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Título original: The Amber KeeperPublicado originalmente por Lake UnionPublishing, Estados Unidos, 2014

Edición en español publicada por:AmazonCrossing, Amazon Media EUSàrl5 rue Plaetis, L-2338, LuxembourgMayo, 2016

Copyright © Edición original 2014 porFreda Lightfoot

Todos los derechos están reservados.

Copyright © Edición en español 2016traducida por Ángeles Aragón LópezAdaptación de cubierta por Pepe nymi,Milano

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Primera edición digital 2016

ISBN: 9781503934023

www.apub.com

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ACERCA DE LA AUTORA

Freda Lightfoot nació en Lancashire. Hasido profesora, librera y, en un arrebatode locura, se hizo cargo de una modestaexplotación agrícola en los páramoscongelados del Distrito de los Lagos,donde probó la «buena vida», crioovejas y gallinas, plantó un bosquecilloe incluso aprendió a hacer mermeladas.

Ahora ha renunciado a los forrospolares y se ha hecho una casa en unolivar en España, donde produce aceitede oliva y toma el sol en las rarasocasiones en las que no estáescribiendo, pero todavía le gusta pasarlos veranos lluviosos en el Reino Unido.

Ha publicado cuarenta novelas, entre

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ellas muchos superventas de sagasfamiliares y ficción histórica. Para másinformación sobre Freda, visite supágina web www.fredalightfoot.co.uk.

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ÍNDICE

COMENZAR A LEERPRÓLOGOCAPÍTULO 1CAPÍTULO 2CAPÍTULO 3CAPÍTULO 4CAPÍTULO 5CAPÍTULO 6CAPÍTULO 7CAPÍTULO 8CAPÍTULO 9CAPÍTULO 10CAPÍTULO 11CAPÍTULO 12CAPÍTULO 13

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CAPÍTULO 14CAPÍTULO 15CAPÍTULO 16CAPÍTULO 17CAPÍTULO 18CAPÍTULO 19CAPÍTULO 20CAPÍTULO 21CAPÍTULO 22CAPÍTULO 23CAPÍTULO 24CAPÍTULO 25CAPÍTULO 26CAPÍTULO 27CAPÍTULO 28CAPÍTULO 29CAPÍTULO 30CAPÍTULO 31

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CAPÍTULO 32CAPÍTULO 32CAPÍTULO 34CAPÍTULO 35

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Queridos amigos: Gracias por todos sus amablesmensajes diciéndome cuánto les gustanmis libros. Sus comentarios y críticas

son muy importantes para mí. Lostengo en cuenta y tomo nota. Muchosde ustedes me han seguido desde queempecé mi carrera con las sagas aprincipios de los años noventa, y

agradezco su fidelidad.La idea de La guardiana del ámbar se

me ocurrió cuando mi esposo y yohicimos un crucero por el Báltico (sí,

hemos llegado a esa edad y nosencanta ir de crucero) y visitamos SanPetersburgo. Es una ciudad increíble,

hermosa y cosmopolita. Vimos elPalacio de Catalina y la Cámara de

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Ámbar, navegamos por el río Neva yvisitamos la Fortaleza de San Pedro y

San Pablo, donde encerraban a losprisioneros durante la revolución, yque aparece en mi libro. Decidí quetenía que saber más y empecé a leer

muchos libros sobre el zar de Rusia ysu familia. Mis favoritos fueron Los

tres emperadores, de Miranda Carter, yDel esplendor a la Revolución, de Julia

P. Gelardi. Después encontré porcasualidad Seis años en la corte rusa,

de Margaret Eager, sobre unainstitutriz que fue a Rusia en el cambio

de siglo, y mi creatividad se puso enmarcha. Por eso, aunque este es un

libro de ficción, lo he situado sobre unfondo histórico real, una época de

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grandes cambios en el Imperio ruso.Mi más sincero agradecimiento a miseditores, Emilie Marneur y VictoriaPepe, y a todo el equipo de Amazon.

Gracias en especial también a miagente, Amanda Preston, de la Agencia

LBA, por su apoyo y su fe en mí.Con mucho cariño para todos,

Freda

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PRÓLOGO

1919

Mis botas de nieve estaban tandesgastadas que tenía la sensación decaminar descalza sobre el hielo quecubría el duro sendero de montaña ytenía las plantas de los pies entumecidaspor el frío. El aliento se me congelabaformando cristales en las partes de minariz y mis mejillas que quedaban aldescubierto a pesar de la bufanda y elgorro de piel. Hacía mucho que habíaperdido a mi pequeño poni, pues elpobre animal había dado media vuelta yhabía salido corriendo aterrorizado en

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dirección a la casa cuando empezaronlos disparos, aunque no estoy segura deque lo lograra.

Mi casa, si se podía llamar así allugar en el que había habitado tantosaños, ya no existía. No era más que elcascarón de su antigua gloria.Recordaba cómo me oprimía laoscuridad de la noche casi como siestuviera de nuevo entre las paredes deaquella cárcel. Había cerrado mi mentea los horrores que había dejado atrás, enun intento por desterrar los miedosengendrados por todos los seresqueridos que habían desaparecido de mivida. En lugar de eso, intentaba fijar lamirada en los talones de mi guía, quecaminaba fatigosamente delante de mí,

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porque sabía que, si quería sobrevivir,debía permanecer concentrada. Era miúltima oportunidad de salir de Rusia.

Estuvimos caminando durante días,enfrentándonos al hielo, la nieve y lasventiscas, alimentándonos a base depedazos de pan rancio no demasiadolimpio y sin nada con lo que humedecerel paladar excepto los carámbanos quechupábamos. Cuando al fin llegamos auna cueva, se me doblaron las rodillas ycaí al suelo, llena de gratitud. Recuerdoque sentí un gran alivio al saber quepodría descansar un rato, y daba graciaspor estar protegida de aquel vientocortante. Las dos noches anteriores, ¿ohabían sido tres?, habíamos dormido alaire libre, sin siquiera atrevernos a

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encender fuego por si lo veían losbolcheviques y venían a buscarnos. Meacurruqué agradecida en un rincón, mefroté las manos y los pies para evitarque se congelasen, me subí el cuello delabrigo, coloqué la bolsa junto a mí y medije con firmeza que no debía quedarmedormida. Tenía miedo de no volver adespertar, tan feroz era el frío.

Pero a pesar de mis esfuerzos, debíde quedarme dormida al instante porpuro agotamiento, ya que no recuerdonada más hasta el momento en que medespertaron un rayo de luz diurna que sefiltró en la cueva al amanecer y unsonido extraño. Me incorporé de repentey miré a mi alrededor en busca del guía.No estaba allí. El hombre al que había

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pagado una suma desorbitada, hasta elúltimo kopek que poseía, me habíaabandonado. Estaba sola. Pero cuandoel ruido de los cascos de los caballossobre las rocas penetró en mi aturdidocerebro, comprendí que estaba a puntode tener compañía poco grata.

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CAPÍTULO 1

1963

No logró verlo hasta que el andén de laestación empezó a despejarse de gente,una figura demacrada con un trajeoscuro que emergía como un fantasmaentre el vapor. Ella permanecióparalizada por la pena y el resentimientomientras el tren de Windermerevomitaba a sus pasajeros. Oyó el largoulular de su silbato y el lento rechinar desus engranajes cuando empezaba aabandonar lentamente la estación denuevo. Tuvo que contener el impulso desaltar a bordo y regresar a París para no

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afrontar las inevitables recriminaciones.Abigail tenía la impresión clara de queaquel era el final de la línea no solopara el tren, sino también para ella.Miró a su alrededor, el paisaje familiardonde todavía quedaban rodales denieve en las cimas de la montaña, con elsol de primavera concediendo unaclaridad brillante a los picoscongelados. El aire frío encajaba muybien con su estado de ánimo. Inhaló elaire despejado, tan fresco y embriagadorcomo el champán, y se dijo a sí mismaque estaba en casa. Que su corazónestaba allí.

Él se acercó a ella, no exactamentecon los brazos abiertos, como ella habíaesperado, sino con una mano alzada en

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un gesto de saludo y lo que podía ser unamago de sonrisa en los labios rígidos.

—Abigail, por fin has llegado.—Papi, qué bien estar en casa —dijo

ella.Un vacío se abrió en su interior,

probando que sus palabras eran falsas.Esperaba que él la abrazara como solíahacer cuando era pequeña, pero él nohizo ningún gesto que revelara talintención. Abbie había soñado duranteaños con ese encuentro, pero ni por unmomento había imaginado que sería enesas circunstancias. Desde que se habíamarchado de casa, había tenido muchotiempo para reflexionar sobre cómopodría haber hecho mejor las cosas.¡Qué inteligentes somos todos al mirar

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atrás! Por desgracia, no era posibleretroceder en el tiempo y cambiar elpasado. Solo se podía avanzar hacia unfuturo nuevo.

Como en un reflejo de esepensamiento, aferró la mano de su hija yavanzó con paso vacilante. Muyconsciente de la incomodidad que habíaentre ellos, le dio un beso en cadamejilla fría, al estilo francés, pero al noobtener ninguna respuesta, retrocediócon rapidez. Era casi como si fuerandesconocidos.

—Te esperábamos ayer. —El tonoforzado de él sonaba a reprimenda.

—Lo siento, perdí el tren. —Apropósito, pero eso no lo dijo.

—Ya casi habíamos perdido la

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esperanza.—Oh, nunca se debe perder la

esperanza, papá. A veces es lo únicoque nos queda.

La salida pretendía rebajar la tensiónentre ellos. No lo consiguió, aunque esavez no se había arriesgado a llamarlo«papi» como cuando era pequeña.

En un transistor próximo se oíaPlease, Please Me y a su alrededorsonaban grititos de felicidad deencuentros más alegres que el suyo, loque hacía que Abigail se sintiera aúnpeor. En otro tiempo habrían gastadobromas, quizá sobre el jersey de rayas alestilo beatnik de ella, o sobre el hechode que todavía no pudiera controlar supelo largo y revoltoso a pesar de la

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boina negra que llevaba. —Córtate elpelo, chica —solía decirle él con su vozde sargento mayor. Y ella se reía y lerecordaba que no era una de sus reclutasy que la guerra había terminado hacíatiempo.

Pero ese día no hubo tales bromas.Abigail respiró hondo y atrajo a la

niña hacia sí.—Esta es Aimée, mi hija. Está

deseando conocerte.—Y yo a ti —dijo Tom Myers con

amabilidad.Se inclinó un poco, tomó la manita de

la pequeña en la suya y la estrechó. Perohasta la niña reconoció la falta desinceridad de sus palabras y no dijonada; se limitó a apoyarse con timidez

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en su madre. Abbie le acarició los rizossuaves con un gesto reconfortante.

¿Qué esperaba? ¿Perdón, o quepudieran seguir como si no hubierasucedido nada? Durante todos los añosque habían pasado sin verse, lacomunicación entre sus padres y ellahabía sido casi nula desde que habíaenviado aquella carta al llegar a Parísen la que anunciaba que no teníaintención de regresar para terminar susestudios. Las otras cartas que habíaescrito desde entonces raramente habíanrecibido contestación. ¿Acaso no habíasoñado con que Kate se convirtiera undía en la madre tierna y cariñosa quesiempre había anhelado? Eso ya noocurriría nunca. La posibilidad de que

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se reconciliaran había desaparecidopara siempre.

El viaje hasta Carreckwater duró másde lo que Abbie recordaba, lo cual fueuna lástima, pues tanto Aimée como elladeseaban desesperadamente una cama,ya que habían pasado una noche llena deincomodidades en la estación Gare duNord tras haber perdido el tren, o mejordicho, haber dejado que se fuera sinellas. Por suerte, pudieron cerrar losojos y dormitar un poco en el asiento deatrás del automóvil; la niña apoyaba lacabeza en el pecho cálido yreconfortante de su madre. Aimée olía aflores y al dónut que se había comidoantes. Aparte de algunos comentarioseducados sobre el clima, el viaje

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transcurrió casi en silencio, lo cual fueun alivio para Abbie.

Más tarde, una vez la niña se hubodormido con apenas tumbarse en lapequeña cama junto a la antiguahabitación de su madre, debajo deltejado, Abbie no pudo resistirse al lujode tomar un buen baño. El agua calientey el aceite de lavanda resultabandeliciosamente reparadores después dellargo viaje y de las duchas templadas alas que estaba acostumbrada en elapartamento de París. Sin embargo,quedarse en la bañera durante tantotiempo resultó ser un error, pues sumente empezó a conjurar las esperanzasy sueños por los que se había dejadollevar la última vez que había estado en

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aquel cuarto de baño, la noche antes deque Eduard y ella se fugaran juntos. Ytambién recordó la pelea con la que sehabían despedido, solo unos días atrás,cuando ella creyó que su vida sederrumbaba. Sus ojos se llenaron delágrimas ante la posibilidad de novolver a verlo nunca más, justo cuandomás lo necesitaba.

¿Por qué la había defraudado tanto?¿Es que ya no la quería? ¿O es que nohabía conseguido hacerlo feliz? Abbiese secó frotándose enérgicamente la pielcon la toalla, y expulsó de su menteaquellos recuerdos dolorosos. Ladecisión estaba tomada. Ahora tenía queaprender a vivir con ella y seguiradelante, y la primera tarea sería

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intentar algún tipo de reconciliación consu padre.

Eligió un vestido modesto de lanahasta la rodilla y de un tono caramelosuave. Su padre era un hombreconservador que todavía se aferraba alas viejas tradiciones y la etiqueta, yprobablemente no aprobaría lospantalones negros de cinturilla elástica yla camiseta de piel de leopardo falsaque llevaba. Lo que sí hizo fue pintarseun poco de sombra de ojos verde que secomplementaba bien con los ojosmarrones que había heredado de sumadre, un poco de rímel y carmín rosapálido en los labios. Hasta se recogió elcabello en un moño francés. Después sepellizcó las mejillas para dar algo de

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color a su cutis pálido y descendió laancha escalera para ir al comedor.

La sensación de la barandilla bienpulida bajo la mano, el crujir de losviejos suelos de madera, el olor mismode las paredes forradas de roble y losmuebles antiguos consiguieronablandarle el corazón. Había olvidadocuánto echaba de menos aquella viejacasa. Por fuera, Carreck Place parecíaaburrida e insulsa, con un césped ampliodelante. Pero dentro era otra historia. Lacasa poseía un encanto intemporal queAbbie siempre había adorado. Casiesperaba ver un árbol de Navidadelevándose en el vestíbulo y un granfuego en la chimenea del salón, y casipodía oír el rumor de las

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conversaciones de los muchos invitadosque a su madre le gustaba congregar a sualrededor.

La mesa del comedor estaba puestasolo para dos y la cena transcurrióprincipalmente en silencio. Abbieapenas probó la trucha recién pescadaque había preparado la señora Brixton,el ama de llaves. Su apetito parecíahaber desaparecido, a pesar de queapenas había comido nada durante ellargo viaje. Por fin apartó el postreintacto y acompañó a su padre a labiblioteca a tomar café. Ya no se podíaignorar más la realidad.

Abbie carraspeó.—Dime cómo ocurrió. ¿Quién la

encontró?

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Hubo una larga pausa, durante la cualsu padre miró la chimenea vacía. Abbiese estremeció. En la biblioteca hacíafrío. Un viento fresco de marzo movíalas contraventanas, pero a él no se lehabía ocurrido mandar que encendieranun fuego para su regreso. Aun así, el fríono procedía de la habitación en sí, sinodel shock y la ira que todavíareverberaban en él.

Abbie casi había perdido laesperanza de recibir respuesta a supregunta cuando al fin su padre empezóa hablar, con un tono de vozcuidadosamente controlado, casiescueto.

—Yo había pasado la tarde paseandopor Loughrigg, puesto que era sábado, y

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de camino a casa, llamé a la tienda.Linda, la ayudante, estabadesempaquetando una entrega decabujones de los mayoristas y me dijoque Kate no había ido por allí.Últimamente se había tomado algunosdías libres, pues el negocio suele serflojo en esta época del año, así que nome preocupé demasiado. Hasta quellegué aquí casi a las siete y me encontréla casa a oscuras. —Tom Myers hizouna pausa para mirar a su hija—. Yasabes cómo le gustaba tener todas lasluces encendidas.

Abbie asintió. Las lágrimasempezaban a nublar su visión.

—Y a Rajmáninov a todo volumen.¿Dónde estaba la señora Brixton?

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—Al parecer le había dado el díalibre, o eso me dijeron después.

Un silencio pesado cayó sobre ellos yesa vez Abbie no hizo nada por alentar asu padre a romperlo. De pronto noquería oír la conclusión de esa historia,aunque sabía el final, que su hermano lehabía comunicado bruscamente porteléfono. Pero el colofón llegó de todosmodos.

—La encontré colgando de labarandilla superior. Debía de llevaralgún tiempo allí.

De pronto, el horror de todo aquellofue demasiado y Abbie salió corriendohacia el baño del vestíbulo para vomitarla poca cena que había conseguidocomer. Sentía calor y frío al mismo

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tiempo y no podía parar de temblar.Desde que había recibido la noticia delsuicidio de su madre, se había sentidoinvadida por un aturdimiento extraño,como si estuviera de algún modoseparada de los sucesos. Había hecholas maletas, reservado asientos en eltren y organizado su marcha como si seobservara a sí misma a través de unvidrio opaco. Y ahora, después deaclararse el mal gusto de la boca ylavarse la cara con agua fría, se permitiópor fin dejar correr las lágrimas.

¿Qué podría haber impulsado a sumadre a quitarse la vida? ¿En quéterrible abismo de desesperación habríacaído y, lo más importante, por qué?¿Tan horrible era vivir allí, en la

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hermosa tierra de los lagos? Dirigía unnegocio de éxito, tenía un esposocariñoso y su precioso hijo y sus nietosno vivían lejos. ¿Qué podía, pues, haberhecho tan insoportable su vida?

Cuando volvió a la biblioteca,encontró una copa de brandyesperándola en la mesita del café.Dedicó una mirada de gratitud a supadre y tomó un sorbo, agradecida porel calor que se extendía por su interior.

—Todavía no acabo de creerme queesto haya ocurrido de verdad —dijodespués de un momento—. ¿Por quéharía una cosa así?

Él la miró con frialdad.—¿Necesitas preguntarlo?Algo empezó a marchitarse dentro de

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Abbie. Le había llevado mesesrecuperar su autoestima después deltrauma de huir de casa tantos años atrásy, a las pocas horas de volver, ya lasentía disminuir a toda velocidad. Seesforzó por retenerla, pues ya no era unaadolescente rebelde, sino una mujer deveinticinco años con una hija propia.

—¿Insinúas que esto es, de algúnmodo, culpa mía?

—Tú fuiste obstinada, ignoraste porcompleto lo que te pedía tu madre.

—Quizá porque pedía demasiado, alesperar que me comportara de un modoque la dejara en buen lugar, sin tener encuenta lo que pudiera querer yo. No erauna mujer fácil de complacer —dijoella.

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El rostro de su padre se tensó con unamezcla de angustia y furia.

—Sabes muy bien que ella soloquería lo mejor para ti. Para ella no fuefácil ser adoptada.

La emoción oprimió la garganta deAbbie y las lágrimas amenazaron denuevo con caer.

—Lo siento, papá, pero no locomprendo. ¿Por qué tenía tantosproblemas con eso cuando la abuela laadoraba? ¿Y qué hice yo que fuera tanterrible?

—Le rompiste el corazón a tu madre,Abigail, al largarte hacia lodesconocido con ese fracasado.

A Abbie se le encogió el corazón aloír esas palabras. No deseaba comentar

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el fracaso de su vida amorosa con supadre en aquel momento. Tal vezhablara con su abuela más tarde. Alzó labarbilla y se aferró a su orgullo.

—En realidad, Eduard era el amor demi vida.

O eso le había parecido condieciocho años recién cumplidos. Elhecho de que él tuviera ya treinta ytantos entonces y estuviera casado no lehabía preocupado lo más mínimo.

Se le ocurrió que quizá no se le dabanbien las relaciones. Era verdad que nohabía estado unida a su madre durantesus años de adolescente ni habíaaceptado el futuro que Kate habíaplaneado para ella. No había habido unentendimiento fácil entre madre e hija y

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ya no lo habría nunca. ¿Su estúpidarebeldía la había conducido a eso? ¿Aestar marcada por la culpa parasiempre?

Aun así, quería desafiar la acusaciónde su padre preguntando por qué, si eracierto que ella era la causa del supuestocorazón roto de su madre, Kate habíatardado siete años en poner fin a susufrimiento. Pero ¿podía hacer esosabiendo que su padre estaba tanafligido y conmocionado por la pérdidade su mujer?

—¿Cuándo es el funeral? —preguntó,cambiando de tema con tacto.

—Mañana. Empezaba a pensar que telo perderías. Robert y Fay vendrán aprimera hora con los niños, aunque, por

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supuesto, los pequeños no asistirán. Note imaginas cómo ha crecido Carrie. Yano es una bebé sino una niña vivaz dedieciocho meses, y el joven Jonathonpronto empezará el colegio.

Abbie bajó rápidamente la cabezapara buscar un pañuelo en su bolsoporque no quería que su padre viera eldolor que le provocaba oír el orgulloque denotaba su voz y el modo en quesonreía cuando hablaba de sus nietos.Era un sentimiento que nunca habíaexpresado con Aimée, así comotampoco había dedicado una sonrisa a suencantadora hija.

La relación entre ellos había sidocálida y amorosa en otro tiempo, llenade bromas y camaradería, incluso

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aunque él hubiera expresado a menudouna desesperación resignada por ladeterminación de ella de decir lo quepensaba y hacer lo que le parecía. Ellossiempre se habían llevado bien, hastaque sobrevino la ruptura final con sumadre.

Por supuesto, en esa ruptura habíanintervenido muchos otros factores apartede la no aprobación de un noviodeterminado. A Abbie le había dolidomucho que Kate no considerara dejarleentrar en el negocio y mostrara a Robertcomo ejemplo supremo del éxito, comosi ella no fuera capaz de conseguir algoasí. ¿Por qué su madre no habíaconfiado en ella lo suficiente paraquerer trabajar con ella? Por mucho que

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Abbie lo hubiera intentado, no habíalogrado hacer que Kate cambiara deidea. Y perder además el respeto y laconsideración de su padre había sido undolor demasiado grande.

Ahora temía el reencuentro con suhermano. ¡Cómo se había pavoneado él,dejando claro que era el favorito! Y elmás listo, pues siempre había sido elprimero de la clase. Conocer a suesposa, teniendo en cuenta que Abbie nohabía sido invitada a la boda ni lehabían comunicado el nacimiento de sushijos, no sería fácil. Peor aún, tendríaque mirar a Robert a la cara sabiendoque todas las malas predicciones de sufamilia habían demostrado seracertadas. Su vida era un desastre.

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Aunque eso no debería preocuparla enaquel momento, pues había cosas másimportantes que atender y más personassufriendo aparte de ella. Y sin embargo,la preocupaba.

Se secó las lágrimas y volvió aguardar el pañuelo.

—¿Cómo está la abuela?La relación de Kate con su madre

adoptiva no siempre había sido fácil.Con setenta y un años, Millie seguíasiendo una mujer enérgica y animosa quecreía en vivir plenamente la vida. Peroperder a su única hija podía destruirfácilmente su maravilloso espíritu.

—Tan bien como pueda esperarse —repuso Tom con un suspiro resignado—.La verás mañana.

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Abbie estaba deseándolo, pues, dadaslas circunstancias, su vuelta a casa iba aser mucho más problemática de lo quehabía imaginado en sus peoresmomentos.

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CAPÍTULO 2

Las nubes se cernían pesadas sobre losriscos y caían en forma de llovizna enaquel día triste y frío de marzo, comosuele ocurrir en los funerales. Habíantardado dos semanas en llegar a aquelpunto, pues habían sido necesarias unaautopsia y una investigación antes deque el forense pudiera entregar elcuerpo para su entierro. Abbie estabajunto a la tumba, del brazo de su abuela,admirada por lo entera que se mostrabala anciana, pero, por otra parte, estasiempre había sido una mujer fuerte, unapersona sensata poco dada aaspavientos. Otra cosa era lo que sin

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duda estaría sufriendo por dentro.El párroco pronunció un sermón largo

sobre la gran generosidad que habíamostrado Kate Myers con la iglesia y lacomunidad como secretaria delSindicato de Madres y tesorera delInstituto de la Mujer, además de sermiembro del comité del Orfanato DoctorBarnardo de la zona.

Abbie desconocía esa parte de lavida de su madre y quedó impresionadaa su pesar. Le admiraba que Katehubiera podido dedicarse tanto a esasactividades además de dirigir el negociode joyería familiar. Pero también leparecía triste que hubiera hecho faltaque muriera para saber de ese lado máscaritativo de su personalidad.

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Sin embargo, si tanto le importabanlos niños, ¿por qué no había mostradoningún interés por conocer a su nieta?

La presencia de los niños supuso, dehecho, una ráfaga de aire fresco y risasdiscretas cuando los asistentes secongregaron en la casa después delentierro. Jonathon, que ignoraba lascircunstancias que habían reunido a lafamilia, charlaba a cien por hora, ycontaba a todo el mundo lo mucho que leapetecía empezar el colegio después deSemana Santa. Carrie, de dieciochomeses, no se estaba quieta ni unsegundo, recorría los rincones, vaciabalos bolsos de las señoras y abría todoslos cajones y armarios que encontraba asu alcance. Cuando su madre la llevó

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arriba para acostarla a la hora de lasiesta, derramó alegremente todo eltalco Johnson por el suelo del cuarto debaño. Abbie lo limpió riendo mientrasFay intentaba ponerle un pañal a la niña,sumida esta en una pataleta entre gritos.

—Oh, se está acercando a losterribles dos años —comentó Abbie—.Los recuerdo muy bien. Aimée eraigualita. Por suerte, ahora, a los seisaños, es un verdadero tesoro.

Fay dobló y sujetó con un imperdibleel pañal de tela.

—Pero imagino que todavía será unavergüenza en cierto sentido.

—¿Por qué iba a serlo? Es la alegríade mi vida.

—Lo digo porque tu hija es, bueno, lo

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que es…Abbie se puso seria al instante.—¿Quieres decir ilegítima?Robert eligió aquel momento para

aparecer en la puerta del dormitorio.—No intentes negarlo. No veo

ninguna alianza en tu mano. Admítelo,Abbie, metiste la pata a lo grande ymamá ha sufrido las consecuencias.

Abbie, atónita, tardó medio minuto enpoder hablar. Se había sobresaltado alver a su hermano después de tantotiempo, pues parecía mucho mayor delos veintiocho años que tenía. Ya lehabían salido canas, había echado unabuena barriga y empezaba a asomarleuna doble papada. Sin duda, todas lascomidas a las que debía asistir como

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contable de éxito empezaban a causar suefecto. Pero su arrogancia era tanevidente como siempre.

Fay se apresuró a ponerle unas bragasde plástico a la niña encima del pañal yechó a los dos hermanos de lahabitación para poder dormir a Carrie.Robert y Abbie quedaron frente a frenteen el rellano con expresiones sombrías.

—Así que empiezas a meterteconmigo desde el primer momento. Yotambién me alegro de verte. Te loagradezco, querido hermano. ¿No creesque es un poco injusto echarme a mí laculpa cuando llevo siete años viviendofuera de casa?

—No puedes negar que tú fuiste lacausa de su tristeza.

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—Oh, cambia el disco, por favor —respondió Abbie, en voz baja para nomolestar a Carrie ni dejar ver loalterada que estaba ella—. ¿Por qué ibaa decidir mamá ahora que no podíaseguir viviendo con la vergüenza de miescandaloso comportamiento deadolescente, después de tanto tiempo?

—Mamá estaba bastante deprimidaúltimamente y vivía mucho en el pasado.Una visita tuya podría haberla animado.Incluso alguna carta que otra la habríaayudado.

—Eso demuestra lo poco que sabes.Yo les escribía mucho, sobre todo alprincipio, pero al ver que no respondíana mis cartas, dejé de hacerlo. Mamátenía mi dirección pero no recuerdo que

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me escribiera ni una sola vez. —Laslágrimas ahogaban a Abbie, queintentaba desesperadamente contenerlasporque no quería que su hermano vierahasta qué punto le afectaban suspalabras.

Robert se acercó un paso más, consus ojos oscuros semicerrados y la bocaapretada con furia. Se inclinó sobre ellade un modo casi amenazador.

—Tu problema es que nunca hasasumido ninguna responsabilidad. Estásdemasiado inmersa en tus propiosdeseos para pensar en el efecto quepuedan tener tus decisiones en losdemás.

Abbie se sonrojó, aunque fue más porfuria que por culpabilidad.

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—Eso no es verdad. Sabes que hicelo imposible por complacer a mamá.Simplemente, a ella no le interesaba oírlo que yo quería de la vida, ni siquierame permitió ayudar en el negocio,aunque se lo pedí durante años. Pero no,que yo trabajara en una tienda no era lobastante bueno para ella. Tenía que ir ala universidad, y después, supongo quetenía que casarme con el contable de unaempresa rica y convertirme en unaesposa obediente de clase media condos coma cuatro hijos.

—Y en lugar de eso, te fugaste conesa escoria y conseguiste romperle elcorazón a mamá teniendo una hijabastarda. No me extraña que terechazara.

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Abbie dudaba mucho que a suhermano le doliera el bofetón que le dioen su gorda cara arrogante, pero almenos ella se sintió mucho mejor.

Aquella misma tarde, cuando vio que latensión del día empezaba a cobrarse suprecio, Abbie acompañó a su abuela a lacasita situada en la entrada de CarreckPlace.

—¿Quieres que me quede un rato? —preguntó. Puso agua a hervir, como si nohubieran tomado ya bastante té en aqueldía interminable.

—Me encantaría, pero luego creo quenecesito estar a solas, si no te importa.

Abbie la besó en la mejilla.

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—No te culpes por nada, abuela. Mimadre nunca fue una mujer fácil.

—Eso lo sé muy bien. —La ancianase sentó en su sillón con un suspiro—.Tampoco te eches tú la culpa, querida.

—Eso es más fácil de decir que dehacer, puesto que todos los demás me laechan. —El agua empezó a hervir, locual dio a Abbie ocasión de volverse apreparar el té y colocar las tazas deporcelana favoritas de su abuela en unabandeja de plata. Su abuela siemprehabía sido una mujer perfeccionista—.Sé que mamá no tuvo un comienzo fácilen la vida, al ser adoptada y todo eso,pero me duele que rechazara tanto aAimée. ¿Por qué lo hizo?

Millie Nabokov aceptó con una

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sonrisa triste la taza de té que le ofrecíaAbbie.

—Una vez que Kate tomaba unapostura, siempre le resultaba difícilretractarse. Curiosamente, ella estuvo apunto de cometer el mismo error.

—¿De verdad? Eso no lo sabía —Abbie se sentó enfrente de su abuela,deseando saber más.

—Excepto que en su caso fue porlanzarse a un matrimonio precipitado.Debía de ser hacia 1934. Recuerdo bienel olor del ajo de oso y los jacintossilvestres en el aire y a nosotras dossentadas en un banco viejo en elbosquecillo de abedules del lago, con unrayo de sol de primavera calentándomela cara. Kate me estaba preguntando por

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mi época en Rusia cuando de prontoanunció, con voz muy alegre, que Eric lehabía pedido que se casara con él, y queella había aceptado. ¡Le parecía tanromántico que él se hubiera arrodilladopara declararse! Ella tenía diecisieteaños. Yo, por supuesto, me sentíescandalizada, y no estaba de acuerdoen absoluto.

—Oh, vaya. Eso no debió de caermuy bien.

—No, desgraciadamente, no. Eric eraun joven estupendo, pero le dije a tumadre que una cosa era la amistad y otramuy distinta el matrimonio. Laconsideraba demasiado joven paraentender el significado del amor, ymucho más para asumir un compromiso

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así.Abbie sonrió con ironía.—Y sin embargo, nunca me juzgaste

cuando yo me fugué casi a la mismaedad, embarazada ya de Aimée, ni enninguna de tus cartas posteriores.

—Lo sé, querida, pero el mundo esdiferente ahora. —La anciana frunciólos labios—. Aunque el tono de tusúltimas cartas me ha hecho pensar. Eresfeliz, ¿verdad? —preguntó con gentileza,tomando un sorbo de té.

Abbie respiró hondo y negó con lacabeza.

—Me temo que no —dijo. Habíaintentado no preocupar a su abuela conla verdad y poner al mal tiempo buenacara, pero aquel le pareció un buen

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momento para sincerarse, ya que Millieera la única persona del mundo con laque se sentía cómoda—. Hace un tiempodescubrí que Eduard me había mentido,que nunca se había divorciado de suesposa. Confiaba en que lo haría, porquetodavía lo quería y por el bien deAimée, pero cuando me enteré de que suesposa volvía a estar embarazada, porfin tuve el suficiente sentido común paraecharlo de casa.

—Oh, querida, lo siento mucho.Todos cometemos errores, pero lo quedemuestra nuestra valía es cómolidiamos con las consecuencias, y túeres lo bastante joven para volver aempezar.

Su abuela era muy pragmática y

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sensata, y Abbie siempre había podidohablar con ella. Ellas, al menos, síhabían mantenido el contacto, y la jovenagradecía profundamente el apoyo de suabuela a lo largo de los años. Milliesiguió con su historia, como si estuvieraempeñada en echarse la culpa de lamuerte de su hija.

—Desgraciadamente, a Kate le costóperdonarme que no aprobara sumatrimonio y me temo que entre nosotrasse creó una distancia que se prolongóbastante tiempo. Ella era muy terca,como tú sabes muy bien. Decía quehabía sido como si hubiera perdido depronto toda la seguridad que había dadopor sentada, lo cual me producía unagran tristeza, pues le había costado

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mucho conseguir esa seguridad. Sinembargo, recuerdo que yo también erabastante tonta a esa edad. —Sonrió—.Una joven testaruda. Mis decisionesprecipitadas me llevaron a un mundoque escapaba a mi comprensión.

—A Rusia —intervino Abbie—.Siempre me ha parecido genial quevivieras allí, aunque nunca hayashablado mucho de eso. Me gustaríasaber más cosas de tu vida en aquellaépoca, abuela. La revolución debió deser terrorífica. ¿Cómo pudiste lidiar contodo aquello?

La tristeza volvió a nublar los ojos desu abuela y Abbie lamentó de inmediatosu pregunta. Se puso de pie al instante.

—Pero esa es una conversación para

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otro día, no para hoy. Ahora te dejaré enpaz. ¿Quieres que haga algo antes deirme?

Su abuela le aseguró que no, y Abbiese marchó después de prometerle quevolvería al día siguiente.

Cuando se fue su nieta, Milliepermaneció un tiempo sentada, sumidaen la pena, con la mente de nuevo enaquel lejano día de 1934 en el que Katehabía empezado a hacerle preguntasdelicadas sobre el tiempo que habíapasado en Rusia. Su relación se habíaestropeado mucho después de aquello, apesar de los esfuerzos de Millie porproteger a su adorada hija y darle todo

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el cariño que merecía. Ahora Kate habíamuerto. ¿Había algo que ella habríapodido hacer para salvarla? ¿Le habíafallado en algún sentido? La imagen deKate de niña le resultaba demasiadodolorosa, y la pérdida que sentía Millieiba más allá de las lágrimas.

Pero debía ser fuerte, pues una muerteinesperada podía destruir a una familia.Tom estaba consumido por la rabia,Robert se mostraba tan maniático comosiempre con su pragmatismo, y la pobreAbbie estaba asumiendo toda la culpade la tragedia. Quizá había llegado elmomento de hablar del pasado ycontarlo todo.

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CAPÍTULO 3

A la mañana siguiente, cuando aún nohabían retirado los platos del desayuno,Tom preguntó a Abbie cuánto tiempopensaba quedarse. La joven, conscientede la presencia de su hija junto a ella,con toda la curiosidad atenta de sus seisaños, se volvió hacia Aimée sonriendo.

—¿Por qué no vas a explorar eljardín, tesoro? Hay un columpio entrelos árboles frutales, si es que sigue allí.Eso te gustará. Pero quédate cerca de lacasa, no te acerques al lago.

—Oh, sí, mami. ¿Puedo?—¿Por qué no vas tú también? —

propuso Robert a su hijo.

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Los hermanos intercambiaron unamirada rápida, como si ambosrecordaran una época en la que tambiénellos habían jugado juntos alegremente.Abbie se preguntó si alguna vez podríanvolver a tener una relación distendida.

El sonido de los pasos de los niñosdesapareció en cuestión de segundos, alque siguió el del portazo de la puertaprincipal. Carrie, de dieciocho meses,gritó de frustración por no poder ir conellos. Fay la sacó de la trona.

—Voy a llevármela a dar un paseo enel cochecito mientras tanto.

Robert asintió, y como la señoraBrixton entró en el comedor pararecoger el desayuno, acordaron retirarsea la biblioteca. Abbie siguió en silencio

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a su padre y su hermano. Observó concuriosidad cómo se dirigía su padredirectamente a su escritorio, donderecogió unos documentos y los guardóen un cajón. Cuando al fin la miró conaire interrogante, ella hizo la preguntaque no había dejado de rondarle por lacabeza desde su llegada.

—¿Qué va a pasar con el negocio?No quiero molestarte, papá, pero mepregunto quién lo va a dirigir ahora quemamá ya no está…

Él la miró con severidad desde detrásde las gafas, como si la mera menciónde la muerte de su esposa le resultaraodiosa. Pero a continuación echó haciaatrás los hombros y se enderezó en lasilla.

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—Me temo que tenemos que tomaralgunas decisiones difíciles.

—¿Mamá no dejó un testamento? —preguntó Robert. La pregunta provocóotra mirada amenazadora de su padre,como si aquello también fuera terrenoprohibido.

—Claro que sí, y me lo dejó todo amí, como era de esperar.

—Por supuesto, solo que una vez meprometió que habría un legado pequeñopara mí, incluso si Abbie seguía caídaen desgracia.

—Creo que no la entendiste bien —replicó su padre, cortante, dejando muyclaro que no estaba dispuesto a hablarde aquel tema.

—Pero se mostró muy específica,

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dijo que nunca me desatendería. Nopuedo creer que mamá no cumpliera supalabra.

Abbie soltó un bufido ante laarrogancia de su hermano.

—Eso es lo único que te importa, eldinero. Siempre ha sido tu obsesión.

—En absoluto, pero tengo una familiaa la que mantener.

—Yo también, por si no lo hasnotado.

Tom Myers ordenó silencio a sushijos alzando una mano con la palmahacia fuera.

—Te aseguro que no hay ningún tipode legado, así que espero que este temase cierre aquí. El problema es quecuesta una pequeña fortuna mantener

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este sitio, y las inversiones y los ahorrosno son los de antes.

—¿Qué estás diciendo, papá? —preguntó Robert—. ¿Que somos ricos enterreno pero pobres en dinero? Nopodemos estar tan mal con una casa yuna propiedad de este tamaño, ademásdel negocio, por supuesto. ¿Mamá no teha dejado nada de dinero?

El rostro de su padre se tornó rojo defuria.

—¿Acaso no he hablado claro? Notengo ninguna intención de hablar deltestamento de tu madre.

—Es un tema que se suele considerarrelevante después de un funeral —insistió Robert—. ¿Podemos verlo, porfavor?

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—No, ¡ni soñarlo!La reacción de su padre a aquella

petición razonable fue tan fuerte, queAbbie frunció el ceño y miró conpreocupación su rostro enrojecido.

—¿Hay algo que no nos hayas dicho,papá? —preguntó.

—¿Por qué iba a haberlo? —bramóél, cosa que la dejó todavía máspreocupada—. Lo único que debo decires que el negocio no ha ido bienúltimamente.

Abbie abrió mucho los ojos,sorprendida.

—¿De verdad? Creía que la joyeríahecha a mano era más popular quenunca. Sueños Preciosos ha ido biendesde que la abuela empezó el negocio

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hace casi cuarenta años. ¿Qué es lo queha fallado?

—Me temo que tu madre perdióinterés en los últimos años, fatigadapor… sucesos. Estaba descorazonada,hacía tiempo que no era la misma, comotú muy bien sabes.

Allí estaba otra vez la insinuación deque Abbie era culpable del estadodeprimido de su madre.

—La verdad es que no lo sabía,papá —le recordó con gentileza—.¿Cómo iba a saberlo si nadie meescribió para decírmelo?

—O si tú nunca preguntaste.—Deberíamos vender la tienda para

ayudar a pagar el mantenimiento deCarreck Place —intervino Robert, en el

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silencio incómodo que siguió.—Creo que esa es la respuesta, sí —

dijo su padre.—Es lo más sensato —declaró

Robert.—¡No! —exclamó Abbie. Se puso de

pie con brusquedad—. Por favor, no. Nopodemos venderla.

Los dos la miraron sorprendidos.—¿Y por qué no? —preguntó su

padre—. Es la solución más fácil.Abbie respiró hondo para

tranquilizarse y volvió a sentarse en lasilla.

—La verdad es que Eduard y yohemos… bueno, hemos roto, y no hayninguna razón para que yo vuelva aParís. Sabes que siempre me ha

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fascinado el negocio, más la parte detaller que la de la tienda. La joyería esun arte, tanto como pintar un paisaje, yme gustaría involucrarme más a fondo.Si mamá no se hubiera negado enredondo, habría hecho algún cursorelacionado con el negocio cuando dejéde estudiar.

Robert soltó una risita sardónica.—¿O sea, que lo de fugarte de casa

no tuvo nada que ver con que te pusieracaliente un francés ni con quedarteembarazada? Deja de poner excusas ode intentar echarle la culpa a mamácuando todos sabemos que no fue ese elcaso.

Abbie notó que le ardían las mejillas,aunque le resultaba difícil saber si era

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de rabia o de vergüenza.—Yo no digo que sea totalmente

inocente. Admito que micomportamiento pecó de precipitado,pero estaba enamorada. ¿No va siendohora de perdonarme un error dejuventud?

Miró a su padre, parpadeando parareprimir las lágrimas.

—Lo importante es que tengo quecriar sola a una niña y necesito ganarmela vida. Estoy dispuesta a trabajar duroy me encantaría tener la posibilidad dedarle la vuelta al negocio y conseguirque prospere otra vez. Por favor, dameesa oportunidad, papi.

Se arriesgó a llamarlo como cuandoera niña con la esperanza de que su

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padre albergara todavía algo de amorpor ella en su corazón, aunque no leconcediera el perdón que tanto anhelaba.Y quizá sí que la quería después detodo, pues Abbie vio cómo se suavizabasu mirada.

Robert, por su parte, se mostró tancruel como siempre.

—Eso no se lo cree nadie. Tú eresuna inútil, desorganizada eirresponsable. Eres un desastre.

Abbie se puso rígida y sintió una vezmás un resentimiento ardiente por elmodo en que su hermano lamenospreciaba. Eso era algo quesiempre había empañado su relación.Robert nunca creía que ninguna opiniónimportara ni la mitad que la suya, que

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nadie fuera tan listo como él ni quevaliera la pena escuchar a otra personaque no fuera él mismo.

—Gracias por el elogio —dijo Abbie—. Sin embargo, puede que no te hayasdado cuenta de que ya no soy unaadolescente estúpida. En los últimossiete años he aprendido algunaslecciones sobre la vida y los negocios.A decir verdad, he trabajado en unaboutique pequeña y elegante de París,que, por si no lo sabes, es la capitalmundial de la moda, así que no soyajena del todo al sector.

Robert la ignoró por completo y sedirigió a su padre con una mueca dedesprecio en los labios.

—No le hagas caso, papá. Véndela.

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Las propiedades están a un precio muyalto ahora y podemos invertir el dineroen mantener Carreck Place, que esmucho más importante.

—¿Porque tú lo heredarás un día?¿Eso no tendrá, por casualidad, algo quever con tu opinión? —lo desafió Abbie—. Quieres un legado además de lacasa. Muy bonito.

—Ya he dejado claro que no tengoningunas ganas de hablar de estosasuntos ahora —les informó su padrecon calma. Esa vez alzó ambas manos enun gesto de desesperación—. La tiendaes un tema aparte, y agradecería un pocode tiempo para considerar en privado lapropuesta de Abigail. Comunicaré midecisión cuando esté preparado.

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—Gracias —musitó Abbie con unasonrisa. Volvía a sentir una semillita dela conexión de que habían disfrutado enotro tiempo—. Estoy de acuerdo en queeste no es el momento de repartirse losdespojos, con mamá recién enterrada —añadió, mirando a su hermano confiereza.

Ni siquiera Robert se atrevió a seguirdiscutiendo, sabiendo el dolor queembargaba a su padre. Pero cuandosalió de la biblioteca con Abbie no pudoreprimir un último ataque.

—¿Quién demonios te crees que eres,la hija pródiga? Desapareces duranteaños y después crees que puedes volvery reclamar un fajo de billetes. Aunquepapá sea tan blando como para dejar que

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lleves el negocio una temporada, eso nocambia el hecho de que tú eres la razónpor la que mamá se suicidó. La culpa desu muerte recae enteramente sobre tuconciencia.

Cuando terminó de hablar, se alejócon furia.

Abbie fue a buscar a su hija con un nudoen el estómago, pero encontró algo dealivio a su pena al ver lo guapa y felizque parecía Aimée empujando aJonathon en el columpio, dándoleórdenes con un tono amable, ymostrando claramente que era un añomayor que él.

—¿Por qué no preparamos un pícnic

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y vamos a Los Lagos? —sugirió Abbie—. O podemos caminar alrededor deRydal Water y visitar la cueva. Seguroque el abuelo nos prestará el viejo Ford.¿Qué es mejor?

—La cueva, la cueva —gritóJonathon.

Entonces apareció Fay, con Carriemoviéndose desesperada por escapar delos confines de su cochecito.

—¿Podemos ir nosotras también? —preguntó la cuñada de Abbie. Su tonorevelaba impaciencia por escapar unrato.

—Quizá un paseo alrededor delRydal sea demasiado para los niños.Nos llevaría al menos un par de horas.Ya sé, ¿qué tal una excursión en barco

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de vapor en Coniston Water, como en lahistoria de Vencejos y amazonas?

—¡Sí, sí! —gritaron los niños,incluida la pequeña Carrie, que no sabíapor qué gritaba. Y así fue como quedódecidido.

Las dos mujeres disfrutaron delrecorrido en automóvil por LittleLangdale y Tarn Hows, con susespectaculares vistas de Wetherland yConiston Old Man, contentas de tomarun respiro de la pesadumbre de latragedia y el funeral. El clima tambiénera bueno: un día de primavera radianteque olía a hierba fresca y luz del sol, undía perfecto para navegar.

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Resultó ser una aventura encantadoraque gustó mucho a los niños. Jonathon yAimée jugaron a ser el capitán John y laprimera oficial Susan cuando elbarquero, amigable, les permitió tomarel timón. Y disfrutaron viendo PeelIsland, llamada Isla del Gato Salvaje enel libro en el que acampan los cinconiños Walker.

—Parece ser que el autor, ArthurRansome, también vivió en Rusia, comola abuela —comentó Abbie, que ibasentada con Fay en el camarote delpequeño barco, disfrutando del paseopor el lago tranquilo—. Trabajó decorresponsal extranjero durante larevolución, así que debió de estar allí almismo tiempo que Millie y se convirtió

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en un espía. Aunque creo que él estabadel lado de los bolcheviques, y laabuela no. Por lo menos, creo que no.

—¡Caramba! No sabía eso de tuabuela —comentó Fay—. ¿Qué hacíaella en Rusia?

—No estoy muy segura, porque casinunca habla de eso.

Abbie confiaba en poder convencer asu abuela de que hiciera lo contrario. Enla vida llegaba un momento en el quehabía que revelar información a lafamilia. Además, había más cosas quequería preguntarle a su abuela, entreellas lo del testamento que tanclaramente había alterado a su padre.

¿Era posible que las cosas estuvierantan mal? Mantener Carreck Place sin

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duda era caro, aunque la casa ya no teníatantos empleados como en la época desu apogeo. Y la propiedad no estabahipotecada, ni su padre tenía deudas, almenos que ella supiera. Siempre habíasido un hombre muy prudente. De sumadre tampoco habría podido decirnadie que era una manirrota, pues suguardarropa era el de una mujer decampo que optaba por tweeds y perlas ypasaba su tiempo libre en el jardín ocaminando por los páramos. Nuncahabía comprado pieles caras ni joyas, apesar de que vendía muchas piedraspreciosas de valor en su tienda.

Pero culpar de la muerte de su madrea una rebeldía de juventud era muydoloroso y totalmente injusto. Abbie

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confiaba en que su padre se diera cuentade ello pronto, aunque su hermanoinsistiera en sus acusaciones.

—¿Por qué está Robert tanpreocupado? —preguntó—. Parece mástenso que de costumbre y me echa laculpa de todo, cuando parece másprobable que fuera la situacióneconómica lo que llevó a mi madre allímite.

Fay le lanzó una mirada compasiva.—Oh, querida, siento que esté tan

tenso.—No te preocupes, estoy

acostumbrada. Siempre le gustó darmeórdenes. Aunque yo nunca hice muchocaso de sus sermones de hermanomayor —dijo Abbie con una risita.

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Fay sonrió.—Se queja de que tú nunca le hacías

ningún caso.—Se lo hacía de vez en cuando, si el

consejo valía la pena. —Abbie se echóa reír—. Pero los dos tendemos amostrarnos testarudos si no estamos deacuerdo en algo. Entre nosotros siempreha sido así, y admito que yo tambiénestoy algo tensa en este momento.

—No me sorprende. Oye, sé que noes asunto mío, pero no seas muy duracon él. Es un buen esposo y un padreexcelente para nuestros hijos, pero tienesus propios problemas en este momento.Esperaba que lo hicieran socio de suempresa este año, pero eso no se hamaterializado y ahora está algo

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estresado.—Pero eso no es razón para que

pague su decepción conmigo, ¿verdad?Me niego en redondo a que me haganresponsable de la muerte de mi madre, yRobert no tiene derecho a hacer unaacusación de ese tipo.

—Estoy segura de que no pretendíadecirlo así —insistió Fay, obviamentedecidida a defender a su esposo.

Abbie se alegró de que la excursiónle hubiera dado la oportunidad deconocer un poco más a su cuñada.Todavía no sabía qué pensar de Fay. Aveces parecía una criatura gentil ycariñosa, una madre entregada, perootras veces hacía algún comentariocáustico como el de la paternidad de

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Aimée, que resultaba muy hiriente. Porsupuesto, era muy natural que se pusieradel lado de su esposo. Aun así, sussiguientes palabras sorprendieron aAbbie.

—Llevaba un tiempo preocupado porel estado de ánimo de Kate y le habríagustado que estuvieras aquí.

—¿De verdad?—Ya lo creo. Echaba de menos

tenerte por aquí.Abbie se recordó que no siempre

habían estado enfrentados, aunque larivalidad fraterna se apoderara de ellosa veces. Sin hacer más comentarios,sacó el libro y leyó un pasaje a losniños, el pasaje en el que los pequeñosWalker salen a navegar en su barco

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Vencejo y se encuentran con la familiaBlackett, que fingen ser piratas en subarco Amazona.

—Ahora tendrás que leerles el restode la historia —dijo Fay, riendo, cuandoAbbie cerró el libro y los dos niños másmayores empezaron a protestar.

—Será un placer.El barco llegó al muelle y Aimée

pidió un helado. Jonathon la secundó enel acto. Los temas familiares difícilesquedaron archivados temporalmente enfavor de una tarde agradable junto allago.

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CAPÍTULO 4

Abbie miraba abrumada por la ventanade su dormitorio. En su transistor sonabala canción de Andy Williams Can’t GetUsed To Losing You , que eraexactamente lo que ella sentía en aquelmomento. Perder a su madre justocuando más la necesitaba, cuando másnecesitaba la tan anheladareconciliación con ella, le resultabainsoportable. ¡Qué cruel era la vida aveces! ¡Si al menos poseyera la fuerzade su abuela! Observó a los cisnescantores preparándose para abandonarCarreckwater con destino a las zonas decría de verano en la tundra ártica. ¡Qué

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lejos tenían que viajar aquellashermosas aves! Y a una zona todavíamás fría que aquella. Más o menos loque había hecho Millie cuando habíazarpado para Rusia.

Esa idea le recordó que habíaprometido ir a visitar a su abuela el díaanterior, promesa que aún no habíacumplido porque habían vuelto a casabastante tarde de su excursión aConiston Water. Dejó a Aimée alcuidado de la señora Brixton, que sealegró de que la niña la ayudara apreparar bollos de mantequilla para elté, y partió para la casita.

Mientras caminaba, admirando losjacintos amarillos que bordeaban elsendero de piedra, tuvo claro lo que

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debía hacer. Tenía que investigar laverdadera causa de lo que habíadestruido a su madre, y que ahoraamenazaba con arruinar su relación conel resto de la familia. Tenía quedescubrir más cosas sobre Kate, enparticular sobre las privaciones de suprimera infancia antes de que laadoptaran, y sobre sus añosadolescentes, presuntamenteproblemáticos. Quizá así pudieraentender por qué la vida de su madrehabía llegado a un punto tal que no habíavisto otra solución que ponerle fin.

Encontró a su abuela sentada en elpequeño invernadero de la parte de atrásde la casita. Miraba al sureste, así queera un refugio de sol a aquella hora de la

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mañana, incluso en un día fresco definales de marzo. La anciana tenía unlibro abierto en el regazo, pero no leía,sino que miraba el jardín con expresióninescrutable. Abbie pensó que todavíaera muy guapa, con pómulos altos y muypocas arrugas. A su lado, sobre la mesa,había una bandeja de café. Abbie sesirvió una taza y se sentó junto a suabuela. Sonrió cuando Millie extendió lamano para apretar la suya con calor.

—Siento no haber venido ayer,abuela. Nos llevamos a los niños aConiston Water a pasar la tarde.

—Me alegro. Espero que eso hayaservido para animar a todos.

—Claro que sí. —En el agradablesilencio que siguió, Abbie tomó un

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sorbo de café y observó a unagolondrina volar con frenesí recogiendomaterial para su nido—. ¿Recuerdas unavez que fuimos las tres a Coniston OldMan, conmigo protestando todo elcamino por lo lejos que estaba y mamáanimándome a seguir?

Millie sonrió.—Y cuando nos acercábamos a la

cima, echaste a correr y nos ganaste alas dos.

—Ella me dio una placa por ganar.La hizo con un trozo de pizarra en el quetalló las palabras «artista estrella».Todavía la tengo. ¡Cómo nosdivertíamos entonces!

Las dos guardaron silencio de nuevo,recordando días mejores. Después,

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Abbie suspiró.—Todavía no consigo entender por

qué mamá hizo algo así. Sobrepasa micomprensión. Pero, por otra parte, nuncafue una mujer fácil de entender.

—Es cierto que era una personabastante complicada, un pocomachacada, como diríais los jóvenes.Pero, por otra parte, tenía muchas cosasque asimilar. Empezando por no saberquién era exactamente.

—Eso debió de ser horrible paraella.

—Me temo que la perturbaba mucho.Abbie intentó recordar la primera vez

que había sabido que su madre eraadoptada, quizá cuando empezaba acrear problemas en sus años de

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adolescente. Kate le había dicho que seconsiderara afortunada por haber sidocriada por unos padres que la querían,incluida su educación en un colegiofemenino privado, cuando podía habersufrido una infancia miserable recluidaen un orfanato. Había dicho que solo elrecuerdo de aquel lugar frío e inhumanobastaba para darle escalofríos. ParaAbbie, crecer allí en el pueblo deCarreckwater, situado en un valle debosques en el corazón del Distrito de losLagos había sido una delicia, por nohablar de vivir en aquella hermosa casaa orillas del lago. Kate le había dichoque tenía mucho por lo que sentirseagradecida.

Pero ¿por qué había desaparecido

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aquel optimismo?A Kate seguramente la habría

atormentado no saber quién era su madrebiológica. Sin duda una chica boba quese había metido en líos, habíaabandonado a su hija y había seguidocon su vida. No era una idea agradable.A Abbie nunca se le habría pasado porla cabeza renunciar a Aimée, en ningunacircunstancia. Por supuesto, quizá lachica se hubiera visto obligada aabandonar a su hija, algo bastantehabitual en aquella época.

La cabeza de Abbie estaba llena depreguntas y quería saber más cosas delos orígenes de su madre. ¿Pero estaríasu abuela dispuesta a mantener esaconversación en aquel momento de

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dolor? Aunque, por otra parte, quizáhablar de su hija le brindara algúnconsuelo. Abbie decidió arriesgarse ydar marcha atrás si Millie se mostrabaincómoda.

—Cuando dijiste que mamá tenía lasensación de estar perdiendo laseguridad que había dado por sentada,¿por qué dijiste que le había costadomucho adquirirla?

—Porque pasó los primeros años desu vida en un orfanato, lo cual la dejócon una sensación de inseguridad muyjustificada.

—¿Dónde estaba ese orfanato?—En Pursey Street, en Stepney,

Londres.—¡Caramba! Eso está bastante lejos

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de Los Lagos. ¿Por qué elegiste aquelorfanato?

—No lo recuerdo. Fue hace muchotiempo.

—¿Y cuándo regresaste a Inglaterraexactamente? Nunca me lo has dicho.

—Con veintipocos años, creo.Abbie sabía que Millie estaba siendo

poco concreta a propósito, pero nocomprendía por qué. Allí sucedía algoque no entendía. ¿Por qué habíaadoptado Millie a una niña a una edadtan temprana? Seguramente en aquelmomento era todavía lo bastante jovenpara esperar tener hijos propios algúndía. Aunque no los había tenido, así quequizá hubiera sabido que no podía. PeroAbbie no se atrevía a preguntar eso.

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—¿Durante la revolución sucedióalgo que te hizo decidir adoptar unacriatura? —inquirió—. ¿Viste niñoshambrientos en las calles? ¿Fue por esarazón?

No pudo evitar preguntarse quésucesos tan terribles habrían ocurridoentonces para que Millie se mostrara tanpoco dispuesta a recordar el pasado. Aligual que su madre antes que ella, Abbiehabía intentado en numerosas ocasionespersuadir a su abuela para que hablarade su época en Rusia y de cómo habíallegado allí. Pero muy raramenteemergían detalles de la vida de joven deMillie, y después de uno de ellos, lamujer guardaba silencio y apretaba loslabios como si acabara de divulgar un

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secreto terrible.Abbie sonrió al no obtener respuesta.—Mamá siempre se preguntaba por

qué la elegiste a ella, una niñadelgaducha de cinco años, propensa aenfados y rabietas. Achacaba esadecisión a tu corazón bueno y generoso,y seguramente acertaba.

—¿Por qué no iba a elegirla con loadorable que era? —La voz de Millieestaba impregnada de la ternura delamor, lo que probaba la sinceridad desus palabras—. Háblame de laexcursión a Coniston Water con losniños. ¿Fuisteis a navegar?

El tema, como siempre, estabacerrado.

Abbie reprimió un suspiro y

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describió los juegos de Vencejos yamazonas a los que habían jugado en elbarco y la visita a la isla del GatoSalvaje.

—Es un libro que adoraba de niña.¿Recuerdas que mamá nos dejabadisfrazarnos de piratas y acampar todala noche al lado del lago? Robertsiempre quería ser el capitán Flint, porsupuesto, pero a mamá le encantabareservarse ese papel. Era muy divertidaentonces.

Millie sonrió.—Y tú eras Titty, la que encontraba

el cofre del tesoro.—¡Cielo santo, es verdad! El tesoro

que mamá escondía en algún lugar y yome creía muy lista si lo encontraba.

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Siempre estaba ansiosa por ganar aRobert —musitó Abbie.

Su abuela y ella rieron un poco conlos recuerdos compartidos, y la jovendecidió probar otra táctica.

—Mamá me dijo que una veztrabajaste de niñera en una casaimportante. ¿Es cierto, abuela? ¿Ydónde fue eso?

Millie le sonrió, y la miró con unbrillo pícaro en sus ojos grises.

—Fue aquí.Abbie soltó un grito ahogado de

sorpresa.—¿Aquí? ¿Te refieres a esta casa, a

Carreck Place?—Sí.—¿Quieres decir que estuviste

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empleada aquí? Pero eso es increíble.¿Cómo pudiste empezar de niñera yterminar siendo la dueña de la casa?Señora de la mansión, nada menos.

Millie soltó una risita.—La vida está llena de altibajos, con

muchas sorpresas por el camino. Aunquenunca me he considerado señora de lamansión ni dueña de Carreck Place,puesto que, estrictamente hablando,nunca fue mía. Ni tampoco de Kate, dehecho.

—O sea que era de mi abuelo,¿verdad? —Abbie estaba encantada conla conversación y anhelaba oír másrevelaciones fascinantes.

—Eso no es lo que quería decir. Laverdad, querida, es que la propiedad no

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le pertenece a nuestra familia enabsoluto. No ha sido nuestra ni ahora ninunca. Solo tenemos el derecho a viviraquí.

Abbie miró a su abuela conincredulidad.

—¿Estás diciendo que puede que undía tengamos que salir de CarreckPlace? —Casi se le paró el corazón alpensar en eso. Era una perspectivaterrible, algo que no se le habríaocurrido ni en un millón de años.

Millie miró a su nieta sin parpadear.—Eso es exactamente lo que digo, sí.—No lo comprendo. Siempre he

creído que Carreck Place habíapertenecido a nuestra familia durantegeneraciones.

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—Me temo que no.—Vaya, pero yo adoro esta casa —

exclamó Abbie.Su abuela le apretó la mano,

comprensiva como siempre con lossentimientos de su nieta.

—Lo sé, querida. Yo también, perolas cosas son como son.

—Y Robert espera heredarla.—Y puede que lo haga, si eso es lo

que decidió Kate, aunque no es, nimucho menos, seguro. Y dicho eso, dudomucho que nunca le pidan a nuestrafamilia que se marche, aunque tu madreya no esté con nosotros, puesto que nohay nadie que… —Millie se detuvo.Frunció el ceño pensativa, como siexaminara aquella posibilidad—. No

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queda nadie que pueda reclamarla. Oeso espero —concluyó—. Confieso queme gustaría pasar aquí los años que mequeden, si es posible. Pero todo esodepende de lo que haya dejado tu madreen su testamento.

—¿A ti no te lo dijo?Millie negó con la cabeza y sonrió

con tristeza.—No.Abbie recordó a su padre guardando

papeles en un cajón a toda prisa, suenojo ante las preguntas de Robert y supreocupación por la situacióneconómica y por si necesitaría vender latienda.

—¿Insinúas que podría haber algúnproblema? Papá parece estar bastante

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preocupado por el dinero, creo que temeque perdamos la casa por falta defondos. Pero ¿por qué? ¿Estamos enquiebra o algo así? ¿Tiene algo que vercon el testamento de mamá? ¿Qué es loque pasa y por qué no nos lo dice?

Millie suspiró.—Como ya he dicho, desconozco

cuál era la situación económica de mihija, pero Kate sabía que no era dueñade Carreck Place, que solo tenía unacesión vitalicia de la propiedad. Noobstante, me atrevo a decir que esopuede haber sido una sorpresa paraTom.

Abbie sentía que la cabeza le dabavueltas mientras intentaba asimilar loque le estaba diciendo su abuela.

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—¿Quieres decir que mamá le ocultóeso a papá todos estos años? ¿Por quéiba a hacer una cosa así? —Guardarsecretos empezaba a parecer un rasgo defamilia.

Millie frunció el ceño. Se mostrabaextrañamente pensativa.

—Contarlo habría abierto unaauténtica caja de Pandora. Ypreferíamos que siguiera bien cerrada.

—Debo decir, abuela, que puede queeste sea un buen momento para abrirla, opodría ocurrir un desastre. —Abbieesperó con paciencia mientras Milliepensaba en el asunto—. ¿A quién lepertenece esta casa si no es nuestra? —preguntó con gentileza.

—En su origen, Carreck Place

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formaba parte de la propiedad de lordRumsley, quien me contrató como niñerade sus hijos. Yo era feliz aquí, peroluego mi vida cambió para siempre en elotoño de 1911, cuando conocí a OlgaBelinski.

—¿Olga Belinski? ¿Quién era?—Una condesa rusa.—¡Caray! Eso debió de ser increíble.

No sabía que hubieras tenido un empleotan importante, pero, por otra parte, nosé nada de tu época en Rusia. ¿Cómo fuetrabajar para la aristocracia durante larevolución?

—Hay cosas que es mejor olvidar.El abuelo de Abbie, Anton Nabokov,

que desgraciadamente había muertocuando ella tenía once o doce años,

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había sido igual. Aunque había nacido yse había criado en Rusia, ella solo lehabía oído mencionar una vez la MadrePatria, como la había llamado él, y solopara decir lo mucho que agradecía quehubieran salido de allí cuando lo habíanhecho.

Abbie podía entender el alivio quehabían sentido sus abuelos al escapar delos horrores de la revolución, que debíade haber sido terrorífica. Pero estabacada vez más convencida de que en elsilencio de su abuela había algo más quela mera repulsa por el asesinato de losRomanov, y posiblemente también demuchos de sus amigos aristócratas.

Pero aquella era la primerainformación que había revelado su

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abuela en años.—Háblame de esa condesa. ¿Cómo

era?—Era una señora manipuladora, muy

egoísta, que lo quería todo para ella, ydespilfarradora, sin la menor idea delvalor del dinero. Nuestra relaciónestuvo cargada de problemas desde elprincipio. Podríamos decir que fuedesafiante pero interesante —dijoriendo con dureza—. Su cruelindiferencia hacia los demás tendría quehaberme advertido de que debíaalejarme de ella. Desgraciadamente, porentonces yo era joven y terca, aunque unpoco ingenua y fácil de adular.

—Abuela, por favor, quiero saberlotodo sobre ella. ¿Dónde y cuándo la

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conociste? Por favor, empieza por elprincipio.

—En ese caso, vamos a necesitar máscafé. Es una larga historia.

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CAPÍTULO 5

1911

Todo empezó uno de esos días perfectosde sol de principios de septiembre, conlos colores rojizos, ámbar y dorados delos bosques de la zona reflejándose enel agua inmóvil del lago. Las ovejasdormitaban en las sombras suaves y solose oía el arrullo de las palomastorcaces, el rumor del agua y los alegresgorjeos de las risas infantiles. Un solbrillante calentaba el lago, y los niñosno habían podido resistirse a ponerselos trajes de baño y nadar un ratomientras los adultos echaban una

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cabezada en sus tumbonas o charlabancalmadamente tomando Pimms.

Dentro de la casa era otra historia.Carreck Place era un verdaderotorbellino de actividad. Yo no habíavisto tanto ajetreo desde la fiesta paracelebrar la coronación de Jorge V enjunio. Las doncellas iban de acá paraallá. Su larga experiencia aquietabacualquier amago de pánico que pudieransentir y realizaban sus muchas tareas coneficiencia. Los invitados especiales delord y lady Rumsley, unos primos rusosaristócratas, el conde Vasili Belinski ysu esposa la condesa Olga llevabanvarias semanas allí y el punto álgido desu visita sería una gran cena y un baileque tendrían lugar esa noche.

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Hacía días que las cocinas eranterritorio prohibido. Yo siempre sentíalástima por las pobres fregonas, con lasmanos enrojecidas de restregar cazuelasy fregar platos todo el día. Yo sabía desobra lo que era eso, ya que habíaempezado a trabajar como fregona a loscatorce años y después había pasado ala cocina y a doncella de salón, antes dedecidir que odiaba el trabajo de la casa.Había resultado muy natural que entraraa servir, pues mi madre francesa era unacamarera personal y mi padre erajardinero de lord Lonsdale. Cuando mellegó la oportunidad de trabajar deniñera, la aproveché porque adoro a losniños. También tenía la esperanza deque ese cargo me permitiera viajar con

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la familia, lo cual siempre había sidouno de mis sueños.

Los lacayos habían pasado horassacando brillo a la plata familiar, antesde colocarla sobre un mantel dedamasco blanco inmaculado, dondehabía también un centro de mesa derosas amarillas del jardín. La larga mesade comedor estaba puesta según unacuidadosa distribución de los asientosideada por la señora, hábilmenteasistida por el ama de llaves. Laprecedencia era de extrema importancia,en particular porque el conde Belinskiestaba relacionado con la realeza rusa,pues era primo lejano del zar. Quién sesentaba al lado de quién podía ser unauténtico campo de minas. Las fiestas de

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esa naturaleza eran famosas por susaventuras ilícitas, que, naturalmente,debían mantenerse con discreción.Siempre que había duda, decidía Jepson,el mayordomo, pues él sabía mejor quemuchos quiénes eran amantes oadversarios sociales, y en cualquiera delos dos casos, necesitaban estarseparados.

La eficiencia de toda la operación sedebía principalmente a la habilidad delmayordomo. Este casi parecíapertenecer también a la realeza, vestidocon su mejor frac de botones dorados,camisa blanca almidonada, cuello ypechera. Hasta los ayudas de cámararesplandecían con sus mejores libreas;cuando había pasado esa misma tarde

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por el salón de los criados, no habíapodido evitar reírme de lo ridículos queestaban con sus pantalones marrones ychalecos a rayas amarillas y blancas.Parecían criaturas de otra era.

—¿Soy yo el que te resulta tangracioso? —había preguntado Liam, unode los lacayos, y me había abrazado porla cintura.

Yo no había luchado por soltarme nihabía protestado demasiado, pues Liamme gustaba bastante. Era un jovenirlandés atractivo y las atenciones quetenía conmigo, una chica ingenua de casidiecinueve años, me resultaban de lomás halagador.

—Parece que vayas a actuar en unapantomima del pueblo —me había

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burlado yo.—Ah, y yo que pensaba que estaba de

lo más elegante con este atuendo. ¿Nome merezco al menos un beso por ir tanbien vestido?

Le había querido dar un beso en lamejilla, pero él se había movido en elúltimo momento y el beso había caído ensu boca por error.

—¿Qué ocurre aquí? —La vozestentórea del mayordomo había hechoque Liam diera media vuelta y yo salieracorriendo de la habitación, contenta deescapar.

Por fortuna, aquellos preparativosfrenéticos no iban conmigo. Mi tareacomo niñera era simplemente cuidar delos niños. De la señorita Phyllis y el

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señorito Robin, más los dos vástagosrusos que ocupaban también el alainfantil durante su estancia.

Serge, de ocho años, parecía tenermucho que decir.

—Mi nombre completo es SergeVasílovich Belinski —había anunciadocuando lo habían llevado a la sala declase para presentármelo—. Mi segundonombre viene de mi padre, una tradiciónque creo que no tienen en Inglaterra. —Esto último lo había dicho con ciertodesprecio hacia nosotros por ese fallo.«Todo un noble en ciernes», habíapensado yo.

Irina, su hermana menor, de seis años,era una niña sensible que lloraba mucho.Me había dedicado una sonrisita tímida

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y, al ver que su madre la miraba con elceño fruncido, enseguida se había puestoa atusarse el pelo.

Me gustaba mi trabajo, y aquellatarde soleada disfruté distrayendo a losniños, primero jugando al escondite ydespués sirviéndoles un pícnic desándwiches de huevo cocido y berros,bizcochos de soletilla y limonadacasera. Los dos chicos probaron apescar, sin mucho éxito, y las niñasdisfrutaron chapoteando y rieron mucho.Solo se llevaban un año y se habíanhecho amigas al instante.

—No se aleje del borde, señoritaPhyllis. El lago enseguida se hace muyhondo —dije yo, siempre consciente demi responsabilidad. Y la niña solo tenía

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cinco años.Se levantó un viento fresco y decidí

llevarlos dentro para la siesta. Yo, almenos, necesitaba un descanso.

—Vamos, niños. Hay que secarse yentrar a tomar chocolate caliente ydespués una siesta.

Ellos respondieron con una serie deprotestas y yo me eché a reír y saqué ala señorita Phyllis del agua y la llevé,retorciéndose como un gusano, si es quelos gusanos se retuercen, y riéndose, devuelta a la alfombrilla, donde empecé asecarla con una toalla.

—Mamochka, quiero aprender anavegar —dijo Serge a su madre.

En el centro del lago se movía unbote, en el que la condesa Olga se

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reclinaba al sol y su lacayo remabalentamente adelante y atrás para noturbar mucho su descanso.

—Quizá mañana, señorito Serge —ledije yo—. Ahora empieza a hacer frío.Es hora de secarse y beber algo caliente.

La condesa giró perezosamente lacabeza y sonrió a su hijo.

—Nada hasta mí si quieres, queridomío —le dijo—. Estoy aquí para ti,como siempre.

—Yo también quiero ir —gritó Irina.Y antes de que yo pudiera detenerlos,

los dos niños se lanzaron al agua, ambosdesesperados por ganar al otro y ser elprimero en llegar hasta el bote y suquerida madre.

Me levanté al instante y los observé

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con ansiedad. Quería decirles que eramucha distancia para que fuerannadando y que esa parte del lago eramuy profunda, pero ¿cómo podíaprohibírselo si la condesa ya me habíadesafiado? Después de todo, eran sushijos.

Serge llegó hasta el bote confacilidad y se agarró al lateral,preparado para subir a bordo. Su madreaplaudió encantada, y en el rostro delniño apareció una amplia sonrisa detriunfo. Yo casi suspiré de alivio, perode pronto vi que sujetaba algo debajodel agua, donde había un gran chapoteoy muchas burbujas. Él miró hacia abajoy rio fuerte. Cuando me di cuenta de queera su hermana Irina, fue como si me

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dieran un mazazo en el pecho.—Señorito Serge, ¿qué hace?

¡Suéltela de inmediato!Dejé a la pequeña Phyllis en la

alfombrilla, corrí por la orilla de hierbay me introduje en el agua, vestidatodavía con mi uniforme de niñera. Porfortuna, mi padre me había enseñado anadar, porque decía que no debía haberningún niño que viviera en el Distrito delos Lagos y no supiera nadar. Llegué albote en segundos y tomé a la niña en misbrazos. Por un momento, temí haberllegado demasiado tarde, pues supequeño rostro tenía un color ceniciento,sin rastros de vida. Luego tomó aire confuerza y estalló en lágrimas.

—¿No ha visto que la estaba

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sujetando debajo del agua? —grité a lacondesa, sin pensar en los buenosmodales ni en mi posición humilde—.Su hija podría haberse ahogado.

La condesa me miró un momento conojos muy abiertos y a continuación seechó a reír.

—Tonterías. Irina debería habertenido más sentido común y no intentarnadar hasta tan lejos. Mi querido hijo laestaba rescatando. Es una niñita tonta,siempre está llamando la atención ytiene unos celos ridículos de suhermano.

Miré atónita a la condesa, moviendolos pies para mantenerme a flote ysujetando a la niña en mis brazos.¿Cómo podía estar tan ciega aquella

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mujer para no ver la verdad delincidente? Yo ya había notado que lacondesa siempre daba preferencia a suhijo, pero ¿a qué clase de madre leimportaba tan poco su hija como para nohacer ningún esfuerzo por salvarla deuna muerte inminente?

Pero ¿qué podía decir yo? Era unamujer joven, una simple criada, y ellauna dama de la aristocracia, casada conun primo de mi señor. Sabía muy bienque, si acusaba de algo a la condesa o asu precioso hijo, solo conseguiría queme despidieran por ser grosera con unahonorable invitada o por excederme enmis deberes.

—Mi pequeño héroe —dijo lacondesa, que abrazó y besó al chico

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mientras lo ayudaba a subir al bote a sulado.

Me di cuenta de que los delgadosbrazos de Irina se aferraban con fuerza ami cuello y su cuerpecito temblabacontra el mío. Mis pies empezaban aentumecerse también por el agua fría ymi falda larga se enredaba alrededor demis piernas. Nunca era seguropermanecer mucho rato en el lago, asíque me volví y nadé hasta la orilla, conla niña a salvo debajo de un brazo.

Aquel fue mi primer enfrentamientocon la condesa, pero no sería el último.

Aquel mismo día, más tarde, mientras laayudante de niñera servía la cena a los

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niños, me escabullí un momento parahablar con Liam y le conté rápidamentelo que había ocurrido.

—¡Qué bruja! —dijo él, con sufranqueza irlandesa—. ¿Es que esamujer no tiene sentimientos excepto parasí misma?

—Parece que no —comenté yo.Estábamos acurrucados detrás de un

edificio anexo, en un rincón en sombradel patio de la cocina, y Liam no dudóen aprovechar la oscuridad crecientepara robarme unos cuantos besos.Aunque yo no protesté demasiado, puesel contacto de sus labios hacía correrpor mis venas olas de excitación. Comoya he dicho, yo era joven einfluenciable.

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—Me temo que no puedoquedarme —se disculpó él entre besos—. O el señor Jepson me despellejarávivo—. ¿Puedo verte más tarde?

En ese tipo de ceremonias erafundamental calcular bien el tiempo. Eraimportante que todos estuvieransentados diez minutos antes de quellegaran los invitados de honor, sobretodo si, como en aquel caso, estosestaban emparentados con la realeza. Elseñor Jepson, naturalmente, hacía todolo posible por que la comida noesperara demasiado, de lo contrariohabría todavía más pánico y caos en lacocina si se sacaban las bandejasdemasiado pronto y se enfriaba lacomida en la zona de servir. Todos esos

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esfuerzos eran muy poco valorados porlord y lady Rumsley y por sus invitados,que los daban por supuestos.

Yo sabía que Liam, y todos los demáslacayos, incluidos muchos contratadosespecialmente para la ocasión, estaríantoda la velada corriendo de acá paraallá. No solo servirían la cena, sino quedespués ofrecerían también bebidas ytentempiés, suministraríanconstantemente barajas nuevas a losjugadores, pedirían carruajes y llevaríanjarras de agua caliente o una última copaa los que se quedaban a dormir. Enresumen, estarían a las órdenes de losmás de cien invitados.

—Dudo mucho que me sea posibleverte luego, Liam. Tú estarás ocupado y

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yo debo quedarme con los niños.—Ah, ¿no podrías escabullirte media

hora por los menos? Te esperaré en laparte de atrás de la casita de veranocuando se hayan ido todos.

—Para entonces casi habráamanecido —dije yo, que estabaempezando a ceder.

—No —contestó él—. Serámedianoche o justo después.

Me reí de su optimismo, pero despuésde otro beso excitante y prolongado queme dejó sin aliento, se alejó a todaprisa, sin darme tiempo a protestar más.

Como la cocina estaba abarrotada deplatos humeantes y cocinerosapresurados, contratados tambiénespecialmente para la ocasión, esquivé

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el caos y subí corriendo las escaleras deatrás, preocupándome ya por la cita demedianoche. Apreciaba mucho a Liamcomo amigo, pero no deseaba quenuestra relación fuera más allá de unoscuantos besos castos. Mis ambicionespara el matrimonio iban, ya entonces, enuna dirección muy diferente.

Me disponía a acostar a las pequeñasy me preparaba para leerles un cuento,cuando entró la condesa. La señoritaIrina se sentó al instante en la cama conlos ojos brillantes, deseando que sumadre se fijara en ella. La condesa, sinembargo, fue a sentarse al lado de suhijo, que jugaba una partida de ajedrezcon el señorito Robin.

—¿Vas ganando, querido? —

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preguntó.—Por supuesto. Él es un inútil.—Pobrecito Robin, ¿no eres el joven

heredero brillante que esperaba tupadre? —preguntó ella con tono deburla.

Vi que el rostro del niño se sonrojabade furia por el comentario, pero captómi mirada de advertencia y consiguiórefrenar su lengua. La condesa observóun momento el juego, hizo algunassugerencias y rio alto cuando su hijocomió la reina a Robin.

—Jaque mate —dijo Serge.—Eres un jugador estelar, amor

mío —declaró la condesa,alborotándole los rizos.

Sentí lástima por el señorito Robin,

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que intentaba furiosamente salvar otrapartida perdida con un chico dos añosmás joven, y con una testigo delante, loque incrementaba su humillación. A misespaldas oí un suspiro de la hija de lacondesa, que esperaba con paciencia aque su madre le hiciera algo de caso.Me compadecí también de ella y meadelanté temerariamente con unareverencia.

—Milady, le iba a leer un cuento a laseñorita Irina, pero quizá quiera hacerlousted. Se ha disgustado mucho con elincidente de esta tarde en el lago y estoysegura de que le gustaría mucho que sesentara un rato con ella.

La condesa se volvió hacia mí y mededicó una mirada fría y escrutadora.

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—¿Cuánto tiempo hace que trabajasen Carreck Place, muchacha? —preguntó.

—Seis meses.—Eres muy diligente con tus deberes.—Gracias, milady —contesté yo,

aunque algo en el tono de su voz y en lamirada acerada de sus ojos negros comoel carbón me dio a entender que elcomentario no era necesariamente uncumplido.

Ella era, sin duda, una mujerhermosa, de cabello oscuro lustroso,piel blanca de porcelana y una figuravoluptuosa y bien formada. Llevaba unvestido exquisito de encaje de Bruselasde color crema y cada parte de su pelo,cuello, muñecas, manos, así como el

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propio vestido, adornada con diamantesy zafiros. La suya era una figuraformidable, y se me ocurrió que no mecorrespondía a mí recordar sus deberesa ninguna madre, y mucho menos a unacondesa.

La condesa Olga se levantó. Erabastante más alta que yo, lo que hizo quela seguridad en mí misma se evaporasetodavía más.

—Irina es una niña simple sin nadade sentido común, aunque deboreconocer que su comportamiento hamejorado últimamente bajo tu cuidado.Pero, por otra parte, para eso tepagan —me informó con tono imperioso,haciendo que me sintiera más humildeque nunca—. No obstante, quizá todavía

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tengas mucho que aprender en relacióncon tu posición en la vida.

Sentí que me ardían las mejillas.—Pido humildemente perdón, milady,

si la ofendí sin querer. Fue un momentode pánico. Temí que la señorita Irinaestuviera a punto de ahogarse.

—Un error y una reacción exageradapor tu parte. Los niños estaban jugando,nada más.

Alcé la vista, mis ojos se encontraroncon su mirada impasible, y supe que ellapodía ver en los míos que yo no mecreía aquello ni por un momento.

—Fue un juego que muy bien podríahaber terminado con la muerte de suhija —le informé con calma.

Las palabras salieron de mi boca

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antes de que me diera cuenta. ¿Por quésiempre tenía que decir lo que pensaba?Seguramente me despedirían al instantepor insubordinación y perdería miempleo.

Los ojos oscuros de ella se abrieronde sorpresa por mi insolencia, como eraprevisible, pero había también en sumirada una victoria burlona, como si lecomplaciera haberme irritado hasta elpunto de hacerme perder los estribosuna vez más.

—Eres una experta en niños, ¿verdad,muchacha?

—Ciertamente, sé cuidar de ellosmejor que muchos padres, que parecentener muy poco tiempo para sus hijos —dije, y asentí con la cabeza, pensando

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que, de perdidos, al río.Ella entonces se echó a reír, como si

acabara de oír un comentario ingenioso.—Me atrevo a decir que puedes tener

razón. Sin embargo, creo que en esaocasión te has mostrado excesivamentediligente con tus deberes.

Por fortuna, me evitó ponerme más enevidencia el gong que anunciaba la cena,y que sonaba todas las noches a las ochoen punto y era la señal para que secongregaran los invitados a tomarcócteles en el hermoso salón de panelesde roble. La condesa se dirigió hacia lapuerta con paso mesurado, entre elrumor de sus faldas de seda, con laespalda recta, la cabeza bien alta y unasonrisa condescendiente en sus labios

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bien formados. Su postura denotabaclaramente su convencimiento de quehabía ganado la discusión con tantafacilidad como había derrotado su hijoal señorito Robin en el tablero deajedrez.

—No volveremos a mencionar eltema. Fue, sin duda, como tú misma hasdicho, tu estúpido pánico. Estoy segurade que tendrás mejor criterio la próximavez.

Reprimí un suspiro de alivio porqueiba a conservar mi empleo y confié ensecreto en que nunca hubiera unapróxima vez. Observé, atónita eincrédula, cómo la condesa salió de laestancia sin dedicar ni siquiera unamirada a su hija, ni mucho menos darle

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un beso de buenas noches.Di gracias a Dios porque aquella

mujer se fuera a marchar al final delmes, pues así no me vería obligada apelear con ella nunca más.

¡Qué equivocada estaba!

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CAPÍTULO 6

Tal y como habíamos acordado, amedianoche me deslicé por una puertalateral y subí por el sendero que llevabaa la casita de verano con un chal sobrelos hombros para combatir el frío de lanoche otoñal. Quedaban todavía algunosrezagados jugando al blackjack en elsalón, un grupo de hombres en la sala debillar y otros que disfrutaban de unaúltima copa en el invernadero, pero lamayoría de los invitados se estabanmarchando. Oía los cascos de loscaballos y el bullicio de los carruajes,que causaban los atascos habituales ensu recorrido por el largo camino de

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entrada a la casa. Los portadores de losfaroles hacían señales de luz y silbabanpara llamar al siguiente carruaje. Sinduda habían pasado el tiempo de esperaen el frío con algún trago de whisky paraentrar en calor. Los cocheros y losportadores de los faroles tenían fama debebedores.

Liam me esperaba detrás de la casade verano, como había prometido,refugiado debajo de un viejo fresno dela llovizna que había empezado a caer.

—Ya pensaba que no vendrías —sequejó.

—Lo siento, me he dormido —leexpliqué, y esquivé sus besosimpacientes para contarle mi últimoencuentro con la condesa—. No me

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puedo creer lo cruel e insensible que esesa mujer con su hija. ¿Cómo puede serque su hijo le parezca tan precioso peroignore totalmente a su hijita? Es obvioque la pobre niña no se siente querida yque está amedrentada. Es muy triste.Hasta el señorito Robin se ha sentidoavergonzado al ser el destinatario delsarcasmo de la condesa.

Era evidente que Liam no meescuchaba, pues estaba mucho másinteresado en besarme el cuello, lacurva de la oreja y en subir y bajar lasmanos por mi espalda.

—Te estás obsesionando con esamujer —protestó—, cuando podríamosestar haciendo cosas mucho másinteresantes.

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Cuando la lluvia arreció, él tiró de míhacia el interior de la casita y, riendo,me sacudió la humedad del pelo. Lacasita había sido construida en pizarra ypiedra en la época georgiana y era unlugar favorito para hacer un pícnic endías desapacibles. Poseía una habitacióngrande con una chimenea y, detrás deesa, había una cocina pequeña que seusaba para preparar comida y que eljardinero había adaptado para arreglosflorales. Liam me arrastró hasta allí, unlugar privado donde no podían vernos.

—No deberíamos estar aquí —protesté. Ya empezaba a lamentar haberaccedido a verlo y anhelaba de pronto elcalor de mi cama. Había sido un díalargo y tenía que madrugar a la mañana

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siguiente—. ¿Y si viene alguien?—¿Y por qué va a venir alguien si

todos se están marchando a casa en suselegantes carruajes? —preguntó Liam.Sus besos se hicieron más intensos. Mepasó una mano por la cadera y la subióhasta la cintura. La atrapé justo antes deque llegara al pecho.

—Por favor, pórtate bien, Liam. Nosoy esa clase de chica.

—Pues antes no protestaste por misbesos —me recordó. Perseveró en suintento de seducción, me echó el chalhacia atrás y empezó a desabrocharmelos botones de la blusa. Le aparté lamano con un golpe.

—¡Deja eso! Es evidente que fue unestúpido error por mi parte permitir que

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me besaras. Por favor, suéltame.Él se rio de mis protestas y empezó a

desabrochar el siguiente botón.—Sabes que en realidad te gusta —

dijo—. Estás tan loca por mí como yopor ti. ¿No crees que hacemos una buenapareja?

—No, no lo creo, y no somos parejaen absoluto. —A pesar de mis intentosdesesperados por detenerlo, sus torpesesfuerzos con los botones de miuniforme empezaban a dar resultado ymi blusa estaba abierta. Lo aparté conlas dos manos y conseguí soltarme porfin, casi sin aliento por el esfuerzo—.No sé qué esperabas al pedirme que mereuniera contigo aquí, pero creo que estarelación corre peligro de ir demasiado

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lejos demasiado pronto. Me niego enredondo a que te aproveches de mí.

—No me estaba aprovechando,Millie. Te adoro, tú lo sabes. Me gustatodo de ti. Tus encantadores ojos, tangrises y suaves como las nubes detormenta del verano, tu preciosafigura —murmuró. Miró fíjamente mispechos y a continuación, como sireconociera su error, pasó las manos pormis rizos alborotados—. Y tu pelo claroy largo que me gustaría ver volar libreen lugar de recogido en una trenzaencima de tu encantadora cabeza.

Temí que empezara también adeshacerme la trenza, retrocedí un pasoe intenté poner orden en mi uniforme.

—Tienes que dejar ya esto, Liam.

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—¿Por qué? —Él me apretó contra síuna vez más y pasó los labios por lacurva de mi cuello—. Juro que mecasaré contigo en cuanto pueda. Sabesque te pediría que fueras mi esposaahora mismo, si pudiera permitírmelo.

Me reí un poco de su declaración y loempujé con firmeza.

—Y si hicieras esa locura, yo terechazaría.

—¿Qué? —Me miró con la bocaabierta, como si no pudiera imaginar nipor un momento que lo rechazara unachica.

—La verdad, Liam, es que estoycontenta de ser tu amiga, pero no te amoy no tengo el menor interés en casarme.Soy demasiado joven. Además, tengo

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otros planes.Confiaba en que llegaría un momento

en el que disfrutaría de tener un hombreque me amara y de conocer elsignificado del verdadero deseo, pero,por lo que a mí respectaba, faltabantodavía unos años para eso.

—¿Qué tipo de planes? —preguntóél. No parecía nada contento. Yo me atéel chal con un nudo firme delante delpecho.

—Oh, bastante ambiciosos. Mejorarmi educación, para empezar. Ahoraestoy leyendo Historias del rey Arturo ,de U. W. Cutler. Es muy divertido,deberías echarle un vistazo. Y un díaespero conseguir un trabajo mejor yprosperar en la vida. Y sobre todo,

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viajar y ver mundo. —Sentí en miinterior la emoción familiar que mesolía producir aquella idea—. Eso es loque siempre he soñado. ¿A ti no tegustaría mejorar tu posición?

Por la expresión de incredulidad quemostraba su rostro, estaba claro que esono se le había ocurrido nunca. Echóatrás los hombros como si reafianzara suorgullo.

—Yo estoy bastante contento tal ycomo estoy, y muchas chicas sealegrarían mucho si les hiciera unaoferta de matrimonio.

Reprimí una carcajada.—Estoy segura de que hay algunas.

Eres un hombre atractivo, un premiopara cualquier chica, pero me temo que

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no para mí. Valoro tu amistad, Liam,pero sería injusto seguir viéndotesintiendo lo que siento.

—Pues tú te lo pierdes. —Él seencogió de hombros con un ademán deindiferencia, pero su ceño fruncidorevelaba lo contrario. Se volvió amedias, como para alejarse, peroentonces llegó el sonido inconfundiblede gruñidos y jadeos procedentes de laotra habitación. Los dos nos quedamosparalizados en el sitio.

—Deprisa —siseó Liam—. Debajodel banco.

Caímos de rodillas para que no nosvieran. El miedo y la furia me invadían apartes iguales y hacían temblar mispiernas. Era muy consciente de que, si

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nos descubrían allí juntos, los dosperderíamos nuestro empleo.

Liam me dio un codazo y señaló, conuna sonrisa de oreja a oreja, una tablarota en la pared. Por el agujero veíamosclaramente la sala principal de la casitade verano. Tendida en el suelo, encimade una capa, en la postura más indignaposible, estaba la condesa. Tenía laspiernas alrededor de la cintura de unhombre que la embestía con lospantalones caídos en torno a lostobillos. Miré a la pareja con horrorcreciente. Solo podía ver el traserodesnudo del hombre, pero habríareconocido aquellos pantalones encualquier parte. Era mi amo, lordRumsley.

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En aquel momento de asombro alreconocerlo debió de escapárseme ungrito ahogado, porque la condesa Olgavolvió la cabeza hacia mí y su miradaregocijada se encontró con la mía.

Pasé el día siguiente intentando nopensar en lo que había visto,concentrada en enseñar al joven Serge amontar en poni, en pulir lo que habíaaprendido en las últimas semanas. Elconde era, al parecer, un experto encaballos, pero su hijo se había negado aaprender por miedo a caerse y defraudara su padre. El señorito Robin, encambio, montaba muy bien, y Serge sehabía visto impelido a intentarlo, ya que

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no deseaba dejarse eclipsar en nada.Seguía habiendo una rivalidad fuerteentre los dos chicos.

Las dos niñas no se habían unido anosotros porque habían elegido pasar lamañana aprendiendo a coser unmuestrario con la ayudante de niñera.Esas actividades parecían gustarles y laseñorita Irina incluso se mostraba máscalmada y tranquila. Por mi parte, mealegraba mucho de que otra persona lesenseñara ese tipo de cosas, pues yo eraalgo masculina y prefería montar acaballo que coser.

—Croire en soi —dije a Serge,pidiéndole que creyera en sí mismo—.Avoir le courage.

Normalmente hablaba en francés con

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los niños rusos, puesto que dominabanmejor ese idioma que el inglés, algo queparecía ser bastante normal entre laaristocracia rusa.

—Gardez votre dos droit —le dije,para que mantuviera la espalda recta almontar el poni alrededor del corral.Estaba ocupada aplaudiendo su éxito ydiciéndole que pronto sería lo bastantehábil para montar un caballo másgrande, cuando me interrumpió la voz dela condesa.

—No sabía que hablabas francés,muchacha.

Me apresuré a hacerle unareverencia. El corazón me dio un vuelcopor miedo a que me preguntara quéhacía yo en la casita de verano la noche

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anterior. Por otra parte, también podíaelegir utilizar aquel acto de locura míopara tenerme callada. Aunque yo nopensaba decir ni una palabra a nadie. Ladiscreción era una cualidad fundamentalen los sirvientes. Se esperaba quefuéramos sordos y ciegos en todo lorelativo a las excentricidades denuestros amos. Pero ella no teníarazones para fiarse de mí.

—Mi madre es francesa —expliquécortésmente—. Así que yo soy bilingüe.

—¿De verdad? Estoy impresionada.No solo por tu habilidad con ese idioma,sino por tu destreza a la hora de calmara mi díscola hijita y, según parece, porhaber conseguido convencer a mi hijo deque aprenda a montar de una vez. Eso es

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todo un logro en sí mismo.—Quizá sea porque yo no lo he

presionado, sino que he hecho que leresulte divertido. Y también intentodarle a la señorita Irina la atención quenecesita —repuse, incapaz comosiempre de guardarme mis opinionespara mí.

—¿Eso es otro consejo sobrematernidad? —preguntó ella, mordaz—.Desde luego, eres una joven con muchoque decir, además de poseer el don deestar donde menos te esperan.

El último comentario era unareferencia obvia al incidente en la casade verano, y yo me aparté de su caminoa toda prisa, riñéndome en silencio portener la lengua tan larga. Ella se acercó

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a felicitar a su hijo y yo me prometítener los labios sellados en el futuro.

Al día siguiente me sorprendió queme llamaran al salón donde tomaban elté lady Rumsley y la condesa.

—Ah, Millie, ya estás aquí. Tengo elplacer de informarte de que la condesaOlga te ha ofrecido un empleo.

Me quedé mirando fijamente a miseñora, atónita hasta tal punto quepasaron varios segundos antes de quepudiera entender lo que la condesa meestaba diciendo.

—… y esperaba poder persuadirte deque nos acompañes a Rusia. Estoy muyimpresionada por el modo en que hascuidado de mis traviesos hijos, así comopor tu facilidad para hablar francés.

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Naturalmente, también quiero que losniños mejoren sus conocimientos deinglés, y por supuesto, también susmodales. Tengo la impresión de que túserías la persona ideal para esa tarea.

Lady Rumsley sonrió amablemente alver mi expresión aturdida y decidiócontestar por mí, porque yo no era capazde hablar.

—Sé que Millie agradece mucho laoferta, aunque es tímida y estásorprendida. Desde luego, sentiremosmucho perderte, Millie, pero esta es unaoportunidad que difícilmente puedespermitirte rechazar.

—Estoy muy agradecida, milady —tartamudeé yo, que todavía no podíacreer lo que oía. Toda mi vida había

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soñado con viajar y acababan deofrecerme esa posibilidad. ¿Cómo iba arechazar una oportunidad tan increíble?Era un sueño hecho realidad.

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CAPÍTULO 7

—Había olvidado que hablas francés —comentó Abbie, sonriente.

—Bien sûr. Est votre françaisaméliorant?

—Plutôt bien.Tener en común ese idioma parecía

enfatizar de algún modo su proximidad,así que charlaron un rato en francés.Abbie empezó por gastarle bromassobre Liam y después pasó a hablar desu trabajo en la boutique de París.

—Yo también me sentí ignorantecuando empecé, con tanto que aprender,empezando por el idioma —dijo—. Porsuerte, mi jefa, Marisa, me ayudó

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mucho. Pero la condesa parece unamujer terrible.

Millie se echó a reír.—Lo era, sí.—Tuviste mala suerte, abuela.

Marisa, en cambio, se convirtió en unabuena amiga. Tengo que llamarla yexplicarle que he decidido quedarme.

La mirada de su abuela se suavizó.—Me alegro mucho. Me gustará

tenerte aquí.—¿Qué te parecería que yo trabajara

en el negocio que montasteis el abuelo ytú?

—Me sentiría completamenteorgullosa.

Abbie sonrió con sequedad.—Papá quizá no opine lo mismo.

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—Oh, estoy segura de que podráspersuadirlo con el tiempo. No pierdas laesperanza.

—Dios te bendiga, abuela. ¿Qué haríayo sin ti? Y ahora que sé cómo llegaste aRusia, estoy deseando oír cómo eraaquello y cómo te sentías estando tanlejos de casa.

—Me parece recordar que era muyfría. —Millie soltó una risita y movióuna mano en el aire —. Pero basta porahora, querida. Es la hora de mi siesta.Cuando vuelvas por aquí, te contarémás.

Lo que más frustraba e intrigaba aAbbie era lo que su abuela no lecontaba, pero al día siguiente era lunes ydecidió que ya tocaba visitar la tienda.

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Fay le había prometido quedarse conAimée por la mañana, aunque Abbietambién tenía intención de inscribir a suhija ese día en el colegio del pueblo. Lavisita a la tienda la ilusionaba, a pesarde que, cuando anunció sus planesdurante el desayuno, su padre enseguidapuso objeciones.

—¿Qué sentido tiene eso? Tú no estáspreparada para llevar un negocio.

—¿Y cómo puedes saberlo, papá, amenos que me des la oportunidad deintentarlo? Ya no tengo cinco años nisoy una adolescente estúpida.

—Soy muy consciente de eso, peronecesitamos un profesionalexperimentado que haga que el negociovuelva a dar beneficios, no una

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soñadora aficionada.—Yo no soy una aficionada —repuso

Abbie, decidida a mantener la calma yla confianza en sí misma—. Como ya tehe explicado, tengo muchos años deexperiencia en la industria de la moda.

Robert sonrió con suficiencia.—En ese caso, deberías volver a

París a vender vestidos. Desde luego, tusitio no está aquí.

Abbie, que no estaba dispuesta apermitir que su hermano viera cuánto ledolía su comentario, se encogió dehombros con indiferencia fingida.

—Me parece que este sitio no es deninguno de nosotros, o eso dice laabuela.

Robert se echó a reír.

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—¿Qué tonterías dices ahora?Abbie notó que su padre había

palidecido y apretaba los labios.—No debes tomar muy en serio lo

que diga Millie. Es una anciana y estáperdiendo la memoria.

—Está tan despierta como siempre,aunque admito que todavía no he oído,ni mucho menos, toda la historia. Consuerte, me contará más cosas luego yacabaremos llegando a cómo y por quése le ha permitido a nuestra familia viviraquí, aunque no seamos los dueños deCarreck Place.

—Ahora te has vuelto completamenteloca —explotó Robert con furia.

Abbie dobló su servilleta y se pusode pie, pero la respuesta la dirigió a su

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padre.—Creo que será mejor que le

expliques a Robert lo que hasdescubierto hace poco en el testamentode mamá, ¿no te parece? Yo, mientrastanto, intentaré averiguar lo que hay quehacer para mejorar el negocio. Mellevaré el viejo Ford si no te importa,papá.

Antes de que llegara a la puerta,estalló una acalorada discusión entre supadre y su hermano, pero Abbie no sedetuvo a escuchar, sino que se alejó condeterminación.

Aparcó el automóvil cerca de la iglesiade St. Margaret y subió los escalones de

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piedra torcidos que había detrás delhotel Marina para seguir por CarndaleRoad, donde pasó por una tienda deregalos que vendía recuerdos baratos alos veraneantes, una agenciainmobiliaria, una serie de tiendas, entreellas una galería de arte, y un caféencantador, antes de llegar por fin aSueños Preciosos. Sonó una campanillacuando empujó la puerta y entró. Lachica que estaba detrás del mostrador lesonrió.

—Buenos días, señora. ¿En quépuedo ayudarla? —preguntó conamabilidad.

—Soy Abigail Myers, la hija de Kate.Tú debes de ser Linda.

—Oh, es un placer conocerla. —La

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chica estrechó enseguida la mano queAbbie le tendía.

Era pequeña, de cabello rubiopeinado con las puntas hacia fuera,grandes ojos azules, pestañas que debíande ser falsas y uñas bien cuidadas. Ibaataviada con un elegante vestido azulmarino ceñido en la cintura y con unachaqueta corta a juego. Abbie quedóimpresionada. En comparación, sentíaque su atuendo, un traje gris que habíaelegido deseando parecer muy formal,resultaba bastante aburrido.

—¿Llevas mucho tiempo trabajandoaquí? —preguntó unos minutos después,cuando las dos tomaban café juntas.

—Tres años, desde que dejé elinstituto —dijo Linda—. El próximo

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mes cumpliré dieciocho. Me encantaeste trabajo, y tu madre me enseñómuchas cosas sobre joyas, aunquetodavía tengo mucho que aprender.

Entró una mujer, miró unos cuantosbroches y collares, movió la cabeza conuna sonrisa y volvió a salir.

Linda se encogió de hombros con airede disculpa.

—Ahora esto está bastante tranquilo.No se vende mucho. Paso la mayor partedel tiempo limpiando las joyas ysacándoles brillo.

Abbie miró las vitrinas cerradas queexponían una variedad de joyashermosas hechas con abulón, lapislázuli,madreperla, turquesa, ópalo, malaquita yotras piedras preciosas. Había bastantes

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piezas de oro y plata a la vista y lo queparecía una selección de anillos ypendientes de diamantes, rubíes yzafiros.

—Todo está precioso. ¿Y el taller?¿Puedo echar un vistazo ahí dentro?

—Me temo que está muydescuidado —repuso Linda. Apartó unacortina y la precedió por una habitacióninmensa, llena de estantes medio vacíos,hasta el pequeño taller que había másallá—. Esta sala ya no se usa. Tu madreperdió el interés por esto.

El lugar era más espacioso de lo queAbbie recordaba, pero el taller estabatan vacío y desnudo como el almacén.En los bancos y mesas de trabajo nohabía nada, el polvo cubría las

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herramientas de cortar y pulir ycolgaban telarañas del techo.

—Es un poco deprimente,¿verdad? —preguntó.

—Me temo que sí. La señora Myerspensaba que ya no valía la pena diseñarnuestras propias piezas. Decía que eramucho más fácil comprarlas.

—Pero entonces tenemos las mismasjoyas que venden todos los demás enlugar de ofrecer algo original.

—Ella creía que eso no eraimportante, que la mayoría de la gentecompra joyas por su valor en términosdel precio o los quilates o de lobrillantes o preciosas que sean laspiedras. La señora Myers decía que unabuena joya es una inversión.

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Abbie sonrió.—Un artista podría no estar de

acuerdo y decir que puede ser muchomás que eso. Una joya encantadoradebería expresar algo, reflejar lapersonalidad del que la lleva, una modao un estilo. Y puesto que estamos en lossesenta, deberíamos atraer a losjóvenes, pues son los que tienen dinero yel deseo de mostrar una buena imagen.Tenemos que ofrecer joyas brillantes yelaboradas, extravagantes, atrevidasincluso. Pulseras tintineantes ypendientes colgantes, cuentas pulidas ycon múltiples facetas, broches, colgantesy anillos en forma de flores, estrellas,mariposas… preferiblemente de coloreschillones o con mucho brillo.

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El entusiasmo en la voz de Abbieresultaba evidente y la chica laobservaba con la miradaresplandeciente de interés.

—Claro, estoy de acuerdo. Mira loelegante que es Jacqueline Kennedy. Meencantaría parecerme a ella. ¡Tiene tantoestilo!

Abbie sonrió.—Yo diría que ya te pareces,

especialmente con ese atuendo. —Al verque la chica se ruborizaba, se echó areír—. La verdad es que, como yahabrás adivinado, los beneficios hancaído, así que hay que hacer algo, ypronto. Tenemos que esforzarnos porllegar a un mercado más amplio, porcrear una marca que atraiga a un público

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más extenso. La joyería es un grannegocio en este momento y creo que, conalgo de esfuerzo, podría irnos muchomejor. Espero que estés dispuesta aayudarme a lograr eso.

Linda asintió con entusiasmo. Lebrillaban los ojos.

—Por supuesto, me encantaría —dijo.

—Me alegro. Pues empezaré porhacer una buena limpieza del taller ydespués revisaré el equipo y el local.Entretanto, si tú pudieras darme lospapeles de la tienda y hacer una lista delas existencias, me los llevaré pararevisarlos en casa. Espero que SueñosPreciosos también pueda hacer realidadmi sueño.

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Después de una mañana ajetreada,Abbie fue a buscar a Aimée y la llevó ala pequeña cafetería para que disfrutarade su comida favorita, una tostada conalubias, mientras ella se tomaba unsándwich de atún y una ansiada taza deté. A continuación dieron de comer a lospatos del lago las migas que habíansobrado de la tostada y se dirigieron alcolegio del pueblo, donde unos cuantosprofesores estaban preparando el nuevotrimestre, que empezaría dos díasdespués.

—Me temo que habla mucho mejorfrancés que inglés —explicó Abbie a ladirectora—. Por eso no lee muy bien,

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pero es bastante inteligente y espero quese ponga al día en poco tiempo.

—Estoy segura de que sí. Y nunca sesabe, quizá nosotros podamos aprenderalgo de francés con ella. Estamosencantados de recibirte en St. Margaret,Aimée. La señora Sanderson será tuprofesora.

La aludida se llevó a la niña aenseñarle su aula. La directora posó unamano con gentileza en el brazo deAbbie.

—Mi más sentido pésame, señoritaMyers. Kate era una mujer adorable y sumuerte será una gran pérdida para lacomunidad.

Un nudo de lágrimas oprimió lagarganta de Abbie, como siempre que

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alguien le expresaba sus condolencias.—Me sorprendió enterarme de lo

mucho que colaboraba con los grupos dela iglesia y demás —consiguió decir alfin, con un leve temblor en la voz.

—Ya lo creo, y mucho. Y no pasabaun día sin que visitara a varias ancianasque viven solas en las villas victorianasque hay en el paseo que bordea el lago.Era una mujer encantadora con un grancorazón.

Abbie pensó en esas palabras cuandopasó por delante de aquellas casas decamino a la suya. Se preguntó por qué lavisión que tenían otras personas de sumadre sería tan distinta de la suya. Pero,por otra parte, la opinión de unaadolescente seguro que estaba muy

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influida por conflictos personales. Katese había quedado horrorizada cuandoAbbie le había preguntado si podíaentrar en el negocio.

—Pero ¿por qué no? —habíainsistido la chica—. Me encantan el artey la joyería y diseñar cosas. ¿No puedohacer un curso o algo parecido?

—Tienes que estudiar una carrera —había dicho su madre—. O hacerteprofesora o algo así.

Abbie se había echado a reír.—Creo que me confundes con la hija

de otra persona. Yo no soy de estudiar yno me gustaría nada ser profesora.

—Pensé que dirías eso, así que te heapuntado a un curso de secretariado enManchester.

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—¿Qué? No tienes ningún derecho ahacer eso, y menos sin hablar antesconmigo.

—Tengo todo el derecho. Soy tumadre.

—Ah, o sea que es cuestión de poder,¿no es así? Solo quieres quedarte elnegocio de las joyas para ti sola. —Abbie había sentido una furia intensa—.La verdad es que no te importa lo quehaga siempre que sea lo más lejosposible de aquí, ¿no? Pues no tepreocupes, te complaceré en eso.

Kate se había puesto muy pálida.—No digas esas cosas. Por supuesto

que no es cuestión de poder y que noquiero que te marches de aquí. Yo soloquiero lo mejor para ti.

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—Querrás decir lo mejor para ti.Con diecisiete años y perdidamente

enamorada, Abbie no estaba preparadapara admitir que solo había pensado enentrar en la joyería porque no se leocurría nada más que le gustara hacercon su vida, aunque era cierto que sentíacada vez más interés por el arte y lamoda. Durante el verano había trabajadoen el bar de un hotel de la zona, dondehabía intentado decidir qué hacer acontinuación. Allí había conocido aEduard y se había enamorado. Confiabaen poder convencerlo para que sequedara en el Distrito de los Lagos, perosi ella no tenía trabajo allí, no veíarazones para quedarse.

—Sin duda repartir los beneficios

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conmigo es mucho menos divertido queembolsártelos tú sola.

Kate había soltado una risita seca aloír aquello.

—No hay mucho beneficios querepartir —había dicho.

—No me mientas.—No te miento, Abigail. Las cosas

no siempre son tan de color de rosacomo tú crees. La vida puede serbastante complicada en ocasiones.

—Pues ya puedes dejar depreocuparte por mí. Ya te puedesolvidar de este problema. Quédate elnegocio para ti, si eso es lo que quieres.No me importa. Yo tengo otros planes, yno incluyen un curso de secretariado enManchester —había respondido Abbie,

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con la típica rebeldía adolescente.—¿Y puedo preguntar qué planes son

esos?Abbie había mirado a su madre a los

ojos.—A decir verdad, estoy pensando en

casarme —había respondido conlentitud.

Había habido un silencio de unoscinco segundos y después Kate se habíaechado a reír.

—¿Dónde he oído eso antes? —Enaquel momento, Abbie no habíaentendido ese comentario. Ahora sabíaya que Kate estaba pensando en supropia historia—. ¿Y quién es elafortunado novio?

—Eduard Grimont. Es el nuevo chef

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francés del Ring of Bells.—No digas ridiculeces. Solo tienes

diecisiete años. ¿Por qué vas a querercasarte tan joven, y con una persona a laque acabas de conocer?

—Porque estoy embarazada de él. —Después de eso, Abbie había salidocorriendo antes de que su madre tuvieratiempo de contestar.

Ya era demasiado tarde para lamentarhabérselo dicho con tanta brusquedad ohaberse ido de casa antes de tenertiempo de conocer a su madre comoadulta. Sus pensamientos volvieron contristeza al tema que le preocupaba. ¿Quéhabía impulsado a Kate, que tanto

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participaba en la comunidad, a poner fina su vida de un modo tan terrible? Abbieesperaba que la historia de su abuelapudiera arrojar alguna luz sobre esemisterio.

En cuanto llegaron a Carreck Place,Aimée corrió a darle a su primoJonathon la noticia de su colegio. Presadel entusiasmo, estuvo a punto de chocarcon Fay, quien salía con el carrito delbebé justo cuando la niña cruzaba lapuerta. Abbie se disculpó con su cuñaday le explicó lo que sucedía.

—Ah, bueno, parece que irán almismo colegio. Robert ha decidido queno vamos a regresar al apartamento deWindermere, sino que nos quedaremosuna temporada en Carreckwater para

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que tu padre no esté solo.—¡Qué generoso por su parte! —

exclamó Abbie con sequedad. No sabíasi la noticia le agradaba o no. Fay lecaía bien, a pesar de su falta de tacto enocasiones. Su hermano, en cambio, eraotra cuestión. Siempre parecía dispuestoa causar problemas—. En ese caso, másvale que él y yo acordemos algún tipode tregua.

Fay soltó una risita.—Veré si puedo persuadirlo.Decidida a no perder más tiempo

preocupándose por su tonto y arrogantehermano, Abbie fue directamente a lacasita a ver a su abuela, a quien lecontó, mientras tomaban una taza de té,lo que había hecho ese día, incluidos sus

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planes para la tienda.—Me siento culpable por separar a

Aimée de su padre —confesó. Miró a suhija, que empujaba a su primo en elcolumpio, y sonrió—. Tienen una buenarelación y no me gustaría destruirla.

—¿Por eso te has quedado tantotiempo con Eduard? —preguntó suabuela con dulzura.

—Tal vez. Culpabilidad, celos, ansiade amor, esperanza tonta… Una mezclade sentimientos encontrados. No ha sidofácil.

—Tampoco es fácil criar a una hijasola.

—Ya me doy cuenta, y me preocupasi seré capaz de hacerlo —confesóAbbie de mala gana.

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—Pues claro que lo serás. Eres másfuerte de lo que tú te crees y tienes unarelación muy buena con tu hija.

Abbie sonrió.—Es encantadora, ¿verdad?

Esperemos que se adapte bien al nuevocolegio. Por suerte, Jonathon y ella yaparecen buenos amigos. En cuanto a mí,tengo que aprender a ser más resistente yperseguir mis sueños.

Millie asintió.—Como hice yo —dijo.—¿Y qué te impulsó a aceptar la

oferta de la condesa si te caía tan mal?—Buena pregunta. Ambición. El

optimismo de la juventud. Un deseo dever mundo. ¡Quién sabe!

—Vamos, cuéntame. ¿Qué pasó

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después?Millie se echó a reír.—De acuerdo. ¿Por dónde iba? Ah,

sí, estaba a punto de embarcarme en minueva vida.

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CAPÍTULO 8

Zarpé para Rusia un día de mediados denoviembre y mis padres, que no habíanpuesto grandes objeciones a midecisión, vinieron a despedirme. Mimadre, sin embargo, estaba destrozadapor la idea de no volver a verme quizáen años.

—Escribiré todas las semanas —leprometí. Le di un abrazo reconfortante,pero yo estaba demasiado entusiasmadacon la aventura que tenía por delantepara prestarle la merecida atención a supreocupación.

Permanecieron allí, en el muelle deHull, y vi que mi padre la abrazaba

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mientras su imagen se ibaempequeñeciendo ante mis ojos amedida que el barco se deslizabalentamente mar adentro. En aquelmomento de la despedida sentí porprimera vez una punzada de miedo. Apesar de mi sueño de viajar, nunca habíaido más allá de Leeds, a visitar a unaanciana tía. Mientras me despedía demis padres agitando el brazo en el airecon frenesí, se impuso la realidad. Rusiaera un país extranjero, a miles dekilómetros de casa, donde no conocía anadie. Además sería responsable de dosniños cuando yo misma era poco másque una niña. ¿Qué locura me habíaimpulsado a aceptar aquel puesto?

Una voz a mi lado interrumpió mis

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pensamientos.—¿Este es tu primer viaje?Miré el rostro sonriente de una joven

regordeta, no mucho mayor que yo. Unapamela ocultaba en gran parte su cabellopelirrojo, pero escapaban unosmechones que revoloteaban en torno asus mejillas redondeadas, y tenía unosojos marrones y penetrantes. Le devolvíla sonrisa y me sequé las lágrimas.

—Me temo que sí, y no esperabasentirme así al dejar mi hogar.

—No es fácil. Recuerdo que yo casime tiré del barco la primera vez que lohice. Soy Ruth Stubbins —dijo,tendiéndome la mano.

Se la estreché y me presenté a mi vez.En aquel momento sentía una gran

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necesidad de tener una amiga.—¿Entonces no es tu primer viaje? —

pregunté.—¡Cielos, no! Ya tengo experiencia

en esto, llevo casi cinco años deinstitutriz en Rusia. Supongo que eso eslo que vas a hacer tú, ¿verdad?

—Sí. Con el conde y la condesaBelinski.

Ella asintió.—Las institutrices inglesas son muy

populares en Rusia, y al menos elsalario es mejor que el que podríasesperar trabajando en Inglaterra. ¿Eresbuena marinera?

—No tengo ni idea. Nunca he viajadoen un barco más grande que los del lagoWindermere. Confieso que eso me

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preocupa bastante.Ella rio y me apretó el brazo para

infundirme confianza.—Ven, vamos a buscar nuestros

camarotes. Estoy segura de que lollevarás bien.

Pero resultó que no lo llevé nadabien, al menos en las primerasveinticuatro horas. Después de eso, elviento se calmó un tanto y el barco ya nose movía tan bruscamente, lo que hizoque mi mareo fuera desapareciendopoco a poco.

Por fortuna, no tenía que encargarmede los niños durante el viaje, pues ellosestaban con el conde y la condesa, loque me dejaba libre para pasar granparte del tiempo con Ruth, y no tardamos

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en hacernos buenas amigas.Observábamos embelesadas a losdelfines que seguían el barco,aplaudimos cuando vimos tierra porprimera vez y admiramos la hermosavista de las montañas y los bosques.Pero yo no estaba preparada para el fríoespantoso que empezó a hacer cuandoentramos en el Báltico. Me puse toda laropa que llevaba conmigo, pero no erasuficiente.

Aunque si había pensado que aquelloera frío, tuve que cambiar de opinión encuanto nos acercamos a SanPetersburgo. Vi barcos pequeñosatrapados en el hielo y rompehielos queiban hacia adelante y hacia atrás en unesfuerzo por liberarlos. Nuestro buque

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pasó con relativa facilidad, y mi nuevaamiga me prestó amablemente un abrigode invierno, que ella llamaba shuba.Estaba raído, pero protegía del fríomucho más que el mío. Y con el mareoya olvidado, sentí una mezcla deexcitación y nerviosismo al ver porprimera vez aquella hermosa ciudad.

—Ahora tenemos que pasaraduanas —me dijo Ruth—. Tú séamable y haz lo que te digan.

—Pero ¿cómo sabré lo que dicen sino hablo ni una palabra de ruso? —pregunté asustada cuando recogíamosnuestro equipaje y nos preparábamospara desembarcar.

—No te preocupes, yo te ayudaré.Los funcionarios de aduanas se

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mostraron muy vigilantes y, aunque medejaron pasar los paquetes de semillasde flores y verduras que llevabaconmigo, el pastel de frutas, las barajasde cartas y los puzles, pusieronobjeciones a mis libros, excepto a laBiblia, lo cual me preocupó mucho. Casime puse frenética cuando vi que mequitaban El pequeño lord, Mujercitas,Canción de Navidad de Dickens yvarios libros más que había llevadoconmigo para ayudar a los niños aaprender inglés.

Ruth empezó a hablar con ellos en suidioma. Le oí pronunciar el nombre deBelinski, lo cual pareció hacerles dudary, después de intercambiar algunasfrases más, devolvieron los libros a mi

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equipaje. Respiré aliviada, muyimpresionada por la fluidez de mi nuevaamiga con el idioma ruso.

—No te preocupes —me dijo ella,cuando por fin nos permitieron pasar—.Siempre les pone nerviosos el materialescrito por si es propaganda política.Aquí hay mucha censura. Les heexplicado que son libros infantiles y quetú trabajas para el conde Belinski.

Le di humildemente las gracias y meentristecí cuando llegó la condesa paradecirme que era hora de irnos.

—Despídete de tu amiga,Dowthwaite. Nuestro carruaje estáesperando.

—Te veré pronto, tal y como hemosacordado —me susurró Ruth al oído

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cuando me abrazó.Me había hablado de la Capilla

Británica y Americana a la que asistíaen su tiempo libre. Al parecer, esaiglesia ofrecía una vida social apreciadapor los expatriados británicos en laciudad, incluidas las institutrices.

—Allí harás muchos amigos —mehabía dicho—. Yo la considero mi hogarlejos del hogar.

Con esa idea reconfortante, subí alcarruaje y me senté al lado de los niños.Empezaba mi nueva vida.

El apartamento de la familia estabasituado en un edificio gigantesco degrandes proporciones cuya fachada daba

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a uno de los canales situados detrás delPalacio de Invierno. Debía de tenerocho o nueve pisos de altura desde elsótano hasta el desván, aunque no tuvetiempo de contarlos cuando ayudaba alos niños a salir del carruaje. Pensé quequizá yo viviría en el tejado, en el ático.En la puerta nos recibió un hombre, eldvornik o conserje, cuya tarea eraproteger a los residentes de huéspedesinoportunos. Parecía conocer bien a losBelinski y corrió a abrir las puertas delcarruaje y ayudar a descargar elequipaje, sin dejar de hacer reverenciasen todo momento.

La condesa pasó entre el montón decajas y baúles que ocupaban la calle ygolpeó al dvornik con su manguito

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cuando él no corrió a abrirle las grandespuertas. Yo le sonreí con simpatía yseguí a la condesa. Él me respondióguiñándome un ojo. Noté que el conde ledaba las gracias y le entregaba unoskopeks. Aquello resultó ser un buenindicador de la vida en el hogar de losBelinski.

Al igual que sucedía en CarreckPlace cuando lord y lady Rumsleyllegaban a casa después de una largaausencia, en el vestíbulo de la entradaestaban alineados los sirvientes. Mepresentaron en primer lugar a la señoraGrempel, el ama de llaves, una mujerdelgada de ojos hundidos y espaldarígida, que pronto descubrí que adorabachismorrear. A continuación le tocó el

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turno a Anton, el chef francés, con sugorro blanco almidonado. A primeravista parecía muy engreído, perodespués demostró poseer un gran sentidodel humor y yo me reía con él a menudocuando imitaba a su señora. Siguieron loque parecía ser una tribu entera dedoncellas y lacayos, todos controladospor un mayordomo de aire severoconocido como Gúsev.

—Y por último, aunque no menosimportante ni mucho menos, estáNianushki —me informó la condesa—.Cuidó de mí cuando era una niña ydespués de mis hijos. Ahora que sondemasiado mayores para una niñera,hace compañía a mi madre y siguesiendo parte de nuestra familia.

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Klara Kovalski, aunque raramenteusaba su nombre completo, era unamujer rolliza y agradable, que llevaba elpelo gris recogido en un moño apretadoen la nuca y solía hallarse sentada en unrincón tejiendo una sucesióninterminable de calcetines o bufandas.Le estreché la mano y le dediqué unasonrisa cálida, con la esperanza de quepudiéramos ser amigas. Me recibió conuna mirada inexpresiva.

—¿Dónde está mamá? —preguntó lacondesa en francés, quizá para que yo laentendiera.

—Madame no se encuentra bien hoy,milady. Pero espera estar mejor mañana.

—Espero que no esté dándole alvodka otra vez —comentó la condesa

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con acritud.—En absoluto —protestó la vieja

niñera—. Solo es una ligera jaqueca. —La condesa no parecía convencida y, ajuzgar por el modo en que la otra mujeresquivaba su mirada interrogante,sospeché que podía tener buenosmotivos.

Fue la niñera, o Nianushki, comodebía acostumbrarme a llamarla, quienme mostró mi habitación, que no estabaen el ático.

—La familia ocupa toda el ala estedel edificio —me informó, jadeando unpoco mientras entrábamos en unascensor. Ella llevaba una de mis bolsasy yo la otra. Mi baúl llegaría más tardecon un lacayo—. Verá que las vistas de

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la ciudad desde los últimos pisos sonmagníficas.

—¿La madre de la condesa tambiénvive aquí? —pregunté cuandoempezamos a subir lentamente.

—Sí. Su nombre es Raisa Ilinski,aunque yo la llamo Madame y los niñosla llaman Babushka, por supuesto, quesignifica abuela en ruso.

—Estoy deseando conocerla. ¿Y tieneproblemas con la bebida, como parecíasugerir la condesa?

Nianushki negó con la cabeza convehemencia.

—El único problema que tiene es consu hija.

Me pareció prudente no hacer máspreguntas.

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Mi habitación estaba justo al final deun pasillo. Era una estancia pequeñapero limpia, donde solo había una camasencilla y un armario, pero erasuficiente. La casa en su totalidad meimpresionó mucho. Era lo bastanteamplia para contener quincedormitorios, o eso me dijo Klara,además de los vestidores, el estudio, elsalón, la biblioteca, el comedor, lascocinas y demás.

—No esperaba que los Belinskivivieran en un apartamento —confesé,cuando la anciana abrió las cortinaspara dejar entrar más luz—. Creía quetendrían una gran mansión en el ríoNeva.

—En San Petersburgo mucha gente

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vive en apartamentos, incluso príncipes,aunque a menudo también tienen laopción de vivir en un palacio. Y esta noes la única propiedad de los Belinski.Además de este edificio, parte del cualestá alquilado, tienen también unahacienda en el campo, que visitamos amenudo los fines de semana y durantealgunas semanas en el verano.

—Me gustará verla. Echaré de menosno tener fácil acceso al aire libre, comotenía en Carreck Place. —Me invadió lanostalgia al pensar en pasear junto allago, distraerme en el jardín de rocas y,en mis días libres, recorrer los cincokilómetros desde Ambleside hastaKirkstone Pass por un camino llamado,apropiadamente, La Prueba; en el canto

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solitario de un zarapito, el choque deastas de los ciervos en la época deapareamiento o el dulce olor boscosodel brezo. ¿Por qué nunca habíavalorado lo afortunada que era por viviren un lugar tan hermoso? En SanPetersburgo tendría que bajar variostramos de escaleras o tomar el ascensorpara poder respirar aire fresco. Hastalas ventanas estaban bien selladas contrael frío. De pronto sentí claustrofobia ymi casa me pareció muy lejana.

—Es usted muy joven —dijoNianushki, mirándome, aunque yo sentíaque había envejecido diez años duranteel largo viaje, pues estaba cansada, consueño y una extraña desorientación.

—Tengo varios años de experiencia

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en el trabajo —dije, para tranquilizarla—, aunque solo unos meses ocupándomede los niños. Confío en que podráenseñarme lo que necesite saber.

—Mmm, quizá tenga que hacerlo siqueremos que la condesa esté contenta.Antes teníamos una institutriz francesa,así que conozco el idioma, pero ustedtendrá que aprender ruso rápidamente.

—¿Quizá me ayudaría usted coneso? —pregunté.

La mujer reflexionó un momento ycruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Y usted me ayudaría a mejorar miinglés?

—Sería un honor.Sonrió de pronto, mostrando unos

dientes torcidos y amarillentos, y asintió

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con fuerza con la cabeza. Quizá habíahecho una amiga después de todo.

Tuve poco tiempo para deshacer elequipaje e instalarme y no pudedescansar, pues enseguida llamó unadoncella a la puerta de mi dormitoriopara anunciar que tenía que ir a losaposentos de la condesa a recibir misinstrucciones. Me lavé rápidamente lacara con agua fría de la jarra, mecoloqué bien el pelo y salí tras ella. Lacondesa estaba haciendo repiquetear lasuñas con impaciencia cuando llegué.

—Ah, ya estás aquí. Dowthwaite, tecontraté porque hablas francés, peroestás aquí principalmente para

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enseñarles inglés a mis hijos y ayudarlesa que adquieran buenos modalesingleses.

—Comprendo, señora.—Por las mañanas y en las primeras

horas de la tarde, les darás clases deinglés y francés. Irina necesita tambiénclases de dibujo y costura. Ya tiene untutor que le enseña piano. Serge estáaprendiendo a tocar el violín.

Yo me estremecí en secreto por laresponsabilidad que me esperaba. Condiecinueve años y pocos estudios,¿estaría a la altura de la tarea? Perosabía que debía parecer segura de mímisma y ser mucho más cortés y humildecon la condesa que en nuestrosencuentros anteriores.

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—¿Los niños podrán destinar algo desu tiempo para jugar, puesto que sonambos tan jóvenes? —pregunté coneducación.

—Serge tendrá tiempo por las tardespara pescar y navegar y disfrutar deotros deportes considerados adecuadospara un caballero joven. Y los dospueden patinar, por supuesto.

«Otra cosa más que tendré queaprender», pensé yo.

—Me pregunto si quizá la niñerapodría ayudar con la costura, ya que noes uno de mis fuertes.

La condesa frunció el ceño condesaprobación.

—Tendrás que preguntárselo tú, perodebes esforzarte por mejorar tus

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habilidades.—Por supuesto, milady —murmuré

con una reverencia.Creía que me iba a despedir e hice el

amago de volverme para salir, pero ellame detuvo con un movimiento de lamano.

—Supongo que eres consciente de losvínculos tan próximos que hay entre larealeza rusa y la inglesa. El zar Nicolásera sobrino de Eduardo VII y es primodel nuevo rey, Jorge V, al que se parecetanto que podrían pasar por hermanos.Eso significa que, entre los aristócratasmás liberales, hay mucha pasión portodo lo inglés. Pero no creas que todossienten lo mismo. Los conservadores notienen esa predilección. Mi esposo, por

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fortuna, es uno de los caballeros másliberales y quiere que su hijo adopte laeducación y los modelos ingleses. Serátarea tuya ofrecerle eso.

—Haré lo que pueda por cumplir susdeseos, milady.

—También será tu responsabilidadorganizar el aula al estilo inglés, con unnuevo armario para juguetes, estanteríaspara libros o lo que consideresapropiado.

—Me pondré a pensar en eso deinmediato —comenté. La idea measustaba un poco, pero al menos podríausar el aula de Carreck Place comomodelo.

—También tendrás que buscar aalguien que haga ese trabajo. Despedí a

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nuestro último carpintero porincompetente.

La posibilidad de que me esperase undestino similar me hizo estremecer, perome limité a asentir con la cabeza.

—Mi hijo debe parecer un jovencaballero inglés, razón por la cual hecomprado ropa nueva para él enInglaterra. Por favor, ocúpate de que esaropa esté bien cuidada. —Sonrió conternura, pero no pude evitar darmecuenta de que no había mencionado paranada a Irina.

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CAPÍTULO 9

Pasé el primer día desempaquetandotodo lo que habían traído de Inglaterra,que ilustraba lo consentidos que estabanlos niños, pues había muchas cajas ybaúles llenos de ropa y juguetes caros.Para Serge había un tren con locomotorade vapor, palas, pelotas, peonzas ymultitud de soldaditos de plomo yjuguetes de cuerda. Para Irina habíacuerdas de saltar, una hermosa muñecade porcelana china y una casita demuñecas completa, con mueblesminúsculos. La niña estaba extasiada.

—Gracias a Dios que no la hanignorado por completo —susurré a

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Nianushki, que hizo una mueca y mepidió silencio. Tenía razón, porsupuesto. Yo debía aprender a controlarmi lengua.

Empecé enseguida a hacer una listade lo que necesitaría para amueblar loque entonces todavía era un aulabastante pobre, donde solo había unamesa pequeña, dos sillas y una cajavieja demasiado pequeña para losjuguetes. Un cambio de imagen noestaría mal, pero se necesitaría unaconsiderable cantidad de trabajo paracumplir con las expectativas de lacondesa, y el tiempo apremiaba.

La tarde siguiente hacía frío yhumedad, y los niños protestaron convehemencia cuando insistí en que era

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necesario salir a dar un paseo aunque elclima fuera desapacible.

—Los ingleses creemos que el airelibre es bueno para ustedes y elejercicio también. Pero hoy daremos unpaseo corto, pues parece que va allover.

Nianushki vino con nosotros paraasegurarse de que no me perdía, y dimosuna vuelta por Alexandrovski Park, conlos niños protestando y arrastrando lospies durante todo el camino.

—¿Sabes patinar? —me preguntóNianushki. Puse una cara de pena que lehizo reír—. Aprenderás pronto. Estoysegura de que los niños te enseñarán.

Serge hizo una mueca que me hizopensar que consideraría aquel defecto

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como una oportunidad para hacermequedar como una estúpida. Tenía soloocho años, pero era un niño caprichoso,con una actitud desafiante.

Más tarde llevé a los niños, vestidoscon elegancia, a tomar el té con el condey la condesa, como me habían indicado,después de pedirles que se portaran biencon la esperanza de que no me dejaranen mal lugar. En cuanto tomé asiento,colocaron un gran recipiente de metaldelante de mí y sentí pánico al darmecuenta de que era yo misma la que meiba a dejar en mal lugar.

—¿Asumo que has manejado unsamovar antes? —preguntó la condesacon una sonrisa de suficiencia.

Nunca había visto uno en mi vida. Por

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fortuna, había cierta familiaridad en elgrifo del que debía salir el aguacaliente, si no en el modo en que latetera se posaba encima del recipientepara mantenerla caliente. Me recordóbastante el dispensador de té que seusaba en la Hora Feliz de las Mujeres ennuestra parroquia, excepto porquedebajo del samovar había un espacio enel que podía ver carbón al rojo vivo quemantenía el agua caliente y oír el siseoque producía el agua al hervirsuavemente.

Giré el grifo y eché el agua hirviendoen la tetera. Después serví el té con soloun leve temblor de manos. Los niñosestaban sentados con rigidez en susasientos e Irina tenía los ojos verdes

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clavados en un plato de barquillos delimón. Sabía que los niños debíanesperar hasta que les ofrecieran algo decomer, así que la miré con severidad,advirtiéndole que tuviera paciencia.

Serge se deslizó silenciosamentedebajo de la mesa y empezó a desatarlos cordones de mis botas y atarlosjuntos de modo que mis pies quedaranunidos. Miré ansiosamente a la condesa,preguntándome si debía regañar alchico. Pero cuando ella vio lo que hacía,soltó una risita.

—A Serge le gusta mucho gastarbromas —dijo.

El conde no prestaba atención a lasbufonadas de su hijo, sino que hablabade lo que había hecho ese día, que al

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parecer había sido más agotador que decostumbre.

—El zar y la zarina están alojadostemporalmente en el Palacio de Inviernoen lugar de estar escondidos enTsarskoe Selo, lo cual debe de serbueno. Desgraciadamente, Nicolás estátan obsesionado con las reglas de laetiqueta como siempre e insiste en quela gente esté en pie en el orden dejerarquía apropiado. Parece que leimporta más obedecer el protocolo y lasnormas de conducta y utilizar los platosadecuados para el pan y la mantequilla,que los problemas de la nación —dijo.

Mordió sin protestar un sándwichpequeño que le tendió la condesa en unplatito de porcelana.

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—El hecho de que los campesinossigan en la pobreza más abyecta y que laclase obrera posea pocos derechos yesté constantemente en huelga en unesfuerzo frustrante por mejorar su vidaparece que no le incumbe. Su escritorioestaba de nuevo lleno de informes ypapeles, pero dudo mucho que se tomela molestia de leerlos —dijo, y movió lacabeza con desesperación.

—¿Te ha escuchado a ti? —preguntóla condesa Olga, tomando un trozo depastel.

—Oh, siempre escucha —repuso suesposo—. Muy educadamente. Otra cosaes si después sigue el consejo. Estádemasiado influenciado por el acoso desus tíos.

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—Y por esa esposa antipática que sepasa el día tejiendo bufandas y haciendoestúpidos chales de croché —comentóla condesa.

—Esos son para los pobres y ella noes una mala persona en absoluto. Lazarina es simplemente tímida, muysensible a las necesidades de los demásy una madre entregada.

La condesa Olga hizo una mueca dedesdén, lo cual no me extrañó, ya quenadie podría acusarla a ella de algo así.Yo me esforzaba por no aparentar queescuchaba, ya que se suponía que lossirvientes éramos sordos, tontos yciegos, y hacía gestos silenciosos aSerge para persuadirle de que se sentaramás atrás en su silla.

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El conde continuó con sus quejas, sinadvertir mi pantomima, o ignorándola.

—Aprecio mucho a mi primo y es unbuen caballero, un hombre de honor quese toma muy en serio su papel. PeroNicky es incapaz de decidirse por nada,salvo por su convencimiento de que lareforma liberal supondría el desastrepara Rusia y de que, como embajador deDios en la Tierra, él es el único capazde resolver los problemas. —El conderespiró hondo y sonrió a su esposa—.Pero basta ya de todo eso. ¿Qué hashecho tú hoy, amor mío?

—He pasado gran parte del díatomándome medidas y eligiendo unvestido de satén blanco para el próximobaile a la luz de las velas en el Palacio

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de Invierno —contestó ella con unsuspiro, como si su día hubiera sidomucho más agotador que el de él.

Yo suspiré a mi vez cuando Serge seechó hacia atrás en su asiento con unasonrisa de satisfacción en la cara. Mepreocupaba qué más podría haber hechoallá abajo, así que al principio no oí queel conde hablaba conmigo.

—Presta atención, Dowthwaite —dijo la condesa, cortante, y él repitióamablemente lo que había dicho:

—Espero que se esté instalando sinproblemas.

—Oh, sí, gracias. Estoy muycómoda —me apresuré a asegurarle.

Sonreí y tomé un sorbo de té de Chinaque desprendía un fuerte olor a humo de

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leña pero estaba caliente y delicioso yme sentaba muy bien después de un díaajetreado. Vi atónita como el condeechaba parte del suyo en el platillo ybebía de allí.

—Los viejos hábitos son difíciles desuperar —dijo, y se echó a reír.

La condesa golpeó bruscamente suplatillo con su taza.

—¿Qué tienes en la boca, niña?Sobresaltada, miré a Irina, que tenía

la boca llena de comida y cuyos ojos,muy abiertos, se llenaron rápidamentede lágrimas. No era difícil averiguar loque había sucedido. El plato debarquillos de limón estaba medio vacío.

—Ponte enseguida en el rincón conlas manos en la cabeza, señorita

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glotona —le ordenó su madre—. Aveces creo que esta niña nació con eldemonio dentro.

—Tonterías. —El conde soltó unarisita—. Solo tienes que mirarla. Es unángel perfecto, con esos ojos azulesinocentes y esos rizos.

—No tiene nada de inocente. Haz loque te digo o pensaré un castigo peor.

Irina se alejó para hacer lo que leordenaban. La boca llena de galletas nole permitía protestar. Entonces lacondesa volvió su ira contra mí.

—Hasta el momento no veo muchasventajas en haberte contratado.

Ese ataque me dejó tan atónita que nopude hablar. ¿Cómo podía permitir quesu hijo se metiera debajo de la mesa a

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gastar «bromas» sin una palabra dedesaprobación y expulsaba a Irina de lamesa en cuanto hacía algo que no debía?El conde tomó otro sorbo de té de suplatillo y sonrió a su esposa.

—Amor mío, la señorita Dowthwaitesolo lleva unos días con nosotros.Tienes que darle tiempo.

—¡Bah! Si no puede cumplir con susdeberes de un modo eficaz, no me seráde ninguna utilidad y tendrá quemarcharse.

Sentí un temblor interior alpreguntarme adónde exactamente seesperaba que me marchara. Entoncesgritó una voz desde el rincón.

—Ya está. He terminado. Papá,¿puedo comer otro?

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El conde se echó a reír.—Ven aquí, mi tesoro.Abrió los brazos y, para mi sorpresa,

Irina corrió a echarse en ellos y seacomodó en el regazo de su padre. Lacondesa siguió echando chispas por losojos con una furia silenciosa, pero alparecer sabía que no debía intervenirentre el padre y la hija. A mí me encantóver que alguien quería a aquella niña,fuera ángel o demonio.

Antes de que terminara la semana, yaestaba convencida de que mi nuevoempleo sería todavía más difícil de loque había temido. Los niños parecíanestar siempre peleando o haciendo

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diabluras, deslizándose por labarandilla, rodando por el suelopeleando por algún juguete, pegándose ytirándose del pelo o tocando lacampanilla para llamar a un sirvientepara que les diera algún objeto que eranperfectamente capaces de ir a buscarellos solos, como yo señalaba con tacto.

—Hay que recoger los juguetes alfinal del día —les dije un día.

Me miraron asombrados e incrédulosy se marcharon, con lo que no me quedóotra opción que hacer yo la tarea. Locual me recordó que los niños todavíano tenían un lugar apropiado paraguardar los juguetes y que, tal y comome habían ordenado, yo debía empezar ahacer planes para mejorar el aula.

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—¿Conoce a un carpintero al quepodamos emplear para hacer un armariopara juguetes? —pregunté a Nianushki.

Esta negó con la cabeza.—A ninguno que la condesa

considere digno.La condesa también insistía en que

los niños llevaran una buena dietainglesa, incluidos platos tales comoarroz con leche, manzanas asadas ymuchas verduras. Serge era bastantealto, delgado y fibroso. Irina era bajitapara su edad y más bien regordeta.Tenía el pelo rubio dorado, un cutisligeramente pecoso, barbilla redonda ymejillas algo mofletudas. No era labelleza que su madre podría haberesperado, pero era una niña cariñosa y

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muy generosa con sus besos y abrazos.Confeccioné una lista de comidas paraAnton, el chef francés, con la esperanzade que ayudaran a la niña a crecer singanar mucho peso. Pero ella tenía lamala costumbre de escabullirse a lacocina a pedir una galleta a alguna delas doncellas.

Una mañana di gachas de avena a losniños, que Irina comió en un silenciomalhumorado. Serge tiró su plato alsuelo bocabajo.

—Quiero pastel, no esta papilla.Consciente de que Nianushki estaba

sentada en el rincón tejiendo una de susmuchas bufandas, no hice ningúncomentario. En cualquier caso, entrar enuna discusión sobre lo inapropiado de

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desayunar pastel en aquella fasedelicada de mi relación con el chico noera una buena idea. Limpié el desastre yle di los huevos pasados por agua y latostada que había preparado, con loshuevos envueltos en una servilleta, comome habían asegurado que se hacía enRusia.

—No me ha quitado la parte dearriba —me dijo.

Se la quité con la cuchara y dejé elhuevo en un vasito para que lo comiera.

—¿Y por qué está mi tostada cortadaen tiras? —protestó.

—En Inglaterra las llamamossoldados, y se pueden mojar en la yema.

Probó mi sugerencia y debió degustarle el resultado, pues terminó el

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desayuno sin más protestas. Irina, quemantenía todavía un silenciomalhumorado, empezó a jugar con sumuñeca nueva. Le quitó el camisón paraponerle un vestido. Estaba abrochandolos botones cuando Serge le quitó lamuñeca y le arrancó un brazo. La niñagritó y se fue corriendo a su cuartohecha un mar de lágrimas.

—Oh, señorito Serge, eso ha estadomuy mal —le grité. Tomé la muñecapara ver si podía arreglarla—. Tieneque ir enseguida a pedirle perdón a suhermana.

—No lo haré —contestó. Se cruzó debrazos con terquedad.

—Yo creo que sí lo hará.Me miró de hito en hito.

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—No puede obligarme.Sus ojillos brillaban con tal furia que

me dejó sin palabras. Me habíaresultado fácil tratar con el señoritoRobin y la señorita Phyllis, dos niñoscariñosos. En aquel momento me sentícompletamente fuera de lugar, sin laexperiencia necesaria para lidiar conuna desobediencia así.

—¿Le gustaría que Irina le rompierasu tren nuevo? —pregunté con suavidad.

—No se atrevería. Y no crea queusted puede decirme lo que tengo quehacer. Si quiero, su trabajo aquí nodurará ni cinco minutos. Puedo librarmede usted tan fácilmente como me libré deMademoiselle.

Como si quisiera probar sus palabras,

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empezó a vaciar la jarra de leche en elsuelo como había hecho con las gachasde avena y a continuación hizo lo mismocon el zumo de naranja, las cáscaras dehuevo y el contenido del frasco demermelada. Empecé a protestar, peroNianushki me puso una mano congentileza en el brazo y movió la cabezacomo avisándome de que no hicieranada más. Serge se levantó con una gransonrisa y se fue a jugar con su tren. Metragué la rabia y, con el corazóngolpeándome en el pecho como untambor, empecé a limpiar el desastrecon la sensación de que aquel niño mehabía declarado la guerra.

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Todas las noches se esperaba que losniños cenaran con sus padres. Yotambién debía asistir, lo cual era unaprueba para mí, pues me resultabaembarazoso que me apartaran la silla yque me sirviera el mayordomo deguantes blancos como si yo fuera unmiembro de la familia. Aquello era muydistinto a la vida que había llevado enCarreck Place. Pero era bueno que seincluyera a los niños. Yo sabía quellevaban unas vidas muy consentidas yresguardadas, pero, aun así, mesorprendió descubrir que eran incapacesde vestirse solos.

Nianushki y yo ayudábamos a Irina, ya Serge lo asistía un ayuda de cámara enla intimidad de su dormitorio. Irina

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alzaba los brazos para que Nianushki lepusiera el vestido por la cabeza, sinhacer ningún intento por abrochar losbotones o por ponerse las medias o loszapatos de piel. A mí no se me habíaocurrido ni por un momento que fuerantotalmente inútiles sin ayuda.

—Quizá habría que aprender algunascosas aquí —sugerí una de las primerasnoches.

Nianushki me miró sorprendida.—Por supuesto que no. No se espera

que ninguna dama haga nada sola cuandotiene una doncella que puede hacerlopor ella. Ni ningún caballero tampoco,excepto el conde, que es tan pragmáticoque no hace caso de esas cosas. Cuandoestamos en el campo, nada le gusta más

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que ayudar en el jardín, mientras que lamayoría de los aristócratas no serebajarían a esas actividades decampesinos.

—Me complace oír eso. —Yoempezaba a sentir curiosidad por aquelhombre que pagaría mi salario, y estabadeseando conocerlo mejor.

Cuando los niños se colocaron antemí listos para la inspección, me perturbóla expresión de la cara de Serge, en laque reconocí señales de más rebeldía.

—Está muy elegante —comenté,deseosa de calmarlo, pues él se movía ytiraba de su ropa nueva. Iba vestidocomo un chico inglés de buena familia,con un elegante traje de tweed verde conchaqueta Norfolk y bombachos.

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Sonreí con alivio cuando vi que sepavoneaba por el cumplido, pero Irinaempezó a reírse.

—Estás muy ridículo, Serge.Su hermano la miró de hito en hito.—Tú también, con ese vestido rosa

vaporoso con una gran faja verde y eseestúpido lazo en el pelo.

—Es mejor que tu corbata cursi y esecuello tan grande —replicó ella.

Serge enseguida empezó a tirar de lacorbata, tratando de quitársela, al mismotiempo que intentaba ablandar el rígidocuello Eton.

—Por favor, no haga eso, señoritoSerge.

Yo extendí las manos para detenerlo,pero él me las apartó de un manotazo.

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—No me gusta. No me lo pondré.Miré a Nianushki mientras pensaba

una vez más en cómo lidiar con aquelladesobediencia directa. Ella se encogióde hombros con resignación, como sihubiera visto aquello muchas veces.

—Me temo que tienden a ponerseirritables cuando pasan mucho tiempoencerrados en este apartamento. ¿Quéquieres ponerte, mi queridomuchacho? —preguntó.

—Me da igual. Pero esto no —gritóél.

Tomó las tijeras de coser deNianushki y se cortó la corbata justodebajo del nudo. Cuando su hermana seechó a reír, él se volvió con rapidez y lecortó el lazo junto con un mechón de

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cabello.Irina gritó y se dejó caer al suelo

golpeando con los talones en un ataquede histeria. Aterrorizada de que lacondesa pudiera oír el alboroto, meapresuré a tomarla en brazos ytranquilizarla. Estaba abrumada por unasensación de fracaso al no haberadivinado la intención de Serge y lacosa fue de mal en peor. A pesar de queyo le suplicaba silencio, el ataque dehisteria continuaba sin remitir.

Entonces Nianushki le habló con vozfría y tranquila.

—Si no cesa ese ruido en el acto,señorita Irina, tendré que llamar a sumamá y ya sabe lo que hará.

A la amenaza le siguió el silencio,

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pues Irina dejó de gritar al instante. Sefrotó los ojos llenos de lágrimas y sepuso lentamente en pie. No protestó másmientras yo le rehacía el peinado,disfrazando con cuidado el mechón quefaltaba. Nianushki fue a buscarle otracorbata a Serge e incluso él parecíaescarmentado a pesar de su expresiónsombría.

—¿Qué haría la condesa? —preguntéa Nianushki en un susurro.

—Les taparía la boca con cintaadhesiva —respondió en voz baja ydeslizó sus dedos gordezuelos por suslabios para escenificarlo.

Me sentí horrorizada.—Pero entonces no podrían comer ni

hablar.

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—Desde luego que no. De eso setrata. Los niños viven con miedo a esecastigo, aunque los hay peores.

Al recordar el incidente durante el téde la tarde, no me atrevía a pensar quéotros castigos podía infligir la condesa asus hijos, en particular a Irina.

—Tengo una idea —anuncié, ansiosapor calmar sus miedos y que terminaranlas lágrimas y los enfados—. Si estamoslistos rápidamente, aprenderemos acantar Pop Goes the Weasel y DiddleDiddle Dumpling. Me encantan lasrimas tontas. ¿A alguien más le gustan?

—Oh, sí, por favor —contestó Irina.Y tuvimos una sesión de canciones. ASerge le gustó especialmente Fui a laferia de animales, que cantamos en

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francés.

Una tarde, después de sacar a los niñosa su paseo diario, volví al aula yencontré a Ruth tomando té conNianushki.

—Cuánto me alegro de verte —dije.Abracé a mi nueva amiga.

—He pensado que debía venir a versi te has instalado bien y si hay algo conlo que pueda ayudarte —comentó ella.

—¿Por qué no vas a hablar con tuamiga a tu habitación? Yo cuidaré unrato de los niños.

— G r a c i a s , Nianushki —dije,agradecida.

Era un gran alivio tener un momento

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para mí, poder compartir mispreocupaciones por las últimas peleas ylos malos comportamientos y confesar loincompetente que me sentía para lidiarcon los niños.

— S e g ú n Nianushki, la últimainstitutriz le tomó tal antipatía a Sergeque lo privaba de comer y casi lo matóde hambre —dije—. No me extraña quesea tan problemático. El pobre chico nose fía de nadie. Hasta su propia madre, olo mima demasiado, o lo alienta a gastarbromas tontas.

Acabé contándole a Ruth lo que habíaocurrido en Carreckwater, cuando casihabía ahogado a Irina en el lago. Ella seescandalizó.

—Es importante fijar normas y reglas

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de comportamiento aceptables desde elprincipio. Pero no debería ser necesariorecurrir a castigos terribles. Unapequeña charla, quizá, o enviarlos a lacama a descansar hasta que se les pasela rabieta.

—Exacto. Parece que la que mássufre es Irina. El otro día le hicieronponerse en un rincón con las manos en lacabeza. Quizá habría estado muchotiempo allí de no ser porque intervino supadre.

Las dos nos echamos a reír cuando leconté la historia.

—Estoy segura de que eso mejorará.Te están poniendo a prueba. Pero laverdadera razón por la que he venido hasido para ayudarte a comprar la ropa

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apropiada. Se acerca el invierno y nopuedes ir a la iglesia o al teatro con esev i e j o shuba mío. Es una vergüenzaabsoluta. Tenemos que ir de compras yluego te presento en la Capilla Británicay Americana.

—Oh, eso estaría muy bien.Nianushki accedió a quedarse con los

niños la tarde del día siguiente yorganizamos la salida.

Mi nuevo empleo no había empezadocon buen pie, en gran parte debido a mifalta de experiencia. Pero me dabacuenta de que, si quería conservarlo yproteger a los niños del peligro de sumadre, tendría que mejorar cuanto antes.

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CAPÍTULO 10

Me sentó muy bien salir y descubrir lasdelicias de aquella hermosa ciudad decanales, ríos, islas y puentes, con subien merecido título de la «Venecia delNorte». Ruth me llevó a ver la Catedralde San Isaac, con sus columnas clásicasy su cúpula dorada, y después fuimos ala Plaza del Palacio, o DvortsovaiaPloshchad, dominada por lamagnificencia del Palacio de Invierno,antes de entrar en la Nevski Prospekt.Aquel parecía ser el corazón de laciudad, una vía pública ajetreada, conedificios de arquitectura impresionante,estatuas asombrosas, artistas callejeros

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y un gran número de tiendas fascinantes.—Ya les estoy tomando cariño a los

niños —dije a Ruth mientrascaminábamos agarradas del brazo—, enparticular a Irina, a pesar de sustravesuras ocasionales. Pero es buenodisfrutar un poco de la compañía deadultos para variar y liberarse un par dehoras de la preocupación y laresponsabilidad que suponen.

—Conozco esa sensación. —dijoRuth, y se echó a reír.

Compré un abrigo nuevo, con capuchay forrado de piel, aunque de conejo, node castor; unos pantalones de lana quese abrochaban debajo de los pies y unashermosas botas beige de fieltro llamadasvalenki hasta la rodilla.

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—¡Qué suaves y calentitas! —comenté, realmente impresionada.

—Puedes llevarlas en casa, paracalentarte en los fríos días de invierno,o cuando salgas, les puedes poner unasbotas de agua de goma encima para queno se mojen. Eso será especialmentenecesario cuando empiece el deshielo.

La dependienta de la tienda seapresuró a buscarme también un par deesas. A continuación Ruth insistió en quecomprara un paquete grande de sobres yescribió con cuidado mi nueva direcciónen uno de ellos.

—Ahora puedes copiar esa direcciónen todos los demás sobres y enviarlos acasa para que los usen tus padres.

—Maravilloso. Has sido muy buena

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conmigo.Estábamos en un puente sobre el

canal, admirando la cúpula dorada deuna iglesia cercana que resplandecíabajo el sol brillante. Aquella hermosaciudad, con sus chapiteles dorados, suscúpulas verdes y azules y sus casasblancas, había demostrado ser máshermosa de lo que esperaba. Empezabaa tomar cariño a Rusia.

—Los expatriados debemospermanecer unidos. Hablando de eso,tenemos el tiempo justo de hacer unavisita a la Capilla Británica yAmericana.

Era un típico edificio de estilocongregacional sobrio, muy espacioso,con bancos de madera sencillos en los

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que podía imaginarme a las damassentadas en una postura muy digna consus mejores sombreros para la misa deldomingo. Y como me había explicadoRuth, no era simplemente un lugar deveneración, sino también un club social.

—Ofrece clases nocturnas, unabiblioteca, pícnics, un club de ajedrez,un coro y muchas otras actividadesculturales. Yo suelo venir todos losdomingos por la mañana y los miércolespor la tarde, como hoy, que es cuandonos reunimos las institutrices a tomar elté y cotillear.

Y allí estaban, alrededor de unadocena de mujeres jóvenes congregadasen la zona del vestíbulo. Todas medieron la bienvenida con sonrisas y con

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muchos abrazos y besos. Cuando mequitaron el abrigo y me acomodaron enuna silla con una taza de té y un bollo,me sentí inmediatamente entre amigas.

—Desafortunadamente, en esta épocadel año no hay pícnics, pero hay un parde conciertos programados. Y tambiénalguna partida de bridge y, por supuesto,la fiesta de Navidad. Hay muchadiversión en marcha —me aseguró unajoven rubia que se presentó como Ivy.

—¿Tienes algún talento para lamúsica? Si lo tienes, no te molestes enapuntarte al coro porque uno de losrequisitos parece ser que sus miembrosno sepan cantar —me advirtió otra.

Todas se echaron a reír. Parecía queencontraban aquello muy divertido.

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—Dudo de que tenga mucho tiempode apuntarme a nada. La condesa y losniños me tienen muy ocupada.

—Ah, pues asegúrate de que te denpor escrito el tiempo libre que tecorresponde.

—Y cuándo tienen que pagarte —añadió otra chica—. Las familias quetienen dificultades económicas puedenretrasar el pago de tu salario, lo cual noestá nada bien.

—Los Belinski no tienen dificultadeseconómicas —me apresuré a asegurarles—. Estoy segura de que todo irá bien,una vez que me haya instalado en unarutina. Pero primero tengo que organizarla renovación del aula.

Pasé a explicarles que la condesa

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quería que lo hiciera al estilo inglés, alo cual siguieron consejos sobre elmejor modo de lograr eso en Rusia. Lainformación más útil procedió de Ruth.

—Yo puedo recomendarte un buencarpintero que haga el armario de losjuguetes y todo lo que necesitas. Stefanviene por aquí con regularidad, pues sumadre llegó el siglo pasado a trabajarcomo institutriz para el dueño de unafábrica. Acabó casándose con uno de losempleados. Stefan es bilingüe y se sienteparte de la comunidad inglesa. Puedeque esté por aquí esta tarde. Iremos abuscarlo después del té.

Dejé mi taza y el platillo en la mesa.—Quizá deberíamos ir ahora, pues

tengo que volver pronto.

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Encontramos al joven en cuestión, yRuth le explicó rápidamente que yonecesitaba un buen carpintero. Era unhombre alto y esbelto, de hombrosmusculosos, cabello castaño rojizo ysolo un asomo de bigote en el labiosuperior en lugar de la barba pobladaque se consideraba de moda. Me resultóbastante bien parecido.

—¿O sea que trabaja para el condeBelinski? Interesante. Se dice que ejerceuna gran influencia sobre el zar.

—Eso no es lo que he oído yo. —Recordé la conversación de la hora delté cuando el conde había hablado delacoso de los tíos.

—Ah, o sea que le cuenta sussecretos, ¿eh?

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—No me refería a eso.—Ah, ¿entonces estuvo escuchando

una conversación? Eso también esinteresante.

Me sonrojé y, cuando él notó mivergüenza, soltó una carcajada. Pero yono podía negar que era verdad.

—Deja de burlarte de ella, Stefan —lo regañó Ruth—. Todos oímos cosasque no deberíamos. Es parte de la vidadel servicio, como tú bien sabes. Y elconde Belinski es un ministro muyimportante.

—Desde luego que lo es —asintió él—. Ahora bien, otra cuestión es si yoestoy dispuesto a trabajar para unmiembro de la aristocracia rica.

Aquel hombre empezaba a irritarme,

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pero lo miré a los ojos condeterminación. Los suyos eran de unfascinante tono entre verde y gris ybrillaban chispeantes como si ledivirtiera mucho aquella conversación.

—Es la condesa la que ha ordenadoel trabajo —dije—, pero si no leinteresa, estoy segura de que podréencontrar otro carpintero igual de bueno.

—Eso lo dudo mucho. Yo soy elmejor que hay.

—Oh, ¿y tiene referencias en esesentido?

Debí de parecer bastante altanera,porque él se rio aún más de mí.

—Puedo proporcionarle unas cuantas,de ser necesario.

—No seré yo quien se las pida, pero

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la condesa quizá quiera asegurarse desu…

—¿Competencia? ¿Se puede poner enduda?

Me entraron ganas de abofetear surostro arrogante y agradecí a Ruth queinterviniera con una risita.

—Compórtate, Stefan. Millie soloquiere hacer su trabajo lo mejor posible.De lo contrario, podría perderlo.

Él se puso serio al instante y, con unapequeña inclinación de cabeza, accedióa venir a casa de los Belinski al díasiguiente para comentar lo que senecesitaba. Yo me alegr é de escapar deallí. Pero algo en el modo en que él meseguía con la mirada cuando salí deledificio hizo que mi corazón latiera un

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poco más deprisa.

A la mañana siguiente, poco después dedesayunar, la condesa me hizo acudir asus aposentos. Llamé educadamente a lapuerta y esperé casi diez minutos hastaque recibí permiso para entrar.

Me miró con frialdad de arriba abajo,con los ojos entornados.

—Me han hecho notar que ayer teausentaste sin permiso —dijo.

—Vaya, no sabía que eso eranecesario —musité yo, y enseguida medi cuenta de mi error.

—Tú no haces nada sin miconsentimiento, ¿entendido? Desdeluego, no te contraté para que

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holgazanearas con esa nueva amiga tuya.—Le pido disculpas, milady, lo

tendré en cuenta en el futuro. —Guardésilencio, perdida en un torbellino dedudas y culpabilidad. Hice unareverencia, me coloqué las manos en lacintura y empecé un discursopreviamente ensayado—. En relacióncon el tiempo libre, milady, noconcretamos como es debido esosdetalles cuando estábamos enCarreckwater, así que quizá deberíamoscomentarlos ahora. —¿Por qué tenía quetener aquella vena independiente quesiempre me metía en líos?

—Estarás disponible para mis hijosen todo momento. Cuando estén en lacama y dormidos, eres libre de ocupar tu

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tiempo como desees, o de simplementeirte a la cama.

Aquello me hizo pensar.—Lo siento, milady, no comprendo.

¿Cuándo es mi día libre exactamente?—Puede que acceda a darte una tarde

libre, quizá dentro de unos meses,cuando hayas demostrado tu valía. Eltiempo libre hay que ganárselo.

—Pero eso no puede ser correcto —protesté yo, que empezaba a enojarme—. Pido sinceramente disculpas porhaber cometido el error de salir decompras sin permiso, aunque fuera paraadquirir algunos artículos necesarios.Sin embargo, organicé que Niuanushkise quedara con los niños, y creo quetodos los empleados merecen darse

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algún respiro en forma de día libre.Sus encantadores ojos oscuros se

ensombrecieron por mi temeridad alosar desafiarla.

—Aquí estás bajo mis reglas y haráslo que yo te diga.

El corazón me dio un vuelco. Habíasido una ingenua al no acordar esosasuntos antes de aceptar la oferta deempleo de la condesa. ¿Me habíasentido halagada o había estadodemasiado deseosa por la oportunidadde viajar para protegerme debidamente?Ya era tarde para pensar en eso. Noobstante, estaba decidida a defender misderechos y no dejarme avasallar.

—Vine a trabajar para usted conbuena fe, milady. Confiaba en usted y no

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pensé ni por un momento que medefraudaría negándome mis derechos.

—¡Cómo te atreves a sugerir algo así!¿Qué derechos puedes tener tú, si erespoco más que una campesina?

Al oír aquello, estuve a punto dedejar escapar un grito de protesta, perome pareció inteligente controlarme eintentar mantener la dignidad.

—Conozco mis derechos porque mispadres también trabajaron en el serviciodoméstico —dije con cautela—, pero deningún modo se les podría clasificarcomo campesinos.

Ella, que estaba envuelta en un saltode cama elegante, se encogió dehombros como si mis antecedentes no leimportaran nada.

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—Si no estás satisfecha, siemprepuedes buscar empleo en otra parte,siempre y cuando yo te dé los informesnecesarios.

—Estoy segura de que no meresultaría difícil conseguir otroempleo —repuse con temeridad. ¿Enqué estaba pensando? Aquello eraRusia, y aparte de Ruth, no conocía a unalma, ni siquiera hablaba el idioma, asíque, ¿cómo podría irme sin más si no megustaban las condiciones? Sin embargo,me mantuve en mis trece con valentía—.Ya tengo una referencia excelente delady Rumsley. No obstante, confío enque eso no será necesario, ya que estoybastante segura de que podemos llegar aun acuerdo aceptable, aunque solo sea

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por el bien de los niños. Y hablando deellos, ayer visité la Capilla Británica yAmericana y me presentaron a un buencarpintero. Vendrá hoy para recibirinstrucciones sobre lo que se necesita enel aula. ¿Le gustaría estar presente?

Su silencio casi me congeló más queel viento del Báltico, pero de prontoechó atrás la cabeza y soltó unacarcajada, un sonido crispado quecontenía poco humor, pero que de todosmodos suponía un alivio.

—En absoluto. Ese es tu trabajo,como ya te he informado. Yo tengocosas mejores que hacer con mi tiempo.

—Como desee, milady. ¿Podemos,pues, acordar, que tengo libres losmiércoles por la tarde para reunirme con

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otras institutrices británicas en laCapilla Británica y Americana? ¿Yquizá un domingo de cada dos?

Ella suspiró con pesadez.—Muy bien. Eso es todo por el

momento —dijo, y me despidióhaciendo un gesto con la mano.

Hice una reverencia, agradecida deque hubiera prevalecido el sentidocomún. Pero cuando cerré la puerta sinhacer ruido, no tuve ninguna sensaciónde triunfo por ese aparente éxito. Lacondesa Belinski era el tipo de déspotaque no toleraría fácilmente un desafío asu autoridad sin alguna forma derepresalia.

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—Estoy encantada de haber ganado elasunto del día libre, ya que necesitodescansar de mis deberes de vez encuando —dije a Nianushki—. Cuandose acuestan los niños, normalmente estoyagotada.

—A mí también me vendría bien undescanso. Los niños al menos seacuestan temprano, a diferencia deMadame. Le gusta leer y, cuando se lecansan los ojos, se tumba en la cama yme pasa el libro a mí. A menudo le leohasta las dos de la mañana y estoyagotada. Pero mientras que ella puededormir hasta el mediodía, yo tengo quelevantarme a las seis para ayudar a lacondesa a vestirse, pues no tienedoncella personal en este momento.

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¿Cuántos pares de manos tengo yo? Nolos suficientes.

Me eché a reír y le di un abrazo.—Pues déjeme ayudarla. Usted puede

leer a los niños algunas noches yacostarse temprano y yo me sentaré conMadame.

Nianushki aceptó enseguida elofrecimiento, y a mí me alegrabatambién tener un cambio de actividad.

Raisa Ilinski, la madre de la condesa,o Babushka, como la llamaban los niñoscon cariño, vivía muy independiente,pasaba las veladas en poca compañía,aparte de la vieja niñera y la visitaocasional de alguna amiga. En sushabitaciones no había colgaduras deseda ni marcos dorados como en las de

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su hija. Su parte de la casa estabaamueblada con sencillez, con cortinas debrocado y cretona marrones y conmuebles cómodos, casi al estilo inglés,salvo por una colección de huevos deFabergé. Se sentaba a leer hasta bientarde a la luz de una lámpara de alcoholsituada sobre una mesa redonda decaoba que ella siempre tenía a su lado.

En mi primera visita me ofrecí a leerJane Eyre.

—Es uno de mis libros favoritos. Lohe traído conmigo y he pensado quequizá le gustará también a usted,Madame.

—Estoy segura de que sí. Tambiénme gusta bastante Dickens. ¿Has traídoalgún libro de él?

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—Tengo La tienda de antigüedadesy David Copperfield.

La mujer sonrió.—Fantástico. Creo que nuestros

gustos resultarán ser bastante similares.Por desgracia, muchas de mis amigas yano están entre nosotros, así quedisfrutaré de tu compañía. Será uncambio agradable de los gemidos ygruñidos de Klara. —Suavizó elcomentario con una risita, como paradejar claro que apreciaba bastante a suvieja acompañante—. ¿Te estásadaptando bien aquí?

Mantuve un rostro inexpresivo y leaseguré que estaba muy contenta con minuevo puesto.

—Me alivia oír eso. Mi hija puede

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ser una mujer difícil. Siempre fueproblemática, incluso de pequeña. ¿Quéhay de tu infancia?

Le conté que mi madre era francesa ytrabajaba muchas horas como doncellapersonal, igual que mi padre en sucalidad de chófer de lord Lonsdale.

—A mí me dejaban a menudo alcuidado de mi abuela. Era una metodistaanticuada con ideas muy firmes sobre loque es apropiado, pero tuve una infanciamuy feliz. Espero ofrecer el mismo amory apoyo al señor Serge y la señoritaIrina.

—Estoy segura de que lo harás,querida niña, pero no cometas el errorde mimarlos demasiado. Los niñosnecesitan límites. Olga también pasó

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mucho tiempo al cuidado de otros y yocometí el error de consentirla mucho porun sentimiento de culpa, porque tenía lasensación de estar descuidándola. Puedeque te sorprenda saber que losaristócratas también tienen deberes yresponsabilidades que no siempredesean.

—Oh, estoy segura de ello —meapresuré a decir.

—Yo fui durante muchos años damade compañía de María Fiódorovna, lamadre del zar. Éramos docenas dedamas, pero el trabajo era exigente. Ah,pero cómo me gustaba ver a los cosacospreceder a la emperatriz por la largagalería con ella vestida con un traje rusocompleto, de terciopelo rojo y con cola

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dorada, resplandeciente de joyas, contodas sus damas de honor ataviadas deterciopelo azul claro. Hasta la mismahabitación relucía con el oro, decoradacon obras de arte gloriosas y jarronesllenos de flores. —A la anciana se lenublaban los ojos con los recuerdos—.El esplendor de Rusia era algo digno dever.

Debía de ser magnífico.—Hasta acompañé una vez a la

emperatriz a Inglaterra, cuando visitó asu hermana la princesa Alejandra, quiense casó con el rey Eduardo VII. Fueencantador ver a las dos hermanasdisfrutar mutuamente de su compañía.Siguen estando muy unidas.

—¿Fue así como aprendió a hablar

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ese inglés tan perfecto?Babushka sonrió.—Me halaga el cumplido, pero sí,

supongo que debió de ser así. MaríaFiódorovna era una princesa danesallamada Dagmar, que en principio debíacasarse con el hermano de su esposo.Pero él murió trágicamente, y Sasha, quees como la princesa llamaba aAlejandro, y ella intimaron mientraslloraban la pérdida del joven al queambos adoraban. Luego se enamoraron yse casaron, muy en consonancia con losdeseos de sus padres.

—¡Qué romántico!—Sí, sin duda lo fue. Ella incluso

cambió de religión por él. Siemprefueron una pareja devota, pero sus hijos,

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Nicolás y sus hermanos, se criaron acierta distancia de la corte y de SanPetersburgo. Pasaron una infanciaaislada, apartados de la cultura y la altasociedad, y, probablemente por eso, elzar prefiere una vida tranquila en elcampo.

—¿Y eso es malo? —pregunté,fascinada por lo que me contaba.

—Quizá no lo sea en algunosaspectos. Sin embargo, a Nicolás lehabría venido bien ser algo máscosmopolita y más consciente de cómomuchos de sus súbditos dependen de latierra para vivir, tienen dificultades parapagar sus impuestos y son analfabetos.

—No siempre es buena idea consentirdemasiado a los niños —repuse,

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pensando en Serge—. Aunque no creoque se pueda consentirlos por el solohecho de darles mucho amor, sino por elmodo en que se lo demuestras, supongo.

—María Fiódorovna quería a sushijos, pero cometió el error derecluirlos en un mundo resguardado,donde veían a pocas personas aparte desirvientes y de sus preciosas mascotas.Alejandro también adoraba a sus hijos,pero del mismo modo se mostrabasobreprotector e insistió en estableceruna rutina estricta que nunca les permitióadquirir confianza ni pensar por símismos. En consecuencia, Nicolás norecibió la preparación adecuada para latarea que le tenía asignada el destinotras la muerte de su padre. Es vital

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educar a los hijos en el mundo real, ¿note parece?

Asentí.—Tiene razón, Madame. ¿Debo

entender que me aconseja que sea firmecon Serge e Irina, pero también lesproporcione experiencias amplias y unabuena educación?

—Eso es exactamente lo que digo,querida niña. Creo que nosotroscometimos el mismo error con Olga, enparte porque era nuestra única hijasuperviviente, pues los otros tresmurieron a los pocos meses de nacer.

—Vaya, lo siento mucho. Eso debióser muy duro.

—Nos hizo mimarla muchísimo. Miquerido esposo era tan rico que le

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concedía a mi preciosa hija todo lo quedeseaba. Ahora que echo la vista atrás,veo que no fue una buena idea, pues lacodicia y el deseo a menudo vencen alsentido común, al menos así fue en elcaso de Olga. Nos alegramos muchocuando se fijó en el conde, porquecreíamos que era un matrimonio poramor, pero en realidad ella se habíaenamorado de su título y su riqueza. —La anciana soltó un suspiro profundo—.Ahora se repite la historia con Serge,aunque, por lo que respecta a Irina, noestaría mal que le prestara más atención.

Yo no podía creer que Madamehubiera admitido que el afecto de lacondesa por su hija no era el que debíaser, pero no hice comentarios.

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La anciana se inclinó más hacia mí ysusurró:

—Serge es un bromista nato, comoGeorge, el hermano pequeño del zar.Estate muy atenta por si empieza con susjuegos.

Sonreí.—Ya me he percatado de eso.—Perfecto. Entonces creo que te irá

bien, querida niña. Y ahora, si no teimporta prepararme una taza dechocolate caliente, empezaremos conJane Eyre. Ah, y llámame Babushka. Loprefiero a Madame.

La velada que pasé con la madre dela condesa me enseñó mucho ycontribuyó en gran medida a aumentar laconfianza en mí misma.

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CAPÍTULO 11

Stefan, el carpintero, se presentó comohabía prometido y le mostré el estadodescuidado del aula, la caja de juguetesa rebosar y los que había esparcidos porel suelo.

—Como puede ver, es urgente, puesno tenemos dónde poner nada. Los niñosnecesitan también un pupitre cada uno yestantes para los libros que traje paraleer.

—Muy bien, empezaré mañana.—Oh, eso sería maravilloso, señor…Él sonrió, me sostuvo la mirada un

momento más de lo que resultabaapropiado, con un brillo de desafío en

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las profundidades verdosas y grises desus ojos.

—Kovalski, pero pensaba quehabíamos acordado que me llamaríaStefan.

Me ruboricé, esa vez sin un motivoaparente, y me volví para fingir queordenaba un montón de libros, pues noquería que viera el efecto que meproducía.

—Te agradecería mucho tu ayuda eneste asunto, Stefan, aunque deboadvertirte de que la condesa solo quierelo mejor.

—Y yo puedo proporcionárselo.¿Esos son los planos?

Fui muy consciente de su proximidadcuando se acercó a mirar los bocetos

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que había hecho de los muebles quequería y los planos que había dibujadopara el aula.

—La condesa insiste en que debe seral estilo inglés —dije.

—¿Puedo llevarme esto?—Por supuesto. —Cuando se lo di,

sus dedos rozaron accidentalmente losmíos y eso me hizo estremecer. ¿Qué meocurría?—. El aula necesita una manode pintura —me apresuré a decir,desesperada por recuperar el aliento,que parecía llegar en bufidossuperficiales—. Supongo que usted no…

—¿Qué color te gustaría? —mepreguntó, tomando notas.

Sugerí verde en los paneles con unborde de color crema y accedió también

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a colocar linóleo nuevo.—Sería mucho más fácil de limpiar, y

es mejor para los niños cuando estánjugando.

Una vez hubimos acordado losdetalles, le dije que hablara con elmayordomo, que era quien tenía laúltima palabra en tales acuerdos.Todavía no estaba convencida de queStefan cumpliera su promesa ni de quefuera tan bueno como afirmaba, perocuando inicié ese día las clases de lamañana, sentía una extraña punzada deexcitación dentro de mí.

Para mi sorpresa, cuando entré en elaula a las ocho de la mañana siguiente,él ya estaba manos a la obra,construyendo una gran vitrina donde se

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podrían guardar los juguetes a la vista.Me produjo una gran impresión, y así selo hice saber.

—¡Santo cielo! ¿Cuándo empezaste ahacer eso? Parece que ya esta medioterminado.

—He trabajado toda la noche, ya queparecías tener prisa.

—Veo que será una vitrina excelente.Mucho más espaciosa y estilizada quenada de lo que he visto en Inglaterra,pero de estilo inglés, como te pedí. Esmaravillosa.

—Stefan es un buen artesano —señaló Nianushki, que se acercaba conun niño en cada mano—. Muy fiable yeficaz. Recuerdo bien a tu madre, hijo.Hace tiempo que no la veo. ¿Cómo se

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encuentra?Él le devolvió la sonrisa con tristeza.—Murió, pues nunca llegó a

recobrarse de la muerte de mi padre. Suvida no era la misma sin él.

—Vaya, lamento oír eso, aunque nome sorprende, dadas las circunstancias.Recuerdo que hacían una parejaperfecta. Él era un hombre de grancorazón, partidario de luchar por lo quees justo, y tu madre era su mayor apoyo.¿Tú no has seguido sus pasos?

—No estoy hecho para trabajar enuna fábrica —repuso él.

—¿Y cómo aprendiste el oficio decarpintero? —pregunté yo, curiosa depronto por saber más de aquel hombre.

—A base de trabajo duro y

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entrenamiento. Carpintero, hombre demantenimiento, jardinero y recadero a suservicio. —Bien. Respondió con unsaludo burlón.

Nianushki sonrió.—Su madre me dijo una vez que,

aparte de ser muy práctico, también erasun artista brillante.

—Me temo que mi madre era bastanteparcial en lo relativo a mis talentos.Además, sé cuál es mi sitio. En este paísnunca es fácil ganarse honradamente lavida y no sería bueno que intentaraelevarme por encima de mi estatus,¿verdad?

No parecía el tipo de hombre quesupiera cuál era «su sitio», pero algo ensu tono me advertía que no prosiguiera

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con aquel tema.—Quizá puedas traer algunos de tus

cuadros para mostrárselos a losniños —sugerí. Como era previsible,Serge hizo una mueca e Irina asintió conentusiasmo.

—¡Sí, por favor! Me encantapintar —dijo la niña.

—No son para mostrarlos enpúblico —repuso él. Se volvió y siguiótrabajando en la vitrina.

—Pero mostrárselos a los niños noentraría en esa categoría —protesté yo—, y una demostración de tushabilidades como pintor seríamaravilloso para su educación.

Hizo como si yo no hubiera dichonada. Me ignoró por completo y siguió

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trabajando sin contestar. Aquello mepareció de mala educación, pero soloveía la parte de atrás de su cabeza. Ni sucara ni su pelo me resultaban visibles,pues llevaba una gorra calada baja yestaba inclinado trabajando. Yoanhelaba que alzara la vista y aceptarami sugerencia, no solo por Serge e Irina,sino porque deseaba mucho volver a veraquella sonrisa en sus ojos.

Nianushki chasqueó la lengua yempezó a salir de la estancia.

—Vamos —dijo a los niños—.Debemos dejar trabajar a Stefan. Serámejor que lo dejemos tranquilo un parde días.

—Claro, por supuesto. —Yo devolvíinmediatamente mis pensamientos a la

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realidad de mi trabajo—. Pónganse losabrigos, niños. Podemos practicarconversación en inglés mientrasdisfrutamos de un paseo y aprendemoslos nombres de árboles y flores.Después podrán jugar un rato con susjuguetes cada uno en su dormitorio.Cuando Stefan haya terminado el aula,los dos nos ayudarán a Nianushki y a mía limpiarla y colocarlo todo comoprefieran —dije con voz animosa.

Serge hizo una mueca de desprecio.—Eso es trabajo de sirvientes.—Posiblemente, señorito Serge, pero

es su aula y, por lo tanto, también suresponsabilidad —insistí, recordando laconversación con su abuela—.Empezaremos las clases el lunes por la

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mañana a primera hora.Mientras salía con ellos, sorprendí a

Stefan sonriendo y me pregunté qué eralo que lo divertía tanto.

Por una vez, los niños no protestaronpor el paseo, aunque empezaban a caeralgunos copos de nieve. Tal vezdeseaban en secreto un aula nueva, encuyo caso, quizá yo estaba haciendoalgo bien después de todo.

Antes de que acabara la semana, lavitrina y las estanterías de libros estabanterminadas, con la madera de cerezopulida a la perfección, así como tambiéndos pupitres con asientos plegablesdonde podían trabajar los niños. Lospaneles de las paredes de madera habíansido pintados en verde y plata, que

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quedaba mucho mejor que el colorcrema, y había linóleo verde nuevo en elsuelo. El aula había quedadomaravillosa, mejor incluso que en losplanos que le había dado.

—Tiene razón —dije a Nianushki—.Stefan es fiable y eficiente.

—Nadie se atrevería a no serlo enesta casa —comentó ella con sequedad.

Pero a pesar de mis reservas sobre laactitud de él, me entristeció que hubieraterminado el trabajo y para mis adentrosconfié en volver a verlo pronto en laCapilla Británica y Americana.

Tal y como había prometido, lasprimeras clases de inglés comenzaron el

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lunes por la mañana. Inicié a los niñosen el juego del snap, donde usabadibujos con nombres para ayudarles aaprender palabras. Jugamos a identificaralgunos de sus juguetes y posesionesfavoritos, a las que pegué etiquetas paraayudar a los niños a recordar susnombres en inglés. Después les ayudé aconstruir las palabras con pequeñoscuadrados de madera en los que habíapintado el alfabeto inglés. Irinaparticipó con gran entusiasmo y reíaencantada siempre que conseguía haceruna palabra que coincidía con la de laetiqueta. Como era de esperar, Serge semostró obstinado y gruñón.

—¿Por qué tendría que importarmecuál es la palabra en inglés? Yo soy

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ruso.—Porque sus padres quieren que

aprenda el idioma —le expliqué congentileza en francés—. Usted es un chicointeligente, señorito Serge, así que no leresultará difícil. —Yo había descubiertopronto que respondía bien a los halagos.

Estaba ayudando a Irina a colocar lasletras de doll cuando entró la condesa.Me puse en pie al instante.

—No me prestes atención —dijo ella—. Me sentaré aquí a observar —dijo, yse instaló en una silla.

Como no me había dado permiso parasentarme, yo permanecí en pie. Estabanerviosa. Le tendí a Serge la B de ball yobservé cómo buscaba la A entre loscuadrados de madera. Al final encontró

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una y la colocó al lado de la primera.—Muy bien. Ahora busque la L —le

sugerí.—¿Eso es lo único que se hace aquí,

jugar? —preguntó la condesa con untono muy mordaz—. ¿No deberíasenseñarles sustantivos y verbos?

Le sonreí e intenté explicarme.—La gramática, en esta fase, no

resultaría apropiada. El vocabulario y laconversación son mucho más valiosospara aprender un idioma. Podemosllegar a la gramática más tarde. Así fuecomo me enseñó mi madre.

—Pero imagino que les pedirás quehagan traducciones.

—Todavía no, milady. Seríademasiado aburrido y difícil para niños

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de esta edad, incluso aunque yaescribieran bien, cosa que Irina no hace.Creo que aprender debe ser divertido,siempre que resulte eficaz.

—Un aula es para recibir educación,no para divertirse y jugar —replicó ella,cortante.

—Yo creo que puede ser ambascosas. —Ella me miró de hito en hito,pero no retrocedí, sino que seguíayudando a los niños—. Ah, ya casi haterminado, señorita Irina. Ahora necesitaotra L, igual que Serge. Ball y dollsiempre llevan dos eles al final. Eso es.Muy bien.

Irina sonrió satisfecha.—Mira, mamá. Lo he hecho —se

aplaudió a sí misma, celebrando su

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logro.—Yo también he hecho mi palabra —

dijo Serge. Y miró a su madre en buscade aprobación, que recibió deinmediato.

—Muy bien, hijo —dijo la condesa,con orgullo en la voz. A continuación sedirigió a mí—. Esta noche los bajará acenar como de costumbre. Sin embargo,en el futuro espero clases más serias. —Después de aquel comentario cáustico,se retiró sin dedicar ni una sola palabrade elogio a su hijita.

A mí me dolía el corazón al ver lapena que expresaba el rostro regordetede Irina. Siempre que su madre larechazaba, parecía encogerse dentro desí misma. Serge sonrió con aire de

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suficiencia, como de costumbre. Penséque había que hacer algo respecto almodo en que la condesa trataba a suhija, pero no tenía ni idea de qué.

Aquella misma mañana, más tarde, elconde visitó también el aula, pero esavez, cuando me puse en pie, me hizoseñas de que volviera a la silla con unagran sonrisa. Después, para mi sorpresay alegría, se acomodó en el suelo junto aIrina y la ayudó a unir los nombres conlos dibujos.

—Esto parece divertido —dijo—.¿Puedo jugar? Vaya, y qué inteligenteeres, Irina, para saber que esta palabrad i c e elephant. Es una palabra muygrande para una niña tan pequeña.

Irina miró a su padre con adoración, y

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sus mejillas se ruborizaron de placer.Hasta Serge se pavoneó con orgullocuando su padre admiró un poema cortoque había copiado en inglés; le pidióque lo leyera en voz alta y el niño loleyó con una pronunciación perfecta.

—Parece que estás progresandomucho con mis hijos —me dijo el condecon una sonrisa de orgullo.

—Porque son unos niñosinteligentes —contesté, fingiendo que nome daba cuenta de la expresión deplacer y sorpresa de Serge por elcumplido de su padre.

—Eres muy amable.Recordé que Babushka me había

dicho que su hija se había casado con elconde atraída por su título y su riqueza.

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Como conocía los rumores que decíanque tenía una aventura sórdida con eljardinero y no olvidaba que yo la habíasorprendido una vez con mis propiosojos en compañía de otro hombre, mellenaba de tristeza que traicionara de unmodo tan cruel a aquel hombre bueno yconsiderado.

A medida que avanzaban las semanas,crecía mi afecto por Babushka y megustaba mucho pasar tiempo con ella.Siempre preguntaba por los niños, queiban a verla de modo regular, y cada vezme mostraba más su apoyo, pues mehabía tomado bajo su ala. Yo le leía alos clásicos y ella me hablaba de la

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historia de Rusia, aunque no toda eraagradable. En una de esas veladas mehabló de la tarde del 13 de marzo de1881, cuando el zar Alejandro II habíasido asesinado por revolucionarios enlas afueras del Palacio de Invierno.

—Asistía a una revista militar cuandolanzaron una bomba a su carruaje. Elataque causó pocos daños al vehículo,pero mató a una cantidad de personasinocentes. El zar, ignorando su propiaseguridad y todos los consejos sensatos,saltó fuera, ansioso por ayudar a losheridos. En ese momento, uno de losrevolucionarios arrojó otra bomba, quele partió las piernas. El pobre hombremurió de las heridas que esto le provocópoco tiempo después.

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—¡Oh, qué horror! ¡Y qué hombre tanvaliente! —exclamé yo, sorprendida.

—Su hijo, Alejandro III, se convirtióen zar, con María Fiódorovna comozarina, y reinó hasta su muerte, en 1894.El hijo de ambos, Nicolás, el zar actual,tenía que casarse con la princesa Alixde Hesse, a la que amabaprofundamente. Por desgracia, suspadres, su madre en particular, no loaprobaban.

—¿Por qué? ¿Qué tenía contraella? —pregunté. Prefería aquellosrelatos sobre historia familiar, amor yromance.

—Insistía en que la chica no estaba ala altura de la tarea, que era demasiadotímida y retraída, y puede que hubiera

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algo de verdad en eso. También eranieta de la reina Victoria y había sidoeducada por ella, y sospecho que MaríaFiódorovna temía perder influenciasobre su hijo si la chica tenía unapariente tan poderosa detrás. Noobstante, como su querido Alejandroestaba a las puertas de la muerte en esemomento, acabó por ceder. Nicolás secasó con su adorada Alix y los dossiguen muy enamorados. Otra cosa esque la zarina haya conseguido ganarse laaprobación de su suegra —terminóBabushka con una risita—. ¿Tú te hasganado ya la aprobación de mi hija?

Le sonreí.—Eso debe preguntárselo a ella.—Puede que lo haga, un día que esté

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de buen humor —repuso. Sonriendocomo viejas amigas, volvimos a nuestranovela del momento, Cumbresborrascosas.

En los días y semanas siguientes, lacondesa Olga siguió visitándonos sinprevio aviso durante las clases, sin dudapara vigilarme a mí. Siempre tenía queponerme en pie cuando entraba ella en lahabitación, y rara vez me daba permisopara sentarme en su presencia. Tampocose me permitía dirigirme a ella a menosque me hablara primero, una regla queme resultaba muy difícil cumplir. Peroadopté el punto de vista de que, comoera mi patrona, tenía derecho a

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vigilarme, así que intentaba no dejar quesu presencia me perturbara mucho. Yademás, los niños siempre se portabanbien cuando su madre estaba presente.Un día en el que Serge leyó un cortopasaje de El pequeño lord, la condesase sintió tan complacida que hasta mefelicitó.

—Muy bien, Dowthwaite. Parece quepor fin empieza a hacer progresos. Estoydeseando oír a Irina leer algo del librola próxima vez.

La niña se puso de color escarlata,pues estaba lejos de esa fase, ya quesolo tenía seis años.

—Encontraremos algo más apropiadopara la señorita Irina —dije con unasonrisa. Entregué un papel en blanco a la

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niña y la animé a escribir una historia desu invención, cosa que adoraba hacer.Con los dos niños trabajando en sustareas, acompañé a la condesa a lapuerta, consiguiendo guardarme, por unavez, mis opiniones para mí.

Cuando abrí la puerta, el siguientecomentario de la condesa me pillótotalmente desprevenida.

—Ah, Dowthwaite, ¿recuerdas aStefan, el joven carpintero? Hizo untrabajo excelente, y, puesto que me hevisto obligada a despedir al jardinero yhombre de mantenimiento que teníamos,por razones en las que no voy a entrar,he decidido ofrecerle un puestopermanente en la casa. ¿Quieres hacer elfavor de comunicárselo?

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—¡Oh!No sabía qué decir y estaba

demasiado contenta con la idea parapensar en una contestación sensata, asíque me limité a asentir y ella se alejó.En mi interior se encendió una luzextraña de excitación por la perspectivade ver a Stefan con regularidad.

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CAPÍTULO 12

Abbie había escuchado embelesada lahistoria de la joven Millie, contenta deque su abuela pareciera estardisfrutando con las reminiscencias deRusia mucho más de lo que habíaesperado. Pero cuando la ancianaguardó silencio, quizá por el deseo dedormir, le dio un beso de buenas nochesy se levantó para marcharse. Aunqueestaba fascinada por la historia, nosentía que estuviera haciendo grandesavances para descubrir el pasado de sumadre. Estaba llegando rápidamente a laconclusión de que tendría que buscarotras fuentes de información aparte de

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Millie.Dedicó la tarde siguiente a revisar las

cosas de Kate, con la esperanza deencontrar cartas, un diario o inclusoalguna fotografía, algo que arrojara luzsobre sus primeros años. La experienciale resultó muy difícil. Solo con oler elperfume de su madre, que impregnabatodavía sus ropas, se echó a llorar.Después descubrió todas las cartas ypostales que le había enviado ella, dehecho más de las que recordaba habermandado. Pero allí estaban todas, atadascuidadosamente con una cinta yguardadas en una antigua caja depañuelos, entre ellas la carta queanunciaba el nacimiento de Aimée. Asíque a su madre sí le había importado

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después de todo. ¿Por qué, entonces,había mantenido tanta distancia? ¿Porqué no había podido permitirseperdonar? Abbie estaba abrumada porlos remordimientos. Aquello no teníasentido. ¡Oh, qué terrible desperdicio!Ojalá hubiera podido volver atrás en eltiempo.

Su padre entró en la habitación enaquel momento.

—¿Qué demonios te crees que estáshaciendo? —El tono de su voz mostrabala profundidad de su furia por aquellaintromisión.

Abbie fue a abrazarlo.—Papá, sé que es duro pero alguien

tiene que retirar las cosas de mamá. Hepensado que así te ahorraría ese dolor.

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Él la miró y, al ver sus lágrimas, laabrazó con expresión desolada. ParaAbbie fue una sensación buena, lo máscerca que habían estado en años. Luegoél dio media vuelta y volvió a salir.Parecía incapaz de hablar.

Abbie continuó con la tarea que sehabía impuesto, con menos entusiasmo,pero todavía con la esperanza deencontrar algo de interés. ¿Elresentimiento y el extrañocomportamiento de Kate estabanrelacionados con su pasado difícil? ¿Suverdadera madre había dado a luz en elorfanato o la había abandonado en lapuerta? ¿Y quién había elegido sunombre? ¿Había sido Millie o quizá lamatrona? En alguna parte tenía que

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haber información sobre el tiempopasado en el orfanato de Pursey Street.Pero Abbie no encontró nada.

Fay fue a ayudarla más tarde y las dostardaron horas en retirarlo todo, dejandoa un lado recuerdos personales para queeligieran los miembros de la familia.Abbie se guardó las cartas en elbolsillo.

—Mañana a primera hora llevaréestas cajas a una organización benéfica,si quieres —se ofreció su cuñada.

—Gracias. ¿Y te importa quedartemañana con Aimée y dejarme en laestación? Hay algo que tengo que hacerantes de ponerme a trabajar en lajoyería, a ser posible sin tener quedarles explicaciones a papá y a Robert.

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—De acuerdo. No te preocupes.

El orfanato de Pursey Street era tansombrío como lo había descrito Kate, unedificio de estilo gótico de piedra grisrodeado por un muro alto y apartado delmundo detrás de un par de puertas dehierro gigantescas permanentementecerradas. Un grupo de chicas con el peloahuecado y minifaldas pasó riendo porallí. Imitaban divertidas a Lesley Gore ycantaban It’s My Party a pleno pulmón.Abbie se preguntó si tendrían algunaidea de lo que debía de haber sidosentirse encarceladas en aquel lugar.Aquello no había sido ninguna fiesta.Kate debía de haber anhelado mucho

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cruzar aquellas puertas y escapar. Sumadre, de niña, se habría sentidoencarcelada y poco querida, hasta el díaglorioso en el que había llegado Millie yla había tomado en sus brazos.

El viaje en tren había sido largo yagotador, y era casi mediodía cuandollegó a Stepney. Y como le esperaba unviaje de regreso igual de largo, sabíaque no podía permitirse estar muchotiempo allí.

Las aulas que divisó mientras laguiaban a lo largo de un pasillo estabanpintadas de colores alegres, con lasparedes cubiertas de carteles y dibujoshechos por los niños, no tan sombrías ydesnudas como seguramente habíanestado en la época de su madre. Kate

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había dicho que no habían tenidojuguetes, sino una lista interminable detareas para mantener a los niñosocupados y que no hicieran travesuras.Ella, cuando no estaba en clase, habíatenido que fregar el suelo de baño, frotarcazuelas y pelar verduras, e inclusoquitar piedras en los campos dealrededor. Nunca tenía visita losdomingos por la tarde ni regalos debajodel árbol grande que había en elvestíbulo para Navidad, aparte de unanaranja y unas cuantas nueces guardadasen un calcetín viejo. El único objeto quepodía llamar suyo era una bibliapequeña que entregaba a todos los niñosDimwitty, la mujer fría e insensible dela que Kate decía que jamás debería

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haber tenido a su cargo niños pequeños.Pero la mujer que miraba en aquelmomento a Abbie desde detrás de suescritorio era mucho más joven ysonreía. Parecía muy amable.

—¿En qué puedo ayudarla, señoritaMyers?

Abbie carraspeó, nerviosa de prontopor lo que pudiera descubrir, ahora queya estaba allí. Explicó rápidamente quesu madre había pasado los primerosaños de su vida en el orfanato perohabía muerto hacía poco, y ella queríaver el lugar por sí misma y descubrirmás cosas sobre sus orígenes.

—Me preguntaba si usted podríaayudarme —añadió.

Por la expresión compasiva de la

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mujer, a Abbie le pareció evidente quehabía oído aquella petición muchasveces.

—Me alegra decir que las cosas hanmejorado mucho desde la época de sumadre. En el mundo moderno ya novemos a una madre soltera con ladesaprobación de nuestros antepasadosy los orfanatos están pasandorápidamente de moda. Hacemos todo loposible por dar a los niños que tenemostodo el amor que necesitan y unainfancia feliz. ¿Cuándo estuvo aquí sumadre?

Abbie le dio detalles de la edad de sumadre, que era la única información quetenía.

—Pero ¿quién era su madre

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biológica? Me gustaría mucho saberlo.O encontrar algún modo de buscarla.

—Desde luego, podemos mirar ennuestros registros, aunque no puedogarantizarle que encontremos nada. Amenudo no tenemos ninguna informaciónsobre los niños que acogemos aquí.

—¿Quiere decir que quizá laabandonaron?

La mujer sonrió con simpatía.—Esperemos que ese no fuera el caso

de su madre. Un momento, por favor.Voy a buscar el registro.

Abbie permaneció sentada con lasmanos unidas en el regazo y esperópacientemente sin oír otro sonido que ellento latir de su corazón. Kate habíadicho en una ocasión que no habría

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podido querer más a Millie aunquehubiera sido su verdadera madre, perotambién había hablado a menudo conpena de la distancia que había a vecesentre ellas. Abbie comprendía que esopodía haber sido fruto del deseo de Katede casarse apresuradamente a losdiecisiete años contra el deseo de suabuela. La joven no sabía de parte dequién ponerse en aquel caso concreto.

Sin embargo, años después de aquellapelea por un matrimonio que no seprodujo, se notaba a veces ciertaincomodidad entre madre e hija. Abbiehabía sido testigo de ello en numerosasocasiones, a menudo cuando hablabande la joyería. Había asumido que aMillie le había resultado difícil retirarse

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y dejarle el negocio a su hija, cosa queentendía bien después de haber visitadola tienda. Pero en ocasiones susdesacuerdos eran sobre algo que nopodía entender, o bien dejaban de hablarcuando ella entraba en la habitación.

Teniendo en cuenta todo eso, ¿porqué no había hecho Kate ningún esfuerzopor encontrar a su madre biológica? ¿Ola había encontrado y se había guardadola información por el dolor que podríacausar a Millie?

Le pareció que la mujer tardabasiglos en volver. Abbie notó que el libroque transportaba estaba ya abierto por lapágina apropiada.

—Llegó en enero de 1920 y secalculó que tendría dos años o dos años

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y medio.Abbie la miró sorprendida.—¿1920? ¿Dos años?—Desgraciadamente, no podemos

probar su edad con precisión porque nohabía documentos, ni partida denacimiento ni ningún otro tipo deidentificación.

—Yo suponía que la habrían traídoaquí de bebé.

—Ese no es siempre el caso. A vecesuna madre joven lucha un tiempo porsalir adelante antes de verse obligada aadmitir la derrota y entregar a su hijo ohija, normalmente a causa de la pobreza.

—¿La trajo su madre al orfanato,pues? ¿Y sabe usted quién era?

—Aquí dice que a Kate la trajo una

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mujer joven.Abbie sintió las primeras punzadas

de esperanza.—¿Quién? —preguntó.—Me temo que no estoy autorizada a

revelar su identidad, no sinpreguntárselo antes a ella.

—Pero ¿se lo preguntará y despuésme dirá quién es?

—Le hablaré de su visita, suponiendoque siga viva y que pueda encontrarla.Pero dependerá de ella que quieracontactar con usted o no.

—Sí, claro, comprendo. —Laesperanza de Abbie desapareció alinstante, pues era improbable que lamadre accediera a revelar su identidaddespués de tantos años de silencio—.

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¿Y el nombre de Kate? —preguntó—.¿Quién lo eligió?

—Al parecer, llevaba una etiquetasujeta al abrigo con un imperdible. Perono había apellido.

¿Aque l l o quería decir que erailegítima? Por supuesto que sí, peroAbbie eso ya lo sabía. Lo quesignificaba que no estaba más cerca queantes de averiguar quiénes eran lospadres biológicos de Kate. La embargóuna gran tristeza y una compasiónprofunda por su madre. Intentó pensar enmás preguntas. No había partida denacimiento ni identidad, nada aparte deun nombre.

—¿Llevaba algo consigo cuandollegó?

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—Me parece que no. —La mujer sepuso gafas y leyó el registro con másatención—. Ah, sí, aquí se mencionaalgo. Al parecer, llevaba un bultopequeño.

A Abbie le dio un brinco el corazón.—¿De verdad? ¿Qué había en él? ¿Se

lo devolvieron cuando se marchó? —Ensu cabeza ya daba vueltas a laposibilidad de registrar el desván.

La mujer la miró con aire dedisculpa.

—Aquí dice que se lo ofrecieron a sumadre adoptiva, la señora Nabokov,pero que rehusó aceptarlo.

Abbie la miró con incredulidad.—¿Rehusó aceptarlo? ¿Por qué haría

eso la abuela? Era una parte importante

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de la vida de mi madre, el único objetoque poseía.

—Quizá deseaba que la niña dejaraatrás el pasado y empezara de cero.

Abbie sabía muy bien que aquellosería muy propio de Millie. El pasado,para su abuela, era un libro cerrado.Respiró hondo.

—Supongo que no tendrán todavíaese paquete por casualidad, ¿verdad?

La mujer ya se había levantado yllamaba a su ayudante. Miró a Abbie yle sonrió alentadora.

—La señorita Aspen es muy rigurosaa la hora de guardar las pertenencias delos niños para ocasiones como esta.Estoy segura de que esta vez tampoconos fallará.

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Y no les falló. Diez minutos después,Abbie salía del orfanato de PurseyStreet con el precioso paquete apretadocontra el pecho. Quizá habríaencontrado al fin las pruebas quebuscaba y que tal vez pudieran arrojaralgo de luz sobre la verdadera identidadde su madre.

No se arriesgó a abrir el bulto hasta queestuvo a salvo en su casa y en laintimidad de su habitación. Sentadasobre la cama, lo desenvolvió concuidado. Dentro encontró un chal debebé y, dentro de ese, una prenda deropa bien doblada.

Abbie sacudió el chal, no vio nada en

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él que llamara la atención, puesto queera igual a otros muchos, tejido a manocon lana de color crema. A continuacióndesdobló lo que parecía una prenda debautizo de satén color crema bordado.La calidad de la tela le dijo que eracara. La desconocida madre biológicano procedía de una familia pobre. Allíno había señales de pobreza. Pero quizáel problema hubiera sido ladesaprobación de la familia. ¿Qué podíahaberle pasado a aquella joven madrepara verse obligada a abandonar a suhija? Abbie frunció el ceño y extendió elvestido para verlo mejor.

—Dios mío, es hermoso —murmurópara sí.

Pasó las manos por la tela sedosa,

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admirando la artesanía del bordado,entrelazado con pequeñas perlas en elcorpiño acolchado. Sus dedos palparonalgo duro y sólido, un pequeño bulto dealgo cosido dentro. ¿Qué podía ser?Tenía que saberlo. Sacó unas tijeras delcosturero, deshizo las puntadas concuidado y miró con incredulidad elobjeto que cayó en la palma de su mano.

—¿Esto es lo que creo que es, abuela?

Abbie mostró la joya y se sobresaltócuando vio que su abuela palidecía hastaquedarse blanca. Había elegido unmomento en el que estaban las dos solas,en esa ocasión paseando al lado del lagoun brillante día de abril, con un tropel

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de patos siguiéndolas de cerca con laesperanza de conseguir alguna miga depan.

—No hay cadena, pero creo que debede ser un colgante —añadió Abbie.

Siguió un largo silencio de asombro.—Es ámbar báltico. Extremadamente

valioso.—Eso me parecía.—En la tienda no hay de esto. ¿De

dónde lo has sacado?—Abuela, no te sientas dolida ni te

ofendas, pero ayer fui al orfanato dePursey Street —dijo Abbie.

Pensó por un momento que Millie seiba a desmayar. La tomó rápidamentedel brazo y la ayudó a sentarse en unbanco próximo. Incluso entonces pareció

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que le costaba trabajo recuperar elaliento, y Abbie se sintió muy culpablepor haberle dado la noticia con tantabrusquedad. Dio gracias en su interiorporque su padre hubiera salido a pescar.Sabía que se habría enfurecido con ellapor haber disgustado a Millie en unmomento así.

—¿Quieres que te traiga un vaso deagua? —preguntó.

—No, no es necesario. Estaré bien enun momento. ¿Estás diciendo que ayerfuiste a Londres? ¿Qué te impulsó ahacer algo así?

—Quería descubrir más cosas sobremamá, quién era y si algo de su pasadola había impulsado a hacer algo tanterrible. Imagino que podrás comprender

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eso.—¿Y qué averiguaste?—Muy poco. Parece ser que tenía dos

años o dos años y medio cuando lallevaron al orfanato, que no era ya bebé.¿Sabías eso?

Millie no contestó. Seguíamostrándose perpleja por haberdescubierto de repente que su nietahabía estado investigando el nacimientode su hija adoptada.

—Pero no se sabe nada más de ella.No había nada que pudiera identificarla,salvo por el nombre que llevaba sujetocon un imperdible en el abrigo. Pero lamatrona me dio un fardo con ropa quellevaba Kate el día que la llevaron allí.Encontré este colgante cosido dentro del

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corpiño. ¿Dices que es valioso?Millie carraspeó.—El ámbar es una resina de árboles

que crecieron hace millones de años,muchos de los cuales están yaextinguidos. Cuando esa resina pegajosacaía en la tierra, a menudo ocurría queplantas o insectos quedaban atrapadosen el ámbar. Luego se lavaba con lastormentas y más tarde quedadadepositado en trozos pequeños en laorilla del mar. El ámbar báltico tiene almenos cincuenta millones de años y esmuy preciado.

Abbie se quedó estupefacta.Cincuenta millones de años eran unperíodo de tiempo que iba más allá desu comprensión. Entonces vio correr una

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lágrima por la mejilla de su abuela.Millie miraba el colgante conincredulidad. Seguía muy pálida ypasaba un dedo por la piedra, que eraamarilla como el caramelo de azúcar ymantequilla y también con forma delágrima. La joya tenía los restosesqueléticos de una libélulaembalsamada, aunque Abbie no loshabía reconocido como tales hasta queno había oído la explicación sobre elámbar. Pasó un brazo por los hombrosde su abuela y se disponía a disculparsepor haberla molestado, cuando se viointerrumpida con brusquedad.

—¿Qué pasa aquí?Abbie miró consternada a su padre,

que avanzaba hacia ellas con los

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aparejos de pesca en una mano y unaexpresión de enfado, ya familiar,nublando su rostro. Abbie volvió asentirse culpable.

—Papá, lo siento. Yo no quería hacerllorar a la abuela. Solo necesitabacomprender.

—¿Comprender qué?—No tiene importancia —intervino

Millie, que se secaba los ojos con elpañuelo e intentaba recuperar lacompostura—. La culpa es solo mía. Meatrevo a decir que Abigail tiene todo elderecho a hacernos preguntas al orfanatoy a mí, si así lo desea.

—¿Al orfanato? —Tom dejó caer lacaña y el carrete al suelo de golpe —.¿Qué pasa con el orfanato?

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—Fui a visitarlo ayer para preguntarsobre mamá —contestó Abbie.

Hubo una leve pausa y después supadre la ignoró por completo y sedirigió a Millie.

—¿Qué tipo de preguntas?—Preguntas muy normales sobre

quién era su madre y cuándo la dejaronen el orfanato. El tipo de preguntas quehacía Kate y ahora hace Abigail, comosabíamos que haría algún día. Es soloque no estoy segura de que pueda darlelas respuestas que busca. Ya le he dichotodo lo que puedo.

—Pero no es suficiente, abuela. —Abbie miró a su abuela con una mezclade angustia y compasión—. ¿Cuál es esegran secreto del que no quieres hablar?

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Sé que debe haber uno. Lo percibo.Tengo curiosidad por saber por quéfuiste hasta Londres a buscar una niñacuando fácilmente podías haber ido aKendal o a Preston, que están muchomás cerca y donde seguramente habríaniños deseando ser adoptados. No tienesentido. ¿Elegiste Londres por algo queocurrió en Rusia? Creo que ambas cosaspueden estar relacionadas. Si estoy en locierto, por favor, cuéntame lo queocurrió allí durante la revolución.

Millie la miró con un gesto deimpotencia.

—Sufrimos una agonía. Fue unaépoca difícil y preferiría no hablar deella.

—Deja en paz a tu abuela. ¿Es que no

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ves que la estás disgustando?Abbie ya tenía los ojos llenos de

lágrimas y estaba cansada de llorar.Quería que su vida volviera a ser alegrey normal. Se acordó de las jóvenes quehabía visto bailando y cantando por lacalle en Stepney, jóvenes que sedivertían. ¡Cómo anhelaba que volvieraa haber diversión en su vida después detodos los traumas y decepciones quehabía sufrido! Tenía intención deconseguir ese sueño, por muy difícil queresultara.

—¿Es que tú no ves que yo estoy muydisgustada por la muerte de mamá? —gritó—. Todo el mundo me echa a mí laculpa de su suicidio. ¿A nadie leimportan mis sentimientos? Yo también

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la quería, aunque tú ya no me quieras amí, papá.

Aquel comentario pareció afectarmucho a su padre.

—Abbie, no digas cosas tanhorribles. Por supuesto que te quiero.

—Pues lo demuestras muy poco.Su abuela la abrazó.—Lo siento mucho, querida. Sé que

esto debe de ser muy duro para ti. Essolo que algunas cosas es mejor…

—Olvidarlas. ¿Cuántas veces te heoído decir eso? —Abbie se pasó lasmanos por el pelo y tiró de unos rizoscon un gesto de desesperación—. Losiento, pero eludir la verdad no ayuda ennada. Si solo querías calmar tuconciencia adoptando a una niña pobre

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después de haber visto morir a muchosniños en la revolución, ¿por qué no lodices? Es muy razonable, aunque siguesin explicar por qué te fuiste hastaStepney a buscarla.

—No fue nada de eso. Lo hasentendido todo mal. —Las lágrimascorrían ya abiertamente por las mejillasde Millie, y Tom le daba palmaditas enel hombro intentando reconfortarla.

—Tranquila —dijo—. Abbie no sabelo que te está pidiendo. Ella nocomprende. ¿Cómo va a hacerlo?

—Pues entonces necesito que alguienme lo explique para que puedacomprender. ¿Cuál es el problema?

Entonces se le ocurrió una posiblerespuesta y sintió que todo su cuerpo se

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estremecía por efecto del shock.—Por supuesto. ¿Cómo no lo he visto

antes? La respuesta está en elcolgante. —Tomó la joya, le dio lavuelta en su mano y palpó su suavidadfría—. Abuela, puedes empezar porexplicarme cómo llegó este ámbarbáltico a estar cosido en la ropa de bebéde Kate cuando se supone que ella nacióen Inglaterra.

—¿Ámbar báltico? —murmuró supadre.

—Cosido en el corpiño del vestidode bebé de mamá, que estaba guardadoen el fardo de ropa que al parecerllevaba consigo cuando llegó al orfanatode Pursey Street con dos años o dosaños y medio.

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—¡Ah! —exclamó él. Intercambióuna larga mirada silenciosa con Millie—. Quizá sí sea hora de que cuentestoda la historia —musitó.

—Pero…—Nada de peros, querida mía. Como

dice Abbie, tiene derecho a saberlo y,por mucho que te cueste recordar lasdificultades de esa época, tú eres laúnica que puede contarlo.

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CAPÍTULO 13

Cuando Stefan entró a trabajar para lacondesa, todo cambió. Los primerosindicios de la primavera se notaban yaen el deshielo del río Neva, aunquetodavía quedaba mucha nieve. El condedecidió que se imponía una visita a lahacienda del campo. Unos cuantossirvientes se habían avanzado parapreparar la casa para la familia y losdemás se habían quedado en SanPetersburgo. Viajamos en tren y desde laestación a la casa fuimos en trineo. Paramí era una experiencia nueva y no estabapreparada para la velocidad a la que semovía el trineo por la nieve, tirado por

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una yegua gris muy veloz.Sentí una extraña agitación al ir

sentada delante, al lado de Stefan,aunque no dejábamos de ir dando botes.Nianushki iba detrás con los niños.Babushka viajaba con los condes.Todos íbamos envueltos en shubas, conpantalones y gorros de piel debajo deenormes pieles de oso. Yo era muyconsciente de la proximidad de Stefan yme costaba mucho concentrarme en elcamino, pues prefería mirar su atractivorostro anguloso.

Stefan casi no me había habladodesde que se uniera a nosotros. Inclusocuando le había transmitido la peticiónde la condesa, se había limitado aasentir y decir:

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—Como milady desee —sin nisiquiera dar las gracias ni mostrarninguna otra señal de gratitud. Yo nosabía por qué me fascinaba tanto, puesparecía un joven tremendamentemaleducado.

Busqué algo que decir para llenar elsilencio incómodo que había entrenosotros e hice un comentario sobre lospequeños cobertizos de madera quecubrían las colinas nevadas y los pradosde alrededor.

—¿Qué clase de animales se guardanahí? —pregunté, pensando en losestablos de las vacas en casa.

—Eso son casas de troncos en las queviven los campesinos —me informóStefan con frialdad.

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Me ruboricé de vergüenza y meapresuré a disculparme.

—Disculpa. No lo sabía.Él sonrió con sorna, sin dar señal

alguna de excusar mi ignorancia. Aquelhombre realmente suscitaba sentimientosmuy encontrados en mí. Me gustaban sussonrisas y sus muestras de encantoocasionales, pero había algo en él queresultaba casi peligroso. Me esforcé porconcentrarme en lo que decía.

—A los campesinos les concedieronla libertad y la ciudadanía durante elgobierno del zar Alejandro II.Desgraciadamente, muchos se vieronobligados a valerse por sí mismos, sintierra con la que pudieran ganarse lavida y disfrutar de esa libertad. Eso ha

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alimentado un resentimiento enconadoque llevó a la revolución fallida de1905 y muy probablemente al asesinatoocurrido recientemente.

Yo reaccioné horrorizada.—Oh, no. ¿Otro asesinato? Babushka

me habló de la bomba que mató aAlejandro II, pero eso fue en el siglopasado, hace mucho tiempo. —Cuandose trataba del tema de la política rusame sentía muy ignorante. Una extranjeraingenua, en realidad.

—El primer ministro Stolypin fueasesinado a tiros en la ópera elseptiembre pasado. No era el primerintento para acabar con su vida. Siemprellevaba una coraza y tenía guardias quelo protegían contra los revolucionarios,

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pero no fue suficiente para salvarse.—¡Qué horror! —No sabía qué más

decir, consciente de un ciertopragmatismo en el tono de él, casi comosi pensara que el pobre hombre merecíaaquel terrible destino—. ¿Por qué lomataron?

—Stolypin había planeado unareforma de la tierra para permitir quelos campesinos compraran tierra, con laesperanza de que recuperasen su lealtadhacia el zar. La clase media y laaristocracia no estaban de acuerdo.Además, en 1905, el zar Nicoláspermitió la formación de la Duma comoun cuerpo consejero electo, con elacuerdo de concederle más podereslegislativos una vez que estuviera

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establecido. Desgraciadamente, suAlteza Imperial no ha cumplido esapromesa, reacio al parecer a ceder nadade su poder, que cree que le ha sidootorgado por Dios.

Su voz expresaba una profundaamargura, y a juzgar por su renuenciaanterior a trabajar para el conde,empecé a preguntarme si no simpatizaríacon aquellos llamados revolucionarios.

—¿Estás diciendo que los planes delPrimer Ministro no funcionaban porquealgunos campesinos no podíanpermitirse comprar tierra?

Entonces me sonrió, como si lecomplaciera que lo escuchara, y susonrisa me calentó el corazón.

—En cierto modo, la reforma causó

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todavía más represión al desmantelar lascomunas agrícolas. Miles de personasfueron ejecutadas o condenadas aservidumbre penal por protestar.Stolypin incluso puso objeciones a lossindicatos. Sus derechos estaban siendoignorados. Pero independientemente deque sus reformas fueran para bien o paramal, ahora ya no servirán para nada.

—Comprendo —dije, aunque noestaba nada segura de entender. Sinembargo sí me pareció captar un deje desatisfacción en su voz. Pero ¿acasoalguien podría alegrarse de una muerteen tales circunstancias, aunque fuera lade un político que parecía haberincumplido sus promesas? Un escalofríome subió por la columna y me di cuenta

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de que en aquella historia había algomás de lo que admitía Stefan—. Graciaspor explicarme todo esto. No sabía nadade tales asuntos; de haberlo sabido,quizá me habría pensado dos veces lo devenir a Rusia.

Me observó con atención, como simemorizara cada rasgo mío.

—En ese caso, me alegro de que nolo supieras —comentó con calma—, ono habría tenido el placer de conocerte.

Algo nerviosa por la dulce intimidadde sus palabras, aparté rápidamente lavista para mirar con ojos nuevos lo quese parecía todavía a los establos devacas que teníamos en el Distrito de losLagos. Sentía una gran compasión porsus ocupantes, a los que parecía que

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trataban como animales.La residencia Belinski, en contraste,

era fabulosa, de una grandeza palaciega,con columnas clásicas y dos tramos deescalones de granito que conducían a lamagnífica entrada. Dentro había suelospulidos, arañas de cristal, mármol,mosaicos de azulejos y muebles conbordes dorados. Las paredes pintadas deazul turquesa del salón principal estabanadornadas con delicadas figuritas deescayola, jarrones, frisos y ménsulas.Resultaba evidente que el nivel de lariqueza del conde Vasili Belinskiexcedía mi comprensión.

¿Ese contraste entre los ricos y lospobres era lo que explicaba la actitud dedureza de Stefan hacia la aristocracia, o

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había algo más que eso? Yo sentíaincertidumbre sobre su participación enlos acontecimientos políticos que habíamencionado y una renuencia extraña ainterrogarlo más sobre aquel tema.Todavía tenía mucho que aprender, nosolo de Rusia, sino también del propioStefan.

Disfruté plenamente el primer fin desemana en el campo y me divertí muchodeslizándome en trineo con los niños,pues eso me recordaba mucho a casa.Todos los inviernos, cuando asomaba lanieve, tomábamos una de las bandejasdel té de mi madre y nos deslizábamossobre ella por Benthwaite Crag. Yosabía que debía bajar la cabeza yagarrarme fuerte en las esquinas.

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Patinar, sin embargo, era una habilidadque no había adquirido, pues a mi padresiempre lo ponía nervioso no sabercuánto tiempo permanecería el hielosólido sobre el lago.

—Rusia es diferente. El hielo durameses —me aseguró Stefan, cuando meprometió buscarme unos patines que mevalieran.

La primera vez que me aventuré en elhielo todavía nevaba. Los dos niños,Irina también, eran muy diestros, pero,aunque yo estaba deseosa de aprender yparticipar en la diversión, y me reía conellos cada vez que me caía, me manteníacautelosamente en los bordes del ríocongelado.

Poco a poco fui adquiriendo más

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confianza y más firmeza. Ni siquiera meimportaba que el aire helado silbara ami alrededor cuando me aventuraba aadentrarme un poco más en el hielo,aunque sí me apretaba más el gorro depiel alrededor de las orejas.

—Ahora tengo que dejaros —anuncióStefan—. Debo ir a dar de comer a lasgallinas y ocuparme de los caballos. Vepoco a poco.

—No te preocupes, estaré bien. —Pero cuando me volví a medias parahablar con él, mis pies hicieron unacabriola, se cruzaron por debajo de mí yvolví a caer—. Creo que he habladodemasiado pronto. Desde luego, noentrenaré para el campeonato depatinaje artístico de Rusia —dije, y me

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eché a reír.Irina se acercó para ayudarme a

levantarme.—Puede agarrarse de mi mano si

quiere, barishnia. Yo la ayudaré.Los niños y el resto de los sirvientes

siempre me llamaban barishnia,señorita, lo cual me hacía sentir algodistanciada de ellos. Pero, comoinstitutriz, parecía tener una clasepropia, lo cual no siempre era fácil.¿Por eso valoraba tanto mi crecienteamistad con Stefan? Tal vez. ¿O echabade menos las atenciones halagadoras queme dirigía Liam? Desde luego, no podíaser otra cosa, pues no era un hombrefácil de conocer.

—Gracias. Es muy amable, Irina. —

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Empezaba a sentir un gran aprecio por laniña, que tenía un temperamento muyagradable, para nada parecido al de suhermano. Juntas patinamos gentilmenteadelante y atrás, con Irina ayudándome apracticar los giros y paradas. A vecesme salían bastante bien, pero otras vecesme hacía un lío y acababa rozando denuevo el hielo con mi trasero.

—No se preocupe, barishnia, cadavez es más fácil —me aseguró la niña,riendo, cuando me sacudía la nieve delabrigo por enésima vez.

—Aceptaré tu palabra —suspiré.Empezaba a sentirme dolorida en variaszonas de mi anatomía.

—No le haga caso. Yo le enseñarécómo se hace —dijo Serge. Patinó en

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círculos a mi alrededor con una gransonrisa en la cara. Después me tomó porla muñeca y empezó a arrastrarme lejossobre el hielo.

—Basta, señorito Serge, ya estoybastante lejos —protesté. Pero él nopareció escucharme.

—Necesita más espacio para patinarbien. No es bueno quedarse en la orilla.Siga andando. Eso es. Vamos, másdeprisa. Más deprisa.

Mis pies daban vueltas como locos,ganaban impulso y se movían como porvoluntad propia. Yo sentía que perdía elcontrol y el miedo me atravesó comouna espada helada.

—Ya nos hemos alejado suficiente,señorito Serge. Devuélvame a la orilla

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de inmediato, por favor —grité.Para ser justos, hay que decir que el

niño tomó en consideración el pánicoque reflejaba mi voz, y quizá se pensómejor su broma traviesa, pues empezó aaflojar el paso y girar hacia la orilla, locual fue un gran alivio para mí. Tambiénagradecía que me sujetara la muñeca confuerza. Veía a Irina, que se apretabaconsternada la boca con las manos yesperaba ansiosa mi regreso. Casihabíamos llegado hasta ella cuandoSerge me soltó de repente y, alzando lasmanos en el aire, hizo un pequeñoderrape y patinó justo delante de mí, demodo que chocamos.

El impacto en el hombro me lanzó atoda velocidad hacia la orilla, dando

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vueltas de modo descontrolado. No pudehacer nada para detenerme, así quechoqué contra una cresta de nieve yreboté de nuevo contra el hielo, dondeoí un chasquido terrible. Pensé quecaería al agua helada. Por fortuna, mesalvó la raíz de un árbol que sobresalíaen el río congelado. Me agarré a ellacomo a una cuerda salvavidas, que esexactamente lo que era. El vaho de mialiento nublaba el aire a mi alrededor yme sentía tan aliviada por estar al menosinmóvil que, hasta que no llegó Irina ami lado y gritó horrorizada, no me dicuenta de que una de mis piernas habíaatravesado de verdad el hielo. Yo nisiquiera la sentía.

Ella sacó rápidamente mi pierna del

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hielo y, a pesar de lo pequeña que era,empezó a arrastrarme hacia la orilla, sindejar de gritar a pleno pulmón:

—¡Socorro! ¡Socorro! Serge, ve abuscar ayuda. Barishnia está herida.

—No te preocupes, estoy bien —leaseguré aunque la cabeza todavía medaba vueltas y tenía tanto frío que casino podía sentir ninguna parte de micuerpo ni mucho menos la piernamojada.

Oí voces de la gente que se acercabacorriendo. Eran Stefan y un par delacayos, y entre los tres me arrastraronfuera del hielo. Pero hasta que no estuvea salvo dentro de la casa y Stefan corrióa buscar una toalla para secarme lapierna, no comprendí el motivo del

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pánico de Irina. Cuando él me quitó labota, parecía que la pierna habíaempezado ya a congelarse, y aunque alprincipio no sentí nada, más tarde,cuando el pie empezó a descongelarse,el dolor fue indescriptible. Nunca habíaconocido una agonía igual. Estabasegura de que no sobreviviría y soloquería tumbarme y llorar, o mejor dicho,gritar, pero Stefan se negó a permitirmehacer eso.

—Tienes que seguir moviéndote.Camina arriba y abajo, sin detenerte.Tendrás que ejercitar ese pie durantedías para restablecer debidamente lacirculación —insistió. No me permitiódescansar ni un momento—. ¿Cómo haocurrido el accidente? ¿Por qué no te

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has quedado cerca del borde como tedije?

Lancé una mirada a Serge, queobservaba en silencio los esfuerzos porsalvar mi pie. Cuando alzó la cabezapara mirarme a los ojos, supe al instanteque el «accidente» no había sido talcosa. La luz de culpabilidad en sus ojososcuros me indicó que había sidodeliberado. Su intención había sidohacerme caer a través del hielo. Y enese caso, un pie congelado no era nadacomparado con lo que podría haberocurrido.

—¿Y bien? —preguntó Stefan—.¿Por qué te alejaste tanto patinando en tuprimer intento?

Yo sonreí como pude.

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—Porque soy una chica tonta. Pero note preocupes, he aprendido la lección.En el futuro iré con más cuidado. —Elúltimo comentario no iba dirigido enabsoluto a Stefan, sino a otra persona.

Después del incidente en el hielo Sergeme lanzó otra de sus amenazas furiosas.

—Si le dice a mi padre que fui yo elque la tiró, le diré que miente y haré quela despidan.

Yo le sonreí. Sentía lástima de aquelchico inseguro, muy consentido por sumadre pero que se sentía un fracaso aojos de su padre, al que deseabadesesperadamente impresionar. ¿Elconde ignoraba a su hijo

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deliberadamente para castigar a suesposa por ser tan dura con Irina? ¡Vayapareja!

—No sé a qué se refiere, señoritoSerge. Mis pies se descontrolaron. Fueun accidente, no fue culpa suya.Olvidemos el tema, ¿de acuerdo?

—¿Entonces no se lo dirá a mi padre?—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a

hacerlo? Usted y yo somos amigos, ¿no?¿Por qué iba a querer hacerme daño?

En su mirada sorprendida habíaincredulidad y lo que podía ser gratitud.No se habló nada más sobre el tema y yoprocuré mostrar un rostro inexpresivo.

Babushka también nos habíaacompañado al campo y me envió unmensaje con Nianushki preguntándome

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si estaba lo bastante bien para continuarcon nuestras sesiones de lecturaocasionales.

—Me alegra que Madame esté aquí.Le vendrá bien cambiar de aires. Y nose preocupe, estaré encantada desentarme con ella cuando hayaejercitado mi pie. En cualquier caso,aprecio a la anciana y me gusta pasartiempo con ella.

La primera velada que pasé con ellaleyendo La tienda de antigüedades, queparecía ser uno de sus libros favoritos,se mostró más interesada en que lehablara de mi «accidente» y de si mi piese había recuperado.

—Está bien —le aseguré—. A pesarde mi estúpida incompetencia.

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Ella arrugó la frente con aire de duda.—¿Serge tuvo algo que ver con eso?

Ya sabemos que mi nieto tiene unsentido del humor un poco travieso.

Yo estaba de acuerdo en eso. La suyaera un tipo de travesura que yo nocomprendía ni podía controlar con milimitada experiencia. Había esperadoganármelo con amistad, pero solo habíaconseguido volverme todavía másvulnerable a sus bromas pesadas. Noobstante, aseguré a Babushka que sunieto no había tenido nada que ver,cruzando los dedos durante la mentira,pero decidida a dar una oportunidad alchico.

—Admito que no ha sido un niñofácil, a pesar de sus sugerencias. ¿Tiene

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algún consejo más sobre cómo lidiarcon él?

—No cedas a sus exigencias. Tiene ala tonta de su madre comiendo de lapalma de su mano, haciendo lo que élquiere, sabiendo que nunca lo regañará.Eso no le hace ningún bien al chico.Necesita una mano firme o crecerá tanmanipulador y egoísta como ella.

La sinceridad amarga de aquelloscomentarios me sorprendió. Se mostrabasorprendentemente crítica con su hija.

—Intento ser firme, pero el chicotiene una voluntad propia —dije.

—Me temo que sí, y por supuesto,está muy celoso de su hermanita porquecree que su padre le hace demasiadocaso.

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—He pensado en eso —dije yo—. Esuna gran lástima que los hermanos nopuedan llevarse mejor —rellené la tazade té de la anciana y elegí mis siguientespalabras con cuidado, intentando quesonaran frívolas y casuales—. Ellaparece ser la niñita de papá. Mientrasque a veces pienso que la condesahabría preferido otro chico en lugar deuna chica.

La anciana me miró entonces con unaexpresión que mi madre habría descritocomo inescrutable.

—Hay veces en las que un niño no esbienvenido, independientemente de sugénero —dijo.

Fruncí el ceño. Yo, en mi inocencia,no entendía lo que quería decir.

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—¡Qué triste que la condesa no hayaquerido tener más hijos con lo dulce quees la señorita Irina! —exclamé.

—Hay temas en los que es mejor noadentrarse demasiado.

Incliné la cabeza en un gesto deasentimiento y seguí leyendo La tiendade antigüedades. Fuera cual fuera elsecreto que ocultaban, era obvio que laanciana no tenía la menor intención decompartirlo.

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CAPÍTULO 14

La siguiente vez que asistí a la CapillaBritánica y Americana tenía muchascosas que contar a Ruth.

—No sé si me gusta mucho tu amigoStefan —le dije mientras tomábamos téy comíamos un trozo de de pastel desemillas—. Parece muy militante.

Ella se encogió de hombros.—Desde luego, su visión de la vida

es distinta a la nuestra, pero no le faltanbuenos motivos para ello.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?—Para empezar, es ruso y nosotras

somos inglesas. ¿Cómo podríamoscomprender lo que siente sobre las

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cosas por mucho que simpaticemos consu causa?

—¿Y qué causa es esa exactamente?Ella alzó los ojos al cielo.—No esperes que te lo explique yo.

Si de verdad te interesa, pregúntale aStefan.

Pensé un rato en aquello, mientrasRuth se unía a la conversación generalcon las demás institutrices británicas.Asumí que se refería a defender a lospobres, lo cual parecía un empeñobastante arriesgado, a juzgar por lo queme había dicho él. Yo había visto aveces cómo los que podían considerarsecampesinos intentaban subir a un tranvíay el cobrador los empujaba fuera yafirmaba que estaban ebrios cuando

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claramente solo estaban fatigados. Enuna ocasión había ocurrido con unamujer que llevaba un niño en brazos; yome había levantado y había dicho alcobrador en mi pobre ruso que la mujeriba conmigo. Incluso le pagué eltrayecto, por lo cual se mostró muyagradecida.

Pero ¿hasta dónde estaba involucradoStefan? El mero hecho de comprender sudifícil situación no lo convertía en unrevolucionario. ¿O sí?

Ruth interrumpió mis pensamientos alsusurrarme al oído:

—A decir verdad, me parece que tegusta más de lo que quieres admitir. Hevisto tu expresión cuando él anda cerca.Toda la cara se te ilumina y no puedes

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quitarle la vista de encima.—Eso no es verdad —siseé, pero

ella se echó a reír. ¿Tan transparenteseran mis sentimientos? Me avergoncé alinstante de albergar deseos secretos poraquel hombre apuesto y complejo.

—En realidad, creo que tú también legustas mucho a él. ¿Qué dirías si teinvitara a salir?

—No digas tonterías. No vale la penapensar en eso. Tengo bastantespreocupaciones con mi nuevo trabajopara añadir más complicaciones a mivida. Desde luego, no tengo tiempo paraamoríos ni para dejarme halagar porjóvenes encantadores.

—¿Entonces te parece encantador?Me sonrojé.

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—No quería decir eso. De hecho, enocasiones es todo lo contrario. Solodigo que necesito todo mi tiempo yenergía para tener contenta a la condesa.No es una mujer fácil de complacer.¿Podemos cambiar de tema, por favor?

Después de eso nuestras visitas alcampo se hicieron más regulares y lacondesa me enviaba a menudo a hacerun recado u otro en busca de loimposible. No prestaba atención alhecho de que en el campo solo había unatienda pequeña, que no podía echar aandar a lo largo de la Nevski Prospekt,como en San Petersburgo. Una tarde meenvió en una de esas misiones a buscar

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un tipo de chocolate caro. Cuando volvícon algo completamente diferente,reaccionó con una rabieta infantil.

—Esto no es lo que te he pedido —gritó—. No quiero galletas.

—Lo siento, milady, pero elchocolate que ha pedido no lo venden enla tienda del pueblo.

—Entonces debes insistir en que lotraigan —replicó.

—No creo que eso sea muy probable,teniendo en cuenta que nadie más de poraquí podría permitirse un chocolate tancaro.

Me lanzó una mirada helada, dio unmordisco, hizo una mueca y me tendió lagalleta mordida.

—Tú la has comprado, tú te la comes.

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—No, gracias, milady.—Haz lo que digo. Cómetela.Me enderecé todo lo que pude,

aunque seguía siendo bajita a su lado.—Ya la ha mordido usted. ¿Por qué

iba a querer comérmela yo?—Lo que tú quieras o no quieras no

cuenta para nada. Soy tu señora y haráslo que te digo.

La fiereza de su tono y la precisióncon la que pronunció aquellas palabrasno me dejaron opción. Tomé la galleta yme la comí, aunque casi me atragantécon ella. La condesa sonrió triunfante.Cuando me volví para marcharme,decidida a salir de allí antes de deciralgo que lamentaría después, me dio otraorden.

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—Envíame a Stefan en el acto.—Me temo que está fuera, milady,

probablemente ejercitando loscaballos. —Lo cierto es que no tenía niidea de dónde estaba, pero había notadoque desaparecía a menudoinesperadamente, tanto en el campocomo en la ciudad, a veces durantehoras seguidas. Yo no sabía adónde ibani lo que hacía.

—Pues a esta hora del día no deberíaestar con los caballos. Lo necesitoahora.

—Le trasmitiré su orden cuando lovea, pero no sé cuándo volverá.

Ella entrecerró los ojos y su furiaaumentó de tal modo que su rostro,normalmente pálido, se volvió rojo

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escarlata. Yo esperaba que amenazaracon despedirlo en el momento en el queapareciera, pero en lugar de eso, volviósu furia contra mí.

—Mientes, Dowthwaite, sin dudaporque tú también te has encaprichadode él y sabes que nada le gusta más queestar disponible para mí.

Me esforcé por ocultar mi sorpresaante aquellas palabras. Miré su sonrisafría. ¿Estaba insinuando que Stefan erasu último amante? Seguramente no. Sinembargo, era atractivo y no había dudade que ella no era una esposa fiel con susiempre paciente esposo. ¿Acaso eljardinero al que había sustituido Stefanno había sido su amante hasta que ella lohabía despedido?

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Más tarde, cuando le conté aquellaconversación a Stefan y le pregunté abocajarro si era verdad, negó con lacabeza con vehemencia.

—Son tonterías. Admito que lacondesa me llama a menudo para que lehaga de chófer personal o lacayo,además de encargado de mantenimientoy jardinero general. Hoy lo único quequería era que le llevara una bandeja deté. ¡Por el amor de Dios!, yo no soy susirviente personal.

—Pero sí lo eres, Stefan —lerecordé.

Me pregunté por qué no me habríapedido a mí que le llevara el té, perosabía que ella había alardeado de supresunta aventura con Stefan para

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ponerme celosa, presumiblemente comovenganza mezquina por mi fracaso enconseguirle el chocolate. Y parairritación mía, lo había conseguido.

Hablábamos en voz baja porque losniños y yo le estábamos ayudando a darde comer a las gallinas, algo que lesencantaba hacer. Hasta Serge recogía debuen grado los huevos y llenaba de agualos bebederos.

—Todos estamos a sus órdenes —señalé—. Hasta Nianushki se queja deque tiene demasiadas tareas cuidando deBabushka, ayudando con los niños yhaciendo de doncella personal de lacondesa cuando la suya está fuera.Milady es muy exigente.

—Y muy melodramática, siempre

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montando en cólera o gritándole alconde por algún supuesto fallo de él. Elconde se limita a alejarse cuando se hacansado, y ella le arroja jarrones carosde porcelana. No me explico por qué lasoporta. —Stefan movió la cabeza conincredulidad mientras cambiábamos lapaja vieja por otra fresca. Yo loescuchaba fascinada y me preguntabacómo se las había arreglado para sabertanto de la condesa.

—Le encanta burlarse de la gente yhacerla desgraciada, hasta de Babushka,que es una anciana encantadora y nuncase queja de nada. A diferencia de sumadre, la condesa es una derrochadoraque no tiene ni idea del valor del dinero.¿Y dónde estabas esta mañana cuando te

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has ausentado sin permiso? —pregunté.—No creo que tenga que responder a

todas sus exigencias —contestó él,esquivando mi pregunta. Se inclinó parahablarme en un susurro, con su alientocálido haciéndome cosquillas en laoreja—. He descubierto por qué no legusta la niña.

—¿De verdad?Stefan miró por encima del hombro y

me apartó a un lado, donde no podíanoírnos los niños.

—Irina no es hija suya. Es hija de laamante del conde, una mujer con la quequiso casarse él, pero sus padres se loprohibieron.

Lo miré atónita. Así que ese era eltema en el que Babushka no quería

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entrar demasiado, o que al menos estabadecidida a guardar en secreto, puestoque ella debía saber la verdad.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.—Por chismorreos de los sirvientes

en la cocina.—¿Eso explicaría por qué no le es

fiel al conde?—Oh, ella nunca ha sido fiel. Fue un

matrimonio concertado, por cuestionespolíticas, de tierras y de dinero, no deamor en ninguna de sus formas. Inclusodurante la luna de miel, si se le puedellamar así, parece ser que ella tuvo yauna aventura con el mozo de cuadra.Según los rumores, el conde intentó quefuncionara el matrimonio, pero no tardóen cansarse de las excentricidades de

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ella y volvió a su primer amor. Irina fueel resultado.

—Por eso la condesa Olga no laaprecia. ¡Pobrecita Irina! —Miré a laniña, que estaba agachada hablándole auna gallina como si fuera su mejor amiga—. ¡Qué triste! Es una niña dulce quemerece una madre buena que la quiera.

Stefan me apretó el hombro congentileza.

—Todo el amor que pueda recibiresa niña tendrá que salir de ti, y de supadre, por supuesto.

Recordé que Babushka habíainsinuado lo mismo y me esforcé porreprimir las lágrimas. Asentí.

—Tienes razón. Y procuraré quetenga ese amor. Gracias, Stefan.

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Él bajó su mano por mi espalda, hastala cintura, y el gesto me provocó unestremecimiento de deseo.

—El amor es importante en la vida,¿no te parece?

Alcé la vista hacia su rostro y vi quesus ojos miraban los míos antes defijarse en mi boca.

—Creo que será mejor que lleve alos niños dentro para que se preparenpara el almuerzo —dije con una sonrisa.Y me retiré rápidamente, olvidando queél todavía no había contestado a mipregunta anterior.

—¿Por qué nos deja, barishnia? —preguntó la pequeña Irina, que estaba

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sentada en la cama y me miraba con susojos azules llenos de lágrimas.

Yo me agaché a abrazarla.—No me marcho. ¿De dónde ha

sacado esa idea?—Mamá dice que no puede seguir en

esta casa ni un minuto más.Fruncí el ceño y me pregunté qué era

lo que ocurría y si la condesa tenía deverdad intención de despedirme. La ideame ponía enferma. A pesar de lasdificultades para complacerla,empezaba a querer tanto a los niños quela idea de perderlos me resultaba muydolorosa, aunque aquello no fuera muyprofesional por mi parte. ¿Podía ser quela condesa me viera como una rival porlas atenciones de Stefan y lo quisiera

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para sí misma? ¿No me había acusadode eso?

—¿Cómo sabe todo eso, señoritaIrina? ¿Ha vuelto a escuchar detrás delas puertas? —Yo sabía que era unaniña sigilosa, a la que le gustabaesconderse debajo de las mesas o detrásde las puertas para oír conversacionesde adultos.

Se llevó una mano a la boca parareprimir una risita y asintió.

—Estaba debajo del escritorio depapá. Él había estado jugando conmigodespués del té y entonces entró mamá yél me susurró que me escondiera. Y lohice. Papá se enfadó mucho y dijo quese aseguraría de que usted se quedara.Sabe que nos quiere. Usted nos quiere,

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¿verdad, barishnia?—Por supuesto que sí, querida.—¿A Serge también?—Los quiero a los dos por igual y me

gusta este trabajo, así que no tengointención de marcharme. A menos quetenga que hacerlo —añadí en voz másbaja.

La niña me echó los brazos al cuelloy me dio un cálido abrazo. Olía a aceitede lavanda de su baño y a la mermeladaque había comido con un bollo paracenar.

—Yo también la quiero, barishnia.Se quedará, ¿verdad? No quiero que semarche.

—Ni yo tampoco. —La vozprocedente de la puerta del aula me

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pilló por sorpresa, pues el que hablabaera Serge y aquello era lo último quehabría esperado oírle decir. Entró en laestancia con las manos en los bolsillos,esforzándose por mostrarse indiferente,pero en su rostro había una tensión queresultaba muy expresiva—. Yo no hagocaso de esas tonterías del cariño comola boba de mi hermana, pero sería muymolesto volver a empezar con otrainstitutriz.

—Sí —asentí, muy seria—. Entiendoque lo sería, señorito Serge. Espero queno le parezca necesario hacerlo.

Él me miró entonces, un chico que eraya casi tan alto como yo.

—Yo también lo espero —dijo.—En ese caso, creo que estamos

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todos de acuerdo —dije, y sonreí a losdos—. ¿Jugamos una partida de snapantes de acostarnos?

—¡Sí, por favor! —gritó Irina. Sergese apresuró a traer las cartas.

Por suerte, no se dijo nada más sobre mimarcha y, a pesar de mi poco afortunadocomienzo, visitar el campo llegó aconvertirse en un placer genuino, algoque hicimos con regularidad durante losmeses siguientes. No obstante, seguívigilando a Serge, como me habíaaconsejado Babushka, por si intentabaalguno más de sus trucos, pero elcomportamiento del chico parecía habermejorado mucho. Quizá nuestra tregua

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después del incidente en el hielofuncionaba de verdad. Todos los díasllevaba a los niños al pueblo, que erapoco más que un puñado de chozasmiserables, pero les gustaba muchovisitar la pequeña tienda y compraralgunos dulces y galletas. Elestablecimiento tenía poco interés, puesvendía principalmente pan negro, ristrasde salchichas, algunos artículos básicosdel hogar y productos de limpieza.

Stefan nos llevaba en la carreta y, apesar de mis reservas, no pude pormenos de empezar a compartir supreocupación por las evidentes señalesde pobreza que veía a mi alrededor.

—Los campesinos lo están pasandomuy mal, pero parece que el zar que no

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se da cuenta o que no le importa —gruñía.

—Quizá lo haga, pero tengadificultades para arreglar las cosas —lecontesté un día—. La pobreza no es unproblema fácil de resolver.

—Eso no me lo puedo creer.—¿Por qué estás tan en contra de la

aristocracia? Siempre he disfrutadotrabajando para los nobles y, de no serpor ellos, tú y yo estaríamos sin trabajo.¿No es bueno que al menosproporcionen empleos?

—Depende de en qué condiciones yde cuánto intenten mandar sobrenosotros.

Me eché a reír.—Confieso libremente que a veces

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tengo que morderme la lengua concomentarios que hace la condesa. Lecostó lo suyo permitirme tener una tardelibre cuando llegué. Pero me mantuvefirme y me salí con la mía.

Me miró con una admiración nueva.—Bien por ti. Cuando cenas con los

condes, ¿alguna vez oyes algo de interésque pueda dar esperanza a la clasetrabajadora?

Fruncí el ceño, pues recordabatodavía la discusión que habíamostenido cuando nos habíamos conocido.

—No soy una espía, así que deja depreguntarme esas cosas. En cualquiercaso, ¿qué hay que oír? Según todos loscomentarios, el zar y la zarina llevan unavida tranquila en el campo con muy

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pocos formalismos. Al parecer, hastalos sirvientes tienen orden de llamar asus hijas por su nombre de pila y no usartítulos, lo cual me parece muydemocrático. O, al menos, eso es lo queme cuenta Babushka.

Stefan resopló con desdén.—Eso es puro teatro. Viven seguros

en su mundo de ermitaños. Su AltezaImperial tiene poca idea de cómo vivela gente real, de que muchos estánintentando recibir más educación ypedirle más a la vida. Lleva añosignorando sus esfuerzos valientes pormejorar sus vidas.

—¿Y eso fue lo que ocurrió en1905? —pregunté. Sentía la necesidadde comprender mejor el punto de vista

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de Stefan.Él guardó silencio largo rato,

inclinado sobre las riendas, con elrostro y la expresión ocultos por elcuello de la camisa y el gorro calado.En el silencio que siguió solo se oíanlos cascos de los caballos y la charlainocente de los niños detrás de nosotros.Stefan no habló hasta que los chicosentraron en la tienda a elegir sus dulcesmientras nosotros los esperábamos en lapuerta.

—Un grupo de trabajadores se reunióen las calles de San Petersburgo parapedir con todo respeto que mejoraransus condiciones de trabajo. Esasmejoras incluirían ocho horas de trabajoal día y una paga decente. Muchos de los

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manifestantes eran mujeres y niños. Sefue sumando gente y llegaron a sermiles, pero todo estaba muy tranquilo ybien organizado. Hasta que ocurrió algoterrible.

—¿Por qué? ¿El zar no accedió aescuchar sus demandas?

—El zar y la zarina estaban ausentes.Como sucede a menudo, estaban enTsarkoe Selo, donde se considera que esmás seguro para ellos vivir escondidosdetrás de vallas de alambre y con unejército protegiéndolos. En SanPetersburgo, algunos se asustaron por lamagnitud de la manifestación yordenaron a los guardias que abrieranfuego para dispersar a la multitud. Asílo hicieron, pero esta vez no dispararon

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por encima de las cabezas de la gente,como habían hecho otras veces, sino a lagente. Aquel día murieron más dedoscientas personas, entre ellas mipadre.

Stefan hizo una pausa, sobrecogidopor la emoción, y yo lo miréhorrorizada.

—¡Vaya, es terrible! Lo sientomucho.

Después de un momento, siguióhablando más despacio, en voz bajapara que no lo oyera la gente quepasaba.

—Los que huyeron de la masacrefueron cazados y asesinados por loscosacos y los guardias montados. Fue undomingo sangriento, sí —dijo con

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amargura en la voz—. Mi padreapareció a unas calles de distancia, asíque debió de correr para intentarsalvarse. Pero ni siquiera él, que estabaen forma, pudo correr más que uncaballo al galope. Si el zar hubieraestado presente en el Palacio deInvierno y hubiera accedido a recibir auna delegación, todo habría sidodiferente. Ahora se enfrenta a la tareacasi imposible de recuperar la lealtadde la clase trabajadora.

—Supongo que sí —admití—.Aunque él no pudo dar la orden, puestoque no estaba en San Petersburgo aqueldía. ¿Sabes quién la dio?

—Hubo muchos rumores, peroninguno es seguro. Un gran duque fue

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asesinado por los revolucionarios unassemanas después en represalia, así quequizá fuera él. Hay pocas dudas de quefue uno de los parientes autocráticos delzar. Yo tenía otras cosas de las quepreocuparme entonces. Perder a mipadre destrozó a mi madre y yo solopude ver impotente cómo se fuedebilitando hasta morir de pena. Yoacababa de cumplir diecisiete años yestuve un tiempo descarriado. A esaedad uno es muy influenciable. Todavíaahora siento dentro de mí la rabia que secreó aquel día.

—Estoy segura de ello.Mi corazón se compadecía de él.

Anhelaba abrazarlo, pero no me atrevíaa hacerlo en un lugar público.

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—¿El conde ha dicho alguna vez si elzar está dispuesto a mejorar la situaciónde los trabajadores? —preguntó él alcabo de un rato.

Suspiré y negué con la cabeza.—No hagas más preguntas, Stefan,

por favor. ¿Qué puedo saber yo? No soymás que una chica de campo deWestmorland que nunca entendió depolítica en Inglaterra, así que intentarque la entienda aquí es una causaperdida.

—Igual que Rusia en muchosaspectos —murmuró Stefan.

—Eso no lo creo ni por unmomento. —Le tomé la mano con la queagarraba el látigo, que golpeaba enaquel momento contra su muslo, y se la

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apreté. Era el máximo consuelo que meatrevía a ofrecerle—. No te alteres máscon esta conversación. Olvídala.

Me miró a los ojos y respiró hondoen un esfuerzo por recuperar el controlde sus sentimientos. Sonrió.

—Tienes razón. Debe de haber cosasmás interesantes de las que podamoshablar tú y yo, como, por ejemplo, elmodo en que te enfrentas a la condesa.Admiro mucho tu valentía de espíritu.

Hice una mueca.—Tengo la malísima costumbre de

decir lo que pienso. Mi padre dice quedebería intentar conversar con micerebro antes de abrir la boca.

Él rio en alto y la atmósfera entrenosotros se aligeró de un modo

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considerable.—También has afrontado de

maravilla el reto de lidiar con esosniños mimados sin perder losestribos —dijo él con un susurro suaveantes de ayudar a Irina a subir a lacarreta y aplaudir a Serge cuando elchico saltó al interior sin pedir ayuda.Movió las riendas para animar a andaral viejo caballo y dijo en voz baja—:Creo que hasta el señorito Serge estácayendo bajo tu hechizo.

Pensé un momento en aquello ysonreí.

—Puede que tengas razón. Desdeluego, nuestra relación ha mejoradoúltimamente.

—Eso es porque posees un encanto

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indudable, Millie. ¿Puedo llamarteMillie? Y hoy estás especialmentehermosa con ese bonito vestido azul. Megusta cómo llevas el cabello recogido enuna trenza encima de la cabeza, tanordenado y bien organizado como túmisma, aunque alguna vez me gustaríaverlo flotar suelto y libre. Y a titambién, desde luego.

Sus cumplidos me hicieronsonrojarme y recordé que Liam habíadicho una vez algo parecido sobre mipelo. Pero en aquel momento no meinteresaba Liam. Me gustaba el modo enque me miraba Stefan, con aquel aireburlón suyo. Podía oler su deliciosavirilidad y sentir la presión de su muslocontra el mío.

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—Quizá sería más seguro hablar depolítica después de todo —dije. Y losdos nos echamos a reír.

¿Cómo podía haber imaginado ni porun momento que estaba mezclado conlos revolucionarios? Me complació quevolviera a casa a paso lento, pues yodisfrutaba enormemente con sucompañía.

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CAPÍTULO 15

Un amago de sol de primavera se abríapaso entre las nubes cuando Abbierecorría los caminos frondosos endirección al pueblo, repasando todavíaen su mente la historia de su abuela,llena de admiración por la valentía conla que había lidiado con la situación tandifícil que le había presentado unmuchacho claramente perturbado. Quévaliente era, pero también quévulnerable al encanto de Stefan. Abbiesonrió. Ahora le tocaba a ella seguir lospasos de su abuela y demostrar queestaba también a la altura del reto.

Miró a su alrededor con un suspiro de

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placer, encantada como siempre por elestado salvaje de Scafell y Hardknot,por donde en otro tiempo habíanmarchado las tropas romanas desde elcercano Ambleside hasta el puerto deRavenglass en su ruta hacia Irlanda.Ahora aquellos páramos eran refugio deentusiastas que caminaban por placer yque, acabada ya Semana Santa,empezaban a llenar las calles deCarreckwater con el sonido de sus botasy sus voluminosas mochilas.

Abbie aparcó el viejo Ford al lado dela iglesia de St. Margaret y dejó aAimée en el colegio colmándola deabrazos alentadores, después deasegurarle que iría a recogerla a las tres.

—¿Por qué no ha venido Jonathon

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con nosotras? —preguntó la niña,todavía en la puerta del colegio,aferrándose con fuerza a la mano de sumadre.

—Tía Fay prefería traerlo ellamisma, ya que para él también es suprimer día. Seguramente en el futuro nosturnaremos ella y yo. ¿Te parece bien?

Aimée asintió.—Me gusta el primo Jonathon. Me

gustaría que estuviera aquí. No conozcoa nadie y no hablan francés.

—Pronto harás amigos, querida, y noes algo malo poder hablar dos idiomas.

La niña la miró con ojos muyabiertos.

—¿Papá vendrá pronto? —preguntó—. Lo echo de menos.

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Abbie se agachó hasta quedar a sualtura. Sentía una opresión en lagarganta.

—Yo también. Y estoy segura de quevendrá a verte lo antes que pueda —contestó, aunque en secreto esperabaque él no hiciera nada semejante. Almenos por el momento, hasta que sesintiera más instalada y pudieracontrolar sus sentimientos. Después deeso, confiaba en que podrían llegar aalgún acuerdo satisfactorio para queAimée pudiera ir a verlo en vacaciones—. Las dos tenemos que ser muyvalientes al empezar nuestra nueva vida.Yo estaré aquí en la puerta a las tres enpunto, querida.

Mientras abrazaba de nuevo a su hija,

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apareció su profesora, la señoraSanderson.

—Hola, Aimée, todos están deseandoconocerte. Muchos de nuestros alumnosno han conocido nunca a nadie que hablefrancés y están muy contentos. Sospechoque no te van a dejar en paz. ¿Vamos aconocerlos?

Aimée miró a Abbie, quien le sonrióalentadora, tomó la mano de laprofesora y se alejó bastante contenta.

Abbie suspiró aliviada, pero no semovió hasta que la niña se volvió adespedirla con la mano antes de entraren su nueva aula. Abbie se dijo que todoiría bien. Las dos sobrevivirían.

En lugar de ir directamente a la tiendapor Carndale Road, se encontró dando

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un rodeo a través de Fairfield Park yhasta el paseo. Al pasar por el estradode la banda de música y subir la cuestade las altas villas victorianas, recordóque la profesora le había dicho que Katevisitaba a menudo a las ancianas quevivían allí. Le sorprendía mucho lalealtad que su madre había mostrado conla comunidad. Ella la recordaba de unmodo completamente distinto, como unamujer con un pasado cerrado que creíaser la única que sabía lo que le conveníaa su hija.

Después de aquella pelea en la queKate había dicho a Abbie que la habíainscrito en un curso de secretariado sinconsultárselo y Abbie le habíaanunciado bruscamente su embarazo,

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había habido las recriminaciones queeran de esperar en una situación así. Erael tipo de pelea que ninguna familiadebería tener nunca, una pelea en la queella no quería pensar, pues entendía yaque sus padres probablemente habíantenido razón. Había sido impetuosa eingenua, demasiado confiada.

Aunque en su momento no lo habíapensado. A la tarde siguiente habíacorrido a ver a Eduard en su lugarespecial del bosque, como hacía cadadía, y le había contado todas las cosasterribles que se habían dicho en su casa.

—No les interesa nada mi felicidadni la tuya —había dicho, llorando condesesperación abrazada a él—. Nisiquiera cuando les hablé del niño.

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Eduard se había quedado muy quieto.—¿Niño? ¿Qué estás diciendo,

Abbie?Ella le había sonreído animosa,

embelesada con la expresiónsobresaltada de sorpresa que veía en eladorado rostro de él.

—Estoy embarazada, ¿no te lo habíadicho? —bromeó, pues había pospuestola noticia deliberadamente, nerviosa porla reacción que pudiera tener él.

—¿De cuánto tiempo estás? —habíapreguntado él.

—De unos tres meses, creo, aunquedebería ver a un médico para estarsegura. Mamá y papá no son personasfelices. Son muy anticuados. Oh, pero yosí, Eduard. Yo no podría ser más

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feliz. —Le había echado los brazos alcuello y lo había abrazado con fuerza.

Era cierto que había sentido ciertaculpabilidad por el dolor y la decepciónque había visto en la reacción de suspadres. Decepción que había aumentadoal enterarse de que Eduard estabacasado, y no habían mostrado ningunasimpatía por el problema de él, quetenía que verse atado a una mujer a laque ya no amaba.

—Tu divorcio no tardará mucho,¿verdad? —había preguntado Abbie,que en aquel tiempo confiabaplenamente en su amante—. Falta pocopara mi cumpleaños y seguro que medarán permiso cuando cumpla losdieciocho. Pero ¿y si no lo hacen?

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—Puedo esperar todo el tiempo quehaga falta —le había asegurado Eduarddespreocupadamente, pasándole unbrazo reconfortante por los hombrosaunque su expresión mostraba todavía sushock por la noticia.

—Si hay que esperar hasta losveintiuno, puede que te canses antes —había gemido Abbie—. O queencuentres a otra persona.

—Jamás. —Como si quisierademostrar su devoción, él le había dadoun beso largo, que, aunque no tanapasionado como de costumbre, la habíahecho temblar de anhelo—. Estoy segurode que tus padres acabarán cediendo conel tiempo.

—Pero no tenemos tiempo.

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A Abbie le resultaba imposibleimaginar una vida sin él. Lo veía comosu alma gemela y, como los besos de élse volvían más intensos y exigentes,llenándola de un deseo que nunca habíaconocido con tanta intensidad, habíasabido que en el fondo él la amaba.

El día que habían partido para París,su padre había hecho todo lo posible porconseguir que Abbie cambiara de idea.Le había dicho una y otra vez queEduard nunca se casaría con ella.

Desgraciadamente, había acertado.Abbie miró los ventanales, las

puertas de arco y los balcones de hierroforjado de aquella hermosa hilera decasas, construidas por los ricosmagnates del algodón del siglo anterior.

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Oyó que se cerraba una puerta y unanciano salió de una de ellas y la saludócon una inclinación de cabeza cuandopasó a su lado. Supuestamente, las casasse habían dividido en apartamentos,pero los ancianos que las ocupabandebían de sentirse muy solos atrapadosallí en el límite del pueblo. ¿Quizádebería intentar continuar la laborcaritativa de su madre?

Pero entonces recordó que tendríamucho trabajo intentando recuperar latienda. Dio media vuelta y bajó a todaprisa por el paseo para seguir luego porCarndale Road. Iba a llegar tarde y esono estaría bien en su primer día.

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Abbie estaba sentada en la tienda reciénlimpiada preguntándose por dóndeempezar. Todos los planes que habíahecho en secreto en las últimas semanasparecían haberse desvanecido,dejándola con la mente en blanco y alborde del pánico una vez más.

Una cosa era presumir de suexperiencia en la industria de la modafrancesa con su padre e insistir en quepodía dar la vuelta al negocio de lajoyería y otra muy distinta hacerlo deverdad. Marisa se había mostrado muycomprensiva y servicial cuando la habíallamado para decirle que no volvería aParís. Abbie también había dado lasgracias a su antigua jefa por la excelenteformación que había recibido trabajando

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en la boutique. Desde entonces habíapasado horas estudiando las cuentas, quemostraban un descenso considerable delos beneficios, y que o bien habíansubido los gastos, o su madre se habíaexcedido con el dinero, pues habíasalido mucho más del que entraba.Obviamente, Kate había perdido interés,pues daba la impresión de que no sehabía molestado en sustituir el materialque vendía, sino que se había limitado agastar el dinero.

En consecuencia, había undescubierto preocupante, de manera queuna de las primeras tareas de Abbiesería hablar con el director del banco.Había fijado una cita para esa semana,aunque la idea no la entusiasmaba.

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Como no tenía dinero propio parainvertir en el negocio, tendría que pedirun préstamo adicional. Empezaba apreguntarse si hacía bien en intentarsalvar la tienda. Quizá ya fuerademasiado tarde.

Linda le llevó una taza de café solojunto con unos papeles.

—He terminado el inventario y hepensado que puede ser útil —dijo—.Me temo que no me ha llevado muchotiempo, pues no tenemos ni la cantidadni la variedad de joyas que teníamos enotro tiempo.

Abbie tomó la lista.—Gracias, eso está muy bien. Echaré

un vistazo por aquí, si no te importa.—Claro que no. La tienda es tuya.

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En realidad no lo era, pero Abbiedecidió no mencionar la disputafamiliar, que no daba muestras determinar. Robert la había seguido esedía fuera de la casa y no había dejado dediscutir mientras Abbie ayudaba aAimée a subir al vehículo y ponía elmotor en marcha. Insistía en que habíaque vender el negocio.

—No si yo puedo evitarlo.—Salvar esta casa es más importante

que una estúpida joyería.—¿Quién lo dice? —Y se había

marchado, dejándolo con la palabra enla boca.

Abbie pasó la siguiente horarevisando cajones y vitrinas. Como lehabía advertido Linda, no había tantas

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piedras preciosas como recordaba, perotodavía quedaban algunas magníficas.Además de las joyas, encontró una seriede cajones que contenían seda yterciopelo, tela de forro, algodónguateado e incluso laminado de oro.

«¿Qué podría hacer con esto?», sepreguntó. Tocó la tela, recordó laenorme variedad de cuentas y decristales de Swarovski que había vistoguardados en cajas y se le ocurrió unaidea. Haría una selección de bolsos denoche. Más adelante incluso podríaprobar diseños con cabujonestachonados, o con dibujos de laminadoen oro.

A medida que iba buscando lasherramientas adecuadas para la tarea,

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iba creciendo su entusiasmo. Encontróalicates de punta redonda, un bote depegamento especial y material decostura. Quizá necesitara también arospara colocar las asas o correas,cremalleras o broches, pero eso podíacomprarlo más adelante en la tienda deartesanía de Ambleside. El futuro le ibapareciendo más brillante a medida querecuperaba el optimismo.

El tiempo pasó volando mientrasdibujaba patrones, elegía una selecciónde cuentas planas y pulidas que no seengancharan en la ropa de quien lasllevara y empezaba a jugar con eldiseño. Recordaba a su madretrabajando en aquella misma mesa,colocando piedras, elaborando

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pendientes, quizá incluso creando bolsoscomo aquel. ¿Qué había sucedido paraque se convirtiera en una depresiva yperdiera interés en lo que había sido unsueño precioso para ella? Las lágrimasle nublaron la vista mientras alisaba untrozo de tela con una capa de forro deseda debajo y la cortaba en la formacorrecta según el patrón que habíahecho.

Disfrutó haciendo dibujosserpenteantes y en forma de ocho con lascuentas, combinando colores y formas.Cuando estuvo satisfecha con el diseño,empezó a coser las cuentas a la seda.

Mientras mordisqueaba un sándwichy tomaba su tercera taza de café del día,empezó a elegir algunos cristales de

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Swarovski. Optó por cristales claros yde color topacio para crear un diseño deuna mariposa amarilla como piezacentral. Pegar los cristales planos en lasminúsculas gotas de pegamento quehacía con ayuda de un palillo de dientesno fue fácil, pero parecía funcionar.Abbie se enfrascó de tal modo en latarea, que se sobresaltó cuando Lindaasomó la cabeza por la puerta del tallerpara recordarle que era casi la hora deir a recoger a Aimée.

—¡Oh, Dios mío, es verdad! Tengoque darme prisa. Acabaré esto mañana.

—Está muy bien —comentó Linda,admirando el brillo de las cuentas decolores zafiro y turquesa contra la sedanegra—. Y me encanta la mariposa de

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cristal. Creo que tenemos tambiénminicaracolas rosas en alguna parte.Quizá quieras utilizar algunas. Veré sipuedo encontrarlas. Realmente tienesmucho ingenio.

Abbie se había puesto ya el abrigo,temerosa de fallar a su hija en su primerdía. Tomó el bolso y dijo:

—No es para tanto. Y eso hay queconvertirlo todavía en bolsos de noche.Hay mucho que hacer, pero es divertido.

Su primer día en Sueños Preciososhabía demostrado ser a la vez excitantey estresante. Aimée también estabaentusiasmada con su nuevo colegio y lasdos cantaron Puff el dragón mágico enel trayecto de camino a casa. Aquelsería su futuro. Sentía que el hecho de

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triunfar con el negocio era algo quedebía a su hija, aunque solo fuera porhaberla forzado a cambiar de vida alalejarla del padre al que adoraba. Y loúltimo que quería era otro sermón de suhermano.

Abbie se las arregló para convencer aldirector del banco de que ampliara ellímite del descubierto, aunque no por lacantidad que a ella le hubiera gustado.Su padre no había vuelto a decir nada devender el negocio, pero ella habíadecidido que había llegado el momentode abordar el tema. Una noche, despuésde haber leído a Aimée varias páginasd e El gato en el sombrero y haber

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disfrutado oyendo a su hija recitaralgunas de sus frases favoritas, le dio unbeso de buenas noches y fue en busca desu padre para intentar una vez másconseguir su apoyo. Tal y comoesperaba, lo encontró en la biblioteca,donde se retiraba a menudo a esa hora aleer el periódico.

Llamó a la puerta con los nudillos yla abrió sin esperar respuesta.

—Hola, papá. ¿Podemos hablar unmomento?

Él bajó el periódico de mala gana yasintió. Abbie acercó una silla y le pusocon gentileza el bolso de la mariposa enel regazo.

—Esto lo hice el otro día. Mamásolía hacer cosas de estas, ¿recuerdas?

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Y pensé que debía intentarlo. ¿Qué teparece?

Él miró el bolso con expresióndolida, como si no pudiera soportar quele recordaran tiempos más felices. Se lodevolvió.

—Si crees que hacer unos cuantosbolsos de noche solucionará losproblemas del negocio, es que vives enlas nubes —dijo.

—Tengo también otros planes, siquieres oírlos, como vender joyas de lazona y hacer otras propias.

—Pero ¿tienes dinero para invertir eneso?

—De momento no, pero…—En ese caso, ¿por qué arriesgarse a

más deudas? Ya tenemos suficientes,

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gracias en gran parte a ese condenadonegocio.

Aunque sabía que la furia de su padreprocedía, en gran parte, de la pérdida desu madre, no le resultaba fácil lidiar conella.

—Sí, pero ¿por qué? —preguntóAbbie con suavidad—. ¿De dónde hansalido todas esas supuestas deudas?

—¿Importa eso? De la vida. Decomer. De vivir. De pagar por elmantenimiento de esta casa. Lo queimporta es que la tienda no haconseguido sacarnos de deudas y, por lotanto, hay que venderla o lo perderemostodo. No se puede negar la realidad.

Abbie sintió una nostalgia profundapor los días lejanos en los que había

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podido acudir a su padre, segura de suapoyo y su amor. Ahora vivía con laesperanza de poder ganárselo conesfuerzo y obteniendo el éxito quedeseaba con la tienda.

—Mira, es casi el comienzo de latemporada turística y en Carreckwater,como en Ambleside y en Windermere,hay cada vez más gente. Por favor, dameal menos el verano para demostrar loque puedo hacer antes de tomar ladecisión de vender.

Él la miró a los ojos sin pestañear.—Robert es el contable de esta

familia y cree que vender esa propiedades la única solución sensata. —Se pasóuna mano por la cara con cansancio—.No tenemos elección si queremos salvar

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Carreck Place. Aunque la casa no seanuestra, tenemos que mantenerla todo eltiempo que se nos permita vivir aquí.

—Estoy segura de que ha exageradoel problema y de que debe de haberotras opciones.

—Si esto te causa angustia, lo siento,pero estarías mucho mejor buscándoteun trabajo apropiado.

Abbie resopló.—La joyería es un trabajo apropiado,

y con buenas perspectivas.—¿En qué sentido? Si tu madre no

pudo conseguir que diera beneficios,¿por qué imaginas que tú sí puedes?

—Mamá se había cansado delnegocio por alguna razón, pero yo soyjoven y entusiasta y creo que tengo la

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energía y el talento para conseguirlo.El anciano esbozó una sonrisa.—Admiro tu espíritu, Abigail, pero

no estoy seguro de que te hayas ganadoese derecho.

Ella soltó una risita amarga.—Por el amor de Dios, no puedes

seguir castigándome eternamente. Sigosiendo tu hija, y si todavía me quieres…

—Claro que te quiero. ¿No te lo hedicho ya?

Abbie tomó la mano grande de élentre las suyas y la apretó con gentileza.

—Pues demuéstralo. Por favor, papi,dame una oportunidad. Yo también tequiero y deseo mucho que vuelvas aestar orgulloso de mí, y además quierohacerlo bien por mi hija.

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Los ojos de él se llenaron de lágrimasy su mirada se suavizó, pero tardó enrato en contestar.

—Muy bien, tienes el verano paraintentar que funcionen esos planes tuyos.

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CAPÍTULO 16

Las semanas siguientes volaron en unremolino de trabajo duro y optimismo.Abbie pasaba las noches estudiandocifras de ventas, pensando en lo que seiba a arriesgar a comprar y calculandoque los pagos no sobrepasaran el límiteacordado. Linda y ella cambiarontotalmente la distribución de la tienda.Colocaron los mostradores a lo largo delos laterales para evitar que dieran lasensación de amontonamiento que dabanantes. Transformaron por completo lasvitrinas y los dos escaparates, dándolesun aspecto mucho más vistoso ymoderno, asignando un color, estilo y

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contenido distintos a cada escaparate.Una sección completa de la pared estabacubierta de estantes en los cuales semostraba una variedad de joyasdivertidas y modernas: caniches decerámica en miniatura, colgantes depavo real, broches de conejos o debúhos y mariposas, pendientes demargaritas y pensamientos en coloresnaranja, rosa fuerte, amarillo limón overde lima. No solo atraerían a losveraneantes, sino que además dabanvida a toda la tienda.

—Y las ventas han subido —anuncióAbbie a Linda con un grito de alegría—.Quizá vayamos por buen camino, porfin.

—Has hecho maravillas en unas

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pocas semanas.—Me encantaría comprar artículos

griegos e indios, joyas Art Nouveau y decristal tintado, que se están poniendo demoda. Pero tengo que ser cautelosa y nocomprar demasiadas cosas a la vez.

—Desde luego. No quieres correrriesgos innecesarios. Esperemos que seaun verano ajetreado. Ah, y hoy hevendido otro bolso de noche. Estánteniendo bastante éxito y se venden conregularidad.

—¡Genial!Iban a necesitar que la temporada

turística fuera buena si querían tenerocasión de salvar el negocio, perohabían empezado con buen pie. Abbieestaba encantada con los progresos que

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habían hecho hasta ese momento. Por finiba todo como la seda. Aimée se habíaadaptado a su nuevo colegio, al que ibatodos los días con su primo Jonathon y,o bien los llevaba su madre o su tía Fay.Abbie había instalado hacía poco unatele pequeña en blanco y negro en elalmacén de la tienda, donde los dosniños podían ver los dibujos animadosde Noggin the Nog o Blue Peter si ellatenía que quedarse a trabajar más horas,aunque siempre se aseguraba de queestuvieran en casa a las cinco.

Aquel día le tocaba a ella recogerlosy estaba pendiente del reloj mientrastrabajaba en un diseño nuevo. Estabausando una plantilla para colocarlaminado de oro en un trozo de seda

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negra, que esperaba convertir en unhermoso bolso de noche, cuandollamaron a la puerta.

Como Linda nunca se molestaba enllamar, Abbie saltó de su taburetepensando que se había olvidado de lahora y que debía de ser Joan Sanderson.La profesora de Aimée ya le habíallevado a su hija en una ocasión en laque Abbie se había visto retenida por uncliente el día libre de Linda. Era unamujer muy amable y servicial en esesentido y se estaba convirtiendorápidamente en una buena amiga. Pero alabrir la puerta se encontró cara a caracon un desconocido, un hombre de unosveintitantos o treinta y pocos años, quese mostraba contrariado.

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—Hola, siento llegar tarde. Sé que lacita era a las dos, pero me he vistoretenido en el tráfico. Andrew Baxter.

Abbie le estrechó cortésmente lamano que le tendía, confusa.

—¿De qué cita se trataexactamente? —preguntó—. No tengo nila menor idea de lo que está hablando.

Él soltó un gruñido de irritación.—¡Por el amor de Dios! ¿Está

diciendo que Elaine no le ha dicho queiba a venir?

—¿Elaine?—La agente —repuso él con

impaciencia, como si pensara que nodebería ser necesario tener que explicaraquello.

Abbie pensó un momento en silencio.

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El hombre era alto, delgado peromusculoso, con cabello moreno cortadomuy corto, ojos grises penetrantes,barbilla angulosa y una boca ancha queno sonreía mucho en aquel momento.

—¿Se refiere a la agente inmobiliariaque hay en esta calle más arriba? —preguntó.

—Para ser alguien que quiere vendersu negocio, no parece que esté muy aldía —comentó él, con bastante sarcasmoen opinión de Abbie.

Ella enarcó las cejas.—Eso debe de ser porque no está a la

venta —repuso.Él la miró de hito en hito.—¿Quiere decir que la ha retirado

del mercado y he perdido el tiempo

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viniendo hasta aquí desde Dumfries paranada?

Abbie probó a sonreír, con laesperanza de aplacar el temperamentocada vez más agitado de él.

—En realidad, nunca ha estado enventa, no por lo que a mí respecta,aunque mi hermano pueda pensar otracosa.

—¿Entonces esto es una riña defamilia?

—Podríamos llamarlo así. Lerecomiendo que descargue su ira contraél. Pero, por favor, entre y le prepararéun té. Debe de estar agotado después deun viaje tan largo.

—No tengo tiempo para tés. ¿Estatienda está a la venta, sí o no?

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—No —repuso ella. Volvió a probaruna sonrisa de disculpa, pero nofuncionó.

—Pues gracias por nada —rugió él, ysalió dando un portazo.

—¡Santo cielo! —exclamó Linda—.¿Y qué viento lo ha traído por aquí?

—Uno escocés. Mejor dicho, Elaine,la agente inmobiliaria, al parecergracias a mi hermano. Para ser justos, hahecho un largo camino para nada, comoél mismo ha señalado. Robert olvidóinformarme de que había puesto latienda en venta, a pesar de que mi padrehabía decidido darme el verano deprueba. Ni tampoco me ha informado deque alguien iba a venir a verla. —Abbiesuspiró para intentar calmarse a su vez

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—. Créeme, no se saldrá con la suya.Llamaré ahora mismo a Elaine antes derecoger a Aimée y me aseguraré de queno tengamos más visitas desagradables.

Linda se acercó a la puerta a mirarcalle abajo.

—Creo que ha entrado en el Ring ofBells a tomarse una copa de consuelo —miró a Abbie con una sonrisa burlona enlos ojos—. Pero era bastante guapo, ¿nocrees?

Abbie parpadeó. Se echó a reír.—Guapísimo, desde luego.

Esa noche, Abbie fue de inmediato ahablar con su padre y le explicóbrevemente lo que había ocurrido. Su

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respuesta no fue nada alentadora.—Dudo mucho que la propiedad se

venda rápidamente, así que no perdemosnada con ponerla a la venta.

—Pero yo pensaba que teníamos unacuerdo. Y en ese caso, ¿por qué se lepermite a Robert socavar mis esfuerzosy además sin consultármelo? Sabesperfectamente que he trabajado muchoestas últimas semanas intentando que serecupere el negocio, y, por cierto, creoque lo estoy consiguiendo.

—Vuelve a tu trabajo en París,Abbie —dijo su hermano desde lapuerta. Ella se volvió con furia.

—No se te ocurra decirme nunca loque tengo que hacer ni enviarcompradores potenciales a la tienda sin

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decírmelo.—La casa es mucho más importante,

aunque no sea de nuestra propiedad, locual debo admitir que fue un shock paramí. No obstante, al parecer tenemosderecho a vivir aquí toda la vida y es loque yo pienso hacer. Mi familia tieneese derecho.

Tom miró pensativo a su hijo, comosi por primera vez empezara acuestionar su motivación.

—En realidad, era tu madre la quetenía derecho a vivir toda su vida aquí.Ni yo mismo lo sabía hasta que lo leí ensu testamento. Si ese derecho pasaautomáticamente a alguno de nosotros ono, es una pregunta para la que todavíano tengo una respuesta clara.

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—¿Por qué no iba a ser así? ¿Quiénpodría oponerse a eso?

—Puesto que no sé quién le otorgóese derecho, no podría decirlo, aunquesí he recibido una carta de alguien quequiere reclamar la casa.

—¿Quién demonios la ha enviado?—Ni idea. No solo no reconocí el

nombre, sino que tampoco pude leerlo.Era solamente un borrón.

Robert se mostró instantáneamentereceloso.

—Ah, alguien que quería probarsuerte. Un timador.

Tom frunció el ceño.—Puede que tengas razón.Abbie se preguntó cómo se habría

enterado un presunto timador de que

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Carreck Place no era de ellos, pero enaquel momento le preocupaban másotras cosas.

—Tú no tienes derecho a poner latienda en venta cuando me hanconcedido este verano para hacer que débeneficios —señaló con firmeza.

La respuesta de Robert fue una muecade desprecio.

—Pierdes el tiempo. Aunque tuvierasel cerebro suficiente para llevar unnegocio, eso no resolvería el problema.

Su actitud condescendiente enfureciótodavía más a Abbie.

Su padre no dijo nada. Su rostro sehabía vuelto inexpresivo, probablementehabía vuelto a encerrarse en su dolor.Abbie bajó la voz hasta el susurro, pues

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no quería causar más ansiedad a supadre. Pero tampoco podía dejar así eltema con su hermano.

—Si crees que puedes destruir todosmis esfuerzos además de culparme de lamuerte de mamá, no esperes ni por unmomento que me rinda ante ti. Ahora soyuna mujer adulta con voluntad propia ypuedes estar seguro de que me las verécontigo hasta donde haga falta.

Después de aquella declaraciónamarga, que le dolió tanto a ella como aRobert, a juzgar por la expresión atónitade él, salió de la estancia y se encontrócon Fay, quien sin duda lo había oídotodo desde fuera. Su cuñada la abrazó enel acto.

—No te alteres. Estoy segura de que

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él no pretende ser tan insensible.—Pero ni siquiera me da una

oportunidad.—Robert está muy preocupado por la

situación económica, eso es lo queocurre. Hablaré con él, te lo prometo.Lo convenceré de que frene un poco y tedé tiempo.

—Gracias. Te lo agradecería —repuso Abbie. Volvieron a abrazarse yen la biblioteca empezaron a sonar denuevo voces furiosas.

Abbie, incapaz de soportar másdisputas esa noche, hizo que les subieranla cena a Aimée y ella a su habitación dela buhardilla. Sin duda su lugar estabaallí, pues su punto de vista no tenía másvalor que el de los sirvientes que habían

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ocupado aquella zona, entre ellos, alparecer, su abuela. En el fondo sabíaque el coraje para enfrentarse a suhermano lo había sacado de la historiade Millie. Si una institutriz podíaafrontar una revolución y acabar siendodueña de una casa como aquella,seguramente ella también podría lograralgo que valiera la pena.

Después de una noche en la que apenaslogró dormir, en cuanto dejó a Aimée enel colegio a la mañana siguiente, llamó aKirkby, el abogado de la familia, y pidióuna cita para aquella misma mañana. Sitenía una batalla entre manos,necesitaría toda la ayuda que pudiera

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conseguir.Cuando llegó por fin a la tienda, unos

minutos después de las nueve, en lapuerta se encontró con Linda, quien lesonrió y le guiñó un ojo de un modoextraño.

—Ha vuelto.—Perdona, ¿quién ha vuelto? —La

mente de Abbie seguía en la discusiónfamiliar y en lo que tenía que preguntaral abogado y no captó la indirecta deLinda.

—El comprador en potencia, AndrewBaxter. Te espera en la oficina.

—¿De verdad? Eso ya lo veremos.Abbie se arremangó de un modo

metafórico y se dirigió a la trastienda,donde encontró al hombre paseando por

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el almacén como si fuera el dueño deaquello o tuviera intención de serlopronto.

—Si esperaba usted que hubieracambiado de idea, no podría estar másequivocado —dijo ella.

Él se volvió a mirarla con unasonrisa.

—Ah, señorita Myers, le aseguro quesolo he venido a disculparme por migrosería de ayer.

Ella había olvidado lo increíblementeatractivo que era y, por un momento, sesintió fascinada por la suavidad de susojos grises, que parecían muy sinceros.Esa mañana llevaba una americana azulmarino y pantalones grises. Una levebarba en su mentón le añadía aún más

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atractivo. Hacía mucho tiempo que unhombre no la dejaba sin palabras, desdesu primer encuentro con Eduard. Abbieapartó de sí aquel pensamiento y serecordó que ya no era una chica ingenua.

—Es muy generoso por su parte —comentó con aspereza—. Pero como yale expliqué ayer, esta tienda no está a laventa ni lo estará nunca si de mídepende. —Sin embargo, en aquelmomento no parecía depender de ella,así que ¿cómo se las arreglaba paraparecer tan segura?

—En mi defensa, debo decir que hepasado una época difícil últimamenteentre unas cosas y otras y mi pacienciaestá en un punto bajo.

—Además de haber pasado horas al

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volante.—Eso también.Abbie lo observó con más atención.

Notó por primera vez las sombras bajolos ojos, que indicaban falta de sueño, ylas mejillas, que eran quizá demasiadoprominentes, como si tampoco sealimentara bien. Quizá él también teníaproblemas, como todo el mundo, y ellase sorprendió sintiendo cierta simpatíapor él.

—Disculpas aceptadas. ¿Quieretomar ahora ese té o prefiere café?

Él se relajó visiblemente, su sonrisase hizo más amplia, lo que, por algunarazón, hizo que a ella le gustara todavíamás.

—Me preguntaba si podría invitarla a

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comer, o quizá a cenar, en compensaciónpor la molestia que le causé.

Abbie se encogió de hombros,levemente sobresaltada por la oferta,pero curiosa por saber más cosas deaquel hombre.

—El almuerzo estaría bien.Acordaron verse a la una en el Ring

of Bells y Linda, que oyó todo aquellocuando se despedían, sonrió a su jefa yenarcó las cejas.

—No empieces —le advirtió Abbie—. Ni veas cosas que no hay. Es solo unalmuerzo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —repitió Linda conuna risita—. Pero es guapísimo —añadió después de una pausa.

Abbie no respondió. Volvió a la

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oficina y cerró la puerta. Los hombres,guapísimos o no, no estaban en aquelmomento en su lista de deseos.

—¿En qué puedo servirla, señoritaMyers? —preguntó el abogado, despuésde haberle transmitido sus condolenciaspor la muerte de su madre y de haberpreguntado por su hijita—. Está en lamisma clase que mi hijo —explicó—.Gary está entusiasmado con ella y estápresumiendo de algunas palabras defrancés que ha aprendido con ella.

Abbie se echó a reír.—¿No es maravilloso el modo en que

los niños se empapan de todo? Soncomo esponjas.

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«Incluida la distancia entre suspadres», pensó. Aimée hablaba porteléfono con su padre a menudo, peroparecía estar adaptándose bien yúltimamente se mostraba mucho máscontenta. Lo importante ahora paraAbbie era ofrecerle un futuro seguro allíen la tierra de los lagos.

Respiró hondo y se lanzó a explicarlas mejoras que había hecho en latienda.

—He hablado con el director delbanco y conseguido un aplazamiento dela deuda, pero esta temporada serádecisiva. Si consigo pagar eldescubierto, o al menos reducirlomucho, creo que el negocio tendrámuchas posibilidades de sobrevivir. Por

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desgracia, no tengo el apoyo de mifamilia para esta empresa. Mi padre,creo que empujado por mi hermano, hapuesto la propiedad a la venta sin miconsentimiento. Necesito algún consejoen relación a las propiedades de mimadre. Me pregunto si tengo algúnderecho en ese sentido, si hay algo quepueda hacer para convencerlos de queno vendan. Me gusta mucho la tienda ynecesito construir un buen futuro para mihija.

Mientras ella hablaba, John Kirkbymiraba papeles de una carpeta que teníasobre el escritorio. En aquel momentoojeaba un documento que parecíaimportante.

—¿No ha visto el testamento de su

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madre? —preguntó. Alzó la vista con elceño fruncido—. Lo hizo hace algunosaños, pero no por eso es menos válido.Lo tengo aquí.

Abbie negó con la cabeza.—Mi padre no quiso mostrárnoslo.

Pero dijo que ella se lo había dejadotodo a él.

—Eso es correcto, a excepción de unpar de legados. John Kirkby, mi difuntopadre, fue el que hizo el testamento paraella y no me cabe duda de que laaconsejaría en su momento. Uno de esoslegados se refiere al negocio de lajoyería. Le leeré lo que dice.

Dejo mi compañía, SueñosPreciosos, en su totalidad, incluida

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la propiedad en Carndale Road, ami hija Abigail Myers, con laesperanza de que con el tiempoconsiga hacer algo bien en su viday pueda mantener como es debido ami nieta.

Abbie miraba al abogado con

absoluta incredulidad. ¿Había oídobien? ¿Podría ser cierto aquello?

—¿Está diciendo que el negocio y lapropiedad de la tienda son míos, señorKirkby?

—Llámame John, por favor, y sí, esoes lo que digo.

Ella asintió, agradecida por suamabilidad, que necesitaba mucho enaquel momento. Pero no sabía qué decir.

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Él le sonrió.—Puede que no esté escrito en los

términos más amables, pero su madreobviamente quería hacer lo que debía yprocurar que tu futuro estuviera seguro.

—¿Y por qué no me ha dicho esto mipadre?

El abogado pareció algodesconcertado por la pregunta.

—En otro tiempo, se esperaba que elabogado de la familia leyera eltestamento en el funeral o poco después.Eso raramente sucede hoy en día y seasume que todos los miembros de lafamilia tendrán acceso a él. A losalbaceas les corresponde encargarse deinformar debidamente a todos losherederos.

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—Cosa que él no ha hecho.—Eso parece. Pido disculpas. Si lo

hubiera sabido…—No es culpa tuya. Creo que aquí

podemos culpar a la influencia de mihermano. Papá está muy mal y no piensacon claridad en este momento. Estabaloco por mi madre, la adoraba y nuncadiscutía nada de lo que ella decía ohacía. Ni siquiera cuando me echó decasa durante mi adolescencia rebelde.

—Quizá quiso compensar eseerror —comentó el abogado consuavidad.

Abbie suspiró y una lágrima solitariacayó por su mejilla.

—Estaría bien pensar eso, aunque noparecía muy convencida de que yo

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pudiera hacer algo bueno con elnegocio, ¿verdad? Pero lo haré.Demostraré que la poca o mucha fe quetuviera en mí estaba justificada. Y nadiese interpondrá en mi camino.

Una hora después, mientras tomaban unalmuerzo a base de queso y rollos depan crujientes en el Ring of Bells, Abbiese sorprendió contando una gran partede todo aquello a Andrew Baxter. Nohabría podido decir por qué se mostrabatan extrovertida y sincera con undesconocido. Quizá simplementenecesitara desahogar su frustración y élera bueno escuchando. Desde luego, nola interrumpió ni dijo gran cosa mientras

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ella habló.Finalmente, Abbie terminó su

perorata para tomar aliento y cortar untrozo de queso.

—Perdona, no debería molestarte conriñas de familia. Es solo que para mí hasido un shock saber que soy lapropietaria de Sueños Preciosos y queme lo han ocultado expresamente.

—No me sorprende que estésenojada. El culpable es la persona quetendría que haberte informado de tuherencia. Imagino que tendrás algo quedecirle al respecto.

Abbie pensó de nuevo en su padresufriendo por la pérdida de su madre, enel dolor que sin duda había empeoradoal saber que quizá no tenía derecho a

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permanecer en la casa que habíaconsiderado su hogar durante todo sumatrimonio, y la abandonó la furia.¿Cómo iba a culparlo de nada sabiendocuánto estaba sufriendo? Su hermano,sin embargo, era otra cuestión, y quizá síhablaría del tema con él. De hecho,estaba deseando ver su reacción cuandole dijera que él no tenía ningún derechosobre el negocio, que era completamentesuyo para hacer lo que deseara con él.Al mismo tiempo, si pensaba en Fay, sucorazón se acobardaba un tanto. Nosentía deseos de provocar otra pelea.¿Por qué no podían resolver el asunto deun modo civilizado?

Suspiró.—Probablemente no diga mucho y

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espere que se vaya arreglando todo solo.La familia está todavía en shock despuésde la muerte de mi madre.

—Comprendo. ¿Fue inesperada?—Preferiría no hablar de eso, si no te

importa.¿Cómo iba a hacerlo si no

comprendía en absoluto por qué Kate sehabía quitado la vida? Tomó unmordisco de queso y se dio cuenta deque estaba hambrienta.

Andrew Baxter asentía comprensivo.—En ese caso, hablaremos de otras

cosas, ¿de acuerdo? De barcos, lacres yzapatos; de reyes y repollos.

Abbie se echó a reír.—Eso es hablar de muchas cosas.

Está bien, dime qué habrías hecho con

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mi tienda si hubiera estado a la venta.Andrew dejó su vaso en la mesa, se

inclinó hacia ella y habló con unentusiasmo que parecía animar elespíritu de ella junto con el de él.

—Dirijo una pequeña cadena detiendas de accesorios de moda en lafrontera de Escocia y estoy buscandoexpandirme al Distrito de los Lagos.

—¿Accesorios de moda? —Ella hizouna pausa con un trozo de pan a mediocamino de la boca—. ¿Te refieres ajoyas y bolsos del tipo de los que vendoahora?

Él le sonrió.—Todavía no he probado joyas, pero

vendo maletas, neceseres y bolsos,echarpes y accesorios para el pelo, etc.

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No he visto bolsos en tu tienda, apartede esos bolsitos de noche encantadores.

Abbie se ruborizó como si le hubierahecho un cumplido. Y quizá se lo habíahecho sin darse cuenta. A continuaciónfrunció el ceño al pensar en lo que habíadicho él.

—¿Y supongo que buscarás otro localahora que el mío no está disponible? —preguntó.

—A decir verdad, he hecho unaoferta por la tienda de al lado —leinformó él con calma, mientras cortabaun trozo de encurtido para añadirlo alpan con queso.

—¿Qué? ¿La tienda de regalos ytarjetas postales?

—La misma.

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—Y si aceptan tu oferta, ¿esosignifica que venderás bolsos yaccesorios de moda al lado de mitienda? ¿Y que puede que vendas joyas?

Él sonrió con ironía.—Admito que ese era parte del

atractivo de comprar tu tienda —confesó.

—¿O sea que piensas hacerme lacompetencia? —replicó ella. Empezabaa sentirse furiosa por dentro, su irarenacía de nuevo. Le habría gustadoarrancarse la lengua por haber cometidola estupidez de mostrarse tanextrovertida y amistosa con aquelhombre que parecía empeñado enarruinarle el negocio.

—Si sucediera eso, y no digo que

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vaya a ser así, dudo que nos hiciéramosmucho la competencia —dijo él—.Tendríamos distintos estilos de joyas,distintas gamas, así que, en cierto modo,nos complementaríamos mutuamente.Pero lo que tenía en mente en realidad…

Abbie se puso de pie en cuestión desegundos.

—Lo siento, estoy demasiadoalterada para hablar de esto ahora, perome da la impresión de que tengo otrabatalla entre manos. Pues bien, que asísea —dijo. Y salió del pub sin nisiquiera terminar el almuerzo.

Abbie encontró a su hermano pescandoen el lago, tal y como le gustaba hacer

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de chico.—Tenemos que hablar —le dijo.—Seguro que sí, pero este no es el

momento. Si haces mucho ruido,espantarás a los peces.

Abbie se mordió el labio inferiorpara reprimir lo que estaba a punto dedecir, pues había oído aquellaamonestación muchas veces en elpasado. Un rato antes estaba segura deque quería enfrentarse a su hermano ydecirle que Sueños Preciosos era suya yque él no tenía derecho a intentarvenderla, pero en aquel momento, allícon él, se sentía dividida. Él se habíamostrado tan desconsiderado con ellaúltimamente que decirle la verdadresultaría muy satisfactorio, pero en el

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fondo ella solo quería volver a llevarsebien con él, intentar preservar algo de laarmonía familiar. Por mucha necesidadque sintiera de defender sus derechos,algo en el modo en que Robert seinclinaba sobre la caña, como habíahecho tantas veces de niño, pero ahoracon el rostro tenso y pálido, le dio quépensar. Quizá estaba de verdad muypreocupado por sus problemaseconómicos, y ella no deseaba causarmás problemas, en especial a Fay. Seacomodó la chaqueta para protegersedel viento frío y se apoyó en una rocasaliente para mirar al lago.

—Nunca me aficioné a estedeporte —comentó.

—Porque no tienes suficiente

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paciencia.—Cierto. Prefiero estar ocupada

haciendo algo antes que estar sentadaquieta ni cinco minutos.

Él la miró de soslayo, con una mediasonrisa en los labios.

—Nunca pudiste estarte quieta, perose te daba mejor que a mí subir a losárboles. A mí nunca me gustaron lasalturas.

Abbie soltó una risita.—¿Recuerdas cuando te caíste al lago

porque se rompió la rama en la queestabas? Mamá se puso como loca,aunque yo salté al agua para salvarte.Menos mal que allí no cubría mucho,pero los dos acabamos llenos de barro yriendo. Y mamá también.

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—Solo lo hice porque tú meretaste —contestó él, riendo alrecordarlo—. Después de que tú temovieras por la rama como la monitaque eras. Pero, por otra parte, tú erasmás pequeña y más ligera que yo, asíque no fue un reto justo.

Abbie lo miró pensativa.—La vida no es justa, Robert.Él le devolvió la mirada, serio.—No, tienes razón, no lo es. Desde

luego, no lo fue para mamá ni lo ha sidopara papá ni para ninguno denosotros. —Hizo una pausa—. Sientoque te saliera mal lo tuyo con Eduard —añadió.

Abbie parpadeó, sorprendida poraquella muestra repentina de

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comprensión.—Gracias. Es muy amable por tu

parte decir eso.—Quizá la próxima vez te pares a

pensar antes de hacer alguna estupidezcomo enrollarte con el hombreequivocado. Puede que incluso aprendasa aceptar consejos por una vez en tuvida.

Por suerte, la llegada de Fay, quellevaba una bandeja con vino, evitócualquier posible respuesta de Abbie.

—He pensado que quizá estaría bienun aperitivo antes de la cena —dijo Fay,que se mostraba complacida de ver a loshermanos manteniendo por fin lo queparecía ser una conversación civilizada.

Robert dejó la caña a un lado para

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besar a su esposa y se sentó a su lado atomar el vino. Abbie tomó la copa quele tendían sin decir palabra. Quizá suhermano tenía razón, quizá no deberíaapresurarse. Tal vez se arreglaran lascosas entre Robert y ella y no queríadisgustarlo. Quizá aquel no era el mejormomento para revelar que era dueña dela propiedad que él quería vender.

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CAPÍTULO 17

En el verano de 1914, llevaba casi tresaños en Rusia y mis esfuerzos con elidioma se empezaban a notar. No diréque lo hablaba perfectamente, peropodía defenderme bastante bien,ayudada por mi dominio del francés. Aprincipios de junio el conde y lacondesa Belinski se marcharon, como decostumbre, de San Petersburgo, parapasar varias semanas en el campo,llevándose consigo a una docena o másde sirvientes, incluidos mozos de cuadray cocheros, aparte de caballos, ponis,una gran cantidad de cajas, baúles yvalijas, e incluso un piano para los

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niños, todo lo cual ocupaba variosvagones del tren e hizo quenecesitáramos incontables carretascuando llegamos a la estación.

Era la temporada de las nochesblancas, cuando nunca anochecía.Todavía me resultaba extraño poder leerfuera a medianoche. Los jardinesrebosaban de lilas, cuyo aroma era lobastante seductor para complacer alurbanita más ardiente, y yo no lo era.Disfrutaba de cada minuto en el campo,ya fuera ayudando en la granja opaseando por el bosque cercano, a pesarde las nubes de mosquitos que flotabansobre el estanque. Me deleitaba con elcroar de las ranas, el canto de losruiseñores y el intenso olor de los pinos.

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El conde, que adoraba el aire libre,disfrutaba cavando y arrancando malashierbas en el huerto, cuidando las fresasy los espárragos, podando arbustos omimando los jazmines, las orquídeas ylas camelias.

El ritmo gentil de la vida en el campocontinuaba a pesar de la crecienteagitación en los Balcanes. A principiosde julio estaba sentada una noche en eljardín, leyendo un libro, cuando Stefanme comunicó la terrible noticia delasesinato del archiduque FranciscoFernando de Austria en Sarajevo, junto asu adorada duquesa Sofía.

—Esto puede traer guerra —meadvirtió Stefan, cuando se sentó a milado en el banco.

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—Oh, espero que no. ¿Por qué iba atraer guerra?

—Las cosas no están establesprecisamente. Es bastante probable queAustria tome represalias contra Serbia,y luego Rusia sentirá el deber dedefender a su vecina, ¿y quién sabedónde acabará todo eso?

—¿Crees que Inglaterra entrarátambién en guerra?

—Es más probable que entreAlemania, que se pondrá de parte deAustria. Podría ponerse todo muy feo.

Permanecimos un momento sentadosen silencio, pensando en aquellasnoticias sombrías. Desde el día en queme contara la terrible historia de lamuerte de su padre, me había sentido

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mucho más unida a él. Quizá porquecomprendía por fin el origen de su rabia.Nuestra amistad había crecido en losúltimos meses y pasábamos muchotiempo juntos, siempre que no estuvierahaciendo trabajos para la condesa,claro.

Esta seguía demandándole muchotiempo, aunque Stefan continuabadesapareciendo, sin duda buscando algode tiempo para sí mismo. En esasocasiones solía ser yo la que sufría laira de la condesa, pues me gritaba que ledijera dónde estaba. Las ausencias deStefan eran un misterio tan grande paramí como para ella, aunque yo no loculpaba por ello. Había ocasiones en lasque a mí también me habría gustado

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escapar de las exigencias interminablesde aquella mujer.

Sentada en el banco junto a Stefan,empecé a pensar en cómo me sentiría siestallara una guerra. Peor aún, si Stefanse viera obligado a ir a luchar y novolvía a verlo nunca. Como siempre,dije lo que pensaba en voz alta sinpararme a considerar las consecuenciasde mi franqueza.

—La perspectiva de una guerra y laposibilidad de perderte es algodemasiado horrendo para contemplarlo.

Él me observó con atención y, cuandome volví para mirarlo a los ojos, algo semovió en mi interior.

—Creo que no debería haber dichoeso —murmuré. Y él sonrió.

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—Me alegra que lo hayas hecho, meencanta saber que te importo. Tútambién eres muy importante para mí,Millie.

Cuando sus labios se encontraron conlos míos, tuve la sensación de que mederretía en sus brazos, apretada contrala fuerza de su cuerpo. La dulzura de subeso me produjo un anhelo de algo más,algo que nunca había vivido. Cuandonos separamos por fin, él me apartó ysonrió avergonzado.

—Tú debes saber lo que siento por ti.Yo temblaba cuando apoyé la cabeza

en su pecho con un suspiro de placer,encantada de oír que su corazón latía tandeprisa como el mío.

—¿Y por qué nunca me lo has

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dicho? —pregunté.—Porque tenía miedo de que me

rechazaras. Siempre que sentía laurgencia de buscar las palabrasadecuadas, me preguntaba por qué teibas a tomar tú la molestia de fijarte enun hombre estúpido como yo. Me sentíaindigno de tus atenciones y no siemprehemos estado de acuerdo en todo,¿verdad?

—Pero si hubieras corrido eseriesgo, quizá te habrías llevado unasorpresa.

—¿De verdad? ¿Y eso por qué?—Porque yo siento lo mismo —

admití con suavidad.Dio la impresión de que él no sabía

qué decir, pues tomó mi rostro entre las

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manos y me dio otro beso, esa vez máslargo y más profundo, llenándome dedeseo. Después nos sonreímos comoidiotas al tiempo que sus ojosestudiaban mi rostro con la mismaperplejidad que seguramente mostraríayo.

—Te he adorado desde el primermomento en que te vi en la CapillaBritánica y Americana —dijo—. Medecía a mí mismo que debía portarmebien, no correr el riesgo de arruinar tureputación o nuestra amistad, pero nopodía dejar de pensar en ti.

—Yo tampoco podía dejar de pensaren ti —contesté. Recordé la noticia quenos había conducido a aquellarevelación y añadí—: De verdad que no

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quiero perderte. Por favor, no vayas aluchar a menos que te obliguen.

—No lo haré —prometió él. Acariciócon ternura mis rizos rebeldes, que esanoche caían sueltos sobre los hombrosen lugar de ir sujetos en una trenza—.Pero esperemos que me equivoque yesto no acabe en una guerra. Asípodremos disfrutar de un futuro felizjuntos.

—¡Oh, Stefan! —Mi sonrisa se apagóun tanto cuando se me ocurrió otropensamiento—. Debemos tener muchocuidado para no revelar nuestrossentimientos.

Él hizo una mueca.—Eso es verdad. Dudo mucho que la

condesa diera su aprobación.

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En mi interior se movió algo parecidoal pánico cuando recordé cómo mehabía acusado la condesa de quererquedarme a Stefan para mí, cómo habíaintentado darme celos insinuando unaintimidad entre ellos.

—Es una mujer egoísta, obsesionadapor la necesidad de atención, como sihubiera que satisfacer todos suscaprichos y todos los hombres tuvieranque estar arrastrándose a sus pies. Sidescubriera lo que sentimos, sospechoque haría todo lo posible por destruirnuestra felicidad, posiblementedespidiéndonos a uno, o quizá a los dos.Ese es el tipo de persona que es.

—Tienes razón, Millie. La condesaOlga es una déspota en el peor sentido

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de la palabra, totalmente inmersa en símisma. Debemos tener mucho cuidadode no mostrar nuestros sentimientos ensu presencia, ni siquiera mirarnos. —Élvolvió a besarme y dejó ir un gemido—.Aunque no va a ser fácil.

—Aun así, es absolutamentefundamental —murmuré, mientraspasaba los dedos por su pelo, algo quehabía anhelado hacer muchas veces.

Di gracias en mi interior porque elbanco estuviera oculto detrás de unoslilos, pues pasó algún tiempo hasta quenos separamos y seguimos cada unonuestro camino.

Fue un verano caliente y seco y, como

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siempre, los niños parecían florecer.Trabajaban duro en las clases de francése inglés por las mañanas para tenertiempo para explorar. Por la tarde,después de clases de pintura y de piano,disfrutábamos de un pícnic o de uncrucero por el río, o jugábamos al teniso al croquet. Aquello me recordabamucho a Carreck Place. El estilo devida, sin embargo, era todo lo contrarioal tipo de vida espartana que llevaban lamayoría de los rusos en su dacha deverano.

Serge y yo ya nos llevábamos muchomejor, aunque el chico todavía podía serdifícil y perturbador, como ese día, enque lanzaba la pelota de croquet alestanque en lugar de enviarla a través

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del arco. Estaba de mal humor porque sumadre se había negado a llevarlo conella en su carruaje. Yo observé a lacondesa alejarse con el cochero y nopude evitar preguntarme adónde irían yqué iban a hacer solos en el campo.Aunque eso no era asunto mío.

Serge, en cambio, sí era asunto mío,así que tomé una decisión y fui a ver asu padre.

Encontré al conde en su despacho yen cuanto llamé a la puerta con losnudillos, me dijo enseguida que entrara,al contrario que la condesa, que siempreme hacía esperar el máximo tiempoposible. Me dio la impresión de queparecía solitario y triste y una brisacálida que entraba por la ventana abierta

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movía los papeles sobre su escritorio.¿Habría visto a su esposa alejarse con elcochero?

Hice una reverencia y lancé deinmediato mi petición.

—Señor, su hijo está bastanteaburrido de los pícnics y el croquet y mepreguntaba si tendría usted tiempo dellevarlo a pescar.

Mi sugerencia pareció sobresaltar alconde.

—Dudo mucho que disfrute de micompañía. Prefiere la de su madre.

—Vaya, pues yo no estoy de acuerdocon eso. Sé que quiere que usted estéorgulloso de él.

—¿De verdad? Pero ¿disfrutaríayendo de pesca conmigo?

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—Creo sinceramente que apreciaríauna distracción más varonil. Tiene onceaños, está creciendo muy rápido, señor,y está harto de tomar el té con lasmuñecas de Irina.

Él rio entonces y, para mi sorpresa yplacer, se puso de pie.

—Muy bien, iré a buscar misaparejos de pesca, las cañas y el cebo.Dile que estaré con él dentro de diezminutos —dijo. Tomó su sombrero y sedirigió a la puerta.

—Gracias, señor —repuse yo, conuna reverencia.

Él se detuvo, sujetando la puertaabierta.

—No, gracias a ti por la sugerencia,Millie.

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Era la primera vez que el conde mellamaba por mi nombre de pila y mesentí halagada, pero me alegré todavíamás cuando padre e hijo se fueron juntosa pescar. Serge parecía entusiasmadocuando Irina y yo los despedimosagitando la mano en el aire.

—¿Puedo ir ahora a ver las vacas? —preguntó la niña, como hacía todos losdías sin falta. Nada le gustaba más quever cómo las ordeñaban. Despuésayudaba a verter parte de la leche en elgran recipiente brillante de cobre dondese convertiría en queso gruyère.

—¿Por qué está tan gorda esta vaca,barishnia?

—Porque va a tener una ternera —expliqué, con la esperanza de que no

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pidiera más detalles.Ella rio con alegría.—¡Qué bien! ¿Puedo mirar cuando

nazca?Eludí responder a la pregunta, pues

pensaba que aquello no sería apropiadopara una niña de nueve años, pero,después de eso, Irina visitó a la vacavarias veces al día y una mañana oyómuchos mugidos dolorosos y llegó atiempo de ver el parto. Cuando vio a lavaca lamer a su ternera hasta limpiarla,me miró maravillada.

—Barishnia, ¿verdad que la vaca esmuy inteligente? ¿Y verdad que laternera es muy afortunada de tener unamadre tan buena?

Abracé y besé a la niña.

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—También es afortunada de tenerte ati. Y yo también.

Las expediciones de pesca seconvirtieron en algo frecuente paraSerge y el conde, y empecé a teneresperanzas de que aquellos estúpidoscelos entre los hermanos, por no hablarde la rivalidad entre los esposos,empezaran a remitir por fin.

La condesa Olga dirigía la casa como sifuera un palacio real y ella laemperatriz, con una letanía de reglasmezquinas probablemente tan largacomo la del zar. Además de decretar queningún sirviente podía sentarse en supresencia, insistía en que hubiera un

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lacayo fuera de la habitación en la queestuviera ella, por si necesitaba llamarlopara que le buscara algún objeto trivialque ella no podía encontrar,principalmente porque no podíamolestarse en buscarlo. A veces elpobre hombre se pasaba horas allísentado, aburrido y con dolor deespalda, pero luego tenía que estar lamitad de la noche en pie para atender lasconstantes peticiones de ella de leche ochocolate caliente.

—Le falta algo valioso que hacer consu tiempo —comentó astutamente Stefanen uno de nuestros encuentros rápidoscuando no había nadie cerca. A veceshasta nos arriesgábamos a un besosecreto.

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Era cierto que la condesa Olga erauna criatura muy social, y en la casa decampo de los Belinski rara vez habíavisita, pues se hallaba en una regiónremota rodeada de bosques densos.

—Echa de menos a sus amigos de laciudad —asentí yo—. El teatro, laópera, cenar en el selecto Villa Rodécon champán y caviar. Me gustaría quepasara más tiempo con los niños cuandoestamos en el campo. Pero cuando se losllevo, raramente pasa más de unmomento en su presencia antes deordenarme que me los lleve. Dar dineropara dulces y organizar pícnis es lo máslejos que está dispuesta a ir en su papelde madre, e incluso eso se debe a sunecesidad egoísta de quitárselos de

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encima.Stefan soltó una risita.—Mientras ella se dedica sabe Dios

a qué.—Ni lo preguntes.—Jamás se me ocurriría. No tiene

nada que ver con nosotros.—Cierto.—Pero ¿podríamos vernos más

tarde? —susurró. Sus ojos mesuplicaban que aceptara. Miré a mialrededor para cerciorarme de queestábamos solos, asentí y regresé a mistareas.

Vernos a hurtadillas no era fácil, yesa era una de las razones por las queme gustaba ir con los niños al pueblo,pues siempre nos llevaba Stefan en el

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carro. Una tarde la condesa declaró suintención de acompañarnos, lo quesignificaba que íbamos en el carruaje.Los aldeanos, impresionados de veraquel vehículo espléndido en mitad desu humilde aldea, nos rodearoninmediatamente y empezaron a pedirtrabajo o una limosna. Vi a mujerescampesinas con niños aferrados a susfaldas.

—Sigue —ordenó la condesa, dandola espalda a sus demandas.

—Quizá tengan hambre —meaventuré a sugerir, pensando en losveinte kopeks que les daba a los niños adiario para gastar en dulces y queprobablemente alimentarían a unafamilia durante días.

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—No son mi responsabilidad —exclamó la condesa—. Y además huelenmal.

Lo último era verdad, pero el jabónera caro y no resultaba prioritariocuando uno tenía niños que alimentar.Conseguí deslizar unos kopeks en lamano de la campesina más próxima, loque me ganó una mirada de reprobaciónde la condesa.

La actitud del conde eracompletamente distinta. Comopresidente del zemstvo o consejo local,compuesto por terratenientes y hombresde negocios, que se reunía una vez almes en un edificio del pueblo,participaba activamente en el cuidadode la comunidad. Tomaban decisiones

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sobre asuntos tales como impuestoslocales, educación, mantenimiento delos caminos, temas agrícolas yveterinarios, así como sobre el mejormodo de dirigir el hospital de la zona.

También presidía regularmente unpequeño tribunal en su casa, adondepodían ir los aparceros a contar susproblemas o pedir ayuda y apoyo. A míme parecía claro que era un hombre muyrespetado y querido. En esas ocasionesparecía una persona diferente. Semostraba digno pero asequible, sucomportamiento era en gran medida elde un noble de la zona que sepreocupaba por su gente. A mí megustaba verlo en esos momentos y un díaen concreto no pude evitar oír los

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sollozos de una joven y el llanto de susniños.

El conde me vio en la puerta y mehizo una seña con la mano paraindicarme que podía entrar.

—Los niños de esta mujer estánenfermos de hambre. Su esposo hamuerto y su suegro amenaza con echarlade la casa si no encuentra pronto untrabajo pagado. Por desgracia, la mujern o ha conseguido encontrar ninguno.Más tarde, cuando las cosechas esténlistas para la recolección, habrá muchos,pero ahora no. He enviado a buscar alhombre para dejarle muy claro que nopuede echarla sin mi permiso, aunquesea su nuera. Pero ¿te puedes llevar alos niños a las cocinas y buscarles algo

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de comer?—Por supuesto. Estaré encantada de

hacerlo —respondí.Admiraba mucho el modo en que él

escuchaba pacientemente sus historiasde penalidades, aunque yo no lograbaentender todo lo que decían, y el modocompasivo con el que impartía justicia.

Entrevistó y regañó al suegro, y losniños se fueron contentos a casa con latripa llena y una cesta de comida. Elhedor de la pobreza permaneció en elaire mucho después de que se hubieranido, pero mi corazón estaba con ellos.¡Qué afortunada era yo de tener untrabajo tan bueno, estar tan segura y tanbien alimentada!

Terminamos el verano con una visita

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a Crimea, en la costa norte del MarNegro, un lugar favorito del conde y lacondesa, donde nos quedamos en unavilla grande en las afueras de Yalta. Alos Romanov también les gustaba pasartiempo en Livadia, su palacio deCrimea, un hermoso edificio de piedrablanca situado en las colinas quedominaban la ciudad. Creo que habíanestado allí en la primavera, pero noestoy segura de si estaban durantenuestra visita. Al parecer, el zar y lazarina se mostraban muy poco ensociedad y preferían utilizar el palaciocomo un medio para huir de sus deberesy disfrutar lo que podía pasar por unavida familiar normal.

¡Ojalá hubiera podido decir lo mismo

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de los Belinski! El conde estaba amenudo ocupado en su despacho, y lacondesa, aparte de mimar un poco a suadorado hijo, ignoraba en gran medida alos niños, como siempre. Los caminosde la región eran bastante malos, así quese vio obligada al menos a recortar supasión por salir en carruaje todas lastardes. En vez de eso, yacía al sol yconsideraba la villa como un lugar pararelajarse.

Y era en verdad encantador. El solbrillaba sobre la playa de Yalta, en lospaseos arbolados abundaban los niñosacompañados por sus institutricesbritánicas y todo estaba lleno, pueshabía mucha gente que iba a tratarse detuberculosis allí.

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Todos esos placeres y problemasnormales se volvieron insignificantescuando a finales de julio nos enteramosde que Austria había declarado la guerraa Serbia. En cuestión de horas Rusiahabía empezado a movilizar a sus tropaspara defender a Serbia, tal y comoStefan había predicho, y el primer día deagosto el káiser declaró la guerra aRusia.

Regresamos rápidamente aPetrogrado, como debíamos llamarlaahora. Le habían cambiado el nombreporque el origen alemán de SanPetersburgo había empezado a resultarofensivo y Petrogrado sonaba máseslavo. Al principio había pocas señalesde los preparativos de guerra, aunque

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después vimos soldados marchando porlas calles, cantando mientras entrenabano se abrían paso hasta las cocinasmóviles instaladas especialmente paraellos.

En mi primera visita a la CapillaBritánica y Americana, la guerra fue,naturalmente, el principal tema deconversación entre las institutricesbritánicas, quienes intentaban decidir sidebían irse a casa o permanecer enRusia.

Ruth y yo nos abrazamos paraconsolarnos mutuamente.

—Muy malas noticias —dije—. Yohabía planeado un viaje a casa y ahorasupongo que tendré que posponerlo untiempo.

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—Todavía hay barcos disponibles,pero siempre existe el riesgo de quesean hundidos por un barco de guerraalemán. Viajar por tren también esdifícil. El que transportaba a laemperatriz María Fiódorovna, la madredel zar, paró en Berlín en su viaje devuelta desde Inglaterra y lo asaltó laturba, que arrojó piedras a lasventanillas. Al final la salvó la policía,pero recibió orden de abandonarAlemania lo antes posible y el trenregresó por el camino más largo, porDinamarca.

—¡Oh, Dios mío! Tengo quedecírselo a Babushka. Le disgustará oíreso, pues fue en otro tiempo una de lasdamas de compañía de la emperatriz

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madre.—Ese episodio me ha hecho decidir

que es más seguro quedarse aquí. Encualquier caso, todo habrá terminadopara Navidad. Todo el mundo lo dice.

—Y al menos Inglaterra no está enguerra —señalé yo, en mi inocencia.

—Me temo que eso ya no es así.Alemania ha declarado la guerra aFrancia y enviado tropas a invadirBélgica y Luxemburgo de camino haciaParís. Inglaterra lanzó un ultimátum y,como fue ignorado, declaró la guerra aAlemania el cuatro de agosto.

—¡Oh, no! Todo está ocurriendo muydeprisa.

—A pesar de que todas las casasreales de Europa están emparentadas,

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ahora están todas en conflicto abiertounas con otras.

—Y las institutrices estamosatrapadas en el medio.

—Me temo que sí.Escribí ansiosamente a mis padres,

que estaban en el Distrito de los Lagos,explicando el retraso de mis planes yrezando para que estuvieran a salvo. Lascartas de casa tardaban mucho en llegary a menudo eran censuradas, pero enseptiembre recibí una que decía queLiam había muerto en la guerra pocodespués de haberse alistado. Eso mellenó de tristeza. A pesar de que hubierafingido estar enamorado de mí parasalirse con la suya, yo no le teníaantipatía. Quizá se había mostrado

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excesivamente entusiasta y demasiadoapasionado, pero había sido un jovenagradable y un buen amigo. Escribí a suspadres para darles el pésame, lloré ensilencio su pérdida y pensé cuántosjóvenes más tendrían que morir antes deque acabara aquel conflicto.

Rezaba en silencio para que Stefan nofuera uno de ellos.

En la Capilla Británica y Americananos alentaron a empezar a tejercalcetines y pasamontañas, cosa quecomencé a hacer bajo la cuidadosasupervisión de Nianushki, pues lashabilidades domésticas no eran algoinnato en mí. Algunas de las otras chicasse ofrecieron voluntarias para ayudar enla Cruz Roja. Cuando sugerí que yo

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podía hacer lo mismo, la condesa menegó su permiso.

—Me temo que no puedo prescindirde ti, Dowthwaite. Te necesito aquí.

—Pero milady, esto es importante. Sihay soldados heridos, no habráenfermeras suficientes para cuidar deellos.

—Ese no es mi problema. Ahora, porfavor, tráeme un vaso de agua. Tengosed.

Reprimí un suspiro y fui a cumplir laorden, profundamente frustrada de quellevarle un vaso de agua a la condesa,cuando ella era perfectamente capaz deir a buscarlo sola, se considerara másimportante que cuidar de los heridos.

Solo me quedaba confiar en que la

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creencia de que todo habría terminadopara Navidad fuera acertada, pues teníaun gran miedo de que Stefan pudierasentir la necesidad de alistarse.

Sin embargo, en cierto modo, laguerra parecía lejana, algo de otromundo. La vida continuaba como decostumbre y los Belinski parecíanajenos a lo que sucedía. Aquel otoñoseguimos pasando algunos fines desemana en el campo, donde yo seguíacon la costumbre de salir a montar conlos niños todas las mañanas. Unamañana en concreto salí más tarde quede costumbre a ensillar los ponis, pueshabía permitido dormir más a los niñosdebido a una fiesta celebrada la nocheanterior en la que habían disfrutado

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cantando al son de la balalaica y sehabían acostado bastante tarde.

En cuanto entré en los establos mequedé paralizada. Stefan estaba deespaldas contra la pared, con las manosen la cintura de la condesa. Eraimposible negar que se estaban besando.Debí soltar un jadeo audible, porque sesepararon de pronto y ella me miró conojos llameantes. Stefan gritó algo, perono oí lo que dijo, pues di media vuelta yeché a correr.

—¡Oh, Dios mío, qué horrible! —exclamó Abbie—. ¿Cómo pudotraicionarte de ese modo después de quehubierais intimado tanto?

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El rostro de su abuela se llenó detristeza al recordarlo.

—Confieso que me sentí destrozada,con el corazón roto.

—Me lo imagino. ¿Te pidió perdón ote dio alguna explicación? —Abbiequería saberlo. Estaba atrapada en lasemociones del momento y se sentíatambién destrozada.

—Hizo un intento, sí. Me encontróuna tarde en mi lugar favorito, sentadaen el banco al lado del río, al borde delas lágrimas, enfrascada en mispensamientos de tristeza. Me sentía fríapor dentro, desalentada y perdida. Losniños habían tomado el té con sus padresy yo había pedido que me disculparanpor una vez, alegando que tenía un dolor

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de cabeza cuando lo cierto era que teníael corazón roto.

—No me extraña nada —dijo Abbie,y abrazó a su abuela.

—¿Puedo hablar contigo unmomento? —preguntó él.

Mi respuesta fue fría.—Creo que no tenemos nada que

decirnos.El dolor causado por lo que había

presenciado era más intenso de lo quepodía expresar con palabras. Meconsideraba una tonta por haberconfiado en él y por haber creído, nisiquiera por un momento, que me amabade verdad. Lo oí respirar con fuerza y

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arrastrar los pies por el duro camino depiedra.

—Entiendo perfectamente por qué noquieres hablar conmigo —me dijo—,pero no fue lo que parecía. No hicenada. Tienes que saber eso, Millie.

—La estabas besando.Él se sentó con cautela en el banco,

sin intentar tocarme ni acercarse, pero,por lo que a mí respectaba, estabademasiado cerca para que me sintieracómoda. Me levanté en un segundo y mealejé con la cabeza muy alta, sin hacercaso de su voz, que me suplicaba que loescuchara.

—¿Fue detrás de ti? —preguntó Abbie.

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Millie negó con la cabeza.—En los días y semanas siguientes lo

vi muy poco, pero, por otra parte, meesforcé mucho por evitarlo.

—¿Y eso fue el final de lo que habíaentre los dos? ¡Qué triste! Pero al menoslo descubriste antes de que fuerademasiado tarde y te sintieras aún másunida a él, supongo.

—No, eso fue justo el comienzo. Lascosas se complicaron mucho másdespués de aquello.

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CAPÍTULO 18

Una mañana estaba supervisando a losniños mientras practicaban lasconjugaciones de los verbos franceses yme disponía a leerles un trozo de Losniños del agua, de Charles Kingsley,como recompensa, cuando la condesame hizo llamar a sus aposentos. Laurgencia de la orden me obligó a pedir ala doncella que había traído el recadoque fuera a llamar a Nianushki para quese ocupara de los niños, así que pasaronunos momentos hasta que ella llegó ypude obedecer la orden.

—¿Por qué siempre elige el peormomento? —protestó la vieja niñera,

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cuando entró apresuradamente en el aula—. Justo cuando estaba preparando elalmuerzo de Babushka. No puedo estaren dos lugares a la vez.

Yo, que la comprendía muy bien,corrí por el pasillo y llamé a la puertade la condesa.

—Ah, Dowthwaite, por fin estás aquí.Creía que no ibas a venir nunca.

—No podía dejar a los niños solos.La condesa movió una mano enjoyada

en el aire como para desestimar miexcusa y me hizo una peticiónsorprendente, o mejor dicho, me dio otraorden inesperada.

—He decidido que en el futuro serásmi doncella personal.

La miré sorprendida.

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—No comprendo. ¿Cómo puedo sersu doncella y también la institutriz desus hijos?

—Estoy segura de que te lasarreglarás. He despedido a la chica quellevaba unos años conmigo porque nodeja de desaparecer largos períodos detiempo porque dice que su madre estáenferma.

—Lamento oír eso —dije, mostrandouna compasión genuina.

—Sí, bueno, yo necesito a alguienque esté aquí todos los días. —Lacondesa se echó atrás el largo cabellomoreno y me pasó el cepillo, con lo quedaba a entender que mis nuevos deberesempezaban de inmediato.

—Pero tengo ya mucho trabajo

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enseñando a los niños y cuidando deellos —protesté, aunque empecé acepillar obedientemente sus rizosenredados—. Dudo que tenga el tiemponecesario para todo el trabajo extra querequeriría esto. ¿Puedo sugerirle quecontrate a otra persona para la tarea,milady?

—No hay nadie más. Desde luego,nadie en quien pueda confiar ni queposea tu grado de discreción. El queridoStefan siempre está deseoso de hacerrecados para mí, de hacer cualquiercosa que le pida, de hecho —dijo,mirándome en el espejo—. No creo quepudiera arreglármelas sin él.

La condesa, por supuesto, habíaencontrado muy divertido el incidente en

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los establos y seguía haciendocomentarios maliciosos y dejando caerindirectas para insinuar que, si quisiera,podría contar muchas más cosas sobre laintimidad que había entre ellos.

—Pero aunque tiene su utilidad comohombre y una destreza maravillosa enlas manos, que son increíblementegentiles, hay asuntos que requieren untoque femenino.

Aquellas palabras provocadoras mehicieron sentir celos, aunque procuré nodemostrarlo. Respiré hondo y respondícon firmeza.

—El trabajo de doncella personal nova conmigo, milady. Se sentiría muydecepcionada.

—Harás lo que te diga, Dowthwaite,

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sin protestar —me informó ella concalma, al tiempo que me pasaba unaselección de horquillas con esmeraldasincrustadas para el cabello, dejandoclaro que el asunto estaba zanjado.

Mientras le colocaba los rizos contorpeza, buscaba frenéticamente unasalida. No se me ocurría ningunasolución. ¿Cómo podía negarme siquería conservar mi empleo? Aunquepodía tener sentido que me marchara, envista de cómo estaban las cosas entreStefan y yo, no podía soportar la idea deabandonar a los niños con aquellamujer, en especial a Irina. ¿Quién la ibaa querer y a proteger si yo memarchaba?

Reprimí un suspiro de resignación y

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me rendí.—Si acepto el puesto, aunque sea

temporalmente, ¿puede encargar a otrapersona que se haga responsable de loszurcidos, la labor de aguja y de lavar laropa? Como ya expliqué en una ocasión,coser no es uno de mis puntos fuertes yademás tendré que ocuparme de losniños. Y, por favor, no se lo pida aNianushki, pues ella también tiene yademasiado trabajo.

La condesa sonrió con aire triunfalcuando me vio ceder a sus exigencias.

—Eso se resuelve fácilmente. Puedespedir a una de las sirvientas que seocupe de esos asuntos. Pero tú,Dowthwaite, serás responsable de sacarla ropa que lleve yo, normalmente cuatro

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o cinco cambios al día, y de mantenermis joyas a salvo y en orden, incluida mipreciosa colección de ámbar.

Me eché a temblar bajo el peso desemejante responsabilidad y mepreocupaba cómo iba a encajar todo esetrabajo extra sin descuidar a los niños.¿Por qué ni el padre ni la madrepensaban ni por un momento en lasnecesidades emocionales de sus hijos?Aquello no era lo que me había llevadoa Rusia, pero parecía que no tenía másremedio que aceptar. Hice un últimointento por librarme.

—¿Puedo pensar en ello, milady?—Tienes veinticuatro horas.

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Al día siguiente era miércoles y asistípor la tarde a la Capilla Británica yAmericana, donde fui a contar miproblema a Ruth sin perder un minuto.

—De verdad que no deseo serdoncella personal de la condesa. Tengomás que suficiente con ocuparme de losniños. Pero ¿cómo puedo librarme deeso?

—Podrías buscar otro empleo —sugirió Ruth—. Sigue habiendo demandade institutrices británicas y tú tienesbuenos informes.

—Tengo los de lady Rumsley, pero lacondesa dejó muy claro que, si me ibasin su permiso, no me daría informes. —Fruncí el ceño—. En realidad, hubo untiempo en el que parecía querer librarse

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de mí. Ahora me da más trabajo todavíay se muestra ansiosa por conservarme,por alguna razón. —Suponía que lahermosa Olga disfrutaba de poderpresumir conmigo de que habíaconquistado a Stefan para sí. Elrecuerdo de su beso todavía mequemaba y me desgarraba las entrañas.Aún me resultaba difícil asimilar latraición de él—. Además, los niñosquieren que me quede.

—No me sorprende. Has hechomucho por ellos, no solo persuadiendoal conde de que se interesara más por suhijo con esas excursiones de pesca queorganizaste y que estoy segura de queSerge apreció. Te han tomado cariñocon los años.

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—Yo también los quiero mucho aellos, incluso a Serge a pesar de sustravesuras. —Sonreí, complacida de queel conde acudiera a menudo a mí consugerencias de otras actividades quepodían contar con la aprobación de suhijo. Los dos parecían más unidos queantes—. Y adoro a la pequeña Irina.Para encontrar otro empleo, quizátuviera que irme hasta Moscú y novolvería a verlos nunca.

Tampoco volvería a ver a Stefan y, apesar de su infidelidad, esa idea mellenaba de desesperación. Quizá cuandoconsiguiera asimilar la pérdida de loque yo había creído que había entre losdos, pudiera lidiar mejor con aquello.Por el momento me aferraba todavía a la

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vana esperanza de que lo nuestro sepudiera arreglar.

Mi querida amiga sin duda reconociólos sentimientos que se movían bajo lasuperficie, pues me estrechó en susbrazos.

—¿Hay algo que no me cuentas? —preguntó con calma.

Negué con la cabeza.—Nada de lo que quiera hablar.—Pues quizá deberías hablar con

Stefan. Sé que él también te apreciamucho.

—Creo que eso no sería apropiado.El rostro de ella se llenó de ansiedad

cuando adivinó al instante que habíahabido algún desacuerdo entre nosotros.

—Ah, bueno, en ese caso, deja que te

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diga que yo siempre estoy aquí, comoamiga, por si cambias de idea.

—Gracias, Ruth. Es solo que necesitosolucionar este problema por mí misma.

Ella me apretó la mano, comprensiva.—Por lo que respecta al puesto de

doncella personal, ¿por qué no aceptashacerlo hasta Navidad? Eso daríatiempo de sobra a la condesa parabuscar una sustituta.

Asentí a esa sugerencia y salimos alvestíbulo a tomar una taza de té.

—Pero ten cuidado —me advirtió altiempo que me tendía un bizcochito—.Por lo que he oído, la condesa Belinskies una mujer muy manipuladora eintrigante que puede ponersedesagradable si no se sale con la suya.

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—Soy muy consciente de eso. Solohay que ver cómo trata a su esposo:tiene una aventura sórdida con Víktor, elcochero.

Ruth se echó a reír.—Ah, ¿entonces es cierto lo que

dicen los rumores?—Ni siquiera se molesta en guardarlo

en secreto. Sale todas las tardes con élpara dar largos paseos misteriosos a lavista de su esposo. ¿Qué otra cosapodrían hacer?

—Parece ser que también la vieron laotra noche con Dimitri Korniloff en elVilla Rodé.

—No me sorprendería. Es un lugarque frecuenta mucho.

—Ese hombre es atractivo, sí, pero

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tiene fama de cazadotes, trepador socialy político sabelotodo. Si estás en locierto en su relación con el cochero, hayal menos dos hombres con los que estáahora, y bien podría haber más.

Yo solté una risita despectiva.—Ya lo creo, estoy segura de que los

hay.Ruth captó mi amargura y me miró

con ojos tristes.—¡Ay, querida! En ese caso, tienes

un problema mayor del que pensaba.

Mi primer reto como doncella personalllegó cuando la condesa Olga empezó adarme instrucciones mientras la vestíapara una velada fuera, en la ciudad.

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—Si mi esposo pregunta por mí,puedes informarle de que no meencuentro bien y me he retiradotemprano. Eso es todo lo que tienes quedecir, y pedirle que duerma en elvestidor.

—¿Le duele la cabeza, milady?¿Quiere que le traiga algo? —preguntéamablemente.

Ella emitió un ruidito exasperado.—¿No me estás escuchando,

Dowthwaite? La verdad es que voy aver a Anna Pavlova en el balletimperial, después de lo cual cenaremosen el Café Chantant. Mi acompañantesuele alquilarnos un reservado dondepodemos disfrutar de champán y caviar,entre otras cosas —dijo, y se echó a reír

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—. No me esperes antes de medianoche,o quizá no venga. Tú solo tienes quevenir a mi habitación de vez en cuando yfingir que hablas conmigo como siestuviera enferma en la cama. Solo porsi el conde estuviera escuchando.

Me quedé inmóvil en el proceso deabrocharle el collar de ámbar.

—¿Me está pidiendo que mienta?Alzó la cabeza para mirar mi

expresión escandalizada y sonrió consorna.

—Te estoy dando una orden. ¿Tienesalgún problema con eso?

Me sonrojé bajo la dureza de sumirada.

—Claro que no. Pero ¿y si el condeentra a buscarla?

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—No le permitirás entrar en mihabitación. ¿Está claro?

—Muy bien, milady. —Me concentréen abrochar el collar, mientras combatíami instinto natural de negarme aenredarme en sus aventuras ilícitas. Perono me tocaba a mí decidir eso.

—No, estos pendientes no, tonta. Laslágrimas largas de ámbar que hacenjuego con este collar.

Más tarde, cuando salió por unaentrada lateral para partir sin hacerruido en el carruaje con su cocheropersonal, no pude negar que estabamagnífica, con un vestido de sedaesmeralda, un chal de piel de zorro y lasjoyas de ámbar. Me pregunté si iría averse con Dimitri Korniloff o con algún

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otro hombre. Desde luego, no seríaStefan, pues él no podía permitirseaquellos lujos, a menos que pagara lacondesa, claro.

Cuando ella se hubo ido, yo pasé lanoche ansiosa, yendo de las habitacionesde los niños a la de la condesa, sinapenas dormir, pues cada vez sentía másmiedo por la mentira en la que estabametida, además del dolor profundo porhaber perdido a Stefan. En la terceraocasión, esperando contra todaesperanza que ella volviera pronto,encontré, para mi consternación, alconde a punto de llamar a su puerta.Corrí a su lado.

—¿Puedo servirle en algo, milord?—Ah, Millie, estás ahí. Me

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preguntaba cómo está mi esposa, si sesentirá ya mejor.

—Creo que estará profundamentedormida, milord. Le di una medicinapara el dolor de cabeza, así que esperoque así sea.

Mientras le contaba esa mentira, meaterrorizaba que pudiera insistir enentrar en la habitación, donde el lechovacío revelaría al instante el engaño desu esposa. Las consecuencias de dicharevelación serían sin duda que yoperdería mi empleo, y solo Dios sabíacuáles más.

—En ese caso, no la molestaré —élretrocedió un paso.

—Cuando despierte por la mañana, lehablaré de su preocupación.

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—Eres muy buena con ella, Millie.Espero que mi esposa aprecie tulealtad. —Había algo en sus ojoscuando dijo eso que me hizo pensar sino habría adivinado ya que la camaestaba vacía—. Pero es que tú tienes uncorazón generoso.

—Gracias, milord.Me miró un momento con expresión

pensativa.—¿Eres feliz aquí, Millie? ¿Alguna

vez sientes añoranza de tu familia?—A veces —confesé—. Pero

disfruto de mi trabajo y quiero a losniños.

Él sonrió.—Ya lo sé, pero no permitas que mi

esposa abuse demasiado de ti.

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Cuando se alejó con los hombroshundidos, parecía un hombre triste ysolitario con su bata humilde y micorazón se apiadó de él. ¿Qué másexigiría de mí aquella mujer horrible?

Por supuesto, era imposible evitar porcompleto a Stefan, puesto que vivíamosy trabajábamos en la misma casa. Aveces lo veía caminandoapresuradamente por el laberinto depasillos o entrando o saliendo de lahabitación de la condesa y yo meapresuraba a escapar por la puerta máscercana. Había días en los que mesorprendía buscándolo en vano, pues élseguía ausentándose durante períodos de

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tiempo. Me preguntaba si él también meestaría evitando.

Pero una tarde, cuando iba andando acasa por la Nevski Prospekt de vueltadel club de institutrices, lo vi sentado enla esquina de un café. Él me vio a suvez. Dejó unos kopeks sobre la mesa, allado del café intacto, y salió corriendo.

—No huyas, Millie. Estoydesesperado por hablar contigo y darteexplicaciones. Escucha, por favor.

Incapaz de resistir la súplica de suvoz, me dejé llevar al interior. Con uncafé delante y la mirada fija en lasprofundidades de sus ojos, me dispuse aescuchar más mentiras.

Él respiró hondo.—El beso que viste, te aseguro que

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no lo instigué yo. Yo jamás haría unacosa así.

—Pues no parecía que te resistierasmucho.

—La condesa llevaba mesesacosándome, insinuando que sería míacuando yo quisiera si jugaba bien miscartas. Ese día me pilló a solas en elestablo, me empujó contra la pared y seechó sobre mí. Te aseguro que estabaescandalizado, pero ¿qué podía hacer?No sabía en absoluto cómo lidiar conuna situación tan delicada. Después detodo, trabajo para ella, es nada menosque la condesa Belinski, y no podíaapartarla de un empujón, gritarle nidecirle que me dejara en paz. Decidísimplemente no responder, soportar el

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beso sin mover un músculo, con laesperanza de que captara el mensaje. Nosé lo que habría ocurrido si tú nohubieras aparecido en aquel precisomomento. Pero te juro, Millie, queestaba muy avergonzado y no sabía quéotra cosa hacer.

Bajó la voz, me tomó la mano encimade la mesa y me acarició los dedos unopor uno.

—Sabes muy bien que es a ti a quienquiero besar, no a la condesa Olga.

¿Me había equivocado al acusarlo detraición? La condesa estaba fascinadapor los hombres, había tenido una largalista de aventuras ya antes de la últimacon el cochero, incluida la famosaocasión en la casita de verano con lord

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Rumsley. Y no se podía negar que Stefanera atractivo. Mi corazón cantaba solocon verlo.

También me constaba que él habíahecho lo posible por evitar quedarse asolas con ella, y hasta el incidente en losestablos, yo no había visto nadaindecoroso en su comportamiento conella.

Pero si podía elegir entre unacondesa rica y hermosa y una institutrizaburrida, que era como me veía yo a mímisma, ¿por qué narices me iba a elegira mí? ¿Podía yo estar segura de susinceridad? ¿Era Stefan tan inocentecomo afirmaba?

En el fondo albergaba unresentimiento enorme hacia la

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aristocracia por la muerte de su padre.En ese caso, era plausible que pudierabuscar algún tipo de venganza personalembarcándose en una aventura con lacondesa Olga. Pero ¿con qué fin? ¿Quépodía lograr con una estratagema así? Ysi yo no creía en él, ¿qué derecho tenía aestar enamorándome de él, como sabíaen el fondo que estaba ocurriendo?

Quizá, sin darme cuenta, habíapermitido que la condesa arruinaraaquellos sentimientos tan especiales queestaban surgiendo entre Stefan y yo porno haberle concedido el beneficio de laduda. En sus ojos verdigrises vi angustiay también un sentimiento que yo habríainterpretado en otro momento comoadoración.

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—Quiero creerte, Stefan —dije.—¡Gracias a Dios! —repuso él con

un suspiro de alivio—. Juro que esamujer me persigue con un vigor queresulta terrorífico. Por eso tengo queesconderme en cafés.

Yo casi logré sonreír.—Es un café muy agradable.—Pero no has tocado tu taza —dijo

él, haciendo un amago de su famosasonrisa ladeada.

—Ni tú tampoco.Ambos procedimos a dar un sorbo,

mirándonos a los ojos por encima delborde de las tazas, y a continuaciónhicimos los dos una mueca, pues el cafése había enfriado. Stefan pidióenseguida dos más.

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—Siempre podríamos buscar otrosempleos —dijo. Me tomó ambas manos,se las llevó a los labios y las besó unapor una—. ¿Por qué no huimos yempezamos una nueva vida juntos lejosde los condes? Ella no significa nadapara mí. Te amo a ti, Millie, y siemprete amaré.

—¡Stefan! —Yo estaba embargadapor la emoción. Su súplica parecíacompletamente genuina y sentida—.Pero el país está en guerra. No es fácilencontrar empleo. Por lo que he oído,Rusia ni siquiera puede permitirseequipar a su ejército ni proporcionarlemunición suficiente. Están muriendomiles de hombres y no quiero que túseas uno de ellos, que te veas obligado a

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alistarte porque estás desempleado.Él se mostró desanimado con aquello,

probablemente porque sabía que yollevaba algo de razón.

—Me pueden llamar en cualquiermomento. Pero entretanto, ¿cómo lidiocon los avances de la condesa? ¿Cómola contengo?

Yo guardé silencio un momento.—Puedo hablar con ella y pedirle que

deje de acosarte. —Las palabrassalieron de mi boca por voluntad propia.Stefan me miró incrédulo.

—¿Crees que es buena idea?Por mi mente cruzó la imagen de unas

piernas y unas nalgas desnudas.—Puede que sea necesario —solté

una risita.

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—No te haría caso. No serviría denada.

—Es posible que tengas razón.—Cásate conmigo, Millie. Nada

anhelo más que hacerte mi esposa. Nopuedo imaginarme la vida sin ti. —Meabrazó a pesar de que estábamos en unlugar público, y mi corazón se derritióde amor por él.

—Oh, Stefan, en cualquier otromomento habría tenido tentaciones deaceptar, pero ahora, con la guerra y todolo demás, no podemos casarnos.

—Dicen que se habrá acabado paraNavidad. Podríamos casarnos entonces.

Solté una risita, una mezcla deentusiasmo y pánico.

—No debemos precipitarnos. Me

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gusta mi trabajo y quiero a los niños, asíque no tengo prisa por marcharme.Siempre he sido ambiciosa y los dossomos jóvenes, así que vayamosdespacio. Quizá lo mejor sea que sigasintentando evitar quedarte a solas conella.

Stefan se mostró de acuerdo.—Ese es un buen consejo que haré lo

posible por seguir, si tú prometes queme perdonas.

—Sí, te perdono. Estoy segura de queaquel beso no fue culpa tuya.

Caminamos juntos hasta elapartamento por el canal y sus besosdebajo de los puentes incendiaban micuerpo. Hasta entonces, yo no sabía quefuera posible amar tanto a una persona

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ni sentirse tan amada.

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CAPÍTULO 19

En agosto de 1915 la guerra era tanterrible que cada mes morían 450.000soldados rusos, y se habían perdido másde un millón y medio de hombres en unaño. Rusia había conseguido algunasvictorias sobre Austria, pero Alemaniae s t a b a resultando ser una fuerzademasiado grande para ser derrotada.Para entonces, yo ya leía los periódicoslo bastante bien para entender que elpaís simplemente no poseía los recursosnecesarios para llevar adelante unaguerra, aunque la política detrás de todoeso siguiera siendo un misterio para mí.

Un día glorioso de verano yo había

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estado leyendo una carta de casa quehabía llegado con mucho retraso,mientras veía a los niños nadar ysalpicarse en el río. Aquello merecordaba tanto a Carreckwater que measaltó una ola de nostalgia. No podíaevitar preocuparme por cómo estaríansobreviviendo mis queridos padres enaquel conflicto terrible. ¡Cómo anheléestar con ellos en aquel momento! En lacarta me decían que la señorita Phyllis yel señorito Robin crecían muy deprisa, yRobin tenía ya casi quince años. Volvíal periódico para ver si veía algunaesperanza de que la guerra pudieraacabar pronto, antes de que lo llamarantambién a él a filas. Me esforcé lo quepude por entender el ruso, pero acabé

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por arrojar el periódico a un lado condisgusto.

—El periódico no da soluciones, solohistorias de traiciones políticas. Mepregunto a qué se debe eso. —Creíaestar sola e hice la pregunta en voz alta.

—No es fácil de explicar, pues Rusiatiene una historia larga y complicada,pero hay una conciencia creciente deideas democráticas, traídas desde eloeste por activistas políticos.

Yo no sabía que el conde, al que nadale gustaba más que trabajar en suadorado jardín, estaba cerca de allíarrancando las malas hierbas de unparterre.

Hizo una pausa en su trabajo y seapoyó en la azada.

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—También hay cada vez másresentimiento por la forma de tratar a loscampesinos y las malas condiciones enlas que viven miles de obreros. Ademásde eso, millones de campesinos han sidoreclutados a la fuerza en el ejército, loque ha provocado una seria escasez demano de obra en las granjas y sucorrespondiente caída en la producciónde alimentos. Como consecuencia, estánsubiendo los precios, también por elincremento incesante de los impuestospara pagar esta guerra. Pero los salariosno han mantenido el mismo ritmo. Elpaís parece estar hundiéndose a todavelocidad en una depresión económica.

Yo escuchaba atentamente,agradecida de que el conde me tratara

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con respeto suficiente como paratomarse la molestia de explicarme todoeso.

—Debe de ser muy doloroso parausted ver sufrir a su querido país.

Él se acercó y se sentó en la hierba ami lado.

—Me gusta pensar que no soytotalmente indiferente a laspreocupaciones de mis aparceros.

—He visto con mis propios ojos queno lo es —le aseguré.

Asintió.—Te agradezco mucho tu ayuda y tu

fe en mí, Millie. No obstante, ciertosmiembros de la aristocracia siguenviviendo ajenos a esa escasez de comiday al hecho de que cada vez es más difícil

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importar materias primas fundamentales.—Quizá se deba a que, a diferencia

de los pobres, ellos pueden permitirsepagar lo que sea necesario por lacomida —dije, reprimiendo una sonrisa,porque era cierto que la condesa Olgano daba muestras de permitir que algotan aburrido como una guerra estropearasus placeres.

Jamás pensaba en nadie que no fueraella misma, ni en los soldados quemorían ni en los sirvientes que seesforzaban por encontrar suministrossuficientes en las tiendas y mercadospara cumplir con los requisitos de ella,y desde luego, tampoco en el conde, quelidiaba cada vez con más problemas enel zemstvo.

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—¿Cree que la guerra acabarápronto? —pregunté, pues me sentíabastante cómoda con la conversación yel respeto creciente entre nosotros. Eraun hombre tan amable que me enfurecíapensar en lo mal que lo trataba suesposa.

El conde negó con la cabeza contristeza.

—La agitación está aumentando,Millie, no disminuyendo. ¡Quién sabe loque ocurrirá!

En 1916, el valor del rublo había caídoen picado, lo que provocó que losprecios se dispararan todavía más, perola condesa seguía ignorando

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trivialidades tales como el coste o ladisponibilidad y esperaba que la cena sesirviera con el mismo estándar que antesde la guerra. Cuando Anton sirvió sopade col y pescado, en esa ocasiónarenque relleno, por tercera vez en unasemana, ella apartó su plato condisgusto.

—Tengo que salir de aquí —protestóla condesa—. Quizá a la Rivierafrancesa. Hace años que no visitamosnuestra villa de allí.

—Me temo que eso es imposibleahora —le informó el conde con calma.Los niños gimieron decepcionados. Lesgustaba pasar vacaciones al sol y, amedida que se acercaba el otoño, en elpiso de San Petersburgo hacía cada vez

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más frío.—¿Por qué? —quiso saber la

condesa.El conde atacó su pescado con

placer, pero, por otra parte, seguramenteél tenía más apetito porque se pasaba eldía yendo y viniendo al Palacio deInvierno con sus asuntos ministeriales.

—Para empezar, estoy muyocupado —repuso.

—¡Bah! Podemos arreglarnos muybien sin ti.

Yo comía en silencio, ajena a susdiscusiones. Sabía que la condesapreferiría que su esposo estuvieraausente, pues eso le permitiríaembarcarse en una aventura románticamás mientras yo, por supuesto, me

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ocupaba de los niños. Yo no teníaelección, claro, pero empezaba a perderla paciencia con que esperara de mí queencubriera sus indiscreciones. Habíanpasado dos Navidades desde que mehabía impuesto la tarea extra de hacer dedoncella personal suya y parecíahaberse desvanecido la esperanza deencontrar una sustituta. Pero, estando enguerra, no me atrevía a protestar.

Las palabras del conde fueron un ecode mis propios pensamientos.

—No olvides que también está elproblemilla de que hay una guerra enFrancia —le recordó.

—No iremos para nada cerca delcampo de batalla. Y en cualquier caso,estoy segura de que la guerra no es ni la

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mitad de terrible de lo que sostienes tú.—Es muchísimo peor.—El conde tiene razón, milady.

Debería quedarse a salvo en casa,aunque solo sea por la seguridad de losniños —dije yo, incapaz de seguirguardando silencio por más tiempo.

Él sonrió con gratitud, pero su esposano se mostraba convencida.

—¡Necesito unas vacaciones! —gritó. Casi parecía que los soldados queluchaban y perdían la vida lo hacían apropósito para enojarla.

—No digas tonterías, Olga. Millietiene razón, piensa en los niños. Tienesque abandonar esa idea.

Desgraciadamente, una vez que a lacondesa se le metía algo en la cabeza,

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nada le impedía conseguirlo, o, como eneste caso, buscar una alternativarazonable. Puesto que la RivieraFrancesa estaba fuera de su alcance,optó por Crimea. El clima era casimediterráneo, con brisas marinas queimpedían que fuera insoportablementecálido en verano, y seguía siendoagradable en aquella época del año. Elconde no protestó más, y a finales deseptiembre, empaquetamos los baúles ypartimos.

No me sorprendió descubrir queDimitri Korniloff, el último amante de lacondesa, estaba casualmente cerca deallí. Aunque la condesa mostraba ladiscreción suficiente para no dejar quelo vieran los niños, no intentaba ocultar

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el hecho de que salía con él la mayoríade los días.

—¿Qué pasará si la necesitan losniños, milady? —pregunté uno de losprimeros días.

—Estaré aquí para tomar el té conellos y para darles las buenas noches.

—Pero ¿no querrá jugar a veces conellos en la playa o ir a sitios de laciudad con ellos?

Ella me miró con desdén.—¿Ahora también estás cansada de

cuidar de los niños y no solo de ser midoncella personal?

—Por supuesto que no, pero les gustapasar tiempo con su querida mamá —lerecordé—. En particular cuando su papáno está con ellos.

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La condesa salió de la estancia sinmolestarse en contestar. A veces metrataba como si fuera invisible. Quizáhabría sido mejor que lo fuera, en lugarde abrir la boca cuando no debía.

El conde se reunió con nosotros enNavidad, ansioso también por escaparunos días de Petrogrado, lo cual estuvobien, porque parecía necesitar undescanso. El clima en la ciudad era muyfrío, pero allí en Crimea los inviernoseran mucho más suaves, pues estábamosprotegidos de lo peor de los vientos delnorte por las montañas, aunque amenudo había nieve en las laderas altasque dominaban la ciudad. Admito que

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todo aquello me gustaba y me divertíayudando a los niños a hacer farolillosde papel y petardos caseros de Navidad.Trajeron un árbol del bosque, y lodecoramos con castañas y bombonesenvueltos en papeles de oro y plata.Después pusimos velas en las ramas másbajas, donde podíamos alcanzarlas confacilidad. Pero como yo no deseaba quecorriéramos el riesgo de prender fuego,coloqué cerca un palo largo con unaesponja mojada pegada en el extremo,por si acaso.

Los niños colgaron calcetines en lachimenea y, de acuerdo con la tradición,Nianushki puso unas botas de agua en larejilla vacía, que más tarde tendríannieve alrededor para que los niños

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supieran cuándo había llegado SantaClaus.

El día de Navidad por la mañana, losllevé al bosque a recoger acebo,muérdago y hiedra para decorar la casa.Esas plantas no crecen en el norte deRusia, donde el clima es demasiado frío,así que para mí fue emocionante tenerecos de las Navidades de casa, de miquerida Inglaterra.

Mientras los niños y yo enrollábamosla hiedra alrededor de la barandilla dela escalera, Stefan se subió a unaescalera para colocar el acebo y elmuérdago encima de los marcos de loscuadros y de las puertas. Una vez huboterminado, me llamó.

—¿Crees que es suficiente?

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Casi no tuve tiempo de contestarantes de que me diera un beso. A losniños les hizo gracia y aplaudieron,riendo a carcajadas. A mí no me hizotanta gracia, y menos cuando sonó unavoz detrás de nosotros en el pasillo.

—Ah, ¿o sea que esto es lo queocurre cuando me doy la vuelta?

Demasiado sobresaltada pararesponder, hice una reverencia concuidado de dejar la cabeza baja paraque la condesa no pudiera ver mismejillas sonrojadas.

—Mira lo que has hecho —le espetéa Stefan.

La condesa se acercó con aquellagracia suya, elegante y magnífica comosiempre con un vestido de satén dorado

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bordado con perlas. Llevaba variasvueltas de perlas colgadas al cuello,sobre un escote cortado muy bajo. Loscondes asistían esa noche a un baile deNavidad y debo confesar que nunca lahabía visto tan hermosa. Se colocódebajo del muérdago y miró a Stefan conaire provocador.

—¿Aquí es donde debo estar para mibeso de Navidad? —preguntó.

El bochorno de Stefan resultabapatente. Una mancha de color escarlatacubría su garganta y me lanzó unamirada de súplica. Yo, que locompadecía mucho por la situaciónincómoda en la que lo había colocado lacondesa, intenté intervenir.

—Está nevando fuera, milady. Si está

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preparada para partir, ¿voy a buscar suabrigo y las pieles?

Ella ni siquiera me miró. Cuando meordenó que lo hiciera, tenía la vistaclavada en el objeto de su deseo, en miadorado Stefan. Parecía que, lejos dehaberlo salvado, yo había creadoaccidentalmente la necesidad de dejarloa solas con ella. Nos salvó Serge, quiensoltó una carcajada.

—Usted no se atrevería a tocar amamá —dijo.

Le siguió un silencio, pues ni siquierasu madre, estupefacta, supo cómoresponder a la réplica de su hijo.

Stefan, sin embargo, se apresuró aaprovechar la situación. Su alivioresultaba palpable.

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—Su hijo tiene muchísima razón,milady. Eso estaría totalmente fuera delugar —dijo. Hizo una pequeñareverencia, tomó la escalera debajo delbrazo y se alejó con calma.

Yo casi podía sentir la furia de lamujer mientras corría escaleras arriba abuscar el abrigo y las pieles.

Había pasado otra Navidad y la guerraen Europa continuaba sin que hubiera niuna señal de paz en el horizonte. Cuandollegó el Año Nuevo, cansada de lasexigencias sobre mi tiempo y midiscreción provocadas por mis deberesde doncella personal, que ya habíandurado mucho más tiempo de lo

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acordado, solicité educadamente unaumento de sueldo.

La condesa se echó a reír, sin dudadivertida por lo que percibía como unamuestra de impertinencia. El dinero,como yo sabía muy bien, no significabanada para ella, pero al mismo tiempo,odiaba dárselo a otras personas. En suopinión, los pobres podían seguir siendopobres, pues solo ellos tenían la culpade estar en esa situación, y desde luego,no era asunto de ella.

—¿Qué te hace pensar que merecesun aumento? —me preguntó.

—El hecho de que estoy haciendo dostrabajos —le recordé—. Sigo siendoinstitutriz de sus hijos y también hago dedoncella personal, a pesar de que

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acordamos que ese último trabajo seríasolo temporal. Pero no se ha hechoningún intento por encontrar una sustitutay milady sabe muy bien que no me sientocómoda en ese puesto.

Esa vez no se rio, sino que frunció elceño con furia.

—Yo decidiré cuándo quedas librede ese deber, y tu comodidad no meinteresa ni lo más mínimo.

Pero yo estaba decidida a imponer micriterio. Enviaba dinero regularmente amis padres y sabía que lo invertían concautela para cuando llegara el momentode mi regreso definitivo a casa. A vecesmi anhelo por Los Lagos y lapreocupación por mi familia en aquellaépoca difícil me resultaban

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insoportables, a pesar de que sentía uncreciente cariño por Rusia. Y desdeluego, no tenía intención de permitir quese aprovecharan de mí.

—Quiero recordarle educadamente amilady que, si tengo que cumplir con losdeberes de ambos puestos, deberíapagarme en consonancia con eso.

—Me parece que te crees demasiadoimportante, Dowthwaite.

—En ese caso, ¿quizá no necesita miayuda ni mi discreción y lealtad despuésde todo? —pregunté con temeridad.

La condesa Olga comprendióperfectamente el desafío que habíadetrás de esas palabras, pues su estatusy su honor dependían de mi silencio.También tenía una gran habilidad para

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ignorar la realidad y no responder apreguntas difíciles.

—¿Dónde están mis perlas? —preguntó de pronto, empezando arevolver entre el barullo que había en lacómoda.

Irritada por el modo en que ignorabami petición de un aumento, le hablé conun tono más brusco de lo habitual.

—En la caja fuerte, donde debenestar. —Fui a buscarlas. No obstante,para mi sorpresa y consternación, no vini rastro de ellas. Como era conscientede que la condesa a veces era muydescuidada con sus joyas y a menudo lasdejaba en cualquier parte, no me asustémucho—. Deben estar por aquí —dije,irritada—. ¿O se las ha prestado a

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alguien?—Esto es culpa tuya, Dowthwaite,

debido a tu incompetencia. Es tu trabajomantener mis joyas seguras, así que hastenido que perderlas tú —me acusó confrialdad—. O te las has quedado para ti.

Di un grito ahogado.—¿Está sugiriendo que me las he

llevado yo? Yo jamás haría algo así. Nohe tocado sus perlas —dije,defendiéndome acaloradamente.

—¿Acaso no estabas intentandochantajearme ahora mismo? ¿Por qué note voy a creer capaz de cualquier cosa?

Hubo un largo silencio expresivo,durante el cual reconocí el peligro alque me había conducido mi temeridad yel modo tan inteligente en el que ella

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había dado la vuelta a la situación.—No sé a qué se refiere, milady —

dije con rostro inexpresivo—, peroseguiré buscando sus perlas. Deben deestar en alguna parte.

La condesa, convencida de miculpabilidad, me castigó negándose ahablarme durante el resto de ese día ydel siguiente. En lugar de eso, me dejabanotas con instrucciones sobre lacómoda. Y todas las noches, en la cena,cuando llegaba el momento de que mesirvieran a mí, no quedaba comida.

—¿Qué voy a hacer? —pregunté aStefan, sollozando—. Aparte de otrasconsideraciones, tengo hambre. Tengoque ir a hurtadillas a la cocina a pedirlecomida al chef, y Anton tiene miedo de

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ofender a la condesa, así que no semuestra especialmente generoso. ¿Cómopuedo convencerla de mi inocencia?Estoy segura de que está a punto dedespedirme, si no muero antes dehambre.

Él me abrazó y me besó en la frente.Me hacía sentirme tan segura en susbrazos que quería quedarme allí parasiempre.

—Puedes hablar con el conde ypedirle su apoyo. O eso o encontrar lascondenadas perlas.

—Es una buena sugerencia. Élsiempre ha sido muy amable conmigo.

Confiaba en el conde, pues él poseíael sentido común y la estabilidad de losque carecía su esposa. Asumía que se

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había casado con Olga por deber, ya quehabía pocas muestras de amor entreellos. Su unión habría sido, sin duda,concertada por la familia de él, pues elconde tenía título y contactos, y lacondesa era una heredera rica, como mehabía contado Babushka. Él debía deser muy joven entonces, pues yocalculaba que todavía no habíacumplido los cuarenta. Yo lo admirabaenormemente porque cuidaba de susempleados y aparceros y era un buenpadre para sus hijos. ¡Qué terribledesperdicio ser un hombre atractivoatrapado en un matrimonio desgraciado!

Tal y como esperaba, se mostrócomprensivo con mi problema, peromovió la cabeza con tristeza y dijo que

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había poco que pudiera hacer paraayudarme.

—Mi esposa tiene un modo propio dehacer las cosas y yo casi nuncaintervengo. Admito que es bastantedescuidada con sus pertenencias y estoyseguro de tu inocencia. Hablaré en tufavor si llega a ser necesario, Millie.

—Gracias, señor. —Siempre meconmovía que me llamara por minombre de pila y agradecía que creyeraen mí. Parecía que eso era todo lo quepodía esperar.

Y de pronto, al día siguiente, llegóIrina corriendo con el collar de perlasen las manos.

—Mire lo que he encontrado,barishnia. Se han caído de la bolsa de

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pesca de Serge cuando se la estabaguardando.

El chico negó con mucho vigor.—Yo no toqué las perlas de mamá —

insistió—. No sé cómo llegaron allí.Juro que esto no ha sido una de misbromas. Y tampoco creo que las robarausted, barishnia.

Le sonreí con gratitud, deseandocreerlo.

—Gracias, señorito Serge. Me alegramucho oír que confía en mi inocencia.Me reconforta saberlo. Supongo que lasperlas cayeron en su bolsa poraccidente. No hablemos más del asunto.

Pero ¿había sido un accidente o unabroma pesada más? En contra de todaslas pruebas anteriores del

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comportamiento del chico, había algosincero en la negativa apasionada deSerge. Era más probable que la condesase hubiera metido en el bolsillo lascondenadas perlas para castigarme porhaberme enfrentado a ella y después lashubiera dejado caer en la bolsa de suhijo. Pero, por una vez, parecía que nole había salido bien mezclar a su hijo ensu desagradable plan de venganza.

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CAPÍTULO 20

Regresamos a Petrogrado en losprimeros días del año. La ola de fríoque había descendido durante laNavidad empeoró aún más, con bancossólidos de nieve y hielo bloqueando loscaminos y carámbanos colgando de lostejados. No era fácil hacer que los niñosestuvieran contentos, pues enseguida sevolvieron irritables y peleones comoconsecuencia de pasar demasiadotiempo encerrados, a excepción dealguna tarde que otra en que patinabansobre el río Neva congelado o jugaban adeslizarse sobre el hielo en el parque.

Mientras la condesa se retiraba a

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descansar y yo me disponía adesempaquetar las cosas, el conde semarchó sin demora al Palacio deInvierno para continuar con sus deberes.Regresó más tarde con la sorprendentenoticia de que Rasputín había sidoasesinado el 29 de diciembre.

—Al parecer, el hombre estabatomando vino de Madeira y pastel con elpríncipe Yusupov y un par de camaradassuyos cuando fue presuntamenteenvenenado.

—¡Santo cielo! —dijo la condesa—.¿Estás diciendo que el responsable fueel príncipe?

—No digo nada de eso, ni nadie másdebería decirlo —nos advirtió el conde—. Es cierto que el príncipe Yusupov y

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el gran duque Dimitri están bajo arrestodomiciliario mientras se investiga elasunto. Debemos esperar el resultado deesa investigación, pero sea quien sea elautor, estaba decidido a acabar con élde un modo u otro. Como el veneno notuvo un efecto inmediato, suponiendoque hubiera de verdad cianuro en sucomida, le dispararon y después loarrojaron al congelado río Neva, dondese ahogó. Desde luego, el asesino sehabía propuesto eliminarlo, pero alparecer el hombre no se lo puso fácil.

El conde había reunido a todos losempleados, una vez acostados los niños,y su historia nos horrorizó a todos.Permanecimos un momento en silencio,pensando en las ramificaciones de la

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pérdida del staretz favorito de la zarina,con sus ojos magnéticos y su increíblehabilidad para haber impedido que elzarévich muriera desangrado en más deuna ocasión.

—Era un charlatán y estaba loco, asíque supongo que no es una mala cosa —señaló la condesa, con cierto desprecio,como si la vida de un hombre no tuvieraimportancia aunque hubiera sido unmonje y un consejero de la familia real—. La tonta de Alix se estabaobsesionando demasiado con él.

El conde no la contradijo.—No obstante, he detectado un

cambio en la opinión pública, unaextraña mezcla de expectación ycelebración en el ambiente, como si la

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muerte de Rasputín liberara en ciertomodo a la gente.

—Supongo que el asesinato podríadar un incentivo a los revolucionarios enpotencia para tomar el poder comollevan tiempo anhelando —dijo Stefan—. ¿Por qué iban a confiar en un hombreque cree en el derecho divino a gobernaro en una mujer que ha estadoobsesionada con un monje loco?

—A mí también me preocupa eso,Stefan. —El conde parecía muypreocupado—. Me temo que el caráctertímido y retraído de la zarina no le hahecho ningún favor. Es bastante triste,pero no es de extrañar que la gente laacuse de ser fría. Algunos miembros dela familia incluso han sugerido que la

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envíen a un convento.—Pero ¿acaso eso es justo? —

intervine yo, hablando cuando no debía,como de costumbre.

—Millie asegura que no entiendenada de política, pero siempre tiene algoque decir al respecto —apuntó Stefancon una sonrisa burlona.

—Yo solo sé lo que he aprendidooyendo a Babushka narrar sus recuerdosde cuando trabajaba como dama decompañía en el palacio, que a mí meresultan fascinantes. Pero sí, creo que lazarina es vilipendiada innecesariamente.

El conde me hizo un gesto de alientocon la cabeza.

—¿En qué sentido, Millie?Sonrojándome de vergüenza al

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sentirme el centro de atención, meesforcé por ordenar mis pensamientos.

—La gente la acusa de toda clase decosas, por ejemplo, de ser una alemanatraidora, cuando está claramentehaciendo todo lo que puede por su paísde adopción, como convertir palaciosreales en hospitales de campaña ytrabajar para conseguir su certificado dela Cruz Roja. —Que era más de lo quese podía decir de la condesa.

—Eso es cierto. A la zarina se lapuede ver en los hospitales casi cadadía con su uniforme blanco,presenciando todos los horrores de laguerra de primera mano sin protestar.

—¿Y no es también responsable dedirigir el país mientras el zar está fuera

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al mando de las fuerzas militares?El conde hizo una mueca.—Sí, pero, desafortunadamente, eso

no lo hace muy bien. El problema es quela querida Alix, una madre y esposaentregada, se muestra demasiadoprotectora con su esposo. Está tandecidida a que ningún miembro delGobierno pueda desafiar la autoridaddel zar, que elige ministros débiles ycuyo único deseo es ganarse el favor delzar, lo cual, por desgracia, dividetodavía más a la nación.

—Ah, entonces Stefan tiene razón. Noentiendo de política.

El conde me dio una palmadita en elhombro con una sonrisa.

—Tú al menos lo intentas, querida

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Millie.Yo podía haber hecho más preguntas,

pero como la condesa me lanzó una desus miradas feroces, guardé silencio,temerosa de tener que volver a pasarhambre.

En los días y semanas siguientes lacondesa se quejó a menudo de que no sesentía bien. Por la mañana permanecíamás tiempo en la cama y constantementepedía cosas de comer durante el díadebido a su dolor de estómago. Hastaabandonó su pasión por los baños fríos,que consideraba buenos para la piel, ylos cambió por dos baños calientes aldía. Yo procuraba que los niños tomaran

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uno todas las noches, debido al fríoterrible, y les daba una taza de chocolatecaliente a cada uno antes de acostarlos.Una noche en que le llevaba la taza aIrina, encontré a la niña acurrucada allado de la puerta de los aposentos de sumadre.

—¿Qué hace ahí? —la reñí consuavidad, con cuidado de no alzar la vozpor si nos oía la condesa.

La niña se llevó un dedo a los labiospara pedirme silencio. Tenía tantainseguridad, que la combatía escuchandoen secreto las discusiones de sus padres.Era una diablilla, para nada el ángel quedescribía su padre.

—¿Mamá se va a marchar? —preguntó en un susurro.

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—¡Por Dios! ¿Qué tontería es esa? —pregunté yo. Pero cuando le tomé lamano, me di cuenta de que sus padresestaban inmersos en una pelea furiosa yno hacían ningún esfuerzo por bajar lavoz.

—¿Y qué si tengo una aventura conDimitri Korniloff? ¿Qué te importa eso ati? Tú tampoco has sido precisamenteinocente en ese sentido.

—Si yo violé los votosmatrimoniales, fue solo porque tú merechazaste desde el principio,destruyendo cualquier confianza posibleentre nosotros desde el primer día denuestro matrimonio.

—A ti no te importaba nada yo, solocomplacer a tu padre y que se sintiera

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orgulloso.—Una tarea en la que claramente

fracasé, gracias a tus mentiras.La condesa se echó a reír como si

acabara de oír algo muy gracioso.—Deberías haberte enfrentado a tus

padres y haberte casado con esaestúpida de Mavra Obelenski. ¡Quétragedia fue que muriera!

—Basta ya, Olga. No pronuncies sunombre.

—Quiero el divorcio, Vaska, y harélo que haga falta con tal de conseguirlo.

El conde murmuró algo que nopudimos oír. Tomé la mano de Irina eintenté llevármela de allí, pues aquellano era una conversación que debiera oíruna niña. Se resistió firmemente.

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—No, barishnia, necesito oírlo.—Venga conmigo, por favor —

supliqué a Irina. No quería verla sufrir.Pero entonces sonó la voz de su padre ylas dos nos quedamos paralizadas.

—No te equivoques. Si cometes laestupidez de fugarte con ese hombre, tureputación y tu estatus quedaránarruinados y te dejaré sin un solo kopeka tu nombre.

—No te atreverías.—No me subestimes, Olga. También

me aseguraré de que no tengas ningúncontacto con los niños, ni siquiera con tuquerido hijo.

Tomé a Irina en brazos y la llevérápidamente a la cama, sin hacer caso desus intentos por soltarse. Cuando se

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tranquilizó y empezó a sorber elchocolate caliente, aunque con expresiónmalhumorada, me senté a su lado en lacama.

—No debería escuchar las tonteríasque dicen los adultos. A veces seenfadan mucho entre ellos, pero es comocuando usted tiene una pelea con Serge.Las cosas no están tan mal como suenan.

Ella me miró con una sabiduría queresultaba alarmante en unos ojos tanjóvenes.

—El divorcio debe de ser una cosamuy mala si mamá no volviera a vernos.¿Por qué lo quiere, entonces?

Eso mismo me preguntaba yo. Lesonreí con confianza y la tapé con lasmantas.

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—Su querida mamá quizá no loestaba considerando como es debido.¿No decimos todos tonterías cuandoestamos enfadados por algo? Y ahora,¿qué historia quiere que leamos estanoche? ¿Qué tal Polly, una chica noanticuada? Creo que será divertido.

Leí hasta que a Irina se le cerraronlos ojos y se quedó dormida; dejé la luzde noche encendida y salí sin hacerruido. Solo entonces me permití pensarsi la condesa dejaría de verdad al condey qué sería de todos nosotros si lo hacía.

La relación entre la pareja se volviótodavía más tensa, casi tan fría como elclima. La palabra «divorcio» no volvió

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a mencionarse, así que asumí que lacondesa se había echado atrás, temerosaquizá de perder su posición en lasociedad rusa. Yo me mantenía alejadade ella todo lo que podía y pasaba mástiempo de lo normal en la CapillaBritánica y Americana con mis amigas.

—El veintitrés de febrero será lafiesta del Día Internacional de la Mujeren Petrogrado —anunció Ruth cuandoestábamos disfrutando del pastel y delos cotilleos habituales—. A menudocelebramos el día con una comida o losseres queridos nos compran flores o nosenvían una postal. En 1913 las mujeresse manifestaron por el derecho a votar.Este año habrá una manifestación paraprotestar por el elevado precio del pan.

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Participarán muchos obreros textiles,amas de casa y mujeres que luchan poralimentar a sus familias. ¿Quién quiereunirse a ellos?

—Somos británicas. ¿No pondríanobjeciones a que nos uniéramos? Notenemos hijos y tenemos la suerte de notener que comprarnos nuestro propiopan —protestó Ivy, que prefería unavida tranquila.

—Pero eso no es razón para noapoyar a nuestras hermanas en losmomentos difíciles, ¿verdad? Yo estoydispuesta a caminar con ellas paraprotestar, a llevar una pancarta o algoasí —señaló Ruth.

—Yo también —dije, recordando laangustia que había visto en la cara de la

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mujer campesina cuando la condesa lehabía negado unos cuantos kopeks paraalimentar a sus hijos, mientras que elladaba a los suyos una pequeña fortunapara comprar dulces todos los días.

—A mí no me importa unirme —declaró otra.

—A mí me parece una buena causa.Se alzaron varias manos más y pronto

empezamos a escribir carteles conmensajes poderosos que rezaban:«Nuestros hijos tienen hambre» o«Necesitamos comprar pan».

Cuando llegó el día, me sorprendió lacantidad de gente que se congregó.Había también algunos hombres, pero lamayoría eran mujeres: centenares detrabajadoras textiles habían tomado las

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calles, agitando los carteles quellevaban o proclamando su mensaje,gritándolo lo más alto posible: «Pan»,«Fin a la guerra» e incluso «Abajo laautocracia».

Las mujeres congregadas en laesquina de Bolshoi Prospekt y la calleGavanskaia parecían desesperadas, conlas mejillas hundidas y agotadas, muchaseran esqueletos andantes y, aun así,alimentar a sus hijos seguía siendo suprioridad. Me sentí profundamenteconmovida, llena de admiración por sucoraje y determinación cuandoempezaron a golpear puertas exigiendo alos panaderos que bajaran los precios oles dieran pan allí mismo para dar decomer a sus hijos hambrientos.

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—Necesitamos sueldos decentes parapoder comer —gritaban.

—Es una desgracia que no podamospermitirnos comprar pan.

—Nuestros hijos pasan hambre.—¿De verdad pasan hambre sus

hijos? —pregunté a la mujer que había ami lado—. Ojalá tuviera dinero paraayudarla.

—Ayuda solo con estar aquí, y sí, mishijos se consideran afortunados si tienensopa de col o algo de estofado dealubias una vez al día. El precio de laleche, la mantequilla y los huevos haceque sea imposible comprarlos. A vecespuedo permitirme comprar unas pocaspatatas para añadirlas a las alubias.

—Y el Gobierno sigue imprimiendo

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más dinero, lo cual hace que subantodavía más los precios, mientrasnuestros sueldos están estancados —añadió su amiga—. Yo me he vistoobligada a recoger hojas de diente deleón y ortigas para hervirlas y hacer unasopa para mis hijos.

Las mujeres, envueltas en largosabrigos viejos y bufandas paraprotegerse del frío, caminaban en masapor las calles llevando pancartas engrupos. Aunque habían retirado la mayorparte de la nieve, yo seguía sintiendo elhielo bajo los pies cuando marchábamosdetrás de las mujeres, formando unpequeño grupo de simpatizantes,mientras la gente miraba y aplaudía alpaso de la manifestación.

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—¡Abajo la guerra! —gritó alguien.—¡Abajo el hambre!—¡Larga vida a la revolución! —El

último grito surgió de un grupo deagitadores que había aparecido depronto.

De pronto, el número de gente crecióy la manifestación cobró un impulsopropio cuando se unieron a las mujeresobreros de fábricas que pedíanmodernización y mejores condicioneslaborales, pues estas habían empeoradopor culpa de la Gran Guerra en Europa.Un número cada vez mayor dehuelguistas entró entonces en el centrode la ciudad, procedentes al parecer deldistrito Víborg y de otras zonasindustriales, y cruzaron incluso el

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congelado río Neva, o eso nos dijeronnuestras compañeras de la marcha.

—Yo creía que esta manifestaciónera solo por el precio del pan. Meparece que ahora ya es mucho más queeso —murmuré cuando Ruth y yo nosagarramos del brazo para evitar que nossepararan.

—Eso parece —asintió ella en vozbaja, en el silencio inquietante que nosrodeaba—. Oí que hace unos díascientos de obreros empezaron unahuelga en uno de los talleres de lagigantesca fábrica Putilov. Pedían unaumento de sueldo y exigían quereadmitieran a unos compañeros quehabían sido despedidos. Otros miles depersonas más de la fábrica se unieron a

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ellos, pero la respuesta de los directoresfue cerrar las puertas dejándolos a todosfuera. A continuación, ellos pidieron aotros obreros que los apoyaran, y meparece que lo están consiguiendo. Esopodría ser peligroso si intervienen lasautoridades.

—Espero que te equivoques —dijeyo. Empezaba a ponerme nerviosa.

Apenas acababa de hablar cuandollegaron policías montados y lanzaron asus caballos entre la multitud en unintento brutal por dispersarla, al tiempoque golpeaban a la gente con las espadasplanas. Pero en cuanto terminaban depasar, la gente volvía a cerrarse trasellos, formando un grupo tan sólidocomo el hielo bajo nuestros pies.

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Era terrorífico y emocionante almismo tiempo. Me gustaba mucho elpueblo ruso y mi corazón estaba conellos, sobre todo con las madres y sushijos. Serge e Irina no podían imaginarni por un momento lo que debía de serpasar hambre, puesto que los dosestaban muy bien alimentados, comorevelaban sus mejillas regordetas ysonrosadas.

Yo había organizado que Nianushkilos llevara a los Jardines Catalina con elpretexto de que tenía que prepararlecciones y necesitaba un descanso.Nadie sabía que estaba participando enlo que había empezado como unasencilla marcha de protesta. Porsupuesto, la condesa no, pero tampoco

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Stefan, pues había temido que meimpidiera asistir. Pero aunque no me lohabría perdido por nada, sabía quecorría un gran riesgo solo con estar allí.

—Debería volver antes de que meechen de menos y antes de que esto seponga peor —dije.

—Tienes razón —repuso Ruth—. Yahemos aportado nuestro granito dearena. Vámonos de aquí.

Cuando empezábamos a salir de lamanifestación, nos encontramos el pasobloqueado por otro policía montado.Tiré de Ruth para apartarla del caminodel caballo, pero el policía la golpeó enlos hombros con la espada plana y ellacayó al suelo.

—¡Ruth!

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Casi no podía ver a mi querida amigaentre la masa de pies y cascos decaballos que la rodeaban. Pasaron unosmomentos terroríficos hasta queconseguí agarrarla y ayudarla alevantarse. Estaba pálida, había perdidoel sombrero y estaba cubierta de nieve ysuciedad. La vi tan mareada que temíque se desmayara en cualquier momento.Por suerte, Ivy emergió de entre lamultitud, la tomó del otro brazo y juntassalimos de la manifestación comopudimos, llevándola casi en volandasentre las dos.

Cuando le pregunté si se encontrababien, su murmullo de respuesta no fuenada alentador.

—Tiene que verla un doctor —dije.

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—Bien. Vamos a buscar un tranvíapara el hospital —contestó Ivy. Nosllevó a una calle lateral, pero, paranuestra desgracia, no circulabantranvías, así que nos vimos obligadas acaminar hasta la Capilla Británica yAmericana, donde por fin examinaron aRuth.

—Aparte de algunos moratones, notiene heridas importantes —nos informóla enfermera.

—¡Gracias a Dios! —Miré a Ruth—.¿Ha sido una locura participar en esamarcha?

Ella sonrió, negó con la cabeza e hizouna mueca de dolor.

—No, era lo que había que hacer. Laprotesta era necesaria. Me alegro mucho

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de que hayamos ayudado en lo quehemos podido. Yo estaré bien.

Más tarde, cuando entré en la casacon cuidado de que la condesa no seenterara de que había estado fuera sin supermiso, sentí un resplandor interior porhaber participado en una manifestacióntan importante. Recé para que lasmujeres hubieran lanzado con éxito sumensaje y que empezaran a repartirsepronto raciones de emergencia a fin deayudar a las familias que pasabanhambre.

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CAPÍTULO 21

Ese día no vi a Stefan hasta la noche,pues a mi regreso tuve que correr paraponerme al corriente con mi trabajohabitual y que pareciera que habíaestado ocupada en la casa todo el día.Vi a los niños, asistí a la condesacuando se preparó para salir a pasar lavelada fuera como de costumbre ydisfruté de un muy apreciado vaso de técon Nianushki, servido con una rodajade limón, mientras escuchaba solo amedias lo que explicaba sobre lasaventuras de los niños en el parque, sincontarle yo nada de lo que había hecho.

Stefan, sin embargo, era diferente.

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Estaba deseando contárselo a él.Me esperaba en el cuarto de lavar,

que era donde solíamos encontrarnos ensecreto cuando estábamos en la ciudad.En cuanto entré, me tomó en sus brazos yme besó. Necesitábamos ser siempre tancuidadosos, portarnos siempre tan bien,que era un alivio poder responder albeso sin miedo a ser observados. Susbesos me aceleraban el corazón, mehacían querer mucho más, y cuando élhizo una pausa para tomar aliento,dejamos los dedos entrelazados y nosmiramos profundamente a los ojos, queera como nos decíamos lo que nopodíamos decir con palabras.

—¿Dónde has estado? —preguntó—.Te he buscado todo el día.

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Me eché a reír.—Si te lo dijera, no te lo creerías.Algo en mi voz debió delatarme.—Has estado allí, ¿verdad? ¿En esa

manifestación de la que habla todo elmundo? Te has escapado de casa paraverla.

—En realidad, he participado enella —dije yo.

—¡Santo cielo! ¿Por qué no medijiste que ibas a ir?

—Para que no me lo impidieras.Se echó a reír.—Me subestimas, Millie. Estoy muy

impresionado. Bien hecho.—Yo también estoy orgullosa de mí

misma —admití—, aunque agotada portodo lo que hemos caminado. Parecía

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que valía la pena ir, aunque está por versi ha servido de algo. Espero que sí,porque hay niños que de verdad estánpasando hambre. El zar tiene quesolicitar cuanto antes raciones decomida de emergencia.

—Eso lo creeré cuando lo vea —murmuró Stefan—. Pero ¿y nosotros?¿Cuánto tiempo más vamos a estaratados a estos autócratas?

El resto de nuestra preciosa mediahora a solas lo pasamos soñando unfuturo juntos, aunque aún estaban pordecidir los cómo, los porqués y losdónde.

Un par de días después estabatrabajando con los niños en el aula comode costumbre, cuando Serge alzó la vista

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y preguntó:—¿Qué es ese ruido?Irina corrió a mirar por la ventana.—Hay mucha gente, barishnia.

¿Adónde van todos?Me reuní con ella y vi que tenía

razón. Y era bastante evidente adónde sedirigían. Las manifestaciones habían idocreciendo diariamente hastaproporciones cada vez más peligrosas, yStefan nos había dicho durante eldesayuno que Rusia estaba ahora en laagonía de una huelga nacional.

Pero no expliqué nada de eso a Irina.La devolví a su asiento y dije con vozanimosa:

—Van a una reunión importante. Notiene nada que ver con nosotros, pero

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estoy de acuerdo en que resultaperturbador, así que hoy no haremos másaritmética, sino que seguiremos tejiendopara los soldados. Señorito Serge, ustedpuede escribirles cartas. Los soldadosdel frente se merecen todo el apoyo quepuedan conseguir.

Nianushki y yo nos dispusimos aayudar a los niños en esas tareas. Unrato después estaba tejiendo unpasamontañas con el que llevaba tantotiempo que había empezado a pensar queno lo acabaría nunca, cuando de repentesonaron los primeros disparos.

Me quedé paralizada. La pobreniñera anciana casi se cayó de la sillapor el shock. Irina rompió a llorar ySerge pareció asustado.

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—¿Quién está disparando? —gritó.Corrió a la ventana, pero yo me apresuréa apartarlo.

—No se acerquen a las ventanas, porsi acaso —dije—. Quédense aquí conNianushki mientras voy a averiguar loque ocurre.

Corrí al pasillo y tropecé con Stefan,que venía a ver si estábamos bien.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo quesucede? —pregunté.

—No tengo ni idea. No puedo vernada desde aquí. —Me miró confrustración, con el rostro muy pálido—.Voy a salir a investigar. No tardarémucho.

—No, no lo hagas —grité,agarrándolo. Y los dos nos dejamos caer

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instintivamente de rodillas cuando elterrible sonido de los disparos sonó másfuerte que nunca.

Nos miramos horrorizados.—No estarán disparándoles a los

manifestantes —musité conincredulidad.

—Esto me recuerda mucho a lo queocurrió en 1905.

—Entonces no debes salir o podríaocurrirte a ti lo que le ocurrió a tupadre. Por favor, no te arriesgues, te losuplico, Stefan. ¿Qué haría yo si…? —Me atraganté con las palabras, incapazde expresar mis miedos en voz alta—.Espera al conde. Está en el Palacio deInvierno y sin duda podrá contarnos máscuando venga a casa.

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—Tengo que ir. Quizá yo puedaayudar.

—No, Stefan, por favor.Nos habíamos visto obligados a alzar

la voz porque continuaban los disparosy, mientras discutía con él, se abrió lapuerta de los aposentos de la condesa yesta apareció. Estaba desaliñada ypálida, no tan elegante como solía, comosi el ruido la hubiera despertado de unsueño profundo. Se acercó a labarandilla y nos preguntó a gritos quéocurría, insinuando que teníamos laculpa de haberla molestado. Esos díasparecía estar de un mal humorpermanente.

—Son los manifestantes, milady.Parece que les está ocurriendo algo

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terrible.Dio una palmada y suspiró aliviada.—Ah, ¿eso es todo? Esa gente

horrible se merece todo lo que les pase.Me adelanté un paso, sin hacer caso

de los intentos de Stefan por detenerme.—¿Cómo puede decir eso? Hay niños

que pasan hambre, hombres y mujeresque trabajan muchas horas por unamiseria, que pierden su empleo y notienen dinero para alimentar a susfamilias. A usted no le falta de nadaporque es rica, pero ¿y si no lo fuera?¿Se quedaría quieta viendo sufrir a sushijos y quizá morir?

Me miró fijamente con los ojosentrecerrados y una furia helada, y supeal momento que había cometido un grave

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error.—¿Y cómo es que sabes tanto de esa

supuesta manifestación, Dowthwaite?Oí que Stefan lanzaba un gemido

bajo, pero ya nada podía detenerme.Recordé las mejillas hundidas de lasmujeres, su aspecto demacrado y elmiedo de sus voces cuando gritabanbajo los golpes de la policía montada.Alcé la barbilla con orgullo y miré a lacondesa a los ojos.

—Estuve allí. Oí sus historias, vi sumiseria y su desesperación. Hay quehacer algo.

A esa declaración siguió un silencioprofundo, que fue interrumpido por unportazo de la puerta principal y elsonido de los pasos del conde subiendo

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las escaleras a toda prisa. Nos iballamando, preguntando si estábamosbien.

—Hablaré contigo más tarde —murmuró la condesa.

El conde confirmó nuestros peoresmiedos. Nos dijo que los soldadoshabían abierto fuego por orden del zar.

—A Nicolás le informaron de lasituación y la Duma le suplicó queordenara el reparto de raciones decomida de emergencia. Por desgracia,declinó hacerlo. En vez de eso, envió unmensaje a la policía con orden de que«pusiera fin a los desórdenes en lacapital antes de mañana». Ellos

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intentaron obedecer con valentía,poniendo en riesgo sus propias vidas,pero la gente corría a esconderse en lospatios y volvía a las calles en cuanto losdisparos cesaban. Al final han muertomás de doscientas personas.

Todos estábamos sobrecogidos por elhorror. Yo pensaba que podíamos habersido Ruth y yo, cuando nos habíamosunido alegres y animosas al comienzo dela protesta unos días atrás.

—¿Y ahora qué? —preguntó Stefan.El conde movió la cabeza con

desesperación.—Esto podría empeorar mucho más.

Los líderes políticos no comprenden elverdadero peligro ni siquiera ahora.Creen que tienen controlada la situación.

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Tampoco el zar comprende lo precariode su posición.

Esa noche no dormimos, aunque,como miles de ciudadanos asustados,estábamos a salvo detrás de puertascerradas. El conde estaba en lo cierto.Las cosas empeoraron. El regimientoque había participado en el tiroteo,asqueado por lo que se había vistoobligado a hacer, cambió de bando y seunió a los manifestantes. Otros notardaron en hacer lo mismo.

Cuando llegó el uno de marzo, sehabían unido ya 170.000 soldados. Elhedor del miedo y los cuerpos endescomposición lo inundaba todo, y labandera roja estaba por todas partes.Los manifestantes atacaron cárceles y

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comisarías, liberaron a los presos y sunúmero creció como la espuma. La ley yel orden habían dado paso a lo que ya sellamaba una revolución.

A la condesa no le interesaba lo másmínimo la agitación que había a sualrededor, aunque estuviera muriendogente. Estaba demasiado ocupadaejerciendo su poder, mirándome a losojos con mirada fría y dura mientrasmanifestaba claramente su ira por misrecientes acciones.

—Jamás vuelvas a mezclarte en algoasí, ¿me comprendes?

—Perdone, milady. Es solo que mepareció importante. Parece que no todo

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el mundo puede permitirse tener comidapara sus hijos, ni mucho menos losbuenos alimentos que nos sirve Antontodos los días. Creí que era justo ayudary…

—No me interesa lo que tú creas —gritó la condesa.

—Por duro que le pueda resultaraceptarlo, milady, tengo derecho a teneropiniones y una mente propia.

—Desde luego, eso lo has dejadomuy claro desde el comienzo,Dowthwaite, si no recuerdo mal.

Casi sonreí al recordar nuestroprimer desacuerdo en Carreck Place.

—Pues ahí lo tiene. Todas laspersonas tienen derechos, incluso lasmás pobres y las más bajas en la escala

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social.—Al contrario, tú no tienes derecho a

desafiar mis órdenes ni ir a ningunaparte sin mi permiso. Ni siquiera a esasupuesta capilla tuya.

—Dios mío, ¿está pensando tenermeprisionera? Con el debido respeto,milady, lo que haga en mi tiempo librelo decido yo, no usted. Era un grupo deapoyo organizado para una sencillamarcha de protesta sobre el precio delpan, y nosotras no tuvimos la culpa deque la manifestación se convirtiera enalgo mucho más serio.

—Ya es suficiente. No toleraré pormás tiempo tu obstinada resistencia.Puedes considerarte despedida desdeahora.

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Parpadeé con incredulidad, puesaquello era lo último que esperaba.Estaba segura de que al final podríaconvencerla.

—No puede hablar en serio.—Nunca he hablado más en serio.

Recoge tus cosas y vete. No albergaré auna revolucionaria en mi propia casa niun momento más de lo necesario.

Solté una risita.—Eso es una tontería. Usted sabe que

no soy una revolucionaria. Como ya heexplicado, mis amigas de la CapillaBritánica y Americana y yo soloestábamos apoyando a madresdesesperadas por dar de comer a sushijos. Si el señorito Serge pasarahambre, ¿usted no haría todo lo que

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pudiera por mantener a su hijo con vida?—¡Márchate! —Cruzó la habitación a

toda velocidad y tiró del cordón de lacampanilla para llamar a Gúsev, elmayordomo—. Sal de mi casa en esteinstante o haré que te echen.

Me volví y salí, sin molestarme enhacer la reverencia de costumbre y conla barbilla alta, pues quería hacerle verque no me asustaba su furia. Pero sí measustaba. En mi interior temblaba porefecto del shock y, en cuanto entré en micuarto, me dejé caer sobre la cama.¿Qué había hecho?

Gúsev llamó a mi puerta en cuestiónde minutos.

—Lo siento, barishnia, pero tengoque acompañarla fuera de la casa.

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Yo iba casi llorando cuando elmayordomo me acompañó abajo,llevándome amablemente la bolsa en laque apenas había metido una parte demis pertenencias. Cuando cruzamos lacocina, sentí todas las miradas fijas enmí. Noté que Stefan no estaba entre lospresentes; sin duda había salido en unade sus misteriosas excursiones. Yo nopodía imaginar cómo reaccionaríacuando regresara y se encontrara conque me había ido. A menos queestuviera mezclado con losrevolucionarios después de todo, y novolviera.

—Siento que esto tenga que acabarasí, señorita Dowthwaite. Ha sido ustedmuy buena con los niños —comentó

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amablemente el mayordomo cuandoabrió la puerta. Un remolino de vientofrío nos envolvió y me dejó sin aliento—. Le enviaremos su baúl cuando noscomunique su nueva dirección.

¿Y dónde sería eso? Yo no tenía niidea de adónde iba.

Quizá alguien hubiera avisado aNianushki, porque al instante meencontré en sus brazos.

—No te vayas, querida. Déjamehablar con milady. Sea lo que sea lo quese supone que has hecho, estoy segura deque todo es un error.

Besé su mejilla, suave y fina.—Me temo que no hay nada que

puedas hacer, Klara. La condesa hadecidido que soy una revolucionaria y

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me ha despedido.Y, sin decir más, salí por la puerta

hacia lo desconocido.

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CAPÍTULO 22

—¿Te despidió? ¿Solo porque apoyastea esas madres y niños hambrientos?¿Aquella mujer no tenía corazón?

Abbie había disfrutado de una tardelibre de la tienda y la había pasadoescuchando otro fragmento de la historiade su abuela. El hecho de que hubieraasistido a la manifestación la habíallenado de admiración, pero eldesenlace la había escandalizado.

Millie soltó una risita irónica.—Al menos yo no logré descubrirlo

nunca.—O sea, que te encontraste atrapada

por accidente en el comienzo de la

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revolución, ¿y ella solo fue capaz depensar en sí misma y en que no habíascumplido sus estúpidas reglas?

—En aquel momento no lo veíamoscomo una revolución, sino más biencomo una manifestación y disturbios,pero sí, me temo que sí, como siempre.

—Imagino que Stefan se pondría de tuparte y te defendería, ¿o él tambiénperdió su trabajo?

Antes de que su abuela pudieraresponder a eso, sonó el teléfono, ycuando Abbie contestó, Millie vio queel rostro de su nieta cambiaba de color yse volvía rosa intenso.

—¿Cómo has conseguido estenúmero? Pues Marisa no tenía derecho adártelo sin consultarme antes. ¿Qué es lo

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que quieres? Perdona, repite eso. —Hubo una pausa mientras Abbieescuchaba lo que tenían que repetirle—.No, Eduard, no puedo dejarlo todo paraobedecer tu voluntad. Comprendo que laeches de menos, pero ¿por qué te va aimportar Aimée cuando vas a tener otrohijo pronto, un hijo que no habría sidoconcebido si me hubieras sido fiel?

—Soy su padre y tengo derecho averla —gritó él a pleno pulmón, demodo que hasta Millie, que estabasentada a cierta distancia, lo oyó sinproblemas.

Abbie se avergonzó de inmediato.Era verdad. Era su padre y Aimée loadoraba, así que ella no tenía ningúnderecho a separarlos. Y no quería

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hacerlo. Lo que ocurría era que noquería ver a Eduard en aquel momento.Respiró hondo.

—Yo no discuto tus derechos, perono puedo llevar a Aimée a París ahora.Ha empezado el colegio y se estáadaptando bien, así que no quiero quepierda el ritmo. Tendrás que esperarhasta las vacaciones de verano.

—Si no vienes con ella, iré yo.—Ni se te ocurra —dijo Abbie con

furia. Volver a oír la voz de él le habíaproducido una extraña nostalgia y, sinembargo, sentía una reticencia instintivaa dejar que su vida se viera perturbadapor ecos del pasado justo cuando ellatambién empezaba a adaptarse, al menosen el terreno emocional.

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—Tenemos que hablar —dijoEduard, con su inglés característico,pronunciado con cuidado—. Eso nopodemos hacerlo por teléfono.

—No tenemos nada que hablar —respondió Abbie con frialdad—. Amenos, claro, que tengas algo importanteque decirme, como que has hablado deldivorcio con tu esposa.

—Abigail, sabes que no puedo hacereso, y menos ahora que está embarazada.

Abbie soltó una risa dura, asqueadade que todavía le gustara aquel hombreque la había traicionado tantas veces.

—Igual que no podías decírselocuando estaba yo embarazada ni enningún momento de los seis años quehan pasado desde entonces. ¿Sabes cuál

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es tu problema, Eduard? Eres uncobarde.

—Tengo un corazón blando. Eso nome convierte en cobarde.

—Cuando haces daño a la gente, sí.—Yo no quiero hacerte daño.—¿Cómo puedes decir eso cuando

llevas años negándote a casarteconmigo?

—Tampoco quiero hacerle daño a miesposa. Amo a las dos.

—Eso no funciona así.—Ven a casa. Te echo de menos,

Abbie.A ella se le encogió el corazón, pero

no sabía si era por amor o por el dolorde lo que podía haber sido su relación.

—¿Por qué voy a volver? ¿Ha

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cambiado algo desde que me fui? No temolestes en contestar a eso. Lo siento,pero no me interesa —dijo, y colgó elteléfono.

—Oh, querida —profirió su abuelacon suavidad—. Lo siento, pero no hepodido evitar oír gran parte de esaconversación. Parece que estás pasandoun momento duro.

Abbie se dejó caer en una sillaenfrente de Millie. Sus ojos se llenaronde lágrimas, que secó rápidamente conlos pulgares.

—Sigo furiosa con él porque no hahecho ningún esfuerzo por cumplir loque prometió.

—¿Y contigo misma por creer en él?—Sí, eso también. Mentiras, mentiras

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y más mentiras, eso es todo lo que hetenido con él. Nunca le pidió el divorcioa su mujer. Cuando no estaba en nuestroapartamento, cosa que ocurría a menudo,yo pensaba que estaba trabajando fuera,haciendo el catering para un evento ococinando en un hotel de otra ciudad. Envez de eso, resultó que llevaba unadoble vida y todavía se acostaba con suesposa. Solo me enteré de la verdadcuando la vi por casualidad en lasGalleries Lafayette justo antes deNavidad y me di cuenta de que estabaembarazada. Cuando se lo dije a él, loconfesó todo. Difícilmente podíanegarlo.

Millie le dio unas palmaditas en lamano.

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—Vaya, mi pobre niña. Debiste detener muchos celos. Yo sé lo que es eso.

—Sí, supongo que lo sabes, con todoese asunto entre Stefan y la condesa.¡Qué mujer! ¿Al final lo consiguió?

Millie miró a lo lejos, y Abbiereconoció que podía quedar todavía másdolor por revelar en la historia de suabuela y trató de aligerar el tono.

—Por eso he decido quedarme en losLagos y me alegro mucho, pues meencanta pasar tiempo contigo y escuchartus historias.

—Por no hablar de las maravillas queestás logrando en la joyería. Estoy muyorgullosa de ti. ¿Te he dicho ya que eresmuy fuerte?

Abbie sonrió.

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—Tu fe en mí y oír tu historia es loque me da la fuerza que necesito. Yrecordar cómo le gustaba a mamá enotro tiempo trabajar en la tienda. —AAbbie le habría gustado decir que queríajustificar la fe de su madre al dejársela aella, pero todavía no había confesado asu padre que conocía el contenido deltestamento—. He comprado unas piezasde ámbar a una firma polaca. No es tanvalioso como el que tenemos, pero nopude resistirme. Parece ser que lo tallancon una navaja afilada y después pulenla pieza y le hacen un agujero para quepase la cadena y convertirlo en uncolgante. No sé si alguna vez tendré ladestreza suficiente para hacer yo esetrabajo, pero creo que voy a probar a

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hacer unos pendientes con las piedrasmás pequeñas.

—Me alegro por ti. El ámbar eshermoso, se compara con el sol por sucolor y claridad. Hay muchos mitos yleyendas relacionados con él, por nodecir que se considera que poseepropiedades curativas y a menudo lollevan los niños cuando les estáncreciendo los dientes. Y en cuanto a susignificado, es un símbolo de fidelidad,representa el amor duradero —dijoMillie con una sonrisa.

—Ah, eso me gusta. Al mundo no levendría mal un poco más de fidelidad, ajuzgar por los hechos escandalosos deesa aventura de Profumo. No quieroimaginar lo que pensará su encantadora

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esposa de ese diputado que se acuestacon una mujer que también tiene unaaventura con un diplomático ruso.¡Pobre mujer!

—Chicas de revista, o eso se creen, yahora hay que ocultarle a lady Astor elterrible escándalo de que su hijo se haconvertido en una víctima inocente delaffaire, un chivo expiatorio de hecho,solo porque permitió que Stephen Wardusara una casita en la propiedad deCliveden. La pobre mujer estáperdiendo la memoria y no se encuentranada bien, y enterarse de lo ocurridopodría hacer aún más dolorosos susúltimos días. Conozco a alguien quetrabaja para ella y dicen que tienen queestar cambiando de canal para que no

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oiga nunca las noticias.—A veces la ignorancia puede ser

algo bueno —declaró Abbie—, pero amí no me funcionó.

Abbie pasó los días siguientestrabajando con el ámbar, no solohaciendo una variedad de pendientes,sino también colocando piezas en formade dónuts en cadenas de plata comocolgantes y montando cabujones enanillos y broches. Cada pieza de ámbarera única y su forma enteramente natural.Había incluso algunas piezas con carasen forma de cuentas que Abbie insertóen pulseras y collares. Los coloresoscilaban de blanco a amarillo claro,

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beige, dorado y marrón, e incluso azul yverde, todos con distinto grado detransparencia. Ninguno era tan hermosocomo el ámbar del colgante de Kate,pero seguían siendo hermosos.

—Es tan glamuroso como losdiamantes, y es un placer trabajar con elámbar —dijo a Linda cuando esta ledejó una taza de café y un dónut en elbanco de trabajo a su lado—. Oh,delicioso. Estoy muerta de hambre. ¿Esbajo en calorías?

Linda se echó a reír.—Desde luego. Aunque tú no tienes

que preocuparte con esa figura esbelta.No me extraña que Andrew Baxterdemuestre interés.

—Basta. Harías mejor preguntándote

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por qué. ¿Sabías que está pensandohacernos la competencia?

—He oído un rumor. ¿Eso noshundirá? —dijo Linda, y se sentó en untaburete con expresión sombría.

—¡Quién sabe! Yo intento no pensaren ello. Eh, pero este ámbar nos puedeayudar a conseguir más clientes.Comprendo por qué le gusta a la gente.Alegra el corazón y deleita la vista, esorgánico y frágil y, sin embargo, guardarelación con la historia, pues viene demilenios atrás. Es increíble.

Al pensar que su abuela había sidoresponsable de proteger gemas tanvaliosas, y había sido incluso acusadade robar las perlas de la condesa, Abbiese estremeció.

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—Un tesoro de un mundo perdido —asintió Linda, lamiendo la mermelada desu dónut.

—Desde luego. Espero que se vendanbien.

—Seguro que sí. Son preciosos. Siquieres, puedo hacer unas tarjetasmecanografiadas con información sobresus orígenes, mitos y leyendas.

—Excelente idea, y yo los pondré enel escaparate. En Gdask, y también enRusia antes de la revolución, además deen joyería, los artesanos usaban elámbar para crear cajitas de rapé o deadorno, a menudo con imágenes deVenus, la diosa del amor, o Ceres, ladiosa de la fertilidad, talladas en latapa. Hacían candelabros, paneles y

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vitrinas decorados con iconos religiososy esculturas de la Crucifixión o de laÚltima Cena. Por desgracia, cuando seerradicó la religión después de larevolución, ese mercado murió y muchosartistas pasaron a pintar cuentos dehadas en cajitas lacadas.

—Quizá tú podrías probar a haceralgunas cajas.

Abbie alzó los ojos al cielo.—Dudo mucho que mi destreza llegue

tan lejos, pero podría probar algo másmodesto, como decorar una cajita demadera con un diseño de mosaico enámbar. Si es que alguna vez alcanzo unnivel tan avanzado.

—No te menosprecies. Es bastanteevidente que eres una artista de corazón.

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Tienes un don natural para el diseño.Abbie se echó hacia atrás en el banco

para sorber su café y aflojar la tensiónen los brazos y dedos. Suspiró.

—El problema es que, si queremossobrevivir, primero tengo que ser mujerde negocios. Tienes razón, me gusta másel diseño, me satisface más montarescaparates, elegir y ordenar losartículos en stock e incluso haceralgunos yo. La contabilidad no me salede modo natural.

—Siempre puedes pagar a alguienpara que se ocupe de eso.

—Cierto, si pudiera permitírmelo.Abbie se terminó el dónut con aire

preocupado, pensando en lo que pasaríasi se viera obligada a admitir la derrota

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y vender la tienda después de todo. Nosoportaba pensarlo. ¿Qué haríaentonces? ¿Regresar a París? Jamás.Había vuelto para quedarse y para queSueños Preciosos fuera un éxito, sinimportar el esfuerzo que necesitara.Apartó aquellos pensamientos sombríos,se limpió el azúcar de los labios ysonrió.

—Tenemos que hacer el pacto decomer más dónuts y alentar de algúnmodo a que entre más gente por esapuerta.

Linda soltó una risita.—Lo primero es fácil. En cuanto a lo

segundo, me preguntaba si podríamosdar una fiesta para inauguraroficialmente la nueva Sueños Preciosos.

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—Genial, es una buena idea.Podemos ofrecer vino y canapés.

—O café espumoso y dónuts.—Y un descuento especial en todo lo

que se compre el día de la inauguración,o quizá toda la semana.

Unos minutos después habían fijadouna fecha para un par de semanas mástarde, y Linda había llamado a unaempresa de catering y había empezado ahacer carteles para colocarlos por laciudad. Abbie calculó el gasto de todoaquello y revisó el último extractobancario. Cuando leyó la última línea,suspiró y acto seguido devolvió el papelal archivo. Tendría que confiar en que lafiesta de inauguración funcionara y lesprocurara las ventas que necesitaban.

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Un sábado, Abbie estaba sentadaalmorzando al lado del lago, que eraalgo que le encantaba hacer, riéndose delos intentos de Aimée por procurar quetodos los patos recibieran un trozo depan. Los ánades y las cercetas seperseguían mutuamente buscando restosentre los juncos del borde del lago ymoviendo las plumas en el calor del solde verano. Un par de porrones moñudosse acercaban por el camino, parando eltráfico, pues ellos también se habíanenterado de que había comida a la vista.

—Siempre se la llevan los mismosgordos avariciosos —se quejó Aimée—. Márchate, chico malo. Deja que

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coman los demás. —Alzó el brazo ylanzó el pan tan lejos como pudo, con laesperanza de que llegara a los patos mástímidos, que seguían nadando en el lago.

Andrew Baxter se acercó a Abbie.—Parece que por aquí hay diversión.

¿Te importa que me una?—Si tanto te apetece… —comentó la

joven con frialdad. Y se arrepintió deinmediato—. Perdona, no pretendía sergrosera. —Se movió en el banco paradejarle sitio.

Él se echó a reír.—En realidad, yo te iba a decir lo

mismo. Parece que esto de las disculpasentre nosotros se está convirtiendo en unhábito. —Ese día llevaba pantalonesvaqueros y una camisa con el cuello

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abierto, arremangada hasta los bíceps.Cuando se sentó a su lado, Abbie

pensó que parecía mucho más relajado,con el rostro tocado por el sol, quizádebido al aire fresco de la zona, o quizáporque había estado paseando por lospáramos. Linda tenía razón. Poseía unatractivo que volvería loca a cualquiermujer. Se dio cuenta de que él seguíahablando y le dedicaba una sonrisaextraña, quizá porque había notado queella lo observaba fijamente. Abbie seruborizó, algo que no le ocurría amenudo.

—Perdona, ¿qué has dicho? —preguntó, pues solo había oído algunaspalabras sueltas. Pero antes de que élpudiera contestar, se acercó Aimée y se

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dejó caer sobre las rodillas de su madrecon una risita.

—No me queda pan. ¿Puedo ir abuscar un helado?

—No creo que los patos comanhelado —dijo Abbie con tono de burla.

—Es para mí.—¿Puedo invitarte a uno? —preguntó

Andrew Baxter.—Oh, sí, por favor. ¿Puede, mami?Cuando Aimée estaba comiendo

encantada su helado de fresa, Andrewmiró a Abbie con una sonrisa.

—Me preguntaba si podríamos cenarjuntos para aclarar las cosas.

Abbie enarcó una ceja con aireburlón.

—¡Madre mía! Eres masoquista. ¿No

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te bastó con el almuerzo?—Tú te largaste, y con razón. Me doy

cuenta de que metí la pata y he pensadoque quizá podríamos volver a empezar.Permíteme que me presente. AndrewBaxter, aunque los amigos, y espero quenosotros lo seamos pronto, me llamanDrew.

Abbie no pudo reprimir unacarcajada. Tomó la mano que le ofrecía.El apretón de él era cálido y firme sinllegar a ser abrumador, y se prolongómucho más tiempo del necesario hastaque le soltó la mano.

—Encantada de conocerte. O almenos lo estaría si no tuvieras laintención de arruinarme.

—Eso no era exactamente lo que yo

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tenía en mente, y por eso he pensado quesería una buena idea ir a cenar y que medieras la oportunidad de explicarte misplanes.

Abbie optó por no contestar, sino quese volvió a mirar a su hija, que lamía suhelado y charlaba con los patos. Andrewsuspiró.

—¿Cuánto tiempo hace que vives enLos Lagos? —preguntó.

—Me crié aquí, aunque he vividounos años en París, hasta hace poco.

—¿De verdad? Me encanta Francia.¿Puedo preguntar por qué te fuiste deallí?

—Volví para el funeral de mi madrey decidí quedarme. El Distrito de losLagos es mi hogar.

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Él miró a su alrededor, como sibuscara algo o a alguien.

—¿Está tu esposo contigo? —preguntó—. Si es así, estaría encantadode incluirlo en el plan de la cena.

—No hay ningún plan de cena, y noestoy casada —le informó ella conaspereza.

—Ah, perdona. ¡Vaya! Ya estoy otravez con las disculpas. Tenemos quedejar de disculparnos.

Abbie reprimió un impulso súbito dereír. ¿Podían ser los nervios o eraporque él se mostraba muy amable alinvitar a un marido inexistente a la cena?

—Tenía una relación, pero descubríque él me engañaba y me marché.

—En ese caso, comprendo que te

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sientas vulnerable —comentó él consuavidad—. Yo también he pasado poreso. Mi matrimonio terminó hace dosaños y me llevó un tiempo superarlo, loque conseguí trabajando mucho.

—Vaya, lo siento. ¿Tienes hijos?Él negó con la cabeza y miró a

Aimée, que se había quitado los zapatosy los calcetines y chapoteaba con lospatos.

—No tuve esa suerte.Abbie sonrió mirando a su hija.—Ahora me siento aliviada de que no

llegáramos a casarnos y ya no lamentohaberlo dejado. He decidido quedarmeaquí e intentar sacar adelante el negocioporque siento que necesito comenzar denuevo —explicó. Tenía la sensación de

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que debía corresponder un poco a laamabilidad de él, aunque una cita con élno entrara para nada en sus planes.Había terminado con los hombres.

—Comenzar de nuevo es una ideafantástica. Yo también quiero estar lejosde Escocia y de todos los recuerdosasociados con ella. Las tres tiendas queposeíamos mi esposa y yo están yavendidas, y estamos en proceso derepartirnos las ganancias. Y lo mismocon la casa.

Abbie asintió.—Comprendo. ¿Y por qué

Carreckwater?Él le lanzó una mirada irónica.—Es un lugar muy agradable, con un

negocio turístico en alza, aunque tenga

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un nombre extraño.—«Carrec» es una antigua palabra

celta que significa roca, y como puedesver, hay muchas alrededor del lago, sinolvidar esa gigante negra que sobresaleen el medio, una isla en la que no sepuede aterrizar.

—Magnífico. Tienes mucha suerte devivir aquí. A mí ya me gusta el sitio.Cuando vi el anuncio de tu tienda, supeque era justo lo que buscaba.

—Y ahora que sabes que no está a laventa, pretendes robarme el negocio detodos modos y destruirlo.

—Entiendo que pueda parecer eso,pero de verdad que no era eso lo quetenía en mente. —La miró a los ojos conintensidad—. ¿Me permitirás

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explicártelo esta noche mientrascenamos?

Abbie se levantó y se sacudió lasmigas del sándwich que tenía en elregazo.

—Ven, Aimée, tenemos que volver.El sábado es un día ajetreado en latienda. —Tomó la mano de su hija y sevolvió para marcharse después de unbreve gesto de despedida con la cabeza—. Dile adiós al señor Baxter.

—Adiós, señor Baxter —repitióAimée.

—Y gracias por el helado —dijoAbbie.

—Ya me las ha dado —repuso él—.A las siete en el Ring of Bells, ¿deacuerdo? —dijo cuando ya se alejaban

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madre e hija—. Me encontrarás allí estanoche y todos los sábados a partir deahora, por si te apetece aceptar la oferta.

Como Abbie no había aceptado lainvitación ni tenía intención de aceptarlanunca, no se molestó en contestar, sinoque siguió andando sin vacilar.

Quizá habría cambiado de idea mástarde, debido a que Linda la alentaba ahacerlo y quizá también a la calidez queemanaba de Andrew Baxter y queprovocaba alguna respuesta en elinterior de ella, a pesar de lo que ledictaba la lógica. ¿Por qué un hombretan amable se iba a proponer arruinarla?No parecía algo propio de él, aunque,

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¿qué sabía ella? Andrew era poco másque un desconocido. Sin embargo, lehabía suscitado curiosidad, casi unanecesidad de descubrir más cosas sobreél.

Pero cuando llegó a Carreck Place,encontró una carta con el matasellos deStepney. La abrió, segura de que era delorfanato. ¿Habrían descubierto algo mássobre su madre? Con un vistazo rápidocomprobó que ese no era el motivo de lacarta, sino que la directora le reenviabauna nota de una tal Ruth Ashton, nacidaStubbins. Abbie la ojeó rápidamente y acontinuación volvió a leerla másdespacio, esperando quizá poderdescubrir algún secreto oculto sobreKate.

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Querida señorita Myers:… Hace poco visité el orfanato yme dijeron que usted había ido abuscar información sobre su madre,Kate. Lamento mucho enterarme deque ha muerto, y a una edad tantemprana. ¡Qué shock debió de serpara todos! Reciba mi más sentidopésame por su pérdida. En elpasado siempre me ha puestonerviosa hacer preguntas, pero yahe llegado a una edad en la quecreo que vale la pena correr elriesgo y me pregunto si tendrá ustedpor casualidad información deMillie Dowthwaite. ¿Vive todavía?Hace años que no la veo, pero en

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otro tiempo fue una buena amigamía y me encantaría volver areunirme con ella.Atentamente, Ruth

Abbie llevó la carta a su abuela, a

quien se le llenaron los ojos de lágrimasal leerla. La joven le tomó la mano, sesentó a su lado y le hizo la pregunta quele rondaba por la mente.

—Entiendo que Ruth era tu amiga.Pero ¿era también la madre de Kate?

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CAPÍTULO 23

Fui directamente a la Capilla Británica yAmericana, envié recado a Ruth de queme gustaría verla y ella llegó antes deuna hora y me dio un cálido abrazo.

—¡Qué sorpresa! Me alegro muchode verte.

Le conté mi historia mientrastomábamos café y pasteles especiados, yla idea de que me consideraran unarevolucionaria le hizo reír, aunque sepuso seria enseguida cuando le conté miproblema.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y ahora no tienesdónde quedarte?

Negué con la cabeza, luchando por

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reprimir las lágrimas.—No dejo de pensar en la pequeña

Irina y en el señorito Serge, depreguntarme cómo se van a arreglar sinmí, sin nadie que cuide de ellos apartede la pobre y agotada Nianushki.

—Los niños ya no son problema tuyo.Tenemos que correr la voz de quebuscas empleo. No será fácil encontrarteotro puesto en este momento, pero nocreo que sea imposible. Entretanto,conozco un hostal donde puedesquedarte. Vamos, será mejor que te lleveahora, pues más tarde estarán llenos.

Cuando echamos a andar tomadas delbrazo, le pregunté:

—¿Cómo puedo estar segura de queencontraré un empleo sin informes de la

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condesa y con una acusación así acuestas?

Ruth pareció enfadarse. Apretó loslabios con determinación.

—Es culpa mía por haber propuestoque nos uniéramos a la manifestación.

Protesté con vehemencia.—No fue culpa tuya en absoluto. No

me arrepiento de haber ido, aunque,obviamente, me alivia que noeligiéramos el día en el que empezaron adisparar.

Las dos nos estremecimos.—¿Has oído las últimas noticias? —

preguntó ella—. Todo va a peor.No contesté, estaba demasiado

preocupada por mi situación paraintentar entender la política de Rusia.

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Ella me contó algo de que la Dumahabía formado un gobierno provisionalsin mandato, lo cual yo no entendí enabsoluto.

Miró mi rostro inexpresivo ycontinuó:

—Dicen que están tan asustados porlos disturbios que tienen que actuar.Algunos dicen que quieren aprovecharsede la situación para ganar más poderpara sí mismos. Alexander Kerenski,uno de sus líderes, ordenó que el zarregresara enseguida de Stavka. Secuenta que el dos de marzo el tren quetraía al zar Nicolás de regreso aPetrogrado fue detenido en la fronteracon Estonia por dos altos oficiales de laDuma, quienes le ordenaron que

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abdicara. Él accedió a hacerlo porquedijo que no tenía deseos de poner enpeligro las vidas de su pueblo porconservar el trono.

Yo no podía entender aquello.—¿Estás diciendo que el zar ha

abdicado? Pero eso es horrible. ¿Quiénva a ocupar su lugar?

Ruth negó con la cabeza.—Nadie. Ese día terminaron

trescientos años de dinastía de losRomanov. El zar Nicolás al parecerrehusó permitir que su hijo accediera altrono, incluso aunque designaran a unregente apropiado, pues eso apartaría alchico del cuidado de sus padres. Meatrevo a decir que el zar temía no volvera ver a su hijo y, como es hemofílico, no

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es un niño sano. El zar nombró sucesor asu hermano, el gran duque Miguel, peroeste ha declinado aceptar el papel,porque sin duda comprende el momentoinestable que pasa la monarquía. Elpobre hombre fue perseguido por losrevolucionarios, pero consiguió escapar.Otros tuvieron menos suerte, y muchosaristócratas y parientes de los Romanovhan sido asesinados.

Sentí un escalofrío de miedo.—¡Oh, Dios mío! Espero que el

conde esté a salvo.—Lo dudo mucho. Como aristócrata

emparentado con el zar, que ademástrabaja en el Palacio de Invierno, es unblanco de represalias evidente. —Ruthmovió la cabeza con incredulidad—.

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Pero ¿por qué te importa lo que le pasesi te ha despedido?

—El conde no me ha despedido. Hasido la condesa en uno de sus ataques deira, de los que generalmente se suelerecuperar con el tiempo. Él es unhombre bueno y siempre me ha apoyadoen el pasado. Estaba pensando pedirleque me restaurara en mi puesto.

—Pues pídele ayuda, si crees quevale la pena, aunque yo no contaría conconseguirla —me advirtió Ruth— ¿Quépiensa Stefan de tu despido?

—Todavía no lo sabe. Se llevará unasorpresa cuando descubra mi marcha.

—Escríbele una nota diciéndoledónde estás y me encargaré de que lareciba, aunque quizá pasen unos días

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hasta que pueda volver a escaparme.Ahora no me atrevo a tomarme muchotiempo libre, con todo lo que estápasando. Es un mundo cambiado. Lasituación se está poniendo tan mal quealgunas de nuestras compañeras estánhablando de volver a Inglaterra. Nadiese siente ya seguro.

—Creo que estás exagerando —protesté.

Aparté esa preocupación de mi menteen cuanto me instalé en el nuevo lugar ycomencé la laboriosa tarea de escribirla primera de una docena de cartas. Miintención era dárselas a familias queconocía, por si alguna de ellas estababuscando institutriz para sus hijos. Solome quedaba esperar que alguien me

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admitiera. Si no, tendría que empezar aorganizar mi viaje de regreso aCarreckwater, dejando atrás Rusia y aStefan.

A pesar de que dormía en un dormitoriolleno a rebosar con otras institutrices ydoncellas que buscaban hospedajetemporal por una u otra razón, me sentíamás sola que nunca en mi vida. Habíallevado poca ropa conmigo. Mi mejorabrigo y mis bufandas se habíanquedado colgados detrás de la puerta demi habitación, pues yo no pensaba conclaridad cuando me marché, ya quehabía tenido que salir con prisa. Quizá,como ya se acercaba abril y con él las

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primeras señales de la primavera,podría arreglármelas hasta que Gúsevenviara mi baúl.

—La comida aquí es bastantehorrible —me advirtió una chica—.Pero come todo lo que te den, pues haymuy poco de todo.

Le di las gracias y, aunque seguí suconsejo, no pude por menos queagradecer un trozo de pan mojado encaldo de carne Oxo que una chicacompartió conmigo una noche. Noesperaba que fuera fácil vivir en elhostal ni conseguir otro empleo, pero noestaba preparada para la sensación derechazo que me abrumó cuando no logréencontrarlo.

Pasó una semana, y todavía no había

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recibido ofertas de empleo. Tampocohabía aparecido Stefan, aunque Ruth,que iba a verme con regularidad, measeguró que le había entregado la notaque le había escrito yo contándole loque había pasado y dónde estaba.

—¿A quién se la diste? —le pregunté.—Se la di a una doncella en la puerta

lateral.—Quizá olvidó dársela a él. —Yo

anhelaba verlo, estaba continuamentependiente cuando iba de puerta en puertabuscando trabajo, y hasta el momento nohabía tenido suerte en ninguno de ambosrespectos. Pero incluso aunque Stefan nohubiera recibido la carta de Ruth,tendría que haber notado que yo habíadesaparecido y echarme de menos—. Es

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más que probable que la condesa lotenga muy ocupado.

—Estoy segura de que vendrá cuandopueda —me consoló Ruth—. Elproblema es que todo el mundo vive conmiedo y se queda en casa con las puertascerradas. Los asesinatos no hanterminado.

Tenía razón. En los días siguientesoímos hablar de marineros que selibraban de oficiales crueles, decapataces de fábrica a los que dabanpalizas los obreros para a continuaciónformar comités que los reemplazaran.Después de lo que ahora llamábamos yala revolución, todos, tanto aristócratascomo campesinos, quedaronclasificados como ciudadanos con los

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mismos derechos, y muchas personasque tenían empleados se habían vistoobligadas a aceptar una jornada laboralde ocho horas y un aumento de sueldo,quizá por miedo a perder la vida. Apesar de todo ello, había optimismo enel ambiente, pues la gente creía que lalibertad y la democracia habían ganadola batalla.

—Todo está cambiando a un ritmoalarmante. Si no trabajas la tierra, notienes derecho a poseerla, o ese es elgrito general —me dijo Ruth una tardeen que nos sentamos a escribir máscartas para pedir trabajo—. Las aldeasse están reformando sobre esa base yestán redistribuyendo la tierra quepertenece a los nobles.

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—Pero el conde sí trabaja la tierra.Yo lo he visto muchas veces cavando enel huerto de su propiedad, podandoárboles y arbustos, cortando troncos oayudando a cargar patatas en el carropara llevarlas al mercado. Es un hombrepráctico y apoya mucho a sus aparceros.Esas propiedades han pertenecido a sufamilia durante generaciones.

—Me temo que el respeto que teníanlos nobles en Rusia ha desaparecido,por mucho tiempo que hayan existido susfamilias.

—No me parece justo juzgar a todo elmundo por el mismo patrón.Políticamente, el conde es un liberalmoderado, que está consideradobastante heterodoxo dentro de su clase.

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Tampoco sale tanto como su esposa,suele llevar una vida bastante tranquila,a ser posible en el campo. Mientras queella sale a divertirse, él se retiratemprano. No es derrochador con eldinero como la condesa y considera sufortuna como un dinero que tiene enfideicomiso para ayudar a otros.

Ruth sonrió con tristeza.—Estoy segura de que es todo lo que

dices y parece claro que lo admirasmucho para defenderlo con tanto fervor,pero quizá eso no baste para salvarlos aél o a su propiedad. Se estánimponiendo las nuevas comunidades yse están deshaciendo de las personasque dirigían las aldeas o las ciudades.Hasta los policías locales están en

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peligro. Se dice que a las comunidadesles interesa asumir poderes, inclusoignorando al Gobierno central, lo cualpuede ser algo bueno o puede ser unaviolación más de la ley y el orden,dependiendo del punto de vista. Yo quetú no dejaría que se notara que sientesesa debilidad por el conde.

Aquel consejo bienintencionado hizoque me sonrojara.

—No siento debilidad por el conde.Ella se echó a reír.—Yo creo que sí.

Días después el hombre al que anhelabaapareció por fin en la puerta del hostal.Como Stefan no podía entrar, pues era

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solo para mujeres, tomé mi abrigo yfuimos a nuestro café favorito, en laNevski Prospekt, donde podíamoshablar con relativa intimidad.

Después del primer sorbo de café, nopude evitar preguntar:

—¿Por qué has tardado tanto en venira verme?

Él me sonrió con tristeza.—Al principio ni siquiera sabía que

te habías ido.—¿Por qué? ¿No recibiste mi nota?—Cuando por fin me la dieron, no

pude escaparme.—Pero podrías haber salido a

hurtadillas, aunque hubiera sido solomedia hora o unos minutos.

—¿Sin su permiso, como hiciste tú?

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Entonces habría perdido también miempleo.

—¿O sea que tu empleo te importamás que yo? —Mi decepción por sutardanza empezaba a dar paso alresentimiento, a pesar de la lógica desus palabras.

Como si leyera mis pensamientos, metomó las manos y empezó a besar cadayema con ternura. Como siempre, sucontacto hizo que me derritiera un pocopor dentro.

—Sabes que hubiera venido de habersido posible, pero no lo ha sido. Lacondesa me vigilaba todo el día y todoslos días, una táctica deliberada por suparte para impedir que fuera a buscarte.

—¿No me ha perdonado? ¿Le has

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pedido que me readmita?Tuve la impresión de que la pregunta

lo entristecía.—Lo intenté, pero no le gusta que

nadie interfiera en sus decisiones yúltimamente está de peor humor que decostumbre. Además, ¿por qué me iba ahacer caso a mí?

—Sabes muy bien por qué. Porque teadora. Te desea.

Stefan se echó a reír, pero su risa fueun sonido hueco que encontró un ecoprofundo en mi corazón y me llenó derecelo.

—¿Te ha vuelto a perseguir? —pregunté.

Él suspiró con resignación.—No preguntes, Millie; solo

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conseguirás disgustarte. Tú eres la chicaa la que amo. Recuérdalo siempre.

Sus palabras me enternecieron.¿Cómo podía pensar que él me fallaría?Me amaba y nadie sabía tan bien comoyo lo difícil que podía ser la condesaOlga.

—Si de verdad me amas, deberíasamenazar con marcharte también si noacepta devolverme mi puesto.

Stefan pareció seriamentepreocupado por mi petición y guardósilencio un momento antes de terminarasintiendo.

—Está bien, pero no tengo muchasesperanzas de que funcione.

La esperanza fue algo que perdí porcompleto en los días y semanas que

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siguieron. No tardé en gastar los pocosahorros que había guardado conmigopara emergencias y, como no tenía unsalario, me vi obligada a pedir ayuda ami querida amiga Ruth. Ella pudohacerme un pequeño préstamo, pero yoestaba cada vez más desesperada. Si noencontraba empleo pronto, tendría quepedir a mis padres que me compraran unbillete de regreso a casa. Mi aventura enRusia habría terminado.

Stefan consiguió escaparse delcontrol de la condesa y visitarme unascuantas veces más, pero no lograbaavanzar en cuanto a la petición derecuperar mi empleo. La condesa, alparecer, se negaba incluso a tratar eltema. Al borde de la desesperación,

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decidí ir allí con el pretexto depreguntar por los niños y, si podía reunirvalor, me tragaría mi orgullo y lesuplicaría al conde que me ayudara.Tenía que hacerlo si no quería morir dehambre.

Elegí una hora a finales de la tarde,cuando sabía que el conde Belinskihabría vuelto del Palacio de Invierno yestaría en su estudio tratando asuntos deestado. Nianushki fue corriendo a lacocina en cuanto se enteró de mi llegaday me recibió con los brazos abiertos yalgunas lágrimas.

—¿Por qué te marchaste con tantaprecipitación? Los niños te echan mucho

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de menos, en particular la señorita Irina,que llora por ti todos los días.

El corazón me dio un vuelco alpensar en la tristeza de la niña, quequizá creía que la había abandonadovoluntariamente.

—No fue elección mía. Medespidieron, Klara, tú lo sabes.

—Debiste esperar. Se le habríapasado. A la condesa se le suelen pasarlas pataletas si le das tiempo.

—Ya hace unas semanas que me fui.¿Ha preguntado por mí alguna vez,dónde estoy o cómo sobrevivo sintrabajo ni salario? —A mi pregunta lesiguió un silencio triste. Abracé a lavieja niñera y le di las gracias por suinterés—. Necesito ver al conde. ¿Está

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en casa?—Claro, es una buena idea. Él te

ayudará.Cuando llamé a la puerta de su

estudio con los nudillos, contestóenseguida, como siempre. Por muyocupado que estuviera, el conde nuncadejaba a nadie esperando.

—Millie, qué alegría verte.En cuanto entré, se acercó a mí con

una sonrisa de bienvenida tan cálida quepor un momento pensé que me iba aabrazar. Por fortuna, en lugar de eso, metomó la mano entre las suyas y susbrillantes ojos de color avellanaobservaron mi rostro con preocupación.

—Estás algo demacrada. ¿No comesbien?

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Me eché a reír.—Yo no diría que la comida del

hostal sea la mejor del mundo, perosobreviviré, gracias. —Él me dio unapalmada en la mano con aire paternal—.Estaba preocupada por los niños y…

—¿Y te preguntas si se las arreglansin ti? No. Preguntan continuamentedónde está barishnia y cuándo volverá acasa. Te echan de menos, Millie. ¿Cómose te pudo ocurrir marcharte así?

Él no tenía ni idea.—¿No se lo explicó la condesa?Frunció el ceño, me señaló una silla y

me invitó a sentarme.—Pediré café y galletas y entonces

me contarás toda la historia desde elcomienzo.

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No era una historia que me gustaracontar, pues me vería obligada a admitirque había ido a la manifestación sinpermiso, aunque la condesa habíadejado bien claras sus normas sobre esetema desde el principio.

—Pensaba que sería una simplemarcha de protesta por el precio del panel Día Internacional de la Mujer. Tieneque creerme, milord, yo no soy unarevolucionaria.

Él echó atrás la cabeza y rio confuerza.

—Nunca he pensado ni por unmomento que lo fueras, Millie, y no meimagino a mi esposa acusándote de talcosa. —La risa no duró mucho y sufrente se arrugó con ansiedad—. Se dice

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que Lenin puede volver a Rusia pronto.Vladímir Ilich Uliánov, como se llamaen realidad, lleva unos años viviendo enEuropa y evitando Rusia porque temíapor su seguridad. Pero con el zar bajoarresto y el país en el caos, se cree quepuede aprovechar para regresar yliderar a los bolcheviques hacia elpoder. Ciertos sectores del populachoaplaudirían eso, pero los másmoderados quizá no. Está por ver sitendrá éxito o no, pero hay rumores deque está conspirando con Alemania.

Sonrió con tristeza.—Sé que la política de Rusia no te

interesa mucho, querida Millie, pero loque intento decir es que puede queestemos entrando en una época

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peligrosa, en cuyo caso me gustaríaasegurarme de que estés a salvo.Además, mi esposa no se encuentra bien.Por alguna razón, no es ella misma. Yestando las cosas como están, heaccedido a que tome otras vacaciones.Quizá no sea mala idea que pase unatemporada alejada de Petrogrado.

Mantuve los ojos bajos, temerosa deque pudieran mostrar la esperanza quese había encendido dentro de mí yrespondí con una sonrisa propia.

—Estoy segura de que milady estaráencantada de oír eso. Le encantan lasvacaciones.

—La verdad es que sí, siempre que túestés allí para cuidar de mis hijos.Millie, tú sabes lo importantes que son

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para mí. Te quedarás, ¿verdad? Porfavor, no vuelvas a desaparecer. Tenecesitamos. Yo te necesito.

Levanté la vista hacia él. Miré el pelocastaño despeinado, por el que sepasaba constantemente las manos, y lalínea tensa de su mandíbula. Nunca mehabía fijado en que era un hombre muyatractivo, con un rostro cuadradointeligente y hombros fuertesmusculosos, sin duda como resultado detodo el trabajo que le había visto haceren el campo. Había gentileza en sus ojosde color avellana y poseía una cualidadcariñosa que llegaba a los corazones.Desde luego, había llegado al mío, puessabía que no solo admiraba a aquelhombre, sino que también confiaría en

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él, quizá a costa de mi propia vida, si loque acababa de decirme era verdad. Conmi padre a miles de kilómetros dedistancia, veía a aquel hombre como unsustituto. Carraspeé y elegí con cuidadomis palabras.

—A mí me alegraría mucho volver ami antiguo puesto, pero la condesa quizáno esté de acuerdo.

El rostro gentil del conde seendureció. Entrecerró los ojos y apretólos labios con resolución.

—Ya sabrás que mi esposa y yo nonos llevamos muy bien últimamente. Noes que podamos decir que alguna vezhayamos tenido un buen matrimonio,pues, a decir verdad, fue una unión deconveniencia. Yo deseaba casarme con

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una joven llamada Mavra Obelenski,pero no me lo permitieron porque ellano tenía dinero.

—¡Oh, qué triste! Debía de amarlausted mucho.

—Hice lo que consideré que era mideber de familia, aunque mis esfuerzospor complacer a mi padre no sirvieronde nada. Era un autócrata egoísta, durocon sus aparceros, que en una ocasiónexpulsó a una mujer que acababa dequedarse viuda con tres hijos. Juré quenunca sería como él. —El conde volvióa pasarse una mano por el pelo de unmodo distraído y se puso rápidamentede pie—. Nada salió como habíaesperado, sobre todo en lo referente ami matrimonio. Pero es mejor no mirar

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atrás. Puesto que no se puede cambiar elpasado, ¿qué sentido tiene regodearse enél? Yo creo que hay que aceptar lascartas que te reparte la vida yconcentrarse en el futuro.

—Tiene razón, señor, y al menosusted conoció cierta felicidad conMavra, aunque fuera breve.

Me dedicó la más amable de lassonrisas.

—Es verdad, y gracias porescucharme. Todavía me resultadoloroso hablar de ella. ¿Puedoofrecerte un consejo, Millie?

—Por supuesto. —Yo estaba denuevo de pie ante él, consciente de queno debía estar sentada en su presencia sino lo estaba él—. Apreciaré mucho

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cualquier consejo que quiera darme.—Quizá me equivoque, pero

sospecho que hay un cariño crecienteentre Stefan y tú. Si es ese el caso, teaconsejaría que no le reveles ese apegoa mi esposa. Es una mujer celosa yvengativa que ansía atenciones, con undeseo peligroso de poseer lo que creeque debería ser suyo por derecho. Entradentro de lo posible que te hubieradespedido para despejarse el caminocon ese joven.

Sus palabras me dejaron atónita. Tansobresaltada estaba por su astucia y supremonición que no se me ocurrióninguna respuesta apropiada.

Él regresó a su escritorio, señal deque nuestra conversación tocaba a su fin,

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y su tono se volvió brusco.—Por lo que se refiere a tu empleo,

tienes mi garantía personal de que miesposa no tendrá nada que objetar encuanto le haya señalado lo mucho quenecesita tu ayuda.

Y así fue como regresé al hostal abuscar mis cosas y a la hora del téestaba sentada en el aula con los niños yNianushki celebrando nuestroreencuentro. Irina estaba acurrucada ami lado y hasta Serge sonreía de oreja aoreja.

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CAPÍTULO 24

—¿Y cuándo pensaba decírselo a suesposo, milady?

Estábamos en el tren viajando haciael sur, cada una en una litera de arriba,con Irina profundamente dormida a milado. A mí me resultaba imposibledormir, debido a las conversacionesruidosas que había a nuestro alrededoren el tren atestado y pensé que era unmomento tan bueno como cualquier otropara obligar a la condesa a afrontar larealidad.

La mañana de nuestra partida se habíasentado en el borde de la bañera con lacabeza entre las manos, después de

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haber pasado media hora vomitando.—Creo que me ha sentado mal algo.

Ya se me pasará —había dicho.—Por supuesto, milady —había

respondido yo, preguntándome cuántotiempo más esperaba mantener la farsa.Había visto aquel comportamientodurante toda una semana y, aunque yopodía ser joven e ingenua en muchosotros temas, tenía bastante claro cuál erael problema. Eso explicaría por qué nose sentía bien últimamente y estabasiempre de mal humor. Había llegado elmomento de contarle mis conclusiones.

Mi insolencia se vio recompensadacon una de sus miradas más fieras.

—¿Y qué sabes tú? Solo eres unachica.

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—Es bastante evidente, teniendo encuenta las náuseas de la mañana.

—Pues ahora entenderás por quéestaba tan desesperada por marcharme.Estoy casi de cinco meses, así que nopodré disimularlo mucho más tiempo yVaska no debe saberlo nunca, así quemantén la boca cerrada, Dowthwaite.

Guardé silencio, aunque sentía rabiapor el conde. Recordé la terrible peleaque había tenido lugar entre ellos antesde marcharnos, cuando él había entradoen los aposentos de su esposa mientrashacíamos el equipaje. Si tenía algunasospecha de cuál era la causa de lasupuesta enfermedad de ella, no diomuestras de ello. Intentaba hacer locorrecto por todos nosotros en aquellas

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circunstancias difíciles y nos habíacontado sus planes con voz sombría.

—Toda la ciudad está en manos delos revolucionarios, incluidos todos lostransportes. El teléfono tampocofunciona, así que he decidido ir anuestra hacienda próxima a Luga, puesestoy preocupado por lo que le puedaestar pasando a mi propiedad. Despuésde todo, soy responsable del zemstvodel hospital de allí y de las escuelaslocales. Además, con casi todos loshombres en el frente, casi solo quedanmujeres para trabajar la tierra y tengoque asegurarme de que puedenencargarse de ello. No obstante, túpuedes irte de vacaciones comoacordamos, Olga. Francia sigue siendo

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territorio prohibido, así que tendrás quevolver a Crimea. Serge vendrá conmigo.

—¡No! —Aquel fue el grito mássincero que yo le había oído nunca a lacondesa, y lo siguieron las lágrimas.

El conde se había mostradoimpasible.

—Solo puedo estar seguro de queregresarás si tengo a mi hijo conmigo.He ordenado que venga un carruajemañana a las seis para ir a la estación.Confío en que todo estará preparadopara entonces.

Me había mirado a mí, sabedor deque la mayor parte de la tarea deempaquetar recaía sobre mí, aunque poruna vez, la condesa se estaba tomandoun interés personal en la tarea, casi

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como si creyera que no había deregresar. Yo incliné la cabeza, peroantes de que pudiera decir nada, lacondesa gritó furiosa:

—¿Cómo te atreves a intentarcontrolarme de ese modo? Serge es mihijo y debe estar a salvo al lado de sumadre.

—Aquí no se trata de su seguridadpuesto que en el campo estaráperfectamente. Se trata de ti y de mí y denuestro desastroso matrimonio. Siaccediera a concederte el divorcio, locual no me siento inclinado a hacerporque no permitiré que me robes a mihijo, no podremos tomar decisionesmientras continúe la inestabilidadpolítica. Y además no quiero que él esté

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con tu amante.El conde no tenía por costumbre

discutir con ella, sino que generalmenteoptaba por alejarse y evitar el conflicto,pero esa era una de las ocasiones en lasque estaba claro que pretendía ser firme.Cuando se volvió para salir, ella saltósobre él, lo agarró de la manga y le diouna bofetada en la cara con la manoplana. Fue bastante sonora, pero él nomostró ninguna reacción, sino quemantuvo una apariencia imperturbableante la agresión.

—No te atrevas a marcharte cuandote estoy hablando. Dimitri, mi amante,sería mucho mejor padre de lo que hassido tú nunca.

Él movió la cabeza con tristeza.

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—Tal vez no haya sido el mejorpadre del mundo, pues tú me has alejadode él con tu carácter posesivo y celoso,pero espero rectificar pasando mástiempo con mi hijo en el futuro. Hemosdisfrutado yendo a pescar juntos y,gracias a los esfuerzos de Millie, hasuperado su miedo a los caballos. Tengointención de que practiquemos otrosdeportes campestres, así como deempezar a enseñarle a dirigir lapropiedad. Cuidad bien de Irina,procurad que no le ocurra nada malo. —Levantó la vista, incluyéndome en esasúplica.

—Cuidaremos de ella, milord —leaseguré.

—Gracias, Millie —respondió con

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una sonrisa.—Maldito seas, Vaska. No me has

dado fondos suficientes para estasvacaciones, aunque sabes que no estoybien y necesito cuidados.

Él suspiró con pesadez.—El dinero siempre ha sido tu dios,

Olga. Pero tienes dinero propio de sobray no necesitas el mío. Prefiero usarlopara ayudar a personas que lo necesitande verdad.

—Yo lo necesito. Sabes que mequeda muy poco.

Él se echó a reír.—Eso es lo irritante del dinero,

¿verdad? Que cuando lo has gastado,desaparece. Debo advertirte que siacabo por ceder a tus demandas y te

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concedo el divorcio, no recibirás muchodinero. Preferiría repartir todos losrublos y kopeks que poseo a vertederrocharlos en tus cursilerías y tusmuchos amantes.

Esa vez se alejó de verdad, sin miraratrás. La condesa tomó un jarrón decristal que tenía cerca y se lo arrojó.Pero chocó con la puerta y se rompió enmil pedazos.

Al día siguiente, al amanecer,partimos hacia la estación en elcarruaje, seguidas por una hilera decarros que transportaban las muchasposesiones de la condesa. Su madre, laq u e r i d a Babushka, eligió noacompañarnos, pues el viaje erademasiado para la anciana. En su lugar,

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decidió irse al campo con su yerno, y,dadas las circunstancias, quizá eso fueralo mejor para ella. Yo sospechaba quela anciana sabía más del estado de saludde su hija de lo que estaba dispuesta aadmitir, pero no deseaba verse obligadaa afrontar la realidad. Nianushkitambién se quedó atrás para cuidar deSerge y de ella. Se requirieron asímismolos servicios de Stefan para llevar alconde al campo.

Así que la terrible Olga y yoestábamos solas, aparte de Irina y unpuñado de sirvientes. Desde luego, noera una perspectiva que me sedujeramucho, y las semanas siguientes seextendían ante mí como un desiertovacío.

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Si los planes futuros de la condesaincluían la esperanza de casarse con suamante, no tardó en llevarse unadecepción. Al principio, cuandollegamos a Yalta, todo fue como decostumbre. La condesa salía todos losdías a visitar a su amante en el hoteldonde este se alojaba y socializar conlos amigos que tenían en común. Irina yyo nos ocupábamos con clases o jugandoen los jardines y en la playa, aunquetodavía hacía demasiado frío paranadar.

Pero después, un día, la condesallegó a casa de un humor de perros,dando portazos, gritando y golpeando el

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suelo con los pies para, finalmente,estallar en lágrimas. Un ataque dehisteria más. ¡Qué mujer tan loca!Reprimí un suspiro y fui a buscarle unvaso de vodka, que era lo que solíarequerir en aquellos momentos de estrés.

—¿Qué sucede ahora, milady? ¿La hamolestado alguien?

—Se ha ido.—¿Quién se ha ido?—Dimitri, ¿quién si no? —gritó ella,

llorando, aunque sus lágrimas parecíanmás de rabia que de genuina tristeza—.Ayer recibí una carta de Vaska, dondevuelve a insistir en que no habrádivorcio. Se la mostré a Dimitri y leexpliqué que, aunque mi esposo acabarapor darme el divorcio, no habría mucho

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dinero.—Vaya, ¿quizá eso no fuera buena

idea?—Claramente no, porque me ha

dejado, ha desaparecido, se haevaporado como una bocanada de humoen un día nublado.

—¿Y qué va a hacer? ¿Dónde la dejaeso?

—Atrapada en un matrimoniohorrible. Al parecer no me queda muchaelección, aparte de sacarle el máximopartido a lo que hay y seguiradelante. —Soltó un aullido, se dejócaer sobre la alfombra persa, se tumbóboca arriba y empezó a golpear el suelocon los talones como una niña de dosaños en plena pataleta.

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La observé un momento,preguntándome por qué estaba tandecidido el conde a aferrarse a unaesposa que lo traicionaba de maneraregular y lo trataba con manifiestodesprecio. Presumiblemente por el biende su hijo.

—Entiendo que esto sea duro parausted, milady, pero le guste o no, notiene otra opción que hablarle a suesposo del bebé.

—¡Jamás! Creía que había dejadoclaro ese tema. —Se puso de nuevo depie en un segundo, se alisó la ropa y meordenó que le llenara la bañera y lellevara su camisón.

Mientras cumplía con esos deberesodiados, volví a sacar el tema.

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—Creo que usted no aprecia lo buenoque es su esposo y sigue tratándolo conmucho desprecio.

—¿De qué lado estás tú?—Del suyo, milady —mentí—.

Siempre he sido discreta con susaventuras, como usted me ha pedido,pero eso no significa que las apruebe.

—¡Dios mío! A ti nunca se te puedeacusar de timidez a la hora de expresaruna opinión, Dowthwaite. No obstante,deberías saber que Vaska también tuvouna amante una vez.

—Sé que esperaba casarse con unamujer a la que amaba antes de conocerlaa usted, pero que eligió cumplir con sudeber.

Ella enarcó las cejas, sorprendida.

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—¿Eso te lo dijo él?—Sí.Eché sales de baño en el agua

humeante. Anhelaba meterme en ellapara descansar mis fatigadasextremidades, pero los sirvientesestábamos obligados a turnarnos con unabañera de hojalata en el cuarto de lavarla ropa, no teníamos derecho a unhermoso baño como aquel con espejos yazulejos en las paredes. Puse a calentarsu toalla mientras la condesa se hundíaen la bañera con un suspiro decansancio.

—Era una mujer que no tenía nadaespecial —dijo—. Ni belleza nieducación, y muy poco dinero, pero latonta imaginaba que podría retenerlo por

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amor. —La condesa se echó a reír—.¿Te dijo también que se hicieronamantes después de nuestro matrimonio?Aunque para entonces yo ya le habíacerrado la puerta de mi dormitorio y nole quedó más remedio que volver con suamor perdido.

—¿Por qué le cerró su puerta a unhombre tan atractivo? —pregunté,olvidando una vez más cuál era mi sitio.Ella contestó a mi pregunta, quizá por lafuria que sentía por la traición de suamante.

—No me excitaba. Y yo no lo habíaamado nunca, como él tampoco a mí.

—¿Y por qué se casó con él?—¡Qué inocente eres, Dowthwaite!

¿Por qué no iba a hacerlo? El conde era

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un soltero muy codiciado, rico y con untítulo. No podía permitir quedesperdiciara eso con una mujercualquiera. Supongo que fue unatragedia que ella muriera después enaquel horrible accidente, y muy irritanteque el conde cometiera la estupidez deadoptar a Irina, creyendo que era suya.

—¿No lo era?—Supongo que sí, aunque no tenemos

pruebas absolutas. —La condesa seencogió de hombros con indiferencia—.Lo que él no sabía entonces, y sigue sinsaber, es que Serge no lo es.

Creo que vio algo en mi expresiónescandalizada que la impulsó adefenderse.

—¿Qué elección tenía yo, dadas las

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circunstancias? Cuando me enteré deque esperaba a Serge, no me quedó másremedio que casarme enseguida, pues miamante había desaparecido ya. Vaskaera tan confiado e inocente que pensóque yo era virgen. —Rio fuerte, como siacabara de decir algo muy divertido.

Yo seguí doblando la ropa que sehabía quitado con diligencia, sin decirnada, demasiado atónita para asimilartodas las implicaciones de lo queacababa de revelar. La risa cesó depronto y su rostro se oscureció condisgusto.

—Aunque nada de eso importaría ya,de no ser por el hecho de que se haescapado con mi hijo.

—¿Por qué no le dijo nunca la

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verdad?Ella me miró con lástima y desprecio.—Necesito un divorcio, Dowthwaite,

un divorcio que me otorgue un acuerdoeconómico justo. ¿Cómo iba a hacer esosi se enterara de que Serge no es suhijo?

Cuando la ayudé a salir del baño yempecé a secarla con la toalla, mepellizcó la mejilla con sus uñas afiladas.

—Y no se te ocurra contarle misecreto o te arrepentirás de haber vueltoa trabajar conmigo.

Yo me apresuré a cambiar de tema,luchando por reprimir mi enojo por susamenazas.

—¿Y qué piensa hacer con elbebé? —pregunté.

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—Oh, tengo planes —murmuró—.Pero como me acaba de fallar otroamante, esos planes no incluirán aDimitri Korniloff. —Como no dijo nadamás, quedó claro que, fueran cualesfueran esos planes, no tenía intención decompartirlos conmigo.

—Voy a preparar té, milady. Despuéstiene que descansar y empezar a pensaren ese bebé en vez de en sí misma.

La condesa Olga dio a luz a una niña afinales de agosto sin ninguna dificultad.La comadrona de la zona dijo que habíasido el parto más fácil al que habíaasistido en su vida. Pero las dificultadesempezaron cuando la niña estuvo bañada

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y vestida. La condesa se negó enredondo a tomarla en brazos.

—Vamos, querida —dijo lacomadrona con su voz más alentadora—. Esta niña necesita un abrazo, por nomencionar ponerse al pecho.

—En ese caso, más vale que lebusque uno, porque no le daré el mío.

La pobre mujer se mostró tanescandalizada que la saqué rápidamentede la habitación antes de que ladiscusión empeorase.

—Me temo que la condesa no sesiente muy maternal en este momento.Además, las nobles rara vez amamantanpersonalmente. ¿No podría ustedrecomendarnos una nodriza?

—He conocido a muchas mujeres

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como ella y sí, les enviaré una nodrizaesta tarde. No podemos permitir que lapequeña sufra por culpa de esa señoraegoísta. ¿Es de extrañar que el país estéen el estado en que está? —Y despuésde ese comentario, la mujer se marchó atoda prisa, dejándome con un bebé queno dejaba de llorar.

Por suerte, la nodriza llegó antes deuna hora. Era una mujer cariñosa y muymaternal. Tomó a la niña en brazos y latuvo succionando en cuestión desegundos. La criatura dejó de llorar alinstante.

En aquel momento Abbie no pudoresistirse a interrumpir.

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—¿Quieres decir que ese bebé era mimadre, la hija de la condesa? —preguntó maravillada.

—Así es, querida. Abandonada alinstante y con su nacimiento convertidoen un secreto.

—Durante años.—Exactamente.—¡Oh, Dios mío! Pero ¿eso por qué?

¿Por qué no le dijiste la verdad a mamá?—Por miedo a perderla. No se

pueden correr riesgos con una mujercomo la condesa.

El corazón de Abbie estaba lleno decomprensión, pues no quería imaginar loque sentiría ante la perspectiva deperder a su hija. A continuación hizo lapregunta que le había preocupado desde

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el comienzo.—¿Mamá descubrió alguna vez quién

era su verdadera madre?—Sí. Fue una época muy difícil para

las dos.—Me lo imagino. —Siguió un

silencio. Abbie ansiaba hacer máspreguntas, pero como veía que laslágrimas corrían por las mejillas de suabuela, la rodeó con sus brazos y laestrechó contra sí.

—Creo que es suficiente por elmomento. Necesitas descansar.

Millie se secó los ojos con unpañuelo y dio unas palmaditas a su nietaen la mano.

—No, estoy bien. ¿No te gustaríasaber cómo llegó a estar a mi cuidado?

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No la robé, ¿sabes?—No he pensado ni por un momento

que lo hubieras hecho, pero sí, megustaría saber cómo ocurrió eso.

Cuando a la mañana siguiente levé labandeja del desayuno a la condesa, merecompensó con una sonrisa, que yo, enmi inocencia, interpreté como de sinceragratitud.

—Gracias, Millie, eres muyamable —dijo—. He estado pensandoen mi pequeño problema y se me haocurrido una solución.

—¿Y cuál puede ser, milady? —pregunté cortésmente mientras laayudaba a sentarse en un sillón para

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poder rehacer la cama. Me preguntabacómo podía calificar de «pequeñoproblema» el nacimiento de una niñaque no era de su esposo.

—Es muy sencillo. Solo tenemos quedecir que la niña es tuya.

Me quedé tan sorprendida, que casitiré la cafetera que sostenía.

—¿Qué está diciendo? No puedehacer eso.

—Puedo hacer lo que quiera, y esa esla solución más obvia a mi dilema. AsíVaska nunca sabrá la verdad. Además,es una solución muy lógica. Eres lobastante joven para tener un bebé, sesabe que te gusta Stefan y estoy segurade que él podría ser un buen padre en elfuturo.

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Mi instinto me decía que Stefan noquerría ocuparse del hijo de otrohombre. Ningún hombre lo haría.

—Lo siento, milady, pero no puedoacceder a eso. Soy joven, sí, tanto quenunca he tenido… una relación conningún hombre, así que ¿cómo podríaser mía la niña?

Ella se echó a reír.—¿Y quién va a saber o a quién le va

a importar que seas virgen o no lo seas?—A mí. Además, no estoy preparada

para hacerme responsable de la niña deotra persona ni para mancillar micarácter con una mentira así. Usted noestá pensando con claridad, milady.Sugiero que se tome el desayuno ydescanse y luego puede empezar a

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pensar cómo explicarle este nuevonacimiento a su esposo.

Unté su tostada con mantequilla ycorté la parte superior del huevo cocido.Le hice una reverencia y me disponía asalir, cuando ella me agarró la muñecacon fuerza.

—Has conocido de primera mano lasdificultades de estar desempleada. Entodas las semanas que pasaste en aquelhostal no encontraste a nadie dispuesto aacogerte, ¿verdad?

La miré a los ojos y vi por fin elmotivo de aquello. Ella había corrido lavoz entre sus amistades de que yo erauna revolucionaria para asegurarse deque nadie me diera trabajo por muchaspuertas a las que llamara o muchas

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cartas que escribiera.En sus ojos apareció un brillo de

triunfo cuando supo que había ganado.—Pues bien, Dowthwaite, la elección

es tuya. O cuidas de esta niña, quenecesita una madre, o te vuelves aenfrentar al hambre. Dudo que te quedenfondos para comprarte un billete a casa.Y esta vez me aseguraré de que el condete deje pudrirte.

La miré horrorizada. Me di cuenta deque estaba atrapada. Como estabaprácticamente sin dinero después deldespido anterior y llevaría tiemporecibir dinero o un billete de mispadres, no tenía otra opción que aceptarsi quería conservar mi trabajo ysobrevivir. ¿Estaba en aquella situación

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por haber apoyado a un grupo demujeres hambrientas, o, másprobablemente, por haber deseado alhombre con el que esperaba casarme?Cuando me alejaba, sin darle lasatisfacción de entrar en una discusión,que ella tanto disfrutaba, me juré ensecreto buscar otro puesto en cuantoregresáramos a Petrogrado. De un modou otro, saldría de aquel lío, que no eraobra mía en absoluto.

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CAPÍTULO 25

Desgraciadamente, cuando regresamos ala ciudad en octubre, resultó evidenteque cualquier oportunidad de encontrarun empleo alternativo se habíaevaporado, pues la situación habíaempeorado todavía más. Petrogradoestaba helado, y sobre el río flotaba unaniebla fría que nos hacía toser yabrigarnos hasta arriba.Malacostumbrada como estaba por elclima más suave de Yalta, habíaolvidado el frío terrible que podía haceren esa época del año.

No tardamos en encontrardificultades, pues las calles eran un

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caos, atestadas de gente. Aquí y alláhabía enfrentamientos entre civiles ytambién con soldados. El carruaje quehabía venido a recogernos a la estaciónse paró en cuestión de minutos,bloqueado por carretas cargadas consillas, colchones, alfombras y otraspertenencias de gente que huía,presumiblemente cambiando la ciudadpor el campo. Algunas carretas desuministros habían volcado y sus cargasde leña, heno o patatas estaban tiradaspor la calle. La gente agarraba lo quepodía y huía lo más deprisa posible conlos brazos cargados. Las tiendas habíansido saqueadas, y los escaparatesaparecían rotos y vacíos. Nosotrasobservábamos la escena desconcertadas.

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Era evidente que el caos del paíshabía ido a más. Petrogrado estabasiendo escenario de más disturbios.

Apreté al bebé contra mí y rodeé aIrina con el brazo, que estaba cada vezmás asustada por el alboroto de lamultitud. Yo sentía una necesidadinstintiva de protegerlas a las dos. Perocasi no podía contener mi impaciencia,desesperada como estaba por volver aver a Stefan. Mi anhelo por él era casicomo una enfermedad, enfermedad quese curaría solo cuando volviera atomarme en sus brazos. Pero no sabía siestaría en casa o seguiría en el campocon el conde.

—¿Qué ocurre? —preguntó lacondesa al cochero.

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—No estamos seguros, milady, puesno se están imprimiendo periódicos.Unos dicen que es otra huelga, y sehabla mucho de cosacos y matanzas.

Un grupo de soldados polacos pasódelante de nosotros riendo y abucheandomientras cruzaban el mercado. Lacondesa los llamó.

—Díganme qué ocurre aquí.Uno de los hombres, quizá capitán o

teniente, se volvió hacia ella comosorprendido por la pregunta. No semolestó en saludar ni dio ningunamuestra de respeto, se limitó a alzar lascejas con desdén.

—¿No se ha enterado? Lenin estádando un golpe de estado. Su intenciónes derrocar al Gobierno Provisional y

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reemplazarlo con su partido, losbolcheviques.

Mientras se alejaban tambaleándose acausa de la bebida, el cochero añadió:

—Trotski hizo un intento deproclamar el Congreso de los Sóvietscomo el poder supremo. Por desgracia,muchas personas no quieren que lasgobiernen los sóviets. El resultado,milady, es una guerra civil.

—¡Por el amor de Dios! No estoydispuesta a pasarme todo el día aquísentada en este jaleo solo por unaestúpida batalla por el poder —replicóla condesa con el tono de voz que usabacuando la irritaban la vida o la política.

La niña se movió en mi regazo, gimiólevemente y Vera, la nodriza, y yo nos

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miramos con preocupación.—Es casi su hora de comer —señaló

la nodriza—. ¿La tomo yo?—Vamos a esperar hasta que se

despierte del todo. Estoy segura de quecuando tenga hambre nos lo harásaber —dije yo, y las dos reímos porquela pequeña hacía ya sentir su presencia.

En las pocas semanas que llevabacuidando de ella había caído porcompleto bajo su embrujo. Adoraba losmohínes de sus labios, sus uñasperfectamente formadas y el dulce olorde su piel suave. Sus ojos azules debebé habían cambiado ahora a unmarrón suave y me miraban con interés.Habría podido pasarme todo el díamirándola. Y, sin embargo, una parte de

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mí se retraía, temerosa de tomarledemasiado cariño, de perderla cuandosu madre empezara por fin a prestarleatención.

Aunque de momento no había ningunaseñal de que eso fuera a ocurrir. Lapequeña Katia tenía ya tres meses y lacondesa seguía sin reconocer suexistencia. Yo era la única que lacuidaba, con la ayuda de Vera. Melevantaba por la noche cuando lloraba,le cambiaba los pañales, la abrazaba, labesaba, la tranquilizaba y jugaba conella como si fuera de verdad mi propiahija. Yo le había puesto el nombre yhabía organizado su bautizo. Alguientenía que hacerlo y mis repetidosintentos de impulsar a la condesa a

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tomar una decisión en ese sentido habíanfracasado estrepitosamente.

—Haz lo que te plazca, es tu hija —había sido su único comentario, repetidoen distintas versiones cada vez que yomencionaba el tema. Vera era la únicaque conocía la verdad del nacimiento dela niña y había jurado guardar elsecreto. No obstante, yo tenía toda laintención de decírselo a Stefan. Ni porun momento quería que pensara que lohabía traicionado. Pero no dije nada a lacondesa de esa decisión. Sería misecreto.

—Ah, el tráfico se está moviendo —dijo el cochero, y todas suspiramos dealivio cuando logramos completar eltrayecto sin más dilaciones.

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Cuando por fin llegamos, la casa parecíavacía. El conde, Serge y la mayoría delos sirvientes seguían en el campo.Babushka había regresado conNianushki, pues la anciana echaba demenos la vida en la ciudad y a sumédico personal, que la ayudaba a lidiarcon la artritis. Para alivio mío, resultóque Stefan había acompañado en el trena las dos mujeres para protegerlas.

Estaba deseando verlo, ansiaba queme abrazara, que me diera la bienvenidaa casa con sus besos, y rezaba para quesu amor por mí siguiera siendo tan fuertecomo siempre. Mi intención era abordarel tema de la niña con tacto y cuidado,

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explicándole lo que había ocurrido, quela condesa había dado a luz einmediatamente había abandonado a laniña. Y que no me había quedado otraopción que hacerle de madre si noquería volver al hostal o, peor aún,acabar pasando hambre en la calle. Aella no le importaba nada mi reputación,solo la suya. Había ensayado en micabeza lo que quería decir, pero cuandovi su rostro ceniciento, comprendí queera demasiado tarde. Ella había llegadoantes y le había dado su versión de losucedido.

—Stefan… —empecé a decir, pero élme hizo callar enseguida.

—Aquí no. —Me tomó del brazo,agarró mi abrigo y me sacó del edificio.

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Casi tuve que correr para no quedarmeatrás mientras me ponía el abrigo y meabrochaba los botones como podía.

—¿Adónde me llevas?—A un lugar donde podamos hablar

sin miedo a que nos interrumpan.Me llevó al parque Alexandrovski, a

poco más de diez minutos andando decasa, cerca de la Plaza del Palacio, ehicimos el recorrido en silencio.Encontramos un banco al lado de lafuente y nos sentamos dejando ciertadistancia entre uno y el otro. Aquel díafrío y ventoso no había gente por allí ylos únicos sonidos eran los que hacíanlas ramas desnudas crujiendo al viento,el rumor de las hojas en el suelo y unperro que ladraba en alguna parte.

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—Creo que tienes algo quedecirme —dijo con los ojos fijos en elagua. La fuente estaba atascada conhojas muertas, descuidada y con barro, yel agua no corría como antes. Habíabasura por todo nuestro alrededor,prueba de la revolución que estábamosviviendo, donde nadie se molestaba enlimpiar.

Tragué saliva y empecé miexplicación tan cuidadosamenteensayada.

—No debería decirte esto porqueprometí no hablarlo con nadie, pero hedecidido que tienes derecho a saber laverdad. La niña se llama Katia y sullegada fue algo inesperado en la vidade la condesa. Temerosa de perder un

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posible acuerdo de divorcio, se niega areconocer que es suya e insiste en que lahaga pasar por mía. Yo me vi obligada aacceder para que no me abandonara enYalta y me despidiera sin un solo kopekque me protegiera de morir de hambre.Pero quiero que sepas que no es mi hija.

—¿Y de quién es, pues?—Acabo de decírtelo. Es de la

condesa.—Ella me ha advertido que te

declararías inocente y negarías que laniña es tuya.

Solté un gemido.—No soy yo quien lo niega, es ella.

Es la condesa. ¿No has oído ni unapalabra de lo que he dicho? Yo no tuvea la niña y lo que te ha dicho es mentira,

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algo en lo que es una experta.—¿Quién es el padre? Dime la

verdad —exigió, mirándome de hito enhito. Fue una mirada que me provocó unescalofrío en la columna, pues era másfría que los vientos que bajaban desdeSiberia.

—Eso deberías preguntárselo a lacondesa Olga, pero yo diría que debe deser Dimitri Korniloff o el cocheroVíktor. A menos que tú sepas de otroshombres en su vida. —Mi mirada eraigual de desafiante. Quería queentendiera lo que se sentía cuandodudaban de ti.

—¿Por qué iba a saber yo eso?—¿No te incluyes a ti mismo como un

posible candidato?

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—Por supuesto que no. —Parecíaescandalizado por la insinuación.

—O sea, que esperas que yo crea entu inocencia cuando me juras que notienes una aventura con ella aunque ellaha insinuado muchas veces que así es.Yo he confiado en ti, Stefan, ¿por qué nopuedes tú confiar en mí?

Él negó con la cabeza.—Es difícil creer en tu inocencia

cuando he visto la prueba de tu traicióncon mis propios ojos. —Se levantó delbanco y empezó a andar de un lado aotro, dando puntapiés a las piedras conrabia. Al final se colocó frente a mí—.Lo siento, Millie, pero estoyprofundamente decepcionado contigo.Creía que tú y yo teníamos algo

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especial. Obviamente, me equivocaba.La condesa sospecha que has tenido unaaventura con el conde y, desde luego, yomismo vi la estrecha relación quemanteníais las semanas anteriores a tumarcha.

Al oír aquella acusación, solté ungrito ahogado.

—¿Estás sugiriendo que tuve unaaventura con el conde Vaska? ¿Cómo teatreves?

—No puedes negar que fue suinfluencia lo que obligó a milady avolver a emplearte.

—¿Y qué si lo fue? Es el condeBelinski, el señor de la casa. Ha sidocomo un padre para mí. —Mehorrorizaba la dirección que había

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tomado aquella conversación. Aquellahorrible mujer había plantado semillasde duda y amargura en la mente deStefan y yo no podía hacer nada paraque desaparecieran.

—¿Por qué te defendió con tantavehemencia si no tenía una buena razón?

—Porque es un hombre bueno, ama asus hijos y quiere que yo cuide de ellos.Te juro, Stefan, que no es hija mía.

Estábamos de pie uno delante delotro, casi gritando.

—La condesa insiste en que lo es y enque esa fue la razón por la que te llevó aYalta, para proteger tu reputación, ypresumiblemente también la del conde.

—Era su reputación la que estabaprotegiendo, no la mía.

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—Eso lo dices tú, pero he preguntadoa la nodriza. Se llama Vera, ¿verdad?Me ha dicho que fuiste tú la que dio aluz y no la condesa.

Suspiré con exasperación.—Vera solo repite lo que le han

ordenado que diga. Además, ella noestuvo presente en el parto, así que nopuede decir que fue testigo. Por favor,no me digas que prefieres aceptar supalabra y la de la condesa antes que lamía.

—Para ser sincero, no sé a quiéncreer, pero ella… esa niña no tiene nadaque ver conmigo. —Dio media vuelta yse alejó con rapidez. Su figura no tardóen desaparecer entre los árboles.

Me sentía como si me hubieran

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golpeado. ¿Cómo era posible que Stefanpensara eso de mí? Era devastador quela condesa hubiera hablado con él antesque yo y le hubiera contado mentiras.Solo Dios sabía lo que le habría dicho.Pero ¿por qué Stefan elegía creerla aella antes que a mí, la mujer a la quedecía amar? ¿Significaba eso que no meamaba, que me había mentido todo aqueltiempo? ¿Quizá la condesa y él habíantenido de verdad una aventura?

Regresé a casa despacio, sola y muytriste. Saqué a Katia de su cuna, enterréla cara en su chal y derramé lágrimas deangustia en silencio.

Los disparos empezaron cuando

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estábamos sentados tomando una cenafrugal, pues había pocos suministros enla casa. Todos estábamos aterrorizados,temiendo lo que pudiera pasar acontinuación. Las dos doncellas que noshabían acompañado temblaban de miedoy estaban casi llorando, demasiadoasustadas para arriesgarse a salir alpatio a llenar las cestas de leña. Elfuego del salón no tardó en apagarse ytodos empezamos a temblar de frío.Ninguno de nosotros se desvestiría esanoche, ni disfrutaría de un sueño largo.Al final juntamos unos cuantoscolchones y mantas y pasamos la nocheen el sótano. Parecía el lugar másseguro, aunque la condesa se quejóinterminablemente de la incomodidad y

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el frío. Como no podía dormir,permaneció sentada envuelta en mantas,y dictándonos una larga lista deinstrucciones para el día siguiente, queyo escuchaba solo a medias porqueadivinaba que sería imposiblecumplirlas.

Acerté, pues al día siguiente nosenteramos de que los bolcheviquescontrolaban la ciudad, protegían losedificios importantes y todos los puentesque entraban en la ciudad. También sehabían apoderado de las oficinas deteléfonos y telégrafos, de los bancos, lasoficinas de correos y las estaciones deferrocarril.

Más tarde nos enteramos de queKerenski, uno de los líderes de la Duma,

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se había retirado al Palacio de Inviernocon varios ministros más y solo unaguardia pequeña como protección. Losdemás habían huido de la ciudad o sehabían rendido sin luchar y se habíanunido al bando contrario.

Pero aunque entonces no sabíamosnada de todo eso, Stefan y yo vimos losbarcos de guerra en el muelle cuandonos aventuramos a salir a buscarcomida, como nos vimos obligados ahacer a pesar de que apenas noshablábamos. Más tarde, cuandoestábamos cocinando un estofado paracenar, oímos los disparos de cañones, loque reveló que la derrota era inevitable.Stefan volvió a salir en busca de másnoticias mientras Nianushki y yo

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intentábamos distraer a Irina con unapartida de dominó. La condesadescansaba en su habitación. La viejaniñera miró al bebé, que dormía en sucuna a nuestro lado, y se inclinó haciamí.

—Sé que la niña no es tuya —mesusurró—. Además, tú te cuidas mucho yproteges tu reputación.

—Gracias, Klara. Me alegro de quealguien crea en mi inocencia.

Ella alzó las cejas, sorprendida.—¿Estás diciendo que Stefan no te

cree? Pero si hasta un ciego podría verlos sentimientos que hay entre los dos.

Irina me sacudió un poco el brazopara llamar mi atención.

—Vamos, barishnia, le toca a usted.

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Pospuse la conversación hasta quetermináramos la partida. A sus doceaños, Irina se estaba convirtiendorápidamente en una joven encantadora,pero nada le gustaba más que leer y notardó en acurrucarse a leer su libro. Yohablaba en susurros para que no oyera loque no debía. Cuando terminé de narrarla conversación que habíamos tenidoStefan y yo, Nianushki estaba roja derabia.

—Eso es propio de la condesa, sí.Tiene que ganar a cualquier precio.Hace tiempo que resulta evidente quequiere a Stefan para ella. Los hombresjóvenes y atractivos son como pepitasde oro para ella. Tiene que quedárselospara sí.

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—Haré todo lo que esté en mi poderpara impedirle que Stefan sea suyo.

La anciana me miró con tristeza.—Comprendo lo que debes sentir,

pero no será fácil enfrentarse a ella. Hepasado casi toda mi vida laboral conella y hubo un tiempo, aunque ahoracueste imaginarlo, en el que a mítambién me cortejó un joven atractivo.Ella le ofreció un empleo, se acostó conél y, cuando se aburrió, lo despidió. Novolví a verlo nunca. Ella posee unencanto que pocos hombres puedenresistir.

—¡Vaya, Klara, qué horrible!Mi corazón se entristeció por ella. El

hecho de que hubiera sufrido la mismaexperiencia creó de algún modo un

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vínculo aún mayor entre nosotras.—No dejes que gane —me susurró al

oído cuando la abracé—. Es una déspotade la peor especie y Stefan es un hombreencantador. Lucha por él, querida.

En aquel momento, el objeto denuestra conversación entró corriendo enel aula.

—Los barcos están disparando contrael Palacio de Invierno —gritó Stefan—.He visto a Kerenski de uniformealejándose en su automóvil a todavelocidad. Dudo mucho que volvamos averlo.

Me puse en pie y corrí hasta él porinstinto. Toqué su rostro querido y lerevisé manos y brazos.

—¿Estás bien? —pregunté.

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La mirada que posó en mí estaballena de confusión y de preguntas sinresponder.

—Estoy bien. Parece que losbolcheviques controlan ya toda laciudad. Algunos lo llaman la Revoluciónde Octubre, otros un golpe de estado enel que Lenin se ha hecho con el podersin apenas derramar una gota desangre —dijo, y me apartó las manos—.Voy a informar a la condesa.

Me sentí totalmente rechazada y lo vialejarse hacia ella con el alma en lospies. Dejando de lado cómo quisiéramosdescribir la situación, todos nosdábamos cuenta de que la vida novolvería a ser la misma. Rusia habíaperdido un mundo gobernado por el zar,

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un mundo con defectos, sí, pero nadiepodía adivinar en absoluto lo queíbamos a tener en su lugar.

En cuanto a mí, lloraba la pérdida dela confianza del hombre al que amaba.

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CAPÍTULO 26

«La confianza lo es todo», pensó Abbiecuando veía subir el sol por encima deGreat Gable, después de haber estado enla tienda desde antes de amanecer.Sentía un gran amor y admiración por lamujer valiente que era su abuela. Con eltrauma que debía de haber sufrido y, sinembargo, le había entregado su corazóna la niña a pesar del efecto que esotendría sobre su reputación. ¿Por qué nohabía creído Stefan en su inocencia?¿Por qué había confiado Millie en él?Aunque estaba encantada de saber porfin la verdad sobre el origen de Kate,también estaba ansiosa por conocer la

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respuesta a esas preguntas, lo que lallevó a pensar en su propio dilema.

Recordaba que al principio de larelación había confiado en Eduardimplícitamente, una sensación que sehabía ido disipando con los años hastadesaparecer del todo. La aliviaba darsecuenta de que apenas había pensado enél en las últimas semanas, pues estabademasiado ocupada preparando la fiestade inauguración, para la que ya faltabansolo unas horas. Hasta la relación con supadre parecía ir cada día a mejor.

Habían invitado al alcalde, a variosamigos y organizaciones del pueblo y alperiódico local, por supuesto, así queesperaba que acudiera bastante gente.Por enésima vez esa mañana, revisó una

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serie de joyas de cuarzo rosa, jaspe rojoy ágatas, recolocó con cuidado unahilera de brazaletes de cobre yretrocedió para admirar su obra. Conexcepción del ámbar, las demás joyas dela muestra guardaban alguna relacióncon la zona.

El Distrito de los Lagos era famosopor sus minas de cobre, plomo y plata,así como por la cantera de pizarra verdede Honister, por grafito para lápices yvarios minerales más, entre ellos barita,cristales de calcita, fluorita y cuarzo.Abbie había obtenido algunas de esaspiedras en la zona o en Weardale, másal norte, y había hecho con ellasbrazaletes, collares y pendientes. Estababastante orgullosa de sus logros y su

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única preocupación era si se venderíano no.

—Estoy empezando a ponermenerviosa —dijo Linda. Se situó detrásde ella y recolocó algunas horquillaspara el pelo, aunque estaban bien a lavista.

—Yo también —confesó Abbie—.¿No es una tontería? Solo tenemos quemostrarnos relajadas y amables.¿Cuándo llegan los del catering? —preguntó, contradiciéndose a ella misma.

Linda se echó a reír.—Prometieron que estarían aquí a las

nueve para preparar los canapés y abrirel vino y que todo estaría listo paraabrir a las diez, así que llegarán encualquier momento. Vaya, está sonando

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el teléfono.Volvió unos segundos después con

expresión sombría.—Se les ha averiado el vehículo

justo cuando llegaban al puenteSkelwith. Están atascados entreConiston y Ambleside, aunque uno deellos ha conseguido encontrar unacabina telefónica después de caminarunos kilómetros. ¿Qué vamos a hacerahora? Es culpa mía. Tendría que haberelegido a gente de aquí, pero los elegí aellos porque eran más baratos.

—No es culpa de nadie, Linda. Estascosas pasan. Iré hasta allí a ver si puedoencontrarlos.

—Pero te necesitamos aquí, Abbie.—¿Puedo ayudar en algo? ¿Alguien

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necesita que lo recojan?La voz profunda que acababa de decir

aquello sonó a bendición en los oídos deAbbie.

—Oh, sí, por favor —contestó.Se volvió de repente y sintió que algo

se movía en su interior cuando sus ojosse encontraron con los de él. A pesar dela amenaza de él de abrir una tienda allado de la suya, y los trabajos habíanempezado ya, Andrew Baxter, o Drewcomo lo llamaba ya, estaba resultandoser un hombre difícil de aborrecer.Además de incluir amablemente a suesposo en la invitación a cenar el díaque se encontraron en el lago y decomprarle un helado a su hija, desdeentonces pasaba por la tienda casi a

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diario para ayudar con los preparativosde la inauguración o simplemente paracharlar. Ahora se ofrecía a ser susalvador en aquella emergencia. Abbiele explicó en pocas palabras cuál era elproblema.

—Bien. ¿Alguien tiene un mapa de lazona?

Linda le dio uno y él se marchóenseguida, después de prometer quevolvería con el catering lo antes posible.Abbie y Linda se miraron connerviosismo.

—No conoce muy bien la zona.Esperemos que los encuentre —comentóLinda.

—La carretera es larga, pero seguroque acabará viéndolos. Entretanto, yo

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empezaré a trabajar en el plan dereserva por si no llegan a tiempo ytenemos que acabar recurriendo a café ydónuts. —dijo Abbie, y corrió alteléfono.

La hora siguiente pasó volando en unavorágine de actividad, incluida lallegada de una reportera que se presentócomo Clarinda Ratcliffe y dijo quequería hacerle una entrevista a Abbieantes de que esta se distrajera con losclientes.

—¿Qué sintió al perder a su madre deun modo tan trágico? —Fue la primerapregunta, que desconcertó a Abbie porcompleto. Se recobró y respondiódiciendo que había sido un shockterrible pero que creía que ya era hora

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de seguir adelante.La periodista, sin embargo, tenía

otras cosas en mente.—He hablado con una de las ancianas

a las que visitaba en el paseo y dice quehabló con Kate el día antes de su muertey la encontró ilusionada, ahorrando paraun viaje a Rusia, que al parecer era unsueño suyo de hacía tiempo. Eso noencaja con una mujer que estuvierapensando suicidarse, ¿verdad?

Abbie miró a la reportera; lainformación que acababa de recibir ladejó momentáneamente sin palabras.

—Como con todas las fatalidades deese tipo, es imposible entender lo quepensaba o sentía. Pero hoy no es elmomento de hablar de la muerte de mi

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madre, si no le importa.—¿Cree que le habría gustado que

usted se hiciera cargo del negocio?—Supongo que sí, teniendo en cuenta

que me lo dejó en su testamento —comentó Abbie con sequedad. Seesforzó por sonreír. Aquella entrevistano había empezado bien, y hasta elmomento era un verdadero desastre—.Por supuesto, soy consciente de lo bienque dirigió ella Sueños Preciosos, ytambién mi abuela antes que ella, así queestoy encantada de seguir sus pasos.

—Eso es interesante. ¿Cuándo montóeste negocio su abuela? —preguntó laperiodista, tomando notas en sucuaderno.

—En los años veinte, y estamos

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orgullosos de que haya sobrevivido,pues hay pocos negocios familiares quesobrevivan hoy en día —repuso Abbie,que decidió no pensar en las deudas enaquel momento.

—No ha debido de ser fácil, y sufamilia ha tenido también sus problemasa lo largo de los años, ¿verdad? —preguntó Clarinda Ratcliffe con unasonrisita de curiosidad.

Abbie empezaba a temblar pordentro. ¿Aquella mujer le iba apreguntar por el tema de Eduard?¿Seguía siendo un crimen tener una hijailegítima? No sentía ningún deseo deque su vida personal apareciera en laprensa local.

—¿Perdón? —preguntó, fingiendo

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ignorancia.—Tengo entendido que ha regresado

hace poco de París, donde ha vividoalgún tiempo, ¿es cierto?

—Pues sí, y es un placer estar devuelta en casa, en el hermoso Distrito delos Lagos —comentó Abbie.

La periodista continuó como si nada.—Supongo que a su abuela también le

gustaba viajar, ya que tengo entendidoque fue a Rusia como institutriz. ¿Estápor aquí hoy? Me encantaría hablar conella también.

—Vendrá más tarde. Parece ustedmuy bien informada.

Clarinda Ratcliffe le dedicó unasonrisa fría y poco sincera.

—Como usted pertenece a una familia

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notable de la zona, he investigado unpoco antes de venir hoy. Su madretambién se fugó una vez para vivir en laRiviera francesa en los años treinta.Parece ser un rasgo de familia. ¿A quécree usted que se debe?

Abbie parpadeó . Era la primera vezque oía que Kate se hubiera marchadode casa, es más, que se hubiera «fugadopara vivir en la Riviera». ¿Por quéhabía hecho eso y con quién se habíafugado? Pero lo más importante en esemomento era que aquella entrevista enprincipio debía versar sobre el negocioy las joyas, de modo que decidió que noquería continuar con aquella línea deinterrogatorio.

—¿Quiere que le enseñe la tienda? —

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preguntó—. Tenemos algunas joyasmaravillosas, la mayoría con piedras dela zona, aparte de este ámbar preciosode Polonia. —Se lanzó a describir suspropiedades curativas y mencionó quemuchos creían que procuraba amorduradero.

—¿Y qué me dice de la tienda deaccesorios que van a abrir al lado? —preguntó la periodista mientras Abbie lemostraba el taller. La mujer parecíadecidida a centrarse en problemas.

Abbie tampoco quería hablar deaquello. Miró su reloj y pensó si Drewhabría conseguido encontrar a la gentedel catering. Intentó poner fin a aquelladesagradable entrevista.

—Si no le importa, tendrá que

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disculparme, señorita Ratcliffe, ya quetengo que volver con mis clientes —dijo, y se alejó con una sonrisa.

La reportera corrió tras ella.—Pero ¿esa competencia no afectará

a su negocio?Abbie consiguió sonreír con grandes

esfuerzos y aseguró a la mujer que notenía ninguna preocupación en esesentido.

—Esta será la parte del pueblo a laque vendrá la gente a buscar joyas,bolsos y accesorios. Además, lacompetencia es algo bueno —comentó.

Momentos después, para gran aliviosuyo, Drew apareció en la puerta y lehizo una señal con los pulgares haciaarriba. Los responsables del catering

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entraron enseguida y, en cuestión deminutos, la tienda pareció llenarse depersonas que conversaban y reíanmientras tomaban vino, se divertían yadmiraban los artículos que había a lavista.

Abbie suspiró aliviada cuandoClarinda Ratcliffe al fin se marchó,aunque le preocupaba un poco lo quepudiera escribir aquella mujer. Peroindependientemente de los fantasmasfamiliares que pretendiera despertar laprensa local, la fiesta era un gran éxito.Y, a juzgar por el sonido de la cajaregistradora recién comprada, estabanvendiendo mucho. Confió en que fueraasí.

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Su abuela y Fay llegaron poco despuéscon los niños para admirar las joyas ydisfrutar de la diversión. Carrie dormíacontenta en su carrito. Abbie se percatóde que su hermano no había ido. Eraevidente que había preferido no asistir apesar de que era sábado y no trabajaba.

—Robert ha tenido que volver a laoficina inesperadamente —explicó Faya modo de excusa, aunque Abbie no lacreyó ni por un momento—. Pero no tepreocupes por Aimée. Voy a llevar a losniños a ver Hill Top, la casa de BeatrixPotter, así que estarán contentos yocupados hasta que llegues a casa.

—Dios te bendiga, Fay. —Abbieabrazó a su cuñada con gratitud y se

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volvió para abrazar también a su abuela—. Gracias a las dos por venir.Significa mucho para mí. Agradezcomucho el apoyo prestado.

—Yo también vengo a ofrecértelo.Abbie se volvió, sorprendida y

encantada, y dio un beso a su padre, quehabía aparecido de pronto a su lado.

—Oh, me conmueve mucho que hayasvenido, papi, sabiendo lo preocupadoque estás tratando de salvar la casa.

Él la miró con un brillo en los ojos,como la miraba en la época en la queera su niña querida.

—He decidido que debo dejar depreocuparme y limitarme a observar elcurso de los acontecimientos. Puede queocurra algo, o puede que no suceda lo

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peor y no nos echen nunca.—Genial. Pues no nos preocupemos a

menos que ocurra.—Mami, ¿puedo quedarme uno de

esos broches de mariposa? —le pidióAimée, saltando arriba y abajo de laemoción.

—Claro que sí, querida. Déjame quete lo ponga. Ya está, ¿verdad que estáspreciosa? Puedes ir a mirarte al espejo.

—¿Cómo ha ido la entrevista? —preguntó Fay cuando se alejó la niña.

Abbie se puso seria.—Bien, supongo, aunque no tan bien

como esperaba. La periodista ha dichoque le gustaría hablar contigo de Rusia,abuela, y parece pensar que a mamátambién le gustó viajar y se fue a la

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Riviera Francesa en los años treinta,cuando era una chica. ¿Eso es cierto?

Millie tardó un momento en contestar,lo que parecía indicar que ese incidentedebía haber tenido lugar en un períododifícil y todavía no quería hablar de él.

—Kate pasó algún tiempo en Francia,pero no se quedó mucho. Enséñame lospendientes de ámbar que has hecho —dijo. Y Abbie no tuvo más remedio quedejar el tema por el momento. Pero eraalgo que pensaba investigar más afondo.

Más tarde, tras haber disfrutado de lafiesta y haberle deseado lo mejor en sunueva empresa, su familia se marchópara seguir con su día fuera de casa.

—No te preocupes por Robert —le

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dijo Fay cuando Abbie le dio un beso dedespedida—. Se está ablandando unpoco y por fin le han ofrecido ser socioen la empresa, como deseaba. Acabarácediendo. Mira a tu padre, lleno deorgullo por tu éxito, aunque enfadadotodavía por lo que hizo tu madre. Nodeja de preguntar cómo pudo hacerleeso con lo felices que eran juntos. Perocreo que ya empieza a aceptar su muerteun poco mejor, lo cual debe de ser algobueno.

—Gracias en gran parte a tuinfluencia, Fay. Estoy segura.

Abbie se sentía reconfortada porquesu familia se hubiera tomado la molestiade ir a la fiesta de inauguración a pesarde las diferencias y riñas de los últimos

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meses. Pero le preocupaba todavía loque pudiera desenterrar ClarindaRatcliffe, teniendo en cuenta sucomentario sobre el deseo de su madrede ir a Rusia. Era normal que Katequisiera ir, considerando que habíanacido allí, pero ¿qué había ocurridopara hacerle abandonar aquel sueño?

Miró a la multitud, que disminuíagradualmente, y se sorprendió buscandoa Drew. Sentía un anhelo repentino dehablar con aquel hombre comprensivo.Y él apareció de pronto a su lado comosi pudiera leerle el pensamiento.

—Esa reportera habló conmigo lasemana pasada sobre mis planes para latienda de al lado y debo decir que fuetodo un interrogatorio —dijo—. La

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verdad es que no me cayó nada bien.¿Cómo ha ido tu entrevista?

Abbie suspiró.—Parecía estar buscando algún tipo

de gancho para escribir su historia,algún escándalo sobre mí. Ha sidoextraño y no precisamente agradable.

—Así es la prensa, siempre quierenescarbar basura, aunque para sertesincero no puedo ver cómo podríaencontrar nada contra ti —repuso él conuna sonrisa.

Abbie rio con sorna.—¿Aparte de mi juventud, de tener

una hija ilegítima, una madre que sesuicidó por razones desconocidas y unpadre y un hermano que me culpan de sumuerte y quieren vender esta propiedad

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sin mi consentimiento? Ahí no hayninguna historia, no.

Él frunció el ceño. La tomó por loshombros y la atrajo hacia sí congentileza para darle un beso en cadamejilla.

—Piensa en positivo. Has hecho untrabajo espléndido. Yo personalmenteestoy muy impresionado.

Sus besos fueron tiernos y suaves, deningún modo apasionados, y en lasmejillas, no en los labios. Aun así, aAbbie le provocaron un escalofrío deplacer y algo muy parecido al deseo. Lomiró, esforzándose por leer lospensamientos que reflejaban susmisteriosos ojos grises, tan enigmáticospero tan sensuales. Notó que su

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respiración se aceleraba ligeramente,pero no sonrió. Su expresión era de unaprofunda seriedad.

Ella carraspeó porque de pronto teníala garganta seca.

—Gracias por tener fe en mí.—Tú te lo mereces. Tienes mucho

talento —dijo él, admirando unospendientes de ámbar—. ¿De verdad loshas hecho tú?

—Sí. —Ella estaba de pie a su lado,sin tocarlo, aunque anhelaba en secretodeslizar su mano en la de él o quevolviera a besarla, esa vez como eradebido. ¿En qué estaba pensando?¿Cuánto vino había bebido para habersefijado tanto en ese hombre? ¿O esassensaciones llevaban tiempo creciendo

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en su interior?—Todavía tenemos esa cena

pendiente —dijo él—. ¿Qué tal estanoche, ya que es un día decelebraciones?

—No sé si es apropiado que losrivales en los negocios socialicen. ¿Ytú? —preguntó ella, con una sonrisapara suavizar sus palabras.

—¿Tenemos que ser rivales? ¿Nopodemos ser simplemente amigos o almenos colegas en los negocios?

Abbie no lograba decidir si debíapasar la velada con aquel hombre en loque se podía considerar una cita, así quese alegró cuando los interrumpió unamujer que buscaba ayuda para elegirunos pendientes de madreperla. Eso

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también le dio un respiro para controlarsus emociones.

Andrew Baxter debió de aprovecharesa distracción para retirarse, puescuando ella terminó de envolver lospendientes para regalo y ofreció a laclienta una copa de vino y un trocito deempanada, él ya no estaba. Quizá sehabía arrepentido de aquel momentoinesperado de intimidad.

—Gracias a Dios —murmuró Abbiepara sí. Dejó su copa y decidió que noiba a beber ni una gota de vino más. Y,sin embargo, sintió una punzada dedecepción porque él se hubiera retiradotemprano.

Linda se acercó y le susurró el totalde lo que habían vendido. Era una suma

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considerable.—Oh, y Drew dice que te recuerde

que la invitación sigue en pie. ¿A qué serefiere exactamente?

Abbie abrazó a su ayudante con losojos iluminados, contenta por el éxito.

—Eso no importa, pero no la voy aaceptar. Buen trabajo y gracias por tuayuda. Jamás habría podido hacer estosin ti, quizá ni siquiera se me habríaocurrido.

—De nada. Yo solo quiero queSueños Preciosos sobreviva, pues meencanta trabajar aquí contigo.

Justo cuando los últimos clientes deldía se disponían a marcharse y estabancobrando las compras de último minuto,la campanilla de la tienda volvió a sonar

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y la puerta, al abrirse, dejó entrar unaráfaga de aire frío.

—Mon amour. Al fin te encuentro.Abbie miró horrorizada hacia donde

procedía la voz.—¡Eduard!

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CAPÍTULO 27

—He venido a decir que cometí un granerror. Tengo muchísimosremordimientos por haber dejado queocurriera esto. Toda la culpa es de miesposa. Esa boba no me deja marchar ya mí me da lástima. Ahora tiene un niñoy ni siquiera sé si es mío. Ella dice quesí, pero no se parece a mí.

—¿Ha tenido un niño? Enhorabuena.¿Qué te hace pensar que no es tuyo?

Estaban sentados en el Ring of Bells,Eduard bebiendo una copita de coñac yAbbie tomando un café, pues sentía lanecesidad de despejar la mente paralidiar con aquella visita inesperada y no

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desead a . Había telefoneado a Fay, lehabía pedido que no dijera todavía aAimée que estaba allí su padre y lehabía explicado que llegaría un pocomás tarde de lo que había previsto. Sucuñada le había prometido acostar aAimée y la había alentado a disfrutar deuna velada fuera para variar, pues segúnella se la merecía después de habertrabajado tanto.

—Tiene el pelo rubio, y mi esposa yyo somos morenos.

—Es un bebé. Seguro que tambiéntiene ojos azules.

—¿Cómo lo sabes?Abbie se echó a reír.—Vamos, Eduard, el color de los

ojos y del pelo de los bebés cambia a

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medida que crecen. ¿Tu esposa dice quees tuyo?

Él se encogió de hombros.—Por supuesto. Niega haber tenido

una aventura.—Pues, en ese caso, acéptalo y sé un

buen padre para el chico, como lo hassido con Aimée. Y todavía puedes serlo,aunque sea a distancia. Mañana puedesvenir a casa a verla. Es domingo yestaremos en casa todo el día.

Eduard hizo un mohín malhumorado.—Gracias. Estoy perdido sin mi

encantadora hija. No solo he venido aver a mi hijita, sino también allevármela a casa conmigo. Y a titambién. Marie será pronto mi ex mujer.Te lo juro, mon amour. Y entonces nos

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casaremos.Abbie no contestó. ¿Acaso no había

oído esa historia muchas veces a lolargo de los años? No obstante, mientrastomaba el café, le costaba trabajo nosentir un poco de lástima por lasensación de pérdida de Eduard, enparte por lealtad, por los años quehabían pasado juntos, pero sobre todopor su hija. Seguía siendo el padre deAimée y la quería tanto como la niña aél.

Eduard siguió hablando, describiendosu plan, o mejor dicho, su sueño loco deque podían seguir como antes. Abbieperdió interés y se distrajo por unmomento cuando vio a una figurafamiliar que entraba en el pub y se

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sentaba junto a la ventana. Quizá ver aDrew sirvió para recordarle que ahoratenía una nueva vida. Dejó la taza decafé en la mesa con un gesto firme.

—Eduard, basta. Eso no va a ocurrir.Ya te he explicado que este no es elmomento de llevarse a Aimée, justocuando se está adaptando al nuevocolegio. Puede ir a pasar unas semanascontigo en verano. Eso le gustaría.

Él desestimó esa propuesta con unresoplido.

—Quiero que mi hijita venga a casaahora, y tú también. ¿Por qué quieresdejarme? No lo entiendo. ¿Qué daño tehe hecho yo?

—Me mentiste.—No.

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—Sí, Eduard. Tus promesas decasarte conmigo nunca sematerializaron. Finalmente comprendíque mi padre tenía razón desde elprincipio. Tú jamás te divorciarías de tuesposa y, por lo tanto, no vi razón paraquedarme.

Él pareció perplejo. Frunció el ceño.—Pero en Francia es muy normal que

un esposo tenga una maîtresse. ¿No te hequerido siempre y he cuidado de ti?¿Cuál es el problema?

¿Cómo podía hacerle entender que lehabía hecho mucho daño? Hablar con élera una pérdida de tiempo. Abbie eramuy consciente de que Drew alzaba devez en cuando la vista del periódico queestaba leyendo y los miraba

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entrecerrando los ojos. ¿Habríaadivinado que aquel era su examante?

—Lo siento, pero se ha terminado —dijo—. No tengo ningún deseo de volvera vivir esa angustia nunca más.

—No me lo creo. ¿Cómo te lasarreglarás sin mí? No veo qué es lo quete puede retener aquí.

—A decir verdad, ahora tengo unnegocio propio.

Él resopló con incredulidad.—¿Por qué vas a desperdiciar tu vida

llevando una tienda cuando podrías sermi maîtresse? Acabarás vieja y sola sinnadie que te quiera.

—Es horrible que digas eso.—Es cierto —dijo él, con un

encogimiento de hombros típicamente

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galo—. ¿Quién se va a casar contigoahora, con una hija ilegítima? Eresbuena como amante, pero ningún hombrequerrá tenerte como esposa.

Si Abbie se había sentido heridaantes, aquel comentario cruel hizo quese sintiera destrozada. Sintió un fuerteimpulso de abofetearlo, pero se contuvoy se puso de pie despacio, aferrándose asu dignidad.

—De hecho, creo que es másprobable que seas tú el que acabe viejoy solo cuando tu esposa se canse por finde tus aventuras y encuentre el valor deecharte a la calle, o cuando no consigasconvencer a ninguna otra mujer ingenuade que sea tu próxima maîtresse. Perode momento yo tengo otro compromiso

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esta noche, así que adiós.Tomó su bolso, sintiendo cómo el

corazón le latía con fuerza, y cruzó ellocal con la cabeza muy alta. Cuandollegó donde estaba Drew, lo besó enambas mejillas y se sentó a su lado.

—He pensado aceptar tu oferta parala cena después de todo, si no teimporta.

—Me acabas de alegrar el día —repuso él con una sonrisa—. Permítemeque te pida una copa de vino. Creo quela necesitas.

Abbie ni siquiera levantó la vistacuando Eduard salió como una furiadando un portazo, lo que hizo que segiraran varias cabezas a mirar. Ellasiguió sonriendo y mirando a Drew a los

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ojos. Él no solo era muy guapo, sinotambién el hombre más bueno y dulceque había conocido.

Durante la cena, que disfrutaron sinapenas dejar de hablar ni un momento,no se mencionó la conversación de ellacon Eduard ni el modo en que habíausado a Drew para escapar. Abbieinsistió en que pagaran a medias, puesno quería que él considera aquello comouna cita.

—¿Al menos puedo llevarte a casa?Quizá sería lo más conveniente, teniendoen cuenta que hoy quizá hayas bebidomás vino que de costumbre —se ofrecióDrew con una sonrisa.

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—Gracias, te lo agradeceríamucho. —Ella se echó a reír—. Puedodejar mi automóvil al lado de la iglesiay recogerlo mañana.

Por el camino guardaron silencio, conla luna creciente proyectando una luzpálida sobre los bultos negros de lasmontañas y con los únicos sonidos delchapaleteo del lago al lado de lacarretera y el arrullo de alguna palomatorcaz. La proximidad de él leprovocaba un efecto extraño. Abbie nopodía evitar mirar sus piernas largas oel modo en que tocaba el volante, eracasi como si deseara que le hiciera lomismo a ella.

Cuando Eduard detuvo el automóvilen el camino de entrada a Carreck Place,

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se volvió a mirarla con intensidad.Luego, sin decir palabra, la tomó en susbrazos y la besó. Esa vez no fue un besotierno en las mejillas, sino un besoprofundo y apasionado, al que Abbie serindió por completo. El deseo la inundócomo si fuera fuego. Nunca en todos losaños que había pasado con Eduard unbeso le había parecido tan perfecto,como si llevara esperándolo toda lavida.

—Hace mucho que quería hacerlo —dijo él, cuando al fin se apartó—. Eresbastante irresistible.

Abbie le pasó un dedo por los labios.—Tú también.¿En qué estaba pensando? ¿Qué había

sido de su decisión de no complicarse

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con nadie por el momento? Pero élvolvió a besarla, y ella expulsó talespensamientos de su cabeza y se entregóa la intimidad del momento y a ladeliciosa excitación que sentía pordentro.

Cuando él se apartó esa vez, suexpresión era curiosamente seria.

—Creo que sabes lo que siento por ti,Abbie. Sé que estás ocupada, pero megustaría mucho que pasáramos mástiempo juntos para conocernos mejor.

Ella quería decirle que también legustaría, pero el recuerdo de Eduard ydel lío que había hecho con su vida leaconsejaban avanzar con cautela.

—Quizá podríamos hablar de esto enotro momento, Drew. Ahora debo irme,

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ya he abusado bastante de mi cuñada porhoy.

—De acuerdo, pero antes de que tevayas, hay algo que llevo un tiempointentando reunir valor para decirte,algo que quiero que pienses.

—Ah, ¿y de qué se trata?Él le apartó un mechón de pelo de la

mejilla y sonrió, con lo que ella sintióun fuerte impulso de volver a besarlo,pero consideró que debía concentrarseen lo que él quería decir.

—Admiro mucho el modo en que hasrestaurado y revitalizado SueñosPreciosos en solo unos meses. Hashecho un trabajo espléndido. Veo ungran futuro para tu negocio y te aseguroque no venderé joyas ni intentaré

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competir contigo en ningún sentido.Ella le sonrió entonces y le dio un

beso leve en la boca en señal degratitud.

—Estoy encantada de oír eso.—No obstante, teniendo en cuenta las

semejanzas de nuestras tiendasrespectivas, he pensado que quizá teinteresaría una sociedad.

Abbie se sobresaltó. Se deshizo de suabrazo y se echó hacia atrás en elasiento. Pero antes de que tuvieratiempo de hablar, Drew levantó la mano.

—Déjame explicártelo antes de quete pongas furiosa conmigo. Tienesbastante espacio sin usar en la parte deatrás, y yo también. ¿Por qué nofusionamos ambas tiendas en una

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grande? Podríamos vender tambiénmoda, además de joyas, bolsos yaccesorios, y quizá incluso zapatos demujer. Creo que tú y yo podríamostrabajar bien juntos.

Quizá sí que podrían. A ella no ledisgustaba la idea. Lo miró a los ojos yno pudo evitar preguntarse si se estabaenamorando de aquel hombreencantador. Desde luego, sussentimientos por él habían crecido en lasúltimas semanas.

—¿Lo dices en serio? —preguntó.—Por supuesto. Obviamente, habría

que buscarle una base legal apropiada yestaría dispuesto a pagarte lo que fueranecesario.

—¿Pagarme? —Ella se esforzó por

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aclarar sus pensamientos, entre los quese abría paso una sospecha fea—. ¿Estásdiciendo que sigues decidido a comprarmi tienda?

—No, no me refiero a eso. Quierodecir que puedo comprar mi parte de lasociedad, puesto que tú eres dueña de lapropiedad, no solo de alquiler. —Sacóun trozo de papel del bolsillo, escribióalgo y se lo tendió—. ¿Qué te parece?

Abbie miró la cifra, con la que podríapagar el descubierto y ganar todavía unabuena suma. Era una oferta muytentadora, pero se sentía confusa. ¿No sehabía dicho que no volvería a fiarse deun hombre? Pensó en Stefan y enEduard, en cómo ninguno de los doshabía demostrado ser digno de

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confianza. ¿Y si Andrew Baxter huía dedeudas en Escocia, o de Hacienda? ¿Ysi la historia de que su esposa lo habíadejado era tan falsa como la de Eduard,inventada para despertar su compasión?

—Apenas te conozco.—¿Eso importa?—No estoy segura.La oferta había surgido de modo

inesperado, y ella tenía la menteembarullada después del beso, por nohablar del vino que había bebido esedía. ¿Por qué había elegido hablar deltema en ese momento, cuando ella noestaba en condiciones de juzgar bien lasituación? ¿El beso formaba parte de suplan para clavar sus garras en SueñosPreciosos por cualquier medio? Abbie,

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aturdida, movió la cabeza y recogió subolso.

—Creo que no puedo pensar en estoahora. Ha sido un día muy largo. Elcatering ha llegado tarde, he tenido unaentrevista horrible y luego se hapresentado Eduard con exigencias. Undía emocionante, rentable, pero extrañoen muchos sentidos.

—Pero lo pensarás —dijo él.Abbie tuvo la impresión de que iba a

volver a besarla y levantó las manospara detenerlo.

—Lo siento, pero en vista de lo queme ha ocurrido en el pasado, confiesoque no tengo una gran opinión de loshombres que intentan aprovecharse deuna chica cuando más vulnerable está.

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—¡No, por Dios! Yo nunca haría eso,Abbie. Creía que tú y yo éramos…

Ella no se detuvo a oír más. Depronto la embargó la emoción, así queabrió la puerta y salió corriendo antesde que las lágrimas inundaran sus ojos.

Él llamó a la mañana siguiente a primerahora y Abbie se sintió obligada acontestar para no arriesgarse a que suhermano descubriera la razón por la quellamaba.

—Parece que tengo que empezar adisculparme otra vez —empezó a decirDrew—. No pretendía aprovecharme detu vulnerabilidad. Entiendo que anocheno enfoqué bien el tema y metí la pata.

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Pero quiero que sepas que missentimientos por ti son sinceros, que sino te interesa una sociedad, solo tienesque decirlo y respetaré plenamente tudecisión. Pero quiero volver a verte.

Eduard llegó justo en aquel momentoy, cuando su hija empezó a dar gritos dealegría, Abbie colgó el teléfono sincontestar. Su confianza en los hombresestaba a un nivel muy bajo, y no estabadispuesta a aceptar sus disculpas. Esavez no.

—Hice el tonto al responder tanfácilmente a sus insinuaciones —confesó más tarde a su abuela, cuandoambas estaban sentadas en elinvernadero en una de sus charlashabituales. Eduard se había llevado a

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Aimée a pasar el día con él, y Abbie sesentía especialmente triste—. Mecomporté como una tonta ingenua.

—No seas tan dura contigo misma,querida. A mí me parece una oferta muyrazonable.

—¿Qué? ¿Porque me ablandó antescon un beso? Muy profesional no meparece. —Por mucho que Abbie seesforzara por no pensar en el beso, leresultaba difícil no recordar la deliciosasensación de estar en sus brazos.

—¿A ti te gusta? —preguntó Millie,con una suave luz burlona en los ojos,como si captara la mezcla de emocionesque embargaban a su nieta.

—Esa no es la cuestión. Yo quieroconcentrarme totalmente en desarrollar

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mi propio negocio.—No todos los hombres son como

Eduard. No dejes que una manzanapodrida te estropee todo el barril. Ahoraeres una mujer madura y sensata, no unaadolescente aturdida, ¿por qué no hablascon él como tal y te informas de lo quecomportaría esa sociedad?

Abbie se sintió muy tentada por unmomento. Era cierto que él habíademostrado ser un hombre de ingenio yhumor, siempre amable y servicial. ¿Oquizá eso también había sido parte de sucampaña?

—Creo que no. Jugó con missentimientos expresamente paraconvencerme. Fue casi una seducción y,en mi estado embriagado, yo era un

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blanco fácil. —Abbie se avergonzaba desí misma por haber permitido queocurriera aquello.

—O quizá simplemente no pudoresistirse a ti porque eres adorable.

Abbie se rio de aquella idea ridícula.—Soy una madre soltera con

responsabilidades y un pasadovergonzoso. Lo siento, pero no me fío deAndrew Baxter y pienso mantenermealejada de él.

Pero no era fácil. En los díassiguientes, a veces lo oía conversar conLinda cuando ella estaba ocupada en eltaller decorando cajas con un mosaicode piezas de ámbar. Abbie había dejadomuy claro a su ayudante que no deseabaverlo. Sin duda, Linda suponía que lo

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hacía por el peligro que representaba sutienda y no sabía que había mucho másque eso. Él nunca imponía su presencia,y una parte de ella casi lamentaba queno lo hiciera, aunque no conseguíadecidir si, en caso de verlo, se dedicaríaa reñirle o se echaría en sus brazos.

Unos días después de la noche delbeso, Linda le llevó una nota y la dejóen su escritorio sin decir ni una palabra.Por la expresión de tristeza de sus ojos,Abbie comprendió enseguida de quiénera. La abrió con turbación.

Linda me dice que estás muyocupada así que no te molestaré,pero esto es solo para decirte queme voy a Escocia porque tengo que

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ver a mi esposa. Quizá podamoshablar después. Te llamaré.

Ah, ¿cuántas veces había oído ella

esas palabras: «Tengo que ver a miesposa»? Abbie se sentía mal pordentro, al borde del llanto, algo que noera de esperar en una mujer que se habíaconvencido de que Andrew Baxter no leimportaba nada. Y, desde luego, no sefiaba de él. ¿Cómo iba a fiarse si habíaintentado hacerse con su negociofingiendo que le gustaba ella? ¿Loshombres nunca decían la verdad? ¿Y porqué ella siempre se fijaba en hombresque afirmaban estar divorciados y enrealidad no lo estaban? Enterró lacabeza en las manos y dejó por fin que

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cayeran las lágrimas.

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CAPÍTULO 28

El invierno entre 1917 y 1918 fuedeprimente y frío, y la vida se hacíacada día más difícil. Ninguno denosotros sabíamos cómo íbamos asuperar los meses siguientes. Muchosbancos habían cerrado, las cuentasestaban bloqueadas y muchaspropiedades habían sido confiscadas.Seguíamos sin tener noticias del conde,lo cual era una preocupación diaria,aunque la condesa estaba máspreocupada por Serge, su valioso hijo.

Esforzarse por sobrevivir en elapartamento sin ellos, y sin la ayuda deGúsev, Anton, la señora Grempel y los

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demás sirvientes, resultaba muy difícil.Y lo más importante, siempre teníamoshambre. Uno de nosotros salía todas lasmañanas a intentar comprar comida enuna tienda cercana, aunque lo habitualera que no lo consiguiera. La respuestaque oíamos más a menudo era: «Todavíano nos han dado permiso para vender».Nunca preguntábamos quién tenía queconcederles aquel permiso, pues estabamuy claro que los bolcheviques yaestaban al mando.

Un día llegó una doncella a casa muyagitada diciendo que había compradouna bolsa de café en el mercado. Perocuando la abrió, resultó ser un montónde granos rancios y nada de café.Tampoco se podía comer el grano

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porque estaba lleno de bichos. Sentimosuna gran decepción, y el hambre nospareció más intensa que nunca.

Nuestra prioridad era conseguircomida suficiente para la condesa, de locontrario, entraba en una de sus famosasrabietas. Lo que más abundaba ennuestro menú era la sopa de pescado,para decepción de ella, y una noche solotuvimos dos bolas de col con especiascada uno. Nianushki y yo procurábamosque Irina comiera todo lo posible.Babushka, que estaba vieja y enferma,confinada casi siempre en su lecho,también tenía prioridad. Lo quequedaba, a veces muy poco, se repartíaa partes iguales entre los sirvientes. Yome aseguraba en secreto de que Stefan

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recibiera algún extra, pues era unhombre de gran apetito y también el quemás actividad física realizaba. Aunqueél no notaba ni parecía apreciar nada delo que yo hacía por él y me ignoraba porcompleto.

¡Cómo echaba de menos los paseosen el carro, el modo en que hablábamosantes y la manera en que reíamos ybromeábamos juntos! ¿Por qué no podíavalorar que yo hubiera roto la promesaque hiciera a la condesa para decirle laverdad? ¿Qué más podía decir paraconvencerlo de mi inocencia?

—El problema parece ser que elsistema de ferrocarril no funcionabien —nos dijo una noche en queestábamos sentados con las doncellas y

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Nianushki en la cocina, masticando unascortezas duras de pan mojado en losrestos de un estofado de pescado—. Lasvías están bloqueadas o dañadas comoresultado de las grandes cantidades detropas y suministros que se hantrasladado al frente, y el transporte decomida prácticamente se ha parado.

—¿Y cómo se las arreglará el condepara regresar a Petrogrado si no circulanlos trenes? —pregunté yo. A juzgar porla expresión tensa de él, mi pregunta fueun error.

—Me atrevo a decir que tendrá queesperar un poco más para verte. Y tú aél.

—Por favor, Stefan, no empieces otravez con eso. ¿Cómo puedo convencerte

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de que la niña no es mía ni del conde?Yo la tenía en mi regazo mientras

comíamos y, cuando ella me sonrió, micorazón se contrajo de amor. ¿Y cómono iba a hacerlo? Era hermosa yvulnerable, la niña más dulce y másadorable del mundo.

—Cuando la miras así, no puedes.—Eso es muy injusto. También

quiero a Irina y a Serge, y esta pequeñano tiene a nadie que la quiera en elmundo aparte de mí.

—¿Y a quién quieres tú? —replicóél. Apartó su silla de la mesa y se alejórápidamente, antes de que pudieracontestarle.

—Oh, vaya —murmuró Nianushkicon suavidad—. No va a ser fácil

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convencerlo.—¿Qué puedo hacer? —pregunté, con

la garganta oprimida por las lágrimas.—Ten paciencia. Los hombres tienen

su orgullo. Pero al final se convencerá.Besé el pelo moreno de Katia y

suspiré.—Me pregunto cuánto tiempo llevará

eso. —Quizá una vida entera.

Una noche estaba dando de comer a laniña, pues Vera había regresado ya consu familia y la pequeña Katia seconformaba con un biberón, cuando oíque rompían una ventana. Muy asustada,devolví la niña a la cuna, agarré micamisón y fui a buscar a Stefan con el

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corazón golpeándome con fuerza en elpecho. Desde que empezaran losproblemas, todos vivíamos en un estadode gran ansiedad, y aunque Stefan y yoapenas nos hablábamos, él era el únicohombre en la casa aparte de un par demuchachos que hacían el trabajo duro.Por suerte, él también había oído elruido y nos encontramos en el pasillo delos sirvientes. Stefan instantáneamentese llevó un dedo a los labios,pidiéndome silencio, y me tendió unleño de la cesta de los troncos.

—Es solo por si necesitasdefenderte —susurró. E hizo un gestocon la cabeza para indicarme que losiguiera.

Bajamos despacio las escaleras que

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llevaban a la cocina, donde vimos queardía una vela. Entré detrás de él y alcéla estaca que llevaba en la mano,preparada para golpear a alguien en lacabeza con ella de ser necesario.

—Aquí no hay nadie —dijo Stefanmirando a su alrededor sorprendido.

—¿Y quién ha encendido la vela?—Quizá la ha dejado alguien para

que le sirva de señal cuando regrese.—Lo que significa que están dentro

de la casa. ¡Katia! —grité.—Irina —dijo Stefan en el mismo

momento. Cuando nos volvimos paracorrer, intercambiamos una miradarápida de miedo compartido. Entoncesoímos un grito.

Nos encontramos frente a frente con

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los dos ladrones, aunque apenas siveíamos otra cosa que dos siluetas en laoscuridad, y ninguno de los dosvacilamos en lanzarnos sobre ellos connuestras estacas. Stefan recurrió a lospuñetazos cuando le arrancaron la estacade la mano, y cuando la mía se rompió,yo di patadas en las espinillas delhombre. Temiendo todavía por Irina yKatia, eché a correr hacia los aposentosinfantiles. No había avanzado más queunos metros cuando me golpearon pordetrás y caí al suelo sin aliento. Encuestión de segundos, el hombre estabaencima de mí, tirando del camisón, quedesgarró por el cuello. Yo grité y él mepuso una mano en la boca, medioasfixiándome. Su peso resultaba tan

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sofocante que yo tenía pocas esperanzasde liberarme.

Hay pocas dudas de lo que habríapasado a pesar de mis furiososesfuerzos. Por fortuna, me salvaronquitándomelo de encima. Luego Stefanme ayudó a levantarme y me abrazó confuerza.

—Tranquila, ya estás a salvo.Gracias a Dios —me susurró al oído.Me apoyé en él, sintiendo el calor firmede su adorado cuerpo, inhalando suaroma viril que tanto amaba. Nuestraproximidad era electrizante, y cuandomovió la cabeza para observar mi cara,supe que estaba a punto de besarme.¡Cómo necesitaba yo aquel beso!,aunque aquel no era el momento más

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apropiado para tales intimidades.Quizá él también percibió que no era

el mejor momento, pues terminó el besodeprisa, con una sonrisita avergonzada.

—Hablaremos luego. No debemosdejar que escape. —Se volvió paraperseguir al ladrón y yo agarré mi estacarota y lo seguí.

Hicimos lo que pudimos,perseguimos a los ladrones por lospasillos oscuros y las escaleras, peroambos escaparon, dejando un rastro debotín a su paso. A pesar de ello, nossonreímos mutuamente, complacidos connuestros esfuerzos, y por primera vezdesde que habíamos regresado aPetrogrado y se había enterado de laexistencia de la niña, nuestra conexión

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pareció tan fuerte como antes.—Has sido muy valiente —me dijo.—Gracias por haberme salvado.Tenía la esperanza de que volviera a

besarme, pero él murmuró algo sobreque había que ver a la condesa y sealejó en dirección a su dormitorio,dejándome a mí que recogiera el botín.Aun así, mi corazón cantaba de alegría.

Cuando entré en la habitación de lacondesa con los brazos cargados decosas, la encontré paseando por laestancia con un ataque de furia, el peorque le había visto en mucho tiempo, soloque en esa ocasión su rabia iba dirigidacontra Stefan.

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—¿Por qué no estabas aquí paraprotegerme? —Se detuvo para clavarleun dedo en el pecho—. Se han llevadotodos los artículos de mi joyero. Faltanlas perlas y varias joyas más. He oídoruido y he salido aquí, pensando queserías tú. Y me he encontrado a esaescoria robando mis posesiones máspreciadas. ¿Por qué no estabas tú aquí?

Siguió gritándo a Stefan mientras quea mí me parecía que sus preguntascuestionaban algo más que la habilidadde él para protegerla. Daba la impresiónde que la condesa lo había estadoesperando. ¿Sería así? Miré fijamente aStefan, pero este se limitó a decir:

—Voy a ver qué más se hanllevado. —Y salió corriendo, seguido

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por los dos muchachos y las doncellas,que habían acabado despertándosetambién con el jaleo.

Yo me acerqué a la caja fuerte ysuspiré de alivio al ver que seguíacerrada.

—Al menos el ámbar y las joyas másimportantes están todavía a salvo,milady. —Pero cuando revisé losartículos que habíamos salvado,principalmente sábanas y mantas,curiosamente no encontré nada de valor—. Desgraciadamente, aquí no hay nirastro de las perlas. Quizá había otrapersona fuera y esos los dos le tiraroncosas por la ventana.

—Es culpa de Stefan. Prometióprotegerme.

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—Eso no es justo. No puede esperarque esté en todas partes ni que duermaen su puerta como un perro guardián porsi entra un ladrón.

Ella frunció los labios en una levesonrisa.

—En realidad, tenía otro sitio enmente para que durmiera.

Sentí que me ardían las mejillas y unnudo en la garganta, aunque intentécontrolar mis emociones. Aquel no eraun buen momento para enfadarse conella por haberme robado a mi hombre nipor las mentiras que había dicho sobreKatia. Quizá nunca fuera un buenmomento. ¿Era posible que no hubieransido amantes antes, pero que, envenganza por lo que percibía como mi

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traición, Stefan se hubiera dejadoconvencer después? No podía soportarpensarlo. Pero ¿no acababa deprotegerme y besarme como si su amorfuera tan fuerte como siempre? ¿Por qué,pues, iba a aceptar la palabra de lacondesa y no la suya? Pero él se habíamostrado ansioso por volver con ella,¿no? ¡Qué confuso era todo!

—Tengo que ir con las niñas ycomprobar que están bien, milady.

—Envíame a Stefan enseguida —ordenó ella. Se dejó caer sobre la camay estalló en otro ataque de llanto.

Ignoré por una vez su histerismo y nohice lo que me decía. Stefan meesperaba en el rellano y me estrechó ensus brazos.

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—Quiero que sepas que nunca me heacostado con ella, que no la he tocadonunca desde el día en que me asaltó conaquel beso. Tienes que creerme, Millie.

—Te creo, amor mío, te creo.—Gracias a Dios —dijo, y me

estrechó contra sí con un suspiro dealivio.

Apoyé la cabeza en el ritmo regularde su corazón y admití que habíaalbergado algunas dudas.

—Se desvanecerán en cuanto lacondesa muestre su verdadero caráctercon algún otro truco o mentira. A quienno hay que creer es a ella.

Sentí una nueva oleada de amor porél cuando me besó con el rosa suave delamanecer bañándonos en una bruma de

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pasión.—La pregunta que tengo que

hacerte —dije cuando nos separamos unmomento después— es si tú crees en mí.

—Creo que he sabido desde elprincipio que no eras la madre de laniña —contestó, con una voz que sonabaavergonzada y llena de culpabilidad—.Pero estaba tan corroído por los celos,tenía tanto miedo de que pudiera serverdad que habías tenido una aventuracon el conde, que no me permitía creeren tu inocencia.

—¿Y ahora?—Si no podemos confiar el uno en el

otro, ¿en quién vamos a confiar?Sonreí, pero me resistí a más besos.

Le di las buenas noches y corrí a ver a

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Irina y Katia, que dormíanprofundamente. Las llevé a la camaconmigo y me tumbé a su lado. ¡Quéalegría eran los niños y qué dulce elamor verdadero!

A la mañana siguiente descubrimos quelos ladrones, quienesquiera que fueran,se habían llevado más cosas aparte delas perlas de la condesa, entre ellasmucha de su ropa, algunos jarrones deporcelana y cuadros, además de lamayor parte de la comida de ladespensa. Fui a ver a la milicia paraponer una denuncia. Aunque eran apenaslas nueve y media de la mañana, habíauna larga cola de personas esperando

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para poner denuncias similares, entreellas un sacerdote que quería denunciarel robo de cálices y recipientes sagradosde una iglesia.

Los guardias que supuestamentetenían que proteger la zona estabansentados en una oficina jugando a lascartas. Puse los brazos en jarras y losmiré con disgusto.

—Parece que hay saqueos por toda laciudad, a juzgar por la cola de personasque esperan denunciar un robo, ¿quéestán haciendo ustedes al respecto?

Me miraron sorprendidos.—¿Nos está acusando de algún tipo

de negligencia?«Quien se pica…», pensé,

recordando el comentario que solía

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hacer mi madre cuando reñía a mi padrepor haber hecho algo mal. En aquelmomento me asaltó una oleada denostalgia. ¡Oh, cómo echaba de menos amis queridos padres! ¿Por qué no hacíalas maletas y volvía a casa, comomuchas de mis amigas de la CapillaBritánica y Americana, y huía de lospeligros futuros que nos acechaban? Larespuesta era sencilla. Stefan. ¿Cómoiba a marcharme, amándolo como loamaba?

Quizá el que Stefan hubierarecuperado la confianza en mí me hizomostrarme temeraria, pero fuera lo quefuera, mi lengua se descontroló una vezmás.

—Estoy segura de que hay cosas

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mejores que podrían hacer con sutiempo que jugar al póquer o a lo quesea que están jugando.

Uno de los hombres se levantódespacio con gesto amenazador.

—¿Quizá quiera llevar su queja altribunal, señorita? O podemos hacerleun consejo de guerra por hablarnos deese modo.

Di media vuelta y me alejé corriendo,asustada al darme cuenta de que habíacruzado un límite peligroso. En el futurotendría que ir con más cuidado.

El conde regresó a principios dediciembre, para alegría de todosexcepto, por supuesto, de la condesa,

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que abrazó a su hijo e ignoró porcompleto a su esposo. Lo que nos contóel conde no era nada tranquilizador.

—La hacienda ya no está bajo micontrol. El comité local nos expulsó aSerge y a mí de nuestra propia casa ynos obligaron a vivir en una de lascasitas de la propiedad.

—¿Por qué permitiste que ocurrieraeso? —preguntó la condesa, obviamenteescandalizada por aquel trato—. ¿Nopudiste negarte a irte?

—No con un bolchevique apuntandocon una pistola a la cabeza de mi hijo.

Ella palideció al oír aquello. Abrazóa Serge con fuerza y todos guardamossilencio, entendiendo por fin la realidadde la situación.

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—Me temo que esto es anarquía másque democracia —dijo el conde—.Pronto nos quedamos sin comida, apesar de que el sótano de la casa grandeestaba bien provisto de patatas y elgranero lleno de harina, y tuvimos quesobornar a los campesinos paraconseguir una pequeña parte de eso paranosotros. Están cortando los árbolespara calentarse. La tierra está sin arar,no se han plantado las cosechas y elganado lo roban o lo matan para hacerbanquetes en la aldea. Todo es un caos.

El conde continuó contando quemuchos parientes de los Romanovestaban bajo arresto domiciliario ohabían sido desprovistos de suspropiedades igual que ellos, y los

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sirvientes arrojados fuera para queproveyeran por sí mismos.

—Unos pocos han escapado o estánbien escondidos y otros se han vistoobligados a vender lo poco que lesquedaba para comprar comida o estánpasando hambre y al borde de la muerte.

—¿Y qué hay del zar? —preguntóBabushka desde el rincón en el queestaba sentada envuelta en mantas paraentrar en calor.

—Nadie sabe dónde están el zar y sufamilia. Jorge V, primo hermano deNicolás, le ofreció refugio, pero elpueblo británico y el Gobierno seopusieron, así que nadie sabe lo queocurrirá. Me temo que los enemigos delzar le harán la vida lo más difícil que

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puedan.—Solo nos queda rezar porque esté a

salvo —dijo la anciana, y muchas vocesse hicieron eco de ese deseo.

El conde se acercó a mí cuandollevaba a las niñas a la cama.

—¿Puedo hablar un momento contigo,Millie, cuando puedas?

No era una orden, sino una petición,pero no era difícil adivinar el tema.Asentí sin decir nada y, cuando acosté alas niñas, Nianushki se ofreció a leerlesuna historia y yo fui al estudio del condey llamé a la puerta.

—Ah, Millie, por favor, toma asiento.Sé que estás ocupada, así que no terobaré mucho tiempo.

—Mi tiempo es suyo, milord.

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Lamento los problemas que tiene en suhacienda.

—Es una imagen muy triste —contestó él—, en gran medida por loscaballos muertos que hay por todaspartes.

—¿Caballos muertos? ¿Por qué? —pregunté yo, sorprendida.

—Han traído de vuelta cientos decaballos del ejército, agotados, pero nohay suficiente paja para alimentarlos ymueren.

—Vaya, eso es terrible.—La gente también está muriendo,

Millie. Nunca olvides eso.—Perdóneme, milord, pero no

pretendía mostrarme despiadada. Essolo que tengo el corazón blando en lo

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que respecta a los animales.—Todos lo tenemos —admitió él—.

Pero si crees que ahora tenemosdificultades, me temo que esto podríaempeorar mucho más. No quiero nipensar de dónde saldrá la comida el añoque viene si no se plantan las cosechas.No obstante, no he pedido hablarcontigo por eso. —Su mirada se suavizó—. ¿Hay algo que tengas que decirme,Millie?

La bondad de su sonrisa pretendíaalentarme a abrir mi corazón y confesarque había dado a luz a una hija ilegítima.De haber sido ese el caso, estoy segurade que me habría perdonado y habríaconservado mi empleo. Pero yo erainocente y, aunque había prometido

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guardar el secreto a la condesa, no teníaintención de mentir por ella. Tampocodeseaba vengarme de ella por haberpuesto a Stefan en mi contra, pero meparecía que tenía derecho a conservarmi dignidad y reputación. Enderecé laespalda y lo miré a los ojos.

—Si se refiere a la niña, me temo queno puedo decir nada, al menos no sinpermiso.

Él guardó silencio un momento. Creoque leyó el desafío en mi mirada, oyó loque yo no decía y posiblemente adivinóla verdad por mi silencio.

—Supongo que pediste permiso y note lo dieron.

—Así es, señor.Él asintió y se puso en pie.

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—Gracias, Millie. Puedes retirarte.Me volví para salir, pero dudé antes

de hacerlo.—Milord, ¿puedo confiar en que no

tendrá nada que objetar a que sigacuidando de esa niña? —Me di cuentade que corría el peligro de decir más delo que debía—. Quiero decir si puedoquedármela.

Él sonrió.—Si la pregunta es si insistiré en que

la adoptes, te aseguro que eso nosucederá. Una niña no es responsable delo que hagan sus padres. Tú serás unabuena madre, sean cuales sean lascircunstancias, y no tengo ningunaobjeción a que sigas cuidándola si esoes lo que quieres. Es afortunada de

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tenerte.Cuando volví a los aposentos

infantiles, besé en la cabeza a Katia, quedormía.

—Estás bastante segura, queridamía —le dije. Pero en el fondo de mimente, una voz murmuró: «A menos quela condesa cambie de idea y te reclame,cosa que es muy capaz de hacersimplemente por venganza al ver queStefan la ha rechazado».

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CAPÍTULO 29

La Navidad de aquel año fue triste ypobre, pues todos sentíamos muchainquietud y miedo por el futuro, no solopor el zar y su familia, sino también pornosotros mismos. La vida se volvía cadadía más difícil. Siempre teníamoshambre y la casa estaba muy fría, puestambién escaseaba el combustible. Aveces teníamos electricidad y a vecesno. La poca leña que teníamos lanecesitábamos para que Anton cocinaracuando no había electricidad, lo cualsucedía muy a menudo.

Una sensación de derrota se apoderóde todos nosotros. El conde y la condesa

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raramente intercambiaban frasescivilizadas, mientras que la señoraGrempel, Anton y Gúsev se mostrabanfieles, aunque protestaban en voz bajapor el trabajo extra, al haberse idomuchos otros sirvientes. El instintonatural en esa época precaria era volvera casa con la familia y los amigosíntimos. Yo me preguntaba mil veces aldía por qué no hacía lo mismo. La razónpor la que me quedaba estaba vinculadaa mis sentimientos por Stefan, aunquetambién tenía que ver con mi crecientecariño por Katia.

La condesa ordenó a la señoraGrempel que fuera a una agencia local ybuscara sirvientes, cosa que el ama dellaves hizo, a pesar de saber que no

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encontraría ninguno. Trabajar para laaristocracia ya no se considerabaapropiado. Al final contrataron a unasobrina de ella para trabajar en lacocina y el cochero, Víctor Litkin, trajoa su hermano Iván para que hiciera delacayo.

—Las normas se están relajando —sequejaba amargamente la condesa—. Nopodemos esperar arreglarnos con tanpocos sirvientes. Es ridículo.

—Yo que tú procuraría no decir esopúblicamente —le advirtió su esposo—.Dudo que les gustara a los bolcheviques,y podrían privarnos de lo que poco quenos queda.

—Obviamente, tú prefieres guardarsilencio y ceder a sus exigencias, puesto

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que eres un cobarde.—Soy un hombre razonable que

desea sobrevivir a esta revolución. ¿Quétiene eso de malo?

Era un gran alivio poder escapar enocasiones de la atmósfera tensa de lacasa para visitar a Ruth, Ivy y otrasamigas en la Capilla Británica yAmericana. Todas contribuíamos conpan, pastel o algunas galletas quepudiéramos conseguir, aunque el panestaba racionado a cincuenta gramos aldía, en el caso de que encontraras algoen las tiendas. Nianushki cuidaba deKatia unas horas, y hasta Babushka sesentía feliz de mecer a la niña en susrodillas, pues las dos creían que yomerecía un respiro de vez en cuando.

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Serge e Irina eran bastante mayores paraentretenerse solos.

—Hasta ahora no había sabido lo quees pasar hambre de verdad —protestóRuth un día. Estaba ojerosa y mucho másdelgada, más parecida a las mujeres quehabían tomado parte en la manifestaciónen febrero.

—¡Lo que daría por una cena calientede roast beef y pudín de Yorkshire! —exclamó Ivy, lamiéndose los labios.

—Oh, sí, y una tarta de mermeladapara terminar —asentí.

—Pero es casi Navidad —nosrecordó Ruth—, así que yo elegiríaganso con relleno de castañas, pudín deciruelas y salsa de brandy.

—Y pastelitos de fruta con nata —

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intervino Ivy.—Basta, por favor, se me hace la

boca agua y me duele todavía más latripa. ¿Alguien quiere una galletadura? —preguntó Ruth.

Todas hicimos una mueca, peroninguna la rechazamos. La máxima eracomer siempre que pudieras.

—¿Y qué hay de esa niña quesupuestamente tuviste en Crimea? —preguntó Ivy, que no solía vacilar a lahora de ir al grano.

Suspiré y me esforcé por encontrar larespuesta correcta. Después de todo, misamigas no tenían la culpa de queestuviera en aquella situación y eranatural que algo así incitara al cotilleo.Decidí acercarme a la verdad tanto

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como me atrevía. Solté una risita.—No deberías hacer caso de los

rumores —dije—. La verdad es que nohe tenido ninguna niña, pero sí estoycuidando de una para hacerle un favor aalguien.

—Ah. ¿La conocemos?—No estoy en posición de contestar a

eso.—Mmm. ¿Y por qué lo haces? ¿Esa

madre no tiene a nadie más que cuide desu hija?

—Me lo pidió y accedí a ayudar.—Fue muy valiente por tu parte,

teniendo en cuenta que los cotilleossiempre buscan las peoresconnotaciones posibles —intervino Ruth—. Si desapareces durante meses y

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regresas con un bebé que ninguna otramujer de la casa Belinski está dispuestaa reconocer como suyo, la gente va asuponer cosas.

—No puedo decir nada más.—¿Ni siquiera para proteger tu

reputación? —preguntó Ivy—. ¿Esapersona es demasiado pobre paramantener a una niña o demasiado rica eimportante para reconocer a una hija nodeseada?

Esas preguntas se acercabanpeligrosamente a la verdad, así quecontesté riendo:

—Ivy, tienes mucha imaginación.¿Por qué no escribes la historia? Laleeremos todas.

Eso provocó carcajadas generales y,

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por suerte, la conversación viró a otrostemas, pero tanto Ivy como Ruthsiguieron mirándome con curiosidadtoda la tarde. Parecía que mis peoresmiedos se empezaban a cumplir.¿Perdería ahora a mis amigas como casihabía perdido al hombre que amaba?

Días después, cuando nos disponíamos atomar el té de la tarde, la condesa Olgarecibió la horrible noticia de que suamante había sido arrestado y asesinado.

—Le quitaron todo el dinero y laspropiedades y, cuando protestó, ledispararon —sollozó la condesa—. Elpobre Dimitri está muerto.

—Tienes mi más sincero pésame —

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repuso el conde con una pacienciaencomiable, teniendo en cuenta que erala muerte de su examante la que llorabasu esposa.

—¿Por qué ha sucedido algo tanterrible? —Ella empezó a pasear de unlado a otro por la estancia, aunque porsu expresión, yo sospechaba que lepreocupaba más su propia seguridad quela pérdida de su antiguo amante. Sussiguientes palabras me dieron la razón—. ¿Crees que es seguro que nosquedemos en Petrogrado?

—Solo nos cabe esperar que sí —repuso el conde con rostro sombrío.

—¿Esperar? ¿No estás seguro?—Nadie lo está. Vivimos tiempos

inciertos.

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—Deberíamos irnos todos alcampo —protestó ella.

—¿Qué sentido tendría eso cuandolas cosas están igual de difíciles allí? Yen la casita no hay sitio para lossirvientes.

Ella golpeó el suelo con furia con elpie, como una niña en plena rabieta.

—¿Por qué no te han matado a ti envez de a mi querido Dimitri?

—Si lo hubieran hecho,probablemente ahora estarías enmayores dificultades.

Yo me concentré en colocar losplatillos y las tazas, procurando noescuchar.

—Yo amaba a Dimitri, a ti no tenecesito.

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—Necesitas mi dinero.—Que eres demasiado mezquino para

compartir —replicó ella.El conde se echó a reír.—Tengo la desagradable costumbre

de dárselo a los que más lo necesitan envez de a los más codiciosos, ¿verdad?Pero me sorprende que todavía quieras aKorniloff teniendo en cuenta cómo teabandonó cuando descubrió que no teibas a divorciar con un buen acuerdoeconómico. Tendrás que buscarte a unamante rico en lugar de irte con elprimero que tengas a mano —comentócon frialdad.

—¿Qué significa eso?—¿No era Litkin, el nuevo lacayo, el

que entraba la otra noche en tu

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habitación?La condesa se sonrojó intensamente,

aunque era difícil saber si de furia o devergüenza.

—Me traía una taza de chocolatecaliente.

—¿Y para qué la necesitabas? ¿Él note da suficiente calor en la cama?

Ella, por una vez, se quedó sinpalabras. Barrió de la mesa las tazas deté e incluso el precioso pastel y saliócomo una tromba de la habitación.

El conde suspiró y se encogió dehombros con pragmatismo.

—¡Qué suerte que la señora Grempelno haya traído todavía la tetera y losniños no hayan llegado aún! Quizáquieras ayudarme a recogerlo todo,

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puesto que no podemos permitirnosdesperdiciar ni una migaja. —Y los dosempezamos a hacer justamente eso, sincomentar nada sobre el último ataque defuria de la condesa.

Por desgracia para mí, cuando llegóNi anushk i con los niños, Stefanapareció también en la puerta del salón.El conde y yo estábamos de rodillassobre la alfombra. Quizá Stefan no llegóa ver que estábamos recogiendo trozosde tazas rotas y pedazos de pasteldebajo de la mesa, pues cuando nos viojuntos en el suelo, salió rápidamente,dando un portazo. Yo dejé el pasteldonde estaba, preocupada porque, justocuando pensaba que se habían arregladolas cosas entre nosotros, acabaran de

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empeorar en un instante.Corrí tras él para explicárselo, pero

no lo encontré. Desapareció, como habíahecho tantas veces en el pasado, y lovimos muy poco en los días siguientes.Y aunque la Navidad ya había pasado,yo seguía muy ocupada cuidando de losniños en aquellas circunstancias tandifíciles.

En los últimos días de diciembre, lacondesa nos sorprendió a todos alanunciar que pensaba dar un baile paracelebrar el Año Nuevo.

—He decidido que todos necesitamosalegrarnos. Si no tenemos comidasuficiente para dar a la gente, al menospodemos ofrecer música y baile.

Era la decisión más maravillosa que

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yo le había oído jamás. Hasta el condese mostró complacido.

—¿Es posible que empiece a aceptarla realidad por fin? —pregunté aNianushki.

—Esperemos que así sea.Empezamos a hacer planes con mucha

ilusión. Buscar alimentos para todas laspersonas a las que pensaba invitar nosería fácil, y el vodka habíadesaparecido de los estantes años atrás,al comienzo de la guerra. Pero la señoraGrempel se declaró a la altura deldesafío y el conde nos aseguró quetodavía tenía varias botellas de champánen el sótano. A los pocos sirvientes quequedábamos se nos permitiría tambiénver el baile como recompensa por

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nuestra lealtad. Hasta los niños podríantrasnochar y tomar parte en la diversión.Había mucha ilusión. Y Stefan habíavuelto.

Era una noche hermosa y nevada deinvierno, con el resplandor de la lunareflejándose sobre el río helado. Nossentíamos agradecidos porque por unavez funcionaba la electricidad ybrillaban luces en todas las ventanas,aunque habíamos preparado velas por sifallaba en algún momento. A mí se meoprimió la garganta cuando vi a Stefancolocando los candelabros en las mesasdel comedor. Estaba muy atractivo yelegante con su uniforme de lacayo y el

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cabello castaño liso y peinado en lugarde disparado en todas direcciones comode costumbre, en particular cuandoestaba en el campo. Tomó una cesta detroncos vacía y fue a llenarla con lapoca leña que quedaba almacenada en elpatio interior.

En aquel momento vi a la condesa depie al final del pasillo de los sirvientes.¿Qué hacía allí? Entonces advertí queestaba hablando con Litkin, el nuevolacayo. Los vi alejarse juntos y moví lacabeza con incredulidad. ¿Esa era lacausa de su cambio de humor? Lassospechas del conde habían sidoacertadas. Ella había salido de laspataletas y los malos humores porquehabía conseguido un amante nuevo entre

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los sirvientes. ¡Santo cielo! Primero elchófer y después su hermano. Aquellamujer era insaciable y ninguno de loshombres a los que se proponía seducirla rechazaba, cualquiera que fuera surango o su clase. Y yo, en cambio, nopodía retener al único hombre queamaba.

Recordé el consejo de Nianushki deque debía luchar por Stefan y, en unimpulso, lo seguí al patio. Al oír mispasos, alzó la vista, con el rostro pálidoa la luz de la luna. Yo anhelaba tomarsus frías mejillas en mis manos y unirmis labios con los suyos, pero no meatreví. Me abracé a mí misma paraasegurarme de que no haría nadainapropiado.

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—No deberías salir sin abrigo —meriñó él.

—Quería hablar contigo.—Yo creo que todo lo que había que

decir entre nosotros ya está dicho, ¿no teparece?

—No, no me lo parece. Entiendo queestés confuso por lo que imaginas queviste, pero…

—No soy tonto, Millie. Esa no fue laúnica vez. Te he visto salir del estudiodel conde en más de una ocasión.

—No es lo que tú crees.Él se volvió.—Ahora no, Millie. ¿No ves que

estoy ocupado? Los invitados llegaránen cualquier momento.

Eso no me detuvo. Di un paso al

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frente y le bloqueé el paso para que nopudiera escapar sin empujarme a unlado. Su ropa olía a pino y su rostroparecía cansado, lo que me llevó apensar que, al igual que yo, no dormíabien. Allí, tan cerca de él, no pudeevitar recordar el modo en que meabrazaba antes y cómo se llenaba micuerpo de pasión cuando se apretabacontra mí. Añoraba sus besos y aquellosmomentos tiernos. Pero temía otrorechazo y no me atreví a tocarlo.

—¿Más tarde, pues, cuando se hayanido los invitados? —pregunté—.Necesito explicártelo.

Levantó la cesta de leños, esquivó mimirada y echó a andar hacia la cocina.

—Te amo, Stefan. ¿Tú ya no me

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amas?Se detuvo y se quedó inmóvil de

espaldas a mí. Estuvo así unosmomentos. Después se acomodó la cestaen la cadera y siguió andando sin decirnada más.

Se me encogió el corazón de dolor.Lo estaba perdiendo, después de todo.¿Cómo iba a sobrevivir sin él?

Pero esa noche tuve poco tiempo parapensar en el tema, pues enseguidaempezaron a llegar carruajes yautomóviles. El baile estaba a punto deempezar. La escena me recordaba aCarreck Place, que en aquel momentome parecía muy lejano, perteneciente a

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otro mundo ya desaparecido.En Petrogrado no había doncellas que

se pasaran el día fregando cazuelas, nicriados con chalecos de rayas amarillas,ni faroleros que hicieran señas a loscarruajes con los faroles, ni criadosextra de ningún tipo. Gúsev, elmayordomo, daba instrucciones, aunquehabía muy pocos criados paraobedecerlas. Mientras yo ayudaba a laseñora Grempel, a su sobrina y a un parde doncellas a poner las mesas y loslacayos sacaban platos y bandejas, mepregunté si aquel mundo desapareceríadel todo.

Tampoco había la misma eficienciacalmada y organizada que tan evidenteresultaba en Carreck Place. Allí todos

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corríamos de un lado a otro y nosentorpecíamos unos a otros en nuestradesesperación por hacer el trabajo detres personas. Pero a pesar de todos losproblemas, la casa estaba hermosa.

El comedor estaba decorado imitandoun jardín, con grupos de palmeras, lilas,flor de azafrán y narcisos, todos traídosespecialmente desde el campo. Habíaincluso una fuente pequeña rodeada deflores de loto.

No sé a quién habían tenido quesobornar Anton y la señora Grempelpara ofrecer la excelente comida quedieron, pero tuvo que ser una tareaingente, que consiguieron cumplir a laperfección. Tal vez no fuera tanespectacular como las cenas de caviar y

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langosta que habían dado en el pasado,pero había buenas cantidades de ternera,jamón y pollo, ensalada y espárragos,más una amplia selección de galletas,pasteles y gelatinas. Fue una cenasustanciosa, sin sopa de col a la vista.

El conde estaba resplandeciente en sutraje de gala y la condesa más hermosaque nunca, si eso era posible, con unvestido blanco de gasa bordado conlentejuelas brillantes y adornada condiamantes resplandecientes.

El baile se abrió con una polonesa.Un cuarteto de música nos entreteníamientras circulábamos con bandejasllenas de vasos de sidra, vino ochampán. Katia dormía en su cuna en lacocina, donde todos podían echarle un

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vistazo. Serge estaba con su padre eIrina conmigo.

—Puedo enseñarle unos pasos mástarde, si quiere —le sugerí cuando vicon qué anhelo miraba la pista de baile.

Se estaba convirtiendo en una jovenhermosa, y yo había confiado en que sumadre la animara a bailar, pero habíasido una esperanza vana. A la condesano le interesaba nadie que no fuera ellamisma y, desde luego, no hacía ningúncaso de aquella joven tímida.

Irina me sonrió.—Eso me gustaría, barishnia.Era una chica encantadora.Más tarde, con el trabajo ya casi

hecho y los estómagos llenos por unavez con la abundante cantidad de sobras,

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los sirvientes nos reunimos en un rincóndel salón de baile. Era maravilloso veraquella escena: el salón de baile quitabael aliento con sus paredes de mármolazul pálido intercalado de espejos ydecorado con un mosaico de floresblancas y doradas, sus columnas dejaspe, sus jarrones de lapislázuli y susmesas de malaquita. Su magnificencia seveía resaltada por la belleza de lasdamas y el atractivo de los caballerosque bailaban en él.

Irina y yo practicamos en un rincóntranquilo unos pasos de polonesa, vals ytango, sin dejar de reír. La temperaturaexterior bajaba ya de los cero grados,pero allí dentro estábamos radiantesgracias al calor, la buena comida y el

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vino, y aquella reunión de personas quese divertían. Era casi un atisbo de laantigua Rusia, de la que tanto me habíahablado Babushka, que esa noche,sentada en un extremo del salón, parecíauna emperatriz.

La señora Grempel estaba sentada ami lado en una silla cómoda, disfrutandode un vasito de oporto. Anton empezabaa estar algo mareado del vino tinto,aunque debo decir que se lo merecíadespués de lo mucho que habíatrabajado los últimos días para prepararaquel festín. De pronto, me di cuenta deque Iván Litkin, el nuevo lacayo, sealejaba disimuladamente por detrás delas columnas en dirección a una puertalateral. ¿Qué estaba haciendo? Vi que

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miraba el reloj de la pared, cuyasmanecillas marcaban justo quinceminutos antes de la medianoche.

¿Estaría cansado y querría retirarsepronto? Ningún sirviente tenía derecho amarcharse sin permiso del mayordomo,pues aquellos eventos raramenteterminaban hasta altas horas. Y loslacayos, en particular, tenían queocuparse de las necesidades de loscaballeros hasta que se hubieranmarchado todos los invitados. Recordéque Liam me había explicado todoaquello la noche en que me habíapersuadido para que fuera a la casita deverano. Hasta Víktor, el cocherohermano de Litkin, había sido reclutadocomo lacayo, en vista de la escasez de

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personal, aunque ya había salido paraorganizar los pocos carruajes que sedisponían a partir.

¿Adónde iba, pues, el lacayo?No me costó mucho adivinar la razón

de su marcha.Busqué a la condesa Olga con la

vista, pero no la vi ni en la pista debaile ni sentada en ninguno de los sofás,sillas o sillones de todas las formas ytamaños que se alineaban a lo largo delas paredes, donde se sentaban lasmujeres mayores a conversar. No erapropio de ella que se retirara pronto,pues su carné de baile solía estar llenotoda la velada. ¿Dónde podía estar?

A mí no me cabía duda de que habíadado alguna orden a Litkin, y aquello no

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era asunto mío.Pero ¿dónde estaba Stefan? Hacía

también un rato que no lo veía. Elcorazón me dio un vuelco. ¿Era posibleque ella estuviera con él y no con elnuevo lacayo? ¿Se había ido Stefan conella en represalia por los celos quesentía sobre mi supuesta aventura con elconde? No pude resistir el impulso de ira investigar. ¿Me amaba a mí o a lacondesa? Tenía que saberlo de una vezpor todas. Si era lo último, no perderíamás tiempo con él y empezaría aorganizar mi partida en el próximobarco que zarpara para casa.

Encontré a Irina sentada en un rincón,con la espalda apoyada en una columnay vistiendo alegremente a su muñeca

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favorita, rodeada por una selección detrajes de baile, zapatos y velos. Seguíasiendo una niña por dentro y nada legustaba más que vestir a la muñeca conelegantes trajes rusos.

—Venga, señorita Irina. Ha tenidosuerte, ¿verdad? No recuerdo que hayatrasnochado nunca tanto, pero ya es horade que recojamos a Katia y nos vayamosa la cama. Desde luego, yo sí tengosueño. —La verdad era que queríaacostarlas para después salir ainvestigar.

Irina hizo una mueca.—Solo unos minutos más, por favor,

barishnia. No estoy nada cansada, deverdad.

Reí e intercambié una mirada con

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Nianushki. Después de todo, era unaocasión especial y quizá sería mejor queespiara yo antes.

—¿Te importa quedarte unosmomentos con la señorita Irina mientrasvoy a ver a la niña, Klara?

—Claro que no.Salí por una puerta lateral, con el

corazón latiéndome con fuerza, y corrípor el pasillo de atrás hasta la cocina,donde encontré a la sobrina de la señoraGrempel cuidando de Katia.

—Muchas gracias por tu ayuda. Yame la llevo yo. Tú vete a disfrutar delbaile.

Mi intención era dejar a la niña en sucuna e ir directamente al dormitorio dela condesa. Como doncella suya,

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seguramente estaba en mi derecho. Nosabía lo que haría si los encontrabajuntos, quizá en la cama de la condesa,porque no podía soportar pensar en ello.Pero incluso en ese caso, al menossabría cuál era mi posición.

Para no encontrarme con invitados,llegué al vestíbulo por la entradaprivada de los sirvientes, con Katia enbrazos. Estaba a punto de deslizarmepor la puerta que llevaba a losaposentos de la condesa, cuando oí unruido a mis espaldas. Me detuve aescuchar. ¿Eran ratones? No, más bienel tictac de un reloj y, sin embargo, nohabía ninguno en el vestíbulo que yosupiera. Miré a mi alrededor paraasegurarme, aunque sabía que el reloj de

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pie que había comprado la condesa enInglaterra estaba en la biblioteca. Seguíel sonido y divisé un objeto escondidodebajo de una mesa. Parecía algún tipode caja. Al acercarme, el sonido se hizomás fuerte. Me quedé paralizada pordentro.

—¡Dios santo, no puede ser…!Pero había leído bastante los

periódicos rusos últimamente paracorrer riesgos.

Volví corriendo al salón de baile tandeprisa como me permitieron mispiernas temblorosas y fui directamentehasta el conde. Pareció sobresaltarse alverme en aquel estado y apretando confuerza a la niña en mis brazos. Según laetiqueta, yo debería haber pasado la

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información a través de Gúsev, elmayordomo, pero no había tiempo. Nisiquiera me molesté en hacer unareverencia ni en pedir disculpas. Agarréal conde del brazo y lo saqué del grupode invitados con los que conversaba.

—Millie, ¿pero qué…? ¿Le sucedealgo a la niña?

—No, milord. Creo que alguien hapuesto una bomba.

Me resulta difícil seguir el orden de losucedido después de eso. Recuerdo caosy el hedor del miedo. Sé que di graciaspor llevar a la niña en brazos y, cuandocorrí a buscar a Irina, la señora Grempelme dijo que Nianushki ya se la había

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llevado fuera. El edificio entero seevacuó rápidamente, con la gentecorriendo presa del pánico, buscando asus seres queridos, tropezando unos conotros en su ansiedad por escapar. Sergeestaba con su padre. A Babushka lasacaron dos de los invitados sentada ensu sillón. Todavía no había visto aStefan ni a la condesa. Todo el mundo secongregó en la calle y en los jardinesexteriores. Katia se despertó y se puso agritar como loca, alterada por el ruido yel pánico.

Vi a Nianushki hablando con elconde y corrí hasta ellos.

—Estoy buscando a Irina. ¿Dóndeestá? La señora Grempel me dijo quehabía salido contigo.

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Klara me miró alarmada.—Le estaba diciendo al conde que

estaba aquí conmigo hace un segundo,pero ahora ha desaparecido. No séadónde ha ido. ¿No está contigo? Hadicho algo de su muñeca.

—¡Oh, no! No habrá entrado abuscarla, ¿verdad?

Paralizada por el horror, miré eledificio alto, vacío ya de ocupantes, oeso creíamos. Puse a Katia en los brazosd e Nianushki y eché a correr hacia lacasa. Stefan surgió de entre la multitud yme agarró justo cuando llegaba a lapuerta.

—¿Adónde demonios vas? Esabomba puede explotar en cualquiermomento.

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—Es Irina. Creemos que ha entrado abuscar su muñeca.

El conde apareció a mi lado en aquelmomento.

—No debes entrar, Millie. Déjame amí. Yo la encontraré.

—¿Dónde estaba su muñeca? —preguntó Stefan.

—En el salón de baile. La estabavistiendo en el rincón del fondo, detrásde las columnas.

—Quédese aquí, yo voy. —Y antesde que el conde o yo pudiéramosprotestar, Stefan abrió la puerta y entrócorriendo en la casa.

—Oh, Dios querido, por favor,protégelo —murmuré. El conde meagarró el brazo como si temiera que yo

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corriera tras él.—Ven, Millie, tenemos que alejarnos

más. —La masa de invitados ysirvientes se retiraba tambiénrápidamente, alejándose lo más posibledel edificio. Pero yo todavía forcejeabapara soltarme del conde, queriendoquedarme con Stefan, ir a ayudarlo. Enlos largos segundos que siguieronmientras todos esperábamos, lo vi en miimaginación cruzar el vestíbulo, correrpor el pasillo hasta el salón de bailedonde encontraría a Irina y…

Entonces explotó la bomba.

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CAPÍTULO 30

La misa había terminado, las velas delcadáver se habían encendido ycomenzaba el entierro, con el sacerdotecanturreando las plegarias y la gentearrojando tierra y monedas a la tumba.El ataúd se había hecho lo más cómodoposible, con una almohada rellena depaja y varias pertenencias valiosascolocadas junto al cuerpo de la difunta,incluida la muñeca.

Yo tenía el corazón destrozado y laslágrimas rodaban por mis mejillas.Estaba de pie al lado de la condesa. Susmodales eran fríos e insensibles y nomostraba ni una chispa de dolor por la

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pérdida de esa niña. ¿Por qué no habríallevado a Irina conmigo? Si no hubieraestado pensando en lo que estaríahaciendo Stefan, lo habría hecho. Miintención había sido acostar a las dosniñas, pero ¿habrían estado más segurasen los dormitorios, que estaban máslejos de la salida? Probablemente no.Los escombros habían bloqueadoaquella zona como resultado de laexplosión y el humo del fuego resultantehabía llenado todo el edificio. Dos delas doncellas que se habían ido a dormiren vez de quedarse a ver el baile sehabían asfixiado en la cama. Al final yohabía ido a buscar a Irina, luchandocontra la masa de invitados tomados porel pánico, y me habían asegurado que

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estaba a salvo fuera, y así habíasido… hasta que se le había ocurridovolver a buscar a la condenada muñeca.

Me llevé una mano a la boca parareprimir los sollozos y miré al conde. Elpobre hombre parecía al borde deldesmayo, tenía los hombros hundidos ysu rostro apenas resultaba visibledebajo del gorro de piel, que llevabamuy calado. Era imposible comprenderla profundidad de su angustia. Yoansiaba ir a consolarlo, pero sabía queno sería apropiado y que solo enojaría ami señora.

El día pasó despacio, un día teñidopor la desgracia. Casi no podíaconcentrarme en nada que no fueracuidar de Katia, quien me parecía más

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preciosa que nunca.Fue un alivio cuando por fin se

marchó todo el mundo. La parte del alaeste que había sufrido los mayoresdaños de la bomba era poco más que unmontón de escombros. Por las ventanassuperiores salía todavía humo, y algunasllamas pequeñas habían durado días,hasta que las apagaron con agua delcanal. Era imposible saber cuándovolvería a estar habitable el edificio. Lacondesa ya había empezado a organizarla retirada de sus preciosaspertenencias, entre las que eranprioritarias las joyas y los vestidos.

Nos habían encontrado acomodo enun apartamento cercano, calle abajo. Lafamilia que vivía antes allí había partido

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a su propiedad en el campo y la casallevaba meses vacía. Olía a humedad y aratones y era pequeña comparada con lade antes. El conde permanecía sentadocon la cabeza entre las manos en lo quehabía sido en otro tiempo la bibliotecapero ahora solo contenía estanterías delibros vacías y presentaba una imagentrágica de un hombre roto. Yo estaba allado de la puerta, como me habíanordenado, incapaz de quitarme la imagende Irina de la cabeza.

La condesa paseaba de un lado a otro,tan impaciente como siempre. Stefanestaba delante de ella. Yo asumía que lohabían llamado para darle las graciaspor su coraje.

Había salido de entre el humo

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llevando a Irina en brazos, creyendo quela había salvado. A primera vista resultóevidente que los dos habían sufridoheridas. Cortes y golpes de losescombros que caían y quemaduras delfuego. Pero lo peor de todo, por lo querespectaba a Irina, había sido lainhalación de humo, de la que no sehabía recuperado. Los doctores habíanhecho todo lo que habían podido, perofue en vano. El único consuelo quehabían podido ofrecer había sido que labomba había estallado tan de repenteque ella no habría sabido lo que ocurríay probablemente la había dejadoinconsciente. Tenía ambas piernas y laespalda rotas por la columna que lehabía caído encima. De haber

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sobrevivido, habría sido probable queno hubiera vuelto a caminar.

Salí de mi ensueño sombrío cuandooí que la condesa decía:

—Te hemos enviado a buscar paradecirte que sabemos quién es elculpable de esta tragedia.

Su tono era extrañamentecondenatorio, con pocas muestras degratitud o de comprensión. No era paranada lo que yo esperaba. El conde,encerrado en su dolor, ni siquieraescuchaba.

Stefan frunció el ceño. Quizá pensabalo mismo que yo.

—Sería interesante saber de quiénsospecha.

—Pues de ti, por supuesto. ¿De quién

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si no?Yo debí de emitir un sonido

sobresaltado de protesta porque él memiró, igualmente atónito.

—Disculpe, milady, creo que la heoído mal. Me ha parecido por unmomento que me culpaba a mí.

—No te hagas el inocente. Todossomos conscientes de que eres unrevolucionario de corazón y deseasvengarte de la clase aristocrática a laque consideras responsable de la muertede tu adorado padre.

Yo me adelanté unos pasos al oíraquello.

—Eso es muy injusto, milady. ¿Cómopuede acusar a Stefan cuando él fue elque intentó salvar a Irina?

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—Era al conde al que queríaasesinar, no a su hija.

—Usted no tiene ninguna prueba paraapoyar esa teoría.

Ella me ignoró totalmente y siguiódirigiéndose a Stefan con frialdad.

—Llevas tiempo planeando esto.Puedo adivinar adónde vas cuandodesapareces y crees que no me doycuenta de tu ausencia. Vas a encuentrosclandestinos con tus colegas de intrigas.Tú pusiste esa bomba. ¿Quién máspodría haberlo hecho?

Él estaba muy pálido, blanco hasta enlos labios.

—Se equivoca, milady. Le suplicoque me crea. Soy inocente de esaacusación.

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—Eso lo dices tú, pero tendrás queprobar tu inocencia a la policía, con laque ya he hablado. Te interrogaránmañana a primera hora.

Lo interrogarían y probablemente loencerrarían en la cárcel. Yo estabadestrozada al pensar en eso. Stefan y yohabíamos tenido nuestros problemas,pero ni por un momento lo creía capazde hacer una cosa tan terrible. Podía sermás antinobleza que yo, una fervientedefensora de la democracia, y sentiralgún resentimiento por la pérdida de supadre, pero estaba segura de que éljamás recurriría a la violencia. Era tanmoderado en sus opiniones políticascomo el propio conde. Yo los habíaoído a ambos comentar la situación más

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de una vez y solían estar de acuerdo.La condesa, en cambio, nunca había

mostrado reticencias a la hora devengarse. Podía haber decidido un modoalternativo de librarse de su esposo y, siStefan había rechazado en verdad susinsinuaciones, como él afirmaba, estaríaencantada de echarle la culpa. Esoexplicaría su encuentro con Iván Litkin.Seguramente habían estado conspirandojuntos, y no en un encuentro amoroso.Yo tenía fuertes sospechas , y misinstintos me decían que acertaba. Pero¿cómo podía probarlo? Con lainestabilidad que había en el país,cualquiera podría haber puesto aquellabomba. ¿Por qué iban a sospechar deella? Después de todo, ella era la

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condesa Belinski.Y si había hablado ya con la policía,

el factor tiempo era fundamental.

El conde se había retirado, llevándose aSerge consigo, pues el chico estaba,como era de esperar, destrozado. Katiapor fin se había dormido y Nianushkicabeceaba en una silla a su lado.Babushka estaba en la habitacióncontigua, y ella y yo intercambiamos unabrazo consolador cuando le llevé unataza de café caliente en lugar delchocolate habitual.

—No te culpes —me dijo, puesadivinó sagazmente la culpabilidad queme embargaba.

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—Intentaré no hacerlo.—La culpa es de la persona que puso

la bomba.—Ha sido un día muy largo. Esta

noche no leeremos. Tiene que intentardormir.

Besé su mejilla fina como el papel.No quería explicarle que iban a acusar aStefan.

Cuando todos se hubieron retirado apasar la noche, corrí abajo para hablarcon él a través de la puerta del cuarto delavar, donde lo habían encerrado poresa noche.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.—Sobreviviré.Recé para que así fuera, pues no

estaba preparada para considerar la

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alternativa.—Yo no creo ni por un momento que

seas culpable.—Gracias por tu apoyo, Millie.Su voz sonaba huera a través de la

madera, o quizá por el terror queseguramente sentía. Cuando llegara lapolicía, o peor, los bolcheviques, lollevarían directamente a la prisiónenfrente de la Fortaleza de San Pedro ySan Pablo, un lugar sombrío del quepoca gente salía cuerda, si es que teníala suerte de salir.

—Te amo, Stefan. Y sé que tútambién me amas en el fondo, así que,por favor, deja de escuchar las mentirasde la condesa. El conde y yo soloestábamos recogiendo el pastel que ella

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había tirado al suelo en una de susrabietas. No hay nada entre nosotros,aparte de mi gratitud por su apoyo.

—Siento haber sido tan idiota. Tienesrazón, Millie, yo te amo con todas misfuerzas.

Me apreté contra la puerta. Ansiabaver su rostro, tocarlo, abrazarlo,mostrarle cuánto lo amaba. El anhelo debesarlo era abrumador, pero la puertapermanecía cerrada, formando unabarrera de roble sólido entre nosotros.No podía abrazarlo, no podía buscarayuda, y pronto llegaría la policía ysería demasiado tarde.

Me asaltó una idea.—Stefan, creo que sé dónde pueden

estar las llaves. Espera mientras voy a

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buscarlas.En todas las cocinas había un armario

o un estante donde se guardaban lasllaves, así que no fue difícil encontrar elgancho con el cartel «Cuarto de lavar».Estaba vacío. Por supuesto, la condesatendría la llave consigo y yo no teníaninguna intención de intentar robársela.Pero debía de haber otra en algunaparte, quizá en la despensa delmayordomo. La búsqueda me llevó mástiempo del que creía pero al fin encontréun duplicado en la antigua habitación delama de llaves. Segundos después dehaber metido la llave en la cerradura,estaba en brazos de Stefan.

—Te amo muchísimo —me dijo,después de besarme largamente—. Y te

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creo cuando dices que la niña no es tuyasino de la condesa. Ven, querida mía,nos fugaremos juntos ahora mismo.Iremos lo más lejos posible de estelugar.

—Pero necesito mis papeles yrecoger a Katia. No puedo dejarla conuna mujer a la que no le importa nada.

—Pues date prisa. No debemosretrasarnos ni un segundo más de lonecesario.

Mientras me decía aquello, volvió abesarme como si no pudiera resistirse yyo, desde luego, no tuve nada queobjetar. Entonces oímos una carcajada.

—Parece que tengo la costumbre deinterrumpir estas demostraciones deamor, o quizá sea por el don de elegir el

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peor momento y lugar. ¿Has sido tú laque le ha dejado salir del cuarto delavar, Dowthwaite?

Me volví hacia la duquesa con toda ladignidad que poseía, desesperada porocultar los temblores de miedo querecorrían mi cuerpo.

—¿Por qué iba a dejarlo encerrado sisé que es inocente? Su acusación carecede base. Es una tontería. De hecho, notendría que forzar mucho la imaginaciónpara presentar la misma acusacióncontra usted, milady. Y puesto que Rusiaestá en plena revolución contra losautócratas, es posible que losbolcheviques elijan creerme a mí enlugar de a usted.

Ella sonreía. Mis palabras no le

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causaban ninguna impresión. Había unrictus extraño en sus labios cuando fijóla vista en algo que había detrás de mí.Me volví a medias y vi a Stefan escalarpor la ventana de la cocina y perderseen la noche. Entonces oí los golpes en lapuerta principal.

—¿Puedo suponer que ha oído lanoticia?

Yo estaba sentada con el conde sobreun muro bajo cerca del puente quecruzaba el canal, con la niña en misrodillas. Observábamos a los obrerosque empezaban a limpiar los escombrosdelante del apartamento. Enfrente denosotros, en la orilla opuesta, estaban

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las cúpulas en forma de cebolla de unaiglesia cercana que brillaban bajo el solde la tarde, un atisbo de normalidad enun mundo que se había roto.

El conde me miró con ojosinexpresivos, esforzándose porconcentrarse en lo que le decía.

—Si te refieres a que Stefan huyópara escapar del arresto, sí —dijo al fin—. Lamenté mucho enterarme de eso.

Asentí.—La policía llamó a primera hora

para interrogarlo y arrestarlo, peroescapó justo a tiempo. Quiero que sepa,milord, que Stefan no fue el responsablede la colocación de la bomba. Él queríaa Irina, y a usted también. Era su mayoradmirador. Él jamás le habría tocado ni

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un pelo de la cabeza. Si alguien diceotra cosa, por favor, no crea ni unapalabra.

Él me sonrió entonces.—Cuando dices «alguien» supongo

que te refieres a mi esposa, ¿verdad?Aunque estaba ansiosa por proteger a

Stefan, respondí con cautela.—Admito que me cuesta mucho

entender por qué lo considera culpable.—La motivación de mi esposa

siempre ha sido difícil de comprender,salvo en lo referente a su necesidad deatención y dinero. —Hizo una pausa,con expresión pensativa—. Y venganza.Si Stefan la ha ofendido en algo, esapodría ser la razón.

Si el conde adivinaba que su esposa

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había intentado seducir a Stefan y este lahabía rechazado, muy bien, pero yo noestaba dispuesta a confirmar sussospechas. Guardamos silencio viendopasar un barco por el agua helada. Apesar de la luz brillante del sol, latemperatura no había subido mucho. Elsonido de una pared que se hundíadevolvió nuestra atención a la casa.Miramos la desolación y la nube depolvo que la rodeaba e Irina volvió aaparecer en nuestros pensamientos.

—Ella era mi vida —comentó elconde.

—Lo sé.—Nunca dejaré de quererla.La emoción me oprimió la garganta

mientras me esforzaba por buscar las

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palabras adecuadas, si es que tal cosaexistía.

—Ella también lo adoraba, y disfrutóde una buena vida, aunque demasiadocorta. Recuerde siempre eso. Y todavíatiene un hijo.

No tenía ninguna intención demencionar que la condesa me habíadicho que estaba embarazada de otrohombre cuando se casó con el conde.Hay secretos que es mejor guardarsiempre.

—Serge es un joven estupendo,gracias a tus esfuerzos a la hora delidiar con sus tontas rebeldías. Mis doshijos se han beneficiado de tusservicios, y yo también, cuando mealentaste a interesarme más por él. Estoy

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muy agradecido, pues parece que eso hatenido su recompensa. Nuestra relaciónha mejorado mucho y seguiré haciendotodo lo que pueda por ser un buen padrepara el muchacho.

—Me alegro. Eso es exactamente loque necesita.

Cuando oí que el conde seguíacantando mis alabanzas, en mi interiorempezó a crecer una sensaciónincómoda, pues casi parecía que seestuviera despidiendo. ¿Pensabadespedirme? Parecía altamenteprobable, ahora que habíamos perdido aIrina y Serge era un chico de catorceaños, casi quince, que ya no necesitabauna institutriz. Sus siguientes palabrasparecieron confirmar mis peores

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miedos.—Le diré a mi esposa que puede

tener el divorcio y un acuerdoeconómico, aunque mucho más modestode lo que a ella le gustaría. Nuestromatrimonio está acabado, lo ha estadodesde hace mucho, pero ha llegado elmomento de asumirlo. Pienso regresar ami propiedad del campo. Aunque ahoraes un proyecto comunal, allí es dondemás feliz soy.

—¿Dónde residirá la condesa? —Miramos de nuevo a los obreros, queapilaban con cuidado las piedras quepodían volver a usarse y cargaban elresto de los escombros en carros parallevárselos.

—Hay otras casitas en la hacienda.

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Podría habitar en una de ellas. Si eligepermanecer en Petrogrado, elapartamento acabará por ser restauradoy amueblado, y puede quedarse allíhasta que encuentre un lugar propio.Espero llevarme a Serge al campoconmigo, si quiere venir. Parece que legusta aquello. Su herencia ya no serácomo antes, pero encontraré el modo deque tenga una buena vida.

—Estoy segura de ello. —Hice unapausa antes de hacerle la pregunta queme daba vueltas en la cabeza—. ¿Y quéme aconseja que haga yo, milord?

Me dedicó una de sus sonrisas másamables.

—Sé la verdad sobre esta pequeña —dijo. Acarició la cabecita de Katia—.

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Leí entre líneas la última vez quehablamos de ella. El nacimiento de estaniña es parte de la razón por la quepongo fin a nuestro matrimonio. Olgacruzó una línea ahí. Estoy seguro de queafirmará que tenía todo el derecho delmundo a tener un amante, pero en miopinión, no tenía ningún derecho aabandonar a la niña. Quizá no sepasesto, Millie, pero Irina no era hija deOlga. Era hija de mi amante Mavra, lamujer de la que te hablé.

—Ya lo había adivinado —comenté,pues no quería mencionar los cotilleosentre los sirvientes.

—Volví a ella cuando resultó muyclaro que mi matrimonio no funcionaría.Mavra y yo éramos muy felices juntos, a

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pesar de que las circunstancias erandifíciles, pero entonces ella murió en unterrible accidente.

—¿Qué sucedió exactamente?—Se ahogó cuando nadábamos con

un grupo de amigos en el río Neva.Un escalofrío me recorrió la columna.

Recordé que a Irina casi le habíaocurrido un accidente parecido enCarreckwater un hermoso día de otoñode muchos años atrás.

—¡Qué tragedia! ¿Se aventuródemasiado lejos? ¿Quién estaba conella? ¿La condesa estaba presente?

—Sin duda, éramos un grupo grandedisfrutando de un día brillante de sol enprimavera. No sé qué fue lo que falló.Quizá la baja temperatura del agua le

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provocó calambres, pero comenzó atener dificultades. Nadie se dio cuentahasta que fue demasiado tarde. Miesposa estaba en un bote cerca de dondeella estaba, hizo lo que pudo por ayudary trajo a Mavra a la orilla. ¿Cómo noiba a adoptar a su hija si la querida Irinahabía quedado huérfana de un modo tantrágico? También era hija mía, y la quisedesde el momento en que nació, si noantes.

No pude encontrar respuesta para esahistoria tan triste, aunque mi menteestaba llena de recelo.

—Por desgracia, mi esposa nuncaquiso a la niña, lo cual imagino que erade esperar. Así que fue una bendiciónque vinieras a trabajar para nosotros.

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Irina te quería mucho, te adoraba hastatal punto que quería ser como tú, comosuele pasarle a las chicas.

Las lágrimas que llenaban mis ojosme bloqueaban la voz.

—Yo también la quería. Eraencantadora.

—Su vida no había conocido el amorde una madre hasta que llegaste tú, perogracias a tus cuidados, eso cambió y ellafue ganando en seguridad todos los días.Sé lo importante que es para un niñosentirse querido y seguro. Después dehaber perdido a Irina, no me gustaríaque esta pequeña sufriera como sufrióella. Puede que la tuviera la condesa,pero ahora es tu niña y serás una madreexcelente.

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—Gracias por tener fe en mí,milord. —Me embargó una gran oleadade alivio. El miedo muy real de quepudiera perder a Katia por fin empezabaa disiparse.

—No obstante, para ayudarte a lidiarcon los gastos inevitables de criar a unaniña, y teniendo en cuenta que es hija demi esposa, por mucho que ella lo quieranegar, he creado un fideicomiso a sunombre para asegurarle el futuro.

—Oh, milord, no sé qué decir nicómo darle las gracias. —Yo lo mirabaadmirada. Su generosidad me dejaba sinhabla.

—Supongo que deberíamos buscarconfirmación legal, adopción y demás.Pero con la situación actual, que puede

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durar años, sería mucho mejor que te lallevaras lejos de aquí, a algún lugarseguro, y yo conozco ese lugar. Seguroque recuerdas Carreck Place, dondevivía mi difunto primo.

—¿Quiere decir que lord Rumsley hamuerto? —pregunté.

—Me temo que sí. Un ataque alcorazón, creo. Su esposa, su hijo y suhija se trasladaron a América, dondeviven felices en Boston.

—¿Han dejado su casa en el Distritode los Lagos?

Casi no podía creer lo que oía. Quizáhabía asumido que en Inglaterra nopodía pasar nada malo, puesto queparecía que nosotros éramos los únicosque sufríamos, atrapados en una

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revolución. Sus siguientes palabras mepillaron por sorpresa.

—Carreck Place nunca fue de lordRumsley. Es mía. O mejor dicho, yopuse los fondos para que mi primoCharles la comprara. Ese hombre era unidiota, pero de la familia, ¿comprendes?Ahora quiero dártela a ti, o al menos ala hija de mi tonta esposa. —Besó aKatia en la mejilla y le sonrió—.Merece alguna recompensa por habersido abandonada. La casa será suya depor vida, y también tuya, con unfideicomiso a su nombre paramantenerla. Lo que pase después de esose decidirá en su momento, dependiendode quiénes de nosotros sigamos con vidapara entonces.

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Yo movía la cabeza con incredulidad.—No puedo aceptar eso.—Sí puedes. Hazlo por la pequeña

Katia.Yo tenía los ojos llenos de lágrimas.

Miré a la niña, que dormía tranquila enmis brazos.

—Haré lo posible por ser una buenamadre para ella. Ya la quiero más que ami vida.

—Pues claro que sí. Esa casa estávacía. Resucítala y conviértela de nuevoen una casa de amor. Busca a Stefan yllévatelo contigo.

El conde sonrió por mi rubor y medio una palmadita en la mano.

—Supongo que tu destino está unidoal suyo. Búscalo, Millie, y márchate con

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él. No te quedes en Petrogrado ni un díamás de lo necesario. No es seguro. Solote pido un favor. No le digas a miesposa nada de esto hasta que estésinstalada en Carreckwater. Quizá nisiquiera entonces. El silencio es lo másseguro.

Había un deje de advertencia en suvoz y yo asentí. Comprendía muy bien loque me decía.

—Ahora voy a darle a mi esposa lanoticia de que está a punto deconvertirse en una mujer libre.

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CAPÍTULO 31

Abbie dejó tranquila a su abuela y fue enbusca de Aimée. Al no verla deinmediato, se asustó un poco.

—No temas —le dijo Fay—. Está enel lago con tu padre.

—¿De verdad?—Le sugerí que hiciera algún

esfuerzo por conocer a su nueva nieta,que le hiciera algo de caso. Se quedósorprendido y algo pensativo por misugerencia, pero parece que funciona.Ha salido en el barco con Jonathon ycon ella para enseñarles a pescar.

—¡Ah, qué bien, eso esmaravilloso! —Abbie pensó enseguida

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en el conde y en Serge haciendo lomismo. Recordó cómo se habíaestrechado su relación gracias a talesactividades, y su corazón se llenó deafecto por su padre y su cuñada.

—Eres muy inteligente.Fay le guiñó un ojo.—Todavía no he llegado a ese punto

con Robert, pero estoy haciendoprogresos.

—En ese caso, sugiero que meaconsejes también a mí cómo lidiar conmi hermano. ¿Me lo explicas mientrastomamos un vaso de vino?

Cuando regresaron los otros depescar, las dos mujeres estaban sentadascharlando, con Carrie jugando a suspies. Por el modo en que rio Aimée

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cuando su abuelo la sacó del bote envolandas y el modo en que se tomó de lamano de él para acercarse a ella, aAbbie le resultó evidente que habíanhecho progresos. Su hija estabaconquistando el corazón de su abuelo.

La mente de Abbie era un remolinode ideas. Sabía ya cómo había llegadosu familia a vivir en Carreck Place ypensó que quizá ese era el momento derevelar su secreto.

—Creo que la señora Brixton tienepasteles y zumo de naranja para losniños en la cocina —dijo.

Los dos niños echaron a correr congritos de alegría y Abbie miró a sucuñada. Fay captó el mensaje al instantey salió detrás de los niños después de

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anunciar que Carrie también queríapastel.

Abbie respiró hondo y miró a supadre.

—Creo que debo decirte que fui a veral abogado.

—Ah, pensé que lo harías.—Necesitaba el consejo de John

Kirkby sobre cómo ampliar el límite deldescubierto, y salió lo demás. —Bajó lavoz y procuró adoptar un tono que nosonara acusatorio—. ¿Cuándo pensabasdecirme que mamá me había dejado latienda y el negocio?

Su padre suspiró pesadamente y sesentó a su lado en el banco.

—Es difícil saber por qué lopospuse. Al principio no podía soportar

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hablar de ello. Es verdad que Kate habíadescuidado mucho el negocio en losúltimos años y había acumulado muchasdeudas, con un descubierto que no habíatenido nunca antes. Pero todavía nosllega dinero del terreno que alquilamosa unos granjeros de la zona, y eso nosayuda a mantener la casa. Las cosas noestán tan mal como dice Robert, aunquedesconozco su situación económicapersonal. Sin embargo, la decisión de tumadre fue una sorpresa, y yo no laaprobaba del todo.

—¿Tú creías que no me lo merecía eintentabas buscar un modo deesquivarla? —preguntó Abbie consuavidad.

—Tal vez. También dudaba que

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hubiera hecho ese testamento si hubierasabido en qué estado llegaría a caerSueños Preciosos. Pero despuéscomprendí que esa decisión no mecorrespondía a mí. La tienda era suya,no mía, y tú, como me recuerdasconstantemente, ya no eres unaadolescente boba. Decidí que debíadarte al menos la oportunidad de probartu valía y, con un poco de suerte,compensar parte del daño que hiciste.

Abbie se encogió por dentro. Queríadefenderse, pero antes de que pudieraencontrar las palabras, oyó la voz deRobert.

—Ella jamás podría hacer eso.Ni su padre ni ella lo habían oído

acercarse, pero estaba allí, con las

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piernas abiertas y los brazos cruzadossobre el pecho. Fay estaba a su lado.Parecía nerviosa.

—¿He oído bien? ¿Estás diciendoque mamá te dejó a ti la propiedad deCarndale Road?

Abbie respondió a la mirada de rabiade su hermano con una sonrisa dedisculpa.

—Eso me han dicho.—¿Por qué demonios haría algo así

cuando tú le fallaste como lo hiciste? Note había perdonado por arruinar tureputación y la de toda la familia.

Abbie se puso de pie al instante,temblando un poco, como le ocurríasiempre que su hermano intentabaintimidarla. Pero sintió en el brazo la

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mano de su padre, que tiraba congentileza para que volviera a sentarse asu lado.

—Ya es suficiente, Robert. Quizáhubiera perdonado a Abigail en el fondopero no podía admitirlo en voz alta.Cuanto más dura un distanciamiento,más difícil es ponerle fin. Quizá, por loque respectaba a tu madre, el testamentorepresentara un paso en esa dirección.En cualquier caso, es una decisión quedeberíamos respetar.

Siguió un silencio, que interrumpióAbbie.

—Prometo que haré todo lo quepueda para justificar su fe en mí. Pero esmi vida y tengo derecho a tomar mispropias decisiones, así que agradecería

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no tener que escuchar más sermones dehermano mayor, por favor.

Fay carraspeó, rodeó la cintura de suesposo con el brazo y optó porintervenir en la riña familiar.

—Creo que tú ya comprendes eso,¿verdad, querido?

Robert miró primero a los ojos de suesposa y a continuación la expresióninterrogante de su padre, pero la miradaque le dirigió finalmente a Abbie no sehabía suavizado gran cosa.

—Siempre que entiendas que, sifracasas, papá puede perderlo todo.

Se alejó con Fay y Abbie y agradecióel pequeño apretón que le dio su padreen la mano antes de levantarse paraseguir a su hijo. Ella se quedó sola, con

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el corazón latiéndole con fuerza. Sabíasin lugar a dudas que el fracaso no erauna opción.

El jueves siguiente salió el periódicolocal y, como esperaban, el artículoempezaba por tratar con bastanteamplitud el suicidio de Kate, aunqueañadía que Abbie todavía lloraba supérdida. Pero cualquier compasión queeso pudiera provocar quedaba destruidapor la frase siguiente.

Como madre soltera, sin un esposoque la mantenga, Abigail Myersestá haciendo un esfuerzo valientepor recuperar un negocio que se

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descuidó mucho en los últimosaños, sin duda debido al estadodepresivo de su madre.

—¿Era necesario que mencionara mi

soltería o el suicidio de mamá? —gimióAbbie, cuando Linda y ella leían elartículo juntas. Le habría gustado queDrew siguiera por allí, pues sentía ungran impulso de correr a buscarconsuelo en él… hasta que recordó queél no sería la persona apropiada paraeso.

—No te tomes muy a pecho esoscomentarios. No estás sola en eso. Haymuchas otras mujeres solteras con hijos.

El artículo proseguía con un resumende la historia familiar de Abbie, que

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aludía a un ansia de viajar en losmiembros femeninos de la familia.

Abuela, madre e hija huyeron atierras extranjeras en su juventud.Solos nos queda asumir que larazón de esas aventuras fueronasuntos del corazón. El tiempo quela señorita Abigail Myerspermanezca en Carreckwaterdependerá quizá de qué nuevastentaciones se crucen en su camino.

—Parece insinuar que podría fugarme

con otro hombre en cualquiermomento —comentó Abbie con rabia.

El artículo continuaba con una brevedescripción de la inauguración oficial

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de la tienda y de los miembros de lacomunidad que habían asistido a lafiesta y concluía advirtiendo de laposibilidad de que pronto se abriera unatienda de la competencia en el local deal lado.

—¡Es tan negativo! ¿Por qué pintauna imagen tan negra?

Linda suspiró con tristeza.—Seguro que lo hace para tener una

historia que contar. Apenas menciona lajoyería ni toda la información que lediste sobre el ámbar. ¡Qué decepción!

En aquel momento sonó la campanade la tienda y entraron dos mujeres.Linda guardó rápidamente el periódicofuera de la vista y las recibió con susonrisa acostumbrada.

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Más tarde, después de una mañanasorprendentemente ajetreada, Abbie sesentía mucho más relajada.

—Nos ha ido muy bien a pesar de eseartículo horrible. Con razón dicen queno hay publicidad mala.

Linda sonrió con tristeza.—Bien dicho, aunque el vecino de al

lado parezca estar haciendo loimposible por hacernos la competenciacualquier día.

—Has cambiado de opinión.—Estoy de tu parte. Nos

defenderemos como gatos panza arriba,¿verdad?

—Por supuesto.

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Cuando Abbie fue a recoger a Aimée alcolegio, Joan Sanderson, la profesora dela niña, salió a hablar con ella.

—Ah, Abbie, me alegro de verte. Hevisto el artículo de esta mañana en elperiódico y creo que Clarinda Ratcliffeha sido muy dura contigo. Aunque no mesorprende mucho. No sé todos losdetalles, pero Kate y ella no se llevabanbien.

—¿Esa mujer espantosa conocía a mimadre?

—Sí, desde luego.—No me lo dijo.—Se enemistaron hace años, por un

asunto muy tonto. Kate fue elegida en sulugar como secretaria de lasSoroptimistas de la zona. Clarinda no

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acepta bien que la ignoren o perder enalgo.

—Ni mi madre tampoco. Pero esohace que me sienta mucho mejor, aunqueno cambia el hecho de que utilizó elpeor enfoque posible en todo. Sinembargo, aunque resulte increíble, hoyhemos vendido más que nunca.

—¡Genial! Por otra parte, la señoritaQuisquillosa, como se la conoce poraquí, no tiene muchas simpatías. —JoanSanderson se echó a reír y tiró de Abbiea un lado para esquivar la avalancha deniños que salían corriendo a reunirsecon sus padres, y de paso para que nolas oyera nadie—. Clarinda Ratcliffe esel tipo de chismosa a quien le encantaescarbar lo peor de la gente, además de

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ser una coqueta de primera. Creo que lointentó con tu padre, pero sin resultado.

Abbie frunció el ceño.—No me sorprende. Para mi padre

solo existía una mujer.—Exactamente, pero eso descartó

cualquier esperanza de reconciliaciónentre tu madre y ella. Si coincidían en lamisma función, los comentarios que sedirigían una a otra eran extremadamentehirientes, casi daba vergüenza oírlos.Clarinda odiaba que tu madre tuviera unmatrimonio feliz, y Kate creía que surival había hecho todo lo posible porarruinarlo.

Abbie escuchaba todo aquello conmucho interés.

—Por lo que dices, tú debiste de

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conocer muy bien a mi madre.—Claro, Kate y yo éramos buenas

amigas.—¿Podríamos tomar un café algún

día? Me encantaría hablar contigo eintentar descubrir más cosas sobre ella,puesto que perdimos el contacto todosestos años. Por ejemplo, ¿sabes por quése fue a la Riviera?

La profesora inspiró profundamente ysoltó un suspiro.

—Sí, lo sé. Y es una historia bastantetriste.

—Me encantaría oírla, y pronto, si esposible. —Abbie miró a su hija, quejugaba alegremente al pillapilla conJonathon—. Cuando no tenga a Aiméeconmigo, claro.

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—¿Quizá mañana cuando tu cuñadarecoja a los niños y yo haya terminadoel trabajo de la semana? ¿Podrías venira mi casa sobre las cinco?

—Eso sería perfecto.

A la tarde siguiente, Abbie dejó a Lindaal cargo de la tienda y partió para lo queesperaba que fuera una visita fructífera.Dio un rodeo y giró a la izquierda porBenthwaite Cross para subir porSt. Margaret’s Walk y esquivar así lasmultitudes que se juntaban en laprincipal zona de compras de CarndaleRoad. En invierno Carreckwater era unpueblo tranquilo y dormido, donde sushabitantes paseaban saludando con la

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cabeza y sonriendo a la gente con la quese cruzaban. Cuando llegaba el verano,apenas había sitio para moverse ycostaba encontrarse rostros conocidos,así que Abbie no se preocupó cuandooyó pasos detrás de ella, sino que diopor sentado que sería uno de los muchosturistas que merodeaban por allí. Perocuando entró en las calles desiertas quellevaban a Hazelwood Crescent, dondevivía Joan, le sorprendió oír todaví a elruido de pasos detrás de ella.

Apretó ligeramente el paso. Los otrospasos hicieron lo mismo. Tras avanzarunos metros, Abbie miró hacia atrás,pero no vio a nadie. Se sintió un pocotonta, pensó que se lo había imaginadotodo y apresuró aún más el paso. Joan la

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esperaba en su puerta.—Te he oído llegar. Por aquí no

pasan muchos visitantes, gracias a Dios.Abbie miró hacia atrás con el ceño

fruncido y pensó en esas palabrasmientras Joan la llevaba por el lateralde la casa hasta donde había una mesa ysillas instaladas en el jardín de atrás.¿Había sido su imaginación o la seguíaalguien?

—He hecho limonada y he pensadoque podemos tomarla fuera paradisfrutar de este día de sol.

—¡Qué jardín tan hermoso! ¡Oh, yqué vista tan magnífica!

—Nunca me canso de mirarla. Esacresta es Loughrigg. Desde la cima hayvistas aún más espectaculares de los

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Langdale Pikes. Me encanta caminar porallí, o alrededor del lago enclavadoentre ellos, sobre todo ahora, a principiode verano, cuando la superficie estáinundada de nenúfares. Ese lago era unode los lugares favoritos de Wordsworth.El poeta lo describió como «claro ybrillante como el cielo».

—Puedo creerlo. Yo también esperosalir a caminar este otoño, cuando hayamenos trabajo en la tienda.

Joan sirvió limonada en dos vasos yañadió hielo de una jarra.

—Me alegro de oír que el negocio vabien, a pesar del artículo de Clarinda.Pero no hablemos de ella. Recordemosmejor a mi querida amiga Kate.

Abbie aceptó un pedazo de tarta de

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chocolate y no tardó en olvidarse de suposible perseguidor a medida que se ibadejando atrapar por la historia quecontaba Joan.

—Sé que sabes que tu madre fueadoptada y me atrevo a decir que a estasalturas ya has descubierto que su madrebiológica era la condesa Olga Belinski.

—Sí, sabía desde hace mucho quehabía sido adoptada, pero no sabíadónde ni cuándo.

Abbie contó brevemente su visita alorfanato de Stepney y algo de lo que lehabía dicho su abuela.

—Pues en 1936, cuando Kateacababa de cumplir diecinueve años, lacondesa llegó un día inesperadamente aCarreck Place. Al principio Kate se

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alegró mucho de verla. Supongo quepara ella fue un alivio descubrir por finquién era su verdadera madre, y le debióde parecer emocionante que resultaraser una condesa. Pero creo que a tuabuela no le gustó nada la visita.

—Eso lo entiendo muy bien. Apartedel miedo de perderla, Millie odia miraratrás. Me ha costado meses sacarle lahistoria del tiempo que pasó en Rusia ydescubrir lo que quería saber de mimadre. Debo decir que no le he metidoprisa porque su historia me resultacompletamente fascinante, trágica yconmovedora a la vez. Pero ¿cómoreaccionó Millie a la llegada súbita dela condesa?

Joan movió la cabeza con tristeza.

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—Parece ser que hubo muchasdiscusiones, tanto entre Kate y su madrecomo entre Millie y la condesa, por elmodo en que esta se entrometía en susvidas. Llamaba continuamente, senegaba a marcharse e incluso acusó a tuabuela de haberle robado a su hija, a laque llamaba Katia. Amenazó concontarle a la policía que Millie tambiénle había robado sus joyas.

—Esa mujer decía tonterías. Millieme contó que en una ocasión había sidoacusada de robar las perlas de lacondesa.

—En el caso del que te hablo, lacondesa se refería a un colgante deámbar, no a las perlas. Millie insistía enque no recordaba lo que había sido de

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él.—Ah, debe de ser el que encontré

entre las cosas de bebé de mamá. Perosigue. ¿Qué ocurrió después?

—La batalla en realidad era por teneracceso a Kate, y tu abuela intentóexplicarle a su hija que eran todomentiras, que la condesa la habíaobligado a decir que era su madre y sehabía negado a reconocer la existenciade la niña. Creo que a Kate le costóaceptar eso, lo que llevó a más peleas.Entonces Olga le ofreció a Kate unacasa en la Riviera y ella aceptó ir.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y esa fue la razónpor la que supuestamente se fugó?

—Me temo que sí, y eso le rompió elcorazón a tu abuela.

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Abbie guardó silencio unos minutos.Comprendía el golpe cruel que habríasido aquello para Millie.

—No puedo imaginar lo que sentiríasi perdiera a mi querida Aimée. Mealegro de que Eduard, mi ex, venga averla de vez en cuando, pero medestrozaría que intentara llevársela lejosde mí por completo.

Joan asintió.—Creo que eso fue exactamente lo

que sintió tu abuela. Había criado a Katecomo si fuera su hija desde que nació y,como no podía tener hijos propios, laquería muchísimo. Kate también laquería a ella, pero estaba en una edadrebelde. No obstante, no tardó enlamentar su decisión de irse con Olga,

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pues enseguida se desilusionó de ella. Alos pocos meses, se encontró cada vezmás controlada y manipulada por lacondesa. Kate me dijo que le habíaescandalizado el estilo de vidadecadente de su madre biológica, sularga lista de amantes y su modo dederrochar dinero. Parecer ser que nohabía aprendido nada de la Revoluciónrusa. Y cuando Olga intentó obligarla acasarse con un aristócrata rico, Kateregresó a casa. Por fin se dio cuenta deque Millie era la única madre amorosaque había tenido.

Abbie tenía los ojos llenos delágrimas.

—Oh, menos mal que fue así, aunqueno sé si su relación se recuperó por

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completo de ese golpe. Ahora entiendopor qué siempre había ciertaincomodidad entre ellas.

—Desde luego. Probablemente lasponía nerviosas revivir las heridas delpasado.

—Agradezco que me hayas contadotodo esto. Me ha ayudado muchísimo.

—Puedes venir siempre que quierashablar. Las hijas de mis amigas tambiénson mis amigas.

Cuando Abbie llegó al patio de laiglesia, le sorprendió ver a Eduardaparcando su automóvil, le sorprendióporque se suponía que él almorzaba conAimée. ¿Y por qué llevaba a su hija a

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casa tan temprano cuando había dichoque quería pasar todo el tiempo posiblecon ella? La respuesta se le ocurriócuando se acercaba a él.

—¿Me estás siguiendo? —preguntó.Eduard parpadeó.—¿Seguirte adónde? Pensaba que

estabas en la tienda, trabajando.—No me mientas. Antes he ido a

visitar a una persona y he oído pasosque me seguían.

Él frunció los labios con desprecio.—¿Era la misma persona con la que

te vi la otra noche? ¿Es tu últimoamante?

—Él no es mi amante y tampoco erala persona a la que he ido a ver. Perotodo eso no tiene nada que ver con mi

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pregunta. ¿Por qué me has seguido?Eduard extendió las dos manos y se

encogió de hombros.—Solo puedo decir que no, no te he

seguido. He llevado a Aimée a dar unpaseo en barco y después quería irse acasa porque hace mucho calor, así quela he llevado en el vehículo alquilado.Ahora voy a comprar un billete para eltren de mañana.

—¿Tren? ¿Te vas a casa?—Aquí no hay nada para mí. Eso lo

has dejado muy claro. Me gusta pasartiempo con mi hijita. Hemos pasadounos días buenos juntos y está deseandovenir a verme a mediados de verano. Sitú no puedes llevarla en avión, vendré abuscarla. Pero ahora tengo que ir a ver a

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mi hijo.Abbie reprimió un suspiro de alivio y

sonrió.—Siento que lo nuestro no saliera

bien, pero te deseo todo lo mejor. Y porfavor, felicita de mi parte a Marie por elnacimiento de su hijo, y dile que ledeseo todo lo mejor. ¿Tiene ya nombre?

Él negó con la cabeza.—No. Está esperando que lo decida

yo.—Por supuesto.A Eduard siempre le gustaba ser el

que tomaba las decisiones. Abbie sedejó besar tres veces en la mejilla alestilo francés y permaneció al lado de suautomóvil viendo como se alejaba. Porfin era libre del todo. Pero en lugar de

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sentir alegría, la inundó la tristeza,porque parecía haber perdido también aDrew.

El lunes por la mañana, después de unfin de semana extrañamente tranquilo,Abbie estaba sola en la tienda, puesLinda se había tomado un día libre bienmerecido. El primer cliente fue unhombre bajito y grueso de unos sesentaaños, y Abbie lo recibió con una sonrisacomo hacía con todo el mundo, pues losesposos que compraban regalos para susesposas estaban entre sus mejoresclientes. Pero él no sonreía cuando seacercó al mostrador. Su expresiónestaba semioculta por una barba áspera

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y una gorra que llevaba muy calada en lacabeza. A pesar del calor que hacía,llevaba un chaquetón azul marino con elcuello alzado. De su cara se veía pocoaparte de unos penetrantes ojos oscuros.

—¿Tú eres Abigail Myers? He vistola entrevista del periódico en la quedice que te has hecho cargo del negociode tu madre.

No era fácil entender lo que decía,pues hablaba con fuerte acentoextranjero.

—Así es —repuso Abbie, un poconerviosa.

—Yo era el acompañante de una delas señoras a las que visitaba tu madre.

Abbie recordó lo que le había dichola periodista.

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—Ah, ¿se refiere a la que le habló deuna posible visita a Rusia? —preguntó.

El hombre negó con la cabeza.—No sé nada de una visita a la

Madre Patria. —Miró a su alrededor ysus ojos se iluminaron al ver las joyasde ámbar en la vitrina—. ¿Ese es elámbar robado?

—Pero ¿qué dice? Ese se lo compré auna compañía de Polonia. Todo legal.

—No, lo robó tu abuela. Tiene unagran deuda con mi señora. No solo lerobó las joyas, también le robó a su hija.

Abbie se había quedado fría.—Eso no es cierto en absoluto. Mi

abuela no es ninguna ladrona.Aquel hombre debía de ser un

acompañante o un sirviente de la

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condesa. Se inclinó sobre el mostradorpara acercarse a ella, con una mueca quemostró una hilera de dientes amarillos,varios de ellos rotos, como si hubieraestado en una pelea.

—Yo sé la verdad, toda la historia.Tu abuela incluso se quedó con la casaque debería haber sido de mi señora sisu esposo se hubiera portado con ellacomo debía. En vez de eso, ella murióen la penuria, después de haberloperdido todo. Ahora yo necesito dineropor haber cuidado de la madre de tumadre todos estos años, y la condesa medijo dónde y cómo conseguirlo. Si noquieres que tu abuela vaya a la cárcel,págame dinero. Quiero lo mismo que ledaba tu madre a mi señora, cien libras

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esterlinas a la semana. Cuatrocientaslibras al mes, o se lo digo a la policía.

Abbie dio un grito ahogado.—Eso es chantaje. Aunque yo

dispusiera de todo ese dinero, no lepagaría ni un penique.

Él frunció los labios con ojosbrillantes.

—Esto es un negocio. Todo lo quetienes debería haber sido de mi señora,y ahora mío. Dile a la vieja que Iván nose ha ido y que haría bien en hacer loque digo. No se puede escondereternamente en su hermoso salón depaneles de madera. Volveré dentro deuna semana a buscar el dinero. Procuratenerlo preparado.

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CAPÍTULO 32

A finales de enero el conde y Serge sehabían ido de Petrogrado. Babushkadecidió quedarse, pues sus amigasvivían allí y la visitaban a veces.Nianushki accedió a seguiracompañándola porque el reumatismode la anciana había empeorado y podíahacer pocas cosas por sí misma.

—La pobre podría morir abandonadasi no me quedo con ella —me susurróNianushki en un aparte mientras teníanlugar esas negociaciones.

Hacía casi dos semanas que no sabíanada de Stefan y eso me estabavolviendo loca. Había pasado muchas

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horas recorriendo aquella enormeciudad preguntando a la gente si lo habíavisto, con la esperanza de averiguardónde estaba escondido, pero hasta elmomento no había tenido éxito. Pasaba amenudo por nuestro café favorito,aunque ya casi nunca tomaba café. Y meperturbaba mucho no saber nada de él.

Pero si a mí me molestaban las cartasque me había repartido el destino, lacondesa estaba rabiosa con las suyas. Eldivorcio estaba resultando ser unaalegría a medias. Sin su amante ni elacuerdo económico que esperaba en otrotiempo, ya no resultaba tan interesante.En cierto momento llegó incluso arechazar la idea del divorcio.

—¿Por qué no podemos seguir como

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estamos, al menos hasta que mejore lasituación política? —preguntó.

—Porque las cosas podrían empeorarmucho más —respondió el conde conrostro inexpresivo—. Además, ¿por quéiba a querer tenerte por esposa? Lainfidelidad parece algo innato en ti.Podría nombrarte ahora mismo a algunosde tus muchos amantes, aunque seguroque no a todos.

—¿Tú estarías dispuesto a arruinarmi reputación?

—Creo que eso lo has hecho muybien tú sola.

Y el hecho de que su precioso hijodecidiera vivir con su padre en lugar decon ella fue un shock terrible para lacondesa.

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—¡No permitiré que me lo robes! —le gritó al conde.

—Jamás se me ocurriría hacer eso.La elección es solo suya. Dime, Serge,¿dónde quieres vivir, aquí en Petrogradocon mamá o en el campo conmigo, tal ycomo está?

—Contigo, papá.Ella rogó y suplicó al chico, le riñó y

le gritó, pero él no dejó lugar a dudassobre sus razones para tomar aquelladecisión.

—Te quiero, mamá, pero tú nuncaestás cuando te necesito. En realidadsolo te preocupas por ti misma y teportaste muy mal con mi hermana.¿Cómo sé que no te aburrirás también demí un día? Papá y yo somos buenos

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amigos, y pronto seré un hombre yquiero estar con él. Tú puedes venir averme siempre que quieras y quedarte enuna de las casitas de la hacienda, así quedeja de protestar. Yo estaré bien y tútambién.

La discusión terminó allí, pero larabia de ella siguió aumentando.

Aunque yo había llegado a amar a Rusia,estaba cada vez más ansiosa porregresar a Inglaterra, suponiendo quehubiera un tren o un barco que mellevara, en cuanto consiguiera arreglarlos papeles en la Duma. Lo habíaintentado en numerosas ocasiones, sinéxito. En mi último esfuerzo, el Comité

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de Residencia me había pedido pruebasde dónde había vivido los seis últimosaños y de quién era el apartamento, cosaque la condesa se negó aproporcionarme por miedo a que fuerana buscar un pago extra o algún impuestode algún tipo. Lo que debería haber sidoun procedimiento muy sencillo se estabaconvirtiendo en una pesadilla.

Había escrito a mis padres paradecirles que estaba sana y salva, perocomo no recibía respuestas, no sabía sihabían recibido alguna de mis cartas.Había muchas cosas de Rusia queecharía de menos cuando me marchara,entre ellas a Nianushki y a Ruth, peroanhelaba oír voces inglesas, ver rostrossonrientes y felices, y dejar atrás todas

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aquellas desgracias. Excepto porquetodavía no había encontrado a Stefan.Aunque estaba harta de las dificultadesque sufría en Petrogrado, encontrarlo aél era lo más prioritario, ya queesperaba convencerlo de que se vinieraconmigo. Desde luego, no teníaintención de irme sin él.

Muchas de mis amigas de la CapillaBritánica y Americana se habíanmarchado ya, pero mi querida Ruth, no.Hablaba a menudo de irse, pero hasta elmomento no había fijado la fecha. Meaconsejaba que reuniera algún dineropara preparar mi propia marcha.

—El otro día intenté sacar algunosahorros —le informé—. No es que mequeden muchos, pero me informaron de

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que solo se nos permite sacar cienrublos a la semana. No sé cómoconseguiré el dinero que me haproporcionado el conde.

—¿No te ha dado nada en mano?Miré a mi alrededor para cerciorarme

de que estábamos solas y no nos oíanadie.

—Sí, a decir verdad, sí, y está cosidoen un lugar seguro. O eso espero.

Ella alzó los ojos al cielo.—O sea, que si lo encontraran ahí,

tendrías un problema mayor que el deperder el dinero.

Las dos nos reímos como si fuera unabroma, cuando en realidad podíaconvertirse fácilmente en una situaciónde vida o muerte. Era imposible saber

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cuánto dinero costaría hacer el largoviaje hasta Inglaterra. Sabía quenecesitaba estar preparada paraemergencias, como sobornar a unguardia que me permitiera subir a untren o persuadir a alguien de que norobara mis valiosas pertenencias. Esetipo de problemas eran bastantecomunes entonces. El soborno parecíaser la nueva moneda.

Suspiré.—Tengo que volver a solicitar mis

papeles. Hasta el momento solo tengopromesas interminables, pero ningúndocumento. Cómo me gustaría queStefan estuviera aquí para ayudarme. Noquiero irme sin él. ¿Dónde puede estar?¿Has oído tú algo?

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—No lo he visto, no —contestó Ruth.Una sonrisa iluminó su cara y yo mepuse en alerta.

—Pero ¿has oído algo?Mi amiga miró a su alrededor,

nerviosa. Bajó la voz.—Dejó un mensaje para ti en mi libro

de himnos.—Oh, dime dónde está —le pedí—.

¿Por qué no ha contactado conmigodirectamente?

—Porque le aterroriza poner enpeligro tu vida. Escucha, no está lejos yél también quiere verte a ti.

Me dijo el lugar y la hora, y la abracécon alegría.

—Eres la mejor amiga del mundo. Nosé cómo podré pagártelo nunca.

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—Ten cuidado. Recuerda que siguesiendo un hombre buscado. Dice que túte comportes como siempre. Que sigasintentando conseguir tus papeles y hacerlo necesario para marcharte, y quecuando vayas a verlo, des un rodeo y teasegures de que no te siguen. Lo últimoque necesita es que la condesa descubradónde está.

—No te preocupes. Me aseguraré deeso.

Fue un alivio y una gran alegría volver aestar en brazos de Stefan, besarlo yestrecharlo contra mí y sentir su corazónlatiendo contra el mío. Estar con éldespués de tantas semanas separados fue

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un dolor exquisito. Ninguno de los dospudo hablar durante un rato mientras nosabrazábamos debajo del refugio de unpuente del río, a cierta distancia delcentro de la ciudad.

—Enséñame dónde vives —le pedícuando por fin hicimos una pausa paratomar aliento—. Tengo que saberlo porsi sucede algo y tengo que irme sin ti.Necesito saber dónde encontrarte.

—No sucederá nada y nosmarcharemos juntos, te lo juro. —Losdos sabíamos que era una promesa queno podía estar seguro de cumplir—. ¿Note han seguido hoy?

Negué con la cabeza. Yo compartíasus miedos.

—No he visto a nadie excepto a una

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anciana vendiendo flores. Estás a salvo,amor mío.

Su escondite era poco más que uncobertizo, el cual, como me sorprendiódescubrir, era en realidad un estudio depintor con caballetes, pinturas al óleo ypinceles. Había además una variedad dehermosos cuadros de paisajes de la zonay atardeceres, barcos y edificios,pájaros y otros animales. Los miréadmirada.

—¿Esto es obra tuya? —pregunté.—Sí —me contestó. Casi se había

ruborizado.—¿Y aquí es donde venías cuando

desaparecías durante horas? Te tomabasdías libres para venir a pintar, no parareunirte con tus amigos revolucionarios,

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como pensaba la condesa.Él sonrió.—Sí. Tanto en el campo como aquí,

en mi escondite secreto.—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué

guardarlo en secreto?Él se encogió de hombros. Por

primera vez parecía vulnerable, casitímido.

—Mi pintura es algo íntimo, mimundo creativo secreto, y me resultadifícil compartirlo. Quizá algún día,cuando esté convencido de que tengotalento.

—Claro que tienes talento. Nianushkitenía razón en eso —contesté,recordando una conversación de añosatrás, cuando él había ido a preparar el

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aula. Miré sonriendo un cuadro delpabellón azul y blanco del Palacio deCatalina y otro de un barco alto en elmuelle—. Pero me gustaría que hubierassido más abierto con esto.

—Quieres decir que, si lo hubierahecho, quizá no estaría en este lío.

Sonreí con tristeza.—Quizá. A la condesa le gusta tener

secretos, pero no aprueba los de losdemás. —Lo abracé—. ¿Puedo decirleque esto es lo que hacías, pintar? Quizáeso ayudaría a convencerla de que retiresu acusación.

—¿Y si no lo hace y los bolcheviquesdescubren dónde vivo?

—Prometo que no revelaré tuescondite ni daré ninguna pista de que sé

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dónde vives.—Es un riesgo demasiado grande,

Millie. Podrían preguntarse por qué nolo has mencionado nunca y empezar apreguntarte cómo lo sabes y dónde pinto.La condesa podría hacerte la vidaimposible además de arruinar la mía.

Paseamos por la orilla del ríocompartiendo nuestro calor corporal ysin importarnos la nieve que caía sobrenuestras cabezas mientras nosbesábamos. Acordamos aplazar ladecisión hasta que tuviera mis papelesen la mano.

A finales de febrero el apartamentoestaba lo bastante arreglado y

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amueblado para que pudiéramos ocuparuna pequeña parte de él. Nadie podíadecir que resultara cómodo, pues hacíaun frío terrible y teníamos poca leñadisponible. Pero como solo quedábamoscuatro mujeres, pues hasta la señoraGrempel, Anton, Gúsev y los demássirvientes se habían marchado ya, nosjuntábamos en la biblioteca durante eldía. Si teníamos suerte, encontrábamosleña suficiente para un fuego. Los díasque no era así, la condesa nos ordenabaromper una silla o una mesa paraquemarla. Cualquier cosa con tal detener algo de calor. Cuando se terminabala madera y el frío se volvía demasiadointenso, nos íbamos a la cama.

Y siempre teníamos hambre.

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Aquel día la cena consistía en sopade remolacha y nada más. El precio dela comida, cuando podíamos encontraralgún alimento, era exorbitante. Sieterublos por un paquete pequeño deazúcar, ocho por unas pocas patatas yhasta el arroz costaba más de tres rublospor libra. Habíamos conseguidocomprar algo de pan las semanasanteriores, aunque solo del que se hacíacon harina de centeno o salvado. Esasemana no habían sacado pan.Nianushki había intentado hacer uno conharina de patatas y salvado. Estabahorrible y me daba náuseas.

A medida que avanzaba el inviernonuestro miedo se iba volviendoconstante, pues los bolcheviques

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registraban el apartamento confrecuencia. La primera vez fueron enbusca del conde y sus objetos de valor.Su trabajo en el Palacio de Invierno y suconexión con los Romanov no habíanpasado desapercibidos. Eso erasuficiente para ponerlos en peligro a él ysu fortuna.

—Si posee oro en cualquier forma otamaño, debe dárselo al nuevoGobierno —dijo el soldado a la condesaOlga.

—Después de la bomba y del fuegoque le siguió, nos quedó muy poco —lecontestó la condesa con su tono de vozmás regio, lo cual no sentó nada bien alos soldados.

Por suerte, el conde se había llevado

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consigo sus posesiones más preciadas,salvo su automóvil Russo-Balt negro,pues se habían ido al campo en tren.Víktor, el chófer, seguía de empleadopara cuidar de él, y a la condesa todavíale gustaba dar una vuelta en él por latarde cuando se podía encontrar gasolinapara llenar el depósito. No sé si habíaalgo entre los dos o no, pero los paseosterminaron el día que los bolcheviquesvieron el automóvil aparcado en lapuerta y pidieron la llave. Los soldadosse amontonaron en el auto y se alejaroncontentos.

—¡Malditos sean todos! —rabió lacondesa. Miró a Víktor—. ¿Dónde estáel carruaje? ¿Eso sigue seguro?

—Desde luego, está en un lugar

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donde jamás se les ocurriría mirar.—Bien, entonces podemos continuar

con nuestros paseos —dijo ella con unasonrisa.

—Me temo que no, milady, puestambién se han llevado los caballos.

Como la condesa no estaba dispuestaa contemplar la idea de caminar porplacer, desde entonces pasaba las tardesrecluida en el apartamento. Víktor, quevivía en la habitación encima del garajecon su hermano Iván, siguióvisitándonos de modo regular.Nianushki y yo intercambiábamos unamirada cómplice pero no decíamos nadacuando la condesa y él desaparecíanalrededor de una hora en los aposentosde ella.

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Por orden de la condesa, pasábamostodos los momentos libres escondiendosus joyas en lugares improbables. Yoguardaba algunas en los ovillos de lanad e Nianushki o cosía hileras de perlasdentro de corsés largos. En una ocasiónpermanecimos levantadas la mitad de lanoche cosiendo joyas de ámbar, brochesde zafiros y diamantes y muchas joyasdesmontadas en dobladillos, cuellos,puños y corsés, e incluso en las ropas dela niña. Acolchábamos cada prenda conalgodón para que no se nos clavara en lacarne y nos hiciera daño cuando lallevábamos puesta. Si alguien descubríaese tesoro y nos delataba, recibiríacomo recompensa un tercio de su valor,por lo que no podíamos confiar en

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nadie.Justo cuando empezábamos a

sentirnos seguras, volvieron lossoldados, esa vez a buscar armas defuego.

—¿Qué derecho tienen a registrar lashabitaciones de la condesa? Aquí notenemos armas.

Quizá no era inteligente enfrentarse aellos, pero se limitaron a agitarme unpapel delante de la cara y después meempujaron a un lado y empezaron a abrirpuertas de armarios y cajones en elestudio del conde. Hasta registraron elaula y las cajas de juguetes viejos de losniños, las muñecas de Irina y lossoldaditos de plomo de Serge. Como noencontraron nada, volvieron su atención

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a las salas de estar.—¿Tengo aspecto de ser el tipo de

mujer que sabe usar una pistola? —preguntó la condesa al capitán con sutono más coqueto. Alzó los brazos yechó atrás los hombros con un gesto quemostraba su escote—. ¿O de que seríacapaz de esconderla entre los juguetesviejos de mis hijos?

Vi lujuria en los ojos de él; en efecto,ella seguía siendo una mujer hermosa.

—Podría hacerlo su esposo.—No está aquí, así que estoy sola y

sin protección. —Ella hablaba con vozjuguetona y, cuando vi que le sonreíaprovocadora, se me ocurrió que sí debíade haber un arma de fuego en elapartamento. Si los soldados

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encontraban una pistola, podíamosacabar todos en la cárcel—. Es muyperturbador que haya tantos hombresregistrando mis pertenencias personales.Si fuera un hombre solo, usted, porejemplo, señor mío, no tendría nada queobjetar. Estaría encantada de mostrarletodo lo que quisiera ver.

El capitán carraspeó y se sonrojóprofusamente cuando captó lo que ellaquería decir. Era una invitación a la quese habían resistido pocos hombres en elpasado. Por una vez no la condené porello, más bien sentí admiración por suvalor. El capitán se volvió hacia sushombres, les ordenó que salieran y sedejó llevar por la duquesa a losaposentos de ella. Yo agradecí

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profundamente que su madre estuvieradormida en su lecho y no se hallara allípara ver cómo su hija se ofrecía comosoborno.

Nianushki y yo permanecimossentadas en silencio, sin atrevernos ni aintercambiar una mirada mientras vimoscomo el reloj de encima de la chimeneaavanzaba quince minutos, momento en elque regresó el capitán, abrochándose lacasaca con un suspiro de satisfacción.

El apartamento entero apestó durantehoras después de la marcha de lossoldados.

La condesa regresó a la biblioteca sindecir palabra, con rostro inexpresivo.Ese mismo día, cuando empezaba aanochecer, sacó la pistola de su

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escondite entre los libros del estante quehabía detrás de nosotros y, por primeravez en la vida, las dos dimos un paseojuntas y la arrojamos al río Neva.

Una semana más tarde nos animórecibir una carta de Serge dirigida atodas nosotras, no solo a su madre.Hablaba del placer que le producía estaren el campo y de que ayudaba a su padrea trabajar la tierra, cosa que le gustabahacer.

Ahora tenemos un huerto propio,aunque no queda mucha leña. Lossoldados confiscaron la queteníamos y no pagaron por ella.Ahora tenemos que comprársela alos campesinos, que la sacan de los

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bosques de papá, pero no tienesentido protestar. Papá cree que enla primavera puede haber tantahambre que estallen peleas entrelas aldeas, así que trabajamos duropara conseguir estar lo más segurosposible y ser parte de lacomunidad. Al menos tenemos lascabras y la leche, y algunas gallinasque ponen huevos…

La carta seguía con más

descripciones de sus logros comogranjeros. Todas la leímos y releímos,saboreando cada palabra, agradecidasde saber que Serge estaba animado ycon buena salud, y bastante feliz a pesarde las dificultades. Vi lágrimas en los

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ojos de la condesa y mi corazón se llenóde compasión por ella. Con la pequeñaKatia en el regazo, comprendía muy bienel dolor que debía de sentir por lapérdida de su hijo.

—¡Qué muchacho tan valiente! —dije. Y la condesa sonrió, complacidapor el cumplido.

—Siempre lo ha sido.—Aunque de pequeño le gustaba

gastar bromas.—Parece que eso ya se le ha

olvidado, gracias a tu influencia,Dowthwaite. Lástima que no tuvieras elmismo buen efecto en Stefan.

—Ahora sé que nunca fue suamante —le dije, porque sentía lanecesidad de despejar la atmósfera entre

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nosotras, quizá porque ya no meconsideraba una sirvienta. Ni siquierame pagaba ya, con la excusa de que nodeseaba llamar la atención sacandomucho dinero.

Su reacción fue echarse a reír.—Fue muy divertido hacerte creer

que lo era. Muy entretenido ver lopreocupada y celosa que estabas.

Moví la cabeza con perplejidad. Tanpronto admiraba a aquella mujer y sentíacompasión sincera por ella por perder asu hijo, como al momento siguientedecía algo que me llenaba de furia.

—Lo has visto, ¿verdad? —preguntó.Me sobresalté de tal modo que sentí

que palidecía. En mi estupidez, habíaestado a punto de traicionarme. Lo

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visitaba todos los días, asegurándomesiempre de que no me siguieran.

—¡Ojalá pudiera! —exclamé—. Perono sé dónde está. —Miré aNianushki—. Al fin he decididopresionar más para conseguir mispapeles, pues hace tiempo que deberíahaberme ido a casa, ahora que ya no menecesitan aquí. ¿Quieres acompañarmeesta vez? Obviamente tu ruso es muchomejor que el mío.

—Estaré encantada de ayudar, aunqueno tengo deseos de que te marches,querida Millie. Lamentaré muchoperderte.

Cuando partimos a la mañanasiguiente para el consulado, la condesaestaba en la biblioteca con el chófer.

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—Víktor llega temprano por unavez —dije. Me envolví la bufandacontra un viento frío.

—He notado que cada vez pasa mástiempo aquí. Dudo que se fuera a casaanoche.

—Ah, pero nosotras seguimos sinnotar nada, ¿verdad?

—Yo recomiendo eso, sí —asintióNianushki con una risita.

Estuvimos horas haciendo cola ydiscutiendo, pero al final tuvimos éxito yvolví al apartamento llena de júbilo, conlos papeles en la mano.

La condesa estaba reclinada en susofá, como le gustaba hacer por lastardes. Ni siquiera abrió los ojos parahablar conmigo.

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—Dowthwaite, hoy he tenido noticiasde la policía sobre Stefan. Parece serque lo encontraron en un escondite allado del río. Lo arrestaron y lo metieronen la cárcel, y esta mañana ha sidoejecutado. Han acabado con él.

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CAPÍTULO 33

Sentí que no me quedaba nada por loque vivir. ¿Qué sentido tenía nada siStefan no estaba a mi lado? Ni siquierapodía empezar a asimilar lo que mehabía dicho la condesa. ¿Cómo podíaestar muerto cuando el día anterior mehabía abrazado debajo del puente yhabíamos hablado una vez más denuestros planes para un futuromaravilloso juntos? Todo era normal,con la nieve cubriendo todavía nuestropelo mientras nos besábamos, los barcosdeslizándose lentamente por el río Nevay la anciana vendiendo sus flores. Yahora él se había ido de mi vida para

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siempre.Nunca había conocido tanto dolor, ni

físico ni mental. Me oprimía el corazón,el pecho, todo mi cuerpo. La pena meconsumía y no podía pensar en otra cosaque en las horas, los días, las semanas ylos años que habíamos pasado sufriendocelos estúpidos, instigados por lacondesa. ¡Qué terrible desperdicio delcorto tiempo que nos había sido dadojuntos! Momentos preciosos perdidospara siempre.

—¿Por qué permitimos que nosseparara la condesa con sus trucos ymentiras? —sollocé, abrazada aNianushki. Ella no dijo nada, incapaz deencontrar palabras de consuelo. Selimitó a llorar conmigo—. Ahora que

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habíamos vencido todas las dudas y lafalta de confianza, lo he perdido parasiempre.

Y la culpa podía ser solo mía.Comprendí de pronto que sí me

habían seguido, y desde el principio.—Esa anciana que vendía flores

probablemente era la misma condesa.Nos vigilaba a distancia, tomando notade adónde íbamos.

Nianushki me miró consternada, consus pálidas mejillas mojadas por laslágrimas.

—Sin duda envió a Víktor a informara la policía y los llevó en persona hastael escondite de Stefan.

A medida que asimilaba la realidadde lo ocurrido, eso hacía su muerte aún

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más insoportable.—Quizá no lo habrían encontrado

nunca de no ser por mí.—No te culpes, querida niña. ¿Cómo

ibas a saberlo tú?—Él me lo advirtió una y otra vez. Y

sin embargo, nunca sospeché de unaanciana que vendía flores.

¿Cómo iba a poder vivir conmigomisma? Aquella noche yací en mi cama,sumergida en un torrente de pena, con eldolor de la pérdida aplastándome elcorazón.

Después de un largo y frío invierno, unode los peores que yo recordaba, llegópor fin el deshielo. Podía volver a ver a

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través de la ventana de mi dormitorio yun río de agua bajaba desde el alféizaral suelo a medida que se derretía elhielo. Mi aliento ya no formaba unaniebla en el aire y no sentíamos lanecesidad de envolvernos todo el día enmantas. Aun así, la condesa no estabacontenta y empezó a hacer planes.

—Odio la incomodidad de esteapartamento miserable —anunció un díacon calma—. No tenemos comidasuficiente ni calor. Aunque losbolcheviques se han llevado elautomóvil y muchas de mis pertenencias,podrían seguir molestándonos yllevándose más cosas. No veo motivopara seguir aquí. Deberíamos irnos antesde que empiecen a registrar nuestros

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cuerpos en busca de joyas. La tarde quevino el capitán tuve suerte de que elhombre tuviera tanta prisa por saciar sulujuria que ni siquiera se molestó endesnudarme, pero podría volver encualquier momento.

Yo estaba de acuerdo con eseargumento. Ninguna de nosotras estaba asalvo de atenciones masculinasindeseadas.

—¿Y adónde iría? —pregunté.—A Crimea. Ya he hablado con mi

madre y con Nianushki, pero no quierenacompañarme porque se sientendemasiado mayores y enfermas paraviajar. Pero tú puedes venir conmigo,Dowthwaite. Ahora que tienes ya tuspapeles, lo único que tienes que hacer es

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comprarnos un par de billetes de tren.—Solo saldrán dos trenes en marzo,

así que eso no será tan fácil comoparece —empecé a protestar yo. Peroluego perdí interés. ¿Qué más dabaadónde fuera si había perdido a Stefan?Crimea era un lugar tan bueno comocualquier otro hasta que pudieraencontrar un barco para Inglaterra.

A finales de mayo conseguimosencontrar un tren que iba en la direccióncorrecta y comprar los billetes. Partía aldía siguiente, y solo teníamos docehoras para prepararnos, aunque habíarumores de una disputa entre losbolcheviques y el ferrocarril, así que elviaje se podía anular en el últimomomento. Confiando en que no fuera así,

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me despedí de Ruth, de Ivy y de todasmis amigas de la Capilla Británica yAmericana. Me resultó muy difícildespedirme de mi amiga más querida.

—Tú también tienes que irte dePetrogrado —le advertí.

—Espero que llegue pronto unbarco —asintió Ruth— o que salga untren para Francia o Bélgica, cualquiersitio que me saque de Rusia. Tú nopiensas quedarte en Crimea, ¿verdad?Tienes que ir a casa.

—Desde luego, lo haré en cuantoencuentre un transporte que me lleveallí. Hasta el momento no he tenido éxitoy quizá sea más fácil encontrar comidapara Katia en Crimea. Es un lugar tanbueno como cualquier otro por el

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momento y más seguro que Petrogrado.Nos abrazamos y lloramos un poco,

sobre todo por la pérdida de Stefan.—Sé fuerte —me pidió ella—. Él no

querría que te rindieras. Vuelve a casa ylleva una vida plena.

Yo no tenía ni la menor idea de pordónde empezar a hacer tal cosa.

Nianushki y yo tardamos casi toda lanoche en preparar todo lo que queríallevarse la condesa, pero al fin tuvimostres baúles preparados para enviar a laestación por la mañana. Mis posesionesse reducían a una bolsa de mano, puesdejaba allí los libros y otros requisitospara el trabajo que había llevado

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conmigo tantos años atrás y que ahora yano parecían importantes. Nianushkipreparó también una pequeña cesta depícnic con comida para el viaje, sinduda quitándosela ella. La condesallevaba una bolsa consigo y yo tenía quecargar también con la niña. Guardé mispapeles y el pasaporte en una bolsapequeña que me até al cinturón porseguridad.

—No va a ser un viaje fácil —dije,preguntándome cómo nos íbamos aarreglar con tanto peso, aunque, porsuerte, nos acompañaba Iván—. Ydebemos llevar encima toda la ropaposible, aunque hará calor, por si sepierde algo o nos lo roban.

—No dé a entender que es usted una

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condesa —le advirtió Iván—. Ahora esla ciudadana Belinski, no lo olvide. Silos bolcheviques se enteran de quién esen realidad, la arrestarán.

Ella lo miró de hito en hito, ofendida.—¿Lo dices en serio?—Muy en serio, milady, igual que

habrían arrestado al conde si hubieraseguido viviendo en el apartamentocuando vinieron a buscarlo. Y recuerdelo que le ocurrió a su amigo DimitriKorniloff.

La condesa frunció el ceño y asintió.—Tienes razón, Iván. Soy la

ciudadana Belinski.Hubo más lágrimas cuando me

despedí de Nianushki.—Gracias por ser tan buena amiga y

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tan buena profesora. He aprendidomucho de ti.

—Yo también he aprendido mucho deti, sobre todo cómo controlar a los niñoscon amor y diversión en lugar de congolpes y castigos.

Lloramos más todavía, recordando anuestra querida Irina. Pero era hora deirse y seguir adelante.

—Te escribiré. Cuídate mucho ycuida de Babushka.

La anciana estaba bañada en lágrimascuando fui a despedirme y darle lasgracias por su amistad y por su apoyo alo largo de los años.

—Si algo sale mal y me necesitasalguna vez, aquí estaré —me dijo—. Nolo olvides.

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Cuando llegamos a la barrera de laestación, me puso muy nerviosa vercómo abrían y registraban todas lasbolsas y cómo desdoblaban yexaminaban cada prenda de ropa. Yotemía el momento en que nos tocara anosotras. La condesa, como siempre,ignoraba totalmente mi preocupación yordenó a Iván que subiera los baúles abordo.

El tren no ha llegado aún —señaló él—. El portero dice que lleva dos horasde retraso.

—¿Y qué se supone que debemoshacer entretanto? —preguntó la condesa,cortante.

—Sentarse en la sala de espera comotodo el mundo.

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Ella lanzó una mirada de desprecio ala multitud que se apretujaba dentro ydeclinó la propuesta. Podían llamarlaciudadana Belinski, pero todavía era unacondesa. Permanecimos sentadas en losbaúles en el andén de la estación durantecasi tres horas y nos lo registraron todo.Ninguno de los baúles contenía ningunajoya, pero la condesa había insistido enempaquetar algunos objetos preciosos,entre ellos un tintero, bandejas,candelabros y aceiteras de plata, ademásde varias cajas de esmalte incrustadasen oro.

—¿Y si nos registran los guardias olos funcionarios de aduanas y losencuentran? —le había preguntado yo.

—Tendremos que confiar en que no

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lo hagan. Me niego en redondo a dejaralgo de valor aquí para que se lo llevenlos bolcheviques.

Por suerte yo había conseguidoesconder muy bien los objetos y elfuncionario tenía mucho más equipajeque registrar, así que sus esfuerzosfueron superficiales, e interrumpidoscontinuamente por preguntas de lacondesa. Al final sospecho que se alegróde escapar y dejarnos en paz.

Cuando ya casi habíamos perdido laesperanza, el tren entró en la estación,soltando chispas calientes que volabandel fuego de madera que alimentaba lalocomotora. Iván cargó los baúles en elvagón del equipaje y nosotras corrimospor el andén buscando un vagón que

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tuviera asientos libres.—Solo nos permiten unos minutos

para subir a bordo, así que vamos arribay ya buscaremos asientos luego —dijeyo, casi empujando a la condesa sobreel escalón. No era fácil, pues losvagones de los trenes rusos son muchomás altos y anchos que los ingleses—.Tendrá que ayudar —le recordé—. Yollevo a la niña, la cesta de la comida ymi equipaje de mano.

Ella chasqueó la lengua con irritacióny por una vez accedió a llevar su bolsa.

—¿Y qué hay de Iván? —preguntócuando nos encontramos agarradas a unacorrea apretujadas en el pasillo. Habíatanta gente que casi no podíamosrespirar.

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—No se preocupe. Nos encontrará.El tren empezó a salir de la estación

con una sacudida.—Bueno, ve a buscar esos asientos

que has prometido, Dowthwaite. Nopienso ir así todo el viaje.

Reprimí un suspiro y empecé abuscar, agradecida de que al menosestuviéramos en camino.

Fue un viaje largo y agotador, y poralguna razón estuve nerviosa todo el ratoa pesar de tener todos los papeles enregla y de que no había nada sospechosoentre mis pertenencias. Y menos mal,porque en todas las estaciones subiógente a registrar. Si veían algo que no

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les gustaba o que quizá querían para sí,se lo llevaban. A un hombre le quitaronsu gorro de piel y una pobre mujerperdió así su comida. Los guardias delferrocarril y los soldadosintercambiaban palabras furiosas,llamándose unos a otros con el términoya familiar de «camarada», nombre quellegué a odiar porque era evidente queeran cualquier cosa menos eso.

Nos adelantó un tren con vagonesabiertos cargados de ataúdes, lo cual meprovocó un escalofrío en la espalda.Cuanto más veía de la nueva Rusia, másimpaciente estaba por volver a la vieja yaburrida Inglaterra. Crimea sería solo elcomienzo de mi nuevo viaje. En cuantollegáramos allí, empezaría a preguntar

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por trenes que fueran hacia el sur.Al final conseguí encontrarnos un

asiento, aunque en el vagón hacía muchocalor. Había soldados tumbados portodo el suelo y el aire hedía a tabaco ycuerpos sucios.

—Nianushki ha empaquetado latetera y té, pero no tenemos aguacaliente.

—Dame la tetera —dijo Iván.Regresó minutos después con la teterallena y pudimos hacer té. No le preguntéde dónde había sacado el agua caliente,pero se la agradecí muchísimo. Despuésde comer nosotros, di de comer a la niñamientras la condesa conversaba conIván. Debí de quedarme dormida,porque cuando me desperté estábamos

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entrando en otra estación.—Ya estamos otra vez —dije con un

suspiro de cansancio, y besé a lapequeña Katia, que seguía dormida.

Como siempre, varias personassalieron del tren para estirar las piernaso comprar comida a los vendedores quellenaban el andén de todas lasestaciones con la esperanza de venderalgo.

—Nosotros también nos estamosquedando sin comida —dijo la condesa—. Ve a buscar más, Dowthwaite. Nosquedan horas de viaje.

Aquello me sorprendió.—¿De verdad? Pensaba que nos

quedaba mucha.Estaba a punto de abrir la cesta de

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pícnic para comprobarlo, pero ella medetuvo con aquella impaciencia suya.

—No había suficiente, en particularpara Iván, que es un hombre. Deja dediscutir y date prisa o no quedará nadapara comprar.

Me dio veinte kopeks y un empujón, yyo, como siempre, hice lo que meordenaba.

Las colas eran largas y Katia se ibaponiendo irritable, pero al finalconseguí comprar algo de pan y queso.Me gasté en ello los veinte kopeks, perome consideré afortunada, pues hasta lasgalletas costaban el doble de lo normal.Cuando me disponía a subir al tren, medetuvo uno de los bolcheviques.

—Un momento —dijo—. Antes

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tenemos que registrarte.Pensé en las joyas cosidas en mi ropa

y la de la niña y el corazón me dio unvuelco, aunque intenté sonreír y seramable.

—Como ves, camarada, no llevoequipaje conmigo, salvo la bolsa de laniña. Solo he salido del tren paracomprar comida para la niña y para mí.

No me parecía inteligente mencionarque era sirvienta de una condesa.

—Enséñame tus papeles.Los saqué de la bolsa atada a mi

cinturón y cuando él los leyó, vi que lecambiaba la cara.

—O sea que eres una condesa,¿verdad?

—¿Qué? No, por supuesto que no —

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protesté.—No me mientas, ciudadana. Tus

papeles revelan claramente que eres lacondesa Olga Belinski, esposa delconde Vasili Belinski. En cuyo caso,tengo que informarte de que quedasarrestada.

La prisión en la Fortaleza de San Pedroy San Pablo, situada en la isla Zaiachien Petrogrado, era tan terrible comohabía temido. Cuando me transportaronen un automóvil sobre el puenteIvanovski, por el patio y desde allí alinterior de la fortaleza por la Puerta deSan Pedro, estaba aterrorizada, más quepor mí por Katia, a la que apretaba

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contra mi pecho. Declaré mi inocenciauna y otra vez, expliqué que no era unacondesa, que todo era un error y yo erainglesa.

Nadie me escuchaba. Desde luego, noel guardia que me quitó casi todas misposesiones y mis ropas y me encerró enuna de las celdas oscuras y húmedas delbastión Troubetzkoi. Intenté hablarle enruso, francés e inglés, pero sinresultado. Me ignoró por completo.

Curiosamente, no me sorprendiómucho el modo en que me habíaengañado la condesa. Era típico de lamujer que había llegado a conocer ydespreciar. Aunque admiraba su belleza,su coraje y su espíritu animoso, habíasido una tonta al confiar en ella. Solo le

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importaba ella misma y haría todo loque considerara necesario para salvar supellejo. El hecho de que le hubieraservido bien durante casi siete años nocontaba para nada. Ni tampoco sentía lamás mínima consideración por la niñainocente a la que ya había rechazado unavez.

—Yo no debería estar aquí —gritécuando se cerró la puerta—. No soyquien ustedes creen.

La única respuesta fue la carcajadadel guardia cuando se alejó y el sonidode sus botas resonando por el pasillovacío.

Sabía que la cárcel se usaba paraencerrar a ministros de la época del zary miembros del Gobierno Provisional de

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Kerenski. A juzgar por la cantidad depersonas que había visto haciendo colaen el patio para ser interrogadas, entreellas mujeres elegantemente vestidas, lamayoría no tenían ni la menor idea depor qué habían sido encarceladas. Habíacomerciantes acusados de vendercomida sin permiso, soldados quehabían violado la ley robando algo yvendiéndolo y personas quesimplemente parecían muy sorprendidas,como si no tuvieran ni idea de por quéestaban allí, más o menos como yo.Todas las caras revelaban ansiedad,fatiga y miedo.

El primer problema que encontré fuela falta de comida. Creía que sabía loque era el hambre cuando vivía en el

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apartamento, pero no era nadacomparado con el que sufrí en la cárcel.Alimentar a los prisioneros no parecíaser una prioridad, o ni siquiera unaconsideración. El pan se distribuíamediante cupones, pero consistía en unamezcla de trigo sarraceno, arena, yeso ypaja. Era imposible comerlo sinvomitar. Si no tenías amigos o familiaque te trajera comida, podías morir dehambre y no le importaría a nadie.

Conseguí persuadir a mi carcelero deque me trajera leche para la niña, perono me ofreció nada más.

—Necesita algo más que leche. Esuna niña y tiene que crecer.

—Ese no es asunto mío.—Por favor, ¿me puede traer papel y

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lápiz para escribir a una amiga pidiendoayuda?

Él se frotó el índice y el pulgarpidiendo dinero.

—Le daré dinero cuando pueda. —Pensé en el dinero y las joyas que habíacosido la condesa dentro de la ropa queme habían quitado. ¿Volvería a verla?Aunque en aquel momento, esa parecíala menor de mis preocupaciones—. Oh,¿y podrían darme al menos la ropa de laniña, la bolsa con el biberón y lospañales y su chal y su manta? Aquí hacefrío.

Me trajo papel, lápiz y todas laspertenencias de Katia, así que debía detener corazón después de todo. Le di lasgracias y escribí enseguida a Nianushki.

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Pocos días después me llevaron unacesta de comida a la celda, que incluíapuré de zanahorias para la niña. Meapresuré a dar de comer a Katia, quehabía pasado la fase de los gritos yentrado en un estado lastimoso deinactividad que me aterrorizaba.

En aquel momento yo llevaba tresdías sin probar bocado y la mera idea decomer algo me producía náuseas, engran parte debido al hedor a orina yheces y a las ratas y otras alimañas.Pero tenía que comer si queríasobrevivir y seguir protegiendo a Katia.Conseguí tragar algo de pan y agua,mordisqueando un poco cada vez hastaque la sensación de náuseas y losdolores de vientre empezaron a remitir

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un poco por fin.Después de eso llegaba una cesta

todos los días. Nianushki enviaba lo quepodía. Yo le estaba profundamenteagradecida a mi vieja amiga, que se veíaobligada a conseguir un permiso todoslos días y convencer a uno de losguardias de que me entregara la comida,lo cual sin duda le costaba un soborno.

—¿Puedo hablar con la persona alcargo? Tengo que explicarle por quéllevaba los papeles equivocados —pregunté un día a mi carcelero, pensandoque, si era lo bastante amable parallevarme la comida, estaría tambiéndispuesto a ayudarme en otros sentidos.

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Pero me dejó muy claro que no sentía elmenor deseo de mezclarse con losproblemas personales de losprisioneros.

Nos permitían recibir cartas, ademásde comida, pero antes las abrían y lasleían. Nianushki empezó a escribirme enfrancés, pues era obvio que los guardiasno lo entendían. Yo dudaba que algunoscarceleros supieran leer ruso, pero sinduda querían dar la impresión de ques a b í a n . Nianushki me escribíaconstantemente y me aseguraba queestaban haciendo todo lo posible porconseguir que me pusieran en libertad.

Hemos explicado quién eres enrealidad, aunque no hemos sabido

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nada de la condesa. Ni se hadisculpado ni ha devuelto tuspapeles. Pero Babushka y yoestamos decididas a noabandonarte ni dejar de luchar portu libertad. Estamos haciendo todolo que podemos por conseguir quete suelten.

Yo lloraba de gratitud por su apoyo.Lo peor de todo era la monotonía, las

horas y días interminables que searrastraban lentamente sin nada en loque ocupar mi tiempo excepto mis tristespensamientos, con mi anhelo de Stefanhundiéndome en un foso dedesesperación. ¿Desaparecería algunavez aquella horrible sensación de

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pérdida? Empezaba a dudarlo. Lo únicoque oía eran los lamentos de algúnpobre ser al que golpeaban o los gritosde una mujer a la que estaban violandolos soldados. Ese era un miedo que memantenía despierta noche tras nochesobre la tabla dura que pasaba porcama. Quizá tener una niña que llorabacontinuamente de hambre espantaba alos soldados, pero fuera lo que fuera, meconsideraba afortunada de que no sehubieran metido conmigo.

Una mañana nos despertaron alamanecer y nos ordenaron salir de lasceldas. Yo llevaba solo una enagua defranela, pues me habían quitado el restode la ropa. Seguí a los demásprisioneros descalza, aturdida por el

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miedo y sin entender adónde íbamos.Nos llevaron a la Plaza de la

Monnaie, delante de la catedral, dondevimos que habían cavado una trincheraenorme. Cuando vi el montón de cuerposque había dentro, comprendí lo que era yempecé a temblar de terror. ¿Acaso miscompañeros y yo íbamos a reunirnos conellos? Oía llantos y sollozos de miedo ami alrededor. Pero entonces alinearon atres soldados delante de la tumba, lesdispararon uno a uno y cayeron en latrinchera. Cuando terminaron esa tarea,los guardias empezaron a echar tierrasobre la tumba y nos enviaron de vueltaa nuestras celdas.

Querían que supiéramos lo queocurriría si no nos portábamos bien y no

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hacíamos lo que nos decían.El día que me dijeron que tenía una

visita fue el mejor de mi vida. Esperabaque fuera Nianushki, que llevaba algúntiempo intentando conseguir permisopara verme. En vez de eso, vi la figuraregordeta y acogedora de mi queridaamiga. Tenía los ojos llenos de lágrimascuando entró en la pequeña habitaciónpreparada para ese propósito.

—¡Oh, Ruth! —grité. Y ella nosabrazó con fuerza a Katia y a mí.

—¿Cómo estás? ¿Estássobreviviendo? ¿Tienes comidasuficiente? Cuando me contaron queestabas aquí no podía creerlo. ¿Quéhaces aquí?

Contesté brevemente a sus preguntas

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y le conté en pocas palabras que lacondesa debía de haber cambiadonuestros papeles cuando yo dormía parasalvarse ella y después me habíaengañado para que bajara del tren.

—P e r o Nianushki y la queridaBabushka están haciendo todo lo quepueden por mí y me traen comida.También están intentando que me ponganen libertad, pero no tengo muchasesperanzas. De aquí no sale nadie,¿verdad?

—Pero tú eres inglesa, y eso deberíabastar —protestó ella—. Aunque lascosas han cambiado. Parece ser que haymuchos extranjeros presos. Oye, notengo mucho tiempo, solo me han dejadocinco minutos. Mañana parto para

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Inglaterra en un tren y en Bélgica subiréa un barco. Pero no quería irme sinverte. ¿Qué puedo hacer por ti, Millie?Dímelo y lo haré.

—Llévate a la niña. —Le puse aKatia en los brazos sin un momento devacilación.

Ruth miró a la niña, sorprendida.—¡Oh, Dios mío! ¿Estás segura? Yo

no sé nada de bebés. —En aquelmomento se abrió la puerta y el guardiale hizo señas de que era hora de irse.

—Eso da igual. Tú solo dale decomer y quiérela. Llévala a Inglaterra yhaz que esté segura. Yo no puedo hacernada por ella aquí. Si me dejan saliralguna vez, iré a buscarla. Si no… —Hice una pausa con la garganta oprimida

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por las lágrimas—. Si no, procura quesepa que la quise y solo renuncié a ellapara que estuviera segura. ¿Harás esopor mí?

—Lo haré, Millie. Me encargaré deque Katia esté segura y bien cuidada, loprometo.

Las miré alejarse con el corazóndestrozado. Katia me tendía sus bracitoscomo si me suplicara que no la dejara ir.Me devolvieron a mi celda, donde medejé caer sobre la dura cama y lloré.Había perdido a Stefan y ahora a miadorada Katia, y todo por lasmanipulaciones egoístas de una mujerque, por lo que a mí respectaba, habíacausado mucho más daño en mi vida quela propia revolución.

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CAPÍTULO 34

—Mi corazón llora por ti —dijo Abbie—. No puedo imaginar cómoconseguiste lidiar con una pérdida así,por no hablar de los horrores de esaprisión. Y, mientras tanto, la condesa sehabía fugado con tus papeles y con el talIván, que seguramente era suamante —«No solo entonces sinoposiblemente el resto de su vida»,pensó.

Había llegado a la desagradableconclusión de que no la había seguidoEduard sino el visitante que había ido achantajearla a la tienda. Le preocupababastante cómo lidiar con él. Después de

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su marcha se había quedado temblando,en parte de miedo, pero también defuria. Temblaba tanto que había tenidoque cerrar la tienda hasta que se hubopreparado café y se hubo tranquilizado.¡Cómo anhelaba que Drew estuviera enel local de al lado, como había estadotoda la semana anterior cuando ella lohabía ignorado! Si hubiera estado allí,Abbie no habría dudado en acudir apedirle ayuda y consejo. Nunca habíaestado tan asustada.

Llevaba una hora escuchando lahistoria de su abuela. Toda la familia sehabía unido a ellas después de acostar alos niños, pues Abbie pensaba que todosdebían estar al tanto de lo que ocurría.Fay y Robert parecían algo perplejos,

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pero habían accedido a asistir y oír loque tenía que decir. Abbie, sin embargo,quería ir despacio.

Tomó la mano de su abuela y laapretó con gentileza.

—Abuela, sé que la condesa vinoaquí en los años treinta, cuando mimadre era muy joven. He hablado conuna vieja amiga suya, Joan Sanderson, yme ha contado que Olga convenció aKate para que se fuera con ella a laRiviera. Aquello tuvo que ser muydifícil para ti.

—Le contó muchas mentiras que eradifícil refutar. Después de todo, solo erasu palabra contra la mía, y ella eracondesa y la policía probablemente lacreería antes a ella que a mí.

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—Pues parece que algunas de esasmentiras se siguen contando todavía.

Abbie habló de la visita reciente deIván y de las amenazas que le habíahecho. Eso los sobresaltó a todos y ellavio con preocupación que su abuelapalidecía. A la anciana parecía faltarleel aire y se frotó el pecho con la palmade la mano, lo que asustó mucho aAbbie.

—Abuela, ¿qué ocurre? ¿Te sientesmal?

Fay se puso en pie de un salto.—¿Llamo al doctor? —preguntó.—No, no, estaré bien en un momento.

Es solo el shock de volver a oír esenombre. Él fue amante de Olga, uno deellos, el hermano del chófer, que

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también había sido amante de ella. Ivánfue el que puso la bomba y el que laayudó a robarme mis papeles. Estoysegura de que ha habido muchos amantesmás desde entonces, pero Iván le hapermanecido fiel.

Tom había ido a buscarle un vaso deagua, que Millie aceptó con una sonrisaagradecida. Un momento despuéscontinuó tercamente con su historiamientras Robert le sostenía la mano.

—Olga intentó hacerme chantajecuando vino a vernos antes de la guerra,pero me negué a seguirle el juego y poreso se llevó a mi hija y la volvió contramí. Por suerte, Kate, que era lo bastanteinteligente, acabó por darse cuenta desus manejos y volvió a casa. Eso dejó

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una cierta incomodidad entre nosotras,pues las dos teníamos cuidado de nodisgustar a la otra, aunque con el tiemponos fuimos relajando. Al menos lacondesa fracasó en su intento derobármela.

—Pero ¿por qué quería hacerlo,después de haberla abandonado deniña? —preguntó Abbie.

—Por el dinero, el fideicomiso quehabía establecido el condegenerosamente a nombre de Kate. —Eltono de Millie era sereno—. El dineroera siempre lo más importante paraOlga.

—Si quieres saber mi opinión,abuela, sospecho que la razón de quemamá estuviera casi en bancarrota era

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que la condesa la estuvo chantajeando,dejándola sin fondos a los que ella creíatener más derecho. Según el tal Iván,también estaba resentida porque lehubieran dado Carreck Place a Kate.

—Papá, me pregunto si será él quienescribió esa carta insistiendo en quetenía derecho a la casa y se aseguraríade que nos desahuciaran —intervinoRobert.

—Ah, sí, recuerdo vagamente que lomencionaste —dijo Abbie—. Deberíahaberte prestado más atención.

—Investigué ese asunto —explicóTom—, pero no conseguí descubrirnada, pues fue entregada en mano y nisiquiera podía leer la firma.

—Mmm, pero resulta muy probable.

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Iván, o como se llame, no es un hombreagradable, eso lo puedo asegurar —dijoAbbie. Un escalofrío recorrió suespalda al recordar la amenaza oscuraen los ojos del hombre.

Millie asintió.—Estoy segura de que la condesa

ambicionaba la casa, puesto que habíaderrochado todo su dinero en vivir bieno en pagar a sus amantes. Nunca confiéen ella y tenía razón. Pero a pesar de micautela, averiguó de algún modo dóndeestábamos y vino a vernos para sacarnostodo el dinero que pudiera. Me temo quea mí se me escapó lo del fideicomiso, ungrave error por mi parte, ya que eso hizoque estuviera más decidida que nunca ahacer suyo el dinero.

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Robert le dio una palmadita en lamano.

—No te eches la culpa, abuela.Todos cometemos errores en la vida. Siperdemos Carreck Place no será por ti.

Abbie lo miró a los ojos y sonrió,reconociendo así el cariño de él por suabuela. Ambos hermanos aceptaron ensilencio que por una vez estaban deacuerdo.

—Creo que, después de la muerte dela condesa, el tal Iván siguió exigiéndoledinero a mamá.

Millie cerró los ojos con agoníaimpotente.

—Oh, Abbie, no voy a decir quelamente la muerte de esa horrible mujer,pero puede que tengas razón. Iván es

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malo. Si la condesa de verdad hamuerto, no hay nadie más que puedareclamar esta casa. El conde jamás mela quitaría, ni Serge tampoco,suponiendo que sigan con vida, lo cuales algo que nunca sabremos.

—Si Abbie tiene razón, deberíamosinformar a la policía —intervino Tom—. El chantaje es un delito.

—No solo eso —comentó Abbie—.Además, todo esto aumenta missospechas de que mamá no se suicidó.Después de todo, estaba ahorrando paraun viaje a Rusia, un sueño que habíaacariciado desde hacía mucho. ¿Por quése iba a suicidar? ¿Y cómo sabía Ivánque tenemos un «salón con hermosospaneles de madera» a menos que haya

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estado en la casa?Siguió un silencio mientras todos,

boquiabiertos, consideraban la horribleposibilidad de por qué había aparecidoKate ahorcada. Fay fue la primera enpoder hablar, aunque solo en un susurro.

—¡Oh, Dios mío, Abbie! ¿Estássugiriendo que ese hombre fueresponsable de su muerte?

—Sí. ¿Y si mamá se negó a seguirpagándole y él la mató?

Todos cruzaron miradas en silencio.Al cabo de un momento, Tom descolgóel teléfono y marcó el número de lapolicía.

Resultó muy fácil tenderle una trampa.

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Iván llegó siete días después a la horafijada exigiendo que le pagara. Abbie,que se había sentido bastante seguramientras planeaban aquello, en aquelmomento sentía que la seguridad laabandonaba.

—Espero que esto sea el final —dijo.Alisó los billetes sobre el mostrador,esforzándose por impedir que letemblaran los dedos.

A Iván debió de hacerle gracia elcomentario, ya que soltó una risita.

—Eso habrá que verlo, ¿no crees? Y,por supuesto, están también los pagosmensuales, no lo olvides.

—Recuérdeme cuánto pidió. Ese díaestaba demasiado sorprendida paraasimilar los detalles. —El plan consistía

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en hacerle repetir la amenaza, pero aAbbie no le resultaba fácil, pues suinstinto la impulsaba a salir corriendotan rápido como le fuera posible.

Él se inclinó con una mueca en sucara gorda y arrugada y mostró sushorribles dientes amarillos y rotos.Abbie percibió el hedor de su aliento.

—Cuatrocientas libras al mes todoslos meses, o quizá sería mejorquinientas. Sí, digamos quinientas, yprocura no olvidar nunca un pago.

—¿Y por qué iba a aceptar yoeso? —preguntó Abbie. El corazón lelatía con tanta fuerza por el miedo queestaba segura de que él podía oírlo.

—Tendrás que aceptarlo, a menosque quieras acabar como tu madre.

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A Abbie le recorrió la espalda unescalofrío.

—¿Cómo podría ocurrir eso? ¿Quéestá diciendo?

En los ojos de él surgió un brillopeligroso. Extendió un brazo, la agarrópor el pelo y tiró de ella hasta la mitaddel mostrador. El dolor hizo que Abbiesoltara un grito de alarma, y él leescupió sus siguientes palabras en lacara.

—¿T ú crees que esa perra egoístatenía valor suficiente para quitarse lavida? Eso no tenía que haber pasado,pero ella se negó a escuchar. Se negó enredondo a cooperar. Decía que estabacasi en la ruina, que la condesa la habíadejado ya sin blanca. ¡Qué tontería!

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Todavía tenía esa maldita casa, ¿no? Yme lo debía por los años que habíapasado buscándola, igual que se lodebía a la condesa por haberle robadolo que era suyo.

—Usted no tiene ningún derecho anuestra casa. El conde se la dejó a mimadre.

—¿Y cómo piensas detenerme? Lomás seguro es que me entregues lapropiedad. Si no lo haces, quizá elijavengarme con tu hija para compensarpor la que tu abuela le robó a lacondesa.

En aquel momento el mundo enteropareció explotar. Se abrieron las puertasy entraron policías desde todas lasdirecciones. Por supuesto, lo habían

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oído todo, tanto las amenazas como laconfesión de Iván. Curiosamente, fueRobert, que estaba escondido con lapolicía, el primero que tomó a Abbie ensus brazos.

—Muy bien, hermana. Has sido muyvaliente.

Después de horas de interrogatorios, lafamilia Myers recibió la noticia de queIván Litkin había sido acusado deasesinato. Ahora estaban reunidos en elinvernadero, celebrando su victoriamientras cada uno se esforzaba enprivado por cerrar viejas heridas que sehabían reabierto y asimilar la terribleverdad sobre la muerte de Kate. Los

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niños también estaban presentes, así quelos demás tenían mucho cuidado con loque decían. Por suerte, Aimée yJonathon no prestaban mucha atención alos adultos y reían juntos en un rincón,como siempre, mientras Carrie atacabaun helado y se manchaba de chocolatelos mofletes rechonchos.

—Al menos ahora sabemos que no tedejó por voluntad propia, papá —comentó Abbie con suavidad—. Fuefeliz contigo hasta el final y estabaplaneando unas vacaciones maravillosaspara los dos.

Tom asintió con lágrimas en los ojos.—No es un gran consuelo, pero algo

es algo, supongo. Y tenemos queagradecerte a ti el haber descubierto la

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verdad.—He hecho muchas preguntas, sí, al

orfanato, a sus amigas y a la pobreabuela, pero lo que acabó al final conese hombre fueron su propia arroganciay avaricia. —Abbie no conseguíadisfrazar la amargura de su voz.

—Creo que tu hermano quiere decirtealgo —intervino Fay. Miró a su esposocon una sonrisa irónica.

Robert carraspeó y murmuró unadisculpa.

—Perdona, no te he oído bien.Él respiró hondo.—Siento haber sido tan duro contigo

culpándote de la muerte de mamá.Estaba un poco destrozado por la pena.

—Todos lo estábamos —asintió

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Abbie.—Estaban también los problemas

económicos, y confieso que siempre heestado algo celoso del modo en que tetrataba mamá, como si fueras algoespecial.

—Pues claro que soy especial. Soyuna chica muy sexy.

Abbie rio e intercambió una miradacon su cuñada, que se tapó la boca conla mano para reprimir una risita.

Abbie abrazó a su hermano.—No te preocupes, yo también me he

mostrado un poco prepotente, así que¿podemos considerarlo un empate yacordar una tregua?

Los dos se estrecharon la manosonrientes.

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Tom movió la cabeza con un suspirode resignación.

—Es lo mismo que hacían de niños.Pelearse y hacer las paces todo eltiempo. Seguro que la semana que vienevuelven a estar reñidos.

—¿Por qué hacen eso? —quiso saberAimée, que se había acercado a ver loque ocurría.

—Porque no son tan inteligentescomo tú, tesoro —le contestó su abuelo.La subió a su regazo para darle un besoy un abrazo.

Abbie sonrió. Le enternecía verlosfelices juntos.

—Propongo que dejemos todo estoatrás y recordemos a mamá por la vidaque llevó y no por la manera en que

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murió.Y cuando todos alzaron su vaso para

brindar por el recuerdo de Kate, Abbie,por primera vez en años, se sintiósatisfecha de estar donde estaba y de alfin poder formar parte de su familia.

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CAPÍTULO 35

El verano estaba en su apogeo, el ferryllevaba pasajeros de una orilla a otradel lago, los niños pescaban truchas ysalmones, las familias hacían pícnics enlas pequeñas playas de piedrecitas opaseaban en sus lanchas y botes deremos. Todo el mundo disfrutaba deltiempo soleado y se lo pasaba bien.

—Las familias son una parteimportante de la vida —comentó Millie,que paseaba del brazo con su nieta—.¿No te parece?

—Claro que sí. En cuanto pueda,contrataré otra dependienta para poderpasar más tiempo con mi hija, quizá

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cuando vuelva de su viaje de dossemanas a Francia. —Abbie hizo unapausa corta—. Tendré que contarletodas estas cosas horribles antes odespués, pero espero que cuando sea lobastante mayor para entenderlas y lidiarcon ellas. Pero seré completamentesincera con ella, porque creo que lossecretos no son nada bueno —añadió,mirando de soslayo a su abuela.

Millie soltó una risita.—Puede que tengas razón. Sin

embargo, todo depende de lascircunstancias. Yo seguí el consejo delconde y opté por guardar silencio paranuestra seguridad. Guardé en secreto laverdad del nacimiento de Kate porquesiempre temía que pudiera venir la

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condesa a buscarla, como al final hizo.No solo me aterrorizaba perder a mipreciosa hija, sino también lo quepudiera hacerle la condesa. Igual queKate nunca me dijo que Olga le estabahaciendo chantaje, por miedo a quetambién se entrometiera en mi vida.

—Ahora comprendo por qué mamáno quería que entrara en el negocio.Intentaba protegerme. —Abbie se quedópensativa unos minutos mientrasconsideraba aquel punto de vistadiferente y cómo podían haber afectadoaquellos miedos a la relación entre ellas—. Me alegro de que ahora lo sepamostodo, aunque es imposible saber si lasinceridad habría salvado a mamá, encaso de que todos hubierais sabido esto

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antes.—Es mejor no pensar en ello.Abbie apretó con gentileza la mano

de su abuela.—¿Cómo saliste de la prisión? —

preguntó.—Me rescató Babushka, por

supuesto, pagando una multa enorme, oquizá sea más apropiado llamarlosoborno. Nianushki no estaba bien y lasdos mujeres pasaban hambre. Pasé aocuparme de la anciana, después deexplicarle que había enviado a Katia ami casa en Inglaterra para que estuvierasegura. Era más fácil dejar que siguierancreyendo que la niña era mía en lugar dedisgustarla más contándole la verdad. Nisiquiera sabía si su hija estaba viva o

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muerta. En aquella época la gentedesaparecía y no se volvía a saber nadade ellos. Y ella ya había sufridobastante.

Cuando murió, víctima del hambre yla pena, en 1919, decidí intentar escaparcruzando las montañas. Nianushkiquería reunirse con el conde, que seguíaen la hacienda. Pero ella me ayudó,haciendo sacrificios enormes parabuscarme comida y conseguirme nuevospapeles, y convenciendo al banco de queme permitiera sacar suficiente dinerodel que me había dado el conde para quepudiera partir. Nos despedimos una vezmás con cariño, llorando las dos, puessabíamos que sería improbable quevolviéramos a vernos. Volví a tomar un

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tren y pagué a un guía para que meayudara a cruzar las montañas.Caminamos durante días con nieve yfrío, y al fin nos refugiamos en unacueva. A pesar de mis esfuerzos por locontrario, debí de quedarme dormidauna noche por puro agotamiento, pues nosupe nada más hasta el amanecer,cuando me despertó un sonido extraño.Miré a mi alrededor en busca del guía,pero no lo veía por ninguna parte. Elhombre al que había pagado una sumaexorbitante, casi todos los kopeks queposeía, me había abandonado y estabasola.

—¡Oh, abuela, qué horror! Y despuésde todo lo que habías sufrido ya.

—Me di cuenta de que me había

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despertado el ruido de los cascos de uncaballo sobre las piedras, lo queindicaba que estaba a punto de tenercompañía poco grata. Casi esperabaencontrarme con bandidos y empecé atemblar cuando oí que se acercaban,hasta que una voz dijo:

—¿Qué? ¿Ni siquiera me das un besode bienvenida?

—Abrí los ojos con incredulidad, ypor un momento creí que estaba soñandoo me había muerto y había ido al cielo.Pero allí, de pie ante mí, estaba miquerido Stefan.

—¡Oh, abuela, no te creo! ¿Cómoocurrió eso? Yo creía que estabamuerto.

—Esa fue una más de las mentiras de

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la condesa. Tendría que haberloadivinado. Dudo que dijera la verdad entoda su vida. Stefan había sido arrestadoy encarcelado, sí, pero no había sidoejecutado como había dicho la condesa.Nianushki había investigado en secretoy había conseguido encontrarlo, se lashabía arreglado para convencer alguardia de que era inocente del crimenque le imputaban y lo habían sacadotambién pagando otro soborno. Stefanhabía quedado en libertad y habíaseguido el mismo camino que yo, tal ycomo se lo había descrito Nianushki.

—¡Qué buena amiga fue para ti! Unverdadero tesoro.

Millie besó a su nieta en la mejilla.—Sí que lo fue. Nuestro reencuentro

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fue precioso, y muy íntimo, así que nodiré nada más a ese respecto, pero lalibertad estaba por fin a la vista.Cruzamos las Montañas del Cáucaso ysobornamos a un barquero para que noscruzara el Mar Negro. Nuestro periploduró meses, pero nos fuimos acercandopoco a poco a Inglaterra.

Abbie parecía preocupada.—¿Y qué fue de Stefan después de

eso?Ahora el rostro de su abuela estaba

radiante.—Le pareció buena idea cambiarse el

nombre por si los bolcheviques venían abuscarlo por la bomba quepresuntamente había colocado. Adoptóel nombre de su abuelo materno, Anton

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Nabokov.—Ese es mi abuelo.Millie rio.—Claro que sí. Nuestro amor se

había visto desgarrado por una mujerque nos había hecho más daño que lapropia revolución. Pero al final tuvimosuna vida feliz juntos hasta que murió en1950, con sesenta y dos años. Era solocuatro años mayor que yo, y deberíamoshaber disfrutado de muchos más añosjuntos, pero había sufrido más que yo enprisión, así que doy gracias por labendición de los años que pasamosjuntos.

Abbie abrazó a su abuela con los ojosllenos de lágrimas.

—Tuviste mucha suerte de tenerlo.

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Era un hombre encantador.Las dos guardaron silencio, hasta que,

cuando volvían ya a la casita, Abbiepreguntó:

—¿Y qué pasó con tu amiga Ruth?¿Volviste a verla alguna vez?

Millie negó con la cabeza.—Por la última carta suya que recibí

justo antes de salir de Rusia, sabía quehabía dejado a Kate en el orfanato deStepney porque se iba a casar y su futuroesposo no estaba preparado para asumirla responsabilidad de la niña de otraspersonas. Andaban escasos de dinero,así que fue una decisión razonable.

—Y por eso te fuiste hasta Londres aadoptar una niña.

Millie asintió.

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—Fui a buscarla, sí. ¡Y qué alegríacuando la encontré! La tomé en misbrazos y quise salir corriendo con ellaallí mismo, pero, por supuesto, teníamosque hacerlo todo legal. Ruth le habíapuesto la versión inglesa de su nombrepara protegerla. Yo no quería que Katesupiera toda la historia, por razones queya te he explicado. Pero cuando fue lobastante mayor, empezó a hacerpreguntas. Como tú dices, es difícilguardar secretos eternamente.

Cuando llegó a la puerta de su casita,Abbie se detuvo un momento para dejarentrar a su abuela primero.

—Ah, abuela, olvidaba mencionarque tengo una sorpresita para ti. Unsecreto mío para variar.

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Millie frunció el ceño.—¿Qué secreto puede ser ese?—Uno bueno, Millie Dowthwaite, o

al menos eso espero.Millie miró con ojos muy abiertos a

la mujer que caminaba hacia ella conlágrimas de alegría corriendo ya por susmejillas, y se dejó estrechar en uno delos famosos abrazos de Ruth.

—¿Y qué pasa con mi vida amorosa? —se preguntó Abbie a sí misma al díasiguiente, cuando estaba sentada en subanco de trabajo tallando un trozo deámbar.

Estaba practicando con una piezabasta, con la esperanza de aprender lo

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suficiente para pasar a trabajar despuéscon piezas más valiosas. Aprender eloficio empezaba a ser una alegría paraella. Colocó lentamente la pieza en unasierra circular con punta de diamanteque había montado en el banco detrabajo y empezó a lijarla a mano, concuidado de no equivocarse, pues elámbar era blando y se arañaba o sedañaba fácilmente.

¿Había hecho bien en no confiar enAndrew Baxter, o eso revelaba un falloen su propia naturaleza, nacido de suexperiencia con Eduard? Abbie nodeseaba pensar en Drew en aquelmomento, pero él parecía estar siemprepresente en su cabeza.

Seguramente estaría con su exesposa

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en aquel momento.—Deja de atormentarte —se riñó, y

empezó a pulir el ámbar en una rueda delustrar, sujetándolo bien para impedirque la pieza se le cayera de la mano. Eltrabajo era lo único que la manteníacuerda en aquel momento—. ¿A quién leimporta dónde está o con quién seacuesta?

—¿Hablas conmigo?La voz le causó tal sobresalto que

Abbie soltó el trozo de ámbar y sequedó viéndolo caer consternada. Drewse adelantó rápidamente y lo atrapóantes de que rodara del banco al suelo.Ella miró el rostro sonriente de él, muyconsciente de la vulnerabilidad delsuyo.

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—Drew, creía que estabas enEscocia.

Él fue a sentarse en un taburete a sulado y dejó el ámbar a un lado.

—Pero tú sabías que volvería, y aquíestoy, con el deber cumplido.

—¿Qué deber es ese? —preguntóella, que no consiguió reprimir un tonomordaz.

Él sonrió.—Asistir a la boda de mi ex esposa.—¿Qué?—¿No mencioné que volvía por eso?

Desde luego, pensaba hacerlo, aunquequizá no tuve ocasión porque los dosestábamos muy ocupados en esemomento, tú con todos los encargosresultantes de la inauguración oficial de

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Sueños Preciosos y yo trabajando paraequipar la tienda de al lado. Pero sí,ahora está casada con otra persona,gracias a Dios. Espero que sea feliz. Ytodos los documentos relativos alreparto de propiedades están firmados,así que no tendré que volver nunca más.Ahora puedo concentrarme plenamenteen mi nueva vida y mis nuevosamigos. —La miró con ojos brillantes.

A Abbie le galopaba el corazón en elpecho casi tan deprisa como lospensamientos en su cabeza. ¿Quésignificaba todo eso? ¿Qué intentabadecirle?

—¿Tienes muchos amigos nuevosaquí? —preguntó con una sonrisa.

—Estoy seguro de que los tendré con

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el tiempo. En este momento solo meinteresa una. —Sus ojos grises seoscurecieron cuando se acercó a ella, lerozó la mejilla con su aliento y susurrócon tristeza—. Por desgracia, es posibleque haya arruinado mis posibilidadescon ella.

—¿Y eso por qué?—Cometí la torpeza de hacerle una

sugerencia en el momento equivocado,pensando que ya me la había ganadocuando no era así en absoluto. Fui unidiota.

—¿Y cuál fue su reacción a esa torpesugerencia?

—Me mandó a la porra, e hizo bien.Aconséjame tú. ¿Qué debo hacer ahora?¿Me disculpo o le digo la verdad, que la

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adoro, que la quiero mucho y mecontentaría con una unión de cualquiertipo, de negocios o personal, con lo quela haga más feliz a ella? Siempre quesea un compromiso de por vida. ¿Quéme recomiendas tú?

Abbie casi no podía respirar, nimucho menos contestar a la pregunta,por muy ingeniosamente que la hubieraplanteado Drew.

—No sé si ella querrá oír másdisculpas —dijo.

—Está bien. Y si la beso, ¿crees queme dará un golpe en la cabeza?

—Quizá deberías probarlo y loverás —murmuró ella, con la mirada fijaen la boca perfecta de él.

Cuando Drew la abrazó y besó en los

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labios, a ella se le alegró el corazón.Abbie no habría sabido decir cuántotiempo permaneció allí, pero no protestóen absoluto cuando los besos de él sehicieron más intensos. Probablementeporque no tenía prisa por soltarse yquería permanecer allí para siempre. Ytal vez así lo hiciera.