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La Iglesia hispanoamericana, de la colonia a la república

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INSTITUTO DE INVESTIGACIONES SOBRE LA UNIVERSIDAD Y LA EDUCACIÓN UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

INSTITUTO DE HISTORIA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

PLAZA Y VALDÉS EDITORES

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LA IGLESIA HISPANOAMERICANAde la colonia a la república

Rodolfo Aguirre / Lucrecia EnríquezCoordinadores

Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación

Universidad Nacional Autónoma de México

Pontificia Universidad Católica de Chile

Plaza y Valdés Editores

México, 2008

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Coordinación editorialEmma Paniagua Roldán

EdiciónMartha Irene Díaz Cañas

Diseño de cubierta Diana López Font

La Plaza Mayor de México (grabado) José Joaquín Fabregat, 1797

Primera edición: 2008© d.r. Universidad Nacional Autónoma de MéxicoInstituto de Investigaciones sobre la Universidad y la EducaciónCentro Cultural Universitario,Ciudad Universitaria, 04510, México, D.F.

© d.r. Instituto de HistoriaPontificia Universidad Católica de ChileVicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago, Chile

© d.r. Plaza y Valdés Editores, S.A. de C.V.Manuel María Contreras, núm. 73 Col. San Rafael, 06470, México, D.F.Impreso y hecho en México

ISBN: 978-607-02-0404-3 (unam)

isbn: 978-607-402-098-4 (Plaza y Valdés)

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

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ÍNDICE

Parte I: La conservación de los espacios colonialesEl clero secular del obispado de Santiago de Chile (1700-1810)..............................19

Lucrecia Raquel Enríquez Agrazar

Curas seculares del Tucumán, entre la coloniay la independencia (1776-1810)...................................................................................... 45

Gabriela Caretta y Valentina Ayrolo

Las doctrinas de indios: la llave maestra del Yucatán colonial...............................71Adriana Rocher

La expulsión de los jesuitas del colegio de Durango:de la aplicación de la real orden a sus consecuencias..................................................99

Irma Leticia Magallanes Castañeda

Parte II: Élites eclesiásticas: formación y relaciones con la monarquía

El alto clero vasco y navarro en la monarquía hispánica del siglo XVIII:bases familiares, economía del parentesco y patronazgo........................................ 125

José María lmízcoz y María Victoria García del Ser

¿Gobernar a través de las élites o con las élites?Los vascongados y la formación del clero secular en Nueva España....................189

María Cristina Torales Pacheco

El séquito de los obispos que pasaron a Indiasen la primera mitad del siglo XVIII............................................................................ 203

Jean Pierre Dedieu El conflicto del alto clero de México con el colegio de Santosy la corona española (1700-1736)................................................................................. 231

Rodolfo Aguirre Tensiones eclesiásticas en Cuzco a fines de la colonia.El caso de Francisco Carrascón................................................................................... 259

Miguel Molina Martínez

Presentación............................................................................................................................ 9

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Parte III. Del patronato español al estatal en el siglo XIXDe vicario eclesiástico a obispo de Trujillo: Tomás DiéguezFlorencia y su adecuación al orden republicano en el Perú (1776-1845).........279

Elizabeth Hernández GarcíaProvisión de las sedes diocesanas vacantes en México (1825-1831)..................305

Marta Eugenia García Ugarte ¿Disciplinar o castigar? Sacerdotes y política en el obispadode Michoacán (1831-1850)....................................................................................... 331

Moisés Ornelas Hernández La implementación de las leyes laicas.Una mirada sobre los discursos y las prácticas del clero.Córdoba, Argentina (1880-1890)............................................................................ 353

Milagros Gallardo

Sobre los autores........................................................................................................ 379

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Presentación

En el mes de julio de 2006 nos reunimos en la ciudad de Sevilla, en el marco del 52 Congreso Internacional de Americanistas, un grupo de his­toriadores americanos y europeos, convocados por la temática propuesta en el simposio "Iglesia, monarquía y sociedad en América bajo el domi­nio español". Once de los trabajos que aquí se presentan formaron parte de ese simposio, a los cuales se sumaron los textos de Leticia Magallanes y Moisés Ornelas. Más que estudios puntuales de diferentes países durante la época colonial, deben ser considerados una historia de las dinámicas y complejas relaciones entre la Iglesia y la monarquía que va del siglo XVIII, el periodo colonial tardío y su tránsito a las repúblicas.

Tienen como hilo conductor examinar temas comunes de la histo­ria americana: el ascenso del clero secular y el retroceso del clero regu­lar en la sociedad; la formación de las élites y sus esfuerzos para conservar su poder y sus privilegios ante la corona; el ejercicio del real patronato, su colapso a partir de las guerras de independencia y la nue­va definición del patronato en las repúblicas americanas, unido a una relación más estrecha con Roma.

Sin lugar a dudas el análisis de esas temáticas se ha enriquecido por la interacción de historiadores hispanistas y americanistas. Los hispanistas aportaron una visión de América relacionada con la forma en que los reinos peninsulares integraron a América en la monarquía, espe­cialmente por medio de carreras administrativas y eclesiásticas a escala imperial. Así, aunque los artículos sean de Perú, México, Chile, Argenti­na o la misma España, la profundidad de su investigación y de sus plan­teamientos permiten trazar la gran línea de la relación entre las autoridades civiles (en una monarquía o en una república) y la Iglesia.

En este libro hacemos hincapié en la realidad bijurisdiccional de la monarquía española en el antiguo régimen. No estamos centrados, por lo tanto, en una historia de la administración o en una historia de la

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Iglesia. Nos interesan las relaciones mutuas, forjadas en el real patrona­to, entre las instancias monárquicas y las eclesiásticas. Este aspecto, muchas veces considerado sólo desde una óptica legal, lo abordamos desde el ejercicio del patronato. De ahí que un tema que subyace en todos los artículos es el de la necesidad de conocer más al clero secular el que llegaba de España y el que surgió de las sociedades americanas. Proponemos al lector que los lea y analice en esta perspectiva temática americana, independientemente de que pudiera preferir alguno por in­terés temporal o geográfico.

El libro se ha dividido en tres partes. En la primera, "La conser­vación de los espacios coloniales", se han reunido cuatro trabajos que exponen la importancia que ambos cleros (secular y regular) tuvieron para la estabilidad de las provincias americanas. El artículo de Lucrecia EnrÍquez sobre la conformación del clero secular del obispado de San­tiago de Chile, coincide en una de sus conclusiones con el de Caretta y Ayrolo: el crecimiento del clero secular durante el siglo XVIII. Nos muestra este proceso mediante el trazado de la curva de ordenaciones sacer­dotales de los clérigos seculares domiciliarios de la diócesis de Santiago de esa época, para el cual se conjugaron dos factores. El primero, la estabilidad en el pago por parte de la monarquía del sínodo de los cu­ras, pendiente desde el siglo XVII. El segundo, el crecimiento económico del reino de Chile en ese periodo que favoreció la extensión y dotación de la red parroquial del obispado. La autora destaca asimismo el papel fundamental del seminario en la formación del clero parroquial, por medio de una buena distribución de becas, lo que estuvo íntimamente unido a una política de ordenación por parte de los obispos a "título de servicio en la Iglesia", que permitió disponer de curas para los cura­tos más pobres, siempre vacíos de curas propietarios durante el siglo XVII y hasta 1720 aproximadamente.

El trabajo de Gabriela Caretta y Valentina Ayrolo permite cuestio­nar algunas hipótesis aceptadas como definitivas sobre el clero secular a fines de la época colonial. Las autoras, centradas en el estudio de la diócesis del Tucumán, demuestran el crecimiento del clero secular de esa jurisdicción en el periodo tardo-colonial. Esto permite evaluar como atractiva — aún en este periodo — la carrera eclesiástica y neutraliza hi­pótesis generalizantes de estudios de clero en un lugar determinado, tal como la que afirma una reorientación de las familias de las carreras de sus hijos hacia la milicia y la política. Asimismo, las autoras señalan lo atrayente que eran los curatos del campo de la diócesis de Tucumán — nunca vacíos y con muchos candidatos en las oposiciones— frente a

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las hipótesis que hablan del escaso interés que ofrecían para los cléri­gos seculares, quienes preferían los de las ciudades.

Por su parte, Adriana Rocher aporta una mirada de larga duración sobre la secularización de las doctrinas franciscanas en Yucatán. Destaca en primer lugar que a través de las doctrinas de indios, los frailes y los clérigos tuvieron amplias facultades de intervención, no sólo en la espi­ritualidad de sus feligreses sino también en su vida material, además de que a los primeros les proporcionaron su acceso al tributo y a la mano de obra indígena. La autora puntualiza los diferentes periodos de secularización emprendidos por la corona española, sin olvidar los liti­gios realizados por el clero regular para conservar sus doctrinas. En Yucatán, a diferencia de otras diócesis, los derechos parroquiales pagados por los indios a sus curas superaban lo recaudado por concepto del diezmo o tributo, de ahí que la economía de la región tuviera en las doctrinas su base más importante. Otra diferencia de la diócesis yucateca fue la acti­tud guardada por la corona española con respecto a la secularización decretada en 1753: aquí fue suspendida completamente, debido a las fuertes protestas de los grupos de poder que defendieron a los francis­canos ante la expectativa de perder los grandes intereses que giraban alrededor de las doctrinas.

En el último trabajo de esta sección, Leticia Magallanes hace un seguimiento detallado sobre la expulsión de los jesuitas del colegio de Durango, en Nueva España. El estudio permite advertir la problemática causada a raíz del extrañamiento jesuita: la educativa, pues con el cie­rre del colegio, y a pesar de su reapertura a cargo del obispado, no se pudo evitar la decadencia de los estudios mayores en la diócesis; la reli­giosa, ya que se produjeron cambios importantes en la formas de culto en la ciudad de Durango; y la económica, debido ante todo al vacío que las haciendas jesuitas y sus circuitos comerciales dejaron en esa región.

La segunda parte, "Élites eclesiásticas: formación y relaciones con la monarquía", está integrada por cinco trabajos que presentan dos aspec­tos centrales del alto clero: su conformación sociopolítica y su articulación con la monarquía. Estos análisis muestran la necesidad de integrar las historiografías españolas y americanas en temas como la implantación de la sociedad española en América y el funcionamiento de la monar­quía plural. Así, Imízcoz y García del Ser nos aportan un estudio sobre la formación y renovación del alto clero de origen vasco-navarro en el siglo XVIII; hacen hincapié en las estrechas relaciones entre los eclesiásticos y sus parentelas, demostrando plenamente que las carreras eclesiásti­cas no se pueden entender del todo sin ahondar en las bases familiares

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(recursos, recomendaciones, relaciones con el poder). Pero el estudio de Imízcoz y García no se queda ahí, sino que los autores analizan las dife­rentes formas en que los clérigos ya encumbrados, en España o en In­dias, correspondían a sus familias ayudando a su vez a sobrinos, primos o nietos a iniciar una carrera; así como dando donativos generosos a sus parroquias de origen.

En el mismo tenor que el anterior, el capítulo de Cristina Torales hace un seguimiento sobre el papel de los vascos en la formación del clero secular novohispano; destaca que de ellos surgieron funcionarios para la administración, el ejército y la Iglesia. Lejos de considerar a las élites como simples "piezas de ajedrez" de la corona española, la autora remarca que ésta gobernó sus dominios "con" las élites. En la segunda parte de su estudio, Torales demuestra cómo la fundación de capellanías sirvió para la formación de clérigos de dos generaciones de vascos: los Eguiara Eguren y los Yraeta. Las connotaciones familiares, sociales y económicas de la capellanía colonial trascendieron hasta las primeras décadas del México independiente.

El estudio de Dedieu, por su parte, llama la atención sobre la necesi­dad de profundizar en las familias de los obispos indianos, no únicamen­te para conocer el entramado social que rodeaba a la alta jerarquía de las diócesis americanas, sino también para entender la lógica del poder episcopal en Indias. Otra aportación de este trabajo es, sin duda, mos­trar los alcances que para futuras investigaciones tendrá la gran base de datos fichoz (Fichero Ozanam), que desde hace ya varios años en­cabeza el historiador francés.

La articulación de las élites eclesiásticas con la monarquía y sus instancias virreinales es abordada en esta sección por los trabajos de Rodolfo Aguirre y Miguel Molina. El texto del primero, por ejemplo, estudia los resortes de poder de que podía echar mano el alto clero del arzobispado de México en la defensa de sus espacios de promoción. Cuando el colegio de Santa María de Todos Santos recibió el título de mayor en 1700, los colegiales emprendieron la nada fácil tarea de con­solidar privilegios y derechos al seno de la Real Universidad de México, iniciando un largo pleito con los doctores del claustro universitario. Para esa época la corporación universitaria era un espacio dominado por el cabildo eclesiástico, el arzobispo y sus grupos clientelares. El conflicto, que duró casi cuatro décadas, rebasó el ámbito novohispano y hubo de resolverse ante el Consejo de Indias y el mismo rey.

Miguel Molina, por su lado, se detiene en el análisis de un con­flicto que conmovió a la Iglesia del Cuzco a partir de 1800 y que tuvo

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derivaciones en los siguientes veinte años. Se refiere al enfrentamiento entre el obispo Bartolomé de las Heras y un grupo de sacerdotes lide­rados por el racionero Francisco Carrascón. El caso tiene ribetes nove­lescos, pero encierra aspectos tan fundamentales como el de la moralidad del clero secular, el usufructo del poder episcopal para favorecer a un grupo de clérigos, la defensa de los privilegios eclesiásticos, entre otros. Tanto este artículo, como el de Rodolfo Aguirre remiten a la vez a un ele­mento central del gobierno de la monarquía: afirmar su poder acentuando los conflictos entre partes y prolongándolos por décadas para hacerlos así dirimibles sólo por el rey y su Consejo de Indias. En esta línea, los autores ponen de relieve la importancia de los pleitos como fuente para la dilucidación de aspectos tales como las relaciones intereclesiás­ticas y jurisdiccionales.

En la tercera y última parte, "Del patronato español al estatal en el siglo XIX", cuatro estudios exponen la prolongación de las estructuras sociales, políticas y clericales coloniales a lo largo del siglo XIX, con una fuerza y un empecinamiento negados por la historiografía nacional de­cimonónica. La "cuestión del patronato" y su cambio de monárquico a republicano abarcó todo el siglo XIX y tuvo derivaciones en las relacio­nes Iglesia-Estado. Nos introduce en el tema Elizabeth Hernández, al reconstruir la trayectoria política y la carrera eclesiástica de Tomás Dié- guez Florencia durante el colapso de la monarquía española en Perú y el establecimiento del orden republicano. Como muchos de los perua­nos de su época, Diéguez definió su posición política ante los aconteci­mientos según su signo. Pasó de monárquico a republicano en 1821 decidido a partir de esa fecha, en concordancia con la élite peruana, sin perder nunca una posición privilegiada en cada momento. Fue dentro del orden republicano donde alcanzó la cumbre de la carrera eclesiástica (el obispado de Trujillo), para el cual fue nombrado en 1833 por el pre­sidente Agustín Gamarra como "premio a su patriotismo". Este nom­bramiento hecho por la máxima autoridad del poder civil permite mirar la situación de la Iglesia americana en los primeros decenios de las repúblicas independientes: la acefalia de las diócesis y el ejercicio del patronato por parte de las autoridades civiles.

Continuando con el problema de a quién correspondía el patronato luego de las independencias, Marta Eugenia García Ugarte nos intro­duce a los sucesos vividos en la naciente república mexicana, en los candentes años de 1825-1831. En este trabajo, la autora da cuenta de un periodo crucial para el futuro de la iglesia mexicana: el de decidir quién y cómo se nombraría a los obispos, luego del cese del patronato de la

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corona española. Con habilidad, García Ugarte registra el escabroso pro­ceso de negociaciones en Roma que encabezó el clérigo Francisco Pablo Vázquez, enviado por el gobierno mexicano, hasta conseguir la desig­nación de seis obispos propietarios por el papa Gregorio XVI. Todo un logro, cuando pensamos en la férrea oposición de la corona espa­ñola al reconocimiento de la independencia de los nuevos países por la santa sede.

Siguiendo con el caso mexicano, Moisés Ornelas nos adentra en la problemática "a ras de suelo"; es decir, la participación política de los curas locales en las primeras décadas de vida independiente. Su análisis demuestra plenamente que luego de la guerra de independencia, la ac­tividad política del bajo clero del obispado de Michoacán estuvo lejos de desaparecer. El púlpito se había convertido en una verdadera tribuna pública en donde se confrontaba a los nacientes gobiernos republica­nos, de uno u otro signo. Igualmente, Ornelas muestra, por un lado, cómo la llegada de un nuevo obispo no impidió a los curas seguir parti­cipando en el acontecer político de sus localidades; y por otro, los aprie­tos del prelado para cooperar con los gobiernos republicanos, conteniendo a su clero, pero a la vez tratando de proteger la inmunidad eclesiástica de los curas

Finalmente, Milagros Gallardo nos presenta la realidad de una iglesia local en pleno siglo XIX, la de Córdoba, Argentina. Desapareci­do el patronato real, la iglesia romana se acercó a la americana y creó canales directos de comunicación y contacto, fundamentalmente a través de las nunciaturas. En esta misma línea desempeñó un papel funda­mental el Pío Colegio Latinoamericano, en Roma, verdadero semillero de los obispos de Latinoamérica. Esta "nueva" Iglesia surgida de la inde­pendencia tuvo también sus conflictos y tensiones con el Estado. La autora analiza uno de los capítulos más complicados de esta tensión, el que se vivió en torno a la implantación de las leyes laicas en la década de 1880: registro civil, matrimonio civil, cementerios estatales y edu­cación laica, gratuita y obligatoria. De especial interés es el análisis de las posiciones del clero secular en la discusión, según su formación, que varía entre la absoluta oposición por parte del clero formado en Roma, a la cooperación con el Estado por parte del clero más antiguo de la diócesis. Así, este artículo cierra una etapa, la del regio patronato y su clero, pero abre una nueva perspectiva de estudio, la romanización de la iglesia americana, impulsada también por un clero secular formado en Roma.

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Los trabajos antes reseñados no sólo plantean nuevos puntos de vista, sino también nuevos temas. Impulsan asimismo a interrelacionar investigaciones regionales superando las fronteras de los países actua­les, lo que permite encontrarnos con el antiguo imperio. Ojalá que el estudioso de la historia de América busque y encuentre en estas pági­nas su propia historia, sin importar que sean cuestiones específicas sobre México, Perú o Argentina. Esperamos aportar elementos que dejen supe­rar la "historia local", que aísla procesos generales como si fueran pro­pios, para situarla en la de América. En esta perspectiva podremos avanzar en la comprensión del funcionamiento de la monarquía; enten­der más cómo fue su gobierno, cómo las autoridades estructuraron el sistema administrativo en cada lugar y por qué lo hicieron así. Los estu­dios comparados pueden ayudarnos a desarrollar esta línea. Es preciso también abordar con el mismo interés tanto el centro como la periferia del imperio, sin generalizaciones a priori.

Dicho todo lo anterior, no nos queda sino agradecer el apoyo brin­dado por nuestras instituciones para la publicación de este libro,1 hecho que demuestra indudablemente su plena voluntad de cooperación y su respaldo a las labores de investigación e intercambio académico de sus miembros.

Rodolfo Aguirre Lucrecia Enríquez

Abril 2007

1 Este libro es el resultado de un esfuerzo conjunto de los proyectos: "Iglesia, sociedad e instituciones educativas", a cargo de Rodolfo Aguirre, con sede en México, y "Clero y política en la independencia de Chile (1810-1828)", financiado por fondecyt N° 1060604, del concurso regular 2006 de la Comisión Nacional Científica y Técnica de Chile (conicyt), encabezado por

Lucrecia Enríquez.

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PARTE I

LA CONSERVACIÓN DE LOS ESPACIOS COLONIALES

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El clero secular del obispado

de Santiago de Chile (1700-1810)1

Lucrecia Raquel Enríquez Agrazar*

Desde principios de la conquista en toda América el número de frailes superó ampliamente al de los miembros del clero secular. Incluso las ór­denes sirvieron beneficios curados, aunque desde el siglo XVI la corona promovió la secularización de las parroquias. Este proceso en Chile esta­ba concluido ya a fines del siglo XVII. Más tardíamente que en otros lu­gares de América, recién en el siglo XVIII se conformó en el obispado de Santiago de Chile un clero secular numeroso y estable. En conso­nancia con esto el número de parroquias aumentó a lo largo del siglo XVIII, eran mayoritariamente servidas por curas miembros del clero secu­lar, que también creció en relación con el siglo XVII. ¿La temprana y de­finitiva secularización de las parroquias favoreció el desarrollo del clero secular? ¿El impulso para desarrollar y estabilizar el clero secular provi­no de la corona en el marco de las reformas borbónicas o del propio reino?

En este trabajo nuestros objetivos son: 1) mostrar el desarrollo de los beneficios parroquiales a lo largo del siglo XVIII y establecer la estructura de la red parroquial del obispado de Santiago; 2) definir las causas de la falta de curas en el obispado durante el siglo XVII y buena parte del XVIII y cómo se superó este déficit; 3) evaluar el papel del seminario diocesa­no como formador del clero secular; 4) trazar la curva de ordenaciones sacerdotales del clero secular domiciliario del obispado de Santiago en el siglo XVIII; 5) determinar el número de miembros del clero secular en 1810 en el obispado de Santiago, el grado universitario de cada uno, y su ocupación (cura, presbítero de libre ejercicio del ministerio, capella­

1 Este estudio forma parte del proyecto de investigación "Clero y política en la independen­cia de Chile (1810-1828)", financiado por fondecyt N° 1060604, del concurso regular 2006 de la

Comisión Nacional Científica y Técnica (conicyt) de Chile.' Pontificia Universidad Católica de Chile.

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20 LUCRECIA RAQUEL ENRÍQUEZ AGRAZAR

nes o ejercicio del magisterio). La elección de esta fecha está determinada por la interrupción del proceso iniciado en el siglo XVIII debido funda­mentalmente a la falta de obispo desde 1807 y a los acontecimientos políticos que sacudieron a la monarquía; 6) mostrar a través de estos ele­mentos cómo se conformó el clero secular en el siglo XVIII.

Las fuentes que usaremos son fundamentalmente las cartas de los obispos al rey, las relaciones diocesanas a la santa sede, los libros pa­rroquiales, el libro de órdenes del obispado de Santiago. Para evaluar el papel del seminario diocesano determinaremos los lugares de estudio del clero secular con base en los registros de matrículas del colegio se­minario, del colegio San Francisco Javier y Máximo de San Miguel, am­bos jesuitas, y del real colegio de San Carlos.2 La documentación proviene del Archivo General de Indias, de Sevilla, y de dos archivos chilenos: el Archivo del Arzobispado de Santiago, del Archivo Nacional Histórico, y de la Sala Medina de la Biblioteca Nacional de Chile. Lamentable­mente no contamos, por no conservarse, con series de expedientes como los de órdenes, oposiciones parroquiales, de congrua, sino con expe­dientes sueltos. Esto limita y complica la investigación.

El obispado de Santiago de Chile

El obispado de Santiago fue erigido por la bula Super Specula del TI de julio de 1561, sufragáneo de la arquidiócesis de Lima. Se extendía de nor­te a sur desde el límite del desierto de Atacama hasta el río Maule, la zona norte del moderno Chile no pertenecía al reino (este territorio se incorporó a Chile después de la guerra del Pacífico de 1879). El límite este del obispado no lo constituía la cordillera de Los Andes, ya que comprendía el trasandino corregimiento de Cuyo (actuales provincias Argentinas de Mendoza, San Juan y San Luis), y la gobernación de Tu­cumán.

La diócesis de Santiago desde su erección sufrió diversas desmem­braciones territoriales. La primera se produjo tan sólo dos años des­pués, cuando el 22 de marzo de 1563 por la bula Super Specula fue erigido el obispado de La Imperial, con sede en la ciudad homónima. La segun­da fue en 1570, cuando el papa Pío V erigió el obispado de Tucumán. La tercera y última desmembración del periodo colonial separó la provin­

2 Los datos los extrajimos de Luis Lira Montt, "Los colegios reales de Santiago de Chile", en Revista de Estudios Históricos, Santiago, núm. 21, 1976, pp. 40-56 y 77-89.

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cia de Cuyo del obispado de Santiago, por medio de una real cédula del 17 de febrero de 1807.3

El mapa del reino de Chile de fines del siglo XVIII, mandado a levantar por el presidente Ambrosio Higgins para ser presentado en Madrid al fi­nalizar su mandato, permite visualizar la geografía del reino de Chile en el periodo que aquí estudiamos (véanse las pp. 22-24).

Los sínodos de los curas del obispado en los siglos XVII y XVIII

Un problema endémico de la iglesia de Santiago durante el siglo XVII y hasta mediados del XVIII fue la falta de curas para servir los beneficios parroquiales. Como explica Carlos Silva Cotapos,4 en el siglo XVII los doctri­neros recibían la contribución de los indios a través de los encomende­ros. Ese dinero, fijado en 18 reales por indio, se destinaba al sustento del doctrinero y a los gastos del culto. Pero los curas recibían ese sus­tento en especie (frutos de la tierra y animales) tasados además arbitra­riamente por los encomenderos, y se pagaba con mucho atraso. A petición del obispo Humanzoro, el rey destinó los dos novenos reales de la masa decimal del obispado al pago de los sínodos de los curas, lo que por lo menos garantizaba una renta fija de 250 pesos. Sin embargo, la situación de los curas no mejoró pese a estas disposiciones porque no se resolvieron los problemas del pago.

A diferencia de lo que ocurría en otras zonas del virreinato del Perú, los curas doctrineros no eran pagados por la real hacienda. En 1647 (año en que hubo un fuerte terremoto) en una reunión en la que participaron el gobernador del reino, el obispo y otras autoridades, se dispuso que lo que faltaba para cubrir los 400 pesos del sínodo de los curas se pagara con los réditos de los censos generales de los in­dios del reino, con la carga de rezar misas por los indios difuntos be­neficiarios de esos censos.

En 1662 el obispo fray Diego Humanzoro en una carta al rey afirma­ba que las 32 parroquias que había en el obispado todas estaban servidas por clérigos seculares.5 Éste es el principal testimonio de que el proceso

1 Archivo del Arzobispado de Santiago de Chile [en adelante AASCH], Secretaría del obispado, leg. 69, f. 528.

4 Carlos Silva Cotapos, Historia eclesiástica de Chile, Santiago, Imprenta San José, 1925, p. 94.5 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 24, f. 224.

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de secularización de las parroquias ya había concluido. Sin embargo, esto no debe hacernos pensar que el clero secular del obispado tuvo de ahí en adelante la capacidad de servir todos los beneficios parroquiales. Al respecto informó al rey el obispo de Santiago, fray Diego Humanzo- ro, en una carta del 18 de marzo de 1664, en contradicción con la carta anterior: "en este reino fuera de mucho provecho si en él hubiera clérigos que quisieran ajustarse a ser doctrineros como los puede haber si vm fuese servido de mandar crecer el sínodo o estipendio de las doctrinas [...] no hay clérigos que quieran ordenarse a título de lengua si no es alguno tan pobre que no tenga otro modo de poderse sustentar..."6

Si bien en 1662 había párrocos seculares en todas las parroquias, las dificultades en torno al cobro del sínodo de los curas atentaban contra la posibilidad de garantizar en el tiempo este servicio, según lo demuestran las medidas tomadas en el sínodo de Santiago de 1688:7 "Los que se orde­nan a título de indios, conforme al Concilio Limense, están obligados a admitir los curatos, a que los señalaren, y proveyeren, y servirlos, por ser el título de sus órdenes: y así aunque aleguen pobreza, y cortedad del estipendio, no se les admitirán las renunciaciones, que hicieren de ellos."

Todavía en 1662 el obispo de Santiago, fray Diego de Humanzoro, pidió al rey que se empleara la misma medida de 1647 para pagar a los doctrineros. La respuesta regia llegó en 1675: el rey accedía a la petición si el virrey del Perú era previamente consultado. Esta autorización per­mitió que en 1680 se reunieran el obispo de Santiago, fray Bernardo Carrasco de Saavedra (1678-1694), el oidor Juan de la Peña Salazar, el arcediano don Cristóbal Sánchez de Abarca y el abogado Juan de la Cerda que hacía de fiscal de la audiencia. En esta reunión se dispuso que el sínodo de los doctrineros de 36 doctrinas se pagara de la caja de censos de indios.8 Se estimaba que de ahí en adelante se aseguraría el pago de los sínodos a los doctrineros, lo que, además, posibilitaría au­mentar el número de curatos para la evangelización. Esta junta decidió

6 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 25.7 Sínodo del obispado de Santiago de Chile, Capitulo IV, Constitución XXI, en Antonio Gar­

cía y García, y Horacio Santiago-Otero (eds.), Sínodo de Concepción (Chile) 1744, Sínodos Ameri­canos 3, Colección Tierra nueva e Cielo nuevo, Publicaciones Conmemorativas del Medio Milenio del Descubrimiento de América, Instituto "Francisco Suárez" del Consejo Superior de Investiga­ciones Científicas (CSIC) e Instituto de Historia de la Teología Española de la Universidad Ponti­ficia de Salamanca, Madrid, 1984.

8 Armando de Ramón, "La institución de los censos de naturales en Chile (1570-1750)", en Historia, Santiago, Instituto de Historia Pontificia Universidad Católica de Chile, núm. 1,1961,

pp. 48 y 60.

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también confirmar y crear algunos curatos a los que se les asignó 400 pesos anuales.

Según los cálculos de Armando de Ramón,9 las cifras estipuladas como sínodo comprometían 4140 pesos anuales sacados de los réditos de los censos generales, que a 5% anual correspondía a un capital de 82 800 pesos, poco menos de la mitad del total de principales que pertenecía a los indios, que se calculaba alcanzaba la cifra de 200 000 pesos. Por lo tanto cada año deberían restar para otros gastos, tales como el pago de los funcionarios que administraban los bienes de los indios, unos 5 000 pe­sos anuales.

¿Cómo se reunieron los capitales de los indios que formaron la caja de censos? A fines del siglo XVI se colocaron a préstamo, celebrando contratos de censo, los capitales provenientes del producto del labo­reo de las minas de las comunidades indígenas del reino de Chile. El capital estaba activo y se aseguraba el cobro al gravar un bien raíz que lo garantizaba. Sin embargo ya a fines del siglo XVII la desidia en las co­branzas de los réditos, los juicios que ello acarreaba, los errores en las escrituras, los concursos de acreedores provocaron que gran parte de ese capital se hubiera perdido. A esto hay que sumarle la crisis económica del reino derivada de los desastres naturales, muy frecuentes en el siglo XVII, y las sublevaciones indígenas. Pero más que estos factores, lo que contribuyó a la enajenación definitiva de los censos de indios fue jus­tamente la disposición aludida de 1680. Aunque la medida se tomaba para ese año por la muy mala dotación de los curatos del campo, no dejó de recurrirse a ella en adelante. En 1676 se había formado un juzgado de censos de indios que había reactivado las cobranzas y conocía las cau­sas de estos censos. También se designó a un procurador sinodal que se encargaba de cobrar el dinero asignado a los sínodos de los curas y de repartirlo entre los beneficiarios. Pero la corona no aprobó esta medida y por medio de una real cédula del 15 de octubre de 1696 determinó que cada cura o su apoderado concurriese al juzgado de censos a solicitar la cantidad que se le debía pagar.

Las primeras aplicaciones de los réditos de los censos de indios al estipendio de los curas favoreció la realización de oposiciones a las parro­quias. Sin embargo, en 1692 el obispo Carrasco Saavedra denunciaba ante el rey que desde 1690 no se le pagaba a los curas por tres razones fun­damentales: la primera, la deficiencia del sistema de cobranza; la segunda,

9 Ibid., p. 60.

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las dificultades de funcionamiento del juzgado de censos de indios; la tercera, que la real hacienda no había devuelto el dinero que se le ha­bía prestado de la caja de censos de los indios. Una real cédula del 16 de marzo de 168910 recomendaba la puntualidad de la cobranza de los ré­ditos para evitar que la caja de censos no tuviera fondos y que se contara con los cuatro mil pesos que en ella tenían consignados los curas, que se repartía entre 32 doctrinas.

¿Qué ocurrió en el siglo XVIII? En los primeros veinte años no se alivió la situación de los curas doctrineros. El gobernador Francisco Ibá- ñez de Peralta, en una carta al rey del 19 de mayo de 1702,11 informa que la población indígena había disminuido drásticamente por las conti­nuas epidemias padecidas. Esto repercutía en los curatos, reducidos ahora a treinta indios los más. Recordemos que el cura recibía 18 reales por cada indio bajo su jurisdicción. Por lo tanto el sínodo se había reducido a setenta pesos: "con los cuales era imposible se mantuviesen siendo muy limitadas las obvenciones por no haber en curato alguno población en forma política de que resultó que tampoco hubiese persona eclesiástica que quisiese servir a los beneficios. Porque sobre ser tan corto el esti­pendio, es insuperable el trabajo que tienen por las distancias que hay desde una hacienda a otra..."12

La situación se agravó porque no podía aplicarse ni siquiera la so­lución de emplear los censos de los indios a los estipendios de los curas. Explicaba Ibáñez Peralta al Consejo de Indias en la misma carta citada, que la causa de esto era que los censos se hallaban instituidos en tierras de los residentes del reino, empobrecidos debido a los terremotos, a la dis­minución de la población indígena que servía de mano de obra y a la disminución del ganado, muerto por pestes, sumado a la sequía de casi diez años. El conjunto de estas calamidades imposibilitaba la co­branza de los réditos, y si se obligaba al pago a través de las propiedades hipotecadas, se arriesgaba la pérdida de los principales, por el poco valor de las fincas y porque los censos más antiguos en ellas impuestos exclui­rían del pago a los censos de los indios. Éstas eran las razones — según el gobernador — por las que se debía a los curas entre seis y ocho años de sínodo, lo que los había sumido en la miseria y a los feligreses se les privaba del pasto espiritual.

10 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 42, f. 215v.11 Archivo General de Indias, Sección Audiencia de Chile, vol. 103 [en adelante AGI, Chile].12 Ibid.

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Sin duda esta situación repercutió negativamente en el desarrollo de la red beneficial chilena e hizo poco atractiva la carrera eclesiástica. En 1701 el obispo Francisco de la Puebla González informaba en su rela­ción a la santa sede que el obispado contaba con 36 parroquias,13 tres de ellas en la ciudad de Santiago. El corto párrafo que el obispo dedica a la descripción de las parroquias y del clero secular contrasta notablemente con los largos párrafos referidos a los conventos de las ciudades del obis­pado. En la ciudad de Santiago vivían tan sólo setenta clérigos secula­res de muy escasa formación intelectual, sobre lo que informaba el obispo:

No encontré en ninguno aquella suficiencia de ciencia que me deseaba y que era necesaria para el ejercicio de su cargo. Para poner remedio a este mal dispuse que tres veces en la semana [...] haya la lección del caso de conciencia en la iglesia catedral [...] Hay también en esta ciudad un cole­gio de niños que se llama seminario, según lo prescrito por el santo concilio de Trento, en el cual viven solamente siete, pues no son suficientes los medios para dar comida y vestido a más. Estos sirven como acólitos en el servicio de la iglesia y al mismo tiempo se dedican a los estudios, para que cuando sean mayores puedan servir en las parroquias.14

Ninguna parroquia fue erigida durante el gobierno de la diócesis por Francisco de la Puebla González (1694-1704), a diferencia del creci­miento del número de parroquias a fines del siglo XVII. La continuidad con sus predecesores se dio más bien en el campo de los problemas por enfrentar con los curatos del obispado, en particular el cobro del sínodo (con excepción de las parroquias urbanas), producto de que los indios no estaban reducidos a pueblos, lo que afectaba, como vimos, el reclu­tamiento del clero secular para los curatos del campo.

Con el obispo Luis Francisco Romero (1704-1718) continúa el status quo iniciado con el obispo de la Puebla González en relación con el desarrollo y crecimiento de la red beneficial chilena. Romero sólo erigió en 1710 la doctrina de Santa Cruz de Colchagua15 en parroquia, des­membrándola de la parroquia de Chimbarongo. Pero durante su gobierno el problema de la dotación de las parroquias adquirió una nueva dimen­

13 Fernando Aliaga Rojas, Relaciones a la Santa Sede enviadas por los obispos de Chile colonial. Introducción y textos, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1975, p. 84.

14 Ibid., p. 88.15 Ibid., p. 222.

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sión ya que formó parte de una aguda controversia con el presidente de Chile, Andrés Uztariz. Durante todo el periodo de gobierno de ambos mantuvieron una constante guerra de relaciones mutuas, a la que se plegó la real audiencia en pleno a favor del presidente. Precisamente uno de los argumentos que la audiencia utilizó para acusar al obispo ante el rey y el Consejo de Indias giró en torno a la situación de los curatos en el reino.16 Durante el gobierno del obispo Romero no se con­vocaron oposiciones parroquiales, que eran servidas por curas interi­nos. El obispo justificaba su decisión en la suma pobreza de los curatos (que nadie quería servir), y la audiencia sostenía que esa situación ha­bía sido salvada con la aplicación de los censos de los indios a los sí­nodos de los curas, lo que, como hemos visto era verdad en cuanto medida tomada, aunque la audiencia no aclaraba que la caja estaba muy disminuida. Pero la decisión del obispo se basaba en el problema cróni­co del pago del sínodo a los curas, que no había sido considerado por la real audiencia en su denuncia.

De hecho, en 1710 el juzgado mayor de censos de indios reconoció que la caja estaba exhausta. En ese año dispusieron que cada cura cobrara directamente su sínodo y se repartieran entre ellos, hasta cubrir la cifra que correspondía a cada uno, los réditos de los pocos deudores que pa­gaban. Esta medida se aplicó durante la administración del protector de indios don Francisco Ruiz Berecedo, y se justificaba en que como cada pa­rroquia tenía un salario determinado para el sínodo, el cura podía co­brar directamente a los censuarios los réditos hasta alcanzar el monto asignado, y en caso de litigio se podía recurrir al protector de indios o al juzgado. Pero la audiencia estimó que esta medida era contra la ley. La situación no varió a favor de los curas, más bien empeoró a partir de 1710 en gran medida porque cesó el funcionamiento del juzgado de cen­sos de indios.

Al problema endémico del cobro de los sínodos hay que sumarle la rudeza de la vida para entender la falta de curas en el obispado, tal como la describe en una carta al rey, del 11 de marzo de 1714 el obispo Romero:

Hallo tan desdichados los curas de este obispado que, aseguro a Vues­tra Majestad, son los pobres los que más ejecutan la piedad cristiana y aun la justicia, porque sobrevivir en el mayor desamparo de la naturale­

16 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 39, carta de la real audiencia al rey, del 20 de noviem­

bre de 1711.

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za, sin casas, comercio ni cosa alguna de las necesarias para pasar la vida humana, necesitados de estar siempre a caballo con los ornamentos sa­grados a la grupa, teniendo portátil su Iglesia; pues, van a celebrar muchas veces al rancho del desdichado enfermo necesitado de sacramentos, cau­sa por no haber en aquel paraje capilla decente para el permanente depó­sito del Santísimo Sacramento [...] A este sumo trabajo corresponde tan corto estipendio que, todo se reduce a trescientos y cincuenta pesos, com­puestos de obvenciones, indios de doctrina, en frutos de la tierra y el corto sínodo que se les está asignado con el cargo de decir las misas co­rrespondientes a la cantidad que se les entrega [...] Lo que toca a obven­ciones se reduce en los que las pagan a cuatro legumbres de frijoles, pimientos, papas, ganados y otros frutos de la tierra que se los comen o los pierden, porque nunca llegan a cantidades de poderse vender, porque les costará más el transporte; esto es en los que pagan obvenciones, por­que lo general es no pagarlas por la suma pobreza de la tierra. El ramo de indios de encomienda es tan corto que hay curatos que no tienen diez indios, y algunos menos y el que más tendrá ciento. Los encomenderos deben pagar esto; los que pagan, que son muy pocos, lo hacen de la misma suerte, en especies de legumbres, porque en las campañas no se ve un peso; con que únicamente se reduce su principal esperanza en materia de congrua a lo que se les tiene señalado por razón de sínodo en el caudal de los in­dios. Esta asignación es tan atrasada en su cobranza, que hallo estar de­biéndosele a los curas hoy más de treinta y cuatro mil y más pesos; con que los pobres no sólo no pueden vestirse ni hacer un capote de ropa de la tierra, pero aun comer lo hacen muy escasamente.

Certifico a Vuestra Majestad que el mayor cuidado y trabajo que tiene el obispo en este reino es mantener de curas su obispado, que, habiendo esta­do puestos adictos a su oposición en todo este tiempo, no ha comparecido opositor alguno; y me hallo obligado a solicitar quien los sirva en ínterin [...] En todo el Perú, tengo experimentado, es sin comparación menor el trabajo de los curas por tener sus feligreses reducidos a pueblos, sus igle­sias, sus casas, sus conveniencias, muchas obvenciones y otros provechos, que hacen sumamente pingües los curatos; y, esto no obstante, les tiene Vuestra Majestad asignados sínodos muy cuantiosos de su Real Hacien­da, siendo los comunes de un mil pesos con corta diferencia. Y estos cu­ras, Señor, no logran de la gran liberalidad de Vuestra Majestad, un real de situado en sus reales cajas, siendo su trabajo sin comparación excesivo al de los curas del Perú...17

17 Elias Lizana, Colección de documentos históricos recopilados del Archivo del Arzobispado de San­

tiago de Chile, Cartas de los obispos al Rey, 1564-1814, t. 1, Santiago, Imprenta San José, 1919, pp. 450 y ss.

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Los libros parroquiales reflejan toda la problemática de los curatos de estos decenios. En algunas parroquias, como la de Peumo, entre 1705 y 1715, no hubo cura propietario. En la mayoría no hay asentamientos de los sacramentos, nadie se ocupaba de ello, o es muy confuso, sin que­dar bien claro quién estaba a cargo de la parroquia. En 1711 el obispo Romero hizo la visita de la diócesis, y envió a la Cámara de Indias los resultados.18 La ausencia de curas propietarios se reflejaba en que en la mayoría de los curatos no había iglesias parroquiales. Como cada curato incluía cinco o seis estancias, cada una con oratorios, en ellos se cele­braban las misas. El cura vivía donde podía o le resultara más conve­niente: en un cuarto que le daban como limosna en las estancias, o en un rancho aparte y alejado de la iglesia de la estancia, que en la práctica ha­cía de parroquia. Pero la situación era inestable y duraba hasta que el dueño de la hacienda se cansaba de tener al cura y la supuesta parroquia en sus tierras. Entonces el cura se iba a otra estancia "pasando la parro­quia a su capilla como si fuera portátil". La falta de sitio para la parroquia era lo que causaba esta inestabilidad en la cura de almas.

Ante la situación, el Consejo de Indias intervino en el asunto y dis­puso "que el medio que propone para asignárseles esta congrua es que después de haber pagado los salarios que tienen aquellos ministros de la real audiencia [...] sobran comúnmente en la Real Caja 300 pesos, de éstos se les asignasen cuarenta pesos cada año para repartirlos entre to­dos [...] Madrid, y julio 18 de 1717".19

La situación, según lo muestran los datos, parece haber cambiado a partir de la década de 1720. La documentación muestra que la caja de censos de indios recaudaba apenas lo necesario para cubrir los 4140 pe­sos que se asignaban a los doctrineros y a pagar los sueldos de los funcio­narios creados por la ley para velar por los intereses de los indios. En cierta medida la situación se había vuelto a favor de los curas doctrineros y en contra de los indios, si creemos lo que un oficial de la real hacienda informaba en 1728. Don Ventura Camus, de él se trata, se quejaba de que la distribución a los curas de los principales de los censos se hacía de una forma tal que éstos se habían adueñado de ese caudal y de los réditos atrasados que sumaban unos cien mil pesos, con lo que se despojaba a los pueblos de indios de los recursos que se aplicaban a la construcción de las iglesias y socorro de viudas y huérfanos.

18 AGI, Chile, vol. 67.19 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 39.

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Hacia 1741 se nombró como protector de naturales en la audiencia a don Tomás Ruiz de Azúa, quien intentó poner orden en el cobro de los réditos atrasados de los censos de los indios. En muchos casos los deu­dores, que no habían pagado nunca, no reconocieron la deuda y alegaban la prescripción extintiva, tal como lo hizo Manuel de Toro Mazote de un censo impuesto sobre su estancia de Curimón. La real contaduría no tenía padrón de censos de indios, según informaban sus oficiales. De los 150 procesos que se habían iniciado por réditos no pagados ante el juzgado de censos antes de que fuera nombrado Ruiz de Azúa, nin­guno había terminado. La situación era, en verdad, escandalosa. La muerte de Azúa puso fin a los intentos de cobrar los réditos de los cen­sos y de rescatar los capitales.

Sin embargo, un informe de los curatos del obispado por parte del obispo Manuel Alday (1753-1788) motivado por una real cédula del 15 de enero de 1772, en la que el rey pedía informes sobre el sínodo y otras entradas de los curas, se indica que 39 curatos tenían asignaciones en la caja de censos de indios, tres más de los estipulados en 1680.

Las parroquias del obispado de Santiago en el siglo xvm

En correspondencia con este mejoramiento y estabilidad del pago del sínodo, aumentaron las ordenaciones sacerdotales a partir de 1720. El obispo de Santiago, Alejo Fernando de Rojas y Acevedo, en carta al rey en la que informaba sobre los curas y canónigos del obispado, se refería a ellos elogiosamente; alaba su formación intelectual. Entre los 22 presbíteros que recomienda, siete eran doctores, dos licenciados y tres bachilleres, algunos en derecho, título que sólo podía obtenerse fuera del reino.20

La situación de los curas y los curatos del obispado de Santiago cam­bió a partir de 1720. La relativa estabilidad en el cobro de los sínodos se tradujo también en el inicio de un proceso de erección de nuevas parro­quias. Los problemas crónicos del siglo XVII (la escasez de clérigos, su deficiente educación y formación sacerdotal, los curatos vacíos y mal pagados) parecen haber desaparecido. Desde entonces asistimos a un desarrollo estable y sostenido del clero y de los beneficios de la diócesis.

20 Cfr. Carlos Silva Cotapos, Historia eclesiástica de Chile, p. 115.

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Sólo dos fueron las parroquias erigidas por el obispo Alonso Pozo Silva: en 1728, la parroquia de Petorca,21 desmembrándola de la de La Ligua; en 1729, la parroquia de San Felipe el Real, desmembrándola de las de Aconcagua y Los Andes. La sede vacante de 1743-1744 erigió la parro­quia de San Fernando, desmembrándola de la parroquia de Chimba- rongo. A partir de este momento, y en concordancia con el aumento de la población y de la producción agrícola, ganadera y minera,22 comien­za un proceso de desarrollo de la red parroquial.

El obispo Juan González Melgarejo en 1740 erigió la viceparroquia de Hierro Viejo (cerca de Petorca), en la época en que se descubrieron metales en esa región. En 1744 incorporó la parroquia de Malloa a la de San Fernando. En 1745 erigió la parroquia de Curicó, desmembrándola de la parroquia de Chimbarongo y la de Renca de la Punta, en Cuyo. Erigió también en 1748 la parroquia de Corocorto, en Cuyo, y en la mis­ma región la parroquia de Jachal, en la zona de San Juan de la Frontera. En 1753, se trasladó la parroquia de Aculeo a la nueva sede de Maipo.

La red beneficial chilena durante el obispado de Manuel Alday tuvo cuatro etapas. En un inicio hubo sólo traslados de sedes: en 1755, trasla­dó la sede de la parroquia de Peteroa a Longocura, y en 1755 la de Acu­leo a Maipo. Una segunda etapa comienza en 1764, con la erección de la parroquia de Alhué, desmembrándola de San Pedro de Melipilla, de la que había sido viceparroquia. En 1764, ya existía la viceparroquia de Lora, en la jurisdicción de la parroquia de Vichuquén. En 1767 erigió las pa­rroquias de Nueva Peteroa o Lontué, desmembrándola de Longocura; la de Pichidegua, desmembrándola de la parroquia de Santa Cruz de Colchagua; la de Quilimarí, desmembrándola de la parroquia de La Li­gua y de la antigua doctrina de Choapa; y la de Guanacache, en Cuyo, desmembrándola de la de Mendoza. En 1769, erigió la parroquia de Nancagua, desmembrándola de la de Chimbarongo. En 1774 comenzó la tercera etapa con el traslado de la sede de la doctrina de Curimón a Los Andes, erigiéndola como parroquia. En 1775 erigió la parroquia de San Lázaro en la ciudad de Santiago de Chile, desmembrándola de las de Santa Ana y Renca. En 1778 erigió las parroquias de Paredones,

21 Raimundo Arancibia Salcedo, Parroquias de la Arquidiócesis de Santiago, 1840-1925, Santiago de Chile, Imprenta San José, 1980. De esta obra hemos tomado las fechas de erección de las parroquias y los desmembramientos que explicamos. Para evitar una larga enumeración de no­tas a pie de página, parroquia por parroquia, remitimos a la obra directamente.

22 Para ver la dimensión de este proceso, recomendamos a Marcello Carmagnani, Los mecanis­mos de la vida económica en una sociedad colonial. Chile 1680-1830, Santiago, DIBAM, 2001.

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desmembrándola de la de Vichuquén, y la de Guacarhue, desmem­brándola de la de San Fernando. En 1779 erigió la parroquia de Cahuil, desmembrándola de la de Rapel. En 1786, por fin, la cuarta etapa, comenzó con la erección de la parroquia de Valle Fértil, desmembrán­dola de la de Mendoza; en 1787 la parroquia de Talpen, desmembrándola de la de Rauquen, y la de Pelarco, desmembrándola de la de Talca.

Las reformas administrativas de fines del siglo XVIII impuestas a la Iglesia por la corona establecían que los obispos debían disponer la erec­ción de nuevas parroquias y tenientazgos, y proveerlos con sacerdotes, en pleno acuerdo con el vicepatrón. Las primeras reales cédulas con estas disposiciones llegaron a Santiago en 1765.23 Manuel Alday en carta al rey, del 27 de enero de 176724 informaba sobre la aplicación de estas medidas en el obispado. En todas las ciudades y villas del obispado había párroco residente, se había reducido el territorio de las parroquias y se habían erigido nuevas desmembrándolas de las existentes, reagru- pando territorios y creando tenientazgos.

La multiplicación de la población y por lo tanto de la necesidad de curas, no pudo ser satisfecha por el clero secular. Si bien éstos en Chile fueron los propietarios de los parroquias, trabajaron con muchos tenientes curas regulares. Basta mirar los libros parroquiales para darse cuenta de que la administración de los sacramentos a la población, con­tenido fundamental de la cura de almas, estuvo en manos de los regulares, de los que oficialmente tuvieron los nombramientos de tenientes curas, y de los que ocasionalmente celebraron bautismos, matrimonios y defun­ciones. Fiemos estudiado la dimensión de este hecho en treinta de las 51 parroquias del obispado de Santiago entre 1760 y 1810. En ellas hubo 292 tenientes curas, 41 (14%) de éstos pertenecían al clero secular, y 251 (85%) al clero regular.25

Por último, el obispo Blas Sobrino Minayo en 1792 erigió la vicepa­rroquia de Curacaví y la de Río Claro (Rengo), desmembrándola de la parroquia de Guacarhue. En 1794, trasladó de sede la parroquia de Rauquen a San Pedro de Pencahue (también Lora o Longocura). Por su parte el obispo Francisco José Marán en 1792 erigió la viceparroquia

23AASCH, Secretaría del obispado, leg. 4.24 Ibid.25 Sobre este tema véase Lucrecia Raquel Enríquez Agrazar, "Regulares en la Iglesia secular:

presencia franciscana en curatos y doctrinas del obispado de Santiago de Chile, 1760-1810", enRené Millar Carvacho y Horacio Aranguiz (eds.), Los franciscanos en Chile: una historia de 450 años, Santiago, Academia Chilena de la Historia, 2005, pp. 197-215.

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EL CLERO SECULAR DEL OBISPADO 35

de Putaendo en parroquia, y en 1798 erigió la de San José de Maipo, desmembrándola de la de Ñuñoa.

El número de clérigos presbíteros

Presentamos a continuación la curva de ordenaciones sacerdotales del clero secular domiciliario del obispado de Santiago. Su correcta inter­pretación requiere varias aclaraciones. La primera relativa a la fuente misma, el libro de órdenes. Sólo se cuenta con un registro continuado a partir de 1753, cuando asumió el gobierno de la diócesis Manuel Alday, sin interrupciones hasta su muerte en 1788. No se ha conservado el li­bro de órdenes de la primera mitad del siglo. Los datos que aportamos son fruto de nuestra propia investigación. También hay que considerar que las sedes vacantes fueron muy cortas temporalmente y hubo sólo dos entre 1753 y 1807, por lo que no afectaron directamente a las orde­naciones. La sede vacante más larga se produjo en 1807 a la muerte del obispo Marán, casi en coincidencia con el inicio del colapso de la mo­narquía hispánica. Recién a fines de 1814 tomó posesión personalmente un nuevo obispo.

Sin embargo creemos que no es sólo atribuible al buen registro a partir de la década de 1750 el aumento del número de ordenaciones. La correlación entre desarrollo de la red parroquial, garantía de los in­gresos parroquiales y aumento de ordenaciones sacerdotales, confirman la formación de un clero secular estable. La curva muestra un vertiginoso crecimiento hacia mediados del siglo, unido con el desarrollo de la red beneficial, un paulatino descenso, y finalmente una estabilidad a par­tir de 1790. En las décadas 1791-1800 y 1801-1810 hubo 28 ordenaciones sacerdotales en cada una, un número proporcionado al de parroquias. Hay claramente una relación entre el crecimiento del clero secular y el mayor desarrollo de la red parroquial, de ahí que el aumento notorio en la curva de las ordenaciones en la década de 1760 coincidiera con la medida impulsada por la corona de multiplicar las parroquias y vicepa­rroquias.

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36 LUCRECIA RAQUEL ENRÍQUEZ AGRAZAR

Gráfica 1 Curva de ordenaciones sacerdotales

del obispado de Santiago de Chile (1700-1810)Po

rcen

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Serie 1

Décadas

El seminario diocesano

En Chile, durante gran parte del periodo colonial, los grados académi­cos universitarios se podían obtener por dos vías: directamente fuera del reino, siendo la Universidad de San Marcos de Lima la más elegida por los chilenos, o en los conventos del reino.26 Con la erección de la univer­sidad de San Felipe en 1738, caducaron los privilegios de las órdenes de

26 Sobre la educación en el reino anterior y posterior a la fundación de la Universidad de San Felipe, véase José Toribio Medina, Historia de la instrucción pública en Chile desde sus orígenes hasta la fundación de la Universidad de San Felipe, 2 tomos, Santiago, Imprenta Elzeviriana, 1905; José María Frontaura, Historia del Convictorio Carolino, Santiago, Imprenta Nacional, 1889; Mario Góngora del Campo, "Notas para la historia de la educación universitaria colonial en Chile", en Anuario de Estudios Americanos, vol. VI, Sevilla, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1949.

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otorgar grado universitario en artes y teología. La universidad se limi­taba a las conferencias, disputas y cursillos. Desde 1772 el Convictorio Carolino,27 pasó a ser de hecho el plantel básico de la educación supe­rior, ya que sus cursos servían para la obtención de los grados.

La instrucción del clero siempre estuvo, en teoría, íntimamente li­gada a la existencia de seminarios. El Concilio de Trento quiso darle a los seminarios el carácter de centros de formación del clero secular.28 A partir del siglo XVI se crearon en las diócesis estos establecimientos de educación especializados para los candidatos al sacerdocio pobres en los que se estudiaba con becas. Se pretendía dar una formación integral, con materias tales como gramática latina, canto, aprendizaje memo- rístico de las Sagradas Escrituras, las fórmulas de administración de los sacramentos, conocimientos de los padres de la iglesia y homilías de santos.

Los seminarios chilenos se fundaron después de la vuelta a Chile de los obispos de La Imperial y Santiago luego de participar en el Ter­cer Concilio de Lima de 1583. Con anterioridad los clérigos del obispa­do se formaban junto a los obispos o en los conventos de religiosos. El Seminario de Santiago se fundó en 158429 y tuvo una existencia constan­te a lo largo de la época colonial. En 1813 por iniciativa del Congreso de Chile fue fusionado con los otros colegios existentes formándose el Insti­tuto Nacional, que dejó de funcionar en 1814 al ser Chile reconquistado por las fuerzas leales al rey.

Pero los obispos durante el siglo XVII y hasta mediados del XVIII, constantemente hacen referencia al bajo nivel educacional del clero secu­lar chileno y a su deficiente formación sacerdotal. Para paliar esta situa­ción, fray Gaspar Villarroel (1637-1653) estableció durante su gobierno la Congregación de Clérigos, en la que el obispo exponía semanalmente reglas de conducta en el desempeño de su cargo y los instruía en casos de conciencia,30 al no existir en la catedral de Santiago una canonjía que hiciera ese oficio. Todavía en tiempos del obispo Juan Bravo Rivero (1734-1743), uno de los canónigos de la catedral tenía el encargo de ex­plicar al clero teología moral y Sagradas Escrituras.

27 Se trata del Convictorio de San Francisco Xavier de los jesuítas, restablecido en 1768 bajo la dirección del clero secular. Funcionó hasta 1815.

28 Concilio de Trento, De reformatione, sesión XXIII, cap. 18.29 C/r. Raimundo Arancibia Salcedo, "El Seminario de Santiago, 1584-1984", en Anuario de

Historia de la Iglesia en Chile, Santiago de Chile, Seminario Pontificio Mayor, 1984, pp. 9-36.30 Víctor Maturana, Historia de los agustinos en Chile, t. 1, Santiago de Chile, Imprenta Valpa­

raíso, 1904, pp. 418 y 433.

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La obligatoriedad de educarse en los seminarios, pedida como un requisito para la ordenación sacerdotal, aparece recién a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Corresponde a esa época el periodo más prestigioso del seminario de Santiago, el del rectorado del presbítero Juan Blas Troncoso entre los años 1748 y 1795. Gran parte de este recto­rado transcurrió durante el gobierno de la diócesis del obispo Manuel de Alday (1753-1788), quien reformó las constituciones del seminario, que se dirigía por un rector nombrado por el obispo, secundado en sus funciones por un vicerrector. El rector designaba a los maestros o pa­santes que dictaban las lecciones. El establecimiento se mantenía con 3% de los diezmos eclesiásticos, de los curatos y de las capellanías eclesiásticas. Por ser un colegio real, recibía además estudiantes "pensio­nistas" que pagaban 50 pesos anuales y residían en él como internos aunque no estuvieran destinados a la carrera eclesiástica. Para los es­tudiantes que ingresaban al servicio de la Iglesia había instituidas 16 becas de gracia o de número, proveídas por el obispo.

El claustro de la Universidad de San Felipe concedió al seminario el privilegio de admitir la validez de sus exámenes para las carreras universitarias. Para esto, los seminaristas debían asistir diariamente a la Universidad, matricularse en ella y rendir allí sus conclusiones finales como requisito para ganar los grados universitarios.

Sobre el destino de las becas del seminario tenemos un testimonio del rector, Juan Blas Troncoso, de 1786. En ese momento una real cédula mandaba suspender la dotación del colegio convictorio de las tempora­lidades de los jesuitas expulsos, y, si no pudiera mantenerse, se deter­minaba que se uniera al colegio seminario. Esta medida fue resistida por el obispo, quien pidió al rector Troncoso un informe sobre la posi­bilidad de realizar dicha unión. Reproducimos la respuesta del rector porque en ella se contienen elementos que nos muestran cómo se en­grosaron las filas del clero secular en el siglo XVIII:

Me parece impracticable la unión de ambos colegios [...] porque el Semi­nario, según el concilio tridentino [...], es para educar aquellos jóvenes que se inclinan al estado eclesiástico, prefiriéndose los hijos legítimos de los feligreses pobres. Y aunque admite también los de ricos, es con la pen­sión de que paguen sus alimentos: así el seminario se estableció con doce becas dando a los que las ocupan vestido, extensión y calzado. Todos ellos son hijos legítimos de padres honrados aunque pobres, por cuyo motivo los externos sólo pagan 50 pesos, cuando en el carolino se contribuye en 80. A esta proporción su vestuario interior y exterior es moderado y co­

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rrespondiente a la calidad de pobres, tolerándolo porque todos son igua­les. En el carolino entran los hijos de vecinos principales y acomodados, que así en sus casas, como después en el colegio los visten con mayor aseo correspondientes a sus facultades y calidad. Y me parece que esa desigual­dad no sería conveniente en una comunidad de jóvenes, siendo natural que por no experimentarla, faltase quienes llevasen las becas del seminario. Estos se dedican a los estudios de latinidad, filosofía, teología y ritos ecle­siásticos, sirviendo tres para acólitos en la catedral todos los días, y en los de precepto asiste todo el colegio, instruyéndose de las ceremonias eclesiás­ticas. Por esta educación y escasez de facultades propicias, los más con­cluidos sus estudios se ordenan de sacerdotes, hacen oposiciones a curatos, y la mayor parte de los de la campiña se sirven por los que han sido semi­naristas. Como que siendo de mucho trabajo por su extensión y de cortas obvenciones, por estar poco poblados, es fácil que las admitan aquellos que también son pobres, y sólo así pueden tener congrua para mantenerse. Todo lo contrario pasa en el carolino, sus colegiales a más de aquellas facultades, estudian jurisprudencia, por lo común siguen el estado secu­lar, y si algunos se ordenan es o porque tengan capellanías de familia, o porque logran algún beneficio en la ciudad, rehusando ios curatos del campo por laboriosos cuando su educación ha sido con regalo. No asisten a la catedral ni se instruyen en las funciones de ellas, y es consiguiente que siendo tan diversos sus fines no pueden acomodarse a vivir juntos. En las demás catedrales donde hay seminarios conciliares, siempre es dis­tinto del convictorio si lo tiene la ciudad, y aunque al principio sirviese para ambos fines, luego que el seminario ha podido mantenerse con sus rentas, se ha separado del otro, porque la experiencia ha manifestado que no es conveniente su unión. El número del seminario es de veintiocho que no puede aumentarse por ser estrecha su vivienda, el de los convictorios lle­ga a treinta y dos. Como ambos son los únicos de todo el obispado, podrá crecer el del segundo. Separados ambos cuerpos pueden gobernarse con arreglo sin mucha dificultad. Pero juntos en uno harían una comunidad de jóvenes crecida y por lo mismo más difícil de sujetarse...31

Según el rector Troncoso, la buena aplicación de las becas, la posi­bilidad de graduarse en la universidad, y las ordenaciones sacerdotales a título de servicio en la Iglesia, ayudaron a que surgieran en el semina­rio muchos candidatos para las parroquias rurales. ¿Pero se corresponde esta visión con lo que ocurrió? ¿Realmente el seminario engrosó las filas del clero en el siglo XVIII, y sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo? ¿Cuántos futuros curas se educaron en el seminario? De la to­

31 agí, Chile, 460.

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talidad de 530 alumnos que hubo en el siglo XVIII y hasta 1810,47 (8.8%) de ellos fueron futuros curas del obispado, 30 (5.6%) se ordenaron de presbíteros y probablemente ejercieron libremente el ministerio, tan sólo uno fue canónigo de la catedral. En la primera mitad del siglo se edu­caron 17 futuros curas (3.2%) y 7 futuros (1.3%) presbíteros de libre ministerio.

¿Qué ocurrió específicamente durante la segunda mitad del siglo en el seminario? Con respecto a la primera mitad del siglo hubo un no­table aumento tanto de estudiantes futuros curas y presbíteros de libre ministerio. Contabilizamos 30 (5.7%) futuros curas y 23 (4.3%) futuros presbíteros de libre ministerio.

En los colegios jesuitas del obispado, entre 1700 y 1767, se educa­ron en total 918 alumnos. De éstos dos fueron obispos (0.2%), otros dos arzobispos (0.2%), 9 (0.9%) canónigos. Futuros curas párrocos fueron 32 (3.4%) y presbíteros probablemente de libre ejercicio del ministerio 18 (1.9%).

Comparando los dos colegios en la primera mitad del siglo, en los colegios jesuitas se formaron 32 futuros curas del obispado, y en el semi­nario 17. Destaca así el importante papel de los jesuitas como formadores del clero secular hasta la expulsión. En sus filas se formaron obispos, arzobispos, canónigos, curas y presbíteros de libre ministerio. Recién después de producido el extrañamiento de los jesuitas el seminario adqui­rió verdadera importancia en la formación del clero parroquial.

¿Cuál fue la situación en el convictorio carolino? Entre 1768 y 1815 tuvo 556 alumnos. De ellos, 18 (3%) fueron posteriormente curas párro­cos; 21 (3.7%) fueron posteriormente quizás presbíteros de libre ejercicio del ministerio. Dos estudiantes fueron obispos (0.3%) y 14 (2.7%) fue­ron canónigos. Sin duda favoreció el reclutamiento de futuros curas el hecho de que en la segunda mitad del siglo XVIII la ordenación "a título de servicio en la Iglesia" o a título de la diócesis, se tornó la más fre­cuente en el obispado de Santiago de Chile para quienes no poseyeran ni capellanía ni patrimonio. Quien se ordenara con este título al servicio de la Iglesia era destinado por el obispo, sin poder rehusar el beneficio que le era asignado, a ayudar a cualquier curato como cura interino o sus­tituto. Para los obispos era un medio para tener curas y tenientes curas en las parroquias menos apetecidas. Los aspirantes al sacerdocio que carecían de congrua, por lo tanto, se oponían a los curatos vacantes con el fin de obtenerlos como título de ordenación. Así por ejemplo, don Pe­dro Pablo Gutiérrez se presentó en 1783 a las oposiciones de los curatos vacantes de San Isidro y de Huasco "para que le pudiera servir de título

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de órdenes...",32 obteniendo el de Huasco con ese fin. Sin embargo, no se acabaron las dificultades para el obispo de Santiago en la provisión de cier­tos curatos, como queda claro a través de lo ocurrido en las oposiciones que en 1779 se celebraron por estar vacante el de San Felipe. Resultó ganador de la oposición José Antonio Moreno Merino, quien se ordenó de sacerdote a título de cura de Combarbalá. Como ninguno de los otros presbíteros que se habían opuesto al de San Felipe aceptó como resulta el de Combarbalá tuvieron que celebrarse las oposiciones para este cu­rato. El obispo Manuel Alday no pudo presentar ni siquiera una terna al gobernador, porque sólo dos clérigos minoristas se habían opuesto porque "ninguno quiere admitir este curato por corto, y sólo por tener título para órdenes lo admitieron los propuestos..."33

Los curas del obispado de Santiago en 1810

Llegamos así a 1810 con 55 parroquias en el obispado y 197 presbíte­ros.34 Un chileno, nacido en Santiago de Chile, ocupaba la mitra de Hua- manga, José Antonio Martínez de Aldunate, desde la que fue ascendido en 1809 a la de Santiago de Chile.35 Complementaremos los datos que aporta Prieto del Río en su Diccionario36 con los nuestros propios para trazar una imagen del clero secular en vísperas del proceso revolu­cionario. En general: 77 eran curas o tenientes; 85 no servían en parro­quias; 11 eran capellanes de monasterios o milicias; diez eran miembros del cabildo eclesiástico y otros dos servían en la catedral; 11 se dedicaban al magisterio.

Lo primero que llama la atención es que casi por partes iguales nos encontramos con un clero parroquial y uno extraparroquial. En Chile, hasta ahora se desconocía la presencia y dimensión de estos clérigos de libre ejercicio del ministerio, como se los llamaba en la época. Muy dis­persas están sus huellas posteriores. Algunos bautizan o casan (con la debida licencia del cura propietario), o reaparecen para nosotros al momento de testar, como testadores o testigos. A otros los reencontra­

32 AASCH, Secretaría del obispado, leg. 72.33 Ibid.34 Luis Prieto del Río, "Catálogo del clero secular de Santiago en 18 de septiembre de 1810",

en La Revista Católica, Santiago, t. 19,1910, pp. 397-402.35 AGI, Chile, 453.36 Luis Prieto del Río, Diccionario biográfico del clero secular de Chile. 1535-1918, Santiago, Im­

prenta Chile, 1922.

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mos celebrando ocasionalmente misas especiales de difuntos, por las que cobraban,37 o comprando bulas de la Santa Cruzada para poder ce­lebrar misas en oratorios particulares de sus propias chacras o fincas.38 La originalidad de este grupo en Chile radica en que la gran mayoría fueron capellanes de capellanías de misas eclesiásticas en forma casi exclusiva. Salvo pocas excepciones, prácticamente no sirvieron en pa­rroquias ni siquiera en forma interina, por lo que podemos caracteri­zarlos como clérigos extraparroquiales. Estos clérigos nos muestran una sociedad local capaz de sustentar a algunos de sus miembros con cape­llanías familiares y de generar rentas (que no existía a principios del siglo XVIII), aunque habrá que evaluar con más detenimiento el signifi­cado de este clero extraparroquial en una sociedad colonial.

Gráfica 2

Estructura del clero secular del obispado de Santiago de Chile en 1810

42% Clérigos particulares

39% Curas y tenientes curas

7% Cabildo eclesiástico y catedral

6% Campellanes de monasterios y milicias

6% Magisterio

William Taylor39 al estudiarlos en México en el siglo XVIII, se refiere a ellos como sacerdotes "sin destino", la gran mayoría aunque celebra­ban misas, no impartían otros sacramentos. Algunos vivían entre la élite cultivada, de la que ellos mismos formaban parte, y no aspiraron nunca

37 A ASCH, Justicia, Capellanías 4, exp. 91.38 AGI, Chile, 94.39 William Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, Za­

mora, Colegio de Michoacán/Secretaría de Gobernación/Colegio de México, t. 1, 1999, p. 114.

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EL CLERO SECULAR DEL OBISPADO 43

a ser párrocos. Tenían fortuna propia u ocupaban cargos directivos en la diócesis, como rectores del seminario o asesores de la audiencia epis­copal. En un informe del obispo de la ciudad de México en 1758 se señala que había mil sacerdotes en la ciudad y otros mil en la arquidiócesis ordenados a título de capellanía, muchos de ellos sirviendo como cape­llanes de haciendas. A fines del siglo XVIII el número de curas aumentó en forma proporcional al de parroquias. Roberto Di Stéfano40 constata que en Buenos Aires en 1778 los clérigos sin destino representaban 66% del clero secular: de los setenta clérigos que había, 46 no tenían oficio determinado. La proporción seguía siendo la misma en 1810. Abunda­ban los clérigos, pero escaseaban los párrocos.

En Chile la presencia de clérigos sin destino en cargos directivos de la diócesis fue irrelevante, no constituían un elemento definidor del grupo, ya que fueron los miembros del cabildo eclesiástico quienes aca­pararon estos oficios. En Chile siempre se ha considerado que la figura clásica del presbítero en la época colonial es la del cura y vicario, cree­mos que hay que matizar esta conclusión a la luz de estos datos.

A diferencia de la situación de principios del siglo XVIII en que los curatos estaban vacíos, a fines de la época colonial no existía ese problema. Se había logrado una estabilidad en las ordenaciones sacerdotales que garantizaba el servicio de los curatos.

Con respecto a los grados universitarios, en Chile en 1810, entre los curas cuatro eran doctores en teología, dos bachilleres en leyes, dos en teología y dos en filosofía, los 67 restantes no tenían ningún título uni­versitario. Entre el clero extraparroquial, seis eran doctores en teología, siete bachilleres en teología y dos en leyes, los 68 restantes no tenían títu­lo universitario. El cabildo eclesiástico contaba con tres doctores en leyes, un doctor en ambos derechos, cuatro doctores en teología y dos no te­nían título universitario. Entre los capellanes de milicias o monasterios había un doctor en teología, un bachiller en filosofía y uno en teología, los nueve restantes no tenían título universitario. Por último, entre los que se dedicaban al magisterio ocho eran doctores en teología y tres en leyes. En general observamos que el clero secular contaba con 23 docto­res en teología, seis en leyes y uno en ambos derechos, o sea, una muy baja proporción de graduados universitarios.

40 Roberto Di Stéfano, "Abundancia de clérigos, escasez de párrocos: las contradicciones del reclutamiento del clero secular en el Río de la Plata (1770-1840)", en Boletín del Instituto de Histo­ria Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani", Buenos Aires, tercera serie, núms. 16 y 17, 2° semestre de 1997 y 1er. semestre de 1998, pp. 33-59.

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Como conclusión podemos afirmar que durante el siglo XVIII se con­formó un clero secular en el obispado de Santiago, cuyos integrantes eran capaces de servir como propietarios en las parroquias existentes, aun­que con el auxilio del clero regular. El tamaño del clero a lo largo del siglo se correlaciona con la cantidad de parroquias y con la estabilidad del pago de los sínodos. La monarquía auspició este proceso con la tem­prana secularización de las parroquias y lo favoreció al tomar diferentes medidas para garantizar la dotación de ellas. Sin embargo no hay que perder de vista que fueron medidas tomadas ante la escasez de clérigos seculares. A diferencia del clero del Perú, la real hacienda no asumió nunca por completo el pago del sínodo de los curas.

Los obispos, por su parte, contribuyeron a conformar el clero secu­lar favoreciendo las ordenaciones sacerdotales a título de servicio en la Iglesia, garantizando la presencia de un cura en ellas. El seminario tam­bién fue clave en este proceso. Al disponer de una buena política de distribución de las becas, abrió la posibilidad de iniciar una carrera ecle­siástica para muchos, con lo que se nutrían las filas del clero secular con futuros párrocos, más acentuadamente en la segunda mitad del siglo XVIII. En este sentido continuaron la labor iniciada por los jesuitas, en cuyos colegios se educaron la mayoría de los clérigos del obispado, desde párrocos a arzobispos.

A principios del siglo XVIII había setenta presbíteros seculares en el obispado, a principios del XIX eran 197, entre curas y clérigos sin destino, núcleo muy numeroso en 1810, concentrado sobre todo en la ciudad de Santiago. En síntesis, las medidas tomadas por la corona en el marco de las reformas borbónicas, la estabilidad económica del reino en el siglo XVIII y una buena política de reclutamiento por parte del clero, favore­cieron que se formara y estabilizara el clero secular.

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Curas seculares del Tucumán,ENTRE LA COLONIA Y LA INDEPENDENCIA (1776-1810)

Gabriela Caretta*

Valentina Ayrolo**

Introducción

El creciente descrédito que sufrió la carrera clerical durante las últimas décadas de la colonia en el Río de la Plata ha sido señalado por varios autores. Según estos análisis, este menoscabo se relaciona principalmente con la influencia del pensamiento ilustrado, con el desarrollo de las actividades de los mismos sacerdotes y con la política de reformas borbó­nicas. Todo esto se habría visto reflejado, entre otras cosas, en la dismi­nución de las ordenaciones y en la reorientación de las carreras de los hijos varones de las familias de la élite hacia otras profesiones como la milicia y la política.1 Sin embargo, este modelo explicativo del proceso de cambio vivido por la sociedad tardía colonial no parece ajustarse a lo ocurrido en todo el territorio del recientemente creado virreinato del Río de la Plata.

En este trabajo nos centraremos en el clero de la diócesis del Tucumán (1570-1806) tratando de reconocer, por un lado, cómo eran los espacios

* Universidad Nacional de Salta (Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Salta [CIUNSA] y Centro Promocional de Investigaciones en Historia y Antropología [CEPIHA]), Salta, Argentina. Proyecto de Investigación Plurianual núm. 6073 conicet, "Conflictividad, guerra y transformaciones sociales en las periferias de Iberoamérica. Evolución e insurgencia en Salta y Cuyo", directora Sara Mata.

** Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)-Centro de Estudios Históricos (CEHIS), Universidad Nacional de Mar del Plata Argentina. Para la realización de este trabajo conté con el apoyo del Plan de Trabajo conicet (resolución núm. 1294-28/11/04).

1 Sobre el clero regular véase Carlos Alberto Mayo, Los betlemitas en Buenos Aires: convento, economía y sociedad (1748-1833), Sevilla, Excelentísima Diputación, 1991, y Jaime Peire, El taller de los espejos. Iglesia e imaginario 1767-1815, Claridad, Buenos Aires, 2000. Sobre el clero secular cfr. Roberto Daniel Di Stefano, El pulpito y la plaza. Clero, sociedad y política de la monarquía católica a la república Rosista, Buenos Aires, Siglo XXI (Historia y Cultura), 2004.

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del obispado, esto es, la ciudad y la campaña, y por otro, las caracterís­ticas del clero secular en el contexto del virreinato del Río de la Plata. Exploraremos dichos temas considerando una franja de tiempo que va del final de la colonia hasta la revolución de mayo de 1810 y algunos puntos del obispado en particular: la cabecera Córdoba y tres jurisdiccio­nes alejadas del centro episcopal, como Salta, Jujuy y La Rioja.2

A fin de pensar los tres espacios del obispado tucumano en clave comparativa, hemos considerado en nuestro análisis algunas de las variables que fueron utilizadas para trabajar otras diócesis. Guiarán nuestra reflexión una serie de preguntas vinculadas a los espacios y a los actores. Con respecto a los espacios: ¿las ciudades del Tucumán eran más atractivas para el clero que su campaña?, ¿qué elementos están vinculados a la elección de residencia? En relación con los actores (el clero secular), ¿la presencia del clero secular era importante?, ¿cuántos se decidían por la carrera sacerdotal? ¿Qué factores podrían haber in­cidido en la elección? El número de individuos ordenados en el Tucumán, ¿de que fenómeno nos está hablando? ¿Se ordenan muchos?, ¿pocos?, ¿suficientes? Éstas son algunas de las preguntas que desearíamos contes­tar. Sin embargo, somos conscientes de las dificultades que conlleva todo estudio comparado, y más, si atendemos a la heterogeneidad de fuentes. Pese a este reparo creemos que comparar tiene una gran venta­ja y ésta es la de atender a la complejidad de un mundo que, como seña­la Serge Gruzinski, estaba "conectado".3

El antiguo obispado del Tucumán

El virreinato del Río de la Plata (1776) —que reunía la porción más aus­tral de los reinos españoles en América— contaba hasta 1806 con tres obispados: el de Buenos Aires, el del Tucumán y el del Paraguay. Hacia final del siglo XVIII el del Tucumán comprendía amplios y diversos es­pacios entre Buenos Aires y Charcas, reunía "7 provincias, o al menos de 7 partidos respectivos o 7 ciudades que comprenden Córdova, Santiago

2 Pese a que desde 1807 el obispado del Tucumán se divide en dos: Salta y Córdoba, el perio­do tomado se cierra con el acontecimiento político que tradicionalmente es elegido como el que marca el final de la colonia, la revolución de mayo de 1810.

3 Sobre el particular, véase Serge Gruzinski, "Les mondes mélés de la monarchie catholique et autres 'connected histories'", Anuales HSS, 56, núm. 1, janvier-février, 2001, pp. 85-117.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 47

del Estero, San Miguel del Tucumán, Salta, Xuxuy, Catamarca y la Rio­ja, todas con cabildos, alcaldes y oficios correspondientes".4

Para reconocer las características generales de los curatos tucuma- nos recurriremos a la "Descripción" que de él hiciera en 1774 el matemá­tico y cosmógrafo real Cosme Bueno. En ella, Bueno definía una de las particularidades distintivas de la región: la dispersión poblacional. Dice Bueno: "Como hay mucha gente repartida en las estancias y haciendas, tienen los curatos mucha extensión; los que igualmente debe entender­se de toda la provincia; y como por las distancias no pueden siempre concurrir a la iglesia parroquial, han formado varias capillas hacia aquellos parajes de más concurso de gente."5

Con el paso del tiempo muchas de las capillas se convertirían en sedes parroquiales. Una real cédula, hecha en Aranjuez en mayo de 1781, informaba que el número total de curatos de la diócesis según "practicó el reverendo obispo del Tucumán, para división que hizo de algunos curatos [era de] treinta y nueve curatos"6 que habían sido considerados en el censo levantado en 1778, por orden del rey Carlos III: el rectoral de la catedral, seis iglesias matrices y 39 curatos rurales.

En lo referido a Córdoba la parroquia de la catedral7 tenía dos curas (se acostumbraba nombrar uno de españoles y uno de indios) y un curato llamado Anejo con cuatro capillas, dos al norte y dos al sur: Río de Cór­doba, Alta Gracia, Saldán y la Lagunilla. El resto de los curatos eran los de Río Segundo con siete capillas; Río Tercero con cinco capillas (este curato fue dividido en dos por el obispo Moscoso y Peralta en 1776. Uno se llamó Tercero arriba y el otro Tercero abajo), Río Cuarto que fue reducción de indios pampas y tenía cinco capillas. El de Tulumba fue hacienda de Antonio de la Quintana y contaba con un oratorio y dos iglesias, la de San Esteban y la de San Pedro; luego estaba el de Ischilín; Punilla con diez capillas; Calamuchita con matriz en Soconcho y cinco capillas.

4 "Descripción del obispado del Tucumán, por el doctor Cosme Bueno, catedrático de prima de matemáticas y cosmógrafo mayor de los Reynos, Año 1774", Biblioteca de la R. Academia de la Historia, Madrid.- est. 27 gr. 3a E. núm. 92.=fol. 95r-109r, en Archivo del Arzobispado de Córdo­ba [en adelante aac], leg. 54 (Archivo de Sevilla), t. IV, 1681-1783.

5 Ibid., f. 14.6 AAC, leg. 15, real cédula "A los arzobispos y obispos del distrito de los dos virreynatos del

Perú y Buenos Aires, sobre división de curatos".7 Concolorcorvo dice de la catedral entre 1771-1773: "El tamaño de la Iglesia [por la catedral-

de Córdoba] es suficiente. Su pobre y escaso adorno, y aun la falta de muchas cosas esenciales, manifiestan las limitadas rentas del obispo y capitulares, que acaso no tendrán lo suficiente para

una honesta decencia", Concolorcorvo, El lazarillo de ciegos caminantes, Buenos Aires, Emecé, 1997, p. 56.

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El obispado del Tucumán a fines del siglo XVIII. Mapa elaborado por Cristián Werb.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 49

Los curatos situados en Traslasierra (llamado así por Cosme Bueno) eran los de San Javier con capillas en Ámbul, Panholma, Nono y el de Pocho con la matriz en Las Palmas y capillas en Salsacate, Ninalquín, Sancala, Pocho, la del Coro y Guasapampa.8 Por último, la parroquia de Río Seco de la que entre 1771-1773 Concolorcorvo decía: "El fuerte nom­brado el Río Seco es sitio agradable [...] Es cabeza de partido, donde reside el cura, y tiene una capilla muy buena y de suficiente extensión."9 Como veremos, particularmente en el caso de Córdoba, antes de la división del obispado en 1807, algunas parroquias habrán cambiado su forma.

Salta tenía en la ciudad del mismo nombre, su iglesia matriz con dos curas y dos ayudantes de parroquia. Tenía en su jurisdicción dos curatos: los de Chiquana y Calchaqui. El primero estaba compuesto de 11 pueblos y aunque de poca gente tenía varias capillas anejas a la ma­triz. Una de ellas en el partido del Rosario, convertida en Curato de Nuestra Señora del Rosario, otra en Huachipas (hoy Guachipas) y otra en el paraje llamado las Zorras. Contaba también este curato, según la "Descripción" de Bueno, con un santuario del señor Vilque en el pa­raje de Sumalao. Tenía cuatro anejos o capillas. Hacia 1778, según el censo levantado por Carlos III, los dos curatos rurales registrados por Bueno y sus capillas habían dado origen a cinco extensos curatos: Rosa­rio, Chicuana, Perico, Río del Valle y el Calchaqui, que hacia 1801 sería subdividido en el curato de San José Cachi y del Calchaqui propiamente, con cabecera en Molinos.

En la provincia de Jujuy la capital, San Salvador contaba con una parroquia con cinco capillas en las inmediaciones de la ciudad. Una de ellas es la de San Roque que sirvió de parroquia hasta 1766 en que fue terminada la que en 1774 servía de matriz. En su jurisdicción se encontra­ban los curatos de Humahuaca, Cochinoca y Santa Catalina. El primero con siete capillas, una de ellas en el pueblo de Iruya. El segundo tenía en su pueblo una ermita de Santa Bárbara que era viceparroquia. Tam­bién tenía otras tres capillas; una en el pueblo de Casabindo, la de la Rinconada,10 y la del río San Juan. El tercer y último curato era el de Santa Catalina tenía 4 capillas, entre ellas una que era viceparroquia,

8 AAC, leg. 17, año 1803.9 Concolorcorvo, El lazarillo..., p. 62.10 Un dato interesante es que el documento indica que en Casabindo y Rinconada los indios

hacen pólvora "que iguala a la que se trae de España". También señala que en este curato de Cochinoca hay minas de oro. Ibid., f. 18.

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llamada San Francisco de Yavi, cuyos fundadores y patronos eran los marqueses del valle del Tojo.11 Dice Cosme Bueno que la tenían adorna­da con grandeza. A su vez la parroquia de Santa Catalina fue dividida en dos, siendo el segundo curato el de San Juan Bautista de los Cerrillos o Yavi, también, según la "Descripción", estaban destinadas para mi­tras. Agrega otro documento de 1801, la existencia de otros dos curatos: los de Tumbaia/Tumbaya y el de Río Negro que contaba con una re­ducción de indios Tobas.

La Rioja tenía su iglesia matriz, parroquial, dedicada a San Nicolás de Bari. Los curatos de su jurisdicción eran cuatro. El de Los Llanos, con cabecera en Tama y con la capilla de Olta (doctrina de indios); en la sierra de maíz la parroquia de Guancadacol; en el valle de Famatina el curato de Anguinan con la parroquia dedicada a Santa Rosa con capilla en Malligasta, una en Los Sarmientos y otra consagrada a Santa Clara de Asís (1764) en Vichigasta en honor a San Buenaventura y la capilla de nuestra Señora de la Merced en Puntilla (Chilecito). Por último el curato de Araunco, vecino a Aminogasta y con capilla en San Blas de los Sauces (1734), en la pampa de Toruma, valle Vicioso.

Finalmente cabe advertir que en la jurisdicción de la diócesis del Tucumán existía un gran número de reducciones indígenas que Cosme Bueno describía así:

Hay en esta Provincia del Tucumán ocho pueblos de reducciones de in­dios del chaco que estaban bajo la dirección de los jesuitas; y al presente de los franciscanos. Estas son: la de San Francisco de indios Pampas en el Río Cuarto [Córdoba] la de Concepción de Abipones la de San Ignacio de indios Tobas; la de San Esteban de Miraflores [Tucumán] Lules y Tonocotes; la de Nuestra Señora del buen Consejo, y San Joaquín de Ortega de Umoampas (?); San Juan Bautista de Balbuena, de indios Ixistineses y Toquistineses, la de nuestra Sra. del Pilar de Mecapillo de indios Pasaguaynes, la de San Joseph de Petacas de indios Villelas, Hipas y Humahuampas. Por la parte de Macapillo salieron el año pasado 112 indios Vilelas y 58 todas pidiendo reducción. Tienen estas reducciones 2200 almas entre cristianos e infieles...12

11 Fue encomienda indígena que perteneció a la familia Obando-Campero que tenían estan­cias en los lados de la frontera boliviana-argentina. El título de marqués de Tojo le fue otorgado a Juan José Campero, quien se había casado en primeras nupcias (1679) con Juana Clementina Obando, hija de Pablo Bernardez de Obando fundador de la heredad.

12 AAC, leg. 54, Cosme Bueno, Descripción..., f. 22.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 51

La descripción de Cosme Bueno insiste en la diversidad de paisa­jes del obispado y la discontinuidad en su ocupación. Con el avance de los españoles sobre las fronteras (como la del chaco y la pampa), hubo una mayor organización e institucionalización de las unidades eclesiásticas que se visualiza en la creación de nuevos curatos y en la división del obispado hacia finales del periodo analizado.

Pero este avance, que se vio traducido en la fundación de nuevas parroquias, no fue parejo para todos los espacios del obispado. Mien­tras algunas jurisdicciones aumentan los curatos rurales entre 1750 y 1809, la de La Rioja mantiene el número. Sin duda, las divisiones se relacionaban con la extensión de los curatos. Sin embargo, resulta cen­tral para entender el proceso considerar la presencia de población asentada que conformaba la feligresía del cura y que componía sus ren­tas parroquiales.

Es por ello que en el Plan de deslinde para la división del curato de Calchaquí, ordenado por el obispo Moscoso en 1799, el interrogatorio realizado a testigos que conocían la zona incluye preguntas en torno a la extensión, la población, cantidad de fieles restantes en cada curato una vez dividido y los montos de la renta.13

Con la fundación del virreinato del Río de la Plata y de las nue­vas demarcaciones administrativas (las gobernaciones-intendencias) comenzaron a evidenciarse los problemas que traía aparejado un obis­pado tan dilatado. Por eso, en 1797 el gobernador intendente de Cór­doba, marqués de Sobremonte, atendiendo las dificultades administrativas que ocasionaba una gobernación-intendencia cuyo espacio compar­tían dos diócesis (la del Tucumán y la de Santiago de Chile) pidió al rey la modificación de la traza del obispado. Su objetivo era lograr la in­corporación de las tres provincias cuyanas, San Juan, San Luis y Mendo­za, a una nueva diócesis con sede en Córdoba. Para realizar dicha división contemplaba también la posibilidad de crear un nuevo obispado con sede en Salta, que comprendiera las provincias del noroeste.

Los argumentos esgrimidos por Sobremonte parecían bien enten- dibles. La extensión del obispado del Tucumán era inmensa y las dis­tancias eran enormes, lo que dificultaba la visita y la confirmación de los fieles. Pero, sobre todo, el marqués basaba su pedido en lo que él denominaba perjuicios de orden civil y político. Las tres provincias

13 Archivo del Arzobispado de Salta [en adelante aas], carpeta San Carlos, "Deslinde para la división del Curato de Calchaquí por orden del Obispo Ángel Mariano Moscoso, 1799-1801".

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cuyanas pertenecían en lo administrativo civil a la gobernación de Córdoba, pero en lo eclesiástico al obispado de Santiago de Chile, por eso decía el gobernador:

A mas de los perjuicios indicados hay otros en el orden civil y político que me parecen dignos de la atención de vuestra majestad estos son los embarazos que encuentra el gobernador de Córdoba en el ejercicio del vice-patronato, respecto de Mendoza, San Juan y San Luis que en lo ecle­siástico pertenecen al obispado de Chile; en virtud este tiene influencia en la provisión de doctrinas, y beneficios eclesiásticos, concurre con el prelado a concordar los curatos de los párrocos criminosos y en todo lo demás deben prestarse un mutuo apoyo é pero esto cuantos escollos no encuentra residiendo el prelado en Santiago de Chile y el vice-patrón en Córdoba? 14

Gráfica 1

Cantidad de curatos rurales en la diócesis del Tucumán

14121086420

Provincias

14 AAC, leg. 1, núm. 16, "Informe de Sobremonte sobre la conveniencia de anexar en lo ecle­siástico, á este obispado de Córdoba, las 3 provincias de Cuyo y hacer dos obispados del Tucu­mán, haciendo otro en Salta (1797)".

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 53

El pedido de Sobremonte será escuchado en 1806. Ese año, el rey Carlos IV presentó la real orden y solicitud para la creación del nuevo obispado. El 11 de marzo de 1806, Pío VII erige la nueva diócesis que ten­drá su bula de fundación el 28 de marzo de 1806. Así, la diócesis del Tucumán se dividirá en dos: la de Salta y la de Córdoba, incorporando a esta última la región de Mendoza, San Juan y San Luis, además de La Rioja. El obispado de Salta quedará conformado por las de Salta, Tucu­mán, Jujuy, Tarija, Catamarca y Santiago del Estero.

Podemos concluir entonces, que al final de su existencia, en 1806, el espacio eclesiástico del Tucumán tendría una composición parroquial bas­tante similar a la original ya que las modificaciones que se le realizaron se debieron —como era de uso— a las necesidades urgentes y no a una planificación meditada. En este sentido la división del obispado en 1806 parece haber respondido a los múltiples pedidos que se habían efec­tuado, cuya coincidencia con las nuevas disposiciones administrativas desde el plano político institucional, fueron decisivos para lograr el éxito de la demanda.

Los actores: el clero en el espacio

Reconocer la presencia del clero a través de su número es útil como primera aproximación a su estudio. Comparar estos datos con las ci­fras existentes para otros espacios ayuda a evaluar la importancia de esa presencia. Los resultados a los que llegamos en este trabajo son las primeras conclusiones generales para este espacio, y ésa es su fortaleza. Las fuentes con las que trabajamos se revelaron, en algunos casos, esca­sas, dispersas y heterogéneas. Sin embargo, y gracias a ellas, hemos podido obtener un primer mapeo de la diócesis y su clero.

Comenzaremos con las grandes cifras. Para un obispado que reunía amplias regiones, que podían ser recorridas a lo largo de 380 leguas15 y con una población superior a las 125 mil almas (126 014 habitantes re­gistrados como españoles, indios y afromestizos libres y esclavos, según el censo borbónico), reconocemos hacia 1778 unos 450 individuos per­tenecientes a la Iglesia: religiosos, monjas y sacerdotes, de los cuales 244 pertenecían al clero regular y 129 eran seculares.16 Encontramos

15 Concoloncorvo, El lazarillo...16 "Obispado del Tucumán. Estado que manifiesta el número de personas..., 1778", en P. A.

Larrouy, Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán, t. II, Tolosa, bae, 1927.

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entonces que la proporción entre seculares y población, en todo el obispado, es cercana a la de un clérigo por cada 1000 habitantes.

Veamos qué ocurría en las diócesis vecinas. Según Roberto Di Ste- fano, entre los años 1778 y 1805 en Buenos Aires pueden estimarse los siguientes porcentajes de sacerdotes seculares: 0.22% (uno por cada 454.5 habitantes) y 0.33% (un secular por cada 303 habitantes) respectiva­mente.17 Cuando se suman seculares y regulares de la ciudad la propor­ción asciende a 0.6% para 1778 (un sacerdote por cada 155.6 habitantes) y a 0.58% (uno por cada 172 personas). Gracias a trabajos recientes sa­bemos que a principios del siglo XVIII en la diócesis de Santiago de Chile sobre una población total de 20000 personas tenía setenta presbíteros.18 Si respetáramos estas cifras podríamos decir que a mediados del siglo XVIII en Santiago de Chile había un secular por cada 285 habitantes (0.4%).19 Vale la pena mencionar que el número de seculares se incre­menta vertiginosamente cuando en 1810 pueden contabilizarse 197, entre párrocos, capellanes, cabildantes y domiciliarios.20

Si miramos las cifras para el Perú, podemos ver que en 1812, en la diócesis de Lima había un sacerdote por cada 558 personas; con una población un tanto mayor a la del Tucumán (145 207 habitantes); la de Arequipa contaba con más del doble de clérigos seculares (326), o sea, un sacerdote secular por cada 445 personas, cifras que son decidida­mente más altas que las encontradas para el Tucumán.21

17 Roberto Di Stefano, "Abundancia de clérigos, escasez de párrocos: las contradicciones del reclutamiento del clero secular en el Río de la Plata (1770-1840)", en Boletín del Instituto Dr. Emilio Ravignani, núm. 16-17, año 1997-1998, pp. 36-39, datos tomados del cuadro presentado en p. 39.

18 Lucrecia R. Enríquez Agrazar, "Vacancias eclesiásticas y ascenso social en Chile en el siglo XVIII", en 51° Congreso Internacional de Americanistas-Simposio HIST-28. Santiago de Chile, 14-18 de julio de 2003.

19 En 1791, el censo realizado en toda la jurisdicción chilena arrojó una cifra de 586848 almas; no hemos podido dar con las cantidades discriminadas por obispado, por ello no establecimos la relación. Historia del Censo en Chile, Parte I, del Instituto Nacional de Estadísticas, INE, <http:// www.censo2002.cl/menu_superior/los_censos/historia.htm>.

20 Cfr. Lucrecia R. Enríquez Agrazar, De colonial a nacional: la carrera eclesiástica del clero secular chileno entre 1650 y 1810, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH), 2006. Luis Prieto del Río, "Catálogo del clero secular de Santiago en 18 de septiembre de 1810", en La revista Católica, 1.19, pp. 397-402,1910.

21 Datos tomados de las tablas confeccionadas por Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo 1821-1919, Cuzco-Perú, Centro de Estudios Andinos "Bartolomé de las Ca­sas" [s.f.] p. 337.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 55

Cuadro 1

Clero y población en Hispanoamérica del Sur entre finales del siglo XVIII y principios del XIX

Fuente: Los datos del Tucumán y Buenos Aires son de 1778: P. A. Larroy, Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán, t. II, BAE, 1927, pp. 380-382. Los relativos a Lima, Arequipa y Cuzco son de 1812: Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo 1821-1919, Cuzco- Perú, Centro de Estudios Andinos "Bartolomé de las Casas" (s.f.), p. 337.

Agreguemos que este reducido número de clérigos en el Tucumán se corresponde con un obispado caracterizado por la diversidad del pai­saje: llanuras, sierras, valles, quebradas y punas, desiertos, bosques y selvas; tierras templadas, de importantes amplitudes térmicas o abra­zadas por el calor.

Como es sabido, la distribución de la población y de los clérigos no era homogénea en el espacio; las ciudades, cabeceras de curato, reunían generalmente la mayor cantidad de clérigos. Lucrecia Enríquez señala que en la diócesis de Santiago de Chile, en 1810, la mayoría de los clérigos se concentraba en la ciudad de Santiago, muchos de ellos como clérigos particulares, fenómeno que también encuentra Roberto Di Stefano en la ciudad de Buenos Aires.22 La diócesis del Tucumán, en Córdoba, desde 1699 fue la sede de las autoridades episcopales, es la ciudad en la que encontramos el mayor número de seculares y de regulares. Esta situa­ción tiene correlación con la presencia del clero en otras ciudades de la época, como lo deja ver la gráfica 2.

Considerando la cantidad de clérigos regulares y seculares del rec­toral de Córdoba en relación con el total de la población, observamos que el porcentaje se acerca al correspondiente a la ciudad de Bolonia, superan­do al de la principal ciudad de las colonias americanas: México. Esto rela- tiviza la idea de presencia del clero que teníamos al trabajar los datos

11 Cfr. Lucrecia Enríquez Agrazar, "De colonial a nacional...", y Roberto Di Stefano, El pulpito y la plaza...

Diócesis Clero Población % s/población

del Tucumán 373 126014 0.29

Buenos Aires 237 40000 0.60Lima 1887 368427 0.50Arequipa 610 145207 0.42Cuzco 789 407424 0.19

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56 GABRIELA CARETTA Y VALENTINA AYROLO

generales y nos acerca a un clero que parece concentrase en las ciuda­des, principalmente en la sede episcopal, Córdoba, y en la antigua ciu­dad cabecera de obispado, Santiago del Estero. Sin embargo, no deja de llamar la atención que la ciudad más alejada de Córdoba, hacia el norte, Jujuy, sea la tercera en nuestra lista de porcentajes. Es decir que, así como el espacio no se encuentra igualmente ocupado a lo largo y ancho del obispado, tampoco los sacerdotes se distribuyen, según los datos del censo, equitativamente en él. Ésta es una realidad constatada en las diferentes diócesis de América; lo que resulta interesante es que no podemos pensar simplemente que el obispado tiene una sede a partir de la cual se irradia el clero y que cuanto más alejada del centro admi­nistrativo y de poder eclesiástico está la ciudad, menor es la presencia de éste.

Gráfica 2 Relación entre población y clérigos

en distintas ciudades, segunda mitad del siglo xvm

Ciudades

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 57

Cuadro 2

Clero secular y regular concentrado en las iglesias rectorales del obispado del Tucumán en 1778

Clero Población % clero/pobl.

Rectoral Córdoba 157 7278 2.15Rectoral Santiago 33 1776 1.85Rectoral Jujuy 22 1707 1.28Rectoral La Rioja 20 2162 0.92Rectoral Salta 35 4305 0.81Rectoral Tucumán 23 4067 0.56Rectoral Catamarca 19 6441 0.29

Fuente: P.A., Larroy, Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán, t. II, BAE, 1927, pp. 380-382.

Pero como hemos señalado, no sólo nos interesa ver con cuántos clérigos contaba la Iglesia del Tucumán para atender a los fieles, sino además cómo se distribuían, particularmente el clero secular, en el es­pacio. Asimismo trataremos de analizar, en la medida de nuestras posi­bilidades, cuáles fueron las causas que llevaron a los clérigos a uno u otro destino. Es evidente que no podremos trazar un itinerario definido de las carreras, pero nos gustaría responder a las preguntas recurrentes sobre si las ciudades eran más atractivas para el clero que su campaña y qué elementos podrían estar vinculados a la elección de residencia.

El clero secular en las ciudades

En las descripciones de los distintos obispados de la América españo­la, es frecuente encontrar en las sedes episcopales una importante pre­sencia de miembros del clero secular. Esta concentración parece lógica si consideramos que es en estas ciudades donde se encuentra el mayor número de beneficios eclesiásticos, y es en ellas donde un sacerdote puede "hacer carrera". Dentro del obispado del Tucumán es claramen­te la ciudad de Córdoba la que presentaba esta característica: en ella se podían recorrer diversos puestos hasta llegar a las distintas sillas del cabildo catedralicio o, en contadas oportunidades, a la titularidad de una

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diócesis.23 Así, comprobamos los porcentajes más altos de seculares en dos de las cabeceras diocesanas existentes a fines del siglo XVIII en el virreinato del Río de la Plata. En Córdoba, la cifra es de 0.28% sobre la población total, acercándose a la ciudad de Buenos Aires, capital de la diócesis del mismo nombre.24

Cuadro 3

Clero secular en los curatos rectorales y rurales del obispado del Tucumán en 1778

Clero secular Total población % sec/pob

Córdoba 21 7278 0.28Curatos rurales (11) 21 32939 0.06Jujuy 6 1707 0.35Curatos rurales (7) 11 11912 0.09Salta 14 4305 0.32Curatos rurales (5) 7 7270 0.09Santiago del Estero 5 1776 0.28Curatos rurales (6) 7 13680 0.05La Rioja 5 2162 0.23Curatos rurales (4) 4 7561 0.05Tucumán 6 4067 0.14Curatos rurales (3) 7 16037 0.04Catamarca 8 6441 0.12Curatos rurales (3) 7 8874 0.07Total diócesis 129 126014 0.10

Fuente: P.A., Larroy, Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán, t. II, BAE, 1927, pp. 380-382. Los curatos 4, 5, 6 y 7 son datos de AAC, leg. 2 (t. 1) 1801.

La presencia de un cabildo catedral de corta vida en la sede de Santiago del Estero fue contrarrestada por uno más sólido cuando la sede episcopal se trasladó a Córdoba. La presencia del alto clero se comple­mentó con la de una casa de altos estudios que existía desde 1607 como

23 Existe una amplia bibliografía sobre el tema de la "carrera eclesiástica" que ha sido anali­zada extensamente por Lucrecia Enríquez en uno de los capítulos de su tesis doctoral, a quien agradecemos el habernos facilitado una copia de él. Cfr. Lucrecia R. Enríquez Agrazar, "De colo­nial a nacional: la carrera eclesiástica del clero secular chileno entre 1650 y 1810", tesis para optar por el grado de doctor en Historia, Universidad Católica de Chile, Université Michel de Montaigne, Bordeaux 3, 2004.

24 Roberto Di Stefano, "Abundancia de clérigos...", datos tomados del cuadro presentado en p. 39.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 59

espacio de formación de novicios (a cargo de los jesuitas) y que desde 1623 se denominará "Universidad".25

También en Córdoba estaba la administración regia (primero la de la gobernación y luego la de la gobernación-intendencia). Este factor po­día influir favorablemente en las posibilidades de obtener un buen lu­gar en la Iglesia tucumana. En 1795, según el padrón confeccionado por el secretario del obispo Moscoso, José Tristán, había un sacerdote cada 218.7 personas representando así 0.5% de la población,26 y en 1813 man­teniendo prácticamente el mismo porcentaje la relación sería 1/203 per­sonas.

Cuadro 4

Habitantes y clero secular en la ciudad de Córdoba, 1778-1813

Fuente: 1778: P.A., Larroy, Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán, t. II, BAE,

1927, pp. 380-382 y Dora Celton, Censo de población de la ciudad de Córdoba 1778-1779. Transcrip­ción documental. Colección de documentos núm. 1, Córdoba, cea (unc), 1996. Las cifras del censo de 1778 no coinciden exactamente con las publicadas por Larroy pero los márgenes de diferen­cia son mínimos, 1795 y 1813. Archivo del Arzobispado de Córdoba, leg. 20, t. II y también para 1813: Aníbal Arcondo, La población de Córdoba en 1813, Córdoba, Instituto de Economía y Finan­zas-Universidad Nacional de Córdoba, 1995.

Como podemos apreciar en el cuadro 4 y tal como se ha observado para otros espacios, en Córdoba, los porcentajes de clérigos seculares entre 1778 y 1813 no sólo no disminuyen, sino que por el contrario, au­mentan.

Si retomamos el cuadro 3, reconocemos también en otros espacios de la diócesis una concentración importante de clérigos en relación con el número de habitantes, como son los casos de Jujuy y Salta, curatos ubicados en el extremo norte de la diócesis en el límite con el Arzobis­

25 Entre los textos más clásicos: Juan Garro, Bosquejo histórico de nuestra Universidad de Córdoba, Córdoba, 1882; Pedro Grenón, El Monserrat. Lo que fue y lo que es y lo que no es, Córdoba, Biffignandi, 1970; Emiliano Endrek, Breve reseña histórica de la Universidad de Córdoba, Córdoba, unc, 1978. Una historia ajustada de la Universidad de Córdoba, véase en Pablo Buchbinder, Historia de las universi­dades argentinas, Buenos Aires, Sudamericana, 2005.

26 AAC, leg. 20.

Año Núm. de habitantes Núm. de clérigos % s/población ciudad1778 7278 21 0.31795 3718 17 0.51813 10587 52 0.5

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60 GABRIELA CARETTA Y VALENTINA AYROLO

pado de La Plata y que, económicamente, articulan por lo menos tres circuitos mercantiles.27 El proceso de crecimiento mercantil, con sus al­tibajos, se relaciona con el crecimiento de la población y con el econó­mico de la región, el que será acompañado por una presencia significativa del clero secular. Mientras en Córdoba, sede de la dióce­sis, encontramos un sacerdote secular cada 346 habitantes, en el recto­ral de Salta esta relación aumenta a favor de los clérigos (uno cada 307) y en la ciudad de Jujuy encontramos un sacerdote cada 284 habi­tantes.28

No se registran censos posteriores al de 1776-1778 en el periodo estudiado; sin embargo, a partir del estudio de algunas listas de sacer­dotes podemos reconocer en Salta y Jujuy el aumento del número de clérigos en las décadas que siguen a 1770. Mientras el censo borbónico da cuenta de un total de 21 clérigos seculares (para el rectoral y los cinco curatos rurales), 14 años más tarde, en 1792, según la lista de Exac­ción del Real Subsidio, nos encontramos con 34 en la ciudad de Salta y sus partidos,29 y en 1799 en un registro de donativos voluntarios para la guerra, el rector y vicario foráneo registra 35 clérigos seculares: cinco al servicio de la matriz, más un catedrático de filosofía, quienes residen en la ciudad, ocho de ellos como titulares de curatos rurales y los 19 restantes son ayudantes de curato o se mantienen como curas particu­lares, beneficiarios de capellanía o patrimonio.30 Jujuy parece reconocer un proceso paralelo, mientras en el censo de 1778 se registran 17 cléri­gos seculares, en una lista del vicario foráneo de 1795 alcanzan un total de 27 a los que se suman otros tres que se encuentran con cargos en el obispado de La Plata.31

27 Cfr. Sara Mata, Tierra y poder en Salta. El noroeste argentino en vísperas de la independencia, Salta, CEPIHA-UNSA, 2005.

28 Cfr. Gabriela Alejandra Caretta, "El clero secular de Salta entre la colonia y la revolución", en Actas, Primer Congreso Argentino General Martín Miguel de Güemes héroe nacional, Salta, Munici­palidad de la ciudad de Salta, 2006, pp. 94-107.

29 AAS, Carpeta 240, Autos y decretos, Estado de la exacción del 6% del Real Subsidio de la ciudad y partido de Salta, 1792.

30 Archivo y Biblioteca Históricos de Salta (ABHS), "Razón de los eclesiásticos existentes en la comprensión de esta Vicaría Foránea de Salta del Tucumán, Provincia de su nombre que han contribuido con su donativo voluntario para las urgencias de la presente guerra". Firma Vicente Anastasio de Isasmendi, 1799.

31 AAC, leg. 24, t. 3, "Razón de los títulos de órdenes", 1795. La lista incluye al total de clérigos seculares, a los que residen en la ciudad y en los curatos rurales, a los párrocos y a sus ayudan­tes, y es comparable por tanto con los datos del censo.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 61

Estas ciudades contaban sólo con los beneficios curados del recto­rado, vicaría y sacristía, la presencia de sacerdotes podría explicarse por la importancia creciente de la región en el espacio sur andino, vin­culada a las actividades mercantiles y productivas32 y a la presencia de población española, que era el sector en el que se reclutaba la mayoría del clero secular. Encontramos que una gran parte de las familias de los principales comerciantes de la ciudad destinan uno de sus hijos al clero secular, es el caso de los presbíteros José Alonso de Zavala, José Gabriel de Figueroa, Antonio González Sanmillán o Sebastián de la Rioja. En este contexto cobrará importancia también la figura de los curas parti­culares o extraparroquiales que se mantienen sin hacerse cargo de fun­ciones parroquiales, atendiendo capellanías y en ocasiones otros negocios familiares o personales.33

Si bien no contamos con la misma calidad de información para La Rioja, espacio decididamente fronterizo del obispado del Tucumán, hemos realizado algunas estimaciones con los datos de que dispone­mos. Para el año 1778 sobre un totál de 2164 habitantes había 7 clérigos y en 1813, sobre una población que alcanzaba aproximadamente los 20255 habitantes34 sólo 13 eran clérigos.35

Considerando estos datos como válidos nos encontramos con pro­porciones realmente bajas de clero, situación que se fue deteriorando a lo largo del tiempo. Pero además de las cifras hay un detalle que conviene resaltar: al igual que en los casos anteriormente analizados la campaña aparece como un lugar interesante para residir y en más de un caso aún más atractivo para los curas riojanos.36 En 1813 hay un total de 22 cléri­

32 Cfr. Sara Mata, Tierra y poder...33 Resultan significativos los casos de los maestros Pedro Regalado Córdoba y Manuel de los

Santos, quienes en la década de 1770 permanecen como curas particulares, titulares de capella­nías, sin ejercer funciones parroquiales, aunque en ambos casos los clérigos se relacionan con las actividades económicas de la región. Cfr. Gabriela A. Caretta, "Con el poder de las palabras y de los hechos", en Sara Mata (comp.), Persistencias y cambios: Salta y el noroeste argentino. 1770-1840, Rosario, Prohistoria, 1999.

34 Dado que no contamos con datos para 1813, hemos estimado la población probable de La Rioja ese año por interpolación aritmética. Para ello hemos considerado los datos del año 1778 y los que proporciona M. de Moussy para 1857, en Descripción geográfica y estadística de la Confedera­ción Argentina, París, 1873, p. 14 (núm. XIV) y p. 22 donde figura el año de su viaje a La Rioja (1857) considerando el número de grados de libertad en un cálculo de regresión es nulo.

35 AAC, leg. 20, t. II. Esta lista fue tomada al mismo tiempo que las que existen para Córdoba. No sabemos si el censo fue realizado y se perdió, pero lo cierto es que no está disponible.

36 Cfr. Valentina Ayrolo, "Pervivencias de la Iglesia colonial durante la primera mitad del siglo XIX en la Vicaría Foránea de La Rioja"; en Valentina Ayrolo y Matías Wibaux (eds.), Actas de las Jornadas de Trabajo y Discusión "Problemas y debates del temprano siglo XIX. Espacio, Redes y Poder", Mar del Plata, 22 y 23 de abril de 2005, P. Súarez (ed.) /Seminario XIX, 2005, pp. 145-157.

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gos en La Rioja, de los que desconocemos el título de ordenación. Sabemos que 40% vivía en la campaña, y algunos de los que en 1813 figuran en la ciudad más tarde los veremos en curatos rurales. Ejemplo de ello son: Francisco Nicolás Granillo y Luis Severino de las Cuebas en Famatina. Esto nos pone frente a la necesidad de repensar los espacios del obispado.

El clero en la campaña del Tucumán

Lamentablemente no contamos con cifras que permitan realizar un aná­lisis de la presencia de clero diferenciando ciudad y campaña a lo largo del periodo estudiado, sólo tenemos ese dato para el censo de 1776, y para Córdoba en 1813. Para este último año, en la campaña de Córdoba había 44 sacerdotes sirviendo las parroquias, sobre un total de 96 para toda la jurisdicción, esto quiere decir que, casi la mitad del clero existente en la provincia servía curatos rurales o bien vivía en la campaña, pro­porción similar se observa en el censo de 1776. Sobre ese total de 96 conocemos los títulos de ordenación de 35, o sea de casi 40% de ellos. Diez se ordenaron a título de capellanía, 11 como ayudante y 14 a título de patrimonio. Considerando sólo el grupo de los ordenados a título de capellanía sabemos que seis de ellos son —con certeza— domiciliarios o "sueltos", como los llaman las fuentes, pero no todos vivían en la ciu­dad de Córdoba.

Dentro del grupo que en 1813 aparece como domiciliario y vivien­do en Córdoba, sin aparente actividad, dos siempre estuvieron regis­trados como sueltos, los hermanos Hipólito y José Antonio Molina vivían en la campaña en curatos lindantes entre sí (Tercero arriba y Río 4o res­pectivamente);37 otro grupo estuvo al frente de algún curato de la campa­ña como párroco o ayudante en años anteriores o posteriores. Dentro de este último grupo, estarían Pedro Isidoro Vieyra, ordenado a título de patrimonio, cura párroco de Tercero arriba en 1820; Felipe Ferreira, ordenado a título de capellanía cura vicario de Ranchos Villa del Rosa­rio en 1812, o Nicolás Ortiz de Ocampo, párroco de su curato natal de Famatina en la campaña riojana, entre 1806 y 1812 en que se va a Córdo­

37 Este dato es interesante porque podría indicar la existencia de intereses familiares en la región.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 63

ba donde será elegido provisor, cargo que ocupó hasta su temprana muerte en 1814.38

La propiedad de los curatos rurales para estos espacios parece te­ner particular interés para el clero, a diferencia de lo que se observa para Buenos Aires colonial. En primer lugar consideremos el tema de las rentas parroquiales. Según un informe escrito por el obispo de la dióce­sis de Salta, Nicolás Videla del Pino, hacia 1809, todas las rentas de los curatos rurales de la nueva diócesis superan los mil pesos anuales, los más pobres son los curatos de la frontera ocupada en la segunda mitad del siglo XVIII: Río del Valle y Río Negro, mientras que de los pingües cura­tos de la puna se dice que por superar los tres mil pesos se les deja la cuarta que tenían por ser lo máximo que permite la corona.39 Acerqué­monos a las trayectorias de algunos clérigos para apreciar la importan­cia de cada espacio ocupado en la construcción de la "carrera eclesiástica".

El maestro Santiago Pucheta, desde su ordenación en 1766, había servido por seis años como ayudante en el curato rectoral de Salta y de Cochinoca-Casabindo y como cura interino de Santa Catalina hasta obte­ner el curato de Chicoana en propiedad. En 1780 fue promovido al cu­rato del Rosario de los Cerrillos y 12 años más tarde se lo permuta por la propiedad del curato de Cochinoca, en el que había servido como ayudante y cuyas rentas parecen superar los tres mil pesos anuales. El recorrido de Pucheta muestra el interés que presentan los curatos rura­les, a pesar de la lejanía y de las condiciones de vida de los clérigos, en plena puna jujeña.

Suponemos que las rentas de estos curatos están relacionadas tanto con la atención de la escasa y acaudalada población española como con la abundante población indígena, vinculada a diferentes actividades económicas: "trabajo en minas, contratación de fletes, venta de lana de vicuña, extracción de sal (y cobro de derechos), fabricación de pólvora, lavadero de oro, derechos a parte de vacas y ovejas de Cofradías".40 En los

38 Datos obtenidos a partir del trabajo con fuentes. Cfr. Valentina Ayrolo, Funcionarios de dios y de la república. Clero y política en las autonomías provinciales, Buenos Aires, Biblos, 2007 y tam­bién en "Córdoba: une république catholique, Haut Clergé, gouvernement et politique dans la Province de Córdoba. De l'Independence á la Conféderation 1810-1852", tesis doctoral, Univer­sidad París I, Panthéon-Sorbonne, París, 2003.

39 Cfr. Gabriela Caretta, "Poder, piedad y rentas en Salta: la Iglesia en el proceso de transición del orden colonial al republicano", Informe final beca de perfeccionamiento, ciunsa, unsa, 2001.

40 Para la puna, resulta muy sugerente el trabajo de Silvia Palomeque, "Acceso a los recursos y participación mercantil en una zona rural surandina (puna de Jujuy, siglos XVIII y XIX)", en J.

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documentos analizados por Silvia Palomeque se nota además una im­portante presencia de los curas doctrineros, no sólo en el cobro de las obvenciones sino también en su participación en actividades económi­cas.41 Resulta éste un tema que merece una investigación puntual que pueda dar cuenta de los ingresos del clero secular de la puna,42 sin em­bargo, no debemos menospreciar la información brindada por informan­tes al obispo Videla del Pino en 1809, con motivo de establecer las cuartas correspondientes a la mitra.

El curato de Santa Catalina, que se mantiene indiviso hasta 1772 y se encuentra ubicado en el extremo norte de la diócesis, es incluido en nueve de las 19 presentaciones realizadas por clérigos a concursos de curatos de ese año, y es el que concita mayor interés después del recto­ral de Córdoba.43 De allí partió su titular, el doctor Lorenzo Suárez de la Cantillana, a hacerse cargo de la silla de canónigo de merced de la cate­dral de Córdoba, para constituirse, algunos años después, en vicario y gobernador de la diócesis, cuando el obispo Moscoso se traslade al con­cilio provincial en La Plata (1776).44 Es decir que, el curato de Santa Catalina podía ser considerado un beneficio apetecible y un posible es­calón en la carrera eclesiástica.

La propiedad o la ayudantía en los curatos rurales daban también la oportunidad de participar en las actividades económicas propias de esos espacios en el valle calchaqui: el presbítero Francisco Javier Granillo, ayudante del propietario, parece estar participando del comercio de lana de vicuña, entregando algunos dineros a los pobladores y remitiendo animales con carga a un comerciante de la ciudad.45 Lo mismo ocurriría en La Rioja donde el cura vicario y doctrinero de Famatina, Nicolás Ortiz de Ocampo, al levantar el padrón de su curato en 1806, nos muestra a través de un verdadero ejercicio de descripción y proyección económi­ca ilustrada, la riqueza y posibilidades de una zona y de unas activida­des que evidentemente conoce por participar de ellos.

Silva y A. Escobar (coords.), Mercados indígenas en México y los Andes, siglos XVIII y XIX, Instituto Mora/CIESAS, México, 2000, pp. 177-210.

41 Cfr. Silvia Palomeque, "Acceso a los recursos..."42 Enrique Cruz ha señalado ya la necesidad de este tipo de trabajos en "Algunas reflexiones

sobre el clero secular en el periodo colonial. El caso del cura doctrinero de Casabindo y Cochino­ca", ponencia presentada en las I Jornadas de Historia de la iglesia en el NOA, Salta, octubre de 2006.

43 AAC, leg. 25, t. 1.44 Ibid., f. 148.45 AAS, expedientes de órdenes, núms. 50 y 194, 1792.

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CURAS SECULARES DEL TUCUMÁN 65

De todo lo antes dicho podemos observar que la ciudad atraía, pero la campaña también. En muchos casos el destino que ocupaba un cléri­go en la campaña estaba vinculado a sus propios intereses o a los de su familia. Así ocurría por lo menos en Salta, La Rioja y Córdoba.

Para comprender los vínculos entre los actores y el espacio es im­prescindible comprender la geografía y la economía de las extensiones de la diócesis del Tucumán, así como también los ambientes en los que se movía el clero, tema que merece estudios específicos.

El cuadro 5 nos muestra la cantidad de clérigos existentes en los curatos rurales a fines del siglo XVIII. Como podemos observar habría sacerdotes suficientes para cubrir todos los destinos, sin embargo estos números no nos permiten ver si efectivamente eso ocurría. Por ejem­plo, según datos que tenemos de 1801-1803, de los 11 curatos de la ju­risdicción de Córdoba, sólo ocho estaban ocupados; y en 1813, los curatos habían ascendido a 13 y todos estaban ocupados.

Cuadro 5 Relación número de curatos/número

de clérigos seculares en 1778

Fuente: P.A., Larroy, Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán, t. II, BAE, 1927, pp. 380-382.

La atracción ejercida por la campaña se manifiesta en el hecho de que casi 32% de los curas que ocuparon algún lugar en el cabildo eclesiástico de Córdoba fueron durante varios años curas párrocos rurales.46 Esto es­taría indicando por lo menos dos asuntos. En primera instancia, que los curatos rurales eran de interés; en segunda que la cantidad de cléri­

46 Sobre el particular nos explayamos en Valentina Ayrolo, "Cura de almas. Aproximación al clero secular de la diócesis de Córdoba del Tucumán, en la primera mitad del siglo XIX", en Anuario IEHS, 16, uncpba, Tandil, 2001, pp. 421-443.

Provincia Curatos rurales Total de clérigos

Córdoba 11 21Catamarca 3 7Salta 5 7Tucumán 3 7La Rioja 4 4Santiago 6 7Jujuy 7 11

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gos que se presentan a concursos por curatos rurales, y los ocupan efec­tivamente, muestra la consideración positiva que estos espacios tenían aunque fuese como lugar transitorio en su camino hacia espacios más prestigiosos dentro de la Iglesia.

Resulta muy difícil evaluar las causas exactas que explican las es­trategias elegidas por el clero en sus recorridos profesionales. Sin em­bargo parece plausible sostener todavía, lo que decíamos hace unos años respecto a que "el grupo que controlaba los mejores beneficios era el que conseguía consolidar su pertenencia a las redes de circulación del po­der y muchas veces esos 'mejores' beneficios estaban en la campaña".47 Esto mismo es lo que María Elena Barral observa en la campaña bonae­rense de principios del siglo XIX, como lo veremos enseguida.48

Clero "en comunidad": los que se ordenan

Las preguntas que nos falta responder pueden situarse curiosamente al principio o al final de este trabajo. Este grupo de interrogantes pone en relación la presencia clerical, los intereses (económicos y sociales) de la sociedad de finales de la colonia y las prácticas religiosas. Al respecto, y por ahora, podemos proponer muchas preguntas, pero considera­mos que vale la pena el desafío, ya que nos permitirá estimular la dis­cusión, el intercambio y por fin comenzar a acercarnos a las respuestas.

¿Podríamos afirmar que hacia principios del siglo XIX se registra un descenso de las ordenaciones, de las vocaciones y del interés de las familias de la élite por ubicar a sus hijos en la iglesia? ¿Qué factores están marcando la elección del estado clerical para los jóvenes de dis­tintos sectores de la sociedad? Elegimos comenzar a evaluar estos te­mas para cerrar el trabajo, ya que sin conocer de antemano el panorama del clero tucumano no podríamos haber "aventurado" ninguna de las conjeturas que proponemos. Pero, ¿estamos en condiciones de afirmar que a principios del siglo XIX en el Tucumán se registra un descenso de las ordenaciones? La cantidad de clero, ¿qué significado podría tener para comprender las sociedades que estudiamos?

47 Cfr. Valentina Ayrolo y Gabriela Caretta, "Oficiar y gobernar. Apuntes sobre la participa­ción política del clero secular de Salta y Córdoba en la posrevolución", en Andes, 14, cepiha, Facultad de Humanidades, unsa, 2003, pp. 109-131.

48 María Elena Barral, "Las parroquias rurales de Buenos Aires entre 1730 y 1820", en Andes, 15, 2004, Salta, pp. 19-54.

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El registro de ordenaciones de los obispos del Tucumán entre 1780 y 1804 reconoce un total de 330 ordenados de órdenes mayores, corres­pondiendo 186 a sacerdotes originarios del mismo obispado. Resulta importante señalar que entre 1786 y 1792 no hay ordenaciones en la diócesis por no haber obispos.

Gráfica 3

Ordenaciones, 1780-1804

En los años inmediatos a la llegada del nuevo obispo puede obser­varse un pico en el número de ordenandos que se estabiliza en los años posteriores, lo que indica que muchos esperaban la llegada del pastor para ordenarse. No descartamos las dimisorias para ordenarse en las diócesis vecinas, particularmente para aquellos que se encontraban más próximos. Esta movilidad la observamos también en los más de cien (119) sacerdotes que se ordenan en el obispado del Tucumán a lo largo de los 16 años que trabajamos y que son originarios de Buenos Aires, Paraguay, Chile, entre otros lugares. La gráfica 4 muestra esta movili­dad vinculada a la presencia de los obispos del Tucumán.

ObispadoTucumán

20

18

16

14

12

10

8

6

4

2

0

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Gráfica 4 Ordenación según origen

A ñ o s

El crecimiento en los ordenados de uno u otro obispado se relacio­na con la ausencia de obispos, si nos detenemos en la diócesis de Bue­nos Aires, observamos cómo el pico de los años 1798 y 1799, coincide con la sede vacante por muerte de monseñor Azamor y Ramírez y con el "boom" de asignaciones de beneficios de capellanías.49 Otro tanto sucede con la diócesis del Paraguay.

Si consideramos los obispados de San Alberto y Ángel Mariano Moscoso observamos que en los dos se da una mediana anual que ron­da los 11 clérigos ordenados. Durante el gobierno de San Alberto (1780- 1785) se ordenaron 56 clérigos. Durante la administración de Ángel Mariano Moscoso (1793-1804) se ordenaron 130.

En principio podemos afirmar que no hay una caída del número de ordenados y que tampoco, por lo analizado hasta el momento, los clérigos esperaban la sede vacante para ordenarse en otras diócesis, sin embargo si seguimos las historias de algunos sacerdotes ordenados en

49 Cfr. Roberto Di Stefano, "Abundancia de clérigos..."

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en

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los años en que el obispado no cuenta con obispos podemos obser­var cómo —al menos los originarios de Salta y Jujuy — se trasladan fre­cuentemente a Charcas y a Chile a recibir órdenes.

En este primer acercamiento al tema de la ordenación nos quedan algunas cuestiones para responder. Básicamente nos preguntamos ¿qué factores están marcando la elección del estado clerical para los jóvenes de distintos sectores de la sociedad? ¿En el Tucumán, se puede vincular "el nacimiento de la política", como lo denomina T. Halperin Donghi,50 al número de aspirantes a la vida clerical? Todas estas preguntas fal­tan todavía por responder, el desafío es interesante y estamos trabajando a fin de lograrlo.

Primer balance

En este trabajo hemos querido cruzar los datos numéricos que teníamos con las trayectorias de vida de los curas seculares del Tucumán entre la colonia y la independencia (1776-1810). Como las cifras no muestran, necesariamente, los hombres que representan, elegimos estudiar el cle­ro diocesano de final de la colonia atendiendo no sólo al número, sino además a los espacios y a los actores.

Hemos visto cómo el espacio no se encuentra igualmente ocu­pado a lo largo y ancho del obispado ni los sacerdotes se distribuyen idénticamente en él. Constatamos que, pese a lo que usualmente se cree, la campaña diocesana parece haber sido un lugar muy atractivo para el clero. Este dato se deduce de la existencia de un número interesante de clérigos en el campo y del interés que queda manifestado en las cifras de candidatos que se presentan en los concursos para cubrir dichos des­tinos. Como consecuencia de ello, pensamos que posiblemente exista una vinculación entre el interés por ir al campo y los montos de las rentas parroquiales que estimaban iban a percibir. Además, esa prefe­rencia podría estar mostrando a la campaña como un espacio de "trán­sito" hacia destinos más apetecibles, pero también hay que considerar que tal vez ciertos curatos rurales brindaban la oportunidad para tomar en mano los negocios familiares o personales. En la interpretación pro­puesta debe considerarse la influencia que la ubicación de algunos cu­ratos rurales pudo haber tenido en el interés que despertaban. En este

51 Tulio Halperin Donghi, Revolución y Guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina

criolla, Buenos Aires/México, Siglo XXI, 1972.

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sentido aquellos emplazados en lugares vecinos a los tres circuitos mercantiles —entre los cuales el más importante, por su giro, era el de Buenos Aires-Perú — parecían los más codiciados. Aquí una nueva va­riable entra en juego, y ésta es la referida a los títulos de ordenación y la forma de acceder a los curatos.

Vimos que la ordenación a título de patrimonio, y en algunos casos como ayudante, dio la oportunidad a algunos individuos de participar en actividades económicas. En este sentido también consideramos a aque­llos que —aunque fuera con la resistencia de los obispos— lograron su ordenación a título de patrimonio o por fundación de capellanía, y que por su origen familiar de la élite mercantil del Tucumán terminaban administrando parroquias en las que, en general, se ubicaban las pro­piedades familiares.

Respecto de las ordenaciones, podemos afirmar que no hay una caída cuantitativa en el periodo que estudiamos y que tampoco, por lo analizado hasta el momento, los clérigos esperaban la sede vacante para ordenarse en otras diócesis. Sin embargo, no podemos observar una norma, ya que si seguimos las historias de algunos sacerdotes ordena­dos en los años en que el obispado no cuenta con obispos, podemos observar que se trasladan frecuentemente a otras diócesis para obtener el sacerdocio. Es esta una línea en la que debemos seguir trabajando.

Por último, resulta muy difícil evaluar las diferentes causas que explican las estrategias elegidas por el clero tucumano en sus recorri­dos "profesionales", pero creemos que en ellas la vocación, en tanto velo que naturaliza las estrategias familiares, desempeña un lugar cuyo peso todavía nos resta evaluar.

Son muchas las preguntas abiertas en este trabajo, no obstante con­sideramos que la importancia de ir tomándolas en cuenta paulatina­mente y de responder con los elementos que tenemos, como lo hicimos aquí, parcialmente, es de gran provecho. Este es el primer peldaño en la reconstrucción del clero tucumano y si se suma a lo que vamos cono­ciendo para otros espacios, estamos seguros de que llegará un día, de­seamos no muy lejano, en que podremos entre todos mostrar la trama del clero iberoamericano.

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Las doctrinas de indios:

LA LLAVE MAESTRA DEL YUCATÁN COLONIAL

Adriana Rocher*

La península de Yucatán, al sureste de la actual república mexicana, se constituyó en una de las regiones menos favorecidas del antiguo virrei­nato novohispano a causa de su aislamiento geográfico, la carencia de metales preciosos y unas condiciones ecológicas menos propicias para el cultivo de cereales europeos. Con poco que ofrecer al mundo allende de sus fronteras, Yucatán se concentró en sí misma, con el indígena maya yucateco como la figura central de sus preocupaciones sociales y econó­micas. Sus escasas opciones de crecimiento económico hicieron del tri­buto y el trabajo indígena los principales motores de la economía y el mercado regionales. Sin embargo, la aplastante supremacía numérica de la población maya yucateca, sumada a la existencia de amplios territo­rios no sometidos al régimen colonial que servían de refugio a indígenas insumisos, convirtió el control de la población nativa en una necesidad vuelta obsesión a medida que transcurría el tiempo bajo la dominación española.

Varias fueron las "llaves" destinadas a cerrar la puerta a la autono­mía indígena, pero tal vez sería la depositada en manos del clero la que mayores alcances tendría, pues, a través de las doctrinas de indios, los curas doctrineros tuvieron facultad para intervenir en los gobiernos es­piritual y temporal de sus feligreses, eso sin contar con los beneficios económicos que les proporcionaron su acceso al tributo y a la mano de obra indígena. Tantas "puertas" abiertas por la misma llave llevó a que las doctrinas de indios se convirtieran en el centro de las disputas, no sólo de franciscanos y del clero diocesano, sino de todos aquellos que cifraban en el indio sus esperanzas de bienestar social y económico. Los proce-

' Universidad de Campeche, México.

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72 ADRIANA ROCHER

sos de secularización de parroquias pusieron de manifiesto las alianzas y los intereses detrás de las parroquias indígenas, los que estuvieron lejos de circunscribirse al territorio yucateco, pues sus resonancias llegaban o partían — según la época de la que estemos hablando — de Madrid. Y es que, gracias a las atribuciones del regio patronato, el Estado español no fue un simple árbitro de las disputas locales. Antes bien, en Yucatán, serían éstas las que pondrían de manifiesto las imbricaciones de la polí­tica imperial con sus territorios colonizados en América, por más lejanos o marginales que parecieran.

En el presente trabajo realizaremos un análisis de los litigios rela­cionados con el gobierno de las doctrinas de indios de la diócesis de Yucatán ocurridos durante el periodo colonial, con el fin de estudiar la participación y los intereses de los distintos sectores involucrados, lo mismo si son eclesiásticos o seculares, sin excluir, por supuesto, al Esta­do español, considerando que, finalmente, es en Madrid donde se dice la última palabra en lo relativo a la posesión y disfrute de los beneficios eclesiásticos.1 Daremos especial atención a los procesos de seculariza­ción de curatos, aunque también abarcaremos otras disputas que tuvieron a las parroquias indígenas como su principal motivación. Esta mirada de larga duración pretende comparar las variaciones en los discursos, motivaciones e intervenciones de los distintos actores, que nos llevarán a nuestro principal objetivo: conocer la imbricación e interdependencia de los distintos componentes del mundo colonial en aquellos asun­tos que, como la administración parroquial en Yucatán, eran considera­dos clave para la supervivencia del régimen imperante. Y que en esta relación, la corona tendría siempre un lugar destacado, incluso antes de la llamada "segunda conquista de América", auspiciada por las refor­mas borbónicas.

1 La real cédula del 3 de noviembre de 1567 y, principalmente, la del 1° de junio de 1574, conocida como "la cédula magna del Patronato", entre otras cosas, sentaron las bases del ejercicio del patronazgo del monarca hispano sobre la Iglesia en sus dominios americanos, abrogándose el derecho de autorizar la erección de iglesias, monasterios y hospitales y de brindar cualquier oficio eclesiástico, incluyendo la provisión de beneficios, parroquias y obispados, los cuales en adelante sólo podrían ser otorgados mediando la presentación real. Al respecto, véase Alberto de la Hera, "El patronato y el vicariato regio en América", en Historia de la Iglesia en Hispanoamé­rica y Filipinas, t. I, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1992, pp. 74-76.

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LAS DOCTRINAS DE INDIOS: LA LLAVE MAESTRA DEL YUCATÁN COLONIAL 73

Las doctrinas de indios en Yucatán: control social y poder económico

Las doctrinas de indios es el nombre con que se designa a los curatos esta­blecidos en los pueblos indígenas. Su origen es poco claro, aunque pode­mos fecharlo en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XVI, en el marco de los procesos de adaptación, transformación e, incluso, creación de nuevas instituciones eclesiales que las órdenes religiosas tuvie­ron que ensayar, obligadas por el carácter de laboratorio experimental que tuvo la conquista y evangelización de los nativos del nuevo mundo.2 Nacidas como centros evangelizadores dependientes de los conventos, en unas cuantas décadas se transformaron en auténticas parroquias o curatos, gracias al proceso de institucionalización que las puso bajo el control y vigilancia de las iglesias diocesanas. De esta manera, ya desde finales del siglo XVI es posible encontrar lo mismo a frailes que a sacerdo­tes diocesanos a cargo de la administración de doctrinas de indios y, conforme avanzaba la centuria siguiente, ver a los religiosos que ejercían la actividad parroquial someterse al examen, visita y corrección de los obispos.

Las disputas entre el clero diocesano, con sus obispos a la cabeza, y el clero regular, por el control de los curatos de indios, avanzaron con­forme se imponía el modelo eclesial impulsado por la corona española, cuya intención de mantener a la Iglesia sujeta al control estatal pasaba por limitar el inmenso poder y autonomía alcanzados por las órdenes religiosas.3 La atención prestada a la administración de las doctrinas de indios estuvo relacionada con la multiplicidad de funciones desempeña­das por el ministro doctrinero, vinculadas con los gobiernos tanto es­piritual como temporal de los indios "bajo campana". También habría que considerar los generosos ingresos económicos provenientes de las obvenciones y derechos parroquiales, columna fundamental para el sos­tenimiento del clero, incluyendo el regular, particularmente en el caso

2 Francisco Morales, "Secularización de doctrinas, ¿fin de un modelo evangelizador en la Nueva España?", en Actas del IV Congreso Internacional sobre los franciscanos y el nuevo mundo (siglo XVIII), Cholula-Puebla, del 22 al 27 de julio de 1981, p. 477.

3 A la cédula magna del patronato siguió la emisión de una serie de reales cédulas, casi siempre una como confirmación de otra, en 1592,1603,1618,1624,1628 y 1634, donde se esta­blecía que los religiosos doctrineros debían ser examinados, visitados e, incluso, podían ser removidos por los obispos. Podemos encontrar comentarios de estas reales cédulas en Juan Solórzano Pereyra, Política indiana, t. II, libro IV, cap. XVI, Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 1996, pp. 1569-1571, y 1586.

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de órdenes religiosas que, como la franciscana, dependieron de sus doc­trinas para asegurar el mantenimiento de sus provincias.4

La importancia social, económica e incluso política, de las doctri­nas de indios distó de ser homogénea para toda la Nueva España, pues, como es de esperarse, dependió de las características particulares de las diferentes regiones que integraban el virreinato novohispano. Así, mien­tras en 1708, en el obispado de Guadalajara, los ingresos por obvenciones y derechos parroquiales eran 56% menores al diezmo, y que para 1780, en la diócesis de Michoacán, ambos sumaban cifras similares; en con­traste, para 1795, en el obispado de Yucatán, los recursos obtenidos mediante esta vía por la provincia franciscana prácticamente duplicaban la recaudación diezmal, aun cuando los franciscanos sólo administra­ban 21 de las poco más de 80 doctrinas de indios de la diócesis.5

Los números anteriores ponen de manifiesto la peculiaridad de la región yucateca, donde no sólo su clero, sino la gobernación entera, basaban su sostenimiento en la producción y comercialización de bie­nes obtenidos gracias al trabajo y al tributo indígena. Sin embargo, los ingresos vía obvenciones y derechos parroquiales incluso superaban a otras importantes fuentes de ingreso dependientes de la producción y recaudación tributaria indígena, como era el caso de las encomiendas y los repartimientos, tradicionalmente señalados como la base de la eco­nomía del Yucatán colonial.6

Aparte de su importancia económica, las doctrinas de indios fue­ron también una herramienta fundamental para asegurar el control de los mayas yucatecos, que constituían la mayoría de la población de Yuca­

4 Francisco Morales, "Secularización de doctrinas...", p. 490.5 Thomas Calvo, "Los ingresos eclesiásticos de la diócesis de Guadalajara en 1708", en María

Martínez López-Cano (coord.), Iglesia, Estado y economía. Siglos XVI al XIX, México, UNAM/Instituto Mora, 1995. p. 52. David Brading, "El clero mexicano y el movimiento insurgente de 1810", en A. J. Bauer (comp.), La Iglesia en la economía de América Latina, siglo XVI al XIX, México, INAH, 1986, pp. 136-137. Representación del síndico de Campeche, Mérida, 11 de diciembre de 1795, Archivo General de la Nación, México [en adelante agn], Colegios 42, f. 91. Representación de fray Casi­miro de Villa, Procurador de la Provincia de San José de Campeche, 1795. Ibid. f. 74v.

6 Si bien carecemos de información sobre ingresos totales por concepto de obvenciones parro­quiales de las doctrinas de indios yucatecas, y sólo tenemos noticias, parciales también, sobre los ingresos de la provincia franciscana de San José de Yucatán, son suficientes para reconocer su superioridad con respecto a los recursos generados por encomiendas y repartimientos. Al respecto, véase Adriana Rocher Salas, "La política eclesiástica regia y sus efectos en la diócesis de Yucatán", en Revista Complutense de Historia de América, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, vol. 30, 2004, pp. 60, 61, y Adriana Rocher Salas, "Actividad de las órdenes religiosas en Campeche. Siglo XVIII", tesis doctoral inédita, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2002, cap. II, apartado 4c.

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tán.7 Las diversas atribuciones de los ministros doctrineros los con­virtieron en los principales responsables de mantener al indio en "policía y civilidad" cristianas, aun por encima de otras autoridades o persona­jes también señalados por su cercanía e influencia sobre la población indígena. Los llamados capitanes a guerra o los diversos jueces de milpa, de grana o de agravios inventados por diferentes gobernadores, pese a sus actividades económicas basadas en la comercialización de produc­tos indígenas, se mantuvieron alejados de los gobiernos de los pueblos de indios. Lo mismo ocurrió con los encomenderos, quienes desde la apli­cación de las Leyes Nuevas y de las subsecuentes disposiciones de dis­tintos visitadores vieron limitada su participación en la vida de sus pueblos en encomienda. En contraste, el régimen colonial, mediante las doctrinas de indios, dio al clero la posibilidad de ocuparse lo mismo de la salud espiritual de sus feligreses, que de "las normas de vestuario y limpieza, de la curación de enfermedades, de las pautas de residencia, del diseño de casas, de la herencia del patrimonio, de la elección de cónyuges y de los viajes fuera lejos del pueblo..."8, por no hablar de la abierta participación de los doctrineros en la conformación de cabildos y cofradías indígenas. En general, durante siglos, hasta la implantación del régimen de intendencias auspiciado por las reformas borbónicas, el cura y sus tenientes fueron las únicas autoridades hispanas que residían, de manera permanente, en los pueblos de indios.9

De la mano de estas atribuciones, el cura doctrinero adoptaría un papel central en la vida cotidiana de los pueblos, merced a su papel de mediación entre lo sagrado y lo terrenal. Y es que, si bien hubo un pro­ceso de sincretismo religioso, donde la religión cristiana tuvo que com­partir algunos espacios con la religiosidad autóctona, es innegable que los pueblos de indios adoptaron símbolos, creencias y prácticas cristia­nas en su vida cotidiana y en su propia definición como pueblos. De esta manera, la iglesia, las cofradías, los santos tutelares y las fiestas en

7 El censo realizado en tiempos del intendente Lucas de Gálvez constituye una buena mues­tra de la aplastante mayoría indígena en Yucatán, aun en una fecha tan tardía como 1789. De los 364 621 habitantes de la gobernación, incluyendo los 30 000 de Tabasco, 73% eran indígenas; 15% blancos y mestizos, y 12% negros y mulatos. Citado por Pablo Emilio Pérez Mallaina, Comer­cio y autonomía en la Intendencia de Yucatán, 1797-1814, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoame­ricanos de Sevilla, 1978, pp. 22, 26.

8 Nancy Farriss, La sociedad maya bajo el dominio colonial. La empresa colectiva de la supervivencia,

Madrid, Alianza, 1992, p. 152.9 Ibid., pp. 144-150.

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su honor, se convirtieron en puntos de referencia obligados en la cons­trucción de las identidades de los pueblos de la península de Yucatán. Y sería la presencia eclesiástica la que daría legitimidad a esas manifes­taciones religiosas, incluso en aquéllas aparentemente monopolizadas por las élites indígenas.10

La existencia en el sur de la península de una zona prácticamente libre de la injerencia colonial, genéricamente conocida como "la monta­ña", poblada de indígenas nunca conquistados y de aquellos cansados de las cargas impuestas por el régimen imperante, constituyó una perma­nente bomba de tiempo que podía estallar en forma de una rebelión más o menos organizada o, peor aún, de una masiva huida que colapsa- ra la economía y, en general, la vida de los yucatecos. De ahí que los curas doctrineros tuvieran como una de sus principales obligaciones asegurar la permanencia de los indígenas "bajo el toque de campana"; ocasionalmente podían también participar en las periódicas misiones de reducción destinadas a devolver a sus pueblos a quienes se habían re­fugiado en la montaña o en las dispersas rancherías y milperías, tan características del campo yucateco.11

No es de extrañar, entonces, que fueran los eclesiásticos los llama­dos a asegurar la fidelidad de los indígenas a ambas majestades, Dios y el rey. Al capital social que tal responsabilidad les confirió, los curas doctrineros añadieron capital económico gracias a su acceso casi ilimi­tado a la tributación y el trabajo indígenas, pues habría que esperar el siglo XVIII para que fuese regulado todo lo relacionado con la obliga­ción de los pueblos de contribuir con el mantenimiento de sus iglesias y ministros religiosos.12 De esta manera, los ingresos obtenidos merced

10 La presencia de sacerdotes que impartieran misa, tanto la dominical como las de las fiestas patronales, fue requerida incluso en momentos de rebelión. Durante la guerra de castas, a media­dos del siglo XIX, los rebeldes obligaban a los sacerdotes prisioneros a oficiar las misas en honor de los santos. Jacinto Canek, líder del movimiento indígena más conocido del periodo colonial (1761), se quejó de la carencia de sacerdotes en los pueblos de visitas, donde pasaban semanas sin que hubiera misa (ibid., pp. 481, 482).

11 Sobre la montaña como zona de refugio y rebeldía, pero también como espacio de evange­lización y misión religiosa, véase a José Manuel Chávez Gómez, La custodia de San Carlos de Campeche. Intención franciscana de evangelizar entre los mayas rebeldes, Campeche, Instituto de Cul­tura de Campeche/coNACULTA, 2000; Pedro Bracamonte Sosa, La conquista inconclusa de Yucatán, México, CIESAS/Universidad de Quintana Roo/Porrúa, 2001.

12 El sínodo diocesano de 1722 convocado por el obispo Juan Gómez de Parada impuso un arancel para las obvenciones y derechos parroquiales pagados por los indios a sus doctrineros, donde también se pretendió regular el número de indígenas que trabajaba para las iglesias. Sin embargo, ante la resistencia conjunta de ambos cleros, tomaría otra década lograr su aplicación práctica. Archivo General de Indias [en adelante agí], México, 1040-1041.

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a las obvenciones y derechos parroquiales permitieron a sus beneficia­rios ocupar un lugar clave en la constitución de la economía y el mercado regionales.13

Influencia social y poder económico resultó una fórmula dema­siado atractiva como para pasar desapercibida, y si en toda la América hispana las doctrinas de indios se constituyeron en uno de los princi­pales puntos de controversia entre ambos cleros, aderezada con las in­consistencias de una a veces titubeante pero continua política secularizadora de la corona hispana, en Yucatán, la disputa tuvo aún mayor fuerza debido a su enorme dependencia del tributo y el trabajo indígenas. Por eso no es exagerado afirmar que no hubo autoridad, ci­vil o eclesiástica ni encomendero, estanciero o comerciante, por menor o secundario que fuese, que dejase de participar en negocios, litigios o conflictos relacionados con la posesión y disfrute de las doctrinas de indios.

Las disputas por las doctrinas de indios

El esfuerzo desplegado por los religiosos de la orden de San Francisco tuvo como recompensa, además del descargo de su conciencia, un domi­nio prácticamente absoluto sobre la actividad pastoral en los pueblos de indios. Durante las primeras décadas de la dominación española, la necesidad de encontrar soluciones que permitiesen la pronta evangeli- zación y sujeción de la población indígena dentro de los moldes marca­dos por la cristiandad occidental, alimentó el prestigio de los frailes seráficos, el cual, sumado a la lenta formación del edificio institucional diocesano y a la escasez de clérigos seculares, retrasó la aparición de reclamaciones vinculadas a la posesión de las doctrinas de indios. Sin embargo, esto no significó la ausencia de controversias relacionadas con el poderío desarrollado por la provincia franciscana de San José de Yu­catán, particularmente por su influencia sobre los nuevos cristianos, las que surgieron con toda claridad en 1562, a raíz de los procesos de per­

13 Para el caso de la provincia franciscana de San José de Yucatán hemos estudiado la admi­nistración de los bienes obtenidos a través de las obvenciones y derechos parroquiales, lo que nos ha permitido constatar que su distribución y comercialización era muy similar a la realizada con los productos provenientes de las encomiendas y los repartimientos. Adriana Rocher Salas, "Los síndicos de san Francisco: administradores seglares para bienes espirituales", en Memoria, revista del Archivo General de la Nación de Colombia, Bogotá, núm. 9, 2003, pp. 81-85.

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secución de idolatrías, mejor conocidos como "los juicios de Maní", dirigidos por fray Diego de Landa.14

Sin embargo, pese a la dureza de las críticas contra las acciones de la provincia franciscana, de las afirmaciones en el sentido de que los in­dios huían a los montes e, incluso, se ahorcaban por el temor que le tenían a los religiosos, nunca siquiera llegó a plantearse la posibilidad de que las doctrinas fuesen secularizadas; más aún, el obispo fray Francisco de Toral, el más visible crítico de Landa y sus seguidores, no cesó de solicitar a la corona el envío de nuevos franciscanos, "personas de letras y religión, para que el mismo hábito suelde lo perdido y tan santa orden no quede infamada".15

La pertenencia de fray Francisco a la orden seráfica puede explicar su intención de particularizar en la persona del provincial franciscano y sus más cercanos colaboradores las incidencias del proceso de perse­cución y castigo de idólatras, con lo que evitaba así afectar el prestigio de su orden. Sin embargo, a la par de estas preocupaciones, se encuen­tra la realidad de una diócesis que prácticamente no conocía más doctri­neros que los franciscanos, habida cuenta de la carencia de clérigos diocesanos que pudieran ocuparse del trabajo pastoral entre la pobla­ción indígena.16 Es por eso que el obispo yucateco no tomó el camino seguido por otros diocesanos, que desde mediados del siglo XVI comen­zaron a reclamar para su clero las doctrinas administradas por las órde­nes religiosas.17

Las primeras controversias relacionadas con el gobierno de las doc­trinas de indios aparecieron durante el episcopado del sucesor de Lan­da, el dominico fray Gregorio de Montalvo (1580-1587). Sucedió que los franciscanos, compelidos por su escasez de personal, "hicieron libre y voluntariamente dejación del convento de [...] Chancenote en manos

14 Sobre los juicios de Maní véase el ya clásico compendio documental y análisis introducto­rio de Frances Scholes y Eleanor Adams, Don Diego Quijada, alcalde mayor de Yucatán. 1561-1565, 2 tomos, México, Antigua Librería Robledo de José Porrúa e Hijos, 1938.

15 Carta del obispo de Yucatán al Rey, 1° de marzo de 1563 (ibid., doc. LXI).16 Para 1569, en toda la diócesis yucateca había sólo 8 o 10 sacerdotes seculares, de entre los

cuales cuatro eran portugueses afincados en el nuevo mundo sin la necesaria licencia real. Carta de los oficiales reales de Yucatán al rey, 6 de abril de 1569 (citado en Stella González Cicero, Perspectiva religiosa en Yucatán. 1517-1571, México, El Colegio de México, 1978, pp. 192, 193).

17 Véanse los litigios promovidos por el arzobispo de México y los obispos de Oaxaca, Guate­mala y Michoacán, que tuvieron como resultado la real cédula de 1557, ordenándoles cesar en sus intentos de poner clérigos diocesanos en las doctrinas regulares. Robert Ricard, La conquista espiritual de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 364-368.

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del obispo, para que pusiese ministro doctrinero clérigo18 que adminis­trase a los indios de él". El diocesano aceptó la entrega pero decidió agregar al nuevo beneficio de la clerecía el pueblo de Zucopo, hasta entonces administrado por el convento de Tizimín, considerando que la sola población de Chancenote era incapaz de proveer el sustento de su beneficiado. Los indios de Zucopo, a través del procurador de indios Francisco de Herrera, protestaron la decisión alegando la distancia de ocho leguas que mediaba entre su pueblo y Chancenote "por cuya cau­sa se habían de recrecer y seguir muchos inconvenientes de muertes de indios sin confesión ni bautismo".19 En cambio, Tizimín estaba a sólo legua y media, razón por la cual, desde su conversión, los nativos de Zucopo habían acudido al convento franciscano para ser "industriados en las cosas de nuestra santa fe".20 La representación fue enviada a la audiencia de México que, después de solicitar informes al gobernador de Yucatán, decidió revocar la orden del diocesano.

El pueblo de Zucopo no era el único interesado en apelar la orden del obispo; la provincia franciscana también se veía perjudicada por ver reducido, si bien en grado mínimo, el número de almas de confesión bajo su cuidado; sin embargo, por lo menos en el papel, los religiosos se mantuvieron al margen del proceso, que sólo tuvo como protagonistas a Francisco de Herrera, al obispo Montalvo y la audiencia de México. Pero tal neutralidad fue sólo aparente. El contenido de la petición pre­sentada por Herrera pone de manifiesto la influencia franciscana, pues, a la vez que alaba su participación en la conversión y doctrina de los indios, critica el interés del obispo por beneficiar al cura de Chancenote, aun en perjuicio del bienestar espiritual y temporal de la feligresía indí­gena. Por si alguna duda tuviéramos de la seráfica intervención, báste­nos el testimonio del cronista franciscano Diego López de Cogolludo, quien, 75 años después, en su capítulo dedicado a "Las ocasiones de otras discordias que hubo entre el obispo y los religiosos", no duda en afirmar que, en ese como en otros casos, la provincia de San José había defendido tanto su derecho a las doctrinas como el bien espiritual y temporal de los indios.

18 Debemos hacer notar que durante el periodo colonial sólo se llamaba clérigo a quien pertene­cía al clero secular — también llamado diocesano—, costumbre que seguiremos en este trabajo.

19 Diego López de Cogolludo, Historia de Yucatán, Campeche, Ayuntamiento de Campeche,

1996, t. II, libro VII, pp. 244-245.20 Ibid.

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El suceso de la doctrina de Chancenote y el pueblo de Zucopo fue uno de los varios capítulos de roces entre la provincia de San Francisco y el obispo Montalvo, conflictos donde, por cierto, los religiosos fueron una y otra vez beneficiados por las decisiones de la audiencia de México. Esa manifiesta debilidad de la Iglesia diocesana yucateca pudo ser la causa de que en tiempos de fray Gregorio de Montalvo tampoco se llegase a plantear la entrega al clero secular de los curatos franciscanos; si no era capaz de imponer su autoridad para el cobro de derechos parroquiales por concepto de entierros o para hacer valer en su diócesis los dictados del III Concilio Mexicano, mucho menos lo sería para emprender un proceso secularizador, por muy poco ambicioso que éste fuera.

A la llegada del sucesor de Montalvo, fray Juan Izquierdo, la situa­ción respecto a la posesión y gobierno de las doctrinas de indios en poco había variado. Los franciscanos administraban 24 curatos de indios, mientras que la clerecía diocesana hacía lo propio en 12 doctrinas, cinco de las cuales pertenecían a la provincia de Tabasco. Sin embargo, para dar una idea de la aplastante superioridad franciscana en cuanto a la admi­nistración parroquial en los pueblos de indios, es mejor considerar la diferencia respecto a la población bajo el cuidado de uno u otro clero: los seráficos frailes atendían a 139 743 personas, mientras los clérigos ejer­cían su gobierno espiritual apenas sobre 23 881 indígenas.21

Primeramente, Izquierdo fortaleció a la clerecía diocesana median­te la fundación de un modesto seminario, el cual permitió aumentar la cantidad de clérigos. Posteriormente, el obispo intentó que la provincia de San José le cediera, voluntariamente, algunas de sus doctrinas de indios. Ante la negativa franciscana, fray Juan presentó una petición ante el Consejo de Indias solicitando seis de los curatos en manos de los regulares, pero tampoco consiguió su objetivo.22 En su solicitud y en car­tas posteriores, Izquierdo presentó la imagen de una provincia francis­cana demasiado poderosa y alejada de los preceptos franciscanos de pobreza, humildad y obediencia. Según el obispo, los franciscanos tenían "ricas casas, ricos ornamentos y servicio muy cumplido para sus igle­sias", pero sobre todo estaban "muy enseñoreados de estos indios y de tal manera tienen imperio y dominio sobre ellos que apenas los indios co­

21 Adriana Rocher Salas, "La política eclesiástica...", p. 57.22 La petición se presentó en 1598, y fue vista en el Consejo de Indias el 27 de febrero de 1599,

Adriana Rocher Salas, "Frailes y clérigos en Yucatán. Siglo XVII", en Hispania Sacra, Madrid, Con­sejo Superior de Investigaciones Científicas, vol. LV, núm. 112, 2003, pp. 602, nota 3.

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nocen y respetan al obispo ni a los gobernadores sino a los frailes". En cambio, "muchos hijos y nietos de conquistadores nacidos en esta tierra a los cuales yo he ordenado de todas órdenes [...] no tienen un pan que comer", todo a causa "de tener los frailes todos los beneficios de la tie­rra". Aunque reconocía los méritos franciscanos en la evangelización de los naturales yucatecos, consideraba que la administración parro­quial era un derecho del clero secular.23

En los juicios de Izquierdo parecen concentrarse tanto los siglos de tradicional enfrentamiento entre regulares y obispos, ocasionado por los privilegios y exenciones de los primeros que aseguraban su inde­pendencia de la autoridad episcopal, como las circunstancias específicas de la diócesis yucateca, caracterizada por la omnipresencia franciscana y la debilidad diocesana. Si bien desde sus primeras acciones fray Juan puso de manifiesto su intención de afirmar la presencia e influencia de la Iglesia diocesana, no se encuentran en sus primeros años al frente de la diócesis yucateca, ni en sus dichos ni en sus hechos, trazos de sus futu­ras reivindicaciones y reclamos contra la provincia franciscana. Cuando en 1595 integró una información sobre su actuación al frente de la dióce­sis de Yucatán, contó entre sus testigos con fray Fernando de Sopuer- ta, guardián del convento de Motul y exprovincial franciscano.24 Además, la información deja constancia de que las únicas salidas del obispo eran para visitar el convento de San Francisco.25 Pero, más signifi­cativo aún es que, en un informe al rey sobre los beneficios eclesiásticos del obispado, a Izquierdo no le tembló la mano para afirmar que "como persona que lo he visto con los ojos, sin hacer ofensa al modo de adoc­trinar de los clérigos, es mucha la ventaja que los dichos religiosos les hacen".26

23 Informe del obispo de Yucatán al Consejo de Indias, Mérida de Yucatán, 1° de abril de 1598, AGI, México, 369.

24 Información hecha por el obispo de Yucatán de las cosas que ha hecho desde que entró en el obispado, Mérida de Yucatán, 1595, AGI, México, 369.

25 "Si saben que en todo este tiempo no le han visto pasear el pueblo ni las calles sino ha sido ir de cuando en cuando al Convento de San Francisco y luego venirse derecho a casa" (idem).

26 Ropero Regidor considera que la carta, sin fecha, podría ser de junio de 1599. Sin embargo, por el tono en que está escrita, completamente favorable a los franciscanos, y la ausencia de referencias sobre el asunto de la provisión de los curatos de indios, que sí aparecen en otra misiva del 15 de junio de 1599, creemos que pudo ser escrita en 1596 o 1597. El obispo de Yucatán al rey, Mérida, AGI, México, vol. 369. Véase, Diego Ropero Regidor, Fray Juan Izquierdo obispo de Yucatán (1587-1602), Palos de la Frontera, Exmo. Ayuntamiento de Palos de la Frontera, 1989.

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¿Qué pasó entonces para que fray Juan Izquierdo, fraile francisca­no, obispo de Yucatán, cambiara tan radicalmente de opinión con res­pecto a sus hermanos de hábito yucatecos? Es muy probable que haya sido la negativa de los frailes a concederle su petición de dejar a la cle­recía algunas de sus doctrinas la causante de la ruptura; con esa acción los franciscanos habrían evidenciado que su respeto y obediencia ha­cia la dignidad episcopal no pasaba por la renuncia del "imperio y do­minio" que tenían sobre los indios. Posiblemente, a partir de entonces, para el obispo los franciscanos dejaron de ser esos religiosos "de tanta cristiandad y celo" para convertirse en unos frailes "tan habituados a lo que es libertad de vida y quebrantamiento de su regla que ya no se hallarán conventos adonde haya religión y recogimiento".27

El 13 de mayo de 1601,13 clérigos —entre ellos sólo ocho sacerdo­tes—28 dieron un poder a Pedro Sánchez de Aguilar, beneficiado de Chancenote, para que siguiese ante el Consejo de Indias un litigio en el que reclamaban la posesión de diez doctrinas de indios en manos de la provincia franciscana de San José Yucatán. La petición se apoyó en una información sumaria realizada en 1579, poco después de la muerte de fray Diego de Landa, a instancias del deán Cristóbal de Miranda, en la que afirmaba que ocho curatos que habían sido proveídos de sacerdo­tes seculares por el obispo Toral les fueron arrebatados por Landa, en su calidad de obispo de Yucatán, para ponerlos en manos de la orden de San Francisco.29

Los argumentos principales de la clerecía diocesana, aparte del supuesto despojo del que había sido víctima, repetían los ya manifes­tados por su obispo: que había numerosos clérigos pobres y que era su derecho el ejercicio de la administración parroquial, tanto porque así lo marcaban la costumbre y la ley canónica como por su condición de criollos descendientes de conquistadores. Hay pocas alusiones a su tra­bajo pastoral y al de los franciscanos; aun cuando citan el caso de un cacique indígena que fue perseguido y encarcelado por los frailes a causa de su atrevimiento de solicitar clérigos para la atención de su pueblo;

27 Carta del obispo de Yucatán, 10 de abril de 1601, AGI, México, vol. 369.28 Hay que tener presente que se llama clérigo a todo aquel que ha recibido las órdenes sagra­

das, así sea sólo la primera tonsura, aun cuando no haya hecho la profesión sacerdotal.29 Sobre el litigio, véanse los trabajos ya citados de Rocher Salas, "Frailes y clérigos en Yuca­

tán..." y "La política eclesiástica regia..." También véase López de Cogolludo, libro VIII, Capí­tulos V al VII. Crescencio Carrillo y Ancona, El obispado de Yucatán, historia de su fundación y de sus obispos, Mérída, México, Fondo Editorial de Yucatán, 1979, tt. I y II, pp. 342-352 y 550-565.

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su crítica más acusada giró en torno a la escasez numérica de los reli­giosos, que no se daban abasto para atender a su numerosa feligresía.30

Si en el caso del obispo, su interés por las doctrinas de indios está sujeta a su necesidad de fortalecer una autoridad episcopal limitada por la fuerza franciscana, para la clerecía diocesana el asunto parece mucho más simple: eran su patrimonio, por el derecho que les daban tanto su noble cuna como la tradición de la iglesia, y necesitaban de recursos para afrontar las "otras" obligaciones que su calidad de clérigos y de bene­méritos descendientes de conquistadores y primeros pobladores le im­ponían, entre las que sobresalía su responsabilidad de hacerse cargo de sus familias, especialmente cuando se trataba de madres viudas y her­manas solteras por casar.31

La respuesta franciscana llevó consigo todo el peso de una tradi­ción evangelizadora que se remontaba a los primeros años de la con­quista. Habían sido ellos quienes convirtieron a los indios de Yucatán y quienes continuaban adoctrinándolos con suficiencia y desinterés material, pues "no sólo no molestan a los indios, más antes les proveen el sustento necesario en tiempos de necesidades, para que puedan pasar, amparándoles de las vejaciones y molestias que les pretenden dar". En cambio, los clérigos se encontraban movidos por otros intereses, "como ellos confesaban, de casar sus hermanas".32

Mediante el auto del 29 de enero de 1602, el Consejo de Indias de­cidió entregar a la clerecía yucateca cuatro de las diez doctrinas recla­madas. Las recusaciones presentadas por ambos cleros y las indecisiones de la corona, que en ocasiones daba la razón a una parte y a la siguiente hacía la propio con la otra, alargaron el pleito hasta los primeros años de la octava década del siglo, cuando finalmente se inclinó la balanza del lado de la clerecía, quien se adjudicó en definitiva no sólo las diez doc­trinas originalmente reclamadas, sino otras cuatro más, argumentando

30 El cacique en cuestión era Juan Chulín, principal de Tenabo, quien solicitó clérigos a causa de la poca atención que los frailes dispensaban a su pueblo. Memorial del pleito que sigue la clere­cía de la provincia de Yucatán con los religiosos de la orden de San Francisco de la misma pro­vincia sobre Diez beneficios o curatos de indios. Real Academia de la Historia [en adelante RAH],

Colección Jesuitas, CLVI, 17, ff. 122-124.31 La décima pregunta de la información presentada por Sánchez de Aguilar dice: "teniendo

como tienen hermanas doncellas pobres, las han amparado, y amparan, casándolas, y dotándolas por no tener, como no tienen otro remedio" (ibid., f. 129). Por su parte, el obispo Izquierdo seña­ló algo muy similar en la información que realizó en 1595: "los más de ellos [clérigos beneficia­dos] sin padres y teniendo madres viudas y hermanas por casar", AGI, México, vol. 369.

32 Memorial del pleito que sigue la clerecía..., ff. 130,131.

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que en alguna época habían sido visitas de los curatos recién seculari­zados.33

A lo largo de los poco más de noventa años que duró el litigio34 las partes involucradas añadieron nuevos componentes a sus discursos, aunque mantuvieron incólumes sus principales argumentos. La clere­cía acusó a los frailes del maltratar a los indios y de cobrarles excesivos derechos parroquiales.35 También intentó probar su presencia durante los primeros años del proceso de evangelización de los nativos yuca­tecos a través de la persona del clérigo Francisco Hernández, capellán de los ejércitos del Adelantado Francisco de Montejo y, por lo tanto, su ori­ginal gobierno sobre las doctrinas de indios.36 Sin embargo, pese a su pretensión de establecer que "desde entonces continuamente predica­ron y doctrinaron clérigos, poseyendo sin contradicción todos los bene­ficios de ella",37 le era difícil negar la obra evangelizadora de los religiosos de la orden seráfica, por lo cual se aferraron a su viejo argu­mento de lo que el derecho canónico y civil reservaba a ambos cleros: "por ser la regla de San Francisco tan estrecha, y no estar nombrada en el breve dispensatorio conseguido por Felipe II del Papa Pío V en el año de 1577 para que los religiosos, ante la falta de clérigos, pudiesen hacer oficio de clérigos. Que por tal razón los curatos que tuvieron en Yucatán no fueron en propiedad sino en ínterin y por lo tanto no hay razón para no quitárselos".38

Por su parte, los franciscanos establecieron la continuidad de su trabajo misionero, añadiendo a sus probanzas los testimonios de su papel en las reducciones de indios fugitivos refugiados en rancherías y mil­

33 Las doctrinas entregadas al clero secular fueron Hocabá, Ichmul, Tixchel, Tixcocob — secu­larizadas en 1602 — , Tizimln, Homún, Uinán, Hunucmá, Hecelchakán y Champotón. Las cuatro anexadas por su supuesta condición de ex visitas fueron Calotmul, Sahcabchén, Mama y Tecoh.

34 Los franciscanos siguieron presentando recursos de apelación, siendo el último y más co­nocido el escrito en 1688 por fray Francisco de Ayeta, procurador de las provincias franciscanas de la Nueva España, e impreso en Madrid en 1694, Último recurso de la provincia de San Joseph de Yucatán, destierro de tinieblas en que ha estado sepultada su inocencia. Estos recursos se estrellaron contra las negativas de la clerecía y, peor aún, con la indiferencia de la Metrópoli. Juan de Ben- dicho en nombre de la clerecía de Yucatán, 11 de abril de 1693, AGI, Escribanía 308A.

35 Pleito de la clerecía de Yucatán y los religiosos de la orden de san Francisco de la dicha provincia, Biblioteca del Palacio Real de Madrid, ms. 3.286, ff. 10-12.

36 Según Stella González, la presencia de padre Hernández estuvo más vinculada con el ejer­cicio de la cura de almas entre los propios conquistadores, que con la conversión de los indios. González, Perspectiva religiosa..., pp. 25, 26.

37 Pleito de la clerecía de Yucatán..., f. 1.38 Pregunta 7 del interrogatorio de la clerecía, 31 de enero de 1647, AGI, Escribanía 308A.

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pas o en misiones de conversión y pacificación de los gentiles y refugiados en la montaña. Las comparaciones entre su desempeño pastoral y el de la clerecía fueron en aumento conforme las decisiones del Consejo de In­dias dejaron de serles favorables. Así, según los frailes, mientras ellos cuidaban sus iglesias, tenían continuamente expuesto al Santísimo, daban limosnas a sus feligreses y con frecuencia predicaban en la catedral, los clérigos descuidaban sus iglesias y acumulaban bienes materiales, como lo probaba el hecho de que "los más beneficiados muertos recientemente han dejado grandes cantidades que acumularon durante su administra­ción parroquial y que, en ocasiones, por no saber qué hacer con sus bienes, los legaron a extraños dejando a sus iglesias y feligreses pobres y necesitados".39

El último recurso de la provincia de San José, presentado por fray Francisco de Ayeta, procurador de las provincias franciscanas de la Nueva España, dio respuesta a los principales alegatos de la clerecía, incluyendo aquellos en los que sustentaba su derecho patrimonial sobre la administración parroquial: "al decir los clérigos que estas doctrinas y toda la administración es patrimonio de los clérigos [...] niegan al Papa su potestad y a Vuestra Majestad el patronato". Tampoco era su patri­monio por derecho de nacimiento, pues, además de que "a todos nos hizo iguales la naturaleza y la justicia", en la parcialidad criolla francis­cana había 78 religiosos "hijos legítimos de nobles, beneméritos y con­quistadores".40

En este largo litigio participaron amplios sectores de la sociedad yucateca. En total, entre ambas partes, se presentaron 130 testigos, 35 de la clerecía y 95 de la provincia de San José. Entre ellos había enco­menderos — 44 del lado franciscano y 10 por los clérigos — , comercian­tes, estancieros y funcionarios civiles y eclesiásticos, cuyos intereses, por diversas razones, se cruzaban con la administración parroquial. Así, los encomenderos y los funcionarios civiles y eclesiásticos necesi­taban que los curas doctrineros cumpliesen con su función de mantener a los indígenas en "policía y civilidad cristiana", pues de lo contrario difícilmente cumplirían con sus obligaciones tributarias y fiscales. Al­gunos encomenderos favorables a la causa franciscana aseguraron que

39 Testimonio de las probanzas originales que se hicieron en virtud de cédula de Su Majestad a favor de la Sagrada Religión de San Francisco por el año de 1647 por antedichos escribanos.

Ibid.40 Ayeta, op. cit., p. 162.

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sus encomendados "por menos se van con los indios idólatras"; y, para reforzar su calidad de "defensores de los dichos indios", acompañaron sus testimonios con los de las autoridades de sus pueblos en encomienda, quienes manifestaron su desconsuelo por las secularizaciones porque tenían "amor a los dichos religiosos como a padres y ellos nos aman como a hijos".41

A los indicios de que las declaraciones de las autoridades indíge­nas pudieron haber sido inducidas por sus encomenderos o por lo mis­mos eclesiásticos habría que sumar otros factores que involucraban a caciques y pueblos de indios con sus ministros religiosos. Los curas in­tervenían en la elección de los integrantes de cabildos y cofradías indí­genas, además de que los indios bajo su servicio estaban exentos de contribuir con las cargas laborales y fiscales de sus pueblos. Adicional­mente, la provincia franciscana llegó a tener indígenas al frente de la economía conventual en calidad de síndicos particulares.42

En general, la cura de almas desempeñaba un importante papel dentro de la vida comunitaria indígena. Acudir al cuidado de su iglesia, de sus santos y de las fiestas patronales constituía una de las partes más apreciadas en el trabajo del doctrinero, de ahí que los frailes no dejasen de enfatizar "Que el adorno, riqueza y limpieza de las sacristías e iglesias franciscánas supera notablemente a las de los clérigos, cosa que es una de las razones por las que los indios prefieren ser administrados por franciscanos" .43

Por su parte, algunos estancieros fueron claros al establecer las cau­sas de su preferencia por la continuidad en la administración parro­quial franciscana: "habiendo beneficiado nuevo es forzoso que los manden recoger [a los vaqueros y mayorales indios] a sus pueblos y doctrinas, con que es cierto las dichas estancias quedarán destruidas y los criadores perdidos". Los comerciantes, por su parte, tenían nego­cios con los síndicos franciscanos, principalmente por su interés de ad­

41 Declaraciones de encomenderos y autoridades indígenas de los pueblos de Hocabá, Tixco- cob, Ehuán, Ichmul y Nolo contenidas en una información presentada ante el gobernador Diego Cárdenas de Velasco, 16 de septiembre de 1602, AGI, Escribanía 308A.

42 Los síndicos eran seglares a quienes las provincias franciscanas encargaban la administra­ción de sus recursos; estos podían ser particulares de los conventos — también llamados conven­tuales— o generales para toda la provincia. Adriana Rocher Salas, Los síndicos de San Francisco..., pp. 85, 86.

43 Testimonio de las probanzas originales que se hicieron en virtud de cédula de Su Majestad a favor de la Sagrada Religión de San Francisco por el año de 1647 por antedichos escribanos, AGI, Escribanía 308A.

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quirir los géneros que por concepto de obvención entregaban los indí­genas a sus ministros religiosos.44

Entre los testigos de los franciscanos hubo algunos vinculados a la provincia de San José por lazos de sangre o por compromisos institu­cionales.45 Entre estos últimos destacan los síndicos, quienes recibían beneficios como el ilimitado acceso a los ingentes ingresos que, por concepto de obvenciones, derechos parroquiales, sínodos y limosnas, acopiaban los conventos; también disfrutaban parcialmente de la in­munidad eclesiástica, además de otros privilegios menos evidentes pero de igual importancia, como el prestigio inherente al cargo y, por qué no decirlo, las oraciones de los religiosos.

Desde la distancia, el Estado español cumplió un papel en el que no se advierte esa continuidad, fácilmente distinguible en los prota­gonistas locales; lo que sí puede verse es la evolución de una política hacia la Iglesia indiana tendiente a estrechar los límites de su influencia sobre la sociedad colonial, particularmente en el caso del clero regular. Al irrestricto apoyo inicial a los frailes, en muchos sentidos condiciona­do por las carencias de la Iglesia diocesana y la necesidad de la pastoral franciscana como medio de control social, siguieron decisiones difícil­mente comprensibles si sólo se les mira desde la óptica local. Es probable que con la entrega al clero secular de 14 doctrinas franciscanas, inclu­yendo algunas que nunca formaron parte del proceso legal, lo que sig­nificó un contundente golpe al poderío franciscano, la corona persiguiese el doble objetivo de equilibrar la balanza entre los dos cleros, además de recordar a los franciscanos que no era su papel ser amos y señores, sino servir de mediadores entre el rey y su pueblo.

El siglo XVIII: nuevas formas, nuevas reglas

La secularización de 14 doctrinas de indios estuvo lejos de disminuir los problemas entre ambos cleros. A la tensión provocada por los violen­tos desalojos de conventos y la igualmente numantina resistencia de los frailes a dejar zonas que consideraban suyas, se unió la disputa por la montaña, tradicional espacio misional franciscano que, durante más de un siglo, había servido para mantener, frente a propios y extraños, el prestigio de la provincia de San José como institución evangelizadóra.

44 Adriana Rocher Salas, "Frailes y clérigos en Yucatán...", pp. 604-606.45 Ibid., pp. 606-608.

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Pero la conquista del Petén Itzá, emprendida en 1695, dio al clero dioce­sano la oportunidad de disputar a los frailes un espacio hasta entonces considerado coto exclusivo del cordón franciscano: el de la conversión y evangelización. Nuevamente la victoria sonrió a la clerecía, quedando a los franciscanos el débil consuelo de la vicaría de Chichanháa como único reducto de su presencia en la región.46

El gobierno episcopal del benedictino fray Pedro Reyes Ríos de la Madrid (1700-1714) constituyó el punto más candente de la disputa por la provisión de curatos en Yucatán. En su tiempo, la violencia entre clé­rigos y frailes alcanzó niveles insospechados, pues ahora se trataba de dos facciones carentes de argumentos pastorales e inundadas de sen­timientos patrimonialistas: para el obispo, los clérigos eran "beneméritos y tantos en número que según la institución de los curatos, parece que nacen con derecho adquirido a ello";47 la defensa de la provincia de San José, por su parte, reivindicó el crédito de ser quien "a costa de su su­dor, trabajo y vidas de sus hijos convirtió aquellos indios". Así, los mé­ritos de sus predecesores y los privilegios concedidos por reyes y papas se constituyeron en la mejor defensa de sus derechos: "Y atendiendo la silla apostólica a estos servicios [...] hizo a los religiosos capaces de be­neficios curados y oficios de párrocos, queriendo que los que plantaron la viña cogiesen el fruto de ella, y los clérigos no habiendo hecho con­versión alguna, quieren comer del sudor y trabajo de otros".48

Más que nunca, las doctrinas de indios fueron la manzana de la discordia que enfrentó, ya no sólo a clérigos contra religiosos, sino, literalmente, a todos contra todos, pues así como las autoridades civiles y eclesiásticas intervinieron de manera directa en los conflictos, las divisiones internas de la provincia franciscana ocasionaron la multi­plicación de facciones que, en su búsqueda de alianzas externas, lo mismo fumaban la pipa de la paz con el obispo que con el gobernador, "enterrando y desenterrando el hacha de guerra" tantas veces como fue­ra necesario.49 A tanto llegó la confusión, que la provincia de San José se partió en dos, con sendos gobiernos simultáneos, cada uno con su pro­

46 AGI, Patronato, 237. Y Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México, Archivo Fran­ciscano [en adelante FRBNAF], caja 55, exp. 1150, ff. 5-9. Véase también el trabajo de Grant Jones, The conquest of the last maya kingdom, Stanford University Press, California, EU, 1998, pp. 163, 164.

47 El obispo de Yucatán al rey, Mérida, 20 de julio de 1702, AGI, México, 1035.48 Carta de fray José de Sanz, Comisario General de San Francisco en Indias al Consejo, Ma­

drid, 12 de mayo de 1716, AGI, México, 1038.49 Adriana Rocher Salas, "Actividad de las órdenes religiosas...", cap. IV, apartado 1. Tam­

bién AGI, México, vols. 1035 a 1039 y Carrillo y Ancona, op. cit., 644-659.

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vincial, definitorio, síndico y convento capitular sede; y todo, por "la ambición del goce de las doctrinas que cada uno quisiera para si".50

En dos ocasiones, una en 1702 y la otra en 1711, el obispo intentó secularizar algunas de las doctrinas franciscanas, la primera por no re­conocer a diez religiosos designados por el capítulo franciscano para ocupar sendas doctrinas de indios, y la segunda por supuestas faltas en la administración parroquial. El proceso de 1711 es el más llamativo, por evidenciar intereses no necesariamente vinculados a la defensa de la autoridad episcopal. En ese entonces, el obispo castigó a nueve fran­ciscanos por jugar a los dados y agredir a varias personas testigos del delito; ante "la rebeldía y contumacia" de los frailes, decidió excomulgar­los y despojar a la provincia franciscana de las doctrinas del Camino Real. Lo curioso del caso es que ninguno de los religiosos acusados de jugar a los dados o de faltar en el ejercicio de la cura de almas tenía mayor relación con los curatos en litigio. Esta incongruencia fue ob­servada por el fiscal del Consejo de Indias, quien, además, hizo la obser­vación de que las doctrinas en litigio "eran de las más pingües" y de que sólo unos años antes, durante la visita pastoral de 1709, el obispo había aprobado el desempeño de todos los doctrineros franciscanos de la provincia, por lo que no era posible que "de buenos se convirtieran a malos de la noche a la mañana".51 De la violencia del proceso dan cuen­ta los arrestos de religiosos por orden del obispo y los enfrentamientos entre frailes y clérigos, que lo mismo se liaban a golpes a plena luz del día,52 que se lanzaban amenazas como la siguiente:

y por lo que mira a la protesta que hace de los escándalos y muertes [...] se previene a los reverendos padres que si las hubiere sabrá Su Señoría Ilustrísima castigar y coger a los padres fray Pedro González, llamado provincial, y fray Andrés Cartabitante y ponerlos de cabeza en un cepo y raparles los cerquillos por hombres fuera de razón y de propósito así por lo que expresan de muerte y armas que de haberles de permitir Su Señoría Ilustrísima a sus clérigos no fueran escopetas y espadas sino el látigo con que se echa a los perros de la Iglesia.53

50 Carta del Cabildo Eclesiástico, Mérida de Yucatán de las Indias, septiembre 30 de 1715, AGI,

México, 1038.51 Respuesta del Fiscal del Consejo de Indias, Madrid, 3 de diciembre de 1712, AGI, México, 1037.52 En marzo de 1713, poco después de las 3 de la tarde, en la zona intramuros de la villa de

San Francisco de Campeche, se armó un zafarrancho entre frailes y clérigos que ameritó la inter­vención del sargento mayor y sus soldados, AGI, México, 1038.

53 José Ruiz de Aguilera en nombre del obispo de Yucatán, 16 de septiembre de 1711, AGI,

México, 1036.

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Clérigos y frailes se acusaron mutuamente de maltratar a los in­dios, exigirles excesivos derechos por concepto de obvenciones, obli­garlos a firmar denuncias y testimonios falsos, hacerlos trabajar para sus socios, parientes, incluso, mujeres, y de incumplir con su minis­terio sacerdotal al abandonar sus curatos y dejar a sus feligreses sin sacramentos. El obispo fue señalado por retrasar la colación de los cu­ratos vacantes para quedarse con sus obvenciones, además de solapar los repartimientos que hacían sus sobrinos. Por su parte, a los gober­nadores también se les atribuyó la realización de repartimientos y de pretender manejar los capítulos franciscanos para imponer gobiernos favorables en los que, de preferencia, estuvieran parientes suyos. El ejemplo del gobernador Martín de Ursúa y Arizmendi es sintomático. En sus primeros tiempos de gobernador (1699-1703) se apoyó en el obispo en su lucha contra los franciscanos, particularmente contra el provin­cial, fray Francisco de Rivas. Pero esa alianza tendría una corta vida, pues al llegar la siguiente elección de provincial y definitorio, Ursúa "manejó el capítulo de forma que, según se dice por escrito y por pala­bra, contra toda la provincia sacó por provincial al religioso más ene­migo declarado del provincial antecesor".54 El nuevo provincial, fray Francisco Domínguez, dio su protección a dos religiosos parientes del gobernador y a otro más, hijo de su secretario, que anteriormente había sido expulsado por Rivas. A partir de entonces, gobernador y provin­cia de San José se aliaron y enfrentaron juntos al obispo, logrando evi­tar la secularización de diez doctrinas de indios.

Sorprende la falta de referencias al trabajo parroquial, particular­mente en el caso franciscano, antes siempre dispuesto a demostrar sus éxitos en el campo pastoral y misional. Lejos estuvieron de negar las imputaciones en su contra; antes bien, acusaron a sus detractores de incurrir en sus mismas faltas: "¿es posible señor [obispo] que repruebe en nosotros lo que aprueba en sí?, pues lo mismo que cobramos nosotros ha cobrado vuestra señoría ilustrísima en las vacantes continuadas de casi los más de los beneficios de la provincia teniéndolos con interina- rios sin provisión por muchos años".55 A falta de otra defensa, nada mejor que recurrir a los méritos históricos de su hábito: "quitar las doctrinas a la religión no es castigo de los particulares que faltan a sus obligaciones, sino castigar a la religión. Y echar un borrón grande en

54 Carta del obispo de Yucatán al Acuerdo de México, 20 de abril de 1702, AGI, México, 1035.55 Escrito de fray Andrés de Cartabitante, procurador de la provincia de San José, 15 de sep­

tiembre de 1711, AGI, México, 1036.

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la dilatada plana de lo mucho que ha trabajado en servicio de ambas majestades."56

La participación de las autoridades indígenas estuvo marcada por el signo de la coerción, mucho más acusada que durante los litigios del pasado siglo XVII. Una y otra vez, caciques y principales contradicen sus testimonios alegando haber sido "compulsos y apremiados" lo mismo por los frailes, que por los clérigos o los enviados del obispo.57

En las dos ocasiones, el Consejo de Indias decidió dejar a los franciscanos sus doctrinas. Tal vez la precaria situación del gobierno metropolitano a causa de la guerra civil provocada por los aspiran­tes al trono español no aconsejara la toma de decisiones radicales; ade­más, la actuación de los gobernadores, favorables a la causa franciscana, y la muerte del obispo fray Pedro, acaecida en 1714, también debieron pesar en la decisión final.58 Sin embargo, eso no significa que todo con­tinuara marchando igual. A los franciscanos se les dieron claras señales de que debían corregirse y someterse a la autoridad episcopal; al nue­vo obispo se le encargó vigilarlos estrechamente y de convocar a un sínodo diocesano donde se estableciesen, de una y vez por todas, aran­celes fijos para el pago de obvenciones parroquiales. Por si fuera poco, se ordenó a la comisaría franciscana de Indias nombrar, por esa única ocasión, a quienes gobernarían a la provincia de San José durante los siguientes tres años.

Los frailes se corrigieron, o por lo menos, así lo intentaron. Sus enfrentamientos con los obispos prácticamente desaparecieron y sus con­flictos internos fueron llevados de manera mucho más discreta. Sin embargo, la tendencia hacia la secularización de doctrinas fue adqui­riendo mayor nitidez conforme la nueva dinastía en el trono español dejó de conformarse con el sistema de control indirecto que había re­gulado las relaciones con la Iglesia.59 En febrero de 1753 se ordenó la

56 Carta de fray José de Sanz, Madrid, 12 de mayo de 1716, AGI, México, 1038.57 Declaraciones de los indios del Camino Real en que dicen haber sido llevados al convento

de Calkiní para jurar que no querían clérigos, septiembre de 1711. Declaraciones de los indios del Camino Real en que dicen haber sido compulsos y apremiados por el notario del obispo Reyes para que jurasen que los religiosos les llevaban de limosnas más de lo acostumbrado, 1711, AGI, México, 1036.

58 A Martín de Ursúa el Consejo le aprobó su "defensa del Real Patronato" al mismo tiempo que extrañó al obispo no haber escuchado los exhortos del gobernador. Reunión del Consejo de Indias de 10 de septiembre de 1703, AGI, México, vol. 1036. La decisión sobre las doctrinas del Camino Real se tomó el 15 de enero de 1716, AGI, México, 1038.

59 Nancy Farriss, La corona y el clero en el México colonial, 1579-1821. La crisis del privilegio

eclesiástico, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.

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secularización de los curatos en manos de regulares de todos los obis­pados del imperio español en América. Las protestas y los disturbios suscitados a raíz de su aplicación llevaron a la proclamación de otra real cédula, la del 23 de junio de 1757, que pretendió mitigar el impacto del proceso al ordenar que se respetasen los derechos de los frailes ya instalados canónicamente en sus curatos y que a las provincias religiosas se les permitiera conservar una o dos de sus principales parroquias, ade­más de abrir la posibilidad de devolverles los conventos que antes de la expropiación mantenían ocho o más religiosos de continua asistencia.60

En la diócesis de Yucatán tocó aplicar las nuevas disposiciones al recién llegado obispo, el agustino fray Ignacio de Padilla, quien en no­viembre de 1754 procedió a la secularización de nueve de las doctrinas franciscanas, incluyendo las ubicadas en los principales poblados urba­nos de la región: Valladolid, Campeche y Mérida, esta última dependien­te del convento capitular de San Francisco. Al igual que en otras partes de la Nueva España, la violencia del proceso provocó las airadas pro­testas de los religiosos y de algunas autoridades civiles, como fue el caso del protector general de los indios, el cabildo de Valladolid, el tenien­te general auditor de guerra de la gobernación y el gobernador Alonso Fernández de Heredia.61 En sus escritos, manifestaron su temor de que, sin las rentas de sus curatos, la provincia franciscana podría desaparecer, con graves consecuencias en el control de la población indígena: " y sería para todos y para los indios de gran confusión y desconsuelo el ver extinguida de esta tierra la religión del Seráfico padre San Francisco que plantó en ella la fe de Jesucristo".62

La provincia franciscana fue aún más lejos en su defensa, pues no dudó en afirmar que su probable partida de Yucatán traería consigo "el peligro inminente de perder la cristiandad: [...] Estos naturales a quie­nes hemos engendrado y educado tanto tiempo en la fe de Jesucristo, [...] para racionales conjeturas indefectibles no se mantienen muchos años y perderá la Iglesia estos hijos y Su Majestad todos estos vasallos".63

60 Sobre los efectos de este proceso, véase ibid, p. 29 y David Brading, Una Iglesia asediada. El obispado de Michoacán, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 77-97.

61 Sobre el proceso secularizador en tiempos del obispo Padilla, véase Adriana Rocher Salas, "Actividad de las órdenes religiosas...", cap. VI, apartado 1.

62 Representación del Procurador de los Indios, Mérida, 6 de diciembre de 1757, AGI, México, 2601. En igual tono se encuentran otras informaciones contenidas en el mismo legajo.

63 Relación por mayor de lo acaecido en el despojo de las doctrinas de la provincia de Yuca­tán, ejecutado por el señor arzobispo de aquellas provincias con auxilio del gobernador de ellas el día 20 y 21 de noviembre de 1754, frbnaf, caja 55, exp. 1153, f. 34.

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Ante el escaso apoyo que tuvo el proceso secularizador, fray Igna­cio intentó justificar su actuación señalando deficiencias en la adminis­tración franciscana. En los informes de su visita pastoral, celebrada entre 1754 y 1755, no dejó de señalar que los indígenas bajo la administración franciscana estaban "atrasados en doctrina cristiana" y se les cobraba de más por los servicios parroquiales, razón por la cual los feligreses de las doctrinas recién secularizadas estaban muy "aliviados de los exce­sos de los religiosos".64 Por otra parte, de los conventos secularizados ninguno cumplía con el requisito de ocho religiosos de continua asisten­cia; de hecho, sólo los dos de Mérida llenaban ese requerimiento. Padi­lla también puso sobre la mesa las desigualdades dentro de la provincia franciscana ya que, si los frailes padecían incomodidades no era "por falta de suficiente subsidio para mantenerse con sobrada abundancia, pues con lo mucho que les rinden los pingües curatos que conservan se pudieran mantener con mucha decencia [...] pero vuestra señoría y yo sabemos muy bien la causa de que no se mantengan todos con igual comodidad".65

Pero de poco sirvió al obispo tener presente que "todas las sagra­das religiones de la América le han hecho iguales y quizá aun más fuertes representaciones [que], con todo no ha desistido su real ánimo de llevar adelante la determinación",66 pues para el fiscal del Consejo de Indias todo se reducía "al desafecto con que el obispo mira las doctrinas de los regulares".67 Al parecer, los temores de las autoridades yucatecas tu­vieron eco en Madrid, donde el Consejo de Indias manifestó que de la completa conclusión del proceso secularizador se debían "temer lamen­tables consecuencias en lo espiritual y temporal, difíciles de remediar".68 La revuelta de Jacinto Canek, ocurrida en 1761 en una región poblada de curatos seculares, constituyó un respaldo más que convincente para aquellos que defendían las bondades de la labor franciscana, entre los que se llegó a incluir al sucesor del obispo Padilla, fray Antonio Alcalde, por lo que en mayo de 1768 se ordenó la suspensión de las seculariza­ciones de curatos.69

64 Informes de la visita pastoral del obispo fray Ignacio de Padilla, 26 de octubre de 1755 y 18 de agosto de 1757, México, 1031.

65 Carta del obispo de Yucatán al gobernador, Mérida, 12 de enero de 1760, AGI, México, 2601.66 Idem.67 Respuesta del Fiscal del Consejo de Indias, Madrid, 3 de junio de 1756, AGI, México, 1031.68 Consulta del Consejo de 25 de mayo de 1761, Madrid, AGI, México, 2601.69 Adriana Rocher Salas, "Entre el cordón de San Francisco y la corona de San Pedro", en

Revista de Estudios de Cultura Maya, vol. 25, cem-unam, México, 2004, pp. 161-164.

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Las reacciones producidas a raíz de las secularizaciones pusieron de manifiesto que el papel de la cura de almas como medio de control social, continuaba vigente. Sin embargo, unas décadas más tarde, el rega- lismo de los funcionarios ilustrados cuestionaría esa función, al preten­der intervenir en asuntos tradicionalmente vinculados al estamento eclesiástico, como fue el caso de la persecución de idolatrías y la vigi­lancia de los prelados sobre sus súbditos.70 Asimismo, los curas doctri­neros dejaron de ser los únicos representantes del régimen colonial en el mundo indígena, pues la reforma de intendentes propició la aparición de nuevos funcionarios, con residencia permanente en los pueblos de indios. Pero algo que ni siquiera el reformismo borbónico pudo amino­rar fue la importancia que los ingresos de las doctrinas de indios, vía obvenciones y derechos parroquiales, tenían para la economía regional.

En 1791, el procurador de la ciudad y puerto de San Francisco de Campeche, Fernando Rodríguez de la Gala, planteó la necesidad de re­abrir el colegio de San José, cerrado desde la expulsión de los jesuitas, y que para tal efecto se entregase a los frailes de la provincia franciscana de Yucatán; los recursos para su manutención se obtendrían de los bienes de temporalidades.71 En caso de no poder darse esta aplicación, podrían usarse los recursos de los 21 curatos administrados por los franciscanos para pagar las pensiones de clérigos que impartiesen gramática, filosofía y teología o, en su defecto, secularizar los curatos de Ticul, Calkiní y Oxcutzcab, para que "con sus rentas [que son exorbitantes]" pudieran dotarse las tres cátedras.72

En general, la propuesta del procurador campechano, que sería continuada por sus sucesores en el cargo, no tenía mayor sustento, pues, como alegaron los propios frailes, los ingresos de las doctrinas sólo podían destinarse al sustento de los curas, las iglesias y el culto divino; sin embargo, es una buena muestra de la idea, presente en el imaginario local, del poderío económico franciscano y de la abundancia de recursos que se obtenían de los curatos indígenas.

La petición de los procuradores campechanos es significativa, más que por sus afanes por la educación, por ser una interesante muestra del desarrollo de una creciente rivalidad entre las ciudades de Campe­che y Mérida. Sus escritos están poblados de imágenes que manifiestan

70 Adriana Rocher Salas, "Actividad de las órdenes religiosas...", cap. VI, apartado 4.71 El proceso se encuentra en agn, Colegios, 42.72 El síndico Procurador de Campeche al rey, Campeche, 8 de octubre de 1791. Ibid., if. 2-5.

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el anhelo campechano de equipararse a la capital de la gobernación: "los pobres hijos de Campeche, que son tan hijos de Dios, de la Iglesia y del Rey como lo son los de Mérida".73 Este deseo parece ser uno de los principales motores que impulsaron las representaciones del procura­dor porteño, pues difícilmente las necesidades del puerto campechano ameritaban una institución de estudios superiores en teología y filosofía. Otra motivacióñ radicó en la necesidad del cabildo de mantener su vigencia como grupo de poder, toda vez que las reformas borbónicas habían minado considerablemente su capacidad de maniobra política y económica.74 A diferencia de los cabildos de Mérida y de Valladolid, que trabaron alianzas con los nuevos funcionarios reales, los capitulares campechanos optaron por el enfrentamiento, casi siempre con resulta­dos adversos para su causa.75

Franciscanos y procuradores de Campeche se enfrascaron en un litigio que duró ocho años, y en el que, como en épocas pasadas, los frailes pusieron en juego las alianzas producto de lazos de sangre o intereses comunes. Entre sus testigos declararon los subdelegados de los partidos de La Costa y de La Sierra, y sus antiguos síndicos José Cano, Juan Esteban Quijano y Alonso Manuel Peón y Valdéz, los dos primero estancieros y miembros del cabildo emeritense y el tercero se­ñalado por ser uno de los hombres más poderosos de Yucatán, quien, además de haber sido síndico general de la provincia de San José, era hermano del ex provincial fray Bernardo Peón y Valdéz y padre de José Peón y Cárdenas, subdelegado del partido de La Sierra; por si fuera poco, como no dejaron de señalar los procuradores de Campeche, Peón y Valdéz mantenía una estrecha relación con el intendente Arturo O'Neill. Esta influencia se aprecia en los informes del intendente que, en muchos de sus apartados, reflejan fielmente las reivindicaciones fran­ciscanas: "Parecía más regular, puesto que el beneficio que ha de resul­tar del establecimiento de cátedras es para los [sacerdotes] seculares,

73 Representación de Joaquín Ruiz de León, Procurador Síndico de Campeche, Mérida, 11 de diciembre de 1795. Ibid. f. 94.

74 Es el caso de la creación de la plaza de teniente de rey, con atribuciones políticas y milita­res, y de un oficial real para Campeche, que limitaron las atribuciones políticas y fiscales del cabildo. Igualmente, fue recortada su jurisdicción civil y militar sobre las zonas rurales de la provincia. Ana Isabel Martínez Ortega, Estructura y configuración socioeconómica de los cabildos de Yucatán en el siglo XVIII, Sevilla, Diputación Provincial de Sevilla, 1993.

75 Sobre diferencias entre el cabildo de Campeche e intendentes, subdelegados y tenientes de rey, véase ibid., p. 231 y AGI, México, 3023.

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que los curatos de estos que son muchos, y no los de los religiosos a quienes ninguna utilidad les resulta, se pensionen para el proyecto.76

Pese al apoyo del intendente O'Neill, y de los informes favora­bles del fiscal de lo civil de la real audiencia de México, los franciscanos terminaron claudicando y en 1799 tuvieron que aceptar hacerse cargo, con todo y sus costes, del colegio de San José.

El litigio con el cabildo de Campeche sería el último que la provin­cia franciscana libraría en defensa de sus doctrinas de indios, pues en la siguiente oportunidad el rival fue demasiado grande. El 1o de octubre de 1820, las cortes españolas emitieron un decreto por el cual se ordenó la supresión de los conventos de las órdenes mendicantes, establecien­do que sólo podría quedar un convento de cada orden por población, siem­pre y cuando tuviese al menos 12 religiosos ordenados in sacris. En consecuencia, el gobernador de Yucatán, Juan Manuel de Echeverri, sin mayores miramientos, declaró extintos todos los conventos francisca­nos, con excepción de La Mejorada —sito en la ciudad de Mérida — , Calkiní y Ticul.77 La actuación de Echeverri constituyó el colofón del paulatino y largo proceso de secularización de la Iglesia colonial, donde el Estado, de árbitro, pasó a ser autor y operador de las secularizacio­nes, relegando a la Iglesia al papel, primero, de ejecutora de las órdenes regias y después, para 1820, al de simple testigo de cargo.

Ni el obispo yucateco Pedro Agustín Estévez y Ugarte, ni su clero, festejaron la posesión de sus nuevos curatos, antes bien protestaron, aun­que no con demasiada fuerza; ni una cosa ni la otra eran ya opciones via­bles. El proceso secularizador de 1821 constituyó la última muestra de que la Iglesia indiana ya no era más la aliada predilecta del Estado español, ni tampoco sus instituciones —doctrinas de indios incluidas— podrían ser las columnas que sustentasen la policía y civilidad del régimen colonial.

Reflexiones finales

El régimen de gobierno de las doctrinas de indios constituye un privile­giado balcón desde el cual se puede mirar la evolución de procesos tan

76 El gobernador de Yucatán a la real audiencia de México, Mérida, 26 de marzo de 1796, agn,

Colegios, 42, ff. 135-148. En una de sus representaciones, el procurador franciscano se preguntó "¿qué utilidad redunda en beneficio de la seráfica provincia de que un clérigo explique gramáti­ca en Campeche a costa de los religiosos?", para luego agregar "por qué le parecieron tan bonitos los 20 curatos de los religiosos para echar mano de ellos y no se acordó de más de 80 [...] de clérigos? Ibid. i. 74.

77 Carrillo y Ancona, op. cit., t. II, pp. 963-968.

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diversos como pueden ser los mecanismos coloniales de control sobre la población maya yucateca, la integración y adaptación a la vida comu­nitaria indígena de valores y prácticas del mundo cristiano occidental, la economía regional, las diferentes corporaciones eclesiásticas, la paula­tina secularización de la sociedad colonial y las relaciones Iglesia-Estado. Mientras Yucatán fue considerada tierra de conquista, militar o espiri­tual, la primacía del proceso evangelizador llevado a cabo por los fran­ciscanos no fue puesta en duda siquiera por sus rivales naturales en la administración parroquial. Con la estabilidad llegaron también nuevos comensales al banquete que tenía a la doctrinas de indios como su prin­cipal platillo; entonces aparecieron los clérigos diocesanos reclamando a la administración parroquial como un bien patrimonial inherente a su investidura; la casta encomendera, estanciera y comercial en busca de la seguridad social y económica; los funcionarios civiles y eclesiásticos que, a falta de metales preciosos, tuvieron en el trabajo indígena la vía más rápida y segura de enriquecimiento; hasta la corona, con el dere­cho de patronato bajo el brazo, intervino para poner a cada quien en su lugar, no fuera a ser que los curas olvidasen cuál era su papel dentro del régimen colonial.

El siglo XVIII trajo consigo la confusión de una nueva era, no sólo en el trono español, sino en el control de la población indígena de Yuca­tán. Con la conquista del Petén Itzá y la construcción del camino que comunicaría a Yucatán con Guatemala pareció que la conquista era ya un capítulo cerrado y que la montaña, con sus apóstatas y rebeldes incluidos, no representaría más al fantasma de la rebelión y de la hui­da como mecanismo de resistencia indígena. Entonces todos se sintieron conquistadores con derecho al botín; hasta los franciscanos, sin más almas que convertir, adoptaron el lenguaje patrimonialista de sus anti­guos rivales, reclamando las doctrinas de indios como un premio al que tenían derecho, no por sus méritos, sino por los de sus antepasa­dos de hábito.

El regalismo borbónico frenó de tajo esas ilusiones; sus reformas políticas, económicas y administrativas obligaron a un reacomodo de los tradicionales grupos de poder yucatecos, que tuvieron que buscar nuevas fórmulas de legitimidad y permanencia. De todos éstos, fue a la Iglesia a quien más puertas se le cerraron; no podía ser de otra manera, pues el Estado, al limitar las funciones de los curas doctrineros, despojó a las doctrinas de indios de muchas de las virtudes que, durante más de dos siglos, les permitió ser la llave que abría las principales puertas del Yucatán colonial.

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La expulsión de los jesuítas del colegio de Durango:DE LA APLICACIÓN DE LA REAL ORDEN A SUS CONSECUENCIAS

Irma Leticia Magallanes Castañeda*

La política religiosa de Carlos III

Entre las más trascendentes y discutidas disposiciones Carolinas está la expulsión de los jesuítas de los dominios españoles en 1767, decisión que se encadenaba a los acontecimientos de un proceso comenzado en Por­tugal en 1759, y que culminaría con la supresión de la orden en 1773.1 Carlos III fue poco favorable para la Iglesia de España a causa de la mínima o ninguna religiosidad de sus ministros que exaltaron el poder real inmersos en el despotismo ilustrado, en donde el monarca poten­ció el poder del Estado a través de una serie de reformas que considera-

* Universidad de Sevilla.1 Sobre este tema existe una amplia bibliografía. Entre la más reciente se encuentran, para

España, los estudios de Teófanes Egido, Los jesuítas en España y en el mundo hispánico, Madrid, Marcial Pons, 2004; Inmaculada Fernández Arrillaga, El destino de los jesuítas castellanos (1767- 1815) -en letra versalles-, Salamanca, Junta de Castilla y León/Consejería de Cultura y Turismo, 2004; Wenceslao Soto Artuñano, Los jesuítas de Málaga y su expulsión en los tiempos de Carlos III, Málaga, Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2004; Enrique Giménez López, Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuítas españoles en el siglo XVIII, Alicante, Universidad de Alicante, 2001; Manfred Tietz (coord.) y Dietrich Briesemeinster (col.), Los jesuítas españoles expulsos. Su imagen y su contribución al saber sobre el mundo hispánico en la Europa del siglo XVIII, Actas del Coloquio Internacional de Berlín (7-10 de abril de 1999), Fráncfort del Meno, Iberoame­ricana Vervuert, 2001; Santiago Lorenzo García, La expulsión de los jesuítas de Filipinas, Alicante, Universidad de Alicante, 1997; Enrique Giménez López (coord.), Expulsión y exilio de los jesuítas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997; Téofanes Egido e Isidoro Pinedo, Las causas "gravísimas" de la expulsión de los jesuítas por Carlos III, Madrid, Fundación Universitaria Españo­la, 1994; Pilar García Trobat, La expulsión de los jesuítas, Valencia, Generalitat Valenciana, 1992; Luisa Zahino Peñafort, "Administración de las temporalidades jesuíticas tras la expulsión. Notas sobre su aplicación en el Arzobispado de México", IX Congreso de Historia de América. Europa e Ibero­américa: Cinco siglos de intercambios, María Justina Sarabia Viejo et. al (coord.), 3 tomos, Sevilla, Asociación de Historiadores de Latinoamericanistas Europeos (ahíla), 1992, t. II, pp. 263-275. Para México: Eva María St. Clair Segurado, Expulsión y exilio de la provincia jesuíta mexicana (1767- 1820), Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2005; Emilia Recéndez Guerrero, Zacatecas: la expulsión de la compañía de Jesús (y sus consecuencias), México, Universidad Autóno ma de Zacatecas e Instituto Zacatecano de Cultura, 2000.

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ba indispensables. En el aspecto religioso el monarca procuró zanjar la inmunidad de la Iglesia "buscando la participación del clero secular y regular",2 mejorar las costumbres y la seriedad de las prácticas religio­sas pero, sobre todo, defendió las regalías.

Dentro de este ambiente reformista, la doctrina jesuíta era incompa­tible con la política de la corona porque, recurriendo a la epiqueya,3 podía eximir a sus fieles del cumplimiento de ella. Ejercida de esta mane­ra, la doctrina jesuítica no representaba un peligro serio para el Estado hasta que, por medio de la confesión, ésta se aplicaba a la jurispruden­cia civil pasando de la práctica teológica a la cotidiana de la magistratu­ra; en este contexto la "escuela jesuita" se convirtió en un grave obstáculo para la afirmación del absolutismo borbónico. En 1761 ya se insinuaba en Madrid la "separación de los jesuitas"4 de los cargos más altos del gobierno; la corriente contra la orden aumentó tras la caída del padre Rávago. En relación con el extrañamiento de los jesuitas de los domi­nios españoles, los motines de 1766 tuvieron un papel importante y dieron lugar a varias interpretaciones sobre las causas: desde la aborta­da tentativa de las clases dirigentes conservadoras,5 pasando por los sentimientos populares que nacían de las crisis de tipo antiguo, de cor­ta periodicidad,6 por el poder omnímodo del general de la compañía,7 hasta suponer que esos motines fueron una manifestación popular es­pontánea ocasionada por la prohibición del uso de "capas largas y som­breros redondos".8 Los disturbios de Madrid se avivaron con sátiras,

2 Francisco Marti Gilbert, Carlos HI y la política religiosa, Madrid, RIALP, 2004. La colaboración consistía principalmente en la realización de obras comunes entre el Estado y la Iglesia; entre ellas: casas de expósitos, hospitales y hospicios.

3 La epiqueya es la interpretación moderada y prudente de la ley en circunstancias de tiem­po, lugar y persona.

4 Téofanes Egido e Isidro Pinedo, Las causas "gravísimas"..., p. 35. Carta de Martínez Pinga- rrón a Gregorio Mayans, 20 de mayo de 1761.

5 Vicente Rodríguez Casado, "La revolución burguesa del siglo XVIII", en Arbor, núm. 61, Ma­drid, 1951, pp. 5-30, citado en Pierre Vilar, Hidalgos, amotinados y guerrilleros. Pueblo y poderes en la historia de España, Barcelona, Crítica, 1982, p. 93.

6 Pierre Vilar, "El motín de Esquilache", en Revista de Occidente, Madrid, 1972, núm. 107, pp. 199-249, especialmente p. 222.

7 Constancio Eguia Ruiz, Los jesuitas y el motín de Esquilache, Madrid, Instituto Jerónimo Zuri­ta, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1947, p. 14; José Andrés-Gallego, El motín de Esquilache en América y Europa, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Funda­ción Mapfre Tavera, 2003, pp. 502 y 532-535. Los jesuitas eran incompatibles con el esplendor de la monarquía y de la nación; entre otras cosas, por sus Constituciones, que otorgaban al general un poder omnímodo.

8 Constancio Eguía Ruiz, Los jesuitas y el motín..., p. 23.

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ordenanzas, versos, pasquines y otros elementos que provocaron miedo y alarma en el gobierno. A esto habría que añadir el que "personas per­niciosas" divulgaron hechos alterados, causaron daño y dieron "mal ejemplo", culpando de todos los incidentes a los ignacianos.

Para deliberar sobre el asunto de los jesuitas, Carlos III convocó un consejo extraordinario, llevado con mucho secreto. Quería encontrar a los responsables de los disturbios y a los autores de los panfletos que les siguieron. Por ello ordenó una pesquisa, interrogando sólo a los enemi­gos de los jesuitas con el objetivo de rastrear y descubrir el origen del tumulto de Madrid de 1766 y fundamentar, más tarde, el Dictamen fiscal para la expulsión de los jesuitas, promovido por el mismo Campomanes, y que contenía las causas de la expulsión. Se trata, en consecuencia, de uno de los documentos más reveladores del proceso de extrañamiento.

El Dictamen fiscal enumera las acusaciones reunidas contra los igna­cianos: los privilegios que habían recibido de los pontífices y de los monarcas, la fidelidad al papado (contrapuesta al regalismo de la mo­narquía), el monopolio de la enseñanza y sus planteamientos ideológi­cos opuestos a la Ilustración, su conexión entre riqueza y autoridad, el sistema económico que seguía su propio cauce altamente cuestionado por la monarquía, y la autoridad absoluta que ejercían sobre el episcopado, entre otros motivos.

Los detractores de la orden sostenían que los jesuitas se habían en­cargado de incrementar su riqueza mediante los bienes temporales, exen­tos de la contribución de diezmos y conseguidos (de acuerdo con su doctrina) con "trabajo y tenacidad para mayor gloria de Dios", además de "mil artificios y rapiñas", hasta convertirse en una poderosa agrupa­ción con abundantes soportes económicos, explotados en contra del poder real. En la Nueva España la compañía de Jesús se había opuesto a la Iglesia en diferentes ocasiones; las más graves se encontraban en la negativa a la beatificación del obispo poblano Palafox y en el constante enfrentamiento por el asunto de los diezmos.

Carlos III aceptó la contundente conclusión del fiscal Campoma­nes que contenía, entre otras conclusiones, la afirmación de que los je­suitas en España e Indias eran el centro de la disensión y de que, además, contribuían a inquietar los dominios. Por ello, era indispensable y nece­sario, para la seguridad de la persona del rey y de sus dominios, que su potestad extrañara a los jesuitas profesos y a los novicios que quisieran permanecer en la compañía. Junto a esta sugerencia la corona, para la seguridad del rey, de su familia y de sus territorios, les impediría esta­blecerse en las Indias tanto de forma individual como comunitaria, para

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que, de esta manera, la religión se beneficiara y la pureza de sus cos­tumbres se mantuviera inalterable. El Dictamen proponía el cierre de las casas y escuelas jesuíticas con el fin de impedir la enseñanza de su doc­trina, además de la ocupación de sus temporalidades. A pesar de que las acusaciones fueron débiles y plagadas de prejuicios, el Dictamen pre­sentó a los jesuitas culpables y sin derecho para su defensa.

El monarca, convencido de las "gravísimas causas" expuestas por el consejo extraordinario, ordenó el extrañamiento de la compañía de Jesús de los dominios españoles a través de un real decreto,9 reservándo­se justas y necesarias razones para imponer su autoridad en benefi­cio de sus vasallos. El real decreto fue enviado por el conde de Aranda a todos los virreyes, gobernadores, presidentes de audiencias, alcaldes mayores y justicias de sus territorios. También recibieron el documento los padres provinciales, prepósitos, rectores y superiores de las órdenes religiosas establecidas en Durango. En él se enunciaba, de manera clara, un solo objetivo: extrañar de todos los dominios de España e Indias, islas Filipinas y demás adyacentes a los religiosos de la compañía de Jesús. De todas las recomendaciones del monarca, la más precisa fue ejecutar puntualmente sus órdenes, tratando bien a los religiosos; esto es, con "la mayor decencia, atención, humanidad y asistencia"10 pero echan­do mano de la tropa y de las milicias si era necesario. De esta manera, con la combinación de la sorpresa, el secreto, las precauciones y las re­glas del buen trato, se llevó a cabo la expatriación de los jesuitas de los territorios españoles.

La ejecución del real decreto, a cargo del conde de Aranda, se apoyó con una Instrucción que contenía 29 puntos dirigidos a los comisiona­dos del extrañamiento y de la ocupación de las temporalidades y con una Adición a la instrucciónn que contenía 13 puntos de carácter general, puntualmente dirigida a los gobernantes y encargados de las Indias y de Filipinas. En ésta se insistía en la actuación sincronizada, rápida y breve con el objetivo de evitar errores. Para el caso de las misiones se

9 Carlos III dio al conde de Aranda el real decreto con fecha de El Pardo el 27 de febrero de 1767, y para su ejecución se entregó copia de él a los virreyes, presidentes de audiencia, gober­nadores, corregidores, alcaldes mayores y a todas las justicias de todos los reinos y provincias; también lo recibieron los padres provinciales, prepósitos, rectores y superiores de la compañía de Jesús.

10 Real decreto de extrañamiento y ocupación de temporalidades.11 lbid. La Instrucción y la Adición a la instrucción se hicieron en Madrid el 1 de marzo de 1767.

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nombraría un gobernador interino12 que atendiera el gobierno de los pueblos, de acuerdo con las Leyes de Indias, sin escatimar precauciones.

Mientras en Madrid se preparaba un complicado plan para la ex­pulsión de los jesuitas, en el virreinato novohispano se habían sucedi­do algunos acontecimientos que no pasaron desapercibidos al gobierno. Propaganda pro y antijesuita fue introducida por Veracruz con notable rapidez entre 1758 y 1759:13 las polémicas cartas a favor o en contra de la beatificación de Palafox se convirtieron en estandarte de los ban­dos; en Antequera (Oaxaca) se descubrió un anónimo que estaba fecha­do en Lisboa en 1759; algunos de los libelos contenían información sobre los acontecimientos ocurridos en Portugal, como el titulado Cosas singu­lares de los padres jesuítas14 que fue encontrado en la comunidad carmelita y recogido por el santo oficio; apareció una injuriosa carta fechada en Lisboa el 23 de septiembre de 1761; otro libelo fue encontrado en el co­legio de Santa Ana de la ciudad de México; por las mismas fechas apare­cieron dos partes de un mismo impreso: la primera constaba de veinte folios que se creía que había salido de la imprenta de algún colegio jesuíta de Puebla y la segunda apareció en la ciudad de México. La apa­rición de escritos injuriosos y sediciosos se intensificó a partir de la pri­mavera de 1762.15

Al momento de la expulsión, el gobierno virreinal estaba a cargo del marqués Carlos Francisco de Croix, que compartía las ideas políticas de Carlos III desde que le conoció siendo rey de Nápoles. Era un pro­gresista que frecuentaba los salones y las ideas de los enciclopedistas,16 y que guardaba en su biblioteca obras prohibidas por la inquisición como Fray Gerundio de Campazas, del padre Isla, y la Histoire philosophique et politique del abate de Raynal,17 y que, como parte de la milicia, estaba bien informado de los acontecimientos que alteraban la metrópoli. En

12 Según la Adición a la instrucción, los gobernadores o corregidores nombrados para las misio­nes llevaron el encargo de sacar a los jesuitas de sus lugares y de llevarlos a la caja de depósito respectiva.

13 Eva María St. Segurado, Flagellutn Iesuitarum Flagelum Iesuitarium. La polémica sobre los jesuí­

tas en México (Í754-1767), Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2004, p. 21.14 Ibid., pp. 14 y 69-98.15 Ibid., pp. 16 y 17.16 André Jansen, "La expulsión de los jesuítas...", p. 342. Entre otras cosas, el autor afirma que

varios miembros de la familia de Croix se encontraban unidos por la masonería francesa.17 Monalisa Lina Pérez-Marchand, Dos etapas ideológicas del siglo XVIII de México a través de los

papeles de la inquisición, México, El Colegio de México, 1945, p. 101. En el capítulo destinado a los lectores y poseedores de obras prohibidas, del marqués Carlos de Croix se menciona su afición al "(pernicioso) gusto por la lectura prohibida" y a "la práctica de prestarlos a sus amigos".

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la expulsión de los jesuitas el visitador José de Gálvez desempeñó un papel importante; desafecto a la compañía de Jesús, demostraba su an­tijesuitismo adquiriendo obras que contenían hechos poco claros o difí­ciles, en los que los religiosos habían sido los protagonistas: Appel á la raison des escrits publics par la pasión contre lesjesuites de France, Bruselas, 1762; Memoire sur l'Institutet la doctrine des jesuites, Rennes, 1762; Obser­vations sur l'Institut de la Société des jesuites, Avignon, 1762; L'Observateur frangois sur le libre intitulé "Extrait des assertions", 1763 y Apologie de l'Institut des jesuites, Lausanne, 1764; además de los textos del obispo Palafox, las cédulas reales del extrañamiento y el breve pontificio de la supresión de la compañía de Jesús.

El virrey y el visitador Gálvez trabajaron en "perfecta armonía"18 la preparación de la expulsión, pero sobre el primero recayó la responsa­bilidad de la ejecución práctica de la real orden. Croix tenía la facul­tad absoluta de dar respuesta a los imprevistos y añadir precauciones a los puntos señalados en las Instrucciones, así como tomar las decisiones oportunas y comunicarlas a la corte, una vez puestas en práctica, sin necesidad de consulta previa.

El 25 de junio de 1767 se ejecutó la real orden en la Nueva España. Croix vivió la segunda mitad del año de una manera muy agitada, debido a los disturbios de algunas poblaciones. Las razones respon­dían al descontento social resultante de las condiciones de vida y a sim­ples protestas para librarse de cargas como los nuevos derechos de alcabalas, el litigio de tierras con algunas órdenes religiosas, la reduc­ción del precio del tabaco, la liberación de unos reos detenidos en las sublevaciones y a las ideas progresistas y revolucionarias de los solda­dos extranjeros, que ponían en peligro la "pureza de la fe" y la "estabi­lidad del Estado".19

No se tienen suficientes elementos para asegurar que en los levanta­mientos, detectados en algunas de las poblaciones del centro de México, estuvieran los jesuitas; algunos historiadores suponen que las autori­dades gubernamentales tuvieron alguna parte de culpa.20 El mismo vi­rrey tenía dudas sobre el origen de las revueltas y no pudo asegurar

18 Herbert Ingram Priestley, josé de Gálvez visitor-general of New Spain, 1765-1771, Berkeley, University of California Press, 1916, p. 119.

19 José Toribio Medina, Historia del tribunal del santo oficio de la inquisición en México, México, Ediciones Fuente Cultural, 1952, p. 294. El consejo consideró conveniente prohibir que pasasen a las Indias soldados que no fueran católicos.

20 Luis Navarro García, Don José de Gálvez y la comandancia general de las provincias internas del

norte de la Nueva España, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, 1964, p. 279.

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que los disturbios fueran obra de los jesuitas; por ello, sólo se limitaba a decir que los padres habían "labrado en el corazón de los hombres para tenerlos de su lado".21 Si bien hay dudas al respecto, se advierte que la expulsión sirvió como catalizador de la represión ejercida por el go­bierno virreinal, que se concentró más en atender el aspecto militar que en investigar la influencia que ejercieron los religiosos en la población. Los motines llevaron a Gálvez a elaborar un Informe22 con los resultados de sus acciones y lo envió al rey. En él daba prioridad al cumplimiento de la ejecución del real decreto de expulsión de los ignacianos y de las ac­ciones que tomó para prohibir o detener incidentes graves.

La expulsión

Los pobladores de las ciudades más septentrionales de la Nueva España, pertenecientes al obispado de la Nueva Galicia, entre ellas Durango, comenzaron a sentir el alejamiento de su prelado a finales del siglo XVI; por ello, las autoridades reales y eclesiásticas autorizaron la creación de la diócesis de la Nueva Vizcaya.23 Junto a estos cambios los jesuitas, lle­gados a estos territorios, desarrollaron su labor por más de dos siglos en las misiones y en su colegio.

Llegado el momento de la expulsión, el real decreto eligió como caja de reunión,24 para los religiosos de los colegios, residencias y mi­siones de la Nueva Vizcaya, la ciudad de Zacatecas; el puerto de Vera- cruz se había designado caja de reunión o depósito para el embarque de todos los religiosos hacia el destierro.

El encargado de llevar a cabo la operación en la ciudad de Duran­go fue el gobernador José Carlos de Agüero, al que el marqués de Croix envió personalmente el nombramiento de comisionado, acompañado

21 Ibid., p. 304.22 José de Gálvez, "Informe del visitador de este reino al excelentísimo Señor Virrey Marqués

de Croix", en Informe sobre las rebeliones populares de 1767 (edición, prólogo, índice y notas de Felipe Castro Gutiérrez), México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1990, p. 21.

23 Porras Muñoz, Iglesia y Estado en la Nueva Vizcaya 1562-1821, Pamplona, Universidad de Navarra, 1965, p. 40.

24 Instrucción que deben ejecutar los comisionados para el extrañamiento y ocupación de bienes y haciendas de los jesuitas en estos reinos de España y reinos adyacentes, en conformidad resuelto por S. M. Los puntos XI y XII hacen referencia a las cajas generales o las ciudades, lugares de reunión de los expulsos de España. En la Instrucción reservada enviada por el marqués de Croix a los comisiona­dos de la expulsión se llama cajas, depósito o reunión de los expulsos. Véase Eva Ma St. Clair Segurado, Expulsión y exilio..., p. 92.

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de un pliego cerrado que debía ser abierto el 24 de junio de 1767 a las ocho de la mañana. El sobre contenía las Instrucciones que tenía que ejecutar en la ocupación de los bienes y haciendas de los jesuitas, una Adición a la instrucción, enviadas por el conde de Aranda, y una Instruc­ción reservada por el marqués de Croix.25 En este escrito el virrey pedía al gobernador enterarse bien del contenido, reflexionar y ejecutar la orden puntualmente en la fecha señalada y, en caso necesario, utilizar las tropas de su jurisdicción para actuar sin ningún retraso ni tergiversa­ción y aplicar la pena de muerte si se cometía alguna omisión; le sugi­rió, además, proceder "con presencia de ánimo, con frescura y protección".26 Las Instrucciones definían las reglas y el método que de­bía observar y cumplir el comisionado; comenzaban con la entrega de las cartas circulares que comunicaban al obispo, al deán y al cabildo de la catedral la decisión real y con las dirigidas a los superiores de las órdenes de San Francisco, San Agustín y San Juan de Dios, establecidas en la ciudad de Durango. El mismo día 24, por la noche, el gobernador Agüero entregó las cartas a sus destinatarios y dispuso la publicación de un bando para informar a la población de que se cuidaría y vigilaría con patrullas la ciudad para impedir la formación de corrillos y "junta de vulgo" que pudieran perturbar la quietud pública; por ello, ante cual­quier sospecha de alteración, se impondría el castigo correspondiente.

El gobernador Agüero consideró conveniente cumplir la orden a las cuatro de la mañana del 25 de junio, "por ser la hora más cómoda y proporcionada". Cuando llegó al colegio de San Pedro y San Javier pi­dió la presencia del rector en nombre de su majestad y la reunión de toda la comunidad, al toque de la campana interior, en el aposento del padre rector que, en este caso, fungía como sala capitular. El secretario real, Juan Campeón, leyó en presencia del gobernador el real decreto, donde se ordenaba el extrañamiento y la ocupación de las temporalidades jesuitas. Después de escuchar la lectura, el rector tomó en sus manos la real orden, la besó y la puso sobre su cabeza en señal de acatamiento al soberano mandato; dijo que la obedecía con la sumisión y rendimiento debido y que estaba dispuesto a salir de la ciudad y de su colegio den­tro del término que se le mandaba, como vasallo del rey. Los religiosos

25 Instrucción reservada que han de observar los comisionados que nombrare en decretos particularespara ejecutar en este Reino la soberana determinación de Su majestad sobre el extrañamiento de los jesui­

tas de todos sus dominios, Marqués de Croix, México, 12 de junio de 1767.26 Instrucción de lo que deberán ejecutar los comisionados para el extrañamiento y ocupación de bienes

y haciendas de los jesuitas en estos reinos de España e Islas adyacentes.

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continuaron en el aposento del rector, cerrado y escoltado por guar­dias, al igual que todas las puertas del templo y del colegio, dando las órdenes de no dejar entrar ni salir a ninguna persona mientras se mantu­vieran dentro los jesuitas, con la finalidad de impedir toda comunicación con el exterior. Enseguida requirió las llaves de todos los cuartos, de la iglesia, de la sacristía, del almacén y de todas las oficinas del viejo cole­gio y del nuevo, que se estaba construyendo, y de su seminario. Hecho esto, procedió a enviar rápidamente al virrey la información correspon­diente como testimonio de su cumplimiento. De inmediato, el gobernador y el secretario, acompañados del rector y del padre procurador, proce­dieron al cateo y al reconocimiento del archivo y de toda clase de pape­les de la biblioteca común y de los libros de los aposentos de los religiosos. Todo se inventarió con las normas de claridad, orden y re­gla, como señalaban las Instrucciones.

El rector, el padre Miguel de Sola, después de escuchar el real de­creto, solicitó pasar con toda su comunidad a la iglesia de su colegio a hacer una oración al Santísimo Sacramento y a celebrar el santo sacrificio de la misa; el gobernador accedió, demandándole que pidiera en sus oraciones "por la salud y aciertos de Rey nuestro señor" y le ordenó que después de la misa volvieran al aposento del rector.

A la hora de la partida todos fueron obedientes

Las instrucciones del virrey indicaban que los jesuitas del colegio de Durango fueran remitidos a la caja de depósito en Zacatecas,27 pero a los comisionados se les ordenó llevarlos hasta Querétaro, hacer un breve descanso en Zacatecas para proveerse de alimentos. Desde Querétaro fueron enviados a Veracruz, con una escala en Jalapa. El método emplea­do para realizar el viaje fue el sugerido en la Instrucción reservada: los comisionados debían conducir a los padres con especial vigilancia y es­mero, así como prevenir el alojamiento en las haciendas y todo lo necesa­rio para la alimentación durante el camino. Los responsables del traslado de los jesuitas llevaban un pasaporte o pase virreinal que tenían que mostrar a los justicias, gobernadores de indios y dueños o administradores de haciendas, ranchos o casas, para que les proporcionaran la ropa de cama necesaria para el viaje. Los conductores deberían tener en cuenta

27 Eva Ma St. Clair Segurado, Expulsión de la provincia jesuíta..., p. 92.

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siempre la real orden y cumplirla puntualmente, alejándose, cuanto fuera posible, de "los poblados que ofrecieran algún recelo"; esto es, del peli­gro de sublevaciones. En cuanto al costo que causara el traslado, las Instrucciones calculaban un peso diario por cada individuo;28 por tanto, se debía llevar la cuenta formal con fecha, día y año para que al final fuera devuelto del producto de los bienes jesuíticos a la caja real. Un día después de la aplicación de la orden de extrañamiento en el colegio duran- guense, el 26 de junio de 1767, los comisionados condujeron a nueve de los diez religiosos a la ciudad de Zacatecas; uno de ellos permaneció en Durango requerido por el comisionado para elaborar los inventarios. En el momento de la expulsión, los jesuitas del colegio eran ocho sacer­dotes y dos coadjutores.

Jesuitas del colegio de Durango

Nombre Lugar de nacimiento y año Llegada a Durango Destierro y muerte

C. Antonio Arroz San Luis Potosí. 1703 1761 La Habana. 1768S. Domingo Ascarza El Puerto de Sta. Ma. 1734 1764 Bolonia. 1809S. José Antonio Hidalgo Querétaro. 1734 1767 Bolonia. 1781S. José Ignacio Espadas Puebla. 1733 1764 Bolonia. 1799S. Juan Antonio Fuente Guanajuato. 1724 1755 Medina. 1780S. Juan Antonio Lartundo San Miguel El Grande. 1716 1761 Ferrara. 1792C. Mateo Carmona Canarias. 1729 1761 Bolonia. 1783S. Miguel de Sola Aragón. 1715 1767 Rímini. 1800S. Miguel Valdés Celaya. 1712 1712 Bolonia. 1785S. Ramón Rivero Valladolid, Mich. 1731 1761 Ferrara. 1769

Fuente: Elaboración propia a partir de documentos de archivo y bibliográficos.

En resumen, siete jesuitas eran novohispanos y tres españoles. De és­tos últimos, los padres Sola y Ascarza habían llegado a México a la edad de veinte y 15 años, mientras el coadjutor Carmona, que no se encuentra en las relaciones de los jesuitas destinados a la Nueva España, posible­mente se embarcó en Canarias, su lugar de origen. Todos los jesuitas novohispanos que habían nacido en la provincia se formaron intelec­tualmente en los colegios del centro de la Nueva España: Tepotzotlán, Espíritu Santo y Máximo de San Pedro y San Pablo.

28 Archivo Histórico Nacional (en adelante ahn), Sección Jesuitas, leg. 84. Informe de ¡osé Car­los de Agüero, Durango, 26 de junio de 1767.

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Como es sabido, la movilidad y la universalidad características de la orden ignaciana impidieron el arraigo de sus miembros en un solo sitio. De los jesuitas del colegio duranguense los de más antigüedad eran Miguel Valdés, que había pasado 16 años como profesor de teología, y Juan Antonio Fuente que pasó 12 como profesor de gramática. Los demás religiosos tenían una antigüedad de seis, y tres años, excepto el caso del rector que llevaba uno.

En el exilio, los jesuitas duranguenses continuaron sus estudios de filosofía y teología, menos el coadjutor Mateo Carmona, e hicieron su profesión solemne Ascarza e Hidalgo en 1768 y 1772. La producción lite­raria o bibliográfica de estos religiosos se reduce a cartas privadas: una misiva del padre José Espadas al religioso Miguel Hidalgo, de 1766; una del padre Rivero al provincial Francisco Zevallos de 1764; una del padre Miguel de Sola al provincial Benito Rinaldini de 1758, y una representación al gobierno español de 1749; así como dos cartas del padre Ascarza al padre Juan de Dios de Noriega, del colegio de Zacatecas.29 Se encuentra, además, una serie de cartas del padre José Espadas al provincial Francisco Zevallos30 con información del colegio de Du­rango. Del grupo duranguense, el padre Ascarza pasó 42 años en el destierro, el padre Sola 33, Espadas 32, Lartundo 25, Fuente 23, Valdés 18, Carmona (secularizado) 16, Hidalgo 14 y Rivero 2.

El viaje hacia el destierro se preparó con mucha rapidez el mismo día en que se cumplió la orden de extrañamiento. Para el avío se com­praron los alimentos duraderos y de difícil adquisición en el camino (jamón, vino, aguardiente, pan, chocolate, azúcar, garbanzos, aceite, vi­nagre, verduras, azafrán, mostaza, culantro, canela, almendra, ajonjolí, clavo, comino, pimienta, chile molido y sal); también se adquirieron cucharas de palo, paños de cocina y petates; se gastó en ello 122 pesos y 2 reales. Durante el viaje se irían adquiriendo las verduras frescas y las carnes de carnero, becerro y aves; los huevos, la leche, y el jabón para lavar la ropa de los padres, las velas de sebo y la alimentación de los animales. Las gestiones realizadas para localizar los carruajes y los mo­zos encargados del transporte se realizaron con éxito y rapidez. Se al­quilaron tres forlones y se contrataron 29 personas para la conducción de los religiosos, cada uno recibió un salario de acuerdo con la impor­tancia de su cargo y con la responsabilidad de su actividad. En resumen,

29 agn, Fondo Jesuítas, vol. 1II-8, exps. 935 y 858.30 Ibid., vol. 1-17, exp. 1, con fechas de 13 y 27 de octubre, 9 de noviembre de 1764, 30 de

marzo y 20 de agosto de 1765.

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el costo del traslado de los padres del colegio duranguense fue el si­guiente:

Gasto de la conducción de los jesuitas duranguenses

Fuente: Elaboración propia con datos del ahn.

Al regresar a Durango los comisionados del traslado de los religio­sos repararon los forlones, en los que se gastaron 15 pesos, cuatro reales y los entregaron a sus dueños: Pedro Lorenzo de Casal y Zuloaga y Tomás del Campo, importantes vecinos de la capital; también se envió la mulada a su destino y se pagó a los mozos.

Después de ejecutar la orden de extrañamiento, el virrey Croix an­siaba embarcar a los religiosos lo antes posible en Veracruz, pero exis­tió una gran falta de coordinación entre las autoridades de México y Veracruz. El citado puerto no tenía capacidad para recibir el número de pasajeros que se esperaba; tampoco había embarcaciones disponibles en el momento de la expulsión y, por otra parte, las cajas reales querían aligerar el peso económico. En esta etapa hubo órdenes y contraórde­nes. El real decreto de expulsión se cumplió en Nueva España con rapi­dez y con precipitación, pero se olvidaron otros factores tan importantes como el alojamiento, el calor, las fechas de embarque y la falta de coor­dinación entre las autoridades virreinales y las del puerto del Golfo.

Es fácil distinguir dos etapas en el proceso de extrañamiento: la primera, por tierra hasta Veracruz, estuvo bien planeada; la segunda, por mar desde este puerto hasta Génova, fue más compleja y con grandes imprevisiones. El virrey admitió errores, entre ellos la imposibilidad de albergarlos en Veracruz, Orizaba o Jalapa. Si bien se confeccionaron lis­tas de los jesuitas llegados a Veracruz, no se sabía con certeza el núme­ro de sujetos que embarcaría; las bajas provocadas por las enfermedades, la muerte o la indisposición de algunos religiosos impidieron calcular con certeza el número de embarcaciones necesarias y la cantidad de víveres y utensilios.

Por la conducción de siete religiosos hasta la ciudad de Querétaro. 1574 pesosPor los gastos de tres religiosos a la ciudad de Zacatecas. 326 pesos 2 Vt realesPor los días que estuvo el padre Valdés, procurador del colegio, en el convento de San Francisco de Durango. 53 pesosPor 43 días que estuvo el padre Espada enfermo en la hacienda de La Estanzuela. 174 pesos 3 Vi realesTotal de gastos 2127 pesos 5 % reales

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Las embarcaciones, grandes y pequeñas, se adaptaron al número de pasajeros, aunque no eran cómodas. El padre Antonio López de Prie­go, profesor del colegio de San Javier de Puebla, describió en una car­ta31 los barcos como casas de madera largas y angostas, con su azotea, su entresuelo y sus piezas bajas. En la azotea ubicaba velas y en la cá­mara alta, varios camarotes. Entre los entrepuentes se colocaron tantos catres para dormir como sujetos viajaban. Las bodegas de carga del na­vio, oscuras y sin ventilación, se aprovecharon para instalar a los reli­giosos, mientras que la alimentación se redujo a queso, galletas duras y "mal vino".

Los jesuitas de Durango se embarcaron en el paquebote "Nuestra Señora del Rosario de Torrontegui" con rumbo a La Habana, el 25 de octubre de 1767.32 El padre Priego, iba en el bergantín "San Francisco Javier" y, gracias a su diario, sabemos que el "Torrontegui" llegó a La Habana el 13 de noviembre a las ocho de la noche. Por el mismo relato conocemos otros detalles del viaje; por ejemplo, que el recorrido no se distinguió por su tranquilidad sino por el constante viento y los tempo­rales que ocasionaron mareos a los viajeros, algunos de los cuales arri­baron al puerto habanero muy enfermos, siendo necesario restablecerse en el convento de Bethlem y otros, como el padre Antonio Urroz del colegio duranguense, quien tuvo que quedarse en Cuba con la salud quebrantada. Allí moriría al año siguiente.33 Aquí se embarcaron en la saetía "Nuestra Señora del Carmen" con destino al Puerto de Santa Ma­ría,34 formaban parte de un grupo de treinta sujetos, entre los que iban el rector de Durango, el de Guadalajara y el célebre Francisco Javier Cla­vijero. Esta embarcación se integraba en un convoy de siete barcos con 210 religiosos que marchaban hacia el exilio.

31 Antonio López de Priego, "Carta de un religioso de los extintos jesuitas a una hermana suya, religiosa del convento de Santa Catarina de la Puebla de los Ángeles", escrita en la ciudad de Bolonia el 1 de octubre de 1785. Trata de lo acaecido a estos religiosos desde el día de su arresto, hasta esta fecha con varias noticias de Italia y ciudad de Roma", en Antonio López de Priego, Rafael Zelis y Francisco Javier Clavijero, Mariano Cuevas (pról.), Tesoros documentales de México. Siglo XVIII, México, Galatea, 1944, pp. 15-177, en especial p. 107.

32 Rafael de Zelis, Catálogo de los sujetos de la Compañía de Jesús que formaban la Provincia de México el día del arresto, 25 de junio de 1767, México, Imprenta de I. Escalante, 1871, p. 193.

33 Ibid., p. 186.34 Biblioteca Nacional, Madrid (en adelante bn), ms. 12870. Lista de los regidores de la compañía

de Jesús que extrañados de las Indias han arribado al Puerto de Santa María, Ciudad y Gran Puerto de Santa María, 30 de junio de 1779.

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El convoy continuó el viaje hacia la Península la víspera de la Na­vidad y, a finales del mes de marzo de 1768, llegó al Puerto de Santa María después de navegar más de tres meses. En esta población los re­ligiosos se alojaron en el hospicio,35 que había sido antigua propiedad de los jesuitas y tenía capacidad para cien personas; no obstante, llegó a albergar a cuatrocientas en espera de proseguir su viaje, que no fue po­sible hasta mediados de junio del mismo año, cuando más de mil jesui­tas de todas las provincias de América fueron repartidos en ocho barcos y se dirigieron a Bastía (Córcega). Al llegar a este puerto no pudieron desembarcar y se dirigieron a Ajaccio, donde se instalaron en los pri­meros días del mes de agosto. El gobierno francés pronto rechazó la permanencia de los religiosos en la isla; por tanto, tuvieron que conti­nuar su camino navegando hasta la ribera de Génova y anclar en Portofi- no. Después pasaron a Sestri de Levante, a tres leguas de Génova, donde finalmente desembarcaron para dirigirse por tierra a los estados pontifi­cios, su destino final.

La última etapa hacia el destierro se vio obstaculizada por inefica­ces gestiones diplomáticas y por la negación de Clemente XIII a recibir a los expulsos en sus territorios.36 Estos imprevistos provocaron serias incomodidades a los religiosos. Así, cuando los jesuitas americanos des­embarcaron en Bastía, el 7 de agosto, los recibieron los comisionados Pe­dro La Forcada y Femando Coronel, quienes tenían en la mente dos acciones fundamentales: primera, abastecer los almacenes de la ciudad con víve­res para no interferir en el aprovisionamiento de la población civil y, la segunda, procurar alojamiento a los religiosos. Los expulsos de las In­dias se negaron a consumir los productos y a pagar los alquileres que les habían previsto al considerar exagerados los precios de los alimentos y del hospedaje.

Según los diarios de Priego y Zelis, el transporte para llevarlos de Sestri a los estados pontificios era escaso. Los animales para el viaje y traslado de sus pertenencias fueron insuficientes. Muchos prefirieron turnarse para ir en los coches o en carros de bueyes. Los desterrados mexicanos fueron ubicados principalmente en las legaciones de Bolo­

35 Antonio López de Priego, "Carta de un religioso de los extintos jesuítas..." p. 35; véase también Agustín Galán García, El oficio de Indias de los jesuitas en Sevilla 1566-1767, Sevilla, Fundación Fondo de Cultura de Sevilla, 1995, p. 177.

36 Enrique Giménez López y Mario Martínez Gomíz, "Un aspecto logístico de la expulsión de los jesuitas españoles: la labor de los comisarios Jerónimo y Luis Gnecco (1767-1768)", en Enrique, Giménez López, Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997, pp. 181-195, en especial p. 181.

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nia y Ferrara, a finales del mes de septiembre de 1768; habían transcu­rrido casi quince meses desde la aplicación de la real orden. En sus nue­vas ciudades los jesuitas vivieron en hosterías, casas privadas, palacios o extramuros de la ciudad37 y, para economizar, lo hicieron general­mente en grupos de 12 sujetos. Se organizaron según el método que seguían en las casas y colegios y recibieron la pensión a través de su provincial Salvador de la Gándara, quien continuó en su función hasta morir en 1773. Como en sus antiguas residencias, en las nuevas dis­pusieron de un altar en el que colocaban estampas y pinturas devotas; en el caso de los mexicanos, la imagen de la virgen de Guadalupe fue muy demandada. Se dedicaron a la oración y a compartir las experiencias vividas en las Indias con los religiosos europeos. Algunos de estos ex­pulsos vivieron con cierta holgura, sobre todo los que recibieron ayuda económica de su familia, como fue el caso de José María Castañiza, que compartió su fortuna con muchos de los que tenían serias dificultades para subsistir.38 Esta forma de vivir en el exilio despertó en los mexica­nos una fuerte solidaridad.

Junto a la orden de expulsión, la monarquía promovió las seculari­zaciones39 para contribuir a legalizar el nuevo estado de los religiosos con la intención de suscitar la fractura y la desunión de las Provincias y de sus colegios. Muchos jesuitas americanos, al llegar al Puerto de Santa María, habían manifestado su deseo de secularizarse. El coadjutor Mateo Carmona, del colegio de Durango, se secularizó, contrajo matrimonio y vivió en Bolonia con la pensión asignada por la corona, esta decisión no contravenía la pragmática sanción. Campomanes apoyaba a los jesui­tas casados; sugería que se les entregara tierra y el importe de cuatro años de pensión y se les facilitara el establecimiento en sitios despo­blados como Sierra Morena o la isla de Ibiza para que aumentaran la población de los dominios del rey;40 pero, en vista de que otros mi­nistros no estuvieron de acuerdo, no se llevó a cabo el proyecto.

37 Ibid.38 Antonio López de Priego, "Carta de un religioso de los extintos jesuitas, a una hermana

suya...", p. 62. Junto a otros jesuitas ricos emplearon su fortuna en instalar hospitales, boticas, centros médicos y comedores para los más necesitados.

39 Enrique Giménez López y Mario Martínez Gomiz, "La secularización de los jesuitas expul­sos (1767-1773)", en Enrique Giménez López, Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997, pp. 259-303, en especial p. 267. Cita a Luengo, Manuel, Diario..., vol. 1, fol. 663. "Su trabajo se reduce hasta ahora en hacer el oficio de tentadores y demonios, con el fin de reducirnos a un pequeño número y aún acabar con nosotros, haciéndonos a todos

dejar la Compañía."40 Ibid.

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Consecuencias de la expulsión

La expulsión de los jesuitas no produjo un descontento general en la sociedad duranguense, pero sí una conmoción silenciosa de tristeza entre sus adeptos. El clero secular y regular del obispado acató las dis­posiciones considerando los hechos como una "novedad infausta" con­tra los religiosos y para el obispo una "mortificación"41 por tener que sustituirlos.

Con la expulsión se abandonó el "modo jesuita" de evangelización, la práctica de algunos cultos y las ceremonias, y toda la participación en las actividades sociales y educativas acostumbradas como las repre­sentaciones teatrales, los concursos literarios o la recepción de obispos y gobernadores en la jurisdicción de Durango. También se presentó un desequilibrio económico tanto en la Iglesia como en el real erario. La primera se benefició con la totalidad de los diezmos de las haciendas jesuíticas, mientras que el segundo cargó con los gastos ocasionados por la expulsión y el sostenimiento en el exilio, recuperados lentamente con el producto de la venta de las temporalidades. En contra de lo que pu­diera pensarse, deshacerse de los bienes jesuíticos incautados no fue un trámite fácil y menos aún rápido; las haciendas no produjeron anual­mente más de lo que habían rendido bajo la administración jesuítica; a éstos beneficios sólo se agregó el pago de las deudas contraídas por particulares con anterioridad y el cumplimiento de cargas piadosas. Se suspendió el sistema de préstamos que venían haciendo los jesuitas a los grandes comerciantes de la región, a los humildes operarios de las haciendas y a los trabajadores de las casas.

Antes del extrañamiento, la compañía de Jesús proporcionaba abun­dante información a su provincialato y generalato sobre los detalles de sus actuaciones en casas, colegios, residencias y misiones. Con la ex­pulsión se produjo una gran fuente documental basada en los asuntos relacionados con la administración de las temporalidades. En cada pro­vincia se levantaron los autos de ocupación, se hicieron los inventarios, se manifestó el estado de los bienes de las tasaciones, las cuentas y la venta de ellos. Se revisaron las escrituras de fundación para determinar con más claridad el origen y el destino de los bienes y se tuvo muy en cuen­ta el estado financiero de las cargas espirituales por ser fuente impor­

41 Archivo Histórico del Arzobispado de Durango (en adelante AHAD), leg. 87b. El bachiller Tomás Bravo al obispo Pedro Tamarón y Romeral, Sombrerete, 11 de julio de 1767.

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tante de financiamiento. Las autoridades responsables de la expulsión mantuvieron con celo las temporalidades durante dos décadas pero, a partir de 1787, comenzaron a desentenderse de ellas. Fue entonces cuando se empezaron a ver las consecuencias de la ocupación. Un pri­mer reconocimiento general de la situación fue elaborado por Antonio Porlier,42 quien tomó en cuenta los informes que por vía reservada ha­bían llegado a Madrid y se mantenían aglutinados en el archivo, sin guar­dar un orden sistemático. La contaduría general se dedicó durante mucho tiempo a copiar sin discernimiento la lista de los caudales, alha­jas, ornamentos, pinturas, altares, retablos, muebles y bienes raíces ocu­pados en cada colegio según se iban encontrando y aprobando los gastos de operaciones, aparentemente piadosos, sin calcular la magnitud de lo incautado. De esta manera, más de dos tercios de la información que se llevó al archivo quedó en dictámenes fiscales sin haber sido revisadas por el consejo extraordinario. Consecuencia de todo esto fue el creci­miento del desorden en la gestión de los bienes incautados.

En palabras de Porlier, el ramo de las Temporalidades fue desde el principio "conflictivo y desgraciado"; sus instrucciones no fueron bien interpretadas y muchas veces se prestaron fácilmente a la confusión, ocasionando delitos y excesos.43 Los virreyes de la Nueva España pidie­ron a los comisionados que planificaran su tarea y éstos, tratando de apegarse a las instrucciones, las matizaron creyendo que las cumplían bien y con las mejores intenciones. A su vez, el rey creyó que la adminis­tración de las temporalidades caminaba bajo el cuidado de manos in­corruptas con la creación de las juntas provinciales y municipales dedicadas a recaudar los tributos y la venta de las fincas de los expulsos.

Al bando emitido por Croix, que trataba la venta de los bienes raí­ces de los jesuitas se agregó una cláusula de Bucareli en la que permitía la exención del derecho de alcabala, como incentivo a los compradores de temporalidades.44 Aun con estas ventajas, el consejo se percató de

42 Era el ministro de Gracia y Justicia en 1787.43 Archivo General de Indias (en adelante AGI), Indiferente General, 3085A. El virrey Bucareli

al rey, México, 27 de julio de 1778. Entre otros asuntos se habla de artificios para limitar el núme­ro de licitadores en las almonedas, ilegalidades en los actos de los remates, condescendencias en los compradores en cuanto a señalamientos de plazos, descuidos y un total abandono en las cobranzas de créditos activos, connivencias con malos administradores, colusiones, malversa­ciones de toda especie y abuso de las facultades conferidas a los comisionados y en las juntas

municipales.44 Archivo Histórico del Estado de Durango (en adelante ahed), cajón 14, exp. 48. El virrey

Bucareli al rey, México, 26 de marzo de 1772.

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las dificultades para realizar la venta de los bienes jesuitas; por ello, ordenó subastarlos de forma rápida, aunque fuera sin elección ni plan, y enviar sin demora los caudales a España. En 1784 los entendidos en las temporalidades tenían la impresión de que los asuntos de la expul­sión eran atendidos por casualidad, según los expedientes atrasados, al proceder con premura a la liquidación de todos los bienes, y de que se informaba someramente sobre las aplicaciones de las bibliotecas, las obras pías, el destino de la iglesias, capillas, oratorios y haciendas.

Ahora nos preguntamos qué sentido tuvo el proyecto de tempora­lidades y a quién benefició. Si bien la expulsión de los jesuitas se planeó minuciosamente, no se hizo lo mismo con el destino de los bienes. La pragmática sanción, en el punto VIII, apenas contenía unas líneas sobre la administración de las posesiones materiales y espirituales de la compa­ñía y, de manera tan general, que sólo pedía tomar providencias para no "defraudar la verdadera piedad ni perjudicar la causa pública";45 la ley dejaba muy abierta la puerta para actuar indiscriminadamente. Las múltiples oficinas que se crearon dieron origen a una serie de irregula­ridades como la corrupción en las tasaciones de fincas, los artificios para limitar las almonedas o el reducido número de licitadores. En cuan­to a las ilegalidades en los actos de remate, se advierte la condescen­dencia con los compradores, "en el señalamiento con los plazos de pago, en la negligencia en la cobranza de los créditos activos, en las conniven­cias con malos administradores y en las malversaciones".46 Entre otras permisiones, el conde de Aranda había autorizado a Croix para finan­ciar la pacificación de las provincias internas con los fondos de la recién practicada incautación. A partir de entonces la sangría del fondo de las temporalidades fue imparable. Los capitales destinados, en principio, a imponerse y a sacar provecho, sirvieron en múltiples ocasiones para socorrer las urgencias de la guerra, paliar la escasez de grano y facilitar préstamos particulares, que despojaran al ramo de buena parte de sus fondos y de las devoluciones.47

La expulsión de los jesuitas de la Nueva Vizcaya produjo especia­les consecuencias educativas, religiosas y económicas. De ellos nos ocu­paremos a continuación.

45 AGI, Indiferente General, 3085A. Colección del Real Decreto de 27 de febrero de 1767 para la

ejecución del extrañamiento de los Regulares de la Compañía de Jesús cometido por Su Majestad.46 Luisa Zahino Peñafort, "Administración de las temporalidades jesuíticas...", t. II, p. 266.47 Ibid., p. 267 y AGI, Indiferente General, 3083. San Lorenzo, 6 de noviembre de 1798.

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Educativas

El primer problema del comisionado Agüero fue encontrar profesores idóneos para atender el seminario de San Pedro y San Javier por el redu­cido número de clérigos preparados que había en el obispado. Una vez que convenció a los capitulares de la catedral, les asignó 300 pesos, el mis­mo sueldo que tuvieron los jesuitas; al maestro de escuela le pagarían 150. Pocos años después, la dirección del seminario se entregó al obispo, así como la vigilancia de las escuelas de primeras letras, fundadas por particulares.

Con la salida de los expulsos el seminario perdió la organización, la disciplina y el conocimiento jesuítico. Cuando en 1772, Tomás Ortiz de Landázuri48 llegó al obispado de Durango sólo encontró en el semi­nario conciliar a tres alumnos. Dos años después, la junta subalterna de temporalidades destinó el colegio nuevo para aulas y habitación del rector y de los maestros, y otorgó al tridentino el derecho a utilizar los muebles, menaje y utensilios del antiguo colegio jesuita, atendido por los capitulares. Los libros útiles de la antigua biblioteca jesuítica se en­tregaron al seminario y los demás se vendieron o se eliminaron. Por último, se ordenó tener presente a los hijos de los caciques tlaxcaltecas en la asignación de becas del seminario.

El clero secular se hizo cargo de la administración del seminario y se enfrentó, con falta de experiencia, a los asuntos educativos. Ninguna semejanza había con el método utilizado por los jesuitas. Con la ex­pulsión y al pasar las cuentas por tantas manos, el vicerrector se dio cuenta de que éstas no alcanzaban para pagar a los catedráticos ni para mantener a 12 colegiales de número (becados) como lo habían hecho los jesuitas. Tampoco eran suficientes los réditos de los principales que habían fincado en la hacienda de La Punta: Francisco de Rojas Ayora y el obispo Pedro Tapiz.

48 AGI, Guadalajara, 548. Informe del reverendo obispo de Durango, Durango, 29 de junio de 1772. Stanley J. Stein y Bárbara Stein, El apogeo del Imperio. España y Nueva España en la era de Carlos III, 1759-1789, Barcelona, Critica, 2004, pp. 164 y 167. Tomás Ortiz de Landázuri era funcionario y destacado empresario y comerciante en la Nueva España, donde pasó 16 años; ejerció el cargo de contador general en la Secretaría de Indias. Escribió dos informes —1764 y 1771 — en los que hacía recomendaciones a la estructura del comercio colonial.

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Religiosas

Por la escritura del 3 de agosto de 1633, Francisco de Rojas Ayora se cons­tituyó en fundador perpetuo del colegio de la compañía de Jesús de Du­rango.49 Con la expulsión la junta subalterna resolvió prescribir el derecho del arcediano Rojas Ayora como patrono y fundador de la iglesia y del colegio, por no tener descendientes.

En cuanto a los cultos, en la iglesia jesuíta parecía no haber pasado nada. Al tercer día de la salida de los regulares de la ciudad de Duran­go, el gobernador, con la autoridad que le asignaba el cargo de vice­patrón real, mandó abrir la iglesia y la entregó en custodia para el culto a un capellán, al que encargó que conservara perennemente la dotación del Santísimo Sacramento. También le ordenó continuar con la cele­bración diaria de las misas y la manutención de las festividades con los fondos destinados para ellas mediante las aportaciones de los fieles, quie­nes seguían pagando los gastos y el mantenimiento del culto y las fiestas de la congregación de la virgen de los Dolores, hasta que se ordenó su extinción en 1774.

Lo cierto fue que, con la salida de los jesuitas, el clero se sintió con libertad para disponer de la diócesis sin ningún impedimento. Lo pri­mero que hizo fue dar comienzo a una serie de modificaciones en las costumbres devotas de la ciudad. Por ejemplo, se cambió el recorrido de las procesiones y las letanías anuales, las que antes se dirigían primero a la iglesia de la compañía y después a la catedral. El cabildo de la ciu­dad también se vio afectado cuando el cabildo eclesiástico le impidió depositar la imagen de la virgen de los Remedios, del santuario del pueblo de Analco, en la iglesia del colegio de los expulsos, en su cami­no de ida y vuelta para su novenario en la catedral. Las alhajas de mayor valor se llevaron a la catedral y las demás se vendieron o distribuyeron entre las parroquias pobres de la diócesis, mientras que el edificio de la iglesia jesuita se destinó a segunda parroquia de la catedral.

Las misiones fueron atendidas por la administración real y por la diócesis; por ello, la corona deseaba saber con detalle la situación de las que habían estado en manos de los jesuitas después de la expulsión, a fin de tomar providencias eficaces para mejorar su administración.50 Por

49 AGN, Sección Clero, Jesuitas, leg. 84, La junta municipal de Durango al virrey. Por la aporta­ción de quince mil pesos en reales, mil vacas y cien toros, que dieron una suma de 19430 pesos, cuyos réditos de 930 pesos se aplicarían para pagar dos maestros de gramática, al maestro de primeras letras y por las pensiones de ellas por su alma.

50 Ibid., Consejo de Indias en la Sala Primera, 6 de agosto de 1806.

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LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS DEL COLEGIO DE DURANGO 119

esta razón mandó que se le informara de los progresos espirituales de las misiones cada dos o tres años. Algunas de sus iglesias se encontra­ban en buenas condiciones y provistas de los ornamentos útiles para el culto. Los sínodos de los misioneros se pagaban del fondo piadoso que habían dejado varios bienhechores a los jesuítas;51 otros, como los de la Tarahumara, por la real caja de Durango52.

Económicas

La expulsión de los jesuitas provocó serias contrariedades en el aspecto financiero del momento: obstruyó los movimientos mercantiles inter­nos y externos que habían establecido los religiosos en su área de in­fluencia, obstaculizó y retardó el derecho de los expulsos a recibir legados después de disuelta la orden, originó una gran cantidad de pleitos que dieron lugar a numerosos expedientes que concluían en las juntas de los diferentes territorios españoles y provocó disgusto por la obligación de pagar diezmos por lo que los jesuitas no pagaban antes, entre otras.

La intervención de los jesuitas en asuntos comerciales, a través de sus procuradores, fue conocida por todos y aprovechada por los parti­culares. Un caso que provocó una extensa correspondencia fue el del doctor don Joseph Díaz de Alcántara, chantre de la catedral de la ciudad de Durango, que había enviado por su cuenta y riesgo 600 pesos en plata de doble cuño mexicano53 al padre jesuita Martín de Goenaga, pro­curador general de las provincias del Perú y Nueva España y residente en El Puerto de Santa María, para que por su conducto se compraran en Roma unas reliquias, un año antes del extrañamiento. A finales de 1771 el fiscal ordenó que se le entregara el dinero al chantre de Durango, después de cinco años de reclamaciones.

Otro asunto fue el del clérigo José Francisco de Monserrate que, después de dos años de impartir su clase en el seminario, no recibió ningún pago porque la cátedra no estaba incluida en la escritura de fun­dación del colegio, pero el virrey Croix y el gobernador consideraron de justicia pagar la cátedra a Monserrate.

51 Ibid.52 AHH, vol. 304-2, exp. 6, Los oficiales Juan Antonio de Asilona y Diego de Aranda al virrey Bucare-

li. Durango, 25 de junio de 1774.53 lbid.

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120 IRMA LETICIA MAGALLANES CASTAÑEDA

Al disolverse la compañía de Jesús y al no estar los religiosos suje­tos a la orden no pudieron reclamar legados, capellanías ni otros benefi­cios. Por cédula real del 5 de diciembre de 1783 se concedió este derecho a los expulsos, pero en las Indias se hizo cumplir a partir del 30 de julio de 1784 cuando, por decreto, se publicó para que llegase la noticia a to­dos.54 La cédula tardó más de un año en aplicarse, pues la junta de temporalidades trataba de impedir a los ex jesuitas la recepción de le­gados para evitar la disminución del capital de esas temporalidades. Otros autos de reclamaciones de ex jesuitas mexicanos se habían pre­sentado en 1787, a raíz, sobre todo, de la exigencia que se hacía a algu­nos padres de ex ignacianos para que les enviaran fondos bajo el título de pensión alimenticia. El religioso José García Diego55 reclamó el dine­ro que en 1777 su padre había sido obligado a dar a la real tesorería de México a título de alimento de su hijo. Esta práctica, frecuentemente utilizada en México, iba en contra de lo establecido en España y en sus dominios.

Los asuntos de legados dieron lugar a algunos juicios, como fue el promovido por Francisco Pérez de Aragón, el cual estaba dispuesto a donar una casa a la compañía de Jesús, o el dinero de su venta, si ésta se llevaba a cabo. Pero si, por cualquier cosa, decía su testamento, no se podía cumplir su voluntad, determinaba que el cuerpo general de su caudal se dividiera en dos partes: una para el colegio de Zacatecas y la otra para el de Durango, sin que se viera obligado a dar cuenta a nin­gún juez eclesiástico ni secular.56 Después de la expulsión, fue imposi­ble cumplir esta disposición.

Conclusiones

El real decreto de expulsión aplicado a los jesuitas duranguenses forma parte de la compleja empresa que terminó con la supresión de la compa­ñía de Jesús en los territorios de la corona española. La operación se

54 Ibid. Por cédula del 5 de diciembre de 1783.55 Rafael de Zelis, Catálogo de los sujetos de la Compañía..., p. 18. Nacido en León, Guanajuato,

en 1742; entró a la compañía en 1757 y era sacerdote escolar en el seminario de Guadalajara al tiempo de la expulsión. En 1779 escribió al duque de Grimaldi mostrando un recibo de la tesore­ría general de México donde constaba que su padre había entregado 708 pesos fuertes a título de alimentos de seis años vencidos desde junio de 1767 a razón de 118 pesos anuales.

56 AGI, Indiferente General, 3085A. El Consejo de Indias en pleno, 27 de octubre de 1789.

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LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS DEL COLEGIO DE DURANGO 121

llevó a cabo con puntualidad y buena coordinación por parte del co­misionado, el secretario y los encargados de atender en forma inmedia­ta a los religiosos y a la administración de sus bienes. La ejecución de la orden en el colegio de San Pedro y San Javier fue un éxito para las auto­ridades virreinales y dejó en el comisionado la satisfacción de haber cumplido al pie de la letra las disposiciones reales. El destierro de los ignacianos, que comenzó el 25 de junio de 1767, se efectuó sin violencia alguna; antes bien, en todo momento los encargados del traslado les proporcionaron atención, respeto y buen trato hasta Veracruz. A partir de aquí los traslados por mar y por tierra carecieron de planificación coordinación y previsión en muchos momentos.

La expulsión de los jesuitas del colegio de Durango afectó de for­ma indirecta a personas, instituciones y bienes, después de 175 de per­manencia en la ciudad. El impacto que produjo la real decisión de Carlos III se sintió en la educación de los jóvenes pero, sobre todo, en la de los niños de la escuela gratuita de primeras letras. También afectó a las arraigadas prácticas religiosas dirigidas por los jesuitas en la sociedad duranguense al abandonar los ritos, las devociones y los ejercicios es­pirituales.

Las haciendas rurales que sostenían el colegio habían conformado verdaderas unidades sociales bajo la administración jesuítica. Con la expulsión, desapareció esta fuente crediticia y de gestión económica re­gional y de las principales familias y de los humildes operarios de sus propiedades rurales y casas.

La sorpresa y la rapidez con que se aplicó la orden de expulsión no produjeron descontento en la sociedad duranguense de manera inme­diata, pues los vecinos más influyentes acataron las órdenes por lealtad a la corona. El extrañamiento de los jesuitas dejó un vacío del que hubo múltiples beneficiarios; entre ellos los que pusieron los medios para conducirlos hasta Querétaro, los capitulares con el pago de las cátedras del seminario, la Iglesia que obtuvo los principales edificios y las alhajas más valiosas, los grandes hacendados que alquilaron las estancias en beneficio propio y el aparato administrativo encargado para gestionar y hacer productivas las propiedades incautadas.

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PARTE II

ÉLITES ECLESIÁSTICAS: FORMACIÓN Y RELACIONES

CON LA MONARQUÍA

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El alto clero vasco y navarro en la monarquía

HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII: BASES FAMILIARES,

ECONOMÍA DEL PARENTESCO Y PATRONAZGO

José Marta lmízcoz*María Victoria García del Ser*

Nuestro trabajo aporta una percepción del alto clero del siglo XVIII desde los grupos familiares de los que surgen estos eclesiásticos y desde sus comunidades de origen.1 Más allá de la distancia geográfica a la que los llevaron sus trayectorias y cargos, en la Península y en las Indias, nuestra investigación se adentra en las redes sociales de estas familias, percibi­das especialmente a través de su correspondencia epistolar, y revela las relaciones, a menudo estrechas, entre estos eclesiásticos y sus parente­las. Estas conexiones desvelan las bases familiares de sus carreras, los mecanismos de apadrinamiento de sus estudios y ascensos, y la in­fluencia cortesana de determinadas redes de poder para la obtención de cargos y prebendas. La correspondencia epistolar revela asimismo las funciones sociales que estos clérigos desempeñaron en sus familias, parentelas y comunidades de origen: la economía de vasos comunican­tes mediante la cual hicieron llegar a sus parientes dinero, educación, información privilegiada y servicios de muy diversa índole, el patro­nazgo que ejercieron sobre sus familiares y paisanos, por medio de una abundante política del don, y el capital simbólico y la influencia que procuraron a sus familias desde sus cargos, sus donaciones, su apadri­namiento y su capital relacional.

* Universidad del País Vasco.1 Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación "A la sombra de la

corona. Las élites vasco-navarras en las estructuras políticas y económicas de la monarquía en la Edad Moderna", dirigido por el profesor José María lmízcoz en la Universidad del País Vasco (1/UPV 00156.130-H-1482/2002).

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I. Los grupos familiares del alto clero vasco y navarro en la monarquía hispánica del siglo xvm

El trabajo sobre las familias de las élites vascas y navarras en el siglo XVIII nos ha llevado a constatar una abundancia sorprendente de obis­pos originarios de estos territorios. Según la lista provisional que figura en anexo, contamos un total de 62 obispos, de los cuales son 28 navarros, 15 vizcaínos, 13 alaveses y 6 guipuzcoanos. De ellos, al menos 17 fueron obispos o arzobispos en las Indias. Además, por debajo de esta cúpula eclesiástica mejor conocida, hubo una base muy numerosa de arcedia­nos, capiscoles, maestrescuelas y simples canónigos establecidos en el alto clero de muy diversas catedrales en la Península y en América. ¿Quiénes eran estos hombres? ¿De dónde surgieron? ¿Por qué se ele­van con tanta fuerza ahora, en el siglo XVIII, muy por encima de lo que había sido habitual en los siglos XVI y XVII? Y, si estamos ante un fenó­meno de cierta magnitud, que supera las explicaciones biográficas clásicas, ¿cuáles fueron sus causas?, ¿cómo se produjo este movimiento y qué significado tuvo?

Las cifras del siglo XVIII contrastan fuertemente con las de los siglos anteriores, como muestra el caso de la diócesis de Pamplona. De sus territorios surgieron tres obispos en el siglo XVI, 15 en el XVII (de los cuales dos tercios surgieron en la segunda mitad) y treinta en el XVIII. Alfredo Floristán interpreta que, inicialmente, la desconfianza hacia los nava­rros, conquistados y de cuya fidelidad se dudaba en el siglo XVI, impi­dió que ocuparan sedes episcopales, salvo casos extraordinarios. Esto cambió en el siglo XVII, especialmente en la segunda mitad, y la tendencia llegó a su apogeo en el XVIII, en que la fidelidad del reino de Navarra a la causa de Felipe V en la Guerra de Sucesión y las conexiones ventajosas establecidas por determinados grupos de navarros en la alta adminis­tración de la monarquía favorecieron que se duplicara el número de obispos originarios de dicha diócesis.2

Nuestra hipótesis es que la producción abundante y encumbrada de alto clero originario del norte hidalgo de la Península en el siglo XVIII corresponde en buena medida a la elevación sin precedentes de grupos de familias originarios de estos territorios que, con el gobierno de los Borbones, ascendieron masivamente a posiciones privilegiadas en

2 A. Floristán, "La diócesis de Pamplona en tiempos de reformas (1512-1808)", en Historia de la diócesis de Pamplona, Biblioteca de Autores Cristianos (bac) (en prensa).

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 127

la corte, en las finanzas reales, en la alta administración, en el ejército, en la marina y en la Iglesia, y que destacaron asimismo en el comercio atlán­tico y en la administración colonial.3 Por otra parte, sabemos que, una vez situados en aquellos cargos de gobierno, los hombres de estos gru­pos familiares tendieron sistemáticamente a rodearse de parientes, introduciéndolos y aupándolos bajo su protección, de tal modo que esta dinámica tuvo un claro efecto multiplicador y tendió a reproducirse a lo largo de todo el siglo, como veremos más adelante en el caso de las carreras eclesiásticas.

¿Qué parte del alto clero originario de los territorios vasco-nava­rros procedía de los nuevos grupos familiares que protagonizaron "la hora del XVIII"?4 Hasta ahora no existe una historia social de estos ecle­siásticos y no se conocen bien las bases familiares de las que surgieron, con lo que más vale ser prudentes. Intentaremos, de momento, una primera aproximación a la nómina de obispos originarios de estos te­rritorios, con el objeto de discernir la disparidad de sus procedencias y centrarnos así mejor en el grupo de familias que nos interesa más es­pecialmente.

Los orígenes sociales de estos obispos son diversos, pero podemos distinguir tres grupos principales. El clero regular parece representar un caso específico. Cierto número de prelados resultaron de carreras dentro de órdenes religiosas, desde las cuales se llegaba al episcopado. Así, obispos navarros originarios de la zona de la Ribera, por ejemplo, eran religiosos que empezaron su carrera como simples frailes, lo que parece indicar orígenes sociales relativamente modestos.5 Según el perfil que establece Maximiliano Barrio de los obispos españoles procedentes del clero regular, los electos se seleccionaban entre los que habían cur­sado estudios superiores en la universidad, o en centros de su congre­gación, y habían ejercido la docencia o cargos de gobierno en su orden.6

3 J. M. Imízcoz y R. Guerrero, "Familias en la monarquía. La política familiar de las élites vascas y navarras en el imperio de los Borbones", en J. M. Imízcoz (ed.), Casa, familia y sociedad (País Vasco, España y América, siglos xv-xtx), Bilbao, upv, 2004, pp. 177-238 (disponible en www.ehu.es / grupoimizcoz).

4 Por retomar la expresión conocida de J. Caro Baroja, La hora navarra del XVIII, Pamplona,

1969.5 A. González Enciso, "La monarquía como destino: administración, ejército, Iglesia", en

VVAA, Juan de Goyeneche y el triunfo de los navarros en la monarquía hispánica del siglo XVIII, Pam­plona, Caja de Ahorros de Navarra, 2005, pp. 232-233.

6 Maximiliano Barrio Gonzalo, El real patronato y los obispos españoles del antiguo régimen (1556- 1834), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004, pp. 50-108; "Sociología del alto clero en la España del siglo ilustrado", Manuscrits, 20, 2002, pp. 13 ss.

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128 JOSÉ MARÍA IMÍZCOZ Y MARÍA VICTORIA GARCÍA DEL SER

Parece que, más que la cuna, los méritos personales y los servicios pres­tados en sus congregaciones los llevaron al episcopado, probablemente como candidatos propuestos al rey por sus respectivas órdenes.

La gran mayoría de obispos de origen vasco-navarro, sin embar­go, procedía del clero secular. Sus perfiles de carrera hasta el episcopado variaron, pero se distinguen algunas tendencias. La mayoría de estos obispos pasó por las grandes universidades castellanas de Alcalá, Sala­manca y Valladolid. Algunos fueron doctores y se destacaron como cate­dráticos en una universidad, pero la mayor parte fueron canónigos en diversas catedrales e hicieron carrera ascendiendo en cargos del ca­bildo hasta el obispado,7 un perfil curricular que parece corresponder al que ha observado M. Barrio para el conjunto del episcopado español.8

En cuanto al origen social de estos obispos, podemos distinguir dos tipos: los que descendían de la nobleza tradicional del país y los que provenían de familias de ascenso más reciente. Los primeros forma­ban parte de familias tradicionales de la nobleza titulada o media del país, acostumbradas desde antiguo a sacar a sus hijos para servir al rey en la milicia, la judicatura o la iglesia. Por ejemplo, el padre del alavés Juan Álvarez de Eulate y Díaz de Santa Cruz (nacido en Salvatierra en 1683 y obispo de Málaga entre 1745 y 1755) pertenecía a la nobleza titu­lada y era caballero de la orden de Santiago. Un antepasado, Juan Álva­rez de Eulate, prestó servicios en Flandes, fue gobernador de Nuevo México y de la Isla Margarita y se vio recompensado por Felipe IV, en 1640, con el título de Marqués de Campo.9 El guipuzcoano Sebastián de Vitoria Emparan (Azpeitia, 1683-Urgel, 1756), obispo de Urgel entre 1747 y 1756, pertenecía a una familia muy relevante en la historia de Azpei­tia desde mediados del siglo XIV, una de las más poderosas en dicha villa, junto con los Oñaz, Loyola y Anchieta. Los Emparan matrimonia­ron con una familia de ilustres vizcaínos, los Orbe, que había protago­nizado un notable ascenso en el siglo XVII y que dio en el XVIII a Andrés de Orbe y Larreategui, obispo de Barcelona (1720-1725) y de Valencia (1725-1738).10

7 A. González Enciso, "La monarquía como destino...", p. 233. Como el propio autor señala, la fuente que utiliza no es fiable y contiene, en efecto, errores en la nómina de obispos.

8 Maximiliano Barrio Gonzalo, El real patronato y los obispos españoles..., pp. 50-108; "Sociolo­gía del alto clero..., pp. 14 ss.

9 Luciano La Puente, "La fachada principal del palacio de los Álvarez de Eulate en el Museo de Navarra", en Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, año 14, núm. 40, julio-diciembre, 1982, pp. 935-940.

10 Uria y otros, La casa-torre de Emparan, Azpeitia, San Sebastián, Caja de Ahorros Municipal de San Sebastián, 1977, pp. 42-106.

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 129

Por contraste, un sector importante del obispado de origen vasco- navarro — el que nos interesa más en particular — surge claramente del grupo de familias de hombres de negocios y de administradores del Es­tado que se elevan con mucha fuerza en el XVIII, a partir del mundo rural hidalgo, de las pequeñas villas norteñas y del comercio. Es el caso, por ejemplo, de los encartados vizcaínos La Cuadra, Mollinedo y Urru- tia, de los bilbaínos Gómez de la Torre, de los alaveses Sáenz de Buruaga, y de los navarros baztaneses Elizacoechea, Irigoyen y Dutari, u Ozta y Múzquiz.

En este trabajo nos vamos a ocupar más específicamente de este alto clero que forma parte de los grupos familiares que protagonizaron la hora vasca y navarra del XVIII, cuya trayectoria conocemos mejor. Se trata de familias originarias de pequeñas ciudades, villas o aldeas del mundo rural vasco-navarro, especialmente de la vertiente cantábrica, dotadas del privilegio de hidalguía universal que, a partir de modestas economías campesinas o urbanas, se elevaron desde mediados del XVII a través del comercio peninsular y colonial y que, favorecidas por la nueva política de los Borbones, se introdujeron con fuerza especial en la corte y fueron, a lo largo de todo el XVIII, familias especializadas en carreras en la alta administración, en el ejército, la marina, la Iglesia, las finanzas reales y el gran comercio colonial. Otro rasgo distintivo de es­tas familias es que las carreras de sus miembros no se circunscribieron a los marcos tradicionales de sus comunidades locales, de sus provincias o de su reino, sino que se desarrollaron "a escala de imperio", con una presencia destacada en toda la Península — especialmente en la corte — y en las Indias.11

La observación de la lista de obispos indica una concentración importante de alto clero en estos grupos de poder, sobre todo en los más importantes. Algunos ejemplos revelan parentelas poderosas con varios prelados en sus filas. Por ejemplo, la parentela de la Cuadra, ori­ginaria de las Encartaciones de Vizcaya, cuya figura más destacada y promotor principal fue Sebastián de la Cuadra Llarena (Musques, 1687- 1766), secretario de Estado de Felipe V y marqués de Villarías. En esta parentela surgieron importantes cargos en la alta administración, con apellidos la Cuadra, Mollinedo, las Casas, Urrutia, etc. En el alto clero

11 J. M. Imízcoz, "Las élites vascas y la monarquía hispánica: construcciones sociales, políti­cas y culturales en la Edad Moderna", V Jornadas de Estudios Históricos "Espacios de poder en Europa y América", Vitoria-Gasteiz, 10-12 de noviembre de 2003 (disponible en www.ehu.es/

grupoimizcoz).

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130 JOSÉ MARÍA IMÍZCOZ Y MARÍA VICTORIA GARCÍA DEL SER

destacaron dos hermanos de Sebastián, Nicolás Martín de la Cuadra y Llarena, arcediano de Briviesca y Dignidad de la Santa Iglesia Metropoli­tana de Burgos, y su hermano Bartolomé, que ocupaba el mismo cargo en la catedral de Cuenca. Pedro de la Cuadra y Achiga, primo de los ante­riores, fue obispo de Osma entre 1736 y 1744 y arzobispo de Burgos entre 1744 y 1750, y desde estos puestos ayudó a otros miembros de la familia a conseguir altas dignidades eclesiásticas. José Luis de Molli- nedo y Quadra fue obispo de Palencia entre 1780 y 1800. Manuel de Mollinedo, natural del Valle de Mena, fue obispo de Cuzco entre 1670 y 1699, y tras él hallamos, como comisario de la inquisición en dicha ciu­dad, a su sobrino Andrés de Mollinedo. Otro miembro de esta parentela, Joaquín de Urrutia, de la casa Urrutia de Avellaneda, era en 1796 arce­diano de la Iglesia de Palencia.12

Otra parentela representativa de estos grupos fue la del obispo Antonio Gómez de la Torre (Bilbao, 1708-1779). Este obispo pertenecía a una familia bilbaína que se había enriquecido en el siglo XVII a través del comercio de la lana y el bacalao y de negocios con el norte de Euro­pa. Aunque algunos miembros de la familia continuaron con la casa de comercio, en el siglo XVIII la familia colocó abundantemente a sus hijos en la alta administración, se destacan en la Iglesia, el ejército y la magis­tratura. Mediante las alianzas matrimoniales se conformó una parentela con amplias ramificaciones en la corte y en la alta administración civil, militar y eclesiástica. Bartolomé Ventura Gómez de la Torre (Bilbao, 1678) tuvo cuatro hijas y ocho hijos, a los cuales introdujo en diversos puestos en la administración. El primogénito, Joseph Nicolás, hizo carrera en la guardia real y llegó a capitán de las reales guardias españolas de infan­tería y teniente de rey de Lérida y Barcelona.13 El segundo, Antonio Gó­mez de la Torre y Jarabeitia, siguió una carrera eclesiástica que concluyó como obispo de Ceuta, entre 1761 y 1770, y obispo de Jaén, hasta su muerte en 1779. Miguel fue primer teniente de las reales guardias espa­ñolas de infantería. Fray Lucas fue religioso de la orden de San Francis­co en el convento de Bilbao, lector jubilado y definidor de la provincia de Cantabria y calificador de la suprema y general inquisición. Manuel hizo carrera en la magistratura y terminó como oidor de la chancillería

12 Fernando Martínez Rueda, Los poderes locales en Vizcaya. Del antiguo régimen a la revolución liberal (1700-1853), Bilbao, IVAP/UPV, 1994, pp. 218-226.

13 Base de datos Fichoz, registros 029885,020485 y 000089. Agradecemos su consulta al profe­sor Jean-Pierre Dedieu.

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 131

de Valladolid (1768-1772). Bartolomé fue comerciante y Ventura Francis­co también tomó la sucesión en el negocio de su padre.14

Otros obispos provenían de parentelas muy bien situadas en la alta administración. El guipuzcoano Juan Antonio Lardizábal y Elorza (Se­gura, 1682), obispo de Puebla de los Ángeles entre 1722 y 1733, contaba entre sus hermanos a Martín (1696-1743), catedrático de derecho en la universidad de Salamanca, ministro criminal de la audiencia de Ara­gón, comandante de la provincia de Venezuela, alcalde de casa y corte (1732), director de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1738) y consejero del Consejo de Indias (1740).15 La familia alavesa de los Viana destacó asimismo en diversos sectores de la alta administración. De los cinco hermanos varones, dos hicieron carrera en el alto clero, dos en la jerarquía militar y uno en la carrera judicial. Juan Antonio de Viana y Sáenz de Villaverde (Lagrán, 1745-1800) fue obispo de Caracas (1792- 1798) y de Almería (1798-1800).16 Su hermano Francisco Leandro fue fiscal en la audiencia de Manila, alcalde del crimen y oidor en México, consejero del Consejo de Indias, conde de Tepa en 1775 y caballero de la orden de Carlos III.17 Otro hermano, Felipe Antonio (1730-1793), siguió la carrera militar en las guardias reales y fue capitán de granaderos de la guardia real española, brigadier de infantería y caballero de la orden de Santiago.18

Para no multiplicar los ejemplos, podemos terminar con la paren­tela de origen baztanés de los Múzquiz, Mendinueta y Ozta, en la se­gunda mitad del siglo XVIII. Este ejemplo nos muestra de nuevo cómo los cargos en el alto clero se produjeron en el seno de parentelas bien establecidas en la corte y en la alta administración. Sus miembros ecle­siásticos surgieron de dinámicas familiares en las que se siguieron deter­minadas pautas de colocación, de educación y de apadrinamiento, introduciendo a los hijos no en una sola administración sino en diversas instituciones, siempre sobre la base del apoyo de los parientes ya estable­cidos anteriormente y de la movilización de sus influencias en la corte.

Introducido en los negocios y en la administración real por parien­tes de la generación anterior, como su tío materno Juan de Goyeneche y

14 Elena Alcorta Ortiz de Zárate, La burguesía mercantil en el Bilbao del siglo XVIII. Los Gómez de la

Torre y Mazarredo, San Sebastián, Txertoa, 2003, pp. 26-49.15 Ignacio Iparraguirre, Idiazabal (visión histórica), San Sebastián, Auñamendi, 1971, pp. 208-209

y base de datos Fichoz.16 Base de datos Fichoz, registro 016167.17 Base de datos Fichoz, registro 000873.18 Base de datos Fichoz, registro 008407.

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Quinquirrena (Elvetea, 1689), factor y administrador de la renta del ta­baco en Alicante, Miguel de Múzquiz y Goyeneche fue ministro de fi­nanzas de Carlos III entre 1766 y 1785. Los hijos de sus hermanas Josefa y Ana María fueron orientados hacia diversas carreras y lograron posi­ciones elevadas, cuatro de ellos como eclesiásticos. De los seis herma­nos Mendinueta y Múzquiz, dos se situaron en el alto clero: Antonio (1744-1829), que llegó a ocupar el cargo de chantre en la catedral de Pamplona, y Joaquín (1760-1820), que alcanzó en 1803 el cargo de arce­diano de Valdonsella de la catedral de Pamplona. Los otros hermanos fueron Pedro de Mendinueta y Múzquiz (1736), que siguió la carrera militar y obtuvo en 1797 el cargo de capitán general de los reales ejérci­tos y virrey de Nueva Granada; Miguel (1739-1806), gobernador del con­sejo de Castilla; Jerónimo, consejero del consejo de hacienda en 1789, consejero camarista de la cámara de Indias por honores en 1793 y conde de la Cimera, y Pedro Simón, que obtuvo en 1798 el puesto de adminis­trador general de Cádiz e intendente honorario del ejército.19

De sus primos carnales, los cuatro hermanos Ozta y Múzquiz, sa­lieron otros dos eclesiásticos para el alto clero: Pedro Luis (Elvetea, 1742), que fue obispo de Calahorra y la Calzada entre 1785 y 1789, y José Igna­cio, arcediano de Alava de la catedral de Calahorra. Los otros hermanos fueron Casimiro de Ozta y Múzquiz, marqués de Ribascacho, y Juan Rafael (Elvetea, 1757), tesorero de la real hacienda en Cádiz (1791) e intendente de provincia honorario (1798).20

Como hemos podido observar en el caso de estas y otras familias de "la hora del XVIII", las trayectorias de estos personajes se apoyaron especialmente en las redes de parentesco, de amistad y de patronazgo de sus familias.21 A partir de unas bases iniciales, la política de estos gru­pos familiares se fundamentó en la colocación sistemática de sus hijos varones en los negocios y en la administración real, apadrinados por sus parientes establecidos en las generaciones anteriores. Mientras que en la economía agraria tradicional, la relación paterno-filial y el linaje eran

19 Archivo Histórico del Valle de Baztán (ahvb), Filiaciones: Elvetea, 1722 y 1730; Elizondo, 1741 y 1742. Base de datos Fichoz; M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas y datos estadísticos del Noble Valle y Universidad de Baztán, Pamplona, 1890, p. 102.

20 AHVB, Filiaciones, Elvetea, 1770. Base de datos Fichoz; M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., p. 103.

21J. M. Imízcoz, "Parentesco, amistad y patronazgo. La economía de las relaciones familiares en la hora navarra del XVIII", en C. Fernández y A. Moreno (eds.), Familia y cambio social en Nava­rra y el País Vasco, siglos XIII-XX, Pamplona, 2003, pp. 165-216 (disponible en www.ehu.es/gru- poimizcoz).

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 133

claves para la propiedad, el trabajo y la transmisión de la tierra y del estatus, en la economía en que se movieron estos grupos familiares — la economía del Estado, de la Iglesia, del gran comercio y del imperio co­lonial— las claves para acceder a las diversas fuentes de poder y de riqueza fueron el parentesco colateral y la apertura de su red de relaciones mediante las nuevas alianzas matrimoniales, las amistades juveniles y profesionales que establecían sus miembros, al filo de sus estudios, ca­rreras y negocios, y las aportaciones de otras relaciones como el paisanaje, reforzado a menudo en círculos de sociabilidad comunes, como las co­fradías piadosas y el patronazgo cortesano.

El parentesco como base inicial y motor de estas carreras explica también la concentración de la producción de alto clero (como del con­junto de carreras en la alta administración) en determinadas parente­las, así como en los centros geográficos de los que surgieron con mayor intensidad estos nuevos grupos de gobernantes de la monarquía, como muestran los ejemplos de las Encartaciones de Vizcaya, del valle nava­rro de Baztán o del valle alavés de Ayala. En el siglo XVIII, estos territorios del mundo rural destacaron entre los principales focos de la Península en la producción de cuadros para la alta administración y el gran co­mercio, así como en el número de hábitos de órdenes militares22 y de otras distinciones y títulos. Este fenómeno era "nuevo" en la medida en que, hasta entonces, estos territorios no habían conocido nada seme­jante y no habían dado, salvo excepciones, ministros, virreyes, burócra­tas, generales u obispos, como los dan, tan abundantemente, en esta centuria.

Del solo valle de Baztán, por ejemplo, surgieron cinco obispos en­tre el siglo XVIII y la primera mitad del XIX: Martín de Elizacoechea, obispo sucesivamente de Durango (1736-1745) y de Valladolid de Michoacán (1745-1756), en la Nueva España; Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari, obispo de Pamplona (1768-1778); Pedro Luis de Ozta y Múzquiz, obispo de Calahorra-La Calzada (1785-1789); José Sebastián de Goyeneche y Ba­rreda, obispo de Arequipa (1816-1872), en Perú, y Miguel José de Irigoyen y Dolarea, obispo de Zamora (1847-1850) y de Calahorra-La Calzada (1850-1852). Además, por debajo de estos prelados, las parentelas del

22 M. Lambert-Gorges, Basques et Navarrais dans l'Ordre de Santiago (1580-1620), París, cnrs, 1985 ; Yolanda Aranburuzabala, "Caballeros alaveses, vizcaínos, guipuzcoanos y navarros en las órdenes militares durante el siglo XVIII. Los honores de la corona", en Simposio sobre Las

élites vasco-navarras y la monarquía hispánica (siglos XVI-XVIII)", Vítoria-Gasteiz, 29-30 de octubre de 2003.

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Valle que siguieron esta dinámica dieron un número abundante de ecle­siásticos en el alto clero de diversas catedrales de la Península y de las Indias, en muchos casos apadrinados por los anteriores, como veremos más adelante. A lo largo del siglo XVIII destacaron entre ellos un capiscol y un canónigo de la Primada de Toledo, un arcediano y un canónigo de la Metropolitana de Zaragoza, un racionero de la Patriarcal de Sevilla, un tesorero de la catedral de Málaga, un arcipreste de la de Sigüenza, un canónigo de la de Segovia, un arcediano y un prebendado de la de Calaho­rra, un canónigo de la de Tarazona, un canónigo y un mayordomo y li­mosnero de la de Valladolid de Michoacán, y al menos nueve dignidades y ocho canónigos de la catedral de Pamplona.23

La diversidad de nombres, de fechas y de destinos no puede ocultar que, más allá de las individualidades, estamos ante un fenómeno de grupo o, al menos, con bastantes elementos comunes: el hecho de que esta producción de obispos y dignidades se genera en un territorio que has­ta entonces no los había dado, en el seno específico de las familias prota­gonistas de "la hora navarra del XVIII", y no de otras, y de familias que, o bien están emparentadas entre ellas, o bien mantienen al menos rela­ciones e intercambios bastante estrechos, como muestra su correspon­dencia epistolar. En definitiva, estas concentraciones de alto clero se producen en grupos familiares vinculados entre sí, directamente o a través de mediaciones, cuya cabeza se halla en la corte y cuyos miembros están orientados hacia los negocios y las carreras administrativas, mili­tares y eclesiásticas en la Península y en las Indias, y que, por estas vías, llevan a cabo procesos de ascenso social y político espectaculares, con­formando lo que podríamos llamar una nueva nobleza administrativa o de Estado.

En las páginas que siguen nos centraremos más específicamente en el alto clero originario de estos grupos, aunque, como muestran otros ejemplos, muchos de los rasgos que observamos, como el apa- drinamiento de sus parientes, la ayuda a sus casas nativas o el mece­nazgo en sus comunidades de orígenes parecen comportamientos comunes del conjunto de alto clero.

23 M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas y datos estadísticos del Noble Valle y Universidad de Baztán, Pamplona, 1890, pp. 91-107.

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Carreras eclesiásticas y apadrinamientos: el motor del parentesco

Por lo que observamos en el funcionamiento de estos grupos familia­res, no se puede encasillar la producción social de este alto clero en una lógica estrecha de "carrera eclesiástica" o en una óptica sectorial o esta­mental compartimentada. Desde la lógica social de las familias que orien­taron y propulsaron a sus vástagos en este sector, dichas carreras formaban parte de un conjunto más amplio y diversificado de estrate­gias de colocación de los hijos, cuyo conocimiento ayuda a entender adecuadamente su significado.

En trabajos anteriores hemos propuesto el ejemplo de la familia Gastón de Iriarte como modelo de la política de colocación que siguie­ron estas parentelas. Hasta las últimas décadas del siglo XVII, esta familia era una más de las casas campesinas del Valle de Baztán y su economía y la colocación de sus hijos se inscribían en el horizonte local tradicional. Sin embargo, a finales del siglo XVII la familia se incorporó a una diná­mica cortesana y de carreras en las instituciones de la monarquía, a través de su parentesco con Juan de Goyeneche y Gastón, que sería un importante financiero de Felipe V y uno de los principales promotores del grupo de baztaneses en la corte. Desde entonces, esta familia situó sistemáticamente a sus hijos varones en las carreras de la monarquía durante varias generaciones, al menos hasta mediados del siglo XIX. La producción de alto clero en su seno formó parte de este proceso y no se explica sin él. En el siglo XVIII, por ejemplo, a los tres hijos varones de Antonio Gastón de Iriarte (1691-1773) y de Estefanía de Elizacoechea se les orientó desde la más tierna infancia hacia las carreras de la monar­quía, en las que ingresaron bajo la protección especial de los dos tíos poderosos de la familia, don Miguel Gastón de Iriarte, hombre de nego­cios en la corte, y don Martín de Elizacoechea, que sería obispo de Du­rango y de Valladolid de Michoacán, en la Nueva España. En los años 1720 la familia envió a Madrid a sus tres hijos, conforme iban cumplien­do los nueve o diez años, bajo el cuidado del tío don Miguel, y de allí se les orientó hacia diversos destinos. El mayor, Juan Javier (1714-1798), fue enviado a la corte con nueve años, y de ahí a México con once, para iniciar, bajo los auspicios de su tío don Martín de Elizacoechea, una ca­rrera eclesiástica que culminaría como canónigo y capiscol de la cate­dral primada de Toledo. Mientras tanto, su hermano Miguel José (1716-1798) hizo carrera en las guardias marinas, alcanzando en 1779

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el grado de teniente general de la real armada,24 y el tercero, Pedro José (1718-1789), ingresó en las guardias reales y llegó al grado de teniente coronel, antes de retirarse para tomar la sucesión de su casa nativa, en 1755.

Otros ejemplos de dignidades eclesiásticas de origen baztanés con­firman cómo estas carreras en el alto clero formaban parte de determi­nada política familiar de colocación de los hijos. A las carreras citadas de los seis hermanos Mendinueta y Múzquiz, de los cuatro hermanos Ozta y Múzquiz o de los tres hermanos Gastón de Iriarte y Elizacoechea se suman otros ejemplos. Pedro Fermín de Jáuregui y Aldecoa (Lecároz, 1707-1777), arcediano de cámara de la catedral de Pamplona en 1743, era hermano de Agustín, teniente general de los reales ejércitos y virrey del Perú entre 1780 y 1784. Pedro de Arizcun y Mendinueta, canónigo de Toledo, y Juan Miguel, canónigo de Roncesvalles, eran hermanos de Mi­guel de Arizcun y Mendinueta (Elizondo, 1691-1741), rico asentista en la corte de Felipe V y primer marqués de Iturbieta. Gaspar de Aldecoa, arcediano de la catedral de Pamplona en 1734 y canónigo de la catedral de Zaragoza, y Juan Fermín de Aldecoa, arcediano de la catedral de Pamplona en 1738, naturales ambos del palacio Datue de Elizondo, eran hermanos de Miguel Francisco de Aldecoa, asentista en la corte y secre­tario de Fernando VI. Juan de Echenique y Aguerre (Errazu, 1650-1719), capellán de honor de Su Majestad y arcipreste de la catedral de Sigüenza, era hermano de Pedro, oficial de la Secretaría de Estado en 1692. Fran­cisco Garro, canónigo de Roncesvalles, era hermano de Ambrosio Agus­tín de Garro, hombre de negocios en la corte y tesorero del infante Luis de Borbón en 1747. Pedro Vicente de Echenique y Gastón de Iriarte, canónigo de la catedral de Pamplona en 1777 y arcediano de la cámara en 1799, y Miguel Manuel, prebendado de la catedral de Calahorra, eran hermanos de Martín José de Echenique, comisario de guerra y ordena­dor honorario de los reales ejércitos. Nicolás de Indaburu y Barbere- na, canónigo de Valladolid de Michoacán (México), era hermano de Sebastián de Indaburu (Arizcun, 1722-1790), tesorero del ejército en Orán y Valencia. José Sebastián de Goyeneche y Barreda, obispo de Arequipa (Perú) desde 1816, era hermano de José Manuel, teniente general de los reales ejércitos y conde de Guaqui.25

24 F. P. Pavía, Calería biográfica de los generales de Marina, Madrid, 1873, pp. 7-14; Marqués de Jaureguizar, Nobiliario de Navarra, Madrid, 1978.

25 M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., pp. 91-107; José Goñi Gaztambide, Historia de los obispos de Pamplona, t. VII. Siglo XVIII, Pamplona, 1989.

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Como muestra la correspondencia epistolar de los Gastón de Iriarte y de su parentela, las carreras de aquellos hombres se sustentaron, des­de la infancia, en una política familiar de colocación consciente y estable que se basaba en el apadrinamiento por los parientes ya establecidos en el ámbito de la monarquía, que colocaban y financiaban la carrera de sus jóvenes parientes. La colocación en la casa de comercio o en la empresa familiar, o la promoción en la administración, la Iglesia o el ejército fue la regla general, aunque los parientes exigían de sus jóvenes comporta­mientos adecuados, trabajo, méritos y correspondencia.26

La explicación de estas carreras plantea la relación entre bases fa­miliares, capital relacional y méritos personales.27 Los méritos indivi­duales fueron, desde luego, un factor importante de la carrera de estos eclesiásticos, pero se produjeron sobre unas bases familiares y con la ayuda del capital social y económico que procuraban sus relaciones pri­vilegiadas. No cabe explicar la elevación de estos personajes por sus solos méritos personales, o interpretar su éxito como un "triunfo" in­dividual, con una idea de fondo, elitista, según la cual las élites serían los mejores, y los que se elevaron en un momento determinado, los más inteligentes para aprovechar las oportunidades que ofrecía la coyuntura. Muchos elementos concurrían en las carreras del alto clero hacia el episcopado, desde la cuna y el favor hasta los méritos personales, sin olvidar los intereses de la corona y el perfil político que se esperaba de los candidatos.28 No entraremos ahora en ello, puesto que nuestro trabajo se centra específicamente en las influencias de los grupos fami­liares y de sus amistades para preparar y favorecer estas carreras.

Vamos a observar el papel de estas bases familiares en tres aspec­tos. Primero nos fijaremos en varios ejemplos de apadrinamiento, por

26 J. M. Imízcoz, "El patrocinio familiar. Parentela, educación y promoción de las élites vasco- navarras en la monarquía borbónica", en F. Chacón y J. Hernández Franco, Familias, poderosos y oligarquías, Murcia, 2001, pp. 95-132 (disponible en www.ehu.es/grupoimizcoz).

27 En la línea de Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia. Clérigos, juristas y médicos en

Nueva España, México, 2003, sobre todo el cap. IV, y Rodolfo Aguirre Salvador, (coord.), Carrera,

linaje y patronazgo. Clérigos y juristas en Nueva España, Chile y Perú (siglos XVI-XVIn), México, 2004.28 M. Barrio Gonzalo, El real patronato y los obispos españoles..., pp. 50-108; "La jerarquía ecle­

siástica en la España moderna. Sociología de una élite de poder (1556-1834)", en Cuadernos de Historia Moderna, núm. 25, 2000, pp. 17-60; Miguel Luis López Muñoz, "Obispos y consejeros. Eclesiásticos en los consejos de la monarquía española (1665-1833)", en Juan Luis Castellano, Jean Pierre Dedieu, Marla Victoria López Cordón (eds.), La pluma, la mitra y la espada. Estudios de Historia Institucional en la Edad Moderna, Madrid, Universidad Burdeos/Marcial Pons, 2000,

pp. 199-240.

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parientes que se hallan en la administración, de jóvenes que iban a se­guir la carrera eclesiástica. En segundo lugar, nos acercaremos a la capa­cidad de estos grupos familiares para captar el patronato real en la corte a favor de sus parientes. Por último, veremos cómo el apadrinamiento específico de los propios parientes del alto clero fue un motor pode­roso para la elevación de los suyos en la carrera eclesiástica.

Al tratarse de familias vascas y navarras de pequeñas villas y al­deas, insertas en economías locales, el acceso de los niños a las vías de estudio y de ascenso en la carrera eclesiástica, fuera del ámbito local, se hacía principalmente gracias a la protección de los parientes adultos de la generación anterior que se hallaban establecidos en cargos de la administración en diversas latitudes y que podían acoger a sus jóvenes parientes en su casa, darles educación e introducirlos en colegios ma­yores, universidades y cargos, utilizando su dinero y sus influencias.

Veamos algunos ejemplos de este apadrinamiento. El alavés Juan Sáenz de Buruaga (Berrícano, 1707-Zaragoza, 1771), futuro obispo de Lugo y arzobispo de Zaragoza, comenzó su carrera ayudado por su tío, don Juan Sáenz de Buruaga, secretario de Felipe V. Sin descendientes direc­tos, se volcó en la protección de sus sobrinos. Cuando Juan y su hermano Luis Miguel quedaron huérfanos, su tío don Juan los acogió en su casa de Madrid, encomendó la educación de Juan a los capuchinos de San An­tonio del Prado y después lo llevó a estudiar a la Universidad de Alcalá de Henares y corrió con todos los gastos.29

El tío de Rafael de Múzquiz Aldunate (Viana, 1747-1821), futuro obispo de Ávila (1799-1801) y arzobispo de Santiago de Compostela (1801-1821),30 era Felipe de Aldunate (1720-1782), oficial de la secretaría de Nueva España del Consejo de Indias, quien lo trajo consigo a la cor­te, en 1760.31 El navarro Francisco Ignacio Añoa y Busto, obispo de Pam­plona (1735 y 1742) y arzobispo de Zaragoza (1742-1764) era hijo de una familia de la nobleza media de Viana. Tras terminar sus estudios de latín fue acogido por su tío Gregorio del Busto, colegial en el mayor de

29 Atanasio Vergara, Sáenz de Buruaga. Un linaje histórico en Cigoitia, Vitoria, Caja de Ahorros Provincial, 1985, pp. 11-32.

50 Su hermano, Luis Múzquiz Aldunate (1760-1828) fue asesor del gobernador de Yucatán (México), caballero de la orden de Carlos III (1792), alcalde de Madrid (1797-1798), consejero del consejo de Indias y murió como decano de ese consejo (cfr. Base de datos Fichoz, registro 003218).

31 Base de datos Fichoz, registros 016395 y 026401; J. Labeaga Mendiola, E. Sáinz Ripa y P. Sáinz Ripa, Tres arzobispos de Viana, Viana, 1997, pp. 229-295.

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San Ildefonso, quien le ayudó a entrar en la Universidad de Alcalá de Henares.32

Agustín de Lezo y Palomeque, hijo de Francisco de Lezo y María Prudencia de Palomeque y Zuazo, nació en 1724 en Lima, cuando su pa­dre era virrey de Perú. Muy niño fue trasladado a la casa solar de su familia en Pasajes de San Pedro, Guipúzcoa, donde recibió una edu­cación al lado de sus abuelos y su tío Blas de Lezo, general de la arma­da. Agustín llegará a ser obispo de Pamplona (1779-1783) y arzobispo de Zaragoza (1784-1796).33 El guipuzcoano Agustín Ayestarán y Landa (1738-1805), nacido en Villafranca de Oria, fue trasladado a Sevilla bajo la protección de uno de sus tíos. En Sevilla será doctor en ambos dere­chos, canónigo doctoral de la catedral de Sevilla, obispo de Botrys (Fe­nicia) in partibus (1772-1796) y obispo de Sevilla (sufragáneo) entre 1772 y 1796, culminó su carrera como obispo de Córdoba, entre 1796 y 1805.34

Sancho de Velunza y Corcuera (nacido en Haro en 1652, pero de familia vizcaína) fue obispo de Ceuta y después de Coria. En 1744 ganó una canonjía doctoral en la catedral de Granada. Fue gobernador de la archidiócesis de Granada, cuando su tío Felipe era arzobispo de los Tue­ros (Trucíos, 1675-Granada, 1751).35 El navarro Juan Agapito Ramírez de Arellano (Puente la Reina, 1738- Gerona, 1810) también fue educado gracias a la ayuda de su tío, caballero de Malta, que lo llevó a Roma, donde estudió humanidades. Terminó su carrera como obispo de Gero­na, desde 1798 hasta su muerte, en 1810.36

Los eclesiásticos que resultaban de esta economía del parentesco se convertían, a su vez, en patrocinadores principales de la educación y la carrera de sus jóvenes parientes. El baztanés Juan Dutari (Errazu, 1681- Madrid, 1743), contador de los estados del duque de Medinaceli y hombre de negocios en la corte, junto con su pariente Juan Bautista de Iturralde, marqués de Murillo y secretario de hacienda de Felipe V, dio brillante carrera a su sobrino Juan Lorenzo Irigoyen y Dutari (Errazu,

32 José Gofti Gaztambide, Historia de los obispos de Pamplona, t. VII. Siglo XVIII, Pamplona, Universidad de Navarra, 1989, pp. 355-414; J. Labeaga Mendiola, E. Sáinz Ripa y P. Sáinz Ripa, Tres arzobispos de Viana, Viana, 1997, pp. 151-227.

33 J. Bengoechea, "Agustín de Lezo y Palomeque", en Euskal Erria, t. 64, primer semestre 1911, pp. 207-209.

34 José Goñi Gaztambide, Historia de ¡os obispos de Pamplona, t. VIII. Siglo XVIII..., p. 138 y base de datos Fichoz.

35 VVAA, Enciclopedia General ¡lustrada del País Vasco, vol. XLVII, San Sebastián, Auñamen- di, 1998.

36 Base de datos Fichoz, registro 016304.

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1712-1778), futuro obispo de Pamplona entre 1768 y 177837. Como vere­mos más adelante, este Juan Lorenzo de Irigoyen procuraría educación y cargos en el alto clero a un nutrido grupo de parientes y paisanos.

Estos y otros ejemplos ilustran la importancia del parentesco cola­teral como un motor clave en esta dinámica de producción social, que comenzaba desde la más tierna infancia y comportaba la preparación, educación, financiación y colocación de los jóvenes de la parentela en el alto clero.

La influencia de los parientes en la corte para captar el patronato regio

Queda por saber cómo —y hasta qué punto— estos grupos tan introdu­cidos en la corte conseguían del patronato regio cargos en el alto clero para sus miembros eclesiásticos. La documentación de las "Provisiones eclesiásticas" que hemos manejado hasta ahora no lo revela,38 En esta documentación sólo aparece el procedimiento administrativo habitual, las propuestas de candidatos elevadas por la cámara de Castilla y las respuestas del confesor del rey, que trataba personalmente de los nom­bramientos con el soberano.

Unas veces, el confesor apoya al candidato que propone la cámara, como es el caso de la elección de Andrés de Orbe y Larreategui como arzobispo de Valencia en 1724, de Jacinto de Arana y Cuesta como obis­po de Zamora en 1727, de Francisco de Añoa y Busto como obispo de Pamplona en 1735, etc. Pero en otros casos, el confesor no está de acuer­do con la primera persona propuesta por la cámara y manifiesta su pre­ferencia por la segunda. Esto ocurre, por ejemplo, en el nombramiento de Manuel Francisco Navarrete y Ladrón de Guevara como arzobispo de Burgos en 1704, de Andrés de Orueta y Barasorda como obispo de Va­lladolid en 1707, de Martín de Zelayeta como obispo de León en 1718, de Pedro de la Quadra como obispo de Osma en 1736, de Joseph de Larumbe como obispo de Tuy en 1745, etc. También se encuentra algún caso en el que el candidato propuesto renuncia al obispado. Thomas de Guzmán y Spinola fue propuesto para obispo de Málaga, pero rechazó la oferta y se propuso y nombró al que estaba en segundo lugar, al alavés Juan de Eulate (1744).39 El confesor también podía manifestar su des­

37 M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., p. 94.38 Archivo General de Simancas (AGS), sección de Gracia y Justicia, "Provisiones eclesiásticas".39 Ibid., leg, 534.

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acuerdo con los tres candidatos propuestos por la cámara, como ocurrió con la elección de Mathias de Escalzo como obispo de Astorga en 1747, quien no figuraba en la terna: "la Cámara propone a V. M. para el obispa­do de Astorga a Don Antonio Cantos lectoral de Cuenca, Don Francisco Santos Bullón, penitenciario de Salamanca y a Joseph Viguezal, lectoral de Astorga. Y aunque son buenos estos sugetos, me parece será más conveniente que V. M. nombre para el Obispado de Astorga a Don Ma­thias Escalzo..."40

Gracias a los trabajos de M. Barrio conocemos las líneas generales de la política real en cuanto a los nombramientos de obispos. Las carre­ras fulgurantes se debían al favor y la cuna41 y los monarcas manejaban los nombramientos como instrumentos de su política estatal. Ya desde comienzos del siglo XVI, los reyes controlaban la elección de los obispos, premiándolos con mitras más rentables económicamente si su actua­ción se ajustaba a los dictámenes de la corona o dejándoles en sedes más modestas.42 En este contexto, no es de extrañar que los grupos de familias gobernantes de "la hora del XVIII", cercanos al soberano, tuvieran una capacidad particular para obtener el favor real en beneficio de los suyos. Sin embargo, en las "Provisiones eclesiásticas" que hemos ma­nejado no figuran cartas de recomendación u otros elementos que nos puedan informar sobre las influencias de las redes de poder que po­dían pesar en la toma de decisiones. En este sentido, queda por hacer un trabajo de fondo, semejante al que ha llevado a cabo Lucrecia Enríquez para el estudio de los nombramientos del alto clero chileno en el siglo XVIII.43

En algunos casos, tenemos noticias biográficas de cómo un parien­te conseguía directamente del rey el cargo de obispo para un familiar. En 1816, el conde de Guaqui, José Manuel de Goyeneche y Barreda, soli­citaba y obtenía del monarca el obispado de Arequipa, en Perú, para su hermano José Sebastián, que se mantendría como obispo de dicha dió­cesis entre 1816 y 1872.44 Por desgracia, este tipo de información escasea. Sin embargo, una documentación como la correspondencia epistolar muestra la capacidad de los grupos familiares introducidos en la corte

40 Ibid., 14 de diciembre de 1747, 2ff. (s. f.).41 Maximiliano Barrio Gonzalo, El real patronato y los obispos españoles del antiguo régimen (1556-

1834), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004, pp. 50-108.42 M. Barrio Gonzalo, "La jerarquía eclesiástica en la España moderna..., pp. 17-60.43 L. Enríquez, De colonial a nacional. La carrera eclesiástica del clero secular entre 1650 y 1810,

México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2006.44 L. Herreros de Tejada, El teniente general D. José Manuel de Goyeneche, primer conde de Guaqui,

Barcelona, 1923, p. 565.

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para captar el patronato real en favor de sus parientes, tanto para obte­ner cargos en el alto clero como para conseguir determinadas rentas eclesiásticas. Veamos tres ejemplos.

Como revelan los registros del archivo de palacio, muchos bazta- neses, entre otros vasco-navarros, ejercían cargos en las casas reales como tesoreros y secretarios, o como criados de la reina o del rey. Estos oficios en la casa real procuraban una especial cercanía a la familia re­gia, lo que permitía obtener prerrogativas del monarca —por ejemplo, cargos eclesiásticos para los parientes— sin tener que pasar por el pesa­do aparato burocrático.45 Por esta vía, María Josefa de Landabere, ca­marera mayor de la reina Isabel de Farnesio,46 obtuvo en 1745 un cargo de maestrescuela de la catedral de Málaga para un sobrino suyo, el baz- tanés Andrés de Irigoyen (Errazu, 1712). Ella misma le contaba en una carta cómo se lo había conseguido:

Sobrino querido mío: Sea enhorabuena que a la magnanimidad de mi amo hayas merecido la singular honra de haberte nombrado maestrescuela de la Santa Iglesia de Málaga, favor que por toda la vida debes reconocer, así a Su Majestad como a mi ama y señora, encomendándoles a Dios con particular mención en los sacrificios que en ella celebrares. Este logro te hará grato para con la Divina Majestad y a mí me franqueará el consuelo de que tengo quien me haga compañía al justo reconocimiento con que vivo a las particulares finezas que merezco a Sus Majestades, provenidas más de su particular piedad que de mis cortos méritos, que ya su liberali­dad excede con la magnanimidad que acostumbra a la satisfacción de algún servicio que yo haya podido hacer a sus reales pies, con que [es] claro que sólo a Dios debemos mirar como móvil de esta acción, de que nos debemos confesar reconocidos así tú como yo.47

Detrás de esta colocación de un familiar se hallaba la conciencia explícita de estar procurando una fuente de recursos a todo un grupo de parientes. En esta línea, los patrocinadores inculcaban a sus favore­cidos la obligación de ocuparse a su vez de su parentela. La tía María

45 C. Gómez-Centurión Jiménez y J. A. Sánchez Belén, "La casa real durante el siglo XVIII: perspectivas para su estudio", en J. L. Castellano (ed.). Sociedad, administración y poder en la España del antiguo régimen, Universidad de Granada, 1996, pp.174-175.

46 Y anteriormente asistenta de la duquesa de Linares, agp, Sección Registros, "Registros de criados de la casa de la reina, 1701-1739", sig. 573, fols. 274r-274v.

47Archivo de la Casa Gastón de Iriarte (ACGI), Irurita, Valle de Baztán. Carta de Maria Josefa de Landabere (San Ildefonso) a Andrés de Irigoyen, 13 de septiembre de 1745. Agradecemos la consulta de dicho Archivo a D. Gaspar Castellano de Gastón.

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Josefa daba instrucciones a su sobrino Andrés sobre cómo debía compor­tarse en la catedral de Málaga, evitando los conflictos y no olvidando ayudar a sus parientes: "considera qué golpe tan sensible me sería oír disturbios, cuando yo había aplicado mis cortos servicios para adqui­rirte un decente acomodo y descanso, que al propio tiempo sirviese de apoyo a nuestros pobres parientes, y que tú en lugar de tranquilidad habías buscado guerra continuada, abandonando hasta los tuyos".48 Veremos más adelante cómo estos principios se tradujeron, en la prác­tica, mediante el envío regular de dinero por Andrés de Irigoyen a su casa nativa durante varias décadas.

En casos como éste, el peso decisivo de las relaciones privilegiadas para la obtención de cargos en el alto clero es evidente y los afectados eran plenamente conscientes de ello. Así se lo inculcaba la propia María Josefa de Landabere a su sobrino: "La memoria de esto te quitará asimismo cualquier especie de vanidad que podía sugerirte el mundo al verte co­locado en una iglesia de las de primera estimación y en asiento prefe­rente a muchos que por sus méritos y circunstancias merecían tu lugar, por lo que este debe servirte más para confundirte que para premeditar excelencias".49

La intrusión de los miembros de estos grupos cortesanos en las catedrales de tan diversos territorios produjo, sin duda, agravios com­parativos y tuvo que provocar rivalidades con los miembros de las oli­garquías regionales que tradicionalmente situaban a sus segundones en las catedrales de su entorno. En su carta, María Josefa de Landabere previene a su sobrino sobre las resistencias que estas injerencias po­dían provocar en los círculos endogámicos del cabildo, dando a enten­der que este tipo de reacciones no eran inhabituales. Desde su experiencia cortesana, lo instruye sobre cómo actuar para evitar en lo posible las luchas de facciones:

De este modo, lograrás emplear con la cristiandad que se debe tu puesto y también el borrar la espina que acaso tendrán contra ti algunos de aquel cabildo, al ver que sus méritos de tantos años no han merecido la atención a que ellos se imaginarían acreedores y que tú, en la flor de tu edad, con­sigues lo que ellos no han podido aun al fin de ella. Esta herpe (si acaso la hubiese en ellos) producirá varias tertulias que harán pandilla y si tú, olvidado de lo que arriba llevo referido, te unieres a otras, que no te falta­

48 Ibid.49 Ibid.

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rán sujetos, pues muchos siguen la opinión de que viva quien vence, vas expuesto a cometer muchos defectos [...] El modo de obviar tan fatales inconvenientes es mantenerte solo y con todos, procurando granjear sus voluntades con el buen trato, con el agrado y la cristiandad, pues si ven en ti rectitud y honesto proceder, loarán hasta tus propios enemigos tus partidas y al fin se rendirán a ellas. Es como al contrario, si acaso quisie­res hacer corro, te abandonarán al poco tiempo aun aquellos propios que tu creías amigos. De todo esto he visto varios casos en el discurso de mi vida y hallo casi necesario prevenírtelos para que no alegues ignorancia.50

Conocemos muy poco aún sobre las diferencias del capital relacional en la España moderna, pero la relativa facilidad de estos grupos corte­sanos para conseguir cargos y prebendas eclesiásticas para sus parien­tes contrasta, a veces de forma sangrante, con las dificultades de otros grupos menos introducidos en la alta administración. Como es sabido, la obtención de cargos y prebendas no se hacía a través de cauces pú­blicos y abiertos. Las élites de los reinos concurrían a la gracia regia, bus­cando para ello apoyos e influencias. Sin embargo, la pugna por hacerse con esos recursos era desigual y muchas familias tenían pocas posibilida­des. Según descripciones de finales de la centuria, numerosos hidalgos acudían a la corte para intentar conseguir cargos públicos y rentas. Pre­sentaban memoriales con los méritos de su linaje, buscaban patronos poderosos que se dignaran recomendarlos, incluso se agotaban en el empeño, pero muchos no lo conseguían. Hasta tal punto que, repetidas veces, Carlos III tuvo que ordenar que los aspirantes a empleos públi­cos abandonasen la corte para volver a sus respectivos pueblos en el plazo de un mes. En 1785 lo reiteró en dos decretos: "ha llegado a hacer­se insoportable la desordenada concurrencia a mi Corte de pretendien­tes de rentas, pues además de la Confusión que originan con sus importunidades en los Ministerios y oficinas, turban mi servicio [...]"51

Esta imposibilidad para muchos de conseguir empleos públicos contrasta con la relativa facilidad con que los vascos y navarros esta­blecidos en la alta administración obtenían cargos y prebendas para sus parientes. Un buen ejemplo de ello es la soltura con la que el baztanés Juan Francisco de Lastiri y Gastón, secretario de Gracia y Justicia de la cámara de Castilla, obtenía del rey, en 1782, una media prestamera para el

50 Ibid.51 Decreto del 16 de septiembre de 1778, Edicto del 18 de mayo de 1779, Decretos del 17 de

marzo de 1785 y del 9 de noviembre de 1785, citados por A. Morales Moya, Reflexiones sobre el Estado español del siglo XVIII, Madrid, 1987, p. 47.

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hijo de una prima, su sobrino segundo José Isidro de Dolarea y Gastón. Así comunicaba la noticia a su hermana María Josefa de Lastiri:

Mi querida hermana: Esta mañana me han avisado del Pardo reservadamen­te cómo al sobrino Joseph Ysidro de Dolarea le ha dado el Rey una media prestamera, que valdrá de trescientos a cuatrocientos ducados, moneda de Castilla, que los podrá comer en la casa sin carga alguna. Esta gracia no se publicará hasta de hoy en ocho días, pero a mí se me ha confiado amisto­samente, como que he sido el solicitador. Te aseguro que tengo el mayor gusto y quiero que seas tú quien avises a la prima María Pepa, a quien no escribo nada dejándote a ti la acción para que lo hagas. Recibe mis expre­siones de parte de Manuela y de la prima Felicia y Dios guarde los muchos años que desea tu hermano que te ama de corazón, Juan Francisco.52

Sin embargo, detrás de la aparente facilidad con que los miembros de estos grupos consiguieron cargos y prebendas en la corte se hallan los funcionamientos de unas redes sociales complejas cuyas prácticas sólo empezamos a conocer. Cuando disponemos de una documentación adecuada, como es la correspondencia epistolar entre los actores impli­cados, vemos que esos cargos y recursos se obtenían gracias a la movili­zación de diferentes vínculos privilegiados con parientes, amigos y patronos que utilizaban sus posiciones e influencias para conseguirlos.

Aunque el ejemplo de la media prestamera de José Isidro de Dola­rea es menor, muestra bien cómo funcionaban en la práctica estas redes de poder que tenían los pies en las provincias y la cabeza en la corte. La familia de la aldea, preocupada por la colocación de un hijo, recurre a un pariente poderoso en la corte, que puede conseguirle una renta eclesiástica gracias a sus relaciones en el gobierno de la monarquía. Sin embargo, la cosa no es fácil y para estimularlo, los padres del mu­chacho movilizan a otros parientes para que intercedan por él. En el intercambio epistolar que revela todos estos movimientos, vemos cómo se dirigen a Juan Francisco de Lastiri no sólo los padres de José Isidro — Pedro José de Dolarea y Barreneche y su mujer, María Josefa Gastón de Iriarte, prima de Lastiri— sino otros parientes, que hacen causa co­mún con ellos, como Juan Agustín de Uztáriz, un pariente influyente de los Dolarea que se hallaba en Madrid, o la propia hermana de Lastiri, María Josefa, a la que éste "ama de corazón".

52 Archivo de la Casa Gastón de Iriarte (ACGI), carta de Juan Francisco de Lastiri (Madrid) a María Josefa de Lastiri, 2 de febrero de 1782.

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Las cosas no se hacen solas. Son necesarias acciones, mediaciones, amistosas presiones. La secuencia de cartas muestra la movilización que lleva a obtener el resultado final. El 13 de febrero de 1779, Juan Agustín de Uztáriz respondía desde Madrid a las instancias de su pariente Pedro José de Dolarea y Barreneche, vecino de Gaztelu (Navarra), y le daba cuenta de sus gestiones: "El señor Lastiri es algo tibio para pedir y procu­raré avivarle siempre que le vea a fin de que se empeñe de veras con el Ilustrísimo Padre Confesor para que a nuestro Joseph Ysidro le conceda alguna renta eclesiástica para seguir sus estudios".53 El tiempo pasa, sin embargo. Un año más tarde, los padres del muchacho volvían a insistir, apremiando al primo Lastiri:

Pariente y muy señor mío: De parte de esta su prima [y esposa] mía, su­plico a vuestra merced, recomendándonos nuevamente a su auxilio, que, continuando con el favor que nos tiene prometido para solicitar algún beneficio simple para ordenarse este nuestro hijo Joseph Ysidro, que está ya apto para ello en sus estudios, que corre en el seminario conciliar de Pamplona y sin renta alguna, causándonos bastante peso, se sirva ahora que nos parece ocasión oportuna, con el motivo presente de haber dado a luz la princesa nuestra señora un infante, de facilitarnos esta gracia mediante la interposición de su persona y méritos, en que afianzamos ver este desempe­ño verificado para nuestro alivio y consuelo cuanto antes le sea posible [.. .]54

Por su parte, Lastiri respondía a estas demandas y daba cuenta de sus intentos:

Pariente, amigo y señor: Recibí su carta de vuestra merced de 24 del pasa­do en la que me recomienda nuevamente la solicitud de algún beneficio a favor de Joseph Ysidro. Puedo asegurar a vuestra merced con toda verdad que tengo formal sentimiento, viendo que los repetidos pasos que he dado para la colocación no han tenido ahora efecto. Ultimamente tengo presen­tado un memorial, con muchas promesas de que se me servirá, pero a vista de lo que me ha pasado en otras ocasiones, no quiero consentir seré más feliz en ésta. Crea vuestra merced que deseo con todas veras verle con un pedazo de pan y que no desistiré hasta conseguirlo [...].55

53 ACGI, carta de Juan Agustín de Uztáriz (Madrid) a Pedro José de Dolarea y Barreneche (Gaz­telu, Navarra), 13 de febrero de 1779.

54 ACGI, carta de Pedro José de Dolarea y Barreneche (Gaztelu, Navarra) a Juan Francisco de Lastiri y Gastón, 24 de marzo de 1780.

55 AGCI, carta de Juan Francisco de Lastiri y Gastón (Madrid) a Pedro José de Dolarea y Barre­neche (Gaztelu), 12 de abril de 1780.

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Se ve que la propia hermana de Lastiri le escribe también y se lo recuerda, probablemente empujada por los parientes Dolarea, y Juan Francisco le responde, asegurando que lo intenta y exponiendo las di­ficultades que encuentra: "Querida hermana: [...] No te puedo ponde­rar las continuas diligencias que estoy practicando para el acomodo del sobrino Ysidro, pero como el confesor del Rey está indispuesto y no despacha nada, está detenido todo lo eclesiástico [...]56 Hasta que por fin, como hemos visto, el 2 de febrero de 1782 Lastiri escribe anunciando que el rey había concedido una media prestamera a José Isidro.

En otros trabajos hemos mostrado cómo esta obtención de cargos y recursos no fue un hecho aislado o extraordinario, sino que formaba parte de la economía ordinaria de las redes de estos grupos familiares, una economía que se alimentaba habitualmente de los intercambios y servicios entre parientes, amigos y patronos.57

El seguimiento de la trayectoria de uno de estos eclesiásticos, el baztanés Pedro Vicente de Echenique y Gastón, a través de los frag­mentos que se conservan de su correspondencia, revela cómo, a lo lar­go de estas carreras, las influencias familiares y las amistades se conjugaban de diversos modos, según los cargos de que se tratara y los espacios en que se decidían los nombramientos, desde el cabildo dioce­sano hasta la corte. En las diferentes situaciones, sin embargo, destaca un elemento común: el hecho de que el interesado y su familia mueven sistemáticamente a sus relaciones de parentesco y de amistad cada vez que intentan conseguir un ascenso en la jerarquía eclesiástica.

Así, en los inicios de la carrera de Pedro Vicente, los parientes se movilizan para conseguir votos a favor de uno de los suyos en las elecciones del cabildo de Pamplona. En 1775, Juan Javier Gastón de Iriarte escribía desde la catedral de Toledo a su pariente Pedro Fermín de Jáuregui y Aldecoa, tío materno de una cuñada y arcediano de la catedral de Pamplona, pidiéndole que, cuando llegara el momento de la elección de cargos, tuviera en cuenta a su sobrino Pedro Vicente de Echenique y Gastón de Iriarte, hijo de su hermana María Tomasa.58 Efec­tivamente, Pedro Vicente resultó elegido canónigo del cabildo de Pam-

56 ACGI, carta de Juan Francisco de Lastiri y Gastón (Madrid) a María Josefa de Lastiri y Gastón, 3 de mayo de 1781.

57 J. M. Imízcoz, "Parentesco, amistad y patronazgo. La economía de las relaciones familiares en la hora navarra del XVIII", en C. Fernández y A. Moreno (eds.), Familia y cambio social en Navarra y el País Vasco, siglos XIII-XX, Pamplona, 2003, pp. 165-216.

58 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a Pedro José Gastón de Iriarte, 4 de

enero de 1775.

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piona el 17 de enero de 1777. En este caso, observamos cómo un tío materno está movilizando a favor de la colocación de un sobrino a elementos eclesiásticos de la parentela de sus parientes políticos. Su intercambio se inscribe en las excelentes relaciones que mantenían ambos contra-parientes clérigos, en las que destacan solidaridades de parentesco, pero también profesionales. A través de su correspondencia vemos cómo se concertaban frecuentemente sobre asuntos relaciona­dos con la ayuda material a sus respectivas parentelas, por ejemplo para dotar a sus sobrinas o para dar carrera a sus sobrinos comunes.

Las redes sociales de estas familias procuraban información privi­legiada, intercesores de peso y agentes eficaces. Vemos cómo, en las relaciones epistolares entre estos parientes y amigos, se cruzan intercam­bios de información sobre posibilidades de ascenso y colocación, sobre los cargos que quedan vacantes, sobre las estrategias por seguir o sobre las relaciones privilegiadas que se movilizan para obtener recomendaciones o para conseguir determinado propósito. Al mismo tiempo, la corres­pondencia epistolar muestra la cascada de relaciones que, a través de la mediación de los parientes y amigos más allegados, llevaban a obtener el valimiento de los parientes y amistades de aquéllos.

En este mundo de relaciones y valimientos se movía con habilidad para ascender en su carrera eclesiástica Pedro Vicente de Echenique y Gastón de Iriarte. En 1777 entraba como canónigo en el cabildo de Pamplona. Unos años más tarde, en 1785, buscaba su nombramiento al arcedianato de tabla de dicha catedral y, para ello, movilizaba a sus pa­rientes influyentes en la corte:

Tío y señor mío: [...] Hasta ahora no hay noticia de haberse provisto este arcedianato de tabla y creo no se despache ya hasta Aranjuez. El conde de Saceda me respondió una carta muy fina, ofreciendo hablar al señor Mo- ñino y hacer cuanto pudiese. [...] También escribí a Don Juan Miguel de Ariztia sobre el mismo particular y me contestó diciéndome que sentía no tener valimiento para con el señor Moñino, pero que tenía especies que otras personas más allegadas a Su Excelencia tomaban cartas a mi favor.59

Este ejemplo muestra claramente cómo los clérigos de estas fami­lias solicitaban el apoyo de sus parientes cortesanos, que podían reco­mendarlos directamente, en este caso al poderoso secretario de Estado

59 ACGI, carta de Pedro Vicente Antonio de Echenique y Gastón de Iriarte (Pamplona) a Pedro José Gastón de Iriarte, 23 de marzo de 1785.

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José Moñino, conde de Floridablanca, cuando tenían valimiento con él. De lo contrario, como se ve en otros casos, buscaban a amigos o allega­dos suyos que pudieran servir de mediadores.

Con parecidos parámetros seguía actuando este mismo Pedro Vi­cente de Echenique unos años después, en 1789, esta vez moviendo re­laciones y mediaciones entre los parientes de la corte para promocionar en la carrera eclesiástica a su hermano Miguel Manuel, que pasaría a ser prebendado de la catedral de Calahorra:60

Tío y señor mío: [...] Quedo enterado de lo que escribe a vuestra merced el tío Lastiri61 sobre este priorato de Velate. Doy a vuestra merced mil gracias por sus buenos oficios, que espero los continúe vuestra merced, pues en la catedral de Calahorra hay vacantes una canonjía y una ración entera que es muy regular la den a un medio racionero, según el método que observan ahora, y mi hermano piensa dar memorias a la ración, con cuyo motivo escribo al tío Lastiri y espero valerme del señor brigadier para el marqués de las Hormazas.62

Los ejemplos citados ponen de relieve la importancia del patro­nazgo cortesano de estos grupos de poder para la obtención de cargos y prebendas eclesiásticas para los suyos. Al mismo tiempo, se abre una gran zona de sombra, aún muy poco explorada por nuestra historiogra­fía, la del conjunto de relaciones de parentesco, de amistad, de cama­radería profesional, de afinidad política, de clientelismo, que los miembros de estos grupos familiares utilizaron para promocionarse a lo largo de sus carreras. El estudio de estas redes sociales, de su acción en las diferen­tes instituciones de la monarquía y de las políticas en las que se jugaban sus ascensos requeriría una investigación específica y trabajar sistemáti­camente con la correspondencia privada de los propios interesados.

El apadrinamiento por los parientes establecidos en el alto clero

Numerosos ejemplos de carreras eclesiásticas muestran que un medio de colocación privilegiado y sistemático fue el patrocinio de los altos cargos eclesiásticos sobre sus parientes. De un modo general, se ha des­

60 M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., p. 101.61 Juan Francisco de Lastiri y Gastón (Errazu, 1721-1802), secretario de Gracia y Justicia del

patronato de la cámara de Castilla y marqués de Murillo.62 ACGI, carta de Pedro Vicente Antonio de Echenique y Gastón de Iriarte (Pamplona) a Pedro

José Gastón de Iriarte, 23 de marzo de 1789.

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tacado que los que accedían a la carrera eclesiástica tendían a encargar­se de la recolocación de la nueva generación de los segundones, facili­tándoles un puesto en la sociedad mediante el traspaso del propio cargo eclesiástico o tratando de allanarles el camino para lograr la inclusión en una institución religiosa.63 Los que llegaban a obispos y tenían en sus manos la capacidad de nombramiento, procuraban rodearse de jóvenes de su familia y parentela. Algunos ejemplos muestran esto de forma espe­cialmente elocuente y revelan, además, el contexto de las relaciones entre el obispo y sus parientes en que se tomaban estas decisiones.

Son frecuentes los ejemplos en que los prelados consiguen benefi­cios eclesiásticos para sus sobrinos y otros parientes y allegados. Desde su puesto de arzobispo de Santiago, José de Yermo consiguió altas digni­dades en su catedral para su sobrino Francisco Antonio de Beci y Yermo. Otros parientes de este círculo se hallaron establecidos igualmente en el alto clero. Andrés de Mollinedo fue comisario de la inquisición de la ciudad de Cuzco, donde su tío, Manuel de Mollinedo, era obispo.64

El navarro Rafael de Múzquiz y Aldunate (Viana, 1747-1821), obispo de Ávila (1799-1801) y arzobispo de Santiago de Compostela (1801-1821), provenía de una familia, los Múzquiz, que llegaron a Viana a fines del XVII o a comienzos del XVIII, y que se dedicaban al comercio.65 En 1760, Rafael de Múzquiz fue llevado a la corte por su tío Felipe de Aldunate (1720-1782), oficial de la secretaría de Nueva España del consejo de In­dias.66 Allí obtuvo los cargos de penitenciario de la real capilla, predica­dor de su majestad, dignidad y canónigo de la catedral de Valencia y confesor de la reina, fue asimismo caballero de la orden de Carlos III. Su privanza con los reyes y con Godoy alimentó su capacidad de conse­guir empleos cortesanos. A lo largo de su carrera, Rafael de Múzquiz procuró cargos en el alto clero a una serie de parientes, amigos y pai­sanos. Apadrinó especialmente y de forma continuada a su sobrino ma­terno, Blas de Echalecu y Aldunate, clérigo de Viana: lo llamó consigo

63 Es un aspecto tratado por diversos autores como Jesús Arpal Poblador, La sociedad tradicio­nal en el País Vasco, San Sebastián, Haranburu, 1979; Educación y sociedad en el País Vasco, San Sebastián, Txertoa, 1982; Maria Teresa Benito Aguado, La sociedad vitoriana en el siglo XVIII. El clero, espectador y protagonista, Bilbao, upv, 2001, pp. 124-136; Montserrat Jiménez Sureda, "Alieníge­nas, regnícolas y naturales. Monarquías y élites en una catedral catalana del siglo XVIII", en Juan Luis Castellano, Jean Pierre Dedieu, María Victoria López Cordón (eds.), La pluma, la mitra y la espada. Estudios de Historia Institucional en la Edad Moderna, Madrid, Universidad Burdeos/Mar­cial Pons, 2000, pp. 272-290.

64 Fernando Martínez Rueda, Los poderes locales en Vizcaya.., p. 222.65 No sabemos si tenían relación con la rama del ministro baztanés Miguel de Múzquiz.66 Base de datos Fichoz, registros 016395 y 026401.

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a la corte, como su ayuda de cámara; luego, al pasar a ocupar la sede de Ávila, en 1799, lo llevó bajo su protección y lo nombró arcediano de Olmedo de dicha catedral, en 1800, y, más tarde, al convertirse en ar­zobispo de Santiago de Compostela, lo situó en su compañía como canó­nigo comensal.67

Desde la corte patrocinó también la carrera de su joven paisano Vicente Martínez de la Torre. Primero lo apoyó para conseguir un bene­ficio eclesiástico en Viana, movilizando para ello a sus amigos eclesiásti­cos del cabildo de la ciudad. Así les escribía con este fin: "te suplico promuevas con tus amigos estas especies y cooperes con eficacia que la tenga mi súplica en el interesado. No dudo de tu afecto harás con tu tío [ambos clérigos en Viana] cuanto sea posible, como tampoco dejará de hacerlo, en cuanto le mandes, tu más afecto amigo, Múzquiz".68 Más adelante, obtuvo para él mismo el cargo cortesano de capellán y co­mensal del cardenal de Indias y, a pesar de las resistencias del cabildo de Viana a dejarlo partir, lo llevó consigo a la corte como su secretario de cámara.

De este modo, a lo largo de su carrera se rodeó de parientes y pai­sanos amigos a los que promocionó como sus principales colaborado­res. Por ejemplo, en la sede de Santiago de Compostela destacaron en su entorno su inseparable sobrino Blas de Echalecu, Andrés Gil de Vi- llaverde, otro paisano al que también nombró canónigo; el vianés Ros de Medrano, el vianés Javier Estenaga, al que dio la dignidad de arcediano de Trastamara, y su pariente Gregorio de Sabando, también vianés, ra­cionero de la catedral de Santiago en 1817 y arcediano de Luón en 1818, además de caballero de la orden de Carlos III y capellán honora­rio del rey.69

Semejantes prácticas de patrocinio sobre parientes, amigos y pai­sanos encontramos entre los obispos de origen vasco-navarro que fue­ron a América. Las licencias de embarques que se conservan en el Archivo General de Indias permiten observar el séquito que los miem­bros del alto clero llevaban consigo cuando se embarcaban hacia ultramar.70

67 J. Labeaga Mendiola, E. Sáinz Ripa, y P. Sáinz Ripa, Tres arzobispos de Viana..., Viana, 1997,

pp. 238 y 253.68 Citado por J. Labeaga Mendiola, E. Sáinz Ripa y P. Sáinz Ripa, Tres arzobispos de Viana...,

pp. 254 y 255.69 Ibid., pp. 254 y 272.70 J. P. Dedieu, "Familiares y vicarios: ¿quiénes acompañaron a los clérigos que pasaron a

Indias en el siglo XVIII?", en simposio Iglesia, Monarquía y Sociedad en América bajo el dominio espa­ñol, 52 Congreso Internacional de Americanistas, Sevilla, 17-21 de julio de 2006.

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La observación de los séquitos de los obispos Lardizábal y Soloaga y el del chantre de la catedral de Lima, Martínez Compañón, muestra va­rias cosas. Baltasar Jaime Martínez Compañón es nombrado por el rey para la dignidad de chantre de la iglesia metropolitana de Lima y en octubre de 1767 pide licencia para embarcar con sus dos criados, que se encargan de la guarda y transporte de sus pertenencias.71 Esta com­pañía reducida de un simple chantre contrasta con el séquito más nu­meroso de los obispos. Antonio de Zuloaga, abad de Cobarrubias y arzobispo de Lima, viaja en 1713 "con su Secretario, Capellanes, Pages y Criados": un séquito de 25 personas, entre las cuales se encuentran dos capellanes, un fraile de la orden de San Juan de Dios, ocho cléri­gos de órdenes menores y catorce personas más, de las que no se señala nada en particular y parecen seglares.72

La familia y asistencia de Juan Antonio de Lardizábal y Elorza, obispo de la Puebla de los Ángeles, en la Nueva España, que viaja a las Indias en 1723, constaba en total de 34 personas, entre ellos su confesor, Domingo de Gorostiola; su secretario y hermano, Francisco Ignacio de Lardizábal, y seis capellanes,73 cuya procedencia no se señala pero que, por sus apellidos, parecen originarios del mismo país. El resto son perso­nas cuya relación con el obispo no se precisa. La mayoría son jóvenes, entre los siete y los treinta, doce de ellos con menos de veinte años y quince con más de veinte. La mayor parte, 18, eran naturales de Gui­púzcoa y nueve provenían de diversos lugares del reino de Navarra, Ala­va, Salamanca, Burgos, Lugo, Rioja y Aragón. En la lista figuran como parte de la "asistencia" y servicio del obispo. Algunos podrían ser qui­zás criados reclutados por el prelado al filo de su carrera eclesiástica, pero la mayoría parecen parientes del obispo y jóvenes paisanos, qui­zás recomendados por parientes o amigos para pasar a Indias bajo su protección. Niños como Dn. Juachin, Dn. Juan Antonio y Dn. Joseph de Lardizábal, naturales de la villa de Legazpia (Guipúzcoa), de 14, 12 y siete años solamente,74 eran sin duda jóvenes parientes que, como ocurría

71 Cádiz, 22 de octubre de 1767, AGI, Contratación, 5511B, N.2, R.12/l/9r.-9v.72 AGI, Contratación, 5467, N.87/l/lr.-3r. "Memoria y razón de las personas que llevo de

familia en mi asistencia y servicio embarcados conmigo...", D. Antonio de Soloaga, Arzobispo electo de Lima, Cádiz, 5 de julio de 1713.

73 Dn. Andrés de Vicuña, Lizdo, Dn. Thorivio de la Puente, Dn. Pedro de Villasante, Lizdo. Dn Joseph de Iturralde, Dr. Dn. Antonio de Aregui y Br. Dn. Juachin de Aldariaga.

74 Archivo General de Indias, Contratación, 5474, N.l, R.6/ 1/ 9r.-10v. Licencia de embarque de D. Juan Antonio de Lardizábal y Elorza, obispo de la Puebla de los Ángeles, en la Nueva España, Cádiz, 28 de junio de 1723.

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en otros casos, el obispo llevaba consigo a América para darles carrera bajo su sombra.

Una vez establecido en la sede episcopal, el obispo utilizó su capa­cidad de nombramiento, sus influencias y su dinero para preparar y si­tuar a sus protegidos.75 De los jóvenes de su séquito, su hermano Francisco de Lardizábal (llegado con 23 años) fue su secretario particular y luego casó con una rica criolla novohispana, Isabel María de Uribe y Sandoval.76 Alberto de Lardizábal (que no figura en el séquito y cuyo parentesco con el obispo desconocemos) fue su mayordomo. Andrés de Vicuña fue su capellán. A otros jóvenes del séquito los hallamos asimismo establecidos en la diócesis de Puebla de los Ángeles, aunque no sabemos hasta dónde llegaron en su carrera. Joseph de Yturbe (natu­ral de Villarreal, Guipúzcoa, llegado con 19 años) fue presbítero cape­llán de dicho obispado. Ignacio de Eguren (natural de Anzuola, Guipúzcoa, de 23 años) fue alguacil mayor de ese obispado. Diego de Bengoechea (natural de Oñate, Guipúzcoa, de 18 años) y José de Ozcá- riz (de la villa navarra de Lumbier, de 19 años) fueron al menos bachi­lleres y clérigos de órdenes menores en Puebla. Otros dos acompañantes del obispo fueron enviados a la ciudad de México: Manuel de Sein (na­tural de Oyarzun, llegado con 19 años), presbítero en la capital, a quien el obispo confiaría la educación de dos niños de su compañía, y Diego de Orozco (con 21), presbítero en dicha capital y capellán del virrey de la Nueva España. Asimismo, el obispo Lardizábal ayudó a un sobrino que no figura en el séquito, Juan Antonio de Lardizábal y Vicuña (naci­do en Segura, Guipúzcoa, en 1709), que fue teniente coronel en Vera- cruz y casó con una hija del virrey de Santa Fe de Bogotá.77

Los tres Lardizábal menores que acompañaron al obispo (Joaquín, de 14 años, Juan Antonio, de 12, y José, de 7) parecen ser sobrinos su­yos, probablemente hijos de su hermano Francisco y de María Ignacia Vicuña y Plazaola. De los dos primeros tenemos pocas noticias, pero sabemos, por ejemplo, que el obispo se ocupó de José. Encomendó la

75 María Carmina Ramírez Maya, Pensamiento y obra de Miguel de Lardizábal y Uribe (1744- 1823), San Sebastián, rsbap, 2006, pp. 56-62.

76 Sus hijos, Miguel y Manuel de Lardizábal y Uribe volverían a la metrópoli para hacer im­portantes carreras en la alta administración: Miguel fue, entre otros cargos, director del Seminario de Vergara y consejero del consejo de Indias (1809), y Manuel, consejero del consejo de Castilla (1792), secretario de la Real Academia Española y consejero del consejo de Estado (1808). Cfr. base de datos Fichoz (registros 004143 y 000421).

77 Isabel Constanzó, hija de Fernando Constanzó y Ramírez, general de los ejércitos de la Nue­va España y virrey de Santa Fe de Bogotá. Cfr. M. C. Ramírez Maya, Pensamiento y obra..., p. 58.

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tutela y educación de José Lardizábal y de otro guipuzcoano de su sé­quito, Joaquín Ayerbe (de 12 años), al bachiller Manuel de Sein, presbí­tero en la capital de México al que nos hemos referido, y sufragó sus gastos de comida, vestidos, libros y viajes. Pagó asimismo los estu­dios en la universidad y el coste de varios meses de enfermedad de Joaquín Ayerbe.78

Estos ejemplos nos acercan al efecto multiplicador que tenía la pro­tección de los obispos sobre las posibilidades de carrera de sus parientes, deudos y paisanos. También muestran que el embarque hacia las Indias no fue sino un hito más en estas trayectorias. Como podemos observar a través de las biografías y de la correspondencia epistolar, el flujo de parientes y paisanos que movieron estos prelados se inscribía en el marco de una relación continuada con su parentela y su país de origen, que se mantuvo a lo largo de toda su vida. Así lo muestra el siguiente ejemplo.

En la más alta jerarquía eclesiástica americana encontramos al baz- tanés Martín de Elizacoechea y Dorre (1682-1756). Natural de la casa Dorrea de Azpilcueta, Martín se embarcó a América cuando el rey le hizo merced de una canonjía de la catedral de México, el 18 de junio de 1717, y, tras ejercer como chantre, arcediano y deán del cabildo me­tropolitano de México, fue obispo de Durango, de 1736 a 1745, y de Valladolid de Michoacán, de 1745 hasta su muerte, en 1756.79 Martín marchó a América y ya no volvió más a su tierra natal. Sin embargo, nunca perdió el contacto epistolar con los suyos. Desde allí ayudó a sus parientes de muy diversas maneras y, entre ellos, a varios sobrinos, a los que llevó y colocó en cargos eclesiásticos en México. Su sobrino Juan Javier Gastón de Iriarte y Elizacoechea (1714-1798), hijo de su hermana Estefanía, siguió la carrera literaria y eclesiástica en México bajo su pro­tección. El 1 de septiembre de 1723, el pequeño Juan Javier, con apenas 9 años, fue enviado a Madrid, con su tío paterno Miguel Gastón de Iriarte, y el 12 de junio de 1725, con 11 años, salió hacia la Nueva España, donde le esperaba su tío materno don Martín de Elizacoechea, que era por entonces deán de la catedral de México. En una carta de 1731, Juan Javier se refiere, no sin humor, al patrocinio de su tío don Martín y a la

78 M. C. Ramírez Maya, Pensamiento y obra..., pp. 59-60. No sabemos si este José de Lardizábal es el José de Lardizábal y Vicuña (nacido en Legazpia y muerto en 1776) que luego hizo carrera en España y llegó a ser consejero de Hacienda en 1774. Cfr. Fichoz, 002423.

79 Luis Miguel Gutiérrez Torrecilla, "Martín de Elizacoechea, un navarro obispo en América (1679-1756)", en Príncipe de Viana, 55, 1994, pp. 391-405; José Goñi Gaztambide, Historia de ¡os obispos de Pamplona, t. VII. Siglo XVIII..., p. 413.

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colocación en el empleo en que se hallaba en ese momento: "mi señor tío fue servido de ponerme a paje de el Ilustrísimo Señor don Juan Antonio de Vizarrón, Arzobispo de esta ciudad, adonde estoy bueno, aunque disgustado porque se pasea mucho y estudia poco, y aseguro a vuestra merced que cuanto sabía antes de entrar en este palacio, se me ha olvidado totalmente".80

Don Martín de Elizacoechea llevó consigo y colocó en torno suyo a otros sobrinos de varias ramas familiares, como los hermanos Nicolás y Pedro de Echenique, o Juan Martín de Indaburu, capellán, caudatario, mayordomo y limosnero del obispo.81 Estas colocaciones se inscribían dentro de relaciones sostenidas entre el eclesiástico y sus parientes, unas relaciones en las que el clérigo podía tomar la iniciativa, pero también en las que los parientes le informaban de sus necesidades y lo solicita­ban, le apremiaban incluso insistentemente para que se ocupara de co­locar a los suyos. Esto duraba mientras el protector estuviera en vida y pudiera ayudarlos. En este caso, la búsqueda del patrocinio del tío Martín de Elizacoechea se renovó incluso cara a una generación poste­rior, la de los sobrinos-nietos del obispo. En efecto, en los años 1750, su cuñado Antonio Gastón de Iriarte solicitaba al obispo don Martín para que se ocupara de un "sobrinito" de la casa Dorrea. Este sobrino era hijo de Francisco, el hijo y sucesor de María de Elizacoechea, dueña que fue de la casa Dorrea y hermana del obispo, con lo cual este "sobrinito" debía de ser, en realidad, un sobrino nieto de don Martín. "Al sobrinito de Dorrea, hijo de Francisco, le tiene vuestra merced ya en disposición de poderlo aviar. Es muchacho de buenas condiciones y que en la es­cuela da buenas muestras de disposición y está en lo mejor".82

Antonio continúa insistiendo en todas las cartas siguientes que escribe a don Martín. El 9 de febrero de 1751: "en mi última decía a Vues­tra Señoría Ilustrísima que el sobrinito de Dorrea, hijo de Francisco, está en disposición de poderlo aviar, que será muchacho de buenas costum­bres, y ahora digo lo mismo".83 El 8 de junio de 1751: "ya le tengo dicho a Vuestra Señoría Ilustrísima de la disposición en que se halla el sobri­no de Dorrea, hijo de Francisco, y que se le puede dar algún avío, siendo

80 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (México) a Pedro Felipe Gastón de Iriarte, 20 de

julio de 1731.81 J. M. lmízcoz y R. Guerrero, "Familias en la monarquía...", pp. 216-217; O. Mazín Gómez,

El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1996, p. 371, nota

3 y p. 374, nota 7.82 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 8 de septiembre de 1750.83 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 9 de febrero de 1751.

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muchacho de buenas prendas y que va creciendo bastantemente".84 El 5 de diciembre de 1752: "el sobrinito de Dorrea está con un preceptor bueno, cuatro leguas mas abajo de Pamplona. Va en segundo año, adon­de se le envió con el fin de que al mismo tiempo que en la gramática se aproveche en el castellano, y parece da buenas muestras".85 La última referencia que se conserva es del 26 de abril de 1753: "el sobrinito prosi­gue en la gramática y parece tiene buenos principios y que entra con afición al estudio".86 No sabemos cuál fue la continuación de esta historia porque no disponemos de otras cartas posteriores. En cualquier caso, el ejemplo del sobrinito de Dorrea ilustra suficientemente la preocupa­ción de los familiares del Valle por dar salida a sus vástagos con los parientes poderosos y su capacidad de insistencia, así como la conti­nuidad de la protección del obispo hasta los últimos años de su vida.

En ocasiones, los efectos del apadrinamiento fueron la multiplica­ción de carreras eclesiásticas dentro de un círculo de parientes y paisa­nos, e incluso la formación de dinastías familiares que se reproducían en el alto clero, por vía del parentesco colateral, durante varias genera­ciones. Un ejemplo muy significativo lo ofrece la parentela de don Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari.

Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari (Errazu, 1712-1778) fue obispo de Pamplona entre 1768 y 1778.87 A lo largo de su carrera y de sus cargos llevó consigo a varios parientes,88 a los que dio educación desde jóvenes y a los que promocionó en la carrera eclesiástica. Una vez alcan­zado el obispado de Pamplona, colocó a varios de ellos como sus cola­boradores más inmediatos. Su primo Juan Miguel de Echenique (Errazu, 1718-1784) fue su provisor y vicario general desde 1768 hasta 1772. En este cargo lo sucedió Fermín Lorenzo de Irigoyen y Echenique (Errazu, 1743-1799), un sobrino del obispo al que, poco antes de morir, le conce­dió un beneficio en Los Arcos89 Este Fermín Lorenzo sería canónigo de la catedral de Segovia a partir de 1778 y terminaría su carrera como abad de la colegiata de Alfaro, en la catedral de Tudela, de 1797 a 1799. Otro pariente del obispo, Bartolomé Echeverría, natural de Arizcun, fue

84 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 8 de junio de 1751.85 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 5 de diciembre de 1752.86 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 26 de abril de 1753.87 Historia de la Iglesia y obispos de Pamplona, Real y Eclesiástica del Reino de Navarra..., por el

doctor Don Gregorio Fernández Pérez, Madrid, Imprenta de Repullés, 1820, libro decimotercio.88 Archivo Histórico del Valle de Baztán (ahvb), Filiaciones, Errazu, leg. 58, núm. 12.89 J. Goñi Gaztambide, Historia de los obispos de Pamplona, t. VIII, Siglo XVIII, p. 113; M. Irigoyen

y Olóndriz, Noticias históricas..., pp. 96-97.

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canónigo de la iglesia colegial de Roncesvalles.90 Un paisano, Juan Ignacio de Asco (Errazu, 1751-1799) fue paje del obispo Irigoyen, quien luego le confirió un beneficio en la parroquia de Maya.91 Este fenómeno se reprodujo incluso durante varias generaciones. Según parece, el so­brino del obispo, Fermín Lorenzo de Irigoyen y Echenique, dio a su vez educación y carrera, al filo de sus cargos como canónigo en Segovia y abad de la colegiata de Alfaro, a su sobrino Miguel José de Irigoyen y Dolarea (Errazu, 1785-1852), que hizo carrera en la catedral de Pamplo­na a partir de 1807 y que llegaría a ser obispo de Zamora (1847-1850) y de Calahorra-La Calzada (1850-1852).92 De este modo, la casa Buztina- ga de Errazu, originaria de estos tres Irigoyen, dio sucesivamente, de tío en sobrino, dos obispos y un canónigo, a lo largo de tres generaciones.

En definitiva, estos mecanismos de apadrinamiento y colocación parecen explicar la concentración de carreras eclesiásticas en determi­nados grupos familiares, incluso su reproducción, por vía de parentesco colateral, a lo largo de varias generaciones. Como veremos más adelante, esta capacidad podía conllevar una presencia importante de determi­nados grupos de parentesco en una misma catedral, lo cual representa­ba una influencia notable sobre la vida regional y local.

II. Las relaciones de los parientes eclesiásticos con sus familias y comunidades de origen

Los eclesiásticos, lejos de separarse de sus familias, mantenían de una manera intensa las relaciones con sus padres, hermanos, sobrinos y de­más parientes, de modo que si la familia y sus redes de relaciones habían facilitado al pariente el acceso al clero, el clérigo quedaba en deuda con el grupo y devolvía el favor a la familia93 de múltiples maneras. Hasta aho­ra disponemos de visiones bastante limitadas de estas relaciones. Para llegar a percibirlas en todas sus funciones, se requiere una documenta­ción que realmente las muestre y, en este sentido, resulta especialmente luminosa la correspondencia epistolar.

90M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., p. 101.91 Ibid., p. 97.92 Ibid., pp. 91 y 97.93 Arturo Morgado García, Ser clérigo en la España del antiguo régimen, Cádiz, Universidad de

Cádiz, 2000, p. 68.

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La correspondencia de eclesiásticos de origen baztanés como Mar­tín de Elizacoechea, Juan Javier Gastón de Iriarte, Pedro Fermín de Jáure- gui y Aldecoa, Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari, Pedro Luis de Ozta y Múzquiz, Pedro Vicente de Echenique o Miguel José Irigoyen y Dolarea revela hasta qué puntarlos clérigos podían constituir una pieza impor­tante de la política de sus familias y un enlace central de las redes de sus parentelas. Muchas veces ejercían una función de consejeros, inter­mediarios e informadores. Asesoraban a sus familiares sobre cuestio­nes relacionadas con la educación de los sobrinos, desde las primeras letras hasta los colegios y universidades, sobre la vocación religiosa de sus sobrinas, sobre asuntos financieros y económicos, o sobre la política familiar de relaciones y de colocación. A veces redactaban modelos de cartas para sus parientes menos instruidos, y no solía faltar su consuelo moral en las desgracias familiares. También solían ejercer un impor­tante patrocinio económico sobre su casa nativa, a la que enviaban di­nero para mejorar la hacienda, y sobre sus parientes más jóvenes, financiando la educación de los sobrinos y contribuyendo a las dotes de las sobrinas.94

A continuación nos vamos a centrar, primero, en sus funciones con respecto a su casa y parentela, sobre todo en lo que se refiere a la ayuda económica y a la orientación educativa. Después observaremos su polí­tica con respecto a la comunidad de origen: sus prácticas donativas ha­cia la parroquia, sus relaciones con los ayuntamientos y de qué modo el prestigio de sus cargos en el alto clero y de sus donaciones era celebra­do en las comunidades, aportando un importante capital simbólico a sus familias.

1. Relaciones entre los parientes eclesiásticos y sus familias

Las relaciones entre los parientes de la monarquía y sus familias de la aldea sustentaron una economía de vasos comunicantes. En esta econo­mía de intercambios, la dedicación de los eclesiásticos a sus familias no se debe al hecho de que sean clérigos, ni es exclusiva de ellos, sino que la comparten con otros parientes que siguen carreras en otras admi­

94 J. M. lmízcoz, "La hora navarra del XVIII: relaciones familiares entre la monarquía y la aldea", en Juan de Goyeneche y el triunfo de los navarros en la monarquía hispánica del siglo XVIII, Pamplona, Fundación Caja Navarra, 2005, pp. 45-77.

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nistraciones y negocios, aunque hay factores que condicionan el grado de disponibilidad de unos y de otros. Los parientes más implicados en la ayuda y promoción de sus familias y parentelas fueron a menudo los tíos solterones, los eclesiásticos y los casados sin hijos. Por lo general, los que cargaban con su propia prole tenían otras prioridades, aunque no dejaran de ayudar a su casa nativa. En cambio, los tíos desprovistos de cargas familiares propias, como los eclesiásticos, se entregaron muchas veces a ayudar a su casa y a su parentela, de una forma no episódica, sino sostenida y continuada, con aportaciones económicas regulares y con prestaciones de muy diverso signo, para dar carrera, obtener infor­mación privilegiada, allanar obstáculos, asesorar en pleitos e inver­siones, mover relaciones para obtener favores, o conseguir cargos y honores para los suyos.

Esto no supone en modo alguno una idealización del parentesco. En otros trabajos hemos mostrado cómo esta ayuda no era automática. Hubo también desentendimientos, desencuentros y conflictos. Sin embargo, esto no contradice los resultados, en la medida en que los efectos que constatamos —la abundancia, cuantificable, con que la economía do­méstica de estas familias se alimentó a través de esos vasos comunican­tes— son el resultado de las aportaciones efectivas, de los recursos y servicios procurados efectivamente por sus parientes, y no de las ayu­das que hubieran podido llegar y no llegaron, o de las fuerzas que se pudieron perder por el camino de los conflictos internos. Desde luego, aquella economía debió más a los que más hicieron por ella.95

Las relaciones entre los clérigos y sus familias eran recíprocas, transitaban en ambos sentidos. Desde abajo, las familias de la aldea acudían a sus parientes benefactores como fuente de recursos. Les participaban sus dificultades y les pedían ayuda económica para hacer frente a sus necesidades, en especial para mejorar la casa y para colo­car ventajosamente a sus hijos e hijas. "Condescienda a mi pretensión, socorriendo a mis hijas, por cuanto no tengo otro de quien valerme para el alivio que solicito":96 Así acudía, en 1742, Estefanía de Elizacoechea a su hermano don Martín, obispo de Durango, en la Nueva España, con el objeto de conseguir dinero para dotar a sus hijas, en un momento cru­cial de la política de colocación de los vástagos de la casa Iriartea de

95 J. M. Imízcoz, "Acteurs dans des contextes. Individus, solidantes et conflits dans une éco- nomie de réseau á base familiale", en Z. Moutoukias, Réseaux et histoire sociale (en prensa).

96 ACGI, carta de Estefanía de Elizacoechea (Errazu) a Pedro de Echenique (México), febrero

de 1742.

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Errazu. La familia de la aldea solicitaba la colocación de sus hijos a los parientes establecidos y, como hemos visto en el caso del "sobrinito de Dorrea", su solicitud hacia el protector se podía hacer con mucha in­sistencia.

En respuesta a la ayuda del pariente, los familiares favorecidos le ex­presaban afecto, agradecimiento y deferencia. En el caso anteriormente citado, Antonio respondía así a la ayuda de su cuñado, el obispo don Martín:

no tengo que ponderar los efectos que el favor de Vuestra Señoría Ilus- trísima ha causado en mi familia, porque Estefanía dirá algo en su carta, y yo apenas podré explicar (como el más interesado) el gran reconoci­miento en que quedo a la remesa de los mil pesos que Vuestra Señoría Ilustrísima envía para el acomodo de una de mis hijas, porque es de suma importancia este socorro para mi casa.97

Estos parientes encumbrados en la Iglesia y benefactores de su grupo familiar cobraron un gran ascendiente en sus parentelas. Se con­vertían en una fuente privilegiada de recursos para ellas y, en contra­partida, los familiares de la aldea los trataban con deferencia y agradecimiento, y aceptaban su influencia en la política familiar de suce­siones, matrimonios, educación y colocaciones. En este sentido también, fueron agentes sociales y culturales de primera magnitud.

Por su parte, los parientes eclesiásticos tomaban muchas veces la iniciativa. Clérigos como Juan Javier Gastón de Iriarte se revelan en sus cartas como agentes muy activos de la economía familiar. Escribían regularmente a sus familias, se interesaban por sus necesidades, parti­cipaban en la dotación de sus sobrinas, estimulaban la educación de sus sobrinos, se ofrecían a darles carrera y financiaban muchos gastos de su casa y familia. Ésta fue también la actitud del obispo Martín de Eli­zacoechea a lo largo de toda su vida. Incluso, poco tiempo antes de morir, lo vemos preocupado por asegurar la protección de sus parientes cara a la generación siguiente, procurando que se renovase. Ésta fue la mi­sión que confió en 1754, con tono bastante solemne, a su sobrino Pedro José Gastón de Iriarte, cuando éste se retiró de las guardias reales para tomar la sucesión de la casa Iriartea de manos de su padre, que hasta

97 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, febrero de 1744; cartas de Juan Javier Gastón de Iriarte (Madrid) a Antonio Gastón de Iriarte, 9 de marzo de 1746 y 23 de marzo de 1746.

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entonces había sido un mediador principal del obispo ante sus parientes del Valle: "Pedro Joseph: Te repito mi buena voluntad deseando te vaya bien en la patria y te encargo y pido procures atender en lo que pudie­res a todos mis sobrinos, así de Elorga como de Azpilcueta [...] Tu tío que te estima de veras. Martín, obispo de Michoacan".98

Las ayudas económicas a la casa y familia

Los parientes eclesiásticos se ocuparon económicamente de sus casas nativas y de sus familias. Desviaron importantes recursos hacia ellos, financiaron los estudios y las carreras de los jóvenes varones, envia­ron dotes para los matrimonios de sus sobrinas, o para su ingreso en un convento, así como dinero para reconstruir sus casas nativas y para mejorar las haciendas.

La mejora de la casa nativa fue una de las preocupaciones más cons­tantes de los parientes que se enriquecieron en el ámbito de la monar­quía y estuvo igualmente presente en los eclesiásticos. Un buen ejemplo de reconstrucción de la casa nativa lo ofrece el obispo Martín de Eliza­coechea. Las noticias que tenemos sobre este particular nos sitúan ya en el momento en que la nueva casa Dorrea, cuya obra patrocinaba el obis­po, está prácticamente acabada. Su cuñado Antonio Gastón de Iriarte, casado con su hermana Estefanía, hace de mediador y en varias cartas le informa de los resultados: "la fábrica de la casa de Dorrea quedó ad­mirable y para estar completa en lo exterior sólo falta colocar el escudo de armas en el socavón que con este destino tiene abierto a un lado del balcón". Antonio sugiere cosas que quedan por hacer o que merece la pena mejorar: "pero en el interior dice Estefanía que parece borda, por­que no se ha blanqueado, lo que desluce mucho, pero que haciéndose esta diligencia y un par de divisiones en el cuarto segundo, quedará de las mejores casas del valle, lo que es lástima no practicar pues que a poca costa puede quedar enteramente perfecta".99 Seis años después, Anto­nio continúa hablando al obispo de las obras y mejoras que precisa la casa, de construir "otra caseta de lagares", de "que se reedifique una borda junto al manzanal y heredades...", etc.100 Asimismo, Antonio

98 ACGI, carta de Martín de Elizacoechea (Valladolid de Michoacán, México) a Pedro José Gas­tón de Iriarte (Errazu), 1 de septiembre de 1754.

99 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martin de Elizacoechea, 12 de febrero de 1745.100 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 9 de febrero de 1751.

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transmite a don Martín el agradecimiento de su familia: dan "a Vuestra Señoría Ilustrísima muchas gracias los sobrinos y no menos la Estefa­nía por ver su casa en esta disposición".101

La documentación notarial revela las donaciones de los eclesiásti­cos a sus parientes a través de los testamentos. Estas carreras eclesiásticas resultaban muchas veces una excelente inversión para sus familias. Al no tener descendientes directos, la riqueza de los clérigos podía re­vertir a sus casas nativas por vía de herencia. Antonio Soloaga y Gil, nacido en Viñaspre (Alava) y arzobispo de Lima en 1722 dejó en su testamento 2000 pesos para su sobrino Francisco de Soloaga.102 En oca­siones, con sus abundantes rentas compraban bienes raíces, censos o juros, con los que podían fundar un mayorazgo que se agregaba a su casa de origen. Así, por ejemplo, el vizcaíno encartado Nicolás Martín de la Cuadra Llarena, arcediano de Briviesca y dignidad de la Santa Iglesia Metropolitana de Burgos, instituyó en 1756 un mayorazgo regu­lar de diferentes bienes raíces y censos con calidad de agregación al que fundó su padre Simón de la Cuadra.103

Sin embargo, las aportaciones económicas de los parientes eclesiás­ticos no llegaban solamente mediante herencias y fundaciones, en el momento de la muerte, o en forma de remesas episódicas, como se ha creído al trabajar solamente con testamentos, o con cartas sueltas. La co­rrespondencia epistolar y los libros de cuentas revelan que hubo una ayuda habitual, abundante y continuada. Los parientes más implicados en la causa de sus familiares seguían de cerca sus necesidades y practica­ban una asistencia ordinaria, en el marco de unas relaciones sostenidas. Así, por ejemplo, Andrés de Irigoyen (Errazu, 1712), maestrescuela de la catedral de Málaga,104 enviaba mesadas a su casa nativa de Aguerrea, entre febrero de 1762 y finales de 1777. Hacía llegar una cantidad anual a Pedro José Gastón de Iriarte y éste entregaba la asignación mensual de 63 reales sencillos de plata y 27 maravedís al sobrino de aquél y dueño de la casa, Juan Matías de Irigoyen.105

Veamos otro ejemplo con más detalle. Juan Javier Gastón de Iriar­te, canónigo capiscol de la catedral de Toledo, participaba continua­

101 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea, 5 de diciembre de 1752.102 Jesús María Alday, "Obispos alaveses", Separata de Scriptorium Victoriense XLV, 1998, pp. 89-90.103Fernando Martínez Rueda, Los poderes locales en Vizcaya..., p. 224104 María Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., p. 96; ACGI, carta de María Josefa de Landa-

bere (San Ildefonso) a Andrés de Irigoyen, 13 de septiembre de 1745.105 ACGI, Libro de cuentas de Pedro José Gastón de Iriarte, "Cuenta con cargo y data de D.

Pedro José Gastón con D. Andrés de Irigoyen", ff. 59-62.

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mente en los gastos de su casa nativa y financiaba muy diversas necesi­dades de sus parientes. En 1764, pagaba la estancia en Pamplona, educación, gastos de ropa, etc., de su sobrino Juan Tomás de Dolarea y Gastón de Iriarte, natural de la casa Capellanea de Gaztelu e hijo de su hermana María Josefa.106 En 1774 aparece dispuesto a sostener financie­ramente la educación de sus sobrinos de Iriartea, que acababan de quedar huérfanos de madre: "aunque muchas veces me sucede hallarme ten con ten para salir del mes, como cuento con la mesada el día primero del siguiente, y por la misericordia de Dios me hallo en el día a mi parecer sin deuda alguna, no me falta espíritu para pensar que, dándo­me su Majestad Su Vida, podré contribuir a la educación de esos sobri­nos que tengo bien presentes".107 En 1774 envía dinero para la dote de entrada en el convento de San Pedro de Pamplona de su sobrina María Francisca de Dolarea, de la casa Capellanea de Gaztelu.108 En 1777 par­ticipa en los gastos de las nuevas obras de la casa Iriartea: "ya me esfor­zaré a ayudarte para que puedas concluir las obras [de la casa] cuyo coste tienes regulado a los 600 pesos". Ese mismo año, dota el ingreso de su sobrina y ahijada Josefa Javiera Gastón de Iriarte en el convento de San Pedro de Pamplona. Dos años después lo vemos participar en los gas­tos de alimentación de sus dos sobrinas en las Beatas y enviar dinero "para zapatos y otras cosillas que necesiten". En 1787 enviaba 12 000 reales de vellón para repartir entre sus hermanos Pedro José y María Josefa, sin duda con ocasión de la boda entre los hijos de ambos. Asi­mismo, Juan Javier participaba regularmente en la financiación de los estudios de su sobrino Luis Gonzaga Gastón de Iriarte en el seminario de Vergara y, más adelante, en la academia de Artillería de Segovia.109 En seis años, el canónigo Juan Javier envió para su casa y sus familiares no menos de 61121 reales de vellón, en diez envíos diferentes, esto es más de 10000 reales anuales.

106 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a María Josefa Gastón de Iriarte (Gaz­telu), 2 de junio de 1764.

107 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a Pedro José Gastón de Iriarte, 13 de

noviembre de 1774.108 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a Maria Josefa Gastón de Iriarte (Gaz­

telu), 1 de mayo de 1774.109 ACGI, cartas de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a Pedro José Gastón de Iriarte, 11 de

mayo de 1777, 21 de diciembre de 1777,3 de octubre de 1779,18 de enero de 1787, carta sin fecha (entre el 18 y 25 de enero de 1787), 14 de febrero de 1789, y carta de Fermín Lorenzo de Irigoyen

(Segovia) a Pedro José Gastón de Iriarte, 10 de marzo de 1789.

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Además, Juan Javier seguía de cerca los problemas económicos de la casa Iriartea. Se preocupa por las epidemias de ganado vacuno, por la sequía que amenaza la cosecha de maíces y manzanas, por la escasez de castañas, promete ayudar a su hermano para continuar con las rozas y mejoras de la hacienda, o estimula y participa financieramente en la adquisición de una nueva tierra que "hermosearía la heredad".110 Sigue de cerca los movimientos financieros de Iriartea y participa estre­chamente en su política económica mediante su asesoramiento, la in­formación privilegiada que obtiene en la corte y gracias a sus propias aportaciones de dinero. Así, por ejemplo, interviene en la participación de su hermano, el dueño de Iriartea, en el comercio de Cádiz, lo asesora sobre la política por seguir con las 16 acciones de la compañía de Cara­cas que había donado a la casa el tío don Miguel Gastón de Iriarte y Borda,111 recaba información privilegiada en la corte sobre la marcha de dicha compañía, o aconseja sobre la conveniencia de invertir dinero en mejoras de la casa o en censos.

Ayudas para dar salida a los sobrinos, a las sobrinas y a los descendientes del linaje

Los eclesiásticos desempeñaron un papel importante en la política edu­cativa de sus familias,112 cara a procurar a sus sobrinos la educación necesaria para que pudieran hacer carrera. Los niños tenían que aprender a leer, a escribir y a contar, incluso, como era frecuente en el área vascó- fona, debían de empezar por dominar el castellano.113

Muchas veces, los parientes que iban a patrocinar a sus sobrinos instaban a sus familias a que les procurasen la instrucción necesaria, in­cluso pagaban sus estudios con un preceptor o en la escuela del pueblo.

110 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a Pedro José Gastón de Iriarte, 2 de octubre de 1774, 6 de septiembre de 1778,31 de octubre de 1779,11 de mayo de 1777 y 7 de marzo de 1779.

111 ACGI, copia de la donación y cesión de don Miguel Gastón de Iriarte y Borda, Madrid, 3 de diciembre de 1755; contrato matrimonial de Pedro José Gastón de Iriarte, Errazu, 17 de fe­brero de 1756. El valor de las 16 acciones ascendía a 120 000 reales de vellón.

112 Jesús Arpal Poblador, La sociedad tradicional en el País Vasco, San Sebastián, Haranburu, 1979, pp. 123-125; Educación y sociedad en el País Vasco, San Sebastián, Txertoa, 1982, p. 20.

113 J. M. lmízcoz, "El patrocinio familiar. Parentela, educación y promoción de las élites vas­co-navarras en la monarquía borbónica", en F. Chacón y J. Hernández Franco, Familias, poderosos y oligarquías, Murcia, 2001, pp. 95-132 (disponible en www.ehu.es/grupoimizcoz).

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El siguiente ejemplo lo ilustra admirablemente. En los años 1760, el ca­nónigo Juan Javier Gastón de Iriarte velaba, desde Toledo, sobre la ins­trucción de su sobrino Juan Tomás de Dolarea y Gastón de Iriarte, muchacho natural de Gaztelu, que había sido enviado por su familia a casa de un tío, en Pamplona, donde aprendía las primeras letras. Juan Javier se dirigía a la madre del niño, su hermana María Josefa,114 y le daba consejos detallados para que su sobrino Juan Tomás aprendiera a escribir correctamente:

me parece muy conveniente que se ataree a escribir, porque ahora, con alguna aplicación, podrá asegurarse en la forma que ha tomado y soltar la mano con facilidad, así como acostumbrarse a tomar bien y larga plu­ma y escribir con la cabeza alta, que es el medio de cansarse menos y de trabajar con más liberalidad. Según lo que me parece que ha acostumbrado en la letra, de algún tiempo a esta parte, creía que en este verano pudiera ponerse en paraje de escribir bien y suelto. Esto lo ha de lograr a costa de aplicación.

Como se puede observar, a pesar del alejamiento geográfico el tío Juan Javier seguía muy de cerca y con mucho detalle los progresos de su protegido. Tras una enfermedad del niño, que lo obligó a retirarse a la aldea por un tiempo, Juan Javier animaba a la familia a que lo de­volvieran a Pamplona para proseguir en aquel aprendizaje, ya que "si hasta ahora ha aprovechado allí, se debe presumir que continuará lo­grando ventajas". La intención del tío era que su sobrino prosiguiera la instrucción bajo su patrocinio: "Mi ánimo es que, en escribiendo suelto, el sobrino estudie Gramática, ya sea ahí [en Pamplona], o ya sea aquí [en Toledo], y por esto es mi deseo de que se habilite en escribir bien, así como sus tíos [...]"

El tío clérigo no se limitaba a dar consejos y directrices, sino que financiaba la educación de su sobrino. Para una familia de aquellas al­deas, la instrucción del niño, sobre todo cuando se le enviaba fuera del Valle, suponía un gasto importante. En este caso, como en otros, el tío Juan Javier corría con los gastos de aquella educación: "no envío la mesada del año que se ha cumplido porque no sé los demás gastos de ropa, etc., que ha podido tener y espero que luego que recibas ésta, me avises sin dilación lo que se deba por este motivo, porque cier­

114 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a María Josefa Gastón de Iriarte (Gaz­

telu), 2 de junio de 1764.

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tamente me sirve de mortificación el dejar de satisfacer a su tiempo, cuando buenamente puedo hacerlo".115

Muchas veces, este apadrinamiento en la infancia para educar en las primeras letras continuaba a medida que los jóvenes iban creciendo, para dar estudios superiores en colegios y universidades y para ayudar­los a colocarse en cargos eclesiásticos, en la administración real o en el ejército. Incluso, como hemos visto que hacían los obispos Elizacoechea o Irigoyen y Dutari, para colocarlos como sus colaboradores en la catedral.

Los parientes eclesiásticos se ocuparon también de sus sobrinas, dotándolas para el matrimonio o para ingresar en un convento. Una bue­na política matrimonial aseguraba las alianzas necesarias para la promo­ción de la casa y familia, y requería dinero abundante para las dotes. El vizcaíno Manuel de Mollinedo, obispo de Cuzco, dejó en su testamento abundantes capitales para ayudar a tomar estado a cada una de sus pa- rientas.116 También llegaban dotes para ingresar en el convento. El alavés Sancho de Velunza y Corcuera, obispo de Coria entre 1716 y 1731, hizo una donación en 1719 para su hermana Angela y su sobrina Manuela, ambas religiosas en el convento de la Merced en San José de la Naja, en Bilbao. Él y su hermano, el licenciado Manuel, otorgaron escritura donán­doles 1 000 escudos de principal, con la condición de que la una heredase a la otra y, al fallecer la última, la donación quedara para el convento.117

Josefa Javiera Gastón de Iriarte y Cortejarena (Errazu, 1762-1829) ingresó en el convento de San Pedro de Pamplona el 20 de octubre de 1777, con quince años de edad. Nada más conocer la noticia de la deci­sión, su tío-abuelo, Pedro Fermín Jaúregui y Aldecoa, arcediano de la catedral de Pamplona, se alegraba y escribía a su pariente político Juan Javier Gastón de Iriarte, tío y padrino de Josefa Javiera, para concertar­se y proveer entre ambos la dote de la chica, aliviando con esta ayuda a su casa. Así lo contaba Juan Javier: "cuando me diste noticia de la voca­ción de mi ahijada de ser religiosa, me escribió también el arcediano, gustoso de la resolución y diciéndome que era menester que te saque­mos de este empeño, de que comprendí que su ánimo era de contribuir en parte para la dote de la chica". Finalmente, el monto de la dote y gastos de ingreso en el convento de Josefa Javiera fue de 2000 pesos.

115 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a María Josefa Gastón de Iriarte (Gaz- telu), 2 de junio de 1764.

116 Fernando Martínez Rueda, Los poderes locales en Vizcaya..., p. 224.117 Estanislao Jaime de Labayru, Historia general del Señorío de Bizcaya, t. VI, Bilbao, Gran Enci­

clopedia Vasca, 1974, p. 14.

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La ayuda económica no se quedaba en la dote. Una vez más, la co­rrespondencia epistolar nos revela que estas donaciones, más conocidas por más fáciles de observar, formaban parte de un flujo continuado y discreto, con manifestaciones muy diversas. En este caso, el tío Juan Javier continuaría ayudando económicamente a sus dos sobrinas reli­giosas, María Francisca de Dolarea y Josefa Javiera Gastón de Iriarte, que se hallaban en el convento de San Pedro. Así, por ejemplo, en 1779 enviaba dinero para "los alimentos de las sobrinas en las Beatas y [...] para zapatos y algunas otras cosillas que necesitarán".118

Las fundaciones fueron una forma de ayuda económica con un sig­nificado particular para la historia de la familia. No eran una donación puntual para las necesidades de un pariente en un momento determi­nado, sino que aseguraban una financiación estable que pudiera servir a los miembros de las generaciones futuras para sustentar su educa­ción, colocación y carrera. En este sentido, tenían gran significado como bases duraderas de la política de promoción de la familia. Además, el patronato de las fundaciones quedaba generalmente en manos de los descendientes del fundador, lo que les confería prestigio y proyección social en la comunidad.

Entre las fundaciones relacionadas más específicamente con la ca­rrera eclesiástica destacaron las capellanías. Las capellanías proporcio­naban ingresos estables para mantener a miembros de la familia que siguieran la carrera eclesiástica en el futuro. El disfrute de las capella­nías se reservaba a los jóvenes del linaje del fundador. Se ha observado cómo los clérigos instituían capellanías para que sus sobrinos o familia­res más directos pudieran ordenarse como capellanes en ellas.119 Estas capellanías eran las denominadas colativas familiares o de sangre, en las que se vinculaba el patronato a un pariente del finado.120 El vizcaíno Pedro de la Cuadra y Achiga, obispo de Osma de 1736 a 1744 y arzobis­po de Burgos de 1744 a 1750, fundó una capellanía en 1748. El capellán debía rezar dos misas semanales a favor de su familia y el patrono era Juan Francisco de la Cuadra, sucesor del vínculo y mayorazgo fami­

118 ACGI, carta de Juan Javier Gastón de Iriarte (Toledo) a Pedro José Gastón de Iriarte, 3 de octubre de 1779.

119 Antonio Peñafiel Ramón, "Iglesia, poder y perpetuación en la España del siglo XVIII: la escuela de niños de Villanueva del Campo (León)", en Juan Hernández Franco (ed.), Familia y poder..., p. 128.

120 Alex Ibáñez Etxeberria, Ana Isabel Rodríguez Pérez, María Victoria García del Ser y María José Hernández del Caño, "Actitudes de la comunidad de Andoain ante la muerte en los siglos XVII y XVIII", Leygaur 6, 2000, pp. 165-244.

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liar.121 El alavés Juan Sáenz de Buruaga (Berrícano, 1707), obispo de Lugo y arzobispo de Zaragoza, fundó una capellanía en la parroquia de su pueblo natal, en febrero de 1776, con diversos bienes. Como era habi­tual en estos casos, establecía un orden de prioridad para su disfrute, empezando por los hijos y descendientes de su hermana Teresa Sáenz de Buruaga, continuando por los descendientes de su tío Domingo Sáenz de Buruaga, después los descendientes de sus abuelos maternos, y, en ausencia de alguno de los anteriores, cualquier natural de Berrícano.122 El patronato de estas capellanías confería, además, prestigio social. So­lía quedar en manos de los dueños de la casa nativa del fundador, era estimado "como lustre, honor y distintivo hereditario y perpetuo en dicha casa"123 y su capacidad de nombramiento confería a sus dueños cierto ascendiente en el seno de la parentela.

Algunas fundaciones especialmente cuantiosas estuvieron destina­das a la creación de seminarios para los jóvenes y de conventos para las mujeres, facilitando probablemente el efecto multiplicador de estas carre­ras en el seno de determinadas parentelas. Así, por ejemplo, don Juan Bautista de Iturralde (Arizcun, 1674-1741), marqués de Murillo y minis­tro de Hacienda con Felipe V, y su mujer, doña Manuela de Munárriz, fundaron en 1734 el colegio seminario de San Juan Bautista de Pamplo­na, con una dotación de doce plazas gratuitas para colegiales que si­guieran la carrera eclesiástica. Tenían preferencia para ingresar en él los parientes dentro del cuarto grado de los poseedores de las casas nativas del fundador y de sus padres y, luego, los naturales del lugar de Arízcun y, en su defecto, los del Valle de Baztán.124

Como podemos observar, por regla general los primeros benefi­ciarios de estas obras pías eran los parientes del fundador y de sus descendientes, desde los más cercanos hasta los más alejados. Por estos cauces, los promotores de aquellas dinámicas familiares establecían unas bases financieras relativamente duraderas, al servicio de las estra­tegias de colocación de los jóvenes de sus familias, que posibilitaban su permanencia en el estamento eclesiástico en las generaciones venideras. Aquellas fundaciones concentraban abundantes recursos y en pos de ellos se movilizaba una importante demanda de parientes e interesados.

121 Fernando Martínez Rueda, Los poderes locales..., pp. 230-232.122 Atanasio Vergara, Sáenz de Buruaga. Un linaje histórico en Cigoitia..., p. 53.123 ACGI, Relación de las obras pías fundadas en beneficio del pueblo de Zugarramurdi por Sor Joaqui­

na Benita de la Cruz, religiosa dominica, en el siglo Doña Joaquina Eulalia Nicolása de Borda, Pamplo­na, Imprenta de Erasun y Labastida, 1871, p. 8.

124 M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., pp. 76-77.

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Funciones relacionales de los clérigos en las redes sociales de sus parentelas

Por último, los eclesiásticos aportaron a sus familias un notable capital relacional y cumplieron muchas veces un papel central en sus redes de relaciones.

La correspondencia epistolar demuestra que estos clérigos conju­garon sus carreras fuera de la comunidad, sus cargos en la administra­ción eclesiástica y sus relaciones políticas en diversas esferas de la corte, de la Iglesia o de otros sectores de la alta administración o de los nego­cios con una implicación especial al servicio de sus familias. En este sentido, tuvieron una función relacional particularmente importante en estas redes familiares. A través de ellos —y de otros parientes que seguían carreras paralelas fuera de la comunidad, en el aparato admi­nistrativo de la monarquía o en el comercio — sus familias disponían de "lazos duros", parientes muy activos, en diferentes instituciones, eco­nomías y espacios geográficos, que podían cumplir la función que Granovetter atribuye a los "lazos débiles" :125 conectaban el núcleo duro de la familia y de la parentela de la comunidad de origen con fuentes de riqueza, influencia, información privilegiada, oportunidades, etc., bas­tante abiertas y diversificadas. Dichos parientes se movían en estas ins­tituciones y redes de influencia y podían movilizar, al servicio de la causa de sus familias, los vínculos que habían ido forjando al filo de su trayectoria profesional y vital, a sus amigos, parientes de parientes, co­legas o simples conocidos.

Esta capacidad fue clave en la economía de captación de recursos de estos grupos familiares. Así lo ponen de manifiesto, entre otras mu­chas, las actuaciones del canónigo de la catedral de Segovia, Fermín Lorenzo de Irigoyen y Dutari, en 1788, cara a conseguir el ingreso en la academia de artillería de Segovia del joven pariente Luis Gonzaga Gas­tón de Iriarte y Cortejarena; o las gestiones del capiscol de Toledo, Juan Javier Gastón de Iriarte, para recabar información de primera mano sobre el estado de la real compañía Guipuzcoana de Caracas, a través de conversaciones confidenciales con sus directivos. La ventaja del potencial de estos "lazos fuertes" que al mismo tiempo sirven como puen­tes es (con respecto a los "lazos débiles" de Granovetter) que son víncu­

125 M. S. Granovetter, "La fuerza de los lazos débiles. Revisión de la teoría reticular", trad, en F. Santos Requena, Análisis de redes sociales. Orígenes, teorías y aplicaciones, Madrid, CIS, Siglo XXI,

2003, pp. 196 ss.

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los duraderos, bastante estables y operativos de forma continuada, y que, por tanto, procuran aportaciones no episódicas sino sostenidas a lo largo del tiempo. Así lo muestra, por ejemplo, la correspondencia epis­tolar de Juan Javier Gastón de Iriarte a lo largo de cuatro décadas. Además, estos parientes tan implicados en la causa familiar no sola­mente se hallaban en fuentes bastante abiertas de riqueza y de poder, sino que movilizaban, a su vez, a sus propios "lazos débiles" para conseguir prestaciones para su familia y parentela.

Además, la correspondencia epistolar de algunos de estos ecle­siásticos, especialmente la de Juan Javier Gastón de Iriarte, revela que, aunque se hallaran geográficamente alejados, en la Península y en las Indias, no fueron periféricos a las redes de relaciones de su grupo fa­miliar, sino que ocuparon en ellas posiciones de centralidad y de densi­dad. Y esto no sólo porque mantuvieran el contacto, se implicaran a fondo y ayudaran regularmente, como hemos visto, sino porque, por su acción positiva de escribir a unos y a otros, fueron agentes especial­mente activos de la política familiar, sirvieron de mediadores entre unos y otros, los movilizaron, los interconectaron y los concertaron para la acción, e hicieron que circularan entre ellos informaciones, oportuni­dades, consejos, estrategias, servicios, configurando de este modo, en la red familiar, núcleos densos con especialidad, centralidad y capacidad de génerar resultados efectivos.

2. Influencia en las comunidades de origen: honores, patronazgo y celebraciones.

Las familias cuyos hijos se encumbraron en el movimiento de ascenso de "la hora del XVIII" se elevaron paralelamente con fuerza en la sociedad de origen. Las carreras de sus hijos en el alto clero también les reportaron enormes beneficios económicos, honoríficos y políticos que alimenta­ron poderosamente su ascenso en el seno de sus comunidades. Vamos a fijarnos a continuación en el prestigio que sus carreras procuraron a sus familias, en la política donativa que llevaron a cabo, en particular res­pecto a las iglesias parroquiales de su patria chica, y cómo sus cargos y sus donaciones eran celebrados por la comunidad.

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Los cargos en el alto clero fueron un elemento importante de presti­gio para ellos y para sus familiares en el país de origen.126 Los prohom­bres comunicaban sus nombramientos al ayuntamiento de su pueblo o ciudad y se ponían a la disposición de sus paisanos, ofreciendo su pro­tección. Los ayuntamientos respondían con felicitaciones y celebraban los cargos de sus "hijos ilustres" en cuerpo de comunidad, concediendo distinciones honoríficas, como los "vítores", y organizando fiestas partí- cipativas en las que brillaba de modo especial la casa y familia del perso­naje. No podemos olvidar que en estos intercambios entre la comunidad y sus prohombres, eclesiásticos o laicos, se jugaban no sólo posibilidades clientelares de protección o de mediación en altas instancias eclesiásti­cas, o incluso en la misma corte, sino también una política donativa para la iglesia parroquial o para otras necesidades de la comunidad, que solía resultar muy jugosa. Así lo expresaba, de forma explícita, el ayuntamiento navarro de Viana, en acuerdo con las parroquias de la ciudad, al determinar que se pusiera un vítor en la casa de Rafael de Múzquiz y Aldunate (1747-1821), tras ser nombrado arzobispo de San­tiago de Compostela, en 1801: "por lo mucho que ha favorecido a sus patrienses y esperar otras ventajas, propias de su carácter, capaces de hacer feliz a este dicho pueblo por la suma inclinación que tiene a él, y otros beneficios que el pueblo espera recibir de dicho Excelentísimo Señor".127

Estas prácticas fueron habituales en todos los territorios. Andrés de Orbe y Larreategui (1672-1740), natural de la villa de Ermua y arzo­bispo de Valencia (1725-1740), comunicó al señorío de Vizcaya que el rey le había conferido el gobierno del real consejo de Castilla y ofrecía sus oficios e influencia en este alto cargo a los vizcaínos. En regimiento general celebrado en Bilbao el 11 de febrero de 1727, las autoridades acordaron enviarle una felicitación, porque lo consideraban glorioso para Vizcaya, y mandaron que al día siguiente se celebrase en Bilbao una corrida de toros y por la noche se iluminaran las viviendas y se fes­tejase con otras funciones públicas. Se ordenó a los diferentes concejos

126 C. Delaubre, "De la prosopografía a la organización social en término de redes. El ejemplo del alto clero en Centroamérica, XVIII-XIX" (internet), p. 11; A. Irigoyen López, "El obispo como pa­trón y autoridad local. El caso de la diócesis de Cartagena en la Edad Moderna", pp. 1-11 (inédito); "Élites eclesiásticas en España durante el siglo XVIII. El patronato del cardenal Belluga" (inter­net); Ibid., Un obispo, una diócesis, un clero: Luis Belluga, prelado de Cartagena, Murcia, Real Acade­mia Alfonso X el Sabio, 2005.

127 J. Labeaga Mendiola, E. Sáinz Ripa y P. Sáinz Ripa, Tres arzobispos de Viana, Viana, 1997, p. 271.

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que se disparasen salvas de artillería, se iluminasen las casas y se entre­tuviera a los pueblos con diversiones.128

El vizcaíno Juan Antonio de los Tueros, maestrescuela de Toledo, dio la noticia de su promoción al arzobispado de Burgos (entrada en junio de 1792) al alcalde de Trucios. Se contestó al arzobispo con otra carta, felicitándole, y se dispuso celebrar en el pueblo una función reli­giosa con sermón y correr tres toros.129 El bilbaíno Andrés de Orueta y Barasorda, jurisconsulto y canonista, fue nombrado fiscal de la supre­ma inquisición de Granada en 1707 y escribió al ayuntamiento de Bil­bao para comunicar su nuevo cargo. Unos meses después, el rey lo eligió como obispo de Valladolid. Al guipuzcoano Agustín de Ayestarán y Landa, el ayuntamiento de Villafranca de Ordizia lo felicitó el 10 de marzo de 1769 por la obtención de una prebenda en la catedral de Sevi­lla.130 El alavés Juan Álvarez de Eulate y Díaz de Santacruz fue obispo de Málaga131 entre 1745 y 1755. Con motivo de su nombramiento, el ayun­tamiento de Salvatierra, como consta en el libro de actas del 1746, dis­puso que se hiciera una fiesta en la que se trajeran músicos, repicaran las campanas, hubiese danzas y se celebrase una misa cantada.132

El navarro José Vicente Díaz Bravo (1708-1772) fue obispo de Du­rango, en la Nueva España, entre 1769 y 1772. El ayuntamiento de Tudela se reunió el 7 de septiembre de 1769 para recibir la noticia de que José Vicente había aceptado el obispado de Durango. Se tañeron las cam­panas de la torre para demostrar la alegría del pueblo por la noticia. Al mes siguiente, el ayuntamiento se volvió a reunir para conocer noticias de su viaje y estancia en la corte, dispuso los actos festivos que durante ocho días se celebrarían en su honor y encargó que se ejecutaran vítores escritos, pintados y de madera para conmemorar dicho cargo. Ya insta­lado en Puebla de Los Ángeles, José Vicente escribió al ayuntamiento, el 29 de mayo de 1770, comunicando su intención de crear una casa de misericordia en Tudela.133

Algunas descripciones más detalladas resultan especialmente sabro­sas. En 1711, la ciudad navarra de Viana recibió con muchos agasajos y

128 Estanislao Jaime de Labayru, Historia general del Señorío de Bizcaya..., pp. 19-150.129 Ibid., pp. 156-527.130 Juan Olaechea, Villafranca de Ordizia, San Sebastián, Caja de Ahorros Municipal, 1970, p. 70.131 ags, sección de Gracia y Justicia, leg. 534, "Provisiones eclesiásticas", 11 de mayo de 1744,

5ff. (s.f.).132 Jesús María Alday, "Obispos alaveses", Separata de Scriptorium Victoriense XLIV (1997), p. 343.133 José Ramón Castro, Memorias históricas de Tudela escritas por Fray José Vicente Diaz Bravo,

obispo de Durango en Nueva España, natural de Tudela, en el Reino de Navarra, Pamplona, Diputa­ción Foral de Navarra, 1956, pp. 5-15.

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celebraciones a su hijo fray José Pérez de Lanciego (1656-1728), recién nom­brado arzobispo de México. Éste había comunicado en junio su nombra­miento al ayuntamiento y a la parroquia de San Pedro y cabildo de la ciudad. Ambas instituciones rivalizaron en su recibimiento. Con todas las campanas al vuelo, el alcalde y los clérigos del cabildo salieron a darle la bienvenida y lo acompañaron con gran gentío hasta su casa. El ayuntamiento había dispuesto que se le recibiera con la mayor decencia — como se acostumbra recibir a los obispos de este obispado— por las autoridades, acompañadas de ministros y maceros, con luminarias en las casas de la ciudad y hogueras en las plazas, con disparos de volado­res y cuatro ruedas de fuego, y con ofrecimiento de refrescos. A la ma­ñana siguiente se celebró una misa del Espíritu Santo y por la tarde se corrieron una docena de novillos para regocijo del pueblo. Al anochecer se recorrieron las calles de la ciudad con dos vítores, uno del ayunta­miento, que se fijó en la fachada de la casa consistorial, y otro de la parroquia de San Pedro, que se llevó por las calles en un carro engalanado, acompañado por los licenciados de la ciudad y por mucha gente, con música y letras compuestas para la ocasión, y que se colocó, al termi­nar, en la puerta principal de San Pedro, con muchos disparos de fue­gos y voladores y un árbol de fuegos. El obispo electo fue agasajado con regalos de cajas de cacao y azúcar y con un cántaro de vino rancio.134

Semejantes festejos encontramos en otros territorios. En marzo de 1768, el alavés Juan Sáenz de Buruaga tomó posesión del arzobispa­do de Zaragoza. En octubre de 1767 ya se conoce la noticia en su pueblo natal, Berrícano, y los representantes de la hermandad de Cigoitia acuerdan festejar su nombramiento. El libro de actas de la hermandad plasma el programa de actos. Se dispone celebrar en la iglesia de Be­rrícano, con el cabildo eclesiástico y sacerdotes de la hermandad, una misa, procesión y exposición, traer música con músicos venidos de Vitoria y correr una novillada. La fiesta tuvo lugar el 15 de noviembre, con un gasto que ascendió a casi 1 700 reales. No se sabe si el obispo asistió a los festejos. Las gentes se concentraron en la sala capitular de la her­mandad. Partieron en comunidad camino de Berrícano, precedidos de un vítor, símbolo de la promoción episcopal. Seguía la banda de música de la parroquia de San Pedro de Vitoria y después las autoridades mu­nicipales. En la explanada del palacio esperaban los vecinos del pueblo, bajo la presidencia del regidor. El séquito fue recibido en el atrio de la

134 J. Labeaga Mendiola, E. Sáinz Ripa y P. Sáinz Ripa, Tres arzobispos de Viana..., pp. 109-110.

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iglesia por el cabildo eclesiástico de la hermandad, integrado por el preste y veinte sacerdotes. La ceremonia fue fastuosa, con coro, instrumentos musicales y también festejos profanos, con bailes típicos como la espata- dantza, novillada y repartos de vino y alimentos. En febrero, el obispo envió una carta dando las gracias por la celebración y a lo largo de su episcopado respondió con notables muestras de generosidad mate­rial hacia la iglesia de Berrícano.135 En relación con este prestigio e in­fluencia, a veces observamos que estos eclesiásticos fueron solicitados para hacer de mediadores en conflictos. Por ejemplo, Juan Sáenz de Buruaga (1707-1777), obispo de Lugo y arzobispo de Zaragoza, medió entre la hermandad de Cigoitia y la anteiglesia de Zeanuri por un pro­blema de lindes en los montes. Tras la resolución del conflicto, la her­mandad de Cigoitia le envió una carta de agradecimiento por haber influido en el resultado.136

También vemos correspondencia epistolar entre dignidades eleva­das en las catedrales de la monarquía y los clérigos de su arciprestaz- go de origen, con intercambios de felicitaciones por los cargos obtenidos y ofrecimientos de protección y ayuda. Por ejemplo, Miguel José de Iri­goyen y Dolarea, canónigo de la catedral de Pamplona en 1807, gober­nador del obispado en 1822 y obispo de Zamora (1847-1850) mantenía relaciones epistolares con los clérigos de su tierra de origen, el arcipres- tazgo de Baztán, recibía sus felicitaciones al ser nombrado obispo de Zamora, en 1847, y se ponía a su disposición para lo que necesitaran:

Participo de lleno, como es natural, del sentimiento de mi separación de mi amado país y de mis amigos, y el alejamiento a otro bastante remoto en donde por desgracia mía a nadie conozco; pero si ésta ha de ser mi suerte, ofrezco desde ahora mi futura Dignidad para cuando llegue a ob­tenerla canónicamente a disposición de V. S. y de cada uno de sus indivi­duos, para que allí, como aquí, me manden con confianza contándome por uno de sus hermanos, compañeros y amigos.137

En semejantes términos les ofrecía su favor dos años más tarde, al ser nombrado obispo de Calahorra-La Calzada (1850-1852).138

135 Atanasio Vergara, Sáenz de Buruaga.,., pp. 41-43.136 Ibid., pp.45-46.137 Carta de Miguel José de Irigoyen y Dolarea al Clero y Corporación de Hermanos del Valle

de Baztan, Pamplona, 12 de octubre de 1847, en M. Irigoyen y Olóndriz, Noticias históricas..., pp. 92-93.

138 ACGI, carta de Miguel José de Irigoyen y Dolarea (Zamora) a José María Gastón, 5 de di­ciembre de 1849.

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 175

Estas relaciones verticales se podían acompañar de cargos honorí­ficos concedidos en señal de reconocimiento o como forma de granjear­se protecciones. Atanasio de Ezterripa y Traña Jáuregui (Abadiño 1668-1720), obispo de Mallorca, figura en 1701 en el libro de la herman­dad de sacerdotes de la Merindad de Durango, en Vizcaya, como abad o mayordomo de ella, según el título que le concedieron sus paisanos presbíteros. En ejemplos anteriores hemos visto, por otro lado, cómo los cabildos eclesiásticos rivalizaban con los ayuntamientos en agasajar a los obispos electos naturales de sus parroquias.

La influencia en las iglesias locales y comarcales de la patria chica fue también un importante elemento de prestigio y poder para estas fami­lias notables. No sabemos en qué medida la presencia de parientes en el alto clero, o, más genéricamente, en la alta administración, pudo favo­recer esta presencia. Habría que analizar, desde la clave de las familias, la relación entre la producción de alto clero y la producción de clero parroquial o diocesano en el propio territorio de las familias de origen. El ejemplo de los baztaneses muestra que los grupos de familias que se elevaron tan poderosamente en la corte de los Borbones, y que coloca­ron a los suyos en obispados "a escala de imperio", tuvieron también una especial capacidad de penetración y acumulación de cargos en el alto clero de la propia diócesis.139 En el siglo XVIII, los Aldecoa, del palacio Datue de Elizondo, estuvieron representados en la catedral de Pamplona por tres arcedianos y dos canónigos.140 Los Irigoyen, por un obispo, un vicario general, un canónigo y varios altos cargos más en su parente­la.141 Los Echenique, parientes de los anteriores, estuvieron representa­dos al menos por un vicario general y un arcediano de cámara.142 El

139 Archivo de la Catedral de Pamplona. Agradecemos su consulta a D. Julio Gorricho.140 Agustín Aldecoa y Borda (Elizondo, 1670; muerto en 1721), canónigo de la catedral de

Pamplona en 1716; Gaspar de Aldecoa (Elizondo-Zaragoza, 1754), arcediano de dicha catedral en 1734; Juan Fermín de Aldecoa (Elizondo; muerto en 1751) arcediano de ésta en 1738; Miguel Francisco de Aldecoa (Elizondo; muerto en 1801), canónigo. A esta parentela se vinculaba asi­mismo Pedro Fermín Jáuregui y Aldecoa (Palacio de Oharriz, Lecároz, 1707; muerto en 1777), canónigo de la catedral de Pamplona en 1730 y arcediano de cámara de dicha catedral en 1743.

141 Fermín Lorenzo Irigoyen y Dutari (Errazu, 1712-1778), obispo de Pamplona entre 1768 y 1778; Fermín Lorenzo Irigoyen y Echenique (Errazu, 1743-1799), sobrino del anterior, provisor y vicario general de la diócesis entre 1772 y 1778; Miguel José Irigoyen y Dolarea (Errazu, 1785-1852), sobrino del anterior, canónigo de la catedral de Pamplona a partir de 1807 y gobernador de la diócesis durante el trienio liberal.

142 Juan Miguel de Echenique (Errazu, 1718-1784), primo del obispo Irigoyen, provisor y vica­rio general de la diócesis entre 1768 y 1772, y arcediano de la Tabla en 1772. Pedro Vicente de Echenique y Gastón de Iriarte (Azpilcueta, 1749-1820), canónigo en 1777 y arcediano de la cá­mara en 1799.

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176 JOSÉ MARÍA IMÍZCOZ Y MARÍA VICTORIA GARCÍA DEL SER

empuje de estos grupos de parentesco fue tan fuerte que, en las elec­ciones de canónigos de 1755, el prior de la catedral de Pamplona temía "que son capaces de levantarse totalmente con la iglesia [de Pamplona] y hacerla patrimonio de baztaneses".143 Este temor de los candidatos al cabildo de la catedral ante el asalto de los baztaneses ilustra la podero­sa emergencia de estos nuevos grupos en el espacio de la diócesis, sin duda gracias a su especial apoyo cortesano,144 así como la pugna con las familias de la nobleza navarra que controlaban hasta entonces ese espacio de poder.

El control de los cargos en las iglesias parroquiales fue un importan­te elemento de influencia en la vida local ¿En qué medida los grupos familiares de este alto clero pesaron en la producción de clero parroquial? ¿Favorecieron la carrera eclesiástica en la comarca de sus parientes de condición social más baja, o de hijos de familias amigas, con el consi­guiente aumento de influencia en su territorio? En las encartaciones de Vizcaya, por ejemplo, el jefe de la casa la Cuadra consiguió numerosos patronatos de iglesias.145 Hacen falta estudios del clero parroquial, pero estudios que entiendan que la comunidad local no es un campo de fuer­zas puramente endógenas y que, por tanto, investiguen las relaciones entre los procesos de cambio que se producen, por arriba, en las esferas de poder de la monarquía, y los cambios que se producen, por abajo, en la renovación de los encuadramientos locales.

El ejemplo del Valle de Baztán muestra el control de recursos para la producción y colocación de clero local por los patricios de las familias hegemónicas de "la hora del XVIh" y las prácticas clientelares que gober­naron su reparto. La correspondencia epistolar de los Gastón de Iriarte revela redes verticales en que los parientes más elevados intercedían y conseguían beneficios eclesiásticos locales, capellanías familiares o becas para parientes más pobres, o para miembros de familias amigas. Así vemos cómo, a través de relaciones de parentesco, de amistad y de pa­tronazgo, se movía en la corte la creación de nuevos beneficios patrimo­

143 Citado por J. Goñi Gaztambide, Historia de tos obispos de Pamplona, t. VII..., pp. 463 y 472.144 Como ilustra, por ejemplo, la carta de D. Miguel de Múzquiz a D. Manuel de Borda, del 3

de enero de 1748: "Amigo y Señor: Están ya ganados los portillos del Sr. Carvajal y de mi jefe el Sr. Marqués, según he comprendido, para la Chantría de esa Iglesia [...]", Archivo de la Cate­dral de Pamplona, Correspondencia de Pedro José de Echenique (Errazu) con Manuel Tomás de Borda y otros, 1747-1748.

145 Fernando Martínez Rueda, Los poderes locales en Vizcaya..., p. 224.

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niales para las parroquias locales,146 se colocaba en uno de ellos a un sobrino,147 se intercedía a favor de algún allegado para la obtención de un beneficio,148 se conseguían plazas gratuitas para estudiar en el semi­nario de San Juan Bautista de Pamplona,149 se recomendaba a hijos de amigos para disfrutar de becas de estudio en universidades150 o se inter­cedía a favor de parientes para ocupar alguna de las abundantes cape­llanías fundadas por los miembros de estas parentelas.151 Algunos de estos casos muestran que las relaciones privilegiadas con los parientes y ami­gos establecidos en el alto clero de la diócesis, como el obispo Irigoyen o los canónigos Aldecoa, Echenique, etc., fueron una fuente de influen­cia decisiva. Los patricios locales que gozaban de estos parentescos y amistades eran muy solicitados desde abajo para interceder en su favor y esta capacidad de conseguir favores alimentaba sus posiciones clien- telares en la comunidad.152

Los eclesiásticos de estas familias ejercieron un importante mece­nazgo con respecto a las iglesias parroquiales de sus comunidades de origen y que esto fue una importante fuente de prestigio para ellos y para sus familiares. Numerosos ejemplos lo muestran. Agustín de Ayestarán y Landa, natural de Villafranca de Ordizia, en Guipúzcoa, regaló en 1782, siendo obispo auxiliar de Sevilla, un frontal para el altar de la parroquia de Santa María, y en 1806 un terno de tisú de plata y oro, cuando era obispo de Córdoba.153 Fray Pablo Antonio Pérez, natu­ral de Sesma (Navarra) y guardián del convento de San Francisco en

146 ACGI, cartas de Juan Francisco de Lastiri (Madrid) a Pedro José Gastón de Iriarte, 19 de julio de 1772, 7 de enero de 1773, 3 de febrero de 1773, ¿? de 1773 y 7 de abril de 1773.

147 ACGI, carta del obispo Juan Lorenzo Irigoyen y Dutari (Pamplona) a Pedro José Gastón de Iriarte, 4 de diciembre de 1771.

148 ACGI, carta de Miguel Gastón de Iriarte y Borda (Madrid) a Pedro Felipe Gastón de Iriarte y Borda, 18 de noviembre de 1750; carta de Francisco Javier de Coicoa a Pedro José Gastón de Iriarte, 10 de julio de 1788.

149 ACGI, cartas de Ana Joaquina de Alduncín (Los Arcos) a Pedro José Gastón de Iriarte, 3 y 14 de enero de 1788.

150 ACGI, cartas de Juan Bautista de Nieva (Pamplona) a Pedro José Gastón de Iriarte, 1 y 13 de

agosto de 1787.151 ACGI, cartas de Juan Javier Gastón de Iriarte (Madrid) a Pedro José de Dolarea y Barrene-

che, 28 de junio y 9 de agosto de 1747; carta de Juan Luis de Iribarren (Madrid) a Pedro José Gastón de Iriarte, 20 de marzo de 1771.

152 J. M. Imízcoz, "Patronos y mediadores. Redes familiares en la monarquía y patronazgo en la aldea. La hegemonía de las élites baztanesas en el siglo XVIII", en J. M. Imízcoz (dir.), Redes familiares y patronazgo. Aproximación al entramado social del País Vasco y Navarra en el antiguo régimen (siglos xv-XIX), Bilbao, Universidad del País Vasco, 2001, pp. 248-253 (www.ehu.es/grupoimizcoz).

153 Juan Olaechea, Villafranca de Ordizia, San Sebastián, Caja de Ahorros Municipal, 1970, p. 70.

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México envía en 1747 una remesa para construir una capilla en Sesma.154 El arzobispo de Granada, Francisco de Perea y Porres, natural de Gra­nada, pero cuyos abuelos eran de Amurrio (Álava), donó a la iglesia de dicha localidad trajes, facistoles y alhajas diversas en 1728.155 Asimismo, el alavés Juan Sáenz de Buruaga, siendo obispo de Lugo (1762-1768), se ocupó de la parroquia de su pueblo natal, Berrícano, y encargó los reta­blos laterales primero y posteriormente el retablo central. Más adelante, desde Zaragoza, envió muchos objetos para el culto de la parroquia. La torre de la iglesia de Berrícano se construyó pocos años después de su muerte, pagada con sus donativos y la venta de algunas prendas dona­das a la parroquia.156

El alavés Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa (1759- 1832), obispo de La Flabana (1800-1832) fue un benefactor de su pueblo natal, Arroyabe, donde fundó un hospital con doce camas y una escuela gratuita de primeras letras para Arroyabe y los pueblos vecinos de Men- dibil, Amarita, Ullibarri y Landa. También con el dinero que envió desde Cuba se pagaron las rejas del presbiterio, coro y baptisterio de la parro­quia de Arroyabe. Asimismo, remitió un retablo de caoba y pintura para la capilla de San Juan y otro para la de San Prudencio, y ordenó restau­rar la casa de San Prudencio en Armentia. Baltasar Jaime Martínez de Compañon y Bujanda, obispo de Trujillo (1778-1788) y arzobispo de Bogotá (1788-1797), dejó herederas de sus bienes, entre otras, a las igle­sias de sus antepasados en Bernedo (Álava) y Cabredo (Navarra), lugar en el que nació. Manuel Francisco Navarrete y Ladrón de Guevara, obis­po de Mondoñedo (1699-1705) y arzobispo de Burgos (1705-1722), dejó en la plaza de su pueblo, Elciego, su casa natal con un escudo esculpido y un balcón de hierro forjado, y para la iglesia un retablo, objetos sagra­dos, reliquias y alhajas.157

¿Qué significado tuvo este mecenazgo para la comunidad? ¿Cómo se publicitaba? ¿Qué capital simbólico aportaba a las familias de los bene­factores? Los ejemplos más notables de mecenazgo, como eran las gran­des construcciones religiosas, muestran que la comunidad local celebraba estos acontecimientos con inauguraciones y actos religiosos de gran

154 Jesús María Usunáriz Garayoa, Una visión de la América del XVIII. Correspondencia de emigran­

tes guipuzcoanos y navarros, Madrid, Mapfre, 1992, pp. 340-341.155 Jesús María Alday, "Obispos alaveses...", pp. 51-106.156 Atanasio Vergara, Sáenz de Buruaga..., 1985, pp. 27-52.157 Jesús María Alday, "Obispos alaveses...", pp. 51-106.

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 179

carga simbólica, en los que se reconocía públicamente al benefactor y, a través de éste, a su casa y familia, que le representaban y capitalizaban aquel prestigio ante los ojos de todos.158 Un buen ejemplo de ello lo ofrece la construcción de nueva planta y la posterior inauguración de la iglesia parroquial de Azpilcueta, adornada con bellos retablos e imágenes de excelente factura,159 que se edificó entre 1750 y 1752, gracias a la finan­ciación160 del obispo don Martín de Elizacoechea.161

Aquel mecenazgo fue una fuente de prestigio y de influencia. "La gente está muy contenta y agradecida de lo mucho que hace Vuestra Se­ñoría Ilustrísima por su Patria",162 le escriben sus parientes. La honra del benefactor y el papel central de su casa y familia brilló especialmen­te en la inauguración de la nueva iglesia parroquial, el 15 de octubre de 1752. Se hizo "convite a toda la clerecía del Valle, Parientes de Vuestra Señoría Ilustrísima y gente de distinción de él para la dicha función".163 La mañana del día 15,

se formó la procesión llevando en ella los Santos nuevos [...] y fue la di­cha procesión calle arriba dando vuelta por la era de la casa de Vuestra Señoría Ilustrísima, así como lo efectúan el día de Corpus Christi. Des­pués de ésta [entró a] misa mayor, que la celebró el Sr. Dn. [Juan] Lorenzo de Irigoien, Prior de Velate, siendo el orador un hermano suyo, electo rector de Almandoz, mozo de especiales talentos que se desempeñó a gusto de todos los oyentes. [...] Después de acabada la misa, concurrió la gente a casa de Vuestra Señoría Ilustrísima donde [se pasó] alegremente, habiendo habido de concurso hasta cerca de doscientas personas en dicha casa.

158 J. M. lmízcoz, "Patronos y mediadores...", pp. 254-259.159 María C. García Gainza (dir.), Catálogo monumental de Navarra, V*, Merindad de Pamplona,

Pamplona, Gobierno de Navarra, 1994, pp. 320-325.160 La donación inicial fue de 6 000 pesos (ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de

Elizacoechea (Valladolid de Michoacán, México), 8 de septiembre de 1750. Entre 1750 y 1759, la diócesis de Michoacán ingresó 218 389 pesos de diezmo anual, Cfr. D. A. Brading, Una iglesia asediada. El obispado de Michoacán, 1749-1810, México, fce, 1994, p. 242.

161 Además, entre otras donaciones, costeó las obras de la ermita de San Fermín (ACGI, carta de Martín de Elizacoechea (Valladolid de Michoacán, México) a Pedro José Gastón de Iriarte (Erra­zu), 1 de septiembre de 1754, envió a su pueblo natal 12 000 pesos con el fin de dotar capellanías, y redimió en Azpilcueta un censo que se pagaba a los duques de Granada de Ega. Cfr. Marqués de Jaureguízar, Nobiliario de Navarra. El palacio de cabo de Armería de Ripa: sus poseedores y casas con ellos entroncados, Madrid, 1978, p. 41.

162 ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea (Valladolid de Michoacán, México), 8 de junio de 1751.

163ACGI, carta de Antonio Gastón de Iriarte a Martín de Elizacoechea (Valladolid de Michoacán, México), 5 de diciembre de 1752.

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[En definitiva, una celebración a la que] concurrió la mayor parte de la clerecía, Parientes de Vuestra Señoría Ilustrísima y toda la gente princi­pal y mucho [concurso] del Valle y fuera (de) él [como no] se ha visto en estas montañas.164

En el siglo XVIII, las provincias vascas y el reino de Navarra dieron un alto clero abundante que hizo carrera en muy diversos territorios de la Península y de las Indias. Muchos de estos eclesiásticos formaban parte de los grupos familiares originarios de estos territorios que se ele­varon entonces con fuerza especial en la corte y en la administración de la monarquía y de su imperio colonial. Entre otros factores, las bases familiares, el patronazgo de los propios prelados y la capacidad de las redes de influencia de estos grupos en la corte explican el auge de este alto clero. A su vez, la correspondencia epistolar de dichos eclesiásticos con sus familias revela las funciones que desempeñaron en sus paren­telas y comunidades de origen: la economía de vasos comunicantes con la que alimentaron abundantemente a sus casas y a sus parientes —finan­ciándolos, procurándoles educación y carrera, dotándolos — el mecenazgo que ejercieron en sus villas y aldeas, y el prestigio e influencia cliente- lar con que alimentaron la posición de sus familias en la comunidad. Estos rasgos no parecen exclusivos de un sector, sino más bien comu­nes, en buena medida, al conjunto del alto clero.

164 Ibid.

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 181

Anexo

Obispos naturales de las provincias vascas y del reino de Navarra en el siglo XVIII

NAVARRA165

Nombre Fecha y lugar de nacimiento

Fecha y lugar de defunción

Cargo

Añoa y Busto, Fco. Ignacio Viana, 1684 Zaragoza, 1764 Ob. de Pamplona 1736-1742166 y Zaragoza (1742-1764)

Arteaga y Dicastillo, Juan Arbeiza Ob. de Orense, 1707

Díaz Bravo, José Vicente Tudela, 1708 De viaje a España, 1772

Ob. de Durango (México) 1769- 1772

Elizacoechea Dorrea, Mar­tín de

Azpilcueta, 1682 Michoacán (Méxi­co), 1756

Ob. de Durango (México) 1735- 1745 y de Michoacán (México) 1745-1756

Escalzo y Acedo, Matías Sesma, 1690 Columbriones (León), 1749

Ob. de Astorga 1748-1749167

Escalzo y Miguel, José Cipriano

Sesma, 1718 Cádiz, 1790 Ob. de Cádiz 1783-1790

González de Bassecourt, Miguel Fermín

Pamplona, 1719 Perú, 1792 Ob. de Arequipa (Perú) 1781- 1972

Guinda y Apeztegui, Simeón

Esparza de Salazar Ob. de Urgel, 1714-1737

Irigoyen y Dutari, Juan Lo­renzo de

Errazu, 1712 Pamplona, 1778 Ob. de Pamplona 1768-1778

Iturbide, Diego Felipe de Tudela Venosa (Italia), 1726; Side en Panfilia, 1727; Ragusa en Dal- macia, 1727-1728

165 Las fuentes bibliográficas utilizadas han sido: para las provincias vascas y el reino de Navarra: Quintín Aldea, Tomás Marín, José Vives (dir.), Diccionario de historia eclesiástica de España, Madrid, Instituto Enrique Flórez/CSIC, 1975; Lamberto de Echeverría, "Episcopologio vascongado entre 1750 y 1982", en Boletín de Estudios Históricos de San Sebastián, 16-17 (II), 1982-1983, pp. 737-760; VVAA, Enciclopedia General Ilustrada del País Vasco, San Sebastián, Auñamendi, 1970. Para Nava­rra: José Goñi Gaztambide, Historia de los obispos de Pamplona, tt. VII y VIII. Siglo XVIII, Pamplona, Universidad de Navarra, 1989; Luis Miguel Gutiérrez Torrecilla, "Martín de Elizacoechea, un navarro obispo en América (1679-1756)", en Príncipe de Viana, 55,1994, pp. 391-405; A. Floristán, "La diócesis de Pamplona en tiempos de reformas (1512-1808)", en Historia de la diócesis de Pamplona, bac (en prensa).

166 ags, sección de Gracia y Justicia, leg, 534, "Provisiones eclesiásticas", 30 de agosto de 1735,

5 ff.167 Ibid., 14 de diciembre de 1747, 2 ff.

Page 183: La Iglesia Hispanoamericana, De La Colonia a La República - Rodolfo Aguirre y Lucrecia Enríquez (Coord.) (1)

182

NAVARRA (continuación)

JOSÉ MARÍA IMÍZCOZ Y MARÍA VICTORIA GARCÍA DEL SER

Nombre Fecha y lugar de nacimiento

Fecha y lugar de dejunción

Cargo

Jiménez de Cascante, Ber­nardo

Cascante Ob. de Barcelona, 1725-1730

Larrumbe Malli, José Lumbier, 1695 Tuy, 1751 Ob. de Tuy 1745-1751168

Larrumbe, Francisco Ra­món de

Lumbier, 1738 Ob. de Tudela, 1784-1796

Martínez de Compañón y Bujanda, Baltasar Jaime

Cabredo 1737 Bogotá, 1797 Ob. de Trujillo (Perú) 1778-1788 Arz. de Santa Fe de Bogotá 1788- 1797

Martínez de Escalzo, Juan José

Sesma, 1704 Segovia, 1773 Ob. de Segovia 1765-1773

Martínez de Oneca, Pedro Gallipienzo, 1701 Puerto Rico, 1760 Ob. de Puerto Rico 1756-1760

Mendigaña y Armendáriz, Francisco

Astráin Ob. de Santo Domingo (Indias), 1726-1729

Múzquiz y Aldunate, Rafael Viana, 1747 Santiago de Com­postela, 1821

Ob. de Ávila 1799-1801 Arz. de Compostela 1801-1821

Osés de Alzúa y Copacio, Joaquín

Galbarra, 1755 Cuba, 1823 Ob. de Cuba 1792-1803 Arz. de Cuba 1803-1823

Ozta y Múzquiz, Pedro Luis Elvetea, valle de Baztán 1742

Calahorra, 1789 Ob. de Calahorra 1785-1789

Pérez de Arellano, Juan Antonio

Sesma, 1693 Navarra, 1756 Ob. auxiliar de Toledo 1739-1756

Pérez de Landego y Eguilaz, José

Viana, 1656 México, 1728 Arz. de México, 1714-1728

Ramírez de Arellano, Juan Agapito

Puente la Reina, 1738

Gerona, 1810 Ob. de Gerona 1798-1810

Rodríguez de Arellano, José Javier

Sangüesa, 1704 Burgos, 1791 Arz. de Burgos 1764-1791

Ruiz Cabañas, Juan Espronceda 1752 Nicaragua 1824 Ob. de Nicaragua 1794-1824

Tapís Garda, Pedro Andosilla Ob. de Durango (México), 1714- 1722

Torres, Jerónimo María de Allo, 1730 Lérida, 1816 Ob. de Lérida 1783-1816Yanguas y Velandia, Fran­cisco de

Ob. de Valencia (gobernador del arzobispado hasta 1728)

168 Ibid., 13 de mayo de 1745, 3 ff.

Page 184: La Iglesia Hispanoamericana, De La Colonia a La República - Rodolfo Aguirre y Lucrecia Enríquez (Coord.) (1)

EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 183

VIZCAYA169

169 Las fuentes bibliográficas utilizadas para Vizcaya han sido: Estanislao Jaime de Labayru, Galería de bascongados ilustres en religión, Bilbao, Imp. Cat. De San Francisco de Sales, 1893; Histo­ria general del señorío de Bizcaya, t. VI, Bilbao, Gran Enciclopedia Vasca, 1974; J. F. Alcaraz Gó­mez, "Documentos, Felipe V y sus confesores jesuítas. El cursus episcopal de algunos personajes ilustres del reinado", en Revista de Historia Moderna Anales de la Universidad de Alicante, núm. 15, 1996, pp. 13-45.

170 Jacinto de Arana y Cuesta, aunque no está claro dónde nació, puesto que para unos auto­res lo hizo en Ispaster (Vizcaya) y para otros en Canalejas del Arroyo (Cuenca), parece que sí estuvo muy vinculado al solar mencionado de Ispaster.

171 ags, sección de Gracia y Justicia, leg. 534, "Provisiones eclesiásticas", 22 de febrero de 1727,4ff.172 Ibid., 4 de enero de 1736, 4ff. y 7 de mayo de 1744, 6ff.173 Ibid., 31 de agosto de 1703, 2 ff.174 Aunque este obispo nació en el Bortedo (Burgos), procede de una familia importante cuyo

mayorazgo se asienta en Vizcaya.175 Gorosábel dice que es de Elgeta (Guipúzcoa) pero la enciclopedia Auñamendi puntualiza

que nació en Ermua (Vizcaya), aunque sus antepasados eran del valle de Angiozar (Guipúzcoa). Véase Pablo de Gorosabel, Diccionario histórico, geográfico, descriptivo de los pueblos, valles, partidos, alcaldías y uniones de Guipúzcoa, Tolosa, Imp. Pedro Gurruchaga, 1862. p. 161 y VVAA, Enciclope­dia general ilustrada del País Vasco, vol. XXXIV, San Sebastián, Auñamendi, 1992, p. 225.

176 AGS, sección de Gracia y Justicia, leg, 534, "Provisiones eclesiásticas", 15 de agosto de 1720,

3ff. y 10 de enero de 1725, 6ff.

Nombre Fecha y lugar de nacimiento

Fecha y lugar de defunción

Cargo

Arena y Cuesta, Jacinto170 Íspaster/Canalejas Zamora, 1739 del Arroyo (Cuen­ca, 1663)

Obispo de Zamora 1728-1739171

Cuadra y Achiga, Pedro de Musquiz, 1684 Burgos, 1750 Ob. de Osma 1736-1744 Arz. de Burgos 1744-1750172

Echanove y Zaldivar, Anto­nio Femando de

Ochandiano, 1765 Tarragona, 1854 Arz. de Nicosia 1818-1826 Arz. de Tarragona 1826-1854

Ezterripa y Traña Jauregui, Atanasio de

Abadiño, 1668 Mallorca, 1720 Ob. de Licópolis (Egipto) in par- tibus y de Toledo (sufragáneo) 1703-1712Ob. de Mallorca 1703-1720173

Gómez de la Torre, Andrés Antonio

Bilbao, 1708 Jaén, 1779 Ob. de Ceuta 1761-1770 Ob.de Jaén 1770-1779

Mollinedo y Quadra, José Luis de

Bortedo174 (Bur­gos), 1716

Palencia, 1800 Ob. de Palencia 1780-1800

Orbe y Larreategui, Andrés de

Ermua, 1672175 Valencia, 1740 Ob. de Barcelona 1720-1725 Ob. de Valencia 1725-1738176

Page 185: La Iglesia Hispanoamericana, De La Colonia a La República - Rodolfo Aguirre y Lucrecia Enríquez (Coord.) (1)

184 JOSÉ MARÍA IMÍZCOZ Y MARÍA VICTORIA GARCÍA DEL SER

VIZCAYA (continuación)

Nombre

Orueta, Domingo de

Lugar y fecha de nacimiento

Bilbao, 1633

Lugar y fecha de defunción

Almería, 1701

Cargo

Ob. de Almería 1687-1701

Orueta y Barasorda, Andrés de

Bilbao, 1652 Valladolid, 1716 Ob. de Valladolid177 1707-1716

Pérez de Uraga, José Baracaldo, 1771 Guadix, 1840 Ob. de Guadix 1828-1840

Rodríguez, Anselmo Baracaldo, 1712 Almería, 1798 Ob. de Almería 1780-1798

Tueros, Felipe de los Trucios, 1675 Granada, 1751 Ob. de Guadix 1721-1734 Ob. de Granada 1734-1751

Tueros, Juan Antonio de los Trucios, ca. 1725 Burgos, 1797 Arz. de Burgos 1791-1797

Zengohtabengoa, Juan Bau­tista de

Bérriz, 1736 Puerto Rico, 1802 Ob. de Puerto Rico 1795-1802

Zulaibar, Juan Zeanuri, 1753 Manila, 1824 Arz. de Manila 1804-1824

177 Ibid., 18 de septiembre de 1707.178 Las fuentes bibliográficas utilizadas para Álava han sido: Jesús María Alday, "Obispos

alaveses", en Separata de Scriptorium Victoriense XLIV, 1997, pp. 331-430 y XLV, 1998, pp. 51-106; Vicente G. de Echavarri, Alaveses ilustres, t. V, Echevarri; Amigos del Libro Vasco, 1989; Landa- zuri y Romarate, Historia general de Álava. Historia eclesiástica de Álava, vol. III, Bilbao, Gran Enci­clopedia Vasca, 1973; Atanasio Vergara, Sáenz de Buruaga...

179 ags, sección de Gracia y Justicia, leg, 534, "Provisiones eclesiásticas", 11 de octubre de1744, 5ff.

180 Ibid., 26 de mayo de 1746, 2ff.

ÁLAVA178

Nombre Lugar y fecha de nacimiento

Lugar y fecha de defunción

Cargo

Biguezal, José Fco. Victoria, 1692 Ciudad Rodrigo, 1762

Ob. de Ciudad Rodrigo 1756- 1762

Álvarez de Eulate y Díaz de Santacruz, Juan

Salvatierra, 1683 Coín (Málaga), 1755

Ob. de Málaga 1745-1755179

Cadiñanos y Rotaeta, Fer­nando de

Vitoria, 1731 Tegucigalpa (Honduras), 1794

Ob. de Comayagua (hoy Teguci­galpa) 1788-1794

Díaz de la Espada y Fernán­dez de Landa, Juan José

Arroyabe, 1756 La Habana (Cuba), 1832

Ob. de San Cristóbal de La Ha­bana 1800-1832

Mezquia y Díaz de Arrízala, José López de

Salvatierra, 1688 Salsona (Lérida), 1772

Ob. de Solsona 1746-1772180

Page 186: La Iglesia Hispanoamericana, De La Colonia a La República - Rodolfo Aguirre y Lucrecia Enríquez (Coord.) (1)

EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 185

ÁLAVA (continuación)

Nombre Lugar y fecha de nacimiento

Lugar y fecha de defunción

Cargo

Navarrete y Ladrón de Guevara, Manuel Feo.

Elciego, 1645 Burgos, 1722 Ob. de Mondoñedo 1699-1795 Arz. de Burgos 1705-1722181

Ochoa de Mendarozqueta y Sáenz de Arzamendi, Fco.

Mendarozqueta,1658

Palencia, 1732 Ob. de Palencia 1717-1732182

Ramírez de la Piscina, Pe­dro Manuel

Peñacerrada, 1760 Ciudad Rodrigo, 1835

Ob. de Ciudad Rodrigo 1814-1835

Rodríguez de Mendaroz- queta y Díaz de Zárate, Fco.

Luquiano, 1655 Sigüenza, 1722 Ob. de Sigüenza 1714-1722183

Sáenz de Buruaga y Ortiz de Landaluce, Juan Bautista

Berrícano, 1707 Zaragoza, 1777 Ob. de Lugo 1762-1768 Arz. de Zaragoza 1768-1777

Sáenz de la Guardia, Eduar­do Ma.

Moreda, 1764 Huesca, 1832 Ob. de Huesca 1815-1832

Soloaga y Gil, Antonio Viñaspre, 1659 Lima, 1722 Arz. de Lima 1714-1722

Viana y Sáenz de Villaver- de, Juan Antonio de

Lagrán, 1745 Almería, 1800 Ob. de Caracas 1792-1798 Ob. de Almería 1798-1800

181 Ibid., 16 de octubre de 1704, 3ff.182 Ibid., 30 de enero de 1717, 7ff.181 Ibid., 30 de octubre de 1713, 7ff.184 Las fuentes bibliográficas utilizadas para Guipúzcoa han sido; Fausto Arocena, Diccionario

biográfico vasco. Guipúzcoa, San Sebastián, Auñamendi, 1963; Carmelo de Echegaray y Serapio Múgica, Villafranca de Guipúzcoa. Monografía histórica, Irún, Tipográfica de la Viuda de B. Valver- de, 1908; José Goñi Gaztambide, Historia de los obispos de Pamplona, tt. VII y VIII. Siglo XVIII. Pamplona, Universidad de Navarra, 1989; Pablo de Gorosabel, Diccionario histórico geográfico descriptivo de los pueblos, valles, partidos, alcaldías y uniones de Guipúzcoa, Tolosa, Imprenta Pedro Gurruchaga, 1862; Ignacio Iparraguirre, Idiazabal (visión histórica), San Sebastián, Auñamendi, 1971; José de Lizargarata, Ensayo para una colección de memorias de hombres célebres, prelados, escri­tores y sujetos notables en virtud y doctrina naturales de Guipúzcoa, Florencia, Imprenta de la Purísi­ma Concepción de Rafael Rica, 1876; Francisco López Alen, Galería biográfica de Guipúzcoa. Galería de retratos de guipuzcoanos distinguidos, San Sebastián, J. Baroja, 1898.

Nombre Lugar y fecha de nacimiento

Lugar y fecha de defunción

Cargo

Adubriaga, Ramón María Oñate, 1755 Ávila, 1840 Ob. de Ávila 1824-1840

Ayestarán y Landa, Agustín Vilafranca de Oria, 1738

Córdoba, 1805 Ob. de Botra (Fenicia) y aux. de Sevilla 1782-17%Ob. de Córdoba 1796-1805

GUIPÚZCOA184

Page 187: La Iglesia Hispanoamericana, De La Colonia a La República - Rodolfo Aguirre y Lucrecia Enríquez (Coord.) (1)

186

GUIPÚZCOA (continuación)

JOSÉ MARÍA IMÍZCOZ Y MARÍA VICTORIA GARCÍA DEL SER

Nombre Lugar y fecha de nacimiento

Lugar y fecha de defunción

Cargo

Celayeta y Lizarza, Mar­tín de

Ikaztegieta, 1675 León,1728 Ob. de León 1720-1728185

Lardizabal y Elorza, Juan Antonio

Segura, 1682 Puebla de los Án­geles (México), 1733

Ob. de Puebla de los Angeles 1722-1733

Lezo y Palomeque, Agus­tín de

Lima, 1724186 Zaragoza, 1796 Ob. de Pamplona 1779-1783 Arz. Zaragoza 1784-1796

Victoria Emparan, Sebas­tián de

Azpeitia, 1683 Urgel, 1756 Ob. de Urgel 1747-1756

* Entre paréntesis la provincia de origen.

185 AGS, sección de Gracia y Justicia, leg, 534, "Provisiones eclesiásticas", 13 de mayo de 1718, 4 ff. (s. f.).

186 Se incluye este personaje porque, a pesar de que nació en Puerto de Callao (Lima), era hijo del virrey del Perú, natural de Pasajes (Guipúzcoa) y pasó toda su vida en Navarra y después en Zaragoza. Además, era el sobrino del teniente general de la armada española Blas de Lezo.

Obispos naturales de las provincias vascas y del reino de Navarra en la América del siglo xvm

Nombre Lugar y fecha de nacimiento

Lugar y fecha de defunción

Cargo

Cadiñanos y Rotaeta, Fer­nando de (Alava)*

Victoria, 1731 Tegucigalpa (Hon­duras), 1794

Ob. de Comayagua (hoy Teguci­galpa) 1788-1794

Díaz Brazo, José Vicente (Navarra)*

Tudela, 1708 De viaje a España, 1772

Obispo de Durango (México) 1769-1772

Díaz de la Espada y Fernán­dez de Landa, Juan José (Álava)*

Arroyabe, 1756 La Habana (Cu­ba), 1832

Ob. de San Cristóbal de la Haba­na 1800-1832

Elizacoechea Dorrea, Mar­tín de (Navarra)*

Azpilcueta, 1682 Michoacán (Mé­xico), 1756

Ob. de Durango (México) 1735- 1745 y de Michoacán (México) 1745-1756

González de Bassecourt, Miguel Fermín (Navarra)*

Pamplona, 1719 Perú, 1792 Ob. de Arequipa (Perú) 1781- 1792

Lardizabal y Elorza, Juan Antonio (Guipúzcoa)*

Segura, 1682 Puebla de los Án­geles (México), 1733

Ob. de Puebla de los Ángeles 1722-1733

Martínez de Compañon y Bujanda, Baltasar Jaime (Navarra)*

Cabredo, 1737 Bogotá, 1797 Ob. de Trujillo (Perú) 1778-1788 Ob. de Santa Fe de Bogotá 1788- 1797

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EL ALTO CLERO VASCO Y NAVARRO EN LA MONARQUÍA HISPÁNICA DEL SIGLO XVIII 187

Obispos naturales de las provincias vascas y del reino de Navarra en la América del siglo XVIII (continuación)

Nombre Lugar y fecha de nacimiento

Lugar y fecha de defunción

Cargo

Martínez de Oneca, Pedro (Navarra)*

Gallipienzo, 1701 Puerto Rico, 1760 Ob. de Puerto Rico 1756-1760

Mendigaña y Armendáriz, Francisco (Navarra)*

Ob. de Santo Domingo, 1726- 1729

Osés de Alsúa y Copacio, Joaquín (Navarra)*

Galbarra, 1755 Cuba, 1823 Ob. de Cuba 1792-1803 Arz. de Cuba 1803-1823

Pérez de Lanciego y Egui- laz, José (Navarra)*

Viana, 1656 México, 1728 Arz. de México, 1714-1728

Ruiz Cabañas, Juan (Na­varra)*

Espronceda, 1752 Nicaragua, 1824 Ob. de Nicaragua 1794-1824

Soloaga y Gil, Antonio (Álava)*

Viñaspre, 1659 Lima, 1722 Arz. de Lima 1714-1722

Tapís García, Pedro (Nava­rra)*

Ob. de Durango (México), 1714- 1722

Viana y Sáenz de Villaver- de, Juan Antonio de (Álava)*

Lagrán, 1745 Almería, 1800 Ob. de Caracas 1792-1798 Ob. de Almería 1798-1800

Zengotitabengoa, Juan Bau­tista de (Navarra)*

Bérriz, 1736 Puerto Rico, 1802 Ob. de Puerto Rico 1795-1802

Zulaibar, Juan (Vizcaya)* Zeanuri, (1753) Manila, 1824 Arz. de Manila 1804-1824

* Entre paréntesis la provincia de origen.

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¿Gobernar a través de las élites o con las élites? LOS VASCONGADOS Y LA FORMACIÓN DEL CLERO

SECULAR EN NUEVA ESPAÑA

María Cristina Torales Pacheco*

El trabajo que ahora presento se deriva de los estudios que desde hace veinte años he realizado desde dos orientaciones historiográficas que, para el propósito de los objetivos de este libro, se complementan. Por lo que considero pertinente incluir en una primera parte, un repaso gene­ral a las afirmaciones derivadas de mis investigaciones anteriores. En una segunda parte me propongo aportar los avances de investigación a propósito de la intervención de las élites en la formación del clero secu­lar en el siglo XVIII.

Inicié mis indagaciones sobre las élites vascongadas con la investi­gación del empresario del siglo XVIII Francisco Ignacio de Yraeta. Me aproximé a sus vínculos familiares, sociales, políticos e intelectuales para comprender la eficiente operación de su empresa a través de una am­plia red de corresponsales ubicados en los diversos reinos y provincias del mundo hispánico, en América, Asia y Europa.1 Al primer libro orien­tado al estudio socioeconómico de la empresa, siguieron algunos artícu­los centrados en la historia y los nexos familiares y sus comportamientos cotidianos, desde la casa y el vestido hasta sus actitudes ante el naci­miento y la muerte.

Años más tarde emprendí un estudio prosopográfico de un conjun­to de contemporáneos de aquel comerciante, me dediqué casi obsesi­vamente a identificar a los 545 miembros de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (rsbap) que residieron en la Nueva España.2

‘Universidad Iberoamericana, México.‘Maria Cristina Torales Pacheco et al., La Compañía de Comercio de Francisco Ignacio de Yraeta

(1767-1797). Cinco ensayos, 2 vols., México, IMCE, 1985; "Tradicionalismo y modernidad en el comercio novohispano de la segunda mitad del siglo XVIII: la compañía de Francisco Ignacio de Yraeta", en Arij Ouwennel y Cristina Torales (comps.), Empresarios, indios y Estado. Perfil de la economía mexicana (siglo XVIII), Amsterdam, cedla, 1988, pp. 59-70.

2 María Cristina Torales Pacheco, "Los comerciantes novohispanos socios de la rsbap", en La Real Sociedad Bascongada y América. III Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los

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190 MARÍA CRISTINA TORALES PACHECO

Ahora ofrezco a la discusión algunas afirmaciones derivadas de estos trabajos, unos de los cuales podríamos considerar relativos al ár­bol y otros al bosque.

1. La migración vascongada a los territorios americanos, menor en número en relación con las provenientes de otras provincias, pero alta­mente calificada, tuvo un papel central en la conformación de las élites americanas, desde el siglo XVI. Entre otras razones, porque los oriun­dos de dichas provincias lograron desde épocas muy tempranas de la corona castellana el reconocimiento de su hidalguía. Fundamentaron ésta en ser primeros pobladores de la Península Ibérica, ser cristianos viejos y haberse incorporado a dicha corona por pacto y no por conquista. A este propósito, cabe señalar cómo en el siglo XVIII fue ampliamente di­fundido en el mundo hispánico el libro La nobleza bascongada en el que su autor desarrolló profusamente estos argumentos. Esta cualidad fue re­conocida en la sociedad castellana de tal manera que, desde el siglo XVI, una vez que los vascos cruzaban el Atlántico (y más tarde, el Pacífico) y que adquirían solidez económica, hacían valer su hidalguía, lo que les garantizaba una posición social, la participación en puestos públicos y, para los aún solteros, un próspero enlace matrimonial. Consolidada su fortuna y su preeminencia social, no reparaban en gastos para ingresar a una orden de caballería, obtener un título nobiliario, y avanzado el siglo XVIII, la distinción de la venera de la orden de Carlos III.

2. Los vascongados, por las condiciones geográficas de su hábitat y su alta densidad demográfica, derivada de su constitución física y de sus prácticas de supervivencia, estuvieron obligados a migrar, primero a la corte y más tarde a otros reinos. Puedo afirmar que esto tuvo lugar, al menos desde el siglo XVI.

Una de las principales estrategias que desarrollaron para el éxi­to de la migración fue la enseñanza a los niños de la lectura y escritura del castellano, y de la aritmética, conocimientos que les permitieron

Amigos del País, San Sebastián, Fundación Banco de Bilbao Vizcaya, 1992, pp. 59-90; "Los socios de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País en México", en IV Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País "La r.s.b.a.p. y Méjico”, San Sebastián [1995], t.1, pp. 81-116; "Los vascos en la Nueva España del siglo XVIII: su filosofía y sus organismos de cohesión e identidad", en Boletín de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, t. XLIX, núm. 1, Donostia, San Sebastián, 1993, pp. 81-97; "Presencia en México de los socios europeos de la rsbap, en Actas V Seminario de Historia de la rsbap, Donostia, San Sebastián, Ministerio de Educación y Cultura, 1999, pp. 441-461; Ilustrados en la Nueva España. Los socios de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, México, Colegio de Vizcaínas, Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, Universidad Iberoamericana, 2001.

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¿GOBERNAR A TRAVÉS DE LAS ÉLITES O CON LAS ÉLITES? 191

colocarse como secretarios y escribanos reales, así como contadores y cajeros, tanto del Estado como de los grandes mercaderes. Ilustro esta afirmación con un párrafo de Cervantes, síntesis del pensamiento del siglo XVI al respecto, quien al referirse a cómo el correo "sudando y asus­tado" puso un pliego en manos de Sancho Panza, entonces gobernador de la Isla Barataría y éste mandó a su mayordomo que se lo leyera:

<A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataría, en su propia mano o en las de su secretario>. Oyendo lo cual Sancho, dijo; —¿Quién es aquí mi secretario? Y uno de los que presentes estaban, respondió; — Yo, señor, porque sé leer y escribir y soy vizcaíno. —Con esa añadidura, dijo Sancho, bien podéis ser secretario del mismo emperador.3

La Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País hizo suyo, en la segunda mitad del siglo XVIII, el proyecto de apoyar de una manera estratégica y sistemática la migración americana. Conviene citar aquí unas frases a este propósito difundidas en sus Extractos el año de 1775:4

en el reducido, montuoso y estéril territorio del país bascongado de nin­gún ramo de comercio se pueden sacar mas fuertes ventajas que del envío ó remesas de jóvenes á las Andalucías y las Américas, preparándoles con una cuidadosa instrucción en el manejo de la pluma y la aritmética. "Dis­cursos sobre las ventajas que pueden producir en el país bascongado el fomento de las escuelas públicas."

El lugar principal que los vascos tuvieron en el comercio trasatlán­tico es reconocido en la historiografía europea y americana. Acaso la amplia experiencia en sus prácticas mercantiles en el Cantábrico du­rante la Edad Media, nos explica la presencia de mercaderes vascos desde los primeros años de la expansión americana y de una manera toral en la empresa mercantil asiática impulsada por Carlos I y consolidada du­rante el gobierno de Felipe II.

3 Miguel de Cervantes y Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, edición cuarto centenario, enteramente comentada por Clemencín y precedida de un estudio critico de Luis Astrana Marín, Madrid, Castilla, 1966, segunda parte, cap. 47. En la edición citada aparece una nota en la que se menciona una obra de Llorente: Noticias literarias de las provincias vascongadas, donde este autor afirma cómo en los gobiernos de Carlos I y Felipe II las secretarias de Estado eran patrimonio de los vascongados.

4 Extractos de las juntas generales celebradas por la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, en la villa de Bilbao, por Setiembre de 1775. Con Licencia en Vitoria: Por Tomás de Robles y Navarro, Impresor de la misma Real Sociedad.

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192 MARÍA CRISTINA TORALES PACHECO

En adición a las funciones desempeñadas en las escribanías pú­blicas y privadas, y en el tráfico mercantil interoceánico, hay que decir que los adultos con habilidades para la explotación de minerales y para la navegación en alta mar, fácilmente se incorporaron en puestos cali­ficados en los procesos de expansión en América y en Asia. Los recono­cemos como pilotos y armadores, así como peritos en el hallazgo y explotación de los metales preciosos. En el norte mexicano, en particular, la fundación de reales de minas se debe, en mucho, a empresas vascon­gadas y sin duda alguna las expediciones de la corona castellana hacia el Pacífico podemos asumirlas como corolario de la pericia vizcaína.5

3. La familia extensa constituyó la pieza clave de la migración vascongada. Mediante la migración en cadena, originada en el siglo XVI, se tendieron sobre los territorios del mundo hispánico las redes fami­liares que con el tiempo consolidaron su fortaleza mediante otros vín­culos sociales —paisanaje, amistad y compadrazgo — , económicos e intelectuales.6

Reconocido lo anterior, nos es dado observar cómo en el siglo XVIII, en el que los estados absolutos buscaron la hegemonía en el poder median­te la lealtad de una iglesia "regalista" y el sostenimiento de los ejércitos permanentes, surgían de las familias de los vascongados, con su bicen- tenaria experiencia americana y con su prestigio en las sociedades his­pánicas como miembros de las élites, muchos de los funcionarios de la administración, del ejército permanente y de la Iglesia. De manera más específica, en la familia extensa de las élites, el sobrino fue la pieza clave para su inserción en el clero y el ejército. Mediante el apoyo económico, las cabezas de las familias pudieron decidir la orientación vocacional de sus hijos y de sus sobrinos "segundones". Y éstos, ya incorporados al ejército y la Iglesia, operaron en el interior de esas corporaciones en favor de los intereses de las familias. La solidez de las élites vasconga­das cuya influencia trascendió las fronteras de los reinos y aun los con­tinentes, me lleva a proponer que el Estado español no gobernó el mundo hispánico a través de las élites sino con las élites.

Ya he mostrado la presencia de las élites ilustradas en el gobierno de una manera general. Es posible identificar entre los miembros de la

5 María Cristina Torales Pacheco, "Yraeta, comerciante novohispano del siglo XVIII en la eco­nomía transoceánica", en Renate Pieper y Peer Schmidt, Latin America in the Atlantic World, Colonia/Welmar/Viena, 2005, pp. 335-349.

6 María Cristina Torales Pacheco, "Los comerciantes, piezas clave de la Ilustración novohis- pana", en La formación de la cultura virreinal III. El siglo XVIII, Vervuert, Madrid/Fráncfort, 2006, pp. 367-386.

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rsbap residentes en la Nueva España como consejeros de Indias, secreta­rios del virreinato, oidores, miembros del aparato fiscal y del ejército.7 También he identificado entre sus parientes a miembros del clero regu­lar y secular.8

El Estado borbónico tuvo que gobernar sus territorios allende los oceános en consenso con las élites para mantener su hegemonía. Cuan­do el Estado privilegió sus propios intereses y éstos fueron contrarios a los de las élites, éstas se fracturaron y sus generaciones jóvenes partici­paron en los procesos de independencia. Me atrevería a decir que mu­chos de los nacidos fuera de la Península Ibérica optaron por esta última vía. Comprobar esta hipótesis rebasa los límites de mi intervención. Constituye el punto de partida de un estudio más amplio.

Por ahora quiero ilustrar cómo en el seno de las familias vasconga­das se formaron numerosos miembros de la jerarquía eclesiástica del México borbónico. Me refiero a los sacerdotes seculares, quienes asu­mieron un papel protagónico en la segunda mitad del siglo XVIII a la par de la consolidación de los procesos de secularización. Además de ocupar las numerosas capellanías fundadas por laicos con recursos econó­micos, en particular las dispuestas por los vascongados, se hicieron cargo de importantes parroquias en pueblos de indios y en los espacios urba­nos, después de la expulsión de los jesuitas en 1767 los suplieron en su papel de predicadores y confesores. De manera específica asumieron la dirección espiritual de las órdenes religiosas femeninas. A estas acti­vidades propias de los sacerdotes, sumaron su participación como catedráticos en la universidad, como jueces eclesiásticos, como califica­dores del santo oficio, y dieron muestra de su interés y curiosidad cien­tíficas en las gacetas literarias.

Un magnífico ejemplo que nos ilustra lo hasta aquí dicho lo tene­mos en la trayectoria de Juan Ignacio Castoreña y Ursúa. De familia vascongada, nació en la ciudad minera de Zacatecas. Fue colegial del colegio jesuita de San Ildefonso, doctor en derecho por la Real y Pontifi­cia Universidad de México. Cruzó el Atlántico y se doctoró en teología en la Universidad de Ávila. Siendo capellán y predicador de Carlos II, en 1700, en Madrid publicó Fama y obras postumas de Sor Juana Inés de la Cruz, en cuyo prólogo manifestó los vínculos vascongados de ambos. Castoreña y Ursúa regresó a la Nueva España como prebendado de la

7 María Cristina Torales Pacheco, Ilustrados en la Nueva España, México, rsbap/ Colegio de las

Vizcaínas/UIA, 2001, cap. 7.8 Ibid., cap. 8.

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catedral, de la cual fue canónigo, chantre y deán. Fue catedrático de sagrada escritura en la Real Universidad durante veinte años y también inquisidor ordinario, abad de San Pedro, provisor de indios y vicario general de los conventos femeninos de la arquidiócesis. Fue presentado en 1729 como obispo de Yucatán y un año más tarde tomó posesión de su diócesis, donde murió tres años después. En relación con sus numero­sas publicaciones cabe aquí mencionarlo como el iniciador de la Gaceta de México.9 Este caso nos permite apreciar el papel que tuvieron los sacer­dotes seculares en las instituciones eclesiásticas, en las del Estado y como agentes culturales.

En lo que llevo dicho es posible observar cómo ante los miem­bros de las élites vascongadas no se impusieron las fronteras naturales y políticas, y cómo la familia extensa incluyó a los parientes que cruzaron el Atlántico y a los que quedaron en los caseríos. Quienes ingresaron al clero fueron apoyados en su trayectoria desde las primeras capellanías que ocuparon hasta la obtención de una canonjía o un obispado,

Contamos con numerosos ejemplos de la forma en que los empre­sarios vascongados en América, una vez que lograron su solidez econó­mica y colocaron en sus empresas a sus parientes más calificados para su administración, impulsaron la educación de los miembros de su fami­lia extensa, tanto a los residentes en sus lugares de origen como a los que hicieron cruzar el Atlántico, y aun el Pacífico, para radicar en Amé­rica o en Filipinas, garantizándoles su sustento como miembros de la Iglesia o en el ejército. En esta ocasión me dedico a mostrar lo relativo a la inserción de los miembros de las élites en el clero y dejo para otro mo­mento las estrategias para incorporarse al ejército.

La formación del clero novohispano

Es común afirmar cómo las élites a través de la constitución de capella­nías facilitaron la formación del clero en el mundo hispánico. En efecto, una de las opciones para los varones procedentes de familias prolíficas de las élites era el sacerdocio. Los segundones, hijos y sobrinos de

9 José Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional o catálogo de los

literatos, que o nacidos o educados, o florecientes en la América Septentrional española, han dado a luz

algún escrito, o lo han dejado preparado para la prensa, México, Oficina de D. Alejandro Valdés, 1816-1821,3 vols, edición facsimilar, México, Instituto de Estudios y Documentos Históricos- unam, 1980, vol. 1, p. 312.

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los empresarios vascongados fueron, en efecto, con frecuencia, desti­nados al sacerdocio. La institución de capellanías por los vascongados fue una práctica relativamente generalizada. Pensando en la salvación de su alma, el empresario contribuía también a la subsistencia y desarrollo de los miembros de su familia o de la de sus paisanos. Destinaba parte de su capital a alimentar el sistema financiero y auxiliaba "a perpetuidad" con sus réditos a los miembros de su familia extensa. La constitución de una capellanía en favor de un familiar ofrecía una renta anual que aseguraba por vida a los jóvenes orientados a la vida sacerdotal a cambio de sus oraciones en favor de la salvación eterna de sus ascendientes. Las capellanías eran a perpetuidad, por lo que pasaban de generación en generación.

El ejemplo con el que ilustro estas afirmaciones tiene que ver con cua­tro familias que se interrelacionaron en el tiempo, Eguiara, Yraeta-Yturbe e Ycaza, cuyos miembros residentes en la Nueva España o en las pro­vincias vascongadas crearon y ocuparon capellanías desde principios del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX.

Nicolás de Eguiara, oriundo de la villa de Anzuola, provincia de Guipúzcoa, hijo de Francisco de Eguiara y María Pérez de Eguren, arribó a tierras mexicanas hacia 1680. Nueve años más tarde se declaró de oficio "cajonero", es decir, comerciante a cargo de cajón o tienda al menu­deo.10 Es probable que haya viajado a la Nueva España a instancias del comerciante Nicolás de Arteaga, natural de México, como también lo era su madre, María de los Reyes. Su padre, Antonio Zandetegui era oriundo de Azpeitia, Guipúzcoa. Arteaga, en el último tercio del siglo XVII, era reconocido como mercader en el tráfico asiático y en 1689 fue electo como rector de la cofradía de Aranzazú; y entre otras iniciati­vas, entusiasmó a los miembros de esta hermandad a invertir las limosnas de la corporación en el tráfico mercantil filipino. Arteaga fue padrino de boda del capitán Eguiara (1694) y de bautizo de su hijo mayor, Juan Joseph de Eguiara y Eguren, el autor de la Bibliotheca mexicana.11

10J. Ignacio Rubio Mañé, ""Gente de España en la ciudad de México. Año de 1689", en Bole­tín de Archivo General de la Nación, Segunda serie, t. VII, núms. 1 y 2, febrero-marzo de 1966, pp. 5-405.

11 Es numerosa la bibliografía sobre Juan Joseph de Eguiara. Aquí cito algunas de las obras más importantes. José Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca hispanoamericana. Cfr. vol. I, pp. 447-453. Félix Osores Sotomayor, Noticias biobibliográficas de alumnos distinguidos del Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso de México (hoy Escuela Nacional Preparatoria), México, Librería de la Viuda de Ch. Bouret, 1908 (Colección de documentos inéditos o muy raros para la historia de México de Genaro García, tt. XIX y XXI). Cfr. t. XIX, pp. 184-195. Francisco Sosa, Biografías de mexicanos

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Nicolás de Eguiara, ya con un capital de 25 mil pesos, contrajo nup­cias con su sobrina María de Elorriaga y Eguren (ca. 1680-20-1-1723), quien aportó de dote 1 634 pesos.12 Ella era su sobrina segunda, hija de su primo hermano Andrés Elorriaga y Eguren y de María de Contreras, entonces difuntos.13 El matrimonio tuvo seis hijos; al mayor, Juan José, a quien ya hemos mencionado, le siguió Nicolasa (1699-1754), quien no tomó estado y se dedicó al cuidado de sus hermanos menores. Le si­guieron Francisco Antonio (1703-1768), Manuel Joaquín (1707-1759) y Ra­fael Agustín (1709-1756), quienes como Juan Joseph eligieron la carrera eclesiástica. Francisco se distinguió como rector del colegio de San Juan de Letrán y fue abogado de la real audiencia. Manuel Joaquín fue cura de la parroquia de la Santa Veracruz desde 1753 hasta su muerte, y Rafael Agustín, de quien poco sabemos de su trayectoria eclesiástica, fue pres­bítero domiciliario de la arquidiócesis y fue quien administró hasta su muerte las casas de la familia Eguiara en las calles de San Agustín y la Merced, las cuales hipotecó, con lo que prácticamente llevó a la ruina a sus hermanos que le sobrevivieron. Francisco Felipe (1711-1761), el más pequeño, fue el único que dejó descendencia; contrajo matrimonio con Francisca García de Rojas, quien dio a luz una hija, María Josefa Ger­trudis, de la cual, Juan José, nuestro bibliógrafo, fue tutor a la muerte de su padre.

El capitán Nicolás de Eguiara, como Arteaga, su introductor en la Nueva España, formó parte de la cofradía de Aranzazú y asumió la recto­ría de ésta en 1719. En el consulado de México fue elector, diputado y cónsul.

distinguidos; Ed. de la Secretaría de Fomento, México, Oficina de la Secretaría de Fomento, 1884, pp. 327-331. Joaquín García Icazbalceta, "Las 'Bibliotecas' de Eguiara y Beristáin", Discurso leído en la Junta de 1o de octubre de 1878, en Memorias de la Academia Mexicana, correspondiente a la Real Española, I,1878, pp. 351 s., reproducido en Obras de D. Joaquín García Icazbalceta, t. II, Opúscu­los varios, México, Imp. de V. Agüeros, editor, 1896, pp. 119-146 (Biblioteca de Autores Mexica­nos). Jesús Galindo y Villa, "Galería iconográfica del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía. El Dr. D. Juan José de Eguiara y Eguren", en Anales del Museo Nacional de Arqueolo­gía, Historia y Etnografía, 4a época, t. I, pp. 155-164. Agustín Millares Carlo, Don Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763) y su Biblioteca Mexicana, México, unam, 1957. Ernesto de la Torre Villar (ed.), ]uan ¡osé de Eguiara y Eguren Bibliotheca Mexicana, edición preparada por Ernesto de la Torre Villar, México, unam, 1989, 5 tomos. Ernesto de la Torre Villar (coord.), Don Juan José de Eguiara y Eguren y la cultura mexicana, México, Coordinación de Humanidades-UNAM, 1993.

12 Agustín Millares Carlo, op. cit., p. 84. Esta obra sirvió de base a los estudios posteriores sobre los Eguiara. Entre otras cualidades se debe mencionar que la rigurosa investigación que hizo Millares Cario en los archivos de Notarías de México y la Catedral a mediados del siglo xx, le permitió revelar el contexto familiar de los Eguiara y Eguren.

13 J. Ignacio Rubio Mañé, op. cit., p. 239.

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La probidad y prestigio de Nicolás Eguiara entre la sociedad novo- hispana motivaron que sus próximos le confiaran la fundación de cape­llanías y otras obras pías. Nicolás de Arteaga lo nombró albacea y coheredero universal junto con el mercader Juan Bautista López, y en su testamento dispuso 10 000 pesos impuestos a censo de principal, de 500 pesos de réditos, en favor de la fundación de una misión en Ca­lifornia y sólo en el caso de que a su muerte no subsistiera este proyecto misional, los albaceas habrían de aplicar los réditos a la fundación de dos capellanías.14 Esto último no se llevó a cabo pues hay constancia de cómo a la muerte de Arteaga en 1704, sus albaceas dispusieron con los 10 000 pesos, la fundación de la misión bajo una de las advocaciones que había elegido el donante: Santa Rosalía de Mulegé.15

Años más tarde, en 1728 y 1729, María Ruiz, viuda de Cristóbal de León, maestro platero a quien se le había pedido el avalúo de la plata de Arteaga, solicitó a Nicolás Eguiara la fundación de tres cape­llanías las cuales habrían de favorecer a su hijo Juan Joseph. La primera, de 3 000 pesos de principal y 150 pesos anuales de réditos, comportaba el compromiso de oficiar 25 misas al año, cargados a censo redimible so­bre unas casas en la calle que iba del convento de San Joseph de Gracia al barrio de San Pablo. Su primer capellán habría de ser Manuel Cristó­bal de León y sus patronos Joseph Centurión y Francisco de Almanza.16

La segunda capellanía se fundó sobre las rentas de unas casas "en la calle del Relox, como se va al convento de Ntra. Señora del Carmen"; el patrono habría de ser Nicolás Eguiara o, en su defecto, su mujer, y por su falta, sus hijos y descendientes o, carentes de ellos, la cofradía de San Antonio de Padua. Su primer capellán propietario habría de ser Diego Ruiz, cuya obligación era el oficio de 25 misas anuales. Quedó asignado como capellán interino Juan Joseph de Eguiara.17

La tercera, también de 3 000 pesos de principal y con obligación de 25 misas al año, sobre una casa principal con su cochera y accesoria en la calle que va del colegio de las Doncellas al convento de Regina. El patro­no, al igual que en el caso anterior, habría de ser Nicolás de Eguiara. A falta de él, su esposa, y en ausencia de ésta, sus hijos. El primer cape­

14 AGNM, Bienes Nacionales 404, exp. 5.15 Francisco Palou, ofm, Recopilación de noticias de la Antigua y de la Nueva California (1767-183),

nueva edición, con notas por José Luis Soto Pérez, estudio introductorio de Lino Gómez Cañedo, México, Porrúa, 1998, t. 1, pp. 148 y 157.

16 AGNM, Capellanías, v. 277, exp. 35.17 Ibid., exp. 41.

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llán fue su hijo mayor Juan Joseph "para que a su título se ordenase y percibiese su renta por vía del superávit".18

De los productos de estas capellanías se benefició el propio capitán Nicolás de Eguiara, quien así lo declaró en su testamento en aras de evitar que de la masa común de sus bienes sus albaceas descontaran a su hijo mayor los gastos erogados por su padre en su formación. Manifestó que su hijo Juan Joseph siempre le había entregado los beneficios de las capellanías que tuvo en su favor, mientras que él le proporcionó lo nece­sario durante su formación sacerdotal y obtención de sus grados. El texto es el siguiente:

declaro que los gastos que tengo hechos con el dicho doctor [Juan Joseph], mi hijo, en sus grados, borla, costos de los libros con que se halla, éstos los tiene todos el susodicho compensados, saneados y reemplazados con los réditos de sus capellanías, que son tres, a tres mil pesos de principal cada una, a que corresponden cuatrocientos y cincuenta pesos de rédito anuales, las cuales le han dado y nombrado capellán propietario de ellas personas extrañas que las han impuesto y mandado imponer de sus propios caudales, sin que yo del mío haya divertido ni mezclado en ellas ninguna cantidad mayor ni menor, cuyos réditos que goza desde antes de ordenarse, por vía de superávit, y después de sacerdote, los he perseguido yo siempre, y al presente percibo sin que el dicho haya disfrutado ni tenido otro ingreso más que el de el sustento y vestuario que yo le he dado...19

Su prolífica descendencia y su mediana fortuna seguramente mo­tivaron al capitán de Eguiara a orientar a sus hijos a la vida sacerdotal. Para este efecto, además de las capellanías que fundó por María Ruiz de León, las cuales beneficiaron a Juan Joseph, su hijo mayor, instituyó en 1724 otras tres capellanías sobre tres casas que tenía en la plazuela de Jesús Nazareno frente al hospital de la Purísima Concepción, de las cuales nombró patrono a Juan José, y capellanes a sus hijos menores que si­guieran la profesión eclesiástica.20 En adición a ello, viene al caso men­cionar que Nicolás murió en 1729 habiendo adjudicado a su hija Nicolasa una casa frontera al convento de San Agustín, gravada con una capella­nía en favor del más pequeño de los hijos, Francisco Felipe; sin embargo, éste no optó por el sacerdocio, por lo que la casa quedó en favor del

18 lbid., exp. 171.19 Nicolás de Eguiara en su testamento de fecha 1 de noviembre de 1721 ante el escribano

Nicolás Varela, cit. P. Agustín Millares Carlo, op. cit., pp. 85 y 86.20 AGNM, Bienes Nacionales, v. 1645, exps. 3, 4 y 6.

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penúltimo hijo, Rafael. Cabe decir que en esa casa sus hermanos Juan Joseph y Manuel instalaron la Imprenta Mexicana.

Como se advierte en las cláusulas de constitución de estas cape­llanías, se asignaba la capellanía a un joven "para que a su título se pueda ordenar hasta el sacro orden de presbítero y que en estando apto se le confiera la colación y canónica constitución de ella y de posesión de dichas casas".21

Con la revisión del expediente de la sucesión de una de las cape­llanías, podemos ejemplificar cómo esta institución no sólo permitió la formación de un individuo o una generación, para el caso los hijos del capitán Eguiara; los réditos de una capellanía contribuyeron a la for­mación de varias generaciones de sacerdotes, siendo sólo los primeros tres, descendientes lineales del capitán Eguiara, quien fue tío abuelo del comerciante Yraeta.

En 1760, cuando habían ya fallecido Manuel y Rafael Agustín, y el menor, Francisco Felipe, había desistido de la carrera sacerdotal, fue reclamada por Francisco Antonio Eguiara la capellanía instituida en favor de Manuel de Eguiara en 1724 sobre una de las tres casas que el capitán Nicolás de Eguiara poseía frente al hospital de Jesús Nazareno. Así obtuvo el derecho sobre las cuatro capellanías el 1 de noviembre de 1760. En 1768 falleció Francisco Antonio, y su hermano mayor, Juan Joseph, había muerto unos años antes, por lo que el patronato de las capellanías lo reclamó la cofradía de Aranzazú, y convocó el 3 de diciembre de 1768 a quienes pudieran reclamar su legítimo derecho en un plazo de treinta días. El 26 de abril de 1769 se designó capellán interino a Martín de Iriarte y como propietario a Joseph Ignacio de Yturbe e Yraeta, apenas un niño, residente entonces en Anzuola, por ser "pariente en grado de sobrino bis­nieto suyo"; como lo demostró Francisco Ignacio de Yraeta, su tío, co­merciante miembro del consulado de México. Joseph Ignacio de Yraeta llegó hacia 1771 con su hermano Gabriel a México para seguir la carre­ra del sacerdocio.22

En 1773 el comerciante Yraeta incorporó a Joseph Ignacio al cole­gio de San Ildefonso, el 15 de marzo de 1777 fue ordenado sacerdote y, a instancias de su tío, celebró su primera misa en la Colegiata de Gua­dalupe el 12 de abril. Con una renta de 800 pesos anuales retornó a

21 Ibid., exp. 3., f. 12r.22 Yraeta, en carta al padre Pedro de la Natividad y Leturia, residente en Cádiz, le informa

que su sobrino José Ignacio seguía sus estudios de gramática. María Cristina Torales Pacheco, "Vida y relaciones de Francisco Ignacio de Yraeta, en La Compañía de Comercio, t.1, p. 37.

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Anzuola y ahí veló por la familia de Yraeta,23 entre sus encomiendas concretas estuvo atender lo relativo a la formación sacerdotal de otro so­brino de Yraeta, Francisco María de Mendizábal, hijo menor de su her­mana Juan Gabriela, quien hacia 1791 estudiaba gramática en Palencia.24 Tuvo también obligaciones en los negocios mercantiles y en las obras pías del tío, entre éstas, la construcción del colateral mayor de la iglesia de Anzuola.25 Como ya he dicho en otro lugar, el comerciante Yraeta apo­yó en su formación para la vida sacerdotal a varios de sus sobrinos, a algunos ahijados e hijos de amistades. Los introdujo al colegio de San Ildefonso para sus estudios de gramática, filosofía y teología, pues se­gún afirmó en una de sus misivas, no deseaba que fueran "clérigos mí­seros" con sólo el dominio de la gramática y moral.26 A, Joseph Ignacio y Francisco de Yturbe, hijos de su hermana Prudenciana, los hizo cru­zar el Atlántico y veló por ellos, asistiendo al primero con el producto de las capellanías de Eguiara, y al segundo, al que mantuvo en México, apo­yándolo en su carrera eclesiástica en la que llegó a ser cura de Tizayuca, de Tenancingo y de Tlaxco.27

Cuando Joseph Ignacio, residente en Anzuola, falleció en 1805, las capellanías las reclamó su hermano Francisco de Iturbe, entonces en el curato de Tenancingo, a quien la cofradía de Aranzazú sólo le conce­dió una. No conforme, continuó éste su demanda hasta que el delegado papal en el obispado de Puebla le dio la razón el 26 de agosto de 1809. Una vez que murió en 1826, la cofradía convocó nuevamente a los in­teresados en ocuparla, y el 1 de septiembre se le asignó a Manuel Ambrosio de Zubicoeta. El 20 de noviembre del mismo año, Isidro Ig­nacio de Ycaza, nieto del comerciante Yraeta,28 demandó la nulidad de los nombramientos; el 14 de enero Juan Bautista de Eguren manifestó tener derecho sobre la capellanía en disputa y, finalmente, el 24 de abril de

23 En carta del 27 de julio de 1787 al padre Natividad, Yraeta le comunica que José Ignacio "ha regresado a su patria como sacerdote con una renta de 800 pesos anuales, con los que nodudo amparará a su padre y hermanos...", ibid., t.1, p. 38.

24 Yraeta, en carta de 2 de febrero de 1791, solicita a su sobrino José Ignacio investigue cuántodinero faltaba para que se ordenara sacerdote Francisco María, quien entonces estaba acabando sus estudios de gramática en Placencia, ibid., t. 1, p. 35.

25 Ibid., t. 1, p. 39.26 Yraeta a su hermano Cristóbal Antonio de Yraeta, octubre 24 de 1773, ibid., t. 2, p. 201.27 Ibid., t.1, p. 41.28 Hijo de Rosa, su hija mayor, casada con el comerciante de cacao, Isidro Antonio de Icaza.

Catedrático de filosofía y teología, rector de la Universidad, participó en las juntas de la Profesa y fue firmante del acta de Independencia. Ibid., t. 1, p. 29.

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1828 fue nombrado capellán Zubicoeta. En 1836 murió y nuevamente la cofradía publicó la convocatoria; el 7 de agosto designó capellán propieta­rio a Ramón María de Arizabalo con ocho votos a su favor contra tres a favor de un bisnieto del comerciante Yraeta, Manuel de Ycaza, sobrino de Isidro Ignacio, hijo de Mariano y María de la Concepción Ignacia Ytur- be, su prima hermana, los tres, nietos del comerciante Yraeta, por lo que era pariente en grado colateral del capitán Eguiara. Se llevó a cabo un proceso judicial en el que José María Lafragua representó sin éxito los intereses de Ycaza. No obstante, se logró que el 26 de octubre de 1840, Arizabalo renunciara a las capellanías por no tener la intención de seguir la carrera eclesiástica.

El 29 de abril de 1841, la cofradía decidió otorgar las capellanías a Antonio Aguirre, su presidente, lo cual se le notificó a Manuel María Ycaza y a su abogado, quienes continuaron el litigio. Tuvo que interve­nir en el asunto el bibliógrafo Félix Osores, entonces tesorero de la cate­dral, quien confirmó a Aguirre como legítimo propietario de las capellanías el 4 de noviembre de 1842. Cuatro años más tarde murió éste y una vez más se declararon vacantes las capellanías. El 10 de abril de 1847, se publicó la nueva convocatoria, y el 15 de julio la cofradía eli­gió como capellán a Gabriel María Ycaza, hermano menor de Manuel, siendo capellán interino Fermín Sada. En 1855, renunció Ycaza a la pro­piedad por no querer tomar estado y advirtió que las rentas recibidas habían beneficiado sólo al capellán interino. El 6 de junio de 1855 se nombró capellán a Mateo Eduardo Chavarri y como interino a Manuel Carlos Ameller. Hasta aquí nuestra información.

Podemos, con lo dicho hasta ahora, observar cómo una capellanía fundada a principios del siglo XVIII contribuyó por varias generaciones a la formación y supervivencia del clero americano y europeo. El propó­sito y los capitales rebasaron las fronteras y trascendieron los regíme­nes políticos.

Para finalizar, quiero decir que en el ejemplo aquí detallado pode­mos apreciar que la inversión de capital en la formación del clero a través de capellanías, contribuyó también a la consolidación de la identidad ame­ricana. Juan Joseph de Eguiara, quien fuera colegial de San Ildefonso, canónigo de la catedral de México, rector de la Universidad, obispo electo de Yucatán (mitra a la que renunció), fue el impulsor del proyecto máxi­mo de la identidad vascongada en América: el colegio de San Ignacio para mujeres vizcaínas. Siendo rector de la cofradía de Aranzazú, se apro­bó la fundación del colegio, para lo cual todos los hermanos Eguren

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aportaron 500 pesos el año de 1531.29 A Juan José, en su calidad de autor y editor de la Bibliotheca mexicana, debemos también considerarlo exponente prístino de la identidad mexicana, pues a la escritura e impresión de esta obra le dedicó su fortuna y los últimos años de su vida. En ella ofreció la síntesis de la cultura virreinal a través de sus biobibliografías de los au­tores y escritores reconocidos como naturales de la Nueva España por nacimiento o por adopción de ésta como su patria.

29 Ernesto de la Torre Villar (coord.), Juan José de Eguiara y Eguren, p. 114.

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El séquito de los obispos que pasaron a Indias en la primera mitad del siglo XVIII

Jean Pierre Dedieu*

Estudios recientes sobre España dejan entrever la importancia de las "familias" de los obispos.1 Así se llamaba el conjunto de gente colocada bajo la jurisdicción personal del prelado, desde colaboradores oficiales, vicarios, visitadores y secretarios, hasta criados, mayordomos y pa­jes. Estos grupos fueron criaderos donde se formaron jóvenes de gran porvenir que luego tuvieron importantes carreras en los ámbitos ecle­siásticos, en el mundo intelectual, en la administración y la economía. El problema radica en encontrar la documentación pertinente. El concepto de "familia", en efecto, tiene un contenido institucional definido, pero, por el carácter personal de su definición, en pocos documentos aparecen enlistados sus miembros. El pasaje a Indias es una de las pocas ocurren­cias en las que se describe la composición de la familia, ya que sus in­tegrantes figuran en el pasaporte del obispo. Allí se dan no sólo los nombres, sino datos personales que permiten identificar con seguridad a los interesados.2

Nos proponemos estudiar una docena de "familias" de prelados que pasaron a Indias. Una vez identificados sus componentes, les se­guiremos la pista apoyándonos en la base de datos Fichoz3 que hemos

* Centre Nacional de Recherche Scientifique de France.1 Jean Pierre Dedieu, "Pour une approche relationnelle de l'épiscopat: I'Espagne du XVIII e

siécle", en Sous le secan des Réformes / A u contact des Lamieres, Hommage a Philippe Loupés, Bor­deaux, Publicaciones Universidad de Bordeaux (pub), 2005, t. II, pp. 19-30.

2 Los expedientes se conservan en AGI Contratación. Se verá la lista de los que usamos en el

apéndice.3 La base de datos Fichoz se podrá consultar en el portal de nuestro laboratorio, el Laborato­

rio de Investigación Histórica Rhone Alpes (LARHRA) (www.msh-alpes.prd.fr/larhra/). Cada per­sona viene identificada por un número. En el texto, cuando citemos un nombre, remitimos entre paréntesis a este identificador. Consultando la base, el lector podrá así comprobar por si mismo los datos sobre los que apoyamos nuestro razonamiento.

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elaborado sobre las élites españolas del siglo XVIII. Conseguiremos de esta forma, por una parte, aclarar el contenido del concepto de familia; por otra, calibrar su papel como vía de acceso a funciones de relevancia, comparándola con otras vías. Por fin profundizaremos en la dialéctica de las complejas relaciones sociales que unen a España e Indias, y en los mecanismos de renovación y de perpetuación de las élites de la monar­quía. Al elaborar este trabajo, cosechamos, además, de forma un tanto inesperada, importantes conclusiones sobre el funcionamiento interno del episcopado.4

Vimos una veintena de expedientes, elegidos al azar todos en los catálogos informatizados del Archivo de Indias, excepto el del arzobis­po de México, Lorenzana, que fuimos buscando específicamente. Nos limitamos a explotar a fondo 11 de ellos, por falta de tiempo y de espacio. Las observaciones que se sacan del conjunto nos parecen fundamentales, por su coherencia interna y por su adecuación con lo que sabemos del funcionamiento global de la sociedad española del siglo XVIII.

Expondremos nuestras conclusiones de forma relativamente con­cisa, aunque autosuficiente. Remitimos al lector, para datos comple­mentarios, al diccionario biográfico de las personas citadas que adjuntamos en forma de apéndice.5 Escogimos esta presentación inha­bitual para no romper en la exposición de los datos el haz formado por los diversos elementos que caracterizan a cada uno de los actores, ya que su interés reside precisamente, a nuestro entender, en la coincidencia, en una misma persona, de lógicas institucionales, familiares y viven- ciales de la más variada índole.6

4 El método seguido se parece mucho al que emplean Alfredo Moreno Cebrián y Nuria Sala i Vila en su El 'premio' de ser virrey. Los intereses públicos y privados del gobierno virreinal en el Perú de Felipe V, Madrid, CSIC, 2004, del que tuvimos conocimiento mientras estábamos realizando esta investigación y que leimos apasionadamente.

5 En el apéndice, los prelados estudiados vienen numerados por orden de presentación. Los acompañantes figuran con un identificador compuesto del número atribuido al obispo, seguido de una o dos letras que los identifican dentro del séquito. Este identificador aparece sólo en el texto cuando remitimos a un ejemplo sin nombrar a la persona; figura a continuación del identi­ficador Fichoz del actor, separado por un guión, en el caso contrario.

6 Sobre los presupuestos metodológicos en los que se apoya nuestra aproximación al pro­blema, véase: "Les grandes bases de données: une nouvelle approche de l'histoire sociale. Le systéme Fichoz", en Revista da Faculdade de Letras de Porto Historia, Porto (Portugal), 2005, III/5, pp. 99-114.

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La fuente

Nuestro trabajo está basado en las informaciones para el pasaje a Indias que tenían que dar los obispos y su séquito en la casa de contratación. El procedimiento era similar al que tenían que cumplir los demás pa­sajeros, con algunas variantes. Cambió además ligeramente con el tiem­po. Una descripción sumaria de un "estado medio" del proceso será, sin embargo, suficiente para dar a entender las posibilidades y las limi­taciones de la fuente.

El rey daba al obispo una cédula de paso. Ésta le permitía embarcar en algún navio "de la real bandera", con destino al puerto que mejor convenía, su propia persona y cierto número de acompañantes, que ve­nían nombrados en el documento, a veces con señas. En la casa de contratación, el obispo hacía los trámites para todos en un solo expe­diente, ora personalmente, ora por medio de su secretario o mayordo­mo, ora por intervención de un procurador especializado. Los clérigos — clérigos en el sentido legal de la palabra— no tenían que dar infor­mación: iban cubiertos por la jurisdicción del obispo y la mención de su nombre y señas en la petición presentada por éste o en la real cédula. Bastaba que mostrasen sus dimisorias.7 Los legos tenían que presentar una información de soltería y limpieza de su naturaleza hecha ante los alcaldes — en su defecto en Madrid, patria común.8 Este documento debía mencionar las señas del interesado. En caso de resultar casados —cosa excepcional en el séquito de los obispos — tenían que presentar una li­cencia de su esposa y fianza de volver a hacer vida maridable con ella. En caso de faltar alguna pieza en el expediente, dada la urgencia del embar­que podían dejar fianza de presentar más tarde la documentación perti­nente y embarcar a pesar de su falta.9 El expediente se pasaba al fiscal de la casa de contratación, quien comprobaba que todas las piezas necesa­rias figuraban. A la vista de su informe, la casa despachaba la licencia de embarque para todos, y el obispo daba, en nombre de todos, el juramen­to de polizones por el que se comprometía a no embarcar a nadie más y a abstenerse de llevar mercancías de contrabando.10

7 Cartas por las cuales un obispo daba a un súbdito suyo licencia para recibir las órdenes sacras de otro obispo, o para pasar a servir bajo su jurisdicción.

* Información de Nicólas Gil Martínez Malo (29939), obispo de Santa Marta, 1756, AGI Contra­

tación, 5498, N. 12.9 Ibid.10 Un expediente típico es el de Francisco Polanco (049215), obispo electo de Chiapas, 1776,

AGI Contratación, 5522, N. 2, R. 19.

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Conocemos así el nombre de las personas que iban con el obispo, sus señas, sus funciones. De los clérigos, la documentación dice poco más: ni aún las dimisorias se copiaban siempre en el expediente. De los legos tenemos noticias por las informaciones, que las más de las veces figuran in extenso en el documento. Contienen datos sobre los padres y abuelos, que facilitan su ubicación entre el conjunto de actores que ya apare­cen en nuestra base Fichoz, así como algunos datos sobre su biografía anterior.

La familia episcopal: una burbuja protectora alrededor del obispo

El séquito de los obispos que pasaron a Indias tenía un tamaño desigual. Excluyendo a los criados de más bajo nivel (ayudas de cámara, cocine­ros), variaba en los expedientes consultados, entre los tres acompañan­tes de Bullón Figueroa (n° 029991-8) y los 27 de Lorenzana (n° 004234-7). Se relacionaba obviamente con la importancia del obispado: los dos más numerosos, con diferencia, son los de los dos arzobispos de México que figuran en nuestra muestra (n° 7 y 11). Se relacionaba también con la calidad de la persona y, como lo veremos, con la extensión de sus redes personales en la Península. Dejando de lado casos excepcionales, el número de miembros del séquito no solía pasar de la decena.

La composición de la familia era bastante repetitiva. En un primer apartado figuraban algunos criados personales de baja servidumbre (ayudantes de cámara, lacayos, cocineros, ayudantes de cocineros), entre dos y cuatro. Un segundo bloque se componía de cargos adminis­trativos de confianza: el confesor, el secretario, el provisor, el abogado de cámara — consejero jurídico del obispo —, el fiscal del tribunal epis­copal, configuración que definía el equipo mínimo compuesto de gente de fuera del obispado. La familia parecía necesaria para el prelado para no caer totalmente en manos de los actores locales, tanto en Indias como en España. El número de seguidores que componían este apartado varia­ba según la importancia del obispado, el caso más espectacular es el de Lorenzana (n° 7) a quien siguieron no solamente sus oficiales, sino ofi­ciales de sus oficiales (n° 7a y 7d). El tercer bloque lo componían los oficiales de la casa: mayordomo y tesorero, fundamentalmente, a veces un maestro de los pajes. Todos ellos solían ser adultos ya formados, más bien jóvenes adultos, pero adultos en fin.

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Los pajes conforman el cuarto apartado, que no es el menos intere­sante. Eran jóvenes, a veces muy jóvenes. El benjamín en el grupo es­tudiado tiene nueve años (n° 11y). Era excepcional que los pajes pasaran de los veintidós años. El obispo los alimentaba, les daba estudios, casi siempre les daba también carrera. A cambio de lo cual rodeaban al pre­lado de una presencia casi filial y amenizaban la sociabilidad de la casa episcopal. Tenemos un testimonio coetáneo excepcional sobre el papel de los pajes en casa de Manuel Abad Illana (n° 029870-2), obispo de Córdoba de Tucumán y de Arequipa, que pone de relieve estos últimos aspectos:

Los pajes, ya se sabía que siempre habían de estar en sotana o balandrán con esclavina y birrete negro, y ningún familiar que fuese se le presenta­ba a su ilustrísima que no fuera en este traje. Se les advertía a los pajes que fuesen políticos, atentos, de buenos modales y que manifestasen en todo su buena crianza, tratando con afabilidad a los que venían a Palacio. A cualquier persona decente eclesiástica, secular, le salía un paje a despe­dir hasta la puerta de la calle y, si era sujeto de autoridad, salían dos, usando de todas aquellas cortesías y urbanidades que enseña la buena política, siendo muy cierto que los genios tétricos e indigestos de los fa­miliares desacreditan los palacios y hacen aborrecidos a sus amos.11

Los obispos que eran clérigos regulares se rodeaban además de compañeros de su orden. No sólo solían escoger a muchos de sus acom­pañantes entre ellos, sino que tenían que llevar, por imposición de su regla, un "compañero", generalmente más joven, que se formaba con ellos y cuya presencia vigilante constituía una garantía contra las tenta­ciones mundanas.

Mención aparte merecen los repatriados, criados o antiguos es­clavos manumisos, nacidos en Indias, que andaban sueltos y perdidos por España. Entre todos los obispos estudiados, dos llevaron consigo, por caridad, otros tantos extraviados (n° 8e, y Gregorio Molleda Clerque, obispo de Cartagena en 1730 (029849).12 Estos casos, uno de ellos bas­tante espectacular, llaman con fuerza la atención sobre la complejidad de los movimientos trasatlánticos.

La familia episcopal aparece así como una especie de guardia, a la vez profesional y personal, que rodeaba al obispo como un batallón de

11 Juan Domingo Zamácola Jáuregui y José Antonio Benito Rodríguez (eds.), Vida de Monseñor Manuel Abad ¡llana, obispo de Arequipa, 1793, Arequipa, Unsa, 1997 [1793].

12 AGI Contratación, 5478, N. 1, R. 39.

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fieles conocidos suyos, de confianza, en las tierras extrañas y probable­mente hostiles, donde le tocaba vivir. Reconstituía alrededor suyo un ámbito amigable que lo protegía y le proporcionaba al mismo tiempo los medios imprescindibles para su acción administrativa. Pocas insti­tuciones como la familia ponen de relieve el aislamiento del obispo en su . diócesis, en la que era necesariamente un forastero. Ésta era una tensión inherente a la función, específicamente creada por el derecho canónico como por el derecho real para instaurar uno de estos campos de enfren­tamiento dialéctico que abrían otros tantos espacios al papel equilibra­dor del Estado o del papado y que, por los desequilibrios que creaban, les permitían gobernar por arbitraje entre los contrincantes, con medios materiales relativamente reducidos. Tal conclusión vale tanto para Es­paña como para América.

La familia evolucionaba con la instalación del obispo. Todos los testimonios indican cómo, al núcleo inicial traído de España, se iban agregando elementos escogidos de la sociedad local, con la que el obis­po tejía así los lazos de cooperación necesarios al ejercicio de su po­der. No tenemos la sensación, sin embargo, de que estos advenedizos llegaran a dominar la familia, tal vez muy a la larga. Sería interesante estudiar esta dialéctica forasteros/naturales dentro del palacio episco­pal. Los españoles que llegaron con el obispo a Indias dan, ellos, y por lo que vimos, la sensación de seguir apegados a la casa episcopal, de de­pender estrechamente de ella, bastantes años aún después de su llega­da: los numerosos casos en que siguieron al obispo en sus traslados y ascensos, aun cuando volvió a España, así lo sugiere (2b, 2c, 7a, 7b, 7ba, 7c). Notamos un fenómeno similar en las familias episcopales de la Pe­nínsula. Este hecho ilustra en todo caso la fuerza de la relación que unía al prelado con los miembros de su familia.

Un espacio atravesado por lo relacional

La familia era, pues, una burbuja protectora, pero al mismo tiempo mucho más que ello: al formar un espacio del que el obispo disponía libremente, casi sin condicionantes institucionales, era el lugar don­de se expresaban con más libertad las solidaridades en las que se hallaba inmerso el prelado.

La composición de la familia se puede así tomar como un indica­dor del peso relativo de los distintos tipos de solidaridad. Constatamos primero el peso de lo institucional. Entre los frailes, las relaciones inter-

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nas de la orden dominaban de forma abrumadora. Salían de España rodeados de religiosos de su misma orden. Ello no sorprenderá a quien sabe que eran las órdenes quienes proponían al rey religiosos suyos como candidatos al obispado,13 exactamente como proponían candi­datos a cátedras universitarias, de forma que el consenso de la orden era el elemento fundamental e imprescindible de la consecución del obis­pado. A pesar de no ser todos los obispos estudiados clérigos regulares y de tener éstos séquitos menos numerosos que los seculares, esta rela­ción es la que explica la presencia de 13% de las personas de los acom­pañantes en la población que estudiamos. Los interesados dieron además muestras evidentes de su apego a su instituto, aun en circunstancias en las que nada los obligaba a ello (n° 9).

En segundo lugar, aparecen la familia y el paisanaje, que explican respectivamente la presencia de 13 y de 15% de los acompañantes. Es probable que ambos porcentajes se tengan que aumentar sustancialmen­te, e incluso duplicarse, por la inconcreción de los datos: en muchos casos no conocemos el lugar de nacimiento; es probable además que bastantes lazos de parentesco se nos hayan escapado y que algunas rela­ciones de paisanaje son de hecho parentesco.

Aun sin tomar en cuenta las relaciones internas de la orden que mantienen los regulares, seguirían dominando las relaciones de tercer tipo, las que no son ni familiares ni de común naturaleza. Es un hecho que obliga a repensar las estrategias de investigación al uso en cuanto a las redes sociales, que dan una prioridad absoluta a la familia y al paisanaje.

Entre estos factores que no son ni familia ni común origen, figuran con especial relevancia las relaciones establecidas dentro o en la periferia de la corte. En algunos casos, la relación es directa y explícita: partici­par en la gran aventura de la reforma de los consejos de 1713, como lo hizo Juan Otalora (n° 011592-6), lo cual equivalía a adquirir un dere­cho fuerte al agradecimiento del monarca. Esto implicaba como contra­partida llevar consigo a Indias a los familiares y allegados de los compañeros y patronos (n° 6b, 6c, 6d). Podemos planteamos en este caso la pregunta de si la elección de los miembros del séquito episcopal no fue un pago a valedores que apoyaron la candidatura; y si tal contrapar­tida no fue objeto de una negociación previa entre el candidato y los miem-

13 Un ejemplo: AGI Indiferente, leg. 247, exp. 35.

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bros de los altos estratos de la administración real que mandaron a sus hijos a Indias con él. Lorenzana, por su parte (n° 004234-7) fue vicario general del arzobispado de Toledo cuando el infante don Luis (n° 016087) lo renunció. Vizarrón (n° 029611-11) llegó al episcopado a través de una relación personal fuerte con Felipe V. En otros casos (Abad Illana, n° 029870-2) la relación no es menos segura por expresarse indirecta­mente, a través de una serie de dedicatorias que adornan los libros escri­tos por el futuro obispo en su etapa de profesor en la Universidad de Salamanca. En todo caso, una conexión con los círculos que rodeaban íntimamente al monarca, o con los grupos que manejaban la adminis­tración de los negocios de Indias, aparece si no como un requisito ab­soluto, por lo menos como un factor extremadamente positivo para el éxito de una candidatura al obispado.

Los 11 obispos que estudiamos llevaron consigo a Indias nada me­nos que seis futuros obispos (n° 3c, 7b, 7ba, 10a, 10h, 11s). Estos fueron obispos independientes, sin tomar en cuenta sus años de obispos auxi­liares, un total de noventa años, frente a los 188 años de sus valedores. Dicho de otra forma, estos 12 prelados llevaron consigo la mitad de la fuerza de trabajo necesaria para garantizar el relevo después de su desapa­rición, y a los componentes de este reemplazo los escogieron ellos. Aun rebajando algo este porcentaje para tener en cuenta el hecho de que dos de los prelados más importantes y de más poder de patronato de la historia colonial de América figuran en la población estudiada, no deja de ser impresionante. Recordemos, por otra parte, que Lorenzana (n° 004234-7) tenía un tío obispo y que también fue obispo su herma­no Tomás (n° 004234). Esta promiscuidad episcopal llama la atención sobre un fenómeno del que la historiografía más reciente se va perca­tando a propósito de la Europa de finales del antiguo régimen: el que el cuerpo episcopal en gran parte se autorrecluta.14 El rey teóricamente elegía a los obispos. Dejando de lado el hecho de que delegaba esta im­portante tarea a eclesiásticos de su confianza —bien sea el "ministre de la feuille" en Francia o el confesor real en España — , la selección final se operaba dentro de un grupo reducido preseleccionado por los obis­pos en funciones. Las vías de preselección eran varias. Los ejemplos que tenemos aquí ponen de relieve la importancia de dos de ellas: la vicaría general y el auxiliarato. Tanto los vicarios generales como los

14 Michel C. Péronnet, Les évéques de l'Ancienne France, Lille, Atelier de reproduction des thé- ses, 1977, 2 tomos; Jacques Olivier Boudon, L’épiscopat frangais a Vépoque concordataire (1802-1905). Origines, formation, nomination, París, Editions du Cerf, 1996.

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auxiliares con títulos in partibus eran libremente escogidos por los obis­pos, que además les retribuían sobre sus propios ingresos.

Queda claro, al repasar simplemente el apéndice, que en cuanto al número de seguidores y a la capacidad de sacar adelante a los suyos, los prelados estudiados no tenían igual aptitud. El poder influyente y la atracción de un Lorenzana (n° 004234-7) o de un Vizarrón (n° 029611-11) no estaban dentro del mismo orden de magnitud que los de un Bullón Figueroa (n° 029991-8) o de un Llamas (n° 029562-1). Esta capacidad de intervención social estaba basada en la posición dentro de las redes de influencia que articulaban la sociedad adquirida por el sujeto en el momento de conseguir el obispado, y muy particularmente, teniendo en cuenta el peso formal de la monarquía en los nombramientos ecle­siásticos y en la configuración de la sociedad americana, en las redes cercanas a la corte. Sugerimos pues que el estudio del capital social previo de los obispos tendría que ser un tema preferencial de investigación. Es, a nuestro juicio, mucho más relevante que el origen peninsular o indiano de los interesados, del que tanto se ha ocupado la historiografía. Y más teniendo en cuenta que el factor "naturaleza", en todo caso, que­da mediatizado por la posición del interesado en las redes de corte.

El apoyo de un obispo era una baza social importantísima para quien quería emprender una carrera eclesiástica. Lo era también fuera de los ámbitos eclesiásticos. El extraordinario ascenso social de un Alfonso Carrión Morcillo (n° 008964-3d) habla por sí sólo. En este campo, entra­mos en una clase de fenómenos bien conocidos de la historiografía ame­ricanista, a la que remitimos.

Igualmente notable aparece en los datos que hemos juntado, la com­plejidad de las relaciones entre España y América. Ni los desplazamien­tos migratorios ni el juego de influencias dibujan un eje, y menos todavía un eje unidireccional. Dibujan una maraña en la que el peso social ad­quirido de un lado sirve para ascender del otro y recíprocamente, en un constante juego de ecos. Facilitaba y delimitaba la propagación de es­tas ondas de influencia social la articulación del espacio social por la familia, la que creaba en su seno un conjunto de libre propagación, en el que los méritos y la influencia de uno de sus miembros redundaban potencialmente en beneficio de cualquier otro (n° 4c, n° 11a), trasladándo­se a veces por relaciones intermediarias de otro tipo (n° 6c). El cuidado con el que los hermanos San Clemente (n° 048838-9f y n° 048839-9g) redactaron su información para pasar a Indias, orientándola toda a dar cuenta de su alta alcurnia, indica claramente la forma en la que pensa­ban rentabilizar en América un capital social acumulado en España. Los

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casos que acabamos de citar configuran pues un colectivo afincado en España, del que sólo algunos miembros pasaban materialmente a In­dias, pero en el que todos se beneficiaban de Indias. El estudio de este colectivo en España, su delimitación, la determinación de su peso social y político, es una tarea urgente, a nuestro juicio, para entender la estabi­lidad del imperio. Proponemos llevar a cabo acerca de la Península es­tudios homólogos e inversos de los que se hicieron en América sobre el peso de lo europeo en las configuraciones sociales locales. O sea, estu­diar el peso de lo americano en las configuraciones sociales españolas. Podemos adelantar que no fue poco.

Ésta será la conclusión de este breve estudio, que abre pistas, plan­tea interrogantes y resuelve poco. Insistimos: a la vista de los datos que acumulamos, nos convencimos de que era tan imprescindible tomar en cuenta el factor indiano en el estudio de la sociedad española del anti­guo régimen, como tomar en cuenta el factor europeo en el estudio de la sociedad americana. Y tomarlo en cuenta no como un aspecto margi­nal, que afectaría grupos reducidos y un tanto periféricos, sino como uno de los motores principales de la construcción de la sociedad espa­ñola y de su jerarquización.

Apéndice

1) Llamas, Juan, obispo de Panamá, 1715 (AGI Contratación, 5468, N. 2, R. 33) (n° 029562).

Natural de Antequera, nacido en 1659, muy probablemente de una familia oriun­da de Estepa que acababa de instalarse en Antequera. Un probable hermano suyo (Miguel de Llamas Córdoba) fue regidor de Antequera a fines del siglo XVII. La familia se asentará en adelante entre la oligarquía de Antequera, establece a principios del XVIII conexiones matrimoniales con los Casasola, una de las familias dominantes de la ciudad en el siglo XVIII. Era carmelita calzado. Fue prior de varias casas de su orden. Fue obispo de Panamá de 1715 (tenía 55 años) a su muerte, sin duda en 1720.

Acompañantes a Indias:

a) Fray Cipriano García (n° 48824), de su misma orden del carmen calzado, su confesor.

b) Fray Adrián López (n° 48827), de su misma orden del carmen calzado, su compañero.

c) José Vidal Blanco (n° 48829), sacerdote del arzobispado de Sevilla, su ca­pellán.

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d) Francisco de Llamas (n° 48825), su sobrino, su paje.e) Sebastián de Llamas (n° 48826), su sobrino, su paje.f) Antonio José de la Cueva (n° 48830), natural de Sanlúcar de Barrameda,

su criado.g) Manuel Román (n° 48831), natural de Llerena, 25 años, su criado. Infor­

mación de pasaje hecha en Sevilla.

No sé nada de la carrera posterior de ninguno de ellos.

2) Abad Illana, Manuel, obispo de Córdoba de Tucumán, 1762 (AGI Contrata­ción, 5506, N. 2, R. 48) (n° 029870).

Nacido (1 de enero de 1713) en una familia modesta de Valladolid: su padre era un cordonero, oriundo de Pesquera del Duero. Estudió con un maestro pú­blico, luego en el colegio jesuíta de Valladolid (San Ambrosio). En 1726 ingresó a la orden premostratense. En 1743 fue nombrado catedrático de teología moral en el monasterio premostratense de Madrid (San Norberto), y poco antes del medio siglo, catedrático de teología del convento premostratense de Salaman­ca, del que llegó a ser abad. Ascendió a cátedras de teología en la universidad, llevando una intensa vida de relaciones universitarias y clericales que le per­mitieron constituirse una sólida red de apoyos: figura como autor de aproba­ciones en un sinfín de sermones y obras diversas. Llevó a cabo paralelamente una carrera rápida dentro de la orden: fue cronista, luego definidor general de la orden en España. Escribió varias obras de circunstancias, antes de publicar en 1755 su Historia... de san Norberto y en 1760 una Historia de los varones ilustres del orden premostratense. Aparece como muy bien relacionado, apoyado por los jesui­tas, dedicó obras a Carvajal (n° 002627) en vida de éste, a Diego Rojas Contre­ras (n° 003791), presidente de Castilla, luego. ¿Son estas dedicatorias un testimonio sobre la red jesuíta? Los dos personajes, en todo caso, son conoci­dos por su apego a la compañía, lo mismo que la familia de Carvajal. Hacia 1760, un enfrentamiento con Ildefonso González Apodaca (n° 036313), su. sucesor en el generalato, quien le prohibió publicar su Curso completo de teología para colocar mejor el suyo propio, le valió sin duda su nombramiento como obispo de Córdoba de Tucumán, uno de los obispados más alejados de América. En 1771, consiguió la sede de Arequipa, un claro ascenso, después de demostrar su fidelidad a la monarquía rechazando públicamente sus amistades jesuitas en una carta pastoral de 1767. Ésta será la causa de un enfrentamiento con la audiencia de Charcas, a consecuencia del cual el rey le dará una espectacular satisfacción pública con la publicación del texto litigioso por Joaquín Ibarra, el impresor casi oficial de su majestad. Murió en 1780 después de fundar un semi­nario para los misioneros de Tahiti. Era persona culta, abierta a los nuevos aires culturales. Había traducido la Disciplina del pueblo de Dios en el Nuevo Tes­tamento, de Claudio Fleury, que conservó manuscrita.

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Acompañantes a Indias:

a) Fray Lucas Martínez Peña (n° 039507), natural de Chinchón (1724). Pre- mostratense, maestro en teología, abad del colegio premostratense de Salamanca, obviamente un allegado de siempre en las luchas internas de la orden. Va como secretario. Siguió a Abad a Arequipa y murió allí antes de 1776.

b) Marcelo Rivera Abad (n° 39510), sobrino del obispo, natural de Pesquera del Duero, nacido en 1748, fue paje del obispo, a quien siguió a Arequi­pa. Éste pagará sus estudios y le hará, poco antes de su muerte, cura de San Pedro de Aplao, en el Perú. En 1792, pasará a la parroquia de Andaray.

c) Destino similar el de Tomás Ruiz Abad (n° 39511), otro sobrino del obispo, nacido en 1737. Ya era sacerdote cuando se trasladó a Indias. Siguió a su tío a Arequipa, como capellán. Ultimó sus estudios en Córdoba, luego en Cuzco, en cuya universidad se doctoró. En vida y después de la muerte de su tío, desempeñó varios curatos interinos.

d) No sabemos con qué título o sobre qué recomendación Abad llevó consigo como paje a Pedro Pérez Manquillo (n° 39522), nacido en Chinchón hacia 1740 en una familia de pequeños notables. Lo siguió a Arequipa, donde, una vez ordenado, se hizo capellán de coro de la catedral.

e) El padre Sebastián Sánchez (049215) complementa el séquito. Nacido en 1734, este premostratense viajó como "compañero" del obispo.

3) Rubio Morcillo, Diego, obispo de Nicaragua, 1703 (AGI Contratación, 5460, N. 4, R. 33) (n° 029846).

Morcillo nació a mediados del siglo XVII en una familia de hidalgos de muy mediano nivel en Villarrobledo, en la Mancha. Ingresó a la orden de la Trini­dad calzada, en la que se hizo maestro en teología. En 1701, fue nombrado obispo de Nicaragua. Ya tenía entonces a un familiar en Indias, Antonio de Vito­ria Rubio Morcillo, también natural de Villarrobledo, probablemente su primo, quien compró un hábito de Santiago en 1711. Ascendió al obispado de La Paz en 1708, al arzobispado de La Plata en 1714, asumió el virreinato del Perú (1720- 1724) y fue nombrado arzobispo de Lima (1723), donde murió en 1730.

Acompañantes a Indias:

a) Francisco Ortiz de la Mota (n° 048191), su provisor.b) Fray Francisco Garrido (n°048192), trinitario calzado, su compañero.

Se conocen además como parientes suyos, aunque no pertenecieron a su séquito:

c) Pedro Morcillo Rubio (n° 029842), nacido en Villarrobledo en 1684, obvia­mente sobrino suyo. Vicario general del obispado de La Paz bajo su tío; vicario general del arzobispado de La Plata bajo su tío también y canóni­go maestrescuela de la catedral, obispo de Panamá (1731) y del Cuzco (1742), murió en 1746.

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 215

d) Alfonso Carrión Morcillo (n° 008964), hijo de Ana Morcillo Rubio, hermana o sobrina del obispo, nacido en Villarrobledo a fines del siglo XVII. Fue nom­brado alcalde del crimen de la audiencia de Lima en 1729, con el apoyo de su tío el arzobispo. Se casó en 1732 con María Josefa Tagle Bracho (n° 008963), hija del primer marqués de Torre-Tagle (n° 016836), pagador de la Arma­da del Mar del Sur, y uno de los hombres más ricos del virreinato, que le trajo 60000 pesos de dote. De esta forma se introducía en el cerrado cír­culo de los mandatarios locales. Murió en 1778, oidor jubilado de la au­diencia de Lima.

4) Navia Bolaño Moscoso, Mateo, obispo de León de Nicaragua, 1757 (agí Con­tratación, 5502, R. 1) (n° 02993).

Nacido en Lima en 1719. Pertenecía a una gran familia limeña, de origen asturia­no. Era probablemente sobrino de los condes de Valle de Osella, primo de Ñuño Navía Bolaño, oidor de la audiencia de Guatemala, de Juan Jerónimo Navia Bo- laños, juez de lanzas y medias anatas en Lima, de Antonio José Navia, maestre de campo del Callao. Ingresó en la orden de San Agustín, consiguió el grado de maestro en teología por la orden después de sacar su doctorado en la Univer­sidad de Lima, y pasó a España a pretender un obispado. En 1757 fue nombrado al de Nicaragua, puesto en el que murió en 1762.

Acompañantes a Indias:

a) Bernardino Barrio Zuñiga (n° 49055), sacerdote, capellán del obispo.b) José Colorado (n° 049056), sacerdote, capellán.c) Leonardo Collar (n° 049057), asturiano, su paje, hijo de un hidalgo de

Cangas (Asturias). La familia estaba en pleno ascenso. El hermano de Leo­nardo, Silvestre (n° 000176), ingresó en los años 1770 en la secretaría del despacho de Indias, casó con la hija de una dama del retrete de la reina (n° 049247), y terminó su carrera, en vísperas del trienio liberal como se­cretario de la secretaría del Perú del Consejo de Indias. Colocó a su hijo José en sus propias oficinas. Era éste oficial tercero de la secretaria de Indias de la Secretaría del Despacho de Gracia y Justicia, y consiguió la orden de Carlos III (con pensión) el 16 de marzo de 1820.

d) Juan Gómez (n° 049058), paje, del que no sabemos más.e) Francisco Vargas (n° 049059), un limeño, que había pasado a España con

el brigadier José Molina Sandoval, un cordobés que tuvo el mando de una balandra armada en aguas americanas entre 1740 y 1748, y que volvió a Es­paña a pretender en 1752. Sus pretensiones desembocarán en 1756 en la consecución de un hábito de Santiago y del gobierno de la provincia de Villalta, en Nueva España. Su criado aprovechó el pasaje del obispo para volver con éste.

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5) Valdés, Jerónimo, obispo de Santiago de Cuba, 1705 (AGI Contratación, 5461, N. 37) (n° 48201).

Natural de Aramil en Asturias, ingresó a la orden de San Basilio, de la que llegó a ser vicario general en España. Preconizado obispo de San Juan de Puer­to Rico en febrero de 1704, fue trasladado a la sede de Santiago de Cuba en di­ciembre del año siguiente, sin duda antes de tomar posesión. Hizo su información de pasaje a Indias en mayo de 1705. Murió allí en 1729.

Acompañantes a Indias:

a) Diego Rodríguez Aramil (n° 048193), 35 años, natural de Aramil como el obispo, sacerdote, colegial, a título de capellán, del Colegio de San Pelayo de Salamanca, fundación del famoso inquisidor general Valdés, preferen­temente para asturianos.

b) Jerónimo Sánchez Valdés (n° 048201), 20 años, natural de Aramil como el obispo, probablemente pariente suyo, pasó como familiar suyo.

c) Jerónimo Labandera (048197), 13 años, natural de Siero, en el mismo con­cejo que Aramil, como el obispo, pasó como paje suyo.

d) Juan López Suárez Donís (n° 048203), 25 años, natural de Madrid.e) El licenciado Diego Menéndez (n° 048198), 32 años, natural de San Martín

de Luena, en Asturias.f) Santiago Vicente Ramírez (n° 048200), 22 años, natural de Salamancag) El Padre fray Alonso Felipe (n° 048195), 40 años, natural de Vicalvaro,

monje basilio, compañero del obispo.h) Agustín Chávez Carvajal (n° 048196), 20 años, natural de Illescas, proba­

blemente criado del obispo.

Familiares posteriores:

i) En Cuba, a finales de los años 1720, Juan José Álvarez de Salcedo (n° 48149), nacido en Santiago en 1707. Era cuñado de Hilario Manuel Fernández (n° 048150), teniente tesorero de las reales cajas de Cuba (1720), luego factor general de tabacos de la isla, muerto en los años 1750, recién conse­guido su ascenso a tesorero de las reales cajas de Puerto Rico. El obispo lo hizo colegial del Colegio de San Basilio que había fundado para seminario en Santiago, donde estudió gramática y cánones. Se ordenó poco después de la muerte de Valdés, en 1731. Vivía de la sacristanía mayor de la catedral y de las clases que daba en el seminario, a la par de proseguir sus estu­dios. Poco antes de 1759, su sobrina, hija de don Hilario, lo hizo heredero de los méritos de su padre mediante su manutención por el resto de su vida, una práctica de la que tenemos bastantes ejemplos. Ello lo animó a pre­sentar en el Consejo de Indias la relación de méritos — los suyos propios eran más bien escuetos — de la que sacamos estos datos (agí Indiferente, leg. 245, exp. 30).

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 217

6) Otalora Bravo Lagunas, Juan, obispo de Arequipa, 1715 (AGI Contratación, 5468, N. 2, R. 73) (n° 011592).

Nacido en Lima en 1658, doctor en teología por la Universidad de Lima, pasó a España a pretender algún cargo. Hecho medio racionero de la catedral de Lima (1708), consiguió el mismo año, por compra, una plaza supernumeraria del consejo de Indias. En 1713 fue nombrado consejero togado de pleno derecho en la reforma general de los consejos llevada a cabo por Felipe V. En 1714 con­siguió el obispado de Arequipa, en el que murió en 1722.

Acompañantes a Indias:

a) Alonso Diez Coronel (n° 049004), natural de Mohernando, 25 años, sa­cerdote. Pertenecía a una familia de notabilidad local en la provincia de Cuadalajara. Era hijo de Alfonso Diez Coronel, regidor de Jadraque (pro­vincia de Guadalajara); primo de Diego Diez Coronel (n° 030517), enton­ces estudiante en la Universidad de Sigüenza, quien será luego colegial del Colegio mayor de Santa Cruz (1722) y canónigo de la catedral de Santiago de Compostela (1729-1739). Su sobrino Juan Antonio Morales Diez Coro­nel (n° 049270) será a mediados del siglo corregidor señorial de Buitrago y conseguirá un hábito de Santiago en 1757. Alonso Diez, secretario del obispo, obtendrá en 1729 la canongía doctoral de la catedral de Arequipa.

b) Juan Montúfar Fraso (n° 009527), natural de Granada, de 13 años, pasó como paje. Era hijo de Sebastián de Montúfar (006131), fiscal general del consejo de guerra en la nueva planta de Felipe V, y como tal compa­ñero del obispo. Escribirá el joven una de las más espectaculares success story de la historia colonial. Ya caballero de Santiago a los diez años, casó en Arequipa con su primera mujer. El virrey marqués de Castelfuerte (n° 007615), lo hizo comisario general de la caballería de Arequipa (1728). El virrey marqués de Villagarcía (n° 14190), quien había coincidido con su padre en la corte, le hizo corregidor de Caamaña en 1739: pudo más tarde alegar como méritos el haber repelido un desembarco de la expedi­ción de Ansón. En 1747, fue nombrado capitán general de Quito, con la presidencia de la Audiencia, y recibió el título de marqués de Silva-Alegre. Era ya extremadamente rico, incluso según criterios indianos. Se volvió a casar con la hija de un regidor de Quito y murió en 1761 todavía presi­dente. Su juicio de residencia fue difícil, ante la fuerza de la acusaciones de contrabando que le pusieron.

c) Cenón Rémirez Zárate (n° 049005), de 15 años, natural de Madrid, pasó como paje. Pierdo su rastro en Indias, pero sí sé de donde salía. Su padre, Anastasio González Rémirez (n° 012727), se había jubilado en 1705, con apenas 48 años (21/11), de oficial tercero de la secretaría del Tajo a la Montaña del consejo de hacienda. Había tenido una carrera fulgurante, apoyada por su propio padre, Francisco, gentilhombre de la casa del rey. Aprovechando sus contactos dentro de la administración real, el recién jubilado se había metido a agente de negocios de Indias, o sea, interme­diario entre los residentes en Indias y el gobierno real. Lo fue en 1711 del

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ayuntamiento de Santiago de Chile, por delegación del jesuíta Antonio de Covarrubias (n° 010567), quien, pasando a España por negocios de la compañía, había recibido una comisión del ayuntamiento para hacer va­rias gestiones en Madrid. Fue destituido por sus mandantes en 1712 a raíz de un turbio negocio en el que se esfumaron 900 pesos de los fondos del ayuntamiento. En 1707 había comprado para su hijo Anastasio el corre­gimiento de Mizque. Fuertemente interesado por las Indias en las que veía, claramente, el camino de la fortuna, envió a buscarla a su hijo menor, dán­dole como mentor a un obispo con quien había coincidido en la corte,

d) Cosme Llera Noriega (n° 049006), 18 años, natural de Oviedo, como paje. Era pariente, en un grado que no podemos precisar pero que sabemos bastante cercano, de Francisco Varas Valdés (n° 005293), a la sazón inten­dente general de marina y comercio de los puertos de Andalucía, futuro presidente de la casa de contratación (1720), murió en 1753 como conse­jero jubilado del consejo de Indias. No sabemos qué carrera tuvo el tal Cosme en Indias.

7) Lorenzana Butrón, Francisco Antonio, arzobispo de México, 1766 (AGI, Con­tratación, 5509, N. 3, R. 24) (n° 004234).

Los Lorenzana eran una típica familia de caballeros castellanos. Regidores de León de padre en hijo desde hacía casi un siglo cuando nació Francisco Antonio, en 1722. Parientes de los Isla, uno de los cuales era entonces consejero de Cas­tilla y, por la abuela materna del recién nacido, con Lorenzo Taranco (n° 016300), entonces canónigo de Orense y futuro obispo de Gerona (1745-1756), así como con los Taranco Otañez, uno de los cuales, Pedro (n° 000795), será consejero de Castilla entre 1780 y 1786, y otro, Antonio (n° 000794), oficial de la secretaría del despacho de Gracia y Justicia, precisamente en los años en que Francisco Antonio ascenderá al obispado. Su hermana María Antonia se casará con José Alfonso Villagómez Barba (049305), regidor de Castroverde de Campos, fami­lia por la cual emparentará con los Junco Cisneros, uno de quienes fue consejero de Castilla entre 1732 y 1738. No le iban a faltar apoyos al niño.

Estudió con los jesuitas de León. Colegial del Colegio mayor de Oviedo en Salamanca (1744), ganó la canonjía doctoral de Sigüenza (1751) y, con el apoyo del jesuíta Rávago, confesor del rey, el deanato de la catedral de Toledo (1754) a la temprana edad de 32 años: poderosos influjos apoyaban su carrera. Vicario general del obispado de Toledo (1755), promovido en 1765 al obispado de Plasencia, quedó destinado a la sede arzobispal de México antes aun de haber tomado posesión de la sede de Palencia (1766).

Prelado disciplinado, manifestó su adhesión a la expulsión (1767), luego a la extinción (1773) de la compañía, en sendas cartas pastorales que el aparato propagandístico de la monarquía se encargó gustosamente de difundir. Su fide­lidad y su eficacia le merecieron el arzobispado de Toledo (1772), donde dejó el recuerdo de un prelado ilustrado y enérgico, gran fomentador de los estudios eclesiásticos. Cardenal desde 1789, inquisidor general en 1795, ministro sin

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 219

carácter (1797), luego embajador en Roma (1798), encargado de proteger la curia de los atropellos de los franceses, fue propuesto por Carlos IV como candidato al papado (1799). Murió en Roma en 1804 siendo miembro de la congregación romana de la propagación de la fe. Había renunciado a la mitra de Toledo para dejar paso a don Luis de Borbón y Vallabriga, hijo del difunto infante don Luis, y primo hermano del rey. Su hermano Tomás Vicente (1727-1796) murió obispo de Gerona.

Acompañantes a Indias:

a) Pedro Ventura Yurami (n° 030196), 19 años, natural de Trujillo, asistente de Andrés Martínez (n° 048017), como secretario del arzobispo. Seguirá a Lo- renzana a su vuelta a España, consiguiendo un medio beneficio préstamo de la parroquia de San Justo de Madrid (en 1775), y una ración de la catedral de Plasencia. Sin duda miembro del equipo que Lorenzana había montado para Plasencia.

aa) Andrés Martínez (n° 048017), secretario del arzobispo, nacido en Val- deras, en la provincia de León.

ab) Francisco Pérez (n° 048016), ayudante de Andrés Martínez (n° 048017), secretario del obispo, natural de León.

b) Francisco Mateo de Aguiriano (n° 016412), 24 años, como abogado de cámara del arzobispo. Miembro de una familia de la muy pequeña nobleza de Alesanco, en la Rioja (su padre sacó su ejecutoría en Valladolid un año antes de nacer Francisco), estudió y fue luego profesor en la Universidad de Toledo, donde lo conoció y apreció Lorenzana, entonces vicario gene­ral del arzobispado. Lo llevó con él a México como fiscal eclesiástico. Lo ordenó (1768) y le dio la dirección del seminario conciliar. Lo trajo con él otra vez a Toledo en 1772, donde lo hizo juez sinodal y superintendente visitador de los conventos. Lo tomó como obispo auxiliar suyo en 1776 (con título de obispo de Tagaste) y le consiguió en 1790 el obispado de Calaho­rra, de donde era oriundo. Socio de la real sociedad económica matri­tense desde 1776, fue presidente de la riojana (1802). Durante la crisis del mal llamado "cisma" de Urquijo se alineó firmemente en el bando rega- lista. Se refugió en Murcia durante la invasión francesa, abandonando su diócesis, que el gobierno josefista declaró vaca. Diputado por Burgos en las cortes de Cádiz, mostró una firme oposición al principio de la soberanía nacional. Murió en el puerto de Santa María en septiembre de 1813.

ba) Gabino Valladares Mesía (n° 016292), nacido en 1725 en Aracena (provincia de Huelva). Abogado de los reales consejos, pasó a Nue­va España con Lorenzana, como familiar suyo. El arzobispo lo trajo consigo a su vuelta a España y lo hizo vicario eclesiástico de la corte. En 1775, le consiguió el obispado de Barcelona, cargo en el que mu­rió en 1794.

c) Dionisio de la Rocha Mazón (n° 48014), 30 años, natural de Cabezón (pro­vincia de Palencia). Pasó a Indias como provisor de Lorenzana. Era sacer­dote. En 1771, Lorenzana lo hará canónigo doctoral de la catedral de México.

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d) Manuel Romano (n° 048015), 20 años, natural de Ciempozuelos. Paje de Dionisio de la Rocha (n° 48014).

e) Nicolás Rosado (n° 048019), treinta años, pasó como juez de testamentos. Era natural de Casas de Millán, en Extremadura. Sin duda un miembro del equipo que Lorenzana tenía preparado para el obispado de Plasencia.

f) Miguel Rosado (n° 048012), 39 años, natural de Casas de Millán, maestro de pajes. Era sin duda hermano del antecedente y un miembro del equipo reclutado para Plasencia. Lorenzana le conseguirá en 1769 una ración en la catedral de México.

g) Francisco Javier de Toyos (048018), 36 años, natural del concejo de Colun- ga en Asturias, sacerdote, mayordomo de Lorenzana.

h) Felipe Florez (n° 048022), 45 años, natural de Ocaña, pasó como tesorero del arzobispo.

i) Juan Antonio Frera (048020), natural de San Pedro de Sales, en Asturias, 18 años, pasó como oficial de Felipe Florez (n° 048022), el tesorero. Éste, sus hermanos y sus familiares conseguirán el reconocimiento de su hidal­guía por la chancillería de Valladolid en 1799. La familia ascenderá rápida­mente: a principios del siglo XIX, unos Frera, muy probablemente parientes suyos, posiblemente sus hijos (el lugar de origen es el mismo), residían en Toledo y terminarán emparentando con los Argüelles. Pertenecía ya a la familia episcopal de Plasencia.

ia) Joaquín Franco (n° 048013), nacido en Zaragoza en 1744. Pasó a In­dias como paje de Lorenzana. Será en 1795 administrador de las ren­tas reales de Temascaltepec.

j) Antonio Fabián (n°048021), nacido en 1741, natural de Terzaga, en la pro­vincia de Guadalajara, fiscal eclesiástico del arzobispado de México. Era muy probablemente familia de Francisco Fabián Fuero (n° 016282), quien tuvo una carrera episcopal paralela a la de Lorenzana, cuyos planteamientos ideológicos compartía.15 Fue como Lorenzana canónigo de Sigüenza, lue­go de Toledo, obispo de Puebla (1765), luego arzobispo de Valencia (1773). Antonio pertenecía ya a la familia episcopal de Plasencia.

k) Domingo Criado (n° 048023), 21 años, natural de Ajofrín, caballerizo del arzobispo.

1) Jacinto José Lorenzana (09563), de 14 años, sobrino del arzobispo, pasó como paje de éste. Era el hijo mayor de su hermano mayor. En México, fue subte­niente del regimiento de infantería de la corona, nada más llegar. Volvió a España con su tío, llevando a cabo la carrera que se podía esperar de su nacimiento: regidor de León por herencia de su padre, caballero de la orden de Carlos III (1780), comisario ordenador de los ejércitos (1790), intendente de la provincia de León, primero en varias interinidades, luego definitivamente (1798). Se había casado con una hija del marqués de Ca- satremanes (n° 05139), prestigioso militar, capitán general de Galicia (1713-1781).Ya pertenecía a la "familia" episcopal de Plasencia.

15 Emile Appolis, Les jansénistes espagtiols, sobodi, 1966, pp. 97-100.

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 221

m) Gregorio Villagómez Lorenzana (n° 048024), 14 años, natural de Valde- ras, sobrino del arzobispo, hijo de su hermana, pasó como paje. Volverá de México con su tío para hacerse canónigo arcediano de Calatrava de la catedral de Toledo y doctor de la Universidad de Valladolid (antes de 1776 ambos acontecimientos). Publicará varios sermones dichos por encargo de conventos de Toledo y Madrid, así como un discurso para la entrega de los premios de la real sociedad económica de Toledo. Varias de sus obras serán publicadas de forma semioficial, bien por el Memorial literario, bien por el impresor Ibarra de Madrid. Era un exponente de la Ilustración ofi­cial. Vivió totalmente a la sombra de su tío. Perdemos su huella en 1789.

n) Casimiro López Perea (n° 048028), 15 años, natural de Orgaz, pasó como paje. Pertenece a la ilustre familia de los Perea de Orgaz, encabezada en aquellas fechas por Félix Perea Calderón de la Barca (n° 038544), caballe­ro de Santiago y regidor de Orgaz, sobrino de Diego Felipe Perea Magda- leno (n° 016163), quien había muerto en 1744 como arzobispo de Burgos. Es de notar que Isabel María Perea (n° 42752), hermana del arzobispo de Burgos, se había casado con José Calderón de la Barca (n° 038541), merca­der, caballero de Santiago y regidor de Orgaz, cuyo hijo Tomás (n° 026328), también caballero de Santiago, ayudante de cámara del rey, fue jefe de la guardia del infante don Luis, que todavía era arzobispo de Toledo cuan­do Lorenzana llegó allí de canónigo. Es muy probable que el joven Casi­miro fue a parar con la familia del arzobispo de México por esta vía. Pertenecía ya a la familia episcopal de Plasencia.

o) Juan Francisco Prado (n° 048029), 24 años, natural de Almagro, pasó como paje. Pertenecía ya a la familia episcopal de Plasencia.

p) Alonso Lobo Castañón (n° 048037), 19 años, natural de San Juan de Boo, en Asturias.

q) Bernardo García (n° 048036), 13 años, natural de Yuncidlos, al lado de Toledo.

r) Manuel Bustillos (n° 048031), natural de Pinilla de Santander, 15 años, pasó como paje.

s) Antonio Sánchez (n° 048030), ayuda de cámara, 24 años, natural de Peña­randa de Bracamonte, en la provincia de Salamanca.

t) Andrés Martínez Acevedo (n° 048035), 33 años, natural de San Salvador de Santiso, en Galicia, como cocinero,

u) Cayetano Sánchez (n° 048032), de 20 años, ayudante de cocina, natural de Moracillos, en la provincia de Zamora

v) Francisco Díaz (n° 048034), 22 años, criado menor, natural de Abantro en Asturias.

w) Francisco Fernández (n° 048033), 27 años, natural de Santianes en Astu­rias, criado menor, que ya pertenecía a su familia de Plasencia.

8) Marín Bullón Figueroa, Isidro, obispo de León de Nicaragua, 1745 (AGI Con­tratación, 5487, N. 1, R. 30) (n° 029991)

Nacido en 1703 en Arroyo del Puerco (hoy Arroyo de la Luz), pertenecía a una . típica familia de la mediana nobleza urbana extremeña, dueña desde el siglo

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xv de los resortes del poder municipal, muy relacionada con las órdenes mili­tares por la extensa jurisdicción y los no menos extensos pastos que poseían éstas en la comarca. Era una nobleza que hacía su vida sin grandes miras más allá de su entorno inmediato, pero que de vez en cuando delegaba a algún retoño suyo a la corte, al clero o al ejército. Los hubo famosos, de Hernán Cortés a Godoy. A Marín Bullón lo hicieron religioso de la orden de Alcántara, doctor de la Universidad de Salamanca y catedrático de cánones. En 1745 le tocó el obispado de León de Nicaragua, no el peor, pero tampoco el mejor de Indias. Su hermano Matías (n° 016860) —quien será creado conde de la Isla en 1761 — era entonces caballero de Santiago y tal vez ya gentilhombre de boca del rey.

Acompañantes a Indias:

a) Fray Nicolás Molano (n° 047987), benedictino, su confesor. Pertenecía sin duda a la familia Molano, de pequeña nobleza extremeña igualmente, afin­cada en Alburquerque y Arroyo del Puerco, como la del obispo.

b) Francisco Rosa Aguilar (047986), ordenado de menores, secretario del obispo.

c) Gregorio Eras (n° 047985), 35 años, natural de San Esteban de Pantinom- bre (?), pasó como criado del obispo.

d) Antonio Villar (n° 047984), 20 años, natural de Alcántara, pasó como cria­do del obispo.

e) Juan de Pozo (n° 047956), 26 años, esclavo negro. Natural de Trujillo del Perú, era esclavo de Andrés Cedrón Quiroga (n° 010388), un aventurero un tanto novelesco. Nacido a principios del siglo XVIII en Santiago de Mi­randa (Lugo), cadete del regimiento de infantería de la guardia española, pasó a Nueva España (1727) y luego al Perú, donde se hizo dueño de varias minas de plata. Procesado por negocios económicos relacionados con las minas, pasó a España y tuvo con el rey una entrevista infructuosa. Huyó a Holanda, al ser amenazado de prisión por deuda. Fue durante su huida, en 1744, cuando manumitó a Juan de Pozo, probablemente poco antes de pasar a Francia donde no se admitía la esclavitud. Se rehizo lue­go y fue nombrado cónsul de España en Londres (1752-1756), ganando un pleito de hidalguía en Valladolid (1751) y terminando su vida jubilado en el pueblo de su naturaleza. El antiguo esclavo Juan volvió, sin duda de caridad, con el señor obispo. Era oficialmente su criado.

9) Monroy Meneses, Antonio, obispo de Santa Marta, 1715 (AGI Contratación, 5468, N. 2, R. 47) (n° 029942)

Antonio Monroy Meneses nació en Talavera (de la Reina? la Vieja? la Real?) en1673. Ingresó a la orden de la merced calzada, en la que llegó a ser definidor de la provincia de Castilla. En 1715, fue electo obispo de Santa Marta, en Colom­bia, una de las diócesis más duras de América por su clima. Murió en 1738.

Acompañantes a Indias:

a) Luis Laso de la Vega (n° 048835), su provisor.

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 223

b) Fray Francisco Urrutia (n° 048836), su secretario.c) Fray Juan de Rivas (n° 048837), 46 años, mercedario calzado, natural de

Villar de Cañas, en la provincia de Cuenca, su compañero.d) José Martín Silveti (n° 048840), 20 años, natural de Pamplona, residente

en Madrid, como familiar.e) Juan Francés de la Peña Hierro (n° 048841), su familiar, 26 años, natural

de Sepúlveda.f) San Clemente, Juan (n° 48838).g) San Clemente, Manuel (n° 048839). Los hermanos San Clemente, de unos

quince años y naturales de Soria forman lo más interesante del expedien­te. La información para pasar a Indias que hicieron en su naturaleza no se limitó a recoger su legitimidad, buena vida y falta de lazos matrimonia­les, sino que establecía su alta prosapia. El interrogatorio presentado ante el alcalde por el hermano mayor y tutor de los dos interesados —eran huérfanos — desentonaba con el estilo habitual de las informaciones para Indias: era muy similar a lo que se estilaba en las informaciones de hábitos de órdenes. Compareció lo más granado de la sociedad local: el conde de Lérida (n° 016679), regidor de Soria, señor de Retortillo; Juan Hurtado de Mendoza, señor de Hinojosa de la Sierra (n° 048857); José Martínez Montares (n° 048859), sacerdote de Soria; Bernardo Pérez Horozco (n° 048860), canónigo de la colegiata de Soria; Manuel (n° 048861), su hermano; Félix Santa Cruz Montenegro (n° 048844), caballero de Santiago, regidor per­petuo de Soria; Pablo de Miranda (n° 048862), regidor de Soria, señor de La Salma... Hábito de Santiago del padre aparte, insistieron todos los testi­gos en el parentesco de la familia con las más ilustres de la comarca, las que tuvieron méritos destacados para con la monarquía. Sus dichos lla­man la atención sobre un uso algo inesperado de las fundaciones eclesiás­ticas como marcadores de parentesco y sobre la importancia de los cargos inquisitoriales como prueba de nobleza:

A la octava pregunta dijo que sabe que los padres, abuelos y demás ascendientes por la línea materna han sido siempre tenidos y generalmen­te reputados por cristianos viejos de limpias prosapias y generaciones, y ninguno de ellos ha incurrido en defecto alguno contra nuestra santa fe de Christo, antes bien algunos han sido fieles defensores de ella, como lo fue el licenciado don Martín González, tío del suplicante, comisario del Santo Oficio en los actos que regentó de limpieza por las órdenes que le daban por el santo tribunal. Y asimismo sabe el testigo tuvo el dicho don José [padre del pretendiente] otros tíos comisarios y familia­res del Santo Oficio por donde infiere este testigo ser calificada esta genealogía, y no haber cosa en contrario

A la nona pregunta dijo es muy notorio del dicho don José el entroco (sic) con personas calificadas y constituidas en dignidad, pues sabe el testigo que el dicho don José es pariente de los señores Chaves, como consta de las repe-

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224 JEAN PIERRE DEDIEU

tidas informaciones que se han hecho para justificación del parentesco, en cuya posesión han estado de inmemorial tiempo sus parientes, especialmente los licenciados don Martín González, comisario [de la inquisición], don Mar­tín Gómez, don Juan Hernández Nogal del Hierro, actual poseedor de las fun­daciones [que dejó el canónigo Chaves] por parentescos específicos declarados en juicio, tíos éstos y otros más antiguos parientes de los señores Chaves, del referido don José Francés Peña, a que se adjuntan otros empleos honorosos que han tenido y tienen dichos sus tíos, tan públicos que no necesitan de más prueba...

Está claro que tal información no tenía por única función la de convencer a la casa de contratación de la idoneidad de los interesados, sino que constituía un viático para medrar en Indias.

10) Laso de la Vega Cansino, Juan, obispo de Santiago de Cuba (1731) (AGI Contratación, 5480, N. 1, R. 25) (n° 030002).

Natural de Carmona, llevaba el apellido de dos familias de notabilidades de la ciudad, emparentadas ambas con regidores de Sevilla. Franciscano descalzo, guardián de varios conventos andaluces, luego provincial de la provincia de Andalucía, calificador del consejo de la inquisición y teólogo de la junta de la Inmaculada —requisitos honoríficos casi obligados por un fraile que preten­día a una carrera nacional—, fue nombrado en 1731 obispo de Santiago de Cuba. Murió allí en 1752, después de un largo pontificado, durante el que resi­dió siempre en La Habana. Demostró un gran apego a su orden, celebrando su primera misa en suelo americano en el convento franciscano de Santiago de Cuba, antes incluso de pasar a la catedral, y eligiendo sepultura en el convento franciscano de La Habana.

Acompañantes a Indias:

a) José Martínez de Tejada, alias Francisco de San Buenaventura (n° 017434), natural de Sevilla, 46 años, franciscano descalzo como el obispo, guar­dián del convento de Sevilla. El mismo día de su toma de posesión en Santiago, Laso de la Vega lo hizo auxiliar suyo para la Florida. Recibió seguidamente el título in partibus de Trícala. Se hizo consagrar en México en julio de 1734. En 1745, fue nombrado obispo de Mérida de Yucatán, en 1751 de Guadalajara de Nueva España, puesto en el que murió en 1760.

b) Fray José Bermudo (n° 048131), natural de Vejer, de 50 años de edad, como predicador del obispo.

c) Fray Tomás Jiménez (n° 048132), de 40 años, natural de Sevilla, confesor del obispo.

d) Fray Cristóbal Ponce Carrasco (n° 017453), 54 años, natural de la Puebla de Guzmán, franciscano observante, confesor del obispo.

e) Pedro Ordóñez Jiménez (n° 048134), franciscano observante, 50 años, na­tural del Arahal, familiar del obispo.

f) Fray José de los Reyes (n° 048135), 34 años, franciscano observante, natu­ral de Baena, familiar del obispo.

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 225

g) Fray Fernando Cansino (n° 48136), natural de Los Palacios, pariente del obispo, pasó como familiar suyo.

h) Pedro Ponce Carrasco (n° 048133), 26 años, natural de la Puebla de Guz- mán, abogado de la audiencia de Sevilla (1725), de los reales consejos (1726), de la chancillería de Granada (1727), pasó como juez de diezmos. En 1733 era juez de testamentos del obispado. En 1735 se doctoró en cá­nones por la Universidad de La Habana. Se hizo abogado de la audiencia de Santo Domingo el año siguiente, para poder abogar localmente. Laso de la Vega le proporcionó rentas sobre las parroquias de La Habana y en 1746 lo escogió como auxiliar para la Florida, con título de obispo de Adra- mite. Lo retuvo sin embargo en la isla para que procediera en su nombre a una visita completa de la diócesis. Recibió apresuradamente en 1751 y 1752 todas las órdenes, de la primera tonsura a la consagración episcopal. A la muerte de su valedor, fue lógicamente nombrado gobernador del obispado. El ayuntamiento, el gobernador de La Habana, el ayuntamiento de Bayamo pidieron con insistencia al rey su elevación a la mitra de Santia­go. El cabildo eclesiástico de aquella ciudad no compartía tan favorable opinión e intentó destituirlo durante la sede vacante, alegando su residen­cia continua en La Habana. El gobernador tuvo que presentar un recurso de fuerza ante la justicia seglar para salir del apuro. En 1754, la llegada del nuevo obispo, Pedro Morel de Santa Cruz supuso un momento difícil. Al parecer deseoso de asentar su autoridad frente a quien era probable­mente el líder de hecho de la iglesia cubana, le confirmó en su cargo de auxi­liar, pero le mandó residir su cargo de auxiliar de la Florida. Ponce se encerró muy a pesar suyo en San Agustín, hasta que el nuevo obispo, sin duda mejor enterado de la situación local, lo volviera a llamar para con­fiarle el gobierno de la diócesis mientras la visitaba (abril-noviembre de 1756), luego el vicariato general de La Habana. En 1757 remitía directa­mente al secretario del despacho Arriaga un memorial de sus méritos en el que pedía una mitra de mayor calado. Correspondió Arriaga con una orden a la cámara de Indias de tenerle presente. En 1762, lo hacían obispo de Quito, puesto en el que murió en 1776. Solamente la falta crónica de personal eclesiástico que sufría Cuba y que denuncian continuadamente los informes enviados al rey podía justificar semejante carrera.

i) Domingo Laso de la Vega (048137), nacido en 1713 en Ecija y sin duda pariente del obispo. Pasó como provisor.

j) Juan Briones Quintanilla Murillo (n° 048138), nacido en 1712 en Morón, de una familia de la oligarquía municipal de Carmona, de la que algunos miembros ya habían residido en Indias. Pasó a Cuba por fiscal del tribunal episcopal.

k) Manuel Calzado Cadenas (n° 048139), nacido en Carmona en 1709, clérigo de menores. Pasó como fiscal del tribunal episcopal.

l) Miguel Laso de la Vega (n° 48140), nacido en 1713 en Sevilla. Pariente del obispo. Pasó por caballerizo suyo.

m) Fernando de Castilla (n° 48141), nacido en 1724 en Sevilla. Pasó como paje del obispo.

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n) Miguel de Bargas (n° 48143), nacido en 1718 en Sevilla. Pasó como paje del obispo.

o) José Madrigal (n° 48144), nacido en 1710 en Umbrete, capellán del obispo, p) Gabriel Espinosa Maldonado (n° 030894), nacido en 1721 en Arcos de la

Frontera, capellán del obispo. Será luego canónigo magistral de la cate­dral de Guadix (antes de 1751) y canónigo de Murcia (1751), ciudad en la que murió en 1770.

q) Manuel Pérez (n° 048145), nacido en 1708, capellán del obispo.

11) Vizarrón Eguiarreta, Juan Antonio, arzobispo de México, 1730 (AGI Contra­tación, leg. 5478, N. 1, R. 13) (n° 029611).

La familia Vizarrón era oriunda de Ituren, en Navarra. El primero en bajar al puerto de Santa María fue Pablo Vizarrón Alzueta (n° 048683), alrededor de1674. Vino de criado a casa de Juan de Arañibar (n° 048684). Arañibar había él mismo bajado de Navarra de mano del duque de Medinaceli, entonces señor del puerto, y había tenido cierto éxito como mercader de Indias. Pablo también se hizo mercader de Indias y se construyó una apreciable posición social. Mu­rió en 1695 recién nombrado caballero de Alcántara. Su hijo, Pablo Miguel Vi- zarrón (n° 047971) fue a su vez mercader de Indias, y murió en 1741, regidor del Puerto de Santa María. Era hermano de nuestro Juan Antonio.

El hermano mayor de Pablo Vizarrón se había quedado en Ituren para mantener la continuidad de la casa. Su hijo Juan Vizarrón Arañibar (n° 049340) (1658-ca. 1730) bajó a su vez de Navarra a casa de Juan de Arañibar. Con el apoyo de la tupida red familiar en la que se insertaba, de la que describimos aquí sólo un pequeño fragmento, llegó a ser uno de los más importantes mer­caderes del puerto de Santa María. El palacio que edificó, más tarde llamado "Palacio de las Cadenas", sirvió de alojamiento a Felipe V cuando visitó el puerto poco después de secuestrar la ciudad para el realengo, quitándola a los duques de Medinaceli, en 1729.

La visita tuvo una importancia trascendental para Juan Antonio. Nacido en 1682, éste se había hecho, en 1714, canónigo arcediano de la catedral de Sevi­lla. No se le conocen méritos transcendentales. Sin embargo, a mediado de 1730, el rey lo hizo arzobispo de México sin consulta de la cámara de Indias. Resulta difícil no establecer una relación entre la estancia del rey en casa de su primo Juan y tan singular elección soberana. El favor real siguió acompañando al flamante arzobispo. De 1734 a 1740 desempeñó el virreinato de Nueva España, a la par del arzobispado. Murió en 1747.16

Era primo, por los Eguiarreta y los Lasaga, de Sebastián Eslava Lasaga (n° 010720), quien fue capitán general de Nueva Granada entre 1739 y 1749, coin­

16 Aparte de la base de datos Fichoz, se puede consultar: Paulino Castañeda Delgado e Isabel Arenas Frutos, Un portuense en México: Don Juan Antonio Vizarrón, arzobispo y virrey/Don Juan Anto­nio Vizarrón Eguiarreta, virrey de la Nueva España (México), 1734-1740, Puerto de Santa María, Ayuntamiento del Puerto de Santa María, 1998, pp. 15-177 y pp. 181-314.

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 227

cidiendo con el virreinato de Vizarrón en México. Este parentesco era conocido de los dos, ya que Vizarrón cita el hábito de órdenes de un tío de Eslava entre sus actos positivos en la información de limpieza que tuvo que hacer para ac­ceder al cabildo de Sevilla.

Acompañantes a Indias:

a) Bernardo Manuel Valdivieso Eguiarreta (n° 048267), pasó como secreta­rio. Nacido en 1694, sacerdote. Medio racionero de la catedral de México en 1735, racionero entero en 1750. Era cuñado del arzobispo, hermano me­nor de la difunta esposa de su hermano Pablo. Fundará sobre sus bienes un mayorazgo que dejará a su sobrino Juan José Vizarrón Valdivieso (n° 049332), hijo de su difunta hermana.

b) Bernardino Vizarrón Valdivieso (n° 048268), pasó como caballerizo. Na­cido en 1713, era sobrino del arzobispo, hijo segundo de su hermano ma­yor, Pablo. Volvió a España a la muerte de su hermano mayor, Pablo José (049322), acontecimiento que lo convertía en heredero del tronco familiar del arzobispo. Conseguirá un hábito de Alcántara en 1750. Murió en 1780, alguacil mayor de la ciudad del puerto de Santa María y uno de los ha­cendados locales más pudientes.

c) Francisco Jiménez Caro (n° 48269), nacido en 1690, sacerdote, pasó como oficial del arzobispo. Será secretario suyo durante su virreinato (hasta 1740). Canónigo penitenciario (antes de 1741), conseguirá en 1761 la canon­jía tesorera de la catedral de México, en 1763 la maestrescolía, en 1767 la magistralía. No sabemos qué nexo le unía a Vizarrón, pero tenía que ser fuerte, ya que en el séquito del arzobispo figuraba su casi seguramente hermano.

d) Pedro Jiménez Caro (n° 048277), nacido en 1699, pasó como capellán de arzobispo. Estaba ordenado de menores. Desconocemos su carrera posterior.

e) Luis Agapito Caro (n° 048286), nacido en Sevilla en 1716, como paje. Era sin duda hermano de Francisco Jiménez Caro.

f) Seguirá el mismo camino, en 1739, Agustín Jiménez Caro (n° 45667), pro­bablemente hermano o sobrino de los anteriores, nacido en 1711. Bachi­ller por la Universidad de Alcalá de Henares, juez protector de ella, doctor en cánones por Ávila, abogado de los reales consejos en 1735, consiguió en 1739 la fiscalía de la audiencia de Guadalajara de Nueva España. Pasaba a Indias probablemente a disfrutar del apoyo de las redes que sus parien­tes habían establecido. Murió antes de tomar posesión.

g) Todos éstos eran sin duda parientes de un Juan Jiménez Caro (n° 025608), que en 1711 consiguió la veeduría del contrabando de Trujillo, aunque no acudió a tomar posesión.

h) Antonio José Velasco, nacido en 1700, subdiácono, pasó como oficial del arzobispo. Desconocemos, una vez más, su relación con el arzobispo.

i) Pedro de Vera, nacido en 1694, como mayordomo.j) Ventura Pérez, sacerdote, como maestro de pajes.k) Miguel Fernández de Andrade, nacido en 1693, como capellán.

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I) Francisco Mateos, nacido en 1710, ordenado de menores, como capellán del arzobispo.

II) Juan de Henestrosa, nacido en 1711, como capellán.m) Miguel de Arana, nacido en 1698 en Santo Domingo de la Calzada, como

capellán. Presentó la residencia de Vizarrón por su virreinato, como pa­riente suyo. Era en 1729 preceptor de los hijos de Pablo Miguel Vizarrón, hermano del arzobispo,

n) Juan Domingo de Oteiza, nacido en 1703, como capellán. Apenas era orde­nado de menores. En 1744 lo volvemos a encontrar como caballerizo mayor del arzobispo, testificando en la relación de méritos de Leonardo Terralla Boussemart, personaje éste que volveremos a encontrar. Antes de 1741 había sido capitán de la guardia de alabarderos de Vizarrón como virrey de México.

ñ) Miguel de Agesta, nacido en 1711, como paje. Era familiar (tal vez hijo) de Felipe de Agesta, íntimo colaborador en los negocios de Juan Viza­rrón Aranibar, primo del obispo y sin duda principal responsable de su elección.17 Fue capitán de las compañías de la guardia del virrey durante el virreinado de Vizarrón.

o) Juan Bernardo de Aguila, nacido en 1715, como paje, p) Andrés Álvarez Velarde, nacido en 1717, como paje, q) Alonso Ordóñez, nacido en 1718, como paje.r) Alonso Velázquez Gaztelu, nacido en 1715 en Sanlúcar de Barrameda,

hijo de Juan Alonso Velázquez de Gaztelu, de una familia de regidores de Sanlúcar. Su hermano, Juan Pedro, herederá más tarde el título de mar­qués de Campo Ameno,

s) Leonardo Terralla Boussemart, nacido en 1717 en el Puerto de Santa Ma­ría, hijo del capitán Esteban Terralla y de Juana Boussemart. Provenía de una familia de mercaderes importantes a fines del siglo XVIl en Cádiz, y era pariente de los Vizarrón por una vía que desconocemos. Vizarrón le pagó estudios en México. Sacó el bachillerato en artes por la Universidad de México (1734) y el doctorado en teología (1740). Fue catedrático de elocuencia de la misma universidad. En 1744, estaba ya ordenado y des­empeñaba las funciones de secretario del arzobispo de México. Aquel año, hizo información de sus méritos, en la que testificaron exclusivamente otros miembros de la familia arzobispal. Tenía fuertes apoyos entre los jesuitas. En 1749, el nuevo arzobispo, Manuel Rubio Salinas, escribía un billete a un "padre del Colegio imperial" de Madrid, en el que además de protestaciones de servicios dictadas al secretario, figura la nota siguiente, de la mano del arzbopispo:

Reverendísimo padre, he encontrado en el cura don Leonardo José Torralla cuanto Vuestra Reverendísima me informó de su proceder y puede estar cierto Vuestra Reverendísima que concurriré a proveer sus conveniencias con todo mi valimiento, y a cuanto sea del obsequio de Vuestra reverendísima. Reveren­

17 Paulino Castañeda Delgado, Un portuense en México..., p. 42.

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EL SÉQUITO DE LOS OBISPOS QUE PASARON A INDIAS 229

dísimo Padre, besa las manos de Vuestra Reverendísima su más fiel servidor y seguro capellán, Manuel, arzobispo de México (AGI Indiferente, leg. 247/n° 40).

Era en efecto cura de la parroquia de San Miguel de México desde 1744. En 1750 ascendía al curato de San Francisco Tenanzingo y al título de examinador sinodal de México. En 1756 era medio racionero de la cate­dral y cura de la parroquia de Santa Catalina Mártir de la capital.

t) Juan Ignacio de la Rocha, nacido en 1715 en el puerto de Santa María, era hijo de Manuel de la Rocha y de Juana Díaz de Alda, ambos retoños de familias nobles del puerto de Santa María. Pasó a la Nueva España como paje de Vizarrón. Estudió gramática en el palacio arzobipal. Cursó luego filosofía en el seminario conciliar de México (1731). Sacó el bachi­llerato en artes en la Universidad (1734). En 1738 sustituía la cátedra de Escoto. Al año siguiente, sacaba la maestría en artes en la Universidad. De 1739 a 1752, fue cura de la parroquia de Santa Catalina Mártir de Méxi­co, compaginando sus cargos parroquiales con una cátedra de teología en el seminario (1744) y la Universidad (1749). Calificador de la inquisición, doctor en teología, recorrió toda la jerarquía de la catedral de la capital, de medio racionero a deán (1761-1773). En 1777 obtuvo la mitra de Valladolid de Michoacán, murió como obispo de aquella ciudad en 1781.

u) Martín López Vaquedano, pariente del arzobispo por una vía que des­conocemos, pero sin lugar a dudas; pasó como paje. Se ordenó en México,

v) Fernando Almeida, nacido en 1716, pasó como paje, w) Juan Teodoro Álvarez Hernández, natural de Sevilla (1717), hijo de Car­

los Dionisio Álvarez y de Ignacio Hernández de Cáceres, pasó como paje, x) Onofre Romero Marmolejo, de Trigueros, nacido en 1701, como paje. En

1740, lo hacían racionero de la catedral de Caracas, y) Luis José de Vilches, natural de Sevilla, 21 años, como ayuda de cámara.

Regresó a España antes de 1740. z) José de Santana, nacido en Sevilla en 1704, como ayuda de cámara. Seguía

sirviendo al arzobispo en 1741.

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El conflicto del alto clero de México con el colegio

de Santos y la corona española (1700-1736)

Rodolfo Aguirre*

A medida que transcurrió el siglo XVII el clero secular novohispano se caracterizó por su tendencia a hacer crecer y consolidar sus institucio­nes y comunidades, aun y cuando las órdenes religiosas seguían pre­dominando en la población indígena, contando con el respaldo de los virreyes.1 El alto clero secular, en especial, tenía un amplio apoyo en las élites urbanas y los comerciantes, e hizo de las ciudades episcopales sus principales espacios de acción.2 En el arzobispado de México, específi­camente, el alto clero desarrolló todo un proceso de crecimiento y afian­zamiento de espacios propicios para su conservación y renovación. No obstante que hasta la sexta década del siglo XVII predominaron las sedes vacantes,3 provocando una falta de liderazgo central en el arzobispado, los dos últimos arzobispos de esa centuria, fray Payo Enríquez de Rive­ra4 y Francisco de Aguiar y Seijas, fueron capaces de fortalecer la presen­cia de la mitra. Las familias criollas pudieron colocar cada vez a más de sus descendientes en las filas del alto clero, e incluso uno de ellos llegó a ser arzobispo de México, hecho inédito en la historia de la iglesia novohispana.5

* Universidad Nacional Autónoma de México.1 Jonathan Israel, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial. 1610-1670, México,

Fondo de Cultura Económica, 1997.2 Por "alto clero" entendemos aquí al conjunto de clérigos que detentaban los cargos de más

jerarquía y prestigio en el arzobispado de México: miembros del cabildo catedralicio, de la curia arzobispal, titulares de las parroquias de españoles de la capital, así como los catedráticos titu­lares de la Real Universidad de México.

3 Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, t. III, México, Imprenta del asilo "Patricio Sanz", 1924, p. 93. El autor calcula que en el siglo XVII hubo 46 años de sedes vacantes en el arzobispado de México.

4 Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La catedral metropolitana de la ciudad de México, 1653-1680, México, cesu-unam/El Colegio de Michoacán/Plaza y Valdés, 2005.

5 Leticia Pérez Puente, "Alonso de Cuevas Dávalos: arzobispo místico, criollo docto y dócil", en Rodolfo Aguirre Salvador (coord.), Carrera, linaje y patronazgo. Clérigos y juristas en Nueva España, Chile y Perú, México, CESU-UNAM/Plaza y Valdés, 2004, pp. 39-72.

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232 RODOLFO AGUIRRE

Es en ese contexto en el que hay que ubicar el proceso que llevó al alto clero a lograr el control de la Real Universidad de México, que, aunque iniciado en el último cuarto del siglo XVII, parecía terminado hacia 1700. Sin embargo, los jerarcas del arzobispado hubieron de pasar por una difícil prueba cuando un grupo de juristas laicos, descendientes de familias ricas y aristocráticas, ligados a la real audiencia de México y enclavados en el colegio de Santa María de Todos Santos, intentaron arrebatarles el control de aquella institución. En 1700 la corona española otorgó el título de "mayor" a este colegio y a partir de ese momento sus colegiales iniciaron un conjunto de acciones encaminadas a conseguir el gobierno de la universidad, mediante una serie de cédulas reales que les otorgaban prerrogativas para obtener los grados mayores, los car­gos de consiliarios, el rectorado y las cátedras. El resultado fue un largo litigio ante el Consejo de Indias y la corona, así como un enfren­tamiento sórdido en la universidad, sobre todo en la primera década del siglo XVIII.6

En las siguientes páginas analizo tal conflicto para demostrar que, detrás de la pugna por los cargos universitarios, se hallaba en realidad el intento de un sector aristocrático letrado de la sociedad por ganar, o al menos compartir con el clero, los mejores espacios de ascenso y de po­der de la capital novohispana.

El alto clero y sus intereses en la Universidad de México

Desde el siglo XVI, la Iglesia tuvo mucho interés por la universidad pues ahí se formarían las nuevas generaciones de clérigos, indispensables para el desarrollo y establecimiento del clero secular. Además, la corporación universitaria se convirtió en un espacio en donde se desarrollaba un

6 El único trabajo que conozco sobre este conflicto es el de Víctor Gutiérrez Rodríguez, "El colegio novohispano de Santa María de Todos Santos: alcances y límites de una institución colo­nial", en Clara Inés Ramírez y Armando Pavón (comps.), La universidad novohispana: corporación, gobierno y vida académica, México, cesu-unam, 1996 (La Real Universidad de México. Estudios y Textos VI), pp. 381-395. En ese trabajo se hace una reconstrucción sobre los orígenes del colegio en el siglo XVI y una descripción cronológica de los principales sucesos del pleito, apunta algu­nas hipótesis de trabajo sin profundizar en realidad en ninguna. Falta también por analizar más a fondo la participación que tuvieron otras autoridades y corporaciones, como la real audiencia, el virrey, el cabildo catedralicio y los arzobispos. Con todo, es un primer acercamiento serio a ese conflicto.

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EL CONFLICTO DEL ALTO CLERO DE MÉXICO 233

juego de poder entre las máximas autoridades del virreinato: el vi­rrey era el vicepatrón, los juristas y los miembros de la real audiencia confiaban en que las cátedras y los grados universitarios les sirvieran como factor de ascenso, tal y como acontecía en España. Por su parte, para las élites clericales, con mayor oportunidad de desarrollar una carrera ecle­siástica, el aspecto académico era de primer orden para sus aspiracio­nes de ascenso.7

La recta final de la consolidación del poderío clerical en la Uni­versidad de México se inició hacia 1676, cuando una real cédula ordenó que, en adelante, una junta especial de jueces seleccionaría por vota­ción a los nuevos catedráticos, derogando el voto de los estudiantes para ese efecto, que había sido objeto de muchas denuncias y pleitos a lo largo del siglo XVII.8 La junta estaría compuesta por quienes ocupa­ran los siguientes cargos: el arzobispo de México, como presidente; el oidor más antiguo, el inquisidor, también más antiguo; el rector uni­versitario, el maestrescuela y el deán del cabildo catedralicio de la ciu­dad de México, el catedrático de prima y el decano de la facultad correspondiente.9 El establecimiento de esta junta significó la final preponderancia del clero secular en la mayoría de las cátedras univer­sitarias, al quitar los votos a los estudiantes universitarios; aunque partici­parían todavía algunas autoridades de la universidad, como el rector, algunos catedráticos y los decanos, sería en realidad el arzobispo quien presidiría las votaciones en el palacio arzobispal. Fue tan clara la incli­nación del monarca por dejar en manos de la alta jerarquía eclesiástica el nombramiento de catedráticos que incluso se ordenó que, en caso de ausencia del prelado, lo sustituyera el provisor del arzobispado, negan­do esa posibilidad al virrey o a la audiencia.10 Otra gran ausente de la

7 El mejor análisis para la historia política de la universidad en el siglo XVI sigue siendo la tesis doctoral de Enrique González González, "La legislación universitaria colonial (1553-1653)", publicada en la serie La Real Universidad de México. Estudios y Textos I, México, cesu-unam, 1987. Para el siglo XVII puede consultarse a Leticia Pérez Puente, Universidad de doctores. México. Siglo XVII, México, cesu-unam, 2000.

8 Basta ver las provisiones de cátedras de la época en Archivo General de la Nación de México (en adelante acnm) Universidad 93,100, 105-106, por ejemplo.

9 John T. Lanning (ed.), Reales cédulas de la Real y Pontificia Universidad de México de 1551 a 1816, México, Imprenta Universitaria, unam, 1946. Cédula de 20 de mayo de 1676, pp. 97-98.

10 John T. Lanning, Reales cédulas..., cédula de 20 de octubre de 1678, p. 66. En otra cédula de 12 de noviembre de 1703 se expresaba el sentir del cabildo catedralicio con respecto a su partici­pación en las votaciones: "la regalía concedida por la ley del reino, no sólo es a la dignidad sino a la Iglesia [...] la final de la ley miró a que los individuos que votasen las cátedras fuesen cons­tituidos en las primeras dignidades, y que por su respeto y autoridad atendiesen a proveerlas en

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junta fue la alta jerarquía del clero regular, no obstante tener también am­plios intereses en la universidad. Las órdenes regulares no tendrían representación por sí mismas, sino solamente algunos miembros, y eso a título de catedráticos.

Si bien la nueva forma de elegir catedráticos disminuyó nota­blemente los pleitos, a excepción de casos aislados, y la provisión de cátedras se regularizó en comparación con los procesos anteriores, tam­bién determinó en gran medida la clericalización de las cátedras. El equi­librio que al parecer se había logrado en el transcurso del siglo XVII, en cuanto a la obtención de cátedras entre clero secular, regular y los laicos, terminó a fines de esa misma centuria.11

En 1684, el oidor Pedro de la Bastida escribió al rey acusando a los miembros de la junta, mayoritariamente del clero secular, de prefe­rir a los de su estado, sin importarles los verdaderos méritos.12 En su representación, el oidor mostró la situación que guardaban en ese año las siete cátedras de Cánones y Leyes: "respecto de haberse dado todas, y tenerlas ocupadas los clérigos, como eran la de Prima de Cánones, don Manuel de Escalante, la de Decreto, don Diego de la Sierra, canó­nigos; la de Sexto, don Fernando de Borja, ambos presbíteros; la de Pri­ma de Leyes, el canónigo don Joseph Adame; la de Código, don Francisco de Aguilar, presbítero; la de Instituta, Joseph de Miranda, también ecle­siástico..."13

los sujetos más beneméritos..." Llama la atención que se haya excluido la figura del virrey, a pesar de la insistencia del duque de Alburquerque y del marqués de Mancera. Más aún, las acusaciones lanzadas contra el arzobispo y el cabildo catedralicio no hicieron mella alguna.

11 Hacia 1680, sólo cuatro años después del establecimiento de la junta de votación, el doctor Pedro de Bolívar Mena, abogado y futuro oidor, se dirigió al arzobispo-virrey fray Payo de Rive­ra, "amenazando" con provocar un pleito si seguían admitiéndose como opositores de cátedras de Leyes a personas eclesiásticas. El asunto se trató en el claustro de rector y consiliarios, encar­gado precisamente de regular las provisiones, quienes respondieron que no habla ninguna pro­hibición en las constituciones de la universidad que impidiera a clérigos obtener cátedras en la facultad de Leyes (AGNM Universidad, vol. 101, cuarto expediente sobre la provisión de propie­dad de Vísperas de Leyes, de 1680, fojas 14-16v).

12 La situación que describe el oidor, aunque un tanto exagerada, no carecía de razón: "ha­biendo prebendado que saliese a la oposición conseguía la cátedra, aunque hubiese sujetos muy beneméritos con que los seculares doctores en Cánones y Leyes se hablan quedado fuera de la Universidad y sin cátedras siendo así que a lo menos las cátedras de Leyes habían estado siempre en seculares y que así los seculares juristas se habían retirado de las oposiciones cono­ciendo sus violencias y que asi el que le tenia y más introducción, con los votos eclesiásticos y prebendados, que era la mayor parte, conseguía la cátedra..." (John T. Lanning, Reales cédulas.., pp. 99-101, cédula de 12 de agosto de 1687).

13 Ibid., p. 100.

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No obstante, el proceso ya no tuvo marcha atrás. A fin de cuen­tas, en la disputa por las cátedras, el establecimiento de la junta de 1676 significó un triunfo para el clero secular pues sus más altos jerarcas eran quienes decidían en las votaciones la composición del profesorado en cada facultad.14 Aunque en las dos últimas décadas del siglo XVII todo parecía indicar que, efectivamente, la provisión de cátedras por fin se trataría de un acto académico imparcial, en donde el mejor crite­rio para elegir al nuevo catedrático era el del mérito académico, el cambio de siglo mostraría otra cosa.15 En este nuevo panorama, los letrados lai­cos fueron excluidos casi por completo de la universidad, en un fenó­meno que también se presenció en las universidades españolas y europeas.16 Ante ello, las reacciones de los juristas laicos no se hicie­ron esperar: por un lado, desde 1687 buscaron llegar a las togas de la real audiencia, haciendo fuertes "donativos" a la necesitada hacienda de Carlos II,17 y por otro, intentaron que el colegio de Todos Santos fuera su "caballo de Troya" para detener el avance del clero secular en la uni­versidad y hacerse de su control, como una plataforma segura de futu­ras promociones.

El colegio de Santa Marta de Todos Santos y su título de "mayor"

Aunque los colegios mayores fueron creados en España inicialmente para ayudar a estudiantes pobres a estudiar y obtener grados en la uni­versidad, hacia la segunda mitad del siglo XVI se habían convertido en

14 Mariano Peset afirma que la universidad, una vez independizada del virrey y de la audien­cia, quedó sujeta a la autoridad episcopal. Véase su trabajo "Poderes y universidad de México durante la época colonial", en Clara Inés Ramírez y Armando Pavón (comps.), La universidad novohispana: corporación, gobierno y vida académica. México, cesu-unam, 1996 (La Real Universidad de México. Estudios y Textos VI), pp. 49-73.

15 Rodolfo Aguirre Salvador, Por el camino de las letras. El ascenso profesional de los catedráticos

juristas de la Nueva España. Siglo XVIII, México, cesu-unam, 1998.16 Salvador Albiñana en Universidad e ilustración. Valencia en la época de Carlos III (Valencia,

Universidad de Valencia, 1988, p. 107) apunta que "La omnipresencia de clérigos y religiosos es ciertamente explicable tanto desde el punto de vista histórico —nacimiento eclesial de la uni­versidad, dominio de la teología, estudios de cánones— como desde la consideración de carac­terísticas propias de la ilustración española, tales como la indudable preeminencia del clérigo o la escasa demanda social de conocimientos técnicos o científicos, en mayor medida dispensados por laicos..." El porcentaje de catedráticos clérigos o religiosos era casi de 80%.

17 Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, De la impotencia a la autoridad. La Corona española y las audiencias en América 1687-1808, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 29-118.

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el semillero de los futuros letrados de rango al servicio de la monar­quía.18 En el siglo XVII se presenció el apogeo de estos colegios, cuando sus miembros acapararon las promociones a los altos cargos. Alrededor de los colegios llegó a consolidarse un "complejo protector", pues tales instituciones contaron con el mecenazgo de los magnates eclesiásticos para fundarlos y dotarlos con cuantiosas rentas. Además, gozaron del patro­nazgo burocrático-político, encabezado por el rey o el papado, para colocar en la alta administración española a los colegiales.19 El patrocinio más evidente provino del consejo de Castilla, en donde se nombraba la junta de colegios y se proveía a los catedráticos de las universidades. No es difícil imaginar que las cátedras más importantes iban a parar a manos de los colegiales, y de ahí, se facilitaba ya el ascenso a la alta admi­nistración. En reciprocidad por los favores y la protección recibidos, los colegios daban sin ninguna dificultad las becas a los hijos de los conse­jeros, con lo cual se cerraba el círculo.20 Todo esto explica por qué una beca de colegio mayor fue tan apetecida.

Estos breves antecedentes han sido necesarios para tener claro el modelo que los colegiales de Todos Santos buscaron establecer a partir de 1700 en Nueva España. La ausencia en este virreinato de un "complejo protector" de patrocinio y promoción, como el peninsular, hace posi­ble pensar que los colegiales buscaban, precisamente, establecer meca­nismos de ascenso que los llevase de las cátedras a la real audiencia de una forma más directa. Si bien algunos letrados habían conseguido el cargo mediante dinero, lo mejor para ellos era crear y perpetuar el "mecanismo" cátedra-toga, como en España. Pero para lograr las cátedras

18 Dámaso de Lario, "Mecenazgo de los colegios mayores en la formación de la burocracia española (siglos XIV-XVIII)", en vv.aa., Universidades españolas y americanas. Época colonial, Valen­cia, 1987, pp. 277-310; A. Álvarez de Morales, "El colegio mayor de San Ildefonso y la configura­ción del poder colegial", en Mariano Peset y Salvador Albiñana (coords.), Claustros y estudiantes, prólogo de Mariano Peset, Valencia, Universidad de Valencia-Facultad de Derecho, 1989,t.1, p. 20.

19 Ibid., p. 286: "Esas instituciones no habrían podido mantenerse sin la existencia del patro­nazgo de los monarcas y los pontífices, que lo ejercen directamente o a través de sus altos repre­sentantes, en su búsqueda de servidores fieles y eficaces. Así, el mecenazgo colegial encuentra su apoyo fundamental en patronazgo burocrático-político, que la corona y el papado aceptan, por la garantía que suponen los estudiantes pobres que los colegios mayores protegen."

20 Para la época que nos interesa específicamente, el siglo XVII, los logros del complejo protector a los colegios son contundentes: entre 1517 y 1700, en el Consejo de Indias 54.2% fueron colegia­les; en el consejo de Órdenes Militares, entre 1598 y 1700, fueron 76.8%; en el de la santa inqui­sición (1517-1700) 45% y para las mitras, entre 1474 y 1700, 35% (ibid., pp. 301 y 304).

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había que ganar la universidad,21 y ello implicaría, tarde o temprano, enfrentar al alto clero.22

Fundado en 1574 como colegio residencia para estudiantes po­bres que quisieran graduarse en la universidad, sin embargo, Todos Santos pronto se ganó la fama de ser una comunidad muy honorable, con gobierno y constituciones propias, entre las cuales se contaba con la que obligaba a revisar estrictamente la limpieza de sangre y el origen social de sus miembros. Ese sentido corporativo de distinción y solidari­dad, tan característico de los colegios mayores peninsulares, fue desa­rrollado también por los colegiales de Todos Santos, quienes, aun y cuando participaban activamente en la agitada vida de la universidad de Méxi­co del siglo XVIl, siempre se consideraron como de un rango distinto, superior al de muchos de los otros graduados del gremio universita­rio.23 Con todo, mientras el colegio respetó el juego de poderes que al cabo de siglo y medio se había conformado en la universidad, sus miembros no tuvieron ningún impedimento para lograr los ascensos, contando con el apoyo de la academia mexicana. Por ello no es de extra­ñar que cuando en la última década del siglo XVII el colegio de Todos Santos inició la empresa de lograr el título de "mayor", haya contado con el apoyo del alto clero del arzobispado y de la corporación universita­ria. Ello demuestra que hasta antes del conflicto, sus pretensiones no fueron percibidas como una amenaza para el dominio del clero en la universidad.

21 Ese camino tampoco era nuevo, pues en España, a decir de Álvarez de Morales: "Cisneros estableció además una organización de la universidad en la que ésta y el Colegio Mayor se confundían de forma que el rector del Colegio era el rector de la Universidad y de él dependía no sólo el gobierno de la Universidad, sino la administración de las rentas, las provisiones de las becas de algunos colegios menores, lo que facilitó el control por los colegiales de la Universidad y convirtió la elección de rector en una batalla continua entre los distintos bandos colegiales" (ibid., t. I, p. 21).

22 En la universidad de Salamanca, entidad que siempre fungió como parámetro y punto de referencia a las universidades americanas, los colegiales mayores hablan tenido mucho éxito al respecto. Mariano Peset, "Poderes y universidad en México...", p. 72; Juan Luis Polo Rodríguez, La universidad salmantina del antiguo régimen (1700-1750), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1996, p. 526: "los colegiales, además de ir paulatinamente tejiendo, con su presencia, una tela de influencias en las universidades y centros de decisión hasta conseguir copar las cátedras univer­sitarias y puestos de gobierno, conformarían un sistema selectivo que reproduciria indefinida­mente tal hegemonía y que se mostraría con toda su plenitud desde mediados del siglo XVIl hasta el amanecer de las reformas ilustradas; en ello radica la originalidad de estos años".

23 En 1646-1647, por ejemplo, hubo una denuncia ante el rector de la universidad de que en las constituciones internas del colegio de Santos existía una que les prohibía cursar en el estudio general. Ante ello, el rector en turno pidió al juez visitador de colegios del arzobispado, Juan de

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Hacia 1691, el Consejo de Indias pidió al arzobispo de México, al cabildo catedralicio y a la real audiencia su parecer "sobre la pretensión que tiene el colegio de Nuestra Señora de Todos Santos de que se le conceda el título de colegio mayor en la forma que expresa".24 No sería sino hasta seis años después, en 1697, cuando el virrey y la real audien­cia informaron a favor del colegio.25 Un año después, el doctor Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, colegial de Todos Santos, fue enviado a España como procurador de la Real Universidad para tratar varios asun­tos. Paralelamente, Castorena aprovechó para lograr por fin el nuevo tí­tulo para su colegio. En efecto, por cédula de 15 de abril de 1700, Carlos II concedió al colegio el título de mayor.26 Hasta esa fecha, para los po­deres novohispanos el título logrado por el colegio significaba la culmi­nación de una historia de logros y de colegiales destacados, que se habían incorporado en el clero básicamente, y en menor medida en la adminis­tración civil, pero que a fin de cuentas, habían sido asimilados por las élites letradas que compartían el poder en el virreinato.

Mercedes reales vs. poder clerical

Es difícil por ahora llegar a una conclusión sobre el o los motivos que llevaron a los colegiales de 1700 a intentar ganar privilegios en la universidad sin negociar previamente el apoyo de los doctores del claus-

Poblete, prebendado de catedral, que verificara si ello era cierto, y en tal caso poner algún reme­dio, pues sería un escándalo que el colegio más distinguido de la ciudad de México se negara siquiera a matricularse y jurar obediencia al rector, lo cual devendría en humillación para la universidad. El rector del colegio de Santos contestó que era falso que existiera una constitución así y para demostrarlo afirmó que su comunidad si asistirla a los actos académicos y las funcio­nes públicas de la universidad, pidiendo a cambio que se le señalara un lugar específico, como en efecto, lo hizo el rector. Con este ejemplo queda claro que los colegiales de Santos, aun y cuando participaban activamente de la vida universitaria como colegio incorporado, buscaron siempre conservar, dentro del mayor conjunto del mundo universitario, su propia identidad (AGNM Universidad 69, año de 1646, expediente 1).

24 Archivo General de Indias, Sevilla, España (en adelante se abreviará simplemente AGI) México 774. En carta al arzobispo de México se pedía expresamente que informará con toda claridad sobre: "la graduación y calidades que necesitan tener estos colegiales, según sus estatutos, la estimación en que ha estado y se halla el colegio, los hombres de antigüedad y dignidad que ha tenido, los ejercicios interiores y exteriores en que se han ocupado, qué sujetos de calidad y letras tiene..."

25 AGNM Reales Cédulas 27, f. 333. El rey avisa haber recibido la información sobre la calidad y méritos de los colegiales de Todos Santos, por parte del virrey y real audiencia (27 de septiem­bre de 1697).

26 AGNM Civil 49.

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tro universitario; tampoco sabemos si hubo un plan premeditado para llevar el conflicto hasta el extremo, o más bien se trató de un escalamien­to gradual de los enfrentamientos, aunque esto último es lo más proba­ble. Lo que sí es claro es que la embestida colegial afectaba tantos intereses, dentro y fuera de la universidad, que muy pronto el conflicto tuvo como escenario no sólo la corporación, sino los poderes virreina­les y el Consejo de Indias. Múltiples fricciones hubo en las escuelas uni­versitarias debido, ante todo, al bloqueo que en la universidad varios doctores y catedráticos impusieron a los colegiales; pero no sólo ello, sino que los virreyes y la audiencia tuvieron que intervenir directamente, intentando, sin conseguirlo, resolver el problema. Aun el mismo Consejo de Indias no pudo acabar con el pleito de manera expedita, por lo que el rey, hasta 1738, tuvo que llegar a una resolución tajante y categórica, cuando ya la generación que lo había iniciado había desaparecido.

Todavía el colegio no festejaba oficialmente en México la obten­ción de su nuevo título cuando uno de sus colegiales, el doctor en leyes Jerónimo de Soria, tomó la iniciativa, de lograr para Todos Santos los mismos privilegios de que gozaba el colegio mayor de San Felipe, de Lima, tal y como expresaba textualmente la merced real.27 Las prerroga­tivas del colegio mayor de San Felipe al seno de la universidad de San Marcos eran tres básicamente: uno de los consiliarios debía ser colegial cada año;28 el colegial que leyera la cátedra del colegio en la universi­dad podía sentarse de pleno derecho en el claustro de la universidad;29 y, finalmente, los colegiales podían graduarse pagando sólo la mitad de las propinas, siempre y cuando tuvieran al menos dos años con beca.30

27 AGNM Civil 49. En el titulo del colegio se leía, en su parte central: "igualándole en las pre­rrogativas y privilegios de colegio mayor con el colegio de San Felipe de Lima, de suerte que como éste goza de ésta calidad en el Perú, la goce también en el reino de la Nueva España el colegio de Todos Santos de México..."

28 Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, México, Miguel Ángel Porrúa/Escuela Libre de Derecho, 1987, t.1. En el libro 1, título 21, ley 11 se lee: "Que en la Universidad de Lima sea uno de los consiliarios de el Colegio Real." "Uno de los consiliarios bachilleres, que por las constituciones de la Universidad de Lima se eligen cada año, sea colegial de el Real Colegio mayor de San Felipe y San Marcos de aquella ciudad."

29 Ibid., ley 29: "Que el colegial de San Felipe, que regentare la cátedra de su colegio, tenga asiento con el claustro de actos públicos."

30 Ibid., ley 24: "Que el colegial real que no lo hubiere sido dos años, no goce del privilegio del grado". "Declaramos que ningún colegial pueda gozar del privilegio de graduarse por la mitad de las propinas y derechos concedido al Real Colegio mayor de la ciudad de Lima, que por lo menos no hubiere asistido en él como tal colegial dos años continuos. Y porque de algún tiempo a esta parte se ha concedido este privilegio a algunas becas que sustentamos en el colegio de San Martín, que está a cargo de los religiosos de la compañía de Jesús de la dicha ciudad, declaramos

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Sobre esta base, en efecto, los colegiales articularon todas sus preten­siones y sobrepasaron incluso las del colegio de Lima, logrando gra­dualmente varias mercedes reales, que fueron cuestionadas y rechazadas, sobre todo por los doctores clérigos allegados al alto clero.

Jerónimo de Soria había sido electo rector de la universidad en noviembre de 1699, sólo cinco meses antes de la consecución del tí­tulo por su colegio, y, contando con los privilegios que le daba ese car­go, revisó personalmente el archivo de la universidad, buscando información que sustentase mejor su petición al rey de otorgarle pri­vilegios específicos al seno de la corporación universitaria. El suceso no pasó desapercibido a los ojos de varios doctores, especialmente los clérigos, pero por entonces no hubo ninguna queja, seguramente porque se ignoraban las verdaderas intenciones de Soria.31 Sin embargo, cuan­do se supo que el rey había concedido la merced pedida al colegio, la mayor parte de los doctores que conformaban el claustro no se alegra­ron tanto como los colegiales.32

Jerónimo de Soria dispuso todo para celebrar en el aula general de la universidad la merced recibida para su colegio.33 No obstante, los doctores eclesiásticos y juristas, cercanos al arzobispado, "brilla­ron" por su ausencia en la celebración, señal inequívoca de su malestar.34

asimismo que no puedan gozar del dicho privilegio los que por lo menos no hubieran tenido dos años continuos una de las becas, a que está concedido, aunque con otra haya asistido muchos años en el mismo colegio" [al margen: D. Felipe IV en la constitución I, título II]

31 Tiempo después, ya iniciado el conflicto y con un nuevo rector, el secretario de la universi­dad declararía que la intención del rector fue "sacar y deducir de ellos [los papeles del archivo] algunas noticias y ejemplares que conducen a la pretensión que de dicho su colegio tiene con esta escuela, por haberle venido el privilegio de mayor..." (AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4).

32 El claustro de doctores de la universidad era la máxima instancia de poder y gobierno, y estaba conformada por todos los doctores graduados en ella y residentes en la ciudad de México y sus alrededores. Hacia principios del siglo XVIll se hallaban representados varios sectores, los cuales menciono en orden de importancia: el clero secular, el clero regular, los juris­tas laicos, los médicos y los artistas. En el pleito con el colegio mayor, fueron los doctores del primer sector los más afectados, por lo cual de entre ellos salieron los más férreos opositores. Además, lograron el apoyo de los regulares y los juristas.

33 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4: "Autos, testimonios y defensa al punto sobre la pretensión que en la escuela pretende el colegio de Santos de esta corte..." Un testimonio del secretario de la universidad señala que Soria dispuso del uso del aula general, cuyo acto se celebró tan sólo con licencia de dicho señor rector como tal, actual colegial de dicho colegio...", sin consultar antes al claustro pleno, lo cual sería considerado después por sus adversarios como un exceso de autoridad.

34 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4: "Autos, testimonios y defensa al punto sobre la pretensión que en la escuela pretende el colegio de Santos de esta corte..." La celebración tuvo lugar el 22 de octubre de 1700, y tuvo como asistentes, según testimonio del secretario de la

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A partir de este festejo colegial en las escuelas universitarias, que sería catalogado como una intromisión del colegio, Soria dejó de representar los intereses de quienes lo habían elegido y se dedicó por entero a la causa de Todos Santos. Es muy probable que aun siendo rector de la universidad, Soria y los suyos ya tuviesen procuradores en Madrid bus­cando los privilegios.

En noviembre de 1700, cuando se terminaba el rectorado de So­ria, y durante las consultas para elegir al nuevo rector, el primero inten­tó imponer a otro colegial en la rectoría, sabedor de que ello facilitaría la ejecución de las nuevas mercedes que ya esperaba. No obstante, su intento fracasó rotundamente, ante la protesta de un grupo de doctores que, a la postre, se convirtieron en los más férreos opositores a Todos Santos. Esa acción de Soria confirmó aún más las sospechas del claustro universitario de las intenciones del colegio. Por ello no nos sorprende que el alto clero impulsara al rectorado de 1701 a un prebendado de catedral, muy ligado a los doctores clérigos en ascenso de la universi­dad, y que se destacó por atacar a Soria: el doctor Rodrigo García Flores de Valdés, canónigo, capellán de capuchinas y examinador sinodal del arzobispado. El alto clero ganó esta vez, pero todavía le faltaba librar muchas batallas.35

El nuevo rector, fiel a las causas del alto clero, no tardó mucho en preparar la defensa de sus intereses: el 6 de abril de 1701 informó en

universidad, al virrey conde de Moctezuma, al corregidor y regidores de la ciudad de México, muchas personas eclesiásticas, algunos oidores y alcaldes de la audiencia, los colegiales: el maes­trescuela de catedral, Pedro de Ávalos, Felipe Bárrales, Juan Ignacio de Castorena Ursúa y Nico­lás Carlos Gómez de Cervantes. Del claustro de doctores sólo estuvieron los religiosos José de la Parra, Diego de la Cadena, Medina, Antonio de Córdova, Ignacio de la Vega, Nicolás Altamirano, Bernardo de Ávila y Bartolomé Navarro, "que son los que tan sólo asistieron según alcance a ver yo el secretario..."

35 Luego de la elección del canónigo García Flores como rector, la actitud de los colegiales fue de abierto rechazo a los actos de la universidad. Sirva como ejemplo el siguiente incidente. El 12 de enero de 1701, ante la inminencia del funeral del doctor Tomás Quincozies, colegial de Santos, el rector, para evitar algún "accidente", ordenó que los colegiales con grado de doctor se inte­graran con el resto de los doctores durante el funeral, mientras que los bachilleres del colegio se sentaran en las bancas, con el resto de su rango. El secretario anotó luego que durante el funeral, acudieron tan sólo dos colegiales, el doctor Felipe Bárrales y el bachiller Vicente Galdiano, y estuvieron separados del resto de miembros de la universidad: "y que estaban solos, y no en el lado, ni donde estaba la dicha real universidad, sino apartados de ella..." El mismo Jerónimo de Soria mostró desdén al rector, cuando el 9 de mayo de 1701, llegó tarde a su oposición para la cátedra de Vísperas de Cánones, haciéndolo esperar (AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4. Testimonio del opositor, doctor Carlos Bermúdez de Castro. En ese mismo expediente se hallan más incidentes entre Soria y el rector García Flores).

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sesión de claustro que, por testimonios de personas fidedignas, "se está escribiendo y haciendo empeños sobre la pertinacia de la pretensión que tienen con la escuela en querer ser graduados por mitad de propinas y una consiliatura perpetua, en perjuicio de la real universidad..."36 Para Flores de Valdés era claro que, a raíz del título concedido a Todos San­tos, Jerónimo de Soria, "les alentó...", pero que, gracias a la oposición del claustro, se había apelado la pretensión de los colegiales ante la audiencia. La estrategia del rector canónigo no se detuvo ahí, sino que propuso, y se aceptó, defender a la universidad también ante el rey, para lo cual se comisionó a tres doctores juristas, todos muy allegados al alto clero,37 para que redactaran una representación a Felipe V, pidiendo que "mande en su real y supremo consejo, suspender y determinar cual­quier cosa a esta materia tocante hasta tanto que por la de esta real uni­versidad se informe, represente y alegue de su derecho..." Igualmente, el claustro nombró a procuradores en corte para defender su causa.

Hasta esos momentos, el conflicto no se consideraba como algo tan grave que no pudiera resolverse por las formas tradicionales en que la corporación arreglaba sus pleitos: nombrar procuradores, pagar sus hono­rarios de acuerdo con el tiempo en que se creía se arreglaría todo y con­tinuar con la vida universitaria normal. Sólo el tiempo y un mayor conocimiento del poderío de los colegiales fue mostrando que el proble­ma era mucho mayor de lo que creyeron en principio.

Y, en efecto, las malas noticias fueron sucediéndose entre 1701 y 1706. El 15 de junio de 1701 el rey concedió una cédula en que declara­ba que los colegiales de Todos Santos debían graduarse pagando sólo la mitad de propinas.38 Con la exención parcial de propinas se facilitaba en buena medida que los colegiales llegaran a ser doctores y con ello, po­der integrarse automáticamente al claustro pleno de la universidad. Y si a ello se aunaba una política de alianzas inteligente, los cuatro o cinco

36 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4: "Autos, testimonios y defensa al punto sobre la pretensión que en la escuela pretende el colegio de Santos de esta corte..."

37 Se trata de los doctores Cristóbal de Villarreal, Carlos Bermúdez, catedrático de Instituta, y losé de Morales, catedrático interino de Prima de Leyes. Los tres tuvieron un destacado papel durante todo el pleito, lo cual les ayudó en su carrera de ascensos: el primero llegó a ser oidor, el segundo, arzobispo de Manila, mientras que Morales murió al poco tiempo de iniciado el conflicto.

38 AGI México 774. "Secretaria de Nueva España. Audiencia de México. Expediente sobre el pleito entre la Universidad de México y el colegio de los Santos: años de 1678 a 1772". Esto significaría que cuando algún colegial obtuviera el grado de doctor pagaría la mitad de propi­nas a los doctores asistentes al acto.

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colegiales en claustro podían aspirar a controlar aquellas sesiones de su interés. Fuera de la universidad, el grado de doctor los "meritaba" para aspirar a prácticamente todos los altos puestos públicos o eclesiásticos. Internamente, los doctores colegiales tendrían el derecho de graduar a alumnos y bachilleres y a recibir las correspondientes propinas, nada despreciables a medida que el índice de graduados fue creciendo.

La cédula antes mencionada se discutió arduamente en el claus­tro pleno de la universidad, dominado por los opositores a privilegiar a los colegiales, por lo cual no es de extrañar que la decisión final fuera que, si bien no podían ir en contra de la decisión real, se pediría a los colegiales que, luego de recibir ese beneficio, en retribución, también recibirían sólo la mitad de propinas cuando asistieran a eventos similares, tratando así de compensar lo que les pareció un privilegio exorbitante.39 Esta decisión del claustro fue impugnada de inmediato por los colegia­les ante la audiencia de México. El procurador, Domingo de Córdova, pedía que se respetaran los privilegios obtenidos por los colegiales, y que, quienes de estos participaran en claustros de la universidad, no se les considerara como partes interesadas y por tanto, no se les exclu­yera de las resoluciones cuando se tratara de asuntos del colegio. La audiencia asintió a esto último, no así en lo de propinas y consiliatura, pues: "confirmaban y confirmaron por ahora lo resuelto en el claustro sobre estos dos puntos, y mandaron ocurran las partes ante su majes­tad y su consejo para la decisión de las pretensiones que están deduci­das..."40 En la práctica, con el pretexto de que el asunto se estaba ventilando en el Consejo de Indias, el claustro se negó a doctorar a los colegiales como señalaba la cédula.41

Pero las dificultades entre ambos bandos apenas comenzaban.42 Una nueva cédula, de 9 de octubre de 1701, concedió a los colegiales

39 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4: "Autos, testimonios y defensa al punto sobre la pretensión que en la escuela pretende el colegio de Santos de esta corte".

40 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4.44 En mayo de 1705, el colegial Tomás Montaño solicitó al maestrescuela pagar sólo la mitad

de propinas para graduarse de licenciado en Teología. El funcionario negó la petición argumen­tando que el pleito aun estaba pendiente ante el Consejo de Indias. Al final de su respuesta expresaba el cancelario que si el colegial aún tenía que alegar, debía dirigirse al Consejo de

Indias (acnm Universidad 70, año de 1701, exp. 4.)42 Hacia principios del siglo XVIII se puede identificar sin dificultad al grupo de doctores del

clero secular, opositores al colegio, que iniciaban con fuerza su carrera eclesiástica, tenían en la universidad y sus cátedras un renglón central para sus futuras promociones. Dentro de los teó­logos: Antonio de Gama, Agustín de Cabañas, Miguel Gonzáles de Valdeosera, Lucas Verdi- guer, Rodrigo García Flores de Valdés y Nicolás Sánchez; entre los canonistas: José Torres Vergara,

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una consiliatura perpetua en la universidad.43 Se citó a claustro pleno por el rector Flores, y en la reunión se lanzaron acusaciones muy fuer­tes en contra del colegio. Con la consiliatura, los colegiales se metían de lleno a la designación de la sucesión rectoral; es decir, aspiraban a colo­car a su gente o a clérigos aliados del colegio. Pero sus aspiraciones no paraban ahí ni mucho menos. Una segunda cédula, de la misma fecha que la anterior, autorizaba al rector de Todos Santos a formar parte de la junta de votación de cátedras, si el deán del cabildo se negaba a par­ticipar, como había sucedido ya en algunas votaciones anteriores.44 En el claustro universitario se entendió tal privilegio como hacer equiva­lente el rango de los rectores de ambas corporaciones y fue algo que no se pudo tolerar. Ante todo ello, los doctores clérigos siguieron una do­ble estrategia: cambiaron de procuradores en la corte esperando mejo­res resultados45 y se negaron a obedecer las reales cédulas, alegando que antes debían ser oídos en corte.46

En respuesta, hacia 1704, y gracias a la procuración personal de Jerónimo de Soria en Madrid, el rey concedió a Todos Santos un voto permanente en la junta de cátedras, ya sea de su rector o de su vicerrec­tor, se extendió a nueve el número de sus integrantes.47 Así respondió So­ria al intento del cabildo catedralicio de México de recoger al colegio la cédula que le permitía votar en cátedras en caso de que el deán no quisie­ra asistir. Ante la nueva escalada de privilegios en que ya salía afectado directamente el cabildo catedralicio, esta corporación no dudó en enviar

José León, Juan José de la Mota, Gaspar de León y Francisco Rodríguez Navarijo. A estos habría que agregar a los juristas: Miguel Ortuño, Francisco de Oyanguren, Carlos Bermúdez de Castro, Agustín Franco, Cristóbal de Villarreal y Antonio Villaseñor y Monrroy. En este conjunto pode­mos hallar a los más duros opositores a hacer cumplir los privilegios concedidos al colegio, y que a su vez, detentaron cátedras y prebendas en el transcurso del pleito (AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4: "Autos, testimonios y defensa al punto sobre la pretensión que en la escuela pretende el colegio de Santos de esta corte").

43 AGI México 774,"Secretaria de Nueva España. Audiencia de México. Expediente sobre el pleito entre la Universidad de México y el colegio de los Santos: años de 1678 a 1772".

44 lbid.45 El 10 de diciembre de 1703, los abogados de la universidad, doctores Antonio Meléndez

rector; José de León, catedrático de Vísperas de Leyes; José Torres Vergara, catedrático de Prima de Leyes; Agustín Franco Toledo, catedrático de Clementinas, y José Morales, nombraron como nuevos procuradores al padre Alonso de Quirós, Francisco de Miranda Fernández Canal, Carlos Durán, Juan de Frías, revocando un nombramiento anterior en el doctor Antonio Terreros y Ochoa (AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4).

46 lbid.47 AGI México 774, "Secretaria de Nueva España. Audiencia de México. Expediente sobre el

pleito entre la Universidad de México y el colegio de los Santos: años de 1678 a 1772".

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también a su propio procurador a Madrid para impugnar tales prerrogati­vas que, desde su punto de vista, lo igualaba con un simple colegio de "bachilleres pasantes".48

Durante 1705, los colegiales insistieron en hacer cumplir los pri­vilegios ganados hasta entonces pero los doctores eclesiásticos del claus­tro estuvieron siempre atentos. En una carta al virrey, el rector, el cancelario y 18 doctores pedían que no se permitiera ejecutar un despacho obtenido por los colegiales en la audiencia, para que pudieran pagar sólo la mitad de propinas al doctorarse, puesto que el punto estaba en litigio ante el consejo.49 En respuesta, los colegiales doctores siguieron mostrando su rechazo al claustro, ausentándose de los actos protocola­rios, aun cuando se tratase del examen de grado de un condiscípulo.50 Aún más, la fuerza de los colegiales se fortaleció con el viaje del propio Jerónimo de Soria a Madrid, en donde, al parecer, tenía excelentes rela­ciones que lo favorecían en el Consejo de Indias. Su presencia se dejó sentir cuando logró para Todos Santos, un privilegio más: que uno de sus miembros pudiera ocupar permanentemente la cátedra de Instituía, de la facultad de Leyes,51 tal y como sucedía con aquellas destinadas sólo a ciertas órdenes regulares. La noticia, por supuesto, fue muy mal recibi­da por el claustro, el maestrescuela y el arzobispo Juan Antonio de Ortega y Montañés, a tal grado que durante la provisión de Instituía de 1706, el prelado se negó a dar la cátedra a los colegiales, alegando que hasta que el rey no supiera de los grandes inconvenientes de sacar de concurso una cátedra tan antigua como ésa, y sin escuchar antes a la universidad,

48 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4. "Diego de Puerto, en nombre del deán y cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana de dicha ciudad de México, salió y presentó pedimento en que hizo relación, había llegado a su noticia se litigaba el referido pleito y que tenia que decir y alegar en él, pidió se le mandasen entregar todos los autos que en razón de lo referido hubiese y que en el ínterin no parase perjuicio a dicho deán y cabildo, y por decreto del mismo día, veinticinco de octubre, se mandó dar traslado de dichos autos a la parte de dicha iglesia y que se le entregasen a su procurador que es el estado que al presente tiene dicho pleito..."

49 Ibid.50 El 13 de septiembre de 1705 el secretario de la universidad dio testimonio de cómo, durante

los actos de grados mayores de Tomás Montaño, no estuvieron presentes ninguno de los cole­giales de Santos, ignorándose el porqué; si en cambio los doctores Gama, Sánchez, Yta, Rojas y Salgado: "pusiese testimonio de lo que ayer y hoy había pasado en los paseos de este grado, sobre si los colegiales de dicho colegio mayor habían o no recibido a la real universidad en dicho su colegio a que desde luego, yo el infrascrito secretario asiento que no, y que no vi a ninguno de ellos, sólo al graduando, ni asistieron en ninguno de los dos días, y le oí decir al susodicho como a otros señores que fueron el que dichos colegiales se habían ido todos fuera, en la tarde y mañana

de dichos paseos...", ibid.51 AGI México 774. Parecer de la sala de justicia en Madrid, de 28 de septiembre de 1707.

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no podía innovarse en nada.52 Con esta nueva disputa, el arzobispo de México se metía de lleno también al pleito, en su calidad de presiden­te de la junta de votación de cátedras, y también como máximo patrón del clero secular universitario.

En tanto, en Madrid, el colegio parecía haber ganado la disputa, cuando en el Consejo de Indias se resolvió que todos los privilegios otorgados debían cumplirse y que el pleito estaba cerrado, sin admitir más apelaciones de la universidad.53 El corolario de la ofensiva colegial fue la noticia de que Jerónimo de Soria había ganado el nombramiento de oidor de México, con lo cual se ponía en posibilidad de ser también juez de cátedras de la universidad, o por lo menos de influir en sus colegas que sí votarían en la designación de los catedráticos universitarios.54

La ofensiva del alto clero en la universidad, 1706-1707

Al identificar a los doctores que encabezaron el pleito con Todos San­tos, que dedicaron más de su tiempo a asistir a los claustros, a redactar escritos y representaciones, a ser abogados de la universidad o sus co­misionados, o a buscar recursos para la defensa, es fácil caer en la cuenta

52 AGNM Universidad 02. Provisión de Instituta de 1706.53 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4. Carta de 25 de febrero de 1706. Las siguientes

expresiones del procurador de la universidad, José de Leticia, dan cuenta de la delicada situa­ción en el pleito: "en la brevedad de cuatro días ha sido tal el ardimiento y empeño del doctor Soria que hizo sobre que se viese el pleito con tanta celeridad que es imponderable, y no obstan­te nuestras defensas, que han sido cuanto caben, y hechas por don José de Castro y Haro, los mejores abogados de la corte, nos han condenado en el todo, y lo más fuerte del auto ha sido sin embargo de suplicación, porque estos señores se compadecieron por tenerles dado a entender no había venido otro efecto, y que la universidad no tan sólo no quería el pleito pero que antes deseaba lo contrario; y por último así el agente de esa santa iglesia como yo hemos resuelto presentar petición (como lo queda) pidiendo licencia para suplicar, creo se nos concederá Yo que­do en ánimo de si se me niega por el Consejo (que dudo) acudir a su majestad a donde no tengo duda se nos conceda. Espero, vuestra ilustrísima, mande se me responda sobre todo y se remitan medios y poder nuevo, y algunos informes sobre los graves perjuicios que se siguen a la univer­sidad y demás colegio si se práctica el auto del consejo..."

54 AGNM Universidad 70, año de 1701, exp. 4. En carta de 26 de mayo de 1706, estando aún viajando en el mar, el propio Soria informó a la universidad que el rey lo ha hecho oidor, "agrade­ciéndole" su formación jurídica, "a cuya fuente de sabiduría debo el ignorar menos..." para rematar, quizá con soma, ofreciendo sus servicios para: "poner en ejecución los eficaces deseos que tengo de asistir a vuestra señoría y a cada uno de los individuos que componen su doctísi­mo, ilustrísimo, esclarecidísimo y prudentísimo claustro [...] Beso las manos de vuestra señoría su más obligado y reconocido hijo. Dr. Jerónimo de Soria Velásquez [rúbrica]".

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EL CONFLICTO DEL ALTO CLERO DE MÉXICO 247

de que tenían algo en común: orbitaban alrededor del cabildo y del ar­zobispado y su curia. ¿Simple coincidencia debido a las profesiones e intereses normales? Los colegiales de Todos Santos tenían una teoría diferente, que desde mi punto de vista, se acercaba más a la realidad. Jerónimo de Soria, el líder del colegio, llegó a acusar directamente a los doctores del clero secular de estar patrocinados por el arzobispo Juan Antonio Ortega Montañés, para hacer oposición expresa a los privile­gios de su colegio.55 El colegial Juan de Olivan Rebolledo, quien tam­bién llegó a ser oidor en México, era de igual parecer, y llegó a quejarse ante el mismo rey de que no se le hacía justicia en la audiencia debido a: "los poderosos, vehementes influjos de aquel prelado y sus domésticos, tan interesados, como enemigos declarados del colegio, que son los que le han movido y mueven siempre a interponer estos empeños tan ar­dientes como la misma audiencia real escribe a vuestra majestad en otro expediente" .56

¿Qué tanto de verdad había en tales acusaciones en contra del ar­zobispo? Como hemos expuesto antes, los principales opositores al cole­gio eran los doctores ligados al alto clero del arzobispado, seguidos por un grupo de juristas laicos que también disputaban espacios de ascenso con los colegiales. Ambos grupos tenían características propias. Los clé­rigos tenían más intereses en común, y por lo tanto, su alianza resultó más natural. Cobijados por el arzobispo y los capitulares de catedral, de quienes eran familiares, ahijados o protegidos, su cohesión y enten­dimiento era más fácil, máxime cuando tuvieron enfrente un enemigo común. En el caso de los juristas laicos, de inicio, sus incipientes carre­ras tendían ya a buscar méritos en instituciones eclesiásticas,57 o bien, tenían el respaldo de algún prebendado de catedral.58 El hecho indudable fue que el clero del arzobispado tenía tantos intereses en la universidad

55 AGI México 782, Testimonio sobre el destierro del doctor Agustín Franco de Toledo, a la ciu­dad de Puebla y del rector de Todos Santos, Tristán de Rivadeneira, a Querétaro y la multa a ambos, así como a ciertos doctores del claustro universitario 1708.

56 AGI México 643. "Expedientes sobre colegios de estudios en el aquella audiencia, años de 1703 a 1753".

57 Tal fue el caso del doctor Carlos Bermúdez de Castro, cuya carrera de jurista gradualmente se fue acercando a la eclesiástica, hasta que, finalmente se ordenó de sacerdote. Véase en Rodol­fo Aguirre Salvador, "¿Abogados o clérigos? Una disyuntiva de los juristas en la Nueva España del siglo XVIll", en Armando Pavón Romero (coord.), Universitarios en la Nueva España, México, cesu (La Real Universidad de México. Estudios y Textos XV), 2003, pp. 85-150.

58 Por ejemplo, Agustín Franco de Toledo, cuyo padre era Diego Franco, prebendado de cate­dral. Agustín nunca se animó a seguir los pasos del padre, pero es indudable su cercanía y el apoyo del cabildo catedralicio. Rodolfo Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia. Clérigos, juris­tas y médicos en Nueva España México, CESU-UNAM/Plaza y Valdés, 2003, p. 417.

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que, tarde o temprano, entraría en conflicto con el colegio. Si al principio del pleito, los clérigos actuaron en su calidad de universitarios, muy pronto lo hicieron como miembros de alguna corporación eclesiástica. Paralelamente a estos sucesos, la dinámica del pleito fue involucrando al mismo arzobispo de México a tomar parte activa.

La relación del arzobispo Ortega Montañés con la élite clerical de su arzobispado fue de menos a más, y considero que, aunque no era su intención inmiscuirse en el pleito con el colegio, las circunstancias lo obligaron a tener que ayudarla al seno de la universidad. Cuando en 1700 el arzobispo tomó posesión de la mitra mexicana los sucesos se desarrollaron vertiginosamente: llegó a sus manos la orden real de re­caudar un subsidio eclesiástico a favor de Carlos II, con lo cual tuvo serias fricciones con su cabildo;59 casi al mismo tiempo comenzó el plei­to entre la universidad y Todos Santos, del cual se mantuvo por enton­ces al margen. Con el inicio de la guerra de sucesión en España, se suspendió por dos años el asunto del subsidio, no así el pleito de la universidad. Hacia 1703, el arzobispo tuvo que reanudar el asunto del subsidio, ante las presiones del nuevo rey y el virrey de Nueva España, tarea nada gratificante para él, como confesaría después en una carta a otro prelado. El hecho es que volvió a tener serios cuestionamientos de su cabildo, pero en esta ocasión, el prelado no tuvo alternativa e inició la vituperada recaudación de la décima parte de todas las rentas eclesiás­ticas en su jurisdicción. En esas condiciones, no era posible negarse a ayudar a los capitulares, a los curas de la ciudad y a los doctores ecle­siásticos para evitar la aplicación de los privilegios del colegio en la universidad, espacio de promoción clerical por excelencia, como ya se ha mencionado antes.

Ahora bien, ¿qué acciones concretas emprendió el arzobispo Ortega para ayudar a la causa de sus protegidos en la universidad? Hasta el momento podemos documentar tres: financiar el pleito en Es­paña, influir en la real audiencia de México a favor de la universidad y obstaculizar la llegada de los colegiales a las cátedras universitarias. No le faltaba razón a los colegiales cuando denunciaban el poder del arzobispo para evitar la aplicación de sus privilegios en la universidad de los doctores. La clientela del arzobispo en la universidad tenía la

59 El proceso lo trato en el trabajo "El arzobispo de México, Ortega Montañés y los inicios del subsidio eclesiástico en Hispanoamérica, 1699-1799", presentado en el coloquio: "Poder civil y catolicismo en México, siglo XVI-XIX", Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 19-20 de octubre de 2006.

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suficiente iniciativa y los recursos humanos y económicos para defen­derse del colegio; en todo caso, supo ganarse al arzobispo para inclinar la balanza a su favor, concediendo su apoyo para la recaudación del subsidio eclesiástico. Recordemos que uno de los prebendados que más se opuso a Todos Santos, el canónigo Miguel Gonzáles Valdeosera, fue nombrado por el arzobispo como colector general del subsidio, cargo en donde recayó el verdadero peso de todo el proceso recaudatorio.

Así, el financiamiento del pleito en Madrid, en su peor momento para la universidad, recibió el apoyo del prelado. Si hasta 1706 el claus­tro de doctores mantuvo una actitud defensiva, logrando evitar la apli­cación de los privilegios colegiales, la noticia de que el caso ya estaba juzgado y cerrado, sin posibilidad de más apelaciones y con la orden categórica de obedecer, provocó un viraje hacia la ofensiva del alto clero. El arzobispo, los capitulares y los doctores movieron todos los recursos humanos y económicos de que podían disponer para lograr que el monar­ca abriera nuevamente el caso, se revisaran y escucharan los argu­mentos del claustro. Así, el claustro decidió enviar al doctor Cristóbal de Villarreal, abogado de gran prestigio y muy cercano al alto clero, con la cantidad de 10 000 pesos para gastos de la procuración en Madrid.60 La congregación de San Pedro, la más importante del arzobispado y que congregaba al alto clero, por medio de su abad, el prebendado Mi­

60 AGNM Universidad 71, año de 1714, exp. 2: "Instrucciones, cartas y razón sobre las que llevó a España el señor Villarreal"; y vol. 70, exp. 4, año de 1701: "Autos, testimonios y defensa al punto sobre la pretensión que en la escuela pretende el colegio de Santos de esta corte". El doctor Villarreal presentó en Madrid un escrito en derecho en el cual el claustro universitario sintetizó todos los argumentos con los que a lo largo de seis años se había opuesto a las intenciones de Todos Santos. En ese texto, el claustro alegaba que el título de mayor no podía comprender el dar al colegio tales prerrogativas, "cuando tantos colegios, tan grandes de la Europa, siendo realmente mayores, no han pretendido con este título semejantes exorbitancias...", agregando que cuando el colegio trataba sobre su título en la corte, nunca se habló de pretender tales privilegios, pues para ello habría que revocar las leyes de la universidad antes; si el colegio de Lima gozaba de tales privilegios, de ninguna manera debía entenderse lo mismo para el caso de Santos: "La diferen­cia del colegio de Lima al de Santos, y de la universidad de Lima a la de México es grande, porque el colegio de Lima es del Real Patronato, unido e incorporado con la universidad, aten­dido y fomentado por ella, y gratificado por los doctores, por su propia voluntad, y en el de Santos no concurren otros títulos que litigar con la universidad, y abrogarse sus fueros." La pretensión de los colegiales había provocado: "el grave sentimiento de los graduados, con la diso­nancia que causaba en todas las comunidades y república, especialmente a los muchos religio­sos, que exponían no haberles excusado su instituto motivaron al duque de Alburquerque a evitar la novedad, excusando los grados antes de saberse la resolución del consejo, de adonde por ella esperaba el remedio." Respecto a la merced de la cátedra al colegio, se expresaba que en la facultad de Leyes sólo había tres cátedras; al darse una fija al colegio, sin que sus miembros perdieran la libertad de oponerse a las otras dos, el resto de doctores y bachilleres se quedarían

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guel Gonzáles de Valdeosera, precisamente ofreció un préstamo de in­mediato; e igual hizo el juez de testamentos, con la aprobación del ar­zobispo, el doctor José de Torres y Vergara, catedrático de prima de Leyes por otro lado, y uno de los más destacados opositores de Jeróni­mo de Soria.61

Pero "la mano" del arzobispo Ortega también se hizo sentir en la real audiencia y en la universidad misma. En la provisión de una cátedra de la universidad, en 1706, fueron opositores, entre otros, un co­legial: el bachiller José Leandro Venegas de Espinosa, y un sobrino del juez de testamentos de la mitra: el doctor Francisco Rodríguez Navarijo. Aparte de ciertos incidentes personales entre ellos dos, hubo también discusiones durante la votación entre los jueces: dos oidores presiona­ron para que se permitiera votar al rector del colegio, mientras que el arzobispo, el maestrescuela, el rector de la universidad y el arcediano impusieron su decisión de que ningún privilegio al colegio se aplicaría hasta en tanto el rey no decidiera sobre todo el litigio.62 Es evidente que las cosas se polarizaron a tal grado que hasta en la junta de votación de cáte­dras los oidores, afines a los colegiales, también hicieron bloque contra los intereses del alto clero. El ganador de esta provisión, obviamente,

con menos opciones de opositar. Por estas y otras razones, continuaba el escrito, la junta de votos, presidida por el arzobispo, decidió no ejecutar la real orden de adjudicar la cátedra al colegio, "con lo demás que el arzobispo de México, presidente de la junta habrá informado a vuestra majestad sobre este y los demás privilegios, como lo hacen las religiones de aquel reino". Sobre el privilegio de que el rector del colegio fungiera también como juez de cátedras, sería en agra­vio de doctores, oidores y dignidades votos que un simple bachiller tuviera preferencia, o bien, los calificara con su voto si era opositores. La universidad no se oponía al nuevo título del colegio, pero rechazaba que a ella se le diera el rango de "menor". El título de mayor consistía: "sólo en la nota y estimable cualidad que los diferencia de los otros, con atribución de mayor aprecio y ser no consistente, esencialmente en grados, cátedras, consiliaturas o votos, sino en su misma entidad, requisitos y calidad de sus individuos". En las últimas líneas, se pedía que sus estatu­tos, forma de gobierno, cátedras, grados, provisiones y oficios fueran conservados como hasta antes del título de mayor al colegio.

61 AGNM Universidad 71.62 AGNM Universidad 95. En la votación de ésta cátedra los jueces fueron: el arzobispo Ortega

y Montañés; el licenciado Francisco Valenzuela y Venegas, caballero de Santiago, oidor decano; José de Luna, oidor subdecano; Manuel de la Peña, rector; José Ibáñez de la Madris y Bustamante, maestrescuela y Diego de Coscojales, arcediano, en sustitución del deán. En la sesión se hizo rela­ción de la cédula de 9 de agosto de 1704 que daba un voto en la junta al rector de Santos y la resolución que se dio en la provisión de Instituta. Los oidores opinaron que debía cumplirse la cédula, no así el resto de la junta, quienes impusieron su suspensión hasta tanto el rey deci­diera sobre el asunto, tal y como se había hecho en Instituta.

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fue el protegido del arzobispo, quien iniciaba así una carrera ascenden­te que lo llevaría a ser un alto dignatario del arzobispado.63

Los incidentes entre los oidores y el alto clero en la provisión de 1706 fueron la base de un alegato que posteriormente un colegial presentó ante el Consejo de Indias, para desacreditar no sólo al arzobispo sino también al fiscal de lo civil de la audiencia, quien se había negado, has­ta 1708, a emitir su dictamen sobre la votación de esa cátedra. A decir del colegial Juan de Oliván Rebolledo, el fiscal José de Espinosa esta­ba muy comprometido con el arzobispo y eso era la razón de su actitud: "el mismo fiscal se hallará prendado del mismo empeño y no libre del poderoso de éste prelado, y más hallándose tan obligado a el como es notorio por haberle restituido al ejercicio de la fiscalía civil..."64 Pero las acusaciones del colegial no pararon ahí: al final de su representación acu­saba nuevamente al arzobispo de ser el gran poder detrás de todos los opositores a su colegio.65

En tanto, la procuración del doctor Villarreal a favor de la uni­versidad en Madrid surtió efecto: en carta de 20 de septiembre de 1707, informó que el pleito se había revisado nuevamente, ya sin la presencia del colegial Soria, y que se había votado el día 16 a favor de aconsejar al rey oír en justicia a la universidad, aun en contra de la opinión del fiscal del Consejo de Indias.66 Posteriormente, en un parecer de la sala de justicia en Madrid, de 28 de septiembre de 1707, se aconsejó al rey permi­tir que la universidad y el cabildo eclesiástico pudieran proseguir el juicio de suplicación que el Consejo de Indias les había negado un año antes.67 Días después, el 23 de octubre, en respuesta al parecer ante­rior, Felipe V abrió nuevamente el juicio, para revisar los límites que debían tener los privilegios de Todos Santos ante las constituciones de la universidad. Los recursos del arzobispado a favor del claustro univer­sitario habían tenido éxito.

63 La trayectoria de este personaje y sus ligas con el alto clero las analizo en "El acceso al alto clero en el arzobispado de México. 1680-1757", en Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial Latinoamericana, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, Colombia, vol. 9, 2004, pp. 179-204.

64 AGI México 643. "Expedientes sobre colegios de estudios en aquella audiencia, años de 1703 a 1753". El arzobispo Ortega Montañés había sido virrey interino entre 1701 y 1702, época du­rante la cual seguramente restituyó al fiscal a la audiencia.

65 AGI México 643. "Expedientes sobre colegios de estudios en aquella audiencia, años de 1703 a 1753"; "los poderosos, vehementes influjos de aquel prelado y sus domésticos, tan interesados como enemigos declarados del colegio, que son los que le han movido y mueven siempre a inter­

poner estos empeños tan ardientes..."“ AGNM Universidad 71.67 AGI México 774. Parecer de la sala de justicia en Madrid, de 28 de septiembre de 1707.

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La decadencia del pleito hasta su final resolución en 1736

La respuesta de los colegiales ante la reapertura del litigio por revisar los límites de las mercedes concedidas a Todos Santos fue inmediata: Juan de Oliván Rebolledo, ya oidor por entonces, alegó que en nada se per­judicaba a la universidad y que todo era producto de un grupo de docto­res con intereses ocultos: "el injusto pleito y contradicción que al colegio ha movido la universidad, nace sólo de la pasión y oposición de algu­nos de los doctores de la misma universidad por sus reservados y ocultos fines"68 Pero la tendencia les había dejado de ser favorable: en despa­cho al virrey de Nueva España, de 10 de febrero de 1708, se le ordenaba, en efecto, hacer guardar a la universidad todos sus privilegios.

No obstante, las discusiones siguieron en Madrid. En un extenso parecer del Consejo de Indias, de 9 de octubre de 1709, se le hacía una reseña general al rey del pleito, y la tónica era contraria a la universidad, acusándola de malinterpretar el despacho al virrey de 10 de febrero de 1708, por lo que había logrado quitar todos los privilegios al colegio, siendo que no había sido esa la verdadera intención del monarca. Más aún se acusaba a la corporación universitaria de lo siguiente:

Tiene, señor, muchos y poderosos solicitadores este pleito, que se han ren­dido al imperio del interés, porque son crecidas las cantidades que la uni­versidad ha remitido a esta corte para la prosecución del litigio, patrocinándole con tanto desahogo que, a dos colegiales que envió el colegio a defender sus derechos y se hallan proveídos por ministros to­gados de vuestra majestad, se les amenazó con que se dispondría se les quitasen sus plazas si no desistían de la obligación de la confianza que hizo el colegio de sus personas, usurpando la mayor regalía pero viendo no les aprovechaba este medio introduciendo una equívoca inteligencia en los rea­les oídos de vuestra majestad, como el feo y horroroso delito que supusie­ron de haber quebrantado los jueces las órdenes y declaraciones hechas por vuestra majestad...69

No obstante tales acusaciones, la resolución definitiva del rey siguió en suspenso por muchos años, y el conflicto entró a una fase

68 AGI México 643. "Expedientes sobre colegios de estudios en el distrito de aquella audiencia, años de 1703 a 1753".

69 AGI México 774. "Secretaria de Nueva España. Audiencia de México. Expediente sobre el pleito entre la Universidad de México y el colegio de los Santos: años de 1678 a 1772". Parecer de 1709 del Consejo de Indias sobre el pleito.

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muchos menos álgida después de 1708. Aunque el colegio no desistió de seguir el litigio en Madrid, sin embargo, a raíz de la desaparición de personajes importantes de la escena universitaria, los incidentes en Méxi­co fueron cada vez menos: el arzobispo Ortega Montañés falleció en ese año, y los capitulares en sede vacante le dieron prioridad al gobierno del arzobispado; los líderes del colegio, que habían orquestado todo el litigio, Jerónimo de Soria, Tristán de Luna y Rivadeneira y Nicolás de Oliván, tomaron posesión de sus togas en la audiencia, al igual que los doctores Franco, Villarreal y Oyanguren, gracias a las necesidades fi­nancieras de Felipe V.70 Tal hecho los hizo desentenderse del pleito. Los doctores clérigos que habían encabezado la lucha hasta 1708 habían lo­grado también ascensos en sus carreras y se aprestaban a liderar el ar­zobispado, pasando el pleito con el colegio a un segundo plano. Aunque el conflicto aun no llegaba a su fin, el alto clero había logrado su principal objetivo: obstaculizar la aplicación de los privilegios de To­dos Santos, salvando el status quo de la universidad que los favorecía.

Entre 1708 y 1736 el pleito entró en suspenso, y aunque no llegaba la resolución final, la nueva generación de colegiales de Todos Santos que sustituyó a la de Soria no tuvo ya la fuerza ni el interés para prose­guir la confrontación. En las escuelas universitarias, ya sin la presencia de los colegiales más poderosos, otros excolegiales trataron de conciliar a los grupos en pugna; en especial dos doctores que, desde el inicio del conflicto tuvieron una actitud neutral: Nicolás Carlos Gómez de Cer­vantes y Juan Ignacio Castoreña Ursúa. Ambos habían sido colegiales en la década previa al conflicto y siempre guardaron buenas relacio­nes con el claustro de doctores. Durante el periodo más explosivo del pleito, 1700-1708, aunque ambos fueron excluidos de los claustros en donde se trataría del colegio, tampoco se aliaron con el grupo de Soria. Su situación ambigua seguramente les acarreó sospechas del alto clero, a tal grado que el arzobispo Ortega los atacó personalmente, en cartas que dirigió al rey, y en donde los calificaba como letrados mediocres y sin méritos para lograr ascensos en la Iglesia.71 Uno de ellos, Gómez de Cervantes, se ofreció como mediador, ya sin la presen­cia del arzobispo Ortega, para llegar a un arreglo entre el claustro y Todos Santos.72 Intento tardío que el claustro universitario rechazó por

70 Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, De la impotencia a la autoridad..., pp. 39-52.71 Rodolfo Aguirre, El mérito y la estrategia..., pp. 201-205.72 AGNM Universidad 71. Año de 1716, exp. No. 6: "Sobre la prueba del colegio de Santos con

distintas cédulas".

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considerar que la corona ya estaba a su favor.73 De hecho, los colegiales de Todos Santos que se graduaron de doctor por esos años pagaron todas las propinas, como cualquier otro graduado.

Por otro lado, la nueva generación de colegiales, aunque siguieron pendientes del rumbo del pleito en Madrid, en la universidad tuvie­ron una actitud mucho menos radical que sus antecesores; aunque hubo también varios incidentes, los colegiales tomaron la determinación de acatar la normativa universitaria sin intentar ya aplicar los privilegios. Así, pronto se les vio nuevamente opositando a cátedras y graduán­dose de doctor pagando todas las propinas.74

Podemos decir que después de 1708, aunque el pleito seguía laten­te en Madrid, las cosas en la universidad volvieron eventualmente a la normalidad. Un factor que pesó mucho entre 1712 y 1728, fue la actitud guardada por el nuevo arzobispo de México, José Lanciego y Eguilaz, prelado que se destacó por apoyar al alto clero y su clientela para lograr ascensos en sus carreras.75 De hecho, este arzobispo no tomó partido y recomendó por igual a clérigos del claustro universitario y a clérigos co­legiales, como Gómez de Cervantes y Castorena Ursúa. Esa actitud conciliadora la reflejó hasta en la conformación de su curia: su provisor vicario general fue Carlos Bermúdez de Castro, uno de los juristas del claustro más destacados durante el pleito, mientras que en el proviso- rato de indios nombró a Juan Ignacio Castorena Ursúa, el mismo que años atrás fue denostado por el arzobispo antecesor.

En tanto, en Madrid, el pleito entró a un aletargamiento que duraría dos décadas: los procuradores de las partes en conflicto fueron menos presionados para buscar la solución definitiva. Hacia 1718, el rec­tor de la universidad, Diego Carrasco de la Parra, ordenó al procurador en España, José de Leticia, prosiguiera con las dependencias de la uni­versidad: "encomendándole la vigilancia en el pleito que sigue ésta real universidad con el colegio de Santos por si, no obstante no moverse la parte de dicho colegio, convendría, con consulta de letrado y vista de autos, dar algún paso por la universidad..."76 Las anteriores instruccio­

73 AGNM Universidad 71. Año de 1716, exp. 6.74 Ibid., "Sobre la prueba del colegio de Santos con distintas cédulas".75 Rodolfo Aguirre, "El ascenso de los clérigos de Nueva España durante el gobierno del

arzobispo José Lanciego y Eguilaz", en Estudios de Historia Novohispana, núm. 22, México, Insti­tuto de Investigaciones Históricas-UNAM, 2000, pp. 77-110.

76 AGNM Universidad 71, año de 1716, exp. 6: "Sobre la prueba del colegio de Santos con dis­tintas cédulas".

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nes del rector demuestran que el pleito estaba estancado, y que los cole­giales de ese año no tenían ningún interés en finalizarlo.

Ese aletargamiento favorecía más a la universidad que al colegio, por cuanto se demostraba que la nueva generación de colegiales respe­taba la normativa universitaria. En contraste, el procurador del colegio en Madrid intentó hacer su trabajo: en un escrito, presentado ante el Consejo de Indias, se hace una elocuente defensa del título de mayor de Todos Santos, así como de los privilegios ganados, al mismo tiempo que reprocha a la universidad su obstinación en no reconocer a sus hi­jos colegiales como igual de beneméritos que los doctores, y al final intenta demostrar que ninguno de los privilegios otorgados años atrás a Todos Santos perjudicaba a la universidad. Después de ver el escrito, el consejo únicamente decidió remitirlo a la universidad para que res­pondiera. El procurador de ésta se limitó a repetir los mismos argu­mentos que la universidad ya había presentado desde 1707, cuando el doctor Villarreal estuvo en la corte.

Pasaron más años, hasta que por fin, en 1736, Felipe V se decidió a poner fin al largo litigio, mediante una muy larga provisión de 80 fojas, en donde se reseñan todas las acciones de ambas partes ante las instancias reales durante más de tres décadas.77 Así, hacia el mes de marzo de 1736, el Consejo de Indias dictó sentencia definitiva: se le guardaba al colegio el título de mayor, con todos los privilegios anexos a él, pero sin que ninguno de éstos pudiera perjudicar las constitu­ciones y las costumbres de la universidad, las cuales deberían conser­varse como estaban hasta antes del inicio del conflicto. De esa manera, el alto clero se impuso finalmente al colegio, ya no sólo en los hechos, sino ahora también en el ánimo de Madrid.

A manera de conclusión

El largo litigio entre el claustro de la Real Universidad de México y el colegio mayor de Todos Santos ha sido una magnífica oportunidad para rescatar varias realidades políticas de la sociedad novohispana de la pri­mera mitad del siglo XVIII. En primer lugar, cabe destacar el papel de la universidad como un espacio en donde diferentes poderes, corporacio­nes y grupos clientelares compartían o se disputaban los logros académi-

77 AGNM Universidad 52, ff. 723-806. "Real provisión resolviendo el pleito de la universidad

con Santos".

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cos para diferentes fines. Aunque a fines del siglo XVIl el predominio del clero en la corporación universitaria era claro y aceptado por to­dos, incluido al colegio de Todos Santos, el cambio de status quo inten­tado por los colegiales a partir de 1700 puso en evidencia la existencia de diferentes intereses que en una coyuntura como ésta podían salir a relucir con toda fuerza. En ese sentido, se demuestra que, aunque su­perficialmente las corporaciones nos presenten una imagen homogé­nea y unificada de sus miembros, en el fondo diferentes intereses y partidos o facciones buscan siempre un cambio que los beneficie.

El conflicto también dejó claro que quien más se favorecía de la universidad era el alto clero del arzobispado de México, no sólo porque la universidad era parte integral de la carrera eclesiástica, sino también porque ahí se creaban las nuevas clientelas del arzobispo y del cabildo catedralicio, poderes que tenían en las cátedras y los rectorados los mejores premios para sus protegidos.

En contraste, los colegiales de Todos Santos que encabezaron el pleito con la universidad no quisieron, o no pudieron, integrarse a al­guna de esas clientelas para consolidar una línea académica que los lle­vase al encumbramiento. Aunque plenamente conocidos en los círculos de México, Jerónimo de Soria, Tristán de Luna, Nicolás de Oliván o José Leandro Venegas prefirieron conquistar un espacio para los colegiales en la universidad por una vía diferente a la acostumbrada: la merced real, sin mediar ninguna negociación con los grupos que por entonces dicta­ban el rumbo de la corporación. El verdadero poder con el que contaban los colegiales no estaba en Nueva España sino en el Consejo de In­dias. A fin de cuentas, las mercedes reales obtenidas por el colegio tu­vieron que enfrentarse al poder clerical enclavado en la universidad.

En medio de todo ello, el papel que desempeñara el virrey y la real audiencia no deja de presentar matices interesantes. Los oidores también se dividieron ante las demandas de los litigantes: unos defen­diendo la puesta en práctica de los privilegios del colegio, y otros de­fendiendo la normatividad universitaria. Con la inserción de juristas de ambos bandos a plazas de la audiencia la disputa se polarizó ahí también.

En el caso del virrey Alburquerque, como vicepatrón de la uni­versidad, aunque formalmente pretendió demostrar neutralidad, en el fondo favoreció más a los clérigos, en cuanto a que el alto funcionario se inclinó más por suspender la aplicación de los privilegios colegiales hasta en tanto la corona no dictara una resolución definitiva. De lo que no hay duda es que, tanto la audiencia como el virrey, estuvieron

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de acuerdo en traspasar el problema al Consejo de Indias, ante las reite­radas apelaciones de las dos partes en conflicto, dado que el pleito los rebasó y podía comprometerlos negativamente si se inclinaban cla­ramente a favor de uno u otro bando.

Otra figura central fue indudablemente el arzobispo de México, Juan Antonio de Ortega Montañés, quien apoyó de diferentes formas a los doctores clérigos que dirigían a la universidad: prestando dinero de instancias eclesiásticas a la universidad para litigar en la corte, como presi­dente de la junta de votación de cátedras, o en el último de los casos, como verdadero patrón de los capitulares y sus dependientes en el claus­tro universitario.

Otro aspecto central de este largo pleito tiene que ver con los procuradores en corte. Tanto los colegiales como el claustro universita­rio mantuvieron representantes desde el principio del evento, todos con una gran capacidad de negociación e influencias como para cambiar el ánimo real a su favor; en especial cuando los procuradores eran los mis­mos colegiales o doctores del claustro. Por obvias razones, observamos que cuando los procuradores eran miembros de las mismas corpora­ciones las cédulas se conseguían más oportunamente en comparación con la labor de los agentes peninsulares.

Dos personajes, de entre todo el conjunto de procuradores que hubo, destacan sin lugar a dudas: el doctor Jerónimo de Soria y el doctor Cris­tóbal de Villarreal. El primero fue el colegial que entre 1700 y 1706 llevó al colegio de Todos Santos a conseguir todos los privilegios que amena­zaron seriamente con terminar con el predominio del clero en la uni­versidad; y cuando viajó a Madrid, consiguió una sentencia definitiva para declarar cerrado el caso por el rey, amén de una toga en la audien­cia. Sin embargo, luego de su regreso "triunfal" a México, y cuando todo parecía perdido para la causa clerical, el claustro universitario pasó a la ofensiva, enviando a la corte a un jurista muy experimentado en los liti­gios y dotado de amplios poderes, recomendaciones y dinero. Cristóbal de Villarreal, aunque no consiguió cambiar de momento la revocación de las mercedes colegiales, sí obtuvo la reapertura del juicio y que su causa fuera revisada nuevamente, ya no sólo por el Consejo de Indias sino ahora también por la sala de justicia en el consejo de Castilla. Resul­tado: el rey suspendió la puesta en práctica de los privilegios colegiales, algo que en los hechos estaba ocurriendo desde el inicio del conflicto.

La resolución final a favor de la universidad, no obstante la de­claratoria de que los privilegios del colegio mayor seguían vigentes, demuestra que, a la larga, pesó más en la perspectiva monárquica sal­

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vaguardar el equilibrio político en las entidades clericales, judiciales y académicas de la capital novohispana que favorecer a un colegio de ju­ristas aristócratas. Después de todo, el alto clero del arzobispado de México y el claustro universitario habían demostrado siempre lealtad a Felipe V y su colaboración en donativos y subsidios eclesiásticos, a más de que de entre sus miembros habían salido fieles servidores a la coro­na. El binomio clero-universidad era un factor de estabilidad y unidad en la capital del virreinato novohispano, y había entonces que cuidarlo.

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Tensiones eclesiásticas en Cuzco a fines de la colonia. El caso de Francisco Carrascón

Miguel Molina Martínez*

El 14 de diciembre de 1789 fue nombrado obispo de Cuzco Bartolomé María de las Heras, que hasta la fecha venía desempeñando el cargo de deán en Huamanga. El nuevo prelado accedía a una sede en la que aún resonaban los trágicos acontecimientos ocurridos a partir de 1780, con la rebelión de Tupac Amaru. La historiografía tradicional ha dibu­jado la actuación de Las Heras desde un punto de vista bastante favorable. Su labor episcopal estuvo marcada por las tres visitas canónicas reali­zadas entre 1792 y 1795 a todos los pueblos de su diócesis, un total de 115 doctrinas-parroquias. Acometió la necesaria modernización del semi­nario dotándolo de un nuevo plan de estudios; se preocupó por la ob­servancia de las reglas en los conventos y por el servicio espiritual en los hospitales. Financió con sus propios recursos la creación de algunos de ellos — el hospital de Sicuani — y la construcción del altar de plata de la catedral, con un desembolso que ascendió a casi 15 000 pesos. Ideoló­gicamente, proclamó su inquebrantable fidelidad al soberano y trabajó para que sus feligreses pensaran de la misma forma.1 Ascendidó como arzo­bispo de Lima, dejó Cuzco en octubre de 1806.

Poco ha trascendido del conflicto que alteró la estabilidad de su mandato cuzqueño y lo enfrentó a un grupo de sacerdotes, encabezados por Francisco Carrascón. Éste era un personaje bastante hábil, con in­dudables ansias de promoción y buen conocedor del funcionamiento de la maquinaria administrativa. Había nacido en Zaragoza el 1 de marzo de 1759. Cursó estudios mayores en la universidad de aquella ciudad y luego los completó en los conventos dominicos de Pamplona y Orihuela.

* Universidad de Granada, España.1 Esta posición fidelista la mantuvo también durante la emancipación, época en la que ya

estaba al frente del arzobispado limeño. No obstante, forzado por los acontecimientos en 1821 se sumó a la firma del acta de independencia.

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En 1784 fue ordenado sacerdote y más tarde nombrado teniente de cura del Real Sitio y Hospital de San Fernando. Seis años después, Carlos IV lo propuso para ocupar la capellanía del segundo batallón del regimiento de infantería del príncipe, cuando estaba destacado en la guarnición de Alicante. Entre 1790 y 1791 desempeñó su labor en la plaza y presidio de Melilla, desde donde fue ascendido a la capellanía del regimiento de caballería de Alcántara, con el título de cura párroco castrense. Como tal participó en las campañas del Rosellón y el Ampurdan desde 1793 hasta 1795. A consecuencia de una enfermedad, tuvo que abandonar el campo de batalla en febrero de ese año para seguir desempeñando sus labores eclesiásticas en el puerto de Santa María hasta el momento en que fue atendida su propuesta de continuar el ministerio en tierras americanas.2

Precisamente con motivo de la obtención de una pensión anual sobre la mitra de Sevilla en 1795 por los servicios prestados, el prelado de la diócesis de Sevilla cursó en su nombre varias solicitudes en demanda de alguna prebenda en América. Lo hacía con la esperanza de mejorar su situación económica, maltrecha tras sus intervenciones en las campa­ñas de Africa y de la Raya en Francia durante los años anteriores. Pri­mero fue la plaza de arcediano de la catedral de La Habana y después la de tesorero de la de Santiago de Chile, ambas vacantes.3 Sin embargo, a ninguna de ellas tuvo acceso. Más suerte tuvo con la plaza de racionero de la catedral de Cuzco, a la que fue propuesto por real cédula de 5 de junio de 1798, tras quedar vacante a la muerte de su titular, Eugenio Hermosa. Tomó posesión de ella el 28 de enero de 1800.4

A pesar del buen recibimiento inicial, los acontecimientos poste­riores ponen de manifiesto que obispo y racionero nunca llegaron a con­geniar. No había transcurrido un año cuando el enfrentamiento entre ambos era un hecho. Ni siquiera la promoción de Las Heras a Lima lo­gró apagar la disputa. El contencioso adquirió enormes proporciones, la real audiencia hubo de intervenir y el asunto llegó hasta el Consejo de Indias. Por ello sorprende la escasa atención prestada a tales suce­sos. Este artículo trata de ofrecer alguna luz sobre éstos e investiga cómo surgió la crisis, los personajes e instituciones implicados en ella, sus

2 Hoja de servicios de Francisco Carrascón, Madrid, 14 de agosto de 1797, Archivo General de Indias, Sección Audiencia de Cuzco, 70. [En adelante AGI, Cuzco.]

3 Solicitud del arzobispo de Sevilla al ministro de Guerra, Juan Álvarez, Sevilla, 5 de agosto y 10 de septiembre de 1798, AGI, Cuzco, 70.

4 Acta de la toma de posesión que certifica el Secretario del Cabildo de la catedral, AGI, Cuzco, 73.

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intereses y conductas encaminadas a su logro. El resultado hace evi­dentes ciertos puntos oscuros y poco divulgados de la situación del obispado cuzqueño y de su titular. Al mismo tiempo revela no sólo ambiciones individuales, sino, y sobre todo, conductas que desde anti­guo formaban parte de la cotidianidad eclesiástica. Lo sucedido en Cuzco en este tiempo ofrece un clarificador panorama acerca de los entresijos del ejercicio del poder, de las complicidades de las autori­dades o de la defensa de privilegios adquiridos. Del mismo modo, esta investigación no olvida otra cuestión de profundo calado: la que se re­fiere a la defensa a ultranza de la dignidad eclesiástica y de sus faculta­des frente a quienes pretendieron poner en tela de juicio tales competencias.

Las razones de un enfrentamiento

El comportamiento de Carrascón en Cuzco ofrece perfiles bastantes dudosos, algunos ajenos a su condición sacerdotal, que abonarán la idea de que se trataba de un personaje intrigante, malicioso y preocu­pado únicamente de su ascensión personal. Su opositor, Bartolomé de las Heras, pronto se percató de que desatendía sus funciones en el coro para ocuparse en negocios particulares, "nada decorosos a su ca­rácter y prebenda".5 Estos negocios, sin duda, se referían a su empeño en promover pleitos tras remover papeles en los archivos, animando a los vecinos a emprender causas o a retomar otras que creían termina­das. Convertido así en abogado y haciendo gala de unas especiales do­tes de letrado, obtenía pingües beneficios. Pero no eran las únicas ocupaciones que lo distraían de sus tareas específicas. A lo largo de 1800 derivó hacia el mundo del espectáculo y formó una compañía para hacer comedias públicas en Cuzco. Para ello se asoció con el adiestrador Antonio Cevallos García y la actriz María Josefa Álvarez.

Esta actividad molestó sobremanera al obispo, que en modo alguno, era partidario de estas representaciones por lo que de ataque a la moral y a las buenas costumbres suponían. En su opinión, la compañía de Carras­cón "lejos de ser conveniente en este lugar, es un seminario de pecados mortales y una fuente inagotable de perjuicios al Estado y a la moral

5 Carta de Bartolomé de las Heras al rey, Cuzco, 9 de mayo de 1803, AGI, Cuzco, 70.

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cristiana".6 Consecuentemente se opuso a ella y llamó la atención de Ca­rrascón para que abandonase el proyecto. Aún más, le manifestó personalmente que le causaba pudor ir acompañado por un sujeto como él. El racionero, lejos de amedrentarse, prosiguió con la empresa y, como se verá, puso en marcha una sistemática campaña para manchar la imagen del obispo sacando a la luz las numerosas irregularidades con que gobernaba la diócesis.

Bartolomé de las Heras se equivocó al infravalorar la capacidad de maniobra de Carrascón y creer que poco tenía que hacer un simple ra­cionero frente a su autoridad indiscutible. A la altura de 1800 ignoraba que en muy poco tiempo su persona sería cuestionada hasta por la propia audiencia y su obispado salpicado por duras denuncias de corrupción e insubordinación. Ambos personajes tenían concepciones muy dispares acerca del ejercicio del poder y de la labor pastoral. Frente a la tradición y la fuerza de las costumbres, Carrascón opuso la renovación y el fin de los abusos; frente al principio de la autoridad indiscutible de la Iglesia, Carrascón introdujo ideas que subvertían el orden. Demasiado ingenua era la actitud del obispo cuando simplificaba el conflicto y atribuía el comportamiento del subordinado a su "inconsiderado modo de pensar y a la disipación de espíritu en que se halla por los asuntos judiciales que sigue y proyectos que emprende so color de subvenir a sus indi­gencias".7 Posiblemente las ambiciones económicas de Carrascón tu­vieron un papel destacado en el desarrollo del conflicto y al ser cercenadas por su superior agudizaron el enfrentamiento. Sin embargo, también ha de tenerse en cuenta su intención reformista, su deseo de suprimir los abusos que encontró en el obispado y de trabajar para el bien de la Iglesia. Carrascón apareció como la voz crítica que vino a denunciar situaciones irregulares que el tiempo había convertido ya en hechos normales e indiscutibles.

Carrascón remitió una y otra vez al rey y al Consejo de Indias in­formes donde exponía el estado en que se encontraba el obispado de Cuzco y la conducta de su titular. En todos ellos se presentaba como un cristiano celoso de su trabajo y dispuesto a corregir abusos e irregulari­dades; también, como un fiel vasallo que lucha contra la infidelidad y la codicia. La fórmula, demasiado frecuente y usual en súbditos que buscan alguna recompensa de la corona, pudiera hacer desconfiar de las verdaderas intenciones de su autor. No obstante, la dureza y trascen­

6 Ibid.7 Ibid.

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dencia de sus acusaciones inclinan a pensar que existía un fondo de verdad en ellas. Resulta improbable que el racionero pusiese tanto énfa­sis en la crítica sin tener constancia y seguridad de los hechos denun­ciados. Pero, ¿cuáles eran éstos? En primer lugar, que gran parte de las dignidades eclesiásticas se hallaban obtenidas por ilegítimos y con pro­fusión de concubinatos, sin que el obispo hiciese nada por remediarlo. En segundo lugar, que el mismo obispo era promotor e inductor de ac­tos reprobables y censurables.8 Concretamente, los siguientes:

• Habilitar, tras su toma de posesión, una "deliciosa casa de campo" en Urubamba para recrear al presidente, regente y oidores de la audiencia de Cuzco.

• Mandar hacerse un cuadro de tres varas de alto con marco dorado e inscripción de merecer el favor de la reina, costeado con fondos de la fábrica de la catedral, el cual se exhibe en la sacristía mayor.

• Levantar una platería con su correspondiente fragua en el patio de su casa para la fundición diaria de los metales que llegaban de las doctrinas de la diócesis.

• Conceder el título de deán a Miguel Chirinos, que vivía en pú­blico concubinato y cuyo hijo, José Chirinos, había obtenido un curato en circunstancias poco claras.

• Favorecer a otros eclesiásticos, también en situación de concubina­to, para su ingreso en el coro de la catedral.

• Otorgar a su criado, Ignacio de la Puerta, el título de mayordomo mayor, comprarle la vara de regidor de la ciudad, de la chancille- ría de la real audiencia y procurarle documentos falsos para la ob­tención de la cruz de Carlos III.

• Obtener para el mismo criado los títulos de capitán del regimiento de Lampa y teniente coronel del de Abancay, a cambio de conceder un curato y una capellanía a hijos de los militares firmantes de di­chos títulos.

• Presionar a diferentes autoridades para forzar la salida de Cuzco del fiscal de la audiencia, Antonio Suárez Rodríguez, y su tras­lado a la de Quito por el hecho de haber instruido varios expe­dientes contra el referido criado.9

8 Así lo expuso en una representación por la vía reservada al Consejo de Indias. Cuzco, 8 de

agosto de 1801, AGI, Cuzco, 70.9 Representación de Francisco Carrascón al rey. Cuzco, 8 de julio de 1803, AGI, Cuzco, 70.

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El ascenso del arcediano Miguel Chirinos fue protestado por el mismo Carrascón, quien solicitó que se consultase al rey si era su inten­ción "el dar una dignidad como la de deanato a un hombre de procedi­mientos tan criminosos". Sin embargo, la iniciativa no tuvo efecto porque el escrito le fue devuelto sin más tramitación. No pudo impedir que el obispo diera posesión a Chirinos en el nuevo cargo "en presencia de su concubina e hijos sacrilegos con mucho repique de campanas y enho­rabuenas de los muchos que en virtud del favor que tienen de este obispo han tomado públicamente mujeres y han adquirido hijos de prosti­tución".10

El sombrío panorama que pintó de un sector del clero, encabeza­do por Las Heras, tenía indudables efectos corrosivos y dejaba en una situación comprometida al prelado. La imagen que trasmite al monarca no puede ser más crítica: "Señor [escribe] todo lo aquí expuesto manifiesta evidentemente que la corrupción de estos miserables tiempos es prote­gida por algunos de aquellos mismos que debían celar la justicia y san­tidad del santuario, y esto mismo se conoce más y más cuando no cesa de seducir a los sacrilegos, ilegítimos y lascivos o dependientes suyos para que opriman al justo, por ser contrario a sus operaciones".11

Resulta obvio que Carrascón había asumido ya una clara posición de enfrentamiento a su superior y al grupo que lo apoyaba. Comenza­ba, de este modo, un grueso expediente en el que las descalificaciones mutuas se sucederán ininterrumpidamente. En una nueva carta al rey no dudará en calificar al obispo como "de aquella clase de hombres que siendo muy escasos para hacer honras y beneficios, aun a los que ha querido, era abundantísimo en oprimir e injuriar a los que no apoyasen sus procedimientos".12 Un hombre, en definitiva, interesado sólo en in­crementar sus caudales mediante "la escandalosa procuración de bene­ficios eclesiásticos".

Otro de los blancos de sus críticas fue Ignacio Puertas, mayor­domo del obispo. Se trataba de un personaje que desde joven había estado al servicio de Bartolomé de las Heras, primero en la Península y más tarde en las iglesias de Huamanga y La Paz. Finalmente, lo había acompañado al Cuzco cuando fue destinado a esta diócesis. No cabe ninguna duda de que era su hombre de confianza y su protegido. Por lo mismo, gozó de una posición privilegiada y se aprovechó de la in­

10 Ibid.11 Ibid.

12 Representación de Francisco Carrascón al rey. Cuzco, 8 de septiembre de 1803. AGI, Cuzco 70.

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fluencia y apoyo de su benefactor. De ninguna otra manera podrían explicarse los cargos que ostentaba. Carrascón se apresuró a denunciar la forma irregular en que los había obtenido; sin embargo, Puertas alardea­ba de ellos y se jactaba de desempeñarlos conforme a la ley. La cruz de Carlos III, decía, la había obtenido tras la presentación de los corres­pondientes documentos y genealogía en la audiencia, que le declaró además apto para todo empleo público. El mayordomo callaba, sin em­bargo, las presiones del obispo ante el tribunal; un tribunal que con anterioridad y por intermediación de su fiscal, Antonio Suárez Rodrí­guez, había instruido varios expedientes contra Puertas haciendo casd omiso de las presiones del prelado y sin dejarse impresionar o corrom­per por los ofrecimientos de éste.

Los cargos de regidor del cabildo y chanciller de la audiencia los justificaba sobre la base de haber sido el mejor postor en el remate de ellos. Quedaría por explicar cómo un mayordomo de la casa episcopal podía disponer de las sumas necesarias para lograr tales empleos a no ser que, como Carrascón manifestó, el obispo estuviera detrás de aque­llos remates. Por otro lado, fue obviada la posible incompatibilidad para el desempeño de los oficios de regidor y mayordomo contenida en las leyes de Castilla. Para Puertas la situáción nada tenía de ilegal y argu­mentaba que su plaza de regidor había sido confirmada por las auto­ridades, incluido el virrey y el rey, y que su situación como mayordomo la conocían todos. Además, la venía desempeñando desde hacía más de diez años sin que hasta entonces nadie hubiese planteado ninguna duda sobre su legitimidad. Se defendía alegando que la denuncia de Ca­rrascón no perseguía la observancia de las leyes, sino perjudicar al obis­po y a los que le acompañaban.13

Sorprendentes eran también sus cargos militares: capitán de las milicias de Lampa (intendencia de Puno) y teniente coronel de las del partido de Abancay (intendencia de Cuzco). Tanto más sorprenden­tes por cuanto, en opinión del racionero, Puertas era "un hombre que no sabe cargar un fusil, ni leer ni las voces del mando militar". De he­cho, los nombramientos estuvieron precedidos de nuevas injerencias del obispo. En efecto, con motivo de su visita pastoral en 1794, negoció con Nicolás de Oviedo, coronel de Lampa, el despacho de capitán de su regimiento para Puertas a cambio de conceder a su hijo, Francisco de Oviedo, el curato de Coasa en el partido de Caravaya, como así ocurrió.

13 Representación de Ignacio Puertas, s. f. (1804), AGI, Cuzco, 70.

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Semejante estrategia usó también con el coronel del regimiento de Aban- cay, Francisco de Mendoza. Éste concedió el despacho de teniente co­ronel de su regimiento a cambio de la obtención de la capellanía de la hacienda de Urpiguanta, en Urguillos, para su hijo Pedro de Mendoza.

Las críticas a Puertas se extendían también a su situación de con­cubinato con Gertrudis Mendoza, hecho sobre el que Carrascón ya alertó al obispo en 1801, porque su conducta "perturbaba la pública tranquili­dad y orden y moral de sus vasallos". La denuncia llegó a la propia audiencia, sin que ésta resolviese nada. Actitud ésta que, en opinión del racionero, estaba condicionada por la ya citada remoción de su fiscal y las presiones del prelado. Carrascón puso a Puertas en el centro de toda la trama de la concesión fraudulenta de beneficios y curatos, siem­pre con la aquiescencia de Bartolomé de las Heras. En una inflamada carta al presidente de la audiencia, en la que volvía a presentarse como "un buen y fiel vasallo oprimido", detalló minuciosamente la forma en la que aquéllos se concedían. Según contaba, se fijaban como fecha de los concursos los días anteriores y posteriores a la festividad de Santa Gertrudis (15 de noviembre). El motivo no era otro que brindar a los cu­ras pretendientes de curatos la oportunidad de agasajar a la concubi­na de Puertas. Las pruebas tenían lugar en la hacienda de las Nazarenas, una propiedad de los curas palominos en las afueras de Cuzco. Durante aquellos días, y para agradar a Gertrudis Mendoza,

cometen los curas del concurso y aun los examinadores los desórdenes de la obscenidad, de la embriaguez, de juegos prohibidos, cruzándose canti­dades muy considerables de pesos en los nueve días con sus noches de este festejo, siendo el ultimátum de estas sesiones el dar y el publicar el prelatado mayordomo a instancias de la mencionada amiga en el vein­tiuno domingo del mismo noviembre los curatos más pingües a aquellos curas que más desordenadamente habían procedido...14

De la gravedad de tales acusaciones no escapó el obispo, al que culpó de complicidad en aquellos hechos, ya que paseó en su mula a la propia Gertrudis Mendoza con varios curas del concurso y prestó su vajilla de plata y sus criados para la fiesta. Además, encargó a los conventos de Santa Catalina y Santa Clara parte de los "cien medianos o fuentes de dulces de distintas calidades" que fueron servidos el día de

14 Carta de Francisco Carrascón a Ruiz Castilla, presidente de la real audiencia. Cuzco, no­viembre de 1803, AGI, Cuzco, 70.

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la onomástica de la concubina. ¿De dónde obtuvo Carrascón estas in­formaciones? ¿Eran verídicas? Evidentemente él no estuvo presente, por lo que los detalles le fueron facilitados por terceras personas. Al respecto deja entrever al presidente de la audiencia que fue informado por algunos de los curas asistentes y que habrían abandonado la ha­cienda ante el panorama que se ofrecía ante sus ojos. Estos curas "de mérito", podrían haber formado parte del denominado grupo de los "carrasconianos", aquellos que, en palabras de su mentor "son casti­gados y oprimidos, privados de la felicidad de que son acreedores", simplemente por el hecho de oponerse al obispo y a su mayordomo. Estos informantes debieron ofrecerle las suficientes garantías sobre la veracidad de lo ocurrido en aquel concurso de curatos, porque de otra manera Carrascón asumía un elevado riesgo al comunicar por escrito al presidente Ruiz Castilla los hechos referidos e implicar en ellos a la máxima autoridad eclesiástica del distrito. Sea como fuere, optó por insistir en las denuncias. Aún más, tan convencido estaba de la culpabili­dad del obispo que no dudó en considerar a Ruiz Castilla como la única persona responsable para actuar en defensa del "honor y pureza de las católicas costumbres de nuestra nación española, tranquilidad, buen orden y seguridad de estos vastos países". A él le correspondía castigar a los infractores, causantes en el país del "deplorable estado de la deca­dencia y de la miseria de que está cubierto y va caminando a su total ruina cada año, como todos lo notamos".15

Ante este cúmulo de denuncias cabe preguntarse por la actitud del obispado y su reacción. Evidentemente Bartolomé de las Heras no per­maneció indiferente ante las duras acusaciones vertidas contra él mismo y sus colaboradores. Es cierto que cuando se decidió a manifestar su opinión al rey o al Consejo de Indias el conflicto había alcanzado ya una dimensión considerable. Es posible que pensara que aquellas "acciones irreligiosas y falta de cristiandad" que se decían de Carrascón fueran algo pasajero y que no merecían mayor preocupación. Pero cuando la gravedad del asunto adquirió caracteres más que preocupantes para el normal desarrollo de la diócesis no tuvo más remedio que intervenir para contrarrestar la campaña de su racionero. Fue en mayo de 1803 y en una amarga carta al rey donde confesaba que nunca se había visto en la necesidad de informar contra ningún eclesiástico durante los 14 años de su mandato hasta que los "excesos" de Carrascón lo forzaron a ello.

15 Ibid.

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Reconocía que éste profesaba "un odio implacable contra mi persona y contra mi mayordomo, Ignacio Puertas". Además, lo señalaba como el autor de libelos infamatorios e incluso de "intentar asesinar mi per­sona".16

Tres años habían trascurrido desde las primeras desavenencias con motivo de la formación de la compañía de comedias. Durante ese tiempo la rivalidad entre ambos, lejos de desaparecer, no hizo sino acentuarse. El obispo era consciente de la trayectoria de Carrascón pero eludió tomar medidas drásticas, disimuló y dejó pasar los acontecimientos. A finales de 1802 disponía de un informe, realizado seguramente por iniciativa suya, en el que constaban gravísimas acusaciones contra el racionero y se ponía de manifiesto su irreverente conducta.17 Mateo Guillén sostenía en su denuncia que Carrascón faltaba con frecuencia a sus funciones en el coro para dedicarse a remover pleitos en la escribanía de Bernardo Ga- marra y Carlos Rodríguez hasta tal punto que se ha convertido en "pro­curador sin vivir en las escribanías, en el pretil del cabildo y en la puerta de los tribunales"; que no reverenciaba al santísimo en el altar mayor, ni se ocupaba de los actos religiosos; que cuando el obispo pontificaba se entretenía en leer libros profanos, que ocultaba en su bonete, "de Vol­taire, Rousseau y otros herejes"; que faltaba al respeto a personas ecle­siásticas y seglares, aun estando en la iglesia; que escupió a un lienzo de la Santísima Trinidad; que vendió alhajas que adornaban la imagen de la virgen de los Remedios de cuya capilla era mayordomo por beneficio del obispo; o que las colgaduras de la misma capilla las tenía en su casa como ropaje de la cama, así como picheles y espejos.

Tres pasajes, sin embargo, del informe merecen una atención es­pecial. El primero, la afirmación puesta en boca de Carrascón de que éste "entrará en el palacio arzobispal con un puñal, le abrirá el pecho, le comerá el corazón y beberá su sangre y se enredará en sus tripas". El segundo, su identificación como autor de pasquines contra el obispo. El tercero, la acusación de sodomía con un monaguillo. Sin duda, impre­sionó a Las Heras el contenido de este informe y le abrió los ojos para percatarse de la verdadera dimensión de su opositor. Tal es así que al día siguiente ordenó a Domingo Bustos, provisor y vicario general, el ini­cio de diligencias y la consulta de testigos para verificar la autenticidad de aquellas acusaciones, actuando como secretario Tadeo Joaquín Gá-

16 Carta de Bartolomé de las Heras al rey. Cuzco, 9 de mayo de 1803, AGI, Cuzco, 73.17 Denuncia presentada al obispo por el presbítero Mateo Guillén, maestro de ceremonias de

la catedral. Cuzco, 15 de diciembre de 1802, AGI, Cuzco, 73.

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rate. Los testigos interrogados en el sumario fueron: Miguel Chirinos (arcediano, deán y presidente del coro), Feliciano Paz y Pozo (canóni­go), Bernardo García (sacristán mayor), Pedro Fuentes (subdiácono y capellán del coro) y Juan de Dios Flores (ecónomo). Sus testimonios vi­nieron a ratificar, punto por punto, la denuncia de Mateo Guillén.

Chirinos dijo haber oído a Carrascón elogiar a Voltaire y aplaudir los hechos de los franceses; también que recriminó a un religioso mer- cedario que pedía limosna para los cautivos diciéndole que pedía para el bolsillo del provincial y que todo era "ladronicidio". Feliciano Paz aseguró que durante el año apenas asistía al rezo y se ocupaba en ima­ginar proyectos y confeccionar mapas que vendía a seis pesos cada uno; que celebraba la misa sin devoción y la terminaba muy rápido; confir­mó que la idea de apuñalar al obispo era cierta porque el mismo Ca­rrascón se lo contó cuando lo visitó estando enfermo. Pedro Fuentes corroboró la acusación de sodomía. Sostuvo que mantenía relaciones con un monaguillo, llamado Mateo Niño, que le servía en misa y al que "siempre estaba acariciándolo, agarrándolo de las mejillas y mirándolo con ojos lascivos y de afición". Incluso sentía celos porque este mona­guillo se comportaba de igual modo con los seises y por este motivo lo hirió con una navaja en la pierna. Refirió el mismo Fuentes que en una conversación entre miembros del cabildo en la que Carrascón alardea­ba de no usar de mujeres, él le dijo que eso era así porque era sodomita, "a lo que nada contestó y cambió de colores". Bernardo García ratificó estas mismas inclinaciones, declarando conocerlas por boca directa de uno de los seises, Pedro Velasco, que fue testigo ocular de las relacio­nes con el monaguillo y con otros muchachos que llevaba a su casa. Finalmente, identificaron la autoría de Carrascón en los pasquines por la similitud de las letras r, n, p y d escritas en dichos pasquines y en otros textos; además, afirmaron que el engrudo con que estaban pegados era el mismo que usaba Carrascón en sus mapas.

El panorama que se ofrecía ante Bartolomé de las Heras no podía ser más crítico y la imagen de su obispado más deteriorada. Por un lado, su propio racionero no cesaba de difundir noticias sobre la vida irregu­lar de los eclesiásticos, sobre los fraudes en la concesión de curatos y sobre el enriquecimiento ilícito de su mayordomo; por otro lado, el du­doso comportamiento de un subordinado suyo que amenazaba la tran­quilidad de la diócesis. Definitivamente tendría que actuar para reconducir la situación y evitar que escapase de su control. Su primera intervención fue ordenar que Carrascón realizase durante 15 días ejer­cicios espirituales en la casa recoleta de los franciscanos, ubicada en las

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afueras de la ciudad. Una medida que el obispo consideraba prudente y ajustada, pero que para el racionero resultó desproporcionada, abu­siva y carente de fundamento. Si aquél pensaba que de este modo podía acabar con el díscolo comportamiento del racionero, estaba equivoca­do. Al contrario, contribuyó a agudizar la enemistad entre las partes. Carrascón se negó a obedecer la decisión de su superior cuando a pri­meros de marzo de 1803 fue conminado a recluirse en la casa franciscana. Exigió el documento en el que constaran los motivos y justificación de aquella actuación, pero los emisarios sólo pudieron comunicarle que se trataba de una orden verbal del obispo. Además, interpuso un recurso de fuerza ante la real audiencia contra éste por considerar que se excedía en sus competencias, al tiempo que imploraba la protección del monar­ca. El alto tribunal solicitó informes a Bartolomé de las Heras sobre los hechos y finalmente dictaminó que éste tenía facultad para enviar a sus sacerdotes a realizar ejercicios espirituales y que con ello no se hacía fuerza alguna. Sopesando pros y contras, Carrascón decidió pasar al convento, cuando fue requerido por segunda vez, y cumplir la orden del obispo. Éste confirmó la realización de los ejercicios espirituales du­rante los 15 días señalados, pero "con poco aprovechamiento, pues ha vuelto con las mismas inclinaciones torcidas y con el propio interés de vulnerar mi honor, atentar mi persona e inquietar el público".18

En efecto, siguió importunándolo con sucesivos escritos solicitan­do se le explicaran las razones de su encierro o las faltas que hubiera cometido. Ninguno de ellos obtuvo respuesta. Sin embargo, tales inci­dentes le sirvieron como pretexto para dar a conocer al rey en una larga carta nuevas quejas con afilados dardos contra el obispo y sus allegados. "Señor —afirmaba — , todo lo aquí expuesto manifiesta clara y eviden­temente que la corrupción de estos miserables tiempos es protegida por algunos de aquellos mismos que debían celar la justicia y santidad del Santuario; y esto mismo se conoce más y más cuando no se cesa de se­ducir a los sacrilegos, ilegítimos y lascivos o dependientes suyos para que opriman al justo por ser contrario a sus operaciones".19

Concluía acusando al obispo de no respetar las leyes y hacía un llamamiento para que todas las autoridades informaran sobre su con­ducta y la de su mayordomo con el fin de que "sean más celosos de sus iglesias y no perturben la paz". En similares términos redactó poco des­

18 Carta de Bartolomé de las Heras al rey. Cuzco, 9 de mayo de 1803, AGI, Cuzco, 73.19 Carta de Francisco Carrascón al rey. Cuzco, 8 de julio de 1803, AGI, Cuzco, 70.

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pués una nueva carta. Reiteraba en ella sus críticas contra el prelado y su mayordomo que hacía ahora también extensibles a los ministros de la audiencia, de los que decía que "carecen de espíritu de resolución, cual es necesario para dar a cada uno lo que es suyo",20 en clara alusión a la multitud de expedientes presentados por él y no tramitados. Pretendía que el arzobispo de Lima interviniera para que cesara la persecución hacia su persona y solicitaba que se le promoviera a otra catedral con el fin de abandonar "el deplorable estado en que se halla esta ciudad y toda su diócesis por los expresados escándalos".21

Apenas hubo regresado el presidente de la audiencia a Cuzco, tras una estancia de más de un año en Lima, le remitió una sustanciosa misiva en la que le daba cuenta de todos los acontecimientos y de la persecu­ción de que era objeto. La enumeración de arbitrariedades en su contra por parte del obispo y su círculo ocupaba buena parte de ella. Entre otras cosas, afirmaba que los abusos ya no escandalizan por la frecuencia con que se cometen y que los desórdenes son tolerados y protegidos por la casa episcopal "ya sea por las conexiones que tienen los señores minis­tros de la real audiencia y justicias ordinarias con Su Ilustrísima y su mayordomo Puertas, ya por los crecidísimos caudales que estos dos se­ñores han atesorado".22

El tono de la carta era tan virulento que la propia audiencia, me­diante real acuerdo, hubo de tomar decisiones ciertamente sorprenden­tes. Por un lado, determinó que dicho escrito se mantuviera en secreto y que su contenido no se divulgara o mejor aún, que se quemara el papel. Sin embargo, por otro lado, creyó conveniente recabar "extrajudicial- mente y con igual sigilo y reserva otros informes a las personas que en ella sean más imparciales sobre los excesos que se atribuyen a las per­sonas que en ella se mencionan; y si en el caso no esperado en que re­sulten ciertos en todo o en parte, valerse de aquellos medios reservados y extrajudiciales para corregirlos y contenerlos".23

En este real acuerdo llaman la atención dos decisiones: una, el in­terés para que no trascendieran las fuertes acusaciones denunciadas; otra, el mantener viva la sospecha de que aquéllas pudieran ser ciertas. No deja de ser curioso el hecho de que sea el propio órgano de justicia el

20 Carta de Francisco Carrascón al rey. Cuzco, 8 de septiembre de 1803, AGI, Cuzco, 70.21 Ibid.22 Carta de Francisco Carrascón a Ruiz Castilla, presidente de la real audiencia. Cuzco, no­

viembre de 1803, AGI, Cuzco, 70.23 Real Acuerdo. Cuzco, 1 de diciembre de 1803, AGI, Cuzco, 70.

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que emprendiera acciones "extrajudiciales" para aclarar el asunto. En lo que no dudó el real acuerdo fue en reprender a Carrascón por el "inju­rioso y desatento estilo" de su escrito, previniéndole de que "se abstenga de molestar la atención de los tribunales y gobierno superior del reino con semejantes indecorosas representaciones y de mezclarse en asuntos que nada le importan ni en modo alguno son de su obligación".24

¿Significa esto que los ministros de la audiencia amenazaban a Carrascón para que desistiese de su particular cruzada contra Bartolo­mé de las Heras? ¿El sigilo impuesto en la tramitación del expediente ocultaba otros intereses? ¿Por qué una tramitación extrajudicial? Sin duda, a finales de 1803, el racionero de la catedral se había convertido en un personaje incómodo y molesto no sólo para el obispado, sino tam­bién para la propia audiencia. Los sucesivos recursos interpuestos ante ella y la gravedad de las denuncias contra el obispo no eran del agrado de los jueces, máxime cuando se dejaba traslucir que existía conniven­cia entre ambos organismos.

El presidente Ruiz Castilla confesó al rey esta incomodidad y vio­lencia, precisamente porque estaba en juego la conducta de un prelado "a quien no solamente venero por su alta dignidad, sino que lo amo por sus prendas y por la constante buena armonía con que hemos corri­do siempre".25 Defendió con vehemencia la integridad del tribunal y de sus miembros, saliendo al paso de las acusaciones de Carrascón:

En el tribunal de real audiencia — decía— y en los ministros que la com­ponen no se registra otra cosa que integridad, imparcialidad, justificación y la mayor contracción al desempeño de sus obligaciones también me consta por el conocimiento positivo que tengo de cada uno de ellos que en la limpieza y arreglada conducta que tienen no es posible que hallen entrada conexiones, condescendencias ni parcialidades, ni con el reverendo obis­po y su mayordomo ni con persona alguna.26

Del mismo justificó el comportamiento del real acuerdo sobre el tra­tamiento reservado que dio al expediente y la tramitación de informes secretos de "personas de probidad y que le merecen el mayor respeto".27

24 Ibid.25 Representación de Ruiz Castilla al rey. Cuzco, 8 de marzo de 1804, AGI, Cuzco, 70.26 Ibid.27 Estos informes coincidieron en la defensa de Bartolomé de las Heras y en el descrédito de

Carrascón. El de Francisco Javier de Aldazábal, chantre de la catedral, afirmaba que era falso todo lo que se decía acerca de las irregularidades de los concursos de beneficios. Del racionero indi­caba que "es y ha sido muy perjudicial al estado eclesiástico y estaría más bien gobernado si lo

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Sobre las irregularidades denunciadas en el negocio de los bene­ficios eclesiásticos, dijo haberse abstenido de emprender acciones judi­ciales "así por los escrúpulos y arriesgado que era el practicarlo, pues apenas se podría hacer pregunta cuya respuesta no viniese a tocar la persona y dignidad del prelado eclesiástico en cosas tan graves".28 De esta argumentación podría inferirse que su comportamiento tendía a salvaguardar la reputación del obispo y cubrir el asunto con un silencio cómplice, antes que indagar en la realidad de los hechos. Esta tesis parece bastante probable a tenor de las confidencias hechas al rey. El obispo — reconocía Ruiz Castilla— "es dotado de bondad, pureza, dulzura y demás cualidades características de su dignidad, por lo que recelo que las expresiones más arrojadas e indecorosas que contra él vierte dicho prebendado [Carrascón] son más bien brotes de resentimientos parti­culares que del celo que aparenta por el mejor servicio de Dios y de Vuestra Majestad". Y concluía que "se evidencia la ligereza, poca cor­dura y falta de verdad con que el citado racionero se produce y cómo en sus asertivas expresiones hiere el honor de un tribunal tan recto y el de sus miembros..."29 Por ello, para evitar que los conflictos fueran en aumento, se mostraba partidario también de que el racionero fuera desti­nado a otra catedral.

Menos complaciente que con el obispo era con su mayordomo Ig­nacio Puertas. El presidente de la audiencia no tenía buena opinión de él y coincidía con algunos de los puntos señalados por Carrascón. Parti­cularmente reparaba en el hecho de que su tren de vida y el valor de las alhajas que exhibía "dan pie para pensar lo peor". Además, sabía de su estado de "concubinato y otros desórdenes de esta clase", sobre los cuales ya había prevenido al obispo para que les pusiera remedio. Sin embargo, parecía condescender y restar importancia a estas prácticas al tiempo que confirmaba la generalización de ellas. No de otro modo pueden entenderse sus reflexiones ante el monarca: "Debo hacer pre­sente a Vuestra Majestad que este país es digno de la mayor lástima por este respecto. En él son comunes estos delitos y los sujetos que por

alejasen a países remotos de donde no tenga influjo alguno en los asuntos de este obispado. El de fray Pedro Fernández era un alegato a favor del obispo y de la limpieza de los concursos de beneficios. El del arcediano José Pérez Armendáriz calificaba el escrito de Carrascón como un "libelo infamatorio contra el honor de las personas que insolentemente acusa". Informe de Alda- zábal, Cuzco, 29 de diciembre de 1803; Informe de fray Pedro Fernández, Cuzco, 23 de diciem­bre de 1803; Informe de José Pérez Armendáriz, Cuzco, 9 de enero de 1804, AGI, Cuzco, 70.

28 Representación de Ruiz Castilla al rey. Cuzco, 8 de marzo de 1804, AGI, Cuzco, 70.29 lbid.

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su miseria y desdicha caen en ellos, juzgan mal y hablan peor de los demás, que tal vez no piensan ni remotamente en cometerlos, de suerte que basta el que cualquiera persona visite a una mujer con alguna fre­cuencia para que se le acrimine y censure".30

En términos muy similares se expresaba también el asesor fiscal de la audiencia, quien calificaba al obispo como una persona austera, ejemplar y nada proclive a los convites y concurrencias públicas. Su verdadero problema era su mayordomo Puertas, que abusaba de su con­fianza. Reconocía que éste acumulaba cargos incompatibles entre sí, pero que se toleraba por la audiencia y el cabildo para evitar desavenencias con el obispo y facilitar la armonía entre ambas potestades. En cuanto a Carrascón, lo definía como "un genio orgulloso, resuelto, presumido y de una imaginación inquieta".31

A la luz de toda esta documentación el Consejo de Indias hubo de discutir y tomar una decisión para llevar la tranquilidad a Cuzco. Su principal objetivo era atajar los escándalos desatados en el obispado y po­ner fin a un enfrentamiento que poco contribuía al buen nombre de la institución. Los consejeros examinaron las denuncias de Francisco Ca­rrascón contra Bartolomé de las Heras y su mayordomo y pudieron analizar el alcance de los abusos e irregularidades que se le imputa­ban a éstos. Del mismo modo, tuvieron conocimiento de la naturaleza de aquél, sus prácticas y comportamientos escandalosos. Finalmente, el dic­tamen del consejo vino a recoger los planteamientos del obispo, salva­guardando así su dignidad y autoridad. Le fueron reconocidas sus facultades, al margen de cualquier otra jurisdicción, para poder imponer castigos a sus subordinados y corregir los abusos. Al mismo tiempo lla­maban la atención de la propia audiencia para que no interfiriera en el ejercicio de las atribuciones eclesiásticas, sino que, por el contrario, fa­cilitase los auxilios necesarios para que el obispo pudiera desempeñar su labor.

Para prevenir nuevas críticas que pudieran afectarle, "por su pro­pio honor para alejar las sombras con que se pretende oscurecer su bue­na conducta", instaban a Bartolomé de las Heras para que en el plazo de un mes desde el recibo de la orden separara de su palacio a Igna­cio Puertas, sin permitirle la entrada ni la comunicación. La medida se consideraba necesaria, no sólo por el bien del obispo, sino también para

30 ibid.31 Informe de Manuel José de Reyes, asesor fiscal del Cuzco, 1804, AGI, Cuzco, 73.

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que cesara "la nota de que interviene en la dotación de curatos". Del mismo modo, advertían de esta medida al presidente de la audiencia para que interviniera en el supuesto de que Las Heras no la llevara a efecto. Con relación a Carrascón, el consejo determinó su salida de Cuzco para que se estableciera en el obispado de Huamanga, cuyo obispo "estará muy a la mira de su conducta". En el caso de que ello no fuera posible o se demorara, se le debía recluir con la debida seguridad en algún convento cuzqueño.32 Debe advertirse que sobre el punto del tras­lado del racionero, el consejo desoyó los argumentos del fiscal, partidario de que no se cambiara a Carrascón de iglesia. Sostenía aquél que el tras­lado podía ser origen de nuevos problemas por el riesgo de que "conta­giara con sus modos a otros lugares". Lo más adecuado, en su opinión, era castigar al culpable en el mismo escenario de sus delitos y que sir­viera de ejemplo.33 Probablemente la advertencia del consejo acerca de que se vigilara la conducta del racionero en su nuevo destino guarde relación con las reservas manifestadas por el informe fiscal.

Como quiera que el rey estuviera conforme con este parecer, emi­tió sendas reales órdenes, una a Bartolomé de las Heras y otra a Ruiz Castilla, con fecha 7 de diciembre de 1804 en las que reproducía dichas conclusiones.34 Debía terminar así un enfrentamiento que vino a alte­rar la ciudad de Cuzco y a salpicar el buen nombre de sus autoridades. Sin embargo, la decisión del consejo no fue sino el final de un primer episodio. Como cabría esperar, Francisco Carrascón no se intimidó, pro­siguió en sus denuncias y alargó el proceso durante más tiempo.

32 Dictamen del Consejo de Indias, Madrid, 22 de octubre de 1804, AGI, Cuzco, 70.33 Informe fiscal, Madrid, 17 de abril de 1804, AGI, Cuzco, 73.34 Ambas en AGI, Cuzco, 70.

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PARTE III

DEL PATRONATO ESPAÑOL AL ESTATAL EN EL SIGLO XIX

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De vicario eclesiástico a obispo de Trujillo: Tomás Diéguez Florencia y su adecuación AL ORDEN REPUBLICANO EN EL PERÚ (1776-1845)

Elizabeth Hernández García*

Introducción

Este artículo forma parte de una investigación mayor, que tiene como objetivo el análisis del comportamiento que el grupo privilegiado de la sociedad piurana adoptó en el último tramo del periodo virreinal en el Perú, y en concreto en los inciertos momentos de la guerra por la independencia. En esta línea, la presente comunicación quiere centrar­se en la trayectoria vital de Tomás Diéguez Florencia, presbítero, natu­ral de Trujillo, vicario eclesiástico en Piura desde el año 1805, y uno de los vecinos más influyentes en el grupo de élite piurano de fines de la colonia.

El interés en este personaje radica en constituir un botón de mues­tra de distintos aspectos importantes para la época estudiada. En pri­mer lugar, la poca o nula convicción que el estamento de élite peruano en su conjunto tuvo de los vientos libertadores del sur y del norte, los que convergieron en el Perú entre los años 1820 y 1824. En segundo lugar, la constante lucha de los presbíteros de provincia que estuvie­ron a la espera de una media ración o canonjía en algún cabildo cate­dralicio durante la época virreinal. Y por último, como consecuencia de lo anterior, muchos de estos presbíteros vieron en la opción patriota la oportunidad de mantenerse en la consideración de sus pares, así como la alternativa para obtener aquello que el gobierno anterior en general les había negado: el acceso al alto clero.

Acometemos el estudio de este importante personaje, además, por­que — no obstante constituir una etapa decisiva en la historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el siglo XIX republicano — , la

* Universidad de Piura, Perú.

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historiografía peruana ha centrado su atención en el proceso de inde­pendencia y en la dicotomía "patriotas" o "realistas" en el estudio del alto y bajo clero en el Perú; enfoque que, en general, ha forzado algunas interpretaciones con miras a demostrar esta bipolaridad.1 Unido a lo an­terior, las pocas investigaciones sobre el tema han girado en torno al alto clero en el momento de la independencia, y no han incidido en aque­llos presbíteros que reemplazaron a los obispos que no quisieron jurar a favor de José de San Martín y la "patria" que proclamaba.2 Este tema revis­te un gran interés en tanto que el exilio de casi todos los obispos del Perú originó una crisis dentro de la Iglesia iniciada la república, en medio de una independencia política inconclusa, y con una santa sede que en este momento no había reconocido aún las independencias iberoamerica­nas. Por ello los obispados permanecieron con gobiernos eclesiásticos tran­sitorios en espera de que las negociaciones entre el Estado peruano y Roma llevasen a la Iglesia en el Perú a su completa reorganización. ¿Fue precisamente este momento el que aprovecharon los criollos de provin­cia para hacer méritos y tomar el relevo? Es bastante probable, al menos si consideramos la trayectoria que Tomás Diéguez realizó en la capital de la intendencia de Trujillo, uno de los obispados que había quedado vacante.

Finalmente, interesa este personaje en tanto que forma parte de un estudio — aún en ciernes — de élites locales y sus estrategias de supervi­vencia entre un periodo y otro, es decir, la manera cómo consiguieron continuidad en la república.3

1 Véase Rubén Vargas Ugarte, El episcopado en los tiempos de la emancipación sudamericana, 3a. ed., Lima, Librería e Imprenta Gil, 1962; Armando Nieto Vélez, "Notas sobre la actitud de los obispos frente a la independencia peruana (1820-1822)", en Boletín del Instituto Riva Agüero, Lima, Instituto Riva Agüero, núm. 8,1969-1971, pp. 363-373.

2 En el Perú, la mayoría de obispos rechazó la independencia y fueron enviados al exilio, quedaron únicamente en actividad los obispos de Cuzco (Orihuela) y de Arequipa (Goyeneche). Rubén Vargas Ugarte consigna un resumen biográfico de los obispos que sucedieron a éstos en su libro antes mencionado.

3 Para el caso trujillano contamos con un único estudio concreto sobre élites: Cristóbal Aljo- vín de Losada y Paul Rizo-Patrón Boylán, "La élite nobiliaria de Trujillo de 1700 a 1830", en Scarlett O'Phelan Godoy e Yves Saint-Geours (comps.), El norte en la historia regional, siglos XVIII- XIX, Lima, IFEA/CIPCA, 1998. Para el caso piurano, los estudios se han basado mayormente en las vinculaciones económicas que los miembros de la élite desarrollaron como base de su poder social y político. En esta línea se circunscriben los estudios de Susana Aldana, Alejandro Diez Hurtado y Alejandro Reyes Flores. Sin embargo, la continuidad de este grupo entre una época y otra es una propuesta reciente: Elizabeth del Socorro Hernández García, "La élite piurana ante la independencia del Perú: la lucha por la continuidad en el tránsito hacia la república", tesis doctoral, Universidad de Navarra", 2005 (inédita).

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Estudios superiores y su establecimiento en el partido de Piura

Tomás Diéguez Florencia nació en la ciudad de Trujillo del Perú en 1776.4 Sus padres, el capitán Pablo Diéguez y Sánchez, y María Josefa Floren­cia y Sedamanos, al parecer pertenecían a estratos medio-altos de la sociedad trujillana: los archivos no consignan mayor información acer­ca de su capacidad monetaria o su influencia sociopolítica, razón por la que hacemos esta afirmación.5 Esto se vería refrendado con el hecho de que dos de los tres hijos varones buscaron hacerse un sitio de rele­vancia en la ciudad de Piura,6 una de las provincias supeditadas a la administración política de Trujillo una vez establecido el sistema de in­tendencias en el Perú.

Siguiendo el patrón de comportamiento de la sociedad virreinal que veía la formación académica superior de sus miembros como el primer escalón en la consecución de beneficios, y en la inserción paulatina den­tro del estamento letrado de privilegio en América,7 los Diéguez Flo­rencia apostaron por la carrera letrada de Tomás, el primogénito. Ingresó al seminario de San Carlos y San Marcelo de la ciudad de Trujillo el 13 de octubre de 1789, obteniendo una beca de merced, aunque por un corto tiempo de ocho meses. Fue pasante de filosofía en este colegio, asignatura que impartió durante año y medio; sin embargo, alrededor de 1793 tuvo una desavenencia de considerable importancia en el semi­nario, que, según se afirma, le costó los buenos méritos que hasta en­tonces había alcanzado. Los documentos no son claros en la materia de la supuesta falta. Sin embargo, tres años después, en 1796, se le de­claró lacónicamente "inocente del delito que se le acusaba". Para que el resarcimiento fuese mayor, ese mismo año se le dio el cargo de fiscal del seminario (cargo de confianza). Poco después se recibió de maestro en artes en esta institución.8

4 Archivo Arzobispal de Trujillo, Concurso de curatos (en adelante aat, CC), legajo 15, expe­diente Q-15-01, año 1808, folio 183.

5 Consta que María de la Natividad, hermana de Tomás Diéguez, recibió 2 850 pesos de dote en dinero, alhajas de oro, plata y perlas, al contraer matrimonio con el peninsular Bernardo de Victo­ria y Ahumada Duarez y Pacheco; cantidad pequeña siendo Trujillo ciudad capital de la inten­dencia del norte del Perú. Archivo Regional de Trujillo (en adelante art), serie Testamentos, notario: Miguel Concha, legajo 310, núm. 146, año 1805, folio 355.

6 Ampliaremos un poco más esta información en la siguiente sección.7 Magdalena Chocano Mena, La fortaleza docta. Élite letrada y dominación social en México colo­

nial (siglos XVI-XVII), Barcelona, Bellaterra, 2000.8 Monografía de la diócesis de Trujillo, t. I, Trujillo, Centro de Estudios de Historia Eclesiástica

del Perú, Imprenta Diocesana, 1930, p. 288.

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Si bien el seminario de San Carlos y San Marcelo aportaba los co­nocimientos suficientes como para intentar hacer "carrera", la culmina­ción y el abanico de posibilidades los proporcionaba el acceso a la universidad, ya que esta institución era la única que podía conceder grados académicos, fundamentales si se quería llegar a lo más alto dentro de la burocracia civil o eclesiástica en toda América. Así, afirma Tomás, que "deseando perfeccionar su carrera", y a pesar de las escasas pro­porciones de su viuda madre, pasó a la ciudad de Lima, logrando una beca en el Real y Mayor Colegio de San Carlos.9 Aquí se recibió de maestro en derecho civil y canónico; fue pasante en artes, asignatura que enseñó dos años y medio; y finalmente, se le encomendó un aula de leyes. Ini­ciado el siglo XIX, la Universidad de San Marcos le confirió el grado de bachiller en cánones; al mismo tiempo, Tomás decidió seguir la carrera sacerdotal. En 1799 obtuvo una capellanía real del coro de la iglesia cate­dral de Trujillo, que sirvió durante nueve años; y en 1804 fue ordenado sacerdote.10

En marzo de 1805 obtuvo el nombramiento de cura interino de Catacaos, distrito de Piura, y en octubre fue nombrado vicario eclesiás­tico foráneo de la totalidad de la provincia piurana. Este último cargo era muy importante: Tomás administraba justicia en toda materia ecle­siástica en representación del obispado de Trujillo, del que dependía Piura. Ejerció este nombramiento, aproximadamente, durante 16 años — hasta la proclamación de la independencia en Piura—, razón por la cual Tomás consiguió afianzarse como una de las figuras más impor­tantes en la sociedad y política piuranas, puesto que, al ser autoridad eclesiástica, estaba a la cabeza del clero secular y regular de esa provin­cia, así como en condición y obligación de establecer relaciones con las autoridades civiles del lugar, las cuales pertenecían todas al grupo de privilegio piurano; en otras palabras, Tomás consiguió formar parte de la élite y vecindad piurana de inicios del siglo XIX.

Al parecer, la presencia de Tomás como autoridad en el partido de Piura fue el acicate para que dos de sus hermanos decidieran buscar

9 Luego de la expulsión de los jesuitas del virreinato peruano (1767), el colegio San Martín (jesuíta) y el colegio San Felipe se fusionaron el año 1770, durante el gobierno del virrey Amat, en el denominado colegio de San Carlos, conocido comúnmente como Convictorio de San Car­los. Scarlett O'Phelan Godoy, "Linaje e ilustración. Don Manuel Uchu Inca y el Real Seminario de Nobles de Madrid (1725-1808)", en Javier Flores Espinoza y Rafael Varón Gavia (eds.), El hombre y los Andes. Homenaje a Franklin Pease C.Y., t. II, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2002, p. 844.

10 AAT, CC, legajó 15, expediente Q-15-01, año 1808, folio 183.

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fortuna en esta ciudad y así beneficiarse de las interesantes y convenien­tes relaciones socioeconómicas que Tomás empezaba a establecer. De hecho, los Diéguez Florencia se asentaron en Piura mediante vínculos matrimoniales.

Fue Tomás quien dio la bendición nupcial en Piura a Manuel Dié­guez Florencia, administrador tesorero de las cajas departamentales de Trujillo; en 1800 lo tenemos avecindado en Piura. Contrajo matrimonio en 1806 con María Ventura de la Cotera, piurana, hija del capitán José de la Cotera y de Manuela Godos.11 Este matrimonio tuvo por hijos a Pablo Santos y Juan Diéguez, dedicados a la vida religiosa; y a María del Car­men, Mariana y Josefa, las dos primeras solteras y la última casada aun­que sin descendencia.12 En este caso, ninguno de los hijos pudo contribuir a acrecentar el capital o las inversiones de sus progenitores. No tene­mos datos de un considerable caudal económico posterior a las primeras décadas de vida republicana.

Otro de los hermanos, Nicolás Diéguez, contrajo matrimonio en 1816 con la piurana Josefa López y Merino; su padre José Antonio López Vi­veros era peninsular, y su madre Antonia Merino y Robredo, piurana. Nicolás, entonces, se asentó en Piura en un entorno familiar favorable, en el mundo español-piurano. José Antonio López era un hacendado im­portante, con interesantes conexiones dentro y fuera del ámbito piurano que afianzaban su nivel económico; incluso en circunstancias de tanta incertidumbre como fueron las guerras por la independencia, José Antonio López tuvo el suficiente caudal monetario como para conti­nuar comerciando con otros puertos americanos.13 Definitivamente, con Tomás, Manuel y Nicolás, el apellido Diéguez Florencia obtuvo impor­tantes cuotas de poder en distintas esferas de la vida de esta provincia.

Tomás tenía a su cargo el pueblo de indios de San Juan Bautista de Catacaos. Como tal cura párroco, fue objeto de una grave denuncia en 1817: el cabildo de indios de este curato lo acusó de una serie detallada de atropellos, despojos, excesos en los cobros de los entierros de los in­dios — con el agravante de no permitirlos sin antes pagarse el dinero —, y cárcel para quienes no cancelaban los montos. Un grupo de cabildantes

11 Archivo Arzobispal de Piura (en adelante AAP), Libro de casamientos, núm. 5, años 1802- 1837, folios 13v-14.

12 Archivo Regional de Piura (en adelante arp), Serie Notarial, Notario: Antonio del Solar, legajo 21,1837, folio 235.

13 José Antonio López tuvo contactos con puertos sudamericanos y centroamericanos hasta

su muerte, en 1824.

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afirmaba: "Las ofrendas y camaricos cada día están con más fuerza. El año antepasado, nos quitó tierras para acomodar a zambos y negros, dejándonos en un total desamparo. Cuando no se le contribuye con las limosnas acusadas, se nos quita gallinas, mantas, y aun se nos manda prender en la cárcel..." El recuento de las extorsiones es más extenso. Los indios sostenían haber elevado un informe a la intendencia de Tru­jillo; sin embargo en ese juzgado no tuvieron la menor audiencia, su­puestamente por la relación de Diéguez con Trujillo: "respecto a la conexión que tiene con la ciudad de donde es nuestro párroco".14

Después de esta acusación, en seguida se presentó otro grupo de indios —supuestamente el cabildo verdadero de Catacaos— con afir­maciones opuestas por completo a las antes vertidas, afirmando que para ellos el párroco Diéguez era un "benigno pastor" a quien el pueblo esta­ba agradecido, pues a costa de su dinero se tenían "tierras en qué sembrar". El fiscal, desde Lima, afirmó que era imposible deliberar sien­do los testimonios tan distintos; sin embargo, recomendó la investiga­ción porque sí constaba que había siete indios presos en la cárcel de Catacaos sin estar claros sus delitos. No obstante esta recomendación desde la capital de Lima, la investigación no se realizó, y quedó Tomás Diéguez libre de todos los cargos.

Para ese entonces —1818— Tomás llevaba 14 años como vicario eclesiástico de provincia, por lo que había entablado relaciones muy estre­chas con las autoridades políticas de Piura y Trujillo; además, había dado muestras de su cercanía ideológica al gobierno en las distintas vicisitudes que le tocó vivir al virreinato peruano en esa década;15 no sorprende, por tanto, que no conste en los documentos continuación de este litigio, si se tiene en cuenta que no fueron las únicas denuncias que los indios realizaron en esa década en contra de sus curas párrocos. Es más, en alguna ocasión, Tomás Diéguez, como vicario eclesiástico de Piura, dirigió un informe al obispo de Trujillo acerca de la situación de la Iglesia en el partido de Piura, sentenciando que no existía acusación contra algún miembro del clero secular o regular. Parece poco certero que esto fuese así, en tanto que su rúbrica y visto bueno se hallan im­presos en más de un expediente de este tipo.16 Tomás Diéguez tenía el

14 ART, Serie Intendencia. Asuntos de gobierno, legajo 417, expediente 2744, año 1818, folio 4v.15 Detallaremos esto en el epígrafe siguiente.16 AAT, CC, legajo 17, expedientes Q-17-21 y Q-17-22, año 1812. Nos inclinamos a pensar que

muchas de las acusaciones son verdaderas, puesto que por varios expedientes relacionados con variopintas doctrinas se puede afirmar que se dieron importantes reclamaciones de los indios

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control eclesiástico en el partido de Piura, control que ejerció, además, en el ámbito político.

Iglesia y monarquía: Tomás Diéguez en la política virreinal piurana

A Tomás Diéguez le correspondió ser autoridad en Piura en circunstan­cias poco halagüeñas, como fueron la invasión napoleónica a la Pe­nínsula y el triunfo de la expedición libertadora del sur en territorio virreinal peruano. En ambos momentos, con su presencia o con su au­sencia, respectivamente, dejó clara su opinión y convicción política, que, en líneas generales, compartía el estamento de privilegio en el Perú.

Los acontecimientos de la Península a partir del año 1808 fueron conocidos en América en distintos momentos, por diferentes vías, con mucha confusión y, sobre todo, con gran recelo. Una de las consecuen­cias más graves de esta crítica coyuntura fue que las autoridades co­loniales perdieron legitimidad tras la caída del favorito que los había nombrado. Los americanos conocían los hechos con varios meses de retraso, lo que aumentaba la incertidumbre y el caos. Como afirma Timothy Anna, durante unos cuantos meses, desde junio hasta aproxi­madamente agosto de 1808, algunos de los territorios de América reci­bieron noticias muy contradictorias acerca de la cuestión decisiva de quién los estaba gobernando.17 Además, los hechos se sabían antes en México o Buenos Aires que en Lima.

Todas estas circunstancias motivaron en la Ciudad de los Reyes, y en general en todo el virreinato, una sensación de gran inestabilidad política. Sin embargo, el Perú se mantuvo firmemente monárquico, fue el único lugar donde no se formaron juntas de gobierno, y desde el cual se empezaron a combatir aquellas que se habían reunido en otros espa­cios sudamericanos, como el Alto Perú, Quito y Santiago de Chile. La estabilidad en medio de tanta convulsión se debió al gobierno del vi-

contra sus curas párrocos. No debemos olvidar la estrecha relación de dependencia que existía entre los indios y el bajo clero, relación que dejaba la puerta abierta a algunos excesos, sobre todo en lo concerniente al sustento de los curas. Núria Sala i Vila, "Gobierno colonial, Iglesia y poder en Perú. 1784-1814, en Revista Andina, año 11, núm. 1, 1993, pp. 133-161. Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo, 1821-1919, Cuzco, Centro de Estudios Bartolomé de las Casas [s.a.].

17 Timothy E. Anna, España y la independencia de América, México, Fondo de Cultura Económi­ca, 1986, p. 60.

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rrey Fernando de Abascal, así como a la adhesión que la clase dirigente peruana brindó a esta autoridad, en tanto representaba la seguridad frente al desorden en que — según como llegaban las noticias — se había convertido la Península.18

Una de las primeras estrategias que Abascal aplicó para mantener la calma política fue la proclamación y jura del rey Fernando VII. La noticia de su ascensión al trono llegó a Lima el 9 de agosto de 1808, y su captura fue conocida el 4 de octubre. Abascal, sin dar mayor explicación, sencillamente adelantó la ceremonia de proclamación, programada para noviembre, al 13 de octubre. La comunicación oficial de todos estos he­chos llegó a Piura el 15 de octubre de 1808. La ceremonia de proclamación y jura en esta ciudad se llevó a cabo el 12 de noviembre. A ella asistie­ron las máximas autoridades del partido, así como la "nobleza" de la ciudad. El clero secular y las comunidades religiosas de los conventos de Belén y de San Francisco también hicieron acto de presencia, encabe­zados todos por el vicario eclesiástico Tomás Diéguez.19 Éste dirigió va­rios oficios a los curas párrocos, iglesias y conventos de la ciudad para que procurasen rogativas públicas por Fernando VII.

La presencia de Tomás Diéguez fue constante en las demás cere­monias oficiales que a partir de este momento tuvieron lugar en la ciu­dad: la jura a la Suprema Junta Central (1810), a las Cortes generales y extraordinarias (26 de abril de 1811), y a la Constitución de Cádiz (1812),20 en todas las cuales determinó las fechas de las ceremonias re­ligiosas, pasó oficios a las autoridades, y promovió la adhesión a las decisiones políticas que se tomaban desde la Península y desde Lima. El Estado se servía del influjo que la religión podía tener en un mundo católico para rechazar el discurso del enemigo francés que hacía peli­grar la fidelidad a una monarquía española que no estaba en su mejor momento. Por ello, por ejemplo, uno de los decretos de las cortes del año

18 Es verdad que Fernando de Abascal tuvo el apoyo de los grandes mercaderes limeños, agrupados en el Consulado de Lima, así como del alto mando de las milicias peruanas y de casi todos los grupos de poder locales en el Perú. Sin embargo, también tuvo importantes detracto­res, quienes lo acusaban de autoritarismo en un contexto preliberal como fueron los decretos de la Junta de Regencia, y la Constitución de 1812. Véase Brian R. Hamnett, La política contrarrevo­lucionaria del virrey Abascal: Perú, 1806-1816, Documento de Trabajo núm. 112, Serie: Historia 18, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2000; Víctor Peralta Ruiz, En defensa de la autoridad: política y cultura bajo el gobierno del virrey Abascal. Peni 1806-1816, Madrid, Consejo Superior de Investi­gaciones Científicas, 2002.

19 Archivo de Limites del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú (en adelante, al), lea- 12-96, caja 39, año 1808, folio 9.

20 al, lea-6-3, caja 106, año 1811.

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1811 estuvo dirigido a las autoridades eclesiásticas virreinales y a todos los demás eclesiásticos para que impugnasen los escritos perniciosos de aquellos que se habían extraviado, y defendiesen "hasta morir" la causa de "la religión y la Patria". Asimismo, se pidieron rogativas públicas para el triunfo de las tropas españolas.21 A Tomás Diéguez, como vicario eclesiástico, le correspondió dar a conocer este decreto en Piura en fe­brero de 1812 —lo que hizo con absoluta celeridad — , así como proponer el día en que se harían las preces en todas las iglesias del partido, cere­monias a las cuales — teniendo en cuenta el tenor de sus escritos — con absoluta certeza asistió. Detalle muy importante es que en todos estos eventos Tomás fue de la mano del patriciado criollo piurano, con el que, por estas circunstancias, afianzó más sus relaciones de poder.

Sin embargo, durante estos años, a pesar de la política de férreo control establecida por Abascal, el peligro de una revolución social fue muy grande. Si bien hemos dicho que la clase dirigente peruana apoyó el gobierno del monárquico Abascal, también es verdad que la actitud de los grupos mayoritarios de la población fueron motivo de preocupación en más de una ocasión. Muchas veces fue por confusión en la aplica­ción de la norma o decreto promulgado, y en la manera como se entendió éste en los distintos pueblos. Un ejemplo lo tenemos en la abolición del tributo indígena, decretado por las cortes el 13 de marzo de 1811. A pesar de la renuencia de Abascal en abolirlo por la crisis económica que ello traería como consecuencia en el virreinato,22 éste se aplicó.

Uno de los efectos que este decreto trajo consigo en Piura fue que los indios y, lo que era más problemático, algunos curas párrocos, asumieron que, junto con el tributo, también se podía "hacer innova­ción" en los derechos parroquiales y en los sínodos. Por lo que parece, esta situación se hallaba un tanto generalizada, pues el obispo de Trujillo solicitó a Tomás Diéguez que en Piura advirtiera a los curas no ser esto lícito, bajo pena de comparendo y suspensión del beneficio eclesiásti­co.23 Tomás Diéguez denominó "atentado" a esta interpretación del de­creto hecha por párrocos e indígenas, puesto que el problema podía ser mayor, en tanto que los indios estaban recelosos de que, al suprimirse

21 ARP, Serie Intendencia-Compulsas, legajo 43, expediente 873, año 1811.22 Abascal elevó un Informe a las cortes de Cádiz en el que analizaba las consecuencias econó­

micas negativas que la abolición del tributo indígena traería en el Perú, en tanto que representaba un tercio de los ingresos de las arcas fiscales. Archivo General de Indias, Indiferente General (en

adelante AGI, Indiferente) 746, año 1814.23 AAT, CC, legajo 17, expediente Q-17-22, año 1812, folio 28.

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el tributo, se les exigirían los mismos derechos que a los españoles. La sospecha ya había cundido en varios puntos del partido, así que Dié­guez tomó la iniciativa y, en la misa mayor en su parroquia de Catacaos, "después de exhortarles a la mayor fidelidad, amor y gratitud a la Nación Española, que les dispensaba tanto bien, les hice ver que esta misma Na­ción grande, generosa y fiel en sus promesas aun con sus propios enemigos, no podrá faltar a la que hace a sus vasallos de protegerles a la sombra de las mismas leyes, privilegios y fueros con que siempre les había am­parado..."24 Afirmaba Tomás después de esto: "con ello quedaron tan tranquilos que no se ha vuelto a oír entre ellos el menor descontento".

Las palabras de Diéguez son muy elocuentes en dos puntos: primero, en su adhesión al gobierno monárquico-constitucional establecido en la Península; y en segundo lugar, en la mentalidad conservadora-tradicional que, en tiempos de cambios, le permite expresarse en términos de "pri­vilegios" y "fueros", aunque referidos a las exenciones que los indios tenían en el sistema establecido. Francois Xavier Guerra, por ello, ha­blaba del inicio de la política moderna, en la que confluían elementos del antiguo y nuevo régimen.25 Pero, en el fondo de esta exhortación se en­cuentra la realidad de la imbricación y necesidad del poder político y el poder religioso en su continua legitimación. En este sentido, y en este caso, el poder religioso se encuentra adherido al poder político re­presentado por el gobierno de la metrópoli, lo acepta, es decir, lo legiti­ma. El púlpito se convierte en la extensión del poder político, donde el clero cumple una función de extrema y delicada importancia.26 Tomás demuestra una vez más esta realidad, cuando concluye afirmando que los indios se quedaron "tranquilos" luego de su prédica.

Otra circunstancia que puso en alerta a las autoridades piuranas, fue la revolución de Quito del año 1809. La cercanía geográfica de Piura con esta provincia en rebeldía, así como el intercambio mercantil que desde los primeros tiempos de la colonia se estableció entre Piura y el sur de aquella audiencia, motivó que el gobierno estuviese pendiente de evitar por todos los medios la difusión de este levantamiento en la parte norte del virreinato peruano. Refuerzos de milicias se dirigieron a las provincias serranas fronterizas. Ante esta situación, el obispo de Trujillo, José Carrión y Marfil, emitió una serie de decretos expulsando

24 Ibid., folio 1. Las cursivas son mías.25 Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispáni­

cas, Madrid, Mapfre, 1992, p. 138.26 Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo, p. 21.

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a todos aquellos religiosos "foráneos, vagos y apóstatas" que se halla­sen en Piura; si bien se centró en la salida de aquellos que viniesen de las provincias surecuatorianas, algún fraile natural de Lima fue tam­bién incluido en esta "purga".

Nuevamente, como autoridad en Piura, Tomás Diéguez se encargó de poner en efecto los decretos —que fueron paulatinos según se agudi­zaba la revolución en Quito — expulsando sin demora a todos los religio­sos antes dichos. El temor llevó, incluso, a prohibir a curas foráneos, pero con sus papeles en regla, confesar, predicar y oficiar misa en esta jurisdicción. Tomás informaba que, a consecuencia de esta política, al obispo se le conocía en Piura "con el horroroso epíteto de azote de los malos frailes".27 Tomás, nuevamente, acometió las órdenes salvaguardan­do el orden político, absolutamente convencido de la legitimidad del sistema que representaba y al cual defendía.

La relación entre el poder religioso y el poder civil que venimos ex­poniendo en el caso de Tomás Diéguez, no sólo se centró en la búsqueda de los recursos y en el cumplimiento de las determinaciones del superior gobierno y del obispado a fin de evitar el caos en la provincia en una época de revolución. Los presbíteros podían participar directamente del poder civil, siendo precisamente el periodo juntista el momento en el que pu­dieron saltar a la palestra política en sus localidades, y algunos, incluso, en la metrópoli. Tomás Diéguez fue testigo de excepción de la conforma­ción del primer cabildo constitucional de la provincia de Piura, el año 1812, participando en él como uno de los electores.

La convocatoria de elección del nuevo ayuntamiento constitucio­nal se publicó en Piura por bando el día 22 de diciembre de 1812. El sub­delegado del partido de Piura citó al vecindario el día 27 de diciembre para elegir a los electores del cabildo constitucional. Aquel día se dieron cita los vecinos del lugar y las autoridades locales, políticas y eclesiásticas. Respecto a los eclesiásticos, la Constitución reconocía ciudadanía úni­camente al clero secular —el artículo 93 excluía a los regulares tácita­mente—, siendo considerados electores y elegibles en todas las convocatorias electorales, desde las juntas de parroquia, hasta la elección del diputado a cortes. Sin embargo, al parecer en esa primera reunión en Piura, las autoridades civiles pensaron que todos los eclesiásticos ca­recían de voz y voto en esta elección, y así lo dejaron ver.28

27 AAT, CC, legajo 17, expediente Q-17-22, año 1812, folio 28.28 Esto se podría explicar por la poca claridad de la legislación, pues si bien los artículos de la

Constitución eran elocuentes, hubo decretos inmediatamente posteriores que afirmaban que

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Sin embargo, Tomás Diéguez, presidiendo el clero secular, asistió a la casa consistorial y presentó una moción solicitando que, al ser el clero igualmente ciudadano "o los individuos que de esta clase lo com­ponen, se les debía admitir como tales a la votación en cuerpo unido". La documentación no nos brinda todos los detalles de esta especie de confrontación en el ayuntamiento, pero suponemos que tuvo que ser una situación muy embarazosa, pues a los ilustres capitulares y demás veci­nos los cogió desprevenida esa petición. Así, "después de larga contienda, reflexiones y discursos mutuos, de consentimiento uniforme de éste [del pueblo]...", el subdelegado declaró que, hasta que se consultase el tema al superior gobierno, el clero podía tener voto únicamente para electo­res y para poder ser elegidos como tales.29 Tomás Diéguez, quizá sin saber que la ley lo amparaba, consiguió el primero de sus triunfos en esta contienda política; de hecho, el vecindario piurano lo eligió como uno de los 17 electores que el 31 de diciembre de ese año votaron al primer ayuntamiento constitucional en Piura.

La presencia de Tomás en el grupo de electores del cabildo ilustra el ascendiente que el vicario tenía entre los vecinos ilustres de la ciudad, quienes, ante la moción presentada, no cayeron —o no quisieron— caer en la cuenta de que, sencillamente, a Tomás no le correspondía ser elec­tor en la ciudad de Piura: en tanto que era vecino de Catacaos, su juris­dicción era aquélla; por lo que, si bien el clero secular podía participar en esta elección, él en concreto, no.30

* Esta irregularidad salió a la luz cuando Diéguez acusó al electo alcalde de primer voto, Juan Cristóbal de la Cruz, como deudor público de 5000 pesos al real ramo de diezmos, por lo que consideraba nula su elec­ción. Es más, Diéguez tenía ya la orden de embargo dictada por el juz­gado decimal contra los bienes de De la Cruz. En su defensa, aparte de otras argumentaciones, De la Cruz acusó a Tomás Diéguez de su falta de representación legal: "porque siendo natural de Trujillo y cura del pueblo de Catacaos, de allí es vecino, por la residencia a que lo obli­ga su ministerio, y no es ni puede ser ciudadano de Piura, ni menos elector en él, contra lo que expresamente ordena en esta materia nues­tra Constitución Política".

"momentáneamente" quedarían sin efecto algunos de ellos, lo que llevó a confusión y a consul­tas al superior gobierno en muchas ocasiones.

29 Guillermo Durand Flores (recop.), "El Perú en las Cortes de Cádiz", en Colección Docu­mental de la Independencia del Perú, t. IV, vol. 2, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971, p. 62. Las cursivas son mías.

30 Elizabeth Hernández García, La élite piurana ante la independencia del Perú, p. 281.

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Si bien De la Cruz llevaba razón en este tema y la ley era muy clara al respecto, el subdelegado presidente del cabildo decidió mantener a Diéguez en su sitial y consultar esta situación a la superioridad, la cual, meses más tarde determinó que al vicario no le correspondía la vecin­dad piurana. No obstante, el decreto llegaba con retraso, pues Diéguez ya había participado de la elección del primer ayuntamiento constitu­cional de Piura, histórico por eso, y aunque la lucha iniciada contra Cris­tóbal de la Cruz continuó durante varios años más, Tomás fue apoyado siempre por la vecindad que le había dado voto en aquella confusa cir­cunstancia.

No existe referencia alguna de participación de Tomás Diéguez en la política local piurana luego de este incidente. Como último dato de importancia, únicamente tenemos el hecho de que el cabildo de Tru­jillo, su ciudad natal, lo eligió como uno de los miembros de la terna en la cual se sortearía al diputado para las cortes ordinarias, en 1813. La suerte no fue favorable a él, sino a otro piurano, José Miguel del Castillo y Talledo.31 No obstante, este dato es relevante en tanto que, estando en Piura desde hacía muchos años, tuvo presencia en el ayuntamiento de una ciudad capital, donde las relaciones eran más endogámicas y don­de la nobleza titulada tenía mayor raigambre y ascendiente.32

El tránsito hacia la república: la búsqueda de oportunidades

Tomás llegó a la etapa de la independencia peruana como párroco de Catacaos, comisario de la bula de santa cruzada y como vicario eclesiás­tico en el partido de Piura, con un planteamiento monárquico-tradicio­nal muy claro en conjunción con la generalidad de la clase dirigente de esta parte del territorio virreinal; de hecho, la élite piurana se mantuvo firme en su adhesión a Fernando VII hasta que las circunstancias la obli­garon a optar por el "mal menor" que representaban en ese entonces José de San Martín y su expedición libertadora.

Desde la ciudad de Trujillo —ya independiente— el 3 de enero de 1821, el marqués de Torre Tagle envió al ayuntamiento de Piura una comunicación en la que se le conminaba a proclamar la independen­

31 AGI, Lima 613, año 1815.32 Véase Cristóbal Aljovín de Losada y Paul Rizo-Patrón Boylán, "La élite nobiliaria de Truji­

llo de 1700 a 1830".

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cia por San Martín, de lo contrario, tropas patriotas desembarcarían en el puerto de Paita y conquistarían la ciudad. Ante esta intimidación, el municipio piurano convocó para el día siguiente un cabildo abierto para decidir qué hacer: si seguir resistiendo, o si proclamar la independen­cia con San Martín.33 A ese cabildo del 4 de enero de 1821, en el que se decidía nada menos que el futuro del partido en su conjunto, acudieron la vecindad piurana, los importantes gremios mayores de la ciudad, y las autoridades civiles. Sin embargo, el clero no asistió.

Su ausencia se había sentido ya desde la reunión de la noche ante­rior, en la cual Tomás Diéguez disculpó no haberse presentado el cuerpo eclesiástico que presidía. El día 4 también se disculparon: "sin asistir el clero que se excusó por justas reflexiones que expuso a la Municipalidad el Vicario de la provincia en su contestación oficial".34 La documenta­ción no menciona haberse hecho presente Diéguez en este cabildo abierto. Luego de una larga tradición en la cual, como hemos visto, en momen­tos de gran trascendencia el clero estuvo presente como cuerpo colegiado en reiteradas ocasiones manifestado su monarquismo, su ausencia no puede deberse más que a un intento de mantenerse al margen de una si­tuación muy comprometedora; sea cual fuera el resultado de esta reunión, el clero — léase en este caso también, Diéguez — simplemente se adapta­ría a la situación resultante sin haberse comprometido en realidad, como de hecho así sucedió.

Una vez que la independencia estuvo proclamada en la ciudad de Piura, que las ceremonias de proclamación y jura por la "patria" se su­cedieron en el resto de provincias de este partido, y que, al parecer, las acciones de la expedición sureña demostraban la fortaleza en ese mo­mento de las tropas de San Martín, la élite piurana fue participando más asiduamente en aquellas acciones políticas y militares que le permitie­ran "limpiar" las hojas de méritos antes monárquicas, y ganar la con­fianza del nuevo gobierno. La documentación demuestra que ésta fue la actitud que adoptaron los representantes más importantes de la minoría privilegiada en Piura. El clero siguió la misma estrategia, siendo Tomás Diéguez quien más hizo acomodarse al sistema que se empezaba a des­cubrir, pero por el que se había apostado ante el temor de un desenfre­no popular.

33 Elizabeth Hernández García, La élite piurana ante la independencia del Perú, p. 367.34 José María de Arellano, "De las incidencias ocurridas en la proclamación de la indepen­

dencia de esta ciudad de Piura en el glorioso día cuatro de enero de 1821", en Prosistas piuranos. Primer Festival del libro piurano, Lima, 1958, p. 11.

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Diéguez fue uno de los presbíteros que consiguió estar presente en la esfera política de la naciente república. Fue elegido diputado por el de­partamento de La Libertad —antes intendencia de Trujillo— al congreso constituyente del año 1822, importante conformación para la historia política del Perú en tanto que fue el primero, y en tanto que fue ésta la legislatura que determinó la forma de gobierno republicana para el país. El congreso se formó en septiembre de 1822, cuando José de San Martín, antes de abandonar el Perú, le delegó sus funciones. Tomás juramentó como diputado en Lima en noviembre de 1822, llegando a ser nombrado pre­sidente del congreso del 20 de febrero al 20 de marzo de 1823.35 Poco tiempo después, acontecimientos políticos significativos lo trasladaron nuevamente al norte peruano.

El gobierno de José de la Riva Agüero (1823), primer presidente de la república peruana, no tuvo el efecto deseado en la consumación de la guerra contra España y en el orden del país. La ineficiencia de sus cua­dros políticos y militares se puso en evidencia una vez más, cuando el ejército realista a órdenes del general español Canterac — que se había rearmado en la sierra peruana— ingresó nuevamente a la ciudad de Lima sin mediar por parte del gobierno ningún tipo de resistencia; an­tes bien, Riva Agüero y el congreso se refugiaron en el Real Felipe del Callao el 17 de junio de 1823. Estando aquí, el congreso destituyó a Riva Agüero,36 y colocó en su lugar a José Bernardo de Tagle, marqués de Torre Tagle, quien proclamó la independencia de Trujillo, e intimidó a la vecindad piurana para que hiciera lo mismo en esa provincia.

La guerra civil se había iniciado. Riva Agüero nunca reconoció la autoridad de Torre Tagle y, con un grupo de diputados fieles a su per­sona, se retiró a Trujillo estableciendo un gobierno paralelo. Entre esos diputados que formaron otro congreso en esa ciudad norteña estuvie­ron los representantes de Piura, Manuel José de Arrunátegui, y Tomás Diéguez Florencia. Tal como estaba la situación en la capital, al apoyar a Riva Agüero los "diputados trujillanos" consiguieron alejarse del pe-

35 Alberto Tauro del Pino, Enciclopedia Ilustrada del Perú, 3a. ed., vol. 6, Lima, Peisa, 2001, p. 844.36 Se afirma que, en esta ocasión, el congreso manifestó el rechazo que desde el comienzo

había sentido por Riva Agüero, pues éste llegó al poder gracias a una coacción que el ejérci­to hizo al congreso, el denominado "motín de Balconcillo" (febrero de 1823). El alto mando del ejército amenazó con que, si no se elegía presidente a Riva Agüero, las tropas patriotas volve­rían a sus lugares de origen. El ejército patriota estaba conformado por peruanos, argentinos y chilenos. El congreso, por ello, nombró presidente a Riva Agüero, pero se afirma que nunca le perdonó el modo como llegó a la presidencia.

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ligro de la revolución que amenazaba Lima. En el caso de Diéguez, na­tural de Trujillo, su identificación con el presidente que había elegido como sede su ciudad natal parece más que justificada.

A partir de este momento, el congreso trujillano intentó que el resto de provincias del Perú reconocieran la autoridad de Riva Agüero. De hecho, el cabildo de Piura apostó también por este último, al igual que el ayuntamiento de Huaylas, ciudad al norte de Lima. Intentaron, ade­más, obtener el reconocimiento de Simón Bolívar, quien se encontraba en el Perú desde septiembre de 1823. Para tal efecto, el 8 de ese mes suscribieron un acta dándole noticia de la situación en la que se encon­traba el Perú con Riva Agüero, poniéndose a disposición del libertador y dejando claro que el gobierno legítimo y la representación nacional re­caía en ellos.37

En la sesión del 16 de octubre de 1823, Tomás Diéguez apoyó la petición de un resarcimiento económico favorable a Riva Agüero, en atención a que en Lima se le habían negado incluso las gracias. El escri­to que se firmó tiene el siguiente párrafo:

¡Qué no le debemos! [a Riva Agüero] Le debemos una patria que sin él no existiera. Le debemos una patria arrancada de la inmediación de la tira­nía en que iba sin remedio a caer de nuevo; le debemos habernos salvado de la dominación que nos amenazó y a la que aspiraban con descaro esas mismas personas que U.SS. tanto conocen; le debemos, por fin, esa expe­dición al Sur, este ejército del Norte y la libertad que disfrutamos.38

Como es evidente, la actividad de los diputados trujillanos fue inten­sa, consecuencia de la identificación con el depuesto presidente. Sin embargo, las circunstancias cambiaron. No sería tan significativa la cita anterior si no fuera por los sucesos que luego acontecieron.

Las sesiones del congreso trujillano culminaron el 18 de noviem­bre de 1823. Pocos días después, el 25 de noviembre, el coronel Antonio Gutiérrez de la Fuente — en representación del gobierno de Simón Bolí­var— arrestó a José de la Riva Agüero junto con sus ministros y demás allegados para ser enviados posteriormente al exilio. Curiosamente, entre estos allegados no estaba ninguno de los diputados del congreso

37 Gustavo Pons Muzzo y Alberto Tauro del Pino (eds.), Colección Documental de la Independen­cia, t. XV, vol. 2, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1973-1975, pp. 315-346.

38 Ibid., pp. 356-357.

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de Trujillo. Muestra de la capacidad de adaptación de la élite en gene­ral, pero en este caso de Tomás, que junto con otros diputados enviaron oficios dirigidos al congreso de Lima, solicitando premios al "benemé­rito coronel" Gutiérrez de la Fuente, que fueron leídos el 1 de diciem­bre de 1823 en la capital. Es decir, en menos de 15 días Tomás Diéguez pasó de un reconocimiento absoluto al presidente Riva Agüero, a ce­lebrar su captura. ¿Qué consiguió a cambio? El congreso de Lima deter­minó "que se oficiase a los Señores Diputados existentes en Trujillo para que se restituyan prontamente al seno del Congreso".39 Tomás Diéguez consiguió sobrevivir en la política peruana, llegando a constituirse en uno de los personajes de mayor protagonismo en momentos de gran trascendencia en la historia del país.

Fue elegido de nuevo diputado por Piura en 1827; presidió otra vez el congreso del 4 de noviembre al 4 de diciembre de ese año. Firmó por Piura la Constitución de 1828.40 Fue nombrado senador por el departa­mento de La Libertad de 1829 a 1832. Llegó a ser miembro del consejo de Estado del presidente Luis José de Orbegoso en 1833. Y, finalmente, en 1837 fue nombrado como uno de los nueve ministros plenipoten­ciarios — tres por cada estado— que habían de formar en Tacna el gran congreso que establecería las bases de la confederación Perú-Bolivia­na.41 Tomás representaba al Estado Nor Peruano. Esta embajada en Tacna estaba compuesta por tres altos dignatarios del clero, tres magistrados y tres militares, representando a las profesiones que más importancia tenían entonces.42 Conrado Oquillas es de la opinión de que, siendo miembro del consejo de Estado de Orbegoso, el gobierno peruano no daba un solo paso de importancia sin el conocimiento de Tomás Diéguez;43 hasta ese punto llegó la influencia de este presbítero trujillano una vez establecida firmemente la república. Pero las oportunidades no fueron únicamente políticas, y en este caso, las complicadas relaciones Estado-Iglesia por las que atravesó el Perú desde el año 1821, coadyu-

36 Ibid., p. 116.40 Si bien nos estamos centrando en Tomás, también sus hermanos Pablo y Manuel Diéguez

Florencia tuvieron presencia política en Lima, pues fueron elegidos igualmente diputados por

el departamento de Trujillo, tanto en el primero como en el segundo congreso de la república.41 La confederación Perú-Boliviana fue establecida el año 1836, y estuvo conformada por tres

estados: Nor Peruano, Sur Peruano y Boliviano.42 Jorge Basadre, Historia de la República del Perú, 1822-1933, t. I, 7a. ed., Lima, Universitaria,

1983, p. 35.45 Conrado Oquillas, Historia del Colegio Seminario de San Carlos y San Marcelo. Desde su funda­

ción en el año 1625 hasta nuestros días, t. II, Trujillo, Imprenta Colegio Seminario, 1925, p. 7.

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varon a que este trujillano alcanzara el más alto sitial en la burocracia eclesiástica.

Como obispo de Trujillo: premio al "patriotismo"

Está suficientemente demostrado que el alto clero peruano, en el mo­mento en que José de San Martín desembarcó en costas peruanas en 1820, era firme partidario de la monarquía.44 Ello llevó a que en los meses siguientes, al paso que se proclamaban las independencias de algunas provincias del norte, la situación de los obispos se tornase complicada. Paulatinamente los prelados se fueron yendo del país, por voluntad propia, como fue el caso del obispo de Mainas, José Hipólito Rangel, o por coacción del propio libertador, como lo acontecido con el obispo de Trujillo, José Carrión y Marfil; el prelado de Huamanga, el piu- rano Pedro Gutiérrez de Cos; y el de Lima, Bartolomé María de las Heras. En el Perú quedaron únicamente los obispos de Arequipa, José Sebas­tián de Goyeneche, y del Cuzco, José Calixto de Orihuela, quienes con­siguieron adaptarse al nuevo orden de cosas. Para el año 1821 la Iglesia en el Perú, por tanto, se encontraba acéfala.45 Esta situación se complicó mucho más por el hecho de que la santa sede aún no había reconocido las independencias de las provincias americanas; no podía nombrar obis­pos para estas jurisdicciones sin entrar en conflicto con España por el derecho del patronato que aquella todavía ejercía. Mientras tanto, la inestabilidad política en el Perú se prolongaba varias décadas más.

Muchos políticos, imbuidos del regalismo del siglo XVIII, juzgaron que el patronato ejercido por los reyes de España era un atributo de la soberanía y consideraron que les competía el derecho de presentación a las sedes episcopales, como lo habían hecho los monarcas castella­

44 Jorge Basadre, Historia de la República, 7a. ed.; Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo; Scarlett O'Phelan Godoy, "Sucre en el Perú: entre Bolívar y Torre Tagle", en Scar­lett O'Phelan Godoy (comp.), La independencia del Perú. De los Borbolles a Bolívar, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2003; Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, t. V (1800-1830), Burgos, 1962.

45 Es necesario recordar que una de las preocupaciones del gobierno de José de San Martín fue, precisamente, la adhesión del alto y bajo clero a la causa de la "patria". En relación con este último, sometió a los presbíteros a una Junta Eclesiástica de Purificación el año 1821, mediante la cual los párrocos intentaban demostrar no ser partidarios de la monarquía. Armando Nieto Vélez (ed.), "La Iglesia. La acción del Clero", en Colección Documental de la Independencia del Perú, t. II, vol. 1, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971, p. XIII.

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nos. Ello explica que Simón Bolívar —a fin de reafirmar su preeminen­cia, y acorde con el carácter dictatorial de su gobierno— el año 1826 proveyese los primeros nombramientos para las sedes vacantes.46 Pero estos obispos no podían ejercer sus funciones mientras no recibiesen la consagración canónica, asunto difícil sin la aprobación de la silla apostólica. La idea era nombrarlos, que ejerciesen como obispos, mien­tras continuaban las negociaciones con la santa sede.

Dada la situación de confusión que aún se vivía, y mucho más en el interior de la república, la presencia de los prelados en sus respecti­vas jurisdicciones era vital para la reafirmación del gobierno dictatorial de Bolívar, para la legitimación de su poder. Si bien los obispos elegidos eran personas de "todas luces", también es verdad que se trataba, se­gún Rubén Vargas Ugarte, de amigos de Simón Bolívar.47 Pero dichos cargos no fueron definitivos. El año 1827, habiéndose alejado Bolívar del Perú y luego de haber generado tantas animadversiones, dichos nombra­mientos quedaron sin efecto, más por cuestión política que por falta de idoneidad de los individuos que los ostentaban. Los obispados en el Perú continuaban vacantes.48

Ante las presiones que sufría la santa sede, el papa León XII acor­dó la fórmula de vicarios apostólicos para las diócesis acéfalas a par­tir del año 1827. El papa se había convencido de que por la vía de obispos propietarios iba derecho a romper con la corona española, situación que no deseaba.49 El gobierno peruano asumió esta solución interme­dia. Ante la noticia cierta del fallecimiento del obispo de Trujillo, José Carrión y Marfil, en octubre de 1830, se declaró sede vacante, siendo nombrado vicario capitular el deán Juan Ignacio de Machado. Éste es­tuvo a la cabeza de esa diócesis hasta el futuro nombramiento de un obispo, que, al igual que Machado, sería elegido teniendo en cuenta sus cualidades así como sus comprobadas demostraciones de patriotismo50

46 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, t. V, pp. 92-93.47 Ibid., p. 98.48 Consecuencia de esta pugna entre la santa sede y los gobiernos en el Perú, todas las dióce­

sis, exceptuando la de Arequipa, quedaron vacantes durante largos periodos: Lima, 1821-1825; Trujillo, 1820-1837; Huamanga, 1821-1843; Cuzco, 1826-1843; Mainas, 1821-1836. Jeffrey Klai- ber, La Iglesia en el Perú. Su historia social desde la independencia, 3a. ed., Lima, Pontificia Universi­dad Católica del Perú, 1996, p. 74.

19 Rosa María Martínez de Codés, La Iglesia católica en la América independiente. Siglo XIX, Ma­drid, Mapfre, 1992, p. 54.

50 Es sintomático que todas las relaciones de méritos de los candidatos a alguna parroquia o canonjía en el Perú hasta la década de 1840 hagan alusión detallada de las acciones realizadas a favor de la independencia del Perú: empréstitos y donativos en monetario, ganado y alimento

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a la causa republicana. Mientras tanto, Roma intentaba dar solución al problema de la jerarquía eclesiástica americana. Se nombró a monseñor Pedro Ostini, arzobispo de Tarso, como nuncio de la santa sede en el imperio de Brasil. En comunicación del 25 de octubre de 1831 desde Río de Janeiro, Ostini informaba al vicario Machado que el sumo pontífice le había conferido algunas facultades:

para sanar, legitimar y validar todo lo que en estos últimos tiempos se hubiese hecho ilegítima o irregularmente en las diversas diócesis de esas regiones. Y también me dio poder para dispensar lo que posteriormente se haga y exija apostólica dispensación. Podrá, por tanto, tu gobierno reve­rendísimo dirigirse a mí, tanto por la absolución y remedio de lo pasado, como por las dispensaciones que en adelante necesiten los fieles de esa diócesis; y yo, entonces, determinaré en los casos que se me propongan; o si me faltaren facultades, ocurriré al Sumo Pontífice.51

Aunque no hubiese nombrado aún nuevos obispos para sus dió­cesis, el gobierno peruano había asumido el real patronato en cuanto a la sujeción de las autoridades eclesiásticas al poder político, tema que éstas tenían claro. Machado remitió al gobierno la comunicación del nuncio apostólico con palabras que advierten esta realidad así como la duda sobre la autoridad de Ostini: "pues juzgo que sin la aprobación del go­bierno, no debo entrar en comunicación con enviados o nuncios de la silla apostólica, suponiendo que lo sean..."52 Las relaciones entre el nuncio apostólico y el cabildo catedralicio trujillano cubren un lapso de seis años, cuyo estudio nos apartaría del objeto de esta investigación; sin embargo es importante tener en cuenta este periodo de tránsito, du­rante el cual las relaciones entre la santa sede y el gobierno peruano se hicieron más estrechas.

Ostini, en oficio dirigido al deán de Lima, afirmaba: "nada hay más importante que tener a la vista eclesiásticos dignos e idóneos, que, condecorados con el carácter episcopal, como obispos o vicarios apostó­licos, sean nombrados cuanto antes". Dicha comunicación fue dada a cono­cer al presidente de la república en marzo de 1832. En vista de ella, el

para las tropas, e incluso la prédica patriota en las misas mayores era colocado por los aspiran­tes como probada lealtad, no obstante haber pasado varios lustros ya desde la consumación de la independencia en Ayacucho, en 1824. Archivo General de la Nación de Lima, Serie Real Justi­cia (en adelante agn, rj), legajos 46-51, años 1825-1840.

51 AGI, RJ, legajo 150, año 1832, folio 1.52 Ibid., folio 1 v.

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consejo de Estado sentenció que el ejecutivo podía proponer los sujetos que considerase más aptos para los fines manifestados por el nuncio, aunque dichas provisiones se tendrían sólo por subsidiarias hasta que se diese la ley que había de regir para las elecciones de obispos.53 Fue éste el contexto en el que el gobierno peruano empezó a nombrar obispos para las diócesis vacantes, una de las cuales era Trujillo.

Los méritos del trujillano Tomás Diéguez Florencia estaban fuera de toda duda, en tanto que a partir de la proclamación de la independencia se puso del lado del gobierno patriota, desempeñando comisiones de gran responsabilidad en la política peruana. Todos estos méritos le gran­jearon la simpatía del poder político, obteniendo del gobierno de Simón Bolívar una canonjía en el coro de la catedral de Trujillo el 31 de enero de 1825,54 como él mismo lo afirma: "Una canonjía, puede decirse, es el fin de la carrera de un cura, y cuando yo me vi con esta gracia por un puro efecto de la bondad del Supremo Gobierno, creí haber llegado al de todas mis aspiraciones..."55 Tomás pasaba, así, de vicario eclesiástico y diputado por Trujillo en el congreso, a formar parte del alto clero de esa misma ciudad.

Sin embargo, no pudo tomar posesión de esta canonjía, renunció a ella al año siguiente por enfermedad. La renuncia fue aceptada por el gobierno, en atención a ser "uno de los vicarios de provincia más reco­mendables por su prudencia y luces"; además, el gobernador eclesiásti­co de Trujillo dejaba claro que esto no debía ser impedimento para un futuro nombramiento similar, pues el departamento de Trujillo se en­contraba "tan escaso de eclesiásticos versados en el derecho y prácticos en el manejo judicial de los negocios más frecuentes, tal vez, y delica­dos en la provincia de Piura más que en ninguna otra de la diócesis".56 De hecho, las puertas no se le cerraron.

El 14 de agosto de 1833, durante el gobierno del caudillo militar Agustín Gamarra, Tomás Diéguez fue nombrado obispo de Trujillo, al­canzando con ello el máximo sitial al que podía llegar un americano en la burocracia eclesiástica: la mitra. Pero aún no pudo hacerse cargo de su obispado por dos concretas razones. En primer lugar porque no tenía

55 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, t. V, p. 111.54 AGN, RJ, legajo 149, año 1826, folio 8.55 Más adelante, cuando renunció a ella, el gobernador eclesiástico de Trujillo, Carlos Pede-

monte, afirmaba: "La renuncia que hace el Dr. D. Tomás Diéguez de la canonjía con que el Supre­mo Gobierno se dignó espontáneamente agraciarle..." Ibid., folio 8v-9. Las cursivas son mías.

56 Ibid., folio 9v.

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las bulas confirmatorias de su nuevo destino por parte de la santa sede; así, a partir de ese momento, Tomás solicitó reiteradamente a los presi­dentes de turno — Agustín Gamarra y Luis José de Orbegoso— se reite­rasen las preces a Roma para la obtención de la confirmación de su nombramiento.57 Dichas solicitudes fueron satisfechas el 24 de julio de 1835, cuando el papa Gregorio XVI le preconizó como obispo de dicha diócesis, remitiéndole el 11 de agosto las bulas confirmatorias.58 Di­cha noticia la recibió en abril de 1836 desde Brasil por intermedio de Escipión Domingo Fabrini, el nuevo nuncio apostólico, mediante una comunicación personal.59 Además, Gregorio XVI lo nombró prelado doméstico y asistente al solio pontificio. Con todos estos honores, Dié­guez fue consagrado en Lima el 9 de octubre de 1836 por el obispo del Cuzco, José Calixto de Orihuela.60

En segundo lugar, retrasó su llegada al obispado de Trujillo por la comisión que el gobierno le dio de ministro plenipotenciario en Tacna en época de la confederación Perú-Boliviana, prorrogándose la toma de po­sesión de su beneficio un año más. Por la labor desempeñada en Tacna, el gobierno confederado lo condecoró con el título de Gran Dignatario de la Legión de Honor Nacional.61 Finalmente, el 2 de agosto de 1837 llegó a Trujillo, y, acogido por el cabildo catedralicio, las autoridades religiosas y civiles —las cuales lo recibieron en carruajes formando un compacto cuerpo — ,62 asumió el obispado de Trujillo luego de 17 años que esta diócesis se hallaba sin pastor. Su primera misa en la catedral de Trujillo la ofició el 15 de agosto de ese mismo año.63

Es bastante probable que por el hecho de haber estado el obispado en manos del vicario y del cabildo catedralicio durante tantos años, la llegada

57 AGN, RJ, legajo 151, año 1837.58 No obstante obtener Tomás Diéguez las bulas confirmatorias por parte del sumo pontífice,

en realidad el problema eclesiástico entre el Perú y la santa sede no habla concluido, pues el Perú aún no obtenía el patronato regio que seguía en manos de los reyes de España. La santa sede, si bien acogió benignamente la presentación de sujetos para los obispados, en las bulas de su nombramiento no hacia mención de esta presentación y motu proprio las expedía. Dicha situa­ción se solucionó con la bula suscrita por Pío IX el 5 de marzo de 1874, y aprobada por el Perú en enero de 1880. Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Peni, t. V, p. 301.

59 Archivo Arzobispal de Trujillo, Serie Cabildo Eclesiástico-Comunicaciones (en adelante AAT, CEC), año 1836.

60 Monografía de la diócesis de Trujillo por el Centro de Estudios de Historia Eclesiástica del Perú, t.

I, p. 158.61 AGN, RJ, legajo 151, año 1837.62 AAT, CEC, expediente K-3-8, año 1837.63 AAT, CEC, expediente K-3-8, fascículo 6, año 1837.

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del obispo propietario, tan necesaria al orden y desenvolvimiento de la diócesis, haya generado más de una reacción en contra. La documenta­ción ha conservado la referencia a un claro y evidente enfrentamiento entre el cabildo catedralicio de Trujillo como un cuerpo colegiado, y el flamante obispo, a sólo un mes de haber llegado a la ciudad.

En atención a una solicitud del prefecto del departamento de Tru­jillo, Tomás Diéguez acordó sacar en procesión a la Virgen en su advo­cación de las Mercedes, Patrona de las Armas del Estado, para el día de su fiesta, el 24 de septiembre de 1837; a tal efecto, comunicó al deán y cabildo catedralicio hacerse presentes en dicha ceremonia. Sin embargo, el cabildo contestó al obispo que deliberarían sobre la conveniencia o no de asistir a dicha festividad. Esta respuesta, en claro enfrentamiento con el prelado, motivó una cruda reprimenda de parte de Tomás, en la que se puso de manifiesto que las desatenciones de que era objeto eran sis­temáticas. En oficio de 27 de septiembre, Tomás afirmaba: "Desde el mismo día en que entré en esta ciudad experimenté que Vuestra Seño­ría Venerable no me prestaba aquellos servicios y atenciones que son indispensables y están detallados en el ceremonial a la alta Dignidad que invisto. En aquel día juzgué que provenía del olvido causado por la prolongada vacante de 17 años consecutivos, pero estos actos se han repetido..."

Efectivamente, durante más de tres lustros, el gobierno de Trujillo había estado únicamente en manos de los sucesivos vicarios, Juan Igna­cio Machado y Pedro José Soto, y del cabildo eclesiástico, lo que los había convertido en cabeza de la diócesis, una de las más extensas de toda la república; era tiempo más que suficiente para entretejer lazos de grandes intereses entre los canónigos y entre éstos y la vecindad truji- llana, los que, de alguna u otra manera, Tomás Diéguez, obispo, pero extraño hasta ese entonces al alto clero, venía a desbaratar. Para Tomás, las faltas de sujeción hacia su investidura "han sido y son meditadas". Además, recriminó al cabildo algunas actitudes interesadas: "Que VSV acordara esa consulta, partiendo la orden de su asistencia a la procesión de la Patrona de las Armas de una autoridad extraña, sería disimulable; pero que VSV la acuerde cuando procede por disposición de su Prela­do para solemnizar un acto por tantos títulos recomendable, es muy insufrible, y tanto más cuanto que VSV se franquea sin reserva a asistir a entierros y fiestas en cualquiera Iglesia, siempre que se le pague.64

64 AAT, CEC, año 1837.

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302 ELIZABETH HERNÁNDEZ GARCIA

Tomás solicitó dos cosas: que se borrase el acta en la que el cabildo afirmaba deliberaría si asistir a la procesión o no; y que a partir de ese momento, se respetase y acatase su autoridad. Ambas cosas las consi­guió. Los archivos no conservan esta acta, y sólo se tiene noticia de ha­ber sido escrita por el oficio de Diéguez que analizamos. Tampoco se tienen referencias de alguna otra confrontación entre las autoridades eclesiásti­cas trujillanas. Podríamos afirmar que, desde este momento, el obispo gobernó su diócesis sin ningún problema de importancia, atendiendo la labor pastoral, y la actividad educativa, pues, desde el año 1831 el go­bierno lo había nombrado rector de la Universidad de Trujillo. Por las razones antes expuestas, asumió ese cargo en 1837.65

Tomás Diéguez contaba con 61 años cuando se hizo cargo de su obispado. Su salud se hallaba resquebrajada desde hacía mucho tiem­po, motivo que lo obligó a renunciar al primer beneficio catedralicio que el gobierno le había concedido. Desde el año 1841, Tomás pasó to­dos los veranos —de enero a marzo— en la provincia de Santiago de Cao, en la sierra trujillana para recuperar su salud.66 Fue precisamente esta localidad su última morada. Al parecer, sus dolencias no le permi­tieron retornar a la sede del obispado al término del verano del año 1845; murió en Santiago de Cao el 8 de junio. En la madrugada del día siguiente fue devuelto a la ciudad de Trujillo, y sus funerales se realizaron el 10 de junio, "con asistencia de todas las autoridades y corporaciones, y en medio de un concurso numeroso, cuyo exterior manifestaba el pesar de que se hallaba afectado por la pérdida del pastor..."67 Primero fue enterrado en el cementerio de la ciudad, y posteriormente se le trasladó a la bóveda de la catedral.68

A modo de conclusión

Pese a la importancia de este personaje en la historia eclesiástica perua­na, aún no se ha acometido el estudio de la diócesis de Trujillo durante su gobierno, tema de mucho interés, en tanto que Tomás Diéguez tuvo que hacerse cargo de un obispado que había permanecido acéfalo du­

65 Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, t. V, p. 132.66 AAT, CEC, expediente K-3-11, año 1844.67 AGN, RJ, legajo 147, año 1845.68 Monografía de la diócesis de Trujillo por el Centro de Estudios de Historia Eclesiástica del Perú,

t. I, p. 158.

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DE VICARIO ECLESIÁSTICO A OBISPO DE TRUJILLO 303

rante casi veinte años; había, por tanto, muchas cosas que solucionar, pues, según su propia apreciación, "por donde quiera que tiendo la vis­ta, no advierto más que ruinas, cuya presencia me estremece".69

De vicario eclesiástico a obispo de Trujillo, el ascenso de Tomás fue paulatino y bastante meditado. El trujillano y vecino piurano, anti­guo vicario eclesiástico del partido de Piura y cura párroco de Cata- caos, que contribuyó decisivamente al mantenimiento de los estamentos tradicionales en el primer ayuntamiento constitucional de la ciudad, y que más tarde sería el primero en dar la bienvenida a la nueva patria, consiguió la máxima distinción eclesiástica por sus servicios al gobierno republicano, lo que difícilmente hubiera obtenido en el régimen monár­quico que había defendido hasta 1821.

No podemos desvincular al personaje de su familia, y así es posi­ble afirmar que el apellido Diéguez Florencia, presente también en el gobierno de Piura, en el congreso de Lima y Trujillo, y en los grandes acontecimientos de la historia republicana, como lo fue la confedera­ción Perú-Boliviana, demostró sobre todo con Tomás la habilidad su­ficiente, no sólo para mantener su privilegiada situación, sino incluso para escalar posiciones en el nuevo régimen. La mitra posibilitó a otros parientes también presbíteros la ocasión propicia para iniciar su carrera eclesiástica, como fue el caso de los hermanos piuranos Juan y Pa­blo Santos Diéguez Gonzáles, sobrinos de Tomás, quienes el año 1840 fueron presentados por el obispo para un curato en la diócesis trujillana.70

Tomás Diéguez no desaprovechó oportunidad en la cual demostrar adhesión y lealtad al gobierno, independientemente del caudillo de tur­no; y no tuvo reparos, tampoco, en cambiar de bando cuando le fue conveniente, sugiriéndonos la idea de un perfecto acomodo según fuesen las vicisitudes de la incipiente política republicana, actitud que, en general, mantuvo la élite peruana en su conjunto en el tránsito en­tre el virreinato y la república, en la constante búsqueda de su seguri­dad y preeminencia.

69 AAT, CEC, año 1837.70 AGN, RJ, legajo 151, año 1840.

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Provisión de las sedes diocesanas vacantes en México (1825-1831)

Marta Eugenia García Ugarte*

Desde 1821, cuando se consumó la independencia de México, surgió, entre muchas otras preocupaciones, la referente al derecho de la na­ción para ejercer el patronato real. El debate sobre la materia se inició por la pregunta formulada por Agustín de Iturbide al arzobispo de México, Pedro José de Fonte, el 19 de octubre de 1821, sobre la forma que podría seguirse para cubrir las vacantes eclesiásticas entretanto se arreglaba el patronato con la santa sede. El arzobispo de México y su cabildo opinaron que el patronato había cesado con la independencia porque se había concedido a los reyes de España no a los reinos. Así lo expresó el arzo­bispo al presidente de la regencia el 24 de noviembre de 1821:

Los sólidos y canónicos fundamentos en que estriban estas dos exposiciones, me hacen coincidir enteramente con su dictamen; y desde luego que si el punto no permitiera la menor demora, obraría yo según ello, pero no nos hallamos en el caso ejecutivo de suplir la Bula de la Cruzada, sino de nombrar ministros a unas iglesias, que están hoy completamente servi­das o por los Señores capitulares existentes, como es la Catedral o por curas interinos, como son las parroquias.1

La regencia, inconforme con la respuesta del arzobispo, convocó a una junta diocesana que resolvió lo mismo que el arzobispo y su ca­bildo: el patronato había cesado con la emancipación de México.2 Después

* Universidad Nacional Autónoma de México.1 Archivo Condumex, Fondo CDXXXII, Archivo del Cabildo Metropolitano, acta de cabildo del

15 de septiembre de 1880, microfilm, rollo 1243, vol. 90, exp. 9, red 12 (en adelante Condumex).2 La junta diocesana efectuó dos reuniones: el 4 y el 11 de marzo de 1821. Alfonso Alcalá

Alvarado M. Sp. S., Una pugna diplomática ante la santa sede. El restablecimiento del episcopado en México, 1825-1831, México, Porrúa, 1967, p. 3.

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306 MARTA EUGENIA GARCÍA UGARTE

de los acontecimientos que pusieron fin al efímero imperio de Agus­tín de Iturbide, la nueva república parecía aceptar el fallo de la junta eclesiástica. Tan es así que, en 1824, una vez publicada la constitución de ese año y establecida la primera república federal, que tuvo como primer presidente a Guadalupe Victoria, se decidió indagar las posi­bilidades que había para que la santa sede reconociera la independencia del país y su derecho al patronato. Ésa fue la comisión, sin representa­ción oficial del gobierno, que se dio a José María Marchena, religioso dominico de origen peruano.

Si bien se trataba de un aventurero, Marchena cumplió con el co­metido: transmitió al gobierno de México que la santa sede estaría dis­puesta a recibir a un enviado pero no de manera oficiosa. Así se había recibido a fray Luis Pacheco, franciscano de Argentina, quien fuera el primero en acudir a Roma para gestionar el reconocimiento de la in­dependencia. Posteriormente llegaría el arcediano José Ignacio Cien- fuegos, de Chile, quien en 1822 había logrado que el papa le concediera una audiencia.3 Esas dos visitas darían lugar a la primera misión apostó­lica en la América hispana, llevada a cabo por monseñor Juan Muzi, como vicario apostólico, y por el canónigo Juan María Ferreti, quien más tarde sería Pío IX. Los informes de Muzi darían a la santa sede información de primera mano sobre los sucesos y las necesidades ecle- siales y espirituales "no sólo de las regiones de Argentina, Chile, Uru­guay, sino de toda América..."4

La misión de Muzi tenía como objetivo reanudar el vínculo ecle­siástico de la santa sede con los países recientemente emancipados.5 No obstante, el papado no quería lastimar al rey de España, firme­mente opuesto a los nombramientos de los pastores en sus antiguos dominios, pero tenía un gran interés en atender las necesidades eclesia- les y espirituales de las iglesias americanas. Esas dos preocupaciones se pueden seguir en las estrategias seguidas por la secretaría de Estado en las turbulentas negociaciones con los representantes de la corona española ante su santidad y en las vicisitudes que recorrió Francisco

3 César Gómez Chaves, Facultad de Ciencias Juridicas-Universidad del Salvador, El patrona­to, la Iglesia católica en la República Argentina y la Constitución nacional. Consultado en la página web: www.conhist.org/

1 Francisco Marti Gilabert, "La misión en Chile del futuro papa Pío IX. II. Llegada a Santiago, regreso y desenlace (1824-1832)", en Anuario de Historia de la Iglesia, Universidad de Navarra, Pamplona, España, vol. X. Consultado en la página web: www.conhist.org/

5 Leturia P., citado por Francisco Martí Gilabert, op. cit.

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 307

Pablo Vázquez,6 el enviado mexicano, para cumplir su misión de obtener el nombramiento de obispos propietarios para las sedes vacantes de la república.

Misión del canónigo Francisco Pablo Vázquez

Con la información proporcionada por Marchena la comisión de relacio­nes formuló el dictamen sobre las instrucciones que debería llevar el enviado mexicano a Roma. Dicho dictamen, fechado el 12 de febrero de 1825, urgía entonces a enviar un representante a la santa sede porque las cuestiones religiosas en la república se estaban agravando. Las ins­trucciones entonces formuladas se concentraban en dos puntos: en soli­citar la concesión del patronato y el nombramiento de los pastores para las iglesias mexicanas.

No obstante, no todos los diputados estaban de acuerdo en solici­tar a la santa sede la concesión del patronato. Esa renuencia se expresó en el dictamen de la comisión eclesiástica y de relaciones, firmado en la sesión del 28 de febrero de 1826. En dicho dictamen se insistía en que el derecho del patronato no tenía que negociarse con Roma puesto que residía en la nación. Esa postura enfrentó una fuerte oposición ecle­siástica.7

Para evitar conflictos, se suspendió el dictamen de 1826 y se retomó la decisión del congreso del 12 de febrero de 1825, que había acordado consultar el asunto con la santa sede y enviar un representante con tal cometido.8 Una vez elegido como ministro plenipotenciario ante la santa

6 Francisco Pablo Vázquez nació en Atlixco, Puebla, el 21 de marzo de 1769. Fueron sus pa­dres Miguel Vázquez Verea, español, y Rafaela Sánchez Vizcayno, mexicana. Estudió la carrera eclesiástica en el Seminario Palafoxiano. El 23 de enero de 1795 se doctoró en teología en la Real y Pontificia Universidad de México. Era poseedor de la más selecta y abundante biblioteca de Puebla. Se ordenó sacerdote en marzo de 1795. Fue párroco de San Jerónimo Coatepec, San Mar­tín Texmelucan y de la catedral. El obispo Manuel Ignacio González de Campillo lo nombró Secretario de Cámara y Gobierno de la Sagrada Mitra en 1803. El 23 de julio de 1805 obtuvo por oposición la canonjía lectoral, de la que tomó posesión el 28 de marzo de 1806, y el 1° de sep­tiembre de 1818 ascendió a la dignidad de maestrescuela (Emeterio Valverde Téllez, obispo de León, Bío-Bibliografía Eclesiástica mexicana (1821-1943), dirección y prólogo de José Bravo Ugarte

S.J., México, Jus, 1949, t. II, pp 363-370).7 Observaciones del cabildo metropolitano de México sobre el dictamen que las comisiones reunidas

presentaron a la cámara de senadores en 28 de febrero de 1826, para las instrucciones del ministro envia­

do por la república mexicana a su santidad el pontífice romano, México, Imprenta del Aguila, dirigida

por José Ximeno, calle de Medinas núm. 6,1827.

8 Fernando Pérez Memen, El episcopado y la independencia de México (1810-1836), México, Jus,

1977, pp. 233-234.

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308 MARTA EUGENIA GARCÍA UGARTE

sede, el canónigo-chantre de la diócesis de Puebla, Francisco Pablo Váz­quez, se embarcó para Roma el 21 de mayo de 1825. La noticia causó estupor en España y gran preocupación porque la santa sede había dis­puesto recibir al canónigo mexicano pero no con el carácter diplomático con que era enviado. La decisión no era sorprendente, porque la fórmula ya se había aplicado al diplomático colombiano, Ignacio Tejada, quien había sido nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotencia­rio ante la santa sede por el gobierno de su país.9

Tejeda llegó a Roma en 1824 y presentó sus credenciales al secre­tario de Estado del papa León XII, el cardenal Giulio María Delia Soma- glia. El ministro plenipotenciario de España, don Antonio de Vargas y Laguna, marqués de la Constancia, apoyado por el de Austria, exigió el desconocimiento del ministro Tejeda, su expulsión de Roma y la pu­blicación de una encíclica que legitimara el trono de Fernando VII. Como indica Gómez Ciriza, el cardenal Delia Somaglia rechazó la petición de expulsar a Tejeda, en virtud de que el papa no podía "negarse a recibir a aquellas personas que como simples individuos particulares quieran venir a esta ciudad".10 A pesar de ese rechazo, la santa sede cedió ante las presiones de España: León XII publicó la encíclica Etsi iam diu, del 24 de septiembre de 1824, que convocaba a la lealtad hacia Fernando VII, y Tejeda fue invitado a salir de Roma e instalarse en otra ciudad del Estado pontificio.11 Tejeda se instaló en Bolonia, pero el embajador espa­ñol deseaba que estuviera fuera de los estados pontificios. Fue así como se trasladó a Florencia, "la capital del Gran Ducado de la Toscana, más próxima a Roma, pero fuera de los Estados pontificios".12

9 Las credenciales de Tejeda estaban firmadas por el vicepresidente de la república, general Francisco de Paula Santander (cfr. Roberto Gómez Ciriza, México ante la diplomacia mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 84). No fue el primer enviado. El general Santan­der había nombrado, en 1822, a don José Tibucio Echeverría como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la república ante la corte de Roma. Su misión era obtener el re­conocimiento de la santa sede de la independencia de la república y la preconización de los prelados de Colombia. Pero el señor Echeverría murió en Dieppe, cuando se preparaba a conti­nuar su viaje para Roma. Posteriormente se nombró al doctor Agustín Gutiérrez Moreno, quien tampoco pudo trasladarse a Roma. Fue entonces cuando el gobierno tuvo la provisión de nom­brar al doctor Ignacio Sánchez de Tejeda, quien actuaría de acuerdo con las instrucciones que se habían dado al primer enviado, el señor Echeverría (Pedro A. Zubieta, Apuntaciones sobre las primeras misiones diplomáticas de Colombia (primero y segundo periodos, 1809-1819-1830), Bogotá, Imprenta Nacional, 1924, pp. 575-576).

10 Roberto Gómez Ciriza, México ante la diplomacia mexicana, México, Fondo de Cultura Eco­nómica, 1977, p. 85; Alcalá, Una pugna diplomática, op. cit., p. 16.

11 Roberto Gómez Ciriza, op. cit., p. 8812 Pedro A. Zubieta, op. cit., p. 578.

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 309

La santa sede estaba preocupada por la situación de las diócesis de la América española que, en su mayoría, estaban vacantes por la muer­te o el exilio, obligado, voluntario o forzoso, de sus titulares. Aun cuan­do se deseaba cubrir las vacantes diocesanas se enfrentaban serios obstáculos por parte de la corona española que consideraba que la pro­visión de los obispados en los países de la América española, en parti­cular si eran designados con el carácter de propietarios, constituía una seria barrera a su propósito de reconquistar el territorio perdido. De esa manera, el rey enarbolaba su derecho de oposición por el patronato regio que disfrutaba. La publicación de la encíclica de León XII en favor de la lealtad hacia Fernando VII,13 tampoco facilitaba las relaciones de los gobiernos americanos con la santa sede.

La convocatoria del papa para dar apoyo a Fernando VII fue recha­zada por los políticos y los obispos mexicanos, con excepción del de Oaxaca, Isidoro Pérez Suárez, por su oposición al gobierno republicano. Posteriormente, inconforme con el decreto de 1827 que fijaba una nue­va contribución tanto para los civiles como para los eclesiásticos, el obis­po Pérez Suárez se autoexilió del país al igual que lo había hecho el arzobispo de México, Pedro José de Fonte, en 1821.14 Los integrantes de los cabildos eclesiásticos de las sedes que estaban vacantes (entre ellas Mi­choacán, por muerte de su titular, y México por el exilio voluntario del arzobispo) para evitar la ruptura del pueblo con el santo padre, dijeron que el papa había sido mal informado por la corte española. Por tanto, el papa desconocía la situación de México.15 Los obispos no se limitaron a decir que León XII no estaba bien informado, sino que aseguraron su lealtad a la constitución de 1824, que habían jurado, y al gobierno. De la actitud de los obispos y de los cabildos eclesiásticos en esta etapa da cuenta Lorenzo de Zavala:

Es muy singular, y por tanto más honorífico al clero mexicano, que en lo general haya abrazado los intereses de los pueblos como suyos propios. Los cabildos de México y Jalisco han dado repetidos ejemplos de un pa­triotismo ilustrado y religioso, especialmente cuando la Encíclica de León

13 La encíclica del papa fue conocida en México a través de su publicación en la Caceta de Madrid del 10 de febrero de 1825.

11 Para entonces, algunas diócesis, como la de Michoacán, tenían 21 años sin obispo.15 Pastoral del cabildo gobernador del arzobispado de México a sus diocesanos, México, Imprenta del

ciudadano Alejandro Valdez, 1825. La carta fue expedida el 25 de agosto de 1825. Fue firmada por Nicasio Labarta, José Miguel Guridi y Alcozer, Juan Manuel Irizarri y Gregorio González; José de Joaquín de la Pedreguera, prebendado secretario.

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XII a favor de Fernando VII. Entonces escribieron pastorales dignas de los días más brillantes de la Iglesia, y llenas de unción, de doctrina y de liber­tad. Hombres semejantes merecen los elogios de la posteridad y un tributo de reconocimiento del filósofo, cualesquiera que sean sus opiniones acer­ca de la existencia de esos establecimientos de los tiempos de barbarie.16

Ante el desaire de la santa sede al ministro de Colombia, el gobierno mexicano instruyó a su enviado, el canónigo Vázquez, a no continuar su viaje a Roma. También se le pidió que enviara una protesta en contra de la encíclica del 24 de septiembre de 1824, que tantos malestares había causado.

Preocupaciones de la santa sede

El secretario de Estado del Vaticano, Delia Somaglia, estaba sumamente preocupado por el giro que habían tomado los acontecimientos en la América española después de la publicación de la encíclica Etsi iam diu. Además, se temía que la fe y la tradición católica se perdieran por la falta de pastores y curas de almas. A pesar de esa percepción, hasta principios de 1825, la santa sede parecía inmovilizada por la fuerte oposi­ción de España a cualquier negociación con las misiones diplomáticas de Hispanoamérica. No obstante, el interés de resolver las cuestiones ecle­siásticas en América, motivó al papa León XII a pedir a la Congregación de los Negocios Eclesiásticos Extraordinarios que "estudiase los remedios necesarios" a la situación de la Iglesia en la América española. Ese co­metido fue encargado al padre camaldulense Mauro Cappellari, futuro papa Gregorio XVI.17

De acuerdo con esa encomienda, en la sesión celebrada por la Con­gregación el 2 de marzo de 1825, se revisó la necesidad de nombrar los obispos de las sedes diocesanas vacantes. Como el nombramiento se si­tuaba en el centro de la política porque tocaba los derechos del patrona­to de que gozaba España, se pensó en una salida intermedia: la designación de obispos in partibus infidelium. Esos nombramientos per­mitirían atender las necesidades espirituales de los fieles sin lastimar el patronato de España.18

16 Lorenzo de Zavala, Albores de la república, México, Empresas Editoriales, 1949, pp. 115-116.17 Alcalá, op. cit., pp. 17-18.

Ibid., p. 18.

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 311

En 1825, el cardenal secretario de Estado, Delia Somaglia, tenía claro que el cambio de México a república era un hecho consumado y que no había razón alguna para creer que retornaría el gobierno español. También era evidente que cada una de las nuevas repúblicas sería re­conocida por las potencias europeas aun cuando sólo fuera por intere­ses comerciales y crediticios. Como naciones constituidas demandarían de la santa sede un trato correspondiente a su carácter. En ese contex­to, el nombramiento de los obispos no podía tratarse de forma aislada, sino que debería considerarse en el marco de una política común de la santa sede con las nuevas naciones.

Con esa idea en mente, el cardenal Delia Somaglia le pidió al nun­cio en Madrid, Giacomo Giustiniani, arzobispo titular de Tiro, el 30 de agosto de 1825, que indagara la probable actitud del gobierno español sobre "unas posibles relaciones de la Santa Sede con los nuevos gobier­nos".19 Pero el nuncio apostólico en Madrid ya había informado a la santa sede, el 2 de agosto, que España había dado instrucciones a su ministro en Roma, Guillermo Curtoys, para que se opusiera a la misión mexicana. Incluso, en una carta posterior, del 25 de septiembre de 1825, citada por el padre Alcalá, Giustiniani recomendaba al secretario de Es­tado, Delia Somaglia, que el santo padre tranquilizara al rey mediante el reconocimiento de su soberanía en las colonias americanas. No sor­prende por eso que Delia Somaglia, en su respuesta a las reclamaciones españolas, precisara que la santa sede "no haría nada que perjudicase las prerrogativas reales en América, ni reconocería el carácter público de ninguno de los comisionados".20 Era una respuesta de carácter di­plomático, al tiempo que se afirmaba la decisión de resolver el nombra­miento de los obispos.21

Antes de proceder de acuerdo con la nueva política, Delia Somaglia procuró informarse sobre la postura sostenida por los otros países eu­ropeos con respecto a las posibles relaciones de la santa sede con los países de la América española. La respuesta enviada por el nuncio en París, monseñor Macchi, fue positiva: Francia aprobaba la decisión de la san­ta sede de establecer relaciones con los gobiernos republicanos, con el objeto de salvaguardar la fe. Era la evidencia que esperaba el secretario de Estado del Vaticano: España se encontraba aislada y, por ende, débil en su pretensión de conservar su soberanía en las tierras americanas. La

19 Ibid., p. 27.20 Ibid., p. 33.21 Ibid., pp. 29-30.

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poderosa y católica Francia podía servir de mediadora. En esa función, el nuncio Macchi asistió a la conferencia de los embajadores y ministros de las potencias continentales, incluyendo al de España, el duque de Villa- hermosa, convocada por el ministro de los negocios extranjeros de Fran­cia, el barón de Damas. En dicha reunión, celebrada el 7 de octubre de 1825, el nuncio expuso las razones que tenía la santa sede para recibir a la diputación mexicana: resguardar la fe y la tradición católica y evitar un cisma que era del todo posible si no se atendían las demandas de los gobiernos de América de resolver la cuestión eclesiástica en sus na­ciones.22 Se aclaraba, para tranquilidad de España, que la santa sede no reconocería la independencia de las naciones.

El asunto parecía marchar por buen camino pero la oposición de Rusia y el cambio en los ministerios españoles, el reemplazo del du­que de Villahermosa por el duque del Infantado, parecían haber detenido la resolución de la conferencia de octubre. A pesar de esa crisis, el nun­cio apostólico en Madrid había aclarado al ministro depuesto, Zea Ber- múdez, los términos en que la santa sede planteaba su decisión de recibir a la diputación mexicana: no se reconocería la independencia de la Amé­rica española, los enviados no serían recibidos con carácter público y di­plomático, puesto que no había un reconocimiento expreso de su independencia, y sólo se atenderían las demandas referentes al bien espiritual de la población y, de ninguna manera, se haría alguna conce­sión que pudiera perjudicar la soberanía del rey en esa región.23

Pero no todo estaba perdido. La actividad diplomática realizada por el nuevo nuncio apostólico en Madrid, monseñor Luigi Lambrus- chini, había tenido éxito, pues obtuvo, en marzo de 1826, la aprobación del gobierno español para que el papa "pudiera recibir a los Diplomáti­cos americanos como agentes privados, siempre que su misión se refi­riera solamente a asuntos eclesiásticos, y con la expresa condición de que no se reconociese la independencia de las antiguas colonias españolas de América".24 Por este convenio, la santa sede autorizó al diplomático Tejeda regresar a Roma. Vázquez, en cambio, enterado de que no sería recibido en su carácter diplomático, no continuó su viaje a Roma. Situa­do en Bruselas, esperó las instrucciones de su gobierno.

22 Ibid., pp. 31-32.21 Giustiniani a Zea Bermúdez, el 18 de octubre de 1825, en Alcalá, op. cit., p. 34.24 Pedro A. Zubieta, op. cit., p. 381.

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 313

Las dificultades del canónigo Vázquez

El enviado mexicano, de acuerdo con las instrucciones recibidas, escri­bió al secretario de Estado de la santa sede, en enero de 1826, expresando el malestar de su gobierno con la encícilica Etsi iam diu. Señalaba Váz­quez que la encíclica había causado profundo dolor al gobierno de México y a los mexicanos. Sólo les servía de consuelo pensar que su publicación había sido resultado de los siniestros informes, de la ca­lumnia y la intriga del gabinete español. En defensa de la nación, garan­tizó que los mexicanos eran adeptos a la fe católica y tenían veneración por el supremo pastor de la Iglesia, el vicario de Jesucristo, sucesor de San Pedro y centro de unidad. Como un reflejo de los principios cristianos de los mexicanos, la constitución adoptada en el país en 1824 contenía un artículo fundamental que reconocía a la religión católica apostólica ro­mana como la única del país. La disciplina eclesiástica era respetada y se habían suprimido aquellos decretos de la corte de España que aten­taban contra las religiones hospitalarias y la inmunidad personal del clero. Aclaraba que la revolución de México no la había hecho alguna sociedad secreta. Ella había sido provocada por la opresión que ejer­cía la corona española y los insultos que se habían hecho a la religión. En México se tenía la voluntad de mantener la integridad y pureza de la fe católica y mantener la unión con la santa sede. Protestaba Vázquez, en nombre del presidente de la república, el general Guadalupe Victo­ria, su reconocimiento a la sede apostólica y su voluntad de continuar protegiendo a la Iglesia católica.25

El secretario de Estado del Vaticano le respondió a Vázquez el 4 mayo de 1826, indicándole que el santo padre estaba dispuesto a reme­diar las necesidades espirituales de todas las iglesias de México. De esa manera, se esperaba su pronta llegada a Roma para iniciar las negocia­ciones que le habían sido encomendadas. Era un triunfo. Pero, desde un mes antes, en abril de 1826, Vázquez estaba de nueva cuenta inmovili­zado, en esta ocasión por el dictamen de las comisiones eclesiásticas y de relaciones, firmado en la sesión del senado del 28 de febrero de 1826, que decretaba que se estableciera el patronato en la república sin

25 Francisco Pablo Vázquez, como ministro plenipotenciario de México, desde Bruselas, al secretario de Estado del Vaticano, el 29 de enero de 1826. Archivo General de la Nación, fondo Archivo Secreto del Vaticano, Carpeta 7, fojas 01164-01167 (En adelante, agn.ASV).

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negociación alguna con Roma.26 Ante ese documento, la santa sede deter­minó que no entraría en negociación con Vázquez.

Además de la repulsa de Roma, el enviado mexicano también en­frentó la crítica de Vicente Rocafuerte, encargado de negocios ante su majestad británica (S.M.B.) que consideraba que el nombramiento de Vázquez como encargado de negocios de la república ante su santidad no era adecuado, no porque careciera de virtudes, pues era un sujeto respetable y de mérito, como entonces se decía, sino porque, como ecle­siástico, no entendía las necesidades de la república y era ultramontano, es decir, adepto a las posturas sostenidas por la santa sede.27

Por la correspondencia que había sostenido con el señor Tejeda, el representante de México ante S. M. B. se había persuadido de que no convenía tener en Roma un enviado clérigo porque: "no hay ninguno de nosotros que pueda persuadirse del grado de hipocresía y de corrup­ción que reina en esa gran capital; y siempre será víctima de su candor y virtud. Es casi condición sine qua non que nuestro Ministro de la Re­pública en Roma no ha de ser clérigo".28

Concebía Rocafuerte una gran conspiración de los que él llama "los Santos Absolutistas" que tenían su fortaleza política en París y Viena. Para estos individuos, Vázquez era un instrumento preciosísimo para ex­tender hasta México su tiranía política y religiosa. Mientras Rocafuerte hacía una fuerte política en su contra, Vázquez permanecía en Bruselas en espera de tiempos mejores.

Tejeda, quien había hecho a un lado el hecho de no ser reconocido oficialmente como representante de Colombia, presentó la lista de los can­didatos que deberían ocupar las sedes vacantes de la Gran Colombia y Bolivia en octubre de 1826. En esta ocasión, se determinó que la santa sede hiciera los nombramientos motu proprio para evitar que los gobier­nos de la América española se adjudicaran el derecho al patronato, y también para evitar el cisma, que parecía surgir en diversos lados tanto

26 Posteriormente, la República de El Salvador, que no contaba con obispo porque eclesiás­ticamente dependía de Guatemala, estableció una sede episcopal en su capital sin que hubiera sido sancionada por la santa sede. Parecía un cisma. Pero no lo era porque el gobierno buscaba la aproba­ción de la santa sede.

27 La opinión de Rocafuerte tenía peso en el gobierno mexicano porque él había negociado el tratado de comercio con Inglaterra, que tanta satisfacción había dado al país.

28 Juan José Espinosa de los Monteros, del Departamento del Exterior de la Primera Secretaría de Estado, al Secretario del Despacho de Justicia y Negocios Eclesiásticos, el 27 de noviembre de 1827, anexando una carta de Vicente Rocafuerte, encargado de negocios de México ante S.M.B., del 18 de septiembre de ese año (agn, Fondo Justicia Eclesiástica, vol. 83, exp. 25, fojas 47-48 (en adelante, AGN, FJE).

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por la demora de la santa sede como por los intereses, también, de las republicas americanas. Ese había sido el caso en El Salvador, cuyo go­bierno había establecido una sede episcopal en su capital sin que hubie­ra sido sancionada por la santa sede. En este caso, el papado declaró la excomunión del obispo que había aceptado el nombramiento del go­bierno y exigió la renuncia expresa de Guatemala a su jurisdicción en El Salvador, a fin de que se erigiese la nueva sede diocesana.

La fórmula motu proprio, es decir, nombramientos desde la santa sede, evitaba el problema de reconocer la independencia de los países y el patronato, que todos demandaban. Además, por el ministro Tejeda, se sa­bía que el gobierno de Colombia no estaba dispuesto a aceptar obispos in partibus. Así, el ministro Tejeda había logrado un gran triunfo: el nom­bramiento de obispos propietarios. Incluso, Tejeda había presentado los candidatos a nombre de su gobierno, y el papa, en las bulas de institución, no utilizó la fórmula motu proprio. De esa forma quedó abierto un resqui­cio que permitiría que los gobiernos de América Latina pudieran pre­sentar los candidatos para ser designados obispos.

Es evidente que la santa sede tenía el caso mexicano en su mira, sobre todo por el peso que tenía este país en la región. Ante la nece­sidad de resolver la situación de México, se volvió a recurrir a la inter­mediación de Francia. La gestión ante el gobierno francés le correspondió al nuevo nuncio, Luigi Lambruschini. Como respuesta a su petición, el ministro de Francia, barón de Damás, le notificó a Lambruschini que el gobierno francés apoyaba la política de la santa sede a favor del nom­bramiento de obispos para Colombia y también lo haría cuando se de­signaron los obispos de México.29

La oportunidad de gestionar de nueva cuenta la negociación del caso mexicano se vio facilitada por la visita que hizo a Londres el mi­nistro de relaciones interiores y exteriores de México, Sebastián Cama­cho, en 1827. Mientras la santa sede instruía a Lambruschini sobre lo que se esperaba de él en la coyuntura que se vislumbraba, Camacho recibía instrucciones de Ramos Arizpe sobre lo que esperaba el gobierno mexi­cano de las posibles negociaciones con la santa sede. De esa manera, Vázquez se trasladó a París, en 1827, para entrevistarse con el ministro Camacho, quien por su parte, se entrevistaría con Lambruschini el 18 de abril.30

29 Roberto Ciriza, op. cit., pp. 98-99,30 Apéndice de la nota de Camacho a Ramos Arizpe del 10 de diciembre de 1826; AGN, FJE, 82/

1, 250-251. Alcalá, op. cit., p. 64.

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Al llegar Vázquez a París, tanto el ministro de relaciones interiores y exteriores de México, como el de Francia, barón de Damás, lo instaron a que tuviera una entrevista con el nuncio en Francia, monseñor Lam- bruschini, como particular, a fin de que planteara los asuntos mexica­nos. A esta petición se negó el canónigo Vázquez bajo el criterio de que si no se le reconocía su carácter de enviado mexicano no tenía caso celebrar entrevista alguna.31 Su exigencia de ser reconocido en su carácter diplo­mático parecía poner en segundo lugar el contenido de su misión: arre­glar los asuntos eclesiásticos de México; tergiversó su imagen, parecía que el enviado mexicano era un hombre muy terco y ambicioso. Como dijera Alfonso Alcalá, Lambruschini empezaba a tener antipatía al en­viado mexicano que tan poco se prestaba a negociar sin que se le reco­nociera su misión de forma pública.

La antipatía que Rocafuerte le tenía a Vázquez volvió a expresarse con motivo del viaje del canónigo a París. Sabía Rocafuerte que Váz­quez había sido invitado por el ministro Camacho, con quien estaba en estrecha relación. Sin embargo, no desaprovecha la oportunidad para tratar de influir en el gobierno de México y lograr que se nombrara a otra persona como enviado ante Roma. Por eso comentó que el princi­pal motivo del viaje de Vázquez a París era ponerse en contacto con el barón de Damás, y con el nuncio de su santidad. Siguiendo su vieja idea de la conspiración ultramontana se preguntaba: "¿Quién puede prever lo que resultará de esas conferencias?".32 Como agravante, según Rocafuerte, estaba el hecho de que el deán de Valladolid, Juan José del Moral, también se encontraba en París. Sin duda, todos lo alentarían para que se dirigiera a Roma.33

Al menos en un punto tenía razón Rocafuerte: varios eclesiásticos mexicanos alentaban a Vázquez a llegar a Roma. Entre ellos, el padre jesuíta Ildefonso José de la Peña, quien había salido de México en com­pañía del enviado mexicano. El jesuíta transmitía la preocupación que se tenía en México porque sólo quedaban vivos dos obispos, el de Méxi­co y el de Oaxaca, y ambos estaban ausentes del país. En esa coyuntura

31 Roberto Gómez Ciriza, op. cit., p. 143.32 El nuncio de su santidad en París era monseñor Luigi Lambruschini, quien posteriormente

sería secretario de Estado del papa Gregorio XVI.33 Juan José Espinosa de los Monteros, del Departamento del Exterior de la Primera Secretaría

de Estado, al Secretario del Despacho de Justicia y Negocios Eclesiásticos el 27 de noviembre de 1827, anexando una carta de Vicente Rocafuerte el Encargado de Negocios de México ante S.M.B. del 18 de septiembre de ese año (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 47-48).

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era urgente que Vázquez se presentara en Roma para resolver las ur­gentes necesidades de la Iglesia mexicana. Le aclaraba, además, que en la santa sede se le esperaba con buena disposición.34

Para conocimiento del ministro, Rocafuerte envió una copia de la carta que le había mandado Ignacio Tejeda el 17 de agosto de 1827. Esta carta era importante porque mostraba la política que estaba siguien­do Roma con las naciones americanas. También se descubre la necesidad que sentían estos primeros enviados de formar una alianza entre ellos, los americanos, para obtener lo que deseaban de Roma, en particular, el reconocimiento del derecho al patronato y el nombramiento de los obispos.

En su carta, Tejeda comentaba que, finalmente y después de gran­des contratiempos y conflictos, había obtenido el nombramiento de seis obispos para Colombia,35 y un auxiliar para Bolivia. La santa sede ya había expedido las bulas y los palios de los candidatos que había pre­sentado el gobierno de su país. A todos se les habían concedido las fa­cultades sólitas como antes, sin la menor restricción. El enviado de Colombia esperaba, incluso, que la santa sede ampliaría las facultades de los obispos latinoamericanos, atendiendo a la distancia en que se en­contraban los países latinoamericanos y la conveniencia de los fieles.36

Esos nombramientos habían constituido un verdadero triunfo. Se habían logrado a pesar de la tenaz oposición de España, cuyos agentes, como recordaría Pío IX años más tarde, hicieron cuanto pudieron para impedir el nombramiento de obispos para las repúblicas de América recientemente independizadas. Tejeda reconocía que, a pesar de las di­ficultades, con los nombramientos se abría una puerta que había estado cerrada para América "La Silla Apostólica no podrá negar a los demás Es­tados Americanos independientes lo que ha concedido a Colombia, y en esta parte creo qüe su deber está de acuerdo con sus deseos".37

34 Ildefonso José de la Peña a Francisco Pablo Vázquez, desde Roma, el 17 de marzo de 1827, (agn, eje, vol. 83, exp. 25, p. 13).

35 Fernando Caicedo y Flórez, R. Ignacio Méndez, Félix Calixto Miranda, José María Estévez, Manuel Santos Escobar y Mariano Garnica, quienes habían sido presentados por el gobierno de Colombia, fueron preconizados en 1827 como arzobispo de Bogotá y Caracas, y obispos de Cuenca, Santa Marta, Quito y Antioquía, respectivamente (Pedro A. Zubieta, op. cit., p. 581). El 15 de diciembre de 1828 se hicieron las preconizaciones para Chile, Manuel Vicuña, obispo in partibus in fidelium de Cerán, y el polémico José Ignacio Cienfuegos, obispo titular de Rétimo y Vicario Apostólico de Concepción (Francisco Martí Gilabert, op. cit., p. 317).

36 Ignacio Tejeda, ministro de Colombia en Roma, a Vicente Rocafuerte, enviado de Méxicoante Su Majestad Británica, el 17 de agosto de 1827 (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 49-52).

37 Idem.

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Era el momento adecuado para que los distintos gobiernos ameri­canos enviaran a sus representantes a Roma. Había que empezar por pedir lo más urgente en el momento: la provisión de las iglesias vacan­tes. Tejeda argumentó de forma clara y precisa por qué el nombra­miento de los obispos era el punto más importante por obtener de Roma:

1o. Quitarle a la España la única arma moral que le quedaba para minar nuestra independencia, difundiendo temores y dudas religiosas en ánimos débiles incautos y supersticiosos que por desgracia no faltan en todas parles. 2o. Por ganarle al Gobierno más y más la adhesión del clero secu­lar y regular del país que sin duda lo intentará en sostener un orden de cosas que le abre el camino a las más altas dignidades que rara vez alcanza­ba a obtener bajo la dominación Española, y aun pudiera añadir, por acabar de disipar hasta los escrúpulos menos fundados sobre la justicia de nuestra causa. Iguales efectos causará en todas partes, y por grandes que sean los progresos de nuestro naciente espíritu público, no son de des­preciar para conservarlo y fomentar los medios morales que como este obran tan poderosamente sobre la porción menos ilustrada del pueblo.38

Los representantes de las naciones americanas en Roma podían diseñar un plan conjunto para, partiendo de las mismas bases y princi­pios, conseguir lo que quedaba y que era tan esencial: ¡el concordato! Estaba convencido Tejeda de que la llegada del marqués Pedro Gómez Labrador a Roma, como ministro plenipotenciario, era una muestra de que España iba a redoblar sus esfuerzos para impedir que la santa sede concediera el tan deseado patronato.39 Por eso era importante que los gobiernos nombraran a sus representantes. Particularmente estaba in­teresado en que México enviara al suyo porque: "Los Estados Unidos Mexicanos darán mucho peso a la balanza de nuestra parte".

Tejeda comentaba, como al pasar, satisfaciendo posiblemente la petición de Rocafuerte, que había recibido varias cartas en que le pe­dían que no animara al señor Vázquez a ir a Roma porque "este sujeto poseído de máximas ultramontanas, no podría obrar en el sentido de su gobierno, cuya resolución definitiva se esperaba pronto pues ya se le había informado acerca del particular."40

38 Idem.39 Gómez Labrador llegó a Roma hasta febrero de 1828.40 Ignacio Tejeda, ministro de Colombia en Roma, a Vicente Rocafuerte, enviado de México

ante Su Majestad Británica, el 17 de agosto de 1827 (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 49-52).

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Aclaraba que en su primera comunicación con Vázquez no lo ha­bía alentado porque en ese entonces41 él no tenía una condición satis­factoria. Pero ahora, que había avanzado en su misión, le había escrito una carta, en respuesta a la de Vázquez del 18 de julio de 1827, que enviaba a Rocafuerte, para que se la entregara si el gobierno mexicano había decidido nombrarlo su enviado en Roma, o para que se la regresara en caso de que no fuera a ser nombrado. Señalaba Tejeda que no conocía personalmente a Vázquez, pero que si su personalidad correspondía con lo que le habían informado, su presencia en Roma no era conveniente porque "sería perjudicial de mil modos diferentes". De ahí que consi­deraba que sería conveniente que los gobiernos no enviaran represen­tantes que fueran clérigos porque:

en lo general son más súbditos del papa que del Gobierno, y están más ex­puestos al contagioso influjo del enjambre de clérigos que inundan esta Corte. Malo si son jansenistas, peor si jesuitas, y todos tienen del uno o del otro. Para negociar bien aquí son inútiles las profundidades Teológicas y Canónicas, rara vez, o jamás se logrará entrar en disputas de esta clase, y aún se huye de ellas con estudio: porque el campo de batalla no es favora­ble a las prácticas actuales de Roma. Así lo que se necesita y conviene enviar, es hombre de regular instrucción, despreocupados, amantes de su país, y tan firmes en sostener sus derechos como prudentes y moderados en el modo de hacerlo. Hombres que conozcan el mundo más bien por el trato con los otros, que por las letras, y que hayan manejado negocios. Un concor­dato no es un negocio abstracto, y si hay dificultades para hacerlo como seguramente las habrá, no es la ciencia la que ha de vencerlos, sino la uniformidad de principios, la energía en sostenerlos, la prudencia en per­suadirlos, y saber aprovechar las oportunidades para avanzar paso a paso hasta llegar al término.42

En su carta a Vázquez, Tejeda le comentaba que era importante su presencia por la fuerza que éste atribuía a la nación mexicana: la voz de la representación del gobierno mexicano contribuiría al mejor éxito de las pretensiones comunes. Ningún temor debería abrigar sobre el trato que le daría la santa sede porque sería bien recibido y acogido como se merecía.43 También le informaba que ya hacía algún tiempo se habían

41 Tejada había escrito a Vázquez el 16 de abril de 1826.42 Ignacio Tejeda, ministro de Colombia en Roma, a Vicente Rocafuerte, enviado de México

ante Su Majestad Británica, el 17 de agosto de 1827 (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 49-52).43 Ignacio Tejeda, ministro de Colombia en Roma, a Francisco Pablo Vázquez en París, desde el

Palacio Bernini, núm. 12, Roma, el 17 de agosto de 1827 (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 53-54).

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dado las disposiciones necesarias para que el nuncio de su santidad en París no pusiera dificultades en entregarle el pasaporte.44

En la urgencia que sentía para que Vázquez llegara a Roma, le ofrece sus servicios para separarle casa, criado, coche, porque tenía persona inteligente dé quien valerse para ello. Era importante tomar las medi­das pertinentes con anticipación por la cantidad de extranjeros que iban a pasar el invierno a Roma. Lo tranquiliza con respecto al clima porque podía decirle que él había padecido menos en Roma que en Florencia, París y Londres.

Esta carta, que era importante para su misión, no le llegó a Váz­quez, porque Rocafuerte consideraba que se iba a nombrar a otra perso­na como enviado a Roma, como era su deseo, y optó por regresársela a Tejeda. De ahí que Vázquez no se movió de París a Roma, ni en 1827 ni en 1828, a pesar de que el senado de la república aprobó nuevas instruc­ciones en octubre de 1827.45 Las instrucciones para el enviado a Roma de acuerdo con el decreto de las cámaras del 13 de octubre de 1827,46 eran las siguientes:

Io. Que Su Santidad autorice en la Nación Mejicana el uso del patronato con que han sido regidas sus Iglesias desde su erección hasta hoy.2o. Que se continúen a los obispos las facultades llamadas sólitas por pe­riodos de veinte o más años, ampliadas como lo han sido a dispensar en los impedimentos de consanguinidad de 4o, 3o y 2o grado con atingencia al Io por línea transversal, y en el Io de afinidad por cópula ilícita.3o. Que Su Santidad declare la agregación de la Iglesia de las Chiapas a la cruz arzobispal de México, y que a ella se extienda el patronato, como a parte de la Nación.4o. Que su Santidad provea de gobierno superior a los Regulares, combi­nado con las instituciones de la República y de las particulares constitu­ciones religiosas.

44 Hay que recordar que en esa época los pasaportes no eran entregados por el país de naci­miento, como es en la actualidad. Eran asignados por los gobiernos para aquellos que deseaban viajar a los países que se tratara. Podrían ser considerados más como visas que como los pasa­portes modernos (cfr. Fenton Bresler, Napoleón III. A Life, Great Britain, Harper Collins Publishers, 2000, p. 129).

45 Posiblemente Vázquez no aceptó trasladarse en virtud de que las instrucciones fueron que se presentase aun sin su carácter de diplomático oficial. Gómez Ciriza señala que las instruccio­nes se dieron en septiembre de 1827. La información registrada en este texto muestra que se expidieron hasta octubre (cfr. Roberto Gómez Ciriza, op. cit., pp. 147-148).

46 El decreto fue firmado por José Antonio Ruiz Bustamante, presidente de la cámara de diputados; José Javier Bustamante, presidente del senado; Francisco María Lombardo, diputado secretario, yAntonio Fernández Monjardón, senador secretario.

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5o. Que el Gobierno partiendo de estas bases haga al Enviado todas las explicaciones que estime convenientes para llenar el objeto de su misión.47

El gobierno republicano tenía gran interés en lograr el nombramien­to de los obispos, porque los negocios eclesiásticos se encontraban casi paralizados. Además, con los obispos nombrados se contaría con sujetos autorizados con quienes entablar relaciones y establecer acuerdos. To­dos estaban preocupados por la orfandad de la Iglesia mexicana en vir­tud de que en 1826 sólo quedaban tres obispos, "todos al rumbo de oriente y enfermos, octogenario el uno y el otro más secsagenario (sic), al paso que la mayor parte de las parroquias está servida por encarga­dos, pues han fallecido los curas propietarios; así que es clara la nece­sidad gravísima, y que demanda con urgencia el más pronto remedio".48

Los integrantes del cabildo metropolitano de la catedral de México estaban de acuerdo en la petición que se hacía, como se decía en las instrucciones dadas al enviado, de que el papa concediera más facul­tades y gracias a los obispos mexicanos que las dispensadas en Europa, en virtud de la distancia. Pensaban que la firma del concordato era nece­saria pero, con gran conocimiento de los tiempos de Roma, manifestaron:

El concordato debe ser obra de tiempo largo y repetidas contestaciones, al modo mismo con que después de establecida la confianza recíproca se llevan a madurez y sazón las transacciones políticas. Obsérvese cuanto ha precedido a los concordatos celebrados con Alemania, Francia y España. Fíjese igualmente la atención sobre el tiempo que ha transcurrido aquí en proposiciones de bases para los tratados con Roma, porque justa y pruden­temente se desea su previa y acertada determinación; más ahora atiéndase sobre todo a que las necesidades religiosas no sufren ya ninguna demora. El acuerdo de la cámara de representantes las provee con sabiduría, y proporciona que sin inconveniente se use luego cuanta dilación y deteni­miento se crea necesario a preparar y negociar el concordato.49

47 Decreto de la Cámara de Diputados y de Senadores del 13 de octubre de 1827 (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, foja 3).

48 Observaciones del Cabildo Metropolitano de México sobre el dictamen que las comisiones reunidas presentaron a la Cámara de Senadores en 28 de febrero de 1826, para tas instrucciones del ministro enviado por la República mexicana a su santidad el pontífice romano, México, Imprenta del Águila, dirigida por José Ximeno, calle de Medinas Núm. 6., 1827, pp 45-46. La comunicación fue fir­mada el 23 de febrero de 1827 por Nicasio Labarta, José Joaquin Ladrón de Guevara, Pedro González Araujo y Juan Bautista Arechederreta.

49 Nota del Cabildo Metropolitano de México al Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, del 15 de octubre de 1827. La nota estaba firmada por José María Bucheli, Pedro González, Juan Manuel Irizarri, Juan Bautista Arechederreta (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 49-50).

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Parecía que la mayoría estaba de acuerdo en que Vázquez se tenía que trasladar a Roma. No así Rocafuerte, quien seguía insistiendo en que no era la persona idónea. En su afán por impedir la ratificación de Váz­quez, proporciona una imagen de éste, de la política de Roma, de Esta­dos Unidos y de España con respecto de México, bastante ilustrativa de los temores en que vivieron los primeros hombres de México que tuvieron a su cargo la conducción del país. Para este enviado, Vázquez,

parece estar muy resentido en que se haya nombrado un sucesor, y no me cogerá de nuevo que a su llegada a México entre en explicaciones pú­blicas que sean desagradables al gobierno. Él no quiere entender que nues­tras relaciones íntimas con Roma entabladas por un eclesiástico son muy peligrosas, mientras Fernando 7o no reconozca la Independencia y mien­tras el Papa sea (como lo es real y efectivamente) el humilde servidor y dependiente del Emperador de Austria. Para complacerlo ha hecho salir de Lisboa a su nuncio, después de haber fomentado en Don Miguel, en ha­berlo ayudado por medio de sus apostólicos a usurpar la corona de su her­mano, y haberlo excitado a prohibir la Constitución y a proclamarse Rey absoluto.50

Aunque Vázquez era un sujeto de respeto, de virtud y de mérito, en opinión de Rocafuerte, el hecho de ser eclesiástico le impedía com­prender la importancia que tenía el separar de forma clara la política y la religión.51 Estaba convencido de que la santa sede sólo concedía las gracias que se le solicitaban para congraciarse con los nuevos go­biernos y obtener un poder que después sabría ampliar en contra de los propios intereses de las naciones.52 La prueba de esa pretensión se po­día observar en la forma lisonjera en que el papa había concedido la confirmación del obispo Mendizábal, solicitada por el general Sucre, presidente de la república de Bolivia.53

50 Cañedo, del Departamento del exterior de la Primera Secretaria de Estado, al Secretario del Despacho de Justicia y Negocios Eclesiásticos, el 26 de noviembre de 1828, anexando la nota de Vicente Rocafuerte del 17 de agosto de 1828 (AGN, FJE, vol. 83, exp: 25, fojas 41-44. Paréntesis en el original).

51 Idem.52 Idem.53 La santa sede también habia aceptado la propuesta del gobierno de Colombia, presentada por

el ministro Tejada, de trasladar a Quito al Ilustrísimo Laso de la Vega, por entonces obispo de Méri­da de Maracaibo. El magistral de la metropolitana de Bogotá, doctor Mariano Talavera, fue nombra­do obispo de Guayana. Al quedar vacante la sede de Mérida, fue nombrado el señor Arias, quien era auxiliar del obispo Laso de la Vega. Tejada protestó por este último nombramiento que habia sido otorgado sin previa presentación del gobierno de su país (Pedro A. Zubieta, op. at., p. 582).

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Como muchos políticos de México, el ministro Rocafuerte se debatía entre la necesidad que había de nombrar los obispos, porque eran fun­damentales para fundar la paz pública, y sus temores del poder ecle­siástico. Por eso decía que:

esos mismos Santos Obispos pueden después ligarse entre sí, y que auxi­liados por los apostólicos de Roma y de Europa les es fácil arruinar nues­tras instituciones o a lo menos allanar el camino al absolutismo como acabamos de verlo en Colombia. Esta sabia Inglaterra, esta tierra clásica de libertad política y religiosa se ve envuelta en mil dificultades por haber enlazado en tiempo de ignorancia los intereses de su iglesia con los del Estado y no haberlos podido separar después; de allí nace la tiranía del clero protestante sobre el pueblo católico de Irlanda, ese es el origen de los disgustos y continuos movimientos revolucionarios de Dublin y de Clare que tan justas inquietudes causan a este Gabinete...54

En México había una gran preocupación sobre la negociación que se tenía que hacer entre México y la corte de Roma. Tanto así que se elabora­ron veinte recomendaciones por tener en cuenta al respecto. Se reco­mendaba actuar con prudencia porque la santa sede no reconocería el gobierno mexicano mientras la corte de España y de otros países no lo hiciera. Se recordaba, para el caso, en la recomendación número 6, el desagrado que había mostrado Madrid por el nombramiento de los obispos de Colombia. Se pensaba que, con esa experiencia, era evidente que su santidad no estaría dispuesto a exponerse de nueva cuenta al resentimiento del rey de España. Además, el papa tenía muchos enemi­gos, aun cuando obraba con la mayor prudencia y moderación. De ahí que Roma no se interesaría en conceder un patronato porque ese reco­nocimiento sería considerado un crimen por España. En esas condiciones, México no debería insistir en obtener ese reconocimiento puesto que eran más graves los males que estaba causando la incomunicación con Roma. En particular, porque en el país, como se dijera en la recomenda­ción número 20:

no quedan más que dos obispos. Varias Diócesis llevan muchos años de estar privadas de Pastores: se han disminuido los sacerdotes, y no hay quien los reemplace, muchas Parroquias están abandonadas; la ignorancia

54 Cañedo, del Departamento del exterior de la Primera Secretaria de Estado, al Secretario del Despacho de Justicia y Negocios Eclesiásticos, el 26 de noviembre de 1828, anexando la nota de Vicente Rocafuerte del 17 de agosto de 1828 (AGN, FJE, vol. 83, exp. 25, fojas 41-44).

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se va generalizando más en los Pueblos, especialmente en los indígenas, que nunca han estado muy instruidos, y era uno de los primeros benefi­cios que todos esperaban de la emancipación; la disciplina eclesiástica se relaja; las costumbres públicas se empeoran; la incredulidad se aumenta; la religión es atacada y no hay pastores que la defiendan...

Para entonces, la situación de Vázquez se había complicado. La presión de Rocafuerte y el cambio suscitado en el gobierno del presi­dente Victoria,55 propiciaron su suspensión como enviado mexicano en mayo de 1828. En su lugar fue nombrado el diputado José María Boca- negra. Como el nuncio Lambruschini, con el que finalmente había teni­do una entrevista, le negara el pasaporte para Roma, Vázquez se trasladó a Florencia en octubre de 1828, en donde esperaría al nuevo enviado mexicano que, por las penurias económicas de la hacienda de México, nunca tomó el camino para Roma. En esta coyuntura, el ministro de justicia y negocios eclesiásticos, Juan José Espinosa de los Monteros, consultó a Vázquez sobre los medios más adecuados para lograr la pro­visión de los obispados. En su respuesta, del 21 de febrero de 1829, Váz­quez señalaba que no había que insistir ni en el reconocimiento de la independencia ni en el patronato. Había que enfocarse en lo central, y en aquello que estaba dispuesta Roma a conceder: la provisión de los obispados, con personas que tuvieran a su favor la opinión pública.56

Fue en este momento cuando Vázquez decidió visitar Roma, como simple particular, y aprovechar su viaje para dialogar con el diplomáti­co Tejeda y conocer, de viva voz, las diversas actividades y dificultades que había atravesado hasta obtener el nombramiento de los obispos de Colombia. El viaje fue muy ilustrativo. Como pudo observar el recono­cimiento que se tenía en Roma al enviado Tejeda, aun cuando no tenía reconocimiento público como enviado de su país, posiblemente perci­biera que su postura anterior había sido un tanto exagerada. La visita también le sirvió para confirmar su opinión de que era conveniente ne­gociar sólo lo más importante: la provisión de los obispados vacantes.57 Pese a su recomendación, el 28 de marzo de 1829, se le enviaron nuevas instrucciones. En ellas se insistía en que obtuviera el reconocimiento de

55 El 8 de marzo de 1828 Juan de Dios Cañedo ocupó el ministerio de relaciones interiores y exteriores, en lugar de Juan José Espinosa de los Monteros, quien había sido nombrado ministro de justicia y negocios eclesiásticos, en lugar de Miguel Ramos Arizpe.

56 Alcalá, op. cit., p. 139.57 Vázquez a Espinosa de los Monteros, el 17 de mayo de 1829 (AGN, FJE, 94, 253-255, apéndice

21. Alcalá, op. cit., p. 142).

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 325

Roma al patronato mexicano. Dichas instrucciones, que Vázquez recibió hasta agosto, eran inadecuadas, dado el ambiente que había en Roma. Ante la situación, reportó a México que no podía llevar adelante las ins­trucciones. De esa manera sólo había dos caminos: se modificaban las instrucciones o él se veía obligado a renunciar a su misión.58 No obstan­te, la sucesión presidencial de 1828, cuando los políticos y los militares dividían sus preferencias entre Guerrero y Gómez Pedraza, pareció li­berar a Vázquez de tomar una decisión radical con respecto a su po­sición en Roma, aun cuando lo dejaban en una gran ambigüedad.

El presidente designado por decreto del 12 de enero de 1829, Vicente Guerrero, quien tomara posesión el 1o de abril de ese mismo año, en­frentó el intento de la corona española por recuperar su antiguo reino a través de la invasión del brigadier Isidro Barradas. Como el presidente fue autorizado el 16 de diciembre para asumir el mando del ejército, la cámara eligió al licenciado José María Bocanegra como presidente inte­rino, quien tomó posesión el 18 de ese mismo mes. Como era de esperar­se, los cambios también se sucedieron en el ministerio de justicia. Espinosa de los Monteros fue sustituido por Joaquín de Iturbide, O.M.E., el Io de abril de 1829. Pocos días más tarde, el 8, fue sustituido por José Manuel Herrera quien conservó su puesto hasta el 18 de diciembre de 1829.

En su breve periodo, Herrera consideró que había que retomar la negociación con Roma. Como se había determinado que debería elegir­se a personas que merecieran la confianza de Roma y del gobierno de México "por su virtud, letras y patriotismo", pidió a los cabildos eclesiásti­cos que enviaran las listas con los candidatos que ellos consideraran que pudieran ocupar las sillas episcopales. En cuanto a la negociación con Roma, se insistía, como había dicho Tejeda, que se solicitara de SS:

les amplíe las facultades por razón de la distancia, y dispense a la repú­blica las gracias, que se estimen necesarias, prescindiendo por ahora de reconocimiento formal y directo de la independencia, y de celebración de concordato, que sería un equivalente de aquel, el cual se conseguirá fácil­mente más adelante, cuando habiendo reconocido las otras potencias de Europa lo haga también la España. En tal caso, no muy remoto, el Gobier­no podrá celebrar concordato con el papa...59

58 Alcalá, op. cit., p. 142.59 Estas observaciones, contienen 20 puntos. No obstante, no tengo ni fecha ni quien las emi­

te. Pudiera ser que algunas páginas se hubieran extraviado. Pero, como enuncia que está por salir el obispo de Oaxaca esa sería la fecha, aproximada. Se encuentran en AGN, FJE, vol. 83, exp.

25, fojas 98-105.

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Los cabildos empezaron a enviar sus propuestas en octubre. En diciembre, cuando el gobierno interino de José María Bocanegra feneció por el pronunciamiento que se dio en la capital de la república el 23 de diciembre, apoyando el Plan de Jalapa, el ministerio de justicia ya con­taba con las propuestas de la mayoría de los cabildos.

Mientras se nombraba la persona que ocuparía el poder ejecutivo, se nombró una junta que, el 31 de diciembre, lo entregó a Anastasio Bustamente, quien fungiera como vicepresidente durante el corto pe­riodo de Vicente Guerrero y que continuaría con ese puesto hasta el 1o de enero de 1830.

El nuevo gobierno confirmó al canónigo chantre de Puebla, Fran­cisco Pablo Vázquez, como enviado extraordinario y ministro pleni­potenciario cerca de su santidad. De acuerdo con las instrucciones que había recibido y que en adelante recibiere, Vázquez tenía pleno poder para "celebrar, concluir y firmar en nombre de la República que representa los concordatos y convenios que exijan el interés de ella y los de la San­ta Sede".60 Ese mismo día, 4 de marzo de 1830, el vicepresidente Anasta­sio Bustamante envió una misiva a Pío VIII, el sucesor de León XII, para manifestarle que, deseando establecer con la santa sede las relaciones que anhelaban todos los habitantes de la república, había nombrado al canónigo Vázquez como enviado extraordinario y ministro plenipo­tenciario cerca de su santidad. Deseaba el vicepresidente que las rela­ciones con la santa sede se estrecharan a fin de que la Iglesia mexicana pudiera satisfacer sus necesidades.61

Anastasio Bustamente volvió a escribir al papa, el 5 de marzo, presentando al mismo Vázquez para que ocupara la silla episcopal de Pue­bla. Vázquez era "uno de los más dignos del clero mexicano en quien diversos cabildos eclesiásticos pusieron su mira y sufragaron con su voto".62 Ante la formalidad y seriedad del gobierno de Bustamante, y de su ministro de relaciones exteriores, Lucas Alamán, Vázquez recibió la autorización del cardenal Albani, secretario de Estado, para trasladar­

60 Letras de ratificación en debida forma, firmadas por Anastasio Bustamente, vicepresidente de los Estados Unidos Mexicanos en ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo, selladas con el sello de la nación y refrendadas por el Secretario de Estado y del Despacho de Relaciones Interiores y Exte­riores, en el Palacio Federal a cuatro de marzo de 1830, décimo de la independencia. El Secretario de Estado y del Despacho de Relaciones era Lucas Alamán (AGN, ASV, carpeta cinco, foja 00789).

61 Nota de Anastasio Bustamente al Sumo Pontífice Pío VIII, el 4 de marzo de 1830, (AGN, ASV, carpeta cinco, foja 00792).

62 Anastasio Bustamante al Sumo Pontífice Pío VIII, el 5 de marzo de 1830 (AGN, ASV, carpeta cinco, fojas 00794-00796).

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 327

se a Roma. De esa manera, salió de Florencia para Roma en junio de 1830, dispuesto a negociar el bienestar de la Iglesia mexicana.

Nombramiento de los primeros obispos mexicanos

En cuanto se supo que Roma había aceptado al enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de México cuya misión esencial era obtener el nombramiento de los obispos de México, se suscitó una fuerte oposi­ción de la corte española. Como lo había hecho antes, el embajador de España envió una nota a la secretaría de Estado de la santa sede, oponiéndose al nombramiento de obispos para México. En las obser­vaciones que elaboró el secretario de la sagrada congregación sobre di­cha nota, el 9 de agosto de 1830, se concretaban las pretensiones de España y la posición de la santa sede al respecto.

En primer lugar, España consideraba que había una promesa por parte de la santa sede, "desde hace mucho tiempo de no hacer ningún nombramiento de obispos, tanto para una como para la otra América española, sin ponerse antes de acuerdo con su Majestad Católica, sobre los sujetos que deseen nombrarse". Al respecto, la santa sede conside­raba que no existía tal promesa. En el caso de México, incluso, se había mostrado algún respeto en la nota de la secretaría de Estado del 12 de mayo de 1829, en que se decía que como las necesidades de la Iglesia de México eran bien conocidas no se dudaba que el rey de España, "modelo de virtudes católicas" acudiría en su solicitud.

El tercer punto asentado por el embajador de España era más serio porque señalaba que, respetando Roma el acuerdo o promesa de la santa sede, era suficiente con que nombrara vicarios apostólicos como se ha­bía hecho en la América meridional. A este respecto, la santa sede se veía obligada a explicar claramente la forma como pretendía "restable­cer el orden episcopal en México, y conservarlo en las otras Colonias ya sujetas a la dominación española". En conjunto, la santa sede consideró que no opinaría sobre la manera y forma con la cual se proveería al restablecimiento del orden episcopal en México y otros países americanos, una vez sujetos a la monarquía española. En segundo lugar, no hacer ningún compromiso, en "orden a la calidad de los sujetos a promo­ver". Las entrevistas que se habían sostenido con el diputado de Méxi­co darían razón a esos sentimientos. De ahí que se debería contestar al embajador de España con lo que había declarado el santo padre el 3 de agosto de ese mismo año 1830, que, "los deberes que pesan sobre

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el jefe de la Iglesia Católica, no pueden ser sofocados, y mucho menos disimulados, sin ser responsable ante Dios y ante los hombres de haber faltado a su ministerio apostólico" ,63

En las negociaciones primeras con Vázquez, la santa sede había considerado designar obispos in partibus. Pero esa decisión sentaba un precedente: la nación mexicana era tratada como un territorio de infieles. Ante ese trato el canónigo Vázquez presentó una fuerte argumentación, el 8 de noviembre de 1830, sobre las razones por las que su gobierno no consideraba conveniente que se nombraran obispos in partibus in fide- lium.64 Consideraba Vázquez que ese nombramiento, "reduciría a la Igle­sia mexicana a un estado más infeliz que el que tuvo en su cuna, cuando sólo se componía de neófitos. Para esos nombramientos de obispos in partibus, ni la República, ni la Iglesia mexicana, han dado motivo, y así, mirándolo por su propio decoro, se resiste a un ignominioso retroceso que ofende su pundonor a la faz del mundo católico".

Para atender al canónigo Vázquez, la secretaria de Estado lo puso en contacto con monseñor Frezza, arzobispo de Calcedonia y secretario de la congregación de asuntos eclesiásticos extraordinarios, según la nota de Giuseppe Albani del 3 de agosto de 1830.65 A pesar de la defen­sa que hiciera Vázquez de la necesidad de que la santa sede nombrara obispos propietarios, monseñor Frezza le comunicó, el 9 de agosto, que el papa no se decidía por el temor a la inestabilidad del país y de los gobiernos de México, por la experiencia que se había tenido con Gua­temala que había expulsado de su sede al arzobispo y por la falta de idoneidad de los individuos propuestos para ocupar las sedes vacan­tes. Como era de esperarse, Vázquez debatió uno a uno los argumentos dados por monseñor Frezza en su nota del mismo 9 de agosto. Las ideas vertidas serían sostenidas a lo largo de agosto: el gobierno de México era estable y los obispos, aun cuando se cambiara de gobierno, no se­rían expulsados de sus diócesis.

Como era uno de los designados para ocupar la diócesis de Puebla, le aclaró a Frezza que lo quitara como candidato. Él no había ido a Eu­ropa para procurarse una mitra, "sino para hacer un servicio a la patria y

63 Observaciones sobre la nota del embajador de España dirigida a la Secretaría de Estado el9 de agosto de 1830. Archivo Secreto del Vaticano, Luis Ramos, Del Archivo Secreto Vaticano, LaIglesia y el estado mexicano en el siglo XIX, México, UNAM/Secretaría de Relaciones Exteriores, 1997, pp. 73-76.

64 Francisco Pablo Vázquez al cardenal Albani, Secretario de Estado de Su Santidad Pío VIII, el 8 de noviembre de 1830 (AGN, ASV, carpeta 5, fojas 00797-00810).

65 Roberto Gómez Ciriza, op. cit., p. 233.

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PROVISIÓN DE LAS SEDES DIOCESANAS VACANTES EN MÉXICO (1825-1831) 329

a la religión y contribuir a la tranquilidad de tantas conciencias, y para conservar la buena moral y el Evangelio en mi país..."66

El primer nombramiento de obispos lo hizo Pío VIII, el 30 de octu­bre de 1830, aun cuando habían sido rechazados por Vázquez porque habían sido designados obispos in partibus, de ahí que devolvió los breves de vicarios apostólicos el 8 de noviembre de 1830. Parecía que la misión diplomática se había conducido al desastre. Sobre todo, porque Pío VIII, de manera independiente de la oposición de Vázquez, envia­ría los breves de los designados al ministro Alamán. La defensa, casi insólita de Vázquez, para que la santa sede nombrara obispos propieta­rios para México y la insistencia de la santa sede de nombrar obispos in partibus llevaron al representante de México a plantear su retirada de Roma antes de aceptar esa medida, que consideraba denigrante para México. Así que pidió que se le extendiese su pasaporte.

El cardenal Albani realizó gestiones privadas, a través de monse­ñor Frezza y el padre jesuita Peña para que convencieran a Vázquez de que no saliera de Roma, bajo la promesa de que se nombrarían obis­pos propios.67 Para entonces, el cardenal Albani estaba convencido ple­namente de la justicia de las peticiones de Vázquez. En medio de las negociaciones, Pío VIII murió el 30 de noviembre de 1830 y monseñor Albani, como consecuencia, dejó de ser secretario de Estado. La coyun­tura introducía un nuevo compás de espera en la negociación mexicana. Fue entonces elegido, enmedio de una gran actividad de la corte española, Bartolomeo Alberto Cappellari, quien asumió el nombre de Gregorio XVI. Como secretario de Estado nombró al cardenal Tommaso Bernetti.68 Tanto el papa como su secretario de Estado mostraron interés en resol­ver el asunto de la Iglesia en México. Fue él quien decidió preconizar en el primer consistorio que celebraría a los seis obispos propietarios para la Iglesia mexicana.

La precaria situación de la Iglesia en México, la confianza que se tuvo en el gobierno de Alamán-Bustamante, en particular, y la relación especial que tuvo el canónigo de Puebla con el cardenal que se conver­tiría en el papa Gregorio XVI, condujo al nombramiento de los obispos mexicanos para las sedes vacantes. El 27 de febrero se le informó a Váz­quez que en el consistorio del día siguiente el papa preconizaría a los obispos titulares, o mejor dicho, propietarios, de México. Como se le

66 Idem, p. 243.67 Alcalá, op. cit., p. 210.68 En 1836 nombró al que fuera nuncio en Paris, Luigi Lambruschini.

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330 MARTA EUGENIA GARCÍA UGARTE

informó, el papa Gregorio XVI había nombrado los obispos de México el 27 de febrero, incluyendo a Vázquez para Puebla. Los obispos desig­nados fueron los recomendados por el gobierno. Fueron preconizados en el consistorio del 28 de febrero de 1831. Era la primera vez que Roma nombraba obispos para la que fuera la Nueva España sin que hubieran sido presentados por la corona española. El consejo de Estado de España recomendó al rey aceptar que el patronato había sufrido un secuestro, sin que hubiera impedimento para que él, una vez que recuperara sus antiguos dominios, pudiera removerlos. Entonces concluyó, de manera oficial, la oposición de España a las disposiciones de la santa sede.69

El cardenal Cario Odescalchi consagró a Francisco Pablo Vázquez en Roma el 6 de marzo de 1831. Al día siguiente, el obispo Vázquez anunció al cardenal Bernetti su salida de Roma para regresar lo más pronto a su país. Como pudiera darse el caso que surgieran algunos asuntos entre la santa sede y el gobierno de México, el señor Ignacio Tejeda quedaría al cuidado de ellos, hasta que el gobierno de México enviara otro repre­sentante para encargarse de la legación de Roma.70 A su regreso a Méxi­co, el 6 de junio, "a bordo de la fragata Galatea", ya como obispo de Puebla, de inmediato se comunicó con el gobierno manifestando la necesidad que había de consagrar pronto a los obispos, que eran los primeros de la época independiente.71 El gobierno dio el pase a las bu­las y rescriptos de los obispos mexicanos, aceptando el juramento pro­puesto por Vázquez para superar la ausencia de la cláusula cum onore divisionis. Al fin la jerarquía eclesiástica mexicana se había restablecido en el país. Quedaban pendientes Oaxaca y México porque sus titulares vivían en España, Yucatán y Hermosillo, cuyos nombramientos se atra­saron por el cambio de gobierno en 1832.

69 Alcalá, op. cit., pp. 225-227.70 Luis Ramos, op. cit., p. 98.71 Carta de Francisco Pablo Vázquez, del 9 de junio de 1831, dirigida al Consejo de Gobierno,

(AGN, t.103).

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¿Disciplinar o castigar? Sacerdotes y política

EN EL OBISPADO DE MlCHOACÁN (1831-1850)

Moisés Ornelas Hernández*

La Iglesia mexicana y los obstáculos republicanos

Durante la administración de los primeros gobiernos republicanos, la Iglesia mexicana y el gobierno federal enfrentaron tres obstáculos centra­les que impedían tanto el pleno funcionamiento de la institución ecle­siástica como la sana convivencia entre ambas autoridades. Estas trabas eran: la provisión de curatos, las prebendas vacantes en los cabildos y la acefalía existente en las sillas episcopales de un buen número de los obispados. Todas ellas necesitaban pronta solución a fin de normalizar la vida eclesiástico-institucional de cada una de sus diócesis, por ser factores que redundarían en la administración del culto católico en los pueblos de cada una de ellas. Sin embargo, la Iglesia mexicana vio pos­tergada la solución a dichos obstáculos en gran medida por el estan­camiento legal existente entre el gobierno federal y la curia romana que no llegó a un arreglo en el ejercicio del patronato.

No obstante, las dificultades políticas cedieron a la insistencia de las autoridades civiles y eclesiásticas, que durante más de ocho años no dejaron de percibir que convenía a ambos el arreglo de los problemas de la Iglesia mexicana. Así pues, el primero de los obstáculos encontró solu­ción por medio de la ley federal de provisión de curatos, dictada el 22 de mayo de 1829, que ordenó el concurso de las parroquias y sacristías vacan­tes en los obispados, que se llevó a cabo de manera formal en las diócesis a mediados de 1830.

Por su parte, la acefalía existente en las sillas episcopales, sin duda el problema más importante para la Iglesia mexicana, corrió la misma suerte

* Universidad Nacional Autónoma de México.

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332 MOISÉS ORNELAS HERNÁNDEZ

que la provisión de curatos. La falta de acuerdos políticos con la santa sede por cerca de una década obligó a que el gobierno de las diócesis quedara depositado y administrado por los cabildos eclesiásticos. Di­cha corporación eclesiástica no escatimó esfuerzos para subrayar al go­bierno federal la urgencia de llegar a un acuerdo con la curia romana en el asunto del patronato, para obtener así el nombramiento de obispos que pusiera fin a la acefalía en la mayoría de las diócesis mexicanas.

La Iglesia de Michoacán —una de las diócesis más extensas de la Iglesia mexicana que atendía buena parte de los curatos ubicados en los estados de San Luis Potosí, Guanajuato y Michoacán y algunos locali­zados al oriente del Estado de México — no estuvo exenta de dichos problemas, pues su mando episcopal quedó acéfalo desde finales de la época colonial hasta iniciada la tercera década del siglo XIX. Durante dicho lapso, el cabildo eclesiástico de Michoacán desempeñó un papel político-administrativo de vital importancia en el gobierno de la dióce­sis. La corporación eclesiástica en sede vacante trató de solventar las emergencias políticas en el ámbito local y regularizar, en la medida de lo posible, la vida eclesiástico-institucional, pero nunca dejó de subra­yar al gobierno federal que el obispado de Michoacán necesitaba de un prelado nombrado y consagrado que pusiera fin a la acefalía en su mando episcopal por más de dos décadas, medida política que normalizaría el funcionamiento de la Iglesia michoacana.

El gobierno de la diócesis exigió a los integrantes del cabildo ecle­siástico michoacano destreza para salvar los diferentes obstáculos eclesiásticos y políticos que la condición de acefalía generaba. En este último rubro, durante dicho periodo, existió un escollo que, por sus implicaciones, orilló a la corporación a convertirse en mediador políti­co: las fricciones que producía la relación de los sacerdotes y la feligre­sía, debido a la creciente participación de los curas párrocos en la vida pública de los pueblos, factor que lo obligó a participar como contrapeso frente a las autoridades civiles locales. En efecto, conservar la armonía en dicha relación fue una de las tareas más difíciles que el cabildo enfrentó, pues la conducta política de sacerdotes y religiosos estuvo siempre en el límite con las autoridades civiles locales. La influencia que los eclesiás­ticos tenían sobre la feligresía en asuntos de política en el ámbito local fue, la mayoría de las veces, contraria a los propugnados por los gobier­nos republicanos, factor que enrareció la convivencia política con las autoridades civiles en la diócesis de Michoacán que, a la postre, llevó a un doloroso enfrentamiento.

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¿DISCIPLINAR O CASTIGAR? SACERDOTES Y POLÍTICA 333

En este sentido, cabe subrayar que la participación política de los eclesiásticos traía consigo una inercia propia que resultó fortalecida du­rante la guerra de independencia por el papel protagónico que desem­peñaron los sacerdotes en el movimiento insurgente y que, como veremos, más adelante, formó parte natural de la vida política de la incipiente república durante las primeras décadas del México independiente, perio­do en el que los lazos de la mancuerna política entre el Estado y la Igle­sia se mantuvieron firmes.1

En efecto, durante la acefalía en el mando episcopal, el cabildo ecle­siástico en sede vacante enfrentó tres renglones específicos de gobierno que fueron las principales fuentes de conflicto político-eclesiásticas: el diezmo, la administración de los curatos y la conducta política de los sacerdotes. Todos hacían ver la urgente necesidad de que, a corto pla­zo, la diócesis volviera a tener un obispo al frente de su gobierno.

En lo que respecta al tercer renglón, la prolongada acefalía episco­pal, como apuntamos, provocó que el orden pastoral sufriera un relaja­miento, factor que favoreció la participación política de los curas párrocos en los pueblos de la diócesis de Michoacán, pues en muchas ocasiones extralimitaron los márgenes permitidos a su investidura, lo que provocó frecuentes fricciones con los representantes de las autoridades civiles de los pueblos, los cuales reclamaron a las autoridades de la mitra frenar los excesos políticos de los sacerdotes en sus respectivos curatos. La cercanía de éstos con la feligresía los situaba como una fuente importante de opinión, lo que preocupó a los gobiernos civiles que, desde los albo­res de la primera república federal, comenzaron a cercar cada vez más sus actividades pastorales y políticas, preludio de un creciente anticle­ricalismo que cobraría fuerza al transcurrir las primeras décadas del siglo XIX.

La tribuna política por excelencia de los sacerdotes fue el púlpito, utilizado para criticar las medidas políticas de los gobiernos republica­nos en turno cuando éstas comprometían los intereses de la Iglesia, y des­de ahí arengaron a su feligresía a desobedecer los mandatos del gobierno civil, lo que desembocó en una pugna en la que los curas párrocos fue­

1 Anne Staples, "La participación política del clero: Estado, Iglesia y poder en el México independiente", en Andrés Lira González y Brian F. Connaughton, Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México, México, UAM-Iztapalapa/Instituto Mora, 1996, pp. 333-351. Al respecto véase el importante trabajo de William B. Taylor et al., Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligre­ses en el México del siglo XVIII, 2 vols., México, El Colegio de Michoacán, 1999.

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334 MOISÉS ORNELAS HERNÁNDEZ

ron los actores principales en las contiendas públicas, intervención que contrariaba los principios republicanos.

Durante el periodo de acefalía episcopal, las autoridades civiles de los pueblos de la diócesis de Michoacán denunciaron la participación po­lítica de los sacerdotes al protagonizar pleitos utilizando la fuerza, lla­mando a desobedecer las órdenes de los gobiernos republicanos y por verse implicados de manera directa en levantamientos populares como sucedió en León y Zamora a mediados de 1828, en donde los sacerdo­tes desempeñaron un papel principal como actores políticos de pri­mer orden.

Así pues, el objetivo principal del presente trabajo será analizar cuáles fueron los resultados del obispo Gómez de Portugal en su mi­sión de disciplinar al clero de su diócesis y frenar la creciente partici­pación política de los sacerdotes, problema que, como explicamos, recibió como herencia de la sede vacante y que estaría presente durante buena parte de su gestión pastoral. El tema de dicha confrontación po­lítica entre ambas instancias será abordado a partir del análisis de dife­rentes casos que darán cuenta de la magnitud del problema en los pueblos de la diócesis en los distintos momentos políticos por los que pasaron la Iglesia y los gobiernos republicanos hasta llegar a la segun­da mitad del siglo XIX, fecha en la que el obispo Gómez de Portugal falleció y dejó la silla episcopal a Clemente de Jesús Munguía.

Aunque cabe señalar que, antes de proceder al análisis mismo de las disputas políticas entre los sacerdotes y las autoridades civiles locales en el obispado, procederemos a describir y analizar las circunstancias igual­mente importantes que rodearon la elección del obispo y que llevó al enfrentamiento político a José Trinidad Salgado, gobernador de Mi­choacán, con el cabildo eclesiástico que, sin duda, fueron el preludio de las disputas por venir.

Fin de la acefalía

La presión política de las autoridades civiles y eclesiásticas, ejercida durante buena parte de la tercera década del siglo XIX para lograr un acuerdo con el Vaticano a fin de nombrar obispos en las diócesis vacantes de la república mexicana, rindió frutos. En efecto, el gobierno de la re­pública emitió el decreto del 17 de febrero de 1830, que formalizó la posi­

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¿DISCIPLINAR O CASTIGAR? SACERDOTES Y POLÍTICA 335

bilidad de ocupar las sillas episcopales de al menos seis de los obispa­dos que se encontraban sin obispo electo, entre ellos el de Michoacán.2

Este ordenamiento legal exigió a los cabildos eclesiásticos la pro­puesta de candidatos de los que saldría electo uno que sería presentado a la curia romana. Un año después, el gobierno del vicepresidente Anasta­sio Bustamante secundó la disposición anterior, por medio de una ley federal promulgada el 16 de mayo de 1831, en la que exigió a los gobier­nos de los estados y a los cabildos eclesiásticos dar los pasos necesarios para proveer los puestos vacantes en las sillas episcopales de sus igle­sias catedrales, en caso de no haberlo hecho ya. El 7 de noviembre del mismo año, el gobierno federal volvió a recordar a los gobiernos estatales la obligación de elaborar la lista de candidatos, ya que de no recibirla en un plazo de sesenta días, perderían el derecho de veto sobre los candi­datos presentados.3

Aunque la ley de 17 de febrero de 1830 formalizó la provisión de los obispados vacantes en la Iglesia mexicana, los trabajos encaminados a concretar los nombramientos de los prelados comenzaron con anteriori­dad en los cabildos eclesiásticos de las diócesis mexicanas.

En efecto, el 23 de septiembre de 1829 el gobierno federal ordenó al cabildo eclesiástico de Michoacán elaborar a la brevedad una lista de individuos entre el clero secular y regular que a su juicio fuesen aspi­rantes a ser promovidos a la dignidad episcopal. La corporación ecle­siástica acusó recibo del comunicado el 28 de septiembre, y prometió meditar a conciencia la relación de los aspirantes a ocupar tan distin­guido cargo.

Así pues, el 20 de octubre de 1829, después de un trabajo arduo, el cabildo eclesiástico de Michoacán envió al ministerio de justicia y negocios eclesiásticos la lista de candidatos electos por unanimidad de votos y eran: Juan Bautista de Arechederreta y Escalada, prebendado de la santa Iglesia metropolitana de México; José María Hermosa, canó­nigo de la santa Iglesia de Oaxaca; Juan Francisco Contreras, cura y juez eclesiástico de la ciudad de Guanajuato; Juan Cayetano Gómez de Por­tugal y Solís, diputado al congreso de la Unión; fray Luis Ronda, pro­vincial de religiosos franciscanos de Michoacán; fray José Joaquín Caballero, ex provincial de religiosos agustinos de Michoacán; Luis

2 Las cinco diócesis aparte de la de Michoacán que se encontraban en sede vacante eran: Guadalajara, Puebla, Durango, Chiapas y Nuevo León.

5 Anne Staples, La Iglesia en la primera república federal mexicana (1824-1835), México, Secreta­ria de Educación Pública, 1976 (SepSetentas, 237), p. 67.

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Mendizábal, cura y juez eclesiástico de Jalapa; Francisco Mendizábal, cape­llán de religiosas capuchinas de México; y Pablo Domínguez, secretario del gobierno de la diócesis.

El criterio principal para integrar la lista, subrayó el cabildo, fue tomar en cuenta a eclesiásticos nativos del obispado, pues esta medida sería acorde con la voluntad prevaleciente en los pueblos de la diócesis, por dicha razón no figuraron los nombres de los capitulares en activo, pues buena parte de ellos provenían de otras diócesis. La lista de candi­datos debía recibir, conforme a los protocolos marcados por la ley de provisión de obispados, el visto bueno de los gobernadores civiles de los estados que abarcaba la jurisdicción de la diócesis de Michoacán. De los tres gobernadores, sólo José Trinidad Salgado, de Michoacán, expresó sus observaciones, pues cuestionó los criterios del cabildo. Para sorpresa de la mitra, el funcionario estatal demeritó la trayectoria de los eclesiás­ticos y calificó a algunos de ellos como personas non gratas debido a sus ideas políticas, contrarias al gobierno de la república.4 Para el funciona­rio michoacano, el único rescatable de la lista era el doctor Juan Cayetano Gómez de Portugal.5 Éste, en opinión del gobernador, cubría ampliamente los requisitos necesarios para ocupar la silla episcopal, pues confesó que tenía los mejores informes acreditados sobre dicho eclesiástico por sus virtudes y preparación académica. Pero, sobre todo, lo respaldaba su pro­bado patriotismo.6

Como era de suponerse, la respuesta del gobernador molestó so­bremanera al cabildo eclesiástico de Michoacán, al excluir de un solo golpe a ocho de los candidatos propuestos por la corporación y dejar como único aspirante firme a Gómez de Portugal. El cabildo calificó la conducta de

4 Lista de aspirantes a ocupar el obispado de Michoacán elaborada por el cabildo eclesiástico de dicha diócesis fechada en Morelia el 28 de febrero de 1829, en Archivo General de la Nación, México (en adelante AGNM), Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 86, legajo 28, año 1829, fs. 46-83.

5 Juan Cayetano Gómez de Portugal y Soils nació en el pueblo de San Pedro Piedra Gorda, Guanajuato, el 17 de julio de 1783; realizó una brillante carrera literaria en el seminario de Guadala­jara, donde se ordenó sacerdote. En 1815 fue nombrado cura párroco del pueblo de Zapopan. En la Universidad de Guadalajara obtuvo el grado de doctor en teología; apoyó de manera fervien­te la independencia, posición que lo llevó a ocupar cargos públicos en la diputación provincial de Jalisco y consejero de Estado. Fue representante por Guanajuato en tres legislaturas en el con­greso general y senador por el estado de Jalisco. Desde dicha tribuna política combatió la ley de expulsión de españoles y realizó modificaciones a las instrucciones del enviado de la república en Roma. El pleno de la cámara de diputados lo nombró su presidente en tres ocasiones; militó en sociedades literarias que lo incorporaron en su seno (datos tomados de José Guadalupe Rome­ro, Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de Michoacán, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1862, pp. 21-22.

6 Ibid.

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¿DISCIPLINAR O CASTIGAR? SACERDOTES Y POLÍTICA 337

Salgado como irresponsable, por atreverse a cuestionar, sin el menor em­pacho, la inclusión de tan destacados eclesiásticos michoacanos.

A fin de sanear la designación del obispo, los capitulares mi­choacanos hicieron una nueva propuesta al vicepresidente Anastasio Bus­tamante: remitir una nueva lista de candidatos y retirar al funcionario michoacano la facultad de excluir a algunos de los nominados. Con ello esperaban equilibrar la designación del prelado, de tal manera que no luciera como una elección vertical.7

Sin embargo, las objeciones del cabildo no tuvieron las repercusio­nes deseadas, ya que predominó en el ánimo del gobierno federal la influencia política del gobernador Salgado; así que la designación de Juan Cayetano Gómez de Portugal se consumaba. En efecto, el 24 de marzo de 1830, el ministerio del ramo comunicó a Gómez de Portugal la deci­sión del vicepresidente de la república para que aquél ocupara la silla episcopal de la diócesis de Michoacán. El gobierno oficializó el nom­bramiento de manera inmediata al comunicarlo a Francisco Pablo Váz­quez, representante de México en Roma, para que éste procediera a hacer la presentación a la curia romana.

No obstante, fue hasta el 26 de mayo de 1831, que el obispo electo conoció la confirmación papal con entusiasmo y esperaba contar con la bula para proceder a realizar el juramento civil y su consagración religio­sa y, con ello, asumir el mando eclesiástico del obispado de Michoacán. Cubrió los requisitos civiles y eclesiásticos el 16 de julio de 1831, en el salón principal de palacio, frente a Anastasio Bustamante, vicepresi­dente de la república, secundado por ministros de su gabinete y en la catedral metropolitana, ceremonia que estuvo a cargo de Francisco Pa­blo Vázquez. Después de cumplir dichos menesteres, el obispo Gómez de Portugal llegó a Morelia el 25 de julio de 1831, enmedio de una emotiva recepción por parte de los habitantes de la ciudad, sede de la diócesis, y se colocó al frente del gobierno eclesiástico. Este acto canónico regula­rizó la vida institucional del obispado y liberó de esa responsabilidad al cabildo eclesiástico, pero, sobre todo, al vicario capitular Ángel Ma­riano Morales, quien había asumido el control mientras permaneció vacante.8

7 Protesta del cabildo eclesiástico de Michoacán, al ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, a propósito de la conducta política de José Trinidad Salgado, gobernador de dicha entidad observada en la

elección de obispo, en AGNM, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 86, legajo 28, año 1829, fs. 61-62v.8 Aviso de Juan Cayetano Gómez de Portugal, obispo de Michoacán, al ministerio de Justicia y Nego­

cios Eclesiásticos, de su llegada a Morelia y asumir las riendas del gobierno de la diócesis, en AGNM, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 102, legajo 34, año 1831, fs. 300-300v.

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La llegada del doctor Gómez de Portugal a la silla episcopal, sin duda, puso fin a una época y abrió otra en la Iglesia de Michoacán. Sin embargo, las tareas eclesiásticas que esperaban al obispo no presa­giaban una cómoda gestión episcopal, pues los asuntos internos pendien­tes en el obispado —como era el caso de la participación política de los sacerdotes en los asuntos públicos— no era una tarea fácil de resolver. En este aspecto, el objetivo del obispo sería revertir el proceso de enco­no que sufría el clero de su diócesis por parte del poder civil y frenar el clima de persecución, motivado por las desavenencias políticas sur­gidas en los últimos ocho años, que caldearon la relación cotidiana en buena parte de los pueblos de la diócesis de Michoacán, que analizare­mos a continuación.

La piedra en el zapato del obispo: ¿disciplinar o castigar?

A la llegada del obispo Juan Cayetano Gómez de Portugal a la diócesis, el gobierno de la mitra de Michoacán no dejó de recibir quejas de las autoridades civiles de los pueblos, en demanda de su intervención para contener la participación política abierta que los sacerdotes tenían en los asuntos públicos en sus respectivos curatos, motivadas por los aconte­cimientos políticos que alteraron la tranquilidad pública del obispado. En efecto, las autoridades civiles de los pueblos solicitaron, en la mayoría de los casos, la salida de los clérigos de sus demarcaciones, por ser in­sostenible su permanencia, dada la gravedad de su participación en los eventos políticos locales.

Así, por ejemplo, el 21 de febrero de 1832, a escasos meses de la lle­gada del obispo, el prefecto del partido sur de Michoacán relató la presencia en los pueblos de Coalcomán y Aguililla que tenía Juan José Codallos,9 un militar disidente proguerrerista levantado en armas contra el gobierno de Anastasio Bustamante. El funcionario local denunció que buena parte de los adeptos que el rebelde tenía en la región eran fruto del trabajo político realizado por el bachiller José Antonio Méndez de

9 El general Juan José Codallos fue uno de los organizadores de la llamada "guerra del Sur", insurrección política iniciada en marzo de 1830 al mando de Vicente Guerrero y Juan Álvarez, dirigida contra el régimen de Anastasio Bustamante que operó en los pueblos michoacanos su­reños de Aguililla, Apatzingán, Tacámbaro, Zirándaro y Uruapan, entre otros. Al respecto véase José Bravo Ugarte, Historia sucinta de Michoacán, México, Morevallado Editores, 1995, pp. 396-399.

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¿DISCIPLINAR O CASTIGAR? SACERDOTES Y POLÍTICA 339

Torres entre la feligresía de dichos pueblos sureños, de manera especial en Aguililla. El funcionario, como era de esperarse, a fin de evitar futuros pronunciamientos en la región sugirió a las autoridades de la mitra la salida del eclesiástico, quien aún se encontraba en dicho pueblo. Asi­mismo, el prefecto denunció al cura párroco del pueblo de Huetamo por alentar la desobediencia civil en los habitantes de este pueblo.10

Unos meses después, el 10 de septiembre de 1832, el prefecto del partido oriente de Michoacán, región aledaña a la sede obispal de Mo­relia, denunció la participación política del religioso José Rosa Ángel, vi­cario de Jungapeo, en un levantamiento originado en este pueblo contra el régimen federal. El prefecto subrayó que la participación del religioso fue públicamente conocida. Por ese motivo, no dudó en exigir a las au­toridades de la mitra la salida del eclesiástico de Jungapeo.11 Entre los argumentos esgrimidos por el funcionario civil para exigir la salida del religioso estuvieron los comentarios que a favor de Santa Anna y de sus seguidores realizaba públicamente entre la feligresía, factor que alteró la tranquilidad pública al dejar mal parado al gobierno federal. La con­ducta del religioso llamó la atención del gobernador José Trinidad Sal­gado, quien no dudó en exigir la intervención de las autoridades de la mitra para detener sus excesos.12 En este sentido, conviene recordar que la relación entre el gobernador Salgado y el obispo aún permanecía en buenos términos (como resultado del apoyo político que Gómez de Portu­gal recibió del primero en su elección como obispo) y ambas instancias trataban de salvar los obstáculos políticos que pudieran dañar la convi­vencia cotidiana de las dos potestades.

Sin embargo, la armonía política pronto llegaría a su fin y los mo­mentos críticos se incrementaron en la medida en que transcurrió la gestión episcopal de Gómez de Portugal al frente de la Iglesia de Mi­choacán. El 5 de agosto de 1833, José Trinidad Salgado, gobernador michoacano, denunció ante Miguel Ramos Arizpe, ministro de justicia y negocios eclesiásticos, la participación política del bachiller José María

10 Solicitud del prefecto del departamento del sur de Michoacán para que salga del pueblo de Aguililla el bachiller ]osé Antonio Méndez de Torres acusado de apoyar al disidente Codallos, en Archivo Histó­rico Manuel Castañeda Ramírez (en adelante ahmcr), Diocesano/Gobierno/Correspondencia/ Autoridades Civiles/1831-1835, exp. 106, caja 36, año 1832, 3 fs.

11 Denuncia del prefecto del departamento del oriente de Michoacán contra fray José Rosa Ángel, vicario del pueblo de Jungapeo, por su conducta política observada en su ministerio pastoral, en ahmcr,

Diocesano/Gobierno/Correspondencia/Autoridades Civiles/1831-1835, exp. 106, caja 36, año

1832, 4 fs.12 lbid.

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Bahamonde, cura párroco del pueblo de Ixtlán, perteneciente a Zamora, en el levantamiento armado contra el gobierno federal y la consecuente alteración de la tranquilidad pública.13 En su denuncia, el gobernador Salgado conminó al ministro a exigir la intervención del obispo a fin de llamar a la cordura al clero de su diócesis para que se abstuviera de participar en sublevaciones contra el gobierno federal.14

El obispo Gómez de Portugal confesó al ministro que conoció a través de la prensa de la ciudad de Morelia la participación política del bachiller Bahamonde en el pueblo de Ixtlán, el 12 de agosto de 1833. Sin embar­go, la abierta intervención del sacerdote en ese levantamiento no se mencionó en parte oficial alguna del gobierno, y la mitra no recibió denun­cia al respecto, por lo que no había tomado ninguna medida contra el cura, además de que el obispo estaba por volver a la ciudad de Morelia de su visita pastoral.

Sin embargo, el prelado, visiblemente molesto, realizó un fuerte extrañamiento a José Miguel Bahamonde, cura de Zamora y herma­no del acusado, porque nada comunicó a sus superiores; así que ordenó que a la brevedad lo pacificara y lo trasladara al convento de San Fran­cisco de Irapuato, donde permanecería recluso hasta formársele el juicio eclesiástico correspondiente. Para sorpresa del prelado, el cura de Za­mora no respondió a las instrucciones giradas en los siguientes términos: "y le prevengo intime en mi nombre a su hermano, deponga las armas, y pase recluso hasta nueva orden, al convento de San Francisco de Irapua­to y aun no es tiempo que conteste".15

La situación política que provocó el cura Bahamonde en el pueblo de Ixtlán obligó al obispo a emitir una carta pastoral en la que llamó a la calma a su rebaño, a fin de contener la participación de los eclesiásticos y feligresía en los asuntos públicos y, sobre todo, los convocó a obede­cer a las autoridades civiles.

Como podemos advertir, la llegada del obispo a la Iglesia de Michoacán no marcó un alto a las incursiones políticas de los curas párrocos en los pueblos de la diócesis. Por el contrario, la injerencia se mantuvo a me­dida que transcurrió la gestión del prelado, lo que enrareció en muchas ocasiones la relación de los clérigos con el obispo y con las autoridades

13 Informe sobre el destierro del bachiller José María Bahamonde, cura párroco del pueblo de Ixtlán perteneciente a Zamora, acusado de apoyar el levantamiento armado contra el régimen federal, en AGNM,

Justicia y Negocios Eclesiásticos, sin clasificar, exp. s/n., año 1833, 18 fs.14 Ibid.15 Ibid.

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locales. Por lo que truncar la participación de los sacerdotes en los asuntos públicos no sería una cuestión fácil de realizar, si tomamos en cuenta el papel político que los sacerdotes desempeñaban en los pueblos. Este factor incidió de manera directa cuando, en el seno del gobierno federal, se presentaron complicaciones políticas como los pronuncia­mientos de distinta filiación partidista o, en su caso, a los impulsos re­formistas que tuvieron repercusiones en el ámbito local.

Por ejemplo, el 24 de octubre de 1835, Luciano Tovar, cura párroco del pueblo de Sahuayo, denunció ante el obispo Gómez de Portugal los problemas suscitados con un individuo de filiación liberal. To­var llamó la atención en público al sujeto por distribuir un pasquín en el que se atacaba a la Iglesia; como el increpado era cercano a Gordiano Guzmán16 y presumía de gozar de influencia política en el ayuntamien­to, orquestó una persecución contra el párroco.17 En este sentido, podemos aventurar que la persecución del sacerdote obedeció a que en el ámbito local de Sahuayo de tendencia liberal la intromisión del clero se inter­pretó como una acción pastoral en defensa de los postulados políti­cos del centralismo.

Los problemas, apuntó el sacerdote, sufrieron un incremento cuan­do el eclesiástico negó rebajas en el cobro del diezmo y de los derechos parroquiales estipulados por el reglamento y arancel de ambos ingre­sos eclesiásticos. Asimismo, señaló que dicho personaje, empeñado en mostrar su irreverencia hacia los símbolos católicos, no dejó pasar ocasión para manifestarla. Así sucedió una noche que regresaba a su casa cural: "frente a mi casa en compañía de otros dos, de la misma inmoralidad y opiniones echados largo a largo en la mitad de la calle, al tiempo en que estaban tocando las oraciones de la noche: me irrité por esto que me pareció un insulto [...] lo reprendí en el acto y me contestó 'que ellos de sus acciones sólo eran responsables a Dios' ".18

16 El general Gordiano Guzmán era un militar de filiación liberal que luchó junto a Juan José Codallos en la región sur del estado de Michoacán por los principios federalistas. Al respecto véase Gerardo Sánchez, "Los vaivenes del proyecto republicano. 1824-1855", en Enrique Flores- cano, Historia general de Michoacán, vol. III, El siglo XIX, México, Estado de Michoacán, Instituto Michoacano de Cultura, 1986, pp. 16-19; Jaime Olveda, Gordiano Guzmán, un cacique del siglo XIX, México, INAH/Centro Regional de Occidente, 1980, y Juan Ortiz Escamilla, "El pronunciamiento federalista de Gordiano Guzmán", 1837-1846, en Historia Mexicana, vol. 28, núm. 2, [150], oct- dic., 1988, pp. 241-282.

17 Carta de Luciano Tovar, cura párroco del pueblo de Sahuayo, a Juan Cayetano Gómez de Portugal,obispo de Michoacán, sobre los problemas con un sector de la feligresía de filiación liberal, en ahmcr, Diocesano/Gobierno/Correspondencia/ Autoridades Civiles/1832-1835, exp. 128, caja 440, año 1835, 5 fs.

18 Ibid.

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Como vemos, la convivencia cotidiana de los curas en los pueblos no estuvo exenta de dificultades con la feligresía. Fueron más proclives a sufrir esta clase de desafíos públicos, hechos en represalia por no con­validar las posturas políticas de las autoridades civiles en detrimento de las costumbres religiosas tan enraizadas en la vida de los pueblos, que tanto molestaron al cura de Sahuayo.

En los años siguientes, las autoridades de la mitra de Michoacán reci­bieron quejas frecuentes de los funcionarios locales de las diferentes regiones de la diócesis. Éstos denunciaban la participación directa de los sacerdotes en pronunciamientos políticos y demandaron acciones con­cretas para frenar la intervención de los eclesiásticos en los actos políticos y evitar que extralimitaran sus funciones en perjuicio de su investidura frente al poder público.

Así, por ejemplo, a finales de 1836 el cura párroco del pueblo de Charo se vio involucrado en la organización de un pronunciamiento con­tra el gobierno, que no fructificó pues las juntas que planeaban la insu­rrección fueron descubiertas. El 14 de diciembre, el gobernador de Michoacán solicitó a la mitra una averiguación sobre la conducta del cura al mismo tiempo que denunció la asistencia del sacerdote a las reunio­nes en las que llegó, dada su participación principal en los preparativos, a sostener acaloradas discusiones con los asistentes e incluso a liarse a golpes con algunos de ellos. El gobierno michoacano exigió averiguar las anomalías para propinar al referido cura, en caso de hallarlo culpa­ble, un escarmiento ejemplar.19

En este sentido, los pueblos de Guanajuato —como el resto de los del obispado— no estuvieron exentos de estos problemas. El 8 de noviem­bre de 1839, el prefecto de San Miguel, hoy de Allende, denunció la intentona de motín ideada por el bachiller Benito Quintana, párroco de la hacienda de La Quemada, contra el alcalde auxiliar y vecinos de ella.

El asalto lo fraguaron 300 hombres conducidos por el eclesiástico, sin embargo, fue descubierto por las milicias urbanas y auxiliares que lograron contener a los asaltantes y, por ende, dispersar el motín. Du­rante la acción, la milicia tomó presos a siete de los participantes, pero la mayoría, entre ellos el cura Quintana, se fugó; días después éste se en­tregó a las autoridades. Como era de esperarse, el prefecto de San Mi­

19 Solicitud de informes del gobierno departamental de Michoacán al prefecto del norte de dicho esta­

do, sobre las medidas políticas que se tomaron en el pueblo de Charo, en ahmcr, Diocesano/Gobierno/

Correspondencia/Autoridades Civiles/1835-1839, exp. 131, caja 37, año 1836, 4 fs.

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guel solicitó a las autoridades de la mitra de Michoacán un castigo ejemplar para corregir los excesos del eclesiástico y, por ende, su salida por representar un peligro para la tranquilidad pública de dicho pueblo.20

La participación política directa de los curas párrocos en la feligre­sía era reforzada en los sermones expresados desde el púlpito, tanto en la diócesis de Michoacán como en el resto de los obispados. Las autorida­des civiles de los pueblos incrementaron las denuncias contra esos actos, de tal manera que el gobierno de la república se vio obligado a solicitar a la Iglesia mexicana, el 2 de febrero de 1842, que los obispos ejercieran un control más estricto a fin de disciplinar al clero diocesano y mantenerlo lejos de los asuntos públicos ajenos a su investidura.

El argumento esgrimido en el llamado fue que algunos eclesiásti­cos, guiados por el celo en cuidar los intereses de la religión y de la Iglesia, eran usados como ciegos instrumentos de los partidos políticos. Hacer política desde el púlpito generaba desconfianza entre su feligresía y la enemistaba con las autoridades de la república, a las que acusaban de atacar los privilegios y propiedades de la Iglesia.21 La circular busca­ba mantener a los clérigos y religiosos ajenos a la prédica política contra el gobierno y sus funcionarios y, para ello, encontró sustento legal en las leyes de Indias.

El obispo de Michoacán, Juan Cayetano Gómez de Portugal, al acu­sar recibo de la circular, mostró su extrañeza ante la urgencia con la que llegó ese correo porque en su diócesis, señaló, no existía caso alguno en el que eclesiásticos sembraran desconfianza hacia el gobierno de la re­pública y mucho menos que lo hicieran desde el púlpito en uso de su ministerio.22

Como vemos, no fue fácil para el obispo reconocer que importan­tes sectores del clero de esa diócesis vivían con intensidad su ministerio y se involucraban en asuntos políticos con demasiada frecuencia. El gobierno de la mitra de Michoacán no conseguía, hasta ese momento, truncar esa conducta dada la inercia en la costumbre de participar en

20 Informe del prefecto de San Miguel de Allende, Guanajuato, sobre la conducta política observada por el bachiller Benito Quintana en la hacienda de La Quemada, en ahmcr, Diocesano/Gobierno/ Sacerdotes/Correspondencia/1839-1843, exp. 243, caja 426, año 1839, 4 fs.

21 Circular a los obispos de la Iglesia mexicana para que los eclesiásticos no viertan en el púlpito expresiones contrarias a la conducta de los servidores públicos, en AGNM, Justicia y Negocios Eclesiás­

ticos, vol., 139, legajo 47, años 1842-1843, fs. 351-352.22 Ibid.

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política, la cual se hallaba muy adentrada en los eclesiásticos, pues fue seguida durante años. Por ello, uno de los propósitos al iniciar la ges­tión episcopal fue disciplinar a los curas párrocos.

La vasta extensión territorial de la diócesis pudo ser un factor que limitó la acción del obispo contra el sector medio del clero; éste tendió a salirse de control con facilidad, lo que preocupó al obispo, sabedor de que los curas párrocos eran los representantes directos de la Iglesia en los pueblos de la diócesis y había que cuidar la imagen pública de los eclesiásticos. Aunque, cabe también la posibilidad de que en algunos ca­sos, los sacerdotes contaran con la displicencia episcopal cuando así convenía a los intereses de la Iglesia, como una manera de ejercer pre­sión a los gobiernos republicanos en turno.

El evidente papel que desempeñaban los curas párrocos — en buena parte de las diócesis de la Iglesia mexicana, incluida la de Michoacán — como agentes políticos en los pueblos preocupó al gobierno de la repú­blica; las manifestaciones de esa inquietud explican la necesidad de fre­nar dicha actividad y evitar contratiempos innecesarios que dañaran tanto al poder civil como al eclesiástico.

Sin embargo, los esfuerzos por controlar la injerencia política de los sacerdotes en los pueblos de la diócesis eran infructuosos, pues los problemas persistían. Las autoridades locales no dejaron de consignar las dificultades cotidianas surgidas con los eclesiásticos en sus demar­caciones. En este sentido, los roces pudieron tener un origen político diverso, pero coincidieron básicamente en recriminar la falta de coope­ración hacia la autoridad civil, el desacato de leyes federales y la implica­ción política en algún pronunciamiento. Las autoridades menores, en situaciones de tal índole, no encontraban mayor consuelo para detener esa participación que apelar al obispo y a los gobernadores de la mitra.

Por su parte, los eclesiásticos también se quejaron de los constan­tes ataques y del clima adverso hacia ellos en los pueblos de la diócesis. Señalaban que en muchas ocasiones las autoridades locales convali­daron veladamente la hostilidad en detrimento de su investidura y del respeto a la religión. Las mutuas reclamaciones llegaron a cobrar visos de violencia en diferentes regiones de la diócesis.

Por ejemplo, el 28 de julio de 1845, Teodoro Puga, cura párroco del pueblo de Santa Ana Amatlán, se negó a calificar los padrones de cobro de la contribución fiscal de renta personal, conocida como capitación,

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como estaba estipulado por la ley del 2 de agosto de 1842.23 Esa con­ducta fue denunciada por el subprefecto del pueblo de Apatzingán ante la mitra de Michoacán. La renuencia del sacerdote obligó al funcionario local a multarlo, pero el eclesiástico hizo caso omiso de la infracción; noto­riamente molesto, el subprefecto solicitó instrucciones al gobierno estatal para proceder contra el cura, pero el gobierno estatal sólo turnó la queja al obispo, quien ordenó una averiguación al juez eclesiástico en esa re­gión para proceder con fundamento contra el sacerdote.24

Como apuntamos, este tipo de fricciones dañó la relación de los sacerdotes con el poder civil al tensar de manera gradual el ambiente en los pueblos; los sacerdotes denunciaron con frecuencia la presunta per­secución política por parte de las autoridades locales, como fue el caso del cura párroco del pueblo de Zirahuén, ubicado en la meseta taras­ca del estado de Michoacán. A mediados de 1846, se vio obligado a abandonar su parroquia en ese curato, al verse acosado en repetidas ocasiones por un sector de los habitantes del pueblo, de presumible filia­ción liberal, tal como lo denunció ante la mitra de Michoacán.25

En efecto, Isidro Rodríguez — vecino de Zirahuén, de filiación "li­beral" y descrito por el sacerdote como un hombre ligero en ideas y de carácter recio — tuvo algunas diferencias políticas con él y se convirtió, de la noche a la mañana, en su enemigo. Las diferencias entre ambos subieron de tono, al grado de que Isidro Rodríguez convocó a reunio­nes en su casa donde planeó acciones políticas para hacer difícil la es­tancia del sacerdote en el pueblo.

El encono llegó tan lejos que Rodríguez ordenó a Tomás Pineda, vecino del pueblo, asesinar al cura al mismo tiempo que calificaba como "chaquetas" a quienes, habiendo sido sus simpatizantes, no comulga­ron luego con sus ideales políticos. El mencionado Pineda intentó ejecutar la orden pero no tuvo éxito, pues el eclesiástico recibió el opor­tuno aviso de un transeúnte que, justo en ese momento, pasaba cerca de la casa parroquial. Gracias a ello, logró escapar y refugiarse al amparo del juez de paz de la localidad; días después abandonó el curato y se trasladó a Pátzcuaro, donde dio parte a la mitra de lo sucedido en Zirahuén.26

23 Informe del subprefecto del pueblo de Apatzingán a los gobernadores de la mitra de Michoacán sobre la conducta observada por el bachiller Teodoro Puga, cura de Santa Ana Amatlán, en ahmcr, Diocesano/ Gobierno/Sacerdotes/Informes/1841-1845, exp. 209, caja 443, año 1845, 4 fs.

24 lbid.25 Informe del cura del pueblo de Zirahuén en el estado de Michoacán a los gobernadores de la mitra

sobre los problemas políticos surgidos con un sector de la población de filiación liberal, en ahmcr, Dioce- sano/Gobierno/Sacerdotes/Informes/1846-1848, exp. 218, caja 444, año 1846, 3 fs.

26 lbid.

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La rivalidad generada por el trabajo pastoral y político de los curas también se manifestó en el pueblo de Santa Fe del Río, ubicado al norte de Michoacán. A principios de 1847, Antonio Pedro Ortega, cura párro­co del lugar, no aceptó modificar el arancel de obvenciones parroquia­les, pago obligatorio que los feligreses debían saldar por recibir los servicios espirituales del culto católico como el bautismo y los entie­rros. Un sector de los habitantes del pueblo emprendió ataques contra el eclesiástico quien, el 5 de febrero, denunció ante Pedro Rafael Cone­jo, gobernador de la mitra, las fricciones que amenazaban con tornarse en franca disputa.27

Lo más representativo del caso fue la inflexibilidad y el apego del cura Ortega al reglamento arancelario de obvenciones, con lo que se ganó la animadversión de los habitantes de Santa Fe del Río. En protesta, éstos decidieron obstruir su labor pastoral; por ejemplo, Mariano Za­mora apedreó la casa parroquial después de una negativa del cura a realizar una rebaja en el cobro del impuesto eclesiástico. Las agresiones físicas estuvieron acompañadas de un escándalo verbal lleno de inju­rias e improperios que el sacerdote denunció ante el juzgado de paz de la localidad.

El paso de la molestia verbal a la violencia le costó a Zamora per­manecer unos días en la cárcel local, sin embargo, una vez libre, volvió a arremeter contra el sacerdote, aunque en esa ocasión no recibió cas­tigo alguno, pues el implicado era cuñado del juez quien se hizo de oídos sordos y dejó pasar el altercado.28

Una circunstancia similar libró el cura Ortega a raíz del cobro de las obvenciones parroquiales con Eusebio Navarrete, vecino del mismo pueblo, quien públicamente gritó que no necesitaría de los servicios reli­giosos del cura en caso de tener algún fallecido, pues consideraba oneroso el cobro del impuesto eclesiástico. Según el párroco Ortega, Navarrete se expresó en los siguientes términos: "que para nada me necesitaba, que por la puerta se sale a la calle, que el día que tenga un muerto, hará un hoyo y lo sepultará o lo echará al río".29

Esa declaración le ganó permanecer tres días detenido en la cárcel. Ahora bien, no debemos asumir que la animadversión hacia el cura fuese

27 Informe de Antonio Pedro Ortega, párroco del pueblo de Santa Fe del Río, a la mitra de la diócesis de Michoacán sobre los ataques de que fue objeto por parte de un sector de los habitantes de dicho pueblo, en ahmcr, Diocesano/Gobiemo/Sacerdotes/Correspondencia/1847, exp. 358, caja 429, año 1847, 8 fs.

28 Ibid.29 Ibid.

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producto de enconos infundados, pues tampoco podemos descartar que éste pudiera cometer abusos en el cobro, lo que despertó la inconformi­dad de los feligreses.

Aunque, cabe señalar, que la resistencia mostrada por los feligre­ses al pago de las obvenciones era un problema añejo en el obispado; la renta eclesiástica, a esas alturas, era seguramente gravosa a la econo­mía de los pueblos que atravesaba una situación difícil. Era lógico que la feligresía buscara evadir el pago, pues existía un malestar que, como vemos, creció a lo largo de los años frente a la inflexibilidad mostrada por los curas al apegarse a las reglas del arancel. La situación del cobro de las obvenciones parroquiales en el obispado de Michoacán se tornaría más difícil años después ya que, a principios de la segunda mitad del siglo XIX, el círculo liberal de Michoacán trataría de derogar ese im­puesto como una acción de la política social impulsada por el gobernador Melchor Ocampo que lo llevaría a un cruento enfrentamiento con la Iglesia.

Como resultado de las fricciones políticas, la feligresía de los pueblos de la diócesis tendió a denigrar en público los actos del culto católico, como un gesto de protesta y desafío a la autoridad de los eclesiásticos. Esa conducta empañaba gravemente la labor pastoral de los ministros del culto, como lo hizo notar el cura Antonio Pedro Ortega al llamar la atención de las autoridades de la mitra de Michoacán sobre el asunto, que sucedía cada vez con mayor frecuencia.

Un caso que ejemplifica esta situación fue el despido de Nepo- muceno Reyes del cargo de sacristán de la parroquia de Santa Fe del Río, a causa de que constantemente llegaba borracho. Sin embargo, el despi­do no fue una solución y sólo ocasionó la animadversión hacia el cura; el ex sacristán se integró al coro de la iglesia y continuó sus indiscipli­nas al subir a cantar en completo estado de embriaguez y en abierto desafío al cura en las celebraciones de corpus y procesiones.30

En suma, el cura Ortega calificaba a los pobladores como de mal vivir y desordenados, y la convivencia cotidiana con ellos había llegado a un punto irreconciliable que hacía insostenible su presencia en la pa­rroquia. En demanda de respeto a su persona y trabajo pastoral, solicitó al canónigo Pedro Rafael Conejo su salida de ese curato, al mismo tiem­po que llamó al canónigo a revisar la conducta que los pobladores habían tenido con anteriores sacerdotes para tomar la decisión de transferirlo

30 Ibid.

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a otro lugar y lo señaló en los siguientes términos: "y si no, échese una mirada a los tiempos atrasados y verá que a un padre hasta el curato le desladrillaron para que se fuera a otro, les han puesto pasquines, a otro le han querido dar de balazos, a otro le han querido tirar cohetones a su salida, otros insultándolos con palabras como lo atestiguaron los pa­dres anteriores.31

Sin embargo, las quejas del cura Ortega no fueron suficientes para convencer a Pedro Rafael Conejo, intendente de rectorados de la mitra, de su salida del curato con el argumento de que no contaba con algún otro eclesiástico para sustituirlo. Permaneció en el curato de Santa Fe del Río, a pesar de los sinsabores cotidianos que ello implicaba.32

El análisis realizado hasta aquí de las diferentes situaciones — po­líticas y religiosas — desprendidas de la relación cotidiana de los curas párrocos y las autoridades civiles en algunas regiones de la diócesis, durante la gestión episcopal de Gómez de Portugal, permite subrayar y confirma la participación política de los sacerdotes en los pueblos, don­de los límites de los ministros del culto se diluían y es muestra clara de que la mitra no lograba disciplinar al clero que conservó su injerencia en los asuntos públicos, lo que generó incomodidad en las autoridades locales y habitantes que hicieron la vida imposible para el ejercicio espi­ritual de los ministros del culto.

Así, por ejemplo, el 15 de junio de 1848, Mariano Paredes y Arrillaga llegó a la capital de Guanajuato tras su pronunciamiento político. Cres­cendo Anguiano, Antonio Rangel y Felipe Yebre, curas párrocos de Mar­fil, Silao y capellán de la Valenciana, respectivamente, curatos ubicados en dicho estado, fueron acusados de apoyar la asonada. Pocos días des­pués, el 21 de junio, el ministro de guerra solicitó a su similar de justicia y negocios eclesiásticos que ordenara al obispo de Michoacán, Juan Cayetano Gómez de Portugal, una urgente investigación a fin de des­lindar responsabilidades y castigar a los eclesiásticos implicados en caso de resultar culpables.33

La gravedad de la falta, en caso de confirmarse la participación de los sacerdotes, impulsó al obispo de Michoacán a través de Clemente de

31 lbid.32 lbid.33 Informe del provisorato del obispado de Michoacán sobre la presunta participación de los eclesiásti­

cos Crescendo Anguiano, Antonio Rangel y Felipe Yebre en el pronunciamiento político de Mariano Paredes y Arrillaga a su llegada a la ciudad de Guanajuato, el 15 de junio de 1848, en AGNM, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol., 154, legajo 51, años 1848 y 1849, fs. 314-333.

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Jesús Munguía, gobernador de la mitra, a proceder a fin de disipar las du­das cernidas sobre los eclesiásticos, con voluntad política de actuar conforme a lo establecido por las leyes de la Iglesia en esos casos de indisciplina.

En efecto, el canónigo Munguía ordenó, el 3 de julio de 1848, a Pelagio Antonio de Labastida, provisor del obispado, proceder a la reali­zación de la pesquisa en el juzgado eclesiástico de Guanajuato al mando del bachiller José Toribio Hernández, quien sería auxiliado en la la­bor notarial por el bachiller José María Fuentes Laso de la Vega.34

Con todo, lo delicado de la falta y la presión ejercida por el gobierno federal hacia el obispo Gómez de Portugal no lograron agilizar la ejecu­ción de la investigación, pues las autoridades de la mitra obtuvieron el veredicto del juez eclesiástico de Guanajuato hasta el 20 de noviem­bre de 1849, cuando las aguas políticas que el caso despertó en la opi­nión pública federal habían regresado a la calma. Como en otros casos, el juez, después de levantar los testimonios de ocho testigos que proce­dieron con la máxima imparcialidad, calificó de rumores y malos en­tendidos los señalamientos de las personas que originaron la investigación en detrimento de la reputación de los eclesiásticos y los liberó de culpa.35 Disculpó su tardanza en la entrega del veredicto a la mitra de Michoacán debido a que fue difícil encontrar testigos que ac­cedieran a participar en la averiguación, al tratarse de eclesiásticos, pues no querían ejercer ninguna incriminación sobre los sacerdotes.

Cabe señalar que el análisis de los testimonios levantados por el juez eclesiástico José Toribio Hernández apunta en otra dirección, ya que confirma la abierta participación que los religiosos tuvieron en el pronunciamiento a favor del militar Mariano Paredes y Arrillaga. El ba­chiller Crescencio Anguiano, cura del pueblo de Marfil, fue señalado por algunos testigos como el hombre que movilizó a la población de su curato a unirse y auxiliar al militar pronunciado a su entrada a la ciudad de Guanajuato, el 15 de junio de 1848, pero que después de la derrota que le propinaron las fuerzas de las tropas de Anastasio Bustamante, el ecle­siástico desapareció, ignorándose su paradero.36

Asimismo, subrayaron la participación de los eclesiásticos Antonio Rangel y Felipe Yebres en las acciones militares, exhortando al pueblo al

34 Ibid.35 Ibid.36 Ibid.

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toque de campanas a apoyar la entrada de Paredes y Arrillaga, pero que después de la derrota sufrida a manos de Bustamante, el 18 de junio de 1848, abandonaron la ciudad de Guanajuato. En este sentido, Desiderio Echegoyen, comerciante de dicha ciudad, quien fungió como testigo en el proceso, expuso que el capellán de la Valenciana estuvo tan implica­do en la revuelta que se reunió en su domicilio con el general Paredes y Arrillaga y con el gobernador Manuel Doblado durante los tres días que duró el enfrentamiento con las tropas del general Bustamante. El testimo­nio del comerciante fue corroborado por otros tres testigos que dieron la misma versión, aunque existieron voces más parciales como Ignacio Urbina, empleado público que dejó en duda las afirmaciones que vin­culaban políticamente a los eclesiásticos en el pronunciamiento.37

En suma, la interpretación de José Toribio Hernández, juez eclesiás­tico de Guanajuato, fue que los ocho entrevistados fundamentaron la participación política de los tres eclesiásticos en voces vagas, ya que no fueron testigos presenciales de los hechos, circunstancias que no mere­cían recibir por ende el consenso necesario para culpar a los sacerdotes. Aunque, curiosamente, reconoció la falta del cura del pueblo de Marfil, Crescencio Anguiano, que calificó como un acto de imprudencia por haberse presentado en Guanajuato en el momento crítico de la revolu­ción, circunstancias que, sin embargo, el juez trató de justificar por la irreflexiva curiosidad y carácter del párroco.38

También argumentó que el cura abandonó el curato por el temor de que los jefes del levantamiento lo comprometieran y subrayó que An­guiano no estuvo presente en Guanajuato a la llegada de Paredes y Arrillaga, pues según informes dados por el cura, éste abandonó el cura­to tres días antes de la llegada de los pronunciados. En el mismo tono, los señalamientos hacia el capellán de la Valenciana fueron destruidos por el juez eclesiástico, quien los consideró como vagos e imprecisos y apuntó que el único delito cometido fue abandonar su residencia; acto que también justificó al señalar que la mina era un punto de defensa además de encontrarse abandonada.

El juez desechó todas las sospechas formadas contra los eclesiás­ticos, e insistió en su interpretación de que si había existido una partici­pación de los eclesiásticos fue obra de su imprudencia e irreflexión y no por convicciones políticas; en esos términos lo comunicó al obispo

17 Ibid.38 Ibid.

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Gómez de Portugal y, claro está, a Munguía y al provisor del obispado Pelagio Antonio de Labastida.

La interpretación que el juez eclesiástico expresó sobre las cir­cunstancias que incidieron en la participación de los sacerdotes en el pronunciamiento de Paredes y Arrillaga no es nada convincente, pues aun­que de una manera velada aceptaba la injerencia directa de los eclesiás­ticos, trató de disculparla desde una postura que rayó en la ingenuidad, ya que los testimonios en conjunto dejan ver que fue del conocimiento público que los sacerdotes estuvieron implicados en el movimiento polí­tico, desempeñando uno de los papeles centrales en el llamado y orga­nización del movimiento a favor de las tropas de Paredes y Arrillaga.

Asimismo, la conducta política de los sacerdotes en el pronuncia­miento en la ciudad de Guanajuato es una clara muestra de cómo, hacia finales de la primera mitad del siglo XIX, disciplinar al clero de la dióce­sis y limitarlo a permanecer ajeno a los asuntos públicos era una tarea político-eclesiástica en la que el obispo Gómez de Portugal no había lo­grado tener éxito, pues los sacerdotes continuaron moviéndose con la libertad de antaño. Aunque cabe señalar que, a pesar de las evidencias, la Iglesia de Michoacán cuidó las espaldas de los sacerdotes y salió en su defensa, por más difícil que ésta fuera para tratar de salir lo mejor librada frente a la feligresía de los pueblos, que, por otro lado, era cierto que tenía un gran respeto por los ministros del culto, pero era conscien­te, como se observa en los testimonios, de la participación de éstos en los asuntos públicos.

En suma, disciplinar al clero de la diócesis de Michoacán, como vimos, fue una tarea difícil que el obispo Gómez de Portugal sacó ade­lante de manera parcial, pues a pesar de sus esfuerzos por someter a los sacerdotes a través de las vías canónicas establecidas esas medidas fue­ron insuficientes, sin embargo, debemos subrayar que buena parte de esto fue así debido a las contingencias políticas internas y externas presentes en el seno de la república, que incidieron y tuvieron efectos localmente. Estos factores fueron determinantes para que la disciplina del clero sa­liera del control de las autoridades de la Iglesia, pues durante estos años los diferentes gobiernos republicanos promovieron reformas políticas que atentaron contra los intereses y privilegios de la Iglesia, lo que provocó que el ambiente político enrareciera y, por ende, sufriera una polariza­ción paulatina que vició la relación entre los representantes de la Igle­sia y el poder civil en los pueblos de la diócesis de Michoacán.

En el mismo tono, en estas circunstancias la participación política de los sacerdotes era irremediable dada la cercanía que tenían con la feli­

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gresía, posición que la Iglesia supo usar en su favor cuando se vio en aprietos por la política reformista liberal, pues a pesar de los apuros en los pleitos en los que se vieron involucrados los sacerdotes, salió en su de­fensa con argucias canónicas y tácticas dilatorias que los ayudaron a salir bien librados frente a la opinión pública. Asimismo, debemos su­brayar lo difícil que fue para el clero de Michoacán desempeñar su labor pastoral en los pueblos de la diócesis teniendo en cuenta la animadver­sión política en los medios rurales de la época donde la violencia física y verbal fueron el pan de cada día para los eclesiásticos que, a pesar de ello, se mantuvieron firmes en su ministerio.

Por último debemos subrayar que el clima de animadversión política que prevaleció durante las primeras décadas del siglo XIX en el obispado de Michoacán — a raíz de los conflictos que suscitó la participación políti­ca de los sacerdotes en los pueblos de la diócesis — estuvo siempre la­tente, pues los apuros políticos sufrieron sólo breves interrupciones. En efecto, el nuevo detonador de la disputa entre la Iglesia y el Estado en el obispado de Michoacán vendría con la revolución liberal iniciada de ma­nera formal a finales de 1855 que trataría de debilitar el papel político que tenía la Iglesia en la vida pública de la república.

El proyecto liberal incluyó en su agenda política una profunda reforma social que dañaría los bienes y privilegios eclesiásticos, lo que desataría una profunda crisis política en la relación de ambas instan­cias y que, por ende, llevaría de nueva cuenta a los sacerdotes al escenario político, como artífices de la defensa de los privilegios eclesiásticos en el nivel local. Dicho protagonismo los enfrentaría con las autoridades civiles de los pueblos al tratar de aplicar éstos últimos las leyes libera­les en el cobro de las obvenciones parroquiales, la desamortización de la propiedad, la jura de la constitución de 1857, entre otras, y que encon­trarían en el obispado de Michoacán una fuerte oposición debido a la férrea defensa de Clemente de Jesús Munguía, quien llegó al gobierno de la diócesis a la muerte del obispo Gómez de Portugal en abril de 1850.

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La implementación de las leyes laicas. Una mirada

SOBRE LOS DISCURSOS Y LAS PRÁCTICAS DEL CLERO.Córdoba, Argentina (1880-1890)*

Milagros Gallardo**

En los tiempos modernos, dice S. S. León XIII, "hay una tendencia de ideas y voluntades a arrojar completamente de la sociedad a la Iglesia. El reino social del Hijo de Dios, día a día va perdiendo su eficacia regeneradora entre nosotros, desde que la Iglesia en quien se encarna y por cuyo órga­no se propaga y conserva, no goza de aquel prestigio que le corresponde para influir en las instituciones públicas y privadas, a causa de la conjuración general de los grandes de la tierra contra ella y su Cristo, con el fin de limitar su soberana autoridad, manteniéndola esclava del poder tem­poral y arrebatándoles las augustas prerrogativas con que el Esposo Divino ciñera las sienes de su Esposa..." (Pasto­ral colectiva de los obispos argentinos, 28 de febrero de 1889).

La ciudad de Córdoba era la cabecera de la diócesis del mismo nombre, que a fines del siglo XIX comprendía una amplia circunscripción forma­da por territorios heterogéneos, desde el punto de vista cultural, geo­gráfico y económico.1 Ubicada en una posición mediterránea y marcadamente céntrica del territorio argentino, se convirtió en el nudo de articulación de diversas regiones. Lo escarpado de parte de su geo­grafía hacía de la diócesis un mosaico poco integrado y con un deficien­te control por parte del obispo.

* Esta investigación se está realizando en el marco del proyecto "Procesos amplios, experien­cia y construcción de las identidades sociales. Córdoba y Buenos Aires, siglos XVIII-XX" (PIP-CONICET

2004, núm. 6408).** Universidad de Córdoba, Argentina.1 La diócesis de Córdoba comprendía las provincias de Córdoba y La Rioja. La primera tenía

161036 km2 y la segunda 89498 km2. Según el censo de 1895 la provincia de Córdoba tenía 351223 habitantes y la ciudad 47609. Hacia 1870, cuando la via férrea aún no había llegado a la ciudad, más de 70% de la población se concentraba en los departamentos del norte, oeste, capital y parte del centro.

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En la primera mitad del siglo XIX el aumento de la población se debió casi exclusivamente al crecimiento vegetativo, mientras que en la segunda intervino la inmigración europea. La gran masa de inmigrantes que había comenzado a llegar por los años 1860 a 1890 se radicó en las llamadas colonias de los departamentos del este y del sur.

La sociedad local se caracterizó por estar fuertemente eclesializa- da, no tanto porque los clérigos y las figuras religiosas abrumasen con su presencia todo el escenario social, sino porque la presencia de los elementos religiosos era de tal naturaleza que formaba, por sí misma, una atmósfera que englobaba a todos los individuos, lo que llevó a de­cir a los inmigrantes italianos que Córdoba era la Roma argentina.2 La presencia del clero se materializó en abundantes manifestaciones pú­blicas de culto que marcaban el ritmo anual de la vida de la ciudad. Expresión de esta realidad eran las tradicionales procesiones de la vir­gen del Rosario del Milagro, las funciones de semana santa, y un sinfín de manifestaciones externas en las que se unían la Córdoba eclesiástica y la civil.3 El clero tuvo influencia y poder no sólo como agente esencial de la vida religiosa sino también como uno de los colectivos más in­fluyentes de la sociedad local.

Los conflictos generados en la década de 1880 entre la élite liberal y el clero provincial con motivo de la sanción de leyes de carácter laico evi­denciaron el avance del Estado sobre cuestiones, hasta el momento, exclusivamente eclesiásticas, como la inscripción de nacimientos, ma­trimonios, defunciones y la educación. El año 1884 fue recordado por los católicos cordobeses como el año de la persecución religiosa debido al clima de virulencia alcanzado. En este enfrentamiento convergieron va­rios actores, los gobiernos nacional y provincial, el clero, la sociedad civil y la santa sede. Se ha tomado el conflicto como una lente a través de la cual acercarnos a las representaciones, actitudes y conductas del clero secular provincial. Desde la mirada de los mismos actores se analizan los papeles de la Iglesia y el Estado, la composición del clero provincial y el impacto del proceso de secularización en la dinámica interna del mun­do clerical.4

2 Archivo Secreto Vaticano, Nunciatura Argentina 1900-1906, libro 1, Obispado de Córdoba, informe sobre la administración del Obispado, folio 32 [en adelante ASV].

3 El Porvenir, miércoles 3 de noviembre de 1886, "La religiosidad de Córdoba".4 Se ha privilegiado la consulta del expediente judicial de la causa seguida contra el cura

de Punilla, Jacinto Correa, por haber celebrado matrimonios religiosos sin tener en cuenta la ley de matrimonio civil de 1888. Se trata de un expediente que consta de 231 fojas, comienza en 1889 y

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LA IMPLEMENTACIÓN DE LAS LEYES LAICAS 355

La historiografía presenta al clero provincial del último cuarto del siglo XIX como un sector hegemónico, homogéneo y combativo que im­plemento una tenaz "resistencia" practicada con singular decisión a fin de obstruir el avance liberal.5 Entre los autores que sostienen esta postura, Silvia Roitenburd señala que la estrategia clerical se manifestó por su animadversión a las prácticas políticas modernas.6 Una visón más mati­zada es la de Valentina Ayrolo, quien sostiene que el clero cordobés no conformó un grupo monolítico y homogéneo, y que en su seno exis­tieron figuras que articularon la tradición y la modernidad.7 Se trata aún de una iglesia en transición,8 en la que ha desaparecido la genera­ción del clero ilustrado de 1816, y la generación de 1853 comparte los espacios con una nueva generación de sacerdotes formados en las au­las del seminario diocesano, reformado según la disciplina tridentina.

Resulta difícil pensar en la existencia de una doctrina católica que concibiera a la Iglesia, al Estado y sus relaciones de manera única y unidireccional; por el contrario, sostenemos la existencia de diversidad de opiniones. Encontramos miembros del clero que, sin alejarse de la ortodoxia católica, implementaron estrategias que fueron desde la conci­liación con el liberalismo dominante hasta el enfrentamiento y la resis­tencia a todos sus postulados. Estas conductas estuvieron condicionadas por la edad, la formación clerical y los vínculos personales de los miembros de este sector.

culmina en 1894. El juicio recorre todas las instancias en el nivel provincial y nacional, llega a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La sentencia final adhiere por tres votos contra dos a la de los tribunales provinciales, los cuales condenaron a un año de prisión al cura párroco. Este expe­diente resulta particularmente interesante para acercarnos a los imaginarios liberal y católico.

5 Silvia Noemí Roitenburd, Nacionalismo católico cordobés (1862-1943). Educación en los dogmas

para un proyecto global restrictivo, Córdoba Ferreira Editor, 2000; "Católicos: entre la política y la fe (1862-1890)", en G. Vidal y P. Vagliente (comps.), Por la señal de la cruz. Estudios sobre Iglesia

católica y sociedad en Córdoba. S. XVII-XX, Córdoba Ferreira Editor, 2001, pp. 141-164; Vidal Garde­nia, El avance del poder clerical y el conservadurismo político en Córdoba durante la década del 20,

http://lasa.international.pitt.edu/Papers.PDF (2000).6 Silvia Noemí Roitenburd, "Católicos...", p. 149.7 Valentina Ayrolo y Marcela Ferrari, "Algunas notas sobre la política en el oeste cordobés

entre los siglos XIX y xx. El caso del cura José Gabriel Brochero", en Cuadernos de Historia, CIFFYH-

UNC, Serie Economía y Sociedad 7, Córdoba, 2005, pp. 7-29.8 Valentina Ayrolo, "La participación política del clero como expresión de una Iglesia en

transición (1820-1880)". Inédito.

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Imaginarios católico y liberal en el nuevo diseño estatal

En la Argentina, a pesar de no haber existido una separación jurídica entre Iglesia y Estado, tal escisión se operó de hecho a partir de la moder­nización y secularización del aparato estatal hacia 1880. El artículo 2o de la Constitución Nacional de 1853 prescribía "que el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano"; tal expresión sustituyó las disposiciones de los ensayos constitucionales anteriores que consa­graban a la religión católica como religión del Estado. Sin embargo, Córdoba, al dictar la constitución provincial de 1855, reformada en 1870, mantuvo el principio de religión del Estado, consagró la religión católi­ca como religión de la provincia, estableció el deber del gobierno de protegerla y el de todos los habitantes de respetarla. Este hecho refleja la identificación de los grupos dirigentes y de la sociedad con el univer­so de creencias, conductas, sensibilidades y prácticas propuesto por la Iglesia católica.

Con la progresiva laicización del Estado, las autoridades civiles procuraron desplazar a la Iglesia de algunos espacios que había ocupado hasta entonces, poniéndose en el centro del debate el dominio del espa­cio público. La élite liberal procuró laicizar ese espacio y la Iglesia se vio obligada a reformular su lugar en la sociedad. La redefinición de los espacios de influencia de ambas instituciones se convirtió en un campo de fricción. No se trataba de un Estado plenamente conformado que des­plazaba a una Iglesia débil, sino de un enfrentamiento, muchas veces en igualdad de condiciones, entre dos actores sociales protagónicos por la delimitación y ocupación de un espacio en construcción. La concep­ción de Estado al que aspiraba la élite liberal no fue la de un Estado neutral en cuestiones religiosas. Pretendía relegar a la Iglesia fuera de la vida pública no reconociendo a la religión otro deber que el de conte­nerla en los límites de lo considerado por el gobierno civil como pu­ramente espiritual. La confrontación llegó a su punto álgido con la sanción e implementación de las leyes laicas,9 acontecimiento que evi­denció la concepción de un nuevo Estado fundado en los principios de

9 Nos referimos principalmente a las leyes de registro civil (1884), de matrimonio civil (1889), la secularización de los cementerios, y la de educación. Córdoba no secundó la ley 1420 que propiciaba el carácter laico, gratuito y obligatorio de la educación, sólo reconoció la gratuidad y obligatoriedad escolar con la ley de instrucción obligatoria de 1884; en 1896 se sancionó la ley de educación común.

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tolerancia y libertad religiosa, en el que la homogeneidad confesional habría dejado de ser considerada la base de la lealtad cívica y de la exis­tencia política, como queda expresado en el alegato de la fiscalía en el juicio seguido al cura Correa "una religión de estado lleva en sí gérme­nes de anarquía porque los disidentes estarían eternamente descontentos con un gobierno que hace'suya una religión ajena a la de ellos y procu­rarán en consecuencia combatir el orden de cosas establecido a fin de colocarse en el mismo nivel que los favorecidos".10

Los conceptos tolerancia y libertad religiosa significaban cosas dife­rentes para cada sector. Para los liberales, implicaba la privatización de lo religioso y la disminución de la centralidad de la religión católi­ca en la sociedad equiparándola al resto de los cultos. Para los católicos, en cambio, constituía un deber del Estado respetar la religión católica por ser ésta la de la sociedad.11 La primera pastoral del obispo fray Juan C. Tissera al asumir el gobierno de la diócesis el 21 de septiembre de 1884 expresaba claramente esta convicción "Llamados a gobernar un pueblo eminentemente católico en su inmensa mayoría, esperamos, y os lo rogamos por amor a Jesucristo, que cooperéis hasta donde alcan­cen vuestras fuerzas a que la religión y la fe de nuestros mayores sea venerada y respetada porque creemos que la fe católica es la ancha base en que únicamente pueden descansar la unidad y la grandeza de nuestra Patria querida".12 La posición de los obispos y del clero de Cór­doba respondía a la necesidad de que el Estado reconociera el exclusi­vismo católico a expensas de cualquier otra religión y garantizase a la Iglesia el derecho de informar con su fe católica la vida social.

El objetivo de la jerarquía eclesiástica era lograr una sociedad or­ganizada integralmente de acuerdo con los valores católicos procuran­do que el espíritu de la legislación evangélica vivificase las leyes y las instituciones. La nueva racionalidad, el espíritu de tolerancia como valor público y la pluralidad de formas políticas parecían amenazar la esen­cial unidad de vida y fe postulada por el catolicismo.

10 AHPC, crimen 2° capital, legajo 4, exp. 1, año 1889, folio 64, Alegato de la Fiscalía.11 Así lo afirma el alegato de la defensa del cura Correa al analizar la obligación del Estado de

sostener el culto católico. "El culto a la religión señalada no es una cosa abstracta que la Consti­tución haya querido imponer. El culto es ejercido y rendido a Dios por una sociedad, la sociedad de los fieles católicos que reconoce como cabeza visible al papa, sociedad organizada y perfecta, con su constitución y leyes propias, con ministros, dogmas y sacramentos. Esta sociedad se lla­ma Iglesia" (cfr. AHPC, crimen 2° capital, legajo 4, exp. 1, folio 181.12 Archivo Arzobispado de Córdoba, legajo 53, Pastorales, decretos y edictos 1834-1900,1.1 [en

adelante AAC].

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Por su parte, el gobierno provincial, identificado con el ideario li­beral, reivindicaba para sí los espacios ocupados hasta entonces por la Iglesia, en particular aquellos que afectaban directamente a la constitu­ción de los individuos en tanto ciudadanos. Esos espacios signaban los hitos más importantes de la vida de una persona: el nacimiento, la edu­cación, el matrimonio y la muerte. La controversia se dirimía en el inte­rés de la Iglesia por conservar el carácter religioso del espacio social y la decisión del Estado de laicizarlo. El empeño por desplazar a la Iglesia y a la religión hacia un espacio menos central de la vida pública eviden­ció una tendencia de la élite liberal a situar la vida religiosa dentro de la esfera privada, a mirar al creyente y, en particular, al clero como una figu­ra extraña a la vida pública. Esta tarea no resultará fácil debido a la notable ascendencia que tenía el clero sobre la población, el alegato del fiscal de la causa seguida al cura de Punilla así lo refleja cuando dice: "Habituada la sencilla gente del campo a respetar como verdades infa­libles los consejos, opiniones y pláticas de los párrocos, influenciados y sumisos a ellos en su mayor parte, salta a la vista el verdadero peligro de nuestra sociedad: si prosiguen en el camino abrazado por el Sr. Correa, en cinco años más habrá en la República mayor número de hi­jos naturales que legítimos".13

Los puntos principales sostenidos por la élite liberal respecto al lugar que debían ocupar la religión y la Iglesia católica en el nuevo diseño estatal establecían que el cristianismo era una cuestión exclusi­vamente privada, una cuestión de la conciencia individual de los hom­bres y que en el orden público no había sujeto religioso.

En el campo católico las opiniones estaban divididas. Fray Ma­merto Esquiú, obispo de Córdoba entre 1880-1882, sostenía la necesi­dad del reconocimiento de la religión católica como única religión verdadera, y la prescripción de no dar leyes ni actos administrativos contrarios a su doctrina y jurisdicción. Para Esquiú, lo público debía ser católico y sostenía que:

si el orden público fuese mera abstracción me esforzaría, señores, por colo­carme en esa región de lo abstracto y estudiar allí sus propios principios y relaciones, pero yo veo y no puedo dejar de ver que el orden público no es sino un agregado de los derechos, intereses y deberes de las conciencias privadas, elevado todo a una región más alta que la del individuo y la familia, pero siempre inferior a Dios [...] el orden público es al individuo

13 AHPC, crimen 2° capital, legajo 4, exp. 1 año 1889.

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lo que la circunferencia al centro, porque y todo él recae sobre el derecho y el deber de cada conciencia.14

Para el prelado, un pueblo católico no podía prescindir de su ser católico cuando se trataba de su vida pública, de su organización polí­tica, de sus leyes y administración gubernativa. La separación de la Igle­sia del Estado y la libertad de cultos con prescindencia de la religión en el orden político eran en el pensamiento de Esquiú anticatólicas. El obispo entendía que: "si la religión católica es declarada y profesada Religión del Estado de un modo sincero y no irrisorio, y a esto se agrega la libertad de cultos, tendríamos Religión en el Estado y tolerancia pri­vada o pública de los demás cultos; tal modo de ser no está absoluta­mente prohibido por la Iglesia".15

Esta concepción plantea la posibilidad de la religión católica para el Estado y la libertad de cultos para la sociedad civil. Jerónimo Emiliano Clara, vicario capitular de Córdoba enl884, perteneciente a la misma generación de fray Mamerto Esquiú,16 sostenía en cambio que la liber­tad de cultos según se la entendiera, podía llegar a ser una herejía, si se la igualaba a otras confesiones religiosas. En el caso de no existir un Estado católico era conveniente la separación de ambas potestades, respetán­dose la autonomía de cada una y las prerrogativas de la Iglesia. Conside­raba que para las materias mixtas como el patronato, debía existir acuerdo entre la Iglesia y el Estado, éste no podía legislar al respecto unilateralmente. Esta postura le valió la destitución en la cátedra de cánones de la Universidad de Córdoba.17

El clero cordobés de la década de los ochenta

Si bien no contamos con censos clericales que nos permitan reconstruir este colectivo social, algunos informes de la curia al poder ejecutivo y a la santa sede posibilitan hacernos una idea de la composición del clero en este periodo. En 1858, el clero de la ciudad y de la campaña se com­

14 AAC, Fondo Esquiú, sermón del 24 de octubre de 1875, f. 75.15 Idem, f. 96.16 Esquiú nació en el año 1827 en Piedra Blanca, Catamarca. Clara nació en 1926 en Villa del

Rosario, Córdoba.17 Francisco Compañy, El vicario Clara. Sus ideales, sus trabajos, su lucha, Ediciones de Argenti­

na Cristiana, 1955, p. 78.

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ponía por 44 individuos.18 En la década de 1880 había crecido en núme­ro y calidad respecto a la etapa anterior, debido principalmente a dos cuestiones: las reformas de las órdenes regulares y el interés de la je­rarquía por mejorar el funcionamiento del seminario conciliar.

Las políticas de reforma de los regulares implementadas a partir de 1860 restablecieron la disciplina conventual, la vida en común y la formación de los candidatos de sus seminarios que aumentaron paulati­namente. En 1880 estaban establecidas en la ciudad cinco comunidades de varones religiosos entre regulares y congregaciones pías de voto simple: los franciscanos, los mercedarios, los dominicos, los jesuitas y los carmelitas descalzos, en Río Cuarto se encontraban los franciscanos de Propaganda Fidei. Las tres primeras órdenes tenían sus seminarios en la capital provincial.

El clero secular provincial inició su reforma tempranamente. El seminario conciliar abrió sus puertas en 1853 y fue reconocido por el go­bierno nacional en 1865, se le asignó una partida de dinero para la ma­nutención del edificio y el pago del personal. En 1860 se confeccionó el reglamento que regiría esa casa de estudios hasta el año 1915. Elaborado por el presbítero Uladislao Castellano, proponía restablecer la discipli­na eclesiástica y la formación de aquellos alumnos que dieran muestras claras de su vocación clerical. Las constituciones establecían que los estu­diantes que terminado el cuarto año de filosofía no tuvieran la firme resolución o inclinación muy decidida al estado eclesiástico deberían abandonar el colegio.19 Incluía una extensa normativa respecto a la distribución del tiempo, la vida de piedad, el estudio y el ocio de los semi­naristas. Una condición fundamental era el carácter interno del alumnado, al que no se le permitía dormir fuera del colegio, salvo caso de grave enfermedad o muerte de un familiar. Esta reforma implicó una dismi­nución notable de alumnos, de 54 que tenía sólo quedaron treinta al apli­carse tal reforma, en 1868 se elevó a 44. En 1872 los seminaristas ascienden a sesenta20 y finalizan la década con setenta.21

En 1877 el sínodo diocesano dictó 13 cláusulas, destinadas a mejo­rar el funcionamiento del colegio, inspiradas en la normativa del Con­

18 La Bandera Católica, 11 de septiembre de 1858.19 AAC, Fondo Seminario Conciliar, exp. 36, folio 10.20 Luis Roberto Altamira, El Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Loreto. Colegio Mayor de la

Universidad de Córdoba, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1943, pp. 329-332.21 Cincuenta y seis cursaban estudios preparatorios y 14, estudios superiores. Sesenta eran

cordobeses; dos, españoles, siete provenían de la provincia de La Rioja, y uno de la de San Juan.

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cilio de Trento. Entre otros aspectos dispuso no permitir la permanencia en el seminario de los jóvenes que no manifestasen tendencias al esta­do eclesiástico y a los que no observasen una conducta regular y edifi­cante. Se reguló también la vida de piedad que debían seguir los aspirantes al estado clerical: asistir diariamente a misa, hacer oración mental, confe­sar una vez a la semana, asistir mensualmente a un día de retiro y hacer una vez al año ocho días de ejercicios espirituales.22 Las actividades dia­rias se iniciaban a las 5:30 de la mañana y culminaban a las 21:45 horas. El plan académico se estructuraba en dos años de estudios preparatorios, tres de filosofía y cuatro de teología.23 En este colegio eclesiástico se forma­ron los sacerdotes seculares que veremos actuar en el conflicto entre católicos y liberales de 1880.

No contamos aún con datos fehacientes respecto al número de cléri­gos en la década de los ochenta. En 1889 el clero secular se distribuía en 32 curatos de la provincia de Córdoba24 y seis de La Rioja.25 Los sacerdotes que se dedicaban al gobierno de la diócesis ocupando las sillas del coro de la catedral, funciones en la curia y en el seminario, sumaban cerca de 25, a los que deben agregarse los clérigos fuera de servicio por enferme­dad o vejez. La estimación de setenta sacerdotes seculares queda supedi­tada a la consulta de nuevas fuentes. El censo de 1895 inscribe a 148 sacerdotes y frailes católicos: 93 argentinos y 55 extranjeros, sin distin­guir entre seculares y regulares.26 Sabemos con certeza que el universo clerical en 1900 era de 88 sacerdotes seculares en toda la diócesis.27 So­bre el total de 88 sacerdotes, 30% eran extranjeros, de los cuales sólo 10% tenía cura de almas, el resto eran sacerdotes sueltos con licencias provi­sorias. Por lo tanto, en 1900 cerca de 70% del clero secular provincial era

22 AAC, Sínodo Diocesano celebrado en la Santa Iglesia Catedral de Córdoba, p. 80.23 Luis Roberto Altamira, El Seminario Conciliar..., pp. 333-334.24 AHPC, Gobierno 1891, t. 9. Las parroquias de la Provincia de Córdoba se distribuían así: dos

en la ciudad capital y treinta en la campaña. Veintiuna en la zona de vieja colonización que corresponde al oeste y norte de la provincia, y nueve en la zona de nueva colonización ubicada en el centro, sur y este provincial.

25 Ciudad, Chilecito, San Antonio, Olta, San Blas de los Sauces y Ullapes.26 Censo nacional de 1895. Cfr. Cuadros sobre la población clasificada por profesiones y ofi­

cios. Provincia de Córdoba. Grupo IX Cultos.27 AAC, legajo 1, expediente 85, folios 444-448; ASV, Nunciatura Argentina 1900-1906, libro 1,

los 88 sacerdotes (sesenta argentinos y veintiocho extranjeros) se distribuían de la siguiente ma­nera: las dignidades del cabildo eclesiástico se repartían entre 14 sacerdotes cordobeses, dos de los cuales a su vez eran curas vicarios de parroquias de la ciudad. Además había 39 curas párrocos, seis domiciliados en la provincia de La Rioja. Los sacerdotes sin cura de almas eran 33. El clero secular argentino esta compuesto por 25 sacerdotes y 33 curas-párrocos. Los extranjeros sumaban ocho curas y veinte sacerdotes sin ocupación estable, sueltos.

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argentino. Lo que nos induce a aventurar que en la década del ochenta el clero secular era mayoritariamente argentino, formado en el semina­rio conciliar de Loreto; a excepción de algunos religiosos italianos do­miciliados en la diócesis. El curato de Quilino estaba servido por el padre Anselmi, franciscano italiano con licencia de permanencia extra clausu­ra, habitus retento.28 El padre Virgilio era capellán semiparroquial de Sampacho con licencias provisorias en el obispado;29 y el padre Aveli- no, secularizado del convento de los mercedarios, ocupaba el cargo de teniente en el curato de Villa Nueva.30

Un informe del provisor Cabanillas a la santa sede advierte sobre la función de ambos cleros en la sociedad local, lo expresa de la siguien­te manera:

no es extraño, así lo ha sido siempre este sistema de preparación cientí­fica o literaria de los conventos de nuestro país, forman renombrados ora­dores y panegiristas eruditos al vacío, que llamen preferentemente la atención de los intelectuales de la ciudad doctoral y de los dirigentes de la política nacional o local teniendo por muy secundario o nulo el estudio de la teología pastoral que forma misioneros, párrocos y obispos que con su preparación conveniente para los trabajos apostólicos puedan condu­cir la grey que les está encomendada por las sendas de la salvación eterna [...] La preparación del sacerdote regular cualquiera que sea el hábito que vistiera, puede formar en la gente ilustrada a la moderna y de alta posi­ción social, un ambiente favorable y de aparente justicia y convivencia, para levantar candidaturas episcopales en su favor, sin más que por su elegancia y facilidad en el hablar, escribir, y hacer política hábil que se capte el aura social, aunque por otra parte, nada sepa ni entienda de mi­siones, ni de gobierno y administración de una parroquia ni menos de un obispado. Ésta es la costumbre inmemorial de Córdoba y la conciencia pública que tiene sobre el clero secular y regular.31

La cita pone de manifiesto la percepción del otro y la lucha de poder que existían entre ambos; el secular reivindicaba su lugar en el gobierno del obispado y desacreditaba la idoneidad del regular para su ejercicio. Sin embargo, el peso de las decisiones gubernamentales en la elección de obispos determinó que la sede episcopal provincial entre 1880 y 1925

28 ASV, Nunciatura del Brasil, libro 63, fascículo 306, folio 101.29 Ibid., folio 60.30 Ibid., 61.31 ASV, Nunciatura Argentina, 1900-1906, libro 1, folios 22-32.

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estuviera ocupada por cuatro frailes: Mamerto Esquiú (OM), Juan Ca­pistrano Tissera (OM), Reginaldo Toro (OP) y Zenón Bustos y Ferreyra (OM). Situación que originará tensiones en las relaciones entre el obispo, el cabildo eclesiástico y el clero parroquial.

El clero secular había recibido una formación encaminada a modelar sacerdotes doctos y apostólicos, aptos para el gobierno y la cura de almas.32 Al calor de los conflictos suscitados con la implementación de las leyes laicas este sector se irá consolidando, logrando que un considerable nú­mero de sacerdotes que actuaron en dicho proceso sean promovidos a sedes episcopales nacionales: Uladislao Castellano, arzobispo de Bue­nos Aires; Juan Martín Yániz, obispo de Santiago del Estero; Aquilino Ferreyra y Filemón Cabanillas, obispos auxiliares de Córdoba; Abel Bazán Bustos33 y Rosendo de La Lastra y Gordillo, obispos de Paraná.34 Como contrapartida, el clero regular irá dejando la función episcopal que había ocupado indiscutiblemente durante el último cuarto del siglo XIX y comienzos del xx.35

Discursos y prácticas del clero

En la Iglesia diocesana de Córdoba convivían dos estrategias distintas respecto al avance secularizador del Estado; la primera proponía la armo­nía con el liberalismo dominante y la segunda mantenía la oposición a todos sus postulados. Los tres obispos regulares se inclinaron por mante­ner, siempre que fuera compatible con los intereses de la religión, la armonía con la élite liberal, mientras que provisores, vicarios y curas del clero secular optaron por actuar con mayor firmeza resistiéndose al avance liberal, salvo algunas excepciones, como la de José Gabriel Broche- ro, cura del Tránsito, quien no sólo mantuvo una relación armónica con el gobierno, sino que buscó su apoyo y financiamiento para llevar a cabo su labor pastoral.

32 ASV, Nunciatura Argentina, libro 1, folio 24.33 Ibid., folios 49-69.34 ASV, Archivo Nunciatura Argentina, libro 26, Procesos canónicos, folios 40-48.35 Los obispos regulares fueron los siguientes: en la diócesis de Córdoba, fray Mamerto Es­

quiú OM (1880-1883); fray Juan Capistrano Tissera OM (1884-1886); fray Reginaldo Toro OP (1888-1904) y fray Zenón Bustos y Ferreyra OM (1905-1925); en la diócesis de Salta, fray Buena­ventura Rizo y Patrón OM (1861-1884); en la de San Juan de Cuyo, fray Nicolás Alzador OM (1858-1866), fray Wenceslao Achaval OM (1867-1898) y fray Marcolino del Carmelo Benavente OP (1899-1910). Cfr. Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia argentina, Buenos Aires, Don Bosco, 1976/1981, tt. XI y XII.

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En busca de la armonía con el gobierno liberal. "Pro bonus pacis..."

En 1880, fray Mamerto Esquiú fue nombrado obispo de Córdoba. Parale­lamente, asumía como gobernador de la provincia Miguel Juárez Celman, miembro de la élite liberal cordobesa. El flamante gobernador intentará excluir al clero de la instrucción pública,36 secularizar los registros de nacimientos, casamientos y defunciones,37 e intervenir en la provisión de curatos.38 Estas medidas afectaron directamente a la Iglesia y sus rela­ciones con las autoridades civiles.

Esquiú concebía al Estado como una comunión jerárquica de perso­nas y no como "el último eslabón de seres, una omnipotencia soberana, un semi-dios último de la vida y de la muerte, al que estarían su­bordinados todo derecho y todo deber".39 Para el obispo, la vida política se basaba en la organización de la convivencia, tenía clara conciencia de que la virtud era fuente de solidaridad y que el orden de la ley debía estar al servicio del orden, de la amistad y la solidaridad. En este sentido, el prelado expresaba: "Si bien las leyes tienen por objeto crear el orden de derecho, tienen por fin promover la amistad de los hombres".40 Es­quiú sostenía que con "el otro", caracterizado por el liberalismo enemigo de ¡a iglesia, se debía actuar con la caridad cristiana y la moderación; así, reprende a los responsables de la prensa católica por reproducir concep­tos poco satisfactorios sobre autoridades civiles liberales. En sintonía con el pensamiento del papa León XIII, proclamó la autonomía de las potesta­des civil y eclesiástica "libres y expeditas cada una de ellas en el desempe­ño de sus respectivas funciones; pero con este aditamento: que a las dos

36 En 1884 comenzaría a funcionar en la ciudad la primera escuela normal con maestras pro­testantes extranjeras. En relación con este asunto tuvo lugar la mayor crisis producida entre el gobierno y la Iglesia, que culminó con la expulsión del delegado apostólico Luis Mattera. El vicario capitular Emiliano Clara emitió dos pastorales exhortando a los fieles católicos a no enviar a sus hijas a las escuelas fiscales. El dictamen del procurador fiscal de Córdoba decretó la separación del prelado del gobierno de la diócesis, la suspensión de oficio y de beneficio en el coro de su Iglesia. El poder ejecutivo expidió el 3 de junio de 1884 el decreto de suspensión.

37 La ley de registro civil se promulgó para la ciudad en 1880, y para la provincia en 1889.38 Decreto del presidente Roca de 31 de julio de 1886 sobre provisión de curatos: éste declara

curas propietarios a los párrocos interinos de la capital y dispone que en adelante dichas parro­quias se proveyeran por concurso. El gobernador de Córdoba dictó un decreto similar al del gobierno nacional.

39 Horacio Sánchez de Loria Parodi, Las ideas político-jurídicas de fray Mamerto Esquiú, educa, 2002, pp. 78 y ss.

40 Mamerto González, Fray Mamerto Esquiú, La Moderna, Buenos Aires, 1914.

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conviene y a todos los hombres interesa que entre las dos reinen la unión y la concordia".41

El prelado estimaba que las instituciones políticas no debían conside­rarse como elementos externos, superestructuras, injertos, superpuestos a la vida del pueblo. Por el contrario, nacían en el seno de la población, se alimentaban de ella y la exteriorizaban como expresión. Su razón de ser era estimular el entramado de relaciones, intercambios, vínculos, que cons­tituían el tejido social.42

El deseo de conciliar los derechos del gobierno con los de la Iglesia fue una idea fundamental en la gestión del obispo Esquiú, que buscó armonizar la potestad civil con la eclesiástica evitando, de ser posible, la confrontación entre ambas. Esta conducta la llevó a la práctica con mo­tivo de un conflicto suscitado por la administración de los cemente­rios. Dirigiéndose al gobernador delegado de La Rioja, le comunicaba que un cementerio católico es un lugar sagrado y su administración co­rresponde a la autoridad eclesiástica, pero animado por el deseo de con­ciliar intereses con deberes y de evitar todo conflicto modifica el reglamento de cementerios:43 "He exigido solamente que la Municipalidad devuelva al párroco el cementerio y que una vez que se reconozca la jurisdic­ción eclesiástica en esa materia, la Municipalidad tendrá toda la inter­vención que desea".44 El jefe político de Bell Ville expulsó al cura párroco por negarse éste a entregar las llaves del cementerio, violó la cerradura y se hizo cargo de ese lugar. El prelado realizó una serie de diligencias a fin de solucionar el incidente, viajó a la localidad pero no fue recibido por las autoridades locales. En una carta enviada al internuncio apostólico le comunicaba su decisión de recurrir a los tribunales civiles si no lograba la devolución del cementerio por medio de la súplica, ante semejante violación debía actuar suaviter et fortiter.45

Fray Capistrano Tissera, sucesor de Esquiú en la silla episcopal, mantuvo la misma línea de conducta, quizá sin la firmeza y decisión del primero. Heredó los conflictos iniciados en la gestión eclesiástica anterior. Durante su gobierno se estatuye el registro civil (1884), se debate la ley 1420 de educación laica, gratuita y obligatoria y se imple-

41 León XIII, encíclica "Arcanum Divinae Sapientiae..." (Sobre el matrimonio cristiano) del 10 de febrero de 1880, en Encíclicas pontificias. 1832-1965, Guadalupe, Buenos Aires, 1963, 2 tomos, p. 445.

42 Horacio Sánchez de Loria Parodi, Las ideas político-jurídicas..., p. 87.43 Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia argentina, tomo XI, p. 187.44 ASV, Archivo Nunciatura del Brasil, libro 63, fascículo 306, folio 75.45 Ibid., folio 77.

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menta la secularización de los cementerios. Con la creación del registro civil, se sustituía el valor civil que tenían hasta entonces los libros parro­quiales. La ordenanza municipal prescribía la obligación de los párrocos de suministrar a la oficina municipal copia de las actas de los matri­monios celebrados ante ellos, asentadas en sus libros. El incumplimien­to sistemático de los curas a este requerimiento gubernamental motivó reclamos del jefe de la oficina del registro al obispo diocesano, por lo que solicita que instara al clero a cumplir con esa repartición. En su res­puesta, el prelado se congratula con la iniciativa de establecer un registro administrativo para el mejor funcionamiento de la ciudad, pero cues­tiona los artículos de la ley que equiparaban las uniones de otros credos — mahometanos, protestantes, judíos y racionalistas— con el matrimonio católico. El tono de la nota es evidentemente conciliador y la finaliza expresando un "sincero deseo de llegar a una cordial inteligencia".46 El obispo, cumpliendo con el pedido del gobernador, dirigió una circular al clero parroquial instándolo a cumplir con las obligaciones mencionadas:

Ha llegado a nuestra noticia por personas de autoridad, que algunos párro­cos de esta diócesis al dirigir la palabra a los fieles, en la Iglesia, y aconse­jarles usen del derecho de enrolarse en el Registro Cívico se han propasado a recomendar que les entreguen sus respectivas boletas. Hemos dudado al­gún tiempo de la exactitud de la noticia por referirse a una infracción de la ley, que todos debemos respetar y porque nuestro celoso y prudente clero parroquial, a Dios gracias, no está avezado a esta clase de transgresio­nes: pero se han repetido los avisos, y en vista del carácter de verdad que han revestido, hemos juzgado conveniente prevenir con tiempo el abuso a fin de que no se repitan tales exigencias ni se proclamen desde el púlpito enseñanzas que no estén en completa armonía con lo sagrado de nuestro ministerio y con los deberes de ciudadanos respetuosos de la ley. A los que profesamos y acatamos como fundamento de la sociedad el respeto a la ley y a la autoridad, no nos es lícito ni decoroso desvirtuarlas por más que otros las violen y conculquen con frecuencia. Nos sería muy doloroso saber que se daba motivo para que la autoridad civil tomase alguna medida violenta, ante la cual no pudié­ramos defender plena y justamente a los que la ocasionan, y por tanto esperamos confiados que esto no sucederá...47

La reconvención episcopal tuvo poco eco en los curas de la campaña cordobesa. La obligación impuesta por el gobierno a los ciudadanos de

46 AAC, Comunicaciones con el gobierno.47 AAC, Circular 12 de septiembre de 1884. Las cursivas son mías.

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anotarse en el registro civil siguió siendo resistida por los curas párro­cos, quienes desde el púlpito desestimaban los alcances y la necesidad de esta medida y se negaban a enviar copia de las actas de matrimonio a dicha oficina. Incluso antes de la creación del registro civil, la oficina de estadística comenzó a exigir a los párrocos el envío de planillas tri­mestrales con los datos contenidos en los libros parroquiales. Los curas justifican el incumplimiento de este requerimiento por falta de tiempo para realizar una tarea considerada de carácter enteramente civil — que no justificaba el descuido de las funciones del cargo parroquial, de por sí más importantes—, a la que se sumaba el deficiente e inexacto registro de los libros parroquiales. El cura de Cosquín, al hacerse cargo de la parro­quia, expresaba que el archivo estaba sumamente descuidado y mu­chos de los libros parroquiales eran "un conjunto de hojas sueltas, sin folio, sin principio ni fin. Los libros de bautismo y matrimonio [...] están bien, al día y bien llevados; pero no hay libro de confirmaciones ni de fábrica y el de defunciones aún está atrasado".48 El cura vicario interino de Bell Ville informaba a la curia que el funcionario civil le exigía, además de la remisión de los estados mensuales de los libros parroquiales, poner a su disposición para la consulta el archivo parroquial a fin de constatar la exactitud de los datos; frente a este requerimiento el párroco respon­dió que "no habiendo recibido al respecto instrucciones del obispo, no reconocía ningún derecho a la intromisión del Gobierno en una oficina que es puramente eclesiástica. Y que ni graciosamente [puedo] sumi­nistrar estos datos, pues he suprimido, por este año, el escribiente y yo llevaré mis apuntes en los libros como y cuando Dios me ayude".49 Esta actitud remisa de los párrocos con el gobierno no sólo se debía, a nuestro parecer, a dificultades reales como el mal estado de los libros o la falta de tiempo para ejecutar esa tarea, estaba latente la resistencia á la intro­misión del poder civil en asuntos considerados estrictamente eclesiásti­cos. Esta práctica de resistencia se agudizó con la sanción de la ley de matrimonio civil, que exigía a los funcionarios del registro confrontar sus datos con los asentados en los libros parroquiales, a fin de compro­bar la exactitud de los datos suministrados por los párrocos.50 Éstos per­cibían que la intención del gobierno era convertir los registros parroquiales en oficinas auxiliares del registro civil y a los curas en empleados depen­

48 AAC, Parroquias, Cosquín, folio 77.49 AAC, Parroquias, Bell Ville, 1890, s/f.50 Ley de Registro Civil, 1896, art. 38-39.

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dientes de los jefes inspectores y jueces de paz51 y no estaban dispuestos a ceder a las pretensiones del gobierno. La notable afluencia de consul­tas sobre el modo de proceder motivó una circular dirigida al clero, del promotor fiscal del obispado Ramón Gil Luque, sobre la práctica por seguir. El documento advertía que las disposiciones eran a su juicio "demasiado absurdas, onerosas e injuriosas, por tanto si pro bonus pads se pueden acatar, únicamente se puede encargar a los curas que permi­tan que un escribiente de la oficina civil tome los datos que quiera de los libros parroquiales, pero con la precaución de que esto no sea ocasión para que los libros sean llevados fuera del lugar del archivo parroquial" .52

El funcionario del registro civil, al presentar el informe del primer año de funcionamiento, justificaba la escasa representatividad de los números invocando "las creencias religiosas tan arraigadas en el vecin­dario de nuestra Provincia y muy especialmente la guerra tenaz que con motivo del matrimonio civil, se viene haciendo por los represen­tantes de la Iglesia a toda nuestra institución".53 Esta cita nos advierte que la resistencia ejercida a la legislación laica del matrimonio no fue exclusiva de los curas, la sociedad también fue reticente a los cambios. La gente común seguía recurriendo al cura en lugar de al Estado, el peso de la tradición seguía siendo muy fuerte, en el imaginario colectivo el matrimonio era un acto religioso, un sacramento. El testimonio con­tenido en un informe del párroco de Quilino que explica las razones de la no celebración de un matrimonio que se había convenido resulta un indicio respecto a la percepción que tenía la sociedad rural: "creí que los pretendientes hubieran desistido ya de su matrimonio pero hace po­cos días que vino la madre de la pretendida y me dijo que: aquellos estaban viviendo juntos en virtud del matrimonio civil: que habíase celebrado, suplicándome que ponga remedio a este escándalo".54

Si bien este trabajo se centra en las conductas y representaciones del clero, no podemos dejar de señalar la importancia que tuvieron en el proceso de secularización las representaciones de la gente común. El imaginario de la población de la campaña cordobesa era el de una sociedad católica, de donde se desprende su reticencia a seguir las nor­mativas vigentes referentes al matrimonio. Lentamente, las uniones ci­viles irán superando a las religiosas, como lo muestran las estadísticas

51 AAC, Carpeta Parroquias, Quilino, exp. 4, folios 220-221.52 AAC, Parroquias, Bell Ville, s/f.53 AHPC, Gobierno 1891, tomo 10, memoria del Registro Civil.54 AAC, Parroquias, Quilino, exp. 4, folio 220.

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de los registros matrimoniales de la segunda mitad de la década de 1910. Cambio de actitud que puede explicarse por la paulatina consolidación del aparato estatal en la campaña, que facilitó la inscripción en los re­gistros civiles.55

Otro punto conflictivo fue la secularización de los cementerios. La ley obligaba al funcionario civil a anotar en un libro especial, por dupli­cado, las defunciones; además, exigía al encargado del cementerio que solicitara a los deudos la presentación del boleto de inhumación ex­pedido por el empleado público. La exigencia de esta constancia fue uno de los puntos más conflictivos en la implementación de la ley en la mayoría de los curatos de campaña.56 El desacuerdo entre las autoridades civiles y las eclesiásticas respecto al uso y administración de los cemen­terios evidencia conflictos por espacios de poder. El cura párroco y el jefe político se convirtieron en actores clave en cada departamento. Los con­flictos generados entre ambos ponen de manifiesto la preocupación del gobierno por controlar la actividad de los párrocos. El gobernador Grego­rio Gavier solicitó al obispo fray Juan C. Tissera la remoción de algunos curas por causas tales como prédicas subversivas,57 perturbar el orden y la tranquilidad del departamento58 y hostilizar a las autoridades consti­tuidas.59 Aludía concretamente el gobernador a las pláticas del párroco de Quilino, que instaba a su feligresía a no casarse por el registro civil y a no enviar a sus hijos a las escuelas fiscales; tras la negación del párroco de Bell Ville de entregar las llaves del cementerio al jefe político, el diocesano manifestó al gobernador su interés por conciliar sus deberes de pastor con los deseos del gobierno"para mantener con la autoridad política la armonía de que tantas pruebas he dado"60 y procedió a ejecutar el tras­lado de los respectivos párrocos, pese a no haber tenido ninguna queja de los vecinos respecto a la conducta de dichos curas. El cura de Pocho había sido expulsado de su curato por el jefe político, el motivo adu­cido era que el párroco bautizaba sin exigir el boleto del registro civil.

55 ASV, Fondo Nunciatura Argentina, libro 3, folio 55, Matrimonios civiles: 3940 (1907), 4277 (1908), 4238 (1909) y 4506 (1910). Matrimonios religiosos: 2257 (1907), 2676 (1908), 2643 (1909) y 3 603 (1910).

56 AAC, Parroquias: Bell Ville, Río Cuarto, Sampacho, Anejos Sud, Punilla, Quilino, Pocho y Villa María.

57 Eco de Córdoba, 9 de octubre de 1884; AAC, legajo 39, Comunicaciones con el Gobierno y Auto­ridades Provinciales, años 1876-1910, tomo I; AHPC, Gobierno, 1886, t. 9. Nota del obispo al go­bernador Gregorio Gavier, 17 de enero de 1884.

58 AHPC, Gobierno, 1886, t. 9.59 AHPC, Gobierno, 1886, t. 9, nota al Gobernador Gregorio Gavier, Córdoba, 17 de enero de 1884.60 AHPC, Gobierno, 1886, t. 9.

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El abuso de autoridad del jefe político, que exigía algo que no contem­plaba la ley, motivó una nota del diocesano al gobernador a fin de que procediera a reconvenir a ese funcionario, porque "la armonía y acuer­do que debe reinar entre ambos poderes, por su marcha regular en la esfera de acción que a cada uno corresponde, se resiente violentamente por la acción violenta del jefe político..."61 Conflictos de este tenor se registraron en varios puntos de la diócesis. Las relaciones del prelado con el gobierno resultaron dificultosas, y en una carta dirigida al inter­nuncio comunicaba con cierto pesimismo: "Por lo que respecta a mí, creo hallarme en un terreno enteramente movedizo y voy tanteando para no caer..."62

Los conflictos continuaron durante el gobierno de fray Reginaldo Toro (1888-1904). A la creación del registro civil siguió la ley nacional de matrimonio civil, sancionada el 2 de noviembre de 1888, la cual esta­blecía que los matrimonios que no se celebrasen con arreglo a las dispo­siciones del código civil no producirían efectos legales; desde ese momento sólo producirían efectos civiles los matrimonios realizados ante las autoridades o funcionarios públicos competentes para ello. Esta ley alteró notablemente la situación establecida hasta ese momento, que suponía el reconocimiento de los efectos civiles del matrimonio religioso. La nueva ley prohibía con severas penas a todo sacerdote administrar el sacramento sin tener a la vista los certificados de haberse verificado el contrato civil.

Este hecho motivó una carta pastoral del obispo dirigida al clero y fieles de la diócesis, en ella se señalaba que la unión civil no constituía un matrimonio verdadero, indisoluble, elevado a la dignidad sacramental:

no es a los ojos del cristiano y de la Iglesia otra cosa que un reconoci­miento público del Estado para vivir juntos y legalizar la descendencia de los dos, sin miramiento alguno a la fe, a las creencias o a la religión que profesan la inmensa mayoría de los hijos y ciudadanos de nuestro país. Así es que aunque dicha ley es una vejación para la Iglesia católica cuyos dere­chos y sacramentos desconoce y pospone, no altera absolutamente nada de lo que la Iglesia manda y determina sobre el Sacramento. El Estado no puede permitir y legalizar la unión de las personas, no puede imprimirle el

61 AHPC. Gobierno, 1886, t. 9, nota al gobernador Gregorio Gavier, Córdoba 17 de enero de 1884.62 ASV, Nunciatura del Brasil, libro 63, fascículo 306, folio 101, Carta a monseñor Mattera 27

de abril de 1885.

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sello sagrado del sacramento ,no puede bendecir a los esposos ni a los hijos, ni alcanzarle gracias en el tiempo y en la eternidad.63

Las líneas directrices del documento estaban en conformidad con la pastoral colectiva firmada por los prelados argentinos en febrero de 1889. En marzo del mismo año, en una circular enviada a todos los pá­rrocos de la diócesis se daban instrucciones prácticas sobre la adminis­tración del sacramento del matrimonio a fin de evitar los inconvenientes a que la ley daba lugar.64 Los puntos fundamentales del documento seña­lan: 1) La recomendación de explicar la doctrina católica sobre el matri­monio al pueblo; con una predicación preparada, prudente y acomodada a la inteligencia del pueblo cristiano. "Haga así comprender a todos que si se permite a los fieles el concurrir a declarar su consentimiento ante el oficial público, esto no importa celebrar verdadero matrimonio, sino sólo cumplir un acto meramente civil, necesario ahora para que sus matrimonios tengan validez ante la ley";65 2) La obligación de respetar a las autoridades y las personas, cuidando de no ofender en lo más míni­mo, ni suscitar odios personales; la prohibición bajo pena de "suspen­sión" de faltar el respeto debido a los funcionarios de cualquier clase que sean; 3) La petición a los fieles de ayudar "con oraciones fervientes a Dios que muda los corazones para que practiquen ayunos, la penitencia sacramental y Santa Comunión en esta cuaresma, a fin de que no sea­mos vencidos por el mal, para que sean abolidas y revocadas esas leyes que nos deprimen".66 La circular cierra con una recomendación clara y terminante: "como la misma ley en su artículo 118 establece pena con­tra el sacerdote que proceda a la celebración de un matrimonio religioso, sin tener a la vista el acta que acredite haberse celebrado ya civilmente, será muy razonable que los párrocos se abstengan de autorizar matri­monios mientras no se les presente el acta civil.67

El prelado diocesano afirmaba que la Iglesia permitía y toleraba a los católicos, para evitar vejámenes y el desconocimiento de sus dere­chos civiles, a que "se acomoden a ella en la práctica, con tal de que entiendan que ejecutan un acto meramente civil, que se apresuren cuanto

63 AAC, Pastoral del IImo. Rvmo. Obispo de Córdoba D. Fr. Reginaldo Toro, Imprenta del Colegio Pió de Artes y Oficios, Almagro 1889, Buenos Aires.

M AAC, legajo 53, Pastorales, decretos y edictos 1834-1900,1.1, Circular Obispado de Córdoba,

28 de marzo de 1889.65 Ibid., punto 10.66 Fray Reginaldo Toro, Pastoral 1889, op. cit., pp. 6 y ss.67 AAC, legajo 53, op. cit.

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antes a celebrar el matrimonio canónico, y no se tengan por casados mientras no hayan llenado este requisito".68

Estas medidas provocarán cierto malestar en el clero y en algu­nos vecinos. Agustín Irigoyen, residente en la localidad de Alta Gracia, envía un informe a la internunciatura apostólica, en el que expresa su mirada sobre la realidad eclesiástica provincial:

la necesidad de contar con personal competente y energía contra el matri­monio civil y contra las escuelas laicas que asen [sic] estragos en este obispado ya que el Obispo no sirve para esto porque es débil, sin valor y no conoce la época ni su grey y subalternos hay muchos sacerdotes ilus­trados decididos como Carlos Echenique, Samuel Bustos, Ramón Luque, Yaniz, Rafael López Cabanillas, Pablo Cabrera y tantos otros pero sin el jefe nada pueden hacer al contrario por tener otra opinión y carácter son invisos a los prelados.69

Esta cita manifiesta las divisiones internas del clero y las diversas es­trategias adoptadas en relación con las leyes laicas. La estrategia tendiente a lograr la armonía y, de ser posible, la cooperación entre las autorida­des civiles y eclesiásticas no fue exclusiva de los obispos. José Gabriel Brochero, párroco de San Alberto (1869-1907), también la implemento. Su curato abarcaba una gran extensión del oeste cordobés, en el que la mayoría de sus 10 118 habitantes estaban signados por la pobreza.70

Brochero desarrolló allí una obra de colosal envergadura: impulsó y gestionó obras de infraestructura, vías férreas, construyó acequias para el riego, delineó 66 caminos vecinales, proveyó a la población de moli­no, creó un colegio de niñas, una casa de ejercicios espirituales y evan­gelizó a la población.71 Este cura de campaña encontró en sus amigos liberales el apoyo económico para el sostenimiento de sus obras pasto­rales. Para él, la cuestión de la ley de matrimonio civil no era tan dra­mática como para otros compañeros de sacerdocio. Consultado sobre el tema, dijo que "en nada se modificaba el aspecto sacramental y que para la Iglesia no tenía mayor importancia, que tan sólo era como un censo

68 AAC, legajo 53, Pastorales, decretos y edictos 1834-1900, t. I.69 ASV, Sacra congregaciones degli affari ecclesistici straordinari. Argentina, anno 1899. Pos.

278, folios 37-38.70 Censo Nacional de 1869.71 Antonio Aznar S. J., El cura Brochero. En su apostolado sacerdotal, su vida espiritual y legendaria

en heroísmos, Paulinas, 1950; Ramón J. Cárcano, Perfiles contemporáneos, Córdoba, Imprenta El interior, 1885; Efraín Bischoff, El cura Brochero, Plus Ultra, 1981; El cura Brochero. Cartas y sermo­nes, Buenos Aires, Conferencia Episcopal Argentina, 1999.

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que el gobierno hacía, como quien hace una inscripción para saber qué cantidad de hacienda tiene uno".72 La estrategia de Brochero fue no en­trar en confrontaciones, velar por el bienestar espiritual y material de sus feligreses, contando con la ayuda de quienes quisieran colaborar, en particular el gobierno provincial. Movilizó a toda la población de Traslasierra a realizar ejercicios espirituales y se preocupó en mejorar su educación y calidad de vida. Son innumerables las cartas con peti­ciones para sus obras; una de estas cartas, destinada al gobernador Juárez Celman, dice; "ahora bien, como tu gobierno es modelo de ilustración y de progreso, quiere tu condiscípulo que no se diga que en tu periodo hubo una obra que ayuda a la honra de la provincia, y que tú no hayas cooperado con decisión en ella [...] acuerda siquiera cien fuertes men­suales, para ayudar así a la enseñanza gratis de ciento cincuenta y tan­tas niñas".73 Brochero recibió del gobierno ayuda económica para su labor. La obra civilizadora del cura del Tránsito encontró perfecta aco­gida en el ideario liberal de progreso y desarrollo.74

La resistencia a los avances de la secularización

La estrategia de oposición y resistencia estuvo encarnada por gran parte del clero secular, entre ellos los provisores que gobernaron la diócesis en sede vacante, Uladislao Castellano (1878-1880, 1886-1888) y Jeróni­mo Clara (1883-1884). Ellos percibieron el liberalismo y a los liberales como uno de los mayores males de la sociedad y enemigos de la Iglesia, veían en sus ideas un peligro para la doctrina y la acción católica. Le correspondió a Castellano abordar el conflicto con la prensa liberal y a Clara el originado con motivo de la ley de educación laica. La actuación de ambos prebendados fue firme y decidida. El vicario capitular Caste­llano publicó una pastoral75 prohibiendo la lectura del diario El Progre­so, del semanario La Carcajada y de El Interior.76 El motivo del interdicto fue el espíritu manifiestamente hostil al catolicismo y la oposición abierta

72 Llanos MO, Brochero pastor, Rosario, Didascalia, 1994, p. 66.73 G. Rivero, Soy Brochero, Buenos Aires, 1991, p. 10.74 Valentina Ayrolo, "Algunas notas sobre la política en el oeste cordobés entre los siglos XIX

y XX. El caso del cura José Gabriel Brochero", en Cuadernos de Historia, núm. 7, Centro de Investi­gaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, CIFFYII-UNC, Córdoba, 2005, pp. 7-29.

75 AAC, Uladislao Castellano, Vicario Capitular, Pastoral del 15 de octubre de 1880.76 AAC, Edictos, decretos y circulares, s/f, Auto del 30 de octubre de 1880.

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a la declaración del prelado.77 Éste fue el inicio de un conflicto más pro­longado que se mantuvo a lo largo de varias décadas; una de las medi­das adoptadas por las autoridades eclesiásticas fue la promoción de la buena prensa católica, para que contrarrestase la acción de los periódi­cos adversos a la religión.

El vicario Clara, en el ardor de los debates de la ley 1420 de educa­ción laica, gratuita y obligatoria, publicó dos pastorales para prohibir a los padres de familias católicas enviar a sus hijos a las escuelas fiscales, hecho que tuvo gran repercusión en todos los ámbitos de la vida pro­vincial y nacional. El gobierno tomó esta medida como una verdadera afrenta y suspendió al vicario en sus funciones. El cabildo eclesiástico apoyó al prelado no dando lugar a la solicitud de remoción del gobier­no, mientras que la sociedad prestó su apoyo y adhesión a la actitud del prelado. El conflicto tomará tal envergadura que culminará con la deci­sión del gobierno nacional de expulsar al delegado apostólico y romper las relaciones con la santa sede.

El clero parroquial y su feligresía se solidarizaron con el vicario, llegaron a la curia numerosas cartas de adhesión y apoyo. Cinco años des­pués, con motivo de la sanción de la ley de matrimonio civil (1888-1889), un sector del clero predicaba desde el púlpito, desestimando la necesi­dad de casarse por el registro civil, desplegando una persistente oposi­ción a ella.78 Varios curas fueron detenidos por la autoridad y acusados de desacato; el caso más notable fue el de Jacinto Correa. En la indaga­toria, todos los testigos coincidieron en afirmar que oyeron decir al pá­rroco que no los casaría si acudían al registro civil. Gabriel Martínez, de 28 años, dijo al juez que "no se celebró el matrimonio civil porque el cura le dijo que si se casaba por lo civil él no lo casaba por la Iglesia".79 En audiencia ante el tribunal, el sacerdote manifestó que cuando reco­brase su libertad seguiría casando si se le presentaran personas a pe­dírselo. El cura Correa estaba convencido de que el matrimonio es un sacramento y por lo tanto competía a la Iglesia su administración, la autoridad civil no tendría atribuciones en el asunto. Don Rafael Ló­

77 AAC, Auto del gobernador del obispado declarando prohibido el diario El Interior, Córdoba 30 de octubre de 1880.

78 Jacinto Correa, cura de Punilla; Miguel Salguero, cura de Alta Gracia; Rafael López, cura de Anejos Sud; Alejo Torres, cura de Calamuchita; Juan Martin Yániz, cura del Sagrario (párroco de la catedral).

79 AHPC, Crimen 2° Capital, legajo 4, exp. 1, año 1889, folio 47.

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pez, cura de Anejos Sud, procedió de manera análoga; consultado por el Juez de Paz, le dijo que él casaba sin sujetarse a la ley civil, "que los jueces de la campaña no entienden la ley y han de ser los curas los que han de hacer los dos matrimonios, por consiguiente yo casaré por el religioso como tengo dicho, si me meten preso sufriremos, qué hemos de hacer..."80 Esta actitud le valió algunos días de arresto.81 Miguel Sarguero, cura de Villa María, fue apercibido por el juez de instrucción por la misma falta. Éste se traslada a Villa María a fin de constatar personalmente las irregularidades; solicita al obispo diocesano ordene al cura párroco que ponga a su disposición los libros de registro a los fines de verificar si se hubieran practicado algunos matrimonios en vigencia de la ley de matrimonio civil.82

Juan Martín Yániz, párroco de la catedral, fue encarcelado por el mismo motivo, pero fue tal la afluencia de gente que lo visitaba, que las autoridades consideraron más prudente dejarlo en libertad. El canóni­go Apolinario Argañaras, magistral del coro de la catedral, fue remitido preso a La Rioja por haber celebrado algunos matrimonios sin tener a la vista las actas respectivas que acreditan su previa celebración civil. El prebendado cordobés había sido enviado a ayudar al vicario foráneo de La Rioja en tareas del ministerio durante la semana santa. Gracias a las diligencias del obispo diocesano la causa se detiene y es puesto en libertad.83

Para las autoridades eclesiásticas la ley penalizaba un acto estricta­mente de culto, la administración del sacramento del matrimonio. Por lo tanto, era injusta e inconstitucional, violaba la tolerancia religiosa y la libertad de cultos. Además, sólo penalizaba al sacerdote, cuando en estric­ta justicia quienes violaban la ley eran los mismos contrayentes que no cumplían con el requisito previo de anotarse en el registro. Para la socie­dad, el matrimonio válido seguía siendo el religioso.

Las autoridades civiles veían con preocupación la acción del clero dado el predicamento que tenían sobre los pobladores de la campaña. La sentencia del juicio Correa es clara al respecto:

80 AAC, legajo 53, s/f, "El Señor Cura López ha casado en la capilla de Altagracia por el matri­monio religioso y sin observar la ley de matrimonio civil vigente, al Señor Tristán Garay, vecino de la Pedanía Reartes, Departamento de Calamuchita, con la viuda Senavia Echenique de Oviedo, domiciliada en una estancia de la Pedania de Potrero de Garay, Departamento de anejos Sud".

81 AAC, legajo 39, Comunicaciones con el Gobierno Provincial 1876-1910, s/f. Informe del Juz­gado de Instrucción al obispo Reginaldo Toro con fecha 5 de diciembre de 1889.

82 AAC, legajo 39, Comunicaciones con el Gobierno Provincial 1876-1910.83 AAC, legajo 53, s/f, Protesta pública del obispo Toro.

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Estos hechos y estas declaraciones ponen de manifiesto que no es el celo mesurado y juicioso del sacerdote honrado por el ejercicio de su ministe­rio el que lleva a violar la lei, pues que hace venir personas hasta su prisión para casarlos sin una razón necesaria por lo menos aparente que justifi­que ese proceder en el que debe mirase solo el placer de violar la lei, sino una índole perversa y una corrupción total de la dignificación personal producen una voluntad inquebrantable y bien conciente de llevar a cabo un acto cualquiera sean los medios a emplearse, porque solo así se explica la reiteración de las infracciones, las amenazas y falsedades a sus feligre­ses, las declaraciones irrespetuosas hechas al tribunal, la falta de obediencia y acatamiento a las instrucciones del ilustrísimo señor obispo de que corren publicadas y por fin el hecho de que en Córdoba donde el clero goza de justo buen nombre se produzcan esta clase de juicios.84

Los presbíteros que se opusieron con firmeza a las leyes laicas se for­maron en el seminario conciliar, dos de ellos, Jacinto Correa y Rafael López, eran sacerdotes que habían regresado del Colegio Pío Latino­americano tras finalizar sus estudios en la Universidad Gregoriana. For­maban parte del primer contingente de seminaristas que salió de Córdoba rumbo a Roma en el año 1875,85 apenas cinco años después que Cavour propusiera el estado italiano laico con capital en Roma y Pío IX cediera contra su voluntad los estados vaticanos. Es probable que la experiencia vivida en la ciudad eterna influyera en la estrategia adoptada frente al liberalismo local.

En el universo del clero secular cordobés encontramos actores que buscaron conciliar los intereses del Estado con los de la Iglesia, privile­giando una relación armónica entre ambas potestades. Otros se opusieron tenazmente con su prédica y sus prácticas a los postulados liberales y una parte que se mantuvo al margen del conflicto. Este último grupo fue un sector reducido del clero compuesto por curas de viejo cuño, or­denados sacerdotes antes de la reforma del seminario llevada a cabo por Castellano en 1860. Eleodoro Fierro, párroco de Chañar, y Luis Ta­gle, cura rector y canónigo de la catedral, privilegiaron su actividad política a su labor pastoral.86 El presbítero Tagle, en los años que se des­empeñó como cura párroco de Quilino, no inscribió prácticamente bau­

84 AHPC, Expedientes judiciales, Crimen 2° capital, legajo 4, exp. 1, año 1889, f. 117.85 Roberto Altamira, El seminario conciliar de Nuestra Señora de Loreto. Colegio Mayor de la Uni­

versidad de Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1943, p. 341.86 AAC, Juicios eclesiásticos, legajo 35, años 1871-1905, t. VIII, Vecinos de Río Seco contra el

Párroco Eleodoro Fierro.

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tismos y casamientos en sus libros87 y priorizó, al igual que Fierro, la ac­ción política partidaria, privilegiando su actuación en este campo a la atención pastoral de los fieles de su curato. Las leyes laicas para ellos no supusieron un problema.

A modo de cierre

La élite liberal de 1880 aspiró a relegar a la Iglesia fuera de la vida pú­blica mediante la fuerza de un Estado que no reconocía hacia la religión otro deber que el de contenerla en los límites de lo considerado por el go­bierno civil como puramente espiritual. Sin embargo, el intento de secula­rización del Estado liberal se convirtió en un medio para alcanzar la secularización de la sociedad. A ello estuvieron destinadas las leyes lai­cas referidas al registro de nacimientos, matrimonios y defunciones. El clero provincial no se mantuvo al margen y procuró de diversas mane­ras la conservación de la religión católica como el fundamento del or­den social.

Los conflictos suscitados entre las autoridades civiles y religiosas con motivo de la sanción de las referidas leyes, permitieron acercarnos a las prácticas del clero provincial. Al analizar la dinámica de los comporta­mientos del clero secular cordobés, descubrimos que su reacción no fue sólo la intransigencia militante frente al orden liberal y al mundo mo­derno; el clero regular y el secular de viejo cuño buscaron contemporizar con el gobierno, procurando no romper la armonía y el mutuo respeto entre ambas autoridades. Por su parte, el clero secular adoptó una acti­tud de mayor firmeza frente a los postulados liberales, oponiéndose pertinazmente a la implementación de leyes que consideraban atenta­torias contra los derechos de la Iglesia. A su vez puede constatarse que las decisiones "desde arriba", vale decir de la jerarquía, no siempre tu­vieron las respuestas esperadas "desde abajo", por parte del clero de campaña. En nuestro análisis no encontramos al clero compacto y ho­mogéneo de tipo estamental que presenta la historiografía tradicional. Las estrategias clericales fluctuaron entre la cooperación de Brochero y la intransigencia de Correa, mientras los obispos procuraron alcanzar un modus vivendi que permitiera una relación armónica entre las po­testades civil y eclesiástica.

87 AAC, Parroquias, Ischilín, caja 50.

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Por su parte, la élite gobernante no era reacia a la idea de que la Iglesia desarrollara sus actividades en espacios que se consideraban apropiados para su acción pastoral, como lo demuestra su colabora­ción con la obra de Brochero. La Iglesia debía ocuparse subsidiariamen­te de los vacíos que generara la acción de un Estado cuyas capacidades institucionales eran aún limitadas, y abandonar progresivamente el con­trol de ámbitos y servicios que eran prerrogativas estatales.

Este conflicto, además, pone de manifiesto la paulatina consolida­ción de las estructuras institucionales del clero secular. El seminario había formado sacerdotes sabios, imbuidos en el amor a la Iglesia y al papa­do, a fin de contrarrestar el avance del liberalismo como fue el anhelo del provisor Castellano al elaborar las constituciones de 1860. De este colegio eclesiástico egresó un considerable número de sacerdotes que ocuparán las sillas episcopales que detentaban los regulares.

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Sobre los autores

Lucrecia Enríquez

Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad de Bordeaux 3, Michel de Montaigne. Coinvestigadora del grupo pape (Personal Administrativo y Político Español) compuesto por grupos de investigación de universidades francesas y españolas. Académica de la Pontificia Universidad Católica de Chile desde 2005. Sus publicaciones en revistas y libros se centran en los temas de investigación relativos a su especialidad: historia de América y Chile siglos XVI a XIX. Su tesis doctoral mereció los premios "Miguel Cruchaga Tocornal" 2004, de la Academia Chilena de la Historia, y "Ricardo Caillet-Bois" 2005, del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH). E-mail: [email protected]

Gabriela Caretta

Licenciada en Historia. Se desempeña como docente de metodología de la investigación histórica y de historia de América en la Universidad Nacional de Salta-Argentina. Desde 1992 forma parte de equipos de investigación del CIUSA y del conicet e integra el Instituto cepiha de la mencionada Universidad. Ha publicado artículos en libros y revistas especializadas sobre la historia de la Iglesia Católica en Salta, siglos XVIII y XIX, particularmente dedicados al estudio del clero secular. Dirige un proyecto para el estudio de la religiosidad en torno a la muerte y realiza tareas de extensión vinculadas a la problemática del patrimonio cultural y el turismo en la región del noroeste argentino.

Valentina Ayrolo

Doctora en Historia por la Universidad de París I, Panthéon-Sorbonne (Francia), investigador asistente del conicet, docente en la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Directora del grupo de investigación "Problemas y debates del siglo XIX", de la Facultad de Humanidades, UNMDP. Ha publicado, entre otros lugares, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani" UBA-Argentina, Anuario de Estudios Americanos

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de Sevilla, Anuario IEHS, UNCPBA-Argentina, Historia Unisinos, rgds, Brasil-Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, Universitçät Hamburg, Alemania-Andes. Antropología e Historia, cepiha, Facultad de Humanidades, UNSA-Argentina, Caravelles, Université de Toulouse Le- Mirail, France. Colaboró con trabajos en las siguientes obras: Jorge Lafforgue (ed.) Historia de caudillos argentinos; Klaus Gallo- Nancy Calvo-Roberto Di Stefano (comp.), Los curas de la revolución; Sara Mata de López-Nidia Areces (coord.), Historia regional. Estudios de casos y reflexiones teóricas, y recientemente ha compilado y participado con un capítulo en Valentina Ayrolo (comp.), Estudios sobre clero iberoamericano, entre la independencia y el Estado-Nación. E-mail: [email protected]

Adriana Rocher Salas

Doctora en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, estudió la licenciatura en Historia en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Campeche, institución en la que actualmente ejerce como profesor investigador. Candidato a investigador nacional, es especialista en estudios relacionados con historia de la Iglesia y de la religiosidad en la península de Yucatán, particularmente durante el periodo colonial, ha publicado diversos artículos en revistas especializadas de España (Hispania Sacra y Revista Complutense de Historia de América), Colombia (Memoria) y México (Tzintzun y Estudios de Cultura Maya). En prensa tiene el libro "La disputa por las almas: las órdenes religiosas en Campeche. Siglo XVIII", por publicar por el conaculta. E-mail: [email protected]

Irma Leticia Magallanes Castañeda

Doctora en Historia por la Universidad de Sevilla, España. Ha dictado conferencias en la Universidad de Varsovia (Polonia), Escuela de Estudios Hispano-Americanos (Sevilla), Universidad de Huelva (Huelva), Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) y en la Real Sociedad Geográfica Española (Madrid). Entre sus publicaciones se encuentran: "El mito de las siete ciudades de Cíbola. Francisco Vázquez de Coronado y el río Colorado", en María Unceta Satrústegui (coordinación editorial), Los descubridores españoles y la exploración de los grandes ríos, Madrid, Sociedad Geográfica Española; en revistas: "Palabras y símbolos: exequias de cuatro jesuitas en Nueva Vizcaya. 1617", Transición, Durango; ha reseñado en Revista de Indias (Madrid), Anuario de Estudios Americanos (Sevilla), y América a Debate. Revista de Ciencias Históricas y Sociales (Morelia). E-mail: [email protected]

José María lmízcoz Beunza

Doctor en Historia por la Universidad de París-IV. Ha sido profesor de Historia Moderna en la Universidad de Borgoña (Francia), entre 1982 y 1988 y, desde entonces, en la Universidad del País Vasco. Sus ejes de investigación se han centrado en la historia del mundo rural vasco y en la evolución de la comunidad tradicional en la larga duración, de la sociedad bajo-medieval al mundo contemporáneo; en la

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SOBRE LOS AUTORES 381

reflexión teórica sobre los actores sociales y los vínculos del entramado social y político del antiguo régimen; en los análisis de red social y la explotación intensiva de la correspondencia epistolar, y en la historia de las élites vascas y navarras en la monarquía hispánica durante la edad moderna, especialmente en el siglo XVIII. Últimamente ha editado: Redes familiares y patronazgo. Aproximación al entramado social del País Vasco y Navarra en el Antiguo Régimen (siglos XV-XIX) (dir.), Bilbao, Universidad del País Vasco, 2001, y Casa, familia y sociedad (País Vasco, España y América, siglos xv-XIX) (ed.), Bilbao, Universidad del País Vasco, 2004. E-mail: [email protected] y [email protected]

María Victoria García del Ser

Licenciada en Historia por la Universidad de Deusto (1997) y dea en Historia por la Universidad del País Vasco (2002). Ha trabajado como documentalista y archivista en diversos centros y, desde 2001, trabaja en el Proyecto de Digitalización del Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián. Ha publicado varios artículos sobre las actitudes ante la muerte en Andoain en los siglos XVII y XVIII, y sobre otros temas de la historia guipuzcoana.

María Cristina Torales Pacheco

Académica emérita de la Universidad Iberoamericana. En esta institución ha sido directora del Departamento de Historia y de la Dirección de Extensión y Difusión Universitarias. Dedicada a la investigación de la historia virreinal de México. Colaboró con el doctor Edmundo O'Gorman en las ediciones críticas de las obras históricas de Motolinía y de Alva Ixtlilxóchitl. Autora del libro La definición de una cultura, el siglo XVII mexicano; coordinadora y autora de tres ensayos de la obra La compañía de comercio de Francisco Ignacio de Yraeta (1767-1797). Sus libros recientes: Ilustrados en la Nueva España. Los socios de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (2001); Tierras de indios, tierras de españoles (2005) y Expresiones de la Ilustración en Yucatán (en prensa). E-mail: [email protected]

Jean Pierre Dedieu

Licenciatura en Historia en la Universidad de Toulouse (1970), agregación de historia (1972). Miembro de la Casa de Velásquez, Madrid (1975-1979). Tesis de Estado: "La administración de la fe. La inquisición de Toledo del siglo XV al XVII" (1986), publicada en 1988. Chargé de recherche (1985), luego directeur de recherche (1991) en el cnrs (Centre National de la Recherche Scientifique), director de la Maison des Pays Ibérique en Burdeos (1995-2004), ahora investigador en el larhra

(Laboratoire de Recherche Historique Rhone Alpes), en Lyon. Desde 1988 trabaja sobre el personal de la monarquía española en el siglo XVIII y sobre la puesta a punto de bases de datos prácticas para llevar a cabo investigaciones históricas. E-mail: [email protected], [email protected]

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Rodolfo Aguirre Salvador

Investigador titular del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras, unam. Catedrático en la misma facultad. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Actualmente desarrolla los proyectos de investigación: "Iglesia, sociedad e instituciones educativas" y "El clero, las parroquias y la curia del arzobispado de México en la época de Felipe V". Autor de varios artículos, capítulos de libros y reseñas, tanto en México como en el extranjero. Ha publicado los libros: El mérito y la estrategia. Clérigos, juristas y médicos en Nueva España (2003); coordinador de: Carrera, linaje y patronazgo. Clérigos y juristas en Nueva España, Chile y Perú (siglos XVI-XVIII) (2004), y de El cacicazgo en Nueva España y Filipinas (2005). Recientemente, en coautoría con Margarita Menegus, Los indios, el sacerdocio y la universidad en Nueva España. Siglos XVI-XVIII (2006). E-mail: [email protected]

Miguel Molina Martínez

Catedrático de Historia de América en la Universidad de Granada; director del Departamento de Historia Moderna y de América, de su universidad; miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia (España) y vicepresidente de la Asociación Española de Americanistas. Su investigación se centra en el estudio de la sociedad y grupos de poder en el área peruana durante el siglo XVIII y es director del grupo de investigación "Andalucía y América Latina. Población, transferencias tecnológicas, historiografía y toponimia", subvencionado por la Junta de Andalucía. Entre sus libros destacan: El Real Tribunal de Minería de Lima; Jaén y el mundo hispanoamericano-, Las capitulaciones de Santa Fe; La Leyenda Negra; Antonio de Ulloa en Huancavelica; El municipio en América. Aproximación a su desarrollo histórico; Los cabildos y la independencia de Iberoamérica. E-mail: [email protected]

Elizabeth Hernández García

Doctora en Historia por la Universidad de Navarra (España). Ha estudiado pro­fundamente la élite del norte virreinal peruano tardo-colonial, con énfasis en el comportamiento del estamento de privilegio piurano en la transición a la república. Ha publicado artículos sobre esta temática, entre los que destacan: "Un litigio muy sonado en Piura a fines del siglo XVIII", en Luces y reformas en el Perú. Siglo XVIII (Piura, 2005); "Estrategias de supervivencia de una élite regional: las familias piuranas (1750-1824)", en Elites urbanas en Hispanoamérica (de la conquista a la independencia) (Sevilla, 2005); "Clérigos de provincia en busca de una prebenda: la lucha de los vecinos piuranos por una canonjía en el Perú tardo-colonial (1780- 1821)", en Estudios sobre clero iberoamericano, entre la independencia y el Estado- Nación (Salta, 2006). Es docente del Área de Historia y Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Piura (Perú), donde ha

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SOBRE LOS AUTORES 383

publicado seis manuales de historia para el sistema de educación a distancia de dicha institución, entre ellos; Historia del Perú I: Perú Antiguo (2002); Historia del Perú IIP. Emancipación (2003); Historia del Perú IV: República (2003); y como coautora, el Manual de Historia de América (2004). E-mail: [email protected]

Marta Eugenia García Ugarte

Es doctora en historia por la Universidad Iberoamericana. Desde 1988 es investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales y docente en el posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fue directora del Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad Autónoma de Querétaro. Directora del Archivo Histórico del Agua, y subdirectora de docencia en el Centro de Investigaciones de Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas). Ha publicado varios libros, capítulos en libros y artículos en revistas especializadas sobre las dos líneas de investigación que ha trabajado: historia regional (sobre el estado de Querétaro) e historia de la Iglesia católica en México, siglos XIX y xx. Ha recibido el premio " Atanasio G. Saravia" de Banamex, mención en el primer concurso de historia regional de conaculta y el premio "Alejandrina" que otorga el estado de Querétaro. E-mail: [email protected]

Moisés Ornelas Hernández

Maestro en Historia por el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Candidato a doctor en Historia por dicho centro. Actualmente, escribe la tesis doctoral: "A la sombra de la revolución liberal. Iglesia y política social en Michoacán, 1821-1870", bajo la dirección del doctor Andrés Lira González. Es especialista en historia regional del siglo XIX mexicano, labor que inició con su tesis de licenciatura titulada "La reorganización político-administrativa de la Baja California y los grupos oligárquicos locales, 1849-1853". Ha participado en varios seminarios permanentes: Seminario de Historia Colonial (cesu 1994-1997); Seminario de Historia Regional en el Instituto de Investigaciones Históricas de la unam (1991- 1994), Seminario Procesos de Secularización Siglos XVI-XIX (cesu 2004). Seminario Permanente de Tesis (El Colegio de México 2004-2006). Recientemente fungió como asesor histórico de la novela: México mutilado de Francisco Martín Moreno, editada por Editorial Alfaguara (2004). Tiene varios artículos en dictamen y prensa en revistas del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam. E-mail: [email protected]

Milagros Gallardo

Licenciada en historia por la Universidad Nacional del Litoral, ciudad de Santa Fe, República Argentina. Desde 2001 es investigadora del Centro de Estudios Históricos "Prof. Carlos S. A Segreti" y desde 2004 es miembro de la comisión di­rectiva de dicho Instituto. Docente en la carrera de Historia en la Facultad de

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384 LA IGLESIA HISPANOAMERICANA

Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Alumna de la carrera de doctorado en Historia en dicha universidad. Integrante de diversos proyectos de investigación, subsidiados por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANCYPT) y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet). Ha publicado capítulos en libros y artículos en revistas especializadas sobre dos líneas de trabajo: la historiografía argentina de los siglos XIX-xx y la historia de la Iglesia católica en Córdoba, Argentina, en el periodo de la llamada "modernización" (1880-1930). E-mail: [email protected]

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La Iglesia hispanoamericana, de la colonia a la república se terminó de imprimir en noviembre de 2008 en los talleres Rometa, Cuauhtemoc, número 290, colo­nia Aldana, delegación Azcapotzalco, 02910, México, D.F. En su composición se utilizó la familia tipográ­fica Book Antigua (8, 9, 10, 11, 12, 16 y 20 puntos). Los interiores se imprimieron en papel acremado óptico de 90 gramos y las portadas en cartulina couché de 250 gramos. La formación tipográfica estuvo a cargo de Margarita Aguilar Moreno. La edición cons­ta de mil ejemplares.

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LA REAL UNIVERSIDAD

DE MÉXICO

Estudios y textos XXI

La Iglesia hispanoamericana, de la colonia a la república es una recopilación

de trabajos que analizan a la Iglesia hispanoamericana en la época colonial,

durante la crisis de la monarquía española y en su nueva situación en los estados

nacionales. Nos hemos acostumbrado a estudiar y leer la historia de México

o de Perú o de Chile perdiendo la imagen del pasado común imperial. Por eso,

superando las barreras nacionales, se enfocan en esta obra en un periodo de larga

duración y en un espacio hispanoamericano, estudios sobre el clero, el patronato

español y el estatal, las leyes laicas, las órdenes religiosas o las doctrinas de indios.

El estudio de los temas aquí presentados ha sido fruto de la interacción de

historiadores hispanistas y americanistas de primer nivel. De aquí que la lectura

de este libro haga posible examinar comparativamente situaciones comunes,

y aunque los artículos sean de Perú, México, Chile, Argentina o la misma España,

la profundidad de sus análisis y de sus planteamientos permiten percibir la relación

entre la Iglesia y las autoridades civiles, ya sea en una monarquía o en una república.