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LA ISLA DE LOSGLACIARES AZULES

Christine Kabus

Traducción de PaulaAguiriano

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Créditos

Título original: Insel derblauen Gletscher

Edición en formato digital:mayo de 2015

Traducción: Paula Aguiriano© 2015 by Bastei Lübbe AG,Köln© Ediciones B, S. A., 2015Consell de Cent, 425-42708009 Barcelona (España)

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www.edicionesb.com

D.L.B.: 9786-2015

ISBN: 978-84-9069-098-7

Conversión a formato digital:www.elpoetaediciondigital.com

Todos los derechos reservados.Bajo las sanciones establecidas enel ordenamiento jurídico, quedarigurosamente prohibida, sinautorización escrita de lostitulares del copyright, lareproducción total o parcial deesta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos lareprografía y el tratamientoinformático, así como la

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distribución de ejemplaresmediante alquiler o préstamopúblicos.

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A Traute

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¡Lo cierto es que debería serobligatorio para todo el mundo

pasar un año en el Ártico! Asítodos aprenderíamos lo que es

importante en el mundo y loque no lo es. Lo esencial y lo

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que cuenta en la vida. ¡Todosnos veríamos reducidos a

nuestra medida natural!

CHRISTIANE RITTER,Una mujer en la noche polar,

1938

Ni siquiera un poeta genialencontraría palabras para

describir este paisaje natural.Ya que sobre él planea algo

que no es posible transmitir conla lengua.

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ADOLF MIETHE,En dirigible haciaSpitsbergen, 1911

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Personajes

1907

Familia Berghoff

Gustav Berghoff (59) ∞Irmhild (48), de solteraHardenrath

Emilie (21)Friedrich (26), casado con

Klothilde (23)

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Maximilian (Max) (19)Tía Franziska (Fanny) (52),

de soltera Hardenrath, ∞Adrian (Addy) von Spilow (55)

Abuela Hedwig HardenrathParticipantes de la expedición

SpitsbergenBeat Späni (50), geólogo de

BasileaAntonio Lancetta (40),

meteorólogo de BoloniaWilliam Lewis (25),

ornitólogo de NewcastleLeonid (52), un ruso

silenciosoOttokar Poske (30), un

alférez alemán

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Sargento Kuhn (45)

Arne Koldvik (27), tramperoen Spitsbergen

2013

Familia KellerHanna (45), de soltera Vogel,

reportera de viajesMia (20), su hija, estudiante

universitariaLukas (18), su hijo, estudiante

preuniversitarioThorsten (48), su marido,

directivo

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Kåre Nybol (54), investigadorpolar

Leif (60) y Line (58),geobiólogos; su hijo Bengt(30), meteorólogo y piloto

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Prólogo

El telón se alzó y descubrióvarias parejas que bailaban alson de un vals bajo una enormearaña de cristal. Losescenógrafos habían logradoevocar con medios más bienescasos el ambiente festivo deuna sala de baile de fin de siècle.La cálida iluminación, querecordaba a la luz de las velas,

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hacía brillar los adornosdorados de las paredes y loscordones de las pesadas cortinasde terciopelo que enmarcabanlas grandes ventanas del fondo.Los bailarines llevaban fracs ysombreros de copa; suscompañeras, vestidos muyajustados a la cintura, guanteslargos y peinados cardadostocados con sombreros deplumas y flores. Hanna, sentadaen el palco principal del TeatroNacional de Núremberg,contemplaba fascinada loselegantes movimientos, losgráciles saltos y piruetas de las

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parejas, que apenas parecíantocar el suelo.

Poco después seentremezclaron en la música laspulsaciones de un metrónomo,que confirieron a la acompasadacoreografía un matiz estático yprovocaron en Hanna un vagosentimiento de angustia. Unabailarina de vestido azul clarotambién parecía habersecansado de la danzaceremoniosa, ya que se liberóde su pareja, se quitó elsombrero y los guantes, se soltóel moño y sacudió sus largosrizos. Flotó graciosamente de

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puntillas por todo el escenario,intentó tocar a saltos loscristales tallados de la lámpara, eimitó a modo de burla losgestos formales de los demásbailarines.

El escenario giró y apareció laplaza ante el edificio de la salade baile. Las siluetas de lasparejas de bailarines sedibujaban como sombras traslas ventanas intensamenteiluminadas. El escenario enprimer plano estaba sumido enun azul crepuscular. En lamúsica del romanticismo tardíoque llegaba amortiguada desde

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el salón se mezclaban sonidosexpresionistas y ritmoscaprichosos. Apareció un grácilbailarín vestido con un ajustadomaillot oscuro y un gorro queocultaba su pelo. Revoloteabapor todo el escenario con tantaintensidad y dinamismo queHanna se irguióinvoluntariamente y siguió susexpresivos movimientos yamplios saltos sentada al bordede su asiento. La alegría de viviry la pasión que irradiaba lahechizaron y despertaron enella una nostalgia que no eracapaz de expresar con palabras.

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El escenario volvió a girar yde nuevo apareció el baile, en elque las parejas habían tomadoposición para una danza desalón. El tono cálido habíadado paso a una luzdeslumbrante casi insoportableque iluminaba cada rincón. Labailarina de pelo rizadoescapaba de nuevo, pero estavez su pareja la atrapó y lavolvió a colocar en su sitio.Ahora los demás bailarinestambién se preocupaban de queno se saliera de la fila. Lacreciente angustia con la queluchaba por liberarse y huir

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hacia las ventanas conmovió aHanna. No pudo evitarrecordar el mirlo que habíaentrado una vez en sudormitorio y había revoloteadonervioso buscando una salidahasta que Hanna había logradopor fin dirigirlo hacia laventana.

Mientras Hanna aún sufríacon la bailarina y deseaba quesu huida tuviera éxito, elescenario giró de nuevo hacia laplaza azul, en la que laatmósfera también estabacambiando. La luz era más fríay creaba un ambiente

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desapacible y amenazador. Eldelicado bailarín parecía cadavez más perdido e indefenso.Las notas disonantes y loscambios abruptos de tempoahondaban en esta impresión yaceleraban los latidos delcorazón de Hanna. La soledaddel bailarín, que lanzabarepetidamente miradasanhelantes hacia el salón debaile, la emocionaba.

El escenario volvió a girarhacia el interior del edificio. Lasparejas habían dejado de bailary se habían colocado ante lasventanas como un muro para

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impedir que la bailarina decabello rizado se acercara a ellas.Como en una carrera debaquetas, se la empujaban unosa otros.

Un último cambio de escenacondujo a la plaza, en la que elbailarín quería acudir en auxiliode la bailarina y comenzaba aescalar la fachada del edificio.Era demasiado lisa. Resbalaba,caía al suelo, se levantaba aduras penas y trataba dealcanzar el alféizar de la ventanacon saltos cada vez másarriesgados. Hanna observabaconteniendo el aliento su

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creciente desesperación y lacomprendía físicamente.

Finalmente cogió una piedragrande y la lanzó contra uncristal. Se oyó un crujido. Elescenario se oscureció depronto. La música seinterrumpió durante un par decompases. En el públicotambién reinaba un tensosilencio.

Sonó un violín vacilante. Unhaz de luz se iluminó, buscóerrante por el suelo y se detuvosobre un vestido azul claro. Eldelicado bailarín salió raudo dela oscuridad y lo levantó, lo

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apretó contra el pecho y girósobre sí mismo con una sonrisafeliz. La orquesta comenzó atocar, una melodía de granlirismo fue en aumento. Elbailarín volvió a sus enérgicosmovimientos. Giraba sobre supropio eje cada vez más deprisay finalmente se arrancó el gorrode la cabeza con una sonrisatriunfal. Unos largos rizoscayeron sobre su espalda.

A Hanna se le heló larespiración y parpadeódesconcertada. En ese momentocomprendió que era la mismabailarina la que había bailado

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ambos papeles. Aturdida aúnpor la emocionante función, seunió al aplauso ensordecedoren el que se entremezclaronvarios gritos de «bravo».

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1

Elberfeld, mayo de 1907

Emilie recibió la primeraserenata de su vigésimo primercumpleaños de la curruca queeste año había vuelto aconstruir su nido en la pérgolacubierta de lilas que había trasla casa. Abrió los ojos yescuchó durante unos instantes

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la alegre melodía, acompañadapor las campanadas de unaiglesia del norte de la ciudad.Las seis. Emilie apartó eledredón de plumas y balanceólas piernas sobre el borde de lacama. En dos pasos alcanzó laventana, corrió las pesadascortinas de terciopelo y seasomó.

El jardín aún estaba enpenumbra, mientras el solnaciente iluminaba el cielo yhacía brillar los capullosrosados en las ramas más altasdel magnolio que crecía en elcentro de una glorieta de

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césped. En el aire fresco flotabael olor a tierra mojada,mezclado con un toque dearoma a lila y el humoespeciado de una hoguera, queprobablemente acababa de seravivada por la ayudante decocina.

Emilie se apartó de la ventana,se quitó el camisón, se pusodescuidadamente el vestido decasa de cotón gris claro quehabía preparado antes de irse adormir, y deslizó los pies en unpar de botines gastados. El aseomatutino tendría que esperar.Se pasó ambas manos por el

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cabello castaño oscuro, que lellegaba a la mitad de la espalda,y se lo ató con un lazo en unacola de caballo floja. De caminoa la puerta echó un vistazo alespejo del tocador que había enla pared frente a la cama. Comotodos los demás muebles de sucuarto, estaba pintado deblanco y adornado con unasflores azul pálido; un estilo quehacía diez años le habíaparecido precioso. Al igual queel papel pintado con mariposas,con el que también estabancubiertas las habitaciones de lacasa de muñecas que, junto con

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sus pequeños habitantes,esperaba en vano en unaesquina a que alguien jugaracon ella.

Para una joven que aquel díase convertía en mayor de edad,la estancia era decididamentedemasiado infantil. El padre deEmilie, a quien había estadoatosigando por este temadurante semanas, estaba deacuerdo. Sin embargo, noestaba dispuesto a reamueblarla.Si de Gustav Berghoffdependiera, su hija se casaríapronto, fundaría su propiohogar y tendría la oportunidad

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que buscaba para decorarlo a sugusto.

Al pensar en ello, Emiliefrunció las cejas, que muy apesar de su madre no securvaban en finos arcos, sinoque crecían rectas y pobladassobre sus ojos. Las mejillasrojas, los rasgosproporcionados y ligeramenteangulosos y la constituciónmusculosa de Emilie tampocose correspondían precisamentecon la imagen ideal de una hijade la alta sociedad que IrmhildBerghoff tenía en mente: unacriatura graciosa de figura

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delicada, rostro en forma decorazón y tez pálida. Solo losojos llenos de vida, que relucíanen tono castaño dorado, y elcabello tupido y brillantereconciliaban a la madre con elaspecto de su hija. Emilie sacóla lengua a su imagen en elespejo, cogió una toquilla delana, abrió la puerta concuidado y echó un vistazo alpasillo.

A esta hora tan temprana en elprimer piso de la villa de losBerghoff reinaba latranquilidad. Su padre, cuyodormitorio estaba situado al

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final del pasillo, se levantaríahacia las siete y, después de unbreve desayuno, haría que lollevaran en coche a su fábrica.Con su madre no podíacontarse antes de las nueve. Detodas maneras Emilie debíaandarse con cuidado. Nadietenía por qué saber que noestaba en la cama. Se deslizóhacia la escalera, que conducíaal vestíbulo dibujando unsemicírculo a lo largo de lapared, y se detuvo en el tramoinferior para escuchar de nuevocon atención. El leve golpeteoque llegaba desde el ala del

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servicio le reveló que lospreparativos del desayunoestaban en marcha. El aroma agrano de café recién molidoinundó su nariz. Durante uninstante estuvo tentada depermitirse tomar una taza en lacocina y dejar que Else, lacocinera, le diera una gruesarebanada de blatz, un pantrenzado con pasas. No, mejorno. El riesgo de encontrarse allícon el ayuda de cámara de supadre o, peor aún, con ladoncella de su madre erademasiado grande. Si bien Elsey la ayudante de cocina

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callarían y no desvelarían a losseñores la excursión matutinade la señorita, los otros dos noguardarían el secreto de Emilie.Al menos la doncella de sumadre no desperdiciaría laoportunidad de servir a IrmhildBerghoff con el desayuno, quele llevaba a la cama durante lasemana, la noticia fresca de laúltima escapada de sudesobediente hija, arrugando lanariz y sacudiendo la cabezacon desaprobación. La idea queella tenía sobre cómo debíacomportarse una joven dama dela alta sociedad era aún más

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estricta y soberbia que la de suseñora.

Emilie cruzó el vestíbulo yabrió la puerta de la sala defumar, cuya ventana, al igualque la del vecino comedor, dabaal jardín, mientras que el gransalón estaba orientado hacia lacalle. La biblioteca, como legustaba llamar a su madre alpequeño cuarto con paredesrevestidas de madera —por lasestanterías con los clásicos de laliteratura alemana, que veíantranscurrir allí su inadvertidaexistencia—, rara vez seutilizaba. Esta sala únicamente

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cumplía con su verdaderocometido en las veladas en lasque los Berghoff recibíaninvitados. Por deferencia a sumujer, a quien el olor a humode puro frío le provocaba dolorde cabeza, Gustav disfrutaba desus habanos fuera de la casa, ensu oficina al final de un largodía de trabajo o durante lasconversaciones con hombres denegocios, con los que solíareunirse en el restaurante delhotel Kaiserhof, el mejorestablecimiento de Elberfeld,una próspera metrópolisindustrial de Bergisches Land.

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Emilie era la única que visitabala biblioteca con regularidad.No precisamente porque fueraun ratón de biblioteca, sino porla ventana corrediza que yadesde niña le había permitidohuir al jardín y al parque vecinosin ser vista.

Antes de salir, Emilie rodeó labutaca de cuero que había en elcentro de la sala para llegar a lavitrina, colocada contra la paredenfrente de la estantería. Traslos cristales relucientes de lamitad superior resplandecíancopas y decantadores talladosen los que el señor de la casa

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hacía servir vino de Oporto,jerez o coñac a sus invitadosdespués de las cenas decelebración. Emilie abrió uncajón de la parte inferior delarmario, sacó un grueso purode una caja de madera y se lometió en el bolsillo del vestido.Un instante después corría porel jardín hacia los setos derododendro que crecían en laparte trasera. Apartó un par deramas y se deslizó tras la paredvegetal. Un sendero apenasperceptible conducía a una vallade gran altura que rodeaba lafinca. Muchos años atrás Emilie

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había descubierto jugando unatabla suelta al abrigo de losarbustos perennes, y con ella laposibilidad de alejarse deljardín en secreto. Apartó latabla, se escurrió por el huecohacia el otro lado y entrócorriendo al bosque pocotupido que se extendía ante ella.

La villa de los Berghoff estabasituada en el extremo superiordel barrio de Brill, justo al ladodel parque de la ciudad, quecubría la cumbre de la colina deNützenberg, de apenastrescientos metros de altura. Ensu falda oriental se habían

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instalado en las últimas décadasun gran número de industrialesdespués de que el valle delWupper, densamente poblado,ya no ofreciera espaciosuficiente para viviendasprivadas de dimensionesgenerosas con jardines. Lanecesidad de escapar de loshumos de las innumerableschimeneas de las fábricas y eldeseo de disfrutar de latranquilidad llevó a lasautoridades de la ciudad a crearun nuevo barrio residencialpara la alta burguesía deElberfeld. La ubicación junto a

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Nützenberg resultó ser ideal:cerca de una gran zona verde yal mismo tiempo protegida delviento del oeste, quetransportaba las emanaciones delas grandes instalaciones de laindustria química y textil.

Gustav Berghoff había hechoconstruir su villa, que con sustorrecillas, voladizos y balconesrecordaba a un castillomedieval, poco después de queEmilie naciera. Ella ya norecordaba la antigua casa abajoen el valle en la que habíapasado su primer año de vida,situada junto a la empresa de

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ingeniería en la que su padrehabía comenzado comoaprendiz cuando aún era unapequeña manufactura deherramientas. Diez años mástarde Gustav se había hechocargo del taller y en pocotiempo lo había convertido enun próspero negocio. Hacíatiempo que la vieja casa habíatenido que dejar sitio a nuevasnaves.

El concierto matutino de losinnumerables carboneros,petirrojos, camachuelos y otrospájaros cantores acompañó aEmilie en su ascenso a la cima

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de Nützenberg. Los árboles delbosque pronto quedaron atrásy dieron paso a un parqueabierto en la década de 1870por la Asociación de Parques yJardines de Elberfeld. Dosardillas se perseguían entre lasramas de una enorme haya, unamusaraña hacía crujir el follajemarchito del año anterior ysobre las copas de los árbolesvolaban en círculos dosratoneros cuyos chillidosdespertaron en Emilie un vagoanhelo. Se recogió la falda delvestido y echó a correr.Disfrutó de aquel movimiento

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rápido que le permitió sentir sucuerpo y le activó lacirculación. Se apartó delcamino de grava y cruzó unprado. El rocío de la hierba leempapó los zapatos. Saltótraviesa por encima de losarbustos de baja altura quehabía al final del césped y unosinstantes después llegó a sudestino: el alto de Kaiserhöhe,en el que se alzaba un torreónmirador. Frente a él había unapequeña casa hacia la que sedirigió Emilie.

Poco antes de que laalcanzara, la puerta se abrió y

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un hombre de mediana edadcon gorra inglesa y un largodelantal salió por ella. Cuandovio a Emilie, su rostro esbozóuna sonrisa enmarcada por unasenormes patillas. Ella lo saludócon la mano, contenta porhaber llegado antes de que eljardinero del parque saliera ahacer su ronda matutina,recoger desperdicios, recortarsetos, rastrillar los caminos degrava y cumplir con otrastareas. Más tarde cambiaría eldelantal y la gorra por unsencillo uniforme ydesempeñaría su segunda labor

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como vigilante.—Buenos días, señorita

Emilie —dijo con su fuerteacento de Elberfeld, y saludócon su gorra.

—Buenos días, Anton —respondió ella—. ¿Qué tal?

Él farfulló algoincomprensible. Por su gestorelajado y su tono dedujo queestaba contento. Anton no erahombre de muchas palabras.Señaló la torre y miró a Emilieinterrogante. Ella asintió, sacóel puro y se lo dio. Los ojos deAnton se iluminaron. Loolisqueó sonriendo de placer

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antes de guardarlo en el bolsillodel delantal. Al sacar la manosostenía en ella una llave quetendió a Emilie.

—Muchas gracias. Después ladejaré bajo la maceta del medio—dijo ella y señaló un alféizarsobre el que había variosrecipientes de arcilla.

Anton le guiñó un ojo consonrisa cómplice, se echó alhombro un rastrillo que habíaapoyado en la pared de la casa,cogió un cubo y se alejó conandar pesado.

Emilie corrió hacia la torre depiedra gris y subió a saltos la

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escalera que formaba un arcohasta la entrada de la parteposterior. Al entrar echó unvistazo al escudo de la ciudadde Elberfeld, grabado enarenisca roja con el león de coladoble, que coronaba lainscripción del donante. Diezaños atrás el fabricante debotones Emil Weyerbusch, que,al igual que Gustav Berghoff,era miembro del consejomunicipal, había hechoconstruir aquel torreón miradorpara sus conciudadanos. Laversión anterior de maderaestaba en ruinas y había sido

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demolida. Su escalofriantetableteo en noches de tormentale había granjeado el nombre deTorre del diablo, y pocos seatrevían a subir a ella.

De niña Emilie había estadofirmemente convencida de queestaba habitada por hombreslobo. Había sentido agradablesescalofríos al escuchar absorta asu abuela, la madre de su padre,contar leyendas y mitos de lazona y llenar el mundo de sunieta con toda clase de duendes,damas blancas, enanos ymonstruos. Para gran disgustode Gustav e Irmhild Berghoff,

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que no veían con buenos ojosque estimulara aún más laimaginación de su hija, ya muydesarrollada. Los hombres loboeran lo que más fascinaba aEmilie. La idea de convertirseen un animal era tentadora.

En cambio, la sucesora depiedra de la torre encantadagustaba mucho a losciudadanos y a losexcursionistas, y también a sudonante, que había erigido asíun monumento que perduraría.Emilie aún recordabaperfectamente el gestoamargado con el que su madre

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había asistido a la fiesta deinauguración. Si de ella hubieradependido, los ceremoniososdiscursos se habrían dedicado ala generosidad de su marido.Tras haberle pedido en vanoque perpetuara su figura conuna donación similar, lo habíacastigado durante días por sunegativa con miradas dereproche y gélidos silencios, ycada vez más molesta por nopoder lograr que Gustavcediera.

Aquello era algo que Irmhildraras veces experimentaba. Hijade un apreciado comerciante de

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Colonia, estaba acostumbrada asalirse con la suya; en casonecesario, con ayuda de susfuertes ataques de migraña.Emilie observaba con unamezcla de incredulidad yfascinación cómo su padre cedíay se ablandaba una y otra vez.Hasta el momento no habíaaveriguado si su padrerealmente creía en los doloresde cabeza de su esposa —quesufría regularmente cuandollegaba al límite de sus artespersuasivas— o cedía pararestablecer la paz en el hogar.Tanto más notables eran las

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raras ocasiones en las que elsufrimiento de Irmhild noalcanzaba el objetivo deseado.Gustav Berghoff no seplanteaba financiar unaconstrucción, en su opinióninútil, con el único propósitode perpetuar su nombre.Prefería dedicar su dinero,siempre que no lo reinvirtieraen su empresa, a viviendas bienequipadas para sus trabajadoreso a instituciones sociales.Consideraba que era su deberayudar a los desfavorecidos oproporcionar una buena vida asus empleados. Hacer que lo

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honraran en público por ello lerepugnaba profundamente.

Emilie abrió la puerta yascendió la escalera de caracoldel interior hasta la habitaciónde la torre, y a continuaciónhasta el mirador, sobre el que seerguía una delgada torrecillacircular con tejado de cobre.Así se había imaginado de niñael castillo en ruinas en el queRapunzel esperaba a supríncipe, y a menudo pensabaen cómo sería vivircompletamente sola, por encimade todos los demás, rodeadaúnicamente por los árboles y el

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cielo. Algunos días aquella ideale había resultado atractiva;cuando había vuelto a recibiruna reprimenda por haberserasgado una media al escalar unárbol, por no haber sido capazde recitar sin errores la lista delos reyes y emperadoresalemanes desde Carlomagno, opor haber sido descubiertaayudando a Else en la cocina yhablando en el despreciadodialecto.

Emilie se sentó en el pretilentre dos almenas y miró haciaabajo. En días claros sealcanzaba a ver el Rin, cuyo

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valle hoy, sin embargo, estabacubierto por la bruma. Respiróprofundamente. La familiarvista de la cordillera querodeaba su ciudad natal latranquilizaba. Mientras dejabavagar su mirada en la lejanía, suspensamientos giraban en tornoa la cuestión que la habíaocupado durante las últimassemanas: ¿cómo sería su vida deallí en adelante? Una vezterminada la escuela habíapasado los últimos años en casaenvuelta en un capulloprotector, condenada a unaprolongada inactividad, ya que

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a ojos de sus padres no eraapropiado para ella iniciar unaformación profesional uobtener una educaciónsuperior. Toda su existenciaestaba dirigida a encontrar unbuen partido y poner rumbo aun matrimonio seguro.

Cuando su hermano pequeñoMaximilian se había marchadode Elberfeld pocas semanasatrás para estudiar en Berlín,Emilie había sido consciente deque sus días en el nido paternotambién estaban contados. Noporque quisieran echarla de allí.Nada más lejos de la intención

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de su madre, sobre todo. Laidea de dejar ir a su hija,después de sus dos hijos, erainsoportable para Irmhild. Ensu opinión, aún no habíallegado el momento de casar aEmilie. Ignoraba a propósito lasinsinuaciones de su marido alrespecto. Sin embargo, para ellatambién era incuestionable queEmilie debía casarse; pero notan pronto. A sus ojos aún erademasiado infantil e inmadurapara ello. Por una parte a Emiliela molestaba aquella opinión,pero por otra daba las graciaspor la actitud de su madre.

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Hasta el momento habíaimpedido que Gustav buscaraun yerno. Emilie sospechabaque el inicio de su mayoría deedad acabaría con el periodo degracia. Estaba segura de que supadre no la obligaría a casarse atoda costa. Pero también teníala certeza de que no descansaríahasta que el hombre adecuadodiera el sí.

«¿Y qué es lo que quieres tú?—preguntó una suave voz ensu interior—. Ahora eres adulta.¿No estás acaso en tu derechode decidir por ti misma cómoserá tu vida? Desde luego

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conoces bastantes jóvenesindependientes que estánaprendiendo una profesión oincluso estudiando.» Emiliepensó en Paula, una de suscompañeras de clase, que sehabía trasladado a Karlsruhe auno de los escasos institutospara mujeres para hacer elexamen de ingreso a launiversidad, y a continuaciónestudiar Medicina en laUniversidad de Friburgo, unode los primeros centros delimperio en admitir a mujeres.Emilie envidiaba a Paula. Leparecía que debía de ser

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maravilloso vivir en otra ciudadlejos de la familia, decidir por símisma a qué dedicaba los días, ysobre todo hacer algo que legustaba y al mismo tiempo leposibilitaría ganarse su propiosustento.

—Emilie tiene un talento queen mi opinión deberíaincentivarse sin dudarlo. Lesrecomiendo encarecidamenteque la envíen a la escuela deartes y oficios local o, mejoraún, a una academia de arte.

Aún le parecía estar oyendolas palabras de su profesora, quese habían grabado a fuego en su

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interior, como si la señoritaOtterbruch aún estuviera juntoa ella y repitiera el llamamientoque había hecho a su padre tresaños atrás en la fiesta degraduación de la clase deEmilie. Gustav Berghoff lahabía escuchado educadamente,había sonreído sincomprometerse, habíaacariciado la mejilla de su hija yhabía dicho:

—Le agradezco su amableapreciación. EfectivamenteEmilie hace unos dibujos muybonitos. Pero esa no es razónpara llenarle la cabeza de

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pájaros a una niña.Con una ligera inclinación

había puesto fin al intento de laseñorita Otterbruch de seguirinsistiendo y se habíadespedido. La esperanza deEmilie de que su profesoraconsiguiera algo que ella mismano había logrado no se habíacumplido. Más bien alcontrario. Los labios apretadosde su padre al dar la espalda a laprofesora le habían reveladoque la sola pretensión de que élpudiera facilitar a su hija elmodo de convertirse en artistasuponía una afrenta para él.

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Emilie cerró los ojos alrecordarlo. Se mordió la puntade la lengua. «No pienses enello», se ordenó. ¿Qué sentidotenía aferrarse a un sueño quenunca se cumpliría? A menosque quisiera romper con suspadres y renegar de su familia.

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2

Sulzbach-Rosenberg enOberpfalz, julio de 2013

Hanna siguió con la mirada asu hijo, que acababa de salir delcontrol de seguridad y se habíavuelto una última vez paradespedirse con la mano antes decorrer hacia la terminal desalidas y desaparecer de su vista.

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Contuvo el impulso de salircorriendo tras él, gritar sunombre e ir a buscarlo. La dudaque le había ocultado a él parano confundirlo la atormentaba:«¿Cómo se las arreglará solo amiles de kilómetros de casa?¿Entre tantos extraños? ¿En unpaís en el que los secuestros ylos atracos están a la orden deldía, los disturbios socialespueden estallar en cualquiermomento y las enfermedadespeligrosas están muyextendidas? ¿Cómo he podidopermitir que se embarque enesta aventura? ¡Pero si es mi

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pequeño! —Cruzó los brazos,se agarró los codos y los apretócontra sí—. No lo es —sereprendió—. Hace tiempo queya no. Y se las arreglaráperfectamente. La pregunta esmás bien si lo harás tú.»

Cuando Lukas habíaexpresado a principios de añosu deseo de viajar al extranjeroal acabar el último curso einvolucrarse en un proyecto deayuda a la infancia, se habíasentido orgullosa. Ladeterminación y la cautela conlas que Lukas había seguido suplan la habían impresionado.

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Durante días había buscado eninternet una organizaciónadecuada, había leído informesy blogs de otros voluntarios yhabía pedido que le enviarandocumentación. Una vez sehubo decidido por un orfanatoen Bolivia que necesitaba ayudaurgentemente, había redactadouna solicitud, había reunido loscertificados necesarios, habíapedido el visado, se habíavacunado contra la fiebreamarilla y había asistido a lostalleres de preparación. Habíaesperado impaciente su partidacon una mezcla de nerviosismo

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y ganas de aventura.Hanna se había alegrado con

él y al mismo tiempo le habíaentristecido que a él ladespedida pareciera resultarletan fácil. La noche anterior a suvuelo a Cochabamba, cuando elmiedo a su propio valor sehabía apoderado de él, ella sehabía sentido algo aliviada, pormucho que se avergonzara aladmitirlo. Allí de pie en suhabitación, con los hombroscaídos, ante su maleta y lamochila de montaña, mirándolacon ojos enrojecidos ymurmurando: «¿Y si no soy

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capaz?», de pronto había vueltoa ser el niño pequeño quebuscaba consuelo en ella y lahacía sentirse necesitada. Habíaresistido la tentación y no lehabía propuesto dejarlo todo.En ese momento le habríaresultado fácil convencerlo deello. En cambio lo habíaabrazado brevemente y le habíaasegurado que creía en él y quedebía aprovechar a toda costaesa oportunidad única. Y que loayudaría en cualquier momentosi decidía volver a Alemaniaantes de tiempo. Al ver que laabrazaba con un ronco

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«Gracias, mamá», supo quehabía hecho lo correcto.

Hanna suspiróprofundamente y se encaminóhacia el aparcamiento delaeropuerto de Núremberg.Pescó su teléfono móvil delbolso. Era un viejo aparato conteclas; según sus hijos, unareliquia del Pleistoceno quedebía haber cambiado por unsmartphone hacía siglos. AHanna le resultaba ajena lanecesidad que tenían ellos depoder conectarse a internet encualquier momento y lugar. Lebastaba con tener acceso en

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casa. Pulsó la tecla directaconfigurada para llamar a sumarido. Si recordaba bien suagenda, en ese momento debíade estar regresando de visitar aun cliente. Oyó el tono,seguido del aviso de que elnúmero no estaba disponible.Hanna frunció el ceño. Lasllamadas que Thorsten nopodía coger normalmente sedirigían al buzón de voz.¿Podía ser que no tuvieracobertura? Se encogió dehombros y volvió a meter elteléfono en el bolso.

Veinte minutos más tarde

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conducía la tartana familiar, unespacioso monovolumen, por laA 3 en dirección a Oberpfalz.Después de que junio sehubiera presentado ese año conlluvias incesantes ytemperaturas bajas, julio por finparecía haber traído el ansiadoverano. Los chubascostormentosos que habíanobligado a los visitantes de laferia del casco antiguo deSulzbach a buscar refugio enlos toldos de los puestos decomida habían seguido sucurso, y cada día hacía más sol ymás calor.

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Hanna guiñó los ojos yrebuscó con una mano sus gafasde sol, que habían acumuladoalgo de polvo sobre elcompartimento junto al asientodel conductor. El caos depapeles de caramelos, latasvacías y bolsas de patatas, unacarcasa de CD rota y pañuelosde papel arrugados que cubríael suelo bajo el asiento delcopiloto, el asiento trasero ytodas las bandejas la hizosuspirar mentalmente. ¿Nohabía ordenado y aspirado elcoche hacía solo dos semanas?Desde entonces Lukas lo había

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acaparado para llevar bebida ycomida a las múltiples fiestasprivadas de graduación ydespedidas de su círculo deamigos, hacer excursiones consu mejor amigo y visitar a suhermana, que estudiaba enWeihenstephan, en Freising.

Hanna utilizaba poco elcoche. Le resultaba demasiadovoluminoso. Se alegraba depoder hacer la mayoría decompras con la bicicleta. DesdeGallmünz, un tranquilo barrioresidencial al norte deSulzbach-Rosenberg, tardabaun cuarto de hora en llegar al

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centro. Desde allí se llegaba aNúremberg, Ratisbona oMúnich más rápido en tren,especialmente en hora punta.Hanna odiaba que los locos alvolante la agobiaran o quedarseatrapada en un atasco, darvueltas durante horas en buscade un hueco para aparcar omaniobrar con elmonovolumen en estrechascallejuelas. Si de ella dependiera,hacía tiempo que se habríancomprado un coche máspequeño. La época de lasgrandes compras semanales ylas excursiones familiares con

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mucho equipaje había quedadomuy atrás. Hasta el momentolas discusiones al respectosiempre habían terminado consu marido Thorsten, queconducía al trabajo en unelegante coupé, imponiendo sudecisión de que no cambiaríande segundo vehículo. A susojos el espacio de carga eraindispensable para transportarlas compras que hacía en lastiendas de bricolaje y losviveros, que visitabaregularmente para decorar suhogar.

Hanna decidió salir de la

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autopista y conducir hacia casapor la B 14 a través de lasmontañas del Hersbrucker Alb.Las colinas boscosas, desde lasque aquí y allá se elevaban rocascalizas, se alternaban con loscampos y prados de las granjasque salpicaban el paisaje.Encendió la radio y seestremeció con el sonidoatronador del grupo de heavymetal que su hijo había estadoescuchando la última vez. Bajórápidamente el volumen,cambió del CD a la radio ybuscó su emisora favorita, quesobre todo ponía canciones de

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los años ochenta y noventa.Abrió la ventanilla y disfrutóde la brisa templada, que traía elaroma del heno recién segado yse deslizaba por su mediamelena. Se colocó un mechóncastaño rojizo tras la oreja yescuchó con atención la canciónde Cat Stevens que estabasiendo presentada en esemomento. La animada melodíadesvaneció la melancolía en laque la había sumido ladespedida del aeropuerto.Agarró más firmemente elvolante y cantó con fuerza:

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Well, if you want tosing out, sing out

And if you want to befree, be free,

‘Cause there’s a millionthings to be,

You know that thereare...

Tras sesenta kilómetros detrayecto Hanna llegó aSulzbach-Rosenberg a últimahora de la tarde. Desde lejos lasaludó el imponente castilloque dominaba el núcleo de laciudad desde un alto. Siglos

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atrás los señores del castillocontrolaban en aquelimportante nudo decomunicaciones las rutascomerciales entre Wurzburgo yRatisbona y hasta la lejanaBohemia, y multiplicaban supatrimonio con los tributos depeaje. Hanna aparcó el coche enBayreutherstraße, pescó elbolso, sacó la lista de la compray se adentró en las intrincadascalles y callejuelas del cascoantiguo. Una hora más tardellegó a Luitpoldplatz cargadacon dos trajes que habíarecogido de la tintorería para

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Thorsten, varios artículos dedroguería, folletos de unaagencia de viajes, algo decomida y una botella de vinotinto. El centro de la ciudad,fundada ya en el siglo IX, estabaenmarcado al norte por unaiglesia parroquial gótica, aloeste por la cara frontal delcastillo y la alargadaconstrucción de un convento, yal este por la fachada rojointenso del ayuntamiento.

El sol estaba muy alto en elcielo. Hanna se detuvo en lacafetería favorita de Thorsten ysuya junto a la fuente de

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Löwenbrunn. Avistó una mesalibre bajo las sombrillas abiertasy se dejó caer en el asiento conun suspiro. Guardó las comprasencima y debajo de la silla quetenía enfrente y echó un vistazoa la pizarra con la especialidaddel día: té helado con zumo delima y jengibre fresco.

Perfecto para refrescarse.También pediría una tarrinapequeña de helado variado, quela dueña del café elaboraba adiario en verano coningredientes frescos. Esperabaque el helado de chocolatenegro con un setenta por ciento

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de cacao aún no se hubieraacabado. Y una bola de heladode nueces... Con soloimaginarlo Hanna tuvo quetragar saliva. Después de lasprisas se había ganado unpremio. «Y tus caderas creceránencantadas», criticó su vozinterior, que siempre dabaseñales de vida cuando Hannaestaba a punto de permitirse uncapricho o hacer algunainsensatez. «Cierra el pico, viejaaguafiestas —hizo callar a lacrítica que llevaba en su interior—. Un poco de acolchado noviene mal. Al fin y al cabo no

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soy una modelo veinteañera,sino una madre por partidadoble de casi cuarenta y cincoaños.» Según su ginecóloga unpar de kilos de más eran inclusosanos. Y como a Hanna legustaba moverse y lo hacía amenudo, hasta el momento sufigura ligeramente robusta no sele había ido de las manos.

En la adolescencia habíasufrido porque los vaquerospitillo no producían el mismoefecto en sus piernas que en lasde algunas de sus compañerasde clase, a las que los chicosseguían con la mirada y

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dedicaban comentarios deadmiración como que tenían«piernas infinitas». Encomparación con ellas,resultaba fornida. Sus pechospequeños también le habíandado disgustos. Por no hablarde sus ojos, demasiadoseparados, y las pecas a loslados de su nariz. No, le habíacostado mucho aceptar suaspecto. Cuando Thorsten sehabía deshecho en elogios sobresus ojos verdes grisáceos en suprimera cita, ella había creídoque estaba tomándole el pelo.La seriedad con la que él había

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asegurado lo contrario la habíaenamorado. Por primera vez sehabía sentido reconciliada consu físico.

Después de pedir, Hanna sacóel móvil del bolso y marcó elnúmero de Thorsten. Otra vezno disponible. Torció el gestodecepcionada y tecleórápidamente un SMS: «Tengoganas de esta noche. Podríamoshacer planes de vacaciones. Hecomprado una botella de tinto.¿Traes antipasti de Da Gianni?Beso, Hanna.»

Mientras esperaba el té y elhelado, Hanna leyó los folletos

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de la agencia de viajes. Pasórápidamente las páginas condestinos en Asia y Sudamérica.El sueño de hacer un largo viajepor un país lejano que ella y sumarido tenían desde hacía unaeternidad tampoco se cumpliríaese año. Como ingeniero jefe,Thorsten se había hecho cargorecientemente de un nuevodepartamento de su empresa.Era impensable que el flamantejefe se ausentara durante unperiodo largo de tiempo. Perodebía de ser posible, no, teníaque ser posible hacer unaescapada. Thorsten trabajaba

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demasiado. Hanna ya nollevaba la cuenta de las horasextra que había acumulado. Porla tarde rara vez salía deldespacho antes de las siete. Sino tenía cuidado, acabaría comouno de sus colegas, que se habíadesplomado en medio de unareunión y había muerto decamino al hospital de un graveinfarto al corazón. Hanna seestremeció y miró fijamente lapágina que tenía abierta, en laque se ofrecían viajes de tres acuatro días. Quizá podríanmarcharse un par de días aAlsacia. Caminar, conocer la

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catedral de Estrasburgo, visitarbodegas, recorrer el Rin enbarco...

—Ah, estupendo. Un cambiode aires es lo que necesita en susituación.

Hanna levantó la mirada.Ante ella no estaba la jovencamarera que le había tomadonota, sino la señora Schrader, lapropietaria del café. Al igualque ella, no había nacido enOberpfalz. A pesar de llevarviviendo allí el doble de tiempoque Hanna, treinta y cinco añosdespués seguía siendo la«forastera». Una etiqueta que

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también arrastraban Hanna y sumarido. Sus hijos, en cambio,que alternaban el alemánestándar con el dialecto de lazona y con sus amigosúnicamente utilizaban esteúltimo, no eran consideradoscomo tales.

La señora Schrader dejó elvaso del té y la copa de heladoen la mesita y prosiguió:

—Está haciendo lo correcto.No encerrarse en casa, sinocuidarse. Se lo merece concreces después de todos losaños que ha sacrificado por él.

Hanna frunció el ceño.

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—¿Sacrificado? Yo no loexpresaría así. Lo he hechoencantada y volvería a...

—Seguro —la interrumpió laseñora Schrader. La escudriñócon la mirada—. Me pareceadmirable cómo está llevandolo de que se haya marchado.

Hanna se encogió dehombros.

—Bueno, a decir verdad meha resultado bastante difícildejarlo ir. Pero se veía venir. Ypara él es importante encontrarsu propio camino. Habría sidomuy egoísta por mi parteimpedírselo.

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La señora Schrader se tragóun comentario que obviamentetenía en la punta de la lengua,hizo un gesto a Hanna con lacabeza y se alejó en dirección ala cafetería al tiempo quemurmuraba algo que sonócomo «qué valiente...».

Hanna la siguiódesconcertada con la mirada. Alfin y al cabo los hijos siempre seindependizaban en algúnmomento. No habríaimaginado que aquel fuera untema tan sensible para la señoraSchrader, cuyas dos hijas sehabían marchado de casa hacía

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ya muchos años. Hasta esemomento, la mujer, nacida enBremen, le había causado unaimpresión más bien gélida. Unaprueba más de lo mucho quepodía uno equivocarse.

Hanna dejó el folleto a unlado y empezó a comer acucharadas el helado, que sedeshacía cremoso en la lengua.La idea de estar sentada prontocon Thorsten en aquelpintoresco pueblecito alsaciano,comer flammkuchen y dejarsellevar sin horarios niobligaciones la hizo sonreír.«Ojalá pueda pedir unas

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vacaciones espontáneas —pensó—. Así podríamos salir inclusoen unos días.» Echó un vistazoal teléfono. No tenía mensajesnuevos. Un mal presentimientocomenzó a crecer en su interior.No era propio de Thorsten nodevolver las llamadas. ¿Lehabría pasado algo?

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Elberfeld, mayo de 1907

El cumpleaños de Emilie secelebró por la tarde en laintimidad. Después habíanplaneado asistir a una operetaen el teatro Thalia a orillas delWupper, que se habíainaugurado en diciembre delaño anterior. Su hermano

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Friedrich, cinco años mayor, ysu esposa Klothilde, que unosmeses atrás se habían instaladoen una villa de estiloneobarroco unas calles más alláen el barrio de Brill, querían irdando un paseo. La abuelahabía llegado de Colonia enferrocarril y el cochero deGustav la había recogido en laestación. Su esposo se habíadisculpado por tener urgentesnegocios que requerían supresencia en la oficinacomercial. Emilie supuso que elmotivo era más bien laperspectiva de un breve periodo

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a solas, y que aprovecharía laoportunidad de escapar delestricto mando de su esposa.No se tomó la excusa a mal.Habría preferido renunciar a lavisita de su abuela. A ella debíaagradecerle que Irmhildencargara a su doncella Agatheque la ayudara en el aseo y leapretara el corsé como eradebido. Emilie toleró la rutinasin quejas. Una lección bienaprendida. Agathe solíaresponder a las peticiones de notensar tanto las cintas contirones especialmente enérgicos,para obligar al torso de su

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víctima a adoptar la forma en Sdeseada. Emilie odiaba esacurvatura, en su opiniónantinatural, que marcaba elpecho hacia delante, oprimía elvientre y acentuaba el traserocurvando considerablemente lacolumna. Después de ayudarla avestirse con la blusa bordada demanga larga y la falda hasta elsuelo de seda irisada verdeazulada, la doncella torturó elliso cabello de Emilie con unastenacillas, recogió los rizos enun moño suelto y salió delcuarto con gesto satisfecho.

Emilie la siguió poco después.

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Se sentía como una muñeca.Descendió con cuidado laescalera. Los movimientosrápidos quedaban descartados,y no solo porque la ceñidaligadura le impidiera respirarprofundamente. Con aquellasropas Emilie perdía el controlde su cuerpo, tenía miedo deperder el equilibrio, tropezarcon el dobladillo de la falda oque la larga cola quedaraenganchada en algún lugar.

Entró en el comedor a las tresen punto. La mesa ovalada depatas torneadas, apoyadas sobrezarpas de león, estaba preparada

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con la mantelería de lino blancay el servicio de porcelana deMeißen decorado con florecillasazules que solo se sacaba enocasiones especiales delaparador situado en la paredfrente a la ventana. Había dosfiguritas de porcelana,muchachas con cestas llenas deflores, colocadas junto a unabandeja con un pastel de crema,sobre el que unos corazoncitosdiminutos de mazapán rojoformaban el número veintiuno.Una bandeja de tres alturaspresentaba una selección depetit fours, éclairs y finas pastas

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de té que no habían salido de lacocina de Berta, sino quehabían sido encargadas a lamejor pastelería de la ciudadcon ocasión de la celebración.Otras dos bandejas conteníanpequeños emparedados dehuevo, jamón o queso paraquien prefiriera lo salado. Lomejor de lo mejor. Comocorrespondía a cualquier hogarde clase alta que se preciara.

Si hubiera dependido deEmilie, su cumpleaños se habríacelebrado con una meriendatradicional con toda suparafernalia. Como solía

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hacerse en casa de su abuela porparte de padre, que con losmedios más humildes era capazde crear un ambiente acogedoren el que todo el mundo sesentía bienvenido. Y para quienlo más importante era elbienestar de sus invitados y enespecial de sus nietos. Elrecuerdo le abrió el apetito aEmilie. Habría empezado conuna gruesa rebanada de pandulce untada con mantequilla ysirope de manzana casero.También arroz con leche concanela y azúcar. Después unbocadillo de embutido o queso,

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requesón de hierbas y huevosrevueltos. Entremedias gofresrecién hechos con cerezasconfitadas, y para terminarbizcocho y las típicas galletastostadas. Todo ello regado concafé servido en ladröppelminna, una cafetera deestaño abombada con unpequeño grifo que se colocabaen el centro de la mesa, y de laque la abuela Berghoff estabamuy orgullosa.

¿Dónde habría acabadoaquella pieza? Probablementeen algún mercado de segundamano, como el resto del

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modesto menaje. Emiliecontuvo un suspiro al recordara su abuela, que había fallecidotres años atrás, poco después dela muerte de su querido esposo.A Emilie le recordaban aFilemón y Baucis, aquellapobre pareja del mito griegocuya hospitalidad les fuerecompensada por los diosescon el cumplimiento de sumayor deseo: que al final de suvida en común ninguno tuvieraque ver la tumba del otro.

En ese momento el padre y elhermano de Emilie entraronpor la puerta de la contigua sala

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de fumar enfrascados en laconversación. Ambos llevabanlevita negra y un chaleco gris,que en el caso de GustavBerghoff se tensaba sobre sugenerosa barriga, mientras queFriedrich resaltaba su figuraatlética con un modelo másentallado. A excepción del pelocorto, la raya en el centro y elfino bigote, era el vivo retratode su padre, que estabaprácticamente calvo: cabezaredonda, mejillas propensas aenrojecer y una narizpronunciada. El poblado bigotede Gustav crecía

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abundantemente sobre loslabios; como el de su ídolo, elex canciller Otto von Bismarck.

Friedrich vio a su hermana yla saludó formalmente con lacabeza. Ya de niño a Emilienunca le había parecido infantil,sino más bien un adulto que nohubiera crecido lo suficiente.Era impensable alborotar por elparque, tramar bromas o birlaralguna golosina de la despensacon él. El primogénito de losBerghoff había interiorizado suposición de responsabilidaddesde niño y no entendía lasbufonadas y los fantasiosos

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juegos de sus dos hermanosmenores, a los que miraba porencima del hombro con unamezcla de desprecio y disgusto,cuando no los ignoraba sin más.

La madre de Emilie estabaante el aparador con su nuera,una muchacha rubia y delgadade tez traslúcida y cejascuidadosamente depiladas, y lemostraba un conjunto desalero, pimentero y cuenco deplata recientemente adquirido.Los ojos de Emilie vagaronhasta la mesita que se habíacolocado en una esquina de lahabitación. Los regalos estaban

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distribuidos bajo un ramo delilas del jardín. Su abuelaacababa de dejar un paqueterectangular. Emilie se acercó aella y la saludó con unareverencia.

—Ah, aquí está nuestrahomenajeada.

Hedwig Hardenrathentrecerró ligeramente sus ojosgris oscuro y examinó a sunieta, a la que sacaba mediacabeza. Su peinado cardadohacía que su figura parecieraaún mayor, y su posturaerguida subrayaba su carácterintimidante. Emilie bajó la vista

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al suelo y se sintió retraída a lainfancia. No la habríasorprendido tener que recitarun poema o tener que mostrarsus labores en ese momento. Leresultaba difícil mantener lamirada escrutadora que parecíaatravesarla como los rayos X,descubiertos por el físicoWilhelm Carl Röntgen unosaños atrás. El hecho de no ser laúnica que se sentía así era undébil consuelo. En presencia deHedwig Hardenrath cualquierfrivolidad moría y daba paso ala temerosa preocupación porcomportarse correctamente y

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evitar temas delicados ycomentarios escandalosos. Lassiguientes horas se convertiríanen un calvario. Emiliesospechaba que su abuela no sesentía a gusto hasta que elapocamiento había paralizado atodo el que estuviera a sualrededor.

—Parece que por fin se estáconvirtiendo más o menos enuna dama —constató e hizo ungesto de asentimiento a su hija,que había contenido el alientodurante la inspección a Emilie.Irmhild Berghoff, cuyos rasgossuaves, la figura de tendencia

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rolliza y los ojos azul pálidoeran iguales a los de su padre,esbozó una sonrisa forzada.

—¿No quiere sentarse,madre? —preguntó—. Seguroque está agotada después de tanlargo...

—¡Por favor! —lainterrumpió Hedwig—. Nosoy de cristal. —Con una severamirada a los miembrosmasculinos de la familia,prosiguió—: Pero ahora que yaestamos todos, podemossentarnos.

Emilie se apresuró a enderezarla silla en la cabecera, en la que

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normalmente se sentaba sumadre, antes de dirigirse a susitio en el centro de uno de loscostados de la mesa. Su madreocupó la silla junto a ella.Friedrich y Klothilde sesentaron cara a cara, el señor dela casa en el otro extremo de lamesa, bajo el retrato delemperador. La mirada de Emilierecayó sobre el hueco librejusto frente a ella. ¿Dóndeestaría Max? Posiblemente enuna clase en la universidad. Oinclinado sobre un libro en labiblioteca. O entregado a lainactividad, recorriendo las

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calles de Berlín y explorandoun barrio que aún no conocía.Cuánto le habría gustadocambiarse por él.

—¿Qué sabéis de vuestro hijomenor? —preguntó la abuela,corroborando la suposición deEmilie de que podía leer elpensamiento—. Sigo pensandoque habría sido importante ataren corto a Maximilianprecisamente. —Hizo un gestocon la cabeza hacia Friedrich—.Es evidente el efecto tanfavorable que tiene en eldesarrollo.

Emilie observó a su hermano

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mayor levantarse un palmo desu silla e inclinarse ligeramentepara agradecer el elogio. Unleve golpe reveló que al hacerlohabía chocado los talones. AFriedrich le gustaba demostrarlo interiorizado que tenía elcarácter militar, a pesar de quehacía años ya que habíarealizado el servicio. Paramantenerse en forma, todas lasmañanas se fortalecía conejercicios de gimnasia, y cadavez que se le ofrecía laoportunidad, subrayaba sudisposición para servir alemperador y al imperio como

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oficial de reserva si lascircunstancias así lo exigieran.

Su esposa Klothilde le dirigióuna mirada de adoración desdesu lado. Puso una mano sobresu antebrazo y lo apretóbrevemente. El rostro deGustav Berghoff seensombreció, Irmhild bajó lavista hacia su plato incómoda.El fracaso de su hijo menor, queno había soportado eladiestramiento y las rigurosasformas de la escuela de cadetes,y a quien sus superiores habíanexpulsado a los pocos mesespor no ser considerado apto

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debido a sus nervios delicados,era un punto débil en el que a laabuela le gustaba hurgar condeleite una y otra vez.

Emilie se mordió el labio.Quién sabe el tono que habríanadquirido sus vanidosasperoratas de haber sabidoHedwig toda la verdad: queMax había tratado de quitarse lavida de pura desesperación. Supadre había obligado a lafamilia a mantener un silenciohermético. La deshonra de laexpulsión de su hijo menor yale pesaba suficiente; laconsideraba una humillación

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personal de la que su esposa eraresponsable. En su opinión,esta había mimado a Maximilianen lugar de corregir supredisposición a la ensoñacióncon la debida severidad. Elhecho de que él tampoco lohubiera logrado no mejoraba lasituación.

—Max se ha adaptado muybien a Berlín y a la universidad—respondió Emilie a lapregunta de su abuela—. Apesar de que solo está en elsegundo semestre, el profesorde Biología ya espera grandescosas de él.

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Hedwig levantó una ceja yabrió la boca. Emilie prosiguióantes de que pudiera decir nada:

—Imagínese, quiere que Maxsea el único de sus estudiantesque participe en una expediciónde investigadores de diferentespaíses al océano Glacial durantelas vacaciones de verano paraque realice estudios para él.

Hedwig se tensó y apretó loslabios.

Emilie reprimió una sonrisa ypensó: «Con esta respuesta nocontabas, vieja bruja.» Percibióla mirada de su padre, que lehizo un gesto imperceptible

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con la cabeza. Por esta vezhabían sorteado el obstáculo.Hedwig cogió con unas pinzasun éclair relleno de crema demoka de la bandeja en alturas yclavó el tenedor en el delicadopastelito como si quisieraacabar con él.

—¿Nuestro Max participaráen una expedición? No sabíanada de eso —le dijo Friedricha su padre. Había un matiz dereproche en su voz. Desde quehabía entrado en la empresacomo socio menor, y al verse así mismo como futuro cabezade familia, esperaba que se le

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pusiera al corriente deinmediato de todos los asuntosde negocios y familiares.

—Se lo ha contado a Emilieen su carta de felicitación —dijoIrmhild—. Tu padre tampocose ha enterado hasta hoy almediodía.

El rostro de Friedrich serelajó.

—Entiendo. En fin, serábueno para Max pasar un par desemanas en compañía dehombres experimentados sin lascomodidades de la civilizacióny asumir una tarea deresponsabilidad. Lo curtirá.

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Emilie se dio cuenta de que asu lado su madre se deslizabanerviosa hacia delante en susilla. Probablemente temieraque el tema delicado volviera ala mesa.

—¿Puedo abrir mis regalos?—Emilie se inclinó hacia suabuela—. Tengo muchísimasganas de saber qué hay en supaquete.

Bajó la mirada con fingidatimidez. El esfuerzo porcontener una carcajada la hizoenrojecer, y así causó un efectomayor. Hedwig sonrióhalagada y asintió con la cabeza

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dando su consentimiento.Klothilde observó a su cuñada

con gesto altanero y le dijo aFriedrich a media voz:

—Es increíble que tu hermanasea mayor de edad. Se comportacomo una jovencita inmadura.

Sacudió la cabeza y siguiómordisqueando el diminutoemparedado que Emilie habríadevorado en dos bocados. Estahizo como si no hubiera oídonada, se levantó y se acercó a lamesa de los regalos. No sellevaba bien con la esposa de suhermano, que no era muchomayor que ella. Sus

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temperamentos e intereses erandemasiado diferentes. En losdos años que Klothilde llevabaen la familia, Emilie no habíalogrado averiguar qué laconmovía, cuáles eran sussueños o si era feliz. Podría serla hermana mayor de las dosmuchachas de las flores, se leocurrió de pronto. Es tanpálida, delicada y elegante comoesas figuras de porcelana. «Sinembargo, eso no es del todocierto. Esas dos parecen muchomás alegres.» Durante uninstante se imaginó que ambascobraban vida y jugaban al pilla

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pilla sobre la mesa o seescondían la una de la otradetrás de las jarras y lospasteles.

Emilie cogió el regalo de suabuela. Era esquinado y pesaba.Resistió la tentación de arrancardirectamente el papel. Soltólentamente el lazo y lo quitóantes de desenvolver elcontenido: un mamotretoencuadernado en lino dorado,con corte veteado y un dibujograbado en color rojo querepresentaba una manosujetando un espejo redondo.Debajo se leía el título, El libro

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dorado de los buenos modales,y el nombre del editor, W.Spemann. Emilie conocía lacolección. En la bibliotecacontigua había otras obras de laeditorial, que había publicadouna serie titulada Cienciasdomésticas al alcance de todossobre diversos temas de lacultura y la sociedad. Abrió lacubierta y avanzó hasta elíndice. En ochocientas páginaspodía uno aprender lo esencialacerca del comportamientomoralmente intachable en todotipo de situaciones sociales:desde cómo llevar un hogar a la

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perfección y cómo vestirseadecuadamente en diferentesocasiones, o cómo comportarsede forma impecable en círculosde todo tipo, con las visitas, enlas invitaciones, en viajes yacontecimientos culturales, asícomo en fiestas o celebracionesfamiliares, hasta consejos paraactuar correctamente encuestiones de honor y en lacorte.

Emilie puso los ojos enblanco. Su esperanza de recibirotro tomo de Vida animal deBrehm no se había cumplido. Ydesde hacía dos años era el

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único deseo que expresaba conregularidad. Aún le faltaba lamitad de la colección Conceptosgenerales del reino animal, dediez tomos.

Respiró hondo, apretandodolorosamente sus costillascontra el estrecho corpiño, y sevolvió hacia los demás. Seobligó a esbozar una sonrisa,levantó el libro e hizo una levereverencia hacia su abuela.

—¡Muchas gracias!Gustav le hizo a su suegra un

gesto de asentimiento con lacabeza.

—Un regalo muy bien

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pensado. Le será de granutilidad a nuestra Emilie. Sobretodo porque como esposa ymadre tendrá más obligacionessociales y una mayorresponsabilidad en su propiohogar.

Klothilde arrugó la frente yabultó el labio inferior de supequeña boca. Antes de queEmilie pudiera preguntarse quéera lo que molestaba a sucuñada, esta ya habíarecuperado la compostura. Seirguió y se dirigió a Hedwig.

—Oh, parece que el temaestaba en el aire. Lo cierto es

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que nosotros tuvimos una ideasimilar. Naturalmente su regaloes más completo y fundamental.

Señaló un paquetito envueltoen papel de seda azul, y le hizoa Emilie un gesto.

Emilie lo cogió y desenvolvióun librito titulado Buenosmodales. En la primera páginaleyó que se trataba de unmanual de urbanidad y buenasmaneras escrito por EmmaKallmann siguiendo lascostumbres más actuales.

Hedwig sonrió a Klothildecon benevolencia.

—Una elección magnífica.

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Enseguida le será útil a Emilie.Ya que mi libro es demasiadoaparatoso para llevarlo consigo,el Kallmann es un complementoideal.

Se volvió hacia Emilie, queestaba desempaquetando un parde guantes de satén y un bolso ajuego.

—El librito de Klothilde teserá de gran ayuda en Berlín.

Emilie levantó las cejas.—¿En Berlín?—Sí, con tu tía Franziska.—Lo siento, pero no

entiendo...—¿Significa eso que mi

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hermana ha regresado aAlemania? —preguntó Irmhild.

Hedwig frunció el ceño.—¿Es que no os ha dicho

nada? Han trasladado a sumarido a la Oficina Imperial delas Colonias. Vivirán en lacapital. Le he propuesto quealojen a Emilie un par desemanas. Una oportunidadmaravillosa para introducirla enla alta sociedad. Allí pulirá losúltimos detalles. Y en loscírculos de Franziska deberíaresultar fácil encontrarle unbuen partido.

A Emilie se le encogió el

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estómago. La perspectiva depasar varias semanas en casa desu tía la atemorizaba. Franziskano solo se parecía físicamente asu madre Hedwig, sino quetambién compartía sus valores,los cuales posiblementeinterpretaba con mayor rigidezque ella. Emilie la había vistopor última vez hacía nueveaños, y se había preguntado conuna mezcla de fascinación yextrañeza cómo se podía ser tanestricta y formal. Después deaquello Max y ella habíanpasado días enteros jugando a«Tía Franziska viene de visita»,

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compitiendo por hacer la mejorimitación de su lenguajerebuscado, sus movimientosacompasados y sus severasmiradas.

Emilie dio una suave patada asu madre bajo la mesa ymurmuró:

—¿Tengo que ir?Irmhild bajó la mirada y le

acarició la mano. Un gesto decompasión. Una tosecilla en elextremo de la mesa la hizoestremecerse, y apartó la mano.Emilie levantó la cabeza y seencontró con la gélida miradade su abuela.

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4

Sulzbach-Rosenberg enOberpfalz, julio de 2013

Poco después de las sieteHanna entró en la calleconstruida solo a un lado quebordeaba el barrio residencial,formado por viviendasunifamiliares con jardines dedimensiones generosas. Su casa

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estaba situada en el extremo dela pequeña calle y lindabadirectamente con un prado yuna zona boscosa. El coupéazul oscuro de Thorsten estabaaparcado en la entrada. Hannasonrió. Qué sorpresa tanagradable. Ya estaba en casa.Aparcó el monovolumen en laacera delante de la valla deljardín y se apresuró a entrar enla casa con las compras. Almeter la llave en la cerradura sesorprendió de tener que dar dosvueltas para abrir la puerta.

—¿Thorsten? ¿Estás ahí? —gritó, y escuchó con atención.

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No hubo respuesta. Eraprobable que hubiera salidodirectamente al jardín. Hannadejó las bolsas en el suelo, colgólos trajes de la barandilla de laescalera, que conducía al pisosuperior, llevó el vino a lacocina y se dirigió a la partetrasera de la planta baja, al salóncomedor abierto. Cuando llegóal ventanal con la puerta devidrio que conducía a la terrazay al jardín, algo atrajo su miradaen la mesita situada a manoizquierda, en medio de unazona de descanso compuestapor dos sofás y varias butacas.

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En el centro había un sobreblanco. Hanna se detuvo, seinclinó hacia él y leyó sunombre. Frunció el ceño, abrióel sobre y sacó una hoja depapel cubierta con la caligrafíade Thorsten.

Querida Hanna:Sé que tendría que

habértelo dicho enpersona. Pero me temoque entonces no habríapodido hacerlo. Y eso nohabría podidoperdonármelo nunca, y afin de cuentas tampoco a

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ti.Me he dado cuenta de

que aquí estoy atrapadoy de que necesito uncambio. Biggi me haabierto los ojos. Durantemucho tiempo no quiseaceptarlo. Pero llegó unmomento en que miamor hacia ella era másfuerte que mi sentido dela responsabilidad haciati y los niños.

Además, seguiractuando como si mivida aquí fuera feliz oincluso satisfactoria sería

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mentir. Precisamente a ti,que tanto valor das a lasinceridad y lahonestidad.

Es muy importantepara mí que me creascuando te digo que nolamento ni un solosegundo de mi vidacontigo. Pero ha llegadoel momento de tomar unnuevo camino. Necesitodarme una oportunidad.

Siento mucho hacerteesto. Entiendo que estésdolida, y que el mundose te viene abajo. Pero

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intenta ponerte en milugar. Para mí tampocoes fácil. Llevo muchotiempo luchando contramí mismo. Pero como túmisma dices (con toda larazón, como suele ser):las cosas que sonimportantes para unomismo no debenaplazarseconstantemente. Porqueen algún momento seríademasiado tarde y laespina se quedaríaclavada. Y seguro que tútambién te habías dado

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cuenta de que lo nuestrono funcionaba desdehace tiempo y de que yono estaba bien.

Pasaré un tiempodesconectado y daréseñales de vida cuandotenga más claro lo quequiero.

Te deseo lo mejor,

THORSTEN

P. D.: He sacado algo

de dinero de nuestracuenta, pero porsupuesto solo mi parte.

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Hanna miró fijamente laspalabras. Le costaba respirar,como si hubiera recibido unfuerte golpe en la boca delestómago. Percibió unzumbido en los oídos, veíamanchas negras bailar ante susojos. Sintió que perdía lasfuerzas. La carta planeó hasta elsuelo. Se dejó caer sobre elreposabrazos de una de lasbutacas y se obligó a aspirar yespirar profundamente. Sucuerpo había comprendido elmensaje de Thorsten, pero sumente lo absorbía con retraso:se había marchado, se había

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largado sin más. A pesar de queno lo hubiera expresado conesas palabras.

Hanna se frotó la frente. No,debía de haberse equivocado.No podía ser. No era propio deThorsten, para quien tanimportantes eran la seguridad yla constancia. Él, que pocos díasatrás había reflexionado en vozalta sobre si plantar un jardín deinvierno y pedir dos cómodossillones de mimbre para laterraza, para estar cómodos enlas tibias noches de verano.¿Había estado actuando yengañándola a propósito? Pero

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¿por qué, si al mismo tiempodaba por hecho que ella eraconsciente de su descontento?Nada más lejos de la verdad. Nien sueños se le habría ocurridoque estuviera pensando enfugarse. Todo lo contrario, enlas últimas semanas habíatenido la impresión de que, apesar de la carga de trabajo,estaba más relajado y accesible,y a menudo de buen humor.

«Biggi me ha abierto losojos.» ¿Quién diablos eraBiggi? Su amante, por supuesto.«Y la estúpida de mí creía quesu actitud animada tenía algo

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que ver conmigo. Con lailusión de estar los dos solos denuevo y de tener más tiempopara nosotros ahora que losniños se han marchado de casa.Como al principio de nuestrarelación.»

Hanna sintió que se le encogíael estómago. ¿Por qué no habíahablado con ella? ¿Por qué nole había dicho lo que echaba enfalta? ¿Por qué no le había dadouna oportunidad? Porquesiempre había preferido evitarlos conflictos abiertos. «Yporque así es mucho más fácil»,se respondió a sí misma

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inmediatamente. ¿O habíapasado ella algo por alto? Seagachó, recogió la carta deThorsten y se obligó a volver aleerla. Despacio. Palabra porpalabra.

¿De qué conocía a esa talBiggi? ¿Y por qué daba porhecho que el nombre le decíaalgo? No había ninguna Biggien su círculo de amigos ni en suvecindario. Así queprobablemente se trataba dealguien del trabajo. Hannacerró los ojos y repasómentalmente las compañeras deThorsten. En la empresa,

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especializada en la fabricaciónde tuberías de acero sinsoldadura, no había muchasmujeres. La mayoría ocupabanlos típicos puestos femeninosde secretarias, contables y otrasactividades administrativas.Hanna intentó recordar lo queThorsten le había dicho acercade los compañeros deldepartamento del que se habíahecho cargo recientemente.Todos eran hombres aexcepción de su veteranasecretaria, Ilona Huber, queestaba a punto de jubilarse.

Hanna abrió los ojos, se

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levantó y se acercó a la entrada.Abrió el trastero bajo la escaleray echó un vistazo. Faltaban lamaleta con ruedas de Thorsteny una bolsa de viaje. Cerró lapuerta de un golpe y seprecipitó escaleras arriba haciael dormitorio. En su armariosolo quedaban los trajes, lascamisas y las corbatas; en elbaño, su lado del armarito delespejo estaba vacío. Bajócorriendo de nuevo y cogió elteléfono inalámbrico, queestaba en su base en la pequeñacómoda junto al perchero.Mientras regresaba al salón,

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marcó el número del mejoramigo de Thorsten, Martin.Rechazaron la llamada. Torcióel gesto furiosa, cambió laconfiguración de su teléfonopara llamar como númerodesconocido y probó de nuevo.Martin contestó un segundodespués.

—Hola Martin, soy Hanna.—Ah, mald... Hanna, hola,

oye, me pillas fatal. Te llamomás tarde —dijoprecipitadamente y colgó.

—¡Cobarde! —exclamóHanna, y pulsó la teclaconfigurada para llamar a la

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oficina de Thorsten. Pocodespués oyó la voz familiar desu secretaria, la señora Huber.

—Hola, soy Hanna Keller.—¡Oh! —Parecía asustada.—Señora Huber, disculpe la

molestia, pero necesito suayuda. ¿Podría decirme quiénes Biggi? ¿Y dónde se hametido mi marido?

—Eh... bueno, no sé sidebería...

Hanna contuvo un grito deindignación y se obligó a hablarcon tranquilidad.

—Señora Huber, su lealtad lahonra. Pero no puede ser que

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llegue a casa, me encuentre unacarta en la que Thorsten mecomunica en tono lapidario queme abandona, y entoncescompruebe que todo el mundolo sabía pero nadie quieredecirme nada. ¿Cree usted queeso está bien?

—Tiene usted razón, señoraKeller —dijo Ilona Huber trasun breve silencio. Hablaba convoz firme—. ¡Eso no está nadabien! Además las mujeresdebemos ayudarnosmutuamente.

Hanna torció el gesto. Sesentía la protagonista de uno de

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esos melodramas televisivos enlos que la esposa es la última enenterarse de las infidelidades desu marido. Una sensaciónhumillante.

—Gracias. Entonces, ¿quiénes Biggi?

La señora Huber tosiólevemente.

—Eh, probablemente serefiere a Birgit Schulz.

—Probablemente.—La señora Schulz estuvo un

par de semanas con nosotros,trabajando en un proyectoconjunto de desarrollo quenuestro departamento ha

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llevado a cabo con unfabricante de rodamientos.

Hanna recordaba vagamenteque Thorsten le había habladode ello unos meses atrás. Seguroque había mencionado tambiéna esa tal Biggi. Pero a Hanna lecostaba mucho recordarnombres sin asociarlos a unacara.

—¿Sabe dónde vive? ¿Puededarme su dirección?

—¿Su dirección? —preguntóla señora Huber. En su voz sepercibía asombro—. No, no latengo. Solo sé que entoncestrabajaba para una firma de

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Hesse. Pero ya no estará allí,porque...

—Entiendo —la interrumpióHanna impaciente. Agarró elauricular con más fuerza—.Señora Huber, ¿tiene algunaidea de lo que se propone mimarido?

Oyó que al otro lado de lalínea alguien se quedaba sinrespiración.

—¡Madre mía! Quiere decirque usted ni siquiera...Terrible... Yo pensaba queusted...

—Simplemente dígame lo quesabe, por favor.

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Después de un instante desilencio, la señora Huber dijo:

—A ver, ha pedido unaexcedencia de un año, paratomarse un año... sabático creoque lo llaman ahora. A todosnos sorprendió, al fin y al caboacaban de ascenderle a directorde departamento. Por otro lado,¿acaso hay un momentoapropiado para estas cosas?...Eh, bueno, sea como sea... Encualquier caso hasta estamañana yo daba por hecho queeste periodo de descanso queríapasarlo con usted. Pero el señorSchrader, de ventas, regresaba

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esta mañana temprano de unavisita a un cliente en Polonia, yha visto a su marido porcasualidad en el aeropuerto deMúnich. Estaba facturando paraun vuelo a Santa Cruz de LaPalma.

La señora Huber enmudeció.—Acompañado por Birgit

Schulz —dijo Hanna, más bienafirmando que preguntando.

—Sí —respondió la señoraHuber en voz baja—. Lo sientomucho.

—Muchas gracias por susinceridad.

—Si puedo ayudarle con algo

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más... o simplemente necesitahablar con alguien... —comenzó a decir la señoraHuber.

—Muy amable por su parte.Muchas gracias —dijoaceleradamente Hanna y sedespidió con rapidez. Se leformó un nudo en la garganta.El interés de aquella amablemujer la conmovió de unaforma desagradable. Aún noestaba preparada paraenfrentarse a sus sentimientos.Como sucede con unaconmoción tras un accidente, seobservaba a sí misma, analizaba

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su situación sin sentir nada.Aquel estado pasaría pronto.Debía aprovecharlo mientrasfuera capaz de pensar conclaridad.

Hanna volvió a colocar elteléfono en la base y se dirigióal despacho, situado justo allado de la puerta de entrada.Aquel estrecho cuarto lodominaba un armario repletode carpetas y organizadores enlos que había archivadasfacturas, documentos del bancoy de la agencia tributaria,papeles de los seguros y otrosdocumentos importantes. Ante

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la ventana había un escritorio yuna silla giratoria sobre la quese sentó Hanna. Encendió elordenador que tenía delante. Alcontrario que ella, Thorstenllevaba prácticamente todos suspedidos, transferencias,consultas y correspondenciaprofesional y privada porinternet. Hanna confiaba enpoder averiguar rápidamente ellugar exacto de La Palma en elque se encontraba y cuántotiempo pensaba quedarse allí.

Hanna accedió al servidor decorreo de Thorsten. Pocashoras antes la idea de hurgar en

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la información privada y losdocumentos de su marido lehabría parecidoextremadamente reprobable.Un incumplimiento de loslímites que nunca habríacruzado. Ignoró la voz firme ensu interior que consideraba queahora tampoco tenía ningúnderecho a hacerlo.

—¡Culpa tuya! —dijo en vozalta—. Tendrías que habermedicho a la cara lo que teproponías. Así esto no habríasido necesario.

Miró fijamente el campo en elque había que introducir la

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contraseña. Después deintentarlo en vano con sunombre y el de su amante, lacuenta de correo se abrió alteclear los nombres de sus hijossin espacio: MiaLukas.

Su buzón digital, como era deesperar de una personaordenada como Thorsten,estaba ordenado y claramenteestructurado. Encontró lo quebuscaba en la carpeta de«Ocio». Un mensaje de unacompañía aérea con laconfirmación de compra de dosbilletes de ida a las islasCanarias. Hanna se quedó de

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piedra. Al parecer Thorsten yesa tal Biggi no tenían intenciónde regresar a Alemania. O depasar mucho tiempo en aquellaregión. Al menos no habíaninguna reserva de hotel oalgún indicio de que quisieranalquilar una casa de vacaciones.Siguió rebuscando y pocodespués leyó un correoelectrónico acerca de los pasajespara una cabina doble en ungran velero.

Hanna se dejó caer en elrespaldo de la silla y mirófijamente la pantalla. Thorstenplaneaba dar la vuelta al mundo

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en barco. Había reservado unaño para él y para suacompañante. Precio: treintamil euros. En caso de alargarlootro año, «solo» tendrían quepagar veinticinco mil euros.Como si alguien la dirigiera,Hanna hizo clic sobre el enlacede su banco, en el que Thorsteny ella tenían una cuentacorriente para gastos del día adía y un depósito de ahorrocomún. Tres semanas atráshabía retirado cuarenta mileuros. Exactamente la mitad delsaldo que habían reunido yahorrado a lo largo de los años.

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Para una gran compra. O unlargo viaje.

Hanna se masajeó las sienes.La sensación de encontrarse enun mundo al revés era cada vezmayor. Todo aquello no podíaser verdad. Se volvió hacia lapuerta involuntariamente con laesperanza de que Thorstenestuviera allí observándola yalegrándose con picardía dehaber podido tomarle el pelotan hábilmente. El marco vacíoy el silencio de la casa, en la quesolamente se oía el levezumbido del monitor,aceleraron su corazón. En

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pocos segundos su pulso eratan rápido como después dehaber corrido un sprint. Almismo tiempo el frío comenzóa extenderse por su cuerpo,como si se encontrara en unacámara frigorífica. Hanna seabrazó y apretó los codoscontra su cuerpo. Estaba sola.Abandonada. Plantada. Elescudo protector que laconmoción por la carta deThorsten había construido a sualrededor se estaba agrietando.Se acurrucó. Un sonidolastimero penetró en su oído.Le llevó un instante

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comprender que provenía de símisma.

Se levantó de un salto. ¡No!No permitiría que Thorsten laconvirtiera en un gusanopisoteado que quedaba atrásmientras él se liberaba ybuscaba una nueva vida.Posiblemente pensaba ademásque podría regresar allí cuandoesa tal Biggi resultara no ser lamujer ideal y la primera capa depintura de felicidad comenzaraa desconcharse. Si él creía queella se encerraría en aquella casamuerta de pena, que esperaría yque lo recibiría con los brazos

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abiertos cuando regresara,estaba muy equivocado.

—¡Esa no seré yo! —exclamóHanna. Las palabras sonaroncomo un juramento.

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5

Berlín, mayo de 1907

De viaje

Una dama que viajesola no debería hacerloen un compartimento defumadores.

Los caballeros queviajen con damas en el

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compartimento deberánayudarlas a subir y acolocar el equipaje,ofrecerles refrigerios enlas paradas y atenderlassolícita y educadamenteen todo momento.

[...]Si el compartimento

está completo, no sedeberá ocupar demasiadoespacio.

Si se percibe que laconversación no es delagrado de otro pasajero,se deberá permanecer ensilencio.

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Un caballero no deberámolestar en elcompartimento a unadama desconocida conmiradas y otrosacercamientos.

En los ferrocarrilesdeberá uno cuidarse detrabar conocimiento conextraños con demasiadarapidez. [...]

Durante el viaje lasdamas no deberán hacervaler sus pretensiones decomodidad de formacaprichosa.

Comer continuamente

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durante el viaje atentacontra las buenas formas.

Únicamente se deberánofrecer provisiones aotros viajeros sianteriormente se haestablecido un vínculoanimado, y tras unaprimera negativa no sedeberá realizar unasegunda tentativa.

No se deberá ofrecer aningún otro viajerobeber de la copa que setermina de utilizar.

Se debe ser cuidadosocon la selección de

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provisiones, de talmanera que ningún olorque emane de ellos puedadisminuir la calidad delaire, como por ejemploquesos de aroma intenso,etc.

Los ojos de Emilie recorríanla página abierta del libritosobre modales tras el que sehabía atrincherado. No seatrevía a cerrarlo de un golpe ymirar por la ventanilla. Lehabría gustado colocárselo enlas narices al hombre demediana edad que tenía enfrente

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y exigirle que leyera las reglas.Desde que su esposa se habíaquedado dormida en su asientopoco después de salir de laestación de Hannover, mirabadescaradamente a Emilie.Quedaba demostrado una vezmás que una vestimentaelegante y un billete de primeraclase no garantizaba tratar conpersonas de buena educación.Mientras su esposa roncabaligeramente junto a él, esperabacon impaciencia unaoportunidad para dirigirse aEmilie. Al mismo tiempo comíacon audible apetito un

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bocadillo de salchicha. Emilieesperaba que en cualquiermomento se inclinara hacia ellay le ofreciera un mordisco.

El contraste entre lasprohibiciones y las indicacionesen nombre de los buenosmodales y la situación en la quese encontraba estaba poniendoa prueba su dominio de símisma. Le costaba contener larisa que le producía aquello.Ojalá pudiera verlo la abuelaHedwig, pensó. Al imaginárselaparando los pies con su miradagélida al molesto observador yamargándole la comida, el buen

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humor de Emilie mejoró.Camufló una carcajada que nohabía podido contener por mástiempo con una tos, guardó ellibro en su bolso, se levantó yabrió la puerta.

Se alegraba de viajar en untren rápido, como se conocía alos modernos trenes que soloparaban en las estacionesprincipales, en los que eraposible acceder a loscompartimentos desde el pasillolateral interior y las uniones enlos extremos de los vagones,protegidas con fuelles,permitían atravesar todo el tren.

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Hasta Hannover había viajadoen un viejo coche a cuyoscompartimentos solo se podíaentrar y salir desde el exterioren las estaciones. Caminórápidamente hacia el cocherestaurante, que a esa hora de latarde no estaba nadaconcurrido, y tomó asiento enuna mesa para dos. Después deque un camarero le sirviera unajarrita de café y un pedazo debizcocho, contempló el paisajede brezales que atravesaban enese momento, y se quedóabsorta en sus pensamientos.

Era la primera vez en su vida

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que Emilie viajaba sola. Unasensación emocionante queencendía su anhelo de viajar.¿Cómo sería viajar no solo unpar de horas sin compañía, sinovarios días o semanas? ¿Y si enBerlín hacía el transbordo allegendario Orient Express,viajaba a Constantinoplapasando por Budapest, y desdeallí continuaba hacia el estehasta Oriente? ¿Y si pudieraexplorar continentes comoÁfrica o Australia, recorrerregiones vírgenes y observaranimales exóticos...? Emilieapoyó la cabeza en la mano y

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evocó las imágenes de losreportajes de viajes que sepublicaban regularmente enGartenlaube, el semanariofamiliar ilustrado al que suspadres estaban suscritos.

Emilie había salido de suciudad en contadas ocasiones.En verano la familia Berghoffsolía pasar unas semanas en laciudad balneario de Norderney,a orillas del mar en FrisiaOriental, y de vez en cuandovisitaban a los abuelos enColonia o hacían excursiones alRin o a la zona de BergischesLand. El verano anterior Emilie

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había acompañado a su madre aun balneario en Franconia ycasi se había muerto delaburrimiento, coartada por lasestrictas normas que prohibíana una muchacha de buenafamilia todo aquello que fueradivertido. Emilie contuvo unsuspiro. Posiblemente en casade la tía Franziska sucederíaalgo similar.

La hermana mayor de sumadre había estado casada conun admirado comerciante ysocio de Johann Hardenrath, supadre, que había muerto trascinco años de matrimonio sin

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hijos y que la había convertidoen una viuda adinerada. Pocodespués de que Emilie la vierapor última vez hacía nueveaños, Franziska había ido avisitar a una amiga que vivía enParís. Poco después sorprendióa la familia con la noticia de quehabía cedido al cortejo de un talAdrian von Spilow, se habíacasado con él y se habíamudado a Buenos Aires. Laspreocupadas indagaciones de supadre revelaron que Adrianprovenía de un noble linajeprusiano y ocupaba un altocargo diplomático. La situación

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económica de su familia eramodesta, pero su reputación (yen especial la de su nuevoyerno) era intachable y porencima de cualquier duda.Dado que Franziska aportabaun patrimonio considerable almatrimonio y Adrian ganaba losuficiente para dar una vidaagradable a su esposa, a ojos deJohann Hardenrath su posiciónsocial compensaba la carenciade un castillo o una casaseñorial representativa. Untítulo nobiliario causaba buenaimpresión en el libro de familia.

—¿Desea algo más?

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Emilie se incorporó asustada.El camarero estaba junto a sumesa y señalaba el plato vacío.Negó con la cabeza, pagó yregresó a su compartimento. Eltren atravesaba ya la región deDrömling, una turberaescasamente poblada entre BajaSajonia y Sajonia-Anhalt. Alllegar a su compartimento,Emilie comprobó aliviada queel molesto observador y suesposa se habían bajado en unade las estaciones anteriores. Unafamilia de cuatro miembroshabía ocupado los asientos quehabían dejado libres y dos más.

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Los dos niños pequeñossaludaron obedientes y acontinuación se enfrascaron enun juego de cartas, mientras quesus padres conversaban a mediavoz y dejaron a Emilietranquila.

Dos horas más tarde el trenllegó a su destino y se detuvoresoplante en el ala lateral de laestación de Lehrte, inauguradaen 1886 en las inmediacionesdel puerto Humboldt, en elmeandro del Spree. Emilie dejóque el padre de familia le bajarala bolsa de viaje de la rejilla

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portaequipajes, se despidió y sebajó. Su maleta grande se habíaenviado ya el día anterior a casade su tía. Emilie se detuvo en laentrada del vestíbulo oeste,donde se encontraba la paradade coches de punto, y sacó lanota con la dirección delbolsillo de su abrigo. Franziskay Adrian von Spilow residíanen Belle-Alliance-Platz, al surde Friedrichstadt. No muy lejosdel lugar de trabajo del condeen la recién inaugurada OficinaImperial de las Colonias, elantiguo Departamento de lasColonias del Ministerio de

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Exteriores, que a mediados demayo había sido transformadoen una instituciónindependiente. Antes habíaestado destinado en la coloniaalemana de Togolandia.

A Emilie le habría gustadoque el coche la llevara a la callecercana al jardín zoológico en laque vivía Max. «No seasinfantil —se reprendió—. Enprimer lugar ahora ni siquieraestá allí, sino de viaje todo el finde semana con un par deamigos.» En una carta quehabía recibido dos días antes departir, su hermano le hablaba

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entusiasmado de un grupo dejóvenes al que se había unidorecientemente. Se llamaban a símismos las «Aves de paso».Emilie comprendía muy bienpor qué le resultaban tanatractivos a Max. Al igual queél, tampoco entendían lasexigencias sociales que lesimponían sus padres y otraspersonas con autoridad: lapreparación para los éxitosempresariales y la obtenciónfebril de ingresos, unida a laadopción de un sistema devalores de marcado caráctermilitar, basado en el concepto

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prusiano-aristocrático delealtad y obediencia para con elemperador y el imperio. En susexcursiones, las Aves de pasohuían de las obligaciones ycontroles del día a día ydisfrutaban de la sensación delibertad personal. Su ejemploera el escolástico medieval querecorría el país. Cocinaban alaire libre y pasaban la noche enpajares o sencillas posadas depueblo. Siempre llevabanconsigo una guitarra, con cuyoacompañamiento cantabancanciones populares y delansquenetes.

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Max había terminado su cartacon las siguientes palabras:

Querida hermanita,lamento muchísimo nopoder recibirte el viernesen la estación yacompañarte con nuestratía. Me llevaría una granalegría si el lunes por latarde me recogieras demis clases. (Lo mejor seráreunirnos hacia las cincodelante de la entradaprincipal, junto a laestatua de Wilhelm vonHumboldt, el del libro

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abierto.) Así podrémostrarte la universidad,y después podemos irjuntos a Belle-Alliance-Platz, si nuestra tía estáde acuerdo. De todosmodos ya va siendo horade que haga la visita decumplido al hogar de losVon Spilow... Tengomuchas ganas de volver averte y de mostrarte«mi» Berlín.

Hasta pronto,

tu MAX

P. D.: ¿Te acordarás

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por favor de los dosdibujos?

Emilie sonrióinvoluntariamente al recordarsus palabras. Era muy fáciladivinar las intenciones de suhermano. Estaba segura de quehasta ese momento habíaevitado conscientemente ver a latía Franziska y a su marido. Yde que ahora estaba aliviado devisitarlos en presencia de suhermana mayor y poder contarcon su respaldo. Por muchoque quisiera a Max, sabía queno era precisamente valiente.

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Ese era el segundo motivo porel que era impensable alojarsecon él. No solo se metería engraves problemas ella, tambiénlo metería a él.

—No es decoroso —recordóla voz horrorizada de su madreal rechazar la propuesta deEmilie unos días antes, altiempo que la ocurrencia de suhija le hacía negar con la cabeza—. ¡Una joven entre tantoshombres!

Irmhild había rechazado conun gesto de la mano la objeciónde Emilie explicando que suhermano no vivía en el edificio

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de una hermandad deestudiantes, en las que las visitasde damas en todo caso sepermitían en ocasionesespeciales, sino subarrendadoen casa de una honorable viudaque alojaba a algunosestudiantes.

—Pero ¿qué te has creído? Deningún modo puedes rechazarla invitación de tu tía. ¿En quéposición me dejaría eso a mí? —Había puesto fin a la discusión,y también había confirmado lasospecha de Emilie de que sumadre tenía un gran respeto,por no decir pavor, a su

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hermana mayor, que desde lainfancia había sido elogiada porsu madre Hedwig como elbrillante y casi inalcanzablemodelo de un comportamientoejemplar.

Emilie se guardó de nuevo lanota en el bolsillo, se acercó alprimer coche de la fila, un landócon capota, le dio la dirección alcochero y se montó. Cruzaronel puente del Spree a paso ligeroy se adentraron en elTiergarten, cuyos árboles ysetos se adornaban con lasprimeras yemas verdes. Emiliebajó la ventanilla y dirigió su

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rostro hacia el viento en contra.Aspiró con deleite el aire fresco,que ya no estaba cargado depolvo de carbón y humo comoen la estación. El sol estabahundido en el horizonte aloeste y hacía brillar las nubessueltas que flotaban en el cieloazul. Los vencejos seperseguían sobre las copas delos árboles con chillidosagudos. Había pocosviandantes por allí. Emilie vioalgunas niñeras con susprotegidos y dueños de perrosque paseaban a sus amigoscuadrúpedos. De vez en cuando

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se cruzaban con otros coches yun grupito de jinetes losadelantó al galope. Un ratodespués cruzaron una calleamplia, CharlottenburgerChaussee. Emilie vio a manoizquierda una gran puerta concinco entradas y una cuadrigaen el frontón, y a mano derecha,a gran distancia, una columnade gran altura con una figuradorada. La Puerta deBrandenburgo y la «Goldelse»,como conocían burlonamentelos berlineses a la diosa de laVictoria, según su hermanoMax, en honor a la protagonista

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de un popular folletín porentregas que se publicaba enGartenlaube.

El latido de Emilie se aceleró.En ese momento se dio cuentade que se encontraba en elcorazón de la capital delimperio. Allí se decidía eldestino de Alemania, allí seencontraban los hombres máspoderosos del país. ¡Estabarespirando el mismo aire que elemperador y su familia!

Una vez salieron del parque,el cochero tomó el camino haciael canal Landwehr, cuya orillasiguieron a lo largo de unos tres

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kilómetros antes de girar a laderecha en una plaza circularenmarcada por viviendas decuatro a cinco pisos confachadas fastuosas. Sedetuvieron ante una de ellas. Elcochero abrió la portezuela,ayudó a Emilie a bajar, dio lasgracias por el dinero y sedespidió levantando susombrero de copa. Emilie seestiró, se acercó a la puerta de lacasa y llamó al timbre junto alletrero de latón en el que estabagrabado «Von Spilow». Pocosinstantes después se encontrabaen el piso principal, en la

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primera planta, frente a uncriado que, tras una ligerareverencia, tomó su abrigo, locolgó de un perchero y acontinuación cogió su bolsa deviaje. Llevaba una librea grisoscuro, rondaría los cuarentaaños y con sus movimientosmedidos le recordó a Emilie aun mayordomo inglés. O almenos así se los imaginaba,estimulada por las novelas dedetectives británicas, susfavoritas. Una pasión queocultaba cuidadosamente a suspadres. A sus ojos, las lecturasemocionantes que giraban

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principalmente en torno acriminales y otras miseriashumanas no eran adecuadaspara su hija, que debía mantenerla pureza de corazón.

—Si la señorita tiene a bienseguirme, por favor —dijo elcriado, y se adentró en lavivienda delante de ella.

Tras la puerta de entrada dedos hojas, con cristales dedibujos florales coloridos en eltercio superior, un ampliopasillo conducía a los salones ydormitorios. Emilie vio por elrabillo del ojo un pasillo másestrecho que daba a la parte

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trasera de la vivienda, dondesuponía que se encontraban lacocina y otras habitaciones delservicio. El criado se detuvo,abrió una puerta y se hizo a unlado para dejar pasar a Emilie.

—Si me permite: su cuarto.—Gracias —dijo Emilie—.

Disculpe, ¿dónde está mi tía?...Eh, quiero decir, ¿está lacondesa en casa?

El criado arrugó brevementela frente. ¿Le habría parecidoinapropiada la pregunta?

—El conde y su esposaregresarán en cualquiermomento —respondió. Su voz

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sonaba reservada.No, la causa de su disgusto

parecía ser más bien el retrasode los señores.

—Reciben a partir de las sietey media. Le ruego que a esahora acuda al salón —prosiguióy señaló una puerta en la partedelantera del pasillo.

Emilie asintió y entró en elcuarto que sería su refugiodurante las siguientes semanas.Desde el principio se sintió agusto en él. El ambiente estabaventilado y al mismo tiempo eraacogedor. Las paredes altas y elestuco del techo estaban

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pintados con un toque rosa.Ante la ventana colgabancortinas de encaje, que tambiénpendían del dosel que coronabala cama que, al igual que el restode los muebles —un tocador,un armario estrecho y unabutaca acolchada—, era demadera clara pulida iluminadapor la luz cálida de una lámparade pie.

Emilie abrió su maleta, queestaba junto al armario, ycomenzó a guardar su ropa.Echó un vistazo a su reloj depulsera y comprobó que aúntenía una hora para cambiarse y

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refrescarse. ¿Qué indumentariase exigiría para la cena? ¿Seríaformal o quizá pudiera ser algomás desenfadada? Emilie sonriócon malicia. Vincular laexpresión «desenfadado» con latía Franziska era extraño. Dejóun vestido azul oscuro decuello alzado y mangasestrechas sobre la cama, sacó elcorpiño de la maleta y torció elgesto. ¿Cómo se las arreglaríasin ayuda?

Unos golpecitos en la puertala interrumpieron. Unadoncella asomó la cabeza y dijo:

—Buenas tardes, señorita. Soy

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Belinda. La condesa ha pedidoque le ayude si usted así lodesea.

Emilie sonrió a la joven, quesegún sus cálculos tendría pocomás de veinte años.

—Llega usted como caída delcielo. —Señaló el corsé—.¿Podría ayudarme?

Belinda se acercó, observó elvestido y arqueó las cejas.

—¿Está usted segura de queeso...? —comenzó a decir.

Emilie le dirigió una miradairritada. ¿Qué se había creído?¿Cómo se atrevía acuestionarla?

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Belinda apartó la mirada y setragó el resto del comentario.Carraspeó y dijo:

—Discúlpeme, por favor.Naturalmente que la ayudaré avestirse.

Emilie asintió con rigidez y seesforzó por ocultar suinseguridad. ¿Ni siquiera aquelvestido sencillo y cerradoobedecía a las estrictas normasde decencia y buenos modalesdel hogar de su tía? Aquello ibaa ser de todo menos divertido...

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6

Sulzbach-Rosenberg enOberpfalz, julio de 2013

El sonido del timbreestremeció a Hanna. ¿Quiénpodría ser? No esperaba visitasy era demasiado tarde para elcorreo. Salió del despacho a laentrada de puntillas, contuvo larespiración y echó un vistazo

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por la mirilla. Era la señoraEllermann, la presidenta de laasociación de jardines de la queThorsten era miembro desdehacía años. Hanna frunció elceño. ¿Qué querría? Mientrasdecidía si abrir o no, sonó elteléfono. Hanna se quedóinmóvil y esperó a que saltara elcontestador. A través de lamirilla vio que la señoraEllermann acercaba la oreja a lapuerta.

Después de un pitido sonóuna voz femenina que hablabacon marcada claridad y a la quese oía intentar hablar más

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correctamente:—¡Buenas, Hanna! Soy

Annemarie. ¿Estás ahí?... Eh,bueno, me acabo de enterar...¡lo siento un montón... eh, losiento mucho! ¡Qué cabronaz...eh, canalla!... Oye, si necesitashablar... me paso cuandoquieras... o si prefieres venir...¡ya sabes! ¡Aquí estaré!¡Llámame! Nos vemos. ¡Hastaotra!

Hanna cerró los ojos uninstante. La noticia de queThorsten se había largado ya sehabía extendido. No era difícildeducir su recorrido:

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Annemarie, la madre de unviejo amigo de preescolar deLukas, también estaba en laasociación de jardines, al igualque la señora Ellermann.Ambas frecuentaban el café dela señora Schrader. Y esta era laesposa del señor Schrader quehabía mencionado la secretariade Thorsten: «El señorSchrader, de ventas, lo ha vistopor casualidad en el aeropuertode Múnich.»

Hanna abrió los ojos degolpe. Esa tarde loscomentarios de la señoraSchrader no se habían referido a

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Lukas y a su viaje. «Ella sabíaque Thorsten iba a dejarme. Yen este momento estaráhablando a todo el mundo de laserenidad y la calma con la quelo llevo.» Esbozó una sonrisaladeada. Ahora la conversaciónparecía una escena de unacomedia en la que los actoreshablaban sin entenderse y en laque se producían deliciososmalentendidos. Por desgraciaaquello no era una película queen noventa minutos llegaba aun final feliz. O que se pudieraapagar porque a uno no legustaba.

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El golpeteo de unos tacones lahizo asomarse a la mirilla. Laseñora Ellermann se alejó de lacasa y se montó en el coche, quehabía aparcado delante.Regresaría. A Thorsten losacaba de quicio la curiosidadde aquella cotilla que metía lasnarices en cualquier cosa que nole incumbiera, y que nodescansaba hasta haberdifundido la información portodas partes, no sin sazonarla yadornarla con especulaciones einsinuaciones picantes.

Hanna se estremeció al darsecuenta de que en los próximos

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días y semanas no podría dar unpaso sin recibir miradas decompasión o malicia. Eraescalofriante pensar queprovocaría un silencioincómodo cada vez que fuera acomprar, a la peluquería, a lapiscina del bosque o a cualquierlugar en el que se encontraracon personas conocidas quehubieran estado chismorreandosobre ella o no supieran comocomportarse en su presencia.

Hanna miró a su alrededor.De pronto los familiaresmuebles y objetos le resultabanextraños. La casa ya no le

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ofrecía seguridad ni protección.Ahora era una trampa. Elsilencio y la creciente penumbraque lo sumía todo en un grisdifuso aumentaron la sensaciónde opresión en el pecho. Lecostaba respirar. Tenía que salirde allí, tenía que hablar conalguien. Miró el teléfono y eluno parpadeante que avisaba dela llamada de Annemarie. Unasimpática conocida cuyocarácter directo apreciaba y conla que le gustaba ir de vez encuando al cine o a nadar. Perosolo una conocida al fin y alcabo.

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Hanna cruzó los antebrazos,se agarró los codos y los apretócontra su cuerpo. En Sulzbach-Rosenberg no había nadie aquien le uniera una estrechaamistad. Los últimos añoshabían girado casiexclusivamente en torno a sufamilia y no se había esforzadopor profundizar en relacionessuperficiales. Esa ciudad, a laque los había llevado el trabajode Thorsten, era para ella uncapítulo a medio plazo, nuncala había considerado su lugar deresidencia definitivo, el lugar enel que pasar el ocaso de su vida;

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Thorsten, para su asombro,tenía una opinión diferente. Almenos hasta hacía poco. Hastaque esa tal Biggi le había abiertolos ojos. Hanna se mordió ellabio inferior. Sintió una oleadade ira. Qué ironía que Thorstense esfumara y la dejara allí,precisamente en el lugar dondeella nunca había querido estar.

«¿Quizá nuestro matrimoniono habría acabado si noshubiéramos quedado enMúnich? —pensó Hanna—. ¿Sino hubiera sido yo, sinoThorsten, quien se hubieraocupado de los niños y el

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hogar... Si en su día hubieraaceptado la oferta de HelmutFinkenbohner y me hubieraconvertido en redactora enplantilla de la sección de viajes...El sueldo habría bastado paraalimentar a la familia, sobretodo cuando me hubiera hechocargo del departamento un parde años más tarde... Ya basta detanto lamento y de tanto qué-hubiera-pasado-si-yo», sereprendió y cerró los puños.

Mientras Hanna reñía consigomisma, las lágrimas comenzarona rodarle por las mejillas. Abriólos puños y se secó los ojos. Se

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sentía impotente. «No sirve denada que tú misma temachaques —se convenció—.No mejorará la situación. Si note compadeces tú de ti misma,¿quién lo hará?» Se detuvo. Esapregunta y el recuerdo deMúnich evocaron la imagen desu mejor amigo. Se apartó de lapuerta empujándose con loshombros y cogió el teléfono.«¿Cómo no se le había ocurridoantes llamarlo?» En esemomento Heiko era la únicapersona a la que se confiaría ycon la que se desahogaría.

Durante su formación en la

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escuela de periodismo deMúnich había compartido pisocon él y con otros dosestudiantes. Con el tiempoHanna había perdido la pista alos otros dos compañeros depiso, pero con Heiko habíamantenido la amistad, que cadavez era más estrecha. Hablabanregularmente por teléfono yparticipaban mutuamente desus vidas. Muy a pesar deHanna, no tenían muchasoportunidades de verse enpersona. Poco después de lareunificación, Heiko se habíamudado a Berlín, donde llevaba

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una tienda de antigüedades consu pareja, un encuadernador.Tras unos comienzospedregosos, se habían hecho unhueco en el sector. La pasión deHeiko por los libros y su donpara detectar manuscritos,impresiones y ediciones raras,unidos a la habilidad artesanalde su novio, que nunca dabapor perdido a ningún paciente,como solía llamar a losejemplares dañados, y que nodescansaba hasta salvarlos,aportaban a su negocio unabase sólida y numerososclientes fieles.

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Hanna cogió un vaso de aguade la cocina y se sentó en elbanco de madera que había enla terraza pegado a la pared dela casa. Un suave viento le traíael aroma dulce de las matas deAlyssum que Thorsten habíaplantado en una pequeñarocalla junto al estanque denenúfares enanos en el extremodel jardín. El cielo estabailuminado, el sol se habíapuesto unos minutos atrás.Hanna siguió con la mirada unavión que la sobrevolaba, cuyaestelas de condensaciónbrillaban en tono rosa. La

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noche sería clara y estrellada. Lapared que tenía detrás habíaacumulado el calor del día y loirradiaba hacia su espalda. Ungrupo de gorriones piaba en lostupidos setos de abedulillo querodeaban el jardín. El vientogiró y trajo los sonidos de unacanción de moda y risas. Hannapercibió un olor a quemado y aespecias. Algún vecino habíaencendido la barbacoa. Unaescena sacada de las revistas dehogar y jardín que a Thorstenle gustaba leer y así coger ideaspara decorar la casa. Habíaestado a punto de lograr su

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objetivo de crear un lugaridílico.

Hanna resopló y marcó elnúmero berlinés. Contuvoinvoluntariamente el aliento.«¡Contesta, por favor!», invocóa Heiko en silencio y escuchólos tonos con atención.

—Hola, Hanna —dijo la voz,tan familiar—. Te me hasadelantado un par de minutos.Hoy he pensado mucho en ti.¿Qué tal la despedida de Lukas?

Hanna tragó saliva. Necesitóun momento para comprenderla pregunta de Heiko. Se habíaolvidado por completo de su

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hijo, que en ese instanteprobablemente estuvierasobrevolando el Atlántico.

—Bueno, no ha sido fácil...pero no es por eso por lo que...—respondió con vozentrecortada.

—¡Hanna! ¿Qué ha pasado?—la interrumpió Heiko—.Suenas fatal.

—Thorsten se ha ido —respondió Hanna bruscamente.

—¿Que se ha ido? ¿Quésignifica eso?

—¡Pues eso, que se halargado! ¡Adiós muy buenas!

Silencio al otro lado de la

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línea. Hanna oyó a Heikorespirar profundamente.

—Quieres decir que... ¿te hadejado? —preguntó vacilante.

—Exacto. ¡Por otra!Heiko expulsó el aire con un

siseo.—¡Oh, no! ¡Qué horror!Hanna sintió un nudo en la

garganta. Al oír lapreocupación en la voz deHeiko le fue imposiblecontener por más tiempo ladesesperación que sentía por lamarcha de Thorsten.

—Se ha largado sin más —sollozó—. Después de todos

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estos años, de todo lo que hehecho por él y los niños... Y depronto no soy lo bastante bue...

No pudo continuar. Buscóllorando un pañuelo de papelen el bolsillo de su chaqueta ysacó uno arrugado con el que sesecó los ojos.

—Ay, Hanna, me gustaríatanto abrazarte ahora mismo —dijo Heiko en voz baja.

La idea de poder desahogarseen su hombro hizo que eltorrente de lágrimas de Hannaaumentara. Heiko siemprehabía sabido consolarla. Con élpodía sincerarse libremente, no

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sentía vergüenza, no tenía lanecesidad de disculparse ocontrolarse obstinadamente.Esa simple certeza hacía que eldolor cediera un poco.

Después de explicarle a Heikosus averiguaciones y lasprimeras reacciones de lascotillas, entró en casa, se sentóen uno de los dos sofás y leleyó la carta de Thorsten.

—Bueno, ahora ya lo sabestodo —dijo finalmente.

Heiko, que había escuchadoen silencio, exclamó indignado.

—¡Hay que ser miserable! —sonaba furioso—. Pero por

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desgracia no ha sido muyoriginal. Podría decirse que esun clásico de las crisisexistenciales de los hombres.

Hanna no pudo evitarsonreír.

—Bueno, no sé si unadespedida original me habríasentado mejor.

—Perdona, claro que no —dijo Heiko—. Es solo quesiempre me asombra loacertados que son los clichés.

—Cierto —respondió Hanna—. Lo que más me descoloca esno haber notado nada. Nuncame habría imaginado que esto

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me pasaría precisamente a mí.Heiko carraspeó.—No me lo tomes a mal,

Hanna, por favor. Pero taninesperado no ha sido. Quierodecir, es cierto que no hubo unaruptura, pero ya no compartíaisgran cosa, ¿no?

Hanna se dispuso a replicar.Al darse cuenta de que Heikohabía dado en el clavo,enmudeció. Thorsten y ella sehabían instalado en unacoexistencia pacífica, apenas seacostaban el uno con el otro ycon el tiempo se habíandistanciado más de lo que

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habían querido reconocer.—Es cierto —dijo en voz baja

—. Pero pensaba que ahoravolveríamos a pasar más tiempojuntos.

—¿Porque los dos niños sehan marchado de casa?

—Exacto. Sencillamente dipor hecho que Thorstentambién lo vería así. Teníamosmuchos planes. Queríamoshacer grandes viajes...

—No me gusta decir esto —dijo Heiko—. Pero posponerlotodo constantemente no es másque una huida.

Hanna suspiró.

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—Lo sé. Y me lo comentastebastantes veces. Pero Thorstensiempre tenía mil razones parano poder marcharse muchotiempo de viaje. Aunque solofuera por el jardín.

Heiko rio con sequedad.—Quien algo quiere,

encuentra la manera. Quien noquiere, encuentra el motivo.

Hanna se recostó y cambió demano el teléfono.

—Ay, Heiko. ¿Qué voy ahacer ahora? Me siento taninútil. Todo el mundo tiene susobjetivos y sus tareas. Mientrasque yo...

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—Hanna, no digas tonterías—la interrumpió Heiko—.Entiendo perfectamente queahora lo veas todo negro. Perosolo porque Lukas y Miatengan ahora su propia vida yThorsten se haya esfumado, ¡nosignifica que tú seas innecesaria!Faltaría más. No, querida,tienes que verlo al revés: por fines tu turno. Por fin podráshacer lo que tú quieras. Sinmala conciencia. Sin tener encuenta a la familia. Sin tener queestar siempre pendiente de loque necesitan los demás. Detodos modos llevas demasiado

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tiempo haciéndolo, creo yo.—Mmmm —refunfuñó

Hanna y se mordió el labioinferior.

—Estoy hablando en serio,Hanna. Por favor, no cometasahora el error de rumiar en quéfracasaste o qué habrías podidoo debido hacer para conservar aThorsten. Quería largarse. Sindiscutirlo contigo. Sin lucharpor vuestra relación. Por muyamargo que sea, cuanto antes loaceptes, antes podrás mirarhacia delante y... —Heiko sedetuvo—. Pero esto no necesitoexplicártelo. —Tras una breve

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pausa, dijo—: ¿Sabes qué?Brindemos juntos por tu nuevalibertad. Preferiría estar sentadoen una mesa contigo, pero asítambién valdrá. ¿Tienes vino amano?

Hanna sonrió.—Sí, casualmente antes he

comprado un buen tinto.—¡Genial! Entonces

hablamos en cinco minutos —dijo Heiko y colgó.

Hanna fue a la cocina, abrió labotella de vino y regresó conella y una copa abombada. Sesirvió, se sentó en el sofá ybebió el primer sorbo. El

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líquido le bajó aterciopeladopor la garganta y le calentó elestómago. Hizo girar el vino enla copa y recordó las palabrasde Heiko mientras esperaba aque volviera a llamar. Ya notenía la sensación de que sudesesperación fuera tanabsoluta. Un matiz luminoso sehabía abierto paso en ella. Suamigo tenía razón: podíaconsiderar la salida de Thorstende su vida una oportunidadpara comenzar de nuevo. SinHeiko le habría llevado muchomás tiempo darse cuenta de ello.Sonó el teléfono. Hanna

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descolgó y dijo:—¡Gracias! Eres realmente el

mejor amigo que podría desear.

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7

Berlín, mayo de 1907

A las siete y media en puntoEmilie echó una última miradaescrutadora al espejo deltocador y salió de su cuarto. Enlos últimos diez minutos habíaoído varias veces el timbre de lapuerta. Su sospecha de que sutía recibía invitados se confirmó

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cuando se acercó al salón, delque salían voces y risas. Sedetuvo en el umbral y oteó lasala cuadrada, a cuya derecha eizquierda unas puertas de doshojas conducían a lashabitaciones contiguas. Lamadera barnizada en tonooscuro del mobiliario creaba uncontraste precioso con losdelicados colores pastel de lasfundas de terciopelo quecubrían las butacas y sofás, ycon el satén de seda de colorcrema con el que estabanrevestidas las paredes. Estasestaban desnudas, a excepción

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de un gran cuadro al óleo querepresentaba un paisaje exótico,lo que confería un aireluminoso a la habitación. Delalto techo, en el centro de unrosetón de estuco, colgaba unaexquisita araña de cristal deMurano, cuya luz se reflejabaen las ventanas.

Emilie avanzó dos pasos haciael salón y dejó vagar su miradasobre las quince personas, máso menos, que conversaban engrupos pequeños. Algunoscaballeros llevaban uniformesde oficial, cuyas estrellasdoradas, cordones, hombreras

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coloridas y condecoracionesdestacaban entre el blanco ynegro predominante de loshombres de frac.

Emilie se quedó de piedra alcomprobar que todas las damasestaban vestidas en tonos clarosy llevaban profundos escotes.Se llevó una mano al cuello,aprisionado por el fruncereforzado del vestido. Era laúnica que se había engalanadocon tanta formalidad. Y comouna solterona. Parecía que lahubieran invitado a un entierro.O a una ceremonia de unainstitución especialmente

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tradicional. Sintió que sesonrojaba. En pocas ocasionesse había sentido tan fuera delugar. A su alrededor se oía elsusurro de los tejidos de seda, ylas nubes de tul con adornos deplumas y flores hacían pensaren ramos primaverales; elambiente cargado de delicadosperfumes acentuaba estasensación. Emilie consideróbrevemente la idea de regresar asu cuarto para cambiarse devestido. Pero ¿cuál? En suarmario no había nada querecordara lo más mínimo a lamoda que imperaba allí.

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Además, era demasiado tarde.Ya la habían visto. Emilie secolocó junto a la puerta y deseópoder fundirse con la pared.Bajó la cabeza, fingió buscaralgo en su bolsito y escuchó lasconversaciones.

Tres hombres mayoresdiscutían acaloradamente sobrela demanda del diputadosocialdemócrata August Bebelde acortar el servicio militar.Una dama preguntaba a otra siquerría acompañarla a unseminario en el que sefamiliarizaba a las mujeres conlos conceptos fundamentales de

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las operaciones bancarias ymonetarias. Un tercer grupoconversaba acerca de larepresentación de la bailarinaexpresionista americana IsadoraDuncan, que había actuadorecientemente con sus alumnasen la Neue Schauspielhaus.Emilie también oyó retazos defrases en francés e inglés enrelación con la física MarieCurie, que el año anterior habíaimpartido su primera clase en laSorbona y se había convertidoasí en la primera mujer enocupar una cátedra en la famosauniversidad parisina.

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El ambiente era relajado, porlo que Emilie dedujo que losanfitriones no estabanpresentes. Al menos no su tía,que daba una gran importanciaal cumplimiento de la etiqueta yno habría permitido semejantesvoces y risas. ¿Dónde se habríametido? Posiblemente estabadando las últimas instruccionesen la cocina.

La llegada de más visitantes,que se abrieron paso en lahabitación detrás de Emilie,captó la atención de una mujerespigada con un ajustadovestido de tejido fluido azul,

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cuya falda comenzaba justodebajo del pecho y caía hasta elsuelo. Había estado de espaldasa la puerta conversando con unhombre de aspectomediterráneo sobre el inicio dela temporada en el hipódromoHoppegarten. Cuando sevolvió, su mirada recayó sobreEmilie. Su rostro esbozó unasonrisa radiante. Se acercó a ellacon los brazos abiertos, le cogiólas manos y las apretó.

—¡Emilie! ¡Qué alegría!Disculpa que no te haya vistoantes. Ya ves el barullo que hayaquí.

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Emilie miró atónita a la mujer.¡Aquella no podía ser la tíaFranziska! ¡Jamás habríallevado un vestido así, sincorsé! Por detrás le habíaparecido una mujer joven, consu figura delgada y su tupidocabello oscuro. Ahora veíaEmilie que había superado loscincuenta. En el moño sueltoque llevaba se entremezclabanlas hebras blancas, y las arrugasatravesaban la frente de surostro tostado por el sol, queno se correspondía con la«distinguida palidez» habitualde la alta sociedad. Cuando sus

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miradas se encontraron, Emiliese quedó de piedra. Conocíaaquellos ojos grises: eran los dela abuela Hedwig. Sin embargo,aquello era lo único que leresultaba familiar.

—¿Tía Franziska? —preguntódubitativa y levantó la miradahacia ella.

—No le gusta nada oír eso —dijo una voz grave junto aEmilie.

Se volvió y se vio frente a unhombre de su tamaño que lamiraba con ojos despiertos. Sucabello ralo estaba desgreñado,como si hubiera estado

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expuesto a un fuerte viento. Sufrac era de buena calidad yestaba impecable. El típico olora tejido nuevo y almidón, queconocía del taller del sastre deElberfeld, reveló a Emilie queaquella noche era la primera vezque llevaba ese traje.

El caballero rodeó con unbrazo a Franziska, que le sacabauna cabeza. Emilie esperó quenadie notara su sorpresa. Comotodos en su familia, habíaimaginado que el segundomarido de su tía sería lapersonificación clásica de unaristócrata prusiano: espigado,

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firme y arrogante.—Es cierto. Por favor,

llámame Fanny —dijo ella—.Tía Franziska suena demasiadoformal. Siento que tengo eltriple de edad. —Sonrió y leguiñó un ojo—. Y este es Addy—añadió.

Emilie hizo una reverencia yle tendió la mano al conde. Estela tomó, se inclinó sobre ella einsinuó un beso.

—Me alegro de conocer porfin a alguien de la familia deFanny.

Su mujer se inclinó hacia él yle susurró algo al oído con la

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mirada puesta en los invitadosrecién llegados.

—Oh, gracias por avisarme,mi amor —dijo y se inclinó denuevo ante Emilie—. Por favor,discúlpame. La obligación mellama. Pero ya tendremostiempo de conocernos mejor.

Mientras se acercaba a unapareja mayor de aspectodistinguido, Fanny dijo a mediavoz:

—Pobre Addy. Lo pasa fatalcon esos peces gordos delMinisterio de Exteriores. Tieneque llevarse bien con ellos,porque son importantes. Sin

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sus simpatías no podría hacermucho en su nuevo puesto.Pero a algunos resultaespecialmente difícil tomárselosen serio.

Emilie la miró interrogante altiempo que trataba de ponerorden en su confusión mental.Cuanto más escuchaba a aquellaFanny, más convencida estabade que algo no encajaba.

—En fin, son pocos los quetienen alguna idea de losterritorios, las personas y lasculturas sobre cuyos destinosdeciden aquí, a miles dekilómetros de distancia —

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explicó Fanny—. Pero pordesgracia no son los únicos. ¿Oacaso conoces a muchaspersonas en lo que se definecomo altos cargos que tengan lamás remota idea de lo quehacen, piensan o sienten sussubordinados?

A Emilie le daba vueltas lacabeza. Nunca antes había oídoa alguien expresar en público oen una reunión su opinióncrítica con tanta franqueza; porsupuesto, a ninguna mujer. Ymucho menos a la tía Franziska,que habría preferido arrancarsela lengua de un mordisco antes

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que meter la pata de semejantemanera. ¡Era sencillamenteimpensable! Se despertó en ellauna sospecha que le aceleró elcorazón: ¡aquella extraña parejaeran impostores que se habíanapropiado de las identidades deFranziska y Adrian en África!Su tía y su esposo no serían losprimeros en haber sucumbido aunas fiebres tropicales o a otrade las epidemias que causabanestragos en las colonias ydejaban atrás innumerablesvíctimas. Emilie contuvo larespiración. ¿O los habríanasesinado?

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—Emilie, ¿no te encuentrasbien? —preguntó Fanny—.Pareces estar a punto dedesmayarte.

Emilie negó con la cabeza ehizo el esfuerzo de sonreír.

—Bueno, la verdad es que nome sorprendería —continuóFanny—. Llevas el corsédemasiado apretado. —Tomó aEmilie del brazo y la sacó delsalón—. Ven, te prestaré algomás cómodo. Así tambiénpodrás comer algo decente.Estos corsés le aprietan a unatanto el estómago que esimposible.

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Emilie caminó aturdida juntoa la mujer que aseguraba ser sutía.

—Tengo muchas ganas desaber cómo os ha ido a todos enlos últimos años —continuóhablando—. Apenas puedocreer que no os haya visto entanto tiempo. Siento muchacuriosidad por lo que mecontarás. ¡Me lo tienes queexplicar con pelos y señales!Porque seguramente tardaré untiempo en visitar Colonia o atus padres.

No parecía lamentarlo. Emilietrató de recuperar el aliento.

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«Ajá —pensó—. Por ahí van lostiros. Ahora entiendo por quéme has invitado. Quierestantearme para obtenerinformación de la familia. Paraque no te descubran cuando enalgún momento veas a losdemás. Probablemente des porhecho que apenas te recuerdo.Porque aún era una niña. Perote has pasado de lista.»

Emilie se estremeció alpercibir la mirada escrutadorade su acompañante. Se leencogió el estómago.«¿Sospechará que la hedescubierto? Si tiene tan pocos

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escrúpulos como me temo,entonces ya no estoy a salvo...»

Emilie se detuvo y estalló:—¿Es usted realmente

Franziska von Spilow?La mujer levantó las cejas.—¿Cómo dices?—Está usted... está usted tan

diferente de como la recuerdo...—Bueno, al fin y al cabo han

pasado casi diez años desde queme marché de Alemania. Desdeentonces he vivido mucho.Naturalmente eso me hamarcado y...

Emilie la interrumpió:—¿Cuál era la comida favorita

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de mi madre cuando era niña?¿Y qué apodo le puso usted?

—¿Estás hablando en serio?¿Realmente dudas de que sea tutía?

El rostro de la mujer sepetrificó. Una profunda arrugadividió su frente. Sus ojosgrises se clavaron en Emilie.

—¡No seas estúpida! ¿Cómote atreves no solo a albergar unasospecha tan escandalosa sinotambién a expresarla de vivavoz? ¿Es que tus padres no tehan inculcado la más mínimadecencia? —le preguntó conseveridad.

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Emilie casi se sintió aliviadade oír la voz familiar con la quesu abuela solía reprendercualquier comportamientoinsubordinado.

—Discúlpeme, por favor —balbuceó—. No debe ustedtomarme por una tontadesvergonzada...

Los ojos grises se iluminaronrepentinamente. Emilieparpadeó desconcertada. ¿Erasu imaginación o la mujerestaba haciendo grandesesfuerzos por contener la risa?¿Se estaba mofando de ella? ¿Ohabía fingido severidad y ahora

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se divertía por haberla puestoen un aprieto?

—«Morritos», así es comollamaba a mi hermana. Por lomucho que le gustaban losdulces. A menudo se deslizabaen la cocina y suplicaba durantehoras a nuestra cocinera paraque le preparara Rievekuchenmet Klatschkies, es decir, lastípicas tortitas de patata conrequesón. ¡Ay de ella cuandonuestra madre se enteraba!Entonces la pobre Irmhilddebía irse a la cama sin cenar.

Emilie se mordió el labio ybajó la cabeza. Eso solo podía

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saberlo la auténtica Franziska.¡Qué bochorno! Le habríagustado marcharse de la casacorriendo sin decir nada.

—Qué vergüenza... No sé quéme ha pasado... —dijo con lavoz entrecortada—. Pero es querealmente ha cambiado mucho.

—¡Eso espero! —Fanny pusola mano sobre el brazo deEmilie—. No te lo reproches.Siento haberte desconcertadotanto. No podías saber que yano soy la misma que hace diezaños.

—¿Puedo preguntar por qué?—Ay, la vieja Franziska se

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perdió en algún lugar delimpracticable interior de Togo.Lo cierto es que allí no sirvende mucho los modalesimpecables a la mesa, los cuellosalmidonados o la convicción deque el mundo estará condenadosi una dama utiliza palabrasmalsonantes.

—¿El interior? Yo pensabaque vivían en la capital, en lacosta.

—Sí, teníamos una casa enLomé. Pero no pasábamosmucho tiempo allí. Addy queríaconocer bien la colonia. Por esoa menudo la recorríamos

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durante meses.Emilie sacudió la cabeza.—Y nosotros que siempre

pensamos que vivían en unavilla señorial con numerososcriados y todas lascomodidades.

Una sonrisa pícara asomó alos labios de Franziska.

—Yo dejé encantada que locreyerais. Si mi madre hubieraintuido cómo vivíamos Addy yyo, posiblemente habría viajadoen persona hasta allí paratraerme de los pelos de vuelta ala civilización y enmendar misdescuidados modales.

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Emilie rio entre dientes.—Oh, sí, lo habría hecho,

estoy segura. —Miró a su tía alos ojos—. Ay, tía Franziska,me alegro tanto de queacompañara a su esposo en suexpedición y ya no sea tan...

Fanny arqueó una ceja. Emiliecontuvo el aliento. ¿Había idodemasiado lejos?

—¿Y ya no sea tan estirada?—terminó Fanny la frase.

Emilie bajó la cabeza.—¡Me gustas! —oyó decir a

su tía—. Eres valiente y directa.Y tienes mucha fantasía. —Sedetuvo—. Solo hay una cosa

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que me molesta tremendamente.Emilie levantó la mirada.

¿Qué diría ahora?—¡Que me llames tía

Franziska y me trates de usted!—prosiguió Fanny—. Sé quemi madre insiste en ello, porquees lo habitual en nuestrocírculo. Pero a nosotras eso notiene por qué importarnos, ¿nocrees?

Emilie la miró radiante y negócon la cabeza.

La tía Fanny habíaorganizado para ella y susobrina un completo programa

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de visitas para los siguientesdías. Se alegraba de poderpasear y conocer losalrededores de su nuevo hogarcon Emilie mientras su esposocumplía con las visitasobligadas a sus futuroscompañeros, superiores ymiembros de otros ministeriosantes de ocupar oficialmente sucargo el lunes. Addy no dejólugar a dudas de que habríapreferido unirse a las dosmujeres.

Emilie comprobó divertidaque su tía organizaba el tourpara explorar Berlín como si de

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una expedición científica setratara. El sábado por la mañanapropuso dar una vuelta con lalínea circular.

—Para tener una primeravisión general del territorio queexploraremos —explicó. Conuna sonrisa de disculpa añadió—: Ya ves que no meacostumbro del todo al cambio.

Se pusieron en marcha tras undesayuno copioso. Primero sedirigieron a la estación deAnhalt, cuyo gigantescovestíbulo de estiloneorrenacentista se encontrabaa pocos minutos a pie de Belle-

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Alliance-Platz, y allí tomaron eltren de cercanías, que unía lasnumerosas estaciones terminalesde Berlín. Hicieron transbordoen Papestraße. A continuaciónrecorrerían unos cuarentakilómetros en una amplia curvaen torno al centro de la ciudad.Desde las vías elevadas teníanuna buena vista de lo quehabían sido pueblos de laperiferia, que en las últimasdécadas habían crecido alsureste, al este y al norte paraconvertirse en desoladoresbarrios de bloques de pisos querodeaban enormes plantas

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industriales. Al suroeste y aloeste, en dirección a laresidencia real de Potsdam, elpaisaje era diferente. Entrecampos y pequeñas zonasboscosas vieron los terrenos degrandes dimensiones de villas,sanatorios y fincas escolares,que al aproximarse al centro dela ciudad daban paso a lasviviendas de varias plantas de laalta burguesía.

Una hora escasa despuésEmilie y su tía se montaron denuevo en el tren urbano en laparada de Stralau-Rummelsburg. Siguiendo la

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divisa de Fanny de que la mejorforma de comprender unaciudad, al igual que a unapersona, era conocer su historiay su desarrollo, desde allí seadentraron en el núcleohistórico: el viejo Berlín entre elSpree y el viaducto amuralladodel tren de cercanías,construido en la década de 1880sobre el trazado de las antiguasmurallas fortificadas.Recorrieron a pie el barriomedieval en torno a la iglesia deSan Nicolás, el convento delEspíritu Santo y la iglesia deSanta María, para después

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caminar hacia el Palacio Real yla catedral junto al parque deLustgarten. A Emilie le gustóacabar la excursión de ese díacon una visita a la imponenteconstrucción religiosa. Nohabría podido asimilar mássensaciones.

Con sus más de dos millonesde habitantes, Berlín le parecíauna ciudad increíblementegrande, ruidosa y frenética. Sehabía sumergido junto a Fannyen aquel mundo bullicioso, alprincipio con cierta timidez,pero enseguida con fascinacióny gran asombro, y había

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absorbido los olores, imágenesy sonidos que labombardeaban. Apenasprestaba atención a lasexplicaciones de su tía, queconsultaba datos históricos ypeculiaridades arquitectónicasuna y otra vez en una guíaBaedeker. La actividad quehabía a su alrededor requeríatoda su concentración.

En las calles comerciales y lasplazas centrales los coches,automóviles, ómnibus,bicicletas, tranvías eléctricos yotros vehículos circulaban muyjuntos. Entre ellos y sobre las

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aceras se apretaban peatones detodas las edades y clases, cuyaaglomeración sin rumboaparente le recordaba a Emilie alas hormigas. Empujabancarretillas, carretones y cochesde niño, arrastraban sacos ycajas, rodaban barriles, ydescargaban carbón y briquetasen las trampillas de los sótanoscon ayuda de tablones. Losvendedores de periódicosgritaban a los viandantes losúltimos titulares, los charlataneselogiaban sus mercancías y loslimpiabotas ofrecían susservicios a viva voz. Los

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escaparates, los rótulos deteatro y los enormes carteles enlas columnas publicitarias y enlas paredes reclamaban suatención. El manto de ruido delgolpeteo de los cascos decaballo y el traqueteo de losvehículos sobre los adoquines,del rugido de los motores, lasbocinas, los chirridos, lostimbres y de las maldiciones delos cocheros hacía que enalgunos lugares uno no se oyerani a sí mismo.

—Siempre me asombra loagotadora que puede ser unagran ciudad como esta —dijo la

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tía Fanny cuando se dejaroncaer con un suspiro sobre elasiento de un coche de puntosin capota. Después de dar alcochero su dirección, se quitólos zapatos y se masajeó losdedos—. En comparación, unamarcha por la sabana es untranquilo paseo.

—¿En qué grandes ciudadeshas estado ya? —preguntóEmilie y tomó asiento enfrentede Fanny.

—Mmmm, déjame pensar —respondió—. El primer año denuestro matrimonio Addy y yovivimos en Buenos Aires.

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Después estuvo medio año en laEmbajada de Washington antesde que lo destinaran alDepartamento de las Colonias,que aún no era una oficinaindependiente. Nuestro primerdestino en los protectoradosfue Herbertshöhe. Es la capitaly la sede del gobernador deNueva Guinea Alemana.Aunque «capital» es un términodemasiado rimbombante paraaquel diminuto pueblucho. Yhace cuatro años nos fuimos aTogo, donde pasamos muchotiempo en el interior. Pero locierto es que siempre hemos

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pasado las vacaciones en París,en Roma o en Londres. —Sonrió con picardía—. A modode contrapunto, por así decirlo.Para hacer acopio de cultura,cambiar impresiones conpersonas ilustradas, enterarnosde los últimos cotilleos desociedad y saquear lasboutiques de moda.

—¿Nunca sentiste nostalgia?—preguntó Emilie.

Fanny negó con la cabeza.—No, ni un segundo. Al

menos no de mi antiguo hogaren Colonia. —Miró a Emiliepensativa—. Qué locura, no

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había sido consciente de ellohasta ahora que lo haspreguntado. Claro que hubomomentos en los que eché demenos una cerveza fresca y unjugoso asado. Y tambiénañoraba nuestro buen pan. Pero¿nostalgia en el sentido deanhelo doloroso? ¡En absoluto!

—Oh, entonces te habráresultado difícil mudarte aBerlín, ¿no? —preguntó Emilie.

Fanny se echó a reír.—Claro que no, es diferente.

Al fin y al cabo Berlín es una delas ciudades más emocionantesdel mundo. Y no está escrito en

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ningún lado que vayamos aquedarnos aquí para siempre.—Se recostó y sonrióensimismada—. En el fondo meda igual dónde viva. Loprincipal es que esté con Addy.

Emilie la miró con los ojosmuy abiertos.

Fanny le guiñó.—¿No creías capaz a tu vieja

tía de ser tan sentimental? Lodigo en serio: haber conocido aAddy ha sido la mayor suertede mi vida. —Se inclinó haciadelante y puso la mano sobre larodilla de Emilie—. Te deseo detodo corazón que algún día

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encuentres un amor así.

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8

Sulzbach-Rosenberg enOberpfalz, julio de 2013

Hanna se despertó poco antesde las cuatro porque necesitabair al baño. Como de costumbre,intentó levantarse sin hacerruido para no despertar aThorsten. Su mirada recayósobre la otra mitad de la cama.

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La almohada, lisa e intacta,relucía a la tenue luz de la lunaque caía a través de la ventanaabierta. El recuerdo de losucedido el día anterior regresócon un ligero retraso. Y con él,el dolor. Después de la llamadade Heiko, con el que habíaapurado la botella de vino,había ido al dormitorio sinpensar, se había tumbado y sehabía quedado dormidainmediatamente. Quéestupidez. ¿Por qué no habríaelegido una de las habitacionesde los niños o el sofá deldespacho, destinado a los

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invitados? Hanna permaneciótemblorosa junto a la camadoble, una de sus primerasadquisiciones tras la boda. Cadaveta del marco de madera, cadaarruga de la colcha y lasalmohadas cubiertas con ropade cama de satén estabanimpregnadas de recuerdos quela invadieron y literalmente lavencieron. Se acurrucó, se tapóla cara con las manos y lloró.

Las lágrimas se agotaron unrato después. Hanna seincorporó y salió de lahabitación. Ya no la utilizaríamás. Pensó un instante dónde

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pasaría el resto de la noche.Sintió una punzada al darsecuenta de que en toda la casa nohabía una sola habitación quesolo le perteneciera a ella. Elargumento de Thorsten de queal fin y al cabo durante el díaera la única señora de la casa yano le sonaba plausible, sinodespectivo. Hanna se mordió ellabio. Culpa suya. Tendría quehaber insistido y haberreivindicado el despacho comosuyo. Por primera vez sepreguntó para qué necesitabaThorsten una oficina en casa sisolía trabajar sobre todo en la

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empresa. Había solido trabajar,se corrigió.

Ya podía olvidarse de seguirdurmiendo. Hanna fue al baño,entró en la cabina de duchaacristalada y dejó que el aguacaliente le golpeara la espalda.La idea de poder hacer ydeshacer a su gusto en la casa apartir de entonces no teníaningún atractivo. Al contrario,era angustiosa y la reafirmabaen la decisión que había tomadodurante la conversación conHeiko: ese mismo día semarcharía de Sulzbach-Rosenberg. Por un lado, para

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evitar a los vecinos, losconocidos y los compañeros deThorsten hasta que otro temaencendiera los ánimos de loscotillas. Por otro, paradistanciarse, despejar la mente yreflexionar con tranquilidadqué sucedería de allí enadelante. La oferta de Heiko devisitarlo en Berlín era tentadora.La había rechazado, al menospor el momento. Sabía que allí,al amparo de su amistad, lecostaría más animarse a saltar ala piscina y acometer condecisión el regreso a su antiguaprofesión. Como si hubiera

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pronunciado una palabra clave,Hanna giró el regulador hacia elagua fría, se duchó y se secó conuna toalla de rizo.

Una hora después colocó unagran caja de cartón sobre laalfombra oriental del salón, quecubría el suelo entre el tresillo yel ventanal. Era un recuerdo desu primer encargo comoreportera de viajes, que la habíallevado a Marruecos. La revistafemenina había pretendido irmás allá de las típicaspropuestas y reportajes deviajes, y ofrecer también a suslectoras «las singularidades» de

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destinos menos exóticos; elencabezamiento que habíaformulado el redactor jefeHelmut Finkenbohner era elsiguiente: «Viaja con nosotrosmás allá de los senderostrillados de los turistas, alcorazón de...»

Hanna debía entregar unartículo sobre los zocosmarroquíes, aquellos barriosorientales de mercado yartesanía situados cerca de lamezquita principal de cadaciudad. Su tour habíacomenzado en Marrakech, «laperla del Sur». Veinte años atrás

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la plaza central del mercado,con sus cuentacuentos,adivinas, músicos, encantadoresde serpientes, sacamuelas yestafadores, así como las callescomerciales colindantes, ya eranuna de las principalesatracciones a las que losautobuses conducían a losturistas de viajes organizados.Hanna también habíasucumbido al encanto de suactividad febril, que surtía suefecto a pesar de la masificación.Desde allí había continuadohacia pequeñas ciudades ypueblos desconocidos, y había

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recorrido sus bazaresentusiasmada una y otra vezpor sus intensos colores yaromas, la colorida coexistenciade puestos en los que sevendían alimentos como pan,carne, pastelitos que chorreabanmiel, verduras, dátiles, higos,gruesos manojos de mentafresca y especias apiladas enpirámides. Entre ellos habíadiminutas tiendas con bisuteríade plata, telas, artículos decuero, vajillas y alfombras, ytalleres en los que se tallaba, setorneaba, se teñía lana, seforjaba latón, se cocía cerámica

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y se remendaban zapatos.El temor de Hanna a sentirse

atacada o acosada en lasregiones más apartadas por seruna mujer que viajaba sola sehabía desvanecido rápidamente.La recibían con curiosidad yrespeto, pero sobre todo conuna hospitalidad quesencillamente la habíaimpresionado. En casi todaspartes había recibido enseguidala invitación de un comercianteo artesano a entrar a su negocioy tomar un té, incluso cuandoles daba a entender que noquería comprar nada. Había

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comprendido con rapidez quesu exotismo y su historia erantan interesantes para suanfitrión como a la inversa.

Hanna había regresado aMúnich con varios cuadernosrepletos de notas y un kilimtejido a mano, cuya riqueza decolores le recordaba a los zocos.Se lo había comprado a uncomerciante de alfombras que lahabía introducido en el granarte del regateo y le habíaexplicado pacientemente lostrucos y las reglas del juego.Hanna se arrodilló junto a lacaja y acarició el grueso tejido

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de lana, que brillaba cálido a laluz del sol naciente. Apenaspodía creer que hubiera pasadotanto tiempo desde aquelprimer reportaje de viajes. Enlos siguientes años había hecholas maletas a menudo y habíaexplorado, para la revista deHelmut Finkenbohner,ciudades y regiones de África yAsia en las que en cierta medidahabía tenido experiencias ysensaciones más espectacularesy emocionantes que enMarruecos. Sin embargo, elreino norteafricano conservabaun lugar especial en su

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memoria. Allí había descubiertosu pasión por los viajes ensolitario y su talento paraconseguir que las personas seabrieran a ella. Su jefe habíasabido apreciar esta capacidad yhabía lamentado enormementeque Hanna se retirara porcompleto de la vida laboral trasel nacimiento de Lukas.

Abrió las tapas de la caja, en laque guardaba sus títulos, susexpedientes, sus muestras yotros documentos de trabajo.Los sacó uno tras otro ycomprobó qué podríaaprovechar de todo aquello

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para presentar un currículum.Más tarde actualizaría sucurrículum en el ordenador.También necesitaba fotosnuevas. Un viejo cuadernoescolar llamó su atención. Laetiqueta decía: «Balance deHanna Vogel Keller.»

—Con esto hemos topado —murmuró, y cogió el cuaderno,que había escrito más de treintaaños atrás y que habíaactualizado tras su boda. Loabrió. Había hecho la primeraanotación el día de suconfirmación, las siguienteshabían sido tras la selectividad,

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hacia el final de sus estudios,poco antes de su boda y conocasión del nacimiento de sushijos. El último balance eraanterior a mudarse de Múnich aOberpfalz.

Hanna nunca había escrito undiario. El deseo de ahondar ensí misma regularmente o reteneracontecimientos de su vida leresultaba ajeno. En cambio devez en cuando, en momentoscruciales de su vida, habíasentido la necesidad dedetenerse, hacerse a un lado yanalizar su situación. Losbalances, con su estilo conciso,

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le habían servido comoestructura. Hanna apenas habíacambiado las preguntas que sehacía a sí misma desde laprimera anotación:

1. Fecha y motivo de lanota

2. ¿En qué situaciónestoy?

a) En mi vida privadab) Colegio / estudios

/ profesión3. ¿Grado de

satisfacción en una escalade 0 a 10?

4. ¿Me gustaría cambiar

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algo?a) Nob) SíSi es así, ¿qué

exactamente?5. ¿Qué puedo hacer

para lograrlo?¿Dónde me veo

dentro de cinco años?

Hanna se levantó y fue a lacocina con el cuaderno.Rebuscó un bolígrafo en uncajón, se sentó en su sillamirando hacia la ventana yllenó la taza, que aún estabasobre la mesa, con el termo que

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había llenado con café reciénhecho después de la ducha.Después de beber un trago,comenzó a responder las cincopreguntas.

1. Fecha y motivo de lanota

miércoles, 3 de juliode 2013;

Thorsten me hadejado.2. ¿En qué situación

estoy?a) En mi vida privadaEs el fin de mi

matrimonio;

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los niños se han idode casa;

vivo en un lugar enel que me sientoaislada y ahogada.

b) Colegio / estudios/ profesión

Ama de casa3. ¿Grado de satisfacción en

una escala de 0 a 10? 04. ¿Me gustaría cambiar

algo?a) Nob) Sí: ✓ ¡¡¡Sin

falta!!!Si es así, ¿qué

exactamente?

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Volver a trabajar;averiguar dónde

quiero vivir en elfuturo;

poner las cosas enclaro con Thorsten loantes posible5. ¿Qué puedo hacer

para lograrlo?Enviar currículums,

quizá recibirasesoramientoprofesional;comprobar si sería útilhacer algún curso dereciclaje.

Presentar la demanda

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de divorcio y vender lacasa...

Hanna se detuvo. «No teprecipites», le había aconsejadoHeiko al final de la llamada. Yle había hecho una preguntapara la que Hanna no habíatenido respuesta: «¿Cómo sehan tomado los niños todoesto?» En ese instante se habíadado cuenta de que Mia yLukas probablemente nosupieran aún que su padre sehabía largado. Hanna dejó elbolígrafo sobre la mesa. Típicode Thorsten. Escabullirse y

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dejar que ella se lo contara a losniños. «Y la estúpida de mí secompadeció de él por no poderacompañar a Lukas alaeropuerto —pensó Hanna yresopló—. ¡Cobarde! Sucoordinación ha sido perfecta.Probablemente espera que lascosas se hayan calmado un pocopara la próxima vez que hablecon los niños. A saber cuándoserá eso.»

Miró el reloj. Casi las seis.Demasiado pronto para llamar aMia. Y con Lukas seguramenteno podría hablar hasta la noche,cuando ojalá hubiera llegado

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bien a su destino y tuvieraconexión a internet... ¿Debíahablarle ya de los planes de supadre? ¿No sería mejor dejarleun tiempo para adaptarse a sunuevo entorno? Ya tendríatiempo para enfrentarse alhecho de que su hogar ya noexistiría cuando regresaradentro de un año. Al menos nocomo lo había dejado.

Lo hablaría con Mia. Los doshermanos tenían una relaciónmuy estrecha. Hanna suspiró. Asu hija tampoco le resultaríafácil digerir la noticia. «Lomejor será que coja después el

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coche y vaya a decírselopersonalmente», decidióHanna. La perspectiva de salirese mismo día de la ciudad conun destino concreto fue unalivio. ¿Y por qué no seguirhasta Múnich después y pasarpor la antigua redacción de larevista femenina? HelmutFinkenbohner se había jubiladotres años atrás, pero seguro quevería a alguna que otracompañera de entonces. Desdeluego no era mala idea enterarsede cómo estaban las cosas en elsector y averiguar quéposibilidades tenía.

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Un movimiento en la ventanadistrajo a Hanna de suscavilaciones. El gato atigradogris de la casa de enfrente estabasentado en el alféizar y se lamíauna pata delantera. Hanna selevantó y abrió la ventana. Elgato se incorporó y la miróvigilante.

—No tengas miedo, precioso—dijo Hanna en voz baja—. Apartir de hoy ya nadie teahuyentará.

Estiró la mano lentamente. Elgato la olisqueó y permitió queHanna lo acariciara. Cerró losojos, empujó la cabeza contra la

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mano y ronroneó para despuésapartarse de ella y saltar delalféizar con ligereza. Hanna losiguió con la mirada y aspiróprofundamente el aire fresco,que olía a tierra húmeda y ahierba recién cortada. De niñaya soñaba con tener un gato.Cuando se mudaron aSulzbach-Rosenberg, habíacreído que por fin podríacumplir aquel deseo. Lascondiciones eran ideales: unacasa espaciosa, mucho sitio paracorrer en el jardín y los camposaledaños, y prácticamenteningún peligro de tráfico en las

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calles poco transitadas de laurbanización.

Thorsten se había negadocategóricamente, le había hechosaber que era alérgico a losgatos y le había pedido que noentrara en contacto conaquellos animales que tanto legustaban. Al parecer bastabanun par de pelos para provocarledolor de cabeza y asfixia.Hanna sospechaba que sualergia no era tan fuerte comoaseguraba, si no una simpleexcusa. Thorsten también habíarechazado una y otra vez laspeticiones de los niños de tener

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un perro, conejos o periquitos,ya que lo único que hacían eraensuciar y molestar, transmitíanenfermedades peligrosas y en suopinión, en general no pintabannada en una casa.

Hanna se apartó de la ventana.Su mirada recayó sobre laúltima pregunta sin responderdel balance:

«¿Dónde me veo dentro decinco años?»

Cogió el bolígrafo y escribió:«En el balcón de una

buhardilla en Múnich, con ungato en el regazo. Morena porel sol de un país exótico del que

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acabo de regresar de hacer unreportaje de viajes.»

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9

Berlín, mayo de 1907

El lunes por la tarde, pocoantes de las cinco, Emilie pasópor la plaza de la Ópera junto ala Antigua Biblioteca, cruzó elamplio bulevar Unter denLinden y se dirigió hacia elantiguo palacio de un príncipeprusiano que el rey Federico

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Guillermo III había donadohacía poco menos de cien años ala recién fundada universidad.Con una mano comprobó queel sombrerito que la tía Fannyle había comprado pocas horasantes en las galerías Wertheim,en la plaza de Leipzig, seguía ensu sitio.

—Si me lo permites —habíadicho, soltando el lazo quesujetaba a la cabeza de Emilie lamonstruosidad amorfa grisoscuro que llevaba calada hastala frente y con el que salía a lacalle durante el día. Unmomento después Fanny había

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colocado a su sobrina ante unespejo y había dicho:

»Así por fin se te ve la cara, ytus preciosos ojos resaltanmucho más.

Emilie apenas se habíareconocido. El sombrero conuna rosa de seda en el costadoque su tía había escogido paraella se apoyaba descarado sobresu moño y le daba un aspectomuy femenino.

—Très chic, querida —habíaexclamado Fanny, habíaaplaudido y había anunciadocon un tono que no admitíaréplica—: Y mañana te

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compraremos un par devestidos bonitos y, sobre todo,cómodos.

Emilie reconoció desde lejoslos monumentos a loshermanos Humboldt, quedominaban ambos lados de laentrada sobre elevadospedestales ante la valla deledificio principal. Emilie sedirigió a la izquierda y secolocó en el hueco junto a laestatua del erudito de las letrasWilhelm von Humboldt,sentado por encima de ella conlas piernas cruzadas y un librosobre las rodillas, y observando

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pensativo desde las alturas a lospeatones que pasaban ante él. Sepreguntó fugazmente por quéno habría elegido su hermanoMax a su hermano menorAlexander, que como científicoy miembro de numerosasexpediciones habría debidoresultarle más cercano.

—No daría este reloj / lashoras tan precisas / si no fuera aver yo / a mi preciosa hermanita—se oyó a la espalda de Emiliela primera estrofa de unacanción popular para beber.

Se volvió y se vio frente a suhermano, al que no había

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notado llegar. Llevaba unagabardina ligera de algodónencerado, una gorra planaladeada sobre la frente y unacartera de cuero sujeta bajo elbrazo.

—¡Max! —exclamó, se le echóal cuello y lo abrazó con fuerza.

—No seas tan efusiva —rio yprosiguió con fingida severidad—: ¿Qué pensará la gente?

—¡Mira quién habla! ¿Quiénme ha cantado en plena calle? —replicó Emilie. Se rio entredientes y amenazó a Max con eldedo—. La preciosa botellita seconvierte como por arte de

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magia en preciosa hermanita y...Se detuvo y examinó a su

hermano, que solo era unpalmo más alto que ella. Parecíacambiado. No era solo la ropamuy informal la que causaba esaimpresión, era su presencia. Elpelo, que antes solía llevar conun corte militar por deseo de supadre, le había crecido yenmarcaba su rostro con suavesrizos. Su tez era pálida aexcepción de la frente y la nariz,enrojecidas por el sol. Teníasombras azuladas bajo los ojos,que brillaban en tono castañodorado como los suyos. Le

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parecieron opacos, como siestuvieran cubiertos por unvelo o una neblina.

—Pareces cansado. Y afligido—afirmó—. Pensaba quevolverías recuperado y de buenhumor de tu excursión. ¿No lohas pasado bien?

—Claro, claro, por supuesto—respondió él.

—No es así como suena elentusiasmo —dijo Emilie—.Así que suéltalo. ¿Qué mosca teha picado?

—Bah, nada... —respondióMax y desvió la mirada. Se hizoel remolón—. Es solo que... me

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he... —Se detuvo y prosiguiórápidamente—: Me he dadocuenta de que no estoy hechopara las caminatas.

Emilie contuvo la risa al versu gesto compungido. No lesorprendió que el teóricoentusiasmo de Max por la vidaerrante en la naturaleza lejos delajetreo de la ciudad se hubieradesinflado con rapidez. Para él,que tenía poco interés en elfortalecimiento físico y dabamucha importancia al confort,las caminatas de varias horascon una pesada mochila a laespalda debían de haber sido

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una tortura. Posiblemente teníaampollas en los pies, agujetas yla espalda dolorida por no estaracostumbrado a tumbarse sobrebalas de paja en un granero.Levantarse temprano, loslavados de gato con agua fría ylas letrinas tampoco eran losuyo. Al contrario que ella, a élno solía gustarle visitar a susabuelos en Bergisches Land.No porque le resultaranindiferentes o no los quisiera.Las modestas condiciones en lasque vivían le parecían unaincomodidad.

Max le ofreció su brazo y

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dijo:—Ven, te enseñaré mi lugar

preferido. La cómoda.Emilie levantó las cejas.—¿La cómoda?Max señaló la fachada curva

del edificio de enfrente.—La biblioteca.Emilie sonrió.—Es cierto, efectivamente

tiene el aspecto de un mueblebarroco.

—Paso mucho tiempo allí. Esun lugar tranquilo en el queuno puede reflexionar sin sermolestado y enfrascarse enlibros, enciclopedias y revistas

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—dijo Max.Emilie se cogió de su brazo.—La verdad es que vuestros

laboratorios me interesanmucho más. Y las coleccionesnaturales. Tengo muchacuriosidad por laspreparaciones de plantas raras yanimales. Al fin y al cabo lamayoría de ellos solo los hevisto en ilustraciones.

Max se encogió ligeramentede hombros.

—Si es lo que quieres. Perotampoco es taaaan interesante.Y de todos modos hoy esdemasiado tarde.

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Emilie frunció el ceño.—No te entiendo. En tus

cartas hablabas entusiasmado detodo ello y me dabas muchaenvidia.

Max evitó la mirada de Emilie,murmuró algo incomprensibley le pisó el pie por descuido sindisculparse. Emilie arrugó lafrente. No recordaba a suhermano tan distraído einquieto. Se detuvo, se colocófrente a él y lo obligó a mirarlea los ojos.

—¡Maximilian Berghoff! —dijo e imitó el tono estricto desu padre, con el que este solía

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reprender a sus hijos o a loscriados—. ¡Dimeinmediatamente qué estápasando!

Max giró los ojos.—A ti es realmente imposible

engañarte.Emilie asintió.—Busquemos un rincón

tranquilo donde puedascontármelo todo.

Max torció el gesto.—¡Nada de rechistar! —

Emilie miró su reloj de pulsera—. La tía Franziska no nosespera hasta dentro de una hora.Así que tendrás suficiente

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tiempo para desahogarte.—Bueno, está bien,

quitémonoslo de encima. Detodas formas no me dejarás enpaz —dijo Max y señaló uno delos bancos situados en el parqueentre la Ópera y la Biblioteca.

En cuanto se sentaron, Emiliese descolgó con lo quesospechaba era el motivo másprobable de la agitación de suhermano:

—Te has enamorado. Y deuna chica, además, que nuestrospadres jamás aceptarían comonuera.

Le pareció ver mentalmente

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imágenes de Max prendado deuna joven de una familiatrabajadora: conociendo a suamada en la biblioteca, donde sesumergían juntos en un libro yal mismo tiempo se susurrabanpalabras dulces al oído, dándosela mano disimuladamente ypaseando por Tiergarten,buscando valiosos momentosde intimidad en un bote deremos en uno de los lagos oafluentes de Berlín, orobándose un beso en laoscuridad del teatro o de unasala de variedades. ¿Quizás ellatambién estaba en las Aves de

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paso? Por lo que Emilie sabía,algunos grupos tambiénaceptaban chicas. Sí, exacto, esodebía de ser. Y aquel fin desemana se habían prometido ensecreto, y ahora Max no sabíacómo cumpliría con esapromesa sin provocar la ira desu padre y que lo desheredara...

—Eh, no... ¿De dónde hassacado eso? —interrumpió Maxsus especulaciones, mirándolaperplejo.

Las imágenes de Maxfelizmente enamorado sedesvanecieron. Emilie sintióque se sonrojaba.

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—Eh, yo pensaba que... —comenzó a decir.

Max negó con la cabeza,sonriendo.

—Realmente tienes unafantasía desbordante. —Prosiguió más serio—: Pero noibas tan mal encaminada. O esome temo.

—¿En lo que respecta anuestros padres? —preguntóEmilie.

Max asintió. Emilie lo mirócon curiosidad. Él respiróprofundamente.

—He descubierto lo querealmente quiero ser.

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—¿Y no quieres ser científico?Max negó enérgicamente con

la cabeza.—No, en realidad nunca quise

serlo. Pero como no sabía quéotra cosa podía estudiar...

—... y nuestro padre dio suaprobación, empezaste —terminó Emilie su frase.

Max asintió.—No es muy valiente, lo sé.Emilie le apretó el brazo.—Te entiendo. Después de

todo lo que ha sucedido entrevosotros. Yo tampoco mehabría atrevido a oponerme asus deseos.

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—Gracias, eres un amor —dijo Max—. Pero tú no te dejasavasallar tan fácilmente comoyo.

—Bueno, no sé... —dijoEmilie entre dientes, y seencogió de hombros—. Y yame has tenido en vilo suficiente.¿Qué es lo que quieres hacerahora?

—¡Escribir! —anunció Max.Emilie tragó saliva.—¿Cómo dices? ¿Acaso

quieres... hacerte escritor?Frunció el ceño. No le

extrañaba que su hermanovacilara en anunciar la noticia

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en casa. Los así llamados estetasle resultaban sospechosos a supadre. Le disgustaba la idea deno ganarse el pan con trabajoproductivo ni creando cosasútiles. Principalmente leía laprensa diaria. Se había suscritoal Elberfelder Zeitung y elDeutsche Allgemeine Zeitung,un diario especialmente leal alGobierno, para mantenerse alcorriente de la actualidadpolítica nacional e internacionaly de la cotización bursátil.Además de eso, la familia recibíaDie Gartenlaube, cuyosfolletines no solo gozaban de

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gran popularidad entre elservicio femenino, sino quetambién eran devorados por laseñora de la casa.

A Gustav Berghoff no leresultaban muy interesantes lasnovelas o, ni siquiera la lírica. Asus ojos, como máximo eraaceptable que las mujeres sedistrajeran con la lectura deaquellas historias inventadas yesa verborrea poética. Hacíaexcepciones con autores quecontaban con las simpatías delemperador, principalmenteLudwig Ganghofer y WalterBloem. A este último Gustav lo

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conocía personalmente. El cultojurista provenía de Elberfeld yhabía trabajado durante años enun bufete en la vecina Barmen,antes de abandonar su carrerade abogado en 1904, mudarse aBerlín y ganarse bien la vidacon sus novelas de tintenacional. El padre de Emilieaprobaba aquella trayectoriasobre todo porque compartíalas opiniones del autor. Encambio, nunca se le ocurriríapermitir a su propio hijo querenunciara a una formaciónsólida para probar suerte comoescritorzuelo.

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Max torció el gesto.—Prácticamente puedo oírte

pensar. No temas, no meprecipitaré. Por supuesto quesueño con ganarme la vidacomo autor de teatro onovelista algún día. Peroprimero lo intentaré comoperiodista.

Abrió la cartera de cuero ysacó un periódico doblado. Loabrió y señaló un artículo en elsuplemento cultural. El nombredel autor no le decía nada aEmilie. Miró a su hermanointerrogante.

—¿Quién es Konrad

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Kormoran?Max le guiñó. Los ojos de

Emilie se abrieron como platos.—¿Tú?Max asintió.—¿Por qué no escribes con tu

nombre?—Léelo y lo entenderás —le

pidió Max.Emilie se inclinó sobre el

periódico y leyó por encima eltexto de una columna. Era uncomentario a la última novelade Gustav Frenssen, un escritorcon una visión del mundomarcadamente nacional-conservadora, que se

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correspondía con la de susnumerosos lectores. En El viajede Peter Moor al Sudoestedescribía la lucha de los colonoscontra el levantamiento de losherero y los namaqua, a los quepresentaba como salvajesincultos y sanguinarios. Maxcriticaba duramente esa posturacon agudeza y mordacidad, y,así, no solo atacaba al popularautor, sino que tambiéncensuraba la opiniónpredominante en el imperio enrelación con los nativos de lascolonias.

Emilie dejó caer el diario

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sobre su regazo y miró radiantea Max, que la había observadotenso mientras leía.

—¡Es brillante! No tenía niidea de que escribieras tan bien.

Max respiró, tomó la mano deEmilie y la apretó.

—¡Gracias! Tu opinión esmuy importante para mí.

Emilie echó un vistazo a lacabecera del periódico.

—Te entenderás de maravillacon la tía Fanny y su marido —dijo—. Addy es un lectorentusiasta del BerlinerTageblatt desde que cuenta conese nuevo redactor jefe.

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—Te refieres a Theodor Wolff—dijo Max. Sus ojos seiluminaron—. Sí, es un hombremuy especial. Antes eracorresponsal del Tageblatt enParís, y el año pasado se hizocargo de la dirección. Desdeentonces se erige cada vez másen portavoz contra la políticade gran potencia y elmilitarismo. Además, Wolffaboga por el fortalecimiento delos derechos civiles y delParlamento, y...

—... y defiende así unaopinión que en nuestra familianunca ha sido aceptada —lo

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interrumpió Emilie.Max dejó caer los hombros y

dijo en voz baja.—Exacto. No quiero ni

imaginar cómo se enfureceríanpadre y especialmente la abuelaHedwig si supieran que yo... —Se frotó la frente—. Ay, Emilie.¿Qué debería hacer?Sencillamente no me atrevo aenfrentarme a padre y seguir micamino. Sin importar lo quepase.

Emilie contuvo el impulso deabrazar a Max y acunarlo paraconsolarlo, como había solidohacer cuando su hermano

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pequeño se abría la rodillajugando o recibía unareprimenda por haberdesobedecido.

—Desde luego no deberíashacer eso. En cualquier caso noenseguida. Pero no sería malaidea terminar la carrera y almismo tiempo adquirirexperiencia como periodista.Una vez se convierta en unaalternativa sólida y padre veaque puedes ganarte la vida conello, entonces...

—Sí, eso sería sensato y puedeque funcionara... —lainterrumpió Max.

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Emilie le dirigió una miradaescrutadora.

—¿Pero?—Pero no va a ningún lado.

Me refiero a mi carrera. Almenos, no en Biología.

—¿Por qué? Taaan aburridono creo que sea.

—Claro que no. Es solo que...—Max respiró hondo y lo soltó—. No sé si sobreviviré al viajeal Ártico. Este fin de semana mehe dado cuenta definitivamente.La simple idea de tener quepasar semanas en ese desierto dehielo me produce dolor deestómago. ¿Cómo voy a

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lograrlo si una excursión de dosdías a través del bosque delSpree me dejan hecho polvo? Yeso que ni siquiera participaréen la expedición en sí, en la quelos investigadores caminarándurante días sin un techo sobresus cabezas. —Apartó la miradaavergonzado y murmuró—: Losé, suena terriblementequejicoso. Debes de pensar quesoy un cobarde.

—Pues claro que no —dijoEmilie—. Es solo que no eresun chico robusto al que le gustela naturaleza. Entiendoperfectamente que te dé miedo.

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Antes te resfriabas con solo unpoco de corriente o si la lluviate empapaba. —Reflexionó unmomento antes de proseguir—:¿No puedes hablar con elprofesor y pedirle que escoja aotro estudiante? Estoy segurade que tendrá en cuenta tufrágil salud y...

Max negó enérgicamente conla cabeza.

—¡Ya no! Antes, después declase, me ha llamado aparte yme ha contado que padre leenvió una carta la semanapasada. En ella le agradeceexpresamente que me haya

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elegido para este proyecto yque me haya dado laoportunidad de demostrar miscapacidades. Signifique eso loque signifique. En cualquiercaso ahora no puedo anunciarque me lo he pensado mejor.Además, salimos en un par dedías. —Suspiró—. Será unacatástrofe. Si voy con ellos,también saldrá a la luz que nosé dibujar. Al fin y al cabo nopuedo meterte en mi equipaje yllevarte conmigo para que lohagas por mí, como hasta ahora.

Emilie cerró los ojos uninstante. Se vio a sí misma

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emprendiendo el viaje alremoto norte apretujada en unbaúl ropero. Cuando nadiemirara, Max la dejaría salir paraque dibujara las plantas y losinsectos que hubiera recogidoél. Pero ¿pasar semanasencerrada? No, la idea no eramuy atractiva. Era una pena quela excursión no se llevara a caboen un país en el que las mujeresllevaran velo. Entonces habríapodido camuflarse como nativa.En Spitsbergen podríadisfrazarse de oso polar y nopasaría frío. Sin embargo, corríael riesgo de que la matara un

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cazador, que no se creería loque veía cuando le quitara lapiel al supuesto oso. Emilie rioentre dientes.

El gesto de Max seensombreció.

—¿Qué te hace tanta gracia?—Nada, perdona. Solo me

estaba imaginando como sería iren secreto contigo... —Sedetuvo y contuvo el aliento.Agarró el brazo de Max agitada—. ¡Lo tengo! ¡Ya sé cómo loharemos!

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10

Múnich, julio de 2013

En los tiempos en que Hannahabía sido periodista enplantilla, la redacción de larevista femenina tenía su sede alsur del centro de Múnich, enSendling. Todos los díastardaba apenas veinte minutosen bici en llegar bordeando el

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Isar de su casa en Au a unedificio trasero en un tranquilopatio interior, y le gustabamucho el animado entorno conpequeñas tiendas, talleres, baresy cafeterías. En su opinión,aquella ubicación compensabacon creces el hecho de que elmodesto edificio no causara unaimpresión notable. Las voces deaquellos que presionaban paramudarse a un entorno másrespetable cada vez habían sidomayores. Tras la jubilación deHelmut Finkenbohner, sehabían impuesto. Antes de salirhacia Múnich, Hanna había

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averiguado en la página web dela editorial que su sucesora ysus compañeros trabajabandesde entonces en ArabellaPark, al este de la ciudad, unazona en la que desde los añossesenta se habían abiertograndes terrenos a modo depolígono industrial.

Al no conseguir hablar con suhija por teléfono por la mañana,Hanna había viajadodirectamente a Múnich en tren.Le había preguntado a Mia porSMS si por la tarde tendríatiempo para quedar, y pocodespués había recibido una

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respuesta afirmativa: su hijatenía ganas de verla durante undescanso largo entre dos clases.

Hanna tomó la línea 4 delmetro en la estación central y sebajó una parada antes de laúltima, en Richard-Strauss-Straße. Poco después unaescalera mecánica la transportóal extremo superior del accesoal metro. Hanna tuvo queparpadear debido a laluminosidad del sol, quebrillaba en el cielo despejado.Hacía un calor sofocante, lapredicción del tiempo para lanoche eran fuertes chubascos y

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tormentas aisladas. Hanna miróa su alrededor. Junto a ella rugíael tráfico del anillo central, casienfrente estaba situado elimponente edificioadministrativo de HypoVereinsbank, que en 1981 habíasido el primer rascacielos deMúnich en superar la barrera delos cien metros, y que con eltiempo se había convertido enun edificio protegido. Hannasacó del bolso el papelito en elque había anotado lasindicaciones y se dispuso abuscar la dirección de laeditorial.

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Si alguien la hubiera dejadoallí sin decirle en qué ciudad seencontraba, nunca habría dichoque se trataba de Múnich. Lastorres de oficinas que se alzabana su alrededor, con sus enormessuperficies de cristal espejado ylas relucientes construccionesde acero, le recordaban aldecorado de una película deciencia ficción. La impresión demoverse por un escenariofuturista era más intensa envista de las aceras vacías, en lasque no se veía un alma a estahora de la tarde. A Hanna no lehabría sorprendido encontrarse

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con robots. A pesar del calor,un escalofrío le recorrió laespalda.

En poco menos de diezminutos llegó a su destino y sesintió aliviada al ver que unarecepcionista le sonreía tras unmostrador en el vestíbulo.Hanna le dio el nombre de ladirectora de la sección deDiseño y decoración, con la quehabía quedado, y poco despuésestaba cinco pisos más arribaante la puerta abierta deldespacho de su antiguacompañera Sophia Möller. Estaestaba sentada en un escritorio

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de espaldas a una ventanapanorámica que ofrecía unaamplia vista de la ciudad y susalrededores. «Seguro quecuando sopla el foehn se ven losAlpes», pensó Hanna depronto. Ese día había una paredbrumosa tras la ciudad quelimitaba la vista.

Hanna llamó al marco de lapuerta. Sophia levantó lacabeza. Llevaba gafas para leer,se había cortado el pelo a mediamelena, que antes llevaba largo,y se lo había aclarado. Apartede eso, apenas había cambiado.Su rostro abierto irradiaba la

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misma calidez que antes, nofingida sino de corazón.Durante su tiempo juntas en laeditorial, Hanna, cuando estabaen la ciudad, a menudocompartía con ella la pausa demediodía. A Sophia, queademás cuidaba de su madreenferma y apenas salía deMúnich, le solía gustar queHanna le hablara de sus viajes.A cambio, ella pedía a su colegasugerencias para decorar elpequeño piso que ella yThorsten, que por entonces aúnestaba estudiando, a duraspenas se podían permitir con el

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sueldo de ella. Gracias a losconsejos de Sophia, elapartamento de doshabitaciones, en el que tras elnacimiento de su hija no cabíani un alfiler, se habíaconvertido en un hogaramueblado de forma útil y almismo tiempo confortable.

Hanna siempre habíalamentado que hubieranperdido el contacto casi porcompleto después de mudarseella a Oberpfalz. En Navidadesse habían enviado postalesregularmente y cada año sehabían propuesto volver a verse

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de una vez. Todo habíaquedado en buenas intenciones.Tanto más se había alegradoHanna de que Sophia hubierareaccionado con sinceroentusiasmo al anunciarle suvisita por teléfono.

Sophia se quitó las gafas. Suboca esbozó una sonrisa.

—¡Hanna, qué alegría volvera verte! —exclamó y se levantóde la silla de un salto. Rodeó lamesa y abrazó a Hanna—. Nome puedo creer que hayanpasado tantos años. —Sacudióla cabeza—. Sigues igual. Quizácon la nariz algo más pálida.

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Pero por lo demás...—Lo mismo he pensado yo al

entrar —respondió Hanna ydevolvió el abrazo a Sophia—.Gracias por dedicarme un ratode forma tan inesperada.

—Por favor, pues claro. —Echó un vistazo a su reloj depulsera—. Ven, vamos a comeralgo rápido. A la vuelta de laesquina hay un buen coreanocon una pequeña terrazainterior. Allí podremos hablarcon tranquilidad.

—¿Seguro que no te molesto?—insistió Hanna y señaló elescritorio, cubierto de pilas de

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papel, fotos y libros, en los quehabía notas de colores a modode marcapáginas—. Eso tienepinta de ser un montón detrabajo.

Sophia asintió.—Si fuera por eso, no saldría

nunca de la oficina. Elproblema de siempre: pocopersonal... Pero las pausas sonnecesarias. Además, cadaminuto que no tengo que pasaraquí dentro es una alegría.

Hanna levantó las cejas.—¿Por qué? Pero si es un

espacio agradable. Mucho sitioy unas vistas de ensueño.

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—Más bien de pesadilla —dijo Sophia, poniendo los ojosen blanco—. Tengo miedo a lasalturas.

Una hora más tarde Hannaacompañó a su antiguacompañera de vuelta al edificiode la editorial. Ese tiempoapenas había bastado paraponerse al día. Aunque Sophiaopinaba que ella no habíavivido nada digno de contarse.Aparte de la muerte de su madredos años atrás, su ascenso adirectora de la sección habíasido el acontecimiento más

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relevante. Seguía viviendo sola.Cuando Hanna la conoció,Sophia ya era una solteraconvencida. Los hombresrepresentaban importantespapeles secundarios en su vidade vez en cuando, pero nuncahabía considerado hacer sitio aalguno de ellos a su lado deforma permanente. A lapregunta de Hanna de si nosoñaba a veces con una familiapropia o no deseaba unarelación estable, Sophia habíarespondido sin dudarlo con unno.

—Durante un tiempo me dejé

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convencer de que me pasabaalgo —había añadido con unasonrisa ladeada—. Pero aldarme cuenta con los años deque estoy realmente satisfechacon mi vida, ha dejado deimportarme parecer enemiga delos hombres o incapaz demantener una relación.

Hanna se había sentidoaludida. Ella también habíaestado convencida durantemucho tiempo de que no eranormal que una persona —especialmente una persona tanabierta y cariñosa como Sophia— no sintiera el deseo de

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enamorarse en serio y compartirla vida con otro. Ahora ya noestaba tan segura de que elmodelo habitual ofreciera másventajas que inconvenientes.

—Es extraño —dijo Sophiamientras esperaban el ascensoren el vestíbulo—. Es como sinunca te hubieras ido.

—Yo también tengo esasensación —respondió Hanna yapretó el brazo de Sophia—.No me sucede con muchaspersonas. Y precisamente eneste momento me viene biensaber que algunas cosas nocambian y que se puede confiar

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en ellas.Sophia torció el gesto.—No veía a Thorsten muy a

menudo, pero siempre tuve laimpresión de que era de fiar ysensato.

—Sí, eso pensaba yo también.Hasta ayer —murmuró Hannay dejó caer los hombros.

Sophia la miró con empatía.—Creo que lo estás llevando

muy bien. Conozco muchasmujeres que en tu situación sehunden en la autocompasión ose abandonan en fantasías devenganza.

—Bueno, eso no lleva a

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ningún lado —dijo Hanna.La puerta del ascensor se

abrió.—¡Eso digo yo! —dijo

Sophia, y cedió el paso a Hannaa la cabina del ascensor con ungesto de la mano—. ¿Preparadapara entrar en la boca del lobo?—le preguntó.

Hanna cruzó los brazos, seagarró los codos y los apretócontra sí.

—Lo cierto es que no. Quizádebería venir más adelante...mejor preparada...

—Ay, era una broma —dijoSophia—. Manu es muy

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simpática. Le gustará conocerte.E incluso si en este momentono tiene ningún encargo para ti,será bueno que te haya vistoalguna vez.

—Tienes razón —dijo Hanna,y se encogió de hombros—. Detodas formas es demasiado tardepara dar marcha atrás. Es soloque me he dado cuenta de quehe desaparecido del mapadurante mucho tiempo y ahorasoy de la vieja guardia.

—Pero, a cambio, has vividoexperiencias que nadie puedearrebatarte. Y eso es impagable.

—Eres un sol. —Hanna

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sonrió a Sophia.El ascensor se detuvo en la

cuarta planta, en la que seencontraba el despacho deManuela Kastner. Sophiaextendió los brazos paradespedirse.

—Bueno, entonces hemosquedado en que volvemos avernos pronto, ¿no?

Hanna asintió.—Desde luego. Y muchas

gracias por todo.Le guiñó a Sophia, salió del

ascensor y avanzó por elpasillo. De las paredes colgabanimágenes de gran formato con

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paisajes y ciudades de todos loscontinentes. En la puerta queconducía a la sala de laredactora jefe había una mujeralta, que, según los cálculos deHanna, debía ser diez añosmenor que ella. Era delgada,llevaba un traje de chaqueta ypantalón que realzaba su figuray tenía el pelo largo y rubiooscuro. Dio instrucciones porencima del hombro a unapersona a la que no se veía ycasi chocó con Hanna alvolverse bruscamente y salir alpasillo.

—Oh, perdón —dijo.

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—¿Es usted la señoraKastner? —preguntó Hanna—.Soy Hanna Keller. Si no meequivoco la señora Möller hahablado con usted y le haanunciado mi visita.

La mujer se quedó inmóvil yarqueó las cejas. Un instantedespués se golpeó la frente conla mano.

—¡Pues claro! —Le tendió lamano a Hanna—. Lo siento.Hay tanto movimiento aquíahora mismo que se me habíaolvidado por completo.

—Si no le viene bien... —empezó a decir Hanna.

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—No, no, todo lo contrario.Viene como caída del cielo. Sino le importa esperar unmomento, tengo que hacer unacosa urgente.

Manu Kastner señaló la puertafrente a su despacho, tras la que,según el letrero, se encontrabala sala de conferencias.

—Enseguida estoy con usted—dijo, y salió corriendo.

Hanna entró en la sala dereuniones, en cuyo centro habíauna mesa de cristal ovalada yocho butacas tapizadas concuero. Había un amplioventanal orientado al norte y la

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pared de enfrente estabacubierta por un mapamundigigante en el que había clavadasnumerosas banderitas decolores. Hanna se colocó ante ély buscó los lugares a los quehabía viajado en algunaocasión. Las ganas de viajar seapoderaron de ellarepentinamente. Al ver el mapa,las imágenes y los recuerdos seremovieron en su interior y lainundaron con un ímpetu quela mareó. Hanna cerró los ojos.

Creyó sentir el viento seco deldesierto de Kalahari y el crujidode la fina arena roja entre los

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dientes; percibió el aroma de lasvaras de incienso que sequemaban en los templosbudistas de la India y el saboragridulce de una guayaba reciéncogida; vio el profundo azul delcielo sobre el altiplano de losAndes y el mar revueltodurante un huracán en elCaribe. Oyó los chillidos deuna colonia de macacosespantada en Formosa, laspalmadas rítmicas con las quelas mujeres masái acompañabanel baile de saltos de sushombres, y el estruendo de losciclomotores en las abarrotadas

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calles de Hanoi.«Viene como caída del cielo»,

había dicho Manu Kastner.¿Realmente era posible quetuviera un encargo para ella?Hanna sintió un cosquilleo enel estómago ante la perspectivade poder subirse pronto a unavión y salir de él pocas horasdespués en un país lejano parainvestigar por encargo de larevista con quérecomendaciones secretaspodrían sorprender a laslectoras y hacerles la boca agua.«¿Adónde me enviará?», sepreguntó. Se rodeó el pulgar

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derecho con los dedos y losapretó. «Ojalá sea una zona queaún no conozco. Aunque detodas formas descubriríamuchas cosas nuevas. En Asia,por ejemplo, todo cambia a talvelocidad que en algunasciudades ya ni siquiera seríacapaz de orientarme.»

—Bueno, aquí estoy.Hanna se estremeció y se

volvió hacia Manu Kastner, quehabía entrado en la sala. Parecíasin aliento, se dejó caerpesadamente en una butaca ehizo un gesto invitador hacia elsitio que tenía enfrente.

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—¿Quiere tomar algo?Hanna negó con la cabeza, se

sentó y miró a la redactora jefe.«Si hubiera dependido deFinkenbohner, yo estaríasentada en su silla», pensó. Elbreve asomo de envidia sedesvaneció. Aquel puestosignificaba mucho estrés yninguna oportunidad paraexplorar el mundo comoreportera de viajes.

—Bueno, seré breve —comenzó Manu Kastner y seinclinó hacia Hanna—. Enpocos días me han fallado dosde mis colaboradoras. Una está

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en cama con el tobillo roto. Niidea de cuándo estarárecuperada. Y puede que a laotra la hayamos perdido parasiempre. Se ha enamorado y hadecidido inesperadamenteempezar una nueva vida junto asu novio en una granja deavestruces en Australia. —Pusolos ojos en blanco—. ¡Unacatástrofe!

Hanna se esforzó pormantener un gesto neutro. Noestaba segura de cuál erarealmente la catástrofe paraManu Kastner: la ausencia deesa periodista o el motivo.

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—En cualquier caso, no podíacreer en mi suerte cuandoSophia me ha dicho estamañana que pasaría usted hoypor aquí.

Hanna arqueó las cejas. Tantoentusiasmo le resultabasospechoso. Manu Kastnerpercibió su irritación y sonrió.

—Lo digo en serio. Aquí esusted prácticamente unaleyenda. Finkenbohner siemprehablaba maravillas de usted y desus reportajes. Debo admitirque muchas veces estabasimplemente celosa.

Hanna sintió que se

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sonrojaba. Bajó la mirada haciala mesa abochornada.

—Así que si quiere volver a laprofesión y ponerse en marchapara nuestra revista, este sería elmomento perfecto.

Hanna tragó saliva ypreguntó con voz ronca:

—¿Y adónde me marcharía?Manu Kastner la miró

radiante.—Me encanta, decisiones

rápidas y dispuesta a todo. Veoque nos entenderemos bien.

Se volvió hacia el mapamundi,sacó un puntero láser delbolsillo de su chaqueta y lo

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encendió. Hanna contuvo elaliento. El punto luminoso girópor Europa hacia el norte,cruzó la línea discontinua delcírculo polar y se detuvo sobreuna gran mancha blanca en elocéano Ártico.

La redactora jefe giró lacabeza hacia Hanna y anunció:

—A Spitsbergen.

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11

Berlín, mayo de 1907

Max arqueó las cejas.—¿Cómo haremos qué? —

preguntó.Emilie ya no aguantaba en el

banco. Se levantó de un salto.—Cómo no participarás en

esta expedición y de todasformas cumplirás con las

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expectativas. —Respiró hondoy anunció—. ¡Yo viajaré alÁrtico en tu lugar!

Max abrió los ojos comoplatos.

—Perdona, pero eso es... ¡unalocura! —Arrugó la frente—.¿Cómo se supone que loharíamos? Ni mi profesor, nilos participantes de laexposición, ni mucho menosnuestro padre permitirán quetú...

Emilie se echó a reír acarcajadas y exclamó:

—¡No seré yo como Emilie!Seré yo como tú. ¡Como

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Maximilian Berghoff! —Sesentó de nuevo a su lado—.Primero escúchame. Siemprepodrás decir que no.

Max cerró la boca, que habíaabierto para replicar, y asintiópara pedirle que hablara.

—Bueno, si lo he entendidobien, no conoces a ninguno delos demás científicos, ¿verdad?—preguntó Emilie.

—No, soy el único de Berlín.A los demás los veré porprimera vez en Noruega —respondió Max.

—Y esperan a un estudiantede diecinueve años que aún es

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más muchacho que hombre —prosiguió Emilie y acarició labarbilla a su hermano, que muya su pesar no mostraba todavíani un solo pelo de barba—. Sime corto el pelo y me pongoropa de hombre, eso esexactamente lo que pareceré.

Max torció el gesto conescepticismo. Emilie levantó lamano.

—Tenemos casi la mismaaltura, tenemos unaconstitución similar, mi voz noes demasiado aguda y, perdonami franqueza, estoy en mejorforma física que tú.

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Max se dejó caer sobre elrespaldo del banco.

—Estás hablando en serio.Emilie sonrió.—Opino que al menos

deberíamos pensarloseriamente.

Max negó con la cabeza.—Me parece fantástico que

quieras ayudarme. Pero tu ideaes una completa locura.

Emilie se dispuso a replicar.Max se estiró y prosiguió:—No, ¡ahora me escuchas tú a

mí! Piénsalo. Aunque consigashacerte pasar por hombre yninguno de los miembros de la

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expedición sospeche, teacecharán muchos peligros, porno hablar del agotamiento, delclima extremo y de otrascircunstancias imprevisibles.Estarías sola, tendrías un miedoconstante a que te descubrieran.¿Y si eso sucediera? No quieroni imaginarme lo que pasaría siuna horda de hombres que nohan visto una mujer en semanasde pronto se dieran cuenta deque... —enmudeció y seestremeció.

Emilie tragó saliva. En suentusiasmo no había pensadoen eso. Después de un breve

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silencio, irguió la barbilla ydijo:

—Sé que no será fácil. Pero nosería la primera mujer que vivedurante mucho tiempo comohombre sin ser descubierta,piensa en...

—¿Anastasius Rosenstengel?—la interrumpió Max—. ¿Quéuna vez desenmascarada fuecondenada a muerte yejecutada?

Emilie sabía a qué se refería.Aún recordaba vívidamenteaquella tarde algunos años atrásen la que su hermano y ellahabían escuchado con atención

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en una feria la función de uncuentacuentos. Este,acompañado por un organillo,había contado la historia deCatharina Margaretha Linckmientras señalaba con un largobastón un retablo junto a él querepresentaba las escenas másimportantes de su vida. Habíavivido como hombre en el sigloXVIII durante casi veinte añossin ser descubierta. Después deservir en el ejército prusianocomo mosquetero y participaren varias guerras, se habíaasentado en Halberstadt y habíacontraído matrimonio con otra

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mujer bajo el nombre deAnastasius LagrantinusRosenstengel. Nadie habíasospechado de ella excepto susuegra, que finalmente la habíadesenmascarado y delatado.Catharina Linck, declaradaculpable de sodomía entremujeres, prohibida por aquelentonces, fue procesada conespecial apreciación del corpusdelicti, un «miembro masculinode cuero relleno». El reyprusiano Federico Guillermo Icondenó a la acusada a muerte ehizo que la decapitaran enpúblico.

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Emilie torció el gesto.—No, claro que no me refería

a ella. Tenía en mente más biena mujeres como EleonoreProchaska, Anna Lühring oFriedrike Krüger, que lucharoncomo hombres en las guerrascontra Napoleón y ni siquieracayeron en desgracia después deser desenmascaradas, sino todolo contrario: alcanzaron lagloria y el honor. O piensa enel libro La monja alférez, en elque la noble vasca Catalina deErauso relata su vida llena deaventuras como hombre. Si norecuerdo mal, lo devoraste y te

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sentiste muy impresionado poraquella valerosa mujer.

—Puede ser —gruñó Max—.Pero olvidas algo importante.¿Has dedicado un solo instantea pensar en lo que nuestrospadres opinarán al respecto?

—¡No, no lo he hecho! —exclamó Emilie—. ¿Para qué?Nunca lo sabrán.

Max miró a Emiliedirectamente a los ojos.

—¿Y si se enteran? Nuestropadre me arrancará la cabeza siaverigua que expuse a mi propiahermana a semejante peligro. Ytambién por escaquearme del

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viaje. Y ahí estaríaexcepcionalmente de acuerdocon él. No puedo aceptar tuoferta de ningún modo. ¡Asíque olvídalo!

Emilie bajó la cabeza. El tonode Max indicaba que no teníasentido seguir discutiendo conél. El tema estaba zanjado.

«Si tan solo lograrapresentarse ante nuestro padrecon tanta decisión y seguridadde sí mismo —pensó—. Estámuy bien que crea que debeactuar como mi protector. Perono lo necesito. Y tampoco loquiero. ¿Por qué cree todo el

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mundo que las mujeres quierenser protegidas? En la mayoríade los casos es más bien unatutela.»

—¿No deberíamos irponiéndonos en marcha? —preguntó Max, y se levantó delbanco—. Si no, nuestra tía sepreguntará dónde nos hemosmetido.

Emilie asintió, forzó unasonrisa y se levantó.

Tres días más tarde acompañóa su hermano junto con Fannya la estación de Stettin enInvalidenstraße, donde tomaría

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el tren a Saßnitz a través deStralsund. La localidad costerade Rügen ofrecía la conexión enbarco más corta haciaEscandinavia. En cuatro horasse cruzaba en barco de vapor aTrelleborg, en Suecia, y allíhabía una conexión directa conel ferrocarril que atravesabaMalmö y Gotemburgo endirección a la capital noruega deCristiania, a la que se llegabadieciséis horas después. Desdeallí Max tomaría la línea deBergen a través de las montañasde Hardanger hasta la costaoeste, y en la antigua ciudad

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portuaria subiría a un barcoHurtigruten hacia Tromsø, elpunto de encuentro de losparticipantes de la expedición.

Después de que Fanny yEmilie sacaran billetes de andén,los tres siguieron a un mozo deequipajes que empujaba elarcón de Max sobre unacarretilla.

—¿De verdad lo tienes todopensado? —preguntó Emilie—.¿Pasaporte? ¿Direcciones dehotel? ¿Vendajes? ¿Remediocontra la diarrea? ¿Blocs dedibujo y...?

Max la interrumpió.

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—Cuántas veces tengo quedecirlo: está todo en la maleta.—Puso los ojos en blanco—.En serio, eres peor que nuestramadre.

—Perdona, es que estoy muynerviosa —dijo Emilie—. Mihermano pequeño emprende ungran viaje.

—Bueno, bueno, tan pequeñono soy —gruñó Max.

Emilie constató divertida queenderezaba los hombros yestiraba el cuello. Le agarró elbrazo y lo estrechó.

—No quería molestarte.—Está bien, ya sé que no lo

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dices con mala intención. Perorealmente no hace falta que tepreocupes por mí —dijo Max.Se detuvo ante un vagón—.Aquí está mi compartimento.

—Ay, cómo te envidio —dijola tía Fanny y abrazó a Max—.Nunca he estado tan al norte. Ycomo recorres largos tramos delviaje en tren, verás mucho deSuecia y Noruega. ¡Unadecisión inteligente!

Emilie vio que su hermano sesonrojaba y bajaba la mirada alsuelo avergonzado. Intuía quela decisión de hacer la mayorparte del viaje sobre raíles no se

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debía tanto a las bonitas vistasdel paisaje, sino más bien aldeseo de pasar el menor tiempoposible en barcos. Posiblementetemía marearse. De niño yasentía náuseas en los cortostrayectos de las excursiones quela familia hacía ocasionalmenteal Rin y al Mosela. El viaje envapor de Bergen a Tromsøduraría varios días. Y, másadelante, en el barco deinvestigación en el océanoPolar, pasarían al menos unasemana sin la oportunidad dedesembarcar y sentir tierrafirme bajo los pies.

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—Tienes que subir —dijoEmilie, y señaló a un revisorque levantaba el disco para darla señal de salida al conductorde la locomotora. Max laabrazó brevemente y subió asaltos los tres escalones hasta lapuerta del vagón.

—Escríbeme en cuantollegues a Cristiania —gritóEmilie antes de que la puerta secerrara tras su hermano. Pocodespués el tren salió de laestación terminal.

»Qué rápido ha sido —murmuró Emilie y sintió que sele cerraba la garganta. Un mal

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presentimiento ensombreció suánimo. El latido de su corazónse detuvo un instante.

—Tenéis una relación muyestrecha, ¿verdad? —preguntóFanny y la observó conatención—. Estás preocupadapor él.

Emilie se encogió de hombrosy se esforzó por utilizar untono despreocupado.

—Sé que es estúpido. Al fin yal cabo ya no es un niño...

—Por supuesto. Pero eres lahermana mayor. Lo llevas en lasangre. —Fanny le guiñó unojo—. A mí me sucede lo

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mismo. Para mí tu madre siguesiendo «la pequeña». A pesar deque seguramente no le gustaríaoírlo.

Emilie se cogió del brazo desu tía.

—Ay, Fanny, me alegro tantode tenerte conmigo. Tengo lasensación de que me entiendesperfectamente.

Una vez hubieron regresadode la estación, pidieron que lessirvieran té y un piscolabis en elsalón y esperaron a Addy, conel que querían asistir por latarde a una opereta en el Teatro

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del Oeste. Mientras Emilieservía el Darjeeling, Fannyrevisó el correo de la tarde, quela criada había dejado sobre unamesita junto a su butaca.

—¿Es posible que tu padretenga prisa por casarte? —preguntó y meneó una carta.

Emilie frunció el ceño y miróa su tía con gesto interrogante.

—Léelo tú misma —dijo estatendiéndole un pliego depesado papel de tina, en el queEmilie reconoció la caligrafíaangulosa de su padre. Leyó porencima el primer párrafo, en elque preguntaba prolijamente

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por el estado de su queridacuñada y su esposo, agradecíade manera abrumadora lahospitalidad que mostrabanhacia su hija y transmitía suesperanza de que sucomportamiento fueraintachable y no estuvieraavergonzando a sus padres. Enel siguiente párrafo abordaba elverdadero motivo de su carta:

Permítame que me tome lalibertad de presentarle aOttokar Poske. Pronto visitaráBerlín de paso. Desea verla yaprovechar la ocasión paraconocer a Emilie; un propósito

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que cuenta con mi enteroconsentimiento. El joven esoficial de reserva y lo inspirauna ambición prometedora.Está previsto que acuda a sucasa a finales de la semana.Dado que tengo en gran estimasu capacidad para juzgar a laspersonas y su sentido para lascuestiones sociales, quisierapedirle que aprovechara suvisita para tantearlo y valorar sisu temperamento y su carácterencajarían con los de nuestraEmilie.

Emilie espiró el aire que habíacontenido con un siseo. ¿Cómo

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se le ocurría a su padre dejar sudestino en manos de unapersona a la que había visto porúltima vez diez años atrás yapenas conocía? ¿La decisión dequién sería un esposo adecuadopara su hija debía tomarse conotros por encima de ella? ¿Eranecesario que la tratara comouna niña inmadura que no teníaderecho a una opinión propia?Los ojos se le llenaron delágrimas de rabia.

Parpadeó para apartarlas yterminó de leer la carta.Después de informar en pocaslíneas sobre las novedades de la

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familia en Elberfeld y Colonia,acababa con las siguientespalabras:

Rogándole a usted,estimada cuñada, queatienda la petición quehe formulado, se despideatentamente, su fiel

GUSTAV BERGHOFF

Emilie resistió la tentación deestrujar la carta y tirarla alsuelo. Se obligó a respirar contranquilidad. Levantó la cabezay miró directamente a los ojos

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de su tía, que al parecer habíaestado observándola mientrasleía. Le quitó la carta y la dejósobre la mesita auxiliar.

—Imagino lo que estáspensando. No es muy agradableser considerada un objeto sinvoluntad propia. Aunque tupadre parece realmenteempeñado en encontrarte unmarido que encaje contigo.

Emilie torció el gesto. Fannyle dio palmaditas en la rodilla.

—Lo sé. Eso no mejora lasituación.

—Ay, Fanny, ¿por qué es taninjusto el mundo? ¿Por qué no

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puedo decidir por mí mismacómo y con quién vivir? —estalló Emilie—. ¿Por qué estámal que quiera buscar mipropio camino? ¿Por qué se meconsidera inmediatamente tercay desobediente cuando no hagotodo lo que se espera de mí? ¿Ypara qué sirven todas estasnormas y reglas si no hacenfeliz a casi nadie?

Fanny apoyó un brazo en elrespaldo de su butaca y colocóla cabeza sobre la palma de lamano.

—Bueno, yo creo que lamayoría se aferran a estas

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normas para sentirse seguros —dijo después de un brevesilencio—. No hay nada que démás miedo a la gente que laauténtica libertad. Tu padre,que sin duda te quiere mucho,posiblemente intenta protegertede aquello que él mismo teme.Y como te asusta la idea dedecepcionarlo o sencillamentedarle un disgusto, te sientesatrapada y no ves la salida.

Emilie la miró fijamente.Había supuesto que su tía laconsolaría con palabras vacías ya continuación le advertiría deque debía obediencia a sus

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padres y de que debía sometersea su voluntad, le gustara o no.No esperaba que expresara suspropias ideas con tantaprecisión.

Fanny le sonrió.—No eres la única que se

plantea estas cuestiones. Alcontrario, por suerte, cada vezson más.

Antes de que Emilie pudierapreguntarle a qué se refería,Fanny se incorporó y señaló lacarta.

—Bueno, me temo que esevaliente muchacho aparecerápor aquí en vano.

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Emilie arqueó las cejas amodo de pregunta.

Fanny parpadeó con gestoconspirativo.

—¿No te gustaría despedir atu hermano desde el puertocuando emprenda su gran viajeal norte?

—Ehh, yo... nos acabamos dedespedir en la estación... —balbuceó Emilie.

—Pero eso no ha sido unadespedida como es debido, hasido demasiado acelerada. Yseguro que se alegrará de volvera ver una cara conocida antes demarcharse, ¿no crees?

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A Emilie se le iluminó elrostro.

—¡Oh, sí, desde luego!Fanny le devolvió la sonrisa.—Claro que para alcanzarlo a

tiempo tendremos que salir loantes posible...

—... y por desgracia nopodemos tener miramientoscon jóvenes que quieranvisitarnos —terminó la fraseEmilie.

Fanny asintió.—¡Exacto! Pensándolo bien,

así mataremos incluso dospájaros de un tiro. Le daremos aMax una despedida como es

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debido. Y yo aprovecharé parareservar habitaciones para elverano para Addy y para mí.Por desgracia este año nopodremos hacer un viaje largo,su cargo no lo permite. Pero síque podremos pasar una o dossemanas en la costa.

Su voz tenía un matiz delamento. Después de una brevepausa, se adelantó hasta elborde de la butaca y exclamó:

—Emilie, ¿qué te parece si noregresamos a Berlín desdeSaßnitz, sino que emprendemosun viaje educativo? Podríamosseguir las huellas de los

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antiguos caballeros de la Ordeny dirigirnos al este...

Los ojos de Emilie se abrieroncomo platos.

—¿Nosotras dos? ¿Un viaje?—exclamó.

—Sí, a Breslavia, Danzig,Stettin, Königsberg y como sellamen —dijo Fanny y aplaudió—. No te lo vas a creer, pero noconozco ninguna de esasciudades. Y eso que entre ellashay auténticas perlas que llevomucho tiempo queriendovisitar.

—¿Qué es lo que oigo,querida? —se oyó la voz de

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Addy, que acababa de volverdel ministerio y estaba en lapuerta de salón aún con elabrigo puesto—. ¿Ya quieresvolver a marcharte de viaje?

Fanny se levantó de un salto,se acercó corriendo a su maridoy se arrimó a él.

—No tienes nada en contra,¿verdad?

—Claro que no. Al contrario—dijo Addy, y atrajo a Fannyhacia sí—. Ya me sentía malporque las próximas semanasapenas tendré tiempo para ti.Tanto más me alegro de saberque harás un pequeño tour de

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ciudades en tan agradablecompañía. A pesar de que teecharé mucho de menos.

Fanny lo besó efusivamenteen la mejilla y se volvió haciaEmilie, que observaba a los doscon el corazón palpitante.

—Bueno, ¡pues a por lasmaletas! —exclamó Fanny—. Elpróximo tren a Stralsund saleen cuatro horas.

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12

Múnich, julio de 2013

Hanna miró fijamente elmapamundi y tragó saliva. Elarchipiélago de Svalbard, comoel resto del Ártico, era para ellaexactamente aquello que serepresentaba allí: una granmancha blanca. Le resultabadifícil imaginárselo como

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destino atractivo y hacer la bocaagua a sus lectoras. Recordóvagamente un libro que habíaleído de joven: Una mujer en lanoche polar. En él la autoradescribía sus experienciasdurante una estancia de un año,entre 1934 y 1935, en eldesierto helado de Spitsbergen.Hanna había admirado el valorde la joven alemana, que sehabía precipitado a aquellaaventura más o menos sinpreparación y había pasado elinvierno ártico en una cabañadiminuta lejos de todacivilización.

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—Lo mejor será que la lleve anuestro departamento de viajes.Allí la asistente podrá darle ladocumentación —se abrió pasola voz de Manu Kastner en lospensamientos de Hanna.

Hanna se mordió el labio y seesforzó por entender lo quedecía.

—Nuestros honorarios paracolaboradores por desgracia noson tan altos como yo desearía.Pero, si surge la oportunidad, esmuy posible que nosplanteemos contratarla ennuestro equipo.

Hanna miró aturdida a la

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redactora jefe y asintiómecánicamente. Esta se levantóy le tendió la mano.

—¡Por una buenacolaboración! Y una vez másmuchas gracias por subir abordo con tan poca antelación—dijo con una sonrisa cariñosa.

Hanna la siguió por el pasillo.Manu Kastner se volvió haciaella.

—Por cierto, ¿tiene unacámara digital?

—Eh, sí, ¿por qué? —respondió Hanna.

—Bueno, es importante quehaga fotos bonitas con las que

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podamos ilustrar su artículo.—Ah, por supuesto —dijo

Hanna, y decidió no preguntardesde cuándo los reporteros deviajes sin formación específicaen fotografía debían ocuparsede la ilustración de sus textos.Parecía que en los últimos añoshabían cambiado unas cuantascosas.

La redactora jefe le sonrió.—No se preocupe, nadie

espera fotos profesionales deusted. Lo más importante sonlas sensaciones y que sean fotosactuales.

Se detuvo ante un despacho

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en el que había una joven conun recogido de trenzas deaspecto complicado sentada trasuna gran pantalla y llamó en elmarco de la puerta.

—Hola, perdona lainterrupción. Esta es la señoraKeller. Se ocupará del encargode Spitsbergen. ¿Podrías ponera su nombre el billete de avióny darle la planificación delviaje?

La asistente arqueó las cejas ymiró a Hanna de arriba abajo.Parecía sorprendida y abrió laboca. Manu Kastner hizo ungesto con la cabeza a Hanna y

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salió corriendo a su siguientecita sin esperar una respuesta.

La joven sonrió a modo dedisculpa y dijo:

—En fin, siempre estresada.—Señaló una silla ante suescritorio—. Por favor, siéntese.

Se recolocó las gafas y sevolvió hacia la pantalla.Mientras sus dedos volabansobre el teclado, comentó depasada:

—La señora Kastner puedesentirse afortunada. Yo creíaque no encontraríamos a nadieque viajara allí.

—Bueno, la otra compañera

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ha cogido la baja por sorpresa yno es fácil encontrar unsustituto rápidamente —dijoHanna.

La asistente arrugó la frente.—¿Por sorpresa?—Su jefa ha dicho que se ha

roto el tobillo hace poco.—Oh, eh... yo había oído

otra... —balbuceó la joven yevitó la mirada de Hanna.

—¿Qué sucede?Su interlocutora se mordió el

labio. Después de un brevesilencio dijo:

—Bueno, yo creo que lalesión de tobillo no es más que

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una excusa. De hecho lacompañera dejó entrever queeste encargo no le apetecíamucho. Y a los demás a los quepreguntó la señora Kastnertampoco. —Se encogió dehombros—. Al fin y al cabo noa todo el mundo le va viajar alocéano Glacial y... —Seinterrumpió y volvió amorderse el labio. Trascarraspear, prosiguió conmarcado buen humor—: Peroseguro que es interesante.Diferente a lo de siempre.

Tendió una carpeta con lainformación y los datos del

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vuelo a Hanna.—En cualquier caso, ¡le deseo

mucha suerte y buen viaje!

Cuando Hanna leyó ladocumentación en el tren decercanías hacia Freising,entendió por qué ManuKastner había tenido problemaspara encontrar a alguien para elencargo de Spitsbergen. Seguroque uno de los motivos eran losescasos honorarios. Sinembargo, las condiciones pocofavorables inclinabandefinitivamente la balanza. Elartículo estaba pensado para un

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número dedicado a Noruega.Además de reportajes sobredestinos que merecían la pena yactividades deportivas, seplaneaba incluirrecomendaciones de actividadesespeciales como festivales decine y música, exposiciones yespectáculos vikingos, así comoartículos sobre las costumbres,las fiestas y la gastronomíatradicionales del país.

Según el itinerario que habíarecibido, solo estaban previstosdos días en Spitsbergen. ParaHanna era un misterio cómodescubriría rincones secretos en

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tan poco tiempo. Sobre todoporque las dietas concedidas laobligarían a apretarse elcinturón. Hanna leyó porencima un reportaje que larevista había publicado pocosaños antes. En aquella ocasiónla reportera había hecho uncrucero por el océano Ártico yhabía visitado la capital de lasislas durante una de las paradas.Había constatado que había dostipos de turistas que viajaban aese lugar: unos visitabanLongyearbyen durante un parde horas, sacaban un par defotos y vaciaban las tiendas de

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souvenirs antes de regresar abordo de sus cruceros. Paraotros la ciudad era el punto departida para recorridos por losglaciares, tours en trineo oexcursiones de senderismo, paraviajes en canoa y safarisfotográficos o para la búsquedade fósiles. Ambos grupos devisitantes tenían algo en común:eran gente adinerada o habíanahorrado durante muchotiempo para el viaje, ya que lavida en Spitsbergen era aún máscara que en el resto de Noruega.

Hanna suspiró al leer que solose podían hacer excursiones con

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guías locales, y que cualquieraque quisiera moverse por la islafuera de los asentamientoshumanos necesitaba unaautorización oficial y un caroseguro de evacuación. ¿En quése había metido? No habíaimaginado así su regreso alperiodismo de viajes.

«Bueno, ¿qué esperabas? —tomó la palabra su voz críticainterior—. ¿Que te enviarancon una cuenta de gastosrebosante a los mares del Sur,donde pasarías una o dossemanas de vacaciones deensueño? Si realmente creías

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que eso era posible, eres másingenua de lo que te conviene.Con tu edad y tanto tiempoapartada de la profesión, puedesestar contenta de que no tehayan mandado a casa entrerisas. ¡Así que aprovéchalo! —Hanna entrecerró los ojos y sesentó más erguida—. Es cierto—pensó—. Es ridículo. Ya helogrado superar otros retos.Además, es genial volver a irmede viaje. Eso es lo principal.»

El aviso del conductor, queanunció la llegada a la parada deFreising, la sacó de su diálogointerior. Metió la carpeta con la

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documentación en el bolso, selevantó y salió. Desde laestación, situada a los pies de lacolina de Domberg, donde seencontraba la residenciaepiscopal, tomó un autobús quela llevó al campus en pocosminutos. Se bajó en AmStaudengarten. El edificioacristalado del antiguoinvernadero de naranjos seencontraba entre los jardinespara la formación y laexperimentación. Pocassemanas atrás se había abiertoallí el restaurante italiano en elque había quedado con su hija.

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Hanna miró el reloj. Llegabapronto, la clase de Mia noterminaría hasta dentro demedia hora. Decidió dar unpaseo. Sus pies tomaron comopor sí solos el camino al jardínMenor. Se detuvo. No, hoy noquería ir allí, le recordabademasiado a Thorsten. Losaficionados a la jardineríapodían encontrar allínumerosas propuestas para elabono óptimo y la selección deespecies adecuadas, el cultivo deverduras y hierbas, así como eluso de sistemas de riegoautomático. Después de su

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última visita a Mia, Thorsten lohabía comentado entusiasmadodurante semanas y se habíaplanteado cuál sería el métodomás práctico para su jardín. Alpreguntar Hanna por quénecesitaba riego automático sinunca se marchaba muchotiempo de casa y podía regarregularmente sus queridasplantas, había respondido conun impaciente: «No loentiendes, ¡es el concepto!»Había preferido no insistir parasaber a qué concepto se refería.

Hanna frunció el ceño.¿Esperaría que se ocupara del

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jardín mientras él recorríamundo con su amante?Resopló, dio la vuelta y caminóen dirección contraria, hacia lacolina de Weihenstephan. En sudía había habido allí una abadíabenedictina, que en 1803 sedisolvió y se derribó en sumayor parte. En su lugar sehabía levantado una escuela deagricultura, la predecesora de launiversidad actual.

Hanna rodeó el amplio céspeddel antiguo jardín delmonasterio y admiró laslongevas hayas, los arcesplateados y el extenso ginkgo

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que crecían en él. Detrás deunos arbustos descubrió unaescalera escondida que bajabahacia una zona vallada. Lasuperficie simétrica y losarriates rodeados por setos debaja altura le recordaron aHanna los parques de loscastillos barrocos. Se sentó enun banco de madera pintado deblanco colocado junto alantiguo muro del monasterio.A derecha e izquierda dosarbustos de boj recortados conforma esférica ofrecíanintimidad y transmitían unasensación de protección.

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Hanna respiróprofundamente varias veces ydisfrutó de la imagen de lasflores veraniegas plantadas enlos arriates. El zumbido deincontables abejas y el chapoteode una fuente eran lo único queoía, además del ruido lejano dela autopista. El sol en lo altohacía centellear el aire eintensificaba el aroma de lasflores. Hanna se secó la frentecon un pañuelo. Con aquelcalor sofocante le resultabadifícil imaginar que en pocosdías visitaría una región en laque incluso en pleno verano

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predominaban las temperaturasinvernales.

En el camino de vuelta alinvernadero, Hanna distinguióa su hija, que venía de uno delos edificios de la universidad.Al ver su figura espigada y suslargos rizos oscuros sintió unapunzada. Mia se parecía muchoa su padre, con el que tambiéncompartía los ojos castaños. Encambio su hermano habíaheredado la constitución algorobusta y la tendencia a laspecas de Hanna.

—¡Hola, mamá! —gritó Mia,

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que la había visto y corría haciaella.

Hanna extendió los brazos yabrazó a su hija.

—Cariño, ¡qué alegría verte!—Sí, yo también me alegro.Mia la miró radiante. Parecía

despreocupada y de buenhumor. «Todavía no lo sabe»,pensó Hanna. Su sospecha deque Thorsten no les habíadicho nada a los niños seconfirmó.

—¿Qué haces en Múnich?¿Has ido de compras? —preguntó Mia.

—No, me he pasado por mi

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antigua editorial. Me gustaríavolver a trabajar.

Mia asintió.—Lo entiendo perfectamente.

Sobre todo ahora que Lukastambién se ha ido. —Examinó aHanna con la mirada—. Perono será fácil, ¿no?

—Eso pensaba yo. Pero,imagínate, ya me han dado unencargo para un pequeñoreportaje de viajes.

—¿En serio? ¡Es la leche! —exclamó Mia y abrazó a Hanna—. Vamos, eso tenemos quecelebrarlo.

Hanna evitó la mirada de Mia

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y asintió vagamente.—Sí, a ver si conseguimos una

buena mesa —respondió y sedirigió al restaurante.

—¿Y qué ha dicho papá? —preguntó Mia y prosiguió sinesperar respuesta—: Qué penaque no haya venido. Me habríagustado enseñarle lasiempreviva que acabamos deplantar en nuestro alpinum.Creo que estaría bien para surocalla.

Hanna apretó los labios.Había tenido la esperanza decontar con un pequeño periodode gracia, un par de minutos de

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conversación despreocupadacon Mia antes de comunicarleque Thorsten en ese momentotenía cualquier cosa en la cabezamenos la distribución de sujardín. Contuvo un suspiro.

—Mamá, ¿me estásescuchando?

Hanna se estremeció. Nohabía oído la última frase de suhija.

—Perdona, ¿qué has dicho?Mia se detuvo.—¿Qué te pasa? Pareces

inquieta.—¿Nos sentamos primero? —

preguntó Hanna y señaló una

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mesa libre delante delinvernadero, al que habíanllegado ya.

—Vale —dijo Mia, colgó subandolera del respaldo de unasilla, se sentó y cogió el menúde bebidas.

Después de que pidieran caféhelado al camarero, Mia apoyólos codos en la mesa, inclinó lacabeza sobre los puños y miró aHanna directamente a los ojos.

—¿Y bien? ¿Qué es lo que tepreocupa? ¿Tienes miedo deltrabajo?

Hanna negó con la cabeza ycarraspeó.

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—¿Cuándo ha sido la últimavez que has hablado con tupadre?

—Hace tres días, ¿por?—Y entonces no mencionó

que...Mia frunció el ceño.—¡Mamá! ¿Qué le pasa a

papá? ¿Está enfermo? —Sonabaalarmada.

—No, no, está sano y salvo.Al menos eso creo.

—¿Cómo que eso crees?Hanna respiró hondo. Abrió

el bolso, sacó la nota con laslíneas de despedida de Thorsteny se la tendió a su hija.

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—Tu padre me ha dejado.Mia miraba atónita el papel.—Pero... ¿por qué?... No

puede ser... no lo entiendo —balbuceó después de leerlo.

Hanna se inclinó sobre lamesa y tomó la mano de Mia.

—Para mí ha sido toda unasorpresa. Jamás habría creídoque fuera posible.

Mia se dejó caer sobre la sillay la miró inexpresiva.

A Hanna le resultaba difícilsaber qué estaba pensando suhija. Posiblemente estaba enshock.

—Siento haberte cogido tan

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desprevenida con esto. Peroprefería decírtelo enseguida.

Mia asintió.—No pasa nada, seguro que

no ha sido fácil para ti.—Bueno, habría preferido

que vuestro padre os lo hubieracontado él mismo a Lukas y ati, en lugar de dejármelo a mí —dijo Hanna.

—¿Qué harás ahora? —preguntó Mia.

—Bueno, por el momentodistanciarme un poco y hacer elreportaje de viajes. Mi vuelosale pasado mañana.

—¿Adónde vas?

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—A Noruega. Primero aTromsø y después aSpitsbergen.

—¿Y después? ¿Qué pasaráentre papá y tú? ¿Osdivorciaréis?

Hanna se encogió dehombros.

—No sé qué se propone él.Parece que prefiere tomar lasdecisiones de forma unilateral ypresentarme a mí y también avosotros los hechosconsumados. Realmente notenía ni idea de que tuviera otramujer y de que quisieraempezar una nueva vida con esa

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tal Biggi. Actuó como si todofuera bien hasta el final.

Mia se irguió.—Entiendo que estés

enfadada con papá —dijo—.Pero quizá también deberíasponerte en su lugar y tratar decomprenderlo.

—Ay, Mia, me gustaría queme hubiera dado laoportunidad de hacerlo y mehubiera dicho antes lo que lefaltaba. ¡Créeme! Pero pordesgracia siempre ha tenidocierta tendencia a evitar losconflictos.

—Ves, ya estás otra vez.

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Probablemente ni te des cuenta.—Eh, ¿cómo dices? ¿A qué te

refieres? —preguntó Hanna.Mia arrastró la silla hacia atrás

y se levantó. Bajó la vista haciaHanna y dijo:

—¿Te has planteado en algúnmomento por qué papá ya noaguantaba más contigo? ¿Y si lohas espantado con tus quejasconstantes y tu autosuficiencia?

Se volvió y se marchó.Hanna sintió que se le

formaba una bola en elestómago. Trató de recuperar elaliento y siguió a su hija con lamirada.

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13

Saßnitz en Rügen, mayo de1907

El barco de pasajeros Odin,de la compañía de barcos devapor de Stettin, salió delpuerto de Saßnitzpuntualmente a las ocho de lamañana. Detrás del muelleexterior, en construcción desde

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1889 y que una vez terminadosería, con poco menos dekilómetro y medio de longitud,el más largo de Europa, el marBáltico se extendía liso einmóvil bajo un cielodespejado. Una brisa templadaondeaba la bandera negra,blanca y roja de la popa yllevaba a la orilla los chillidosde las gaviotas, que volaban encírculos sobre el barco.

Emilie estaba junto a Fanny ydespedía con un pañueloblanco a su hermano, queagitaba su gorra con alegríajunto a la barandilla del barco.

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La presencia inesperada de suhermana y su tía, que habíanllegado con el tren nocturnodesde Berlín dos horas antes deque el barco zarpara y lo habíanrecogido en el hotel paradesayunar, había sido una gratasorpresa para Max. Suagradecimiento por estasegunda despedida llenó aEmilie de profunda felicidad.Pero, sobre todo, estabaaliviada de que su hermano sehubiera sobrepuesto a sustemores de no estar a la alturade los retos que lo esperaban.Había decidido aprovechar la

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aventura como fuente deinspiración para futurosartículos y jugaba con la idea deescribir una novela sobre susexperiencias. Sin embargo, ypara su asombro, el ligeromalestar que se habíaapoderado de Emilie desde queél se había marchado de Berlínno había desaparecido.

Como si le hubiera leído elpensamiento, Fanny dijo:

—Estoy segura de que tuhermano regresará de estaexcursión sano y triunfante.Fortalecerá enormemente suseguridad en sí mismo.

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—Sí, eso espero yo también—respondió Emilie.

«Deja de preocuparte —seordenó—. Fanny tiene razón.Max superará la expedición conhabilidad.» Lanzó una últimamirada hacia el barco, que yaestaba saliendo a mar abierto.Le habría gustado subir en esemismo instante a bordo de unvapor para emprender suprimer gran viaje. Apenas podíaesperar a ver todas las ciudadesy paisajes sobre los que Fannyse había deshecho en elogios. Sevolvió hacia su tía, le dio unbeso en la mejilla y exclamó:

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—¡Muchas gracias por teneresta maravillosa idea!

—Oh, por favor —dijoFanny emocionada—. Estoyagradecida de que estésdispuesta a viajar con tu viejatía. —Carraspeó—. Bueno,ahora busquemos un hotelbonito.

Se colgó del brazo de Emilie ypuso rumbo al paseo de laplaya, que unía el muelle con laKurplatz.

—¿Por qué no reservamossimplemente dos habitacionesen el hotel de Max? —preguntóEmilie—. Sería práctico, así

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mañana estaremos cerca delbarco.

Señaló un sencillo edificio nomuy lejos del puerto.

—Desde luego que seríapráctico, pero no bonito —respondió Fanny—. Ya queestamos aquí, deberíamoscuidarnos y alojarnos en algúnestablecimiento elegante.

—No sé si puedo aceptar... —comenzó a decir Emilie.

—Paparruchas —lainterrumpió Fanny—. Meestará permitido mimar un pocoa mi única sobrina, ¿no?

Emilie sonrió insegura. Oía la

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voz de su padre, queconsideraba la pompainnecesaria una fanfarroneríaconsiderable, y a quien no leparecía bien alardear delpatrimonio de uno con actitudostentosa. La localidad frisiaoriental de Norderney, en laque la familia Berghoff habíapasado algunas semanas deverano los últimos años conregularidad, era consideradauna «ciudad balneario de clasealta» y gozaba de granpopularidad entre ilustrespersonajes de la política, lacultura y la alta sociedad. Sin

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embargo, el padre de Emilie noalojaba a los suyos en uno delos elegantes hoteles deKaiserpromenade o cerca delcasino, sino en una pensiónsencilla apartada de calles demayor esplendor. La ubicacióntranquila, el confort serio, sinolvidar la arraigada cocina de ladueña, eran en su opinión todolo necesario para un descansoreparador junto al mar.

Pocos minutos despuésEmilie entró junto a Fanny alhotel Fürstenhof, situado justoenfrente del paseo de la playa.El edificio de cuatro plantas se

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había construido en 1901 en elestilo típico de aquellaslocalidades costeras, que reuníadiferentes elementosarquitectónicos. Las barandillasy columnas del balcón techadode la fachada frontal, adornadascon tallas, relucían en un blancoimpoluto. Según la guía queFanny había consultado en subúsqueda de un alojamientoapropiado, se trataba de un«establecimiento de primernivel en una ubicaciónprivilegiada entre el puerto yKurplatz, no lejos delbalneario. Dotada de 50

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confortables habitaciones conbalcones al mar, así como desalones de escritura, lectura ymúsica, restauración y terrazasmagníficamente situadas».

Después reservar doshabitaciones contiguas ysolicitar que un mozo de hotelrecogiera su equipaje de laestación, donde lo habíandejado en consigna al llegar,Fanny propuso a Emilie daruna vuelta por el lugar.Pasearon por los intrincadoscallejones que descendían haciael puerto con una fuertependiente y por las escaleras de

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la pequeña ciudad, a la queconferían un aire mediterráneolas fachadas encaladas de lascasitas de pescadores yagricultores, y las villas yhoteles señoriales, muchos aúnen construcción, provistos decolumnas, voladizos ytorrecillas. Se tomaron unrespiro a gran altura sobre elpuerto y se sentaron en unbanco ante la casa del capitándel puerto, en cuya torre habíauna estación de control. Loscapitanes que ponían rumbohacia Prorer Wiek eraninformados de la intensidad del

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viento y de las tormentasmediante un mástil de banderasy señales.

Emilie dejó vagar la miradasobre la bahía a sus pies y haciael mar Báltico. Suspensamientos fueron a pararcomo por sí solos a Max. Lainquietaba no poder librarse delvago presentimiento de que seencontraba en peligro. En suestómago vibraba una especiede zumbido. ¿O era la agitaciónpor su propio viaje inminente?No, la sensación era diferente.Apartó la vista del mar y seconcentró en su tía, que hojeaba

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la guía y citaba un par depasajes de la historia de Saßnitz.

Aquel pueblito de pescadoreshabía llevado una existenciadesapercibida durante muchotiempo hasta ser descubiertocomo destino de vacaciones. Lapesca y la extracción de cretaseguían siendo fuentesimportantes de ingresos paralos locales, y, desde el cambiode siglo, el alojamiento y laatención a la creciente marea devisitantes de las grandesciudades que buscaban reposohabían adquirido también unpapel significativo. A pesar de

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que Saßnitz nunca había sidoincluido oficialmente entre losbalnearios del mar Báltico, yaque su playa, al contrario queen Binz o en Bergen, no estabacubierta de fina arena sino degrava y grandes bloques depiedra, el lugar, con sus más deveinte mil visitantes anuales, eramás popular que las demáslocalidades costeras de la isla.

Fanny levantó la mirada dellibro y dijo:

—Esta edición no estáactualizada. De hecho, el añopasado se incorporó almunicipio el pueblo rural de

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Crampas, después de que elcrecimiento de ambaslocalidades las fuera uniendocada vez más.

—Crampas... El nombre meresulta familiar —dijo Emilie.

Fanny asintió.—¿Conoces Effi Briest, de

Theodor Fontane?Emilie se sorprendió.—Sí, ¿por qué?... ¡Ah, claro!

¡El mayor Crampas, así es comose llama el amante de Effi!

—Exacto, Fontane lo bautizóen honor al pueblo. Le gustabamucho esta zona.

—Ya me acuerdo —dijo

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Emilie—. ¿No dice alguien enla novela además: «Viajar aRügen es viajar a Saßnitz»?

—El marido de Effi, sí —respondió Fanny.

Emilie torció el gesto.—Una persona horrible.

Nunca entendí por qué seempecinaba tanto en susprincipios, si ni siquiera élmismo estaba convencido deellos. ¿Por qué no podíaperdonar sencillamente a suesposa? En lugar de eso,causaba la infelicidad de todos.Incluso la suya propia.

Fanny se encogió de

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hombros.—Es cierto. Pero a mí Effi

también me ponía nerviosa. Nopor sus líos amorosos, sino porser tan irresponsable y guardarlas cartas de Crampas. ¡Quéestupidez!

Emilie se sorprendió. Nuncahabía considerado al personajedesde ese punto de vista. Habíavisto a Effi como un lamentablejuguete en manos de su madre,que la había forzado a casarse alos diecisiete años con suantiguo admirador, sin tener lamás remota idea de qué era elamor. Su esposo también la

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había tratado como a una niña,la había atemorizado conhistorias de miedo y la habíadesatendido en favor de susambiciones políticas. Así, a ojosde Emilie, no era de extrañarque Effi hubiera sucumbido alos encantos del elegante mayorCrampas. Y entendía muy bienque no hubiera queridosepararse de los recuerdos deaquellos valiosos momentos depasión y de la estima de unhombre, cosas que nunca habíaexperimentado en sumatrimonio con el rígidobarón.

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Fanny sonrió levemente.—No creas ahora que estoy

de vuelta de todo. Pero aquellahistoria no había sido más queun asunto fugaz sinconsecuencias. Para cuandoencontraron las cartas, Effi yahabía olvidado prácticamente elamorío. Sin embargo, no fue laúnica víctima de su sensiblería.—Guardó el libro en el bolso,se levantó y dijo finalmente—:Yo creo que cuando se tiene unsecreto, debe evitarse a todacosta que salga a la luz y deberenunciarse a talessentimentalismos.

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Su paseo por la ciudadterminó en la Kurplatz. Fannyseñaló una bonita casa quedominaba la zona desde unacantilado, justo encima deellas.

—Ese sería un alojamientoapropiado para tu padre.

—¿Tú crees? Le gustan másbien los lugares sencillos y notan pom...

—Oh, no me refiero a la casaen sí. Sino al hecho de quenuestra emperadora escogió laVilla Martha hace años cuandopasó sus vacaciones de veranoen Rügen con los dos pequeños

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príncipes.Emilie rio entre dientes.—Ah, te refieres a que la villa

tiene ahora la bendiciónimperial, en cierto modo. Sí,seguro que a padre le gustaría...Eso me ha dado una idea: leenviaré una postal con una vistade este hotel. Seguro que eso loapacigua un poco.

Se le encogió el estómago alpensar en cómo habríareaccionado su padre a lanoticia de su precipitada partidacon su tía. Fanny le habíaenviado un telegrama desdeBerlín justo antes de la salida

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del tren, en el que expresaba supesar por perderse la anunciadavisita de Ottokar Poske y leprometía una carta más larga.

Fanny dio unas palmaditas enla mejilla a Emilie.

—No te preocupes. Por algome casé con un diplomático. Tupadre se convencerá de que esteviaje es completamente de suagrado. Piensa en losdistinguidos círculos en los quenos moveremos. —Guiñó unojo con complicidad—. Quiénsabe, puede que incluso tepesquemos un noble retoñocomo mi Addy o un hacendado

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adinerado con una casa señorial.Emilie puso los ojos en

blanco.—Sí, eso sí que sería de su

gusto. Y mamá también sevolvería loca de alegría si depronto tuviera apellidoscompuestos.

Por la tarde, Fanny dijo:—¿Qué te parece si damos un

paseo y merendamos en elbosque? Creo que no nosvendrá mal estirar las piernasantes del largo viaje en barco demañana.

—Una idea estupenda —

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respondió Emilie, que siemprecoincidía con las propuestas deFanny.

En el tren ya le había costadoestar sentada quieta durantehoras y no tener apenasoportunidad de ceder a suimpulso de moverse. Otromotivo eran los funestospresentimientos que se habíancernido sobre ella todo el díacomo una sombra oscura y delos que no era capaz de librarse,por mucho que lo intentara.Quizás un paseo la ayudaría adeshacerse de ellos.

Fanny la observó

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detenidamente.—¿Estás bien? Llevas todo el

tiempo como inquieta.Emilie se disponía a

responder minimizando elasunto, pero cambió de idea ydijo:

—No lo sé, desde esta mañanatengo un mal presentimiento.¿Sabes la sensación de cuandoun miedo infundado se apoderade ti? ¿Cuando crees que pasaráalgo terrible a pesar de que nohay el menor indicio de ello?

Fanny ladeó la cabeza.—Mmmm... no, lo cierto es

que no. Pero sé a qué te refieres.

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A Addy también lo atormentana veces arrebatos así... ¿Desdeesta mañana, dices? ¿Se trata detu hermano?

Emilie asintió.—No puedo evitarlo, yo... es

solo porque... no sabe lidiarmuy bien con la presión y lasexpectativas y...

—¿Te refieres a lo de laescuela de cadetes?

Emilie se estremeció. Fanny leacarició ligeramente el brazo.

—No te preocupes, yopersonalmente no lo consideroninguna deshonra. De hecho,no sé qué sucedió exactamente.

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Tu madre solo hizoinsinuaciones muy imprecisas ydijo no sé qué de un trastornoneurasténico que habíaprovocado su expulsión.Supongo que hubo motivosmás concretos.

—Max nunca habla de esaépoca. Solo sé que sufriómucho, que estabacompletamente desesperado yque... que... —Emilie se atascó.

Antes de que pudierapreguntarse si debía confiar aFanny aquel secretorigurosamente guardado, su tíaconcluyó la frase por ella:

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— ... y trató de quitarse lavida.

Emilie se quedó atónita.—¿Cómo lo sabes? —susurró.—No lo sabía. Pero tu

hermano no ha sido el primeroa quien el adiestramientoimplacable que predomina ennuestros cuarteles y el acoso delos instructores lo afectan tantoque esa es la única salida que ve.

—Sí, yo siempre sospechéalgo así —dijo Emilie—. Al finy al cabo en los periódicos seleen a menudo noticias sobre lassalidas de tono de algunosoficiales que castigan a sus

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soldados de forma draconiana ylos maltratan en toda regla.

—Es una pena que abusen asíde su poder. De todos modoscreo que es aún peor que casinunca rindan cuentas y que susvíctimas sean tachadas deblandengues —respondióFanny—. ¡Ese es el verdaderoescándalo!

Emilie asintió. Se alegraba depoder hablar tan abiertamentede ese delicado tema con su tía.

Fanny le sonrió.—Entiendo por qué te

preocupas. Tu hermano es unapersona muy sensible. Pero su

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situación actual no es enabsoluto comparable a lascondiciones en el ejército.Estará rodeado por científicoscultos y seguro que no tendráque temer ningún tipo demartirio por su parte.

Emilie se encogió dehombros.

—La verdad es que tienesrazón. Yo tampoco sé por quéestoy tan nerviosa.

Fanny se cogió de su brazo.—Entonces seguro que

nuestra excursión te vendrábien y te distraerá.

Su destino era Waldhalle, que

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según la guía de Fanny era unmesón «en medio del bosque, ados minutos de la orilla del mar,situado en un rincón idílico.Aquí se unen todos los caminosque conducen de Saßnitz yCrampas a Stubbenklammer, yaque desde aquí solo continúaun único sendero. La comida yla bebida es muy buena y abuen precio, el servicio,solícito».

Al final del paseo de la playacaminaron bajo el acantiladojunto al agua. La brisa delmediodía se había transformadoen un fuerte viento que

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empujaba las pequeñas olascontra la orilla, donde losguijarros rodaban arriba yabajo. Este roce producía unruido que a Emilie le recordabaal siseo del tocino friéndose. Enel aire flotaba el olor a algas y ahumo, que brotaba de unacabaña de pescadores junto a laque pasaron. Según un letreropintado a mano, allí se vendíaarenque recién ahumado.

—Quizá tengamos suerte yencontremos ámbar —dijoFanny, y dejó vagar la miradapor el suelo. Emilie la imitó.Después de un rato, un guijarro

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oscuro con forma de tubérculole llamó la atención. Tenía unagujero circular en el centro. Seagachó, lo recogió y se loenseñó a su tía.

—Mira, ¿cómo se habráformado ese agujero ahí?

—Oh, has encontrado un«dios de las gallinas» —exclamóFanny.

—¿Dios de las gallinas?Curioso nombre para unapiedra —dijo Emilie—. ¿Porqué se llama así?

—Bueno, los antiguos eslavosutilizaban estos sílexagujereados a modo de

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talismanes. Creían queprotegían a las aves de corral dela diosa Kikimora, a la que legustaba robar gallinas omolestarlas mientras poníanhuevos. Por eso colgabanpiedras perforadas en loscorrales. Y hoy en día muchagente sigue convencida de quetraen suerte.

Emilie se encogió dehombros.

—Allá cada uno con suscreencias... Pero es bonita. Laguardaré como recuerdo.

Algo más tarde pasaron juntoa una enorme roca errática lisa,

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que parecía una pequeña islasobre el agua poco profunda, ypoco después llegaron aWissower Klinken. Emilie echóla cabeza hacia atrás paraadmirar los escarpadosacantilados de creta que sealzaban sobre ella. Se protegiólos ojos con una mano,deslumbrada por los picosblancos que relucían al sol.

—Entiendo perfectamenteque Caspar David Friedrich sesintiera inspirado por estaimagen.1 A mí también meapetecería mucho pintarla. Quépena que no haya traído mi

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bloc de dibujo.Fanny asintió.—Sí, son formaciones

impresionantes. ¿Quieres subirpor aquí? Debe de haber uncamino por algún lugar.

Emilie buscó entre las rocas ydescubrió una larga escalera demadera que conducía haciaarriba.

—Dios mío, me temo que lasubida será movidita. —Sevolvió hacia su tía y preguntó—. ¿Tienes vértigo?

—Lo mismo iba a preguntarteyo —respondió Fanny—. Pormí no te preocupes. He

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caminado sobre terrenos muchomenos transitables. Una veztuvimos que cruzar unprofundo desfiladero por unpuente colgante que parecíadescomponerse con solomirarlo. —Se estremeció—.¡Eso sí que se movía como unflan! Me santigüé tres vecescuando llegamos sanos y salvosal otro lado. —Sonrió—. Perosigamos un poco más hasta elKönigsstuhl. Es el acantiladomás alto y más famoso de lazona.

Unos cientos de metros másadelante, una estrecha escalera

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de madera ascendía empinada através del bosque. Escalaronuno tras otro los más decuatrocientos escalones ypronto se encontraron sobreuna pequeña plataformarespirando con dificultad.Disfrutaron en silencio de lavista sobre el mar Báltico. Trasun par de minutos Fanny sevolvió hacia Emilie y señaló elcamino que conducía endirección a Saßnitz, parte através del bosque y parte por lalinde sobre el borde delacantilado.

—Vamos al Waldhalle. El aire

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fresco me da hambre. Meapetece mucho comer colestofada con salchichaahumada. O puede que tambiéntengan huevos con mostaza, alparecer son muy buenos en estazona. Y patatas recién salteadaspara acompañar... hace siglosque no las pruebo.

Emilie tuvo que tragar salivay creyó estar oliendo el sabrosoaroma de la cebolla rehogada.

—Ay, sí, eso sería perfecto eneste momento —respondió.

Emilie siguió a Fanny un parde pasos hacia el bosque, sedetuvo y miró a su alrededor.

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Bajo las antiquísimas hayas,cuyo follaje en verano eran tandenso que prácticamente no loatravesaba ni un rayo de sol, nocrecía mucha maleza. No se oíanada a excepción del suavesilbido del viento y elmurmullo del oleaje. Emiliecontuvo el alientoinvoluntariamente. Lasolemnidad se apoderó de ella.

—Me siento como en unaiglesia —susurró.

—Cierto, estos troncos tanaltos recuerdan las columnas deuna catedral —dijo Fanny ysiguió caminando.

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Cuando Emilie quiso seguirla,sintió un mareo. Se tambaleó,comenzó a temblar y le costabarespirar.

Fanny se volvió hacia ella yexclamó:

—Emilie, ¿no te encuentrasbien? ¡Estás completamentepálida!

Emilie la miró fijamente.—¡Max! ¡Tengo que ir a por

él! —dijo en un tono apagado.—Pero, chiquilla, hace ya

tiempo que está en Suecia y...—¡No, está aquí! —la

interrumpió Emilie—. Losiento. Me necesita. ¡Tengo que

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buscarlo!Su corazón latía con fuerza

contra sus costillas. El miedoque la había rondado todo eldía se desbordó, la inundó, laensordeció. Vio que Fannymovía los labios y le tendía lamano. Emilie la sorteó y echó acorrer.

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14

Múnich, julio de 2013

El cinco de julio, un viernes,Hanna se encontraba en la zonade facturación de la terminal 1del aeropuerto de Múnich anteel mostrador de NorwegianAirline. Unas gafas de soloscuras protegían sus ojos de laluz, que la cegaba de forma

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insoportable. Sus oídostambién estaban sensibles,percibían los sonidos conmayor intensidad de la habitual.Al mismo tiempo Hanna teníala sensación de estar tras unapared, de no respirar el mismoaire que el resto de los pasajerosque esperaban delante y detrásde ella en la cola. Había pasadolas últimas cuarenta horas en unestado similar al trance,desencadenado por elinesperado ataque de su hija. Lahabía afectado más que lamarcha de Thorsten.

Al principio Hanna había

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estallado de ira. ¿Qué se habíacreído Mia, atacándola así? Enel camino de vuelta de Freisinga Oberpfalz, Hanna habíadialogado mentalmente conella, la había reprendido condureza y le había reprochadoque se pusiera siempre del ladode su padre sin pensarlo. Laasustó lo profundamente quepodía herirla su hija. No tantopor haberle echado en cara suobstinación y sus quejidosconstantes, sino por haberlelanzado los reproches tanrepentinamente y con tantafrialdad. ¿Cómo había podido

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pensar que tenía una relaciónprofunda con Mia? ¿Cómohabía podido imaginar que laconocía? Había supuestociegamente que, al hablarle delcomportamiento de Thorsten,encontraría en ella comprensióny compasión. Era la segundavez en poco tiempo que Hannase equivocaba radicalmente conuna persona muy cercana. ¿Quésería lo próximo? ¿Qué otracerteza de su vida setambalearía?

Una vez en Sulzbach-Rosenberg había intentadollamar a Mia. Esta no había

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cogido el teléfono ni habíaencendido el contestador.Hanna había tratado dedeshacerse de la frustración porno poder hablarinmediatamente con ellafregando la casa del sótano alático, como si se tratara deganar una competición. Sehabía quedado dormida en unode los sofás del salón bienentrada la noche y no se habíadespertado hasta el mediodíadel día siguiente.

La necesidad de actividad deldía anterior se habíadesvanecido y había dado paso

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a un letargo paralizante. Eracomo si se hubiera activado unmecanismo de protección enHanna que amortiguara eldolor por la actitud de Mia.Hacia la noche una llamada deLukas la había sacado de suestado de apatía. Él habíanotado enseguida que algo noiba bien. Al principio Hannahabía intentado hacerle creerque solo estaba cansada. Noquería que se enterara a miles dekilómetros de distancia de casaque todo se estabadesmoronando. Pero cuandoLukas había querido hablar con

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su padre, no había sido capazde mentirle directamente.Esforzándose por utilizar untono relajado, había admitidoque Thorsten y ella estabanpasando por una pequeña crisisy que por eso él se habíamarchado de viaje solo, paradistanciarse un poco. Nadadramático, nada que no pudieraarreglarse. Hanna se habíaodiado por mentir así. Sinembargo, la reacción alarmadade Lukas y el temor que oía ensu voz la habían reafirmado enla idea de ahorrarle por ahoratoda la verdad.

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La conversación la habíaalterado y la había animado alevantarse y hacer la maleta parael viaje a Spitsbergen. Lesuponía un esfuerzo enormedecidir qué debía llevarse,pensar qué documentosnecesitaba y guardarlo todo enorden. Le habría gustadoabandonar el encargo. Lo únicoque le había dado fuerzas paramarcharse puntualmente habíasido darse cuenta de que el viajea Noruega, en comparación conquedarse en casa, era el malmenor con diferencia.

—¡Su billete, por favor!

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La voz de la joven tras elmostrador estremeció a Hanna.Sin darse cuenta habíaavanzado en la cola y ahoraestaba justo delante de laempleada de la aerolínea. Hannase disculpó, le dio el billete ycolocó su maleta en la báscula.Después de reservar un asientode ventanilla, se dirigió alcontrol de pasaportes. Unospasos a la carrera a sus espaldasy unos gritos la detuvieron.

—¡Mamá! ¡Mamá!Hanna se volvió. A unos

metros de distancia descubrió aMia, que corría hacia ella. Tenía

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la cara enrojecida. Jadeaba comotras una carrera.

—Menos mal que te hepillado a tiempo —exclamó alalcanzar a Hanna.

Apoyó las manos sobre losmuslos, trató de recuperar elaliento y tras un par derespiraciones se incorporó denuevo. Hanna contuvo elimpulso de tocar a su hija ycomprobar que realmenteestaba ante ella. Estaba mareada,la sensación de embotamientoera cada vez más intensa.

—¡Mamá, estáscompletamente pálida! No te

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me desmayes ahora —dijo Mia,agarrando a Hanna del brazo—.Ven, siéntate —prosiguió ycondujo a Hanna a uno de losbancos que había junto a lasparedes de la terminal.

Hanna se soltó del brazo deMia y se detuvo.

—¿Qué es lo que quieres?—Pedirte perdón —

respondió Mia. Se interrumpió,se mordió el labio y se tironeódel lóbulo de la oreja—. Yo...bueno... lo de ayer no estuvonada bien —dijo por fin.

—¿Y a qué viene este cambiorepentino de opinión? —

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preguntó Hanna. Su vozsonaba extraña. Fría yreservada.

Mia bajó la cabeza. Sacó susmartphone del bolsillo de lachaqueta, pasó el dedo por lapantalla táctil y se lo tendió aHanna.

—Me lo ha mandado papáhace un rato.

Hanna cogió el aparato y leyóel breve e-mail.

Mia, querida hija:Seguro que mamá ya te

ha dicho que voy atomarme un tiempo.

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Estoy segura de queentiendes que tu viejopadre también quierevivir la vida un poco yver mundo. En estemomento estoy caminode Sudáfrica, a JeffreysBay, y pasaré el mes deagosto allí. Resulta queallí hay olas estupendaspara hacer surf, esopodría gustarte, ¿no?¿Querrías venirte connosotros una semanadurante las vacaciones?Así también conocerás aBiggi. Yo pago el vuelo,

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claro. Avísame pronto,tengo ganas de verte,papá.

—¿Eso es todo? —preguntóHanna y le devolvió el teléfonoa Mia—. ¿No te ha escrito nadamás?

Mia negó con la cabeza.—Tenías toda la razón. Hace

la suya sin que nada lo detenga.—La verdad es que me

sorprende un poco que no teexplique por qué se hamarchado —dijo Hanna—.Bueno, quizá prefiera hacerloen persona.

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—Ni idea, probablemente leda exactamente igual si leentiendo o no. —Mia frunció elceño—. ¿Qué se piensa? ¿Cómose le ha ocurrido que tendríaganas de verlo a él y a esa talBiggi? ¿Cree que me haréamiguita de ella? ¿O que la verécomo a una segunda madre? —Resopló con asco.

Hanna se encogió dehombros.

—Bueno, probablemente es loque quiere. Sería la soluciónmás sencilla.

—¡Ja! ¡Pues que no cuenteconmigo! —exclamó Mía y se

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cruzó de brazos—. ¡Puedeesperar sentado! ¡Para mí estámuerto!

Hanna contuvo una sonrisade satisfacción. A la imagen desu hija adulta se superpuso la dela quinceañera cuyos teatralesataques de ira le causaban a ella,una madre joven, tantaimpotencia como diversión. Nola había sorprendido que Miadiera patadas contra el suelo otirara la mochila de pura rabia.Hanna sabía que en aquellassituaciones no tenía ningúnsentido tratar de calmarla yconvencerla de que adoptara un

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punto de vista más moderado.Miró el reloj. Su vuelo salía enmedia hora.

—Tienes que irte —constatóMia. La arruga de enfadodesapareció. Miró a Hannainsegura—. ¿Me perdonas?

Hanna se tragó las palabrasque tenía en la punta de lalengua —«pues claro, sabes queno puedo estar enfadadacontigo mucho tiempo»— ydijo:

—La verdad es que me doliómucho saber cómo me veías. Ylo brusca que fuiste.

Mia asintió.

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—Quería hacerte daño. Fuecruel por mi parte. Yo tampocosé qué me pasa a veces.

Hanna respiró hondo.—Me alegro de que hayas

venido.Mia sonrió tímidamente.—Debo decir que tenía miedo

de que estuvieras muy enfadaday no quisieras hablar conmigo.—Parpadeó para frenar unalágrima y sacó una cajita delbolso—. Toma, para ti.

Abrió la tapa y tendió la caja aHanna.

—¿Me has comprado unsmartphone? ¿Qué voy a hacer

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yo con eso? Con mi móviltengo más que suficiente.

Mia negó con la cabeza.—No, con ese viejo

cachivache no puedes escribir e-mails. En el extranjero esmucho más barato que llamar.Y, además, un teléfono comoeste es súper práctico parabuscar algo rápidamente eninternet. Puede que hasta ahorano lo necesitaras, pero si vas aviajar mucho por trabajo...

—Me has convencido —lainterrumpió Hanna—. Me heresistido demasiado tiempo,pero ya va siendo hora de que

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me haga con un buen aparato.—Señaló la caja—. Seguro queha sido carísimo, no puedoacep...

Mia negó con la cabeza.—No, está bien. Considéralo

un regalo de cumpleaños poradelantado. No tienes más quemeter la tarjeta SIM de tu móvily en Noruega conseguir unared wifi gratuita o por lo menosbarata. Si no, tendrás que pagaruna pasta de roaming.

—¿Wifi? —preguntó Hanna—. ¿Quieres decir unaconexión inalámbrica ainternet?

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—Eso es. La mayoría dehoteles y muchas cafeterías laofrecen. Solo tienes que pedir laclave. Y de todas formasprobablemente no necesitesllamar, ¿verdad?

Hanna negó con la cabeza.—No, no sabría a quién.—Mira, pues perfecto.Hanna se encogió de

hombros y observó el aparatoescéptica.

—No sé... ¿sabré apañármelascon él?

—¡Pues claro! Además te heapuntado lo más importantepara utilizarlo —dijo Mia,

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rebuscó de nuevo en el bolso ysacó un folio doblado—. Estátirado. —Le tendió la caja aHanna—. Por favor, mamá.

Hanna la miró a los ojos y viola súplica en ellos. Extendió losbrazos. Mia se le echó al cuelloy la abrazó con fuerza.

—¡Gracias!Hanna sintió que el nudo de

su estómago se deshacía y quela sensación de embotamientodesaparecía. Los ojos se lellenaron de lágrimas. Cuando sesoltó de Mia, vio que ellatambién lloraba.

—Ay, mamá, me alegro tanto

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de que nos hayamosreconciliado.

Hanna asintió, se pasó unamano por los ojos y con la otraacarició la mejilla húmeda de suhija.

—Bueno, ahora sí que metengo que ir.

—Avisa cuando hayasaterrizado en Tromsø —lepidió Mia.

—Lo haré —dijo Hanna, sevolvió y corrió hacia el controlde pasaportes.

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15

Saßnitz en Rügen, mayo de1907

Emilie corría tan rápido comopodía. Maldijo la falda larga yestrecha y las enaguas, que leimpedían dar pasos más largos.Se levantó los montones de telacon ambas manos y siguió atoda prisa. El camino de la

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orilla elevada se extendíadesierto ante ella. Un par demetros más adelante los árbolesclarearon a su izquierda yabrieron la vista hacia el mar ylos acantilados de creta. Unpequeño balcón de hierro seasomaba sobre la orillaescarpada. Aquello debía de serla Vista de Victoria, un miradorbautizado en 1865 con ocasiónde la visita del entonces rey dePrusia con la princesa Victoria.Desde allí podía verseespecialmente bien elKönigsstuhl.

Emilie no vio nada de aquello.

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Solo tenía ojos para el hombreque en ese momento estabapasando una pierna por encimade la barandilla. No había duda,era Max, quien estaba sentado ahorcajadas sobre el abismo ymiraba hacia las profundidadescomo embobado. Emilie nodudó ni un segundo de quequería arrojarse. Reprimió ungrito, contuvo el aliento y seacercó a él con tanto cuidadocomo le fue posible. El miedo aque se asustara por suinesperada aparición y perdierael equilibrio le cerraba un nudoen la garganta. Cuando estuvo a

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dos pasos de distancia, él pasóla otra pierna y se irguió. Susmanos se soltaron de labarandilla.

—¡Max! ¡No!Con este grito Emilie se

abalanzó hacia delante, loagarró por los hombros y lotiró al suelo detrás del balcón.Su cuerpo chocó contra el deella y la hizo caer. Se golpeó lacabeza contra algo duro. Gimióde dolor. Tenía sobre ella todoel peso de Max, que no semovía.

—¿Max? ¿Me oyes?No reaccionaba. Emilie trató

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en vano de apartarlo de ella oescurrirse a un lado. Le sacudiólos brazos.

—Max, por favor, ¡vuelve enti!

El cuerpo que tenía encimatembló y rodó a un lado. Emilierespiró aliviada, se incorporó yse inclinó sobre su hermano,que estaba tumbado deespaldas. Tenía los ojoscerrados, la tez pálida y sufrente estaba cubierta de unafina capa de sudor. Emilie letocó con cuidado la mejilla y laacarició. Su rostro se contrajo,parpadeó, abrió los ojos y la

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miró como si fuera una extraña.—Max, soy yo. Emilie.—¿Emilie? —Arrugó la

frente, se incorporó y se apoyósobre el codo.

—Tu hermana —añadióEmilie—. ¿No me reconoces?

Max se masajeó la frente y lamiró fijamente.

—¿Qué haces aquí?—¿Que qué hago yo aquí? La

pregunta es qué haces tú aquí—respondió Emilie—. ¿Quémosca te ha picado? —lepreguntó y señaló el balcón.

Max gimió como si hubierarecuperado la memoria con su

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gesto. Se derrumbó.—¿Por qué me has detenido?—¿Cómo dices? ¿Cómo

puedes preguntarme eso enserio? ¿Acaso debo permitirque mi hermano se precipitehacia la muerte?

Para sorpresa de Emilie, supropia voz sonaba indignada.En ese momento fue conscientede lo furiosa que estaba. Habíaestado a punto de presenciarimpotente cómo Max sedespedazaba contra la orillarocosa.

—Mejor muerto que vivir convergüenza —exclamó Max

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fuera de sí.Emilie nunca había visto a su

hermano tan desesperado. Suira se aplacó. Agarró a Max dela barbilla y lo obligó a mirarlaa los ojos.

—Max, ¿qué ha pasado? ¿Porqué no quieres seguir viviendo?Esta mañana todo iba bien,¿no?

—¡Nada ha ido nunca bien!Max se volvió y se tapó la cara

con las manos.Emilie le acarició el hombro.

Max se la sacudió de encima.—¡Déjame!—Max, por favor, quiero

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ayudarte. Pero para eso tengoque saber qué sucede.

—Nadie puede ayudarme —dijo con voz apagada.

Emilie se puso en pie y letomó la mano.

—Por favor, Max, háblame.Señaló con la cabeza hacia un

banquito que había tras ellosbajo una enorme haya.

—Sentémonos. Así podráscontármelo todo.

Max se soltó de su mano.—¡Ya no tiene sentido!Emilie se mordió la lengua y

se obligó a hablartranquilamente.

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—Créeme, te sentirás aliviado.Y juntos encontraremos unasolución. ¡Todo saldrá bien! Telo prometo.

Emilie había caídoinvoluntariamente en el tonoque había solido utilizarcuando Max de pequeñobuscaba consuelo en ella.Compasivo y al mismo tiemporesuelto y confiado. Esta veztambién surtió su efecto, Maxdejó caer las manos, se levantó yse arrastró hacia el banco.Emilie lo siguió, se sentó juntoa él y le rodeó los hombros conel brazo.

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—Bueno, ¿qué es lo que teaflige?

—Padre y los demás tienentoda la razón. No sirvo paranada.

—Pero ¿por qué dices eso?—En el barco, de pronto, me

sentí como paralizado.Literalmente, no podíamoverme. No podía hacer nada,era como un fuerte escalofrío oun ataque epiléptico. O así escomo me imagino yo esassituaciones en las que estásindefenso y no puedes hacernada para remediarlo.

Emilie se imaginó a Max

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inmóvil durante horas junto ala barandilla donde lo habíavisto por última vez, observadocon curiosidad por los demáspasajeros como si de unaescultura se tratara.

—¿Te había pasado algunaotra vez? —preguntó.

Max asintió.—En la escuela de cadetes. A

menudo, de hecho. Casi cadanoche.

—¿Sabes por qué?Max la miró a los ojos.—Tenía miedo. De las

marchas durante horas y de lasmaniobras, pero sobre todo de

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la arbitrariedad de lossuperiores, del acoso, de losgritos...

Emilie nunca habíacomprendido qué era eso de los«nervios frágiles» que al parecerhabían sido el motivo delintento de suicidio y laexpulsión de su hermano. En lafamilia habían guardadosilencio sobre el fracaso del hijomenor por vergüenza, y ellanunca se había atrevido apreguntarle a Max. En esemomento se dio cuenta de quehabía sido puro miedo. Así quelas suposiciones de Fanny eran

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correctas.—Lo comprendo

perfectamente —dijo—. Perono acabo de entender de quétenías tanto miedo en el barco.

—¡De no ser capaz! — dijoMax.

—¿No ser capaz de qué? —insistió Emilie.

—¡Es que no lo conseguiré!—gritó Max. Su voz habíarecuperado el matiz estridentedel pánico.

Emilie lo atrajo con fuerzahacia sí.

—Tranquilo. ¿Qué es lo queno conseguirás? ¿Te refieres a la

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expedición?—¡Es imposible que aguante!

Y si fracaso ya en algo comoeso... —Se le quebró la voz.

—Pero eso no lo sab... —replicó Emilie.

—¡Sí que lo sé! —exclamóMax—. No estoy hecho paraesta vida. No soy capaz denada. Y tampoco quiero. ¡Yahora no me vengas con eso deque todo mejorará!

Emilie cerró la boca, quehabía abierto para contestarleprecisamente eso, y le acarició lacabeza. Mientras lo abrazaba ylo acunaba ligeramente, Emilie

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se preguntó qué debía hacer acontinuación. ¿Cómo podríatranquilizar a su hermano? Alfin y al cabo no podíanquedarse sentados allí parasiempre. ¿Y si solo esperabahasta encontrar la ocasión dellevar a cabo su plan? Emilietuvo que admitir que no sesentía capaz de proteger a Maxde sí mismo.

—¡Gracias a Dios! Ya metemía lo peor.

Emilie giró la cabeza y vio asu tía, que la había seguido porel sendero. La mirada de Fannypasó de Max, que no se había

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fijado en ella, a Emilie. Esta lehizo un gesto con la cabeza ysintió que el alivio la inundaba.En su agitación había olvidadoque no estaba sola. Fannypareció percibir en qué estadode ánimo se encontraba Max.Renunció a preguntarle por quéno estaba de camino a Noruegao por qué lloraba.

—Venid, un tentempié nosvendrá bien a todos —dijo enlugar de eso.

Se acercó al banco, agarró aMax por debajo de un brazo yle dio a entender en silencio aEmilie que hiciera lo mismo al

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otro lado. Los tres juntossiguieron el camino sobreWissower Klinken hasta ellugar en el que se adentraba enel bosque hacia el Waldhalle, ypocos minutos después llegaronal merendero. Ante el edificiode dos plantas con tejado depaja y entramado en la fachadahabía varias mesas bajo losárboles. El cenador cubiertocon columnas de madera ofrecíamás espacio para sentarse al airelibre. En temporada alta el lugarhabría estado a rebosar declientes. Aquella tarde solohabía unos pocos

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excursionistas.Max se dejó llevar apático por

Emilie y Fanny a una mesa en laesquina y se dejó caerpesadamente sobre la silla queEmilie le había ofrecido. Aúnde pie, Fanny hizo señas a uncamarero que estaba en lapuerta del local. La sonrisasolícita que traía al acercarsepara preguntar qué deseaban seheló cuando pidió tres köömdobles, como se llamaba enRügen al licor de alcaravea. Losexaminó con una mezcla dedesconfianza y desprecio,evidentemente indeciso sobre

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cómo clasificar aquel trío.Emilie percibió que su miradase detenía en ella, y se miró dearriba abajo. No era de extrañarque estuviera desconcertado. Latela de su falda estaba arrugaday cubierta de tierra y hojassecas, el dobladillo de la enaguaestaba parcialmente rasgado ylo arrastraba por el suelo, y supeinado se había soltado en sumayor parte. El traje claro deMax también estaba sucio yarrugado, tenía el pelo revueltoy los ojos vidriosos. Su tía era laúnica que tenía un aspectoimpecable. Emilie la miró por el

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rabillo del ojo y vio quecontraía las comisuras de laboca. Fanny puso un gestodigno, tomó asiento a la mesajunto a Max, estiró la espalda, serecolocó los guantes ypreguntó:

—¿Qué recomienda hoy elchef de cuisine?

—Eh... bueno... solotenemos... —El camarerocarraspeó—. ¿Querrán losseñores pescado...? Tenemosbacalao y arenque fresco y eh...—se atascó y enmudeció.

Fanny frunció el ceño y sevolvió hacia Emilie.

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—Querida, me temo que nostendremos que conformar.Espero que no te supongademasiada molestia.

Emilie se esforzó por esbozarun gesto apropiado de altaneríae indicó su conformidad conuna mirada. El camarero seencogió visiblemente y sesonrojó.

—Está bien, entoncesprobaremos suerte con elbacalao —dijo Fanny.

—Por supuesto, señora —profirió el camarero, se alejó apaso ligero y regresó pocosinstantes después con tres vasos

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cortos en los que se balanceabaun líquido amarillento.

—Venga, adentro —ordenóFanny en cuanto el camarero nopudo oírla.

Repartió los vasos y brindócon Emilie y Max. Emilie bebióun trago obediente y se llevó lamano al cuello. El fuerte ardorle llenó los ojos de lágrimas.Tosió y respiró agitada. Maxtambién jadeó. Su rostrorecuperó el color y la expresiónapática desapareció. Fannysonrió satisfecha y puso lamano sobre su antebrazo.

—¿Me cuentas por qué has

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regresado?Max lanzó un profundo

suspiro.—Me da una vergüenza atroz.

Pero estaba... estaba comoparalizado ante la idea de... Nopodía moverme, temblaba conviolencia y solo quería salir deallí...

—Tenías miedo —constatóFanny—. Eso parece un ataquede pánico en toda regla.

Max sintió un escalofrío.—Nunca debí emprender este

viaje. Por eso ni siquieradesembarqué en Trelleborg,sino que regresé directamente.

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—Se encogió de hombros—.Suena estúpido, lo sé. Esperabaque aún estuvierais en elpuerto... No me di cuenta hastallegar de que no tenía ni idea dedónde encontraros. Yentonces... entonces... supe quevosotras tampoco podíaisayudarme... y entonces...

—Entonces te encontré —lointerrumpió velozmente Emilie.

Max torció el gesto y se bebiólo que le quedaba en el vaso.

Emilie se volvió hacia su tía yprosiguió:

—Y ahora no se atreve apresentarse ante su profesor o

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nuestro padre. Sobre todonuestro padre. De todos modosno quiere ni oír hablar de Max,porque no ha seguido la carrerade oficial como él habríadeseado.

—Oh, sí, es propio de él —dijo Fanny—. Y conociendo ami madre, seguro que es de lamisma cuerda a este respecto.

—Sin olvidar a mi hermano—dijo Max—. Ninguno deellos quiere saber nada más demí. —Se dirigió a Emilie—.Hasta ahora no te lo habíadicho. Pero padre me ha dejadoclaro de manera inequívoca que

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si vuelvo a decepcionarlo ya nopodré esperar ningún tipo deapoyo por su parte. Inclusomencionó desheredarme.

Emilie se quedó sinrespiración y se tapó la bocacon la mano.

—Madre mía, efectivamente lasituación no es sencilla —dijoFanny.

—Catástrofe sería una palabramás precisa —murmuró Max ydejó caer la cabeza.

Fanny lo miró preocupada.Emilie se alegraba de que su tíacomprendiera sin másexplicaciones lo que su

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hermano se estaba jugando. Yque frases hechas como«Contrólate, lo conseguirás»no eran de mucha ayuda en sucaso, sino que empeorarían sudesolación. Fanny frunció elceño, se dispuso varias veces ahacer un comentario, negó conla cabeza y se sumió en elsilencio. Emilie se irguió y seacercó a ella.

—De todos modos hay unasolución. No sería fácil, pero esfactible —declaró.

Max hizo un gesto de rechazocon la mano.

Emilie prosiguió impasible:

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—Ya se la ofrecí a Max enBerlín: yo podría participar enla expedición en su lugar.

Su tía arqueó las cejasasombrada y con un gesto de lacabeza le pidió que continuara.Después de que Emilieexplicara su idea de vestirsecomo un hombre y hacersepasar por su hermano, a Fannyse le escapó un «¡vaya!».

Sin embargo, el rechazoinmediato que Emilie esperabano se produjo.

—Es una idea audaz —dijoFanny tras un breve silencio—.¿Eres realmente consciente de

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lo que significaría? No se tratade disfrazarse un rato para unbaile de máscaras. Tendrías quemeterte de lleno en el papel yaguantar de manera convincentedurante semanas. Y una vezestés en el barco, no tendrásninguna oportunidad dedejarlo.

Max se dirigió a Fanny.—¡Eso mismo dije yo! Y

piensa en los peligros a los quese enfrentaría si ladesenmascararan. Una mujerjoven en la naturaleza rodeadade hombres que quizás olvidensus buenos modales estando tan

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lejos de la civilización. Por nohablar del revuelo que causaría.

—¿Tienes alguna propuestamejor? —preguntó Emilie—.Aparte de tirarte por unacantilado, quiero decir.

Max apartó la mirada. Fannymiró a Emilie a los ojos.

—Mira en tu interior ycuestiónate con honestidad. Notiene sentido precipitarse a unaaventura para la que no se estápreparado. Por muy nobles ylógicos que sean los motivos.Pero no ayudarías a nadieexigiéndote una tarea que tesobrepasa solo por ayudar a tu

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hermano.Emilie respiró

profundamente. Admitió ensilencio que una parte de símisma, que tenía miedo de supropia valentía, había deseadoen secreto que Fanny ladisuadiera. Sobre todo ahoraque las elucubraciones seestaban convirtiendo en unplan concreto. Al mismotiempo sabía en lo másprofundo de su ser que jamás seperdonaría que Max se hicieradaño a sí mismo porque ella lohubiera dejado en la estacada.No podría vivir con ello.

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Se sentó más erguida y dijocon voz firme:

—Estoy completamentesegura.

Fanny asintió. La aprobaciónbrillaba en sus ojos.

—Bien, entonces pensemoscómo lo haremos.

—No habláis en serio —dijoMax atónito—. ¡Es imposibleque salga bien!

—Si los tres nos mantenemosunidos, lo lograremos —replicóFanny enérgicamente. Se volvióhacia Emilie—. Haré el tour deciudades con Max. Él enviaráregularmente postales a casa con

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tu caligrafía. —Le sonrió—.Escribirás un par de textos quedespués solo tendrá que copiar.Por suerte en las postalestampoco es que quepan muchaspalabras.

Max levantó la mirada.—¿Quieres decir que nuestros

padres no sospecharán porquecreerán que Emilie está de viajecontigo?

—Exacto. Si os he entendidobien, tú, Emilie, regresarás aAlemania a finales de junio. Loorganizaremos de forma quelleguemos a Berlín al mismotiempo. Allí te entregará —

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Fanny hizo un gesto a Max—los dibujos, las preparaciones ylas notas que debes recoger paratu profesor. Y a continuaciónregresará a Elberfeld con unapila de souvenirs, recuerdos ypostales de las diferentes etapasde nuestro viaje en la maleta. Etvoilà, ¡todos contentos ysatisfechos!

Fanny miró radiante a loshermanos. Emilie tragó saliva.En boca de su tía todo aquelloparecía un paseo. Pero no seríatan sencillo. Miró a Max. Laesperanza iluminaba sus ojos.Emilie se mordió el labio. «¡No

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seas gallina! —se reprendió—.Al fin y al cabo tú fuiste la quetuvo la alocada idea.»

—Bueno, ¿conformes? —dijoEmilie y le tendió la mano aMax. Él puso la suya encima,como antes, como cuandocerraban un pacto de niños.Fanny rodeó las manos deambos con las suyas y lasapretó.

—¡Conformes!

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16

Tromsø, julio de 2013

El avión de NorwegianAirline aterrizó poco despuésde las cuatro en Langnes, elaeropuerto de Tromsø. Hannaechó un vistazo por la ventana,salpicada de gotas de lluvia. Eltiempo había ido empeorandodurante las dos horas de vuelo

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desde Oslo, donde había hechoescala. Solo había podidoadivinar las siluetas difusas delas impresionantes cordillerasque, según su guía, rodeabanTromsøya, la isla principal delextenso término municipal deTromsø. A Hanna todo aquellole recordó a los reinos de laniebla, que en las antiguas sagasestaban poblados por gigantes,hadas, enanos, dragones y otrascriaturas míticas. Bienvenidos alpaís del trol, recordó de prontoque decía el eslogan de unoperador de viajes aEscandinavia. Mientras recogía

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el equipaje de mano delcompartimento sobre suasiento, se ponía la chaqueta yse colocaba en la fila para salir,Hanna admitió para sí mismaque apenas sabía nada deNoruega, aparte de los clichéshabituales:

El país del sol de medianochey los oscuros inviernos eternos,fiordos azul intenso y lagosllenos de peces, cordillerascubiertas por glaciares ybosques habitados por alces,osos y lobos. Entre ellos,granjas aisladas y pequeñasciudades pintorescas con

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coloridas casas de madera en lasque vivían personas grandes yrubias reservadas con losextraños, a las que les gustaba eljazz y el heavy metal, queahogaban los arrebatos demelancolía en alcohol a precioprohibitivo, que considerabanla carne de ballena y el pescadofermentado manjaresespecialmente exquisitos, quededicaban cada minuto detiempo libre al senderismo o alesquí y eran dueños de unacabaña de fin de semana en lasmontañas o en la costa.

Aunque el verdadero destino

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de su viaje se encontraba a grandistancia del continente ySpitsbergen solo pertenecíaoficialmente a Noruega desde1920, a Hanna le resultabaincómodo saber tan poco sobreaquel país y sus habitantes.Siempre se había exigidoemprender sus viajes bieninformada y preparada. Estavez apenas había tenido tiempode ponerse al día de antemano.Los agitados acontecimientosde los últimos días habíancontribuido a que no se lehubiera ocurrido comprar unaguía de Noruega hasta estar en

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el aeropuerto de Múnich.«¿Para qué te he regalado el

smartphone? ¿Quién necesitaya algo tan anticuado como unlibro? Ahora puedes buscarlotodo súper fácil en internet.» AHanna le parecía estar oyendola voz de su hija pidiéndolecuentas en tono de burlacariñosa. Sonrió para susadentros y decidió seguir elconsejo de Mia y buscar másinformación con su nuevojuguete, como llamaba alteléfono para sí misma. Detodos modos el tiempo húmedoy frío no invitaba a dar largos

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paseos turísticos.De pronto Hanna se sintió

desilusionada. «Hace un par dedías aún suponía que hoyestaría paseando con Thorstenpor algún pueblecito preciosode Alsacia —pensó, y trató envano de ahuyentar lasindeseadas imágenes queaparecieron en su mente: ella yThorsten del brazo, con un solespléndido, quizás en busca deun buen restaurante al quepudieran ir dos días más tardepor su cumpleaños—. En lugarde eso he aterrizado en estelugar inhóspito, pasaré mi

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cuarenta y cinco cumpleaños enuna isla de glaciares sola comola una y... Ya basta —sereprendió a sí misma—. Al fin yal cabo no estás aquí por placer.Además, estar sola en casa seríaaún peor. Mejor ocúpate deconseguir un reportaje decente,así pronto recibirás encargosmás interesantes y podrásexplorar paisajes más cálidos.Solo serán un par de días, ysiempre podrás celebrar tucumpleaños más adelante.Quizá con Heiko en Berlín.»

Animada por esta perspectiva,Hanna se dirigió a buen paso a

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la salida del aeropuerto y tomóun autobús hacia la ciudad. Elhotel en el que la oficina deviajes de la revista femenina lehabía reservado una habitaciónestaba situado en el centro, enuna calle paralela a Storgata. Sehabía abierto en abril ypertenecía a una cadena quepromocionaba susestablecimientos con preciosmoderados, confort y estilomodernos, y distancias cortas alas principales atraccionesturísticas de cada ciudad. En lapared oscura tras el mostradorde recepción había pintada una

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cabeza de reno blanca giganteque también saludó a Hannadesde el armario junto a la camade su habitacioncita. Al pareceraquel animal era el símbolo deTromsø, que ya le habíallamado la atención en una tapade sumidero delante del hotel.Dejó su maleta, sacó unchubasquero y salió pocodespués a buscar un lugaragradable en el que pudieranavegar por internettranquilamente. La lluvia sehabía transformado en una finallovizna, hacía frío y viento.Hanna se caló la capucha y

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recorrió apresuradamenteVestregata con la cabeza gacha,giró en Rathusgata, pasó juntoal moderno edificio delayuntamiento con sus enormesfachadas de cristal y pocodespués llegó a Stortorget, quelindaba con el puerto.

Se detuvo un momento anteuna pequeña iglesia católica,situada junto a un centrocomercial al borde de la plazarectangular central, y miró a sualrededor. En el centro de laplaza había una escultura debronce de un ballenero con unarpón en un bote entre la fuerte

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marejada. En el pedestal, losrelieves mostraban escenas deldía a día de los pescadores. Elmonumento estaba dedicado alos muchos marinerosdesaparecidos que habíanhallado la muerte sumergidosen las profundidades del océanoÁrtico. Más allá del puerto, unpuente se elevaba hacia elcontinente. En su extremo sealzaba un edificio blanco que aHanna le recordó una tienda decampaña gigante o témpanos dehielo que se hubieran unidounos a otros. Debía de ser laCatedral del Ártico, un símbolo

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de la ciudad.El viento, que barría la zona

abierta sin obstáculos, infló suchubasquero y la hizo tiritar. Sedio prisa en cruzar la plaza. Enla esquina con Havngata viouna cafetería de aspectoatractivo. Abrió la puerta yentró en el local, amuebladocon mesas y sillas de barnizoscuro. La recibió un caloragradable y una mezcla desonidos de voces, vajilla y elsiseo del espumador de leche. Elaroma a café recién molido y apan salido del horno semezclaba con el olor a prendas

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mojadas. El Kaffebønna estabaabarrotado de un público muyvariado, que degustaba lastartas, las pastas y lostentempiés salados de aspectotentador. Hanna no encontrósitio en las mesas situadas antela larga barra. Se hizo con untaburete libre junto la barramontana en el ventanal, colgó elchubasquero en un perchero,ocupó el sitio con su chaqueta yse acercó a la barra para pedir laclave del wifi. Después de queuno de los jóvenes camareros letrajera una gran taza de café,Hanna sacó el teléfono y

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comenzó a buscar en Googleinformación sobre Tromsø.

Dio las gracias en silencio a suhija. Al final alguien habíatenido que obligarla. Hanna yano entendía por qué se habíaresistido durante años acomprar un aparato de aquellosy por qué se había privado de laoportunidad de poder acceder ainternet en cualquier momento.Primero leyó por encima laspáginas oficiales de la oficina deturismo de la ciudad y dealgunos operadores de viajes. Elreportaje del periodista StephanMaus, que había recorrido el

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norte de Noruega diez añosantes que ella, captó suatención. Le gustó el estiloirónico y humorístico con elque criticaba las característicasde la zona y a sus habitantes.Bebió un sorbo de su café conuna sonrisa y leyó:

Tromsø está tan alnorte, que el frío, elviento, la nieve y el hielohan barrido a lo largo delos siglos todo lo idílicoque pudiera conservar. Siuno quiere estar a laaltura de este lugar, debe

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exponer su vocabularioal entorno hasta que estélo bastante erosionado,deteriorado y cubiertode musgo. Los miles dekilómetros han merecidola pena: la palabra«pintoresco» no sirvepor fin. Lo único que veuno aquí es intensidad.La vegetación del paisajees tan escasa que elayuntamiento tiene unapolítica muy tolerantecon las malas hierbas. Elperejil gigante, de granaltura y muy

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voluminoso, ha sidorebautizado comopalmera de Tromsø sinvacilar y con obstinadoexotismo, y ahoraadorna cada rincón de laciudad. Así, durante elbreve verano, el lugaradquiere el curiosoaspecto de una frondosajungla eternamentediurna en medio de unpaisaje rocoso desnudo.[...] En noruego elnombre de la ciudad sepronuncia Trumsœ, y lareminiscencia geológica

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de ese sonido coincidecon el paisaje: enormestrozos de roca bloqueanla vista.

Además de losinvestigadores de aurorasboreales, las siguientesprofesiones tambiéntienen excelentesperspectivas de empleoen Tromsø: mecánico demotos de nieve, zoólogode gaviotas, fabricante dezapatos para la nieve,herrero de anzuelos yconstructor de camaselásticas. En los jardines

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hay innumerables camaselásticas, que quizásexpliquen el carácterequilibrado de losnoruegos. Cuando elpadre tiene un fuertesubidón de adrenalina,sale media hora a botar;cuando la madre tienedolor de cabeza, se loquita a saltos. Esto dalugar a familias másarmónicas y a un climasocial de una amabilidadadmirable.

[...] Todos los veranoslos turistas son atacados

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por gaviotas psicóticasque, o bien han vistodemasiadas películas deHitchcock, o bien hansufrido los efectos de laextraña calidez en suscerebros polares, que losempuja a una paranoiatemporal. Los localescomentan que, a partir delos cinco grados detemperatura diurnamedia, los cerebros de lasgaviotas vuelven a lanormalidad.

Hanna copió el enlace de ese

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reportaje y envió un brevecorreo electrónico a Mia y aLukas.

Mis queridos dos:Para que os hagáis una

idea de a dónde ha ido aparar vuestra madre.

Hanna paró y miró el reloj.Casi las cinco y media. Tiempode sobra para visitar el MuseoPolar, que en verano abría hastalas siete de la tarde y seencontraba cerca de la cafetería,en el barrio histórico, en el

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recinto de una antigua casa deaduanas protegida. Siguiótecleando rápidamente:

Y ahora visitaré elMueso Polar paraprepararme un poco paraSpitsbergen. Pronto osdaré más noticias. Hastaentonces os mandomuchos saludos y besosempapados desde laciudad de lossuperlativosseptentrionales; y es queaquí no solo seencuentran la catedral

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más septentrional, laorquesta sinfónica másseptentrional y launiversidad másseptentrional del mundo,sino también la cerveceramás septentrional, el barde rock másseptentrional, la vidrieríamás septentrional y eljardín botánico másseptentrional.

Besos septentrionales,Mamá.

Pocos minutos despuésHanna entraba en un edificio de

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madera pintada de rojo enSøndre Tollbodgata, la calle surde la aduana. A esa hora elmuseo apenas tenía visitantes.Hanna paseó prácticamente solapor las salas, dedicadas adiversos temas en torno a laexploración del Ártico y la vidaen la región polar. Muchas delas obras expuestas estabanexplicadas tanto en noruegocomo en inglés. Cuando no eraasí, Hanna recurría al folleto enalemán que había pedido en lacaja.

Primero averiguó cómo sehabía convertido Tromsø en la

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«puerta al océano Ártico».Durante mucho tiempo habíansido principalmente las misas dela iglesia y el trueque en la plazadel mercado lo que atraían a lospescadores y granjeros de losalrededores. Los escasoscomerciantes establecidos allí sesurtían de mercancía no tantoen el sur de Noruega como enla vecina Rusia. Los colonospomor, que se asentaron en lacosta del mar Blanco en la EdadMedia, traían cereales y otrosalimentos a cambio de pescadoy aceite de ballena. Eldescubrimiento del océano

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Ártico como zona de caza defocas, morsas y osos polares y lainvención del cañón arponerosupusieron un auge económicodecisivo en el siglo XIX.Además, en esa época, Tromsøse convirtió en el punto departida de numerosasexpediciones a Spitsbergen y alPolo Norte.

Hanna, cada vez másfascinada, se sumergió en elmundo de los cazadores deballenas, los tramperos y losexploradores polares. En unasala dedicada a la caza en elÁrtico, había una cabaña que

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había sido construida junto aun fiordo en Spitsbergen en1910 con madera de deriva deSiberia. Había sido utilizadaregularmente duranteveinticinco años hastaexponerse primero en el MuseoMarítimo de Oslo y másadelante en Tromsø. Hannasintió un ligero escalofrío al leerque uno de los primeroscazadores que había invernadoen ella había muerto deescorbuto. La maqueta lepareció muy auténtica. En lacabaña, cuyas ranuras estabanaisladas con musgo, había

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colgadas pieles de zorro,perdices nivales muertas,cornamentas de renos,herramientas, fusiles y otrosutensilios; sobre el tejado habíatrineos y toneles conprovisiones. Ante una de lasparedes había sentadas dosfiguras de hombres a tamañoreal. Uno de ellos partía madera,el otro destripaba un pequeñoanimal. Sus rostros erantaciturnos, casi furiosos. Hannapasó junto a ellos en dirección auna puerta de poca altura,cruzó el pequeño vestíbulo yoteó la única habitación, que

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servía para dormir, cocinar ytrabajar.

En su opinión, losresponsables del museo habíanlogrado transmitir con éxito laestrechez agobiante de lavivienda, pensada para cincohabitantes en total. Cadarinconcito libre estaba lleno deprendas de ropa, herramientas yutensilios de cocina, las literasde dos alturas estaban sin hacery también servían comosuperficies de almacenamiento.Hanna se sorprendió pensandoque aquello habría queordenarlo y limpiarlo como es

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debido. En una de las paredeshabía una estufa de hierro quetambién hacía las veces dehogar. En la esquina de al lado,detrás de un par de camisascolgadas a secar, Hannadistinguió la silueta de unpersonaje masculino inclinadosobre una tina de baño. Habíauna cuarta persona sentada a lamesa leyendo un libro bajo laúnica y diminuta ventana. AHanna le resultaba difícilimaginar cómo sería pasar elinvierno ártico con otras cuatropersonas en un espacio tanreducido, sin la posibilidad de

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retirarse, en una oscuridadeterna, rodeados por losrugidos de las tormentas denieve y apartados del resto delmundo.

Un fuerte ruido la sobresaltó.La tapa de una cazuela dehojalata rodó hasta sus pies.

—Forbannet! —maldijo unavoz.

Hanna se volvió hacia laestufa y se quedó sinrespiración. ¡No podía ser! Lafigura tras la ropa tendida habíacobrado vida, se habíaincorporado y se había vueltohacia ella con la mano

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levantada. Hanna vio que algorelucía en ella. ¿Un cuchillo? Setambaleó hacia atrás, chocócontra un taburete y perdió elequilibrio. El hombre dio unsalto hacia ella. Hanna gritó,cerró los ojos y esperó elataque. Justo después sintió queun brazo la agarraba de lacintura e impedía que cayera.Parpadeó vacilante y vio dosojos azul claro que mirabanfijamente los suyos.

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17

Vapor de pasajeros Komet, dela compañía HAPAG, junio de

1907

Unos golpes pesados yrepetidos pitidos se abrieronpaso en la conciencia de Emilie.Le pesaban los párpados. ¿Sehabía quedado dormida en eltren? No, el traqueteo del tren

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era diferente. Ah, sí, eso era,estaba en Rügen. Con su tíaFanny. En el hotel Fürstenhofen el paseo de la playa deSaßnitz. Posiblemente un barcoestuviera pasando por allí.Emilie se giró y su rodillachocó contra algo duro. Emiliese quedó perpleja. ¿La cama delhotel no tenía el cabecerocontra la pared? ¿Y no eramucho más ancha? Abrió losojos y se quedó de piedra.¿Dónde estaba? ¿Dónde seencontraba aquella pequeñahabitación? La luz atravesabalas cortinas de una ventana

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redonda y se reflejaba sobre losmuebles de caoba lustrados, queresaltaban sobre elrevestimiento de madera másclara de las paredes. «Pequeño,pero solo para ti», recordó depronto el comentario de Fannyde la noche anterior. ¡Claro!Estaba en un camarote delKomet, un vapor de pasajerosde la compañía Hamburg-Amerikanischen Packetfahrt-Actien-Gesellschaft.

Emilie buscó con la mano eldespertador de viaje, que estabajunto a la cama sobre unestante, y echó un vistazo a la

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hora. Las siete pasadas. Habíadormido casi doce horas. Selevantó con un bostezo, seacercó a tientas al diminutolavabo junto al armarioempotrado y se apartó de unsalto con un grito ahogado.¡Había un desconocido en subaño! Tenía el pelo cortorevuelto y miraba fijamente conlos ojos muy abiertos. Extendióla mano para defenderse y elextraño la imitó. Su miradarecayó sobre la camisa de él. Sequedó perpleja. ¿Por quéllevaba un camisón de suhermano? Sus dedos chocaron

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con los de él. Al tocar el cristalfrío colocado sobre el lavabo,su estupor se desvaneció. Lamemoria de las últimasveinticuatro horas regresó degolpe, y con ella un asomo depánico. ¡Realmente estaba decamino a Noruega! ¡Sola!Como Max Berghoff.

El ensayo general —comohabía llamado Fanny a losprimeros pasos de su sobrinacomo hombre en público—había ido de maravilla. El temorde Emilie a que el camarero quela había acompañado a sucamarote la víspera y le había

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explicado las normas másimportantes a bordo sospecharainmediatamente, o cuandoabriera la boca a más tardar, nose había cumplido. No habíasentido ninguna miradadesconfiada, ningunainsinuación ambigua la habíadesconcertado. Después de queel camarero se marchara, Fannyla había mirado radiante y habíadicho: «Estoy asombrada por lanaturalidad con la que actúas. Yrealmente no tienes de quépreocuparte con tu voz. La deeste joven, por ejemplo, eramucho más aguda que la tuya.»

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Mientras se lavaba la cara conagua fría, Emilie agradeciómentalmente a su tía su cautela.Sin la ayuda de Fanny, suaventura probablemente habríaterminado antes de empezar.No solo por sus consejos, sinosobre todo por haber evitadoque se precipitara a estaaventura sin cabeza. Habíanaprovechado el largo viaje entren de Rügen a Hamburgopara preparar a Emilie para sutransformación en MaxBerghoff, y para darcontundencia a su pequeñaconspiración, como llamaba

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Fanny al intercambio depapeles de los hermanos.Aunque naturalmente Max noharía el viaje educativo previstojunto a su tía como Emilie, sinoque solo enviaría de vez encuando postales en nombre deEmilie a sus padres y a otrosmiembros de la familia desde lasdiferentes ciudades para darleuna coartada. Emilie habíaanotado algunas frases al efectopara que le resultara más fácilreproducir su caligrafía.

Fanny había insistido en queEmilie viajara a Tromsø en unvapor de pasajeros. «Así no te

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verás obligada a estarpermanentemente rodeada degente desde el principio, que eslo que sucedería si tomaras laruta prevista de Max. En elbarco tendrás la posibilidad deretirarte a tu camarote, podráspracticar la postura y los gestossin que nadie te moleste ypodrás leer un par de artículosespecializados para resultar unestudiante de Biología creíble.Es importante que te adaptes atu nueva identidad lo mejorposible y que te sientas segura.Así actuarás de formaconvincente.»

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Su metamorfosis en el jovenque ahora la miraba desde elespejo se había producido antesde subir a bordo, en el hotel enel que se alojaban su hermano yFanny. Su tía la había ayudadoa vendarse el pecho con unpañuelo fino y a continuaciónle había cortado el pelo. Con elcorazón latiéndole con fuerza,Emilie había observado en elespejo del tocador cómo Fannycogía sus largos mechones unopor uno con la mano izquierda,los cortaba con la derecha y loscolocaba ordenadamente en unacajita. No sintió la lástima que

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había esperado. Emilie se sentíaliteralmente más ligera y teníamucha curiosidad por conoceral nuevo yo que habíadescubierto.

«Lo mejor será que hagascuanto antes una visita albarbero del barco y le pidas quete haga un corte decente», habíacomentado Fanny con unasonrisa de disculpa al examinarel resultado de su labor. «Estono puede llamarse un peinadocomo tal. Pero si le damosforma con un poco de gomina,bastará por ahora.»

Emilie se secó la cara, abrió el

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armario en el que habíaguardado la ropa y contemplósu vestuario. Era fácilmenteabarcable:

Para su estancia en el buquede investigación y más adelanteen Spitsbergen, Max se habíahecho un traje gris de lanacheviot resistente que tambiénle quedaba bien a ella. Porprimera vez en su vida habíarecibido un cumplido por suaire desenvuelto. Fanny estabaencantada con su «nuevosobrino», y Max también habíaconstatado que al ponerse suropa, su hermana, con su figura

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atlética, los rasgos algoangulosos y las cejas rectas,resultaba casi más masculinaque él mismo. «Si ahoraconsigues no reírte entredientes ni sonrojarteconstantemente, será perfecto»,le había dicho y le había dadouna palmada en el hombro enseñal de aprobación.

El traje de lino claro para eldía y el elegante esmoquin paralas cenas, los conciertos y otrasreuniones sociales durante elviaje, solo habían necesitadopequeños retoques, que Fannyhabía llevado a cabo con su

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costurero de viaje. Emilietambién había podido quedarsecon media docena de camisasblancas y una gabardina de suhermano; sin embargo, suszapatos, su sombrero y susguantes eran demasiadograndes. Habían cubierto esacarencia con una visita a unaelegante tienda de ropa paracaballero en Gänsemarkt. Su tíahabía completado el equipocomprando una capaimpermeable y un paraguassólido —«así no solo estarásprotegida contra la lluvia, sinoque también podrás utilizarlo

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como sombrilla o inclusobastón para la montaña si esnecesario»— y un pequeñobotiquín de viaje con vendas,remedios contra la diarrea y laacidez de estómago, vaselinapara masajearse posiblesesguinces y una pomada paralas ampollas en los pies.

Asimismo, Fanny se habíaencargado meticulosamente deque Emilie no se llevara nadaque pudiera revelar suverdadera identidad. «¡Piensaen Effi Briest!», la habíaadvertido, y le había quitado lacadenita de oro que le habían

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regalado por la confirmación yque desde entonces habíallevado todos los días. «Nopuedes permitirte lossentimentalismos.» La delicadaestilográfica y el monederobordado habían acabado en lamaleta de Fanny por la mismarazón.

Emilie se cerró los puñosrígidos de la camisa congemelos plateados, se puso lachaqueta del traje de linoencima, se encasquetó elsombrero panamá redondo dehojas de palma trenzadas, sehizo un gesto de asentimiento

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en el espejo y susurró:—¡Al ruedo, torero!Antes de salir de su camarote

de segunda clase, leyó porencima el primer párrafo delreglamento de a bordo, quecolgaba de la puerta enmarcado.

PARA SU OBSERVANCIAComidas

El primer desayuno seservirá entre las 8 y las 10horas de la mañana, elsegundo desayuno a las12.30 horas del mediodíay la comida principal alas 6.30 horas de la tarde.

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En ocasiones estoshorarios se modificarándurante las estancias enpuertos debido a lasexcursiones a tierra. Losavisos correspondientesse llevarán a cabosiempre con la debidaantelación. Para cadacomida se imprimirándiferentes menús. Elsobrecargo asignará losasientos en las mesas. Sedará una señal 15minutos antes delcomienzo de las comidas;se dará una segunda señal

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al comienzo de lascomidas.

Aún tenía tiempo para unpaseo de exploración antes delprimer desayuno. Hasta elmomento Emilie apenas habíavisto nada del hotel flotante enel que pasaría los próximosdías. Inmediatamente despuésde embarcar como uno de losúltimos pasajeros, se habíaretirado a su camarote y sehabía echado en la cama. Lanoche anterior en vela y elajetreado día se habían cobradosu precio. Mientras dormía,

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Emilie se había perdido lasmaniobras del gigantescobuque para zarpar y el trayectopor el Elba hasta Cuxhaven, asícomo la cena de gala que dabainicio al viaje hacia el norte y elconcierto de la orquesta delbuque, de veinte miembros.

Tras dar unos pocos pasos,Emilie se dio cuenta de quehabía perdido la orientación enaquel laberinto de pasillosparalelos y perpendiculares yestrechos corredores. Parahacerse una idea general,decidió contemplar primero elbarco desde arriba y tomó la

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siguiente de aquellas empinadasescaleras que unían unascubiertas con otras. Después depasar junto a una puerta dehierro, tras la que supuso que seencontrarían las salas demáquinas a juzgar por losrepetidos golpes, llegó a lacubierta principal. Buscócuriosa la siguiente escalera através de las puertas de lasdespensas que había allí,abiertas para ventilar. Losaromas a pan recién hecho,caldo de carne sustancioso,tocino frito y otros platos laenvolvieron y estimularon su

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apetito. Una docena decocineros, panaderos, pastelerosy sus ayudantes revoloteabanentre fogones, hornos y mesasde trabajo, movían enormescalderas y bandejas de horno deun lado a otro, servían café y téen jarras de porcelana,preparaban huevos revueltos yfritos en sartenes del tamaño deruedas de carro y colocaban enlas bandejas tarros demermelada y miel, platos demantequilla, fuentes de queso yembutido y cuencos conensalada de frutas.

Emilie siguió subiendo hasta

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la cubierta de paseo, que a esashoras estaba desierta.Únicamente dos grumetesfregaban los tablones ante unahilera de hamacas, queaguardaban impacientes bajo unvoladizo a que alguien las usara.Emilie ascendió la últimaescalera hasta el puente. Delantedel camarote del capitán seencontraba la sala denavegación, con mesas cubiertascon mapas y aparatos náuticos,y sobre ella estaba situado elpuente de mando. Emiliesupuso que el hombre quesubía y bajaba y oteaba el

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horizonte a través de untelescopio era un práctico. Echóla cabeza hacia atrás y en elmástil descubrió a un marineroque también estaba vigilante.Siguió las miradas de ambos,pero a simple vista nodistinguió nada. El mar delNorte se extendía liso ydesierto ante ellos, una ligerabruma difuminaba la línea entreel mar y el cielo y ocultaba lacosta del continente danés,junto al que navegaban. Emiliemiró hacia atrás y vio la popade un buque de carga que sealejaba. A él se había dirigido la

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sirena que la había despertado.Se volvió de nuevo hacia

delante, dio un par de pasoshacia la borda, se agarró a labarandilla y aspiró con fuerza elaire, que tenía un matizmetálico y olía ligeramente aalgas. Emilie se animó al ver elpabellón negro, blanco y rojo ylos numerosos banderines queondeaban en los mástiles. Cerrólos ojos y tarareó la primeraestrofa de una canción piratamuy popular entre las Aves depaso y cuya letra Max le habíaescrito en una de sus cartas:

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Reyes de las tormentas,del oleaje bravío,

de los vientos gélidos ysu golpe cortante.

Tantos añosrecorriendo océanos ymares,

y ved que nuestrabandera no hasucumbido.

«Si la abuela Hedwig me vieraahora —pensó de pronto—.Con esta pinta, sola entrecompletos desconocidos, sindama de compañía.» Emilie

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sonrió con malicia y abrió unpoco más las piernas. Era unasensación maravillosa poder irtranquilamente a dondequisiera, no tener quepreguntarse temerosa a cadamomento si aquello seríaapropiado, y vestida ademáscon ropas cómodas que no leimpedían moverse, le permitíanrespirar libremente y no leapretaban por ningún lado.

El sonido de una trompetallamó la atención de Emilie.Aquella debía de ser la señalpara el inminente desayuno.Llegó el momento de la verdad,

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se dijo a sí misma, y sintió unapunzada en el estómago. Por uninstante se planteó la idea depedir que le sirvieran eldesayuno en el camarote. «Noseas boba. ¿De qué sirveesconderse? Debes aprovecharcualquier oportunidad derodearte de gente, observar a loshombres y aprender lo máximoposible de sucomportamiento.»

Emilie abandonó el puente yemprendió la búsqueda delsalón blanco, en el que tendríanlugar las comidas principales delos próximos días, según el

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camarero que la había guiado lavíspera. Los pasillos laterales seanimaron con los pasajeros quese dirigían al mismo destino.Emilie se detuvo ante la puertade entrada de dos hojasesperando a que el hombre quela precedía se la sostuviera. Elcarraspeo de una dama de edadavanzada elegantemente vestidaque se acercaba al comedor delbrazo de una acompañante —reconocible por su aspecto máshumilde— hizo que Emilierecuperara el juicio. El sustopor su error le provocó unsofoco. «¡No te sonrojes!» Se

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esforzó por respirar hondo, sehizo a un lado, se levantóligeramente el sombrero conuna mano y abrió la puerta conla otra. Dejó pasar a las dosmujeres con una reverencia y lassiguió hacia la sala.

Después de darle su nombre ysu número de camarote alsobrecargo, que vigilaba la saladesde un atril situado en laentrada y dirigía a sussubordinados con gestosdiscretos, le entregó susombrero a un camarero demesa que se acercó rápidamentey lo siguió a su sitio a una de las

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mesas ovaladas preparadas cadauna para seis personas. Alpensar que a partir de entoncespasaría varias horas al día concinco extraños y que duranteese tiempo no podría mostrarninguna debilidad, su pulso seaceleró. La última vez que habíasentido semejante miedoescénico había sido alrepresentar una obra de teatrocon sus compañeras de clasecon ocasión de la fiesta de fin deestudios. «Tranquila», seinsistió, y recordó los consejosque Fanny le había dado pararesultar convincente como

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hombre: «Mira a la gente a losojos, no sonrías sin motivo, note tapes la cara con las manos ymuévete siempre con dominiode ti misma: este es mi sitio, micamino, mi silla, etcétera.»

Emilie estiró la espalda ysaludó con un gesto de lacabeza al resto de comensales,un matrimonio de aspectoestirado con dos hijosadolescentes y un hombre entorno a los cincuenta.Carraspeó y se esforzó porhablar con tranquilidad y vozgrave:

—Buenos días. Soy

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Maximilian Berghoff, de Berlín.Mientras se sentaba entre el

padre de familia y el otrohombre, la dama asintió con lacabeza a modo de saludo. Suhija, que tendría alrededor dedieciséis años, le sonrió contimidez, se sonrojó y bajó lacabeza apresuradamente bajo lasevera mirada de su padre.

—Ah, el estudioso. ¡Hola! Mealegro de conocerlo —exclamóel otro hombre, cuyo acentogutural y arrastrado le sonabaextraño a Emilie—. Conpermiso: Beat Späni. Geólogode Basilea.

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Su rostro resplandecía.—Ayer por la noche lo

echamos de menos a la mesa. —Le guiñó un ojo a la muchacha—. ¿No es cierto, señoritaBühring? Estábamospreocupados por si el jovencaballero se sentía indispuesto.

La señorita rio entre dientesabochornada y volvió asonrojarse; la vecina de Späni,madre de la muchacha, le lanzóuna mirada malhumorada. Elsuizo no se dejó impresionar.Prosiguió animadamentedirigiéndose a Emilie:

—Permítame presentarle: a su

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derecha el honorable Bühring,de profesión fabricante de seda,de Schwerin. Y yo tengo elhonor de estar sentado junto asu fiel esposa y amantísimamadre de sus hijos Erna yFridolin. Me considero muyafortunado por poder disfrutardel viaje en su compañía.

La aludida puso un gestoapocado. Emilie percibiótambién un brillo de halago ensus ojos.

—¿Y qué estudia usted? —preguntó el comerciante.

—Biología —respondióEmilie—. Segundo semestre.

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—¿Y no es algo... en fin...insólito que un estudiante vayasolo de crucero? —intervino suesposa en la conversación.

—No es un viaje de placer —explicó Emilie—. Viajo porencargo de mi profesor, pararecoger plantas, insectos yfósiles en el Ártico y hacerdibujos de las aves marinas queanidan allí.

—¡Oh, qué emocionante! —suspiró la muchacha.

Su hermano, más o menos tresaños menor según los cálculosde Emilie, la miró con los ojosmuy abiertos.

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—¿En el Ártico? ¿Seguiráhasta el Polo Norte?

Beat Späni sonrió a Emilie.—Fridolin es un gran

admirador de Nansen, Scott yAmundsen.

—Me temo que debodecepcionarte —dijo Emilie—.No llegaré al Polo Norte.

El suizo se inclinó hacia elchico.

—¿Quieres saber un secretode nuestro nuevo compañerode mesa?

Emilie se quedó helada. Sintióque las manos se le humedecíany se mordió la punta de la

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lengua. ¿Cómo había podidodescubrirla tan rápido? ¿Quéhabía hecho mal?

Contuvo el impulso delevantarse de un salto y salircorriendo de la sala.

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18

Tromsø, julio de 2013

—Alt i orden? —preguntó elhombre, dejó el destornilladorque tenía en la mano sobre elfogón y puso a Hanna en piecon cuidado—. Du er ganskeblek! —La miraba fijamentecon preocupación.

—Sorry —dijo Hanna y

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sonrió abochornada—. I don’tspeak Norwegian.

El hombre le devolvió lasonrisa y, para su sorpresa, lerespondió en alemán.

—¿Estás bien? Estáscompletamente pálida.

Su voz sonaba melodiosa y aHanna le recordó el tonocantarín del ex canciller WillyBrandt. En algún lugar habíaleído que su característicomodo de hablar era un vestigiodel tiempo que había pasado enel exilio noruego y suecodurante el Tercer Reich.Aquellos años en Escandinavia

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no solo lo habían marcadopolíticamente, sino que tambiénhabían dejado huella en suforma de hablar.

Hanna sintió.—Todo en orden. Solo me he

llevado un susto monumental.Pensaba que era usted unafigura de la maqueta.

—Oh, lo siento.El hombre, que era

aproximadamente tan altocomo ella y que según suscálculos tendría poco más decincuenta años, señaló con lacabeza la esquina junto a laestufa.

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—Estaba atornillando unanueva lámpara. El hueco de ahíatrás es estrechísimo. Nisiquiera te he visto entrar.

Hanna se puso algo tensa. Noestaba acostumbrada a que uncompleto desconocido latuteara, y se sintió transportadaa sus tiempos de estudiante.Como si le hubiera leído elpensamiento, prosiguió:

—Disculpa que utilicedirectamente el tú. Siempre meolvido de que en Alemania nose tutea a todo el mundo. Aquíen Noruega hoy en día ya solose habla de usted a los

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miembros de la Casa Real.Hanna sonrió turbada. Qué

tonta había sido. Había leídoaquello varias veces y lo habíavisto en las series policíacasambientadas en Escandinavia,pero en cualquier caso no lohabía interiorizado. Disimulósu vergüenza y señaló eldestornillador.

—Por un momento pensé quete abalanzabas sobre mí con uncuchillo. —Sonrió burlona—.Ya estaba viendo el titular:«Trampero disecado apuñala aturista alemana en un museo enTromsø.»

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El hombre la miró.—Subtítulo: «La embajada

alemana desaconseja viajar alnorte de Noruega.»

Se echó a reír. No de formahiriente, sino de corazón yrelajadamente. Hanna secontagió. Se imaginó entrecarcajadas a turistasatemorizados deslizándose conmiedo por los museosnoruegos, siempre atentos a losobjetos de las exposiciones quede pronto cobrarían vida y seabalanzarían sobre ellos.

—¿Puedo invitarte a unacerveza por el susto? —le

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preguntó el hombre.Hanna parpadeó y dudó un

instante. ¿Podía aceptarlo?«Bah, qué más da —hizo callara la voz de su conciencia—. Esuna oportunidad estupendapara conocer a un local. Parainvestigar con sujetos vivos,por así decirlo. Además, unpoco de compañía te vendrábien.» Asintió.

—Encantada.Los ojos del hombre se

iluminaron.—Perfecto —dijo, y le tendió

la mano—. Soy Kåre Nybol.Su apretón de manos fue

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firme y cálido.—Hanna Keller —respondió,

y lo observó asombrada.¿Quién decía que los noruegoseran cerrados y reservados conlos desconocidos? Aquel, consu pelo rubio claro y los ojosazules, respondía a la imagenexterna que tenía de losescandinavos, pero su carácterabierto y su humor noencajaban en el estereotipo.

—Bueno, pues vamos. ¿Oquerías ver algo más? —preguntó.

Hanna negó con la cabeza.—Todo esto es muy

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interesante, pero en estosmomentos no soy capaz deasimilar más información.

Él se volvió hacia la puerta.Hanna cogió el destornillador.

—Señor Nybol... eh, perdona,quiero decir, Kåre... seguro quevolverás a necesitarlo, ¿no? —dijo, tendiéndole laherramienta.

—¡Ay, gracias! Me habíaolvidado completamente de él.

Kåre cogió el destornillador yse lo metió en el bolsillo.Hanna salió tras él de la cabañay hacia el exterior. Durante suvisita al museo había dejado de

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llover y el manto de nubes sehabía abierto. El sol relucíasobre los tablones de las casasantiguas y sobre los arponesballeneros colocados en fila enla orilla como pequeñoscañones que documentaban eldesarrollo de aquellas armas decaza. Los modelos modernos lerecordaban a Hanna a loscañones láser futuristas de laspelículas de ciencia ficción quetanto le gustaban a su hijoLukas. Dejó vagar la miradamás allá. Contuvo el alientoinvoluntariamente al ver lascumbres cubiertas de nieve que

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se elevaban tras las colinas en elcontinente, que quedaba alfrente

—Qué bonito —dijo en vozbaja.

Kåre siguió su mirada.—Esta mañana, al llegar,

apenas he visto nada delentorno —explicó Hanna.

—Sí, estos últimos días lavisibilidad ha sido mala. Peroahora tendremos mejor tiempo—dijo Kåre. Señaló la cordillera—. Eso de ahí son los Alpes deLyngen.

Hanna sonrió.—Es como estar en casa.

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Kåre la miró con gestointerrogante.

—Allí también hay muchasmontañas.

—¿De dónde eres? ¿DeBaviera?

Hanna asintió y siguióhablando:

—Donde yo vivo lasmontañas no son tan altas, peroalgo más al sur empiezan losAlpes. Cuando todavía vivía enMúnich, a menudo iba allí ahacer senderismo.

—¿Te gustan las excursiones?—preguntó Kåre—. Entonceshas venido al lugar adecuado.

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Nos encontramos en el centrode un paraíso del senderismo. Yen invierno se pueden hacerexcursiones maravillosas conesquís o trineos de perros o... —Se detuvo—. Perdona, parezcoun empleado de la oficina deturismo.

Hanna negó con la cabeza.—No, simplemente suenas

entusiasta.Kåre sonrió.—Busquemos un lugar

agradable para tomar esacerveza. Me habría gustadoenseñarte una de nuestrasatracciones, el Macks Ølhallen.

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Existe desde los años veinte delsiglo pasado. Pero por desgraciaya está cerrado.

—¿Ölhallen? —preguntóHanna—. Suena raro.

Kåre se echó a reír.—Øl no es lo mismo que el

Öl alemán.2 En noruego, Ølquiere decir «cerveza».

—Vaya —dijo Hanna y miróel reloj. Poco antes de las seis ymedia. Sacudió la cabeza—. EnBaviera sería impensable queuna cervecería cerrara tanpronto por la tarde.

—Pero en cambio abren porla mañana, algo poco habitual

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en Noruega —respondió Kårey le guiñó un ojo. Reflexionóun instante y prosiguió—:¿Tienes hambre? Porqueentonces podríamos ir aSkarven, en el puerto. Podemossentarnos fuera y probarcomida marinera, es decir, sobretodo pescado. Y tienen Mack-Øl de barril.

—Suena bien —dijo Hanna—. Me encanta el pescado. Y mevendría bien comer algo.

De camino a Strandtorgetpasaron junto al muelle de losHurtigruten. En ese momentoestaba zarpando con fuertes

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sirenas el MS Trollfjord, untransbordador de varios pisoscuya cubierta panorámicaacristalada le recordó loslujosos cruceros que surcabanlos océanos. Se detuvo, se hizosombra con la mano ycontempló aquel monstruopintado con los colorestradicionales de la línea decorreo: negro abajo, rojo en elcentro y las cubiertas superioresblancas.

—No sé por qué meimaginaba los vapores de correomás pequeños —dijo.

Kåre rio.

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—Los Hurtigruten ya solotransportan correo y mercancíasde pasada. Los tiempos en losque sus barcos eran lo únicoque conectaba a algunospueblos y ciudades con el restodel país pasaron a la historia. Seplanteó y se sigue planteandouna y otra vez eliminar lassubvenciones estatales ysuspender los trayectos, porquelos aviones y los camionesasumieron sus funciones hacetiempo.

—Pero sería una verdaderalástima —dijo Hanna—. Heoído muchas veces que un viaje

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con el Hurtigruten es unaexperiencia incomparable.

—Por suerte hay muchaspersonas que opinan lo mismo—respondió Kåre—. Además,se ha convertido en algo asícomo un símbolo nacional.Para salvarlo de la ruina, se hanequipado siguiendo losestándares actuales y ahoratransportan principalmente aturistas. De todos modos eninvierno se ponen enfuncionamiento los barcos másantiguos, porque los grandestransbordadores realizancruceros por el Caribe o por

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otras zonas cálidas.Señaló un barco amarrado en

otra parte del puerto.—Ahí atrás está el Sjøkurs, el

antiguo barco correo RagnvaldJarl. Fue botado en 1956.Actualmente funciona comobuque escuela, y por eso ya nolleva los colores de losHurtigruten.

—Al lado del ferry parece unbarco para enanos —comentóHanna.

—Y eso que tiene poco menosde dos mil doscientas toneladasde registro bruto —dijo Kåre.

—¿Y cuántas tiene el

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Trollfjord?—Algo más de dieciséis mil.Hanna lo miró asombrada.—Quizá deberías hacerte guía

turístico.—¿Por saber tanto sobre los

Hurtigruten?Hanna asintió.Kåre sonrió burlón.—A ti te pasaría lo mismo si

tu padre hubiera sido capitán deHurtigruten. Es inevitablellevarlo en la sangre.

—Pero ¿tú no quisistenavegar? —preguntó Hanna.

Kåre frunció el ceño.—¿Por qué dices eso?

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Hanna se mordió la parteinterior del carrillo. ¿Habíasido demasiado curiosa?Conocía a aquel hombre desdehacía unos pocos minutos.«Pero no es esa la sensación quetengo», constató sorprendida.

—Perdona, solo lo hepensado porque trabajas en elmuseo y...

—¡Ah! —dijo Kåre—. No, hasido un malentendido. Notrabajo en el museo. Solo me heacercado antes a llevar losplanos de una nueva exposicióntemporal. Y entonces Inger, lamujer de la caja, me ha pedido

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que arreglara la lámpara rota.Hanna asintió y siguió

andando en silencio. Así queKåre era conserje o algún tipode mensajero. No se atrevió aseguir preguntando y al mismotiempo se reprendió por ser tanestrecha de miras. ¿Por quédespreciaba automáticamenteese tipo de profesiones por serpoco ambiciosas y daba porhecho que no podían hacer auno sentirse realizado en lavida? Qué arrogante.Precisamente ella, que se jactabade entenderse con la gente sinimportar su posición social, su

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nivel educativo o su profesión.Era alarmante loprofundamente arraigados queestaban algunos prejuicios.

—Bueno, aquí estamos —interrumpió Kåre suspensamientos, deteniéndoseante un edificio blanco—. ¿Quéopinas, nos sentamos fuera otienes demasiado frío? —Sonriópícaro—. Los noruegos salimosa la calle con el más mínimorayo de sol. Aunque tengamosque envolvernos en variasmantas y gruesos plumíferos.

—Por mí, fuera —respondióHanna. Señaló los cristales que

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rodeaban la terraza—. Estáprotegida contra el viento, ypor suerte tampoco estoy tanhelada.

Siguió a Kåre, que se dirigióhacia una mesa libre. Despuésde sentarse, hojeó el menú, queestaba escrito en noruego y eninglés.

—¿Qué me recomiendas? —preguntó.

—Mmmm, los platos depescado fresco o marisco estántodos buenos —respondió Kåre—. Pero si quieres probar unplato típico de esta zona,podrías pedir algo de lo que

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llamamos pescado maduro, porejemplo el bacalao a la parrillacon zanahorias, panceta ypatatas cocidas. Suele gustarmucho. —Hizo una brevepausa y continuó—: El jamónde Barents también es muysabroso.

Hanna puso un gestointerrogante.

—Jamón de foca —explicó—.Y por supuesto aquí tambiéntienen magníficos filetes deballena.

Hanna se puso algo tensa.Hizo un esfuerzo por contenerun resoplido de indignación.

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Los ojos de Kåre se iluminarondivertidos.

—Supongo que compartes elrechazo de la mayoría de los nonoruegos hacia estas delicias,¿verdad?

—¡Me has pillado! —dijoHanna, y evitó su mirada—. Séque la caza de focas y ballenases tradición en Noruega desdehace siglos, y que es parte devuestra cultura. Pero lasimágenes de bebés de focasdestrozados y de ballenasmasacradas son terribles y...eh... —comenzó a balbucear yse dio cuenta de que se estaba

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sonrojando—. Aunque encierto modo es algo hipócrita, alfin y al cabo es exactamente lomismo que matar otros ani...

Kåre se inclinó hacia ella.—Perdóname. Solo te estaba

tomando un poco el pelo. Noquería abochornarte. Todo locontrario, te entiendo muybien.

Hanna levantó la mirada, serelajó y se tranquilizó. Sintióque una sensación cálidarecorría su cuerpo. Pocas veceshabía conocido a alguien quepareciera tan sincero. Quedijera honesta y abiertamente lo

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que opinaba.—Sean tradiciones o no —

prosiguió Kåre—, lo cierto esque entre nosotros también seestá produciendo un grancambio de opinión, y a losnoruegos poco a poco se nosestán quitando las ganas decomer estas especialidades. Sinembargo, nuestro Gobiernointenta mantener con vida lacaza de ballenassubvencionando a lospescadores y aumentandoconstantemente las cuotas depesca. De todos modos en losúltimos años han descendido.

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—¿Y a qué se debe eso? —preguntó Hanna.

—Bueno, los pescadoressencillamente están perdiendoel interés porque la carne deballena y sobre todo el blubber,es decir, la grasa de ballena, seles atragantan en los almacenesy todos los años se echan aperder por toneladas. Y no soloporque los argumentos de losprotectores de animales calen enla gente, sino también porqueuna y otra vez se encuentrancantidades alarmantes desustancias tóxicas en la carne delos animales.

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Una camarera se acercó a sumesa y les preguntó quédeseaban. Kåre pidió doscervezas y a continuación sedirigió a Hanna:

—¿Qué te parece si primerocompartimos un plato deentrantes variados? Con tapasde arenque, sopa de cangrejogigante, carpaccio de reno,queso de cabra y otrasexquisiteces. Así te llevarás unabuena primera impresión denuestros platos típicos.

—Una idea fantástica —respondió Hanna.

La camarera se alejó. Kåre se

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levantó y señaló hacia la casa.—Discúlpame un momento,

enseguida vuelvo —dijo.Hanna lo siguió con la mirada

y se sorprendió admirando sucuerpo musculoso y su andarenérgico. Apartó la cabezarápidamente y rebuscó su móvilen el bolso. El icono de unsobre en la pantalla le indicabaque tenía un mensaje nuevo.Mia le había escrito hacía unahora.

Querida mamá:Muchas gracias por el

e-mail con tus primeras

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impresiones de Tromsøy el enlace a ese reportajetan divertido. Antes hehablado un momentocon Lukas por Skype.Nos ha parecido unaidea genial queescribieras en Facebookuna especie de diario deviaje. Así tambiénpodrías subir fotos. Seríauna oportunidadestupenda para permitirque tus amigos yconocidos que tenganuna cuenta participen detus experiencias.

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Además también esimportante que busquescontactos en internet yconsigas nuevos lectores.Si quieres establecertecomo periodistafreelance, no puedesdejar de lado esa formade publicidad. Con eltiempo necesitarástambién una páginapropia. Echa un vistazo aun par de blogs enWordpress. Es súperfácil abrirse una cuenta.

—¿Malas noticias?

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Hanna no se había dadocuenta de que Kåre habíaregresado. Se sentó y la mirócon atención.

—No quiero pecar decurioso, pero hace un momentotenías una cara muy seria.

Hanna negó con la cabeza ymetió el móvil en el bolso.

—No, no ha pasado nada.Solo estoy un poco de losnervios. Mi hija intenta a todacosta que me haga visible eninternet y que me abra un perfilen eso de Facebook. Ella y suhermano consideran que estoycompletamente anticuada en lo

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que a medios de comunicaciónse refiere. —Hanna esbozó unasonrisa ladeada—. Lo malo esque tienen toda la razón.

—Antes yo tampoco las teníatodas conmigo con esa forma decomunicación —dijo Kåre—.Pero ya no me imagino cómosería mi vida sin ella.

—¿Y cómo sucedió? —preguntó Hanna.

—Necesité un empujón desdefuera. En mi caso fue mi sobrinaNora. Ella y su prima tuvieronla idea de crear un grupoprivado en internet para nuestrafamilia, que está muy

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desperdigada, al que solotuvieran acceso miembrosinvitados. Allí nos contamosnovedades, planeamosreuniones, colgamos fotos,etcétera. —Kåre sonrió—. Creoque me gusta tanto porquedurante décadas prácticamenteno tuve familiares. Quierodecir, claro que los tenía, perono sabía nada de ellos.

La camarera, que apareció conla cerveza, interrumpió laconversación. Kåre levantó suvaso y brindó con Hanna. Ellabrindó también y dijo con unguiño:

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—Bueno, ¡pues por losmundos virtuales!

—Y por el viejo mundo real.Si ya estuvieras infectada por elvirus de internet, quizá solohabrías visitado nuestro museoonline. Entonces nunca noshabríamos conocido.

Los ojos azules de Kåre sesumergieron en los suyos.¿Cuánto tiempo hacía que unhombre desconocido no lamiraba así? ¿Con tanta atencióne interés? ¿Quién había sido elúltimo hombre en general enhacerlo? Probablemente Heikodurante su encuentro en Berlín

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el año anterior. Desde luegohacía una eternidad queThorsten no le prestaba tantaatención. Hanna sintió unsuave cosquilleo en elestómago. Una sensación quecreía desaparecida: una mezclade excitación, alegreanticipación y recelo. Bebió unlargo trago y le devolvió lasonrisa a Kåre.

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19

Vapor de pasajeros Komet, dela compañía HAPAG, junio de

1907

—¿Un secreto? —preguntóFridolin, y se echó hacia delanteen su silla. Su padre, elhonorable Bühring, levantó lascejas, la hija miró fijamente aEmilie sin hacer caso de la

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reprimenda que le siseó sumadre. Beat Späni se recostó yse acarició la barrigadisfrutando visiblemente de laatención que había despertadosu anuncio.

Emilie habría descrito susituación con la palabra«tortura», aunque no estuvierasufriendo daños físicos. Esperarel siguiente giro de rueda con elque el torturador estiraría losmiembros del delincuente, lacerteza del inminente dolorfísico indescriptible, lasensación de estarcompletamente expuesta. Sintió

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un zumbido en su oído. Vioque los labios del suizo semovían, oyó sus palabras sincomprenderlas. Se obligó aescuchar.

—... sé dónde y con quiénpasará las próximas semanas. —Se volvió hacia Emilie—. Estáde camino a Tromsø y allí seencontrará con los participantesde una expedición aSpitsbergen, ¿no es cierto?

Emilie lo miró y asintiómecánicamente. ¿A qué veníaaquella detallada introducción?¿Por qué no decía directamenteque la había descubierto? Beat

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Späni le tendió su manoderecha.

—Compartimos destinoentonces.

—¿Cómo dice? —preguntóEmilie. Debía de haber oídomal.

—Pues que yo tambiénparticiparé —explicó y leestrechó la mano. El contactohizo que Emilie volviera en sí.¡Lo había entendido mal! Elalivio la debilitó. Se esforzó poresbozar una sonrisa.

—¿Usted también viaja aSpitsbergen?

—¡Efectivamente! ¿No es una

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maravillosa casualidad? Ahoraya conozco a uno de misfuturos compañeros de viaje. Yreconozco encantado que setrata de un compañeroespecialmente simpático —añadió Beat Späni y le guiñó unojo a la muchacha, que se tapóla boca con la mano y rio entredientes.

Emilie insinuó unainclinación.

—Gracias, es usted muyamable.

—¿Cuál es el objetivo de estaexpedición polar? —preguntóel comerciante.

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—Bueno, cada participantetiene un interés diferente —respondió el suizo, y se recostóen la silla—. El viaje lo propusoel Observatorio Meteorológicode Lindenberg. Se trata de unprimer sondeo. La intención esavanzar en las investigacionesde las condiciones climáticas delÁrtico, aún desconocidas en sumayor parte, y probar yperfeccionar diferentes aparatosde medición. Esto también hasuscitado un gran interés porparte de aquellos que en elfuturo quieren alcanzar el PoloNorte en dirigibles o globos

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aerostáticos, ya que para ellonecesitarán información sobretemperaturas, corrientes yhumedad del aire en capassuperiores de la atmósfera.

—Entiendo —dijo el señorBühring—. ¿Puedo preguntarpor qué participa usted en elviaje? Como geólogo es pocoprobable que esté interesado endicha información.

—Como ya he señalado, elproyecto de investigación seencuentra aún en su fase inicial.Para tener una base sólida sonnecesarios enormes recursosfinancieros. Por eso se les da la

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oportunidad de participarprevio pago a científicos norelacionados directamente conel verdadero objetivo del viaje—explicó Beat Späni. Prosiguiócon un gesto hacia Emilie—:Como acaban de oír ustedes,nuestro joven amigo ha sidoenviado por su profesor paraque lleve a cabo estudiosbiológicos. Mi humilde personaestá interesada en lasformaciones rocosas delarchipiélago. Lo cierto es queSpitsbergen es un paraíso paralos geólogos. Apenas hayvegetación, y en verano la nieve

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también desaparece de maneraque es posible ver rocas deprácticamente todas las épocas.

La aparición de una camareracon una bandeja gigante dehuevos revueltos, salchichas,tocino frito y otros platoscalientes interrumpió laconversación. Mientras suscompañeros de mesaamontonaban en sus platos lacomida que les ofrecían, Emilierespiró hondo. Así debía desentirse una liebre que hubieracreído sentir los colmillos delzorro en su carne y hubieraescapado inesperadamente de su

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perseguidor en el últimomomento. Se le levantaron losánimos. Todo iba bien. No sehabía delatado.

Cuando la camarera apareció asu izquierda y le ofreció labandeja, se sirvió una ración dehuevos revueltos que su madrehabría comentado con un «Perohija, ¡modérate!, no teatiborres», y se abalanzó sobreellos con gran apetito.

Unas horas más tarde Emiliese encontraba en la cubiertapanorámica, en la proa, ycontemplaba el mar ilusionada.

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Según la Guía Meyer -Noruega, Suecia y Dinamarca,que su tía le había comprado enHamburgo, hacia esa horadebían alcanzar los cincuenta yocho grados de latitud norte yavistar la costa noruega. Unbote que se acercaba a granvelocidad llamó su atención.Debía de ser el práctico queguiaría el vapor durante lospróximos días a través de losfiordos. Se dejó caer unaescalerilla, se oyeron salvas y laorquesta de a bordo comenzó atocar una melodía alegremientras un hombre con gorra

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de plato ascendía ágilmente laescalerilla.

—Es el himno nacional deNoruega —dijo una voz que leresultaba familiar.

Se volvió. Beat Späni seencontraba con la familiaBühring a un par de pasos deella y seguía con atención elrecibimiento al práctico, queacababa de llegar al puente demando y realizaba un saludomilitar ante el capitán. Emilievolvió la vista hacia delante yobservó la línea de costa, quesalía poco a poco de la bruma.Algo decepcionada, clavó la

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vista en los acantilados grises,las islitas planas y los islotesdesnudos. Sacó el reloj debolsillo y abrió la tapa. Aúnquedaba una hora larga hasta elalmuerzo. Tiempo suficientepara escribir una primera carta asus padres.

El salón de escritura estabasituado sobre el comedor en lacubierta de proa y estabadecorado en estilo rococó, conmuchas tallas de maderadoradas. Emilie saludó con lacabeza a cuatro damas quejugaban al whist en una mesacuadrada y tomó asiento en un

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secreter que había en unaesquina. Había una pila depliegos y sobres de pesadopapel de tina sobre los que sehabía imprimido el nombre delvapor y el logotipo deHAPAG, a disposición detodos los viajeros. Sacó un blocde notas de su hermano delbolsillo de la chaqueta, se lopuso delante abierto, cogió unahoja de papel, desenroscó eltapón de la estilográfica quehabía junto al tintero ycomenzó a escribir lentamente.Mientras lo hacía comprobabauna y otra vez si estaba

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imitando la caligrafía de Max deforma convincente.

Queridos padres:Tía Franziska ya os

habrá informado porcarta de que he cambiadomi ruta de viajesiguiendo su consejo yahora estoy de camino aTromsø en vapor. Hasido una decisiónacertada, ya que de estamanera llegaré muchoantes a mi destino.Además, la casualidad haquerido que se encuentre

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a bordo otro participantede la expedición polar, aquien la suerte o laperspicacia de uncamarero atento, quesacó las conclusionescorrectas al ver quecompartíamos destino,situó en mi mesa en elcomedor. Beat Späni esgeólogo y un hombremuy viajado, cuyaexperiencia ciertamentepodré aprovechar.

Emilie se detuvo. ¿Qué lescontaría Max a sus padres?

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Posiblemente sería escueto,como en las cartas que les habíaenviado desde Berlín. Mientrasque a su hermana le hablabadetalladamente y conentusiasmo de su vida deestudiante, con su padre y consu hermano mayor eraespecialmente apocado.

«En mi cabeza hay unaoficina de censura en la que secomprueba si resistiré losjuicios de valor de ambos», lehabía confesado en una ocasióna Emilie. «Por eso siempreintento encontrar temas que nocausen problemas. Y procuro

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tratarlos con la mayor brevedadposible. Así reduzco el riesgode meter la pata.»

Emilie observó pensativa lasvetas de la superficie de la mesa.No causar problemas y noofrecer un blanco de ataque erauna opción. Pero era un retomás interesante boicotear aaquellos que criticabanincesantemente la supuestaincapacidad para dirigir su viday el carácter esteta de Max. Selevantó, se dirigió a labiblioteca contigua y le pidió alcamarero que estaba de servicioun folleto con los datos

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técnicos y una descripción delequipamiento del Komet.Después de haberlo leído,continuó escribiendo:

Para que tengáis unaidea del alojamientoflotante en el que pasarélos próximos días, megustaría presentarosbrevemente el Komet. Deantemano diré losiguiente: ¡estoy muyimpresionado por lalabor de ingeniería quehay detrás de todo esto!Por primera vez

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comprendo por quéFriedrich habla contanto entusiasmo de losadelantos técnicos denuestra época. ¡Aquíestaría en su elemento!

Emilie contuvo una risita. Nohabía podido resistirse a esaindirecta. Cuántas veces habíantenido que sufrir Max y ella lasinterminables explicacionestécnicas con las que su hermanomayor acostumbraba aentretener a la familia durantelas comidas de domingo u otrasreuniones. Sencillamente no

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podía imaginarse que alguienno compartiera su entusiasmo eincluso se aburriera cuandoabordaba el tema. Su padre eraprobablemente el único querealmente lo seguía ycomprendía su obsesión. Sumadre y su esposa solo fingíansu interés y bostezabandisimuladamente. Algo que aEmilie le parecía una actitudhipócrita. Y una injusticia,además. ¿Por qué le estabapermitido a Friedrich aburrir ala familia e imponer el tema deconversación? «Porque es elheredero», se respondió a sí

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misma.Se incorporó. Fuera como

fuera, ahora Max demostraríaque él también era digno hijode su padre y que tambiénposeía suficientesconocimientos técnicos.

Nuestro buquepertenece a la claseBarbarossa, es decir,cuenta con doschimeneas y dos mástiles,y es lo que se conocecomo un vapor de doblehélice. Esto significa quedos turbinas individuales

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accionan las dos hélices,de manera que si seproducen daños en unode los motores, el buqueno pierde por completola capacidad demovimiento y maniobra.Ambas salas de calderasestán separadas por unmamparo longitudinalbajo la línea de flotaciónpara que el barco no sehunda y siga siendogobernable en caso deque una de las salas demáquinas se inunde trasun impacto contra un

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obstáculo o tras unaexplosión. El sistema dedoble hélice capacitaademás al timonel parahacer girar el coloso sinavanzar, haciendo queuna de las hélices girehacia delante y la otrahacia atrás. Estamaniobra será de granutilidad en los estrechosfiordos, pero también esútil para virarrápidamente cuando senavega a gran velocidad,y así por ejemplo evitaruna colisión con otro

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buque o con un iceberg.La eslora de nuestro

barco es de ciento sesentay siete metros, tienediecinueve metros deancho, y una docena defogoneros alimentan lascalderas con miles dequintales de carbón lasveinticuatro horas deldía. La tripulación estáformada por el capitán ydos oficiales,aproximadamente treintamarineros ycontramaestres,dieciocho maquinistas,

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en torno a veinticincococineros y trabajadores,unos noventa camarerosy, por último pero nomenos importante, laorquesta de a bordo.¡Aquí todo es a logrande!

Emilie repasó lo que habíaescrito. Por ahora bastaría.Aunque también podía dirigirseun poco a su madre. Max nosería tan mezquino como paraignorarla a ella, que siempre seponía de parte de su hijomenor. Emilie rellenó de tinta la

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estilográfica y continuóescribiendo.

Al mismo tiempo, elinterior es mucho másespléndido y confortablede lo que yo habríaesperado de un barco.Los camarotes estánrevestidos de madera dearce y caoba pulida,todos los lavabos yretretes tienen aguacorriente, cada rincónestá iluminadoeléctricamente y —estote gustaría a ti, madre—

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junto a la cama se haninstalado incluso tomasde corriente para losrizadores de cabelloeléctricos. Además de lasdos turbinas principales,hay máquinasadicionales funcionandodía y noche —inclusocuando el barco estáanclado— quesuministran los sistemasde iluminación y deobtención de aguapotable y hielo para lascámaras frigoríficas.También suministran

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corriente a los motoresde los ventiladoreseléctricos, que aireantodas las salas, yaccionan las prensas de laimprenta de a bordo, enla que todos los días seelaboran con tinta decuatro colores los menús,adaptados al lugar en elque nos encontramos, asícomo los programas delos conciertos, lasdescripciones de lasexcursiones y otrosfolletos informativos.

Como podéis ver, me

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encuentro en unamaravilla de la tecnologíamoderna.

Emilie leyó las líneas quehabía escrito, se despidió en laparte inferior y metió el pliegoen un sobre. Su padre estaríacontento con su hijo menor.Entrecerró los ojos. ¿Por quéno poner la guinda al pastel?Cogió otra hoja, buscó unaimagen de la sala de máquinasen el folleto y dibujó un esbozode la misma. Poco después deque una señal de trompetaanunciara el comienzo

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inminente del almuerzo,escribió la dirección y se dirigióal comedor.

Cuando salió de allí una horalarga tras un menú de variosplatos, el Komet habíaabandonado el cinturón deislotes que precedía la costanoruega y navegaba tierraadentro por el fiordo deHardanger. Emilie se acercó a labarandilla de la cubierta depaseo y contuvoinvoluntariamente larespiración. El vapor sedeslizaba por aguas

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verdeazuladas en las que sereflejaban las orillas, que cadavez se alzaban más altas yescarpadas. En las cumbres delas montañas aún había nieve, yen la lejanía se divisabanglaciares azules. Cuanto másatrás dejaban el mar, másexuberante era la vegetación.Los bosques y las praderasteñían de verde el gris de lasrocas. Emilie dirigió su nariz alviento y creyó percibir unsoplo de hierbas aromáticas ydulces flores mezclado con elolor del agua salada. Pequeñaspoblaciones, formadas en su

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mayoría por casitas de maderapintadas de colores junto apequeñas iglesias de piedra, seapiñaban en los estrechostramos de orilla, y granjassolitarias se aferraban apendientes intransitables sobrelas que arroyos espumosos seprecipitaban al vacío.

—Es tan... majestuoso —susurró una voz junto a ella.

—Sí, realmente cautivador —respondió Emilie.

Giró la cabeza y vio que laseñorita Bühring se habíacolocado a su lado. Sus padresestaban tendidos sobre las

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hamacas a un par de pasos dedistancia, absortos en laconversación con Beat Späni, ysu hermano menor estabaenfrascado en la lectura de unlibro de Karl May. La señoritaBühring la miró con asombro.

Emilie se dio una patadamental en la espinilla. ¡Malditasea! Algo así no podía suceder.¿Cómo había podido utilizaruna expresión tan femenina?Debía tener más cuidado, nopodía permitir que lasorprendieran. ¡«Cautivador»!Ningún hombre utilizaría unapalabra así. Desde luego

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ninguno que ella conociera.Rápidamente dijo:—Disculpe, estaba pensando

en mi hermana. Los paisajessalvajes y románticos son sudebilidad, y estaba imaginandolo mucho que se emocionaríaaquí. «Cautivador» es una desus expresiones preferidas. —Carraspeó—. Pero,efectivamente, es impresionante,y tiene cierto aire místico.

La señorita Bühring asintióesforzada.

—Sí, como de cuento, ¿no leparece? Así es como meimagino la patria de Frithjof e

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Ingibjørg.—Bueno, si es cierto lo que

cuentan las sagas, vivían en elfiordo de Sogn, no muy lejosde aquí —respondió Emilie.

Aún recordaba perfectamentelas clases de labores en laescuela, en las que la profesora,a la que le encantaban los mitosgermánicos, solía leerles muchassagas nórdicas; entre ellas lahistoria del orgulloso Frithjof,hijo de granjeros, que pidió lamano de la dulce princesaIngibjørg. Su hermano lorechazó indignado a causa de ladiferencia de posición y lo

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expulsó de allí. Pero, trassuperar varias aventuras,finalmente Frithjof logróconquistar su amor de juventudy el reino de su padre.

—El nombre de la poblaciónde Balestrand recuerda aún hoyel reino perdido del padre deIngibjørg, el rey Bele —prosiguió Emilie—. Dicho seade paso, nuestro emperadortiene por costumbre hacer allíuna parada en su viaje anual aNoruega.

La jovencita que tenía a sulado le dirigió una mirada deadmiración.

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—¡Cuánto sabe!Emilie tragó saliva. Si hacía un

momento temía provocarsospechas por su vocabulariofemenino, ahora debía tenercuidado de no hacer perder lacabeza a Erna Bühring. Eradesconcertante que alguienflirteara con ella con tantodescaro, especialmente en supapel de hombre. Por lo vistono podía comportarse con tantalibertad y naturalidad comohabía imaginado. Al menos noen aquellos círculos. La líneaentre una amistad sincompromiso y un alardeo

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intencionado era fina. Emilie seestiró. La responsabilidad erasuya. Debía ocuparse de queErna no albergara falsasesperanzas sin ofenderla.

—Bueno, tanto no sé —dijoEmilie—. Simplemente hehojeado los folletos deHAPAG que hay por todaspartes. En ellos se describen lasdiferentes rutas, entre ellas laque se conoce como la Línea delos fiordos. Con ella se conoceel fiordo de Sogn, el brazo demar más largo de Noruega. —Sonrió y continuó hablando—.Eso sí que le gustaría a mi

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hermano mayor. Hace muchoque sueña con viajar aEscandinavia para seguir lashuellas de nuestro emperador yverlo en persona. O al menos suyate.

—Oh, lo entiendo muy bien—exclamó Erna—. Imaginoque una experiencia así seríamuy edificante. Mi padre opinaque con un poco de suertetendremos muchasposibilidades de cruzarnos conel Hohenzollern en el viaje devuelta. Se ha informadoexpresamente sobre cuándoembarcará el emperador hacia el

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norte.Miró a Emilie con los ojos

muy abiertos, se puso unamano sobre el pecho y suspiró:

—¡Imagínese! Puede que vea anuestro venerado...

—¡Erna!La señorita Bühring se

estremeció y se volvió hacia sumadre, que se habíaincorporado en la hamaca ymiraba en su dirección con lascejas fruncidas. Emilie seimaginaba vívidamente lo queestaba pensando la mujer delcomerciante: ¿sería eseestudiante de Berlín un calavera

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que jugaba imprudentementecon los sentimientos de su hijay la difamaría? ¿O sería posibleque abrigara intenciones serias?Y, si así era, ¿sería un candidatodigno para el matrimonio conuna base financiera estable yperspectivas de un puestolucrativo?

—¿Podrías traerme el bastidorde bordar de mi camarote? —gritó.

—Sí, madre —respondióErna.

Hizo un gesto a Emilie conuna sonrisa de lamento y saliócorriendo.

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Esta evitó seguirla con lamirada. Caminó en la direcciónopuesta con una leveinclinación hacia la esposa delcomerciante y ascendió laescalera hacia el puente. En suprimer paseo de exploración yahabía constatado que allí, alabrigo de uno de los muchosbotes salvavidas, había rinconesidóneos para disfrutar en paz delas maravillas de la naturaleza,leer o escribir. Se sentó sobreun cabo enrollado y sacó de subolsillo un pequeño bloc decartas y un lápiz.

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A bordo del Komet, tarde deldomingo

2 de junio de 1907

Querida Fanny:Me parece casi increíble

que no hayan pasado nidos días desde nuestradespedida en Hamburgo.Tengo la sensación dellevar ya una semana deviaje... Nunca habríaimaginado lo rápido queme he familiarizado conmi nuevo papel, mesiento como si me

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hubiera deslizado en untraje que hubiera sidoconfeccionado a mimedida. Ciertamente haymomentos en los que misviejos hábitos intentantomar el mando. Nosiempre me resulta fácilcumplir con mi nuevaidentidad. Nunca habríasospechado loprofundamente ancladosque están nuestrospatrones de conducta ylo difícil que essustituirlos por otros.Sobre todo porque

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algunoscomportamientosmasculinos me resultanmuy ajenos y, enocasiones, me sientocomo un actor que aúnno ha interiorizadocompletamente su papel.Bueno, ya se sabe que lapráctica hace al maestro...Pero la sensación

Emilie subrayó las tresúltimas palabras

es la de haber adoptado

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mi verdadero ser, no sé sientiendes lo que quierodecir. En ningún modoestoy diciendo que megustaría ser un hombre.Pero me encantaría vivircomo uno de ellos.Siempre me ha parecidoinjusto que las mujeres—especialmente lasjóvenes de buenasfamilias— tengan quecuidarse de no causarningún escándalo y paraello tengan querenunciar a todo aquelloque es interesante o

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divertido. Empezandopor poder ir a todaspartes (¡¡sola!!) sin poneren peligro una buenareputación.

Te escribo sentada enmi lugar preferido delpuente, resguardada porun bote salvavidas, asalvo de miradas curiosasy sin peligro de serdescubierta escribiendoestas líneas. No heolvidado tu advertenciade renunciar aactividades que puedandelatarme. Pero, mientras

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tenga acceso directo alcorreo, quieroaprovechar laoportunidad deinformarte de misexperiencias. ¿Dónde osencontráis vosotros? Deacuerdo con vuestro plande viaje deberíais haberllegado a Danzig. Asíque enviaré la carta por siacaso a vuestra siguienteparada, Königsberg, paraque no llegue demasiadotarde.

Nosotros ya hemosllegado a Noruega y

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llevamos casi siete horasnavegando por el fiordode Hardang, ¡imagina loprofundo que es! Elsilbato de vapor acaba deanunciar que se haavistado nuestro destinoy pronto fondearemos.Si salgo de mi refugio,veo en la orilla deenfrente el pueblecito deOdde, y detrás, más alláde la morrena de unglaciar, se abre un ampliovalle cuyo fondo resultaespecialmente pintorescogracias a una gran

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cascada. Sobre todo ellose arquea un cielodespejado de un azulintenso, el color queimagino que tiene en lospaisajes del sur, porejemplo en elMediterráneo. ¡Quécolorido! Me encantaríasacar mi caja de pinturas.Pero tengo miedo deprovocar sospechas.Hasta ahora solo he vistoa dos damasentregándose a esepasatiempo.

A los hombres

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alemanes les gustaretirarse al salón defumar, donde discutensobre política o seacomodan en las hamacascon una revista; losnumerosos turistasamericanos dedican cadaminuto de su tiempolibre a lo que ellosllaman deck games, y seentregan entusiasmados acompeticiones decroquet, cricket olanzamiento de anillas.

Por cierto, puedesinformar a Max de que

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ya tiene una admiradora:Erna Bühring, unaencantadora muchachade dieciséis años que sesienta a mi mesa con suspadres y flirtea conmigo.Es un buen partido, supapá es comerciante ypropietario de unafloreciente manufacturade seda. Pero, bromasaparte, micomportamiento noparece haber despertadoningún tipo desuspicacias. Hubo unmomento en que pensé

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que otro compañero demesa me habíadesenmascarado. Peropor suerte lapreocupación fue envano y solo había sidoun producto de miexaltada imaginación.

El susodicho BeatSpäni es un caballeromuy amable deaproximadamentecincuenta años y ademásuno de mis futurosacompañantes en elÁrtico, ya que él tambiénparticipará en la

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expedición. Es geólogo yproviene de Suiza; algoque nos recuerda siempreque se le presenta laocasión, ya que su patriaes la medida de todas lascosas. Antes, después deque saliéramos delcomedor tras la opulentacena, al contemplar elpaisaje exclamó:«¡Increíble! ¡Cómo separece esto al lago de losCuatro Cantones en lazona de Uri!»(Normalmente hablaalemán estándar, aunque

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lo haga con ese graciosoacento que tienen lossuizos. Pero cuando seenciende su patriotismo,de vez en cuando vuelveal dialecto.) Se pusocompletamente fuera desí al descubrir unaestrecha carreteraparcialmente tallada en elacantilado, y comentóentusiasmado: «¡No melo creo! ¡Pero si tienenhasta una Axenstraße!»3

Aparte de esta manía, esun tipo francamenteagradable, capaz de

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animar incluso a la rígidaesposa del comerciante.Sin embargo, dudo deque lo lograra con laabuela Hedwig...

Mientras te escribo mellegan los sonidos delconcierto con el que laorquesta de a bordoameniza todas lasveladas. A pesar de queya son las once, el solsigue brillando. No seocultará hasta dentro demedia hora, ¡dos horasmás tarde que en casa! Ypara las cuatro de la

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mañana la noche yahabrá acabado. Ladesacostumbradaclaridad me trastoca elritmo por completo, ylas numerosassensaciones nuevas hacenel resto para que nosienta cansancio alguno.¡Me siento tan libre!Como un pájaro que haescapado de su jaula ydespliega sus alas paravolar libre por primeravez. Pero no tepreocupes, no seréirresponsable y no

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correré riesgosinnecesarios,¡prometido!

Antes de regresar a lacosta mañana yproseguir nuestro viajehacia el norte, haremosuna excursión por elglaciar. Antes de eso iré ala oficina de correos deOdde y entregaré estacarta. Y ahora me pareceque me iré a la cama...

Saluda a Max de miparte de todo corazón,

¡un abrazo de tu EMILIE!

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20

Tromsø, julio de 2013

—¿Otra cerveza? —preguntóKåre cuando la camarera seacercó a recoger los platosvacíos.

Después del aperitivo, Hannase había decidido por un filetede rodaballo gratinado conparmesano, que le habían

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servido con verduras frescas ypatatas cocidas. Se recostó en lasilla y negó con la cabeza.

—Para mí por ahora no, nome cabe nada más en elestómago.

Sonrió a la camarera y dijo:—The fish was very good!

Estaba realmente delicioso —prosiguió, dirigiéndose a Kåre—. Gracias por traerme aquí. Sino hubiera sido por tiseguramente no se me habríaocurrido entrar en este local.

—Gracias a ti —replicó Kåre—. Hacía mucho tiempo que nocomía en tan buena compañía.

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—Sonrió—. ¿Qué te parece sidamos un pequeño paseo parahacer la digestión?

—Eso mismo iba apreguntarte yo —respondióHanna—. Un poquito deejercicio es justo lo quenecesito.

—Bien, entonces te enseñarénuestra reserva natural.

Hanna levantó las cejas deasombro. Eso sonaba a unaexcursión larga. Miró el reloj.Las nueve y media. Parpadeósorprendida. Aún había muchaclaridad. En casa a esa hora yaestaba anocheciendo.

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—Ehh, ¿no es un poco tardepara eso? —preguntó—. Laverdad es que un viaje en cocheno me apetece mucho ahoramismo.

—¿En coche? ¿Por qué...? —Kåre se detuvo y se echó a reír—. Vaya, claro, cuando digoreserva natural parece que merefiero a un lugar apartado. No,tenemos una pequeña reservaaquí mismo, en la parte superiorde la ciudad, no son ni veinteminutos a pie. Creo que tegustará. Desde allí la vista de lasmontañas es estupenda.

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Kåre no había exagerado. Enun alto a poco menos de cienmetros sobre el nivel del mar seextendía un vasto paisaje debosque y tundra, al sur del cualhabía un lago en calma, elPrestvannet. Como los brazosde mar que separabanTromsøya del continente y delas islas situadas delante de él nose veían, daba la impresión deque los Alpes de Lyngen y lacordillera de la isla Kvaløya sealzaban directamente sobre laciudad.

Hanna y Kåre caminaron a lolargo de la orilla a través de un

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bosque poco tupido. El suelocedía bajo sus pasos, en algunospuntos había tablones sobrezonas fangosas. Los árbolestenían troncos marronesrojizos, los más gruesos erangris claro, su corteza era lisa yse descortezaban en tiras finascomo el papel.

—¿Esto son abedules? —preguntó Hanna.

Kåre asintió.—Abedules blancos. Aquí

crecen sobre todo plantas depantano como la cola de caballoo las ciperáceas. —Señaló unadelicada flor rojo oscuro—. Y

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especies poco comunes. Ahí porejemplo hay un cómaro.

—¿Y cómo se llaman estasflores tan bonitas? —preguntóHanna cuando pasaron junto aun prado en el que relucíancientos de flores blancas yrosas.

—Eso es trébol de agua —respondió Kåre—. La verdad esque no es un nombre muyapropiado, porque no estáemparentado con el trébol, sinocon la genciana. Y tampoco esbueno para la fiebre.4

—No, pero favorece ladigestión —dijo Hanna—.

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Ahora lo recuerdo. Mi abuelallamaba a esta planta trébol derío, y preparaba una infusióncon ella cuando mi abuelocomía demasiado asado eldomingo. Y también la añadía asu famoso licor de hierbas.

La arboleda se abrió ydescubrió una extensa zona decañas. Kåre señaló una pasarelade madera que conducía a unaplataforma sobre el lago.

—La vista desde allí es lamejor.

Hanna lo siguió, se apoyó enla barandilla y disfrutó ensilencio del entorno. Patos y

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gaviotas nadaban en el aguaoscura, se oían crujidos ygorjeos entre las cañas, yenjambres de mosquitosbailaban entre los rayos del sol,que ya estaba muy al norte. Suluz iluminaba las cumbrescubiertas de nieve en tonosrojos dorados.

Un rato después Hanna dijo:—Puede que el comentario

esté muy manido. Pero estotiene algo mágico. Una puestade sol que dura horas. No teníani idea de lo maravilloso queera.

Por el rabillo del ojo vio que

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Kåre asentía. Notó la calidez desu cuerpo junto al suyo y suolor, que se mezclaba con elaroma acre de una loción deafeitado. «Si fuera un gato,ronronearía», pensó Hanna, ysintió que una profunda paz lainundaba. Le vino a la mente lapalabra «armonía». Respiróhondo.

El momento pasó. Se levantóviento, que encrespó lasuperficie del lago y alejó deellos una pequeña isla sobre laque había una cercetaempollando sus huevos en elnido.

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—Eso sí que es divertido, unaisla flotante —exclamó Hanna.

—Sí, hay varias por aquí. Sesupone que la inundación delpaisaje pantanoso las suspendióen el agua —dijo Kåre—. Dehecho, el lago no siempre haexistido, se embalsó en el sigloXIX a partir de varios estanquespara abastecer la ciudad de aguapotable.

Hanna torció el gesto.—¿Este caldo marrón se bebe?Kåre negó con la cabeza.—No, hace mucho que ya no.

Pronto se descubrió que esteagua contenía demasiadas

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sustancias para tener la calidadsuficiente. Y en 1921, alconstruirse una nueva centralde abastecimiento de agua, sedejó de utilizar el Prestvannetcomo depósito de agua potable.A cambio los habitantes deTromsø tienen ahora una zonade recreo justo al lado de casa.

—Es realmente precioso —dijo Hanna—. Qué pena queno tenga tiempo para conocermejor la ciudad y el entorno.

—¿No habías llegado hoy porla tarde?

—Sí, pero el viaje continúamañana. Hacia Spitsbergen.

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—Entiendo, solo estás depaso.

¿Eran imaginaciones suyas ose percibía cierta pena en suvoz? La idea la conmovió. «Note hagas ilusiones —lareprendió su severa voz interior—. ¡Disfruta de esta noche tanagradable y se acabó!»

—Spitsbergen te gustará —dijo Kåre—. Tiene un encantomuy particular.

—¿Así que ya has estado allí?Kåre asintió.—Varias veces, de hecho. Y

cada vez me vuelve a cautivar.Se podría decir que estoy

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enganchado a Svalbard.Hanna sonrió.—Ahora tengo aún más

curiosidad. Nunca antes hellegado tan al norte. Hastaahora he viajado más bien porregiones meridionales. Aún noconozco nada del Ártico. Seráuna experiencia muy especial.

Kåre asintió.—Desde luego. ¿Harás un

crucero o has contratado untour allí?

—Ni lo uno ni lo otro —respondió Hanna—. Me daréuna vuelta por allí por micuenta. Trabajo para una revista

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femenina y tengo que escribirun reportaje.

Kåre frunció el ceño.—Perdona, no quiero

meterme donde no me llaman.Pero ya sabes que enSpitsbergen hay pocas zonaspor las que puedes moverte sinautorización, ¿verdad? Ya solola cantidad de osos polares haceque sea muy peligroso salir delas poblaciones.

Hanna apretó los labios. Quévergüenza. Seguro que laconsideraba completamenteirreflexiva y nada profesional.

—Eh, sí, lo sé... De todos

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modos es más bien una visitarelámpago. La editorial solo meha reservado dos noches enLongyearbyen.

Mientras lo decía se diocuenta de lo absurdo quesonaba. La euforia por volver aviajar por trabajo había hechoque no se planteara si unaestancia tan breve tenía sentido.Desde luego sería difícil queentregara un reportajefundamentado. Era evidenteque ese no era el motivoprincipal por el que la habíanenviado allí. Contuvo unsuspiro y expresó lo que

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empezaba a sospechar:—Creo que sobre todo se

trata de que haga fotos.—Entiendo, para que la

editorial posea los derechos deimagen y no tenga quecomprarlas a un precio muyalto —dijo Kåre.

—Exacto. Debo reconocerque acabo de darme cuenta. Laverdad es que acepté el encargode manera muy espontánea deuna compañera que se habíapuesto enferma —explicóHanna. Se encogió de hombros—. Las cosas han cambiado enlos últimos años. Con mi

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antiguo redactor jefe esto nohabría pasado.

Kåre la miró interrogante.—Lo que él pretendía era

ofrecer a las lectoras algoespecial más allá de lasrecomendaciones de viajehabituales y los típicosreportajes. Me temo que eselema ya solo existe sobre elpapel.

—Bueno, hoy en día no esfácil, ahora que cualquierapuede colgar sus reportajes deviajes en internet y que losturoperadores se pisotean unosa otros —comentó Kåre y le

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sonrió—. Hazlo lo mejor quepuedas. Y sí que podrás hacercosas —continuó—. Podríascoger un barco por el fiordo deIs. Y quizá combinarlo con unapequeña excursión. O un touren trineo de perros.

—¿Trineo de perros? —preguntó Hanna—. ¿Habrásuficiente nieve para eso?

—No, en los valles seguroque no. Por eso en verano seponen ruedas a los trineos. Noes lo mismo que deslizarse atoda velocidad por las llanurasnevadas en invierno, pero detodos modos es una experiencia

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genial.—Ya lo estoy viendo. El

tiempo se me va a pasar volando—afirmó Hanna.

—Sí, pero como allí nooscurece nunca, también sepueden hacer excursionesnocturnas —respondió Kåre—.Hay agencias que organizantours de lo más variado. Porejemplo, SpitsbergenAdventures. Esta tambiénofrece visitas guiadas en alemán,de hecho la dueña es alemana.

—Qué suerte haberteencontrado —se le escapó aHanna.

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Kåre la observó divertido.—Eh..., quiero decir, por lo

bien que conoces la zona y losbuenos consejos que me das.

—Ya sé a qué te referías.La miró a los ojos. No, no

eran imaginaciones suyas. Noera una mirada neutra.

Hanna disimuló su vergüenzay dijo rápidamente:

—Ya que estamos, seguro quesabes dónde se come bien.

—¿Dónde te alojas?—En el Basecamp Trapper’s

Hotel —respondió Hanna.—Ah, sí, el «hotel de los

tramperos». Es muy céntrico. Y

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justo al lado está el Kroa. Es unbar agradable que sirve unapizza buenísima. Y si buscasuna cafetería confortabledurante el día, te recomiendo elFruene. Está en elLompensenter, en el que hayvarias tiendas y una biblioteca.

—Genial, te lo agradezcomucho —dijo Hanna—. Enrealidad deberías ser tú quienescribiera el artículo. Así mislectoras se enterarían de muchascosas interesantes sobre el lugar.

—Bueno, escribir no se me damuy bien —dijo Kåre e hizo ungesto de rechazo con la mano

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—. Y, créeme, seguro que harásfotos preciosas. El entorno deLongyearbyen ofrece imágenesimpresionantes.

—De todas formas tengo malaconciencia —dijo Hanna—. Mesiento una estafadora.

—¿Por qué? No tendrás queinventarte nada o afirmar habervisto o vivido algo que no seacierto, ¿verdad?

—No, eso no. Pero de lo quetengo miedo es de volver conun artículo de lo más corrienteque ni siquiera valga el papel enel que se imprima.

—Eso no pasará —dijo Kåre

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—. Eres una persona abierta,interesada y sensible; verás estearchipiélago de encanto áridodesde un punto de vistaespecial. Estoy completamenteseguro de ello.

Hanna sintió que sesonrojaba. A pesar de que eraimposible que Kåre supiera siera una buena periodista, teníala impresión de que no le hacíacumplidos vacíos, sino que deverdad lo pensaba.

—Gracias —dijo en voz baja.

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21

Vapor de pasajeros Komet, dela compañía HAPAG, junio de

1907

La mañana del quinto día abordo del Komet, Emilie apenaspudo probar bocado en eldesayuno. En algo menos deuna hora desembarcaría enTromsø y emprendería una

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aventura que, ahora que erainminente, le revolvía elestómago. La ilusión que sentíapor lo que experimentaría laspróximas semanas, que no seríacomparable a nada de lo quehabía vivido hasta entonces, semezclaba con el miedo que leproducía su propio valor.Removía en el plato su tortillade hierbas con setas frescas yhabría dado lo que fuera porcontinuar viajando en elcrucero con los demás pasajeroshacia el norte hastaHammerfest, desde allí haciaSpitsbergen pasando por la isla

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del Oso, y finalmente regresar ala costa occidental de Noruega.La idea de navegar por elocéano Ártico en buenacompañía y en un ambienteconfortable era tentadora.

Al principio del viaje, lo quemás preocupaba a Emilie eraque la desenmascararan. Alsentirse cada día más segura ensu papel y no tener quecomprobar que cada palabra ocada gesto resultaran lo bastantemasculinos, ahora sentía miedode no estar a la altura de lasexigencias de una estancia en lanaturaleza. La confianza

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despreocupada con la que habíatranquilizado a su hermano sehabía derretido como la nievebajo el sol de primavera. Elestómago de Emilie se encogíasolo de pensar que tendría quellevar a cabo la higiene del meslejos de adelantos de lacivilización como los inodoroso los lavabos con pestillo. Conun poco de suerte su ciclo sealargaría; así había sucedido unpar de veces en el pasadocuando había estado de viaje.Pero no podía contar con ello.

Escuchó con un atisbo deenvidia la discusión del

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matrimonio Bühring, que no sedecidía sobre la estancia enTromsø. Un ritual que se habíarepetido antes de cada parada.Mientras que la esposa queríapasear por la ciudad y echar unvistazo a las pieles de loscomerciantes locales, a sumarido le apetecía más unaexcursión por la zona. Sus hijosseguían disgustados la acaloradaconversación, sobre todo Ernaestaba visiblementeavergonzada de que sus padresestuvieran causando escándaloen las mesas contiguas.

—Si me permiten —

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interrumpió Beat Späni ladisputa—. Estoy seguro de quepodrán hacer lo uno sin tenerque renunciar a lo otro.

Insinuó una reverencia haciala señora Bühring, que loobservaba indignada por suintromisión.

—Tienen todo el día, el barcono zarpa hasta la noche. Y coneste tiempo tan espléndido nodeberían dejar pasar laoportunidad de hacer unaescapada a la naturaleza. —Sevolvió hacia Emilie—. ¿Podríapedirle una vez más que nos leade su guía de viajes? Así los

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señores podrán hacerse una ideade lo que les espera.

Le guiñó un ojo de formaprácticamente imperceptible.Emilie asintió y sonrióadmirada de la maniobra queBeat Späni había empleado yarepetidas veces en los últimosdías para mediar en lasdiscusiones del matrimonio.Enseguida había advertido quela esposa del comercianteconsideraba la guía Meyer unasuerte de árbitro en cuyasrecomendaciones confiabaciegamente.

Emilie sacó el librito del

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bolsillo, buscó el apartadosobre Tromsø, se saltó los datossobre la población y lainformación más árida, y leyóen voz alta:

El trazado de la ciudades regular y solo en elpuerto presentacallejones estrechos yantiguos; la calleprincipal es Storgade,que se extiende de sur anorte. Al sur de laciudad, la catedral demadera; en la plaza delmercado, el

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ayuntamiento y unapequeña iglesia católica.Hacia el sur, en lo alto, elMuseo de Tromsø(entrada 50 øre), en laplanta baja las cienciasnaturales, en el primerpiso la colecciónetnográfica (objetoslapones) y arqueológica.Delante del edificioinstalaciones de plantasárticas.

Excursión alasentamiento lapón.

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Con bote a motor o deremos en 5 o 10 minutospor el estrecho deTromsø, que forma elpuerto, hastaStortennœs, en elcontinente situado en laorilla opuesta oriental.Aquí desemboca elTromsdal, en el quevarias familias laponassuecas de Karesuando seinstalan cada año.

El camino atraviesa unbosque de abedules yconduce a un valle en elque enseguida se divisa el

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campamento lapón consus tiendas o cabañas(grammer) y rebaños derenos de 3.000 a 4.000cabezas, algunas de lascuales se capturan con unlazo y se reúnen para losvisitantes. Los laponestambién venden objetosde artesanía.

Emilie se detuvo, se saltó elúltimo párrafo, que de nuevopodía dar lugar a diferencias deopiniones, y prosiguió:

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Sin embargo, se puedeobservar que la culturade los lapones estávenida a menos debido alcontacto con el público.Si dispone de tiempo yestá interesado en esteextraño pueblo, espreferible hacer unaexcursión al campamentode Sundlien, donde lavida y la actividadconserva una mayorautenticidad.

—Muchas gracias —dijo BeatSpäni y se dirigió a la señora

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Bühring—. Como puede ver,señora, después de una visita alos lapones tendrá tiempo desobra para ir a tiendas, recorrerla ciudad y coger fuerzas en uncafé.

Fridolin se echó hacia delanteen su silla.

—Oh, vayamos a ver a losnativos, por favor. Uncompañero de clase estuvo hacepoco con sus padres en unaexposición etnológica deHagenbeck,5 en la que tambiénhabía una familia lapona. ¡Sequedará de piedra cuando lecuente que los he visto en su

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hábitat natural!Emilie lo miró divertida. La

lectura de las historias deaventuras de Karl May parecíahaber dado alas a la imaginaciónde Fridolin. ¿Creería que loslapones eran una especie detribu india que veneraba adioses paganos y a la que losrostros pálidos debían acercarsecon cuidado? Se imaginó alcomerciante y a su esposaatados a un poste de tortura,con los salvajes bailando a sualrededor, mientras Erna estabaa punto de ser casada con el hijodel jefe, algo que Fridolin

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evitaba en el último momentollegando a galope sobre unimpetuoso corcel y...

Su hermana interrumpió lavisión preguntando:

—¿Puedo confiar en que nosacompañará?

Antes de que Emilie pudieraresponder, su madre siseó:

—¡Erna! ¡Compórtate!Las palabras coincidieron con

una pausa en la conversación yse oyeron claramente. Erna sesonrojó y ocultó la cara tras suservilleta. El gesto de la esposadel comerciante se petrificó. Seinclinó sobre su plato, se

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concentró en untar mermeladaen una de las mitades de unbollito con mantequilla y evitóla mirada de su marido, que laobservaba con desaprobación.

Una vez más fue Beat Späniquien salvó la situación.

—Me temo que el señorestudioso y yo no lesacompañaremos. Ypersonalmente lo lamentomucho. Pero a nosotros enTromsø se nos acaba el tiempode ocio y nuestras respectivasobligaciones nos llaman alÁrtico. No es cierto, ¿mi jovenamigo? —dijo y le dio una

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palmadita en el hombro aEmilie.

Esta puso un gesto serio yasintió. Para Erna Bühring, lomejor, sin duda, era que MaxBerghoff abandonara el grupo.La muchacha corría el riesgo deperder la cabeza sin remediopor el supuesto estudiante.Desde su primer encuentro,había aprovechado cualquieroportunidad de escapar de lavigilancia de sus padres yacercarse a Emilie; lo habíalogrado sobre todo en lasexcursiones a tierra, en las quehabían visitado el glaciar de

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Buabræ en Odde, la ciudadportuaria de Molde con suimponente jardín de rosas, elextenso paisaje boscoso deRomsdal y la catedral deTrondheim. Al cruzar el círculopolar ártico, un acontecimientoque se había celebrado con uncañonazo y un brindis conchampán, le había susurrado aEmilie ruborizada: «Estoy muyfeliz de poder vivir a su ladoeste momento tan especial», y selas había apañado para queestuvieran uno junto al otrocuando el fotógrafo de a bordoles había hecho colocarse para la

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fotografía de grupo.Mientras su padre no parecía

tener nada en contra de que suhija le hubiera tomado el gustoa Max —después de averiguarque provenía de una familiaadinerada de fabricantes—, laesposa del comercianteprobablemente tuviera unmejor partido en mente paraErna. O la considerabademasiado joven para elmatrimonio. En cualquier casohabía observado los intentos deacercamiento de su hija concreciente recelo y los habíaimpedido en la medida de lo

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posible. Emilie no se lo tomabaa mal. Su madre no habríaactuado de manera diferente. Alfin y al cabo de una madreresponsable se esperaba queimpidiera a su hija caer en lainfelicidad y perder el honor, ycon él la perspectiva de unabuena posición en la sociedad.Emilie sentía compasión porErna. Al mismo tiempo suejemplo hacía que fuerarealmente consciente de hastaqué punto su propia vidatambién estaba determinada porotros.

Empujó su silla hacia atrás,

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saludó con la cabeza a todos ydijo:

—Les ruego que medisculpen, aún debo terminarde preparar las maletas.

Antes de ir a su camarote,hizo una escapada a la proa. ElKomet había dejado atrás elcinturón de islotes de la costa yse adentraba en el estrecho queseparaba el continente de la islasobre la que estaba construidaTromsø. A pesar de que Emiliesabía que la ciudad, de siete milhabitantes, era la mayor de lazona ártica y el punto central deun intenso tráfico comercial y

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marítimo, le sorprendió laimponente silueta que dibujaba.Los almacenes, las fábricas depescado, los astilleros y otrosedificios del puerto estabanconstruidos sobre altos postes,que, dependiendo de las mareas,estaban más o menos cubiertospor el agua. Detrás Emiliedistinguió viviendas y edificioscomerciales de una o dosplantas, entre las que destacabanvarias iglesias y otras grandesconstrucciones como la sedeepiscopal, el colegio y unaescuela de profesores.

En el puerto, además de

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vapores de mercancías y velerosde diferentes nacionalidades,había ancladas variasembarcaciones pesqueras ybarcos de caza equipados parala captura de morsas, focas yballenas. El viento traía el olorsulfuroso de la pez con la quese impermeabilizaban losbarcos y del aceite de pescadode las factorías en las que seelaboraba.

Cuando la orquesta de abordo se presentó en la cubiertade paseo para acompañar laentrada del Komet en el puertocon las notas del himno

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noruego, Emilie se dirigióapresurada a su camarote.Mientras guardaba en la maletalas últimas prendas de ropa,libros y artículos de aseo, lamayoría de pasajeros se reunióante el gran salón, en el quevarios camareros clasificaban lascartas y paquetes que la oficinade correos de Tromsø habíapreparado para ellos y que unmensajero había traído en bote.Ansiosos por tener noticias deaquellos que se habían quedadoen casa, de los que no sabíannada desde hacía casi unasemana, los viajeros esperaban

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impacientes el reparto delcorreo. Emilie pidió a uncamarero que su equipaje sellevara a tierra, al Grand Hôtel,y se unió a los que esperaban.

Pocos minutos después teníaen las manos un sobre dirigidoa Max Berghoff con matasellosde Danzig. Se dirigió porúltima vez a su refugio en elpuente con el corazónlatiéndole con fuerza para leerla carta con tranquilidad. Sesentó sobre el cabo enrolladotras «su» bote salvavidas, abrióel sobre y sacó varias postalesque mostraban los diferentes

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edificios y calles de la antiguaciudad hanseática. A Emilie sele hizo un nudo en la gargantaal ver la caligrafía arqueada deFanny. De pronto se sintió solay perdida. Recordó la canciónque decía: «Si fuera un pajarillo/ y tuviera dos alas / volaríahacia ti.» Cómo le habríagustado en ese momento estarsentada frente a su tía, contarlesus miedos y desahogarse, yque ella la animara. Parpadeópara no llorar y se enfrascó enlas palabras de Fanny.

Danzig, 3 de junio de 1907

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Querido Max:Ayer por la noche

llegamos a Danzig conun sol radiante ytomamos un coche depunto sin capota por lascalles de la ciudad, parahacernos una primeraidea de la ciudad. Fuecomo un viaje a la EdadMedia. De manerasimilar a Colonia, loprimero que llama laatención aquí es unaimponente construcciónsacra, la iglesia de SantaMaría. En torno a ella,

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angostos callejonesadoquinadosflanqueados por casasestrechas con frontón.Hay innumerablesiglesias y monasterios,oficinas comerciales yalmacenes, y restos de laantigua fortaleza de laciudad en forma deportones de defensa contorreones y almenas. Losedificios nuevos, comobancos, tiendas, escuelasy la estación, también sehan levantado en estilogótico o renacentista en

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aras de la armoníaarquitectónica, yrecuerdan a castillos,catedrales y palacios.(Las postales deberíandarte una ligera idea deello.)

Tu hermana está bien yte manda saludos. Es unaacompañante muyagradable y me alegro detener por fin laoportunidad deconocerla.

¿Cómo te irá allí arriba,en el remoto norte?Cuando leas mi carta

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habrás llegado al puntode partida de laexpedición, yposiblemente ya hayasconocido a loscompañeros con los quepasarás las próximassemanas. Espero queestés bien rodeado y quetodo vaya bien. Tencuidado y ¡no corrasningún riesgoinnecesario!

Emilie se detuvo. Lapreocupación que expresabanestas palabras era prácticamente

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palpable. Le sentó bien saberque alguien se preocupaba porella. Al mismo tiempo sintió unatisbo de enfado. ¿Tandespreocupada e irreflexiva laconsideraba Fanny, que creíatener que advertirleconstantemente? Tensó loshombros y siguió leyendo.

Ay, lo he hecho, te heimportunado con mismiedos de gallina clueca.Y eso que me habíapropuesto controlarme.Al fin y al cabo no sirvede nada. En el peor de

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los casos, haré que tesientas más inseguro, yeso es ciertamente loúltimo que querría. Mesiento un poco como siobservara a un acróbataque se balancea sobre lacuerda floja sin red. Sitropieza y amenaza conprecipitarse al vacío, elespectador estácondenado a mirar sin laoportunidad deintervenir y ayudar. Locierto es que en lo másprofundo de mí sé que loharás muy bien. ¡Así que

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perdona los arrebatostemerosos de tu vieja tíay disfruta de este viajetan insólito!

Seguramente mipróxima carta te lleguecuando ya hayasregresado del océanoÁrtico. Sin embargo, mispensamientos estaránsiempre contigo, y teenvío un abrazo muyfuerte,

Tu FANNY

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Emilie volvió a meter laspostales en el sobre y sedisculpó en silencio con su tía.Probablemente a ella lesucedería lo mismo si estuvieraen su lugar. Le bastaba conrecordar lo mucho que se habíapreocupado por Max cuando élhabía emprendido este viaje. Alpensar en lo que había estado apunto de hacer, se estremeció.Apartó rápidamente el recuerdode la escena en los acantiladosde creta y se dispuso a buscar aBeat Späni, con el que habíaquedado para acudir juntos alpunto de encuentro de los

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miembros de la expedición en elGrand Hôtel.

Tras despedirse de la familiaBühring, hicieron que lesllevaran al puerto en una lanchade vapor y se abrieron pasodesde el embarcadero hacia lacalle principal a través decallejones estrechos bordeadospor las viviendas de lospescadores, los trabajadores delpuerto y los empleados de lasfábricas de aceite de pescado ylos astilleros. Los tejadosvegetales de las cabañasverdecían y florecían, y Emilievio muchas escaleras que

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asomaban de las claraboyas.Para dominar su creciente

nerviosismo, inició unaconversación con suacompañante. Señaló una de lasescaleras y preguntó:

—¿Sabe para qué sirven?Beat Späni asintió.—Su objetivo es posibilitar la

huida de los habitantes de lacasa en caso de que se declareun incendio. En estos edificiosde madera sucede a menudo, nosolo en Tromsø.

—Cierto, hace un par de añoshubo un gran incendio enÅlesund —dijo Emilie.

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Aún recordaba perfectamentelas noticias en los periódicos.La catástrofe había destruidomás de ochocientas casas enpocas horas, y a diez milpersonas les había arrebatadotodas sus posesiones. De puromilagro solamente habíamuerto una señora mayor. Peroese no era el único motivo porel que el suceso había causadosensación en la prensa alemana,sino también por la generosaayuda que había prestado elemperador Guillermo II. Alenterarse del incendio, envió deinmediato cuatro buques de la

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Marina Imperial con material deconstrucción, medicamentos,alimentos y mantas de lana,todo ello financiado con supatrimonio personal.

Beat Späni señaló un aparatosujeto al poste de una farola.

—Por eso también hay tantasalarmas. Esperemos que ahoraque la iluminación eléctrica seha extendido por las ciudades yhay menos fuegos abiertos, nosean tan necesarias.

Entretanto habían cruzadoStorgata y habían girado enGrønngata, que cruzaba laciudad en paralelo a la orilla, al

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igual que la calle principal. Aderecha e izquierda de la vía sinadoquinar había aceras desde lasque unas escaleras de maderaconducían a las puertas de lascasas bajas. Detrás de la mayoríade ellas había pequeñosjardines, que a Emilie leparecieron abandonados. Alparecer los vecinos de Tromsøtenían predilección por elperejil gigante siberiano, unaumbelífera originaria delCáucaso. Los arbustos de dos atres metros crecían por todaspartes y no daban a las demásflores ninguna oportunidad.

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Mientras Emilie aún sepreguntaba sorprendida porqué sentían allí tantoentusiasmo por aquella plantavenenosa, que podía provocardesde graves irritaciones en lapiel hasta quemaduras con solotocarla, Beat Späni exclamó:

—Bueno, aquí estamos. —Yse encaminó hacia un edificio dedos plantas situado entreStrandskillet y la calle principal.Los voladizos, las buhardillas ylos marcos de ventanas ybalcones adornados con tallas lerecordaron a Emilie las villas deestilo suizo tan populares en las

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localidades costeras ybalnearios de Alemania.

»Este es nuestro hotel —prosiguió Beat Späni.

Emilie sintió que su corazónse aceleraba. «Ahora va en serio—pensó—. A partir de ahorano hay vuelta atrás.» Se obligóa respirar tranquilamente.

Beat Späni estaba radiante.—¡Como en casa! Un

auténtico chalet —dijoacentuando la primera sílaba dela palabra. Señaló las banderasnoruegas que ondeaban en eltejado—. Solo falta nuestra cruzconfederada... —Se detuvo y

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miró fijamente hacia la puerta,en la que acababa de aparecerun hombre imponente. Estabamuy moreno, llevaba barba ylos rizos de pelo rubio lerodeaban la cara angulosa—.¡No me lo creo! ¡Pero si esGuillermo Tell, igualito a comosale en el libro! —exclamó BeatSpäni dando una palmada.

Emilie sacudióinvoluntariamente la cabeza.Para ella, aquel hombre, quesegún sus cálculos rondaría lostreinta años, parecía lareencarnación de un jefevikingo. Esa impresión no la

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causaban tanto su corpulencia,sus ojos azul grisáceo o sucabello ajado por el sol, como elaire que irradiaba. De élemanaba cierta tenebrosidadque hizo temblar a Emilie.

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22

Spitsbergen, julio de 2013

El sábado por la tarde Hannaestaba sentada en el aviónchárter de una pequeñacompañía aérea, que habíahecho escala en Tromsø en suvuelo entre Fráncfort ySpitsbergen para repostar yhabía aprovechado para aceptar

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a bordo a otros dos pasajerosademás de ella. Soloveinticuatro horas atrás Hannase había felicitado por esearreglo, que le permitíaproseguir sin demora el viaje asu destino. Ahora se arrepentíade no haber cogido el vueloregular de la compañía noruegaSAS, que despegaba hacia elÁrtico todos los días poco antesde las siete de la tarde. Es lo queKåre había supuesto que haría.Al acompañarla haciamedianoche al hotel, le habíapropuesto recogerla después dedesayunar para hacer una

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excursión por la zona, y nohabía ocultado su decepción alsaber que no sería posible.Como Hanna volaría sin escalasde vuelta a Oslo, tampocopodrían volver a verse entonces.

Hanna se acurrucó en suasiento y miró por la ventanilla.El buen tiempo de la tardeanterior había aguantado. Bajoella relucía la superficie azulintenso del mar, que se extendíahacia el infinito y se difuminabacon el cielo en el horizonte; aligual que los días, que enaquella claridad eterna sesucedían sin interrupción.

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Hanna apenas había dormido,se sentía agotada físicamente yal mismo tiempo estaba muyalterada. Cerró los ojos yrepasó las horas que habíaestado con Kåre. No podíaolvidar la mirada con la que sehabía despedido de ella. Por unmomento había creído que laestrecharía entre sus brazos.Para su sorpresa había sentidouna punzada cuando él,después de un minúsculotitubeo, le había tendido lamano y la había estrechadofirmemente.

«Puede que todo hayan sido

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imaginaciones tuyas —lereprendió su crítica interior—.No, no lo han sido —lacontradijo—. Bueno, pero nodeberías darle más importanciade la que tiene. No lo estoyhaciendo. Pero ha sidomaravilloso volver a sentirmeapreciada como mujer por fin.»Hanna sonrió y sintió elagradable cosquilleo que seextendía por su estómago.

Varios clics la sacaron de suensimismamiento. Abrió losojos. La mayoría de lospasajeros del pequeño aviónhabían sacado sus móviles,

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smartphones o cámaras, seinclinaban hacia las ventanillasy sacaban fotos. Bajo elloshabía una isla triangular cuyaabrupta costa estaba formadapor acantilados. Parecía árida yrocosa, solo los numerososlagos y ríos variaban el paisaje.La voz del capitán de vueloresonó por los altavoces:

—Estamos sobrevolando laisla del Oso, que se encuentraaproximadamente a mediocamino entre el continente ySpitsbergen. A pesar deencontrarse a más de doscientoskilómetros de distancia, la isla

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pertenece a Svalbard, quesignifica «costa fría». Ese es,por cierto, el nombre correctoen noruego y proviene de laépoca de los vikingos, quefueron los primeros sereshumanos en llegar a este lugarcon sus dragas en el siglo XII.La isla principal se llamaSpitsbergen, bautizada así porel holandés Willem Barents, queen 1596, en su búsqueda de unatravesía por el noroeste endirección a Asia, pasó con suvelero junto a esta isla formadapor innumerables picosescarpados, que en holandés

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dieron lugar al nombre.Media hora más tarde

emergieron de la inmensidaddel mar de Barents lasestribaciones del archipiélago.Hanna se quedó sin aliento.Contempló fascinada por laventanilla el paisaje que seextendía bajo ella. La costa sealzaba en su mayor partedirectamente desde el agua enacantilados, atravesados porfiordos en cuyos extremosdesembocaban enormesglaciares que se habían abiertopaso desde las montañas delinterior hasta el mar. Los

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pliegues y las ondulaciones dealgunas de las cordillerasnevadas le recordaron a Hannaa las dunas de arena de losdesiertos de África.

Un desierto helado. Losdominios de la Reina de lasNieves, pensó, y se vio a símisma sentada en un sofá entreMia y Lukas con el viejo librode cuentos del danés HansChristian Andersen sobre lasrodillas, del que ya su abuela lehabía leído cuando aún era unaniña pequeña. Sus hijostambién adoraban las historiasde la sirenita, de Pulgarcito o

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del firme soldadito de plomo,pero la que más los fascinabaera el de Gerda en busca de suamigo Kay, secuestrado por ladespiadada Reina de las Nievesen su palacio en el remotonorte.

Hanna despertó de suensoñación, sacó su cámara dela mochila, que prefería a unbolso en los viajes, einmortalizó sus primerasimpresiones del archipiélago.Quince minutos después elcapitán anunció que iniciaban elvuelo de aproximación alaeropuerto de Longyearbyen

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—que él pronunció«lungyebien»—, donde lesesperaba una temperatura deapenas tres grados centígradossobre cero y un viento suave. Elaeropuerto estaba situado justoal borde del fiordo de Is, juntoa un cámping muy concurrido.

Cuando Hanna se dirigióhacia la terminal por la pistacon los demás pasajeros, sealegró de haber sacado de lamaleta su anorak forrado antesde despegar. El aire era tan fríoy tan limpio, que tenía laimpresión de únicamente tenerque extender la mano para

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poder tocar las rocas de la orillaopuesta. Le resultaba imposiblecalcular distancias. No habríasabido decir qué anchura teníael fiordo o cuántos kilómetroshabría que recorrer para llegar alas montañas.

Lo primero que le llamó laatención en el vestíbulo dellegadas fue un oso polardisecado que saludaba a losviajeros en medio de la cinta deequipajes. El tamaño y labelleza del animalimpresionaron a Hanna, altiempo que la intimidaron.Encontrarse con un ejemplar

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tan imponente en libertad erauna experiencia que solo queríavivir a una gran distancia.Supuso que no habían colocadoal oso allí por casualidad.Probablemente el objetivo erademostrar a los turistas que laprohibición de desplazarsefuera de las poblaciones sinarma de fuego y un permisoestaba justificada.

En el aparcamiento, Hanna sedetuvo un momento ante unaseñal y fotografió los letrerosen los que se indicaba ladistancia a ciudades de todo elmundo. A Hamburgo había

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2.743 kilómetros, su casa estabaotros seiscientos kilómetrosmás al sur.

«¿Mi casa? —se preguntóHanna—. No, sería mi casa sihubiera allí alguien que meestuviera esperando y sealegrara cuando regresara.¿Dónde estará Thorstenahora?» Según el breve e-mailque le había enviado a su hija,posiblemente aún de camino aSudáfrica. «Casi tan lejos deaquí como Bolivia, dondeLukas en este momento estarádespertándose», pensó Hanna.Por un instante creyó sentir el

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olor de su hijo y la presión desus brazos, con los que a vecesla rodeaba inesperadamente y ledecía: «Ay, mamá, ¡es que eresla mejor!» Hanna contuvo unsuspiro y se sacudió de encimael asomo de nostalgia por sushijos y melancolía por elrepentino final de sumatrimonio.

Un bus lanzadera la llevó alcentro de la localidad en lamargen oriental del ríoAdventselva, que también dabanombre al valle en el que sehabía levantado el antiguopueblo minero. En 1906 el

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empresario americano JohnMunroe Longyear habíaabierto la primera mina, y conella había inaugurado la épocade la extracción hullera en laisla. Por lo que Hanna sabía, yasolo quedaban unas pocasminas en activo, cuyo carbón seutilizaba sobre todo para elsuministro de energía de lapoblación local y ya no seexportaba a gran escala. Asíque, mientras que cada vezmenos mineros se ganaban allíla vida, el creciente turismocreaba cada vez más puestos detrabajo, al igual que el número

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ascendente de centros deinvestigación, cuyostrabajadores y sus familiasnecesitaban abastecimiento,entretenimiento y formación.

Como Kåre había dicho, elTrapper’s Hotel se encontrabaen medio de la corta callecomercial. El nombre noengañaba. El edificio parecíauna cabaña de madera degrandes dimensiones, y pordentro también estaba decoradoal estilo de un refugio de caza yrevestido con vigas de madera.De las paredes colgabancornamentas de renos, pieles e

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imágenes de barcos balleneros ytramperos históricos. En larecepción una joven la saludóen perfecto inglés y le pidió enprimer lugar que se quitara loszapatos.

—Es una vieja costumbre dela época minera, cuando lasminas aún estaba situadas en elcentro del pueblo —explicó y lesonrió amablemente—. Hoy endía ya no hay tanto polvo decarbón y barro que pudierameterse en las casas, peroseguimos haciéndolo así.

Después de recoger los datospersonales de Hanna, le hizo

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saber que podía reservardiferentes excursiones por lazona con el Basecamp-Team.

—Ah, qué práctico —dijoHanna—. ¿Qué tipo deexcursiones son?

La joven echó un vistazo a losdatos de viaje de Hanna ycomentó:

—Mañana habría laposibilidad de hacer senderismopor un glaciar. O una excursiónen barco a Pyramiden, unapoblación minera rusaabandonada. Quedan dosplazas libres. Por desgracia eltour a la estación de radio del

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fiordo de Is y los acantilados delas aves ya está lleno. —Miró aHanna con gesto de lamento—.Es una pena que hayas llegadodemasiado tarde para lasexcursiones de hoy.

—Bueno, estoy segura de queen el pueblo tendré suficienteque ver por ahora. Y elprograma de mañana estentador. —Reflexionó unmomento y prosiguió—. Creoque haré la excursión al puebloruso fantasma.

La joven asintió, anotó aHanna en una lista y dijo:

—La salida es a las ocho y

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media. —Le tendió a Hannauna llave que colgaba de ungran hueso—. Tu habitaciónestá en el primer piso. Todasnuestras habitaciones tienenwifi, pero no televisión.Aunque no hay por quérenunciar a ella, en el salón hayun gran televisor. Y si necesitasun secador de pelo, puedespedir uno.

—Muchas gracias —dijoHanna.

—No hay de qué. Ah, sí, aquítienes información interesantesobre Longyearbyen. —Lajoven le tendió un folleto—. Y

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si tienes preguntas puedesdirigirte en cualquier momentoa mí o a mis compañeros.

Hanna le dio las gracias otravez y subió las escaleras.Enseguida se sintió a gusto enla pequeña habitación,visiblemente decorada al detallecon cariño y diferente de lashabitaciones estandarizadas delas cadenas hotelerasinternacionales, cuyaimpersonalidad estéril siemprecausaba rechazo a Hanna. Lapared tras la cama estabacubierta con sacos descosidosque en su día se habían

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utilizado para transportar caféde Brasil por mar. En lugar deun armario, varias cajas de frutaatornilladas a la pared ofrecíanespacio para guardar ropa yotros objetos. La decoración lacompletaban una mesa con unaplaca de pizarra, un bancoestrecho y dos taburetestapizados con piel de foca. Elbaño estaba revestido con unpapel que mostraba unafotografía de un paisaje nevadoiluminado por el sol.

Hanna dejó su maleta en unaesquina y se sentó a la mesafrente a la ventana, que le

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ofrecía una buena vista de lapequeña ciudad. La extracciónde carbón había dejado huellasevidentes. Las pendientesrocosas de las montañas de losalrededores, que según suscálculos medirían unosquinientos metros, estabancubiertas por una capa de polvonegro, y por todas partes seveían los postes de madera delos tres teleféricos con los queen su día se transportaba elcarbón.

Hanna se puso la mochila enel regazo y sacó el nuevosmartphone que le había dado

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Mia. Había sonado mientras seregistraba. No había sido unallamada, sino la señal de quehabía recibido un e-mail.

Querida mamá:Espero que hayas

llegado bien a tu islahelada. Lukas y yotenemos muchíiiisimasganas de que nos cuentescosas de allí. Por eso tehe abierto un blog.Puedes empezar ya apublicar tus experiencias,tus sensaciones y, sobretodo, fotos. ¡Es súper

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fácil, ya verás! Puedescambiar el diseño cuandoquieras, claro (en lapestaña de Ayuda delmenú o en Primerospasos). ¡Que te diviertas!

Besos, MIA

Hanna sonrió. Cuando Mia seproponía algo, eraprácticamente imposible hacerlacambiar de opinión. Hannapulsó con el dedo el enlace quele había adjuntado su hija y fuea parar a una página que llevabapor título «El blog helado de

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Hanna». Echó un vistazo almenú de ayuda y le dio la razóna Mia en silencio: no parecíaque hiciera falta un máster parasubir textos o cargar fotos.

Dos horas más tarde estabasentada en el Fruene Kaffe ogVinbar en el Lompensenter, unalargado edificio polivalente dedos plantas en el que, además dealgunas tiendas, también seencontraban la oficina decorreos y una biblioteca, yredactaba la primerapublicación de su blog:

Longyearbyen -

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SpitsbergenOs saludo desde el

reino de los osos polares,a 78 grados de latitud, asolo 1.300 kilómetrosdel Polo Norte.

Acabo de dar miprimer paseo deexploración y ahoraestoy —si damos créditoa la información que danlos propios dueños— enla cafetería másseptentrional del mundo,y recupero fuerzas conun sándwich de cangrejo.Ante la ventana se

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encuentra el enormemonumento de unminero de mirada crudaque se dirige a la minacon su pico y nosrecuerda los orígenes dela ciudad.

Es extraño encontrarseen plena naturalezaprácticamente virgen conuna localidad quedispone deinfraestructura modernay ofrece todas lascomodidades quenecesitamos o creemosnecesitar las personas

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hoy en día. No solo hayvarios hoteles,restaurantes y bares, otiendas donde compraralimentos, ropa yrecuerdos, sino tambiénuna oficina de correos,un banco, un cine, unapiscina, una bibliotecapública, un hospital, unperiódico local, unaescuela, tres guarderías eincluso una universidad(¡!), en la que se puedeestudiar biología ártica,geología, geofísica ytecnología.

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Sin embargo, nopodemos imaginarnosuna pequeña ciudadalemana. En realidad,Longyearbyen es unconjunto de cabañas demadera, cobertizos y unpar de edificios oficialesque ha crecidopaulatinamente; se pareceun poco a losasentamientos de laspelículas del Oeste.Hasta que se abrió elaeropuerto en 1975, aquíprácticamente solovivían mineros,

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cazadores y navegantes.Me recuerda un poco auna ciudad decontenedoresconstruidos con piezasde Lego de coloreslevantada sobre zancos.Resulta que elpermafrost impide cavarcimientos profundos.Por la misma razón, lasconducciones de agua serealizan en su mayorparte por la superficie.La red de carreteras solotiene cuarenta kilómetrosde longitud y no está

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conectada con ningunade las demás poblacionesde Spitsbergen. Tantomás sorprendente es lacantidad de coches quehay aquí. Sin embargo,los principales medios detransporte son las motosde nieve y los barcos.

Longyearbyen seextiende por un valledominado por dosglaciares. A derecha y aizquierda se alzanmontañas cuyos estratosson visibles en granmedida; un paraíso para

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los geólogos. Al parecertambién hay muchosfósiles. Y por supuestouna gran cantidad decarbón. Que, por cierto,puede comprarse comosouvenir en elsupermercado con unaetiqueta que dice: «60millones de años deantigüedad.»

Un poco antes deNybyen (= ciudadnueva), formada por lasantiguas viviendas de lostrabajadores de las minas,en las que actualmente

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viven los estudiantes, lamina 2b se encuentra aunos doscientos metrosde altitud, a media alturade la ladera de lamontaña. En el caminoque conduce a las ruinashay clavos yherramientas rotasoxidándose con el pasodel tiempo. Lo que anosotros nos parecebasura, aquí esconsiderado patrimoniocultural, ya que todas lashuellas de asentamientoshumanos anteriores a

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1946 están protegidas yno pueden llevarse aningún sitio. Aquí danmucha importancia sobretodo a que el trato con lanaturaleza sea lo másrespetuoso posible.

Hanna se detuvo. Recordó laconversación que había tenidocon Lukas unas noches antes deque se marchara. Su hijo habíacriticado apasionadamente laactitud arrogante de muchospaíses industrializados queexplotaban, contaminaban ydestruían el medio ambiente sin

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escrúpulos, y cuyo únicointerés era su propio beneficio.¡Vaya un contraste con laactitud responsable que seexigía en Spitsbergen! «Esto legustaría a Lukas», pensóHanna. Que se tuviera respetopor principio y que loshabitantes no se consideraranseñores o dueños de la isla, sinoinvitados que debían causar elmenor daño posible y debíandisfrutar agradecidos delgrandioso paisaje, de latranquilidad y de la belleza dela creación. Sonrió y siguióescribiendo:

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1. El lema de la oficina deturismo es «No hayturistas invisibles, peronos gustaría que intentaranserlo».

2. Por consiguiente, lasnormas que se facilitan alos visitantes son estas:

3. No dejes basura ni rastrosen la naturaleza.

4. No molestes a losmamíferos ni a las aves.Recuerda: el huésped erestú.

5. No recojas flores. Protegela diversidad.

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6. No dañes o te llevesningún testimoniocultural. Todas las huellashumanas anteriores a 1946son bienes culturalesprotegidos.

7. Está prohibido buscar oatraer osos polares. Puedenser muy peligrosos, perotambién son sensibles.

8. No salgas de ningunapoblación sin una armaapropiada o experienciacon ella.

9. Ten consideración con losdemás.

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10. Si quieres viajar por tucuenta, ponte en contactocon el sysselmann (el jefede la administración). Esobligatorio declarar losdesplazamientos pormuchas zonas deSpitsbergen.

11. Familiarízate con las leyesy normas que regulan losviajes y las actividades enSpitsbergen.

12. Por tu propio interés y eldel medio ambiente,recomendamos los toursorganizados.

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De esto último haré casomañana y haré una excursión auna mina de carbón rusaabandonada.

Así que hasta mañana, ha detbra!*

(* Que vaya bien, como dicenlos noruegos.)

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23

Tromsø, junio de 1907

El vikingo, como habíabautizado Emilie al rubiogruñón, se apartó y dejó sitio ados hombres que salieron trasél. Uno de ellos era unos diezcentímetros más pequeño queEmilie, su cabello negro estabaencrespado y tendría unos

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cuarenta años. Hablabagesticulando vivamentedirigiéndose al otro, que teníacara de desconcierto, negabacon la cabeza en gesto delamento y repetía «Sorry, Idon’t understand you». Este lesacaba a su acompañante unacabeza, y sus largasextremidades y rasgosproporcionados recordaron aEmilie a un noble purasangre.Calculó que tendría alrededorde veinticinco años. Ambosllevaban chaquetas de cueroforradas, gorros de piel conorejeras y botas altas.

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Beat Späni entrecerró los ojos,se les acercó, saludó con susombrero y se dirigió a ellos enun inglés fluido:

—Señores, permítanmepreguntarles: ¿tambiénparticipan en la expedición aSpitsbergen?

—¿Spitsbergen? —repitió elmás pequeño—. Sì, sì!

Beat Späni le tendió la mano yse presentó. Emilie constatósorprendida que cambiaba alitaliano sin esfuerzo alguno.

—Sono Antonio Lancetta,meteorologo da Bologna —dijoel italiano, y avasalló al suizo

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con un torrente de palabras,visiblemente contento porpoder conversar con él en sulengua materna. El otro hombrelos observaba. Divertido,insinuó una sonrisa. De repentese volvió hacia Emilie.

—Soy William Lewis,ornitólogo de Newcastle,Inglaterra. ¿Y usted?

—Ehm... —Emilie carraspeó—. Max Berghoff, estudiante deBiología de Berlín, Alemania.

Su inglés estaba algo oxidado,y en sus oídos sonaba torpe.Desde el colegio apenas habíatenido oportunidad de utilizar

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el idioma de forma activa. Encambio sí que había leídomucho en inglés. Agradeció ensilencio a su antigua profesoraque animara a sus alumnas a leeren su versión original lasnovelas de Sir Walter Scott,Arthur Conan Doyle y lashermanas Brontë que tanto lesgustaban.

Se estrecharon la mano.—¡Encantado! —dijo William

en alemán.—¡Habla mi idioma! —se le

escapó a Emilie—. Siemprehabía pensado que los ingleses...eh... —Cerró el pico y evitó la

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mirada de William.—... solo hablan inglés

porque son de la opinión esnobde que, al ser la primerapotencia mundial, no esnecesario que aprendanninguna otra lengua —terminóél la frase.

Su voz sonaba divertida.Emilie levantó la cabeza.

—Disculpe. Estos malditosprejuicios. A veces hablo sinpensar.

William se echó a reír.—Oh, sabe Dios que no es

usted el único. Y al fin y al cabolos prejuicios están muy

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arraigados en nosotros.—¿Y por qué habla tan bien

alemán?—Me gusta leer a los autores

extranjeros en su lenguaoriginal. Y como venero a losfilósofos alemanes, sentí lanecesidad de aprender elidioma.

Emilie vio por el rabillo delojo que el vikingo seguía allícerca, se balanceaba de unapierna a otra y observaba algrupo con el ceño fruncido.Giró la cabeza hacia él y sequedó de piedra cuando susojos azules grisáceos se

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clavaron en los suyos. Williamse inclinó hacia ella y murmuró:

—No se piense nada raro,Arne siempre mira así.

—¿Lo conoce?—Conocer es mucho decir.

En los últimos dos días desdeluego no ha desvelado muchode sí mismo. Y no creo quepretenda cambiar su actitud.

—¿Significa eso que pertenecea nuestro grupo? —preguntóEmilie, y, al pensarlo, unasensación desagradable seapoderó de ella.

—No realmente —respondióWilliam—. Nos consigue un

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barco, se encarga de queestemos bien equipados y deque compremos suficientesprovisiones. A cambio puedeviajar gratis a Spitsbergen connosotros. Pero no sé qué sepropone allí exactamente.

Cuando Emilie se volvióhacia Arne, vio que se habíaalejado de ellos y bajaba la calle.William se dirigió al italiano y aBeat Späni.

—Disculpen, deberíamosseguir al noruego. —Sonrió aEmilie y siguió hablando—.Quiere llevarnos a una tiendade caza para que compremos

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armas.—¿Armas? —preguntó Emilie

—. ¿Para qué las necesitamos?Se mordió la lengua. Maldita

sea, ¿habría sonado demasiadoasustada? Un hombre no sehabría preguntado eso. Para unhombre era evidente que unaexpedición a la naturaleza comoaquella se aprovechaba paracazar animales poco comunes yasí impresionar después a susseres queridos con el botínobtenido por uno mismo.Sintió un escalofrío al recordarla villa de un matrimonio amigode sus padres que parecía la

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sección africana del Museo deHistoria Natural. Leones yleopardos disecados,cornamentas y cuernos dediferentes tipos de antílopes ybúfalos, y media docena decolmillos de elefante eranprueba de los numerosos safarisen los que había participado elseñor de la casa. Emilie sealegraba de tener que reunirsolo plantas, fósiles, insectos ypequeños seres vivos marinos.No había querido pensar queotros miembros de laexpedición polar pretendieranllevarse animales mayores.

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Ojalá no esperaran que ellaparticipara en las partidas decaza.

—Bueno, principalmente paranuestra seguridad, supongo —respondió William—. EnSpitsbergen hay muchos osospolares. Y con ellos no se puedebromear.

—Por supuesto, quéestupidez por mi parte —dijoEmilie.

—Debo admitir que a mí estotampoco se me explicó muyclaramente —comentó William—. Pero es mejor enfrentarse aun oso polar con un arma de

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gran calibre. No creo quellegara muy lejos con miescopeta de perdigones.

Emilie gruñó algo que podíainterpretarse como unasentimiento y contuvo lapregunta de qué se proponíacon la escopeta de perdigones.Parecía que William le leía elpensamiento. Con un leveencogimiento de hombros,añadió:

—Seguro que un pato o unreno recién cazados nos vienenbien de vez en cuando paravariar el menú.

Emilie se dio cuenta de que la

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examinaba con la mirada. No,esta vez no mostraría suspuntos débiles.

—Desde luego. Y, además,¿hay algo mejor que salir decaza de madrugada? —dijoEmilie y entonó a media voz laprimera estrofa de una famosacanción de caza—:

No hay mayorsatisfacción

que la del bosque y lapradera

porque soy un cazador.

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Los ojos de William seiluminaron.

—¡No podría estar más deacuerdo!

Emilie le devolvió la sonrisa ydijo:

—Aquel que niega que elamor y la caza sean pasionesafines nunca ha cazado.

William silbó entre dientes.—¡Conoce a Oscar Wilde! ¡Es

mi escritor preferido!—Yo también lo aprecio

mucho —dijo Emilie, yestrechó la mano que le tendíaWilliam.

Entretanto el pequeño grupo

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había girado hacia la calleprincipal, en la que reinaba unagran actividad. Emilie no habíaesperado ver a tantas damasvestidas a la moda. En suimaginación, Tromsø estabatomada por aventurerosaudaces, curtidos marineros yballeneros; una idea inspiradapor los reportajes que sepublicaban de vez en cuando enGartenlaube sobre los intentosde alcanzar el Polo Norte odescubrir nuevas rutas hacia elocéano Ártico. En ellos, aquellalocalidad se describía a menudocomo «la puerta al océano

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Glacial». Entonces recordó quea la mayor ciudad de la regiónfría también se le habíaotorgado el título de «la Parísdel norte». Gracias a lasconexiones comerciales contodo el mundo y, enconsecuencia, a la crecienteprosperidad de loscomerciantes, los dueños de lasfábricas de aceite de pescado ylos constructores de barcos, enlas últimas décadas se había idoadoptando un estilo de vidamás cosmopolita, que no solose reflejaba en las magníficasfachadas de las casas de madera,

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sino también en la educación desus habitantes.

Arne se detuvo delante de unatienda en cuyo escaparate seexponían armas, navajas,trampas, anzuelos, arpones yotros objetos con los que eraposible atacar o capturar todotipo de animales de agua, aire otierra.

—Aquí es donde tienen lamejor selección —dijo, y abrióla puerta de golpe.

Era la primera vez que Emilielo oía hablar. Su voz era másaguda de lo que había supuesto.Un tono bajo y gruñón habría

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completado mejor la imagen devikingo. La segunda sorpresafue que dominara su idioma.Casi estaba un pocodecepcionada, el aura dehombre del norte impenetrablese le había venido un pocoabajo. «No seas tonta —sereprendió—. ¿Acaso esperabasque hablara nórdico antiguo?Lo asombroso habría sido queno supiera alemán. Al fin y alcabo es la primera lenguaextranjera en los colegiosnoruegos. Y muchos de losalumnos que se gradúan aquívan a estudiar a Alemania.»

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Siguió a Arne y a los demásdentro de la tienda. Lacampanilla de la entrada atrajode un cuarto trasero a unhombre mayor que los saludócon una sonrisa amable.Escuchó con la cabeza ladeadalas palabras de Arne, que leexplicó en noruego lo quenecesitaban aquellos forasteros.Cuando este hubo terminado,el vendedor se dirigió a ellos ydijo en alemán:

—Los rifles de repetición sonespecialmente apropiados paracazar osos polares y morsas.

Abrió un armario y sacó un

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arma sobre la que habíamontado un telescopio. Se latendió a Emilie, que estabajusto a su lado.

—Compruebe usted mismo locómoda que es.

Emilie vaciló en coger el arma.Se preguntó nerviosa quéhabría hecho en esa situación suhermano Max. No tenía ni idea.Posiblemente se hubierasentido tan desconcertadocomo ella. Por lo que ella sabía,no tenía ni idea de armas.Empezó a sentir pánico. «Teestás planteando la preguntaequivocada. No pienses qué

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haría Max. ¿Cómo secomportaría Friedrich en estasituación?»

Abrió un poco más laspiernas, cogió el arma, la sopesócon gesto pensativo, la encaróbrevemente, la bajó de nuevo,recorrió con el pulgar una Kcon una corona grabada en elcañón y se oyó decir a sí mismacon el estilo escueto de suhermano mayor:

—Ah, un fusil Krag-Jørgensen. El armareglamentaria de los ejércitosnoruego, danés y americano.Depósito de cinco cartuchos.

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Inconveniente: solo puederecargarse individualmente.Ventaja: puede recargarsetambién con el cerrojo cerrado.Porque el depósito es lateral enlugar de estar en la parteinferior, como por ejemplo enel Mauser G 98, que es el queutiliza nuestro ejército.

A medida que hablaba, teníala impresión de que Friedrichestuviera tras ella y le estuvieraapuntando el texto que, sinsospecharlo, habíainteriorizado casi palabra porpalabra. Nunca habría creídoque un día le estaría agradecida

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a su hermano por lasinterminables peroratas sobrelas ventajas y puntos débiles delas diferentes armas de fuegoque pronunciaba siempre quetenía ocasión.

La última vez prácticamentese había tirado de los pelos conaquel amigo de sus padres tanobsesionado con la caza. Esteconfiaba ciegamente en suMauser Magnum, que poseíauna gran fuerza de percusión.Friedrich habría criticado sufuerte retroceso y elvoluminoso seguro, queimpedía que la mira telescópica

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se montara más baja. El cazadorafricano había hecho un gestonegativo con la mano y habíaasegurado que la Magnum era laúnica arma en la que se podíaconfiar para abatir a presaspesadas y capaces de defenderse.Mientras su lenguaje marcialestimulaba la imaginación deEmilie, que evocaba imágenesde antílopes, ñus y jirafasluchadores que se abalanzabanen formación de combate sobreinocentes participantes ensafaris, su hermano habíainiciado un elogio deldesarrollo del G 98. En poco

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tiempo se introduciría en elejército alemán una versión decarabina considerablemente másmanejable y ligera; una granventaja para los soldados, que amenudo debían marchardurante horas con un pesadoequipaje. Emilie habíaescuchado con extrañeza cómosu hermano describíaentusiasmado el cerrojorotativo de magníficaconstrucción, y se habíapreguntado si enaltecería losatributos de su esposa con elmismo fervor.

—El Krag está diseñado para

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su uso en condiciones de fríoextremo —finalizó Emilie suanálisis.

William silbó entre dientes.—¡Impresionante! Se

entendería a las mil maravillascon mi tío. Es un loco de lasarmas de primera —dijo, ycontinuó con una sonrisaburlona—. A propósito de losprejuicios, debo admitir que loprimero que he pensado hasido: no me extraña que el chicosepa tanto de armas. Al fin y alcabo viene de Prusia.

El comerciante tosióligeramente. Emilie se volvió

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hacia él y le tendió el arma.—Muchas gracias. Yo no

habría podido describir mejorlas virtudes de esta arma. —Eldueño de la tienda señaló eldepósito y dijo—: La cubiertade gran tamaño también puedemanejarse con guantes. Unaventaja que no debesubestimarse cuando se viajapor el Ártico, ya que incluso enverano las temperaturas están amenudo por debajo de los cerogrados.

—¿Quién de nosotros llevaun arma propia? —preguntóBeat Späni a los presentes.

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Emilie negó con la cabeza;Antonio, a quien el suizo lehabía traducido la pregunta,también respondiónegativamente. William señalósu escopeta de perdigones. Porlo visto Arne no se habíasentido aludido. Estaba deespaldas a los demás ante unaestantería con trampas y lasexaminaba ensimismado. «Vayazoquete tan grosero —pensóEmilie—. ¿Por qué está de tanmal humor? No le hemos hechonada. Al contrario, parece quesaca provecho de nosotros.Quizás es precisamente eso lo

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que le molesta.» Recordó ladescripción de los noruegos ensu guía de viajes. En ella se losdescribía como una raza fuerte,moral y de gran capacidadintelectual, muy orgullosa de sulibertad e independencia, amenudo escueta en palabras eignorante de algunas normas decortesía.

—Yo me he dejado mi Vetterlien casa —dijo Beat Späni—. Yatiene unos añitos. Por eso esuna buena ocasión paraadquirir una nueva escopeta.

—Creo que yo me uniré austed —dijo William.

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—Bien, dos armas deberíanser más que suficientes —opinóel suizo e hizo un gesto con lacabeza al vendedor—. Sobretodo por que es muy probableque su compatriota —se dirigióa Emilie— también lleve unaconsigo.

—¿Mi compatriota? ¿A quiénse refiere? —preguntó Emilie.

—Pues al oficial que dirigirála expedición a Spitsbergen. —Frunció el ceño—. Por cierto,¿dónde está?

William se encogió dehombros.

—Ni idea, yo también

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pensaba que habría llegado aTromsø hace tiempo.

—¡Asombroso! ¡Un auténticoalemán! ¡Y un oficial, además!—exclamó Beat Späni, y sesujetó la barriga entre risas—.No se enfade, mi joven amigo—dijo y dio un golpecito aEmilie en el brazo—. Pero debereconocer que es unacontradicción en sí misma.

Mientras tanto el dueño delnegocio había envuelto ambasarmas en paños encerados yhabía sacado varias cajas decartuchos de un armariodespués de preguntar cuánta

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munición necesitarían losseñores. Cuando salieron de latienda pocos minutos después,Emilie oyó que Beat Spänipreguntaba al vikingo por eloficial alemán.

Arne se encogió de hombros.—No sé nada de él —

masculló—. Si esta noche no haaparecido, tendrá quearreglárselas solo para llegar aSpitsbergen. Y lo mismo con elfotógrafo. Él tampoco haaparecido. Aunque su equipajeya está aquí.

—¿De dónde viene, pues? —pregunto Emilie.

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—Por lo que sé, de SanPetersburgo —respondió Arne.

—¿De Rusia? —se asombróEmilie—. ¿Eso no quedalejísimos?

—Nada de eso, SanPetersburgo está mucho máscerca de aquí que Londres oHamburgo —dijo Arne—. Ynaturalmente es mucho másbarato contratar a un fotógrafoallí.

Mientras Emilie evocaba elmapa de Europa y constatabaque efectivamente se encontrabamucho más al este de lo quesuponía, oyó que William

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preguntaba:—Pero ¿por qué solo tienen

tiempo hasta esta noche? ¿Nonos marchábamos mañana opasado mañana?

Arne negó con la cabeza.—Si no queremos toparnos

con la borrasca que se estáaproximando, tenemos que salirhoy. De lo contrario nuestrapartida se retrasará varios días.

—Bueno, pues cuanto antesmejor —dijo William,frotándose las manos.

—¡Maldita sea! ¡Vaya mierda!Emilie se estremeció, se volvió

y vio el rostro de Beat Späni

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desfigurado por la rabia. Noparecía haberse dado cuenta deque profería maldicionescoléricas. Emilie lo observó conextrañeza. En todo el viaje nolo había visto perder lacompostura. ¿Qué lo habíadisgustado tanto? ¿Qué lohabía sacado de quicio? Alparecer era el hecho demarcharse de la ciudad antes delo previsto. Arne debía de haberdesbaratado con su anuncio unplan tremendamenteimportante.

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24

Spitsbergen, julio de 2013

A las siete y media de lamañana sonó el despertadorque Hanna había configuradoen su teléfono. Abrió los ojoscon gran esfuerzo. La pequeñahabitación estaba sumergida enuna luz difusa que entraba porlas rendijas de las persianas. Sin

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la información de la pantalla nohabría sabido decir si era por lamañana o por la tarde. Laclaridad constante habíaanulado su reloj interno. Salióde entre las mantas, caminólentamente hasta el baño y sedio una ducha. Para terminar seaclaró con agua helada paralevantarse los ánimos. En vano.El cansancio se había ancladoen su cuerpo. De camino alcomedor del desayuno, Hannabostezó repetidamente. La grancantidad de horas en vela de lasúltimas noches se hacía notar.Al final de la escalera se

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encontró con la mujer de larecepción, que conversaba conun joven. Cuando vio a Hanna,dijo:

—¡Buenos días! Qué bien quete veo. Te habías apuntado a laexcursión a Pyramiden,¿verdad?

Hanna asintió.—Sven opina que hay que

aplazarla por la densa niebla. Esimposible que salgáis a las ochoy media.

—Oh, no me había dado nicuenta de que había niebla —dijo Hanna—. ¿Y sabéis cuándosaldremos?

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—Por desgracia, no —respondió el joven—. Aquí eltiempo es muy cambiante.Puede que esté todo el día así.Con un poco de suertepodremos salir a mediodía.

—Entiendo —murmuróHanna—. Entonces creo quevolveré a la cama.

—Te avisaré en cuanto laniebla se disipe y la excursiónpueda salir —dijo la mujer.

—Muy amable, ¡muchasgracias!

Hanna se volvió paramarcharse.

—Ay, espera, casi me olvido

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—prosiguió la mujer.Hanna se volvió.—¡Muchas felicidades!Hanna la miró sorprendida.—Ehh, gracias.No estaba tan asombrada por

que la joven la felicitara, al fin yal cabo había anotado sus datospersonales en el formulario deregistro. Estaba sorprendidaconsigo misma. Había olvidadopor completo que aquel díacumplía cuarenta y cinco años.

Mientras regresaba a suhabitación y se escondía denuevo en la cama, suspensamientos giraban en torno

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a ese cuarenta y cinco, que veíaalzarse ante ella como unbloque de piedra. Un vagosentimiento de amenaza seapoderó de ella. No podíaseguir conteniendo laspreguntas acerca de quésucedería con ella, cómo sería suvida a partir de entonces.Abrazó la almohada y la apretócontra su vientre. El deseo deacurrucarse en los brazos deThorsten y buscar consuelo enél la inundó con semejantefuerza que los ojos se lellenaron de lágrimas. Duranteun momento luchó contra la

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tentación de escribirle un e-maily suplicarle que les diera unaoportunidad a ella y a sumatrimonio. Al fin y al cabohabían sido felices.

«Sí, lo fuimos; durante losprimeros años —comentó lavoz de la sensatez en su interior—. ¡No te engañes! La auténticaconvivencia y el amorverdadero hace mucho tiempoque se acabaron, lo sabesperfectamente. Tienes miedo delo desconocido, de lo que teespera, y por eso el pasado teparece de color de rosa. Notiene sentido fingir. No

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cometas el error de confundir lanostalgia por lo viejo conocidocon el miedo a lo nuevo porconocer.»

El calor era insoportable.Hanna se secó la frente con untrapo y siguió corriendo. Eljadeo de su respiración semezclaba con el silbido de unpájaro posado en algún lugarentre las hojas de los árbolesentre los que ella se abría paso.Los troncos cada vez estabanmás juntos, cada vez se alzabanmás altos hacia el cielo, cubiertopor sus amplias hojas. Hanna se

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detuvo sorprendida. Eranárboles muy extraños. Lostroncos no tenían corteza, sinoque eran verdes con manchasrojas. Y llenos de pelillos. AHanna se le paró el corazón. Sele encogió el estómago. Seencontraba en medio de unajungla de perejil gigante. Encamiseta y pantalones cortos.Sin protección contra el venenode las plantas, con el queentraría en contactoirremediablemente cuandotuviera que deslizarse por lapared vegetal que entretanto lahabía rodeado. El silbido del

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pájaro era más fuerte yretumbaba en sus oídos comouna risa burlona, hasta que derepente paró. Giraba sobre supropio eje presa del pánico,buscaba una salida de aquelinfierno verde y le costabarespirar.

Hanna abrió los ojos ysuspiró aliviada. Estaba en lacama del hotel. La manta se lehabía enrollado al cuerpo. Seliberó y se levantó. ¡Vayapesadilla! Era una locura pensarqué viajes emprendía el cerebrodurante el sueño. Echó unvistazo a la pantalla de su

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teléfono y vio que habíadormido casi siete horas, y quedurante ese tiempo habíarecibido varios e-mails ymensajes. El último hacía unminuto; en el sueño habíapercibido los pitidos comogritos del pájaro. Se acercó a laventana, abrió las persianas ytorció el gesto. La niebla seextendía ocultando el edificiode enfrente y amortiguando lossonidos. «Bueno, por lo menosno te has perdido nada», seconsoló Hanna, y decidióbuscar un local agradable ycalmar los gruñidos de su

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estómago. ¿No le habíarecomendado Kåre el Kroa,situado en el mismo complejode edificios que el Trapper’sBasecamp? Hanna se visitórápidamente, se cepilló el pelo,metió el móvil en la chaqueta,cogió su cámara de fotos y salióde la habitación.

El local estaba decorado conel mismo estilo de cabaña detroncos que el hotel.Originalmente provenía deBarentsburg, situada a apenassesenta kilómetros de distanciay donde los rusos extraíancarbón. La luz débil y el

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crepitar del fuego en unachimenea de ladrillo hicieronque a Hanna le viniera a lamente la palabra «auténtico».Le parecía asombrosa lacantidad de madera que seutilizaba en la construcción enuna isla en la que no crecía niun solo árbol. El volumen detroncos y ramas que la corrienteTranspolar arrastraba desdeSiberia debía de ser enorme.Hanna había leído que, desdeque Svalbard estaba pobladapor humanos, la madera dederiva no solo se habíautilizado para fabricar cabañas,

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muebles, pilares de las galerías yestructuras para los trenes demontaña, sino también comocombustible para estufas ycalefacciones.

Hanna escogió una mesa enun hueco, de cuya paredcolgaba un gran cuadro quemostraba a un minerotrabajando tumbado en unagalería estrecha, y miró a sualrededor. El techo estabadecorado con varias pieles, unbusto de Lenin observaba a laclientela desde detrás de labarra, y en una de las paredeshabía fotografías en tonos

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marrones que documentabanlos primeros cruceros turísticosque habían llegado aSpitsbergen, organizados porun hombre de negocios alemána finales del siglo XIX. Lepareció especialmentereveladora una lista de lacompra enmarcada de alguienque había invernado allí y debíasurtirse de alimentos y otrosartículos vitales para meses deaislamiento en la noche polar,sabiendo que no tendríaoportunidad de reponer ladespensa.

Hanna ojeó el menú. La oferta

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de pizzas, bautizadas connombres de minas, sonabainteresante, pero era algoextravagante para su gusto.Gruve 1, por ejemplo, llevabapollo, col y salsa de ajo, y lapiña era un ingredienteimportante en muchas otras. Sedecidió por una hamburguesacasera. Mientras esperaba lacomida, leyó los mensajesnuevos de su teléfono. Lamayoría eran felicitaciones decumpleaños.

Sintió una punzada al ver queThorsten no le había escrito. Lacontundencia con la que la

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había apartado de su vida erahiriente. «¿Es que ya nosignificaba nada para él? ¿Paraél ya no merecía ni un escuetosaludo? Sé sincera —se exigió—. ¿Qué esperabas? Si tehubiera escrito, posiblemente lohabrías considerado unhipócrita. Esto es más honesto.Doloroso, pero inequívoco. Enrealidad deberías estar contentaincluso. Así no caerás en latentación de tener falsasesperanzas.»

Hanna apartó el recuerdo desu último cumpleaños, en el queThorsten y ella habían hecho

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una excursión con Mia y Lukascomo en los viejos tiempos, yabrió los e-mails de sus hijos. Sesecó los ojos disimuladamenteal leer sus cariñosas palabras. Lafelicitación de Heiko, hecha porél mismo con un oso polar quesostenía un ramo de flores entrelas patas, también la emocionó.Heiko no solo la felicitaba porel cumpleaños, sino tambiénpor el blog, del que Mia leshabía informado a él y a otrosmuchos amigos y conocidos.

Hanna abrió su página web yabrió los ojos como platos.Quince personas habían

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comentado su entrada del díaanterior. Además de sus hijos yHeiko, también habían escritoalgunas amigas, su antiguacompañera Sophia y un par devecinos; había tres nombres queno conocía. Todos elogiabansus ilustrativas explicaciones yle pedían que pronto publicaramás de sus impresiones delÁrtico. Tampoco faltaban lasfelicitaciones de cumpleaños.

De pronto Hanna se sintiómuy sola. Las felicitacionesvirtuales acentuaban lasensación de abandono. Erabonito saber que muchas

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personas pensaban en ella. Sinembargo, las palabras fugacesno sustituían el estar juntos deverdad. Más bien al contrario, elregusto que dejaban erainsípido. Como si una personasedienta tuviera queconformarse con la foto de unrefresco. Hanna metió elteléfono en su funda. No habíapensado que le importaría tantopasar sola ese día. Precisamenteella, que estaba orgullosa de notener ningún interés en todaaquella parafernalia. Siempre lehabía gustado mucho organizarlos cumpleaños de Mia y Lukas,

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con pasteles caseros, guirnaldasy pequeñas sorpresas. Encambio, a ella misma leresultaba más bien incómodoser el centro de atención de unacelebración. Pero estar tansola...

El aroma del tocino frito lasacó de sus melancólicospensamientos. La camarera dejósobre la mesa un plato con unahamburguesa y una montaña depatatas fritas doradas, y le deseóbuen provecho.

Después de recuperar fuerzas,Hanna emprendió otro tour deexploración. Desde el Kroa se

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dirigió hacia la derecha yrecorrió Hilmar Rekstens Vei,la única calle que tenía nombre.El resto de vías deLongyearbyen estabannumeradas. Pocos pasosdespués la ropa ya estabamojada. La niebla era tan densacomo por la mañana, laenvolvía como un velo húmedoy le dificultaba la respiración.Delante de un gran hotel vio unminibús que hacía las veces detaxi. Hanna miró su reloj depulsera. Casi las cuatro. Enpocos minutos comenzaría eltour que la compañía de taxis

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local ofrecía a los turistas dosveces al día. Hanna corrió haciael bus, sobre el que se apoyabaun hombre rechoncho cuyacalva establecía un grancontraste con su poblada barba.Sonrió a Hanna y contestóafirmativamente con la cabeza asu pregunta de si aún quedabaalguna plaza libre. Hanna subióal vehículo, en el que había unajoven pareja abrazada en losasientos traseros queconversaba a media voz enfrancés. Se sentó en la fila delmedio. El conductor esperó unminuto antes de encogerse de

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hombros, deslizarse tras elvolante y arrancar el motor.

—Tenía otras dos reservas,pero habrán cambiado deopinión —dijo en inglés yseñaló con la cabeza hacia elhotel—. Con esta niebla no meextraña. Si la intención es sacarfotos del paisaje, hoy no es eldía.

Hanna suspiró en silencio.¡Qué mala suerte estabateniendo! Con el poco tiempoque tenía y precisamente pillabaun día de niebla en el queapenas podría sacar fotos.

El taxi se dirigió a buena

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velocidad hacia el extremosuperior de la ciudad. En lacolina, tras las viviendas paraestudiantes de Nybyen, sedistinguían vagamente unasruinas.

—Eso son los restos delprimer asentamiento minero,que fue destruido en la SegundaGuerra Mundial —explicó elconductor.

—Yo pensaba que paraentonces Spitsbergen ya era unazona desmilitarizada —dijoHanna—. No sabía que aquíarriba también se habíacombatido.

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—En principio es cierto —dijo el conductor—. El Tratadode Svalbard de 1920 debíagarantizar el uso pacífico de lasislas. Pero cuando los alemanesentraron en Rusia, los aliadossupusieron que tambiénocuparían Svalbard. Por esoevacuaron a los habitantes. Acontinuación, tropas británicasdestruyeron la infraestructuraeconómica, es decir, lasinstalaciones mineras, losferrocarriles y las máquinas deextracción. Además, volaronpor los aires la central eléctricay los postes telegráficos y

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prendieron fuego a losdepósitos de carbón. Másadelante se destinaron aquísoldados noruegos que debíanvigilar y mantener las estacionesmeteorológica y de radio de losaliados.

—¿Y los alemanes? ¿Llegarona venir?

—Oh, sí, dos años más tardela Wehrmacht inició enseptiembre la Operación Sicilia.En el fondo tenían el mismoobjetivo: querían destruir todolo que pudiera ser de algunautilidad militar o económica. —El conductor se encogió de

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hombros y sonrió—. La acciónno tuvo mucho éxito. Un mesmás tarde se restableció la base,y en invierno de 1943 laestación meteorológica de losaliados ya estaba de nuevo enfuncionamiento.

Después de un pequeñocementerio de cruces blancas, enel que había enterradostrabajadores de la minafallecidos en accidentes,víctimas de la gripe española de1918 y soldados caídos,pasaron junto a la iglesia haciael barrio gubernamental, comoexplicó el conductor con un

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guiño.—Aquí vive y ejerce nuestro

sysselmann, es decir, elgobernador —dijo, señalandoun conjunto de edificios rojos—. Cuando Noruega obtuvo lasoberanía sobre Svalbard en1925, se hicieron esfuerzos porconvertir el archipiélago en unestado con su propiaadministración. Sin embargo, elParlamento noruego rechazó lapropuesta. En lugar de eso, senombró a un sysselmann comorepresentante directo delGobierno de Oslo.

El recorrido continuó hacia el

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puerto y a lo largo de la orilladel fiordo, para después girar enAdventsdalen. Además de lasviejas minas de carbón, en elamplio valle sobre todo parecíahaber perros. Cada doscientosmetros Hanna vio terrenosvallados junto a la carretera enlos que había casetas para veinteo treinta perros de trineo. Elcoche se detuvo entre dos deestas perreras. El conductor sevolvió hacia los pasajeros ydijo:

—Si queréis, aquí podéisconocer a un par de habitantesde la isla especialmente

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inteligentes.Los dos franceses sonrieron

enamorados y negaron con lacabeza. Se quedaron en el cochey siguieron besuqueándose,como habían hecho durantetodo el trayecto. Hanna no seexplicaba por qué habíanreservado la visita. Estaban tancentrados en sí mismos queprobablemente no se habríandado cuenta si el chófer hubieraconducido en círculos durantedos horas. «Ay, qué bonito esel amor», pensó Hanna con undeje de envidia, y acompañó alconductor al exterior.

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No se refería a los perros, quehabían salido pitando de lagrisura húmeda de su cobijo ycomentaban la llegada de losextraños con ladridos aislados.Unas docenas de eíderes sehabían instalado entre las vallaspara incubar. Se mantuvieronimpasibles en sus nidos cuandoHanna sacó la cámara y losfotografió.

—Podríamos decir que losperros son sus guardaespaldas—dijo el conductor con unasonrisita—. De hecho, ni loszorros polares ni los osos seatreven a acercarse. Para un pato

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es prácticamente imposibleencontrar un lugar más seguropara criar.

La última etapa les condujo auna montaña pasando junto a laúltima mina que aún estaba enactivo, la Número Siete, situadaa unos diez kilómetros alsudeste de Longyearbyen.

—El carbón que se extrae setransporta en camión a laciudad, donde más o menos untercio se utiliza en nuestracentral energética. El resto seexporta en barco —explicó elchófer.

—¿Cuánta gente trabaja aquí?

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—preguntó Hanna.—Ya no hay mineros en el

sentido estricto de la palabra.La extracción de carbón estácompletamente automatizada.

—¿Por ser demasiadopeligrosa? —preguntó Hanna,que recordaba vagamente haberleído alguna noticia sobre unaccidente en una mina deSpitsbergen.

—Exacto —respondió elchófer—. En Barentsburg,donde los rusos, este año yahan muerto dos mineros. Nohace ni dos semanas que undesprendimiento acabó con la

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vida de un ucraniano.La carretera terminaba en la

cumbre achatada de la montaña,de aproximadamentequinientos metros de altura.Ante ellos emergieron de laniebla dos enormes figurassemicirculares, que a Hanna lerecordaron dos cuencos de sopagigantes.

—Es la estación de radar delEISCAT, un centro deinvestigación internacional —dijo el conductor.

—¿Qué se investiga allí? —preguntó Hanna.

—Esas antenas parabólicas

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sirven para obtener datos sobrela interacción entre el Sol y laTierra, por ejemplo sobre lasalteraciones en la magnetosferay la ionosfera. Son los procesosque dan lugar a fenómenoscomo las auroras boreales. —Sonrió a Hanna—. Es una penaque te pierdas lo mejor de estaraquí arriba.

—Déjame adivinar, ¿desdeaquí hay unas vistasmaravillosas?

El conductor asintió.—Normalmente el final del

tour es también el punto álgido.—De todas formas ha sido

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muy interesante —dijo Hanna—. Muchas gracias por toda lainformación. Tal y como lacuentas resulta apasionante. Noparece que ya llevemos doshoras de visita.

Mientras hablaba, Hanna sedio cuenta de que no tenía niidea de qué haría el resto de lalarga tarde. Un poco de blog yresponder e-mails. Darse unbaño caliente. ¿Y más tardedarse el capricho de ir a unbuen restaurante a celebrar sucumpleaños? Hanna tragósaliva. No eran muy buenasperspectivas. Se vio sentada sola

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en una mesa, delante de unplato escandalosamente caro, ybrindando consigo misma porel nuevo año. Con solopensarlo se le hizo un nudo enla garganta. No sería capaz deprobar ni un solo bocado.

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25

Océano Ártico, junio de 1907

Emilie metió la mano derechaen el bolsillo de su chaquetaforrada y apretó la piedra con elagujero redondo que habíaencontrado durante el paseocon Fanny por la playa deSaßnitz. A pesar de haberleasegurado a su tía que no creía

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en el poder de los amuletos,había convertido aquel «dios delas gallinas» en su talismán. Losentía firme y liso en la mano, yle daba equilibrio. Cuando lotocaba, se sentía cerca de Fannyy la oía ordenándole que nodudara de sí misma, sino que seenfrentara con la cabeza bienalta a los retos de la vida.

Emilie respiró profundamentey siguió a William y a AntonioLancetta al bote de remos con elque alcanzarían la goleta de dosmástiles. Estaba fondeada cercade un astillero en el estrecho deTromsø, de unos quinientos

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metros de anchura, queseparaba el continente de la islaen la que se encontraba laciudad. En comparación con elvapor de HAPAG, que estabaanclado más allá en aguas másprofundas, parecía un barco dejuguete, y habrían cabido más omenos siete como él en elmonstruo de ciento cuarentametros de eslora.

Una brisa fuerte empujabapequeñas olas contra la pareddel bote. Emilie se agarró elsombrero y se acuclilló en laproa junto a William. Arneestaba sentado en el centro de

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espaldas a ellos junto a unmarinero, y remaba conenérgicas paladas contra elviento a través del mar picado;en la popa Antonio se aferraba auna caja de madera que conteníasus aparatos de mediciónmeteorológica y se santiguabacada vez que una ola arrastrabay sacudía el bote.

Después de su acceso de rabia,el suizo se había marchadocorriendo de la tienda delarmero y desde entonces no lohabían vuelto a ver. Arne lehabía gritado que se marcharíana las seis a más tardar; si no

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había mas remedio, sin él.Emilie no estaba segura de queBeat Späni lo hubiera oído. Esoesperaba. Había llegado aapreciar su compañía y leconsideraba una presenciapaternal que sabía qué hacer ensituaciones delicadas.

Se inclinó hacia William,señaló el velero de pesca ysusurró:

—Muy estable no parecenuestro barco. ¿Y si acabamosen una banquisa? Acabaráestrujado en un santiamén.

William tensó los hombros.—Como una nuez. —Sus

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labios esbozaron una sonrisapícara—. Por fin entiendo porqué se habla de cáscaras de nuezcuando se busca una metáforapara barcos a merced de lascorrientes.

—No os preocupéis, el hielono nos hará nada —dijo unavoz a su espalda.

Emilie miró por encima delhombro. Arne se había vueltohacia ellos y los observaba congesto impenetrable. Ella evitósu mirada. Le resultabaembarazoso que los hubieraoído y que ahoraprobablemente se sintiera

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ofendido. Al fin y al cabo habíasido él quien había escogido lagoleta.

—No es un barco pesquerocorriente. Está equipado para elocéano Ártico —explicó Arne—. Se le han añadido puntalesadicionales y la proa estáreforzada con placas de acero.Como podéis ver, también estáredondeado en las partesdelantera y trasera. Y, además,los tablones exteriores estánlijados hasta conseguir queestén especialmente lisos.

—¿Para que el hielo no puedapegarse a ellos? —preguntó

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Emilie.Los ojos de Arne se

iluminaron con una chispa deaprobación.

—¡Exacto! El barco se deslizaentre los témpanos como unpez. Y el casco ovalado evitaque se aplaste en la banquisa.En lugar de eso, la presión loeleva y queda sobre la superficiehelada. Cuando el hielo cede,vuelve a sumergirse.

—¡Es genial! —exclamóWilliam.

—En efecto —dijo Emilie—.Tiene que ocurrírsele a uno, esrealmente...

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El rostro de Arne seensombreció. Se volvióbruscamente. Emilie tragósaliva y le preguntó a William:

—¿He dicho algo malo?William puso cara de

sorprendido.—No sabría decirlo. Para ser

él, estaba siendo realmentelocuaz.

—Sí, ¿verdad? Yo también hetenido la impresión de que eltema le entusiasma —dijoEmilie en voz baja—. ¿Qué lehabrá molestado tanto?

—Bueno, es un gruñón ysiempre lo será —comentó

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William encogiéndose dehombros, volvió la vista haciadelante y llamó la atención deEmilie sobre una gaviota canaque se precipitó sobre unacongénere con una maniobraarriesgada y le arrebató un pez.La víctima persiguió a laladrona con chillidos furiosos,lo que atrajo a más gaviotas.

»No deja de asombrarme losimilares que son loscomportamientos de losanimales y las personas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Emilie.

—Aquí ciertamente hay

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suficiente alimento para todos—dijo William, señalando unpar de cabezas de pescadoflotantes y otros desechos quelas fábricas de conservaseliminaban en el agua—. Perode todas formas esa gaviota nopermite que la otra disfrute desu presa. Y esta a su vez hacetodo lo posible por recuperarsu botín. En lugar de hacer lavista gorda y servirse delabundante festín disponible.

En apenas diez minutosllegaron a la goleta. Arne y elmarinero capearon, recogieronlos remos, amarraron el bote

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junto a una escalerilla ypidieron a sus pasajeros quesubieran por ella. Elloscomenzaron a sujetar lasmaletas, los petates y las cajascon el equipo con el cabo deuna polea cuyo brazo asomabapor encima de la borda delvelero, y que era manejada porotro marinero. William fue elprimero en salir del bote.Emilie, que se disponía aseguirlo, se dio cuenta de queAntonio levantaba la miradahacia el costado del barco ymurmuraba repetidamente parasí una frase a modo de mantra:

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—Santa Maria, Madre diDio, prega per noi peccatori!

Le agarró el hombro y le hizoentender con gestos que debíasubir él primero y que ella loseguiría muy de cerca y loprotegería. Un método quehabía demostrado su eficaciacuando era niña y escalabaárboles con Max. La miradatemerosa de Antonio se parecíaa la de su hermano pequeño y lehabía hecho recordar. Emilieinsistió en tono tranquilizadoral italiano, que agarrabatembloroso los travesaños de laescalerilla. En ese momento se

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alegró de que la embarcaciónfuera tan pequeña y solotuvieran que ascender unospocos metros.

Mientras se ocupaba de queAntonio no mirara hacia abajoy encontrara apoyo firme,Emilie se preguntó por qué lohabrían enviado precisamente aél a aquella expedición. ¿O lohabría decididovoluntariamente? Se loimaginaba perfectamente en unpequeño estudio, una bibliotecao un laboratorio, donde sinduda estaría más seguro que enel océano Ártico. Si un corto

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trayecto en un estrecho tanprotegido ya lo llevaba al bordede un ataque de nervios, noquería ni pensar cómo leafectarían las tormentas y elriguroso clima. La cosa sepondría interesante...

Cuatro manos se estiraronhacia ellos desde arriba y unavoz muy familiar exclamó:

—Coraggio! Pare è fatto!¡Ánimo! ¡Ya casi está!

Por la borda se asomó elrostro de Beat Späni, que losayudó a subir a la cubierta conWilliam. Antonio se secó elsudor de la frente con un

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pañuelo, se santiguó y se dejócaer sobre un tonel con ungemido.

—¡Hola a todos! Bienvenidosal Isflak —dijo el suizo,sonriendo y de buen humor—.Me han dicho que significa«témpano de hielo» —añadió.

—Un nombre muy apropiadopara un barco que navega por elÁrtico —comentó William.

—Sí, eso fue lo primero quepensé yo también —dijo BeatSpäni.

—¿Desde cuándo está aquí?¿Y cómo ha venido? —preguntó Emilie—. Estábamos

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preocupados por que no llegaraa tiempo y no teníamos ni ideade dónde encontrarlo.

—Sí, debo disculparme. Enrealidad no es típico de mí salircorriendo. Pero ya está todoarreglado. Y hace diez minutosque me han traído desde elmuelle de pasajeros —respondió Beat Späni,señalando un embarcadero aunos cientos de metros dellugar desde el que Arne y elmarinero los habían traído agolpe de remo.

Antes de que Emilie pudieraalimentar su curiosidad

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preguntándole qué era lo quehabía tenido que arreglar, elsuizo prosiguió:

—Ha sido incluso una ventajaque no haya ido al punto deencuentro. Ya que así hepodido pescar a tiempo anuestro fotógrafo, que alparecer se había perdido unpoco.

Se hizo a un lado y saludó aun hombre apoyado en unmástil. «Parece un oso negrotriste», pensó Emilie. Todo enaquel gigante de unos cincuentaaños era oscuro. Su ropa —pantalones, guantes, gorro de

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piel y abrigo loden— era negra,al igual que su denso cabello,las cejas arqueadas y el bigote.En cambio, la piel de su rostroera pálida y el contraste la hacíaparecer aún más clara ytraslúcida. Sin embargo, erasobre todo la expresiónmelancólica de sus ojos oscurosla que daba alas a la imaginaciónde Emilie. Le recordaba a unoso bailarín que había visto unavez en una feria. La tristeza enlos ojos del animal la habíaperseguido durante días y habíaarraigado en ella un profundodesprecio contra el encierro y el

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adiestramiento de animalessalvajes.

El hombre se apartó del mástily se acercó vacilante. William seacercó a él, le tendió la manoderecha y dijo en alemán:

—¡Buenos días! Me llamoWilliam Lewis.

—Y yo soy Max Berghoff —dijo Emilie.

Como su interlocutor nohacía amago alguno depresentarse, William preguntó:

—¿Y con quién tenemos elplacer?

—Oh, me temo que no leentiende —respondió Beat

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Späni en su lugar—. Es ruso.William frunció el ceño y

preguntó entrecortadamente:—Kak wass sawu?—Leonid... —comenzó a

decir el fotógrafo, pero el suizolo interrumpió.

—Señores, ¿qué les parece sidurante esta aventura en comúnnos dirigimos unos a otros porel nombre de pila? Es algomenos formal y en cierto modoresulta más apropiado en unaregión tan alejada de lacivilización.

—Ladna —prosiguió Leonidmientras William y Emilie

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respondían al unísono:—¡Buena idea!—¡Por mí perfecto!A Antonio, a quien Beat

Späni le había traducido supropuesta, le encantó la idea.

—William, ¿podríapreguntarle al señor Ladna si aél también le parece bien? —preguntó el suizo.

—Oh, me temo que misconocimientos de ruso no danpara tanto —respondió William—. Desde luego algún díaespero leer las obras de Tolstoiy Dostoievski en su versiónoriginal, pero hasta el momento

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no es más que un buenpropósito. Es realmente difícilaprender ruso.

—Esto parece la torre deBabel —dijo Emilie—.Ciertamente no somos ungrupo muy numeroso yhablamos cinco idiomasdiferentes.

—Seis, si contamos el dialectode nuestro suizo —le susurróWilliam a su lado.

Emilie contuvo una risita.—Pero tienes razón. En

nuestro caso sería útil contarcon esa lengua universal quegoza de cierta popularidad en el

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continente —dijo William.—¿Te refieres al esperanto? —

preguntó Emilie.William asintió. Emilie había

leído ya en varias ocasionesinformación sobre elmovimiento en favor de laexpansión de aquella sencillalengua artificial. El año anteriorse había fundado la SociedadAlemana de Esperantistas. Laidea la había tenido en los añosochenta del siglo anterior unruso cuya juventud habíaestado marcada por los intensosconflictos entre los diferentesgrupos étnicos de su ciudad

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natal. Se había dado cuenta deque un motivo fundamental delos enfrentamientos eran lasdificultades de comprensión, asíque había elaborado un idiomaque teóricamente cualquierpersona en el mundo podríaaprender. A Emilie le habíagustado esa visión pacifista.

Durante la conversación, elequipaje se había izado a lacubierta. Arne y el marinerosubieron a bordo y ataronjunto con el otro marinero unacuba de madera a gran altura enel mástil delantero.

—¿Para qué sirve ese tonel?

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—preguntó Emilie.—Es la cofa —respondió Beat

Späni—. Más adelante, cuandoalcancemos latitudes másseptentrionales, desde allí sevigilará el hielo a la deriva.

Justo en ese momento se oyóun silbato. Emilie se inclinósobre la borda y vio que unbote había traído otro pasajero,que escalaba hacia elloságilmente. Arne se descolgó delpalo de proa, salió corriendo alencuentro del hombre robustode rostro moreno y lo saludócon un fuerte apretón demanos. Emilie lo vio sonreír

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por primera vez. Arne se dirigióa los demás y dijo:

—Ya estamos todos. Este esKnut Johannssen, nuestropráctico de hielo. Uno de losnavegantes árticos con másexperiencia que conozco.

El práctico se llevó la mano ala gorra, hizo un gesto deasentimiento a los presentes y sedirigió a la caseta del timón, dela que le salió al encuentro unhombre con jersey de punto ygorra de lana redonda. Emiliesupuso que se trataba delcapitán. Por el modo en queactuaba y el tono decidido con

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el que gritó algo a los dosmarineros, que salieroncorriendo inmediatamente.Nada en su atuendo lodiferenciaba de sussubordinados. ¿No era habitualen los barcos noruegos que losaltos rangos llevaran uniformeo insignias? Emilie imaginó lamueca de desprecio en el rostrode su hermano mayorFriedrich, a quien semejantes«situaciones caóticas» lo poníanhecho una furia. Para él apenashabía algo peor que lahomogeneidad y las personasque perturbaban las jerarquías y

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los rangos tradicionales.—Os mostraré las

habitaciones bajo cubierta —dijo Arne y abrió una escotillaen el suelo, tras la que unaescalera empinada conducía alinterior. Emilie descendió losescalones con cuidado. Sus ojosnecesitaron un par de segundospara acostumbrarse a lapenumbra. Se encontraban en elcentro del barco. Arne señalóun pasillo que conducía a laproa.

—Tras la puerta derecha estáel camarote del capitán, enfrentese almacenan los alimentos.

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Delante del todo, donde antesse conservaban las provisionesde pescado y las capturas,hemos guardado vuestrosaparatos y hay suficienteespacio para las muestras, lostrofeos de caza y otras cosasque reunáis. El plan es que elIsflak os recoja al final delverano y os traiga de vuelta aTromsø.

Entretanto Beat Späni habíarodeado una máquina que habíaen el centro de la sala.

—¡Pero si tienen un motor!—exclamó sorprendido.

—Sí, se instaló para no

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depender del viento. Estáaccionado por una máquina deexpansión que alimentamos concarbón —explicó Arne.

William se inclinó haciaEmilie y preguntó en voz baja:

—¿Sabes qué es una máquinade expansión?

Sin pensarlo, asintió y dijo:—Es una máquina de vapor

como las que se utilizan en laslocomotoras. Esta es pequeña,ya que solo tiene dos unidadesconectadas que ponen enmovimiento el cigüeñal delmotor. En la fábrica de mipadre tenemos una máquina de

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cilindros gemelos condistribución por válvulas. —Emilie señaló dos depósitos decobre—. Ahí dentro están lospistones accionados por elvapor calentado. El máspequeño es un cilindro de altapresión, a través del cual seconduce el vapor parcialmenteenfriado hacia el cilindro debaja presión. Este es mayor,porque el volumen del vaporaumenta cuando la presión sereduce.

—¿Y para qué se necesitanvarios cilindros? —quiso saberWilliam.

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—Para aprovechar la energíalo mejor posible. Cuando solohay uno, la presiónparcialmente relajada escapahacia el exterior sin utilizarse.

—¡Asombroso! —exclamóWilliam—. No solo sabes dearmas, sino que tambiénpodrías haber sido ingeniero.Seguro que tu padre estáorgulloso de ti.

—Bueno, la verdad es que nomucho. Lo está mucho más demi hermano mayor, que enalgún momento se hará cargode la fábrica. Está obsesionadocon la tecnología y es capaz de

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dar auténticas clases magistralessobre mecánica.

—Cómo desearía tener yotambién un hermano mayorque se hiciera cargo de nuestratienda —dijo William más parasí mismo que para Emilie.

Ella lo miró interrogante.William hizo un gesto con lamano y comentó:

—Nada, nada, solo pensabaen voz alta. Mejor vayamos aver dónde están los demás.

Emilie se volvió y se diocuenta de que Arne habíaseguido guiando al pequeñogrupo. Sus voces se oían desde

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la zona trasera de laembarcación. Pasó con Williamjunto a una cocina diminuta, elretrete y las despensas, cruzóuna sala con una larga mesaatornillada al suelo y un bancoesquinero y llegó a la popa,donde se encontraba la zona dedescanso. Las literas estabanempotradas en las paredes comoarmarios y tenían puertascorrederas. Beat Späni, queacababa de inspeccionar una deellas, exclamó:

—Pero bueno, si esto es unacaja de zapatos. Solo para entrarahí ya hacen falta habilidades

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acrobáticas. —Se acercó a Arne,señaló con la cabeza a Leonid,que estaba apoyado en la paredcon gesto ausente, y murmuró—: Si ya es estrecho para mí,nuestro amigo ruso no cabrá deninguna manera en un agujeritoasí.

Arne se encogió de hombros,abrió una tapa y sacó unahamaca. Lo que dijo se perdióen un fuerte ruido y chirridometálico. Arne volvió a guardarla hamaca en el armario.

—Ah, están izando el ancla.Vayamos a honrar a Rasmus —dijo.

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—¿Quién es Rasmus? —preguntó Emilie.

William y Beat Späni negaroncon la cabeza desconcertados y,con Leonid y Antonio aremolque, siguieron a Arne,que salió corriendo de la sala ysubió a la cubierta. Allí, elcapitán, el práctico y uno de losdos marineros estaban en ellado de la borda por el que dabael viento. El otro marinerollegó con una bandeja en la quehabía una botella abombada yvarios vasitos. El capitán llenóuno, lo levantó, gritó algo ennoruego y tiró el contenido por

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la borda.—Ah, un sacrificio per

Sant’Elmo —exclamó Antonio.Beat Späni hizo que le

explicara a qué se refería y se lotradujo a los demás:

—Al parecer se trata de unaantigua costumbre marinera.Antes de comenzar un viaje, seofrece al patrón de losmarineros, san Erasmo, untrago de una bebida de altagraduación para que proteja albarco de tormentas y otrasdesgracias. En Italia se llamaElmo.

El marinero les dio un vaso a

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cada uno, el capitán brindó conellos, y todos bebieron el clarolicor de un trago. Emilie seesforzó al máximo para no tosere ignorar el ardor en el esófago.Se alegró de que la izada de lasvelas captara la atención de losdemás. La embarcación se pusolentamente en movimiento y sedeslizó fuera del puerto. Losedificios de la ciudad se fueronhaciendo más pequeños ypronto los perdieron de vista.Emilie sentía el corazón en lagarganta. Estaba de camino alÁrtico. Ya no había vuelta atrás.La aventura comenzaba.

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26

Spitsbergen, julio de 2013

Hanna estaba en la cama y leíala novela policíaca que habíametido en la maleta para el viaje.Reinaba el silencio. De vez encuando oía el rugido del motorde un coche, vocesamortiguadas desde el pasillo yel ruido lejano de la cisterna de

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un váter. Hanna se habíacolocado dos cojines en laespalda, había doblado laspiernas para apoyar el libro yhabía dejado a su lado unabolsa de arándanos secos quehabía comprado en recepción.De tanto en tanto cogía algunosin mirar y mordisqueaba ladulce fruta, cuyo aromaevocaba el olor de la resinacaliente, la madera reciéncortada y las agujas de pino enclaros iluminados por el sol enlos que antes solía buscar bayascon los niños durante lasexcursiones que hacían al

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Bosque bávaro.Una llamada en la puerta la

sacó del despacho delcomisario, que en ese momentoestaba interrogando a un testigoimportante, y la trajo de vueltaa su habitación de hotel. Miróel reloj. Las nueve pasadas.¿Quién sería? ¿Se habríaretirado la niebla y elBasecamp-Team estaríapreparado para recuperar laexcursión cancelada aPyramiden? Al fin y al cabo enverano se ofrecían visitasprácticamente las veinticuatrohoras. Hanna se levantó y de

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paso echó un vistazo por laventana. No, la niebla seguíaformando una pared ante elhotel. Giró el picaporte y abriólos ojos como platos. ¡Nopodía ser! Parpadeó varias vecesy se llevó una mano a la boca.Kåre estaba en el pasillo y letendía una tarta con una velaencendida.

—¡Felicidades! —dijo conuna sonrisa.

Hanna sintió que el corazónse le salía del pecho. ¿Era unsueño? Estuvo tentada depellizcarse el brazo con fuerza.«Deja de mirarlo como si fuera

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un espejismo —se reprendió—.¡Di algo!»

—Yo... ehh... cómo se te haocurrido... cómo sabías que erami... —balbuceó.

—Perdona que te avasalle así—dijo Kåre—. Me enteré deque era tu cumpleaños por lasfelicitaciones en tu blog. Ycomo de todas formas aprincipios de la semana queviene tengo que ir a NyÅlesund, he decididoespontáneamente volar hoy ycelebrarlo contigo. —Apretólos labios y ladeó ligeramente lacabeza—. ¿Quizá no ha sido

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buena idea? ¿Preferirías estarsola y...?

—¡Oh, no! —exclamó Hanna—. Al contrario. Me alegromucho. Es solo que no me loesperaba y...

Se interrumpió y se tironeó deun mechón de peloavergonzada. ¿Qué aspectotendría? Sin maquillar, sinpeinar y envuelta en la viejachaqueta de punto cedida quetanto le gustaba ponerse paraleer.

—Dame cinco minutos —lepidió.

El rostro de Kåre se iluminó.

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—Te espero abajo. —Levantóun poco la tarta—. Pero todavíatienes que soplar las velas ypedir un deseo.

La seriedad con la que lo dijohizo que Hanna adoptara unaire ceremonioso. Cerró losojos y sopló. No tenía nada quedesear. En lugar de eso, sintióuna profunda gratitud. Abriólos párpados y le sonrió a Kåre.

—Si te parece bien, podemoscortarla de camino —dijo,envolviendo la tarta en papel dealuminio.

—¿De camino? —preguntóHanna.

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Kåre cogió una bolsa grandeque había junto a él, sacó untraje térmico y se lo tendió.

—Espero que te quede bien.Me gustaría secuestrarte unpoco y llevarte fuera.

—¿No hay demasiada nieblapara una excursión? —preguntó Hanna.

—Donde vamos eso noimporta.

Antes de que pudiera seguirindagando, él se puso un dedosobre la boca, le guiñó un ojo yse volvió para marcharse.

Hanna cerró la puerta y seapoyó un momento de espaldas

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en ella. Estaba mareada.¿Realmente había sucedido?¿Realmente había aparecido allíKåre con una tarta para ella?¿Realmente había volado hastaallí por ella? Se sintió como enuna escena de un melodrama deHollywood. Nunca habríacreído posible que eso pasara enla vida real, ¡en su vida!Mientras se cambiaba —el trajele quedaba como hecho amedida—, se cepillaba el pelo yse daba rímel en las pestañas,sentía como si burbujas de gasle recorrieran todo el cuerpo.Hanna se concentró en la

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sensación de hormigueo y depronto comprendió cómo habíanacido la expresión «explotarde felicidad». Para no estallar,comenzó a cantar las primeraslíneas de la canción de ZarahLeander, Sé que algún día elmilagro llegará:

Si tuviera que vivir sinesperanza,

si nadie en este mundome quisiera,

si en esta vida suerte yano tuviera,

ay, imposible.

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Kåre estaba junto a laestantería de los termos de caféy té, de los que los huéspedespodían servirse en cualquiermomento del día, y conversabacon una mujer de pelo oscuroque, según los cálculos deHanna, tendría unos cincuentaaños. Llevaba un mono rojo yparecía desenvuelta. Su firmeapretón de manos y la miradaque dirigió a los ojos de Hannaacentuaron esa impresión.

—Hei, soy Greta —dijo.—Greta es glacióloga —

explicó Kåre—. Nosconocemos desde hace una

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eternidad y muchas veceshemos trabajado en proyectosjuntos. Es una suerte que hoyesté aquí y tenga tiempo paranosotros.

—Gracias a esta malditaniebla. En realidad ya queríaestar de vuelta a Larsbreen. —Sevolvió hacia a Hanna—. Es unglaciar cerca de aquí queestamos midiendo. —Se cerró elanorak y se dirigió a la salidacon un—: Bueno, pues vamos.

Mientras Hanna la seguíajunto a Kåre, se dio cuenta deque su suposición inicial de queera una especie de conserje no

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podía ser cierta. Le resultabaembarazoso no haberlepreguntado aún a qué sededicaba. La noche de Tromsøparecían haber acordadotácitamente que no hablarían desu respectivo día a día, algo quehabía dado un aireintrospectivo a las horas quehabían pasado juntos y queahora las hacía parecer irreales.

—¿De qué trabajasexactamente? ¿Y en quéproyectos has trabajado conGreta? —preguntó.

—Soy investigador polar en elsentido más amplio de la

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palabra. Y la última vez quetrabajé con Greta fue en unestudio sobre los efectos delcalentamiento global en lo quese conoce como glaciares «ensurge». Un «surge», es deciruna ola, es una fase en la que lavelocidad de un glaciar seacelera intensamente y el hielose desgarra en bloques. Elaumento de la descarga de masahacia la lengua del glaciar haceque esta gane en potencia,mientras que la parte superiordel glaciar se afinaconsiderablemente. A la fase deaceleración le sigue a menudo

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un intervalo de tiemponotablemente más largo en elque el hielo apenas se mueve yen el que la parte superior delglaciar vuelve a desarrollarse.Eso es... —Se detuvo y sonrió—. Perdona, no queríaaburrirte. Pero es que una vezque empiezo...

—Oh, no, por favor, ¡es muyinteresante! —dijo Hanna—.¿Habéis constatado cambios?

Kåre asintió.—Naturalmente todavía no

pueden hacerse afirmacionesdefinitivas o pronósticosseguros. Pero en las últimas

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décadas las fases de inactividadse han acortado. Si estatendencia continúa, los glaciaresforzosamente se derretirán amayor velocidad.

—¿Y cuál es tu especialidad?¿Tú también eres glaciólogo? —preguntó Hanna.

—No, no exactamente, a pesarde que los conocimientos sobrehielo y nieve también sonimportantes en mi campo.Estudié Geología y Geofísica.

—Debo admitir que esasmaterias son un enigma para mí—dijo Hanna—. ¿Quéinvestigas exactamente?

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—En los últimos años me hecentrado un poco más en losfenómenos geodinámicos comolos movimientos de rocas en elpermafrost y losdesplazamientos tectónicos —respondió.

Greta se volvió hacia ellos, secolocó al otro lado de Kåre y ledio un suave empujón en elbrazo.

—¡No seas modesto! —Seinclinó hacia Hanna por delantede él—. Actualmente es uno delos expertos más consultados ensu campo, y harían faltatranquilamente tres clones

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suyos para cumplir con todoslos proyectos y puestos deprofesor que le ofrecen.

Hanna se dio cuenta de queKåre jugueteaba avergonzadocon el cierre de su chaqueta.Parecía resultarle realmenteincómodo ser el centro deatención. Su modestia laconmovió. Conocía ademasiados hombres y desdeluego también a mujeres quehabrían aprovechado cualquieroportunidad para jactarse deuna posición como aquella ymonologar durante horas sobresus importantes labores. Kåre

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era una de esas personas pococomunes que prefería escuchar.No era de extrañar que lohubiera tomado por un sencilloempleado.

Entretanto habían llegado a laorilla del fiordo. Hannadistinguió el contorno de unembarcadero en el que habíaamarrada una gran zódiac.Greta se subió a ella, les tendióa Kåre y a Hanna dos chalecossalvavidas, los ayudó a subirse abordo después de que se loshubieran puesto y arrancó elmotor. Condujo la lanchaneumática lentamente por el

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fiordo mirando una y otra vezun GPS.

—Si no fuera por el ruido delfueraborda, me sentiría como enuna escena de Las nieblas deAvalón —le dijo Hanna a Kåre,que estaba sentado junto a ellaen un banco montado en laparte delantera de la zódiac.

—No conozco el libro, perosé a qué te refieres —respondió—. Moverse por la niebla tienealgo de primitivo, casi místico.

—¿Verdad? —dijo Hanna—.En este momento no mesorprendería que un monstruocomo el del lago Ness o

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cualquier otra criatura fantásticaemergiera de las aguas.

—Bueno, en Svalbardrealmente hubo dinosauriosmarinos —dijo Kåre—. Haceun par de años encontraron casitreinta esqueletos aquí, en elfiordo de Is. Así que haceciento cincuenta millones deaños podrías haberteencontrado perfectamente conun pariente de Nessie.

Hanna sonrió y volvió lamirada hacia delante. La niebla,que se tragaba todos lossonidos, acentuaba la sensaciónde irrealidad que se había

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apoderado de ella desde lainesperada aparición de Kåre.

Un rato después Greta frenóel motor.

—Debería ser por aquí —dijo,observando concentrada elinfinito.

Hanna entrecerró los ojos, laimitó y se echó hacia atrásasustada cuando una paredvertical apareció ante elloscomo de la nada: el frente de unglaciar que desembocaba en marabierto. Condujeronlentamente a lo largo de lapared hasta que Greta se detuvounos metros más adelante

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directamente junto a ella. Anteellos se abría un agujero enormeque a Hanna le recordó losportales de las iglesias góticas.Su corazón se aceleró cuando lalancha se deslizó dentro de lagruta que se abría detrás.

Kåre sacó dos antorchas demagnesio de una caja, lasencendió y dio una a Hanna.Hanna la levantó y contuvo elaliento. La luz se reflejó en losincontables carámbanos quecolgaban del techo abovedado ehizo relucir las paredescristalinas, en las que distinguióburbujas de aire y fragmentos

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de roca atrapados. Greta apagóel motor. La lancha se mecíasuavemente en el centro de lacueva, que se estrechaba hacia laparte posterior y desembocabaen varias pequeñas aberturas.

Greta siguió su mirada y dijo:—Por desgracia no podemos

entrar en la estructura detúneles. En verano esdemasiado peligroso.

—¿Y cómo se forman estospasillos? —preguntó Hanna.

—Son canales a través de losque fluye el agua de deshielo.Con el tiempo se forman cuevascomo esta que atraviesan el

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glaciar.Hanna volvió a echar la

cabeza hacia atrás. Pensófugazmente que tenían encimatoneladas de hielo que podríanderrumbarse sobre ellos. Unaidea que en otras circunstanciasle había parecido amenazadora,en aquel momento le resultabaindiferente. «Si esto es loúltimo que voy a ver en laTierra, no lucharé contra midestino», pensó respirandoprofundamente.

—Es increíblemente hermoso—susurró un poco después,giró la cabeza y miró a Kåre

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directamente a los ojos, que lahabía estado observando conuna sonrisa.

Fue como si la acariciara.¡Qué diferentes podían ser lasmiradas! Las de Kåre no eranexigentes ni posesivas, como lasde Thorsten en los primerosaños de su relación, sino atentasy dedicadas.

—Me alegro de que te hayagustado mi sorpresa —dijo.

—¡Mucho! ¡Es el regalo másmaravilloso que me ha hechonadie por mi cumpleaños!

Kåre sujetó su antorcha a unsoporte, se inclinó de nuevo

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hacia la caja y sacó una botellade champán y tres copas.

—Bueno, ya va siendo horade brindar a tu salud. Tucumpleaños está a punto determinar.

Sirvió, tendió a Greta y aHanna sus copas, levantó lasuya y dijo:

—Lykke til! ¡Muchasfelicidades!

Brindaron. El suave tintineoretumbó en la bóveda como sihiciera oscilar y resonar loscarámbanos. Hanna contuvo larespiración. Miró a Kåre y viosu propia fascinación reflejada

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en sus ojos.

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27

Océano Ártico, junio de 1907

Los fuertes crujidos ychasquidos despertaron aEmilie. Sonaba como el viejoabeto tras la casa de sus abuelos,cuyas ramas hacían ruidosinquietantes cuando soplabaviento fuerte y estimulaban suimaginación. Estaba

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completamente a oscuras. Seincorporó a medias, se golpeó lacabeza contra algo duro y sefrotó la frente con un gemido.El dolor le hizo recordar. Seencontraba en su diminutohabitáculo a bordo del Isflak decamino a Spitsbergen,atravesando un mar revuelto. Elbarco subía y bajabaincesantemente en las olas, queparecían romper justo debajode la almohada de Emilie. Seríaimposible volverse a dormir. Alparecer la tormenta de la que leshabía advertido Arne se habíadesatado antes de lo previsto.

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Emilie abrió la puerta, se bajóde la litera y miró a su alrededorbajo la luz de una lámpara depetróleo colgada del techo quese bamboleaba violentamente.La hamaca que habían colgadopara Leonid en un rincón delcuarto estaba vacía. Las puertascorrederas de las cabinas deArne y Beat Späni estabanabiertas, sus camas desiertas. Dela litera del italiano llegaba unsuave ronquido. Tras la puertade William no habíamovimiento. Le parecía unmisterio que pudieran dormircon tanto ruido y balanceo.

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Emilie se puso las botas ysalió de la popa. Leonid estabasentado a la mesa de la cámara,con una botella de aguardientey un vaso delante. Se lo tendió aEmilie en silencio y la miróinterrogante. Ella negó con lacabeza y se dirigió a laescalerilla que conducía a lacubierta. Una y otra vez teníaque apoyarse con las manospara no perder el equilibrio. Lamáquina de vapor estaba enfuncionamiento, sus golpessordos se perdían entre losaullidos del viento. Uno de losdos marineros estaba ante la

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abertura del fogón de espaldas aEmilie y la alimentaba a paladasde carbón. No la vio.

Justo cuando había pisado elprimer escalón, se oyó un granestrépito en la parte delanterade la embarcación. Emilie sedirigió rápidamente a la proa,abrió la puerta de la antiguabodega de pescado y evitó en elúltimo momento una cajita quesalió volando hacia ella desdeuna balda. El suelo ya estaballeno de elementos del equipoque los bandazos del barcohabían desordenado. Emiliecogió una caja vacía y recogió

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los objetos más pequeños. Acontinuación amarró lasestanterías y las cajas grandescon cabos que había enrolladosen un rincón. Después deasegurarse de que todo estabaguardado de manera segura,volvió a la escalera. Beat Spänise tambaleaba pálido hacia elladesde el retrete. Se agarraba elvientre y gemía.

—¡Vaya mierda! —maldijo,mirando a Emilie fijamente conlos ojos inyectados en sangre.

—¿Puedo ayudarle? —lepreguntó ella.

Él negó con la cabeza, se

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encorvó, volvió corriendo albaño y vomitó en uno de loscubos que había allí para quelos pasajeros hicieran susnecesidades. Emilie se volviócon mirada compasiva y subió,contenta por escapar del hedor.La trampilla estaba encallada, ypara abrirla tuvo que empujarlacon la espalda.

Apenas se había deslizado porla escotilla, recibió el impactode la violenta tormenta, que enese momento levantaba por losaires la proa. Cuando el barcovolvió a sumergirse y atravesóuna escarpada ola, el mar

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propinó al rostro de Emilie ungolpe de humedad helada. Salióa gatas a la cubierta resoplandoy cerró apresuradamente laescotilla, mientras aluviones deagua caían sobre ella y lerecorrían la nuca y los brazos.En cuestión de segundos estabaempapada hasta los huesos. Leardían los ojos y la nariz. Sepasó la lengua por los labios,que le supieron a sal.

—¿Qué haces aquí? ¡Haz elfavor de quedarte abajo! —gritó una voz.

Emilie miró a su alrededor ydescubrió a Arne. Luchaba

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contra uno de los sacos decarbón apilados en la cubierta,que resbalaba por los tablonesmojados y amenazaba con caerpor la borda. Arne levantó alprófugo con gran esfuerzo ytrató de amarrarlo con un cabo.El segundo marinero y elpráctico estaban junto al mástilde proa y giraban uncabrestante para empañicar lavela mayor. La vela de mesanadel mástil de popa ya estabarecogida.

El barco giró, se dirigió haciael viento y se inclinó. Emilie seaferró a la puerta de la escotilla.

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Otro saco de carbón comenzó amoverse. Se arrastró hacia él ylo empujó hacia su sitio. Elcapitán sacó la cabeza de lacaseta del timón y vociferó:

—Hal tott stormfokk!Al mismo tiempo una enorme

ola hizo bailar varias cajas ytoneles por la cubierta. Elmarinero se acercó a ayudar aArne y a Emilie, mientras elpráctico atrapaba un caboamarrado a la única vela queseguía izada delante del todo enla proa. Al parecer debía reducirel ángulo entre el pequeñotrinquete y el eje del barco, ya

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que giraba con todas susfuerzas la manivela para cerrarla vela, sometida a una grantensión. El capitán navegaba atanta velocidad como eraposible para alejar al Isflak delcentro de la tormenta. El cursoque llevaban —con muchoviento y contra el mar— exigíafrecuentes maniobras de giro yhacía que el barco cabalgara lasolas de ocho a diez metros dealtura.

«Así deben sentirse los jinetesde rodeo», pensó Emilie, quehacía poco había leído unreportaje sobre un espectáculo

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del Lejano Oeste. Habíaintentado en vano imaginarsequé se sentiría a lomos de uncaballo bravo o un toronervioso, que no escatimaríanen esfuerzos para librarse dellastre indeseado de su espalda yse encorvarían y encabritarían agrandes saltos.

Cuando el barco seprecipitaba hacia el seno de unaola, sobre la popa solo se veía elcielo gris oscuro atravesado porjirones de nubes, y segundosmás tarde se levantaba yascendía la siguiente montañade agua, cuya cresta rompía

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sobre la proa e inundaba lacubierta. La espuma blanca selevantaba y les llovía encima;agua desde todos lados. AEmilie le resultaba difícilconservar la orientación: ¿quéera arriba, qué era abajo? ¡Quémás daba! Mientras encontraraapoyo, lo único importante eraguardar todo lo que había en lacubierta.

Evitó la mirada de Arne parano darle ninguna oportunidadde enviarla bajo cubierta. Seconcentró en el marinero, queles indicaba a ella y a Arne congestos y breves gritos hacia

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dónde debían empujar losbarriles, los sacos, las cestas ylas cajas, que él despuésamarraba con nudos especiales.Arne no parecía tener intenciónde repetir su advertencia.Trabajaban juntos para elmarinero, no necesitabanpalabras para entenderse,agarraban la mercancía enpeligro al mismo tiempo, comoguiados por una mano mágica,tiraban de ella y la empujaban ala vez hasta la posición deseada,y profirieron una sonoramaldición al unísono cuandouna cesta de marisco volcó y su

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contenido se esparció por lostablones.

Emilie no habría sabido decircuánto tiempo bregó codo concodo con Arne. En unmomento creyó ver por elrabillo del ojo que Williamasomaba la cabeza por laescotilla e inmediatamentevolvía a retirarse. El tiempo y elespacio se diluyeron en elaullido atronador de las ráfagashuracanadas. El intenso trabajofísico y el miedo constante aque una ola le arrancara los piesdel suelo y la lanzara por laborda exigían toda su

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concentración.Un grito de terror resonó en

el aire. El práctico señaló haciadelante con cara de pánico.

—Ankerkjetting er løs!A pesar de no entender

exactamente las palabras, Emiliecomprendió que el anclaamenazaba con caer al agua. Sinpensarlo, avanzó con dificultadhacia la proa y vio que el pernode madera con el que se sujetabala cadena del ancla se habíasoltado de la rosca y sedeslizaba sobre el suelo. Saltópara cogerlo, lo agarró, lovolvió a clavar en el agujero y

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logró que la cadena del ancladejara de desenrollarse. Latormenta aulló y sacudió el eje,como si se hubiera tomado amal lo que había hecho. Emiliesintió que la madera temblababajo sus manos y trataba deabrirse camino hacia arriba denuevo. Apretó los dientes y seapoyó con todo el cuerpo sobreella para mantenerla en suposición. «¡No lo sueltes!», seordenó. Jadeaba, el corazón lelatía contra las costillas, y teníalos brazos entumecidos. Cerrólos ojos. «¡No aflojes ahora!»Sus dedos se apretaron con más

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fuerza contra la madera, que elviento empujaba y tironeaba.

Emilie maldijo el «no»categórico con el que su madrerespondía regularmente a sudeseo de entrar en el club degimnasia local para hacerdeporte: «¡Por el amor de Dios,hija! ¿Quién te mete esospájaros en la cabeza? ¡No esnada apropiado!» Eseargumento zanjaba paraIrmhild Berghoff cualquier tipode discusión, y Emilie debíaconformarse. La rabia quesentía le dio fuerzas renovadas.

De pronto la presión cedió.

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Emilie levantó la mirada. Arneestaba junto a ella. Habíametido un segundo perno en elcabrestante y lo habíaasegurado con una gruesaamarra. Asintió a Emilie ydesapareció. Esta se incorporó,se apoyó en la barandilla y miróhacia delante. El barcoatravesaba el mar embravecidocomo una flecha. El pequeñotrinquete ofrecía poca superficiede ataque a la tormenta, y lacoordinación precisa delcapitán y del práctico hacía queel Isflak surcara las olas conmaestría.

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Un grito de júbilo penetró enel oído de Emilie. Le llevó unsegundo darse cuenta de quehabía sido ella quien habíagritado de alivio. Sintió unaalegría incontenible,desenfrenada. Nunca en toda suvida se había sentido tan libre.Dirigió su rostro hacia arriba,dejó que las finas gotas deespuma le cayeran encima,aspiró profundamente el oloracre de la sal y cantó contra elrugido del viento:

Reyes de las tormentas,del oleaje bravío,

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de los vientos gélidos ysu golpe cortante.

Tantos añosrecorriendo océanos ymares,

y ved que nuestrabandera no hasucumbido.

Nuestro barco surcaorgulloso las olas deespuma,

y el viento inflapoderosamente las velas.

Mirad cómo ondea allíarriba la bandera,

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la bandera sangrientaque a todos asusta.

Cazamos víctimas porel mar infinito,

todos huyen con velasal viento.

Los abordamos sinmiramientos,

la victoria nos brindahonor y enemigos.

Sí, somos piratas ysalimos a la mar,

no tememos a la muerteni al diablo;

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nos reímos de peligros yadversarios,

solo en el fondohallaremos la paz.

Emilie regresó bajo cubiertados horas después de que latormenta la hubiera despertado.La carga ya estaba asegurada. Elmarinero que hasta entonceshabía estado alimentando lamáquina, relevó al práctico en eltrinquete. Este se acercó alcapitán a la caseta del timónpara calcular el curso queseguiría el Isflak. Arne y el otro

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marinero tambiéndescendieron. Mientras esteúltimo reponía las existenciasde carbón ante el hogar, Arnedesapareció en la cocina.

Emilie se quitó la chaquetaforrada, que chorreaba, y seacercó a la cámara, dondeWilliam y Beat Späni estabansentados a la mesa. El suizoestaba muy desmejorado,parecía un saco fofo en unaesquina y estaba hecho unalástima.

William se apartó para hacersitio a Emilie.

—¿Dónde están los demás? —

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preguntó.—Leonid ha vuelto a

tumbarse en la hamaca. Y aAntonio ni siquiera lo he visto—respondió William—. Pareceque tiene un sueñoenvidiablemente profundo.

Emilie se dejó caer agotada enel banco y se pasó las dosmanos por el pelo.

—¡Por todos los cielos! ¿Quéha pasado? —exclamó William.

Emilie lo miró con gestointerrogante.

—¡Estás sangrando!—¿Qué? ¿Dónde?William le señaló las manos.

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Emilie las giró y se quedó depiedra. La piel de las palmasestaba levantada y cortada. Nose había dado cuenta de que latosca madera del perno le habíahecho daño. En el fragor de labatalla no lo había sentido.

—¡Eso hay que limpiarlo yvendarlo!

Arne se había acercado a lamesa en silencio, dejó una teteraesmaltada que emanaba aroma acafé, cogió una cajita de unaestantería de pared y sacó unaspinzas y un frasco con unlíquido marronáceo.

—Bah, no es para tanto —

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murmuró Emilie—. No sonmás que un par de rasguños.

Mientras hablaba, se diocuenta de que no era cierto. Enlas manos comenzó a latirle undolor que le quitó el aliento,como si la atención que recibíanlo hubiera despertado. Arneignoró su objeción, se sentó endiagonal junto a ella, le sujetó lamano derecha por la muñeca ycomenzó a sacar finas astillas demadera con las pinzas. Williamse estremeció, aguantó larespiración y se apartó. Emiliese esforzó por aspirar y espirarregularmente y recordó a los

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indios de las descripciones deKarl May, que al parecer noconocían el dolor. En el libroEl tesoro del lago de la Plata,que de niña había leído variasveces a escondidas, al igual quelas demás novelas de aventurasdel autor, un pasaje la habíaimpresionado especialmente:«Al indio se le entrena desde lamás tierna infancia paraaguantar el dolor físico. De estamanera, llega incluso a soportarlas mayores torturas sininmutarse.»

El escozor del yodo, con elque Arne le desinfectaba las

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manos antes de vendárselas congasas, frustró sus intentos dedominarse. Notó que los ojosse le llenaban de lágrimas. «¡Note pongas a llorar ahora! ¿Quéhacen los hombres cuando algoles duele? ¡Maldicen!»

—¡Maldición! —exclamó—.¡Diablos!

Pensó en su abuelo por partede padre, que siempre recurría asu dialecto cuando maldecía porhaberse golpeado el pulgar conel martillo o por estar enfadado.A Emilie eso siempre le habíaprovocado sentimientosencontrados. Por una parte se

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sentía impresionada poraquellas expresiones, cuyosignificado únicamente intuía.Por la otra, la inquietaba que suquerido abuelo hiciera uso deun lenguaje que su propia nueradesdeñaba por ser señal detorpeza y falta de cultura.

—Driete! —exclamó cuandoArne salpicó con yodo un corteprofundo.

Le sentaba bien desahogarseasí.

—Driete? —preguntó Arne—. Eso no es alemán estándar,¿no?

Para sorpresa de Emilie, una

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sonrisa casi imperceptibleasomó en sus labios. ¿Estabariéndose de ella?

—Suena parecido a nuestrodritt. Es lo que decimos cuandoalgo nos parece una mierda.

Emilie le devolvió la sonrisa.No, simplemente estabainteresado en que le explicarauna palabra que desconocía.

Antes de que pudieraresponder, William se dirigió aella:

—Cuéntanos de una vezcómo te has hecho estas heridas.

—Max nos ha salvado de ungran peligro —respondió Arne

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en su lugar—. La tormentahabía soltado la cadena delancla. Max ha evitado en elúltimo momento que el anclacayera al mar.

—¿Qué habría sucedido, sino? —preguntó William.

—No habríamos podidodirigir el barco. Y con esteoleaje, antes o después,habríamos zozobrado.

William dirigió a Emilie unamirada de reconocimiento.

—¡Eres un auténticoprodigio! Con ese temporal nome habrían sacado a cubierta nia rastras.

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Beat Späni despertó de suletargo, dio unas palmaditas aEmilie en el hombro y dijo conel patetismo tan propio de él:

—Sí, nuestro joven amigo estámudando de piel. Emprendió elviaje casi como un niño, ¡y loacabará habiendo maduradocomo un hombre!

La risita que provocó a Emiliela expresión «madurado comoun hombre» se le atragantó alencontrarse con la seria miradade Arne. Había recaído sobreella y la escrutaba. Al tiempoque cavilaba qué pensaría deella, se preguntó por qué le

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interesaba tanto saberlo.

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Spitsbergen, julio de 2013

Cuando la lancha neumáticasalió de la cueva acompañadadel ruido traqueteante delmotor, Hanna entrecerró losojos deslumbrada por laluminosidad. La niebla se habíacompactado formando unapared sobre el fiordo, pero en

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las orillas se había disipado. Elsol brillaba a su espalda y hacíarelucir los cristales de hielo delglaciar. Hanna miró su reloj.Era poco después demedianoche. ¿Cuánto tiempoharía falta para acostumbrarse aaquella claridad permanente?Hanna dudaba de que eso fueraposible.

—¡Mira! —exclamó Kåre,señalando un amplio arco quese alzaba desde el agua ybrillaba en un blanco intenso.

—Es precioso —susurróHanna—. ¿Qué es?

—Un arco de niebla —

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respondió—. Al igual que unarcoíris, se forma cuando losrayos del sol se reflejan en lasgotitas de agua. Como estas sonespecialmente diminutas en laniebla, no refractan la luz endiferentes colores, sino que lareflejan en blanco.

Hanna asintió y contemplóaquel espectáculo de lanaturaleza, que parecía elescenario de una películafantástica. No le habríasorprendido que sobre el arcoaparecieran unos elfosbailarines. «¿A qué estásesperando? ¿Ya te has

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olvidado? No estás aquí porplacer. Es una imagen genial.¡Haz fotos!», intervino susentido del deber. Hannacontuvo una queja, sacó lacámara y sonrió a Kåre a modode disculpa.

—En el fondo odio hacerfotos cuando en realidad megustaría disfrutar del momentoy empaparme de las sensaciones.Pero mi rendimientofotográfico no es precisamenteespectacular. Y en un par dehoras estaré sentada en el aviónde vuelta a Alemania. Así quetengo que darme prisa.

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Al pensar en su marchainminente sintió una punzadaque perforó la burbujahechizada en la que habíapasado las últimas horas. Larealidad volvió a tomar elmando. Después de quefotografiara el arco de niebla yla entrada a la cueva del glaciar,Kåre carraspeó y dijo:

—Me gustaría hacerte unapropuesta. ¿Crees que podríascambiar el vuelo y quedarte dosdías más? Así podría enseñarteun par de sitios interesantes. Y,sin duda, reunirías más fotos yrecomendaciones para tu

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artículo.Hanna arqueó las cejas

sorprendida.—No te costaría mucho —

añadió rápidamente.Hanna lo miraba inmóvil

mientras las ideas lerevoloteaban en la cabeza ysopesaba los pros y los contras.Se llamó al orden. «¿Qué es loque tienes que pensar? ¡Seríaimperdonable que rechazarasesta oferta!»

—Pero probablementetendrás que volver a casa y... —prosiguió él mientras Hanna almismo tiempo dijo:

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—¡Es una idea magnífica!Se detuvieron y se miraron. A

Kåre le brillaban los ojos.Hanna notaba que su bocadibujaba una amplia sonrisa.

—Entonces, ¿estamos deacuerdo? —preguntó él.

Hanna asintió y estuvo apunto de echarse al cuello deKåre. Se quitó todo el peso deencima. ¡Qué sensación tanmaravillosa! Dejar que las cosassucedieran espontáneamente,como en los viejos tiempos. Noforjar planes firmes, sino estarabierta a aquello que el día leofreciera.

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Después de que Kåre laacompañara al hotel y sedespidiera con un beso debuenas noches en la mejilla,Hanna se dirigió a suhabitación en un estado deembriaguez. Al contrario de loque esperaba, se quedó dormidaenseguida y se despertó seishoras después; seguía animadapor una liviandad que percibíacomo un agradable mareo.

Hacia las ocho estaba sentadaen el comedor de desayuno delTrapper’s Hotel y comía congran apetito gofres reciénhechos con una buena

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cucharada de rømme, nata densaagria, muy similar al Schmandde su Baviera natal, y conmermelada amarillo oscuro demora de los pantanos, que teníaun agradable sabor ácido. Susmartphone, que había dejadojunto al plato, vibró. Kåre lehabía enviado un mensaje:«Hei, Hanna, ¿has dormidobien? ¡Ya tenemos con quienvolar! Ven hacia las nueve alaeropuerto, directamente a lapista de despegue. ¡Tengomuchas ganas de hacer estaexcursión! Hasta ahora, Kåre.»

Hanna sonrió. Kåre no había

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querido desvelar a dónde lallevaría. No porque quisieraresultar especialmentemisterioso y quisierasorprenderla a cualquier precio,sino para no crear expectativasque luego quizá no pudieracumplir. A Hanna esa actitud leresultaba muy simpática. Porfin alguien a quien no legustaban las grandes palabras yno esperaba agradecimientos yelogios por el simple anunciode una intención, a pesar de queluego quedara en nada. Cuántasveces le había hecho Thorsten laboca agua con planes que nunca

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se habían hecho realidad. Elodio de Hanna por esecomportamiento había idocreciendo con el tiempo. Eracomo prometer una comida auna persona hambrienta yenumerar todos los detalles paradespués no prepararla jamás. Y,además, reaccionar ofendidocuando la persona afectadaexpresaba su decepción.

Hanna tecleó una respuestarápida, se terminó el desayuno,saludó con la cabeza a loscuatro americanos sentados enel otro extremo de la mesa, ysubió corriendo a su habitación

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para meter las últimas cosas enla maleta.

Media hora después llegó alaeropuerto. Kåre, que habíadormido en un cuarto deinvitados de la universidad,estaba junto a una avioneta dehélice de dos motores cuyaparte inferior tenía la forma delcasco de un barco. Cuando lavio, la saludó alegre.

—Hemos tenido suerte. Bengtpuede llevarnos.

Señaló con la cabeza a unjoven que salió en ese momentode debajo del avión anfibio y seincorporó. Hanna tuvo que

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echar la cabeza hacia atrás parapoder mirarlo a la cara. Estabamoreno, llevaba el pelo rubiooscuro recogido en una coleta yera larguirucho.

—Hei, Hanna —dijo,estrechándole firmemente lamano—. Id subiendo,comprobaré el aceite unmomento —añadió e hizo ungesto invitador hacia la cortaescalera desplegada desde laportezuela del avión. Kårecogió la maleta de Hanna.

—¿Me dirás ahora a dóndevamos? —preguntó Hanna.

—A la costa norte de

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Spitsbergen occidental —respondió Kåre—. Los padresde Bengt, que son buenosamigos míos, están acampadosen este momento en el fiordo deRaud. Un lugar precioso. Tegustará. Podemos pasar allí unanoche antes de que yo continúeal día siguiente hacia NyÅlesund. Tengo una reuniónallí y tengo que ocuparme deun par de cosas. Pero tendrétiempo de sobra para enseñarteun poco la zona y presentarte aun par de científicos y susproyectos, si te apetece.

—¡Desde luego! —dijo

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Hanna—. Normalmente una nove cosas como estas cuando esturista. —Bajó la voz—. ¿Bengtvuela solo por nosotros? Meresultaría algo embarazoso y...

—No, no, no te preocupes —la interrumpió Kåre—. Bengthabría viajado de todos modos.Les lleva a sus padres comida yun par de cosas que necesitanpara su investigación. Despuéstiene que recoger a un grupo deestudiantes que han hecho unaexcursión por el estrecho deHinlopen.

Hanna asintió aliviada ypreguntó:

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—¿Y qué están investigandotus amigos?

—Ambos han estudiadoPaleontología. También seconocieron en la universidad.Leif se ha especializado encuestiones geobiológicas, comopor ejemplo los cambios en labiosfera a lo largo de la historiade la Tierra. Colaboraestrechamente con Line, quesobre todo investiga fósiles. Yaque las plantas, los animales ylos microorganismospetrificados son la mejormanera de obtener indicios dela transformación de la biosfera.

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Pero ellos te lo explicaránmucho mejor —se interrumpióKåre.

—¡Qué gente tan interesanteconoces! —dijo Hanna—. Enmis viajes también he conocidoa mucha gente fascinante y mehe hecho amiga de un par deellos. Pero no podría movilizaren pocas horas a unainvestigadora polar que estédispuesta a conducir hasta unacueva de un glaciar en plenanoche, y poco después a unpiloto que me lleve en aviónhasta la otra punta de una islapara encontrarme con unos

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científicos que investigan elcambio climático. Es la bomba,como diría mi hijo.

Kåre hizo un gesto negativocon la mano. Bengt, que yahabía entrado en el avión y sehabía sentado en la cabina delpiloto, se volvió con unasonrisa hacia Hanna, que estabasentada frente a Kåre en uno delos asientos plegables fijados ala pared. Entre ellos y en laparte trasera del avión habíacajas y sacos amarrados congrandes redes.

—Oh, eso no es nada —dijoBengt—. En veinticuatro horas

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Kåre te podría reunir un equipode expertos internacionales quelo dejarían todo por salir en unaexpedición con él.

—No exageres —refunfuñóKåre avergonzado.

—No lo estoy haciendo —replicó Bengt—. Yo tambiénme apuntaría sin dudarlo. ¿Yano te apetece?

—Bah, eso prefiero dejárselo alos jóvenes —dijo Kåre ycambió de tema para disgustode Hanna. Le habría gustadosaber más sobre las aventurasárticas de Kåre. Y sobre losmotivos por los que ya no se

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dedicaba a ellas.—¿Cómo va tu trabajo final?

—preguntó Kåre.Bengt se echó a reír, pero no

intentó seguir sonsacando aKåre.

—Creo que terminaré esteinvierno.

—¿Así que no eres piloto deprofesión? —preguntó Hanna.

—No, en realidad soymeteorólogo. Pilotando ganoalgo de dinero en los meses deverano. Siempre había soñadocon volar. Y como mis padrescreen que es útil tener un pilotoen la familia, me financiaron el

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permiso. Este cacharro —dioun golpecito al salpicadero quetenía delante— lo compré conun par de amigos. Pero está enperfecto estado, no tengasmiedo.

—Oh, he viajado en avionesmucho más destartalados —dijoHanna, y se recordósobrevolando a bajísima alturasobre las copas de los árboles dela selva birmana sentada en unmontón de chatarra queúnicamente parecía mantenerseunido y en el aire gracias a lasmaldiciones del piloto, quehabía aterrizado a trancas y

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barrancas en una pista irregulartras perder una hélice. Desdeaquella experiencia, ya nadapodía asustar a Hanna en lo quea volar se refería.

Una voz graznó en losauriculares que Bengt se habíacolocado al cuello. Se los puso,respondió a una pregunta y sedirigió a ellos:

—Vale, tenemos permiso paradespegar. En marcha.

Pulsó un par de botones yencendió los motores. Hanna seapresuró a ponerse los taponespara los oídos. El ruido delavión de hélice era

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ensordecedor, en el sentido másliteral de la palabra.

Una hora larga después, Bengtsobrevoló un ancho glaciar ydescendió. Se encontrabansobre el fiordo de Raud, encuya orilla occidentaldesembocaban varios glaciarespequeños entre montañasnegras que se alzabanescarpadas hacia el cielo. Lasamplias playas de guijarros y lascolinas suavemente onduladasde la costa oriental establecíanun atractivo contraste. Bengtviró. Antes de que se posarasobre el agua y detuviera el

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avión, Hanna atisbó unapequeña lengua de tierra. En suparte frontal había una playa enla que distinguió un par detiendas de campaña: el destinode su excursión.

Kåre no se había equivocado.Hanna se sintió inmediatamentea gusto en ese lugar, que nopodía compararse con nada quehubiera visto antes. Tampoco secorrespondía con la idea quetenía de los paisajes árticos. Lamayoría presentaban fuertescontrastes de blanco y negro obrillaban con los diferentestonos azules del hielo perpetuo.

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Allí el paisaje de la orillaoriental era realmente colorido.La vegetación ofrecía lasvariedades más diversas delverde: exuberantes colchones demusgo, líquenes y saxífragasherbáceas llenas de floresblancas, amarillas y rojas. Laspiedras relucían en diferentestonos desde el gris, pasando porel marrón, hasta el lila y elcobre. Hanna había leído enuna guía de viajes de internetque esos tonos rojizos, quedaban su nombre al fiordo, sedebían al alto contenido enhierro de la roca, y se habían

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formado hacía más detrescientos millones de años enun clima tropical húmedo. Enesa época Svalbard formabaparte de una gran placa que aúnse encontraba cerca del ecuador.

Las tiendas que Hanna habíavisto al aproximarse formabanparte del campamento deverano en el que los padres deBengt estaban pasando unassemanas. Su padre, un hombrerechoncho de unos sesentaaños, se acercó a ellos con unalancha neumática, llevó a Kåre ya Hanna a la orilla, y despuésayudó a su hijo a llevar a tierra

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las cajas y los sacos destinados aél y a su mujer, así como elequipaje de los huéspedes.

Los dejó en tierra diciendo«Line está en la cocina», lo queprovocó una risita a Hanna.Kåre la miró con gestointerrogante.

—Line está en la cocina.Tienes que admitir que en estelugar eso suena un poco raro —explicó Hanna—. Me imaginoautomáticamente a un ama decasa en delantal revoloteandopor una cocina completamenteequipada.

Kåre sonrió divertido.

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—Visto así, sí que es extraño.Solo de imaginarme a Linecomo una maruja atareada...

Se rio de corazón, señaló unatienda blanca que parecía unacasita y saludó a una mujer queen ese momento salía de ella.Bengt se parecía mucho a sumadre, que también era alta ytenía el pelo rubio doradocomo él, aunque ella lo llevabacorto a lo garçon. Después desaludarse y presentarse, Linedijo:

—Llegáis justo a tiempo.Acabo de hacer café.

Kåre y Hanna entraron tras

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ella en la tienda blanca, en laque había un hornillo de dosfogones, un par de sartenes,cazos y un hervidor de aguasobre una mesa coja. En unacesta se apilaban cuencos, platosy recipientes de aluminio yesmalte, había dos palanganaspara fregar, y el mobiliario locompletaban una mesa pequeñacon dos sillas plegables. Linedio a Hanna un termo y llenóuna bandeja con tazas, unacajita de azucarillos y una latade leche condensada. Kåre sacóuna bolsa de papel de sumochila, la abrió y se la tendió a

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Line. Ella echó un vistazodentro.

—¡Oh, bollitos de pasasrecién hechos! Cómo los echode menos. ¡Y encima soncaseros! —Dirigió una miradaradiante a Kåre y, dirigiéndose aHanna, dijo—: Si no fuera tanfeliz con Leif, estaríaperdidamente enamorada deKåre. Ya solo por sushabilidades culinarias.

—¿Cuándo demonios los hashecho? —preguntó Hanna,mirando incrédula a Kåre.

Él se encogió de hombros.—Bah, no podía dormir y me

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di una vuelta por la cocina delinstituto.

—Huelen de maravilla. Latarta que hiciste también estabaimpresionante —dijo Hanna—.Podrías abrir una pasteleríaperfectamente.

—O un local para gourmets—dijo Line—. Podrías habersido cocinero.

Kåre se echó a reír.—No sois las primeras que me

proponéis un cambio deprofesión. Mi sobrina Noracree que debería pensarloseriamente.

—¿Cómo le va? —preguntó

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Line—. ¿Y qué sabes de Bente?—Bente es mi hermana —

explicó Kåre a Hanna antes deresponder a Line—: Las dosestán bien. Nora sigue muyenamorada de Mielat. Estápasando las vacacionesmontando a caballo con sugrupo de juegos donde Lisa yAmund. Seguro que Bente yaestá allí visitando a nuestramadre. En realidad yo tambiéndebería ir un par de días.Espero poder organizarlo...

Line le puso la mano en elbrazo y lo miró seriamente:

—Hazlo. No sabes cuánto

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tiempo os queda con Mari. Detodas formas, es asombroso loen forma que está para su edad.

—Tienes toda la razón —dijoKåre—. Además no es muyhabitual que la mayor parte delclan se reúna en un mismo sitio.—Se volvió hacia Hanna—.Nuestra familia no es muygrande, pero está desperdigadacasi por todo el país. Nora viajaregularmente entre Oslo yLaponia, mi madre vive con suotra nieta en una granja en lacosta oeste, y también tenemosparientes en las Lofoten. Por loque sé, las únicas regiones a las

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que ninguno de nosotros haido a parar son las del este.

—Tengo que admitir que nolo he entendido muy bien —dijo Hanna, levantando loshombros—. ¿Esa granja es lamisma en la que tu sobrinaNora está montando a caballo?

Kåre asintió y dijo:—¡Perdona! Te estoy

avasallando con un montón denombres y lugaresdesconocidos. No me extrañaque estés confundida. Cuandotengamos ocasión, estaréencantado de desenmarañar yexplicarte con tranquilidad los

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lazos de nuestra familia.Line sonrió a Kåre.—Qué locura. Cuando nos

conocimos prácticamente notenías familia. O eso creías.

—Es cierto, solo teníacontacto con mi madre —respondió—. Entonces jamáshabría soñado con volver a vera mi hermana. O con ser tío. Aveces apenas puedo creerlo.

Line sonrió y se inclinó haciaHanna.

—Yo siempre habíaconsiderado a Kåre el típicoermitaño. No es que fueraasocial o no le gustara la gente,

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pero por alguna razón no teníaraíces ni relaciones estables.Pero desde que encontró a sufamilia...

—Desde que ellos meencontraron a mí, mejor dicho—intervino Kåre.

—Se ha convertido en otrapersona —terminó su fraseLine, guiñó un ojo a Hanna casiimperceptiblemente y salió de latienda con la bandeja.

Hanna la siguió con el termode café. ¿Qué había queridodecir Line con lo de «otrapersona» y el guiño cargado designificado? ¿Que Kåre hasta

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hacía poco no solo no habíatenido familia sino tampocorelaciones con mujeres? ¿Eraeso posible? Si así era, la ideaprovocó en Hannasentimientos encontrados. Eraalgo inquietante y al mismotiempo excitante. ¿Cuántasveces se encontraba una con unhombre experimentado que nosolo era atractivo, comprensivo,humilde y divertido, sino quepara colmo no estabacomprometido?

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Isla del Oso, junio de 1907

La tormenta persiguió alIsflak por el mar de Barentsdurante cuatro días. El barco seabría paso a bandazos y golpesa través de las olas de variosmetros y escapaba por poco delojo del huracán una y otra vez.El capitán no se ponía nervioso

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y dirigía a su reducido equipocon sensatez y resolución através del mar embravecido.Emilie estaba orgullosa de quela considerara sin más parte dela tripulación y de que leencargara tareas con tantanaturalidad como a susmarineros o a Arne.

Leonid, que también habíaofrecido su ayuda, había sidodespachado con una sonrisaamable al demostrarse que eradueño de dos manos izquierdasy que con su torpeza causabamás perjuicio que beneficio.Beat Späni pasó toda la travesía

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con el cubo a su alcance, y cadadía estaba más pálido. Antonio,en cambio, de quien Emiliehabía esperado que eldesapacible viaje lo aterrorizaradespués de que el corto trayectoen bote en el puerto de Tromsølo pusiera al borde de un ataquede nervios, apenas parecía notarla tormenta. Pasaba la mayorparte del tiempo sentado en elvestíbulo de la embarcaciónentretenido con un aparato.Para no resbalar de su asiento,se ataba a él y trabajabasatisfecho. Al parecer soloperdía la calma cuando veía el

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mar.William también permaneció

bajo cubierta. No ocultaba suadmiración por la valentía conla que Emilie hacía equilibriosen los resbaladizos tablones, semataba recogiendo odesplegando las velas ocomprobaba los amarres de lamercancía, que se soltabandebido a los tirones constantesdel viento. Le reconocióvisiblemente avergonzado que,como sportsman que era, ledaba rabia no poder echar unamano también, tal y como habíaesperado de sí mismo. Para su

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propia sorpresa, se había dadocuenta de que se mareaba y deque los fuertes movimientos delbarco, que dificultabanconservar la orientación y saberqué era arriba y qué era abajo, lehacían sentirse inseguro. AWilliam, un apasionado remero,le costaba digerir esa derrota, yaque así es como percibía sudebilidad. Sin embargo, nopodía hacer nada, cada paso enel exterior le suponía unesfuerzo. Así que preferíaayudar alimentando el fogón,bombeando el agua de lasentina o en la cocina.

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Emilie sentía pena porWilliam, sobre todo porquedisfrutaba de cada minuto quepasaba fuera. Ni el dolorresultante de las ampollas y loscortes en las manos ni lasagujetas que le causó el trabajofísico, al que no estabaacostumbrada, disminuyeron suentusiasmo. Tampoco lamolestaba apenas estarconstantemente empapada. Almoverse entraba en calor. Ycomo su atuendo constaba devarias capas, tampoco corría elpeligro de que se le pegara alcuerpo y revelara sus curvas

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femeninas.La experiencia de formar parte

de un grupo que trabajaba codocon codo y se enfrentaba unidoal peligro hacía feliz a Emilie.Le sentaba muy bien sentirsenecesitada y poder llevar a cabouna actividad con sentido.

Se estremeció al pensar en lastardes eternas en las que sumadre la había obligado a hacerlabores, una de las pocasactividades, además de laorganización de fiestasbenéficas, que a sus ojos eranapropiadas para una dama de laalta sociedad. Emilie nunca se

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había sentido tan inútil comocuando confeccionaba lostapetes de encaje o losaforismos bordados que seregalaban a los empleados porsu cumpleaños o por Navidad.Una vez se había dejado llevar yhabía comentado que a Else, lacocinera, seguramente legustaría mucho más unsombrero nuevo o un frasco deagua de Colonia que lasentencia «Si la cocinera seesmera, la señora remunera»inmortalizada en un paño, oversos como: «Sé como lavioleta virtuosa / humilde, pura

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y educada, / y no como la rosaorgullosa, / que siempre quiereser admirada.»

Irmhild Berghoff habíamirado a su hija conindignación y le había dado unalarga conferencia acerca de lamisión moral que tenían comoseñores para con sussubalternos. Había terminadocon las siguientes palabras:

—Recuérdalo siempre:cuando te hagas cargo de tupropio hogar, además de lasinnumerables obligaciones queconlleva eso, por encima detodo serás responsable de la

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ética de tus empleados. Debidoa su naturaleza infantil ysimplona, estas personas sonfácilmente seducibles y correnpeligro de apartarse del caminocorrecto. Necesitan que nuestramano los guíe para permaneceren el sendero de la virtud.

Emilie se había contenido yno había comentado que ladoncella de su madre secuestionaba mucho más que supropia señora qué eraapropiado y qué no lo era. Y enopinión de Emilie, Elsetampoco era en absolutoingenua. La simple idea de que

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alguien pudiera inducir aaquella persona resuelta ysensata a cometer actosdeshonrosos o seducirla conpropuestas indecorosas era tanextraña, que había simulado unataque de tos para que suescandalosa risa no la metiera enmás problemas.

Al mediodía del cuarto día seoyó el deseado grito de:«¡Tierra a la vista!»

En ese momento Emilie estabasentada en la cámara conWilliam, Antonio, Leonid yuno de los marineros, y comía

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un sabroso guiso de carne quehabía preparado Arne.

—Che cosa ha detto? —preguntó Antonio señalandohacia arriba, desde donde habíaresonado la voz.

William y Emilie se miraronconfusos. Sin las artesinterpretativas de Beat Späni eradifícil entenderse con elitaliano.

—Probablemente quiere saberqué significa —dijo Emilie—.Me temo que no vamos a poderayudarlo.

William sonrió con picardía.—¡Claro que sí! Eso también

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puede hacerse sin palabras.Formó dos tubos con las

manos, hizo como si mirara porun telescopio y buscó a sualrededor. Al mismo tiempo sebalanceaba como si estuviera enun barco bamboleante. Despuésde un rato señaló agitado enuna dirección y formó unpaisaje acolinado.

—Capisco! Raggiungiamo lacosta —exclamó Antonioradiante, antes de que su rostroadoptara de nuevo un gestointerrogante—. Quale paese?Svalbard?

Arne, que en ese instante salía

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de la cocina con pan reciéncortado, negó con la cabeza.

—No, todavía no es Svalbard.Es la isla del Oso.

William y Emilie se miraron yemitieron al unísono unprofundo rugido. Antonioasintió con empeño.

—Ah! Isola degli Orsi.—¿Atracaremos allí? —

preguntó William.Arne lo miró sorprendido.—Es más, tenemos que

hacerlo. Haremos escala en unaensenada protegida, dejaremosque la tormenta pase yrepararemos los daños que ha

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causado.Dejó el pan en la mesa y se

marchó. William se inclinóhacia Emilie y susurró:

—En su presencia siempre mesiento un niñato. ¿Cómo voy asaber lo que se propone elcapitán? ¿O acaso me heperdido algo?

Emilie negó con la cabeza.Tenía mala conciencia. No sehabía dado cuenta de lo pocoque se enteraban aquí abajo delo que sucedía en la cubierta yen la caseta del timón. Uno delos marineros le había hechosaber que el capitán estaba muy

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preocupado por si el Isflakllegaría a la isla a tiempo y,sobre todo, de una pieza antesde que la tormenta lo alcanzara.Emilie se había guardado para síesa información sin pensarlo, aligual que los demás miembrosde la tripulación, para noprovocar el pánico entre lospasajeros.

Se levantó y recogió suchaqueta forrada de un ganchoen la pared.

—¿Quieres subir conmigo?William asintió.—Desde luego. Por lo que

dicen, la isla del Oso está

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envuelta en la niebla la mayorparte del tiempo. Así que noquiero perder la oportunidadde verla con tiempo despejado.

—Sí, yo también he leído queesta isla ha permanecido ocultaa más de una expedición —dijoEmilie—. Es probable que sedeba a que aquí se encuentran lacálida corriente del Golfo y elagua fría de la corrienteTranspolar, que a menudoforman niebla.

Al pie de la escalera seencontraron con Beat Späni,que les sonrió apagado. Williamle dio una palmada en el

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hombro y dijo:—Ya hemos pasado lo peor.

En breve haremos escala en laisla del Oso, allí podrárecuperarse un poco de lasfatigas.

—¡Por fin! —exclamó elsuizo—. No habría podidoaguantar mucho más. Yapensaba que pronto me llegaríami hora.

—Venga con nosotros —dijoEmilie—. El aire fresco lesentará bien.

—Merece la pena intentarlo—respondió Beat Späni, y lossiguió, a William y a ella, por la

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escalera hasta la barandilla, a laque se aferró con ambas manos.Había dejado de llover. Elviento seguía siendo fuerte ydesgarraba el oscuro manto denubes que tenían a poca alturasobre sus cabezas. Rayos de solocasionales pugnaban poratravesarlo y hacían bailarreflejos de luz en la cresta de lasolas. William se protegió losojos y oteó el horizonte.

—Vaya, no veo nada.Emilie, que también miraba

concentrada hacia delante,asintió.

—Yo tampoco. Seguramente

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aún no puede distinguirse nadaa simple vista.

—Con el telescopio tampoco—dijo una voz a sus espaldas.Arne se había acercado a ellossin que se dieran cuenta. Señalódos aves que planeaban ensilencio en torno a los mástiles.Su plumaje era gris y suenvergadura superaba el metro.

—Son fulmares boreales,¿verdad? —preguntó William.Al ver que Arne asentía,prosiguió dirigiéndose a Emilie—: Son las aves que más seadentran en mar abierto parabuscar alimento. Por eso los

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navegantes saben al avistarlasque aún tendrán que esperar unpoco para alcanzar tierra firme.

Siguió el vuelo de las dosaves, que se enfrentaban a lasráfagas de viento sin esfuerzoaparente.

—Por fin veo los fulmares ensu hábitat —dijo William—.Son seres extraordinarios. Pasanla mayor parte de sus vidas enmar abierto, solo se acercan a lacosta para tener crías, y allí seemparejan para siempre. Puedenvivir mucho tiempo, hastacuarenta años. Y para ahuyentara los enemigos, les escupen una

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secreción apestosa. Así, inclusosus crías consiguen hacer huir aladrones de nidos como lasgaviotas argénteas o incluso lospigargos.

—Qué práctico —comentóBeat Späni, que hasta elmomento había permanecido asu lado con la boca cerradaluchando contra las arcadas.

Emilie lo miró con gestointerrogante.

—¿Práctico por qué?—Bueno, es muy útil tener un

arma invisible y eficaz siempre apunto.

Emilie lo miró algo confusa y

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sonrió con amabilidad. A ella leparecía mucho másemocionante la idea de podervolar de un lado a otro conlibertad todo el tiempo exceptounas cuantas semanas al año.¿Cómo sería eso?

Como si le hubiera leído elpensamiento, Arne dijo en vozbaja:

—Sí, lo cierto es que una vidatan libre es tentadora. Si sesoporta.

Emilie se volvió hacia él y seencontró con sus ojos azulgrisáceos clavados en ella. Se leencogió el estómago. ¿Eran

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imaginaciones suyas o la estabaescrutando con la mirada? «Nopienses en ello —se ordenó—.Solo te pondrás más nerviosa.No puedes dejar que te saquede tus casillas.» Carraspeó ypensó en un tema inofensivo.

—¿De dónde toma su nombrela isla? ¿Hay muchos osospolares en ella?

Antes de que Arne pudieracontestar, Beat Späni dijo:

—Al contrario. Los osos noson en ella más que huéspedespoco frecuentes. De vez encuando, en invierno, algunoacaba en la isla a través de la

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banquisa desde Spitsbergen. Labautizó así en 1596 sudescubridor, Willem Barents,que abatió aquí a un oso polar.Posiblemente pensó que habríamuchos más.

—¡Oh, mirad! —exclamóWilliam—. Ya no puede estarmuy lejos.

Señaló algunas gaviotas que sehabían unido a los fulmares.Sus gritos se entremezclaroncon el silbido del viento en lasjarcias y dieron lugar a unconcierto estridente. Pocodespués otros enviados de laisla se balanceaban sobre las

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olas a ambos lados del barco.Entre frailecillos de llamativospicos rojos y araosblanquinegros, pequeñosmérgulos desaparecían a todavelocidad en las olas paraemerger enseguida y volver conel botín a sus nidos en losacantilados de la isla rocosa,cuyos picos y crestas cada vezse dibujaban con mayor nitidezen el horizonte.

Una hora más tarde, el Isflakviró hacia una bahía protegidade los vientos del norte y eloeste, en cuya entrada se alzaba

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un acantilado quebrado conforma de portal. Albergaba unacolonia de gaviones. Dado queestas aves también eranconocidas como «gaviotasalcalde» por su gesto furioso,según Arne aquella roca habíasido bautizada como Puerta delalcalde.

Emilie no se cansaba de ver lascuevas, grutas y brechas que elmar había abierto en las paredesverticales de la costa sureste. Lasescombreras y montones decascotes daban cuenta de losviolentos derrumbes de lossalientes socavados, de los

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cuales habían quedado agujasaquí y allá que a Emilie lerecordaron las torretas de uncastillo. Tras ellas se extendíauna meseta sobre la que, a ciertadistancia, se elevaba unamontaña con tres cumbrespuntiagudas que, a ojos deEmilie, formaban una corona.Según su guía de viajes, setrataba de la montaña de laMiseria, también conocidacomo Mount Misery, que debíasu nombre al triste destino deun ballenero inglés que habíatenido que observar desde allícómo se destruía el barco que

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debía recogerlo.William, que presenciaba a su

lado la entrada del barco en laensenada, estaba entusiasmadocon la cantidad de aves quepoblaban aquel escabrosoescenario. Como ornitólogoque era, se sentía en el paraíso yal mismo tiempo apenas podíaesperar a bajar a tierra ycontemplar de cerca los objetosde su curiosidad investigadora.

—¡Por fin entiendo a qué serefería Friedrich Faber! —exclamó emocionado.

—¿Quién? —preguntóEmilie.

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—Un maestro danés de laornitología ártica del siglopasado. Describió laimpresionante imagen de losmillones de aves en la costa dela isla del Oso. —William sellevó la mano al pecho y recitó—: «Que ocultan el sol cuandolevantan el vuelo, que cubrenlos islotes al posarse, queensordecen cuando chillan, yprácticamente tiñen de blancolas rocas cubiertas de verdecloquearía al poner sushuevos.»

En cuanto echaron el ancla yel Isflak estuvo a resguardo, el

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capitán y los dos marineros sedispusieron a comprobar losdaños y a comenzar con lasreparaciones. La tormenta habíadesgarrado parte del cordaje yhabía roto una ventana de lacaseta del timón; la carga sueltahabía roto algunas cuadernas yse sospechaba que bajo cubiertahabía una pequeña vía de aguaen la zona de carga.

Arne lanzó uno de los dosbotes salvavidas y llevó a remoa William, Beat Späni y Emiliehasta la orilla. Antonio prefirióquedarse a bordo del Isflak yseguir trabajando en su aparato.

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Leonid estaba en su hamaca,como la mayor parte deltiempo, y tarareaba una melodíamelancólica. Cuando Emilie lehabía preguntado con gestos sino quería acompañarlos parainmortalizar con su cámaraaquellos paisajes únicos,sencillamente había negado conla cabeza.

—Vaya fotógrafo más extraño—dijo Emilie en voz baja aWilliam después de sentarsejunto a él en el bote—. Noparece tener la menor intenciónde hacer fotos.

—Hummm, quizá no le

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interesen los motivospuramente naturales —respondió William—. Al fin yal cabo lo contrataron paradocumentar más adelante lasinvestigaciones meteorológicasy perpetuar los éxitos de laexpedición.

Emilie se encogió dehombros.

—Puede ser. De todos modosme parece raro.

—A mí me gustaría más saberqué hace todo el tiemponuestro meteorólogo —dijoWilliam—. Desde luego elaparato en el que trabaja

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continuamente no tiene aspectode ser un instrumento demedición.

—Cierto, yo también me lo hepreguntado —dijo Emilie, y sevolvió hacia el suizo, sentadofrente a ellos—. ¿Sabe usted quéestá construyendo Antonio?

—Sí, una máquina telegráfica—respondió Beat Späni.

Emilie y William se miraronsorprendidos.

—¿Y para qué la necesita? —preguntó William.

—Bah, yo creo que nuestroamigo mediterráneo no estárealmente interesado en su

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utilidad —dijo el suizo—. Esun auténtico loco de latecnología y posiblemente nopueda vivir sin dedicarse a suscomplicados cachivaches.

—Pero ¿cómo se le ocurrióprecisamente la idea deltelégrafo? —preguntó Emilie.

Beat Späni levantó las manos.—¡Quién sabe! Quizá le

apetezca seguir las huellas de sucompatriota GuglielmoMarconi, un pionero de lacomunicación inalámbrica.

A Emilie la explicación lepareció insuficiente. ¿Tendría elitaliano motivos más fundados?

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¿Estaría siguiendo un plan paracuya consecución tambiéndebía estar localizable cuandose encontrara tan lejos de lacivilización?

—Desde luego un aparatocomo ese es muy útil —dijoWilliam—. Uno nunca sabecuándo se verá en apuros ynecesitará ponerse en contactocon una embarcación que pasepor allí.

—O quizás el observatorioplanee equipar las futurasestaciones meteorológicas deSpitsbergen con estaciones deradio para intercambiar datos

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de mediciones —añadió BeatSpäni otra suposición.

El bote rechinó al alcanzar losguijarros de la orilla. Arne saltóde la embarcación, pidió a losdemás que lo siguieran y loarrastró tierra adentro. Emiliecogió su mochila, en la quehabía metido varios recipientesde hojalata y su bloc de dibujo,y siguió a William, que tambiénllevaba su equipo de recolector.Beat Späni se dejó caer sobre unfragmento de roca con unsuspiro de satisfacción.

—¡Ah, qué bien sienta volvera tener por fin tierra firme bajo

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los pies! —Se ciñó la chaquetatiritando—. Pero ¡qué frío quehace! Seguro que apenassuperamos los cero grados. ¡Yen pleno junio!

—Bueno, cuando se viaja porel Ártico hay que contar conello —dijo Arne.

William se volvió haciaEmilie, hizo un gesto con lacabeza en dirección a losacantilados y preguntó:

—Max, ¿vamos?Emilie asintió.—Desde luego. Deberíamos

aprovechar el buen tiempo. Sise vuelve a levantar la lluvia o la

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niebla, será demasiadopeligroso trepar por ahí.

Arne les dirigió una de susmiradas insondables.

Emilie preguntó insegura:—¿O acaso hay algo que

objetar?Mientras hablaba se enfadó

consigo misma. ¿Por quépermitía que aquel tipo hosco laintimidara con tanta facilidad?¿Qué derecho tenía a mirarlaconstantemente por encima delhombro?

Arne extendió de pronto elbrazo y señaló un pequeñoarroyo que desembocaba en el

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mar a unas decenas de metros dedistancia de ellos.

—Desde ahí el ascenso esbastante fácil.

—¿Nos acompañarás? —preguntó William.

Arne negó con la cabeza,farfulló algo similar a «cosasmejores que hacer» y se alejópesadamente en la direccióncontraria.

—Eh, ¿adónde va? —le gritóBeat Späni—. No puededejarme aquí...

Sin volverse, Arne gritó:—Vuelvo enseguida. —Y

siguió caminando.

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—Vaya un gnulleri —murmuró el suizo.

—¿Cómo dice? —preguntóWilliam.

Beat Späni torció el gesto.—Perdone, a veces no me doy

cuenta de que cambio al alemánregional. Así es como llamamosallí a los tipos extraños.

William sonrió burlón yguiñó un ojo a Emilie.

—Pues nuestro vikingo no esel único. Antonio y Leonid semerecen el título al menos tantocomo él.

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30

Spitsbergen, julio de 2013

Hanna estaba sentada junto aKåre envuelta en una mantasobre uno de los troncos que ensu día habían llegado desdeSiberia a la costa de Spitsbergencon la corriente Transpolar, yque ahora hacían las veces deasientos junto a la hoguera en la

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playa en el campamento de Leify Line. Además de la tienda dela cocina y un laboratoriomóvil, había dos tiendas paradormir y dos más paraalmacenar las provisiones y elequipo.

El matrimonio se habíasentado enfrente de Hanna yKåre, Bengt ya se habíamarchado a recoger a losestudiantes. Hanna bebía asorbos el fuerte café yescuchaba la conversación delos otros, que giraba en torno alproyecto de investigación en elque trabajaban en ese momento

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Leif y Line.Ambos pertenecían a un

grupo de científicos activo entodo el mundo que investigabalos cambios en el mar a lo largode varios años debido a laconcentración creciente dedióxido de carbono. Para ello,entre otros elementos,analizaban muestras deplancton y sedimentos paradocumentar los cambios en lacalcificación. Además medíanlos valores de pH, latemperatura y la concentraciónde sal a diferentes horas del día,y observaban si las oscilaciones

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influían en las poblaciones deplantas y animales, y cómo.

—Perdonad que haga unapregunta tan estúpida —dijoHanna un rato después—.Hasta ahora siempre había oídohablar del dióxido de carbonoen relación con el calentamientoglobal. ¿Qué efecto tiene sobreel mar?

—Le produce acidez deestómago —respondió Leif conuna sonrisa burlona.

Su mujer puso cara dedesesperación y le dio un golpeen broma.

—Tullbukk! —Se volvió

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hacia Hanna y explicó—: Quétonto que es. Una vez más,como casi siempre, es el serhumano quien altera elequilibrio natural. Desde elcomienzo de laindustrialización cada vez sequeman más combustiblesfósiles y se envían enormescantidades de dióxido decarbono a la atmósfera, y en estetiempo la acidez de los océanosha aumentado en torno a untreinta por ciento. Y es queresulta que los mares absorbenalrededor de un cuarto del CO2que se emite. Esto tiene una

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gran influencia sobre todos losorganismos calcificadores, quesufren terribles problemas decrecimiento y...

Hanna se dio cuenta de queKåre la miraba de reojo. Parecíapercibir su confusión.

—No tan rápido —interrumpió a Line—. Se nosolvida constantemente que notodo el mundo está tan metidoen la materia como nosotros.

Line levantó las manos.—Cierto. Es tan fácil ponerse

hablar de trabajo... —Sonrió aHanna a modo de disculpa.

—¿Quieres que te explique

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rápidamente los procesosquímicos que intervienen? —preguntó Kåre.

En su tono no habíaarrogancia ni desprecio hacia suignorancia. Simplemente unaamable disposición. Y un rastrode inseguridad, como si tuvieramiedo de ofenderla o aburrirla.

Hanna se volvió hacia él.—¡Oh, sí, por favor! Debo

reconocer que la química nuncafue lo mío.

—Bah, lo mío tampoco —dijoél.

Una mentira piadosa, pensóHanna devolviéndole la

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sonrisa.—Bueno —comenzó Kåre—.

Al contrario que gases como eloxígeno o el nitrógeno, eldióxido de carbono no solo sedisuelve en el agua, sino quetambién se asocia con ella yforma carbonato de hidrógeno,más conocido como ácidocarbónico. Cuando esto sucede,se liberan protones quedeterminan el grado de acidezdel agua.

—Entiendo —dijo Hanna—.¿Y cuantos más protones, másácida es el agua?

Kåre asintió.

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—¡Exacto! Así se producetambién el agua con gas.

Hanna arqueó las cejas.—¡Ahora que lo dices!

Recuerdo vagamente unexperimento en clase dequímica. Nuestro profesormetió un trozo de tiza en unvaso de agua con gas. Produjoun montón de espuma y sedisolvió.

Kåre chocó su vaso contra elde ella.

—Para que luego digas queeras mala en química. Hascomprendido perfectamente laesencia del problema.

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Hanna arrugó el ceño engesto interrogante.

Leif se inclinó hacia ella yexplicó:

—El ácido carbónico hacedescender el nivel de pH delagua. Et voilà: los mares soncada vez más ácidos.

Line les pasó la bolsa con losbollitos de pasas y añadió:

—Y, como ya hemos dicho, laacidificación de los océanosafecta especialmente a losorganismos que formanconchas o esqueletos de cal. Enestos momentos estamosinvestigando unas algas

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microscópicas que producen lamayor parte de la cal marítima.En Alemania, por ejemplo,pueden verse depósitosantiquísimos en la isla deRügen.

—¿Te refieres a las rocas decreta? —preguntó Hanna,mirando incrédula tanto a ellacomo a su marido.

Leif sonrió.—Es difícil imaginarlo, lo sé.

Pero así es.—Y eso afecta también a

muchos otros seres vivos —dijoLine—. Los erizos de mar, lasestrellas de mar y, sobre todo,

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los corales ya tienen problemaspara formar sus conchas yesqueletos.

Hanna asintió.—Hace poco leí un reportaje

que trataba sobre la amenaza ala Gran Barrera de Coral frentea la costa australiana. Tambiéncomentaban la falta de cal.

—Sí, es un proceso alarmante—dijo Kåre—. En esos arrecifesno solo crían los peces que sonuna importante fuente dealimento para los millones depersonas de la zona. Tambiénson rompeolas naturales queprotegen las costas y a sus

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habitantes de los tsunamis.El rostro de Line se

ensombreció.—Si no reducimos nuestras

emisiones lo antes posible, enúltima instancia esto es elprincipio del fin de la cadenaalimenticia. Hay quien temeque se destruyan ecosistemas alcompleto, con consecuenciasdesconocidas para el ciclo delcarbono.

Hanna se ciñó la mantatiritando.

—Suena casi apocalíptico.Dejó vagar la mirada por el

fiordo hasta la otra orilla, en

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cuyas rocas negras anidabancientos de aves marinas. Susgritos se mezclaban con el suavesilbido del viento, queempujaba hasta la playafragmentos de hielo azul que sehabían desprendido de unglaciar. Brillaban comodiamantes entre las piedrascoloridas. El escenario deensueño y la atmósferatranquila hacían que a Hanna leresultara difícil creer en laamenaza que flotabaliteralmente en el ambiente.

—Creo que las personascuidarían mejor de la Tierra si

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cada una de ellas pudiera pasarun tiempo en un lugar comoeste.

—No puedo estar más deacuerdo —dijo Kåre—. Pero metemo que hay mucha gente a laque todo esto le resultaindiferente y que solo piensa ensu propio beneficio.

Hanna lo miró sorprendida.No se había dado cuenta de quehabía expresado esa última ideaen voz alta.

—Por desgracia puede quetengas razón. No deja deasustarme lo insensibles queson algunas personas hoy en

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día a la belleza de la creación.—Por eso se siente uno aún

más afortunado cuandoencuentra a alguien a quien sí leimporta.

Hanna sintió que sesonrojaba. Kåre le sonrió yprosiguió:

—¿Qué te parece siexploramos un poco la zona yhacemos una pequeñaexcursión?

—¡Oh, sí, encantada! —respondió Hanna; se levantó,dobló la manta y cogió sumochila.

—No olvides llevarte un arma

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—le dijo Leif a Kåre—. En losúltimos días no hemos vistoningún oso polar, pero nuncase sabe.

Hanna sintió que el vello delos antebrazos se le erizaba. Nohabía contemplado laposibilidad de encontrarse conuno de aquellos animalescarnívoros y acercarse quizás apocos metros de él, sin fosas nivallas que los protegieran comoen el zoo.

Recorrieron la playa hasta lalengua de tierra que Hannahabía visto cuando se

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aproximaban con el avión.Entre las rocas pulidas por elagua relucían las flores de lasamapolas árticas, saxífragas yotras plantas que crecían ensuelos áridos.

—No creía que tan al nortepudieran crecer tantas plantas—dijo Hanna inclinándose anteuna florecilla azul que asomabaentre los guijarros.

—Sí, especialmente porquesolo tienen tres meses escasos deverano antes de que el inviernovuelva a tomar el mando.

Kåre se arrodilló junto aHanna, que se había tumbado

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para fotografiar la flor desdecerca.

—Eso sí, en esta época puedenhacer acopio de sol lasveinticuatro horas del día —añadió Kåre—. Naturalmenteeso acelera mucho elcrecimiento.

—¡Qué colores! —exclamóHanna, entusiasmada, y enfocócon el objetivo un manojo decincoenrama—. El único sitiodonde he visto tonos tanintensos es en los Alpes.Muchas de las plantas que hayallí tampoco alcanzan muchaaltura, pero tienen flores mucho

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más brillantes que las del valle.—Mira, silene musgo.Kåre señaló unos cálices rosas

detrás de una roca.—Gracias, no lo había visto

—dijo Hanna y sacó una foto.Al incorporarse, Kåre

extendió la mano pidiéndole lacámara.

—¿Y qué tal un par de fotostestimoniales para tu blog? Paraque a nadie se le ocurra decirque no has estado aquípersonalmente, sino que te hasdescargado las imágenes dealgún otro sitio.

—Ay, no sé. Seguro que estoy

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despeinada y además no me hearreglado...

Kåre negó con la cabeza.—¡Pero si estás preciosa!Una afirmación sencilla, no

movida por la intención decalmarla con un comentariosuperficial. A Hanna le llevó unmomento comprender elsignificado de sus palabras. Norecordaba haber recibido nuncaun elogio que la hubieraemocionado tanto. Porque nohabía sido pronunciado con esaintención y se había expresadosin un propósito concreto.

Kåre cogió la cámara, se

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apartó de Hanna un par depasos hacia atrás y levantó lamáquina. Hanna se toqueteó elpelo. Tenía la impresión deestar rígida y torpe. Se obligó aesbozar una sonrisa y esperó aque Kåre apretara un par deveces el disparador y acabaracon aquella pesadilla. Sinembargo, la rodeó lentamente yla fotografió desde distintasperspectivas. Estabacompletamente absorto en loque hacía, puso cara de estarconcentrado y se tomó sutiempo. El malestar de Hannacedió un poco.

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Paradójicamente, la mirada deKåre, que se posaba sobre ellade forma indirecta a través delobjetivo, le resultaba discreta yal mismo tiempo tan intensacomo si la estuviera tocando.

¿Qué sentiría si la acariciara?Su cuerpo respondió con unatensión deseosa en el abdomen.Se estiró involuntariamente y sesorprendió esbozando unaamplia sonrisa. No sintió lavergüenza que esperaba, y lavoz crítica de su interiortampoco se pronunció. Hannaexploró lo que sentía y disfrutóde los agradables escalofríos

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que la recorrían. Entabló undiálogo silencioso y relajadocon la cámara. Era como unbaile lento en el que la pareja nose tocaba, pero en el que losmovimientos estaban tansincronizados como siestuvieran atados con hilosinvisibles.

Cuando levantó una mano yse la pasó lentamente por elpelo, Kåre dijo:

—¡Quédate así, estás genial!Hanna obedeció y a

continuación le ofreció variasposes en las que jugaba con supelo, lo dejaba caer a un lado de

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la cabeza o se sujetaba unmechón ante los ojos.

Al cabo de un rato, Kårecomenzó a imitar elcomportamiento de losfotógrafos de moda. Saltaba asu alrededor, se contorsionabay le daba las típicas órdenespara que posara:

—¡Dame una sonrisa!»¡Mírame por encima del

hombro!»¡Y ahora mírame de reojo

con descaro!Hanna se dejó llevar por el

juego de Kåre cada vez con másalegría, tonteó y adoptó las

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poses que él le pedía, hasta quelos dos se echaron a reír alunísono y prosiguieron supaseo.

Al ver los almohadones deflores, Hanna pensófugazmente en la rocalla deThorsten. Ahuyentó enseguidala imagen de su maridoarrodillado entre sus plantasarrancando malas hierbas. Lemolestó que se le apareciera enla mente sin que ella lo invitara.Heiko diría ahora: «Queaparezca o no depende solo deti. Piensa por qué se presentaprecisamente en este

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momento.» Hanna entrecerrólos ojos. Buena pregunta. «¿Esporque te sientes tan a gustocon otro hombre? ¿Acaso tienesmala conciencia?» Contuvo unresoplido. ¡Lo que faltaba! No,a Thorsten no se le habíaperdido nada allí, ¡habíaperdido todo derecho sobreella! Al fin y al cabo habíahuido a hurtadillas de su vidaen común y la había engañado.

Hanna cerró el puño derecho,pero lo abrió enseguida al ver lamirada interrogante de Kåre.Antes de que él pudiera decirnada, Hanna señaló un círculo

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de piedras y preguntó:—Ya he visto varios por aquí.

¿Sabes qué significan y quiénlos ha puesto ahí?

—Nadie —respondió Kåre—.Estos círculos son típicos depaisajes con suelos depermafrost cuya capa superiorse derrite en verano. Sinembargo, las capas inferioressiguen congeladas, de maneraque el agua no puede filtrarse.Por eso las piedras máspequeñas resbalan hacia abajo ylas rocas más grandes sonempujadas hacia arriba.

Entretanto habían alcanzado

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la lengua de tierra y subieron alalto coronado por unmontículo de piedras visible agran distancia.

—Este es el Brucevarden —dijo Kåre—. Es decir, elhormazo de Bruce. Se apiló ensu día para ayudar a losnavegantes a orientarse.

—¿Y quién era Bruce? —preguntó Hanna.

—Un científico polar escocésque visitó Spitsbergen variasveces en la época del anteriorcambio de siglo. Una de ellasfue como miembro de unaexpedición del príncipe de

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Mónaco, en honor del cual sebautizaron la cumbre noroestede la isla y el gran glaciar al finalde este fiordo.

—¿Qué se le había perdidoaquí al príncipe de Mónaco? —preguntó Hanna.

—Oh, Alberto I sintió desdeniño una gran pasión por laexploración de los océanos yapoyó muchos proyectos deinvestigación. Y dado que élmismo viajaba a menudo enexpediciones, arreglaba susasuntos de gobierno por radio.En su época era algo más bieninsólito —comentó Kåre y

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esbozó una media sonrisa.—¿Por qué sabes todo eso?—Bah, no es tan raro. Para

empezar, desde pequeño me hainteresado mucho la historia deldescubrimiento y laexploración del Ártico y laAntártida. Y, además, desdehace dos años me he dedicadointensamente a este tema paraorganizar una exposición en elMuseo Polar en honor a los dospioneros noruegos másfamosos. Resulta que en 2011han tenido lugar doscelebraciones: el cientocincuenta aniversario del

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nacimiento de Fridtjof Nanseny el centenario de la conquistadel Polo Sur por RoaldAmundsen.

No muy lejos del montículode piedras se alzaba unadeteriorada cruz de madera.Hanna se acercó y trató dedescifrar la inscripción. Entrelas losas rotas descubrió huesosdescoloridos. Kåre la siguió ydijo:

—Ahí reposa ErikZakariassen Mattilas, untrampero que invernó aquí hacemás de cien años.

—Oh, ¿y cómo murió?

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¿Congelado? ¿O lo mató unoso? —preguntó Hanna.

—No, contrajo el escorbuto—respondió Kåre—. La falta devitaminas ha costado la vida amás de un aventurero en la larganoche polar. De todos modosMattilas superó el inviernoperfectamente. Sin embargo, labanquisa había aplastado suembarcación y le habíaarrebatado toda esperanza desalir del fiordo, que gracias a lacálida corriente del Golfo sedeshiela relativamente prontoen primavera, y de conseguiralimentos frescos. Tres

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cazadores que pasaban elinvierno en otro coto esperabansu visita en abril. Al no aparecerMattilas, se preocuparon y seacercaron a donde estaba. Perollegaron demasiado tarde y nopudieron ayudarlo. Mattilas yaestaba en su lecho de muerte yal día siguiente tuvieron queenterrarlo.

—Pobre, qué horror —dijoHanna, y dirigió una miradacompasiva a la sepultura deltrampero—. Supongo que suesqueleto ha sido empujadohacia arriba como las piedras delos círculos, ¿verdad?

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—Sí, es casi imposible enterrara alguien en el permafrost asuficiente profundidad para quepermanezca bajo tierra —respondió Kåre—. Y como elaire aquí es tan seco yprácticamente estéril, los huesosse conservan muy bien. Al igualque la madera de deriva, que enmuchos casos tiene cientos deaños.

Señaló una cabaña inclinadapor el viento situada a sus piesen la orilla del fiordo.

—Esa lleva ahí más de cienaños. Alicehamna, es decir, laensenada de Alice, ya era un

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fondeadero popular entre losballeneros holandeses e inglesesen el siglo XVII por suubicación protegida. Más tardefueron sobre todo cazadores losque se acercaban aquí.

—¿Y quién fue Alice? —preguntó Hanna.

—La segunda mujer delpríncipe Alberto —respondióKåre—. Una americana rica.

—Madre mía, medio mundoha pasado por aquí —exclamóHanna.

—Sí, también muchosalemanes —dijo Kåre y sonriócon picardía—. Al fin y al cabo,

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el territorio no tenía dueño, eratierra de nadie. Noruega no sehizo cargo de la administraciónde Spitsbergen hasta los añosveinte del siglo pasado.

Se colocó bien el arma quellevaba al hombro y se dispusoa seguir caminando. Cuandoestaba a punto de seguirlo,Hanna percibió un movimientoen el fiordo. Varios cuerposblancos y azulados sedeslizaban por las aguastransparentes. Medíanaproximadamente entre tres ycinco metros de largo yproducían sonidos melódicos.

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Cuando uno de ellos emergió yvolvió a desaparecer entre lasolas con un elegantemovimiento, Hanna vio unaamplia aleta caudal marcada enel centro que le recordó a unahoja de ginkgo. No había duda,¡eran ballenas!

Hanna contuvo el aliento.Aquella visión inesperada leaceleró el corazón. En viajesanteriores ya había vistoanimales como aquellos decerca, pero pocas veces se habíaemocionado tanto. La eleganciade aquellas inteligentescriaturas, cuyos rostros

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sonrientes las hacían parecerhumanas, le hizo pensar enángeles acuáticos.

—Son belugas —oyó decir envoz baja a Kåre, que se habíacolocado a su lado—. Tambiénse les llama los «canarios delmar» por su canto.

Hanna parpadeó para secaruna lágrima. Kåre carraspeó.

—A pesar de que he vistoballenas muchas veces, siemprees una experiencia especial.

Hanna asintió en silencio.Cogió a Kåre de la mano sinpensarlo. Él apretó sus dedoscon fuerza. Hanna sintió calor

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en su interior.

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31

Isla del Oso, junio de 1907

Cuatro horas después dehaber marchado hacia losacantilados de las aves, Emilie yWilliam regresaron a la playaante la que estaba fondeado elIsflak. Mientras que Williamllevaba en la mochila el botín dehuevos y embriones, plumas,

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material de nido, egagrópilas ymuestras de excrementos quehabía reunido para su colecciónornitológica, el cuaderno dedibujo de Emilie contaba ahoracon unos cuantos bocetos quehabía hecho de los habitantesque incubaban huevos en lasrocas y de un zorro polar quesaqueaba los nidos. Además,había recogido algunosfragmentos de roca con plantasfósiles. En vista de la áridameseta, en la que apenas crecíanada, le resultaba difícilimaginarse la isla reverdecida.Sin embargo, las hojas y hierbas

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fosilizadas que habíaencontrado dejaban claro quemillones de años atrás la isla delOso debía de haber albergadouna flora muy variada.

—¿Qué huesos son esos? —preguntó Emilie, señalandouno de los esqueletosdescompuestos que sobresalíandel aluvión en una parte de laorilla.

—Es muy probable que seande morsa —respondió William—. Podrían encajar por eltamaño.

Emilie se detuvo y miró a sualrededor.

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—Es un auténtico cementeriode morsas. ¡Deben de ser losrestos de cientos de ellas! ¿Quéles habrá sucedido?

William torció el gesto.—Me temo que son los

testigos silenciosos de unacarnicería que tuvo lugar aquíen algún momento.

—¿Quieres decir que han sidopersonas las que las hanmatado?

William asintió.—Antes la isla del Oso, al

igual que todo el Ártico, estaballena de morsas. Hasta que seempezaron a cazar por el marfil

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de sus colmillos.—Cuando se habla de marfil

solo pienso en elefantes —dijoEmilie—. Nunca se me habíaocurrido que se cazaran morsaspor ese motivo. Hasta ahorasolo sabía que eran importantespara los esquimales y otroshabitantes del Ártico. Y estosutilizan prácticamente todas laspartes de su cuerpo. Es decir, lacarne y las entrañas comoalimento, la grasa y el sebo paralas lámparas, las pieles para laropa y los kayaks, los huesospara fabricar herramientas yarmas, los tendones como

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cuerdas, e incluso...Emilie paró. ¿Podía permitirse

un hombre asombrarse por algoasí? Miró insegura a William ymurmuró:

—Ehm... todo esto ya mefascinaba desde niño. Es decir,ehh... quiero decir, que lospueblos primitivos siempre leencuentran uso a todo y notiran nada.

William la miró con ojosradiantes.

—¡Lo entiendoperfectamente! A mí me atraíansobre todo los indios deNorteamérica. Siempre me

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impresionó mucho que a losanimales que cazaban losconsideraran hermanos y solomataran tantos comonecesitaran para vivir.

—Y aprovechaban todas laspartes del búfalo, ¿verdad? —preguntó Emilie.

William asintió.—Al contrario que los

blancos, supuestamente tancivilizados. —Señaló los huesos—. Esto podría ser obra deSteven Bennet, un compatriotamío que alrededor del 1600dirigió una expedición alocéano Ártico. En sus

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anotaciones se jactaba de que ély sus hombres habían matadocerca de mil morsas en sietehoras en la costa sur de la isladel Oso. Y desde luego no erael único que celebrabasemejantes matanzas. No es deextrañar que con el paso deltiempo los animalessupervivientes se hayan retiradoa zonas menos accesibles más alnorte.

—Es repugnante, los pobresani... —exclamó Emilie, pero sedetuvo enseguida—. Ehh...quiero decir, qué pocadeportividad. No hace falta ser

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muy hábil cazando paraasesinar a animales tumbadospacíficamente.

—Sí, estoy de acuerdo —dijoWilliam y siguió caminando—.Tampoco entiendo que aalguien le gusten semejantesbaños de sangre.

Emilie avanzó hacia él. En supresencia se sentía tandespreocupada que a vecescorría el riesgo de olvidar sufalsa identidad y delatarse.William le recordaba a suhermano Max. Tenía un humorsimilar, era capaz de reírse de símismo y se interesaba

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sinceramente por otraspersonas. Con él nunca tenía lasensación de tener quejustificarse o avergonzarse porsus errores.

Rodearon un gran bloque depiedra y vieron a Beat Späni,Antonio, Leonid y Arne.

—¡Llegáis justo a tiempo! —exclamó el suizo, haciéndolesseñas con un arma.

Emilie vio varios fusiles en elsuelo.

—Arne nos ha organizado unpequeño entrenamiento de tiro—explicó Beat Späni—. Quiereasegurarse de que en caso de

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emergencia seamos capaces dedefendernos contra los osospolares.

Arne había colocado variaslatas de conserva vacías sobreun grueso tronco en la orilla aun par de metros del grupo. Seacercó a ellos y gruñó:

—Yo, en vuestro lugar, me lotomaría en serio si no queréisacabar devorados por los osos.Si tenéis que pensar cómofunciona un arma cuando osestén atacando, no tendréismuchas posibilidades desobrevivir.

Beat Späni le dio una

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palmadita en el hombro. Emilievio que Arne se ponía tenso yentrecerraba los ojos. No lehabría sorprendido queapartara la mano del suizo deun manotazo. Este no pareciódarse cuenta de nada. Con gestoalegre dijo:

—¡No te enfades, jefe!Empuñó el arma y disparó

todas las latas una tras otra, quecayeron sobre la playa rocosacon un fuerte ruido.

Emilie se estremeció y se llevóinvoluntariamente las manos alos oídos, pero en el últimomomento se lo pensó mejor y se

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colocó bien el sombrero. Noera la única a la que habíaasustado el estallido.

Antonio abrió los ojos comoplatos y exclamó:

—Per l’amor del cielo!A Leonid, que miraba ausente

hacia el infinito, el ruidopareció sacarlo de suensimismamiento. Se frotó losojos y bostezó profusamente.

Arne se acercó en silencio altronco y volvió a colocar laslatas.

—¡Bravo! —exclamó William,aplaudiendo al suizo—. ¡Tieneusted buen ojo y pulso firme!

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—Oh, seguro que no me va ala zaga —respondió Beat Späniy le tendió el arma a William.

Mientras Emilie lo observabadisparar y admiraba sus ágilesmovimientos, que hacían queaquello pareciera un juego,luchaba contra su crecientepánico. No tenía ni idea decómo superar esa tarea. Unacosa era hablar de lascaracterísticas técnicas de lasarmas con cierta credibilidad,pero manejarlas era algocompletamente diferente.

—Non posso sparare! —dijoAntonio cuando Arne le hizo

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entender con un gesto de lacabeza que era su turno.

—No sabe disparar —tradujoBeat Späni.

Arne frunció el ceño.—Entonces tendrá que

aprender.Le tendió una escopeta a

Antonio. Antonio dio un pasoatrás y movió las manos enseñal de rechazo.

—No, no! Sono pacifista!—Explíquele por favor que

no tendrá que disparar apersonas, sino a osos —le dijoArne a Beat Späni.

Este comenzó a convencer al

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italiano, que apretó los labios ycruzó los brazos en el pecho.Emilie estaba segura de que nisiquiera estaba escuchando.Parecía un niño tozudo queestaría de morros hastaconseguir lo que quería.

Mientras tanto Arne se habíavuelto hacia Leonid y le habíadado el arma. Este la cogió debuena gana, la encaró con ciertatorpeza, tardó mucho enapuntar y disparó. El tiro falló.Leonid se encogió de hombrosy volvió a probar. Después deuna media docena de intentosfallidos, le cogió el truco y dio a

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una lata.Beat Späni dejó a Antonio

donde estaba y se acercó a Arne.—Me temo que no soy capaz

de hacer cambiar de opinión anuestro amigo italiano.

Arne se encogió de hombros.—Bueno, no podemos

obligarlo. Será él quien corra elriesgo.

Se dirigió a todos y explicó:—Normalmente los osos

evitan a los humanos. Sinembargo, si se los provoca otienen mucha hambre, puedenatacar. Lo hacen a granvelocidad. Y a cuatro patas, no

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sobre las patas traseras. Si unoso se os acerca con las orejaslevantadas y la cabeza erguida,será más curioso que agresivo.

—Siempre había creído quelos osos que se levantabansobre las patas traseraspretendían impresionar a suenemigo —dijo William.

Arne negó con la cabeza.—No, lo hacen para tener una

idea general de la situación...Entonces, ¿qué hacer si os atacaun oso? ¡Tened claro que elprimer disparo debe sermortífero! Es difícil dar en elcorazón o los pulmones del oso

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polar y causarle una heridamortal, ya que su tórax seestrecha hacia la base del cuelloy está protegido por unoshombros fuertes.

—Supongo que debemosdarle en la cabeza, ¿no? —preguntó William.

Arne asintió.—Exacto. Parece fácil, pero

no lo es. Al fin y al cabo elcerebro de un oso tieneaproximadamente el tamaño deuna manzana. Por eso hay queesperar lo máximo posible hastadisparar. Y recargar el armarápidamente para poder

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disparar enseguida otra vez. —Se volvió hacia Emilie—.Bueno, ahora le toca a Max.

Emilie tragó saliva ycarraspeó.

—Yo... ehh... bueno... nuncaantes he disparado...

—Pues ya va siendo hora —dijo Arne.

Antes de que ella pudieraobjetar algo, prosiguiódirigiéndose a William y alsuizo:

—¿Podría pedir a los señoresque cacen un par de patoshavelda para la cena de hoy?Media milla playa abajo hay

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una pequeña colonia.—Una idea fenomenal —

exclamó Beat Spänirelamiéndose—. Después de micura de ayuno involuntaria delos últimos días, ¡un crujienteasado de ave es justo lo quenecesito!

Se echó el arma al hombro y ledijo a William:

—¿Viene?—Por supuesto, encantado —

respondió este, hizo un gesto aEmilie para despedirse y siguióal suizo.

Arne les dio a entender congestos a Leonid y a Antonio

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que fueran a buscar leña parauna hoguera. Después de queellos también se hubieranalejado, dijo a Emilie:

—Bueno, pongámonos enello.

Emilie se alegraba de no tenerpúblico en sus primerosintentos de tiro. Aunque habríapreferido como profesor a BeatSpäni o a William. Soportabamejor las lecciones paterno-joviales o las bromitas que elcarácter cerrado de aquelvikingo al que no acababa deentender. Estaba sorprendidade que Arne se tomara el

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trabajo de enseñarle. A juzgarpor las miradas sombrías que ledirigía, había esperado quedelegara la tarea en otro. Secentró, cogió un arma ypreguntó:

—¿Qué tengo que hacer?—Eso —Arne hizo un gesto

con la cabeza hacia el arma—todavía no lo necesitamos.

—¿Ah, no? ¿Y cómo voy aaprender a disparar entonces?—dijo Emilie sin pensarlo.

Arne ignoró su comentario ydijo:

—Lo primero es que cojasuna buena postura y encuentres

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el equilibrio.Se colocó en paralelo al

tronco de las latas, con los piesseparados más o menosalineados con los hombros, lasrodillas ligeramenteflexionadas. Los brazos flojos,las manos relajadas. Emilie lomiró brevemente y lo imitó.

—Cierra los ojos —dijo Arne—. Para saber si estás enequilibrio, lo mejor es fijarte enlos pies. Tu peso debe estarrepartido a partes iguales enambos lados.

Emilie siguió sus indicacionesy corrigió su postura. Respiró

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hondo y se concentró en suspiernas y sus pies.

—Disparar solo es cuestión dehabilidad y manejo perfecto delarma. Para ser un buen tiradorhay que practicar mucho. Esimposible alcanzar la verdaderamaestría con adiestramiento ymachaque, como es habitualentre vosotros.

Emilie parpadeó y quisocomentar que sus aspiracionesno eran tan altas, pero Arnesiguió hablando:

—Se trata de dominar confluidez todos los procesos,desde la postura equilibrada

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hasta la posición de descansodespués de haber disparado.Para ello es necesario prepararsementalmente. Los movimientosinnecesarios conducen acometer errores. El cuerpo solopodrá moverse con precisión silas distracciones no lo impiden,y así el disparo alcanzará suobjetivo.

Emilie abrió los ojos y miró aArne. Aparte del hecho de quenunca había hablado tanto conella, su digresión de tintesfilosóficos la desconcertó. Singirar la cabeza hacia ella, dijo envoz baja:

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—Nunca deberían sacarseconclusiones demasiado rápidassobre el interior de una personajuzgando solo su exterior.

Emilie se mordió el labio y sesintió como cuando de pequeñala pillaban con las manos en lamasa birlando algo de ladespensa o gastándole unabroma a su hermano mayor. Leresultó embarazoso y tambiénalgo inquietante que Arnehubiera adivinado suspensamientos con tantaprecisión. ¿O acaso era tanevidente?

Arne cogió dos armas y le dio

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una.—Ahora practicaremos la

posición de tiro. Para ellotendrás que encontrar tu puntocero.

Emilie lo miró confusa.—¿Punto cero?—Imagina un péndulo sujeto

a un cordón —le pidió Arne—.Si se empuja, se balanceará unrato hasta que en algúnmomento se quede quieto. Enese momento las fuerzas queactúan sobre el péndulo estánen equilibrio. Ese es el puntocero. Para un tirador, es el lugaral que apunta cuando está en

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una posición de tiro óptima sinesfuerzo, presión ni tensión.

—¿Por qué es tan importanteel punto cero? —preguntóEmilie.

—Porque, al apretar el gatillo,la tensión del cuerpo se relaja.Eso hace que el arma apuntehacia el punto cero. Y si este noestá dirigido hacia el objetivo,se falla sin saber muchas vecespor qué.

Arne inclinó el cuerpoligeramente hacia delante,apoyó el peso sobre el pieizquierdo y levantó el arma. Sela colocó contra el hombro

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derecho, apoyó la mejilla en lacaja del fusil, apuntó hacia unalata y disparó. Amortiguó elretroceso con un movimientoelástico y regresóinmediatamente a la posicióninicial. Parecía fácil.

—¡Y ahora tú! —dijo,apartando el arma.

Una vez Emilie encaró el armay apuntó a una de las latas,Arne le pidió que cerrara losojos y los abriera un par desegundos después.

—¿A dónde estás apuntandoahora? —preguntó.

Emilie se quedó de piedra. La

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lata ya no estaba en el punto demira, sino a casi un palmo dedistancia.

—Lo ves, ¡ese es tu puntocero! —explicó Arne—. Ahorapuedes corregir tu posiciónpara que coincida con elobjetivo. Y asegúrate siemprede no tensarte.

«Es más fácil decirlo quehacerlo», pensó Emilie, quehabía contenido la respiracióninvoluntariamente y se aferrabaal arma con las manos rígidas.

—Tienes que encajar bien lacaja en el hombro —dijo Arne—. Si no, correrás el riesgo de

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que el retroceso te destroce laclavícula.

Emilie cerró un momento losojos, recapituló la sucesión demovimientos y adoptó denuevo la posición de tiro. Seobligó a respirarprofundamente, a sostener rectael arma y a concentrarse en suobjetivo. El sonido del aguaentre los guijarros de la orilla,los gritos de las aves en las rocasy el silbido del viento parecíanllegarle amortiguados. Lasrodillas le dejaron de temblar.El latido del corazón se leralentizó. Se tranquilizó por

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completo. Un fuerte estallido lahizo estremecerse. La lata a laque había apuntado ya noestaba en su sitio.

—¡Muy bien! —dijo Arne—.Así es como tiene que ser. Si tehas asustado, es que no hasdesviado el arma en el últimomomento.

Emilie asintió y contempló ensilencio el hueco sobre eltronco. En lo más profundo desu ser surgió un grito de júbiloque se extendió lentamente porsu cuerpo. ¡Había dado en elblanco! ¡A la primera! ¡Y Arnela había elogiado!

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32

Spitsbergen, julio de 2013

Unas horas después de suexcursión, Hanna y Kåreestaban sentados con Leif yLine alrededor de una pequeñahoguera, asaban salchichasclavadas en ramas y bebíancerveza Macks Isbjørn de latasen las que había impreso un oso

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polar. El cielo se extendía sobreellos con un azul intenso, el solse elevaba sobre las colinas yhacía brillar la roca rojiza. Unasuave brisa traía los gritos de lacolonia de aves desde elacantilado de la otra orilla.

De pronto la tristeza seapoderó de Hanna. A pesar delcalor de las llamas y las cálidasmantas, estaba helada. Era unfrío que anidaba en su interior.Hacía mucho que no lo sentía.Eran el olor a grasa quemada, elsiseo con el que caía al fuego yla imagen de las salchichas enlos palos lo que había

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desencadenado el temblor y lahabía retrotraído a la infancia.A una de las innumerablesfogatas en los campamentos deverano en los que solía pasar lasvacaciones de verano tras laseparación de sus padres, que sehabía producido cuando ellatenía diez años. No entendía alos otros niños que venían defamilias intactas. No entendíapor qué participabanvoluntariamente encampamentos de verano y noviajaban con sus padres. Hannahabría dado cualquier cosa porpoder hacerlo. Aunque en

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realidad nunca habíaexperimentado qué se sentía alvivir en una familia completa.Desde que tenía memoria, supadre se había ido retrayendodel día a día y se habíaconsagrado a su carrera comodirectivo. Los últimos añosantes de la separación, supresencia en casa se habíacaracterizado por las peleas avoz en grito seguidas de días degélido silencio. En lo másprofundo de su corazón,Hanna se había sentido aliviadaal anunciarle su madre que yano aguantaba más y que había

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solicitado el divorcio.Hanna se había imaginado de

color de rosa su futuraconvivencia como madre e hija.Sin preocupaciones, armónica ypacífica. Tanto másdesconcertada se había sentidoal comprobar que su madre noquería ocuparse de ella. DoraVogel no tenía intención algunade hipotecar su recién adquiridalibertad con la crianza de unahija. Una hija que además habíasido quien la había metido enaquel miserable matrimonioque había durado diez años.Hanna siempre había

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sospechado que ella había sidoel motivo por el que se habíancasado, ya que sus padres sehabían conocido apenas un añoantes de que naciera. Le doliómucho tener que enfrentarsetan crudamente al hecho de serun producto no deseado de lacasualidad. Hanna habíasentido que su madre se mofabade ella al asegurarle quenaturalmente «la queríamucho». ¿De qué le servía esesupuesto amor si se deshacía deella como de un perro molestoy la enviaba a un internado? Yni siquiera pasaba con ella las

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vacaciones muchas veces, sinoque la mandaba al campamentode verano y más adelante acursos de idiomas en elextranjero.

—¿Estás bien? —se abrió pasola voz de Kåre en lospensamientos de Hanna—.Pareces triste.

Hanna se asustó. Constatóaliviada que Leif y Line estabanenfrascados en unaconversación en noruego, yesperaba que no hubierannotado su cambio de humor. Suprimer impulso fue negar laobservación de Kåre y pensar

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una excusa inofensiva queexplicara su gesto serio. Pero, alver en sus ojos auténticapreocupación, dijo:

—Bah, yo tampoco sé qué mepasa. ¡No tiene nada que vercon este momento! Es soloque... Acaba de venirme unrecuerdo de mi juventud y... —Enmudeció y se encogió dehombros.

—¿No fue una buena época?—preguntó Kåre en voz baja.

Hanna negó con la cabeza. Sele hizo un nudo en la garganta.Si seguía hablando se echaría allorar.

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—Hace dos años me pasó algosimilar —dijo Kåre—. Cuandomi hermana y su hijaaparecieron en mi vida. Másbien cuando se marcharon denuevo. Entonces los viejosrecuerdos me asaltabanconstantemente y mecatapultaban a situaciones quehacía mucho que habíaolvidado... no, más bienreprimido. Al principio mepareció horrible. No queríarecordar una época que habíasido tan gris y dolorosa paramí. Pero entonces me di cuentade que no podía seguir

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engañándome, eso ya no teníanada que ver conmigo ni conmi vida.

—¿A eso se refería Linecuando ha dicho hoy almediodía que parecías otro? —preguntó Hanna.

—Sí, eso creo —respondióKåre.

Hanna se ciñó la manta. Sinmirarlo, preguntó a media voz:

—¿Qué le pasó a tu familia?—Uf, muchas cosas —empezó

Kåre—. Lo resumiré: mi padretenía principios y prejuiciosmuy fuertes por los quesacrificó la felicidad de mi

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hermana al destruir su relacióncon un hombre al que noaceptaba. Y eso también rompiófinalmente su matrimonio connuestra madre.

—¡Suena horrible! —dijoHanna, volviendo la cabezahacia él.

—Lo fue. Sin embargo, lopeor fue que no puso las cartassobre la mesa, sino que hizouso de manipulacionesindescriptibles para lograr susobjetivos. Y estabacompletamente convencido deque hacía lo mejor para sufamilia.

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—Bueno, mis padres por lomenos fueron lo bastantehonestos para no engañarme —dijo Hanna—. Después dedivorciarse de mi padre, mimadre me explicó sin rodeosque a partir de entonces nohabría mucho sitio para mí ensu vida. Creía que tenía querealizarse. Y no quería que youn día me sintiera culpable porhabérselo impedido. Por eso meenvió a un internado.

A medida que hablaba, Hannasintió que la inundaba una olade rabia y dolor tan fuertecomo en la entrada del

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internado, cuando seguía con lamirada el taxi en el que la habíallevado su madre y que lallevaría al aeropuerto máscercano para escapar a la India.

—Supongo que tu padretampoco estuvo a tu lado, ¿no?—dijo Kåre, afirmando más quepreguntando.

Hanna negó con la cabeza.—¿Cómo fue en tu caso?—Yo ya era mayor de edad

cuando mi madre se marchó. Laentendí y nunca le guardérencor. Y mi padre, en el fondo,me daba pena. Pero entoncesdecidí que nunca me casaría ni

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tendría hijos. Todo aquello mequitó de la cabeza la idea de queuna relación pudiera durar y serfeliz. Y el destino de mihermana me reafirmó en laconvicción de que el amor esuna fuerza destructora a la queno quería entregarme.

—En mi caso fue exactamentelo contrario —dijo Hanna—.Creo que quería demostrar queun matrimonio puede salir bien.Y que podía ser una buenamadre a pesar de misexperiencias negativas. —Trasun breve silencio prosiguió—:Posiblemente por eso cerré los

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ojos durante tanto tiempo alhecho de que la relación entreThorsten y yo iba cuesta abajo.Sencillamente no quería aceptarque yo también había fracasado.

—Suena como si sintieras quetú eras la única responsable —dijo Kåre.

Hanna lo miró. En esemomento se dio cuenta de quehabía dado en el clavo. Al igualque otros se dedicaban a suprofesión, a sus obligaciones oa perfeccionar un talentoespecial, ella se habíaconsagrado en cuerpo y alma alproyecto «Familia».

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—Es increíble cómo nosdomina el pasado y lo muchoque nos marca la infancia —murmuró.

—Sí, pero si nos damoscuenta, tenemos la oportunidadde liberarnos al menos en parte—dijo Kåre sonriéndole.

Hanna bajó la miradaconfundida. A excepción deHeiko, nadie sabía lo muchoque había sufrido por ser unacarga para sus padres. Para ellaera un defecto que debía ocultara los demás. Ni siquiera se lohabía confiado a Thorsten.Había hecho todo lo posible

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por olvidar aquel capítulo tandoloroso. Y allí estaba ahora,hablándolo con un hombre alque apenas conocía. ¿Lo hacíaporque no volvería a verlo?Como hacían algunos viajerosen el tren, que abrían sucorazón a extraños y lescontaban su vida sabiendo quenunca más volverían aencontrarse. Hanna escuchó ensu interior. No, no era eso.Todo lo contrario. Se leencogió el estómago al pensarque pronto tendría quedespedirse de Kåre y volver aAlemania.

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—¿Queréis otra cerveza? —preguntó Leif, levantándose.

—Sí, por favor —respondieron Hanna y Kåre alunísono y le dieron las latasvacías.

Mientras su marido se dirigíaa la tienda de la cocina, Line seacercó a ellos.

—Bueno, ya estamos convosotros de nuevo. —Sonrió amodo de disculpa—. Leif y yono nos poníamos de acuerdosobre cómo acometer lapróxima serie de experimentos.Me temo que a veces los dossomos bastante cabezotas.

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—No tenía la impresión deque estuvierais discutiendo —comentó Kåre.

Line se rio entre dientes.—No, cuando nos tiramos los

trastos a la cabeza sonamosdiferente.

—¿No es difícil? —preguntóHanna—. Trabajar juntossiendo pareja, quiero decir.

—Bueno, a veces sí. Pero laverdad es que a nosotros nosfunciona bastante bien —respondió Line.

—Creo que sois unaexcepción —dijo Kåre—. Desdeluego yo no conozco a nadie

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aparte de vosotros a quien leresulte tan bien. Y en el mundode la investigación esespecialmente raro.

Hanna asintió.—Me lo creo. Seguro que

existe el riesgo de entrar antes odespués en el juego de lacompetitividad —dijo—. Lasdiferencias de opinionesocasionales son inevitables.Pero estoy segura de que nomuchos consiguen que surelación no sufra demasiado.

—Sí, es probable que eso seacierto —respondió Line—.Pero en la familia de Leif ya es

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tradición, los matrimoniossiempre han colaborado muyestrechamente. —Arqueó lascejas—. Qué curioso, ahora quelo digo me doy cuenta de queSpitsbergen siempre ha tenidomucha importancia para todosellos.

—¿Para quién ha tenidoSpitsbergen muchaimportancia? —preguntó Leif,que acababa de llegar con laslatas de cerveza.

—Para tus familiares por partede madre —respondió Line—.¿O me equivoco?

Leif repartió la cerveza y se

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sentó junto a su mujer.—No, efectivamente nuestra

familia ha sucumbido al virusdel Ártico desde hacegeneraciones —dijo con unasonrisa ladeada—. Y eso que noes del norte de Noruega, sinode Ålesund. —Se dirigió aHanna—. Es una preciosaciudad en la costa oeste, nomuy lejos de donde viene lamadre de Kåre.

—No tenía ni idea —dijoKåre—. Siempre había pensadoque eras de Tromsø.

—Es que también es así —respondió Leif—. Mi madre se

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mudó allí a principios de loscincuenta. Pasó la guerra enÅlesund con sus padres.Después ayudó a su padre avolver a levantar el negocio quela familia llevaba en veranoantes de que llegaran los nazis.Una especie de agencia de viajesque organizaba cruceros alocéano Ártico.

—Déjame adivinar. Conoció atu padre y se quedó allí —dijoKåre.

Leif asintió.—Sí, él trabajaba en el

Observatorio Geofísico. A mimadre se le ocurrió la idea de

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ofrecer viajes especiales eninvierno para ver las aurorasboreales y fue allí a pedirinformación.

—A tu padre —añadió Line,apoyándose en él.

—El mundo científico en elque la introdujo la entusiasmó,y pasaba allí cada minuto quetenía libre. Mi padre a su vezestaba impresionado por sucapacidad para entender lo quele explicaba y le enseñó todo loque sabía. Así no solo sehicieron pareja, sino que con eltiempo también se convirtieronen un equipo de investigadores

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muy bien coordinado —contóLeif.

Line dirigió a su marido unamirada enamorada y le sonrió.

—Así que, como veis, ya estradición.

Leif la rodeó con el brazo.—Quién sabe si Bengt la

continuará.—Ya empieza a ser hora —

dijo Line—. Pronto cumplirálos treinta.

Hanna miró disimuladamentea Kåre. ¿Lamentaría no haberformado una familia y no habertenido hijos propios? Ella nopodía imaginar la vida sin Mia y

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Lukas. A pesar de que cada vezeran más independientes y lanecesitaban menos que antes,Hanna, al contrario que supropia madre, necesitabatransmitirles que siempre estaríaa su lado.

«¿Y si no es lo que quieren?—intervino su voz críticainterior—. ¿Y si lo consideranuna intromisión indeseada? Noquiero agobiarlos —replicó—.Sé muy bien que tienen queencontrar su propio camino.Pero está bien ayudarlos osimplemente escucharloscuando están confusos o tristes.

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Tal y como me habría gustado amí.»

—¿Tienes hijos?La pregunta de Line devolvió

a Hanna al campamento.—Sí, dos. Una hija y un hijo.Mientras lo decía, una intensa

añoranza de los dos se apoderóde ella.

—Por cierto. ¿Tenéis internetaquí? Me gustaría darles señalesde vida —preguntó.

«Y ojalá que ellos me hayanescrito», añadió en silencio. Derepente le resultabainsoportable estar a miles dekilómetros de ellos sin saber si

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estaban bien.Leif negó con la cabeza.—No, lo siento. Tampoco

tenemos cobertura. Solo unradioteléfono para emergencias.

Kåre se inclinó hacia Hanna ydijo:

—No te preocupes. Estoyseguro de que tus hijos estánbien. Y mañana, en Ålesund,tendrás wifi.

Hanna parpadeó y farfulló un«gracias» en voz baja. Noestaba acostumbrada a que latrataran con tanta atención ycuidado. Ese siempre había sidosu papel. Era agradable. Hanna

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ya no estaba helada. El interésde Kåre había ahuyentado elfrío.

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Svalbard, junio de 1907

El Isflak abandonó laensenada, cogió velocidad ynavegó hacia el norte a lo largode la costa este de la isla delOso. La tormenta que los habíaobligado a hacer una parada dedos días había amainado hastaconvertirse en un viento fresco.

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Los llevaba con rapidez sobre elagua, que parecía gris bajo elcielo nublado.

Después de que Emilie, en lacubierta trasera, perdiera devista la línea de costa con susacantilados roídos por el mar,buscó un rincón protegido delviento entre dos toneles deagua. Pasaba el menor tiempoposible en el interior del barco.A pesar de que fuera hacía frío,mientras no lloviera a cántarosevitaba aquellos espaciosestrechos escasamenteiluminados en los que seestancaba el aire viciado por

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varios olores desagradables.Emilie se acuclilló en el suelo,sacó del bolsillo de su chaquetala guía de viaje Meyer, pasó laspáginas hasta poco antes de ladescripción de Islandia ycomenzó a prepararse para eldestino de su viaje.

El archipiélago deSpitsbergen está situadoen el océano Glacial aaproximadamente 750km (más o menos deBerlín a Basilea) del caboNorte. Deberá equiparsecon ropas de abrigo y

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una manta de viaje, yaque las temperaturas aquídescienden en ocasionesprácticamente hasta loscero grados incluso enpleno verano; para lasexcursiones seránecesario un calzadorobusto y polainasimpermeables o botas decazador altas, también serecomiendan gafas de solpara los ojos sensibles.

Emilie frunció el ceño yrepasó mentalmente suvestuario. No había metido en

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el equipaje polainasimpermeables y tampoco teníagafas de sol. Lo cierto es queapenas las echaría de menos, alfin y al cabo solo pasaría un parde días en un fiordo delarchipiélago y no habría tiempopara excursiones largas o paracruzar glaciares. «En realidad esuna pena —pensó—. ¿Por quésoy precisamente yo la únicaque debo volver antes detiempo sin poder participar enla expedición? —se preguntó, einmediatamente se respondió así misma—: porque el profesorde Max no podía correr el

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riesgo de exponer a uno de susestudiantes a semejanteaventura, que ciertamente nosería un paseo.» Al fin y al caboera responsable de un menor deedad. Además Max debía llegara Berlín a tiempo para el iniciodel siguiente semestre.

Emilie suspiró y siguióleyendo:

El clima esnotablemente mástemplado que enlatitudes mucho másseptentrionales deNorteamérica, algo que

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puede atribuirse a lacorriente del Golfo. Noson tanto las estacionessino los vientos los quedeterminan latemperatura. Nievatodos los meses; el climaes inestable, latemperatura solamente esregular en verano. Elclima de verano es sano,el aire esextraordinariamentepuro y se caracteriza porla ausencia total degérmenes, de manera quelos cadáveres de animales

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no se descomponen, sinoque se secan.

La flora es más similar ala de Siberia yGroenlandia que a la deLaponia. Se podría decirque la lengua de tierra deAdventbai es el jardínbotánico de Spitsbergen,cuyo mantillo en julioestá cubierto de plantasen flor; se ruegaencarecidamente lamayor consideración, yaque de lo contrario existeel riesgo de erradicarlas.(Arrancarlas con la raíz

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es inútil, ya que lasplantas árticas no crecenen climas mástemplados.)

La presencia del reinoanimal es la siguiente:renos (aún bastantenumerosos), osos polares(más en la zona este),zorros árticos y leminos(poco comunes). (Noexiste ninguna ley quelimite la caza.) Las costasson ricas en morsas yfocas (las primeras sonmás abundantes en lazona este). En el oeste

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había antes una granpresencia de ballenas,cuyo número, sinembargo, ha descendidobruscamente debido a supersecución.Actualmente en suscostas se caza sobre todouna especie de tiburón(Seymnus borealis). Seconocen 28 especies deaves, entre ellos la perdiznival y el eider.

Emilie interrumpió de nuevola lectura y sonrió. Williamestaría en su elemento. Gracias

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al entusiasmo con el que habíahablado en la isla del Oso sobresus observaciones y sushallazgos, se había ganado aúnmás sus simpatías. Le gustabaque no ocultara su pasión y nole importara en absoluto siresultaba poco masculino.

Cuando Emilie se disponía aseguir leyendo, oyó un chillidopenetrante. Se quedópetrificada. Sonaba como losgritos de las gaviotas. No podíaser. Spitsbergen aún estabademasiado lejos. Desde dondeestaba no podía ver nada, asíque se levantó y contuvo el

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aliento. A unos metros dedistancia se alzaba un icebergdel tamaño de un edificio detres pisos con forma depirámide. Relucía en tonosverdeazulados y era casitransparente. Unas cuantasgaviotas marfil, asustadas por laaparición del barco, aletearonnerviosas a su alrededor antesde volver a posarse sobre su islaflotante.

—Viene de un glaciar deSpitsbergen —oyó decir a unavoz a su espalda.

Arne, que hasta entonceshabía estado en la caseta del

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timón con el práctico y elcapitán, se había acercado a ella.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Emilie.

—Por el color.—Me cuesta creer que solo

estemos viendoaproximadamente una octavaparte del iceberg completo —dijo Emilie.

Arne se encogió de hombros.—No tenía ni idea de lo

impresionantes que son estoscolosos —añadió Emilie.

—Sobre todo son peligrosos—masculló Arne—. Hay queacercarse a ellos con el debido

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respeto. Un choque puede tenerconsecuencias devastadoras.Más de un barco ha zozobradoporque el capitán no mantuvosuficiente distancia.

Emilie se inclinó sobre labarandilla y trató de distinguirla verdadera dimensión delmonstruo de hielo bajo el agua.La visibilidad era muy limitadadebido a la cantidad departículas de plancton quehacían del océano Ártico unasaguas tan nutritivas. Seincorporó y se dirigió a Arne:

—¡Los glaciares de los que sedesprenden semejantes

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fragmentos gigantes deben deser enormes!

Puso cara de pocos amigos. Ladejó allí con un escueto«Pronto lo verás» y se marchócaminando pesadamente.

—Viejo cascarrabias —murmuró Emilie y volvió adedicarse a contemplar elcoloso azul que ya habíaavanzado un buen trecho.

¿Por qué era Arne tanreservado y desagradable?Había breves momentos en losque resultaba más accesible.Pero entonces, cada vez queella, William o Beat Späni

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intentaban charlar con él, volvíauna vez más a su silenciomalhumorado, como si hubierahecho un voto. ¿Pertenecería auna hermandad oculta queconsideraba indigno tratar conextranjeros más allá de loimprescindible? Emilie imaginóla bóveda de un castilloiluminada por antorchas en laque los autoproclamadosdescendientes de los vikingosllevaban a cabo misteriososrituales y trazaban planes pararecuperar el poder en el nortede Europa.

Una fuerte sirena la sacó de

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sus fantasías. Un gran vapor seacercaba desde el oeste. Emilievio en su popa el pabellónnegro, blanco y rojo de supatria de origen y poco despuéspudo descifrar el nombre de laembarcación: Grosser Kurfürst.

—Ah, un vapor correo de laNorddeutscher Lloyd —dijoBeat Späni, al que la señalrepetida del silbato de vaporhabía atraído a la cubierta—.Desde hace poco ofrecentambién excursiones al Árticodesde Bremerhaven hastaSpitsbergen pasando porEdimburgo.

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Poco después también se unióWilliam a ellos. En el puente delbarco de pasajeros apareció unhombre de uniforme quesostenía una bocina y gritabaalgo en su dirección. Emilie noentendió lo que decía, pero elcapitán del Isflak, que habíasalido de la caseta del timón,dio la orden de frenar el motory acercarse al costado del vapor.Lanzaron al agua una barcazacon la que cruzaron treshombres. Dos de ellosascendieron poco después laescalerilla, el tercero ató variospetates y grandes cajas al cabo

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de la polea, con la que los dosmarineros los subieron a bordo.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Beat Späni—. ¡Pero sies el oficial que nos faltaba!

Saludó con la cabeza al másjoven de los recién llegados,que llevaba una guerrera azulcon divisa pespuntada en rojo yuna gorra de plato. Rondaríalos treinta años, era deconstitución musculosa, llevababigote con los extremosretorcidos hacia arriba y el pelooscuro corto. Su acompañanteera considerablemente mayor.También llevaba uniforme y

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bonete, como se conocía en ellenguaje popular al gorro defaena sin visera que llevaba latropa. El capitán del Isflak seacercó a él y le tendió la mano.El joven se quedó inmóvil, dioun paso adelante, se puso firme,golpeó los talones de sus botasy dijo en voz alta:

—¡Alférez Poske! —Señaló asu acompañante—. Y este es elsargento Kuhn.

—Oh, nuestro cumplidocapitán acaba de meter la pata—dijo Beat Späni a media voz.

William arqueó las cejas congesto interrogante.

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—Bueno, no se ha dadocuenta de cuál de ellos teníarango superior y ha saludadoprimero al subalterno.

William se encogió dehombros.

—Supongo que le habráparecido apropiado mostrardeferencia al mayor.

—Puede ser, pero el alférez yano puede ni verlo.

—Sí, parece muy enfadado —dijo William con una sonrisaburlona—. Es probable queahora tenga ganas de retar alcapitán a un duelo.

—¡Oh, no! —le contradijo el

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suizo—. Seguro que a sus ojosel hombre no es digno de ello.

William torció el gesto.—No tengo ni idea de todo

eso. De todas formas nunca heentendido por qué hay genteque cree que debe enfrentarse amuerte por cualquier nimiedad.

Emilie solo escuchaba aambos a medias. Desde que elalférez había dicho su nombre,trataba febrilmente de averiguarpor qué le resultaba tanfamiliar. Al hombre no lo habíavisto en su vida. Y, por lo querecordaba, tampoco conocía aninguna otra persona con ese

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apellido. Su hermano Max nohabía sabido decirle cómo sellamaba el jefe de la expedición,en la que de todos modos noparticiparía. Así que él tampocolo había nombrado. Mientrasaún le daba vueltas a si habíavisto su nombre en un artículodel periódico o lo había oído enuna conversación, Poske seacercó a su pequeño grupo ylos examinó de arriba abajo.

El suizo saludó con elsombrero.

—Con permiso, Beat Späni,geólogo de Basilea. Estoyseguro de que hablo en nombre

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de todos al expresar mi alegríapor el hecho de que hayalogrado encontrarnos. Al noverle en Tromsø, nospreocupamos. Pero ya estamostodos y podemos emprender laaventura con optimismo.

William y Emilie se mirarondisimuladamente. Larimbombante forma de hablardel suizo era siempre una fuentede diversión para los dos.

El alférez lo miró con frialdady preguntó:

—¿Por lo tanto son miembrosde la misión Spitsbergen? —Miró a su alrededor como

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buscando—. ¿Dónde están losdemás?

Sonaba disgustado. ¿Habríaesperado el alférez Poske todoun comité de bienvenida, conredoble de tambores, trompetasy salvas incluidas? Emilie bajóla mirada y esperó podercontrolar el tembleque de lascomisuras de su boca.

—El fotógrafo y elmeteorólogo están abajo —respondió Beat Späni. Señaló aWilliam—. Este es el señorLewis de Gran Bretaña, deprofesión ornitólogo.

—Un inglés, vaya, vaya —

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dijo el alférez con gesto dedesprecio, ignoró la mano quele tendía William y se volvióhacia Emilie.

—¿Acierto al suponer que esusted Max Berghoff?

—Ehh, sí... —balbuceóEmilie.

—¡Ottokar Poske! —dijo,estrechándole firmemente lamano—. Es un extraordinarioplacer conocerlo. Su padre leenvía saludos.

—¿Mi padre?—Sí, ha apoyado

generosamente nuestra empresa.Poco antes de partir me

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presenté ante él paraagradecérselo personalmente.¡Un hombre de visión!Enseguida comprendió elprogreso que supone lainvestigación climática en elÁrtico.

«Y lo útil que sería contratar aalguien que vigilara a Max»,añadió Emilie para sí. Su padrerealmente no había dejado nadaal azar. Primero se habíaocupado de que el profesor deMax lo «escogiera» para viajaral Ártico en nombre de launiversidad. Y ahora le hacíasaber que a miles de kilómetros

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de casa también estaba vigilado.No dudaba de que su padrehabía pedido a Ottokar Poskeque le echara un ojo a su hijomenor y se ocupara de que noavergonzara a la familia.

Miró fijamente al alférez.¡Claro! Ahora sabía de quéconocía el nombre. Abrió losojos como platos, el estómagose le encogió. Le costó muchono gritar. Ottokar Poske era elprometedor muchacho del quesu padre había hablado a tíaFanny en aquella carta. Sucandidato a yerno. El motivopor el que se habían marchado

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precipitadamente de Berlín.—Por desgracia no conseguí

ver a su hermana cuando paréen la capital de camino aBremerhaven —oyó que seguíadiciendo.

Se mordió la lengua y seobligó a adoptar un tonocasual.

—Sí, en estos momentosEmilie está de viaje con nuestratía.

—Bueno, estoy seguro de quecuando regrese podré verla.

Saludó a Emilie con la cabeza,hizo un gesto al sargento paraque lo siguiera y entró en el

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barco.—Siento lástima por tu

hermana —susurró William.—Y que lo digas —respondió

Emilie—. ¡Qué tipo tanimpertinente y arrogante! ¿Quése ha creído para tratarte contanto desprecio?

William se encogió dehombros.

—En fin, para losnacionalistas acérrimos como éllos ingleses somos un fastidio.Pero en realidad es algo bueno.Así puedo estar seguro de queme dejará en paz.

Emilie contuvo un suspiro.

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Ojalá hubiera podido decir lomismo en su caso. Intuía quesucedería todo lo contrario. Lossiguientes días prometían serduros.

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Spitsbergen, julio de 2013

—¿No puedes dormir? —preguntó Kåre con la vozapagada.

Hanna negó con la cabeza.Después de dar vueltas duranteuna hora en uno de los dosestrechos catres de la tienda deinvitados, poco antes de

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medianoche se había vuelto alevantar y había salido fuera.Kåre estaba sentado en una sillaplegable en el centro delcampamento. Había un arma asu alcance apoyada sobre unapiedra grande.

—¿Demasiada luz? —preguntó Kåre.

Hanna asintió.—En el hotel podía tapar la

ventana casi por completo —dijo en voz baja—. Pero aquíno tengo en absoluto lasensación de que sea de noche.—Acercó otra silla y se sentójunto a Kåre—. En realidad

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debería estar cansada. Pero micuerpo tiene una opinióndiferente al respecto. Me sientocomplemente despierta.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Kåre—. Por eso me heencargado de la primera guardiade osos.

Hanna miró la tienda de Leify Line.

—¿Significa eso que ellosnunca pueden irse a dormirjuntos cuando están solos? —no pudo evitar preguntar.

Kåre la miró divertido.—No es aconsejable —

respondió—. Por eso les gusta

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tanto recibir visitas —añadió,guiñándole un ojo.

Hanna tragó saliva y sintióque se sonrojaba. ¡Quévergüenza!

—Ehh, no me refería a...bueno, no quiero que pienses...

Kåre sonrió.—No te preocupes.Hanna se apresuró en cambiar

de tema.—¿Se acostumbra uno con el

tiempo a la luz del solpermanente?

—No realmente —respondióKåre—. Al menos yo no. Perotampoco me molesta

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especialmente. Para mí esmucho peor el invierno. Laoscuridad a veces me hacepolvo.

Permanecieron en silencio ydisfrutaron de la magia de lamedianoche. No había ni pizcade viento. El agua se extendíalisa ante ellos y relucía en tonosplateados. No se oía ni unruido, el silencio era total. Alnorte, el sol estaba sumergidoen la neblina que flotaba sobreel mar en la salida del fiordo yhacía que la bruma reluciera entonos dorados. Hanna se sumióen un estado meditativo. La

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claridad de la noche tenía ciertasolemnidad, confería a todas lascosas una suavidad que laextasiaba. Hanna se sentíacautiva en un sueño del que noquería despertar. Era uno deesos raros momentos en los quese sentía en armonía consigomisma y con su entorno, noechaba nada en falta, nopensaba en nada, no hacíaplanes. ¿Sería en uno deaquellos momentos cuando elFausto de Goethe exclamó:«Detente, eres tan bello»?

Hanna no habría sabido decircuánto tiempo llevaba allí

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sentada cuando Kåre dijo envoz baja:

—Estoy infinitamenteagradecido por estar viviendoeste momento.

Hanna volvió la cabeza haciaél y lo miró con gestointerrogante. Él le devolvió lamirada y continuó:

—Estar aquí sentado contigoy sentir una felicidadindescriptible. Cuántas vecesme habré preguntado si algúndía conocería a alguien conquien pudiera compartir deverdad un momento así...

Hanna asintió.

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—Alguien con el que sintieraque no es necesario explicarnada, que no es necesarioasegurarse mutuamente que sesiente lo mismo. Porque en lomás profundo de mi ser losabría.

Se levantaron al mismotiempo, como movidos porunos hilos invisibles. Kåretomó las manos de Hanna y lasacercó una tras otra a sus labios.La tierna caricia le hizo sentirun agradable escalofrío. Cerrólos ojos y se acercó más a Kåre.Aspiró profundamente suaroma acre. Él se inclinó hacia

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ella y le besó sucesivamente lassienes y la barbilla antes de quesus labios rozaran su comisuraizquierda. Hanna ya no pudoaguantar más. Le rodeó la caracon las dos manos y lo acercósuavemente hacia sí. Susalientos se mezclaron. Abrió loslabios y dejó que la punta de sulengua recorriera los labios deél. Kåre la rodeó con el brazo yla apretó contra sí. Sus bocas sefundieron. Lo único que habíaen el mundo era el calor de sucuerpo, el sabor de su boca y elrápido latido de su propiocorazón, que le golpeaba

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violentamente las costillas. Letemblaron las rodillas. Se apoyócon más fuerza en el brazo deKåre y tuvo una sensación deprotección que no sospechabahaber echado tanto de menos.

Cuando se separaron, Kårepreguntó en voz baja:

—¿Qué te parece si nosmarchamos a Ny Ålesund ya?Así tendremos más tiempo allí.

Hanna sonrió con gestosoñador y se perdió en el azulclaro de sus ojos, que lerecordaban el color del marcerca de los arrecifes de coral.Además, no resultaban fríos,

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sino que irradiaban la mismacalidez que el carácter de sudedicado y cariñoso dueño.

—Encantada —respondió.Se alegraba de que no

comentara lo que habíasucedido, que no dijera nadaque estropeara la magia. Lanaturalidad con la que planeólas siguientes horas quepasarían juntos acentuó lafelicidad de Hanna. Años atrásse habría sentido insegura.Habría buscado certezas,cumplidos. Kåre no tenía queprometerle nada, no tenía quedarle explicaciones. Sentía una

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seguridad que no precisabapalabras.

Kåre miró su reloj.—Bien, de todos modos mi

guardia se acabará enseguida.

Media hora despuésempujaron al agua una de lasdos zódiacs amarradas en laorilla y se despidieron con lamano de Line, que habíaocupado el puesto de Kårejunto al arma. Atravesaron elestrecho de Sørgattet y pasaronjunto a la isla deAmsterdamøya, en la que losballeneros holandeses fundaron

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el asentamiento deSmeerenburg en el siglo XVII;nombre que no significaba otracosa que «ciudad de la grasa»,ya que allí se producía aceite depescado a partir de la grasa delas ballenas.

Hanna y Kåre decidieron nodesembarcar, también dejaron ala izquierda la islita de YtreNorskøya, con los restos delhorno circular para el aceite deballena, y, más adelante,Kennedybukta, donde laLikneset, la «lengua de tierra delos cadáveres», albergaba elmayor cementerio de Svalbard,

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con más de doscientas tumbas,en el que los ballenerosenterraban en su día a loscompañeros muertos. Este lugarhistórico era uno de los ochopuntos del archipiélago quedesde 2010 estabancompletamente vetados a losvisitantes para protegerlos; unamedida que le pareció lógica aHanna en vista del crecienteturismo.

Después de pasar la entrada alfiordo de Magdalenen, Kåredirigió la lancha hacia el sur ysiguió las franjas costerassalvajes e inhóspitas a las que

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los pescadores del Árticoconocían como «los sieteicebergs», por los siete grandesglaciares que descendían al marentre las montañas. Siguieron atoda velocidad respetando ladistancia a los escarpadosdespeñaderos. Una fuerte brisasoplaba desde el mar abierto,que hacía que la sensación defrío fuera mayor que los tresgrados Celsius que marcaba eltermómetro del salpicadero.Hanna permaneció junto aKåre, que la rodeaba con unbrazo y con la otra manomanejaba el timón. El ruido del

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motor se mezclaba con elrugido del viento, y no se oíanada más. Sobre ellos un par degaviotas volaban en círculos ensilencio y una foca barbuda quepasaba sobre un pequeñotémpano de hielo levantópesadamente la cabeza, losobservó un instante y volvió aabandonarse al sueño. Hanna searrimó a Kåre. Un estallido lahizo estremecerse.

—¿Eso ha sido un disparo? —preguntó.

Kåre negó con la cabeza yseñaló con la barbilla el abruptofrente del glaciar ante el que

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estaban navegando. A unoscincuenta metros de ellos sedesprendió una gruesa capa dehielo que cayó al agua como acámara lenta e impactó contra lasuperficie con gran estruendo.El eco retumbó en el aire. Pocodespués las olas que habíaprovocado el enormefragmento al sumergirsebalancearon violentamente lazódiac.

—Increíble, ¡acabo de ver unglaciar derrumbarse! —exclamóHanna y miró a Kåre radiante.Se golpeó la frente con la palmade la mano—. Mierda, me he

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olvidado completamente dehacer fotos.

—No te preocupes, seguroque verás más derrumbamientos—dijo Kåre—. Podrías grabar elparto de un iceberg y colgarloen tu blog. Es aún másimpresionante que las fotos.

—Gracias por recordármelo—murmuró Hanna—. Tengoque publicar algo más en elblog urgentemente. Y sobretodo escribir el artículo para larevista.

Consciente de su culpa, tuvoque reconocerse a sí misma queen las últimas veinticuatro

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horas apenas había pensado ensu encargo. Su actitud no eraprecisamente profesional.

—Seguro que despuésencontramos un rincóntranquilo donde puedastrabajar sin que te molesten —dijo Kåre.

Cinco horas más tarde,pronto por la mañana, Hannaestaba sentada en una esquinadel comedor de Ny Ålesund.Las ventanas hasta el sueloofrecían una amplia vista delfiordo de Kongs. La sala,inundada de luz, estaba casi

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desierta. Al entrar, Hanna sehabía cruzado con un grupo dehombres y mujeres quehablaban en francés, alemán einglés al mismo tiempo. En unamesa cerca del muy bien surtidobufet dos chinos mediodormidos bebían té ydevoraban raciones enormes dehuevos con tocino.

Después de publicar variasfotos de la excursión por elfiordo de Raud y del viaje enzódiac y comentarlas, Hannaempezó a escribir una nuevaentrada de «El blog helado deHanna»:

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Ny Ålesund -Spitsbergen

Ya estoy en el fiordode Kongs (es decir, «elfiordo del rey» o KingsBay), en la costa oeste dela isla, exactamente enNy Ålesund, elasentamiento másseptentrional del mundo.Sí, la lista de lossuperlativosseptentrionales es cadavez más larga... ;) Meencuentro a 79 gradosnorte, así que ¡«solo»estoy a once grados de

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latitud de distancia delPolo Norte! (Para que oshagáis una idea: Múnichestá en el paralelo 48º N,Berlín en el 52º N.)

Las atracciones creadaspor el hombre seenumeran rápidamente:en primer lugar laspreciosas casitas demadera de colores de losdiferentes países, que sereconocen por lossímbolos típicos. Así, lacasa de los investigadoreschinos está custodiadapor dos leones de la

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suerte, los indios hanadornado la puerta conuna imagen del dioselefante y en un rincónde la estación alemanaKoldewey habita ungnomo de jardín bizco(¡!).

En la orilla, una viejalocomotora de vapor conun par de vagonesabiertos, que en elpasado transportabacarbón de la entrada de lagalería al embarcadero,recuerda la época de laminería, que en Ny

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Ålesund terminó en losaños sesenta después deun terrible accidente.

También puedeadmirarse un vestigio delantiguo espírituaventurero en forma deun mástil para dirigiblesque ya tiene casi noventaaños. Desde aquídespegó en 1926 con eldirigible Norge RoaldAmundsen, a quien haydedicado un bustogigante, cuando volósobre el Polo Norte ycontinuó hasta Alaska.

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El intento del italianoUmberto Nobile, quequiso imitarlo dos añosdespués, acabó endesastre. Al intentarlocalizarlos y salvarlos,Amundsen, entre otros,perdió la vida.

El ruido de sillas arrastradas yde vajilla hizo que Hannalevantara la mirada. Kåre habíaentrado con otro hombre y sehabía sentado a un par de mesasde distancia. La saludó con unasonrisa amable, formó ensilencio las palabras «hasta

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ahora» y se dirigió de nuevo asu acompañante, que le hablabacon gesto serio. Debía de ser elcompañero del Instituto Árticocon el que más adelante irían aun laboratorio gestionado porlos noruegos. Hanna se terminóla taza de café y siguióescribiendo:

En rigor, este lugar esuna estación deinvestigación: las únicaspersonas que pasan aquíperiodos largos detiempo son científicos yel personal de la empresa

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Kings Bay A S, a la quepertenece todo el puebloy que lo organiza comosi fuera una empresa. Seocupa de los vuelos,alquila habitaciones,mantiene los edificios dela estación, regenta latienda de souvenirs y laoficina de correos, seencarga de lamanutención y dedespejar la nieve eninvierno. Hay uncomedor central paratoda la comunidad queestá abierto las

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veinticuatro horas deldía. En el salón contiguohay fiesta los fines desemana. Para ello, enverano las ventanas seoscurecen con pesadascortinas; y es que, ¿aquién le gusta estar defiesta en pleno día,aunque sean altas horasde la noche?

Hanna se distrajo de nuevoporque el icono del sobre leavisó de que tenía un nuevo e-mail. Heiko le había escrito:

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Buenos días, queridaHanna:

Y yo que siempre habíapensado que eramadrugador... ;-)

Solo quería quesupieras lo mucho queme han impresionado tusfotos de ese paisajeúnico. Acompañadas detus descripcionesresultan muy atractivas;ahora mismo meencantaría reservar unviaje al norte... De todasformas, las que más mehan gustado son las que

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te ha sacado. Si no losupiera, jamás habríadicho que estuvierasdigiriendo una dolorosaseparación. La verdad esque pareces muy feliz yrelajada, ¡y realmenteespero que sea así comote sientes!

Que empieces bien estenuevo día de imágenes yexperiencias preciosas.

Un abrazo,

HEIKO

P. D.: ¿¿¿Quién es???¿¿¿Me lo dirás??? ¿Es él

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quien hace que te brillenasí los ojos?

Hanna apoyó el codo sobre lamesa, reclinó la cabeza en lamano y miró el e-mail. Ay,Heiko, pensó sonriendo para sí.¡Qué bien la conocía! ¿Quéopinaría de Kåre? Su miradavagó hasta la mesa en la queestaba sentado. Apenas podíacreer lo familiar que le resultabaya su silueta, y que, sinembargo, acelerara su corazóncomo cuando uno recibe unaagradable sorpresa. Escuchó asu interior. La sensación era

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diferente al cosquilleo agridulceque le provocaba Thorsten enlos primeros meses de surelación, o que había sentidosolo con pensar en él. Aquellafelicidad embriagadora en laque se había sumergido, quehacía desaparecer todo lodemás. Al echar la vista atrás,Hanna tenía la impresión dehaberse enamorado más de lassensaciones que despertaba enella que del propio Thorsten.

Al mismo tiempo, una y otravez la habían invadidomomentos de profunda duda enlos que se preguntaba temerosa

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cuándo se daría cuenta él de queella no estaba a su altura, lo quela había llevado a mostrar lomejor de sí misma, satisfacertodos sus deseos y evitar temasque lo disgustaran. Habíaignorado a propósito lapequeña voz que le reprochabaque cediera y no fuera sincera.El miedo a que el interés deThorsten por ella sedesvaneciera si ella presentabauna imagen no embellecida eramás fuerte.

La tensión que le hacía sentirKåre era diferente. Era como sihiciera vibrar algo en ella que la

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completaba. El acorde quefaltaba en su partitura pararedondear la armonía de sumelodía.

Sí, a Heiko le gustaría, serespondió a sí misma. Y Kåretambién se entendería muy biencon él. «¿Se conocerán algúndía?», se preguntó Hanna. Seincorporó, cerró el puñoderecho y lo apretó. ¿Por quéno? No tenía ni idea de cómosería su vida a partir deentonces. Pero en ese momentotenía la certeza absoluta de queKåre sería una parte importantede ella.

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35

A bordo del Isflak, junio de1907

Ottokar Poske llevaba en elequipaje dos cartas para Emilie,que le entregó antes de ir bajocubierta con el sargento Kuhnpara examinar el aparatotelegráfico de Antonio. Lospadres de Emilie y Friedrich le

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habían dado al alférez las cartaspara ella o, mejor dicho, paraMax durante su visita aElberfeld. Emilie estabaasombrada de que su hermanomayor se hubiera tomado eltiempo de escribir a Max. Nosabía que mantuvierancorrespondencia. Friedrichtenía cosas más importantes quehacer, como había aclaradoinequívocamente repetidasveces en el pasado. Su tiempoera demasiado valioso paraenviar cartas a su malogradohermano o leer lasdescripciones que él hacía de

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una vida que a ojos de Friedrichera intrascendente y no ofrecíanada interesante.

Después de retirarse a suescondite entre los toneles deagua para poder leer sin sermolestada, Emilie leyó primeropor encima las líneas de sumadre, en las que transmitía supreocupación por la frágil saludde su hijo menor, y lasenérgicas palabras de aliento yadvertencias de GustavBerghoff. A continuación abrióel sobre de la segunda carta.

Elberfeld, junio de 1907

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¡Querido Max!Cuando leas esta carta

seguramente casi habrásllegado al destino de tuviaje, el lugar en el que teespera una misiónsecreta. ¡¡¡Lo que sigueno puede hacersepúblico de ningúnmodo!!! Lo mejor seráque quemes este papeldespués de leerlo. Nonos interesa tenercómplices. ¡¡¡Lo quenecesitamos es máximadiscreción para no poneren peligro nuestra

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empresa!!!

Emilie frunció el ceño. Parecíauna cita de una novela dedetectives. ¿Realmente habíasido su hermano Friedrichquien había escrito aquello? Noera nada propio de él perderseen alusiones azarosas y no ir algrano sin rodeos. ¿Qué empresapodía ser tan importante?Emilie siguió leyendo:

Como seguramentesabes, Spitsbergen estierra de nadie. Ningún

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estado ha reclamadohasta ahora derechossobre el territorio ni losrecursos naturales quecontiene. Aquí rige la leyde «el que da primero, dados veces». Ha llegado amis oídos que en unapenínsula de Kings Bayse ha encontradomármol, al parecer encantidades considerables.¡Averigua por favor si escierto y señala en unmapa el lugar donde sehalla para que puedareclamar derechos sobre

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ello en la próximaoportunidad que se mepresente!

Mi intención es extraerel mármol, transportarlopor mar a Alemania yvenderlo como materialde construcción paraedificios y monumentosnacionales; especialmentepara los pedestales de lasestatuas y los bustos denuestro veneradoemperador. No esningún secreto queGuillermo II profesa unprofundo amor a los

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noruegos. Hace poco hadeclarado:

«Unos hilos mágicosme unen a esa nación. Esla nación que ha salidoadelante con sus propiasfuerzas en la luchaconstante contra loselementos; la nación queha plasmado en sus sagasy en su mitología las máshermosas virtudes: lalealtad vasalla y la lealtadal rey. Estas virtudes sonen gran medidacaracterísticas de losgermanos, que

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consideraban que lalealtad de los vasallospara con el rey y lalealtad del rey para conlos vasallos eran lascualidades más valiosas.»

Te ofrezco a ti, Max, laoportunidad de probarque eres un dignomiembro de nuestrafamilia y de demostrar anuestro padre que llevasun auténtico Berghoff entu interior. ¡Cuentocontigo! Si nuestraempresa tuviera éxito, meplantearía involucrarte

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en el negocio como sociomenor.

Así que ¡esfuérzate almáximo!

Con el deseo de quetengas mucho éxito, tesaluda tu

FRIEDRICH

Emilie miró fijamente la cartay resopló indignada. ¡Concuánta autosuficiencia setomaba la libertad de pediraquello! Se alegraba de que Maxnunca llegara a ver esa carta. Lehabría dolido, le habríadesconcertado y habría tenido

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el efecto contrario al quebuscaba Friedrich. Bueno,cumpliría con el deseo de suhermano mayor y buscaría elmármol. A pesar de que su ideade negocio le pareciera ridícula.Pero posiblemente tuvieraéxito, ya que muchos de lossúbditos del emperadorcompartían su pasión porNoruega.

Cuando Emilie dobló la hojapara volver a meterla en elsobre, vio un par de líneas en elreverso. Eran de su cuñadaKlothilde pidiendo a Max quecazara un oso polar, ya que su

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piel quedaría muy bien delantede la chimenea de su saloncito.Emilie no daba crédito. Aquellono tenía fin. Al parecer toda lafamilia se había confabuladopara hacer de Max un tipoduro.

Unas horas después de haberrecibido a Ottokar Poske y alsargento Kuhn a bordo,avistaron Spitsbergen. Prontoestuvieron tan cerca de la costaque Emilie, que estaba en laproa con William y Beat Späni,distinguió entre las oscurasparedes de roca de los

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acantilados los glaciares que seensanchaban y desembocabanen el mar.

—Así que aquí es donde seforman los icebergs —dijoEmilie, dejando vagar la miradasobre las zonas de fractura delos glaciares, que brillaban entonos azules.

Beat Späni se dirigió aWilliam.

—Un tocayo y compatriotasuyo describió la formación deun iceberg de formasensacional.

—¿Se refiere a WilliamScoresby? —preguntó William.

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El suizo asintió.—En una ocasión observó de

cerca cómo una masa de hielodel tamaño de una catedral seprecipitaba al agua desde unaaltura de cuatrocientos pies.

—¡Increíble! —exclamóEmilie, arqueando las cejas.

Se imaginó una catedral deColonia de hielo azulsumergiéndose en el mar.

—En presencia de semejantesfuerzas de la naturaleza uno sesiente una hormiga —dijoWilliam.

Entretanto el Isflak navegabaa lo largo de la costa occidental

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de Spitsbergen. Al oeste estabaPrins Karls Forland, una isla deaproximadamente noventakilómetros de largo. El estrechode Forland por el quenavegaban no era lo bastanteprofundo para los grandesvapores con mucho calado.Debían tomar la ruta por marabierto para llegar al norte delarchipiélago y se perdían así lavista de los cientos de focas quedescansaban en la costa orientalde la isla, protegida del viento.

Poco antes de llegar al final dela vía navegable, el capitánredujo la velocidad.

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—¿Por qué nos detenemos?—preguntó William—. Aúnestamos muy lejos de KingsBay.

Emilie se encogió dehombros. Miró a su alrededor yvio que uno de los marinerospreparaba un bote auxiliar parabajarlo al agua. El otroarrastraba varias cajas y barrileshasta la barandilla. Arne, queacababa de subir por la escotilla,también se acercó a la borda.Llevaba su arma al hombro y supetate a rebosar.

—Ah, ha llegado la hora de laprimera despedida —exclamó

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Beat Späni—. Nuestro vikingonos abandona para dedicarse asu verdadera profesión.

—¿A qué se refiere? —preguntó William.

—Bueno, si lo he entendidobien, durante los próximosmeses se dedicará a la cazasiguiendo la pista de animalesde pieles nobles. En inviernoson especialmenteimpermeables y valiosas.

Emilie se quedó cortada.Había olvidado que Arnedesembarcaría antes.

—¡Ah, pues claro! —exclamóWilliam, dándose golpecitos en

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la frente—. Se me habíaolvidado por completo. Enrealidad es una pena, me habíaacostumbrado a este gruñón. —Se inclinó hacia Emilie ysusurró—. Además habría sidodivertido observar cómointercambiaba golpes con elresoluto alférez.

Emilie se obligó a esbozar unasonrisa cómplice mientras sepreguntaba por qué le dolíadespedirse de Arne. ¿Por qué lemolestaba no volver a verlojamás? ¿A aquel hombrereservado cuyas bruscasmaneras habrían sido un buen

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ejemplo de comportamientoimpertinente para cualquierprofesor de buenos modales?Un hombre con el que nuncasabía si su actitud grosera sedebía a un despreciogeneralizado hacia las personaso a una antipatía especial haciaella. La inquietaba.

Emilie nunca se habíapreguntado esto acerca deLeonid, que tampoco parecíahacer mucho caso de suscongéneres. El ruso estabaabsorto en su propio mundo,envuelto en un grueso mantode melancolía que parecía tan

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imposible de atravesar como losarbustos de espinas en el cuentode la Bella Durmiente. Leonidprovocaba en Emilie unacompasión indefinida. Losposibles motivos de su tristezaocupaban a veces suimaginación. Para ella no eraimportante averiguarlos, másbien al contrario, tenía ciertoatractivo que el ruso fuera tanmisterioso.

—¡Mirad, ahí hay una cabaña!—exclamó William y sacó aEmilie de sus cavilaciones.

Miró en la dirección en la queapuntaba su brazo, hacia tierra

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firme, y avistó una pequeñachoza de madera en unaensenada. Apenas se distinguíadel gris de las piedras.

—Puede que allí sea donde sealojará Arne —dijo el suizo.

William sacudió la cabeza.—¿Realmente se propone

invernar aquí? Esa cosa tienepinta de salir volando con laprimera tormenta de nieve.

—Bueno, muchos se hanatrevido con esta aventura antesque él —dijo el suizo—. En elsiglo XVII los ballenerosingleses establecían aquí su basetodo el año. Por eso la bahía se

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llama también English Bay, ennoruego Engelskbukta.

—¡No hay nada que usted nosepa! —exclamó Emilie—.Parece una enciclopediaandante.

Entretanto Arne habíacolocado su petate sobre labarandilla y se acercó a ellos.

—Creo que debo advertiros—dijo con gesto serio—.Opino que no es buena ideallevar a cabo una expedicióncomo la que os proponéis enesta época del año.

Beat Späni lo mirósorprendido.

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—¿Y por qué no?—Porque muchas señales

indican que este año el inviernollegará muy pronto. Latormenta que acabamos deexperimentar era un indicio deello. La ruta hasta el fiordo deIs es muy larga, e incluso conbuen tiempo puede seragotadora. Si se levanta niebla ose producen tormentas de nieveenseguida se vuelveintransitable —explicó Arne—.Especialmente paraexcursionistas pocoexperimentados —añadió,mirando de reojo a Emilie.

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Emilie se cruzó de brazos y ledirigió una mirada huraña. No,no lo echaría de menos, ¿cómohabía podido creerlo siquieraun instante? ¡Qué sabelotodotan engreído!

—Como Leonid o Antonio—prosiguió Arne después deuna breve pausa—. Dudomucho de que esos dos estén ala altura de las exigencias.

Emilie apartó rápidamente lamirada. Qué estúpida habíasido al sentirse aludida por sucomentario. Ella ni siquieraparticiparía en la expedición.¡Esperaba no haberse

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sonrojado! Aparentó que estabacompletamente cautivada porun grupo de alcatraces quevolaban en círculos cerca delbarco y buscaban peces. Lasaves, del tamaño de un ganso, seprecipitaban hacia el agua y sesumergían en las olas a todavelocidad con las alas pegadas alcuerpo y las cabezas estiradaspara salir del agua pocossegundos después.

—He intentado explicarle alalférez que sería sensato acortarla expedición —dijo Arne—.Los experimentos con el globometeorológico también podrían

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llevarse a cabo perfectamente enuna montaña de Kings Bay. Y labúsqueda de una ubicaciónadecuada para una estación demedición permanente en lacosta debería posponerse hastael año que viene. —Hizo ungesto de incredulidad—. Hasido como si de prontoestuviera hablando en chino.

El suizo se echó a reír.—Oh, me creo perfectamente

que haya hecho oídos sordos asus comentarios.

Arne gruñó algoincomprensible.

—¿Estoy en lo cierto al

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suponer que el alférez Poske noha permitido que se ordene uncambio de planes a causa delclima? —preguntó Beat Späni.

Antes de que Arne pudieraresponder, una voz graznó trasellos:

—¡Cómo se le ocurrecuestionar mi autoridad a misespaldas! ¡Haga el favor de noentrometerse en los asuntosajenos!

Ottokar Poske, que habíasubido a la cubierta con elsargento Kuhn a remolque, seplantó delante de Arne, hinchóel pecho y lo fulminó con la

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mirada. Arne, que le sacaba unacabeza al alférez, le devolvió lamirada impasible. Parecíarelajado, lo que azuzó la rabiadel otro. A Poske se le hinchóuna vena en la sien, se leenrojeció la cara, cerró lospuños. A Emilie le recordaron ados niños que jugaban a pasarel mayor tiempo posible sinparpadear.

—A esto me refería antes —lesusurró William al oído aEmilie—. ¿No es divertidoobservarlos?

Arne se encogió levemente dehombros.

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—En fin, tiene razón, no es demi incumbencia. Usted es elresponsable.

Se volvió hacia el capitán, queen ese momento salía de lacaseta del timón con el práctico.Los tres se estrecharon lasmanos, se dieron palmadas en laespalda y se dijeron una y otravez:

—Lykke til! Vi sees neste år!¡Mucha suerte! ¡Nos vemos elaño que viene!

—¿No deberíamosdespedirnos nosotros también?—preguntó Emilie con laesperanza de que pareciera un

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comentario casual.—¡Pues claro! —exclamó Beat

Späni—. Dónde me habrédejado los modales.

Se acercó a Arne, William yEmilie lo siguieron. El alférezpuso mala cara, pero renunció ahacer comentario alguno. Elsuizo se colocó frente a Arne,saludó con el sombrero y dijo:

—Permítame que, en nombrede nuestro pequeño grupo, ledé las gracias por su ayuda y ledesee lo mejor para el futuro.¡Que sobreviva sano y salvo alos meses de oscuridad y frío, yque en primavera regrese a la

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civilización con un abundantebotín! —Agarró la mano deArne, la estrechó enérgicamentey exclamó—. ¡Es usted un grantipo!

Arne lo miró sorprendido,respondió a su apretón demanos y saludó con la cabeza aWilliam. Al dirigirse hacia laborda, pasó muy cerca deEmilie. Antes de que estapudiera tenderle la mano ydespedirse, se inclinó como depasada hacia su oreja y susurró:

—¡Cuídate!A Emilie se le encogió el

estómago. Su voz había sonado

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muy diferente. No bronca odesagradable como decostumbre. Sino cálida ysensible. Inmediatamentedespués saltó por encima de laborda y descendió la escalerillahasta el bote auxiliar, en el queya se encontraba uno de losmarineros, que lo llevaría aremo hasta la bahía. Emilie seapoyó en la barandilla y miróhacia abajo. Arne levantó lacabeza. Sus miradas secruzaron. Antes de que Emiliepudiera decir nada, saltó albote, lo apartó del costado delbarco y ya no volvió a volverse

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hacia ella.Los talones de unas botas

golpeados uno contra otroestremecieron a Emilie. Elsargento Kuhn se habíacuadrado ante el alférez. Junto aél, Antonio saltaba de unapierna a otra con gesto radiante.

—La macchina funziona!Possiamo telegrafare!

—Ah, nuestro manitasitaliano por fin ha puesto enmarcha su aparato telegráfico —dijo Beat Späni.

El sargento lo ignoraba. Paraél solo parecía existir OttokarPoske. Emilie le oyó hablar por

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primera vez desde que habíansubido a bordo. Las palabrassalieron disparadas de su bocacomo salvas de un arma:

—A la orden de usted:máquina funcionacorrectamente. Primera señal demorse recibida. Mala recepciónbajo cubierta. Mensajeincompleto.

Golpeó los talones de nuevoy le tendió una nota al alférez.Este la miró con el ceñofruncido y se la pasó al capitán.

—Parece una orden debúsqueda de la policía. No nosincumbe.

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El capitán leyó las escasaspalabras, se encogió dehombros, arrugó el papel y lolanzó por la borda. El viento lolevantó y lo devolvió a lacubierta. Emilie se agachó sinpensarlo, lo recogió y lo alisó.El mensaje entrecortado decíalo siguiente:

¡A todas las naves! ¡A??? ción! ¡Búsqueda +++??? bus ??? urgen ??? ma??? b +++ di ??? ero ? E??? +++ ??? dentid ???falsa ??? sospe ??? hui???+++ visto por úl ??? el

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??? de junio en ??? +++pist ??? a ???licía ?tromsø +++¡recompensa!

¿Era eso lo que se sentíacuando se le helaba a uno lasangre en las venas? Emilie seapoyó en la barandilla y tratóde respirar. Pensaba a todavelocidad. Por fin habíasucedido la catástrofe. Seguroque el telegrama se refería a ella,de eso no tenía ninguna duda.¡La buscaba la policía! Veíamanchas oscuras, le temblabanlas rodillas y el corazón parecía

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querer salírsele del pecho.

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36

Ny Ålesund - Spitsbergen, juliode 2013

El compañero de Kåre, unfísico atmosférico, respondía alestereotipo que Hanna tenía delos noruegos. No era por suaspecto. Sven Birkedal era dealtura media, tenía el pelooscuro y era de constitución

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fina. Eran sus manerasreservadas y los monosílaboscon los que se dirigía a Hanna.

—No te lo tomes como algopersonal —le dijo Kåre al oídocuando salieron del comedor dela mano y caminaron detrás deSven hacia los pies de lamontaña Zeppelinfjellet, sobrela que el Instituto Ártico deTromsø operaba una estaciónde investigación. Kåre llevabaconsigo un nuevo aparato demedición con el que debíasustituir un modelo antiguo.

»En general Sven no seentiende muy bien con la gente.

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Prefiere sus instrumentos y susdatos. A veces tengo la sospechade que es como un cyborg.Parece sobrevivir sin dormirapenas, por lo que sé no tienefamilia, también trabaja enfestivos, durante las vacacionesvisita otras estaciones científicasy considera la ingesta dealimentos un mal necesario paramantener el motor en marcha.—Torció el gesto—. Una vez loinvité a comer con Leif y Line yme trabajé un menú de tresplatos. Pero la verdad es quepodría haber servido pizzacongelada o raviolis de lata.

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Pidió ketchup antes de dar elprimer bocado, imagínate.«Para que pase mejor», nosexplicó —dijo Kåre y seestremeció.

Hanna se rio entre dientes. Seimaginaba perfectamente lohorrorizado que se habríasentido al tratar el otro apatadas sus habilidadesculinarias.

—Sospecho que esligeramente autista —prosiguióKåre en voz baja—. No es enabsoluto su intención ofender ala gente. Sencillamente vive ensu propio universo. Pero es un

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científico brillante.La cabina roja de un funicular

los llevó hasta el edificio de laestación, situada a unosquinientos metros de altura enla montaña Zeppelin, donde losnoruegos medían veinticuatrohoras al día la concentración dedióxido de carbono en el airedesde finales de los ochenta. Alllegar arriba, Sven, que no habíadicho ni una sola palabra entodo el trayecto, se dirigió aHanna y, en tono de portavozde prensa, anunció:

—Este laboratorio tiene unaimportancia capital para la

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vigilancia de la atmósfera. Losdatos que se recogen permitenanalizar con informaciónfundada los cambios en elozono de la estratosfera, laintensidad de los rayos UV y lacreciente concentración desustancias nocivas en el aire. Sepuede decir sin exagerar que setrata de uno de los puntos dereferencia más importantes parael control del clima a nivelmundial.

—¿Y qué distingueexactamente a este lugar? —preguntó Hanna.

—Estamos tan lejos de la

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civilización que las fuentes decontaminación prácticamenteno afectan la investigación —respondió Sven—. Así, porejemplo, podemos identificarcon exactitud indicios deldrástico incremento en losniveles de dióxido de carbono.

Kåre asintió y añadió:—Además, se mide la

concentración en el aire demuchas otras sustanciasconocidas como gasesinvernadero, entre otros elmetano, el monóxido decarbono o elclorofluorocarburo, es decir,

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CFC. Asimismo, se investiga eltamaño y la distribución de laspartículas en la atmósfera, asícomo distintas partículasanorgánicas como por ejemploel mercurio. También se analizael contenido de lasprecipitaciones.

—¿Y qué hay de las emisionescausadas por las calefacciones,los trineos a motor y losbarcos? —preguntó Hanna yseñaló hacia abajo, a las casas dela bahía.

—La estación está casi siemprepor encima de la capa inversora—dijo Kåre—. Eso significa

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que las sustancias nocivasgeneradas en el pueblonormalmente no llegan hastaaquí arriba y por lo tanto no...

—Olvidas a los turistas enverano —lo interrumpió Sven—. Cuando atraca aquí uncrucero gigante de esos, depronto tenemos veinte vecesmás turistas que investigadores.

—Cierto —dijo Kåre—. Esalgo que tiendo a olvidar. —Prosiguió dirigiéndose a Hanna—: Un barco de pasajeros comoesos puede producir másemisiones en un solo día que lacentral alimentada con diésel

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para el suministro del pueblo entodo un año.

—Y eso dificulta el análisis denuestros datos —gruñó Sven ysiguió hacia la entrada deledificio.

Kåre se acercó a Hanna, que sehabía vuelto hacia el fiordo ydisfrutaba de la vista. Una vezmás estaba asombrada por lotransparente que era el aire, quehacía que todo pareciera estarmás cerca: las cumbres de lasmontañas que se alzaban al esteal final del brazo de mar trasdos impresionantes glaciares, ouna isla situada entre Ny

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Ålesund y la otra orilla. Todoparecía estar a tiro de piedra.

—Desde aquí arriba esespecialmente fácil observar lasconsecuencias del cambioclimático —dijo Kåre—. Esaisla de ahí se llamaBlomstrandhalvøya, es decir, lapenínsula de Blomstrand.Cuando se cartografió esta zonahace unos cien años, aún sepensaba que estaba unida alcontinente que se ve detrás.Pero no era más que la masa delhielo del glaciar de Blomstrand,que con el tiempo se hareducido considerablemente.

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—¿Vienes? —gritó Sven.Sonaba impaciente.

Kåre sonrió a Hanna a modode disculpa.

—Será mejor que le montecuanto antes su nuevo juguete.Apenas puede esperar a probarpor fin el instrumento demedición que he traído. Medaré prisa. Si te apetece, despuéspodemos hacer una pequeñaexcursión por el glaciar yvolver al pueblo a pie.

—Me encantaría. Te esperoaquí fuera —dijo Hanna—.Estas vistas son sencillamenteimpresionantes. Haré un par de

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fotos.Kåre le cogió la cara con las

manos y la besó tiernamente enlos labios. Hanna resistió latentación de abrazarse a él.

—Ve, si no, no te soltaré —susurró.

Le habría gustadorepantingarse con él en el bancoque había pegado a la pared dellaboratorio besándose comoadolescentes.

Kåre le dio un beso más, leacarició la mejilla y desaparecióen el interior de la estación.Hanna lo siguió con la mirada.Le vino a la mente una cita de

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Ernst Bloch, cuya filosofíautópica la entusiasmaba en suépoca de estudiante: «El amores un viaje a una vidacompletamente nueva.» Unaidea emocionante. En pocosdías había llegado a otro puntode inflexión. Cerró los ojos,abrió mentalmente el cuadernode los balances y respondió alas preguntas:

1. Fecha y motivo de lanota

martes, 9 de julio de20132. ¿En qué situación

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estoy?a) En mi vida privadaEn los inicios de un

nuevo amorb) Colegio / estudios

/ profesiónEn los inicios de una

nueva carrera comoperiodista3. ¿Grado de

satisfacción en una escalade 0 a 10?

104. ¿Me gustaría cambiar

algo?a) Nob) Sí:

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Si es así, ¿quéexactamente?

5. ¿Qué puedo hacerpara lograrlo?

¿Dónde me veodentro de cinco años?

Hanna abrió los ojos. Noquería responder a la últimapregunta. No quería estropearla felicidad del momento,aquella magia que sedesvanecería si la lastraba conimágenes del futuro.

Respiró profundamente ydejó vagar la mirada sobre elpaisaje. En una descripción de

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Spitsbergen, Hanna había leídoque la naturaleza delarchipiélago lo transportaba auno como en una máquina deltiempo más de doce mil añosatrás, al pasado de EuropaCentral, exactamente al final dela Edad de Hielo. En vista delretroceso de los glaciares, lasmorrenas recientes con su grancantidad de rocalla, lassuperficies cubiertas de gravillay la tundra sobre el permafrost,comprendió la referencia. Más omenos ese aspecto había debidode tener en su día la regiónprealpina y otras zonas que

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hubieran pasado siglos bajo unacapa maciza de hielo. ¿Cuántotardarían las morrenasterminales en transformarse encolinas verdecidas?

Kåre salió un cuarto de horadespués. Levantó dos bastonesen el aire y exclamó:

—Ya podemos irnos.También he cogido suelas conclavos para los zapatos.

Después de equiparse deforma apropiada para el glaciar,rodearon la estación ycomenzaron a descender por laparte trasera hacia el VestreLovénbreen, que cubría una

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depresión entre variasmontañas. Este glaciar tambiénllegaba al litoral hasta pocasdécadas atrás. Al igual que susvecinos, ahora no dejaba dedisminuir. A lo largo delcamino las zonas de nieve sealternaban con grava, en unpunto tuvieron que saltar unarroyo de deshielo, y Hanna sedetenía una y otra vez parasacar fotos. Cuando alcanzaronel borde del glaciar, Kåre le tocóel brazo, se llevó un dedo a laboca y señaló con la otra manouna llanura de lodo que seextendía junto a la zona de

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grava. A unos veinte metros deellos había dos renos quehabían girado las cabezas haciaellos. No parecían asustados, alcontrario, se acercaron un pocoy los examinaron con susgrandes ojos negros. Eranbastante más pequeños que losrenos que Hanna había vistohasta entonces en zoos ydocumentales de animales.Estos tenían piernas cortas yfuertes, un cuerpo compacto yla cabeza rechoncha.

—Qué monos —susurróHanna.

—Sí, los renos de Spitsbergen

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son especiales —respondióKåre—. Una subespecie propiaque solo vive aquí y que se haadaptado a las circunstanciasextremas. Al contrario que suscongéneres del continente,apenas migran ya que aquí nohay pastos de verano einvierno. Además, no viven engrandes manadas, sino que sereparten por el archipiélago ensolitario o en pequeñas familias.

—¿Encuentran suficientecomida aquí? —preguntóHanna—. Por lo que sé, losrenos se alimentan sobre todode líquenes, ¿no?

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—Sí, normalmente sí. Sinembargo, aquí devoran todo loque tenga raíces y hojas obriznas. En verano recorren losaltiplanos pastando casiininterrumpidamente. Por esotambién se los conoce como los«aspiradores de la tundra» —explicó con un guiño.

—Pero el verano es cortísimo,¿qué hacen los pobres en elinvierno eterno? —preguntóHanna.

—La peor época es laprimavera, cuando las reservasde grasa se han consumido y eldeshielo seguido de heladas

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cubre la tundra con una capa dehielo impenetrable. Es entoncescuando muchos animalesmueren de hambre.

Después de que Hanna losinmortalizara con la cámara,Kåre y ella siguieron bajandohacia la orilla del fiordo. Enalgunas zonas avanzaban muylentamente. En la gravilla sueltadebían prestar una atenciónextrema para no perder elequilibrio o torcerse un tobillo.El sol ya estaba muy al sur ycaía con fuerza sobre ellos.Hacía tiempo que Kåre yHanna se habían abierto las

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cremalleras de sus anoraks y sehabían deshecho de los gorros.El esfuerzo que exigía lacaminata sobre el terrenoirregular, no solo físico sinotambién de concentración, hacíaque Hanna sudara aún más.

Al inclinarse sobre un fósilque había descubierto entre dosfragmentos de roca, resbaló.Para no caerse, pisó una ranurallena de nieve. Fue un paso enfalso. Braceó, perdió elequilibrio y se precipitó deespaldas hacia una gruta. Chillóy al mismo tiempo oyó queKåre gritaba asustado su

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nombre. Esperando undoloroso golpe contra rocaspuntiagudas, cerró los ojos confuerza. Aterrizó con un ruidosordo sobre algo blando.Suspiró sorprendida. ¿Quéhabía frenado su caída? Abriócuidadosamente los ojos.Apenas veía nada en lapenumbra de la estrechacavidad en la que se encontraba.Parpadeó varias veces paraacostumbrarse a la oscuridad,giró la cabeza y gritó con todassus fuerzas. ¡Junto a ella habíauna mano!

—¿Hanna?

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Oyó la voz de Kåre en ladistancia. La sangre latía en losoídos y amortiguaba cualquiersonido. Hanna se puso tensa ypalpó debajo de sí misma concuidado. Sus dedos tocaron untejido grueso. Se volvió tantocomo le fue posible en aquelespacio tan estrecho. Doscuencas vacías la mirabanfijamente. A Hanna se le escapóun graznido de horror. ¡Habíacaído sobre un cadáver!

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Kings Bay - Svalbard, junio de1907

«¡No te desmayes ahora, porDios!», se suplicó Emilie a símisma mirando fijamente lanota, cuyos huecos entre lasletras se habían rellenado comopor arte de magia en su cabezaformando el siguiente mensaje:

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¡A todas las naves!¡Atención! ¡Búsquedapolicial! Se buscaurgentemente:Maximilian Berghoff,estudiante soltero deBerlín. Identidad falsa.Sospechoso de huida.Visto por última vez el??? de junio en Saßnitz.Pistas a la policía deTromsø. ¡Recompensa!

Miró a los demás de reojo.¿Había despertado sospechas sucomportamiento? No, nadie leprestaba atención ni hacía

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amago de acercarse a ella. BeatSpäni había logrado entablaruna conversación sobre el artedel morse con el sargento, tanparco en palabras. El hombrepareció florecer, y lo informóencantado. Al parecer duranteel servicio militar activo habíapertenecido a un batallón detelegrafía y los conocimientosque había adquirido allí eran elprincipal motivo por el que elalférez Poske lo habíacontratado para la expedición.

William estaba al otro lado dela cubierta con sus prismáticosy observaba las aves que

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anidaban en las rocas de PrinsKarls Forland. El alférez Poskehabía regresado al interior delbarco con Antonio, el capitáncharlaba con el práctico junto almástil de proa y esperaba lavuelta del marinero que habíallevado a Arne a remo a la orillade la bahía.

El corazón de Emilie sesosegó. Incluso aunque en casaya se hubieran dado cuenta deque había viajado al norte enlugar de su hermano y hubieranpedido a la policía que laencontrara, a bordo del Isflaknadie sabía nada.

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«Ahora debes mantener lacalma —se advirtió—. ¿Quiéndice que la policía te estébuscando a ti? Pensándolobien, es más bien improbable.»Emilie se enfrascó de nuevo enla transcripción del mensaje enmorse incompleto. Estabadirigido «a todas las naves».¡No concretamente a esta! ¿Ypor qué tendría quemencionarse expresamente elestado civil de la personabuscada o suponer que era unafugitiva? Había muchas formasposibles de completar las letrasque faltaban, tantas como

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diferentes contenidos delmensaje. Cuanto más observabael telegrama, menos plausible leparecía su primerainterpretación. No teníasentido preocuparseinnecesariamente. En esemomento no podía averiguar aqué venía aquella búsqueda.Respiró hondo, se metió elpapel en el bolsillo de lachaqueta y se acercó a ayudar almarinero, que entretanto habíaregresado al barco e izaba abordo el bote auxiliar conayuda de la polea.

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El Isflak siguió navegandohacia el norte, rodeó lapenínsula de Brøgger,bautizada en honor alminerólogo WaldemarChristopher Brøgger, y seadentró en Kings Bay. Echaronanclas delante de una extensaensenada frente a una penínsulaque nacía en la costa norte.Unas escarpadas montañas concumbres y crestas cubiertas porla nieve se alzaban detrás de laamplia playa, en la que Emiliedivisó el destino de su viaje:una pequeña cabaña de madera.En medio de aquel paisaje

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primitivo de cantos rodados yhielo, parecía extrañamenteperdida y desprotegida. Laimagen emocionó a Emilie. Unaporción diminuta decivilización humana, un intentoaparentemente obstinado decrear un hogar en aquel paisajeinhóspito.

William tenía razón, parecíauna locura querer pasar elinvierno ártico voluntariamenteen una cabañita como esa.Azotado por el viento,amenazado por los osos polaresy el escorbuto, sin posibilidadde acudir a un médico en caso

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de urgencia; y todo ello a solasen la oscuridad. Sería necesariauna salud mental de hierro parano perder el juicio en esascircunstancias. Emilie pensó enArne. ¿Qué le atraería de lasoledad? ¿Las ganas deaventura? ¿O el desprecio a laspersonas? ¿Acaso no tenía unafamilia que se preocupara porél? ¿Una esposa que loesperara? ¿O era tan pobre quedebía abandonar a su amadadurante meses para ganarse lavida como trampero?

El traqueteo de la cadena delancla interrumpió las

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cavilaciones de Emilie ydesencadenó una granactividad. Los dos marineroslanzaron los botes auxiliares alagua y comenzaron a subir acubierta y cargar el equipo de laexpedición y las provisiones.Los pasajeros empaquetaronsus cosas, guardaron en undepósito lo que no necesitaríandurante el trayecto y seaseguraron de que no olvidabannada importante. Algunosaprovecharon la últimaoportunidad de enviar cartas ypostales a casa. El Isflak lasentregaría en el fiordo de Is,

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donde esperaría a los miembrosde la expedición, a un vapor deturistas o a un barco pesquero,para que las llevaran a Tromsø.Emilie también se sentó a lamesa de la cámara y escribióunas líneas a sus padres.

Spitsbergen, junio de 1907

Querida madre,querido padre:

El final de mi viajeártico se acerca y deboreconocer que lolamento profundamente.Sobre todo desde la

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llegada del alférez Poske,que guiará la auténticaexpedición. ¡Cómo megustaría participar enella! Además de la valiosaexperiencia que se reúneen este tipo de empresas,aprendería mucho de estehombre ambicioso ydecidido que en pocotiempo se ha convertidoen un magnífico ejemplopara mí.

Emilie se detuvo. ¿Seríademasiado? ¡Bah! En primerlugar, era cierto que le habría

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gustado quedarse más tiempoen Spitsbergen. Y, en segundolugar, no estaba mal que suspadres pensaran que Maxadmiraba a un hombre comoOttokar. Al fin y al cabo yaopinaban que sería el esposoadecuado para su hija. Emilietorció el gesto y siguióescribiendo:

Así que en pocosminutos pondré el pie enel reino de los osospolares. El nombre«Ártico», que deriva dela palabra griega para

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oso, arktos, adquiere enSpitsbergen un doblesignificado. En realidadse acuñó en referencia ala constelación de la OsaMayor, que más allá delcírculo polar nunca seoculta tras el horizonte.A ella le debe su nombrela región que se extiendebajo ella. Laprobabilidad deencontrarse con uno delos miles de osos polaresque viven en Svalbard esespecialmente alta enverano porque no hay

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banquisa y la superficiepor la que puedenmoverse los animales esmenor. Así que confío enpoder cumplir con elfavor que me pidióKlothilde y cazar elsouvenir que desea.

Emilie sonrió burlona. Seimaginaba vívidamente a suspadres reaccionando a esta venamarcial que su hijo menor habíaadoptado de repente: la madrecon un ligero disgusto quejamás admitiría, y el padre conalivio porque el hijo pusilánime

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finalmente se había curtido y sehabía deshecho de sus remilgos.Menos mal que nunca seenterarían de que no teníaninguna intención de cazar unoso polar por sí misma. Al fin yal cabo había muchoscomerciantes de pieles a los quepodría comprar una piel decamino de vuelta a Alemania.

Saludad por favor demi parte a Klothilde ypor supuesto también aFriedrich. Por cierto,¡debe saber que puedeconfiar plenamente en

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mí! Por desgracia hoydebo ser breve y por esono puedo escribirles unacarta a ellos.

¡Espero que estéistodos bien! ¿Qué sabéisde Emilie?

Afectuosamente,

Vuestro MAXIMILIAN

Escribió la dirección en lacarta y subió a la cubierta,donde poco a poco se reuníantodos los pasajeros y latripulación. Antes de lasdespedidas, el alférez Poske les

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pidió que se colocaran delantedel mástil de proa y encargó aLeonid que tomara unafotografía del grupo. Cuando sedio cuenta de que al parecer noentendía el alemán, se le formóuna arruga en la frente.

—¡Qué fastidio! Habíapedido expresamente unfotógrafo que hablara alemán—dijo—. Dado que el dueño dela agencia es de origen silesio,supuse que no sería unproblema. Bueno, así tendráque ser.

Indicó con gestos a Leonid loque se esperaba de él. El

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sargento Kuhn acercó una cajaidentificada con un letrero delatón como propiedad de la«Agencia de fotografía CarlOswald Bulla, SanPetersburgo». En ella había untrípode, una cámara de fuellecon forma de caja y unmoderno aparato de carrete quepodía llevarse colgado delcuello con una cinta. El ruso nodio señal alguna de quererayudar a colocar el trípode.Observaba al sargento con loshombros caídos y una vez mása Emilie le recordó a un osotriste.

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—No puedo evitarlo —le dijoen voz baja a William, queestaba junto a ella en la últimafila—. Tengo la impresión deque es la primera vez queLeonid ve esta caja y sucontenido y de que no tiene niidea de qué hacer con todo ello.

William se encogió dehombros y se dispuso areplicar.

—Scusi, per favore! —exclamó Antonio, se abrió pasojunto a ellos, corrió hacia elsargento Kuhn y se arrodillóante la caja—. Che bellamacchina fotografica!

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Cogió la cámara pequeña congesto reverente y la examinópor todos lados. Mientras tantoel sargento Kuhn atornillaba lacámara de fuelle al trípode.Cuando terminó, se apartó eindicó a Leonid con un gestode la mano que empezara conlas fotografías.

Antonio dejó la cámara, selevantó y dirigió su atención ala cámara grande, que aumentósu entusiasmo y lo llevó aexclamar cosas como «Moltospeciale!» y «Che belmodello!». Finalmente se volvióhacia Leonid, señaló

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alternativamente el aparato y así mismo y lo miró con gesto desúplica. El ruso se encogió dehombros, asintió apáticamentey le hizo un gesto cansado deinvitación. Antonio se colocótras el trípode con una sonrisatan amplia como si hubieraganado el mayor premio de lalotería y se preparó para laprimera instantánea.

Después de que las imágenesse guardaran en la caja, el alférezPoske se colocó ante el grupo,hinchó el pecho, se retorcióhacia arriba las puntas delbigote y anunció en voz alta:

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—¡Señores! Este es el iniciode una importante misión. Mellena de orgullo tener el honorde dirigirla. Tanto más porcontar esta con el beneplácitoexpreso del emperador alemán.

—Escuchad, escuchad —musitó William—. Si realmentele importara tanto alemperador, habría financiado lamisión como es debido y nohabría puesto al obedientealférez en el apuro deemprender la marcha congentuza dudosa de todos losrincones del mundo quedifícilmente compartirán su

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entusiasmo por Su Majestad.—¡Pst! —hizo Emilie, dando

un codazo a William en elcostado mientras le daba larazón en silencio. Era graciosoque únicamente hubiera unalemán más aparte del sargentoentre los que escuchaban aPoske, y que este ni siquierafuera un hombre. ¿Cómoreaccionaría el alférez si losupiera? Posiblemente se lotomaría como una afrentapersonal y se sentiría herido ensu honor de soldado, significaraeso lo que significara para él.Entretanto Poske había

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proseguido con su discurso ydecía:

—El ObservatorioMeteorológico Lindenberg,que ha auspiciado estaexpedición, fue inaugurado porel mismísimo emperadorGuillermo II hace dos años, queapoya fervorosamente lainvestigación de las corrientes ylas condiciones climáticas de laregión ártica, y en especial de lacosta occidental de Spitsbergen,para favorecer así lascircunstancias necesarias parafuturos vuelos al Polo Norte.Al fin y al cabo es un gran

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promotor de los avancestécnicos y está profundamenteinteresado en la exploraciónde...

Emilie oyó un leve resoplidoque la distrajo. Por el rabillo delojo vio que William hacíagrandes esfuerzos por contenerun ataque de risa. Le pisó el pie.A ella le resultaba más fácilmantener la compostura, ya queel estilo pomposo y el tonopatético con el que OttokarPoske pronunciaba su discursole eran de sobra conocidos.Podría ser su hermanoFriedrich quien estuviera allí

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ante ellos. Ambos seentenderían a la perfección; ocompetirían ferozmente por verquién profesaba más lealtad alemperador. Al imaginar aFriedrich y al alférezintentando superarsemutuamente en retórica patriotay pavoneándose como gallos deun lado a otro, el gesto estoicode Emilie se contrajo. ¡Nodebía mirar a William! Sumirada divertida y centelleantela contagiaría y se echaría a reíra carcajadas. Miró fijamente unpunto detrás de la cabeza dePoske y se obligó a resolver

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complicados ejercicios decálculo, un remedio probadocontra los ataques de risaindeseados.

El alférez finalizó su arengapoco después y dio orden deabandonar el barco. Los dosmarineros tuvieron que remar ala orilla y regresar varias veceshasta que todo el equipaje, lascajas, los sacos y las cestasestuvieron en tierra. Finalmentellevaron a los pasajeros. Elcapitán se despidió con unfirme apretón de manos deEmilie, que fue una de lasúltimas en desembarcar, y le

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agradeció su valiosa ayuda.—Puede que nos volvamos a

ver cuando el barco desuministro te recoja y te lleve aTromsø. También hará escala enel fiordo de Is, donde nosotrosanclaremos de tres a cuatrosemanas para esperar a losdemás —dijo.

—¿Qué haréis allí todo esetiempo? —preguntó Emilie.

No podía imaginar que elcapitán pudiera pasar tressemanas tumbado a la bartola.

—Saldremos de caza —respondió—. Es una forma deganarse un buen sobresueldo. A

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los comerciantes de Tromsø,mejor dicho, a los viajeros devacaciones les encantan lascornamentas de reno, las pielesde foca y oso polar, loscolmillos de morsa y las avesdisecadas.

Le hizo un gesto con lacabeza, se llevó una mano algorro y caminó pesadamentehacia el timón. Emilie pasó porencima de la barandilla e hizoque la llevaran a remo a la bahía.En la playa se amontonaban losbultos. El alférez Poske ladrabaescuetas órdenes indicandoquién debía llevar qué a dónde.

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A excepción del sargento, nadiehacía amago de obedecer susinstrucciones. William estabaabsorto observando una madreeider que pasaba nadando porel fiordo con sus crías. Leonidprobablemente estuviera en lacabaña. Antonio estaba sentadoen una roca, pálido, ygimoteaba en voz baja. Alparecer estaba afectado por lacorta travesía. Beat Späni ledaba palmaditas de consuelo enel hombro. Cuando el alférezabrió la boca para dar otraorden, el suizo se acercó a él ydijo:

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—Querido, no estamos en uncuartel. ¡Haría bien en moderarsu tono! Un poquito deamabilidad no estaría mal.

Ottokar Poske puso cara dedesprecio y siseó:

—¡Malditos civiles! —Agarróuna caja y marchó hacia lachoza.

Beat Späni lo siguió con lamirada y murmuró:

—Todavía la vamos a tener.—¿A qué se refiere? —

preguntó Emilie.—Tendremos problemas con

él. A juzgar por cómo se las da.Bueno, esperemos que entre

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pronto en razón y no insista entratarnos como a subalternos.

Emilie se encogió dehombros, levantó un barril conarenque en escabeche, echó unúltimo vistazo al Isflak, que sealejaba, y siguió al alférez.

Las siguientes dos horas lasdedicaron a llevar el equipaje ala cabaña, montar una tienda decampaña, reunir leña, encenderel fuego, preparar comida,recoger agua de un arroyoglaciar y acomodarse.

—¿Dónde se han metidonuestro suizo y Leonid? —

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preguntó William, buscando asu alrededor. Junto con Emilie,acababa de instalar tres catres enla tienda y los había acolchadocon pieles, ya que las dos camasdobles de la cabaña soloofrecían sitio para cuatropersonas. Por la puerta de lachoza salían ruidos y un aromaa pan tostado. El sargentoKuhn se había hecho cargo delprimer turno de cocina ytrajinaba armando escándalo. Elalférez Poske estaba sentado enun tronco de árbol colocadoante una de las paredes de lachoza a modo de banco y

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limpiaba su arma. Antoniobuscaba tablones adecuadospara construir una base para suaparato telegráfico entre lastablas de madera de barcosaccidentados que habían sidoarrastrados a la orilla a lo largode los siglos.

—Buena pregunta —respondió Emilie—. No sabríadecir cuándo los he visto porúltima vez.

William echó un vistazo a lacabaña y negó con la cabeza.

—No, dentro tampoco están.—¿Quién no está dentro? —

quiso saber el alférez Poske.

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—Beat Späni y el ruso —respondió Emilie.

—¿No se les había encargadoque buscaran leña?

—No, de eso me habíaencargado yo —dijo ella yarqueó las cejas—. Paraentonces, de hecho, ya habíandesaparecido.

El alférez apartó su arma y sepuso en pie. Se le formó unaarruga de enfado en la frente.

—¡Es un motín! —dijo contono frío—. Ha llegado elmomento de apretarles lastuercas. —Miró a Emilie a losojos—. Usted está expresamente

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excluido de esto. Hecomprobado con satisfacciónque no da usted el menormotivo de queja. Al contrario,es serio, ayuda y cumplediligentemente con sus tareas.Su padre parece ser muyexigente. Estoy seguro de quese sentiría orgulloso de usted sipudiera verlo en este momento.

Ottokar Poske le hizo ungesto con la cabeza ydesapareció en la cabaña.William imitó un saludo military dijo con tono burlón:

—Solicito permiso paratransmitirle mis felicitaciones.

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¡Es un honor para mí poderservir junto a un camaradaalabado por las más altasautoridades!

Emilie puso los ojos enblanco e hizo un gesto derechazo con la mano. Loselogios de Poske le habíanprovocado sentimientosencontrados. Por una parte, ypara su asombro, se sentíahalagada. ¡Su actuación habíaconvencido al prototipo delhombre alemán severo!Destacar a ojos de OttokarPoske en su papel de hombreera un buen espaldarazo. Al

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mismo tiempo, la molestaba suactitud despectiva.

En lo más profundo de susubconsciente sentía además unmalestar difuso provocado porla desaparición del suizo y deLeonid. Al igual que enSaßnitz, cuando había estadopreocupada por Max, un malpresentimiento se apoderó deella.

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Ny Ålesund - Spitsbergen, juliode 2013

—Hanna, ¿estás bien? ¿Te hashecho daño?

La cabeza de Kåre asomó alborde de la grieta. Hanna nopodía distinguir su rostro acontraluz. Sonaba preocupado.Extendió un brazo hacia ella.

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—¿Puedes cogerte de mimano?

Hanna quería responderle,asegurarle que estaba ilesa. Noera capaz de producir ningúnsonido. Comprendió por qué sedecía que «el miedo paraliza»:la expresión describía su estadocon bastante precisión.

—¡¿Hanna?! —Kåre seinclinó más hacia ella.

«Venga, cógete de su mano»,se ordenó Hanna. Levantó elbrazo como a cámara lenta,agarró la mano de Kåre y sintióque la sacaba del agujero de unfuerte tirón. La puso en pie con

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cuidado, le agarró por loshombros y la observó conatención.

—¿Te duele algo? Puede quehayas sufrido una conmoción.

Hanna negó con la cabeza.—Dios mío, ¡estás temblando!

—exclamó Kåre—. Será elshock.

La abrazó con fuerza. En esemomento Hanna se dio cuentade que tiritaba como siestuviese helada de frío. Elcontacto y el calor de su cuerporelajaron su entumecimiento.

—Ha... ha... un mu... —balbuceó después de un rato.

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Los dientes le chocaban contanta fuerza que apenasconseguía pronunciar una solapalabra.

—Está bien, está bien —murmuró Kåre y le acarició laespalda.

—¡No, no está bien! —consiguió decir Hanna.

—Entonces, ¿estás herida?Hanna respiró hondo. El

castañeteo de dientes cesó.—No, yo no. ¡Pero ahí abajo

hay un muerto!Kåre se apartó de ella y la

miró sorprendido.—¿Un cadáver? ¿Aquí?

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«Seguramente cree que soyuna exagerada —pensó Hanna—. Si yo fuera él, es probableque pensara lo mismo.»

—Compruébalo tú mismo —le dijo.

Kåre se acercó con cuidado alborde de la grieta y miródentro.

—¡No puede ser! —exclamó—. ¿Cómo ha llegado ahí?

—Y sobre todo: ¿cómo hamuerto? —dijo Hanna,agachándose también sobre lagrieta—. ¡Puede que lo hayanasesinado!

No pudo evitar imaginar al

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huraño colega de Kåre, Sven,golpeando con una pala en lacabeza a un turista que sehubiera acercado sin permiso ala estación científica y lohubiera molestado, ydeshaciéndose después delcadáver en la grieta, que eninvierno se habría cubierto denieve.

—Bueno, me cuesta imaginarque haya sido así —respondióKåre—. Aquí prácticamente nohay criminalidad. Los únicosasesinatos que han tenido queinvestigarse en las últimasdécadas han sido los de osos

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polares. Si se ha disparado a unoso, se debe demostrar alsysselmann que ha sido enlegítima defensa. De locontrario se deben pagar multasmuy elevadas.

Hanna cruzó los brazos y seabrazó. Se avergonzaba dehaber creído capaz de semejantecrimen a un conocido de Kåre.Solo por ser un poco extraño yexcéntrico.

—¿Será un turista que hasufrido un accidente? ¿O uncientífico? —reflexionó en vozalta.

—Mmmh, puede ser —dijo

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Kåre—. Pero si hubieradesaparecido alguienúltimamente nos habríamosenterado. Sería la comidilla enNy Ålesund. Al fin y al caboaquí muy pocas veces sucedencosas extraordinarias.

—Si viajaba solo pasaría untiempo antes de que alguien loechara en falta —comentóHanna.

—Claro. Pero sea como seadebemos avisar a la policíaenseguida.

—¿Hay policías aquí? —preguntó Hanna.

Kåre asintió.

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—El sysselmann también es eljefe de policía.

Sacó su teléfono del bolsillode la chaqueta, marcó unnúmero y dijo algo en noruego.Al parecer su mensaje fuerecibido con escepticismo, yaque Hanna lo oyó hablar coninsistencia:

—Ja, et lik! Uten tvil, en død!Jeg er sikker på!

Se volvió hacia Hanna y pusolos ojos en blanco. Finalmentecortó la conversación y dijo:

—Al principio creyeron queera una broma pesada. Pero vana enviar a un par de agentes con

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el helicóptero desdeLongyearbyen. Debemosquedarnos aquí, no tocar naday ocuparnos de que no seacerque nadie. —Esbozó unasonrisa ladeada—. Sobre todozorros u osos hambrientos.

Hanna se estremeció. Volvió aponerse el gorro y se acurrucóen su anorak. A medida que elshock cedía, volvía el frío. Pateócon las piernas y se frotó losbrazos para entrar en calor.

Kåre guardó el teléfono, abriósu mochila y sacó un termo ydos vasos de latón.

—Creo que un café caliente

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nos sentará bien —dijo,abriendo la tapa.

—Eres maravilloso —dijoHanna—. Justo estabapensando en lo bien que mesentaría beber algo caliente.

Kåre le tendió un vaso lleno yse inclinó de nuevo sobre lamochila.

—¿Y quizás algo más fuertepara el susto? —preguntó y letendió una botellita con unlíquido dorado después dehaberle quitado el corcho.Hanna lo cogió y lo olfateó.Percibió un fino aroma a miel,canela y clavo.

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—Mmmh, huele bien —dijo—. ¿Qué es?

—Un licor de miel que lleva elbonito nombre de «garra deoso» —respondió Kåre—. Loha hecho mi madre. Siguiendouna antigua receta de PrusiaOriental.

Hanna lo miró asombrado.—¿Y cómo ha dado tu madre

con una receta de allí?—Durante la guerra vivió

algunos años en una granja enMasuria —explicó y sonrió alver la expresión incrédula deHanna—. Mi madre ha tenidouna vida bastante agitada.

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Algún día debería reuniros. Suhistoria merece la pena de sercontada. Y creo que tú serías lapersona perfecta para hacerlo.

Kåre extendió su vaso. Hannabrindó con él y no pudo evitarreír entre dientes. Allí estaba, enmedio de la naturaleza, rodeadade rocas prehistóricas, a menosde dos metros de distancia deun cadáver, esperando a lapolicía, charlando sobre recetasde licores y permitiéndosebeberlos a plena luz del día.

—No había sido así comohabía imaginado nuestraexcursión —dijo Kåre con una

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media sonrisa—. Siento que...—¡Tranquilo! —lo

interrumpió Hanna—. En losúltimos dos días he vivido másemociones que en los últimosdiez años.

Media hora escasa después, elfuerte ruido de un motoranunció que el helicóptero seaproximaba. Aterrizó a ciertadistancia de ellos.

Los rotores aún girabancuando una mujer joven se bajóde un salto. La gorra azul quellevaba tenía un emblemadorado con un león. En la parte

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trasera de su chaqueta se leíaPolitiet. La seguían doshombres que cargaban con unacamilla.

—Hei! —saludó, y dijo algoen noruego que Hanna noentendió. Kåre le respondióseñalando a Hanna. La joven sedirigió a ella y le preguntó eninglés fluido—: ¿Así que te hastropezado con el muerto?

—Más bien he caído sobre él—respondió Hanna,estremeciéndose ligeramente alrecordar la caída y el aterrizajesobre aquel cuerpohorripilante.

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—Bueno, pues echemos unvistazo —dijo la policía, sacóuna linterna de su cinturón eiluminó la grieta.

Sus compañeros llegaron ydejaron la camilla en el suelo.Uno de ellos hizo fotos delcadáver y del lugar en el que lohabían encontrado, el otropreparó las correas con las querescatarían al muerto de la fosa.

—¿Hay algún desaparecido?—preguntó Kåre cuando lajoven se hizo a un lado y dejósitio para que los hombresrecuperaran el cadáver.

—No, no hemos recibido

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ninguna denuncia. Por eso alprincipio no creíamos lo quenos contabas.

Poco después supieron porqué nadie había denunciado ladesaparición de ningún turistao investigador. Después de quelos dos hombres hubierancolocado el cadáver sobre lacamilla, la policía le echó unprimer vistazo.

—Este lleva una buenatemporada ahí abajo —exclamó.

Hanna y Kåre se acercaron ala camilla. No hacía falta serforense para confirmar lasuposición. Las ropas del

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muerto —una chaqueta concapucha forrada de piel,pantalones de algodón recio ybotas de piel— le recordaron aHanna las viejas fotografías desus abuelos. Se vestían de formasimilar cuando iban a esquiar alos Alpes. Pero sobre todo erael rostro lo que excluía laposibilidad de que se tratara dealguien muerto recientemente:estaba demacrado, y la piel, detono marrón oscuro, parecíacuero tensado sobre la frente ylos pómulos.

—Todo parece indicar quehabéis encontrado una momia

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de glaciar —dijo la policía—.Hasta hace un par de años elVestre Lovénbreen aún llegabahasta aquí. Es muy posible queeste hombre lleve aquí siglos. Oincluso más. Los patólogos deTromsø lo averiguarán.

Hizo una señal a suscompañeros para que llevaran lacamilla al helicóptero. Hannalos siguió con la mirada y sevolvió hacia Kåre.

—¿Así que está liofilizado?—Sí, en este clima tan frío con

bajas presiones y ambiente seco,apenas tienen lugar procesos dedescomposición. Por eso aquí

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los cadáveres de personas oanimales no se pudren. Y comoeste hombre estaba rodeado dehielo, los animales tampoco loencontraron y se ha conservadobien.

—¿Cómo habrá muerto? —preguntó Hanna.

Kåre se encogió de hombros.—Pudo ser víctima de un

crimen, por supuesto, peroposiblemente le sucedió lomismo que a ti.

—¿Quieres decir quesencillamente tuvo mala suertey cayó mal?

—Sí, podría ser. Quizá se

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rompió el cuello. O el golpe lohirió de tal gravedad que nopudo salir por sí mismo de ahíy...

—¡Para, por favor! —dijoHanna—. ¡Qué imagen tanhorrible! Encontrarse de unmomento a otro tirado ahíabajo, impotente,completamente solo en mediode la nada, sin nadie que puedasalvarte... Y en algún momentodarte cuenta de que has caído entu propia tumba.

—Una situación terrible, sí —dijo Kåre—. Esperemos quemuriera en el acto.

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Después de que la policíatomara los datos de Hanna yKåre, siguió a los dos hombreshacia el helicóptero, que estabalisto para marcharse. Se montó,se despidió de ellos con la manoy le hizo una señal al pilotopara que despegara.

Poco después el pedregalvolvía a estar desierto. Nadahacía suponer que la policíaacabara de estar allí. Ningúnsonido humano perturbaba elsilencio.

—Ha sido como unaaparición —dijo Hanna—. Meresulta difícil creer lo que

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acabamos de vivir.Kåre rio entre dientes.—Cierto, uno no encuentra

una momia en el hielo todos losdías.

—Me encantaría saber quiénera el muerto y qué hacía aquí—dijo Hanna.

—Te entiendo perfectamente.Huele a una historiainteresante. Serías unaperiodista muy rara si noquisieras llegar al fondo delasunto.

Hanna lo miró radiante.—¿Te apetecería investigar el

misterio conmigo?

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Kåre le devolvió la sonrisa.—¡Vaya una pregunta! ¡Me

encantaría!

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39

Kings Bay - Svalbard, junio de1907

—¡Ah, llego justo a tiempo!¡Tengo un hambre voraz!

Emilie, que estaba sentada deespaldas a la puerta, casi dejócaer la cuchara del susto al oír la

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voz familiar del suizo tras ella.Se volvió. Este sonreía desde laentrada de la pequeña cabaña,que consistía en una únicahabitación, y saludó con lacabeza a los cinco que estabanreunidos a la mesa. El sargentoKuhn la había colocado enmedio y la había alargado condos tablones para que hubierasitio para siete. En el centrohabía una gran cazuela degulash, una cesta con rebanadasde pan y dos platos vacíos.

—¿Dónde demonios se habíametido? —preguntó OttokarPoske con tono autoritario—.

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¿Cómo se le ocurre marcharse ahurtadillas sin decir nada anadie?

Beat Späni entrecerró los ojos.—En primer lugar, no me he

marchado a hurtadillas. Y, ensegundo lugar, ¿desde cuándotengo que rendir cuentas anadie sobre a dónde voy o dejode ir?

El alférez se levantó y seplantó delante del suizo.

—¡Desde que se encuentrausted bajo mi mando! Aquí elresponsable soy yo. Si todo elmundo hiciera aquí lo que leplace, pronto reinaría el caos.

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Además, es demasiadopeligroso. Si le hubierasucedido algo, no habríamossabido dónde buscarlo.

Por mucho que la sacara dequicio, en ese caso Emilie tuvoque darle la razón al alférez. Laexcursión en solitario del suizohabía sido realmenteirresponsable. Este se encogióde hombros y dijo:

—Lo siento, no volverá asuceder. —Se sentó en el bancobajo la única ventana. OttokarPoske le dirigió una miradafuriosa, pero zanjó el tema yregresó a su sitio.

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—¿Dónde está Leonid? —preguntó Williamadelantándose a Emilie, quetambién quería preguntar a BeatSpäni por el ruso.

—¿Por qué? ¿Es que no estáaquí? —quiso saber Beat Späni—. Conmigo desde luego no havenido.

—Lo que yo decía, caosabsoluto —gruñó el alférez—.Bueno, si no aparece por sísolo, no desperdiciaremosnuestro valioso tiempobuscándolo. —Levantó la voz—: ¡Y eso va para todos! Sialguien se aleja sin permiso de la

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trop... ehh, del grupo, ¡que nocuente con ayuda en caso deemergencia!

William se sentócompletamente erguido ypreguntó en tono decidido:

—Solicito permiso paraausentarme con el objetivo deexplorar la avifauna de lapenínsula.

Ottokar Poske lo miródesconfiado.

William no se inmutó.—¿O acaso se requiere mi

presencia aquí? ¡En ese casoquedo a su disposición,naturalmente!

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—No, no tengo nada encontra —dijo el alférez—. Nonecesitamos su ayuda para losprimeros experimentos con lacometa meteorológica.

—Me gustaría acompañar aWilliam —dijo Emilie—. Estoyseguro de que podré añadirvaliosos ejemplares a lacolección que estoy reuniendopara mi profesor.

Poske asintió.—Por supuesto. Para eso está

aquí. ¡Su sentido de laresponsabilidad es intachable!

Emilie se felicitó por su donde la oportunidad, que le había

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permitido cazar la ocasión alvuelo. Aquella debía de ser lapenínsula en la que su hermanoFriedrich suponía que seencontraba el yacimiento demármol que quería que Maxinvestigara.

—¿Hay algún bote con el quepodamos llegar hasta allí? —lepreguntó William.

—Sí, he descubierto uno en elcobertizo de las provisionesque hay detrás de la cabaña.Vayamos a ver si es apto paranavegar.

Media hora después ambos

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remaban uno junto al otro en elbanco de un pequeño bote demadera. Al principio Emilie noconseguía llevar el mismo ritmoque William. O sumergía elremo a demasiada profundidaden el agua y le costaba sacarlo, oúnicamente acariciaba lasuperficie, casi perdía elequilibrio por no encontrarresistencia y salpicaba gotasfrías que les mojaban la cara.William se lo tomaba con calma,corregía pacientemente sutécnica y su postura, y reíacuando Emilie provocaba otrofrío chaparrón.

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—Siento ser tan torpe —dijoella—. Pero hasta ahora nuncahabía tenido la oportunidad deremar.

«Espero que no indague más—pensó Emilie—. Seguro que asus ojos es extraño que unjoven que vive en una zona conagua abundante no se hayasentado nunca en un bote deremos, aunque solo sea porplacer. ¡Cómo odio tener quementir! Al menos solo le heengañado en parte», setranquilizó Emilie. Habríatenido innumerablesoportunidades de remar.

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Recordó las excursiones dedomingo de su infancia a unode los numerosos embalses deBergisches Land, durante lascuales la familia a menudo habíasolido alquilar un bote paranavegar por el pantano. Unanorma no escrita establecía quelas damas se dejaran llevar porlos amos y señores de lacreación. Los repetidos ruegosde Emilie para que también lepermitieran remar a ella erantachados de ocurrenciasabsurdas y se rechazaban sindiscusión.

Al rato Emilie le había cogido

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el truco y remaba al compás deWilliam. El bote cogióvelocidad hasta surcar laspequeñas olas encrespadas queel viento levantaba en el fiordo.

—¡Es divertido! —exclamóEmilie, mirando radiante aWilliam.

—Aprendes rápido —respondió él—. Encajarías bienen nuestro equipo de remo. —Carraspeó y prosiguió en tonocasual—: ¿Te apetecería venir aInglaterra alguna vez? Creo quete gustaría.

—¡Oh, sí, desde luego! —nopudo evitar decir Emilie, que

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pensaba en el entusiasmo con elque su tía Fanny hablaba deLondres. Antes de que Williampudiera responder y ponerla enevidencia con una invitación,añadió rápidamente—: Ehh,quiero decir, me encantaría iralguna vez. Si tuviera ocasión.Por desgracia mis estudios nome dejan mucho tiempo. Mipadre espera que saque lasmejores notas posibles. Y esosignifica que en vacacionestampoco hago otra cosa queestudiar, estudiar y estudiar.

—Entiendo —dijo William—.Yo también podría hablar largo

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y tendido de las expectativas delos padres. —Esbozó unasonrisa ladeada.

Emilie se alegraba de que nosiguiera indagando. Contuvoun suspiro. «Si realmente fueraMax, seguro que podría ir aInglaterra —pensó—. Nuestropadre apoyaría cualquier cosaque lo hiciera másindependiente.» Consideraríaincluso un viaje al BritishEmpire, hacia el que tantorecelo sentía.

Siguieron remando ensilencio. Emilie disfrutaba delmovimiento constante, que

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activaba su circulación y lepermitía sentir su cuerpo.Alcanzaron su destino muchoantes de lo que ella habríadeseado. Al contrario que elcontinente que la rodeaba, lapenínsula no tenía montañasaltas. Una colina de unoscuatrocientos metros de alturaera la mayor elevación enaquella tundra pelada en la queaún quedaban restos de nieveen pequeñas depresiones aquí yallá. Al norte relucían lasestribaciones de un glaciar.

Después de arrastrar el botehasta la orilla, se echaron las

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mochilas al hombro ycaminaron a lo largo de la líneade agua. Correlimos castañosgrisáceos, de vientres claros ypatas amarillas, hurgaban en elagua estancada en busca decangrejos; charranes árticos, consus característicos picos rojos ycoronillas negras, volaban encírculos sobre el fiordo; y unoscuantos colimbos chicosdesaparecían una y otra vezentre las olas a la caza de peces.

—Busquemos nidos —dijoWilliam un rato después, y giróhacia el interior de la penínsulaapartándose de la playa.

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Caminaron despacio a travésdel karst escasamente verdecido.Emilie se deteníaconstantemente para inclinarsesobre las flores amarillas delárnica de hojas estrechas, loscálices azules de las gencianasenanas o los diferentes tipos desaxífragas y arenarias quecrecían entre las piedras. Cadavez que encontraba una plantanueva, arrancaba un par detallos y los metía en unrecipiente metálico que llevabasujeto al cinturón. Más adelanteprensaría y secaría las flores.William recogía plumas,

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esqueletos de aves y cáscaras dehuevos. Aparte del trino de unabandada de escribanos nivalesque volaba sobre ellos, solo seoía el suave murmullo delviento y los riachuelos de aguade deshielo.

Unos chillidos hicieronlevantar la mirada a Emilie, queexaminaba el suelo concentrada.William por poco no habíapisado un nido muy biencamuflado en el que incubabaun págalo rabero, que saltó alacercarse él demasiado.Temiendo por sus crías, el aveatacó y se precipitó a gran

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velocidad sobre el intruso.Emilie contuvo la respiraciónasustada. William levantó losbrazos sobre la cabeza paraprotegerse. Poco antes dealcanzarlo, el pájaro viró en elúltimo momento y ascendióbruscamente. Emilie siguió elelegante vuelo del ave delgadacon plumas de colallamativamente largas, queinició otro ataque aparente.William se apresuró a alejarsedel nido. Se pasó la mano por lafrente.

—¡Qué bicho tan valiente!—Sí, asombrosamente osado

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—dijo Emilie—. ¡Una auténticalucha entre David y Goliat!

William sonrió.—Alegrémonos de que no

fuera un charrán. Esos sí que selo toman en serio. Primerointentan ahuyentar a losladrones de nidos con chillidosestridentes. Si no se alejan a lasuficiente velocidad, sonvíctimas de sus puntiagudospicos, con los que atacanpreferiblemente en la cabeza, yaque en general se trata de laparte superior de los animales.Si nada de esto funciona,disparan excrementos sobre el

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intruso con una punteríaasombrosa.

Siguieron hacia el punto másalto. El corte de una roca convetas rojizas captó la atenciónde Emilie. Brillaba al sol. ¿Esoera mármol? Emilie se acercó.La piedra tenía una texturacristalina. No era tan fino comoel famoso mármol de Carrara,pero era muy compacto y liso.

—¿Dónde te has metido? —gritó William, que casi habíallegado a la cima de la colina—.¿Has descubierto algointeresante?

—Bah, nada especial —

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respondió Emilie. Recogiórápidamente un fragmento deroca, lo metió en la mochila ysiguió a William.

Desde el alto tenían unaamplia vista sobre la península,el fiordo y la orilla. Al estedestacaban tres macizos de rocade forma similar que se alzabansobre empinadas laderaspedregosas.

—Mira eso, ¿qué será? —preguntó Emilie, señalando unadelicada figura cuadrada queflotaba sobre la orilla deenfrente.

William miró a través de los

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prismáticos.—Es una cometa

meteorológica. El alférez Poskeya ha dicho que hoy queríahacer las primeras pruebas conella. —Le tendió los prismáticosa Emilie—. En su interior sepueden colocar aparatos conmecanismos que indican porejemplo la presión atmosférica,la temperatura y la velocidaddel viento.

Emilie observó la cometa,formada por dos cuadradosrevestidos con tela y sujetos aun cable metálico.

—Parece muy frágil.

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—Sí, esos cacharros seestropean con frecuencia —dijoWilliam—. Aunque parece queesta de ahí es una de esas nuevascometas con protección.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Emilie.

—En los modelos antiguos elarmazón era exterior. En este vadentro y además está fabricadocon bambú. Por lo que sé,ahora las piezas de unión y lasbisagras son metálicas. Ypueden recogerse como unparaguas.

—Muy práctico —dijoEmilie.

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—¡Exacto! Pueden plegarsede forma sencilla y compacta.Además son más fáciles dereparar. Ambas característicasson muy útiles si se quierenutilizar en expediciones.

—Fascinante —dijo Emiliecontemplando el lento ascensode la cometa—. ¿Cómo seríavolar en una de esas? ¡Imaginoque sería maravilloso!

William la miró con los ojosbrillantes.

—¡Oh, estoy completamentede acuerdo!

—Pero lo más bonito sería sinduda poder flotar por los aires

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sin ayuda, como un pájaro —dijo Emilie, señalando unagaviota que volaba en círculossobre ellos.

—Claro. Pero mientras nonos crezcan alas... —William seencogió de hombros—. Por esome alegro de haber vivido enuna época en la que finalmentese están inventando aparatoscon los que es posible volar.

—¿Te refieres a los globoscautivos o los dirigibles? —preguntó Emilie.

William asintió.—También. Pero los aviones

me resultan aún más atractivos.

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Estoy decidido a probar a viajaren uno de ellos dentro de poco.

—¿Cómo lo harás? —quisosaber Emilie.

—Ya veremos. Aún no tengoun plan definido. Alliott Roe,un compatriota mío, estáconstruyendo un triplanomotorizado. Y los hermanosWright, de América, ya hanavanzado mucho en eldesarrollo de su aeroplano.Solo es cuestión de tiempo quese pueda volar en él.

—¿Y te atreverías? —preguntó Emilie—. Esoscacharros aún me resultan

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demasiado sospechosos.—Oh, lo más probable es que

pase mucho miedo. Pero nuncame perdonaría no haberlointentado. De niño ya soñabacon ello —respondió William.

—¿Por eso te interesan tantolas aves?

William asintió.—¡Espero que tu sueño se

haga realidad! —dijo Emilie.—Gracias —dijo William—.

¿Y tú? ¿Cuál es tu sueño?Emilie reflexionó brevemente.—Ah, a mí me bastaría con

poder decidir cómo vivir mivida.

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William la miró a los ojos.—¿Dices que eso te bastaría?

No te enfades, pero muy pocaspersonas consiguen hacer esesueño realidad.

Emilie arrugó la frente.—¿En serio?—Naturalmente depende de

las expectativas que tengas —respondió William—. Peroentiendo perfectamente a qué terefieres. —Había adoptado untono serio—. A menudo piensoen una cita de Rousseau. Unavez dijo: «La libertad delhombre no consiste en hacer loque se quiere, sino en no tener

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que hacer lo que no se quiere.»—Sí, ya has mencionado un

par de veces que estás sometidoa ciertas presiones —dijoEmilie.

William esbozó una mueca.—No lo sabes tú bien. Como

muchos otros.—¿Y debes tener en cuenta a

tu familia y temes perderla sisigues tu camino? —preguntóEmilie.

William asintió.—¡Inconcebible! Solo

pensarlo ya me da miedo. Metemo que soy demasiadocobarde para hacerlo.

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—Por desgracia yo también—dijo Emilie—. Pero de todosmodos sería imposible porquemi situación es dif... —Sedetuvo y se mordió la lengua.Maldita sea, había estado apunto de delatarse. ¡Debía estarmás atenta!

William no se había dadocuenta de nada. Sonriócompungido y dijo:

—Siempre se dice que somosel sexo fuerte. No sé quéopinarás tú. Pero a veces tengola sensación de que las mujereslo tienen más fácil. Debencargar con menos

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responsabilidad. Naturalmentetambién deben cumplir conciertas expectativas y no puedenpermitirse ningún tropiezo.Pero en general no se les exigetanto.

—Bueno, no sé yo —replicóEmilie—. Yo creo que a mí... —tosió, carraspeó y prosiguió— aEmilie, mi hermana, se le exigemucho.

—Posiblemente sea cierto —dijo William—. Siempre nosgusta pensar que la vida de losdemás es más fácil.

Permanecieron unos instantesen silencio. El calor del sol, que

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les daba en la cara, contrastabacon el aire frío, cuyatemperatura apenas superabalos cero grados a pesar de laclaridad ininterrumpida y loavanzado que estaba el verano.

—¿A qué te referías cuandohas dicho que tu situación esdiferente? —quiso saberWilliam, escrutándola con lamirada.

Emilie se puso tensa.¿Sospecharía algo? ¿Cómoreaccionaría si se enterara deque era una mujer? No habríasabido decirlo.

—Ah, nada, nada —dijo

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Emilie y se volvió rápidamentepara marcharse—. Deberíamosregresar. De lo contrariotendremos problemas connuestro severo alférez.

William pareció querer deciralgo, pero cambió de opinión yla siguió en silencio de vuelta ala playa.

—¿Oyes eso? —preguntóEmilie cuando estaban ya apocos pasos de su bote. Sedetuvo y escuchó con atención.William la imitó.

—Ahí está otra vez —dijoella.

—Tienes razón, son aullidos

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—comentó William—. Suenacomo el perro de mi padrecuando se le deja solodemasiado tiempo.

—Mmmh, pero ¿cómo iba allegar un perro hasta aquí?

William se encogió dehombros.

—Vayamos a ver.Avanzaron con cuidado. Los

aullidos eran cada vez másfuertes. Una cabezablanquinegra se asomó al bordedel costado del bote.

—¡Efectivamente, es unperro! —exclamó Emilie.

—Más bien el fantasma de un

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perro —dijo William—. Está enlos huesos.

Emilie se agachó junto al botey observó al animalito quehabía dentro, que estaba hechouna lástima. Medíaaproximadamente medio metroy su cuerpo era compacto. Elpecho y el vientre eran blancos,el lomo gris oscuro, al igual queel rabo en forma de hoz. Susorejas peludas estaban muyjuntas y tenían forma detriángulos. Emilie extendiócuidadosamente una mano ymurmuró palabrastranquilizadoras. El perro abrió

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sus ojos almendrados, algooblicuos, y parpadeó. Le tocó elpelo, que tenía dos capas. Bajoel recio pelaje crecía una finacapa de vello fino y suave.

—Está herido —dijo William,que también se había inclinadosobre el bote y señalaba una delas patas traseras. Estabahinchada—. Supongo que es unperro de trineo abandonadoporque la herida le impedíamantener el ritmo.

—¡Qué crueldad! —dijoEmilie, se incorporó y fruncióel ceño—. Pero ¿quién viaja poraquí en trineo?

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—Buena pregunta —respondió William—. Hayvarias posibilidades. Al fin y alcabo no somos los únicos querecorren Spitsbergen estos días.En Cross Bay habrá gente, porejemplo. Está justo al lado deKings Bay, podría decirse que ala vuelta de la esquina. Sé queAlberto de Mónaco comenzó acartografiar ese fiordo el añopasado y que se proponíaterminar su trabajo este verano.

—Ahora que lo dices, tienesrazón —Emilie asintió—. Lo leíen alguna parte y lo recuerdoporque ese príncipe me parece

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muy peculiar. Durante suslargos viajes lejos de su paísdespacha los asuntos degobierno mediante un aparatotelegráfico.

William sonrió.—Muy avanzado por su

parte. Antonio debería emigrara Mónaco. Seguro que sesentiría a gusto gobernado porun soberano tan abierto a lasnuevas tecnologías.

—Sí, el príncipe es un granpromotor de la ciencia —dijoEmilie—. En sus viajes al Árticosiempre se lleva consigo adiferentes investigadores para

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darles la oportunidad decontinuar sus estudios. Es muyposible que en esta ocasiónhaya viajado con alguien quequisiera adentrarse en losglaciares interiores de la costaoriental y septentrional con untrineo de perros.

Volvió a inclinarse sobre elanimal, que permanecíainmóvil. Solo el débilmovimiento de su tóraxindicaba que aún vivía. «Quémartirio debe de haber sufrido—pensó Emilie—. Primero sehiere. Pero la persona para laque ha llevado pesadas cargas y

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por la que se ha matado atrabajar no lo cuida, sino que loabandona y sigue su camino sinmás. Y este valiente no se rinde,sino que se arrastra con susúltimas fuerzas. ¿Habrá olidonuestro rastro y por eso habrállegado hasta aquí?» Acarició lacabeza del perro.

—Una buena decisión —dijoen voz baja—. Yo cuidaré de ti.

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40

Ny Ålesund - Spitsbergen, juliode 2013

Después de regresar a NyÅlesund, Hanna y Kåre sedirigieron al edificio Evenstad,inaugurado en 2005 por KingsBay A S en las afueras de lapoblación como alojamientopara huéspedes. Kåre había

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reservado dos habitaciones yHanna le estaba profundamenteagradecida. La idea de unaducha caliente y una cama lehabían dado fuerzas parasoportar el camino de vuelta.Estaba tan agotada que habríapodido quedarse dormida depie. Kåre la había ayudado y lahabía conducido con cuidado através de los pedregales.

—Ya casi estamos —dijo,señalando una casa alargada demadera pintada en tonos ocre.

Hanna levantó la cabeza ysuspiró aliviada.

—¡Gracias! No habría

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aguantado mucho más.—Has sido muy valiente —

dijo Kåre—. Sobre todoteniendo en cuenta que en lasúltimas veinticuatro horasapenas has dormido.

—Por cierto, ¿qué hora es? —preguntó Hanna—. He perdidocompletamente la noción deltiempo.

—No me extraña, hemosconvertido la noche en el día —dijo Kåre y miró el reloj—. Launa del mediodía.

Hanna bostezó con ganas, sellevó rápidamente la mano a laboca y sonrió avergonzada.

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—¡A la cama inmediatamente!—dijo Kåre.

—No, no, estoy bien —dijoHanna.

Kåre negó con la cabeza.—¡Nada de rechistar! Sobre

todo después de una noche envela y toda esta agitación.

—Tienes razón. ¿Tú no estáscansado?

—¡Y tanto! —respondió Kåre—. Pero tengo que cumplir conun par de formalidades. ¿Nosvemos más tarde para cenar?¿Hacia las siete?

—¡Buena idea! ¿Llamarás a lapuerta por si no oigo el

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despertador?Kåre asintió.—Hasta luego. Que sueñes

con cosas bonitas.

Hanna se durmió en cuanto seacurrucó bajo la manta de laestrecha cama que había en suhabitacioncita del primer pisodel Evenstad, amueblada deforma sencilla y funcional.Cuando volvió a abrir los ojos,se sentía descansada y en forma.Hacía mucho tiempo que nohabía dormido tanprofundamente. Echó unvistazo a la pantalla de su

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teléfono y vio que habíadormido cerca de seis horas.Eran casi las siete, así que erahora de vestirse para cenar conKåre.

Cuando abrió la puerta de suhabitación diez minutosdespués, él salía al pasillo almismo tiempo. Al verlo se leaceleró el corazón. Tenía lasensación de estar viéndolo porprimera vez. El hambre quehabía sentido hasta entonces sedesvaneció y dio paso a undeseo que le recorrió todo elcuerpo.

El rostro de Kåre se iluminó

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al verla.—¿Has dormido bien?Hanna asintió en silencio y se

acercó a él. De pronto se sentíatímida, pero al mismo tiempotan nerviosa como si estuviera apunto de presentarse a unexamen. Se olvidó de respirar.Kåre la miró fijamente duranteun largo rato. En sus ojos veíala solemnidad y la agitación quetambién se habían apoderado deella. Y también una pregunta ala que respondióafirmativamente en silencio conun parpadeo. Él la tomó de lamano y la llevó a su dormitorio.

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Cuando se detuvo junto a lacama, Hanna le pisó el pie sinquerer. Sintió que se sonrojabay masculló una disculpa. Sesentía torpe. Le sobrevinieronmiles de preguntas y miedos.«¿Seré capaz aún de abrirme yentregarme a un desconocido?¿Y si mi cuerpo le da asco? ¿Lasestrías y los michelines? Mipecho tampoco es precisamentefirme ya... ¿Y si le decepcionanmis habilidades amatorias?Seguro que me muevo contorpeza. No he practicadomucho estos últimos años.»

Kåre levantó una mano y le

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colocó un mechón de pelodetrás de la oreja. Le deslizó lasyemas de sus dedos por elcuello, le colocó la mano en lanuca y comenzó a cubrirle lacara de besos tiernos. Hannatuvo la sensación de que suslabios le arrancaban las dudascomo si fueran flores marchitas,y dejaban sitio para los capullosque dormían en su interior yahora despertaban. Unaprofunda tranquilidad seadueñó de ella. Sus manosagarraron el cierre de lacremallera de su chaqueta comopor sí solas, la abrieron y se

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apoyaron sobre su pecho.Sintió el latido de su corazón,se arrimó a él y le buscó loslabios con la boca. Él respondióa su beso con cuidado, como situviera miedo de romper algo.

«Está tan nervioso como yo»,pensó Hanna. La idea laconmovió y ahuyentódefinitivamente las preguntastemerosas de si sería suficientepara él o «lo» haría bien. Seabrazó a él y se abandonó a lasdecisiones del director al quedurante tanto tiempo habíaignorado: su corazón. Dejó depensar. Recordó una estrofa de

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un poema de IngeborgBachmann, Explícame, amor.No habría creído que aquellosversos que había memorizadode joven y a menudo se habíarepetido a modo de mantra aúnpudieran seguir vigentes:

Explícame, amor, loque no sé explicar:

¿trataré durante estetiempo corto y hostil

únicamente conpensamientos y solo yo

no conoceré ni harénada afectuoso?

¿Tiene uno que pensar?

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¿No le echarán demenos? 6

En el mundo ya solo existía elaroma de Kåre, el calor de sucuerpo, los músculos que sentíabajo su piel, el vello de supecho, el agradable murmulloque revelaba su crecienteexcitación, el sabor de susbesos, que cada vez eran másexigentes y desataban el deseode Hanna. Se sentía en unestado de embriaguez que nonublaba sus sentidos, sino quelos aguzaba. Cuando sintió a

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Kåre dentro, cerró los ojos y seabandonó al ritmo al que seentregaron juntos como si suscuerpos se conocieran desdehacía tiempo.

—Así que esto es lo que sesiente —musitó Kåre sin alientocuando se separaron un ratodespués.

La miró asombrado, feliz,satisfecho, como un niño quehubiera dado sus primerospasos.

—Cuando llegas a casa —continuó—. Cuando por finsabes cuál es tu lugar.

Hanna sonrió. Le hablaba con

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el corazón. Ella tampoco habríacreído posible que le pasaraaquello. ¡Que les pasaraaquello! La naturalidad con laque el «yo» y el «tú» seconvertían en un «nosotros»sin necesidad de buscar unaexplicación. «Es la felicidadabsoluta —pensó—. Poderaceptar el regalo del amor sinreservas, pero seguir siendo unomismo. Sentir una libertadinfinita en el momento deunirse a otro.»

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41

Kings Bay - Svalbard, junio de1907

Emilie sacó al perro del botecon cuidado, lo llevó a lacabaña y lo acostó en un rincónsobre un saco de patatas vacío.William llevó el bote de vueltaal cobertizo. Los demás seguíanocupados con la cometa

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meteorológica. Cuandocaminaba desde la orilla, Emiliehabía visto que habían unidovarias cajas revestidas de lino ylas habían izado como unacadena. Emilie le dio al perroun poco de agua y examinó supata trasera hinchada. Tenía unprofundo corte infectado.

—Pobrecito —susurró—.Seguro que te duele muchísimo.

El perro lloriqueaba en vozbaja. Había cerrado los ojos yrespiraba superficialmente.Emilie se levantó y se puso abuscar un botiquín. Williamentró.

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—¿Puedo ayudarte?—Sí, necesito algo para

desinfectar y vendar. ¿Sabesdónde están guardados losmedicamentos?

—Por desgracia, no. Peropodrías utilizar aguardientepara limpiar la herida.

Emilie negó con la cabeza.—Sería una buena idea. Pero

ya no nos queda. Parece que elruso acabó con las provisionesdurante la travesía. O eso dijo elcapitán cuando el alférez Poskele preguntó.

William sonrió.—Sí, Leonid tenía una sed

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notable. Y eso que nuncaparecía borracho. —Reflexionóun instante—. Lo mejor seráque preguntemos por elbotiquín al sargento. Es elresponsable del equipo de laexpedición.

—Buena idea —dijo Emilie.En la puerta casi chocó con

Ottokar Poske. Antonio y elsargento entraron en la cabañatras él con las cometas plegadasy otros aparatos de medición.

—¿Qué es una buena idea? —preguntó el alférez.

—Necesito yodo y vendas, yquería pedirle al sargento Kuhn

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que me diera un poco de cada.Poske la miró alarmado.—¿Se ha hecho daño?—Yo no, él —respondió

Emilie, se hizo a un lado yseñaló al perro.

El gesto del alférez seensombreció.

—¿De dónde ha salido este?—Lo hemos encontrado en la

península. Mejor dicho, nos haencontrado él —dijo Emilie—.Se ha arrastrado hasta nuestrobote con las últimas fuerzas quele quedaban.

Ottokar Poske lanzó unamirada de desprecio al perro, se

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volvió hacia el sargento Kuhn ydijo escuetamente:

—¡Sáquelo y dele el tiro degracia!

Emilie se quedó petrificada.Debía de haber entendido mal.Cuando el sargento obedeció laorden y se acercó al protegidode Emilie, esta se colocó delantede él con las piernas abiertas, secruzó de brazos y dijo:

—¡Ni un paso más! ¡Nadie vaa tocar a este animal!

Poske arqueó las cejas.—¡Déjese de

sentimentalismos! ¿Adóndevamos a llegar, desperdiciando

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valiosos medicamentos con unperro? ¿Quiere ser ustedresponsable de que no podamostratar a un herido en caso deemergencia? Además, esteanimal está más muerto quevivo. Será mejor liberarlo de susufrimiento.

«Quizá tenga razón —susurró una vocecita dentro deEmilie—. Quizá solo estésprolongando la tortura de lapobre criatura, en lugar dealiviarla. Debo intentarlo —objetó—. Se merece que alguienluche por su vida.»

—¿Trataría así a sus soldados

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si cayeran heridos en combate?—preguntó. Su voz sonaba fríay tranquila.

El alférez la miró furioso.—¡Cómo se atreve a hacer

semejantes comparaciones!¡Como si un animal estuviera ala altura de un ser humano, oincluso de un soldado!

Emilie le sostuvo la mirada.—Dado que en Spitsbergen

no hay perros salvajes, ha sidoabandonado porque su heridale impide acarrear peso o tirarde un trineo. Seguro que sirvióa su dueño con lealtad. Tal ycomo espera usted de sus

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hombres. En mi opinión, lalealtad debe ir en ambasdirecciones, de manera que elsuperior también les debelealtad a sus subordinados.

—Sin embargo, el perro no lepertenece.

—De todas maneras me sientoresponsable de él. Me ha pedidoayuda. ¡De ningún modo lodejaré en la estacada!

—Bien rugido, fiera —dijoWilliam en voz baja.

La arruga iracunda en la frentedel alférez se hizo másprofunda. Antes de que pudierareplicar, Emilie se dirigió al

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sargento:—Me las arreglaré sin sus

medicinas. —Se volvió haciaWilliam—. Asegúrate de quenadie le haga daño. Buscaréhierbas curativas con las quetratar la herida. En la tundrapantanosa debería crecerpotentilla, una plantahemostática, y seguro quetambién hay musgos de turbera,que tienen propiedadesantisépticas.

Emilie dio las gracias ensilencio a su abuela paterna, quedisponía de profundosconocimientos sobre plantas.

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Conocía la planta adecuada paracualquier enfermedad, yelaboraba muchos de losantiguos remedios caseros ellamisma. Emilie admiraba susabiduría, aunque a ojos deIrmhild Berghoff esosconocimientos eransospechosos y en el pasadohabrían llevado a la anciana a lahoguera por bruja. La madre desu esposo avergonzaba aIrmhild debido a sus orígeneshumildes y su actitud nadaambiciosa, y al mismo tiempo lainquietaba ligeramente por suprofunda sabiduría, que no

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podía adquirirse leyendo librosingeniosos.

Emilie se echó la mochila alhombro y pasó junto a OttokarPoske con la cabeza alta. Éllevantó la mano. Emilie se pusotensa. ¿La retendría y leprohibiría salir de la cabaña?Apretó los dientes. No lotoleraría. Al fin y al cabo nopertenecía al grupo de laexcursión y no estaba a susórdenes.

—Quédese. No tiene ningúnsentido que pase horas vagandopor la zona para no encontrarnada, perderse o cruzarse con

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un oso —gruñó, e hizo ungesto con la cabeza al sargento—. Dele lo que necesita.

Emilie se relajó y contuvo unasonrisa triunfante. Le habíasentado bien expresar suopinión tan directa yclaramente. Y además habíalogrado lo que quería.

—Se lo agradezco —dijo, ysiguió al sargento Kuhn, que yase dirigía a la puerta para sacarel botiquín de una de las cajasapiladas fuera. A continuaciónla ayudó a limpiar y vendar elcorte. Emilie se lo agradeciómucho. En teoría sabía lo que

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se debía hacer, pero nunca habíatenido que curar una herida tangrave. Su única experiencia enese campo eran los roces yrasguños que se hacía suhermano Max de niño al escalaro correr. El perro parecía notarque querían ayudarlo, ya quesoportó el dolorosoprocedimiento sin queja alguna.Aunque quizás estabademasiado cansado paralevantarse o sacudirse susmanos de encima.

Mientras le trataban la pata,entró Beat Späni, que se habíaausentado un par de horas —

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esta vez con permiso del alférez— para explorar lascaracterísticas geológicas delentorno. Al parecer estabafirmemente decidido aaprovechar al máximo su cortaestancia en la ensenada.

—¿Y bien, ha sido interesantesu excursión? —preguntóWilliam, tendiéndole una tazacon té de menta caliente.

El suizo asintió. Estabacubierto de polvo y de unhumor inmejorable.

—¡Sí, ha sido estupenda! Esuna lástima que nos vayamostan pronto de aquí. —Se inclinó

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hacia Ottokar Poske—. No memalinterprete. Ardo en deseosde inspeccionar las formacionesrocosas que nos esperan en elcamino. Pero aquí también haymucho por descubrir.

—¿Qué busca exactamente?—preguntó el alférez.

—Bah, nada en concreto —respondió Beat Späni—. Meinteresa el desarrollo geológicodel archipiélago en general, quese extiende desde los inicios delProterozoico hasta el Terciario.Y dado que aquí la vegetaciónes tan escasa, la historia de laTierra se presenta prácticamente

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como un libro abierto. Lasmontañas que tenemos detrás,por ejemplo, están formadaspor un mosaico de zócalo, rocapermo-carbonífera y piedraarenisca del Terciario temprano.¡Una combinación única!

Se dejó caer sobre un taburete,sacó un gran pañuelo a cuadrosrojos y blancos de un bolsillode su chaqueta y se lo pasó porla cara. Emilie lo miró. Nopodía evitar tener la impresiónde que había evitado lapregunta del alférez. Se diocuenta de que no sabía porencargo de quién o con qué

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objetivo participaba en laexpedición, o si se entregaba asu afición científica por sucuenta, como William. BeatSpäni se volvió hacia ella y vioal perro.

—¡Anda, tú! ¿De dónde hasalido ese? ¡Qué cosa máspeculiar!

—¿A qué se refiere? —preguntó Emilie.

—Bueno, si no me equivoco,se trata de un husky —respondió—. Hasta ahora solohabía visto un par de ejemplaresde esta raza. Y fue en Alaska.En realidad estos perros

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provienen de Siberia, dondehan servido durante siglos a lospueblos nómadas como perroscazadores y de trineo.

—¿Ha estado usted enAlaska? ¿Con los buscadores deoro? —preguntó Emilie y tratóde imaginar al suizomalviviendo y matándose atrabajar en uno de aquelloscampamentos primitivos quecrecían como setas en lavastedad inhóspita deNorteamérica, y que atraían acientos de buscadores defortuna, aventureros ytimadores sospechosos de todo

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el mundo que soñaban conhacerse ricos. Dos muchachosjóvenes que trabajaban en lafábrica de su padre tambiénhabían respondido a la llamadadel oro unos años atrás yhabían emigrado a Alaska.¿Qué habría sido de ellos?

—No, no, eso no es lo mío —respondió Beat Späni con unasonrisa—. Fui allí a profundizaren mis conocimientos sobre eldesarrollo terrestre. Desde elpunto de vista geológico,Alaska es un territorio jovenque durante la última glaciaciónaún estaba unido a Siberia. Está

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formado por más de cincuentabloques de corteza terrestrediferentes originarios de zonasmuy apartadas de la Tierra.Durante mi viaje también visitéNome, una ciudad debuscadores de oro en la costadel mar de Bering. Allí el climaera muy similar al de aquí, y lostrineos de perros son elprincipal medio de transporte.

—¿Dice que este perro es unhusky? —preguntó William—.¿Sabe de dónde viene elnombre? En inglés esa palabratiene varios significados:primero, reseco; segundo,

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ronco; y tercero, fornido.—Sí, el nombre es originario

de su patria. He oído quebautizaron así a estos perrospor su voz ronca —respondióel suizo—. Pero como son muyfuertes y resistentes, tambiénpodría ser por eso. Un animalbien entrenado puede arrastrarhasta nueve veces su pesodurante horas. —Observó alperro—. Aunque para este deaquí el primer significado es elmás adecuado por el momento.No es más que una sombra de símismo.

—¡Ni siquiera eso! —dijo

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Emilie, que seguía arrodilladajunto al husky y le acariciaba elcuello. Temiéndose otraadvertencia de que estabaperdiendo el tiempo, levantófirme la cabeza—. Conseguiréque se recupere.

Beat Späni asintió.—Los huskys son resistentes.

Son más pequeños y delicadosque la mayoría de los perros detrineo, pero no debensubestimarse.

La hora de la despedida llegóal mediodía siguiente. Despuésde haber construido una caseta

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estable para el aparatotelegráfico de Antonio en unapequeña elevación, ya no habíanada que retuviera en KingsBay a los miembros de laexpedición. Ottokar Poskeinsistía en que se marcharan loantes posible. Emilie suponíaque habría preferido cortarse lalengua antes que reconocer quelo que lo empujaba aapresurarse era la advertencia deArne acerca del mal tiempo.Tanto William como Beat Spänihabrían celebrado quedarse unpar de días más en el fiordo ydedicarse a sus respectivos

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intereses científicos, sobre todoporque el sol brillaba casiininterrumpidamente en uncielo despejado, contradiciendoel pronóstico de Arne. Antonioera el único que estabadeseando ponerse en caminopara probar su aparato de morsemóvil. Su objetivo era dar afuturas expediciones laoportunidad de enviar y recibirmensajes también lejos deubicaciones fijas oasentamientos humanos. ElObservatorio Lindenberg teníala intención de establecer unaestación meteorológica

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permanente en Kings Bay, asícomo uno o dos puestos más alo largo de la costa occidentalen los que pudieran izarse lascometas y transmitir por radiolos datos recogidos. El italianodebía buscar las ubicacionesapropiadas.

—¿Y qué pasa con Leonid? —preguntó Emilie cuando elgrupo se reunió ante la cabañadespués de comer, se repartió elequipaje en las mochilas y secomprobó el equipo una últimavez.

El alférez se encogió dehombros.

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—Al parecer ha decididoseguir su propio camino yromper así el contrato que suagencia había firmado connosotros. No veo ningúnmotivo para darle demasiadasvueltas a lo que le ha sucedido.Tendrá suerte si sucomportamiento no le acarreaconsecuencias legales.

—Pero ¿y si se ha perdido oestá herido en algún lugar ynecesita ayuda?

—No es problema mío —respondió Ottokar Poske—.Tendría que haberse quedadoaquí.

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Emilie frunció el ceño y sedispuso a replicar.

El alférez levantó la mano ydijo en tono menos severo:

—El hecho de que sepreocupe por él dice mucho enfavor de su desarrollado sentidode la responsabilidad. Pero nodebería exagerar. Al fin y alcabo el hombre es adulto ydebería saber lo que hace. Nopuede esperar que dejemos delado nuestra misión por él.

Beat Späni se acercó a ellos yle puso una mano en el hombroa Emilie.

—No se preocupe demasiado,

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mi joven amigo. No era fáciladivinar las intenciones denuestro melancólico ruso.Quién sabe qué lo había traídohasta aquí realmente.

—Quizá se haya acercado aCross Bay con la esperanza deque el príncipe Alberto loagasaje con bebidas espirituosas—le susurró William a Emilie aloído mientras el alférezrespondía al suizo:

—Tiene usted toda la razón.Como fotógrafo desde luegono valía nada. —Hizo un gestohacia Antonio—. Por suerte elseñor Lancetta será un sustituto

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de igual valía. Estoyextremadamente agradecido deque documente nuestraexpedición.

Ottokar Poske tendió lamano a Emilie.

—Le deseo un buen viaje acasa. El barco que lo llevará aTromsø debería llegar en laspróximas veinticuatro horas.Salude a su padre de mi parte,por favor. Lo visitaré a él y a sufamilia en cuanto regrese aAlemania. Espero poderconocer entonces a su hermana.—Bajó la voz—. Confío en quepronto podamos establecer

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lazos familiares.Emilie tragó saliva y contuvo

el comentario mordaz que teníaen la punta de la lengua. Lehabría gustado bajarle loshumos al alférez y la rebosanteseguridad en sí mismo. Leindignaba la naturalidad con laque daba por hecho que supetición sería aceptada. Almismo tiempo se alegraba depoder conocer la verdaderamentalidad de este hombre, quesin duda compartía con muchosotros. Era impagable poderinformarse de primera manoacerca de las ideas de Poske.

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Que creyera que sería fácilconquistar a la hijita de losBerghoff. Ni siquiera se lopodía tomar a mal después deque su padre ya le hubiera dadoa entender que estaba deacuerdo. Ya verían esos dos loque era bueno. No teníaintención de permitir sinprotestar que la obligaran acasarse con un hombre hacia elque no se sentía atraída ni lomás mínimo.

Le estrechó la mano confuerza.

—Se lo agradezco. Ha sido unhonor conocerlo y estoy

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deseando volver a verlo ennuestro hogar.

Le hizo un gesto deasentimiento con la cabeza y sevolvió rápidamente hacia BeatSpäni. No habría podido sermás hipócrita. Después dedespedirse del suizo, que con sujovial verborrea puso a pruebauna vez más el dominio de símisma, se acercó a William, quese había apartado un poco ycontemplaba la escenavisiblemente divertido.

—Deberías avisar a tuhermana —dijo en voz baja,mirando a Ottokar Poske—. Si

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se parece a ti en lo más mínimo,será muy desgraciada comoesposa de este tipo tanimpertinente yautocomplaciente.

—Lo mismo creo yo —dijoEmilie—. Pero no le resultaráfácil rechazar a estepretendiente. Mi padre tiene alalférez en muy buenaconsideración.

William torció el gesto.—Bueno, esperemos que

aparte de sí este cáliz yencuentre a otro pretendienteque sea mejor para ella ytambién satisfaga a vuestro

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padre.—¡Dios te oiga! —dijo

Emilie.Le tendió la mano a William.—¡Ha sido un verdadero

placer viajar contigo!William le devolvió un

apretón de manos largo y firme.—¡Lo mismo digo! No diré

adiós o good bye, sino «aufWiedersehen!». Siempre me hagustado que los alemanes, aldespedirse, expresen el deseo ola esperanza de volver a verse.

Emilie sonrió.—Sí, los franceses también

hacen lo propio con su «au

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revoir». Es una idea bonita.—Al hilo de esto: espero que

volvamos a encontrarnos, yentonces quiz... —Williamenmudeció, se puso rojo, sevolvió bruscamente y corriótras los demás, que ya se habíanpuesto en marcha. Emilie losiguió asombrada con la mirada.¿Qué había querido decir? ¿Porqué no se había atrevido aterminar la frase? ¿Y cómo seproponía volver a verla si nisiquiera habían intercambiadosus direcciones? Bueno, paraella era mejor así. No podíaplantearse viajar a Inglaterra

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haciéndose pasar por Max. Y lacorrespondencia con Williamuna vez hubiera vuelto a suantigua vida solo podíaprovocar situacionescomprometidas. Por muchoque lamentara perder elcontacto con esa persona tansimpática, era parte de unaaventura de la que no podíaquedar rastro una vezfinalizara.

Emilie dirigió una últimamirada al pequeño grupo, quese dirigía hacia la falda de lasmontañas, antes de regresar a lacabaña y echar un vistazo a su

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paciente. El perro dormía. Surespiración ya no era tansuperficial, sino profunda yregular. Emilie añadió un par deleños a la pequeña estufa dehierro fundido y puso unacazuela de agua a calentar. Seproponía cocinar una papilla deavena y pedacitos de carne conla que alimentaría al huskycuando despertara. Acontinuación prensaría lasplantas que había reunido en lapenínsula. Abrió la mochila,que estaba junto al hogar, ysacó la lata metálica. Había unasmigas duras pegadas al

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recipiente. Emilie frunció elceño y vació completamente lamochila. El fragmento demármol había desaparecido. Sehabía convertido en un montónde arena gruesa.

Emilie contempló atónita laidea de negocio de su hermanomayor literalmentedesmenuzada. Al parecer, laroca, supuestamente dura,únicamente se mantenía unidadebido al permafrost. El calorde la estufa lo había derretido yhabía hecho que se desintegrara.«Friedrich estará muydecepcionado —pensó Emilie

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—. Esta vez no habrá suerte conel “mármol nórdico paramonumentos alemanes”.» Sinembargo, debería estaragradecido por haberseenterado a tiempo de la malacalidad de la piedra y no haberinvertido en una empresacondenada al fracaso. Aunquese habría merecido aquel revés.Emilie rio entre dientes alimaginarse el rostro perplejo deFriedrich al recibir uncargamento de migajas rojizas.La idea era tentadora. «No seasinfantil —se reprendió—. Esmucho mejor que Max

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demuestre su competencia y suprevisión.» Emilie metió laarena de mármol en la lata vacíay volvió a guardarla en lamochila.

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Ny Ålesund - Spitsbergen, juliode 2013

Hanna se despertó y abrió losojos. Estaba acurrucada muycerca de Kåre en su estrechacama. Tenía la cabeza apoyadaen su pecho, uno de sus brazosle rodeaba el tronco, que sehinchaba y deshinchaba de

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manera apenas perceptible. Seseparó de él con cuidado,apoyó el codo derecho, reposóla mejilla en la mano y loobservó dormir. Su pelo rubiorevuelto estaba atravesado porpequeños mechones aclaradospor el sol. Tenía finas arruguitasen las cuencas de los ojos y lascomisuras de la boca; de lasmejillas morenas y la barbillabrotaban pelos de barba.Incluso dormido, Kåreirradiaba esa mezcla detranquilidad, picardía y claridadque tanto le había gustadodesde el primer momento.

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¿Cuándo había sido la últimavez que se había dormido en losbrazos de un hombre? ¿Y quese había despertado aún enellos? ¿Cuándo había sido laúltima vez que había pasado lanoche con otra persona en tanpoco espacio sin sentirseagotada al día siguiente? Hannano lo recordaba. Para lograr undescanso reparador, Thorstennecesitaba mucho espacio ylibertad de movimientos; comomucho soportaba que Hanna lepusiera una mano sobre la tripao la espalda mientras dormían.Tampoco le gustaba compartir

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la manta, sin importar sutamaño. Temía tener quepelearse por la noche pararepartírsela, enfriarse y sufrirotros molestos efectossecundarios. Cuando los niñoseran pequeños y de vez encuando se deslizaban en la camade sus padres porque teníanpesadillas o miedo de losmonstruos, Thorsten solíatrasladarse al sofá de sudespacho refunfuñando.Hanna, en cambio, se alegrabaen secreto de las visitas de Mia yLukas y siempre habíadisfrutado de aquellas noches

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envuelta en el olor y el calor desus hijos.

Al mirar a Kåre, Hanna sintióuna oleada de ternura mezcladacon el recuerdo de losmomentos de lujuria que lehabían proporcionado suscaricias unas horas antes. Sevolvió con cuidado hacia lamesilla y miró el reloj. Eran casilas cuatro de la mañana. Através de las rendijas de laspersianas entraban brillantespuntos de luz. Seguía haciendobuen tiempo. Hanna ya noaguantaba en la cama. Selevantó en silencio, se vistió y

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salió de la habitación.Media hora después regresó

con una gran bandeja que habíallenado con una selección depanecillos y bollería, queso,jamón y pescado ahumado,huevos cocidos, yogur confrutos rojos y un termo de caféen el bufet del comedor, queestaba abierto las veinticuatrohoras del día. Kåre ya estabadespierto y estaba sentado en lacama con la espalda apoyada enla pared. Al ver a Hanna en lapuerta, se le iluminaron losojos.

—Tenía miedo de que todo

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hubiera sido un sueño.Hanna sonrió, dejó la bandeja

sobre la mesa que había entre lacama y la ventana y le tendió aKåre una taza de café.

—¡Y ahora me traes unmagnífico desayuno a la cama!—dijo—. Ahora estoy segurode que estoy soñando.

Hanna se sentó frente a él ysonrió con picardía.

—Entonces puedo llevarme labandeja, ¿no?

—¡Oh, no! —exclamó Kåre ysuplicó como jugando con losbrazos extendidos—. Tengo elestómago tan vacío como el

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cauce de un río seco.—No me extraña, ayer nos

saltamos la cena —dijo Hanna,mirándolo fijamente a los ojos.Kåre dejó el café a un lado, seinclinó hacia ella y la besó en laboca. Cuando se separaron, élpuso un gesto de disculpa.

—Para mí es un misterio esoque se dice siempre de que losamantes podrían alimentarse delaire y del amor. Me temo queyo estoy hecho de otra pasta.

Hanna rio y le tendió la cestade los panecillos.

—Me alegro, porque a mí mepasa lo mismo. Podría comerme

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un elefante.

Después de recuperar fuerzas,salieron con la zódiac quehabían tomado prestada de Leify Line a dar una vuelta por elfiordo de Kongs. Su primerdestino era el despeñadero deKongsbreen, en el extremooriental del brazo de mar, en elque se unían los glaciaresvecinos de Kronebreen yKongsvegen. Kåre señaló trescumbres que se alzaban detrás.Sus triángulos recordaron aHanna tres pirámides.

—Te presento a Svea, Dana y

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Nora, que representan a Suecia,Dinamarca y Noruega.

—Durante la excursión deayer me llamaron la atenciónvarias veces —dijo Hanna—.Otra de esas imágenes queevocan la palabra «majestuoso».

Kåre le guiñó un ojo.—Por eso se llaman Tre

Kroner, es decir, las trescoronas.

Para su satisfacción, elpronóstico de que Hanna aúntendría muchas oportunidadesde sacar fotos y vídeos deglaciares pariendo resultó sercierto. Kåre condujo la lancha a

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una distancia prudencial de lafachada, de unos cincuentametros de altura, cuyos cantosde hielo relucían al sol comopiedras preciosas de los másdiversos tonos azules. Se oíancrujidos y chasquidoscontinuos, interrumpidos devez en cuando por unestruendo atronador cuando ungran fragmento de hielo sedesprendía y caía al agua. Conlos ojos y los oídos tapadostambién se habría percibido lacercanía al glaciar. El aire eranotablemente más frío y le dio aHanna una idea de lo que se

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sentiría cuando el breve veranoterminara en Svalbard y la nievey el hielo volvieran a tomar elmando.

—Asegúrate de dejar un parde bytes libres en la tarjeta dememoria —dijo Kåre en tonode burla cariñosa al ver queHanna, con las mejillasenrojecidas y los ojos brillantes,contemplaba por cuarta vez elimpresionante espectáculo delnacimiento de un icebergapretando el disparador sincesar—. Aún te esperan másescenas que merecen serfotografiadas.

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Hanna se colocó detrás de laoreja un mechón de pelo que elviento le soplaba en la cara cadavez con más fuerza y le sonrió.

—Creo que soy adicta a losglaciares. Podría contemplareste espectáculo durante horassin aburrirme. —Se metió lacámara en el bolsillo y abrazó aKåre—. Pero conozco elremedio.

Kåre la atrajo hacia sí y labesó.

—¿Te refieres a este?Hanna asintió y volvió a

buscar sus labios. El agradablecosquilleo que le recorrió la

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espalda evocó el recuerdo de lanoche anterior. La certeza deque habría muchas más comoesa hizo que Hanna se sintierafelizmente agradecida.

El viaje continuó junto alarchipiélago de Lovénøyane,una reserva natural —al igualque otras zonas del fiordo—que no podía pisarse durante elperiodo de reproducción entremediados de mayo y mediadosde agosto. Kåre se había llevadoun telescopio con el que Hannaobservó los acantilados de lasislitas, en los que anidabangaviones, gaviotas marfil,

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eíderes, ánsares piquicortos yotras especies de aves. En lasgrietas de las rocas y en lossalientes proliferabanmatorrales de hierbas y flores.

—Estoy sorprendida de loexuberante que es la vegetaciónaquí —dijo Hanna.

—Es gracias a las aves —explicó Kåre—. Abonan lasrocas desde hace siglos. Sisumas eso a la ubicaciónrelativamente protegida de lasislas y de la bomba de caloratlántica que es la corriente delGolfo, las condiciones sonóptimas para las plantas.

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—Y yo que pensaba que aquíarriba no habría más que hieloy nieve.

—Huy, de eso también haypor aquí. Vuelve dentro de unpar de meses, cuando aúllen lastormentas de nieve. Entoncescasi nada recordará ya a esteidílico escenario. —Sonrió ycontinuó—: Pero ya basta demaravillas de la naturaleza.Quiero que veas otro aspectode la historia de este fiordo. Dela época en la que pasaban poraquí pioneros y aventureros detodo tipo.

—¿Te refieres a los intentos

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de volar al Polo Norte desdeaquí? He visto el mástil para eldirigible de Amundsen desde ladistancia.

—No, y tampoco a la mina decarbón —respondió Kåre.Señaló Blomstrandhaløya, laisla a la que se acercaban—. Setrata de un capítulo aún másextravagante.

—Quizás el muertodesconocido sea de esa época —dijo Hanna pensativa—. Suropa era muy anticuada.

—Puede ser. Pero nosabremos más hasta que lapolicía cierre la investigación.

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Antes no desvelarán ningunainformación.

—Lo sé. Me saca de quicio —respondió Hanna—. Es unmisterio en toda regla. ¿Cuántocrees que tendremos queesperar?

—Mmmm, es difícil de decir.Como no se trata de un casoactual, seguro que en Tromsøno le dan mucha prioridad. Porotro lado el hallazgo será unasensación. Lo mejor será quemañana llame al departamentode patología y pregunte. —Sonrió y dijo—: Bueno, yahemos llegado.

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Dejó que la lancha neumáticase deslizara por la playa ytendió la mano a Hanna paraayudarla a bajar. Cuando ellaintentó agarrarla, le rodeó lacintura con el brazo y lalevantó.

Hanna se rio entre dientes ysintió que se sonrojaba.

—¡Estás loco!Kåre la miró radiante, dio una

vuelta sobre sí mismo con ella yla dejó en el suelo con cuidado.

—Tenía que hacerlo. ¡Si nohabría explotado de felicidad!

Caminaron de la mano haciados cabañas inclinadas por el

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viento que había cerca de ellosen la pendiente de la orilla.Justo al lado del agua estabanlos restos oxidados de una grúade carga y varios vagones detransporte volcados.

—Ahora sí que tengocuriosidad por saber qué seextraía aquí —dijo Hanna—.Habría apostado por elcarbón...

Kåre se detuvo, hinchó elpecho y dijo con el estilo teatralde un charlatán:

—¡Estimada visitante! Sígamea través de los años hasta laépoca de 1900, la «era

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Klondike» de Spitsbergen, ypermítame presentarle a uno delos pioneros más ambiguos desu tiempo: el inglés ErnestMansfield. Durante añosrecorrió la costa occidental deSvalbard por encargo de unaempresa minera para buscarrecursos naturales. Una y otravez afirmaba haber encontradocarbón y minerales como elcinc, la calcopirita, el asbesto yel hierro. Sin embargo, sumayor sueño jamás se cumplió:nunca encontró oro.

Kåre hizo una pausaintencionada, levantó el dedo

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índice, alzó las cejassignificativamente y continuóhablando:

—Pero en 1911 todo cambió.Al investigar esta isla,¡Mansfield constató que estabaformada prácticamente demármol puro! Regresórápidamente a su patriaentusiasmado, fundó la MarbleMining Company y convencióa numerosos inversores paraque destinaran dinero a suambicioso proyecto: laextracción de mármol ártico.

Kåre hizo un gesto circularcon el brazo.

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—Estamos en Ny London,donde en su día setentahombres vivieron y trabajaronpara hacer realidad esta visión.Si hace el favor de seguirmehasta la cantera.

A Hanna se le escapó unarisita y lo siguió. Kåre sedetuvo unos metros másadelante frente a una pequeñahondonada. Sobre ella seencontraban los restos de laantigua nave del taller, con lascalderas de una máquina devapor gigante; por todas parteshabía piezas de máquinas, unacarretilla de madera, vasos y

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otros utensilios, testigos del díaa día de los trabajadores.

Hanna miró a su alrededorsacudiendo la cabeza.

—Ehh, no quiero seraguafiestas. Pero no parece queaquí se extrajera mármol a granescala. Me imaginaba lascanteras algo diferentes.

Kåre puso un gesto de cómicadesesperación.

—Midt i blinken! Es lo quedecimos los noruegos cuandoalguien da en el clavo. MisterMansfield era muchas cosas,pero ciertamente no era expertoen geología. Y no le pareció

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importante dejarse aconsejarpor un especialista. De locontrario habría ahorrado a susinversores y a sí mismo muchotiempo y dinero.

—¿Qué sucedió? —preguntóHanna.

—Bueno, después de sacarlelos cuartos a suficiente gentegracias a su entusiasmo y suelocuencia, trajo máquinas yaparatos, construyó viviendas ytalleres, levantó un pequeñopuerto de carga y se puso atrabajar con mucha energía.Finalmente el primer barco conplacas de mármol salió del

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fiordo de Kongs hacia Londres.Pero cuanto más subía latemperatura, más evidente eraque la piedra era de baja calidad.Se derretía y se desmenuzaba, ycon ella el sueño de Mansfieldde una fuente de mármolprácticamente inagotable.

—¡Madre mía! —exclamóHanna—. ¡Pobre hombre!Posiblemente era un insensato.¿Cómo puede uno precipitarseasí a lo loco?

—Ya, bueno, quizá no habríallegado tan lejos si susinversores hubieran sido máscríticos y hubieran querido ver

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muestras primero. Peroprobablemente estuvieranhechos de la misma pasta que lagente que cae en las promesasde los especuladores, a pesar deque a ojos de personas másescépticas sean completamenteinverosímiles.

—Sí, es posible. La codiciaciega —respondió Hanna—.Pero, a pesar de todo, ese talMansfield me da pena. Al fin yal cabo no vendió promesasvacías en las que él mismo nocreía, sino que estabaconvencido y se implicó.

Kåre asintió.

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—Para sus inversores era untimador, pero, gracias a sugenerosidad y su bondad,gozaba de mucha popularidadentre sus trabajadores y lostramperos que vigilaban lasinstalaciones en invierno. Creoque era un soñador al que leimportaba menos el dinero quelos descubrimientos quecausaban sensación.

Un timbre interrumpió laconversación.

—¿Es ese tu móvil? —preguntó Hanna.

—No, el mío no suena así.Hanna sacó su teléfono del

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bolsillo de la chaqueta. Leestaban llamando.

—Perdona, es que aún no lohabía oído sonar —explicó ymiró la pantalla. Era el númerode Mia. A Hanna se le aceleró elcorazón. Una llamada de su hijasolo podía significar malasnoticias. Se llevó el teléfono a laoreja y contestó.

—¡Mamá! —sollozó Mia—.¡Gracias a Dios!

—Mia, hija, ¿qué ha pasado?—Papá... está... está en coma

—balbuceó Mia.

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Kings Bay - Svalbard, julio de1907

Después de poner las flores,las hierbas y las briznas en laprensa para plantas que Maxhabía construido con dostablillas de madera y variospliegos gruesos de papel sujetoscon tornillos en las esquinas,

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Emilie se entretuvo dibujandoal perro dormido, que despuésde un rato se movió, abrió losojos y levantó la cabezacansado.

—¡Madre mía, por fin! —exclamó Emilie aliviada—. ¿Yate encuentras mejor?

Dejó a un lado el bloc dedibujo y se arrodilló junto a sulecho. Cogió la cazuela con lapapilla, que se había enfriado,mojó el índice y lo sostuvofrente al hocico del husky. Estelo olfateó y lo lamió. Despuésde un par de bocados, que ellale puso en el morro, volvió a

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bajar la cabeza. Emilie loacarició y susurró:

—Pronto recuperarás fuerzas,ya lo verás. ¡Duerme tranquilo!

Cuando el perro se hubodormido de nuevo, Emilie salióde la cabaña y miró hacia eloeste, hacia la salida del fiordo.¿La recogerían hoy? El agua seextendía solitaria ante ella. Soloretozaban un par de eíderes yuna bandada de barnaclascariblancas, también conocidascomo gansos monja por sucoronilla, su nuca y su cuellonegros, que recordaban alatuendo tradicional de las

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órdenes católicas femeninas.Emilie cerró los ojos y escuchóconcentrada. No, tampoco oíael ruido de ningún motor queanunciara que el barco seaproximaba. Solo el suavesilbido del viento y loschillidos de las aves queanidaban en los acantilados quehabía tras ella.

Se volvió encogiéndose dehombros. No tenía nada encontra de que el barco se tomarasu tiempo y prolongarainesperadamente su viaje. Y leconcediera además laposibilidad de decidir por sí

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misma lo que quería hacer.Emilie se quedó de piedra. Enese momento se dio cuenta deque era la primera vez en suvida que estaba completamentesola, que no había nadie enabsoluto cerca de ella. Al menosningún ser humano. Paraconvencerse de ello, gritó envoz alta:

—¡Hooolaaa!Las laderas de las montañas le

devolvieron el eco, que quedósuspendido en el aire unafracción de segundo y sedesvaneció. Emilie aplaudió yse echó a reír. Corrió loca de

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alegría hacia el agua e hizorebotar piedras planas en lasuperficie. ¡Cuánto tiempohabía pasado desde quecompetía con su hermanomenor a ver quién lograba quesu piedra rebotara el mayornúmero de veces! Para su madreaquel divertimento inofensivotambién entraba en la categoríade «conducta inadecuada» y lehabía sido prohibido con laadvertencia de que debía dejarde comportarse como un niñode la calle.

Emilie había perdido práctica,pero tras un par de intentos los

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guijarros botaban de cuatro acinco veces antes de sumergirse.Al pensar en los gestos severosde sus padres y de la abuelaHedwig, que habríanaprovechado su alborozo paradedicarle unas «serias palabras»,hizo que Emilie entonara unacanción que recordaba amenudo cuando se sentíacoartada o la reprendían. Lesentó bien cantarla a los cuatrovientos:

Las ideas son libres,¿quién podría

adivinarlas?

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Huyen y vuelancomo sombras

nocturnas.Nadie puede

conocerlas,ni los cazadores

cazarlascon pólvora y plomo:¡las ideas son libres!Pienso lo que quieroy lo que me place,pero todo en silencio,como es debido.Mis deseos y anhelosno pueden prohibirseporque es así:¡las ideas son libres!

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Y si me encierranen la prisión más

oscura,será inútil,no servirá de nada.Ya que mis ideasatraviesan murosy barreras:¡las ideas son libres!

Se detuvo sin aliento. Allí susideas no eran lo único libre.Miró a su alrededor. «¡Aquísoy libre!», pensó y lanzó ungrito de júbilo. ¡Qué sensacióntan embriagadora! Una

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situación extraña, algoinquietante, pero sobre todoemocionante y feliz. Ya nodebía tener cuidado de quealguien descubriera suverdadera identidad. No habíanadie que observara sucomportamiento y pudieracriticarlo, todas las normas y losvalores que solían regir su vidahabían perdido su vigencia porel momento.

«Así debió de sentirseRobinson Crusoe —pensóEmilie—. Bueno, noexactamente. Al contrario quetú, él no tenía la certeza de que

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algún día abandonaría la isla, yvivió durante décadas comoermitaño antes de conocer aViernes. Además, yo tambiéntengo un Viernes. Mejor dicho,un Sábado, ya que fue ese díacuando William y yoencontramos al perro. Pero nolo llamaré Sábado, necesita unnombre nórdico.» Sonrió parasí y regresó a la cabaña. Sobre labalda atornillada junto a laventana, junto a un par delibros que habían dejado allívisitantes anteriores, habíadescubierto un Almanakk forNorge del año anterior. Además

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de tablas meteorológicas yastrológicas, datos sobre lasalida y la puesta del sol ytextos cuyo contenido era unmisterio para Emilie, incluía uncalendario. Lo abrió, consultócómo se decía sábado ennoruego y anunció al perro,que parpadeaba cansado:

—¡A partir de hoy serásLørdag!

El husky reaccionóbostezando con ganas.

—Tienes razón —dijo Emilie—. A mí también me vendríabien dormir un ratito. Peroantes me daré un baño caliente.

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Le llevó un rato calentarsuficiente agua en dos cazuelaspara llenar hasta la mitad unatina que había encontrado en elcobertizo de las provisiones. Lailusión por lavarse a fondocrecía con cada cazuela de aguaque vertía. La cabaña estaballena de denso vapor cuandoEmilie se desvistió por fin y sesumergió en el agua con unagradable «¡ahh!». Hasta esemomento no se había dadocuenta de lo mucho que echabade menos poder lavarsegenerosamente. Parecía haberpasado una eternidad desde su

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último baño en el vapor depasajeros de la HAPAG. Desdeentonces se había limitado alavados de gato más o menosfugaces, siempre con miedo deque la sorprendieran en unasituación comprometida y ladesenmascararan. Se enjabonóde pies a cabeza y disfrutó delaroma a limpieza que laenvolvía.

A continuación aprovechó laoportunidad para lavar su ropainterior, los calcetines y la telacon la que se vendaba el pecho.Mientras lo hacía, trazó planespara el tiempo que aún pasaría

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allí. Las numerosas páginasvacías de su bloc esperaban a serllenadas con dibujos de plantasárticas, de fósiles demasiadograndes para llevárselosconsigo, y de los habitantesalados de las rocas. Además,tampoco estaría mal ampliar sucolección de conchas ycaparazones, cáscaras de huevovacías, plumas y esqueletos deaves muertas. Era importanteque Max pudiera presentar a suprofesor un botín abundante.

Antes de tumbarse, Emiliecerró la contraventana y metióun par de leños gruesos en la

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estufa. Se acurrucócómodamente bajo la manta yse durmió inmediatamente.

Un fuerte ruido la arrancó deun sueño que la había llevado ala playa de Robinson Crusoe,mejor dicho, a los grabados alacero coloreados que ilustrabanla edición de la novela deDaniel Defoe que había en labiblioteca de sus padres. Deniña solía gustarle contemplarlas representaciones, que dabanalas a su imaginación y ahora sehabían deslizado en sus sueñosa modo de escenario. Emilie

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parpadeó y distinguió al perroen la penumbra, que habíaabandonado su lecho y habíavolcado de la mesa el cazo conla papilla de avena y carne parasaciar su hambre.

—¡Oh, Lørdag, qué bien! —exclamó y se incorporó—. ¡Yaestás en pie!

El husky cojeó hacia ella, lepuso la cabeza en el regazo ylevantó la mirada. Emilie leacarició entre las orejas. Estabaaliviada y profundamenteagradecida de que su protegidoestuviera mejor y de que laspalabras de mal agüero de

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Ottokar Poske, que habíaprofetizado su muerte, no sehubieran cumplido.

Se levantó, abrió lacontraventana y cogió el reloj.Se había parado. Emilie se habíaolvidado por completo de darlecuerda. ¿Qué hora sería?¿Cuánto tiempo habríadormido? La colada, que habíacolgado de un cordónatravesando la habitación,estaba seca. El fuego de la estufase había reducido a unmontoncito de brasas, queavivó con leños nuevos.Después salió. El cielo estaba

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brumoso. Era difícil distinguirla posición exacta del sol.Emilie no estaba segura de si eraluz vespertina o matutina.«Posiblemente sea esta última—pensó—. Debo de haberdormido unas diez horas. Mesiento descansada, y losprogresos de Lørdag parecenindicar lo mismo.

Seguía sin haber ni rastro delbarco que debía recogerla.Emilie siguió el vuelo de unagaviota y deseó poder flotar enel aire como ella. «Me acercaríaa ver cuánto han avanzadoWilliam y los demás en su

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marcha hacia el fiordo de Is —pensó—. Y a ver qué estáhaciendo Arne en su ensenada.Sobre todo buscaría a Leonid.»Su desaparición inquietaba aEmilie. Siguiendo un impulso,se llevó la mano al bolsillo de lachaqueta, sacó el telegrama quetanto la había preocupado unpar de días atrás y observó conatención el texto incompleto.

¡A todas las naves! ¡A??? ción! ¡Búsqueda +++??? bus ??? urgen ??? ma??? b +++ di ??? ero ? e??? +++ ??? dentid ???

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falsa ??? sospe ??? hui???+++ visto por úl ??? el??? de junio en ??? +++pist ??? a ???licía ?tromsø +++¡recompensa!

¿Se referiría al ruso? Depronto esta posibilidad leparecía plausible. Su caráctercerrado, su evidentedesconocimiento de lafotografía y su huida furtiva lehacían parecer extremadamentesospechoso. Emilie entrecerrólos ojos. ¿Sería un disidentequizás? A mediados de mayo

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había aparecido en losperiódicos una conspiraciónmilitar contra el zar Nicolás IIy sus herederos. El golpe habíafracasado y muchos de losimplicados habían sidodetenidos. Sin embargo,algunos conspiradores habíanlogrado pasar a laclandestinidad y escapar de lasdetenciones. ¿Sería Leonid unode ellos? Entonces el textocompleto podría ser elsiguiente:

¡A todas las naves!¡Atención! +++

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¡Búsqueda policial! +++Se busca urgentemente:Leonid Ladna +++implicado en el golpe demayo +++ posibledisidente en paraderodesconocido +++Identidad falsa +++sospechoso de huida+++ visto por última vezel ??? de junio enTromsø +++ pistas a lapolicía de Tromsø +++¡Recompensa!

Emilie regresó a la cabaña ypuso agua a calentar para

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preparar café. Sus pensamientosregresaron a aquel día en el queBeat Späni les había presentadoal ruso poco antes de que elIsflak zarpara. Había dicho quelo había pillado en el puerto yhabía tenido la impresión deque no sabía muy bien dóndeir. Ahora estaba segura de quese había tratado de unmalentendido. ¿Qué habríapasado con el auténticofotógrafo? Emilie no creía queLeonid se hubiera hecho pasarpor él a propósito. Tampocohabría podido; solo habíanlogrado entenderse con él

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mediante gestos. Se imaginó alruso huyendo por Tromsø delos agentes del zar que lohabían encontrado en Noruegay llegando finalmente al muelle,a un callejón sin salida. Justo enese momento, cuando más lonecesitaba, había aparecido elsuizo, lo había tomado por elfotógrafo de San Petersburgo,que se había retrasado, y se lohabía llevado sin más a bordodel Isflak. Se imaginóvívidamente la rabia y ladecepción de los agentes, quehabían visto cómo su presaescapaba en el último momento

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y habían involucrado entoncesa la policía noruega.

Pero ¿por qué había vuelto adesaparecer allí, en Kings Bay?Quizá las sospechas de Williamfueran ciertas. Quizás el rusoefectivamente se dirigiera a lavecina Cross Bay, donde estabafondeado el barco de Albertode Mónaco. Pero no porque seles hubieran terminado lasexistencias de aguardiente yLeonid quisiera reabastecerseallí, sino porque quería pedirasilo al príncipe.

—Me temo que nunca losabremos —le dijo Emilie al

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perro, que la observabaatentamente desde su lecho. Sepreparó una taza de café, secortó una rebanada de pan de laúltima hogaza que le habíandejado y abrió una lata de carneen conserva, cuyo contenido serepartió con Lørdag.

El barco de suministrotampoco llegó al día siguiente.Aunque Emilie no habríasabido decir cuántos díashabían transcurrido desde quelos demás se habían marchado.¿Eran tres o cuatro? La claridadpermanente y el cielo cubierto,

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que dificultaba ubicar laposición del sol, le habíanarrebatado la noción deltiempo. Había decidido no darcuerda a su reloj. Dejar pasar lavida sin planes y seguirúnicamente sus deseos la sumíaen un estado deensimismamiento y satisfaccióndesconocido. Comía cuandotenía hambre, se acostabacuando estaba cansada y no sepreocupaba por el futuro.

Lørdag cada vez estaba másfuerte. Su herida se curaba, supelaje comenzaba a brillar y susflancos ya no estaban tan

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hundidos. Acompañaba aEmilie en sus largas excursionespor la playa, durante las cualesbuscaba fósiles y recogíaconchas y fragmentos de coralpetrificados de la época en queel archipiélago había estadosituado bajo un mar tropicalcerca del ecuador. El perroperseguía a los patos o setumbaba a los pies de Emiliecuando esta se sentaba en unaroca envuelta en una manta ydibujaba. Le habría gustadoexplorar también las montañas,pero no se atrevía a perder devista el fiordo por miedo a

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perder su medio de transporte.Aquel idilio paradisíaco

terminó bruscamente con lallegada del hielo. Emilie estabatumbada cómodamente en lacama y leía una novela inglesaque había encontrado en labalda cuando unos crujidosllamaron su atención. Se pusolas botas y la chaqueta, saliócorriendo y contuvo larespiración. El agua oscura delfiordo estaba cubierta detémpanos blancos que llegabandel mar abierto y chocabanunos con otros produciendolos crujidos. El aire era

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notablemente más frío. Elviento helador olía a nieve.

Emilie regresó a la cabaña, sedejó caer sobre el banco. Se leencogió el estómago. Lapredicción meteorológica deArne se había cumplido: elinvierno llegaba especialmentepronto a Spitsbergen este año.El barco no solo se habíaretrasado un poco, sino que yano tenía ninguna posibilidad dellegar hasta ella. Al menos porel momento. ¿Habría evitado latemprana banquisa y habríapasado de largo? ¿O estaríaatrapado al norte en la isla del

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Danés, donde había dejado a unpar de reporteros yespectadores que querían asistiral segundo intento delamericano Walter Wellman dealcanzar el Polo Norte con undirigible? Entonces aún habíaalguna posibilidad de quepasara por allí en cuanto subierala temperatura. Emilie se llevóla mano al bolsillo, agarró lapiedra del agujero y lanzó unaplegaría al cielo:

—¡Por favor, haz que sea losegundo! ¡Haz que el veranono haya terminado aún!

Para dominar el pánico que

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crecía en su interior, se levantóy examinó las provisiones.Según una ley no escrita deSpitsbergen, en una cabañasiempre había que dejar comiday otros objetos necesarios parala supervivencia, como porejemplo leña, cerillas y aceitepara las lámparas, con elobjetivo de dar una buenabienvenida al próximo quebuscara refugio en ella yproporcionarle lo básico.Además, el alférez Poske habíadejado provisiones dealimentos imperecederos comoazúcar, miel, harina, fideos,

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lentejas, copos de avena,cebollas secas, sal, té y variaslatas de carne adobada yverduras en conserva. ElObservatorio Lindenberg teníaintención de enviar a Kings Bayla primavera siguiente a un parde hombres que construyeranmás alojamiento para la plantillade la estación meteorológicaantes de que los investigadoresllegaran de Alemania. Se lehabía encargado al alférez que ala vuelta buscara trabajadoresen Tromsø.

Las estanterías llenas delcobertizo tras la cabaña

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tranquilizaron un poco aEmilie. No moriría de hambredurante las próximas semanas.¿Y el escorbuto?, le susurró lavoz de la preocupación. Estosmanjares no son especialmentericos en vitaminas. Emilierespiró hondo y apartó esa ideade su mente. Todavía estaba aprincipios de julio. Demasiadopronto para perder la esperanzade que el hielo se derritiera.Demasiado pronto pararesignarse y enfrentarse a unainvernación. Emilie seestremeció solo de pensar enaguantar sola durante meses en

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la gélida oscuridad. «¡Nopienses en ello!», se ordenó.Cerró enérgicamente la puertade la despensa y salió a reponerlas existencias de leña.

El movimiento al aire fresco yel esfuerzo físico terminaron deahuyentar sus miedos. Unashoras más tarde, sentada ante unplato de sopa caliente, a Emiliela prolongación involuntaria desu aventura ártica ya no leresultaba amenazante sinoatractiva. Se abalanzó con granapetito sobre la comida, que lesupo aún mejor por haberlapreparado ella misma. Su obra

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no podía compararse con lashabilidades culinarias de Else.La cocinera de sus padresposiblemente habría tirado esasopa con fideos arrugando lanariz. Sin embargo, Emilieestaba muy orgullosa. La cocinano formaba parte del plan deestudios del colegio para hijasde la alta sociedad, de las que seesperaba que en su futuro hogarcomo mucho determinaran loque se comería algunos días dela semana o acordaran con sucocinera el menú de lasocasiones especiales. Encambio, colocarse

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personalmente ante los fogonesno entraba en su plan de vida.Las asignaturas como alemán oreligión tenían un papelfundamental en el plan deestudios, con el objetivo deformar a las muchachas en losámbitos ético y moral. El canto,la caligrafía y el dibujo debíanservir para refinar su juicioestético y su gusto.

Sin embargo, en los últimostiempos se estaban haciendoesfuerzos por fomentar no soloel sentimiento, sino también elconocimiento entre las mujeres,tal y como había anunciado en

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marzo el ministro prusiano deCultura Konrad von Studt.Con este propósito, las niñas enel futuro no solo recibiríanclases de cálculo, sino tambiénde matemáticas, así como degramática. La abuela Hedwighabía tachado esas intencionesde fruslerías modernas que nopodían traer nada bueno. Y esoa pesar de que el ministro habíasubrayado expresamente que«la formación intelectual deningún modo debe perjudicaral tesoro de la pureza decorazón y la profundasensibilidad de nuestras mujeres

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y niñas, que el pueblo alemánsiempre ha tenido en granestima».

Emilie puso un gesto dedesesperación al recordar ladiscusión en torno a este temaque había tenido lugar en lamesa familiar de los domingos.Habría dado cualquier cosa porhaber podido ocupar su tiempoescolar en cosas más útiles quebordar pañuelos, aprender dememoria baladas eternas ocopiar con buena caligrafíatratados edificantes. Nada detodo aquello le servía allí. Suantigua compañera Paula, que

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había sido la única en acceder ala educación superior despuésdel colegio, había afirmadoacertada e irónicamente unavez: «En este lugar no nosinculcan precisamente másconocimientos de los debidos.Sin embargo, eso tiene laventaja de que más adelantenuestra inteligencia seguiráintacta.»

Lørdag, que dormitaba en sulecho, levantó la cabeza depronto y aguzó el oído. Emiliedejó caer la cuchara.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Viene alguien?

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Había averiguado enseguidaque el perro rara vez ladraba.Cuando se sentía solo oinquieto, lloraba. Su dueño nohabía perdido un perroguardián que hiciera ruidocuando se acercaba un extrañoo un animal peligroso. Pero sucomportamiento indicaba queestaba sucediendo algo. Emiliese levantó y miró por laventana. Una figura se acercabadesde las montañas. Se leaceleró el corazón. ¿Sería Arne?«No seas tonta —se reprendió—. ¿Por qué vendría aquí?Tampoco puede ser Leonid. Esa

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persona es mucho más pequeñaque él.» Emilie entrecerró losojos para ver mejor al hombre.

Era un desconocido. Vestíapantalones de cuero, unachaqueta forrada y botasgruesas. Llevaba el gorro de pielcalado en su rostro barbudo.¿Sería quizá la avanzadilla deuna tropa de búsqueda quedebía ponerla a salvo? No,había pasado muy poco tiempopara eso. Nadie la habríaechado en falta todavía nihabría nadie preocupado por siel barco podría recogerla o no.

El hombre se detuvo a unos

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treinta metros de ella, cerca de lacaseta telegráfica. Parecíasorprendido y se balanceó deuna pierna a otra antes derodear la cabaña recorriendo unamplio círculo. Se detenía una yotra vez, se protegía los ojos ymiraba fijamente hacia ella.

—¿Por qué no se acerca? —preguntó Emilie—. ¿Tú quécrees, Lørdag, deberíamosinvitarlo a entrar? Creo que eslo que suele hacerse en regionestan apartadas.

Los recuerdos de las historiasdel Lejano Oeste que tanto lehabía gustado leer de niña se

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mezclaron con los reportajes deviajeros en países exóticos quedaban cuenta de la hospitalidadde la población local, por muypobre que fuera.

Emilie salió a la puerta ybuscó al extraño con la mirada.Cuando apareció en su campode visión, avanzó un par depasos en su dirección, levantó lamano y lo saludó. Él no ledevolvió el saludo. Por lo quepudo distinguir en la distancia,puso un gesto furioso, por nodecir iracundo. Una de susmejillas estaba atravesada poruna profunda cicatriz, que le

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hacía parecer aún más salvaje. Sevolvió y salió corriendo hacialas montañas. Emilie lo siguiódesconcertada con la mirada.Rechazó inmediatamente elimpulso de salir corriendo trasél, invitarlo y pedirle consejosobre qué hacer en su situación.Irradiaba cierto aire inquietante,por no decir amenazador. Sealegraba de que se hubieramarchado por donde habíavenido.

Se volvió y se disponía acerrar la puerta tras de sícuando un estallido desgarró elsilencio. El eco rebotó en las

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rocas y resonó varias veces.Emilie se estremeció. El perrocorrió hacia ella y comenzó allorar. ¡Eso había sido undisparo! Emilie se deslizórápidamente hasta la esquina dela cabaña y oteó con cuidado ellugar donde había visto alextraño por última vez. Estabadesierto. Debía de haberseguido corriendo. Otros dosdisparos resonaron en el fiordo.Emilie escuchó atentamenteconteniendo la respiración.Percibió el ruido de piedrasresbalando y rodando. Alparecer el hombre corría a

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través de una pedrera. Lospasos se alejaron. Sus temoresde que el desconocido cambiarade opinión y regresara no secumplieron. Suspiró y se secólas palmas húmedas de lasmanos en el pantalón.

—Seguro que hay unaexplicación completamenteinocente para esos disparos —ledijo a Lørdag, que tenía lacabeza inclinada y levantaba lamirada hacia ella—. Quizá teníaganas de comer pato asado.

El perro se rascó el cuello conuna pata trasera y regresó a lacabaña. Emilie lo siguió. El

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malestar que le habíaprovocado la aparición delhombre de la cicatriz nodesaparecía. ¿Qué lo habríallevado hasta allí? ¿Y por quéhabía dado media vuelta tancerca de su destino? «Porqueyo estoy aquí —se respondió así misma—. Es evidente que nose lo esperaba. Así que queríautilizar la cabaña, pero él solo.¿Por qué? —En aquel páramo,cualquiera se alegraría de tenercompañía—. Bueno, no si setrata de Arne —pensó—. Peroes un caso particular, no cuenta.—Frunció el ceño y recorrió la

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pequeña estancia con la mirada—. ¿Por qué es tan importanteestar solo en la cabaña? ¿Parabuscar algo sin ser molestadoquizá? Pero ¿qué?»

—Averigüémoslo —dijoEmilie en voz alta.

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Ny Ålesund - Spitsbergen, juliode 2013

—Mia, por favor,tranquilízate —dijo Hanna,apretando el teléfono contra laoreja—. ¿Qué ha pasadoexactamente?

—No lo sé —exclamó Miaentre sollozos—. Pero es... muy

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grave y... Mamá, ¿y si se muere?La desesperación en su voz le

hizo un nudo en la garganta aHanna. Podía imaginarperfectamente por lo que estabapasando su hija. Aparte delmiedo a perder a su padre,seguro que se estaba haciendoterribles reproches por haberrechazado con dureza supropuesta de visitarle a él y aBiggi durante las vacaciones ypor haber terminado a malascon él.

—¿Puedes venir? —preguntóMia en voz baja.

—Sí, claro —respondió

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Hanna automáticamente—.Pero ¿a dónde? ¿Thorsten sigueen Sudáfrica? ¿Desde dónde mellamas?

—No, lo han traído en avión.A Murnau. A urgencias —explicó Mia con la vozentrecortada—. Yo salgoenseguida para allá. Todavíaestoy en Freising. —Se echó allorar de nuevo.

—Bien —dijo Hanna—.Intentaré conseguir un vuelo loantes posible. Dame el teléfonodel hospital y el nombre delmédico responsable. Yo meencargo.

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Al otro lado de la línea se oyóun suspiro de alivio.

—Gracias, mamá —dijo Miaen voz baja—. Siento habermepuesto tan histérica... Pero esque...

—No tienes por quédisculparte. Debe de haber sidomuy duro para ti. Siento que tehayan informado a ti primero.Te avisaré en cuanto sepacuándo llegaré a Murnau.

—¡Me alegro mucho de quevengas! —susurró Mia y colgó.

Hanna dejó caer la mano delteléfono y lo miró fijamentecon el ceño fruncido. La

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llamada había sido surrealista.Le resultaba difícil creer lo queacababa de oír. Mia parecía estarmuy cerca. Y, sin embargo,Hanna tenía la sensación dehaber recibido un mensajedesde la luna o desde otro astromuy lejano.

—¿Malas noticias? —preguntó Kåre, tocándolesuavemente el brazo. Hanna sevolvió hacia él.

—Me temo que sí. Era mi hija.Al parecer su padre ha sufridoun grave accidente y está encoma.

—Oh, es terrible. ¿Sabes qué

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le ha pasado?—No. Mia no ha sabido

decírmelo. Supongo que tendrála columna afectada. Lo hanllevado a un hospital cerca deMúnich especializado enlesiones de médula.

Kåre contuvo la respiración.—No suena bien.Hanna asintió.—Tengo que regresar a

Alemania enseguida.—Claro —dijo Kåre, miró el

reloj, sacó el teléfono delbolsillo de su chaqueta e hizodos llamadas breves ennoruego.

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»Hemos tenido suerte. Bengtestá aquí y puede llevarte aTromsø. Te he reservado unbillete en el vuelo de la tarde deSAS a Oslo, donde tienesconexión directa a Copenhaguey de allí a Múnich. A las nuevey media de la noche estarás allí.

Hanna lo miró y trató deencontrar las palabras.

—Es... no sé cómo... ¡Gracias!Eres el mejor.

Kåre hizo un gesto de rechazocon la mano.

—Venga, en marcha. Bengtnos espera en el aeródromo.

—¿Cómo sabías que estaba en

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Ny Ålesund? —preguntóHanna.

—No lo sabía al cien por cien.Pero era muy probable porqueen verano a menudo trae ainvestigadores y estudiantes.

Menos de una hora despuésestaban ante el pequeñohidroavión en la pista dedespegue de Hamnerabben, elaeropuerto de Kings Bay A Ssituado al oeste de Ny Ålesund.Bengt había colocado elequipaje de Hanna en la zonade carga y había entrado en lacabina. Se despidió de Kåre con

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la mano.—Nos vemos. Como mucho,

cuando mis padres hayanvuelto a Tromsø.

—Por supuesto —respondióKåre—. Os debo una cenacomo mínimo.

Se volvió hacia Hanna y lecogió las manos. En esemomento ella se dio cuenta deque él no la acompañaría. Deque aquello era una despedida.No quería alejarse de él. Queríaquedarse. Le habría gustadoagarrarse a él y no soltarlonunca. Volvía a sentirse como laniña pequeña abandonada en la

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puerta del internado. Una olade recuerdos de intensidadinsospechada se abalanzó sobreella junto con el dolor quesentía.

—Odio las despedidas —dijoen voz baja. Tenía la voz ronca.

—Yo también —respondióKåre, mirándola a los ojos—.Esto es nuevo para mí. Hastaahora me las arreglaba para queno me resultara especialmentedifícil. Pero contigo esdiferente.

Hanna sintió una punzada aloír la tristeza de su voz, pero almismo tiempo se consoló. ¡No

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la estaba abandonando!Aquello no era una repeticiónde las escenas de separación delpasado. Le apretó las manos ydijo:

—¡Esto no es el final! Noimporta lo que pase. Ahoraformas parte de mi vida.

A Kåre se le humedecieron losojos. Acercó a Hanna hacia él yle susurró al oído:

—Es lo más bonito que me hadicho nadie jamás.

Cuando el avión inició laaproximación al aeropuertoFranz-Josef-Strauß, el sol se

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ponía y bañaba en brillantestonos de rojo el velo denubecillas que el viento foehntraía de los Alpes. «EnSpitsbergen ahora escompletamente de día», pensóHanna, y se preguntó quéestaría haciendo Kåre en aquelmomento. Probablementeestaba reunido con compañerosdiscutiendo algún proyecto. Oacabando el día con unacervecita. Cómo le habríagustado estar sentada junto a élen ese instante, oír su voz ymirarlo a los ojos. Lo echaba demenos con una intensidad que

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la asombraba. Hanna apartó lamirada de la ventanilla y centrósus pensamientos en las horassiguientes.

Había llamado a la clínica deMurnau desde Tromsø y sehabía enterado de que unarápida maniobra de giromientras navegaban habíalanzado a Thorsten por laborda y le había dañadogravemente la columna. Alllegar a Alemania le habíaninducido un coma artificial paraestabilizarlo y poder examinarminuciosamente los daños en lacolumna. El diagnóstico exacto

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se determinaría a lo largo de lossiguientes días. La médica conla que había hablado Hanna nohabía ocultado la gravedad de lasituación, pero había recalcadoexpresamente que erademasiado pronto para ponerseen lo peor, fuera eso lo quefuera.

Después Hanna había llamadoa su hija y la había convencidode que no viajaraapresuradamente a Murnau.Mia no podría hacer nada allí, yse volvería innecesariamenteloca teniendo que pasar horassola en la sala de espera del

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hospital. En cambio, Hanna lehabía propuesto recogerla enMúnich e ir donde Thorstencon ella la mañana siguiente.

Hanna recorrió como entrance los pasillos acristaladosde la terminal de llegadas,fuertemente iluminada, hasta lasala con las cintas de equipajes.Le resultaba difícil creer queapenas hubiera pasado unasemana desde que se habíamarchado al norte. Habíansucedido muchas cosas en losúltimos días. Hanna no pudoevitar pensar en los túneles deltiempo de las películas y series

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de ciencia ficción que su hijoLukas veía de adolescente.Tenía la sensación de habercaído por un agujero deaquellos y haber aterrizado enun mundo paralelo en el quesiempre brillaba el sol y losacontecimientos se precipitabana un ritmo aparentementecomprimido, mientras que alotro lado todo había seguido sucurso tranquilo.

Al ver a Mia, la sensación deirrealidad se desvaneció. El olorfamiliar de su hija y el contactode sus brazos, que se le echaronal cuello, trajeron a Hanna de

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vuelta al presente.—¡Me alegro tanto de que

estés aquí, mamá! —exclamóMia.

—Yo también, cariño —respondió Hanna acariciándolela cabeza. Se soltó de ella ycogió su maleta—. Venga,vamos a casa.

Mia la miró con gestointerrogante.

—¿Por qué a casa? ¿Novamos directamente a Murnau?

—No, yo creo que es mássensato ir mañana pronto por lamañana —dijo Hanna—. Hoyllegaríamos muy tarde y

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tendríamos que buscar un hotelen plena noche. Además ya nopodríamos hablar con ningúnmédico y...

Mia frunció el ceño y abrió laboca para replicar. Hannalevantó la mano y prosiguió:

—Gracias a Dios tu padre estáestable por el momento. Y asípodremos llevarle ropa y otrascosas de casa que quizá necesitemás adelante.

Mira relajó el gesto.—Cierto, no había pensado

en ello. Y seguro que tútambién necesitas ropa limpia.

Hanna asintió. Se alegró de

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que Mia no insistiera en ir a laclínica inmediatamente.Esperaba para una discusiónmás larga.

—La verdad es que me alegrode que no vayamos hastamañana —dijo Mia en voz baja—. Después del día de hoy,estoy deseando dormir en micama.

Se agarró del brazo de Hannacon una sonrisa tímida.

—Es un poco infantil, ¿no?Pero pensar en mi antiguahabitación en cierto modo meconsuela. —Apretó el brazo deHanna—. Gracias por haberla

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dejado como estaba.

La mañana siguiente, despuésde desayunar temprano,salieron con el coche endirección sur hacia los AlpesBávaros y llegaron a Murnauhacia las diez. Las ampliasinstalaciones, en las que afinales de los años sesenta sehabía inaugurado el primerservicio especializado en eltratamiento de lesiones demédula de Alemania, estabansituadas en un parque a lasafueras de la población. A lolargo de las décadas se había

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ampliado constantemente y sehabía convertido en un centrode traumatología de referencia.El complejo de edificiosblancos con grandes ventanalesy estructuras de acero y cristalle recordó a Hanna a unaestación espacial futurista; unaimpresión que se acentuó en elenorme vestíbulo de variospisos de altura.

De camino al mostrador deinformación, Mia se detuvobruscamente.

—¿Qué sucede? —preguntóHanna.

—¿Estará esa tal Biggi ahí

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dentro?Hanna se quedó inmóvil.

Había evitado hacerse esapregunta. Levantó loshombros.

—Ni idea. La médica con laque hablé ayer no mencionó siThorsten había llegado solo oacompañado.

A Hanna le resultabaincómoda la idea de encontrarsecon la amante de su marido.¿Cómo se comportaba una enuna situación así?

—¡No quiero ver a esa idiota!—dijo Mia con gesto furioso—.Ella ha metido a papá en todo

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esto.—Bueno, bueno —dijo

Hanna—. No exager...—Es cierto —la interrumpió

Mia—. Si no hubiera sido poresa desgraciada, nunca se lehabría ocurrido dar la vuelta almundo en barco.

Hanna se obligó a mantener lacalma.

—Mia, cariño, te entiendoperfectamente. Pero prométemeque no te pondrás grosera sinos la encontramos. Seguro quepara ella todo esto tampoco esfácil y...

—¡Mamá! —exclamó Mia con

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los brazos en jarras—. ¿Cómopuedes estar tan tranquila? Túdeberías ser la que odiaras a esafresca. ¿Ya lo has olvidado?¡Fue ella quien te quitó a papá!

Hanna contuvo un suspiro.—Puede ser. Pero solo lo

consiguió porque Thorstenquiso. Él decidió dejarme.

Mia se puso de morros.—Cielo, no nos peleemos —

dijo Hanna—. ¡No es elmomento!

Mia tragó saliva y asintió.—Perdona. Tienes razón.Pocos minutos después

supieron que se habían

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preocupado por nada. CuandoHanna preguntó por BirgitSchulze en la recepción de launidad de cuidados intensivos,nadie parecía haber oído esenombre. Nadie acompañaba alseñor Keller cuando habíaingresado. Y desde entoncesnadie había preguntado por él.Hanna y Mia eran las primerasque lo visitaban.

—¿Es usted la señora Keller?Hanna se volvió y se vio

frente a una mujer corpulentaque llevaba una bata blanca.Una plaquita con su nombre laidentificaba como la doctora

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Ingrid Lange.—Sí —respondió Hanna—.

Vengo a ver a mi marido.—Por supuesto —dijo la

médica y le tendió la mano—.Hablamos ayer. Soy su médicay...

Mia dio un paso al frente.—¿Cómo está mi padre?

¿Sabe ya si sobrevi...?Hanna sonrió a modo de

disculpa.—Esta es mi hija Mia.La doctora Lange estrechó la

mano a Mia e hizo un gesto deasentimiento a Hanna.

—Las llevaré con él. Por

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desgracia aún no sabemosexactamente cómo está —dijo yavanzó por el pasillo delante deellas. Hanna rodeó con el brazoa Mia, que había palidecido.Siguieron a la médica a través dedos puertas automáticas hastaun vestíbulo. Detrás de uncristal había una cama debarandillas altas en la que habíauna figura apenas visible.

La doctora Lange se volvióhacia Hanna y Mia:

—Lo hemos tumbado en unaposición estable para evitar másmovimientos de la columna.

Mia apoyó la frente en el

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cristal y sollozó. Hanna seacercó a ella, la rodeó con elbrazo y buscó la mirada de lamédica.

—¿Qué puede decirnos porahora?

—Suponemos que se ha rotouna o dos vértebras en la zonamedia de la columna —comenzó a decir la doctoraLange—. Primerocomprobaremos si losfragmentos se han desplazado yhan dañado la médula espinal.Además, toda la columna se hacomprimido fuertemente, loque puede haber producido

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contusiones en la médula.—¿Qué significa eso? —la

interrumpió Mia—. ¿Se quedaráparapléjico?

—Es demasiado pronto paraespecular —respondió lamédica—. En general todas laslesiones de columna que afectana la médula pueden limitar sufuncionamiento y causarparálisis.

Mia se echó a llorar.—Pero, como ya he dicho,

por el momento no podemosafirmar nada concreto —prosiguió la médica—. Ahoratenemos que llevar a cabo varias

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pruebas. Solo podremoshacernos una idea general de lasituación con más radiografías yun escáner. Más adelanteharemos una resonanciamagnética, así como exámenesneurológicos exhaustivos parapoder establecer un diagn...

—Todo eso suena demasiadotécnico —dijo Mia con la vozquebrada—. ¿Cuándo sedespertará?

—Entiendo que todo estoimpresiona y asusta —dijo ladoctora Lange mirando a Mia alos ojos—. Pero debe creermecuando le digo que su padre en

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este momento no sufre ningúndolor y que, gracias a su buenaforma física, podremos operarlesin problemas. Despuéssabremos con más exactitud quéposibilidades tiene derecuperarse completamente. —Se dirigió a Hanna—. Lamentono poder decirles más.

—¿Cuándo le operarán? —preguntó Hanna.

—Esta tarde —respondió lamédica, y se despidió—. Lesavisaremos en cuanto laoperación haya terminado.

—Arriba ese ánimo, cariño —dijo Hanna cuando la doctora

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Lange hubo salido de lahabitación—. Tu padre esfuerte. Saldrá de esta. Estoysegura.

—¿Cómo puedes decir eso?—dijo Mia—. ¡Pero si no tienesni idea!

—Claro que no. Pero está enlas mejores manos —respondióHanna—. Hace décadas queesta clínica está especializada encasos como este y...

—¿Casos como este? —gritóMia en tono estridente—. ¡Papáno es un caso! Al menos nopara mí. Pero puede que tú tealegres de que no se vuelva a

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despertar.Hanna miró a su hija atónita.

Le habría gustado darle unabofetada para hacerla entrar enrazón. La asustaba una y otravez lo hiriente que podía ser.Por mucho que comprendieraque Mia temía por su padre, aveces le resultaba difícilmantenerse serena y atenta.

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Kings Bay - Svalbard, julio de1907

A Emilie no le llevó muchotiempo registrarsistemáticamente todos losrincones de la cabaña y ladespensa. Ni bajo las camas, nien las estanterías, en las cajas ytoneles, en el arcón bajo el

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banco, ni en el cajón de la mesaencontró nada especialmentevalioso o que contuvierainformación interesante, secretao explosiva que explicara porqué el desconocido habíaemprendido esa larga caminata.Emilie se sentó en una silla ymiró a Lørdag, que estabatumbado en su esquina.

—¿Dónde esconderías algoimportante para ti?

El perro se levantó, meneó lacola y miró esperanzado haciala puerta.

—No, nuestro paseo tendráque esperar un poco aún —dijo

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Emilie—. Mmmm, túprobablemente lo enterrarías —siguió reflexionando en silencio—. Pero eso es difícil en la tierrahelada.

Miró a su alrededor. ¿Dóndeno había buscado todavía? ¡Enel suelo! Emilie se levantó,cogió un cucharón, se arrodillóy comenzó a golpear lostablones de madera. Al parecerLørdag tenía la impresión deque se trataba de un juegodivertido, ya que se arrastrójunto a ella y trató de atrapar lacuchara varias veces. Emilie serio entre dientes.

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—Menos mal que no me venadie. Seguramente pensaríanque estoy completamente loca.

Un punto bajo una de las doscamas sonó hueco. Emilie tiródel tablón nerviosa. Cedió.Debajo había un hueco. Metióla mano y sacó un papeldoblado y un fajo de billetes.

—¡Mira esto! —exclamó yregresó a la mesa. Los billeteseran coronas noruegas. En elpapel había dibujado un mapaaproximado de Kings Bay.Varias cruces en la costa sur, encuya orilla estaba situada lacabaña, despertaron la

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curiosidad de Emilie. ¿Quéseñalarían? ¿La presencia derecursos naturales?

»Venga, Lørdag —dijo—.Vamos a echar un vistazo.

Armada con una pequeñaazada, Emilie caminó endirección a la marca máspróxima. Se detuvo a mediaaltura de una colina y comenzóa apartar los guijarros. No tuvoque buscar mucho paradescubrir por qué el dibujantedel mapa tenía tanto interés enese punto. Bajo la gravillaapareció una capa oscura dedura roca sedimentaria. Emilie

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picó un fragmento y loobservó. No había duda, lo quetenía en la mano era hulla.Metió un par de trozos en sumochila y emprendió el caminode vuelta.

—Tengo la impresión de quepor aquí hay vetas abundantes—confió a Lørdag sussuposiciones—. Parece quealguien quiere asegurarse losderechos sobre ellas y haencargado a nuestro inquietantevisitante que vigile la zona.Seguro que el fajo de billetes esel pago por ello. O parte de él.

Lørdag le saltó encima y

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después echó a correr delante deella. Cuanto más recuperadatenía la pierna, más necesidadtenía de moverse. A Emilie lecostaba seguirlo a través delterreno irregular. Las piedrassueltas cedían una y otra vezbajo sus pies y la hacíanresbalar. Continuó lentamentecon los ojos pegados al suelo yreflexionó acerca de suhallazgo. Estaba convencida deque el extraño regresaría. Erapoco probable que renunciara asu dinero. ¿Habría ido a porrefuerzos y se propondríaahuyentarla con violencia? Sin

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duda daba por supuesto que erauna competidora que tambiénhabía echado el ojo a losyacimientos de carbón.

Emilie se detuvo. Debíamarcharse de allí. ¡Lo antesposible! Pero ¿a dónde? CrossBay no estaba lejos. Siempreque el hielo aguantara y no seviera obligada a rodear toda laensenada de Kings Bay. Pero¿se encontraría allí con Albertode Mónaco y su gente o sehabrían marchado ya? ¿Cómopodría averiguarlo? Su miradarecayó sobre la caseta de laradio que había construido

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Antonio. «¡Eso es! —pensóEmilie—. Intentaré establecercontacto con el príncipe.¡Cómo no se me ha ocurridoantes!»

Animada por la idea que habíatenido, aceleró el paso y pocodespués llegó a su destino.Abrió la tapa que cerraba elcajón, colocado sobre variospostes, y comprobó con alegríaque Antonio había atornilladoen el interior una placa deesmalte con el alfabeto enmorse. Dirigió la mirada haciael aparato y gritó horrorizada.La bobina del electroimán

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estaba destrozada, la antenaestaba doblada y el rotor móvil,con cuya palanca se podíanmarcar puntos y rayas en unatira de papel que pasaba a travésde un engranaje, estabaarrancado. El desconocido sehabía empleado a conciencia.Emilie no dudó un solosegundo de que aquello fueraobra suya. Se llevó la mano alcuello, le faltaba el aire. «¡Noentres en pánico! —se advirtió—. No debes precipitarte.»

Su plan de abrirse paso haciael norte hasta la vecina CrossBay seguía pareciendo la mejor

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solución. Aunque el príncipeAlberto ya se hubiera marchadocon su yate, era muy probableque algún otro barco fondearaallí. Según su guía de viajes, labahía de la Cruz, que era lo quesignificaba el nombre de aquelbrazo de mar, se considerabauna de las ensenadas másbonitas de Spitsbergen, y era undestino habitual de los vaporesturísticos. Como habíafondeaderos excepcionales y lacorriente del Golfo mantenía sudesembocadura libre de hielo, elfiordo también solía utilizarsecomo refugio para barcos que

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buscaban protección de lastormentas.

Emilie bajó a la playa ycontempló los témpanos que yacubrían el agua casi porcompleto. Puso un pie encimacon cuidado. Crujió. No, lacapa era demasiado fina. Erademasiado arriesgado cruzar elfiordo. Regresó pensativa a lacabaña. ¿Podía arriesgarse aquedarse un día más y ver si labajada de temperaturas hacía elhielo transitable?

—¿Tú qué crees, Lørdag? —lepreguntó al perro, quecorreteaba junto a ella—. Creo

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que será lo más sensato. Ademáses importante que recuperemosfuerzas antes de la excursión yque durmamos bien. Quiénsabe cuánto tiempo tardaremosy cuándo será la próxima vezque tengamos un techo sobrenuestras cabezas.

Para no dar al desconocidoningún motivo paraperseguirla, Emilie decidióvolver a colocar el dinero y elmapa bajó el tablón. Antes dehacerlo hizo una copia deldibujo. No estaría mal saberdónde estaban los yacimientosde carbón y poder decírselo a

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Friedrich. Aunqueposiblemente nunca tuvieraoportunidad de aprovechar lainformación, le impresionaríaque Max hubiera descubiertolos filones.

Emilie cerró la contraventanay se tumbó en la cama. Elcuerpo le pedía dormir, pero lamente le iba a toda velocidad,dominada por el miedo aldesconocido, posiblementeviolento, y la incertidumbre decuándo regresaría y cómo haríapara evitarlo. ¿Dónde estaríaahora? Esperaba que hubieraregresado a su cabaña y tardara

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mucho tiempo en volver acomprobar si había moros en lacosta en Kings Bay. Pero¿dónde se alojaba? Dado quehabía venido del este, Emiliesupuso que había atravesado lallanura que había tras lasmontañas. Por lo que sabía, allídetrás, tanto en el fiordo deWood como en el fiordo deWijde había varias cabañas decazadores. Seguro que setardaba dos o tres días en llegarallí.

Emilie se volvió y siguiócavilando. ¿Podía aferrarse a laesperanza de que el

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desconocido se estuvieradirigiendo hacia allí? ¿O seestaba engañando a sí misma?Emilie se dio la vuelta una vezmás y miró con envidia aLørdag, que dormitaba en sulecho. En algún momento cayóen un sueño intranquilo, delque despertó agotada pocashoras después.

Se incorporó asustada, selevantó de la camaapresuradamente y comenzó ameter cosas en su mochila a laescasa luz que entraba por lasrendijas de la contraventana.Para no perder tiempo,

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renunció a ahuyentar laoscuridad. Las manos letemblaban y agarraban losobjetos que tenía alrededor sinorden ni concierto.

Emilie se obligó a respirarprofundamente. «Tranquila —se dijo—. ¡No pierdas lacabeza! Piensa en qué necesitaspara el camino.» Solo podíallevarse lo más necesario, sobretodo comida. También dosconjuntos de muda y calcetinespara cambiarse. Además, unanavaja, cerillas, una lonaencerada para protegerse de lahumedad, vendajes, una cuerda,

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un hacha pequeña, una cazuelay un abrelatas.

Muy a su pesar, dejó el botínque había recogido en la isla delOso y los días anteriores en elfiordo en una caja vacía juntocon la prensadora. Acontinuación inspeccionó suscosas. Tendría que dejar atrás lamayoría de su ropa y los libros;lo único de lo que no quisosepararse fueron los cuadernosde dibujo.

Por un momento olvidó sustemores. Con una sonrisa pícaradejó el regalo de Klothilde,Buenos modales de Emma

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Kallmann, en la balda y seimaginó los rostrosdesconcertados de futurosvisitantes de la cabaña tratandode comprender cómo demoniosse le habría ocurrido a alguienllevarse al Ártico unas normasde comportamiento en sociedady buenas maneras.

Al vestirse, recordó justo atiempo vendarse el pecho yadoptar de nuevo una imagenmasculina convincente; unproceso al que habíarenunciado los últimos días.Una vez abrigada, Emilie seechó finalmente la mochila al

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hombro, cogió un bastón deesquí que había encontrado enel cobertizo y le dijo a Lørdag,que meneaba la colaesperanzado:

—¿Estás listo? Pues yapodemos salir de excursión.

Abrió la puerta.—¡Oh, no!Emilie miró con los ojos

abiertos como platos el blancoimpenetrable que rodeaba lacabaña. Mientras dormía eltiempo había cambiado. El aireya no era tan helador, el vientohabía amainado y una densaniebla cubría el fiordo. Emilie

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corrió hacia la orilla. Antes dealcanzarla, oyó el suavechapoteo de las olas. Se leencogió el estómago. El hielohabía desaparecido, a excepciónde un par de finos témpanos. Suesperanza de caminar sobre elagua helada para acortarconsiderablemente el camino aCross Bay se había frustrado.

Emilie cerró la puerta y sedejó caer pesadamente sobre untaburete. No tenía sentido saliren ese momento. Sedesorientaría enseguida y seperdería. La idea de vagar entrela niebla por un terreno

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intransitable y quizá caer en laszarpas de un oso polarhambriento no era precisamenteatractiva. Prefería atrincherarseen la cabaña y esperar a que lavisibilidad volviera a mejorar. Yno era menos probable que eldesconocido apareciera allí conaquel tiempo. Él tambiénevitaría el riesgo. «O esoespero», pensó Emiliequitándose la mochila. La dejólista junto a la puerta y solo sequitó la chaqueta forrada, losguantes y el gorro. Se dejó lasbotas puestas, porque queríaestar preparada para huir en

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cualquier momento.Para no volverse loca con

situaciones aterradoras, seobligó a seguir leyendo lanovela inglesa. Se sentó en unasilla mirando hacia la ventana einterrumpía la lectura cada parde páginas para comprobar si laniebla se aclaraba. Entremediasdejó salir al perro, se ocupó deque el fuego de la estufa no seapagara y cocinó un potaje delentejas y pescado seco, quecondimentó con cebolla seca.

La niebla no parecía tenerintención alguna de disiparse.Seguía siendo como una pared

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ante la ventana, e impedía aEmilie distinguir a qué alturaestaba el sol. La sensación deestar fuera del tiempo y de tenerque arreglárselas ella sola, quetan emocionante le habíaparecido al inicio de suaventura robinsoniana, teníaahora un matiz amenazador.Cada vez le resultaba más difícilmantener la calma y no entraren pánico.

Se levantó nerviosa de unsalto y recorrió varias veces eldiminuto espacio que quedabalibre entre las camas, la mesa yla estufa. Así debían de sentirse

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los depredadores dignos delástima que malvivían en lasestrechas jaulas de loszoológicos y paseaban sin cesarde un lado a otro de puroaburrimiento. «¡Malditaniebla!», pensó. Si no sehubiera levantado y no hubierahecho desaparecer el hielo...Emilie se quedó inmóvil. Perosi en realidad eran buenasnoticias. No, ¡eran inclusoestupendas! No tendría quecaminar durante horas parallegar a Cross Bay. ¡Podía llegarhasta allí en el bote de remos!En cuanto aclarara un poco y

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viera más allá de las puntas desus zapatos. Emilie se sentóaliviada y retomó la novela.

Una vez más fue Lørdagquien la avisó. Se despertóbruscamente del sueño en elque había caído agotadodespués de correr y aguzó eloído. Emilie se puso tensa yapartó el libro. Se levantó, abrióla ventana y sacó la cabeza paraoír mejor. Había silencio.Contuvo la respiración. Ellatido de su corazón le resonabaen los oídos.

¡Ahí! ¡Un crujido! ¿No eraneso piedras rodando? No había

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duda, se oían pasos. ¿Sería eldesconocido, que regresaba?¿O sería un excursionistainofensivo? También podíatratarse de un oso polar. En esecaso lo mejor sería quedarse enla cabaña. Emilie vaciló. «Perosi se trata del extraño —pensó—, esta vez no se volverá conlas manos vacías. Seguro que dapor hecho que sigo aquí. Nocreo que venga con buenasintenciones. Y si me quedo aquídentro, estaré atrapada.»

—¡Vamos! —le dijo a Lørdag,se puso rápidamente lachaqueta, el gorro y los

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guantes, cogió la mochila ysalió de la cabaña. Se acercabanpasos desde la orilla. Emilietragó saliva. No era buena ideacoger ahora el bote y tratar dehuir por el agua. Emilie oteóconcentrada la niebla y se echóhacia atrás asustada. Una figuraborrosa caminaba pesadamentehacia ella. Las rodillascomenzaron a temblarle.«¡Venga! ¡Tienes que salir deaquí!», se ordenó. Las piernasno le obedecían. Un destelloseguido de un fuerte estallido lehicieron gritar de espanto. Unabala dio en la pared de la cabaña

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a dos palmos de su cabeza.Los pies de Emilie se pusieron

en marcha como por sí mismosy la alejaron de allí. Otrodisparo liberó un golpe deadrenalina en sus venas y laempujó hacia las montañastemiendo por su vida. Corriócolina arriba dando bandazos ytropezando, cayó, siguióarrastrándose a cuatro patas, seincorporó y finalmente alcanzólas estribaciones de un glaciar.Se detuvo brevemente y miró asu alrededor. La niebla apenasle permitía ver a dos metros dedistancia. Lørdag se le pegaba a

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las piernas.—¿Nos sigue? —susurró y

escuchó con atención. Oyógravilla rodando. El ruido seacercaba. Emilie no esperó.Siguió avanzando a toda prisa alo largo del borde del glaciar yno se detuvo hasta que unasrocas escarpadas se alzaron en laneblina lechosa. Se apretó en unhueco y trató de recuperar elaliento sollozando de miedo.Lørdag se colocó a sus piesjadeando. Cuando se le calmó larespiración, aguzó el oídoconcentrada en la dirección dela que había venido. Un arroyo

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de deshielo borboteaba en ladistancia. Un pájaro al quehabía asustado chillóbrevemente. Después volvió elsilencio. Ningún crujidodelator, ninguna piedra querodara, nada que indicara que eldesconocido le pisaba lostalones. ¿Habría dejado deseguirla? ¿O habría girado en ladirección equivocada?

Emilie no se atrevía a salir desu escondite. No tenía ni ideade dónde se encontrabaexactamente. La idea de correr alos brazos del hombre quequería matarla si seguía

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avanzando era demasiadohorrible. ¿Quién era aquelmonstruo que le habíadisparado sin titubear? Emilieno recordaba haber pasadotanto miedo jamás. Agarró el«dios de las gallinas». Sus labiospronunciaron como por sísolos una oración que su abuelapaterna solía dirigir a menudo a«su» guardiana:

Santa Bárbara, virgensanta,

¡te confío mi cuerpo ymi alma!

Tanto en la vida como

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en la muerte,¡ayúdame y dame

suerte!

De niña pensaba que santaBárbara era una pariente lejana,por la familiaridad y la vivezacon la que su abuela hablaba dela patrona de los mineros, muyvenerada en Bergisches Land. AEmilie le impresionaban lafirmeza con la que Bárbara sehabía enfrentado a su padrecuando este había queridocasarla con un pagano y sudisposición a morir torturada

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por su fe. Se acuclilló en elsuelo y se abrazó las piernas.Lørdag se arrimó a ella. Su calory su cercanía la consolaron unpoco.

Emilie no habría sabido decircuánto tiempo aguantó entre lasrocas. Dio un par de cabezadas,pero inmediatamente sedespertaba aterrorizada. Nopodía quedarse dormida. Elriesgo de morir congelada o sersorprendida por su perseguidorera demasiado grande. La piernaderecha se le entumeció y lehormigueaba. Se levantó conesfuerzo y se balanceó para

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restablecer la circulación. Teníafrío. La ropa estaba húmeda. Sise quedaba sentada más tiempose congelaría. ¡Debía continuar!Salió con cuidado de las rocas.Todo seguía envuelto en laniebla y el silencio. Lørdagestaba a su lado relajado.

—¿Tú qué crees? —preguntóen voz baja—. ¿Nos atrevemos?

Lørdag meneó la cola.—A la cabaña no podemos

volver, allí está el loco ese. Lomejor será que subamos a lacresta de la montaña. Con unpoco de suerte allí arriba estarádespejado y podremos ver cuál

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es la situación.Sin embargo, por el momento,

el mundo seguía consistiendoen una niebla irreal queamortiguaba los sonidos ydespertaba en Emiliepresentimientos inquietantes.Cuánto habría dado en esemomento por estar sentada enel confortable salón de suspadres, inclinada sobre unaburrido bordado yescuchando un sermón eternode su hermano Friedrich acercade un descubrimiento técnico olas novedades de su veneradoemperador. Nunca habría

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creído que algún día lo echaríade menos. ¿Volvería a vivirlo?Se llevó la mano al bolsillo de lachaqueta y agarró la piedraagujereada. «Ay, Fanny —pensó—. ¿Qué me aconsejaríasque hiciera ahora?»

«¡No te rindas!» A Emilie casile pareció oír la voz de su tía,que no habría permitido quetirara la toalla y perdiera laesperanza. Se secó una lágrima,siguió caminando pesadamentey evitó mirar la niebla. En lugarde eso fijó la mirada en elhusky, que corría delante deella imperturbable y de tanto en

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tanto giraba la cabeza hacia ellacomo para animarla.

Después de lo que pareció unaeternidad, comenzó a despejar.Emilie levantó la cabeza y sedetuvo. La niebla se habíaaclarado ante ella y tras undelicado velo relucía en lalejanía una cumbre cubierta denieve sobre una oscura pared depiedra. Volvió la cabeza. Trasella se extendía el sombrío marde niebla, cuyos bordesbrillaban plateados. Sobre ellase arqueaba un cielo azulpálido. Respiró profundamentey disfrutó de aquella belleza,

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que parecía sobrenatural. Asísolía imaginar de niña elparaíso: un lugar lleno de luz,nubecillas esponjosas y unsilencio majestuoso.

Prosiguió su caminolentamente. Al este se extendíauna amplia meseta acolinadacubierta de musgo y liquen,atravesada por arroyos ycharcas. Al fondo se elevabauna cadena de cumbres en laque nacían varios glaciares quedesembocaban en la tundra.Emilie se mantuvo junto a lapendiente de la montaña, alotro lado de la cual se

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encontraba la costa. De estemodo no corría el riesgo dedesorientarse. Avanzó bienhasta que llegó a un pequeñodesfiladero, horadado en la rocapor un riachuelo de deshielo yque la obligó a dar un rodeohacia el interior. Finalmenteencontró un punto en el quepudo cruzar el arroyo con unsalto audaz. Se dejó caeragotada sobre una piedra y sequitó la mochila.

—Ven, Lørdag. Haremos undescanso.

El perro, que ya se habíaadelantado unos metros,

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regresó y se colocó delante deella meneando la cola.

—Seguro que tú tambiéntienes hambre —dijo Emilie yrebuscó una lata de carneadobada y una bolsa de pantostado. Cogió agua del arroyocon la cazuela.

»Ahora estaría bien tomar unté caliente —continuó—. Peroaquí arriba no hay madera.Además el agua tardaría unaeternidad en hervir.

Lørdag inclinó la cabeza y leempujó con el hocico la manoque sostenía la lata.

—Sí, enseguida te doy tu

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parte.Después de comer, Emilie se

levantó y miró a su alrededor.¿El rodeo la habría llevadodemasiado al norte? Para seguirla línea de la costa en direcciónal fiordo de Is debía avanzarhacia el sur.

—No tendrás una brújula porahí, ¿no? —preguntó Emilie.

Lørdag le saltó encima y lelamió la mejilla.

Emilie lo apartó entre risas. Sumirada recayó sobre un granarbusto de silene musgo. En ellibro de botánica de Max habíaleído que esa planta herbácea

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podía vivir más de cien años ysus raíces podían penetrar hastaun metro en la roca. Como susflores violeta pálido seformaban sobre todo en el ladosur del arbusto, se laconsideraba una planta brújulaque servía para orientar acaminantes experimentados.

Emilie prosiguió su caminoaliviada y enseguida alcanzó lacresta de la montaña, a través dela cual siguió la línea de la costahacia el sur. A mano derecha elterreno caía en picado al mar. Seprotegió los ojos con la mano yal suroeste vio una isla alargada:

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la Prins Karls Forland.—¡Lørdag! —exclamó con

alegría—. ¡Por fin sé dóndeestamos! ¡Ya no queda mucho!Casi hemos rodeado lapenínsula de Brøgger. Ahíabajo debería estar la EnglishBay.

Lørdag se quedó quieto y lamiró.

—¿Y por qué me alegro tantode eso? —continuó Emilie—.Porque ahí es donde está lacabaña de Arne. ¡Ese seránuestro primer refugio!

Sintió un cosquilleo en elestómago. ¿Era el temor a que

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Arne la echara de allí porquequería estar tranquilo y noquería saber nada de invitadosindeseados? ¿O más bien elrecuerdo de la mirada que lehabía dirigido en su despedida?Había expresado algo queEmilie no lograba identificar yque le provocaba una agitacióndesconocida. «No son más queimaginaciones tuyas —sereprendió—. Y lo mismosucede con tu conjetura de queArne pueda negarnos su ayuda.Puede que sea un tipo raro ygruñón. Pero no es cruel.»

La idea de entrar en calor en

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una cabaña bien caldeada, bebercafé recién hecho y comer algoen condiciones le hizo olvidartodo lo demás. Emilie sedispuso a descender conenergías renovadas. Suresistencia se enfrentó a unadura prueba. Desde el glaciar alfinal de la ensenada llegaba unviento helador que le atravesabala ropa y la enfriaba. Pero lopeor eran las nubes de polvoque se levantaban del cauce degrava de los ríos de deshielo.Emilie avanzó a duras penascon los párpados semicerradoshasta llegar a la playa. La fuerte

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brisa levantaba la espuma de lasolas que el mar empujaba haciala orilla, y la luz del sol la hacíabrillar. Impresionada por elespectáculo de las fuerzas de lanaturaleza, Emilie se detuvo ytrató de imaginar los embates delas olas que recibiría aquellacosta durante las tormentas deotoño. Lørdag echó a correrhacia la pequeña cabaña, situadaen la orilla a unos cientos demetros de ellos. Emilie respiróhondo y lo siguió con elcorazón acelerado.

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46

Murnau, julio de 2013

—Ay, Heiko —dijo Hanna—. ¿Qué voy a hacer con estaniña?

Le sentaba bien desahogarsecon su mejor amigo y oír suvoz. Con el teléfono en la oreja,evitó a un ciclista que seacercaba hacia ella por el paseo.

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Después de que Mia se hubieramarchado furiosa, Hanna habíacontenido el impulso de salirtras ella inmediatamente ypedirle cuentas. Estaba harta deestar una y otra vez a merced delos cambios de humor de Mia.Además, sabía por experienciaque después de un arrebato asísu hija necesitaba un tiempoantes de estar dispuesta a hablary a razonar. En lugar de eso,Hanna había ido al Seidlpark,situado cerca de la clínica, yhabía llamado a Heiko paraponerle al día de lo que habíasucedido y pedirle consejo.

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—Me temo que en estemomento tú no puedes hacermucho —respondió Heiko—.¿Quieres que hable yo con ella?

—Gracias, Heiko —dijoHanna—. Pero creo que Mia yava siendo mayorcita para saberpor sí misma cuándo ha idodemasiado lejos. Si sigueacusando a la gente taninjustamente, a la larga tendráverdaderos problemas. Corre elriesgo de perder a mucha gente.

—Es cierto. Sobre todoporque no mucha gente es tanindulgente como tú.

—Bueno, al fin y al cabo soy

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su madre —comentó Hanna—.¿Habré hecho algo mal conella? —añadió en voz baja—.Lukas es muy diferente y...

—¡No, claro que no! —lainterrumpió Heiko—. Mia yaera así de pequeña. Recuerdomuy bien lo frustrada que tesentías cuando me hablabas delos ataques de cabezonería quesufría tan a menudo.

—Es verdad. En cierto modotenía la esperanza de que se lepasara con la edad.

Heiko carraspeó.—Bueno, ha mejorado

mucho. Por lo menos ya no se

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tira al suelo dando puñetazos.Hanna se echó a reír. El

humor seco de Heiko siempreconseguía animarla en losmomentos tristes y hacía que lascosas no parecieran tan negras.

—Pero ahora en serio —dijoHeiko—. Estoy bastante segurode que Mia es la que más sufresu irascibilidad. Probablementeya se está arrepintiendo dehaberte acusado de algo tantonto y le gustaría darse unabofetada. —Antes de queHanna pudiera decir nada,prosiguió—: Hablando deLukas. ¿Cómo está? ¿Cómo se

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ha tomado las malas noticias?—Ese es el siguiente problema

—respondió Hanna y se dejócaer sobre un banco con unsuspiro silencioso. Estabasituado delante de una glorietaen cuyos bordes había ciervosde piedra a los que les habíacrecido un pelaje de musgo.

»Hace dos días que noconsigo hablar con él. No harespondido a mi último e-mail.Supongo que estará haciendouna excursión de varios días a laPampa con un par de suspequeños protegidos. En suúltimo mensaje me dijo que lo

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habían enviado a uncampamento comoacompañante.

—¿Así que todavía no sabenada? —preguntó Heiko.

—Sí, yo creo que sí. Mia leavisó enseguida después de quela llamaran. Aunque... Laverdad es que no sé si Lukas haleído su mensaje. No consiguiólocalizarlo por Skype.

—Qué rabia —dijo Heiko—.Pero de todas formas ahora nopodría hacer nada. Quizá seamejor que se entere delaccidente de su padre cuandosepáis cómo está Thorsten

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realmente y qué pasará de aquíen adelante.

—Eso ya lo había pensado —dijo Hanna—. Me alegro deque estés de acuerdo.

Después de que prometiera aHeiko que lo avisaría en cuantohubiera noticias y que lollamaría cuando necesitaraalguien que la escuchara paradesahogarse, sin importar lahora que fuera, colgaron.

Hanna se levantó y siguiócaminando. Heiko también lehabía preguntado por Kåre y sehabía alegrado mucho de queHanna hubiera encontrado un

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hombre que la hiciera feliz. Noquería saber nada más. Ellaesperaba que le preguntaracómo pensaba llevar unarelación con un noruego quevivía a más de dos milkilómetros en avión. O si podíay debía entregarse a un nuevoamor en vista del estado deThorsten. Sacudió la cabeza conuna sonrisa. No, esas no eranlas preguntas que haría Heiko.Eran las que haría ella. A Heikosolo le importaba que escucharaa su fuero interno y se diera laoportunidad de llevar unabuena vida. «Ojalá fuera tan

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fácil», pensó Hanna. Se mareósolo de pensar cómoreaccionarían Mia y tambiénLukas al hecho de que hubieraotro hombre en la vida de sumadre.

Los pensamientos de Hannavagaron hacia el norte, haciaKåre, que ese día volvería aTromsø. ¡Lo echaba tanto demenos! Qué bonito sería pasearcon él de la mano por aqueljardín veraniego. El contrastecon el paisaje árido y arcaico deSpitsbergen no podría habersido mayor. En aquel parquediseñado a principios del siglo

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anterior por el arquitectomuniqués Emanuel von Seidlhabía grandes árboles queproporcionaban sombra.Hanna se detuvo ante unaenorme haya y levantó la vistahacia la densa corona.

Había creído que Kåre letomaba el pelo al decirledurante uno de sus paseos queen Svalbard también habíaárboles. Al mirar ella a sualrededor en busca de algo quese pareciera en lo más mínimo aun árbol, él se había echado areír con picardía y habíaseñalado una alfombra de hojas

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verde oscuro que se extendía asus pies.

—Reconozco que en lo querespecta al tamaño no puedecompetir con sus orgullososparientes de regiones másmeridionales —había dicho—.Pero de todas formas el saucepolar sigue siendo un árbol.

Hanna esbozó una sonrisa alrecordarlo y siguió su camino.El parque había pasado muchotiempo en un profundo letargo.Los céspedes y las orillas de losestanques habían crecidodemasiado, y las esculturas, losmonumentos y los edificios

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habían sufrido los estragos deltiempo o se habíandesmoronado. En los últimosaños una asociación seesforzaba por recuperar elantiguo encanto arrancandomalas hierbas, talando árbolesenfermos y recortando setos.Además había planes parareconstruir la «Gloriettl», unacasita de jardín, y copiar laplanta de la villa en la que habíavivido Seidl, que había sidoderribada en los años setenta.Cuando Hanna llegó a la colinade la Amistad, uno de loslugares preferidos del

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arquitecto, los trabajadoresestaban renovando la escalera ycambiando las viejas losas decemento reventadas porescalones de piedra natural.

Subió y contempló uninstante la vista de lascordilleras que se alzaban al sursobre la ondulada regiónprealpina tras un velo deneblina que centelleaba al sol.Sacó su móvil del bolsillo yestaba a punto de escribir unSMS a Kåre cuando un mensajede él apareció en la pantalla.

Querida Hanna, estoy

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pensando en ti en estemomento (la verdad esque pienso en ti todo elrato J). ¿Cómo estás?Desearía poder estar a tulado. ¡Mucha fuerza yesperanza! Te echo demenos. Un beso en tusmaravillosos labios, tuKåre

Hanna se apretó el teléfonocontra el pecho y cerró los ojos.Las sencillas palabras de Kåre laemocionaban más que cualquiercarta de amor llena decumplidos y piropos. Tenía la

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impresión de que estaba tanpresente, que casi le parecíaestar percibiendo su aroma y sucalidez.

—Te quiero —susurró,expresando por primera vez loque su corazón sabía desde laprimera vez que había visto aKåre.

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English Bay - Svalbard, juliode 1907

La cabaña estaba vacía. Desdefuera el postigo de la ventana yahacía suponer que así era.Emilie había llamado concuidado a la puerta por si Arneestaba durmiendo. Después deno oír ningún ruido en el

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interior y de que no se movieranada, entró. No había rastro deArne en el diminuto vestíbuloni en la estancia trasera. Laagitación con la que habíaanticipado su encuentro con élse había transformado en unadecepción difusa. Tenía muchasganas de ver una cara conocidadespués de los miedos y losobstáculos que había superadoen las últimas horas. Si no teníasuerte, Arne podía haberemprendido una excursiónlarga para comprobar lastrampas y cazar. Se quitócansada la mochila, acercó un

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taburete, serrado a partir de unúnico tocón , y se dejó caerpesadamente sobre él.

De pronto todas las fuerzas laabandonaron. El esfuerzo de lalarga marcha le había hechomella. Se apoyó exhausta en lapared junto a la puerta. Lørdagse acomodó a sus pies, reposó lacabeza sobre las patas delanterasy cerró los ojos. Emilie mirócon anhelo la cama en la paredopuesta. Dudaba de quepudiera levantarse o dar unpaso nunca más. Sentía laspiernas entumecidas, se le habíaformado una gran ampolla en el

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talón izquierdo y le ardían losojos de la luz permanente y elpolvo de la grava.

Dejó vagar la mirada por lacabaña. Era más pequeña que lade Kings Bay y parecía másvieja. El humo había oscurecidola madera, que formaba unatractivo contraste con las pielesde reno de color claro que habíasobre la cama y sobre el catreque hacía las veces de banco trasla mesa y bajo la ventana. Sobrela cama había una cornamentade reno de la que colgaban ungorro, una cartuchera de cuero,una bolsa de tabaco y otros

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objetos. En la esquina opuestaal banco había un pequeñofogón, sobre el que variassartenes, cazuelas y cazoscolgaban de la pared con clavos.Sobre un estante estrecho habíaguardadas un par de tazas,cuencos y platos de hojalata,junto a la caja de puros sin tapaque contenía las cucharas y lostenedores. Había varioscuchillos de diferentes tamañosclavados en un bloqueadornado con tallas de diversascabezas de animales. Junto a lacama había una caja de frutaboca abajo sobre la que se

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apilaban algunos libros.Un chasquido estremeció a

Emilie. Después de unmomento de susto, se diocuenta de que no había venidode fuera, sino de un leño de laestufa que había reventado alarder. ¡Por eso hacía un calortan agradable en la casa! Sudecepción por la ausencia deArne había hecho que no sediera cuenta. Miró hacia elfogón. ¿Qué habría en lacazuela que estaba encima? Unmurmullo doloroso en elestómago le recordó a Emilieque había pasado una eternidad

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desde la última comida decenteque había merecido dichonombre. Se apoyó y se levantóa duras penas, se tambaleó hastael fogón y levantó la tapa.Percibió un sabroso aroma. Sinpensarlo cogió un cucharón,llenó un plato y se lo zampó depie.

Con cada bocado Emilierecuperaba la confianza en símisma. Arne regresaría pronto.De lo contrario habría apagadocuidadosamente el fuego y nohabría dejado una cazuela concomida cocinándose. Se llevó lasegunda ración a la mesa y

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disfrutó del potaje masticandolentamente. Los trozos de carnetenían un sabor intenso, y nosabía si le recordaban más alpato o al hígado de ternera.Eran magros y muy oscuros,casi negros. Mientras trataba deadivinar qué animal estabadegustando, una cajita queasomaba de debajo de la camacaptó su atención. Al revivir suánimo, también se le habíavuelto a despertar la curiosidad.

«Contrólate —le reprendió elcensor que llevaba dentro alagacharse hacia la caja—. Nopuedes husmear entre sus cosas.

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Bah, cállate —espetó a la vozque la advertía—. Quiero saberde una vez qué es lo que pasacon este vikingo tanreservado.»

Emilie apartó el plato, se pusola caja delante y la abrió.Contenía varios artículos deperiódico recortados, un par decartas y documentos con sellosde aspecto oficial. Todo ennoruego. Emilie maldijo. Conlo agitada que estaba por haberencontrado algo que ledesvelara más informaciónsobre Arne, no había pensadoque no dominaba su idioma.

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Los recortes de los diariosNybrot: organ for fisker- ogarbeiderbefolkningen iRomsdals y Søndmørsposteneran de los últimos tres años.Los primeros artículos sehabían publicado en enero de1904 y al parecer hablaban deun incendio devastador en unaciudad, ya que estabanilustrados con fotografías decasas carbonizadas en ruinas ycalles asoladas. Las noticias delos años siguientes parecíandocumentar los avances en lareconstrucción de la población.Gracias a los pies de foto Emilie

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averiguó que se trataba deÅlesund. Arqueó las cejas consorpresa. ¿Vendría Arne de esaciudad de la costa occidental deNoruega que tan rápidamentese había reconstruido despuésde su destrucción gracias a laayuda del emperador alemán,entre otros?

Contempló pensativa lasfotos. Imaginó vívidamente aArne luchando incansablecontra el fuego que devoraba sucasa hasta que por fin tuvo querendirse y se encontró ante losescombros humeantes de suexistencia. Lo vio precipitarse

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con temeridad a un edificio enllamas para salvar personas (y selo imaginó por un instanteponiéndolas a salvo en susfuertes brazos) o vagar por uninfierno ardiente, gritando elnombre de sus seres queridoshasta enterarse de que habíancaído víctimas del incendio yque los había perdido a todos...«No seas exagerada», sereprendió Emilie, y volvió ameter los recortes de periódicoen la caja. Por lo que recordabade las noticias sobre el incendioen Ålesund, que también habíallegado a primera página en

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Alemania, como por un milagrosolo una anciana había perdidola vida.

Cogió las cartas, que estabanmetidas en sus sobres y que,según los matasellos, tambiéneran de los últimos tres años.Todas estaban dirigidas a ArneKoldvik y se habían enviadopor correo a Tromsø. Emilie sedio cuenta de que hastaentonces no había sabido cuálera el apellido de su vikingo. Elremitente también se apellidabaKoldvik. El nombre de pilaestaba abreviado. ¿Quésignificaría S.? La caligrafía era

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delicada y, a juicio de Emilie,podía deducirse que quienescribía era una mujer. ¿Sería lamadre, la hermana, la prometidao la esposa de Arne? Habíamúltiples posibilidades. Emiliehabría dado cualquier cosa pordescubrir el misterio. Sucuriosidad se enfrentóbrevemente a su conciencia, quese alzó con la victoria. Emilievolvió a meter los sobres en lacaja, aunque se reconoció a símisma que no habría resistidola tentación con tanta facilidadsi se hubiera tratado de cartas enalemán.

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Por último hojeó brevementelos documentos y se detuvo enun papel con una lista de cifras.Estaba encabezada con lapalabra gjeldbevis. Un tal PeterBrandal figuraba comokreditor, y un par de líneas másabajo decía: «skyldner, ArneKoldvik».

Emilie se quedó sinrespiración. Si no seequivocaba, se trataba de unpagaré. La cantidad prestada aArne ascendía a ocho milcoronas noruegas, que equivalíaaproximadamente a diez milmarcos. Una suma considerable.

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En la fábrica de su padre untrabajador cualificado ganabamás o menos de mil doscientosa mil quinientos marcos al año.

¿Para qué necesitaba Arnetanto dinero? Aquí suimaginación tampoco teníalímites. Pero no eracompletamente descabelladopensar que había perdido sumodo de vida en el incendio yque ahora debía buscar otrosmedios para saldar sus deudas.Así que había estado en locierto al suponer que Arnecazaba en Spitsbergen pornecesidad económica. Echó un

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vistazo a la fecha del pagaré. Sehabía expedido más de un añoantes del incendio. ¿En quéhabría invertido Arne eldinero? ¿Se habría construidouna casa? ¿Para él y su flamanteesposa S.? Emilie examinó losdemás documentos paracomprobar si entre ellos habíaalguno que pudiera ser uncertificado de matrimonio.

El ruido de pasos que seacercaban interrumpió subúsqueda. Cerróapresuradamente la tapa de lacaja, la empujó bajo la cama y sevolvió a sentar a la mesa.

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Lørdag, que había estado todoese tiempo profundamentedormido, se animó y corrióhacia la puerta, que se abrió uninstante después.

—Hva i helvete! —Arneobservó atónito al perro—.¿Qué demonios haces tú aquí?

Lørdag lo olisqueóbrevemente, meneó la cola ycorrió hacia Emilie. Arne losiguió con la mirada. Sus ojos seabrieron como platos.

—¿Tú?Emilie se levantó. La alegría

que sentía por la aparición deArne se mezcló con

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inseguridad. Trató de sondearsu rostro. La barba dificultabainterpretar su gesto. ¿Lemolestaba que perturbara sutranquilidad? ¿La echaría deallí? Puede que Arne fuera unsolitario malhumorado a quienel destino hubiera castigado yamargado. Pero ¿alguien cruel?«¿Estás segura o solo quierescreerlo?», intervino la vozdudosa que llevaba en suinterior.

Arne dejó en una esquina dela entrada el arma que llevaba alhombro, lanzó las pieles devarios zorros polares a un cesto

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y entró en la estancia.—Perdona que haya entrado

aquí sin... —comenzó a decirEmilie.

Arne sacudió la cabeza comopara volver en sí.

—¿No deberías estar en unvapor rumbo al sur?

—Sí, en realidad, sí. Pero elbarco de suministro no haaparecido y...

—¿Eso quiere decir que haspasado varios díascompletamente solo en KingsBay?

No, no sonaba enfadado. Másbien preocupado. Emilie sintió

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un cosquilleo en el estómago.«¡No le soy indiferente!», dijocon alegría una voz en suinterior.

—Sí, estaba solo. Bueno, nodel todo. Tenía a Lørdagconmigo.

—¿Lørdag? —repitió Arne.Emilie señaló al perro.—Ajá, ¿y de dónde ha salido

este «sábado»? Es un animalmuy extraño. Parece un loboque no ha crecido lo suficiente.

—Es un husky siberiano.Cuando lo encontré estabagravemente herido. No sé dedónde ha salido exactamente.

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Posiblemente algunaexpedición lo abandonóporque ya no podía seguir elritmo.

—Y lo has cuidado hasta quese ha curado —añadió Arne. Seinclinó hacia el perro, quemeneaba la cola contento—.Parece una criatura muyconfiada. Desde luego no sirvede mucho como perro guardián—afirmó—. No ha dicho ni píocuando he entrado en la cabaña.

—Sin embargo, es un buenperro de trineo, tiene unsentido de la orientaciónmagnífico y es increíblemente

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resistente —dijo Emilie.Para su sorpresa, su tono era

combativo. No dejaría quenadie hablara mal de Lørdag.

Arne contrajo las comisurasde los labios.

—Seguro.Se deshizo de su chaqueta de

piel, se pasó las manos por elpelo, que después apuntaba entodas direcciones, y se sentó a lamesa en un taburete. Mirófijamente a Emilie con sus ojosazul grisáceo y frunció el ceño.

—Por cierto, ¿qué ha sidotodo ese jaleo? Si no meequivoco, he oído varios

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disparos desde esa dirección —dijo haciendo un gesto hacia elnorte—. En esta zona el ecollega muy lejos.

Emilie se sentó enfrente de élen el catre.

—No he sido yo, ¡en serio!Por desgracia no tengo arma.

—¿Por desgracia?La preocupación que

expresaba su mirada contrastabacon la severidad con la quehablaba. Emilie se mordió lalengua. No sabía si debíahablarle de la inquietante visita.¿Pensaría que exageraba y quese preocupaba demasiado? O

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que era una cobarde porquesencillamente había salidocorriendo sin enfrentarse yluchar con el atacante como unhombre.

—Habría sido muy útil paraconseguir carne fresca. Con eltiempo uno acaba cansándosede la salazón —respondió conun tono marcadamente casualpara no descubrirse.

Arne señaló el plato deEmilie, en el que aún quedabaun poco del potaje.

—Bueno, entonces espero quela foca te haya gustado.

Emilie se quedó de piedra y

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esperó que Arne no notara lohorrorizada que estaba. Intentóno pensar en aquellos graciososanimales cuyos rostros alegresdaban la impresión de queestaban siempre de buenhumor. Tragó saliva.

—Oh, sí, cocinas realmentebien. Ya me di cuenta en elIsflak.

Arne la escrutó con unamirada impenetrable, se levantó,se acercó al fogón y cogió unplato.

—Si que te has servido agusto —constató al levantar latapa y meter el cucharón en la

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cazuela—. Asombroso.La sensación inquietante que

se había apoderado de Emiliedurante los últimos minutosbajo su intensa mirada seacentuó. Se cruzó de brazos, seapoyó en la pared y estiró laspiernas. «No seas descarada», lepareció oír decir a la voz severade la abuela Hedwig. Emilieabrió un poco más las piernas.La mala conciencia por haberseservido de la comida de Arnesin preguntar se transformó endespecho. No le importaba quela considerara maleducada ydesvergonzada.

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—¿Quieres repetir? —preguntó Arne.

Lo miró sorprendida. ¿Porqué era tan condenadamentedifícil adivinar lo que pensabaeste hombre? ¿Y por qué leresultaba tan importante?

—No, gracias, estoy lleno.Pero ¿tienes algo para Lørdag?

Arne dejó el plato en la mesa,salió al vestíbulo y regresó conun gran pedazo de carne que letendió al perro. Lørdag lopescó y se retiró a su rincón,donde se abalanzó sobre él conansias.

—Muchas gracias —dijo

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Emilie—. El pobre tampoco sehabía metido nada decente a laboca en mucho tiempo.

—Tú también has debido deoír los disparos —dijo Arne, yse sentó.

Emilie decidió hacer unesfuerzo. Los motivos paraocultarle lo que había sucedidoen Kings Bay ahora le parecíaninfantiles. Se incorporó y lomiró a los ojos.

—Sí, los he oído —dijo—. Yno solo eso. También he visto alos tiradores.

—¿Eran varios? —preguntóél.

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Emilie asintió.—Cuando vi al primero pensé

que se trataba de un trampero.—Señaló la entrada con lacabeza—. Alguien quedisparara a zorros polares, porejemplo.

—A los zorros no se lesdispara —gruñó Arne—. Losagujeros en la piel disminuyensu valor.

Emilie se dio una patadamental en la espinilla. Debíadejar de parlotear sin pensar yde ponerse en evidencia comouna persona completamenteingenua.

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—¿Y el otro? —siguiópreguntando Arne.

—No he podido verlo bienporque había una niebla muydensa. Pero creo que ha llegadoen bote. Se acercaba a la cabañadesde la orilla.

—¿Y a qué ha disparado? —preguntó Arne—. ¿Habíaniebla además? —Alzó las cejas—. Qué extraño.

—Bueno, ehh, me temo quequería matarme —dijo Emilieen voz baja.

—¿Qué? ¿Te ha disparado ati?

—Sí, sin duda. No son

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imaginaciones mías. Al fallar elprimer disparo incluso me haperseguido un rato. Supongoque la niebla me ha salvado lavida.

Arne la miró fijamente.—Pero ¿por qué?—Ni idea. No creo que fuera

algo personal.—Oh, qué tranquilizador —

dijo Arne en tono sarcástico—.¿Y qué crees que lo haempujado a hacerlo?

—Sospecho que le hamolestado que hubiera alguienen la cabaña.

Emilie sintió una secreta

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satisfacción al ver a Arne tanconfundido. Disfrutabarelatando tan fríamente losmomentos más terribles de suvida y percibiendo que lodesconcertaba. Por una vez semerecía vivir en sus propiascarnes lo que se sentía al nosaber qué pensar de alguien.

Arne se disponía a hacer uncomentario, pero cambió deidea, comió otro par decucharadas en silencio ydespués preguntó:

—¿Y puedo saber qué tepropones ahora?

Emilie se encogió de hombros

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y comentó sin darleimportancia:

—Me dirijo al fiordo de Is yal Isflak. O a otro barco quepueda llevarme a Tromsø.

Arne la miró sorprendido.—¿Quieres llegar al fiordo de

Is tú solo? Justo cuandoempezaba a pensar que eras untipo listo. ¡Esa idea no es nadainteligente!

—¿Tienes alguna mejor?Tengo que llegar allí de algúnmodo —replicó Emilie.

—No caminarás hasta allísolo. ¡Es demasiado peligroso!—Arne la miró con seriedad.

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—Bueno, aquí no puedoquedarme —dijo Emilie.

—No, claro que no —respondió Arne—. Yo te llevaré—prosiguió, y levantó la manocuando Emilie se disponía aprotestar—. No, no, nada derechistar. —Señaló el catre—. Yahora acuéstate. Tienes pinta deestar a punto de caerte redondoen cualquier momento.

Emilie puso cara de disgusto.—Primera regla en la

naturaleza: conoce tus límites yrespétalos. No hacerlo sería deuna inconsciencia mortal —dijoArne.

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Emilie evitó su mirada y tragósaliva. Ahora probablementevolvía a considerarla unmuchacho estúpido que actuabasin pensar. Arne se levantó.

—Entretanto me ocuparé delbote. Tiene una pequeña fuga.

—¿Iremos en bote? —preguntó Emilie.

Sintió una oleada de alivio yse reconoció a sí misma lo pocoque la atraía la perspectiva decaminar durante días.

—Sí, será mucho más rápido.Y cuanto antes regrese aquí ypueda continuar con mi trabajo,mejor.

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«Aquí está otra vez el gruñónque conocía», pensó Emilie. Elcomentario sarcástico que teníaen la punta de la lengua sedesvaneció. Se dejó caer sobre ellecho como si el cuerpo lepesara una tonelada y cerró losojos. Se sintió completamente asalvo. Notó que le quitaban lasbotas y extendían una cálidamanta sobre ella; entonces cayóen un profundo sueño.

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48

Murnau, julio de 2013

Las horas de espera sealargaron y pusieron a pruebala paciencia de Hanna. Mia sehabía retirado de morros enalgún rincón del complicadoentramado del hospital. Hannano la había visto desde sudesplante. Al volver del

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Seidlpark la había buscado envano en la sala de espera de launidad de cuidados intensivos,y después había ido a lacafetería, que también estabasituada en la tercera planta deledificio. Se había sentado enuna mesa frente a uno de losgrandes ventanales con unsándwich y un zumo demanzana y había devuelto lallamada a Manuela Kastner, quele había dejado un mensaje en elcontestador.

La redactora jefe de la revistahabía elogiado el artículo tanilustrativo sobre Spitsbergen y

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las impresionantes fotos deHanna, y le había prometidomás encargos en un futuropróximo. Al explicarle Hannasu situación actual y darle largaspor un tiempo indefinido, laseñora Kastner había parecidosinceramente decepcionada y lehabía pedido que se pusiera encontacto con ella en cuantoestuviera preparada paratrabajar. A Hanna le sentababien saber que después detantos años de abstinenciaprofesional no había olvidadoel oficio y que podría construiruna nueva vida a partir de él.

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Después de reponer fuerzas,Hanna regresó a la unidad decuidados intensivos y se enteróde que acababan de llevar aThorsten a la sala deoperaciones. La enfermera nosupo decirle cuánto duraría laintervención, pero suponía queserían varias horas. Hanna ledio las gracias y pensó a quédedicaría ese tiempo. Elteléfono le vibró en el bolsillode la chaqueta. Saliórápidamente de la unidad decuidados intensivos y cogió lallamada.

—¡Hola, mamá!

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—¿Lukas? —exclamó Hannaincrédula.

—Sí. Acabo de aterrizar yenseguida estaré con vosotras.

—¿Cómo? ¿Aterrizar? Noentiendo... ¿Dónde estás?

—En Múnich. En elaeropuerto.

—Pero... no puede ser...quiero decir...

—Cuando recibí el mensaje deMia me puse inmediatamente encamino —explicó Lukas.

—¿Sin avisar? ¡He intentadolocalizarte! ¿Por qué no me hasllamado?

—Porque habrías intentado

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disuadirme —respondió Lukas—. No quería discutir contigo.Sé que lo haces con la mejorintención. No quieres que mepreocupe y tienes miedo de queno sepa lidiar con cambiosdolorosos. Pero ya no soy unniño. Además, me resultaríainsoportable estar a miles dekilómetros de vosotrosprecisamente ahora.

—Lo entiendo. Pero el vuelodebe de haberte costado unafortu...

—No ha sido barato, desdeluego —la interrumpió Lukas—. Pero he tenido suerte y he

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podido conseguir un billetedevuelto. Ha sido mucho másbarato que un vuelo regular.

—¿Y tu trabajo? —insistióHanna—. ¿Pueden prescindirde ti avisándoles con tan pocaantelación?

—Tendrán que hacerlo.Además han sido muycomprensivos. Les habríasorprendido que no quisieravolver a casa en esta situación.

—¿Y qué pasará...? Quierodecir... ¿Volverás más adelante?—preguntó Hanna.

—¡Mamá, por favor! No ledes tantas vueltas. ¡Lo tengo

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todo controlado!—Perdona —musitó Hanna.Lukas tenía razón. Debía

aprender lo antes posible que élera responsable de sí mismo,aunque de vez en cuandoopinara que cometía errores.Así era la vida. Y, si lo pensabadetenidamente, comprendíamuy bien sus argumentos. Senotaba que lo había pensadobien.

—No hace falta que tedisculpes —dijo Lukas, y trasuna brevísima pausa continuócon la voz entrecortada—:¿Cómo está papá?

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—Aún no lo sabemosrealmente. Lo están operando.Pero está estable.

—Ajá, entiendo. Bueno, no,en realidad no. Todavía no heentendido qué significaexactamente eso de «estable».Es tan vago como cuando sedice «de acuerdo con lascircunstancias».

—Sé muy bien a qué terefieres —dijo Hanna—. Perouna cosa es segura: la vida de tupadre no está en peligro. Y esoes lo más importante.

—Gracias, mamá. Bien dicho.—Sonaba aliviado—. En fin,

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ahora cogeré un cercanías a laestación central y en dos horasdebería estar allí. Porque Miaestá contigo, ¿no?

—Sí, bueno, en este mo... —Hanna se detuvo y decidió nohablarle a Lukas de su pelea—.¡Tenemos muchas ganas deverte! —añadió rápidamente—.Aún no puedo creer que estésen Alemania de nuevo.

Después de colgar, Hannaescribió un mensaje a Mia en elque le avisaba de la llegada desu hermano y le pedía quedejara de estar de morros. Sullamamiento a «estar todos

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unidos» surtió efecto. Dosminutos después de que enviarael mensaje, Mia apareció en elgran vestíbulo de la terceraplanta, donde Hanna laesperaba. Tenía los ojos rojos yun poco hinchados. Se detuvodelante de Hanna con gestocompungido. Heiko tenía todala razón, pensó. «Mia es la quemás se castiga por sucomportamiento.»

—Olvídalo —dijo antes deque su hija pudiera abrir laboca.

Mia la miró sorprendida.—¿No hay sermón?

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—No, creo que ya te lo hasechado tú misma.

—¡Ay, mamá! —exclamó Mia,echándose a sus brazos—.¿Cómo es posible que me sigasqueriendo?

—Mi pequeña boba —murmuró Hanna al oído a suhija—. ¿Cómo podría dejar dehacerlo?

Cinco horas más tarde,

Hanna, Mia y Lukas estabansentados en una mesita circularen la consulta de la doctoraIngrid Lange. Hanna observó asus hijos. Apenas se parecían el

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uno al otro. Mia tenía lasextremidades largas, los rizososcuros y los ojos castaños desu padre, mientras que suhermano había heredado deHanna la estatura algo reduciday la tendencia a las pecas. Sinembargo, su cabello era másbien rubio rojizo y tenía losojos verde oscuro.

Mia se tironeaba nerviosa dela oreja, Lukas se movíainquieto en su asiento y Hannase aferraba a los reposabrazosde su silla cuando la médica,que acababa de dasinstrucciones a una enfermera,

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entró en la habitación y se sentótambién.

—Este es mi hijo Lukas —tomó Hanna la palabra—. Aúnno lo conoce, acaba de llegar.

Lukas se levantó a medias dela silla y estrechó la mano a ladoctora Lange. Estaba morenoy más musculoso de lo queHanna recordaba. Pero sobretodo más maduro, aunqueHanna no habría sabido decirpor qué tenía esa impresión.¿Sería el gesto decidido entorno a su boca y sus ojos, quemiraban despiertos y atentostodo lo que los rodeaba? ¿O

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serían imaginaciones suyas? Alfin y al cabo solo llevaba unaspocas semanas en Bolivia. Porotro lado una experienciacompletamente nueva y unentorno desconocido podíandar lugar a grandes cambios; nopudo evitar pensar en los díasque había pasado enSpitsbergen.

Las palabras de la médica, quehabía comenzado a informarlesde la operación, la sacaron desus pensamientos.

—... mis colegas y yo hemosdeterminado que algunoscordones nerviosos en la zona

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del pecho de la columna estabangravemente dañados. Loshemos unido. Pero ahora habráque esperar a ver si seregeneran.

Mia, Lukas y Hanna semiraron confusos.

—¿Así que nuestro padrepodría quedar paralítico? —preguntó Mia, expresando eltemor que todos sentían.

—El riesgo existe, no quieroengañarlos —respondió ladoctora Lange—. Pero lasposibilidades de que se recuperecompletamente son grandes. Detodos modos será un proceso

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lento.—¿Qué quiere decir con

«grandes» y «lento»? —quisosaber Lukas.

—Les ruego que no esperende mí que les dé porcentajes,como tanto les gusta hacer enlas películas —dijo la médicacon gesto de disgusto—. No megusta dar cifras. En cuanto supadre despierte podremoscomenzar con más pruebas ydeterminar el alcance de laparálisis y la gravedad de losdaños. Entonces podremoshablar de las medidas que seránecesario tomar a partir de

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ahora.—¿Cuándo se espera que

despierte? —preguntó Hanna.—No puedo decirlo con

exactitud. Como pronto a lolargo del día de mañana. Asíque yo les propondría que sefueran a casa. Les avisaremos encuanto puedan hablar con él —dijo la doctora Lange.

—¿No tendría más sentidoque pasáramos la noche enFreising? —preguntó Mia encuanto salieron de la sala—.Está mucho más cerca queSulzbach. Y mañana podremosllegar antes.

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—Mmmm, suena razonable,pero... —comenzó a decirHanna.

Mia prosiguió con empeño.—Lukas podría dormir

conmigo. Y tú podrías reservaruna habitación. Justo al lado demi casa hay una pensión muyagradable en la que podríasalojarte a buen precio.

—En principio es una buenaidea —dijo Lukas—. Pero laverdad es que a mí me vendríamejor que fuéramos a casa.Apenas he traído ropa.

Hanna asintió.—Propongo que hoy

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vayamos a casa. Todavía nosabemos si Thorsten sedespertará mañana. Lospróximos días buscaremosalojamiento por la zona para notener que ir y venir. Porque sihay atasco en la autopista,también puede llevarnos muchotiempo llegar a Freising.

Sentada con sus dos hijos enla terraza de su casa, Hannatuvo la extraña sensación deestar viviéndolo todo a travésde un cristal. No, no era deltodo cierto. Tenía los sentidosaguzados y lo percibía todo

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con mucha intensidad. Olía elaroma del heno recién segado,traído de los campos por unabrisa templada, oía los trinos delas golondrinas, que surcaban elaire a la caza de mosquitos, ysentía el calor del sol, muy bajoya, en la piel desnuda de losantebrazos. Al mismo tiempopercibía la escena como desdeuna perspectiva de espectadora,como una desconocida a la quese tomaba erróneamente por unmiembro de la familia y querepresentaba su papel como porarte de magia sin llamar laatención. Todo le resultaba

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muy familiar y al mismo tiempotan lejano como si echara lavista atrás a un tiempo pasado.

Miró el sitio vacío deThorsten delante de ella.Cuántas veces lo había esperadoallí sentada con Mia y Lukas enverano con la cena preparadamientras él hacía horas extra.Sobre todo para su hija eraimportante que estuvieran loscuatro reunidos a la mesa antesde empezar a comer. Hannaaguzó el oído hacia la casainvoluntariamente y casi esperóoír su voz exclamando el típico«Hola, familia. ¿Qué delicia

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tenemos hoy para cenar?», antesde salir a la terrazadeshaciéndose de la americana ysoltándose la corbata por elcamino. Al rodear la mesa, solíaalborotarle el pelo a Lukas,abrazar a Mia y dar un besofugaz en los labios a Hanna,para después sentarse y contargraciosas anécdotas de lo que lehabía pasado ese día en laempresa o visitando a algúncliente.

—¿Mamá? ¿Tú tambiénquieres chutney?

La pregunta de Mia ladevolvió a la realidad. Asintió y

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cogió el frasco con la salsapicante y ácida de manzana ycebolla que había preparado enconserva un par de semanasatrás con una receta nueva. Decamino a Sulzbach-Rosenberghabían parado en un puesto decarretera y habían comprado unpollo asado, que ahora estabancomiendo con ensalada. Todoello acompañado con cervezalocal Sperber.

—Ay, cómo echaba esto demenos —dijo Lukas despuésdel primer trago, y se limpió laespuma de la boca—. Enningún lado se hace como aquí.

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—Podrías rodar un anunciode Sperber —comentó Mia conuna sonrisa burlona—. Resultasmuy convincente.

—Bueno, es que es verdad —respondió Lukas, y dio unmordisco a un muslo de pollocon visible apetito.

Mia miró fijamente a suhermano.

—Mamá, ¿no crees que Lukasse ha puesto muy guapo?

Lukas la miró con fingidaindignación.

—¿Significa eso que antes nolo era?

—Guapo en plan niño, sí.

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Pero ahora... Seguro quevuelves locas a las chicas.

Lukas puso los ojos en blancoy siguió comiendo en silencio.

—Venga, cuéntanos —insistióMia—. ¿Tienes por ahí alguienespecial?

Lukas la miró un momento ensilencio, asintió y dijo:

—De hecho, son tres. Savina,Yolanda y Josefa.

—Nah, ¿en serio? —Mia lomiró escéptica.

—¿No me crees? —Lukas seencogió de hombros—. Mira,¡compruébalo tú misma!

Con la mano que tenía libre

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sacó su teléfono del bolsillo,tocó un par de veces la pantallay se lo sostuvo a su hermana.Hanna se inclinó curiosa sobrela mesa para ver algo. Se echó areír entre dientes. En la pantallahabía tres niñas pequeñassonrientes con algunos dientescaídos y gomas de colores en elpelo que como mucho tendríanocho años.

—Qué tonto que eres —resopló Mia, dejándose caer enla silla.

Hanna se alegró de quetuvieran ese fugaz momento dedespreocupación en el que

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ambos pudieran olvidar eltemor por su padre y lapregunta de qué pasaría con lafamilia. Como si le hubieraleído el pensamiento, Lukas sevolvió hacia ella y preguntó:

—Para ti tiene que estarsiendo especialmente difícil,¿no?

Hanna lo miró y se dispuso aquitar hierro al asunto. Lukasse le adelantó.

—Si lo he entendido bien,papá te dejó tirada sin más y selargó con esa tal Biggi. Y losiguiente que has sabido de él esque estaba en el hospital. Y

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naturalmente se espera quecuides de él. Al fin y al caboeres su mujer. Y esa tal Biggi seha esfumado. —Lukas la miró alos ojos pensativo—. Si yoestuviera en tu lugar, todo estome resultaría insufrible.

Hanna le devolvió la mirada.«Realmente se ha hecho adultoen este poco tiempo», pensóponiéndole la mano en el brazo.

—Gracias. Por supuesto queno es fácil. Mmh... pero si ossoy sincera... creo que todavíano he reflexionado muchoacerca de cómo me siento.

—Me lo imaginaba —

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comentó Lukas—. ¿Es cosa demadres o es simplemente que túeres así?

—¿De qué habláis? —preguntó Mia, mirándolosalternativamente desconcertada.

—De que mamá reprime suspropios sentimientos en cuantoalguien cercano necesita apoyoemocional. —Lukas miró a suhermana—. ¿No te has dadocuenta?

Hanna vio que Mia se mordíael labio y se sonrojaba.

—De una cosa estoy segura —dijo Hanna rápidamente—.Estoy muy, muy contenta de

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que estemos los tres juntossentados aquí.

Lukas la miró fijamente y dijoen tono de burla cariñosa.

—¿Ves? Acabas de hacerlootra vez.

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49

Costa occidental - Svalbard,julio de 1907

El aroma a café recién hechodespertó a Emilie. Se puso deespaldas, se frotó los ojos yestiró las extremidades. Untirón en las pantorrillas lerecordó la caminata, que lehabía provocado unas fuertes

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agujetas. Algo húmedo sefrotaba contra su mejilla.Lørdag estaba junto al catre yempujaba con el hocico. Emilielo acarició y se incorporó.Delante de ella en la mesa habíauna taza humeante. La cogió,bebió un trago y esbozó unasonrisa. Exactamente como legustaba. Se pasó la lengua porlos labios satisfecha y se recostósujetando la taza con ambasmanos.

—Un poco de leche y unacucharada de azúcar, ¿verdad?

Arne estaba en la puerta conleña de deriva bajo el brazo. Sin

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esperar una respuesta, se acercóa la estufa y echó un par deleños al fuego. A continuacióncogió una sartén abollada quecolgaba de la pared, echó unacucharada de manteca de unbote de loza, tostó en ellacereales triturados, los disolvióen agua y leche condensada y lococió todo hasta formar unamezcla espesa. Emilie observósus movimientos medidos, queevidentemente ejecutaba amenudo. Arne irradiabatranquilidad y al mismo tiempouna energía con semejantepresencia que Emilie creía

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sentirla físicamente.—¿Dulce o salado? —

preguntó un rato después sinvolverse.

—Dulce —respondió, y sequedó helada.

¿Sería esa una de esas cosasque delatarían su feminidad?¿Debería haber pedido un platosalado? Emilie conocía amuchos hombres que eranextremadamente golosos. Enespecial su hermano Friedrich,que nunca se cansaba de echarpestes sobre el comportamientoafeminado de otras personas desu mismo sexo en general y de

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su hermano Max en particular.En las comidas familiaresacostumbraba a acabar conminuciosidad prusiana con lospostres, las tartas y los pastelesque preparaba la cocinera de suspadres. También robabaregularmente los bombones asu esposa; un hecho que habíasalido a la luz después de queesta acusara erróneamente a sudoncella del hurto y acontinuación su suegra laadvirtiera del gusto por lo dulcede su esposo, que desde niñohabía sido incapaz de resistirsea golosinas de todo tipo.

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—Bien, yo también loprefiero al despertar —respondió Arne, abriendo unabolsa de lino y esparciendo unpuñado de pasas sobre lasgachas. Después de aderezarlocon una pizca de sal y un pocode miel, llevó la sartén a la mesay repartió la comida en dosplatos.

—¿Dónde has aprendido acocinar tan bien? —preguntóEmilie después de probar elprimer bocado—. ¡Estáexquisito! ¿Te enseñó tumadre?

—No, mi padre —respondió

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Arne—. Con catorce años yaembarqué con él hacia el océanoGlacial a pescar y cazar focas.Los viajes a menudo durabansemanas y había que aprender aalimentarse uno mismo.

Emilie asintió. Su respuesta lahabía sorprendido. Esperaba unsilencio malhumorado. Enlugar de eso por primera vez lehabía contado algo personal.

—Deberíamos marcharnos loantes posible —dijo Arne antesde que Emilie pudiera hacermás preguntas—. El viento estácambiando.

—Ajá. ¿Y qué significa eso?

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—Qué las temperaturas estánbajando de nuevo. Quizásincluso nieve.

—¿Nevar en julio? —preguntó Emilie sorprendida.

Arne se encogió de hombrosy siguió comiendo.

Media hora después izó unapequeña vela y condujo elestrecho bote que habíareparado mientras Emiliedormía fuera de la ensenada,hacia el estrecho de Forland.Emilie estaba acuclillada junto aLørdag en la proa yentrecerraba los ojos, que le

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lagrimeaban por la brisacortante. Esperaba que Arne senegara a llevar a bordo al perro,y estaba preparada para unadiscusión acalorada. Perocuando Lørdag había saltado albote en la orilla antes que ellos,Arne había comentado depasada:

—No te preocupes, en el botehay sitio para todos. Iremosalgo estrechos, pero iremosbien.

Su sorpresa debía de habersido evidente, porque la habíamirado de reojo y había dicho:

—¿Me crees capaz de ser tan

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cruel como para exigirte queabandones a tu amigo?

Emilie se había sentidodescubierta y al mismo tiempoconmovida. Apenas habíapodido creer que le resultaraevidente considerar a un perroun amigo. La había hecho muyfeliz. Sin embargo, le resultabaalgo inquietante su habilidadpara interpretarla como unlibro abierto. Para no seguirdando vueltas al asunto, sevolvió hacia Arne y preguntó:

—¿Tu padre sigue saliendo ala mar?

Arne negó con la cabeza.

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—Se ahogó. Igual que mihermano.

—Oh, qué horror —se leescapó a Emilie.

Maldita sea, solo quería iniciaruna conversación inocente ydirectamente había tratado untema que debía de ser muydoloroso para él.

—Les pasa a muchos. En ellugar de donde vengo apenashay familias en las que nadiehaya sucumbido al mar —dijoArne.

—Entiendo. Por eso cazas entierra como tramp...

Emilie se interrumpió. Sintió

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que la cara se le ponía como untomate. ¡No podía ser verdad!Ahora parecía que loconsideraba un cobarde. Quémosca le había picado. Iba deuna metedura de pata a lasiguiente.

—Ehhh, no quería decir... Noquería implicar que tú...Naturalmente no creo que tú...ehhh, bueno... Quería decirque... Una vida así en el desiertohelado es tanto o más peligrosaque... —balbuceó, volviéndoserápidamente hacia delante. Lavoz le falló de pura vergüenza yrabia hacia sí misma.

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Un sonido que no había oídonunca antes resonó a su espalda.Arne se estaba riendo. Era unarisa sincera, de corazón. Sinburla o resquemor. Emilie lomiró insegura. Lørdag levantóla cabeza y comenzó a llorar.Eso contribuyó al divertimentode Arne. Emilie sintió unborboteo que desembocó en unataque de risa liberador.

Arne se llevó la mano alcostado y jadeó:

—Eres la criatura más extrañaque he conocido jamás.

Emilie rio y replicó:—Pues vaya dos patas para un

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banco.Arne señaló a Lørdag.—Y para colmo este perro

chiflado. Parece que nosconsidera su manada. ¿No sonlos lobos los que aúllan parafortalecer la unión del grupo?

Una ráfaga de viento atrapó lavela y no le arrebató la caña deltimón a Arne por un pelo. Estela agarró con ambas manos y seapoyó contra el viento paramantener el curso. Cuandovolvió a avanzar conregularidad, Emilie carraspeó ydijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

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—¿Serviría de algo queintentara impedírtelo?

Emilie sonrió y levantóligeramente los hombros.

—Pregunta tranquilo. Al fin yal cabo es cosa mía si terespondo o no —dijo Arne.

El brillo cálido de sus ojosdesmintió el tono gruñón de suvoz.

—¿Cómo es invernar aquí,completamente solo en unaoscuridad y un frío helador queduran meses? —empezódiciendo Emilie, y despuésañadió—. Supongo que no es elprimer invierno que pasas en

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Spitsbergen, ¿no?—No, este será el tercero —

respondió Arne.La miró pensativo.—Mmmh, ¿cómo es una

noche polar? Es difícildescribirlo. Probablemente esdiferente para cada uno.

Se detuvo. Emilie ya creía quequería despachar la preguntacon aquella generalidad vacíacuando continuó hablando:

—Creo que es comparable auna estancia larga en el desierto.No me refiero a los peligros, elentorno hostil y las condicionesextremas. Sino al estar atrapado

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con uno mismo, enfrentarse sinpaliativos al yo, a los demoniospropios. Pero también a laoportunidad única de descubriren uno mismo habilidades ycaracterísticas insospechadas. Ya tener claro lo que es realmenteimportante para uno.

—Supongo que más de unosucumbirá y se volverá loco —dijo Emilie.

Arne asintió con una sonrisade aprobación.

—Sí, eso sucede. Y no sonnecesariamente los supuestosdébiles o los de aparienciainsegura los que pierden la

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cabeza.—Oh, desde luego, eso me lo

creo. Piensa en nuestroriguroso alférez Poske. Noduraría ni tres semanas. —Emilie sonrió con malicia—.No tendría a nadie a quienimpartir órdenes en kilómetrosa la redonda. Nadie a quienimponer sus ademanes militaresni a quien poner de los nervios.

—La desesperaciónposiblemente lo llevara a hacermaniobras con las focas y aponer a las gaviotas a volar enformación —dijo Arne.

—Y por las mañanas y por las

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noches todas tendrían queacudir a pasar revista —prolongó Emilie la fantasía.

Se miraron y se echaron a reírde nuevo.

Arne se detuvo en seco, seprotegió los ojos con la mano yoteó la costa. Emilie siguió sumirada. A lo largo de la ampliaplaya había repartidos unadocena de hombres trajinandocon grandes montonesinformes.

—¿Ese moreno pequeño deahí delante no es el italiano? —preguntó Arne, señalando a unhombre algo apartado de los

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demás, sentado en un tronco deárbol en una lengua de tierraque se adentraba en el brazo demar.

—¡Cierto, ese es Antonio! —exclamó Emilie—. ¿Qué estáhaciendo aquí? ¿Y dónde estánWilliam, Beat Späni y losdemás? No los veo entre losdemás hombres. ¿Quién es esagente?

—Cazadores de morsas.Posiblemente de Noruega. O almenos eso creo, porque elpasado verano ya hubo marinosnoruegos por aquí —respondióArne.

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Emilie entrecerró los ojos.Efectivamente lo que habíantirado en la orilla eran cuerposinertes de animales.

—Lo mejor será que lespreguntemos dónde están elalférez y los demás —propusoArne—. Si a Poske aún le quedaun mínimo de sensatez, darápor finalizada la expediciónaquí y continuará hasta elfiordo de Is en bote. Entoncespodrías unirte a ellos.

Emilie asintió y apartó elrostro rápidamente. Le dolióque Arne quisiera librarse deella de forma tan evidente.

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«¿Qué esperabas? —intervinosu voz crítica—. Claro quequiere volver lo antes posible asu cabaña, antes de que empiecea nevar o la banquisa cierre laentrada a su ensenada. ¿Por quéquerría pasar más tiempo delnecesario con un mocoso al quecomo máximo considerabagracioso? No te aferres afantasías románticas que jamásse harán realidad. ¡Piensa en laseñorita Bühring!», se advirtió.

El recuerdo de la jovencitaque había emprendido un viajeal norte con sus padres en uncrucero y se había prendado de

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su compañero de mesa, elpresunto estudiante Max, ladesilusionó. La idea de que lomejor para su admiradora eraque sus caminos se separaranahora la afectaba a ella misma.Era bueno que la despedidadefinitiva de Arne fuerainminente y que no tuviera másocasiones de quedar en ridículo.

Cuanto más se acercaban a laorilla, más penetrante se hacíaun hedor acre que dejó a Emiliesin aliento. Era una mezcla delolor dulzón a sangre,putrefacción, aceite rancio ygrasa quemada. Luchó contra

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las náuseas, se tapó la nariz ytrató de respirar lo mássuperficialmente posible.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó entre jadeos.

—Aquí se cuece aceite deballena —respondió Arne—.Ahí atrás hay dos hornos.

Emilie dejó vagar la miradapor la bahía y descubrió dosfogones circulares de piedrasobre los que colgaban calderosinmensos. Estos despedíandensas nubes de humo queextendían el hedor infernal.

—¿Cómo lo soportan lostrabajadores?

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—Por muy increíble queparezca, se acostumbran —respondió Arne—. Al menos lamayoría de ellos. —Torció elgesto—. Sin embargo, no creoque yo pudiera.

—Yo tampoco —dijo Emilie—. Y es posible que estemosteniendo suerte porque elviento sopla con fuerza. Noquiero ni imaginarme cómodebe de oler aquí un día decalma chicha.

Arne dejó que el bote sedeslizara por la gravilla, se bajóde un salto y lo adentró en laorilla después de que Emilie y

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Lørdag lo siguieran. Se acercó atres hombres que despellejabanuna morsa a pocos pasos dedistancia, recortaban la capa degrasa que había debajo ylanzaban los pedazos a grandescubas. Estaban manchados desangre y grasa de los pies a lacabeza, y evocaron en Emilie lasimágenes de monstruos delinfierno que había visto enpinturas medievales. De niñahabía sentido escalofríos alobservar a los espantososayudantes del diablo, que el díadel Juicio Final arrastraban a lospecadores al purgatorio. Los

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utensilios con forma de palacon los que los trabajadoresarremetían contra las morsastambién habrían podido servircomo instrumento de tortura enmanos de los siervos satánicos.

Emilie se apresuró adistanciarse de la zona de lamatanza y se dirigió haciaAntonio, que estaba sentado enun tronco de árbol en direcciónal estrecho de Forlandinclinado sobre un libro. Habíaescogido bien el lugar. Lahumareda de los hornos y elolor a putrefacción eran menosintensos gracias al viento, que

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soplaba allí con más fuerza.Cuando Emilie estuvo justo asu lado, el italiano levantó porfin la cabeza y gritósorprendido. Su rostro esbozóun gesto radiante. Dejó el libroa un lado, se levantó y estrechóenérgicamente la mano deEmilie. Al mismo tiempoexclamaba una y otra vez:

—Che sorpresa! Sonocontento di vederti!

Emilie le sonrió. Le hizoilusión que se alegrarasinceramente de verla. Tantomás lamentable era no tener laposibilidad de conversar con él

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y averiguar qué les habíapasado a él y a los demás en losúltimos días.

—¿William? ¿Alférez Poske?¿Beat Späni? —preguntóbuscando con la mirada a sualrededor.

—No, gli altri non sono qui.Antonio sacudió

enérgicamente la cabeza yseñaló las montañas querodeaban la ensenada. Emilieasintió. Por el momento tendríaque darse por satisfecha con lainformación de que al parecerlos demás miembros de laexpedición estaban de camino

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por el interior. A su pesar, erauna incógnita qué se proponíanallí, cuándo regresarían y porqué Antonio no había ido conellos. Este volvió a sentarse y seenfrascó en la lectura.

Emilie se sentó en una roca,observó a Lørdag perseguir alas gaviotas que se peleaban porlos restos de la matanza, y miróde reojo una y otra vez endirección a Arne, queconversaba acaloradamente conlos trabajadores. Un ratodespués se acercó a ella.

—Me temo que hesobrestimado la inteligencia del

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alférez —gruñó.—Antonio ya me ha dado a

entender que está con los demásen las montañas —dijo Emilie.

—Exacto. Y eso a pesar deque los cazadores le han dichoque corren peligro de versesorprendidos por una tormentade nieve. Solo podemos esperarque el grupo regrese en laspróximas horas.

—¿Cuándo se han marchado?¿Y qué los había traído hastaaquí? Yo suponía querecorrerían todo el caminohasta el fiordo de Is a través dela meseta o siguiendo las crestas

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de las montañas.—Si esos hombres lo han

entendido bien, fue Antonioquien insistió. Enseguida se diocuenta de que allí arriba seríadifícil instalar estaciones deradio permanentes quepudieran utilizarse todo el año.Por eso querían comprobar siesta ensenada, que estárelativamente bien protegida,podía servir como ubicación.

—¿Y entonces por qué noestán aquí los demás?

—Porque ese soldadotestarudo considera que es suobligación continuar con lo

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que él llama su misión, cueste loque cueste.

—Seguramente siente quesería un fracaso no seguir a piesjuntillas el plan original —comentó Emilie—. Sin importarlo descabellado que sea.

—Yo no habría sabidoexpresarlo mejor —dijo Arne.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Emilie—. Quierodecir, ¿cómo llego yo al fiordode Is?

—Los cazadores esperanmañana a más tardar el barcopesquero, que les traerá máspresas. Podrás ir en él. Con

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Antonio. Y con los demás sihan regresado de su excursiónpara entonces —respondió.

Emilie asintió y miró a lostrabajadores. Por primera vezdesde que había salido deAlemania tuvo una sensacióndesagradable al pensar en estarsola entre tantos hombres. ¿Y siaquellos tipos rudos descubríanque era una mujer? ¿Y si lostemores de Max eranjustificados? «Ya basta —seordenó—. Solo porque estoscazadores tengan un aspecto tanrepugnante no quiere decir quesean bárbaros indecentes. ¿Y

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por qué iban a descubrirprecisamente tu disfraz? ¿Y si loque les apetece es un muchachojoven?», susurró la voz dudosaque llevaba en su interior.Emilie recordó lasinsinuaciones murmuradas traslos abanicos acerca de sucesosrepugnantes entre soldados,prisioneros, marinos y otrosgrupos de hombres quepasaban largas temporadas sincompañía femenina.

Se levantó.—Muchas gracias por traerme

hasta aquí. —Le tendió la manoderecha—. ¡Buena caza! Es lo

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que se dice en nuestro país paradesear suerte y un botínabundante a un cazador.

—Gracias —respondió Arne—. Pero ya tendremos tiempopara las despedidas.

Emilie arqueó las cejas congesto interrogante.

—¿No querías regresar loantes posible?

Arne se encogió de hombros.—He cambiado de idea. No

puedo dejarte aquí... quierodecir que prefiero asegurarmede que esta vez te recogen y porfin puedes poner rumbo a casa.Me imagino que tus padres

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empezarán a estar preocupadosdespués de tanto tiempo sinsaber de ti —dijo y se alejócaminando pesadamente.

Emilie frunció el ceño.¿Habría percibido su miedo?¿Por qué de pronto se sentíaresponsable de ella? ¿Laconsideraba un muchachitoindefenso? Lo siguió con lamirada debatiéndose entre laalegría porque Arne cuidara deella y la sospecha de que no latomaba en serio.

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50

Murnau, julio de 2013

Hacia las diez de la nocheHanna estaba repantigada enuno de los dos sofás del salón,donde había decidido dormir.La cama conyugal quecompartían Thorsten y ellaseguía siendo territorio minado.No se sentía cómoda pasando la

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noche en ella. Lukas y Mia sehabían retirado a sushabitaciones. Fuera, la luz eracrepuscular. Hacía media horalarga que el sol se había puesto,el jardín y la terraza delante dela ventana estaban enpenumbra. La única fuente deluz de la habitación era lapantalla del portátil de Hanna,que se había colocado sobre losmuslos.

—Tienes aspecto de estaragotada —dijo Kåre después dehaberse saludado ambos porSkype.

Hanna sonrió y movió el

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aparato para poder mirarlo máso menos a los ojos.

—Sí, ha sido un día largo —respondió con una sonrisa—.Oye, ¿eso es el Prestvannet? —preguntó, inclinándose para vercon más detalle el fondo sobreel que flotaba la cabeza de Kåre.

La cabeza desapareció ydescubrió la vista del lago lisojunto al que habían paseadoHanna y Kåre su primera nocheen Tromsø. Un par denubecillas de color burdeos sereflejaban en el agua oscura, ylos mosquitos bailaban a la luzdel sol bajo, que hacia

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medianoche se pondría durantedos horas. En cambio, enSpitsbergen, seguiría sindesaparecer tras el horizonte.Allí no habría oscuridad hastamediados de agosto.

—Efectivamente. Estoysentado en nuestra pasarela demadera —dijo Kåre y aparecióde nuevo en pantalla—. Asítengo la sensación de estar unpoco más cerca de ti.

—Ay, cuánto daría por estarsentada junto a ti ahora mismo—suspiró Hanna.

—Lo sé. Si pudiera hacermagia... —Kåre levantó los

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hombros con una sonrisa delamento.

Hanna tragó saliva. Laañoranza se apoderó de ella contanta fuerza que le cerró unnudo en la garganta. Otrapalabra cariñosa y se echaría allorar.

—Oye, tengo noticias delmuerto que encontramos en elhielo —dijo Kåre en tonomarcadamente animado—. Estatarde he hablado por teléfonocon el departamento depatología.

—¿Y qué te han dicho? —preguntó Hanna, contenta por

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haber cambiado de tema—. ¿Yasaben desde cuándo está ahí?

—Todavía no lo saben conexactitud. Pero están seguros deque son al menos cien años.

—Es increíble que hayapasado tanto tiempo sin que lohayan descubierto.

—Es que el glaciar bajo el queestaba sepultado se ha retiradotanto en los últimos años quesu grieta ha quedado aldescubierto —dijo Kåre.

—Lo sé. Pero seguro que ensu día lo buscaron cuandodesapareció.

—Bueno, puede que no.

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Sobre todo si es cierta tu teoríadel crimen —comentó Kåre—.En ese caso sería el esconditeperfecto para hacer desaparecerun cadáver. —Sonrió conpicardía—. En cualquier caso esuna momia muy misteriosa.Resulta que llevaba un montónde dinero consigo.

—¿Dinero? ¿Qué querríahacer con él? No creo que hacecien años se pudiera comprarnada en el fiordo de Kongs.

—No, la gente no iba allíprecisamente de compras —dijoKåre escueto.

La idea hizo reír a Hanna.

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—¿Se sabe ya de dónde era elhombre? ¿Era noruego? —preguntó.

Kåre negó con la cabeza.—Me temo que tendremos

que tener un poco de pacienciahasta que los patólogosterminen de examinarlo ydesvelen más detalles.Hablando de examinar. ¿Sabesalgo más del hospital?

Hanna negó con la cabeza.—Para eso también tendremos

que esperar. —Carraspeó—.Pero no hablemos del tema. Noes el momento.

—Yo creo que sí —la

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contradijo Kåre—. Thorstenforma parte de tu vida. Aunquesolo sea por los hijos que tenéisen común. Sería una estupidezobviarlo y hacer como si esaparte de ti no existiera.

—Pero ¿no te molesta?Quiero decir...

—No —dijo sencillamenteKåre—. Sé lo que siento por ti.Eso no cambiará aunque quizátengas que tomar decisionesque sean dolorosas tanto paramí como para nosotros dos.

Hanna parpadeó para secaruna lágrima.

—No sé qué decir...

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—No digas nada. Confía entu corazón y todo saldrá bien.

El pronóstico de la doctoraLange resultó ser exacto. Almediodía del día siguienterecibieron una llamada desdeMurnau diciendo que Thorstenestaba consciente y se podíahablar con él. Hanna, Mia yLukas salieron de inmediato ytres horas escasas despuésllegaron al hospital. Thorstenestaba en una sala dereanimación y les sonreía congesto apagado. A primera vistatenía un aspecto saludable

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gracias a su piel morena y elpelo aclarado por el sol. Lostubos que lo conectaban a uncatéter y un goteo desmentíanesta impresión. Las profundasojeras y la debilidad queirradiaba su cuerpo inmóvilrevelaban lo fatigado queestaba.

—¡Papá! —exclamó Mia,corrió hacia él, se arrodillójunto a la cama y sollozó—:¡Tenía tanto miedo de lo quepudiera pasarte!

Hanna vio por el rabillo delojo que Lukas estaba tenso.Desde siempre le había

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resultado incómoda la actitudteatral de su hermana, que a suvez solía reprocharle frialdadcuando a sus ojos reaccionabacon demasiada contención aacontecimientos emocionantes.

—Habéis venido todos —susurró Thorsten, mirandoincrédulo a Lukas.

—Claro —dijo esteacercándose a la cama. Mia selevantó y se dejó caer sobre unasilla.

Thorsten buscó la mirada deHanna y se dispuso a hacer uncomentario. Para alivio de ellaen ese momento entró la

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médica. Sostenía una carpetacon sujetapapeles en el brazo.

—Ah, señora Keller, ya estáaquí —dijo, y le estrechó lamano a Hanna—. Es muyoportuno, porque queríaexplicarle brevemente a sumarido lo que le espera en lospróximos días.

—¿Cómo estoy? —preguntóThorsten.

La doctora Lange sonrió.—Mejor de lo que

esperábamos. Me alegrainformarle de que ha salidorelativamente bien librado delaccidente. Tiene la médula

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dañada, pero podemos descartaruna paraplejia completa.

Mia se incorporó.—¿A qué se refiere? A mí eso

no me suena tranquilizador.—Su padre está parcialmente

paralizado. Eso significa quepueden producirse diversosproblemas en las funcionesmotoras y sensitivas por debajode la lesión, es decir,dificultades para caminar,debilidad en las extremidades ohemiplejia —respondió lamédica.

Mia se levantó de un salto ypuso cara de asustada.

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—Pero eso es horrible.¿Cómo puede decir que hasalido bien librado?

—Mia, por favor, contrólate—dijo Hanna. Se acercó a ella yla rodeó con el brazo.

La doctora Lange sonrió aHanna con una sonrisaimperceptible y prosiguiódirigiéndose a Thorsten:

—La operación ha reducido lapresión sobre la médula. Ahoracomienza la fase deestabilización. Durante lospróximos días recibirá unpreparado de cortisona en dosisaltas que reducirá la inflamación

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y un medicamento quedisminuirá el riesgo de unatrombosis, es decir, laformación de coágulos.Además, iniciaremos unprograma temprano demovimientos cuidadosos paraprevenir el entumecimiento delas extremidades yarticulaciones paralizadas. Másadelante vendrá la verdaderarehabilitación.

—¿Cuándo podré volver acaminar? —preguntó Thorsten.Sonaba impaciente.

Hanna puso los ojos enblanco mentalmente. «¿Creerá

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que está en un taller en el quelas piezas estropeadas se reparano se sustituyen por una nueva,como en los coches?»

La médica no se pusonerviosa.

—El primer objetivo de suprograma de movimientos seráfortalecer su cuerpo para quesea lo más independienteposible y pueda llevar a caboactividades como ir en silla deruedas, cambiar de asiento o ir ala cama sin ayuda. Como ya hedicho, comenzaremos con lafisioterapia lo antes posible. Ycuando la fase de estabilización

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haya finalizado...Thorsten abrió la boca. La

doctora Lange levantó lasmanos.

—No trate de sonsacarme unafecha, por favor. En este puntoes imposible saber cuántodurará esta fase.

Thorsten asintió y renunció ahacer cualquier comentario.

—¿Qué sucederá durante larehabilitación? —preguntóLukas, adelantándose a Hanna.

La médica se volvió hacia él.—El objetivo a largo plazo es

restablecer por completo elfuncionamiento del aparato

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motriz. Nuestro hospital ofreceun amplio abanico detratamientos, desde fisioterapiay ergoterapia hasta bañosmedicinales y masajes, pasandopor entrenamiento deportivoen la cinta de correr, en lasbarras paralelas o con elandador. —Se dirigió de nuevoa Thorsten—. Pero por ahoratiene que descansar. Mañanahablaremos de los siguientespasos.

Hizo un gesto a todos lospresentes y salió. Se detuvo enla puerta y dijo:

—Sé que están pasando por

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un momento difícil. Pero noestán solos. Si tienen preguntas,pueden dirigirse a nosotros encualquier momento. Tambiéncontamos con un buen serviciode psicología.

Después de que saliera de lahabitación, Mia dijo alterada:

—Papá no necesita ningúnloquero.

—No, cariño —dijo Thorstensonriéndole—. Mientras estéis ami lado, tengo toda la energíanecesaria para superarlo.

Volvió a buscar la mirada deHanna. Ella miró hacia el suelo.Lukas acercó una segunda silla

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a la cama.—Dime, papá, ¿qué pasa con

esa tal Biggi? ¿Por qué no estáaquí?

Mia lo fulminó con la mirada.—¿A qué viene eso? ¿A quién

le importa Biggi? ¡Lo másimportante es que papá vuelve aestar con nosotros!

—A veces eres realmenteobtusa —replicó Lukas—. Papálo dejó todo por esa mujer, ¿yalo has olvidado? Así que creoque no está de más preguntarqué...

—¿Es que preferirías queestuviera aquí? —gritó Mia.

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—No os peleéis, por favor —les pidió Thorsten con vozdébil—. Sed buenos y dejadmea solas un momento con vuestramadre.

Ambos se levantaronsolícitos. Lukas apretó el brazoa Hanna al salir. Ella suspiró ensilencio. Le habría gustadoposponer un poco más laconversación que tendría lugara continuación. «Bueno, cuantoantes mejor», se dijo paraanimarse, y se acercó a los piesde la cama.

—Hanna, quiero discul... —empezó a decir Thorsten.

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Ella levantó una mano.—No, espera. A mí también

me interesa mucho saber qué hapasado con Biggi. ¿Por qué note ha acompañado?

—Bah, habría sido demasiadocomplicado.

—¿Complicado? ¿Qué habríasido tan complicado, si puedesaberse?

—Ehh... todo tuvo quehacerse muy rápido... ysencillamente no salió así —titubeó.

Hanna levantó las cejas.—Tuviste un accidente que

casi te cuesta la vida, ¿y el

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nuevo amor de tu vida no hizotodo lo posible por estar a tulado?

—Fui yo el que no quiso. ¿Dequé habría servido que...?

Hanna entrecerró los ojos.—No te esfuerces. Lo

entiendo. Te mandó a paseo.Thorsten se dispuso a replicar.—Ni lo intentes. A mí no

puedes engañarme —dijoHanna—. Es evidente que Biggino quería atarse a un hombreque quizá pasara el resto de suvida en silla de ruedas.Probablemente se sientademasiado joven para eso.

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Thorsten asintió.—Sí, has dado en el clavo una

vez más. Siempre he admiradoeso de ti. Tu habilidad para leera la gente. Y tu empatía.

Hanna se tragó el comentarioirónico de que era la primeravez que oía hablar de esasupuesta admiración.

Thorsten la miró a los ojos ypuso gesto arrepentido.

—Como puedes ver, herecibido mi castigo porcomportarme como un idiota.Creo que entiendoperfectamente por lo quepasaste cuando me marché.

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Hanna frunció el ceño. ¿Lodecía en serio? ¿Creía realmenteque las calabazas de aquellamujer joven con la que habíatenido un lío fugaz se parecíanlo más mínimo a sucomportamiento?

—Debía de estarcompletamente ciego —continuó Thorsten.

—¿Por creer que podríasempezar de nuevo con Biggi?—dijo Hanna.

Thorsten hizo una mueca,—Me... me hizo entender

claramente hasta dónde llegabala diversión para ella. —La miró

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con una sonrisa de resignación.Hanna se quedó sin aliento al

comprender que al pareceresperaba compasión por suparte.

—Naturalmente esta lecciónha sido más que merecida —añadió rápidamente—. Sé que tehe hecho mucho daño.

Levantó la mano con granesfuerzo y se la tendió a Hanna.Esta no hizo amago alguno detomársela, sino que mirófijamente a Thorstenconteniendo la respiración.¿Qué sería lo siguiente? No lehabría sorprendido que un

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asistente de producciónasomara la cabeza por la puertay le dijera que se habíaconfundido de habitación yque había entrado por descuidoen el set de una telenovela.¿Diría el guión que ahora debíaecharse sobre el pecho deThorsten con un emocionado«te perdono» y garantizarle suamor inquebrantable? ¿Y quecitara también la famosafórmula de «en lo bueno y en lomalo»?

—Por eso estoy tan feliz deque estés aquí —prosiguióThorsten—. Reconozco que el

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desplante de Biggi me doliómucho. Pero ahora le estoyagradecido. Porque así me hedado cuenta a tiempo de cuál esrealmente mi sitio. Y es contigo.Y con los niños.

Volvió a recostarse agotadoen la almohada, cerró los ojos yse quedó dormido. Hanna loobservaba atónita. Para él noparecía haber ni la más mínimaduda de que lo perdonaría ycuidaría de él. «¿Por qué no ibaa pensarlo? —intervino su vozanalítica—. Hace solo tressemanas habrías hechoexactamente eso sin rechistar y

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te habrías convencido a timisma de que Thorstenrealmente se cree los disparatesque acaba de soltar. Aunquesospecharas que a él mismonunca se le habría ocurridoanteponer su matrimonio y sufamilia a una vida de aventurasjunto a una mujer joven yatractiva.»

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51

Costa occidental - Svalbard,julio de 1907

Emilie se distrajo buscandofósiles y plantas en la playa y laspedreras de las laderas de lasmontañas para compensar enparte la pérdida de la colecciónque había dejado en la cabaña alhuir de Kings Bay. No quería

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que Max tuviera quepresentarse ante su profesor conlas manos vacías.

El tiempo empeoraba a ojosvista. Un fuerte viento delnoreste soplaba desde la mesetay traía nubes oscuras queocultaban el sol y conferían alpaisaje el aire de un sombríodibujo a tinta china.

Entretanto los cazadoreshabían terminado de extraer lagrasa de las morsas y de llevarlahasta los hornos, donde cuatrohombres la cocían. El resto sehabía retirado a una cabañainclinada por el viento situada

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cerca de ambos calderos deaceite. A diferencia de las casasque había visto en Spitsbergenhasta entonces, esta teníachimenea de piedra, lo queindicaba que la habíanconstruido en su día los pomor,miembros de un pueblocazador del norte de Rusia. Lostrabajadores habían levantadoun refugio provisional junto ala cabaña, y algunos dormíanbajo tres botes boca abajoalineados en la orilla.

Emilie se mantuvo alejada delcampamento de los productoresde aceite de ballena. No tanto

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por timidez hacia los tipossalvajes, sino sobre todo por elhedor. Arne parecía ser másinsensible a él de lo que habíaasegurado, ya que habíaaceptado la invitación de loshombres y estaba comiendocarne de morsa asada con ellos.A Emilie le dio la vuelta elestómago solo de pensar encomer esa dudosa especialidadestrechamente rodeada portipos malolientes.

Se avergonzaba un poco desus reservas. Al fin y al caboalguien debía hacer ese trabajo.Por su hermano Friedrich sabía

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que sin el aceite de ballena o defoca no solo estarían paradas lasmáquinas de la fábrica de supadre. Era indispensable paratoda la industria del imperio,que se expandía a granvelocidad. Las máquinasmodernas, que en su mayorparte ya no se fabricaban conmadera sino con metal,precisaban de lubricante de altacalidad para evitar elrecalentamiento y un desgasterápido. En lo que respectaba acalidad y costes, las grasasvegetales no podían competircon el aceite de ballena.

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Además, un nuevo procesopermitía solidificarlo, hacerloinodoro y transformarlo enjabón. El subproductoresultante, la glicerina, seutilizaba para la elaboración depinturas y esmaltes. Y tambiénera la base para un explosivomuy potente, algo muycelebrado por Friedrich convistas a futuras accionesmilitares.

Emilie estaba investigando unfragmento de roca en el quehabía quedado atrapado unanimal de tipo anfibio. Estabaperfectamente conservado, con

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huesos y dentadura claramentevisibles. El estallido de undisparo la sacó de sucontemplación. Un segundotiro sacó a Arne y a losproductores de aceite de lacabaña. Antonio, que se habíaechado en el bote de Arne consu saco de dormir, asomó lacabeza medio dormido. Todosmiraron hacia las montañas, dedonde habían venido los tiros.Emilie corrió hacia Arne.

—Eso seguro que es de losnuestros, ¿no?

—Es muy posible. Ladirección coincide. —Arne

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frunció el ceño—. Pero ¿quéhacen disparando por ahí?Deberían estar viniendo haciaaquí. No es el momento decazar.

—¡Mira, ahí! —exclamóEmilie y señaló una bola de luzroja que se alzaba sobre elacantilado.

—¡Maldita sea! —gruñó Arne—. Lo que nos faltaba.

—¿Por qué? ¿Qué significa?—Es una señal de emergencia.Emilie contuvo la respiración.—¿Crees que les ha sucedido

algo a William y a los demás?¿Eran imaginaciones suyas o

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lo había visto estremecerseligeramente al mencionar ella elnombre de William?

Arne se encogió levemente dehombros.

—Es probable que solo sehayan perdido.

—Pero ¿y si alguno estáherido? ¡Debemos salirinmediatamente a buscarlos!

Emilie daba por hecho queArne se negaría. Al fin y al cabono había ocultado su antipatíahacia el alférez, y seguramenteno veía por qué debía ayudarlo,sobre todo porque OttokarPoske se había puesto en

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marcha a pesar de todos losconsejos y advertenciasposibles. Y al parecer tampocosentía demasiada simpatía porWilliam. Mientras buscabafebrilmente un argumento conel que convencer a Arne, estedijo:

—Sí, debemos hacerlo.—Oh —exclamó Emilie.—No me mires tan

sorprendido —refunfuñó Arne—. Aquí hay una ley no escritaque dice que debe ayudarse aotros en apuros. Sin importar larelación y la opinión personalhacia ellos.

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Emilie suspiró aliviada.—¿Deberíamos pedir a un par

de los trabajadores que nosacompañaran? —preguntó.

Arne negó con la cabeza.—No conocen el terreno y

tampoco están equipados paracaminatas largas. No nos seríande ninguna ayuda, más bien alcontrario. —Hizo un gesto conla cabeza hacia Antonio—. Y lomismo sucede con este. Loscazadores me han contado queestaba completamente exhaustocuando llegó. Puede que poreso se quedara aquí.

—De acuerdo, pero nos

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llevaremos a Lørdag —dijoEmilie—. Me fue de gran ayudapara llegar hasta ti.

—Sí, estoy seguro. Si loshuskys son perros de trineocomo dices, se orientanespecialmente bien y son muyindependientes. Muchas vecessaben mejor por dónde ir quelos humanos.

La marcha fue agotadora. Elascenso por el cauce del arroyode deshielo, seco en su mayorparte, fue duro pero no muycomplicado. Sin embargo, el

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viento en la meseta era tanfuerte que tenían que apoyarsehacia delante con todas susfuerzas y abrirse camino paso apaso. Además, la ventisca que sehabía levantado les cerraba lavista. Emilie comprendióenseguida por qué allí se corríael riesgo de desorientarsecompletamente. Seguía a Arnecon los párpados mediocerrados, y si hubierancaminado en círculos, no sehabría dado cuenta. Él parecíaestar seguro de lo que hacía. Laprecedía inalterable con pasopesado como si siguiera una

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cuerda tensa que lo condujeradirectamente a su destino.

Lørdag trotaba junto aEmilie. De pronto se detuvo yladró brevemente. Aguzó eloído hacia delante con la cabezalevantada. Mientras Emilie sepreguntaba a qué se debería elextraño comportamiento delperro, al que nunca antes habíaoído ladrar, Arne se volvióhacia ellos.

—¿Qué le pasa? —preguntó.Emilie levantó la mirada, la

dirigió hacia él y se quedó sinaliento.

A unos diez metros de ellos

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había un oso polar gigante. Lapiel de su pecho y su vientreestaba teñida de rojo. «Estáherido —pensó Emilie—.Seguramente por los dosdisparos que hemos oídoantes.» El animal abrió la bocay descubrió una dentaduraterrorífica. Emilie se quedóparalizada. Antes de poderresponder a la pregunta de Arney avisarlo, el oso se dejó caersobre las patas delanteras y seabalanzó hacia ellos a grandessaltos. Emilie vio que Arne sevolvía. Gritó horrorizado.Tuvo el tiempo justo de

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levantar los brazos antes de queel monstruo blanco saltarasobre él y lo sepultara.Perdieron el equilibrio yrodaron un tramo ladera abajo.

—¡Arne!Su propio grito penetró en el

oído de Emilie y la sacó de suensimismamiento. Sin pensarlo,se acercó a ellos de un salto ycogió el arma que Arne habíaperdido en la caída. Este estabainmóvil boca abajo. El oso seincorporó, se sacudió, se volvióhacia ella y profirió un rugidoescalofriante.

Emilie levantó el arma. Le

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temblaban las manos. Laimagen del depredador furioso,al que el dolor parecía habervuelto loco, la atemorizó y laasustó. Le habría gustado tirarel arma y huir. Pero el temorpor Arne, que estabacompletamente a merced deloso, se impuso. El miedo por elhombre hacia el que sentíamucho más que lo que habíaestado dispuesta a reconocerhasta ese instante. Lo percibiócon tal claridad, que todo lodemás pasó a un segundoplano.

«Debes permanecer

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tranquila», se ordenó. Lesobrevinieron fragmentos delos consejos que Arne les habíadado a ella y a los demásdurante los ejercicios de tiro enla isla del Oso: ¡el primerdisparo debe ser mortal! ¡Tieneque darle en la cabeza! Esdifícil, porque el cerebro de unoso solo tiene el tamaño de unamanzana. ¡Hay que esperar lomás posible para disparar!

El oso se sacudió, resopló y sedispuso a atacar de nuevo.Emilie respiró hondo. Le quitóel seguro a la escopeta. Elpánico dio paso a la ira

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acompañada de frialdad.Apuntó. «¡No me loarrebatarás!», pensó, y disparóen el momento en que el oso secolocaba sobre Arne ylevantaba la zarpa paradespedazar a su víctima. Sedetuvo como congelado y girólentamente la cabeza hacia ella.A Emilie el corazón le latíacontra las costillas. ¿Habíafallado? ¿Se abalanzaría ahorasobre ella? Vio un agujeronegro en su frente. El animal sedesmoronó en silencio y sequedó inmóvil.

Justo después Emilie estaba

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arrodillada junto a Arne. Sacóel cuchillo de la vaina que élllevaba en el cinturón, cortó lascorreas de la mochila, se laquitó y lo puso de espaldas concuidado. Tenía los ojoscerrados. El oso le habíadesgarrado la chaqueta en elhombro izquierdo. Estabaempapada de sangre.

—Arne, ¿me oyes? —exclamóEmilie con voz ronca y seinclinó sobre su rostro. Sostuvola oreja sobre su boca.¿Respiraba? Era imposiblesaberlo. Las ráfagas de vientoeran demasiado fuertes. Emilie

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se quitó un guante y puso losdedos en el cuello de Arne. Unpulso débil le reveló que sucorazón aún latía. Lágrimas dealivio le rodaron por lasmejillas.

«No es momento desentimentalismos —se advirtió—. Debes detener la hemorragiay asegurarte de que Arne nosufre una hipotermia.» Seincorporó y miró a sualrededor. El oso estaba a unosmetros de ellos junto a unaroca. Las manos de Emilie,como si siguieranautomáticamente unas

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instrucciones para situacionescomo aquella, le quitaron supropia mochila y soltaron laslonas que se había llevado paraprotegerse de la humedad. Atóuno de los extremos a la roca yextendió la tela sobre el oso. Acontinuación agarró a Arne pordebajo de los brazos, lo arrastróhacia el animal haciendo uso detodas sus fuerzas, lo apoyó ensu costado en posición semierguida y sujetó el extremoinferior de la lona al suelo. Eraun refugio ventoso, pero almenos ofrecía un poco de calory protección contra la

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tormenta. Lørdag asomó elhocico y lamió la mejilla aEmilie.

—Ay, Lørdag, no serás unmédico hechizado, ¿no?¿Debería besarte para revertir elencantamiento?

El perro meneó la cola.—Pero también puedes

ayudar así —dijo Emilie dandopalmaditas en la pierna de Arne—. Ven, recuéstate aquí. Podrásdarle algo de calor.

Lørdag se acurrucó obedientesobre las pantorrillas de Arne yobservó atento a Emilie.

—Bueno, lo primero será

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liberar el hombro herido —leexplicó.

Cogió el cuchillo y cortó lamanga izquierda de la chaquetade Arne. Sintió náuseas al ver lacantidad de sangre y la carnedesgarrada bajo la que brillabanun trozo de hueso blanquecino.

—¡Contrólate! —se dijo amedia voz—. ¡Haz algo! De locontrario se desangrará.

Esas palabras duras surtieronefecto. La sensación de mareodesapareció. Emilie rebuscó ensu mochila y sacó ropa interior,la cuerda, calcetines y una cajitade hojalata que contenía un

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frasco con tintura de yodo, dosvendas de gasa y una compresacon relleno de algodón. Torcióel gesto decepcionada.

—Esto no nos servirá demucho —le dijo a Lørdag—. Laherida es demasiado profunda.Hay que coserla.

Emilie investigó el contenidode la mochila de Arne y entreprendas de ropa, una petaca conaguardiente, cartuchos y unabolsa con carne seca laminada,encontró una lata con unabobina de hilo y un paquetitode agujas.

—¡Quién lo iba a decir!

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Desinfectó la aguja y un trozode hilo con el alcohol y secó lasangre con una camiseta interiorlo mejor que pudo. Comprobóaliviada que la mayor parte delhombro solo tenía rasguñossuperficiales. La herida másgrave era un corte profundopero bastante limpio en la partesuperior del brazo,posiblemente abierta por unagarra del oso. Después deaplicar un par de gotas de yodoalrededor de la herida, enhebróel hilo y respiró hondo.

Recordó a su profesora delabores. ¿Habría imaginado ella

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lo apropiado que sería en aquelmomento el dicho que tanto legustaba citar: non scholae, sedvitae discimus, es decir, «noaprendemos para la escuela,sino para la vida»?

—Creo que lo más acertadoserá una costura de puntofestón —le dijo a Lørdag, ymurmuró suplicante—: ¡SantaBárbara, ayúdame!

Clavó la aguja enperpendicular a uno de losbordes de la herida y pasó elhilo sobre la trayectoria de laherida de vuelta al punto inicial,donde lo anudó con el extremo

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que colgaba. Arne gimió y semovió. Emilie se detuvo y leacarició la frente.

—Aguanta, enseguida habréterminado.

Hizo otros tres nudos tanrápido como pudo. Arne volvióa caer inconsciente. Emilie noquiso ni imaginar los terriblesdolores que le estaba causando.Cada puntada le suponía ungran esfuerzo. Solo fue capazde terminar su labor porquesabía que, si le ahorraba latortura, aquello podía costarlela vida. Cuando por fin apartóla aguja y cogió las vendas,

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estaba empapada en sudor.Los párpados de Arne

aletearon. Volvía en sí. Emilie leacarició la frente. Él murmuróalgo. Se inclinó más hacia élpara entender lo que decía.

—Has sido muy valiente,pequeña.

A Emilie se le cayeron lasvendas de la mano. Levantó lamirada. Sus ojos expresabanpleno agradecimiento. Y algoque iba más allá.

El corazón le dio un vuelco.El impulso de fingir que noentendía nada y negar lo que élhabía descubierto se

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desvaneció.—¿Cuánto hace que lo sabes?—Lo sospeché enseguida.—¿Qué fue lo que me delató?—Cuando te curé las manos

en el Isflak —respondió él—.Una piel tan suave...

Buscó la mano de Emilie y laapretó débilmente. La caricia laatravesó como un relámpago.Con la otra mano le acarició lamejilla.

—Pero ¿por qué nunca dijistenada? —preguntó ella.

—No quería ofenderte —murmuró—. Y no queríaentrometerme entre tú y

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William...Le temblaba la voz, cada vez

hablaba más bajo y apenas se leentendía.

—No sigas hablando. Tienesque conservar las fuerzas —dijoEmilie.

Se apresuró a vendarle elbrazo y a cubrirlo con prendasde ropa limpias. La cabeza deArne cayó hacia un lado. Ella sesentó de manera que pudierarecostarlo en su regazo.

—Querido mío, aguanta —suplicó en voz baja—. Nopuedes abandonarme, ahoraque por fin sé que eres tú a

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quién he estado esperandosiempre.

Arne no se movió. Tenía losojos cerrados. Nada indicabaque hubiera oído sus palabras.Emilie observó preocupada surostro lívido, sobre el que sehabía formado una fina películade sudor. El miedo por élvolvió a apoderarse de ella. Noaguantaría mucho en aquelrefugio provisional. Y ellatampoco. Lørdag era el único alque el viento helado no parecíahacerle nada.

¿Qué opciones tenía paraponer a Arne a salvo? No

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podría cargar con él durantekilómetros. ¿Debía probar aarrastrarlo tras ella en la lona?«Si hubiera suficiente nievepodría funcionar —pensó—.Pero sobre esta gravapuntiaguda no daremos ni diezpasos.»

Voces y pasos que seacercaban interrumpieron lasreflexiones de Emilie. Oteófuera de la lona y vio tresfiguras que caminabanpesadamente más allá de surefugio. Parpadeó. No, no eraun espejismo. Se levantórápidamente, saludó con los

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brazos estirados y gritó lo másfuerte que pudo:

—¡Hola!Los tres hombres se

detuvieron, y un instantedespués William, el alférezPoske y el sargento Kuhn larodeaban y la mirabansorprendidos. Antes de quepudieran hacer las preguntasque evidentemente tenían en lapunta de la lengua, Emilie dijo:

—Hemos visto la bengala deseñalización y hemos salido abuscaros. Algún imbécil hadisparado a un oso polar. Nosha atacado y ha herido

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gravemente a Arne. Tenemosque llevarlo lo antes posible a laensenada con los cazadores demorsas. De lo contrario morirá.

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52

Murnau, julio de 2013

—¿Os habéis reconciliado? —preguntó Mia cuando Hannasalió de la sala de reanimación yse acercó a sus hijos, que laesperaban junto a la puerta.

—¿Reconciliado? No noshabíamos peleado —respondióHanna. Al ver que Mia abría la

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boca, levantó una mano—. Yasé a qué te refieres.

Señaló en dirección a laentrada.

—Vayamos a algún sitio en elque podamos hablartranquilamente.

—Podríamos ir al lagoStaffelsee. Allí hay un baragradable con terraza —propuso Lukas.

—Ay, sí, tengo un hambreque me muero —dijo Mia.

—Buena idea, a mí tambiénme vendría bien una pausa parael almuerzo —dijo Hanna.

La terraza resultó pertenecer a

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un local construido en 1911según los planos del arquitectoEmanuel von Seidl en unaparcela en la orilla, justo al ladode un embarcadero y una playa.Hacía plena justicia a sunombre, Mirador de los Alpes.Los montes de Wetterstein sealzaban sobre el lago y ofrecíanuna vista magnífica que en esacálida tarde de verano habíaatraído a numerososexcursionistas. Mientras que enel restaurante se servía unacocina más elaborada, fuerahabía un autoservicio en el quese podían degustar platos

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típicos bávaros. Mia guardó tressitios en una de las mesas largas,Lukas se colocó en la zona debebidas y Hanna pidió en lazona de barbacoa una racióngrande de costillas y pescado enespetón, y, de guarnición,ensalada de patata y pepino ypretzel recién horneados.

—Bueno, ¿y qué ha dichopapá? —preguntó Lukasdespués de haber calmado unpoco el hambre—. ¿Por qué nolo ha acompañado Biggi?

—Seguirá dando la vuelta almundo sin él —respondióHanna.

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—Me lo imaginaba. O sea,que lo ha dejado plantado —constató.

Hanna asintió.—¿Y qué pasará ahora? —

quiso saber Mia—. Contigo ypapá, quiero decir.

—Bueno, a vuestro padre legustaría que sencillamenteolvidáramos los últimos meses ehiciéramos como que nunca mehubiera engañado. Opina queya ha pagado suficiente por suinfidelidad porque ha sufridoeste grave accidente y ademásBiggi lo ha dejado. Da porhecho que volvemos a ser una

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familia feliz.—¿Y tú no estás de acuerdo?

—preguntó Mia.Hanna miró a su hija a los

ojos.—¿Qué pensarías tú en mi

lugar?Mia se disponía a replicar

rápidamente, pero se detuvo,bajó la mirada y reflexionó.Hanna se dio cuenta de queLukas observaba atento a suhermana. Posiblemente se temíaque Mia saliera con uno de susarrebatos temperamentales; que,como de costumbre, se pusieradel lado de su padre y exigiera a

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su madre con patetismo teatralque lo perdonara y le diera unasegunda oportunidad. Hannatambién contaba con ello y sepreparó para mazazos moralesdel estilo de «Ahora debes estarjunto a papá y no puedesdejarlo en la estacada en estasituación tan difícil».

—Si yo estuviera en tu lugarpensaría que tiene muchomorro —dijo Mia en voz baja—. No me resulta fácil decirlo,pero papá la ha cagado deltodo. Y si ahora cree en serioque podemos seguir como hastaentonces... —Mia se

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interrumpió y sacudió la cabezadesconcertada—. Sinceramente,es lamentable. ¿Cómo puede sertan egoísta?

Hanna intercambió unamirada rápida con Lukas. Ensus ojos vio reflejada su propiasorpresa por la respuesta deMia. Esta frunció el ceño yprosiguió:

—Ya sé lo que estáispensando. Pero no estoy tanciega, y tampoco soy tanparcial. Claro que me gustaríaque todo volviera a lanormalidad. Pero si papárealmente está actuando con

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tanta ignorancia, entiendoperfectamente que mamá noquiera tener nada más que vercon él.

—Significa mucho para míque pienses así —dijo Hanna,apretando la mano de Mia—.No diré que vuestro padre hasido el único responsable deque nuestra relación se fuera apique. Siempre hacen falta dospara eso. Durante demasiadotiempo no he queridoreconocer que llevábamosmuchos años con vidasparalelas. Por comodidad o pormiedo a las consecuencias,

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reprimía mi insatisfacción, misdeseos y mi idea de una vidaplena.

—¿Así que podría decirse queBiggi ha sido una especie decatalizador que hadesencadenado un procesopendiente desde hace tiempo?—preguntó Lukas.

Hanna se quedó atónita.—Nunca lo había visto de esa

manera. Pero es muy acertado.Cogió su vaso de cerveza de

trigo y lo extendió hacia Mia yLukas.

—Qué dos hijos tanmaravillosos tengo. ¡Solo por

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eso siempre le estaré agradecidaa vuestro padre!

Brindaron todos.—¿Qué piensas hacer ahora?

—preguntó Mia.—En primer lugar es

importante para mí queThorsten reciba el mejortratamiento posible —empezó adecir Hanna—. En la clínicaestá en buenas manos, desdeluego, pero más adelante,cuando ya no esté ingresado,necesitará una rehabilitaciónmuy costosa, si he entendidobien a la doctora Lange.Tendremos que pensar cómo lo

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financiamos.—¿Eso no lo cubrirá el

seguro? —preguntó Lukas.—Eso espero. Una parte

desde luego. Pero no tengo niidea de hasta dónde alcanzan lasprestaciones.

—Eso puede ser carísimo —comentó Mia—. Pero tendréisalgo ahorrado, ¿no?

—Sí. Claro que Thorsten seha gastado la mitad en su vueltaal mundo.

—¿Qué? —exclamó Mia—.Esto cada vez se pone mejor.

Al mismo tiempo Lukaspreguntó:

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—¿Hay alguna posibilidad derecuperar al menos parte delimporte?

Hanna negó con la cabeza.—Me temo que no. Por

supuesto, lo comprobaré. Perono me hago demasiadasilusiones.

—Papá no puede exigir deninguna manera que mamágaste su mitad de los ahorros ensu tratamiento —dijo Mia.

Hanna se encogió dehombros.

—No creo que haya pensadoen ello todavía.

«Y tampoco lo hará —añadió

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en silencio—. A sus ojos es sudinero, ya que la mayor parteprocede de sus ingresos, aexcepción de los primeros añosde nuestro matrimonio. Nuncaha considerado que llevar lacasa y educar a los niños fueraun trabajo equivalente. Así quecreerá que es legítimo que segaste en él.»

—En caso de necesidadpodríais vender la casa —dijoLukas.

Hanna levantó las cejas. Mialo miró atónita.

—¿Quieres malvendernuestro hogar? ¿Es que no

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significa nada para ti?—Claro que sí. Mucho, de

hecho. Pero no es más que unacasa. El recuerdo de los añosque hemos pasado en ellapermanecerá, nadie podráquitárnoslo.

Hanna lo observó. Casi laasustaba un poco lo sereno ysensato que era. Él sonrió.

—¡Deberíais veros las caras!Me miráis como si de prontome hubiera convertido en unzombi. Pero solo pensaba enmis niños de Bolivia, que se danpor satisfechos con un techomás o menos impermeable

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sobre sus cabezas.Mia puso los ojos en blanco.—¡No me vengas con esas

comparaciones!—Solo quería decir que me he

dado cuenta de lo poco que senecesita para ser feliz —dijoLukas—. No estoy diciendoque yo también pudiera vivirasí. ¿Cómo iba a saberlo? ¡Nolo he probado nunca!

—Cariños míos —intervinoHanna—. No nos peleemos porcosas que ni siquiera tenemosque decidir ahora.

—Tienes razón —dijo Mia—.Además aún no nos has dicho

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qué plan tienes. ¿Tienes algúnencargo nuevo de la revista?

—Lo cierto es que laredactora jefe me hapreguntado. Por el momento lehe dado largas porque queríaesperar a saber cuál era elpronóstico de Thorsten. Perodesde luego me gustaría seguirtrabajando para ellos o paraotras editoriales. Se me habíaolvidado por completo lomucho que me divierte.

—Se notaba en las entradas detu blog —dijo Lukas—. Deboreconocer que no tenía ni ideade lo bien que escribes.

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—Lo mismo me ha pasado amí —comentó Mia.

Hanna sintió que sesonrojaba.

—Me estáis abochornando —musitó.

—Si pudieras elegir, ¿a quépaís irías para tu próximoreportaje? —preguntó Mia.

—Vente a Bolivia —propusoLukas—. Aún queda muchopor descubrir.

—Suena tentador —respondió Hanna—. Sobretodo me interesaría ver cómovives allí. Pero si pudiera elegirlibremente, volvería a Noruega.

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Mia y Lukas la miraronconfusos.

—Con tanto follón no os hehablado de mi espectacularhallazgo —prosiguió Hanna—.Imaginaos, en una grieta de unglaciar encontré el cadávermomificado de un hombre quellevaba ahí más de cien años.

—¡Qué pasada! —exclamóMia.

—Exacto. Y me gustaríamucho llegar al fondo delmisterio.

—Vaya, eso tienes que hacerlo—dijo Lukas—. Si ahí no hayun reportaje, ¡no sé dónde lo

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habrá! —Señaló las costillas quehabían sobrado—. ¿Queréismás?

Mia y Hanna negaron con lacabeza. Él se acercó el plato ymordisqueó la carne de loshuesos.

Tras un breve silencio, Mia sedirigió a Hanna.

—¿Cuándo se lo dirás a papá?Me refiero a que tú no...

—Pronto —dijo Hanna—.No me parece correcto dejarlecreer que todo sigue siendocomo antes.

—Pero ¿y si eso lo haceempeorar? —preguntó Mia,

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expresando las reservas quetambién preocupaban a Hanna—. Siempre se insiste mucho enlo importante que es el apoyoemocional de la familia y losamigos en procesos de curacióntan largos —añadió.

Lukas dejó el hueso roído, selimpió los dedos con unaservilleta de papel y miró a suhermana.

—Es posible. Pero ¿crees quemamá debería pasar semanas omeses pretendiendo que todova bien? ¡No puedes exigirleeso!

—No lo estoy haciendo —

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bufó Mia—. Solo queríaadvertirle de que la verdad sinrodeos podría tener efectosnega...

—¿Y cómo sería la verdad conrodeos? —la interrumpió Lukas—. ¿A pedacitos? ¿O coninsinuaciones ambiguas? ¿Dequé serviría eso, aparte de paragenerar malentendidos?

Mia apoyó la cabeza en unamano y suspiró.

—Ay, ¡por qué tiene que sertodo tan complicado!

—En realidad no lo es —dijoLukas—. Lo cierto es que apapá no le ha importado una

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mierda cómo lleva mamá, ynosotros dos, que desaparecierade nuestras vidas de un día paraotro. Y mamá, en cambio, no sepropone eso en absoluto.

—No, ¡por supuesto que no!—confirmó Hanna—. Ytampoco os dejaré solos contodo el marrón, lo prometo.Pero no mentiré ni engañaré aThorsten. No lo aguantaría.Ahora necesitamos todasnuestras fuerzas para lidiar conla situación y apoyar a vuestropadre lo mejor posible. Y paracontinuar con nuestras propiasvidas.

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53

Mar de Barents, julio de 1907

El camino de vuelta a la bahíade los productores de aceite deballena le pareció más corto quela ida a Emilie, ya que lapreocupación por Arne y elfuerte viento, que ahora lessoplaba de espaldas, lealigeraban el paso. Ella abría la

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comitiva con Lørdag, OttokarPoske y el sargento Kuhn laseguían con Arne, al quellevaban sobre la lona. Williamiba el último con la piel del osopolar, al que había despellejadosegún las reglas de cazamientras los demás fabricaban lacamilla improvisada.

Sin entenderlo y casiindignado, William habíarechazado la pretensión deEmilie de no hacer el esfuerzo ydejar allí el cadáver gigante.Como cazador apasionado, leresultaba inconcebible nollevarse semejante trofeo. Sobre

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todo porque en su opiniónEmilie había logrado unauténtico disparo magistral quepodría servir de ejemplo a másde uno, tal y como habíaañadido con una elocuentemirada de reojo hacia el alférez.Al ponerse este rojo, se habíadesenmascarado como el tiradorque había disparado dos vecesal animal sin acabar con él.Ahora obedecía extrañamenteapocado las instrucciones deEmilie, que había asumido elmando sin dudarlo y dirigía algrupo hacia la playa conseguridad.

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—¿Dónde se ha metido BeatSpäni? —le preguntó a Williamdespués de acostar a Arne enuno de los botes—. Pensabaque estaba con vosotros.

—No, nuestro suizo semarchó a otra de susexcursiones poco después deque llegáramos donde loscazadores de morsas. Sin avisara Poske. Entonces nos pusimosen marcha sin él. —Miró a sualrededor—. Lo cierto es quesupuse que habría regresadohace tiempo.

—Quizá se haya marchadocon uno de los botes —dijo el

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sargento Kuhn, que se habíaacercado a ellos—. Losproductores de aceite dicen quehan perdido uno. Pensaban queno lo habían amarrado bien yque la marea se lo había llevado.Pero es muy posible que lohaya cogido el suizo.

—A saber —comentóWilliam, encogiéndose dehombros—. Deberíamos partirhacia el fiordo de Is lo antesposible.

—¡Desde luego! —dijo Emiliey lo siguió hacia el bote en elque estaba tumbado Arne.Seguía inconsciente. Comprobó

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muy preocupada que teníafiebre. Le ciñó al cuerpo lamanta que el sargento habíaextendido sobre él y le indicó aLørdag que se tumbara a sulado.

El alférez se acercó a ellos conAntonio, al que había recogidode su tronco apartado, y ayudóa empujar el bote hacia el agua.Después de que todos tomaranasiento y les dieran las gracias alos cazadores de morsas por suayuda, Poske y el sargentoKuhn se colocaron a los remose hicieron avanzar al bote haciael estrecho de Forland.

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Pocas horas después llegaronal fiordo de Is, donde losrecogió el Isflak. Emilie apenasse enteró del viaje a Tromsø. Lopasó en su mayor parte bajocubierta, donde veló incansableel lecho de Arne, a quien elcapitán había cedido sucamarote y su cama. Le rompíael corazón ver tan pálido ydébil al hombre que amaba. Lecostaba reprimir la necesidad decogerlo de la mano o deacariciarlo. Pero, por muchoque lo deseara, no podíaarriesgarse a salirse de su papel.

Apenas veía a Lørdag. Como

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en el casco del barco aullaba sincesar, lo había llevado arriba,donde sostenía el hocico contrael viento visiblemente aliviado.Pasar mucho tiempo enespacios cerrados no era losuyo.

En cambio William le hacíacompañía a menudo, algo porlo que le estaba muy agradecida.Una y otra vez lograbacontagiarle su optimismo ydistraerla de pensamientosinquietantes.

En su opinión, eracompletamente impensable queuna herida, por muy profunda

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que fuera, acabara con undescendiente de los rudosvikingos.

—Imagina las risas queprovocaría el pobre desgraciadoen el reino de Odín —le habíacomentado con un guiño aEmilie al expresar ella en unaocasión su preocupación por laprolongada inconsciencia deArne—. Ya solo por eso nuncase permitiría aparecer por allítan pronto.

El sargento Kuhn, queexaminaba regularmente laherida de Arne y le cambiaba elvendaje, estaba satisfecho con el

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proceso de curación. Estabaimpresionado por la habilidadpara coser de Emilie y la cautelacon la que lo había desinfectadotodo. Hasta el momento no sehabía producido ningunainfección ni tampoco unasepticemia. Para el soldado, quehabía visto y cuidado a muchosheridos, seguía siendo unmisterio que el paciente aún nose hubiera despertado despuésde dos días sin fiebre.

Arne despertó por fin pocoantes de que entraran en elestrecho de Tromsø. Emiliehabía salido del camarote para

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una comida apresurada. Alregresar, vio a Arne en su catreapoyado en unos cojinescomiendo gachas de avena convisible apetito. Ya no tenía lacara pálida, sino que habíarecuperado algo de color. Elsargento Kuhn, que habíarelevado a Emilie junto al lechodel enfermo, le hizo un gestocon la cabeza.

—Nuestro paciente ya seencuentra mucho mejor.Siempre se dice que el sueño esla mejor medicina. En este casoparece que es cierto.

—¡Gracias a Dios! —exclamó

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Emilie, y se contuvo justo atiempo para no arrodillarsejunto al catre de Arne yabrazarlo.

»¿Cómo te encuentras? —lepreguntó en cambio, buscandosu mirada.

—Bien, gracias —respondió,mirándola fugazmente.

La decepción que sintió porsu evasiva se mezcló conemoción. «Le preocupa que medelate —pensó Emilie—. Quécuidadoso por su parte. Seguroque espera con tanta ansiedadcomo yo un momento en el quepodamos hablar sin que nos

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molesten. En Tromsø, a mástardar, tendremos ocasión.»Para no abochornarlo más, saliódel camarote y subió a cubiertapara ver la entrada al puerto delIsflak.

Después de que se echara elancla y los botes auxiliaresfueran lanzados al agua,William y el sargento Kuhnayudaron al italiano a descenderpor el costado y llegar sano ysalvo a bordo de la barca. Elalférez Poske los siguió yadvirtió a Emilie, que buscaba aArne, que no se entretuviera.Finalmente llamó nerviosa a

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Lørdag, se lo subió a loshombros, le agarró las patas conuna mano y descendió. ¿Dóndese había metido Arne? Encuanto tomó asiento en el bote,el marinero se puso en marcha.

—¿Qué pasa con Arne? —preguntó—. ¿No viene connosotros?

—No, el capitán se lo lleva asu casa —respondió el marineroseñalando el otro bote, al queen ese momento bajaban a Arnecon la polea. Emilie levantó elbrazo sin pensar y se despidióde él. Sus miradas seencontraron. A Emilie se le

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encogió el estómago. ¿Eranimaginaciones suyas o la miradade Arne realmente era derechazo? Le hizo una preguntaen silencio, le suplicó una señalde que se equivocaba. Él apartóla cara con gesto impasible y sesentó en la popa del bote deespaldas a ella.

—¿Dónde vive el capitán? —preguntó Emilie.

El marinero se encogió dehombros e hizo un gesto vagohacia las afueras de la ciudad.

—Casi podría parecer que noquieren que encontremos aArne —susurró William, que

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estaba sentado a su lado.—Sí, ¿verdad? —dijo Emilie.Se alegraba de no ser la única a

la que le parecía extraño que elcapitán actuara tan furtivamentey que el marinero se negara adar información concreta sinuna explicación. Se guardó parasí que lo que más le dolía eraque Arne hubiera recaídoinexplicablemente en la actitudreservada que había mostradohacia ella al principio.

—En fin, nuestro vikingo es yseguirá siendo un misterio —afirmó William con una sonrisamaliciosa.

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Emilie se obligó a sonreír yapartó la cara. Las noches envela, la preocupación constantepor Arne y el miedo a no volvera verlo la habíandesmoralizado. Luchó contralas lágrimas y pretendió estarfascinada por la vista de laciudad, que se acercaba concada golpe de remo. Le habríagustado echarse a los brazos deWilliam, desvelarle su secreto ypedirle que la ayudara aencontrar a Arne.

—En realidad yo tampocoestoy para muchas risas —dijoWilliam en voz baja—. Nuestra

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aventura se acercairremediablemente a su final.Aunque me alegro mucho deque nos hayamos reencontrado.Pero mañana o pasado mañanaa más tardar tendremos quedespedirnos definitivamente.

La tristeza sincera de su vozemocionó a Emilie. En esemomento fue plenamenteconsciente por primera vez deque William se habíaconvertido en un verdaderoamigo.

—A mí tampoco me apeteceregresar a casa —dijo.

Él le buscó la mirada.

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—Fuguémonos. Podríamoscolarnos en un vapor comopolizones y viajar a América. Oenrolarnos en un carguero ruso.Nunca he estado en el país delos zares. Y quién sabe cuántodurará.

Emilie se echó a reírimaginándose a los dos cruzarel Atlántico escondidos entretoneles y sacos o matándose atrabajar como grumetes.

—Siempre consiguesanimarme. Me gusta eso de ti.

William frunció el ceño y sedispuso a replicar.

—Bueno, ya hemos llegado —

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exclamó el marinero, acercó elbote lateralmente al muro delmuelle y lo amarró a un postecon un cabo. Después de quesus pasajeros desembarcaran,volvió a zarpar de inmediato.

»Traeré vuestro equipaje mástarde —gritó—. Volvéis aalojaros en el Grand Hôtel,¿verdad?

William asintió y dijo aEmilie:

—No debería haber ningúnproblema para alojarte allítambién.

Se miró de arriba abajo.Llevaba los pantalones y la

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chaqueta destrozados y suciosde polvo de grava, hollín ymanchas marrón rojizocausadas por la sangre de Arne.Si a eso le sumaba el cabelloapelmazado por el aire salinodel mar, la piel quemada por elsol y las manos callosas conuñas que pedían a gritos que laslavaran, seguro que la imagenque ofrecía habría hecho a sumadre sacar sus sales con gestoindignado.

—No tengo pinta de GrandHôtel precisamente. Más biende cueva de ladrones. Y comotodas mis cosas se han quedado

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en Spitsbergen...—Yo te prestaré algo —

terminó William su frase—.Dejé una maleta con ropa en elhotel y tengo trajes y camisasmás que suficientes. Tequedarán un poco grandes,pero te irán bien.

—¡Gracias! —dijo Emilie.—Y si necesitas dinero... no

tengas reparo en pedírmelo —prosiguió William—. Estaréencantado de prestarte un poco.

—Me temo que tendré queaceptar tu oferta —respondió—. No llevo ni un solo øreconmigo.

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Un golpeteo a su espalda hizoque Emilie se volviera.

—Permítame cubrir sus gastos—dijo el alférez Poske, quehabía chocado los talones y sehabía colocado ante ella enposición firme.

—De ningún modo. ¿Por quéiba a hacerlo? No puedoaceptarlo —replicó ella,mirándolo perpleja.

—Se lo pido por favor —insistió—. Permítame darle lasgracias con este pequeño gesto.No abandonó a suscompañeros y les salvó la vida,poniéndose usted mismo en

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grave peligro.Se cuadró ante ella y se alejó

en dirección al centro de laciudad. El sargento Kuhn, quehabía permanecido un paso pordetrás del alférez, hizo un gestocon la cabeza a Emilieacompañado de una mirada dereconocimiento y lo siguió.Antonio ya se había adelantado.

—Debe de haberle costado ungran esfuerzo a Poskereconocerlo —dijo William.

—¿Por qué os he salvado lavida?

—El disparo con el queabatiste al oso nos condujo de

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nuevo en la dirección correcta—explicó William—. Noshabíamos desviado porque elalférez quería cazar el oso polara toda costa. Y en la meseta nosdesorientamos por completo.

—Por eso lanzasteis labengala de señalización —dijoEmilie.

—Exacto. Yo también estoymuy agradecido de que Arne ytú reaccionarais tan rápido. Esuna verdadera lástima que nopueda darle las gracias enpersona.

A Emilie se le encogió elestómago. ¿Dónde estaría

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Arne? ¿Qué tal se encontraría?La idea de tener que marcharsede la ciudad sin volver a verlo oal menos saber si estaba bien leparecía insoportable.

De camino al hotel, situado enStorgata 44, hicieron unaparada en la oficina de correos,donde Emilie encontró unacarta de su tía. Sintió unapunzada al ver la caligrafíafamiliar. La alegría por la cartade Fanny se mezcló con lamelancolía de saber que veníade un mundo al que tendría queregresar en pocos días. Mientras

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esperaba a William, que queríaenviar un telegrama a casa, leyóla carta.

Breslau, 22 de junio de 1907

Querido Max:Disculpa que hoy solo

te envíe unas pocaslíneas. Estoy escribiendoun diario de viaje muydetallado que te dejaréleer encantada para quete hagas una idea de lasexperiencias que hemosvivido tu hermana y yoen las últimas semanas.

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Emilie rio entre dientes.Fanny estaba realmente entodo. Gracias a sus anotaciones,podría hablar a sus padres y aotros interesados de formailustrativa y detallada acerca delrecorrido por las ciudades quesupuestamente había visitadocon su tía.

Dentro de poco Emiliey yo saldremos haciaHamburgo, adondellegaremos a finales demes, más o menos almismo tiempo que tú.Nos alojaremos en el

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mismo hotel que antes detu partida. Avísame loantes posible cuándo ycon qué barco llegarás.Emilie y yo estamosansiosas por saber cómote ha ido por el Ártico ytenemos muchas ganasde volver a estrechartepronto en nuestrosbrazos (esperemos quesano y salvo).

Con mucho cariño,

tu FANNY

Emilie dobló el papel y estaba

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a punto de metérselo en elbolsillo cuando de repente sellevó un gran susto. ¿A qué serefería su tía con «a finales demes»? La fecha no dejaba lugara dudas: ¡Fanny la esperaba enHamburgo a finales de junio!Miró inquieta el calendario quecolgaba junto a un reloj depared en la oficina de correos.¡Llevaba un retraso de dossemanas! Se precipitó hacia elmostrador de telégrafos y lepidió al empleado quetransmitiera el siguientemensaje a Hamburgo:

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Llegada del inviernoretrasó salida deSpitsbergen +++ estoybien +++ reservarépróximo pasajedisponible +++ avisodesde el barco +++saludos, Max.

William estaba en lo cierto alsuponer que no habríaproblemas para que Emilieconsiguiera una habitación en elGrand Hôtel. Para su alivio,tampoco tuvieron nada queobjetar a que Lørdag laacompañara. Cuando el portero

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les estaba entregando las llaves aWilliam y a ella, el sargentoKuhn bajó por la escalera.

—Qué bien que les encuentroaquí —dijo—. Me disponía adejarles un mensaje. El alférezPoske ha reservado una mesapara esta noche en el restaurantedel hotel. Espera que le hagan elhonor de cenar con nosotros yel señor Lancetta para celebrarel feliz desenlace de nuestroviaje a Spitsbergen y lainminente despedida.

—El honor será nuestro —respondió William en tonomarcadamente formal.

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—Bien, entonces informaré deque acudirán —dijo el sargento—. Si me disculpan, tengo queir al puerto a asegurarme de quelas cámaras se envían de vuelta ala Agencia de fotografía CarlOswald Bulla, a SanPetersburgo. —Se inclinó anteEmilie—. Además, el alférez meha encargado que lleve la pieldel oso polar al peletero, que lapreparará y más tarde la enviaráa su casa.

—Oh, qué atento por su parte—dijo Emilie—. Espere unmomento, le apuntaré ladirección de mi cuñada. La piel

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es para ella.Después de que el sargento se

marchara del vestíbulo delhotel, Emilie puso los ojos enblanco y dijo:

—Vaya, me temo que la cenaserá más bien estirada.

—Sí, pero difícilmentepodemos rechazar la invitación—dijo William.

—Por desgracia tienes razón,se sentiría terriblementeofendido si le diéramos plantón—respondió Emilie.

—¿Crees que nos retaría a unduelo? —preguntó William,desenvainó una espada

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imaginaria y se puso en guardia.Emilie sonrió burlona.—No me extrañaría.—No deberíamos molestarlo

—dijo William, adoptando ungesto serio—. Aunque solo seapor tu hermana.

Emilie tragó saliva. Habíaolvidado por completo laintención de Ottokar Poske depedir su mano.

—¿Qué te parece si despuésnos vamos los dos un poco dejuerga y exploramos la vidanocturna de Tromsø? —propuso William.

Emilie levantó los hombros.

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Le apetecía más aprovechar eltiempo que le quedaba allíbuscando a Arne. No quería nipodía aceptar la idea de novolver a verlo antes de regresara Alemania. Aunque solo fuerapara averiguar si no queríasaber nada más de ella. Si era así,quería oírselo decir en persona.

—Nunca he estado en unaauténtica taberna de puerto.Sería un final digno de nuestraaventura —continuó William.

—No estoy seguro —respondió vacilante Emilie.

Se imaginó en tuguriososcuros, atosigada por

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prostitutas de atuendo ligeroque le ofrecían sus servicios,acompañada por hombrestoscos y borrachos de puñosligeros a quienes cualquierexcusa les parecía buena parapelearse.

William sonrió.—Prácticamente puedo oírte

pensar. No tengas miedo, notengo intención de visitarestablecimientos de dudosareputación. Y en estas nochestan claras no corremos peligrode que nos atraquen y nosroben.

Emilie apartó la mirada

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avergonzada. Le resultabaembarazoso que hubieraadivinado sus temores.

—Venga, anímate —dijoWilliam.

¿Qué podría suceder?, pensóEmilie. Era mucho mayor elriesgo de reprocharse parasiempre haber rechazado lapropuesta de William. Nopodía desaprovechar esaoportunidad única de echar unvistazo a lugares en los que unamujer decente nunca entraría.Efectivamente era un finaldigno de su aventura personal.

—¡Me apunto! —dijo Emilie,

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sintiéndose muy osada.

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Tromsø, agosto de 2013

A principios de agosto Hannaestaba de nuevo en un aviónrumbo a Noruega. En cuanto seapoyó en el asiento acolchadodespués de embarcar, laagitación y la tensión de losúltimos días desaparecieron.Había supuesto mucho trabajo

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organizarlo todo paraasegurarse de que Thorstenestuviera bien atendido lassiguientes semanas en lorelativo a la rehabilitación.Hanna se había quitado un granpeso de encima al saber pocosdías después de la operaciónque una parálisis permanente ensus piernas estaba descartada. Serecuperaría completamente yvolvería a trabajar, aunquetardaría unos meses.

Había convencido a Lukas deque podía regresar a suproyecto de ayuda humanitariaen Bolivia con la conciencia

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tranquila. Gracias a Skype y alcorreo electrónico tambiénpodía permanecer en contactoestrecho con su padre desde allí.Mia, cuya rabia hacia Thorstenhabía desaparecidorápidamente, como era deesperar, había prometidovisitarlo a menudo. Y Hanna sehabía volcado con energía enllevar a cabo las formalidades yen aclarar la situación financierapara poder volar a Tromsø loantes posible y hacer realidad supropósito de investigar lamomia del glaciar. Ocultó a losdemás que allí le esperaba un

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hombre. Así sería por ahora.Era asunto suyo. No debíarendir cuentas a nadie y asípodría decidir por sí mismatranquilamente qué había entreella y Kåre.

Thorsten había rechazadoindignado la propuesta deHanna de vender la casa deSulzbach-Rosenberg para pagarlos gastos de los tratamientosnecesarios y la elevada cuotadiaria de la clínica. Sin embargo,se había mostrado de acuerdocon alquilarla temporalmente.Incluso sabiendo que en elfuturo viviría solo en ella la

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mayor parte del tiempo, nocontemplaba renunciar a suhogar. Aunque solo fuera poramor a su jardín. La idea deperderlo parecía resultarlemucho más dolorosa que elfinal de su matrimonio. Hannase había sentido sorprendida yaliviada, pero también algomolesta al ver lo rápido quehabía accedido a su petición dedivorcio. Por un lado sealegraba de haberse ahorradolas escenas melodramáticas,pero por otro lado le dolía unpoco que él hubiera aceptadosin más su decisión, sin un solo

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intento serio de hacerla cambiarde opinión. Tampoco le habíapreguntado por los motivos.

Al contárselo a Heiko porteléfono, este se había echado areír.

—¿Por qué se iba a comportaral final de vuestro matrimoniode forma diferente que en sutranscurso? Sinceramente, ¿enalgún momento sentiste queThorsten se interesara realmentepor tus necesidades, tus sueñoso por lo que esperabas de lavida?

No había necesitado pensarlomucho para responder

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negativamente a su pregunta;un detalle que eliminó el últimoresquicio de duda que pudieratener.

Hanna miró por la ventanilladel avión de pasajeros y respiróprofundamente. Era curioso losilenciosa y casualmente quehabía terminado una relacióntan larga. Como si un díadesecháramos una prenda deropa raída que lleváramosmucho tiempo sin ponernos,pero que hubiéramos guardadoen el armario por nostalgia, y, alhacerlo, nos preguntáramos porqué no lo habíamos hecho

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mucho antes. De pronto sesentía tan ligera y tan librecomo si hubiera soltado lastre ypudiera elevarse por los airessin necesidad de un avión.

Siete horas más tarde saludócon la mano a Kåre, que laesperaba en el vestíbulo dellegadas del aeropuerto LangnesLufthavn. Dejó su maleta deruedas y corrió hacia sus brazosextendidos, que la estrecharoncon fuerza.

—¡Cuánto he deseado estemomento! —dijo en voz baja.

—Pues anda que yo —

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respondió Hanna, se apartó unpoco de él y lo besó en la boca.

—Has traído el buen tiempo—dijo Kåre cuando salieron alaparcamiento.

Hanna miró hacia el cielo,atravesado por nubes oscurasque se reflejaban en los charcossobre el asfalto. De vez encuando un par de rayos de solasomaban por pequeñoshuecos. El viento fresco hizoque se cerrara la cremallera delanorak tiritando de frío.Estaban a doce gradoscentígrados como máximo. EnMurnau los días anteriores a esa

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hora de la tarde la temperaturaera unos quince grados largosmás alta.

—Eres realmente fácil decontentar —dijo—. No quieroni saber cómo defines el maltiempo, o incluso el terrible.

Kåre se echó a reír.—Ha llovido mucho estos

últimos días. Así que undescanso siempre es una alegría.—Cargó su equipaje en elmaletero del coche—. Y segúnla predicción del tiempo,mañana volverá a llover, así quequería preguntarte si te apetecehacer una pequeña excursión

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ahora mismo. O quizá primeroprefieres...

—No —lo interrumpió—. Esuna idea magnífica. Después detanto tiempo sentada me vendrábien moverme un poco. Y sobretodo el aire fresco. Estosúltimos días apenas he salido alexterior.

—Bien —dijo Kåre—.Entonces te enseñaré mi ciudaddesde arriba esta vez.

Desde el aeropuerto, situadoal oeste de Tromsøya,atravesaron la isla pasandojunto al Prestvannet hasta laorilla oriental, al centro de

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Tromsø. Desde allí cruzaron elestrecho por un puente enforma de arco con delgadascolumnas hacia Tromsdalen, enel continente. Sobre la Catedraldel Ártico, cuya arquitectura enforma de témpanos de hielo yahabía fascinado a Hanna en suprimera visita, se elevaba lamontaña de la ciudad. Kåreaparcó el coche delante de laestación del teleféricoFjellheisen y se acercó conHanna al camino de Solivegen,que conducía a la montaña deStorsteinen dibujando unaamplia curva. Primero

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atravesaron un luminosobosque de abedules, que prontodio paso a arbustos bajos ymatas robustas que podíanhacer frente al riguroso clima dela meseta.

Una vez llegaron arriba, Kåreextendió sobre una roca planauna pequeña manta que habíallevado enrollada bajo el brazo.Se sentaron acurrucados unojunto al otro hacia el fiordo ydisfrutaron en silencio duranteun par de minutos de la vista dela ciudad, con sus numerosaszonas verdes y las cordillerasque se alzaban tras ella. El

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manto de nubes se habíaabierto, un arcoíris relucía en ladistancia y los rayos de solcentelleaban en el agua.

—Tengo la impresión de estarsentada en una postal de unlugar idílico —dijo Hannadespués de un rato—. Es tanbonito que parece irreal.

—En realidad deberías estaracostumbrada —comentó Kåre—. Baviera está lleno derincones pintorescos.

—Es cierto. Pero esto esúnico. Nunca antes habíaestado en una ciudad situada enuna isla en el mar que al mismo

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tiempo estuviera rodeada pormontañas cubiertas de nieve —respondió Hanna. —Se arrimómás cerca entre sus brazos—.¿Así que creciste aquí y nuncahas vivido en ningún otrolugar?

—No, y tampoco he sentidonunca la necesidad de mudarmea otra ciudad. En los últimosaños he pasado mucho tiempode viaje en expediciones, perono me imagino sentirme comoen casa en ningún otro lugar. —Giró la cabeza para mirar aHanna a los ojos—. ¿Te pareceraro?

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—No, en absoluto. Si unoencuentra un lugar en el que sesiente a gusto, ¿por qué iba aabandonarlo?

Kåre sonrió.—Y cada vez que regreso de

un viaje, lo primero que hago essubir aquí arriba.

Hanna sonrió.—Pues es un honor que

también me hayas traído aquíen cuanto he llegado. Me hacemuy feliz.

—Tenía muchas ganas —respondió Kåre—. Y ahoratengo curiosidad por saber si tegustará mi casa.

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Estaba situada por encima delcentro de la ciudad, enMøllenborg, una tranquila calleresidencial, y se correspondíacon la imagen que tenía Hannade las casas escandinavas:madera blanqueada, tejado deripias y postigos verdes en lasventanas, a través de las cualesse veía el interior porque nohabía cortinas, algo queconfería al conjunto un aireinvitador que encajaba con sudueño.

Kåre se adelantó a Hanna porel pequeño jardín delantero yabrió la puerta de la casa. En el

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pasillo, una escalera a manoizquierda justo al lado delperchero conducía al primerpiso. Sobre el zapatero había unteléfono cuyo contestadorparpadeaba. Kåre lo miró.

—Perdona, pero tengo quedevolver la llamada. Ve echandoun vistazo si quieres.

Cogió el teléfono de la base yse retiró a su despacho, situadoenfrente del salón al otro ladodel pasillo. Hanna se quitó elabrigo y los zapatos y obedecióa Kåre.

El salón estaba inundado deluz gracias a un gran ventanal

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que daba al jardín trasero. Elpapel claro de la pared y losmuebles de fresno con finasvetas acentuaban estaimpresión. Todo parecía nuevoy poco utilizado. En unextremo de la sala había un sofáy una butaca frente a unachimenea de piedra; en laestantería de la pared deenfrente, además de numerososlibros y discos, había variasfotos enmarcadas. Y un grantomo con la cubierta haciadelante que llamó la atención aHanna por su título en alemán:Antiguas granjas en la Noruega

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de los fiordos. El texto de lasolapa le reveló que la fotógrafaLisa Wagner era originaria deFráncfort pero ahora vivía enNordfjordeid.

—Ah, has descubierto elrincón familiar —dijo Kåre, quehabía terminado de hablar porteléfono y estaba en la puertadel salón.

Hanna se volvió hacia él.—¿Lisa Wagner es familia

tuya? ¿Cómo es eso?... Dameuna pista.

Kåre se acercó a ella y cogióuna foto enmarcada en la queun grupo de personas delante

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de una granja rodeaba a unamujer mayor que mirabaerguida y con ojos brillantes enel centro. La señaló con el dedoíndice.

—Esta es mi madre Mari.Junto a ella está mi hermanaBente.

Hanna se inclinó sobre lafoto.

—Os parecéis mucho.Kåre asintió y prosiguió:—La morena delicada que

tiene delante es su hija Nora.—¿La que viaja

constantemente entre Oslo yLaponia? —preguntó Hanna.

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—Exacto. Y la rubialarguirucha que la rodea con elbrazo es su prima Lisa, que vivedesde hace tres años en la granjaKarlssen. Su madre también erahija de Mari y estuvo casadacon un alemán.

—¡Qué interesante! —dijoHanna—. ¿Cuándo fue eso?

—Durante la guerra. Mimadre se enamoró de un jovensoldado alemán destinado enNordfjordeid.

—Vaya, seguro que no lotuvo fácil —comentó Hanna—.Me refiero a que seguro que sufamilia no se alegró mucho,

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¿no?—¡Y que lo digas! Ese

capítulo se silenciócompletamente. Por esonosotros tampoco nosenteramos hasta que Lisa salióen busca de sus raíces noruegas.Su madre fue adoptada despuésde la guerra, pero se lo ocultó aLisa toda la vida. No se enteróhasta después de su muerte.

—La historia de vuestrafamilia tiene lo suyo —dijoHanna—. ¿Y cómo encontróLisa a sus parientes noruegos?

Kåre sonrió de medio lado yseñaló el libro de fotografía.

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—Esa fue su excusa pararecoger información de losgranjeros de la zona sin llamarla atención.

—¿Excusa? —preguntóHanna extrañada.

—Lisa actuó con muchacautela. No quería molestar anadie o abrir viejas heridas. Poreso puso como pretexto quequería fotografiar antiguasgranjas.

—Muy inteligente —dijoHanna—. Sobre todo porque elresultado está ahí. Las fotos sonmagníficas.

—Sí, a mí también me gusta

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mucho el trabajo de Lisa. Elcuadro sobre la chimeneatambién es suyo.

Hanna giró la cabeza ycontempló la foto de granformato que mostraba olasenormes rompiendo contraescarpados acantilados. La luzdel sol bajo se refractaba en losmiles de perlas de agua de laespuma y daba un aire mágico ala escena.

—Impresionante —dijoHanna. Titubeó un instanteantes de preguntar—: Todoparece muy nuevo aquí dentro.Es la casa de tus padres, ¿no?

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¿No heredaste nada?Kåre sonrió.—Tendrías que haber visto

esto hace dos años. Mi sobrinaNora creyó que acababa demudarme. Lo cierto es quedespués de que mi padremuriera lo reformé todo y tiréalgunos muebles que estabancompletamente deteriorados.Pero aún conservo suescritorio, está en el despacho.Y una bonita cómoda antiguade mi madre arriba en eldormitorio. —Miró pensativo asu alrededor—. Es curiosopensar que durante mucho

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tiempo no me di cuenta de lopoco hogareña que era mi casa.Lo único que me importaba erala cocina, prácticamente vivía enella. Seguramente se debe a queviajaba mucho. —Se encogió dehombros—. Aunque es posibleque me escaqueara deacomodarme porque entonceshabría sido consciente de losolo que estaba.

—Pero ¿eso ha cambiadodesde que has retomado elcontacto con tu hermana y elresto de la familia?

—Exacto. Ahora esimportante para mí tener un

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hogar agradable al que poderinvitarlos. —La tomó de lamano—. Y en el que tú tesientas a gusto. Ven, te enseñaréel resto.

Al final del pasillo estaban lacocina y el comedor, unidos através de una ventana abierta enla pared. El comedor estabaamueblado con una mesa en laque cabían de seis a ochopersonas y un espaciosoaparador. Hanna sonrió al verla cocina.

—A primera vista se nota queaquí vive un entusiasta de lacocina. Está magníficamente

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equipada. Y además esacogedora.

—¿A ti también te gustacocinar? —preguntó él.

—¡Oh, sí, mucho! —respondió.

—¡Qué bien! Si te apetece,mañana podríamos prepararjuntos una cena para Leif yLine. Y para Bengt, si es queestá en la ciudad.

—Recuerdo que les invitaste—dijo Hanna.

—Sí, a modo de pequeñoagradecimiento por suhospitalidad en el campamentode Spitsbergen.

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—Sí, fueron muy amables. Mealegro de que podamoscorresponderles juntos —dijoHanna.

Kåre salió de la cocina ycondujo a Hanna al primerpiso.

—Hay otro motivo parainvitarlos. Y tiene que ver connuestro muerto en el glaciar.

Hanna se paró en la escalera.—¿Y eso?—La investigación forense ya

ha terminado. El hombre murióporque se partió la nuca al caeren la grieta. Así que puededescartarse la culpa ajena. El

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momento exacto de la muerteno puede determinarse así sinmás, al menos no con métodosasequibles. Parece que murióentre 1900 y 1910.

—Ajá —dijo Hanna—. ¿Ycómo pueden ayudarnos Leif yLine?

—Un antepasado de Leifviajaba mucho por esa zona enaquella época. Cuando les contéque planeabas escribir unreportaje sobre la momia yquerías intentar investigar lascircunstancias de su muerte,prometió rebuscar entre losviejos papeles de la familia.

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Quizás encuentre algo que teayude.

—Eso sería fantástico.¡Muchas gracias! —dijo Hanna.

Kåre abrió una puerta, hizoun gesto invitador con la manoy dijo en tono exageradamenteoficial:

—Y aquí pueden ver la centralde la unidad operativa «Elmuerto en el hielo».

Hanna rio entre dientes.—Suena genial. Como el

título de una novela negra.Miró a su alrededor y tragó

saliva. Era como si ella mismahubiera decorado la habitación

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a su gusto. Era cuadrada y elsuelo era de parqué oscuro. A laizquierda de la puerta, a los piesde un sofá acolchado queinvitaba a pasar horas leyendocómodamente, había una pielclara de reno. Encima del sofáHanna vio un pósterenmarcado en el que reconociólos glaciares del fiordo deKongs y las cumbres de las TreKroner. Bajo la ventana, frentea la puerta, había un escritorio yuna silla giratoria de aspectocómodo. En la pared de al ladohabía otra mesa más grande.Sobre ella colgaba una

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estantería estrecha y un mapa deSpitsbergen.

—No sé qué... nunca habíatenido un... —balbuceó Hannay sintió la garganta seca.

Kåre señaló la mesa grande.—Pensé que sería muy

práctica para extender elmaterial de investigación. Perosi te molesta... o si prefieres otrocuadro...

—¡No, es absolutamenteperfecta!

Rodeó a Kåre con los brazosy lo estrechó con fuerza.

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55

Tromsø, julio de 1907

Tal y como se temía Emilie, lacena a la que Ottokar Poskehabía invitado al gruporeducido de la expediciónresultó ser extremadamentetensa. El alférez insistió en darun discurso en suacostumbrado tono patético,

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que acabó con un brindis por elemperador y la patria. Nopareció importarle que Antonioy William pudieran sentirseofendidos. Su actitud arroganteresultaba embarazosa a Emilie.Al ver la sonrisa divertida deWilliam, se relajó. Si él noestaba ofendido, no tenía porqué avergonzarse tanto. Y porsuerte Antonio no entendía unasola palabra. El italiano sonreíaausente y era muy posible queestuviera trasteandomentalmente en otro de susinventos. El sargento Kuhn erael único que escuchaba la

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perorata de Poske con gestoconcentrado y en algunosmomentos expresaba suaprobación asintiendosatisfecho.

En cambio Emilie tuvo quecontenerse varias veces para nobostezar con ganas. Lo que almenos tuvo la ventaja de darcierta credibilidad a su excusapara retirarse a su habitaciónjusto después del postre: queestaba terriblemente cansada yque después de aquellos díasagotadores necesitaba volver adormir toda la noche de untirón. Poco después William y

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ella se deslizaron por la puertatrasera del hotel y pusieron piesen polvorosa riendo traviesos,como dos niños que hubieranhecho novillos o que hubieranescapado felizmente de lavigilancia de una estrictainstitutriz. Lørdag saltaba a sualrededor meneando la cola yexploraba el nuevo entornoolfateando con curiosidad.

En cuanto perdieron de vistael hotel, redujeron el ritmo ypasearon por la ciudad. Emiliese sorprendió buscando con lamirada a Arne y preguntándosepor qué no intentaba reunirse

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con ella. Al contrario que ella,él sabía dónde encontrarla.¿Qué había significado aquellaúltima mirada en el bote?¿Tanto se había equivocado conél? ¿O el afecto que le habíamostrado inequívocamentedespués del ataque del osopolar había desaparecido alcurarse? La incertidumbre latorturaba.

William y Emilie se deteníanuna y otra vez y examinaban lasmuestras de las tiendas, que nosolo exponían sus artículos enlos escaparates, sino que amenudo las extendían sobre

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mesas ante los establecimientos.Emilie observó asombrada laabundancia casi infinita depieles, colmillos de morsa,cornamentas de alce y reno,orejas y barbas de ballena,apéndices maxilares de pecesespada, fósiles y piedraspreciosas, así como de tazas demadera tallada, cuchillos conmangos de concha y bisuteríade filigrana de plata, elaboradospor los lapones de la zona.

Señaló un broche redondoforjado a partir de docenas deplaquitas.

—Eso me... ehh, quiero decir,

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eso le gustaría a mi hermana.William sacó su monedero.—Entonces llévaselo de

recuerdo. Como ya te he dichoantes, no me importa enabsoluto prestarte un poco dedinero.

—Es muy amable por tuparte. Pero no sabría cómodevolvértelo —dijo Emilie ysiguió caminando con rapidezantes de que William insistieracon su oferta.

En Storgata, que se extendíade norte a sur, así como en lasplazas de mayor tamaño,reinaba una intensa actividad; o

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al menos así se lo parecía aEmilie después de la soledad yel silencio de Spitsbergen. Sinembargo, en comparación conel barullo de las grandesavenidas de Berlín, el ambienteante la catedral de madera y enla plaza del mercado y elayuntamiento era apacible:damas acicaladas paseaban juntoa sus esposos, jóvenesmuchachas caminaban cogidasdel brazo de a dos o a trescuchicheando, niños pequeñosjugaban al pilla pilla oempujaban aros con bastones, ylos perros rodeaban a saltos a

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los ciclistas entre ladridos ycazaban gaviotas. William sedetuvo ante una fonda en elmuelle.

—Este local me lo recomendóuno de los marineros del Isflak.Al parecer es una típica tabernade marineros, muy frecuentadapor la gente local y los viajerospolares.

Emilie se esforzó por ponerun gesto relajado, mientras elcorazón se le empezaba aacelerar.

William añadió con un guiñopícaro:

—Y totalmente respetable. De

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eso se encarga al parecer ladueña, una viuda resuelta que sehizo cargo del local a la muertede su marido.

—Bueno, pues para adentro,como se suele decir —respondió Emilie, empujó lapuerta y cedió el paso a Williamcon una exagerada reverencia.

Con dos jarras de cerveza quehabían pedido en la barra, sesentaron en una pequeña mesaen un rincón desde el que veíantoda la sala. Lørdag se echó asus pies y dio una cabezada.Emilie, que a pesar de lasafirmaciones de William

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esperaba risas cerveceras, vasospringosos, personajes dudosos,mucho alboroto, balbuceos deborracho y peleas, casi estabaun poco decepcionada por lolimpios que estaban el suelo y elmobiliario y por el discretocomportamiento de los clientes,hombres exclusivamente.Aparte de algunos gritos y risasaislados, el volumen era bajo yel trato amable. El humo de lospuros y las pipas, que gozabande mucha popularidad,enrarecía bastante el aire, pero elambiente podía haber sido unpoco más turbio para el gusto

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de Emilie.—La cerveza, por cierto, es de

Mack, una cervecera fundada enTromsø hace exactamentetreinta años por un compatriotatuyo —dijo William después debrindar con ella.

—Entonces despuésdeberíamos tomar algo inglés,un brandy por ejemplo, pararegar como es debido nuestraamistad —dijo Emilie,sonriendo a William.

Constató sorprendida queeste se sonrojaba y la mirabacon timidez, incluso vergüenza.

—¿He dicho algo malo? —

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preguntó.—No, al contrario. Me alegro

de que me consideres tu amigo—dijo William en voz baja.

Parecía debatirse entre seguirhablando o no y la miródirectamente a los ojos.

—Me siento halagado deque... —comenzó a decirEmilie, a quien le resultaba algoincómodo que William actuaracon tanta solemnidad yseriedad.

Este le puso la mano sobre elantebrazo como de pasada ysoltó en susurros:

—Es más que amistad lo que

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siento por ti.Emilie se quedó petrificada.

Al parecer su disfraz de hombrey su actuación habían sidomucho peores de lo queesperaba. William ya era elsegundo que la descubría.

—Desde cuándo sabes que nosoy...

William volvió ainterrumpirla.

—Oh, lo sospeché enseguida.Fue entre otras cosas por tusensibilidad y tu empatía. —Seinclinó, acercándose a ella—.¿Puedo conservar la esperanzade que mis sentimientos sean

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correspondidos?—Quieres decir que... ehh...

eso significa que... te hasenamo... —balbuceó Emilie.

—¿No es evidente? —preguntó William—. Sí, me heenamorado.

—Oh... bueno... me temo...que yo... —Emilie hizo acopiode valor—. Lo siento, pero micorazón ya pertenece a otro.

William levantó las cejas.—Me ha llevado mucho

tiempo reconocerlo. Pero amo aArne —continuó.

—¿Arne? —exclamó William.—Shh, ¡no tan alto! —le pidió

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Emilie.—¿Te refieres a Arne, el

vikingo? —insistió William envoz baja.

—Sí, ¿a quién si no? —preguntó Emilie, algodesconcertada por laperplejidad de William.

—¡Pero si a él no le interesanlos hombres!

—Bueno, eso espero —respondió Emilie, y mirófijamente a William con los ojoscomo platos.

—¿Por qué lo esperas? —preguntó desconcertado.

Al mismo tiempo dijo ella:

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—¿Quiere eso decir que no tehabías dado cuenta de que soyuna mujer?

—¿Tú, una mujer? Esto escada vez... —William miró aEmilie de arriba abajo—. No,no puede ser, me habría...

Se dejó caer sobre el respaldode la silla sacudiendo la cabeza.

Emilie cogió su jarra decerveza y bebió un buen trago.«Madre mía —pensó—.¿Dónde me he metido?¡William es homosexual! ¡Y seha enamorado precisamente demi papel de hombre!» Losrecuerdos más diversos se le

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agolparon en la mente.De niña había aceptado sin

dudarlo la convicción de sucatólica abuela paterna, quecreía que el amor entre personasdel mismo sexo era un pecadoantinatural y obra del diablo.Aunque por aquel entonces aEmilie eso le decía tan pococomo el amor sagrado entre doscónyuges.

Sus padres, y sobre todo suhermano Friedrich, tambiéncompartían ese rechazo, aunquefuera por otros motivos.Compartían la extendidaopinión de que los hombres de

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tendencias homosexuales teníanun carácter débil y degenerado,y que la mayoría de la sociedadlos aislaba con razón.

En el internado, Emilie sehabía enfrentado por primeravez a una opinión diferente.Una de las profesoras másjóvenes había llamado suatención sobre lasinvestigaciones del jurista KarlHeinrich Ulrich, que partía dela base de una predisposiciónnatural y no patológica que éldefinía como «alma femenina enun cuerpo masculino». Ademásles había explicado el origen de

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la palabra «homosexual»,acuñada pocas décadas atrás porun escritor austriaco basándoseen la palabra griega para«igual», homós, y la palabralatina para «sexo», sexus. Laprofesora no había ocultado suactitud tolerante, lo que le habíareportado una dura reprimendade la directora, que no queríaque sus protegidas oyeranhablar de semejantes temas.

Sin embargo, aquello habíadespertado irremediablementeel interés de Emilie por esetabú. Cada vez se topaba conmás señales de que esos

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«blandengues pervertidos»,como los llamaba Friedrich,desempeñaban un papel notableen muchos ámbitos de lasociedad. Incluso en el entornomás cercano del emperador.Recordó fragmentos deconversaciones de variascomidas familiares recientes quegiraban en torno al príncipeEulenburg.

En 1906 un periodista yahabía acusado repetidamente auno de los más íntimosconfidentes del emperador —yde su círculo de amigos— dehaber desviado a Guillermo II

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del rumbo viril de Bismarck, yde haberlo convencido deacobardarse ante el riesgo deuna guerra y haber puesto asíen peligro el poder y lareputación de Alemania, undespropósito a ojos de losrígidos nacionalistas. Despuéshabía iniciado una campaña encontra del confidente deGuillermo en la que lo acusabade ser homosexual, uncomportamiento que la leyconsideraba un abuso y que secastigaba con penas de prisión.

El caso también se habíadiscutido en las veladas en casa

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de la tía Fanny. Mientras quelos diplomáticos del entornodel tío Addy se mostrabanpreocupados por la reputacióndel emperador, que también severía afectado sin remedio porel escándalo inminente, otrasvoces se habían alzadopidiendo la derogación deldesacreditado párrafo 175. Lapropia Fanny había citado aldiputado socialdemócrataBebel, que había presentadouna iniciativa en el Parlamentoy al hacerlo había advertido quesolo en Berlín se necesitaríandos cárceles más si los

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tribunales quisieran juzgartodos los crímenes cometidossegún el párrafo 175.

—¡Max, di algo, por favor!La voz de William se abrió

paso en el torbellino depensamientos de Emilie.Levantó la mirada y vio dosojos que reposaban temerosossobre ella. William estabapálido y parecía tan vulnerableque sintió una punzada. ¿Acasopensaba que lo delataría o lodenunciaría a la policía?¿Tendría miedo de enfrentarseal mismo destino que suescritor favorito, Oscar Wilde?

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Este había sido acusado ycondenado por haber cometidoabusos contra personas delmismo sexo. Después de dosaños en el calabozo y de quesus obras fueran proscritas,había caído en desgracia y habíamuerto solo, sin recursos ylejos de su hogar.

—Perdóname, me hasorprendido tanto que... —Emilie se detuvo y puso lamano sobre la suya—. ¡No tepreocupes, por favor! ¡Mirelación contigo es exactamentela misma que hace cincominutos!

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—No... ¿no te doy asco...? —comenzó a decir William.

Emilie levantó una mano.—¡Pues claro que no! ¡No

digas eso! ¡Jamás! ¡Lo digo enserio! —Le sonrió y después deuna brevísima pausa dijo—: Lomismo podría preguntarte yo ati.

William suspiró y se relajó.—¡Eres realmente

maravilloso, Max! —Frunció elceño y preguntó en voz baja—:¿Me revelarás tu verdaderonombre?

—Emilie. Estoy aquí enrepresentación de mi hermano

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Max, por así decirlo.—Parece una historia

interesante —dijo William. Letendió la mano—. Creo que esjusto que te revele mi nombrecompleto. Me llamo WilliamLewis, Earl of Shropshire.

—Oh, ¿eres conde? —exclamó Emilie—. ¿Y por quénos lo has ocultado?

—Por una vez quería viajarsimplemente como William,libre de toda la parafernalia dela nobleza.

Emilie asintió.—¡Lo entiendo

perfectamente! Has insinuado

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varias veces que tus padrestienen grandes esperanzasdepositadas en ti.

Y ninguna comprensión haciasus inclinaciones, añadió ensilencio. Porque como hijoúnico se esperaría quecontrajera matrimonio deacuerdo con su nivel social ytuviera un heredero.

William asintió y se levantó.—Necesito algo más fuerte

que la cerveza para el susto.Espero que tengan unaguardiente o un brandydecente.

Emilie asintió y lo siguió con

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la mirada hacia la barra. Allí lellamó la atención una figuraenorme sentada en un taburetede espaldas a ella. Le resultabafamiliar. No, no podía sercierto, ¿verdad? Emilie noaguantó más en su sitio. Debíacerciorarse. Siguió a William, aquien le estaban sirviendo dosvasos de coñac de color castañodorado.

—Mira quién está ahí sentado—susurró y le dirigió la miradahacia el hombre.

—¡Pero si es Leonid! —dijoWilliam—. ¿De dónde habrásalido este de repente?

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—Bueno, yo no diría que derepente —intervino el camarero—. Viene todas las noches desdehace unas dos semanas.

Emilie se acercó al ruso.—¡Buenas noches, señor

Ladna!Leonid se giró lentamente

hacia ella y sus ojos tristes lamiraron un momento sinentender nada, hasta queexclamó:

—¡Max!Le dio un golpe en el hombro

a Emilie con su zarpa y la miróradiante. Ella se encorvó unpoco y contuvo un gemido de

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dolor.—¿Por qué lo llama Ladna?

—preguntó el camarero.—Porque así fue como se

presentó —respondió Emilie—.¿No es su nombre?

—No, se llama LeonidAronski.

—Qué extraño. —Emilie sevolvió hacia William—. Tú lepreguntaste cómo se llamaba.

—Sí, y también oí que decíaLadna.

—Probablemente fue unmalentendido —dijo elcamarero—. Ladna significa«de acuerdo» en ruso.

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William se dio un golpe en lafrente y sonrió.

—Y ya sé cómo pasó. Creoque Leonid estaba a punto dedecir su apellido cuandonuestro suizo propuso que nosdirigiéramos unos a otros por elnombre de pila. Y entonces fuecuando dijo «de acuerdo».

—Pero eso significaría queentiende alemán —comentóEmilie y miró sorprendida aLeonid.

—Mmmm —gruñó este yasintió.

Cogió su vaso, en el que seagitaba un líquido incoloro,

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brindó hacia Emilie y volvió asu silencio.

El camarero sonrió burlón.—No, no es precisamente

hablador. Aún no heconseguido saber por qué estáaquí. Solo sé que de algunamanera llegó a Spitsbergen. Másbien por casualidad, si lo heentendido bien. —Se encogióde hombros.

—¿Habla ruso? —preguntóEmilie.

—Sí, más o menos. A menudotenemos clientes rusos,marineros y comerciantes.

—¿Podría decirle al señor

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Aronski que nos preocupamosmucho cuando desapareció?

El camarero asintió y hablóun momento con Leonid.Después de servir cerveza a dosnuevos clientes, regresó dondeEmilie y William.

—Siente mucho que sepreocuparan. Ni siquieradesembarcó en Kings Bay, sinoque se quedó en el Isflak comopolizón y en el fiordo de Is sesubió a un vapor con el queregresó a Tromsø.

—Pero ¿por qué? —preguntóEmilie.

—Porque no quedaba nada de

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beber —respondió el camarerocon una sonrisa irónica y sealejó para lavar vasos.

—Resulta que tus sospechasno iban tan desencaminadas —le dijo Emilie a William cuandoregresaron a su mesa.

—¿A qué te refieres?—Bueno, después de que

Leonid desapareciera, túsupusiste que podría habersalido en busca de alcohol.

—Lo recuerdo. Solo que yopensaba que estaría de camino aCross Bay para pedirlemanutención líquida al príncipede Mónaco. —Miró a Leonid y

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sacudió la cabeza—.¿Averiguaremos algún díaquién es en realidad? No esfotógrafo. Y científicoprobablemente tampoco.

—Yo sospeché que se tratabade un golpista a la fuga —reconoció Emilie.

William levantó una ceja.—Una idea interesante. En

fin, me temo que nuncaconoceremos su verdaderaidentidad.

—Desde luego no es el únicoque no es quien dice ser —dijoEmilie—. ¿Acaso hay alguienen nuestro grupo de chiflados

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que lo sea?William rio entre dientes.—Bueno, yo creo que

Antonio, efectivamente, no esmás que un meteorólogoobsesionado con la tecnología.Y también me sorprendería quenuestro diligente alférez y sueficiente sargento resultarantener misterios ocultos.

—Olvidas al suizo —dijoEmilie—. ¿Dónde habráacabado?

—Cierto, ese también es unenigma y... —William se detuvoy exclamó—: ¡Max! ¿Qué tepasa?

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Emilie sintió que empalidecíapor completo. Veía puntosnegros bailarle en los ojos. Seaferró a la mesa y mirófijamente hacia la puerta. Arneacababa de entrar en el local,enfrascado en una conversacióncon el hombre inquietante de lacicatriz que había merodeado lacabaña de Kings Bay y habíadestrozado la radio.

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56

Tromsø, agosto de 2013

Kåre se había tomado el díalibre después de la llegada deHanna para poder ayudarla conla investigación. Después de undesayuno copioso, fueron encoche a la clínica universitariadel campus al norte de laciudad, donde Kåre había

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concertado una cita con elencargado del departamento depatología. Este los condujo aun sótano en el queconservaban la momia del hieloen un cajón de cristal. Al ver almuerto que tanto la habíaasustado al caer en la grieta delglaciar, sintió una mezcla decompasión y recelo. Allí, consus ropas anticuadas, en elentorno estéril de la sala deazulejos blancos con fríostubos fluorescentes, parecíafuera de lugar.

—¿Lo enterrarán una vezhayan terminado de

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examinarlo? —pronunció lapregunta que le había surgidoespontáneamente.

El patólogo la miródesconcertado. Posiblementeesperaba otras preguntas de unareportera en busca de unahistoria interesante.

—Para serte sincero, no lo sé.Pero no lo creo, al menos nopor el momento. Más bienimagino que lo expondrán.Además, un cadáver tan bienconservado tiene un valorincalculable para investigadoresárticos, médicos, historiadoresy otros científicos.

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Hanna asintió y apretó loslabios. De pronto le parecíairrespetuoso considerar a aquelmuerto un simple objeto deinterés e investigación. Por otrolado tenía la sensación de quedebía aclarar su muerte, tansolitaria y repentina, ydevolverle su identidad si eraposible.

—El sysselmann deSpitsbergen ordenó que sevolviera a rastrearminuciosamente la zona delhallazgo —prosiguió elpatólogo—. Al hacerloencontraron una vieja arma

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enterrada bajo la grava. Elcalibre de los cartuchos que elmuerto llevaba en el cinturónencajan. Así que podemossuponer que era suya. Pordesgracia aún no nos la hanenviado. Parece que losmovimientos de piedras la hanarañado mucho, de manera queno han podido determinar lamarca.

—¿Es un arma de caza? —quiso saber Kåre.

—Por lo que sé, sí.—¿Un trampero? —preguntó

Hanna.—Mmmm, parece que no —

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respondió el patólogo—. Desdeluego no un trampero noruegoo ruso, que se ganaban la vidacazando focas, zorros y osos ya menudo pasaban meses en lanaturaleza. Tenía las manosmuy cuidadas, era bastantecorpulento y no estabaespecialmente en forma.Además, su ropa es de calidadexcepcional. Y la chaqueta es deEstados Unidos.

El patólogo se acercó a unamesa en la que había unportátil. Lo encendió e hizo clicsobre una carpeta con imágenesdetalladas del muerto y de lo

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que llevaba puesto.—Aquí, ¿lo veis? Esta es la

etiqueta del abrigo.Señaló una etiqueta con una

oveja que colgaba de un lazoatado a su barriga.

—Es el logotipo de BrooksBrothers —dijo Kåre—. Sigueexistiendo. Una tienda de ropapara caballeros de Nueva York.

—Quizás el muerto fuera unturista americano adinerado —reflexionó Hanna—. Entoncesla prensa informaría de ello ensu día. Y seguro que hay unadenuncia de desaparición.

Kåre se frotó las manos.

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—Cada vez entiendo mejorpor qué te gusta tu profesión.Ven, sé dónde continuar connuestra búsqueda.

—Espera —le pidió Hanna, yle preguntó al patólogo—:¿Sería posible obtener unacopia de las fotos? Asípodríamos revisarlastranquilamente más tarde sintener que seguir robándotetiempo. Quizá se nos ocurraalguna otra cosa que nos ayude.

—Sí, puedo copiártelas —respondió.

—¡Genial, muchas gracias! —dijo Hanna, y rebuscó un cable

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de USB en su bandolera paracopiar los datos directamentedel ordenador a su teléfono.

Kåre y ella salieron del recintode la universidad y entraron enla ciudad para dirigirse alInstituto Polar. De caminoHanna repasó en su smartphonelas imágenes de las prendas deropa y del contenido de losbolsillos de la chaqueta y lospantalones del muerto. Ademásdel fajo de billetes, no llevabaconsigo nada especialmentellamativo: cerillas, una nota conun par de líneas y cruces

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garabateadas, una navajasencilla, dos pañuelos de tela,un reloj de bolsillo y unpaquete de cartuchos; nada quepermitiera sacar conclusionesacerca de su nacionalidad, ymucho menos de su identidad.

El trabajo de Kåre estaba cercadel museo educativo Polaria, enel recinto del Framsenter, unedificio de siete plantas que,además del Instituto Polar,albergaba casi veinteinstituciones científicas más. Sedirigieron al archivo, quecontenía una extensa colecciónde expedientes y documentos

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en torno a la historia de lainvestigación ártica en general yla de Spitsbergen en particular.

—¡Jesús, hay un montón! —se le escapó a Hanna, que seasustó al ver los innumerableslibros, carpetas, estuches y cajas.Al parecer su consternación fuemás que evidente, porque Kåredijo:

—No te preocupes, solotendremos que examinar unapequeña parte de todo esto.

Hanna se relajó.—Es cierto, menos mal. Si los

forenses no han metido la pata,se trata de un plazo de diez

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años.—Exacto. Aunque podemos

obviar tranquilamente el año1910. Fue entonces cuando elconde Zeppelin llevó a cabo ungran viaje de exploración alfiordo de Kongs para encontrarun punto de partida apropiadopara futuros vuelos en dirigibleal Polo Norte. Si nuestromuerto hubiera sido miembrode esa expedición, sin dudahabrían notado y denunciadosu desaparición. Ya lo hecomprobado.

—Si sigues ayudándometanto, lo siento por tu jefe pero

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tendré que contratarte —dijoHanna, guiñándole un ojo aKåre—. Vas camino de hacerteimprescindible.

—Ese es mi plan secreto —respondió Kåre. La chispatraviesa que iluminó sus ojosdesmintió el tonomarcadamente seco de su voz.

Hanna le dio un golpe enbroma y dijo:

—Entonces también sabráscómo averiguar quién anduvopor la zona en los añosanteriores a 1910. Si mi teoríadel turista americano es cierta,sus compañeros de viaje o la

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tripulación tuvieron que darsecuenta de que no regresó de unaexcursión a tierra.

Kåre inclinó la cabezapensativo.

—Me temo que las listas depasajeros y otros documentosde barcos extranjeros son másbien escasos en este archivo.Por aquel entonces Spitsbergenera tierra de nadie, y no haymuchos documentos oficialesrelativos al archipiélago.

—¿A qué te refieres con«oficiales»?

—Informes policiales,registros de la propiedad, datos

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sobre la población, etcétera.—Entiendo —dijo Hanna—.

Pero quizás alguien denunciósu desaparición en Tromsø uorganizó una patrulla debúsqueda. Al fin y al cabo lamayoría de expediciones,tramperos, pescadores árticos yotros viajeros que se dirigían aSpitsbergen salían de aquí, ¿no?

Kåre la miró radiante, le hizoun gesto de aprobación con elpulgar y recorrió una de lashileras de estantes hasta quefinalmente cogió un archivadory lo llevó a una mesa situadabajo una lámpara delante de las

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estanterías.—Aquí hay recortes de

periódicos sobre lasexpediciones y otros proyectosen el Ártico. Pero tambiénsobre acontecimientosimportantes o curiosos enTromsø.

Se acercó a otro armario yregresó con una caja con lainscripción «1900-1910». Enella había fichas ordenadas poraños que contenían notas acercade los informes oficiales de lapolicía y otras autoridades quehabía guardados en variosestuches en el armario.

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—Te propongo lo siguiente:yo repaso los artículos deperiódico, ya que es probableque la mayoría estén ennoruego —dijo Kåre—. Y túrevisas las fichas y te concentrasen algunas palabras clave.

Cogió un bloc de notas y unbolígrafo que había en la mesa yelaboró una lista breve:

etterlysning - denuncia dedesaparición

savne - dar por desaparecidosøk / leting - búsqueda

søke / lete (etter) - buscar (a)forsvinne - desaparecer

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spaning o ettersøkning -pesquisas

politi - policíapolitidistrikt - comisaría de

policía

Se sentaron uno enfrente delotro en la mesa y pasaron lasiguiente hora inclinados sobrela carpeta y la cajaprácticamente sin hablar. Elsilencio solo se veíainterrumpido por el suavezumbido de los fluorescentes, elruido que hacían al pasar laspáginas y el leve golpeteo de las

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fichas.—¡Oh, mira! —dijo Hanna

finalmente y le tendió una fichaa Kåre. Era del año 1907 ycontenía las palabraspolitidistrikt Tromsø yetterlysing.

Kåre se levantó de un salto,fue rápidamente al armario ysacó el estuche correspondiente.Tras una breve búsquedaextrajo un formularioamarillento y lo sostuvo en altocon una sonrisa triunfal.

—Es un telegrama —dijo y lodejó en la mesa delante deHanna.

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—¡Está en alemán! —exclamóatónita al leer las primeraspalabras: «A todas las naves.»

—No es tan extraño —dijoKåre—. Por aquel entonces elalemán era la primera lenguaextranjera en las escuelasnoruegas. Al parecer la pasióndel emperador Guillermo II porEscandinavia y sobre todo porNoruega fue contagiosa yprovocó una auténtica oleadade viajeros alemanes hacia elnorte. —Rio entre dientes—.Pero ¿qué es lo que dice?

Se inclinaron juntos sobre eltelegrama:

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¡A todas las naves!¡Atención! +++¡Búsqueda policial! +++Se busca urgentemente:Leonid Aronski +++ ElBallet Mariinski de SanPetersburgo pide ayuda+++ Director enparadero desconocido+++ posible identidadfalsa +++ sospechoso dehuida +++ visto porúltima vez el 15 de junioen Tromsø +++ pistas ala policía de Tromsø+++ ¡Recompensa!

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Hanna se recostó en la silla ytorció el gesto decepcionada.

—Qué pena, nos hemosalegrado antes de tiempo. Esimposible que este sea nuestrohombre.

Kåre se sentó en el borde de lamesa y sonrió con pena.

—Lo siento.—Bah, de todas formas es

muy interesante —dijo Hannay prosiguió con espíritu de cazarenovado—. ¿Un director deorquesta fugado? ¿Qué historiahabrá detrás de esto?

Kåre volvió a leer el texto porencima.

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—Creo que acabo de leer algosobre esto.

Acercó la carpeta, la hojeó yenseñó a Hanna un artículo deperiódico. En la imagen que loencabezaba se veía a un grupode bailarines y bailarinas entípicas poses de ballet. Del piede foto dedujo que se tratabadel ballet Mariinski de SanPetersburgo.

—En junio de 1907 este balletruso estaba de gira por Europay también ofreció unarepresentación en Tromsø; ungran acontecimiento, comodiríamos hoy, que tuvo en vilo

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a la ciudad durante días —dijoKåre—. Cuando la compañía sedisponía a continuar el viaje, sedieron cuenta de que faltaba eldirector de orquesta, quetambién componía piezas.Rápidamente se extendieron lasespeculaciones más disparatadassobre los motivos de sudesaparición.

Kåre pasó las páginas hastaotro artículo.

—Aquí hay una breveentrevista al empresario delespectáculo, que por un lado sepreocupa por el compositor,que al parecer tenía tendencia a

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la melancolía...—¿Es decir, que era depresivo

y quizás incluso un suicida enpotencia? —lo interrumpióHanna.

—Es posible. Y por otro ladotambién expresa su disgustopor la ruptura del contrato porparte del artista.

—Es comprensible —dijoHanna—. Pero todo esto es unpoco extraño, ¿no crees?

—¿A qué te refieresexactamente?

—Hay algo que no encaja. Uncompositor deprimido, por elque al parecer hay gente

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preocupada, zarpa en un barcocualquiera con un nombre falsoy a continuación la policía lobusca como si fuera un criminalcon la promesa de unarecompensa. Es bastante fuerte.

—Mirado así, sí... pero pareceque también hubo unaacusación —dijo Kåre—. Unfotógrafo contratado para unaexpedición a Spitsbergenperdió una gran caja con dosvaliosas cámaras junto con susaccesorios justo el día de ladesaparición de Aronski. Asíque puede que alguien sumarados más dos y tachán... el

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director huido se convirtió enun ladrón a la fuga. Unaacusación que el empresario,por cierto, siempre tachó decompletamente absurda einsostenible.

—Aronski —murmuróHanna—. Me suena de algo.Por desgracia los nombres noson lo mío. —Hizo una muecay se encogió de hombros—.Bueno, no es importante, quizálo recuerde más tarde. O puedeque me esté confundiendo.Sigamos buscando.

—La verdad es que meencantaría —dijo Kåre—. Pero

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si queremos hacer la compra ycocinar para nuestrosinvitados... —Levantó lasmanos con gesto de disculpa—.Ya sabes que para los noruegosla comida principal es a mediatarde.

Hanna miró su reloj. Eran lasdos.

—¡Madre mía, el tiempo hapasado volando! No me habíadado cuenta de que ya era tantarde. —Se levantó—. Mañanaseguiré. Ahora ya sé dóndetengo que buscar.

—Y si necesitas ayuda, porejemplo con los textos en

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noruego —dijo Kåre señalandohacia el techo—, mi despachoestá solo a dos plantas sobre ti.

Hanna le sonrió.—Mañana tienes que

enseñármelo. Todavía sé muypocas cosas sobre la vida quellevas aquí.

—Si de mí depende, tendrásmuchas oportunidades deconocerla —dijo Kåre,atrayéndola hacia sí—. Y esperoque a la inversa también. Megustaría mucho que meenseñaras pronto tu hogar.

Hanna lo rodeó con losbrazos y expresó la felicidad

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que sentía con un largo beso. Almismo tiempo recordó una citade Ernst Bloch: «El amor es unviaje a una vida completamentenueva.» Lo que antes solamentele había parecido un logradoaforismo, en ese instante seconvirtió en la divisa de suexperiencia personal.

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Tromsø, julio de 1907

Antes de que Emilie pudieraevitarlo, William se levantó deun salto y trató de atraer lamirada de Arne hacia su mesacon gestos. Ella le tiró de lamanga y susurró:

—Déjalo, no creo que quieravernos.

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Observó disimuladamente aArne, que se había recuperadocon una rapidez sorprendente.Si bien llevaba el brazo heridoen cabestrillo y tenía las mejillasalgo hundidas, tenía buenaspecto para un hombre quepocos días antes había estado encama inconsciente. Le habríagustado meterse debajo de lamesa y esconderse. A laagitación por su aparicióninesperada se sumó el miedo.¿Qué hacía Arne con el tipo dela cicatriz? ¿Al final resultaríaque estaba compinchado conél?

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—Pero ¿por qué no? —preguntó William—. Ademásquiero aprovechar laoportunidad para darle lasgracias.

Fue Lørdag quien llamó laatención de Arne. El perro, quehabía estado dormitando a lospies de Emilie, corrió hacia lapuerta y saludó a Arnemeneando la cola. Este seagachó hacia él, le acarició entrelas orejas y buscó con la miradaa su alrededor. El tipo de lacicatriz descubrió a Emiliedelante de él. Su rostro seensombreció aún más. Se

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precipitó hacia su mesagritando furioso.

—Der er tyven! Gi megpengene mine!

Emilie se echó hacia atrás ymiró fijamente al hombre conlos ojos muy abiertos. Williampuso cara de desconcierto. Arnese acercó rápidamente ypreguntó a Emilie:

—¿Por qué cree que eres unladrón? ¿Y de qué dinero estáhablando?

—No tengo ni idea, yo...El tipo de la cicatriz se inclinó

sobre la mesa, agitó iracundo elpuño en las narices de Emilie y

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la acosó con un torrente depalabras en noruego. Arne loagarró del hombro con la manode su brazo sano, lo echó haciaatrás y le hizo una pregunta. Elhombre le respondiógesticulando efusivamente, yuna y otra vez señalabaacusadoramente a Emilie. Arnese dirigía a él en tonoconciliador. Un rato después ledijo a William:

—Pídele una cerveza en labarra para que pueda aclararcon Max lo que sucede.

William abrió la boca parareplicar.

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Arne negó con la cabeza.—¡Sencillamente hazlo!William asintió, cogió del

brazo al de la cicatriz y locondujo a la barra, en la queLeonid seguía impasible en sutaburete y miraba hacia elinfinito con melancolía. Echóun vistazo rápido a los dosrecién llegados y empujó suvaso hacia el camarero para quese lo rellenara.

Arne se sentó a la mesa conEmilie. Su cercanía le provocóun escalofrío. Sus manosdeseaban tocarlo, pero sucabeza le advertía de que se

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anduviera con cuidado.—¿Y bien? —preguntó Arne

bruscamente.Emilie no respondió a su

pregunta. Temblando de puratensión, permaneció sentada ensu silla y trató de que su voz nosonara demasiado estridente:

—¿Qué significa esto? ¿Dequé conoces a este tipo?

—Apenas lo conozco. Me hetropezado con él un par deveces. Es un trampero quetambién caza en Spitsbergen. Yes pura casualidad que hayamosentrado aquí a la vez.

Arne escrutó a Emilie con la

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mirada. Su gesto de rechazo sesuavizó.

—Explícame por favor... —comenzó a decir.

—Apareció en Kings Bay unode los días en que esperaba solaal barco que debía recogerme.Ya te lo conté. Pareciómolestarle mucho que yoestuviera en la cabaña ydesapareció inmediatamente.No sin antes destrozar la radioque había construido Antonio.Y disparó tres veces —dijoEmilie a borbotones.

—Mmmh, ¿y el dinero? —insistió Arne—. ¿Qué hay de

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eso?—Naturalmente me pregunté

qué buscaba con tanta urgenciaen la cabaña —respondióEmilie—. Así que la registré yencontré un escondite en el quehabía un grueso fajo de dinero.

Arne levantó las cejas.—Pero no me lo llevé, ¡en

serio! —añadió rápidamenteEmilie—. ¡Lo juro!

Lo miró insegura y se preparómentalmente para preguntasdesconfiadas.

—Eso ya lo sé —dijo Arne.Le dirigió una mirada en la

que, por primera vez desde

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aquel día en la meseta helada,vio brillar una chispa decalidez. Emilie se mareó depuro alivio. Arne estaba de sulado. ¡Y no le era indiferente!

—Poco a poco todo encaja —dijo él.

—¿Qué te ha contado? —preguntó Emilie haciendo ungesto con la cabeza hacia eltrampero, que se apoyaba en labarra con gesto rabioso ymiraba fijamente hacia ellos.

—Que hace un par desemanas un hombre en Tromsøle encargó que invernara enKings Bay y vigilara que nadie

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demarcara ciertas zonas —respondió Arne.

—Pero ¿por qué se hacomportado de forma tanhostil? ¿Qué tiene en micontra? ¿Qué le he hecho?

—Cree que le arrebataste elencargo. Y naturalmente eso loha enfurecido mucho.

—No habría tenido más quepreguntarme por qué estaba enla cabaña. Entonces habríaaveriguado enseguida que yono tenía intención alguna de...

Arne negó con la cabeza.—Es evidente que no pensó

en eso. Al ver que estabas en la

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cabaña, que debía estar vacía, leentró miedo. Desde luego noparece que sea precisamentevaliente —dijo Arne y esbozóuna sonrisa imperceptible—.Con esos tres disparos le indicóque algo no iba bien a sucliente, que estaba a pocoskilómetros de allí y debíaacudir en su ayuda. Si todohubiera estado en orden, solohabría tenido que disparar unavez. Cuando regresó a la cabañaun par de días después, habíasdesaparecido, y contigo eldinero, que era la primera mitadde su sueldo. La segunda mitad

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la recibiría al final del invierno.De su cliente tampoco había nirastro. Como el trampero oyódisparos, ahora cree que lomataste y te marchaste con eldinero.

—¿Y quién es ese cliente tanmisterioso? —preguntó Emilie.

—No sabe cómo se llama.Pero dice que era muycorpulento, llevaba ropa cara,hablaba con un acento extrañoy a menudo exclamaba «¡andatú!» cuando se alteraba o sesorprendía...

—¿«Anda tú»? —lointerrumpió Emilie—. Eso me

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resulta muy familiar... ¿No seríaBeat Späni? Al fin y al caboestaba en la costa occidental conPoske y los demásrelativamente cerca de KingsBay y pudo oír perfectamentelos disparos.

—Es cierto, yo también los oí—dijo Arne.

—Los productores de aceitede ballena dijeron que les habíadesaparecido un bote. Pudohaber regresado con él —siguióreflexionando Emilie.

Arne asintió.—Además la descripción

encaja con el suizo.

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—¡No puede ser! —soltóEmilie—. Eso significaría que...no, no me lo puedo creer,¿realmente fue Beat Späni quienintentó matarme? ¿Solo paraahuyentarme de su territorio?¡Es horrible! —Se hundió ymurmuró—. Y yo que durantesemanas lo consideré uncompañero de viaje simpático,aunque algo excéntrico. Yresulta que es un hombre sinningún tipo de escrúpulos paraconseguir lo que se propone.

—Sea quien sea en realidad, yse proponga lo que seproponga, no es nada personal

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en tu contra —comentó Arne.—Pues vaya consuelo —dijo

Emilie.—Tú misma lo dijiste cuando

me lo contaste: el tirador nopodía saber a quién estabadisparando. Al fin y al cabo laniebla era tan densa que tútampoco lo reconociste.Además, él creía, como todos,que tú ya estabas de caminohacia Alemania.

—Aun así. Me asusta pensarlo mucho que podemosequivocarnos con alguien —dijo Emilie estremeciéndose. Enese momento su mirada recayó

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en la barra.—Oh, no —exclamó—. Ahí

viene el trampero. Y no parecehaberse tranquilizado.

Arne se volvió. El tipo de lacicatriz se acababa de sacudir deencima la mano de William, quehabía intentado retenerlo, y sedirigía pesadamente hacia ellos.

—Penger eller politi! —gruñó.

—Lo siento, no he podidoseguir... —dijo William, que loseguía pisándole los talones.

—¿Qué ha dicho? —lepreguntó Emilie a Arne, y selevantó.

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—El dinero o la policía —respondió Arne.

—Cielo santo, ¿qué hago yoahora? —exclamó Emilie.

Antes de que Arne pudieraresponder, el trampero se abriópaso junto a él, agarró a Emiliepor la solapa de su chaquetacon una mano, cerró el otropuño y levantó el brazo paradar un golpe. Arne le atrapó elpuño con su brazo sano y loempujó. El de la cicatriz, ciegode ira, sacó una navaja. Emiliegritó horrorizada. Arne secolocó delante de ella paraprotegerla.

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—¡Arne, no! —gritó.El trampero se abalanzó sobre

él. Emilie cerró los ojosinvoluntariamente. Se oyó unamaldición colérica. Parpadeó yvio que el atacante sebalanceaba en el aire ypataleaba. Tras él vio al ruso,que lo había agarrado pordebajo de los brazos y lo habíalevantado.

Arne cogió a Emilie de lamano y le gritó a William:

—Tenemos que sacar a Maxde aquí.

Leonid les hizo un gesto deasentimiento y atravesó la

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habitación cargando con eltrampero, que protestaba conviolencia, entre los aplausosensordecedores de los demásclientes, que lo habíanpresenciado todo fascinados.Emilie vio por el rabillo del ojoque una mujer robusta que sehabía precipitado hacia la barradesde la cocina gritaba algo entono decidido. Los hombresenmudecieron como niñosreprendidos y volvieron asentarse a sus mesas. Justodespués Arne la sacó fuera. Lostres recorrieronapresuradamente las callejuelas

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en dirección a la calle principal.Lørdag corría delante de ellosvisiblemente contento porpoder volver a desfogarse agusto.

—¿Qué hago si ese chifladopone a la policía tras mi pista?—dijo Emilie entre jadeos.

—Ese sería el menor de tusproblemas —respondió Arne—. En primer lugar no tienepruebas. Ni siquiera hay uncadáver. En segundo lugar, lapolicía de Tromsø no esresponsable de los crímenes quese cometen en Svalbard. Y entercer lugar, la supuesta víctima

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de asesinato no es un noruego.—Yo también me temo que el

peligro real es el propiotrampero —dijo William.

—Entonces ya es hora dehacer desaparecer a Max —opinó Arne.

—Estoy de acuerdo —dijoWilliam

—¿Creéis que deberíaesconderme hasta que zarpe mivapor? —preguntó Emilie.

—Demasiado peligroso. Eltrampero podría dar contigo oesperarte en el puerto —contestó William.

—Tiene razón —dijo Arne—.

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No, yo lo decía en sentidoliteral. Max desaparece y la queaparece es Maxine, o como tellames en realidad.

William silbó con admiración.—¡Una idea genial! —Se

quedó petrificado—. ¿Por quésabes que...?

—Me descubrió enseguida —respondió Emilie por Arne.

William tragó saliva, se rascóla cabeza y le dijo a Arne:

—Conseguiré enseguida unvestido y todo lo demás quenecesite Emilie. Por suerte aquílas tiendas abren hasta tarde. Ytú la llevarás al hotel.

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Se marchó corriendo sinesperar respuesta. Emilie leestaba agradecida por haberledado la oportunidad de hablar asolas con Arne, aunque fuerabrevemente. Durante uninstante se preguntó por qué aeste no le había sorprendido enabsoluto que William tambiénsupiera lo de su disfraz.

—Así que te llamas Emilie —constató Arne.

Ella asintió y lo miróinsegura. De nuevo actuaba condistancia y frialdad. Emilie sedetuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó

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él—. No podemos poner enjuego nuestra ventaja. Quiénsabe cuánto tiempo podrádetener al trampero nuestroamigo el ruso.

—Me da igual —le espetóEmilie obstinada cruzándose debrazos—. No daré un paso máshasta que no me digas qué te hehecho para que me trates tanmal. O para que hagas como sino existiera. No creo que me lomerezca.

Bueno, ya lo había dicho. Elcorazón le latía contra lascostillas. Se obligó a respirartranquilamente y miró a Arne

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directamente a los ojos.—No, no te lo mereces —dijo

él en voz baja—. Pero tampocote mereces que... —Carraspeó—. Créeme, con William serásmucho más feliz. Hacéis muybuena pareja.

—¿Qué? ¿Cómo se te ocurreque él y...?

—He tenido ocasiones másque suficientes de observaros yescucharos —respondió. En suvoz había cierta amargura.

—No entiendo cuándo has...Arne volvió a interrumpirla.—Sobre todo durante el viaje

desde Spitsbergen hasta aquí.

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—Pero si estabasinconsciente... —dijo Emilie yse quedó de piedra—. ¿Significaeso que estabas fingiendo?

Arne apartó la vistaavergonzado. Emilie resoplóindignada.

—Casi me vuelvo loca depreocupación... y tú... ¡nopuedo creerlo!

—Reconozco que no mesiento orgulloso de micomportamiento —dijo Arne—. Pero me pareció lo mejor.

—¿Lo mejor? ¿Para quién?—Bueno, en caso de duda,

para mí. Ya no sirvo para el

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amor. Además, no tengoderecho a vincularme a ti ydarte esperanzas que nuncapodré cumplir. No puedoofrecerte la vida que merece unamujer como tú.

Emilie abrió la boca. Arnelevantó una mano.

—No, no digas nada quepuedas lamentar más adelante.Estoy segura de que a raíz denuestra aventura juntos creesalbergar sentimientosprofundos hacia mí. Salvar lavida a otra persona crea unvínculo muy fuerte. Pero simiras en tu interior con

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sinceridad, comprobarás que noes así y que tu corazónpertenece a William.

—¡No es cierto! —exclamóEmilie—. ¡No has entendidonada! Aprecio a William, sí.Pero no tiene nada que ver conlo que tú...

Arne negó con la cabeza, laempujó suavemente pero confirmeza hacia el Grand Hôtel, alque ya habían llegado, se volvióy se marchó rápidamente.

—¡Arne! ¡Espera! —gritóEmilie, y quiso salir corriendotras él.

—Muy señor mío, disculpe

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que me dirija a usted. Pero parami alivio oigo que es ustedalemán —dijo una voz gravedetrás de Emilie. Y no cualquiervoz. Era la voz de su padre. Sequedó helada. Se volviólentamente. Gustav Berghoff lasaludaba con la mano en elsombrero.

»Permítame que le pida ayuda—prosiguió—. Quería visitar aun conocido que se aloja aquíen el hotel, pero parece que hellegado tarde. Si he entendidobien al portero, parece que se hamarchado con un amigo a unmerendero en las afueras. Por

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desgracia el buen hombre solochapurreaba el alemán.

Emilie apenas entendía lo quele decía su padre. Un fuertezumbido en su oído se tragabalas palabras. Sentía que estaba apunto de desmayarse. Estabarígida ante él, apenas se atrevía amirarlo y cada segundoesperaba que la reconociera.Lørdag lo olfateó brevemente,meneó la cola y se sentó muycerca de Emilie. El calor de sucuerpo junto a su pierna lesirvió de apoyo.

—¿Conoce la ciudad? ¿Podríadecirme dónde hay una fonda

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de ese tipo? —continuóhablando su padre.

—Que yo sepa, hay dosestablecimientos que en veranogozan de mucha popularidad,tanto entre los locales comoentre los turistas —se oyó decirEmilie a sí misma, y recordó lapágina de la guía de viajes quecon tanta atención habíaestudiado antes de llegar aTromsø por primera vez—. ElAlfheim al suroeste de laciudad, en un precioso bosquede abedules. Y elCharlottenlund, situado en unalto en dirección norte. Desde

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allí hay una maravillosa vistadel fiordo y los alrededores.Puede llegar a ambosestablecimientos en media horaa pie cómodamente.

Gustav Berghoff insinuó unareverencia.

—Muy señor mío, se loagradezco mucho y le deseouna agradable noche. Si es quepuede decirse tal cosa con tantaclaridad.

Emilie le devolvió el saludolevantándose el sombrero. Pocoa poco fue aceptando que supadre no había sospechado lomás mínimo. En ningún

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momento la había escrutadocon la mirada ni había hechonotar de alguna otra maneraque su aspecto o su voz lodesconcertaran.

Él le hizo un gesto deasentimiento.

—Creo que tomaré un coche,así llegaré antes a mi destino ypodré buscar a mi conocido enambos sitios en menos tiempo.—Titubeó—. Puede queincluso lo conozca. Se llamaOttokar Poske.

Emilie contuvo una risitahistérica. Hizo como quereflexionaba antes de encogerse

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de hombros con gesto delamento y decir:

—No, lamentablemente no loconozco. Le deseo mucho éxitoen su búsqueda y una estanciaagradable en Tromsø.

—Muchas gracias —contestósu padre, se volvió y bajó porStorgata.

Emilie lo siguió con la miraday se pellizcó con fuerza elantebrazo. No, no era un sueñodescabellado. Era su padre. Parasu sorpresa, su figura familiar leprodujo una emoción quenunca antes había sentido haciaél. Por primera vez le había

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pedido consejo, aunquenaturalmente él no losospechara. Siempre lo habíavisto actuando de formaresuelta y decidida. Saber que aveces él tampoco sabía quéhacer y también pedía ayuda —aunque solo fueranindicaciones— hacía que loviera con otros ojos.

No era difícil deducir por quéestaba allí. Después de que ellano llegara a Hamburgo a finalesde junio y no hubiera dadoseñales de vida a su tía hastahacía unas pocas horas, elintercambio de papeles se

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habría descubierto. Emilie evitóimaginarse cómo habríanreaccionado sus padres alconfesarles Fanny y Max queEmilie había desaparecido en elÁrtico sin dejar rastro. No erade extrañar que su padre sehubiera puesto en camino deinmediato para buscarlapersonalmente. Se preguntóinsegura si su principalmotivación habría sido lapreocupación por su queridahija o la cólera por las intrigasde sus hijos.

Había sido una suerte queWilliam la hubiera convencido

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para ir a la taberna y que ahorapudiera respirar hondo yprepararse para elenfrentamiento con su padre.De lo contrario la habría cogidopor sorpresa en su habitaciónde hotel y no se habría dejadoengañar por su mascarada. Alfin y al cabo la había reservadoa nombre de Max Berghoff.Como no la había encontradoallí, ahora querría hablar conOttokar Poske, que al parecerestaba pasando la última nocheantes de regresar a Alemaniacon el sargento Kuhn en unlocal agradable. Quizá su padre

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esperara que su hija tambiénestuviera allí.

—Un penique por tuspensamientos.

Emilie se estremeció. Williamse había colocado a su lado sinque se diera cuenta. Sobre unbrazo llevaba un paqueteblando envuelto en papel deseda y en la otra mano llevabauna caja grande.

—¿No es un pocoirresponsable estar aquí fuera enmedio de la calle? —siguiódiciendo, y la miró preocupado—. Tienes aspecto de habervisto a un fantasma.

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—Por desgracia no ha sido unfantasma. Sino mi padre, vivitoy coleando —respondió Emilie.

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58

Tromsø, agosto de 2013

A última hora de la tardeHanna y Kåre estaban sentadoscon sus invitados Leif y Line ala mesa del comedor de la casade Kåre con los platos de postrevacíos, cuya porcelana de colorblanco amarillento brillaba a laluz de varias velas. Fuera, la

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lluvia que había empezado acaer por la tarde golpeaba losarbustos y los setos del jardín.Bengt seguía en Spitsbergen ymuy a su pesar no había podidoacompañar a sus padres.

De aperitivo, Kåre habíapreparado pastelitos decalabacín y patata con dados desalmón a la plancha y una salsade eneldo y limón. Acontinuación Hanna habíaservido escalope de ternerasegún una antigua receta bávara,en la que la carne se untaba conmostaza por un lado y con salsade rábano por el otro. Después

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se empanaba con huevo y panrallado y se hacía a la planchacon mantequilla, parafinalmente espolvorearlo conqueso y gratinarlo en el horno.De acompañamiento habíancomido ensalada con tomate ypimiento amarillo. El postre —una mousse ligera de lechebatida con frutas frescassalpicada con miel y glaseada enel horno— lo habían preparadoKåre y Hanna juntos.

—Formáis muy buen equipo—dijo Line—. La comidaestaba deliciosa.

Su marido asintió, se limpió la

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boca con la servilleta y serecostó en la silla con ungruñido de satisfacción.

—Mi abuelo habría dichoahora: esta ha sido la mejorcomida desde que Ålesundardió.

—Deberíais abrir unrestaurante noruego-bávaro —dijo Line—. Tendríais el localabarrotado.

Hanna miró a Kåre, que sehabía sonrojado.

—Prepararé el café —murmuró, se levantó y saliórápidamente del comedor.

Line sonrió a Hanna.

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—Le sienta bien estar contigo.Nunca lo había visto tan feliz.

—Oh, ese mismo cumplidopuedes hacérselo también a él—respondió Hanna en voz baja—. Me resulta difícil creer quetodo esto no es un sueño.

Line le apretó suavemente elbrazo.

—Me alegro mucho de que oshayáis encontrado el uno alotro.

Hanna le devolvió la sonrisa,que era cálida y sincera. Leresultaba extraño ser el centrode atención. Para disimular subochorno, le preguntó a Leif:

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—¿A qué se refiere esa frasehecha que acabas de citar?

—Sigue siendo muy habitualen Ålesund y en otros lugaresde Noruega —respondió—. Apesar de que el incendio que semenciona se produjo hace másde cien años. En 1904 destruyóprácticamente toda la ciudad yfue un acontecimiento tandecisivo que desde entonces seutiliza como punto dereferencia.

—¿También afectó a tufamilia?

—¡Vaya que sí! —dijo Leif—.El modo de vida de mi abuelo

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sucumbió a las llamas en pocashoras. No solo la casa en la quevivía con su madre y sushermanos menores, sino sobretodo el pequeño astillero quehabía construido poco antes delincendio.

—Qué horror —dijo Hanna—. Conozco historias dedesastres similares en épocas deguerra. Pero que también puedaperderse todo en plena paz... —Enmudeció.

—Sí, fue un golpe muy duropara él.

—¿Era ingeniero? —preguntóHanna.

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—¿Lo dices por el astillero?—Leif negó con la cabeza—.No, provenía de una familia depescadores, pero tenía un donpara la técnica. Después de quesu hermano mayor y su padrese ahogaran en el Ártico y labanquisa probablementeaplastara su barco, mi abuelo,que ya era adolescente, tuvoque encargarse de garantizar elsustento de la familia. Empezó atrabajar para Peter Brandal, unempresario de Ålesund que enaquella época empleaba unaflota de cazadores de focas queobtenían generosos botines en

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Spitsbergen y Groenlandia. Sinembargo, no conseguía olvidarlo que le había sucedido a supadre, algo que se repetía entrelos pescadores con frágilesbotes de madera. No queríaaceptar que los hombrescorrieran un peligro de muerteconstante en su trabajo.Cuando tenía unos veinticincoaños, decidió construir barcosque pudieran hacer frente alhielo. A Peter Brandal la idea lepareció muy convincente y ledio su apoyo en forma delcapital inicial para el astillero.

—No conocía esa historia —

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dijo Kåre, que regresaba de lacocina con una bandeja yrepartió las tazas, el azucarero yla jarrita de la leche por la mesa.

—Hacía mucho que no larecordaba —dijo Leif—. Lasinvestigaciones de Hanna mehan hecho rescatar el recuerdo.

—¿Peter Brandal? ¿No fue élel primero en explotar las minasde carbón en el fiordo deKongs? —preguntó Kåre.

Sirvió café a todos y volvió asentarse.

Leif asintió.—Se aseguró los derechos ya

antes de la Primera Guerra

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Mundial. Cuando la guerrasubmarina de los alemanesinterrumpió los envíos decarbón británicos que Brandalnecesitaba para sus vapores, en1916 fundó la Kings Bay KullCompany y comenzó laextracción. Al principio elasentamiento minero se llamóincluso Brandal City, antes deque la rebautizaran como NyÅlesund.

—No he hecho más quepreguntarme qué relaciónhabría entre tu ciudad de origeny la pequeña población deSpitsbergen —dijo Hanna.

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—Sí, los topónimos deSvalbard son una ciencia en símisma —comentó Line.

Kåre asintió.—Y son muy interesantes

históricamente, ya que amenudo revelan muchos datosde las circunstancias en las quesurgieron. Con esto me refieroa los nombres que hacenreferencia a descubridores,investigadores y otrospersonajes o a características delpaisaje, pero sobre todo adenominaciones como bahía delas Preocupaciones, arista delApuro o arista del Temor, que

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describen muy gráficamente lodura que era la vida allí.

—Algunas montañas, fiordosy poblaciones han sidorebautizados muchas veces, ydurante algún tiempo hubobastante caos —añadió Line.

—No es de extrañar, porqueel territorio no pertenecía anadie. No hubo topónimosestandarizados hasta que elarchipiélago estuvo bajo laadministración noruega —explicó su marido—. A partirde entonces por lo menos lostopónimos noruegos eranobligatorios. Aunque esto no

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impidió que otros países queextraían recursos naturales allísiguieran utilizando los suyos...

Hanna se deslizó haciadelante en su silla.

—¡Recursos naturales! —exclamó levantándose de unsalto—. ¡Eso es!

Los demás la miraronsorprendidos.

—Perdonad, os lo enseñaré —dijo y salió corriendo de lahabitación para coger suteléfono del bolsillo del abrigo,que estaba colgado en elperchero del pasillo. Abriónerviosa la carpeta con las

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imágenes del departamento depatología, dejó el móvil en lamesa del comedor y señaló lafoto de la nota que habíanencontrado en uno de losbolsillos de la momia delglaciar.

—Pensaba que eran garabatossin significado —explicó—.Pero podría ser un boceto delfiordo de Kongs. Y quizá lascruces marcaban yacimientos decarbón.

Kåre, Leif y Line se inclinaronsobre la pantalla.

—Eres increíble —dijo Kårecon los ojos iluminados—.

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¡Que me parta un rayo si estono es un mapa del fiordo deKongs! —Le guiñó un ojo aHanna—. Si no me equivoco,en estos casos los alemanes, enlugar de un rayo, dicen que secomerían una escoba.

Line tocó la pantalla delteléfono.

—Hanna tiene razón. Lascruces están situadas conbastante precisión sobre lospuntos en los que las minas seadentraron en las vetas.

Leif frunció el ceño yentrecerró ligeramente los ojos.

—¿Tú no estás de acuerdo? —

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preguntó Kåre asombrado.—No, no es eso. Pero ya he

visto este dibujo en otra parte.O al menos uno muy parecido.

—¡Ahora que lo dices, esverdad! —exclamó Line—.Estaba en la caja que bajamosdel desván. —Se dirigió aHanna—. Pertenecía al abuelode Leif y estuvo acumulandopolvo durante décadas ennuestro trastero. Cuando nosenteramos de lo que estabasinvestigando, la buscamos. Sinembargo, no había gran cosadentro. Una docena de fotos,un par de cartas y documentos.

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Y este dibujo que noconseguimos entender.

—Por desgracia nuncasabremos cómo llegó a lasmanos de mi abuelo —dijo Leif—. Solo sé que vivió un par deaños como trampero enSvalbard. No sabía que hubieratenido algo que ver con labúsqueda de recursos naturales.

—¿Llegaste a conocer a tuabuelo personalmente? —preguntó Kåre.

—Sí, pero por poco tiempo.Murió cuando yo tenía sieteaños. Pero mi madre mehablaba mucho de él y de su

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vida aventurera.—¿Qué fue de él después del

incendio? —quiso saber Hanna.—Bueno, al principio fue

muy duro, ya que a la pérdidamaterial se sumó una dolorosadecepción. Su prometida, la hijade un farmacéutico, lo dejóporque ya no tenía nada queofrecerle. Esta traición a suamor lo frustró, de manera querompió con su vida hastaentonces y se retiró aSpitsbergen firmementedecidido a no tener ningunaotra relación.

—Pobre, es terrible —dijo

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Hanna—. Por desgracia haypersonas que después de unaherida así se despiden del amorpara siempre.

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59

Tromsø, julio de 1907

—Deberías darte prisa —dijoWilliam, que estaba junto a laventana y vigilaba la Storgata—. El alférez Poske se acerca alhotel en compañía de unhombre mayor.

Emilie se mordió la lengua. Labúsqueda de su padre había

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tenido éxito antes de lo que ellaesperaba. Solo había pasado unahora escasa desde que se habíamarchado, tiempo apenassuficiente para cambiarse deropa y arreglarse de forma máso menos femenina. Y paraescribir una carta. Leyó porencima las escasas líneas quehabía garabateado a todavelocidad en una hoja de subloc de dibujo:

Querido Arne:¡Ven a verme lo antes

posible! ¡Estás en ungrave error! ¡Es a ti a

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quien pertenece micorazón! Sé que ningunadama que se preciedebería expresar algo asícon semejante sinceridad.Pero cuando se trata demi felicidad, meimportan un bledo losmodales y las buenasmaneras. Ahora te toca ati escuchar en tu interiory sondear tussentimientos. Siefectivamente estásconvencido de que nosientes nada por mí, o nosientes lo suficiente para

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querer compartir tu vidaconmigo, ¡al menos sé lobastante hombre paradecírmelo a la cara!

Hasta pronto,

tu EMILIE

P. D.: En el dibujoadjunto están marcadoslos yacimientos decarbón de Kings Bay.Seguro que puedesvender ventajosamenteesta información aempresarios interesadospara poder saldar así tus

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deudas con PeterBrandal.

Emilie puso la nota con lasvetas de carbón marcadas sobrela hoja de papel, lo dobló variasveces y escribió «ArneKoldvik» en la parte exterior.

—¡Rápido, tienes quemarcharte! —le dijo a William.

—¿No debería quedarme yapoyarte? —preguntó.

—No. Nos saldría el tiro porla culata y todo sería aún peor.Si mi padre me encuentra aquísola con un hombre... ya meentiendes... —Levantó los

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hombros—. Aunque dudo deque eso tenga ya importanciaalguna.

William le apretó el brazo.—En cualquier caso, lo más

sensato es no dar a tu padre másmunición en tu contra.

Emilie se levantó y le dio lacarta.

—Pero puedes hacerme ungran favor. Busca a Arne y daleesto. Quizás haya vuelto a lataberna del puerto. Y si no esasí, seguro que allí puedendecirte donde vive el capitán delIsflak. Arne está alojado en sucasa.

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—Así lo haré —dijo William.—¿Y podrías llevarte a

Lørdag, por favor? —le pidió—. Quién sabe cuánto tiempotendré que quedarme enterradaaquí dentro. Nuestro amigo noestá acostumbrado a estar tantotiempo en espacios cerrados yestaría inquieto.

William asintió. Emilie seagachó hacia el husky, queestaba en una esquina, y dijo:

—Lørdag, sé bueno y ve conWilliam.

El perro se levantó, se estiró ytrotó hacia la puerta. Miró aEmilie esperanzado.

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—No, por desgracia yo nopuedo ir.

Emilie abrió un poco lapuerta, se aseguró de que aúnno había moros en la costa ydejó que William y Lørdagsalieran. Ya se oían pasospesados y familiares en laescalera que conducía alsegundo piso, en el que seencontraba su habitación.

—Encuéntralo, por favor —susurró antes de volver a cerrarla puerta.

Con un profundo suspiro sevolvió hacia el espejo de lacómoda e hizo una mueca

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involuntaria de comicidad ydesesperación. Parecía unespantapájaros. Tenía la tezmorena, su pelo corto estabaatravesado por mechonesaclarados por el sol, y el aguasalada y el viento le habíansecado y cortado los labios.Empolvarse generosamente nohabía servido de mucho; surostro se correspondía menosque nunca al ideal femeninoque tenían en mente mujerescomo su madre o la abuelaHedwig. En cambio de cuellopara abajo tenía el aspecto deuna institutriz mojigata.

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William había entrado en unatienda que vendía ropa desegunda mano y habíacomprado una falda hasta lostobillos azul oscuro, una blusablanca de cuello cerrado conmangas abullonadas y unatoquilla de lana, y habíademostrado tener unasombroso buen ojo para lasmedidas de Emilie. También lehabía traído unos botinesnegros de cordones y una cofiasencilla. Los callos y lascicatrices de sus manosestropeaban su aspecto formal.El hecho de que no llevara

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corsé no daba precisamente untoque elegante a su atuendo.Emilie se puso rápidamenteunos guantes de ganchillo y secolocó la cofia, que le cubríacasi toda la cabeza y le ocultabael pelo. Finalmente sacó sutalismán, la piedra agujereada,del bolsillo de la chaquetaforrada de Max, cogió unpedazo del cordón que ataba elpaquete de ropa, atravesó elagujero con él y se lo colgó delcuello como un collar.

La puerta se abrió de golpe.Emilie se puso tensa y se volviótan dignamente como le fue

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posible. Su padre se acercó a ellacon una pronunciada arruga decólera en la frente. Tras él vio alalférez Poske, que miraba porencima del hombro de su padresin disimular su curiosidad.Gustav Berghoff la mirófijamente, abrió los ojos comoplatos y se quedó sinrespiración.

—¿Eras tú? —dijo en tonoapagado.

—Si se refiere al joven al quele ha pedido indicaciones antes—respondió Emilie—, sí, erayo.

El no haber reconocido a su

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propia hija disfrazada habíadejado a su padre desarmado. Sedejó caer pesadamente sobre lasilla de la cómoda. Parecíadesconcertado e incapaz deecharle el sermón que sin dudahabía preparado. Emilieaprovechó la oportunidad ydijo:

—Sé que desaprueba ustedcompletamente micomportamiento. Pero lo hehecho para ayudar a Max. Ypara ahorrarles a usted y amadre un gran sufrimiento. Nome gusta decirlo, pero Max sehabría visto desbordado por

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este viaje. Solo de pensar en losagotadores esfuerzos quesupondría, ya se sintióprofundamente desesperado. —Se detuvo, lo miró a los ojos yañadió con toda la intención—:Ya sabe, como en la escuela decadetes.

La alusión al intento desuicidio de su hijo menor porno sentirse a la altura de lainstrucción y el duro tratomilitar hizo que su padre seestremeciera.

«No sabe que Max quisotirarse del acantilado enSaßnitz. No se lo han dicho»,

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constató Emilie. Por unmomento no supo si enfadarsecon su hermano y con Fanny.Por un lado entendía que Maxno hubiera querido parecer uncobarde inútil, pero, por otrolado, a ojos de sus padresprobablemente todo aquelloparecía así una ocurrenciadescarada y una travesurairresponsable.

La severidad abandonó elrostro de Gustav Berghoff ydio paso a la confusión.

—¿Qué he hecho mal con mishijos? —murmuró, frotándosela frente—. Mi hija arruina su

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reputación y arriesga su vidapara salvar a su hermano, queno hace más que avergonzar asu familia. ¿Qué he hecho yopara merecer esto? ¿Y quépuedo hacer ahora?

Levantó la mirada y seestremeció al ver a OttokarPoske, que presenciaba losacontecimientos con gestoimpasible apoyado en la paredjunto a la puerta.

Se había olvidado de él, pensóEmilie. «Debe de parecerleterrible que un desconocido seentere de todo eso. Además, nodice mucho en favor de la

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educación del alférez que no sehaya retirado discretamente.»

Como si le hubiera leído elpensamiento, Ottokar se apartóde la pared, se cuadró anteGustav Berghoff y dijo:

—Mi señor, disculpe que hayasido testigo de estaconversación. Su situación nome es indiferente, todo locontrario, cuenta usted contoda mi compasión.

El padre de Emilie se levantóy abrió la boca. Ottokarlevantó una mano y prosiguió:

—Pero puedo ofrecerle másque eso. Ofrezco a su hija mi

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mano y una existencia honrosacomo mi esposa.

—¿Quiere decir que siguequeriendo... a pesar de todo loque ha...? —balbuceó GustavBerghoff.

—Soy plenamente conscientede que me implico en unasituación insólita que, sin duda,contraviene las convencionesestablecidas y podría provocarextrañeza. Pero lo acepto congusto, aunque solo sea porrespeto a usted. Además, allídonde viviremos nadie seenterará de este episodionórdico en la vida de su hija.

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Gustav Berghoff carraspeó ypreguntó:

—¿A qué se refiere con «allídonde viviremos»?

—Tengo intención de probarsuerte en los protectoradosalemanes y servir a miemperador en ellos. En lasúltimas semanas Emilie hademostrado que sería la mujerindicada para acompañarme.No es remilgada y esperfectamente capaz de echaruna mano cuando es necesario.

—Entiendo —dijo su padre ymiró al alférez pensativo—.Pero es posible que su

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escandaloso pasado salga a laluz algún día y que tambiénensombrezca su trayectoria. Alfin y al cabo usted también haparticipado en la expedición.¿Cómo actuaría en tal caso?

Emilie se dio cuenta de que elalférez se estremecía y sepreguntó si estaría recordandosu vergonzoso fracaso comocazador de osos polares o comoguía de los científicos, a los quehabía guiado en la direcciónequivocada. Se estiró y anunció:

—Puedo afirmar de mí mismosin falsa modestia que soy capazde mantenerme por encima de

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rumores de ese tipo.El cuerpo de Gustav Berghoff

se irguió y su rostro adoptó elgesto que Emilie llamaba para sí«de negocios».

—Ya que habla usted contanta franqueza, permítamehacerle también una preguntadirecta: ¿qué espera a cambio desu oferta?

Emilie se puso tensa y miró alalférez, que al igual que supadre había evitadoinvolucrarla en la conversación,aunque solo fuera con unamirada.

—Bueno, estoy seguro de que

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su cuñado Adrian von Spilowpodría serme de gran ayuda,sobre todo desde su nuevopuesto en la Oficina Imperial delas Colonias. Si le habla bien demí, seguro que podrá hacervaler sus influencias para ponera mi disposición un puestoadecuado.

Gustav Berghoff entrecerrólos ojos. Inclinó la cabeza,respiró profundamente y letendió la mano al alférez.

—Que así sea.Ottokar Poske se la estrechó.

Una sonrisa de satisfacción seasomó a sus labios. Emilie

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sintió que se mareaba.—¡Padre! —exclamó

suplicante—. No serás capazde... quiero decir, ¿ni siquiera seme pregunta por mi opinión?

—Hija mía, deberías sentirtemuy afortunada —respondió,y, al disponerse ella a replicar, leindicó con un gesto enérgico dela cabeza que se callara—: ¡Nodigas nada de lo que pudierasarrepentirte más adelante!

Era la segunda vez aquel díaque le aconsejaban lo mismo.Emilie tuvo que contenersepara no echarse a gritar.

—Me dirigiré inmediatamente

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a la oficina de correos paratelegrafiar a mi esposa —le dijosu padre a Ottokar—. Ya eshora de aliviar la terribleincertidumbre y preocupaciónque ha causado nuestra hija aella y al resto de la familia —añadió con una severa miradade reojo hacia su hija—. Estoymuy agradecido porque no solopuedo informarles del final felizde mi búsqueda, sino tambiénde su petición de mano.

El alférez se inclinóligeramente y contestó:

—Entretanto me encargaré dereservar billetes y camarotes

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para usted y para Emilie en elPríncipe Bismarck, que estáfondeado en el puerto y enbreve zarpará en dirección a lapatria.

Emilie pensaba a todavelocidad. ¿Y si Williamtardaba demasiado tiempo enencontrar a Arne y ella ya noestaba en el hotel cuando élfuera a buscarla? ¡Debíabuscarlo ella misma! La idea demarcharse de Tromsø sin volvera verlo le resultabainsoportable.

—Padre, ¿puedoacompañarlo? —preguntó

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Emilie, tratando de sonarsumisa—. Me gustaría llevarlealgún recuerdo a madre y...

—No, te quedarás aquí. Nocorreré ningún riesgo —respondió—. Después de todolo que has hecho, ya no me fíode ti.

Gustav Berghoff cogió la ropade hombre y la caja con laspocas cosas que Emilie llevabaconsigo cuando era Max.

—Para que no se te ocurrahacer ninguna tontería —ledijo.

Le hizo un gesto a OttokarPoske, se dirigió a la puerta,

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sacó la llave y le cedió el paso alalférez. Antes de seguirlo, sevolvió de nuevo hacia Emilie, sesacó un sobre del bolsillo y selo entregó a Emilie.

—De tu tía Franziska —dijo,salió de la habitación y cerródesde fuera.

Emilie se abalanzó sobre lapuerta con un grito y la golpeócon los puños. «¡Contrólate! —se reprendió—. Ahora tienesque mantener la calma.» Seacercó a la ventana, la abrió ymiró hacia abajo. No, eraimposible escapar por ahí, unsalto desde semejante altura era

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una imprudencia mortal, y lafachada lisa no ofrecía ningúnapoyo para bajar trepando.Pero incluso aunque escaparade su prisión, ¿qué podríahacer? En el mejor de los casosencontraría a Arne, secercioraría de que la amaba y sepresentaría ante su padre con suflamante prometido. A pesar deque su padre no aprobara launión y tuviera que casarse sinsu bendición, sería la soluciónmás feliz posible. Pero ¿y si noencontraba a Arne a tiempo, ono lo encontraba en absoluto?O peor aún: ¿y si la rechazaba?

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Emilie agarró su piedra de lasuerte y cerró los ojos uninstante. En ese momento no lequedaba más opción queconfiar en William y esperar. Seacercó a la puerta, recogió elsobre que había dejado caerdurante el ataque de pánicoinicial y levantó las cejassorprendida. Ya estaba abierto.Posiblemente su padre lo habíaleído para asegurarse de que nose tejían más conspiraciones asus espaldas.

Hamburgo, 5 de julio de 1907

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Querida Emilie:¡¡¡Espero de todo

corazón que recibas estaslíneas pronto y quehayas regresado sana ysalva del Ártico!!!

Como podrásimaginar, tu hermano yyo estábamos muertos depreocupación al noencontrarte enHamburgo a finales dejunio. En tu lugarapareció por sorpresavuestro padre, quequería recibirpersonalmente a sus dos

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hijos después de vuestralarga ausencia. Noshabría gustadoacompañarle cuando semarchó inmediatamentea Tromsø para buscarte.Pero él insistió en quellevara a Max a Elberfeld,donde más adelante sedeliberaría en familiasobre su futuratrayectoria. En vista de ladesesperación en la queestá sumido tu hermanopor tu destino incierto,accedí con gusto al deseode tu padre, aunque

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fuera por otros motivos.¡¡Te prometo quecuidaré bien de Max!!

Mi querida Emilie,¡pienso constantementeen ti! Te envío mienergía para que puedasenfrentarte a la situacióncrítica en la que teencuentras. Debescreerme cuando te digoque me encantaría estar atu lado en persona eneste momento. ¡Perodebes saber que en elfuturo siempre podráscontar con mi apoyo y

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con el de Addy!Mucha, mucha suerte y

saludos cordiales de tuFANNY

Emilie suspiróprofundamente, se situó junto ala ventana para buscar a Arne ya William con la mirada, yreflexionó acerca de la carta deFanny. Aunque su tía hubierarenunciado a describir lainesperada aparición de sucuñado, podía imaginarse elencuentro vívidamente. Elcomentario de que más adelantese deliberaría en familia acerca

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de Max le encogió el estómago.Al parecer su padre no teníaintención de permitir que suhijo menor siguiera estudiandoen Berlín. Pero ¿qué haría si nosu hermano? ¿Lo obligarían allevar a cabo una formaciónprofesional en la fábrica deElberfeld para poder vigilarlo?«Pobre Max —pensó Emilie—.Eso pondría fin a tu sueño deconvertirte en escritor por elmomento.»

Dejó vagar la mirada por elestrecho. Desde su ventana noveía el puerto ni el vapor de laHAPAG con el que

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abandonaría Tromsø en pocashoras. La franja de agua entre laciudad-isla y el continenteestaba transitada por botes yveleros que regresaban depescar o mostraban la zona a losturistas. Un velero de grantamaño salió del puerto y entróen su campo de visión. Era elIsflak. Al parecer el capitán solohabía hecho una breve pausaantes de zarpar de nuevo haciael océano Ártico paraaprovechar lo que quedaba delcorto verano polar. ¿Regresaríaa Spitsbergen? ¿O iría a pescaral mar de Barents? Emilie se

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sorprendió despidiendo albarco con la mano. Habríadado cualquier cosa por estar abordo y zarpar hacia una nuevaaventura, codo con codo conArne.

Una llamada a la puerta la sacóde sus ensoñaciones. El corazónle dio un vuelco. ¡Era él! Cruzóla habitación corriendo yexclamó:

—Arne, sabía que tú...—No, solo soy yo —oyó

decir a William con vozapagada—. Y Lørdag.

Apretó la manilla de la puerta.—¿Nos abres?

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—Me encantaría. Pero me hanencerrado —respondió Emilie,y preguntó—: ¿Dónde estáArne? ¿Lo has encontrado?

—No, desgraciadamente, no—dijo William—. Me temo quese ha marchado de la ciudad yestá en el Isflak de camino aSpitsbergen.

—¡No! —gritó Emilie y seprecipitó hacia la ventana.Asomó el cuerpo por la ventanay echó un último vistazo a lapopa del Isflak, que poníarumbo a mar abierto con lasvelas infladas.

»¡Arne! ¡Arne!

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Lørdag comenzó a aullar en elpasillo.

—¡Emilie! —gritó William,aporreando la puerta—. ¡Nohagas tonterías! ¡Apártate de laventana, te lo suplico!

Los aullidos en aumento deLørdag y el tono desesperadode William hicieron entrar enrazón a Emilie. Regresó a lapuerta, se arrodilló, se asomó alagujero de la cerradura y vio elojo de William.

—¡Gracias a Dios! —exclamóél—. Ya pensaba que querías...

—Puede que sea lo mejor —murmuró Emilie.

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Se desplomó, escondió lacabeza entre las rodillas y seechó a llorar.

—¡No te rindas! —le pidióWilliam.

—¿Cómo? —sollozó Emilie—. Mi padre acaba de vendermea Poske. En un par de horasestaré de camino a Alemaniapara casarme con ese engreídoimpertinente. ¡Y no volveré aver a Arne!

Se dobló sobre sí misma ylloró amargamente.

Después de un rato, Williamdijo:

—No puedo hacer aparecer a

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Arne por arte de magia. Perotengo una idea para que almenos puedas escapar delalférez.

Emilie apoyó cansada lacabeza en la puerta.

—¿Cómo es eso posible?—Conviértete en mi esposa —

respondió William.—¿Tu esposa? —preguntó

Emilie—. No lo entiendo.Quiero decir que tú preferiríasque fuera con un... ehh, bueno...

—No sería un matrimonio enel sentido clásico de la palabra.Nuestra relación no cambiaríalo más mínimo. Seguiríamos

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siendo amigos, nada más.Aunque eso tiene un valorincalculable. Lo demás seríasolo de cara al público.

—Ah, entiendo —murmuróEmilie.

—¿Emilie? Habla un pocomás alto, por favor. Casi no teoigo —dijo William.

Emilie se arrodilló y hablóhacia el agujero de la cerradura:

—¿Quieres decir quedeberíamos casarnos paradarnos mutuamente la libertadque los demás nos niegan?

—No habría podidoexpresarlo mejor —respondió

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William—. ¿Qué te parece?Emilie se masajeó las sienes.

La inesperada propuesta deWilliam era tan descabelladaque le parecía completamenteapropiada para su situación enese momento. «Madre estaríaentusiasmada —pensó—. Suúnica hija convertida en esposade un conde; inglés, pero unconde al fin y al cabo. De rancioabolengo y un castle como esdebido: un partido magnífico.Para padre y Friedrich lanacionalidad de William seríaun trago amargo que sinembargo aceptarían; al fin y al

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cabo la abuela de su adoradoemperador había reinado sobreel Imperio británico hasta 1901como reina Victoria.»

—¿Emilie? —preguntóWilliam, dando golpecitos a lapuerta—. ¿Sigues ahí?

—Pues claro —respondió—.Por desgracia no puedo salirvolando.

—Esta maldita puerta —oyómaldecir a William.

Emilie se lo imaginabaperfectamente acuclillado en elpasillo hablándole a la puerta.Decía mucho en su favor queno solo le ofreciera aquella

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salida a su apuro, sino queademás estuviera dispuesto aexponerse a la burla si alguienlo descubría en aquellasituación.

Lanzó un profundo suspiro.¿Qué debía responderle?¿Podía aceptar su propuesta?Recuperaría su honor y estaría asalvo de un matrimonio infelizcon el alférez. Por otro ladoviviría en un país en el que noconocía a nadie, en unasociedad que imaginaba másrígida y convencional que la desu país. Le resultaba difícilpensar con claridad. Era

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demasiado, no podía decidir enese momento. Le habríagustado marcharse volando deverdad.

—Nuestro matrimonio notendría por qué durardemasiado. Lo veo más biencomo una solución provisionalpara darnos un poco de tiempo—le llegó la voz amortiguadade William—. No tendrías quepreocuparte por tu sustento ypodías buscar a Arne. ¡Tienesmi palabra de que te ayudaré entodo lo que pueda! Y yo podríaplantearme mi futuro contranquilidad. Gracias a ti ahora

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sé que no puedo ni quierofingir toda mi vida. Incluso apesar de correr el riesgo de quemi familia me repudie. Pero nosoy lo bastante valiente parahacerlo de golpe, y por eso...

—Aprecio mucho tu oferta —dijo Emilie—. Eres unverdadero amigo.

—También podríamosemigrar —prosiguió William—.Por supuesto solo si entre Arney tú no... Oh, creo que vuelvetu padre —se interrumpió, yañadió apresuradamente—:Bueno, piénsatelo.

—¿Qué debe pensarse mi

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hija? —se oyó decir a GustavBerghoff—. ¿Quién es usted yqué se le ha perdido aquí?

Emilie oyó que la llaveentraba en la cerradura. Selevantó rápidamente, se secó laslágrimas de los ojos, seenderezó la cofia y se colocó enel centro de la habitación tiesacomo una vela. La puerta seabrió. Lørdag entró de un saltoy le lamió la mano. En el pasilloWilliam y su padre estabanfrente a frente, vio al alférez dospasos por detrás de este último.

—Permítame presentarme —dijo William, inclinándose ante

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Gustav Berghoff—. WilliamLewis, Earl of Shropshire. Hetenido el placer de participar enla expedición liderada por elalférez Poske —prosiguió conuna sonrisa escueta dirigida aOttokar Poske.

—¿Usted, conde? —se leescapó al alférez—. Nunca sepresentó como tal.

William se encogió dehombros.

—Me pareció lo más correctode acuerdo con lascircunstancias. ¿De qué sirvenlos títulos y el linaje en lanaturaleza?

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—Bueno, Emilie —dijoGustav Berghoff, y entró en lahabitación—. ¿Hasaprovechado este tiempo dereflexión?

—Sí, lo he aprovechado —respondió, mirándolo a losojos.

—Sabía que entrarías en razóny...

—¡No aceptaré la proposicióndel alférez Poske!

—¿Cómo dices? ¿He oídobien?

Emilie sacudió la cabeza.—No puedo casarme con este

hombre.

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—No me vengas a decir ahoraque solo te casarás por amor —refunfuñó su padre—. En tusituación no puedes permitirtesentimentalismos románticos.

—Ojalá solo fuera cuestión defalta de amor —contestó Emilie—. No, no puedo hacerloporque no le profeso elsuficiente respeto.

—¡Cómo te atreves! —seencolerizó su padre mientras elalférez contenía el aliento deforma audible y se acercaba aellos.

Emilie dio un paso hacia supadre y lo miró fijamente.

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—¿Acaso no ve de qué se trataen realidad? ¿Que solo seinteresa por mí porque esperaobtener un lucrativo puesto enlas colonias? ¿Y que, además,confía en que le estaremoseternamente agradecidosporque me ha salvado de unavida de deshonra? ¿Es esta a susojos la base de un matrimonioestable en el que los cónyugesse tratan con respeto?

Oyó que Poske resoplabaindignado. Su padre levantó lascejas y le dirigió una miradasombría.

—Solo se me ocurre una única

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disculpa para tucomportamiento: estedesafortunado viaje te hadestrozado los nervios de talmanera que ya no eres dueña detus actos.

—No es así —replicó Emilie—. Todo lo contrario. ¡Nuncahe estado tan segura de nada enmi vida! Y usted también meapoyará si reflexiona sobre...

—¡Ya basta! —la increpó—.¡No toleraré ese tono tanarrogante!

Se volvió hacia el alférez.—Muy señor mío, disculpe el

comportamiento

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insubordinado de mi hija.Como ya he dicho, la únicaexplicación que encuentro esque sufre un ataque deenajenación mental y...

—Eso no es cierto —dijoWilliam, que hasta esemomento se había mantenidoen un segundo plano—. Su hijaposee una mente muy afilada ydurante estas semanas en las quehe tenido la oportunidad deconocerla ha demostrado tenermás agallas que todos suscompañeros juntos. —Le lanzóuna elocuente mirada al alférezy se inclinó ante Emilie—: Sería

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un gran honor para mí que meacompañaras a Inglaterra y teconvirtieras allí en condesa deShropshire...

—¡Max! ¡Emilie! —interrumpió una voz grave suproposición.

La enorme figura del rusoapareció en el marco de lapuerta. Emilie miró a su padre,que observaba a William comoen trance. Su rostro expresabadesconcierto. «Posiblemente sepregunta si ha oído bien —pensó—. Es evidente que la ideade que un conde inglés le pidala mano de su díscola hija se

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escapa a su comprensión.»Leonid apartó de su camino a

Gustav Berghoff y a OttokarPoske, le hizo un gesto con lacabeza a William, se acercó conpasos pesados a Emilie, le dioun sonoro beso en la frente yexclamó:

—Ya blagodariu vas! Ty spasmenia!

Emilie se echó ligeramentehacia atrás y lo mirósorprendida.

—¿Quién es este? —gritó supadre—. ¿Qué se le ha perdidoaquí?

—¿Cómo se atreve? —

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exclamó el alférez, y cogió aLeonid del brazo mientras sedirigía a Emilie y a William ypreguntaba—: ¿Has entendidolo que ha dicho?

—Creo que quiere darte lasgracias. Por salvarlo.

—¿Yo? ¿Salvarlo a él? —Emilie negó con la cabeza—.No sé cuándo ni cómo.

—Hace un rato ya estabaeufórico —dijo William—.Mientras buscaba a Arne me hetopado con él delante de lataberna del puerto. Acababa dellevar al trampero a su casadespués de emborracharlo con

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suficiente aguardiente paradejarlo fuera de combatedurante las próximasveinticuatro horas. Al enterarsede por qué buscaba a Arne contanta urgencia, ha comenzado agritar de alegría y a reír deforma muy inquietante.Entonces me ha abrazado y seha marchado corriendo.

—¿Podrías explicarme porfavor quién es este caballero? —dijo el padre de Emilie, quehacía esfuerzos visibles pormantener la compostura.

—Es Leonid Aronski —respondió—. Nos acompañó en

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nuestro viaje a Spitsbergen y...—Y parece que también

perdió el juicio allí. ¿Será quizála claridad permanente? —murmuró su padre. Se frotó lafrente y miró confuso a sualrededor.

«Debe de ser duro para él nocontrolar la situación —se leocurrió a Emilie—. Pero locierto es que es difícil decomprender. Su hija, a la queconsidera una muchacha caídaen desgracia, recibe en pocotiempo dos proposiciones dematrimonio de hombreshonorables. Puede que hubiera

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contemplado todas lasposibilidades, pero seguro queesta no.»

¿Qué recomendaría el libro debuenas maneras de su abuela enestos casos? Emilie tuvo ganasde soltar una risita tonta. Buscóla mirada de William, que no ladecepcionó. Sus ojos brillabandivertidos. En cambio, OttokarPoske parecía estar a punto dereventar de cólera. Tenía la caracompletamente roja, le costabarespirar y le temblaba todo elcuerpo. Emilie imaginaba quedebía de ser insoportable tenerque tomarse siempre en serio a

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uno mismo y no poder ver ellado cómico de las cosas de vezen cuando.

—¿Por qué te besa este rusoen público? —preguntó GustavBerghoff a media voz—. ¿Acasotambién quiere casarse contigo?

—Yo no lo permitiría —oyóEmilie que decía una vozfamiliar.

Se llevó una mano a la boca ymiró hacia la puerta, por la queen ese momento entraba Arne.Lørdag corrió hacia él, le saltóencima y meneó la cola. Emilieveía puntos negros, se quedóhelada, sintió los brazos y las

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piernas entumecidos. «Padretiene razón, me he vuelto locade verdad y tengo visiones»,pensó. Entonces se desmayó.

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60

Tromsø, agosto de 2013

Line puso la mano sobre larodilla de su marido, que estabasentado a su lado, y les sonrió aHanna y a Kåre por encima dela mesa.

—Por suerte la determinaciónde su abuelo se tambaleó un parde años después, si no mi Leif

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no existiría.Este rio entre dientes y dijo:—Sí, conoció a mi abuela y

encontró nuevas razones paravivir.

—Que era alemana, por cierto—dijo Line, dirigiéndose aHanna.

Leif sacó de debajo de sucamiseta una cinta de cuero quellevaba colgada al cuello. De ellapendía una piedra redonda ynegra con un agujero en elcentro.

—Este pedernal era sutalismán —explicó—. Me loregaló poco antes de morir.

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—¿Dónde y cuándo seconocieron tus abuelos? —preguntó Kåre.

—Aquí, en Tromsø. En elverano de 1907.

—Qué insólito —dijo Hanna—. ¿Qué trajo a tu abuela aquídesde Alemania?

—Se escapó de casa porquequería ver mundo, ¿no escierto? —dijo Line, mirando asu marido con gestointerrogante.

Leif bebió un sorbo de café yse recostó en su silla.

—Sí, más o menos. La historiaes una gran aventura. En

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realidad era su hermano menorquien debía participar en unaexpedición polar. Pero tenía unmiedo atroz. Por eso suhermana se disfrazó de hombrey viajó al norte en su lugar.

—¡Increíble, parece unanovela! —exclamó Hanna.

—¿Y conoció a tu padre enese viaje? —quiso saber Kåre.

Leif asintió.—Estuvieron a punto de no

acabar juntos. Resulta que miabuelo no era el único quehabía pedido su mano. Tambiénestaba aquel alférez alemán,seguramente elegido por su

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padre a pesar de que ella lodespreciaba. Por esa razón, unjoven inglés que se había hechosu amigo le ofreció una especiede matrimonio aparente parasalvarle de esa boda. Y paracumplir con las expectativas desus padres presentándoles porfin una esposa. Al parecer erahomosexual, algo que enaquella época no solo era delito,sino que además estaba muymal visto en la sociedad. Nadielo sabía excepto mi abuela.

—Madre mía, ¡suena a todauna aventura! —exclamóHanna—. ¿Y tu abuelo era el

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tercer candidato al matrimonio?—Así es. Pero siempre creyó

que no tenía ningunaposibilidad contra el inglés yquería... —comenzó a decirLeif.

—Pero gracias a la audazintervención de un misteriosoruso, hubo un final feliz —terminó Line su frase, poniendolos ojos en blanco—. A vecesresultas realmente enervantedejando a la gente en vilo —reprendió a su marido.

—Mira quien habla —replicóLeif, y la besó en la nariz.

—¿Un ruso misterioso? —

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repitió Hanna, y miró a Kåre—.¿Estás pensando lo mismo queyo?

Kåre se encogió de hombros.—No estoy seguro, en esa

época había muchoscomerciantes y pescadoresrusos en Tromsø.

—¿De qué habláis? —preguntó Line.

—Hoy, mientrasinvestigábamos en el archivodel Instituto Ártico, nos hemostopado con una denuncia algoestrambótica —explicó Hanna—. Hablaba acerca de uncompositor ruso que se había

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escapado de su compañía deballet y que era buscado por lapolicía.

Leif se incorporó.—¿Se llamaba Leonid

Aronski?—¿Cómo sabes...? ¿Fue él

quien...? —preguntó Hanna.Leif asintió.—¡Sí, desde luego! Ese ruso

era el director de orquesta delballet Mariinski de SanPetersburgo. Pero eso losupieron mucho más adelante.Al parecer sufría repetidas crisiscreativas que lo conducían a lasoledad para buscar nuevas

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ideas. Tocó fondo aquí enTromsø, donde actuabainvitada su compañía. Cuandose enteró de la historia de miabuela, que se había unido auna expedición científicadisfrazada de hombre y se habíaenamorado para siempre de miabuelo, el bloqueo se liberó ysu inspiración volvió aborbotear. Escribió una de susobras más importantes y se ladedicó a mi abuela.

—A Emilie —exclamó Hanna,y miró radiante a Kåre—.Ahora ya sé por qué meresultaba tan familiar el nombre

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de Aronski. Vi esta obra deballet hace años y me preguntéquién sería esa tal Emilie que semencionaba en el programacomo musa del compositor.

—Sí, Emilie, así se llamaba.Claro que nosotros lallamábamos mormor, es decir,abuela.

—Debió de ser una mujerincreíble —comentó Hanna.

Leif esbozó una sonrisasatisfecha.

—La verdad es que se podríaescribir un libro sobre ella.Aunque no estoy seguro de quetodas las anécdotas sobre ella

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que circulan en la familia seanciertas. Desde luego algunassuenan muy inverosímiles. Porejemplo, que la acusaran deasesinar a un suizo que tambiénparticipó en aquella expedición.

—¿No decía ella lo contrario,que él trató de matarla? —preguntó Line.

Leif se encogió de hombros.—A eso me refería. Después

de tantos años es difícil saberqué pasó exactamente, qué se haido añadiendo con el tiempo oqué es pura invención.

—¿Adónde fue este grupo decientíficos exactamente? —

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preguntó Hanna.—Primero a la isla del Oso y

después a la costa occidental deSpitsbergen.

—¿También al fiordo deKongs?

—Mmmm, déjame pensar —respondió Leif—. Pues sí, si nome equivoco desembarcaronallí. Los investigadores queríanir a pie desde allí hasta el fiordode Is.

—Y ese suizo... —comenzó adecir Hanna.

—Al parecer desapareció encircunstancias no aclaradas —dijo Leif.

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Hanna se volvió hacia Kåre.—¿No podría ser él nuestro

muerto del hielo? Piénsalo, lasfechas encajan.

—Es cierto, deberíamos seguiresta pista —respondió Kåre—.Preguntemos mañana en elarchivo de la policía. Quizátengan algún expediente odocumento que nos ayude.

Al día siguiente Hanna y Kårese acercaron en su pausa demediodía a la comisaría centralde la policía de Tromsø, enGrønnegata. Una policía mayorde pelo corto gris y gafas los

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recibió con una sonrisa amabley los condujo a una sala convarios escritorios.

—Vuestra llamada de estamañana nos ha producidomucha curiosidad —dijo—. Yahabíamos oído hablar delcadáver encontrado enSpitsbergen, pero hasta ahorano habíamos tenido indiciospara investigar el caso. Nitiempo, ya que los asuntos deldía tienen prioridad.

Se sentó a una mesa sobre laque había una gran pantalla yseñaló dos sillas.

—Lo mejor será que os sentéis

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a mi lado, así podemos buscarjuntos. Tenemos losexpedientes antiguosescaneados —explicó, y abrióuna carpeta en el ordenador—.¿Así que el hombre desaparecióen 1907?

—Sí, en junio o julio —respondió Hanna.

La policía se desplazó haciaabajo por la lista de la pantalla.

—Ah, puede que sea esto —dijo, e hizo clic sobre unarchivo.

En la pantalla apareció undocumento de aspecto oficialcon varios sellos. Leyeron

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juntos el texto. Se trataba deuna solicitud de auxilio entreautoridades de una comisaría depolicía norteamericana enAlaska, que buscaba a unasesino huido que figuraba enla lista de los más buscados porvarios robos y apropiaciónindebida de derechos sobrerecursos naturales. No se sabíamucho más sobre él, ya quehabía utilizado varios nombresy al parecer era muy hábildesvaneciéndose en el aire. Sinembargo, su peculiar acentohacía suponer que era suizo. Surastro se perdía en el puerto de

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Vancouver. Se sospechaba quehabía escapado hacia el sur, aEstados Unidos o a Europa.

La agente abrió en otraventana un archivo quecontenía la respuesta de lasautoridades de Tromsø. En ellalamentaban no poder ayudar alos estimados colegas deultramar. Añadían que habíaindicios de que el fugitivoefectivamente había viajado aTromsø en un vapor depasajeros. Sin embargo, desdeentonces había desaparecido sindejar huella y había dejado unamaleta en un hotel. Debido a su

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pasado criminal, se daba porhecho que había vuelto a laclandestinidad. Otroargumento a favor de esta teoríaera que no solo lo buscaba lapolicía. Una empresa deextracción de carbón tambiénhabía preguntado por suparadero y había expresado susospecha de que había cobradoun anticipo y habíadesaparecido.

Hanna sintió un cosquilleo enel estómago.

—¿Esa maleta se haconservado?

—Veamos —dijo la policía, y

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abrió otro listado—. Nuestrohombre se alojaba en el GrandHôtel. Ahora está ahí el RicaHotel. El antiguo edificio sequemó a finales de los añossesenta.

Hanna seguía la búsquedaconteniendo el aliento.

—¡Bingo! Ahí lo tenemos. —Se volvió hacia Hanna—. Laverdad es que yo habría dichoque no. Pero nuestro depósitode pruebas siempre tienepreparada alguna sorpresa.

Diez minutos más tardeabrieron un gran baúl roperoque había pasado desapercibido

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en el archivo durante más decien años. Además de trajes,camisas, corbatas, calcetines,ropa interior, artículos de aseoy otros utensilios de viaje,encontraron un cofre convarios pasaportes, visados ydocumentos expedidos connombres diversos en paísesdistintos.

—Es una pena que por aquelentonces aún no hubiera fotosde carnet —dijo la policía—.Ahora nos serían muy útiles.

Mientras ella y Kåre hojeabanlos documentos, Hannaexaminó los trajes con más

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detalle.—Mirad —dijo sosteniendo

un chaleco de lana fina—. Es dela misma tienda de ropa paracaballeros que la chaqueta quellevaba el muerto.

—Eso no puede ser casualidad—dijo Kåre.

—Esto también encaja —comentó la policía, señalandovarios papeles—. Este es uncontrato con una empresaespecializada en la explotaciónde materias primas.

Se miraron unos a otros.—Creo que hemos resuelto el

misterio de la momia del glaciar

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—dijo Hanna—. Aunquenunca sabremos cómo sellamaba el hombre.

—Quién sabe —comentóKåre—. Podrías seguirbuscando pruebas en Alemania.

—¡Pues claro! —exclamóHanna con los ojos iluminados—. Si encuentro a la familia dela abuela de Leif... Quizás aúntengan cartas o postales que ellales envió durante el viaje. Oquizá circule entre ellos algunaque otra anécdota de esaextraordinaria mujer.

Kåre asintió.—Sería la ocasión perfecta

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para acompañarte a tu país.Seguro que puedo cogerme unpar de días libres.

Hanna le tomó la mano y laapretó. Al mismo tiempo dio lasgracias en silencio a la redactorajefe en Múnich, sin cuyoencargo nunca habría conocidoa Kåre.

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Tromsø, julio de 1907

—Es realmente la criatura másextraña que he conocido jamás.Nada la ha derrotado. Ni latormentosa travesía por mar niel tipo de gatillo fácil que ledisparó, ni el ataque de unenorme oso polar. Pero ahora secae redonda. —La voz de Arne

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llegó al oído de Emilie comodesde muy lejos.

—No es tan raro —oyó decira William—. Al fin y al cabocreía que estabas de camino aSpitsbergen y que no volvería averte jamás.

—Y así habría sido si Leonidno me hubiera pillado en elpuerto en el último momento yno me lo hubiera explicadotodo. Por suerte sabía queestaba de camino al Isflak.

Emilie trató de abrir los ojos,decir algo o al menos hacer unaseñal para que los dos supieranque había recuperado la

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consciencia. No lo logró. Asídebía de sentirse una orugaencerrada en un capullo:condenada a permanecerinmóvil, en silencio y ciega.

—Toma, esto es para ti —dijoWilliam—. Es lo que debíaentregarte.

Emilie oyó el crujido delpapel. De manera que Arneestaba leyendo su carta. Cómole habría gustado ver su rostro,su reacción a aquellas líneas.Pero el peso que le cerraba lospárpados no cedía. ¿Cuántotiempo habría estadoinconsciente? Era horrible

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sentirse tan impotente. Emiliereunió todas sus fuerzas,parpadeó y vio dos pares deojos que la mirabanpreocupados.

Estaba en el suelo. A suderecha y a su izquierda estabanarrodillados Arne y William.Lørdag estaba sentado junto aArne, su padre estaba a sus piesy la observaba aturdido. Leonidy Ottokar Poske ya no estabanen la habitación.

—Has vuelto —dijo Arne, yle acarició la frente con ternura.

—¿Realmente estás aquí? —susurró Emilie, tratando de

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incorporarse.Arne le deslizó un brazo por

debajo de la espalda y la ayudóa sentarse en una silla.

—¿Estás bien? —preguntópreocupado.

Emilie asintió.—Quizás un trago de agua...—Marchando —exclamó

William y salió rápidamente dela habitación.

—Emilie, tendrías la bondadde explicarme... —comenzó adecir su padre.

Arne se volvió hacia él e hizouna perfecta reverencia de laque Emilie no le habría creído

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capaz. Estaba sorprendida yagradablemente impresionadapor la habilidad social queestaba demostrando, y, almismo tiempo, avergonzadapor la estrechez de miras con laque lo había tachado de bruto ytosco.

—Discúlpeme. Con todo estebarullo no he tenidooportunidad de presentarme.Soy Arne Koldvik, de Ålesund.Fui responsable de equipar algrupo de científicos queacompañaban al alférez Poske yde acompañarlos en su travesíaa Spitsbergen. Por el camino

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entregué mi corazón, y fue a suhija. Por lo tanto, permítamepedirle su mano.

Emilie temió volver adesmayarse. ¿O acaso no sehabía despertado y estabasoñando? Se pisó el pie confuerza y gimió de dolor. Arnese volvió hacia ella.

—Mi amor, sé que deberíahaberte preguntado a tiprimero. Pero las circunstanciasson algo... en fin, peculiares y...

—¿Peculiares?Completamente desquiciadasdiría yo —dijo GustavBerghoff, y se dejó caer

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pesadamente sobre una butacajunto a la ventana—. ¿Y porqué cree usted que es el hombreadecuado para mi hija? ¿Quépuede ofrecerle? ¡Y ahórrese lapalabrería romántica y otrasbobadas por el estilo!

Arne guiñó un ojo a Emilie deforma casi imperceptible yrespondió a su padre:

—Lo perdí todo en elincendio que destruyó miciudad hace tres años. Perogracias a su hija ahora estoy ensituación de saldar mis deudas yconstruir un nuevo astillero, loque me garantizará un buen

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sustento a mí, y por lo tantotambién a ella y a la familia queformaremos.

—Si lo que pretende esespecular con la dote de Emil...—se encolerizó GustavBerghoff.

Arne negó con la cabeza.—Perdóneme, no me he

expresado con claridad. Nonecesito su dinero. Emilie meha hecho un regalo muy valioso—explicó, y le tendió el dibujo—. Estos son los yacimientosde carbón de Kings Bay, enSpitsbergen. Mi antiguo patrónpagará un buen precio por esta

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información.Se volvió hacia Emilie.—William me ha dado la carta

mientras estabas inconsciente —explicó—. Hace un par desemanas habría rechazado turegalo por orgullo malentendido. Pero hoy te estoysinceramente agradecido.

Le cogió la mano y la besó.—Eres la persona más

cariñosa y valiente que heconocido jamás. Estoyinfinitamente agradecido y felizde que no te dejaras asustar porel cascarrabias que soy.

Hizo un amago de

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arrodillarse ante ella. Emilie selevantó de un salto y dijo envoz baja.

—¡Abrázame, abrázamefuerte! Si no, explotaré.

Él la rodeó con los brazos.Ella se apretó contra él con unsollozo. Lørdag corrió haciaellos, se apoyó sobre las patastraseras, estiró la cabeza y aulló.Emilie y Arne se separaron unpoco, se miraron a los ojos y seecharon a reír.

—Veo que me he perdidoalgo importante —dijo William.

El joven inglés estaba en lapuerta con un vaso de agua en

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la mano. Emilie vio queinmediatamente su padre seponía en pie y lo mirabapreocupado. Prácticamentepodía oírlo pensar. Sin duda sepreguntaba cómo reaccionaríael conde inglés ante el hecho deque un trampero noruego lehubiera tomado la delantera y lehubiera quitado la novia. Sinduda contaba con que seofendiera. Emilie se acercó aWilliam.

—Disculpadnos un momento—les dijo a Arne y a su padre, ysalió con William al pasillo.

»Ay, William, todo es tan...

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soy incapaz de decirte lo feliz...—comenzó a decir.

—No hace falta, estás másradiante que el sol y la lunajuntos.

Ella lo miró a los ojos ypreguntó en voz baja:

—¿No me guardas rencor?Él negó con la cabeza.—Pues claro que no, por qué

iba a hacerlo. Pensándolo bien,mi propuesta no era más queuna solución de urgencia. En elfondo estoy incluso agradecidoque no saliera adelante. Cuantoantes les explique a mis padresque no soy el primogénito que

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ellos desearían, mejor paratodos. —Se encogió dehombros—. Si deciden renegarde mí por ello, que así sea. Elmundo cuenta con infinitosrincones interesantes, así que yaencontraré alguno en el que serfeliz.

Emilie le estrechó la mano.—Te lo deseo con toda mi

alma. ¡Y muchas gracias!¡Tienes un corazón inmenso!Es un valioso regalo contarcontigo como amigo.

—Hablando de regalos —dijoWilliam, sacó una pequeñabolsa del bolsillo de su

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chaqueta y se lo entregó—. Enrealidad quería que fuera miregalo de compromiso. Ahorate lo regalo por tu boda conArne.

Emilie abrió la bolsita y sacóel broche de plata que habíavisto mientras paseaba por lascalles de Tromsø con William.

—Oh, es precioso —exclamó,y se lo puso sobre la blusa—.Siempre le tendré un cariñoespecial.

—Volvamos con los demás —dijo William—. Y démosle unfinal digno a la farsa —añadiócon una sonrisa burlona.

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William se adelantó a Emilie yle tendió la mano a su padre conrostro solemne.

—Me gustaría felicitarle por elcompromiso de su hija.

Gustav Berghoff estrechó confuerza la mano de William y leasintió con respeto. Estabavisiblemente impresionado porla actitud contenida que habíaadoptado, la misma con la queahora se volvía hacia Arne ydecía:

—¡Mi más sinceraenhorabuena a los dos, os deseolo mejor!

Se dieron un apretón de

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manos.—¡Siempre serás bienvenido

en nuestra casa! —dijo Arne.William inclinó la cabeza

hacia Emilie a modo dedespedida, le guiñó un ojo ysalió de la habitación.

—¿Qué casa de locos es esta?—refunfuñó Gustav Berghoff,y volvió a dejarse caer en labutaca.

Emilie se acercó a él, se agachóa su lado y dijo:

—Sé que le estoy pidiendomucho, pero...

—¡Y que lo digas! —exclamó.Tras una breve pausa, continuó

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—: Pero puede que minegligencia también hayacontribuido a este enredoincomprensible. Debería haberprestado mucha más atención atu educación, y no dejarlaúnicamente en manos de tumadre desbordada y de lasprofesoras, que han sido tanirresponsables de llenarte lacabeza de pájaros.

Emilie se tragó su réplica y seobligó a aceptar el sermón conla cabeza gacha.

—Por otro lado parece que tehas portado como es debidodurante tu aventura. Solo así

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puedo explicarme semejanteafluencia de pretendientes.

Emilie levantó la mirada.¿Eran imaginaciones suyas o laarruga de su frente se habíarelajado un poco? Arne seacercó a la butaca.

—Estimado señor Berghoff, ledoy mi palabra de que su hijano ha cometido ningún actoque pudiera resultarremotamente difamatorio oindecente. No solo no hamanchado su buen nombre,¡sino que lo ha honrado!

Gustav Berghoff se levantó ymiró fijamente a Arne.

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—Si así lo ve usted, así será.Emilie le cogió la mano y la

besó.—Querido padre, no

lamentará habernos dado subendición. Se lo agradeceréhasta el fin de mis días.

Gustav Berghoff bajó lamirada hacia ella. Era evidenteque luchaba consigo mismo.«Haz un esfuerzo, por favor»,suplicó Emilie en silencio. Envoz alta dijo:

—Sé que solo quiere lo mejorpara mí. Y créame cuando ledigo que en este caso estoysegura de qué es lo mejor. Arne

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es el hombre al que amo. Perono soportaría que usted seapartara de mí.

Gustav Berghoff le tomó lamano, la levantó y le escrutó elrostro con la mirada.

—Estás completamente segura—dijo, no tanto en tono depregunta como de afirmación.

Emilie asintió y notó que se lecerraba un nudo en la garganta.

—Sin embargo, ¿eresconsciente de que le darás laespalda a la vida a la que estásacostumbrada? ¿No lo echarásde menos? ¿La villa? ¿Lasreuniones sociales? ¿El confort

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y todas las comodidades?Emilie se guardó el

comentario de que hacía uninstante no había dudado enpermitir que Ottokar Poske sela llevara a una colonia, queprobablemente tampocoofreciera nada de todo aquello.La conmovía que se preocuparapor su bienestar y no fuera elintransigente hombre dedoctrinas que tantas veces habíacreído que era.

Negó con la cabeza.—Si con eso se refiere a estar

condenada a la inactividad ensaloncitos llenos de volantes,

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intercambiar chismorreosfútiles, preocuparseconstantemente de si todo escomme il faut y de seguir laúltima moda, no, no necesitotodo eso y nunca lo henecesitado —exclamó, y sedetuvo asustada.

¿Habría ido demasiado lejos?¿Se sentiría ofendido? Al fin yal cabo siempre había trabajadoduro para financiar el alto nivelde vida de su familia ygarantizarles una posiciónrespetada en la sociedad.

Los ojos de Gustav Berghoffse iluminaron. Le puso una

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mano en el hombro y dijo:—Está claro que eres hija mía.

Sigues tu propio camino sinimportarte todas esas fruslerías.

La condujo hacia Arne y lesunió las manos.

—Casi os envidio un poco —dijo con cierta melancolía—.Aún recuerdo cómo de jovenme remangué y trabajé duro.Supuso mucho esfuerzo, perofue una época muy buena.

Acarició la mejilla de Emilie.—Quién sabe... si hubiera

tenido a mi lado a una mujercomo tú... —Carraspeó,estrechó las manos de Emilie y

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Arne entre las suyas y dijo—:¡Sed felices!

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Agradecimientos

Este manuscrito no estaríacompleto sin mi agradecimientoa todos aquellos que me hanapoyado de diversas manerasdurante su creación:

Por parte de la editorial, enprimer lugar a mi correctoraGerke Haffner, a quien vuelvoa agradecerle la confianza quedeposita en mí, un elemento

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esencial de mi trabajo.Asimismo, a todos los

empleados de la editorial quecon su compromiso, susconocimientos y sushabilidades en los ámbitos másdiversos contribuyen a que ellibro se publique y se venda.

Estoy muy agradecida porhaber podido contar de nuevocon la colaboración de micorrectora externa, Dr. UlrikeBrandt-Schwarze, que lee mistextos con una miradacomprensiva y al mismo tiempocrítica, y los pule con prudenteprecisión.

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Un enorme «gracias» a miagente, Lianne Kolf, y suequipo, que me respaldan y meapoyan siempre con consejos yenergía.

Agradezco mucho el permisode Stephan Maus para citar sureportaje sobre Tromsø(http://www.stephanmaus.de/serendipity/archives/162-Reisebericht-aus-Tromsoe,-Nordnorwegen.html).

Envío un «merci vielmal!» decorazón a Tabea y Wolfgang,en Suiza, que emprendieron labúsqueda de expresionesantiguas de Basilea yconfirieron así un aire auténtico

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al personaje de Beat Späni.Poco a poco me voy

quedando sin palabras paraexpresar mi agradecimiento aLilian Thoma. Su disposiciónconstante para acompañarme,también en esta ocasión, en miproceso de escritura, conobjeciones fundadas así comocon comentarios entusiastas,tiene para mí un valorincalculable.

Lo mismo diré del incansableStefan, que cada día permite quemis historias tomen forma, es elprimero en oír mis pruebas, yno deja de alentarme y

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estimularme con elogiossinceros y consuelo. ¡Por todoello te doy las gracias de todocorazón!

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Notas

1 Paisajista del romanticismoalemán del siglo XIX que pintó elcuadro Acantilados blancos enRügen, inspirándose en los paisajesde esta isla. (N. de la T.)

2 En alemán «Öl» significa«aceite». (N. de la T.)

3 Carretera que une laspoblaciones suizas de Brunnen yFlüelen bordeando el lago de losCuatro Cantones, gran parte de la

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cual discurre por túneles o galeríasexcavadas en la montaña. (N. de laT.)

4 El nombre en alemán esFieberklee, «trébol de la fiebre».(N. de la T.)

5 Zoólogo, domador y directorde circo alemán que en 1784comenzó a exhibir humanos deotras etnias junto con elementos yobjetos de su lugar de origen. (N.de la T.)

6 Bachmann, Ingeborg,«Explícame, amor», en Invocacióna la Osa Mayor. Traducción deCecilia Dreymüller y ConchaGarcía, Ediciones Hiperión, 2011,pp. 84-85. (N. de la T.)