La identidad sacerdotal ii

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LA IDENTIDAD SACERDOTAL CINCO PUNTOS 1.PUEBLO SACERDOTAL 2.LA VOCACIÓN 3.LA UNCIÓN 4.LA MISIÓN 5.EL HOMBRE

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LA IDENTIDAD SACERDOTALCINCO PUNTOS

1. PUEBLO SACERDOTAL2. LA VOCACIÓN3. LA UNCIÓN4. LA MISIÓN5. EL HOMBRE

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PUEBLO SACERDOTAL

Creo que es conveniente subrayar el carácter sacerdotal del pueblo de Dios para centrar debidamente la vida y el ministerio que realizan los que han sido consagrados por el sacramento del orden. Éstos últimos y el pueblo sacerdotal son copartícipes de la misma misión.

Cristo, el Ungido, el Enviado del Padre, el Redentor y Salvador del mundo, consumó con su muerte y resurrección la redención de la humanidad: “Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Heb 10,14).

Cristo es, por tanto, el sumo y eterno sacerdote de la nueva ley que continúa eternamente intercediendo por nosotros y sigue santificando a los hombres. “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hech 4,12).

Como la salvación de los hombres debía realizarse “en el tiempo”, ellos debían aceptar el mensaje y tener la salvación libremente; por ello, Jesucristo, antes de su ascensión a los cielos, transmitió su misión y los poderes que había recibido de su Padre, prolongándose a través de los tiempos, por medio de la Iglesia: “Así como el Padre me ha enviado a mí, así los envío yo a ustedes” (Jn 20, 21). “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).

La Iglesia representada por el grupo de los Doce que le habían acompañado durante los años de su predicación, y que sería presentada y proclamada oficialmente el día de pentecostés, fue constituida “instrumento de redención universal”: fue “enviada como luz del mundo y sal de la tierra” (LG, 9). Es pues, evidente, la presencia del pueblo sacerdotal: “Cristo Señor y Pontífice, tomado de entre los hombres, a su nuevo pueblo lo hizo… reino y sacerdotes para Dios su Padre” (LG, 10).

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Jesucristo ha establecido, pues, la Iglesia como un pueblo sacerdotal, como un cuerpo –una comunidad de vida y acción- en el que cada miembro tiene su propia función, con la iniciativa y la responsabilidad que le corresponde por su carisma específico, y en el que todos los miembros son necesarios y tienen el derecho y el deber de contribuir a la vida y a la actividad del mismo: “Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio… para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la edad de madurez de Cristo” (Ef 4, 11-13).

Jesucristo, pues, quiso que su Iglesia tuviera unas características especiales y le dio una estructura divino-humana que tiene sus peculiares exigencias. El quiso que Pedro fuese la piedra visible sobre la que se instituyese ese pueblo elegido, la que debe darles consistencia y unidad juntamente con el fundamento de los apóstoles. Los presbíteros “participan del ministerio de los apóstoles (PO, 2). “El ministerio de los presbíteros, por estar unidos al orden episcopal, participan de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige el Cuerpo” (PO, 2).

Siempre hay que tener en cuenta la distinción que hace el Concilio entre el “sacerdocio de los fieles” y el sacerdocio de los que han recibido el sacramento del orden. Al primero lo llama sacerdocio común y al segundo sacerdocio ministerial o jerárquico. Y establece una diferencia esencial, no sólo de grado, entre el uno y el otro, reconociendo que los dos participan “de forma peculiar” del único sacerdocio de Cristo (LG, 10).

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2. LA VOCACIÓN

A unos miembros del pueblo sacerdotal, Jesucristo los “elige”, los “escoge”, éstos en su nombre y con su poder han de hacer actual su memoria a través de los tiempos.

Jesucristo “eligió” realmente a los doce; a quienes llamó apóstoles; a los que había de participar su sacerdocio: “llamó a los discípulos y “eligió” doce entre ellos, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6,13). Jesucristo quiso recordar a los doce, en el momento culminante de la última cena, la gratuidad de la elección en la que él solo había tomado la iniciativa: “No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes” (Jn 15,16).

El Hijo de Dios “asumió” una naturaleza humana concreta, formada en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo, para poderse encarnar y ser el Sumo Sacerdote de la nueva ley. Necesitaba de ella para ofrecer el sacrificio de la cruz; así había de ser el Salvador del mundo.

Jesucristo, que mantiene el sacerdocio eternamente, necesita ahora de personas humanas para seguir ejerciéndolo a lo largo del tiempo, en el mundo, cuando, glorioso en el cielo, no puede sufrir ni proclamar, de un modo humano, su mensaje salvador.

Si aquella naturaleza humana fue “elegida” por el Padre y ungida de una manera especialísima por el Espíritu, estos hombres que asume habrán de ser elegidos por él y ungidos por el Espíritu para que pueda perpetuarse en la tierra su sacerdocio. Ellos le prestan, por decirlo así, su palabra, sus gestos, su personalidad humana para que, a través de su “ministerio”, sea el mismo Cristo el que reitere su sacrificio y siga santificando a salvando a los hombres.

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Esta vocación es de servicio: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido,

sino a servir”, afirmó Jesucristo (Mt 20,28). Y esta característica de su misión la demostró profunda y generosamente a través de su vida: “Pasó por el mundo haciendo el bien” (Hech 10,38). Incluso quiso arrodillarse ante sus apóstoles, realizando una función de esclavo: lavarles los pies (Jn 13). Él advirtió a los elegidos que “no es el siervo mayor que su señor” (Jn 13,16), ni el “discípulo mayor que su maestro” (Mt 10,24). Por eso les explicó en aquella cena el servicio, diciéndoles: “Si yo, el Señor y Mestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros” (Jn 13,14).

Por lo tanto, la vocación sacerdotal supone y exige un servicio continuo, una entrega total a los hombres. Y una entrega total en la que, ni aun aparentemente, se busque ventaja o lucro de orden temporal y humano. Esto es lo que significa realmente la llamada “caridad pastoral”. El concilio habla expresamente de “oblación total” en el n. 4 de la Lumen Gentium.

El sacerdocio es, efectivamente, un ministerio radicalmente eclesial, comunitario, social: establecido, no para satisfacción o ventaja espiritual o material de los que son llamados a él. Su misma razón de ser, su específica identidad, podríamos decir, consiste en la entrega a los demás.

La dimensión intelectual, la dimensión espiritual y la dimensión humana deben desembocar en la dimensión pastoral, es decir, estar en cuanto sacerdote, al servicio de los demás. La caridad pastoral exige que la vida –la misma razón de ser- del sacerdote tenga un carácter redentor; es por y para los hombres. El sacerdote, como Cristo, se santifica, se ofrece, se inmola por ellos.

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3. LA UNCIÓN

Cristo es el Ungido. La naturaleza humana, asumida por el Verbo, está sustentada por la persona divina y recibe la plenitud del Espíritu. Ha sido ungida, consagrada plenamente, porque había que ser instrumento de redención y salvación para los hombres.

La unción – o la consagración - que hace hijo de Dios al cristiano y que vincula de manera especial al sacerdote con el Sumo y Eterno Sacerdote, es como una participación de esa consagración de la naturaleza humana de Cristo. Hemos dicho antes que Él eligió de entre sus discípulos a doce, que los llamó apóstoles. Después de la resurrección transmite a los miembros de este colegio apostólico la misión que Él ha recibido del Padre y les concede el poder de perdonar los pecados, ungiéndolos con el Espíritu: “Como el Padre me ha enviado, yo también los envío a ustedes. Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban al Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengan, Dios se los retendrá” (Jn 20, 21-23).

Jesucristo, ya les había prometido al Espíritu, al Paráclito: “Les conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito; pero si me voy, se los enviaré… Cuando venga Él, el Espíritu de Verdad, los guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,7-13). Y en su oración sacerdotal al pedir al Padre, no que los retire del mundo sino que los guarde del maligno, añade: “Conságralos en la verdad” (Jn 17,17).

Todo da a entender que Jesucristo prepara a los apóstoles para que, después de su ascensión, reciban el Espíritu Santo que les ha de ungir –consagrar- de una manera especialísima.

Hay, por lo tanto, una especificidad de las personas ungidas para el sacerdocio. Se trata pues, de una consagración, de una unción: de una infusión del Espíritu, que transforma, en cierta manera, la personalidad de quien recibe el sacramento del orden para que sea el mismo Cristo el que hable por su boca, santifique por su ministerio, y se valga de sus gestos humanos para realizar su misión hasta el final de los tiempos.

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Esta unción, hace del sacerdote un ser configurado especialmente con Cristo, víctima y sacerdote, ofrece el sacrificio y se ofrece a sí mismo como hostia de oblación. Su pureza, su perfección, su santidad, son condiciones necesarias para que pueda ser una hostia viva, aceptable al Padre.

La unción, lleva al sacerdote a hacer de su vida un perenne sacrificio: “Como toda la vida del Salvador fue ordenada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote, que debe de reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con él, por él y en él un aceptable sacrificio” (Exhortación apostolóca, Menti nostrae, 27, de SS. Pio XII, sobre la santidad de la vida sacerdotal, 1950).

Todo lo que es y lo que tiene: su inteligencia y voluntad, su cuerpo y su espíritu, su sabiduría y su santidad; y sus mismas cualidades personales, son la materia del sacrificio que Él presenta al Padre durante todos los momentos de su existencia, para que por la gracia de Dios se transformen en Cristo, a fin de que todo él pueda darse en comunión a los hombres. Víctima con Cristo, será también él, santificador y redentor con Cristo.

  La santidad sacerdotal. El concilio cuando habla de la vida de los presbíteros, parte

de este principio: “Siendo pues, que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también la gracia singular de que, al mismo tiempo que sirve a la comunidad encomendada y a todo el pueblo de Dios, puede conseguir más aptamente la perfección de aquél cuya función representa, y de que sane la debilidad de la carne humana la santidad de quien es hecho por nosotros pontífice santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecados” (PO, 12). Por tanto: la santidad ontológica que produce la unción del Espíritu exige imperiosamente –es una urgencia permanente- la conformación moral con Cristo. Una santidad moral de vivencia y de imitación de Cristo que se manifiesta en el testimonio de la vida.

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La santidad en el sacerdote debe tener una razón específica y una proyección pastoral. El sacerdote representa a Cristo. Es una nueva presencia de Jesús en el mundo. A través de su palabra y de su vida han de encontrar los hombres a Cristo. El sacerdote ha de ser un “punto de referencia” seguro, un “camino” claro y abierto y un “apoyo” para la debilidad de los fieles. Tan sólo cuando el sacerdote procura imitar a Cristo hasta identificarse con Él, podrá realizar perfectamente su misión.

El sacerdote ha de santificarse en el ministerio y por el ministerio; con el ejercicio correcto de su actividad ministerial y pastoreando al pueblo de Dios.

Estas son las palabras del concilio: “Los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia como lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa del ministerio ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, aunque le ayuden mucho… Los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismo por el rebaño que se le ha confiado. De esta manera, desempeñando el papel del buen pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad” (PO, 14).

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4. LA MISIÓN

Jesucristo es el enviado. El que ha recibido del Padre la misión de salvar al mundo. “Porque Dios ha enviado a su Hijo al mundo…” (Jn 16,17). El mismo Jesucristo se presenta siempre durante su vida como “el enviado del Padre”.

Cuando hablamos de misión en la Iglesia nos hemos de referir indudablemente a ese “envío” de Jesús que es el “Mesías” anunciado por los profetas: “y decían a la mujer: Ya no creemos por tus palabras; porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4, 42).

Todos los que en el transcurso de los tiempos serán enviados –recibirán una “misión” para salvar a los hombres- prolongan a perpetuidad la tarea y la misión de Cristo. Participan de la “misión del Enviado” que continúa realizando su misma acción salvadora, de una manera misteriosa pero real, por medio de ellos.

Para conocer lo que es y significa la “misión” que han recibido los sacerdotes, hemos de reflexionar, ante todo, sobre las características fundamentales que tiene la misión de Cristo, según la voluntad del Padre:

1.Hay una afirmación clara en el evangelio y expresa la finalidad trascendental de la encarnación: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo, para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17). Jesucristo no es tan sólo la palabra del Padre, es la gran revelación del amor y de la misericordia de Dios que manifiesta especialmente su poder en la misericordia y en el perdón.

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2. La misión de la Iglesia debe ser fiel a las enseñanzas de Jesucristo, por ello, a lo largo de la historia se ha visto precisada, a defender y clarificar la doctrina –que ha recibido por revelación- contra las malas o deficientes interpretaciones de los hombres.

3.Desde la revelación, la misión debe ser plenamente humanista. Los padres conciliares fundamentándose en el evangelio. Pusieron en práctica la parábola el buen samaritano. Se acercaron humanamente al mundo, para comprenderlo, para ayudarlo, la Iglesia en el concilio no condenó a nadie, parece que es el único concilio que no tiene anatemas. La Iglesia tiene, ciertamente, el deber de conservar y defender la verdad que ha recibido de Dios. Pero esa verdad es para conseguir la salvación de los hombres, no para condenarlos. La Iglesia tiene el deber de guardar y defender el “depósito de la fe”, como dice san Pablo a Timoteo, porque no puede salvar a los hombres más que la fe en Jesucristo el enviado del Padre (Gál 2, 16).

4. Jesús es enviado: habla en nombre de otro. Hace siempre lo que más agrada al Padre (Jn 8,29). El ha de cumplir el plan redentor. Podrá decir al final de su vida “consummatum est”. He cumplido hasta el último detalle lo que el Padre estableció para salvar a los hombres.

5.Otro rasgo característico de la misión de Cristo, que Él subraya, aplicándose una palabras del profeta, es que “ha sido enviado a evangelizar a los pobres” (Lc 4,18).

El sacerdote, por lo tanto, presiden en la caridad a la comunidad de los creyentes y forma parte de la misma. Pero tiene que realizar su propia misión en ella. El es el enviado, el misionero, el que ha de defender la pureza de la fe, el que ha de mantener la radicalidad y la integridad del evangelio; debe ser el testigo cualificado de la resurrección de Cristo, que ha de recordar que el reino de Cristo “no es de este mundo” (Jn 18, 36).

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5. EL HOMBRE

El sacerdote es escogido “de entre los hombres”, como dice san Pablo. Pero Jesucristo ha querido, además, que la vida divina que nos participa se encarne en el hombre que ha de vivirla con sus facultades humanas: con su inteligencia, con su afectividad. La persona humana es la base insustituible del cristiano y del sacerdote. Así lo ha querido el Señor.

El sacerdote es, como he dicho, una persona sagrada. Pero la unción no lo arranca de su clima ni altera su humanidad. Continúa siendo hombre con toda la excelencia y con todas las limitaciones que encierra la humanidad. Hay que tener en cuenta las siguientes dimensiones:

1. Formación humana.

Esta dimensión, debe hacer crecer la persona humana, en su iniciativa y libertad y que lo lleve a ser plenamente responsable. La persona humana ha de ser la base y fundamento del sacerdote. Y que, si Jesucristo fue verdaderamente hombre y es el prototipo de la humanidad, por tanto es también necesario el hombre, la persona humana, para que en él se encarne la nueva vida y en él se realice la unción que consagra al sacerdote.

Si queremos, pues, encontrar la identidad auténtica del sacerdote no podemos prescindir de ese elemento que también le es sustancial. Es un hombre el elegido, el llamado, el ungido, el que recibe la misión de evangelizar a los hombres. Teniendo en cuenta, además, que si la gracia o la consagración ha de condicionar la vida del sacerdote, su personalidad humana condicionará inevitablemente su vida y su actuación sacerdotal.

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El sacerdote, por tanto, ha de ser hombre; ha de cultivar su propia personalidad; ha de madurar humanamente para ser una persona consciente y responsable; ha de poner a contribución su talento, su voluntad y todas sus fuerzas humanas para realizar las obras de Dios; ha de obrar conforme a razón y en conciencia para la cual necesita una adecuada preparación y una esmerada educación; ha de dar la importancia a los “valores humanos” que le serán indispensables para ayudar a los hombres e incluso para poderles comprender; ha de apoyarse en la virtudes naturales (MN de Pío XII, 75, nos dice éstas son la honradez y la lealtad y, por tanto hay que aborrecer la doblez y el engaño. Por tanto, hay que considerar a la sinceridad y la verdad que se fundan en la misma naturaleza humana y son la raíz que ha de vivificar y dar pleno sentido a la santidad del sacerdote) que son el soporte de las virtudes cristianas y sacerdotales y que le abrirán las puertas de la consideración y del aprecio de los demás miembros de la humanidad. Y ha de ser “hombre de su tiempo” que comparta la cultura y las inquietudes de los demás para poder transmitir eficazmente el mensaje de salvación, de tal manera que pueda ser entendido, acogido y encarnado, por los hombres de su tiempo.

2. La madurez humana es fruto de una esmerada formación. El concilio, nos dice que, el sacerdote no puede encontrar su plena identidad sin cuidar los valores humanos y sin esforzarse en conseguir la madurez que estará siempre, no lo olvidemos, en la base de la persona humana (cfr. OT 8 y 11).

3. La formación intelectual del sacerdote ha der teológica y humana. El sacerdote no puede contentarse ahora con la teología aprendida en el seminario. Una actualización teológica es indispensable para que el sacerdote no se encuentre desorientado en medio de la realidad actual.

4. La libertad es la que distingue al ser racional. Es su mayor excelencia. Es el fundamento de su responsabilidad. El sacerdote debe ser libre y de formar hombres libres.

  Pbro. Lic. Francisco Velázquez

Martínez