La Fuerza- Hernan La Greca
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LA FUERZA
HERNÁN LA GRECA
A mis padres
Silver Surfer
Voy vestido de Apolo por la casa. El cuerpo,
una amenaza elegante.
Perdí parte en la embestida. Es
una quimera el dato de mi especie.
Soy un escapista del amor, desperdicio
el alimento con un gesto.
A veces, la tarde llega como un sueño
de héroe de historieta. Cuando salgo
a correr olas con la tabla, me sigue siempre
esa espuma, rumor brumoso de olas al acecho. Colas
de novia sobre el mar. Un llanero blanco
y su caballo de agua.
Sabe mi madre que pierdo el sueño por las noches
Pero ya soy grande, dice y los grandes
suelen estar despiertos hasta tarde.
Ella vuelve a menudo a esta playa
donde se ahogó su hija. Piensa que el viento
en la cara le da fuerzas y cree ver sobre la arena,
desalineadas como chicas lindas,
las sandalias de mi hermana.
Las olas estás llenas de esos cuerpos
que llevan trajes de dos piezas y se entregan
de la mano al vaivén de la marea. Deliciosa:
con el pelo hecho de agua una flotilla
de novias dice: ahora me ves, ahora no me ves.
Mientras sorteo cuerpos en un mar
donde no hay nadie, vuelven siempre aquellos años:
el pecho entero como un lirio y el corazón
superpoblado.
Yo era guapo y feliz por esos días. No sabía
que el amor va en murmullo
y a dos vocales se resume
el antiguo enigma de los géneros. En fin
un muchacho acostumbrado
al sustento de los ojos.
Nada saben mis padres de esas tardes, no ven
el llanto acumulado en la rejilla, ven un resto
de agua que resbala, un charco
crecido bajo el traje de neoprén. Es mi deber
mostrarme calmo en la rompiente.
Aquaman
Me he escapado del amor como he podido. Ahora
me persiguen por impago. En la unción
del sueño está la carne, pero nunca es la que espero.
Mi padre era marinero y yo me pinto
anclas o delfines en los hombros, que fatalmente
se borran con el agua.
Había en mi cama al cumplir siete un obsequio,
amuleto de infancia con el tiempo. Hoy sobre la litera
no deshecha del barco, el regalo de mi madre
tiene la precisión de un astrolabio:
un libro que anticipa Cómo jugar
solo.
El trabajo en alta mar –es cierto–
ha moldeado mi cuerpo hasta volverlo
de algún modo una carnada. Cuando anclamos
en cualquier puerto de provincia, todos corren
a pescar la mercancía, tumulto
blanco de popeyes tras la presa.
En los cambios de guardia, la voz
del otro es un abrigo. Mientras habla
acomoda su cuerpo tan despacio
que parece una prenda
en el ténder implacable de la noche.
Ahora estoy solo y no salgo
ileso si te nombro. Los consejos de a bordo
valen poco cuando estoy fuera del agua.
¿De qué me sirve por las noches
tener la piel acostumbrada
al bravo sol del mediodía?
Bajo la superficie arrugada del agua
el amor de mi padre es un botín
incalculable.
Dr. Freeze
Hago hablar a mi padre. Le pregunto
por el color del autito que arrastraba
a los siete miembros de la familia
atado con un hilo a sus espaldas
y que cada tanto volcaba
por las imperfecciones de la tierra.
Se detenía para levantar a los caídos
o arreglar el vestidito de alguna hermana.
Pero no se acuerda, tampoco,
por qué me dejó
tan pequeño.
Lo ayudo a recordar. Le hago retroceder
hasta la espera del burgués
en los pasillos del hospital, interrumpida
por la urgente peregrinación de una camilla
y el entusiasmo aprendido de la partera.
Miento o también oculto. No le digo
lo que más odio de él. Cuando se hacía
tarde y debía quedarme a dormir en su casa
me despertaba en la mañana
para verlo afeitarse
apoyado en el marco de la puerta
hasta el momento en que, sin aviso,
retiraba la vista del espejo y
me miraba, inmóvil,
mitad hombre, mitad papá noel
como si le hubieran disparado
el rayo congelador.
El Hombre de la Atlántida
Es de día y hace mucho calor. El mundo
es un tesoro escondido tras el vidrio
nublado de la antiparra. No hay buzos,
no hay corales, no hay barcos hundidos. Apenas
una flora inapreciable sobre un fondo azul
celeste. La rejilla, una boca sepulta a tres metros
de profundidad. El tronco solo, flotante,
como un árbol caído. La única corriente
es el chorro que sale de costado. Nado.
Alguien más nada en el andarivel de al lado.
Una sirena y su bikini tras una muralla china
de plástico naranja. Así es mi amor
-pensé- así sus muslos, así
la boca.
A un costado, uno sobre otro,
los trajes de baño. El sol brilla
sobre la montaña más pequeña.
Tras el objetivo, yo; ella cruzando de lado
a lado el fotograma. Ah, qué felicidad
verla aparecer por el defectuoso
visor de la descartable. Todo lo que deseaba
en un rectángulo de cuatro por tres. Entonces
la seguía desde el borde, la miraba pasar
aumentada por el líquido.
Finalmente contenía el aire y
disparaba. El cuerpo fracturado
bajo los pliegues del agua. El corazón
alto, como un spinnaker.
Ahora el andarivel es una guirnalda
inútil. Nada que desborde, nadie
a quien separar. El sol ha comenzado
su descenso. Voy, vengo. Nado
como antes. No sé si viviré
cuando salga del agua.
Johnny Weissmuller
Me muevo por las olas bajo la tutela del agua.
el mar es robusto, disciplinado, repite
lo que sabe: una morosa insistencia en el vaivén.
Voy hacia lo hondo, la espuma se interrumpe
con el tacto de la mano, una glauca plenitud.
El plexo toma aire, se agiganta, apura el justo
escandir de la brazada. Las piernas laxas.
alta, como un mascarón de proa,
la rígida cabeza. Coartada que se hace
en torno de una tabla
que por sola voluntad del mar avanza.
A lo largo de la tabla, con los brazos abiertos,
un cristo boca abajo, un redentor horizontal.
Hay comunión entre mis brazos y la trama
de ese líquido. Solo se agita
lo que sobra, el corazón en el brumoso
dominio de la espuma. Bajo la tabla
el mar es un latido, cuerpo dormido
en el linaje de las olas.
Sentado, a la espera de la onda
que me lleve a la orilla, pienso:
Hubo alguna vez sirenas
en el doméstico mar de la bañera.
Fino estandarte que se arquea
solo en la cresta de la ola, soy
afuera, con la fría tabla bajo el brazo,
un muchacho y su amada inerte,
llave en cruz que un viento más
o menos ágil puede
llevar al suelo
con peso de plomada.
Gatúbela
Yo me acuerdo de los hermosos días, de su andar
y de la música del látigo, cuando el látigo tenía
mala fama. Apenas se la oía, susurraba. Y yo
veía siempre en esos labios
la forma del beso.
Yo me acuerdo del estruendo de mirarla
de rodillas sobre un hombre y suspirar
un plan, solamente con los ojos. Ante mí,
una flor salvaje en un lujoso estuche
de cuero negro.
¿De dónde salía esa mujer que al calor
del mediodía, con el héroe a punto
de quedar duplicado a dos mitades
por la dentada rueda de platino,
hacía olvidar la sierra
y los villanos?
Aunque no he vuelto a verla más
que en algún documental sobre su ex
compañero de trabajo, una mujer hubo en mi vida
que hizo las veces de ella. Con un pie en la mesa
ratona, una S/M de entre casa con pulóver
cuello ve.
No tengo nada que decir. Nada más para dar
testimonio. He contado todo: lo que vi y lo que no
viví -la belleza, la fuerza de su abrazo. Aún hoy,
cuando todo es negro, cuando un agua
espesa baja de las flores, de noche, yo
me acuerdo.
Flash
Es el hombre más veloz de la tierra. Ir de una punta
a otra de la noche le toma un paso, un parpadeo. Corre
con ventaja: sabe que es inalcanzable. ¿No es un don
tener el corazón como un dinamo, los músculos elásticos
y arrestos de leopardo?
Verlo correr es privilegio de pocos. De lejos
parece un mundo, una pelota; y solo un ojo
fino y entrenado, puede reconocer a la carrera
un pie, un codo, una muñeca.
Sobre él cuentan proezas -dicen- a su paso la noche parece detenida.
Hace del río agua estancada; del sol, una moneda.
Una noche, de su corazón salieron deseos. Y oyó,
oyó el mar, el batir moroso de espuma sobre rocas
bajo un cielo espeso, cargado de vapores.
Desvanecida la visión el héroe cayó dormido,
el finísimo traje carmesí descolorido
por el sol de la mañana.
Ahora se mueve por la casa
vacía, lo han despreciado, ya no lleva
dos alas en su espalda, sostiene un vaso y se muere
por mostrar lo que ha aprendido. Así
imagina que hay alguien a su lado. La lleva, la trae
del brazo hasta el sillón, toma un libro del estante,
lo abre -las figuras con el dedo señaladas-
y dice:¨"Esto es un pez; esto,
una jirafa".
La Mujer Maravilla
a Cayetana Vidal
La ropa de gustar, la vincha, el cinturón,
los brazaletes, se los calza y sale
a repartir destellos por el país que quiso
convertirla en leyenda. Encantadora es.
Inapelable.
Nada de música o estrellas, nada
de campanas. Cuando ella pasa, el mundo
es una chica americana. Su belleza
se mide en la futilidad de un gesto:
como arma letal, un avión invisible.
Sufre por ser tan fuerte y no poder
perder un brazo, el corazón
en una balacera. Sufre
porque no ama, y es ése
el aire que le falta.
Sueño con tener un recuerdo junto a ella
por ejemplo: la experiencia de los dos
en el fotomatón. Como prueba inobjetable,
una historia de amor en cuatro cuadros
para llevar en el bolsillo
del corazón de la chaqueta.
Su mayor certeza no la obtiene
de la verdad del lazo. Lo que importa
lo sabe por lo que lleva
perdido.
No cuenta lo que haga, en la lucha
o recostada en un sillón, todo el tiempo,
parece que su traje va a ceder. No es la furia
de la carne suspendida, es el corazón
que late.
Agitada, la vedette se deja ver
después de la rutina. La boca,
el cuello, el pelo suelto. Está en todo
lo que digo, está en lo que todavía
espero.
El Hombre Araña
Miro el deterioro de un secreto. La callada
delación del beso. Yo no quería eso. Yo quería un amor/
espléndido. Alguien a quien decir: tanto, siempre,
eternamente. También el cuerpo miente.
Un estudiante no llega a superhéroe
a no ser por accidente. Demasiado
tentar la suerte en el laboratorio.
El veneno, el líquido, el animal. Le pudo
haber pasado a cualquiera.
Lo que vino después ya se conoce:
el nuevo bautismo, la fama, la doble vida.
Todavía escucho la voz de la experiencia
primaria: “¿Nunca cortaste una lombriz?”
“¿No que Pedro tiene una araña pollito en su casa?
“¿Sabés cuánto vive una mariposa?”
… Decí”.
Para acostumbrarme a la fuerza
que una noche creció en mí
practico lucha libre. Tras el otro
combate, lo que mantiene la medalla
fija contra el pectoral
es sudor de ella y yo.
Llevo una existencia con visos
de normalidad. Si me hace falta salgo a caminar
por las paredes. Miro la noche, miro lo que miran
los otros, miro la luna. Subo, derivo
hasta dar con lo que busco. Cualquiera
olvida cerrar una cortina. Entonces
me detengo en la felicidad de un cuarto.
La mano en lo más alto
de la espina. Un movimiento suave
y uno brusco, un espectáculo de lujo
al borde de la cama. Ahora la luna
es una lámpara china.
Tengo los labios helados y ha comenzado
ha fallarme el lanzarredes. Tal vez ese amor radiante
tampoco llegue nunca. No me quejo. El aire
pasa suave entre las hojas. La noche esplende. Nadie/
tiene un traje como el mío.
Flecha Verde
No tengo don, carezco de toda
habilidad, mi arte -se sabe-
es disciplina. Nada me ha tocado.
Del amor no obtuve sino el vano
trébol de la tierra; y del mar,
el caracol fallado.
No soy como los otros. Ni alado
ni dueño de esa fuerza que viene
no sé de dónde. Soy
arquero. Un vestido, un corazón,
una manzana. Mi arma atraviesa
las pequeñas cosas del mundo.
Soy el que al caer la tarde
se interna en el bosque encantado,
toca la áspera madera de los pinos y cruza,
con el frío acero de la flecha,
los nombres encerrados
en el corazón de la corteza.
Es de noche. Está todo oscuro. Mis flechas
han perdido el rumbo. Llevo
la última en la espalda. Tenso el arco, el canto
de la cuerda en el oído. No se oye nada. Sólo
las crujientes hojas del bosque, el batir
extraordinario de unas alas. Ya se ha ido. Ya
avanza por la noche, por el brillante día, la flecha
que no tiene blanco.