sólo en la tarea decisoria. — 17. Carencia de fundamento en la clasificación vigente de la juris­dicción y necesidad de su supresión ontológica. — Conclusiones.

(* ) Decano y Profesor titular de Derecho Procesal de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.

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G om o aporte a la obra cumplida por la “Revista No­tarial” —que en su calidad de organismo del Colegio de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires, detenta el decanato en América—, entre los diversos temas que han sido objeto de anotaciones para las clases de Derecho Pro­cesal a mi cargo en la Facultad de La Plata, elijo éste de La Jurisdicción “ voluntaria” en recuerdo a las extensas actividades notariales que durante el medioevo cumplie­ron los iudices chartularie como funcionarios adscritos a los tribunales eclesiásticos o laicos y a quienes les corres­pondió entonces la función de protocolizar y refrendar to­dos aquellos otorgamientos contractuales concluidos por las partes dentro de los procesos, pero fuera del alcance de la autoridad estrictamente judicial de los respectivos magistrados. (Ver Gómez Orbaneja y Herce Quemada: Derecho Procesal, Madrid, 29 edic., 1949, volumen I, pág. 718; y Chiovenda: Principios de Derecho Procesal Civil, Reus, Madrid, 1922, I, pág. 364.)

I9) Las rebeldes dificultades que ofrecen la naturaleza de la jurisdicción voluntaria y, aún más concretamente, su verdadero límite, subsisten hasta ahora con todas las trazas de las viejas incógnitas no descifradas.

Paréceme que el notorio adelanto de la ciencia procesal y las sucesivas investigaciones renovadas en su torno, antes que a esclarecerlas han concurrido tan sólo a aumentar el desconcierto y, hasta diría, el escepticismo entendido como actitud o doctrina que parte de la relatividad del conocimiento y desemboca en la necesidad de suspender el juicio.

29) Las explicaciones impartidas, indlusfive las de losmaestros de mayor autoridad y de discriminación más vigoro­sa, continúan aún sin sumarse, o sea simplemente aproximadas en las páginas, o en el tiempo, por falta de sentido acumula­tivo en las premisas y en los predicados. Quiero decir que el

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“varié ius dicere” de los autores deriva de la ausencia de afinidad en las nociones que tan descuidada e indistintamente se manejan para configurar a la jurisdicción “ voluntaria” como fenómeno cuya categoría propia y específica ofrezca notas di­ferenciales que permitan distinguirla y oponerla a la actividad que caracteriza a la jurisdicción contenciosa.

39) No creo que la curiosidad que mueve a reconocer esas diferencias pueda engendrar ocupaciones o preocupaciones pu­ramente académicas. Más que de una exquisita y bizantina precisión cognoscitiva de índole teórica, se trata —a mi juicio— de un quehacer apremiante, necesario y útil, por lo menos para determinar el límite cierto de ambas jurisdicciones en los casos en que las actividades procesales participan de las notas in­herentes a la una y a la otra.

La hipótesis de que se confudan es más frecuente de lo que habitualmente se supone. Esto lo digo porque no es im­posible que en la mayoría de los casos esa confusión pase desapercibida por falta de consecuencias que provoquen con­flictos o dificultades.

Pero el hecho de que tales dudas no se objetiven y aparez­can más asiduamente no induce la conclusión de que las dos jurisdicciones no se alternen e interfieran con diaria natura­lidad en el ámbito de la justicia y, aún, fuera del mismo.

4°) Para proceder de manera más metódica ensayaré cierto breve inventario de algunas de las opiniones contenidas en la literatura más divulgada del proceso con la esperanza de que al cerrarse ese periplo bibliográfico, como telón de fondo de esta nota, se vea en alguna medida y con todas sus coinci­dencias y asonancias lo que han dicho hasta hoy los maestros y los ensayistas respecto de la jurisdicción “ voluntaria” como importante veta temática del proceso.

Sin que crea preciso transcribir in extenso todas las con­clusiones y desarrollos que les preceden —porque existen tra­bajos y libros muy disertos y prolijos sobre el particular, entre

(1 ) Premisas para determinar la índole de la jurisdicción voluntaria, escrito para “ Studi in onore di Enrico Redenti” (Milano, 1950, pág. 3) y pu­blicado, asimismo, en la “ Revista de Derecho Procesal” , Buenos Aires, 1949, VII, III, pág. 287.

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ellos el de Alcalá Zamora y Castillo (1), el de Gagliani (2) o el de Gimeno Gamarra (3)—, me limito a recapitular:

En la historia las palabras: “ jurisdicción voluntaria” , como epígrafe destinado a separar dentro de los múltiples accidentes del proceso —o de sus actividades tradicionalmente conexas, y aún correlativas— una determinada clase de fenómenos, re­monta cuando a menos al tiempo de Marciano. A él se le ha atribuido el pasaje que dice: “Omnes procónsules statium quam urben egressi fuerint habent jurisdictionem, sed non conten- tiosam, sed voluntariam— ut esse manumitti apud eos possum tam liberi quam servi et adoptiones fieri; I Apud Legatum vero proconsulis nemo manumitiere potest, quia non habet Jurisdictionem talen” . Este pasaje aunque recogido en el Di­gesto (I, 16; 1 y 2) mereció impugnaciones en cuanto a su autenticidad y consecuentemente fue denunciado como apócrifo e interpolado (4). De cualquier manera, y desde que su den­sidad persuasiva es verdaderamente escasa, no resultaría ra­zonable atribuir a Marciano otra gloria ni otra reputación que la que le corresponde a la fortuna nominativa de esa frase.

Pero es el caso que a partir de entonces los conceptos tam­poco se han esclarecido ni en la doctrina ni en la ley. En la primera, sobra el número de autores que al referirse a ella utilizan la nomenclatura con reservas dándole un sentido con­dicionado y convencional puesto que aluden a la “ así llamada” (cosí detta; soi disante) jurisdicción voluntaria. En ese sector pueden incluirse a Wach, Speri, Redenti, Micheli, Prieto Cas­tro, Vizioz, según la cita que tomo de la nota 12 del ensayode Alcalá Zamora (5).

Se explica, por lo tanto, que mientras para Wach (6) y, consecuentemente para Chiovenda (7), no existiese posibilidad

(2) La jurisdizione voluntaria (concetto e funcione), Roma, 1946.(3) Jurisdicción voluntaria, comunicación al I Congreso Ibero-America­

no, y Filipino de Derecho Procesal, Madrid, 14/19 nov./955, Actas, págs. 449, 483.

(4) P i r o s o : Giurisdizioni vol. ed, atti delegati, Roma, 1947; D e M a r t i n o : La giurisdizioni nel dirito romano, Padua, 1937; S o l a z z i : Jurisdictio conten- tiosa e voluntaria nelle fon ti romano; Archi. Giuri., XVCIII, 1927, págs. 3/50.

(5 ) Op. cit., pág. 290.(6 ) Handbuck. . I, 1885, págs. 47 y siguientes.(7 ) Instituciones. . ., trad. Gómez Orbaneja, “ Rev. Der. Priv.” , Madrid,

1940, III, n° 141, págs. 15/26.

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alguna de derivar la jurisdicción voluntaria de la naturaleza no contenciosa de la relación procesal y, menos aún, la de oponer este dato como elemento diferenciante de aquélla, Sperl (8) o Wolff (9) —estos últimos, según notas que tam­bién tomo de Alcalá Zamora, ya citado— postulasen la con­veniencia de substituir el título del “ jurisdicción voluntaria” por el de actividad o “procedimiento extralitigioso” , en tanto que Kisch (10) y De Pina (11) tendiesen a evadirse de la res­ponsabilidad definitoria luego de denunciar la convencional relatividad de las denominaciones y la dificultad que existe para precisar con rigor metódico el contenido heterogéneo y los aspectos cambiantes de dichos accidentes procesales.

Tampoco extrañará, por eso mismo, que el derecho francés y el belga llegaran a conformarse con equiparar la jurisdicción “voluntaria” a la jurisdicción “ graciosa” , aún cuando esta última palabra todavía arrastre consigo tantas resonancias políticas derivadas de la época del absolutismo monárquico.

5?) Carnelutti, siempre más sutil y original —sin de­mostrar, a mi juicio, que las dificultades puedan considerarse superadas—, coloca a la jurisdicción “ voluntaria” entre los limbos del proceso sin litigio y de la jurisdicción adminis­trativa al cabo de una donosa prestidigitación de los matices diferenciales que descubre entre los conceptos de función y estructura; litigio e interés; jurisdicción voluntaria y proceso voluntario. Aún así, me parecería injusto omitir que el profe­sor de Roma acierta a destacar muy oportunamente la impor­tancia que tiene el hecho de que el juez (o el tribunal), en ciertos casos constituya el órgano singular o colegiado, único, exclusivo, insustituible e indispensable, al que debe recurrirse para lograr la tutela eficaz de ciertos intereses privados (12).

Para mí es, sin embargo, evidente que las discriminaciones de Carnelutti no dejan de aproximarse demasiado a las de

(8 ) Lehrbuch. . . , Viena-Leipzig, 1930, pág. 9.(9) Grundriss. . . , Viena, 1947.(10) E lem en tos..., 4» edie., tradue. Prieto Castro, “ Rev. Der. Priv.”,

Madrid, 1940, cap. II, págs. 38/41.(11) Derecho Procesal, México, 1951, págs. 208 y siguientes.(12) S istem a ..., U .T .E .H .A . Argentina, Buenos Aires, 1944, I, núme­

ros 80/81, páginas 276/277.

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Fazzalari (13) y tampoco divergen de la línea de Caravantes(14) y de Manresa (15), quienes como punto de partida para reconocer el principium divisionis de la jurisdicción “volun­taria” o “contenciosa” se atuvieron a la multicentenaria opo­sición entre las actividades judiciales inter volantes e inter molentes, predicada hasta entonces sin conflicto por Loyseau, Hineccio, Boncenne, Donello, Merlin, Cujaccio, d ’Argentre, etc.

Goldschmidt, por su parte, con grande abreviación del tema, y hasta de las referencias al derecho positivo que la ins­tituye y regula, se limitó a concluir: “ Se podría pues, quizá, resumir la oposición real existente entre jurisdicción conten­ciosa y voluntaria (sin perjuicio de disposiciones del Derecho positivo que la desvirtúen) mediante la expresión de “repre­sión” o justicia compensativa y prevención o justicia preven­tiva (pohcía jurídica)” (16).

“ En la zona fronteriza entre la función jurisdiccional y la administración está la llamada jurisdicción voluntaria: la cual, aún siendo, como veremos en seguida, función substan­cialmente administrativa, o subjetivamente ejercida por ór­ganos judicia les...” , ha dicho Calamandrei quien, con apoyo en la autoridad de Zanobini (17), entendió que: “ En substan­cia, pues, la contraposición entre jurisdicción voluntaria y jurisdicción contenciosa tiene este significado: que sólo la ju­risdicción llamada contenciosa es jurisdicción, mientras la ju­risdicción llamada voluntaria no es jurisdicción, sino que es administración ejercida por órganos judiciales” (18).

Este recuento de opiniones resultaría todavía más frag­mentario y abreviado si no lo completase con la anotación de que, mientras De Pina y Kisch desesperan tácita o explícita­mente sumergidos en una actitud agnóstica, convictos de la improbabilidad de que sea ulteriormente reconocido el nítido borde que debe separar a lo contencioso de lo que hasta ahora

(13) La giurisdizione voluntaria, Padova, Cedam, 1953, pág. 5.(14) Tratado histórico, crítico, filosófico de los p r o c ... . , Madrid, Gaspar

y Roig, 1956, I, Libro Primero, números 8 y siguientes, págs. 132 y siguientes.(15) Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento, 6* edic., I, pág. 48.(16) Derecho Procesal Civil, Labor, 1936, parág. 18 a ), pág. 126.(17) Sull amministrazione publica del diritto privato, Milano. 1918.(18) Instituciones de Derecho Procesal Civil, Depalma, 1943, n° 23, págs.

112 y 113.

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se llama voluntario (19), Gómez Orbaneja y Herce Quema­da (20), Prieto Castro (21) y Alsina (22), tras la línea de Wach y de Chiovenda, se resignan, en cambio, a admitir que, aun cuando la diferencia de jurisdicción depende del fin de cada proceso y especialmente de un posterius tan relativo y eventual como puede serlo el ulterior advenimiento de la cosa juzgada (para Alsina), ese dato no basta de por sí para atri­buirle la naturaleza preventiva que, según Carnelutti y Gold- schmidt (citados), la diferencia al cabo de su radical oposición con la índole represiva o restitutoria que caracteriza a las actividades jurisdiccionales contenciosas.

Item más: es considerable el número de procesalistas para quienes la jurisdicción “voluntaria” puede ser considerada como jurisdiccional, aun en los casos de agotarse en los actos pura­mente administrativos que, por excepción y en circunstancias eventuales, deben provocarse o requerirse necesaria y exclu­sivamente ante los órganos judiciales. Entre estos autores, ade­más de Calamandrei, Carnelutti, Alsina, Fazzalari—a quienes ya cité—, pueden incluirse: Plaza (23), Guasp (24), Allorio (25), Grispigni (26), Glasson et Tissier (27), etc.

Por abreviado que resulte este inventario, no me resigno a cerrarlo sin referencias expresas a trabajos análogos a los meritísimos y ya citados de Alcalá Zamora y Castillo (ver nota 1) y Gimeno Gamero (ver nota 3) o los de Casarino Vi- terbó, catedrático de Valparaíso, y del profesor chileno Manuel Urrutia Salas: La jurisdicción voluntaria ante la doctrina (28), y el aún más sugestivo estudio que sobre la jurisdicción pu-

(1 9 ) Véase D e P in a : Notas sobre la jurisdicción voluntaria, en Derecho Procesal (tem as), México D. F., 1951, págs. 207 y siguientes.

(20) Derecho Procesal, 2® edic., Madrid, 1949, I, págs. 718/722.(21) Cuestiones de Derecho Procesal, Keus, 1948, pág. 275.(22) Tratado Teórico Práctico de Der. Proc. Civil y Comer., Ediar, Bue­

nos Aires, 2® edic. (1957), II, cap. XII, n® 8, pág. 430 y siguientes.(23) Derecho Proc. Civil, 2“ edic., I, pág. 154, II, pág. 687.(24) Comentario a L. de E . . . . , Madrid, 1943, I, págs. 277/278.(25) Saggi polém ica.. . , en “ Riv. Trim. de Div. e Proc. Civ.” , 1948, pág.

511.(26) Diritto Process. Penale, l 5 edic., ( s / f . ) , pág. 80.(27) Traite Théorique et Practique, 3® edic., París, 1925, I, pág. 32.(28) “ Rev. de Derecho Procesal” , Buenos Aires, IX , 3 /4 Trim. 1951, II,

págs. 803/318, VI, 2» tomo, 1948, págs. 234/354.

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blicó Redenti como tributo a la memoria de Simoncelli (29). Respecto de la opinión definitiva del maestro Alcalá Zamora y Castillo, me corresponde dejar expresamente advertido que, según su propia confidencia, la monografía en homenaje a Redenti debió concluirla sin disponer—por causa de lamenta­bles adversidades políticas—de los elementos de consulta que habría podido revisar en el caso de no haberle ocurrido la dolorosa peripecia que todos conocen (peripecia derivada del éxito político-militar del “ caudillo” Franco, que le enaltece sin duda alguna) y que, según noticias suministradas por Sentís Melendo, Alcalá Zamora y Castillo prepara aún sus conclusio­nes definitivas sobre este tema (30), conforme con lo que expresamente dijo: “ Confiemos en que el tiempo nos permita transformar en libro lo que hoy no pasa de esbozo o plantea­miento” (31).

Por su utilidad tampoco podrían ser excluidas algunas otras páginas, distantes en el tiempo, pero continuas en cuanto al aspecto temático de las meditaciones. Aludo a las de Matti- rolo (32) —quien atribuyó intuitiva trascendencia a la expli­cación de Glück (33)—, a las de Lascano (34), a las de Hugo Rocco (35), a las de Podetti (36), a las de Redenti (37) y, aún, a las reflexiones intercaladas en la nota que el profesor Augusto Mario Morello publicó recientemente sobre La Naturaleza del juicio de adopción según la ley 13.252 (38). Tal vez por eso ha podido decir, hidalgamente Sentís Melendo, que “no consti­tuye ninguna confesión atrevida ni desfachatada el decir que yo no sé con claridad lo que es jurisdicción voluntaria” (38 bis).

(29) En los Studi in onore de V. Simoncelli, Roma, 1917, pág. 493.(30) Datos oralmente trasmitidos sobre la base de su correspondencia

permanentemente actualizada con A l c a l á Z a m o r a y C a s t i l l o .(31) Ver “ Rev. Derecho Procesal” , Buenos Aires, VII, 1949, III (citado),

págs. 288/89.(32) T ra tta to ,.,, I, pág. 3, nota 2.(33) Commentario alie Pandette (traduc. Serafini-Coglido), S. E. Li­

brería Milano (sin fecha), II, pág. 5.(34) Jurisdicción y Competencia, Buenos Aires, 1941.(35) Derecho Procesal Civil, México, 1929, pág. 10.(36) Teoría y Técnica del Proceso Civil, Ireas, Buenos Aires, 1942, pág.

108.(37) Derecho Procesal Civil, EJEA, Buenos Aires, 1957, I, pág. 7.(38) “ D. J. A .” (serie M oderna), año X X I, n9 84, 25 marzo 1959.(38 bis) S a n t i a g o S e n t í s M e l e n d o : El proceso civil, Buenos Aires, 1957,

pág. 360, n9 2, b.

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6°) El diagrama doctrinario que precede, en cuanto enun­cia una parte de lo que se ha escrito y permite aproximarse al resto de su ingente volumen, muestra —a mi juicio, por lo menos— que la discriminación no ha concluido y —lo que es más lamentable— que tampoco ha avanzado desde los días de Roma. Las explicaciones y las definiciones se mantienen en un círculo vicioso, insatisfactorio y proclive a toda clase de tautologías.

Porque el fenómeno jurisdiccional, aún después de reco­nocido con progresiva amplitud y certeza en el tiempo, perma­nece en la categoría de los conceptos difusos obscurecidos, por las contradicciones que interfieren las propias consecuencias de su definición. En este punto importa advertir que resultaría tan equivocado e injusto afirmar que los autores hayan incu­rrido en error al describirlo, como sostener que se trata de una incógnita definitivamente superada.

En realidad, la hipotiposis de la jurisdicción está integrada desde hace muchos años. Poca importancia tiene averiguar si la comenzó Marciano y si hubo o no interpolación en cuanto al pasaje que se le atribuye en el Digesto. De Elio Marciano, con­temporáneo de Ulpiano, trascendió que bajo Antonio Caracalla, pudo recogerse sin conflicto ese fragmento —no tan “ insípido” como lo afirma Alcalá Zamora (39)— porque, según me pare­ce, puede tener cierto valor ilustrativo en razón de la incer- tidumbre que en su época ofrecía el régimen de las magistra­turas y de la competencia en Roma. Se tendrá presente que, por tratarse de una distribución jurisdiccional incipiente y ru­dimentaria, las estructuras judiciales romanas se encontraban entonces sujetas a una evolución verdaderamente acelerada.

El fragmento atribuido a Marciano —ya transcripto (40) — textualmente traducido dice: “ Todos los procónsules, tan pronto como hayan salido de la ciudad tienen jurisdicción, pero no contenciosa, sino voluntaria: de modo que, por ejemplo, pue­den manumitirse ante ellos tanto hombres libres como siervos y hacerse adopciones (parte I). En cambio, ante el delegado

(39) Supra, nota 1.(40) Supra, nota 4.

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del procónsul nadie puede manumitir, pues no tiene tal juris­dicción.”

Insinúo la sospecha de que no haya sido precisamente Marciano el primero que aludió o clasificó con ese adjetivo a la jurisdicción voluntaria. Por arriesgadas que sean esas inves­tigaciones y por escasos que sean mis estudios en dicha mate­ria, me atrevo a descontar la seguridad de que la jurisdicción ya estaba dividida por juristas anteriores. Lo deduzco de los comentarios más autorizados y de las propias referencias del Digesto, especialmente las del artículo II, del título I, del libro segundo, donde se definen las diversas especies de jurisdiccio­nes: plena o superior, e incompleta o menor; voluntaria y con­tenciosa; ordinaria y extraordinaria (41). De cualquier manera, aunque no crea que ese detalle pueda influir sobre alguna con­clusión, sirve en cambio para comprender que, desde ese mo­mento, la jurisdicción fue contemplada como un fenómeno que “abraza la jurisdicción propiamente dicha, el nuevo imperio, el imperio mixto, y otras causas que no son ni el imperio ni la jurisdicción” (42). Ya desde ese momento se veía, y se com­prendía en ella, por una parte, a la facultad atribuida al magis­trado para conocer en la causa y para decidirla (función de conocimiento que se traduce en el juicio, o sentencia, que ex­pide para dirimir las controversias) y, por otra parte, el poder de punir y coaccionar en el que aparecían anexadas las atribu­ciones para defender su autoridad y asegurar el cumplimiento de sus órdenes (la “ glaudii potestas” a que se refirió Ulpiano). En este sentido, según Pothier, Ulpiano habría recomendado advertir que la orden de dar caución mediante estipulaciones pretorianas exigidas por el magistrado en ejercicio de su poder sobre el proceso, pertenecía más al imperio que a la jurisdic­ción (43). También se incluyeron en ella a título de especies distintas, la jurisdicción mayor (o plena) y la menor (o limi­tada); la ordinaria y la extraordinaria, según la medida de la competencia funcional de cada magistrado, y, asimismo, la vo-

(41) Ver G l ü c k , citado, infra, nota 33, y P o t h i e r : Le Pandette di Gius- tiniano, I, página 116.

( 4 2 ) P o t h ie r , c ita d o , su p ra , n o ta 41.(43) Id., id., pág. 116.

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luntaria y la contenciosa, identificando la primera con los actos provocados por quienes se someten espontáneamente a la auto­ridad del magistrado y reservando la segunda para las activi­dades que se ejercitan contra la voluntad de las partes, agre­gándose que a ésta pertenece todo lo que se relaciona o deriva de la acción. (De ahí que no pocos juristas la reconocieran como jurisdicción “ demandada” .)

Es claro que la doctrina, y también el derecho contemporá­neo, pueden ufanarse de muchos perfeccionamientos logrados al cabo de los siglos corridos desde Sexto Elío o Pablo Mucio Scévola, pero, no obstante tales progresos, es lo cierto que el concepto de la jurisdicción voluntaria permanece todavía sin liquidar inclusive en exposiciones tan actualizadas, como las de Redenti, que acaso sea quien la ha logrado con mayor claridad didáctica en gracia de sus notables virtudes reflexivas y de su extraordinaria experiencia docente. Porque como quiera que Redenti haya dicho, por ejemplo: “ Los atributos de voluntaria y contenciosa no se puede decir que representen con feliz evi­dencia terminológica los caracteres finales de esta gran divi­sión de las funciones actividades jurisdiccionales y parecen alu­dir más bien a características modales de su ejercicio” (44) y como quiera que Podetti acertase a enunciar y contraponer nu­merosos objeciones decisivas para la clasificación (45), lo lamen­table es que ninguno de ellos haya integrado esas mismas pá­ginas con un correlato crítico dirigido a demostrar la necesidad de corregirla. Resulta difícil explicar la causa en cuya virtud las conclusiones doctrinarias permanecen suspendidas con tan disvaliosas consecuencias respecto del examen analítico de un fenómeno primario del ordenamiento jurídico cuya intelección es esencial no sólo para la teoría del proceso, sino también para aprehender sin demoras, y con rigor lógico, el verdadero con­cepto de la justicia.

7°) Pienso que esa demora es imputable a los excesos de la tendencia que nos empuja a crear categorías y a manejarnos con

(44) R e d e n t i : Derecho Procesal Civil, EJEA, Buenos Aires, 1957, X, pág. 11.

(45) P o d e t t i : Teoría y T écn ica ..., cit., supra, nota 36.

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ellas a despecho de las irreductibles contradicciones que engen­dran a causa de la desordenada interferencia con que se pro­yectan aquellos principios divisionales sobre los cuales se por­fía para mantenerlas sostenidas. No es éste el único caso de sistematizaciones engorrosas derivadas de la ufana ingenuidad que a todos nos contagia para subdividir los fenómenos y las instituciones jurídicas sobre la base de categorías absolutas. La historia del derecho demuestra que muchas construcciones doctrinales se fundan en sistemas divisionales, a los que es pre­ciso atribuir luego carácter dogmático e irrevocable para de­fender la estabilidad de todo lo que sobre ellos descansa y de todo lo que de ellos subsigue.

A mi modo de ver, el impasse de la justicia voluntaria viene de nuestro retardo para verificar la legitimidad doctrinaria con que fue admitida la tesis de que la jurisdicción del magistrado es de naturaleza efectivamente distinta —y hasta opuesta— a la de los funcionarios administradores. La aceptación de este principio nos ha llevado a consentir que las funciones judiciales no sólo se cumplen, sino que también deben cumplirse necesa­riamente, con absoluta y radical exclusión de las funciones administrativas, y viceversa.

He aquí el quid de estta cuestión: No es exacto que se trate de funciones distintas, puesto que la función es única. Quien predica la unidad, no excluye la hipótesis de que ella admita ulteriores divisiones. Pero los síntomas divisionales, en tanto parcelamiento de un todo, no inducen la conclusión de que las partes alteren su esencia ontológica y pierdan la identidad de su origen.

Visto el problema desde este ángulo todo parece simplifi­carse, según trataré de demostrarlo. El Estado, como realidad histórica objetiva, no podría justificar sus funciones jurisdiccio­nales sino se admitiese la premisa de que constituye o equivale al monopolio del poder coactivo. Dicho de otro modo, el ingreso del hombre al estado de derecho significa la imposibilidad de la autoayuda. De este modo, y desde entonces, nace la juris­dicción que —vista desde el ámbito donde se mueve el individuo dentro de la colectividad— connota el deber jurídico de abste­

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nerse, es decir, de no utilizar aquella propia fuerza que ya ha transferido a la autoridad de su territorio. Este es el funda­mento de la puissance publique. Pero el poder público en cuanto fuerza colectivamente transferida por cada persona al poder administrativo del grupo en el cual convive, no se agota exclu­sivamente en los fenómenos o en las actividades que concier­nen a las instancias litigiosas, puesto que comprende todas las demás, imprescindibles para asegurar el orden inherente a la vida de relación del hombre.

Reconocida la unidad de la administración pública, nada impide reconocer, consiguientemente, que la jurisdicción judi­cial constituye una parte integrante de ella. No se me oculta que la homologación intelectual de esta premisa pueda ofrecer algunas resistencias por dos razones bien objetivas, que se vincu­lan con la larga gravitación histórica de las ideas romanas y con la penetrante trascendencia psicológica de la teoría que Montesquieu enunció respecto de la separación de los poderes dentro del gobierno republicano. Convengo que en ambos “prin­cipios” , tan fuertemente sugestivos, infundan resonancias hete­rodoxas a la hipótesis de que la función judicial puede ser admi­nistrativa. Sobre este punto no se me oculta que semejante punto de partida habría de favorecer muchas empresas peligro­sas y provocar la deflación del a priori institucional que separa los poderes del Estado y les asegura su equilibrio y su recíproca independencia. Pero esta necesidad teorética, aunque esencial para la preservación de las vivencias democráticas y del salu­dable celo con que deben defenderse las instituciones más efi­caces y convenientes para las garantías humanas, no influye sin embargo en la naturaleza de los hechos y tampoco puede justificar la pretensión de que las reflexiones se desvíen, o se acomoden pragmáticamente al servicio de las tradiciones.

89) Libertada la jurisdicción de ambos factores extraños, el problema se simplifica en la misma medida en que se alcance a comprender que la realidad fenoménica de la justicia no es, en definitiva, nada más que parte de la actividad jurisdiccional genérica que incumbe al Estado, sin que los requisitos especí­ficos que tan categóricamente la condicionan basten para consi­derarla transformada en su esencia.

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Lejos de ser ésta una concesión dialéctica advenida por el apremio de los insatisfactorios postulados que hasta ahora inte­gran la teoría general del proceso, me parece que es una con­clusión inevitable que puede ser verificada tan invariable y ampliamente en la realidad de nuestros días, como en la de cual­quiera de los períodos históricos precedentes.

Véase, sino, cómo es cierto que en Roma—concebida como lugar y trozo de tiempo en que florece la colectividad humana mejor dotada para sistematizar con larga transcendencia los conceptos del orden jurídico— la jurisdicción del magistrado no se redujo, ni se agotó, en la actividad puramente decisoria, puesto que en más, mucha más extensa y —tanto— que abarcaba diversas solemnidades inequívocas y propias de la adminis­tración.

En efecto, según el Digesto, la instancia jurisdiccional del magistrado podía abrirse —unas veces— antes del litigio y —otras— después de aparecida la controversia. “ En el primer caso, la aplicación de las leyes tiene por fin conjurar las fatigas de los futuros procesos y puede acontecer de dos maneras: a) judicialmente, mediante la confirmación o él público reconoci­miento de un negocio jurídico, como, por ejemplo, cuando se consigna (para su custodia) ante un tribunal, un testamento o se hace conformar por el magistrado u contrato; b) fuera de juicio, cuando se instruye a quien debe emprender un negocio jurídico sobre el modo prudente, seguro o ventajoso de condu­cirlo . . . ” , dice Glück (46). En esta última categoría pueden incluirse las cautiones y la heuremática, o sean, los actos rela­tivos a las providencias cautelares actuales. Se tendrá presente que el nombre de la heuremática devenía de eurística, que com­porta el arte de inventar y que las medidas preventivas nacie­ron a través del inventum, o inventio, o sea, de las ficciones a que debió recurrirse para mitigar el rigor del primitivo derecho civil. También vale la pena tener presente que, en nuestros días, Calamandrei ha sostenido que las medidas cautelares, están inspiradas en el propósito de “ salvaguardar” el imperium iudicis porque tienden a impedir que la soberanía del Estado, en su

(46) Op. cit., libro I, pág. 222.

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más alta expresión—que es la de la justicia— se reduzca a una tardía e inútil expresión verbal, o a una vana ostentación de lentos mecanismos destinados, como los guardias de la ópera, a llegar siempre demasiado tarde. Las medidas cautelares se disponen, más que en interés de los individuos, en interés de la administración de justicia, de la que garantizan el buen funcio­namiento y también—se podría decir— el buen nombre. Si la expresión “ policía judicial” no tuviere ya en nuestros ordena­mientos un significado preciso, podría resultar singularmente adecuada para designar la tutela cautelar; en ella se encuen­tran, en efecto, puestos al servicio de la función jurisdiccional, los poderes de prevención ejercitados en vía de urgencia y a base de un juicio provisorio en el que tienen amplia parte las consideraciones de oportunidad que son precisamente caracterís­ticas de la función de policía verdadera y propia. Incluso se podría decir que precisamente la materia de las providencias cautelares constituye la zona fronteriza entre la función juris­diccional y la administración de policía” (47).

99) Sin la pretensión de excutir el inventario de todas las actividades jurídicas que debían cumplirse necesariamente en el pretorio romano, me limito a recordar que, según el modus agendi impuesto por el derecho de entonces, la in iure cessio, y la sub hypotheca bonorum, entre otros actos fundados en torno de ciertas ficciones legales, no adquirían validez, ni eran efi­caces, en tanto no se formalizaran en la presencia del magis­trado.

Luego de conceder todo lo que es preciso a los regímenes rudimentarios y de comparar la organización jurisdiccional ro­mana con la de nuestro tiempo se verá que los principios no han cambiado, aun cuando el sistema ponga de manifiesto algu­nos progresos técnicos (que, en definitiva, no son tantos, como puede suponerse). Porque si bien han disminuido las solemni­dades de tipo sacramental, subsisten todavía muchas exigencias que en nuestro derecho vigente, tornan imprescindible la inter­vención de la justicia para una enorme cantidad de actos, o si-

(47) Introducción al estudio sistemático de las Providencias Cautelares, ed. Bib. Arg., Buenos Aires, 1945, pág. 140.

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tuaciones que no dependen, ni se vinculan a las controversias litigiosas.

Desde el nombramiento de tutores o curadores hasta las cuentas de la tutela y de la cúratela; desde la declaratoria de herederos hasta la partición, liquidación y distribución de los bienes del difunto; desde las informaciones ad perpetuam me­moria, las inscripciones y rectificaciones de nacimiento y las mensuras judiciales hasta la adopción, o la declaración de va­lidez de los testamentos y las venias judiciales, respecto de las personas o los bienes de menores, etc., etc., los magistrados con­temporáneos deben intervenir la mayor parte de las veces en casos en los que la contradicción no existe y tampoco está pre­sumida expresa y necesariamente por la ley.

A estos ejemplos, cuya enumeración resultaría interminable, pueden agregarse no sólo los casos de procesos sin litigio y aún los de conformidad expresa entre las partes, sino también las infinitas ocasiones en las que, dentro de los procesos contra­dictorios—que la doctrina identifica con la jurisdicción conten­ciosa— los jueces cumplen actividades exclusivamente propias de la jurisdicción voluntaria. Como ejemplos de estos supuestos, recuerdo que las providencias de función ordenatoria —de acuer­do con la clasificación de Carnelutti, que las opone y distingue de las providencias de función decisoria (48,)— del mismo modo que las etapas propias de la transformación de los bienes en los casos de ejecución de la sentencia, etc., etc., no constituyen actos jurisdiccionales en el sentido que a ellos les atribuye la doctrina en auge.

Citar y emplazar al demandado, disponer que se agreguen las pruebas producidas y que se pongan los autos en la oficina para alegar, etc.; secuestrar, inmovilizar y enajenar los bienes del deudor condenado para transformarlos con el fin de que correspondan a la misma especie de la prestación acogida en la sentencia, etc., no son actos jurisdiccionales en el sentido que hasta ahora se atribuye a esa clase de actividades. Pueden serlo —claro está— en la medida que promedien controversias, pero

(48) Sistema de Derecho Procesal Civil, UTEHA. Argentina, Buenos Aires. 1944; III, n* 397; IV, n* 705, págs. 368/378.

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estos accidentes—puramente eventuales y casuísticos— no bas­tan para inferir que en los casos no contenciosos exista la deci­sión que, sin embargo, constituye el presupuesto sine qua non atribuido a la jurisdicción no voluntaria. Como prueba corrobo­rante de la inseguridad conceptual de la llamada jurisdicción voluntaria, cabe señalar que los inventarios de procesos, o pro­cedimientos, o meros expedientes intentados por los juristas, difieren sensiblemente de país a país, o aun dentro de un mismo territorio jurídico en distintas épocas. El ejemplo del juicio de insania es ya clásico (48 bis).

10 )̂ Cierto es que el juez, en cada uno de esos casos, decide al cabo de la verificación qué debe hacer respecto de la existencia y cumplimiento de los presupuestos establecidos en la ley del proceso. Pero no es menos cierto, en cambio, que esta decisión cuando la imparte sin controversia de los justiciables, es de naturaleza absolutamente idéntica a la que realizan los funcionarios administrativos en ejercicio de sus atribuciones.

De aquí se sigue una conclusión, sin duda importante, que no ha sido suficientemente destacada por los autores. Me re­fiero al hecho cierto de que, tanto en los procesos de jurisdicción contenciosa como en los de jurisdicción voluntaria, la función de los jueces puede alternarse, sin impedimento legal de nin­guna especie y participar de una u otra naturaleza según las circunstancias particulares de cada caso. O, lo que es lo mismo, que en lo que hasta ahora se ha clasificado y separado como procedimientos propios y exclusivos de la una y de la otra, la índole de la actividad del magistrado cambia con prescindencia de ambas categorías.

El análisis casuístico tornaría inacabable la cantidad de los ejemplares y, en la medida de ese número, habría de ponerse de manifiesto el error de quienes recurrieron a las característi­cas formales de los procesos para inducir de ellas la esencia contradictoria, o voluntaria de la función que ejercitan los jue-

(48 bis) Cftar y parangonar en tal sentido: J a im e G a u s p : Derecho Pro­cesal Civil, Madrid, 1956, n? 99, págs. 1658 y siguientes; E d u a r d o C o u t u r e , F undam entos..., cit., 3* edic., n5 29, págs. 46/47; L e o R o s e n b e r g : Tratado de derecho procesal civil, edición argentina, t. I, pág. 48.

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ces. Denuncio entonces que en este punto se ha generalizado —abstraído— una conclusión no legitimada por los principios lógicos.

El predicado de voluntario, no es contradictorio con el de contencioso por lo menos con el sentido y alcance que, némine discrepante, admite la teoría del proceso. Si los elementos cons­titutivos de la jurisdicción son cinco: notio, vocatio, coertio, iudicium y excecutio, no veo causa alguna para circunscribir la jurisdicción contenciosa a las hipótesis en que los jueces de­ciden (iudicium), como se lo ha entendido hasta el presente. No niego que, mediante tal arbitrio, las explicaciones se simplifi­can en grado extremoso. Un maestro tan eminente como Alsina al amparo de esa “ comunión” ha podido decir: “ El acto admi­nistrativo es actividad técnica, mientras que el acto jurisdic­cional es actividad jurídica. En el acto jurisdiccional se resuelve la cuestión de saber qué regla de derecho es aplicable a un caso concreto y cuáles son las consecuencias que derivan de su desconocimiento. En el acto administrativo, por el contrario, la cuestión de derecho es un medio, porque la actividad adminis­trativa está reglada por la ley, pero no constituye su f in . . . ” (49). Esto es un modo de decir, pero como quiera que tal afir­mación de Alsina cuente con el otorgamiento condescendiente de los demás autores, yo me atrevo a pensar que no es exacta. Tan “ técnico” y tan “ jurídico” puede ser—o no ser— el juez como el funcionario administrativo. Ambos verifican y deciden según la ley, sin que para la determinación de la esencia de sus funciones influyan las diferencias del procedimiento. Lo que importa para el caso es tener presente que la función de deci­dir no está relacionada de una manera forzosa e imprescindible con la necesidad de alguna contradicción que le preceda. Son infinitos los supuestos en que el juez y el funcionario adminis­trativo deciden sin controversia de nadie. Conocen, verifican (notio); deciden, resuelven (iudicium) y, aún coaccionan y ejecutan, con abstracción de la naturaleza de los procesos en los que ejercitan esas actividades. Cuando el funcionario adminis­trador adjudica una concesión, o contrata, al cabo de trámi-

(49) T r a t a d o . . . , cit., I* edic., I, págs. 544/45, 3 ) ; c).

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tes licitativos, o sin ellos, juzga y decide mediante una activi­dad humana, intelectiva y formalmente jurisdiccional idéntica, por ejemplo, a la del juez que juzga y decide el pleito de los cónyuges que hayan coincidido en sus peticiones para que se les constituya en estado de divorcio. En este último caso, aun cuando respecto del divorcio no pueda decirse que existe contro­versia, la actividad jurisdiccional del juez siempre resultaría imprescindible para que dicho estado quedase constituido con validez y eficacia jurídica.

II9) Desaparece así la originaria necesidad y la vieja costumbre de recurrir a los abstractos conceptos (flatus vocis) de la ínter volentia y de la ínter nolentia y al efugioso recurso de disimular las dificultades sub nomine iuris, mediante el hallazgo de adjetivos más o menos equivalentes. Tales, v .g . , los epígrafes de “ jurisdicción graciosa” o “ jurisdicción hono­raria”. En el derecho francés —y también en el belga— en vano se pretendió resolver ese problema cuidando de llamar la soi - disante jurisdicción voluntaria para diferenciarla de la “ jurisdicción verdadera o propiamente dicha” (50). A l cabo de esos procedimientos lo único que se ha conseguido es atas­car aún más largamente la reflexión. Pero si nadie puede ex­trañarse de que eso haya ocurrido, no es imposible, que todos se admiren, en cambio, de la condescendencia con que se han tolerado semejantes sistemas divisionales falsos o arbitrarios desde su punto de vista lógico y semejantes explicaciones, in­genuas y débiles para sostenerse por sí mismas frente a los hechos que las desvirtúan en la realidad de cada día.

Esto digo porque no es exacto, ni tampoco admisible, que en ningún tiempo hayan podido existir procesos o actividades judiciales voluntarias. Bien está que en las primeras épocas, mientras fraguaba las toscas estructuras de su justicia, Roma —tan acertada siempre para concretar los conceptos en función de sus virtudes sistematizadoras— quedase por debajo de cier­tas mínimas exigencias técnicas del ordenamiento jurídico, al

(50) V izioz: Les notions fundamentales de la procédure et la doctrine francais de Droit Public, París, 1931, pág. 63; J a p i o t : Traite Elementaire de Procédure civ. et commerc., París, 1935, págs. 125 y 146.

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calificar como voluntarios algunos quehaceres judiciales. Pero desde entonces ha corrido tiempo de sobra para caer en la cuenta de que si por voluntario ha de entenderse lo que se hace de grado y no por obligación, ese adjetivo es impropio porque los tribunales no fueron ni son recintos a los que se pueda recurrir optativamente, al cabo de la oficiosa y libre determinación de cada persona. Nada resulta más contrario a los presupuestos de la actividad jurisdiccional que la hipótesis de gestiones puramente optativas. A la casa de justicia todos llegan por necesidad en cumplimiento de obligaciones preexis­tentes e ineludibles. La circunstancia de que esas obligaciones comprendan asimismo a las cargas procesales y admitan o en­gendren, a su turno, derechos facultativos —distingos que aquí no deben hacerse— no les quita su sentido originario de deber que subsiste, aún después de correlacionarlo con la idea del interés jurídico inmediata o mediatamente consubstanciado con cada petición. Si alguien comparece al tribunal sin causa bas­tante que justifique la necesidad de hacerlo, su solicitud será desamparada por falta de legitimación. Las notas jurídicas de la Iegitimatio ad causam y de la legitimatio ad processiim son decisivas para mí porque constituyen los presupuestos comu­nes de todas las actividades jurisdiccionales, inclusive —desde luego— las clasificadas como voluntarias, que no se abren, o no llegan a su destino, sin la previa verificación de ambos requisitos.

Esta misma calidad de voluntarias no se relaciona y tam­poco coincide de alguna manera sistemática con los estados subjetivos de quienes actúan o litigan. Porque no es psicoló­gicamente exacto que en los procesos contenciosos ambos jus­ticiables accionen contra su voluntad y viceversa. Por mucho que en la gran mayoría de los casos sea cierto que el deman­dado lamenta y no agradece la citación y emplazamiento ju­dicial, no es menos evidente que ninguna razón obliga a excluir la posibilidad de que ocurra lo contrario y de que, a su tumo, dentro de su fuero íntimo pueda sentirse tanto o más compla­cido aún que el propio actor. No son pocos los ejemplos en que la vocatio in ius y la actionis traen regocijo a quienes las re­ciben. Piénsese, por ejemplo, en la alegría de aquellos acreedo­

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res a quienes sus deudores interpelan para que se admitan las demandas de consignación relativas a pagos retardados por motivos infundados. Piénsese, asimismo, en los casos de jac­tancia, donde las posiciones del actor y del demandado pueden concluir por invertirse radicalmente. Piénsese, también, en aquellas hipótesis de deudas ilíquidas, en las cuales la deman­da no es interpuesta por el acreedor, sino por el propio deudor (en el sentido común, o vulgar con que en el tráiico se utiliza esta palabra para referirse a la persona sobre quien recae el deber de cumplir la prestación más onerosa y más concreta­mente visible) y piénsese, por último, en ios casos en que am­bos justiciables, con identidad psicológica, coincidan en su de­terminación de trabar el litigio como único medio de obtener una sentencia que ponga fin al pleito que les perturba, o en los procesos de jurisdicción “ voluntaria” que deben provo­carse necesariamente por interesados a los que no mueve el deseo íntimo y espontáneo de emprender gestiones onerosas y laboriosas.

12?) Miradas las cosas desde otro ángulo, tampoco resulta cierto que todos los procesos contradictorios terminen por me­dio de la cosa juzgada y que, a la inversa, esta última sea im­posible en los de jurisdicción voluntaria. Fuera de otros casos de eventuales controversias inusitadas, en el procedimiento de la liquidación sucesoria —que está consagrado como el ejemplo más típico de lo que puede llamarse jurisdiccionalmente vo­luntario— es la propia ley del proceso la que se anticipa a prevenir allí muchas situaciones contradictorias habituales. El Código de Buenos Aires —sin diferencia con otros— supone los intereses encontrados y regula los conflictos litigiosos en casi todos los preceptos de ese capítulo (“intereses opuestos”, art. 635; “demanda de partición”, art. 636; “defensor” del ausen­te, arts. 637, 644 y 646; “incidentes; procedimiento de excep­ciones”, art. 648; falta de acuerdo, arts. 651 y s.s.; “disconfor­midad” con el inventario, art. 661; “disconformidad” entre pe­ritos, art. 665; “pleitos” sobre los bienes o “reclamaciones” y dificultades sobre la administración; desacuerdo para nombrar el partidor; impugnaciones a la partición; rendición de cuentas del administrador, etc., etc.

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Lo mismo puede decirse del proceso de mensura en el que se admite la oposición y se crea al juez el deber de pronun­ciarse jurisdiccionalmente. Y, ¿qué decir de la declaración de insania y del art. 804, donde sobrevive el viejo instituto del recurso de consulta con la obligación de apelar cuando la sen­tencia sea desfavorable para la capacidad del “demandado” (sic)?

En cuanto a la cosa juzgada, como dato infalible para in­ducir la naturaleza de la actividad que realiza el magistrado, me parece que el criterio es todavía menos consistente y que asombra la evidencia de su retransmisión en las mejores pá­ginas de la literatura jurídica. Porque si la cosa juzgada es fenómeno únicamente posible hacia el fin del proceso de co­nocimiento, va de suyo que no pueda descontársela como acto susceptible de acaecer de manera necesaria y fatal en todas las controversias, inclusive las más típicamente bilaterales y contradictorias, desde que ellas también pueden concluir por el desistimiento, por la transacción, por la caducidad de la instancia y, aún antes, por los efectos de las excepciones dila­torias. Queda en claro entonces, que, por ser la cosa juzgada un hecho o un acto problemático, cuya existencia no es apo- díctica y que tampoco puede presumirse en grado asertórico, nadie estaría habilitado para calificar y diferenciar la natu­raleza jurisdicción antes de que el proceso quede concluido, por cualquiera de los medios establecidos en la ley.

Otro tanto digo de los que recomiendan el recurso de in­ferir la índole de las actividades a través de las decisiones del juez, o de la presencia o ausencia de contradictores. La decisión puede sobrevenir en toda clase de procedimientos, de la misma manera que es susceptible de ser evitada, aún en los trances de su mayor inminencia, por el acuerdo de los interesados, o destinatarios. Aunque Couture haya dicho: “ el acto judicial no jurisdiccional no tiene partes en sentido estricto. Le falta pues, el primer elemento de la forma jurisdiccional. En él el peticio­nante o el pretensor no pide nada contra nadie. Le falta, pues, un adversario. El no es parte, en sentido técnico, porque no es contraparte de nadie. Tampoco tiene controversia. Si ésta apa­reciera, si a la pretensión del peticionante se opusiera alguien,

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que se considera lesionado por ella, el acto no jurisdiccional se transformaría en contencioso y, por lo tanto, en jurisdiccional” (51), yo me atrevo a decir que partió de premisas insuficien­temente verificadas. Hago gracia de casos como los de la de­claración de la ausencia con presunción de fallecimiento, o de la insania —en los que la bilateralidad aparece sostenida por una constante ficción procesal del legislador— y me refiero, concretamente, a la hipótesis de procesos contenciosos en los cuales la pretensión no es contestada; a las solicitudes de de­claratorias de herederos, de declaración de vacancia y, aún, a todos aquellos supuestos de procedimientos “ voluntarios” en los que se produce la preclusión de ciertas etapas.

Y entonces pregunto sucesivamente: el heredero que pre­tende la herencia y promueve el juicio sucesorio; ¿es o no es parte en sentido estricto?; ¿necesita legitimación procesal?; ¿puede afirmarse que su solicitud, deducida para que el juez le declare heredero, no lleva implícita una potencial contra­dicción contra todo otro pretensor que aspire a desplazarlo de su grado hereditario?

Si se admitiese que las controversias a que se refiere el maestro uruguayo, no son computables mientras aparezcan in abstracto, dentro del orden de lo simplemente probable o posi­ble habría que admitir, a su turno, que tampoco pertenecen a la jurisdicción contenciosa los procesos sin litigio, ya sea por allanamiento, rebeldía, omisión de excepciones (en el juicio ejecutivo) y en todos los demás casos en que el silencio es equiparado a conformidad (arts. 916 y s.s. del C.C.) , del mis­mo modo que tampoco podrían ser incluidos en ellos los di­vorcios, los de nulidad de matrimonio, los de filiación natural, los de ausencia con presunción de fallecimiento, los de insania,los de adopción y, en general, todos aquellos donde no aparez­ca controversia trabada, o donde se produzca coincidencia enlas pretensiones de las partes.

Item más, salvadas las distancias que separan a la preclu­sión de la cosa juzgada, pero diferenciando dentro de esta

(5 1) F u n d a m e n t o s . . . , 3 “ edic., n* 30, pág. 48.

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última a la formal, de la material, yo pregunto si en la juris­dicción voluntaria, el decreto que aprueba el inventario de los bienes relictos, o la cuenta particionaria, etc., tiene o no tiene en muchos de sus aspectos las consecuencias de una declara­ción jurisdiccional definitiva y —a veces— hasta inconmovible.

13 )̂ Mucha razón ha tenido Alfredo Rocco para decir en una extensa nota —que equivale a un verdadero ensayo— que “ la determinación del concepto de jurisdicción, tan importante teórica y prácticamente, especialmente para las relaciones en­tre la función jurisdiccional y la administrativa, es un proble­ma aún, puede decirse, no resuelto por la ciencia jurídica” (52).

También ha tenido razón Augusto Mario Morello para em­prender el ágil y meritísimo estudio que ya cité (53) en torno de la esencia indiscutiblemente contenciosa del procedimiento creado para la adopción por la ley n? 13.252. A mí se me figura que el diserto esfuerzo de Morello habría sido innecesario de todo en todo si —como él mismo se ha encargado de precisarlo con prolijidad objetiva— no existiesen tantas y tan respeta­bles opiniones que, por uno u otro camino, niegan en ellos la evidencia de la bilateralidad contradictoria, de intereses liti­giosos irreductiblemente contrapuestos y del carácter jurisdic­cional que tiene la sentencia de adopción.

Para mí, éstas y demás disputas pueden ser liquidadas si se comienza por admitir que la jurisdicción antes que conten­ciosa, voluntaria, judicial, administrativa —y también legisla­tiva— o graciosa, honoraria, etc., es jurisdicción. O lo que es lo mismo, que su naturaleza no cambia en razón del órgano, o del modo en que se la ejercite.

Desde que se produce el estado de derecho, o —para de­cirlo con más propiedad— desde que la consolidación del orden jurídico aparece con una mayor nitidez sistemática, el hombre queda bajo la jurisdicción de la autoridad de su territorio y de su grupo. Degenkolb, para defender su tesis de la acción, como derecho abstracto, según noticia vertida por Alfredo Rocco

(52) La sentencia Civil, México, 1944, pág. 16, nota 1.(53) Supra, nota 35.

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—de quien tomo la referencia— aseguró que la acción judicial es uno de los precios mediante los cuales el particular renuncia a la defensa privada (53). En el mismo sentido, pero desde otro horizonte, Lieber afirmó que el Estado se constituye para rea­lizar, lo que el hombre no puede hacer; lo que el hombre no debe hacer y lo que el hombre no quiere hacer (54). A l cabo de esta relación de autoridad que tan excesiva y peligrosa­mente puso de manifiesto ese autor alemán, queda en claro que la existencia del Estado trasciende por medio de la acti­vidad jurisdiccional. Pero como esta actividad, tan extensa cuanto continua es múltiple va de suyo que haya tenido que subdividirse y distribuirse progresivamente entre las distintas estructuras estatales y conforme con las reglas que distribu­yen las funciones y competencias de los distintos órganos.

Es claro que hasta aquí no se ofrece revelación explicativa alguna y que tampoco se han presentado conflictos por esa causa. Pero a contar del momento en que comenzó a definirse la jurisdicción judicial surgieron no pocas dificultades por ha­berse partido del supuesto de que ella, por su esencia, constituía una cosa ontológicamente distinta del resto de las actividades del Estado. Queriéndolo, o sin quererlo, a medida en que se insinuaba en los hechos la separación de poderes —siglos antes de Montesquieu, desde luego— los pontífices de las sucesivas generaciones de juristas coincidieron no sólo al concebir la función judicial como una actividad con naturaleza originaria­mente propia y distinta de las demás actividades de la autori­dad del Estado, sino también —y he ahí lo más grave— en la empresa de adscribir a ese concepto de certidumbre de que éstas y aquélla jamás podrían confundirse ni alternarse en sus respectivos ámbitos.

Razonada o no, con acumulación de siglos, se fue vigori­zando desde entonces la hipótesis de la separación absoluta de los poderes con el correlato de que, así como ningún funciona­rio puede juzgar, ningún magistrado puede intervenir, o reali­zar actos de carácter administrativo.

(53 bis) Einlasaungzwasg und Urtheilsnorm. Leipzig, 1887, págs. 31 y siguientes.

(54) Manual o f Political Ethic, 1938/39, Nueva York.

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No creo temerario decir que a esa premisa insuficiente­mente verificada le son imputables todas y cada una de las dificultades que han sobrevenido para la explicación del fenó­meno jurisdiccional. Debe reconocerse que fue equivocada la apriorística tesis de que ambas funciones no puedan interfe- rirse en los hechos de la vida diaria. Los hechos reales de todos los tiempos desvirtuaron constantemente ese punto de partida. Por algo Marciano dijo que el procónsul, tan pronto como tras­pusiera los límites de la ciudad tenía “jurisdicción, pero no contenciosa”. Y por algo también López Moreno, en su siglo, acertó a decir: “por más clara que a primera vista aparezca la naturaleza de los actos de jurisdicción voluntaria, algo de os­curo y de confuso debe presentarse en ellos cuando ni los le­gisladores, ni los jurisconsultos y comentaristas de las leyes aparecen muy conformes al enumerar los que merecen tal con­cepto (55). No de otra manera podría haberse expresado por­que conforme con las predicaciones de Heinnecio y de Merlin (56) —cuyos textos coinciden literalmente— la jurisdicción vo­luntaria era la que se ejercía por el juez “ sin conocimiento de causa, respecto de personas que están de acuerdo y, de esta manera, todo continuaba girando en torno de la cognitio legi­tima y la cognitio informativa, que fueron dogmas para Done- 11o, Cujacio, Heinnecio, Vogt, Pothier y Merlin, según lo que afirmó Mattirolo (57).

149) No es exacto que los jueces no puedan cumplir ac­tividades administrativas. Sin perjuicio de los infinitos ejem­plos concretos que podrían enumerarse al cabo de un repaso exhaustivo de las leyes del enjuiciamiento, advierto que cuan­do el Juez suscribe el acta en la que se protocolizan las res­puestas de un absolvente, de un testigo, o se recogen constan­cias de otra naturaleza, nada decide y se limita a promediar tan sólo con simples finalidades dirigidas hacia la validez y eficacia en una actividad instrumentadora que no podría ser incluida entonces entre los actos de la jurisdicción contenciosa.

(55) Principios fundamentales del procedimiento civil y comercial, Ma­drid, II, pág. 463.

(56) R epertoire. . . , VI, pág. 633.(57) Instituciones, cit., I, pág. 5, nota 2.

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Otro tanto ocurre —repito— cuando los magistrados decretan las providencias puramente ordenatorias que en el proceso recaen precisamente sin contradicción de nadie. Téngase pre­sente, a este respecto, que si este carácter se niega, desapare­cería la distancia que separa al error in procedendo del error iudicando que la teoría ha recibido de manera pacífica y defi­nitiva, y que tiene tantas proyecciones en el ámbito procesal. No son pocos los autores que han reconocido —y hasta comen­tado sin estremecimientos— las actividades no estrictamente judiciales a cargo de los jueces. Mattirolo, como tantos otros, se limitó a decir que para la protección “ de ciertos intereses, para dar fuerza y eficacia jurídica a determinados actos reali­zados voluntariamente por una o varias personas, para com­pletar la capacidad imperfecta de sus autores y para testimo­niar solemnemente la existencia legal de dichos actos” (58) los magistrados intervienen frecuentemente en otra clase de actividades.

Algo próximo expresó Caravantes al asegurar que en tales casos la autoridad judicial “ se limita a dar fuerza y valor a aquellos actos” (59).

Glasson, Tessier et Morel advirtieron que los jueces, más allá de su actividad propia, que es la de dirimir litigios, inter­vienen asimismo en la constatación de hechos y para ordenar determinadas medidas con fines de tutela, protección, vigilan­cia, que lejos de constituir actos verdaderos y propios de la jurisdicción judicial, pertenecen al orden administrativo (60).

Fue más categórico, sin embargo, Podetti, quien inmedia­tamente de afirmar que “ entre nosotros, los jueces no pueden realizar actos administrativos, salvo claro está los de gobierno de su personal y locales” , agregó: “ La única función extraña al poder jurisdiccional que se puede encargar con propiedad a los jueces, en nuestro país no es de carácter administrativo, sino político, en el sentido de base para regular el funciona­miento del Estado o sea la dirección y contralor de los padro-

(58) In stitucion es..., cit., I, pág. 6.(59) Tratado..., cit., IV, pág. 323, n* 1.(60) Traité theérique et pra ctiq u e..., I, pág. 29.

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nes electorales y el juicio de las elecciones, en algunos casos, integrando juntas electorales. Función eminente ésta, que está fuera de la órbita determinada a cada uno de los poderes del Estado y que coincide, bajo muchos aspectos con la función jurisdiccional” (61).

Como quiera que yo no comparta varias de las afirmacio­nes incidentalmente incluidas en este párrafo del malogrado procesalista puntano, lo he transcripto porque el hecho princi­pal que allí se destaca me parece importante para colmar la evidencia de que los poderes, aunque divididos, no están tan radicalmente separados como se los pretende.

159) A su turno agrego que los demás funcionarios del Estado también juzgan. No incluiré entre las actividades de enjuiciamiento, las que consuman los empleados policiales cuando prenden o sueltan por su propia autoridad a una per­sona cuya conducta puede ofrecer dudas. Tampoco es preciso comprender en ellas las determinaciones de los agentes de la administración cuando en forma verbal o escrita, detrás de una ventanilla burocrática, o en un expediente administrativo ad­miten o rechazan las solicitudes de los administrados. No es indispensable extremar tanto para que quede en claro que, fuera de la casa de justicia y de los procesos de conocimiento, recaen frecuentes decisiones jurisdiccionales que muchas veces asumen formas idénticas, o análogas a las sentencias de los magistrados. Véase, si no, cómo es cierto que juzga la autori­dad administrativa, policial y municipal, cuando conoce en procedimientos contravencionaies de los que resultan arrestos, multas, comisos, clausuras, etc. Juzga también el Poder Eje­cutivo, cuando concede o deniega derechos jubilatorios, o ad­judica licitaciones y concesiones y, asimismo, cuando las re­voca a mérito de hechos cuya apreciación le incumbe. Juzga cada cámara legislativa no sólo al Presidente de la República, a los gobernadores y demás magistrados expresamente some­tidos a esa jurisdicción, sino también cuando impone sanciones a sus miembros, o a terceros, en defensa de sus privilegios y cuando se pronuncia sobre los actos electorales y la validez de

(6 1) T e o r ía y T éc n ica , cit., pág. 108.

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los mandatos electivos. Afirmaciones paralelas y análogas pue­den hacerse respecto del régimen municipal. Dejo de lado lo que se refiere a la justicia militar y a la disciplina eclesiástica y prosigo con las decisiones que imparten los jurados de en­juiciamiento de magistrados y los correspondientes órganos de las entidades autónomas y autárquicas, inclusive las que por expresos preceptos de la ley están investidas de jurisdicción para ciertos fines. En estos últimos supuestos quedan incluidas, entre otras, las universidades y los colegios profesionales cuan­do gobiernan las matrículas, o cuando fijan los honorarios y conceden jubilaciones o subsidios. Chiovenda fue más explí­cito a este respecto. Con invocación de la autoridad de Laband y Cahin, dijo que era extremosa la pretensión de separar to­talmente los poderes porque ella sólo se da en un modo apro­ximado en el que “a la separación conceptual de las funciones no puede corresponder una separación absoluta de poderes” (62).

Si se pretendiese negar el carácter jurisdiccional de estas actividades por la única circunstancia de que la mayoría de ellas está sujeta a recursos que deben concederse para ante los órganos del Poder Judicial, yo contestaría que en el mismo caso se encuentran las sentencias de los tribunales, suscepti­bles de ser recurridas en vía de impugnación ordinaria o ex­traordinaria.

Por su parte, los titulares de la función judicial adminis­tran y hasta legislan, al nombrar y remover sus empleados, al manejar los fondos que se destinan para su funcionamiento, al cumplir con los deberes de superintendencia y al expedir acor­dadas o reglamentaciones. Sobre este punto importa conside­rar que las quejas por demora en el despacho de las causas, aunque tradicionalmente incluidas entre los recursos, lejos de participar de la naturaleza técnica y procesal de ellos, consti­tuyan tan sólo medios para mover las facultades de superin­tendencia con el fin de que se cumplan los términos estable­cidos.

(62) P r in c ip io s de D erech o P r o c e s a l C iv il, Reus, Madrid, 1922, I, pág. 360.

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De cuanto llevo dicho creo que se infiere la evidencia de que la jurisdicción es una y única y de que no puede ni debe suponérsela escindible, o escindida y transformada ni por la circunstancia de que la ejercite una u otra autoridad, ni por los modos que condicionen su funcionamiento.

169) Admito como saludable el impulso democrático que tiende a preservar la separación de los poderes del Estado como una de las más efectivas garantías encontradas para pro­teger la libertad y la condición humana. Admito que el tecni­cismo jurídico, al servicio de la ambiciosa y legítima esperan­za de ordenar más eficazmente las relaciones del hombre con el hombre y las del hombre con la autoridad, realice el hallaz­go de fórmulas de superación y, entre ellas, las que aseguran la independencia del Poder Judicial mediante normas que per­filen con progresiva nitidez el modus agendi exclusivo de lo que conviene a la justicia y a los litigios.

Pero, aún así, me vuelvo contra el hábito de olvidarse, con más frecuencia de la necesaria, que la jurisdicción a que se refieren las tradiciones del proceso, y también las del dere­cho público, no consiste únicamente en la facultad de dirimir pleitos y provocar la cosa juzgada y que ella se ejercita y se extiende necesariamente a muchos otros actos —cuyo conteni­do no es decisorio— al cabo de una distribución de competen­cias que se alternan en dos dimensiones: una, que parte desde el confín del proceso judicial para atribuir la competencia a diversos órganos —también jurisdiccionales, aunque extraños a la justicia— y, otra, que dentro del áera procesal, permite y obliga a que los jueces, para el mayor rendimiento del proce­so, cumplan actividades desprovistas de esa esencia jurisdic­cional. De esta manera, podrá entenderse por qué Chiovenda, después de reconocer que “ la jurisdicción voluntaria no es jurisdicción en el sentido que hemos indicado” , y de agregar que no todos los actos “ llamados de jurisdicción voluntaria se verifican por los órganos judiciales” , terminó por admitir, a renglón seguido, que “ la jurisdicción voluntaria es, pues, una forma particular de actividad del Estado ejercitada en parte por los órganos jurisdiccionales, en parte por los órganos ad­ministrativos y perteneciente a la función administrativa, pero

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distinta también de la masa de los actos administrativos por ciertos caracteres particulares” (63).

17°) En suma —y ya para concluir—, los jueces nunca cumplen un oficio ininterrumpidamente jurisdiccional en el sentido que las tradiciones procesales han impregnado a esa voz. Si el ejercicio de las actividades decisorias se alterna de manera tan asistemática e imprevisible con el ejercicio de las actividades administrativas y si éstas y aquéllas también pue­den cumplirse por otros órganos ajenos al poder judicial, so­bran evidencias —entonces— para corregir las nociones vigen­tes de alguna manera que permita entender: que la jurisdic­ción llamada hasta ahora contenciosa no es monopolio exclu­sivo de ninguno de los tres poderes del Estado y que el que­hacer de la justicia tampoco es absolutamente “jurisdiccional”.

La consecuencia de esto y de aquello es que la clasifica­ción que subsiste carece de fundamentos racionales y no debe ser prorrogada ni siquiera a título de signo con funciones más indicativas que conceptuales. Porque, al enfrentarse la idea de lo voluntario con la de lo contradictorio, se oponen en relación de contradicción predicados que nada tienen de contrarios ni de contradictorios desde que no son universales y tampoco se refieren a situaciones idénticas. Por tales circunstancias lo que se afirma en una categoría, no es negado por la otra y, sobre esa base, el criterio divisional no puede sostenerse.

Algún día llegarán generaciones dispuestas tan sólo a re­cordar los epígrafes de “ jurisdicción contenciosa y voluntaria” , como datos históricos únicamente útiles para reconocer toda la amplitud que tienen las actividades funcionales del Estado y los modos en que ellas cambian e interfieren su naturaleza según las normas que las condicionan, al servicio del destino específico de cada uno de los actos susceptibles de integrarla. Y, a partir de entonces, dentro de la teoría del proceso, co­menzará a desvanecerse uno de los pasajes que más sombras ha proyectado sobre sus páginas.

(63) P r i n c i p i o s . . . , cit., I, págs. 364/365.