LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL SER HUMANO ABORDADA …

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1 LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL SER HUMANO ABORDADA DESDE UNA PERSPECTIVA NATURALISTA. VALENTINA ERAZO CASAS DIRECTOR DEL TRABAJO DE GRADO EVER VELAZCO ROMERO PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA DE CALI FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS SOCIALES CARRERA DE FILOSOFÍA SANTIAGO DE CALI 2019

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LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL SER HUMANO ABORDADA DESDE UNA

PERSPECTIVA NATURALISTA.

VALENTINA ERAZO CASAS

DIRECTOR DEL TRABAJO DE GRADO

EVER VELAZCO ROMERO

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA DE CALI

FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS SOCIALES

CARRERA DE FILOSOFÍA

SANTIAGO DE CALI

2019

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ARTÍCULO 23 de la Resolución No. 13 del 6 de Julio de 1946, del Reglamento de la Pontificia

Universidad Javeriana. “La Universidad no se hace responsable por los conceptos emitidos por

sus alumnos en sus trabajos de Tesis. Solo velará porque no se publique nada contrario al dogma

y la moral católica y porque las Tesis no contengan ataques o polémicas puramente personales;

antes bien, se vea en ellas el anhelo de buscar la Verdad y la Justicia”.

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Para mi madre, mi padre y mis cuatro abuelos, quienes me enseñaron la importancia del amor y

la unidad.

A todos los seres amados que se han sentido desolados al no poder sostener una fe heredada.

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Agradecimientos

A mis amigos Simón Gómez, Laura Ramírez, Laura Unás, Camilo Ospina, Mónica Peñaranda,

Laura Morales, Juan Manuel Muñoz, Gabriela Rentería, Felipe López, por tomarse el tiempo de

leerme, escucharme, darme su punto de vista y animarme cuando me sentía débil. A mi director

de trabajo de grado, Ever Velazco, quien me acompañó en esta tarea con paciencia y disposición.

A mis maestras María Cristina Sánchez y Ana María Giraldo, quienes escucharon mis

inquietudes y me dieron consejos que no voy a olvidar. A Víctor Martínez por su constante

apoyo, ánimo, generosidad y calidez. A Abraham Rojas por compartir su espacio, su tiempo, sus

prácticas y su imagen de mundo conmigo para abrirle paso a las intuiciones que inspiraron este

trabajo de investigación. A mi hermano, Jerónimo Erazo, por estar, en muchos sentidos, siempre

a mi lado. A mi madre, Patricia Casas, y a mi padre, Harold Erazo, cuyo esfuerzo, amor y

fortaleza son los pilares que me mantienen donde estoy. A mi familia por creer en mí cuando yo

misma no lo hago y a mis amigos por enseñarme a hacerlo por mí misma. A los que mencioné y

a los que no, mis más sinceros y sentidos agradecimientos.

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Ante todo son las obras; es decir, ¡el ejercicio, el ejercicio y el ejercicio! La fe que necesitamos

se nos dará por añadidura. ¡De eso podéis estar seguros!

Friedrich Nietzsche (Aurora, §22)

Cien flores en primavera, en otoño la luna,

un viento más frío en verano, nieve en invierno.

Si nada inútil al espíritu se adhiere,

seguro que para los hombres es un buen tiempo.

Mumon Ekai (Mumonkan, §19)

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Tabla de contenido

Pág.

1. Introducción 7

2. Naturalismo: marco conceptual. 10

2.1 Los distintos naturalismos. 10

2.2 Naturalismo como punto de partida. 13

3. Experiencia religiosa y religiosidad. 24

4. Religiosidad y Naturalismo: ¿Por qué abordar la experiencia religiosa desde un punto

de vista naturalista? ¿Cuáles son las implicaciones de hacerlo? 37

4.1 Una interpretación de la religiosidad desde la neurología y la biología evolutiva 37

4.2 Publicidad de las creencias religiosas. 43

5. Conclusión. 49

Referencias bibliográficas 52

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La dimensión religiosa del ser humano abordada desde una perspectiva naturalista.

1. Introducción

En el presente trabajo pretendo mostrar cuáles son algunas de las implicaciones de

abordar la religiosidad desde un punto de vista naturalista, principalmente, que la religiosidad

debe ser vista como un asunto natural cuyos contenidos deben ser revisados con un criterio de

coherencia respecto del sistema de conocimiento como todo. Esto lo realizo mostrando cómo

naturalizar la religiosidad de tal manera que se pueda reconocer su importancia y profundidad al

mismo tiempo que lo innecesario que es asociarla a la superstición con el fin de mostrar la

continuidad entre religión, filosofía y ciencia en un momento de la historia donde si bien es

imperativo solucionar la crisis espiritual que nos ha llevado a instrumentalizar la naturaleza,

también existe más que nunca la necesidad de ser especialmente cuidadosos con las creencias

que aceptamos y promovemos en nuestro sistema.

La motivación de la investigación fue el encuentro con muchas tradiciones religiosas

diferentes que, si bien cumplen funciones sociales que son imprescindibles, además de formar a

las personas en algo que luego de la revolución informática y la instrumentalización de la

naturaleza -en sentido amplio- se ha dejado un poco de lado pero que, a mi juicio, es de vital

importancia como la religiosidad, también sostienen verticalidades o jerarquías ontológicas

innecesarias o difíciles de comprobar empíricamente que desembocan en prácticas que pueden

ser inmorales. Principalmente, la certeza de que hay seres vivos de primera y segunda categoría,

sea este un grupo de personas o la especie humana en su totalidad.

Estas preocupaciones se fortalecieron en mi práctica al ver que la comunidad de Pance

sueña con que los habitantes de este territorio cultiven su sentido de pertenencia por medio de

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hacer del Ecoturismo su proyecto de vida. Parece que esto no tiene nada que ver con la

religiosidad, pero como se verá más adelante, si hay algo central a esta facultad humana es la

experiencia de unidad. Aunque no se aborda sino a grandes rasgos por motivos de tiempo, para

mí el desarrollo de esta potencia humana está directamente relacionado con el sentido de

comunidad y de pertenencia a la naturaleza como absoluto.

Con estas preocupaciones como punto de partida, opté por hacer una investigación de

cómo el punto de vista religioso y el naturalista podrían confluir puesto que, desde mi punto de

vista lo central al naturalismo es un espíritu de libertad que pretende establecer límites a lo que

podemos inferir a partir del pensamiento, de manera que nuestra experiencia del mundo no se

vea limitada por la tendencia a decir más de lo que se puede decir. Si los seres humanos han de

tener creencias que se manifiesten en su comportamiento, vale la pena procurar que sean

creencias que se adecúen al sistema de conocimiento como todo.

Pretendo mostrar, entonces, la continuidad que puede haber entre dos campos de

conocimiento en contraposición a cierto punto de vista desde el que se consideran excluyentes o

independientes: la ciencia y la religión. Esto a través de una perspectiva desde la que filosofía y

ciencia son continuas, pues el sistema de conocimiento es un todo que no puede justificarse

mediante una disciplina en específico sino procurando su coherencia. Sin embargo, el énfasis no

está tanto en mostrar cómo la religiosidad y la ciencia pueden ser dos formas de conocer cuyos

resultados se vean en continuidad y no de forma fragmentada, sino en explorar las implicaciones

que esto puede acarrear.

Así pues, el escrito se divide en tres partes, en el primer capítulo se expone el naturalismo

que sirve como punto de partida a través de mostrar las diferentes tesis que confluyen dentro de

lo que llamamos naturalismo para establecer cuáles de ellas pueden ser aceptadas y dejar atrás

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las que no sean suficientemente razonables. En el segundo capítulo, se define lo que quiero decir

con religiosidad y experiencia religiosa basándome en aquello que considero fundamental a esta

dimensión humana: la unidad. Esto lo haré a través de la exposición de cierto panorama de

autores que han tratado el tema, sin pretender ahondar en sus teorías en sí mismas, pero

aprovechando las herramientas conceptuales que brindan para asir el fenómeno y mostrar lo que,

a mi juicio, resulta fundamental e imprescindible al hablar de tal fenómeno. Por último, en el

tercer capítulo pretendo mostrar cuáles son las implicaciones, principalmente éticas, de estudiar

el fenómeno de la religiosidad tal como la describo desde el compromiso con una perspectiva

naturalista, donde vuelvo a las motivaciones que iniciaron este trabajo de investigación para

concluir que hay razones suficientes para afirmar que es necesario revisar las creencias religiosas

por sus implicaciones ontológicas y morales.

En suma, este trabajo de investigación no pretende dictar cuáles certezas o creencias

religiosas son buenas o se permite tener, pero sí mostrar ciertos criterios de revisión que

deberíamos tener en cuenta a la hora de sostener nuestras propias creencias religiosas. Asimismo,

una de mis principales preocupaciones es poder mostrar cómo la religiosidad es una potencia

natural y humana que no debe representar ninguna amenaza ni patología para aquellos que no

sostienen ningún tipo de fe, antes bien, es un aspecto de lo humano que cualquiera de nosotros

puede cultivar si es su voluntad.

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2. Naturalismo: marco conceptual.

2.1 Los distintos naturalismos.

El naturalismo es una perspectiva filosófica que se caracteriza por cierta falta de cohesión

entre las diversas perspectivas que dentro de él confluyen, pues diversas posiciones pueden verse

cobijadas por este término a pesar de no ser compatibles entre ellas. Por ello es necesario clarificar

a qué tipo de naturalismo específicamente nos referimos cuando hablamos de este. En el presente

capítulo se tiene como propósito exponer los puntos comunes y diferenciadores entre

“naturalismos” para finalmente definir el tipo de naturalismo al que se adscribirá este trabajo de

investigación.

A pesar de lo anterior, hay ciertos postulados o compromisos filosóficos requeridos por

cualquier posición para ser llamada naturalista de manera adecuada. Vale la pena clarificar que

descartaremos desde el inicio el naturalismo que se opone a lo artificial, pues el concepto de natural

que opera en él (que nada es agregado) no compete al propósito del presente escrito. Así pues,

diremos que una entidad o fenómeno es natural cuando podemos abordarlo empírica o

formalmente, siempre y cuando existan métodos de verificación que se le pueda aplicar o se acepte

como una abstracción o concepto útil al razonamiento en el caso de entidades sin carácter de

realidad física -pero dependientes de esta-.

En primer lugar, está la vía negativa de definirlo: el naturalismo surge como una forma de

rechazar cualquier entidad metafísica, esto es, aquello que excede el límite de la experiencia y

carece de métodos de comprobación o se opone a lo que por los mejores métodos a la mano de

nuestra especie entendemos como verdadero -por lo menos, provisionalmente-.

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En segundo lugar, está la vía positiva. El naturalismo se entiende, por tanto, como una

postura que mantiene coherencia entre tres postulados principales, a saber:

1. Una actitud epistémica que rechaza una filosofía primera. La única razón para

sostener la epistemología como filosofía primera, tal como la metafísica, es la creencia de que

hay cuestiones que solo pueden ser tratadas filosóficamente y que deben ser normativas o

anteriores a la ciencia, por ejemplo, su fundamentación. Sin embargo, en tanto que el objeto,

tanto de la filosofía como de la ciencia, es el mundo, estas disciplinas deberían ser continuas,

pues no hay una fundamentación última para el sistema de conocimiento que sea exterior a

este.

2. Una explicación etiológica de cómo las cosas (fenómenos de los que tenemos

experiencia y conocimiento) han llegado a ser, en términos científicos naturales, donde priman

disciplinas como la biología evolutiva y la teoría atómica de la materia. Explicar las cosas

haciendo uso del conocimiento más certero a la mano del ser humano, esto es, el que puede

derivarse de la experiencia y los métodos que constantemente testeados han mostrado ser

eficientes, nos evitará darle valor de verdad científica al mito solo por transmisión cultural.

3. Una ontología general en la que las únicas entidades aceptadas como reales son

aquellas que tienen una similitud relevante con aquellas que se piensa que caracterizan una

forma completa de física -o las entidades formales o abstracciones del pensamiento-. Esto es,

que se les puedan aplicar los conceptos fundamentales de la física o la lógica. (Ritchie, 2008)

De los anteriores postulados, los dos primeros corresponden a la metodología naturalista,

que trata de los métodos adecuados para investigar la realidad y de alguna forma, sostiene cierta

superioridad del método científico respecto de esta tarea, mientras que el último postulado trata

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del contenido de esta realidad que, según los naturalistas, no tiene lugar para entidades

sobrenaturales. Esto es, naturalismo epistemológico y naturalismo ontológico respectivamente.

Dentro del naturalismo ontológico, hay otras dos subclasificaciones que vale la pena

mencionar: la primera es una división entre el naturalismo global y naturalismo local. Los

naturalistas globales sostienen que el universo espacio-temporal de las entidades naturales

estudiadas por la ciencia es todo lo que hay, por lo que rechazan cualquier tipo de objetos

abstractos (incluyendo números, proposiciones y propiedades/relaciones), en general, tomados en

el sentido tradicional como entidades abstractas no espacio temporales. En cambio, los naturalistas

locales no rechazan los objetos abstractos, pero insisten en que el universo espacio-temporal

consiste solo en entidades estudiadas por las ciencias naturales. Los naturalistas locales rechazan

las almas cartesianas, las entelequias aristotélicas, etc. Esto puede entenderse como que los

naturalistas globales creen que lo único que hay es el universo físico estudiado por las ciencias

naturales, mientras que los naturalistas locales aceptan o, por lo menos, no niegan un mundo -

cultural, simbólico, cualitativo- que va más allá de eso.

La segunda distinción que se menciona consiste en la diferencia entre naturalistas fuertes

y débiles. Los naturalistas fuertes, como David Papineau, aceptan el fisicalismo estricto para el

mundo natural, esto es, creen que todas las entidades son susceptibles de una descripción

exhaustiva en el lenguaje de la física -complementada, tal vez, por la química y la biología-,

mientras evitan o niegan la necesidad de categorías psicológicas. Los naturalistas suaves o débiles,

en cambio, ofrecen formas de superveniencia para hacer que entidades irreducibles a lo físico sean

dependientes de una base física. Es decir, cualquier entidad que emerja seguirá estando dentro del

marco de una ontología naturalista y podrá recibir una explicación etiológica naturalista.

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Como vemos, la perspectiva naturalista respecto de la realidad de las cosas consiste en que

nuestro mundo consta solo de entidades que podríamos abordar empíricamente, esto incluye los

fenómenos que no podemos abordar directamente por limitaciones técnicas, pero de los que

sabemos por experimentación, no las entidades míticas que hemos creado para explicar ciertos

fenómenos. El naturalismo, en este sentido, es una robusta posición ontológica que denota lo que

podemos aceptar como real o verdadero. Una buena explicación de los fenómenos naturales, desde

esta perspectiva, debe ser coherente con el conocimiento empírico y limpia de elementos

sobrenaturales.

2.2 Naturalismo como punto de partida.

El presente trabajo de grado tendrá como punto de partida un naturalismo débil y local,

esto significa que va más allá del reduccionismo científico, pero reconoce la primacía de la

experiencia, del mundo aparente y de la unidad teórica. En general, la perspectiva desde la que se

aborda la religiosidad es naturalista en contraposición a una perspectiva supersticiosa: no niega

una realidad suprasensible o inexplicable en términos físicos o científicos, pero pretende evitar

recurrir al mito para explicar el mundo1.

La naturaleza no se entiende aquí como aquello que los científicos dicen que es, pues el

mundo objetivo descrito por la ciencia es una abstracción que no puede equipararse a la realidad:

esta incluye nuestra subjetividad. La prioridad que tiene la ciencia desde esta perspectiva, la tiene

1 Si bien se rechaza el mito como un mecanismo de culturización que recurre a lo sobrenatural para explicar el origen de lo natural, esto es desde la comprensión de que los mitos no pretenden explicar el mundo y que pueden aportar al conocimiento desde el sentido y el símbolo sin entrar en contradicción con una comprensión naturalista del mundo.

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solo en virtud de que, además de ser compatible con el empirismo descrito, es una disciplina cuyos

resultados están constantemente sometidos a revisión, por lo que, de alguna manera, hay en el

interior de su comunidad una consciencia de la falibilidad humana y de que tal sistema de

conocimiento es apenas una construcción que nos sirve para entender lo que está a nuestro alcance.

Esto nos lleva a uno de los elementos importantes de este naturalismo: el antifundacionalismo y

rechazo de una filosofía primera.

La tradición epistemológica moderna acepta el reto puesto por el escéptico y se propone

superarlo, de ahí que consideren que la justificación del conocimiento debe cumplir con dos

condiciones: en primer lugar, debería identificar un grupo de creencias indubitables que sirvan de

fundamento al sistema de conocimiento, de modo que se evite la regresión infinita. En segundo

lugar, evitar la caída en la circularidad requiere que no se usen los resultados de la misma ciencia

que se pretende justificar. La filosofía primera queda instituida como la disciplina que puede

resolver este problema externamente (Rodríguez, 1999)

Ahora bien, la propuesta epistemológica del naturalismo consiste en no jugar bajo las reglas

del escéptico, esto es, no concederle la premisa de que nuestro sistema de conocimiento debe estar

fundamentado necesariamente en un conjunto de creencias indubitable y de forma externa, pues el

argumento que dice que a falta de una fundamentación de tales características no podría haber

conocimiento cierto es incorrecta.

Como se mencionó anteriormente, la postura naturalista respecto de la teoría del

conocimiento es, principalmente, antifundacionista. La caracterizaremos de la siguiente manera:

De modo más preciso, llamaremos naturalista, en una primera aproximación, a todo aquél

que, enfrentándose a las posturas escépticas, (a) niegue que sea posible o necesaria una

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fundamentación última del conocimiento y (b) rechace que haya algo de ilegítimo en el

hecho de que la justificación de la ciencia haga uso de los resultados de ésta. (Rodríguez,

1995, pp. 107-134)

Wittgenstein explica con mucha claridad por qué la duda no solo no representa un problema

para nuestro sistema de conocimiento, sino que es necesaria. De manera que la ciencia no necesita

un grupo de creencias externas e indubitables que la fundamente, a continuación, se explicará su

argumento de los lenguajes privados para comprender mejor por qué no es posible delimitar un

conjunto de creencias indubitables y por qué esto no nos impide tener certezas y saberes:

El autor austriaco sostiene que somos capaces de conocer los estados mentales de los otros

debido a que podemos verlos en el comportamiento. El hecho mismo de dudar del estado mental

de otra persona presupone una creencia (la creencia de que esa persona tiene estados mentales, por

ejemplo). Si bien podemos equivocarnos en el contenido de esta, el hecho mismo de que creemos

es indubitable. La creencia viene primero y presupone conocimiento, luego viene la duda y es esta

dinámica la que constituye la posibilidad de fundamentar nuestro sistema de conocimiento.

(Wittgenstein, 2014)

La razón por la que podemos ver los estados mentales es porque las formas que tenemos

de expresarlos no corresponden a lenguajes privados (individualizados por contenidos internos a

los que solo tiene acceso el sujeto directamente), sino a juegos de lenguaje que surgen de la

interacción entre procesos mentales encarnados en un cuerpo y su entorno. No tenemos lenguajes

privados porque no tenemos un cuerpo, somos uno -el cuerpo se ve-. No tenemos dolor, lo

padecemos.

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En otras palabras, lo que Wittgenstein quiere decir con el argumento de los lenguajes

privados es que aprendemos a usar las palabras porque pertenecemos a una cultura y especie, una

forma de vida, una forma de hacer las cosas: primero tenemos creencias por naturaleza y después

dudamos de estas, de tal forma podemos refinar nuestro juego de lenguaje. El significado de lo

que decimos, por tanto, no es algo oculto y enigmático, en cambio, está expuesto a la vista; es

decir, hablamos como hablamos porque hacemos lo que hacemos y esto es un asunto público. Para

saber el significado de una palabra no hay que mirar “dentro” de nosotros, sino a los usos de la

palabra en nuestra forma de vida, la forma en que nos comportamos: el lenguaje no es una imagen

sino una herramienta que podemos usar de formas muy diversas.

Llegamos a pensar que era el sol el que giraba alrededor de la tierra porque desde nuestro

punto de vista eso y la situación inversa luce de la misma forma. Del mismo modo, creemos que

el lenguaje se construye a partir de nuestras sensaciones, pero, en realidad, nuestro

comportamiento (incluyendo sensaciones, pensamientos, formas de hacer las cosas) se ve

moldeado por tal forma de vida o juego de lenguaje. Como dice Peirce, ninguna mente da un solo

paso sin ayuda de otras mentes. (Peirce, 1986)

Con este argumento, Wittgenstein pretende darle un giro al punto de partida en los

razonamientos de Descartes (el sujeto solitario), dado que para él no tiene sentido decir que

conocemos nuestros estados mentales en tanto que no podemos dudar de ellos. No tiene sentido

hablar de conocimiento allí donde no puede haber duda. Necesitamos poder dudar para poder

conocer. En este sentido, el razonamiento que hace Descartes con el propósito de encontrar un

punto fundante del conocimiento del que no pueda dudarse no solo es absurdo, sino innecesario:

ni podemos conocer nuestros estados mentales, ni necesitamos algo de lo que no podamos dudar

para poder conocer. No hay puntos invulnerables dentro de nuestro sistema de significación, ni

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algo que sirva como justificación absoluta del mismo: solo está el sistema entero, las prácticas, los

juegos de lenguaje que expresan las formas de vida.

Aquí, el autor austriaco considera que tal problema filosófico consiste en un enredo del

lenguaje: los filósofos sacan las palabras de su uso ordinario y confunden juegos de lenguaje que

no van juntos.

De esta forma, Wittgenstein no solo defiende un externismo semántico donde el significado

se encuentra en el uso del lenguaje que emerge en la interacción con nuestra forma de vida como

telón de fondo. También defiende un externismo psicológico en el que son, realmente, los terceros

quiénes pueden llegar a conocer y corregir nuestros estados mentales porque estos se

individualizan externamente: son las certezas establecidas en nuestros juegos de lenguaje aquello

que nos permite determinar qué es correcto y qué no.

Esta certeza no proviene de un argumento por inducción ni de algún tipo de razonamiento.

Es nuestra forma de ser, actuando, practicando, ejerciendo y utilizando técnicas y herramientas en

el mundo porque, siguiendo a Hume, fuimos dotados —por la evolución— de una manera de

conocer el mundo a través de la causalidad; la inducción se da naturalmente de manera

desconocida para nosotros, o como lo expresa el mismo Wittgenstein:

La naturaleza de la creencia en la uniformidad de lo que ocurre resulta quizás lo más clara

posible en el caso en que sentimos miedo ante lo esperado. Nada podría inducirme a meter

mi mano en la llama –aunque solo en el pasado me he quemado. (Investigaciones

Filosóficas, §472)

Podemos ver que el naturalismo de Wittgenstein no consiste propiamente en un

cientificismo, sino en el énfasis que hace en fijarnos en las prácticas y cuestiones humanas tal

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como las vemos en la cotidianidad, sin sacar el lenguaje de su uso ordinario para postular entidades

que no pueden verificarse empíricamente. Entonces, se ve expuesta una característica fundamental

del naturalismo epistemológico: el antifundacionalismo, que consiste en afirmar que la ciencia no

debe fundamentarse en algo externo a ella y rechaza la idea de que se debe identificar un conjunto

de creencias indubitables que sirvan de fundamento para otras creencias. De esta manera,

Wittgenstein no solamente expone por qué no vale la pena una filosofía primera: también muestra

que son las prácticas, en primer lugar, lo que merece nuestra atención (Cahill & Raleigh, 2018) y

por qué nuestras creencias son, en realidad, un asunto público.

En suma, el naturalismo es una posición que rechaza una concepción de la epistemología

como filosofía primera y se niega a darle respuesta al escéptico en su terreno (no es necesaria,

como dice, una justificación externa e indubitable). ¿Cómo podemos definirlo en positivo?

Podemos servirnos de la definición de Shimony que, además, muestra el nexo con la naturaleza a

la que hace alusión el término “naturalismo”.

Todos los filósofos que se pueden denominar con propiedad ‘epistemólogos naturalistas’

suscriben a las dos tesis siguientes: (a) los seres humanos, incluidas sus facultades

cognoscitivas, son entidades de la naturaleza e interactúan con otras entidades que son el

objeto de estudio de las ciencias naturales; y (b) los resultados de las investigaciones

científico-naturales sobre los seres humanos (en particular, los de la biología y de la

psicología empírica) son pertinentes y, probablemente, cruciales para la empresa

epistemológica (Shimony, 1987ª, 1).

De forma que no es necesaria ni pertinente un fundacionalismo, por tanto, tampoco una

filosofía primera, pues entre este campo del saber (la filosofía) y el científico debe sostenerse una

continuidad dado que son relevantes el uno para el otro.

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Otro elemento importante del naturalismo es la naturalización de lo humano: es necesario

abordar los problemas del mundo humano desde una perspectiva que tenga en cuenta la biología

evolutiva, pues esta nos permite mirar los fenómenos y explicar qué pasa en términos funcionales,

cómo pasa en términos causales y por qué los organismos están estructurados de tal forma que

pueda pasar en términos evolutivos. De esta manera, los problemas y las entidades se ubican en la

contingencia contextual, natural e histórica. Esta visión también conlleva una concepción del

humano como un animal con ciertas características particulares que no lo ponen en una posición

ontológica superior a la de los demás seres vivos, pues no es posible derivar esto desde una visión

naturalista. Por esto, una explicación etiológica de los fenómenos que tenga en cuenta la biología

evolucionista es fundamental, eso nos evitará perder de vista el nexo entre cultura y naturaleza al

mismo tiempo que intentar explicarlo mitológicamente.

Así pues, los principios del naturalismo que se toma como punto de partida son:

1. Rechazo de toda entidad sobrenatural.

Este es el principio fundamental sostenido por todo naturalismo ontológico: el

rechazo a cualquier entidad metafísica o sobrenatural, es decir, más allá de los límites de

la experiencia posible. Y, ¿qué es lo natural? Sobre esto, Drees expresa: «Let us call the

domain of the natural sciences — a domain which includes stars and planets, living beings

and non­living objects, stable entities and ephemeral events, physical objects and embodied

mental and cultural entities — the natural world.» (Drees, 1996, p.12)

Lo que se propone es fijarnos en lo que sea empíricamente comprobable, se pueda

seguir de este conocimiento o sea coherente con él, sin admitir como verdades inamovibles

explicaciones o entidades que vayan más allá de este alcance.

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2. Prioridad de la ciencia sin realismo científico.

La ciencia, desde una perspectiva naturalista, parece una forma de explicar el

mundo que demuestra superioridad por su efectividad y reevaluación de contenidos,

resultados y métodos. Sin embargo, no deja de estar en pugna con otras interpretaciones y

tendrá que seguir demostrando ser la más adecuada.

No se defiende un naturalismo epistemológico donde la ciencia sea la única fuente

de conocimiento válida y además exprese siempre la verdad, pero sí se le da cierta prioridad

sobre otros métodos debido a la naturaleza de los primeros principios: Si el mundo que

conocemos y habitamos es enteramente físico, podamos explicarlo de manera adecuada

físicamente hasta donde la consistencia del sistema nos lo permita. Sin embargo, el

naturalismo que aquí se expone no debe ser confundido con el realismo científico, pues

nuestro conocimiento del mundo está condicionado por nuestras capacidades, contexto e

intereses.

3. No admite la exhaustividad explicativa de las ciencias.

A pesar de la mencionada superioridad de la ciencia, en esta no se agota todo lo que

hay por conocer, pues si bien tiene un gran alcance, hay fenómenos para los que

necesitamos conceptos y aproximaciones que todavía no son enteramente aceptados dentro

de la comunidad científica y que, sin embargo, no van en contra de sus postulados. Por

ejemplo, el que todo fenómeno psicológico sea idéntico a la actividad neuronal, no significa

que no podamos explorar la consciencia desde la propia experiencia haciendo énfasis en la

parte cualitativa. Del mismo modo que los deseos y las emociones son conceptos

fundamentales en psicología a pesar de que correspondan a fenómenos fisiológicos que se

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explican en otros términos, hay conceptos tales como la religiosidad, que todavía no se

tratan comúnmente en un ámbito científico pero corresponden a fenómenos naturales y

experiencias que no entran en contradicción con lo conocido por ciencia, más

específicamente, física. Este principio permite una pluralidad liberal de formas de conocer

y comprender el universo, especialmente, el mundo humano. (Cahill & Raleigh, 2018)

4. La física fundamental y la cosmología delimitan las ciencias naturales, en

este límite surgen preguntas especulativas que no necesitan ser descartadas.

Las preguntas que no puedan ser resueltas por el método científico no deberían ser

consideradas sinsentidos, incluso cuando el desarrollo científico puede cambiar la forma

de las preguntas límite en determinado momento; las preguntas sobre la estructura y

existencia del mundo como un todo son persistentes. El naturalismo que se expone aquí no

excluye este tipo de preguntas ni prescribe una respuesta particular, pero sí descarta cierto

tipo de respuestas.

5. Unidad y coherencia.

Desde el coherentismo, una creencia podrá tener justificación solamente si hace

parte de un conjunto coherente, y esto también significa que para estar justificada deberá

tener coherencia con lo que por experiencia podemos decir. Este punto es importante

debido a que como seres humanos tenemos una tendencia a la necesidad de unidad. Es

decir, necesitamos tener un sistema de creencias coherente y unificado, no solamente

porque la contradicción nos hace propensos al error, sino porque nosotros mismos, en

general, no podemos estar satisfechos si reconocemos un conflicto entre nuestras propias

creencias.

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No hay creencias indubitables sobre las que podamos fundar las demás creencias

en nuestro sistema, solo está el sistema, nuestras prácticas y nuestras creencias. De manera

que la forma que tenemos de fundamentar el sistema está en su coherencia interna y la

continuidad entre sus partes. Esto, por supuesto, será un trabajo progresivo y se puede

necesitar una cantidad de investigación infinita, pero el fin será unificar las partes en la

medida en que los métodos y el conocimiento nos lo permitan. Si nuestro fin es

perfeccionar el sistema de conocimiento, primero es necesario reconocer nuestras

limitaciones.

Si bien hay distintas perspectivas desde las que abordar el mundo, a saber, la

científica, la artística, la religiosa y la filosófica, todas tienen por objeto el mismo mundo,

por lo que es necesario que haya una continuidad entre ellas. Esto quiere decir que el que

la ciencia no sea universal y haya campos del saber que no son traducibles al lenguaje

lógico, no impide buscar una unidad que supere sus diferencias. Dado que no hay creencias

indubitables sobre las cuales fundamentar todas nuestras demás creencias, esta unidad o

continuidad en los conocimientos será la única garantía de que vamos por buen camino

porque tal conocimiento no nos habla sobre cómo es el mundo en realidad, sino sobre cómo

lo experimentamos, de forma que la unidad es un criterio fundamental.

Desde este punto de vista, todo sistema emerge desde la base del anterior. Así, el

nivel biológico es un sistema que emerge desde el físico mientras los sistemas psicológicos

y sociales emergen desde el biológico. Todos tienen influencia sobre los demás porque a

pesar de ser sistemas distintos, están superpuestos: pertenecen a la misma naturaleza.

Para concluir, este naturalismo va más allá de las ideas postuladas en ciencia para proponer

una visión general de la realidad en la que vivimos y de la que hacemos parte. No podemos hacer

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más que aceptar el mejor conocimiento disponible, y así construir sobre las ideas más estables

acerca de la constitución de las entidades mundanas y los procesos por los cuales llegaron a ser lo

que son (Drees, 1996). Debido a esto, lo que prima es la experiencia porque es a través de ella que

nos relacionamos con el mundo.

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3. Experiencia religiosa y religiosidad.

Una vez expuesto el naturalismo que se tiene como punto de partida, es necesario explicitar lo que

se entiende por religiosidad y experiencia religiosa en el presente trabajo de investigación para

derivar las implicaciones de este abordaje. El concepto de unidad nos permite naturalizar la

religiosidad y mostrar una imagen de algo que solo ocurre como vivencia y a lo que la

racionalización y conceptualización no añade nada, por tanto, difícil de comunicar como la

experiencia religiosa.

La palabra religión viene del latín religio, la conjunción entre el prefijo re y la palabra

ligare, lo que significa unir intensamente o volver a unir. En este capítulo se mostrará la definición

de religiosidad y experiencia religiosa a través de la noción de unidad, dado que se considera lo

fundamental a esta potencia. Bajo el nombre de unidad se intentará mostrar el valor propio de la

religiosidad y el poder de revelación de las experiencias religiosas sin disociarlo de las

explicaciones reduccionistas con las que a veces buscan patologizarlas o quitarles crédito.

También, se mostrará que estar en el mundo “normal” puede conllevar un significado negativo y

que el estado de conciencia alterado que es la experiencia religiosa nos permite alcanzar verdades

intuitivas a las que es difícil acceder por la vía racional y que generan resiliencia y bienestar, ambas

necesidades humanas.

En un primer momento se mostrará qué se quiere decir con unidad y cómo diferentes

autores han dado cuenta de este fenómeno mostrando, al mismo tiempo, cómo estos fenómenos

pueden ser explicados sin recurrir a elementos sobrenaturales o supersticiosos, ni reducirlos a lo

neurológico o patologizarlos, al contrario, son fenómenos perfectamente naturales y ordinarios -

dentro de su especificidad- para el ser humano. Enseguida, se mostrará la relación de esta

experiencia con la disolución del sí mismo y el sustento filosófico y científico que tiene la

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afirmación empírica de que el yo es una ilusión dado que esto es lo fundamental a la unidad en la

consciencia.

Fenomenológicamente, podemos encontrar ciertos rasgos universalizables a la especie

humana y únicos a esta o, por lo menos, suficientemente particulares para decir que nuestra versión

es única y distinguiblemente humana. Dentro del conjunto de rasgos únicos de la especie humana

y suficientemente estables para ser reconocidos podemos contar la emocionalidad, el sufrimiento,

el lenguaje y de la que se hablará en este capítulo, la religiosidad, que se entiende como una

potencia humana de alcanzar unidad a través de la disolución aquello que nos opone directamente

a lo otro: el ego.

La unidad de la que hablamos es parecida al sentimiento de racionalidad que describe

William James dado que se trata de no encontrar oposición alguna, esto es, el cese del conflicto.

Esta unidad es una exigencia para el ser humano, especialmente desde la perspectiva naturalista,

porque al no haber creencias indubitables que puedan fundamentar nuestro sistema de

conocimiento, lo que nos queda es el sentimiento de racionalidad y la pretensión de coherencia

dentro del sistema de conocimiento. Nishida diría que esta pretensión de unidad no es solo propia

del sistema de conocimiento sino de la consciencia en general, pues su desarrollo -su actividad-

implica entrar constantemente en conflicto por la necesidad de juzgar y diferenciar para

comprender la realidad. Asimismo, implica superar esa oposición y llegar a una nueva unidad. No

hay forma de confirmar lo que muestra Nishida sino contemplando la propia consciencia y viendo

que, en efecto, así parece proceder. En este sentido, la religiosidad es ordinaria, pues se da

naturalmente por el funcionamiento sistemático de la consciencia. La única forma en que el

conocimiento o la realidad puede ser enteramente satisfactorio para nosotros es si no encuentra

oposición alguna y la última oposición con la que nos encontramos después de encontrar unidad

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en nuestra subjetividad o en el conocimiento objetivo, es la oposición que hay entre el yo y lo otro,

lo subjetivo y lo objetivo. Esta unidad es absoluta en el sentido en que es la unidad más grande

que podemos experimentar, la de nuestro propio ser y todo lo alterno a este: esta experiencia de

unidad es lo que en el presente trabajo llamamos experiencia religiosa, mientras la religiosidad es

la potencia que existe en el homo sapiens de alcanzarla, por tanto, derivar conocimiento de su

exploración.

La religiosidad, entonces, se trata de una potencia humana de satisfacer cierta exigencia

del individuo en la que este, al percibirse finito y relativo, anhela alcanzar unidad en la consciencia,

esto es, sentirse como una parte del absoluto y no solo como algo singular en una multiplicidad de

fenómenos o entes. Lo particular de la religiosidad reside en que su actualización consiste en una

unidad última que solo se alcanza disolviendo el sí mismo, el ego como oposición o causante

último de la ilusión de separación. Además, aunque esta disolución del ego puede ser común a

diversas experiencias estéticas no necesariamente religiosas, la experiencia religiosa conlleva la

intuición de un absoluto que transforma nuestra percepción y nuestras prácticas pero que depende

del progreso de nuestra experiencia (Nishida, 1995), es en la búsqueda de este progreso,

experiencias e intuiciones en la que consiste la práctica religiosa. Es un hecho que una necesidad

como esta se presenta en personas de diversas religiones, épocas y culturas mientras no hay razón

para pensar que tal unidad o experiencia religiosa no es alcanzable por cualquier ser humano. A

continuación, se mostrará cómo varios filósofos se han referido a este fenómeno de la percepción

sensible del infinito y de trascender la experiencia del yo, con el fin de mostrar por qué la

disolución del ego y, en general, la unidad es lo que caracteriza la experiencia religiosa más allá

de cualquier fe que se pueda sostener, como es el caso de Schopenhauer (principia

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individuationis), Freud (sentimiento oceánico) Sam Harris (espiritualidad) y Kitaro Nishida

(unidad con el absoluto).

En el primer capítulo de Malestar en la cultura, Freud habla sobre lo que Romain Rolland

considera el origen de la religión: El sentimiento oceánico. Aquel se define como una «sensación

de eternidad» expresión utilizada por Freud en dicho capítulo.

Un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le

habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un

sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin

límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente

subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad

personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas

Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también

consumida en ellos. Sólo gracias a este sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso,

aunque se rechazara toda fe y toda ilusión. (Freud, 1998)

Así pues, se trata de un sentimiento que atraviesa las diferencias -espaciotemporales- que

hacen distinguible el yo como unidad. Según Rolland, este sentimiento permite al ser humano

percibir el mundo como una totalidad orgánica, interdependiente y bella en sí misma, lo que

proporciona bienestar, pues no hay división del tiempo ni del espacio, de forma que cualquier

coyuntura se vuelve nimia.

Freud, a pesar de manifestar no haber sentido nunca tal cosa, reconoce su existencia dado

que el testimonio de Rolland no es el único. Sin embargo, difiere en la idea de que el sentimiento

oceánico sea el origen de la religión debido a que la fuerza creativa de la mente humana nace de

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la satisfacción de una necesidad y no de un mero sentimiento. No obstante, Freud no consideró la

posibilidad de que tal sentimiento, si bien no era la necesidad origen de la religión, podría tratarse

de la satisfacción de una necesidad que sí lo era. La necesidad de protección y consuelo paterno

de la que habla Freud más tarde no solo se ve satisfecha con tal sentimiento, sino que hace parte

de un complejo más grande de necesidades: la necesidad de eliminar el conflicto que solo se puede

ver satisfecha por una unidad absoluta que proporciona protección y consuelo respecto del

displacer, angustia o dolor causados por amenazas externas e internas.

Ahora bien, el sentimiento oceánico que podemos interpretar como una experiencia de

índole religioso -más adelante se explicará por qué- no parece uno que esté reservado para unos

pocos, al contrario, si bien es un estado de excepción -distinto de la forma en la que

experimentamos la vida cotidianamente- la mayor parte de la vida, es mucho más común de lo que

puede parecer a primera vista, por lo menos, no requiere de capacidades especiales y es accesible

a nosotros por el mero hecho de ser humanos. El neurólogo austriaco sostiene que los bebés están

inmersos en este sentimiento en sus primeros momentos de vida: en el vientre no pueden

diferenciar su propio cuerpo del líquido amniótico y cuando ya están en la etapa de

amamantamiento tampoco logran diferenciarse de su entorno. Con el tiempo desarrollan una

disposición o capacidad yoica, por tanto, perciben que el placer y el dolor provienen de entes

externos a ellos. Desde la perspectiva de Freud, el sentimiento oceánico es anterior a la experiencia

del yo y es en el curso de nuestro desarrollo como humanos que dividimos el mundo en estímulos

u objetos externos e internos, lo que nos priva de experimentar el sentimiento oceánico, a menos

que logremos cortar a través de la ilusión de un yo único, simple y permanente. Esto quiere decir

que, si bien Freud no considera la necesidad de unidad, sí la reconoce como una experiencia posible

para el ser humano que rompe con sensaciones de finitud y conflicto.

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Por otro lado, Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación se refiere a la

contemplación estética como un momento en el que el individuo queda suspendido del flujo de lo

particular. Para Schopenhauer, el principium individuationis, es decir, aquello en virtud de lo cual

los contenidos se individualizan, son el tiempo y el espacio. Por esto, en este tipo de experiencia -

el clímax de la contemplación estética- el sujeto solo está presente experimentando una realidad

única, absoluta, no fragmentada. Según Schopenhauer, el Egoismus, la búsqueda incesante de la

afirmación del mundo como voluntad y representación es lo que nos hace seres deseantes, por

tanto, carentes: es lo que posibilita el sufrimiento. Entonces, es necesario abandonar el principio

de individuación y realizar una desindividualización del sujeto (negación del mundo como

voluntad y como representación) para la liberación del sufrimiento: Podemos vislumbrar en sus

ideas la posibilidad de unidad característica de la existencia humana que además puede ser

satisfecha por cualquier ser humano por medio de la contemplación estética.

Sam Harris, filósofo y neurocientífico, define la espiritualidad como un constante

rompimiento a través de la ilusión del yo que nos ayuda a profundizar empíricamente la

comprensión científica y filosófica del yo como una ficción. Según él, la consciencia es más

fundamental que el yo y hay técnicas de introspección mediante las que podemos llegar a

experimentar esto, lo que nos ayuda a comprender la realidad como un absoluto unitario,

permitiéndonos ser más compasivos y pacientes. Además, nos ofrece bienestar al alcance de todos

en cualquier momento.

El autor estadounidense sostiene que la espiritualidad debe ser desligada de la religión

porque cualquier persona independientemente de esta puede cultivarla y porque no debería

mezclarse con supersticiones, de manera que se acepte en el campo secular. El porqué de esto es

que la espiritualidad no solamente es necesaria para lograr que el bienestar individual sea

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compatible con el trato benévolo y compasivo hacia lo otro -vivir una buena vida-, sino que nos

ayudaría en la exploración empírica de la consciencia en primera persona, dado que en occidente

nos hemos enfocado en el estudio material y reduccionista de la mente. Esto es importante porque

como dice Harris, la mente es la base de todo lo que experimentamos y de toda contribución que

hagamos a la vida de los demás, por lo que como con cualquier otro tipo de facultad, vale la pena

entrenarla en habilidades introspectivas.

La defensa de un ego ilusorio causa una visión distorsionada de la realidad en la que esta

se encuentra escindida, lo que nos causa sufrimiento. Tener un entendimiento más claro de la

realidad nos abre a estados de bienestar que son intrínsecos a la naturaleza de la consciencia.

Según Nishida, siguiendo la línea de pensamiento de los psicólogos voluntaristas y

considerando que la voluntad es la actividad más fundamental de la mente, podemos entender esta

última como un sistema de exigencias o necesidades de las cuáles la más vigorosa es la del yo: la

necesidad unidad. Unificar todas las cosas desde ese centro constituye nuestra vida mental. Esto

no solo es coherente con la forma en la que funcionan los organismos en la dimensión biológica -

manteniendo la homeóstasis-, de la que la dimensión psicológica es una extensión. También es

compatible con la teoría de la mente del neurofisiólogo Rodolfo Llinás, que dice que el yo es

solamente una entidad formal creada por el cerebro con el fin de armonizar y unificar las

predicciones para facilitar el movimiento en el espacio, esta entidad logra unificar los componentes

fraccionados tanto de la realidad externa como de la realidad interna, los centraliza y les da

coherencia temporal: «¡Unifica, luego existo!» (Llinás, 2002, p.147) Para que la representación

interna sea única, necesitamos el yo. Sin embargo, por más grande que sea el yo, si intentamos

unificar el mundo externo a través de una subjetividad opuesta, la unidad resultante siempre será

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relativa: «Este anhelo de una unidad mayor puede discernirse en el nacimiento de nuestro espíritu

comunal, aunque su estado último sea la demanda religiosa.» (Nishida, 1995, p.200)

Según Nishida y en concordancia con lo dicho por Freud, la unidad no solo es el fin de la

consciencia sino su estado originario: la primera vez que experimentamos las cosas, no es para

nosotros como experimentarlas sino como serlas. Para un infante, sus sensaciones iniciales son

directamente el universo mismo, por lo que no hay separación entre sujeto y objeto. Si el yo y las

cosas son una sola realidad, «no existe verdad que haya que buscar ni deseo que haya que

satisfacer» (Nishida, 1995, p.201), es esta clase de estado el que se puede alcanzar por medio de

las prácticas religiosas.

Aquello que podemos encontrar en todos estos testimonios es que la experiencia religiosa

proporciona un bienestar más allá de toda limitación y problema asequible al ser humano solo a

través de su consciencia, es aquello que buscamos momento a momento -intencionalmente o no-,

pero parece tan difícil encontrar en medio de tanto cambio y contingencia. Esta unidad que

caracteriza la experiencia religiosa se puede hallar a través del rompimiento de la ilusión del yo,

pues es esto lo que nos pone en oposición a todo lo demás, por ende, nos impide sentirnos idénticos

a lo otro.

El sí mismo, el yo o el ego es una especie de identidad personal que pensamos que está

detrás de todo lo que experimentamos, sin embargo, como dijo Hume, no podemos encontrar el yo

apartado de nuestras experiencias, siempre es algo que percibimos como el sujeto de estas. La

realidad de tal entidad es que no es más que otra experiencia y está formada por la cotemporalidad

producida por el cerebro en función de optimizar la predicción (Llinás, 2002). Nuestra consciencia

es propia solo porque las particularidades de nuestra vida están iluminadas justo donde aparecen,

por ejemplo, si tenemos dolor de espalda es porque es el resultado de algún suceso específico en

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nuestra espalda, lo mismo ocurre con los recuerdos, la pérdida y todo contenido de la consciencia.

No hay un yo que sea consciente del dolor, solo hay un dolor que aparece en nuestra consciencia

porque es el único lugar donde puede aparecer, esto es, en el respectivo sistema nervioso central y

la respectiva mente. Independientemente de su relación con el mundo físico, la consciencia es el

contexto donde los objetos de la experiencia aparecen -y tenemos muchas razones para pensar que

estos contenidos dependen de la estructura del cerebro-. No hay un yo, sí mismo o ego existente

apartado de la corriente de consciencia, esto está comprobado tanto por experimentos mentales

como el de Parfit, donde una persona se puede teletransportar a Marte replicando su cuerpo -y con

él, los contenidos de su consciencia- mientras el cuerpo que queda en la tierra es desintegrado,

como por experimentos reales, donde un cerebro dividido resulta en la división de la consciencia,

conservando cada parte un yo aparente. Por tanto, lo único relevante a la identidad personal es la

continuidad psicológica, pues es lo único que existe. (Harris, 2014, p.87) Además de esto, es

necesario tener en cuenta lo dicho por Benjamin Libet, quien demostró que la actividad en la

corteza motora del cerebro puede detectar alrededor de 300 milisegundos antes que una persona

sienta que ha decidido moverse y más recientemente se descubrió, a través de unas grabaciones de

la corteza motora, que la actividad de solo 256 neuronas era suficiente para predecir con una

precisión del 80% la decisión de una persona 700 milisegundos antes de que se diera cuenta, lo

que muestra que las decisiones y acciones no se originan en la consciencia sino que, más bien,

aparecen en esta. Esta información no necesariamente se opone a la realidad de la voluntad, pero

sí del yo como origen de nuestros movimientos, lo único que tenemos es una impresión de agencia

causada por la sincronización de todas las impresiones causada por el mismo cerebro.

Ahora bien, esta sensación que parece imperturbable puede ser interrumpida con práctica

e incluso con fármacos y ciertos tipos de sustancias. De esto, aunado a lo anterior, podemos derivar

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que disolver la sensación de yo que nos acompaña desde temprana edad puede ayudarnos a tener

un mejor entendimiento de la realidad que además es supremamente benéfico. Como se ha

mencionado anteriormente, es en la búsqueda de este romper a través del yo -experiencia religiosa-

y el conocimiento en el que podemos profundizar a través de él en lo que consiste la práctica

religiosa que, en otras palabras, busca actualizar la religiosidad como potencia humana. Así pues,

la experiencia religiosa acaece solamente en la experiencia sensible, por eso es comúnmente

definida como inefable, pues es necesario juzgar y distinguir las cosas para comunicarlas. Sin

embargo, podemos decir que esta experiencia deja en el sujeto una imagen de la naturaleza como

una totalidad indivisible y armoniosa. La forma en que el individuo interpreta la experiencia puede

variar en virtud de las experiencias, conceptos y creencias que la prefiguran, pero hay algo que

permanece en todas estas interpretaciones: su potencial de transformar la vida del sujeto y la

unidad. Las preguntas restantes son, ¿es esta experiencia y práctica una necesidad? O, ¿En qué

medida es relevante para el ser humano este conocimiento?

Hay varias cuestiones que hacen de tal experiencia una necesidad y un beneficio para el ser

humano. La primera de estas tiene que ver con el conocimiento: a pesar de aceptar que la

consciencia no es algo sobrenatural y al contrario de esto, es absolutamente dependiente de la

realidad física, un estudio materialista, reduccionista y en tercera persona de la consciencia no

basta para saber lo que podemos saber de esta. Toda la investigación científica que podamos llevar

a cabo al respecto no va a reemplazar las herramientas contemplativas que podemos formar al

explorarla en primera persona, en este sentido, la práctica religiosa es esencial para entender la

mente humana.

La segunda cuestión es la moralidad: la consciencia es aquello que le da una dimensión

moral a nuestra vida, toda noción de moralidad tiene que ver directa o indirectamente con cómo

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las acciones pueden perturbar nuestra consciencia. Incluso en el caso de que nuestra vida moral se

rija por unos valores objetivos supuestos, seguimos preocupados por cómo ser capaces de

valorarlos y seguirlos puede perturbar nuestra consciencia. No habría razón para preocuparse por

lo bueno y lo malo si nuestra consciencia permaneciera inalterada al respecto. De nuevo, incluso

si la ciencia y la filosofía pueden contener ciertas soluciones morales e indicarnos qué es bueno o

malo para nosotros, no pueden sobrepasar el misterio de que las cosas tengan un carácter

cualitativo. El carácter cualitativo de las cosas solo puede explorarse a través de la misma

consciencia y ninguna cantidad de análisis puede llevarnos a experimentar las cosas como nuestra

consciencia. Esta es otra razón para entrenarnos en habilidades contemplativas: solo a través de la

consciencia podemos lograr algo como la empatía. Entendernos no solo racional sino

intuitivamente como parte de un absoluto no fragmentado nos permite ser más compasivos hacia

los demás y menos egoístas, sin que esto nos prive de recibir beneficios, pues nuestro desarrollo

es también el desarrollo del todo (Harris, 2014).

La tercera cuestión es la resiliencia: Un ser vivo, desde la perspectiva biológica, se puede

definir como un sistema que pretende mantener su homeóstasis, que es la tendencia de estos a

mantener el equilibrio interno a pesar de los cambios. Las amenazas hacia esta pueden venir de su

ambiente físico, psicológico o social, pero para enfrentarlas, sin importar su origen, necesita

generar resiliencia. La Asociación Americana de Psicología (APA por sus siglas en inglés define

la resiliencia como «the process of adapting well in the face of adversity, trauma, tragedy, threats

or even significant sources of stress». Los microbios, los animales y los ecosistemas generan

resiliencia dentro de sus propias condiciones. Ahora bien, a nivel psicológico y social la resiliencia

implica mucho más que el diseño y funcionamiento del propio organismo. La religiosidad como

exigencia busca la transformación de la vida, pero no cualquier transformación, sino una que

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signifique mayor resiliencia. Como cualquier otro animal, el ser humano debe crear resiliencia, sin

embargo, para él el sistema inmunológico no basta, pues no debe enfrentarse exclusivamente a

amenazas biológicas, sino psicológicas y sociales. Cuando se trata de estas dos últimas esferas,

creamos resiliencia a través del discurso y, en general, del ejercicio, debido a que los conceptos

que manejamos prefiguran nuestra experiencia y nuestras prácticas determinan la nuestra forma

de vida. La relevancia de esto es que, no solo la experiencia religiosa crea resiliencia al permitirnos

resistir y reformar cualquier sufrimiento o adversidad directamente a través de la consciencia, sino

que ejercitarnos en este respecto y profundizar en el conocimiento que podemos derivar de tales

experiencias y prácticas, nos permite generar discursos que con base en esta comprensión -del yo

simple y continúo como ilusión- nos permitan e incluso obliguen, en algún sentido, a enfocarnos

más en el presente y afrontar las diversas fuentes de sufrimiento con una perspectiva liberadora.

Así pues, vemos cómo la experiencia religiosa se trata de una experiencia en la que lo que

antes estaba opuesto como lo uno y lo otro, sujeto y objeto, se funde, dando la posibilidad de estar

totalmente presente y sobrepasar las perturbaciones del momento, entendiendo los pensamientos

como lo que son, cosas que aparecen en el contexto de la consciencia. La religiosidad, es decir,

practicar esto una y otra vez nos ayuda a crear herramientas introspectivas con las que no solo

podemos tener un mejor entendimiento de la consciencia, aquello anterior a todo lo demás, pues

todo lo que nos ocurre, nos ocurre a través de ella. También, nos permite llevar una mejor vida por

cuanto nos ayuda a tener una mejor gestión emocional y ser más compasivos con los demás. Por

esto, resulta un factor clave en la moralidad y la resiliencia, por lo menos en las esferas psicológica

y social. De manera que cultivar la religiosidad es supremamente gratificante para el humano, pero

también termina siendo, especialmente en estos tiempos de información excesiva, la satisfacción

de una imperiosa necesidad de unidad en la consciencia, la única realidad a la que tenemos acceso.

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Esta definición de la religiosidad y la experiencia religiosa nos permite describir el

fenómeno dentro de un marco naturalista sin reducirlo a la explicación neurológica. Sin embargo,

queda por mostrar por qué es importante abordar de esta manera la religiosidad, qué tiene para

mostrar a quiénes desde un punto de vista naturalista dudan de la autenticidad de la experiencia

religiosa y cuáles son las implicaciones de concebir la religiosidad desde este punto de vista. Estas

cuestiones son las que se abordarán en el siguiente capítulo.

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4. Religiosidad y Naturalismo: ¿Por qué abordar la experiencia religiosa desde un

punto de vista naturalista? ¿Cuáles son las implicaciones de hacerlo?

Es cierto que la religiosidad se cultiva por ella misma y no por los beneficios que reporta, sin

embargo, debido al profundo bienestar emocional y social que puede significar cultivar este

aspecto de lo humano, creo que es de suma importancia reconocerlo como lo que es, esto es, una

práctica ejercible por cualquier ser humano y con ello, reconocer sus aportes a la salud, dado que

la salud es bienestar tanto físico como psicológico y social. Sin embargo, tratar de lograr estos

beneficios a través de creencias falsas es contraproducente, pues pueden ponerse en contra del

sentimiento de racionalidad que debe acompañar la religiosidad e incluso de la salud física, como

suele ocurrir cuando por diversos saberes religiosos se somete al cuerpo a austeridades exageradas

y castigos severos injustificados. Además, ignorar los resultados de la ciencia tiene consecuencias

y es potencialmente peligroso, como podemos ver con el actual caso de antivacunas que

representan un peligro para la salud pública porque, ignorando la voz de la gran mayoría de la

comunidad científica, se han empeñado en promover la creencia de que las vacunas -que evitan

entre dos y tres millones de muertes cada año según la OMS- son innecesarias o incluso más

peligrosas que vivir sin ellas.

4.1 Una interpretación de la religiosidad desde la neurología y la biología evolutiva.

Nuestra comprensión de la experiencia religiosa se ve obstaculizada por el hecho de que es

usual que estas sean relacionadas con fenómenos sobrenaturales, lo que tiene como resultado que

muchos investigadores y personas que no están relacionadas con el debate a nivel académico

sostengan una de dos posiciones2 «que, en lo esencial, se ignoran y desprecian mutuamente»

2 Es cierto que estas dos aproximaciones no son las únicas por las que se opta a la hora de estudiar la religiosidad, sin embargo, son las dos posiciones que fomentan la relación de exclusión que se quiere controvertir en el presente trabajo.

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(Hulin, 2007) Una aproximación «desde adentro y desde arriba» que se caracteriza por explorar el

discurso de los místicos y clarificar sus conceptos. Este enfoque tiende a encerrarse en la

perspectiva de la búsqueda mística y no poner en duda la autenticidad del fenómeno que trata, por

lo que se encuentra desarmada frente a quienes, desde una perspectiva totalmente distinta, ponen

en duda el fenómeno místico y le discuten cualquier poder de revelación. Esta aproximación

«desde afuera y desde abajo» no entiende el discurso místico como válido por sí mismo, sino que

es descifrado según códigos que le son totalmente ajenos. Este enfoque se caracteriza por abordar

la experiencia religiosa siguiendo el hilo conductor de la patología mental. Ubicarnos en uno de

los dos lados no nos llevará muy lejos. Hulin dice:

Por un lado, se producirá el fortalecimiento subjetivo -más que la confirmación- de las opiniones

metafísicas y teológicas, sobre Dios, el alma, su unión, etc.; por el otro, la cristalización de

esquemas de inspiración positivista, incluso cientificista, que propician la ‘reducción sistemática

de lo superior a lo inferior’. (Hulin, 2007, p. 12)

¿Cómo entender, entonces, la religión desde un punto de vista naturalista sin patologizarla

ni reducirla a cierto tipo de actividad neuronal? Aunque mucho del pensamiento científico

occidental opta por catalogar a los místicos contemporáneos como víctimas de un problema o

engaño mental, hay una línea de investigación que vincula la religiosidad con la psicología, la

psiquiatría y la salud mental en población no clínica y ha demostrado la poca validez empírica que

tiene la asociación entre experiencias religiosas y psicopatológicas. Consecuentemente, existen

varios estudios heterofenomenológicos (Dennett, 1991), es decir, estudios que tienen en cuenta

tanto los juicios objetivos de terceros -científicos- como la descripción fenomenológica de los

sujetos que han tenido esta clase de experiencia, cuyos resultados muestran que se puede distinguir

entre experiencias religiosas sanas y experiencias patológicas. Por ejemplo, según Delacroix existe

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cierta «facultad organizadora» que excede la enfermedad en el caso de que la haya, por lo que la

patología podría explicar algunos síntomas, pero falla en revelar todo el fenómeno (Tamayo

Lopera, D. A., & Zapata Agudelo, G. D., 2015) Diversos teóricos, como Moreira-Almeida,

Newberg, D’Aquilli y Rause, proponen una serie de criterios de diferenciación, características

como:

1) ausencia de sufrimiento psicológico e impedimentos socio-ocupacionales; 2) ausencia de

comorbilidades psiquiátricas; 3) una actitud que discierne sobre la capacidad de percibir el carácter

inusual/anómalo y saber si se puede o no compartir con los demás (aquellos que tienen

experiencias saludables o normales tienden a resistirse a hablar sobre el asunto); 4) compatibilidad

con una tradición espiritual; 5) control sobre la experiencia.; y 6) con el tiempo, la experiencia

promueve el crecimiento personal. (Tamayo Lopera, D. A., & Zapata Agudelo, G. D., 2015)

También tienen en cuenta el hecho de que las alucinaciones suelen involucrar un solo

sistema sensorial, mientras las experiencias religiosas son más complejas, ricas, coherentes,

profundas y abarcan varios sistemas sensoriales. Además, las alucinaciones psicóticas suelen ser

recurrentes, mientras las experiencias religiosas suelen ser un evento único en la vida. Por otro

lado, aunque fenomenológicamente las experiencias religiosas espontáneas no se distinguen de las

que fueron detonadas por enteógenos, hay algo que tienen en común y es que los sujetos que las

experimentan le dan un carácter real, en contraste con aquel que puede distinguir una alucinación

después de ocurrida. Esto es coherente con lo expuesto en el segundo capítulo sobre que el carácter

ficticio del yo está fundamentado científica y filosóficamente, por lo que no hay razones para

pensar que la experiencia de disolución del yo, aunque poco común, sea una alucinación. Lo

anterior significa que podemos -y debemos- darle una interpretación naturalista a la experiencia

religiosa y a la religiosidad evitando la vía de la psicopatología.

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Dado que la religiosidad como potencia humana nos permite, una vez cultivada, lidiar con

las amenazas reales de sufrimiento y finitud, es posible interpretar la religión, siguiendo a

Sloterdijk en su libro Has de cambiar tu vida, como sistema de ejercitación o de prácticas religiosas

con los que se busca mejorar el sistema inmunitario global -biológico, psicológico y social- sin

importar si estas se llevan a cabo colectivamente o en la intimidad, es decir, lo que llamamos en

este escrito necesidad de unidad es justamente el reconocimiento de lo inmunitario del ser humano.

Tales sistemas inmunitarios podrían ser igualmente descritos como prefiguraciones organísmicas

de algún sentido de la transcendencia: gracias a la eficiencia, continuamente a punto de intervenir,

de estos resortes, el ser vivo se confronta activamente con lo para él potencialmente deletéreo,

contraponiéndole la facultad de superación que tiene su propio cuerpo (Sloterdijk, 2012)

Para cada organismo el mundo circundante es su trascendencia y el humano, al hacer un

movimiento de trascendencia de segundo grado, crea mundo. Así, en la esfera humana existen

sistemas inmunitarios que «trabajan superpuestos, con un fuerte ensamblaje cooperativo y una

complementariedad funcional» (Sloterdijk, 2012, p.23) Esto quiere decir que sobre el sustrato

biológico se han formado sistemas complementarios que se encargan de prever y superar daños

potenciales en la esfera social y psicológica. Estos funcionan incrustados por completo en el

comportamiento intencional del humano. «El homo immunologicus que ha de dar una armadura

simbólica a su vida, con todos sus peligros y sus excedentes, es el hombre que lucha consigo

mismo, preocupado por su propia forma» (Sloterdijk, 2012, p.25). Esto es, aquello que funge como

sistema inmunitario en las esferas psicológicas y sociales son las prácticas, sean estas jurídicas,

solidarias, militares, psicoterapéuticas o religiosas. Esta interpretación cobra más sentido si se tiene

en cuenta que hay numerosos estudios que muestran que las experiencias religiosas impulsan el

sistema inmunológico y la religiosidad tiene efectos positivos en la salud física y mental, pero de

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momento, es suficiente mostrar que la continuación de la evolución biológica puede llevar a una

categoría superior de los sistemas inmunitarios.

No obstante, lo realmente importante es mostrar que el ejercicio3 nos permite tender un

puente entre los procesos naturales y las acciones específicamente humanas, sin que sea necesario

darle cabida a un fenómeno como el que llamamos fe en el contexto religioso, es decir, certeza de

la existencia de entes o fenómenos cuyo conocimiento está más allá de las posibilidades de la razón

sin evidencia empírica comprobable. A menudo, la religiosidad es asociada con creencias

supersticiosas y entidades sobrenaturales, por lo que los más tendientes a descartar este tipo de

preocupaciones y prácticas son los escépticos, ateos y antiteístas. Sin embargo, no es necesario

sostener certezas acerca de la existencia de entes o fenómenos sobrenaturales para reconocer la

religiosidad como potencia humana, además de sus beneficios y vínculos con la necesidad de

resiliencia. De manera que es importante naturalizar la experiencia religiosa, por tanto, la

religiosidad: es necesario entender sus bases materiales y, sobre todo, sus límites. Si sacamos la

superstición del marco, puede haber unidad entre una vida secular, libre de supersticiones y una

vida religiosa. Nos basta entender la religiosidad como una potencia humana de alcanzar unidad

en la consciencia que merece ser cultivada a través del ejercicio y las prácticas.

Se ha afirmado con bastante frecuencia, en interminables discusiones sobre la diferencia entre los

fenómenos naturales y culturales –y sobre los métodos de su investigación científica–, que entre

3 Para clarificar el uso de la palabra ejercicio, la siguiente cita: «La naturaleza y la cultura estarían unidas, de antemano, por un amplio espacio de en medio, de prácticas corporeizadas, donde encuentran su sitio las lenguas, los rituales y el manejo de la técnica, en tanto estas instancias materializan las formas universales de un conjunto de artificios automatizados. Tal zona intermedia constituye una región pródiga en formas, variable y estable, que provisionalmente puede ser designada con suficiente claridad mediante expresiones convencionales como educación, usos, costumbres, conformación de hábitos, entrenamientos y ejercicios, sin tener que esperar a los representantes de las ‘ciencias humanas’, los cuales siembran, con el ruido de su cultura, el desconcierto, para cuya disolución luego ofrecen sus servicios» (Sloterdijk, 2012, p. 26)

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una esfera y otra no hay pasajes directos abiertos. Pero el postulado de un paso directo ente los dos

representaría un embrollo superfluo, por el que uno no debiera dejarse desconcertar. Persisten en

él, de forma significativa, sobre todo quienes reclaman para las llamadas aquí, en este país, ciencias

del espíritu, una reserva protegida por cercas metafísicas. No pocos defensores del mundo del

espíritu quieren excavar lo más profundamente posible la zanja que se abre entre los sucesos

naturales y las obras producto de la libertad, llegando, si es necesario, hasta las simas de un

dualismo ontológico, y todo supuestamente para proteger las colonias de la Corona de lo espiritual

de los asaltos naturalistas. […] En realidad, el pasadizo entre la naturaleza y la cultura, y viceversa,

se ha encontrado, desde siempre, completamente abierto. Va a través de un puente fácil de cruzar:

la vida como ejercicio. (Sloterdijk, 2012, p. 25)

Desde la perspectiva del naturalismo descrito, es posible una interpretación de la

religiosidad como una potencia humana de alcanzar unidad en la consciencia que deviene de su

condición biológica y que no prescribe una interpretación de lo humano como forma de vida

superior o como un ser con una meta o moral fija a seguir en el mundo, sino con «sistemas de

ejercitación antropotécnicos más o menos malinterpretados y mecanismos de reglas para la

autoformación tanto del comportamiento interno como externo» (Sloterdijk, 2012, p.120) Sin que

en esto se resuma el potencial de las experiencias y conocimientos que se pueden alcanzar a través

de las prácticas religiosas, pues la vivencia de estas experiencias conlleva alcanzar certezas que

desembocan en la transformación positiva de la vida del sujeto que experimenta.

Es preocupante que nos ocupemos de la salud física y aprendamos a mejorar nuestra

situación exterior pero apenas nos ocupemos de la manera en la que funciona nuestra mente,

teniendo en cuanta que eso determina la calidad de nuestra experiencia a cada momento. Es

paradójico que le dediquemos tan poco tiempo y atención: ni es nada misterioso, ni particularmente

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complicado, solo requiere esfuerzo como el perfeccionamiento de cualquier técnica. Entrenar la

mente da como resultado claridad, serenidad, menor vulnerabilidad a condiciones externas, entre

otras cualidades. Los seres humanos somos especialmente vulnerables al sufrimiento por el

desarrollo de nuestra vida social y psicológica, de manera que ejercitarnos y forjar nuestras propias

herramientas introspectivas -ya que no podemos tomar prestadas las de los demás- es sumamente

importante para la salud mental y bienestar en general. La experiencia religiosa es un fenómeno

propio de la consciencia humana -dejando de lado si es necesariamente exclusivo- que nos puede

hacer más fuertes, serenos y brindarnos conocimiento existencial. Tal vez no nos deja dar con

verdades lógicas -como sí lo hacen las investigaciones científicas al respecto- pero nos permite

obtener certezas intuitivas que nos ayudan a afrontar la vida con cierta humildad y compasión. Así,

entrenarnos en las prácticas espirituales es posible para todos, además de deseable.

Ahora bien, naturalizar la religiosidad como aspecto de lo humano tiene otras

consecuencias relacionadas con las creencias que formamos con base en la experiencia religiosa,

pues desde esta perspectiva, las creencias religiosas no son creencias indubitables, privadas y

subjetivas como comúnmente se concibe en el mundo actual debido al desplazamiento hacía lo

íntimo de la religiosidad que deviene con la secularización de la vida social. Es pertinente mostrar

cómo las certezas que sirven de trasfondo a nuestro sistema de conocimiento son objetivas y

públicas en virtud del adiestramiento que como seres humanos recibimos en comunidad. Para

explicar esto, es necesario volver al antifundacionalismo wittgensteineano descrito en la primera

sección.

4.2 Publicidad de las creencias religiosas.

Como se menciona en el primer capítulo, Wittgenstein dice que no hay creencias

indubitables que puedan fundamentar el sistema de conocimiento, sin embargo, tenemos certezas

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que no son ni verdaderas ni falsas, pero sí objetivas en virtud del adoctrinamiento que recibimos

desde pequeños. «If the true is what is grounded, then the ground is not true, nor yet false.» (On

Certainty, 205) Así, estas certezas sirven de trasfondo sobre el que juzgar si nuestras creencias son

verdaderas o falsas. (Giraldo, escrito sin publicar).

Wittgenstein propone en Tractatus que lo que decimos se puede clasificar de acuerdo con

su relación con la verdad. Las proposiciones con sentido tienen una relación bipolar, las

proposiciones carentes de sentido -tautologías y contradicciones- tienen una relación unipolar y

los sinsentidos tienen una relación ceropolar con la verdad. «Son proposiciones que están

correctamente formadas, pero a las cuales no es posible encontrarle referencia a alguna de sus

partes integrantes y, por lo tanto, no representan ningún estado de cosas posibles» (Giraldo, 2015,

p. 43) Este grupo contiene las valoraciones morales, estéticas y religiosas, las cuales nos sirven

para evaluar nuestras creencias como verdaderas o falsas. Entonces, ¿cómo se manifiesta lo que

no se puede decir? Se muestra. Lo bueno, lo bello y lo justo, por ejemplo, no se pueden englobar

en un concepto perfectamente definido, escapan a las palabras, pero se manifiestan en acciones

buenas, obras bellas y justas. La verdad de lo que no se puede decir no depende de su relación con

otras proposiciones, sino que es una verdad a la que tenemos un acceso epistémico que no se

alcanza con el intelecto, sino que tienen un carácter noético: son certezas. Nishida diría aquí que

son verdades intuitivas alcanzadas solo en la consciencia, es decir, solo acaecen en la experiencia

sensible y el razonamiento no puede llevarnos a ellas. Según Wittgenstein, estas certezas se ven

en nuestras obras, inciden en nuestras prácticas, por lo que no son privadas. Al contrario, nuestras

creencias religiosas son cuestiones públicas, pues se manifiestan en nuestra forma de actuar tanto

colectiva como individual, se manifiestan en nuestra ciudad y organización.

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Supongan que alguien adopta esta regla para su vida: creer en el Juicio Final. Haga lo que

haga siempre lo tienen en mente. ¿Cómo sabremos si podemos decir que cree que ello

sucederá, o no lo cree? Preguntárselo no es suficiente. Probablemente dirá que tiene

pruebas. Pero lo que tiene es lo que podríamos llamar una creencia inconmovible. Ello se

mostrará, no mediante razonamientos o apelando a razones, sino más bien regulando todo

en su vida (Wittgenstein & Barrett, 2010, p.130)

Debido a esto, no es cierto que sean algo individual, privado e indiscutible como a veces

se suele creer, sino que son certezas que deben vigilarse y revisarse, pues nos incumben a todos

como comunidad, afectan directamente tanto nuestra vida4 como la de los otros y no deben estar

en disonancia con el conocimiento que por las mejores técnicas al alcance del ser humano tenemos.

Más bien, deben ser refinadas con base en este conocimiento -que también puede terminar siendo

certeza- a través de experienciar y la formar el gusto, pues a través de la sensibilidad podemos

percibir aquello que se muestra y no se dice. Esto es posible ya que, las certezas no solo tienen

consecuencias prácticas, sino que pueden cambiar, «la relación epistemológica entre el sujeto y

una proposición puede cambiar de certeza a conocimiento si aparece la posibilidad de la duda. Las

certezas mutan en conocimiento y este último deviene en certeza.» (Giraldo, sin publicar) La

importancia de esto es mayor en tiempos como estos, donde no solo podemos manifestar nuestras

certezas a través de nuestra corporalidad en vivo y en directo, sino que nuestro comportamiento se

extiende a un espacio digital donde creencias, proyectos, ideologías e iniciativas se pueden

4 Además de perjudicar a los demás, sostener creencias falsas sobre hechos físicos y sociales puede amenazar nuestra sobrevivencia. Es posible comprobar esto solo imaginando los resultados del coito cuando los participantes, aunque no quieren ni están preparados para tener hijos, están mal informados sobre la planificación sexual. Esto ocurre de la misma forma, pero a una escala mayor cuando se trata de las certezas que sirven de trasfondo para dar valor de verdad a todas nuestras demás creencias.

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compartir a través de la comodidad de un click5 -sin mencionar todas las otras tantas maneras de

manifestar nuestras certezas en el ciberespacio por fuera de postear-.

Debido a que la religiosidad está tradicionalmente ligada a ciertos sistemas de prácticas y

mitologías cuya difusión se da más por herencia cultural que por un análisis minucioso de su

efectividad y coherencia con el sistema de conocimiento, es común que las religiones contengan

prácticas dañinas para uno mismo y los demás. Muchas de esas prácticas ni siquiera corresponden

al verdadero espíritu religioso, en cambio, son «meras variedades del egoísmo» (Nishida, 1995, p.

199). Por ejemplo, la práctica de orar a Dios para recibir redención o favores o la práctica de recitar

el nombre de Amida Buda (nenbutsu) para renacer en el País Puro (Nishida, 1995). Los ejercicios

religiosos buscan la transformación del yo y la reforma de la vida. Al respecto, Nishida dice:

«Mientras uno abrigue la más ligera creencia en el yo finito no ha adquirido todavía un verdadero

espíritu religioso» (Nishida, 1995, p. 199). No obstante, las prácticas religiosas como las

mencionadas pueden cobrar un nuevo sentido que no involucre la fe en fenómenos, entidades

sobrenaturales o, más bien, en la eficacia de prácticas que pueden tener una incidencia negativa en

la vida propia y de los otros, como expresa Wittgenstein:

When I am furious about something, I sometimes beat the ground or a tree with my walking

stick. But I certainly do not believe that the ground is to blame or that my beating can help

anything... And all rites are of this kind. (Wittgenstein & Rhees, 2010)

5 Pensemos en el reciente atentado islamófobo que ocurrió en Nueva Zelanda y pudimos ver a través de un video donde al final se escucha «Suscribanse a PewDiePie», un youtuber que, si bien no tiene nada que ver con el atentado, pertenece a una amplia red de gamers youtubers, muchos de los cuales comparten frecuentemente ideas asociadas a la extrema derecha y al supremacismo blanco, cuya audiencia está conformada en su mayoría por chicos adolescentes. Esto muestra cómo el ciberespacio nos hace bastante más vulnerables a las certezas que se promueven, por tanto, más responsables de aquellas que sostenemos.

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Lo importante no es cercenar de manera absoluta la libertad de las personas para sostener

sus propias creencias religiosas o llevar a cabo las prácticas que considere convenientes, sino

sopesar esto a plena consciencia de que estas prácticas y creencias no son algo privado que nos

incumba solo a nosotros como individuos, sino que afectan de forma indirecta el mundo de los

otros y deben ser susceptibles de ser puestas en duda como cualquier otra creencia, después de

todo, si hay algo que debe reforzar la religiosidad es el sentido de unidad con lo otro, incluyendo

la comunidad y el resto de seres vivos. Asimismo, nuestra actitud hacia las creencias religiosas

ajenas, si bien no puede prescindir de cierto respeto por el hecho de que son las certezas las que

dan forma a su imagen de mundo, tampoco puede ser una actitud silente y condescendiente con

creencias que puedan significar un detrimento en nuestra vida moral. Wittgenstein expresa:

Puedo imaginarme un hombre que hubiera crecido en unas circunstancias especiales y a

quien se le hubiera dicho que la Tierra apareció hace cincuenta años y que, por lo tanto, lo

creyera. Podríamos enseñarle: la Tierra existe desde hace… etc. –Trataríamos de darle

nuestra imagen del mundo. Tal cosa sucedería por medio de la persuasión (On Certainty,

§262)

Tener cuidado a la hora de sostener creencias sin evidencias también es importante porque

de lo contrario podemos formar hábitos de formación de creencias pobres que nos dejan

vulnerables ante charlatanes y noticias falsas. Además, dado que en el caso de las creencias

religiosas estamos hablando de certezas que nos sirven de trasfondo para juzgar el resto de las

creencias, el efecto es mayor puesto que se terminan reforzando creencias similares y debilitando

otras.

En suma, abordar la religiosidad entendiéndola como una potencia humana de alcanzar

unidad en la consciencia y la profundización en el conocimiento que podemos derivar de las

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prácticas y experiencias vinculadas a este aspecto de lo humano desde una perspectiva naturalista

implica, por un lado, reconocerla como una facultad natural en vez de una patología mental y, por

otro lado, asumir que las creencias religiosas deben ser confrontadas con el resto de los saberes

que conforman el sistema de conocimiento debido a las consecuencias morales de sostenerlas. Una

lectura de la religiosidad en la que esta se asocie al carácter inmunitario del humano como ser vivo

nos permite ver lo profundamente arraigada que se encuentra en nuestra forma de vida sin la

necesidad de recurrir a entidades supersticiosas, pues si como humanos necesitamos imaginar un

absoluto, la naturaleza como totalidad nos basta.

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5. Conclusión.

Tras lo expuesto en los anteriores capítulos, se puede concluir, por un lado, que es posible concebir

la religiosidad dentro de un marco naturalista sin que pierda importancia ni validez. Al contrario,

hacerlo nos permitiría mostrar la riqueza, particularidad y profundidad de practicar para cultivar

esta potencia o facultad a aquellos que no se han formado o simplemente rechazan una tradición

religiosa. Esto es importante debido a que desde el discurso místico no es posible hacer ver que

las experiencias religiosas no son producto de una psicopatología como algunos escépticos

sostienen. Por otro lado, el discurso naturalista permite ver la filosofía, la religión y la ciencia en

continuidad en vez de en fragmentos, lo cual es necesario dado que, si bien lo filosófico, religioso

y científico corresponden a puntos de vista distintos, se mira desde ellos el mismo mundo. Así, es

posible encontrar unidad entre las diversas formas de abordar el mundo sin eliminar dimensiones

de lo humano que en otro marco podrían verse como contrapuestas o incoherentes.

Aunado a esto, se ha mencionado que las creencias religiosas son un asunto público que

no solo le concierne al individuo que las sostiene, pues se manifiestan en nuestro

comportamiento, moldeando nuestra vida y la de los demás, lo que tiene fuertes implicaciones en

nuestra vida moral. El ser humano es un ser que por naturaleza necesita sentirse vinculado, sin

importar cuál sea aquel absoluto en el que cree. Así, todas nuestras prácticas, historias y ciudades

son una expresión de lo que creemos: el ser humano vive aquello en lo que cree.

Ahora, si bien no hay un conjunto de características universales y necesarias dentro de la

especie humana que nos permitan dar una definición de su naturaleza es necesario estimar una

antropología para poder realizar una teoría ética. Por tanto, no podemos darnos el lujo de ignorar

el conocimiento científico -ni religioso, ni filosófico- a la hora de hacer consideraciones sobre lo

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humano. Asimismo, es peligroso negar la ciencia a la hora de considerar cualquier valor rector que

podamos asumir.

Independientemente de lo que una experiencia mística pueda decir de la realidad, lo que

importa es que como seres humanos tenemos esas experiencias y ellas juegan un papel

fundamental en nuestra imagen de mundo, por tanto, en nuestra forma de ser y actuar. Es

importante, entonces, reconocer la experiencia religiosa y la necesidad de unidad como fenómeno

natural porque en nuestras creencias radica nuestra imagen de mundo, por tanto, los valores

supremos para los que nos ejercitamos en el transcurso de la vida. En la medida en que

reconozcamos nuestra dimensión religiosa y la incorporamos como fenómeno aceptado en nuestro

sistema de conocimiento prioritario de manera que seamos conscientes de que nuestra realidad se

rige por aquello en lo que creemos, podremos reflexionar sobre aquellos valores en los que nos

vamos a ejercitar. Es más probable que obtengamos soluciones efectivas si para encontrarlas nos

servimos, hasta el punto en que sea posible, de los métodos más efectivos que tiene el ser humano

para conocer. Las soluciones y directrices que no podamos obtener con este método deberían, por

lo menos, no entrar en contradicción con el saber que a través de él hayamos obtenido.

Además, es imperativo que la religiosidad sea vista como un fenómeno natural desde el

punto de vista científico, pues visto el sentido de esta potencia humana y los beneficios que

conlleva, no tiene sentido obstruir su desarrollo y, principalmente, la exploración empírica de los

contenidos que abarca sosteniendo discursos que la patologizan o la reducen a la mera actividad

neuronal, dejando de lado su significación. Queda abierta la pregunta sobre cómo esta conclusión

debe permear los diferentes discursos y métodos que las distintas religiones organizadas, por ahora,

lo importante es reivindicar la importancia del carácter público y natural de la religiosidad en

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nuestros tiempos, pues una vida sin ella es carente, pero una sin cierta dosis de consistencia y

comprobación empírica es peligrosa.

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