La Democracia cuenta

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Con el objetivo de multiplicar las voces, miradas y distintas opiniones sobre la democracia y, a su vez, con el propósito de diversificar los espacios donde transmitirlas, realizaremos el “Concurso de cuentos sobre la democracia” junto con la Dirección Nacional de Cultura. Los cuentos ganadores del concurso y las menciones se encuentran en este libro.

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concurso de cuentos sobre la democracia

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Parlamento del UruguayPoder Legistavivo

Lic. Raúl SendicPresidente Asamblea General

Alejandro SánchezPresidente de la Cámarade Representantes

Dirección Nacional de CulturaMEC

María Julia MuñozMinistra de Educación y Cultura

Jorge PapadópulosDirector General de Secretaría

Sergio MautoneDirector Nacional de Cultura

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El concurso de cuentos La Democracia Cuenta cumple su objetivo: multiplicar voces, miradas y distintas opiniones sobre un aniversario que nos hace reflexionar. La invitación a seguir construyendo nuestra Democracia no termina con esta publicación, esperamos que sea germen para nuevas proyecciones, perspectivas, aspiraciones y esperanzas.

La Presidencia de la Cámara de Representantes junto a la Dirección Nacional de Cultura|mec se satisfacen en presentar las obras ganadoras de los tres primeros premios y dos menciones seleccionadas por el jurado actuante.

Agradecemos la participación de todos aquellos que presentaron sus propuestas y los alentamos a seguir compartiendo a través de la narrativa sus historias y visiones enalteciendo nuestra Cultura y Democracia.

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Organizar un concurso de cuentos, relatos e historias sobre la Democracia, a 30 años de haberla recuperado, tiene para nosotros un significado muy importante. El (aparente) simple hecho de que hoy podamos hacerlo, libremente, constituye otro escenario: contar para construir colectivamente, no para resistir. Narrar en Democracia implica participar en ella, supone la plena convicción de la necesidad de mejorarla.

La literatura, peligrosa para las dictaduras, fue la generosa y cómplice compañía de un sinfín de compatriotas privados de libertad. La lectura de cartas, de cuentos, lograban por un instante hacerlos viajar, pensar, imaginarse a sí mismos, más allá de las condiciones materiales en las cuales estaban recluidos. Para otros y otras la escritura era su forma de escapar. Las palabras atesoraban la libertad que no tenían.

¡Cuántos libros estuvieron esperando 15 años en algún escondite, en algún rincón de nuestras casas, negando los intentos de silenciarlos! Historias perfectamente guardadas, como forma de resistencia a todo lo prohibido en aquella época. Nuestro pueblo fue capaz de resguardar a una cantidad enorme de autores y de esta forma sostener la historia que a través de la dictadura se pretendía olvidar.

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A 30 años de aquel momento, hoy desde el Parlamento hemos decidido en conjunto con la Dirección Nacional de Cultura del mec, publicar este conjunto de cuentos escritos por creadores contemporáneos, que apelan a pensar desde nuestra actualidad, qué desafíos tenemos como sociedad.

Sin duda, una mejor Democracia necesariamente debe recoger las diversas voces de los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país. Los siguientes cuentos nacen de la búsqueda por construir ese relato colectivo en el cual se reflejen sentimientos, experiencias y distintas miradas que vayan conformando nuestra historia.

Porque de lo que sí estamos convencidos, es que un pueblo sin historia, no puede tener presente y mucho menos futuro.

Alejandro Sánchez Presidente

de la Cámara de Representantes

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La Democracia es componente indispensable de nuestra identidad cultural; la Cultura es componente ineludible para construir nuestra conciencia de Democracia.

La manifestación literaria condensa en un solo acto ambos componentes del binomio, reuniendo –de manera natural para los uruguayos– la capacidad creativa con el goce del derecho a expresarnos.

Los cuentos son un vehículo para recordar nuestra procedencia pero también para comenzar a elaborar nuestros deseos de futuro, son síntesis individuales de los recuerdos, deseos, vivencias y anhelos que nutren la postura colectiva que nos constituye como sociedad. Nuestra relación con la Democracia configura nuestra historia y define nuestras capacidades de futuro. Cultura y Democracia son potenciadores del desarrollo individual y social; el disfrute, la construcción y defensa de ambas son derechos y obligaciones que deben practicarse constantemente.

Sergio Mautone Director

Dirección Nacional de Cultura

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Ojos de lagarto

Horacio Cavallo

Las gemelas ingresaron a la escuela en el ochenta y cuatro. Habían pasado quince días desde el inicio de las clases cuando entraron al salón, una a cada lado de la maestra. A todos nos maravilló su parecido. Había otros gemelos, en quinto, a los que veíamos en el recreo, pero los diferenciaba un lunar cerca de la boca. Entre Kathia y Cinthia parecía no haber ni una sola diferencia: el pelo negro trenzado que contrastaba con la blancura de las frentes, la letra redondeada, el olor a colonia y las manos salpicadas de lunares anudadas a la espalda, cuando con los ojos cerrados se erguían para cantar el himno nacional.

Gabriel había entrado a la escuela el año anterior. Durante el curso lo llamaron El Huevo por haber sido el último en llegar, por ser el nuevo entre nosotros. Lejos de acostumbrarse, se retrajo. Así como entonces yo me acerqué a él con la intención de ser uno de sus primeros amigos, o bien, el único, al año siguiente él se acercó de a poco a las gemelas, movido por la misma piedad, y por su fascinación por los lagartos, que también son todos iguales.

Con el tiempo los lagartos nos gustaron a todos. La excitación alrededor de la serie V Invasión Extraterrestre llegó a la escuela como llegaban cada tanto oleadas de piojos o de varicela. La mañana siguiente a la noche en la que cada uno vio en su casa cómo Diana devoraba un ratón gordo sin cola, los comentarios fueron a los saltos por

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los rincones de la escuela. El Ruso confesó que los ñoquis de la cena habían burlado la gravedad pegoteándosele a la garganta. Su madre había dado un grito y apagado el televisor al mismo tiempo, así que otros dos compañeros le comentaban qué había pasado después. Gabriel y yo estábamos sentados al lado de ellos, pero mirábamos para otro lado sin entrar en la conversación. De a ratos, en voz baja, Gabriel cuestionaba la fascinación de los otros hablando de los verdaderos lagartos, y no de los humanoides, estableciendo entre sus libros sobre reptiles y la serie de la televisión diferenciaciones y coincidencias:

—Los lagartos pueden oler con la lengua, y aunque se diga que solo dos veces pueden perder la cola, y la última vez es la que mueren, pueden perder la cola cuantas veces sea necesario. El dragón de Komodo llega a medir hasta diez metros. ¿Sabés cuánto es eso? Como de acá hasta donde están las gemelas —comentó.

Ambos miramos hacia el centro del patio donde las gemelas se habían detenido buscando un rinconcito de sombra. Una de ellas hizo un gesto con la mano y caminaron hacia nosotros.

—¿Cómo están? —preguntó Gabriel. Yo le miré la punta a los cuatro zapatitos rosa.

—Muy bien, por suerte —contestaron las gemelas, exactamente una sobre otra. Gabriel y yo las miramos encantados. El Ruso y sus dos amigos dejaron de conversar para pedirles que volvieran a decirlo así.

Las gemelas se tomaron de las manos y repitieron lo mismo, exactamente una sobre la otra.

La capacidad de poder hablar al mismo tiempo puso a las gemelas en el centro de atención mientras duró la serie. Una característica que les dio luz y espacio en

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el momento que más lo necesitaban. Si hasta entonces apenas habían mirado los capítulos con curiosidad, desde ese momento se volvieron seguidoras incondicionales, llegando a cortarse el pelo como Diana, anotando sus parlamentos para repetirlos en los recreos y dibujándose una ese con tres líneas entre dos lunares, reproduciendo el logotipo de los visitantes.

No fue por el interés que despertaron en el resto que Gabriel se acercó un poco más a ellas sino por la necesidad de aclararles continuamente que los lagartos eran reptiles inofensivos y maravillosos, y que no era justo que se los vinculara a extraterrestres que venían a utilizar a la raza humana como alimento.

Yo no conocía mucho sobre los lagartos pero me gustaba escuchar a Gabriel hablar sobre ellos. Aunque sí me interesaban los extraterrestres, no podíamos hablar con él de una cosa que no fuera vinculada a la otra, así que para evitar discusiones mantenía en secreto mi interés por esos seres deformes de otros planetas que viajaban a través del tiempo. Me gustaba imaginarme de otro mundo, tener características que me destacaran entre los humanos, poder desaparecer, conocer lugares lejanos, curar con la voz o con las manos.

A mis padres no les gustaba que mirara televisión. Como estaban preocupados por el regreso de mi tío, pasaban metidos en su cuarto con la puerta cerrada o escuchando los informativos de la radio bajo la lámpara de la cocina. Cuando terminaba de hacer los deberes construía naves espaciales con cajas de medicamentos y las hacía dar vueltas por el cuarto hasta que me llamaban para la cena.

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Una tarde, mientras mi madre ordenaba la casa, vi bajar de un taxi a mi padre con otro hombre. Supuse que se trataba de ese tío del que poco habían hablado y cuya vida parecía ser algo que solo podía narrarse en secreto. Aquel hombre no se parecía a ese muchacho que en las fotografías se trepaba a la espalda de mi padre. Lo vi muy blanco cuando entraron a la casa, lo escuché apenas, lo miré caminar con dificultad y sonreírme desde la mesa. No supo qué decirme para empezar el diálogo hasta que se animó a preguntar si era el Marquitos del que tanto le habían hablado. Tenía en los ojos la tristeza de las vacas. Mi padre recordó que la última vez que nos habíamos visto con mi tío yo solo tenía dos años. Me senté a la mesa y hablamos un rato. Me preguntó cómo me iba en la escuela, qué quería ser cuando creciera y si tenía una novia o más de una. Se tapaba la boca con la palma de la mano cuando reía. Le faltaban una paleta y un canino. En la tarde apenas comió, pero al rato, como si se hubiera estado preparando, devoró cuatro o cinco sándwiches que mi madre fue poniendo en la mesa y tomó varios vasos de vino, oliéndolo antes de sorberlo. Cuando prendí la televisión para ver el capítulo de V Invasión Extraterrestre mi padre me dijo que ese día no veríamos televisión. Chillé y me llevó hasta el cuarto tironeándome de la oreja. El tío Carlos le gritó que me soltara. Se hizo un silencio largo en toda la casa. Apenas lo quebró mi padre para susurrar:

—Quedate a jugar acá. Necesitamos hablar cosas de grandes.

Al otro día, en la escuela, reconstruí el capítulo que no había podido ver atendiendo a las conversaciones de mis compañeros y a la pequeña función de las gemelas.

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Los escuché hablar en rueda de los ojos de los lagartos mientras molestaba con una rama una fila de hormigas que cargaban palitos. Me preguntaron si me habían impresionado esos ojos y me animé a mentir mirando a Gabriel. Le había confesado a primera hora que no había podido ver el capítulo, así que él, por piedad, desvió la conversación a los otros lagartos, en los que era un experto, fascinando al principio y aburriendo después a las gemelas que como habían salido del centro de atención caminaron hacia los baños.

Esa tarde le conté a mi tío el núcleo de la serie. Le dije que la pasaban dos veces por semana después del informativo. Me escuchó con atención mientras tomaba mate. Me dejó hablar. Casi no participó, salvo en una o dos ocasiones para sonreír repitiendo la palabra marciano. Cada tanto sobresalía en el silencio el ruido del mate quedándose sin agua. También le conté de las pequeñas representaciones de las gemelas, y de lo experto que era Gabriel en lagartos. Me oía sin moverse, mirando un pedacito de pan sobre las rosas del mantel de hule.

Cuando llegaron mis padres prendieron la radio y prepararon la cena. Mi madre me dijo que fuera a jugar a mi cuarto, que me avisaría cuando la comida estuviera pronta. Divagué sobre extraterrestres un buen rato: algunos eran pacíficos y horrorosos como et, otros eran animales salvajes que se transformaban en humanos y que solo volvían a sus figuras verdaderas cuando se los mojaba con agua. Imaginé la calle de mi casa bajo la lluvia y un montón de personas que empezaban a convertirse en leones y panteras al lado de sus impermeables. Otros extraterrestres eran microscópicos, como las bacterias que habíamos visto en el laboratorio, se metían adentro

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de nosotros por la nariz, recorrían nuestro cuerpo registrando cada detalle y salían con los estornudos para irse flotando a la estratósfera donde los esperaban cientos de miles más. En su planeta de origen cada uno de ellos copiaba la información obtenida formando un extraterrestre idéntico al humano que había conquistado en la tierra. Imaginaba a mi copia en otro lugar. Podía volar, olía el peligro con la punta de la lengua y si en una batalla perdía alguna de sus extremidades, de ahí salía un nuevo Marcos, igual de indestructible que los otros.

Al otro día las gemelas repartieron las invitaciones para su cumpleaños. Cuando las vi entregarlas mano a mano tuve miedo de que no me invitaran. Hablábamos poco y yo no solía festejar sus pequeñas intervenciones. Creo que por eso fui uno de los últimos que la recibió. Supuse que me invitaban por ser amigo de Gabriel, o que él, oliendo lo que se venía, les había dicho que iría al cumpleaños si me invitaban a mí también. Las tarjetas eran diferentes a las que solían hacerse para los cumpleaños. Tenían colores fuertes y una cartulina plastificada con el nombre de cada invitado impreso en letras iguales a las que se usaban para la serie. De un lado estaba una de las gemelas, al centro Diana, y del otro lado la otra. Se aclaraba que era un cumpleaños al que había que ir disfrazado de cualquier cosa que no fuera de este mundo.

Esa tarde el tío no estaba en el comedor. Merendé con mi madre oyendo a lo lejos una melodía que venía del galponcito donde él dormiría mientras se quedara con nosotros. Mi madre me preguntó si tenía deberes y si quería más leche. Yo le contaba lo que tenía que hacer para el otro día y ella, de a ratos, levantaba un poco la mano para que me callara y la dejara escuchar lo que decía

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un hombre en la radio. Entonces yo me quedaba callado y aprovechaba para pensar en cómo podía hacerme un disfraz para el cumpleaños de las gemelas.

Llevé mi taza a la pileta. Mi madre me lo agradeció besándome la cabeza. Me ofrecí a barrer y busqué la escoba por la casa. La encontré en la puerta del galponcito. Quise ver al tío del otro lado de la ventana para saludarlo y comentarle lo del disfraz, pero estaba todo oscuro. Solo se oía la voz de un hombre que cantaba con un tono grave como el de mi padre. Lo acompañaban unas guitarras. “Hoy anduvo la muerte entre mis libros”, escuché, y volví a la cocina con la escoba.

Cenamos todos juntos esa noche. Como casi no hablaban pregunté si podía prender el televisor. Mi madre negó con la cabeza sin decir nada. Mi padre siguió comiendo, mirando tres trozos de papa que parecían medialunas. Solté el aire de un soplo. Aunque estuve por dar un golpe en la mesa recordé el cumpleaños y me contuve por miedo a que me prohibieran ir. Los tres levantaron la vista. Mi padre y mi madre me miraron a mí. Mi tío miró a mi padre. Esperé que dijera “dejalo”, pero no dijo nada y seguimos sin hablar, oyendo una gota que caía cada tanto de la canilla. Entonces les comenté que las gemelas cumplían años y que harían una fiesta de disfraces en su casa.

—Vos no tenés un disfraz así, Marcos —dijo mi madre. —Pero puedo armarme uno. Con cartulina me puedo

hacer una máscara de lagarto y el resto del cuerpo con ropa verde.

—¿Las gemelas son las que viven ahí cerca del Canal 5? —preguntó mi padre, sin levantar la vista de su plato.

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—Sí, las de la casa con piscina —les dije. —¿Y cuándo es el cumpleaños? —preguntó mi madre. —El sábado, de 16 a 19. La noche siguiente oí que mis padres hablaban del

padre de las gemelas como si lo conocieran. Me acerqué a la puerta de su cuarto y contuve la respiración. Algo que no pude entender del todo bien les molestaba de esa familia. Mi padre dijo que prefería que no fuera al cumpleaños. Cerré los ojos y las manos con fuerza, esperando que mi madre se opusiera, pero no volvieron a hablar. Me costó dormirme esa noche. Primero me imaginé dibujando la cara de un lagarto en una cartulina. Después escapándome de casa a la tardecita.

El sábado me despertaron los gritos. Me levanté de un salto. Mi madre entró al cuarto y me dijo que me quedara tranquilo, que el tío no se sentía bien, que el dolor de estómago lo hacía gritar así. Mi padre intentaba calmarlo y la voz de uno se confundía con la del otro formando una voz diferente.

—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! —gritaba mi tío. Enseguida movían muebles, arrastraban cosas que no dejaban entender una palabra. Mi madre se paseaba de un lado al otro del cuarto hasta que al final me vestía de apuro, me agarraba de la mano y salíamos a la calle.

Nos detuvimos en un teléfono público. Mi madre intentó hablar con mi abuela pero no pudo encontrarla. Cuando le dije que me llevara a lo de Gabriel se quedó quieta por un ratito, giramos y empezamos a caminar hasta su casa.

No sé qué le dijo a la madre de Gabriel. Estoy seguro que inventó algo que estaba muy lejos de los gritos del tío. Tampoco yo le dije la verdad a mi amigo. Inventé que una prima de mi padre estaba por tener un hijo y

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que tenían que ir a ayudarla a la casa y acompañarla al sanatorio.

En la tarde Gabriel me contó las novedades de la serie. Al principio mientras jugábamos con muñecos articulados, después merendando, dejando caer las migas de galleta dentro de los libros. Cuando la madre lo llamó para bañarse se dio cuenta de que en un rato estaríamos en el cumpleaños. Me preguntó cuándo iría a ponerme el disfraz y le dije que prefería no ponerme nada.

El rato en el que Gabriel estuvo bañándose me entretuve con las cosas de su cuarto. Descubrí su olor en las frazadas y después lo estuve buscando en otras cosas. Cuando entró al cuarto yo olfateaba un títere con forma de rana.

—Todo un lagarto —le dije, refiriéndome a mí mismo, pero no me entendió.

—Eso es una rana o un sapo. Podría ser un sapo de Darwin. ¿Sabés qué hora es? Faltan quince para las cuatro.

—¿No vas a llevar un disfraz? –le pregunté. —No, también prefiero ir así. No me gusta mucho

cómo le quedó el traje a mi madre.

Su madre fue quien nos llevó hasta la casa de las gemelas. Cinco o seis cuadras en las que fuimos hablando de los diferentes poderes que nos gustaría tener en caso de ser extraterrestres. La madre de Gabriel participaba de a ratos, sumándose al grupo de los que querían ser mitad hombre y mitad animal o, sobre todo, al de los invisibles.

Ella fue la que tocó timbre en la casa de las gemelas y nos dio un paquete a cada uno. Agarrados a las rejas esperamos verlas aparecer por el jardín. Las dos estaban vestidas con un deportivo naranja con franjas negras en los

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hombros y una V bordada en medio del pecho. Cada una sostenía una pistola. Al ver que ninguno de nosotros había ido disfrazado nos recibieron con un gesto duro. Eran iguales a Diana. El padre —un hombre alto de bigotes y pelo bien corto— se acercó detrás de ellas.

—En esta casa no nos gustan los que no respetan las reglas —dijo con la seriedad con la que hablaba la directora de la escuela cuando nos formaban para izar la bandera. Cuando abrió la reja me pareció que le sonreía a la madre de Gabriel.

Nosotros seguimos a las gemelas por un pasillo que daba al fondo, donde colgaban cientos de globos verdes. La piscina estaba cubierta por una lona, y era tan larga como la casa. Había sobre las mesas dos tortas circulares. Llegaba música desde la cocina y el olor del azúcar quemada.

Hubo dos funciones de las gemelas esa noche. Para la primera habían memorizado un parlamento de Diana y sus primos las ayudaban haciéndose pasar uno por Donovan y el otro por Ham Tyler. Todos aplaudimos, pero el fervor estaba en los aplausos de sus padres, en los vivas y las fotografías que sacaban continuamente, uno de cada lado del grupo. El cielo había empezado a nublarse.

Para la segunda función el padre de las gemelas cargó hasta la mesa una pecera con dos hámsteres. Todos nos acercamos a ver el regalo que le habían hecho a las gemelas. Nos empujamos para quedar en primera fila bajo el brazo levantado del padre que gritaba que nos alejáramos hasta el pasto. Los ratones iban y venían, confundiéndose a lo lejos con el aserrín. Entre nosotros continuaban el griterío y los empujones.

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Bajaron las luces, encendieron las velas de las tortas y mientras las gemelas se paraban a cada lado de la pecera, empezó a sonar en la casa la música de la serie.

—Es un planeta primitivo —dijeron una sobra la otra. Sincronizadas metieron las manos en la pecera, agarraron cada una un ratón, se miraron a los ojos y estiraron los brazos todo lo que podían.

El silencio hizo que la música se escuchara más fuerte. Gabriel estaba al lado mío, tironeándose los dedos de

la mano. Anochecía. Los ratones sacudían las patas en el aire, iluminados cada tanto por la luz del flash.

Las gemelas fueron acercándose lentamente los ratones a la boca sin dejar de mirarlos. Manteniéndolos lo suficientemente lejos se miraron apenas entre ellas y giraron para observarnos a nosotros. Con los días llegó el rumor de que a Cinthia se le había cansado el brazo, y que fue por eso que el ratón alcanzó a morderla en la frente. Al grito de ella lo siguió el murmullo de todos nosotros. El padre, lejos de consolarla, gritó que había que encontrar al ratón. Por la manera en la que lo dijo todos entendimos que iba a vengar esa mordida. Cinthia se abrazó a su madre mientras nosotros corríamos por el jardín. Prendieron todas las luces de la casa. Me acerqué a la pecera a mirar al otro hámster de cerca. Algunas velas continuaban encendidas. Cinthia lloraba agarrada a la cintura de su madre. Kathia corría por el patio gritando como su padre: “hay que encontrarlo, hay que encontrarlo”.

Me alejé todo cuanto pude y me senté en unos escalones, junto a una canilla. Los fui mirando a todos con curiosidad. Al rato vino Gabriel y se sentó a mi lado. Me preguntó qué me había parecido el espectáculo y no le respondí.

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Él dijo que todo eso le daba un poco de risa. En eso vi al ratón zigzagueando junto a la cerca, atolondrado, como si estuviera herido. Lo primero que hice fue golpearle la pierna a Gabriel para que no avisara. Lo agarré cuidando de que no me vieran y lo contuve entre las dos manos. Gabriel lo acarició en silencio. Creo que fue el Ruso el que alertó a los otros. El resto lo recuerdo con lentitud: el padre dando grandes zancadas, Kathia con una pierna en el aire, después con la otra, los brazos extendidos de Guillermo, las voces que llegaban desde lejos.

Solté al ratón junto a la reja y salió hacia la calle. Los niños siguieron su trayecto agachándose entre los arbustos. El padre de las gemelas se detuvo delante de nosotros. Gabriel lo miró a los ojos. Yo no quise mirarle la cara.

—Sos igual a tu padre, igual a tu tío —me dijo, antes de volver a la mesa de las tortas. Gabriel me apoyó una mano en la rodilla.

Nos quedamos sentados en el mismo lugar escuchando el feliz cumpleaños a las gemelas. Quería que vinieran mi madre o la madre de Gabriel.

Cuando llegó el padre de Gabriel nos escabullimos entre los otros niños. Las gemelas no se despidieron de nosotros. Cuando salíamos giré para mirar sus ojos entrecerrados. Sabíamos que Cinthia era la que tenía la curita en la frente. Las dos hablaban a los gritos, sin necesidad de abrir la boca.

El padre de Gabriel abrió el paraguas y nos apretamos uno a cada lado. Sentí su olor, el olor de su impermeable, y el olor dulzón de la lluvia. Mientras Gabriel le contaba lo que le había pasado a Cinthia estiré el brazo para que la lluvia me mojara la mano. Quise volverme león o pantera.

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Último domingo

Ruben Yuyo García Milessi

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Se levantó más temprano que otras veces, tomó unos pocos mates, ensilló el rosillo que había dejado en el corral el día antes, acomodó una maleta sobre el recado, maleta donde llevaba sus bártulos de pesca, una calderita tropera, el mate, unas galletas y yerba, y salió silbando bajito dejando la comisaría desierta. Sí, porque Tomás era el milico del pueblo, y hoy domingo era el único en actividad ya que el oficial que fungía de encargado se había ido el día anterior para la capital departamental, como lo hacía cada tanto, a ver a su familia que allí residía.

Al llegar a la casa de don Maciel, y sin desmontar, golpeó suavemente en una de las ventanas esperando ser oído. Y así fue. Don Maciel estaba levantado desde hacía buen rato.

—Buen día —dijo el milico—, ¿se acuerda como quedamos, no? Cualquier novedá envíe un gurí a avisarme, ¿tá?

—Anda tranquilo, Tomás, claro que te avisaremos de cualquier novedad.

—Ta luego entonces— y el milico siguió camino hacia el arroyo donde iba a pescar cada tanto.

Don Maciel tomó otro mate, se calzó unas alpargatas nuevas y tomó de arriba de la mesa una gran lata de galletitas, con una ventana circular en uno de sus lados, ventana que había pintado para que no se viera el interior.

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En la tapa, también circular, justo en el medio, le había hecho una ranura de unos cinco o seis centímetros. Cerró sin llave la puerta del rancho y, con la lata bajo el brazo, tomó el trazado viboreante del caminito entre los pastos que lo llevaba hasta el fondo de la casa de su vecino Andrés. Este lo estaba esperando, se saludaron, lo convidó con unos mates mientras recogía un montón de papelitos que estaban sobre una mesa. Papelitos casi cuadrados, de cinco o seis centímetros de lado, que había recortado la noche anterior con suma paciencia.

—Hice casi doscientos —comentó Andrés—, algunos de más por las dudas. Están todos en blanco; mire si quiere.

—Tá bien —dijo don Maciel—. ¿Llevas lápices también, no?

—Sí, llevo, cuatro o cinco. Vamos marchando que hace rato que aclaró el día. A ver si adelantamos algo haciendo votar a los más madrugadores primero.

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El pueblo tenía cinco calles orientadas de norte a sur y tres calles orientadas de este a oeste. Un pequeño hilo de agua, a veces solo de barro, dividía un cuarto de pueblo para una lado, tres cuartos para el otro. En algunas de las calles existía una calzada hecha de piedras para sortear dicha cañadita. Las casas estaban separadas entre sí, con jardín delantero algunas, quinta al fondo. Otras solo con pasto y árboles, algún que otro gallinero, algún cañaveral, casi todas con pozo semisurgente para abastecerse de agua.

Por ese entonces existían en el pueblo, además de la ya citada comisaría, una escuela, una capilla a medio hacer,

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una carnicería que no abría diariamente, y tres boliches de ramos generales, los tres con despacho de bebidas, y uno solo de ellos con venta de querosene y nafta. En uno de estos boliches era ya clásica la broma que el dueño efectuaba a cada forastero que por allí aparecía. Sobre uno del los mostradores siempre estaba un viejo magneto que había pertenecido a un tractor ya en desuso. Parecido a un alternador, el magneto en cuestión tiene la particularidad que al hacerlo girar, antes a manivela, ahora manualmente, descarga una corriente eléctrica que te hace pegar un buen susto. Cuando veía venir algún forastero, José Jota, que así le decían al bolichero, hacía como que estaba tratando de repararlo y en determinado momento miraba con ojos de «solo no puedo» al forastero, y este, como no podía ser de otra manera, se ofrecía a sostenerlo, entonces José Jota le daba media vuelta al endiablado aparato y el comedido de turno pegaba flor de salto, a lo que el almacenero se deshacía en hipócritas disculpas. Era vox pópuli que el Marcelito, nacido y criado en el poblado, ya había caído tres veces en dicha broma y que la cuarta vez no estaba lejos de sucederle.

iii

La primera casa en visitar sería la de doña Cata, que les había insistido en que así fuera, de lo contrario no votaría. Les comentó que quería irse temprano a la estancia, distante más de tres leguas, donde su hija era cocinera, ya que los patrones de esta no estarían, e iba a aprovechar a pasar el día con ella.

Se aprontaban a golpear las manos cuando por una ventana, detrás de unos enormes bigotes chuzos,

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tipo escobillón de municipal, apareció el Ziato, hijo de doña Cata.

–Mama, mama, ya llegaron con la urna.Don Maciel y el Andrés pasaron, saludaron a la doña

y le entregaron uno de los papelitos y un lápiz. Hicieron como que miraban para otro lado mientras doña Cata escribía un nombre, doblaba el papel y lo introducía en la lata de galletitas. Luego le tocó el turno al Ziato, que se mostraba dubitativo mirando a uno y otro de los dos candidatos allí presentes hasta que por fin escribió un nombre e introdujo el papel en la urna.

La segunda casa en visitar era la más difícil para ambos. Se trataba de una viuda que vivía sola, por ahora, y que mostraba interés en don Maciel desde hacía ya buen tiempo. Saludaron y entraron, le alcanzaron un papelito y un lápiz y se dieron vuelta mirando hacia la pared para que no desconfiara.

—Puede mirar, don Maciel, ya sabe que votaré por usted —dijo la viuda.

—El voto es secreto —contestó este—, sino, puede ser anulado.

—Yo con usted no quiero tener ningún secreto —coqueteó la viuda—, como tampoco los tuve cuando noviaba con el Andrés.

Los dos hombres se miraron furtivamente, aunque ambos ya sabían la historia, siempre los incomodaba. Trataron de apurar el trámite y salir lo antes posible del hogar de la viuda.

Como a las once de la mañana ya habían hecho casi todas las casas que estaban sobre las calles orientadas de norte a sur. Solo faltaban dos casas, la del capataz de la estancia Las Lilas, que no estaba pues le había tocado

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la caseriada, ya que estaban escasos de personal y ese domingo le tocó a él. La otra casa que faltaba era la de la novia, amante, mujer de a ratos, del milico Tomás. Una vez dentro de la vivienda le dieron un papelito y un lápiz donde ella escribió un nombre y luego lo depositó en la urna. Ya estaban por irse cuando ella se animó a hacerles un pedido.

—Andrés, don Maciel, me dijo el Tomás que les preguntara si yo podía votar por él.

—Creo que no se puede —dijo el Andrés mirando a don Maciel—, tiene que estar de cuerpo presente el interesado.

—Así lo creo —carraspeó don Maciel— aunque, como los candidatos somos nosotros dos y nadie más, podemos romper la regla solo por esta vez. ¿Qué me decís, Andrés?

El Andrés lo miró, miró al techo, miró por la ventana, se miró las alpargatas, acomodó el pecho y asintió con la cabeza. No quería parecer apurado en la decisión ya que el milico le había asegurado que votaría por él.

iv

En las afueras del pueblo existían varias casas, algunas a más de un kilómetro de distancia, que eran consideradas parte del mismo. La mayoría de esos lugareños quedaron en ir a votar después de las tres de la tarde, hora que los organizadores consideraban ya habrían terminado la votación en la planta urbana. Y así fue, como a las tres y media había más de quince personas haciendo fila en el boliche de José Jota con la intención de sufragar.

Los allí reunidos no le dieron mucha importancia a un muchachote que llegó en un petiso tobiano hasta que este

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pidió a los gritos que llamaran a don Maciel y al Andrés. El recién llegado era el Mamón, apelativo con que lo habían bautizado en primer año de la escuela. Cuentan sus excondiscípulos que tomó teta hasta los seis años, y que hasta los meses de julio, agosto de dicho curso la madre tuvo que quedarse sentada en el fondo del salón de clase para que el Mamón no huyera de la escuela.

—¿Qué pasa? —preguntó don Maciel al Mamón, que no había desmontado del tobiano.

—Es don Cami, dice que no puede venir, se cayó del caballo y está muy dolorido. Pero dice que quiere votar, que le manden la urna.

—Eso no —dijo don Maciel y llamó al Andrés para consultarlo al respecto.

Decidieron mandarle un papelito y un lápiz confiando en el voluntarioso chasque, aconsejando a este que no se demorara, que volviera lo más rápido posible. Y así fue, antes de una hora el mensajero estaba de vuelta.

—El lápiz no lo usó —dijo el Mamón—, solo dobló el papel, sin escribir nada, y me lo entregó de nuevo. Acá está. ¿Me puedo quedar con el lápiz?

Sacudiendo la cabeza, don Maciel tomó en sus manos la voluntad cívica de don Camilo, entró al boliche y depositó en la lata uno de los últimos sufragios de la jornada.

La única casa que no fue visitada por la urna, ni por los candidatos en cuestión, fue la de doña Juana. Nadie del pueblo quería ir a esa casa. Decían que la doña estaba medio loca, que a todo el que llegaba le preguntaba por un hijo suyo, del que nunca más tuvo noticias. Cuentan que el hijo se había marchado a la ciudad, que tenía un buen empleo allí, y que todos los meses, sin fallar ninguno, le mandaba un poco de plata. Hasta que un día, como dos

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años y medio atrás, no mandó más plata, tampoco más noticias. También dicen que cierta vez aparecieron varios hombres preguntándole por él a doña Juana. Que le revisaron toda la casa, que la golpearon, que hasta llegaron a empujarla dejándola tirada en el suelo. Desde entonces ella quedó rara. Como ida. Por eso nadie quiere ir a su casa. Porque a todo el que va ella le pregunta: «¿sos el Tito, m´hijo?”

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Pasada las siete de la tarde, sol afuera todavía, la expectativa era grande en la cantidad de pobladores que esperaban fuera del boliche el conteo de votos. Alguien apagó la Spica en la que habían escuchado el partido en el que Peñarol no conformó y empató dos a dos. Sacaron una mesa para el patio, un pizarrón, y la gran vedete de la jornada: la lata de galletitas convertida en urna. Con gran solemnidad José Jota abrió la urna y comenzó el escrutinio.

—Maciel —cantó el bolichero sacando el primer voto.En el pizarrón, dividido por el medio con una raya,

a cada lado de la cual figuraban los nombres de los dos candidatos, la Mirta, comedida como secretaria, puso una cruz bajo el nombre correspondiente.

—Maciel —cantó otra vez el bolichero.—Andrés.—Andrés.—Andrés.—Juan Ángel —leyó el anunciador de los votos—. Pero

si este no era candidato, además, no se habrán enterado que el pobre murió el año pasado.

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Y siguió sacando papelitos de la urna y voceando los nombres.

—Este no dice nada —lo mostró al público, lo arrugó y lo arrojó al suelo.

—Maciel....—Andrés...—Maciel...Atardecía.Era el último domingo de noviembre de 1976.

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El discurso

Soledad Castro Lazaroff

Es que había que bajar las escaleras del IPA con esa elegancia. María Laura formaba parte activa de la rama más ultra del Centro de Estudiantes, su novio era anarquista y militaban juntos. Era petisita, tenía el pelo lacio y corto, los párpados caídos, la sonrisa serena. Jugamos alguna vez a ser amigas pero yo sobre todo la miraba de lejos porque me daba miedo: había algo despiadado en sus polleras de invierno tan limpias, tan coherentes, inalcanzables para mi metro ochenta de estatura, mis rulos, mis grandes caderas.

La primera vez que la vi llegó callada a la biblioteca, cruzó las piernas como quien no quiere llamar la atención y se robó todas las miradas por tener las mejores medias y un enorme libro con obras de Escher. Se acercó a nuestra mesa de estudiantes de literatura de primer año como quien asiste a un evento de caridad y mostró los dibujos despacio, explicando el conflicto entre realidad y representación mientras acariciaba las hojas brillantes con sus dedos diminutos. Yo no podía dimensionar la obra de Escher pero tenía veinte años y el absurdo recién estrenado, así que me animé a participar, hacer un chiste tonto y decir alguna bobada que pareciera inteligente para llamar su atención. De ahí en adelante supe enternecerla; me miraba de abajo como a un gigante torpe y bienintencionado mientras me dejaba admirar sus guantes de dedos cortados, sus pequeñas botas de cuero

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y esos ojos entreabiertos que rompían corazones cuando leían en francés.

En el ipa nos veíamos poco, pero solíamos encontrarnos en las marchas por la defensa de la educación y el salario docente, en las marchas del silencio y en algunos eventos anarquistas a los que yo asistía muy de costado, con el escepticismo habitual que encubre el miedo. Ella estaba en el medio del mojo, lideraba, discutía, organizaba; yo no. Yo miraba de afuera con simpatía: mi novio no era militante, era un hippie drogón que me conquistó tocando temas de Vaughan en una guitarra acústica de acero. Mi herencia política tenía que ver con el desamparo, la contradicción y el sinsentido, con padres militantes que en los 90 se dedicaron a detonar las tarjetas de crédito los domingos en la Tienda Inglesa. Que votaban a la izquierda pero se juntaban con sus amigos para poner empresas y festejaban porque eran capaces de llenar su casa con electrodomésticos. Que mientras fueron pobres supieron luchar juntos pero se separaron en el momento en que tuvieron más dinero. Claro, después uno comprende. Pero a mis veinte años cambiaba el milenio, Batlle lloraba en la televisión y la democracia era solo traición, dolor oculto, derrota tapada con diario. Un porro solitario; la Tabaré cantando “somos nietos de inmigrantes, hijos de una dictadura, es decir, somos basura sin futuro ni pasado”.

Sin embargo María Laura seguía bajando las escaleras con sus libros a cuestas, pegando volantes en los vidrios y repudiando el abuso de poder en todas sus formas. Su lengua ardía. Cada vez se la veía más sola porque juzgaba mucho y era bravo salvarse de su mirada clínica, le costaba cuidarse de su propio cinismo. Una noche de ocupación la acompañé a la estación de servicio para

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comprar un vino y me retó por perezosa, por liberal, por no estudiar lo suficiente. En esa época estaba más linda que nunca; tenía un cerquillo liviano que subía y bajaba en cada respiración. Escapé con chistes de su seriedad, me inventé excusas válidas contra su ética implacable. Esa noche dormimos en unos sobres prestados, cagadas de frío sobre las baldosas de un aula del segundo piso. Estábamos borrachas; por las ventanas rotas entraba el chiflido del viento que azotaba los árboles de la Avenida Libertador.

Empezó a perfilarse el triunfo frenteamplista y aires nuevos inundaban la calle. Era casi imposible alejarse de la sensación de despegue que tenía todo aquello. María Laura aparecía cada vez menos, pero me gustaba verla aunque fuera de paso. Sus análisis mejoraban con el estudio y escucharla pensar era como un oasis, sobre todo porque, al contrario que la mayoría de nosotros, nunca renunció al trabajo colectivo, a las asambleas, a la tarea didáctica cotidiana de hacer política con los pibes más jóvenes. Seguía llevando libros a la biblioteca y dando discursos privados. Su noviazgo anarquista, hazmerreír de algunas fiestas en las que ella no estaba, seguía adelante contra todas las predicciones. De partidos hablaba poco y nada; esquivaba el tema con la elegancia nueva de quien guarda un secreto que no compartirá. Poco después del triunfo del Frente Amplio se fue a Europa, donde vive aún. Por un tiempo practiqué el ejercicio de pensarla en alguna facultad de París leyendo en los pasillos poesía modernista. La detuve estudiante en mi imaginación, como si estos diez años no hubieran sucedido y el mundo no pudiera, a través de sus mil tecnologías, mostrármela adulta, madre, yo qué sé. No quiero saber nada, me parece.

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La última vez que la vi fue el día que el Frente Amplio ganó las elecciones. Yo tenía una sensación rara en el cuerpo, que no podía ser del todo eufórica pero bueno, que no podía ser del todo verdadera pero bueno. Pero bueno, che, esta es la historia, la Democracia, el tiempo que te toca vivir: lo que se puede, lo que hay, lo que quedó. Mis padres y sus amigos estaban felices. 18 de Julio se llenaba de gente pintada, abrazada, sin represión ninguna. Fiesta para todos y mi estómago apretado, castigado por una memoria vieja, por una desconfianza que hubiera querido ignorar. La vi dar vuelta por Ejido quince minutos antes de que pasaran por las pantallas el discurso de asunción de Tabaré Vázquez.

—¡María! —le grité, y la perseguí por 18 calle arriba, entre la marea de gente—. ¡María Laura!

Se dio vuelta y me miró de abajo esa última vez, con sus ojos caídos y brillantes.

—Estás acá —le dije aliviada. —Sí —contestó bajito—. Quería verlo.

Me abrazó un rato en silencio. Su cara quedaba a la altura de mi pecho. Se me antojó una niña.

— Perdón, pero no puedo ser parte. Esto no es mío. Me voy a casa.

La vi perderse entre la gente con su pollera roja y sus botas de cuero. Me dio bronca su entereza, su maldita soberbia, la angustia de saber que sería su imagen la que

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quedaría en mí entre tantas mil otras de alegría y festejo. Diez minutos después, Tabaré Vázquez decía que el suyo sería un gobierno de todos y para todos los uruguayos. Los inversores recibían el mensaje necesario de estabilidad y confianza. Yo escuchaba en la calle rodeada de gente querida, con las manos sudando dentro de los bolsillos de la campera de cuero, rota de tantos pogos que nunca volverían. Supongo que María lo miró por la tele mientras se hacía un café, separando los libros que irían en las valijas.

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Ropitas

Vanina Arregui

¡Qué bien me causáis con

vuestra alegría de niñas pequeñas!

Mariana Pineda, de la obra homónima

de Federico García Lorca

Recién lavadas y colgaditas una tras otra, como en exposición, las ropitas del ajuar iban poblando la cuerda de la ropa. Predominaba el rosado. La madre, con ese algo de volver a jugar a las muñecas que tienen los preparativos para esperar al primer hijo, iba sacando del balde, como en un acto de magia, los peleles, las batitas, los diminutos escarpines. Los colgaba uno a uno con amoroso cuidado y por momentos se retiraba unos pasos con las manos sobre la panza para ver el conjunto. Se entreveraban el futuro y el presente.

—Abuela, ¿no es la cuerda de ropa más linda del mundo? Es como un cartel anunciando la llegada de Matildita.

La bisabuela de la que estaba por llegar, sentada en la hamaca de jardín desde hacía un ratito, asintió sonriendo en complacido silencio. Una madejita de tiempo se tejió entre el presente de las ropitas al sol y el de otros años ya vividos, porque al mirar la escena recordaba lo que había significado entre las mujeres con las que compartió la

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barraca durante sus años de presa política, la llegada de un pedazo de tela rosada, sin dobladillo, sin inscripciones, sin señas de ningún tipo, solo un pedazo bastante ajado y algo sucio de tela rosada.

La palabra italiana brivido le visitaba la memoria. La conjunción de la “b” y la “r” sonaban como el estremecimiento casi carnal que se produjo entre las integrantes de aquella convivencia obligada cuando el trozo de tela, como una sonrisa de encías rosadas que aún no había estrenado dientes, salió de entre las ropas que habían sido retiradas sucias del penal y reingresaban limpias.

No sabría precisar con qué estricta y vigilada periodicidad se sucedían los retiros y las entregas de los bolsos a los que, tanto carceleros como presas llamaban “paquetes”, pero sí que sucedían los sábados. En unos iba la comida, solo lo permitido: medio kilo de dulce de membrillo, medio kilo de queso, tres kilos de fruta, galletas, leche en polvo, yerba, cigarrillos. La presa número 376 ni fumaba ni tomaba mate, pero todo se compartía allí adentro, por tanto su bolso siempre llevaba yerba y cigarrillos. También se retiraba ropa sucia y se devolvía ropa limpia. Algunas veces se entregaban los dos “paquetes” en el mismo momento y otras había que seguir distintos y vigilados trámites. Pero esa vez el inocente e inocuo trozo de tela rosada que parecía no tener sentido entreverado con medias, bombachas y camisetas limpias, como caído en el bolso por error, sorteó los controles llevando un anuncio prohibido.

Más allá de lo que dejaba ver el mezquino cuadradito con rejas de la ventana, el mundo no les llegaba a las presas. Campo y silencio de campo, vida carcelaria y del

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afuera nada, solo el estricto “paquete”: medio kilo de dulce de membrillo, medio kilo de queso… y cada quince días una visita de media hora, siempre y cuando los guardianes del orden —ejerciendo su creatividad— no la anularan con algún castigo sacado de la manga. En el transcurso de las dos semanas que separaban las visitas, una forma del vacío, una pausa opresiva, porque, justamente, parte del rigor consistía en bloquear la comunicación entre el afuera y el adentro, entre las familias y las presas.

Por aquellos días la 376 esperaba la llegada de un nieto o nieta, eran tiempos de tejer con lana blanca, porque si niña o niño solo se sabría en el momento del nacimiento. La fecha probable de parto, llevada al calendario de la cárcel, caía dos días después de una visita. Es decir que si nada había sucedido aún para el día de esa visita, la 376 tendría por delante trece días para saber qué, cómo, cuándo…, porque el pedido de permiso especial para recibir noticias del nacimiento había sido denegado. El día de esa visita llegó y pasó sin novedades para compartir.

Al sábado siguiente, para la entrega del “paquete” los familiares de la 376 recorrieron a pie —como todos los otros hijos, padres, madres, maridos, hermanos y hermanas que no tenían auto— los kilómetros que separaban la parada del ómnibus de las instalaciones del penal. Por el largo camino de tierra caminaban en el mismo sentido cargando bolsos, como pagando la culpa de querer llegar, de querer llevar, de querer estar con las que no merecían siquiera saber qué pasaba con los suyos allá afuera. Esta escena se repetía con lluvia, frío o sol rajante. Debían pagar esa culpa de la que solo los salvaba la solidaridad de otros familiares que tuviesen vehículo.

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Frente a la ventanilla en que se hacían las entregas se formaba una cola que marchaba lentamente, porque de cada bolso se controlaba el contenido vigilando que nada fuera de lo reglamentario trascendiera las fronteras de lo autorizado. Lo que pasaba la revisión se acumulaba en un rincón que volvería a quedar vacío cuando a cada presa le llegara lo suyo. A medida que la cola disminuía, el camino de tierra, ahora de retorno, volvía a poblarse de caminantes. Casi todos cargaban bolsos con la ropa que deberían devolver limpia; otros cargaban además con algo cuya entrada había sido rechazada. El bolso de la 376, con el trapo clandestino en su interior, fue controlado según el reglamento y nada de su contenido fue objetado. Pasó. Llegó a destino.

Un rato más tarde, triunfante, despojado ya de su disfraz de descuido, sonoro ahora como una campana, el mensajero rosado estremeció la barraca con la noticia de que había nacido una niña. Hubo abrazos, felicitaciones, risas, carcajadas.

La guardia intentó imponer orden golpeando las rejas con la cachiporra sin poder entender el porqué de aquel desorden, de aquella sublevación de secreta alegría entre las presas que desobedecían las órdenes con cuchicheos y susurros.

Se sacudió la hamaca cuando la novel madre se dejó caer en ella. Las dos mujeres se miraron y cruzaron sus manos. Ya no quedaban ropitas en el balde ni más lugar en la cuerda. Una brisa suave las hizo bailar, flamearon libres como banderitas y el aire trajo olor a limpio.

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El diario de Mariana

Natalia Verdún

Hola, soy Mariana Cabrera Santos y este es mi diario íntimo. Me lo regalaron hoy 23 de noviembre de 1984 porque cumplí 8 años. No sé muy bien para qué sirve pero creo que me va a gustar escribir. Además me regalaron dos libros, una muñeca que llora si no le das la mamadera, un perfume Mujercitas, unas caravanas y otras cosas que no me acuerdo.

Hicimos la fiesta en la terraza y vinieron mis amigos de la cuadra y de la escuela. Me gustó y me divertí (pero la torta me dio un poco de dolor de panza. Mamá dice que es porque comí mucho y no paré de correr).

Sábado 24 de noviembre de 1984 (no sé si hay que poner la fecha cada vez que escribo pero igual lo hago)

Hoy de noche estuvimos en 18 de Julio. Estaba lleno de gente con banderas de Uruguay y otras que mi padre me dijo que eran de los partidos políticos que ahora sí podían mostrarse. Los partidos políticos son como Peñarol o Nacional o Danubio y a la gente le gusta más uno que otro. Mañana va a pasar algo que se llama votar y es cuando el pueblo elige al presidente, dijo la maestra. Ahora nosotros tenemos presidente pero no lo eligió nadie, creo. Algo así entendí.

Yo no puedo votar porque soy chica. Mi hermana se hace la grande y la inteligente pero tampoco puede.

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Mis padres y los vecinos están contentos con esto de votar. Bueno, no todos. El que nos compra muchas rifas para los paseos de fin de año, que Pablito dijo que una vez le vio un revólver en el cinturón y que nadie sabe bien en qué trabaja, no, ese no parece feliz. Hoy no nos dio caramelos como hace siempre que nos ve ni nos hizo muecas. Está triste o enojado o las dos cosas pero no sabemos si será por lo de votar o capaz se peleó con la esposa.

Domingo 25 de noviembre de 1984Mamá dijo que la votación es un momento especial por eso me puse los zapatos de charol blancos y le pedí a mi hermana que me haga la trenza tejida como la que me hice para el cumple de 15 de mi prima. La cabeza de chorlito de mi hermana se rió y me dijo que era una ribícula. Ella siempre usa palabras raras para que yo le pregunte qué quiere decir pero no le pregunté nada y lo busqué en el diccionario pero no lo encontré. Encontré “ridícula” pero no sé si es lo mismo.

Acompañé a papá a votar y tuve que dar una cantidad de besos a gente que no conozco, que eran compañeros de escuela de él. Se quedó hablando como mil horas con los papás de un chiquilín que me hice amiga y me prestó su taca-taca. Hicimos campeonato y le gané.

Después vinimos para casa y la cuadra era un relajo, estaban todos los vecinos con música afuera y banderas. El papá de Carlita estaba como perro con dos colas de contento, papá y él se abrazaron y empezaron a saltar y cantar “el pueblo unido jamás será vencido”. Fue muy divertido.

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Esto es importante: lo de votar es bueno porque los adultos estuvieron entretenidos con eso y no nos molestaron para nada. Con mis amigos pudimos jugar hasta la noche sin que empezaran a llamarnos.

Miércoles 28 de noviembre de 1984Hoy es el cumpleaños de mi prima Andrea pero no puedo ir porque vive en otro departamento. Y, tá, no tengo nada interesante para contar.

Jueves 29 de noviembre de 1984En la escuela seguimos hablando de las elecciones (es lo de votar). Yo sabía que era importante pero me parece que es más de lo que pensaba porque todo el tiempo la gente habla de eso: en la radio, en la tele, en el barrio. Hoy fui a lo de Pascualina a comprar el pan y estuve rato esperando porque ella y la señora que anda siempre con el pañuelo en la cabeza estaban conversando de los partidos y de los que querían ser presidentes. Por lo que entendí, la vecina del pañuelo quería votar a un señor que está en un cuartel (no sé si vive o trabaja ahí) y parece que no se podía. La Pascua votó por Julio María Sanguinetti, que es el que ganó, entonces estaba más contenta. Igual, al final las dos dijeron que estaban felices porque se fueron los milicos de porquería (bueno, en realidad dijeron hijos de puta) y a mí me alegró porque pude comprar el pan después de mil horas.

Sábado 1º de diciembre de 1984 La tarada de mi hermana me rompió el perfume Mujercitas. Dice que fue sin querer pero no le creo nada.

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Hoy de tarde hicimos escones en lo de Nati. Nos quedaron riquísimos, yo comí un montón y después me vino sueño. A ella también porque ayer de noche fuimos con sus papás y los míos a lo del señor del cuartel, al que quería votar mi vecina del pañuelo en la cabeza.

El papá de Nati puso una bandera gigante en la camioneta que decía viva Wilson, que es el nombre del señor. Yo había escuchado que el cuartel es en Trinidad, que es la capital de Flores, y pensé que íbamos a ir hasta ahí a visitarlo pero resulta que lo habían dejado libre y entonces fuimos hasta la entrada de Montevideo. En el viaje nos contaron que era político (son los que trabajan en los partidos) y que estaba preso porque los militares no lo quieren. No sé cómo se enteró la gente de que venía pero estaba lleno de personas por todos lados, con banderas, saltando y gritando Wilson, Wilson. Los que estaban en auto o camiones tocaban bocina, el padre de Nati también pero a veces el sonido no salía porque la camioneta es vieja y la tiene que llevar al taller.

Estuvimos pila de rato esperando y cuando ya estábamos aburridas y con hambre pasó el Wilson ese. A mí me pareció un viejo común y corriente pero se ve que es bueno porque la gente lo quiere mucho. Con Nati nos parece que tiene nombre de persona importante como los que le ponen a las calles: Wilson Ferreira Aldunate.

Lunes 3 de diciembre de 1984¡Hoy empieza el último mes de escuela! Es lindo que falte poco para las vacaciones y para irnos todo el día a la playa. Además acá en el barrio se arman terribles campeonatos de fútbol y paleta y nos divertimos pila.

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Viernes 7 de diciembre de 1984Estoy enojada porque la maestra me mandó una cantidad de deberes solo a mí porque dice que hablo mucho y desconcentro a los demás. Le dije que era milica y me mandó a la dirección. Encima le escribió una carta a mis papás diciendo que no respeto la autoridad y no sé qué, no sé cuánto. Es una banana. En la clase no la quiere nadie, solo Beatricita que es terrible chupamedias y siempre le borra el pizarrón.

Domingo 9 de diciembre de 1984Los chiquilines están todos jugando afuera pero yo no puedo salir porque tengo que hacer los benditos resuelvos y las redacciones que me mandó la maestra. Papá me preguntó qué había pasado, le conté y me rezongó porque dice que tengo que prestar atención y no molestar a mis compañeros pero después lo escuché hablando con mamá en la cocina y le decía riéndose que salí contentaria. No entendí… “contentaria” es como de contenta y yo no estoy contenta, si tengo que hacer como chiquicientos mil deberes.

Lunes 21 de enero de 1985Querido diario, hace pila de tiempo que no escribo porque había perdido la llavecita de tu candado. Espero que no te enojes pero lo que pasa es que no la encontraba y no quería romperlo. También pasó que después me fui para afuera. Igual anoté una cantidad de cosas en papelitos para no olvidarme y después pasarlas.

Hoy volvimos con mi hermana de Parque del Plata, estuvimos una cantidad de días en lo de Paola y Sabrina. La abuela de ellas es muy buena pero a veces es medio pesada porque quiere darnos sopa todos los días ¡con el

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calor que hace! Igual jugamos una cantidad y fuimos todos los días a la playa. También pescamos en el arroyo.

Me gusta mucho irme para afuera pero también extraño a mis papás y se ve que ellos también porque hoy nos abrazaban y nos decían que qué lindas quedamos bronceadas. De noche comimos pizza y tomamos Coca Cola como si fuera un cumpleaños

(Mamá encontró la llavecita adentro de un zapato mío).

Jueves 24 de enero de 1985Las vacaciones están pasando muy rápido. Mamá dice que me quejo de llena porque estoy haciendo una cantidad de cosas. En eso tiene razón, de mañana siempre vamos a la playa, antes de comer a veces juego con los chiquilines pero otras veces no porque vengo cansada del agua y de caminar las quince cuadras hasta la playa Buceo. De tarde volvemos a la playa o jugamos en la calle. Todavía no empezamos campeonato de nada, ni de fútbol, ni de paleta ni de pique cordón.

Hoy no fuimos porque ayer llovió mucho pero jugamos toda la tarde en la cuadra. Éramos como veinte porque vinieron los primos de Marce. Uno es el que habla en gallego y cuando estamos jugando en lugar de gritar “quiquiriya” dice “quiquirilia” y salimos corriendo muertos de risa. Se llama Javier y vivía en España pero hace más o menos un año vino a Uruguay con otra cantidad de chiquilines y se quedó a vivir con la abuela y la tía. Ahora también vino la mamá.

Tiene 9 y cuando llegó los papás de Marce hicieron una fiesta con asado y todo. Al principio no hablaba mucho pero después se le pasó y jugó con nosotros. Nos contó que no tuvo miedo al despegue del avión y tampoco a

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venir sin su mamá pero después, cuando los demás se corrieron a buscar helado y nos quedamos solos, me dijo que se puso a llorar en el ómnibus porque tenía miedo que los milicos lo llevaran preso como a su papá. Yo me imaginé eso y le dije que también me habría puesto a llorar y que no le iba a contar a nadie.

Martes 29 de enero de 1985Hoy de tarde vamos a ir al parque Rivera en la camioneta del papá de Nati. Nos va a llevar a todos. Ahora me voy a comer hamburguesa con arroz y ensalada.

Viernes 1 de febrero de 1985Mañana nos vamos a pasar el fin de semana a la casa de una amiga de mamá que vive en Atlántida. Nos vamos solas porque papá tiene que trabajar y mi hermana se queda en lo de los tíos. Me voy a aburrir muchísimo. Mamá dice que hay hamacas y un tobogán y que no va a ser aburrido. Qué viva, ella porque va a estar charlando con su amiga todo el tiempo, ¿pero yo?

Sábado 2 de febrero de 1985La casa de Mariela, la amiga de mamá, es linda. Tiene un jardín muy grande con hamacas, un tobogán y una piscina que está sin agua. Hoy fuimos a la playa que también es linda y por suerte me hice una amiga, se llama Rosina y es de Buenos Aires, la capital de Argentina.

Mañana escribo más porque ahora tengo sueño, chau.

Lunes 4 de febrero de 1985Estamos de nuevo en casa. Al final me hubiera gustado quedarnos más. Siempre lo mismo: cuando no quiero ir

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a un lugar, me rezongan porque no quiero y si después que voy me quiero quedar, me rezongan porque quiero quedarme. ¿Quién entiende a los grandes?

La chiquilina argentina que conocí en la playa me dio su dirección para ser amigas por correspondencia, que quiere decir mandarnos cartas. Yo no sé si eso es muy divertido porque con tener una amiga con la que no podés jugar juntas en el mismo lugar me parece medio raro, no sé.

Ella tiene un año más que yo y me contó que de chiquita venía siempre a veranear a Punta del Este y que su abuelo y su papá habían construido una cantidad de edificios ahí pero que ahora hacía años que no hacían más. Yo pensé que eran albañiles pero resulta que no, que eran los inversores, me dijo. Como no sabía qué quería decir no le pregunté más pero de noche les conté a mamá y a Mariela, y me explicaron que son los que ponen plata para hacer algo. No sé cuánta se necesita para hacer esos edificios gigantes pero debe ser mucha. Capaz que se la gastaron toda y por eso ahora no pueden hacer más ¿no?

Jueves 7 de febrero de 1985Recién volvemos del tablado y pasó algo que me gustó muchísimo: subí al escenario y canté con un ¡cantante famoso! Y toda la gente se paró y aplaudió muchísimo. Eso me puso contenta pero la canción me pareció triste y cuando nos veníamos papá me explicó mejor de qué trata y me dieron ganas de llorar. Ahora ya se me pasaron.

Fuimos al tablado que está cerca de casa pero esta vez, además de las murgas y los parodistas, estuvo el Saladero, Sabalero, (mi hermana me dijo bien el nombre). Él es un músico muy conocido que vivía en otro país y vino hace poco. Tiene la voz gruesa como si le saliera de un pozo.

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Cantó algunas canciones que reconocí por los casetes de papá y cuando estaba terminando dijo que iba a cantar una muy especial y que le gustaría que los niños subieran a ayudarlo. Yo subí con unos chiquilines con los que estaba jugando.

Él decía una parte de la canción y nosotros la repetíamos, era una que siempre dice más o menos igual, es “no no noooo no nido” o también decía “no no noooo no nado”. Mamá me dijo que a eso se le llama estridillo. Y entonces después él seguía cantando “angelitoooos bien amados” o “angelitooos separados” y después decía: “Andrea, Fernando, Victoria, Mariana” (pero no hablaba de mí, era otra) y dijo otros nombres que me parecieron raros y no me los acuerdo. Cuando terminamos la gente aplaudió mucho en serio y nosotros saludamos. El Sabalero nos abrazó, nos dio besos a todos y dijo que fuimos su mejor coro.

Viernes 8 de febrero de 1985Estoy un poco triste porque me quedé pensando en esa niña que se llama igual que yo. En realidad me da tristeza por todos esos chiquilines que no viven con sus padres y nadie sabe dónde están, ni ellos ni sus papás. Hoy le pregunté a mamá si en serio era como me dijo papá ayer y me dijo que sí. Me dieron muchas ganas de llorar porque a mí me gusta vivir con mis papás y mi hermana, que será peleadora y a veces me molesta mucho pero la quiero y sería horrible no estar todos juntos.

Martes 12 de febrero de 1985Hoy es el cumple de Marce y va a haber una fiesta de disfraces. Nati, Fede, Carlitos, Marce y yo vamos a hacer

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de Los Parchís con serie de baile y todo. Estamos ensayando desde el domingo. Va a estar buenísimo.

Miércoles 13 de febrero de 1985No es por pillarme pero somos los mejores imitadores de Los Parchís de todo el mundo ¡en serio! Bailamos Pancho López y Pajaritos a Bailar, que son dos de las canciones más divertidas. Yo elegí hacer de Yolanda, que se viste toda de amarillo pero como no tengo pantalón de ese color me puse un vaquero y le pusimos papel crepé. Se me rompió casi todo en el baile pero antes había quedado bien.

Marce hizo de Tino porque es el más grande, Nati de Gema y Fede de David. Como Carlitos es bajito, hizo de Frank, que también es petiso como él. El domingo cuando empezamos a ensayar se enojó porque quería hacer de Tino y se fue a la casa llorando. Es que el tarado de Fede le dice enano y a él le da bronca…y tá, tienen razón, Nati y yo lo defendimos y le dijimos a Fede que él tiene dientes grandes y nadie le dice dientón, ni diente de ratón o cosas así.

Viernes 15 de febrero de 1985Papá nos despertó temprano porque estaba escuchando la radio altísima. Cuando me levanté le dije si estaba sordo o qué y me dijo que estaba contento, que era un día importante y que teníamos que festejar. A mí papá le gusta mucho hablar sobre eso de que ahora la gente puede votar, y a mí me gusta pero veces me aburre: hoy mientras tomaba la leche estuvo como mil horas explicándome del parlamento, que es el lugar donde trabajan unas personas que la gente vota, como al presidente, que también se vota, pero estos se llaman senadores, con “s” y no con “c”, y otros que se llaman diputados. Los senadores son

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como treinta y los diputados una cantidad más pero no me acuerdo cuántos. A veces se juntan todos y a eso se le llama asamblea general y parece que es importantísimo.

Papá estaba contento porque Germán, el señor que escuchamos en la radio, ahora es senador con “s”.

Lunes 25 de febrero de 1985Como papá y mamá no trabajaron por el feriado de carnaval nos fuimos a Rocha a la casa de mis abuelos. Mi hermana y yo nos quedamos hasta ayer de noche, que el abuelo nos trajo de nuevo y se va a quedar unos días más.

Me encanta ir a lo de los abuelos porque jugamos pila y vamos a la playa de La Paloma que es mucho más linda que la del Buceo. El agua es muchísimo más verde. También es más fría pero como hizo mucho calor nos pudimos meter mucho rato. Con la abuela hicimos campeonato de tejo y conga. Fuimos a un desfile disfrazadas y jugamos todos los días con Maite y Carolina, las vecinas de los abues.

Rocha es en el mismo país pero no hablan como nosotros, dicen “tú”, “quieres” y cosas así, entonces cuando hablamos se dan cuenta que no somos de ahí. Con mi hermana siempre nos pasa que después de algunos días empezamos a hablar igual pero no lo hacemos a propósito, se nos pega el cento (así me dijo el abuelo que se llama).

Jueves 28 de febrero de 1985El lunes empezamos las clases, ¡qué paspe!

Viernes 1º de marzo de 1985Hoy el abuelo se despertó temprano y se fue al centro porque quería encontrar un buen lugar para cuando

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llegara Sanguinetti. Dijo que lo quería ver de cerca y saludarlo. Yo lo vi en la tele muchas veces, es medio pelado y tiene muchos pero muchos pelos en las cejas, como si los de la cabeza se le hubiesen caído para arriba de los ojos.

Mamá y nosotras acompañamos al abuelo a la parada porque él no está acostumbrado a andar en Montevideo y la abuela dijo que mirá si se pierde.

Ahora papá y mamá están de vuelta con la radio a todo lo que da, como si fueran sordos, por esto de que resulta que hoy Sanguinetti, que es el presidente que todos votaron, se hace realmente presidente. No entiendo muy bien cómo es porque lo de votar pasó hace como cuatro meses, cuando todavía teníamos clases, ahora ya pasaron las vacaciones y estamos por empezar de nuevo la escuela y él recién va a empezar a ser presidente. Lo hicieron esperar una cantidad.

Sábado 2 de marzo de 1985Querido diario, ya se terminaron mis vacaciones y también se terminaron tus hojitas. Ahora voy a pedir que me compren otro pero mucho más grande para poder escribir por más tiempo.

Mi abuela me dijo que los diarios sirven para contar las cosas que uno no quiere olvidar y que, si los guardo, cuando sea grande voy a poder leerlos y tener mis recuerdos más fresquitos, como si quedaran guardaditos en una caja sin tiempo.

Me gustó mucho pensar eso.

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