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MANUEL DURÁN Y BAS LA DESAMORTIZACIÓN Biblioteca Saavedra Fajardo, 2011

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MANUEL DURÁN Y BAS

LA DESAMORTIZACIÓN

 

 

 

Biblioteca Saavedra Fajardo, 2011

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Transcripción y revisión ortográfica de Miguel Andúgar Miñarro.

Edición realizada a partir de: Durán y Bas, Manuel. La desamortización. En: Estudios políticos y económicos. Barcelona: Imprenta de Antonio Brusi, 1856.

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LA DESAMORTIZACIÓN.

I.

Apresurémonos a declararlo; somos partidarios, ardientes partidarios del

principio de desamortización.

¿Y cómo no habíamos de ser ardientemente adictos a este principio económico

que hemos calificado en más de una ocasión de altamente fecundo? Jóvenes, muy

jóvenes todavía, la producción más inmortal de Jovellanos, el Informe sobre la ley

agraria, fue objeto preferente de nuestras lecturas y de nuestros estudios. El

entendimiento se apacentaba en la lectura de esta obra rica de erudición histórica, de

excelentes doctrinas económicas, de buen sentido y de saber práctico; y su estudio fue la

primera enseñanza que recibimos en la ciencia de que Smith ha formulado los más

capitales teoremas. En esta obra, en el Informe sobre la ley agraria, formáronse nuestras

primeras opiniones sobre la desamortización. Luego estas opiniones se han fortalecido

con otras lecturas y con el mejor conocimiento de los hechos; y hoy día en que los

beneficios de la desamortización son una de las pocas verdades que hasta el presente

tiene conquistadas la ciencia económica nuestras opiniones tienen toda la fuerza de la

posesión de una gran verdad.

El encarecimiento de la propiedad, primero de los males que a la amortización

señala Jovellanos; la decadencia del cultivo, hecho común ya que no constante en donde

están amortizadas las tierras; la disminución del número de propietarios territoriales

son, entre otros, los principales perjuicios que la desamortización viene a combatir.

Porque la desamortización desestanca la propiedad; y poniendo en circulación y

entregando al comercio fincas que eran antes inajenables, abarata el precio de todas,

más fácil como es el poder dar satisfacción a la natural tendencia de convertirnos en

propietarios territoriales. De ello resulta como primera ventaja, la de que pueda el

hombre dar contentamiento a esta poderosa necesidad moral; viene en pos la de que los

capitales no se alejen de la agricultura, como sucede siempre que el interés obtenido en

las especulaciones agrícolas es menor que el que se retira de las industriales o

mercantiles; y a la par de ésta existe la de que el capital se distribuye naturalmente entre

todos los ramos de producción, en vez de afluir por una dirección hasta cierto punto

artificial y no siempre beneficiosa, a la industria y al comercio casi exclusivamente.

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Aparte de esto, la desamortización contribuye al mejoramiento del cultivo,

comúnmente decaído, señalado con las huellas de la desidia, rutinario y menguado por

lo mismo, cuando están amortizadas las fincas. Como todas, necesita la producción

agrícola los estímulos del interés individual; como todas, necesita la aplicación de la

actividad y la fecundación por la inversión de capitales; como todas, necesita el

sacrificio en el presente como base de las esperanzas para el porvenir. Comúnmente esto

no se realiza cuando la propiedad se encuentra en poder de las que llamamos manos

muertas.

Cierto que en la edad media la agricultura de nuestra patria solo prosperó en los

terrenos que pertenecían al clero regular; que a las Corporaciones monásticas debe sus

progresos en aquella época. Pero cuando se habla de manos muertas, suelen confundirse

todas en el común anatema, como si igual fuese la condición social de todas, y unos

mismos, en todas, sus sentimientos y tendencias. Las hay para quienes no existe el

interés individual; pero las hay para quienes este interés tiene la misma fuerza, el mismo

empuje que para las personas que pueden disponer libremente de sus bienes. No lo

tienen las Corporaciones municipales respecto a los bienes de propios: no lo tienen las

Administraciones fundadas para el cuidado de los de beneficencia; no lo tiene el Clero

secular; no lo tienen a menudo los poseedores de bienes vinculados cuando el inmediato

sucesor no es uno de sus descendientes. Aquellas, porque administran cosas comunes,

cosas para las cuales su interés se confunde, se pierde en el de la colección; éstos,

porque no tienen un sentimiento que les identifique, que con un lazo de afección les una

con la persona que después de su muerte ha de poseer los bienes, no tienen en el

presente, porque nada les interesa en el porvenir, el interés siempre despierto, siempre

calculador, previsor siempre que caracteriza al propietario libre. Pero este interés existe

en las Corporaciones religiosas, y he aquí por qué los bienes que les pertenecían eran los

mejor cultivados entre todos los sujetos a amortización. En las Comunidades monásticas

había un sentimiento que era común, que no se extinguía jamás, porque la renovación de

sus individuos no se verificaba por sucesión, sino de igual manera que se renuevan las

generaciones, sin solución de continuidad; había siempre en ellas un sentimiento de la

propia existencia, idéntico al del individuo y más fuerte que el del individuo, porque no

tenían como éste la idea de su terminación; existía en ellas cada miembro no para sí,

sino para la colección, y para ésta con un interés propio, vivo, no lánguido, ni prestado;

y esto era lo que daba nacimiento a que el interés individual, esto es, el de la

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Comunidad, aplicase al cultivo de sus tierras todos los medios de perfeccionamiento que

podían mejorarlo. Pero en aquella misma sazón más próspera era la agricultura de los

árabes que la de los pueblos castellanos; y después de aquella época y cuando terminada

la guerra con los infieles el pechero tuvo bienes propios, no vinculados, el cultivo no

estaba menos adelantado en las tierras que a estos pertenecían, de lo que lo estaba en las

fincas propias de las Corporaciones monásticas.

No se nos cite el ejemplo de Inglaterra donde gran parte de la propiedad está

acumulada en poder de la nobleza y del alto Clero anglicano, y cuya agricultura sin

embargo es mucho más floreciente que la de la misma Francia, después de 60 años de

tener completamente desamortizada la propiedad. La causa de su prosperidad agrícola

se encuentra en el espíritu industrial del país, aplicado a la explotación de las tierras. En

Inglaterra se ha introducido de más de 60 años acá el cultivo en grande escala; y al

suceder esto, su agricultura ha pasado, como dice Leon Faucher1, al estado

manufacturero. «En este país las granjas son vastas explotaciones, vivificadas por

capitales considerables y en que se asocia al trabajo del hombre el de las máquinas y de

los animales. El arrendador tiene numerosos domésticos y, en ciertas ocasiones, emplea

legiones de jornaleros; de suerte que mientras en la agricultura del resto de Europa el

trabajo asalariado es la excepción y el trabajo independiente la regla, en Inglaterra el

trabajo asalariado es la regla y el independiente la excepción. Para que este hecho sea

traducido en guarismos exactos, basta recordar que en el Condado de Bedford se

encuentra, según el último censo, un arrendatario por cada nueve jornaleros, lo propio

que en el Condado de Berks; y en el de Buckingham la relación de los arrendatarios a

los simples jornaleros es de 13 a 87; en el de Cambridge de 17 a 83; en el de Lincoln de

1 a 3; en el de Gloucester de 1 a 6; y en el de Northampton de 1 a 7»2. Mas este cultivo

en tan grande escala, esta causa del estado floreciente de la agricultura inglesa, es

debida al extraordinario desarrollo de su industria; pues, según M. Hickson, la

agricultura en grande escala es impracticable mientras el comercio y la industria no

creen un mercado accesible a los productos del arrendatario; de forma que el estado

floreciente de la agricultura inglesa, no existe por la amortización, sino a despecho de la

amortización de la propiedad.

                                                            1 Études sur l’Anglaterre, tomo 2.º, p. 56. 2 L. Faucher, obra citada, p. 53. 

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Conviene que así quede establecido para que no se nos diga: -si la agricultura

florece en Inglaterra, merced al cultivo en grande escala, si esto acontece porque existe

en aquel país la grande propiedad a causa de la amortización, ésta no es perjudicial,

porque con ella puede introducirse el gran cultivo.-

Rechazamos este argumento. Como dice Hipólito Passy3 -y excúsese la

multiplicación de citas, porque más que al raciocinio y a la experiencia propia debemos

acudir a los hechos y a la experiencia ajena, - no siempre la grande propiedad constituye

necesariamente el gran cultivo. En la antigua Europa, los dominios señoriales, las

posesiones del Clero eran inmensas, y en todas partes las explotaciones confiadas a

pobres terratenientes eran medianas o pequeñas. Aun en nuestros días subsisten

semejantes contrastes. Si la Inglaterra contiene haciendas muy vastas, la Irlanda en

donde las leyes concentran también las fortunas territoriales, no tiene en muchos puntos

sino suertes que apenas alcanzan a más de dos o tres hectáreas de tierra. De igual forma

acontece en Italia y España, en cuyos países las posesiones más grandes y ricas cuentan

a menudo una multitud de terratenientes; sucediendo lo propio en varias comarcas de

Alemania en donde los señoríos indivisibles y sustituidos contienen a veces hasta

cincuenta o sesenta pequeñas labores, distribuidas entre otras tantas familias rurales.

Y es que el modo como la tierra se divide para el cultivo es independiente del

modo como está dividida en cuanto a la propiedad. Es lo segundo la obra de las leyes, es

lo primero obra puramente individual, solo debida a los adelantos del arte agrícola, a la

mayor o menor abundancia de capitales, a la naturaleza de los terrenos y a otras cien

causas que un distinguido economista, Carlos Dunoyer, resume en estas palabras: «El

modo como la propiedad se distribuye depende de circunstancias muy diversas.

Depende de la naturaleza y situación de los terrenos, del uso que de ellos quiere hacerse

y de la clase de cultivo a que se les destina, del estado más o menos adelantado de los

conocimientos agrícolas, de la mayor o menor abundancia de capitales que poder

consagrar a la labor de las tierras, y del modo como aquellos conocimientos y estos

capitales están distribuidos; es decir, que en donde se encuentran inteligentes y ricos

empresarios de cultivo, la tierra, sobre todo si hay escasez de brazos, tiende a dividirse

en vastas explotaciones, y por el contrario, donde semejantes empresarios no existen o

donde hay falta de capitales y de ciencia agrícola, la tierra, particularmente si es

                                                            3 Des sistemes de cultura, dizième èdition, pág. 58. 

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numerosa la población y está poco adelantada la industria manufacturera, tiende a

dividirse para el cultivo en multiplicadas suertes.»4 Palabras autorizadísimas a las que

queremos añadir la opinión de Jovellanos en la Ley agraria , quien manifiesta que es

natural la preferencia del pequeño cultivo en los países frescos y en los territorios de

regadío, donde convidando el clima o el riego a una continua reproducción de frutos, el

colono se halla como forzado a la multiplicación y repetición de sus operaciones y por

lo mismo a reducir a menos extensión la esfera de su trabajo; así como es igualmente

natural que los países ardientes, y secos prefieran las grandes labores, porque las tierras

nunca podrán dar frutos en el año, y ofreciendo, por consiguiente, empleo menos

continuo al trabajo, obligarán a extender su esfera, porque los colonos para lograr una

cosecha anual tendrán que alternar las semillas fuertes con las débiles y las más con las

menos voraces, y porque lo más común será sembrar de año y vez y reservar algún

terreno al pasto que sin riego es siempre escaso, todo lo que hará necesaria mayor

cantidad de tierra para proporcionar este producto a la subsistencia del colono.

Dos cosas, sin embargo, son de advertir; la primera, que aun reconociendo todas

las ventajas del cultivo en grande escala, aun admitiendo la necesidad de su

introducción en los terrenos que le son propicios y por esta razón lo demandan, no es

imposible realizarlo aunque no exista la grande propiedad; pues merced a la asociación,

de la que Rossi cita algunos ejemplos de haberse aplicado a las explotaciones agrícolas,

pueden tener lugar las grandes labores y conseguirse la prosperidad de la agricultura.

Mayormente cuando no es indispensable que exista la amortización para que la

propiedad no se desmenuce y venga a ser imposible el cultivo en grande escala. Las

leyes de sucesión, dejando una prudente libertad al testador, han de contribuir a que no

exista lo que se ha calificado con el nombre de propiedad molecular; y de estas leyes,

sin necesidad de la amortización, ha de depender que no sean exiguas las suertes para

las labores agrícolas, aun cuando el estancamiento de la propiedad no exista.

Pero es más importante que la anterior la segunda observación. Admirable es la

propiedad agrícola de la Inglaterra; dependiente es esta propiedad del gran cultivo; mas

este gran cultivo, como lo hemos dicho más arriba, no es otra cosa que el paso de la

agricultura al estado manufacturero con todo su cortejo de males sociales. La lectura de

la obra de Leon Faucher que más arriba hemos citado, contiene observaciones y detalles

                                                            4 La libertè du taavail, lib. 10, cap. 3.º. 

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que más de una vez acongojan el alma. En Inglaterra la tierra es comúnmente explotada

por vastas empresas, por compañías; y de ahí la transformación de las poblaciones

agrícolas, de lo que son consecuencia, según el expresado escritor, la elevación pero a la

par la inestabilidad de los jornales, la aglomeración de los habitantes, el empleo de las

mujeres y los niños, el trabajo por cuadrillas sustituido al trabajo individual, la

servidumbre y desmoralización de los trabajadores. No sostendremos por esto que deba

preferirse el pequeño cultivo; pero sí recordaremos que las poblaciones del campo más

laboriosas, honradas y felices son aquellas en que sus habitantes están adheridos, si así

vale decirlo, a la tierra. No hacemos aquella cita en condenación del cultivo en grande

escala; pero la hacemos como correctivo del ciego y precipitado entusiasmo que

pudieran causar el ejemplo y las causas de la gran prosperidad agrícola de Inglaterra.

No queremos terminar este artículo sin decir algunas pocas palabras acerca de la

tercera ventaja, entre las más importantes, que a la desamortización hemos señalado; ya

que siendo la más notable, en el terreno económico, la de su influencia en el cultivo, nos

hemos dilatado, a pesar nuestro, en mayores reflexiones de las que teníamos propósito

de apuntar. Esta tercera ventaja pertenece al orden moral, y por esto es para nosotros la

de mayor precio. La amortización estanca, concentra la propiedad en pocas manos; la

desamortización la esparce, la distribuye, la generaliza. 20 millones de hectáreas de

tierra productivas cuenta la Inglaterra y en ella no hay sino 600.000 propietarios, y de

40 a 42 millones de hectáreas es la extensión de las tierras productivas en Francia, y

entre cuatro millones de propietarios se encuentra distribuido su territorio. Cierto que

las leyes de sucesión de Francia han contribuido a la elevación de este guarismo; pero

cierto también que las leyes de desamortización de Inglaterra son la causa de que el

número de sus propietarios sea tan reducido.

Pues bien; nosotros que no podemos querer el desmenuzamiento de la

propiedad, queremos el aumento del número de propietarios. No porque participemos de

la opinión de los que sostienen que grande propiedad y absolutismo, pequeña propiedad

y libertad son hechos que van siempre juntos. La grande propiedad y la amortización

existen en Inglaterra al lado del gobierno representativo, de la seguridad individual, de

la libertad de imprenta, del jurado; y en los cantones más aristocráticos de la Suiza se ha

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mantenido, en su organización social, el patriciado, a pesar de la igualdad de las

particiones y de una ley de sucesión harto semejante a la francesa.5

Pero nosotros queremos el aumento del número de propietarios, porque la

propiedad es uno de los elementos conservadores de las sociedades, porque la propiedad

robustece en el hombre el sentimiento de su dignidad moral; y en nuestros tiempos de

individualismo queremos, no la destrucción sino la moralización de este sentimiento; en

nuestros tiempos en que se ataca la sociedad en sus bases, queremos que la propiedad,

que es uno de sus más cardinales fundamentos, lejos de limitarse como un privilegio, se

extienda con la generalidad del derecho común.

Y la tendencia a la propiedad es uno de nuestros más naturales sentimientos, y

este sentimiento es uno de los más moralizadores del individuo. La impresión, el sello

de nuestra personalidad en las cosas, que es lo que constituye la propiedad, nos

engrandece porque nos hace reconocer una fuerza moral que sin la propiedad nos estaría

velada; la apropiación de las cosas es una dilatación de nuestra personalidad, es una faz

de la expansión de aquella fuerza moral. Observación que, no llamados ahora a defender

el derecho de propiedad, es bastante para justificar nuestros votos en favor de que el

número de propietarios se acreciente, como debe conseguirse con la desamortización.

II.

Acabamos de exponer lo que pensamos de la desamortización como principio

económico y hecha abstracción de tiempos y lugares. Pero no hay para nosotros ningún

principio económico que, en su aplicación, pueda ser absoluto, porque no hay ninguna

cuestión social que no sea complexa: la moral y la política, como observa Rossi, deben

intervenir con la economía política en la solución de los problemas sociales. Porque ni

para la sociedad ni para el individuo, el fin económico, la riqueza puede ser uno de sus

principales fines; es por el contrario entre todos el más subordinado y dependiente; y

este fin lo mismo que el político, no son propiamente sino medios de otro fin más alto,

del fin moral que así está señalado a los individuos como a las sociedades.

                                                            5 Rossi, Cours d’economie politique, segunda edición t. 2, p. 59. 

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Es la riqueza una fuerza social y contribuye a formar uno de los elementos de la

civilización de los pueblos, el bienestar general; pero no consiste solamente la

civilización en que los pueblos sean ricos, ni el poder de los Estados consiste solo en la

riqueza. Es otra fuerza social la moralidad; lo es la instrucción; lo es el espíritu nacional;

lo es la buena organización del Poder; y todas estas fuerzas, que no son las únicas

tampoco y que citamos solo como ejemplos, tanto o más valen que la riqueza para hacer

poderosos a los Estados y para que se enorgullezcan de su civilización los pueblos.

De ahí es que aun cuando la desamortización contribuya al acrecentamiento de

la riqueza, no siempre deberá hacerse aplicación de este principio económico sin

restricciones. Influye directamente la desamortización sobre la organización de la

propiedad territorial, y la organización de la propiedad territorial y la de la familia son

las que distinguen o hacen asemejarse unas sociedades a otras. Esto sería siempre una

causa de limitación de aquel principio, pero hay más todavía; la organización de la

propiedad territorial está comúnmente enlazada con las instituciones políticas de los

pueblos, y no puede atentarse contra ella sin socavar estas mismas instituciones.

Tan cierto es esto como que la historia de la propiedad es la historia de la

sociedad también. Lo mismo en los pueblos antiguos que en los pueblos que caen a este

lado de la Cruz, como decía Donoso Cortés; lo propio en la Roma pagana que en los

pueblos orientales; en los Estados de la edad media lo mismo que en las naciones

modernas, siempre refleja la propiedad territorial todos los estados, todas las

evoluciones de la sociedad; siempre corresponden sus cambios a los cambios de las

instituciones sociales; en sus diversas formas se reproducen siempre las mismas épocas

fundamentales en que constantemente se divide la historia de los pueblos.

Lo cual advierte a los legisladores que solo con santo respeto y con madura

reflexión y con profundo conocimiento del espíritu de los pueblos y de sus necesidades

presentes, puede alterarse la forma de la propiedad territorial: advertencia que

desoyeron los que decretaron nuestras leyes de desvinculaciones en 1820, sin duda

arrastrados por el entusiasmo que les causaba el principio de desamortización. No

querían ellos destruir la aristocracia nobiliaria, no querían ellos democratizar, en este

sentido, la sociedad española; pero resolvieron un problema social, sin tomar en cuenta

todos los principios que para su solución debían tener presentes. Y de ahí que estas

leyes lo mismo que la Constitución política de 1812, no fuesen populares en su época,

porque el elemento aristocrático estaba inviscerado todavía en la sociedad española; lo

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que no hubiera sucedido si en esta Constitución se hubiese dado más influencia al

elemento monárquico y participación, en el poder legislativo al elemento aristocrático; y

si las leyes de desvinculación se hubiesen limitado a lo que estaba en los sentimientos

del país, a la destrucción de tantos pequeños mayorazgos como alimentaban la vanidad

y miseria de millares de hidalgos de aldea que morían en la indigencia porque se

consideraba como signo de aristocracia la holganza.

Estas palabras pueden dar a comprender lo que pensamos de nuestras anteriores

leyes de desamortización. La que suprimió todos los mayorazgos y vinculaciones fue

demasiado lata, pues debía dejar subsistir los que alcanzasen a cierta renta, y abolir,

entregando a la circulación los bienes que los integraban, todos los que no eran

bastantes a mantener en su prestigio los timbres nobiliarios de sus poseedores. Y en

1836, ya que los efectos de las leyes de 1820 estaban en suspenso, ya que quisiera

restablecerse esta ley, una excepción hubiera debido introducirse a la generalidad del

principio de desvinculación; la de la continuación de los mayorazgos, fijando su

máximum y su mínimum, para los que fuesen elevados a la dignidad de Próceres o

Senadores, estableciendo así una alta Cámara hereditaria, imposible de todo punto sino

se consiente que haya bienes vinculados. De esta suerte la desamortización se conseguía

como se deseaba, con una sola excepción para doscientas familias que a lo más hubieran

sido elevadas a aquella alta jerarquía política y social; y enlazada así la vinculación con

una institución política, cual los sentimientos del país, cual el espíritu nacional, cual

nuestras tradiciones la recomendaban, bien compensados quedaban entonces sus

perjuicios con la altísima conveniencia de poseer aquella institución. Pensamiento cuya

realización era inoportuna e imprudente en 1852, cuando se proyectó una nueva reforma

constitucional; porque no en balde habían transcurrido dieciséis años desde el

restablecimiento de las leyes de desvinculación, no en balde el espíritu reformista había

transformado la sobrehaz de la sociedad española, y en balde se pretendía despojar a

aquellos proyectos y al pensamiento que las había inspirado, de la tendencia

reaccionaria de que estaban infiltrados.

Y no es más favorable nuestro juicio a la que puso en venta los bienes

pertenecientes a las suprimidas Comunidades religiosas, y más tarde los que eran

propios del clero secular. Abolido el diezmo con el que se su tragaba la manutención del

Clero parroquial, era necesario asegurar a este una dotación independiente y decorosa; y

preferible era la venta a censo de todos los bienes pertenecientes a ambos Cleros y

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aplicar el producto de las pensiones censuarias a la dotación del culto y sus ministros, a

enajenarlos en la forma que se hizo, asumiéndose el Estado la obligación de atender a

esta dotación. Entregábanse por este medio a la circulación los bienes que estaban

estancados en manos del Clero; este obtenía una dotación tan independiente y decorosa,

tan cierta y permanente como cumple a la altísima dignidad de sus funciones; y el

Estado no se encontraba, como ahora, sujeto a una obligación que le abruma y que no

puede desatender ni aun por escaso tiempo en un país católico como el nuestro.

Pero el sentimiento revolucionario necesitaba la desamortización para

satisfacerse, y desplegaba su estandarte, escribiendo en él por único mote el principio

económico de que nos venimos ocupando; y engañado así el espíritu puramente

reformista que no a pocos seducía, realizóse la desamortización sin miramiento a otros

respetables principios que bien dignos eran de ser tomados en cuenta lo mismo en

aquella ocasión que en la presente. Porque ahora6 quiere darse una extensión tan

ilimitada a la aplicación de aquel principio, con tanta premura y con tanta uniformidad

quiere ahora plantearse, que nosotros y cuantos de la desamortización somos partidarios

no podemos aceptar el pensamiento de restituir a la circulación propiedades que están

fuera de ella, en la forma con que se quiere desenvolver.

Grave responsabilidad por lo que está aconteciendo pesa sobre los hombres que

desde 1844 han regido los destinos del país. El principio de desamortización no debían

haberlo relegado al olvido, menos todavía repudiarlo. Este principio no debía dejarse

formular como dogma de un partido. Este principio debía irse estableciendo

paulatinamente y consultando los tiempos; no simultánea, sino sucesivamente según las

diversas procedencias de los bienes amortizados; y únicamente por la sola voluntad del

poder civil en cuanto a los que fuesen de exclusiva propiedad del Estado, pero

respetando todos los derechos en los que no lo fuesen, y obrando de común acuerdo con

la Santa Sede respecto a los que perteneciesen a la Iglesia. Este principio debía haberse

aplicado en la diversidad de formas a que la enajenación se presta y que están escritas

en nuestras leyes comunes, La aplicación de este principio debía haberse reivindicado

como un título del espíritu prudentemente reformista que anima a los partidos

constitucionales. Cuando se hizo el arreglo de la Deuda pública, esta importantísima

medida económica podía haberse enlazado con el principio de desamortización de los

                                                            6 Debemos hacer observar que los artículos que constituyen en el día de hoy este Estudio fueron escritos para juzgar, no la ley de desamortización, sino el proyecto de ley. 

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bienes pertenecientes al Estado; lo que el Concordato dispone debía haberse empezado a

cumplir desde 1851; Y la enajenación de los demás bienes amortizados debía haberse

preparado, respetando todos los derechos y conciliando todos los intereses.

Ahora y prescindiendo por breves momentos, así de la generalidad con que la

desamortización se intenta, como de si es la ocasión presente la más a propósito para

realizarla; ¿es el pensamiento que impulsa a acometerla, el que debía inspirar la

aplicación de aquel principio en estos instantes?

Es un grandísimo error político y económico defender la desamortización con un

fin rentístico, invocar en su apoyo el interés de la Hacienda. Esto es el origen de los

principales defectos que en nuestro sentir descuellan en el proyecto de ley sobre

desamortización. Para proporcionar recursos al Tesoro se ha extendido la aplicación del

principio, a los bienes de propios, a los de beneficencia, a los de instrucción pública; a

los de secuestros. Para esto se intenta la enajenación de los del Clero, en una forma que

infringe un artículo del Concordato. Para esto se repudia la enajenación a censo o

enfiteusis, más ventajosa que la forma que se propone, como demostraremos más

adelante. Mas por muy alto que quiera levantarse el interés de la Hacienda, nunca ha

debido acometerse por esta causa la desamortización. Por su utilidad social, y no por un

interés financiero la aconseja la ciencia; por el acrecentamiento que ocasiona a la

riqueza general, más que por el aumento que proporciona en la cifra de las

contribuciones la sociedad la reclama; porque aumentando el número de propietarios

hay más personas comprometidas en la conservación del orden público, en la

inviolabilidad de la independencia nacional, en la defensa de los más caros intereses

sociales, mejor que por el aumento que recibe la materia imponible la política la realiza;

y no obstante hoy día parece que se subordina al fin rentístico el fin social.

Causa es esta ilimitada extensión dada al pensamiento, de que nazca y no sin

fundamento, la duda acerca del derecho del Estado para obligar en todos casos a la

enajenación. Los bienes que se proyecta poner en venta pertenecen a dos categorías

enteramente distintas: unos son propios exclusivamente del Estado, otros lo son de

Corporaciones o personas que los poseen porque hasta el presente les han atribuido las

leyes capacidad para tener el derecho de propiedad. La duda no existe, no puede existir

respecto a los de la primera categoría; la duda no puede existir respecto a los que están

afectos a la instrucción pública, desde que ésta viene a cargo del Estado, porque para

unos y otros el derecho de éste es inconcuso; la duda no existe, no puede existir en

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sentido opuesto, respecto a los que están en secuestro, porque las leyes siempre han

respetado la propiedad de sus dueños y es una verdadera violación de este derecho su

forzosa enajenación; pero la duda existe respecto a los que pertenecen a Corporaciones

que tienen una personalidad jurídica y hasta el presente han tenido capacidad para

adquirir. Nosotros sabemos que la ley puede privarles de esta Capacidad; nosotros

sabemos que la ley puede regular el ejercicio de derecho de propiedad, circunscribirlo

dentro de ciertas limitaciones; pero otra cosa sabemos también y es que la capacidad del

derecho no es lícito concederla o negarla sino según los fines que a cada personalidad

individual o moral están señalados, y que las limitaciones al ejercicio del derecho de

propiedad no son ni pueden ser arbitrarias. ¿Y todo esto se ha consultado ahora para

negar al Clero, a las Municipalidades, a la Beneficencia el derecho de poseer bienes

raíces?

Porque no es idéntico lo que se ordena ahora a lo establecido en las leyes de

desvinculación. En éstas se restituía el derecho de enajenar a los que no lo tenían, ahora

se hace forzosa la enajenación a los que, en virtud de las leyes, han venido siendo

propietarios; en las leyes de desvinculación se daba un derecho facultativo a los

poseedores de bienes vinculados, ahora se niega a los actuales dueños el derecho de

poseer; en aquellas leyes, solo la forma de la propiedad se cambiaba, ahora se niega

para adelante el derecho de propiedad a los que hasta aquí lo han ejercido. ¡Tanto se

yerra al sostenerse que solo se propone una variación en la forma de la propiedad!

De ahí que más bien sea una expropiación forzosa que una desamortización lo

que va a realizarse; porque no se concede intervención en las ventas a los actuales

dueños de los bienes que se enajenan; porque es el Gobierno y no estos dueños quien se

incorpora del producto de las enajenaciones y porque el Gobierno no da a estos dueños

sino una indemnización, cuyas bases pueden ser más o menos equitativas, pero que no

por serlo destruyen su naturaleza legal.

Cabe pues preguntar en vista de esto: ¿hay derecho para negar el de tener

propiedad a todos los que se consideran como manos muertas? ¿Hay derecho de

obligarles a la enajenación de los bienes que han poseído en plena propiedad hasta el día

presente? ¿Es conveniente que estas manos muertas no sigan siendo propietarias, que

estas manos muertas enajenen sus bienes, entregándolos así a la circulación?

Más arriba hemos iniciado ya la cuestión del derecho del Estado para obligar a la

enajenación de los bienes amortizados. A dos categorías hemos dicho que pertenecen

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estos bienes. Los hay que pertenecen inmediatamente al Estado; los hay afectos a

obligaciones que vienen a cargo del Estado y que este sostiene, como las de instrucción

pública, como las de beneficencia pública; los hay que pertenecen a instituciones de que

el Estado es representante, como las antiguas órdenes militares; los hay que pertenecen

a Corporaciones o instituciones que no tienen otra dependencia del Estado que la de su

sujeción a las leyes del país y que tienen una personalidad jurídica como toda persona

privada, y a esta categoría pertenecen el Clero, las cofradías y obras pías, la

beneficencia privada, las corporaciones gremiales y literarias, consideradas respecto a la

propiedad de los bienes con que cumplen los fines de su instituto; los hay, por último,

que pertenecen a particulares que tienen secuestrados sus bienes. Los de la primera,

segunda y tercera clase forman una categoría distinta de las restantes. Y si respecto a los

de la primera categoría el derecho del Estado es incuestionable, inconcuso; respecto a

los de la segunda, exceptuados los de la última clase, este derecho es dudoso, es

controvertible.

No puede nacer la duda sobre los de la última clase, es decir, sobre los bienes

que se encuentran en secuestro, porque solo por un abuso de lenguaje ha podido

sostenerse que pertenecen a manos muertas. No puede nacer la duda sobre estos bienes,

porque basta haber saludado los rudimentos del derecho para saber que el que tiene los

bienes secuestrados solo tiene en suspenso la facultad de disponer de ellos. No puede

nacer la duda sobre los de esta clase, porque no hay hombre de ley que ignore que su

forzosa enajenación es una violación abierta del derecho de propiedad. De forma que así

como no es dudoso el derecho del Estado para vender los bienes que le pertenecen,

tampoco es dudoso que el Estado no tiene derecho para decretar la enajenación de los

bienes secuestrados.

Por lo que hace a nosotros, la duda sobre el derecho del Estado -prescindiendo

por ahora de toda consideración de conveniencia-, para obligar a vender los bienes que

pertenecen a cofradías y obras pías, a la beneficencia privada, a las corporaciones

gremiales o literarias, y a otras de igual naturaleza, desaparece también con una sola

observación. Estas instituciones no existen, no pueden existir sin el consentimiento del

Estado; el Estado es quien debe legitimar su existencia, quien puede determinar las

condiciones en que vivan, quien puede modificarlas, quien puede destruirlas; luego el

Estado tiene derecho de permitir que estas instituciones posean en propiedad bienes

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raíces, quien puede determinar las condiciones de esta propiedad, quien -si la

conveniencia pública lo aconseja-, puede obligar a la enajenación de aquellos bienes.

En cuanto a los del Clero, más adelante diremos lo que se nos ofrece respecto al

derecho del Estado.

Y respecto a los de propios, aun reconociendo personalidad jurídica a los

pueblos, aun reconociendo que su existencia no es creación de la ley, aun reconociendo

que los pueblos son, como las familias, entidades sociales, necesarias, fatales,

indestructibles, no podemos menos de reconocer también la acción de la tutela social

sobre estas entidades, la potestad del Estado a quien compete esta tutela para regular sus

derechos, la necesidad de limitar su extensión atendida la naturaleza de estas entidades

que llamamos pueblos, la otra necesidad, no menos indeclinable, de intervenir en el

modo de ejercitarlos. Más breve; en nuestra opinión tiene derecho también el Estado

para no consentir que tengan bienes raíces en propiedad los pueblos, para obligarles a la

enajenación de los que poseen.

¿Pero la conveniencia pública reclama que el principio de desamortización se

aplique con tanta latitud como en el proyecto de ley a que nos referimos se ha

consignado? ¿Se hace buen uso del derecho del Estado en cada una de las

prescripciones de la ley? La cuestión legal queda resuelta; pero queda en pie todavía la

cuestión social, tanto como la primera importante para el Gobierno, tanto como la

primera importante para el país.

Si eliminamos los bienes secuestrados, si hacemos abstracción de los bienes

aplicados a la beneficencia y obras pías, no vacilamos en decirlo. Somos partidarios,

resueltos partidarios de la aplicación que se hace del principio de desamortización. No

es buen propietario el Estado, no es buen propietario el Clero secular, no son buenos

propietarios las órdenes militares, ni las cofradías, ni los santuarios. Es verdad que

tampoco son tan útiles para sus dueños aquellos bienes, que tampoco son tan

provechosos para la sociedad cuando están bajo el cuidado de las Juntas de los

establecimientos de beneficencia o de los administradores de obras pías, como cuando

son explotados por el interés individual; pero lo hemos dicho ya, sobre el principio

económico hay otros principios morales y políticos, y hoy hemos de demostrarlo con

algunas breves consideraciones.

Más que la beneficencia pública nos merece predilección la beneficencia

privada: mejor que la obligación del Estado queremos nosotros los sentimientos

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caritativos del individuo. Tenemos más confianza en ellos, en su fecundidad, en su

poder de expansión, en la dulzura de sus formas, en la tierna insidiosidad, permítasenos

la frase por lo exacta, con que llevan el alivio a las más escondidas aflicciones. Negad a

la beneficencia el derecho de ser propietaria, y no habréis extinguido todavía la caridad

privada; pero las donaciones en metálico o en efectos no equivaldrán nunca a las

donaciones de bienes raíces. ¿Qué habrá de suceder entonces? Que el Estado, a quien

pertenece la obligación de atender a la beneficencia en lo que no alcanzan los recursos

de la caridad privada, verá aumentarse una carga abrumadora para el presupuesto. Si

este no alcanza a cubrirla, el pordiosero ostentará sus harapos, el enfermo morirá a la

puerta de los hospitales, el expósito perecerá aterido de frio y extenuado de hambre, el

demente no encontrará un asilo, el paralítico y el ciego implorarán la caridad en las

esquinas de las calles o en las puertas de los templos, la sociedad se sonrojará de sí

misma. Si para que el presupuesto cubra sus obligaciones se aumentan los impuestos o

se reparte una contribución especial para los pobres, el sentimiento de caridad se

debilitará en todos los pechos, se extinguirá como el eco en el espacio; y la sociedad no

tendrá el rubor en la frente, pero tampoco el dulcísimo afecto del amor al prójimo en el

corazón. En uno y otro caso no quedará más que la beneficencia pública, la beneficencia

del Estado como amparo del desgraciado y para esperanza del afligido; y aunque

siempre la caridad privada enjugará algunas lágrimas, penetrará en algunos hogares,

llevará el consuelo a algunos dolores ocultos, siempre también serán individuales sus

esfuerzos, nunca socorrerá más que a individuos aislados, nunca buscará en la

asociación más poder y más energía, nunca creará las grandes instituciones que la

religión inspira y erige aquel sentimiento. Esta caridad será lánguida, será mezquina,

será limitada; todo lo fiará a la acción del Estado, a la acción del poder social.

Quisiéramos hacer bien comprensible el distinto carácter que presentan a

nuestros ojos la beneficencia pública y la beneficencia privada. La beneficencia pública

o mejor la caridad administrativa, como la hemos denominado en otro lugar7, es una

necesidad social, es una función administrativa, es una condición política de los

Estados. Hija más bien de la filantropía que de la religión, se dirige al alivio de los

sufrimientos humanos, pero antes al de los dolores físicos que al de los padecimientos

morales. Terrenas puramente sus aspiraciones, se ejerce con toda la aridez, con toda la

                                                            7 Ensayo sobre dos cuestiones sociales; memoria acerca de la extinción de la mendicidad. 

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severidad, con todo el reglamentarismo de un servicio público. Considerada como un

deber positivo, como una obligación del Estado, es reclamada cual un derecho y se

reciben sus beneficios con orgullo y sin agradecimiento. No nos aventuraremos a decir

que la beneficencia pública sea esencialmente desmoralizadora; pero sin exageración

puede asegurarse que muchas veces pervierte y pocas, muy pocas moraliza. No así la

caridad privada. Esta tiene sus raíces: en el corazón; arranca de uno de nuestros más

puros y más nobles sentimientos; se ejerce agitada el alma por uno de sus impulsos más

espontáneos, más desinteresados, más afectuosos; es inspirada por la moral y la religión

como una virtud; como la religión y como el amor de la patria hace héroes y hace

mártires. Rica de esperanzas, busca y encuentra inagotables tesoros; rica de fe, es

pródiga de abnegación y sacrificios. No hay un solo dolor del alma para el que no

encuentre consuelos. Susceptible y tiernamente delicada, evita que el rubor de la

vergüenza colore la frente del desgraciado. Ejercida por amor de Dios, se fortalece,

cuando está desfallecida, en el sentimiento religioso. Y cuando es impotente junto al

incurable, junto al expósito que pide a su madre, junto al infeliz que ha de expirar en un

cadalso, cierra la boca que va a pronunciar la blasfemia, muestra la Providencia de Dios

como madre del que no la tiene, y señala la palabra «perdón» escrita en el cielo para el

que en la tierra muere en el arrepentimiento. No negaremos que la caridad privada,

cuando indiscreta, aliente la holganza y el vicio; pero cuando no lo es, cuando se deja

guiar por la prudencia, es esta caridad tan fecunda como moralizadora.

Así que nosotros no queremos, no podemos querer que las leyes vengan a

sustituir la caridad administrativa a la caridad privada; por el contrario, creemos que la

primera solo debe existir para suplir a la segunda, y más creemos todavía y es que las

instituciones de beneficencia no deberían ser erigidas sino por la caridad privada.

Desgraciadamente no es esto posible, desgraciadamente la caridad privada es ineficaz

no pocas veces; pero por la misma razón de que esto es lo que sucede y no lo que

deseamos, somos adversarios de la desamortización de los bienes de beneficencia que

ha de ocasionar, por lo que dejamos dicho, que la caridad privada se extinga

gradualmente. Más alto que el principio económico están en este caso no una sino

muchas consideraciones morales; y más de un remedio podríamos encontrar para que

los males de la amortización quedasen atenuados, si respecto a los bienes de

beneficencia, si respecto a los de obras pías fundadas para objetos de beneficencia

hubiésemos de admitirla como excepción.

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19  

III.

La amortización eclesiástica ha sido desde los más remotos días objeto

privilegiado de los ataques dirigidos al estancamiento de la propiedad. Los regalistas en

un tiempo, los economistas en otro, las escuelas liberales más adelante la han

ásperamente combatido; y desde 1820 se ha pugnado para que la aboliese la ley. No es

esta la ocasión de hacer la historia de la desamortización eclesiástica, vulgar para todos,

fácil de recorrer en poco tiempo para el que acaso la ignore; restando solo examinar si

existiendo el Concordato con un pacto especial sobre los bienes de la Iglesia, lo que

puede ser conveniente a los intereses del país se ha hecho guardando todas las formas

legales que se debían observar. Este examen se acomoda perfectamente con el respeto

que la ley nos merece; y consentido en todos tiempos, aun recayendo sobre más

importantes monumentos legales, no puede estar vedado a quien reconoce que de todos

modos la ley será obligatoria.

Nosotros que no podemos dejar de reconocer el derecho del Estado a vender

cierta clase de bienes eclesiásticos, los pertenecientes a las comunidades religiosas de

uno y otro sexo, no negaremos decididamente, pero si sostendremos ser dudoso, y asaz

controvertible que el Concordato autorice la enajenación de los bienes del Clero secular

que le fueron devueltos en 1845, que el Estado pueda decretar su enajenación sin

ponerse de acuerdo con el Padre común de los fieles, que la enajenación en la forma que

deberá hacerse se acomode a lo estipulado en el Concordato. Se sostiene, sin embargo,

primero, que la enajenación de los mencionados bienes está terminantemente prevenida

en el Concordato, y segundo, que, aun cuando no lo estuviese, la nación reunida en

Cortes puede acordarla sin consentimiento de la Santa Sede. Pero ¿es exacto lo primero?

¿Es lo legal lo segundo?

En el art. 38 del Concordato, después de haberse expresado que los fondos para

atender a la dotación del culto y clero serán: 1.º el producto de los bienes devueltos a

este por la ley de 3 de abril de 1845; 2.º el producto de las limosnas de la Santa

Cruzada; 3.º los productos de las encomiendas y maestrazgos de las cuatro órdenes

militares vacantes y que vacaren; y 4.º una imposición sobre las propiedades rústicas y

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urbanas y riqueza pecuaria en la cuota necesaria para completar la dotación, se dice:

«Además, se devolverán a la Iglesia desde luego y sin demora todos los bienes

eclesiásticos no comprendidos en la expresada ley de 1845 y que todavía no hayan sido

enajenados, inclusos los que restan de las comunidades religiosas de varones. Pero

atendidas las circunstancias actuales de unos y otros bienes, y la evidente utilidad que

ha de resultar a la Iglesia, el Santo Padre dispone que su capital se convierta

inmediatamente en inscripciones intransferibles de la deuda del Estado del 8 por 100,

observándose exactamente la forma y reglas establecidas en el art. 35 con referencia a la

venta de los bienes de las religiosas.» Ahora bien: ¿estas palabras, unos y otros bienes,

se refieren a los que se expresan en la misma cláusula, o a ellos y a los devueltos al

clero en 1845? Tal vez sea lo segundo, tal vez se refiera a éstos y a aquellos bienes; pero

tal vez no sea sino a los que en dicha cláusula se mencionan, y diremos los fundamentos

de esta opinión. En la parte del art. 38 que hemos citado se dispone la devolución a la

Iglesia de dos clases de bienes: unos que pertenecieron al Clero secular y que puestos en

venta por la ley de 2 de setiembre de 1841 ni habían sido vendidos, ni fueron devueltos

al Clero en 1845, por haberse suscitado cuestiones aún no resueltas al firmarse el

Concordato; y otros que eran restos de los de Comunidades religiosas de varones y aún

no habían sido enajenados; luego a estos bienes pueden referirse, sin violencia del

sentido de las palabras, las de unos y otros que en el artículo se leen. Inteligencia que es

más natural si se observa que para disponer su venta se invocan las circunstancias

actuales de unos y otros bienes; y que así como son idénticas las de los no devueltos al

Clero y de las Comunidades religiosas de varones, no lo son las de éstos y de los

restituidos en 1845 al Clero secular. Por la ley de 3 de abril se suspendió la venta de

estos bienes, y esta venta no se suspendió en cuanto a los demás; en virtud de la ley de 3

de abril recobró el Clero la posesión de aquellos bienes, y no tenía la posesión de los

otros en 1851; así que la razón en que se funda el artículo no parece que concurra en

todos los bienes pertenecientes al Clero, sino en los de que habla en su última parte el

art. 38.

Es verdad que se ha querido leer el testo del articulo de otro modo que como

aparece de su versión oficial en castellano -y advertimos que la transcrita es la oficial-,

suponiendo que en el latín se lee: Prædicta bona omnia ecclesiástica etc., en cuyo caso

no se haría mención en el párrafo que nos ocupa sino de los bienes devueltos al clero en

1845 y de los que fueron de las Comunidades religiosas de varones, siendo entonces

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21  

evidente que a todos se aplicarían las palabras unos y otros bienes; pero en la versión

latina oficial no se lee prædicta, sino præterea, y solo a una equivocación muy

involuntaria podemos atribuir la sustitución de la primera de aquellas palabras a la

segunda. Es verdad también que al día siguiente de la publicación del Concordato se

expidió un Real Decreto previniendo la formación de inventarios dobles de las fincas,

censos, intereses y acciones del Clero secular y regular, la fijación del valor de las

fincas, y que, mientras no se enajenasen los bienes, se imputasen respectivamente a la

dotación del culto y a la de las monjas, desde 1.° de enero de 1852, las rentas que

resultasen; ¿pero es esto tan claro, tan terminante como se supone? ¿Es, según este Real

Decreto, tan evidente, tan libre de toda duda la obligación de enajenar todos los bienes?

¿Son tan explícitas las palabras que hemos trasladado, que no dejen lugar a otra

interpretación del Concordato? y si es cierto que queda en pié la duda, si es cierto que es

controvertible la inteligencia recta, la disposición verdadera del art. 38, ¿puede

sostenerse que dentro del Concordato cabe hacer la desamortización de todos los bienes

del Clero?

Pero tampoco lo segundo que se sostiene es la verdad; tampoco es cierto que, a

despecho del Concordato, pueda la nación reunida en Cortes poner en venta todos estos

bienes. El Concordato es una ley del reino y un tratado internacional: y si es cierto que

el poder legislativo de los Estados modifica o revoca las leves, también es indudable

que los tratados internacionales no los modifican, no los revocan sino las mismas partes

contratantes.

Esto solo bastaría para demostrar que legalmente no es incuestionable el derecho

que se quiere hacer emanar del principio de la soberanía nacional; así como no lo sería

fundarlo en el que se supone en la nación reunida en Cortes, de dar a la propiedad la

condición que estime conveniente. Se padece en esto un grande error. Por muy alto que

quiera levantarse el poder de la Asamblea, por muy latas que puedan ser las facultades

que le atribuya la soberanía nacional, nunca podrá hacer que sea justo lo injusto, lo

torpe honesto, racional lo absurdo. El poder de la soberanía nacional no puede alcanzar,

hasta aquí, y decimos esto, porque la nación reunida en Cortes nunca podrá hacer

respecto a la propiedad más que lo que consiente el derecho, a excepción de una cosa,

que es quebrantarlo; y si solo quiere aplicarlo, si quiere obrar legítimamente, si quiere

mantenerse dentro de los límites de lo justo, de lo conveniente, de lo razonable, no

mudará la condición de la propiedad, sino que hará lo único que autoriza el derecho, y

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22  

es regularizar la libertad del hombre en cuanto aplica su actividad a las cosas,

asimilándoselas e imprimiéndolas el sello de su personalidad. Y aun esto no caprichosa,

no arbitraria, no revolucionariamente; porque la justicia y la conveniencia pública le

marcarán las restricciones de su poder, y se las marcarán porque la propiedad es un

hecho personal, porque es una manifestación de la voluntad humana, porque tiene una

base fija que no puede cambiarse sin destruir la condición primordial de su existencia.

Además, no es cambiar la condición de la propiedad poner en venta todos los

bienes que se han tenido en dominio y no permitir que se tengan bienes en propiedad en

lo sucesivo. El cambio de forma supone la existencia de las cosas; y la modificación de

un derecho supone la realidad del mismo derecho. El de propiedad, por ejemplo, es

modificado, sufre un cambio en su forma cuando, abolidos los mayorazgos, se entregan

los bienes vinculados a la libre circulación; pero la enajenación no es un cambio de

forma, sino el último acto de propiedad, el que pone término a este derecho, el que lo

extingue en la persona del que enajena. Véase, pues, como la enajenación forzosa hace

algo más que cambiar la condición, la forma del derecho de propiedad.

También se ha defendido la doctrina en que nos estamos ocupando con la teoría

del dominio eminente del Estado. Algo vieja es esta teoría, y lo que es peor, un tanto

peligrosa. No vamos a examinarla en este lugar, no vamos a combatirla en la

inteligencia que se le da comúnmente, no vamos a rectificar las erróneas ideas con que

se la suele defender: hoy nos falta espacio, y siempre sería este el lugar menos oportuno

para hacerlo. Pero no podemos excusarnos una observación. Sostener que el Estado

tiene el dominio eminente sobre todas las propiedades y bienes que radican dentro de su

territorio, arrojar desde lo alto de la tribuna este principio para entregarlo a los

comentarios populares, establecerlo como fundamento y como defensa de una ley, no de

desamortización solamente, sino de expropiación forzosa -porque éste es el carácter que

le dan varias disposiciones del proyecto-, es lo mismo que entregar a las turbas

socialistas la zapa con que puedan destruir un día la propiedad individual. Ya sabemos

que no es esto lo que se intenta, pero esto es en realidad lo que se hace con poca

premeditación. La teoría de la comunidad negativa de bienes aliada con la del dominio

eminente del Estado puede ser el fundamento del derecho para abolir la propiedad

individual y establecer la comunidad positiva. La restricción de que el Estado solo

puede hacer uso de su derecho por causa justificada de utilidad pública, es una barrera

de palo que se hará trizas al primer embate del comunismo; porque ¿cómo no ha de

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valer tanto como la utilidad de ensanchar una calle, construir una plaza, abrir un camino

público, la necesidad de remediar el pauperismo, de aliviar los males sociales, de

mejorar la condición de los que se llaman desheredados en el festín de la vida? Y hoy

día en que se escribe en la misma corte, cerca del gobierno, que la revolución es la paz -

entendiéndose que la revolución es el cambio de la organización de la sociedad, es una

nueva organización social sobre las bases de la destrucción del Poder, de la religión y de

la propiedad, es una nueva organización que ha de fundarse creando el Poder por

contrato, siendo la religión un hecho puramente individual y estableciendo la propiedad

en común-, nos parece sobra de imprudencia invocar en defensa de la desamortización

el dominio eminente del Estado, cuando era posible dar al proyecto de ley otro carácter,

cuando era fácil llegar a la desamortización por otros caminos, cuando era conveniente

guardar respeto a todos los derechos, y cuando era fácil y posible al mismo tiempo

desestancar la propiedad, extinguir las manos muertas, llamar a la libre circulación los

bienes que hoy están privados de ella. En pasados días no eran alarmantes estos

principios: pero en los días presentes, nos asustan el rigor y la audacia de la lógica

popular.

Pero se ha dicho más; se ha dicho que la desamortización la han decretado los

Reyes absolutos y los Reyes Santos, y que hoy las Cortes no han hecho más que lo que

otras Cortes habían hecho antes de ahora, aduciéndose en confirmación de esto varias

citas histórico-legales; y, en prueba de imparcialidad, antes de combatir las doctrinas

que quieren apoyarse en la historia, vamos a trasladar esas citas en resumen.

En el tercer concilio Toledano, celebrado en 589 reinando Recaredo, se previno

que no pudieran los pecheros enajenar sus haberes a las iglesias ni aun edificarlas sin

previa licencia del Rey o letras de amortización que debía solicitar el Obispo acudiendo

al Soberano.

En 1076 se prohibió en el fuero de Sepúlveda a las manos muertas toda

adquisición de raíz.

Don Alfonso IV de León y I de Castilla estableció en 1102 una ley general para

que ninguno pudiera ni por contrato ni por título gratuito dar ni dejar bienes raíces a la

Iglesia, bajo pena de perderlos. Y esta ley fue sancionada para el Reino de Castilla en

las Cortes de Nájera celebradas en 1138, y para el de León en las de Benavente reunidas

en 1202.

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Igual disposición se encuentra en el Fuero viejo de Castilla y en los Fueros

concedidos a varios pueblos a medida que iban siendo conquistados, y muy

especialmente a los de Toledo, Cuenca, Cáceres y Córdoba.

El Santo Rey D. Fernando prohibió a la Iglesia la adquisición de bienes, en los

Fueros de Córdoba, de Toledo y de Cáceres confirmados en 1222 y 1231.

El Rey D. Sancho IV mandó hacer una pesquisa respecto de los bienes raíces

que, contra lo dispuesto, hubiesen pasado a manos eclesiásticas «para que fuese tornado

a las villas lo enajenado de sus tierras.»

La misma reversión mandó en las Cortes de Valladolid de 1298 D. Fernando IV,

renovando la prohibición de adquirir, y confirmándola de nuevo en el Ordenamiento de

las Cortes de Burgos, de 1301, añadió: «que lo donado o vendido en contra de ella, no

lo pudieran haber las manos muertas y entraran en ello los alcaldes o las justicias del

hogar.»

El mismo Alfonso XI, que sancionó las Partidas en las que se consignó la

absoluta libertad de la Iglesia para adquirir, confirmó varios Fueros en que se negaba

esta libertad y estableció que no pasase heredamiento de lo realengo, nin solariegos, nin

behetría a lo abadengo; anuló todas las adquisiciones hechas por el Clero, confirmando

después las hechas por privilegios Reales; y mandó una pesquisa general para devolver

a las familias los bienes que hubiesen pasado a la Iglesia sin autorización del Rey.

Las Cortes reunidas en Valladolid en 1051 pidieron a D. Pedro el Cruel que

mandase que los bienes ganados por el Clero con fraude de las leyes fundamentales de

la Monarquía fuesen tornados a como antes eran, y a ello accedió el Monarca.

Don Juan II en la ley de 3 de abril de 1452 estableció, para robustecer la

observancia del principio de desamortización, que los bienes raíces que pasaran a manos

muertas se sujetaran al pago de la quinta parte de su verdadero valor, además de la

alcabala.

Las Cortes celebradas en Toledo en 1825 solicitaron que el Rey nombrase dos

visitadores, eclesiástico el uno y el otro lego, para que reconociesen los monasterios e

iglesias y «aquello que les pareciere que tienen de más de lo que han menester para sus

gastos según la comarca donde están, les manden que lo vendan y les señalen que tanto

han de dejar para la fábrica y gastos de dichas iglesias y monasterios y personas de

ellos.»

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Las Cortes de Valladolid en el propio año se quejaron también de la

acumulación de los bienes raíces por la Iglesia; y Doña Juana y su hijo Don Carlos

mandaron que las haciendas, patrimonios y bienes raíces no se enajenasen a iglesias y

monasterios.

Las de Segovia, en 1532, pidieron que se prohibiese a las manos muertas la

adquisición de bienes raíces, haciendo ley para que lo que se les vendiere o donare lo

pudieran sacar los parientes del vendedor o donador por el tanto, dentro de cuatro años.

Las de Madrid en 1534 instaron «para que se diese orden como las iglesias y

monasterios no compren bienes raíces, que se guarde la ley del Rey D. Juan II, y que la

pena establecida en dicha ley, en vez de ser del quinto, sea del tercio.»

D. Fernando VI, mandó en 20 de agosto de 1757 que las casas labradas con Real

permiso en Aranjuez no pudieran pasar por título alguno ni bajo ningún concepto a

Comunidades eclesiásticas, seculares ni regulares, bajo pena de nulidad.

D. Carlos IV, en 1795, impuso y exigió, para atender a los gastos de la guerra

con Francia, un 15 por ciento de todos los bienes raíces y derechos reales que en

adelante adquirieran las manos muertas, exceptuando los capitales que colocasen sobre

las rentas reales o empleasen en vales.

Y D. Fernando VII, en 13 octubre de 1815, aplicó para pago de réditos de la

deuda de imposición forzosa entre otros arbitrios, el 25 por ciento de las vinculaciones y

adquisiciones que se hicieran por las manos muertas, y media anata cada veinticinco

años de las rentas que se sujetasen a amortización eclesiástica, por equivalencia de las

que debían satisfacer las de la civil en las sucesiones transversales.

Pero todas estas citas legales y otras muchas que hubieran podido fácilmente

presentarse, sin más trabajo que hacerlas extractar de las obras de Campomanes, Marina

y Canga Argüelles de donde están tomadas las anteriores, ¿prueban acaso las facultades

de la nación reunida en Cortes para acordar, sin consentimiento de la Santa Sede, la

venta de los bienes devueltos al Clero en 1845, y para hacerla el Estado y no las mismas

Iglesias propietarias, como para los demás bienes eclesiásticos se establece en el art, 38

del Concordato?

Nosotros sostenemos resueltamente que no; y lo sostenemos, no como hombres

políticos, sino como hombres de ley.

¿Qué pedían las Cortes de Valladolid en 1525, qué las de Segovia en 1532, qué

las de Madrid en 1534? ¿Qué establecían los fueros municipales de Sepúlveda, de

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Toledo, de Córdoba, de Cáceres y de Cuenca, y el Fuero viejo de Castilla? ¿Qué

mandaban los reyes Don Alfonso VI y D. Fernando el Santo y D. Alfonso XI y D. a

Juana la Loca y D. Carlos su hijo y D. Fernando VI? ¿Qué ordenaba el citado Concilio

3.° de Toledo? Que ni por título oneroso ni lucrativo se dejasen bienes raíces a las

iglesias; que los pecheros no enajenasen sus bienes a éstas sin licencia Real; que los

bienes de realengo no pasasen a ser de abadengo; que fuesen nulas las adquisiciones de

raíz hechas por las iglesias, volviendo a las familias de sus vendedores y donadores.

¿Pero encontramos hasta aquí ninguna petición de Cortes, ninguna disposición foral,

ninguna ley que prevenga la enajenación de los bienes raíces, legítimamente adquiridos

por las iglesias y monasterios? ¿Encontramos hasta aquí nada que sea semejante al

artículo primero del proyecto de ley de desamortización, ni al 20, ni al 24? ¿La

expropiación forzosa establecida en este proyecto, tiene ejemplares en ninguna de las

recordadas citas legales? Lo que pedían las Cortes, lo que establecían los fueros, lo que

ordenaban los Monarcas, eran medidas para atajar, para impedir la excesiva

acumulación de bienes raíces en manos muertas; lo que todos, Cortes y Monarcas,

hacían era imponer la pena de nulidad a las adquisiciones verificadas sin licencia Real y

en contravención a aquellas leyes; pero nunca la expropiación por el Estado, nunca la

venta de los bienes raíces, nunca otra cosa que su reversión a la familias de los

donadores o vendedores. Y es que en aquellos tiempos las nociones del derecho eran

más claras y más fielmente seguidas que ahora; es que en aquellos tiempos la política no

iba más allá de lo que reclamaba el principio que se trabajaba por fortalecer; es que en

aquellos días el interés de los pueblos se hermanaba con la piedad religiosa de los

procuradores en las Cortes y de los Reyes en su solio.

La prueba de que era así, está en las propias citas que hemos transcrito. El Clero

hizo adquisiciones en fraude de las leyes fundamentales de la monarquía; y ¿qué pedían,

en 1351, las Cortes de Valladolid al Rey D. Pedro? Que los bienes así ganados por el

Clero, fuesen tornados a como antes eran. ¿Qué suplicaban las de Segovia en 1532? Que

lo vendido y donado a las iglesias lo pudieran sacar los parientes del vendedor o

donador por el tanto dentro de cuatro años. Y lo que mandaba Don Sancho IV era una

pesquisa para que fuese tornado a las villas lo enajenado de sus tierras, así como lo que

ordenaba D. Alfonso XI era otra pesquisa para devolver a las familias los bienes que

hubiesen pasado a las iglesias sin autorización del Rey. Pero ni Cortes ni Monarcas se

atrevían a más. Inspirábanse éstos y aquellos para pedir o para dictar estas disposiciones

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en los principios del derecho común; comenzaban por anular las enajenaciones hechas

en fraude de las leyes, y después ordenaban la reversión de los bienes a las familias de

donde procedían. Tan inviolable era, en la conciencia común del pueblo y en la

conciencia de los legisladores, el derecho de propiedad en aquellos días. Tan celosos

observadores eran las Cortes y los Monarcas de lo prevenido en la ley del Fuero Real,

que también hubiera podido consultarse y citarse, en que se previene «que todas las

cosas que son o fueren dadas a las iglesias por los Reyes o por otros fieles cristianos, de

cosas que deben ser dadas derechamente, sean siempre guardadas y firmadas en poder

de la Iglesia.» Lo que tanto vale como decir que si no son dadas derechamente estas

cosas, no sean guardadas como así lo ordenaron aquellos Monarcas; y que si fueren

dadas derechamente, pueda hacerse su enajenación, pero de acuerdo los Reyes con el

jefe de la Iglesia Católica.

Al examinar estas leyes y otras muchas que pudiéramos citar, reproducción

todas ellas de la célebre ley de amortización; al observar de qué modo se traen a

recuerdo, de qué modo se explica su origen, de qué modo y para qué objeto se las alega

como un precedente y se las invoca como una autoridad, no podemos resistirnos a

rectificar algunas ideas que pasan por muy corrientes y muy incontrovertibles, y que no

son sin embargo tan admisibles como se quiere suponer. En los tiempos en que fueron

promulgadas todas aquellas leyes, no tanto se temían los males económicos del

estancamiento de la propiedad, como los políticos de la acumulación de bienes en

manos poderosas y sobre todo en las Clero. Dos hechos lo demuestran. El primero es

que en aquellos tiempos, las tierras mejor cultivadas eran las que pertenecían a

monasterios y otras Comunidades religiosas; el segundo, que algún tiempo después,

pero aún mientras se declamaba contra la amortización eclesiástica, favorecían las leyes

la creación de las vinculaciones y mayorazgos. En un principio el objeto de las leyes de

amortización se encaminaba, como dice Marina, a conservar la autoridad de los

concejos, a no ocasionarla a menoscabos por el poder de la aristocracia, a precaver el

demasiado engrandecimiento de los Señores; y por esto se manda que el poblador venda

al poblador y el vecino al vecino; por esto se prohíbe vender cortes o heredades a algún

Conde u home poderoso; por esto se previene que non haya, como se lee en un Fuero,

poder de dar, nin de empeñar, nin de vender, nin camiar a órden ninguna nin a cabildo

ninguno de fuera de Fuentes, nin a ricohome del Rey; por esto, como en otro Fuero se

lee, se declaren estables y firmes las ventas de las cosas del concejo, fueras que non se

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vendan al Obispo, nin al Sennor de la villa, o a homes de la corte del Rey, o a

cogullados de órden.

Luego y andando el tiempo y cuando los pueblos, más fuertes ya por sus propios

intereses y más protegidos por la Autoridad Real, no debieron temer como basta

entonces el poder de la aristocracia ni el del Clero, la acumulación de bienes raíces en

manos de éste, era solamente temida por el Estado, por el Gobierno, por los Monarcas;

porque constituía el poder de otra sociedad, el poder de la Iglesia, el poder de otros

intereses distintos de los que aquellos representaban. Compárese el lenguaje de los

Fueros con el lenguaje de las Cortes en sus peticiones y de los Monarcas en sus leyes en

la época a que nos venimos refiriendo, y se verá cuan diversa era de la primitiva la

causa por la cual más tarde se reproducía la ley de amortización. Y en esta época vino a

agregarse el interés fiscal a las otras causas que dejamos expuestas; porque exentos de

tributos los bienes eclesiásticos, las rentas del Estado decrecían a medida que la

propiedad territorial se acumulaban en las iglesias y monasterios. Tan cierto es que los

males económicos de la amortización, aunque no olvidados tampoco, no eran las únicas

y menos las principales razones que aconsejaban a las Cortes y a los Reyes las medidas

con que se oponían a la acumulación de la propiedad en manos del Clero.

He aquí por qué hemos dicho que debíamos rectificar más de una apreciación

histórica y más de una consideración política de las que se han emitido en la defensa del

proyecto de ley sobre desamortización. Y no hemos completado aún nuestra tarea;

porque también se han apreciado mal algunos hechos legales de los citados -el de la

imposición del 20 por 100 sobre bienes raíces que pasaran a manos muertas mandada en

1452 por D. Juan II, el de la ordenada en 1795 por Carlos IV del 15 por 100 sobre todos

los bienes raíces y derechos Reales que adelante adquiriesen dichas manos muertas, y el

de la del 25 por 100 aplicado por Fernando VII en 1815 al pago de réditos de la deuda

de imposición forzosa -, cuando se suponía que ordenando esto aquellos Monarcas, se

atribuían el derecho de apoderarse de un 5.°, de un 6.° ó de un 4.° de los bienes

pertenecientes al Clero. No era esto ciertamente lo que significaban semejantes

imposiciones. Su carácter no era otro que el de un tributo, que el de una contribución;

tenían estas imposiciones una naturaleza idéntica a la de la actual contribución de

hipotecas; eran como la antigua alcabala, como el impuesto hipotecario de nuestros días,

un tributo exigido al tiempo de las enajenaciones. Su cuota era crecida en verdad y hubo

Cortes, las de Madrid en 1534, que pidieron su aumento y la consideraron como pena;

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pero esta cuota era elevada con razón, por un doble motivo; primero, porque hechas las

adquisiciones por manos muertas, la circulación de los bienes quedaba estancada y

privado el Fisco de la percepción de la alcabala, lo que no hubiera sucedido si hubiesen

estado poseídos los bienes por manos libres; y segundo, porque la elevación de aquellas

exacciones era un medio indirecto para contrariar la amortización de bienes. Bajo este

concepto insiste en la justicia y conveniencia de esta imposición el Conde de

Campomanes en su célebre obra; y para proporcionar ingresos al Erario, dice en su

Diccionario de Hacienda el señor Canga Argüelles, propuso a Carlos IV la del 15 por

100 el ministro D. Diego Gardoqui, atendiendo sin duda a que, además de ser ventajoso

al Estado este recurso para poner límites a las acumulaciones y adquisiciones por manos

muertas, las Iglesias no pagaban por sus bienes raíces ni la contribución de frutos civiles

ni otras que pesaban sobre los pueblos, exceptuados los bienes adquiridos con

posterioridad al Concordato de 1737. Pero estas imposiciones no tienen, no han tenido

nunca el carácter legal que se les ha atribuido; no significan, no han significado nunca el

derecho del Estado a apoderarse de una parte de los bienes pertenecientes a manos

muertas: no son, no pueden ser nunca un precedente que pueda invocarse para justificar

el proyecto de ley de desamortización.

Lo dicho justifica la opinión que sustentamos. Es dudoso cuando menos, es

cuando menos controvertirle si el Concordato, en su artículo 38, autoriza la enajenación

de los bienes devueltos al Clero secular en 1845; y, ni en nuestra historia legal ni en los

principios de derecho se encuentra tampoco el de que la nación reunida en Cortes pueda

acordar aquella enajenación. ¿Por qué, pues, no negociar con la Santa Sede, por qué no

reclamar para la desamortización de aquellos bienes su consentimiento? No lo hemos

pedido antes de ahora así, no sostenemos que hubiera de hacerse así, para poner una

soberanía a los pies de otra soberanía; pero lo hemos sostenido así, porque hombres de

ley antes que todo, no sabemos, no podemos defender otra cosa que lo que es justo, que

lo que es legal.

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30  

IV.

Para completar nuestro Estudio sobre la desamortización, réstanos examinar el

proyecto de ley en algunos de sus artículos y hacer acerca de ellos un ligero comentario.

Empecemos por los que establecen la forma en que aquella debe realizarse.

Si los bienes han de venderse, la enajenación debe verificarse en pública

licitación. Si las fincas son de poco valor, dos licitaciones simultáneas son bastantes; si

son de un valor algo crecido, es conveniente la tercera licitación en la capital de la

Monarquía. Así lo establece el proyecto de ley. La subasta tiene un doble objeto: el

aumento de los valores, que es el interés del vendedor, y en nuestro caso el interés de la

Hacienda y de los que hasta aquí han sido dueños de las fincas que se enajenan, y la

dificultad de los fraudes y amaños que es el interés social, el interés de la pública

moralidad, en nuestro caso el interés de la Administración. Dos subastas simultáneas

para las fincas cuyo valor en tasación no exceda de 10,00o rs., una en la cabeza del

partido judicial donde la finca radique y otra en la capital de su respectiva provincia;

una tercera subasta, con las anteriores simultánea, en la capital de la monarquía, si el

valor de 1a finca excede de 10.000 rs., equivalen a ensanchar el horizonte de la

competencia, a aumentar el concurso de los licitadores, que es el interés del Tesoro y el

interés de los antiguos dueños. Ahora solo resta que en los reglamentos se consignen

todas las precauciones necesarias para evitar la mancomunidad de los licitadores, los

cien ardides que se emplean para impedir la elevación de las posturas, las malas artes de

que se hace uso para que la adjudicación deba hacerse precisamente en favor de ciertas

proposiciones. La experiencia ha aleccionado bastante para que no sea culpable la

imprevisión.

Pero al decir esto y al aceptar la forma que para las licitaciones se propone, no

podemos omitir dos observaciones que, en el fondo, vienen a reducirse a una sola. La

primera es que en cuanto a los bienes del Clero, debe respetarle lo estipulado en los

artículos 33 y 38 del Concordato. Según ellos la venta de los bienes eclesiásticos debe

hacerse por los Prelados en nombre de las Iglesias o Comunidades propietarias, por

medio de subastas públicas en la forma canónica, y con intervención de persona

nombrada por el Gobierno de S. M. Si de otra suerte se hacen las subastas, si no se

guarda y cumple lo estipulado en estos artículos del Concordato, si para alterar estos

pactos no se pone previamente de acuerdo el Gobierno con la Santa Sede, no será

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completamente un acto de ley lo que le verifique; porque lo hemos dicho antes de ahora

y debemos repetirlo; el Concordato es una ley para los españoles y un contrato entre la

Reina Doña Isabel II, en nombre de la España, y Su Santidad Pio IX, en nombre de la

Iglesia; y los contratos no se disuelven, no se modifican, no se interpretan, mientras no

se invoca el ministerio de los Tribunales, sino de común acuerdo, sino por la voluntad

de ambas partes contratantes.

La segunda observación, más general que la antecedente, explica el porqué nos

merece esta la importancia que acabamos de darle. Guarda silencio el proyecto de ley

acerca de si se concederá intervención en las subastas a los que hasta el día de hoy han

sido dueños de las fincas que se desamortizan. Sospechamos que no se ha pensado en

esto; creemos que no se les concederá intervención alguna; abrigamos fundados recelos

de que las enajenaciones se harán en nombre y por comisionados del Estado; todo nos

hace presumir que el Estado y no los antiguos dueños de las fincas firmarán las

escrituras de venta, que el Estado y no los antiguos dueños de las fincas firmarán las

cartas de pago y se incorporarán del precio de las enajenaciones, que el Estado y no los

antiguos dueños de las fincas verificarán la inversión de sus productos, y sin embargo

esto no es lo legal. La desamortización no es la expropiación; la desamortización no

puede, no debe conducir a la conculcación de todos los principios de derecho; la

desamortización no ha de comenzar por ser un acto de despojo, aunque se ofrezca,

aunque se asegure una indemnización. Propietarios legítimos de los bienes que se

desamortizan son y han sido hasta el día presente sus poseedores; ni en el proyecto de

ley ni en las leyes anteriores se les ha negado esta cualidad; no hay derecho tampoco

para la expropiación de aquellos bienes por el Estado y para negar en el día de hoy un

derecho engendrado y reconocido sin contradicción por las leyes. Algo pues se deduce

de todo esto; y lo que legalmente de esto se deduce es que las enajenaciones tienen que

hacerlas los que de aquellos bienes han llegado siendo propietarios hasta nuestros días

Señale, en hora buena, el Estado la forma, las solemnidades para la enajenación;

intervenga en buen hora el Estado en las subastas, para que no se quebranten o se eludan

sus prescripciones; pero respétense todos los derechos, no se empiece a dar el ejemplo

de un ataque a la propiedad, no se quiera ir más allá de la extensión que tienen sus

facultades, no se haga alarde de una perturbación de principios que, intolerable siempre,

no es excusable tampoco cuando no la exige ninguna necesidad política ni la aconseja el

mismo objeto de la desamortización.

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Si pudiésemos disponer de mayor espacio, daríamos más extensión a estas ideas;

pero lo dicho es bastante para que se comprendan nuestro pensamiento y nuestros

temores. Nuestro pensamiento es que la desamortización se haga de un modo legal, que

sean legales las formas con que se lleve a término, toda vez que esto en nada contraría el

objeto del proyecto de ley. Nuestros temores son de que si no se guarda respeto a las

formas legales, no se guarde tampoco al derecho de que son ellas la expresión jurídica:

y que este mal ejemplo dado por el Estado, pueda ser un día presentado como un

argumento de que no es tan inviolable el derecho de propiedad como lo sostenemos sus

defensores.

En los artículos 3.°, 5.°, 6.°, 8.° y 9.° del proyecto, se expresa la forma en que ha

de verificarse la enajenación de los bienes pertenecientes a manos muertas, sean fincas,

sean censos. El contrato con que las fincas y los censos no redimidos han de venderse,

se previene que sea el de venta, pagándose el precio en metálico; y concédese un plazo,

el de seis meses, a los actuales censatarios para la redención de los censos que prestan.

Si la enajenación se hace a título de venta, estamos conformes en que el precio se

satisfaga en metálico. También estamos conformes en que los bienes pertenecientes a la

primera categoría que de ellos hemos formado, se enajenen a título de venta; y de igual

suerte lo estamos en que se autorice la redención o se pongan en venta los censos que

percibe el Estado, los pertenecientes a la instrucción y a la beneficencia públicas, los

que forman la renta de las antiguas órdenes militares. Pero no creemos necesaria la

extinción de los censos que percibe el Clero, que perciben los pueblos, que perciben la

Beneficencia privada, las Cofradías y obras pías, las Corporaciones gremiales o de otra

clase; y no creemos que el título de venta deba ser el único que se autorice para la

enajenación de los bienes amortizados.

Nos parece que se ha desconocido la naturaleza legal de los censos, aun de los

perpetuos, de los irredimibles, cuando se les ha considerado como bienes amortizados.

Tendrán este carácter cuando sean percibidos por manos muertas; pero esto es un

accidente de ellos, no su naturaleza legal. Las fincas afectas a los censos están, como las

fincas libres, entregadas a la circulación; el censo es un gravamen que las acompaña

como la hipoteca, como la servidumbre; pero ni el censo, ni la hipoteca, ni la

servidumbre ocasionan la estancación de la finca, su perpetuidad en unas mismas

manos, que es lo que constituye la amortización. No impiden la venta, no impiden la

permuta, no impiden la donación, no impiden la dación en dote de las fincas; y cuando

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el censo no es percibido por manos muertas, está en el comercio también y pasa de unos

a otros perceptores por cualquiera de los títulos traslativos de dominio. Cuando no es

irredimible puede extinguirse, como la servidumbre, por mutuo convenio. Véase pues

como la naturaleza legal del censo no le atribuye ninguno de los caracteres de la

amortización.

También nos parece que se han confundido los efectos económicos de los bienes

desamortizados y de los censos, la amortización encarece el precio de la propiedad, la

amortización contribuye a la decadencia del cultivo, la amortización disminuye el

número de propietarios; y los censos no ocasionan ninguno de estos males. El mal

económico del censo enfitéutico consiste en la división de la propiedad, el mal

económico del censo consignativo y del reservativo consiste en el gravamen de la finca;

pero, ¿qué punto de semejanza, ni por su naturaleza ni por su intensidad, tienen estos

males con los que causa la amortización?

Y este es el motivo porque no concurriendo en los censos las causas en que la

desamortización se funda, no hay identidad acerca de la conveniencia de enajenar unos

y otros bienes. Lejos de esto, desde muy antiguo ha venido proponiéndose por los más

elocuentes y decididos partidarios de la desamortización la enajenación a censo de los

bienes amortizados. «Es difícil de concebir, dice Jovellanos hablando de las tierras

concejiles en el Informe Sobre la Ley Agraria, como no se haya tratado hasta ahora de

reunir el interés de los mismos pueblos con el de sus individuos, y de sacar de ellas (las

expresadas tierras) un manantial de subsistencias y de riqueza pública. Las tierras

concejiles divididas y repartidas en enfiteusis o censo reservativo, sin dejar de ser el

mayorazgo de los pueblos ni de acudir más abundantemente a las exigencias de su

policía municipal, podrían ofrecer establecimiento a un gran número de familias que,

ejercitando en ellas su interés particular, las harían dar considerables productos, con

gran beneficio suyo y de la comunidad a que perteneciesen.» Refiriéndose después el

propio escritor a los bienes del Clero secular, dice que «su dotación (la de éste), solo

debiera verificarse con juros, censos, acciones en fondos públicos y otros efectos

semejantes.» Y más adelante añade que «S. M. debiera encargar a los Reverendos

Prelados de las iglesias que promoviesen por sí mismos la enajenación de sus

propiedades territoriales para volverlas a las manos del pueblo, bien fuese vendiéndolos

y convirtiendo su producto en imposiciones de censos o en fondos públicos, o bien

dándoles en foros o en enfiteusis perpetuos y libres de laudemio.» Si no se nos niega la

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autoridad de Jovellanos en esta materia. ¿Qué más debemos añadir en apoyo de nuestra

opinión?

No: ni los principios económicos, ni la conveniencia pública reclaman la

extinción de los censos, y menos todavía que se estimule su redención, que se estimule

su compra por medio de una rebaja en el importe de su capital. Lo que la conveniencia

pública aconseja, sin repugnancia de los principios económicos, es que las instituciones

necesitadas de una dotación independiente y decorosa, cierta y estable, como el Clero,

como los Municipios, como la Beneficencia privada, como las obras pías, como las

Corporaciones de todas clases, puedan fundarla, si no en su totalidad, en buena parte de

ella por medio de censos. Lo que la conveniencia pública aconseja, sin oposición de los

principios económicos, es que en lugar de establecerse una sola forma de enajenación

para los bienes amortizados, a la par que la venta se consientan la enfiteusis y el censo

reservativo. Lo que la conveniencia pública aconseja, sin que los principios económicos

lo repugnen, es que en vez de exigirse que el producto de las ventas se invierta

precisamente en la compra de efectos públicos para convertirlos en inscripciones

intransferibles de la deuda consolidada del 3 por 100, a la par de esta imposición se

permita también la inversión de aquel producto en la compra de censos consignativos.

Porque si es conveniente y necesaria la desamortización, si lo es que se entregue al

comercio la enorme suma de bienes que de circulación han estado privados hasta este

día, es necesario y justo que las instituciones, hasta el día de hoy, propietarias de los

bienes que se desamorticen no tengan una renta incierta y ocasionada a las cien

eventualidades que tan frecuentes han sido, que tan frecuentes habrán de ser todavía

para nuestros efectos públicos.

Dos disposiciones contiene el proyecto de ley en que nos estamos ocupando,

relativas a la forma de las enajenaciones, sobre las que también tenemos alguna

reflexión que consignar. Encaminadas una y otra a que la propiedad se generalice, a que

sea accesible a todas las fortunas, a que los bienes hoy amortizados vayan a colocarse

bajo el dominio de la clase menos acaudalada, se establece que las fincas se enajenen

por partes, porciones o suertes, procurándose la mayor división posible de las mismas, y

que el pago de su precio se verifique en catorce años y quince plazos. Pero, ¿es

conveniente lo primero? ¿Es prudente lo segundo? Esto último, ¿es justo respecto a los

bienes de cierta procedencia?

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35  

Lo primero no es conveniente, si se realiza con sobrada latitud. Que es de

altísimo interés social el aumento del número de propietarios, es una opinión que hemos

sostenido en las primeras líneas escritas sobre desamortización; que la agricultura

manufacturera, como apellida Leon Faucher a la explotación agrícola de la Gran

Bretaña, causa a la sociedad los mismos males que la organización industrial moderna,

lo hemos reconocido también; pero también hemos reconocido las ventajas del gran

cultivo, siempre que éste es posible, y de seguro que el cultivo en pequeño nunca llevará

a su prosperidad la agricultura de un país. Si se enajenan pequeñas suertes, si se quiere

que en su adquisición puedan obtener 1a preferencia los agricultores de escasa fortuna,

¿cómo se vivificará la agricultura con la aplicación de grandes capitales? ¿Cómo se

introducirán en la explotación los nuevos procedimientos? ¿Cómo se ensayarán los

métodos que se inventen para el cultivo? ¿Cómo se harán las distribuciones de terrenos

para los diversos objetos de la industria agrícola?

Lo segundo no es prudente tampoco. El señalamiento de quince plazos y catorce

años para el pago del precio de las ventas equivale a favorecer la reproducción de los

escandalosos esquilmos que hace algunos años ha presenciado el país. Un término tan

dilatado equivale poco menos que a consentir el pago del capital con el producto de la

renta. Bien sabemos que de esta suerte se aumenta el precio ofrecido en las subastas;

pero también sabemos que así como para el comprador hay ventaja en pagar mayor

precio en mayor número de años, para el vendedor la ventaja de obtener mayor producto

va acompañada de la desventaja del retardo en su percepción por entero. Ocho años y

nueve plazos nos parecen un término suficiente para el objeto a que se encamina el

artículo.

Y si la mayor o menor dilatación de ese término puede ser una cuestión de

prudencia y no más por lo que concierne a los bienes del Estado, de la instrucción

pública o de las órdenes militares, es una cuestión de justicia por lo que concierne a los

demás bienes que se desamortizan. Desde el día de su enajenación pierden su renta los

que hasta entonces los han poseído como dueños; a excepción del Clero, los demás

propietarios solo adquirirán inscripciones intransferibles de la deuda consolidada al 3 p.

c., a medida que, venciendo los plazos, se realice el producto de la enajenación. Es

decir, pierden estos propietarios su renta, producto de las fincas, en el día de hoy, y no

tienen asegurada la renta de su capital por medio de aquellas inscripciones hasta que

hayan trascurrido 14 años. Entre tanto el Estado abonará la misma renta líquida que por

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las fincas se perciba a la fecha de su enajenación; pero este abono se verificará como

una atención ordinaria del presupuesto y no como intereses de la deuda pública, cuya

santidad reconocen las leyes y merece toda la preferencia de los Gobiernos; esta deuda

no estará, mientras no figure en el Gran Libro de la deuda pública, bajo la salvaguardia

de la nación, y en este país donde a menudo no hay dinero para pagar los cupones de la

deuda, donde hoy como ayer, mañana como hoy, quedarán sin cubrir una buena parte de

las obligaciones del presupuesto, ¡cuán temible no es que en un día más o menos

próximo, aumentadas por la misma disposición de que nos ocupamos las obligaciones

del presupuesto, y no acrecidas todavía las rentas públicas -porque los efectos de la

desamortización no son instantáneos tampoco-, veamos sin fondos a las

Municipalidades, sin recursos a la Beneficencia, sin rentas a las Corporaciones que las

venían disfrutando, y todos sin poder cumplir los objetos de su institución!

Un punto muy esencial del proyecto de ley sobre desamortización nos resta aún

que examinar; el de las inversiones del producto de los bienes que se enajenen.

Mejor o peor administrados, más o menos lucrativos estos bienes, una cosa es

indudable: la actual aplicación de sus productos al cumplimiento de obligaciones que no

se extinguen con la enajenación. Cuando se pusieron en venta los bienes del Clero

regular, había precedido la supresión de las Comunidades religiosas, y la obligación del

mantenimiento de los religiosos secularizados por el Estado. Mas en el día de hoy son

las mismas que en el de ayer las obligaciones del Estado, las de los pueblos, las del

Clero, las de instrucción pública y beneficencia, las de Cofradías, obras pías y

santuarios. Ninguna de estas instituciones sociales queda suprimida; no queda

extinguida ninguna de sus obligaciones; mañana como hoy y como ayer necesitarán

estas instituciones sociales los mismos fondos que hoy y que ayer para hacer frente a

sus obligaciones.

Así se ha comprendido por los que han formado el proyecto de ley; y en los

títulos 3.º Y 4.º han determinado la inversión que ha de darse al producto de las ventas y

el modo de asegurar a los propietarios de los bienes que se desamortizan la renta que

por ellos perciban el día de la enajenación: Pero ¿de qué modo se hace la inversión? ¿De

qué modo se asegura la renta?

La renta de los bienes del Clero se asegura en la forma estipulada en el

Concordato: con la creación de inscripciones intransferibles de la deuda consolidada al

3 por 100, desde el día de la enajenación, por un capital nominal equivalente al producto

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de las ventas y en razón del precio que obtengan en el mercado los títulos de aquella

clase de deuda el dio de las respectivas entregas. No es esto, en nuestra opinión, lo más

conveniente; pero esto es lo estipulado: y esto lo que se debe cumplir. La renta de los

bienes de propios, la renta de los de beneficencia e instrucción pública se aseguran con

la compra de títulos de la renta consolidada al 3 por 100 por el valor a que ascienda el

producto de las ventas, y su inmediata conversión en inscripciones intransferibles a

medida que vayan venciendo los plazos, obligándose el Estado a asegurar así a los

pueblos como a los establecimientos de beneficencia e instrucción pública, hasta que

todos los plazos hayan vencido, la misma renta líquida que al día de la enajenación

producían los bienes. La renta de los pertenecientes al Estado, es escusado que la ley

diga cómo se asegura, porque claro es que debe sustituirse con los ingresos del

presupuesto. Pero el proyecto de ley no dice si la renta de los bienes de los órdenes

militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa -aplicada según el párrafo tercero

del artículo treinta y ocho del Concordato a la dotación del Culto y Clero-, se

considerará en igual condición que los demás bienes que a este pertenecen o si quedará

asegurada de otra suerte; el proyecto de ley no dice cómo quedará asegurada la renta de

los bienes de la orden de San Juan de Jerusalén o si estos se considerarán como bienes

del. Estado; el proyecto de ley no dice cómo quedará asegurada la renta de los bienes

propios de Cofradías, obras pías y santuarios o si estos se considerarán al igual que los

bienes de beneficencia; el proyecto de ley no dice cómo se asegurará la renta de los

bienes secuestrados, si su enajenación llega a verificarse: siendo así que es forzoso

reconocer que hay una necesidad de justicia en que quede asegurada esta renta, así

definitivamente como mientras llega el vencimiento de todos los plazos señalados para

el pago de su precio. Hartos ataques sufre, con las disposiciones de este proyecto de ley,

el derecho de propiedad, para que se añada el que venimos señalando y que sería tan

irritante como inaudito.

Antes de pasar más adelante, queremos hacer notar una consecuencia desastrosa

para el Tesoro y poco favorable para los dueños de los bienes que se desamortizan,

nacida de dos artículos del proyecto que ya hemos combatido. Señalase el título de

venta como el único hábil para la enajenación de los bienes amortizados; concédense

quince plazos y un período de catorce años para hacer efectivo el importe de las

enajenaciones. De ahí que mientras todos los pagos no se hayan efectuado, mientras

todos los plazos no hayan vencido, deba el Estado asegurar a los dueños de aquellos

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bienes la misma renta líquida que estos producían al día de su enajenación. De ahí que

nuestro abrumado Tesoro deba entretanto sobrellevar esta nueva carga, que será de tanto

más onerosa pesadumbre cuantos más bienes se enajenen. De ahí que aun cuando

después de hecho el pago de todos los plazos se haga una liquidación para reintegrarse

el Tesoro de sus adelantos, deba suceder una de dos cosas: si se da la preferencia al

Tesoro para este reintegro, que los dueños de los bienes no siempre obtengan, en

inscripciones intransferibles, una renta líquida igual a la que aquellos producían; y si se

da la preferencia a los dueños -única cosa que es justa-, que a menudo quede el Tesoro

sin el reembolso de sus anticipaciones, cosas ambas que sucederán siempre que no se

vendan a muy buen precio los bienes que se desamortizan. De ahí que cuando el Tesoro

no recobre sus anticipos, la suma a que asciendan será para él un gravamen positivo e

inmediato, no siempre compensado por el tardío aumento que llevará a la riqueza

territorial la desamortización. De ahí que aun siendo seguro este aumento de riqueza y

consiguiente y necesario el de la materia imponible, siempre será por dilatado tiempo

angustiosa la situación del Tesoro, porque el aumento de las rentas públicas, como

proveniente de la desamortización, vendrá muy tarde, y las obligaciones que ella creará

para el Estado serán de hoy, serán muy anteriores a aquel aumento, serán exigibles

cuando el Tesoro aún no las pueda suportar. De ahí, por fin, que solo siendo muy

elevado el precio por el cual se subasten las fincas, alcanzarán algún beneficio sus

dueños; pues siendo el justo poco mayor del de la tasación, no quedará saldo alguno a

favor de aquellos, después de los reintegros al Tesoro, para convertirlo en aumento de

su renta. Al paso que, si en vez de los catorce años y quince plazos fijados para el pago,

se estableciesen ocho años y nueve plazos; si se permitiese enajenar los bienes a censo

como lo hemos propuesto más arriba, ni el Tesoro ni los particulares sufrirían siempre el

gravamen que acabamos de .señalar, ni sería este tan oneroso en los casos en que uno y

otros debiesen sentirlo.

Hacemos estas observaciones como necesarias para rectificar algunas ideas. Si

damos crédito a los defensores del proyecto, desde el día en que la desamortización se

verifique deberemos nadar en ríos de oro. No exageremos los beneficios de la

desamortización, sobre todo en el modo cómo se realiza. Podrán entrar muchos millones

en el Tesoro, pero las obligaciones del Tesoro aumentarán también. Podremos tener

ingresos especiales que aplicar a la extinción de la deuda pública, pero el guarismo de

los valores representados por inscripciones intransferibles sufrirá también un aumento.

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El beneficio verdadero, el beneficio positivo, pero beneficio que solo tardía, que solo

paulatinamente se irá sintiendo, es el del incremento de la riqueza territorial y en pos de

éste el de la materia imponible. Éste es el verdadero, el seguro, el duradero beneficio

que obtendrá el Tesoro: pensar que sean una realidad los demás que se anuncian es dar

alimento a engañosas ilusiones.

Véase, si no, lo que sucederá con el producto de los bienes del Clero, de la

beneficencia, de la instrucción pública y de los propios, excepto el 20 p. c. del de los

últimos. Con él se comprarán títulos de la deuda consolidada al portador, pero estos

títulos se convertirán inmediatamente en inscripciones intransferibles de la propia

deuda. ¿Qué sucederá con el producto de los bienes del Estado, de las órdenes militares,

de las Cofradías, obras pías y santuarios, de los pertenecientes a secuestros, y del 20 p.

c. de los propios? Antes que todo el Gobierno deberá asegurar la renta de los bienes

secuestrados y de los de Cofradías, obras pías y santuarios; después deberá suplir de

fondos del presupuesto, y en virtud del art. 38 del Concordato, lo que falte para atender

a la dotación del Culto y Clero, toda vez que no podrá aplicarse a este objeto la renta de

los bienes de las órdenes militares de Santiago. Alcántara, Calatrava y Montesa;

asimismo deberá buscar nuevos ingresos para cubrir en el presupuesto el déficit

resultante de la extinción de la rentas que hoy día producen las fincas del Estado. Cierto

que el 50 p. c. del producto de aquellos bienes se aplicará a la extinción de la deuda

pública; pero los valores que se amorticen no alcanzarán al guarismo de las obligaciones

que se impondrá el Tesoro. Cierto que el 50 p. c. restante se destinará a la ejecución de

obras públicas de interés general, pero hemos de repetir aquí lo que dejamos dicho

pocas líneas más arriba; las obras públicas lo mismo que la desamortización son de un

efecto directo para el acrecentamiento de la riqueza territorial, para el aumento de la

materia imponible, pero de un efecto paulatino, no repentino, no inmediato. He aquí por

qué nos hemos proclamado desde un principio partidarios de la desamortización; pero

he aquí por qué hacemos advertir las exageraciones con que se quiere alucinar al país,

nosotros que no queremos una reacción en las ideas sobre esta materia el día que se vea

cuanto había de ilusorio y falaz en las esperanzas concebidas.

Aún debemos añadir algunas palabras más sobre las inversiones. Destinar la

mitad del producto de los bienes sobre que se declara con derecho el Estado a la

amortización de la deuda pública, destinar la otra mitad a la ejecución de obras públicas

de utilidad general es no solo un acto de pública conveniencia, sino una medida de

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altísima justicia. Vamos a privar de la renta de los bienes que se desamortizan a las

generaciones que sucederán a la presente; y en equivalencia debemos darle menos

cargas perpetuas en el presupuesto y menos obligaciones del Estado que cumplir para el

incremento de la riqueza y para la mayor extensión del bienestar general. Lo contrario

sería cometer, aun respecto de los bienes del Estado, un verdadero despojo en provecho

de la generación presente y en daño de las futuras generaciones. Mas esta es la razón

que nos impide estar conformes con lo que se establece en el artículo 10 del proyecto de

ley. Por él se destina, ante todo, el producto de los bienes desamortizados de que cree el

Estado poder disponer, primero, a cubrir, por medio de una operación de crédito, el

déficit del presupuesto del Estado si lo hubiese en el año corriente, y después, los

primeros ingresos del 50 p. c. destinado a la amortización de la deuda pública, a

amortizar los títulos que se emitan para la extinción de los 500 millones de la deuda

flotante.

No creemos justa esta disposición. La deuda flotante que, con buen o mal origen,

ha llegado hasta nosotros, deriva de obligaciones corrientes de un presupuesto

ordinario; el déficit que puede resultar en el presupuesto de este año existirá por

desatenderse obligaciones comunes, obligaciones ordinarias también. ¿Con qué

derecho, pues, cubrimos las obligaciones ordinarias, las atenciones comunes del Estado,

con el producto en venta de los bienes que nos han legado las pasadas generaciones?

¿Con qué derecho, después que hemos suprimido una contribución que producía 165

millones de reales, suplimos el déficit que ella ha dejado vendiendo las propiedades de

la nación? ¿Con qué derecho a las generaciones que vendrán no solo les arrebatamos la

renta de estas propiedades, sino parte de su producto en venta, destinándolo a objetos

que no dejan huella fecunda para aquellas generaciones?

No; este derecho no existe, este derecho no ha existido jamás, este derecho no

puede existir. Estas propiedades son de la Nación, es decir, no de la generación de hoy,

sino de todas las generaciones que forman la vida legal y la vida histórica de un pueblo.

Las generaciones que las adquieren las legan a las que habrán de sucederles, porque

solidaria y continua es su obligación de alcanzar el mayor grado posible de

perfeccionamiento social, de civilización, de progreso por la senda del bien moral de

que nunca han de apartar su planta ni los individuos ni las sociedades. Por eso todas

tienen derecho a su renta: por eso, ninguna lo tiene a disponer de su capital, sino cuando

se le dé otra inversión igualmente lucrativa al menos, o cuando viene alguno de aquellos

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casos de obligaciones extraordinarias, propias de los períodos de crisis que atraviesa la

vida de los Estados. Y aun esto porque entonces son más perdurables, porque entonces

tienen más trascendencia que la del momento las obligaciones que de esta suerte son

atendidas. Ni más ni menos sucede en punto a estas ventas que con los empréstitos

públicos. Si se destinan a la ejecución de grandes obras públicas, a la creación de esas

instituciones que pudiéramos llamar monumentales así por su duración como por la

influencia que durante largo tiempo han de ejercer en el desarrollo moral y material de

un pueblo; si se destinan a cubrir obligaciones extraordinarias, como las que se hacen

necesarias. Indispensables, urgentes en épocas de guerra civil o para la defensa del

territorio amenazado por el extranjero, para el engrandecimiento político del Estado o

para la dilatación de los dominios nacionales, las generaciones venideras no tienen

derecho a repugnar el legado de una deuda pública perpetua que les hayan dejado las

generaciones anteriores. Pero los empréstitos que se contratan para cubrir atenciones

ordinarias del presupuesto, los empréstitos que se contratan para objetos que no sean los

que acabamos de expresar no deben consolidarse, no deben constituir una deuda pública

perpetua; estos empréstitos han de extinguirse en pocos años, han de quedar

amortizados con los recursos de la misma generación en cuyo provecho se levantaron.

Otras reglas que éstas no son las de la justicia, ni las de la buena gobernación de los

Estados.

Sobre estos y otros puntos tendríamos todavía algunas otras reflexiones que

exponer. Pero lo dicho es bastante para expresar nuestro juicio acerca de un proyecto

que no ha sabido desenvolver un fecundísimo principio económico como los intereses

del país lo reclamaban, como lo demandaba el respeto debido a todos los derechos.