LA «EPISTEMOLOGIA SOBRENATURAL» EN LOS EJERCICIOS

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LA «EPISTEMOLOGIA SOBRENATURAL» EN LOS EJERCICIOS DE SAN IGNACIO El presente «ensayo» no abriga, en modo alguno, la pretensión de apor- tar «nuevos» puntos de vista, en orden a establecer una revisión de los métodos prácticos hasta ahora empleados. Nuestra intención es mucho más modesta. El presente estudio busca esclarecer el «sentir», al que tantas veces hace referencia el libro de los Ejercicios Espirituales, sobre la base metodológica que indaga los «pre-su-puestos» que en los principios, expre- siones y consideraciones de los Ejercicios se implican. Con ellos aspiramos a ganar el suelo originario de donde brotaron, a saber, la «experiencia reli- giosa» de Ignacio en Manresa. A ella están referidos todos los principios y meditaciones del libro que nos ocupa, y en ella hay que buscar el especí- fico carácter teológico de los Ejercicios. Se trata, pues, de la peculiaridad teológica ignaciana, o si se quiere de la «Teología de los Ejercicios». Cuando hablamos de «Teología de los Ejercicios» entendemos por «Teología» la Palabra de Dios en cuanto autora que fué de la experiencia religiosa de Ignacio. Es evidente que tal experiencia posee un valor trans- cendente, al que la razón «sistematizante» del vi atar sólo puede tener acceso de modo precario e imperfecto. En este sentido, el valor de los ejercicios, como de cualquier otra experiencia sobrenatural, sobrepasa todo intento de sistematización racional. Esto es tanto más evidente cuanto que siendo Dios el objeto de toda experiencia religiosa, por necesidad la expre- sión humana deberá acusar su insuficiencia. Es también evidente, porque la «existencia creyente» y el valor existencial que en las verdades revela- das se implican, poseen un contenido inalienable que sobrepasan las posi- bilidades de expresión adecuada del entendimiento humano como tal. Lo dicho anteriormente propone una dificultad a nuestra inquisición. Sin embargo, dado que tiene que haber una interpedendencia entre los prin- cipios establecidos por Ignacio y la experiencia del mismo, a la que el Santo, por medio de aquellos, quiere conducir al ejercitante; es evidente que el estudio de aquellos principios no puede ser ajeno a los presupuestos

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LA «EPISTEMOLOGIA SOBRENATURAL» EN LOS EJERCICIOS DE SAN IGNACIO

El presente «ensayo» no abriga, en modo alguno, la pretensión de apor­tar «nuevos» puntos de vista, en orden a establecer una revisión de los métodos prácticos hasta ahora empleados. Nuestra intención es mucho más modesta. El presente estudio busca esclarecer el «sentir», al que tantas veces hace referencia el libro de los Ejercicios Espirituales, sobre la base metodológica que indaga los «pre-su-puestos» que en los principios, expre­siones y consideraciones de los Ejercicios se implican. Con ellos aspiramos a ganar el suelo originario de donde brotaron, a saber, la «experiencia reli­giosa» de Ignacio en Manresa. A ella están referidos todos los principios y meditaciones del libro que nos ocupa, y en ella hay que buscar el especí­fico carácter teológico de los Ejercicios. Se trata, pues, de la peculiaridad teológica ignaciana, o si se quiere de la «Teología de los Ejercicios».

Cuando hablamos de «Teología de los Ejercicios» entendemos por «Teología» la Palabra de Dios en cuanto autora que fué de la experiencia religiosa de Ignacio. Es evidente que tal experiencia posee un valor trans­cendente, al que la razón «sistematizante» del vi atar sólo puede tener acceso de modo precario e imperfecto. En este sentido, el valor de los ejercicios, como de cualquier otra experiencia sobrenatural, sobrepasa todo intento de sistematización racional. Esto es tanto más evidente cuanto que siendo Dios el objeto de toda experiencia religiosa, por necesidad la expre­sión humana deberá acusar su insuficiencia. Es también evidente, porque la «existencia creyente» y el valor existencial que en las verdades revela­das se implican, poseen un contenido inalienable que sobrepasan las posi­bilidades de expresión adecuada del entendimiento humano como tal.

Lo dicho anteriormente propone una dificultad a nuestra inquisición. Sin embargo, dado que tiene que haber una interpedendencia entre los prin­cipios establecidos por Ignacio y la experiencia del mismo, a la que el Santo, por medio de aquellos, quiere conducir al ejercitante; es evidente que el estudio de aquellos principios no puede ser ajeno a los presupuestos

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~xperimentales o existenciales que en ellos se implican. Por otra parte, ni el conocimiento de las verdades reveladas es «puro» conocimiento formal, ni la experiencia existencial de Ignacio conceptualmente expresada en los Ejercicios puede ser ajena a nuestro coexistir y convivir la gran experiencia sobrenatural de la Iglesia. La expresión es siempre en la Iglesia el medio por el que se «comunica» su vida, que no es otra que la vida de sus santos. Enlazando estos dos aspectos del conocimiento, el formal y el existencial, se hace inteligible que la predicación de la Iglesia no sea pura especulación, sino el cauce por el que corre su vida real, que va de generación en genera­ción. Cuando conocemos la verdad que nos ofrece la palabra exterior, conocemos simultáneamente el «para quiero> de esa palabra y el «para qué» de nuestra existencia. Y cuando la palabra es Palabra de Dios enton­ces también y simultáneamente nos revelamos a nostros mismos en la más bella y exigente de nuestras posibilidades, en la más insospechada e insos­layable, como verdad interior que, sin temática objetivable, pero no por ello menos consciente (1), nos hace lúcidos a nosotros mismos. La Teolo­gía, pues, incluye no tanto la palabra exterior cuanto el «conocimiento interno» de que nos habla Ignacio, la interioridad lúcida del «logos» agus­tiniano.

Acentuamos que el sentido en que tomamos la ~<Teología», no debe ser confundido con una «sistemación teológica». La primera es infinita­mente más que una mera exposición abstracta de verdades sobrenaturales, es ante todo «Teo-Iogía», es decir «Palabra de Dios» en sentido bíblico, eficaz y escatológica. «Teología» entendida como «Lagos tou Zeou», rea­lizador de la Obra de Dios, en la que todas las cosas y, en primer lugar, «la Historia de la Salud» adquieren su verdadero sentido escatológico. Tenida cuenta de la prioridad de ésta sobre toda especulación, es evidente que todo intento de sistematización teológica deberá ir confrontando sus prin­cipios con la Verdad Revelada, que es vida de la Iglesia o, si se quiere, de nuestro vivir eclesial. Del mismo modo la «Teología» de los Ejercicios debe estar siempre referida al suelo que la originó, a saber, a la experiencia sobre­natural de Ignacio de la Cueva de Manresa.

Aquí podríamos objetar algo que consideramos de importancia. ¿Acaso Ignacio no expresó sus experiencias religiosas con una humana formulación? ¿y no es toda humana formulación un intento de sistematización? ¿La expe-

(1) La doctrina epistemológica del conocimiento del sujeto cognoscente que se revela a si mismo como sujeto y no como objeto, al conocer las esencias materiales, tuvo su principal defensor en SANTO TOMÁS DE AQUINO (S. TIl., r, q. 87, a. 1, c. De Ver., q. 8, a. 6; q. 10, a. 8; Cont. Gent., 2, 75; Q. de ánima, a. 16, ad 8). Esta doctrina la lleva el Aquinate al campo del conocimiento sobrenatural de la Fe (in III Sent. Dist. XXIII: "Quod Fi,des est de his quae non videntur, proprie; quae tamen viden­tur ab ea in qua est"). El Neotomismo ha revalorizado esta doctrina tanto en el campo filosófico como teológico. Bastaría cita;r los nombres de J. MARECHAL (Le point de départ de la Métaphysique: Cah. V, p. 111-112, 121-122, etc. Paris', 1949), A. HAYEN (L'intentionel selon Saint Thomas, p. 161-200. Paris, 1939; La commu­nication de l'etre. Paris, 1957); MAx MÜLLER (Ser y espíritu. Freiburg, 1940), J. BOFILL (Para una metafísica del sentimiento, en "Convivium" 1 (1954) 40 s), etcétera. Y en el campo teológico basta citar a K. RAHNER, que reiteradamente SUbraya el aspecto no objetivable del acto cognoscitivo sobrenatural. Véase, por ejemplo, Das Dynamische in !Ter Kirche, en Quaestiones Disputatae. Freiburg, 1958, p. 113 s.

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riencia sobrenatural de Ignacio podrá ser ganada a partir de sus principios? Creemos que sí; pero este «ganar su experiencia religiosa» no puede estar ausente de la situación histórica en que nos encontramos nosotros. Se trata­rá, pues, de «re-hacer» en nosotros la experiencia de Ignacio, a partir de los principios por él formulados. Tales principios serían del todo ineptos si no existiera conexión entre los mismos y la experiencia que el autor de los Ejercicios pretende suscitar en el ejercitante. Pero aquí hemos de hacer una observación.

Hemos dicho que debe existir una conexión entre los principios estable­cidos por Ignacio y la experiencia religiosa del mismo. Supuesta de momen­to esta conexión, se podría intentar una sistematización teológica de los principios ignacianos mirándolos bajo el prisma de una determinada teo­logía, pongo por caso la «tomista». Una interpretación semejante de los Ejercicios tomaría como base las «expresiones ignacianas» en un determi­nado cuadro valorativo teológico. El pensamiento de Ignacio se encontra­ría necesariamente afectado por los supuestos de esa teología más general; cosa que pondría en peligro la pureza originaria de la experiencia que en los principios ignacianos se implica. En un plano inferior, se puede llegar a concebir los Ejercicios como una metodología que se pone al servicio de una tendencia teológica (y ojalá que no haya sido muchas veces pura­mente filosófica) moralista, intelectualista o psicologista, según que se dé preponderancia a la voluntad, al entendimiento o al sentimiento. Creemos que no es necesario insistir en la ineptitud de semejante metodología en orden a ganar la «Teología» de los Ejercicios. ¿Qué método, pues, emplear?

El método que vamos a seguir, a modo de ensayo, pretende desvelar los «pre-su-puestos» teológicos que en los principios ignacianos se impli­can. Con ello deseamos dar un paso que nos posibilite el acceso a lo genui­namente ignaciano, por lo que a su teología se refiere. Tal metodología en modo alguno se opone a las verdades por Dios reveladas y principios prácticos que de ellas se derivan. Por el contrario, dada la dimensión ecle­siológica de la obra ignaciana, descubriremos en ella una base «teológica» que se encuentra en profunda armonía con la Obra reveladora de Dios, que es, antes que pensamiento sistematizante, realidad vital, obra de Aque­lla Palabra de Dios que domina la Historia de la Salud y rompe los cuadros especulativos con los que la limitada razón humana pretende abarcarla.

La limitación de la razón humana, aun iluminada por la oscuridad de la fe, para expresar las realidades sobrenaturales, no debe ser entendida en el sentido de que la palabra humana sea totalmente inepta en orden al cono­cimiento de las realidades sobrenaturales. Cosa evidente, si se tiene pre­sente que la Revelación de Dios nos fué dada en palabras humanas y que el mismo San Ignacio usa de estas palabras para formular los principios que facilita el acceso a su experiencia religiosa. Pero si esto es cierto, no lo es menos que el lenguaje humano debe reconocer siempre su congénita incapacidad en orden a la perfecta comprensión de las realidades sobre­naturales. El Misterio está siempre presente en las entrañas de todo dogma y de toda experiencia sobrenatural. y es preciso respetar y venerar al Mis­terio para recibir su gracia.

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Esto supuesto, pasamos a determinar los presupuestos teológicos de los Ejercicios sobre la base positiva que nos ofrece San Ignacio de Loyola. A este fin, estudiaremos primero los datos que a propósito del «sentimien­to», nos ofrece el libro de los Ejercicios. En segundo lugar, intentaremos analizar los presupuestos que en tales datos se implican. Finalmente, ofre­ceremos una visión teológica del «sentimiento ignaciano», cuya peculiaridad viene caracterizada por la orientación existencial y cristo céntrica de la expe­riencia que los Ejercicios deben suscitar.

l.-DATOS POSITIVOS

Dejando para otra ocasión la importancia enorme que el concepto de «concupiscencia», entendida como tendencia fundamental desordenada que solicita a todas y a cada una de las potencias del hombre histórico; supuesta, decimos, la importancia que este concepto tiene en la concepción episte­mológica de Ignacio; nos vamos a limitar en este trabajo al estudio del «sentimiento» ignaciano, al que tantísimas veces se hace referencia en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.

l. EL SENTIMIENTO IGNACIANO Y SUS DIVERSAS EXPRESIONES.

«Sentir conocimiento» en San Ignacio, equivale a conocer profunda­mente, internamente. La expresión «que sienta conocimiento de mis peca­dos», es susceptible de ser determinada teniendo en cuenta la paráfrasis que, más o menos, reza así: «gracia para que consiga un conocimiento íntimo de mis pecados, que llegue a sentimiento y que habrá de conver­tirse en aborrecimiento» (2). Esta interpretación viene a confirmar el pro­pósito de la segunda semana, que se formula en la petición: «sentir cono­cimiento interno». Pero el Padre Calveras (3) no queda del todo satisfecho con la explicación dada y recurre a los pasajes paralelos en los que el verbo «sentir» equivale a «tener, alcanzar, experimentar». Esta explica­ción, sin embargo, no agota, según el mismo autor, todos los sentidos que la palabra «sentir» tiene en San Ignacio. En efecto, el Padre Calveras, en el segundo párrafo del artículo citado, concluye:

«La exégesis del texto en las dos primeras gracias de los coloquios de la primera semana, nos ha llevado a exponer todos los sentidos que tiene en los Ejercicios el verbo «sentir», tres fundamentalmente, tener o expe-

(2) En adelante citaremos los números de la edición critica de la obra del P. CALVERAS, titulada Ejercicios, Directorio y Documentos de S. IgnaciO' (Barcelo­na, 1958). Ejerc. n. 63. Los subrayados son nuestros.

(3) J. CALVERAS, S. J., Notas exegéticas sobre el texto de los Ejercicios, en Man­resa 24 (1952) 373 s.

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rimentar en sÍ, conocer por sí mismo, e impresionarse o acompañar con el sentimiento» (5).

El análisis de las razones alegadas por el Padre Calveras nos ha llevado a la conclusión de que en los dos casos primeros se trata de una experien­cia «fundamentab> en la que se me da, de una parte, la autopercepción del sujeto cognoscente, y de otra la experiencia cognoscitiva del desorden de sus operaciones, es decir de su actividad. Cosa, por otra parte, muy en con­sonancia con la doctrina epistemológica del Doctor Angélico, según el cual «Subiectum cognoscit [actividad], et cognoscit se cognoscere [autoper­cepción intelectual de sÍ]» (6). Aplicando este principio al hombre histó­rico, con quien se las entiende Ignacio, diríamos que «el hombre conoce sus pecados y en este conocimiento se conoce a sí como pecador». Así se explica que San Ignacio recurra con frecuencia a la sujetividad del ejerci­tante que deberá presentarse ante su Rey: «avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, de quien primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (7).

El carácter fundamental del «sentimiento» ignaciano se hace tanto más patente cuanto que suele ir acompañado de expresiones que denotan «inti­midad», interioridad, afectación profunda. Tenida cuenta de esto el «sentir conocimiento» equivale a conocer profundamente, internamente. Es notoria la insistencia de Ignacio a este respecto: «que sienta interno conocimiento de mis pecados» (8), « ... en los tales ejercicios espirituales se conocen más interiormente los pecados y la malicia de ellos» (9), «conocimiento intemo del Señor» (10), «afectarse a la vera doctrina de Cristo (11).

Ya se ve que toda la orientación ignaciana epistemológica se encuentra en la línea de la «interioridad» y de la «tensión» en orden a obtener una experiencia cognoscitiva superior o, si se quiere, más fundamental que la que nos puede ofrecer un conocimiento puramente «formal}> de las ver­dades que son objeto de contemplación. En este sentido, y sólo en este sentido, hay que entender la expresión ignaciana: «deseando más conocer el Verbo eterno encarnado» (12). Ignacio no busca un conocimiento «exten­sivo», sino intensivo, porque «no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el senti1' y gustar de las cosas intemamente» (13). San Ignacio sabe muy bien que este «sentir» o «experimentar» internamente es el fin al que se ordena la consideración discursiva de las Verdades Reveladas. Pero sabe también muy bien que también puede ser efecto «<le la virtud divina».

Si el sentimiento ignaciano es entendido radicalmente como «experien­cia fundamentab> que acompaña, sin temática objetivable pero no por ello menos consciente, a todo ejercicio de piedad; entonces la intimidad, inte­rioridad, experiencia y actividad, se incluyen mutuamente, siendo, por

(5) Art. C., p. 377. (6) S. TOMÁS, De Verit., tex. X, a. 8; S. Th., 1, q. 77, a. 1, ad 3 um. (7) Ejerc. n. 74. (8) Ejerc. n. 63. (9) Ejerc. n. 44. (10) Ejerc. n. 104. (11) Ejerc. n. 164. (12) Ejerc. n. 44. (13) Ejerc. n. 2.

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tanto, expresiones diversas para designar una misma realidad. Cosa que cuadra mejor con la sencillez de la concepción ignaciana.

Entre las expresiones que caracterizan el «sentimiento fundamentab) hemos. citado la actividad. Esto parece oponerse al dicho de San Ignacio, según el cual la moción divina da consolación verdadera «sin ningún previo sentimiento o conocimiento de algún objeto» (14). ¿En qué sentido se toma aquÍ el término «sentimiento»? Si se tiene presente que Dios obra en el alma por vía de interioridad, entonces hemos de concluir que el «previo sentimiento» de que nos habla aquí San Ignacio se sitúa en el ámbito periférico de la experiencia cognoscitiva. Que la acción de Dios en el alma vaya por vía de interioridad es evidente si tenemos presente que «sólo es de Dios nuestro Señor ... entrar, salir, hacer moción en ella trayendola toda en amor de la su divina majestad» (15), y esto sin causa precedente. Dada la unidad fundamental de los Ejercicios de San Ignacio, es de todo punto necesario admitir que el «sentir conocimiento», «sentir la voluntad divina» «sentir vergüenza y confusión de mis pecados», que caracterizan las peticiones de las meditaciones y contemplaciones, no puede ser des­vinculado de las «Reglas para en alguna manera sentir y cognoscer las varias mociones que en el alma se causan ... » (16). San Ignacio vuelve a insistir tanto en el carácter inteligible del sentimiento, como en el teleoló­gico y mocional. Es interesante observar cómo en la epistemología ignacia­na se acusan estos tres elementos esenciales de la actividad cognoscitiva: el «formal», el «activo» y la «afección intelectual» o «percepción racional» de lo conocido. Pero, de momento, nos limitamos a concluir el carácter «fundamentab) propio del sentimiento interno, del sentir conocimiento, sentir la voluntad divina, etc., que, expresado de un modo o de otro, está presente en todas las páginas de los Ejercicios.

2. ULTERIOR DETERMINACIÓN DEL «SENTIMIENTO» IGNACIANO.

Hemos visto que en la concepción ignaciana se encuentra en la base de toda actividad espiritual un «sentimiento fundamental» que es de capi­tal importancia en orden al logro del fruto de los Ejercicios. ¿En qué con­siste para Ignacio este sentimiento u experiencia fundamental? ¿Se distin­gue del conocimiento «formalmente» considerado? Y si es así, ¿qué rela­ción guarda con éste? ¿y qué decir del mismo con respecto a la voluntad? ¿Pertenece tal «experiencia fundamental» a la esencia de las facultades espi­rituales? Y si es aSÍ, ¿por qué San Ignacio lo hace objeto de petición? ¿Se distingue de las gracias actuales?, ¿pertenece al ámbito de la gracia habi­tual?, ¿en qué sentido?

Para responder ordenadamente a estas preguntas es preciso primero

(14) Ejerc. n. 330. (15) Ejerc. n. 330. (16) Ejerc. n. 313.

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determinar negativamente el carácter de este «sentimiento», así como la relación que guarda con las potencias intelectuales y con el orden de la gracia.

a) El «sentir conocimiento» y el conocimiento formal.

En primer lugar el «sentimiento» ignaciano no puede identificarse con el conocimiento «formalmente» considerado 0, si se quiere, en cuanto espe­cificador del acto intelectual. En efecto, el conocimiento formalmente considerado es en el hombre esencialmente discursivo. Ahora bien, según San Ignacio el conocimiento discursivo no excluye el engaño (17). Por ello es preciso que el ejercitante ponga la máxima vigilancia y atención en las mociones que en tal conocimiento se implican. San Ignacio, en el tercer punto del tercer tiempo, para hacer sana y buena elección, a saber, cuando se consideran raciocinando los cómodos e incómodos de la elección, insis­te en la disposición fundamental que debe tener el ejercitante, «para seguir aquello que sintiere ser más en gloria y alabanza de Dios nuestro Se­ñor» (18.) Más aún, aun después de hecha la tal elección siguiendo «la mayor moción racionab> (19), debe de ir el ejercitante con mucha diligencia a la oración ... para que su divina Majestad la quiera recibir y confirmar, siendo (si es) de su mayor servicio y alabanza» (20). Este condicionar la elección, exigiendo para su validez una «confirmación», manifiesta 10 imprescindible que es para San Ignacio la percepción racional de la moción interior, como moción auténtica.

«De dónde nace la desconfianza que parece manifestar Ignacio cuando se trata de un conocimiento discursivo? Para San Ignacio el hombre todo está bajo el influjo de dos poderes que están en franca beligerancia (21). De aquí que el ejercitante «por su propio discurso de habitúdines y conse­cuencias de los conceptos y juicios, o por el buen espíritu o por el malo, forma diversos propósitos y pareceres ... » (22). En esta alusión al «propio discurso de habitúdines y consecuencias» constata San Ignacio la debilidad del entendimiento al modo como lo hizo anteriormente el Doctor Angélico: «Tertium inconveniens est quod investigationi rationis humanae plerumque falsitas admiscetur, propter debilitatem intellectus nostri in indican­do ... (23). Santo Tomás nos ofrece la razón teológica de este hecho: « ... per iustitiam originalem perfecte ratio continebat inferiores animae vires, et ipsa ratio a Deo perficiebatur ei subiecta. Haec autem originalis iustitia substracta est per peccatum primi parentis ... Et ideo omnes vires animae remanent quodammodo destitutae propio ordine, quo naturaliter ordinantur ad virtutem» (24). En el artículo siguiente insiste el Doctor Angélico en la lesión de la natural inclinación de todas las actividades del alma, como

(17) Ejerc. n. 336. (18) Ejerc. n. 179. (19) Ejerc. n. 182. (20) Ejerc. n. 183. (21) Ejerc. n. 136 s. (22) Ejerc. n. 336. (23) S. c. G., 1. LO, c. IV. Véase también S. Th., I-II, q. 85. (24) S. Th., I-II, q. 85, a. 3, c.

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consecuencia del pecado, lo cual en modo alguno afecta a la esencia de la naturaleza humana: «bonum pertinens ad ipsam substantiam naturae ... nec privatur, nec diminuitur per peccatum» (25).

La epistemología sobrenatural ignaciana supone esta lesión de todas las actividades humanas. San Ignacio sabe también muy bien que todo conocimiento derechamente ordenado supone una gracia de Dios que hay que pedir insistentemente. Como el hombre en su actividad se encuentra en medio de un sinnúmero de afecciones desordenadas, es preciso que se libere de ellas en virtud de un conocimiento verdadero, que hay que impe­trar con la oración y la sinceridad consigo mismo. De todo lo cual se sigue una distinción que es de suma importancia, a saber, que no hay que confun­dir el conocimiento discursivo que, como dejamos ya dicho, no excluye el engaño, con el verdadero conocimiento ignaciano. Este es siempre una gracia que se manifiesta en el sentimiento fundamental de la moción divina.

b) El «sentir» como percepción interior de la moción de Dios.

San Ignacio busca «sentir» conocimiento. Lo cual se dice del conoci­miento en ejercicio. Pero tal conocimiento no siempre precisa del «objeto» motivo, «porque es propio del Criador entrar, salir, hacer moción en ella (en el alma), trayendola toda en amor de su divina majestad. Digo sin causa, sin ningún previo sentimiento o conocimiento de algún »obyecto», por el cual venga la tal consolación, mediante sus actos de entendimiento y voluntad» (26). El primer «tiempo» para hacer sana y buena elección se funda en este principio. Ahora bien, en este tiempo, «Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad que sin dubitar ni poder dubitar, la tal anima devota sigue a lo que le es mostrado» (27). No se trata de que Dios no muestre nada, sino lo contrario. Pero «la moción» por la que la voluntad se siente atraída, no procede del objeto que le es mostrado, sino del «grande asentimiento interior» que se produce en ella. En este primer tiempo, decimos, la percepción intelectual de la actividad volitiva procede inmediatamente de Dios (28). Por el contrario, en el «tercer tiempo» para hacer elección, después de «pedir a Dios nuestro Señor que quiera mover mi voluntad y poner en mi alma lo que yo debo hacer» (29) ,pasa a «con­siderar raciocinando cuántos cómodos se siguen ... y así mismo los incómo­dos y peligros que hay en tener (tal oficio o beneficio)>> (30). Pero San Ignacio no quedará satisfecho con el resultado que le ofrezca la razón dis­cursiva, sino que acudirá a la oración para que su divina majestad la quiera confirmar «siendo (-«si es») su mayor servicio y alabanza» (31). ¿Qué busca San Ignacio en tal confirmación? Vimos ya, en el «primer tiempo» para hacer buena y sana elección, cómo el ánima devota se sentía atraída

(25) S. Th., I-II, q. 85, a. 4, c. (26) Ejerc. n. 330. (27) Ejerc. n. 175. (28) Ejerc. n. 330. (29) Ejerc. n. 180. (30) Ejerc. n. 181. (31) Ejerc. n. 183.

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por Dios nuestro ~eñor, de suerte que «sin dubitar ni poder dubitar ... sigue a lo que le es mostrado». La misma experiencia religiosa busca San Ignacio cuando se trata de la «con-firmación» del tercer tiempo para hacer debida­mente la elección. Veámoslo en un texto de su autobiografía:

«A la noche, pasando por las elecciones de todo, de parte, de nada, con mucha devoción, paz interior y tranquilidad del alma, con una cierta segu­ridad o asensu de ser buena la elección». Y más adelante, «me senté miran­do casi in genere tener todo, en parte, y non nada, y se me iba la gana de ver ningunas razones». «Después con grande tranquilidad y seguridad de ánima, como cansado quien descansa en mucho reposo, y para no buscar, ni querer buscar cosa alguna, teniendo la cosa por acabada» (32).

En donde se ve que San Ignacio pone fin al movimiento discursivo, en virtud de un sentimiento religioso, «con grande tranquilidad y seguridad de ánima», que excluye la duda.

Con la misma afirmación nos encontramos cuando San Ignacio, en el segundo tiempo para hacer sana y buena elección, nos dice: «cuando se toma asaz claridad y cognoscimiento, por experiencia de consolaciones y desolaciones» (83). En donde el término «asaz» debe ser entendido en el sentido de «suficiencia» que caracteriza la significación originaria del tér­mino. Ahora bien, San Ignacio, para conocer la acción de Dios en el alma nos remite, en este «tiempo», a las reglas para discernir espíritus, en virtud de las cuales se hace posible el conocimiento de la acción divina en el alma, «por experiencia de consolaciones y desolaciones». Esto puede acon­tecer de dos maneras. La primera, «cuando el alma es consolada sin causa precedente» (84), a saber, «sin ningún previo sentimiento o conocimiento de algún obyecto». En donde es sumamente significativo que San Ignacio no identifica el «sentimiento» motivado por un objeto, con la consolación, que se define en esta regla y que es motivada por Dios inmediatamente; el cual «así mueve y atrae la voluntad que sin dubitar ni poder dubital', la tal anima devota sigue a lo que le es mostrado (85).

La segunda forma de consolación se da cuando la moción procede del «buen angeb> (86). Pero ¿cómo conocer que tal moción procede del «buen angeb> supuesto que también el «angel malo» puede consolar al alma? La solución ignaciana no dífiere de la ya dada en los otros «tiempos» para hacer elección. Según San Ignacioo, la consolación verdadera se mani­fiesta por las notas inequívocas que excluyen la duda: «Llamo consola­ción, cuando en el anima se causa alguna moción interior, con la cual viene el anima a inflamarse en amor de su Criador y Señor y consecuenter cuando ninguna causa creada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el criador de todas ellas» (86b). En este estado, la percepción de la moción divina, en orden a un objeto de elección, se hace manifiesta. Así en el directorio fragmentario del mismo San Ignacio, al tratar del «segundo

(32) Ejerc. n. 637-640. (33) Ejerc. n. 176. (34) Ejerc. n. 330. (35) Ejerc. n. 175. (36) Ejerc. n. 331. (36b) Ejerc. n. 316.

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tnodo de elección», nos dice: « ... mire [el ejercitanté] cuando se hallará consolado, a cual parte Dios le mueva y así mismo en desolación». El que San Ignacio recurra también al tiempo de desolación se explica porque la (moción de Dios» es algo fundamental, aun en la misma desolación y puede ser descubierta analizando los motivos que impiden su inmediata manifestación, al ser contrastados con los raciocinios y mociones de las consolaciones precedentes y consiguientes. Con este trabajo de discerni­miento, San Ignacio busca que el conocimiento inmediato que se tiene en tiempo de consolación, adquiera su valoración sustantiva en tiempo de desolación, logrando así la persuasión inmutable en el conocimiento de la voluntad divina.

Lo dicho anteriormente no deja lugar a duda de que San Ignacio distin­gue el «sentir» conocimiento o, si se quiere, la «moción» interior, del racio­cinio deductivo formalmente considerado. Sólo así se eXiplica el uso constan­te de los términos que expresan intimidad, experiencia interior, moción interna, etc. Tal concepción se encuentra, como ya dejamos dicho, en el pensamiento del Aquinate. El sujeto que conoce, percibe intelectualmente su acto y en él a sí mismo, no como un objeto o expresión formal, sino como autopercepción de sí en la propia actividad, c,omo «sentimiento flm­damentah que acompaña, sin temática objetivable, a todo conocimiento racional. Tal autopercepción de la moción interior, no por carecer de repre­sentación formal ,conceptualizable, deja de ser menos consciente de lo que es el conocimiento formalmente considerado. Oigamos a Santo Tomás:

« ... consequens est ut sic seipsum intelligat intellectus noster, secundum quod fit actus per species a sensibilibus abstractas per lumen intellectus agentis, quod est actus ipsorum intelligibilium, et eis mediantibus intellec­tus posibilis. Non ergo per essentiam suam, sed per actum suum se cognoscit intellectus noster» (37). En donde el acto y el sujeto del mismo no viene dado en un conocimiento «esencial» sino existencial o, si se quiere, percep­tivo, intelectual (38).

De todo lo cual se sigue que el «sentimiento de que nos habla San Ignacio, entendido sea como «experiencia fundamentab), sea como «mo­ción interior» no puede ser identificado con el conocimiento «formalmen­te» considerado o, si se quiere, con el conocimiento de la forma en cuanto especificadora del acto interior.

Si, pues, según lo dicho, el «sentimiento ignaciano», entendido como actividad inobjetivable del espíritu personal que se encuentra comprome­tido en la búsqueda de Dios, no debe confundirse con el conocimiento formalmente considerado, tampoco deberá serlo con la actividad elícita de la voluntad, ni menos con el sentimiento «psicológico» de la consolación o desolación. Lo primero es evidente, si se tiene presente que la voluntad elícita sigue siempre al conocimiento del objeto en cuanto objeto, el cual incluye siempre el aspecto formal del mismo. Tampoco puede identifi-

(37) S. Th., 1, q. 87, a. 1, c. (38) Si se quiere estudiar el fundamento metafísico que en la doctrina del

Doctor Angélico se encuentra por 10 que a este "sentimiento fundamental" se re­fiere, léanse los artículo J. BOFILL, Para una metafisica del sentimiento, "Convi­vium" 1 (1954) 21 s.; y 4 (1956) 5-35, el artículo que lleva el mismo título.

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carse con el sentimiento psicológico de la consolación o desolación; dado que este sentimiento resulta de la satisfacción que a toda actividad acom­paña al recibir la forma que le es proporcionada. Ahora bien, tal satisfac­ción presupone ya la «moción interior» a que hicimos referencia. Es cierto que San Ignacio afirma que puede haber consolación provocada por el mal espíritu (39). Lo cual «presupone» la posibilidad innata en el hombre de suscitar una «falsa» actividad, que deberá ser descubierta en fuerza de los principios objetivos (40), dado que éstos, bien analizados, deben reve­lar cuál es la verdadera actividad del sujeto, en la que consecuentemente hay que buscar la verdadera paz y tranquilidad del alma. Esto nos obliga a deducir un principio que es de extraordinaria importancia en la epis­temología ignaciana.

San Ignacio lo formula de modo concreto e intuitivo en la 7.& regla para discernir espíritus de la segunda semana. El Santo se sitúa en el plano epistemológico sobrenatural, en el que se encuentra el hombre creyente que hace los Ejercicios. La regla dice así:

«La septima" en los que proceden de bien en mejor, el buen angel tocá a la tal ánima, dulce, leve y suavemente, como gota de agua que entra en una esponja, y el malo toca agúdamente y con sonido y inquietud, como cuando la gota de agua cae sobre una piedra; y a los que proceden de mal en peor, tocan los sobredichos espíritus contrario modo. Cuya causa es la disposición del anima ser a los dichos ángeles contraria o simile; porque cuando es contraria, entran con estrépito y son sentidos, perceptiblemente; y cuando es símile, entra con silencio, como en propia casa a puerta abierta» (41).

Si tenemos presente que, según San Ignacio, «solo es de Dios nuestro Señor ... entrar, salir, hacer moción en ella (en el alma) trayendola toda en amor de su divina majestad ... » (42) y que, en conformidad con la men­talidad medioeval, para quien los ángeles tienen siempre una función inter­mediaria entre Dios y los hombres, es propio de los ángeles traer pensa­mientos ... (43); si tenemos presente, decimos, que en este segundo caso, el entendimiento es movido por la presentación de objetos buenos o malos, entonces habremos de decir que la regla establecida por San Ignacio admi­te la sustitución de la acción descrita de los ángeles, por los «pensamien­tos» u «objetos conocidos» de lo que aquéllos se valen, para inducir al alma al bien o al mal obrar. Según esto, el conocimiento derechamente orde­nado al fin que Dios se ha propuesto, es aquel que, en los que proceden de bien en mejor subiendo, entra en el ánima dulce, leve y suavemente; mien­tras que cuando el pensamiento suscitado es engañoso produce inquietud y desasosiego. Lo contrario acontece cuando el hombre procede de mal en peor (44).

De 10 dicho anteriormente se sigue que San Ignacio apela a la expe-

(39) Ejerc. n. 331. (40) Ejerc. n. 333. (41) Ejerc. n. 335. (42) Ejerc. n.330. (43) Ejerc. n. 332. (44) Ejerc. n. 335.

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riencia interior en orden a «conocer» si el objeto-conocido es verdadero (del ángel bueno) o falso (del mal ángel). Lo cual supone que el ejercitan­te, que va de bien en mejor subiendo, se percibe en sus actos como tal, y por el contrario, que el que va de mal en peor, se percibe también como tal (45). San Ignacio concibe al hombre siempre en orden dinámico: «va de bien en mejor subiendo» o «de mal en peor bajando». Este dina­mismo del sujeto cognoscente es percibido en sus actos. De otra parte sería un error creer que San Ignacio no tiene presente la exigencia funda­mental que ese dinamismo tiene de afirmar el orden sobrenatural objetivo. Es cierto, como dejamos ya dicho, que el ejercitante puede suscitar una falsa actividad que como tal encontrará su consuelo y satisfacción en ver­dades aparentes y engañosas; pero no lo es menos que tales consuelos dejan al alma fundamentalmente insatisfecha de sí misma (46), y que tal actividad falsa debe poder ser descubierta en fuerza de los principios obje­tivos (46b) que están presupuestos en toda afirmación inteligible. Como quiera que San Ignacio se sitúa en el plano histórico de la fe, tales prin­cipios no pueden ser otros que las verdades reveladas por Dios y enseñadas por su Iglesia, así como las que de estas verdades se derivan para la vida concreta del ejercitante o del hombre creyente. Si, pues, estas verdades tienen su correlato existencial en el dinamismo fundamental del hombre histórico, es evidente que San Ignacio presupone que el orden objetivo «formal» de las verdades por Dios reveladas guarda una «relación trans­cendental» con las exigencias activas del sujeto histórico a ellas «llamado».

n.-PRESUPUESTOS TEOLOGICOS DEL «SENTIMIENTO» IG­NACIANO

Una dificultad se podría objetar al principio anteriormente establecido. La «relación transcendental» excluye la consideración «fáctica» según la cual el orden objetivo al que hacíamos referencia tiene su correlato sola­mente de hecho con el dinamismo del sujeto cognoscente. ¿Se puede probar esto, a partir de los principios establecidos en el libro de los Ejer­cicios? Si atendemos a los presupuestos que ellos implican, creemos que no hay lugar a duda. En efecto, si el ejercitante puede suscitar en sí una actividad falseada que encuentra su consuelo en verdades engañosas, ¿por qué termina fundamentalmente insatisfecho de sí mismo? ¿De dónde puede venir la turbación sino del hecho según el cual el ejercitante se percibe en

(45) De esta autopercepción intelectual del acto sobrenatural nos habla ya el Doctor Angélico en el Comentarium in lib. 111 sententiarum, D. XXIII, en el párra;fo titulado "Quod fides est de his quae non videntur propie, quae tamen videntur ab eo in quo est". Supuesto que se trata de actos sobrenaturales, es licito extender esta conclusión a todo acto sobrenatural en cuanto tal.

(46) Ejerc. n. 314 s. (46b) Ejerc. n. 333.

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su dispoosición falseada como tal? ¿Acaso la falseada actividad del sujeto no su-pone necesariamente la posibilidad existencial de suscitar la actividad verdadera? Y si consideramos el aspecto objetivo, ¿por qué San Ignacio insiste, en el tercer «tiempo» para hacer sana y buena elección, en la consideración racional de los motivos «dentro de los límites que pone la Iglesia»? (47). ¿La consideración engañosa de las razones motivas, no está suponiendo en el plano objetivo un orden verdadero? ¿y no se está presu­poniendo que las exigencias activas y existenciales del sujeto tienen su transcripción objetiva en Ja manifestación racional y discursiva de las verdades enseñadas por la Iglesia? El que no entienda esto, jamás podrá comprender el valor ecIesiológico que los Ejercicios encierran.

De todo 10 cual se sigue que San Ignacio concibe al sujeto como aquel que puede «falsearse» y hasta encontrar un mundo de verdades engañosas que le satisfagan y consueJen. Pero también, que tal falseamiento funda­mental no puede menos de ser percibido en sus propias acciones. Por el contrario, el sujeto, en virtud de la oración, puede llegar a percibir sus propios desórdenes y disponerse a ulterores gracias en virtud de las cuales podrá percibirse en su realidad auténticamente ordenado para con Dios.

¿Qué presupone, pues, esta autopercepción? Es evidente que San Ignacio se las entiende con el hombre creyente que busca la sinceridad consigo mismo. Esto supone ya que su epistemología es esencialmente sobre­naturaI. El conocimiento que busca San Ignacio, ¿puede reducirse a una gracia específica de las que nos ofrece el dogma? De una u otra forma San Ignacio busca el «ser esclarecido por la virtud divina» (48) en orden a conocer la vidina voluntad sin «dudar ni poder dudar» en la disposición de sí mismo (49). Tal es la que bien podemos llamar «gracia de los Ejer­cicios». Ahora bien, tal gracia se distingue de las gracias «actuales» que predisponen y acompañan a los ejercicios de piedad, supuesto que estas gracias se ordenan a la obtención de aquélla. Se distingue también de las <<lloticias e inspiraciones» para ordenar nuestra conducta, ya que tales gracias, como la obra del buen ángel, son venidas de fuera (50). Tampoco se trata de la gracia «habitual» porque, como enseña la teología católica, no puede ser en sí objeto de experiencia, fuera del caso extraordinario de una revelación por parte de Dios. La universalidad con que San Ignacio ofrece los Ejercicios, excluye esta hipótesis extraordinaria. ¿En qué con­sistirá, pues, la gracia de los Ejercicios, según la cual el ejercitante debe Ilegal' a un conocimiento de la divina voluntad «sin dudar ni poder dudar»?

Excluídas la gracia habitual y Jas actuales y teniendo en cuenta lo que llevamos dicho de la epistemología ignaciana, a saber, que se trata de una epistemología sobrenatural y que a todo acto cognoscitivo acompaña siem­pre la autopercepción del acto y del sujeto cognoscente, en nuestro caso «creyente», sin temática objetivable; tenidos en cuenta estos dos elementos y supuesto que la gracia habitual afecta internamente tanto al sujeto cog­noscente como a sus actos, no dudamos en afirmar que la gracia a que San

(47) Ejerc. n. 177. (48) Elerc. n. 2. (49) Ejerc. n. 175. (50) Ejerc. n. 330 s.

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Ignacio se refiere cuando nos habla del «sentimiento interno» consiste en la «autopercepción intelectual» del «acto» sobrenatural implicada en tal conocimiento; autopercepción decimos, inobjetivable (51), aunque no por ello menos consciente de 10 que es el aspecto formal que en todo conoci­miento se implica.

¿Cómo se relaciona la dinámica interna de este «sentir ignaciano» con el principio fundamental de la «mayor gloria» de Dios? La teología de los Ejercicios supone que el ejercitante que es sincero consigo mismo, no está indiferente frente a este principio. Si por otra parte la «gracia habituaD>, supuesta en el ejercitante, no es una gracia estática que se limite a dejar al hombre, libre de pecado mortal, en estado indiferente frente a la suprema perfección evangélica; si la gracia santificante afecta radicalmente al suje­to haciéndole tender a su perfecta realización cristiana, es evidente que en la percepción intelectual de sus actos y de su propia existencia deberá ma­nifestarse el imperativo de la suprema perfección, la mayor gloria de Dios, ante la cual el ejercitante quedará totalmente comprometido, «sed perfec­tos como vuestro Padre celestial es perfecto» (M t 5, 48).

Como hemos visto, San Ignacio se las entiende con el sujeto creyente en cuanto tal y, por consiguiente, a quien ha afectado la «gracia divina» internamente. Tal afección no sólo se extiende a su ser, sino igualmente a su actividad espiritual. Por otra parte, la actividad del hombre no la entiende San Ignacio como actos indiferentes por lo que al sujeto se refie­re. Por el contrario, el ejercitante en su actividad decide de sí mismo delan­te de Dios. Esto en modo alguno quiere decir que esos actos modifiquen la naturaleza humana. Pero lo que sí modifican es la existencia del sujeto, que es, en último término, el que decide de sÍ. AqUÍ se implica un presu­puesto que es de capital importancia, a saber, que los actos del sujeto racional tienen su origen y su razón de ser en la «persona» que decide de sí en favor o en contra de todas las exigencias de su naturaleza-agraciada. Esta libertad fundamental de la existencia personal no viene conocida al modo de un «objeto», sino que se percibe en todos y en cada uno de sus actos intelectuales. De otra parte, esta libertad fundamental de nuestro personal existir no consiste en la ciega auto decisión de la persona, sino que, por el contrario, tal libertad personal es también fundamentalmente inteligible. Cuando decimos que la actividad personal es inteligible afir­mamos con ello que la persona al decidir de sí tiene que optar en favor o en contra de las condiciones de naturaleza y de gracia a las que se encuen­tra indisolublemente vinculada. Aquí se origina la responsabilidad ineludi­ble del hombre pecador. Las condiciones de naturaleza y de gracia con todas sus exigencias de perfección suponen que el sujeto agraciado «puede»

(51) CUando hablamos de la percepción intelectual del acto y del sujeto que en todo conocimiento se implica, acusamos que cuando se trata de un conoci­miento sobrenatural la autopercepción debe de ser de este mismo orden; y cuando decimos que es "inobjetivable" señalamos que tal acto sólo es posible en el ámbito de las verdades reveladas, de las que es depositaria la Iglesia. De aquí que San Ignacio para provocar en el ejercitante la autopercepción de su experiencia reli­giosa, que busca un sentir conocimiento interno que se haya de convertir en acción, se mueva siempre en el ámbito de las verdades reveladas del Evangelio y enseñadas por la. Iglesia.

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realizarse en conformidad con las mismas, pero «de hecho», sin la gracia impetrada por la oración, tendrá que experimentar el fracaso. De aquÍ la necesidad de la oración, no sólo para realizarse en el plano de la gracia, al que fué elevado, sino aun para conocer el sentido concreto que la supre­ma pelfección evangélica debe tener para el ejercitante. La sincera oración de las verdades evangélicas reveladas manifiestan también, aunque de modo no objetivo, la disposición del sujeto en su concreta situación histórica ante la ineluctable presencia de Dios. La insuficiencia subjetiva de nuestro cono­cimiento que San Ignacio presupone, tiene su fundamento en el «desorden de nuestras operaciones», es decir, en la concupiscencia, que como conse­cuencia del pecado, debilitó la actividad de la existencia humana pecadora, la cual sólo puede rehabilitarse por la gracia de Cristo, sólo alcanzable por la oración humilde. Tal gracia es en concreto gracia de luz, de justicia y de paz interior. Estas tres expresiones son sinónimas de la triple caracteriza­ción del «sentimiento» u «experiencia» fundamental ignaciana. En efecto, se trata de lograr un conocimiento que excluya la duda, que se impone de por sí a la libre decisión personal, y que encuentra su confirmación en la verdadera paz y alegría interior.

Ill.-HACIA LA «TEOLOGIA» DEL SENTIMIENTO IGNACIANO

San Ignacio, a lo largo de las cuatro semanas de los Ejercicios, se vale de los Evangelios en orden a obtener la gracia de los Ejercicios, a saber «vencerse a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección alguna que desordenada sea» (52). Después de la primera semana, en la que ofrece al ejercitante las meditaciones del pecado y de su escatología, meditaciones de evidente inspiración escriturÍstica y que sitúan al ejercitante delante de Cristo crucificado (53); después de esta primera semana, decimos, San gnacio va siguiendo las contemplaciones de la vida del Señor, según los Evangelios (54), pero intercala una serie de meditaciones en la segunda semana que tienen un fin bien determinado, a saber, la elección o reforma de vida. Un problema se suscita aquÍ inevitablemente. En efecto, ¿son las meditaciones del Rey temporal (55), de las dos Banderas (56), de los «dos binarios» (57), la consideración de las tres maneras de humildad (58) ... las que constituyen el nervio de la segunda semana, o más bien las con­templaciones evangélicas? ¿Actúan éstas a modo de mera ejemplaridad en orden a obtener el fruto de las que bien pudiéramos llamar meditaciones

(52) Ejerc. n. 21. (53) Ejerc. 53. (54) Ejerc. n. 261 s. (55) Ejerc. n. 91 s. (56) Ejerc. n. 136 s. (57) Ejerc. n. 149. (58) Ejerc. n. 164.

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específicamente ignacianas? dO, más bien, habremos de decir lo con­trario?

Para responder a las cuestiones formuladas anteriormente, tenemos que tener en cuenta tanto el carácter evangélico de las meditaciones o contem­placiones específicamente ignacianas, como la ordenación que les es propia.

En efecto, la contemplación del «Rey temporab> propone a los ojos del ejercitante el Señorío absoluto de Jesucristo, cuyo llamamiento se dirige a todo el hombre, sea cual fuere la situación en que se encuentre. No se trata de un oír extrínsecamente, ante el que pueda pensarse en una indeci­sión o indiferencia. Se trata de oír la Palabra del Señor cuya virtud sobre­natural arrastra con presteza y diligencia a cumplir su santísima voluntad. Esta contemplación, profundamente evangélica, encuentra su explicación en las contemplaciones neotestamentarias que han de seguir a lo largo de los Ejercicios. Conocer a Cristo como Rey eternal es reconocer la transcen­dencia de su vida sobre la nuestra, y esto no a modo de objeto, sino como imperativo divino que emplaza al hombre ante el dilema de seguir a Cristo realizándose en El, o ausentarse de El perdiéndose a sí mismo en la cobarde actitud del propio egoismo: «el que no está, con-migo está contra mí y el que conmigo no recoge, desparrama» (59). Esta presentación anti­nómica en la que coloca el llamamiento del Rey eternal, encuentra su expresión intelectual en la meditación de las dos Banderas (60), en donde se pide conocimiento de la «vida verdadera» de Cristo nuestro Señor, así como de los «engaños» del mal caudillo y gracia para de ellos me guardar. Se teme la mentira que se presenta con apariencias de verdad, y se pide la verdad que es vida. AqUÍ representa San Ignacio de modo gráfico la anti­nomia paulina de la «Sabiduría de Dios» y la «Sabiduría de este mundo», presentando, como Pablo, a aquélla como don gracioso que hay que impe­trar y la segunda como la mentira ante la cual habríamos de sucumbir, sin la gracia de Dios. Es de suma importancia que San Ignacio, aunque en el presente estadio supone ya la gracia creada santificante, busca la plenitud exigitiva de ésta en el «conocimiento de la vida verdadera, que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para le imitar» (61). En donde es evidente que se trata no de un mero conocimiento abstracto ausente de compromiso, sino de un conocimiento vital de la Gracia Increada, a saber, Cristo poseído por la fe viva. Sólo el que conozca que San Ignacio busca el conocimiento del Verbo humanado, del Hijo de Dios en el Misterio de su Encarnación, puede comprender el carácter mariano y trinitario de la espiritualidad ignaciana, tal y como se propone en los coloquios. Poseer al Verbo de Dios por la fe viva, es poseer al Padre como Padre, puesto que por el Hijo somos hechos hijos del Padre, y éste a su vez es hecho Padre nuestro; es también poseer la plenitud del Amor que procede del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo «por el que clamamos: ¡Abba, Pa­Padre! (62), es finalmente poseer y conocer en Cristo a María como Madre

(59) Mt 12, 30. (60) Ejerc. n. 136 s. (61) Ejerc. n. 139. (62) Rom 8, 15; Gal 4, 6.

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del Verbo humanado y Madre nuestra en virtud de la Palabra del crucifi­cado. La Gracia Increada, la Santa e Individua Trinidad, sólo puede ser percibida adentrándonos en el Verbo de Dios hecho hombre, Jesucristo Señor nuestro. Por eso este conocimiento de Jesús constituye el nervio vivo de los Ejercicios. Pero cuando hablamos de este «conocimiento» en modo alguno entendemos un puro conocer extrínseco a modo de «objeto», se trata de la vida concreta de Jesús en su indestructible unidad y escatoló­gica 'transcendencia en cuanto que por ella el hombre y, en concreto, el ejercitante, se encuentra emplazado en un orden de exigncias que se van revelando interiormente tanto más cuanto más serian1ente se considera la vida, pasión y muerte de Cristo nuestro Señor. Sólo un conocimiento radi­cal de Cristo hace patente el dilema de «las dos banderas» de Ignacio, al igual que el de la «Sabiduría de Dios» y «la sabiduría del mundo» de San Pablo. En este sentido, la libre entrega de sí al imperativo de Cristo, es un problema de conocimiento al que sólo el hombre tiene acceso por la fe viva. En efecto, la consideración «objetiva» de la vida de Jesucristo, sólo revela una existencia ejemplar y un conjunto de mandatos que por su extrinsicidad deja al hombre cognoscente intacto en su libertad. Por otra parte, dado que la respuesta a tal «llamamiento» de Cristo sólo puede ser objeto de su gracia, no se ve cómo el hombre, como tal, puede responder a tal llamamiento. El conocimiento ignaciano ha:y que buscarlo, no tanto en la consideración fría del aspecto formal especificador del acto cognos­citivo, sino también en la percepción intelectual que a toda consideración formal acompaña sin temática objetivable, aunque no por ello menos consciente. En este «acto interior», en este «sentir ignaciano» es donde el objeto extrínseco contemplado, a saber, la vida, pasión y muerte de Jesús, con los imperativos que en ella se implican, encuentra su verdadero signi­ficado y su verdadera fuerza en el «acto» interior sobrenatural que, como acto de fe y caridad, son el fruto de esa Redención de Cristo. Por esto, tal acto que se revela en el «sentimiento ignaciano» es un modo cristiano de existir o, si se quiere, un existir ontológicamente referido a Cristo Redentor y que se revela como realidad existencial cristiana en la contemplación de las verdades formalmente reveladas y predicadas por la Iglesia.

Si, pues, el «sentimiento ignaciano» no puede identificarse con el cono­cimiento formal, ni con la volición libre, ni con el sentimiento psicológico, es evidente que la teología de los Ejercicios que pone en la base de los mismos tal «sentimiento», no puede, ni debe ser buscada ni en el orden de un puro intelectualismo, ni en el de un puro moralismo, ni tampoco en el de un psicologismo afectivo. Todos estos aspectos se implican sin duda en la Teología de los Ejercicios, pero ninguno de ellos alcanza prioridad sobre los otros, ni menos constituye el suelo originario de la Teología ignaciana.

Si, por el contrario, el «sentimiento ignaciano» es la percepción de los actos racionales y del sujeto que por ellos se realiza; si tal sujeto se encuen­tra siempre ya como «sujeto llamado», afectado radicalmente en su exis­tir por la gracia ofrecida de Cristo crucificado; entonces hemos de recono­cer que el sujeto,.como real existe en el acontecimiento de su real referen­cia a Cristo Redentor, su actividad personal como explicitación de su auto-

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realización sólo factible en la contemplación de la Verdad Revelada, cons­tituyen el fondo de esa Teología del «sentimiento ignaciano» que busca al Verbo de Dios, no como mera consideración especulativa, sino en la efi­cienCla de la fe viva, con todas las exigencias que provoca el verdadero conoeÍiniento de Aquel que al ser conocido resulta ser el autor de ese mismo conodmiento.

JOSÉ ALEU, SJ Facultades de Filosofía y Teología S. J.

San Cugat del Vallés (Barcelona).

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