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LA HISPANIA ROMANA Y LA MONARQUÍA VISIGODA 1. LA CONQUISTA ROMANA DE LA PENÍNSULA IBÉRICA La política exterior de Roma en el siglo III a.C. se había orientado a la expansión por el Mediterráneo occidental. La consecuencia fue el enfrentamiento con Cartago, la otra gran potencia de la región. En la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.) Roma arrebató las posesiones cartaginesas de Sicilia, Córcega y Cerdeña, que se convirtieron en las primeras provincias romanas. Para compensar estas pérdidas y poder hacer frente a los pagos a Roma por reparaciones de guerra, los cartagineses, dirigidos sucesivamente por tres grandes personajes de la misma familia - Amílcar, Asdrúbal y Aníbal Barca - extendieron su conquista por la península Ibérica hacia el norte, fundando entre otras Akra Leuke (Alicante) y Cartago Nova (Cartagena), donde establecieron su capital peninsular. Sin embargo, la victoria sobre Cartago en la Primera Guerra Púnica había despertado en las clases dominantes romanas la ambición de continuar su expansión territorial y conquistar los dominios cartagineses en la península Ibérica. Inicialmente ambas potencias firmaron un tratado por el que delimitaban sus respectivas esferas de influencia en la península Ibérica situando el Ebro como límite (Tratado del Ebro, 226 a.C); sin embargo, los romanos aprovecharon el ataque de Aníbal a Sagunto (ciudad situada en zona cartaginesa pero aliada de Roma) como pretexto para declarar de nuevo la guerra a Cartago. Se inició así la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.), y con su nueva victoria en esta guerra se produjo la ocupación romana de la Península. La conquista romana de la Península fue un proceso discontinuo de doscientos años, en el que se alternaron etapas de grandes avances territoriales y largos períodos de estabilización. La historia de la península en esta época forma parte de la historia de Roma, no sólo en los aspectos políticos y militares, sino también en los económicos y sociales. El desigual desarrollo de los pueblos prerromanos condiciona el distinto grado de integración en el sistema económico-social romano; regiones como la Bética fueron rápidamente romanizadas, mientras que otras mantuvieron las estructuras indígenas durante un período dilatado de tiempo. Desde los inicios de la conquista, Roma llevó a cabo una explotación sistemática de los recursos de la península Ibérica en su propio beneficio: esclavos, oro, plata y otros metales, así como recursos agrícolas y ganaderos. Cronológicamente podemos señalar cinco grandes etapas en el proceso de conquista y romanización: 1. Segunda Guerra Púnica y ocupación del área ibérica (218-197 a.C.). Esta etapa se enmarca dentro del contexto de la Segunda Guerra Púnica. Los romanos deciden atacar la retaguardia de Aníbal mientras éste invade la propia Italia, y desembarcan en Emporion (Ampurias) un ejército dirigido por Cneo Cornelio Escipión. Tras la toma de Cartago Nova por su hermano Publio, culmina con la rendición de Gades en 206 a.C. Por tanto, la ocupación romana se llevó a cabo en todo el levante y el sur de la península: casi todo el valle del Ebro, la zona costera del Mediterráneo y el valle del Guadalquivir. 2. Consolidación del dominio sobre el levante y el sur (197-154 a.C.). En estos años la política romana no se orienta tanto a nuevas conquistas como a la consolidación de lo conquistado en la anterior etapa. El incumplimiento de los pactos contraídos con los pueblos indígenas y los abusos cometidos contra ellos, en especial los excesivos tributos exigidos, provocaron revueltas generalizadas de tal magnitud a partir de 197 a.C. que Roma envió un ejército para reprimirlas al mando del cónsul Catón, quien sentó las bases de la estrategia romana en el período sucesivo: la dominación por la fuerza. 3. Las guerras contra celtíberos y lusitanos (154-133 a.C.). Representaron la segunda fase de avance conquistador, dirigido hacia los pueblos del centro y oeste peninsular. Sin embargo, estos pueblos, con formas de organización social y política arcaicas, veían con gran hostilidad el modelo de civilización representado por los romanos. Fueron durísimas guerras en las que destacan las campañas del jefe lusitano Viriato, con sus tácticas de guerrilla, y la resistencia de la población celtíbera de Numancia. Sin embargo, para Roma la conquista de estos pueblos acababa con la amenaza que representaban para los pueblos más civilizados del sur y levante, y facilitaba el acceso a los recursos metalíferos del noroeste peninsular. 4. Consolidación del dominio sobre el centro y oeste peninsular (133-29 a.C.). Esta nueva etapa de estabilización de los territorios conquistados por Roma coincidió con las guerras civiles y convulsiones internas que se produjeron en Roma al final de la República: gobierno revolucionario de los hermanos Graco, guerras serviles y la serie de tres grandes guerras civiles -Mario contra Sila (88-81 a.C.), César contra Pompeyo (49-45 a.C.) y Octavio contra Antonio (32-30 a.C.)-. En todos estos casos, la península se convirtió en un escenario más de tales enfrentamientos, con la movilización de poblaciones indígenas en un bando u otro. Tal vez el caso más significativo sea el de la guerra de Sertorio (82-72 a.C.), en la que el romano Quinto Sertorio, gobernador de la Hispania Citerior (levante), se rebeló con éxito contra la propia república romana, poniéndose al mando de las poblaciones indígenas de su provincia e infligiendo continuas derrotas a los ejércitos

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LA HISPANIA ROMANA Y LA MONARQUÍA VISIGODA

1. LA CONQUISTA ROMANA DE LA PENÍNSULA IBÉRICA

La política exterior de Roma en el siglo III a.C. se había orientado a la expansión por el Mediterráneo occidental. La consecuencia fue el enfrentamiento con Cartago, la otra gran potencia de la región. En la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.) Roma arrebató las posesiones cartaginesas de Sicilia, Córcega y Cerdeña, que se convirtieron en las primeras provincias romanas. Para compensar estas pérdidas y poder hacer frente a los pagos a Roma por reparaciones de guerra, los cartagineses, dirigidos sucesivamente por tres grandes personajes de la misma familia - Amílcar, Asdrúbal y Aníbal Barca - extendieron su conquista por la península Ibérica hacia el norte, fundando entre otras Akra Leuke (Alicante) y Cartago Nova (Cartagena), donde establecieron su capital peninsular.

Sin embargo, la victoria sobre Cartago en la Primera Guerra Púnica había despertado en las clases dominantes romanas la ambición de continuar su expansión territorial y conquistar los dominios cartagineses en la península Ibérica. Inicialmente ambas potencias firmaron un tratado por el que delimitaban sus respectivas esferas de influencia en la península Ibérica situando el Ebro como límite (Tratado del Ebro, 226 a.C); sin embargo, los romanos aprovecharon el ataque de Aníbal a Sagunto (ciudad situada en zona cartaginesa pero aliada de Roma) como pretexto para declarar de nuevo la guerra a Cartago. Se inició así la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.), y con su nueva victoria en esta guerra se produjo la ocupación romana de la Península.

La conquista romana de la Península fue un proceso discontinuo de doscientos años, en el que se alternaron etapas de grandes avances territoriales y largos períodos de estabilización. La historia de la península en esta época forma parte de la historia de Roma, no sólo en los aspectos políticos y militares, sino también en los económicos y sociales. El desigual desarrollo de los pueblos prerromanos condiciona el distinto grado de integración en el sistema económico-social romano; regiones como la Bética fueron rápidamente romanizadas, mientras que otras mantuvieron las estructuras indígenas durante un período dilatado de tiempo.

Desde los inicios de la conquista, Roma llevó a cabo una explotación sistemática de los recursos de la península Ibérica en su propio beneficio: esclavos, oro, plata y otros metales, así como recursos agrícolas y ganaderos. Cronológicamente podemos señalar cinco grandes etapas en el proceso de conquista y romanización:

1. Segunda Guerra Púnica y ocupación del área ibérica (218-197 a.C.). Esta etapa se enmarca dentro del contexto de la Segunda Guerra Púnica. Los romanos deciden atacar la retaguardia de Aníbal mientras éste invade la propia Italia, y desembarcan en Emporion (Ampurias) un ejército dirigido por Cneo Cornelio Escipión. Tras la toma de Cartago Nova por su hermano Publio, culmina con la rendición de Gades en 206 a.C. Por tanto, la ocupación romana se llevó a cabo en todo el levante y el sur de la península: casi todo el valle del Ebro, la zona costera del Mediterráneo y el valle del Guadalquivir.

2. Consolidación del dominio sobre el levante y el sur (197-154 a.C.). En estos años la política romana no se orienta tanto a nuevas conquistas como a la consolidación de lo conquistado en la anterior etapa. El incumplimiento de los pactos contraídos con los pueblos indígenas y los abusos cometidos contra ellos, en especial los excesivos tributos exigidos, provocaron revueltas generalizadas de tal magnitud a partir de 197 a.C. que Roma envió un ejército para reprimirlas al mando del cónsul Catón, quien sentó las bases de la estrategia romana en el período sucesivo: la dominación por la fuerza.

3. Las guerras contra celtíberos y lusitanos (154-133 a.C.). Representaron la segunda fase de avance conquistador, dirigido hacia los pueblos del centro y oeste peninsular. Sin embargo, estos pueblos, con formas de organización social y política arcaicas, veían con gran hostilidad el modelo de civilización representado por los romanos.

Fueron durísimas guerras en las que destacan las campañas del jefe lusitano Viriato, con sus tácticas de guerrilla, y la resistencia de la población celtíbera de Numancia. Sin embargo, para Roma la conquista de estos pueblos acababa con la amenaza que representaban para los pueblos más civilizados del sur y levante, y facilitaba el acceso a los recursos metalíferos del noroeste peninsular.

4. Consolidación del dominio sobre el centro y oeste peninsular (133-29 a.C.). Esta nueva etapa de estabilización de los territorios conquistados por Roma coincidió con las guerras civiles y convulsiones internas que se produjeron en Roma al final de la República: gobierno revolucionario de los hermanos Graco, guerras serviles y la serie de tres grandes guerras civiles -Mario contra Sila (88-81 a.C.), César contra Pompeyo (49-45 a.C.) y Octavio contra Antonio (32-30 a.C.)-.

En todos estos casos, la península se convirtió en un escenario más de tales enfrentamientos, con la movilización de poblaciones indígenas en un bando u otro. Tal vez el caso más significativo sea el de la guerra de Sertorio (82-72 a.C.), en la que el romano Quinto Sertorio, gobernador de la Hispania Citerior (levante), se rebeló con éxito contra la propia república romana, poniéndose al mando de las poblaciones indígenas de su provincia e infligiendo continuas derrotas a los ejércitos

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que Roma envió contra él, al utilizar con gran habilidad una combinación de las tácticas de guerra romana que conocía perfectamente y la guerra de guerrillas de los indígenas. La guerra terminó poco después de que Sertorio cayera asesinado a manos de algunos de sus subordinados durante un banquete.

5. Las guerras cántabro-astures (29-19 a.C.). Dirigidas por el propio emperador Augusto, culminaron la conquista romana de la península. También en este caso las campañas fueron duras y la resistencia feroz, dado el escaso grado de civilización de estas poblaciones del norte, que en su mayoría fueron sometidas a esclavitud.

Los objetivos que perseguía Roma con su conquista eran varios: el pleno control de la península, la erradicación del pillaje constante de cántabros y astures sobre los pueblos de la meseta ya dominados y la explotación de la riqueza mineral del noroeste con el trabajo forzado de la población local.

2. EL PROCESO DE ROMANIZACIÓN

El concepto de romanización expresa el proceso por el que los distintos pueblos de Hispania asimilaron las estructuras políticas, sociales, económicas y culturales del Imperio Romano. No fue un proceso uniforme ni homogéneo en toda la península Ibérica, sino que hubo diferencias en el grado de asimilación de los elementos romanos entre las distintas regiones:

En el área ibérica (sur y levante), más urbanizada y con formas de organización políticas y sociales no muy diferentes de las romanas, no sólo fue más fácil la conquista, sino también su inserción en la civilización romana.

En el centro y oeste la romanización revistió de mayor dificultad, dado el menor grado de urbanización y desarrollo cultural de sus poblaciones.

En el norte, zona más atrasada y última en conquistarse, la vida urbana era inexistente y los romanos no consiguieron desarrollarla ni imponer del todo su modelo de vida.

El proceso de romanización contó con una serie de agentes: el ejército, las ciudades, la unificación lingüística y la creación de una red viaria, que junto a una organización administrativa y municipal impuesta por Roma y a la difusión del derecho romano, ayudaron a modelar la Hispania romana:

El papel del ejército. El ejército fue uno de los más importantes vehículos de difusión de la civilización romana, pues su propia presencia hacía de él un factor de romanización: recorría el territorio peninsular, se relacionaba continuamente con los hispanos, extendía su lengua y sus costumbres... Se reclutaron tropas auxiliares entre los pueblos indígenas, lo que facilitaba su contacto con los romanos. Además, los soldados reclutados, al terminar su servicio militar, podían obtener el privilegio de la ciudadanía romana y recibir lotes de tierras. Por otra parte, junto a los campamentos de las legiones, a veces se formaron canabae (núcleos urbanos habitados por mercaderes, soldados licenciados, mujeres e hijos de soldados, etc.) que se convirtieron con el tiempo en municipios romanos. Es el caso de León, cuyo nombre deriva de legión, ya que allí estuvo asentada la Legio VII Gemina.

La extensión de la vida urbana. En el sur y levante los romanos aprovecharon la amplia red de ciudades ya existentes y se limitaron a transformar sus órganos de gobierno autónomos en otros dependientes de la administración general romana. En el resto de la península se crearon nuevas ciudades, según el modelo romano, para romper las primitivas formas indígenas de organización económica, social y política.

La fundación de colonias. El asentamiento de ciudadanos romanos en colonias de nueva creación, o en tierras confiscadas a los indígenas, también extendió el modo de vida romano. Generalmente consistía en la entrega de tierras a soldados veteranos en pago por su servicio militar. Mérida (Emérita Augusta), por ejemplo, fue fundada por orden de Augusto para asentar a los veteranos de las guerras cántabro-astures.

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La concesión de la ciudadanía romana a los indígenas. La obtención del estatus de ciudadano romano suponía gozar de numerosos derechos y privilegios, por lo que su concesión se utilizaba como reclamo para facilitar la dominación romana. Fue un proceso progresivo que se inició con la aristocracia indígena, para asegurarse su apoyo y colaboración.

3. HISPANIA DURANTE EL ALTO IMPERIO (SIGLOS I-III)

Tras el dilatado período de conquista por el que la península Ibérica se convirtió en la Hispania romana, entre los siglos III y I a.C., Roma consolidó su dominio sobre uno de los territorios de su imperio que mayor riqueza le aportó.

Organización administrativa y territorial: provincias, conventos y ciudades.

Tras la Segunda Guerra Púnica y la ocupación del levante y el sur peninsular, Roma dividió Hispania en dos provincias: la Hispania Citerior ("la de este lado", la más cercana a Roma), al norte; y la Ulterior ("la de más allá", la más alejada de Roma), al sur. El límite entre ambas estaba situado en la desembocadura del río Almanzora, y su frontera occidental se fue modificando según avanzaba la conquista de nuevos territorios. Cada una de ellas estaba gobernada por un pretor, que tenía el mando militar y se encargaba de la percepción de impuestos y de la administración judicial.

Con el fin de la República y el comienzo del Imperio en Roma, cuando casi toda la península estaba ya conquistada, la reforma administrativa de Augusto (27 a.C.) estableció dos tipos de provincias en todo el mundo romano, según su grado de romanización:

las plenamente pacificadas y que, por tanto, no necesitaban la presencia permanente de legiones, se convirtieron en provincias senatoriales, bajo la administración del Senado de Roma. La Bética, con capital en Corduba (Córdoba), era la única de este tipo en Hispania.

las de más reciente conquista, en las que las legiones seguían siendo necesarias, se convirtieron en provincias imperiales, quedando bajo la administración y control directo del emperador, como jefe supremo del ejército, aunque estarían gobernadas por legados. La Tarraconense, con capital en Tarraco (Tarragona) y la Lusitania, con capital en Emérita Augusta (Mérida), eran provincias imperiales debido a su escasa romanización en ese momento histórico.

Cada provincia, a su vez, estaba dividida en varios conventos jurídicos a efectos de administración de justicia. También cumplían otras funciones esenciales, como servir de unidades de reclutamiento, o para la recaudación de impuestos. Su origen estaba en las reuniones (conventus) que se convocaban en días y lugares fijos dentro de cada provincia, para que el gobernador provincial administrara justicia. Con el tiempo estas reuniones adquirieron carácter permanente en el Imperio y se transformaron en distritos provinciales para impartir justicia, con capitales fijas.

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Por último, las células básicas y fundamentales de la administración territorial romana eran las ciudades (civitates), compuestas por un amplio territorio rural (el territorium, dividido en tierras de propiedad privada y tierras de aprovechamiento comunal), regido por un núcleo urbano (urbs). Estas urbes actuaban como centros económicos (mercado), políticos (órganos de gobierno), religiosos (templos) y de ocio (teatro, anfiteatro, termas, etc.). La autonomía de cada ciudad dependía de su grado de integración y aceptación de la dominación romana; en general, a mayor grado de romanización, mayor autonomía y más privilegios, existiendo diversas posibilidades: ciudad federada o aliada (exenta de impuestos merced a un pacto con Roma), ciudad libre e inmune, ciudad estipendiaria (cuyos habitantes, aunque libres, deben pagar un tributo anual a Roma por haber sido sometidos por las armas), colonia (ciudad fundada por Roma con ciudadanos romanos o latinos a los que se entregaban lotes de tierra), municipio (comunidad indígena a la que Roma otorga el derecho de ciudadanía, sea latino o romano).

Características generales de la economía

Hispania quedó integrada en el sistema de producción esclavista característico del mundo clásico: las conquistas militares proporcionaban mano de obra esclava, abundante y barata, obtenida entre las poblaciones sometidas. Por tanto, los esclavos, como fuerza de trabajo, fueron una pieza fundamental del Imperio romano.

Las bases económicas hispanas eran la agricultura, la ganadería y la minería, complementadas con la industria artesanal y el comercio. Roma impuso un sistema de explotación económica en el que Hispania exportaba fundamentalmente materias primas a Roma e importaba de esta productos manufacturados y suntuarios para las clases privilegiadas. Con esta finalidad se organizó el territorio mediante una amplia red de calzadas que unía los centros urbanos entre sí y con los puertos marítimos. Los más destacables de estos fueron Gades (Cádiz), Carteia (San Roque), Malaca (Málaga) y Sexi (Almuñécar) en la Bética, y Tarraco (Tarragona) y Cartago Nova (Cartagena) en la Tarraconense.

La producción principal de Hispania era la trilogía mediterránea: trigo, vino y aceite, que se exportaban a Roma. La minería era otro sector esencial: se obtenía oro, plata, hierro, cobre y plomo en Sierra Morena, Riotinto, Tharsis y otros lugares. El estado se reservó siempre el control de los yacimientos, aunque la gestión directa estaba en manos de sociedades privadas de publicani.

En cuanto a la artesanía, no había zonas en Hispania especializadas en una producción artesanal concreta orientada a la exportación, salvo algunas industrias textiles como el lino en el Levante, y los derivados del pescado y salazones de la Bética (garum).

Estructura social

La posición social del individuo en el mundo romano estaba determinada por su categoría jurídica, que era heredada en principio, aunque podía modificarse a lo largo de su vida. Existía una división fundamental entre hombres libres y esclavos, con una situación intermedia representada por los libertos. Pero entre los hombres libres también había una diferenciación entre quienes gozaban de la ciudadanía romana y los que no. La sociedad estaba jerarquizada en las siguientes categorías en orden descendente:

a) Los ciudadanos pertenecientes a órdenes. Se trataba de una minoría privilegiada y dominante, que desempeñaba los altos cargos políticos, financieros, militares y religiosos. Formaban un cuerpo social cerrado (oligarquía) en el que la fortuna era condición necesaria, pero no suficiente. Existían tres órdenes, con notables diferencias de poder y riqueza, y para pertenecer a ellos había que cumplir determinados requisitos que limitaban el acceso:

- Orden senatorial, integrado por los miembros del Senado romano, para los cuales estaban reservadas las más altas magistraturas (cónsules, pretores, cuestores...) y cuya riqueza se basaba en la posesión de tierras y esclavos en todo el Imperio, pues en teoría tenían vetada la dedicación a negocios y comercio.

- Orden ecuestre, compuesto por quienes desempeñaban los cargos inferiores a los senatoriales: procuradores (responsables de las finanzas), prefectos de caballería, etc.; los negocios y las finanzas eran la fuente de su riqueza.

- Orden decurional, integrado por los miembros de los senados municipales (decuriones) de las diferentes ciudades del Imperio; desempeñaban las magistraturas municipales. Constituían la clase dominante en las provincias.

b) Los ciudadanos romanos no pertenecientes a órdenes. Al tener el estatuto de ciudadanos romanos gozaban de privilegios políticos como participar y votar en las asambleas; militares, como integrarse en las legiones; y sociales, como derecho a repartos periódicos gratuitos de trigo. Sin embargo, existían grandes diferencias de fortuna en el conjunto de los ciudadanos romanos, desde los más pobres, que vivían casi en exclusiva de la beneficencia, hasta los muy ricos.

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c) Los hombres libres, pero no ciudadanos. Carecían de derechos políticos, a diferencia de los ciudadanos, pero tenían derechos civiles, a diferencia de los esclavos, como el de contraer matrimonio, tener propiedades, testar y recibir legados en herencia, etc. También había entre ellos grandes diferencias de fortuna, y una vía fácil de promoción social era enrolarse en las tropas auxiliares del ejército, ya que al licenciarse obtenían automáticamente la ciudadanía romana.

d) Los libertos. Se trata de antiguos esclavos que habían sido manumitidos por sus antiguos dueños, que pasaban a convertirse en sus patronos y podían exigir al liberto ciertas obligaciones. Tenían derechos civiles, como los libres, pero el estatuto de liberto no se borraba normalmente hasta la tercera generación, que adquiría ya la libertad plena.

e) Los esclavos. No tenían derechos políticos ni civiles; eran simplemente una propiedad más de sus dueños. La condición de esclavo se adquiría por nacimiento (por ser hijo de una esclava, sin importar el estatus del padre), o por diversas circunstancias: ser prisionero de guerra, ser condenado a esclavitud por los tribunales, ser vendido por el padre o, incluso, por venderse a uno mismo (por ejemplo, para saldar una deuda que no se ha podido pagar).

4. LA CRISIS DEL SIGLO III Y EL BAJO IMPERIO (SIGLOS IV-V)

La crisis del siglo III y el declive urbano

El mundo romano fue testigo de una profunda crisis que tuvo lugar a partir del siglo III. Esta crisis revistió mucha gravedad y debilitó al Estado romano que, a pesar de una cierta recuperación en el siglo IV, fue incapaz de resistir las consecuencias de la crisis que se reflejaron en todos los aspectos: político y militar, económico, demográfico y social.

1. Crisis política y militar. A finales del siglo II, Roma había alcanzado su máxima expansión territorial y las fronteras del Imperio estaban amenazadas por el empuje de los pueblos bárbaros, nombre que los romanos daban indistintamente a todos los pueblos situados fuera del limes. Esta situación confirió un gran protagonismo al ejército, como pieza indispensable para la defensa del Imperio.

Pero el protagonismo del ejército se extendió también a la vida política y degeneró en un período de anarquía militar (235-284): algunos generales se apoyaban en sus legiones para erigirse en emperadores por la fuerza, lo que desembocó en guerras civiles y en una continua sucesión de emperadores. El resultado final fue el caos político y económico, y el aumento de las amenazas exteriores ante la debilidad interna del Imperio.

2. Crisis económica. Internamente el Imperio sufrió una hiperinflación causada por años de devaluación de la moneda, al reducirse de forma continua la cantidad de plata o de oro en las monedas y acuñar éstas con metales más baratos.

Con la crisis del siglo III la vasta red comercial del mundo romano se derrumbó debido a la ausencia de una moneda digna de confianza, y el incremento desmesurado de los precios hacía cada vez menos rentable el comercio. La depresión del comercio perjudicó a su vez a la industria, que ahora carecía de mercados donde colocar sus productos y que por tanto empezó a extinguirse.

3. Crisis demográfica y social. La creciente inseguridad en el interior del Imperio y en las fronteras impidió el normal desarrollo del comercio entre las ciudades, que se fueron empobreciendo y despoblando, al tiempo que empezaban a amurallarse. La población libre de las ciudades, mientras tanto, empezó a desplazarse a zonas rurales en búsqueda de comida y protección debido a que el aumento de precios hacía cada vez más difícil obtener alimentos en las urbes.

Con el cese de las conquistas, la mano de obra esclava comenzó a escasear y se encareció. Así, la esclavitud dejó de desempeñar el papel económico fundamental que había tenido hasta entonces.

El proceso de ruralización y polarización social

Como consecuencia del declive de las ciudades, la economía del Bajo Imperio entró en un proceso continuo de ruralización. Los poderosos trataban de adquirir grandes latifundios y abandonaban las ciudades para retirarse a vivir en las lujosas villas que se hacían construir en sus propiedades rurales. Económicamente, esos latifundios tendían a la autosuficiencia, no solo de productos agrícolas, sino también artesanales, para lo cual albergaban sus propios talleres. Por consiguiente, en gran parte del imperio se estaba retornando a una economía cerrada, lo que conllevaba que el comercio y la circulación de dinero se restringieran.

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Por otra parte, la división esencial del Alto Imperio entre libres y esclavos tendió a desaparecer, como los esclavos mismos, cada vez más escasos y caros. En cambio, surgió una nueva estructura social polarizada en dos grupos principales, que reflejaban la nueva situación económica:

los grandes propietarios de tierras (latifundistas), entre los cuales debe incluirse a la Iglesia cristiana, que desde que fue legalizada en el siglo IV, aumentó su patrimonio de forma espectacular por donaciones de los fieles.

los colonos, antiguos hombres libres sin recursos, que trabajaban parcelas de los grandes propietarios en beneficio propio a cambio de ciertos pagos y servicios al latifundista. En algunos casos, el colono quedaba adscrito forzosamente a la tierra que trabajaba y esta situación se transmitía a sus herederos.

Por último, la crisis y debilidad del Estado, incapaz de garantizar la seguridad de los individuos y el cumplimiento de las leyes, propició las relaciones de dependencia personal. Así, los humildes, indefensos y sin recursos, buscaban la protección de los poderosos, que con frecuencia les ofrecían además un medio de vida. Algunos campesinos incluso decidieron trabajar como colonos en sus propias tierras, cediendo la propiedad a un poderoso latifundista a cambio de protección.

En otros casos, se establecía una relación de patrocinio entre un poderoso y un hombre libre, mediante la cual el primero se erigía en patrón y el segundo se convertía en su cliente: el patrón protegía al cliente y este, en contrapartida, se comprometía a serle fiel y a cumplir con ciertas obligaciones.

Las reformas del siglo IV y la nueva división administrativa

El emperador Diocleciano (284-305) terminó con el período de anarquía militar y, con el objetivo de superar la crisis del Imperio, emprendió una serie de reformas que continuó Constantino (324-337). La reforma administrativa fue muy ambiciosa y perseguía una reorganización más eficaz el maltrecho imperio. Se duplicó prácticamente el número de provincias, que fueron agrupadas en diócesis, y estas, a su vez, en prefecturas.

Hispania se convirtió en una diócesis de la prefectura de las Galias y quedó compuesta por siete provincias: cinco en la Península (Bética, Lusitania, Cartaginense, Gallaecia y Tarraconense), una en el norte de África (Mauritania Tingitana), y otra que integraba a las islas Baleares (Balearica).

Sin embargo, ni la reforma administrativa ni las llevadas a cabo en los ámbitos económico, social o militar consiguieron cambiar las tendencias de declive de las ciudades, ruralización de la economía y polarización de la sociedad.

Las invasiones germánicas y la caída de Roma

Desde el período de la anarquía militar del siglo III, habían ido penetrando en el interior del Imperio diversos grupos de pueblos bárbaros (extranjeros), principalmente germánicos, de forma violenta en ocasiones y otras con el consentimiento de Roma. Estas invasiones fueron en aumento durante los siglos IV y V. En el año 409 invadieron la Península los suevos, vándalos y alanos, y la propia ciudad de Roma fue saqueada en el 410 por los visigodos de Alarico.

Finalmente, en el año 476 el jefe hérulo Odoacro depuso al último emperador romano de Occidente, cuyo poder efectivo era ya insignificante, y en pocos años los ostrogodos, otro pueblo germánico, dominaron Italia. Esta fecha, por tanto, ha sido tradicionalmente la que marca la caída del Imperio romano de Occidente, mientras que el de Oriente o Bizantino pervivió hasta 1453. El antiguo Imperio de Occidente se desintegró en diferentes reinos germánicos, entre los cuales estuvo el reino visigodo de Hispania.

5. LA DIFUSIÓN DEL CRISTIANISMO

El proceso de romanización de los pueblos peninsulares implicó también, como es lógico, la difusión de la religión romana, aunque los cultos indígenas no desaparecieron del todo. Durante el Alto Imperio, se habían extendido por Hispania y el resto del Imperio diversos cultos orientales, entre ellos el cristianismo. Como religión intimista y con un mensaje de salvación, el cristianismo resultaba muy atractivo para las gentes humildes de los medios urbanos.

Si se prescinde de las tradiciones que han llegado hasta nosotros sobre el origen del cristianismo en Hispania, difícilmente verificables - la predicación del apóstol Santiago, o la de San Pablo-, el primer testimonio seguro sobre la existencia de cristianos en la península es de mediados del siglo III, aunque es probable que el cristianismo se introdujera en Hispania por el sudeste antes de finalizar el siglo I.

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En cualquier caso, a partir del siglo III la nueva religión se fue extendiendo y, cuando el emperador Constantino la legalizó mediante el Edicto de Milán de 313, que puso fin a la etapa de las persecuciones y la clandestinidad, estaba ya organizada en numerosas zonas, especialmente en la Bética.

La implantación definitiva del cristianismo en Hispania, como en el resto del Imperio, se produjo tras el Edicto de Tesalónica del emperador Teodosio I (380), que lo estableció como religión oficial del Imperio.

6. EL LEGADO CULTURAL DE LA HISPANIA ROMANA

Creación literaria y pensamiento

Como ya se ha mencionado, la zona más romanizada de la Península fue el área levantina y meridional, donde el latín se fue imponiendo, sobre todo desde comienzos de nuestra era, hasta desplazar completamente a las lenguas vernáculas.

El siglo I d.C. representó un momento culminante en cuanto a la aportación de grandes figuras hispanas al mundo de cultura latina, con dos focos principales:

La Bética, provincia de la que eran originarios Séneca, uno de los grandes maestros del estoicismo, el poeta Lucano, Columela, autor del más famoso tratado de agronomía de la Antigüedad, y el geógrafo Pomponio Mela.

El valle del Ebro, de donde procedían el retórico Quintiliano y el poeta satírico Marcial.

En contraste con estas zonas, los pueblos del oeste y el norte de la península, los menos romanizados, mantuvieron por más tiempo sus costumbres y sus lenguas, de las cuales solo el vasco ha sobrevivido hasta nuestros días.

Arquitectura y obras públicas

El arte romano fue al tiempo heredero y transmisor de la tradición artística griega, aunque introdujo importantes novedades respecto a Grecia, en especial la arquitectura: empleo del hormigón y el ladrillo, utilización del arco y la bóveda, etc.

La arquitectura romana perseguía tres objetivos esenciales: la utilidad del edificio, su perfección técnica y la propaganda del patrocinador de la obra. Por tanto, es la manifestación artística que mejor refleja el espíritu práctico de los romanos, considerados tradicionalmente mejores ingenieros que artistas.

El tipo de templo más característico era el de planta rectangular, con un pórtico de entrada y cella (pequeña sala interior que albergaba la imagen de la divinidad); se elevaba sobre un podio y tenía un acceso único y frontal con escalinata. En España no se ha conservado ninguno completo, aunque hay algunos en aceptable estado de conservación, como el templo de Diana en Mérida o el templo romano de Córdoba.

El teatro romano derivaba del griego y, como este, tenía gradas semicirculares y en pendiente (cavea), pero se diferenciaba del griego en varios aspectos: solía estar construido sobre galerías abovedadas -el griego lo hacía sobre desniveles naturales del terreno-, por lo que se accedía a las gradas a través de vomitoria; la orchestra o espacio central era semicircular -en el griego era circular-; y tenía una grandiosa arquitectura al fondo de la escena (espacio donde evolucionan los actores) de la que carecía el teatro griego. Un ejemplo destacable por su calidad y estado de conservación es el teatro de Mérida.

El anfiteatro, inspirado en la unión de dos teatros, era un edificio destinado al espectáculo preferido de los romanos: las luchas de gladiadores y fieras. Constaba de la arena -espacio central abierto, de planta elíptica, donde se llevaba a cabo la lucha-, la cavea o gradas, los vomitoria y las construcciones subterráneas, bajo la arena, para luchadores y fieras. Son representativos los de Tarragona, Mérida o Itálica.

Pero en lo que destacaron los romanos como maestros indiscutibles fue en las obras de ingeniería civil, que respondían a las necesidades militares y urbanas del Imperio, al tiempo que cumplían una función de propaganda de su poder:

Las calzadas, vías militares que cubrían en una red todo el Imperio, para facilitar y agilizar el desplazamiento de las tropas y el comercio entre ciudades.

Los puentes se construían con sillares de piedra y constaban de un número variable de ojos con arcos de medio punto, como los de Alcántara (Cáceres) y Córdoba.

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Los acueductos eran conducciones de agua desde los acuíferos naturales en las sierras o montañas para surtir las ciudades. Discurrían fundamentalmente por conductos bajo tierra, aunque cuando había que salvar un desnivel importante presentaban un aspecto semejante al de los puentes, con varios pisos de arquerías de medio punto. Destacan los de Segovia, Mérida y Tarragona.

7. LOS ORÍGENES DEL REINO VISIGODO EN HISPANIA

En el año 409 irrumpieron en la península Ibérica tres pueblos bárbaros, dos de ellos germánicos (suevos y vándalos) y otro de origen asiático (los alanos), que habían atravesado la frontera del Rin unos años antes. Estos pueblos durante dos años se dedicaron a saquear los territorios que atravesaban.

Los suevos y los vándalos asdingos se asentaron en la provincia romana de Gallaecia, donde los suevos fundaron un reino, mientras los vándalos asdingos se acabaron dirigiendo al norte de África, donde crearon su propio reino, al que anexionaron la provincia Baleárica. La otra rama de los vándalos, llamados silingos, y los alanos se repartieron entre la Bética, la Cartaginense y la Lusitania, dejando libre únicamente la Tarraconense. Estos pueblos sometieron a los hispanorromanos, pero fueron incapaces de organizar un estado.

En el año 415 penetran en Hispania los visigodos dirigidos por Ataúlfo. Este pueblo germánico llevaba largo tiempo en contacto con el mundo romano, desde que se habían asentado en la zona fronteriza del Danubio a finales del siglo IV. Para alejarlos de Italia, donde acababan de saquear la propia Roma en 410, el emperador Honorio pactó con su líder Alarico la cesión a los visigodos de las provincias de Aquitania y Tarraconense a cambio de combatir y expulsar a suevos, vándalos y alanos.

Su asentamiento inicial fue en el sur de Francia, con capital en Tolosa (Toulouse), ocupando la mitad del territorio de las Galias y casi toda la península Ibérica. Sin embargo, tras la disolución del Imperio romano de Occidente en 476 y la derrota sufrida ante los francos en la batalla de Vouillé en 507, se establecieron definitivamente al sur de los Pirineos.

Los efectivos visigodos eran reducidos, entre ochenta mil y trescientas mil personas, frente a unos cuatro millones de hispanorromanos. Las zonas principales de asentamiento fueron la meseta central y septentrional, zonas de escasa densidad demográfica, donde como grupo reducido podían mantener mejor su cohesión interna. A pesar de su reducido número, dirigidos por una oligarquía militar consiguieron someter a los hispanorromanos. Este período español del reino visigodo tuvo su capital en Toledo.

8. LA CONSOLIDACIÓN DE LA MONARQUÍA VISIGODA

El vacío de poder en Hispania por la caída del Imperio de Occidente fue cubierto por la monarquía visigoda, pero el territorio controlado por los visigodos no abarcaba toda la Península, ya que tres zonas escaparon a su control: el reino suevo en el noroeste, el territorio de los vascones en el norte y una zona del sureste peninsular y las islas Baleares, territorios que fueron controlados en el siglo VI por el imperio Bizantino.

Sin embargo, Leovigildo (571-586) aisló a los vascones y acabó con el reino suevo de Galicia, y Suintila (621-631) expulsó a los bizantinos y sometió por completo a los vascones. Por tanto, el reino visigodo recuperó todos estos territorios (excepto las islas Baleares) y se convirtió a principios del siglo VII en el primer Estado independiente que integraba toda la península Ibérica.

Los visigodos eran arrianos, y los hispanorromanos, católicos. Sin embargo, Recaredo, sucesor de Leovigildo, se convirtió al catolicismo en el III Concilio de Toledo (589) junto con nobles y obispos arrianos. Consiguió así la unificación religiosa de la minoría visigoda y la mayoría hispanorromana, reforzando al mismo tiempo su poder político.

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En lo sucesivo, los Concilios de Toledo, hasta entonces asambleas eclesiásticas, integraron al rey, a la nobleza y a la Iglesia, y tuvieron carácter de asamblea legislativa, convocada para asuntos importantes que afectaban a la monarquía.

Las poblaciones visigoda e hispanorromana tardaron en fusionarse, ya que existían entre ellas importantes diferencias, acentuadas por la legislación discriminatoria impuesta inicialmente por los visigodos: diferentes leyes para godos e hispanos, prohibición de matrimonios mixtos, etc.

Si bien la primera medida encaminada a la fusión de las dos poblaciones fue la unificación religiosa, la segunda y definitiva fue la unificación jurídica realizada por Recesvinto en el año 654 con la recopilación de toda la legislación previa en el Liber Iudiciorum (Libro de los juicios) o Fuero Juzgo, y su posterior aplicación a ambas poblaciones. Los únicos que quedaron discriminados y sufrieron disposiciones represivas durante todo el período fueron los judíos, lo que explica su apoyo a los invasores musulmanes en el siglo VIII.

9. LA EVOLUCIÓN ECONÓMICA Y SOCIAL

Evolución económica: ruralización

La economía continuó la evolución del Bajo Imperio, con un predominio absoluto de las actividades agrícolas y ganaderas. Al mismo tiempo se consolidaba el latifundismo, cuya manifestación característica era la villa, gran propiedad territorial que constaba de una parte explotada directamente por el propietario y trabajada normalmente por siervos, y otra cedida por lotes a colonos a cambio de diversas obligaciones.

En paralelo a la ruralización proseguía el declive de las ciudades, y con él el de las actividades artesanales y el comercio. Todo ello se tradujo en una disminución de la circulación monetaria y una acentuada tendencia a la economía cerrada y autosuficiente.

Polarización social y relaciones de dependencia

También continuó la tendencia bajoimperial a la polarización social en dos grupos principales: una minoría poderosa y latifundista, y una nueva mayoría apenas diferenciada en la que se fundían antiguos esclavos, liberto, siervos, colonos y pequeños propietarios libres.

Asimismo, se reforzaron las relaciones de tipo personal, pues a las relaciones de dependencia de origen romano (patrocinio) se añadió la ancestral costumbre germánica del juramento de fidelidad del guerrero a su jefe (comitatus).

Poder de la nobleza y la Iglesia

La monarquía visigoda propició el surgimiento de una poderosa nobleza territorial, los gardingos. Su aparición fue consecuencia de un proceso por el que estos nobles pasaron de ser en origen guerreros fieles a los reyes a ser recompensados por sus servicios con la entrega de tierras en usufructo vitalicio, y con el tiempo convirtieron esas tierras en propiedades hereditarias, en las que gobernaban con total autonomía respecto al poder del rey. De este modo, en vez de asistir militarmente al monarca, llegaron en muchos casos a usurpar su autoridad política.

Estos gardingos, convertidos ya en nobleza territorial latifundista, se rodearon a su vez de hombres fieles, conocidos como bucelarios. En esta relación, propia de una época de inseguridad, el bucelario obtenía del noble protección y tierras, y a cambio adquiría con él un compromiso de fidelidad y obediencia.

Por otra parte, la Iglesia católica, desde su legalización por Constantino en el siglo IV había acumulado un gran patrimonio territorial y, tras el III Concilio de Toledo en 589, en el que Recaredo abrazó el catolicismo, había adquirido gran influencia política.

Nobleza e Iglesia, como grupos poderosos, tenían intereses comunes y coincidían en impedir el establecimiento de una monarquía fuerte que pudiera limitar su influencia y privilegios. Además, los reyes dependían de su apoyo para acceder al trono y mantenerse en él.

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10. LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA

La monarquía visigoda no era hereditaria, sino electiva, y la designación del rey dependía de los magnates de la nobleza y la Iglesia. Este carácter electivo explica en gran medida su debilidad y la inestabilidad política que caracterizó a todo el período, pues propiciaba las ambiciones de los candidatos al trono, las rivalidades por la sucesión e incluso las guerras entre bandos nobiliarios (de 34 reyes visigodos, 10 fueron asesinados; 7 destronados y otros muchos accedieron al trono valiéndose de la traición o la rebelión). Fue precisamente una disputa sucesoria la que ofreció el pretexto para la irrupción musulmana en el año 711, que acabó con la monarquía visigoda.

No obstante, las competencias del rey eran amplias (máxima jefatura militar, legislación, instancia superior de justicia, etc.), aunque en la práctica estaban muy limitadas por el poder de la nobleza y la Iglesia. Para la labor de gobierno el monarca se servía fundamentalmente de dos instituciones:

El Officium Palatinum, integrado por los magnates de mayor confianza del rey, que le auxiliaban en las tareas de gobierno y en las domésticas de palacio.

El Aula Regia, asamblea de carácter consultivo, heredera del tradicional Senado o Consejo de ancianos visigodo, e integrada por todos los miembros del Officium Palatinum y otros magnates, que asesoraban al rey en asuntos políticos y militares, y en la elaboración de leyes.

Mención aparte merecen los Concilios de Toledo, que inicialmente eran solo asambleas eclesiásticas, pero tras la conversión de Recaredo al catolicismo adquirieron un gran papel político: los convocaba el rey, integraban a miembros del Aula Regia, y en ellos se establecieron importantes normas y decisiones que afectaban a la monarquía, como las condiciones para la elección de los reyes o las obligaciones con las que debían cumplir.

En el ámbito de la administración territorial, los visigodos respetaron la división provincial romana del Bajo Imperio, aunque incorporaron algunas modificaciones: al frente de cada provincia estaba un gobernador o duque con amplias funciones civiles y militares. Posteriormente, se establecieron nuevas circunscripciones dentro de cada provincia, los territorios, bajo la autoridad de un conde o juez.

11. LA CULTURA Y EL ARTE

En la cultura visigoda es indiscutible el protagonismo absoluto de la Iglesia, en especial desde finales del siglo VI. Prueba de ello fueron los numerosos escritores eclesiásticos formados en las escuelas episcopales de Toledo, Sevilla o Zaragoza, dedicadas a la formación el clero católico.

Por encima de todos sobresale la figura de San Isidoro, arzobispo de Sevilla, que desempeñó un importante papel político y fue uno de los primeros en defender la primacía del poder espiritual sobre el temporal. Sin embargo, en el plano cultural es conocido sobre todo por su mayor obra, las Etimologías, en la que pretendió recopilar todo el saber humano de su época. Calificada por algunos como la "primera enciclopedia cristiana", fue una obra ampliamente difundida y admirada en Europa durante siglos.

En cuanto al arte, los visigodos carecían de tradición arquitectónica propia, y por su convivencia con los hispanorromanos acusan las influencias artísticas del Bajo Imperio y del arte paleocristiano. Las obras arquitectónicas conservadas son escasas y de reducido tamaño, con una mayor presencia en la meseta Norte. En arquitectura emplearon el muro de sillería, el arco de herradura (aunque ligeramente distinto del que posteriormente usaron los musulmanes), y la cubierta abovedada, sobre todo de cañón. Los principales edificios son pequeñas iglesias, como la de San Pedro de la Nave en Campillo (Zamora), del siglo VII, o la de San Juan de Baños (Palencia).

La escultura nunca tuvo un gran desarrollo y se limitó a los relieves arquitectónicos, en frisos murales y capiteles. En cambio, destacan las pizas de orfebrería y en particular las coronas votivas en oro y piedras preciosas, como la corona de Recesvinto, perteneciente al denominado tesoro de Guarrazar (Sevilla), o las cruces decoradas, como la del tesoro de Torredonjimeno (Jaén).