La historia, las personas y la mãºsica

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LA HISTORIA, LAS PERSONAS Y LA MÚSICA Severiano Gil Podría empezar esta historia de muchas maneras; podría cumplir esas reglas básicas que obligan al planteamiento-nudo-desenlace que nos enseñaron de pequeños y que, luego, ya mayores, hemos podido comprobar que, si se quiere ser original, no hay que seguir nunca. Podría... Pero quiero empezar hablando de un niño que nació hace casi siglo y medio, que creció en una zona pobre y subdesarrollada de aquella España –hoy tan lejana para nosotros— y que, en un momento determinado de su adolescencia, decidió escapar, tomar una decisión y hacer que su vida cambiara hasta el punto de acabar influyendo en este nuestro presente de ahora, de hoy, de este momento. Porque, sin la existencia de ese niño de mi historia, ni yo estaría escribiendo esto ni ustedes podrían leerlo.

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LA HISTORIA, LAS PERSONAS Y LA MÚSICA

Severiano Gil

Podría empezar esta historia de muchas maneras; podría cumplir esas reglas básicas que obligan al planteamiento-nudo-desenlace que nos enseñaron de pequeños y que, luego, ya mayores, hemos podido comprobar que, si se quiere ser original, no hay que seguir nunca. Podría... Pero quiero empezar hablando de un niño que nació hace casi siglo y medio, que creció en una zona pobre y subdesarrollada de aquella España –hoy tan lejana para nosotros— y que, en un momento determinado de su adolescencia, decidió escapar, tomar una decisión y hacer que su vida cambiara hasta el punto de acabar influyendo en este nuestro presente de ahora, de hoy, de este momento. Porque, sin la existencia de ese niño de mi historia, ni yo estaría escribiendo esto ni ustedes podrían leerlo.

Fue en el verano de 1895, a finales del tórrido mes de julio que, en Extremadura, es más tórrido si cabe; el escenario, el pequeño pero peculiar pueblo de Feria, situado justito entre Zafra y Badajoz, apartado a un lado del camino, con su torre enorme del castillo dominando el cerro en el que se desparrama el caserío blanco de su urbanismo, capaz para tres mil almas más o menos. Allí nació nuestro protagonista, en el seno –siempre se dice así— de una familia normal y corriente –se suele decir también acomodada, pero esta vez no voy a utilizar el adjetivo porque la vida en Feria, a finales del XIX, podía ser de todo menos cómoda o acomodada. Andaba entonces nuestro país sufriendo los latigazos de las consecuencias de la amortización de Mendizábal, que, si privó a la Iglesia de sus bienes en beneficio del pueblo, fue seguida de otra amortización que privó al pueblo de sus escasos bienes comunales, lo que acabó provocando el derrumbe de una economía ya de por sí

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maltrecha. Se privatizó España, o al menos se intentó; pero no funcionó como se esperaba –casi nunca estas cosas funcionan como se espera—, ya que los ricos pudieron comprar lo que, antes, era de los pobres, que no vieron un duro del beneficio de la venta y, además, se quedaron con lo puesto. Dura época aquella, como pueden imaginarse, que además llevó parejo otro fenómeno no menos interesante de estudiar, además de la debacle expropiatoria de Mendizábal y siguientes: Ya había hecho su aparición en el escenario patrio, como sabrán ustedes, los planteamientos de la Institución Libre de Enseñanza, sustentada en las coherentes y equilibradas ideas de Giner de los Ríos, y la escuela seglar y pública se abría paso donde la dejaban. La reacción no se hizo esperar, y la Iglesia contraatacó fundando escuelas imbuidas del espíritu misionero de salvación de las almas amenazadas por el anticlericalismo. Como éstas fueron a ocupar los espacios dejados vacíos por la insuficiencia de medios de la Institución seglar, el resultado fue que, de buenas a primeras, la España rural, secularmente abandonada a su propio destino, vio nacer en su seno un número de escuelas tal como nunca antes se había dado en la Historia. Éste es un fenómeno digno de una mayor difusión que la que se le suele otorgar; porque, como caso raro en nuestros lares, de un enfrentamiento ideológico de tal calibre –estaba en juego la hegemonía de la Iglesia y la irrupción de la secularización que la sociedad pedía a gritos— surgió el beneficio indiscutible de la formación escolar de un gran número de españoles, independientemente de la información subliminal de si se rezaba el rosario antes de clase o si se excluía la fe al estudiar la evolución de Darwin. El resultado fue el aumento exponencial del índice de alfabetización en los párvulos y niños y, la consecuencia, lo que seguiremos relatando. Aquel chicuelo con el que empezamos la historia tenía seis años en 1901, y, en Feria, su pueblo, se había instalado ya una de aquellas escuelas esparcidas por las diócesis en el intento de sembrar buenas conciencias cristianas, allí donde el cultivo laico no había ocupado el terreno fértil del analfabetismo. Huelga decir que nuestro infante entró a formar parte del alumnado de aquella pequeña academia dirigida por un fraile al que, todavía, se le rinde homenaje en el pueblo. Era gratuita la enseñanza impartida, a no ser que el padre del alumno dispusiera de abundancia de

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posibles, como se llamaba entonces al vil dinero. El resto, la mayoría, pagaba en especies: una gallina, un pollo colorado, un par de perdices, una tripa de buen chorizo extremeño, más el derecho anual al engorde de un gorrino, otorgado por el Consejo vecinal al pobre fraile que, con más tesón y voluntad que medios, se echaba sobre sus espaldas la formación intelectual de la chiquillería. Nunca se sabe qué consecuencias tendrá, a la larga, cualquier decisión del presente; nadie puede conocer el futuro –salvo los meteorólogos, y con las limitaciones que conocemos—; pero no medió voluntad alguna en nuestro niño, me consta, a la hora de complementar su formación escolar básica con el estudio del Solfeo. Y aquí aparece por vez primera la Música en este relato..., y ya no lo abandonará jamás.

Porque demostró tal capacidad para la lectura e interpretación de partituras que, inmediatamente, gozó de la especial atención del maestro, que pudo ver cómo, años después, alrededor de 1909, aquel alumno aventajado era capaz, con sólo 11 años, de interpretar, completa, una misa cantada, el sumun de la liturgia religiosa de entonces. La trágica carencia de organistas, imprescindibles para las reglas del culto católico de entonces, aceleró el proceso, y nuestro pequeño, al que ya conocían en el pueblo como Bolsicos por su manía de llevar ambas manos metidas en los bolsillos, se convirtió en organista no sólo de Feria, sino que, acompañado por su hermana mayor –que contaba 14 años—, se recorría los demás pueblos de la comarca a lomos de una mula para poder asistir musicalmente al oficiante en las preceptivas misas cantadas señaladas por el calendario litúrgico.

No se podía negar que el muchachito tenía aptitudes, y a la práctica de su condición de organista oficial siguió la ampliación de sus estudios musicales hasta donde llegaba el nivel del fraile que, más por deferencia que otra cosa, diré que se llamaba don Francisco Becerra. Ocurría que, por aquel entonces, en África, a cientos de kilómetros en el mapa y miles en el conocimiento, se estaban dando unos sucesos cuyas noticias eran capaces de trascender más allá del mar y alcanzar los rincones más ignotos de la atrasada España. La guerra había hecho su aparición, por segunda vez, es verdad, pero con mucha más contundencia que cuando, quince años antes, los sucesos conocidos como Guerra de Margallo quedaron matizados por la importancia de los asuntos del Ultramar americano. En 1909 fue distinto; España ya no era ultramarina, y desde África llegaban los sones de la guerra, las listas de muertos y los convoyes de lisiados de por vida. La gente sencilla de la aislada España rural comenzó a sufrir en sus carnes el zarpazo del conflicto que, allí en Melilla, era ya cosa de todos los días.

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En 1909, en Barcelona, estalló la Semana Trágica, las fuerzas ciudadanas se oponían en la mitad nación al reclutamiento forzoso de reservistas o de quintos, y abominaban del sistema de cuotas, por el que el hijo del rico podía pagar para que el pobre fuese en su lugar a dar su vida por la patria de todos. Bolsicos, el niño organista, supo de algún paisano suyo que murió allí, ese año o un poco más tarde, pero seguramente que estas noticias quedaban diluidas en parte en el marasmo de su formación musical y la dinámica de asistir a las parroquias de Fuente del Maestre, La Parra, Barcarrota..., acompañado todavía por su hermana Amalia, que velaba por su niñez precoz. Pero todo se quedó chico; los recursos del profesor, el horizonte musical y el entorno de Feria, aquel pueblito apartado de la ruta principal entre Zafra y Badajoz. Y, como si se tratara de un pantalón viejo y ya escaso, el organista adolescente tomó su decisión de marcharse a Sevilla, apenas con catorce años, para poder seguir ascendiendo la escalera de la que ya había entrevisto los primeros peldaños. Sevilla lo acogió unos años, aunque no sé a ciencia cierta cuáles fueron los pasos exactos que le capacitaron para, poco después, continuar su periplo apoyado en la Música como elemento fundamental de su formación. En 1916, con 21 años y la inminente llamada filas, otra vez debe prescindir de su voluntad para encarar la siguiente etapa de su vida, y se alista en el ejército como músico de tercera clase, es decir, soldado raso, ocupando el puesto de clarinete en la Banda de Guerra del regimiento de infantería San Fernando nº 11, de guarnición en Melilla. Así puso el pie –calzado con la alpargata reglamentaria— Bolsicos en esta tierra, encuadrado en una unidad militar de solera y descubriendo una ciudad ignorada y sorprendente que, precisamente en aquellas fechas, había iniciado su despegue hacia la verdadera urbe que sería después. No estaban aquellos años especialmente nutridos de hechos bélicos; el parón inducido por la Primera Guerra Mundial en las operaciones africanas se dejaba notar en la inactividad de la guarnición que, después de la campaña de 1911 y 1912, hacía tiempo que se había acomodado a la vida cuartelera, insertada en el devenir cotidiano de la ciudad. Nuestro antiguo niño organista, entonces joven clarinetista, tenía claro que las circunstancias eran más que propicias, y continuó con la formación necesaria para aumentar sus conocimientos y, previo examen, alcanzar el grado de músico de segunda clase y lucir los tres galones de cabo, de lanilla roja, en la bocamanga de su uniforme colonial de rayadillo.

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Desconozco sus pensamientos de entonces, sus anhelos o sus proyectos; aunque era fácil deducir que, para Bolsicos, el Ejército se había convertido en una plataforma en la que apoyarse para continuar el ascenso de la escala que empezara, década y media antes, en la humilde escuela de su pueblo extremeño. Pero fueron, probablemente, los terribles sucesos del desastre de Anual, en el verano de 1921, los que le empujaron a considerar otro futuro fuera del ambiente militar que había sido su vida desde hacía cinco años. Pero, antes, necesitaba estudiar, seguir el camino de la escalera imaginada desde hacía tanto; sólo que, para ascender el siguiente escalón, le resultaba imprescindible contar con un piano sobre el que practicar antes de afrontar las pruebas de nivel musical. Encontrar entonces un piano decente en Melilla era tanto como ahora disponer de un operador telefónico que no te estafe, y no le servían los gastados instrumentos con que se amenizaban los innumerables locales de alterne de la época, constantemente aporreados por sus intérpretes durante las largas jornadas laborales, machacados por traslados, golpes de peleantes o taconazos de cupletistas, amén de sujetos a un horario tan poco flexible como el que podía disfrutar el joven extremeño uniformado.

Pero, ¡ah!, de nuevo la casualidad, o el destino, acudió a complementar su férrea voluntad de crecer profesionalmente y, un día, mientras caminaba por la calle del general Astilleros, de o desde el cuartel donde trabajaba a la pensión del barrio del Hipódromo en la que vivía –y que ostentaba el estimulante nombre de El Chinche—, oyó sonar un piano usado como juguete de un niño que golpeaba las teclas sin otro objeto que hacer ruido. Las notas emitidas al buen tuntún encontraban alivio a través de unos balcones que daban –y siguen dando— a la calle mencionada, exactamente frente a la estación del ferrocarril que enlazaba el puerto de Melilla con el interior del Protectorado. Aquel descubrimiento avivó sus esperanzas y, después de investigar a quién pertenecía la casa e informarse de la clase de personas que la habitaban –así se hacían las cosas antes—, decidió pasar a la acción. Bolsicos se entrevistó entonces con el dueño de la casa, un industrial que se había instalado en Melilla, procedente de Orán, hacía ya una década, para sumarse al frenesí constructivo

que reinaba en la ciudad, aportando piezas forjadas de metal para los andamiajes de los inmuebles modernistas que, hoy día, tanta admiración causan a propios y extraños, y que, en aquel entonces, debían de ser algo fuera de lo corriente. Nuestro músico extremeño hizo partícipe a don José de su necesidad de contar con un instrumento como el que había podido oír desde la acera, y como el escasísimo sueldo de cabo apenas si le daba para poder cubrir el costo de su catre en El Chinche, se ofreció a pagar el uso del piano dando clases a los hijos de quien le escuchaba.

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No hubo que hablar más; don José, padre de ocho hijos, aceptó gustoso el trueque y, a poco, nuestro Bolsicos tenía venia para entrar en la casa y poder preparar los temas de los exámenes, a la vez que devolvía el favor emulando a aquel fraile que, hacía ya veinte años, plantara en él la semilla de la Música. Según mis cálculos, corría el año de 1919, y, a la satisfacción del joven músico de haber encontrado el medio para proseguir sus estudios, se unió la agradable sorpresa de saber que, en lugar de la chiquillería que esperaba, sus alumnas iban a ser las hijas mayores de su generoso benefactor, todas ellas con una cierta formación musical y, lo mejor de todo, de entre 16 y 19 años de edad.

Me gusta ponerme, a veces, en el pellejo de Bolsicos, en aquel tiempo de formulismos aún decimonónicos y encarnando al joven extraño encargado de enseñar música a tres señoritas de la buena sociedad norteafricana.

Casi, casi podría evitarme el siguiente acontecimiento, porque seguro que ustedes ya habrán adivinado que, a raíz de aquellas clases, surgió el amor entre nuestro protagonista y una de sus alumnas, precisamente la mayor de ellas, Herminia, una muchachita de ojos vivaces que todavía hablaba el español con un encantador acento francés que, estoy seguro, haría las delicias del profesor improvisado.

Ya he relatado que, después de Anual, Bolsicos seguramente entrevió perspectivas fuera de la milicia, y fue el descubrimiento de aquel piano lo que le permitió hacer realidad sus expectativas.

Herminia y él se casaron en 1924, y el primer hijo llegó un año después, justo cuando se iniciaban las operaciones que concluirían con el desembarco en Alhucemas, y, de nuevo, la Música, o sus musas, intervinieron para enderezar la inercia masiva de un destino que parecía querer otra cosa.

La columna militar procedente de Melilla, miles de hombres equipados para una operación que tendría poco que envidiar al célebre desembarco en Normandía de veinte años después, subieron a bordo de los barcos que les transportarían hasta las inmediaciones de Alhucemas, y, en uno de ellos, concretamente el transporte Almirante Lobo embarcó nuestro protagonista, junto con el resto de sus compañeros de la banda del regimiento de San Fernando.

Don José, con su hermano y sus hijas mayores: Fanny, Mercedes y Herminia, en 1922

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Pero no había zarpado aún el transporte militar cuando se oyó que se precisaba un pianista para amenizar la fiesta de despedida que, esa misma noche, se estaba celebrando en el Casino Militar. Alguien, un oficial, señaló a Bolsicos, y nuestro clarinetista dejó el equipo y el armamento a bordo para convertirse en el pianista que interpretaría canciones de moda en la despedida de los altos mandos de la columna melillense. El Almirante Lobo zarpó sin él, y el músico extremeño se incorporó al convoy naval junto con el Cuartel General de la división, separado de los suyos y espectador atento de lo que sabía iba a ser un momento histórico.

No pudo desembarcar con su regimiento, sino que estuvo avizorando la crudeza de los combates desde el buque de mando, y pisó tierra de Axdir varios días después, para enterarse, con horror, sorpresa y, seguramente, algo de alivio, de que la mayoría de sus compañeros de la banda de guerra de San Fernando habían caído bajo un nutrido fuego de morteros que, prácticamente, liquidó la unidad. Siempre sostuvo que le debía la vida a la música, y aprovechaba para acariciar el piano si lo tenía cerca --seguramente recordaba a fray Francisco Becerra o, quién sabe, agradecía a la genética haber heredado aquella capacidad que le permitió ser organista a los 11 años--. El caso es que, para 1927, ya se había licenciado y preparaba la oposición para director de banda y profesor de música dentro de la administración del Protectorado español en Marruecos.

El matrimonio dio algunos tumbos, pocos, por el Norte de África, mientras se retrasaba la convocatoria, hasta que, en 1929, Bolsicos aprobó la oposición y pasó a ocupar el puesto de profesor de música en el Grupo Escolar Lope de Vega, en Villa Nador, a la vez que se hacía cargo de la constitución y dirección de la banda municipal.

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Tampoco hizo ascos a ser el organista de la iglesia de Santiago el Mayor y, en extraño contrasentido, ofreció sus servicios sin hacer prevalecer sus sorprendentes inclinaciones anticlericales –sorprendentes, por cuanto sus primeros pasos musicales se los debía a iniciativa eclesiástica. Herminia, su dulce alumna y no menos dulce esposa, le dio cuatro hijos y una hija, aunque sólo sobrevivieron los varones, que nacieron y crecieron entre Melilla y Villa Nador, empapados ya del sabor a salitre de esa costa mediterránea, habituados al verde de las palmeras y oyendo hablar de Extremadura como aquella tierra de la que salió su padre para jamás volver; aunque, algún año de estos... Cuando se recibió en Villa Nador el telegrama que notificaba la muerte de Amalia, la madre de Bolsicos, el que ya era un padre de familia más de los que batallaban por la vida en la otra parte del mar se encerró en su dormitorio y permaneció allí durante un día y una noche. Nadie le vio llorar al salir, y nadie supo nunca qué ideas, recuerdos o dolores barajó en su mente golpeada por la pérdida. Pero jamás volvió a Feria.

Cuando el fin del Protectorado, en 1956, liquidó la presencia española en Marruecos, se sumó a los miles de funcionarios en busca de destino peninsular, de lo que le eximió, sin embargo, una dolencia física que le había mermado bastante su capacidad para interpretar música. Siguió enseñando, fue el primer profesor de la banda de música militar marroquí que ocupó el viejo cuartel de Regulares, en Villa Nador –que ya se llamaba An-Nádur por arte de la lógica sustitución de lenguas oficiales—, y sus nietos fueron pasando todos bajo su batuta experta y algo cansada ya de extraer perfección a cientos, miles de partituras. Con los hijos –y nietos— repartidos entre Melilla y Madrid, aprendió a viajar más de lo que lo había hecho nunca; aunque, infatigable lector e incombustible escrutador de la Historia y la actualidad, no perdía ocasión de expresar su devoción por las enseñanzas de la propia vida, esos vaivenes de la existencia que él supo compensar tan bien con los aportes de la voluntad.

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Bolsicos, nuestro pequeño protagonista de hace tanto, murió en 1972, el 15 de marzo, en Madrid, y vio venir la muerte plácida que acabó llevándoselo, hasta el punto de tener presencia de ánimo para sentarse en el sofá –su sofá preferido— y agitar la mano diciendo adiós a quienes le miraban, estupefactos. Todavía se conserva en Feria, en el coro de la iglesia, el órgano sobre el que aprendió, y en Villa Nador, en la iglesia de Santiago el Mayor, el instrumento litúrgico muestra sobre su madera las señales de los muchos cigarrillos dejados consumir mientras no llegaba un oportuno silencio. Dos teclados, dos lugares, distantes, pero unidos por la Historia, la Música y una persona. Creo que fue libre –dentro de los márgenes de cualquier ser humano—, vivió donde quiso y se dedicó a lo que amaba. Se llamaba Severiano Gil, y era mi abuelo.

Severiano Gil Melilla, otoño de 2006

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