La invasión

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1 25. La invasión Flavio estaba seguro que las cucarachas de sus sueños tenían un contacto directo con algo más allá de lo reconocible. Luego, cuando se sentaba a mirarlas, porque brotaban de todos lados, sentía que se mostraban atentas a sus movimientos. No las soportaba, las perseguía con sus chancletas en mano para aplastarlas. Y las volvía a ver surgir. Su cocina, su baño, incluso su placard, estaban invadidos por cucarachas. No había de las grandes, pero sí muchas de las pequeñas e incontables crías. Se había acostumbrado tanto a ellas que hasta las aplastaba con la mano en muchas ocasiones, especialmente cuando alguien lo visitaba. Las tapaba con la mano y mientras se hacía el distraído, las estrujaba con sus dedos. Ya se había acostumbrado a esas irrupciones permanentes. No podía creer que se reprodujeran tanto. Que incluso, en invierno, siguieran aflorando cuando sabía bien que solían refugiarse en lugares oscuros y calientes, hasta que los tiempos climáticos auspiciaran su épica por reconquistar espacios abandonados, como tachos de basura, horno, bajo-mesadas y su impresora, televisión y PC, que dejaba desconectadas o sin la tapa del costado, como en el caso de su computadora, para que no se les ocurriera arroparse allí y anidar. Estaba harto de las cucarachas, moneda corriente de sus charlas con su terapeuta, cuando en realidad debía buscar a un exterminador de plagas para darle solución. La licenciada Nancy Waiman lo escuchó atentamente. Flavio insistía que sus sueños se vinculaban con ciertos patrones que le hacían acordar a historias que había visto en películas sobre el universo o en documentales de los canales History y Discovery, aquellos programas que se especializan sobre alienígenas. Le contó que una noche soñó algo que recordaba haber vivido, un hipervínculo directo, como un déja vù. Sostuvo que había soñado sobre un complot entre las cucarachas y los extraterrestres. Y de repente recordó que cierta vez, sentado en la arena, mirando el mar, en Península Valdez, una cucaracha

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Es muy histérico, intenso. Me gustan el corte abrupto, las descripciones excesivas y lo del sueño es muuuy flashero, me vincula con “Las sombras”. Lo de la terapia está bueno, la psicóloga bien armada y me encanta lo de sus traumas. /Neyda Pitt -Editora-.

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25.

La invasión

Flavio estaba seguro que las cucarachas de sus sueños tenían un contacto

directo con algo más allá de lo reconocible. Luego, cuando se sentaba a mirarlas, porque brotaban de todos lados, sentía que se mostraban atentas a sus movimientos. No las soportaba, las perseguía con sus chancletas en mano para aplastarlas. Y las volvía a ver surgir. Su cocina, su baño, incluso su placard, estaban invadidos por cucarachas. No había de las grandes, pero sí muchas de las pequeñas e incontables crías. Se había acostumbrado tanto a ellas que hasta las aplastaba con la mano en muchas ocasiones, especialmente cuando alguien lo visitaba. Las tapaba con la mano y mientras se hacía el distraído, las estrujaba con sus dedos.

Ya se había acostumbrado a esas irrupciones permanentes. No podía creer que se reprodujeran tanto. Que incluso, en invierno, siguieran aflorando cuando sabía bien que solían refugiarse en lugares oscuros y calientes, hasta que los tiempos climáticos auspiciaran su épica por reconquistar espacios abandonados, como tachos de basura, horno, bajo-mesadas y su impresora, televisión y PC, que dejaba desconectadas o sin la tapa del costado, como en el caso de su computadora, para que no se les ocurriera arroparse allí y anidar.

Estaba harto de las cucarachas, moneda corriente de sus charlas con su terapeuta, cuando en realidad debía buscar a un exterminador de plagas para darle solución.

La licenciada Nancy Waiman lo escuchó atentamente. Flavio insistía que sus sueños se vinculaban con ciertos patrones que le hacían acordar a historias que había visto en películas sobre el universo o en documentales de los canales History y Discovery, aquellos programas que se especializan sobre alienígenas.

Le contó que una noche soñó algo que recordaba haber vivido, un hipervínculo directo, como un déja vù. Sostuvo que había soñado sobre un complot entre las cucarachas y los extraterrestres. Y de repente recordó que cierta vez, sentado en la arena, mirando el mar, en Península Valdez, una cucaracha

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–inusual en ese lugar– comenzó a emitir señales desde sus antenas. Eso pensó. Una conspiración interestelar. Recordó haber estado en la península, haber visto la cucaracha, sentarse entre los caracoles y conchas marinas a mirar a las ballenas danzar. Pero en su sueño aparecían signos que lo inquietaban. La cucaracha, apuntando mar adentro con sus antenas, la irrupción de varias jorobadas que emitieron sonidos, que afirmó haber escuchado y que estaba seguro también la cucaracha comprendía. Después, un brusco giro del insecto sobre sí para alejarse en dirección a los médanos que circundaban la playa. Las ballenas realizaron su típica danza sobre el aire, sus saltos eran música para sus oídos. Sin embargo, esa hermosa televisación de sus ojos lo hizo reflexionar y recordar algunas cosas que había experimentado en su hogar con los bichos que odiaba tanto. Estaba todo muy mezclado en su relato. La terapeuta no entendía qué era sueño, qué era verdad, qué era pura creación de lo que Flavio creía recordar haber experimentado. Una semana después le contó que Enrique, amigo de su infancia, necesitaba, con suma urgencia, un lugar donde dormir. Su mujer y sus hijos vivían en Bragado. Enrique acababa de ser despedido de su trabajo, estaba aniquilado y no se animaba a contárselo a su esposa. No podía afrontar semejante momento de humillación, creía. Pensaba todo el día qué iba a ser de él, de su familia. Flavio le sugirió que se fuera para Bragado, asumiera las consecuencias, estuviera cerca de los suyos y tratara de asentarse y fortalecerse con un trabajo rural. Enrique no podía o no quería afrontar semejante camino de sinceramiento con su familia y, menos, con él mismo. Sentía que podría, en poco tiempo, encontrar un nuevo trabajo que lo ayudara a resolver sus inconvenientes monetarios. Flavio lo consultó con Franco y le hicieron un espacio en el cuarto de estudios, con una camita de madera que tienen para cuando sus amigos se quedan a dormir o la familia de Flavio cuando viene a visitarlo desde Villaguay. La familia de Franco vive más lejos, en la localidad de Mosmota, en San Luis, a orillas del río Desaguadero, lindando con la cordillera de Los Andes, al oeste de las salinas del Bebedero. Su padre, ingeniero agrónomo, decidió, hace algunos años, emprender un viaje, desde su Andalgalá natal, en Catamarca, con su esposa y sus tres hijos, para intentar poner la puesta en marcha de un sistema de riego para el viñedo que decidió forjar en la aspereza que proponía el lugar. La familia de Franco no sabe que es gay y que vive en pareja con Flavio. El joven catamarqueño les contó una verdad a medias. Les dijo que Alejandra, ex compañera de la secundaria en Andalgalá, se iría a vivir a Lomas del Mirador, en el primer cordón urbano de la provincia de Buenos Aires, y lo invitaba a compartir la casa, si Franco estaba con ganas, aún, de ir a estudiar a la capital argentina. Allí, compartiría con ella -donde residía desde hacía cinco años- y dos amigos estudiantes, una casa que el tío de uno de los jóvenes les facilitaba, con una renta de alquiler muy accesible. La verdad era otra. Franco viviría solo con su amiga Alejandra y, meses después, con Flavio. El ingeniero y su esposa aceptaron

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e impulsaron que su hijo se fuera a vivir a la avenida Juan Manuel de Rosas, a trescientos metros del bingo y de pizza libre, lugar que frecuentarían cuando se cansaran de tantas cenas de arroz y fideos.

Del hueco siempre salían cucarachas. No lo hacían en abundancia, eran una o dos, como soldados de una vanguardia de tropa. Agitaban sus antenas, hacían algunos pasos y se volvían a esconder, si es que antes Flavio no terminaba de aplastarlas con su chancleta. Hasta que empezó a soñarlas no les prestaba mucha atención a sus movimientos. La terapeuta le conminó una sencilla tarea: que cada mañana, posterior a un sueño con cucarachas, lo anotara en un cuaderno.

Había sesiones en las que se desenfocaba de su obsesión insectívora y podía volcarse a otras cosas, como la tarde que se sinceró para contarle que había conocido a un chico.

Cuando Franco convenció a sus padres que lo dejaran hacer su experiencia, ya en Buenos Aires, se fue a bailar la primera de las noches con Alejandra y conoció, a la salida de la discoteca, a un joven que aparentaba unos veintidós, veintitrés años. Flaco, alto, con una línea de barba bajo el labio y un incipiente bigote corto, partido en dos por la ausencia de bello bajo su nariz. Mientras desayunaban sobre la avenida Córdoba, en un fast food, se prendó de Flavio, quien, de hecho, tenía treinta años. Se flecharon, se enamoraron, como se suele decir, “de una”. Suelen repetir: “ese amor a primera vista que ha vestido las historias de Romeo y Julieta, de Will Shakespeare y Viola de Lesseps, de Karen y Ale”. A los tres meses, decidieron compartir juntos el departamento de la calle Rosas.

Alejandra se mudó a la pieza de huéspedes y la pareja se quedó con la habitación más grande. Casi no dormía en la casa porque se iba a lo Álvaro, su novio, así que no tuvo inconvenientes en ocupar la sala más chica. Cuando surgió la idea de albergar a Enrique por un corto tiempo, Álvaro le dijo a su novia que se fuera a vivir con él.

Flavio se habituó a anotar todo lo que soñaba. Cada vez que orinaba observaba el ingreso y la salida de las cucarachas del hueco de la bomba de agua. Las miraba con detenimiento. Llegó a compartir con Franco su idea de conexión entre las cucarachas y algo desconocido para los terrestres. La respuesta de su novio se repetía como un loop: “te van a internar en el loquero”.

Con la llegada de Enrique, que planteó quedarse un par de semanas, se acentuaron las visitas a la casa. Los amigos de la infancia de ambos comenzaron a pulular por el departamento. Como cucarachas, venían -y se iban- casi todos los días. A Franco le gustaba tener la casa llena de gente, algo que no le placía mucho a Flavio, que no compartía la idea del reencuentro permanente. Se contentaba con el grato recuerdo de lo vivido, como un hecho de la infanto-adolescencia. Su disgusto se acentuaba a medida que el humo a tabaco y marihuana y los

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descorches de vinos baratos impregnaban el living. Para Franco era un mundo nuevo. Tanta gente dispar y rara. Pero a los pocos días se empezó a impacientar. Enrique seguía sin trabajo y hacía poco por torcer el derrotero. Flavio sostenía el hogar, Alejandra había dejado de aportar una gran parte de los gastos fijos porque casi no estaba y Franco se limitaba a estudiar, aportando la mensualidad que recibía por parte de sus padres. Lo que al principio les dio alegría, “por fin un hombre en la casa para arreglar el botón del baño, la quemadora del horno, atornillar el tendero”, algo que ellos jamás hubieran resuelto de manera personal, se fue desdibujando con la sedentaria vida del amigo de Flavio. “Un hombre por fin en la casa”. Se burlaban de ello porque resultó un hombre que jamás se tomó el trabajo de arreglar nada.

Los comentarios sobre las cucarachas devinieron en su relación con Franco y sus recurrentes malhumoradas respecto a Enrique. Estaba incomodándose con su presencia, especialmente por las continuas invitaciones a los camaradas del barrio a fumar y beber y por su inoperancia para resolver lo que le hiciera revertir su situación laboral. Estaba hartándose que se pasara las horas sentado en el deshilachado futón marrón, pensando cómo encarar a su familia, que nada sabía de su despido, y cómo definir los pasos a seguir en torno a un trabajo que le permitiera despegar otra vez. A veces se iba de sí mismo, fumado, y se tildaba a contar las cucarachas que pasaban frente a él.

–Pensá que estos bichos están desde hace millones de años. Es imposible que no tengan algún tipo de conexión con otros seres.

–¿Te parece?

–¿Por qué no? ¿Vos te creés que solo nosotros tendríamos el poder de comunicarnos? ¿Y si los alienígenas modificaron el ADN de nuestros ancestros implantándoles su ADN y ese eslabón perdido que sigue perdido, es un salto cuántico imposible de resolver?

–No sé qué decirte…

-Las pirámides de Keops, las aztecas, mayas, incas, las rocas en Inglaterra, la isla de Hay Brasil, el templo camboyano de Angkor Wat, no me digas que todo eso lo hicieron humanos…

–Sé a lo que te referís, pero…

–Nada… no me hagás caso, pero pienso si estos bichos son eso… si venimos de seres que nos estudian, que se presentaron como algo que describimos como dioses, pero son extraterrestres, se acabarían las religiones, y no sé si este mundo está preparado para eso, para soportar la realidad de una inexistencia de un Dios y una realidad de que provenimos de una evolución entre simios y alienígenas… Nada… Parezco Tsoukalos ya…

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Flavio no estaba seguro si su amigo compartía lo que estaba diciendo o si lo hacía solo por el mero hecho de quedar bien con él o fugarse de sus responsabilidades metiéndose en charlas que lo llevaban a cualquier lugar, menos a confrontar con la realidad. Flavio lo escuchaba sin animarse a decirle nada.

El martes llegó más temprano que de costumbre. Como sabía que la licenciada Waiman estaba con un paciente, decidió cruzar y tomarse un cafecito. No hacía frío, pero estaba seguro que cuando se acostara en el diván corría riesgos de dormirse y esa tarde, en especial, necesitaba sacarse toda la angustia que lo corroía. El aliciente que le daría la infusión le permitiría resistir a la gloria que le propondría el acolchado de cuero de bisonte sobre el sofá.

A las 18 en punto tocó el timbre. No había visto a Waiman despedir al paciente de las cinco. Insistió, aunque sabía que la psicoanalista, muchas veces, se extendía en la sesión. Lo había hecho con él infinidad de veces. Flavio solía manifestar sus inquietudes y fracasos casi al final de la sesión, entonces, la licenciada le daba un bonus de tiempo para que pudiera terminar su exposición.

Nadie respondió por el portero eléctrico. Se abrió la puerta del ascensor del fondo y la vio salir, detrás del hombre trajeado que, en ese instante, se puso sus anteojos oscuros, a pesar de que la ciudad estaba nublada y comenzaba a anochecer. Se despidieron con un beso, con el mismo tenor que se lo dio a Flavio al recibirlo. En un abrir y cerrar de ojos y balbuceos casi inentendibles, pacientes entrante y saliente, esbozaron un cordial saludo.

En la sala, la esperó a Nancy que llegara con la clásica bandeja con estampas de hojas secas, con sendos cafés batidos, que solían compartir. La licenciada, que tenía un doctorado en Psicología Forense, prefería que la llamaran por su nombre de pila, o como licenciada. Cuando Flavio la felicitó, meses atrás, por su doctorando, llamándola doctora Waiman, ella le había marcado que era psicóloga, que para ella su doctorando era un mero escalón en el crecimiento profesional.

–Es como sucede con médicos y abogados que se arrogan lo que no son. Si no tienen su doctorando, no deberían llamarse doctores. Son médicos y abogados.

Flavio le dijo que necesitaba hablarle de frente, sentado en el sillón wengue con lustre opaco que siempre ponderaba y soñaba para el living de su departamento. “Ideal para ver pelis”. Waiman tomó su lapicera y su bloc de hojas lizas. Flavio revolvió el café. “Nancy, necesito sacarme el quiste que llevo”. Por eso, había pedido una sesión extra a la de los días viernes.

–Estoy muy angustiado. Caí en la cuenta que hago un trabajo que no quiero hacer, solo para pagar un alquiler y no tener que irme a vivir a los pagos de mis viejos. Caí en la cuenta que lo que aporta mi novio no nos alcanza. Caí en la cuenta que Enrique, además de no aportar como al principio, se aventuró en una relación y dejó de buscar trabajo. Ya no colabora con las tareas domésticas

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compartidas. Pero lo que más me frustra es que no logro entender las justificaciones que todos me dan para tranquilizarme. Por ejemplo, que tengo que estar feliz de ser independiente, de tener un novio hermoso, cálido, compañero, que el paso de Enrique es efímero, que el trabajo me permite comer y pagar las cuentas, que esto, que aquello, y la verdad es que no entiendo. Yo sé que soy un poco inconformista, un ácrata me dice siempre mi compañera Yamil, que siempre quiero volar más alto, pero también sé que pierdo el tiempo. Nueve horas en un trabajo chato, de las cuales casi siete me las paso mirando la PC, cuidándome para no reaccionar ante los sarcasmos antigays del jefe de personal, que siempre acota algo para quien sea. “Sigan boludeando con el chat”, “sigan pelotudeando con el Facebook”. De las otras dos horas, una la usan para almorzar. Yo no almuerzo, pero tampoco me aventuro a tomarme esa hora para mí, ya sea para salir a un parque o regalarme un rato en la computadora.

–¿Por qué no almorzás con el resto?

–No, Nancy, no almuerzo. Con los mates la llevo bien, de paso cuido la figura y gasto menos. Es dinero que se va de la nada. Y la hora restante son los treinta minutos entre la llegada y los treinta finales de preparación para rajar. Eso no es lo que más me angustia, eso ya me lo banco, a medias, pero me lo banco, a mi manera, aunque los demás me empezaron a llamar “queja urbana” como una canción de Celeste Carballo, o de Lerner, no recuerdo bien. Sí, de Lerner, porque el tema de Celeste se titula Queja, a secas. Bueh, qué se yo, la angustia… me perdí. ¿Qué te estaba diciendo?

–No importa, seguí, acordate que es asociación libre.

–No sé, pensé en las cucarachas que tomaron mi casa y pensé en Enrique, en su exterminio. No de manera literal, pero creo que pedirle que se vaya sería un buen paso.

–Ahí está, vamos encontrando…

–Sí, ahí está, ese es el primer paso, pero también tirar CVs, entender que el laburo que tengo ahora, aunque me fue recomendado por el marido de mi prima, no es mi foco para responder a cualquier precio. Porque solo yo sé, por las noches, el ardor que tengo en el pecho cuando se está acabando el día y pienso que a la mañana siguiente debo enfrentar nueve horas de tiempo vacío.

–Flavio, ¿no podés aprovechar durante las horas muertas para enviar curriculums o para avanzar con las crónicas que estás terminando?

–No. Te vigilan. Se zarpan con boludeces de las que ya no sé cómo puedo responder sin destruirlos. Definitivamente no. A la noche, solo la mano de Franco frotándome la espalda, sus besos en mi cuello y su cercanía mientras miramos un capítulo de Los Expedientes X o de Two and a half man, me dan

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regocijo y alegría. Luego me duermo y a las siete y media, cuando suena el bip, me quiero volver a dormir eternamente.

–Por vez primera te noto triste, angustiado de verdad, permiso, ¿puedo?...

La licenciada dejó sus escritos, se paró y se inclinó en torno a su paciente para abrazarlo. Flavio permaneció atornillado al sillón, sin reacción.

–Flavio, podés permitirte el abrazo…

La psicóloga sonrió, sin marcada gestualidad, para no desanimarlo. Volvió a sentarse para seguir escuchándolo. Lo que continuó contando Flavio fueron repeticiones que siempre circundaron la misma queja. No es que no se diera cuenta. Necesitaba ponerlo en palabras. Sabía que seis meses de terapia no bastaban para entenderse. Advertía que se conocía más, que sabía dónde estaban los signos que lo motivaran a cambiar y que, paradójicamente, no definía. Esa tarde fue distinta. Había solicitado una sesión extra. Estaba dispuesto a virar. Repetía incansables veces que los cambios graduales le servían a muchos, que sin embargo esa graduación deparaba una nostalgia que los hacía recaer en lo que no querían ser o repetir. Flavio creía que para cambiar lo mejor era hacerlo de manera radical. Quería tener algo armado en su mente para aplicarlo con Enrique, a la noche, o para animarse al día siguiente: cerrar las grietas en la convivencia laboral.

–¡Me acordé! A veces me pongo mal cuando dicen chistes machistas o que directamente incluyen un sentido peyorativo de burla a los putos.

–¿Cómo es eso?

–Dicen “este puto” para hablar de un cagador, de un cagón, de un jugador que yerra un gol, de un impuntual, pero es cuando lo ligan, directamente, a un cura pederasta, que me molesta más. Siempre el “puto” al frente, y eso me fastidia. Yo soy puto, lo digo con orgullo. Pero me callo cuando lo aplican a esos ejemplos que te acabo de dar. ¿Por qué me lo callo? No lo sé. Pero sí sé que si abro el juego todo terminaría mal, porque no tengo medias tintas. Es muy loco observar la hipocresía y la indulgencia que se tienen unos con otros. Y cuando uno se ausenta le sacan mano a más no poder.

–Pero Flavio… nos estamos apartando de vos, de lo que sentís.

–Es que me da mucha bronca, Nancy, mucha bronca. Tener la flecha certera en la punta de mi lengua. La daga…

La licenciada lo miró con determinación y ternura.

–Sí, ya sé, no voy a matar a nadie. Es que a veces las palabras pueden herir de muerte y considero que me callo por eso, porque luego no me bancaría haber herido a alguien, aunque se lo mereciera.

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–Freud sostuvo que la causa de la histeria debe buscársela en un trauma psíquico. Es decir, los individuos tienden a empequeñecer la excitación que les provoca un ataque. Al decir de Freud, como en las sagradas escrituras, algo como el ojo por ojo… No de manera literal, claro. Equitativo. Sí. Si te dan una cachetada, no das la otra mejilla, sino que devolvés el golpe. De ese modo te aliviás. Claro que desde la palabra podemos mitigar el dolor, la bronca a la que hacés referencia y podés llegar a herir de muerte, cómo dijiste. Si te quedás sin reaccionar, aunque sea de palabra, te estás mortificando y atesorar malestares en tu interior no construye sino que diluye tu crecimiento. Parafraseando a Freud, que tomó la frase de un autor inglés, con tu palabra conservarás la civilización que hay en vos. Con la daga volvés a la prehistoria.

–Nancy, imaginá esto: me dicen o dicen puto, este puto, los putos, etcétera y yo diciéndoles cállate, gordo cornudo, porque todos sabemos que su mujer se acuesta con el jefe, puto reprimido, drogadicto, alcohólica, pastillado…

–Empastillado…

–Sí, eso mismo, gorila, garca de tus compas, alcahuete, mitómano, menopáusica, bostero, gallina te fuiste a la B... sin ofenderla, perdón.

Rieron. “La risa le hace bien al mundo”, le repite siempre Franco. Se lo recalcó a su terapeuta que es asidua asistente a la cancha de fútbol para ver a su querido River Plate. La conversación giró en torno a lo que le iba a decir a Enrique y trataron de hallar caminos para afrontar su futuro, sin que las nueve horas perdidas de tiempo en la oficina no enfrasquen sus ilusiones y pueda aprovechar a germinar lo que vendrá. Antes de salir, Nancy lo abrazó. Aunque Flavio permanecía rígido, se sintió cobijado, completo. Luego, se apresuró a caminar delante de Waiman para que no pudiera ver la lágrima que, con fingida actuación, como si estuviera rascándose, limpió debajo de su ojo derecho.

Bajaron en silencio los siete pisos en ascensor, se despidieron con un beso hasta la sesión del viernes. Waiman le pidió que a la noche le mandara un mensaje a su celular para contarle cómo había resultado la charla con Enrique. Más tarde, cuando Franco se quedó dormido entre su brazo derecho y su pecho, brotó con mayor claridad, como un loop, la devolución de la licenciada Waiman y se quedó dormido.

El sueño fue distinto. No hubo cucarachas ni extraterrestres ni su amigo Enrique se coló en la trastienda de sus elucubraciones ensoñadas. Surgieron, sí, figuras. No supo describirlas. Tenían como un efecto óptico, un halo, de características blanquesinas, rosas, rojas, verde claras y azul-celestes. Luego, al escuchar las voces, esas voces, sus voces, se fue acunando en la cadencia de las palabras que arrojaron luces al mensaje.

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Figura 1, Iara

No voy a filosofar diciéndote que muchas veces nos toca transitar situaciones pasajeras, porque ya lo sabés. A veces una se encuentra enteramente cansada, agotada, como si no supiera de dónde más obtener energía para seguir dando lucha.

Por momentos, te subís a esa creencia que afirma que solo a quienes pueden luchar se les presentan continuamente batallas para vencer, que eso nos define como personas fuertes, valientes, pero muchas veces también pienso: ¿no podrían dejar de romper un poco las pelotas y darle batalla a otros también? O al menos darnos otros recursos para poder seguir luchando, ya que imagino no enfrentó de la misma manera las batallas Amalita Fortabat que nosotros, ¿no?

Al igual que vos, siempre tengo el "basta ya" en el borde de los labios. Al igual que vos, he perseguido siempre el sueño de poder tener trabajo estable y que tenga que ver con mi profesión… Al igual que vos, siento que es una suerte tener con quien compartir esta sensación, sabiendo que del otro lado habrá empatía y comprensión... Es una suerte que nos tengamos.

En fin, sin ser falsa optimista ni tener energía de las frases "Para Tí", estoy segura que esto también pasará... y seguramente nos encontrará juntos.

Figura 2: Jael

No importa que tan buena o mala sea la situación, esta cambiará. La tristeza forma parte de la vida y es genial que así sea porque sin ella no veríamos la contracara del asunto. A veces hay que dejar de mirar lo que está. Hoy podés estar viviendo en tu propia casa, con algunos proyectos avanzados en comparación y viviendo acompañado de un amor, cosa que no hace falta aclarar todo lo que implica. Vas para adelante y siempre se tiene que ir para adelante. Estar triste no implica no ser feliz. Ser feliz significa que uno entendió que todo en esta vida está continuamente cambiando, y tener la capacidad de aceptar esta situación.

Siempre es mejor tratar de disfrutar lo que uno tiene por el simple hecho de haberlo conseguido. Tratate un poquito mejor. Nadie tiene la autoridad en esta vida de decir qué está bien y qué está mal, solo nosotros. Criticás tu "tiempo vacío". ¿Nunca te dijeron que nuestro tiempo es de lo más valioso que tenemos? Sos de los que se toman la vida con el corazón, de una

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manera más consciente. Pero es para lo que fuimos hechos. Tenés tu mente siempre dispuesta a crear, tenés amor, familia, amigos, tu música. La vida son dos días y uno llueve, habrá que aprender a sonreír abajo de la lluvia entonces…

Figura 3: Yamil

Fijate lo que tenés y no lo que no tenés. La única manera de sentirte mejor es correrte del lugar de la sensación de que "estás perdiendo el tiempo". ¿Perdiendo el tiempo en relación a qué o a quién? No te olvidés que el camino es más difícil cuando emprendemos el camino con honestidad, limpieza y amor por delante.

Cuando llegás a tu casa hay unos brazos que te esperan, porque te lo merecés.

No son meras palabras desde la claridad filosófica, ni desde lo todo resuelto. No vale bajar los brazos, si no lo hiciste nunca. Pensá que has tenido que irte para barajar y dar de nuevo. Por suerte, no sos parte de tanto oportunismo y malas artes. Sos distinto. Todo te costará más. Pero sos de la raza de los que van por lo que quiere, aunque tarde un poco más. Es como cansarse en medio del río.

Ya hiciste la mitad, o el cuarto, o los tres cuartos, la orilla siempre estará más cerca.

Figura 4: Álvaro

Cuando te conocí tenías más ganas de enamorarte que Ewan Mc Gregor en Moulin Rouge. Ahora construiste un hogar al lado de la persona que amás. Siempre nos queda la sensación de vacío en el imaginario, porque somos humanos y tenemos el enrosque en el chip de fábrica. ¿No te gusta tu laburo? ¿Pensás que podés hacer otra cosa? Levantate y andá Flavio, como dice el pelilargo, ese al que algunos se le cuelgan de las faldas. Construí el modelo que quieras desde lo que tenés, pero desde lo que tenés que te ganaste, no desde la tele ni la pc, vos sabés. Hoy es siempre todavía.

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Figura 5: Franco

Flavio, últimamente estás en una posición de víctima que no me gusta nada, ni de vos ni de nadie. A las víctimas las detesto y les deseo lo peor. Hay muchas cosas que en esta vida no son justas, pero te lo refresco: mi relación con mis papás siempre fueron y serán un fracaso total, a menos que sea en sus términos y mi caretaje. Gracias a vos siento que valgo, que todos mis logros son frutos de tus empujes; mi mamá, lamentablemente y por suerte, vive en su paraíso de cristal. Lamentablemente porque me gustaría tener a alguien el día de la madre para decirle “te quiero” y “feliz día”, pero no es la madre que esperaba. Madre hay una sola, ¿quién aguanta dos, no? Y por suerte porque en las condiciones en las que vive prefiero que mejor esté lejos cuando estallen los vidrios. Ya no quiero cortarme; mi hermano, me da impotencia ver cómo lucha contra la corriente y se decepciona de la gente porque tiene esa mala leche de topárselos por todos lados, ver cómo se deja estar, sin ganas de vivir, solo con ganas de estar ocupado, en este mundo, para no parar. Me da mucho odio. Mi hermana puede elegir ser feliz, pero elige chocar con todo el mundo y hacer de su vida un desastre. De todos ellos, solo mi papá se victimiza todo el tiempo. No quiero compararte porque sé que no te gusta, pero lo de víctima no me lo trago. Soy una persona a la que todo le cuesta y no te das una idea de cuánto. Por fuera puedo fingir felicidad, estabilidad o alegría, pero por dentro me estoy muriendo, estoy sumergido en una profunda agonía de ser, estar, luchar, abandonar, llorar, bajar los brazos y no hay nadie en este mundo que me pueda ayudar. Las lágrimas que se desparraman por mi rostro son auténticas, de una impotencia sin igual, que no me llenan ni un poquito de orgullo. A veces me siento inútil al no tener trabajo, me siento idiota por no seguir esforzándome en la facultad, siento que fui una rata por "escaparme" de mi pueblo, solo porque no tengo a los que quiero cerca. “Tenemos una sola vida demostrada científicamente para vivir, para esforzarse y para alcanzar o hacer el esfuerzo de ser feliz, para luchar y nunca bajar los brazos hasta el último segundo y sin frenar ni cinco minutos, porque para descansar tenemos una eternidad, dos metros bajo tierra, cuando nos llegue la hora, así que hay que aprovechar la vida al máximo, carpe diem”. Cuando escuché estas palabras nunca pude explicar lo que me empujaron para seguir luchando y así fue, siempre intentando cambiar mi vida, siempre intentando mejorar, siempre mirando hacia delante, siempre poniendo la mejor cara, más allá de cada situación, haciéndome cargo de todas las cagadas que me mando, luchando con paciencia para que nadie me pase por encima y, de a poco, recuperando el orgullo en mí mismo, intentando recuperar mi vida, dejando atrás lo malo, superándome cada vez más. Menos quejas y más acción.

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Si no estás dispuesto a esforzarte y a demostrar que podés seguir adelante igual, con poco, sobre todo a demostrarte a vos mismo que podés, nadie te va a ayudar. Tenés que estar dispuesto a ser una persona más abierta al mundo. Aprovechá el tiempo con cosas productivas. Si en el trabajo estás al pedo, pensá en qué cosas podés ocuparte, no te encerrés siempre en esa burbuja de no es tan fácil porque sabés muy bien que esa traba te la ponés solo. Es una excusa patética de una persona que lo único que quiere es estar solo.

Tenemos muchas luchas para hacer, tenemos que enfrentar muchos retos. No podés flaquear ahora. Por algo me puse en pareja con vos, por algo siento lo que siento, por algo trato de amoldarme a tu vida, por algo no me quejo, por algo estoy con vos, por algo tus amigos te quieren, por algo están cuando los necesitás. Estoy dispuesto a alcanzar, aunque sean cinco minutos de felicidad, solo eso pido, cinco minutos, y sería fantástico poder llegar junto a una persona como vos, sería excelente compartir algo tan especial con vos porque te tengo que agradecer más cosas de lo que te imaginás.

A Flavio no le resultó fácil encarar a Enrique. Pesaron sobre él las impurezas que devienen cuando las culpas afloran. Ahora, los temores ya extintos, al animarse a traspasar la línea del eterno sí para poder decir ¡NO! Sin flaquear, pues los argumentos resultantes de su búsqueda interior, con la ayuda de su psicóloga, y recostado en los hombros de Franco, eran sólidos: su “amigo” era un amigo de la infancia, entre comillas. Habían compartido la misma casa chorizo de veinticinco departamentos, los separaba una medianera que dividía los patios de ambas casas. Era cierto que habían compartido juegos de infancia como la mancha y las escondidas, cuando aún se decía “piedra libre” en vez de “pica”, partidos de fútbol entre barras vecinas, metidas de pata al romper vidrios en casas deshabitadas y el placer al estrellar los tubos de luz al piso para ser, luego, perseguidos por la policía. En algunas oportunidades habían compartido un viaje de pesca a la laguna de Baradero, como la noche que asqueados de tanto licor y whisky barato se fueron a tirar un rato en la carpa, mientras el resto de sus amigos seguía pescando y bebiendo en torno a la fogata. Acostados boca arriba, Enrique rozó la pierna de Flavio y lo que pasó entre los dos, recién lo pudo compartir con su analista y su mejor amigo Jael, años después, porque al día siguiente ambos fingieron no recordar nada de lo sucedido. En ambos cuerpos, sin embargo, quedaron secuelas: en Flavio, una marca en su cuello que debió tapar con una bufanda improvisada con un toallón; en Enrique, una leve hemorroides, que debió disimular contando que tenía un tirón en la pierna. El

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esquivo de sus miradas no le pasó desapercibido a Jael, que imaginaba que Flavio era distinto y que Enrique escondía algo.

Para Flavio, la amistad con Enrique había sido un relámpago en la tormenta de su vida. Sus verdaderas construcciones de amistad eran resultado del compromiso y el afecto que sentía por aquellos que eran recíprocos con él, como su querido Jael: “Si no crees vos en vos, ¿quién lo va a hacer? Hace unos años me dijiste: ‘creo en mí, SIEMPRE’. Habrá que encontrar lo que se perdió. Está en vos, calculo. Solo que uno se olvida que lo tiene. Me extraña que mi amigo mire al resto y no se mire a sí mismo. Dejá que los otros vivan sus vidas. La tuya la decidís solo vos. Si es triste es porque ves el lado triste nomás. Es parte de nosotros la melancolía. Hay que disfrutarla, no padecerla. ‘Los giles no van el cielo’, dice Dolina. El que tiene el corazón de piedra y no puede disfrutar que lo amen, de la mejor música jamás escrita, de las mejores poesías, ¿cómo puede entrar en el cielo? Es genial esa idea. No te mates por tu privilegiada ‘melanculiez’. Sabías que las dos palabras que aprendemos a decir desde peques son ‘sí’ y después ‘más’. A veces el más está de más. Uno vive en y con el resto, pero si vas a hacer que tu sonrisa dependa de los demás, vas a estar más amargado que feliz. ‘Lo que falta es que lo creas y que empieces a volar’. ¿Marilina, sí? Pensás mucho, ami. Me hacés acordar el Jael que era y aún soy muchas veces. Sé como sos, que llegue lo que tenga que llegar. Uno siempre tiene adentro algo parecido a la intuición que le dice qué cosas son verdaderas y cuáles no. Hay que aprender a confiar en eso. Habrá que sacarse el miedo a que el otro nos vea y catalogue por lo que somos. Pero tu esencia no cambió. De eso estoy seguro. Somos el corazón, no la mente. Me lo enseñó un amigo hace unos años llamado Flavio, cuando me contestó: ‘la mente hace, pero el corazón manda’. Dale más bola entonces. Es loco como te repito palabras que salieron de vos que hasta te parecen raras. A ver si parás de cambiar un poco. ¿Quién me va a aconsejar cuando caiga en la tristeza del desamor y me empiece a hacer problemas que no tienen solución, que solo viven en mi cabeza? ¿A quién llamo?”.

Con Enrique solo había compartido instantes que los recordaba con un atisbo nostálgico, recuerdos de infancia. Sabía que el paso de Enrique por su casa era una cuestión de un alivio económico efímero y, de paso, un favor para él, transitorio, estipulado de antemano: no más de dos meses. Así que lo encaró y lo definió. Luego, se sintió abrumado y desposeído, pero aliviado.

El peso de decir “hasta aquí nomás” denotaba una pesadumbre que entibió al enmascararse con un sólido argumento y, muy a pesar del entuerto en el que se veía proyectado, con una mirada firme, como buscando en el alma imaginaria de Enrique, como no había podido sostener luego del sexo ocasional que

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compartieron aquella noche de tragos, patís y bagres a la parrilla, en el camping de Baradero.

Enrique le dijo que entendía perfectamente sus planteos, que se daba cuenta que necesitaba un espacio para compartir con su pareja. Le pidió unos días para definir un lugar, porque no podía ni quería regresar con su esposa e hijos.

Al día siguiente debía llegar Iara, desde Japón, luego de cuatro meses de gira como profesora y bailarina de tango, junto a la típica orquesta Sans Souci, por las ciudades de Wakkanai, Kushiro, Sapporo, Akita, Morioka, Fukushima, Niigata, Tokio, Yokohama, Nagoya, Kioto, Kobe, Osaka, Hiroshima, Kitakyüshü, Nagasaki y Kagoshima. Iara ya lo había inundado de postales de los bares donde se profesaban las milongas, de los templos de meditación y regocijo como el Itsukushima, las casas de té, los parques y los jardines menos típicos y referenciales; lugares a los que prometió llevarlo algún día.

La mañana del sábado, el papá de Franco tocó el timbre. Atendió Flavio y vio la cara de su novio en la de su padre. Era Franco, dentro de veinte de años o un poco más. Se quedó paralizado. Improvisó. Durante los últimos once meses había fantaseado incontables veces la llegada de Ramón y había ideado tantas respuestas como escenas a crear. Tenía chuchos de frío, un cosquilleo como si las termitas arremetieran en la madera, hasta que escuchó “Flavio” en la voz del visitante. A partir de allí, fue construyendo una verosímil historia con los datos que Ramón fue soltándole, fruto de los “versos” que su hijo había construido para él y su esposa. Lo primero que espetó fue que estaba al tanto de la “ruptura” entre él y su “novia” Alejandra. “Sé que eso los sumió en un apretado pago del alquiler, pero yo lo voy a resolver”. Los ojos de Flavio se desorbitaron aunque lo disimuló muy bien hasta que se presentó Enrique y tiró por la borda cualquier signo de una mascarada que había intentado definir.

–Hola. Enrique. Encantado…

–El tío de Flavio, ¿me equivoco?

Enrique, que suele colgarse con sus ratos de fuga en la marihuana, reaccionó con celeridad, asintió y desplegó el peor de los planes. Flavio permaneció callado. Tampoco hubiera podido decir nada. La solidez, la desfachatez de lo que Enrique contaba, lo mantuvo en silencio y atento para recordar, luego, qué contarles a Franco y Alejandra. Estaba seco de saliva, de palabra, de reacción. Tomó coraje y se apartó para llamar a Alejandra y Franco. Preparó un poco de café, mientras sacaba algunas cosas de la pieza que pudieran asociar a su hijo con él y puso un poco de música. Los dejó conversando un rato a solas. No podía escuchar más nada. Cuando entró con el café vio que el padre de Franco estaba mirando algunas fotos sobre la pared. Enrique se había ido a la terraza a dar un par de pitadas a un porrito que tenía de la mañana. De repente recordó que, a las once,

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llegaría Iara para quedarse el fin de semana largo, antes de regresar a la casa de sus padres en Pehuajó. “Estoy nublado, estoy bloqueado”. Se acordó de la licenciada Waiman. Fueron interrumpidos por Enrique.

–Sí, tenemos casi la misma edad con Flavio. Cuando yo tenía dos años, mi hermana Carla quedó embarazada de él. Ella tenía dieciséis. Vio cómo son las jóvenes hoy día. Así que sí, soy su tío, pero somos como primos, como amigos. Hicimos juntos muchas cosas, somos como hermanos. Flavio es mi hermano. Y sí, una tragedia la ruptura con Ale. Por suerte me vine unos días a hacerles compañía hasta que puedan encontrar un nuevo inquilino. Mi mujer viene hoy en un rato, debe estar por llegar. Viene de… este… un viaje que hizo… por… ayudame Flavio.

–¿Japón?

–Sí, es… este… agente turística...

Flavio ya no tuvo más capacidad para decir nada. No podía creer ni entender el embrollo que Enrique había construido. Iara es su amiga, es profesora de tango a la que suele acompañar en algunas de sus clases como partenaire. Los nervios lo dominaban, pero podía controlar aún la situación. Pensaba que cuando llegara Iara, su suegro descubriría que no era lo que Enrique había dicho. Y algo más… Todo se transformaría en caos. Le molestaba que Ramón pensara que todos eran unos mentirosos. Sonó el timbre. Era su amiga.

Flavio no tuvo tiempo de aclararle nada. La presentó. Enrique quedó ensimismado al verla, tanto que le susurró a Flavio algo inoportuno ante las circunstancias que estaban travesando: “¿Iara… es lo que yo creo que es…?”. Flavio asintió. A Iara le gustó el porte de Enrique, cuando le hizo un guiño a su amigo. “Lo único que me falta, Iara y Enrique”, pensó. Se vio envuelto en una película almodovarezca y atinó a reír. Llegó Franco. Lo que siguió fue una puesta en marcha de una mise-en-scène que duró el tiempo que el papá de Franco estuvo presente. Y nadie sabía, además, que Gabriela, la mujer de Enrique, tocaría el timbre cuando estuvieran por salir a cenar al pizza libre.

El viernes siguiente llegó quince minutos tarde a su terapia. Estaba contento. No llegó a tocar el timbre, ya que apareció la licenciada Waiman con su paciente de las diecinueve. Subió, se volvió a sentar en el sillón, tomó su café y pudo enfocarse en todo el rollo que vivió desde que lo encaró a Enrique para que se fuera cuanto antes, potenciado con la llegada de su suegro y su sinceramiento ante él -a quien le pidió discreción y silencio ante Franco- de su inminente divorcio con su esposa, los entuertos que se precipitaron entre Iara y Enrique, entre Gabriela y Enrique y la llegada de Rafael, el fumigador recomendado por Álvaro, que tuvo un desgraciado altercado con Enrique al intentar seducir a Iara. Flavio se recostó en el diván. Habló sin parar durante una hora y media. Todo se

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deshacía de sus labios como un copo de nieve. Estaba invadido de una sensación exquisita, irrepetible.

Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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