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Lo cubano ha dejado de ser, para el exiliado, una esencia y se ha convertido ya no en un habla o una jerga sino en una lengua, cifrada en el barroco lezamiano RAFAEL ROJAS Además DOS MIRADAS ACADÉMICAS SOBRE EL EMBARGO DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAMAYO 2014

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Lo cubano ha dejado de ser, para el exiliado, una esencia y se ha convertido ya no en un habla o una jerga sino en una lengua, cifrada en el barroco lezamiano— R A FA E L R OJA S

Además DOS MIRADAS ACADÉMICAS SOBRE EL EMBARGO

D E L F O N D O D E C U L T U R A E C O N Ó M I C A � M A Y O 2 0 1 4

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José Carreño Carlón

DI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados Salinas

DI R EC TO R D E L A GACE TA

Javier Ledesma

J EFE D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martha Cantú,

Adriana Konzevik, Susana López,

Alejandra Vázquez

CO N S E J O ED ITO RIAL

León Muñoz Santini

ARTE Y D IS EÑ O

Andrea García Flores

FO R MACI Ó N

Juana Laura Condado Rosas, María

Antonia Segura Chávez, Ernesto

Ramírez Morales

VERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Impresora y Encuadernadora

Progreso, sa de cv

I M PR E S I Ó N

Cuba libro

Llave de entrada al Golfo de México, la isla de Cuba ejerce en el mundo una influencia en nada proporcio-nal a su tamaño. Sea en las letras o la música, sea en la política, sea en los deportes o la medicina, lo que ha-cen sus habitantes dentro y fuera de sus fronteras no ha dejado indiferentes a quienes observamos la conti-nua ebullición de ese pueblo mestizo, alegre y creati-vo. Hay en el catálogo del Fondo un nutrido regimien-to de escritores isleños y no menos obras que abordan diversas facetas del diamante cubano, desde el vivaz

Escucha, yanqui, de C. Wright Mills, hasta antologías de poesía, cuento, ensayo y teatro, así como sesudos análisis sobre su sistema educativo, su historia o su economía, y clásicos como Lezama junto a otros autores acti-vos hoy, como Enrico Mario Santí —tenemos en el horno una nueva edición de El acto de las palabras, donde se reúnen estudios y diálogos con Octavio Paz—. Para nosotros, Cuba está en los libros: Cuba libro.

Con obras recientes o que aparecerán en el futuro cercano sigue incre-mentándose la presencia cubana en el Fondo. Arranca este número de La Gaceta con un ensayo de Rafael Rojas —hace unos meses pusimos en circu-lación La vanguardia peregrina, sus ensayos en torno a “el escritor cubano, la tradición y el exilio”, según reza el subtítulo— sobre Severo Sarduy, de quien acabamos de completar la publicación de tres volúmenes que sirven para que los lectores se acerquen a los poemas, la novela y el ensayo de ese autor neoneobarroco. Casi como un divertimento, extrajimos de un libro que acaba de presentarnos Rubén Gallo sobre “los latinoamericanos de Proust” el capítulo dedicado a un poeta francés de origen caribeño: José-Maria de Heredia, y de ahí saltamos a un segundo trabajo sobre música cubana de Alejo Carpentier, que verá la luz en unos meses. Reseñas del poemario más reciente de José Kozer y del más completo estudio sobre la realidad económica y social de la isla redondean este viaje por la mayor de la Antillas. Y para recordar a nuestros lectores que Jaime García Terrés habría cumplido 90 años en estas fechas, presentamos un flashazo de su relación con la isla.

A comienzos de este mes falleció Gary Becker, el polémico economista de la Escuela de Chicago. Quiso la casualidad que la última entrada del blog que escribía al alimón con Richard Posner fuera sobre el embargo a Cuba; sirva, pues, como cabús de este número y para recordar a un autor de la casa.�W

Octavio PazJ O S É L E Z A M A L I M A

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Después de SarduyR A F A E L R O J A S

José-Maria de Heredia:el conquistador de Marcel ProustR U B É N G A L L O

Motivos del son en Carpentier A L E J A N D R O P É R E Z S Á E Z

Maravillas de lamúsica de CubaA L E J O C A R P E N T I E R

El poeta, biógrafo de sí V Í C T O R S O S A

RevoluciónrevolucionadaS E R G I O S I L V A C A S T A Ñ E D A

Un escritor mexicano en La HabanaR A F A E L V A R G A S

CAPITELNOVEDADESEmbargar el embargoa CubaG A R Y S . B E C K E R

R I C H A R D A . P O S N E R

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EDITORIAL

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica

es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227,

Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado

de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas

Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional

del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación

Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716

I LUS TR ACI Ó N D E P O RTADA : ©AN D R E A GARCÍA FLO R E S

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CUBA LIBRO POESÍA

¿Cómo entrar a Cuba? Quizá este rico testimonio de lo que un escritor produce en otro sirva para adentrarnos en la isla: compuesto en marzo de 1971 e incluido en Fragmentos a su imán,

libro publicado de manera póstuma (en México salió con el sello de Ediciones Era en 1978), este poema es una sucesión de interpretaciones, juegos, sugerencias, homenajes…

Sirva, en el año del centenario de Paz, para aventurarnos en la mayor de las Antillas

En el chisporroteo del remolino

el guerrero japonés pregunta por su silencio,

le responden, en el descenso a los infiernos,

los huesos orinados con sangre

de la furiosa divinidad mexicana.

El mazapán con las franjas del presagio

se iguala con la placenta de la vaca sagrada.

El Pabellón de la vacuidad oprime una brisa alta

y la convierte en un caracol sangriento.

En Río el carnaval tira de la soga

y aparecemos en la sala recién iluminada.

En la Isla de San Luis la conversación,

serpiente que penetra en el costado como la lanza,

hace visibles los faroles de la ciudad tibetana

y llueve, como un árbol, en los oídos.

El murciélago trinitario,

extraño sosiego en la tau insular,

con su bigote lindo humeando.

Todo aquí y allí en acecho.

Es el ciervo que ve en las respuestas del río

a la sierpe, el deslizarse naturaleza

con escamas que convocan el ritmo inaugural.

Nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria.

La voz ordenando con la máscara a los reyes de Grecia,

la sangre que no se acostumbra a la tenaza nocturnal

y vuelve a la primigenia esfera en remolino.

El sacerdote, dormido en la terraza,

despierta en cada palabra que flecha

a la perdiz caída, en su espejo de metal.

El movimiento de la palabra

en el instante del desprendimiento que comienza

a desfilar en la cantidad resistente,

en la posible ciudad creada

para los moradores increados, pero ya respirantes.

Las danzas llegaron con sus disfraces

al centro del bosque, pero ya el fuego

había desarraigado el horizonte.

La ciudad dormida evapora su lenguaje,

el incendio rodaba como agua

por los peldaños de los brazos.

La nueva ordenanza indescifrable

levantó la cabeza del náufrago que hablaba.

Sólo el incendio espejeaba

el tamaño silencioso del naufragio.�W

Octavio PazJ O S É L E Z A M A L I M A

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DOSSIER

Como la mezcla de ron y refresco de cola, la Cuba libro es fresca,embriagante, potencialmente adictiva. Brinde con

nosotros el lector en compañía de Severo Sarduy, de un poeta francófono amigo de Proust, de Alejo Carpentier y su obsesión

por la música isleña, del poeta José Kozer, de la estadística que retrata el desarrollo económico y social del país antillano,

de don Jaime García Terrés y su diario de viaje por Cuba, del recientemente fallecido Gary Becker

y su ataque al embargo comercial que sufren los cubanos

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Después de SarduyR A F A E L R O J A S

SEMBLANZA

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Cubano del exilio, neobarroco, teórico estructuralista, passeur ultramarino, budista, homosexual… Como autor lo mismo que como persona, Severo Sarduy es una fi gura irrepetible, elusiva donde las haya. Rojas ofrece en estas líneas un recuento literario

que arroja luces sobre la aportación de su peculiar obra — el FCE acaba de reunir en tres volúmenes parte sustancial de ella — al siglo XX,

pero sobre todo a los venideros

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CUBA LIBRO

DESPUÉS DE SARDUY

A veinte años de la muerte de Severo Sarduy, en su exilio de París, es momento pro-picio para replantear la pre-gunta por el lugar del es-critor en la tradición nacio-nal de las letras cubanas. Pregunta fastidiosa, en la segunda década del siglo xxi, sobre todo si interroga

a un escritor que se propuso y logró con su poética migrar del referente cubano y expandir el sentido de sus fi cciones a espacios que no caben dentro de lo na-cional, como el barroco latinoamericano, el budis-mo, las culturas orientales, la astronomía, la cosmo-logía o el postestructuralismo. Aun así, la pregunta sigue siendo inevitable, toda vez que las últimas dé-cadas permiten poner a dialogar las dos dimensiones de ese lugar: la representación de lo nacional en Sar-duy y la recepción de su obra en el espacio literario de la isla.

Hoy podemos reconstruir, con mayor sutileza, la personal manera en que Sarduy asimiló los linajes literarios de la isla, sin ocultar el reverso de aque-lla operación: la forma en que la obra de Sarduy ha sido leída en Cuba en los últimos veinte años. Una refl exión como ésta nos interna, desde luego, en el problema mayor de la fractura de la tradición o de la doble o múltiple localización territorial de la obra de un autor exiliado. Sobre todo, un exiliado que es-cribe novelas, poemas y ensayos en un momento de intensa latinoamericanización de las literaturas na-cionales, propiciado, en buena medida, por el boom. Sarduy, al igual que otros exiliados vanguardistas cubanos de los años sesenta, setenta y ochenta, como Nivaria Tejera, Julieta Campos, Calvert Casey o Reinaldo Arenas, se ubican tradicionalmente en los márgenes del boom.

Esa posición lateral, si se contrapone, por ejemplo, a la centralidad que hasta hoy se le reconoce dentro del boom a Alejo Carpentier, José Lezama Lima o Guillermo Cabrera Infante, merecería un mejor análisis. En Un banquete canónico observábamos que Harold Bloom, por sugerencia de su colega Roberto González Echevarría, había incluido en el catálogo de El canon occidental (1995) a Sarduy como autor de Maitreya. De no haber recomendado Maitreya, Bloom seguramente habría sugerido Cobra, Colibrí, Cocuyo o, incluso, Pájaros de la playa, es decir, las novelas menos cubanas de Sarduy. Era ese Sarduy neobarroco, que se inscribe más en la literatura latinoamericana que en la cubana, el que tenía sentido para la mayoría de sus críticos.

Como a otros escritores de su generación — pienso, otra vez, en Tejera, Campos o Casey —, el exilio impulsó el salto de Sarduy a una literatura transnacional. Pero en su caso, como en el de Carpentier o Lezama — quie-nes no se exiliaron — y a diferencia de Cabrera Infante y Arenas, esa transnacionalización se manifestó por medio de una inscripción en el espacio literario iberoamericano. El neobarroco, los diálogos con Rubén Darío u Octavio Paz, México o las relecturas del Siglo de Oro, fueron para Sarduy estrategias de deslocalización de una escritura demasiado atada, en sus primeros libros, al contexto de la isla. En las líneas que siguen intentaré proponer que las difi cultades de la recepción de Sarduy en Cuba y del restablecimiento de su lugar en la tradición nacional tienen que ver, además de con la fractura política generada por la Revolución, con esa fuga de lo cubano que escenifi ca su poética a partir de Cobra, a principios de los setenta.

Me interesa dilucidar esa desconexión política y, a la vez, estética, con el canon nacional de las letras cubanas, no tanto con el propósito de dotar de con-tenido un afuera o una exterioridad del naciona-lismo literario sino como otra manera de explicar las tensiones que generan las lecturas de Sarduy y las posibilidades de asimilación de su legado en las poéticas de algunos jóvenes escritores de la isla y el exilio. Comenzaré apuntando algunas coordenadas de la formación de la autoría de Sarduy, que partió de una libérrima lectura de la tradición nacional, para luego describir esa fuga de lo cubano, obser-vable en la narrativa posterior a De donde son los cantantes.

FUGA DE LO CUBANONo es Severo Sarduy precisamente uno de los escrito-res exiliados menos leídos en la isla en las dos últimas décadas. Las revistas La Gaceta de Cuba y Unión han dedicado textos y dossiers a su vida y obra desde me-

diados de los noventa. Además de una reedición de De donde son los cantantes en 1995, por Letras Cubanas en 2003, la editorial Ácana de Camagüey dio a conocer el volumen Severo Sarduy: escrito sobre un rostro (2003), un conjunto de lecturas sarduyanas reunido por One-yda González, y en 2007 la editorial Oriente de Santia-go de Cuba publicó la magnífi ca antología Severo Sar-duy en Cuba, compilada por Cira Romero, que reúne casi toda la obra del autor de Cobra, editada en la isla antes de su partida a París en 1961. Aun así, en el ho-menaje que en su último número de 2008 le dedicó La Gaceta de Cuba, el crítico Roberto Méndez señaló que “la obra de Sarduy seguía siendo poco menos que des-conocida en Cuba” y achacó dicha ausencia a la nega-tiva de los herederos a ceder los derechos de autor a las editoriales de la isla.

El artículo de Méndez tiene el interés de ubicar el reclamo por esa ausencia en la obra cubana de Sar-duy. Específi camente, Gestos y De donde son los can-tantes son los textos que cifrarían lo cubano en Sar-duy y que merecerían, por tanto, la preferencia en un eventual rescate editorial del escritor. Entre los textos publicados por el joven Sarduy en El Cama-güeyano, Ciclón, Diario Libre, Nueva Revista Cubana, Nueva Generación, Revolución, Lunes de Revolución y otras publicaciones, de 1953 a 1961, recuperados por Romero, y De donde son los cantantes, en 1967, se en-marcaría el Sarduy mejor ubicado en ese currículum cubense, formulado irónicamente en la última de es-tas novelas. Un Sarduy que, en efecto, dialoga con di-versas poéticas literarias de la tradición cubana por medio de un proceso de mímesis o camufl aje que en-traña el aprendizaje y la búsqueda del estilo.

Hasta Gestos, una novela todavía realista, aunque con indicios del neobarroco que vendrá, ha seguido una ruta, para usar el término de González Echeva-rría, que podríamos llamar “imitativa”. Durante el periodo krishnamurtiano de Camagüey ha incorpo-rado el tono de su mentora Clara Niggeman. En las fábulas y poemas angélicos, publicados en Ciclón y otras publicaciones habaneras de mediados de los cincuenta, ha resoplado el aliento de Eliseo Diego. En las baladas frías, en las décimas revolucionarias y, sobre todo, en cuentos como “El seguro”, “Las bombas”, “El general” y “El torturador”, de los pri-meros años de la Revolución, ha aceptado ya el ma-gisterio de Virgilio Piñera y se ha confundido con otros escritores de su generación como Calvert Ca-sey, Antón Arrufat o Rolando Escardó, que narra-ron el viraje del mundo cubano desde una extrañeza ambivalente.

No era la imitación, en esos años formativos, un acto ubicado en las antípodas de la creatividad, según la vieja teoría del sociólogo positivista Gabriel Tarde. Aquellos juveniles ejercicios de estilo formaban parte de la búsqueda de una expresión personal, pero naturalizaban, desde entonces, la imitación o, más bien, la simulación, como una marca de la poética de Sarduy. Leer a Diego o a Piñera era, para el joven Sarduy, imitarlos, simularlos, experimentar con una fase de la escritura determinada, como en la pintura, por el aprendizaje de la técnica de los maestros. Todavía en Gestos es perceptible el recurso de la imitación, deliberadamente incorporado a un acento generacional, que hace que esa novela, rabiosamente habanera, recuerde pasajes de Guillermo Cabrera Infante, Edmundo Desnoes o Lisandro Otero y pueda ser leída como antecedente de Tres tristes tigres (1967).

Curiosamente, Severo Sarduy se separa de ese acento generacional cuando, exiliado en París, cen-tra su campo referencial cubano en José Lezama Lima y, a la vez, da con la manera neobarroca de na-rrar que leemos en De donde son los cantantes. La re-ferencialidad de Lezama no es tan legible en la nove-la misma como en el repertorio de lecturas de Sar-duy, a mediados de los sesenta en París, que expone su ensayo Escrito sobre un cuerpo (1968). Una refe-rencialidad que, en Sarduy, es impulsada por la apa-rición de Paradiso en 1966, pero que suscita una re-lectura de toda la obra de Lezama y, sobre todo, una reformulación crítica del tópico de “lo cubano en la literatura”, como se desprende de sus glosas sobre el ensayo clásico de Cintio Vitier.

En De donde son los cantantes y Escrito sobre un cuerpo, Sarduy propone reemplazar el tópico de “lo cubano en la literatura” por la aspiración a una “es-critura en cubano”. Lo cubano ha dejado de ser, para el exiliado, una esencia y se ha convertido ya no en un habla o una jerga sino en una lengua, cifrada en el barroco lezamiano. Escribir en cubano no será, para

Sarduy, la mera rearticulación del habla habanera, que leemos en Cabrera Infante, por ejemplo, sino una codifi cación lingüística de la cultura insular que implica otra forma de pensar la nación misma. En Escrito sobre un cuerpo, Sarduy hablará de una “lengua cubana”, afecta a los diminutivos, como le advierte Juan Goytisolo, que entre el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, de José Martí, y Paradiso, de Le-zama, sustituye al “pueblo nombrado” por un “pue-blo que nombra”.

El tránsito entre una y otra forma de entender la nación podría ilustrarse por medio de la lectura paralela de Gestos y De donde son los cantantes. Los chinos y los negros, la charada y los pregones, el bo-lero y las bombas, son, en la primera novela, atribu-tos de una Habana narrada desde algún exterior. El realismo de la novela dota al narrador de un enfoque antropológico que desaparece en De donde son los cantantes. Aquí, los cuatro elementos de la cultura cubana, el blanco, el negro, el chino y la muerte, la pelona innombrable, no son ya fi guras narrables sino sujetos constituyentes de una cultura, como han observado Enrico Mario Santí y Roberto González Echevarría. El barroco, como estilo, ha logrado ese reemplazo de la antropología por una suerte de cos-mología cultural que trastoca la idea hegemónica de la nación.

La nación como “currículum cubense” supone una codifi cación cultural de lo nacional que facilita el diálogo cosmopolita. Si lo cubano es una lengua, y no una esencia, y Cuba, una yuxtaposición de cultu-ras, y no una identidad, el territorio de la poética es defi nido desde un enclave transnacional. En Escrito sobre un cuerpo Sarduy inserta una conversación en-tre Auxilio y Socorro, los personajes de De donde son los cantantes, que, sin embargo, no aparece en la no-vela. Sarduy parece parodiarse a sí mismo, pero una interpretación posible del pasaje apunta a que en el momento de escritura de su segunda novela aún no había leído Paradiso. El diálogo, en todo caso, perso-nifi ca ese enclave transnacional de que hablamos:

auxilio (agitando sus cabellos anaranjados, de lla-

mas, aspas incandescentes, vinílicas): Querida, he

descubierto que Lezama es uno de los más grandes

escritores.

socorro (pálida, cejijunta, de mármol): ¿De La

Habana?

auxilio (toda diacrónica ella): ¡No hija, de la Historia!

En este pasaje de Escrito sobre un cuerpo, Sarduy se parodia a sí mismo, como antes, en De donde son los cantantes, había parodiado el habla de los traves-tis y drag queens, boleristas y cabareteras de La Ha-bana. Parodia que, a diferencia de las que abundan en la obra de Guillermo Cabrera Infante o Reinaldo Arenas, deslocaliza el referente, al punto de ubicar la grandeza literaria de Lezama en la Historia, con mayúscula. Una Historia, habría que decir, fuerte-mente marcada por lo que las periferias del Oriente y América Latina tenían que decir al centro. No por gusto Escrito sobre un cuerpo arrancaba con un frag-mento sobre el Yin y el Yang, dedicado a Octavio Paz, y glosas de dos novelas latinoamericanas que Sarduy leyó conformando, junto a Paradiso, una trilogía de la nueva vanguardia latinoamericana: Rayuela, de Ju-lio Cortázar, y Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo.

El barroco que Sarduy deriva de Lezama se afi lia radicalmente a ese fl anco vanguardista del boom, en el que también habitan Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti o José Donoso, y se aleja de las poéticas más tradicionalistas del catolicismo origenista. La fuga del referente cubano procede lo mismo a través de la intelección heideggeriana de “un ser para la muerte”, como cuarto elemento constitutivo de la cultura in-sular, que por medio de la reinvención de un Lezama vanguardista, en sentido similar y a la vez contra-dictorio al Lezama surrealista de Lorenzo García Vega. En el ensayo Barroco (1974) y en las novelas de los setenta y ochenta (Cobra, Maitreya, Colibrí y Cocuyo), Sarduy pronunciará aún más esa fuga no sólo apelando al orientalismo sino a una persisten-te relectura del Siglo de Oro castellano y, especial-mente, de Góngora, desde el prisma de la cosmología renacentista.

Sarduy cita en Barroco el pasaje del ensayo de Lezama “Sierpe de don Luis de Góngora” en el que el poeta cubano asocia el barroco de Las soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea a la contrarreforma y el “contrarrenacimiento”. Sarduy, en cambio, vincula

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CUBA LIBRO

DESPUÉS DE SARDUY

la fi gura retórica de la elipsis a la “anamorfosis del círculo” de Borromini, al “doble centro” de El Greco y Rubens y a las teorías astronómicas y cosmológicas de Kepler, Copérnico y Galileo. De manera que Góngora y el barroco castellano del Siglo de Oro acaban amigados con el Renacimiento y la Reforma, así como Lezama y el neobarroco latinoamericano acaban asociados con la Vanguardia y la Revolución.

El vanguardismo de Sarduy, como hemos anotado en otra parte, tiene la singularidad de vindicar el concepto de revolución desde el exilio. Es conocida la conceptualización del “barroco de la revolución”, aprovechada por el marxista Bolívar Echeverría, como una estética anticapitalista basada en el gasto y el despilfarro contrapuestos a la acumulación y la ganancia. Valdría la pena detenernos ahora en otro texto en el que Sarduy emprende directamente la crítica de la Revolución cubana. Se trata del testimonio de Sarduy para el fi lm Conducta impropia (1984), de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, que no aparece en la película, pero que se editó en el libro del mismo título.

En su testimonio, Sarduy sugiere una equiva-lencia entre revolución y psicoanálisis. En enero de 1959, la historia cubana entra en una suerte de exor-cismo que, a la vez que revela la personalidad de la isla, hace emerger “fobias, compulsiones, agresivida-des, ansiedad, toda una serie de infatuaciones o in-seguridades, arrogancias o autocastigos que saltan sobre el sujeto”. Sarduy no niega que la revolución tenga un efecto liberador, pero piensa, psicoanalíti-camente, que esa liberación desata atavismos repri-midos, cuyas peores manifestaciones observa en la censura, el machismo y la homofobia, que, a su juicio provienen de dos fuentes históricas: la España in-quisitorial o “torquemadesca” y el África tribal.

La revolución, concluye, es “un regreso de lo re-primido”. Y lo reprimido no es más que esa “super-posición de cuatro estratos”, narrada en De donde son los cantantes, esa “acumulación de herencias tur-bias”, que produce el “trabado y nudoso enmadejado de la cubanidad”. De manera que la fuga del referente insular, su transnacionalización poética por medio del barroco, no era, para Severo Sarduy, únicamen-te una elusión del nacionalismo o un aligeramiento del peso de la tradición, sino una crítica de la cuba-nidad autoritariamente entendida. Es en esa crítica del nacionalismo, y no en el mero gesto cosmopolita de su poética, donde habría que encontrar las claves del sujeto Sarduy.

EL SUJETO LEÍDOSevero Sarduy pensaba que la práctica más genuina de la lectura era aquella que, además de la retórica o el estilo, captaba la subjetividad del artista. Son frecuentes, en los ensayos de Escrito sobre un cuerpo, Barroco, La simulación o Nueva inestabilidad, las alusiones al sujeto Velázquez o al sujeto Góngora, al sujeto Paz o al sujeto Goytisolo. ¿Qué Sarduy ha sido leído en las dos últimas décadas en Cuba? ¿Qué poéticas literarias podrían ubicarse en una Escuela Sarduy, en el sentido que ha dado Harold Bloom a una Escuela Stevens en la poesía norteamericana? A veinte años de su muerte, ¿ha dejado rastros tangibles Severo Sarduy en la literatura producida por autores cubanos dentro o fuera de la isla?

Nanne Timmer (2007) ha encontrado huellas de Sarduy en el ensayo Ella escribía postcrítica, de Margarita Mateo, editado en La Habana en 1995, y en novelas de fi nales de aquella década, como El pájaro, pincel y tinta china (1998), de Ena Lucía Portela y, sobre todo, Sibilas en Mercaderes (1999), de Pedro de Jesús. Estos textos y otros, que comentaremos a continuación, permitirían hablar de un momento Sarduy en la literatura cubana, localizado entre fi nales de los noventa y principios de la década de 2000, es decir, entre los últimos años del siglo xx y los primeros del xxi. Un momento Sarduy, asociable al duelo, y que no debe limitarse, como veremos, a la literatura producida en la isla.

Como advierte Timmer, Severo Sarduy fue un autor clave en la difusión del postmodernismo en la Cuba de los ochenta y los noventa. Los elogios que Roland Bar-thes y Octavio Paz dedicaron a su obra le atrajeron la atención de buena parte de la joven intelectualidad in-sular, interesada en aprovechar las ideas postestructu-ralistas para cuestionar el nacionalismo revoluciona-rio y el marxismo-leninismo, los dos ejes discursivos de la ideología ofi cial. La otra puerta cubana al posmo-dernismo, además de Sarduy, fue el libro La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna (1989) de

Antonio Benítez Rojo, que, por otra vía, dotaba de sen-tido la crítica al discurso hegemónico de la identidad nacional.

A las aproximaciones ensayísticas de los noventa a Sarduy, en la obra de Margarita Mateo o Desiderio Navarro, quien organizó en la revista Criterios el foro “Severísimo”, del que salieron algunos textos publicados en La Gaceta de Cuba, habría que sumar la puntual pero signifi cativa presencia del autor de Un testigo fugaz y disfrazado en la revista habanera Diáspora(s), coordinada por Rolando Sánchez Mejías y Carlos Alberto Aguilera. En el cuarto número de esa publicación, de noviembre de 1999, el novelista y ensayista Gerardo Fernández Fe tradujo varios poemas del vanguardista parisino Denis Roche, a los que agregó la traducción de una nota de Sarduy, en francés, sobre el cuaderno Louve Basse (1976). Al pie de su traducción, Fernández Fe insertó esta aclaración: “desconocemos si este texto — ensayo por momentos en forma de diálogo — ha sido incluido dentro del volumen de las Obras completas de Severo Sarduy que en la actualidad prepara la Colección Archivos de la unesco”.

Fernández Fe, en La Habana de 1999, sabía que la unesco y el fce preparaban la coedición, en dos tomos, de la Obra completa y se adelantaba a traducir un Sarduy furiosamente postestructuralista. En su novela La falacia (1999), aparecida aquel mismo año, el joven escritor daba muestras de familiaridad con las ideas de Georges Bataille sobre el vínculo entre erotismo y muerte y se acercaba en algunos pasajes a formulaciones de Roland Barthes en El placer del texto, donde Sarduy es una presencia relevante. A pesar de las sintonías con el postestructuralismo que exhibe, la prosa de Fernández Fe se aparta claramente del neobarroco y persiste en la búsqueda de un acceso hacia la vanguardia desde la tradición realista.

Una de las apropiaciones más plenas de la estéti-ca y el estilo de Severo Sarduy en la narrativa cuba-na de las dos últimas décadas sería la novela Minimal Bildung. Veintinueve escenas para una novela sobre la inercia y el olvido (2001) del escritor, exiliado en Bar-celona, Jorge Ferrer. El autor hace guiños constantes al mundo de Sarduy por medio de personajes, como los hermanos Shao del barrio chino de La Habana, envueltos en una relación incestuosa y fratricida, de reiterados exergos de Martin Heidegger, siempre orientados al ideal de un “saber esencial que sirva de presupuesto a toda gran voluntad”, o de diálogos en los que se parodia la dramaturgia y el discurso tea-tral. Entre los escritores cubanos de las dos últimas décadas, es Ferrer quien más claramente se acerca, ya no a la visión fragmentada de lo cubano, sino al método de escritura de Sarduy. Desde el “Preludio”, con el parlamento de la Sebosa Ferrer anuncia ese enlace paródico con Sarduy:

La Sebosa (algo amanerada y tirando ya a espongifor-

me, comienza a recitar su parlamento): En sucesión

forzosamente continua y espacios viciosamente conti-

guos, un personaje Buenaventura Vichy, aparecerá con

diversas escenas… y he salido antes que él… no para ha-

blar del autor, ni para ponderar la trama o presentar a

los actores… Simplemente le ha parecido conveniente

a la dirección del teatro que yo permaneciera aquí ha-

blando estos segundos que preceden a la entrada del

público, y que aquí me vaya derritiendo, desvanecien-

do… como llenando el vacío de un fragmento más de

ausencia… Yo soy todo de lo que un día Buenaventura

quiso escapar… soy una vida abandonada… soy años…

vigilias… soy eso que estará presente en cada uno de

sus diálogos en este teatro del mundo… aunque él y los

que lo rodeen pretendan desconocerlo… (Ya ovoide su

sida redondez, ya toda languideza) Es un verdadero

acto de caridad que se me haya permitido permane-

cer estos segundos aquí, esparciéndome sobre el suelo

que se aprestan a pisotear… Ya los hará resbalar… Ya

verán… Soy aquello amorfo (ya debiera serlo llegados a

este punto) de lo que siempre quiso huir… ¡Huir de mí,

ah! (Consternada, ya casi plana, cadavérica, inconexa,

intenta aprovechar los últimos vahídos apurando

frases del texto memorizado.)

La Sebosa de Ferrer, suerte de homúnculo lezamia-no y sarduyano, no es el único personaje de la litera-tura cubana contemporánea que parece salir de las páginas de De donde son los cantantes, Colibrí o Co-cuyo. También Cándido, el protagonista de la novela El paseante cándido (2001), Premio Uneac, de Jorge Ángel Pérez, modelo de “Macho’s”, fragancia para

Cielo de Agua, de Aramís Quintero.

Premio Hispanoamericano

de Poesía para Niños 2013

P arece ser el mes de Cuba, y no sólo para La Gaceta. Elegida entre 378 propuestas, la obra ganadora del Premio Hispanoameri-cano de Poesía para Niños de 2013, según

se ha dado a conocer en fechas recientes, es un poe-mario del cubano Aramís Quintero que lleva por tí-tulo provisional Cielo de Agua. El jurado de este im-portante certamen, convocado conjuntamente por la Fundación para las Letras Mexicanas y el fce, estuvo en esta emisión integrado por María Bea-triz Medina, Verónica Murguía y Francisco Segovia, quienes decidieron, por unanimidad, galardonar la obra de Quintero: una serie de poemas, juguetones y llenos de personajes entrañables, que ofrecen a los niños pequeños numerosos atractivos para acercar-se a la poesía por primera vez. Según es la tradición de este premio, la obra será profusamente ilustrada; saldrá a la luz en fechas próximas.�W

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CUBA LIBRO

DESPUÉS DE SARDUY

hombres producida en La Habana apestosa de los noventa, o Petra la Jabá de La sombra del caminante (2001), de Ena Lucía Portela, “la pájara más comine-ra, voluntariosa, enredadora y afocante del pre…”, a quien “encantaba la onda del disfraz, embadurnarse la cara aunque fuera de azul, engancharse lentejue-las, cascabeles, pendientes, pelucas, pulsos, colla-res, adornos de plumas y hacer papelazos de todos colores”, también son indicios del sujeto Sarduy en la literatura cubana.

A diferencia de Fernández Fe y Ferrer, quienes privilegian la crítica postestructuralista a la iden-tidad nacional, Pérez y Portela se adentran en una destilación queer de la dramaturgia de Sarduy. Son los perfi les de esa dramaturgia, que estetiza la fi gura del travesti y la drag queen, lo que más interesa a esta narrativa. Una intersección entre una y otra estrate-gia de apropiación, la postestructuralista y la queer, sería, precisamente Pedro de Jesús, quien dedicó su tesis de licenciatura en letras a Sarduy. Un adelanto de esa tesis puede leerse en el número 26/ 27 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, en el ensayo “Severo Sarduy: escritura en la resaca”, en el que des-taca la importancia de la dicotomía o los opuestos en la retórica de Sarduy.

Sin embargo, ninguno de estos escritores, tan en-deudados con la poética de Sarduy, intenta reprodu-cir la retórica neobarroca, la lengua sarduyana pro-piamente dicha. Pedro de Jesús, como decíamos, concibe desde esa matriz a los personajes centrales de su novela Sibilas en Mercaderes, Cálida, Gélida, el Tibio, Pedro Blanco el Negrero, pero los parlamen-tos de los mismos, articulados a partir de un formato dialógico, muy similar al que leemos en De donde son los cantantes, están muy lejos de una gramática basa-da en la elipsis o el abuso de participios que caracte-rizaban la prosa de Sarduy. Cálida, el escritor regor-dete que acaba escribiendo la novela que el lector lee, y Gélida, su amiga artista negra que se ve envuelta en el romance y el asesinato de un fotógrafo extranjero en La Habana, se ganan la vida como cartománticas y hablan de un modo más parecido a los personajes de Virgilio Piñera, Antón Arrufat o, incluso, Reinal-do Arenas.

La paranoia y el cifraje de personalidades del mundo letrado habanero que comparten todas esas novelas escritas en La Habana entre fi nales de los noventa y principios de la década de 2000, acerca, de hecho, a esos escritores más al legado de Arenas que al de Sarduy. La mezcla de atmósferas persecu-torias, desenfrenos sexuales y parodias del mundi-llo letrado habanero es más distintiva de El color del verano o El palacio de las blanquísimas mofetas que de cualquiera de las novelas de Sarduy. El tono predominante realista de esas fi cciones hace hono-res al último realismo vanguardista de los sesenta, especialmente a la obra en prosa de Antón Arrufat, a quien casi todos esos escritores son cercanos.

La huella de Sarduy en la narrativa cubana con-temporánea sería, por tanto, detectable en el uso de la plataforma postestructuralista como medio de interpelación de los discursos nacionalistas he-gemónicos y en la explotación de personajes de fac-tura queer, como los que pueblan algunas de las no-velas comentadas, que cuestionan la homofobia y el machismo predominantes en la sociedad cubana. Sin embargo, a excepción de Ferrer y, tal vez, de al-gunos momentos de Fernández Fe, esas recepciones desechan la retórica e, incluso, la lengua neobarro-ca de Sarduy, estableciendo una relación de lectura muy diferente a la que el propio Sarduy entabló con Lezama.

CONCLUSIÓN¿Puede haber plena recepción de un autor exiliado o, al menos, “dialéctica de la tradición”, como diría Bloom, sin la libre circulación de una lengua? ¿Es la subjetividad de ese autor enajenable de su poética si, como en el caso de Sarduy, esta última no puede di-sociarse del experimento neobarroco con el lengua-je? Son preguntas que, como sabemos, interrogan problemas mayores como los que tienen que ver con las formas de reproducción que adoptan las literatu-ras nacionales en sociedades globalizadas y mediáti-cas como las del siglo xxi, y con la singularidad de la recepción de un autor exiliado, como Severo Sarduy, en un país con una industria editorial controlada por el Estado, como Cuba.

La recepción de Sarduy en la isla, que hemos ilus-trado aquí, se ha producido sin que su obra narrativa, poética, ensayística y dramatúrgica haya circulado

plenamente y sin que la propia fi gura de su autor al-cance, aún, una visibilidad equivalente a la que po-see en otros países hispanos como México, Argentina o España. Hablamos, por tanto, de la apropiación de Sarduy que realizan pequeños círculos de escritores en medio de la invisibilidad de su autoría, generada por la esfera pública. Las lecturas de Sarduy en La Habana de las dos últimas décadas han sido, en buena medida, invocaciones de un fantasma que hacen subsistir las leyes de la herencia intelectual dentro de la tradición y, a la vez, no desestabilizan la institución nacionalista de la literatura.

Ese después de Sarduy no debería pensarse sin convocar la manera en que el propio Severo imagi-nó su lugar en la tradición cubana. La diseminación de la identidad nacional que produjeron sus novelas y ensayos, luego de una formación estilística marca-da por la imitación de otras poéticas, lo llevó a asig-narse un lugar cercano al después de la literatura cubana. Si Lezama era el fi nal de esa tradición, la es-tilización neobarroca de la lengua lezamiana tenía que gravitar hacia un más allá de lo cubano. Sarduy como después de la literatura cubana debe, por tan-to, cotejarse con la experiencia de la literatura cuba-na después de Sarduy. Ya estamos, evidentemente, en ese después y, sin embargo, la institución de la li-teratura cubana no parece haber asimilado todavía el momento Sarduy.

Un vistazo a la literatura que escriben hoy los cubanos, dentro o fuera de la isla, informa de que aquel momento Sarduy de entresiglos, ligado al duelo por su muerte, ya pasó. El interés y la curiosidad por la obra del escritor, nacido en Camagüey en 1936, crecen y se multiplican. Pero mientras esas lecturas se acomodan a los rituales de la arqueología y la nostalgia, la lengua neobarroca, inventada en De donde son los cantantes, Cobra y Maitreya, deja de hablarse y escribirse. Con el siglo xxi, el neobarroco comienza a ser una lengua muerta, no sólo en la literatura cubana, sino en toda la literatura latinoamericana, donde tuvo muchos cultivadores en las dos últimas décadas del siglo xx.

El rescate editorial de Severo Sarduy, que inevi-tablemente deberá producirse en algún momento en Cuba, llegará cuando el duelo haya culminado y las poéticas literarias sigan el curso de otras órbitas. Leer a Sarduy, en La Habana o Camagüey, será entonces una experiencia radicalmente distinta a lo que fue en los ruinosos años noventa. Para entonces Sarduy ha-brá dejado de ser aquel después, siempre pospuesto e inalcanzable, de la literatura cubana. Para entonces, las grandezas y hazañas de Dolores Rondón pertene-cerán, como los mitos homéricos, al pasado remoto e inverosímil de una isla, alguna vez poblada por criatu-ras neobarrocas.�W

Este libro forma parte de Sarduy entre nosotros, volumen editado por Gustavo Guerrero y Catalina Quesada que reúne los estudios presentados en un encuentro, sostenido en Berna a fi nales del año pasado, para conmemorar los veinte años del fallecimiento del escritor cubano. Agradecemos a los editores y al autor el permiso para reproducirlo aquí.

Nacido en Cuba, Rafael Rojas uno de los más connotados representantes de la llamada “nueva historia intelectual” en Hispanoamérica. Es profesor del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) en México.

Obras de Severo Sarduy en nuestro catálogo

ENSAYOS GENERALES SOBRE EL BARROCO tierr a firme

1ª ed., 1987 (fce Argentina);

323 pp.

950�557�015�5

$120.00

OBRAS I. POESÍATierr a Firme

1ª ed., 2007; 219 pp.

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1ª ed., 2011; 405 pp.

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Entre los amigos latinoamerica-nos de Marcel Proust uno de los personajes más notables fue José-Maria de Heredia (1842-1903), el poeta cubano que pasó a la historia como una de las fi guras más impor-tantes de la literatura francesa del siglo xix. Proust lo conoció en el salón de la princesa

Mathilde Bonaparte y quedó impresionado por la elegancia, la fama, la importancia en el mundo de las letras y la posición social del cubano. Al igual que Robert de Montes-quiou, Heredia — que escribía su nombre a la francesa, acentuando “José” pero no “María” — era también un dandy elegante que frecuentaba las recepciones y fi estas del Faubourg Saint Germain. Proust simpatizó con él y se hizo amigo de sus hijas, que te-nían casi su edad. En varias ocasiones en la década de 1890, Proust invitó al poeta, a su esposa y a sus hijas a cenar en el apartamen-to que compartía con sus padres.

Heredia nació en una hacienda en las afueras de Santiago de Cuba en 1842, de madre francesa y padre cubano. La familia Heredia, una de las más ilustres de esa ciu-dad, descendía de los primeros españoles que habían llegado al Caribe en el siglo xvi. El poeta fue bautizado con el nombre de su primo, el poeta José María Heredia y He-redia (1803-1839), autor de la “Oda al Niá-gara”, que había muerto tres años antes de que este otro José-Maria llegara al mundo.

Heredia se crió hablando español y francés y a los nueve años fue enviado a un internado en Francia en el que pasaría

los siguientes ocho años de su vida. A los diecisiete regresó a Cuba para estudiar la carrera de derecho, pero no pudo adaptarse a la vida en la isla, y en 1861 decidió regresar a Europa y establecerse en Francia. Nunca volvería a su país natal.

En París, el joven Heredia se instaló en un aparta-mento en el pleno centro de la ciudad. Podía vivir de ma-nera despreocupada: cada mes recibía una parte de las ganancias producidas por los cafetales de su familia y, a diferencia de tantos extranjeros que soñaban con

París, no tenía que trabajar. Poco después de su llegada conoció a Charles Leconte de Lisle (1818-1894), un poeta que lo introdujo al movimiento parnasiano y con quien en-tablaría una larga y fructífera amistad. Heredia comenzó a publicar sus poemas, escritos en francés, en Le Parnase contem-porain, junto a las composiciones de Lecon-te de Lisle, François Coppée y Théodore de Banville.

Los poetas del Parnaso se rebelaron contra el legado de la poesía romántica: insistieron en que la poesía debía narrar los grandes episodios de la historia y no la vida emocional del escritor. Privilegia-ron el pasado por encima del presente, los episodios heroicos por encima de las his-torias de amor, y la épica por encima de los poemas íntimos favorecidos por sus antecesores. En su Discurso de aceptación a la Academia Francesa (1894), Heredia habló en contra de “esa vía enteramente personal a donde hemos llevado la poesía: esa manera tan directa de poner su cora-zón al desnudo frente al público” y añadió que “esas confesiones públicas, mentiro-sas o sinceras, despiertan en nosotros un profundo pudor”. Consideraba, en cam-

bio, que “la verdadera poesía está en la eternidad de la naturaleza y de la humanidad y no en el instante del corazón de un hombre, sin importar cuan grande sea”. “Entre más impersonal sea el poeta, más gran-de, humano y verdadero será. Por otra parte, el yo, ese yo detestable, ¿resulta acaso más necesario para el drama interior que para la tragedia pública?”

Leconte de Lisle — un poeta al que Rubén Darío admiraba y a quien le dedicó un poema — ya había expresado una idea parecida en “Le Montreurs”, una de sus composiciones más célebres, que es también un manifi esto de la poesía parnasiana, y que critica a los escritores que pretenden expresar sus emocio-nes. Leconte de Lisle los presenta como pornógra-fos de ocasión que usan sus versos para vender las emociones vulgares que tanto atraen a lectores poco sofi sticados:

les montreurs

Tel qu’un morne animal, meurtri, plein de poussière,

La chaîne au cou, hurlant au chaud soleil d’été,

Promène qui voudra son cœur ensanglanté

Sur ton pavé cynique, ô plèbe carnassière!

Pour mettre un feu stérile en ton œil hébété,

Pour mendier ton rire ou ta pitié grossière,

Déchire qui voudra la robe de lumière

De la pudeur divine et de la volupté.

Dans mon orgueil muet, dans ma tombe sans gloire,

Dussé-je m’engloutir pour l’éternité noire,

Je ne te vendrai pas mon ivresse et mon mal,

Je ne livrerai pas ma vie à tes huées,

Je ne danserai pas sur ton tréteau banal

Avec tes histrions et tes prostituées.

José-Maria de Heredia: el conquistador de Marcel Proust

R U B É N G A L L O

ENSAYO

Nacido en Cuba pero afi ncado en la Ciudad Luz, José-Maria de Heredia fue un sonetista de altos vuelos, miembro del grupo de los parnasianos y un personaje

siempre notorio en los glamorosos salones parisinos del siglo XIX. Rubén Gallo revisa aquí sus años de gloria y ocaso por medio de la admiración que su fi gura suscitó en el legendario

y entonces joven autor de En busca del tiempo perdido

LAS ARTES DE LA CIUDAD.

ENSAYOS SOBRE LA CULTURA

VISUAL DE LA CAPITAL

R U B É N G A L L O

Colección

Popula r, núm. 697

Traducción de Steve

McCutcheon Rubio

y Rubén Gallo

1ª ed. 2010; 312 pp.

978�607�16�0247�3

$160.00

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CUBA LIBRO

JOSÉ-MARIA DE HEREDIA: EL CONQUISTADOR DE MARCEL PROUST

En un ataque directo a Las fl ores del mal (1857) de Baudelaire, Leconte de Lisle asegura que él nunca “venderá” su “embriaguez” ni su “mal” a un público lleno de “histriónicos” y de “prostitutas”.

Heredia, siguiendo las normas del Parnaso, dedi-caría toda su poesía a cantar las glorias del pasado. Prácticamente la totalidad de su obra poética fue publicada en 1893 en Los trofeos, un volumen que recoge un centenar de sonetos. El libro se divide en siete secciones, cada una dedicada a un episodio dis-tinto de la historia: “Grecia y Sicilia”, “Roma y los bárbaros”, “La Edad Media y el Renacimiento”, “El oriente y los trópicos”, “La naturaleza y los sueños”, “Romancero” y, por último, “Los conquistadores del oro”, que contiene varios poemas sobre la conquista de América. “Romancero” recoge una serie de sone-tos dedicados al Cid campeador, y “Los conquistado-res del oro” — la única sección del libro que no está escrita en sonetos — es el prólogo a una épica incon-clusa sobre la conquista del Perú.

La publicación de Los trofeos en 1893 consagró a Heredia como uno de los poetas más importantes del siglo xix. Un año más tarde se convirtió en el primer latinoamericano en ingresar a la Academia Francesa, un honor que extendió su fama por todo el mundo. Rubén Darío mostró una gran fascinación — no desprovista de celos — por ese cubano que había logrado el sueño de tantos escritores latinoamerica-nos: penetrar en la ciudadela de la literatura france-sa. “Heredia — escribió el poeta nicaragüense — no escribió una sola línea que no fuese monumental.”

En los últimos años de su vida, Heredia fortaleció los lazos que lo unían a la América Latina, a pesar de que moriría sin haber vuelto a su patria. En 1901 aceptó ser el corresponsal francés del diario El País de Buenos Aires. Y en 1903 el alcalde de Santiago de Cuba le pidió que redactara un poema para festejar el centenario del nacimiento de su primo José María Heredia (quien, en nombre del igualitarismo, nunca usó la partícula “de” en su nombre). El poeta fran-cés aceptó y escribió, por primera vez en su vida, tres sonetos en español, que fueron publicados en varios diarios cubanos. Heredia murió en París el 2 de oc-tubre de 1905, unos meses después del fallecimiento de Gabriel de Yturri.

Cuando Proust conoció a Heredia en el salón de la princesa Mathilde, el poeta ya había alcanzado la cumbre de su fama. Acababa de publicar Los trofeos y todo París hablaba de él y de su poesía. El joven Marcel lo admiraba mucho y soñaba con convertir-se algún día en un escritor tan elegante y tan famoso como él. Se le acercó y se hizo amigo de sus tres hijas: Hélène, Marie y Louise.

Proust se volvió íntimo amigo de Marie, la más despierta e inteligente de las tres, cuatro años menor que él. Juntos fundaron la “Academia de Canacos”, una parodia de la noble institución a la que el pa-dre de Marie acababa de ingresar. Marcel asumió el cargo de secretario perpetuo y Marie fue nombrada “reina de los canacos”. Los dos amigos se escribieron muchas cartas que parodiaban el tono solemne de las comunicaciones de la Academia Francesa. Ma-rie le escribía a Marcel mensajes como éste: “Le pre-sento a usted mis canacos adioses; la reina está muy triste al separarse de sus súbditos, especialmente del primer canaco de Francia”. Robert Proust, el hermano de Marcel, recordaría años después que “durante toda su vida Marcel inició sus cartas a la que fue sobe-rana de los canacos hasta los diecinueve años con el saludo protocolar: ‘Mi reina’”.

La “canacademia” — otro de los nombres de esta institución — también contaba en-tre sus miembros a Pierre Louÿs, a Léon Blum y a Henri de Régnier.

Durante el verano de 1895, poco tiempo después de su primer encuentro, Proust le escribió a Marie para decirle que acaba-ba de escribir una serie de poemas — los “Retratos de pintores y de músicos” — que quería dedicarle a José-Maria de Heredia. Unos meses más tarde, Proust declamó estos versos, acompañado por Reynaldo Hahn al piano, en el salón de Madeleine Lemaire. Proust tenía ciertas dudas so-bre los poemas y le pidió a Marie — pro-bablemente en broma — que le ayudara a corregirlos. Proust mantuvo su amistad con Marie hasta el fi nal: el 27 de mayo de 1922, unos meses antes de su muerte, le envió un ejemplar de Sodoma y Gomorra

II con una dedicatoria a “su majestad, reina de los canacos”.

Durante sus inicios como escritor, Marcel vio en Heredia un modelo del tipo de fi gura en que desea-ba convertirse: un hombre elegante y refi nado que se sentía igual de cómodo en los salones del Faubourg Saint Germain y en la Academia Francesa. El joven Proust se refi rió al poeta con frecuencia en sus pri-meros artículos: lo mencionó por primera vez en “Una fi esta literaria en Versalles”, una reseña de la célebre fi esta ofrecida por Montesquiou en su resi-dencia de Versalles en mayo de 1894. Marcel tenía veintitrés años y quedó deslumbrado ante el desfi -le de artistas, aristócratas y mujeres elegantes que pasó por la residencia del conde. En su artículo re-gistra la presencia de condesas y marquesas, pero también la de las “Señoritas de Heredia”, vestidas de muselina rosa. Su padre, el poeta José-Maria de He-redia, era uno de los invitados de honor, pues Mon-tesquiou había incluido un recital de sus poemas en el programa de la velada.

El programa incluía también un recital de piano de Léon Delafosse, un chico rubio y guapo que Proust le había presentado a Montesquiou y que el conde había adoptado como su protegido. En su rese-ña de la fi esta Marcel apuntó: “esta vez [Delafosse] tocó varias melodías que él mismo compuso para acompañar los poemas de Robert de Montesquiou”. El recital de poesía incluyó obras de Verlaine, Coppée, Montesquiou y Desbordes-Valmore. Para cerrar, la actriz Julia Bartet — vestida de “falda blanca de en-caje y corsé de muselina azul” — declamó “El arrecife de coral” de Heredia.

Marcel se dio cuenta de que Heredia y Montes-quiou tenían mucho en común — ambos eran poe-tas de salón — y comentó que el conde parecía “uno de esos conquistadores inmortalizados por el se-ñor de Heredia”. Los dos poetas fueron muy amigos — Heredia prologó el Trayecto del sueño al souvenir (1895) de Montesquiou — hasta el día en que Marie de Heredia insultó al Conde y éste terminó batién-dose a duelo contra Henrie de Régnier, el marido de Marie. En sus memorias, Montesquiou recordaría a Heredia con cierto afecto: “Heredia — escribió — valía mucho y de inmediato me dio pruebas que no me hicieron olvidar el deteriora sequuntur; me bus-có, me invitó, me festejó, vino a verme, me aconsejó, me alentó. Salíamos juntos a pasear […] Creo que mi imaginación, natural pero consciente, alegraba al gran sonetista”.

Proust admiraba especialmente el éxito y el brillo de Heredia en los salones. En un artículo sobre el sa-lón de la princesa Mathilde que publicó en Le Figaro en 1903, el novelista dio un ejemplo muy elocuente de la elegancia y la astucia social del poeta cubano. Un día Heredia llegó al salón de la princesa y la encontró dis-gustada con Hippolyte Taine, que había sido un amigo íntimo de la casa hasta que criticó a la familia de la an-fi triona en su libro Napoléon Bonaparte. Marcel cuen-ta cómo Heredia “defendió a Taine con un entusiasmo que disgustó a la princesa y que ella le comunicó con cierta vivacidad. ‘Su alteza se equivoca — le respon-dió Heredia —. Al verme tomar el partido de un ami-go ausente contra usted, debería darse cuenta de que puede y que siempre podrá contar con mi fi delidad’�”.

Marcel aplaudió el uso tan hábil y elegante de la retórica con que Heredia se salvó de una situación potencialmente comprome-tedora. La respuesta del poeta anticipa las frases brillantes que el novelista, muchos años después, pondría en boca de persona-jes como Swann o Charlus.

Proust parece haber tenido sentimien-tos encontrados sobre Heredia. Por un lado siempre admiró su elegancia y su éxito en la sociedad parisina. Por el otro — y al igual que ciertos críticos — llegó a preguntar-se si el talento de Heredia correspondía a su fama. En uno de sus primeros cuentos, “Una cena en la ciudad” (¿1893?), Marcel cuenta cómo, en una cena de sociedad, un invitado sorprendió a los otros comensa-les cuando “osó, con la imprudencia de la juventud, insinuar que en la obra de Here-dia había quizá más ideas de lo que gene-ralmente se decía”. Proust pone en boca de este personaje una crítica que se le hizo al poeta: que su fama y su posición en el mun-do de las letras tenían más que ver con su fortuna y con sus contactos que con la se-riedad de su obra.

Marcel también mencionó a Heredia en Jean San-teuil, su novela inédita: el narrador alude a los escri-tores que escandalizan a sus lectores con pronuncia-mientos como “Eso es el fi n de la lengua francesa” o “A Heredia le ha dado por el verso libre”. Esta última afi rmación sí que hubiera sorprendido a los lectores, ya que el poeta cubano siempre fue reconocido como un maestro del soneto y escribió casi exclusivamente en esta forma.

Al igual que casi todos los niños franceses de su generación, Proust aprendió de memoria algunos de los sonetos más famosos de Heredia y los citó en su correspondencia, incluyendo, en varias ocasio-nes, los últimos versos de “Los conquistadores”: “Ils regardaient monter en un ciel ignoré / Du fond de l’Océan des étoiles nouvelles”. [“Atónitos miraban por un cielo ignorado / del fondo del Océano subir nuevas estrellas”] Proust siguió citando los poemas de Heredia toda su vida. En 1920, en una carta diri-gida a Henri de Régnier, el marido de Marie de He-redia, Marcel elogió “el gran genio que sigue siendo para mí — y que perdurará tanto tiempo como la len-gua francesa — José-Maria de Heredia”.

Heredia solamente aparece una vez, como ejem-plo de un intelectual de salón, en En busca del tiem-po perdido. En A la sombra de las muchachas en fl or, el narrador cuenta cómo el padre de Bloch reprochaba el interés de su hijo en escritores “bohemios” como Heredia, pero alentaba, entusiasmado, su nueva amistad con el Marqués de Saint Loup:

Car Bloch était mal à l’aise chez lui et sentait que son

père le traitait de dévoyé parce qu’il vivait dans l’ad-

miration de Leconte de Lisle, Heredia et autres «bo-

hèmes». Mais des relations avec Saint-Loup-en-Bray

dont le père avait été président du Canal de Suez! (ah!

bougre!), c’était un résultat “indiscutable”.

[Porque Bloch no se sentía muy considerado en su

casa, y se daba cuenta de que su padre lo miraba como

a un chico descarriado a causa de su constante admi-

ración por Leconte de Lisle, Heredia y otros “bohe-

mios”. Pero el tratarse con Saint-Loup, cuyo padre fue

presidente del Canal de Suez, era un éxito indiscuti-

ble, ya lo creo.]

El padre de Bloch consideraba “bohemio” sinó-nimo de “pobre”, una observación que no estaba tan lejos de la verdad. En comparación con Montesquiou, heredero de una inmensa fortuna familiar que in-cluía castillos y residencias, o con las anfi trionas de los salones parisinos, entre quienes fi guraban prin-cesas, condesas y marquesas, Heredia era un hombre de pocos recursos. Cuando llegó a París en 1861 sus fi -nanzas estaban en orden: los cafetales de su familia le proporcionaban un ingreso mensual que le permitía vivir holgadamente en un buen barrio parisino. Pero los alzamientos y revoluciones de fi nales del siglo xix acabaron con las propiedades de la familia en Cuba, y Heredia, que tenía una gran pasión por el juego, per-dió su fortuna en los casinos no una sino dos veces. Al fi nal de su vida el poeta ya no podía pagar el alquiler de su apartamento; en 1901 sus amigos en el gobierno lo ayudaron, ofreciéndole la dirección de la Bibliote-ca del Arsenal, a orillas del Sena, un puesto que tenía como benefi cio el uso de un apartamento privado en el mismo edifi co. Muchos escritores soñaban con ese tipo de sinecura, pero Heredia lo consideró una hu-millación. Como le escribió a Laurent Tailhande, “si hubiera podido evitarlo, no hubiera pedido este pues-to. No es agradable tener que trabajar para vivir […] cuando siempre he vivido de manera independiente […] resulta difícil conservar la dignidad en estos tiem-pos”. Heredia pasó los últimos años de su vida en el Arsenal. Murió, arruinado, en 1905.�W

Hemos tomado este fragmento de Proust’s Latin Americans, obra que acaba de publicarse en Johns Hopkins University Press.

Rubén Gallo dirige el departamento de estudios latinoamericanos de la Universidad de Princeton. El FCE acaba de publicar su Freud en México.

FREUD EN MÉXICO.

HISTORIA DE UN DELIRIO

R U B É N G A L L O

vida

y pensamiento

de méxico

Traducción

de Pablo Duarte

1ª ed., 2013; 371 pp.

978�607�16�1802�3

$345.00

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CUBA LIBRO

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[I] Cuando en 1978 la pianista, crítica y musicóloga mexicana Yolanda Moreno Rivas1 me invitó a

formar parte de su equipo de investigación para es-cribir la Historia ilustrada de la música popular mexi-cana, publicada un año después, el primer material que depositó en mis manos fue el libro de Alejo Car-pentier La música en Cuba (fce, 1946). Recuerdo sus palabras: “Toma. Léelo. Algo así vamos a hacer pero con la música popular mexicana: es nuestro modelo a seguir”. Debo decir que para entonces, mi pasión des-bordada y casi enfermiza por la literatura de Carpen-tier me había hecho devorar varias veces todas sus novelas — y esperaba en ascuas la publicación de la prometida Consagración de la primavera (1978) —, pero ese libro en particular sobre la historia de la mú-sica cubana había escapado a mi lectura. No sólo se trataba de mi primer trabajo formal y mi iniciación en la investigación musicográfi ca, sino que, además, tenía la fortuna de sumar a mi biblioteca otro libro de uno de mis escritores más admirados. Una hora des-pués, en la mesa de un café de la avenida Insurgentes llamado La Veiga, hoy desaparecido, me encontraba sumergido en su lectura y, cuál no sería mi asombro al verme atrapado entre sus páginas como si de una de sus novelas se tratara, deleitándome en cada línea, en cada concepto, con esa prosa exquisita volcada magistralmente en el relato histórico. La sorpresa se transformaba en emoción al toparme a cada paso con conceptos y digresiones musicales que me aclaraban afi nidades y parentescos con mucha de nuestra músi-ca mexicana y de América Latina.

[Ex][A] Hoy, treinta y dos años después de ese suceso iniciático que contribuye-

ra a encauzar mi vida por la senda de la investiga-

1 Yolanda Moreno Rivas (1937-1994), discípula de Angélica Morales y

con estudios superiores en la Schola Cantorum de París, en 1969 comenzó

su colaboración como cronista de música en las “Páginas negras” de la re-

vista Siempre!, bajo el ala de Carlos Monsiváis, revelándose como una crí-

tica conocedora y mordaz. Al cabo de años de una intensa labor periodísti-

ca musical, en 1978 inició el trabajo musicológico que le daría renombre y

permanencia en nuestra historia: Historia de la música popular mexicana

(1979), Rostros del nacionalismo en la música mexicana: un ensayo de inter-

pretación (1989) y La composición en México en el siglo XX (1994).

ción, el Fondo de Cultura Económica, en ese impulso renovador que en las dos últimas décadas lo ha movi-do a enriquecer su valioso catálogo de literatura mu-sical, reedita en su Colección Popular Temas de la lira y el bongó, un magnífi co volumen que, mediante una selección de crónicas periodísticas, ensayos crí-ticos y cartas que abarcan de 1923 a 1980 — el año del fallecimiento de Carpentier — sin duda complemen-ta, redondea y da continuidad a su obra clásica La música en Cuba, editada en esa misma colección.

[Ep1] El libro La música en Cuba de Alejo Car-pentier es a la musicología lo que la rum-

ba y el son cubanos han sido a la gran diversidad de géneros de música popular y bailable que a partir del siglo xx han impregnado nuestra vida cotidiana. Na-die puede negar la infl uencia mundial de la música cubana, como tampoco la infl uencia de la aportación carpenteriana a la musicología.

[B] Desde su aparición en 1946, esta historia ha hecho las veces de clave del arco de medio pun-

to soportando los pilares de todos los estudios subse-cuentes sobre música cubana y, me atrevo a decir, so-bre música tradicional y popular de América Latina. No negamos las omisiones y carencias que tantas crí-ticas han señalado desde su aparición, sin embargo, dado que el valor de la obra reposa en sus aciertos, nuestra intención en estas breves líneas es justifi car su vigencia como clásico y la trascendencia que su re-edición ha tenido no sólo para la literatura musical, sino para desentrañar la trayectoria plena de “ese músico que lleva dentro” Carpentier (1904-1980).

En el año 1944 Alejo Carpentier se encontraba de visita en México, cuando Daniel Cosío Villegas, director del Fondo de Cultura Económica, lo invitó a visitar la editorial. Esa mañana le dijo: “Nosotros tenemos el proyecto de lanzar una colección nueva; una colección de tomos bajo el título general de Tie-rra Firme y esa colección deberá ser para nosotros una especie de enciclopedia general de cosas ame-ricanas […] Hemos pensado en usted para escribir la historia de la música en Cuba”. Carpentier confi esa: “[la propuesta] respondía a uno de mis más íntimos y

constantes anhelos […] sin embargo, yo no había he-cho nada en ese sentido: no había iniciado mis inves-tigaciones; no había reunido, todavía, una documen-tación, y la tarea que, de súbito, me proponía Daniel Cosío Villegas, en aquel momento, me abrumó, en cierto modo, mostrándome cuántas eran las difi cul-tades con las cuales habría yo de toparme”.2

[Co1] Aunque para entonces Carpentier cum-plía más de dos décadas de vida periodís-

tica, con abundantes artículos, reseñas de conciertos y ensayos sobre temas diversos de la música cubana y la música universal, el reto que enfrentaba era ma-yúsculo. Las investigaciones existentes sobre música cubana abarcaban vagamente ciento cincuenta años de su historia, e incluso Eduardo Sánchez de Fuen-tes, respetado compositor y estudioso de la música cubana, afi rmaba que antes de 1800 no existía en Cuba una producción musical seria, refi riéndose, claro está, no a la música tradicional o folclórica, sino a la música culta. Entregado de lleno a una com-pleja y fascinante tarea historiográfi ca en un terreno prácticamente virgen, Carpentier se sumergió en ar-chivos catedralicios, parroquiales y privados, reco-rrió centenares de fuentes documentales y hemero-gráfi cas tras el rastro de una música perdida, de una vida musical olvidada, con el mismo ahínco que ani-maría pocos años después al narrador innominado de Los pasos perdidos (1953) en su viaje «ontológico» por el Amazonas. Once meses tomó a Carpentier completar su investigación y escribir lo que sería la primera historia general de la música cubana.

[De][1] La naturaleza enciclopédica de la co-lección Tierra Firme apura a Carpen-

tier a trazar un esquema general a sabiendas de que incurriría en algunas omisiones inevitables y, segu-ramente, voluntarias, pues todos esos fallos, tan lar-

2 Alejo Carpentier, Ese músico que llevo dentro (Siglo XXI, México,

1987). Cabe señalar que, a la par de La música en Cuba, Daniel Cosío Vi-

llegas encargó a la folclorista, poetisa y ensayista Oneyda Alvarenga un

panorama histórico semejante titulado Música popular brasileña, fce,

México, 1947.

Motivos del son en CarpentierA L E J A N D R O P É R E Z S Á E Z

ARTÍCULO

Tal vez el conocimiento de la música y de sus formas sea el arco que sostiene la escritura de Alejo Carpentier. A manera de homenaje y divertimento, Pérez Sáez juega aquí con las reglas estructurales de la sonata para anticipar nuestra edición de Temas

de la lira y el bongó — complementaria de su clásico La música en Cuba — y (re)presentar así a uno de los grandes antecedentes del boom latinoamericano

Mira si tú me conose,

que ya no tengo que hablá:

cuando pongo un ojo así,

e que no hay na;

pero si lo pongo así,

tampoco hay na.

nicolás guillén

“Hay que tener boluntá”,

en Motivos del son (1930)

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CUBA LIBRO

gamente criticados desde la publicación del libro, no pudieron jamás pasar inadvertidos a su prodigiosa mente analítica. Por tratarse de un panorama de la historia, simplemente opta por ser selectivo y, quizá por cuestiones de tiempo o de gusto personal, decide no incluir, por ejemplo, la evolución del danzón, aun-que lo menciona en varias ocasiones en relación con la contradanza, género del que se deriva; lo mismo ocurre con el sexteto habanero y la llegada del son oriental a la Habana y su posterior desarrollo, omi-sión importante que, en cierto modo, equivaldría a preterir la llegada de los mariachis de Cirilo Marmo-lejo y Silvestre Vargas a la Ciudad de México en las décadas de 1920 y 1930.

En este punto cabe mencionar el interés particu-lar de Carpentier por el tema de los orígenes de la música cubana y la música primitiva, establecien-do paralelismos con la estética del “primitivismo” de inicios del siglo xx (Stravinski, Picasso) y con las nuevas exploraciones sonoras basadas en instru-mentos prehistóricos. En Los pasos perdidos, por ejemplo, el protagonista tiene el encargo de recorrer la selva amazónica en busca de instrumentos per-didos. El tema lo discutió ampliamente con Varèse, quien encontrara en la batería de percusiones cuba-nas parte de su inspiración para escribir Ionisation (1929-1931).3 Gracias a su conocimiento del campesi-no cubano y sus manifestaciones culturales, adquiri-do durante su vida en el campo en sus años de juven-tud, y bajo el enfoque de la musicología comparada,4 logra trazar las señas de identidad musical y cultural del pueblo cubano. Señala, por ejemplo, el valor de la aportación de la sangre negra con la música afrocu-bana (capítulo xviii), iniciando así el reconocimien-to largamente negado de la raíz africana en la música de América Latina.

[2] Por otra parte, muy escueta referencia hace en sus escritos a una trilogía de músicos hoy ve-

nerados en Cuba por sus aportaciones a la música popular: Gonzalo Roig, Rodrigo Prats y Ernesto Le-cuona. Asimismo, el jazz cubano, cuya historia se re-monta a 1914,5 escapa por igual a sus observaciones, como también la canción cubana, representada en-tre otros por Sindo Garay, género que sería funda-mento indiscutible del movimiento de la Nueva Tro-va Cubana iniciado a fi nales del decenio de 1960.

Es importante observar a la música popular como elemento común entre los tres ejemplos menciona-dos. Carpentier, por mucho que haya declarado que oía por igual boleros que música de Pink Floyd, guar-da un cierto prejuicio por los géneros populares, con-siderándolos manifestaciones urbanas de consumo, modas banales e insulsas demasiado infl uidas por una norteamericanización impertinente. De hecho, se refi ere a la música popular como frívola y, aun-que reconoce ciertos méritos en Roig, Prats y, sobre todo, en Lecuona; de este último comenta, con evi-dente ironía: “[…] tampoco fue músico de altura, sino un músico que permaneció en el amable campo de la música de salón”. La canción cubana tampoco parece haber sido de la entera predilección de Carpentier, en parte por sus infl uencias del lirismo operístico italia-no y de la canción norteamericana (Cole Porter), de ahí, tal vez, la escasa atención prestada al género. Su pensamiento al respecto quizá quede esbozado ini-cialmente en el artículo original Temas de la lira y el bongó de 1929, donde insta a romper “con la lira italia-nizante” y dejar al bongó prorrumpir su voz rítmica, esencia musical del pueblo cubano. No obstante, en subsecuentes revisiones de los géneros populares y el jazz cubanos, fi nalmente declara en 1971: “Cuba debe mucho a sus músicos populares, en lo que se refi ere a una afi rmación de caracteres propios ante el mundo […] La única fuerza sonora que ha podido compararse con la del jazz, en el siglo xx, es la de la música cuba-na. El hecho es tan importante que rebasa el campo de la música para alcanzar el de la sociología”.

3 Ionisation fue parteaguas de un nuevo paradigma sonoro en el siglo

xx, sentando además los fundamentos de un protagonismo de la percu-

sión en el mundo de la música culta.

4 Para un ensayo sobre los conceptos y métodos de musicología compa-

rada utilizados por Carpentier y sus disertaciones en torno al evolucionis-

mo en Spencer y Darwin, véase Katia Chornik, “Las ideas evolucionistas

en “Los orígenes de la música y la música primitiva”, un ensayo inédito de

Alejo Carpentier”, Revista Resonancias, núm. 26, Universidad Pontifi cia

Católica de Chile (mayo de 2010), pp. 41-56. Disponible en www7.uc.cl/

musica/cita/Resonancias/26/Chornik.pdf.

5 Pioneras en Cuba fueron la Jazzband de Sagua, fundada por Pedro

Stacholy en 1914, y la Cuban Jazz Band de Jaime Prats, padre de Rodrigo

Prats, fundada en La Habana en 1922. En Cuba, el término jazzband se re-

fi ere no a un combo sino a la Big Band.

[3] Por último, no deja de sorprender el débil des-arrollo que hiciera Carpentier de la música

culta o clásica de su país en el capítulo fi nal de La mú-sica en Cuba, sobre todo por tratarse del campo más favorecido por sus gustos. En esta nueva edición se han omitido sus abundantísimas crónicas sobre con-ciertos, obras, estilos y compositores de música cul-ta, salvo aquellas que hacen alusión a la música cuba-na. Esto de alguna manera limita nuestro entendi-miento cabal del pensamiento musical de Carpentier, mas no demerita la intención del libro.

Carpentier fue un músico culto y preparado en to-dos los sentidos, capaz de leer toda suerte de partitu-ras al piano. A su etapa de juventud corresponde el surgimiento de las vanguardias europeas, se adhirió entonces con entusiasmo a los postulados audaces e irreverentes de éstas. Relacionado activamente con el movimiento surrealista en París, conoció muy de cerca e incluso colaboró con muchos de los artistas puntales de las vanguardias: Darius Milhaud, Edgar Varèse, André Breton, Robert Desnes, Man Ray, Hei-tor Villa-Lobos, Diego Rivera y toda una pléyade de forjadores del cambio artístico del siglo xx.

Entre las mayores satisfacciones obtenidas con sus investigaciones musicográfi cas está el hallazgo de las partituras perdidas del refi nado músico cu-

bano Esteban Salas, quien de 1764 a 1803 estuviera a cargo de la chantría de la Capilla Musical de la ca-tedral de Santiago de Cuba. Este tesoro desenterra-do de un mueble polvoso y arrinconado en el archivo catedralicio devolvió a Cuba la memoria y el legado de una parte importante de su historia musical an-terior al siglo xix, de la que apenas unas pocas men-ciones dispersas existían. Aparte, en lo tocante a la música del primer tercio del siglo xx, Carpentier deja un testimonio defi nitivo de la talla artística de dos de los forjadores de la música nacional cubana, los compositores Amadeo Roldán y Alejandro Gar-cía Cartula, con quienes emprendiera la labor de lle-var al pueblo cubano la música culta y las creaciones más signifi cativas del repertorio contemporáneo de su tiempo.

[Co2] Carpentier respiraba y transpiraba mú-sica. En su producción novelística com-

pleta es posible establecer una relación formal con diferentes estructuras musicales, como han especu-lado diversos autores en ensayos recientes. De tal manera, El reino de este mundo (1949) se asemeja a una suite de ballet y Los pasos perdidos (1953) a una cantata; la forma sonata se percibe en El acoso (1956) y El recurso del método (1974), mientras que Concierto barroco (1974) puede relacionarse con un concierto ampliado o modifi cado.6 Estas especulaciones ad-quieren relevancia ante las declaraciones del propio Carpentier: “Me ayuda mi formación: me valgo de las

6 Para una revisión de críticos que han explorado los elementos mu-

sicales en la narrativa de Carpentier, véase Gabriel María Rubio Nava-

rro, Música y escritura en Alejo Carpentier, Universidad de Alicante.

Sevicio de Publicaciones, Valencia, 2000. Véanse también Leonardo

Acosta, Música y épica en la novela de Alejo Carpentier, Letras Cuba-

nas, La Habana, 1981; José Antonio Sánchez Zamorano, “‘El siglo de las

luces’: una sonata de Alejo Carpentier”, Philologia Hispalensis, 1990,

núm. 5, pp. 327-346; Maristela Verástegui, “La forma como conducto

a la revisión de la historia en Concierto barroco (1974) de Alejo Carpen-

tier”. Disponible en: gc-cuny.academia.edu/MaristelaVerastegui.

formas musicales […] Esta novela [El recurso del méto-do] está estructurada en tres partes, como una sona-ta: un tema masculino, Víctor Hugues; un tema me-nor, Esteban; un tema femenino, Sofía”.7 Baste el ejemplo para demostrar los alcances del pensamien-to musical de Carpentier, lamentablemente, aden-trarnos en sus abundantes elementos de retórica mu-sical, del ritmo de la prosa, de atmósferas sonoras y otros elementos musicales en su narrativa, excede no el propósito sino el espacio para esta breve reseña.

[Re][A-B] La música en Cuba no ha perdido su vigencia, pervive como fun-

damento incontestable de todo estudio de la música de América Latina. Por fortuna, los escritos que con-forman la selección de Temas de la lira y el bongó, preparada por el musicólogo cubano Radamés Giro, ofrecen un antecedente y un consecuente de esa obra musicológica original, a la vez que permiten al lector entender que nada en Carpentier es improvi-sado, sino fruto de una mente creadora que supo de-construir la realidad para construir la magia de la historia de la cultura musical cubana, parte orgánica de nuestras músicas latinoamericanas.

[Cof] Como breve homenaje a Carpentier, en esta reseña hemos intentado hacer un

sencillo ejercicio de la forma sonata, aunque burda-mente y con muchas licencias. Las misteriosas letras y números entre corchetes que marcan el texto se re-fi eren a las partes de la forma.8 Iniciamos con una lenta y breve introducción [I], de carácter libre, que prepara la acción e intenta atraer la atención del lec-tor. En seguida presentamos el tema principal en to-nalidad mayor [A], de manera abierta y sin mayores enredos (las ediciones del fce). Un episodio vincu-lante enlaza con el segundo tema [B], más extenso que el inicial, que introduce en tonalidad menor ele-mentos dramáticos: el encargo de la obra y la men-ción de omisiones del autor, a la par de “motivos” que traen la esperanza de conocer sus aciertos. Una bre-ve coda [Co1] nos conduce al desarrollo [De], donde tres motivos (los desaciertos: 1, 2, 3) alternan con-trapuntísticamente con motivos contrastantes de justifi cación y afi rmación de valores previamente enunciados en el episodio. El desarrollo cierra con una coda [Co2] que introduce material temático nuevo (las novelas) y abre paso a una muy breve re-capitulación [Re] donde se reexponen los temas A-B, para concluir con esta coda fi nal [Cof].

Muchas cosas quedan en el aire y tantas otras ex-cluidas de este texto, en parte por tan limitado es-pacio para el juego musical, en parte quizá por pre-juicios o gustos personales. Sirvan pues estas líneas como una presentación mínima de las vicisitudes de Carpentier en torno a La música en Cuba, lo mismo que a sus trabajos preparatorios y subsecuentes, hoy reunidos en la valiosa selección de Temas de la lira y el bongó, junto con un reconocimiento a los esfuer-zos entre Cuba y México para reavivar la discusión sobre la fi gura universal de Carpentier como literato y musicólogo.

Fine�W

Alejandro Pérez-Sáez es músico y musicólogo. Como traductor, tuvo a su cargo la coordinación del Diccionario enciclopédico de la música, publicado por el FCE en 2009.

7 Citado en Sánchez Zamorano, El siglo de las luces, p. 332.

8 A grandes rasgos, la forma sonata consta de tres partes generales [Ex-

posición – Desarrollo – Recapitulación]. En la exposición [Ex] se presen-

tan, sucesivamente, dos temas contrastantes [A-B], que pueden unirse o

no con un episodio [Ep] en el que se introduce material temático nuevo;

la exposición termina con una conclusión o coda [Co]. Sigue el desarro-

llo [De], donde se realizan juegos contrastantes y libres con fragmentos

o motivos de los temas principales y los episodios; una conclusión o coda

[Co] cede paso a la recapitulación [Re], donde se reexponen los temas A-B.

Una coda fi nal [Cof] concluye el movimiento. Esquema: Exposición (A/

ep/B/Coda); Desarrollo (A+B+ep /Coda); Recapitulación (A+B/Coda).

“La única fuerza sonora que ha podido compararse con la del jazz, en el siglo XX, es la de la música cubana. El hecho es tan importante que rebasa el campo de la música para alcanzar el de la sociología”

MOTIVOS DEL SON EN CARPENTIER

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CUBA LIBRO

EL SON EN LA MÚSICA Y EL BAILE POPULARHacia el año 1820, La Habana se vio invadida por el son. Sus letras hablaban de Manzanillo y de Palma Soriano, haciendo el elogio de patrias chicas, encla-vadas en la tierra madre:

Son de Oriente,

mi son caliente,

mi son de Oriente.

El son constituyó una extraordinaria novedad para los habaneros. Pero no era de invención recien-te, como es de suponerse. Desde los tiempos de la Ma’Teodora, era conocido como género de canción bailable, en la provincia de Santiago. Pero del siglo xvi al siglo xvii, la palabra son aludía a formas im-precisas de música popular danzable. Ocurría lo que con la rumba, que aún no han podido defi nir con jus-teza los mismos que la cultivan. Todo cabe en ella; todos los ritmos constitutivos de la música cubana, además de los ritmos negroides que puedan cuadrar con la melodía. Todo lo apto a ser admitido por un tiempo en 2/4 es aceptado por ese género que, más que un género, es una atmósfera. Esto sin contar que en Cuba no hay una rumba, sino varias rumbas. Para los tocadores de tambor, para los iniciados, no es lo mismo un yambú, que un guaguancó, que una co-lumbia, que un papalote. En cuanto a la “rumba es-cénica”, bailada en teatros y cabarets, es una mezcla de esto y aquéllo. Hubo en un vasto sector del conti-nente danzas de origen negro, de pareja suelta, vo-luptuosas y hasta lascivas, que recibieron nombres diversos y se acompañaron de distinta manera, sin que hubiera una diferencia esencial entre ellas. To-das se bailaban con una música de fuerte ritmo, con gran aparato de percusión. Podía ser la resbalosa en Argentina, la calenda dominicana, o el chuchumbé llevado por cubanos a Veracruz. Todas eran rumbas. Es decir, ante todo, una danza caliente, cuyos ritmos sirvieran para acompañar un tipo de coreografía que remozaba viejos ritos sexuales. No había, como en la contradanza, por ejemplo, cambios de fi guras, ni como en el danzón, “partes” dotadas de un carácter propio. De ahí que la rumba sea, aún hoy, un género indefi nible y sin embargo presente. Todo cubano re-conoce una rumba al paso. Pero Sánchez de Fuentes y Emilio Grenet, en sus estudios sobre los ritmos cu-banos, eluden el problema de su defi nición, pasando la hoja. Y es que la rumba, como lo decíamos antes, es una atmósfera. Póngase una mulata a mover las cade-ras al alcance coreográfi co de un bailador, y todos los presentes producirán los ritmos adecuados, con las manos, en un cajón, en una puerta, en la pared… Es signifi cativo el hecho de que la palabra rumba haya pasado al lenguaje del cubano como sinónimo de hol-gorio, baile licencioso, juerga con mujeres del rumbo.

Si observamos cuán lejos se sitúa la canción de la Ma’Teodora, con su melodía de romance, su metro castellano, su 6/8, de lo que hoy puede llamarse son (no ocurre así con el danzón, fi el a una línea evolutiva), de-duciremos que fue durante mucho tiempo un sonar de voces e instrumentos. Comenzó a cobrar un perfi l defi -nido con la llegada de los negros franceses a Santiago. Su desarrollo —en ambientes esencialmente popula-res— fue paralelo al de la contradanza.

El son tiene los mismos elementos constitutivos del danzón. Pero ambos llegaron a diferenciarse to-

talmente, por una cuestión de trayectoria: la contra-danza era baile de salón; el son era baile absoluta-mente popular. La contradanza se ejecutaba con or-questas. El son fue canto acompañado de percusión. Y esto, sin duda, constituye su mejor garantía de ori-ginalidad. Gracias al son, la percusión afrocubana, confi nada en barracones y cuarterías de barrio, re-veló sus maravillosos recursos expresivos, alcanzan-do una categoría de valor universal. Porque —y esto no debe olvidarse— las orquestas de baile sólo cono-cieron, antes de 1920, en cuanto a instrumentos de batería, los timbales (no el timbal cubano que es cosa muy distinta), el güiro o calabazo, y las claves — de origen habanero —. Las maracas se usaban mucho menos. Y todo un arsenal de elementos productores de ritmos, permanecía en la sombra.

Aún recordamos el maravillado estupor con que los hombres de nuestra generación vieron aparecer, un buen día, los instrumentos venidos de Oriente, que hoy se escuchan, bastante mal tocados, en todos los cabarets del mundo. La marímbula, vista en San-to Domingo por Moreau de Saint-Mery; la quijada, o jaw bone, que escuchara Lafcadio Hearn en Nueva Orleáns; el bongó, tambor sobre cuyo parche se pro-ducían sonoros glissandi con la palma de la mano; los timbales criollos, apretados entre las rodillas, tan nerviosos y traviesos, al ser golpeados con uno o más dedos; los econes o cencerros, campanillas de metal sordo, interrogados con una varilla de hierro; la botijuela, ventruda vasija de barro, de cuello es-trecho, de la que los labios arrancan un sonido aná-logo al pizzicato de un contrabajo; el diente de arado, con su obsesionante sonoridad de cencerro grave… Émile Vuillermoz habría de decir un día, al ser pues-to en presencia de la percusión afrocubana:

Con cualquier objeto, los largos dedos secos [del negro

de Cuba] hallan el medio de producir sonidos inespe-

rados, discretos o violentos, tajantes o sordos, suaves

o crueles. La madera, el metal, el barro cocido, la piel

reseca, le brindan una gana inagotable de timbres sa-

brosos, de los cuales extrae una verdadera orquesta-

ción de ruidos. Los cubanos han descubierto, especial-

mente, una cierta calidad de madera que produce el

sonido claro y metálico de un yunque [las claves]. Con

ello obtienen unas notas que tienen la pureza lumino-

sa y melancólica del canto nocturno del sapo. Añadid

a esto una serie de cuchicheos misteriosos, produci-

dos por fricciones, zumbidos, percusiones, choques de

la palma de la mano o de las falanges sobre diminutos

timbales, roces de una varilla sobre calabazas huecas,

y el palpitar sedeño que producen centenares de per-

digones [son piedrecitas o semillas] en una fruta seca.

Se obtiene con ello una orquestación muy cercana de la

vida, que parece ser el consentimiento universal de las

cosas al ritmo de la danza. Decidme: ¿qué valor tienen

nuestros timbales, nuestras panderetas, nuestro trián-

gulo, nuestros platillos y nuestras cajas, ante una “ba-

tería” cubana, tan llena de matices, tan poética, con sus

zumbidos embrujadores, sus caricias de seda herida, y

su pequeño yunque de plata?

Y conste que, al aparecer la batería del son, el negro no nos entregaba todavía los tambores que integran sus baterías rituales, destinadas a acompañar cere-monias de iniciación en sociedades secretas, prác-ticas de brujería, y fi estas sincrético-religiosas, en las que mezclan invocaciones a la virgen con danzas

más o menos profanas, bailadas por el simple placer de mover el cuerpo dentro de un baño de ritmos. La gran revolución operada en las nociones por la ba-tería del son, consistió en darnos el sentido de la po-lirritmia sometida a una unidad de tiempo. Se había dicho, hasta entonces, el ritmo de la contradanza, el ritmo de la guaracha, los ritmos del danzón (admi-tiéndose la pluralidad dentro de la sucesión). El son, en cambio, instauraba categorías nuevas. Dentro de un tempo general, cada elemento percutido lleva-ba una vida autónoma. Si la función de la botijuela y del diente de arado era de tipo escansional, los tim-bales debían entregarse a la variación rítmica. Si la marímbula trabajaba sobre tres o cuatro notas, mar-cando las armonías con insistencia de bajo continuo, el tres podía tener una función cadencial. El bongó actuaba más libremente, usando de la percusión di-recta o del glissando sobre el parche. Los demás ele-mentos de esa percusión se manifestaban de manera ajustada a sus registros y posibilidades, admitiendo la fantasía del ejecutante, siempre y cuando el can-to —todos los músicos cantaban— fuese sostenido en cada momento por el aparato de la batería. El son cubano —tal como se nos presentó en su forma pura, en 1920— hace pensar en un estado rudimentario de Las bodas, de Stravinsky. No podrían encontrar-se dos tipos de música ajustados a normas tan se-mejantes, a pesar de la enorme distancia que media entre ambos. El material melódico, confi ado a las voces humanas; el clima sonoro y la escansión rítmi-ca, producidos por un conjunto de instrumentos de percusión.

Además, el son, en su presencia madura, no ve-nía con una forma defi nida: largo y montuno. El lar-go era el recitativo inicial, la exposición de romance, de muy viejas raigambres santiagueras, llevada en tiempo pausado, por una sola voz:

Señores,

señores,

los familiares del difunto

me han confiado,

para que despida el duelo,

del que en vida fue

Papá Montero.

Nerviosa reacción de la batería. Y las voces que en-traban, todas juntas, estableciendo en el montuno la vieja forma responsorial primitiva, ya observada en el son de la Ma’Teodora:

coro: A llorar a Papá Montero.

¡Zumba!

Canalla rumbero.

solo: Lo llevaron al agujero.

coro: ¡Zumba!

Canalla rumbero.

solo: Nunca más se pondrá sombrero.

coro: ¡Zumba!

Canalla rumbero…

Con una insensible aceleración del tempo, las varia-ciones podían improvisarse, dentro de un encuadre rítmico general, durante el tiempo que se quisiera. Los instrumentos bordaban, hacían “fi ligranas”, subdividían los valores fundamentales, colaborando con la creciente excitación de los bailadores, que, a su vez, complicaban los pasos. Los juegos coreográ-

Maravillas de la música de CubaA L E J O C A R P E N T I E R

ADELANTO

Presentamos aquí una muestra de Temas de la lira y el bongó, obra que tenemos en preparación. La primera parte corresponde a un artículo aparecido en la bogotana

Revista de América en julio de 1946; la segunda, a un texto publicado en la habanera Bohemia en octubre de 1971. Sensuales y juguetones, informados y a la vez especulativos,

son ejemplo del modo carpenteriano de estudiar y gozar la música

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CUBA LIBRO

fi cos del África estaban presentes en ese allegro con variaciones rudimentarias que los músicos y canta-dores sostenían a brazo tendido, hasta que una pau-sa se hiciera necesidad física. Los hombres no lloran; Maldita timidez; Ésas sí son cubanas; Papá Montero; Mujeres, no se duerman; Las cuatro palomas, consti-tuyen los trozos antológicos representativos de ese gran momento del son que fue la década 1920-1930.

Hasta ahora no podía decirse que Cuba —fuera de ciertos bajos de guaracha emparentados con percu-siones africanas— hubiese inventado un ritmo. Había asimilado ciertas fórmulas rítmicas, sometidas a un amplio proceso de intermigración en todo el conti-nente, modifi cándolas por hábitos interpretativos. Pero si el tango difería en Cuba —al servir de bajo a la contradanza— de las aplicaciones de ese mismo ritmo en Paraguay o Argentina, no era sino por una cuestión de “aire local”, de tempo, de infl exiones, im-puestos por la misma idiosincrasia del criollo. Car-los Vega hace hincapié, muy justamente, sobre esta cuestión del aire local que suele diferenciar, por me-dio de factores prácticamente imponderables, dos ti-pos de música cuya gráfi ca puede ser muy semejante. En las recopilaciones folklóricas argentinas fi gura una melodía de candombe, absolutamente idéntica a la canción La paloma azul, que suele darse por mexi-cana. Pero no importa que las notas y el ritmo sean los mismos. Cuando La paloma azul es cantada por mexicanos, tiene entrañas mexicanas. Algo análogo ocurre con el cinquillo del merengue dominicano y el mismo cinquillo utilizado en el danzón y el bolero cubanos. Sin embargo, no hay, en esos casos, inven-ción de ritmos.

El gran mérito del son está en que la libertad ofre-cida por él a la espontánea expresión popular, propi-ció la invención rítmica. Los valores se subdividieron y diversifi caron dentro del compás. A partir de deter-minado momento, hubo verdadera creación. Muchas orquestas de son debieron su fama al hecho de que “tocaban distinto”. Más calor, más novedad, dentro del metro conocido; súbitas fantasías de percusión, que arrancaban exclamaciones de entusiasmo a los bailadores. Al procederse a una notación aproxima-da, el son de La mujer de Antonio no puede escribir-se como el Buche y pluma. La insistencia de bajo de Galán-galán, con sus tres notas repetidas hasta la obsesión, poco tiene que ver con la percusión mar-cial de A la Loma de Belén. Con el son, un sector de la música cubana se emancipó, casi totalmente, de las tradiciones rítmicas que la caracterizaron durante el siglo xix, aunque su historia hubiese sido, en el fon-do, paralela a la de la contradanza. Por ello, la difu-sión mundial de la habanera fue muy inferior a la del son. Porque no debe olvidarse que todas las danzas introducidas en estos últimos años en Europa, en países de América y del Asia, bajo el nombre eufóni-co de rumbas, no eran sino sones que ya se conocían en Cuba desde hacía bastante tiempo. El son es, a los demás géneros cubanos, lo que un Christopher Co-lumbus, de Benny Goodman, o el Black and Tan, de Duke Ellington, a un ragtime de 1915. Hay en él una riqueza, una savia, que no conocieron otros géneros anteriores, a pesar de su gracia y de su encanto. No por mera casualidad, al enriquecerse con una cuar-ta parte que prolongó su vida, el danzón acabó por adoptar invariablemente, para servirle de coda, un tema y un ritmo de son.

PUEBLO EN SU SONSi en algo se ha manifestado tempranamente un ca-rácter de cubanidad integral, es en la música popu-lar, así como en ciertas formas de música bailable — de “salón” la llamaban antaño — que llegaron a ac-tuar, en distintas épocas de nuestra historia, como verdaderos factores de una tenaz resistencia contra lo extranjero. Dotado, por otra parte, de un poder de entendimiento y asimilación que le permitió desta-carse como ejecutante y como intérprete en los más diversos campos de la actividad musical, el músico cubano ha respondido siempre, vigorosamente, con los medios de la inventiva propia, a la invasión de rit-mos y estilos que le eran extraños, acabando siempre por hacer olvidar a nuestro pueblo una momentánea o fortuita aceptación de géneros musicales europeos o norteamericanos. Habría materia para escribir un largo ensayo acerca de las fases de una resistencia que se inició mucho antes de que, en la pintura, o en la literatura, se hubiese afi rmado un acento cubano.

Cuando a fi nes del siglo xviii nuestro Teatro del Coliseo, fundado en 1776, era una prolongación de Teatro de los Caños del Peral de Madrid y en su es-

cenario se ofrecían constantes representaciones de tonadillas escénicas españolas de Blas de Laserna, Misón, Esteve o Manuel García, con la presencia de estrellas famosas, especialmente contratadas en la Península, como Mariana Galino o Isabel Gambori-no, los músicos nuestros no tardaron muchos años en transformar esas pequeñas óperas bufas —exce-lentes por lo demás— en zarzuelas cubanas, donde los payos, las majas, los chisperos, los manolos de los libretos originales, se trocaron por guajiros, mulatas, monteros, caleseros y otros personajes típicos de la imaginería popular de la isla. Por otra parte, toman-do los españolísimos sainetes de Ramón de la Cruz por modelos, el “caricato” Covarrubias (1775-1850) sentó las bases de un teatro popular criollo, cuya tra-yectoria alcanzaría los albores de la República, con producciones cuyos títulos equivalían a una declara-ción de principios: Los velorios de La Habana, La Fe-ria de Carraguao, Las tertulias de La Habana, etcéte-ra. La música, huelga decirlo, desempeña un impor-tante papel en esos sainetes de buen sabor local.

Del mismo modo, el baile de la contradanza, traído de Francia y de España, no tardó en cubanizarse ha-llando una expresión superior en las obras de Manuel Saumell (1817-1870) y de Ignacio Cervantes (1847-1905), músicos que le comunicaron una fi sonomía tan original que hacia el año 1880 hacía furor en Eu-ropa un género de composición que era conocido por “danza habanera” o “habanera”, llegando una de es-tas habaneras a inscribirse en la partitura de Carmen de Bizet… A la vez, obedeciendo a un proceso de evo-lución debido a la intuición popular, la danza de salón de mediados del siglo pasado se había transformado, gracias a la inventiva de un músico matancero, Mi-guel Faílde, en un género nuevo: el danzón. (Recorde-mos de paso, que los cuatro primeros danzones escri-tos por Miguel Faílde en 1877 se titulaban: El delirio, La ingratitud, Las quejas y Las Alturas de Simpson.)

Gozaba el danzón del máximo favor en nuestros bailes hacia el año 1920 —época en que Antonio M. Romeu, Anckermann, Valenzuela, Corbacho y otros habían llevado el género a su mejor expresión formal e interpretativa—, cuando se produjo en Cuba un fe-nómeno de penetración de música foránea que no evocamos aquí a título de mera peripecia anecdóti-ca. Corría nuestra música popular un serio peligro. El jazz, nacido en Nueva Orleáns, perfeccionado en Chicago y en el barrio neoyorquino de Harlem, es-taba invadiendo el mundo. Estaban en pie las gran-des orquestas clásicas de ese género de música que venía a constituirse en una suerte de folklore urba-no, actuando con un dinamismo único… Se vivían los mirífi cos tiempos de la “Danza de los Millones”. Era costumbre en aquellos días que los hijos de fa-milias acomodadas fuesen a estudiar en las universi-dades de Harvard, de Cornell o de Troy —cuando se les destinaba a carrera de ingeniería—. Las pianolas (hecho cuya importancia cultural no debe ser dejada en silencio) habían puesto por primera vez al alcan-ce de la clase media cubana un medio de divulgación musical que era, entonces, mucho más efi ciente y activo que el disco. Pero en esos aparatos automáti-cos no sonaban siempre los “rollos” consagrados a la reproducción de música seria. Lo que se escuchaba, preferentemente, por moda, eran las llamadas “pie-zas americanas” —de una factura admirable, por lo demás, puesto que se vivía en el Siglo de Oro del jazz— que se titulaban Tea for Two, Whispering, Hin-dustan, Stumbling, Kitten on the Kees, y otras que han quedado clásicas en el género. También sonaba por ahí, en las noches habaneras, el ritmo sincopado del St. Louis Blues, de Christopher Handy, el viejo juglar de la Nueva Orleáns… Fue ese momento en que el jazz hizo su entrada en La Habana, traído, en carne y espíritu, por un magnífi co violinista, llamado Max Dolin, quien se presentó al frente de un sólido con-junto de instrumentistas norteamericanos, en un fa-moso hotel de la ciudad.

Max Dolin era un prodigio en el ámbito propio. Después de demostrar su maestría de ejecutante en la interpretación de un Concierto de Mozart (en eso se anticipaba a los alardes de un Artie Shaw), no sólo era capaz de divulgar prodigiosamente todo un repertorio que nos venía de los Estados Unidos, sino que se daba a improvisar increíbles paráfrasis, en jazz, sobre los temas de óperas famosas. Las or-questas de entonces dirigían músicos de tan buena cepa criolla como Moisés Simons, Eliseo Grenet, y otros, trataron de seguir sus pasos, impulsados por un prurito de emulación técnica —hecho este que se observa, desde la colonia, en el comportamiento pro-

fesional de nuestros músicos. Se vivía una etapa de norteamericanización intensiva en el campo de la música popular.

Tal estaban las cosas, cuando apareció —y nunca se recordará bastante lo que signifi có su actuación— el Sexteto Habanero. El Sexteto Habanero, ajeno a todas las modas creadas, nos traía el son. El son de Oriente, sorpresivo, raro, poco conocido —acaso muy olvidado— por el hombre de la capital, que venía a oponerse oportunamente a la ofensiva frontal del jazz. A la loma de Belén, Cabo de la Guardia, Mujeres, no se duerman, Las cuatro palomas, Papá Montero y otros cantos que eran la base del repertorio del Sex-teto, se hicieron populares en un día, haciéndonos olvidar lo que el jazz nos hubiese revelado acerca de un tipo de música popular urbana, sumamente es-timable, extraordinariamente seductora, pero que estaba en camino de sustituir el arsenal de nuestra prodigiosa batería afrocubana por la presencia fun-cional del drum; de eliminar los elementos sonoros constitutivos de nuestros conjuntos populares a favor de las brass sections, y de los saxofones, sobre todo, de los conjuntos norteamericanos. Una vez más se manifestaba el espíritu creador, nacionalis-ta, inventivo dentro de lo propio, del músico popular cubano.

Hacia el año 1925 el son era dueño de la plaza de La Habana. Por lo demás, una revalorización de nues-tras cosas llevaba a los amantes de la canción a es-cuchar las interpretaciones que, con magnífi ca pro-digalidad, ofrecían Sindo Garay y Guarionex, de La bayamesa y, lo que era más importante aún, de viejas canciones coloniales, y fuertemente marcadas por el espíritu criollo, como La Cirila. Eduardo Sánchez de Fuentes, por su parte, estaba muy activo con la cons-tante publicación de melodías no siempre exentas de un cierto italianismo, pero de un italianismo que, al amaridarse con los ritmos criollos del bolero y la ha-banera, creaba características de estilo, de un estilo que con el tiempo se va haciendo más nuestro, por un proceso retroactivo de asimilación.

La valorización estética de lo afrocubano, operada en estos últimos treinta años, hizo el resto. Con las giras internacionales de nuestras orquestas de bai-le; con la fi jación de géneros que ya cuentan con una tradición impuesta a las nuevas formaciones instru-mentales; con el enaltecimiento estético de la percu-sión, de los ritmos, de los giros modales afrocubanos, realizados por artistas como Amadeo Roldán y Ale-jandro García Caturla en el campo de lo sinfónico, la música cubana se hizo una realidad pujante, ger-minativa, conquistadora de espacios. No cabe, en el marco de un breve artículo, pormenorizar los ejem-plos. Pero el hecho —hecho positivo, demostrado por el número de ejecuciones, por los derechos de autor percibidos en el extranjero por nuestros músicos, por la universal aceptación que los ritmos de nuestra tierra han recibido en todas partes— es que una mú-sica cubana existe. Y es porque esa música cubana, desde los días de la erección del viejo Teatro del Co-liseo, es una música resistente. Resistente, en el senti-do más cabal de la palabra. Música resistente a todas las infl uencias extranjeras que —con algún derecho debido a la misma fuerza de corrientes exteriores— hubiesen podido desalojarla del ámbito propio. Cuba debe mucho a sus músicos populares, en lo que se re-fi ere a una afi rmación de caracteres propios ante el mundo. Al fi n y al cabo, la única fuerza sonora que ha podido equipararse con la del jazz, en el siglo xx, es la de la música cubana. El hecho es tan importante que rebasa el campo de la música para alcanzar el de la sociología.�W

Alejo Carpentier fue uno de los mayores escritores cubanos de la historia. Como periodista, se ocupó de la escena musical y literaria.

MARAVILLAS DE LA MÚSICA DE CUBA

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Si nos atenemos a la defi nición de Philippe Lejeune, la autobiogra-fía es un “relato retrospectivo en prosa que una persona hace de su propia existencia, ponien-do énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad”. En tal caso, toda escritura poética quedaría, ipso facto, fuera de la defi nición

de autobiografía. Sin embargo, no hay razón alguna para expulsar a la poesía — y a esas personas, los poe-tas — de la zona autobiográfi ca.

¿Qué narra el autobiógrafo? Narra su vida, sus re-cuerdos, sus emociones. Narra su vida a través de sus emociones. Lo que importa no son los eventos con-tados sino aquello que se sintió al vivirlos y aquello que se siente, ahora, al contarlos. Re-sentir, no como resentimiento y rencor, sino como restitución de lo sentido: sentir para contarlo. Contar sin sentido — sin sentir — carece de causa.

Otro gran teórico de la autobiografía, el francés Georges Gusdorf, va más lejos. Considera que “el destino del hombre es construir siempre una nue-va existencia y, por tanto, una nueva historia; la au-tobiografía es la revolución espiritual del escritor convertido en sujeto y objeto de la escritura. Se tra-ta de una operación de rectifi cación en relación con los acontecimientos de la vida pasada, con su valor moral”. Entonces, no sólo se cuenta y se siente lo que se cuenta, se rectifi ca en la operación de la escritura. Mas esa rectifi cación pasa por el tamiz de la leyenda, desde la novela familiar descrita por Freud hasta la construcción de los más variados mitos personales. Rectifi car no es tanto corregir — regresar al renglón de la norma después de salirnos de madre —, es mo-difi car, transformar, alterar. Conlleva una decisión, una construcción del ser: un sentido. Y ese sentido pasa y pesa en la escritura: “Escribo, luego existo; si tomo la palabra — dice Gusdorf — es que existo aparte de mí y que mi vida debe de tener un sentido”.

Sin embargo —¡oh, paradoja!—, la escri-tura no es el fi el autorretrato de su autor; no aparece ahí la neoclásica fi gura hierá-tica sino su desfi guro, su desfi guramiento, su desfi guracción. Como en un dripping de Pollock el autor chorrea fi ligranas de su ser sobre el blanco lienzo de la histo-ria. Lo que aparece es otro, porque “Yo es otro”, como bien sabía aquel adolescente de Charleville.

Entonces Kozer. Haciendo hace mil años un único poema autobiográfi co que trata siempre de otro, que lo retrata en el chorreo incontinente de Lalengua — así, en un solo vocablo —; porque la palabra es del orden de la secreción, es un fl uido lin-güístico (Miller) y Lalengua, siguiendo a

Lacan, es “un saber que se presenta como una huella, un trazo, como una escritura de lo que fue nuestra relación originaria con la lengua materna”. Huella, trazo, palabras kozerianas (nos remiten a Trazas del lirondo y a Una huella destartalada, dos libros de este autor) que proponen un más allá del lenguaje; una huella y un trazo, máculas no semánticas, arqueolo-gía del ser que se pregona en letra y en grafía que cifra su sentido.

No nos engañemos: cuando Kozer habla, cuando traza las huellas de sus recuerdos, habla el otro que habita en él. En una entrevista a Miguel Ángel Za-pata donde habla de su padre y de su abuelo, que no escribían español, nos dice: “Entonces, ¿quién va a escribir por mi padre? ¿Quién va a escribir por mi abuelo? La respuesta se cae de la mata. Y me pongo a escribir, a inventar y reinventar sus dramas, sus presencias, sus deformaciones e incapacidades. Los poetizo (los deformo); los recreo (reafi rmo). Ellos pueden ahora escribir. Y yo también”.

Se es a través del otro; se es a través de la ausencia del otro. Al reinventar sus dramas el otro nos hace des-de su ausencia. Kozer rehace a su progenie en un acto (¿fábula en acta?) obsesivo que es, también, compasivo:

El dedo de mi abuelo Isaac o Ismael o rey ahora sin

nombre o de nombre Katz o

de nombre Lev o corazón de

Judá (señala) la palabra donde

se detuvo la recta maraña de

las palabras [...]

Si Kozer siempre es otro, sus ancestros también. He ahí el abuelo materno en las marañas de su religión, en su perpetuo éxodo desde las doce tribus hasta la Bodega Cubana, esa tienda de abarrotes y ultramari-nos que abre en La Habana Vieja. Y si su abuelo es el vínculo — o desvínculo — con la religión, su padre es el rebelde, el marxista, el eslabón que rompe la orto-

doxia y prefi gura al agnóstico y librepen-sador José.

Así, se rehace Kozer por su progenie (madre, padre, hermana, sin descontar a su esposa Guadalupe), mas también por una progenie postiza, voluntaria, afi an-zada en afi nidades selectivas. Dice Kozer: “Mi recuerdo no es lo que importa, eso sí es pura anécdota. Lo que importa, si algo importa, es que ese recuerdo ahora aco-ge a todos los recuerdos, o por lo menos a una buena dosis de recuerdos que par-ten, irradian de otros lugares, otras per-sonas. Recuerdos inventados y no sólo inventariados”.

Falsos recuerdos conscientes de su fa-bulación que encarnan en personajes his-tóricos o legendarios: Tu Fu, Wang Wei, Go Toba, entre tantos otros llegados de eras imaginarias y de kozerianos orientes.

Y en ellos él se retrata, se retracta de ser Kozer para ser legión, ser muchos, ser nadie. La apropiación de voces, de estilos, de fuentes histórico-literarias no es retórica, es vivencial. Finalmente, si el ser auto-biográfi co se parece mucho a una fi cción, entonces, gracias a la poesía — ese arte de lo posible — es dable construir autobiografías imaginarias. Kozer — bien lo sabemos — puede ser un taoísta chino de los Rei-nos Combatientes, un monje zen japonés, o un medi-tativo eremita en su montaña. No es que lo pueda, es que lo es en la medida que lo escribe. En la medida que avanza, heraclitano, en ese río del habla. Y digo habla con toda la intención de remarcar el carácter cuasi oral, conversacional, de la poesía de Kozer, quien habla como el río que avanza. Fluye entre las piedras con prisa, pero en su centro inquieto, en una poética de proliferación –que lo emparienta con los neobarrocos latinoamericanos- y a la vez de conten-ción, de concentración, de haikú instantáneo. Fluye, pero como una catarata de Hiroshigé: vertical, con quiebres geométricos sobre la página, con sangrías, saltos, encabalgamientos, aliteraciones, guiones, co-mentarios intertextuales; es decir, una danza nada simple de signifi cantes, potro que se lleva entre sus patas al hipotético ser de la escritura.

Ver un poema de Kozer — no leerlo, verlo — es ver un cardiograma vertical, una respiración coronaria con sus rítmicas sístoles y diástoles sorpresivas, nun-ca previsibles, porque se trata, en Kozer, de un eter-no retorno siempre diferente, de un bordar y bordear con otros hilos el cambiante rostro de su persona, de su pasaje al acto, de sus quehaceres cotidianos. Y leer-lo es oír lo que él ve, seguirlo en su mirada, en ese pe-riplo que va de la realidad a la palabra, pasando por la imaginación poética que trastoca lo real. No hay mi-mesis, hay omnívora asimilación de lo real. A Kozer el “je suis un syntaxier” de Mallarmé le queda a la me-dida. Su real pasa por el ordenamiento de una sinta-xis, por la reconstrucción de un mundo hecho fraseo. “Se trata de acortar la distancia — dice Kozer — entre la realidad y el texto poético al máximo y esto sólo se puede realizar desde la rapidez.” Acortar la distancia, nos dice el autor, porque sabe que, entre la realidad y el deseo, entre el acto y su acta que lo testifi ca, media la palabra, es decir, la fábula del lenguaje que hace po-sible la confabulación autobiográfi ca.

En esta Acta est fabula, está la esencia de la poéti-ca kozeriana que carece de causa (como se titula uno de sus libros) aunque no de cauce adonde reescribir-se y reinventase con prisa, sin pausa.�W

Víctor Sosa, uruguayo de nacimiento, radica desde 1983 en la Ciudad de México y ha ejercido la crítica literaria en publicaciones como Vuelta, La Jornada Semanal, Reforma y Letras Libres. En 2012 ganó el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines con su poemario Gladis Monogatari, que publicará el FCE.

El poeta, biógrafo de síV Í C T O R S O S A

SEMBLANZA

Lejos de su isla natal desde la Revolución, José Kozer ha realizado en el exilio su labor como traductor, editor — contribuyó a preparar el célebre Medusario — y, ante todo, como

poeta. Víctor Sosa nos deja ver aquí “huellas” y “trazos” del camino que, a lo largo de casi cincuenta libros, ha recorrido Kozer para llegar al más nuevo de sus poemarios y nos recuerda

que, por fortuna, la función no ha terminado

SEMBLANZA

tuna, la función no ha

ACTA EST FABULA

J O S É K O Z E R

poesía

1ª ed., 2013; 364 pp.

978�607�16�1641�8

$230.00

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En Desarrollo económico y social en Cuba se explican tanto el potencial de la economía cuba-na y las difi cultades que atra-viesa como las razones de los vaivenes políticos que frena-ron el ímpetu reformador de principios de la década pasada. El análisis se limita a ese pe-riodo, pues el trabajo es conti-

nuación de otro, publicado en 2004, en el que se exa-minaban las consecuencias de las reformas de los años noventa. La obra está estructurada en tres grandes secciones — si bien hay temas que no se ciñen a esta di-visión y atraviesan la obra entera —. En la primera de ellas se estudian las perspectivas económicas inter-nas por medio de artículos de Omar E. Pérez Villanue-va, Pavel Vidal Alejandro y Armando Nova González, todos profesores de la Universidad de La Habana.

El artículo de Pérez Villanueva revisa los princi-pales indicadores macroeconómicos y describe la primera década del siglo xxi en Cuba como un perio-do de crecimiento insufi ciente y en el que además se experimentó una desaceleración económica gradual. En la explicación de tal problemática se hallará un enfoque que puede resultar novedoso: el autor reco-noce los factores externos que han afectado el cre-cimiento económico — como el bloqueo norteameri-cano sobre la isla y la crisis mundial de 2008— y, sin embargo, hace un claro esfuerzo por señalar lo que el Estado cubano podría hacer mejor, con independen-cia de esas condicionantes. Un asunto sin duda inte-resante es la descripción de los cambios que ha sufri-do el sector externo. El autor explica cómo el colapso del sector azucarero ha convertido a las exportacio-nes de servicios (turismo y servicios profesionales de cubanos en el extranjero) en las principa-les fuentes de divisas; el dato importante parece ser, sin embargo, que a pesar de la modifi cación en la canasta de exportacio-nes, el valor de éstas sigue 31% por debajo del que tenía en 1989.

En Cuba circulan ofi cialmente dos mo-nedas, el peso cubano y el peso converti-ble (cuc). Esta dualidad monetaria trae consigo varios problemas, como bien lo expone Pavel Vidal Alejandro en el se-gundo capítulo. El autor explica el surgi-miento del peso convertible como conse-cuencia de la falta de confi anza en el peso cubano a principios de los años noventa y la consecuente dolarización de la econo-mía durante el resto de esa década. Hoy la economía ya no está dolarizada, pero se mantuvo la dualidad monetaria, y esto — explica Vidal — tiene importantes con-secuencias debidas a la sobrevaluación del peso convertible: se distorsionan los indi-cadores económicos y, por tanto, el presu-puesto del Estado; se desincentiva la in-versión en sectores o empresas dedicados al mercado interno, pues éstos sólo tienen ingresos en pesos cubanos, además de que aumenta la desigualdad entre quienes tra-bajan y cobran en cuc y los que lo hacen en pesos cubanos.

Los capítulos 3 y 4, ambos escritos por Armando Nova González, dan cuenta de los retos y potenciales del sector agrícola

cubano. Primero, se reconoce que el colapso del sec-tor no se explica sólo con la caída del bloque sovié-tico, sino que se hace un recuento de los problemas que se arrastraban desde antes. La desaparición de la Unión Soviética simplemente fue, según el autor, “la gota que derramó el vaso”. La conclusión de am-bos capítulos es que la situación del campo probable-mente seguirá deteriorándose si no se crean incenti-vos de mercado más radicales.

Para abrir la segunda sección, en que se estudian las oportunidades de crecimiento hacia el exterior, Pavel Vidal analiza los efectos de la crisis global de 2008 sobre la economía cubana, describe los meca-nismos por los que ésta se transmitió a la isla — espe-cialmente la reducción de las exportaciones y del tu-rismo — y explica la poca capacidad de maniobra del Estado para enfrentarla. Ante la relativa estabilidad de las importaciones, concentradas en alimentos e insumos, el défi cit comercial se disparó. Además, según se explica, puesto que en un país como Cuba — sin reservas internacionales ni acceso a mercados fi nancieros globales — no existe la posibilidad de ins-trumentar medidas contracíclicas, el gasto guberna-mental se tuvo que reducir drásticamente y el resto del défi cit fi scal se monetizó. Esto desde luego trajo consigo consecuencias infl acionarias y una mayor sobrevaluación del peso convertible.

El capítulo 6, de Anicia García Álvarez, sugie-re que la recuperación del campo cubano puede ser una útil herramienta para apuntalar el desarrollo de la economía en general. Según los datos que aporta, 20% de las importaciones cubanas son alimenticias y el porcentaje ha ido creciendo. La buena noticia, nos dice la autora, es que la mitad de esos productos pue-den producirse en Cuba. Si el campo cubano pudiera reducir la dependencia alimentaria del exterior y así

diversifi car la canasta de exportaciones, sostiene, se podría reducir presión sobre la balanza de pagos. Sin duda este capítulo se complementa con los 3 y 4, pues la au-tora coincide con Nova González en que la clave para que el campo cubano recupere dinamismo está en la estructura de incen-tivos de los productores.

El capítulo 7 describe cómo China, Vietnam y Cuba han intentado atraer in-versión extranjera directa durante veinte años. Sin embargo, mientras que los dos primeros han sido exitosos en ello, los es-fuerzos de Cuba han sido un fracaso. La pregunta que naturalmente se hace Pérez Villanueva es qué debería aprender Cuba de las economías socialistas que sí han lo-grado cumplir esos objetivos. Responder esta interrogante es crucial para el futu-ro de la isla, pues, dado su limitado acce-so a mercados de crédito, la inversión ex-tranjera directa es prácticamente la única fuente de fi nanciamiento externo a la que tiene acceso. El autor menciona tres me-didas de las que Cuba podría aprender. Primero, la instrumentación de regula-ciones internas, desde laborales hasta de incentivos a la reinversión, que Cuba ten-dría que ajustar como lo hicieron China y Vietnam. Segundo, estos países hallaron la forma de atraer a sus diásporas a inver-tir en la “reconstrucción” del país, y por último, en ambos se ha demostrado que la

mejor forma de atraer inversión extranjera directa es complementarla con inversión interna.

La última sección se enfoca en los cambios socia-les que, por causa de la crisis y las reformas, se han hecho inevitables. El capítulo 8, de Mayra Espina Prieto y Viviana Togores González, muestra cómo la desigualdad se ha abierto paso gradualmente y cómo las instituciones cubanas no están diseñadas para lidiar con ese problema. Ésta bien podría ser una de las ideas clave del libro: los programas sociales cuba-nos están diseñados para atender a toda la población por igual; se trata de programas universales que no discriminan entre sectores sociales, pues se conside-ra la desigualdad un problema menor. Sin embargo, ésta ha ido aumentando conforme las reformas han permitido mayor libertad de mercado. Esto ha suce-dido así en toda América Latina, pero el problema en el caso cubano radica en que, mientras que en otros países la política social puede orientarse para bene-fi ciar a los afectados por las reformas, en Cuba ha-bría que cambiar por completo el diseño institucio-nal para concentrar recursos gubernamentales en la atención de quienes más los necesitan. La universa-lidad parece estar reforzando la desigualdad.

El último capítulo, de Lucy Martín Posada y Lilia Núñez Moreno, estudia dos dimensiones más de esa materia: la desigualdad regional y la que se da entre ambientes urbanos y rurales. Esto, aunado a otras dimensiones como género y raza, da una idea acerca de dónde se ubican los retos sociales que enfrentará el Estado cubano en las próximas décadas.

El libro en conjunto tiene, por lo menos, tres for-talezas. Primero, se trata de un estudio basado en investigación original, hecha desde Cuba, que apor-ta información y datos difícilmente asequibles en el exterior. Segundo, los artículos se concentran en los factores internos que han limitado la capacidad del país para crecer y satisfacer las necesidades de sus habitantes. Sin perder de vista los factores interna-cionales, en este libro se ha optado por concentrarse en los aspectos que el Estado cubano sí puede con-trolar. Los artículos, por otra parte, concluyen con variadas propuestas sobre hacia dónde deberían di-rigirse los esfuerzos en el futuro inmediato y algu-nos de ellos se encuentran complementados con los comentarios de connotados especialistas.

El punto medular del libro es, sin embargo, que abona a la idea de que las transformaciones econó-micas en Cuba, ahora sí, son inevitables. Como ex-plica Jorge Domínguez en la introducción, el estan-camiento de las reformas a principios de la década pasada se explica por el apoyo venezolano. Una vez que Cuba tuvo acceso a petróleo barato la urgencia original por reformar se evaporó. Pero desde la cri-sis de 2008 Venezuela ha sido menos capaz de pres-tar su apoyo, además de que el proyecto bolivariano de este país es hoy mucho menos estable que antes. Esto ha revivifi cado el ímpetu reformista en Cuba. ¿Hasta dónde llegarán las reformas esta vez? Es di-fícil saberlo, pero, como también Domínguez señala, parece que trabajos como el que ahora se presenta están siendo tomados en consideración por la diri-gencia cubana.

Sergio Silva Castañeda, economista, es académico en el Instituto Tecnológico Autónomo de México. Aclaración necesaria: él es uno de los comentaristas de las diversas secciones del libro reseñado.

Revolución revolucionadaS E R G I O S I L V A C A S T A Ñ E D A

RESEÑA

Como cualquier economía latinoamericana, la cubana ha puesto en marcha una larga serie de reformas para enfrentar sus desafíos en los últimos decenios. Pero

reformar en Cuba no es lo mismo que hacerlo en cualquier otro país de la región. Este libro es el más completo e informado estudio sobre la coyuntura económica y social de la isla;

vale la pena leerlo para documentar el análisis de la actualidad cubana

DESARROLLO ECONÓMICO Y

SOCIAL EN CUBA. REFORMAS

EMPRENDIDAS Y DESAFÍOS EN

EL SIGLO XXI

J O R G E I .

D O M Í N G U E Z

E T A L .

( C O O R D S . )

lectur as

de el trimestre

económico

Traducción de Esther

Caridad Muñiz

y Susana Guardado

1ª ed., 2013; 362 pp.

978�607�16�1533�6

$250.00

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IEn octubre de 1959, la Revista de la Universidad, en-cabezada por Jaime García Terrés, director de Difu-sión Cultural de la unam, publica un ensayo del gran sociólogo norteamericano Wright Mills (“La última oportunidad de los intelectuales”) en el que éste, de cara a la división del mundo en dos polos de poder económico, tecnológico y militar —la Unión Soviéti-ca y los Estados Unidos— veía con claridad meridia-na el derrumbe de la razón y la libertad que la Ilus-tración había previsto como guías de la historia, y se preguntaba: “¿dónde se encuentra la intelligentsia que está llevando a cabo el gran discurso del Mundo Occidental y cuyo trabajo como intelectuales influ-ya entre los partidos y los públicos y tenga significa-ción para las grandes decisiones de nuestro tiempo? ¿Dónde están los medios de comunicación en masa abiertos a tales hombres? ¿Quién, entre los que tie-nen a su cargo este Estado de dos partidos y sus fero-ces maquinarias militares, está alerta a lo que ocu-rre en el mundo del conocimiento y de la razón y de la sensibilidad? ¿Por qué está el intelecto libre tan divorciado de las decisiones del poder? ¿Por qué pre-valece actualmente entre los hombres de poder una ignorancia tan supina y tan irresponsable? […] ¿no debemos enfrentarnos a la posibilidad de que el es-píritu humano como hecho social se esté deterioran-do en calidad y en nivel cultural, y que sin embargo nadie lo note a causa de la aplastante acumulación de artefactos tecnológicos? ¿No es éste el significa-do de la racionalidad sin razón? ¿De la enajenación humana? ¿Del hecho de que la razón no desempeñe ningún papel en los asuntos humanos? La acumula-ción de artefactos oculta estos significados: los que los usan no los entienden; los que los inventan y los mantienen apenas entienden otra cosa”.

Frente a tal panorama (que es aún el nuestro) la Revolución cubana significó para muchos intelec-tuales, hace medio siglo, el avivamiento de la llama utópica. Y, junto con la simpatía que despertaba en

miles de ellos, había la urgencia de explicarse lo que sucedía, de ver con los propios ojos el cambio que ocurría en la isla y parecía irradiar su influen-cia hacia el resto de América Latina.

A ese ánimo, a esa esperanza de hacer la historia o, por lo menos, de ser testigos de ella, de compren-der los acontecimientos, había obedecido la edición del número de la propia Revista de la Universidad aparecido siete meses antes, ese mismo año, cuyas cuarenta páginas estaban íntegramente dedicadas a la Revolución cubana, como lo advertían desde la portada unas enormes letras rojas.

Para ser testigos directos habían viajado a Cuba, en diferentes momentos, Carlos Fuentes (quien llegó a La Habana en compañía de Fernando Benítez, el 2 de enero, poco antes de que Fidel Castro entrara a la capital, victorioso) y Jaime García Terrés (que pasó allí dos semanas exactas, del 2 al 15 de febrero). El primero tenía 31 años de edad; el segundo, 35.

Fuentes escribió un extenso ensayo (“América La-tina y Estados Unidos. Notas para un panorama”), muy inteligente, lleno de optimismo, ponderando la repercusión de la Revolución cubana en los Estados Unidos y en Hispanoamérica, pero apartado del cur-so que tomarían las aguas. Nada más difícil, respecto de una revolución, que anticipar el futuro.

Por su parte, García Terrés eligió una forma de registro más modesta, flexible y, a la vez, conserva-dora: el diario, que permite entretejer fragmentos de conversaciones, breves descripciones de encuen-tros, conjeturas propias, atisbos ajenos, la cita noti-ciosa, el comentario de la calle. Las anotaciones del “Diario de un escritor en La Habana” revelan tam-bién simpatía y entusiasmo por el naciente proceso revolucionario, pero hay cierta dosis de cautela, de circunspección. Quizá por ello mismo, en vez de bus-car grandes nombres y declaraciones rotundas para la posteridad, García Terrés prefiere hacer una parca descripción de lo que ve, señalar que hay un clima de renovación, pero también muchos asuntos pendien-

tes de resolución difícil, y para hacerlo le basta con recoger el parecer del taxista, la opinión de un joven escolta de Fidel, las tres o cuatro festivas palabras de un negro que brinca y baila con alegría vindicativa en los suntuosos jardines de la que fuera residencia de Fulgencio Batista.

Nadie resume lo anterior mejor que el propio Gar-cía Terrés en la última entrada de su conciso diario:

“domingo 15 de febrero

”He aquí mi último día en Cuba. No he insistido en ha-

blar personalmente con Fidel Castro ni con los demás

cabecillas de la Revolución, ni con los altos funciona-

rios del Gobierno. Sospecho que, en esta forma, he lo-

grado una imagen, acaso menos espectacular, pero en

todo caso nada oficial, más espontánea, más “vivida”,

del drama cubano. Nadie ha guiado mis pasos. Muchos

de los encuentros —casi la totalidad de ellos— han sido

fruto del azar. Algunos —dos o tres— obedecieron a un

normal deseo de equilibrar las casuales fuentes de in-

formación. Mis propios ojos y oídos han constituido

mis mejores auxiliares.

”Mientras camino por La Habana vieja, a lo largo de es-

trechas callejuelas que van a desembocar al mar, calcu-

lo la hondura de la experiencia obtenida en estas dos se-

manas, y me siento satisfecho.”1

Medio siglo después de haber sido redactadas, las pá-ginas de este diario de García Terrés permanecen, son parte de la microhistoria de Cuba.

IILa visita a La Habana tuvo una repercusión muy im-portante en la vida de Jaime García Terrés —y un al-cance mucho más largo de lo que él habría imagina-

1� El “Diario de un escritor en La Habana” forma parte de La feria de

los días (1953-1994), tercer tomo de las Obras de Jaime García Terrés,

coeditado en el año 2000 por el fce y El Colegio Nacional.

Este 15 de mayo Jaime García Terrés, hombre clave en nuestra casa a lo largo de casi dos décadas, habría cumplido noventa años de edad. En este número, dedicado

a Cuba, lo recordamos a propósito de la edición de un número de la Revista de la Universidad, también dedicado a la isla, hecho por él hace 55 años, en momentos

en que asomarse a la Revolución podía verse como una traición nacional

Un escritor mexicano en La Habana

R A F A E L V A R G A S

ARTÍCULO

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do—. Por un lado, porque el extraordinario inicio de la Revolución cubana lo llevó, al igual que a miles de in-telectuales en muchas otras partes del mundo, a abri-gar expectativas políticas altísimas. Era imposible no sentir la inminencia de un cambio.

Llevado por ella decidió, a su regreso a México, de-dicar el número de marzo de la Revista de la Univer-sidad a mostrar la realidad de la Revolución cubana al público mexicano. Es un número espléndido, in-teresante de cabo a rabo. Casi le cuesta el puesto. Se armó un escándalo mayúsculo.

El tiraje del número llegó a las bodegas de la re-vista, donde alguien ordenó que no se distribuyera. Cuando García Terrés se enteró, rechazó el intento de censura y presentó su renuncia. El rector, Nabor Carrillo, no la aceptó. El número salió a la circula-ción. La prensa desató una serie de ataques contra la unam —particularmente, contra García Terrés y su equipo de colaboradores, todos ellos tildados de “rojillos”—, cada vez más intolerantes y agresivos. En un editorial del diario Excélsior se le llegó a cali-ficar de “traidor a la patria”. El expresidente Lázaro Cárdenas lo llamó para decirle que no estaba bien dejar pasar esos ataques. Es probable que el enor-me peso moral del general haya amparado a García Terrés frente a los miembros más reaccionarios del régimen de López Mateos (que se decía de izquierda, “dentro de la Constitución”, y tenía como secretario de Gobernación a Díaz Ordaz).

Unos cuantos meses más tarde, en compañía de Víctor Flores Olea, Carlos Fuentes, Enrique Gonzá-lez Pedrero, Francisco López Cámara y Luis Villoro, fundó la revista El Espectador, que el grupo editó con sus propios recursos a lo largo de un año (de mayo de 1959 a abril de 1960). Justo en el momento en que el régimen de López Mateos decía fundarse sobre los principios de la casi cincuentenaria Revolución mexicana, El Espectador planteaba la necesidad de renovar la izquierda nacional: “Aspiramos a la re-novación de la izquierda mexicana. Sí, la izquierda; las cosas por sus nombres. Queremos la consolida-ción eficaz de un espíritu de progreso y justicia so-cial. En México la palabra izquierda ha llegado a ser sinónimo de anarquía, desenfreno y destructividad diabólica. No es, después de todo, más que una pos-tura de inconformidad respecto de aquellos aspectos de la sociedad que patrocinan, abierta o veladamen-te, la explotación del hombre, y que obstaculizan — disfrazando sus intereses materiales con másca-ras farisaicas — el establecimiento de un campo más propicio para el normal desenvolvimiento humano. Es una conciencia solidaria, jamás un afán vengati-vo”. Como se ve, su postura estaba lejos de ser radi-cal, pero en el México de aquella época bastaba para echarse encima el sambenito de “comunistoide”.

El 28 de mayo de 1964, García Terrés llegó a Chi-cago para participar en la reunión anual de la Aso-ciación de Editoriales Universitarias Estaduniden-ses. Viajaba con “pasaporte oficial”, expedido por el gobierno mexicano y tenía una visa concedida por la embajada de Estados Unidos en la Ciudad de Méxi-co. Cuando presentó su pasaporte a un empleado del servicio de inmigración, éste cotejó el documento contra una serie de papeles, y después de un rato le

informó: “Aquí dice que usted es miembro del Parti-do Comunista”. Se le informó que se le permitiría la entrada por contar con pasaporte oficial, pero que en lo sucesivo se le negaría el ingreso. Sus amigos en Es-tados Unidos protestaron. De vuelta en México, Gar-cía Terrés protestó ante la embajada estadunidense.

Lo que logró averiguar tiempo después fue que la propia embajada lo había señalado como comu-nista, y que no era necesario pertenecer al Partido Comunista para ser calificado como tal. Frank H. Wardlaw, director de la editorial de la Universidad de Texas, publicó un largo artículo sobre el caso en la revista Harper’s en enero de 1965. Con el tiempo se vería que también Carlos Fuentes y Luis Villoro se encontraban en aquella lista negra.

Por otro lado, la visita a La Habana lo hizo plena-mente consciente de la existencia de una comuni-dad cultural hispanoamericana, idea que habría de

acentuarse con su participación en el encuentro que el poeta chileno Gonzalo Rojas organizó en Concep-ción, en 1960 —al que asistieron escritores de todos los países de América, incluidos los Estados Uni-dos—, y que muy pronto se reflejaría con toda cla-ridad en las páginas de la Revista de la Universidad, dirigida por García Terrés hasta mediados de 1965.

Aquella visita le posibilitó hacer buenas migas, o retomarlas, con poetas como José Lezama Lima, Cintio Vitier, Eliseo Diego y Fina García Marruz, entre otros. Pero también lo animaría a entablar relación con un novelista al que admiraba especial-mente: Alejo Carpentier. Siguió su obra con atención

desde que leyó, en la segunda mitad de los años cin-cuenta, Los pasos perdidos y El reino de este mundo.

No lo conoció en esa primera visita a Cuba, en 1959, porque Carpentier volvería a la isla sólo hasta julio de ese año, pero sí le mandó una invitación para co-laborar en la Revista de la Universidad. La primera colaboración que Carpentier le envió fue una peque-ña entrevista con Jean-Paul Sartre, hecha cuando el filósofo francés visitó Cuba, a propósito de los proble-mas la novela.

Hay una pequeña y divertida historia que invo-lucra a Carpentier, a dos periodistas franceses céle-bres a mediados del siglo pasado —K. S. Karol y Jean Daniel— y a Celia y Jaime García Terrés. Ocurrió en casa de estos últimos. El espacio obliga a guardarla para otro momento.

IIINo regresé a La Habana sino hasta 1974. Quince años

después. Para entonces las cosas habían cambiado en

forma considerable. A la ruptura formal con los Esta-

dos Unidos habían seguido el bloqueo en las comunica-

ciones y una hostilidad creciente. No tuve oportunidad

de visitar las cárceles, pero se transparentaba la repre-

sión y era pública la apostasía, en diversos grados, de

muchos de los revolucionarios originales. Otros, como

el Che Guevara, habían muerto distanciados geográfi-

ca e intelectualmente. De cualquier modo, no resultaba

fácil redondear conclusiones.

García Terrés escribió el párrafo anterior a comien-zos de los años ochenta. Acusa desencanto y es un colofón relativamente sombrío a su relación con Cuba. Pero nunca condenó el gobierno de Castro, a pesar de que, como él mismo apuntó en el texto al que pertenece el párrafo citado, “la Revolución de los barbudos había sido institucionalizada, bajo estricta supervisión soviética, por un partido co-munista omnívoro”. En efecto, “no resultaba fácil redondear conclusiones”. Sabía que las cosas eran muy complejas. Veía cómo Cuba entraba inevitable-mente en la corriente internacional. En esa segun-da visita sí habló con Castro, y también con Osvaldo Dorticós, quien ocupó la presidencia de Cuba preci-samente desde 1959 hasta 1976. Le pareció que am-bos eran más sobrios y razonables que antes. “Sobre todo Fidel, cuyo estilo de voz se había vuelto suave, y lo mostraba pausado y conciliador; además, Fidel prefería ya los temas concretos y pragmáticos sobre las ideas generales o los aspavientos políticos.”

Quizá por eso se permitió, en una nueva visita a Cuba, en 1975, señalarle a Fidel Castro, quien decía a un pequeño grupo de mexicanos que no entendía por qué México aguantaba la injerencia de los Es-tados Unidos en su política interna, que tal vez eso obedecía a la misma razón por la que Cuba tenía que soportar la presencia de una base norteameri-cana en la propia isla, en Guantánamo.�W

Rafael Vargas tuvo a su cargo la edición de las obras completas de García Terrés publicadas por el FCE.

CUBA LIBRO

UN ESCRITOR MEXICANO EN LA HABANA

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la nueva edición de esta obra —que no obstante ser casi centenaria no ha perdido en absoluto su vigencia— sale a la luz en coincidencia con el 80 aniversario del fce como un recordatorio preciso de su razón de ser originaria.

sociología

Edición revisada y anotada

por Francisco Gil Villegas

3ª ed., 2014; 1425 pp.

978�968�16�0285�7

$650

LA AVENTURA ESTRIDENTISTA. HISTORIA CULTURAL DE UNA VANGUARDIA

E L I S S A J . R A S H K I N

“A los que no estén con nosotros se los comerán los zopilotes.” Con esta amenaza, ciertamente capaz de “cortar la corriente y desnucar los switches”, amenazaba el manifiesto estridentista, hace casi cien años, a los detractores de un movimiento, surgido ante la insuficiencia del expresionismo y como un desafiante golpe en la mesa que instaba a nuevas generaciones de artistas a celebrar la “belleza del siglo” y derrocar de una vez las vetustas formas estéticas imperantes. Era la época de las vanguardias. Se consumaba la Revolución en México y el abogado pero poeta Manuel Maples Arce se erigió en general de esta reacción iconoclasta que llamó a creadores de todo el país a alzarse en armas —revistas, libros, exposiciones— y que no por nada fuera secundada por artistas de la laya de Neruda, Asturias, Rivera y Borges.

Por décadas marginado de los estudios literarios y culturales,

ECONOMÍA Y SOCIEDAD

M A X W E B E R

A diez años de haber iniciado su actividad, en 1944, el fce concluyó la traducción —que se adelantó por veinte años a las que se hicieron al inglés y a otras lenguas— y ofreció al público hispanohablante la que desde entonces se considera una de las piedras fundacionales de la sociología y, en general, una de las obras capitales del pensamiento del siglo xx. En las siete décadas que median de entonces al presente, esta obra ha tenido una historia editorial compleja y fascinante —pues el propio Weber sólo alcanzó a dar a la imprenta la primera de sus partes y fue su esposa quien, con criterios a veces cuestionables, buscó dar orden y concierto a los manuscritos del legado póstumo, hoy desaparecidos— y ha sido una fuente inagotable de estudios y enconadas disputas académicas. Esta tercera edición en español, revisada y comentada rigurosamente por Francisco Gil Villegas, considera las distintas posturas y abreva del esfuerzo que por más de dos décadas han realizado estudiosos alemanes para asentar la versión crítica integral de la obra weberiana; retoma algunos de los criterios de aquéllos y se aleja en aspectos sustanciales de enmiendas e intervenciones desafortunadas, para ofrecer así una nueva edición de lectura y estudio, destinada a un público amplio y que, sin embargo, da cuenta del estado actual de la discusión erudita en torno a esta monumental obra.

Tras años de ansiosa espera por parte de la comunidad académica,

de pronto el estridentismo — acaso por la insoslayable vigencia de sus postulados en nuestros días, cuando el entusiasmo por la tecnología y el afán por la innovación vuelven a incendiar numerosas conciencias — ha acabado de salir a la luz e incluso por ponerse en boga. La investigación de Rashkin contextualiza, entre las vanguardias europeas lo mismo que en la historia literaria nacional, esta aventura estética e intelectual sin paralelo; se inscribe así en la floreciente “estridentología” y da cuenta precisa de los derroteros por los que avanzó lo que el crítico Luis Mario Scheinder apostrofó como “el gesto más atrevido y escandaloso de la literatura moderna mexicana”.

lengua y estudios literarios

Traducción de Víctor Altamirano

y Daniel Castillo

1ª ed, 2014; 420 pp.

978�607�16�1862�7

$280

PRETEXTA O EL CRONISTA ENMASCARADO

F E D E R I C O C A M P B E L L

Hace 35 años publicamos la primera edición de Pretexta o el cronista enmascarado, una novela que lanzó a la visibilidad a Federico Campbell, quien a los pocos años sería ya considerado uno de los narradores más relevantes que ha dado el norte de México. De entonces al año actual, al margen de su intensa actividad en el periodismo, el tijuanense produjo una obra compleja en la que, como

P ublicar libros y revistas es una mane-ra edificante de ejercer la crítica. Emmanuel Carballo lo supo desde sus mocedades, cuando empezó a practi-

car el oficio literario dando a las prensas lo que otros escribían. Fallecido a finales del reciente abril, el filoso entrevistador que quiso identi-ficar a los protagonistas de la literatura mexi-cana tuvo una dilatada carrera como editor, de esta Gaceta entre otras publicaciones, y por ello queremos con estos párrafos rendirle un breve homenaje hurgando en los apuntes que fue haciendo sobre esta otra forma de organi-zar lo que uno lee.

A comienzos de 1949 se imprimió en Guadalajara medio millar de ejem-plares del primer número de Ariel, una hojita volante de diseño “defi-

ciente y nada original”, con colaboraciones “poco afortunadas” y sin “sólido valor lite-rario”, como la calificó, en 1990, el ya sesen-tón Carballo. Siguiendo a José Enrique Rodó, que estableció una oposición moral y estéti-ca apelando a los personajes de La tempestad shakespereana, el entonces jovencísimo escri-tor jalisciense quiso celebrar “la parte noble y alada del espíritu” al bautizar su revista inau-gural. Pero, como sabe todo aquel que haya in-tentado algo semejante con escasos recursos, esa actividad no era sencilla: “Publicar una re-vista de literatura en provincia a finales de los cuarenta y primeros años de los cincuenta fue para mí una empresa desproporcionada para mis fuerzas y altamente satisfactoria para mi vanidad. Los jóvenes escritores que se congre-garon alrededor de Ariel me entregaban sus colaboraciones y en ese momento concluían su compromiso con la revista. A mí me tocaba hacer el trabajo difícil: recolectar dinero, ele-gir el material de cada número, diseñar las pá-ginas, corregir pruebas, recoger el número de la imprenta, distribuir ejemplares en las libre-rías y enviar los restantes por correo a abona-dos, amigos, escritores y periodistas, es decir, a todas aquellas personas de quienes dependía nuestro futuro”.

C omo si esas dificultades fueran me-nores, en 1952 emprendió la publica-ción de una segunda revista, Odiseo, que sería “un acto de política aventu-

rera y moral turbia”, pues servía para apoyar la candidatura de Agustín Yáñez al gobierno de Jalisco; Carballo la dirigió sólo en su primera entrega. A finales de 1953, debido a que Emma-nuel viajaría con sus Lauras —su esposa y su casi recién nacida hija— a la Ciudad de Méxi-co, Ariel fue derrotada por las fuerzas repre-sentadas por Calibán. Pero el idealismo, acaso atemperado por la realidad, llevaría pronto a Carballo a emprender junto con Carlos Fuen-tes la pugnaz Revista Mexicana de Literatura, que viviría durante una década con la convic-ción de que las palabras pueden cambiar el mundo. Con cierta amargura, sin embargo, en 1969 el crítico literario llegaba a estas conclu-siones: “Pensar que la literatura entre noso-tros llega al pueblo es una mentira: el pueblo no sabe leer, y si sabe aún no puede ir más allá de los cómics y las fotonovelas; además el libro

La edición como crítica

C A P I T E L

DE MAYODE 2014

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en nuestro país. Escritores, especialistas y, ante todo, exiliados de una y otra ciudad, han dado con sus voces cuerpo a esta obra, llena de testimonios y memoria, de creación literaria inédita, enmarcada en un despliegue gráfico deslumbrante.

tezontle

1ª ed., 2014; 2 vols.

9786071618559

$1770

LA PROSA DEL TRANSIBERIANO Y DE LA PEQUEÑA JUANA DE FRANCIA

B L A I S E C E N D R A R S

En este libro-objeto, que a la manera de un acordeón despliega una imagen continua —como la que se abre a la vista de quien viaja en un tren— que lo recorre de principio a fin, el ilustrador español Javier Zabala interpreta gráficamente el que es considerado por la crítica el poema más relevante de la obra del Blaise Cendrars. Ahí, el escritor vanguardista suizo traspuso en clave poética su recorrido — poblado de asombros e intuiciones poderosas — abordo del legendario ferrocarril en el que, instigado por su espíritu aventurero, huyó junto con un traficante a través de Siberia, en tiempos de agitación revolucionaria. Esta nueva edición, llena de delicias visuales, invita a una relectura enriquecida a quienes ya lo conocen, a la vez que prepara para las nuevas generaciones de lectores este formidable poema en el que concurrieron el orfismo y la poesía del espíritu nuevo: dos de las tendencias artísticas revolucionarias que florecieron en los tiempos anteriores a las guerras que desgarraron el siglo pasado.

los especiales de a la orilla del viento

Traducción de Carlos Riccardo

y Javier Zabaljáuregui

Ilustraciones de Javier Zavala

1ª ed., 2014; [78] pp.

978�607�16�1609�8

$700

en un mosaico, fue indagando sobre preocupaciones literarias siempre vinculadas con la cara oculta de la realidad del país y los entresijos del poder político.

Pese a lo variopinto de su producción —que incluye de igual modo estudios sobre Rulfo que traducciones de Pinter—, Campbell no dejó de tener a Pretexta por una de sus obras esenciales; lo evidencia así el hecho de que, luego de que en el pasado febrero la muerte lo sorprendiera, se halló entre sus documentos de trabajo un ejemplar con correcciones y enmiendas en los márgenes. Como una forma celebrar su aportación a nuestra letras, para cerrar el periplo con una vuelta al origen, ponemos ahora a disposición de los lectores una nueva edición, que incorpora esas enmiendas, de esta narración —suerte de drama político en el que, con el relato de una operación deliberada de desinformación, se entabla una reflexión lúcida sobre el estilo y la identidad en la escritura, sobre la manera en que ésta puede servir a fines incluso ominosos— cuyo tema, tristemente, lejos de perder vigencia no ha hecho sino ganarla en las últimas décadas.

letras mexicanas

Edición de Vicente Alfonso

3ª ed., 2014; 133 pp.

978�607�16�1855�9

HACIA UNA POÉTICA RADICAL. ENSAYOSDE HERMENÉUTICA CULTURAL

W I L L I A M R O W E

La desconfianza de los autores en el orden social de su tiempo, lo mismo que en la recepción y en su propio lenguaje —una crisis que Eduardo Milán señala en su prefacio como análoga a la que hizo surgir las vanguardias europeas—, ha producido en las letras latinoamericanas aventuras poéticas que se sustraen de toda normatividad y se asientan en creaciones que merecen ser atendidas por los estudios culturales. El estudio de Rowe se centra en la comprensión de estos procesos de escritura alternativos, en la relación de construcción recíproca entre cultura y letras; denuncia además una disminución en la capacidad lectora —incluso en contextos académicos— y su sustitución por entrenamientos diversos orientados a elevar el control del conocimiento, en desmedro de la propia aventura intelectual.

Así, el conjunto de ensayos que reúne este volumen busca sugerir algunas técnicas útiles para tomar en consideración los textos verbales en el campo de los estudios culturales; lejos de limitarse a analizar métodos y teorías —y ése uno de los grandes méritos del libro— busca explicar mediante la propia aplicación. Voces como las de Vallejo, Parra, Zurita o Westphalen se cuentan entre las de los poetas, mientras que las de Vargas Llosa, Roa Bastos y Donoso figuran entre las de los narradores a los que Rowe aborda para delinear su propositiva manera de pensar la literatura y acercarse a los textos, a la vez que de abrir nuevos caminos para la escritura del ensayo literario.

lengua y estudios literarios

Prefacio de Eduardo Milán

y prólogo de Julio Ortega

1ª ed., 2104; 353 pp.

978�607�16�1874�0

$285

PARÍS–MÉXICO,CAPITALES DE EXILIO

P H I L I P P E O L L É - L A P R U N E

( C O O R D . )

Acaso uno de los rasgos más pronunciados de la impronta que el siglo xx dejó marcada en la historia mundial sea la profusión de desplazamientos de grandes contingentes humanos, con las más diversas filiaciones e idearios imaginables, que empujados por deslindes ideológicos y fuerzas políticas en pugna fueron forzados a abandonar sus países natales y avencindarse en tierras y sociedades más propicias. A uno y otro lado del Atlántico, dos de las mayores metrópolis de sus respectivos continentes, París y México, de manera análoga acogieron a un sinnúmero de exiliados que hallaron en ellas mejores condiciones para la vida. Desterrados, sí, pero más que eso, transterrados. Las más beneficiadas seguramente fueron las propias ciudades, que de esa manera se vieron enriquecidas por el caudal de aportaciones, en todas las áreas del conocimiento, que sus nuevos ciudadanos trajeron consigo.

Bajo la conducción experta de Phillipe Ollé-Laprune, acaso el mayor pontífice —constructor de puentes, esto es— entre Francia y México, sale de las prensas del Fondo un volumen doble, y desde luego bilingüe, que ofrece el resultado de un esfuerzo editorial de dimensiones con muy pocos precedentes

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es caro, casi un objeto de lujo. En definitiva la literatura mexicana se desenvuelve dentro un círculo burgués: la escribimos los burgueses, la editamos los burgueses, la leemos los bur-gueses y la criticamos los burgueses. Todo queda en familia”.

D urante más de una década, La Ga-ceta del Fondo, creada y dirigida por Arnaldo Orfila Reynal, fue un espacio —amplísimo: medía casi el

doble que la que hoy se imprime— para dar a conocer lo que la editorial preparaba y una que otra colaboración redactada especial-mente para la revista. El de Emmanuel Car-ballo fue el primer nombre, aparte del de su fundador, en aparecer como responsable del contenido. En los años en que trabajó para el Fondo —años en que, gracias a Alí Chumace-ro, “aprendí a someterme (sin excesos) a la gramática y huir de los rebuscamientos”— La Gaceta “pasó de hoja de propaganda editorial a escueta publicación, de cuatro páginas, de-dicada a difundir la cultura y las letras, tanto las producidas por autores de casa como forá-neos. En ambos casos de primera categoría”. Y si bien fue “un tanto insegura al principio en la diagramación tipográfica, pisó fuerte desde los primeros números en la elección de los autores y los temas. En sus miras figura-ba la razón de ser del Fondo: la universalidad vista a través de la mirada de nuestros países. Desde sus comienzos supo quién era y a quié-nes se dirigía fundamentalmente. Su éxito fue rápido y duradero”.

T ambién trabajó con Rafael Giménez Siles en Empresas Editoriales; a su lado, diría Carballo, “aprendí a amar el libro de una nueva manera, im-

primiéndolo y difundiéndolo […] En todo mo-mento pude advertir que don Rafael se com-portaba como un muchacho de treinta: su en-tusiasmo, su imaginación, su capacidad física de trabajo, su permanente lucidez eran real-mente notables” y tal vez por ello “a mediados de los años sesenta, marcó el paso en lo que toca a la difusión y el apoyo a las letras mexi-canas”. Podemos imaginar que Carballo pen-saba en Giménez Siles cuando escribió que, si para ejercer la profesión de editor “no es ne-cesario certificado de estudios, para destacar en ella sí es preciso poseer conocimientos de diversas procedencias: el editor debe saber de contabilidad y leyes, de artes y de ciencias. Y, sobre todo, debe poseer una fértil imagi-nación. A un tiempo debe ser educador y co-merciante. Quien sólo posee una sola de estas cualidades está condenado a muerte”.

E n tanto que crítica ex ante, la selec-ción de obras, sean libros o artículos, busca poner en sintonía el gusto, las preferencias, los anhelos de quien

edita con los de sus imaginados lectores. Pero, advirtió Carballo, “la tarea del editor consiste en adivinar los intereses de su público, ofre-cerle lo que necesita, cuidando de separar el grano de la paja, los libros de segunda fila de los libros perdurables, de provecho máximo aunque de venta mínima […] El editor que se dirige únicamente a los lectores sabidos y conocidos es un inmovilista; es en otras pa-labras, un mediocre editor, un editor de abu-rridos libros de texto”. La editorial Diógenes fue el espacio donde con mayor audacia puso en práctica este sutil credo. Hace unas pocas semanas Carballo nos hizo llegar la antología de textos de su admirado José Vasconcelos que no logró publicar bajo ese sello; recorda-remos su prédica al publicarla dentro de unos meses.

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CUBA LIBRO

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CUBA LIBRO

EMBARGAR EL EMBARGO A CUBA

EL EMBARGO A CUBA: LA HORA DEL FINGary Becker

El embargo estadunidense a Cuba empezó en 1960, un año después de que Fidel Castro orientara la isla hacia el comunismo. Se hizo extensivo a los alimentos y las medicinas en 1962, el año del enfrentamiento con Rusia provocado por la ins-talación de misiles en el territorio. El embargo ha impedido a las compañías es-tadunidenses hacer negocios con Cuba y ha desalentado el turismo. El gobierno estadunidense además ha intentado, con un éxito modesto, evitar que otros paí-ses comercien con la isla.

En principio los embargos económicos son indeseables, pues interfi eren con el libre comercio entre países; no obstante, se podría argumentar en favor del que se impuso a Cuba: Castro no sólo permitió que se instalaran misiles rusos en la isla, a sólo 150 kilómetros de Florida, sino que además trató activamente de in-terferir en otros países mediante el envío de tropas y de los así llamados conseje-ros. El objetivo del embargo era imponer difi cultades económicas que disuadie-ran a Castro de emprender tales acciones internacionales, y tal vez incluso con-ducir a la caída de su gobierno y al fi n del comunismo en Cuba. Castro en efecto detuvo sus aventuradas maniobras en el extranjero, pero el comunismo se man-tuvo fi rmemente arraigado por décadas.

La economía cubana ha tenido un pobre desempeño y ha caído a la zaga de las de muchos países con características similares. Por ejemplo, en 1959 el ingreso per cápita cubano era superior al de Taiwán, otra isla cercada por una superpotencia hostil. Las principales exportaciones cubanas eran el azúcar y el tabaco, mientras que las de Taiwán eran el azúcar y al arroz. En aquel tiempo, Taiwán inició su tran-sición hacia un sistema mercantil privado y una economía de orientación global, en tanto que Cuba abolió la propiedad privada y el gobierno se hizo cargo de la eco-nomía mediante la planeación y la organización centralizadas. Desde entonces la economía cubana se ha quedado rezagada respecto a la de Taiwán, país que ha sa-cado ventaja de los mercados globales y ha crecido a un ritmo sobresaliente, mien-tras que Cuba puja para lograr un crecimiento extremadamente lento. El ingreso per cápita cubano es ahora una quinta parte — o aun menos — que el de Taiwán. El azúcar y el tabaco siguen siendo importantes productos de exportación para Cuba, mientras que Taiwán ha dado el salto hacia complejos productos electrónicos e in-dustriales. Fidel Castro fue un líder carismático, capaz de hipnotizar al público con su oratoria, pero falló por completo en ofrecer bienes al pueblo cubano.

El débil desempeño de la economía cubana se debe en alguna medida al em-bargo, pues los Estados Unidos serían un importante socio comercial para Cuba — tal como lo son para otros países caribeños, lo mismo que para México y países de Centroamérica — pero la principal causa de tal debilidad es el propio comu-nismo. Se puede decir esto con total convicción, puesto que éste a fi n de cuentas ha fracasado como sistema económico en cada uno de los países en que ha sido puesto en práctica.

Basta observar la diferencia entre las economías de Corea del Norte y Corea de Sur para apreciar un nítido experimento natural sobre las desventajas de un sistema económico sin propiedad privada y con un control central de la econo-mía. Antes de la guerra coreana, la zona con una economía rezagada estaba en el sur, mientras que el norte contaba con una industrialización más avanzada. Pero los papeles se invirtieron radicalmente ahora que el sur, con su sistema empre-sarial privado, aventaja por mucho al norte tanto en el económico como en otros aspectos.

En la última década, con el retiro de Fidel Castro y su relevo en el poder por parte de su hermano Raúl, el gobierno cubano ha comenzado a darse cuenta de lo que el pueblo cubano ha aprendido mucho tiempo atrás: que el comunismo es responsable de gran parte de la debilidad económica de la isla. Pese a la oposición de los recalcitrantes, Cuba permite ya que compañías pri-vadas muy pequeñas intervengan en el comercio minorista y que, has-ta cierto punto, exista la compraventa inmobiliaria. Éstos son apenas unos primeros pasos que se alejan del comunismo, pero sitúan a Cuba en una pendiente resbaladiza hacia una economía más basada en el mercado, en un movimiento que será difícil revertir.

El mercado libre es un principio al que los Estados Unidos deben adherirse, salvo en circunstancias excepcionales. Es posible que bajo el régimen de Fidel, y sobre todo en sus tiempos iniciales, Cuba haya creado circunstancias propicias en sufi ciente medida como para jus-tifi car el embargo, pero, puesto que no representa ya una amenaza sig-nifi cativa a los intereses estadunidenses, no tiene sentido seguir cas-tigando al pueblo cubano con un embargo comercial, como tampoco lo tiene seguir proporcionando a sus dirigentes excusas para el pobre desempeño económico.

Es tiempo de terminar con el embargo a la exportación e importa-ción de productos y servicios entre los Estados Unidos y Cuba; el pue-blo cubano se benefi ciaría de ello casi de inmediato. Éste podría ser el momento justo para que una maniobra semejante ejerciera mayor pre-sión sobre el gobierno cubano para terminar con su fallido experimen-to comunista.�W

FIN AL EMBARGO CUBANORichard Posner

Concuerdo con Becker en que debemos terminar con el embargo. Éste se impuso inicialmente en 1960, dos años después de que Castro tomara el poder, y se refor-zó tras la crisis cubana de los misiles, en 1962; a partir de entonces se ha modi-fi cado de cuando en cuando, y en tiempos recientes se ha relajado, de modo que hoy en día de hecho sostenemos un comercio de miles de millones de dólares con Cuba.

Antes de la desintegración de la Unión Soviética y el subsecuente colapso del comunismo en todas las naciones, excepto Corea del Norte y Cuba, e incluso al margen de la crisis de los misiles, durante el apogeo de Castro la Cuba comunista era un enemigo activo — aunque no peligroso— de los Estados Unidos que apoyaba y fomentaba la subversión comunista ante varios países, algunos de ellos aliados de este último. No obstante, el embargo nunca fue mucho más que una molestia para Cuba, puesto que no fue secundado por otras naciones. No es como si los Es-tados Unidos hubieran sido la única fuente de materias primas o de manufacturas esenciales para la economía cubana, o que este país fuera el destino único para productos que Cuba tuviera que exportar para obtener divisas extranjeras. Los principales productos de exportación cubanos eran el azúcar y el tabaco; cuando los Estados Unidos, como parte del embargo, dejaron de importar estos produc-tos de Cuba, incrementaron sus importaciones de otras partes, lo que signifi có que las naciones que los producían desviaran parte de su producción a los Esta-dos Unidos. Los países que habían estado comprando estos productos a los expor-tadores han tenido o bien que pagarles a éstos un precio más elevado, de modo que no desviaran su producción a Estados Unidos, o bien comprarle a Cuba. De esta manera, el embargo cerró uno de los destinos para las exportaciones cubanas — los Estados Unidos —, pero abrió otras.

Aparentemente el embargo tuvo algunas repercusiones negativas menores en la economía cubana, pero se puede aventurar que el mayor efecto fue apuntalar a Castro al darle una excusa para el lamentable desempeño económico. La verda-dera causa de ese mal desempeño fue el comunismo, pues sabemos que antes de que éste se colapsara prácticamente en todas partes, al suprimir la operación del libre mercado en bienes y servicios, las economías comunistas eran en extremo inefi cientes. Castro perjudicó a Cuba con sus políticas, pero en realidad ayudó a los Estados Unidos al orillar a muchos de los ciudadanos cubanos más capacita-dos y llenos de energía a emigrar a este país.

No obstante, para todo lo anterior el embargo fue y continúa siendo casi del todo irrelevante. Probablemente su persistencia se debe en gran medida a la in-fl uencia política de los cubano-estadunidenses, que harían cualquier cosa por perjudicar al régimen de Castro, y quienes viven (y votan) principalmente en Florida, donde constituyen un bloque electoral signifi cativo. Florida, el cuarto estado más poblado de la nación, es el más importante “estado pendular” en el sistema electoral estadunidense.�W

Traducción de Clara Stern y Javier Ledesma

Gary Becker, Premio Nobel de economía en 1992, contribuyó decisivamente a ampliar los alcances de la ciencia económica a otras áreas del conocimiento humano.

Richard Posner es profesor en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago y juez en la Corte de Apelaciones del 7º circuito. Es uno de los más notables representantes del movimiento del análisis económico del derecho.

Con autorización de los autores, tomamos estos textos del blog que durante años escribieron juntos Becker y Posner (www.becker-posner-blog.com). Estas entradas son las últimas que publicaron, pues en marzo anunciaron que tomarían un mes sabático y a principios de mayo sucedió la lamentable muerte del primero.

Para cerrar este veloz periplo por la isla de los sones y las letras, damos la voz a un par de académicos estadunidenses que departen sobre

el bloqueo que su país impuso a Cuba. Uno de ellos, Gary Becker, murió en los días del cierre de esta edición. Sean estas líneas un tributo mínimo a su denodado esfuerzo

por valerse de la lente de la economía para ayudarnos a mirar mejor el mundo

TEORÍA ECONÓMICA

G A R Y S .

B E C K E R

economía

Traducción de Ana

Catalina Mayoral

1ª ed., 1977; 279 pp.

968��16��1278��7

$95.00

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Argentina

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Tel. 4771 8977

Brasil Rua Bartira 351,

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05009-000.

Tel. 3672 3397

Colombia Calle de la Enseñanza

(11) No. 5-60,

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Goico 4-15, 28033,

Madrid.

Tel. 91 763 2800

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San Diego,

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Centroamérica

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Lima 18. Tel. 447 2848

Venezuela Av. Francisco Solano,

entre la 2ª Avenida y

calle Santos Erminy, Las

Delicias Sabana Grande,

Caracas. Tel. 574 4753

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Para mayores informes, comunicarse al teléfono (52 55) 5449 1880 o 5449 1882, o escribir a: [email protected].

Bases

Con el propósito de encontrar nuevas voces que impulsen el desarrollo de la creación literaria y plástica de obras para niños y jóvenes en Iberoamérica, el Fondo de Cultura Económica convoca a escritores e ilustradores

de todas las latitudes para que participen en el XVIII Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento, que se ajusta a las siguientes

1. Podrán participar escritores e ilustradores adultos, de cualquier nacionalidad, lugar de origen o residencia, con una o más obras, siempre que su propuesta sea en lengua espa-ñola. Quedan excluidos los empleados del Fondo de Cultura Económica.

2. Las obras deberán ser inéditas y no participar simultánea-mente en otro concurso, y podrán ser presentadas por uno o varios escritores e ilustradores.

3. La propuesta deberá atender al concepto de álbum; es decir, un libro en el que la historia se cuente a través de imágenes y texto de tal manera que éstos se complementen o estén íntimamente relacionados. (Recomendamos ver los álbumes publicados en nuestra colección Los Especiales de A la Orilla del Viento.) Asimismo, se aceptarán historias narradas sólo con imágenes, pero no se recibirán trabajos sin ilustracio-nes. Los pop up, las novelas ilustradas o las propuestas para colorear quedarán automáticamente descalificadas.

4. El tema, formato del álbum y la técnica de ilustración son libres. La extensión máxima de la obra deberá ser de 48 pági-nas.

5. La propuesta del libro deberá presentarse en una maqueta con la versión final de diseño, texto, color e ilustraciones. No es necesario encuadernar la maqueta, un engargolado basta. No se aceptarán maquetas de obras incompletas.

6. La maqueta deberá firmarse con seudónimo y no debe incluir semblanzas ni referencias al nombre de los autores.

7. Los datos personales de los participantes deberán ir en un sobre cerrado que contenga nombre, dirección, teléfono y correo electrónico. En el exterior del sobre deberá escribirse el título de la obra concursante y los seudónimos utilizados para firmarla.

8. En ningún caso se devolverán las maquetas, por lo que no se deberán enviar las ilustraciones originales, sino sólo repro-ducciones de éstas.

9. Los trabajos deberán remitirse a la siguiente dirección:

XVIII Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento Libros para Niños y JóvenesFondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho Ajusco 227,Col. Bosques del Pedregal, Tlalpan,C. P. 14738, México, D. F.

Los concursantes de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, España, Estados Unidos, Centroamérica, Perú y Venezuela podrán entregar su(s) propuesta(s) en las filiales del FCE en estos países, cuya dirección se encuentra al calce de estas bases. Sus trabajos deberán incluir la leyenda XVIII Concurso de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento.

10. Queda abierta la presente convocatoria a partir de su fecha de publicación y hasta las 18 horas del 30 de agosto de 2014. En los envíos por correo se considerará la fecha de remisión. No se recibirán propuestas después de esta fecha.

11. El jurado estará compuesto por personas de reconocido prestigio en el área de la literatura infantil y juvenil. La iden-tidad de sus integrantes se mantendrá en secreto y se dará a conocer en la fecha de publicación de los resultados. Su fallo será inapelable. Asimismo, el premio podrá ser declarado desi-erto.

12. El premio, único e indivisible, consistirá en $150,000.00 (ciento cincuenta mil pesos mexicanos o su equivalente en USD) como adelanto de regalías, así como la publicación de la obra en la colección Los Especiales de A la Orilla del Viento.

13. Los resultados del concurso serán publicados el 31 de octubre de 2014 en la página: www.fondodeculturaeconomica.com. La participación en este concurso implica el conocimiento y acep-tación de estas bases.

México, febrero de 2014

Filiales