LA ENSEÑANZA DE LA GEOMETRÍA Y -...

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Antología de lecturas Matemáticas 1 Cuadrados mágicos en el arte I. Quirós y M. A. Gómez En la China se dice que, en los tiempos primitivos, el sabio Yü descubrió en el Río Amarillo una tortuga ―divina‖, cuyo caparazón estaba mágicamente decorado. Lo que tenía eran los números naturales del 1 al 9, dispuestos en forma de cuadrado, de tal forma que la suma horizontal, vertical y diagonal de los grupos de tres cifras formados daba siempre la misma cantidad. Lo que hemos descrito que tenía la tortuga de la leyenda en su caparazón es lo que hoy se conoce como un cuadrado mágico, que es una disposición de número enteros en una tabla cuadrada, es decir, con el mismo número de filas que de columnas, de tal modo que la suma de los números de cada fila, de cada columna y de las dos diagonales sea siempre la misma. Hay quién no le exige a las diagonales cumplir esta propiedad, caso que algunos llaman cuadrado latino. Al resultado de esas sumas se le llama constante mágica. Se pueden construir infinidad de cuadrados mágicos y su formación depende de la resolución de varias ecuaciones de primer grado en un número inferior al de las incógnitas, exigiendo que las soluciones sean números enteros. En China e India los cuadrados mágicos son conocidos desde antes de la era cristiana, pero en Europa se introdujeron durante el Renacimiento y llegaron a utilizarse como amuletos que llevaba la gente colgada de una chapa, pues se les atribuía poderes mágicos. También se pueden encontrar cuadrados mágicos en el arte. El más famoso está incluido en un grabado de Alberto Durero, llamado Melancolía y también podemos encontrar un cuadrado mágico en la fachada del templo de la Sagrada Familia, iniciado por el arquitecto Gaudí, en Barcelona. Melancolía de Alberto Durero Alberto Durero, pintor alemán nacido en Nuremberg, realizó en 1514 el grabado La Melancolía, que se puede ver en el Germanisches National Museum de Nuremberg o en la Bibliothèque nationale de France, Paris. En este grabado, Durero pintó en lugar destacado un cuadrado mágico de orden 4. Fue realizado en plancha de cobre y constituye junto con El caballero, la muerte y el diablo y San Jerónimo en su estudio un conjunto de tres de los mejores grabados de Durero. Estos grabados están llenos de detalles enigmáticos. En Melancolía una figura alada piensa rodeada de instrumentos científicos. El cuadrado mágico se puede ver en la parte superior derecha, debajo de una campana. Su constante mágica es 34 y el contenido: 16 3 2 13 5 10 11 8 9 6 7 12 4 15 14 1

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Antología de lecturas Matemáticas

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Cuadrados mágicos en el arte

I. Quirós y M. A. Gómez En la China se dice que, en los tiempos primitivos, el sabio Yü descubrió en el Río Amarillo una tortuga ―divina‖, cuyo caparazón estaba mágicamente decorado. Lo que tenía eran los números naturales del 1 al 9, dispuestos en forma de cuadrado, de tal forma que la suma horizontal, vertical y diagonal de los grupos de tres cifras formados daba siempre la misma cantidad. Lo que hemos descrito que tenía la tortuga de la leyenda en su caparazón es lo que hoy se conoce como un cuadrado mágico, que es una disposición de número enteros en una tabla cuadrada, es decir, con el mismo número de filas que de columnas, de tal modo que la suma de los números de cada fila, de cada columna y de las dos diagonales sea siempre la misma. Hay quién no le exige a las diagonales cumplir esta propiedad, caso que algunos llaman cuadrado latino. Al resultado de esas sumas se le llama constante mágica. Se pueden construir infinidad de cuadrados mágicos y su formación depende de la resolución de varias ecuaciones de primer grado en un número inferior al de las incógnitas, exigiendo que las soluciones sean números enteros. En China e India los cuadrados mágicos son conocidos desde antes de la era cristiana, pero en Europa se introdujeron durante el Renacimiento y llegaron a utilizarse como amuletos que llevaba la gente colgada de una chapa, pues se les atribuía poderes mágicos. También se pueden encontrar cuadrados mágicos en el arte. El más famoso está incluido en un grabado de Alberto Durero, llamado Melancolía y también podemos encontrar un cuadrado mágico en la fachada del templo de la Sagrada Familia, iniciado por el arquitecto Gaudí, en Barcelona. Melancolía de Alberto Durero Alberto Durero, pintor alemán nacido en Nuremberg, realizó en 1514 el grabado La Melancolía, que se puede ver en el Germanisches National Museum de Nuremberg o en la Bibliothèque nationale de France, Paris. En este grabado, Durero pintó en lugar destacado un cuadrado mágico de orden 4. Fue realizado en plancha de cobre y constituye junto con El caballero, la muerte y el diablo y San Jerónimo en su estudio un conjunto de tres de los mejores grabados de Durero. Estos grabados están llenos de detalles enigmáticos.

En Melancolía una figura alada piensa rodeada de instrumentos científicos. El cuadrado mágico se puede ver en la parte superior derecha, debajo de una campana. Su constante mágica es 34 y el contenido:

16 3 2 13

5 10 11 8

9 6 7 12

4 15 14 1

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El cuadrado está formado por los números del 1 al 16, distribuidos en otras tantas casillas (cuatro por cada lado), la suma de los números de cualquier lado es 34, una cifra asociada a Júpiter y a las virtudes atribuidas a este planeta. Alberto Durero, muy aficionado a los juegos numéricos, incluyó también la fecha de ejecución de la obra, que se puede leer combinando las dos casillas centrales de la última fila: 15-14. La sagrada Familia de Barcelona También en el siglo XX se han utilizado los cuadrados mágicos. Otro lugar donde un artista ha incluido un cuadrado mágico es en una de las fachadas de la Sagrada Familia de Barcelona, el templo ideado y comenzado a construir por Gaudí. Se encuantra en la fachada de la Pasión, junto al grupo escultórico del Beso de Judas, y se debe a Josep M. Subirachs, escultor que en 1987 recibió el encargo de proseguir el recubrimiento escultórico de esta Fachada.

Como se puede ver el cuadrado mágico, también 4 x 4, es

1 14 14 4

11 7 6 9

8 10 10 5

13 2 3 15

La constante mágica en este caso es 33 que coincide con la edad que tenía Jesucristo cuando le crucificaron. La única pega de este cuadrado mágico es que tiene dos números repetidos, lo que quizás le quite algún mérito pero seguramente era necesario para darle el sentido espiritual pretendido.

Einstein en la pintura del siglo XX

M. A. Gómez

Einstein ha sido uno de los científicos más famosos de la historia y, probablemente, el más citado entre las personas sin cultura científica o con un conocimiento científico elemental. Pero Einstein también representó un fenómeno social en el siglo XX y sus teorías no sólo cambiaron la imagen que la ciencia tenía del mundo sino que también ayudaron y animaron a contemplar ese mundo desde otras perspectivas. De esta forma, también influyó en al arte del siglo XX y su imagen fue utilizada en múltiples representaciones. En este artículo vamos a

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ver algunas pinturas en las que se recoge su imagen y un cuadro muy utilizado para ilustrar libros de física relacionados con el trabajo de Einstein.

En primer lugar queremos hacer referencia a dos murales de una misma época en los que la figura de Einstein queda ligada al fenómeno de la emigración y la necesidad de huir de la Alemania nazi para establecerse en Estados Unidos.

Diego Rivera

Barbarie nazi (1933).

Nueva York, International Ladies Garment Workers Union

Se trata de un fresco del célebre muralista mexicano Diego Rivera (1886-1957), realizado para el International Ladies Garment Workers Union e instalado para poder ser trasladado fácilmente de un sitio a otro. En él, bajo la figura de Hitler lanzando proclamas a las masas entre banderas nazis, puede verse a Einstein y una mujer con un cartel al cuello en el que se lee "I have given myself to a Jew" (me he entregado a un judío). Hace referencia a la necesidad de emigrar que tuvo Einstein, dado su origen judío, para huir de la barbarie nazi.

De la misma época es la obra Albert Einstein y otros emigrantes, un detalle de un mural más amplio en el Jersey Homestead Center (en la actualidad se ha convertido en la Roosevelt Public School) pintado por B. Shahn (1898-1969), un pintor y fotógrafo de origen ruso, nacionalizado norteamericano, que en los años 30 del siglo XX practicó un realismo social. En esta parte del mural se muestra a los inmigrantes llegando a la isla de Ellis. Entre otras cosas, pueden verse los féretros con los anarquistas ejecutados Sacco y Vanzetti, el "Hall" de la isla y a Einstein, como judío emigrante, llegando a Estados Unidos, acompañado por la madre del pintor.

Albert Einstein y otros emigrantes B. Shahn (New Jersey, 1936)

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Otra obra que recoge la imagen de Einstein es un grabado de Salvador Dalí.

Por último, una obra de la pintora surealista española Remedios Varó (1908-1963). Se trata de "Fenómeno de ingravidez" (1963) que fue utilizada como ilustración para la portada para un libro de P. Bergmann, dedicado a Einstein, en el que se introducen las teorías físicas sobre el espacio y tiempo. Al igual que la teoría de Einstein modifica los conceptos de espacio y tiempo, el científico que aparece en la pintura aparece con sus pies situados en diferentes espacios, en una situación semejante a alguna de las representaciones habituales de los ejes espacio-tiempo con que se explica la teoría de la relatividad.

Fenómeno de ingravidez

Remedios Varó (1963)

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¡CÓMO SE DIVERTÍAN!

ISAAC ASIMOV Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!» Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel. Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez. -¡Será posible! -comentó Tommy- ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla. -Ni a mí la mía -asintió Margie. Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece. -¿Dónde lo encontraste? -preguntó la chiquilla. -En mi casa -respondió él sin mirarla, ocupado en leer-. En el desván. -¿Y de qué trata? -De la escuela. Margie hizo un mohín de disgusto. -¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela. Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector. Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar. El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre: -No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo... Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado. -¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? -preguntó a Tommy. El chico la miró con aire de superioridad. -Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. -Y añadió campanudamente, recalcando las palabras-: Hace siglos. Margie se ofendió. -De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. -Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó-: De todos modos, había un profesor. -¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre. -¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre? -Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas. -Un hombre no es lo bastante listo para eso. -Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro. -No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.

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-Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él. Margie no estaba dispuesta a discutir tal asierto. Así que dijo: -No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme. Tommy lanzó una aguda carcajada. -No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles. -¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo? -Claro. Siempre que tuvieran la misma edad... -Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta. -En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro. -Yo no dije que no me gustara -respondió con presteza Margie. Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó: -¡Margie! ¡La hora de la escuela! -Todavía no, mamá -suplicó Margie, alzando la vista. -¡Ahora mismo! -ordenó la señora Jones-. Probablemente es también la hora de Tommy. -¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? -pidió Margie a Tommy. -Ya veremos -respondió él con displicencia. Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares. Se iluminó la pantalla y una voz dijo: -La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente. Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos. Y los maestros eran personas... El profesor mecánico destelló sobre la pantalla: -Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto. Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían. F I N

Título Original: The Fun They Had © 1951. EL BRUTO DE LAS MATES

Pedro Pablo Sacristán Ese año en el colegio del barrio había nuevo profesor de matemáticas, y también unos cuantos niños nuevos. Y uno de estos niños nuevos era de lo más bruto que había visto nadie. Daba igual lo rápido o despacio que le explicasen las cosas de números, siempre terminaba diciendo alguna barbaridad: que si 2 y 2 son cinco, que si 7 por 3 eran 27, que si un triángulo tenía 30 ángulos... Así que lo que antes era una de las clases más odiadas y aburridas, se terminó convirtiendo en una de las más divertidas. Animados por el nuevo profesor, los niños descubrían las burradas que decía el chico nuevo, y con un ejemplo y sin números, debían corregirle. Todos competían por ser los primeros en encontrar los fallos y pensar la forma más original de explicarlos, y para ello utilizaban cualquier cosa, ya fueran golosinas, cromos, naranjas o aviones de papel. Al niño bruto parecía no molestarle nada de aquello, pero el pequeño Luisito estaba seguro de que tendría que llevar la tristeza por dentro, así que un día decidió seguir al niño bruto a su casa después del colegio y ver cuándo se ponía a llorar...

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A la salida del cole, el niño caminó durante unos minutos, y al llegar a un pequeño parque, se quedó esperando un rato hasta que apareció... ¡el profesor nuevo! . Se acercó, le dio un beso, y se fueron caminando de la mano. En la distancia, Luisito podía oir que hablaban de matemáticas... ¡y el niño bruto se lo sabía todo, y mucho mejor que ninguno en la clase! Luisito se sintió tan engañado que se dio una buena carrera hasta alcanzarlos, y se plantó delante de ellos muy enfadado. El niño bruto se puso muy nervioso, pero el maestro, comprendiendo lo que pasaba, explicó a Luisito que lo del niño bruto sólo era un truco para que todos los niños aprendieran más y mejor las matemáticas, y que lo hicieran de forma divertida. Su hijo estaba encantado de hacer de niño bruto, porque para hacerlo bien se lo tenía que aprender todo primero, y así las clases eran como un juego. Por supuesto, al día siguiente el profesor explicó la historia al resto de los alumnos, pero éstos estaban tan encantados con su clase de matemáticas, que lo único que cambió a partir de entonces fue que todos empezaron a turnarse en el papel de "niño bruto". Chilanga Banda

Cafe Tacuba Ya chole chango chilango Que chafa chamba te chutas No checa andas de tacuche Y chale con la charola. Tan choncho como una chinche Mas chueco que la fayuca Con fusca y con cachiporra Te pasa andar de guarura. Mejor yo me hecho una chela Y chance enchufo una chava Chambiando de chafirete Me sobra chupe y pachanga. Si choco saco chipote La chota no es muy molacha Chiveando a los que machucan Se va a morder su talacha. De noche caigo al congal No manches dice la changa Al choro del teporocho

Enchifla pasa la bacha. Pachucos cholos y chundos, Chinchinflas y malafachas Aca los chompiras rifan Y bailan tibiritabara. Mejor yo me hecho una chela Y chance enchufo una chava Chambeando de chafirete Me sobra chupe y pachanga. Mi ñero mata la bacha Y canta la cucaracha Su choya vive de chochos De chemo, chupe y garnachas. Coro Transando de arriba abajo Ahi va la chilanga banda Chinchin si me la recuerdan Carcacha y se les retacha.

EL DESIERTO

Horacio Quiroga La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa. La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.

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Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno. -Lluvia para toda la noche -pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa: -Pónganse las capas -dijo brevemente-. Y sujétense bien. En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo. Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera. -Sujétense bien -repitió Subercasaux a sus dos acompañantes-. Ya hemos llegado. En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes. Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas. La frase hecha: "No se ve ni las manos puestas bajo los ojos", es exacta. Y en tales noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio. Hallaron, sin embargo, el sulky, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas. No había Subercasaux empleado más de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un: -¿Están ahí, chiquitos? -oyó: -Si, piapiá. Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando, esperaban tranquilos a que su padre volviera. Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito -el menor- se había dormido en las rodillas del padre.

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Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto: -¡Buen día, piapiá! -¡Buen día, mi hijito querido! -¡Buen día, piapiacito adorado! -¡Buen día, corderito sin mancha! -¡Buen día, ratoncito sin cola! -¡Coaticito mío! -¡Piapiá tatucito! -¡Carita de gato! -¡Colita de víbora! Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta que el sol en la cara la despertaba. Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados. Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad. Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar. Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera. Duro, terriblemente duro aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos. Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de papá. No temían a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros

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alegres, no hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre. Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente -como toda criatura libre- el alcance de sus fuerzas, y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces, solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa. -Cerciórense bien del terreno, y siéntense después -les había dicho su padre. El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo. Naturalmente, todo esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes angustias. -Un día se mata un chico -decíase-. Y por el resto de mis días pasaré preguntándome si tenía razón al educarlos así. Sí, tenía razón. Y entre los escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos, es el más grande el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola línea de carácter. Subercasaux era, pues, feliz, y las criaturas sentíanse entrañablemente ligadas a aquel hombrón que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el suelo con grandes letras rojas y pesadas de minio y les cosía las rasgaduras de sus bombachas con sus tremendas manos endurecidas. De coser bolsas en el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero y a puntada por nudo. De modo que sus camisas podían abrirse por cualquier parte menos donde él había puesto su hilo encerado. En punto a juegos, las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro, particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que los hacía enseguida gritar de risa. Como, a más de sus ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían visto -y ayudado a veces- a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho del monte para pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores, construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth, y tender, desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa. Por aquel tiempo había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de arcilla blanca que la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de dicha arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica -naturalmente, construido por él-. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y animales fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito. De noche, y en las tardes muy oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento. Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar.

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Pero el horno chico de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual los ceramistas retirábanse a un extremo del taller, hasta que el viento helado que filtraba silbando por entre las tacuaras de la pared los llevaba otra vez, con mesa y todo, a caldearse de espaldas al horno. Salvo las piernas desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros prehistóricos; la nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito hacía, indefectiblemente, víboras. A veces, sin embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se casó y que los chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas que ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la máquina, lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el ruido. A la diez los ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos no se permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las fantasías ornamentales de la mujercita y el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa. Tres días después del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó hasta el extremo la vida de los tres desterrados. En los primeros momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa demasiado sola a la muerte de su señora. Al mes siguiente se fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres días por hallar demasiado duro el carácter del patrón. Subercasaux, en efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que barrieran también alrededor de cada pata de la mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a las muchachas. Por el espacio de tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos. Aprendió, no a cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del patio, en cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos. Aprendió a interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer de noche tres baldes de agua del pozo -ni uno menos- para lavar su vajilla. Este problema de los tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente, había aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en el suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana entera en cuclillas raspando cacerolas quemadas (todas se quemaban), optó por cocinar-comer-fregar, tres sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados.

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No le quedaba, en verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno. Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer el patio, tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que, a pesar de saberla Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia. En esa suelta arena sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot, pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora entera después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el corredor y salpicado de lluvia o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de los pies. La mujercita parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene y sólo tres a su padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su vida montés. Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con ella. Subercasaux no lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima, que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin embargo, pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque, recortado a contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar los mismos ojos. Subercasaux reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las ocho siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en verano, y Subercasaux se levantaba achuchado a encender el primus y preparar el café. Luego el almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la inacabable historia de los piques de su chico. -Esto no puede continuar así -acabó por decirse Subercasaux-. Tengo que conseguir a toda costa una muchacha. Pero ¿cómo? Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando por las picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse. Malas aventuras aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar otra vez. ¿Pero hacia dónde?

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Subercasaux había ya oído en sus noches de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero cuando el régimen se invierte -y de esperar en el clima de Misiones-, las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que deben caer en el año. Hallábanse ya casi sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no ofrecía entonces puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días. El Horqueta daba aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador, ¿qué podía hallar? Recordó entonces a un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos, quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni un día más, porque ese no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren. Subercasaux se decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus hijos; pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado de sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro caliente y elástico del Yabebirí. Allí les esperaba lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el achicador habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en bandolera cuando iban al monte. La esperanza de Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los ojos hasta dos metros. -Las lluvias -pensó- no se han obstinado aún con el sudeste... Tardará un día o dos en crecer. Prosiguieron trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo profundo retenía al punto de ocasionarle buenos dolores al arrancar el pie. Descalzose, por fin, y con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril actividad. Listos, por fin, partieron. Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa, porque el Yabebirí corría ya. Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto. Sirvienta, muchacho, ¡descanso, por fin!..., nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia había subido ya dos metros sobre la playa. Y por la canal bajaban a medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose.

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Los viajeros llegaron al bungalow cuando va estaba casi oscuro, aunque eran apenas las cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio martilló toda la noche con implacable violencia. Al rayar el día, un hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido, apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echose encima el impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo. Imposible. El frío lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían aún. -En el estado en que estoy no se hacen pavadas como la de ayer -se repetía-. Estas son las consecuencias. Como un sueño lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se figuraba que podía quedarse todo el día en cama, caliente y descansando, por fin, mientras oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta -aquella primera gran sirvienta- servía a los chicos... ¡Quedar en cama hasta las diez, siquiera!... En cuatro horas pasaría la fiebre, y la misma cintura no le dolería tanto... ¿Qué necesitaba, en suma, para curarse? Un poco de descanso, nada más. Él mismo se lo había repetido diez veces... Y el día avanzaba, y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido!... Descansaría un poco, por fin... -¡Piapiá! -Mi hijo querido. -¡Buen día, piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá. -Sí, mi vida, ya me estaba levantando... Y Subercasaux se vistió a prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar el café de sus hijos. El agua había cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y tristísima napa de agua. Después de almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de papel que habían agotado la tarde anterior... hacían cientos de ellos, que acondicionaban unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la canoa, en el próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde recuperó enseguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas subidas hasta el pecho. De nuevo, en la sien, sentía un peso enorme que la adhería a la almohada, al punto de que ésta parecía formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien estaba así! ¡Quedar uno, diez, cien días sin moverse! El murmullo monótono del agua en el cinc lo arrullaba, y en su rumor oía distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los cubiertos que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta la suya!... Y oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas que las sirvientas -¡eran diez ahora!- raspaban y flotaban

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con rapidez vertiginosa. ¡Qué gozo de hallarse bien caliente, por fin, en la cama, sin ninguna, ninguna preocupación!... ¿Cuándo, en qué época anterior había él soñado estar enfermo, con una preocupación terrible?... ¡Qué zonzo había sido!... Y qué bien se está así, oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas... -¡Piapiá! -Chiquita... -¡Ya tengo hambre, piapiá! -Sí, chiquita; enseguida... Y el enfermo se fue a la lluvia a aprontar el café a sus hijos. Sin darse cuenta precisa de lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la noche con hondo deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa tarde la leche, y que él había mirado un largo rato su herida, sin percibir en ella nada de particular. Cayó en la cama sin desvestirse siquiera, y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra vez. El muchacho que no había llegado con la leche... ¡Qué locura! ... Con sólo unos días de descanso, con unas horas nada más, se curaría. ¡Claro! ¡Claro!... Hay una justicia a pesar de todo... Y también un poquito de recompensa... para quien había querido a sus hijos como él... Pero se levantaría sano. Un hombre puede enfermarse a veces... y necesitar un poco de descanso. ¡Y cómo descansaba ahora, al arrullo de la lluvia en el cinc!... ¿Pero no habría pasado un mes ya?... Debía levantarse. El enfermo abrió los ojos. No veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes que se retraían e hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en velocísimo vaivén. "Debo de tener fiebre muy alta" -se dijo el enfermo. Y encendió sobre el velador el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo rato, sin que Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimo, llegábale el recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy, muy enfermo... ¡Qué tontería!... Se hallaba sano, porque cuando un hombre nada más que cansado tiene la dicha de oír desde la cama el tintineo vertiginoso del servicio en la cocina, es porque la madre vela por sus hijos... Despertose de nuevo. Vio de reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de atención, recobró la conciencia de sí mismo. En el brazo derecho, desde el codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor profundo. Quiso recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable, y vio su mano lívida, dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin cerrar los ojos, pensó un rato en lo que aquello significaba dentro de sus escalofríos y del roce de los vasos abiertos de su herida con el fango infecto del Yabebirí, y adquirió entonces, nítida y absoluta, la comprensión definitiva de que todo él también se moría -que se estaba muriendo. Hízose en su interior un gran silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo de las cosas se hubieran retirado bruscamente al infinito. Y como si estuviera ya desprendido de sí mismo, vio a lo lejos de un país un bungalow totalmente interceptado de todo auxilio humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los hombres, en el más inicuo y horrendo de los desamparos. Sus hijitos...

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Se hallaba ahora bien, perfectamente bien, descansando. Con un supremo esfuerzo pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora tras hora, día tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba en vano: la vida tiene fuerzas superiores que nos escapan... Dios provee... "¡Pero no tendrán que comer!" -gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría allí mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes... Mas, a pesar de la lívida luz del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a absorberlo otra vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían y volvían a latir en sus mismos ojos... ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado! No debiera ser permitido soñar tales cosas... Ya se iba a levantar, descansado. -¡Piapiá!... ¡Piapiá!... ¡Mi piapiacito querido!. -Mi hijo... -¿No te vas a levantar hoy, piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá! -Mi chiquito... No me voy a levantar todavía... Levántense ustedes y coman galleta... Hay dos todavía en la lata... Y vengan después. -¿Podemos entrar ya, piapiá? -No, querido mío... Después haré el café... Yo los voy a llamar. Oyó aún las risas y el parloteo de sus chicos que se levantaban, y después de un rumor in crescendo, un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su cerebro e iba a golpear en ondas rítmicas contra su cráneo dolorosísimo. Y nada mas oyó. Abrió otra vez los ojos, y al abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una facilidad que le sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una creciente dificultad sin penurias para apreciar la distancia a que estaban los objetos... Y la boca muy abierta para respirar. -Chiquitos... vengan enseguida... Precipitadamente, las criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero ante el farol encendido y la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y los ojos muy abiertos. El enfermo tuvo aún el valor de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella mueca. -Chiquitos -les dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado-. Óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo... Voy a morir, chiquitos... Pero no se aflijan... Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados... Y se acordarán entonces de su piapiá... Comprendan bien, mis hijitos queridos... Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre... Quedarán solitos en casa... Pero no se asusten ni tengan miedo... Y ahora, adiós, hijitos míos... Me van a dar ahora un beso... Un beso cada uno... Pero ligero, chiquitos... Un beso... a su piapiá... Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta y fueron a detenerse en su cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender. Ni uno ni otro se atrevían a hacer ruido.

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Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol. EL ENTIERRO PREMATURO

Edgar Allan Poe Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa! Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición. La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta. Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había

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intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida. En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido. La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características. Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto. Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.

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Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce. La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación. El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado. Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva. Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo. Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro. El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro. Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la

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muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal.. Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba. Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión. En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas

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negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!" Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo: -¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes? -¿Y tú - pregunté- quién eres? -No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira! Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba: -¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso? Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?" Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga

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pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas! Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido. Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre. Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd. Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima. Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea. -Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta. -¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..

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-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero. -¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto. Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria. Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir. Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.

MANUEL ELARRIERO

Cuentos y Matemáticas

Autor:

José Antonio Martín Corujo

De los muchos oficios que ejerció Manuel en su juventud, quizás sea el de arriero del que guarda un mejor

recuerdo. Se levantaba muy tempranito, a las cinco de la madrugada, y antes de despuntar el día ya estaba con

sus tres mulas en el remate de monte o de carbón, dispuesto a cargarlas y regresar al pueblo. Hace algún

tiempo, me contó que Andrés y Donato eran por aquel entonces en el pueblo los intermediarios del carbón y de

las varas para los tomateros, y siempre le estaban reprochando que si primero atendía a uno que al otro,

cuando la verdad era que él se rompía la cabeza tratando de satisfacerlos de la mejor manera que podía y

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sabía. Por esta razón, muchas veces hacía viajes en los que unas mulas traían varas y otra carbón, o viceversa,

con el fin de contentar a ambos.

Una vez se encontró en la situación de tener que acarrear 60 sacos de carbón y 80 fejes de varas, y se planteó

llevar en cada viaje carbón y varas, de modo que en todos los viajes fuera siempre el mismo número de sacos

de carbón y también fuera fijo el número de fejes de varas. Luego de darle muchas vueltas llegó a la conclusión

de que esto era posible, y así podía satisfacer tanto a Donato como Andrés al comenzar y terminar el mismo día

el transporte de ambos productos y, además, cada día les traería una cantidad fija del respectivo material.

Fue feliz durante los días que duró el trabajo y pudo dedicar mucho de su tiempo a observar la naturaleza, de la

que siempre estuvo enamorado, al no tener que pensar en cada viaje qué cantidad de cada elemento debía

cargar en sus mulas.

Me hizo observar que él nunca cargaba a ninguna con más de 2 fejes de varas o 3 sacos de carbón, pues éstas

constituían su principal medio de trabajo y no quería arriesgarse a que alguna, por exceso de carga, se le

mancase.

¿Podrían ustedes animarse e intentar hallar el número de viajes que tuvo que hacer y los sacos de carbón y

fejes de varas que transportaba en cada viaje?

¿Podría Manuel, respetando las condiciones de carga de sus mulas, haber finalizado en un mismo viaje el

transporte si las cantidades hubieran sido 83 fejes de varas y 60 de carbón? ¿Y cuántos viajes hubiera tenido

que hacer para finalizar conjuntamente el transporte si el carbón hubiera sido 60 sacos y 20 los fejes de varas?

LA CORUJA Y LOS PÁJAROS

Manuel heredó de sus padres una pequeña parcela de terreno, de apenas un par de celemines, con un pajero,

que hoy le sirve de cuarto de aperos y pequeña bodega, al que de vez en cuando me invita a probar sus buenos

vinos con sabor a tea. Estábamos charlando, como casi siempre, de las cosas de la naturaleza, cuando nos

sorprendió el aletear de un gran número de pájaros. No daba crédito a lo que veía: una bandada de pájaros de

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distintas especies perseguían amenazadoramente a una coruja, que pudo escabullirse entre los frondes de

grandes helechos que cubrían un risco próximo.

Sonriendo, Manuel me comentó que él creía saber la razón de tales hechos, y sin que yo se lo pidiera, pero

conocedor de mi curiosidad por sus relatos, a veces no exentos de fantasía, comenzó a contarme lo que sigue:

«Hace algún tiempo, esas aves perseguidoras se reunieron con las rapaces de esta zona con el fin de

establecer algunas normas que pudieran garantizar la supervivencia de todas las especies. Por los acuerdos

alcanzados, se le asignó a cada rapaz los lugares de caza, se fijó la frecuencia de captura y se puso la

condición de que las aves que se podían cazar sólo fueran enfermas o debiluchas, y que completaran su

alimentación con roedores».

Aquí, en mi terreno –prosiguió Manuel–, a esa coruja que acabas de ver le corresponde cazar un pájaro cada 7

días y un roedor cada 5. Suele ser bastante cumplidora con los acuerdos establecidos, pero de vez en cuando,

el mismo día caza un pájaro y un roedor, lo cual enfurece a los demás pájaros, y ese es el motivo del enfado y

del acoso a la coruja que acabamos de ver. Sin embargo, dada esa sabiduría que siempre se le ha atribuido a

las corujas, yo creo que tiene razón, que ella no hace otra cosa que cumplir los acuerdos y, ciertos días, tiene

derecho a comerse un pájaro y un roedor. De seguir así las cosas, no le va a quedar otro remedio que acudir

ante el Defensor Alado».

De vuelta a mi casa estuve cavilando sobre si la coruja tenía o no razón. Hice cálculos para saber cuántos días

después se volvería a repetir la extraña persecución, con la intención de volver al terreno de Manuel y

contemplarla.

¿Por qué no lo intentan ustedes?

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EL FRUTO MARAVILLOSO

Una de las leyendas que más le gustaba contar a Manuel era la de un príncipe guanche del reino de Galguen,

en la isla de La Palma, quien amaba hasta la locura a una bella benahoarita, a quien una extraña enfermedad

mantenía sumida en una gran tristeza y apatía, que aumentaba cada día, sin que los brujos pudieran hacer

nada.

Un día, un viejo sabio le dijo al príncipe que el fruto de un árbol de tronco amarillo-rojizo, existente en un jardín

del reino de Taburiente, curaría a su amada.

Emprendió viaje y después de un largo recorrido, en el que puso de manifiesto su pericia para subir y descender

peligrosos riscos, y en el que la lanza fue su mejor aliada, llegó a Taburiente y se encontró en un escondido

lugar del gran cráter el bello jardín. Luego comenzó para él un verdadero quebradero de cabeza, pues a la

entrada de aquel había un fornido guardián que, después de una paciente súplica, le permitió entrar, con la

condición de que al regresar, le diera la mitad de los frutos y medio fruto más, sin partir ninguno, quedándose él

sólo con uno. Aceptó la propuesta y, cuando se adentraba por la vereda hacia el jardín, encontró otro guardián

que le permitió el paso, con una condición similar a la del primero: que al volver le diera la mitad de los frutos y

medio fruto más, sin partir ninguno, y él se quedara con el resto.

Cuando ya la emoción le invadía, ante la proximidad del objetivo, se vio ante un tercer guardián, que le impuso

la misma condición que el anterior. Este le indicó que el árbol era el manzano de oro, situado sobre un pequeño

risco, visible desde donde estaban.

El príncipe consiguió volver a Galguen con el fruto codiciado, y su amada, después de comer la manzana de oro,

quedó completamente recuperada.

Bueno, y dicho esto, ¿qué cantidad de frutos cogió el príncipe para que al final se llevase uno sólo?

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EL ASESINATO EN EL "MATHEMATICS EXPRESS"

Claudi Alsina

Para hablar de Geometría y de su Enseñanza podría presentar unos bellos axiomas, mostrarles un

nuevo material o intentar evocar un teorema interesante. Sin embargo, quisiera hacer hoy el experimento de

referirme a la Geometría en forma mucho más literaria, de la mano de Agatha Chiristie,

PRIMERA PARTE

Hércules Poirot pidió una habitación con baño. Luego se aproximó al mostrador del conserje y preguntó

si había llegado alguna correspondencia para él. Había un telegrama esperándole. Sus cejas se elevaron

alegremente a la vista del telegrama. Era algo inesperado: ―Sírvase venir enseguida‖.

- Si que es una complicación, - murmuró Poirot, consultando su reloj-. Tendré que reanudar el viaje por

el mundo de la Matemática esta misma noche. ¿A qué hora sale el tren?

- Muy pronto, señor.

Un poco más tarde, cuando Poirot llegó a la estación, llamó a los mozos e hizo cargar su equipaje en el

coche cuyas placas proclamaban su destino: LA MATEMÁTICA DEL 2000.

-Tengo entendido que viaja mucha gente esta noche, ¿es cierto?

- Es increíble señor. ¡Todo el mundo ha elegido esta fecha para viajar!

El "Mathematics Express" iniciaba su viaje en aquel momento. Pronto Poirot penetró en su

departamento de indagaciones y se metió en la cama, leyó durante media hora y luego apagó la luz. Se

despertó al cabo de un rato al haber frenado el "Mathematics Express" de forma contundente.

Poirot salió de su departamento y fue a preguntar el motivo de tan brusca parada.

- Un alud de reformas curriculares y cambios, señor. El tren está detenido y Dios sabe cuanto tiempo

estaremos aquí. Recuerdo una vez que estuvimos varias décadas.

- ¿En donde estamos?

- Entre la Matemática algorítmica y la del año 2000, pero aun muy cerca de la Matemática estructural,

señor. Bon soir, monsieur.

- Bon soir, mon ami.

Poirot se acomodó de nuevo en su departamento de indagaciones dispuesto a dormir, aunque la falta

de vaivén no le ayudara a conciliar el sueño. Pronto fueron a despertarle.

- ¡Ah, mi buen amigo! Tenemos necesidad de usted.

- ¿De qué se trata? - preguntó Poirot.

- Cosas muy graves, amigo mío. Primero este alud de reformas,... esta detención. Y ahora,

Hizo una pausa.

- Y ahora la Geometría aparece muerta en este tren...

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- ¡Bonita situación! - comentó Poirot- Si que es una situación difícil.

- Y aún puede empeorar. Aquí le presento al doctor del tren, monsieur Poirot... el doctor opina que la

muerte ocurrió hacia la década de los setenta.

- Es difícil puntualizar en estos casos - aclaró el doctor-; pero creo poder decir que la muerte ocurrió

entre la década de los setenta y la de los noventa.

- ¿Cuándo fue descubierto el crimen? - preguntó Poirot.

- Justo en el momento de detenerse el tren. Fue todo muy confuso - aclaró el inspector ferroviario.

- Y ha sido un crimen tremendo, - añadió el doctor-, han sido por lo menos trece agresiones... si algo

queda claro es que no puede tratarse de un suicidio.

- ¡Por lo visto no ha sido un crimen científico - comentó Poirot.

- Lo más anticientífico que puede imaginarse. Los golpes fueron descargados al azar. Algunos

causaron apenas daño. Es como si alguien hubiese cerrado los ojos y luego, en loco frenesí, hubiese golpeado

a ciegas una y otra vez.

- Desde el alud de reformas que ha hecho parar el tren - dijo Poirot meditativo-, nadie ni nada ha

podido escaparse. Así pues el asesino continua entre nosotros. ¡He de resolver este caso!

Acompañado del doctor, Poirot se dirigió al lugar del crimen para examinar con detalle cualquier pista

que pudiera aportar un poco de luz al asunto. Algunos elementos desperdigados por el suelo, constituían

posibles pistas: un pañuelo con las iniciales N.B., una regla y un compás, el tratado de álgebra abstracta y un

cubo de Rubik. En la pared una pintada en negro realizada con spray donde aparecía un diagrama.

Poirot empezó a hablar con repentina nerviosidad.

- ¿Y la víctima? ¿Qué papel desempeña en todo esto? ¿Qué hizo? ¿Gritó? ¿Luchó? ¿Pidió ayuda?

¿Se defendió?

En este sentido nadie había oído nada... o al menos, nadie dijo haber oído algo.

Lleno de dudas Poirot decidió interrumpir la búsqueda brevemente y se dirigió con el doctor al vagón

restaurante. Entre bocado y bocado Poirot evocó al doctor el recuerdo de un caso muy antiguo donde la

Geometría, ahora víctima, había tenido cierto protagonismo.

- Recuerdo, – empezó a divagar en voz alta Poirot,- que hace muchos años la víctima protagonizó una

serie de sucesos singulares. Ella durante siglos y con la ayuda de Euclídes había sido la reina de las

Matemáticas. Pero con el tiempo empezaron a surgirle alternativas que con su mismo nombre de pila tuvieron

apellido diferente. La diferencial, la cartesiana, la proyectiva, la descriptiva, la algebraica, las no-euclídeas, la

integral.... hasta Félix Klein intentó salvar la situación a base de ver en las raíces familiares aquello que

quedaba invariante. Pero a pesar de este esfuerzo, bien es verdad que al llegar al siglo XX nuestra víctima ya

no era ni mucho menos lo que fue durante siglos. Parece que ahora no obstante los acontecimientos se han

precipitado y justo cuando estamos ya en el viaje directo al 2000, ella ha sido la gran víctima. Creo que lo mejor

que podemos hacer es proceder a interrogar a todo el tren.

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SEGUNDA PARTE

El tren seguía parado. Aún no se habían podido esclarecer los efectos del alud de reformas. Mientras

tanto Poirot no descansaba, procediendo a interrogar a todos los sospechosos, anotando en sus fichas aquello

que le parecía más sobresaliente o posiblemente relevante. Estas fueron sus anotaciones:

1.- LA CELESTIAL CORPORATION: Súbdito que vive en el cielo. En su departamento del tren hay

ilustres viajeros que no se hablan entre sí, y si se hablan no se entienden.

Móvil: Intereses inconfesables de protagonismo. Solicitudes de becas y ayudas.

Coartada: La víctima. fue en origen su propia creación.

Pruebas contra ella: Objetos sospechosos en todo el departamento. Sobredosis de grupos por el

suelo. 8e reúnen cada cuatro años para conspirar en el Congreso Internacional de Matemáticas. Opinan que

Euclides nunca hubiese ganado la medalla Fields.

2.- NICOLÁS BOURBAKI: Súbdito francés, litera número 1, primera clase, en el departamento de

Matemática estructural.

Móvil: Posiblemente pudiera derivarse de sus pésimas relaciones con la víctima.

Coartada: Desde la década de los ochenta, no había estado activo ni popular como así lo

atestiguaron muchos pasajeros.

Pruebas contra él: El pañuelo con las iniciales N.B.; la ausencia de dibujos en sus libros

demostrando, por negativa, un singular desprecio hacia la víctima.

3.- FORMALIZACIÓN INC. AND SONS: Súbditos lógicos. Desde que subieron al tren han pretendido

ir en el primer vagón.

Móvil: Celos por falta de protagonismo.

Coartada: Siempre estuvieron en muy buenas relaciones con la víctima.

Pruebas contra ellos: A menudo han pretendido esconder a la víctima.

4.- ―MATHEMÁTIQUE MODERNE": Súbdita universal un tanto pasada de moda.

Móvil: Posible actitud pasional y complejo de inferioridad.

Coartada: Situación decadente.

Pruebas contra ella: Actuación cruel contra la víctima a partir de los años sesenta. Aparentando

ayudarla la mantuvo secuestrada.

5.- EDUCACIÓN MATEMÁTICA: Súbdita obligatoria. Por su departamento han pasado todos los

sospechosos.

Móvil: Posible negligencia.

Coartada: Siempre habían mantenido una buena relación.

Pruebas contra ella: Nerviosismo ante los cambios. Deseos de quedar bien. Incapacidad para

presentar a la víctima de forma atractiva.

6.- COMPUTER COMPANY: Súbdita cibernética. Constituye el departamento más ruidoso del tren.

No han parado de moverse por todos los vagones durante todo el trayecto.

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Móvil: Posible oferta de una nueva creación a la cual la víctima podría haber molestado. Intereses

monetarios.

Coartada: Ofrece atractivas visiones de la víctima.

Pruebas contra ella: Incorporación de extraños seres marcianos en sus promociones.

7.- EDITORIALES S.A.: Súbdita práctico. En su departamento han aparecido posesiones de la

víctima.

Móvil: Posible campaña publicitaria de la marca.

Coartada: Incluye bellas fotos de la víctima.

Pruebas contra ella: Aparición del cubo de Rubik, objeto que ha permitido jugar con la víctima sin

entender nada de la misma.

8.- RAIMUNDO CRONOPIO: Súbdito universitario, posee una cátedra con el nombre de la víctima.

Móvil: Ninguno. Podría darse un deseo de cambiar de silla.

Coartada: Su situación laboral está ligada a la víctima.

Pruebas contra él: Se le ha visto contar cosas insólitas sobre la víctima en grandes pizarras. Nunca

tuvo en sus manos un poliedro.

9.- JOSÉ PÉREZ: Súbdito nacional de enseñanza secundaria.

Móvil: El sospechoso ha dado siempre muestras de nerviosismo e inseguridad ante la víctima en su

apretadísimo programa de acelerada impartición.

Coartada: Sigue los libros de texto aprobados oficialmente.

Pruebas contra él: Aparecen miles de testigos dispuestos a declarar su total ignorancia sobre la

víctima y su posible secuestro por parte del sospechoso.

10.- ANITA CASIOLI: Súbdita en una escuela, maestra de enseñanza primaria.

Móvil: Ninguno

Coartada: Realmente nunca conoció a la víctima.

Pruebas contra ella: El diagrama aparecido en el lugar de los hechos.

11.- AUTORIDADES: Organizadores de los súbditos. De sus departamentos en el tren acostumbran

a salir muchos papeles reformadores pero poco papel moneda.

Móvil: Posible desconocimiento de lo que están haciendo.

Coartada: Ellas sólo organizan. Nunca entran en clase.

Pruebas contra ellas: Confían más en los profesionales de la cola del tren que en los maquinistas.

12.- FAMILIA S.L.: Súbditos agresivos muy celosos de su departamento.

Móvil: Posible pánico ante el fracaso escolar.

Coartada: Ellos no saben ni han visto nada.

Pruebas contra ella: No colabora en general con las autoridades.

13.-JUANITO GARCÍA: Súbdito escolar. Viaja por obligación. Se apearía a la primera ocasión posible.

Móvil: Tendencia a la ley del mínimo esfuerzo.

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Coartada: No sabe nada, nunca tuvo ni idea de nada sobre la víctima.

Pruebas contra él: Se le ha visto arrancar páginas de textos donde aparecían imágenes de la

víctima. Cuando se pronuncia el nombre de la interfecta acostumbra a bostezar.

La labor de los interrogatorios había dejado muy fatigado a Poirot. Tomó una cena ligera y se retiró a

descansar. Aquella noche no obstante Poirot no podría, como en tantas otras ocasiones, conciliar el sueño.

TERCERA PARTE

A la mañana siguiente Poirot se levantó de buen humor. Sin pérdida de tiempo mandó convocar a

todos los del tren en el vagón comedor. Todos llegaron y tomaron asiento en torno a las mesas. Unos más y

otros menos tenían la misma expresión: una mezcla de expectación y temor. Poirot se aclaró la garganta.

- Monsieurs et madames. Estamos aquí para investigar la muerte de la Geometría. Hay dos posibles

soluciones para el crimen. Expondré las dos.

Poirot lanzó una significativa mirada a los presentes y prosiguió.

- Hay una primera posible solución al crimen. Seguramente no ha habido tal crimen y se trató sólo de

una muerte natural, por simple vejez. Eran muchos siglos de vida intensa, fueron muchos sus enamorados, sus

esposos y sus hijos. Seguramente a la geometría le faltó la juventud necesaria para emprender nuevas

aventuras. Así el crimen realmente no lo sería.

Se oyó un cierto respiro entre los presentes a la vez que el doctor movía la cabeza, dudando de la solución.

- Pero hay otra solución posible, - prosiguió Poirot, - y es la siguiente. La idea me vino al final de los

interrogatorios. Era una coincidencia muy grande que tantos sospechosos de todas las nacionalidades, clases

y edades viajaron hoy, precisamente, en el mismo tren. No podía haber casualidad, sino designio... el asunto

se me apareció con una claridad meridiana. Lo vi como un mosaico perfecto en el que cada trozo desempeñaba

la parte asignada. Cada parte entró por turno en el mundo de la Geometría y descargó su golpe. Y fueron todos.

Los unos con maldad, los otros por simple ignorancia. Así nadie sabría jamás quien fue en realidad el

culpable.... yo creo que esta segunda solución es la más plausible aunque sugiero que sea la primera solución

la que expliquemos al mundo.

- Entonces, – dijo Poirot -, como ya he expuesto mi solución ante todos ustedes, tengo el honor de

retirarme completamente del caso.

FIN

Agatha Christie gustó siempre acabar sus narraciones con el brillante esclarecimiento de los hechos

en base a la sagacidad de Poirot. Pero para nosotros, gente positiva de la Educación Matemática, sería triste

acabar aquí. Intentemos dictar unos veredictos y unas sentencias en relación al caso que nos ocupa.

A la vista de los argumentos aportados por Poirot la primera solución queda desestimada por ingenua.

Así pues aceptando la segunda solución como buena queda claro la intervención de todos los sospechosos en

la muerte de la Geometría:

1.- Se considera a la Celestial Corporation culpable de asesinato con la atenuante de inconsciencia.

Se la condena a poner ejemplos concretos de la Geometría en todos sus escritos.

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2.- Se considera a Nicolás Bourbaki culpable de asesinato en primer grado. Queda condenado a

reeditar sus libros con dibujos, cómics y chistes.

3.-Se considera a la Formalización Inc. And Sons culpable de homicidio. Deberá durante un largo

periodo no inferior a una década, redactar los escritos en verso, y en el caso de incluir símbolos, éstos deberían

ser en colores variados.

4.- Se considera a la Mathematique Moderne culpable de homicidio. No obstante dada su avanzada

edad y decrepitud se la exime de castigo alguno.

5.- Se considera a la Educación Matemática culpable por negligencia. Deberá incluir siempre bellos

apartados geométricos en cuanta publicación, congreso o clase organice.

6.- Se considera a la Computer Company culpable de homicidio con el agravante de robo. Por ello

queda condenada a no poder vender productos que no contengan, en parte, elementos geométricos.

7.- Se considera a las Editoriales S.A. culpables de recortes deshonestos. Deberán editar guías

geométricas y regalar con cada ejemplar un poliedro arquimediano cuyo diámetro no será inferior a 50 cm.

8.- A Raimundo Cronopio se le considera culpable de no hacer una Geometría entendible. Por ello

deberá hacer durante un mes de cada curso clase de geometría en régimen de taller y sin pizarra.

9.- Se considera a José Pérez culpable de aceleración y olvido. Deberá dedicar dos meses de cada

curso a enseñar Geometría realizando visitas, excursiones y juegos en el patio sin seguir libro de texto alguno.

10.- Se considera a Anita Casioli culpable en el sentido de que el desconocimiento de la ley no exime

de su cumplimiento. Se la anima a que recupere el tiempo perdido y que se obligue a explicar cuentos

geométricos y hacer construcciones manipulativas.

11.- Se considera a las Autoridades culpables de homicidio involuntario. Deberán financiar un

laboratorio de Geometría en todos los centros bajo su jurisdicción.

12.- A la Familia S.L. se la considera culpable por inhibición con el agravante de nocturnidad. Queda

obligada a decorar su biblioteca con figuras de colores.

13.- A Juanito García, por ser menor de edad, se le exime de toda responsabilidad. Pero se le anima

a que sepa descubrir la belleza geométrica y a que ponga música a cuanto resultado se le aparezca por delante.

Todo esto parece ya suficiente.

- Ring, Ring, Ring – suena un teléfono.

- ¿Si? ¿Diga? ¿Cómo? ¿Qué no ha muerto?... ¿Pues donde está ahora? Ya, la Geometría está,

espere que lo anoto... en nuestros cuerpos, en el paisaje, en nuestras casas, pero que alegría me da....¿y se

encuentra bien?.... estupendo, mejor que nunca..... Ya ha necesitado varios trasplantes.... es curioso....y ¿que

ha sido?... le han cambiado letras por dibujos, discursos por talleres.... y le han tenido que administrar unos

cuantos axiomas con ternura, unos teoremas felices y unas cuantas demostraciones emocionantes... ¡Gracias

por comunicarlo!

Bien, pueden quedarse tranquilos. La Geometría vive.... ¡Viva la Geometría!

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LA SEXTA NOCHE

EL DIABLO DE LOS NÚMEROS Hans Magnus Enzensberger

—Probablemente crees que soy el único —dijo el diablo de los números cuando volvió a aparecer. En esta ocasión estaba sentado en una silla plegable, en medio de un enorme campo de patatas. —¿El único qué? —preguntó Robert. —El único diablo de los números. Pero no es cierto. Soy sólo uno de muchos. Allá de donde vengo, en el paraíso de los números hay montones de nosotros. Por desgracia no soy el más importante. Los verdaderos jefes están sentados en sus habitaciones, pensando. De vez en cuando uno se ríe y dice algo parecido a: «Rn igual a hn dividido entre función de n por f de n, abre paréntesis, a más theta, cierra paréntesis», y los otros asienten comprensivos y ríen con él. A veces ni siquiera sé de qué hablan. —Pues para ser un pobre diablo eres bastante engreído —objetó Robert—. ¿Qué quieres, que te compadezca ahora? —¿Por qué crees que me hacen andar por ahí por las noches? Porque los señores de ahí arriba tienen cosas más importantes que hacer que visitar a principiantes como tu, mi querido Robert. —O sea que puedo decir que tengo suerte de poder soñar por lo menos contigo. —Por favor, no me malinterpretes —dijo el amigo de Robert, porque entre tanto se habían hecho casi viejos amigos—, lo que cavilan los señores de ahí no es realmente malo. Uno de ellos, al que aprecio especialmente es Bonatschi. A veces me cuenta lo que va averiguando. Es italiano. Por desgracia hace mucho que ha muerto, pero eso no significa nada para un diablo de los números. Un tipo simpático, el viejo Bonatschi. Por otra parte, fue uno de los primeros que entendieron el cero. Desde luego no lo inventó, pero en cambio se le ocurrió la idea de los números de Bonatschi. ¡Deslumbrante! Como la mayoría de las buenas ideas, su invento empieza con el uno… ya sabes. Más exactamente, con dos unos: 1+1=2. »Luego coge las dos últimas cifras y las suma:

así que... y luego... otra vez las dos últimas... etcétera.

1=1 1+1=2 1+2=3 2+3=5 3+5=8 5+8=13 8+13=21

—Hasta el aburrimiento. —Naturalmente. Entonces, el diablo de los números empezó a salmodiar los números de Bonatschi; sentado en su silla plegable, cayó en una especie de canturreo. Era la más pura ópera de Bonatschi: — Unounodostrescincoochotreceveintiunotreintaycuatro cincuentaycincoochentaynuevecientocuarentaycuatro doscientostreintaytrestrescientossetentaysiete etc... Robert se tapó los oídos. —Ya paro —dijo el anciano—. Quizá sea mejor que te los escriba, para que puedas aprendértelos. —¿Dónde? —Donde tú quieras. Quizá en un pergamino. Desatornilló el extremo de su bastón y sacó un fino rollo de papel. Lo tiró al suelo y le dio un golpecito. ¡Es increíble la cantidad de papel que había dentro del bastón! Una interminable serpiente que se desenrolló cada vez más y corrió más y más lejos por los surcos del campo, hasta que su extremo desapareció en la lejanía. Y, naturalmente, en el rollo estaba toda la serie de Bonatschi con sus números:

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 12.

1 1 2 3 5 8 13 21 34 55 89 144 233

A partir de ahí, los números estaban tan lejos y eran tan pequeños que Robert ya no pudo leerlos. —Bueno, ¿y qué? —preguntó Robert. —Si sumas los cinco primeros y añades uno, te sale el séptimo. Si sumas los seis primeros y añades uno, te sale el octavo. Etcétera. —Ya —dijo Robert. No parecía especialmente entusiasmado. —Pero también funciona si te saltas siempre un número de Bonatschi, sólo tienes que tener siempre el primer uno —dijo el diablo de los números. »Mira:

(y ahora te saltas uno)

(y vuelves a saltarte uno)

(y te saltas uno más)

1 + 1 = 2 + 3 + 8

+ 21

sumas esos cuatro, ¿y qué te sale? —Treinta y cuatro —dijo Robert. —O sea el número de Bonatschi que sigue al 21. Si te resulta demasiado trabajoso, también se puede hacer saltando. Por ejemplo, coges el número de Bonatschi número cuatro y lo haces saltar. El cuarto es el 3, y ¿cuánto es 3

2?

—Nueve —dijo Robert. —Luego coges el siguiente número de Bonatschi, es decir, el quinto, y lo haces saltar. —5

2 = 25 —dijo Robert sin titubear.

—Bien, y ahora los sumas.

9+25=34

—Otro Bonatschi —exclamó Robert. —Y además, como cuatro más cinco son nueve, el noveno —dijo el anciano frotándose las manos. —Comprendo. Todo estupendo, pero dime para qué sirve. —Oh —dijo el diablo de los números—, no te creas que las Matemáticas son sólo cosa de matemáticos. Tampoco la Naturaleza sale adelante sin números. Incluso los árboles y los moluscos saben contar. —Tonterías —dijo Robert—. ¡Me quieres dar gato por liebre! —También los gatos, supongo. Todos los animales. Por lo menos, se comportan como si tuvieran los números de Bonatschi en la cabeza. Es posible que hayan comprendido cómo funcionan.

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—No me lo creo. —O las liebres. Tomemos mejor las liebres, son más espabiladas que los moluscos. ¡En este campo de patatas tiene que haber liebres! —Yo no veo ninguna —dijo Robert. —Ahí hay dos. De hecho, dos diminutas liebres blancas se acercaron dando brincos y se sentaron a los pies de Robert. —Creo —dijo el anciano— que son un macho y una hembra. Así que tenemos una pareja. Como sabes, todo empieza con el uno. —Quiere convencerme de que sabéis contar —dijo Robert a las liebres—. ¡Esto es demasiado! No le creo una sola palabra. —Ah, Robert, qué sabrás tú de liebres —dijeron las dos liebres al unísono—. ¡No tienes ni idea! Probablemente te has creído que somos liebres de invierno. —Liebres de invierno, claro —repuso Robert, que quería demostrarles que no era tan ignorante como parecía—. Solamente en invierno hay liebres de invierno. —Justo. Nosotras sólo somos blancas mientras somos pequeñas. Pasa un mes hasta que llegamos a ser adultas. Luego nuestra piel se vuelve parda, y queremos tener hijos. Hasta que vienen al mundo, chico y chica, pasa cosa de un mes más. ¡Toma nota de esto! —¿Sólo vais a tener dos? —dijo Robert—. Yo siempre había pensado que las liebres tenían un montón de hijos. —Naturalmente que tenemos un montón de hijos —dijeron las liebres—, pero no de un golpe. Cada mes dos, con eso basta. Y nuestros hijos harán exactamente lo mismo. Ya lo verás. —No creo que nos quedemos tanto tiempo aquí. Para entonces me habré despertado hace mucho. Mañana temprano tengo que ir al colegio. —No hay problema —Intervino el diablo de los números—. En este campo de patatas el tiempo va mucho más rápido de lo que tú piensas. Un mes dura sólo cinco minutos. Y para que lo creas he traído un reloj de liebre. iMira! Y con estas palabras, sacó un reloj de bolsillo considerablemente grande. Tenía dos orejas de liebre, pero sólo una aguja.

—Además, no marca horas, sino meses. Cada vez que pasa un mes, suena el despertador. Cuando aprieto el botón de arriba empieza a correr. ¿Lo hago? —Sí —gritaron las liebres. —Bien. El diablo de los números apretó, el reloj hizo tic—tac, y la aguja empezó a desplazarse. Cuando hubo llegado al uno, sonó el timbre. Había pasado un mes, las liebres se habían hecho mucho más grandes y su piel había cambiado de color… ya no eran blancas, se habían vuelto pardas.

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Cuando la aguja llegó al dos, habían pasado tres meses, y la liebre trajo al mundo dos diminutas liebres blancas. Ahora había allí dos parejas de liebres, las jóvenes y las viejas. Pero estas últimas aún no estaban, y cuando la satisfechas. Querían tener más hijos y cuando la aguja llegó al tres volvió a sonar el timbre, y la liebre vieja trajo otras dos más al mundo.

Robert contó las parejas de liebres. Ahora eran tres: las mayores (pardas), las crías de la primera camada, que entre tanto también habían crecido (y se habían vuelto pardas), y las más jóvenes, con su piel blanca.

Entonces la aguja se movió hasta el cuatro, y ocurrió lo siguiente: la liebre mayor trajo al mundo la siguiente parejita, sus primeros hijos también; los segundos tampoco habían sido perezosos, así que ahora eran cinco parejas las que brincaban por el sembrado: una pareja de padres, tres parejas de hijos y una pareja de nietos. Tres parejas eran pardas, y dos blancas.

—Yo en tu lugar —dijo el diablo de los números— ya no intentaría diferenciarlas. ¡Vas a tener bastante con contarlas! Cuando el reloj hubo llegado al cinco, Robert ya se las arreglaba bastante bien. Ahora había ocho pares de liebres.

Cuando sonó por sexta vez, ya había trece… ¡Un barullo increíble, pensó Robert, adónde irá a parar todo esto!

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Pero incluso la séptima vez averiguó la cifra: eran exactamente 21 parejas.

—¿Se te ocurre algo, Robert? —preguntó el diablo de los números. —Naturalmente —respondió Robert—. Son números de Bonatschi:

1,1,2,3,5,8,13,21…

Pero, mientras lo decía, habían venido al mundo montones de liebres blancas, que caracoleaban entre las muchas pardas y blancas que brincaban en el campo. No podía verlas y contarlas a todas. El reloj de liebre avanzaba implacable. Hacia mucho que la aguja había empezado su segunda vuelta. —¡Socorro! —gritó Robert—. Esto no se acaba. ¡Miles de liebres! ¡Es espantoso!

—Para que veas cómo funciona la cosa, he traído un listado de liebres para ti. En él podrás ver lo que ha pasado entre las cero y las siete horas. —Hace mucho que pasaron las siete —exclamó Robert—. Ahora ya deben de ser por lo menos más de mil. —Son exactamente 4.181, y ahora mismo, es decir, dentro de cinco minutos, serán 6.765. —¿Quieres seguir así, hasta que la Tierra entera esté cubierta de liebres? —preguntó Robert. —Oh, eso no llevaría mucho tiempo —dijo el anciano, sin mover un músculo—. Unas pocas vueltas más de la aguja y habrá ocurrido. —¡Por favor, no! —pidió Robert—. ¡Es una pesadilla! ¿Sabes?, no tengo nada contra las liebres, me gustan incluso, pero lo que es excesivo es excesivo. Tienes que detenerlas. —Encantado, Robert. Pero sólo si admites que las liebres se comportan como si se hubieran aprendido los números de Bonatschi. —Sí, bien, por el amor de Dios, lo admito. Pero date prisa, o acabarán subiéndosenos a la cabeza. El diablo de los números pulsó dos veces la corona del reloj de liebre, y éste empezó a funcionar, hacia atrás. Cada vez que sonaba el timbre las liebres disminuían, y al cabo de unas pocas vueltas la aguja volvía a marcar cero. Había dos liebres en el vacío campo de patatas.

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—¿Qué pasa con éstas? —Preguntó el anciano—. ¿Quieres conservarlas? —Mejor que no. De lo contrario, volverán a empezar desde el principio. —Sí, eso es lo que pasa con la Naturaleza —dijo el anciano, columpiándose complacido en su silla plegable. —Eso es lo que pasa con Bonatschi —replicó Robert—. Con tus números todo va siempre a parar al infinito. No sé si me gusta. —Como has visto, a la inversa ocurre exactamente igual. Hemos vuelto a aterrizar donde empezamos, en el uno. Y así, se separaron pacíficamente, sin preocuparse de qué ocurriría con la última pareja de liebres. El diablo de los números se fue con Bonatschi, su viejo conocido del paraíso de los números, y con los demás, que tramaban allí nuevas diabluras, y Robert siguió durmiendo, sin soñar, hasta que sonó el despertador. Se alegró de que fuera un despertador corriente, y no un reloj de liebre.

El que aún no se crea que en la Naturaleza las cosas ocurren como si supiera contar, que mire atentamente el árbol que viene a continuación. Quizá a alguno de vosotros le resultó demasiado complicado el asunto de las liebres. Pero un árbol no brinca de acá para allá se queda quieto y por eso es más fácil contar sus ramas. Por favor, empieza por abajo, en la raya roja n.° 1; sólo pasa por el tronco, igual que la raya n.° 2. Un punto más alto, en la raya n.° 3, se añade una segunda rama. Y ahora, por favor, sigue contando. ¿Cuántas ramas hay arriba del todo, en la raya roja n.° 9?

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LA OCTAVA NOCHE Robert estaba delante del todo, en la pizarra. En el primer banco se sentaban sus dos mejores amigos de clase: Albert, el futbolista, y Bettina, la de las trenzas. Como siempre, los dos estaban discutiendo. Esto es lo que me faltaba, pensó Robert. ¡Ahora sueño con el colegio! Entonces se abrió la puerta, pero no fue el señor Bockel quien entró… fue el diablo de los números. —Buenos días —dijo—. Según veo, ya estáis discutiendo otra vez. ¿De qué se trata? — ¡Bettina se ha sentado en mi sitio! —gritó Albert. —Entonces simplemente cámbialo con ella. —Pero es que no quiere —dijo Albert. —Escríbelo en la pizarra, Robert —pidió el anciano. —¿El qué? —Escribe A para Albert y B para Bettina. Albert se sienta a la izquierda y Bettina a la derecha. Robert no veía por qué tenía que escribir eso, pero pensó: Si le gusta, por mí que no quede.

AB —Bueno, Bettina —dijo el diablo de los números—, ahora siéntate tú a la izquierda y Albert a la derecha. ¡Es curioso! Bettina no protestó. Se levantó como una niña buena e intercambio su sitio con Albert.

BA Escribió Robert en la pizarra.

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En ese momento se abrió la puerta y entró Charlie, con retraso, como siempre. Se sentó a la izquierda de Bettina.

CBA

escribió Robert. Pero eso no le gustó a Bettina. —¡Si hemos dicho a la izquierda –dijo—, que sea del todo a la izquierda! —Está bien —bramó Charlie—. ¡Como quieras! Y ambos intercambiaron sus asientos: Albert no se quedó conforme con eso.

BCA —Pero yo prefiero sentarme con Bettina —gritó. Charlie fue tan bondadoso que se levantó sin más y le dejó su sitió a Albert.

BAC Si esto sigue así, se dljo Robert, podemos olvidarnos de esta clase de Matemáticas. Pero siguió así porque ahora era Albert el que quería sentarse del todo a la izquierda. —Pero entonces tenemos que levantarnos todos —dijo Bettina—. No veo por qué, pero si no hay más remedio… ¡Ven, Charlie! Y cuando volvieron a sentarse la cosa estaba así:

ABC

Naturalmente, no duró mucho. —No aguanto un minuto más al lado de Charlie —afirmó Bettina. Realmente rompía los nervios. Pero, como no paraba, los otros chicos tuvieron que ceder. Robert escribió:

CAB —Y ahora basta —dijo. —¿Tú crees? —preguntó el diablo de los números—. Esos tres aún no han ensayado todas las posibilidades. ¿Qué os parecería sentaros Albert a la izquierda, Charlie en el centro y Bettina a la derecha? —¡Jamás! —gritó Bettina. —No te pongas así, Bettina —dijo el anciano. A regañadientes, los tres se levantaron y se sentaron así:

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ACB

—¿Te das cuenta Robert? ¡Eh, Robert, te estoy hablando! Seguro que a estos tres no se les ocurre. Robert alzó la vista hacia la pizarra:

AB CAB BA BCA BAC ABC CAB ACB

—Creo que hemos probado todas las posibilidades —dijo. —Eso creo yo también —dijo el diablo de los números—. Pero no puede ser que en vuestra clase sólo seáis cuatro. Me temo que aún faltan unos cuantos. Apenas lo había dicho cuando Doris abrió la puerta. Estaba sin aliento. —¿Qué ocurre aquí? ¿No está el señor Bockel? ¿Quién es usted? —preguntó al diablo de los números. —Sólo estoy aquí de manera excepcional —dijo el anciano—. Vuestro señor Bockel se ha tomado el día libre. Ha dicho que ya no podía más. Que vuestra clase es demasiado movida para él. —Ya lo puede decir —replicó Doris—: están todos cambiados de sitio. ¿Desde cuándo es ése tu sitio, Charlie? ¡Ahí me siento yo! —Entonces propón un orden para sentarse, Dorís —dijo el diablo de los números. —Yo seguiría simplemente el orden alfabético —dijo ella—. A de Albert, B de Bettina, C de Charlie, etc. Eso sería lo más sencillo. —Como quieras. Intentémoslo. Robert anotó en la pizarra:

ABCD Pero los demás no estaban en absoluto de acuerdo con el orden propuesto por Doris. En la clase andaba suelto el Diablo. Bettina era la peor. Mordía y arañaba cuando alguien no quería ceder su sitio. Todo el mundo empujaba y se daba codazos. Pero, con el tiempo, ese loco juego empezó a gustarles a los cuatro. El cambio se producía cada vez más deprisa, de tal modo que Robert no daba abasto en sus anotaciones. Por fin, la banda de los cuatro hubo ensayado todos, los órdenes posibles y en la pizarra ponía:

ABCD BACD CABD DABC

ABDC BADC CADB DACB

ACBD BCAD CBAD DBAC

ACDB BCDA CBDA DBCA

ADBC BDAC CDAB DCAB

ADCB BDCA CDBA DCBA

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Menos mal que hoy no han venido todos, pensó Robert, de lo contrario no acabaríamos nunca. Entonces se abrió la puerta y Enzio, Felicitas, Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol se precipitaron a entrar. —¡No! —gritó Robert—. ¡Por favor, no! ¡No os sentéis! Voy a volverme loco. —Está bien —dijo el diablo de los números—, lo dejaremos aquí. Podéis iros a casa. No habrá clase en las próximas horas.

—¿Y yo? —preguntó Robert. —Tú puedes quedarte un ratito más. Los otros habían salido corriendo al patio. Robert miraba lo que ponía en la pizarra. —Bien, ¿qué opinas? —preguntó el diablo de los números. —No sé. Sólo hay una cosa clara: que son cada vez más. Cada vez más posibilidades de sentarse. Mientras sólo había dos alumnos la cosa aún funcionaba. Dos alumnos, dos posibilidades. Tres alumnos, seis posibilidades. Con cuatro ya son… un momento…: veinticuatro. —¿Y si sólo hubiera uno? —¡Qué tontería! Entonces, naturalmente, sólo habría una posibilidad. —Prueba a multiplicar —dijo el anciano.

Alumnos Posibilidades 1 1

2 1x2=2

3 1x2x3=6

4 1x2x3x4=24

—Ajá —exclamó Robert—. Qué interesante. —Si cada vez son más los que participan en el aburrido juego, se vuelve aburrido apuntarlos así. También se puede hacer más corto. Se escribe el número de participantes y un signo de exclamación detrás:

4!=24 »Se pronuncia así: ¡cuatro pum! —Si no hubiéramos mandado a casa a Enzio, Felicitas, Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol, ¿qué crees que hubiera ocurrido? —Una gigantesca confusión —dijo el diablo de los números—. Hubieran estado probando hasta hartarse todas las posiciones posibles, y puedo asegurarte que hubiera sido algo endemoniadamente largo. Contando a Albert, Bettina y Charlie hubieran sido once personas, y eso significa ¡once pum! posibilidades de sentarse. ¿Tienes idea de cuántas posibilidades serían?

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—Nadie podría calcular eso de cabeza. Pero en el colegio siempre tengo mi calculadora a mano. En secreto, claro, porque el señor Bockel no puede soportar que se trabaje con ella. Y Robert empezó a teclear:

1x2x3x4x5x6x7x8x9x10x11= —¡Once pum! —dijo— son exactamente 39,916,800. ¡Casi cuarenta millones! —Ya ves, Robert, si hubiéramos tratado de hacerlo aún estaríamos aquí dentro de ochenta años. Hace mucho que tus compañeros de clase necesitarían una silla de ruedas, y tendríamos que contratar a once enfermeras para llevarlos de acá para allá. Pero con un poquito de Matemáticas la cosa va más rápido. Se me ocurre una cosa más. Mira por la ventana a ver si tus compañeros de clase aún están ahí. —Creo que se habrán comprado rápidamente un helado, y ahora irán camino de casa. —Supongo que se darán la mano al despedirse. —Ni hablar. Como mucho dirán Adiós o Hasta luego. —Lástima —dijo el diablo de los números—. Me gustaría saber qué ocurre si todo el mundo da la mano a todo el mundo. —¡Para ya! Seguro que eso duraría eternamente. Es probable que haya un número gigantesco de apretones. ¡Puede que once pum! si es que son once personas. —¡Error! —dijo el anciano. Si son dos, reflexionó Robert, sólo se necesita un apretón de manos. Con tres… —Mejor escríbelo en la pizarra. Robert escribió:

Personas Apretones de manos: A —

AB AB

ABC AB AC BC

ABCD AB AC AD BC BD CD

—Entonces, con dos es uno, con tres son tres, y con cuatro son ya seis apretones de manos. —1, 3, 6… ¿no conocíamos eso? Robert no conseguía acordarse. Entonces, el diablo de los números pintó unos cuantos puntos gruesos en la pizarra:

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—¡Los cocos! —Gritó Robert—. ¡Números triangulares! —Y cómo siguen? —Ya lo sabes:

1+2 3+3 6+4

10+5 15+6 21+7 28+8 36+9

45+10

=3 =6 =10 =15 =21 =28 =36 =45 =

—Son exactamente 55 apretones de manos. —Eso aún se puede calcular —dijo Robert. —Si no quieres pasar tanto tiempo calculando, también puedes hacerlo de otra forma. Dibujas unos círculos en la pizarra, así:

»Luego, pones una letra más en cada nuevo círculo: A para Albert, B para Bettina, C para Charlie, etcétera. »Luego unes las letras con líneas:

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»No tiene mal aspecto, ¿verdad? Cada raya significa un apretón de manos. Puedes contarlas. —1, 3, 6, 10, 15… Como antes —dijo Robert—. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿puedes explicarme por qué contigo siempre cuadra todo? —Eso es precisamente lo demoníaco de las Matemáticas. Todo cuadra. Bueno, digamos mejor que casi todo. Porque ya sabes que los números de primera tienen sus pegas. Y también en lo demás hay que poner una atención enorme, porque de lo contrario es fácil caerse con todo el equipo. Pero, en líneas generales, en las Matemáticas la cosa discurre con bastante orden. Eso es lo que cierta gente odia de ellas. Pero yo no puedo soportar a los desordenados y a los chapuceros, y a ellos les pasa al revés, no soportan los números. A propósito, mira por la ventana: ¡el patio de vuestro colegio es una auténtica pocilga! Robert tuvo que admitirlo, porque en el patio había latas de coca cola vacías, tebeos rotos y envoltorios de bocadillo por todas partes. —Si tres de vosotros cogierais una escoba, dentro de media hora vuestro patio tendría mucho mejor aspecto. —¿Y quiénes serían esos tres? —preguntó Robert. —Albert, Bettina y Charlie, por ejemplo. O Doris, Enzio y Felicitas. Además, también tenemos a Gerardo, Heidi, Ivan, Jeannine y Karol. —Pero tú dices que sólo se necesitan tres. —Sí —objetó el diablo de los números—, pero ¿qué tres? —Se les puede combinar a voluntad —dijo Robert. Robert escribió:

ABC

—Y si entonces llega Doris, ¿qué hacemos? Vuelve a haber varias posibilidades. Robert reflexionó. Luego escribió en la pizarra:

ABC ABD ACD BCD

—Cuatro posibilidades —dijo. —Pero casualmente Enzio pasa por allí. ¿Por qué no va a echar una mano? Ahora tenemos cinco candidatos. Prueba. Pero Robert no quiso. —Mejor dime qué va a salir —dijo desmoralizado.

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—Está bien. Con tres personas sólo podemos formar un grupo de tres. Con cuatro personas ya hay cuatro grupos distintos, y con cinco hay diez. Te lo escribiré:

3 ABC

4 ABC ABD ACD BCD

5 ABC ABD ABE ACD ACE ADE BCD BCE BDE CDE

»Hay otra cosa rara en esta lista. La he ordenado conforme al alfabeto, como ves. ¿Y cuántos grupos empiezan por Albert? Diez. ¿Cuántos por Bettina? Cuatro. Y por Charlie no empieza más que uno. En este juego aparecen una y otra vez las mismas cifras:

1,4,10…

»¿Adivinas cómo sigue? Quiero decir, si ahora añadimos unos cuantos más, digamos que Felicitas, Gerardo, Heidi, etc. ¿Cuántos grupos de tres saldrían? —Ni idea —dijo Robert. —¿Te acuerdas todavía de cómo discurrimos el asunto de los apretones de manos, cuando todo el mundo se despedía de todo el mundo? —Eso fue muy fácil, con ayuda de los números triangulares:

1, 3, 6, 10, 15, 21… »Pero no sirve para nuestras cuadrillas de limpieza, que trabajan de tres en tres. —No. Pero ¿qué pasa si sumas los dos primeros números triangulares? —Sale cuatro. —¿Y si añades el siguiente? —Diez. —¿Y otro más? —10+10=20. —Ahí lo tienes. —¿Y tengo que seguir calculando hasta llegar al undécimo? Ésa no es tu forma de hacer las cosas. —No te preocupes. También se puede hacer sin calcular, sin probar, sin ABCDEFGHIJK. —¿Cómo? —Con nuestro viejo triángulo numérico —dijo el anciano. —¿Vas a pintarlo en la pizarra? —No. No estoy pensando semejante cosa. Me resultaría demasiado aburrido. Pero tengo mi bastón a mano.

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Tocó la pizarra con su vara, y ahí estaba el triángulo, en todo su esplendor y a cuatro colores. —Más cómodo imposible —dijo el viejo diablo de los números—. Al estrechar las manos, simplemente cuentas los cubos verdes de arriba abajo: con dos personas un apretón de manos, con tres personas tres, con once personas 55. »Para nuestra cuadrilla de limpieza necesitas los cubos rojos. Vuelves a contar de arriba abajo. Empiezas con tres personas con ellas no hay más que una posibilidad. Si puedes elegir cuatro personas dispones de cuatro combinaciones, con cinco personas ya son diez. ¿Y qué pasa cuando están los once alumnos? —Entonces son 165 —respondió Robert—. Es realmente sencillo. Este triángulo numérico es casi tan bueno como una calculadora. Pero ¿para qué sirven los cubos amarillos? —Oh —dijo el anciano— ya sabes que yo no me doy fácilmente por satisfecho. Nosotros, los diablos de los números, siempre lo llevamos todo hasta el extremo. ¿Qué harás si las tres personas que tienes no son suficientes para el trabaIo? Tendrás que coger cuatro. Y la fila amarilla te dirá cuántas posibilidades hay, por ejemplo, para elegir un cuarteto a partir de ocho personas. —Setenta —dijo Robert, porque había entendido muy bien lo fácil que era sacar la respuesta del triángulo. —Exacto —dijo el diablo de los números—. Por no hablar de los cubos azules. Probablemente sean los grupos de ocho. Si sólo dispongo de ocho personas, no tengo que pensar mucho. Sólo hay una posibilidad. Pero con diez candidatos ya puedo formar 45 grupos distintos. Etcétera, etcétera.

—Veo que lo has comprendido. —Ahora sólo quisiera saber qué aspecto tiene el patio —dijo Robert.

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Miró por la ventana, y he aquí que el patio estaba impecable como nunca. —Sólo me pregunto qué tres llevarán ahora la escoba. —En cualquier caso no eres uno de ellos, mi querido Robert —dijo el diablo de los números. —¡Cómo voy a barrer el patio del colegio si tengo que pasarme toda la noche peleando con números y cubos! —Admite —dijo el anciano— que te has divertido haciéndolo. —¿Y ahora? ¿Volverás pronto? —Antes me tomaré unas vacaciones —dijo el diablo de los números—. Entre tanto, puedes entretenerte con el señor Bockel. Eso era algo que a Robert le apetecía bastante poco, pero ¿qué remedio le quedaba? A la mañana siguiente tenía que volver al colegio. Cuando llegó al aula, Albert, Bettina y los otros estaban ya sentados en sus sitios. Nadie estaba deseando cambiar su sitio con los otros. —Ahí viene nuestro genio de las Matemáticas —exclamó Charlie. —El bueno de Robert estudia incluso en sueños —le pinchó Bettina. —¿Creéis que le va a servir de algo? —preguntó Doris. —Yo creo que no —gritó Karol—. De todos modos el señor Bockel no le soporta. —Y viceversa —repuso Robert—. ¡Por mí que no vuelva! Antes de que llegara el señor Bockel, Robert echó una rápida mirada por la ventana. Como siempre, pensó al ver el patio. ¡Un verdadero montón de basura! Uno no puede fiarse de las cosas que sueña. Solamente de los números. En ellos sí se puede confiar. Luego entró el inevitable señor Bockel, con su maletín lleno de trenzas. FERMAT.

Berardo Castiñeira de Aragón ―Para todos los que amamos las matemáticas.‖ Paul se sentó incómodo en su butaca de piel. La edad no dejaba de marcar su rostro con profundas líneas en la piel cuyo comienzo y final eran indecisos. Sus ojos, que en otro tiempo habían sido de un vivo color azul, ahora buscaban desesperadamente la luz que desprendieron tiempo atrás. Se miró las manos vacías y observó decaído que habían perdido la fuerza y el vigor de antaño. Aunque su cuerpo no había superado los cincuenta años su alma vagaba indecisa entre los noventa y los cien años y cada día que superaba era un penoso viaje hacia algún lugar que, sea cual fuese, le causaba profundo dolor. Se echó las manos a la cabeza e indagó en sí mismo en busca de un único motivo que le impulsase a levantarse de aquel sofá. Apretó fuertemente sus sienes. Pronto comenzó a sudar y aquellas gotas de sudor que resbalaban por su piel se mezclaron con las lágrimas que florecían marchitas por sus ojos. Se tapó la cara con las manos para evitar que los fantasmas de toda su existencia le descubrieran llorando como un simple niño que no quería admitir que todos sus juguetes se habían roto y se volvían despreciables. Entonces gimió.

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Era un gemido profundo y vasto que llegaba al exterior como la sombra de un grito que, encadenado por el peso de los años, no es capaz de liberarse. Lo encontró. Encontró el motivo para levantarse. Se incorporó empapado de sudor y lágrimas y se acercó a su escritorio. Abrió el cajón y sacó de él un pequeño revólver que guardaba para su propia seguridad. No dejaba de ser irónico –pensaba él- que el objeto que garantizaba su propia seguridad fuese el que iba a terminar con los fantasmas que le atormentaban. Lo colocó encima de la mesa, se sentó, cogió un papel y una pluma y mientras puso en el tocadiscos la sonata ―claro de luna‖ de Beethoven se dispuso a escribir su testamento. Paul había sido un brillante matemático durante toda su vida. Al comienzo de su carrera profesional, varios éxitos deslumbraron a toda la comunidad científica y su nombre era conocido por todas partes. Pronto consiguió una plaza en una prestigiosa universidad y en ella desarrolló su labor docente acompañada de su incansable tarea investigadora. Su campo era la teoría de números por la que se sintió atraído desde que conoció, casualmente, la existencia de los números que Pitágoras llamaba ―perfectos‖, aquellos que son la suma de todos sus divisores. Con el tiempo su genialidad se tornó en mediocridad y, aunque seguía escribiendo con periodicidad en las revistas científicas y estaba en contacto con la comunidad, su nombre desapareció de los congresos más importantes y nadie contaba con él a la hora de verificar un resultado o a la hora de pedirle consejo. Nadie está muy seguro de si la muerte de la genialidad que despuntó al inicio de su carrera fue causa o consecuencia de su casi total pérdida de ilusión por el mundo de las matemáticas. Éstas le insidiaban constantemente en su trabajo y en su vida y no podía separarse de ellas produciendo en él una insaciable sensación de hastío de todo. Un día llegó al despacho una nueva profesora, Judith. La primera impresión que tuvo de ella le descolocó momentáneamente. Era una mujer hermosa. Aparentaba tener la misma edad que él y no podía dejar de observar admirado aquella sonrisa sincera que regalaba a todo el que se acercaba. Con el paso de los meses y el trabajo conjunto que les unía, Paul se enamoró profundamente de ella. Era una mujer especial y llena de virtudes. Paul, que creía que el sentimiento era recíproco, decidió un día manifestarle todos sus sentimientos y explicarle cómo en seis meses había conseguido que se volviese a emocionar con su vida, con su trabajo, con las matemáticas y, especialmente, con ella. Pero antes de que él dijese nada ella le habló de su amor por otro hombre. En aquel momento un oscuro telón cubrió el entendimiento y el alma de Paul. Nunca supo qué ocurrió en los instantes posteriores ni lo que dijo. Pareciera que todo el ánimo recobrado en el último medio año desde la llegada de Judith le hubiese golpeado violentamente. Tras dos días de intensa agonía, una tarde, sentado en su butaca de piel decidió quitarse la vida. Como siempre hacía con todo, decidió organizar de forma meticulosa y ordenada su muerte. Después de meditarlo, consideraba que aquello no respondía a un momento de frustración nefasta si no, más bien, a la resolución adecuada y elegante de una ecuación en la que finalmente la solución, que existía y era única, era el suicidio. Escribió su testamento. Escribió también una carta en la que explicaba su situación para que la leyesen cuando encontrasen su cuerpo. Lo cierto es que dudaba que a nadie le importase mucho los motivos pero, le parecía lo más apropiado dadas las circunstancias. Y, finalmente, preparó cómo sería la noche de su muerte. Claramente –pensaba él- debía ser por la noche, que es el momento más preciso para las acciones sobrecogedoras. Es más, sería exactamente a media noche envuelto entre las notas del Réquiem de Mozart que comenzaría puntualmente a las 23:00 de forma que su cuerpo yaciese en el suelo atravesado por una bala mientras la magnífica Misa de muertos tocaba a su fin. Así quedaría patente que, en definitiva, todo acaba. Por fin llegó la noche elegida. Era una noche abierta en la que las estrellas brillaban poderosamente queriendo ser testigos directos del suceso que iba a tener lugar. Paul lo había dejado todo preparado y aún le quedaban algunas horas hasta la media noche. Se sentó una vez más, la última, sobre su butaca de piel en medio del despacho de su casa. Contempló todo lo que le rodeaba. Un magnífico despacho acabado en madera cuyas paredes quedaban ocultas por una espléndida biblioteca atestada de libros, unos de contenido matemático, otros de literatura y una última sección llena de autores de filosofía. En su esquema inicial no había previsto que le sobrase tanto tiempo antes de la media noche así que para matar el tiempo – le pareció irónico tener que matar el tiempo antes de matarse a sí mismo- cogió un libro. Eran los dos artículos de Andrew Wiles en los que se recogía la demostración del Teorema de Fermat.

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Lo abrió por una parte que conocía muy bien y había estudiado en varias ocasiones. Era una de las partes fundamentales en las que se demostraba la conjetura de Taniyama-Shimura. Aquellas fórmulas y números eran una sinfonía maravillosa orquestada por un magnífico director y a la vez autor. Todo parecía tener sentido y cerrarse en sí mismo. Contemplaba la maravilla de las matemáticas que, con su estructura perfecta, definen de manera exacta su propia esencia. El orden, la pulcritud, la puntualidad, la exactitud, la coherencia, la ausencia de sinsentidos, la lógica, todas las virtudes a las que aspira el hombre quedan embebidas en las matemáticas y es por esto que, al igual que un músico se deleita con la armonía, aquellos que saben entender las matemáticas se deleitan y disfrutan con el reto que éstas suponen. De pronto, las notas del Réquiem comenzaron a sonar. Aquellas notas llegaron a la mente de Paul como un bálsamo reconfortante. ―Ya llega el momento de terminar con esto‖. Continuó observando la demostración. Entonces vio algo extraño en ella. Era una nota discordante en medio de la inmensa jerarquía de notas bien organizadas que la acompañaban. No podía detectar si se trataba de un fallo del músico o, más bien, una nota que el autor no había puesto en el lugar correcto. Era un paso probablemente baladí en la demostración pero no estaba del todo detallado. Andrew Wiles había supuesto que la solución de una ecuación trivial era una constante real, lo cual tenía sentido, pero después hacía uso de ella considerando que era un número positivo y esto no quedaba reflejado en ningún paso previo. Esto le inquietó. Aquella demostración había sido revisada por cientos de matemáticos y no podía contener un fallo tan trivial pero… ¿Y si la estructura formal de la demostración había sido bien revisada pero un detalle tan nimio había pasado desapercibido? Rápidamente Paul tomó un lápiz y garabateó los pasos previos y siguientes al punto dudoso sobre el margen del libro. Parecía tener sentido que aquella constante fuese positiva pero… ¿Por qué? La intuición dejaba claro que tenía que ser así pero la intuición, tan válida para físicos e ingenieros, no es suficiente para un matemático. Tras un rato trabajando decidió usar un cuaderno pues todos los márgenes estaban ya repletos de números. El silencio, agazapado durante el Réquiem, reinaba ahora triunfante en el despacho mientras Paul seguía concentrado y preocupado por aquella cuestión tan aparentemente sencilla pero a la par enrevesada. Maldito Fermat –pensó-. Las horas pasaban mientras Paul continuaba absorbido por aquel paso. Parecía que había avanzado bastante y, desde luego, no era algo tan absolutamente trivial como para no detallarlo en la demostración. Tenía buen aspecto el rumbo que había tomado Paul en sus notas y llevaba tres folios rellenos. Ya comenzaba a ver la luz al final del túnel. En unos pocos pasos más habría, por fin, terminado. En su mente tenía perfectamente clara la estructura de los últimos pasos y ya veía que, en efecto, aquella constante debía ser positiva. Finalmente, terminó. La última línea que escribió contenía sencillamente ―por tanto, a es una constante real positiva‖. Respiró tranquilo y se recostó en la butaca con la satisfacción de quien ha completado un duro trabajo con un acabado brillante. Entonces un fogonazo le cegó instantáneamente. Al recuperar la vista miró hacia la fuente de la luz. Era el primer rayo de sol que se asomaba por la ventana. La luz del sol iluminaba completamente su rostro. De pronto se dio cuenta… No se había suicidado. Contempló el libro, sus notas en los papeles, el revolver sobre la mesa. Todo tal y como lo había dejado al inicio de la noche. Entonces sonrió, era una sonrisa sincera y profunda como hacía mucho tiempo que no disfrutaba. Volvió a mirar al cielo. Parecía que Dios, a través de las matemáticas, le había regalado una vez más la vida. Se sintió descansado y sintió asimismo el rebrotar de la vida en su interior con una fuerza desconocida para él. Una vez más las lágrimas florecieron de sus ojos pero esta vez radiantes como el sol que las cubría con su luz. Oró como hacía muchos años que no había hecho. Sentado en su butaca de piel contempló sus manos y, aunque envejecidas, se dio cuenta de que aún tenían la fuerza y el ánimo para seguir trabajando y luchando. Es la maravilla de la vida – pensó de repente- que es un torrente de esperanza y fuerza que dura incluso después de la muerte, un paso más en la vida. Se levantó, arregló sus cosas, cogió su cartera llena de apuntes y se fue a la universidad. Desde entonces no desperdició ni un solo segundo de su vida. Sus clases se convirtieron en auténticas lecciones vibrantes y emocionantes en las que sus alumnos disfrutaban y gozaban con sus maestras palabras.

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En la comunidad científica volvió a despuntar ilusionado como lo había hecho en su juventud y nunca dejó de hablar a todos del don inmenso recibido con la vida, escenario perfecto donde enamorarse, sufrir y amar son preciosas oportunidades para disfrutar aún más de ella. Finalmente, Paul murió felizmente una dulce tarde de otoño treinta años más tarde de ―la noche de su verdadero nacimiento‖, como él la llamó siempre, con una sonrisa en los labios. La misma sonrisa que dedicó siempre al mundo en su paso por él. EL HOMBRE QUE CALCULABA

Malba Tahan

Capítulo XXIII: De lo que sucedió durante una honrosa visita que recibimos. Palabras del príncipe Cluzir Schá. Una invitación principesca. Beremiz resuelve un nuevo problema. Las perlas del rajá. Un número cabalístico. Queda determinada nuestra partida para la India. El barrio humilde en que vivíamos conoció hoy su primer día glorioso en la Historia. Beremiz, por la mañana, recibió inesperadamente la visita del príncipe Cluzír Schá. Cuando la aparatosa comitiva irrumpió por la calle, azoteas y miradores se llenaron de curiosos. Mujeres, viejos y niños admiraban, mudos y sorprendidos, el maravilloso espectáculo. Venían delante cerca de treinta jinetes montados en soberbios corceles árabes con arreos adornados de oro y gualdrapas de terciopelo bordado en plata. Llevaban turbantes blancos con yelmos metálicos reluciendo al sol, mantos y túnicas de seda y largas cimitarras pendientes de cinturones de cuero labrado. Les precedían los estandartes con el escudo del Príncipe: un elefante blanco sobre fondo azul. Seguían varios arqueros y batidores, todos a caballo. Cerrando el cortejo iba el poderoso maharajá acompañado por dos secretarios, tres médicos y diez pajes. El Príncipe llevaba una túnica escarlata, adornada con hilos de perlas. En el turbante, de una riqueza inaudita, centelleaban zafiros y rubíes. Cuando el viejo Salim vio en su hostería aquella majestuosa comitiva, se puso como loco. Se tiró al suelo y empezó a gritar: -¿Men ein? Mandé que un aguador que allí se hallaba arrastrara al alucinado amigo al fondo del patio hasta que volviera la calma a su conturbado espíritu. La sala de la hostelería era pequeña para contener a los ilustres visitantes. Beremiz, maravillado con la honrosa visita, bajó al patio a fin de recibirlos. El príncipe Cluzir, al llegar con su porte señorial, saludó al Calculador con un amistoso salam, y le dijo: -- El peor sabio es aquel que frecuenta a los ricos; el mayor de los ricos es aquel que frecuenta a los sabios. -¡Bien sé, señor, respondió Beremiz, que vuestras palabras están inspiradas en el más arraigado sentimiento de bondad. La pequeña e insignificante parte de ciencia que conseguí adquirir, desaparece ante la infinita generosidad de vuestro corazón. -Mi visita, ¡oh Calculador!, empezó el Príncipe, viene dictada más por el egoísmo que por el amor a la ciencia. Desde que tuve el honor de oírte en casa del poeta lezid, pensé en ofrecerte algún cargo de prestigio en mi

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corte. Deseo nombrarte mi secretario o bien director del Observatorio de Delhi. ¿Aceptas? Partiremos dentro de pocas semanas para La Meca y desde allí, sin mayor dilación regresaremos directamente a la India. -Desgraciadamente, ¡oh Príncipe generoso!, respondió Beremiz, no puedo salir ahora de Bagdad. Me liga a esta ciudad un serio compromiso. Sólo podré ausentarme de aquí cuando la hija del ilustre lezid haya aprendido las bellezas de la Geometría. Sonrió el maharajá y replicó: -Si el motivo de tu negativa se apoya en ese compromiso, creo que pronto llegaremos a un acuerdo. El jeque lezid me dijo que la joven Telassim, dados los progresos realizados, estará dentro de pocos meses en condiciones de enseñar a los ulemas el famoso problema de ""las perlas del rajá" Tuve la impresión de que las palabras de nuestro noble visitante sorprendían a Beremiz. El calculador parecía muy confuso. -Mucho me holgaría, siguió diciendo el Príncipe, conocer este complicado problema que desafía la sagacidad de los algebristas y que se remonta sin duda a uno de mis gloriosos antepasados. Beremiz, para cumplir el deseo del maharajá, tomó la palabra y habló sobre el problema que interesaba al Príncipe. Y con su hablar lento y seguro, dijo lo siguiente: -Se trata menos de un problema que de una mera curiosidad aritmética. Su enunciado es el siguiente: "Un rajá dejó a sus hijas cierto número de perlas y determinó que la división se hiciera del siguiente modo: la hija mayor se quedaría con una perla y un séptimo de lo que quedara. La segunda hija recibiría dos perlas y un séptimo de lo restante, la tercera joven recibiría 3 perlas y un séptimo de lo que quedara. Y así sucesivamente". Las hijas más jóvenes presentaron demanda ante el juez alegando que por ese complicado sistema de división resultaban fatalmente perjudicadas. El juez, que, según reza la tradición, era hábil en la resolución de problemas, respondió prestamente que las reclamantes estaban engañadas y que la división propuesta por el viejo rajá era justa y perfecta. Y tenía razón. Hecha la división, cada una de las hermanas recibió el mismo número de perlas. Se pregunta: ¿Cuántas perlas había? ¿Cuántas eran las hijas del rajá? La solución de ese problema no ofrece la menor dificultad. Veamos: Las perlas eran 36 y tenían que ser divididas entre 6 personas. La primera recibió una perla y un séptimo de 35; cinco: Es decir recibió realmente 6 perlas y quedaban 30. La segunda, de las 30 que encontró recibió 2 y un séptimo de 28, que es 4. Luego recibió 6 y dejó 24. La tercera, de las 24 que encontró recibió 3 y un séptimo de 21; es decir 3. Se quedó pues con 6 y dejó un resto de 18. La cuarta, de las 18 que encontró, se quedó 4 más un séptimo de 14. Y un séptimo de 14 es 2. Recibió también 6 perlas.

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La quinta encontró 12 perlas. De ellas recibió 5 y un séptimo de 7, es decir 1. Luego recibió 6. La hija menor recibió 6 perlas que quedaban. Y Beremiz concluyó: -Como veis, el problema, realmente ingenioso, nada tiene de difícil. Se llega a la solución sin artificios ni sutilezas de raciocinio. En aquel momento la atención del príncipe Cluzir Schá fue atraída por un número que se hallaba escrito cinco veces en las paredes del cuarto:

142.857 -¿Qué significado tiene ese número?, preguntó. -Se trata, respondió el calculador, de uno de los más curiosos números de las Matemáticas. Este número presenta, en relación con sus múltiplos, coincidencias verdaderamente interesantes: Multipliquémoslo por 2. El producto será:

142.857 x 2 = 285.714 Vemos que las cifras que constituyen el producto son los mismos del número dado, pero en distinto orden. El 14 que se hallaba a la izquierda se ha trasladado a la derecha. Multipliquemos el número 142.857 por 3:

142.857 x 3 = 428.571 Otra vez observamos la misma singularidad: las cifras del producto son precisamente las mismas del número pero con el orden alterado. El 1, que se halla a la izquierda pasó a la derecha; las otras cifras quedan donde estaban. Lo mismo ocurre cuando el número se multiplica por 4:

142.857 x 4 = 571.428 Veamos ahora lo que ocurre en caso de que la multiplicación sea 5:

142.857 x 5 = 714.285 La cifra 7 pasó de la derecha a la izquierda. Las restantes permanecieron en su sitio. Veamos la multiplicación por 6:

142.857 x 6 = 857.142 Realizada la multiplicación resulta que el grupo 142 cambió de lugar con relación al 857.

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En efecto, el grupo 142 que antes se hallaba a la derecha del grupo 857, ha pasado a la izquierda de éste y viceversa. Una vez llegados al factor 7 nos impresiona otra particularidad. El número 142.857 multiplicado por 7 da como producto:

999.999 número formado con seis nueves. Multipliquemos ahora el número 142.857 por 8. El producto será:

142.857 x 8 = 1.142.856 Todas las cifras del número aparecen aún en el producto con excepción del 7. El 7 del número primitivo fue descompuesto en dos partes: 6 y 1. La cifra 6 quedó a la derecha y el 1 fue a la izquierda completando el producto. Veamos ahora qué acontece cuando multiplicamos el número 142.857 por 9:

142.857 x 9 = 1.285.713 Observemos con atención este resultado. La única cifra del multiplicando que no figura en el producto es 4. ¿Qué ha pasado con ella? Aparece descompuesta en dos partes: 3 y 1, colocadas en los extremos del producto. Del mismo modo podríamos comprobar las singularidades que presenta el número 142.857 cuando se multiplica por 11, 12, 13, 14, 15, 17, 18 etc. Por eso el número 142.857 se incluye entre los números cabalísticos de la Matemática. Me lo enseñó el derviche No-Elin... -¿No-Elin?, repitió asombrado y jubiloso el príncipe Cluzir Schá. ¿Es posible que hayas conocido a ese sabio? -Lo conocí muy bien, ¡oh Príncipe!, respondió Beremiz. Con él aprendí todos los principios que hoy aplico a mis investigaciones matemáticas. - Pues el grande No-Elin, explicó el hindú era amigo de mi padre. Cierta vez después de haber perdido a un hijo en una guerra injusta y cruel, se apartó de la vida ciudadana y nunca más volvió a verlo. Hice muchas pesquisas para encontrarlo, pero no conseguí obtener la menor indicación sobre su paradero. Llegué incluso a admitir que quizá había muerto en el desierto, devorado por las panteras. ¿Puedes acaso decirme dónde se halla No-Elin? Respondió Beremiz: -Cuando salí para Bagdad lo dejé en Khoi, en Persia, junto con tres amigos. - Pues en cuanto regrese de la Meca iremos a la ciudad de Khoi a buscar a ese gran ulema, respondió el Príncipe. Quiero llevarlo a mi palacio. ¿Podrás, ¡oh Calculador!, ayudarnos en esa grandiosa empresa? -Señor, respondió Beremiz. Si es para prestar auxilio y hacer justicia a quien fue mi guía y maestro, estoy dispuesto a acompañaros si preciso fuera hasta la India.

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Y así, a causa del número 142.857, quedó resuelto nuestro viaje a la India, a la tierra de los rajás. Y tal número es realmente cabalístico...

Capítulo XXIV: Sobre el rencoroso Tara-Tir. El epitafio de Diofanto. El problema de Hierón. Beremiz se libra de un enemigo peligroso. Una carta del capitán Hassa n. Los cubos de 8 y 27. La pasión por el cálculo. La muerte de Arquímedes. La amenazadora presencia de Tara-Tir causó en mi espíritu una desagradable impresión. El rencoroso jeque, que había pasado fuera de Bagdad algún tiempo, fue visto al anochecer, rodeado de sicarios, rondando por nuestra calle. Sin duda preparaba alguna celada contra el incauto Beremiz. Preocupado con sus estudios y problemas, el Calculador no se daba cuenta del peligro que le seguía como una sombra negra. Le hablé de la presencia siniestra de Tara-Tir y le recordé las advertencias cautelosas del jeque lezid. -Todo ese recelo es infundado, me respondió Beremiz sin ponderar detenidamente mi aviso. No puedo creer en esas amenazas. Lo que me interesa de momento es la solución completa de un problema que constituye el epitafio del célebre geómetra griego Diofanto: He aquí el túmulo de Diofanto -maravilla para quien lo contempla con artificio aritmético la piedra enseña su edad. "Dios le concedió pasar la sexta parte de su vida en la juventud; un duodécimo en la adolescencia; un séptimo en un estéril matrimonio. Pasaron cinco años más y le nació un hijo. Pero apenas este hijo había alcanzado la mitad de la edad del padre, cuando murió. Durante cuatro años más, mitigando su dolor con el estudio de la ciencia de los números, vivió Diofanto, antes de llegar al fin de su existencia". Es posible que Diofanto, preocupado en resolver los problemas indeterminados de la Aritmética, no hubiera pensado en obtener la solución perfecta del problema del rey Hierón, que no aparece en su obra. -¿Qué problema es ese?, pregunté. Beremiz me contó lo siguiente: -Hierón, rey de Siracusa, mandó a sus orfebres cierta cantidad de oro para que hicieran una corona que deseaba ofrecer a Júpiter. Cuando el rey recibió la obra acabada, comprobó que la corona tenía el peso del oro entregado, pero el color del oro le inspiró cierta desconfianza pensando que pudieran haber mezclado plata con el oro. Para aclarar sus dudas consultó a Arquímedes, el geómetra. Arquímedes, habiendo comprobado que el oro pierde en el agua 52 milésimas de su peso, y la plata 99 milésimas, determinó el peso de la corona sumergida en el agua y halló que la pérdida de peso era en parte debida a cierta porción de plata adicionada al oro. Se cuenta que Arquímedes pasó mucho tiempo sin poder resolver el problema propuesto por Hierón. Un día, estando en el baño, descubrió el modo de solucionarlo, y, entusiasmado, salió de él corriendo por el palacio del monarca, gritando: ¡Eureka! ¡Eureka!

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Que quiere decir: ¡Lo he encontrado! ¡ Lo he encontrado! Mientras estábamos conversando así, llegó a visitarnos el capitán Hassan Maurique, jefe de la guardia del Sultán. Era un hombre corpulento, muy expedito y servicial. Había oído hablar del caso de los treinta y cinco camellos y desde entonces no cesaba de exaltar el talento del Hombre que Calculaba. Todos los viernes, después de pasar por la mezquita, iba a visitarnos. -Nunca imaginé, declaró después de expresar su profunda admiración, que la Matemática fuera tan prodigiosa. La solución del problema de los camellos me dejó encantado. Al ver el entusiasmo del turco, le llevé hasta el mirador de la sala que daba a la calle, mientras Beremiz buscaba nueva solución al problema de Diofanto, y le hablé del peligro que corríamos bajo la amenaza del odioso Tara-Tir. -Allí está, indiqué, junto a la fuente. Los que lo acompañan son peligrosos asesinos. Al menor descuido esos asesinos nos apuñalarán. Tara-Tir está resentido contra Beremiz por cierta cuestión ya pasada pero es hombre violento y rencoroso y mucho me temo que ahora intente vengarse. He observado varias veces que nos viene espiando. - ¡Por el honor de Amina! ¿Qué me dices?, exclamó Hassan. No podía ni imaginar que ocurriera una cosa semejante. ¿Cómo puede un bandido perturbar la vida de un sabio geómetra? ¡Por la gloria del Profeta! Voy a resolver ese caso inmediatamente... Volví al cuarto y me acosté. Estuve un rato fumando tranquilamente. Por violento que fuera Tara-Tir, el capitán Hassan era también hombre expeditivo y decidido y actuaría en nuestro favor. Una hora más tarde recibí el siguiente aviso de Hassan: 'Todo resuelto. Los tres asesinos han sido ejecutados hoy sumariamente. Tara-Tir recibió 8 bastonazos y pagó una multa de 27 cequíes de oro y fue advertido de que tiene que dejar inmediatamente la ciudad. Lo mandé a Damasco bajo guardia

-.

Mostré la carta del capitán turco a Beremiz. Gracias a mi eficiente intervención podríamos ahora vivir tranquilos en Bagdad. -Es interesante, sentenció Beremiz. ¡Es realmente curioso! Esas líneas me hacen recordar una curiosidad numérica relativa a los números 8 y 27. Y como mostrarse cierta sorpresa al oír aquella observación, él concluyó: -Excluida la unidad, 8 y 27 son los únicos números cubos e iguales también a la suma de las cifras de sus respectivos cubos. Así:

83 = 512

27

3 = 19.683

La suma de las cifras 19.683 es 27. La suma de las cifras de 512 es 8. -¡Es increíble, amigo mío!, exclamé. Preocupado con los cubos y los cuadrados, te olvidaste de que estabas amenazado por el puñal de un peligroso asesino.

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-La matemática, ¡oh bagdalí!, respondió tranquilo el Calculador, prende de tal modo nuestra atención que a veces nos ensimismamos y olvidamos los peligros que nos rodean. ¿Recuerdas cómo murió Arquímedes, el gran geómetra? Y sin esperar la respuesta, me contó el siguiente episodio histórico: -Cuando la ciudad de Siracusa fue tomada al asalto por las fuerzas de Marcelo, general romano, se hallaba el geómetra absorto en el estudio de un problema, para cuya solución había trazado una figura geométrica en la arena. Allí se hallaba el geómetra enteramente olvidado de- las luchas, de las guerras y de la muerte. Sólo le interesaba la investigación de la verdad. Un legionario romano lo encontró y le ordenó que se presentara ante Marcelo. El sabio le pidió que esperara un momento hasta que acabara la demostración que estaba haciendo. El soldado insistió y le cogió del brazo: -Cuidado. i Mira donde pisas! -le dijo el geómetra-. ¡No me borres la figura! Irritado al ver que no le obedecía inmediatamente, el sanguinario romano, de una puñalada, postró sin vida al mayor sabio de aquel tiempo. Marcelo, que había dado órdenes de que se respetara la vida de Arquímedes, no ocultó el pesar que le causaba la muerte del genial adversario. Sobre la lápida de la tumba que mandó erigirle, hizo grabar una circunferencia inscrita en un triángulo, figura que recordaba uno de los teoremas del célebre geómetra. Y Beremiz concluyó, acercándose a mí y poniéndome la mano en el hombro: -¿No crees, ¡oh bagdalíl, que sería justo incluir al sabio siracusano entre los mártires de la Geometría? ¿Qué podía responderle yo? El fin trágico de Arquímedes me trajo de nuevo al recuerdo la figura indeseable y rencorosa de Tara-Tir, el pérfido envidioso. ¿Estaríamos realmente libres de aquel sanguinario vendedor de sal? ¿No volvería más tarde de su destierro en Damasco para buscarnos nuevas dificultades? Junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, Beremiz, con cierto aire de tristeza, observaba descuidado a los hombres que pasaban apresurados en dirección al mercado. Me pareció interesante interferirme en sus meditaciones, arrancándolo de su nostalgia, y le pregunté: -¿Qué es eso? ¿Estás triste? ¿Sientes añoranza por tu país o es que estás planeando nuevos cálculos? E insistí en tono divertido: -¿Cálculos o añoranza? -Amigo bagdalí: la añoranza y el cálculo andan entrelazados. Ya lo dijo uno de nuestros más inspirados poetas: La añoranza es calculada mediante cifras también. Distancia multiplicada por el factor Amor. No creo sin embargo que la nostalgia, una vez reducida a fórmulas, sea calculable en cifras. ¡Por Allah! Cuando yo era niño oí muchas veces a mi madre, encerrada en el harem de nuestra casa, cantando:

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Nostalgia, vieja canción Nostalgia, sombra de alguien Que solo se llevara el tiempo Cuando a mi también me lleve

Capítulo XXV: Beremiz es llamado nuevamente a palacio. Una extraña sorpresa. Difícil torneo de uno contra siete. La restitución del misterioso anillo. Beremiz es obsequiado con una alfombra de color azul. Versos que conmueven a un corazón apasionado. La primera noche después del Ramadán tras llegar al palacio del Califa, fuimos informados por un viejo escriba, compañero nuestro de trabajo, que el soberano preparaba una extraña sorpresa a nuestro amigo Beremiz. Nos esperaba un grave acontecimiento. El Calculador iba a tener que competir, en audiencia pública, con siete matemáticos, tres de los cuales habían llegado días antes de El Cairo. ¿Qué hacer? ¡Allah Akbar! Ante aquella amenaza procuré animar a Beremiz diciéndole que debía tener confianza absoluta en su capacidad tantas veces comprobada. El calculador me recordó un proverbio de su maestro No-Elin: "Quien no desconfía de sí mismo no merece la confianza de los otros". Con pesada sombra de aprensiones y tristeza entramos en el palacio. El enorme y rutilante salón, profusamente iluminado, aparecía repleto de cortesanos y jeques de renombre. A la derecha del Califa se hallaba el joven príncipe Cluzir Schá, invitado de honor, acompañado de ocho doctores hindúes que ostentaban vistosos ropajes de oro y terciopelo, y exhibían curiosos turbantes de Cachemira. A la izquierda del trono se sentaban los visires, los poetas, los cadíes y los elementos de mayor prestigio de la alta sociedad de Bagdad. Sobre un estrado, donde se veían varios cojines de seda, se hallaban los siete sabios que iban a interrogar al Calculador. A un gesto del Califa, el jeque Nurendim Barur tomó a Beremiz del brazo y lo condujo con toda solemnidad hasta una especie de tribuna alzada en el centro del rico salón. La expectación era visible en el rostro de los allí reunidos si bien los deseos eran dispares pues no todos deseaban que el éxito acompañara al Calculador. Un esclavo negro gigantesco hizo sonar por tres veces consecutivas un pesado gong de plata. Todos los turbantes se inclinaron. Iba a iniciarse la singular ceremonia. Por mi imaginación, lo confieso, volaban alucinados mis pensamientos. Un imán tomó el Libro Santo y leyó con cadencia invariable, pronunciando lentamente las palabras, las preces del Corán: En nombre de Allah Clemente y Misericordioso Alabado sea el Omnipotente, Creador de todos los mundos. La misericordia es en Dios el atributo supremo. Nosotros te adoramos, Señor, e imploramos tu divina asistencia. Llévanos por el camino cierto. Por el camino de aquellos esclarecidos y benditos por Ti. Cuando la última palabra se perdió con su cortejo de ecos por las galerías del palacio, el rey avanzó dos pasos, se detuvo y dijo: -¡Allah! Nuestro amigo y aliado, el príncipe Cluzir-ehdin-Mubarec-Schá, señor de Lahore y Delhi, me pidió que proporcionara a los doctores de su comitiva la posibilidad de admirar la cultura y la habilidad del geómetra

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persa, secretario del visir Ibrahim Maluf. Sería un desaire dejar de atender a esa solicitud de nuestro ilustre huésped. Y así, siete de los más sabios y famosos ulemas del Islam van a plantear el calculador Beremiz una serie de preguntas relativas a la ciencia de' los números. Si Beremiz responde a estas preguntas, recibirá, -así lo prometo-, recompensa tal, que hará de él uno de los hombres más envidiados de Bagdad. Vimos en este momento que el poeta lezid se acercaba al Califa. -¡Comendador de los Creyentes!, dijo el jeque. Tengo en mi poder un objeto que pertenece al calculador Beremiz. Se trata de un anillo encontrado en nuestra casa por una de las esclavas del harem. Quiero devolvérselo al calculador antes de que se inicie la importantísima prueba a que va a ser sometido. Es posible que se trate de un talismán y no deseo privar al calculador del auxilio de los recursos sobrenaturales. Y tras breve pausa, el noble lezid añadió: -Mi encantadora hija Telassim, verdadero tesoro entre los tesoros de mi vida, me pidió que le permitiera ofrecer al geómetra persa, su maestro en la Ciencia de los Números, esta alfombra por ella bordada. Esta alfombra, si lo permite el Emir de los Creyentes, será colocada bajo el cojín destinado al calculador que va a ser sometido hoy a prueba por los siete sabios más famosos del Islam. Permitió el Califa que el anillo y 1a alfombra fueran entregados inmediatamente al calculador. El propio jeque lezid, siempre amable y lleno de cordialidad, hizo entrega de la caja. Luego, a una señal del jeque, un mabid adolescente apareció trayendo en las manos una pequeña alfombra azul claro que fue colocada bajo el cojín verde de Beremiz. -Todo esto es un hechizo; es baraka, insinuó en voz baja un viejo risueño, flaco, vestido con una túnica azul, que se hallaba detrás de mí. Ese joven calculador persa es un buen conocedor de la baraka. Hace sortilegios. Esa alfombra azul me parece un tanto misteriosa. ¿Cómo podía creer la mayoría de los asistentes que la gran disposición de Beremiz para el cálculo fuera fruto de la inteligencia? El inculto, cuando algo escapa a su comprensión, busca siempre una razón en lo desconocido y lo atribuye a poderes mágicos y a sortilegios. Sin embargo, el nivel cultural de los jefes que provocaron y presidían la reunión era suficientemente elevado para comprender que lo que allí se dilucidaba era exclusivamente un juego de la inteligencia. Beremiz iba a ser puesto, pues, a prueba por los hombres más capaces y precisamente en una materia en que los árabes hemos sido siempre adelantados. ¿Podría superarla el calculador Beremiz? Se mostró Beremiz profundamente emocionado al recibir la joya y la alfombra. A pesar de la distancia a que me hallaba pude notar que algo muy grave estaba ocurriendo en aquel momento. Al abrir la pequeña caja, sus ojos brillantes se humedecieron. Supe después que juntamente con el anillo la piadosa Telassim había colocado un papel en el que Beremiz leyó emocionado: "Animo. Confía en Dios. Rezo por ti." ¿Y la alfombra azul claro?

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¿Habría allí realmente algo de baraka, como insinuaba el viejecito alegre de la túnica azul? Nada de sortilegios. Aquella pequeña alfombra que a los ojos de los jeques y los ulemas era sólo un pequeño presente, llevaba, escrito en caracteres, cúficos -que sólo Beremiz sabría interpretar y leer- algunos versos que conmovieron el corazón de nuestro amigo. Aquellos versos, que yo más tarde pude traducir, habían sido bordados por Telassim como si fueran arabescos en los bordes de la pequeña alfombra: Te amo, querido. Perdona mi amor. Fui consolada como un pájaro que se extravió en el camino. Cuando mi corazón fue tocado, perdió el velo y quedó a la intemperie. Cúbrelo con piedad, querido, y perdona mi amor. Si no me puedes amar, querido, perdona mi dolor. Y volveré a mi canto, y quedaré sentada en la oscuridad. Y cubriré con las manos la desnudez de mi recato. ¿Estaría el jeque lezid enterado de aquel doble mensaje de amor? No había motivo para que tal idea me preocupara ahora demasiado. Sólo más tarde, como he dicho ya, me confió Beremiz el secreto. ¡Sólo Allah sabe la verdad! Se hizo un profundo silencio en el suntuoso recinto. Iba a iniciarse, en el rico salón del palacio del Califa, el torneo cultural más notable que hasta ahora había tenido lugar bajo los cielos del Islam. ¡Allah! Capítulo XXVI: De nuestro encuentro con un teólogo famoso. El problema de la vida futura. Todo musulmán debe conocer el Libro Sagrado. ¿Cuántas palabras hay en el Corán? ¿Cuántas letras? El nombre de Jesús es citado 19 veces. Un engaño de Beremiz. El sabio designado para iniciar las preguntas se levantó con austera solemnidad. Era un hombre respetable, octogenario, que me inspiraba un medroso respeto., Las largas barbas blancas, proféticas, le caían abundantes sobre el amplio pecho. -¿Quién es ese noble anciano? pregunté en voz baja a un haquim ojo-len de rostro flaco y atezado que se hallaba junto a mí. -Es el célebre ulema Mohadeb lbhageAbner-Rama,-me respondió. Dicen que conoce más de quince mil sentencias sobre el Corán. Enseña Teología y Retórica. Las palabras del sabio Mohadeb eran pronunciadas con un tono extraño y sorprendente, sílaba a sílaba, como si el orador pusiera empeño en medir el sonido de su propia voz. -Voy a interrogarte, ¡oh Calculador!, sobre un tema de importancia indiscutible para un musulmán. Antes de estudiar la ciencia de un Euclides o de un Pitágoras, el buen islamita debe conocer profundamente el problema religioso, pues la vida no se concibe si se proyecta divorciada de la Verdad y de la Fe. El que no se preocupa del problema de sus existencia futura, de la salvación, de su alma, y desconoce los preceptos de Dios; los

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mandamientos, no merece el calificativo de sabio. Quiero pues que nos presentes, en este momento, sin la menor vacilación, quince indicaciones numéricas y citas notables sobre el Corán, el libro de Allah. Entre esas quince indicaciones deberán figurar:

1.° - El número de. suras del Corán. 2.

0- El número exacto de versículos

3.° - El número de palabras. 4.° - EI número de letras del Libro Increado. 5.

º- El número exacto de los profetas citados en la página del

Libro Eterno. Y el sabio teólogo insistió, haciendo sonar fuerte su voz: -Quiero en fin, que aparte de las cinco indicaciones que te he dado, nos des otras diez relaciones numéricas ciertas y notables sobre el Libro Increado. ¡Uassalam! Siguió un profundo silencio. Se esperaba con ansiedad la palabra de Beremiz. Con tranquilidad asombrosa, el joven calculador respondió: -El Corán ¡oh sabio y venerable mufti!, consta de 114 suras, de las cuales 70 fueron dictadas en La Meca y 44 en Medina. Se divide en 611 ashrs y contiene 6.236 versículos, de los cuales 7 son del primer capítulo Fatihat y 8 del último, Los Hombres. La sura mayores la segunda, que encierra 280 versículos. El Corán contiene 46.439 palabras y 323.670 letras, cada una de las cuales contiene diez virtudes especiales. Nuestro Libro Santo cita el nombre de 25 profetas. Issa, hijo de María, es citado 19 veces. Hay cinco animales cuyos nombres fueron tomados como epígrafes de cinco capítulos: la vaca, la abeja, la hormiga, la araña y el elefante. La sura 102 se titula: "La contestación de los números". Es notable ese capítulo del Libro Increado por la advertencia que dirige en sus cinco versículos, a quienes se preocupan de disputas estériles sobre números que no tienen importancia alguna para el progreso espiritual de los hombres. Al llegar a este punto, Beremiz hizo una ligera pausa y añadió luego: -Estas son, atendiendo a vuestra petición, las indicaciones numéricas sobre el Libro de Allah. En la respuesta que acabo de formular hay un error que me apresuro a confesar. En vez de quince relaciones cité dieciséis. - ¡Por Allah ¡ murmuró tras de mí el viejo de la túnica azul. ¿Cómo puede un hombre saber de memoria tantos números y tantas cosas? ¿Es fantástico? ¡Sabe hasta las letras que tiene el Corán! -Estudia mucho, replicó casi en secreto el vecino, gordo y con una cicatriz en la barbilla. Estudia mucho y lo recuerda todo. Ya oí algunos rumores al respecto. -Recordar no sirve de nada, cuchicheó aún el viejecito de la cara chupada. No sirve de nada. Yo por ejemplo no me preocupo de recordar ni la edad de la hija de mi tío. Me molestaban enormemente todos aquellos secreteos, aquellas palabras cuchicheadas a media voz. Pero el hecho es que Mohadeb confirmó todas aquellas indicaciones, que había dado Beremiz. Hasta el número de letras del Libro de Allah había sido enunciado sin error de una unidad. Me dijeron que este docto teólogo Mohadeb era un hombre que vivía en la pobreza. Y debía ser verdad. A muchos sabios Allah les priva de riquezas, pues raramente aparecen juntas la sabiduría y la riqueza.

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Beremiz había superado con brillantez la primera prueba que le habían planteado en aquel terrible debate, pero le faltaban aún otras seis. -¡Allah quiera! -pensé- ¡Allah quiera que todo pueda seguir así, y terminar bien! Capítulo XXVII: Cómo un sabio Historiador interroga a Beremiz. El geómetra que no podía mirar al cielo. La Matemática de Grecia. Elogio de Eratóstenes. Solucionado el primer caso con todas sus minucias, el segundo sabio inició el interrogatorio de Beremiz. Este ulema era un historiador famoso que había dado lecciones durante veinte años en Córdoba y más tarde, por cuestiones políticas, se trasladó a El Cairo, donde pasó a residir bajo la protección del Califa. Era un hombre bajo, cuyo rostro bronceado aparecía enmarcado en una barba elíptica. Tenía los ojos mortecinos, sin brillo. He aquí las preguntas que el sabio historiador dirigió a Beremiz: -¡En nombre de Allah, Clemente y Misericordioso! ¡Se engañan quienes aprecian el valor de un matemático por la mayor o menor habilidad con que efectúa las operaciones o aplica las reglas banales del cálculo! A mi ver, el verdadero geómetra es el que conoce con absoluta seguridad el desarrollo y el progreso de la Matemática a través de los siglos. Estudiar la Historia de la Matemática es rendir homenaje a los ingenios maravillosos que enaltecieron y dignificaron a las antiguas civilizaciones que por su esfuerzo e ingenio pudieron desvelar algunos de los misterios más profundos de la inmensa Naturaleza, consiguiendo, por la ciencia, elevar y mejorar la miserable condición humana. Logramos además, por medio de las páginas de la Historia, honrar a los gloriosos antepasados que trabajaron en la formación de la Matemática, y conservamos el nombre de las obras que dejaron. Quiero, pues, interrogar al Calculador sobre un hecho interesante de la Historia de la Matemática: "¿Cuál fue el geómetra célebre que se suicidó al no poder mirar al cielo? Beremiz meditó unos instantes y exclamó: - Fue Eratóstenes, matemático de Cirenaica y educado al principio en Alejandría y más tarde en la Escuela de Atenas, donde aprendió las doctrinas de Platón. Y completando la respuesta, prosiguió: - Eratóstenes fue elegido para dirigir la gran Biblioteca de la Universidad de Alejandría, cargo que ejerció hasta el fin de sus días. Además de poseer envidiables conocimientos científicos y literarios que lo distinguieron entre los mayores sabios de su tiempo, era Eratóstenes poeta, orador, filósofo y -aún más- un completo atleta. Basta decir que conquistó el título excepcional de vencedor del pentatlón, las cinco pruebas máximas de los Juegos Olímpicos. Grecia se hallaba entonces en el período áureo de su desarrollo científico y literario. Era la patria de los aedos, poetas que declamaban, con acompañamiento musical, en los banquetes y en las reuniones de los reyes y de los grandes jerarcas. Conviene aclarar que entre los griegos de mayor cultura y valor, el sabio Eratóstenes era considerado como un hombre extraordinario que tiraba la jabalina, escribía poemas, vencía a los grandes corredores y resolvía problemas astronómicos. Eratóstenes legó a la posteridad varias obras. Al rey Ptolomeo lll de Egipto le presentó una tabla de números primos hechos sobre una plancha metálica en la que los números múltiplos estaban marcados con un pequeño agujero. Se dio por eso el nombre de "Criba de Eratóstenes" al proceso de que se servía el sabio astrónomo para formar su tabla. A consecuencia de una enfermedad en los ojos, adquirida a orillas del Nilo durante un viaje, Eratóstenes quedó ciego. Él, que cultivaba con pasión la Astronomía, se hallaba impedido de mirar al cielo y de admirar la belleza incomparable del firmamento en las noches estrelladas.

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La luz azulada de Al-Schira jamás podría vencer aquella nube negra que le cubría los ojos. Abrumado por tan gran desgracia, y no pudiendo resistir el pesar que le causaba la ceguera, el sabio y atleta se suicidó dejándose morir de hambre, encerrado en su biblioteca. El sabio historiador de ojos mortecinos; se volvió hacia el Califa y declaró, tras breve silencio: -Me considero plenamente satisfecho con la brillante exposición histórica hecha por el sabio calculador persa. El único geómetra célebre que se suicidó fue realmente el griego Eratóstenes, poeta, astrónomo y atleta, amigo fraternal del famosísimo Arquímedes de Siracusa. ¡Allah! -¡Por la belleza de Selsebit! exclamó el Califa entusiasmado. ¡Cuántas cosas acabo de aprender! ¡Cuántas cosas ignoramos! Ese griego notable que estudiaba los astros, escribía poemas y cultivaba el atletismo, merece nuestra sincera admiración. De hoy en adelante, siempre, al mirar al cielo, en la noche estrellada, hacia la incomparable Al-Schira, pensaré en el fin trágico de aquel sabio geómetra que escribió el poema de su muerte entre un tesoro de libros que ya no podía leer. Y posando con estrema cortesía su mano en el hombro del príncipe, añadió con cautivadora naturalidad: ¡Vamos a ver ahora si el tercer ulema conseguirá vencer a nuestro Calculador! Capítulo XXVIII: Prosigue el memorable torneo. El tercer sabio interroga a Beremiz. La falsa inducción. Beremiz demuestra que un principio falso puede ser sugerido por ejemplos verdaderos.

El tercer sabio que debía interrogar a, Beremiz era el célebre astrónomo Abul Hassan Ali de Alcalá, llegado a Bagdad por especial-invitación de Al -Motacén. Era alto, huesudo, y tenía el rostro, surcado de arrugas. Su pelo era rubio y ondulado. Exhibía en la muñeca derecha un ancho brazalete de oro. Dicen que en ese brazalete llevaba señaladas las doce constelaciones del Zodíaco. El astrónomo Abul Hassan, después de saludar al rey y a los nobles, se dirigió a Beremiz. Su voz, profunda y hueca, parecía rodar pesadamente. - Las dos respuestas que acabas de formular demuestran ¡oh Beremiz Samir! que tienes una sólida cultura. Hablas de la ciencia griega con la misma facilidad con que cuentas las Letras del Libro Sagrado. Sin embargo, en el desarrollo de la ciencia matemática, la parte más interesante es la que indica la forma de raciocinio que lleva a la verdad. Una colección de hechos está tan lejos de ser una ciencia como un montón de piedras de ser una casa. Puedo afirmar igualmente que las sabias combinaciones de hechos inexactos o de hechos que no fueron comprobados al menos en sus consecuencias, se encuentran tan lejos de formar una ciencia como se encuentra el espejismo de sustituir en el desierto a la presencia real: del oasis. La ciencia debe observar los hechos y deducir de ellos leyes. Con auxilio de esas leyes se pueden prever otros hechos o mejorar las condiciones materiales de la vida. Sí, todo eso es cierto. ¿Pero cómo deducir la verdad? Se presenta pues la siguiente duda: ¿Es posible extraer en Matemática una regla falsa de una propiedad verdadera? Quiero oír tu respuesta, ¡oh Calculador!, ilustrada con un ejemplo sencillo y perfecto. Beremiz calló, durante un rato, reflexivamente. Luego salió del recogimiento y dijo: -Admitamos que un algebrista curioso deseara determinar la raíz cuadrada de un número de cuatro cifras. Sabemos que la raíz cuadrada de un número es otro número que, multiplicado por sí mismo, da un producto igual al número dado. Es un axioma en matemáticas. Vamos a suponer aún que el algebrista, tomando libremente tres números a su gusto, destacase los siguientes números: 2.025, 3.025 y 9.801.

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Iniciemos la resolución del problema por el número 2.025. Hechos los cálculos para dicho número, el investigador hallaría que la raíz cuadrada es igual a 45. En efecto: 45 veces 45 es igual a 2.025. Pero se puede comprobar que 45 se obtiene de la suma de 20 + 25, que son partes del número 2.025 descompuesto mediante un punto, de esta manera: 20. 25. Lo mismo podría comprobar el matemático con relación al número 3.025, cuya raíz cuadrada es 55 y conviene notar que 55 es la suma de 30 + 25, partes ambas del número 3.025. Idéntica propiedad se destaca con relación al número 9.801, cuya raíz cuadrada es 99, es decir 98 + 01. Ante estos tres casos, el inadvertido algebrista podría sentirse inclinado a enunciar la siguiente regla: "Para calcular la raíz cuadrada de un número de cuatro cifras, se divide el número por medio de un punto en dos partes de dos cifras cada una, y se suman las partes así formadas. La suma obtenida será la raíz cuadrada del número dado". Esa regla, visiblemente errónea, fue deducida de tres ejemplos verdaderos. Es posible en Matemática, llegar a la verdad por simple observación; no obstante hay que poner cuidado especial en evitar la "falsa inducción". El astrónomo Abul Hassan, sinceramente satisfecho con la respuesta de Beremiz, declaró que jamás había oído una explicación tan sencilla e interesante de la cuestión de la "falsa inducción matemática". Seguidamente, a una señal del Califa, se levantó el cuarto ulema y se dispuso a formular su pregunta. Su nombre era Jalal lbn-Wafrid. Era poeta, filósofo y astrólogo. En Toledo, su ciudad natal, se había hecho muy popular como narrador de historias. Jamás olvidaré su venerable y singular figura. Nunca se borrará en mí el recuerdo de su mirada serena y bondadosa. Se adelantó hacia el extremo del estrado, y, dirigiéndose al Califa, habló así: - Para que mi pregunta pueda ser bien comprendida, he de aclararla contando una antigua leyenda persa... -¡Apresúrate a contarla, oh elocuente ulema! respondió el Califa. Estamos ansiosos de oír tus sabias palabras, que son, para nuestros oídos, como pendientes de oro. El sabio toledano, con voz firme y sonora como el andar de una caravana, narró lo siguiente: Capítulo XXIX: En el que escuchamos una antigua leyenda persa. Lo material y lo espiritual. Los problemas humanos y trascendentes. La multiplicación más famosa. El Sultán reprime con energía la intolerancia de los jeques islamitas. -"Un poderoso rey que gobernaba Persia y las grandes llanuras del Irán, oyó a cierto derviche decir que el verdadero sabio debía conocer, con absoluta perfección, la parte espiritual y la parte material de la vida. Se llamaba Astor ese monarca, y su sobrenombre era "El Sereno". ¿Qué hizo Astor? Vale la pena recordar la forma en que procedió el poderoso monarca. Mandó llamar a los tres mayores sabios de Persia, y entregó a cada uno de ellos dos dinares de plata, diciéndoles: - En este palacio hay tres salas iguales, completamente vacías. Cada uno de vosotros quedará encargado de llenar una de ellas, pero para esta tarea no podrá gastar suma mayor que la que acaba de recibir.

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El problema era realmente difícil. Cada sabio debía llenar una sala vacía gastando sólo la insignificante cantidad de dos dinares. Partieron los sabios a fin de cumplir la misión que les había confiado el caprichoso rey Astor. Horas después regresaron a la sala del trono. El monarca, interesado por la solución del problema, les interrogó. El primero en ser interrogado habló así: -Señor: gasté los dos dinares, pero la sala quedó completamente llena. Mi solución fue muy práctica. Compré varios sacos de heno y con ellos llené el aposento desde el suelo hasta el techo. -¡Muy bien!, exclamó el rey Astor, el Sereno. Tu solución estuvo realmente bien imaginada. Conoces, en mi opinión, la parte material de la vida, y desde este punto de vista habrás de enfrentarte con los problemas que la vida te presente. Seguidamente, el segundo sabio, después de saludar al monarca, dijo con cierto énfasis: -En el desempeño de mi tarea, gasté sólo medio dinar. Voy a explicar cómo lo hice: Compré una vela y la encendí en la sala vacía. Ahora ¡oh rey! podrás observarla. Está llena, enteramente llena de luz... -¡Bravo!, exclamó el monarca. ¡Descubriste una solución brillante para el caso! La luz simboliza la parte espiritual de la vida. Tu espíritu se halla, por lo que puedo deducir, dispuesto a enfrentarse con todos los problemas de la existencia desde el punto de vista espiritual. Llegó al fin el tercer sabio, y dijo -Pensé en principio, ¡oh Rey de los Cuatro Rincones del Mundo!, en dejar la sala confiada a mi cuidado exactamente cómo se hallaba. Era fácil ver que la sala no estaba vacía. Evidentemente, estaba llena de aire y de oscuridad. No quise, sin embargo, colocarme en la cómoda postura de indolencia y picardía. Resolví pues actuar también, como mis compañeros. En consecuencia tomé un puñado de heno de la primera sala y lo quemé con la vela de la segunda, y con la humareda que se desprendía llené enteramente la tercera sala. Como es de suponer esto no me costó nada, y conservo íntegra la cantidad que se me dio. La sala está pues llena: llena de humo. -¡Admirable!, exclamó el rey Astor. Eres el mayor sabio de Persia y tal vez del mundo. Sabes unir con justiciosa habilidad lo material y lo espiritual para alcanzar la perfección". El sabio toledano, terminó su narración. Luego, volviéndose hacia Beremiz, habló sonriente y con aire de extremada amabilidad. -Mi deseo es, ¡oh Calculador!, comprobar si, a semejanza del tercer sabio de esta historia, eres capaz de unir lo material a lo espiritual, y si puedes resolver, no sólo problemas humanos, sino también cuestiones trascendentales. Mi pregunta es pues la siguiente: ¿Cuál es la multiplicación famosa, de que hablan las historias, multiplicación que todos los hombres cultos conocen, y en la que sólo figura un factor? Esta inesperada pregunta sorprendió con sobrada razón a los ilustres musulmanes. Algunos no disfrazaron sus contenidas manifestaciones de desagrado o impaciencia. Un cadí a mi lado, rezongó irritado, con gesto desabrido: -Eso es una insensatez, un disparate... Beremiz se quedó un momento pensativo. Después, coord inadas sus ideas, d ijo:

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- La única multiplicación famosa con un solo factor, citada por todos los historiadores y que conocen todos los hombres cultos, es la multiplicación de los panes, hecha por Jesús, hijo de María. En aquella multiplicación sólo figuraba un factor: el poder milagroso de la voluntad de Dios. - Excelente respuesta, declaró el toledano. ¡Ciertísimo! Es la respuesta más perfecta y completa que he oído hasta hoy. Este Calculador resolvió de manera irrefutable el problema que le planteé. ¡Allah! Algunos musulmanes, inspirados por la intolerancia, se miraron espantados. Hubo susurros. El Califa exigió enérgicamente: -¡Silencio! Veneremos a Jesús, hijo de María, cuyo nombre es citado diecinueve veces en el Libro de Allah. Y seguidamente se dirigió al quinto ulema y añadió con voz amable: -Esperamos vuestra pregunta, ¡oh jeque Nascif Rahal! Seréis el quinto en intervenir en este maravilloso torneo de ciencia y fantasía... Oída esta orden del rey, el quinto sabio se levantó prestamente. Era un hombre bajo, gordo, de blanca cabellera. En vez de turbante llevaba un pequeño gorro verde. Era muy conocido en Bagdad, pues enseñaba en la mezquita y aclaraba a los estudiosos los puntos oscuros de los hadiths del Profeta. Yo lo había visto ya dos veces cuando salía del haman. Hablaba nerviosamente, de modo arrebatado y un poco agresivo. -El valor de un sabio, empezó a decir con grave entonación, sólo puede ser medido por el poder de su imaginación. Los números tomados al azar, los hechos históricos. recordados con precisión y oportunidad, pueden tener un interés momentáneo, pero al cabo de algún tiempo caen en el olvido. ¿Quién de vosotros recuerda aún el número de letras del Corán? Hay números, nombres, palabras y obras que están, por su propia naturaleza y finalidad, condenados al irremediable olvido. El saber que no sirve al sabio, es vano. Voy en consecuencia a asegurarme de la capacidad y del valer del Calculador aquí presente, haciéndole una pregunta que no se relaciona con ningún problema que pueda exigir memoria ni habilidad de cálculo. Quiero que el matemático Beremiz Samir nos cuente una leyenda, o una simple fábula, en la que aparezca una división de 3 por 3,indicada, pero no efectuada, y otra de 3 por 2 indicada y efectuada sin dejar resto. ¡Buena idea!, susurro el anciano de la túnica azul. Buena idea la de este ulema de blanca cabellera. Vamos a dejarnos de cálculos que nadie entiende y oigamos una leyenda. ¡Qué maravilla! ¡Al fin vamos a oír una leyenda! -Pero esa leyenda tendrá números y cuentas, seguro, rezongó por lo bajo el haquím llevándose la mano a la boca. Ya lo verá, amigo mío: todo acaba en cálculos, números y problemas. ¡Mala suerte la nuestra! - Dios quiera que eso no ocurra, dijo el anciano. Quiéralo Dios ¡Al-uahhad! Quedé bastante desconcertado y sorprendido ante la imprevista exigencia del quinto ulema. ¿Cómo iba Beremiz a inventar en aquel angustioso momento una leyenda en la que apareciera una división planteada pero no efectuada, y más aún, una división de 3 por 2 sin resto? ¡Es lógico que quien divide tres entre dos ha de dejar un resto de 1! Dejé de lado mis inquietudes y confié en la imaginación de mi amigo. En la imaginación de Beremiz y en la bondad de Allah... El Calculador, tras hacer por unos instantes una ferviente rebusca en su memoria, empezó a relatar el siguiente caso.

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Capitulo XXX: El Hombre que Calculaba narra una leyenda. El tigre sugiere la división de "tres" entre "tres". El chacal indica la división de "tres" entre "dos". Cómo se calcula el cociente en la Matemática del más fuerte. El jeque del gorro verde elogia a Beremiz.

"¡En nombre de Allah, Clemente y Misericordioso! El león, el tigre y el chacal abandonaron cierta vez la cueva sombría en que vivían y salieron en peregrinación amistosa a vagabundear por el mundo, a la busca de alguna región rica en rebaños de tiernas ovejas. En medio de la gran selva, el temible león que dirigía, como es lógico el grupo, se sentó fatigado sobre las patas traseras y alzando la enorme cabeza soltó un rugido tan fuerte que hizo temblar los árboles más próximos. El tigre y el chacal se miraron asustados. Aquel rugido amenazador con que el peligroso monarca turbaba el silencio del bosque, quería decir, traducido lacónicamente, en un lenguaje al alcance de los otros animales, lo siguiente: Tengo hambre. -¡Tu impaciencia es perfectamente justificable! observó el chacal dirigiéndose humildemente al león. Te aseguro, sin embargo, que en esta selva hay un atajo misterioso que ninguna fiera conoce y por el que podremos llegar fácilmente a un pequeño poblado, casi en ruinas, donde hay caza abundante al alcance de las garras y sin el menor peligro... -¡Vamos, chacal!, ordenó el león. ¡Quiero conocer ese adorable rincón del mundo! Al anochecer, guiados por el chacal, llegaron los viajeros a lo alto de un monte, no muy alto, desde cuya cima se divisaba una amplia planicie verdeante. En medio de la llanura se hallaban descuidados, ajenos al peligro que los amenazaba, tres pacíficos animales: una oveja, un cerdo y un conejo. Al ver la presa fácil y segura, el león sacudió su abundante melena con un movimiento de patente satisfacción, y con ojos brillantes de gula se volvió hacia el tigre y dijo en tono aparentemente amistoso: -¡Oh tigre admirable! Veo allí tres bellos y sabrosos bocados: una oveja, un cerdo y un conejo. Tú, que eres listo y experto, has de dividirlos entre tres. Haz, pues, esa operación con justicia y equidad: divide fraternalmente las tres presas entre tres cazadores... Lisonjeado por semejante invitación, el vanidoso tigre, después de expresar con aullidos de falsa modestia su incompetencia y su humildad, respondió: -La división que generosamente acabas de proponer ¡oh rey! es muy sencilla y se puede hacer con relativa facilidad. La oveja, que es el bocado mayor, y el más sabroso también, es capaz de saciar el hambre de una banda entera de leones del desierto. Pues bien: té corresponde, ¡oh rey! Es tuya, absolutamente tuya. Y aquel cerdito flaco, sucio y triste que no vale una pata de oveja bien cebada, quedará para mí, que soy modesto y con bien poco me contento. Y finalmente, aquel minúsculo y despreciable conejo de reducidas carnes, indigno del paladar mimado de un rey, le corresponderá a nuestro compañero el chacal, como recompensa por la valiosa indicación que nos proporcionó hace poco. -¡Estúpido! ¡Egoísta!, rugió el pavoroso león con furia indescriptible. ¿Quién te ha enseñado a hacer divisiones como ésta? ¡ Eres un imbécil! ¿Dónde se ha visto una división de tres entre tres resuelta de este modo?

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Y levantando su zarpa la descargó en la cabeza del inadvertido tigre que cayó muerto a pocos pasos de distancia. Luego, volviéndose hacia el chacal, que había asistido horrorizado a aquella trágica división de tres entre tres, habló así: -¡Querido chacal! Siempre he tenido el más elevado concepto de tu inteligencia. Sé que eres el más ingenioso y hábil animal de la selva y no conozco otro que sepa resolver con tanta habilidad los más difíciles problemas. Te encargo pues de hacer esta división, tan sencilla y trivial, que el estúpido tigre, como acabas de ver, no supo hacer satisfactoriamente. Viendo, amigo chacal, esos tres apetitosos animales: la oveja, el cerdo y el conejo. Nosotros somos dos, y los bocados a repartir son tres. Pues bien: vas a dividir tres entre dos. Vamos: ¡ Haz los cálculos, pues quiero saber lo que me corresponde exactamente... ! -¡No paso de humilde y rudo siervo de Su Majestad!, gimió el chacal en tono de humildísimo respeto. Tengo, pues, que obedecer ciegamente la orden que acabo de recibir. Como si fuera un sabio geómetra, voy a dividir por dos aquellos tres animales. ¡Se trata de una sencilla división de tres entre dos! La división matemáticamente justa y cierta es la siguiente: La admirable oveja, manjar digno de un soberano, corresponde a tus reales caninos, pues es indiscutible que eres el rey de los animales. El hermoso cerdito, cuyos armoniosos gruñidos se oyen desde aquí, corresponde también a tu real paladar, pues dicen los entendidos que la carne de cerdo da más fuerza y energía a los leones. Y el saltarín conejo, con sus largas orejas, debe ser también para ti, que lo saborearás como postre, ya que a los reyes, por ley tradicional entre los pueblos, les corresponde siempre, como complemento de los opíparos banquetes, los manjares más finos y delicados. -¡Oh incomparable chacal!, exclamó el león encantado con la división que acababa de oír. ¡Qué armoniosas y sabias son siempre tus palabras! ¿Quién te enseñó ese artificio maravilloso de dividir con tanta perfección y acierto tres entre dos? -Lo que tu justicia acaba de hacerle al tigre hace un momento por no haber sabido dividir con habilidad tres entre dos cuando uno de esos dos es un león y el otro un chacal. En la Matemática del más fuerte, digo yo, el cociente es siempre exacto y al más débil, después de la división, sólo le debe quedar el resto. Y desde aquel día, sugiriendo siempre divisiones de aquel tipo, inspiradas en la más torpe bajeza, juzgó el ambicioso chacal que podría vivir tranquilo su vida de parásito, regalándose con las sobras que dejaba el sanguinario león. Pero se equivocó. Pasadas dos o tres semanas, el león, irritado, hambriento, desconfió del servilismo del chacal y acabó matándolo como al tigre. Y la moraleja es que siempre la verdad debe ser dicha, una y mil veces: "¡El castigo de Dios está más cerca del pecador de lo que están los párpados de los ojos!'" He aquí, ¡oh justicioso ulemal, concluyó Beremiz, narrada con la mayor sencillez, una fábula en la que hay dos divisiones. La primera fue una división de tres entre tres, planteada, pero no efectuada. La segunda fue una división de tres entre dos, efectuada sin resto. Oídas estas palabras del calculista se hizo un profundo silencio. Aguardaban todos con vivo interés la apreciación, o mejor, la sentencia del severo ulema. El jeque Hacíf Rahal, después de ajustarse nerviosamente su gorro verde y pasarse la mano por la barba, pronunció con cierta amargura su sentencia:

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-La fábula narrada se ajustó perfectamente a las exigencias por mí formuladas. Confieso que no la conocía y, a mi ver, es de las más felices. El famoso Esopo, el griego, no la haría mejor. Y ese es mí parecer. Allah es sin embargo más sabio y más justo. La narración de Beremiz, aprobada por el jeque del gorro verde, agradó a todos los visires y nobles musulmanes. El príncipe Cluzir Schá, huésped del rey, declaró en voz alta dirigiéndose a todos los presentes: -La fábula que acabamos de oír encierra una lección moral. Los viles aduladores que se arrastran en las cortes, en la alfombra de los poderosos, pueden, al principio, lograr algún provecho de su servilismo, pero al fin son siempre castigados, pues el castigo de Dios está siempre muy cerca del pecador. La contaré a mis amigos y colaboradores cuando vuelva a mis tierras de Lahore. El soberano árabe calificó de maravillosa la narración de Beremiz. Y dijo, además, que aquella singular división de tres entre tres debería ser conservada en los archivos del Califato, pues la narración de Beremiz, por su elevada finalidad moral, merecía ser escrita con letras de oro en las alas transparentes de una mariposa blanca del Cáucaso. Seguidamento tomó la palabra el sexto ulema. Era éste cordobés. Había vívido quince años en España y había huido de allá al caer en desgracia ante su soberano. Era hombre de mediana edad, rostro redondo, fisonomía franca y risueña. Decían sus admiradores que era muy hábil en escribir versos humorísticos y sátiras contra los tiranos. Durante seis años había trabajado en el Yemen como simple mutavif. -¡Emir del Mundo!, comenzó el cordobés dirigiéndose al Califa. Acabo de oír con verdadera satisfacción la admirable fábula denominada la división de tres entre dos. Esta narración encierra a mi ver grandes enseñanzas y profundas verdades. Verdades claras como la luz del sol en la hora del adduhhr. Me veo forzado a confesar que los preceptos maravillosos toman forma viva cuando son presentados en forma de historias o de fábulas. Conozco una leyenda que no contiene divisiones, cuadrados ni fracciones, pero que encierra un problema de Lógica cuya solución sólo es posible mediante el raciocinio puramente matemático. Narrada en forma de leyenda, veremos cómo resolverá el eximio Calculador el problema en ella contenido. Y el sabio cordobés contó lo siguiente: Capítulo XXXI: El sabio

-cordobés narra una leyenda. Los tres novios de Dahizé. El problema de

"los cinco discos". Cómo Beremiz reprodujo el raciocinio de un novio inteligente. Macudó, el famoso historiador árabe, en los veintidós volúmenes de su obra, habla de los siete mares, de los grandes ríos, de los elefantes célebres, de los astros, de las montañas, de los diferentes reyes de la China y de otras mil cosas, y no hace la menor referencia al nombre de Dahizé, hija única del rey Cassim "el Indeciso". No importa. A pesar de todo, Dahizé no quedará olvidada, pues en los manuscritos árabes se encuentran más de cuatrocientos mil versos en los, que centenares de poetas alaban y exaltan los encantos de la famosa princesa. La tinta gastada para describir la belleza de los ojos de Dahizé, daría, transformada en aceite, el suficiente para iluminar la ciudad de El Cairo durante medio siglo sin interrupción. ¡Qué exagerado, diréis.¡ ¡No admito eso de exagerado, hermanos árabes! ¡La exageración es una forma de mentira! Pasemos sin embargo al caso que narraba. Cuando Dahizé cumplió dieciocho años y veintisiete días, fue pedida en matrimonio por tres príncipes cuyos nombres ha perpetuado la tradición: Aradin, Benefir y Comozán.

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El rey Cassim estaba indeciso. ¿Cómo elegir entre los tres ricos pretendientes aquél que debería ser el novio de su hija? Hecha la elección, se presentaría la siguiente consecuencia fatal: El rey, ganaría un yerno, pero en cambio los otros dos pretendientes despechados se convertirían en rencorosos enemigos. ¡Pésimo negocio para un monarca sensato y cauteloso, que solo deseaba vivir en paz con su pueblo y sus vecinos! La princesa Dahizé, consultada, declaró que se casaría con el más inteligente de sus tres pretendientes. La decisión de la joven fue recibida con gran contento por el rey Cassim. El caso, que parecía tan delicado, presentaba una solución muy simple. El soberano árabe mandó llamar a los cinco sabios más sabios de la corte y les dijo que sometieran a los tres príncipes a un riguroso examen. ¿Cuál de los tres sería el más inteligente? Terminadas las pruebas, los sabios presentaron al soberano un minucioso informe. Los tres príncipes eran inteligentísimos. Conocían además profundamente las Matemáticas, la Literatura, la Astronomía y la Física. Resolvían complicados problemas de ajedrez, cuestiones sutilísimas de Geometría, enigmas enrevesados y escritos cifrados. -No vemos manera, declaraban los sabios, de llegar a un resultado definitivo en favor de uno u otro... Ante el lamentable fracaso de la ciencia, resolvió el rey consultar a un derviche que tenía fama de conocer la magia y los secretos del ocultismo. El sabio derviche se dirigió al rey: -Sólo conozco un medio que nos permita determinar quién es el más inteligente de los tres: ¡La prueba de los cinco discos! -Hagamos, pues, esa prueba, exclamó el rey. Los tres príncipes fueron conducidos al palacio. El derviche, mostrándoles cinco discos de madera muy fina, les dijo: -Aquí hay cinco discos. Dos de ellos son negros y tres blancos. Todos son del mismo tamaño y de idéntico peso, y sólo se distinguen por el color. Acto seguido, un paje vendó cuidadosamente los ojos de los tres príncipes, de modo que no podían ver ni la menor sombra. El viejo derviche tomó entonces al azar tres de los cinco discos y colgó uno a la espalda de cada uno de los pretendientes. Dijo luego el derviche: -Cada uno de vosotros lleva colgado a su espalda un disco cuyo color ignora. Seréis interrogados uno tras otro. El que descubra el color del disco que le cayó en suerte, será declarado vencedor y se casará con la bella Dahizé. El primer interrogado podrá ver los discos de los otros dos competidores. El segundo podrá ver el disco del último. Y éste tendrá que formular su respuesta sin ver nada. El que dé la respuesta cierta, para probar que no fue favorecido por el azar, tendrá que justificarla por medio de un razonamiento riguroso, metódico y simple. ¿Quién desea ser el primero? Respondió prontamente el príncipe Comozán:

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-¡Yo quiero ser el primero! El paje le quitó la venda de los ojos, y el príncipe Comozán pudo ver el color de los discos que pendían de la espalda de sus rivales. Interrogado en secreto por el derviche, su respuesta fue errada. Declarado vencido tuvo que retirarse del salón. Comozán había visto los dos discos de sus rivales y había errado al decir de qué color era el suyo. El rey anunció en voz alta para que se enteraran los otros dos: -i El príncipe Comozán ha fracasado! -¡Quiero ser el segundo!, declaró el príncipe Benefir. Descubiertos sus ojos, el segundo príncipe vio el color del disco que llevaba a cuestas su competidor. Se acercó al derviche y formuló en secreto su respuesta. El derviche sacudió negativamente su cabeza. El segundo príncipe se había equivocado, y fue invitado a abandonar inmediatamente el salón. Sólo quedaba el tercer competidor, el príncipe Aradín. Este, cuando el rey anunció la derrota del segundo pretendiente, se acercó al trono con los ojos aún vendados y dijo en voz alta cuál era el color exacto de su disco. Concluida la narración, el sabio cordobés se volvió hacia Beremiz y le dijo: - El príncipe Aradín, para formular la respuesta, realizó un razonamiento riguroso y perfecto que le llevó a resolver con absoluta seguridad el problema de los cinco discos y conquistar la mano de la hermosa Dahizé. Deseo pues saber: 1.°-¿Cuál fue la respuesta de Aradín? 2.°-¿Cómo descubrió con la precisión de un geómetra el color de su disco? Beremiz, con la cabeza baja, reflexionó unos instantes. Luego, alzando el rostro, discurrió sobre el caso con seguridad y desembarazo. Y dijo: - El príncipe Aradín, héroe de la curiosa leyenda que acabamos de oír, respondió al rey Cassim padre de su amada: i El disco es blanco! Y al proferir tal afirmación, tenía la certeza lógica de que estaba diciendo la verdad. ¡El disco es blanco! ¿Cuál fue, pues, el razonamiento que le hizo llegar a esta conclusión? El razonamiento del príncipe Aradín fue el siguiente: El primer pretendiente, Comozán, antes de responder vio los dos discos de sus dos rivales. Vio los "dos" discos, y equivocó la respuesta.

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Conviene insistir: De los cinco discos - "tres" blancos y "dos" negros- Comozán vio dos y, al responder, se equivocó. ¿Por qué se equivocó? Se equivocó porque respondió en la inseguridad. Pero si hubiera visto en sus rivales "dos discos negros" no se habría equivocado, no hubiese dudado, y habría dicho al rey: Veo que mis dos rivales llevan discos negros, y como sólo hay dos discos, negros, el mío forzosamente ha de ser blanco. Y con esta respuesta hubiera sido declarado vencedor. Pero Comozán, el primer enamorado, se equivocó. Luego los discos que vio "no eran ambos negros". Pero si esos dos discos vistos por Comozán no eran ambos negros, cabían dos posibilidades: Primera: Comozán vio que los dos discos eran blancos. Segunda: Comozán vio un disco negro y otro blanco. De acuerdo con la primera hipótesis -reflexionó Aradin- mi disco "era blanco". Queda por analizar la segunda hipótesis: Vamos a suponer que Comozán vio un disco negro y otro blanco. ¿Quién tendría el disco negro? Si el disco negro lo tuviera yo - razonó Aradín- el segundo pretendiente habría acertado. En efecto: el segundo pretendiente de la princesa habría razonado así: Veo que el tercer competidor lleva un disco negro; si el mío fuera también negro, el primer candidato -Comozán--, al ver los dos discos negros no se habría equivocado. Luego, si se equivocó -concluiría el segundo candidato-, mi disco "es blanco". ¿Pero qué ocurrió? El segundo pretendiente también se equivocó. Quedó en la duda. Y quedó en la duda por haber visto en mí -reflexionó Aradín- no un disco negro, sino un disco blanco. Conclusión de Aradín: -De acuerdo con la segunda hipótesis, mi disco también es blanco. Ese fue concluyó Beremiz, el razonamiento de Aradín, para resolver con toda seguridad el problema de los cinco discos, y por eso pudo afirmar: "Mi disco es blanco". El sabio cordobés tomó entonces la palabra y se dirigió al Califa con expresión admirada diciendo que la solución dada por Beremiz al problema de los cinco discos había sido completa y brillantísima.

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El razonamiento, formulado con sencillez y claridad, era impecable para el más exigente geómetra. Aseguró aún el cordobés que las personas allí -presentes habían sin duda comprendido en su totalidad el problema de los cinco discos y que serían capaces de repetirlo más tarde en cualquier albergue de caravanas del desierto. Un jeque yemenita que se hallaba frente a mí sentado en un cojín rojo, hombre moreno, malcarado, cubierto de joyas, murmuró a un amigo, oficial de la corte, que se hallaba a su lado: -¿Oyes, capitán, Sayeg? Afirma ese cordobés que todos hemos entendido esa historia del disco blanco y del disco negro. Mucho lo dudo. Por mi parte confieso que no entendí palabra... Y añadió: -Sólo a un derviche cretino se le ocurriría colocar discos blancos y negros en las espaldas de los tres pretendientes ¿No crees? ¿No sería más práctico promover una carrera de camellos en el desierto? El vencedor sería escogido entonces y todo acabaría perfectamente sin complicaciones ¿no crees? El capitán Sayeg no respondió. Parecía no prestar la menor atención a aquel yemenita de pocas luces que quería resolver un problema sentimental con una carrera de camellos por el desierto. El Califa, con aire afable y distinguido, declaró a Beremiz vencedor de la sexta y penúltima prueba del concurso. ¿Tendría nuestro amigo el calculador el éxito que esperábamos en la prueba séptima y final? ¿La coronaría con la misma brillantez? ¡Sólo Allah sabe la verdad! Pero al fin, las cosas parecían correr a medida de nuestros deseos. Capítulo XXXII: En el que Beremiz es interrogado por un astrónomo libanés. El problema de "la perla más ligera". El astrónomo cita un poema en alabanza a Beremiz. Su nombre era Mohildín lhaia Banabixacar, geómetra y astrónomo, una de las figuras más extraordinarias del Islam, el séptimo y último sabio que debía interrogar a Beremiz. Había nacido en el Líbano, su nombre estaba escrito en cinco mezquitas, y sus libros eran leídos hasta por los rumís. Sería imposible encontrar bajo el cielo del Islam inteligencia más segura ni cultura más sólida y amplia. El erudito Banabixacar, el libanés, con su hablar claro e impecable, dijo: -Me siento realmente encantado con lo que llevo oído hasta ahora. El ilustre matemático persa acaba de demostrar repetidamente el poder indiscutible de su talento. Me gustaría también, colaborando en este brillante torneo, ofrecer al calculador Beremiz Samir un interesante problema que aprendí, siendo aún joven, de un sacerdote budista que cultivaba la Ciencia de los Números. Exclamó el Califa, vivamente interesado: -¡Oigamos, hermano de los árabes! Escucharemos con el mayor placer vuestra argu mentación. Espero que el joven persa, que hasta ahora se ha mantenido incólume en los dominios del Cálculo, sepa resolver la cuestión formulada por el viejo budista ¡Allah se compadezca de ese idólatra!-. Viendo el sabio libanés que su inesperada propuesta había despertado la atención del rey, de los visires y de los nobles musulmanes, habló así, dirigiéndose serenamente al Hombre que Calculaba: -Este problema podría denominarse "Problema de la perla más ligera". Y se enuncia así:

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-Un mercader de Benarés, en la India, disponía de ocho perlas iguales por su forma, tamaño y color. De estas ocho perlas, siete tenían el mismo peso; la octava era sin embargo un poquito más ligera que las otras. ¿Cómo podría el mercader descubrir la perla más ligera e indicarla con toda seguridad utilizando la balanza y efectuando dos pesadas, sin disponer de pesa alguna? ¡Este es el problema! -Que Allah te inspire, ¡oh Calculador! la solución más sencilla y más perfecta-. A l oír el enunciado del problema de las perlas un jeque de cabello blanco, con largo collar de oro, que se hallaba al lado del capitán Sayeg, murmuró en voz baja. -¡Que problema tan hermoso! ¡Ese sabio libanés es admirable! i Gloria al Líbano, el País de los Cedros! Beremiz Samir, después de reflexionar durante breves momentos, habló con pausada y firme voz: -No me parece difícil el oscuro problema budista de la perla más leve. Un razonamiento bien encaminado puede revelarnos desde luego la solución. Veamos: "Tengo ocho perlas iguales. Iguales en la forma, en el color, en el brillo y en el tamaño. Rigurosamente iguales. Alguien nos aseguró que entre esas ocho perlas destacaba una por ser un poquito más leve que las otras y que las otras siete presentaban el mismo peso. Para descubrir la más ligera sólo hay un medio: usar una balanza. Y para pesar perlas debe ser una balanza delicada y fina, de brazos largos y platillos muy ligeros. La balanza debe ser sensible. Y aún más: la balanza deber ser exacta. Tomando las perlas de dos en dos y colocándolas en la balanza -una en cada platillo-, se podría descubrir, naturalmente, la perla más ligera. Pero si la perla más ligera fuera una de las dos últimas, me vería obligado a efectuar cuatro pesadas. Y el problema exige que la perla más ligera sea descubierta y determinada sólo en dos pesadas, cualquiera que sea la posición que ocupe. La solución que me parece más sencilla es la siguiente: Dividamos las perlas en tres grupos, y llamemos a cada uno de estos grupos A, B y C. El grupo A tendrá tres perlas; el grupo B, tendrá también tres perlas; el grupo C estará formado por las dos restantes. Con sólo dos pesadas descubriré así cual es la perla más ligera, sabiendo que siete pesan exactamente lo mismo. Pongamos los grupos A y B en la balanza y coloquemos un grupo en cada platillo efectuaremos así la primera pesada-. Pueden ocurrir dos cosas: 1.° Que los grupos A y B presenten pesos iguales. 2.° Que presenten pesos desiguales al ser uno de ellos-A por ejemplo- más ligero. En la primera hipótesis -A y B con el mismo peso- podemos asegurar queda perla más ligera no pertenece al grupo A ni figura en el grupo B. La perla más ligera habrá que buscarla entre las que forman el grupo C. Tomemos, pues, esas dos perlas que forman el grupo C y pongámoslas en los platillos de la balanza -segunda pesada Esta indicará cual es la más ligera y el caso quedará así resuelto. En la segunda hipótesis -A más ligero que B-. queda claro que la perla más ligera está en el grupo A, es decir: es una de las tres perlas del grupo menos pesado. Tomemos entonces dos perlas cualesquiera del grupo A y dejemos la 'otra de lado. Pesemos esas dos perlas -segunda pesada-. Si la balanza queda en equilibrio, la tercera perla -la que dejamos de lado es la más ligera. Si hubiera desequilibrio, la perla más ligera está en el platillo que se alza." Así queda, ¡oh príncipe de los Creyentes!, resuelto el "problema de la perla más ligera" formulado por el ilustre sacerdote budista y presentado aquí por nuestro huésped el geómetra libanés, terminó Beremiz.

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El astrónomo Banabixacar el libanés, clasificó de impecable la solución presentada por Beremiz, y remató su sentencia en los siguientes términos: -Sólo un verdadero geómetra podría razonar con tanta perfección. La solución que acabo de oír en relación con el "problema de la perla más ligera" es un verdadero poema de belleza y sencillez. Y rindiendo homenaje al Calculador, el viejo astrónomo del País de los Cedros, recitó los siguientes versos de Omar Khayyam, poeta muy delicado y gran geómetra de Persia: Si una rosa de amor tú has guardado bien en tu corazón... Sí a un Dios supremo y justo dirigiste tu humilde oración. Si con la copa alzada Cantas un día tu alabanza a la vida. No has vivido en vano... Beremiz agradeció emocionado este homenaje inclinando levemente la cabeza y llevándose la mano derecha a la altura del corazón. ¡Qué bello era el poema de Omar Khayyam! Sí, realmente: ¡No has vivido en vano, oh Omar Khayyam!

ÉRASE UNA VEZ UN PROBLEMA.

Carolina Ocaña Castillo

Había una vez, en un lugar remoto detrás de una montaña, un pueblecito que era conocido como el lugar más culto del planeta. Esto era, quizás, por sus dos grandes ―Centros del Conocimiento‖: ―El Mundo de las Letras‖ y ―El Universo de los Números‖. Pero todo lugar tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Estos dos ―Centros del Conocimiento‖ siempre estaban discutiendo sobre cuál de ellos impartía más cultura y, por tanto, era el mejor. Cada trimestre se celebraban competiciones para ver cuál había enseñado mejor, el centro cuyos alumnos hubiesen sacado mejores notas era el ganador. Un día llegó a ese pueblo un señor llamado Aristoquímedes, que tenía un gran problema. Había oído hablar de sus dos grandes escuelas y pensaba que en una de ellas encontraría su respuesta. Primero fue a preguntar a ―El Universo de los Números‖. - Hola, me llamo Aristoquímedes y he oído hablar muy bien de este pueblo. Me dijeron que aquí podría hallar cualquier respuesta. - Sí, así es. Los números son capaces de todo y esta es su casa así que usted dirá. - Verá…resulta que soy el encargado de suministrar y llevar los cálculos del agua en mi edificio. El otro día tenía que hacer un recado muy urgente y le pedí a uno de mis criados que se encargase de los cálculos en mi lugar. Cuando volví me dijo que al principio se gastó la mitad del agua, y que 2 horas más tarde se había usado 1/5 de lo que quedaba. En el depósito quedaban 600 litros pero necesito saber cuánto había al principio. - Eh…pues…esto es muy fácil…sólo hay que… no, hay que… ¿le importaría esperar un momento? Iré a preguntar al jefe. - Claro. - Lo siento no se cómo es posible pero no existe ninguna solución matemática que resuelva su problema…Lamento decirle que tendrá que ir a ―El Mundo de las Letras‖ a ver si allí saben qué hacer. - Está bien. Muchas gracias.

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Se dirigió al edificio de al lado, su próximo destino. Una vez dentro se dirigió al mostrador y le dijo al responsable: - Hola, me llamo Aristoquímedes y he oído hablar muy bien de este pueblo. Me dijeron que aquí podría hallar cualquier respuesta…aunque no tuviese mucho que ver con la literatura. - ¡Claro que sí! Verá la lengua está relacionada con todo en esta vida y a través de ella y con un poco de lógica podemos responderle a cualquier cosa. - Bien pues verá, es que en mi edificio yo me encargo de suministrar el agua y llevar todos los gastos. El problema es que el otro día tuve que hacer un recado muy urgente que me requeriría todo el día. Entonces dejé a mi criado a cargo del agua. Cuando terminé y volvía a casa el criado me dijo que primero utilizaron la mitad del depósito y que poco después se gastó 1/5 de lo que quedaba. Miré en el depósito y aún habían 600 litros de agua. Pero para hacer las facturas necesito saber qué cantidad de agua había al principio. Sé que esto es un problema más bien matemático pero acabo de ir al otro edificio y no han sabido resolverlo… - Eso es obvio. No se preocupe: como ya le dije antes con un poco de lógica las letras pueden hacer milagros. Verá: si al principio se gastó eso y luego esto y quedan tantos pues yo diría que al principio había… que había…me sorprende que vaya a decir esto pero… ¡no sé lo que había! - No me diga que he venido hasta aquí para nada… - Lo siento, pero no podemos hacer nada por usted. - Bueno, sí hay algo que puedan hacer…pero no les va a gustar. - ¡Por favor! Cualquier cosa por el saber. - Si ustedes no saben resolver mi problema y los números tampoco tal vez si uniesen sus conocimientos podrían. - ¡No siga! Eso que dice es una locura. Nunca y digo nunca haríamos tal cosa. - Entonces significa que no harían cualquier cosa por el saber. - No es eso. El problema son los de la escuela de matemáticas. Ellos nunca accederían, no son buenos profesionales como nosotros. - Muy bien si ustedes están dispuestos iré a preguntárselo a ellos. Gracias y hasta luego. Aristoquímedes se dirigió de nuevo a ―El Universo de los Números‖. Allí se dirigió directamente al presidente y le dijo: - Hola de nuevo. Quería proponerle una cosa. - Dígame, ¿de qué se trata? - Bueno como antes no supieron resolver mi problema pues he encontrado una solución. - ¡¿De verdad?! ¿Y cuál es? - Pues verá he estado pensando que tal vez si su organización se uniese a la de las letras pues tal vez resolverían mi problema. - No, no y no. Y no es que nosotros no queramos ayudarle sino que la otra organización nunca accedería y… - Ya lo ha hecho. - Y… ¿qué? Bueno pues siendo así…nosotros no vamos a ser menos. Le ayudaremos accediendo a lo que nos pide. - Genial. Nos veremos mañana a las seis de la tarde en la biblioteca. Aristoquímedes fue a avisar del encuentro a la otra organización. Al día siguiente llegada la hora los dos centros se reunieron uno frente a otro. Se pusieron a discutir sobre cuál había sido más puntual. Aristoquímedes les separó y empezó a decirles: - Bien, os recuerdo que hemos venido aquí para encontrar un modo de resolver mi problema. Tenéis todos los materiales que vayáis a necesitar. Hemos encontrado un método para que no os peleéis: Al primero que discuta se le restarán puntos de honor que se le irán sumando al otro centro. Ahora sólo me queda deciros que buena suerte y a trabajar. Tardaron varios días en encontrar métodos pero ninguno resultaba exacto. Pero un buen día, todos gritaron a la vez: - ¡¡ÁLGEBRA!! - ¿Qué?- preguntó Aristoquímedes

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- ÁLGEBRA

Algunos números primos Los signos son importantes Gran cantidad de letras Ecuaciones que Buscan soluciones Raras de entender y por eso A las letras has de atender

- ¡Ah!… ¿y eso cómo me va a ayudar? - Verás, dentro de esto que hemos llamado Álgebra hay unas operaciones que combinan letras y números a las que denominamos ecuaciones. Así que según la fórmula en tu depósito habría al principio… ¡1500 litros! - ¡Genial! Lo habéis conseguido y todo porque habéis trabajado juntos. - Sí, y todo gracias a ti. Te condecoraremos con el título de Padre del Álgebra. Con nuestras imprentas y la rapidez matemática de la otra escuela publicaremos libros para enviarlos al resto del mundo. Pasaron muchos años hasta que el Álgebra se distribuyó por todo el planeta. Actualmente hay muchas operaciones creadas a partir del Álgebra. MAGIA MATEMÁTICA

La mirada de Yaiza era algo inquietante. Sus ojos, oscuros y pequeños, despedían un brillo intenso y, a la vez, profundo y enigmático. En cambio su sonrisa, amplia, franca, transparente y generosa, invitaba a la confidencia y a la amistad. Estas dos vertientes tan diferentes de su personalidad hacían de Yaiza una compañera especial. Todos la queríamos y nos gustaba estar con ella, pero al mismo tiempo sentíamos una admiración y un respeto reservados sólo para algunas personas adultas. A Yaiza le encantaba el mundo de los números y descubrir sus secretos. Un día me dijo: -Si en el mundo existiera sólo el número 1, operando con él podríamos obtener todos los demás números.- Yo me quedé con la boca abierta, pero ella enseguida me aclaró: - Multiplica 1 x 1 y tendrás el 1. Ahora multiplica 11 x 11 y te aparecerá el 2, multiplica el 111 x 111 y te aparecerá el 3...- Actividad 1: ¿Hasta cuánto tendríais que multiplicar para obtener los 10 dígitos diferentes, desde el 0 hasta el 9? Tuve que reconocer que a mí lo que me fallaba era el cálculo mental. - Tienes que conseguir ver cada uno de los números con su complemento hasta el 10, – me explicó – si oyes el 8, tú ya tienes que ver el 2, que es lo que falta para llegar al 10. Si te nombran el 6, tú ya lo asocias al 4, que es lo que falta para completar 10.- Hablaba de los números como si fueran criaturas suyas y, al hacerlo, los ojos se le volvían más pequeños y su sonrisa se agrandaba hasta transmitir una emoción casi mágica. -Te voy a conseguir algo para que puedas mejorar tu cálculo mental – me prometió. Al día siguiente, a primera hora, se me acercó y me dijo: - Te he traído la primera y la última generación de instrumentos de cálculo – y sacó de su mochila un ábaco y un papel con una dirección de internet. -Este ábaco me lo trajo mi padre de Rusia. Desde siempre la Humanidad se ha ayudado de ábacos para llevar sus cuentas. En muchas partes de Europa y Asia los ábacos se hacían insertando bolas, piedras o cuentas en varillas. En cambio en Perú, durante el Imperio Inca, los ábacos estaban hechos con una cuerda gruesa de la que pendían otras más finas con distintos tipos de nudos a diferentes alturas. Estos ábacos se llamaban Quipus. Ese día la profesora explicó en clase la raíz cuadrada. Cuando faltaban 5 minutos para que sonara el timbre, la profesora concluyó: - Así pues, la raíz cuadrada de 36 es 6, porque 6 x 6 son 36. Mañana hablaremos de la raíz cuadrada de 2025 -, sonrió pícaramente. Yaiza levantó la mano y contestó: - 45 -. -¿Y de 5625? – sonrió la profe.

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- 75 –, respondió Yaiza. -¿Y de 4225? - , - 65 – afirmó Yaiza. Toda la clase quedó petrificada. La profe asintió con la cabeza y levantó el pulgar con el puño cerrado, felicitando a Yaiza. Yaiza se echó a reír. Sonó el timbre y todos corrimos a su lado. Aquello era magia y queríamos saber el truco. -La única magia que hay es la de los números – aclaró Yaiza. Si hacéis una lista de los cuadrados de números acabados en 5 y miráis los resultados, también vosotros sabréis hacerlo – dijo – y sobre un banco del patio escribió en un papel:

15 x 15 = 225 25 x 25 = 625

35 x 35 = 1225 45 x 45 = 2025 ........................ 85 x 85 = 7225

Actividad 2: Investigad y descubrid qué regla se cumple en estos casos. Poco a poco me fui aficionando a los números. Yaiza me descubrió los triángulos y los cuadrados mágicos, en donde había que colocar los números del 1 al 9, sin repetir ninguno, de forma que en todas las direcciones tuvieran que sumar un número determinado. -Existe una leyenda china – me aseguró Yaiza – que explica el origen del cuadrado mágico en el caparazón de una tortuga. -¿Nunca has pensado en dedicarte a la magia? - le pregunté. -Sí, muchas veces, porque lo que parece magia, en realidad son propiedades de los números y yo, con ellos, estoy como pescado en el agua.- -Se dice, como pez en el agua corregí, y se rió conmigo. -Me sé un truco muy bueno con cartas.- -Tráetelas mañana y lo haces – le pedí. -Mañana no puedo, tengo que ir con mis padres al consulado para tratar de arreglar unos papeles. Las traeré pasado mañana.- El jueves en el recreo Yaiza se colocó en un banco del patio y toda la clase la rodeamos. Hizo ademán de concentrarse, barajó 15 cartas que había traído, cogió aire, lo expulsó y, con gestos ceremoniosos, me pidió a mí que me fijara en una las cartas y dijera luego en qué montón había caído. Fue colocando las cartas boca arriba de una en una en 3 montoncitos. Después de señalar yo el montón en el que estaba mi carta, ella recogió las cartas, colocando el montón en el que estaba mi carta entre los otros dos. Yaiza repitió la operación por segunda y tercera vez. Después fue depositando las cartas en un solo montón, una encima de otra y cuando llegó a la octava carta me dijo: - ésta es tu carta.- ¡Había acertado! Todos aplaudimos y el patio se inundó de ―ahora a mí‖, ―ahora a mí‖, ahora a mí‖... Entramos en clase de Música y mientras preparábamos las flautas yo le cuchicheé: -Me he fijado en los gestos ceremoniosos que hiciste antes de empezar el truco de las cartas.- -Eso es parte de la magia, – sonrió – es importante hacer creer que algo extraordinario y sobrenatural va a ocurrir. Lo demás lo harán nuestros números – y volvió a sonreír. ¡No me lo podía creer! Había dicho ―nuestros números‖. ¡Me consideraba su cómplice! ¡Su amigo! Sentí algo nuevo, además de admiración. Sentí que el corazón me latía con fuerza y que por dentro me crecía una felicidad que casi me ahogaba. ¿Qué me estaba pasando? El profesor reclamó nuestra atención y empezamos a ensayar, pero ese día no me enteré de nada. Tenía la cabeza embotada y no podía pensar, sólo podía mirar a Yaiza. Al acabar la clase ella volvió a acercarse a mí y me dijo: - También la música tiene que ver con los números. - Creí que estaba bromeando. Pero ella me propuso construir una flauta con pajitas de refresco porque, según me explicó, las notas guardan entre sí relaciones numéricas.

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-Mira, - dijo -si nosotros soplamos por un tubo fino, se producirá un sonido, por ejemplo, un DO grave. Si ahora soplamos por un tubito con la mitad de longitud que antes, sonará un DO agudo. Esto quiere decir que entre un DO grave y un DO agudo la relación es 1 a ½. Y si soplamos por un tubo con los 2/3 de la longitud primera, la del DO grave, sonará un SOL. Y con ¾ de la longitud sonará un FA. Yo te voy a decir todas las relaciones, es decir, todas las fracciones con las que se corresponden todas las notas y construiremos una flauta, ¿vale?. - -¡Pues claro que vale! - pensé yo, que para entonces me parecía que no tocaba el suelo, que caminaba levitando. Algo raro me había sucedido y no acertaba a saber qué era. Yaiza trajo al día siguiente un paquete de pajitas de refrescos de colores y muchos compañeros de la clase se apuntaron al experimento. -Fijaos, - dijo – ésta es la relación que existe entre un DO grave, que será nuestra unidad, o sea, nuestra referencia, y las demás notas de la escala: DO grave = 1; RE = 9/10; MI = 4/5; FA = ¾; SOL = 2/3; LA = 3/5; SI = 11/20; DO agudo = ½ Cogeremos para el DO grave una longitud de 10 centímetros. - Y todos nos afanamos en cortar una de las pajillas exactamente con 10 cm de longitud. -Ahora calcularemos lo que tienen que medir las pajitas para cada una de las notas. Para el RE sería 9/10 de 10 cm, o sea, 9 cm. Para el MI sería 4/5 de 10 cm, o sea, 8 cm. Para el FA sería ¾ de 10 cm, o sea, 7,5 cm Cortamos las pajitas con esas longitudes y las unimos de mayor a menor con cinta adhesiva. ¡Habíamos construido nuestras propias flautas! -¡Es maravilloso!- pensé - ¡Pero, no, la maravillosa era ella! - Allí estábamos la mitad de la clase intentando tocar lo aprendido en clase de música con nuestras propias flautas. Nos sentíamos auténticos luthiers. Eso era una verdadera magia. Otra era que me había enamorado. Yaiza saltaba y reía entre las risas y saltos de todos nosotros. Pero hubo un momento en que nuestras miradas se cruzaron y, como por encanto, los dos nos quedamos inmóviles, como electrocutados por alguna chispa sobrenatural. Ese día la acompañé a casa. Durante el camino no pudimos articular palabra. De vez en cuando nos mirábamos y sonreíamos. Al despedirnos Yaiza me pasó una dirección de internet. -A ver si sabes cuál es el truco – me dijo – y, si no, mañana te lo explico. Sus ojos brillaron profundos y pequeños y su boca desplegó una sonrisa amplia y sincera antes de que saliera corriendo para su portal. Me quedé un rato sin reaccionar y con la sonrisa puesta. Cuando llegué a casa busqué la dirección. ¡Funcionaba! ¡La bola mágica adivinaba mi número! Pero no sabía por qué. Yaiza no ha vuelto al colegio. Los profesores nos dicen algo sobre dificultades para conseguir unos documentos y que la familia se ha tenido que volver a su país. He llorado muchos días. Ahora confío en la magia de que algún día consigan arreglar esos dichosos papeles para que todos podamos tener otra vez a Yaiza con nosotros. Algebra Recreativa

Yakov Perelman.

1. El arte de plantear ecuaciones

El idioma del álgebra es la ecuación. «Para resolver un problema referente a números o relaciones abstractas de cantidades, basta con traducir dicho problema, del inglés u otra lengua al idioma algebraico», escribió el gran Newton en su manual de álgebra titulado Aritmética Universal. Isaac Newton mostró con ejemplos cómo debía efectuarse la traducción. He aquí uno de ellos:

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En la lengua vernácula: En el idioma del álgebra:

Un comerciante tenía una determinada suma de dinero

x

El primer año gastó 100 libras x - 100

Aumentó el resto con un tercio de éste

Al año siguiente volvió a gastar 100 libras

Y aumentó la suma restante en un tercio de ella

El tercer año gastó de nuevo 100 libras

Después de que hubo agregado su tercera parte

El capital llegó al doble del inicial

Para determinar cuál es el capital inicial del comerciante no queda más que resolver la última ecuación. La solución de una ecuación es, con frecuencia, tarea fácil; en cambio, plantear la ecuación a base de los datos de un problema suele ser más difícil. Hemos visto que el arte de plantear ecuaciones consiste, efectivamente, en traducir ―la lengua vernáculo a la algebraica‖. Pero el idioma del álgebra es lacónico en extremo, por eso no todos los giros del idioma materno son de fácil traducción. Las traducciones pueden ser muy distintas por el grado de su dificultad, como puede convencerse el lector a la vista de los ejemplos de ecuación de primer grado expuestos.

2. La vida de Diofanto

Problema

La historia ha conservado pocos rasgos biográficos de Diofanto, notable matemático de la antigüedad. Todo lo que se conoce acerca de él ha sido tomado de la dedicatoria que figura en su sepulcro, inscripción compuesta en forma de ejercicio matemático. Reproducimos esta inscripción:

En la lengua vernácula: En el idioma del álgebra

¡Caminante! Aquí fueron sepultados los restos de Diofanto. Y los números pueden mostrar, ¡Oh milagro!, cuan larga fue su vida,

x

Cuya sexta parte constituyó su hermosa infancia. x/6

Había transcurrido además una duodécima parte de su vida, cuando de vello cubrióse su barbilla

x/12

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Y la séptima parte de su existencia transcurrió en un matrimonio estéril.

x/7

Pasó un quinquenio más y le hizo dichoso el nacimiento de su precioso primogénito,

5

Que entregó su cuerpo, su hermosa existencia, a la tierra, que duró tan solo la mitad de la de su padre

x/2

Y con profunda pena bajó a la sepultura, habiendo sobrevivido cuatro años al deceso de su hijo

Dime cuantos años había vivido Diofanto cuando le llegó la muerte.

Solución Al resolver la ecuación y hallar el valor de la incógnita, 84, conocemos los siguientes datos biográficos de Diofanto: se casó a los 21 años, fue padre a los 38, perdió a su hijo a los 80 y murió a los 84. 3. El caballo y el mulo Problema

He aquí un antiguo ejercicio muy sencillo y fácil de traducir al idioma del álgebra. ―Un caballo y un mulo caminaban juntos llevando sobre sus lomos pesados sacos. Lamentábase el jamelgo de su enojosa carga, a lo que el mulo le dijo: ―¿De qué te quejas? Si yo te tomara un saco, mi carga sería el doble que la tuya. En cambio, si te doy un saco, tu carga se igualará a la mía‖. ¿Decidme, doctos matemáticos, cuántos sacos llevaba el caballo, y cuántos el mulo?‖.

Solución

Si yo tomara un saco x - 1

Mi carga y + 1

Sería el doble que la tuya. y +1 = 2(x - 1)

Si yo te doy un saco, y - 1

Tu carga x + 1

Se igualaría a la mía y - 1 = x + 1

Hemos planteado el problema mediante un sistema de ecuaciones con dos incógnitas:

y + 1 = 2 * (x - 1)

y - 1 = x + 1 ó

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2x – y = 3

y – x = 2

Una vez resuelto el sistema vemos que x = 5, y = 7. El caballo llevaba 5 sacos, y el mulo, 7.

4. Los cuatro hermanos

Problema

Cuatro hermanos tienen 45 rublos. Si el dinero del primero es aumentado en 2 rublos, el del segundo reducido en 2 rublos, se duplica el del tercero y el del cuarto se reduce a la mitad, todos los hermanos tendrán la misma cantidad de rublos. ¿Cuánto dinero tenía cada uno? Solución

Los cuatro hermanos tienen 45 rublos x + y + z + t =45

Si al dinero del primero se le agregan 2 rublos x + 2

Al segundo se le restan 2 rublos y - 2

El del tercero se duplica, 2z

Y el del cuarto se divide por dos t/2

A todos los hermanos les quedará la misma cantidad de rublos

x +2 = y - 2 = 2z = t/2

La última ecuación nos permite plantear tres ecuaciones independientes:

x + 2 = y - 2,

x + 2 = 2z

x + 2 = t/2

de donde

y = x + 4

z = (x + 2) / 2

t = 2x + 4.

Colocando estos valores en la primera ecuación, tendremos:

x + x + 4 + (x + 2)/2 + 2x + 4 = 45

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de donde x = 8. A continuación hallamos que y = 12, z = 5, t = 20. Por lo tanto, los hermanos tenían: 8,

12, 5 y 20 rublos.

6. El paseo

Problema

- Pase usted mañana por mi casa - dijo el viejo doctor a un conocido. - Muy agradecido. Saldré mañana a las tres. Quizá desee usted dar también un paseo. En este caso salga a la misma hora y nos encontraremos a la mitad del camino. - Usted olvida que soy ya viejo y ando tan sólo tres kilómetros por hora, en tanto que usted, jovenzuelo, cuando más despacio va, hace 4 kilómetros por hora. No sería ningún delito que me concediera alguna ventaja. - Tiene razón - contestó el joven -. Comoquiera que yo recorro un kilómetro a la hora más que usted, le doy este kilómetro de ventaja, es decir, saldré de casa un cuarto de hora antes ¿le será suficiente? - Es usted muy amable - aprobó al instante el anciano. El joven cumplió lo prometido y salió de su casa a las tres menos cuarto, marchando a 4 kilómetros por hora. El doctor salió a la calle a las tres en punto y anduvo a tres kilómetros por hora. Cuando se encontraron, el anciano dio la vuelta, yendo juntos a su domicilio. Tan sólo cuando el joven regresó a su casa comprendió que debido a la ventaja concedida tuvo que caminar, no el doble, sino el cuádruplo de lo que anduvo el doctor. ¿A qué distancia de la casa del doctor estaba la de su joven conocido?

Solución

Expresemos la distancia que separa las casas con la x (km). El joven anduvo en total 2x, y el doctor, la cuarta parte, es decir x/2. Desde que salió de casa hasta que se encontraron, el doctor recorrió la mitad de cuanto anduvo en total, es decir, x/4, y el joven hizo el resto, es decir, 3x/4. El anciano caminó x/12 y el joven 3x/16 horas; además, sabemos que éste caminó ¼ de hora más que el doctor. Establezcamos la siguiente ecuación

de donde x=2,4 km.

Entre las dos casas mediaba una distancia de 2,4 km.

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7. El artel de segadores

En los recuerdos acerca de L. Tolstoi, el conocido físico A. Tsinguer refiere el siguiente problema que agradaba en extremo al eminente escritor:

Problema

―Un artel de segadores debía segar dos prados, uno tenía doble superficie que otro. Durante medio día trabajó todo el personal del artel en el prado grande; después de la comida, una mitad de la gente quedó en el prado grande; y la otra mitad trabajó en el pequeño.

Figura 6

Durante esa tarde fueron terminados los dos tajos, a excepción de un reducido sector del prado

pequeño, cuya siega ocupó el día siguiente completo a un solo segador. ¿Con cuántos segadores

contaba el artel?‖.

Solución

En este ejercicio, además de la incógnita fundamental - número de segadores - que expresamos con la x, es conveniente introducir otra incógnita complementaria: la superficie del sector segado por un trabajador en un solo día, que expresamos con la y. Aunque el problema no exige que se halle su valor, contribuye a encontrar la raíz de la x. Representemos la superficie del prado grande con x e y. Este prado lo segaron durante medio día x trabajadores, que segaron ½ * (x * y) = x*y/2.

Durante la segunda parte del día trabajó allí la mitad del artel, es decir, x/2 y segaron

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x/2 * ½ * y = x*y/4

Comoquiera que al final de la jornada había sido segado todo el prado, su área será:

x*y/2 + x*y/4 = 3*x*y/4

Expresamos ahora la superficie del prado menor mediante x e y. Durante medio día se ocuparon en él x trabajadores y segaron una superficie de

½ * x/2 * y = x*y/4

Agreguemos a esto el sector que quedó sin segar, que es igual a y (superficie segada por un trabajador en una jornada), y hallaremos la superficie del prado menor:

x*y/4 + y = (x*y +4 *y)/4

No nos queda más que traducir al idioma del álgebra la frase ―el primer prado tiene doble superficie que el segundo‖, y la ecuación quedará establecida como sigue:

Dividiendo por y el numerador y denominador del quebrado de la segunda igualdad, se elimina la incógnita auxiliar, resultando la siguiente ecuación:

3x/(x+4) = 2, ó 3x = 2x + 8

de donde x = 8.

En el artel había 8 segadores. Después de haber sido publicada la primera edición del Algebra Recreativa, el profesor A. Tsinguer me envió una información detallada y muy interesante, relacionada con este problema. El efecto esencial del problema, a su juicio, reside en que ―no es algebraico en absoluto sino aritmético, y aunque es muy sencillo se tropieza conciertas dificultades en su resolución debido a que no es de tipo corriente‖. ―La historia del presente problema es la siguiente, continúa el profesor A. Tsinguer. En la facultad de matemáticas de la Universidad de Moscú, cuando estudiaban en ella mi padre e I. Raievski, mi tío, (amigo íntimo de L. Tolstoi), entre otras disciplinas se enseñaba algo semejante a la pedagogía. A este fin, los estudiantes debían ir a una escuela pública urbana, puesta a disposición de la universidad, y en colaboración

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con expertos y venerables maestros, hacían prácticas pedagógicas. Entre los compañeros de estudios de Tsinguer y Raievski había un tal Petrov, que, según cuentan, era persona muy inteligente y original en extremo. Este Petrov (fallecido en su juventud, creo que de tisis) afirmaba que en las clases de aritmética embrutecían a los escolares con problemas y métodos estereotipados. Para poner de evidencia su punto de vista, Petrov ingeniaba problemas que por salirse de las normas corrientes embarazaban a los ―expertos y venerables maestros‖, pero que los alumnos más lúcidos, todavía no embotados por el estudio rutinario, resolvían con facilidad. Entre dichos problemas (Petrov discurrió varios) estaba el de los segadores. Los maestros con experiencia, claro, podían resolverlo con facilidad mediante ecuaciones, pero no daban con su sencilla resolución aritmética. Sin embargo, el problema es tan fácil que para resolverlo en absoluto no merece la pena servirse del álgebra. Si el prado mayor fue segado por todo el personal del artel en medio día, y por la mitad de la gente en el resto de la jornada, es natural que medio artel segó en medio día 1/3 del prado. Por consiguiente, en el prado menor quedaba sin segar

1/2 - 1/3 = 1/6

Si un trabajador siega en un día 1/6 del prado, y si fue segado 6/6 + 2/6 = 8/6, esto quiere decir que había 8 segadores.

Figura 7 Tolstoi, aficionado de siempre a los problemas que se resuelven utilizando algún subterfugio y ofrecen cierta dificultad, conocía desde la juventud éste, de los segadores, gracias a mi padre. Cuando tuve ocasión de hablar de dicho problema con Tolstoi, ya anciano, le agradaba, sobre todo, el hecho que el problema se hace más comprensible si, al resolverlo, se emplea este sencillo diagrama (fig. 7)‖. Ofrecemos a continuación algunos problemas que, con cierta imaginación, son más fáciles de resolver por medio de la aritmética que valiéndose del álgebra.

8. Las vacas en el prado

Problema

―Al estudiar las ciencias, los ejercicios son más útiles que las reglas‖, escribía Newton en su Aritmética Universal, y acompañaba las indicaciones teóricas con una serie de ejemplos. Entre ellos hallamos el de los toros que pastan en el prado, que generó un tipo específico de problemas semejantes a éste: ―La hierba crece en todo el prado con igual rapidez y espesura. Se sabe que 70 vacas se la comerían en 24 días, y 30, en 60 días. ¿Cuántas vacas se comerían toda la hierba en 96 días?‖. Este problema sirvió de argumento para un cuento humorístico, que recuerda el Maestro particular de Chejov. Dos adultos, familiares del escolar a quien habían encargado resolver este problema, se esforzaban inútilmente por hallar su solución y se asombraban:

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- ¡Qué extraño es el resultado! - dijo uno -. Si en 24 días 70 vacas se comen la hierba, entonces, ¿cuántas vacas se la comerán en 96 días? Claro que 1/4 de 70, es decir, 17 1/2 vacas... ¡Este es el primer absurdo! El segundo todavía más extraño, es que si 30 vacas se comen la hierba en 60 días, en 96 se la comerán 18 3/4 vacas. Además, si 70 vacas se comen la hierba en 24 días, 30 vacas emplean en ello 56 días, y no 60, como afirma el problema. - ¿Pero tiene usted en cuenta que la hierba crece sin cesar? - preguntó otro. La observación era razonable; la hierba crece incesantemente, circunstancia que no puede echarse en olvido, pues en ese caso no sólo no puede resolverse el problema, sino que sus mismas condiciones parecerán contradictorias. ¿Cómo debe resolverse pues, el problema?

Solución

Introduzcamos también aquí una segunda incógnita, que representará el crecimiento diario de la hierba, expresado en partes de las reservas de la misma en el prado. En una jornada hay un crecimiento de y; en 24 días será 24y. Si tomamos todo el pasto como 1, entonces, en 24 días las vacas se comerán

1+24y.

En una jornada las 70 vacas comerán

(1 + 24y) / 24

y una vaca (de las 70) comerá

(1+ 24y) / (24*70)

Siguiendo el mismo razonamiento: si 30 vacas acaban con toda la hierba del prado en 60 días, una vaca comerá en un día

1+60y / (30*60)

Pero la cantidad de hierba comida por una vaca en un solo día es igual para los dos rebaños. Por eso

(1+24y) / (24*70) = (1+60y) / (30*60)

de donde

y = 1 / 480

Cuando se halla y (medida de crecimiento) es ya fácil determinar qué parte de la reserva inicial se come una vaca al día

(1 + 24y) / (24*70) = (1 + 24/480) / (24*70) = 1 / 1600

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Por último establecemos la ecuación para la solución definitiva del problema: si el número de vacas es x, entonces,

{1 + (96 / 480)} / 96x = 1600

de donde x = 20 20 vacas se comerían toda la hierba en 96 días.

9. El problema de Newton

Examinemos ahora un problema del mismo tipo que el anterior: el problema de Newton acerca de los toros. El problema, en realidad, no fue ideado por Newton, sino que es de origen popular.

Problema

―Tres prados cubiertos de hierba de una misma espesura y con el mismo grado de crecimiento, tienen un área de 3 1/3 Ha, 10 Ha y 24 Ha. La hierba del primero es comida por 12 toros durante 4 semanas; la del segundo, por 21 toros durante 9 semanas. ¿Cuántos toros comerán la hierba del tercero durante 18 semanas?‖

Solución

Introducimos la incógnita auxiliar y, que significa la parte de la reserva inicial de hierba que crece en 1 Ha durante una semana. En el primer prado crece durante la primera semana una cantidad de hierba igual á 3 1/3y; durante 4 semanas, 3 1/3y*4= (40/3) y de la reserva de hierba que había inicialmente en 1 Ha. Esto equivale a un crecimiento del área inicial del prado igual a:

3 1/3 + (40/3) y hectáreas. En otras palabras: los toros comen tanta hierba como se precisa para cubrir un prado de

{3 1/3 + (40/3) y} hectáreas.

En una semana 12 toros se comen un cuarto de esta cantidad, y un toro come en una semana 1/48, es decir, la reserva de hierba que hay en un área de

{3 1/3 + (40/3) y} / 48 = (10 + 40y) / 144 hectáreas.

De esa misma manera, con los datos del segundo prado, hallamos el área de éste que alimenta a un solo toro durante una semana:

crecimiento de la hierba en 1 Ha durante 1 semana = y

crecimiento de la hierba en 1 Ha durante 9 semanas = 9y

crecimiento de la hierba en 10 Ha durante 9 semanas = 90y

La superficie del sector que contiene hierba suficiente para alimentar 21 toros durante 9 semanas es igual a

10 + 90y.

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El área necesaria para mantener un toro durante una semana será:

(10 + 90y)/ 9*21 = (10+90y)/189

hectáreas. Ambas normas de alimentación deben ser idénticas:

(10+40y)/144 = (10+90y)/189

Al despejar la incógnita encontramos que y=1/12. Veamos ahora cuál debe ser el área del prado con hierba suficiente para mantener un toro durante una semana:

(10+40y)/144 = (10+40/12)/144 = 5/54

hectáreas. Ocupémonos, por último, de la pregunta del problema. Si representamos el número desconocido de toros con la x, tendremos:

{24+ (24*18/12)}/18x = 5/54

de donde x = 36. El tercer prado puede mantener 36 toros durante 18 semanas.

10. El cambio de las manecillas del reloj

Problema

A. Moshkovski, biógrafo y amigo del famoso físico Albert Einstein, en su deseo de distraer a éste durante su enfermedad, le propuso resolver el problema siguiente (fig. 8): ―Tomemos un reloj - dijo Moshkovski - que tenga las saetas en las 12. Si en esta posición el minutero y el horario cambiaran de función, la hora marcada sería la misma; pero a otras horas, por ejemplo, a las 6 esa permuta de las saetas daría lugar a un absurdo, a una situación que, en un reloj que marchara normalmente no podría producirse; el minutero no puede hallarse en las 6 cuando el horario se encuentra en las 12. De aquí surge la siguiente pregunta: ¿Cuándo y cada cuánto tiempo ocupan las manecillas de un reloj tal posición en la cual al cambiar éstas de función entre sí se producen nuevas situaciones posibles en un reloj normal?

Figura 8 - Sí, contestó Einstein, este problema es muy apropiado para un hombre obligado por su enfermedad a permanecer postrado en el lecho: despierta bastante interés y no es muy fácil. Me temo, sin embargo, que la distracción dure poco tiempo: he dado ya con la forma de resolverlo. Se incorporó en el lecho y con unos cuantos trazos dibujó en un papel un esquema que reflejaba las condiciones del problema. Einstein no necesitó para resolverlo más tiempo que el que he empleado yo en formularlo...‖ ¿Cómo se resuelve?

Solución

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Midamos la distancia que recorren las manecillas, valiéndonos de 60 divisiones de la esfera, a partir de las 12.

Supongamos que en una de las posiciones buscadas, el horario se encuentra a x fracciones a partir del

número 12, y el minutero, a y divisiones.

Como las 60 fracciones son recorridas por el horario en 12 horas, es decir, a 5 divisiones por hora, entonces, x partes de la esfera serán recorridas por el horario en x/5 horas. Dicho con otras palabras, habrán pasado x/5 horas desde que el reloj dio las 12. El minutero recorre y fracciones en y minutos, es decir, en y/60 horas. Expresado de otro modo: el minutero ha pasado la cifra 12 hace y/60 o al cabo de

x/5 – y/60

horas después de que ambas saetas se encontraban en las doce. Este número es entero (desde el cero al 11), ya que muestra cuántas horas completas han pasado desde las doce. Al cambiar las manecillas defunción encontraremos por analogía que a partir de las doce habrán pasado

y/5 – x/60

horas completas. Este número también es entero (desde el cero hasta el 11). Planteamos el siguiente sistema de ecuaciones:

donde m y n son números enteros comprendidos entre el 0 y el 11. En este sistema despejaremos las incógnitas:

x = {60*(12m+n)}/143

y = {60*(12n + m)/143

Asignando a m y n un valor comprendido entre 0 y 11 determinaremos todas las posiciones requeridas de las saetas. Como cada uno de los 12 valores que tiene m, puede ser confrontado con cada uno de los 12 de n, quizás parezca que el número de soluciones posibles puede ser 12 * 12 = 144; pero en realidad es igual a 143, porque cuando m = 0, n = 0, y m = 11, n = 11, las manecilla ocupan la misma posición. Cuando m = 11, n = 11 tenemos: x = 60, = 60, es decir, las manecillas están en las 12, como en el caso de m = 0, n = 0. No nos detendremos a examinar todas las posiciones posibles; ocupémonos de dos casos: Primer caso:

m = 1, n = 1; x = 60*13/143 = 5 5/11

es decir, señala 1 hora 5/11 minutos; en este momento las manecillas están en el mismo sitio por lo que pueden cambiar de función (como siempre que coincidan).

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RELATIVIDAD PARA PRINCIPIANTES I. LA RELATIVIDAD DE GALILEO TODOS LOS SISTEMAS DE REFERENCIA SON VÁLIDOS LA TIERRA se mueve en el espacio como un grano de polvo en un vendaval: gira alrededor del Sol a 30 kilómetros por segundo, y este astro se mueve a su vez a 30 000 kilómetros por segundo alrededor del centro de la Vía Láctea, que es sólo una galaxia entre los millones de galaxias que efectúan un baile cósmico enlazadas por sus mutuas atracciones gravitacionales. Y, sin embargo, no percibimos ninguno de estos movimientos; la Tierra parece ser lo único firme e inmutable a nuestro alrededor. La distancia entre dos puntos fijos de la Tierra o la altura de otro con respecto a la superficie son tipos de medición bien definidos, que pueden repetirse tantas veces cuanto sea necesario, sin incertidumbre, pues la Tierra es un excelente sistema de referencia. La inmovilidad y la inmutabilidad de nuestro planeta eran evidentes a los hombres de la Antigüedad, y sólo recientemente hemos podido aceptar que se mueve en el espacio. El hecho de que el movimiento de la Tierra sea prácticamente imperceptible en la experiencia cotidiana se debe a un principio fundamental que Galileo Galilei enunció claramente en el siglo XVII: las leyes de la física son independientes de cualquier sistema de referencia. La Tierra constituye el ejemplo más obvio de lo que es un sistema de referencia con respecto al cual se efectúan la mayoría de las mediciones. Podemos estudiar, por ejemplo, el movimiento de una piedra que se deja caer desde lo alto de un poste: la experiencia demuestra que la piedra cae exactamente a lo largo de una línea recta vertical (si no soplan vientos fuertes que la desvíen). Del mismo modo, si la piedra es arrojada con una cierta velocidad horizontal, la piedra cae siguiendo una trayectoria curva y llega al suelo a cierta distancia del pie del poste (Figura 1). Se puede demostrar que la trayectoria es una curva geométrica llamada parábola, y la distancia entre el pie del poste y el punto de caída es simplemente la velocidad inicial de la piedra multiplicada por el tiempo que dura la caída. De hecho, esto sería exactamente lo que sucedería si el experimento se realizara en un lugar sin aire (en una campana de vacío o en la Luna; por ejemplo); en la práctica, la fricción del aire con la piedra influye ligeramente en su movimiento.

Figura 1. Trayectoria de una piedra. Pero la Tierra no es el único sistema de referencia disponible. ¿Qué pasa si se repite el experimento de la piedra que cae en un barco en movimiento? Supongamos que la piedra se suelta desde lo alto de un mástil. ¿Caerá la piedra justo al pie del mástil o quedará rezagada debido al movimiento del barco? Esto era un problema filosófico que, en la época de Galileo, se trataba de resolver estudiando los escritos de Aristóteles y otros pensadores de la Antigüedad. No sabemos si Galileo realizó el experimento en un barco o en el laboratorio de su casa, pero podemos afirmar que él comprendió por primera vez las profundas implicaciones de ese problema. En el ejemplo del barco, la piedra caería justo al pie del mástil si no fuera por el aire que la empuja hacia atrás. Para evitar complicaciones innecesarias, se puede realizar el experimento en el interior del barco, donde el aire está en reposo. En este caso; la caída de la piedra ocurre exactamente como si el barco no se moviera. Un experimentador que se encuentra dentro de un barco que avanza en línea recta y a una velocidad constante no puede decidir, por ningún experimento físico, si el barco se mueve. Tendría que asomarse por una escotilla para saberlo. (Es muy importante que el barco se mueva en línea recta y no varíe su velocidad; si éste no es el caso, el experimentador podrá adivinar que se mueve e incluso sentirse mareado por el movimiento; volveremos a este punto más adelante.)

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La trayectoria de la piedra, vista en el sistema de referencia que es el barco, es una línea recta vertical. En cambio, en el sistema de referencia de la tierra firme, la trayectoria es una parábola. Estas dos descripciones de un mismo fenómeno físico son perfectamente compatibles entre sí: un observador en tierra firme ve una piedra que se arroja con una velocidad horizontal que es precisamente la velocidad del barco y ve la piedra caer siempre pegada al mástil, que se mueve con la misma velocidad; un observador en el barco ve simplemente una caída vertical (Figura 2). Tanto el barco como la tierra firme son sistemas de referencia aceptables, y es sólo una cuestión de conveniencia escoger el más apropiado.

Figura 2. Trayectoria de una piedra vista desde dos sistemas de referencia. Hasta ahora hemos insistido en que el movimiento del barco (o cualquier sistema de referencia) debe ser sin cambios de velocidad y en línea recta. Sin embargo, sabemos por experiencia que la marcha de un vehículo se nota cuando su velocidad varía; en un automóvil que toma una curva hacia la derecha, los pasajeros son empujados hacia la izquierda, al enfrenarse son arrojados hacia adelante y al acelerarse hacia atrás. Este tipo de fuerzas se debe a la inercia de los cuerpos masivos; todo objeto tiende a moverse en línea recta, con la misma velocidad, y opone resistencia a cualquier cambio de velocidad o trayectoria. Los pasajeros de un autobús que frena bruscamente son arrojados hacia el frente del vehículo porque intentan mantener la velocidad que poseían antes del enfrenón: en otras palabras, es el autobús el que se ha detenido mientras que sus ocupantes prosiguen su viaje. Las fuerzas que surgen en un sistema de referencia únicamente por el cambio de velocidad o de trayectoria, y no por factores externos, se deben a la inercia de los cuerpos masivos; por esta razón, se les llama fuerzas inerciales. Un sistema de referencia inercial es aquel que se mueve en línea recta sin variar su velocidad; evidentemente en tal sistema de referencia no surgen fuerzas inerciales. De acuerdo con el principio de relatividad de Galileo, las leyes de la física son las mismas en cualquier sistema de referencia inercial. En particular, no se puede distinguir un sistema de referencia inercial de otro por medio de experimentos físicos; cualquier sistema es válido y sólo es una cuestión de conveniencia escoger el más apropiado para describir un fenómeno físico. Mientras un autobús se mueve en línea recta y sin variar su velocidad, la única manera que tienen sus ocupantes de saber si avanzan o no es asomarse por la ventana. (El caso de los sistemas de referencia no inerciales es más complicado; volveremos a ellos en el capítulo VII.) La relatividad de los sistemas inerciales choca en un principio con el sentido común. Si no hay manera de determinar el movimiento, los ocupantes de un autobús pueden postular que ellos están parados y que es la Tierra la que se mueve. En realidad, nada impide tal afirmación, a no ser que, en la práctica, cualquier enfrenón, curva o bache en el pavimento recuerde a los pasajeros que su sistema de referencia no es idealmente inercial. Sin embargo, es innegable que nos sentimos más seguros sabiendo que la Tierra que pisamos es un sistema de referencia sólido, con respecto al cual podemos efectuar mediciones inequívocamente. Después de todo, tomó muchísimo trabajo a los seguidores de Copérnico convencer al resto de la humanidad de que la Tierra se mueve a gran velocidad por el espacio cósmico. Si nunca se detecta el movimiento de la Tierra en la experiencia cotidiana, es justamente por el principio de relatividad de Galileo. Recordemos, sin embargo, que la Tierra no es un sistema de referencia adecuado para observar el curso de los astros. En efecto, los planetas giran alrededor del Sol, por lo que sus movimientos tienen una forma más simple vistos desde un sistema de referencia en el que el Sol está fijo. Vistos desde la Tierra, los planetas parecen moverse de manera tan complicada que desafiaron durante siglos los intentos de los astrónomos antiguos de racionalizarla. Y no olvidemos que el Sol gira alrededor del centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, y así sucesivamente...

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(Debido a su rotación, la Tierra ejerce una ligera fuerza inercial sobre los cuerpos en su superficie empujándolos en dirección perpendicular a su eje de rotación; este efecto es casi imperceptible, pero se puede medir con instrumentos suficientemente precisos.) El hecho de que un cuerpo masivo tiende a moverse en línea recta y a la misma velocidad, si ninguna fuerza actúa sobre él, es una ley fundamental de la mecánica, descubierta por el gran físico inglés Isaac Newton y llamada, en su honor, primera ley de Newton. A pesar de su sencillez, nadie la había descubierto porque, una vez más, parecía contradecir la experiencia común. Así, Aristóteles enseñaba que un cuerpo se mantiene en reposo si no actúan fuerzas sobre él, y se mueve con la misma velocidad si se le empuja con una fuerza constante. En efecto, una carreta de bueyes avanza a la misma velocidad mientras los bueyes la jalan y al dejar de hacerlo la carreta se detiene. Sin embargo, esto se debe a la fricción de las ruedas con sus ejes; si éstas estuvieran lubricadas en forma perfecta, la carreta rodaría con cualquier empujón inicial. La situación ideal en la que se aplica la primera ley de Newton es la de una nave espacial que se mueve en el espacio, suficientemente lejos de cualquier planeta o estrella para que éstos no desvíen su trayectoria. Si la nave alcanza una cierta velocidad y apaga bruscamente sus motores, seguirá viajando indefinidamente en línea recta con la misma velocidad que había alcanzado. Para modificar su trayectoria, deberá volver a encender sus motores. Una nave espacial a la deriva es un ejemplo perfecto de un sistema de referencia inercial. Sus tripulantes no tienen ningún medio para determinar si se mueven o si están en reposo, a menos que puedan observar las estrellas en el exterior. EL ESPACIO ABSOLUTO DE ISAAC NEWTON Galileo fue sin duda el fundador de la física como ciencia que estudia las leyes de la naturaleza para aprender a servirse de ellas; contribuyó, más que nadie, a romper con los viejos esquemas aristotélicos que, en su época, se habían vuelto dogmas de fe. Galileo insistió en que el mejor camino al conocimiento era la experimentación y la observación directa de los fenómenos naturales, y no la interpretación de los textos escritos en la Antigüedad. Como es bien sabido, esta actitud le acarreó serios problemas con las instituciones de su época... pero eso ya es otra historia. Si bien Galileo contribuyó notablemente a aclarar muchos conceptos que antes permanecían en la oscuridad (la relatividad del movimiento es sólo un ejemplo), hacía falta un sistema preciso, basado en axiomas claros, que permitiera estudiar matemáticamente todos los fenómenos físicos en forma unificada. Tal fue la obra de Isaac Newton, nacido en 1642, el mismo año en que murió Galileo. Los fundamentos de la física teórica aparecieron por primera vez en la obra cumbre de Newton, los Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), donde Newton expone los principios básicos de la mecánica (sus famosas tres leyes) la ley de la gravitación universal y un eficacísimo sistema matemático que permitía resolver los problemas más importantes de la mecánica. El resultado más espectacular que obtuvo fue, sin duda, la deducción exacta del movimiento de los planetas —en perfecto acuerdo con las observaciones astronómicas—, a partir de la ley de la gravitación universal. Al parecer, el Universo había revelado finalmente sus secretos; todos los cuerpos materiales, desde un grano de polvo hasta las estrellas, se movían por el espacio de acuerdo rigurosamente con las leyes de la mecánica descubiertas por Newton. El Universo era una inmensa máquina cuyas piezas interactuaban entre sí a través de la fuerza universal de la gravitación. La primera ley de Newton, que afirma que todos los cuerpos se mueven en línea recta y con velocidad constante mientras no actúen fuerzas externas sobre ellos, es otra manera de expresar el principio de relatividad de Galileo. Newton nunca rechazó este principio, pero insistió en postular la existencia de un espacio absoluto, que equivaldría a un sistema de referencia especial y único, con respecto al cual el Universo en su conjunto estaría en reposo. Hay que insistir en que la existencia de un sistema de referencia universal no contradice el principio de relatividad de Galileo. Este principio únicamente postula que las leyes de la física son las mismas en cualquier sistema de referencia inercial, sea éste un sistema universal y absoluto, o cualquier otro: no se puede determinar por medio de experimentos físicos si uno se encuentra en reposo o en movimiento con respecto al hipotético espacio absoluto. Por otra parte, la existencia de un espacio absoluto parece bastante natural. Después de todo, el sistema de referencia en el que las estrellas están fijas es un sistema universal, desde el cual el comportamiento global del Universo debe tener una apariencia más simple que desde otro sistema de referencia en movimiento, como la Tierra.

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Existe otra razón, relacionada con el problema de la gravitación, por la que Newton recurrió a un espacio absoluto. A pesar de que toda su mecánica funcionaba a la perfección, Newton siempre estuvo insatisfecho por lo que consideraba un hueco importante de su teoría: la ausencia de una explicación física del fenómeno de atracción gravitatoria. La ley de la gravitación de Newton precisa cómo se comporta cuantitativamente la fuerza gravitacional entre los cuerpos masivos, pero no aclara la naturaleza de dicha fuerza. LosPrincipios matemáticos de Newton contestan brillantemente la pregunta ¿cómo se atraen dos cuerpos?, Pero no a ¿por qué se atraen? Newton propuso, como solución transitoria, la existencia de una acción a distancia entre los cuerpos masivos, pero insistió en que dicha acción era un concepto provisional, en espera de una mejor teoría. Incluso llegó a sugerir que la atracción gravitacional, sin causa mecánica aparente, demostraba la existencia de Dios, pues de otra forma un cuerpo no podía "conocer" la presencia de otro para interactuar con él. En un plano menos místico, Newton especuló que el vacío no está realmente vacío, sino que todo el espacio está permeado por una sutil sustancia, el éter, imperceptible para los humanos, pero a través del cual se produce la atracción gravitacional. La idea de un éter que llena todo el Universo había sido propuesta por diversos filósofos antes de Newton. Así, el filósofo francés René Descartes había intentado explicar el movimiento de los planetas por medio de torbellinos en el éter: los planetas serían arrastrados en círculos alrededor del Sol tal como corchos que flotan en un remolino de agua. Por supuesto, los torbellinos de Descartes fueron desechados a favor de la atracción gravitacional propuesta por Newton, pero el éter siguió seduciendo a los sucesores de Descartes y Newton. Una vez aceptada la existencia del éter, era natural suponer que existe un sistema de referencia único en el Universo, que es el sistema en el que el éter está en reposo. Todos los movimientos de los cuerpos celestes pueden referirse, en última instancia, a ese sistema cósmico. En realidad, el problema del éter y, junto con él, el de la acción a distancia, siguió presente en la física hasta principios del siglo XX, cuando Einstein los liquidó definitivamente. Como sucede comúnmente con las revoluciones científicas, las nuevas teorías no resuelven todos los viejos enigmas, sino que vuelven irrelevantes algunos de ellos; tal fue el caso del éter, como veremos en los siguientes capítulos. El concepto del espacio absoluto permaneció anclado en la física más de dos siglos después de Newton a pesar de no constituir un axioma esencial de la mecánica. Además, junto con el espacio absoluto, Newton introdujo el tiempo absoluto. Tampoco necesitaba la mecánica de un tiempo así, pero parecía lógico que, independientemente de las fórmulas matemáticas que describen el Universo, exista una manera única de medir el tiempo, algo así como un reloj cósmico... acaso el reloj de Dios. La existencia de un tiempo absoluto independiente de quién lo mide, es una consecuencia de nuestra experiencia cotidiana. Estamos acostumbrados a la idea de que el tiempo transcurre siempre en la misma forma, pues de lo contrario no tendría sentido sincronizar nuestros relojes y determinar, así, el momento en que ocurre u ocurrirá cada suceso. Nadie se atrevería a afirmar que el tiempo transcurre más rápido o más lentamente en un lugar o en otro del Universo. Al menos eso era evidente hasta que llegó Einstein.

Los hemisferios de Magdeburgo

Ana Cañas Cortazar

Con motivo de la celebración del VII Congreso Internacional sobre Investigación en la Didáctica de las Ciencias que se celebró en Granada de los días 7 al 10 de Septiembre del año 2005, el Parque de las Ciencias de la ciudad nos deleitó con la realización del experimento de los hemisferios de Magdeburgo.

Conozcamos la historia de este experimento y qué importancia tubo en el contexto científico de su época. El 8 de mayo de 1654 tuvo lugar, en la ciudad alemana de Magdeburgo, ante el emperador Fernando III y su séquito la exhibición de un experimento espectacular, diseñado y realizado por el alcalde de la ciudad, el científico alemán Von Guericke. Diversos grabados de la época, reflejan el acontecimiento.

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El experimento consistía en tratar de separar dos hemisferios metálicos, de unos 50cm de diámetro, unidos entre sí por simple contacto, formando una esfera herméticamente cerrada, de la que se extraía el aire con una bomba de vacío, por cierto, inventada por el propio Von Guericke. Para facilitar el cierre hermético de los semiesferas metálicas o hemisferios, se disponía de un aro de cuero que se colocaba entre las superficies que se tocaban. Cada hemisferio disponía de varias argollas para pasar cuerdas o cadenas por ellas y así poder tirar hacia los lados opuestos.

Los espectadores quedaron totalmente impresionados al comprobar que diferentes grupos de hombres tirando con todas sus fuerzas hacia ambos lados no conseguían separar los hemisferios. Tampoco pudieron inicialmente separarlos 16 caballos, en dos grupos de 8 a cada lado. Sólo después de un tiempo haciendo un gran esfuerzo lograron su objetivo provocando un estruendo enorme. Los hemisferios que formaban la esfera, que tanto esfuerzo costó abrir, se separaban sin ninguna dificultad con sólo dejar entrar de nuevo aire en su interior.

En el experimento realizado en el 2005 en Granada con 16 caballos no se pudieron llegar a separar los hemisferios. Hay que tener en cuenta que el vacío conseguido con la bomba de Von Guericke del siglo XVII era menor que el que hoy en día se consigue con nuestras modernas bombas de vacío.

Foto del experimento realizado en el Parque de las Ciencias en Granada ante numerosos profesores de ciencias.

¿Por qué cuesta tanto separar los hemisferios y por qué quedaron tan impresionados los habitantes de Magdeburgo?

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La primera parte de la pregunta, en esta época, es fácil de contestar para cualquier estudiante de Secundaria que comprenda bien la física. Todo lo que hay en la superficie de la Tierra, por estar en un mar de aire que pesa, recibe fuerzas perpendicularmente a su superficie en todas las direcciones. De la misma forma las reciben los hemisferios tanto en su interior dirigidas hacia fuera como en el exterior hacia dentro. Si una vez cerrados los hemisferios formando la esfera, se les quita casi todo el aire que hay dentro, las fuerzas sobre la superficie exterior que los aprieta uno contra el otro, es muy superior a la que actúa sobre ellos hacia fuera por el aire que tienen en su interior, lo que hace muy difícil separarlos. La fuerza neta que aprieta los hemisferios, repartida sobre toda la esfera formada, o sea, la que hay que vencer para separarlos, suponiendo que el vacío conseguido en el interior fuese como un 10% del aire exterior, es del orden del peso de siete toneladas.

La segunda parte de la pregunta ¿por qué quedaron tan impresionados los habitantes de Magdeburgo? tiene que ver con el conocimiento que entonces se tenía sobre los fluidos y su comportamiento. Estamos en el siglo XVII donde, en una parte importante del mundo científico, se suponía que la imposibilidad de generar vacío, ―el horror al vacío‖, era la causa del movimiento de los fluidos evitando que se produjese. Así explicaban que, al sorber el líquido de un vaso con una pajita, y por tanto quitar parte del aire que hay en ella, el horror que siente la naturaleza al vacío, hacía subir al líquido que hay en él. En el momento histórico en que se realizó la experiencia científicos como Torricelli ya habían desechado esta teoría, y justificaban la presión que ejerce la atmósfera, por el peso del aire y no por el horror al vacío. Para los partidarios de la nueva teoría, como el propio Von Guericke, son las fuerzas que el aire hace sobre la superficie del líquido del vaso, debido a la presión que ejerce su peso, las que empujan por la pajita al líquido hacia arriba al haber disminuido, por sorber, la fuerza que ejerce la presión del aire del interior de pajita.

Dibujo 1.

Antigua teoría. El líquido sube por el horror al vacío

Dibujo 2 a.

Nueva teoría. La presión del aire sobre la pajita y sobre la superficie del líquido son iguales

Dibujo 2 b.

Nueva teoría. La presión del aire sobre la paja es menor, por sorber, que sobre la superficie del líquido del vaso. Por eso sube el líquido por la pajita

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Con la teatralidad de la experiencia de los hemisferios de Magdeburgo se ayudó, por el impacto que produjo en un público tan notable, a ir consolidando las nuevas ideas frente a las viejas.

¿Cómo funciona? La ciencia decora las uñas (RC-152)

A. Cañamero

El uso del esmalte de uñas se remonta a unos 3000 a.c. En la antigua China la nobleza se coloreaba las uñas con un esmalte fabricado a base de cera de abeja, goma arábiga, gelatinas y pigmentos. También los egipcios se pintaban las uñas con henna o con moras para protegerse del sol, siendo el tipo de pintura un distintivo de la clase social.

En la actualidad la mayor parte de los esmaltes o lacas para uñas están hechos de nitrocelulosa y un disolvente al que se añaden pigmentos de diferentes colores, resinas, elementos plastificantes y polímeros adhesivos para hacer el esmalte más duradero y flexible, evitando así que se desprendan fácilmente de la uña.

En centros de estética las uñas se ―esculpen‖ como auténticas obras de arte, sobre la uña ya pintada y con pequeños pinceles se realizan todo tipo de dibujos.

Pero si queremos ahorrar tiempo y dinero, la ciencia nos brinda la posibilidad decorar nuestras uñas de forma rápida y sencilla con dos tipos de esmalte que producen resultados sorprendentes.

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Esmalte craquelado

Es un procedimiento muy sencillo, primero se aplica una base de cualquier esmalte, una vez seco se aplica una capa de esmalte craquelado y en unos segundos este esmalte se rompe dejando ver el color del fondo, creando un efecto agrietado que resulta muy original.

El esmalte craquelado, además de los componentes de cualquier esmalte, lleva caolín y dos disolventes, pero uno de ellos el etanol se evapora más rápidamente que el otro, desecando el esmalte y formando las grietas.

Esmalte uñas magnético

Es un esmalte que se aplica sobre la uña, se acerca un imán durante unos segundos y se forma un dibujo.

Este esmalte contiene polvo de hierro y, al acercar el imán, las partículas de hierro se ordenan siguiendo las líneas del campo magnético. El imán suele venir en la tapa del esmalte o aparte, se trata de un imán cerámico preparado para originar un campo magnético en forma de rayas.

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Antología de lecturas Matemáticas

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El hombre de Vitrubio

Manuel E. Iribarren

El hombre de Vitrubio Leonardo da Vinci Real Academia de Venecia

En su Studio (Real Academia de Venecia), también conocido como El hombre de Vitrubio, Leonardo da Vinci realiza una visión del hombre como centro del Universo al quedar inscrito en un círculo y un cuadrado. El cuadrado es la base de lo clásico: el módulo del cuadrado se emplea en toda la arquitectura clásica, el uso del ángulo de 90º y la simetría son bases grecolatinas de la arquitectura. En él se realiza un estudio anatómico buscando la proporcionalidad del cuerpo humano, el canon clásico o ideal de belleza. Sigue los estudios del arquitecto Vitrubio (Marcus Vitruvius Pollio ) arquitecto romano del siglo I a.c. a quien Julio Cesar encarga la construcción de máquinas de guerra. En época de Augusto escribió los diez tomos de su obra De architectura, que trata de la construcción hidráulica, de cuadrantes solares, de mecánica y de sus aplicaciones en arquitectura civil e ingeniería militar. Vitrubio tuvo escasa influencia en su época pero no así en el renacimiento ya que fue el punto de partida de sus intentos y la justificación de sus teorías. Su obra fue publicada en Roma en 1486 realizándose numerosas ediciones como la de Fra Giocondo en 1511, Venecia o la de Cesare Cesarino en 1521, Milán, dedicada a Francisco I. Parece indudable que Leonardo se inspiró en el arquitecto romano.

El hombre de Vitrubio es un claro ejemplo del enfoque globalizador de Leonardo que se desarrolló muy rápidamente durante la segunda mitad de la década de 1480. Trataba de vincular la arquitectura y el cuerpo humano, un aspecto de su interpretación de la naturaleza y del lugar de la humanidad en el "plan global de las cosas". En este dibujo representa las proporciones que podían establecerse en el cuerpo humano (por ejemplo, la proporción áurea). Para Leonardo, el hombre era el modelo del universo y lo más importante era vincular lo que descubría en el interior del cuerpo humano con lo que observaba en la naturaleza.